arias, juan - oracion desnuda

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Page 1: Arias, Juan - Oracion Desnuda
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JUAN ARIAS

O R A C I Ó N D E S N U D A

E D I C I O N E S S I G Ú E M E - S A L A M A N C A - 1 9 7 3

Page 3: Arias, Juan - Oracion Desnuda

Maquetación y cubierta: Luis de Horna

© Cittadella Editrice, 1972 © Ediciones Sigúeme, 1973

Apartado 332 - Salamanca (España) ISBN 84-301-0515-8

Depósito Legal: S. 298-1973 Printed in Spain

Imprime: Gráficas Ortega Asadería, 1.7 - Salamanca

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C O N T E N I D O

Introducción 9

Los despreciados 13

El preso 17

El niño 22

El estudiante 25

Los jóvenes 29

Los padres 33

El ateo 38

El hombre de la calle 42

Los viejos 45

La Virgen 50

El labrador 57

Los desesperados 61

Los que están solos 66

El papa 69

Los que callan 80

El rebelde 84

El diablo 89

El político 93

El obrero 98

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El científico

El suicida

El médico

El cura

El empleado

El jefe de personal

Los que no quieren la otra prostitución

El periodista

Los que tienen miedo a lo nuevo

El juez

El artista

La mujer

La monja

Las que escogen el amor universal

Los esposos

Los enamorados

Mi oración

. . . 103

. . . 108

. . . 112

. . . 117

. . . 120

. . . 125

. . 131

. . . 134

. . . 139

. . . 142

. . . 147

. . . 152

. . . 159

. . . 166

. . . 170

. . . 175

. . . 176

Page 6: Arias, Juan - Oracion Desnuda

INTRODUCCIÓN

A todos los que, en la lucha por la libertad, han perdido el miedo y la vergüenza de reve­lar a los demás su propia verdad.

En la Biblia rezar significa también «gritar». Y se puede gritar de rabia, de dolor o de alegría. El hombre bíblico le grita, no al amo, sino a uno a quien sabe

que puede tutear. Es un grito que nunca puede separarse de una cierta dimensión

de amor. Pero para muchos cristianos rezar resulta hoy solamente si­

nónimo de «pedir». El pobre que pide al rico. El débil que pide al poderoso. El enfermo que pide al médico. El idólatra que pide al hechicero. Dios no es ese amigo personal con el que se puede gozar y sufrir,

discutir y enfadarse. Una oración interesada, de inferior a superior, difícilmente con­

ciliable con el descubrimiento de la dignidad real del hombre, llamado a sentarse a la mesa de Dios, porque se le ha con­cedido el don de poder ser igual a él (Jn 10, 34).

La repulsa actual de ese tipo de oración, más pagana que cris­tiana, hija del miedo y de la necesidad, más que del descu­brimiento de la grandeza del hombre, no significa ateísmo,

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sino más bien reconocimiento del rostro del Dios bíblico, que no es ja el Dios del temor, sino el Dios de la locura de amor a los hombres, a quienes ha escogido como amigos y compañeros de creación.

Oración desnuda quiere ser un grito de rabia y de alegría al mismo tiempo. No es un grito de soberbia, sino de amor adulto y liberador.

No es una «contestación-» ni un desahogo; es la expresión más verdadera y genuina de una conciencia desnuda frente a la realidad más auténtica de sí mismo.

Es oración, porque es la experiencia hecha palabra de los sen­timientos que el hombre palpa en su ser más profundo.

Es desnuda, porque no sigue esquemas, ni convencionalismos, ni prejuicios culturales o religiosos. Es la palabra verdadera de todo ser humano que, frente a la realidad de su existencia, grita sin temor y sin vergüenza, con la juerga de su libertad irrenunciable, todo lo que siente que, en el misterio de sus exigencias y de sus límites, está en contradicción con lo que los demás le imponen.

Oración desnuda no es una obra literaria: es el fichero de muchas plegarias humanas hechas en el silencio o lanzadas con gritos a los vientos, recogidas aquí como expresión de una humanidad que cada vez va descubriendo mejor su dig­nidad y su derecho a la libertad y a la sinceridad.

Es el hombre que descubre que, si existe Dios, su oración no puede ser la oración del esclavo que acepta ser esclavo y que sólo sabe pedir clemencia y misericordia.

Es el hombre que descubre que rezar no significa aceptar verse avasallado por alguien o por algún motivo.

Es el hombre que descubre que su Dios le ha dado el derecho, no ya de mendigar una limosna, sino de exigir esa felicidad que él, por un misterio de amor, le ha prometido gratuita­mente, pidiéndole únicamente que la acepte.

Estas oraciones no han nacido en la mesa de despacho, sino en la tierra real de las experiencias más sinceras de hombres concretos, con un nombre y un apellido: me parece que son, por otro lado, expresión de otros muchos que van caminando

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hoy por los senderos de nuestro mundo gritando, quizás sin esperanza, esa misma oración a su Dios y a su conciencia.

La oración del preso, por ejemplo, fue escrita con las mismas frases de ochenta detenidos, después de varias horas de con­versación con ellos.

La oración de los padres es la expresión de millares de familias que me han ofrecido sus angustias y vacilaciones.

La oración de los jóvenes ha sido escrita después de haber es­cuchado durante años el grito de una nueva generación que, para seguir siendo cristiana, exige imperiosamente la li­bertad de poder amar y de sentirse, también ellos, personas.

La oración de los desesperados y de los despreciados es mi dura cosecha de experiencias humanas terriblemente dolorosas que me han hecho madurar mucho más que todos mis estudios universitarios.

La oración de la mujer es el grito y el sufrimiento de esa parte de la humanidad que no ha logrado todavía pronunciar en la historia su palabra original ni tener su carnet de identidad personal en la tierra de la libertad revelada y ofrecida por el Creador, sin distinción de razas ni de sexos.

La oración del obrero es el grito del hombre que no se resigna a ser máquina de producción, cuando siente el impulso de ser, también él, creador. Quizás sea el drama más trágico del hombre que, llamado por Dios a realizarse y a expre­sarse en el trabajo creativo, se siente con frecuencia limitado al papel de esclavo, sin poder ser el rey en una creación que es ya el anuncio y la realidad de la alegría de ser «alguien», capaz de saborear su propia felicidad junto con los demás.

Yo no he inventado ninguna de estas oraciones. Lo único que he hecho ha sido prestar mi pluma para gritar a los demás todo lo que millares de personas reales dirían a sus seme­

jantes, si tuvieran suficiente espacio y libertad. Es el grito sufrido, pero lleno de esperanza, de esa caravana de

seres humanos que todavía no han renunciado a ser ellos mismos, que no conciben una religión distinta de la que de­fiende toda libertad, ni otro Dios distinto del que se aver­güenza y se rebela frente a todo abuso de un hombre por parte de otro hombre.

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Oración desnuda que nace de la base y que probablemente irri­tará a no pocos de esos poderosos de toda clase que, inten­tado reemplazar a Dios, se han adueñado de los derechos más sagrados del hombre.

Oración desnuda que, con toda certera, no podrá suscitar más que amor o disgusto.

Oraciones que difícilmente podrán aceptar los que tienen miedo de quedar desnudos frente a la realidad más fascinante, y también más exigente, que todos los hombres llevamos en nuestro interior. El creyente la llamará conciencia; el no creyente, fidelidad a ese misterio que grita continuamente en nosotros una palabra siempre nueva, que siempre es más verdadera, más limpia, más genuina, más impregnada de amor que lo que nosotros somos en la realidad gris y alie­nante de cada día, pero que nos dice lo que de verdad senti­mos que somos.

Porque esa realidad nuestra es más hermosa y más grande que nosotros mismos.

Rezar significa, por consiguiente, hacer que esa realidad se con­vierta en palabra viva, en esperanza y densidad humana.

JUAN ARIAS

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L o s d e s p r e c i a d o s

Hoy venimos a ti, Señor, nosotros, los despreciados. Somos una caravana no doliente, sino repugnante. Ni siquiera ofrecemos compasión u odio, ternura o su­

frimiento. Somos, sencillamente, despreciados; damos asco. El enfermo más lleno de lepra inspira compasión. El criminal más feroz odio u horror. El loco, el subnormal producen pena o ternura. Nosotros no tenemos reservado un lugar en las obras de

misericordia.

Yo, Señor, soy un drogadicto; prácticamente he presentado mi dimisión como hombre; se ha apagado en mí toda esperanza de recuperar mi vo­

luntad, de volver a ser yo mismo. Hay otros que han drogado no su cuerpo pero sí su con­

ciencia, su corazón. Pero a esos nadie les desprecia. A lo más, se les teme.

Yo, Señor, soy un invertido. No me gustan las mujeres. Alguna vez me consuelo con un amigo.

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Cometo menos pecados que mi hermano a quien sí le gustan las mujeres y se apropia hasta de las de los demás.

Pero a él nadie le hace ascos en casa ni fuera; no inspira repugnancia; a veces, todo lo contrario, hasta es admirado. De mí huyen todos: los hombres y las mujeres. Sólo me recibe alguno que, como yo, se siente también

repugnante para la sociedad normal.

Yo soy un borracho, pero un borracho pobre. Llevo muchos años alcoholizado, en mi casa no me reciben, se avergüenzan de mí y me veo obligado a tambalearme

por las calles como un perro. Todos vuelven la cara cuando me ven. A un mendigo aún se acerca alguien de vez en cuando

a dejarle, aunque de prisa, una moneda pequeña en­tre sus manos que tú has dicho que son las tuyas.

A mí no se acerca nadie; sólo a veces algún policía para llevarme, por obligación,

a la comisaría. Hay otros, Señor, que se emborrachan también, pero en fiestas de lujo y son poderosos y hasta hacen

gracia y son perdonados y excusados por sus aduladores que

procuran esconder su vergüenza. Hasta ellos no llegan los policías. ¿Será que mi borrachera es más repugnante porque yo

bebo sólo vino barato y ellos whisky y ginebra?

Yo, Señor, soy una prostituta. Pero no una cualquiera. Estoy ya vieja, ajada, gorda. Ya no tengo quien me apadrine.

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Soy de las que tengo que contentarme sólo con lo que quieran darme.

No tengo un piso decente para recibir a la gente ni di­nero para anunciarme en los periódicos como «ma­sajista».

Tengo que contentarme con esperar, a las afueras de la ciudad, en la cuneta de las carreteras, bajo el sol y la lluvia, que algún pobre se contente con mis últimos restos de mujer pública.

Los que pasan en coche me miran con asco, vuelven la cara para no encontrarse con mi mirada.

Me desprecian hasta las prostitutas de primera clase que acompañan, perfumadas y envueltas en bisones, a las personas respetables.

Yo, Señor, soy un excomulgado de tu iglesia. No puedo recibir los sacramentos. Los criminales sí pueden y los avaros y los opresores. Nadie piensa que quizá pueda estar en paz con mi con­

ciencia. ¿No te excomulgó a ti la iglesia de tu tiempo? Hay otros que defienden más herejías que yo, que incluso presumen de su ateísmo, que explotan a tu iglesia y viven a costa de ella sin creer

en ella. Pero son admirados y respetados. Ellos no llevan sobre la frente la vergüenza de una ex­

comunión. Quizá porque tienen amigos que les defienden, porque han sabido ser más diplomáticos que yo, porque saben profesar en público lo que traicionan en

privado o en el fondo de su conciencia.

Nosotros y tantos otros a quienes la sociedad ni siquiera compadece;

nosotros, los despreciados,

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los que provocamos no odio, ni lástima, ni miedo, sino asco,

venimos hoy a ti, el Inocente, porque pensamos que, si tú existes, sólo tú eres capaz de no despreciarnos y hasta de perdonarnos.

No ocultamos ni excusamos el pecado que pudo dar origen a nuestra vergüenza.

Pero quizá tú que no sólo perdonas sino que excusas, serás capaz, para no humillarnos más, de repetir como al endemoniado que nuestra vergüenza sirve para ma­nifestar en nosotros tu gloria salvándonos.

Tú viniste a salvar lo que estaba perdido. Pero ¿quiénes más perdidos que nosotros que no inspi­

ramos ni siquiera compasión? A veces un rayo de esperanza nos hace intuir que quizá

llegues incluso a amarnos, a encontrar en el fondo de nuestra vergüenza algún rastro de tu rostro aún no manchado.

Perdónanos, Señor, si a veces sentimos la tentación de pensar que tú no existes.

No es fácil creer en ti, a quien no vemos, cuando todos los rostros hermanos se vuelven asqueados para no mirarnos.

Perdónanos también si, a veces, encontrando a alguien que, por excepción, no nos desprecia y hasta nos echa una mano fraterna, nos sentimos tentados a confundirle contigo y le adoramos como a nuestro Dios.

Perdona nuestra idolatría. Pero ¿será verdadera idolatría? ¿Un hombre que llega a amar lo que todos desprecian,

no eres tú mismo presente y vivo entre nosotros? Cristo, ten piedad, por lo menos tú, de nosotros los

despreciados.

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E l p r e s o

Cristo, yo soy un preso. Tengo más tiempo que los cartujos para rezarte. Pero quizás tú solo sabes lo que cuesta rezar a un preso. En nuestro ser más profundo explota a cada instante la

rebelión. Es difícil rezar, es difícil creer, cuando uno se siente

abandonado por la humanidad. También para ti fue difícil rezar en la cruz y gritaste tu angustia, tu cólera, tu desilusión, tu amargura: «¿Por qué me has abandonado?» Quizás sea esta la única oración que podamos hacer,

pero frente a ella el mundo se ríe. Un «por qué», que en tus labios era distinto, porque tú

eras inocente. Nosotros no somos inocentes: no lo es ningún hombre

de la tierra. Pero nuestro «por qué» es una petición de justicia, aun­

que a veces, además de la cólera, lleve el sello de la desesperación y de la desconfianza.

Sabemos que nuestro «por qué» no lo escucha ya esa sociedad que rechaza al hombre como persona, y lo escucha sólo por lo que hace o por lo que tiene.

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Quizás tú tengas todavía un poco de paciencia, un poco de compasión, y hasta un poco de fe en nosotros, para escuchar, sin irritación y sin sarcasmo, nuestro «por qué» angustioso.

También tú fuiste un preso, un torturado, un acusado y un condenado.

Tú, cuyo último escándalo para los virtuosos de oficio fue el de canonizar, sin milagros ni procesos, a un ladrón condenado a muerte.

A ti, Señor, víctima viva de todas las injusticias cometi­das por la justicia humana, dirigimos nuestro grito.

Acéptalo como oración, aunque algunos «buenos» se rasguen las vestiduras.

¿Por qué, Señor, la sociedad tiene que ser inhumana con nosotros, si te acepta a ti como el Dios del perdón y de la misericordia?

Tú perdonas y olvidas; y hasta excusas. Pero los hombres, cuando nos perdonan, no se olvidan

de nuestra lepra. Estamos marcados para siempre. Somos delincuentes

para toda nuestra vida. ¿Cómo podremos esperar la resurrección, si la sociedad

se niega a creer en nosotros? Probablemente, cuando salga de la cárcel, no encon­

traré trabajo y tendré que robar de nuevo. Pero, aunque lo encuentre, seguiré siempre siendo el

«ex-presidiario». Siempre que los «inocentes no fichados» planeen alguna

cosa a mi lado, las sospechas caerán irremediable­mente sobre mí.

En adelante ya no tendré la fuerza de la defensa. Pero eso no es todo. ¿Por qué tienen que sospechar también de la madre y

de los hijos del preso? Ellos no tienen nada que ver. Pero también quedarán

marcados para siempre.

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¡Y ten mucho cuidado! La sociedad no perdona.

¿Podremos seguir creyendo en ti, si tu misma iglesia es incapaz de hacer algo para borrar la mancha que lle­vamos encima?

No queremos la limosna de la piedad. Queremos que se crea en nosotros, en nuestra regeneración.

Y esta fe queremos verla en los hechos. Es terrible la marca que sella a los presidiarios, Señor:

una marca que ni siquiera respeta a los inocentes. También entre nosotros hay inocentes. Quizás un día

el tribunal reconocerá su inocencia. Pero ¿quién les quitará de encima la lepra de la cárcel?

La sociedad es más cruel que la misma justicia. ¿Por qué, Señor, suelen ser los más indefensos, los más

pisoteados por las injusticias de los otros, los que están en la cárcel, mientras que siguen libres los verdaderos culpables?

Ayer entró aquí una muchacha negra. Había disparado contra un hombre que la había hecho

madre, después de haberle prometido casarse con ella;

luego la abandonó, sola, extranjera, sin trabajo, para ir a engañar a otras muchachas sin trabajo y sin patria como ella.

¿Por qué no vino él antes a la cárcel? ¿Por qué quizás no vino sólo él?

¡Y dicen que «te comulgan» muchos de los que hacen semejante justicia!

¿Comprendes entonces cómo nuestro «por qué» no es absurdo, a pesar de ser terriblemente amargo? ¿Por qué, además de quitarnos la libertad física, nos qui­tan también muchas veces la posibilidad de convertir nuestra prueba en un estímulo de regeneración?

¿Por qué hemos de perder años y años, mirando sólo las

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paredes sucias de nuestras celdas y los rostros can­sinos y amargos de nuestros compañeros?

Si la sociedad cree todavía en nosotros, ¿por qué no nos prepara en el trabajo, en el estudio, en la escuela de una verdadera humanidad?

Son ellos los que nos demuestran, con la realidad en la que nos obligan a vivir, que para nosotros no queda ya en el mañana un espacio de dignidad personal, de verdadera recuperación, de inserción sincera en la so­ciedad.

Por eso nos tratan a veces más como bestias que como a personas.

Para nosotros todo es «bastante», «demasiado», una «li­mosna»; ya no tenemos ningún derecho.

Sobre nosotros la humanidad descarga todos sus com­plejos de culpabilidad.

Sin embargo, Señor, no me gustaría perder mi dignidad humana por el hecho de haber entrado en la cárcel. No quiero renunciar a ser persona.

Quiero creer que, tú al menos, el más justo e inocente de los condenados de la historia, serás capaz de com­prender mis lágrimas y mi rabia.

Tú solo eres mi último hilo de esperanza verdadera. Quizás este último rayo de esperanza hará posible que

pueda rezar también por los demás. Sí ten piedad de esos que se sienten libres por el mero

hecho de no haberse visto nunca en manos de la policía.

De esos que se sienten tranquilos, porque consiguen ro­bar lo suficiente para no correr el peligro de verse en la cárcel.

De esos que nunca han sido fichados por un tribunal hu­mano, pero que por las noches no logran conciliar el sueño, porque su conciencia les grita todas sus inmundicias.

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Ten piedad de los que, en tu nombre, en nombre del Cristo de la libertad y de la justicia, nos condenan para siempre a la injusticia mayor de cerrar las puertas a nuestra posible regeneración.

Ten piedad también de mí, Señor, si, furioso al mirar desde mis rejas una sociedad mil veces más criminal que nosotros,

me siento en la imposibilidad de confesar mis pecados. Cristo, dame fe en la verdadera libertad, en esa libertad

que está dentro de nosotros y que nadie puede arre­batarnos.

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E l n i ñ o

Soy un niño, Señor. Uno entre tantos millones de niños que lloran y ríen en

el mundo. Mi nombre no importa, porque no lo escogí yo: me lo

impusieron. No me preguntes quién soy porque yo no tengo el de­

recho a ser: me hacen un poco entre todos.

¡Niño, no hagas eso! ¡Niño, haz esto! ¡Los niños se callan! ¡Los niños no deben molestar! Para nosotros, los niños, sólo existe el verbo «deber»;

nunca el «poder». ¡Sería estupendo si no crecieran!, dicen los padres. ¡Cuándo podremos ser personas, pensar, darnos un nom­

bre propio!, soñamos nosotros. ¿Quién tiene razón, Señor? Tú que eres el único a quien no molestan los niños —¡a

los apóstoles sí les molestaban! — , déjame que yo te hable y después dime quién tiene razón.

Me dicen que no se debe mentir y cuando se me escapa una verdad se enfurecen. Ayer se enfadó mucho mi padre porque dije delante de sus amigos que pegaba a mi madre.

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¿Es que no es peor hacerlo que contarlo? El se enfada cuando yo lo cuento. Yo no puedo enfadarme cuando él lo hace. Me dicen que no está bien que me junte con «ciertos ni­

ños», y al dormir me obligan a rezar al Dios que nos enseñó que todos somos iguales y hermanos.

Mamá me dice que debo parecerme a mi padre, pero mi padre roba, dice por teléfino que está enfermo para no ir al trabajo, insulta a la chica de servicio.

Me dicen que los niños no deben pensar, opinar, llevar la contraria: ¡eso es cosa de hombres!

Pero yo sé pensar, tengo mis gustos propios que son distintos de los de mis padres y a veces me dan ganas de gritar y de protestar.

Por ejemplo, cuando mi padre me manda callar sólo porque él no tiene ganas de hablar; cuando me obliga a ir a jugar a la calle sólo porque él quiere ver en paz la televisión.

Me dicen que no debo ver ciertas cosas porque soy un niño.

Pero yo pienso que sólo si las veo ahora con los ojos lim­pios, podré seguir viéndolas mañana sin avergonzarme como ellos.

Juegan conmigo como con un muñeco cuando tienen ganas. Si yo no tengo ganas, juegan lo mismo y en­cima me llaman caprichoso y antipático.

Ellos deciden siempre cuándo jugar conmigo; pero yo no puedo nunca elegir mi horario para jugar con ellos. Y cuando ellos dicen que no, yo no puedo llamarles caprichosos ni egoístas, ¡porque soy un niño!

Es difícil que te entendamos los niños, ¿verdad? Porque tú dijiste que sólo el que se hace como un niño

será amigo tuyo. Pero todos los que yo conozco que dicen que te aman

y que creen en ti y que te rezan, no sólo no quieren

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ser como los niños, sino que nos impiden a nosotros el serlo.

Sí, porque nos impiden ser espontáneos; nos obligan a mentir, nos niegan la posibilidad de crear la gran familia de todos, nos obligan a vivir las normas de la hipocresía —que ellos llaman educación—, nos obligan a decir lo que no sentimos, a hacer cosas de hombres, de «comprometidos».

Señor, ¿quién tendrá razón? Recuerdo que un día tus padres te riñeron porque te

perdiste. Y tú les respondiste que también tú tenías una vida propia, que no eras «sólo» de ellos.

¿Por qué no vuelves a gritar a nuestros padres, a las per­sonas mayores, a quienes nos niegan el derecho de ser nosotros mismos, que tampoco nosotros somos sólo de ellos, que no siempre lo que a ellos les gusta es lo mejor, que tenemos derecho a defender nuestra originalidad?

¿Por qué no les dices que ser niño no es un defecto, ni un pecado, ni una limitación, ni un juguete bonito para los mayores,

sino más bien un valor único, irrepetible en la vida y, si acaso —-tú mismo lo afirmaste—, un valor que no puede morir en nosotros ya que nos debe acompañar siempre si no queremos renunciar a conocerte y a amarte?

Al menos, tú, Señor, no me digas que me calle. ¡Escúchame y respóndeme! ¡Ah!, y perdóname un pecado: a veces tengo la presunción de pensar que soy más hom­

bre que ellos, porque me siento más libre y sé hablar con cualquiera

y no me ruborizo de nada y me fío de todos y soy feliz cuando en la calle veo volar un pájaro.

Y me gusta comer pan solo.

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E l e s t u d i a n t e

Cristo, soy un estudiante. Tengo una gran curiosidad por saber qué hubieras hecho

tú, si hubieras sido estudiante en este momento. Al lado de quiénes habrías estado. ¿Con los que no quieren ser molestados por nadie, a

quienes todo va bien porque quieren terminar cuanto antes la carrera para «situarse»?

¿O con los que no tienen prisa por acabar, porque no aceptan una situación que es absurda incluso a los ojos de los mismos responsables?

¿Te acuerdas, Señor, de aquel famoso profesor que ante las cámaras de televisión, acosado por nosotros, los estudiantes inconformistas, nos dijo ya reventando: «Lo sé yo mucho mejor que vosotros que este sis­tema de enseñanza está ya superado y es absurdo. No soy un idiota»?

¿Y recuerdas lo que nosotros le contestamos? «Ya, la diferencia es que usted acepta la situación ab­

surda e intenta justificarla porque está dentro del sis­tema y teme perder su puesto, mientras que nos­otros no podemos en conciencia participar en un es­tado de cosas que ustedes mismos, los responsables, aceptan como deshumano y superado».

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Page 23: Arias, Juan - Oracion Desnuda

¿De parte de quién hubieras estado? ¿De parte del profesor o de nuestra parte? ¿De parte de quienes defendían al profesor o de quienes

le atacábamos? Porque tú no naciste para diplomático y nunca tuviste

miedo a comprometerte. Acepta como nuestra oración las preguntas que nadie nos

quiere responder. ¿Por qué nos obligan a perder un tercio de nuestra vida

en estudiar no para saber sino para aprobar; en estudiar no lo que nos gusta saber sino lo que le inte­

resa a la sociedad que sepamos; no lo que nos serviría para conocer mejor al hombre y

entrar en comunicación con él, sino lo que nos ser­virá para ponerle la zancadilla y engañarle mejor;

no lo que será más útil para todos sino lo que me pro­porcionará más dinero?

¿Por qué se pasan años enseñándonos lo que dijeron e hicieron nuestros antepasados (¡si al menos nos dijeran la verdad!) y apenas si nos dejan un momento para crear por nuestra cuenta?

¿Por qué nos obligan a vivir siempre de rentas si sentimos la vocación de creadores?

Una niña, en vez de aprenderse de memoria una poesía de Gabriel y Galán que ni le gustaba ni la entendía, hizo ella una poesía.

El profesor la castiga y la suspende: «Esa poesía no es de Gabriel y Galán».

«Claro, es mía, pero me gusta más». Y podría haber añadido: «Si Gabriel y Galán se hubiese

contentado con aprenderse de memoria las poesías de los demás, nunca hubiese escrito las suyas».

La niña tenía doce años. Como tú cuando escandalizaste a los doctores en el tem­

plo de Jerusalén.

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Pero ellos fueron menos fariseos, más humanos y se ma­ravillaron de tu sabiduría.

A ti te condenaron sólo cuando pusiste en práctica tu sabiduría creativa.

A nosotros nos castran ya en el momento mismo de crear.

Tú al menos fuiste reconocido y escuchado cuando, saliéndote de los esquemas de los demás, diste «tu» interpretación de la Escritura. Por eso se maravillaron, porque dijiste algo nuevo, tuyo, sin repetir el disco de los otros. Hoy las cosas son más complicadas.

Se habla más de libertad, pero se construyen más llaves para todas las puertas.

Pensar por cuenta propia resulta siempre peligroso. Crear no es ya atributo divino sino pasaporte para el

aislamiento, la excomunión, el destierro, el ostra­cismo, el hambre o la clínica psiquiátrica.

A ti te admiraban; a nosotros nos desprecian en el cole­gio y en la familia.

Nace un gran pintor, un gran músico, un gran estadista, un gran médico, un gran poeta que no tiene títulos porque ha creado por su cuenta y decimos: «claro, es un genio».

Pero no nos preguntamos si no será un genio precisa­mente porque no ha sido alienado por la escuela.

No nos preguntamos si es genio el que crea algo dis­tinto a lo de los demás y sin medios, o si al contra­rio, no existen más genios porque no se les permite realizarse y desarrollar toda su fuerza creativa.

¿No sería mejor llamar normales a quienes logran dar lo que ellos son y anormales a quienes son sólo un producto de los demás sin lograr nunca pronunciar su palabra original?

Cristo, nosotros no queremos destruir la escuela, la universidad. Queremos sólo una escuela que no nos destruya a nos-

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Page 25: Arias, Juan - Oracion Desnuda

otros; que no aliene nuestra originalidad; que nos ayude a descubrir y poner en marcha la carga de ilu­sión que todo hombre lleva dentro cuando se des­pierta a la vida.

Queremos la escuela del hombre y no el hombre de la escuela.

Queremos que sea reconocida la escuela de la vida que es la primera y la mejor.

Queremos una escuela sin títulos y sin exámenes, sin profesores y sin alumnos;

una escuela como la de una vida verdaderamente humana en la cual cada uno ponga a disposición de los demás su pedazo de sabiduría;

una escuela donde se cree juntos como juntos se come en la mesa, juntos se juega y juntos se llora y se ríe.

Queremos que vuelvas a repetir al mundo, también a tu iglesia, que «nadie debe llamarse maestro ni padre».

Tú, el único maestro verdadero de la historia, nunca fuiste «doctor de la ley». Fuiste siempre «tú», lo me­jor de ti mismo.

Por eso dejaste también, sin miedo y sin envidias, que los demás fueran también ellos mismos.

Por eso afirmaste con naturalidad y sin nostalgias a quie­nes vivieron contigo: «Cosas mayores de las que yo he hecho haréis también vosotros».

Por eso tú fuiste el verdadero maestro de libertad.

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Page 26: Arias, Juan - Oracion Desnuda

L o s j ó v e n e s

Cristo, hoy más que nunca los jóvenes andamos en busca de

nuestra conciencia. Hemos empezado a comprender, con alegría, que nuestra conciencia no nos da una ley que venga de

fuera, sino que tú estás presente en lo más profundo de nosotros mismos.

Sabemos, ahora, que nada ni nadie puede sustituir a la ley escrita en nuestro corazón.

Te damos gracias, Cristo, porque ni siquiera tú nos has traído una ley que vaya en contra de nosotros mismos,

en contra de ese deseo de justicia que nos quema por dentro como verdad insustituible.

Frente a tantos maestros, frente a tantos falsos profetas, tú has venido solamente para ayudarnos a descubrir la

verdad de nuestra conciencia, para asegurarnos de la presencia real de Dios en nosotros, para ayudarnos a defender este don. La misma iglesia nos la has dado, no para que sustituya

a tu palabra escrita en nosotros,

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Page 27: Arias, Juan - Oracion Desnuda

sino para servirla, para defenderla, para iluminarla, para garantizarla, para darnos la fuerza de ser fíeles.

Todo lo demás no lo aceptamos como iglesia tuya.

Sabemos ahora, Señor, que este descubrimiento no hace más cómodo nuestro camino hacia la verdad.

No tenemos más remedio que reconocer que nuestra conciencia es cada vez más exigente,

más terriblemente justa, más destructora que cualquier otra ley que venga sola­

mente de fuera. Sabemos que si la conciencia está de verdad, porque tú

lo quieres, por encima de toda ley, esto nos llevará más de una vez a conflictos irremediables, ya que resulta más fácil descargar las responsabilidades en los demás que aceptar en la soledad la propia respon­sabilidad delante de ti.

Pero al mismo tiempo nos sentimos más felices, porque descubrimos que somos más hombres,

más maduros, más nosotros mismos, más capaces de buscarte en el esfuerzo sincero y do­loroso de todo nuestro ser.

Sentimos el gusto de una libertad verdadera, esa libertad a la que tú nos llamas, el verdadero liber­

tador. Quítanos, Señor, el miedo a ser libres, guiándonos a esa

libertad que nos obliga a asumir nuestra responsabi­lidad frente a nosotros mismos y frente a la historia,

no como robots o marionetas, sino como hombres verdaderos, capaces de una opción personal. Sentimos el gozo de experimentar que, si la conciencia

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es igual a Dios presente en nosotros, la ley es igual a un compromiso de amor.

Nos sentimos felices nosotros, los jóvenes, al descubrir, Señor, que amar no sólo no es pecado,

sino que el único pecado es el vacío de amor. Quítanos, Cristo, el miedo de amar, porque no queremos renunciar al imperativo más fuerte

de nuestra conciencia que nos pide amar, y amar siempre;

amar con ese amor que hace más libre al que lo recibe y más rico al que lo ofrece.

No renunciamos, Señor, a ese amor que sentimos como pecado sólo cuando deja de ser amor,

a ese amor que eres tú, programa cósmico de felicidad. Ese amor que sabemos que es difícil de vivir y de sabo­

rear hasta el fondo, mientras sentimos a nuestro al­rededor el grito de la pobreza, de la miseria y de la opresión de los que no tienen el derecho ni el gozo de poder amar y de poder amar con libertad.

Nosotros, Señor, nos sentimos incluso más iglesia en la medida en que buscamos juntos, a la luz de tu palabra valiente, unidos en torno a tu mesa,

la identidad de nuestra conciencia. Si tú eres mi conciencia, Señor, tendrás que ser también

«nuestra» conciencia, porque no puedes contrade­cirte.

Por eso sentimos que el único lenguaje común entre los hombres tendrá que ser cada vez más el lenguaje de nuestra conciencia.

Juntos, Señor, confiamos en que no confundiremos tu voz en nosotros con las palabras mezquinas que nos sugiere nuestra pereza.

Ayúdanos, Cristo, a no traicionar nuestra conciencia per­sonal por ningún motivo, ni frente a ley alguna.

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Ayúdanos a comprobar con paz y con lealtad la auten­ticidad de nuestra conciencia comparándola con la de nuestra comunidad,

porque nuestra certeza de verdad es tanto más rica cuanto más protegida se ve por la ayuda amigable, fraternal, de nuestros semejantes.

Cristo, que nosotros, los jóvenes, tengamos el coraje de ser nosotros mismos, para que tú puedas ser nos­otros.

Porque sólo tú tienes las palabras que buscamos: las verdaderas, las que no se avergüenzan del amor y de la libertad; las que sirven para todos; las que no deben negarse a los oprimidos, ya que nos­

otros, hijos de la libertad, gritamos hoy contra toda esclavitud, para que el amor pueda ser de todos.

Un amor con cadenas eres tú en el Calvario; pero nos­otros, los jóvenes, queremos para la humanidad el amor de tu resurrección, la que nos ha hecho libres.

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L o s p a d r e s

Cristo, somos unos padres de familia como tantos que encon­

trarás hoy en todo el mundo. Tú sabes muy bien cuál es nuestro problema y nuestra

angustia: los hijos. Como todos los padres queremos lo mejor para ellos. Pero el bien que nosotros les deseamos no coincide

siempre con el bien que ellos esperan. Quizás nunca como hoy los padres nos hemos encon­

trado en una encrucijada y en una oscuridad seme­jante.

Francamente no sabemos qué hacer. A veces estamos tentados a juzgar a nuestros hijos con

dureza: «no saben lo que quieren; no hay quien les entienda; son unos desagradecidos».

Pensamos en lo que nosotros fuimos para nuestros pa­dres, sus abuelos, y nos horrorizamos: no han here­dado ni siquiera la educación.

A veces, en el colmo del dolor, nos sentimos tentados de llamarles: «desnaturalizados».

Sin embargo, en otros momentos de mayor serenidad, aunque no sin esfuerzo, pensamos que quizá ellos tengan razón; que no tenemos derecho a hacerles a nuestra imagen y semejanza;

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a imagen y semejanza, de un mundo, de una sociedad, de una cultura que ya no existen o que están desapa­reciendo.

Ellos serán, en realidad, los padres de una sociedad que nosotros no hemos conocido:

demasiado nueva para que podamos siquiera compren­derla. Nosotros nos sentimos con el derecho y el deber de imponer hasta nuestros gustos a nuestros hijos porque aún vivimos de lleno en la mentalidad de una sociedad en la que el sentido de posesión y de propiedad privada se ha llevado al paroxismo: son «nuestros» hijos.

Quizás nuestro dolor resulte más atroz porque el cambio ha sido demasiado rápido: casi brutal.

Baste pensar que entre dos hermanos que se lleven sólo diez años de diferencia el salto de mentalidad es tan grande que ya casi se sienten de dos mundos diversos.

¿Qué haremos, pues, nosotros? Debes comprender, Señor, que nuestra situación no es

fácil y que es demasiado cómodo decirnos que ten­gamos comprensión.

Es como gritárselo a quien se está ahogando; a quien se le obliga a ver con naturalidad lo que ha re­

chazado, temido y evitado durante toda la vida. No es fácil llamar fe a lo que siempre se apellidó ateísmo. No es fácil bautizar con el nombre de amor lo que

siempre nos dijeron que era pecado. No es fácil llamar personalidad a lo que siempre he­

mos llamado descaro. No es fácil aceptar como exigencia de una búsqueda lo

que ayer se llamaba inseguridad, falta de convicción y de coraje.

No es fácil admitir como respeto a la conciencia lo que siempre se llamó desobediencia.

No es fácil ver como inconformismo lo que para nos­otros fue siempre holgazanería.

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Y sobre todo no es fácil verlo todo de repente y sentirlo y sufrirlo en el fruto de nuestra carne.

Créenos, Señor, que no nos es fácil alejar la tentación de no ver en esta actitud de nuestros hijos más que una vulgar ingratitud.

Pero aunque éste es nuestro calvario, en lo íntimo de nosotros mismos desearíamos que no fuera así.

Preferiríamos equivocarnos; preferiríamos que ellos tu­vieran razón, porque tú sabes que nosotros les amamos.

Es la duda lo que nos tortura. Nosotros sentimos la tentación de darles por lo menos

el bien que nosotros hemos ya experimentado, por­que tememos que ellos ni siquiera eso logren obtener.

Pero si tuviéramos la certeza de que ellos, con una ima­gen diversa e incluso contraria del mundo, de la vida, del hombre, de los valores más santos, serían me­jores, más felices, más auténticos, más ricos de verdad, pienso que nosotros, los padres, todos los padres, da­ríamos luz verde a la aventura más nueva.

Porque tú sabes que nosotros les amamos. Quizás nos falte la experiencia de que es caminando como

se abren caminos nuevos, no repetidos, capaces de satisfacer al hombre que no tiene vocación de fósil sino de buscador.

Quizá nosotros no hemos experimentado nunca el gusto, dulce y amargo al mismo tiempo, de una auténtica búsqueda personal que es riesgo y emoción profunda al mismo tiempo.

Quizá la burguesía del dinero y de la cultura nos ha en­gendrado también la burguesía del espíritu.

Siempre hemos pensado que era sentados como se estaba más seguros y con menos riesgos.

Olvidándonos que es más fácil que venga la parálisis sentados que caminando.

Hemos identificado lo nuevo con lo peligroso. Hemos pensado que no existía más que un camino para

ser hombres verdaderos.

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Y esta seguridad nos hace temblar cada vez que nuestros hijos se encaminan por sendas que nos parece impo­sible puedan conducir al puerto.

Quizá muestra fe estaba muy lejos de la adoración al Dios «que hace nuevas todas las cosas».

Y quizá nadie nos dijo nunca que Dios está más cerca de lo nuevo que de lo viejo, de lo que es que de lo que fue.

Es muy posible, Señor, que estemos pagando el duro tri­buto de encontrarnos a mitad de camino, en medio del torbellino de una revolución que nos ha estallado de golpe entre las manos.

Nosotros, hijos de un mundo que fue y que quizá ya ha cumplido su tiempo, nos encontramos con hijos que pertenecen ya por instinto, por exigencia y por his­toria a un mundo que está viniendo y cuyo oleaje baña ya de vez en cuando nuestras playas como el anuncio de algo que es irreversible.

Ayúdanos, Cristo, a tener fe. Danos la fuerza para creer en la sinceridad de nuestros

hijos, aceptando que puedan ser distintos de todo lo que nosotros hemos amado.

Y que no caigamos en la ingenuidad de pensar que un mundo nuevo se construye sin caídas, sin dudas, sin errores, sin debilidades y sin víctimas.

¿Es que nuestro mundo de ayer, en el que hoy nosotros tenemos más confianza, no fue construido también con jncertidumbres y traspiés?

Sólo una cosa es decisiva en este momento: la sinceridad mutua, la honradez de la búsqueda, la fidelidad a la propia conciencia.

Pero también aquí debemos hacer un acto de fe en ellos pordue es muy fácil que este mismo concepto de sin-

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ceridad y honradez sea muy distinto para ellos que para nosotros.

Que por lo menos, Señor, no renunciemos, pase lo que pase, a amarles de verdad.

Pero a amarles por ellos mismos: no sólo porque son «nuestros».

Así será más fácil amarles como ellos quieren ser amados y no como a nosotros nos gustaría amarles, que en el fondo es un amor que se parece mucho al egoísmo y al interés.

Pero también que ellos comprendan, Señor, que nuestra pena es real;

que nuestra herida está abierta; que nosotros no podemos renunciar a llamar amor a

todo lo que es zozobra, intranquilidad, perplejidad por su futuro.

Que esto no significa que queremos poner cadenas a su libertad de creación.

Pero que tampoco signifique para ellos ingratitud his­térica u olvido de que el dolor, cuando lo ha encen­dido el amor, es sagrado aunque se quede anticuado.

Que por lo menos en los momentos más cruciales, más trágicos, de mayor soledad e incomprensión, no nos falte la serenidad para poder seguir mirándonos a los ojos.

Que nos recordemos mutuamente que ellos, para ser fieles a su conciencia, y nosotros, para tener el coraje de respetársela, necesitamos absolutamente seguir amándonos.

Será este amor, cada vez más verdadero, más desintere­sado, más purificado por ambas partes, lo que hará el milagro de que ellos puedan crear un mundo nuevo sin que se sientan huérfanos y sin que tengan que avergonzarse de quienes les dimos el ser.

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E l a t e o

Yo soy un ateo. No es que crea en la nada; pero no creo en ningún todo. Para mí Dios es un hermoso sueño o una bella poesía. Hablo de un Dios al que pueda desear, porque existe otro

Dios, el de los desertores de la historia, que yo desearía asesinar

con mis propias manos. Soy ateo y por tanto no puedo rezar a nadie porque

para mí no existe ese alguien, distinto de mí a quien poder dirigirme.

Y sin embargo tengo que confesar que a veces siento fuerte la angustia de la soledad esencial.

A veces tendría necesidad de gritar a otro toda mi sed de no sé qué cosa y de preguntarle tantos porqués que no tienen respuesta.

Pero sería como hablar al viento. Sé por lo tanto que debo aceptarme como soy; que de­

beré caminar en la oscuridad de las cosas, que tendré que renunciar a la respuesta definitiva de la razón de mi existencia.

Me parecen locos los que dicen que creen. Aunque a veces me sorprendo a mí mismo pensando si

el loco no seré yo.

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¡Dios, Dios, Dios! ¿Serás una hermosa invención de los poetas? ¿Serás el eco de cuantos se engañan de poder aferrar una

esperanza? ¿Serás la cínica creación del poder que usan de comodín

los explotadores? ¿Serás la proyección inconsciente de la necesidad humana

de protección? Claro que también podrías ser la única realidad verdadera

que da sentido a las cosas y a los hombres. Pero ¿y si fueses sólo la gran ilusión humana de querer

divinizar lo que es sólo tierra? Yo gritaré, pues, mi oración al viento.

Sí, los creyentes se reirán de mí diciendo que este vien­to se llama Dios.

Para mí cuenta la realidad que tengo entre las manos. Cuenta el hombre que es siempre explotador y explotado

al mismo tiempo. Quizás algunos son sólo explotados porque los explota­

dores no les dejan ni las fuerzas para poder ser tam­bién ellos explotadores.

Cuenta el vivir el misterio que soy yo mismo, que me siento por una parte incapaz de realizarme sin los demás y por otra empujado a tratar a todos a patadas.

Mi dios es la lucha, la revolución, la justicia, el progreso. Pero quizás podría ser también otra cosa: por ejemplo,

el pedazo de pan comido con mi mujer y mis hijos, sin la esclavitud del reloj o de la sirena; en una casa sin puertas y sin llaves, llena de sol, donde el sonreír no sea un lujo.

Podría ser el deseo de poder amar sin prisas, sin el can­sancio de un trabajo inhumano que yo no he escogido y que me castra la mente y con la certeza de que la guerra ya no existe sin que por eso el mundo deje de ser cada día más fuerte, más creativo, más limpio, más humano.

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Podría ser lo contrario de la prisa loca, de la cólera, del odio, de la venganza, de la opresión, del miedo, de la guerra, de las neurosis, del dolor, de la muerte.

Pero entonces ¿no sería un dios sólo para privilegiados? ¿un dios para evasivos o para poetas?

Para mí Dios comenzará a tener una razón de ser, una posibilidad de existencia y de búsqueda cuando en el mundo se puedan pronunciar sin vergüenza pala­bras que son ciertamente del hombre pero que en realidad han tomado el sabor y el calor y el rostro de cuantos se niegan, con los hechos de su vida, a que estas palabras se conviertan en el pan de toda la hu­manidad y no en el privilegio de unos pocos.

Palabras que son prostitución cuando las pronuncian sólo los grandes frente a la rabia de los que se sienten impotentes no de pronunciarlas pero sí de encarnarlas.

Hablo de palabras como: paz, libertad, perdón, amor, justicia, fraternidad, salud, vida, alegría, sueño, poesía, amigos,

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paraíso, hijos, mujer, tierra, hombre.

Y también dios. Quizá mi dios tiene un nombre que los hombres no te-

nemos aún el derecho o la fuerza, o la posibilidad y las ganas de pronunciar.

Cuando explote este hombre quizás mi oración se haga posible y sea fecunda como la lluvia.

Pero por el momento, a ti, dios desconocido y aún no descubierto, sólo puede gritarte toda mi incerti-dumbre y toda la cólera que nace del corazón de todos los encadenados de la historia.

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E l h o m b r e d e l a c a l l e

Soy un hombre de la calle: un cristiano del montón. No tengo etiquetas, Señor. Ayer estaba seguro de creer, hoy la tierra se me mueve bajo los pies. Algunos me llaman ateo. ¿Habré dejado de creer o estaré empezando a creer de

una forma nueva? Quizá sólo tú lo sabes, Señor. Una cosa es hoy clara en mi vida: quiero estar despierto, quiero estar vivo, no quiero que

mi fe envejezca. Sé que sería más fácil escoger un sendero u otro y aban

donar el camino. Sería más fácil entretenerme en defender sólo lo de ayer

cerrando los ojos a lo nuevo o cortar todas las ama­rras y lanzarme a la desesperada en alta mar, sin volver la vista atrás.

Pero ¿sería más hombre así? Prefiero, Señor, caminar como peregrino en la marcha

fatigosa de los que buscan sin claudicar y sin pre­juicios;

de quienes esperan siempre con las puertas abiertas, sin

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recelos, y también de quienes no se avergüenzan de masticar el trozo de pan duro mientras no tienen un plato mejor.

Soy un hombre como todos, Señor. Un hombre que se niega, sencillamente, a cerrar los ojos

a la historia. Y tengo la esperanza de que tú no con­denarás mi atrevimiento de examinar con realismo la historia de ayer para poder interpretar la de mañana.

Quiero tener la valentía de admitir que no todo es tan claro y tan cierto y tan definitivo como pretenden tantos profesionales de la verdad.

No puedo olvidar, Señor, que a lo largo de la historia han nacido siempre profetas falsos que han entu­siasmado a la gente con doctrinas que eran hierba de un día.

Sé también que no todo lo nuevo lleva tu apellido. Pero sé también que tú creces siempre, te revelas cada

instante, eres nuevo cada día y que me llamas siempre desde las primeras filas de la caravana.

¿Cómo puedo olvidar, Señor, a quienes ayer sufrieron y fueron torturados

por defender lo que hoy ha aprobado un concilio de tu iglesia?

¿Cómo puedo olvidar, Señor, que los teólogos que ayer tu iglesia combatió y persiguió

son hoy los encargados de defender y de promover la ortodoxia de tu misma iglesia?

Y ellos no han cambiado, Señor. Pero hoy nuevos profetas y nuevas voces se levantan para dar un paso más adelante que hace temblar a no

pocos. Mi iglesia les teme, les combate, les desacredita. Pero ¿cómo estaré seguro, Señor, de que esos mismos no

serán mañana los que juzgarán la ortodoxia de nuestros hijos, los teólogos del próximo concilio? ¿No comprendes, Señor, que sería más cómodo cerrar

los ojos y defender sólo la evidencia? 43

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Ayer me enseñaron a huir de quienes no compartían mi fe y hoy me invitan al diálogo con ellos y a la cooperación

fraterna. Hoy les llamamos aún ateos; pero ¿no descubriremos mañana que eran más limpia­

mente cristianos que nosotros? Ayer mi párroco, que cambió su sacerdocio por una

mujer, caminaba cabizbajo por las calles de su pueblo, excomulgado y alejado de los sacramentos: hoy comulgamos juntos y trabaja y sonríe como todos. Hoy mi amigo, a quien su mujer abandonó hace diez

años, no puede compartir la eucaristía con nosotros, porque el amor que despreció su primera mujer lo ha

dado a otra que cuida con generosidad de sus hijos. ¿Y si mañana pudiera ser yo el padrino de su nuevo ma­

trimonio ? Hoy me dicen que la mujer debe seguir callada en la igle­

sia y que mi párroco deberá ser siempre célibe. ¿Y si mañana tu iglesia me da por párroco a una mujer

y me pide que confiese mis pecados con un padre de familia?

¿No crees, Señor, que es mejor para mi fe que siga con los ojos abiertos, sin asustarme de nada, esperándolo todo, alerta únicamente a no traicionar mi conciencia?

¿No será mejor que siga caminando con los demás hom­bres sin miedo a lo desconocido, sin fijar fronteras a tu revelación?

¿No será mejor que cargue con el riesgo de sufrir de vez en cuando un espejismo antes de renunciar a mi pe­regrinación, dolorosa pero obligada,

para que mi fe no se apague o se encallezca, para no traicionar a los que buscan honradamente en el

dolor y en la esparanza. No quería, Señor, confundir mi fe con mi cobardía.

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L o s v i e j o s

Señor, yo soy un viejo. Queda muy lejos el tiempo bíblico en que ser anciano era

una bendición ambicionada. El mundo utilitario de la técnica nos ha convertido en

producto de basurero. No somos ya productivos y por lo tanto tampoco somos

importantes. De mala gana nos dan la limosna de una pensión que

debería avergonzarles. El mundo tiene tanta sed de juventud que nuestra sola

presencia les es casi un dolor, como un recuerdo amargo y anticipado de algo que tiene el sabor de una derrota.

En un mundo en que todos viajan, los viejos son parti­cularmente incómodos porque no se sabe dónde de­jarles.

Aunque no se dan cuenta de que gracias a los abuelos pueden viajar tantos papas, porque los viejos se quedan con los niños.

Pero cuando no servimos ni para eso, entonces están los asilos, es decir, la cárcel libre, el cementerio de los vivos, el vestíbulo de la cámara mortuoria.

¿Por qué, Señor, son sobre todos los ricos los que sien-

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ten más la necesidad de buscar un puesto «decente» para colocar a los viejos? En las casas de los pobres,

que son más pequeñas, y donde no hay chicas de ser­vicio,

los viejos somos mejor soportados y con frecuencia queridos y amados.

Son pocos, Señor, los que saben qué significa para un viejo desarraigarle de su tierra, alejarle de sus mon­tañas o de su mar, para encerrarle en una ciudad de cemento de la que siempre huimos.

Dicen que allí nos cuidan mejor. Pero nosotros nos sentimos como condenados a muerte,

sin el aire de nuestra tierra. ¿Por qué no nos dejan morir donde hemos vivido,

amado y sufrido? O en el peor de los casos, ¿será tan difícil construir

asilos fuera de la ciudad, en nuestras montañas o en nuestros prados?

De este modo podríamos al menos, desde la ventana de nuestra cárcel, contemplar nuestra tierra o pa­sear junto al río donde nos divertíamos de niños o salir a coger el primer higo maduro.

Es verdad que el mundo ha apretado el acelerador y hoy los viejos lo somos doblemente porque nos sen­timos al margen de la vorágine de cambios que sa­cuden la historia.

Cierto que el concepto de experiencia ha cambiado pro­fundamente porque hoy se puede vivir en diez años más que antes en cuarenta.

Sería absurdo por parte nuestra enarbolar todavía el di­ploma de maestros de sabiduría por el mero hecho de que sobre nuestras espaldas gravitan un número mayor de años.

Hoy un muchacho nos puede dar lecciones en muchas cosas.

Pretender que el mundo continúa teniendo el color de nuestros ojos,

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cuando algo ha cambiado ya radicalmente, sería no sólo injusto sino también ridículo.

Quizá lo olvidamos con demasiada frecuencia, Señor. Cierto que ésta ha sido siempre la tentación de los ancianos

pero hoy es doblemente grave porque el mundo está al borde de una de las transformaciones más profun­das de la historia.

Pero aun aceptando esta realidad que nos debe empujar a aceptar sin dramas nuestros límites y dejar con confianza que la historia busque caminos nuevos,

nos resulta espontáneo preguntarnos, Señor, si verda­deramente no tendremos nada que dar, nosotros los ancianos, a los jóvenes.

Tú tienes que comprendernos aunque, por haberte ma­tado joven, fue la ancianidad una de las experiencias que no pudiste vivir.

Quizá por esto los viejos no desempeñan un papel muy glorioso en tu evangelio.

Nosotros, los ancianos, creemos que tenemos derecho a una palabra nuestra, insustituible, que decir a los jóvenes.

No nos resignamos a ser un trozo de basura que ya no sirve.

Si los jóvenes, por primera vez quizá en la historia, han descubierto que no son una edad de transición ni de espera, sino de tener, como jóvenes, una realidad y una riqueza propia que no tiene ninguna otra edad y por lo tanto que son poseedores de una palabra única, distinta y completa para la historia,

¿no sería justo admitir que tampoco la vejez es una es­tación de tránsito, de pensión, de ocaso,

sino más bien una estación con sus características y sus cualidades propias y con una palabra que ninguna otra edad puede gritar a los hombres?

Quizás sea necesario descubrir aún esta palabra diversa de la ancianidad.

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Y es tanto más urgente cuanto que la ciencia aumenta vertiginosamente el porcentaje de viejos en el mundo.

Si los hombres no somos capaces de descubrir el men­saje que los viejos debemos ofrecer al mundo, podría surgir la tentación diabólica de caer en el peor de los crímenes: eliminar, aunque sea dulcemente, a cuan­tos por su edad ya no somos útiles a la sociedad del consumo y la velocidad.

Nosotros pensamos, Señor, que una vejez aceptada con serenidad,

sin nostalgias idiotas, sin perder el sabor de la tierra y de las cosas más verda­

deras, capaz de mirar la creación con los ojos de quien comienza

a intuir que detrás de cada cosa, o dentro de sus en­trañas, existe no sólo lo que vale o representa sino sobre todo lo que «es» y «para qué es»,

podrá sin duda ofrecer una palabra inédita de esperanza y de sabiduría a cuantos sólo son capaces de resbalar sobre las cosas, incapaces de preguntarse para qué existen.

Un anciano que se apaga por el peso de los años, como la lámpara que consume la última gota de aceite sin lamentarse, puede ayudar a los demás a quitarse de encima la pesadilla y el pánico de la muerte;

a descubrir el concepto del tiempo, a hacer comprender mejor que la muerte no es el adiós

desesperado y definitivo de cuanto se ama, sino una fase más de una sola vida que continúa:

como se pasa de la infancia a la juventud o de la juventud a la madurez.

Si un mundo sin niños sería un mundo viejo y triste, un mundo sin ancianos sería un mundo con muchos más

manicomios y suicidios. El viejo nos puede hacer recordar en cada momento

que se puede también hablar con una flor y no sen­tirse solo;

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que el agua es buena y hermosa porque es agua; que hay un tiempo que el reloj nunca mide, un tiempo que no termina y no puede morir; que la alegría puede tener muchos apellidos,

y sobre todo que el amor no es fruto de una sola esta­ción, ni privilegio de una sola edad, sino la riqueza universal más fuerte que todas las edades y que la misma muerte.

Quizá, Señor, si los jóvenes nos viesen a nosotros, los ancianos, amarnos serenamente, verdaderamente, con un amor inédito,

y nos viesen cogidos de la mano por las calles y en los parques,

su amor sería más verdadero y más profundo y con me­nos tensiones y angustias.

Si nosotros, los ancianos, nos amásemos más, también ahora, nos sería más fácil comprender las locuras de amor de los jóvenes.

Pero ¿cómo podremos hacerlo si la sociedad, con la ma­yor de las crueldades, nos separa precisamente cuando el amor de nuestra viña rezuma el vino mejor y más añejo?

¿Quién gritará, Señor, este pecado de la historia? ¿Será verdad que la sociedad no tiene dinero para permi­

tirnos vivir juntos, aunque sea en la misma cárcel de oro, a marido y mujer, en el ocaso de nuestra vida, cuando nunca falta ese dinero para que los hombres se sigan matando y dividiendo?

Vosotros, jóvenes que empezáis a descubrir la dulzura del amor, ¿seréis al menos vosotros capaces de gritar una vez en las calles y en las plazas esta nuestra exi­gencia de justicia?

Recuerda, Cristo, que éste es el problema de millones de ancianos de todo el mundo.

Recuerda que la vejez no nos quita el derecho al amor y a la compañía.

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L a V i r g e n

Hijo, en el mundo son muchos los que me invocan y me rezan. Pero son pocos los que creen que también yo rezo con­

tinuamente. Porque yo sigo viviendo con los hombres, no estoy

fuera de su historia. Yo no vivo en un nirvana feliz adonde no llega el dolor

de los hombres. Yo no soy la reina dichosa que ya sólo recibe incienso. Yo sigo viviendo mi pedazo de historia y mi tragedia

de madre universal. Los hombres siguen llamándome feliz,

pero yo sigo comprobando que ellos no lo son. Por eso necesito rezarte, necesito hablarte, necesito gri­

tarte, necesito empujarte para que adelantes la hora de la libe­

ración. Y necesito que los hombres sepan lo que te digo a ti,

mi hijo Dios y mi Dios hombre. Por eso quiero rezarte en voz alta, para que me escuchen

todos: los que me invocan y los que me arrinconan. Se ha hablado demasiado de mi felicidad y de mis pri­

vilegios.

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Es hora de que los hombres conozcan mejor mi carga de dolor.

Que sepan que yo sigo sufriendo. Sufro porque se ha oscurecido mi papel humano en la

iglesia. Me han hecho inaccesible. En vez de ser una gozosa posibilidad para todos,

me han convertido en una pura excepción y en una excusa para no reconocer la propia capacidad de plena realización personal.

Lo que yo he realizado lo pueden realizar todos los hombres,

porque todos han recibido la capacidad de pronunciar un «sí» creativo,

capaz de divinizarles y de crear un proceso de dinamismo en la historia.

Yo no soy un objeto de lujo en tu iglesia: soy un momento de esperanza para todos y cada uno, porque todos son capaces de poder engendrar y dar a luz una vida que no muere.

Yo he dado un fruto al mundo; un fruto verdadero, to­tal: eres tú.

Te he engendrado con mi «sí» y con la fidelidad a mi conciencia.

Tú eres mi fruto. Yo he conseguido que tú hayas nacido: porque tuve fe

en tu palabra, sentida y acogida en lo más profundo de mi ser.

Tú eres el primer fruto verdadero de la historia. Por eso la verdadera maduración y liberación del mundo

ha comenzado ya definitivamente: es real y la vida no puede morir.

Pero, aunque siento que esto es verdad y veo que dentro de ti viven ya los demás frutos, no puedo conten­tarme con ello.

Me quema el deseo de madurar también esos frutos, de darles a luz, de contemplarlos vivos.

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Yo seguiré sintiendo los dolores de parto hasta que el último hombre no se sienta nacido, vivo.

Mi alegría de haberte hecho nacer, de haberte hecho presente en el mundo como un fruto maduro, seguirá siempre unida a la angustia profunda de la espera dolorosa e impaciente del nacimiento de los demás.

Mi alegría no será total y definitiva hasta que el último hombre no haya nacido, como tú, de mis entrañas, como un fruto verdadero.

Pero tú ves que el parto de cada hombre es lento; que son pocos los hombres que nacen, de verdad, cada día.

Siento un tremendo peso de dolor en mis entrañas. No nacen porque no acaban de ser libres; no acaban de ser capaces de crear su pedazo de historia

con la fidelidad a lo mejor y lo más original de ellos mismos;

porque en vez de realizarse escuchándote a ti dentro de ellos, aceptan ser engendrados

por palabras vacías que han creado los muertos que no creen en la vida.

Porque se empeñan en decir «sí» cuando debían decir «no», y al revés.

Por eso es difícil que los hombres puedan descubrirme como un momento de esperanza.

Mi «sí» fue duro, pero al mismo tiempo creador de la única verdadera felicidad: la de ser yo misma, la de mi fidelidad total.

Tu misma iglesia ha tenido miedo, más de una vez, de poner de relieve la realidad de mi «sí» a tus designios en mi vida.

Decir «sí» a una maternidad creada por el Espíritu era aceptar presentarme como «adúltera» ante el mundo.

Ante mi esposo lo fui: por eso me quería abandonar. Después tú lo remediaste. Pero en aquel momento yo acepté todas las consecuen­

cias.

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Acepté crear mi historia de fidelidad que podía haber desprestigiado mi honor a los ojos de la historia de los hombres.

Los hombres me conocen sobre todo como la mujer «que no conoció varón», como la «virgen», la «in­tacta», como la imagen de la más exquisita pureza física.

Pero realmente mi gloria y mi dicha más profunda nacen precisamente de mi «maternidad».

Soy la madre y lo soy por una exigencia de amor total, universal.

Para ser fiel a la exigencia de mi amor, único camino para mi realización, y mi respuesta sincera a la voz profunda de mi con­ciencia, desafié la ley de mi tiempo.

Me fié de tu palabra que era absurda para los que no co­nocen el amor y sus exigencias más imprevisibles.

Si es verdad que fui concebida sin la mordedura del mal, no lo es menos que yo viví una historia profundamente

humana, con toda su carga de dolor y de alegría, de angustia y de

esperanza, de tentaciones y de perplejidades, de desconsuelos y de

victorias. Yo fui novia, fui esposa, fui madre y sentí toda la dicha

humana de amamantarte a mis pechos. Yo no renuncié nunca al amor. Pero fue mi «sí», la fidelidad a mi elección, lo que me

hizo libre y por eso «revolucionaria». Por eso no sólo sentí la angustia de tu muerte. En definitiva tú morías después de «haber nacido»;

morías como un fruto maduro y realizado. Pero yo sigo sintiendo la angustia de cuantos mueren

sin haberse realizado, sin haber sido ellos mismos, sin haber nacido.

La angustia ante la injusticia de quienes permiten que los

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hombres lleguen a la muerte sin haber podido reali­zar un pedazo de historia, de su historia.

Y este dolor es actual. Por eso, mi canto revolucionario de ayer —«El omnipotente desplegó el poder de su brazo, dis­

persó a los soberbios; derribó de su trono a los po­derosos y exaltó a los humildes; sació de bienes a los hambrientos y dejó a los ricos con las manos vacías»—

que ha sido sofisticado y adulterado tantas veces por la misma iglesia, sigue siendo actual.

Porque siguen siendo los poderosos y los tiranos de to­das las categorías

quienes niegan a los débiles y a los sencillos la posibili­dad de existir y de realizarse como personas.

Por eso mi oración es la misma que ayer: «Destrona a los tiranos de la historia y rescata a los hu­

mildes. A los satisfechos, a los que no aceptan el dolor de en­

gendrar a los demás, déjales con las entrañas vacías: esterilízales.

Adelanta la liberación; escucha el grito de angustia de tantos que quieren nacer, que piden el derecho de ser hombres, de no renunciar a una historia propia que les niegan quienes abusivamente se han apode­rado de la historia.

Acelera la hora de mi parto universal, porque sólo entonces podré oír que me llamen madre

sin dolor y sin ruborizarme».

Sí, no me bastas tú como mi fruto. Necesito contemplar la sonrisa de liberación de cuantos

viven en ti. ¡Que nazcan!

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No me basta que me llamen feliz quienes me admiran o me rezan como un fetiche,

sin creer que también ellos pueden llegar a compartir mi vida,

sin que sean capaces de darte su «sí». No puedo soportar que no me conozcan,

ni me reconozcan, ni me necesiten, ni me busquen, ni me amen precisamente quienes están más cerca de mi historia;

quienes cantan como yo, cada día, su canción revolucionaria, que es un grito de esperanza dolorosa en la liberación

del hombre. Sé que serán precisamente ellos los que un día compren­

derán mejor que muchos que hoy me «adoran» cuál ha sido mi alegría más profunda, mi dolor más agudo, mi victoria más sincera.

Pero no puedo esperar más, necesito sentirles ya ahora cerca; necesito que sepan que yo les he engendrado y que son

también un fruto «mío». Necesito que sepan que soy mujer antes que virgen;

que soy madre antes que reina, que soy suya antes que tuya

porque tú no me creaste para ti sino para ellos; que soy revolucionaria antes que obediente porque todo «sí» verdadero a ti

es un «no» a tantas obediencias humanas que, en vez de liberar, encadenan a los hombres.

Tú solo eres el verdadero libertador. Sólo contigo uno es más libre obedeciendo. A ti, pues, te pido hoy que liberes mi imagen; que destruyas tantas caricaturas físicas y espirituales

como han hecho de mí;

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que los hombres me descubran como soy; que no me separen de su historia y que no me hagan me­

nos humana que tú. ¿Sabes cuál es el dolor más agudo que siento en este mo­

mento? Que incluso aquellos que dicen: «Cristo sí, iglesia no»,

no encuentran un puesto para mí en la construcción de una historia hecha por los hombres

y para los hombres. ¿Por qué me excluyen del momento liberador de la his­

toria a mí que soy carne y sangre del único verdadero maestro de libertad?

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E l l a b r a d o r

Señor, soy un labrador. Mi piel tiene el sabor y el color de la tierra. He visto durante más de sesenta años nacer el sol. La tierra ha bebido miles de veces el sudor de mi frente

y de mis brazos. Pero he sentido también el gozo de saborear las cosas

genuinas. Y en ellas me ha parecido encontrar todavía el frescor

de la creación. ¿Me equivocaré, Señor, cuando te siento presente en

todo lo que me regala mi tierra no contaminada por la vil explotación del consumo?

Yo te he sentido vivo en el agua limpia de mis fuentes y de mis arroyos;

en el pan amasado por mi mujer, cocido en el horno de mi pueblo: un pan sólo pan;

en el vino hecho con las uvas de mi viña madura y fe­cunda como un poema bíblico.

Te he sentido al saborear el fruto de mis cerezos y de mis manzanos, de mis perales y de mi huerta.

Son frutos que no han perdido el sabor del sol ni de la lluvia.

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A los sesenta años de comunión con todo lo que me re­gala la creación, hoy me encuentro en la ciudad,

donde nadie se acuerda de nuestras tierras, donde a nadie le interesa ya nuestro pan-pan y nuestro

vino-vino. Mis hijos pensaban que aquí todo sería mejor, más grande,

más divertido, más fácil... Sí, hay más hierro, más cemento, más gente, más coches,

más cines, más ruido y más dinero; más iglesias también.

Pero yo no puedo rezar, Señor.

Siento la rebeldía de mi sangre. No logro dormir porque oigo el lamento angustioso de

mi tierra, que protesta y llora y se arrastra por las calles y mer­

cados, humillada, escondiendo su vergüenza. Sí, porque la sociedad, por amor al dinero, ha deshon­

rado lo mejor de tu creación. El hombre, que debería continuar la obra que tú comen­

zaste, para hacerla cada día más genuina y más rica, se ha apoderado de ella para instrumentalizarla, adul­terarla y sofisticarla.

Aquí el agua no es el agua que cantó Francisco de Asís: está sucia y contaminada.

Aquí el pan no es pan: es un producto químico. Aquí el vino no se hace con las uvas de nuestras viñas:

es agua teñida. Aquí la fruta no tiene sabor a sol: es de plástico. Aquí todo tiene sabor a laboratorio, a medicina: ha

perdido el gusto de la tierra. Todo sabe a lucro, a especulación, a explotación. Déjame, Señor, que grite mi dolor. Préstame por un momento la rabia de tus profetas, por­

que tengo ganas de maldecir.

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No maldeciría la técnica ni la ciencia, si fueran capaces de servir a la naturaleza para perfeccionarla,

si fueran capaces de multiplicar el pan sin que deje de ser pan, como lo multiplicaron tus manos,

si fueran capaces de hacer el milagro de que los frutos de la tierra pudieran llegar a todas las mesas, pero sin que la manzana dejase de ser manzana y sin que la ensalada perdiese su sabor a tierra y la leche su sabor a hierba.

Yo maldigo proféticamente a la tierra puesta al servicio del lucro y no de la vida.

Ya que nadie me escucha, ya que todos me miran como a un loco,

deja que pueda gritarte, al menos a ti, mi indignación y mi angustia.

Señor, ¡nos están envenenando! Señor, tengo miedo de que los hombres acaben co­

miendo cemento o billetes de banco. Señor, coge de nuevo tu látigo y recorre el gran templo

de la sociedad y golpea a los nuevos mercaderes: échales fuera, porque están convirtiendo la casa de tu Padre, tu creación, en una cueva de ladrones, donde ya no es posible rezar a quien nos regala el pan de cada día.

Perdóname, Señor, pero hoy me marcho: dejo la ciudad, dejo el progreso;

sacudo el polvo de mis sandalias y me vuelvo pobre a mi tierra.

No es cobardía, ni evasión, ni nostalgia estúpida, ni condena del verdadero progreso.

Es miedo a perder mi dimensión profunda de hombre; es miedo a oler demasiado a cemento y a hipocresía; es miedo a no poder seguir rezando con el lenguaje puro

de la tierra, del sol, del viento y de la lluvia; es miedo a olvidarme de que el hombre vale más que

lo que construye.

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Y, ¿cómo podríamos seguir siendo hombres si prosti­tuimos cada día, sutil pero diabólicamente, la tierra que nos da el ser y el gusto de la encarnación?

Señor, desde mi tierra, pobre y solo, no me olvidaré de mi prójimo.

Por él te haré cada mañana, al nacer el día, esta sola ora­ción:

Que los hombres sean capaces de descubrir todavía el sabor del pan.

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L o s d e s e s p e r a d o s

Cristo, nosotros somos los pobres. Venimos a ti, el único a quien no molestamos. Porque también tú eres pobre como nosotros. Porque nos amas. Y no se puede amar a los pobres sin sentirse de algún

modo unido a ellos. Somos el gran mundo de los infelices,

de los desesperados, de los analfabetos, de los incurables, de los solitarios, de los condenados a la guerra, de los traicionados, de los anormales, de los que no tienen paz ni libertad, de los que no tienen fe.

Todos nosotros arrastramos el peso de una pobreza que no es sólo de dinero y que, con frecuencia, es mucho peor porque tiene raíces más profundas.

Sin dinero se puede aún amar y creer. Sin esperanza todo el dinero sobra. No son los pobres de dinero quienes más se suicidan.

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Son los solitarios incurables: los desesperados. Por eso, nosotros, los que no tenemos esperanza, nos sen­

timos los más más pobres ante ti.

Yo soy una mujer de sesenta años. Mi marido, después de cuarenta años de vida serena, feliz, se ha ido a vivir con una jovencita de veinticinco, sin decirme ni siquiera adiós.

Mi vida está muerta. Soy un cadáver arrastrado por la tristeza.

¿Quién más pobre que yo, Señor?

Yo soy un joven que ha perdido los brazos y las piernas y la vista en un accidente de coche.

Desde ahora dependeré para siempre de los demás. El último golfillo hambriento de la calle es más rico que

yo. ¿Quién cambiaría su pobreza por la mía?

Yo soy un enfermo mental. Vivo en una clínica psiquiátrica con otros seres anor­

males como yo. Los pocos momentos de lucidez mental que tengo son

una crueldad mayor porque me ayudan a compren­der mejor mi drama.

¿Puedo llamarme persona humana? No creo que exista en el mundo pobreza peor que la

mía.

Yo soy un condenado a cadena perpetua. No tengo ninguna esperanza de volver a caminar libre

por las calles porque mi crimen es claro y horrible: maté a mi mujer y a mis tres hijos.

Fue un acto de locura en un arrebato de celos; pero era consciente.

Mis padres ya han muerto; no tengo hermanos. Nadie vendrá jamás a compadecerse de mí.

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Nadie llorará mi muerte. ¿Quién más pobre y más solo que yo?

Soy un obrero. El médico me ha dicho que tengo cáncer. Podré vivir sólo un año; mi muerte será atro2.

Mi mujer, desde que lo sabe, se va con otros hombres. Es insensible a mi drama.

No tengo hijos ni fe. ¿Quién compraría mi pobreza?

Yo soy una joven negra. Un hombre blanco me ha engañado, abandonándome

encinta, sola, en un país extranjero. Durante meses nadie me ha dado trabajo. He tenido que vivir de la prostitución. Mi hijo era mi única esperanza. Pero mi hijo ha nacido anormal: es un monstruo. Si logro encontrar fuerzas para no suicidarme, dime,

Señor, si existe alguien más pobre que yo. Me siento un monstruo yo misma.

Yo soy una chica vietnamita. Tengo veinte años. Desde que tengo uso de razón, no me ha abandonado

el trueno de los cañones ni el olor de la pólvora. No conocí ni a mi madre ni a mi padre. No he visto más vestido que el del soldado. No sé ni qué es ser mujer, ni qué es el amor o ni qué

es la paz. Tengo las venas llenas de odio y mis manos no han to­

cado más que a muertos. Maldigo a las mujeres que conciben hijos, que serán

sólo soldados llevados al matadero. Yo no tengo derecho a besar una flor. ¡Cuánto más ricos son los locos del manicomio! Me siento el símbolo de la pobreza más vil e injusta. No tengo nombre.

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O, mejor dicho, sí; mi nombre es «guerra». Yo misma soy hija y propiedad de la guerra. La guerra será mi tumba.

Yo, Señor, me siento aún más pobre. Soy una persona a quien nadie ha amado nunca. ¿Hay alguien que sepa lo que significa la soledad de quien

nunca ha recibido el más pequeño gesto de amor ver­dadero ?

¿De quien nunca ha visto unos ojos mirarle con ternura? ¿De quien nunca ha sentido una mano que rozase su piel

con simpatía y bondad? ¿De quien nunca ha oido pronunciar su nombre por

una voz amiga? ¿De quien sabe que no significa nada para nadie? Créeme, Señor, que no hay soledad, ni tristeza, ni po­

breza mayor que la nuestra, la de los que nunca nos hemos sentido amados.

Y somos legión. Todas las demás pobrezas son en el fondo una riqueza

en comparación con la nuestra, si nos les falta un gesto de amor auténtico.

Me cambiaría ahora mismo por el joven ciego, sin bra­zos ni piernas, si tuviera a mi lado una mano que aca­riciara con amor mi cuerpo herido y una voz que me dijera: No estás solo; yo te amo.

Me cambiaría por la joven vietnamita, si en medio de la guerra encontrase a un soldado que me mirase con amor o arrancase una flor, para mí, entre bom­bardeo y bombardeo.

Cierto que las llagas profundas no se curan del todo con una sola voz amiga que te consuela y te ama.

Pero es más cierto aún que toda la riqueza y la salud y la paz del mundo, unidas, son la pobreza más negra si les falta ese pequeño gesto de alguien que nos dice sin engaño: No estás solo; yo te amo y te ne­cesito.

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Pues yo, Señor, me siento aún más pobre que el que nunca ha sido amado.

Llevo sobre mis hombros una carga tal de miseria, de injusticia, de traiciones, de desilusiones, que ya sólo unas pocas palabras tienen sentido en mi vida: deses­peración, amargura, incredulidad, desconfianza, odio, dolor, muerte, suicidio.

Me cambiaría por el que aún cree que un gesto de amor puede ser un valor y tiene capacidad para esperarlo, aunque sólo sea como un sueño.

Yo ya no creo en el amor, porque el excesivo dolor y las muchas traiciones sufridas me han robado el úl­timo resto de fe.

Creo sólo en el egoísmo. A él sí que le conozco de cerca: tiene mil rostros distintos, mil nombres, mil catego­rías. Lleva también mi nombre.

Una desesperación total y definitiva es mi único pedazo de pan cotidiano.

¿Hasta cuándo seguiré viviendo? Búscame, si te atreves, un pobre más pobre que yo. Tú, que viniste a liberar a los pobres antes que a nadie,

¿serás por lo menos capaz de comprendernos? ¿Cómo podremos creer que tú nos amas, si el mundo,

los tuyos, nosotros, seguimos maldiciéndote noche y día?

¡Vuelve a revelarte y a recorrer nuestras calles, para que desde lo hondo de nuestra miseria también nosotros podamos gritarte: ¡Ten compasión de nosotros, los desesperados!

Y no tardes, porque se nos están acabando hastas las ganas y las fuerzas de gritar.

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L o s q u e e s t á n s o l o s

Cenábamos en un pequeño bar de la ciudad. Eramos seis personas que no nos conocíamos. Cenábamos cada uno en una mesa distinta. Ninguno sonreía. Uno leía el periódico mientras cenaba: la página de los

espectáculos. Otro habló largo rato por teléfono en voz muy baja. Pero no sonrió una sola vez. Nos cruzábamos de vez en cuando la mirada. Pero no eran ojos amigos. Comíamos muy cerca los unos de los otros, pero estába­

mos escalofriantemente lejanos. ¿Por qué, Señor? Todos comimos rápidamente y nos fuimos marchando,

dejando en el aire, casi por compromiso, con des­gana, forzados, un «buenas noches».

Nos fuimos perdiendo los seis en la oscuridad de la ciu­dad, cada uno en busca de su problema,

de su esperanza, de su trabajo o de su pecado. ¿Por qué, Señor, tan cerca y tan lejos al mismo tiempo? ¿Por qué es tan difícil que los hombres nos encontremos

y nos abracemos, si estamos en paz y no en guerra?

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Hubiera bastado que a la puerta del bar hubiera estallado una bomba para habernos sentido, de repente, amigos y solidarios.

¿Por qué debe unir más el dolor que la esperanza? Si uno de los seis se hubiera puesto enfermo en aquel

momento, allí, a nuestro lado, seguramente se hubieran juntado

nuestras vidas: habríamos ido juntos a su casa o al hospital y habríamos

tocado el umbral de su intimidad. Pero ninguno necesitaba del otro: todos comimos y

pagamos. Ninguno supo quién era su vecino.

Pero ¿era verdad, Señor, que no nos necesitábamos? Quizás éramos todos cristianos. Quizás habíamos celebrado la eucaristía todos aquel

domingo. Por lo menos, todos éramos seres humanos, hijos de una

misma tierra, capaces de comunicarnos, de dar y de recibir.

Quizás cada uno de nosotros estaba necesitando una palabra amiga.

Quizás uno tenía la respuesta a la duda del otro. Quizás alguno de nosotros tenía la llave para abrir la

puerta de la esperanza a aquel que buscaba en la car­telera de cine una evasión a su angustia o a su desilusión.

¿Por qué nos cuesta tanto creer, Señor, que nadie pasa a nuestro lado sin traernos un trozo de tu riqueza?

¿Por qué nos cuesta aceptar que tú eres capaz de darnos en cada momento la palabra que espera y necesita nuestro prójimo?

¿No es cierto que cada ser es un don para los demás?

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Y seguimos viviendo juntos, comiendo juntos, subiendo juntos cada día, en el mismo ascensor y en el mismo autobús, sin apenas darnos los buenos días o las buenas noches,

exactamente como si tú no hubieras pisado la tierra, como si no hubieras resucitado, como si no hubieras revelado que cada hombre eres tú

y un tú distinto en cada persona, como si nos hubiéramos olvidado que lo que puede

darme Pedro no me lo ha dado todavía Juan, como si no creyéramos que nos vamos madurando tan

sólo en la medida en que vamos abriendo nuestra puerta a todos y a cada uno,

como si no nos incumbiese a cada uno la responsabilidad de llevar la iniciativa.

¿Por qué, Señor, es fácil hacerse amigos en las trincheras de la guerra o en las salas de los hospitales y es difícil cuando corre la paz por nuestras calles, cuando podemos gozar del sol y tomar sin prisa cualquier cosa en cualquier bar?

¿Será posible, Señor, que seamos cristianos, si somos incapaces de encontrarnos, de apretarnos la mano,

de abrir un diálogo humano, de desearnos sinceramente buenas noches,

como hombres ligados irreversiblemente a un mismo y único destino ?

Señor, que por lo menos no nos olvidemos de ser hom­bres.

Que no esperemos para ello a que estalle la guerra o nos atenace el dolor.

Que la amistad no sea sólo un fruto de invierno.

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E l p a p a

Señor, muchos piensan que para un papa es muy fácil rezar. Porque no saben que un papa, antes que papa, es un

hombre frágil y solo como todos los demás. Porque piensan que entre tú y yo existe un teléfono di­

recto, sin interferencias; creen que soy un secretario a quien tú dictas.

Piensan que yo no puedo tener la duda de que puedo estar equivocado.

Me gustaría, Señor, poder a veces gritar mi oración en medio de las plazas, para que los hombres vieran que cuando te rezo también yo siento la ira de los pro­fetas, la angustia tuya en Jerusalén, el tormento del abandono en la cruz, y no las dulzuras del Tabor.

Sé, Señor, que muchos dudan de que mi oración sea bíblica,

porque piensan que yo no siento la alegría y el riesgo de la aventura de Abrahán.

Otros, en cambio, dudan que sea la mía un eco de la oración de Pedro,

que siente la certeza y la responsabilidad de sus decisiones. Pero yo no puedo rezar en público, Señor, porque la

historia ha convertido al sucesor de Pedro

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en el personaje olímpico que no puede confesar ni sus alegrías ni sus miserias.

No se me oculta que son muchos los que no desearían mo­rir sin haber visto antes una imagen diversa del papa;

muchos que no lo quieren «personaje» sino «presencia». Muchos no saben que ser papa, hoy, es como firmar en

blanco la propia sentencia de esclavitud y aceptar una vida en perpetua contradicción, en continua paradoja, en un equilibrio quizás imposible.

¿Será ésta mi cruz, Señor? Sí, siento que mi dolor se construye con el leño duro de

una serie de interrogantes que me crucifican día y noche.

¿Tendrá que ser así, Señor?, ¿o será mi fragilidad la que se construye su propio martirio?

He aquí mi pregunta angustiosa. Yo quisiera empezar, hoy, mi oración con tus palabras

en el huerto de Jerusalén: «Si es posible, aleja de mí esta angustia». Sobre todo, si no es una cruz que tú me das,

sino que yo me fabrico. Sí, si no es tu cruz sino la mía, arráncamela, aléjala de mí,

porque, a pesar de lo que dicen quienes me condenan, mi vocación personal es la dicha, la resurrección.

Sé que ningún pesimismo espiritual es cristiano, ni debe tener un puesto en la vida de un papa.

Pero como la tuya, mi oración quiere ser completa: antes que traicionar mi misión, antes que renunciar a

tu llamada, antes que contribuir a señalar una arruga en el rostro de

tu iglesia, yo repito: «Hágase tu voluntad». Aceptaré no sólo el dolor de la contradicción y de la

angustia,

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sino también la humillación de presentarme al mundo con el sello de mi angustia no resuelta.

¿No sería, ésta, la confesión más sincera y más humilde de pobreza radical ante ti?

Mi puesto, Señor, lo sé, está en el centro de la comunidad que me has confiado.

Como el hogar, en torno al cual se sienta la familia para restaurar sus fuerzas y programar juntos su vida.

¿Qué nos falta o qué me falta, Señor, puesto que más de una vez me siento terriblemente solo?

¿Es verdad que un papa debe sentirse solo? ¿Son ellos que se alejan o soy yo el que no sé colocarme

en el centro? ¿Entiendes mi dolor, al menos tú, Señor?

Siento hasta la evidencia que mi vocación y mi misión es el ser símbolo visible y tangible de la unidad esen­cial de tu iglesia: de la unidad en la pluralidad.

Antes que tú me llamases como sucesor de Pedro, ya me habías hecho sentir la vocación de intentar reconciliar lo que parece irreconciliable.

¿Por qué permites, Señor, que mientras me quema en la sangre la pasión por la unidad,

resuene en el mundo, en mi pontificado, en mis mismos labios, la palabra satánica del «cisma»?

Mi corazón, Señor, no puede dormir tranquilo acep­tando la posibilidad de una nueva ruptura de la unidad,

porque tú rezaste ya definitivamente para que todos fuésemos una sola cosa.

¿No comprendes, Señor, que si explota la bomba de un nuevo cisma, tendría que ser yo el primero en pre­sentarme como reo ante la ira de tu tribunal,

porque la responsabilidad nunca está de una sola parte y porque yo en conciencia tendría que cargar con el trozo

más pesado de pecado? Ante un mundo escéptico ante las palabras, he intentado

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hablar con el lenguaje más expresivo y más actual de los gestos:

me despojé de la tiara, para que fuera más transparente mi voluntad de servicio y no de dominio;

me hice peregrino para gritar al mundo que deseaba en­contrarme con todos, sin distinción de razas ni de credos;

dejé mi casa para ir a visitar a quien se había separado de nosotros,

para demostrar mi voluntad de reconciliación sin exi­gencias anti-evangélicas humillantes;

ofrecí mi casa para que los pueblos del Vietnam nego­ciasen la paz que el mundo exigía,

para que quedase claro que a la iglesia le interesaba la paz de todos por encima del prestigio de sus estruc­turas diplomáticas.

Desafié a mis propios colaboradores programando la re­forma de la curia, instituyendo el sínodo de obispos y creando los secretariados para el diálogo con los que no piensan como nosotros, para demostrar mi voluntad de abrir una página nueva en el gobierno de la iglesia.

Y muchos vieron en mis gestos un principio de esperanza: sobre todo los humildes y los pobres, que esperan en

la fuerza liberadora de la iglesia.

Mis gestos, sí. Pero ¿y mis palabras? Yo no puedo hablar sólo con gestos: debo proclamar la

fe, defenderla, estimularla. Pero ¿cómo no angustiarme viendo que, mientras mis

gestos son liberadores y abren a la esperanza, mis palabras, con frecuencia, crean amargura, irritación

y desconsuelo, tanto en los grandes como en los pequeños?

Mis gestos todo lo más irritan a los poderosos; pero mis palabras irritan también a los débiles

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y suelen ser instrumentalizadas por quienes desean de­tener el proceso de liberación.

¿Deberé callarme, Señor? ¿Deberé hablar menos, Señor? ¿Será un símbolo de los tiempos que siga hablando con

los gestos? ¿No hubiesen entendido mejor los holandeses mi volun­

tad de no romper el diálogo, si hubiese tomado el primer avión para Utrecht en vez de haber escrito una carta a mi secretario?

Lo sé, Señor, que para muchos mi palabra no tiene ya valor, porque le niegan incluso el carisma que tú quisiste darle de confirmar en la fe.

Pero para otros lo tiene demasiado: la confunden con la tuya.

¿No estaré pagando yo tributo al pecado de la historia que ha identificado al sucesor de Pedro contigo,

como si tú hubieses presentado tu dimisión, como si tú no siguieses gobernando a la iglesia, como si la única palabra definitiva no fuera siempre la

tuya y la mía sólo un servicio a ella? Ayúdame, Señor, para que mi palabra pueda ser libera­

dora como suelen serlo mis gestos. Si no, preferiría enmudecer. Tiemblo ante el temor de que un solo hombre se sienta

encadenado y defraudado por mi palabra, que un solo profeta verdadero se sienta herido en su ca­

risma, que un solo hombre débil pierda su esperanza. Porque, si mi palabra no es capaz de crear la libertad,

¿qué seguridad podré tener yo mismo de ser un hijo de esa libertad que tú nos has revelado y regalado?

El mundo tiene miedo, Señor. Los grandes, también. Los pequeños lo aceptan como su pan. Por eso esperan

siempre la llegada de un nuevo mesías.

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No puedo olvidar el espectáculo de esas miradas de mi­llones de rostros que se apiñan en torno a mí en mis peregrinaciones por el mundo.

Me gritan con los ojos que tienen miedo, que buscan confianza.

Los pobres de pan y los pobres de Dios. Yo sé que no soy tú. Pero ellos me confunden contigo

en el esfuerzo desesperado de encontrarte como el fundamento de su esperanza.

Yo debería confirmarles que su esperanza no es vacía; debería hacerles sentir la certeza de que el miedo es irra­

cional porque tú existes y has vencido a la muerte. Cuanto más atenace al mundo el miedo, más debo gritar

que nuestra confianza tiene un nombre y que nadie puede matarla.

Los que creemos en ti no podemos permitirnos el lujo del miedo

porque debemos demostrar con la vida que el amor eli­mina el temor y que no creemos en lo imposible.

Pero tengo que confesarte, Señor, que a veces tengo miedo.

No me avergüenzo de mi fragilidad; no me humilla el sentirme uno más dentro de la caravana de los roídos por el miedo.

Pero no puedo dejar de sufrir cuando pienso que si el papa teme, crece el temor en los débiles;

que si yo no proclamo la esperanza a toda costa, muchos renunciarán definitivamente a ti como última posi­bilidad de liberarse del pánico.

Sólo un temor pienso que sea justo en un papa: el temor de no saber revelar a la humanidad que nuestra

fe en el amor crea el milagro imposible de liberar a los hombres del temor que les impide crear y realizarse plenamente.

El temor de caer en la tentación de querer anular el miedo con un gesto precipitado de autoridad.

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¿Por qué permites, Señor, que el pesimismo llegue a veces hasta mi mesa de trabajo,

cuando millones de hombres me piden suplicantes que al menos yo siga gritando que el miedo no es cris­tiano ?

Tú sabes que soy pobre. Más pobre que muchos obreros, que muchos campesinos. Yo no tengo ni vida privada. No puedo ser nunca yo: Juan Bautista Montini. Tengo que ser siempre papa. Pocos comprenden, Señor, lo que significa la pobreza

y la desnudez de no poder disponer de un gesto pro­pio, de una palabra libre que no sea espiada e instru-mentalizada.

Me muevo con la impresión de hacerlo ante todas las telecámaras del mundo dirigidas hacia mí.

Hablo con la sensación de hacerlo ante todos los micró­fonos del mundo.

Soy más pobre, mucho más pobre que mi chófer. Pero ¿es mi pobreza visible al gran mundo de la miseria? Es duro vivir en una cárcel; pero lo es más vivir en ella,

cuando los demás tienen la convicción de que se vive en un palacio.

¿Qué hago, Señor? Si rompo con los viejos esquemas, si me voy a vivir a

un barrio de Roma como un simple párroco, muchos se rasgarán las vestiduras y dirán que el papa

está loco. Si acepto la contradicción de mi pobreza de oro, quizás

los pobres no podrán reconocer nunca en mí al sucesor de Pedro, que hacía el milagro de curarles en

tu nombre porque no tenía oro ni plata. ¿Comprendes mi angustia, Señor? ¿Crees que no he sentido, al firmar mi encíclica sobre el

desarrollo de los pueblos en la miseria, la amarga contradicción del tinglado que me rodea,

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como estructura que vive y se alimenta de las mismas fuentes emponzoñadas de injusticia que yo he conde­nado como provocadoras de tu ira?

¿Cómo ser a la vez, Señor, el papa del diálogo y el papa de las decisiones radicales, que no se detienen ni ante el escándalo de mis colaboradores más cercanos, que no piensan como yo?

¿Cómo ser al mismo tiempo el peregrino de Nazaret, despojado de todo el peso del poder temporal y el jefe de estado, aunque este estado sea más simbólico que real?

¿Cómo armonizar la limpieza evangélica con el turbio mundo de la diplomacia mundana en la que con frecuencia debe moverse un papa?

Si el evangelio es radical con la radicalidad del sí y del no, ¿cómo puede un papa ser a la vez evangélico y diplo­mático?

Porque tú sabes muy bien, Señor, que en la diplomacia un sí puede ser también un no y un no puede pare­cerse mucho a un sí.

Y el mundo de los débiles desconfía de la diplomacia como juego de poderosos

y bendice la sinceridad como la presencia de la esperanza. Ellos no tienen miedo a la verdad porque intuyen que

la verdad se hizo pobre y les pertenece. ¿Por qué no podré ser de verdad el papa de los opri­

midos ?

Pocos entienden también mi espina de tener que ser Pedro y sentir al mismo tiempo la llamada a ser Pablo.

Abrirte a ti, Cristo, un camino en medio de la babel del mundo moderno,

como Pablo lo abrió en medio de la confusión del mundo pagano,

lo siento como exigencia y como vocación profunda. Pero abrir caminos nuevos puede dar la impresión de

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romper con el pasado; puede crear el temor de que se aprovechen los que no son honrados.

Y me acusan de traicionar a Pedro. No es fácil ser al mismo tiempo roca y barca, profeta y

superior. Mis titubeos, mis angustias, Señor, nacen de querer con­

ciliar estas dos dimensiones que me preocupan: ser guardián de la fe y peregrino de la búsqueda.

Es verdad que Pedro en Jerusalén cedió ante Pablo. Pero ¿puedo yo ceder ante mí mismo? ¿Tendré que hacer una elección? Tú lo sabes, Señor, y yo lo reconozco con sencillez y

temblor: mi riesgo consiste en que mi palabra no sirva

ni para quienes encarnan a Pablo ni para quienes siguen a Pedro en las dos dimensiones de fidelidad al dogma

y de exigencia de encarnación en los nuevos problemas del hoy de la historia.

¿Cómo rezarte, Señor? Hoy todos proclaman la exigencia de liberar a la con­

ciencia, la urgencia de recuperar el concepto bíblico de con­

ciencia como sinónimo de voz auténtica de Dios en el fondo de

nuestro ser, que es donde ha escrito su ley fundamental del amor.

¿Y la conciencia del papa? ¿Puedo renunciar a mi conciencia, Señor, para seguir

la conciencia de la mayoría de la comunidad? Pero ¿cómo distinguir, Señor, mi conciencia personal

como cristiano y mi obligación de respetar y de iluminar las conciencias

de los demás? Ante el conflicto, ante la duda, ante la urgencia de una

respuesta o de una decisión para toda la comunidad, ¿qué debo hacer, Señor?

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Porque comprendo también la tentación de imponer mi visión personal de un problema a toda la comunidad,

aún en las cosas que no son de fe definitiva o que no están suficientemente maduras.

¿Qué piensas, Señor? ¿Será mejor que tenga un poco de paciencia antes de

resolver, para poder confrontar mi conciencia personal con to­

das las conciencias de la comunidad, o puedo fiarme de mi conciencia personal e imponerla,

para evitar que los problemas se acumulen sin res­puesta?

Que no me olvide, en todo caso, Señor, de que si es verdad que mi palabra deberá ser siempre la última, no deberá ser forzosamente la penúltima y que tam­poco es necesario que sea precisamente distinta de las demás.

Pero ¿cómo puede un papa, Señor, que vive en su cár­cel de oro,

conocer de verdad lo que piensa acerca de ciertos proble­mas el gran mundo de los que no hablan,

de los que forman lo mejor y más sano de tu iglesia porque son los últimos,

los que nunca podrán llegar hasta mí, los que son fácilmente instrumentalizados, los que no podrán defenderse cuando les hagan decir

lo que nunca pensaron? ¿Cómo ignorar, Señor, que al papa le llegan casi siempre

filtradas las noticias? ¿Cómo evitar que, para conocer lo que piensa una parte

de tu iglesia, tenga que recurrir a la información de aquellas fuentes que tratan con menor amor y respeto a tu iglesia?

Si es ya difícil conocer toda la verdad, bebiendo incluso de la misma fuente,

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porque cada uno de nosotros es un filtro personal e interpretativo,

¿qué será para un pobre papa a quien los hechos le llegan —cuando le llegan— condimentados y empapelados, traducidos y escamoteados?

Es fácil que a un papa le lleguen los olores malsanos de los desagües de la iglesia,

pero no lo es tanto que pueda recibir el consuelo del aire puro de tantos campos y montañas de fidelidad,

de tanta bondad escondida, de tantas esperanzas silen­ciosas, de tantas voces de sincera profecía, de tantos ojos limpios que nos dirían:

«No temas, no llores, no desconfíes: él no ha muerto; nadie podrá sepultar su nombre ni su verdad, porque la gritarían las piedras».

Que yo, Señor, no traicione la voz cansada, pero pro-fética, de este gran mundo de los mudos.

Dame la posibilidad de hacer que su voz llegue hasta mí. Dame el coraje de preferir su voz, porque es más tuya. Dame fe en su verdad. Condéname al silencio antes que traicionar sus palabras

de vida. Si he de escandalizar a alguien, Señor, en la difícil elección

de mis decisiones de conciencia, que sea a los grandes, a los tiranos, a los explotadores, a los inquisidores.

No puedo olvidar, Señor, que también Pedro cayó en la tentación de querer alejar de Cristo a los pequeños para dejar más espacio a los grandes.

Recuérdame, en cada instante, que tu reino sigue siendo, sobre todo, de los que nunca hablarán conmigo.

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L o s q u e c a l l a n

Señor, nosotros somos los mudos de la tierra; los que nunca hemos tenido el derecho o el coraje de

hablar; los que siempre hemos tenido que soportar la palabra de

los demás. ¿Será verdad, Señor, que nuestra palabra es inútil e in­

fecunda? Yo, Señor, siento pasar la vida sobre mí como una vio­

lencia continua. No queda sitio para mí en el consorcio de los que hablan,

de los que deciden, de los que dicen que viven. Veo muchas cosas injustas, tanto para mí como para los

mismos que las hacen, pero soy incapaz de intervenir. Mi debilidad la conocen bien los poderosos que, en vez

de echarme una mano, me manipulan para sus fines con palabras o decisiones que yo nunca he pensado ni mucho menos compartido.

Te confieso, Señor, que tengo miedo de hablar y que no sé impedir que los demás utilicen mi silencio.

¿Cuándo, Señor, nosotros, los mudos, encontraremos las fuerzas para gritar todos estas ansias que hace siglos llevamos en el corazón?

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Mi oración, Cristo, no puede ser más que una petición de ayuda para que pueda descubrir mi dignidad de hombre frustrada por todos los poderes, por todas las instituciones, incluyendo también a la que debería darme a conocer tu mensaje de liberación.

¿De verdad quieres saber, Señor, por qué tengo tanto miedo, por qué no tengo confianza en mí mismo, por qué creo que lo que dicen o hacen los demás es siempre mejor que lo que yo podría decir o hacer?

¿Quieres saber, Cristo, por qué me he convertido en un resignado?

¿Por qué creo que para mí no quedan ya más que las mi­gajas de la vida, como para el pobre Lázaro a la puerta del rico epulón?

Muy sencillo, Señor: porque he nacido entre los pobres, entre los impotentes,

y junto con el cariño de mi madre he aprendido de memoria que no valgo, que no soy nada. Que sólo los que tienen pueden hacerse respetar y tener dere­cho a la felicidad.

En casa siempre me dijeron que tenía que estar contento, que no podía soñar con nada distinto de lo que ellos habían tenido: la esclavitud.

Mi padre y mi madre me repitieron infinitas veces que tenía que callar, quedarme mudo, cuando hablaba un poderoso, un grande, porque yo no podía saber nada.

Mi madre, que me amaba, me hería más que los demás. ¿Por qué, Señor, una madre puede matar a un hijo? Luego fui a la escuela. Y el maestro, para salir de su soledad intelectual, no se

le ocurría nada mejor que decirme que era un ig­norante, un maleducado, un idiota.

No encontraba otra cosa que decirme más que la his­toria la habían hecho unos pocos hombres grandes, que todos los demás no habían hecho nada ni te­nían que esperar nada.

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Luego fui al catecismo. Y aquí, Señor, descubrí que no sólo era un idiota sin

derechos, sino que era también un malvado. Todo lo que podía decir, hacer o pensar, era malo y digno

del castigo del infierno. Lo único que resultaba lícito era no hacer nada, no pen­

sar, callar. Y si acaso mi cuerpo o mi espíritu exigía alguna cosa,

había que mortificarlo, ya que no podía pretender nada, por estar manchado de pecados.

Tus curas hicieron todo lo posible para meterme en la cabeza que el hombre no puede nada sin ti y que tú escogías libremente a quien querías ayudar; si los santos eran grandes, era porque tú los habías elegido.

Pero yo ¿qué podía pretender sino ser una miseria?

Fui creciendo mientras perdía los trozos de mí mismo, por el sendero de mi infancia y de mi juventud, pero con una tenue esperanza en el corazón: quizás de mayor me haría respetar.

Quizás algún día pudiera yo también decir algo... Me esperaba la fábrica para ultimar mi alienación. Por un pedazo de pan compraban mi tiempo y mi libertad. Intenté rebelarme. Pero mis propios compañeros de es­

clavitud me preguntaron en nombre de quién lo ha­cía. Y cuando respondí tímidamente: «En mi nom­bre, en nombre de mi dignidad y de mis exigencias más profundas de persona creada para la libertad», se rieron en mis narices y me recordaron que ya el maestro había dicho que era idiota.

Me dijeron que el hombre no puede obrar libremente, por cuenta propia, para defender sus derechos, por­que el derecho de los trabajadores lo defiende el sin­dicato.

El sindicato sí que sabe hacer las cosas; pero tú, ¿quién eres para defenderte y para pensar?

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A los 20 años aprendí a decir: «¡A sus órdenes!», en e ejército:

no me costó el más mínimo esfuerzo... Estaba ya demasiado acostumbrado a hacer lo que que­

rían los demás. ¿Quién era yo ya para aquellas fechas? A los 21 años pusieron en mis manos una papeleta elec­

toral. Los ciudadanos son libres para elegir democráticamente

a sus representantes políticos. Yo, Señor, cuando entré en la cabina electoral, más solo

que en el confesionario, mientras ponía mi cruz so­bre el símbolo de un partido, pensé en ti. Tú, clavado en una cruz por haberte atrevido a decir que todo hombre es libre; que todo hombre es Dios. Y en­tonces tuve el coraje de hablar al menos contigo.

Pero sé que esto no basta. He de tener el coraje de hablar con cada uno de los

hombres. He de tener el coraje de luchar con todos los que creen,

no sólo en ti, sino con los que creen, como tú, en mí, para hacer oír la voz de todos los que siguen siendo mudos por el miedo o por la imposición de unos pocos.

Mi palabra, después de un silencio tan largo, es sólo ésta; es también la única oración que puedo dirigirte a ti, que eres la palabra hecha liberación:

«¡Fuera el miedo! ¡Fuera la resignación! ¡Fuera la injus­ticia, que ha sembrado el mundo de tantos pobres mudos como yo!».

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E l r e b e l d e

Cristo, yo no estoy contento de cómo van las cosas. Me llaman revolucionario. Creo que la vida en la tierra podría ser mejor y distinta

de como es. No tengo más remedio que sublevarme contra toda

clase de injusticias. Empezando por esa injusticia que siento dentro de mí

mismo. Sé que sería más fácil y más cómodo dejar las cosas como

están. Pero eso no me da alegría ni me devuelve la paz. Me dicen, Señor, que es sagrado todo lo que existe; pero

siento que esta afirmación puede ser muy bien la justificación de

toda pereza y de toda componenda. Yo creo que es más sagrado todo lo que tenemos el de­

recho de crear como superación o perfección de lo que ya tenemos.

Mi vocación es luchar contra todo lo que oprime y bus­car todo lo que libera.

Sé muy bien, Señor, que, para muchos, revolucionario es sinónimo de destructor.

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Pero creo que no es posible ser creador sin sentirse revo­lucionario.

Dicen que primero hay que construir, y luego destruir. Pero ¿qué significa destruir lo que no es más que muerte,

ruina y despotismo? Destruir un cáncer siempre es un bien, pues equivale a

darle la vida a un hombre. Mi revolución, Cristo, es global porque también es glo­

bal el envilecimiento del hombre frente a las estruc­turas.

Y una revolución total es incómoda para todos, empe­zando por mí mismo, ya que todos nos sentimos in­clinados a defender nuestra falsa tranquilidad, aho­rrándonos la fatiga que lleva consigo todo gesto de creatividad.

Dicen, Señor, que soy violento. Pero mi violencia no va contra el hombre, sino contra

todo sistema de presión que ofende al hombre. Y cuando son otros hombres los que encarnan estos

poderes y estas estructuras, y las defienden y las de­claran legítimas y necesarias, ¿qué puedo hacer yo?

Herodes, Señor, era un hombre y tú lo llamaste zorro; Pedro era un hombre y un apóstol y tú lo llamaste diablo; los sacerdotes y los fariseos eran hombres de carne y hueso y tú los llamaste víboras; los comer­ciantes del templo eran hombres y ancianos y tú los echaste fuera con violencia.

¿Tendré que ser yo un resignado? ¿Tendré que esperar a que la justicia caiga del cielo? ¿Tendré que ver cómo sufren y se desesperan millones

de hombres por culpa de unos pocos? ¿No será legítimo luchar contra esos hombres que se

han arrogado el derecho de decidir por los demás, de explotarlos y oprimirlos?

Ellos mismos se han olvidado de su propia humanidad: por eso la caravana de pobres y esclavos de la tierra

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ya no ve en ellos el rostro del hombre, sino la en­carnación del mal.

¿Cómo lograr salvarlos todavía? ¿Cómo defenderse de ellos, sin traicionar a todos los

justos oprimidos? ¿Qué puedo salvar yo de esa sociedad que les reconoce so­

lamente a unos pocos el derecho a una vida verdadera? ¿Cómo es posible amar hoy a los hombres sin sentir el

impulso hacia una verdadera transformación? ¿Cómo es posible no ser violentos en esta tierra de vio­

lencia? Es verdad que no resulta fácil la elección de los medios que

hagan en cada momento mi revolución justa y eficaz. Es verdad que podría desencadenar una ola de esclavi­

tud todavía mayor con mi violencia inconsciente. Pero estas dificultades, estas vacilaciones, estas angustias

de conciencia, no pueden ser una excusa para la pa­sividad y la componenda.

Esa sería una traición todavía más grave. Aunque no siempre estoy seguro, Señor, de los medios

que hay que emplear en mi decisión transformadora, lo cierto es que esta decisión mía es la única posible para mi conciencia de hombre, para la que la libertad y la dignidad de los demás hombres se identifica con la mía.

Tú, Señor, no nos has ofrecido medios definitivos y se­guros para hacer la revolución en cada uno de los momentos de la historia.

Pero en ti, en tus palabras y en tu vida, es indiscutible la llamada combativa contra toda injusticia interior y exterior.

Tú mismo empleaste siempre los medios que creías más aptos y eficaces, pero no nos los impusiste como únicos e insustituibles.

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Somos más bien nosotros los que hemos de inventarlos y crearlos, con esfuerzo y honradez.

La equivocación puede ser grave y dolorosa. Pero ¿no lo es más el miedo y la falta de fe y de coraje? Señor, mi miedo no es tan grande que no sea capaz de adivinar

siempre plenamente cuáles son los medios más efi­caces para llevar adelante mi proyecto.

Mi miedo es la tentación sutil y satánica de instrumenta-lizar la revolución en provecho propio, en vez de po­nerla al servicio de los demás hombres.

No quiero hacer la revolución para apoderarme yo del poder, sino para convertirlo en servicio y propiedad de todos.

No quiero hacer la revolución para llegar a un puerto tranquilo y seguro, para levantar mi tienda de paz.

Si es verdadera revolución, tendrá que ser lucha y es­fuerzo continuos, ya que es continua la tentación de los hombres de apoderarse del derecho de los demás, de envenenar la fuente del amor creativo y de estro­pear todo bosquejo de verdadera humanidad.

Revolución para mí, Señor, significa estar siempre en vela para que los lobos no puedan entrar en el redil; y es evidente que no basta con esto, ya que mu­chos corderos sienten la tentación de convertirse ellos mismos en lobos.

La revolución puede y tiene que ser continua porque has sido tú, Señor, el que nos has revelado las infini­tas posibilidades creativas del hombre.

Y es esta fe la fuerza de mi revolución. ¿Estás de acuerdo, Cristo? Me gustaría saber de verdad qué es lo que querías decir

cuando afirmaste: «he venido a traer la guerra, y no la paz»; «he venido a separar al padre de la madre»;

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«el reino de los cielos padece violencia y sólo los vio­lentos se apoderarán de él»;

«el que ama su vida, la perderá»; «¡ay de vosotros, los ricos!». Me gustaría conocer «tu» respuesta, no la de tus intér­

pretes que, al no poder borrar tus palabras, intentan al menos adulterarlas e instrumentalizarlas en bene­ficio de los perezosos y de los instalados.

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E l d i a b l o

Cristo, yo soy el diablo, soy el mal. Vivo contigo en el corazón del hombre. Soy la cizaña que crece con el grano. Sé que la victoria definitiva será tuya, que eres el bien. Pero son todavía muchos los que siguen sin creer en esa

victoria definitiva, que es ya una realidad. A éstos en parte los siento míos. Sé que quedo derrotado cada vez que un hombre acepta

ser dios, no como conquista, sino como regalo. Pero mi victoria perdura en cuantos siguen queriendo

ser dioses por cuenta propia, mordiendo cualquier manzana mágica terrena o celestial; en cuantos quieren hacerse dioses para conocer el mal, en cuantos tienen miedo de aceptar la grandeza de ser

dioses. Los primeros se avergüenzan en el fondo de ser hombres. Los segundos tienen miedo a ser dioses. Existen sólo dos categorías de seres humanos que no

me temen ni temerán nunca: los tiranos, los satisfechos, los solitarios, los que tienen miedo al amor:

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porque todos esos son yo. Y los oprimidos, los pobres, los liberados, los que no pierden nunca la capacidad de esperar, los que creen en el amor: porque todos esos son tú.

Yo no puedo rezarte, porque el mal no puede arrodi­llarse ante el bien,

y porque al bien sólo se le puede pedir la liberación del hombre,

mientras que yo amo las cadenas. Pero la verdad es que el hombre, todo hombre, es mitad

Dios y mitad Satanás. Por eso muchas veces te reza con la oración del mal, como te rezó Pedro, al pedirte que no fueras fiel a tu

misión, que no dieras la vida por los hombres. Por eso le llamaste Satanás. Sí, cuando el hombre te reza con mis labios,

en nombre de la cizaña que lleva dentro, te reza de esta forma diabólica:

Que los hombres no descubran el gusto de ser hombres; que pierdan la esperanza de ser libres; que renuncien a crear una historia donde no hagan falta

el poder ni la avaricia ni la ambición para ser felices. Que sigan convenciéndose de que es una utopía la igual­

dad de todos los hombres construida sin odio, sólo con la violencia del amor.

Así tengo asegurada la guerra y la guerra más maravi­llosa: la guerra fratricida.

Que pierdan la esperanza de poder construir juntos, en­tre todos, su propia historia, sin espíritu borreguil;

que crean más en el valor de la soledad que en el de la comunidad, más en la competición que en la solidaridad.

Así tendré asegurada la alienación, la desesperación, la droga, el suicidio y la desunión,

que son mi fuerza.

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Que no pierdan nunca el amor y la estima al dinero, para que siga siendo posible toda idolatría y para que hasta los tuyos sigan convencidos de que incluso a ti se te puede comprar con dinero.

Que no descubran que es más segura y más fiel la con­ciencia que la ley,

para que siga muerta la novedad y la fuerza de tu evan­gelio

y sigan multiplicándose los pecados de los virtuosos que no traicionan nunca a la ley, pero amordazan la con­ciencia.

Porque yo sé muy bien que la ley no salva y que la conciencia libera, porque tú te pasaste de la ley a la conciencia.

Que sigan teniendo miedo de conquistar la tierra y de crear una historia nueva, porque sólo entonces ten­dré un espacio mayor para hacer que me teman.

Y así tendré asegurado el escepticismo, la pereza y la podredumbre del agua estancada.

Que sigan temiendo más la pornografía que la injusticia; que sigan defendiendo más a los dogmas que a los po­

bres y a los oprimidos; que sigan luchando más por la propia libertad que por

la libertad común; que sigan amándote a ti, mientras se olvidan de los

hombres. Así habré asegurado tu muerte en la historia. Que sigan exaltando y canonizando al personaje de la

parábola de los talentos que tú condenaste: a aquel que tuvo miedo de ti y no se atrevió a exponerse a perder su talento; a aquel que encarna la prudencia de la carne, que castra toda iniciativa personal y tiene que esperar siempre una palabra desde fuera para poder realizarse.

De este modo acabarán convenciéndose de que, para poder crear una historia propia, es necesario dejar a tu iglesia.

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Que no descubran que en la misma parábola falta el per­sonaje que se arriesga hasta el punto de perderlo todo.

Si lo descubren y advierten que tú no lo condenaste, sabrán que tú has dado al hombre el espacio máximo de

libertad en el riesgo y no necesitarán dejar a la iglesia para poder ser ellos

mismos y para caminar siempre en vanguardia, sin miedo a nin­

guna derrota. Que sigan creyendo que la salvación se obtiene sólo a

fuerza de puños, de esfuerzo, de medios humanos. Así tendré asegurada la instrumentalización del hombre,

a quien serán capaces de vender y traicionar y ol­vidar

para asegurarse tu benevolencia. Que sigan adorándote como a Dios, olvidándose de que

eres igualmente hombre, para que no sean capaces de descubrir que hoy siguen

matándote, no quienes no creen en Dios, sino quienes no creen en el hombre.

De este modo se detendrá el proceso de liberación de todo lo que es humano. De este modo nunca te co­nocerán. De este modo el cristianismo seguirá siendo ininteligible para la mayoría.

De este modo estaré seguro de que los hombres acabarán perdiendo su identidad propia y acabarán siendo el mal: es decir, ni dioses ni hombres, sino monstruos.

Sé que tú no escucharás mi oración, pero ¿puedes negarme que hay muchos de los tuyos que

te siguen rezando así y que obligan a los demás a rezarte de este modo?

Hasta aquí llega mi victoria.

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E l p o l í t i c o

Cristo, yo soy un político. Es decir, una de las figuras menos amadas de la socie­

dad actual. Hoy nadie cree en nosotros, aunque nos temen y nos

halagan. Y es trágico, porque en muchos de nosotros lo que de

verdad nos empujó a escoger este camino fue una exigencia sincera de servicio y de justicia hacia nuestro pueblo.

Tú sabes, Señor, que esto es cierto. Pero lo es también —debo confesarlo con vergüenza

y con dolor—, que para la mayoría de nosotros la política se ha convertido en el olvido de aquellos mismos a quienes queríamos servir.

Cuando éramos puros, ciertas palabras, como pueblo, jus­ticia, libertad, eran todo un programa y daban sen­tido a nuestra misión.

Hoy, para el político, cuenta sólo una palabra: «poder»-Precisamente lo que tú viniste a criticar y rechazar, para

que naciera la nueva humanidad donde los hombres pudieran encontrarse y vivir juntos su historia, co-colaborando y sirviéndose mutuamente, no domi­nándose.

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El fruto de nuestro olvido del pueblo lo pagamos en nuestra misma carne, porque en realidad nos traicio­namos imposibilitándonos para ser nosotros mismos: vivimos bajo una careta.

Somos unos pequeños ídolos que en vez de poner nues­tra vida al servicio de nuestros hermanos nos ha­cemos servir por ellos.

Y no nos damos cuenta que con esto nos convertimos en pequeños esclavos, hasta sin vida propia y personal.

Aprisionando el poder entre nuestras manos como un botín de los dioses, soñamos con una fiesta de libertad.

Pero, en realidad, ¿quién es más esclavo que nosotros, los políticos profesionales?

¿Qué mayor esclavitud que el sello de «falsos», con que nos marcan algunos en la frente?

Yo, Señor, empiezo a sentir el peso de estas cadenas que son más pesadas que las del pueblo.

Por eso me he decidido a rezarte. La pregunta que te hago, Señor, es ésta: ¿por qué, si los políticos nos damos cuenta de esta mons­

truosidad, continuamos siendo iguales? ¿No habremos perdido de verdad la medida de las cosas? No quiero justificarme, Señor, ni justificar a mis com­

pañeros, pero no puedo menos de preguntarme en qué sistema habremos entrado, que es más fuerte que los hombres mejores.

¿Qué tentación espera al político al entrar en el sistema que acaba olvidándose de todos sin compasión?

Pienso, Señor, que se trata de la sutil y dulce tentación de sentirse, por una vez en la vida, semejante a Dios, pero entendiendo a Dios al revés.

Es la dulce sugestión de poder decidir sobre el futuro de los demás hombres.

Y es la tentación más peligrosa, porque tiene todas las apariencias y todas las características del «servicio» a los demás.

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Por eso es difícil censurar al político como tal. Terrible atractivo el del poder, pues para no perderlo

somos capaces de traicionar lo más sagrado: la con­ciencia, la amistad, la justicia: todo.

La conciencia sigue gritando nuestra traición, pero in­tentamos adormecerla con la excusa de que nuestra misión bien realizada es uno de los servicios mayo­res al hombre. Pero nos olvidamos de que, realizada con lealtad, sería también la donación más dura y de­sinteresada.

Por eso nos acecha continuamente la tentación de rea­lizar este servicio al revés, cayendo en la más terrible sugestión para el hombre: apoderarse de lo que per­mite a los hombres ser tales, de su capacidad de deci­sión. De esta forma nos sentimos «superhombres».

Adueñarse de la libertad de los demás hombres es la más embriagadora, pero también la más sutil y peligrosa tentación.

Y sobre todo es una terrible ilusión, porque cuando he­mos hipotecado a nuestros hermanos su capacidad de decisión, convirtiéndolos en objetos manejables por nuestro poder, esa libertad no nos sirve a nosotros.

Más aún, se convierte en cadenas para nuestra propia libertad.

Es el castigo más grande de nuestra sed de poder, aunque nos cueste confesarlo.

El pueblo considera a esta clase de políticos como ladro­nes institucionalizados, porque tienen conciencia de que les robamos el mayor tesoro: la posibilidad de programar su vida.

Confundimos, Señor, continuamente a la política con el poder, que son dos cosas bien distintas, como dis­tintas son el poder y la autoridad.

Hasta la gente de la calle acepta hoy esta confusión como un fatalismo: para el pueblo un político es sinónimo de un hombre de poder. El pueblo se ha convencido

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de que no le queda más que rendir definitivamente las armas.

¿Qué hacer cuando la conciencia empieza a revelarte el sucio juego en que estamos comprometidos?

¿Será posible aún, en el mundo político actual, poder hacer política en el sentido más genuino de la pala­bra, es decir, vivir al servicio del pueblo para garan­tizarle y defenderle en todo momento su derecho inalienable a programar su vida en libertad y favo­recer continuamente la creatividad personal y co­munitaria?

¿Será posible luchar de verdad en la realización del fin de la humanidad, que es el paso de una colectividad anónima, basada en las pretensiones de poder, a una verdadera comunidad universal, basada en el encuen­tro humano, la colaboración fraterna y el respeto sa­grado a la libertad personal?

Muchos piensan aún que sí. Y yo respeto su decisión. Pero personalmente, después de mi larga y trágica ex­

periencia, temo mucho que esta esperanza sea sólo una evasión o una autojustificación para no perder un puesto en la «mesa de los dioses».

Yo, Señor, he empezado a pensar que no se puede ser auténticamente político en este mundo actual, donde la lucha por el poder es el ingrediente de todas las comidas.

Empiezo a pensar que quizás la única forma honrada de hacer hoy política sea ayudar a los hombres a ponerse en comunicación entre sí, para que puedan descubrir cada día mejor, y todos, su verdadero poder per­sonal indelegable para que de algún modo empiecen a programar comunitariamente su propia vida.

Para quienes le han tomado el gusto al poder y han sido drogados por él irremediablemente esto se llama solamente utopía.

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Pero para mí, en este momento, lo contrario se llama sim­plemente «genocidio».

Yo que te he encontrado y creo en ti no puedo olvidar que en tu primera comunidad fue Judas, el traidor, el político de profesión que no digirió la nueva política del maestro.

Por eso lo escogió el poder de su tiempo para contratar tu muerte.

Fue él quien por mezquino interés personal («era ladrón») quiso impedir el gesto de libertad y de creatividad desinteresadas de una mujer enamorada, con la excusa de dar el dinero del perfume a los pobres.

Tú, que ciertamente no eras un político de profesión y que amabas más la libertad del pueblo que la pro­gramación del poder, desenmascaraste a Judas y de­fendiste el gesto de libertad de la mujer del pueblo.

Tú fuiste un difícil amigo para los amigos del poder y jamás soñaste una política identificada con el juego del poder.

Fuiste el primer hombre de la historia que indicaste el camino para un cambio radical en la política del mundo.

Y lo presentaste renunciando precisamente al poder, ¡terrible escándalo!, y poniéndote de verdad al ser­vicio de la comunidad, sin ahorrar el sacrificio de tu propia vida.

Criticar hoy, como tú lo hiciste ayer, los sistemas polí­ticos de opresión, como un caso de conciencia, creo que es la forma mejor de empezar a echar las bases de esa política nueva que desde siglos sueñan los justos de toda la tierra.

¿Quiénes son hoy, Señor, quienes pierden su vida en fa­vor de la libertad de sus hermanos?: ¿los políticos de profesión o los que se ponen al servicio del progreso y de la libertad del hombre?

Tú tienes la respuesta. Dame la fuerza, Señor, para realizar mi decisión, aunque

me escupan a la cara. 97

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E l o b r e r o

Cristo, yo soy un obrero, soy un hombre que por un pedazo de pan se ve en pe­

ligro de vender su dignidad y su libertad. Soy un condenado a convertirme en un objeto

que realiza día tras día el mismo movimiento. Soy la prolongación de una máquina. Pero incluso este gesto no es libre, porque vivo al ser­

vicio de la máquina que es quien me manda. Convertido en un objeto más que en una persona, caigo

continuamente en la tentación de tratar a los demás, a mis hijos incluso y a mi mujer, como otros tantos objetos.

Termino demasiado cansado de mi esclavitud monótona y cotidiana para poder jugar en paz con mis hijos y abrazar serena y dignamente a mi mujer.

Esclavo en el trabajo, me convierto en tirano en mi tiempo libre.

¿Tiempo libre, Señor? Esta expresión es la demostración más clara de que los

hombres hemos aceptado definitivamente que el tiempo del trabajo es el tiempo de la «esclavitud».

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Tú, Cristo, fuiste un trabajador, pero no un esclavo. Con frecuencia no nos queda otra alternativa: o aceptar

la esclavitud o morirnos de hambre. Y sin embargo, a pesar de mi pobre cultura y de mi carga

de alienación, comprendo que el trabajo debería ser otra cosa.

Debería ser algo que yo realizo con mis manos, que lo creo yo y lo pongo al servicio de los demás.

Siento, Señor, que existo, no para trabajar sino para crear,

para concebir un proyecto útil para los hombres, para programarlo con los otros si no me es posible hacerlo solo, para realizarlo con mis manos y con el esfuerzo de mi voluntad y en colaboración con los demás hombres cuando va más allá de mis posibilidades.

Sin embargo, ahora el obrero no es nunca creador ni programador ni realizador libre, porque todo nos viene impuesto y no intervenimos verdadera y eficazmente en ninguna de las gestiones empresariales.

Quienes conciben las ideas, los creadores, lo hacen para ganar dinero: por eso nace la competencia.

El trabajo que a nosotros nos hace esclavos lo progra­man técnicos: no artistas o creadores.

Los obreros nos convertimos únicamente en ejecutores ciegos de la máquina y somos castigados cuando no la obedecemos.

Y lo que es aún más triste es que, a pesar de este sistema alienante y degradante, el mismo producto que nos­otros realizamos va contra el hombre, contra nosotos mismos:

Soy yo mismo quien produzco mi veneno y el veneno para mis hijos.

¿Cabe tristeza y esclavitud mayor? A nosotros, los obreros, nos llaman la clase de van­

guardia, los destinados a transformar el rostro de nuestra sociedad, a devolver la justicia al mundo, porque somos los más olvidados.

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Pero me pregunto cómo podremos realizar esa revolu­ción si en el fondo todas nuestras luchas las planea­mos para aumentar la cantidad del veneno que pro­ducimos.

¿Qué batallas auténticas emprendemos para que no con­tinúen tratándonos como cosas, sino como per­sonas?

¿Cuántas batallas llevamos a cabo para reivindicar seria­mente nuestro poder de decisión?

Nos encontramos siempre de acuerdo para trabajar me­nos y ganar más. Y es una batalla justa contra quienes desearían, por el contrario, que trabajásemos más y ganásemos menos.

Pero es triste comprobar que no es muy fácil ponernos de acuerdo, cuando se trata de reivindicar derechos mucho más profundos e importantes, que son los que de verdad nos permitirán empezar a vivir como personas libres y creativas.

¡Qué difícil es, por ejemplo, que nos pongamos de acuer­do para que nazcan proyectos de un nuevo tipo de trabajo que nos realice, nos satisfaga y dé un sentido a nuestra vida!

Cristo, ¿qué saltos cualitativos necesitamos dar para salir del

compromiso con nuestros propios patronos, que nos halagan con el bienestar que ellos han conseguido y que nosotros consciente o inconscientemente de­seamos?

Nosotros nos irritamos cuando son los «situados» quie­nes nos lo dicen, porque nos parece una excusa para frenarnos en nuestra reivindicación social y econó­mica; pero cuando nos encontramos con nuestra con­ciencia, comprendemos que la verdadera revolución la llevaremos a cabo cuando, sin abandonar nuestra lucha por la justicia económica, luchemos por des­cubrir que somos verdaderos hombres y por escrutar

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dentro de nosotros nuestras exigencias más profun­das, que nos llaman a realizar una vida humana, justa, libre, fraternal, sin dejarnos seducir por las falsas necesidades y por el espejuelo del poder de cier­tas ideologías.

Nosotros no hemos sido hechos para el poder. Hemos sido hechos para crear las posibilidades que per­

mitan al hombre una vida más humana. Nuestra fuerza radica en este descubrimiento. Por eso, Señor, me doy cuenta de que no podremos salir

de nuestras cadenas sin una verdadera transformación. Pero ¿cuál? ¿La lucha por el poder que significa sólo un cambio de

amo? ¿La lucha que nos brindan y proyectan los que viven

aún en la lógica del poder? ¿No consistirá más bien nuestra revolución en

despertar en todos los trabajadores la conciencia de que debemos convertirnos en protagonistas de ese poder que nos ha olvidado e impedido ser hom­bres y creadores de un nuevo modo de vida que no repita los viejos esquemas del pasado?

¿Será demasiado ingenuo querer comenzar de nuevo, cuando nos damos cuenta de que en el fondo tam­poco nos gusta la vida de nuestros empresarios porque es también alienante e inhumana?

¿No tenemos el derecho, nosotros los trabajadores, y también el deber, de unirnos para dar una respuesta común a las comunes exigencias de todos los hombres?

¿Podemos decir que ha sido concebida seriamente alguna vez semejante revolución?

Cristo, nosotros, los obreros, no ignoramos la predilección que

tú tienes por nosotros. Por eso quisiéramos sentir profundamente nuestra honda

responsabilidad junto con nuestros sagrados derechos.

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Junto con el pan para mis hijos, que no puedo dejar de pedirte y por el que no puedo dejar de luchar, te pido, Señor, que me libres cada mañana de la tentación de convertirme en un burgués nostálgico, yo que siento la vocación de creador y de revolucionario.

De lo contrario, nos veremos suplantados por las nuevas generaciones,

ante las cuales apareceremos incluso como cómplices de las fuerzas explotadoras.

En un mundo que grita una revolución global, todo compromiso que signifique sólo revisionismo y todo pacto con el mundo de la explotación será juzgado como claudicación y villanía.

Un no comunitario de todos los trabajadores del mundo a un trabajo que es esclavitud y no creatividad, ¿no cambiaría radical y urgentemente esta terrible má­quina que nosotros seguimos alimentando cada día al precio de nuestra vida y de nuestra dignidad?

Cristo, despiértanos a nosotros, los obreros de todo el mundo,

porque mientras nosotros sigamos durmiendo, la gran revolución quedará sin realizar y el mundo seguirá mordiendo impotente sus cadenas de esclavitud.

Y yo siento la llamada urgente a la libertad. ¿Un sueño? ¿Pero es que lo que estoy viviendo puede llamarse rea­

lidad?

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E l c i e n t í f i c o

Señor, mi mundo es la materia. Yo indago y escudriño en el microcosmos y en el macro­

cosmos y consigo formular hipótesis, aún inconcebi­bles para la mayor parte de los hombres.

He vencido las leyes físicas que protegían el aislamiento de los cuerpos celestes.

He descubierto la organización de las células. Puedo intervenir para modificar las estructuras; para realizar, a mi gusto, o superhombres o monstruos. He creado nuevas plantas y nuevos animales. He hecho posible y simultánea la muerte para toda la

tierra. Poseo la materia hasta en su esencia: la energía. Y a ésta

sé aprisionarla y usarla, aunque no conozca su mis­terio.

Señor, aun cuando reconozco que cuanto más descubro más me queda por descubrir, aunque no haya sido aún capaz de superar algunas cosas vulgares como el virus de un resfriado, sin embargo hoy veo muy claro que ya no existen misterios impenetrables para la ciencia en el mundo de la materia: la misma muerte física del hombre, considerada hasta ayer como la

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última frontera para el científico, hoy es una de tan­tas posibilidades dentro de nuestra investigación.

Pero todas estas maravillosas conquistas que nos plan­tean la tentación de hacerte la competencia y que son buenas en sí mismas, ¿ayudan verdaderamente a que la vida del hombre sobre la tierra sea más libre y más humana?

¿He tenido siempre al hombre ante mi vista en mis in­vestigaciones científicas ?

¿Conozco de verdad al hombre como conozco la materia? Y en este caso, ¿de qué me servirá la ciencia, Señor, si

no es el hombre, su dignidad, su grandeza, el punto de partida y de llegada?

Si el hombre es de verdad el rey de la creación, la ciencia sólo será ciencia si sirve para que el hombre sea más hombre.

Señor, debo confesarte que no siempre mis conquistas han tenido presente al hombre. Este ha sido el gran límite de mi ciencia.

Por eso te pido, Señor, que me des un amor al hombre como el que tuviste tú, que sin investigaciones cien­tíficas conocías la materia mejor que yo y la ponías al servicio del hombre cada vez que ésta intentaba rebelarse contra él.

Dame este amor, porque sólo de esta forma podré atra­vesar todos los límites sin miedo a engañarme

y sin esa sutil angustia de haber usado mis conquistas para la destrucción misma de la vida.

Soy consciente, Señor, de que mi investigación cientí­fica será vacía si no se convierte de verdad en un ser­vicio al hombre libre, que tiene como misión de la vida la realización total de la persona humana y no el dominio de algunos sobre los demás.

El científico, para poder estar de verdad al servicio del hombre, debe ser un hombre justo;

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debe saber decidir si vale la pena conquistar nuevos horizontes o no ;

debe saber unirse a la comunidad y resistir y huir de cualquier alianza con el poder que podría servirse de la ciencia como lo hace siempre que puede para des­truir a los hombres en vez de mejorarles, con tal de mantener firme el poder.

He dicho en el pasado muchas veces: yo soy un cientí­fico y basta.

Yo me ocupo de la ciencia, después vosotros haced de ella el uso que os parezca.

Pero precisamente porque soy un científico y tengo en cierto modo un poder sobre la materia, tengo el de­ber de ser un hombre comprometido en favor de los demás hombres, en la conquista de esa libertad que no permita que nadie pueda usar para las fines de unos pocos esa fatigosa conquista del científico que trabaja en soledad.

Tú, Señor, ya ves que sé muy bien lo que debería ser un científico honrado.

Necesito sólo un poco más de coraje para no dejarme arrastrar por las sutiles tentaciones que acechan al hombre científico.

No debo escuchar la voz de los perezosos, que desea­rían que frenase mi creatividad en nombre de un dios falso, a quien podría hacerle la competencia, porque comprendo que has sido tú mismo quien le has dado al hombre la misión de dominar y de escrutar todas las maravillas de la creación.

Pero tampoco debo escuchar la voz del poder que desea­ría poder instrumentalizar mi ciencia para su propia ventaja.

Una ciencia al serviio de los patronos y de los explota­dores es vergüenza e idolatría;

es traición al hombre; es la negación de la conciencia; es el verdadero ateísmo.

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Muchos científicos como yo, Señor, mientras entramos en contacto más profundo con los misterios de la ma­teria, no conseguimos, sin embargo, descubrirte y creer en ti; más aún, hacemos con frecuencia profe­sión de ateísmo.

¿Pero nuestro ateísmo no dependerá quizás de que apenas hemos puesto nuestros ojos en el hombre?

En realidad tú nunca nos pones como meta la materia, como en las religiones paganas, sino que nos has se­ñalado siempre el camino del hombre:

«Lo que habéis hecho a los demás, me lo habéis hecho a mí».

Al olvidarnos del hombre, que es el nuevo templo de Dios, nos imposibilitamos para encontrarte en el co­razón de la materia.

Ayúdanos, Señor, a los científicos a descubrir abierta­mente cuál debe ser nuestra misión en medio de la comunidad de los hombres, nuestros hermanos.

Que descubramos que nosotros somos los mensajeros ante el mundo de que el hombre puede y debe, en tu nombre, superar todos los límites; que el dinamismo y la creatividad es natural al hombre y que sólo la estaticidad es pecado.

Nosotros tenemos que estar al lado de todos los hombres que llevan a cabo una verdadera revolución humana, para ofrecerles nuevos medios;

hemos de ser los enemigos más acérrimos y peligrosos del poder y de los explotadores;

hemos de ser los defensores más formidables del pueblo, de los excluidos, de los débiles, de todos los esclavos del mundo.

¿Por qué entonces, Señor, el pueblo, los pobres, nos ven tan alejados de ellos y, con frecuencia, como aliados del poder?

¿Por qué no salimos a las plazas a gritar con los demás hombres que nadie tiene poder para imponerse a los

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demás y que existe una verdadera posibilidad de vida humana feliz para todos, y no sólo para algunos pri­vilegiados ?

Nos excusamos a veces con el hecho de que, sin la alianza con los poderosos, no podríamos llevar adelante nuestra investigación científica;

pero si estuviésemos de verdad al lado del pueblo, ¿no crees que sería el pueblo mismo el primero en defender nuestro derecho de científicos y en obligar al poder a darnos los medios necesarios?

Señor, que nosotros no traicionemos nunca al pueblo, porque estoy convencido de que tú entonces nos aborrecerías.

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E l s u i c i d a

Cristo, yo he intentado varias veces quitarme la vida: el don más grande que tú me has dado. La razón profunda por la cual lo he hecho, ni yo mismo

la sé. Sé solamente que no encuentro ningún sentido a mi exis­

tencia. La verdad es que esta vida, que todos dicen que es la

cosa más hermosa que existe, a mí me sigue ahogando sin presentarme ninguna ocasión de verdadera ale­gría ni ofrecerme ningún interés.

Cristo, tú, que no amaste la muerte, sino que fuiste asesinado

por los hombres y que volviste a la vida como a tu dimensión natural, revélame qué es esta vida, para que valga la pena aceptarla, a pesar de las condicio­nes en que nos vemos obligados a vivir de injusticia, de carácter absurdo, de opresión, de soledad, de men­tira, de dominio, de esclavitud, de explotación, de pasividad, de miseria, de contradicciones, de dolores de todo tipo.

La vida de que tú hablas, ¿será quizás la posibilidad de poder programarla junto con todos los hombres que desean vivirla seriamente?

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¿Será la fe de que es posible superar todos los obstáculos que encontramos, para crearla nosotros tal como la sentimos en lo más profundo de nuestro ser?

¿Será encontrar algunos hombres dispuestos a luchar contra todo sistema que quita la libertad al hombre y que no le permite expresarse según su originalidad ni usar los medios esenciales para la vida que tú has regalado a todos?

¿Será quizás poder mirar directamente a los ojos de otro hombre y sentir que me reconoce como persona?

¿Será quizás el poder ser amado por mí mismo y no por lo que tengo o por lo que represento?

¿Será esa vida de que tú hablas la posibilidad de sentirme en comunión con todos los hombres, y con todo lo que existe y sentirme de verdad señor de todas las cosas que tú has creado y creador de cuanto amo y aún no he sido capaz de realizar?

¿Será quizás experimentar que no soy un inútil y que to­dos esperan algo de mí?

¿Será encontrar por lo menos una sola persona que me haya hecho comprender que mi vida es importante para ella?

Pero, si es ésta la vida de que tú hablas, yo no la he co­nocido nunca ni he hecho nada por conocerla.

Yo me he encontrado siempre en una condición de inu­tilidad para mí y para los demás.

Nadie ha tenido nunca fe en mí ni yo la he tenido en ninguno.

No he encontrado a nadie dispuesto a luchar conmigo, ni me he puesto a disposición de los demás para luchar con ellos en ampliar los espacios de libertad del hombre.

Nadie me ha amado nunca. Todos me han usado. Y yo he hecho con los demás otro tanto. Nadie me ha mirado nunca directamente a los ojos para

revelarse y para descubrirme

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y yo he hecho todo lo posible para esconder mis exigen­cias más profundas a mí y a los demás.

No he dado nada a nadie porque tenía miedo de perderme y poco a poco me he ido vaciando de tal modo que entre mí y la nada no existían fronteras.

Nunca me he sentido unido a los hombres. Nunca he reconocido que cuanto existe en torno a mi

había sido creado para mí. No sólo no he sabido recoger tu don de vida, sino que me

he divertido destruyéndolo. He justificado toda la fealdad que he encontrado dentro

de mí con la excusa de que no me sentía amado. En realidad, Señor, hoy comprendo que era yo quien

no amaba, porque si he sentido la falta de amor, es evidente que se trataba de una exigencia mía y de una posibilidad mía.

¿Por qué no he tenido esperanza, Señor? ¿Por qué he preferido la autodestrucción como elección

de mi vida? ¿Cuál ha sido el miedo que me ha llevado a escoger la

cosa menos natural para el hombre: la muerte? Aún no veo clara la respuesta, pero desde lo más pro­

fundo de mi ser siento hoy, Señor, como si naciera algo nuevo que lleva un nombre distinto de la deses­peración.

Algo que me empuja al riesgo de aceptar la vida como la aceptaste tú.

No sé aún cómo lo haré, pero sé que tú lo hiciste: tú supiste encontrarle un sentido a la vida.

Y sin embargo nadie como tú conoció la fealdad y la injusticia de los hombres.

Pero no sólo no te desesperaste de la vida suicidándote, sino que creíste tan profundamente en ella que, para que nosotros pudiésemos encontrarle un sentido, tú sacrificaste generosamente la tuya.

No puedo olvidar, Señor, que he intentado quitarme la vida, que en el mismo momento en que tú eras vil-

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mente ajusticiado por defender la vida, un amigo y apóstol tuyo se suicidaba bajo la amargura de haber traicionado a la vida.

Y sin embargo eres tú y no Judas el símbolo universal de toda esperanza y de todo amor a esa vida con que sueña todo ser humano.

Hazme comprender, Señor, que no es renunciando co­bardemente a la lucha por la vida como los demás hombres descubrirán lo que en ella existe de bondad y de infinito, sino más bien creyendo tan profunda­mente en ella, aun sin comprenderla completamente, que estemos dispuestos a perderla por defenderla.

Sólo así, después de haber perdido por los demás la pro­pia vida, existe la esperanza de una vida más viva que ya ninguno querrá ni podrá perder nunca, porque será la revelación total de nuestra razón de ser.

Yo, suicida, desearía, Señor, poder gritar a todos los suicidas del mundo que ningún motivo exterior puede justificar la supresión de nuestra vida.

Ahora comprendo que era sólo el miedo a la vida lo que me empujaba a procurarme la muerte.

Es necesario que comprendamos, Señor, que no podemos esperar ni pretender que sean los demás quienes me den la razón por la cual vale la pena vivir.

No son los otros quienes deben construir mi vida. Soy yo quien debo construirme una vida que valga la

pena de ser vivida. La construiré con cuantos han descubierto que la vida,

y no la muerte, es la dimensión natural del hombre. Que yo no confunda, Señor, en adelante, mi incapacidad

de lucha con un gesto loco de autodestrucción. Que me sienta responsable de la vida de los demás, para

que me quede menos tiempo de pensar en mí mismo.

/ / /

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E l m é d i c o

Cristo, yo soy médico. Tengo cada día entre mis manos la obra maestra de tu

creación: el cuerpo del hombre. Antes de revelarte mis angustias y las contradicciones que

anidan en el ejercicio de mi profesión, quiero pedirte que sepa contemplar siempre el cuerpo del hombre co­mo el espectáculo más fantástico de la creación.

Que me acuerde siempre, Señor, de que tú mismo lo contemplaste con admiración y con gozo, apenas creado.

Y que no me olvide de que, no sólo el espíritu del hom­bre, sino también su mismo cuerpo ha sido creado «a tu imagen y semejanza».

Tú, Cristo, fuiste el primer médico verdadero de la his­toria.

Porque nadie como tú sintió la indignación y la desazón ante cualquier género de mal que dañaba al cuerpo humano.

Era tu gran carga de vida lo que te empujaba a curar a cualquier hombre enfermo que encontrabas.

Sólo tú has sido el médico que «curaste a todos». Que comprenda, Señor, el secreto que te llevaba a no

soportar ningún género de enfermedad. ¿Qué existe de grande y de misterioso en el cuerpo hu­

mano para que tú mismo, cuando decidiste quedarte

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Page 110: Arias, Juan - Oracion Desnuda

eucarísticamente entre los hombres, quisieras ha­cerlo, no sólo espiritualmente, sino también corpo-ralmente?

Para ti, curar a un hombre de una enfermedad era más importante que el cumplimiento de la ley.

¿Y para mí? Tengo que confesarte, Señor, que muchas veces no me

conformo con vivir del ejercicio de la medicina, sino que lo exploto para enriquecerme.

Exploto el hecho de que mi ejercicio no teme a la com­petencia, porque juego con la vida misma de los hombres.

¿Cuántos, Señor, han caído en la pobreza para poder curarse?

Me avergüenzo al pensar que muchas veces damos a entender, nosotros los médicos, que es más impor­tante el cuerpo de un rico que el cuerpo de un pobre.

¿Por qué corremos con más facilidad junto al lecho de un rico o de un poderoso que al de un miserable?

El cuerpo de un rico siempre lo examinamos con atención y esmero. Para el cuerpo de un pobre basta general­mente con llenar una ficha y enviarlo a un hospital.

Y lo que es aún más grave e indigno es que a veces lle­gamos a instrumentalizar de tal forma el amor a la vida de los demás, que nos aprovechamos inven­tando enfermedades que no tienen, para enriquecernos con operaciones fantasmas.

Jugamos con lo más sagrado que existe sobre la tierra. ¿Y las medicinas, Señor? Cada vez que prescribo una medicina, ¿estoy convencido

de su eficacia o contribuyo también yo con mi inmo­ralidad al horrible tráfico capitalista dirigido por la publicidad?

Es verdad, Señor, que también nosotros, los médicos, pagamos tributo a una sociedad que instrumenta-liza al hombre en todas sus dimensiones, en vez de ponerse a su servicio incondicionado.

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A veces nos sentimos impotentes para salvar muchas vidas o para aliviar muchos dolores, porque la so­ciedad, en vez de dedicar sus medios económicos al servicio de la ciencia en favor del hombre, los emplea para preparar la muerte de los hombres.

Pero comprendo, Señor, que esto no justifica mi pasi­vidad.

¿Quién, como un médico, debería gritar continuamente a la sociedad su injusticia y su derroche?

Nosotros somos más responsables que nadie de la falta de rebeldía ante el derroche en lujos y en armas y en triunfalismos, porque estamos más cerca que ninguno del dolor y de la muerte del hombre, ante los cua­les nos sentimos impotentes.

Debería ser misión específica nuestra la defensa de la vida física del hombre contra la sofisticación y adul­teración de los alimentos, contra la contaminación de la tierra, contra los productos químicos que, con el pretexto de curar, contribuyen a menudo a degenerar la salud del hombre.

Nosotros deberíamos reivindicar para el hombre, de una forma colectiva y enérgica, todo lo que hoy gasta la sociedad para la destrucción del hombre.

Todo lo que el hombre emplea hoy para autodestruirse debería ser puesto en nuestras manos, no sólo para curar los males que afligen hoy al hombre y de los que todavía muere, sino también para buscar nuevas posibilidades de vida cada vez más adecuadas al hombre y a su liberación completa.

Si no somos capaces, Señor, de dar esta batalla y segui­mos viendo la medicina como una profesión más para enriquecernos, deberíamos por lo menos tener el coraje de apellidarnos «asesinos», porque nuestra responsabilidad está íntimamente ligada a la vida física del hombre, que es la primera condición para que el hombre exista y pueda ser persona.

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Y si es verdad que todavía no tengo a mi disposición todos los medios necesarios para buscar el origen del mal que aflige al hombre,

también es cierto que, si me acercase a cada hombre enfermo con más amor y atención, conseguiría des­cubrir que la mayor parte de los males que le afligen dependen de las condiciones de injusticia social, de las condiciones inhumanas de trabajo, de la miseria, de la ignorancia y del ambiente en el que está obli­gado a vivir, que cada vez es menos apropiado a la medida natu­ral del hombre.

Que no me olvide, Señor, de que el cuerpo del hombre no es sólo una máquina y que por tanto no puedo curarlo examinándolo sólo físicamente o tratándolo solo químicamente.

Porque en realidad, Señor, nadie mejor que un médico, si es fiel a su misión, comprende que toda enfermedad es­tá ligada estrechamente a todo el misterio del hombre.

No es posible curar a un cuerpo olvidándose de que ese cuerpo pertenece a una maravillosa y compleja rea­lidad de persona que piensa y ama.

La medicina que no tiene en cuenta toda la realidad del hombre es instrumentalización.

Por eso, Señor, yo no estoy en contra de la especializa-ción.

Es posible y puede ser ventajoso para la medicina que cada médico profundice en el misterio de una parte del cuerpo humano.

Pero en este caso es imprescindible que se trabaje en equipo.

De lo contrario, reducimos el hombre al engranaje de una máquina donde nadie carga con la responsabi­lidad total de la persona humana, preocupándose exclusivamente del trozo de su especialidad.

Y el hombre seguirá siempre pagando tributo a nuestra ciencia, creada sin tener en cuenta que todo lo que no

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sirva el bien concreto y total del hombre es inmora­lidad y pecado.

Como seguirá siendo cierto que Pilato, lavándose las manos, no se justificó de su deicidio ante la historia.

Cristo, que nosotros, los médicos, tengamos el coraje y la ale­

gría de reconocer que somos los nuevos taumaturgos de la historia, porque tú nos has confiado la tarea de seguir haciendo el milagro permanente de man­tener en vida a la vida.

Que sintamos como un gozo y no como un peso toda nuestra responsabilidad ante la humanidad.

Y que no nos olvidemos de que ninguna puerta queda cerrada a nuestras posibilidades, porque desde que tú venciste a la muerte, el hombre tiene derecho a luchar contra todas sus limitaciones físicas.

Si así no fuera, cualquier gesto de la medicina que con­tribuye a devolver o a mantener la vida de un hombre sobre la tierra sería inmoral.

Como habrían sido inmorales tus milagros que alargaban la vida y abolían el dolor.

El hecho de que tú no hayas soportado nunca la enfer­medad ni la muerte de los demás nos indica clara­mente que son límites que no pertenecen al hombre.

Son sólo fruto de un pecado colectivo que tú viniste a reparar definitivamente.

Tú mismo nos dijiste que «podríamos realizar cosas ma­yores que las que tú realizaste».

Y tú resucitaste a los muertos. Señor, que ante cualquier enfermo que encuentre derroche todo

el empeño, la delicadeza y la generosidad en curarle que yo desearía derrochasen conmigo el día que me encuentre en el lecho del dolor.

Quizás yo, como médico, pueda comprender mejor que otros lo que significan aquellas palabras tuyas: «Ama a tu prójimo como a ti mismo».

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E l c u r a

¿Qué es un cura, Señor? Para muchos un solitario egoísta. Para otros un solterón sin esperanzas, un burócrata de la religión. Algunos dicen que es un regalo de Dios: el que más ama. Unos le bendicen. Otros en cambio le compadecen. Todos, los más, lo ignoran. Casi nadie sabe lo que es un cura. ¿Lo sabré yo, Señor? Algunos no saben todavía que también un cura puede

traicionarlos; que no deberían fiarse de él por el mero hecho de ser

cura. Muchos piensan que no puede existir un cura limpio. ¿Lo creo yo, por lo menos, Señor? Ayer, ser cura, podía ser un privilegio o una colocación. I loy es sólo una entrega y una aventura. I loy no se comprende a un cura sin su pueblo, sin su

comunidad, sin su trabajo. No se comprende a un cura sin amor a la tierra, sin ami­

gos, sin ser un hombre más entre los hombres.

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El cura existe para la comunidad; sólo para la comunidad. Pero en una comunidad no todos piensan lo mismo,

Señor. Por eso sigue siendo difícil ser cura. Los pobres se irritan si trata con los ricos; y le llaman

capitalista. Los ricos se irritan si se entrega a los pobres con pre­

ferencia evangélica: y le llaman comunista. Los piadosos temen por su vida interior, si el prójimo le

exige a veces entregarles hasta su hora de oración. Los secularizados lo miran con compasión, si lo ven arro­

dillado ante el sagrario. Si su celibato florece en alegría y libertad y jura que no

se siente más solo que sus amigos casados, dudan de su fidelidad.

Si se encierra en su soledad y protege con empalizadas de prudencia su virtud, le acusarán de angelismo y de evasión.

¿Qué es un cura, Señor? Si viste pobre, es un demagogo. Si viste bien, es un burgués. Si es un pastor, le acusarán de imprecisión teológica. Si es un intelectual, le dirán que carece de dimensión

profética. Si es feliz, si ama la vida, si cree en el amor, es un «se­

glar» y no un «eclesiástico». Si vive en la dimensión austera del viejo ascetismo, dirán

que es un «monje» y no un cura «comprometido» del siglo xx.

Si no condena la revolución, si sale a la calle a gritar jus­ticia con los demás hombres, compromete la bien­aventuranza de los pacíficos.

Si predica la paz, la no-violencia, traiciona al Cristo de los oprimidos que «vino a traer la guerra y no la paz», y exaspera la cólera de los pobres y de los excluidos que han perdido la esperanza en la paciencia.

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Si obedece a su iglesia, es del sistema. Si abre caminos nuevos con el dolor de la rebeldía a

muchas cosas en las que ya no cree, es un progre­sista.

¿A quién escuchará, Señor? ¿A los unos o a los otros? ¿A todos? ¿A ninguno? ¿Escuchará a quienes siguen escandalizándose de Juan

Bautista, porque vivía en el desierto, medio desnu­do y sin comer, o a quienes siguen escandalizán­dose del hijo del hombre que asistía a los banquetes y dialogaba con los pecadores y las prostitutas?

¿No será verdad que el lugar único y verdadero del cura es ser un signo de contradicción?

Pero en este caso, Señor, los compromisos, las diploma­cias, las prudencias de cualquier signo, no conduci­rán nunca al escándalo de la cruz.

Y mucho menos a la nostalgia de la resurrección.

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Page 117: Arias, Juan - Oracion Desnuda

E l e m p l e a d o

Cristo, yo soy un simple empleado. Somos millones en el mundo. Y somos conscientes de que es difícil que exista un tra­

bajo más aburrido, más anticreativo y menos apre­ciado.

¿Por qué lo hacemos? Sencillamente, para ganarnos el pan para nosotros y para

nuestros hijos. No creo, Señor, que nadie tenga vocación de «empleado». Es una de tantas esclavitudes creadas por una sociedad

que necesita defender sus estructuras a toda costa. Existe el empleado porque existe la burocracia, que se

ha convertido de hecho en una oculta tiranía. Un poder que se ha aprovechado de la falta de responsabi­

lidad de los hombres, para justificar toda la máquina de la burocracia sin la cual estallaría el caos.

Pero nuestro trabajo no sólo es aburrido y anticreativo: es también el menos retribuido.

Ganamos menos que cualquier obrero, que una simple muchacha de servicio.

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Suponiendo que sea necesaria cierta burocracia en el mundo inmaduro de hoy, suponiendo que alguien tenga que hacer este servicio que te esteriliza en vez de madurarte y de excitar tu creatividad, ¿por qué, al menos, no es compensado económicamente, de forma que el empleado tenga un margen de posibi­lidad de desarrollo en otros campos de trabajo crea­tivo?

Más aún; nuestra humillación es todavía mayor porque nos sentimos como pequeños esclavos de unos jefes, que no son siempre los más inteligentes, ya que lle­gan a esos puestos por presiones del poder político o económico.

Tenemos que realizar para ellos cosas que advertimos claramente que podrían hacerse mucho mejor de otra forma.

Pero a un empleado no se le permite, en relación con su jefe, emprender la menor iniciativa.

Más aún, son ellos mismos quienes tienen interés en que no seamos creativos, para que no se ponga de mani­fiesto la posible superioridad de un empleado.

Y si alguna vez explota nuestra creatividad y se acepta porque es demasiado evidente y preciosa, nunca apa­recerá como nuestra y servirá sólo para que se ufa­nen ellos con nuestras plumas.

Difícilmente aceptarán un trabajo en equipo, porque de esta forma se debilitarían las estructuras de poder, para dar paso sólo a la autoridad que nace de la com­petencia y de la fuerza de la verdad.

Nuestro trabajo, Señor, soporta además la humillación de no ser reconocido ni apreciado, ni por los de arri­ba ni por los de abajo.

Hoy un obrero posee su dignidad como trabajador. El obrero por lo menos fabrica automóviles o cocinas. Pero nosotros ¿qué construimos? Todo lo más, somos vistos como personas que hacen

perder un montón de tiempo a los demás.

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El obrero tiene al menos la satisfacción de poder con­templar el fruto de su trabajo, aunque este fruto sea para los demás.

Nosotros, lo único que hacemos es proteger el poder de los demás.

Intentan consolarnos diciéndonos que se trata de un servicio precioso que hacemos a la comunidad.

¿Será verdad.? Yo aceptaría con gusto ese servicio para ayudar a otro

hombre, que a su vez está en actitud de servicio hacia los demás; aliviarle su trabajo podría significar co­laborar con él en la liberación de todos los hombres.

Pero en realidad la mayor parte de los empleados ser­vimos a un poder y a una máquina que margina a los hombres;

o servimos a ciertos hombres que no están al servicio de los demás, sino más bien al servicio del dinero, de las ideologías o del propio prestigio.

Estar al servicio de quien no tiene tiempo para servir con mayor empeño a los demás puede ser justo y digno de un hombre.

Estar al servicio de quien no tiene tiempo para servir a nadie, sino sólo a sí mismo y a sus intereses, es es­clavitud y vergüenza.

¿Existe, Señor, para nosotros, los pobres empleados, una posibilidad de revolución, de despertar a nuestra dignidad de hombres, de creatividad dentro de nues­tro sistema alienante?

Esta quiere ser hoy, Señor, mi oración sencilla, pero urgente:

que no perdamos la esperanza de poder dar también nos­otros un empujón a la rueda de la liberación que hoy gira en todos los sectores del trabajo.

Reconozco que no es fácil, pero no quisiera desesperar. No es fácil, porque es dura y potente la máquina en la

que estamos metidos. El empleado, detrás de la ventanilla, se da cuenta de

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que los hombres vienen a pedirle un trozo de papel para que les autoricen algo que constituye un dere< ho fundamental de la vida.

Y se pregunta, a veces hasta con rabia, si es necesario dar este pedazo de papel. Pero advierte

también la angustia de saber que sin ese pedazo de papel no puede seguir viviendo.

Pero lo más grave, Señor, es que el empleado puede caer en una grave tentación:

traspasar a los demás su propio drama. Sintiéndose irremediablemente una máquina que dis­

tribuye pedazos de papel en nombre del poder, puede endurecerse hasta el punto de no ver en los que se acercan a él personas humanas sino también máqui­nas como él.

Su imposibilidad de ser creativo le puede llevar a no admitir en los demás esta posibilidad y, en vez de aliarse con cuantos se acercan a él para aliviar y si fuera posible eliminar la burocracia, a veces él mismo la agranda y la exaspera más de la cuenta,

como una oculta e inconsciente venganza de su propia esclavitud.

Sí, Señor, deberíamos ser nosotros, los empleados que sufrimos como nadie las consecuencias trágicas de la alienación de la burocracia, los mayores enemigos de ella.

Deberíamos desarrollar nuestra creatividad precisamen­te para estudiar la forma de simplificar al máximo esta común esclavitud.

Si es posible una revolución contra la burocracia, somos nosotros los mayores responsables y los más prepa­rados para que se realice cuanto antes.

Somos nosotros quienes debemos dar la batalla abierta o pasiva en favor de la sencillez de las relaciones con las estructuras del poder y de la gestión directa de los derechos fundamentales del hombre.

Si somos capaces de emprender esta revolución, demos-

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traremos que nuestra capacidad creativa no ha sido definitivamente castrada.

Y quizás en este momento de la historia ninguna crea­tividad sea más útil a la humanidad y más liberaliza-dora, ya que la burocracia es una de las esclavitudes más sutiles y más esterilizantes que existen hoy, con repercusiones evidentes en la creatividad de todos los hombres.

Resignarse a nuestra función de empleados y a la pér­dida de nuestra creatividad,

creo que sería uno de los pecados más graves en este momento.

Y nuestro primer grito de protesta, puesto que este tra­bajo lo sentimos como esclavitud y no como voca­ción, debería ser, Señor, preguntarnos abiertamente si es justo que algunos hombres nazcan para ser «em­pleados», por el sencillo motivo de que no encuentran otra posibilidad de subsistencia.

¿Es justo, Señor, que existan hombres que sólo tengan el oficio de empleados? Si el poder fuera llevado por todos no existiría esta categoría que hace de coji­nete entre el poder y el ciudadano.

Y ese mínimo de burocracia, que quizás fuera siempre ne­cesario, podría muy bien ser un servicio realizado en turno por todos.

Señor, ya que el mismo mundo que nos explota nos mira con compasión y con indiferencia y no cree en nues­tra fuerza revolucionaria, míranos al menos tú con dignidad

y no pierdas la esperanza en nuestra capacidad de li­beración.

Tú, Cristo, que fuiste el enemigo más acérrimo de las leyes inútiles que esclavizaban a los hombres de tu tiempo y que, por no observarlas, fuiste castigado duramente.

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Page 122: Arias, Juan - Oracion Desnuda

E l j e f e d e p e r s o n a l

Cristo, el que hoy se te acerca para rezarte es un personaje extraño. Soy la oveja negra del mundo del trabajo: el jefe de personal. Una especie de guardián de cuello blanco. Y tienen razón. Los dueños de las empresas inventaron un día nuestro oficio para aprovechar todo lo posible una materia prima que resultaba barata, pero difícil de «tratar»: el trabajo humano.

De este mundo tan tuyo, pues el trabajo te pertenece como creación y lo humano como encarnación, no está lejos Satanás. Y el hombre se ha convertido en presa disputada por los

poderosos. Los métodos se han ido retinando con el tiempo. Pero el hombre sigue estando aplastado. De la organización científica del trabajo se ha pasado a

las llamadas «relaciones humanas». Pero el papel del jefe de personal, aun cuando en las empresas más importantes ha pasado

al rango de director, ha seguido siendo el mismo.

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Page 123: Arias, Juan - Oracion Desnuda

Pero tú sabes, Señor, que el amor y el respeto al prójimo pueden florecer hasta en el corazón de un

bandido. Por eso estoy seguro de que serás capaz de escuchar mis

súplicas. Sabes que son sinceras. Sabes que necesito gritarte, también yo, mi angustia y

el dolor de mi conciencia. Muchos no lo entenderán. Se reirán de mí porque nadie cree que un jefe de per­

sonal pueda ponerse de rodillas para decirte a ti, libertador de los valores humanos, su palabra de verdad.

Para muchos ni siquiera tenemos alma.

Mi conciencia, Señor, se siente agitada por el conflicto entre el papel de servidor de los amos y el de verda­dero amigo de los débiles y de los oprimidos.

Sé que el obrero es un hermano a quien he de ayudar a realizarse,

y no. un tornillo de la máquina de producción, al que hay que engrasar o sustituir.

Mi padre fue uno de esos tornillos y yo sufro todavía su peso y pago su tributo.

Por eso, Señor, haz que conserve y aumente mi sensibili­dad ante los valores humanos.

Haz que sepa reconocerte siempre en todo trabajador, sobre todo en los que son tenidos por «ovejas negras» por haber sido impulsados por la alienación a los márgenes del sistema o fuera del mismo, o por ha­berse comprometido con gallardía a defender los de­rechos de sus compañeros.

Que no renuncie a ayudar al que busca un trabajo, refugiándome en la lógica fría e inexorable de las técnicas de selección.

Que me acuerde siempre de que la producción tiene que

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estar hecha para el hombre y no el hombre para la producción.

Dame, Cristo, la fuerza de resistir a la violencia de los hombres poderosos que, en su continuo comerciar, pretenden muchas veces imponer a sus «recomen­dados»,

sin atender a las exigencias más elementales de la justicia. Ayúdame a ayudar a los que «no tienen santos en el cielo»:

ellos sólo me lo podrán pagar con un «gracias» lleno de sorpresa.

Pero ¿no aprenderé precisamente entonces que también mi trabajo puede reconciliarme contigo?

Sálvame, Señor, de la gratitud de los poderosos que va ahogando con un lazo de favores y de apoyos, del que resulta difícil liberarse.

Ellos usan también con nosotros la política del «bastón y la zanahoria».

Es difícil, tú lo sabes, cuando todos buscan el éxito, el dinero y la seguridad, resistir a la tentación de vender los valores de la conciencia ante las monedas relu­cientes con que la sociedad industrial paga la cobardía y el conformismo.

Ayúdame, sin embargo, a reconocer a mi prójimo, in­cluso en los «recomendados» que suscitan en mí una repulsa instintiva.

Haz que logre respetar sus auténticos derechos y su dig­nidad humana, a pesar de la recomendación de que gozan.

Dame palabras para convencerles de que, sin la justicia, no habrá alegría ni desarrollo para nadie.

Por lo demás, Señor, muchos de ellos no tienen culpa alguna, más que la de tener necesidad de trabajar y de vivir:

educados en la lógica del beneficio, de la ley del más fuerte,

recurren a los poderosos, no para prevaricar, sino para obtener en cierto modo justicia.

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Te pido también, Señor, que me ayudes a tener la fuerza de oponerme con todo mi ser, hasta el riesgo, a la explotación del hombre en el trabajo.

Sobre todo, cuando ese abuso se comete con el «consen­timiento» de los trabajadores.

Tú sabes cuan difícil resulta proteger la integridad fí­sica, psíquica y moral del que trabaja en una empresa,

cuando la jerarquía ofrece dinero para indemnizar los daños «inevitables» que el sistema productivo pro­voca a los trabajadores.

Afortunadamente, ellos mismos han empezado a des­pertarse.

Que yo no tolere que un hombre pueda ser juzgado por su propio acusador,

ni que le impidan defenderse o apelar eficaz y oportuna­mente contra los jueces que él considera injustos.

Ayúdame, Cristo, a ser fuerte, tú que has sido como nadie testigo y defensor de todo

valor humano. Líbrame también del peligro más sutil y más diabólico

con el que he de enfrentarme: el paternalismo neo-capitalista, del que puedo llegar a ser

en cualquier momento un instrumento involuntario. En una sociedad en la que todavía le faltan al ciudadano

no pocas cosas para lograr los derechos que le reco­noce la ley, las industrias sienten la inclinación de sustituir al estado para atar cada vez más a los traba­jadores a la lógica del beneficio.

Ayúdame a vigilar con constancia para que todo lo que el trabajador reciba del poder empresarial no co­rrompa su ánimo.

Ayúdame a conseguir que el terreno del favor, de la asis­tencia, de la generosidad de la empresa se reduzca cada vez más en favor del terreno del derecho, de la justicia.

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Page 126: Arias, Juan - Oracion Desnuda

Ayúdame a creer y a esperar que no está lejos el día en que la comunidad civil, y no la empresa, dirija todos los servicios que todos necesitan, el sanitario y el psicológico, el servicio social y el escolar, el de créditos, etcétera.

Ayúdame además, Señor, a testimoniar el compromiso de amor al prójimo en las relaciones laborales con mis colaboradores.

Que no sufra nunca el espectáculo del que predica bien y obra mal;

del que dice que desea proteger la dignidad del hombre en el trabajo y practica luego en su oficio el autorita­rismo o el paternalismo.

Ayúdame a comprobar la coherencia de mi acción, pre­guntando a mi conciencia y escuchando honradamente a los que tienen el derecho y el deber de juzgar la validez de mi comportamiento:

los trabajadores, el sindicato, los miembros de la comu­nidad cristiana de la que formo parte.

Comprendo, Señor, que aunque realizase todo lo que te he dicho, sólo conseguiría hacer menos penosas las condiciones del hombre en la empresa.

Tú, maestro de libertad y verdadero revolucionario de la historia, sabes que para que los hombres puedan encontrar en el trabajo la principal ocasión de autén­tico desarrollo y de creatividad, es necesario revolu­cionar las estructuras y los objetivos, no sólo de esta empresa, sino de todo el sistema social.

No sé, Señor, hasta qué punto podré proporcionar desde dentro del sistema mi contribución de esfuerzo y de creatividad para lograr el gran cambio, la humaniza­ción del trabajo y de la sociedad.

Pero siento la responsabilidad que tú le has confiado a cada uno de los hombres para que haga fructificar los talentos que le has confiado sin tener miedo del riesgo.

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No quisiera, sin embargo, poner en peligro la piel de los demás, sino la mía.

Al menos, Señor, ayúdame a impedir que por miedo, por confusión de ideas,

acabe llevando el agua al molino de la opresión de mis hermanos.

Te pido como los ciegos con quienes te encontraste en tu tierra:

¡Señor, que vea!

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Page 128: Arias, Juan - Oracion Desnuda

L o s q u e n o q u i e r e n l a o t r a

p r o s t i t u c i ó n

Tú has dicho, Señor, que no hemos de temer a quienes pueden matar nuestro cuerpo,

sino más bien a quien puede matarnos el alma. ¿Verdad que es peor vender el alma que el cuerpo? Y entonces, ¿por qué despreciamos a quienes venden su

cuerpo por mil pesetas y reverenciamos a tantos que venden cada día su alma y la de muchos inocentes?

Nadie se atrevería a presentar en sociedad a una prosti­tuta de profesión,

y sin embargo nadie se avergüenza de presentar a quienes sabemos que están vendiendo la verdad.

No está bien vender el cuerpo, porque el cuerpo es re­galo de la creación y lugar terreno del amor.

Pero vender el alma es peor. Y ¿quién se avergüenza o se preocupa de quienes venden

públicamente su alma? La prensa católica se escandaliza y grita contra la inunda­

ción de la pornografía, mercado negro del cuerpo humano.

Pero ¿cuándo gritarán estos mismos periódicos, Señor, contra quienes venden millones de niños al trabajo, sacrificando su vida que crece en aras del consumo?

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Page 129: Arias, Juan - Oracion Desnuda

¿O contra quienes pretenden sustituir al creador, cam­biando el destino de la creación, que es poner las cosas al servicio del hombre, y no al revés?

¿A quienes maltratan la verdad, negándola, ocultándola, falseándola, vendiéndola, prostituyéndola?

¿No es más diabólico vender la verdad que vender el propio cuerpo?

¿Quién gritará, Señor, contra la prostitución y la porno­grafía de la verdad?

¿Quién gritará contra quienes venden cada día los últi­mos retales de paz y de esperanza de los oprimidos, de los que no pueden gritar su injusticia en los pe­riódicos o en la televisión?

¿Quién gritará contra quienes llaman paz a la guerra y guerra a la paz?

¿Contra quienes llaman libertad a las cadenas y esclavitud a la libertad?

¿Contra quienes llaman justicia a la opresión y revolu­ción a la justicia?

¿Contra quienes llaman amor a la instrumentalización del hombre y odio al amor por la justicia?

¿Quién gritará, Señor, contra quienes venden la verdad de tu evangelio, oscureciéndola y negándola a la mesa del pueblo de Dios, que está esperando su li­bertad?

Nadie tiene miedo de quien vende la verdad. Nadie se avergüenza de estrechar su mano,

de contagiarse de su lepra. Nos creemos limpios cuando nuestro cuerpo, nuestra

reputación, nuestra moralidad no sale al mercado, ¿pero pensamos seriamente en el mercado negro que

organizamos continuamente con la verdad? No todos podemos avergonzarnos, ni quizás arrepen­

timos, de haber prostituido nuestro cuerpo, pero ¿cuántos podrían levantar la voz para jurar que no

han prostituido la verdad?

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Page 130: Arias, Juan - Oracion Desnuda

Por eso, Señor, no nos avergonzamos ni tenemos miedo tan fácilmente de los mercaderes de la verdad, porque somos todos cómplices, en alguna medida, de ese horrible tráfico de divisas, que intenta barrerte de la historia, para cambiar tu verdad por la suya.

Que por lo menos, Señor, mientras vamos descubriendo el pecado de nuestra prostitución espiritual,

seamos menos severos en arrojar la primera piedra con­tra los demás.

Que no les usemos, Señor, como pantalla innoble para ocultar nuestro pecado que es más vergonzoso y más peligroso.

Tus palabras: «Las meretrices os precederán en el reino de los cielos» significan mucho más que tu compren­sión o tu gran misericordia para con las debilidades de la carne.

Son más bien un grito de alarma contra esa otra prosti­tución más sutil y más diabólica, que es capaz de poner en venta la verdad misma que eres tú

y venderla también por dinero o por un trozo de poder. Fue ese el pecado de quienes te llevaron a la muerte,

sofocando la verdad, para asegurarse el trono.

Del miedo de estos mercaderes no nos libres, Señor.

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Page 131: Arias, Juan - Oracion Desnuda

E l p e r i o d i s t a

Cristo, somos los periodistas. Venimos juntos a rezarte porque sabemos que a todos,

sin excepción, nos apedrean. Todos nos necesitan, pero todos nos condenan. Todos nos buscan, y todos nos critican después. Hoy el mundo se paralizaría sin nosotros, y sin embargo

todos nos echarían de buena gana a la noguera. No venimos a ti para excusarnos de nuestras limitacio­

nes, ni para disimular nuestros pecados. Los tenemos, sí. Y nos pesa la responsabilidad de saber que entramos

cada día en todas las intimidades, que nos sentamos en todas las mesas del mundo y que una inmensa mayoría de los hombres piensa a través de nosotros.

Pero también necesitamos gritar nuestra exigencia de justicia.

¿Somos peores, Señor, que quienes nos condenan? ¿que quienes nos instrumentalizan? ¿que quienes se quejan, no tanto de que nos prostitu­

yamos, sino más bien de que no nos prostituyamos en la dirección que ellos desearían?

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Page 132: Arias, Juan - Oracion Desnuda

Muchos de los poderosos preferirían muchas veces nuestro silencio;

pero nuestro deber es descubrir la noticia. Otros preferirían sólo la noticia que no quita el sueño

o no turba la digestión, pero nosotros debemos hablar en nombre de los mudos,

de los que carecen de libertad, de los que sufren en su carne la realidad de esa noticia que nos turba.

¿No es más doloroso sufrirla que conocerla? ¡A esto le llaman «sensacionalismo»! Pero podría llamarse también «el dolor humano que de­

searíamos ignorar». Contigo, Cristo, nos es más fácil hablar, porque no po­

demos ignorar que tú fuiste el primer gran periodista de la historia.

Tú eres la palabra que se encarnó en nuestra raza para convertirse en la gran noticia de la historia:

Dios se hacía hombre para que el hombre perdiera el miedo de ser Dios.

Tú pediste un día que todos los tuyos se convirtieran en periodistas para anunciar la verdad «hasta desde los tejados».

Tú fuiste siempre el periodista del pueblo, de todos los que eran perseguidos por la injusticia o la tiranía.

Hablaste o escribiste siempre para salvar lo que estaba perdido.

para condenar a quienes en nombre de Dios o del César intentaban apropiarse del hombre y de su historia.

La única vez que escribiste con tus mismas manos, en la tierra,

fue para salvar la vida a una mujer sorprendida en adul­terio.

Fuiste el primer periodista censurado por tu misma igle­sia, ya que esta página de la adúltera fue eliminada por mucho tiempo de la mayoría de los códices an­tiguos, «para que no diera lugar a abusos».

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Page 133: Arias, Juan - Oracion Desnuda

¡Fuiste, pues, acusado de imprudencia y de excesiva ge­nerosidad!

Tú fuiste en realidad el primer periodista escandaloso, crítico, revolucionario, inconformista, sincero.

Por eso te llamaron demonio, ateo, te tiraron piedras y te lincharon cuandoaún eras joven.

Necesitabas hacer milagros para que tu noticia fuera creída. Y muchos siguieron sin creerte aun después de los mi­

lagros. Quizás esto pueda consolarnos a nosotros, pobres pe­

riodistas, que no sólo no podemos avalar con mila­gros nuestra noticia, sino que necesitamos un milagro para que nos perdonen cuando descubrimos un pe­dazo de verdad.

Sobre todo si esta verdad es amarga para quienes se han apoderado de la historia y marginan a los débiles.

Sí, a ti podemos decírtelo abiertamente, Señor: No es fácil ser periodista. No es fácil ser honrado, porque necesitaríamos una do­

sis de heroísmo como la tuya para arriesgar continua­mente nuestro pan y nuestra vida.

No es fácil, porque nuestro pan y el de nuestros hijos nos lo dan precisamente quienes tienen mayor interés en que el mundo no conozca la verdad cruda de las cosas.

No es fácil, porque quienes necesitan y querrían conocer toda la verdad de las cosas no pueden darnos el po­der para anunciarla.

No es fácil, porque si gritamos la vergüenza del mundo, somos pesimistas.

Si cantamos la bondad escondida de los hombres justos, somos evasivos.

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Page 134: Arias, Juan - Oracion Desnuda

Si hablamos de Dios, somos beatos. Si hablamos de los hombres, somos comunistas. Si hablamos del futuro, somos progresistas. Si hablamos del pasado, somos integristas. Si hablamos del presente, somos inconscientes. Nos exigen honradez a nosotros, que entramos cada día en la intimidad de todos los ne­

gocios sucios. Nos exigen que seamos insobornables, cuando tenemos que callarnos cada día tantos sobornos

de los demás. Nos exigen que seamos inmaculados, cuando conocemos perfectamente las prostituciones de

tantos a quienes a veces no tenemos más remedio que incensar.

Nos exigen exactitud y fidelidad en la información, cuando tenemos que entrar a empujones a recoger el

discurso o la noticia. Nos exigen que anunciemos la novena de santa Rita, cuando ya los curas se manifiestan en la calle y el mundo

se pregunta si Dios no ha muerto. Se duelen cuando le suprimimos un párrafo al político o

al eclesiástico que canta glorias pasadas, cuando nos falta tiempo y espacio para levantar la voz

contra miserias presentes. Nos piden que publiquemos pastorales de obispos a

quienes se les ha parado el reloj de la historia y han desconocido el concilio, cuando urge anunciar la palabra revolucionaria de un Cristo a quien aún no hemos tenido el coraje de predicar completamente o la voz profética del pueblo de Dios que nos revela que el Espíritu santo no ha muerto.

Señor, todos nos buscan y nos necesitan: la política para afianzarse, la religión para propagarse, la industria para venderse, la ciencia para divulgarse,

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Page 135: Arias, Juan - Oracion Desnuda

el arte para exhibirse, el pueblo para defenderse.

Pero todos nos maldicen y nos tiran piedras: el político, cuando denunciamos su demagogia o su

compromiso; el eclesiástico, su fariseísmo; el industrial, su explotación; el científico, el mal uso de su investigación; el artista, su falta de creatividad; el pueblo, cuando no tenemos el coraje de gritar con

toda la fuerza que exigiría su garganta, anquilosada por su eterno mutismo.

Quizás a los periodistas nos sea más fácil rezar que a otros muchos, porque estamos más cerca de la vida con todas sus contradicciones;

porque conocemos al hombre como pocos, porque masticamos cada día la urgencia de un suplemento

de justicia. Perdón, Señor, por las veces que traicionamos a la ver­

dad por cobardía o por mezquino interés. Perdón por nuestro maridaje maldito con los fuertes,

que difícilmente soportan la verdad. De una sola cosa no podemos pedirte perdón;

de un solo pecado no podemos arrepentimos, porque si fuera pecado también tú lo habrías cometido:

de la irritación de los poderosos ante la noticia que pone al desnudo el juego sucio de sus inconfesables manipulaciones contra los hombres, incapaces de de­fenderse con sus propias fuerzas.

Que no perdamos la esperanza ni nos avergoncemos de ser la voz del que grita en el desierto,

porque el desierto podrá ser un día la tierra habitada por los hombres puros.

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Page 136: Arias, Juan - Oracion Desnuda

L o s q u e t i e n e n m i e d o a l o n u e v o

¿Por qué nos da más confianza, Señor, el pasado que el futuro ?

¿Por qué nos duele hasta en la carne despedir un año que termina, cuando sabemos que nos espera otro «nuevo»?

¿Por qué tenemos esa sensación de pérdida, de descenso, de muerte, cuando en realidad estamos subiendo, llegando, resucitando?

Decimos con nostalgia que tenemos un año «menos», como si la meta estuviera detrás de nosotros,

como si cada año nuestro amigo más querido se quedara en una estación más lejana y nosotros partiéramos en dirección contraria.

Pero ¿no es al revés, Señor? ¿No eres tú el que está viniendo? ¿No somos nosotros el tren de la esperanza que se acerca

a la estación donde nos espera la dicha? Cada año que pasa no nos lleva más lejos de lo que ama­

mos, sino más cerca. Debería irse abriendo nuestro rostro cada vez más a la

alegría; ¿por qué en cambio, se va endureciendo, encogiendo,

entristeciendo? ¿Será esto, Señor, madurez o desilusión?

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Page 137: Arias, Juan - Oracion Desnuda

¿Verdad, Señor, que la muerte pesa más en nosotros que la vida?

¿Verdad que no acabamos de creer que cada amanecer es más rico que la noche?

¿Verdad que con frecuencia lo creen con más realismo y con más consecuencia precisamente los que no creen?

¿Verdad que nos cuesta aceptar que tú no te quedas nunca atrás, sino que nos esperas siempre delante?

¿No deberías significar tú todo aquello que nosotros deseamos y buscamos desesperadamente?

Cuando nacemos, lloramos y sufrimos más, al contacto con la luz, que cuando estamos encerrados en la os­curidad del vientre de nuestra madre.

Corre la vida y, a pesar de nuestro encuentro contigo, se­guimos viviendo apegados a nuestras exigencias hu­manas,

sin ser capaces de renacer a otro modo distinto de vida. Y como niños inconscientes temblamos ante toda nueva

luz, ante toda nueva corriente de aire, ante cada rostro nuevo.

Nos aterra más lo que nace que lo que muere en nos­otros.

Seguimos, Señor, sin creer que tú estás más en lo que empieza que en lo que termina,

en lo que está viniendo que en lo que ya no existe. Porque tú no te repites, Señor, y te revelas siempre más-Seguimos sin admitir que, precisamente porque tú no te

repites nunca, no podemos sacralizar como «único» nada de lo que fue.

Seguimos sin sentir vitalmente que tú no haces dos días iguales, dos rostros iguales, dos amores iguales, dos historias que se repitan, dos briznas de hierba idénticas.

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Page 138: Arias, Juan - Oracion Desnuda

Seguimos sin creer que tú estás cada vez más cerca. Por eso raramente sentimos como una presencia tuya

todo lo que es nuevo. ¿De dónde nace, si no, esa tristeza ante el reloj que corre? ¿Esa amargura ante los años que pasan? ¿Cuándo seremos capaces de gritar, por la fuerza de

nuestra fe, que nuestra justicia de hoy es más verda­dera que la de ayer;

que cada tic-tac del reloj nos asegura que podemos ser cada vez más hombres

y que siempre podemos conseguir que algo nuevo, distinto, sorprendente, inesperado,

nazca en nosotros a la vuelta de cada esquina? Si creyéramos de verdad en ti, Señor, si creyéramos en el hombre, si creyéramos en nosotros mismos, en vez de temblar de angustia ante cada año que termina,

sentiríamos más bien la tentación de empujar las ma­necillas del reloj.

El artista puede repetirse y puede desmejorar su obra. Tú no te repites y te superas siempre. Pero tú vives en nosotros, porque tenemos en nuestro

interior algo que nos lo dice. ¿No lo dijiste tú mismo, Señor? «Mayores cosas que las

que yo hice, haréis vosotros». ¿Tendremos alguna vez, Señor, la fe suficiente en nos­

otros mismos para creer que somos capaces de ver­dad de no repetirnos y de superarnos siempre?

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Page 139: Arias, Juan - Oracion Desnuda

E l j u e z

Cristo, no es fácil para un juez rezarte a ti que dijiste: «No juz­

guéis y no seréis juzgados». No es fácil nuestra oración cuando somos conscientes,

los jueces, de que sobre nuestra casta pesa la maldi­ción de haber condenado a muerte al justo de la his­toria.

Lo que no podremos olvidar son las palabras de Pedro, cuando afirma que será juzgado con justicia quien rechace juzgar a los demás con misericordia.

Si esto vale para todos, vale de un modo especial para nosotros, jueces de profesión.

Pero, ¿qué significa juzgar con justicia? Nuestro grave problema de conciencia, Señor, es que la

sociedad ha identificado la justicia con el derecho. Juzgar con justicia no es aún juzgar con misericordia. Pero lo peor es que a nosotros se nos hace difícil incluso

juzgar con justicia. Justicia significa que a cada uno se le dé lo que le corres­

ponde. Pero, con frecuencia, justicia significa dar la razón al

más fuerte, al que mejor defiende el sistema, al ami­go del poder.

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Page 140: Arias, Juan - Oracion Desnuda

El derecho lo crea el poder para su defensa. Y la justicia se ve restringida a defender este derecho de

los poderosos. De este modo, nosotros, los jueces, nos vemos obligados

a condenar a cuantos, precisamente en la lucha por la justicia, crean nuevos espacios de libertad para la hu­manidad.

Tenemos que condenarles porque actúan contra el de­recho constituido, creado por el poder.

Si derecho es igual a justicia, todos los que discuten el derecho que defiende sólo al poder caen irremedia­blemente bajo las garras de la justicia.

Por desgracia, el derecho se crea en función de la institu­ción, y no de la persona.

Es justo quien dice: «Sí, señor», quien obedece al amo. ¿Comprendes, Señor, cuál puede ser el drama de concien­

cia de un juez? Precisamente, el hecho de que no podamos hacer uso del instrumento más sagrado de juicio: la conciencia.

Nosotros no podemos nunca juzgar según la conciencia, sino según la ley. Tampoco Pilato podía condenarte según su conciencia, porque ésta le decía: «No hallo culpa en este hombre».

Pero el poder continuaba gritándole: «Nosotros tenemos una ley y según esta ley debe morir».

Una ley igual para todos, cuando en realidad cada ser humano es un misterio irrepetible.

Muchas veces, Señor, tenemos que condenar, convencidos de que aquella condena sirve sólo como «venganza» y no como «regeneración».

Nos encontramos con la triste realidad de tener que con­denar a un hombre según una ley que quizás nosotros no hemos aprobado y que posiblemente no aproba­ríamos nunca.

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Page 141: Arias, Juan - Oracion Desnuda

En el fondo es como juzgar contra la conciencia, aunque la ley intente tranquilizarla oficialmente.

Pero aún hay más en nuestro drama: ni siquiera podemos aplicar la ley muchas veces con serenidad y justicia, porque necesitamos ser muy fuertes para no ceder ante las presiones de los poderosos que nos acosan por todas partes, para burlar la ley en favor de sus amigos o de sus intereses.

Y aquí tengo que pedirte perdón en nombre de cuantos, en el ejercicio de la justicia, se prostituyen en favor de los poderosos por dinero, por ambición o por cobardía.

Comprendo, Señor, que un juez debe ser el hombre más libre y más dispuesto en cada momento a arriesgarlo todo, empezando por su mismo puesto, por amor a la verdad.

Si al pueblo le falla la justicia, ¿qué le queda? Sin embargo, no siempre es fácil, aunque estemos car­

gados de buena voluntad. ¿Por qué? Porque muchas veces nos vemos obligados a juzgar

falsamente, sin saberlo ni quererlo. Para juzgar con rectitud necesitamos la colaboración de

todos. Pero ¿quién dice hoy la verdad? ¿Quién es capaz de romper el muro de las mafias de to­

dos los colores que amenazan a la verdadera justicia? ¿Qué podemos hacer nosotros contra quienes ocultan

la verdad, contra los testigos falsos, contra los que carecen de escrúpulos?

¿Qué hacer cuando nos vemos obligados a condenar a los débiles, mientras los verdaderos culpables —y nosotros los conocemos— no serán nunca juzgados, porque ni llegan a los tribunales?

Hoy, Señor, somos discutidos los jueces, incluso como «función».

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Page 142: Arias, Juan - Oracion Desnuda

Sí, hay quien se pregunta si debe existir el juez como una casta.

Se preguntan si no deberían ser las comunidades quienes delegasen cada vez en sus propios representantes para juzgar.

Se preguntan si la justicia no debería ser ejercitada por los mismos ciudadanos, de cualquier categoría que sean, y no por especialistas preparados desde arriba y con la mentalidad estrecha del derecho.

Se preguntan si para juzgar a una madre, que en un mo­mento de locura ha dado muerte a su pequeño, no serían más aptas otras madres que un juez de pro­fesión.

En realidad el famoso juicio de Salomón no estaba lejos de esta línea: no juzgó según una ley, sino haciendo una llamada a la sensibilidad del corazón de una ma­dre.

Si todos los hombres son jueces por naturaleza, por con­ciencia, por creación, ¿qué significa un juez de pro­fesión?

Tú nos advertiste que todos seremos medidos con la misma medida con que hayamos medido a los demás.

Y nuestra misericordia debería abundar cuando cada día constatamos tristemente el enorme margen de error de nuestros juicios. Bastaría pensar en el monumental error de haberte condenado a muerte a ti, el autor de la justicia, de la verdad, de la santidad.

¿Qué cosa te puedo pedir, Señor, a ti que un día deberás juzgarme como yo juzgo cada día a los demás?

Soy yo más bien quien debo ofrecerte mi carga de an­gustia y de esperanza.

Mi angustia es el hecho mismo de tener que juzgar a otro hombre.

Mi esperanza, mi sueño, es que, si es cierto que la ley es necesaria en una sociedad inmadura y que el juez será necesario siempre que a la libertad de un hombre

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no corresponda la libertad del otro, creo que me es lícito esperar que vendrá el día en el cual el nombre llegará a respetar de tal forma la dignidad de sus her­manos que todos se sentirán corresponsables en el respeto a los derechos fundamentales del hombre, de forma que nosotros, los jueces, podamos retirar­nos en paz por falta de «trabajo».

Un sueño, sin embargo, que quizás no nos será permi­tido, porque desgraciadamente esta sociedad tecni-íicada y burocratizada nos quita a nosotros, los jue­ces, más que a ningún otro, la inocente ilusión de «ser poetas».

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E l a r t i s t a

Cristo, yo soy un artista. ¿Pintor, poeta, escultor, actor, cineasta, músico...? No importa. Todos tenemos la misma fama. Todos nos miran con cierta sospecha. Por principio aparecemos como un poco ateos. ¿Por qué, Señor? ¿Porque no creemos o porque nuestra sensibilidad nos

hace descubrir con mayor fuerza el vacío de cierta religiosidad?

Muchas veces, es verdad, nos cuesta insertarnos, como los demás, en una religión sociológica e instituciona­lizada.

Sin embargo, nosotros sentimos los valores más pro­fundos de tu fe y los intuimos como válidos quizás como pocos: los valores y los problemas del hombre, la creatividad, el amor, la sed de infinito, la dinámica que nos empuja a crear,

porque una voz dentro de nosotros nos dice que existe siempre un mundo, un gesto, una flor, un color,

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un sonido, un rostro, una sensación, un algo nuevo que puede ser descubierto todavía.

Nosotros, los artistas, deberíamos poder darte un nom­bre nuevo a ti, el primer gran artista del universo.

Porque muchos de los nombres que te han dado son de­masiado vulgares;

no tienen sabor, o tienen sabor a moho. Nosotros querríamos incluso crear tu nombre. Nosotros no te rechazamos. Pero no podemos aceptar las imitaciones que de ti nos

han presentado quienes probablemente no tenían la sensibilidad suficiente para distinguir un original de una mezquina imitación.

Deberíamos preguntarnos nosotros, los artistas, por qué tú, que eres el arte mismo, no atraes siempre nuestro interés ni nuestro corazón ni nuestra fantasía.

No es posible que si te conocemos como eres, creativi­dad sin fin, quedemos indiferentes nosotros, que lle­vamos el arte en la sangre.

No hablo de los burócratas del arte, que son tan insen­sibles a la verdad como los burócratas de la religión.

Hablo de los artistas de la vida. No importa que sean pequeños o grandes. Basta con que sean verdaderos. Basta con que no se contenten nunca con lo que ya existe. Que crean que las cosas pueden ser nuevas continua­

mente, porque tú has tocado con lo divino la carne del hombre.

Es verdad, Señor, que nosotros somos ovejas negras para los profesionales de la verdad, para los nostálgicos del sistema, para los mantenedores del orden.

Nosotros somos críticos por vocación. El arte no puede ser nunca conformista. Paradójicamente es iconoclasta, porque florece sólo en

el mundo de la libertad y de lo nuevo.

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Para nosotros, artistas, no existen el sábado, ni los dogmas, ni los códigos de derecho, ni la papilla ya hecha.

No existe tampoco lo sagrado. Existe la vida con toda su carga de hechizo y de dra-

matismo; existe lo real; existe el hombre como es y como desearía ser; existe un mundo que nace y muere cada instante, y nosostro no podemos sentirnos extranjeros ni lejanos

de este nacimiento, para que refleje cada vez más el rostro de lo humano.

Existe también, y por eso no somos ateos, lo que no lo­gran tocar nuestras manos, ni escuchar nuestros oídos, ni abrazar definitivamente nuestro ser, ni abarcar completamente nuestra mente.

Nosotros no sabemos cómo se llama. Nosotros lo buscamos con pasión, porque lo intuimos

como la arcilla más viva para nuestra estatua, como el verso mejor para nuestra poesía, como la imagen más verdadera y real para nuestra cámara como la nota más bella para nuestra canción, como el gesto más expresivo para nuestra recitación, como el color más puro para nuestra pintura.

¿Quién sabe si no serás tú mismo ese algo que aún no he­mos conseguido crear, pero que deseamos siempre y buscamos y esperamos cada mañana y cada tarde?

Nuestra obra de arte definitiva pero nunca realizada, esa obra de arte que duerme como un niño, en el corazón

y en la esperanza de todo artista verdadero y que da sentido y expresividad a cada una de sus conquistas diarias.

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Es como una fuerza infinita, sin nombre y sin rostro, que nos empuja continuamente a crear cada vez más y

mejor. Es verdad que en este caso no serías ciertamente el Dios

que cantan, aman y adoran los amigos de toda estati-cidad, de todo dogmatismo y de todo miedo a lo nuevo.

Por eso, perdónanos, Señor, si nosotros te damos un nombre nuevo cada día, como nuevo es cada día nuestro deseo de crear.

Nosotros no tenemos vocación de guardianes de museo, aunque hayan hecho los museos con las obras de nuestros compañeros.

Nosotros sentimos la exigencia de todo lo que es vivo. No han sido los artistas quienes han creado los museos. Han sido más bien quienes no tienen fe en que eí arte

es siempre infinito. Pensar que exista una obra o un artista inmortal es paga­

nismo. Es idolatría. Sólo el hombre es inmortal, porque es Dios que sigue

creando siempre.

Nuestras obras de arte queremos que sean para los hombres;

que vivan en medio de la vida, en sus calles, en sus plazas, en sus tranvías, en sus trenes,

en sus bares, en sus fábricas, en sus oficinas, en sus hogares, en medio de sus huertas, en las ondas de la radio o en las pantallas de la televisión.

Son el arte de hoy para el hombre de hoy. Mañana vendrán otros que hablarán mejor y pintarán

mejor y cantarán mejor para los hombres nuevos. Y que echen en hora buena al cesto de los papeles nuestras

obras, si ya no les dicen nada. No basta decir que es la obra de un gran artista al que

admiraron sus contemporáneos.

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Es menester saber si aún hoy sigue diciendo algo a los hombres de nuestro tiempo.

De lo contrario es como seguir adorando a un dios falso, pagano, muerto.

Si la obra está aún viva por sí misma, querrá decir que se había anticipado a los tiempos, que llevaba un soplo de eternidad,

como la palabra de tus profetas, que sigue aún hoy en­terneciéndonos y acusándonos, porque sigue siendo actual.

Pero entonces el arte de ayer, que está aún vivo, debe estar entre los hombres y no en un museo,

debe seguir gritando su mensaje de alegría o su canto de protesta.

Señor, que nosotros, los artistas, podamos descubrir tu verdadero rostro.

Estamos seguros de que te amaremos. Y que el mundo que se llama tuyo y nos mira con com­

pasión a nosotros, pobres artistas ateos, no rechace nuestro mensaje por el mero hecho de que habla de ti de un modo diverso y quizás no siempre demasiado cómodo.

No podemos concebir un Dios catalogado y terminado como una obra preciosa de museo.

Te necesitamos vivo en medio del mundo. Necesitamos descubrirte, y descubrirte a través del arte,

que es nuestra vida. Sabemos que tú no tienes hora fija pata amanecer, ni

casa en exclusiva donde habitar. Tú eres la libertad que se revela cómo y dónde quiere. Si no, no serías artista. No serías tampoco «nuestro».

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L a m u j e r

Cristo, soy una mujer. Dicen que las mujeres sólo sabemos rezar. Quizás porque es lo único que los hombres nos dejan

hacer impunemente. Sobre todo si se trata de pedirte paciencia, para seguir

siendo la pequeña o la gran esclava del hombre. Pero hoy quiero rezarte, no con la oración que nos han

impuesto, como sexo más débil. Quiero rezarte con mi fe de persona. Quizás a nosotras nos es más fácil rezarte porque te

reconocemos como el único hombre que, incluso desafiando la mentalidad y la ley de su tiempo, aceptó la mujer sin prejuicios,

sin ascos, sin recelos, sin complejos ni racismos. Muchos hubieran preferido que tú, Dios, hubieses pres­

cindido del vientre de una mujer para hacerte presente en el mundo.

No quisiste renunciar al amor materno. Aceptaste con naturalidad el diálogo, la amistad y la

colaboración con todas las mujeres.

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Hiciste de la samaritana, una adúltera, la primera misio­nera de tu reino.

No te avergonzaste de que te siguiera en tu apostolado la prostituta pública de Magdala, cuando prefirió tu amor gratuito de hombre verdadero al juego intere­sado de los hombres incapaces de amar sin poseer.

Resucitado, te apareciste a las mujeres antes que a los hombres y ellos supieron de labios femeninos el gran anuncio de los siglos:

Tú continuabas viviendo, habiendo vencido la muerte. Mientras subías al Gólgota, fueron las mujeres y no los

hombres quienes te lloraron, y no por debilidad, sino porque comprendieron mejor que nadie que el amor y la inocencia no deben ser ajusticiados.

Tú aceptaste a la mujer como persona, pero ¿y los demás hombres?

Los mismos hombres de tu iglesia, comenzando por Pablo, nos arrinconaron, desconfiaron de nosotros, nos negaron la palabra e introdujeron el racismo en los mismos sacramentos: nos han negado el sacra­mento que sería más connatural a nosotros: el sacer­docio, que es un «servicio».

Quizás porque han convertido el servicio en poder, en casta, en privilegio, y no en donación gratuita de amor.

Estamos pagando aún el tributo de una teología, de una pastoral y de un derecho canónico, creados sólo por hombres.

Se dice de nosotras, Señor, que hablamos mucho, pero en realidad, ¿cuándo ha podido hablar de verdad la mujer?

¿cuándo ha podido usar y crear su lenguaje propio de mujer? ¿Cuándo se nos ha dejado realizar un gesto propio?

¿Será nuestro único gesto dar la papilla al niño? Pero ¿dónde está escrito que el hombre no puede o no

debe servir la comida a sus hijos?

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Se habla de guerra entre naciones, entre blancos y ne­gros, entre izquierdas y derechas,

pero el mundo está herido en sus raíces por una guerra más tremenda, más fría, más cruel:

la guerra entre las dos mitades de la humanidad, el hombre y la mujer.

Por eso, nosotras, mujeres del siglo xx, estamos cam­biando.

La mujer de casa se ha rebelado y ha entrado en la fá­brica y en la oficina para ganar el dinero que valoriza al hombre: tanto vales cuanto ganas. Quizás nuestra rebelión nos lleva en algún momento a perder algu­nos de nuestros valores personales insustituibles.

No negamos esta tentación, pero debes comprender, Señor, nuestro dolor, y nuestra desesperación al ver que la historia nos ha convertido prácticamente en un objeto de lujo para el hombre.

A ti, Cristo, hombre verdadero, te lo podemos gritar sin ruborizarnos, porque sabemos que nos entiendes y nos defiendes:

yo no me siento persona, sino objeto, objeto de placer para muchos hombres.

Por eso me ponen centinelas: se nos vigila para prote­gernos.

No se tiene confianza en nosotras. ¿Por qué al hombre no se le vigila ni se le protege y a

nosotras sí? ¡Y se irritan cuando nos sentimos esclavas! ¿Cuál es mi trabajo, Señor?

¿limpiar el arroz día tras día? ¿moler el trigo? ¿hacer girar la rueda de la noria mientras el hombre se fuma cómodamente su pipa?

Lo sé, Señor; esto pasa en otros continentes. Pero ¿no existe para nosotras el periódico, la televisión, el fútbol o la visita a los amigos, y tenemos que estar siempre con prisas por preparar la cena y acostar a los

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niños, después de haber trabajado, fuera o dentro de casa, no ocho sino diez o doce horas?

Sé que no son problemas que podamos resolver nosotras solas.

Es la rueda de la sociedad la que gira contra nosotras, pero ¿no han sido los hombres, sin consultar con nos­otras, quienes han organizado o «desorganizado» así la sociedad?

Nosotras hemos sido creadas «para la casa», y ellos para la «calle»: es lo que dicen muchos hombres, que es como decir que hemos sido creadas para ellos, para consumirnos sirviéndoles y esperándoles.

Y sin embargo, tú trajiste también la libertad para nos­otras, las mujeres.

Pero nosotras seguimos siendo los seres infantiles de la historia.

¿Por qué, Cristo, cuando nos casamos, perdemos incluso el pequeño trozo de libertad que teníamos cuando jóvenes? ¿por qué, sin embargo, los hombres cuando se casan son más libres que antes?

¿Por qué la mujer cuando se casa es cuando deja de in­teresarse de los grandes problemas de la historia? ¿Por qué acaba refugiándose en los hijos como en su único mundo?

No es que queramos, Señor, quitarles el poder a los hom­bres, porque tampoco queremos un mundo hecho sólo por mujeres: sería igualmente injusto, incompleto y mostruoso.

Pero queremos construirlo «juntos». No nos unimos al hombre para facilitarle, como una má­

quina más, su realización personal, sino que nos unimos a él para crear juntos una misma

historia, para realizarnos juntos en todo, como per­sonas, y para participar cada uno en la creatividad del otro.

Todo lo demás es instrumentalización y servidumbre.

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No queremos reemplazar al hombre en lo que le es más connatural.

No queremos ser «monos de imitación» del mundo mas­culino.

No queremos siquiera parecemos al hombre porque creemos en la riqueza de la diversidad sexual creada por ti, Señor.

Pero no soportamos aceptar otra diversidad que no nazca de la riqueza de nuestra diversidad original.

Por eso no renunciamos a ningún derecho como per­sonas.

Pero la libertad no tiene sexo. Es el gran don de Dios, no al varón, sino a la persona humana.

Y en nombre de esa libertad, que es de todos, queremos construir la historia humana después de un diálogo en común.

Queremos ser personas en todo, como el Creador nos ha hecho y no como el hombre nos impone.

Personas también en el matrimonio, no como contrato que nace de una ley creada sólo por los hombres, sino como elección libre y personal de amor reali­zada entre dos personas, que empiezan a crear juntas una misma historia.

Pero en realidad, ¿cuál es nuestro papel de amor dentro del matrimonio?

Señor, ¿cuántas son las madres que se prostituyen al ma­rido, para poder comprar el vestido o los zapatos al pequeño o para que se quede «satisfecho»?

¿Por qué los hombres no tienen el coraje de buscar la razón profunda y verdadera de que la inmensa mayo­ría de las mujeres seamos frígidas durante toda la vida? ¿De que prefiramos una flor a un diálogo to­tal de todo nuestro ser con el hombre que hemos elegido definitivamente para ser una misma carne?

¿Qué tribunal eclesiástico ha tenido el coraje de sancionar

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que también es nulo el matrimonio de una mujer frígida?

¿Te ha llegado, Cristo, alguna vez, el grito de alguien que repruebe definitivamente el hecho de que el hom­bre no sea Cristo para su esposa?

¿Por qué la infidelidad de la mujer se ha visto siempre con peores ojos que la infidelidad del hombre?

Tienes, Señor, los oídos llenos de palabras como «si­lencio», «obediencia», «sujeción», «esperanza de re­torno», pero referidos sólo a la mujer.

El hombre, cada vez que se siente rechazado por ti, como en el paraíso, sigue acusando en su conciencia a la mujer.

¿Cuándo se comprenderá finalmente nuestro drama? Y sin embargo, sólo cuando se nos permita ser de ver­

dad personas, el hombre será capaz de descubrirse y de encontrarse.

Señor, ten piedad de la mujer, si ante tanta injusticia, ante tanta esclavitud como ha caído sobre ella durante siglos, abusa de lo que tiene de más sagrado para conquistar al hombre: el sexo.

Es su única fuerza, su única arma. No es que no sintamos el dolor de convertirnos de algún

modo en prostitutas ante cada hombre que encon­tramos; es que no hemos sabido hasta ahora cómo defendernos, para que el hombre nos acepte como personas, conformándose con mirarnos a los ojos.

Piedad, Señor, para la mujer que no ha tenido el coraje de rebelarse hasta ahora contra la instrumentaliza-ción del hombre

y no le ha ayudado con su fortaleza a ser más hombre y menos cerdo.

Ayúdanos, Cristo, siguiendo el ejemplo de la mujer más libre y más mujer de la historia, tu madre, a gri­tar al mundo nuestra palabra definitiva para la cons­trucción de una historia nueva.

Ayúdanos a despertarnos.

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Piedad también para los hombres que se olvidan con demasiada frecuencia de que, si el mundo está aún en pie, es porque detrás de cada hombre vive siempre escondida la fuerza de amor y de esperanza de la mujer, que sigue creyendo en el valor de la vida.

Y para terminar respóndenos, Cristo, a dos preguntas indiscretas:

Si en el huerto de los Olivos hubiese estado una mujer aquella noche de infinita tristeza,

¿crees que se hubiera dormido como los apóstoles? Y si en vez de un hombre hubiese sido una mujer quien

hubiese tenido que dictar tu sentencia de muerte ¿crees que hubieses terminado ajusticiado en la cruz?

No podemos olvidar que fue una mujer, la esposa de Pilato, quien le suplicó que no te condenara.

Pero ella no tenía el poder: sólo la intuición de la jus­ticia.

Si la mujer pudiera crear junto con el hombre la verda­dera historia,

la verdadera política, la verdadera justicia, la verdadera comunidad humana, es muy posible que ciertas palabras como «guerra» fue­

ran borradas definitivamente de nuestros diccionarios, porque nosotras, mejor que los hombres, sabemos qué

cosa es el dolor y la muerte, porque la vida empieza a llorar y a reír en nuestra propia

carne.

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L a m o n j a

Cristo, soy una monja. Para mucha gente esto quiere decir un ser «infantil»,

«desfasado», «alienado», «inútil», «encerrado», «so­litario».

Quizás no se equivocan los que critican una situación en la cual sólo unas pocas consiguen ser adultas, mo­dernas, libres, útiles, felices.

Soy una de tantos millares de monjas, que hoy soportan el peso de una estructura atrasada e

inhumana, en la que, con el pretexto de servir a Dios, ni siquiera logran ser personas.

No son, Señor, los ateos, los masones, los anticlericales —como a veces dicen nuestras superioras—, los que nos critican.

Son los cristianos serios, vivos, cercanos al evangelio, comprometidos,

los que sufren con nosotras la situación injusta y a veces intolerable de un millón de mujeres

que, en un mundo que se va haciendo cada vez más adulto,

nos vemos obligadas a seguir siendo inmaduras, capaces únicamente de movernos generalmente entre los ni­ños, los viejos y los enfermos.

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El mundo adulto, el mundo joven, el mundo del trabajo, muchas veces nos desprecia o nos mira con compasión.

¿Qué sabemos nosotras de sus problemas reales, de sus angustias, de sus luchas, de sus pecados,

si ni siquiera podemos leer los periódicos y tenemos que pedir permiso a nuestras superioras para las cosas más pequeñas?

Educadas en una atmósfera de privilegio espiritual, nos­otras las vírgenes, las escogidas, las perfectas, las predilectas del cielo,

chocamos contra la realidad de un mundo que aprecia otros valores muy distintos y que a nosotras nos faltan:

la libertad para poder comprometernos de veras en la liberación de los hombres,

el testimonio de pobreza y sencillez, no sólo personal, sino colectivo,

la capacidad de amar a todos, sin demasiado miedo a vernos contaminadas por un mundo que no puede ser tan horrible y diabólico, desde el momento en que Cristo lo amó tanto que dio su vida por él,

la posibilidad de poder obedecer a Dios antes que a los hombres, sin temor a recibir una reprimenda,

la libertad de mantener nuestra originalidad sin dejar­nos modelar en serie,

la posibilidad de crear una verdadera comunidad con un calor humano que no tenga nada de hospedería o de cuartel,

donde las estructuras y las obras estén a nuestro servi­cio y al servicio de los pobres y de los humildes.

En un mundo en el que se va afirmando el papel de la mujer

en la construcción de la historia y en su imprescindible integración con el hombre para realizar el plan de la creación y de la redención.

nosotras, las monjas, seguimos siendo para muchos el símbolo de la inferioridad de la mujer.

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Vivimos solas, pero al mismo tiempo bajo la dependen­cia de unos hombres que lo deciden casi todo en nues­tro nombre, que tienen siempre la última palabra y que nos han creado una forma de vida que lleva el sello del dominio del varón.

Un millón de mujeres, Señor, que han renunciado a un marido y que en muchas ocasiones se ven diri­gidas y manipuladas por las decisiones, a veces te­rriblemente infantiles, de algunos hombres que «no conocen mujer».

No me digas que exagero, Señor. Dicen que tú eres nuestro esposo. Pero con frecuencia

los eclesiásticos que nos ponen como capellanes te presentan como

un esposo, perdóname, Señor, angelical y afeminado.

Cristo, ¿cómo quieres que el mundo de hoy, que cada vez des­

cubre mejor que tú te identificas con el prójimo y que quieres ser amado de veras en todo ser humano, no se ría y no sufra al vernos atadas a una espiritua­lidad que ni siquiera soportan los espiritualistas más rabiosos ?

Me pregunto, Señor, en nombre de quién se nos prohibe ser también mujeres en las cosas más elementales e inocentes de nuestra vida.

No ciertamente en nombre de nuestro compromiso, ya que no prometimos presentar nuestra dimisión como mujeres cuando juramos fidelidad a tu evangelio.

Tu madre nunca renunció a ser mujer. ¿Y quién ha habido más consagrada que ella? Por el hecho de que no podamos cuidar ni siquiera ino­

centemente de nuestros cabellos, ni vestirnos como las mujeres normales de nuestro tiempo, ni ver una película, ni comprarnos un periódico, ni telefonear a un amigo, ni pasar un día al lado de las personas queridas, ¿serán acaso los hombres más libres, des-

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cubrirán mejor la alegría de la esperanza, estarás tú más presente en la historia y será el mundo más hu­mano y mejor?

Sólo tú, Señor, que fuiste plenamente hombre sin in­hibiciones ni infantilismos, puedes comprender el drama que nos prohibe en tu nombre ser incluso mujeres.

Nosotras, que hemos renunciado a todo para servirte en el prójimo, y que lo hemos profesado públicamente ante tu iglesia, nos encontramos en la terrible situa­ción de aparecer ante el mundo como ricas, de parte de los ricos, como cómplices del mundo capitalista y hasta como exponentes activas del sistema explo­tador.

Personalmente, somos más pobres que la última obrera o la última criada, pero somos hijas de un sistema de riqueza.

Sí, ni siquiera puedo comprarme la ropa interior. Tengo que pedir a la superiora el sello para una carta o el dinero para el autobús. No puedo dar limosna a un pobre ni invitar al bar a un amigo.

Trabajo doce o catorce horas en la clínica o en el colegio. No tengo ningún día libre; ni siquiera una hora al día para pensar en mí; hace seis años que vivo en una gran ciudad y ni siquiera he visto el centro; no co­nozco el gusto de un capricho inocente, de un gesto de libertad.

Soy como un objeto en manos de mis superioras. Y lo más triste es que nuestro testimonio de abnegación

en las clínicas o en los colegios, que ordinariamente son de lujo, pierde todo su valor. Lo compran con el dinero que nos dan. En las residencias y clínicas de lujo que tienen otras personas, las empleadas reciben sonrisas, saludos y atenciones en abundancia. Es un lujo más que hay que pagar. Ningún sindicato per­mitiría, Señor, los abusos que se cometen en nuestro trabajo sin horario, no ya por la gloria de Dios, sino

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para poder amortizar los gastos de la clínica o del colegio.

La verdad es que, si quisiéramos emplear ese mismo tiempo en el servicio desinteresado a los pobres, probablemente nos lo impedirían con el pretexto de cuidar de nuestra salud.

Un comunista, Señor, me decía: «Si tuviéramos un mi­llón de mujeres sin marido y dispuestas a todo, ¡se­ría una pequeña revolución!».

Nosotras somos ese millón de mujeres sin marido y dis­puestas a todo,

porque cuando te dijimos «sí», te lo dijimos sin condi­ciones.

Pero ¿dónde está nuestra revolución? ¿Es posible que influyamos tan poco en el mundo de los

oprimidos, de los hambrientos, de los que no tienen libertad, de los que no tienen fe?

No digo que nuestro trabajo sea inútil. Hacemos muchas cosas, sobre todo en el terreno asis-

tencial, pero nuestra actividad ¿puede llamarse una verdadera revolución?

Cuando veo a ciertas muchachas en el mundo, incluso las que se dicen ateas, comprometerse seriamente en la liberación de sus hermanos, sin miedo a las tortu­ras ni a la cárcel, no puedo menos de avergonzarme de mi vida.

Pero hay algo, Señor, que no puede ni quiere morir en ninguna de nosotras: el sí que te dijimos como una decisión irrevocable de vivir plenamente la esencia de tu evangelio, saltando por encima de todos los obstáculos para dar, en medio de nuestros hermanos más solos y abandonados, nuestro testimonio de li­bertad, de resurrección, de búsqueda serena y comu­nitaria de aquel pan que hace crecer la sed infinita del hombre.

Y es ésta nuestra esperanza. Una esperanza que lucha con

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nuestros sentimientos de impotencia para derribar el muro de una estructura que con frecuencia mata y esteriliza todos nuestros esfuerzos proféticos,

el deseo que tenemos de abrir, con honradez pero con valentía, nuevos caminos que nos permitan encar­narnos en nuestro pedazo de historia,

ese deseo que nos quema por dentro como una llamada irresistible a ser fermento de liberación y fuego de comunión.

En nombre, Señor, de una fidelidad mal entendida al pasado, que ya no existe y que no siempre merece bendiciones..., se nos impide crear libremente nuestro hoy, como la mejor garantía de un futuro que no nos describa como piezas de museo o como máscaras de un carnaval que ni siquiera logran hacer reír a los niños.

Sí, Señor, a veces creo que todo se ha perdido. Que sólo saltando la tapia podré realizar la magnífica ilu­

sión de vivir plenamente tu palabra. A veces quiero convencerme de que la esperanza puede

florecer algún día en mi ventana. Es una esperanza dura y tenebrosa, porque es lenta y

exasperante. No nos basta con recortar nuestros vestidos cuando las

demás mujeres los alargan... Sentimos que te estamos traicionando al seguir prisio­

neras de unas estructuras que no te revelan a los hombres.

Hemos dado un sí a la vida y a la liberación, no a la pa­sividad o al angelismo.

Un sí al servicio sin condiciones a ese prójimo que eres tú, no a una estructura de poder económico o reli­gioso.

Te hemos jurado fidelidad a ti, que nos has llamado desde lo más hondo de nuestras conciencias, y no a los hom-

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bres que se creen con derecho a disponer incondicio-nalmente de nuestra vida.

A ti, Señor, mi grito más vivo de dolor es hoy mi única posibilidad de orar, aunque mi última palabra es una palabra de esperanza, que va más allá de los problemas de nuestras propias

estructuras, las cuales podrán cambiar o desaparecer, mientras que jamás podrá morir la posibilidad de vivir esta vocación mía de otras mil maneras, de ser pan para todos los hambrientos, libertad para todos los esclavos, viviendo al lado de todos aquellos que, como yo, han

oido la llamada a esta aventura de amor universal.

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L a s q u e e s c o g e n e l a m o r u n i v e r s a l

Cristo, ¿es verdad que sólo existe una forma de amar?, ¿es verdad que sólo la maternidad según la carne puede

realizarnos a nosotras, las mujeres? Si un hombre decide libremente realizarse sin crear una

familia, todos lo ven normal. Todo lo más dirían: ha preferido su libertad. Si lo hacemos nosotras, las mujeres, todos sonríen con

ironía. Y en el mejor de los casos piensan: pobrecita, nadie la

quiere. Son pocos los que creen que también nosotras podemos

un día escoger la libertad, porque no existe ninguna ley del creador que nos exija, para ser personas, crear una familia propia.

Ni necesitamos, para realizar nuestra elección, encerrar­nos bajo las paredes de un convento.

Yo soy, Señor, una joven que ha escogido, hasta ahora, libremente, no crear una familia.

Yo no tengo tiempo para un solo hombre, porque siento que son miles quienes necesitan mi palabra de espe­ranza, mi presencia fraternal y amiga, mi tiempo, mi libertad, mi trabajo.

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Sé, Señor, que para muchos esto es sólo idealismo. Pero yo me pregunto a qué llaman realismo. Sé muy bien que todos los caminos pueden llevar a la

plena realización de la persona. Pero precisamente por eso estoy convencida de que nin­

guno posee la exclusiva. He visto con mis propios ojos, en mi camino, esposas y

madres frías, aburridas, tristes, solas. Las he visto suspirar por un poco de alegría, de libertad,

de amor incluso. ¿Es verdad, Señor, que sólo es posible amar con todo

nuestro ser a los hijos nacidos de nuestro vientre? ¿Es verdad que sólo puede recibirse amor verdadero de

quien nos ha escogido en exclusiva? ¿Es verdad que sólo bajo los cerezos es posible sentir

el amor total? Porque yo, Señor, no tengo hijos de mi sangre ni nadie

que me posea en exclusiva y sin embargo me resulta difícil contener el amor que me llega de todas partes y me faltan fuerzas para correr al lado de cuantos me piden un trozo de mi vida.

Y no sé qué cosa es la tristeza, ni la soledad, ni el aburri­miento, ni la esclavitud.

El dolor sí; pero el de los demás, que siento como mío.

A veces hasta me avergüenzo, porque tengo la sensación de que nadie ha visto como yo tanto sol reflejado en millones de ojos; nadie ha sentido tanto viento em­pujar tantas manos hacia mi corazón, que para todos se ha abierto y sigue siendo incapaz de amar en exclusiva. Y me pregunto si mi destino no será amarlo todo.

Perdóname, Señor, si a veces me pregunto si soy incapaz de amar porque amo a todos o si lo son los demás quienes, por amar a uno en ex­clusiva, rechazan a todos.

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¿Sabes cuál es mi dolor más profundo? No poder tener tantos corazones como seres humanos

hay para que, dándoles uno a cada uno, ninguno sufriera celos o se sintiera menos querido; no poder desgarrarme el corazón y mostrar a todos que el amor es infinito y que no quita nada a nadie.

Me gustaría poder gritar a muchas jóvenes como yo que es posible realizarse también así y que tenemos todo el derecho a nuestra libertad de elección.

Que, si realizarse significa ser persona y ser persona sig­nifica alcanzar la madurez en el amor, no existen ca­minos «únicos» para entrar ya en nuestro pedazo de historia, en los prados sin fronteras del amor que llena todas las venas de tu existencia.

Que entre amar a uno en exclusiva y posesivamente, como quieren los viejos cánones tradicionales y egoís­tas, y amar a todos sin ser de ninguno en absoluto, no hay duda de que la dicha más completa y más profunda está en el amor universal.

Pero un amor a todos, que sea real. Que se construya con toda nuestra capacidad y posi­

bilidad de donación, que todo lo dé sin exigir nada. No un amor, Señor, que sustituya a un mal entendido

amor a ti, que acaba por no ser amor a ninguno. No un amor a ti, que al final acabe siendo más posesivo,

exclusivo y egoísta que el de cualquier marido tra­dicional.

Se trata de un amor que me permita de verdad amar a todos, a cuantos me necesitan, a cuantos me abran su sed de verdadera realización humana y divina.

El amor que te pedí cuando, ante la imagen falsa que de ti me había trazado, te supliqué bañada en lágrimas, ¿te acuerdas?:

«Cristo, no me robes a los otros: son mi sangre,

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mi esperanza, mi sufrimiento.

¡No me los robes! Ellos no reflejan a nadie:

son yo misma hasta que no les haga nacer a la dicha. Tú eres otra persona:

tu alegría la tienes y la compartes conmigo. Tú eres capaz de sufrir. Tú eres capaz de amarme. Los otros, los que están dentro de mí,

sólo saben recibir mi amor. No me los robes,

no me los quites. Espera, espera,

los pariré a la dicha cuando termine el tiempo del miedo».

Cristo, rompe las últimas cadenas que tanto han empo­brecido a la pobre maternidad humana.

Cristo, revela de nuevo al mundo, sin excluirnos a nos­otras, las mujeres, que no existe verdadera realiza­ción ni humana ni divina sin echarse sin miedo al mar abierto del amor.

Repite, Cristo, que el amor sopla dónde y cómo quiere y que no existen caminos trazados definitivamente porque has sido tú, creatividad infinita, quien nos ha dado la posibilidad de «hacer camino al andar».

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L o s e s p o s o s

Señor, hoy somos dos los que venimos a rezarte juntos,

aunque nos cueste hacerlo. Es grave la tentación de rezarte solos. Pero entonces, ¿qué sentido tiene nuestra unión ma­

trimonial? ¿Qué sentido tiene el habernos convertido en una unidad? Tenemos, Señor, la posibilidad de vivir uno de los pocos

momentos de comunión total que puede vivir el hombre en esta tierra; sabemos que la dimensión última del hombre es pre­cisamente esta comunión.

Entonces, ¿por qué nos cuesta tanto a veces mantener esta comunión total?

¿Habrá algo equivocado en nuestras relaciones, que las haga maravillosas en algunos momentos y fatigosas en otros?

Señor, ¿será quizás que nos vemos todavía dependientes uno del otro o indispensables el uno al otro?

¿O es que quizás no somos todavía totalmente autónomos y no nos sabemos ver como tú nos ves, en relación no contigo sino con nosotros mismos, con nuestra plenitud?

¿O es que quizás no nos amamos todavía en serio?

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Creo, Señor, que la única posibilidad de conocer el amor en todos sus aspectos es precisamente vivir la rela­ción conyugal como la relación total, personal y no limitativa, que tienes con nosotros; más aún,

como una relación que nos empuja en la dinámica del amor a lo infinito.

Pero, ¿es esto posible para nosotros, criaturas humanas? Sé, Señor, que todo lo que es posible para ti lo es tam­

bién para nosotros. Pero ¿cómo empezar?

Recuerda, Señor, que sobre nuestras espaldas pesa el fardo de la tradición, para la que el encuentro matri­monial iba unido tan sólo a la conveniencia, al placer o al número de hijos.

Recuerda que la mujer llamaba señor a su propio marido y el hombre consideraba a su mujer como un uten­silio.

Ahora no siempre ocurre esto. Pero algo de aquellos usos inhumanos del pasado ha que­

dado dentro de nosotros y nos hace difícil establecer una relación verdadera, auténticamente amorosa, dentro del respeto pleno a la persona del otro.

Cuando consigo mirar profundamente en los ojos a aquel que amo, siento de verdad que entre nosotros ya no hay barreras;

sentimos que estamos penetrando en la dimensión hombre-Dios

y que esto es la cosa más hermosa y más natural para nosotros.

Sentimos que hemos nacido para esto. Pero ¿por qué, Señor, no logramos poseer aún por com­

pleto estos descubrimientos que hemos hecho? ¿Es que no lo han descubierto todavía todos los hombres ? ¿Es que, al no estar acostumbrados al amor, lo sentimos

todavía como un privilegio de unos pocos afortunados y no como algo normal en la vida?

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Justificamos muchas veces nuestra incapacidad de amor personal con la necesidad de trabajar, con el compro­miso para con los hijos.

Pero, ¿es esto verdad? ¿No es acaso más cierto que buscamos continuamente

excusas para no aceptar el riesgo de amarnos en serio, que es el verdadero fin de nuestra existencia, ya que hemos decidido unirnos los dos para vivir inmediata­mente este fin?

¿Por qué, Señor, nos contradecimos a nosotros mismos, nos ponemos en contra de nuestras opciones más válidas, por motivos siempre ridículos y contrarios al hombre?

¿Por qué seguimos creyendo que lo más importante es tener hijos, mantenerlos y educarlos bien?

Si no tenemos esa vida que sólo el amor puede darnos, ¿qué les daremos a nuestros hijos?

Cuando les hayamos saciado de pan y de cultura, ¿se­guirán siendo felices?

¿Por qué tardamos tanto en comprender que, si hay amor, lo hay todo y todo tiene sentido,

y que, si no hay amor, no hay nada más que la preocu­pación por escaparse del aburrimiento de cada día?

Te pedimos, Señor, que nos ayudes a comprender que el mirarnos profundamente a los ojos no es sólo un mirarnos, sino buscar el punto de encuentro de un hombre y una mujer que quieren empezar a vivir en serio, a volver a crearlo todo los dos juntos y a ase­mejarse a ti.

Sí, porque, si es cierto que tú nos has hecho a tu imagen y semejanza y nos has mirado con complacencia, también es verdad que, si nosotros nos encontramos y nos miramos profundamente, podemos decir: Dios se parece a nosotros.

Y entonces finalmente lograremos amar como tú amas,

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haciendo brotar de tu comunión con el Padre tu amor para todos nosotros.

Porque el amor, cuando es verdadero y se realiza en nosotros, no tiene fin.

Envuelve todas las relaciones, todas las demás cosas, hasta llegar a una plena comunión y encuentro con todo.

Hasta llegar, no sólo a reconocer intelectualmente y como tensión vital la comunidad universal, sino a vivirla anticipadamente, construyéndola con nuestro amor, del que sacamos siempre nuevos recursos para que todos los que no tienen todavía una perspectiva clara del fin, por no haber construido todavía un encuentro entre dos, puedan también conocerlo.

Señor, haznos ver con claridad que la fuerza que tene­mos para construir la comunidad humana —condición imprescindible para realizar la paz, la justicia y la gloria— es escasa porque en la tierra quizás no haya­mos realizado nunca un encuentro total de una pa­reja.

¿Por qué, Señor, durante tantos años, la vida de una pa­reja era una clausura para los demás? ¿Por qué esta­ba incluso en oposición con el crecimiento de la co­munidad?

Nosotros dos, que te rezamos juntos, todavía no sabe­mos muy bien adonde iremos ni qué conseguiremos. Sólo sabemos, Señor, que la vida de nuestro encuentro es el amor a los demás. Y nos gustaría también hacer comprender a nuestros amigos el valor de nuestro cuerpo, de nuestro sexo, ese extraño valor exaspe­rado y mitificado por las culturas y costumbres de todos los tiempos.

¿Cómo podremos comunicar a los demás, con toda senci­llez, ese descubrimiento tan hermoso, aunque no fácil, que hemos hecho: que, lo mismo que el cuerpo, tam­bién el sexo es el ambiente natural donde se puede

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vivir físicamente este encuentro conyugal? ¿Hacerles comprender, Señor, que es precisamente en el sexo, vivido en el amor más total, donde todo lo que es materia se redime a través de tu persona, como una pujante llamada a ser del todo?

Recordando tus palabras, Señor, en la mañana de la creación,

quisiéramos que también los hombres, al ver todas estas cosas, comprendieran que son buenas:

todas buenas.

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L o s e n a m o r a d o s

ELLA:

Hoy, Señor, viene a rezarte una mujer que busca el amor. Haz que encuentre a un hombre a quien pueda decir: Te amo porque me has reconocido la libertad de ser yo misma, en la construcción común de un nuevo gesto humano, capaz de revelar a los demás el sentido de la vida.

E L :

Hoy, Señor, viene a rezarte un hombre que busca el amor. Haz que encuentre a una mujer a quien pueda decir: Te amo porque no me pides que sea tuyo, sino que viva contigo, en medio de los demás, el descubrimiento común de todo lo que existe.

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M i o r a c i ó n

También a mí, Señor, me gustaría hacerte una oración. Una oración que tiene sólo una palabra: los otros. No es generosidad;

es exigencia de vida. Sin los otros estoy muerto,

soy un sueño, una sombra, soy nada.

Los otros son los que mejor me revelan ia realidad que soy.

Son ellos mi Dios y son yo mismo. Entre los otros, Señor,

están los que duermen, los que desesperan, los que tienen hambre, los que son esclavos.

Para ellos quiero ser grito, esperanza, pan y libertad. Están los que tienen sed de toda justicia y fe en todo

gesto humano. Quiero estrechar su mano para caminar junto a ellos,

sin preguntarles... Están en mi barca, sueñan con la misma orilla,

aunque no todos le den el mismo nombre; hablan una misma lengua: la que quiere liberar al hom­

bre de toda esclavitud.

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Si además hay alguno en mi barca que tenga ya en los ojos la luz de los resucitados, comeré con él los primeros frutos de la vida; el ocaso se confundirá con la madrugada; ya no habrá diferencias entre el sol y la nieve, y hasta los higos serán eucaristía.

Y nosotros seremos verdaderamente tú. Pero, para que todo esto sea lo que es en mi exigencia y

en mi deseo, ¿he hecho, Señor, todo lo que podía?

Cada día asumo el compromiso de inventar cada vez más medios para hacer más;

pero me gustaría ofrecer a los demás la posibilidad de preguntarme lo que quieren que yo haga para ayu­darles a liberarse.

Me gustaría, Señor, que no me faltase nunca el coraje de mantener siempre abierta de par en par mi puer­ta a todo deseo humano que sirva a la plenitud del hombre.

Comprendo que sólo así podrá tener sentido la esperanza de mi plenitud,

que sólo así podré pedírtela sin ruborizarme.

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