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Katerina

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Aharon Appelfeld

KATERINA

Katerina, probablemente la novela ms conmovedora y hermosa de Appelfeld, fue escrita en 1989 y se ha convertido en un texto imprescindible, que ao tras ao se reedita en todo el mundo no solo como relato de altsima calidad literaria, sino como texto fundamental sobre un momento histrico no tan remoto ni tan superado.

Ttulo Original: Katerina Traductor: lvarez-Mayo, Luis 1989, Appelfeld, Aharon Editorial: Losada Coleccin: Narrativa ISBN: 9788496375451 Generado con: QualityEbook v0.58 Doc original por: LTC y Cuidian Epub editado por: Sagitario

I

Me llamo Katerina y pronto cumplir ochenta aos. Pasada la Semana Santa, volv a mi aldea natal, a la granja de mi padre, pequea y ruinosa, en la que no queda en pie construccin alguna excepto esta cabaa en la que vivo. Pero tiene una ventana, abierta de par en par, que deja entrar todo el ancho mundo. Mis ojos, a decir verdad, ya no son lo que eran, pero an late en ellos el deseo de ver. A medioda, cuando ms potente es la luz, frente a m se extiende un paisaje abierto que llega hasta los mrgenes del Prut, que en esta poca tiene el agua de color azul y vibra esplendoroso. Dej atrs este lugar hace ms de sesenta aos hace sesenta y tres aos, para ser exactos, pero no ha cambiado mucho. La vegetacin, esa verde eternidad que envuelve estos montes, conserva su verdor. Si los ojos no me engaan, est todava ms verde. Algunos rboles de mi lejana infancia siguen en pie, con hojas brotando, y las colinas tienen an ese movimiento encantador, como de olas. Todo sigue en su sitio, menos la gente. Se han ido todos, y ya no estn. Por la maana temprano, aparto las envolturas que oscurecen los largos aos y los examino, observndolos en silencio, cara a cara, como dicen las Escrituras. Las noches de verano en esta poca son largas y esplndidas; en el lago se reflejan no solo los robles, sino hasta los humildes juncos que se nutren de sus aguas claras. Siempre me ha gustado este lago humilde, pero especialmente durante esas brillantes noches de verano, cuando se difumina la lnea que separa tierra y cielo y todo el cosmos queda baado de luz celestial. Los aos que pas en tierra extraa me distanciaron de estas maravillas y me las borraron de la memoria, pero parece que no del corazn. Ahora s que esta luz es lo que me hizo volver. Qu pureza, Dios mo! A veces siento el deseo de extender la mano y tocar la brisa que viene a mi encuentro por el camino, porque en esta poca es suave como la seda. Cuesta dormir en estas brillantes noches de verano; a veces me parece que es pecado dormir en medio de tanto brillo. Ahora entiendo lo que dicen las Sagradas Escrituras: "l, que extiende los cielos como un tenue velo" 1. La palabra velo siempre me sonaba rara, lejana; ahora veo ese velo. Caminar me resulta muy difcil. Si no tuviera mi ancha ventana, abierta de par en par, que me saca de aqu y me vuelve a traer adentro, estara encerrada como en la crcel, pero esta abertura me concede la gracia de dejarme salir con facilidad y vagar por los prados como cuando era joven. A ltima hora de la tarde, cuando la luz va muriendo en el horizonte, vuelvo a mi jaula, saciada mi hambre y aplacada mi sed, y cierro los ojos. Entonces me encuentro con otros rostros, unos rostros que veo por primera vez. Los domingos, reno todas mis fuerzas y bajo hasta la capilla. La distancia entre la capilla y mi cabaa no es grande, un cuarto de hora a pie. De joven, yo salvaba esa distancia de un salto. En aquella poca toda mi vida era como una nica bocanada de aire, pero hoy, aunque cada paso me duele, ese paseo an me resulta precioso. Las piedras me despiertan el recuerdo, ms bien el recuerdo anterior al recuerdo, y veo no solo a mi madre que en paz descanse, sino a todos los que alguna vez anduvieron por este camino, todos los que cayeron de rodillas, lloraron y rezaron. No s por qu, ahora me parece que siempre llevaban abrigos de pieles. Ser por un campesino annimo que una vez vino aqu en secreto, rez, y luego se quit la vida. Sus gritos me perforaron las sienes. La capilla es antigua y desvencijada, aunque tiene encanto en su sencillez. Los puntales de madera que instal mi padre todava la sostienen. Mi padre no era muy mirado con el culto, pero crea que era su obligacin cuidar de nuestro pequeo santuario. Recuerdo, aunque como en penumbra, las vigas que trajo a hombros, gruesos troncos, y cmo los clav en la tierra con un enorme mazo de madera. Por entonces mi padre me pareca un gigante, y su trabajo era el trabajo de los gigantes. Y esas vigas, aunque ahora estn podridas, siguen bien arraigadas al suelo. Los objetos inanimados tienen larga vida; solo el hombre es arrancado antes de tiempo. Quin iba a pensar que yo volvera? Yo haba borrado este primer seno familiar de mi memoria como un animal, pero la memoria de una persona es ms fuerte que ella misma. Lo que el deseo no hace, se hace por necesidad, y la necesidad llega a ser, al cabo, deseo. No lamento haber vuelto. Al parecer, estaba de Dios. En el banco que hay a la entrada de la ermita me quedo sentada una o dos horas. Aqu el silencio es muy grande, quiz gracias al valle que rodea el lugar. Cuando era pequea correteaba detrs de las vacas y las cabras por estos senderos. Qu ciega y maravillosa era entonces mi vida. Yo era como uno de esos animales a los que guiaba, fuerte como ellos, y como ellos muda. De esos aos no queda visible rastro alguno, solo yo, los aos que se han ido acumulando en m, y mi vejez. La vejez le acerca a uno a s mismo y a los muertos. Los muertos bienamados nos acercan a Dios. En este valle o una voz que me hablaba desde las alturas por primera vez; de hecho, fue en una de las laderas ms bajas de este mismo valle, donde se abre y se expande en una pradera llana. La recuerdo con gran claridad. Yo tena siete aos, y o de repente una voz, que no era la de mi padre ni la de mi madre, una voz que me deca: "No tengas miedo, hija ma. Encontrars la vaca que se ha perdido". Era una voz muy segura, tan calma que me quit todo el miedo del corazn en un segundo. Me qued sentada, sin moverme, mirando. La oscuridad era cada vez ms densa. No se oa sonido alguno, y de repente la vaca sali de lo oscuro y vino hacia m. Desde entonces, siempre que oigo la palabra salvacin veo esa vaca parda que haba perdido y que volvi a m. Aquella voz se dirigi a m solo una vez, nunca ms. No se lo cont a nadie; guard el secreto en mi corazn y me regocijaba en l. Por aquella poca yo tena miedo de todo; de hecho, fui presa del miedo durante muchos aos y solo me libr de l cuando llegu a cierta edad. Si hubiera rezado, las oraciones me habran enseado a no tener miedo. Pero mi destino se determin de otra manera, si se puede decir as. Aprend la leccin aos ms tarde, inmersa en muchas experiencias. Cuando era joven, no senta inclinacin alguna ni a la oracin ni a las Sagradas Escrituras. Lo que decan las oraciones que recitaba me sonaba ajeno; iba a la iglesia solo porque mi madre me obligaba. A los doce aos, tena visiones obscenas en mitad de las plegarias, unas visiones que me oscurecan enormemente el espritu. Un domingo tras otro finga estar enferma y, por mucho que mi madre me pegara, no serva de nada. Tena tanto miedo a la iglesia como al mdico del pueblo. Sin embargo, gracias a Dios, no me apart del todo de los manantiales de la fe. En mi vida ha habido momentos en que me olvid de m misma, en los que ca a lo ms bajo, en los que perd hasta la imagen de Dios, pero, incluso en esas pocas, era capaz de ponerme de rodillas y rezar. Seor, recuerda esos momentos, porque muchos han sido mis pecados y solo T, en Tu inmensa misericordia, conoces el alma de Tu sierva. Ahora, como dice el dicho, las aguas han vuelto a su cauce, el crculo se ha cerrado, y yo estoy aqu otra vez. Los das son largos y esplndidos, y paseo a placer. Mientras mi ventana est abierta y mis ojos despiertos, la soledad no me pesa en el alma. Qu pena que a los muertos no se les permita hablar; tienen cosas que contar, estoy segura. Una vez a la semana el ciego Jamilio me trae comestibles del pueblo. Yo ahora no necesito gran cosa: tres o cuatro tazas de t, pan y queso de granja. Aqu hay fruta de sobra; he probado ya las cerezas nuevas, vino puro. Jamilio ya no es ningn jovencito, pero sus andares de ciego son firmes. Tantea el camino con su grueso bastn, y su bastn nunca le engaa. Cuando se inclina, me sorprende la fuerte curvatura de su espalda. Segn me cuentan, cuando era joven las chicas se le pegaban como lapas, y no me sorprende porque fue muy guapo. Pero mira en lo que le han convertido los aos. Primero se qued sordo, luego perdi la vista y ahora de l solo quedan los restos. Cuando le veo acercarse a mi cabaa con mis provisiones a cuestas, no s por qu le veo un aire cansino y sumiso, pero es solo una apariencia. Cuando yo me fui del pueblo l era un recin nacido, pero he odo muchas habladuras sobre l, no siempre favorables. Despus de aos de soltera viviendo a salto de mata, se cas. La novia era rica y guapa, y aport una dote considerable, pero no era fiel. Se dijo que era su castigo por tantas mujeres a las que l haba engaado, pero tambin ella tuvo su pena por infiel: en mitad del campo sufri el ataque de un enjambre de avispones, que la mataron. Por una vez, pareci que el delito y el castigo se haban unido en este mundo, pero quin soy yo para juzgar ese misterioso equilibrio. Todos los jueves, Jamilio viene a traerme mis provisiones; solo Dios sabe cmo se orienta para llegar. A m me parece un ser de otro mundo; sin l, yacera en el polvo. "Gracias, Jamilio", le digo bien alto, aunque dudo de que pueda orme. En cualquier caso, hace un gesto como apartando una idea. Cuando yo le dejo algo en la palma de la mano, golpea el suelo con su grueso bastn murmurando entre dientes y luego se va. Su ropa huele a hierba y a agua; da la impresin de que se pasa gran parte del da al aire libre. "Cmo ests?", digo, y casi de inmediato caigo en lo estpido de la pregunta. l hace su tarea lenta y firmemente. Primero coloca los comestibles en la despensa y luego trae madera cortada y la deja cerca de la estufa, todo ello en silencio y a conciencia. Trabaja durante casi una hora, y en esa hora me deja la cabaa llena de aromas del campo, un perfume que se me queda flotando alrededor durante toda la semana. Me encanta sentarme y seguirle con la mirada mientras se va a paso lento, en una lenta partida que a veces dura otra hora entera. Primero baja hasta la ermita, se postra de rodillas en la entrada y reza. A veces me da la impresin de que oigo su silencio. De repente, sale de su ensimismamiento, sin gestos bruscos, sin aspavientos, como si se diera la vuelta, se levanta y baja andando hasta el lago. Cerca del agua, se detiene en seco y se queda all parado. A veces creo que se demora all para poder oler el aroma del agua. En esta poca, el agua tiene fragancia; de hecho, Jamilio se aproxima al borde del agua y se inclina, pero no se queda all mucho rato, enseguida baja hasta al sendero y los rboles se lo tragan. Cuando desaparece en el bosque, vuelve a aparecer ante m con una claridad diferente, robusto y atractivo, y empiezo a aorarle. La oscuridad me hace olvidarme de l sbitamente, y solo el jueves por la maana llega a mi nariz el olor del agua, me acuerdo y un estremecimiento expectante me recorre la espalda. La mayora de los das me siento en mi silln, un silln de madera bien mullido con cojines gruesos. Los aos no lo han daado: an se compadece de los huesos de la gente. Aqu es donde mi madre se sentaba los domingos, con los ojos cerrados, con todo el cansancio de la semana grabado en el rostro, el pelo ralo y gris. Yo ahora tengo cuarenta aos ms que ella entonces. Han cambiado las tornas: la madre es joven y la hija vieja y as, al parecer, seguirn ya para siempre. Cuando los muertos vuelvan a la vida, seguramente se quedar impresionada: es esta mi hija, Katerina? No obstante, cuando rezo por m tambin rezo por ella: estoy segura de que nuestras madres nos protegen, de que, sin ellas y sin sus virtudes, los malvados ya habran acabado con nosotros hace tiempo. Me paso gran parte del da sentada, observando. Ante mis ojos el lago centellea en su esplendor; en esta poca su luz es intensa. Hubo un tiempo en que aqu bulla la vida, pero ahora solo queda silencio. Cuando estoy atenta al silencio, se levantan de los prados visiones lejanas y me llenan los ojos. Ayer tuve una visin muy clara: yo tena tres aos, estaba sentada en la hierba y nuestro perro pastor, Zimbi, me lama los dedos. Padre estaba sentado bajo un rbol, emborrachndose lentamente con una botella de vodka, feliz y contento. Pap, le llamo yo, no s por qu. l est tan embebido en su botella que no me contesta. Yo rompo a llorar, pero mi llanto no le mueve de su sitio. Mi madre sale como una tormenta de la casa, y yo me callo de inmediato. Mi madre, Dios bendiga su memoria, fue una mujer desafortunada y todos la temamos, hasta mi padre, que era tan robusto. Ni las vacas se atrevan a llevarle la contraria. Recuerdo que una vez someti a una vaca desbocada con sus propias manos. Sus manos, Dios me perdone, estn impresas en mi cuerpo hasta hoy. Me pegaba por cualquier cosa, seria o ftil, furibundamente y sin piedad. Solo en Pascua dejaba de pegarme. En Pascua le cambiaba la cara, y los ojos se le llenaban de un recogimiento secreto, como un ro cuyas aguas se remansaran. Durante la Pascua la luz de su rostro irradiaba por toda la casa, con una piedad que no pareca de este mundo. Yo pasaba la Pascua sentada en algn escaln con Zimbi al lado. Atesoro el recuerdo de Zimbi con un grato calor. Era un perro grandote al que le gustaba la gente, los nios en especial. Si an queda algo de calor en mi cuerpo, es el que absorbi del suyo, y an noto su olor en las ventanas en la nariz. Cuando me fui de casa, aull amargamente, como si supiera que nunca volvera a verle. Para m an est vivo, y lo estn especialmente sus ladridos, unos ladridos apagados que me sonaban como un saludo amistoso. Mi alma se aferr a la suya, si se puede decir as. Desde que volv, oigo a veces sus gemidos, y aoro su cuerpo redondo y suave, su pelaje sedoso, y el olor del ro que llevaba prendido en las patas. Mi madre tambin quera a Zimbi, pero con un amor diferente, retenido, sin contacto. Pero ese ser mudo pareca sentir que aquella mujer infeliz le quera bien, y sala corriendo a su encuentro para saltarle encima con afecto. Zimbi senta un miedo mortal hacia mi padre. A veces siento que estoy unida a mi madre que en paz descanse a travs del cuerpo de Zimbi; nuestro amor por l nos uni en espritu como una fuerza invisible. Solo Dios conoce los secretos del corazn, y solo Dios sabe lo que nos une, en la vida y en la muerte. Nada ms pasar la Pascua, la luz del rostro de mi madre se apagaba y volva a nublarlo la ira. Yo era an muy pequea cuando o decir: "Es una mujer muy desdichada, hay que tener compasin de ella. Sus hijos murieron en la tierna infancia". Sin embargo, yo estaba convencida de que el ngel de la muerte no pasara sobre m. Cada noche rezaba para no morirme y, milagro de milagros, las oraciones tuvieron efecto, y mi vida se ha prolongado ms all del plazo que se concede a los hombres. Mi madre muri muy joven. Veo su rostro con tanta claridad como el da en que nos dej. Veo especialmente el impulso airado de sus largos brazos. Todava hoy, tantos aos despus, la recuerdo con temor y temblor, como dicen las Escrituras. Cada vez que pienso en ella, la veo viniendo hacia m furiosa. Por qu, madre le pregunto, te enojas conmigo? Ya he recibido el castigo por mis pecados, y ser azotada por mis faltas en el reino de la verdad. Pero mi madre sigue con lo suyo; es muy joven, y seguir sindolo por toda la eternidad. Si hubiera vivido tantos aos como yo, se le hubiera calmado la sangre; a mi edad, ya nadie se enoja. A veces pienso que todava nos guarda rencor a todos porque la enterramos en hielo. El cementerio estaba blanco e inhspito, y los dos sepultureros tuvieron que abrir la tierra para su tumba con un hacha. La gente se qued a cierta distancia de la sepultura, temblando. El cura despotricaba contra los enterradores por su pereza, por no haber preparado la tumba a tiempo, y les meta prisa susurrndoles unas palabras que sonaban a maldiciones. Despus, cuando ya estaba oscuro, las plegarias cayeron como granizo. Yo me envolv la cabeza con la paoleta para no ver cmo bajaban el atad a la tumba con cuerdas, pero el fro me penetr en los huesos igualmente, y sigo sintindolo hasta hoy. En cuanto mi madre muri, mi padre se sumi en la bebida. Dej de atender la casa y la granja, vendi los manteles bordados, y hasta el bal de la dote de mi madre. Entonces yo empec a tenerle miedo, como si fuera un desconocido. Volva a casa muy tarde, y caa de inmediato sobre la cama como muerto. Pasaba la mayor parte del da durmiendo y solo empezaba a moverse cuando se acercaba la puesta de sol, para dirigirse a la taberna sin demora. Esa primavera ya no fue al campo. Me ignoraba como si yo no existiera. A veces blanda el puo hacia m y me abofeteaba, distradamente, como quien espanta una mosca. La muerte de mi madre le dio libertad para beber cuanto quisiera; a veces llegaba a casa con el nimo alegre, como un joven alocado. Una noche se acerc a m, Dios me perdone, y me habl con una voz que no era la suya: "Por qu no te acuestas con pap? Est la casa fra". Tena los ojos vidriosos, y una especie de rojez lasciva le brillaba en ellos. Nunca me haba hablado antes con esa voz. "Acostarse con pap no es malo", me dijo, otra vez con la voz que no era suya. Yo sent en mi corazn que eso era pecado, pero no lo saba con certeza. Me met a gatas debajo de la mesa y no dije ni una palabra. Padre se agach y dijo: "Por qu huyes de m? Soy tu pap, no un desconocido". Entonces me agarr por los hombros con sus manazas, me atrajo hacia l y me bes. Luego se puso en pie, hizo un gesto de desdn y cay redondo en la cama, dormido. Despus de eso, no volvi a mirarme.

II

Pocos meses despus de la muerte de mi madre, Padre trajo a casa a una nueva esposa; una mujer alta, grande, que nunca deca ni una palabra. Tena personificada en la cara la montaa de la que vena: era una cara oprimida, como la de una bestia de carga. Padre le hablaba a gritos, como a una sorda. Qu haces? me preguntaba la mujer, en tono amenazante. Yo? y yo retroceda, del miedo que me daba. Tienes que trabajar deca. No puedes sentarte sin hacer nada. Yo pasaba gran parte del da al aire libre. Ya entonces saba que esta vida iba a pasar y que entonces otra vida, diferente y muy lejana, emergera de esta. Vea a mi madre en sueos cada noche y, como siempre, estaba muy atareada con el trabajo domstico, con las deudas y los animales enfermos. "Madre!". Yo quera tenerla cerca de m, pero ella, como en vida, estaba enfadada con todo el mundo. Le contaba que Padre haba trado a casa a una nueva esposa; pareca que alcanzaba a comprenderlo, pero haca odos sordos. En el otoo, me fui de casa. "Adnde?", me pregunt mi padre. A trabajar. Ten cuidado, y no te apartes de la buena senda me previno y, sin aadir ni una palabra ms, desapareci de mi vida. Mi padre era fuerte; no se atreva a atacar a mi madre, pero he odo que golpeaba con saa a su segunda esposa. Me contaron que en los ltimos aos de su vida cambi mucho y empez a ir a la iglesia los domingos. Oigo a mi madre como un rumor bullente, pero veo a mi padre ante m como negndose a abandonar este mundo. Una vez, en verano, hace muchos aos, estaba mi padre apoyado en una larga horca y empez a chasquear los labios en direccin a las vacas, como si estuviera tirando besos a unas mozas descaradas. Las vacas le miraban sonriendo, y eso le hizo gracia y sigui. Una extraa intimidad creca entre l y las vacas. Aquel verano, cuando yo estaba en tercer grado, o de repente la voz de mi padre cuando yo sala para el colegio. "Adnde va?". Al colegio respondi mi madre sin levantar la cabeza. Y qu falta le hace? All no aprenden nada. T no eres cura, y el cura nos ha mandado que enviemos a las nias al colegio. Yo digo que no dijo, como a propsito. Pero mi madre no se alarm, y le dijo: Hay un Dios en el cielo que es el rey y es el padre, y nos mandan obedecerle a l, no a ti. Madre era una mujer fuerte y valerosa. Ese coraje lo vi un invierno, cuando pele con un ladrn de caballos que tuvo que huir para que no lo matara. Pero no me leg ese valor, no s por qu. Yo tena miedo hasta de las sombras; por la noche, incluso los grillos me llenaban de inquietud. Este lugar apartado no me procuraba felicidad alguna, pero mis primeros recuerdos siguen claros como el agua; las lluvias, por ejemplo, aquellas lluvias furiosas, las lluvias torrenciales como las llaman aqu. A m me encantaban las lluvias sbitas del verano, y la bruma que se alzaba desde los prados tras el chaparrn. Nunca veo juntos a mi madre y a mi padre. Como si nunca hubieran estado juntos. Cada uno tena una relacin especial con los animales; mi madre se ocupaba de ellos con dedicacin, pero de forma fra; para ella, una vaca sana era como si no existiera. Por el contrario, mi padre tena una relacin provocadora con ellas, como si fueran mujeres a las que fuera a seducir. Mi madre le despreciaba por ese comportamiento. Despus de su muerte, yo empec a ir ocasionalmente a la ermita; me pareca verla tumbada sobre el gran icono, rezando junto a la Sagrada Madre. Yo me sentaba y miraba rezar a las mujeres, unas mujeres desoladas, que a veces me daban un pedazo de pastel y me bendecan. All, entre los cirios humeantes, el moho y las ofrendas, aprend a observar a la gente. Mi padre y su nueva esposa, al parecer, no llevaban una vida feliz. El espritu de mi madre les acechaba desde cada esquina. La nueva esposa, la extraa, se esforzaba en vano por arrancarla de sus dominios. Ms de una vez la o refunfuar: "Parece que no soy capaz de hacer nada. En mi casa todo el mundo estaba contento conmigo y aqu todo lo hago mal". Padre, por supuesto, no aceptaba estas excusas y, cada vez que el pan se quemaba en el horno o la comida se estropeaba, le pegaba. Ella chillaba y amenazaba con huir a su casa. Aos despus, o que tambin ella reparti a gusto, y cuando mi padre se puso enfermo le trat mezquinamente. Hubo rumores de que le haba envenenado. Quin lo sabe? Tambin ella est en el reino de la verdad. Si pec, pagar sus deudas; al final, todas las cuentas se saldan. De otra cosa, y no pequea, se hablaba tambin entre susurros en mi casa: los bastardos de mi padre. Mi madre, por supuesto, nunca se lo perdon, y le recordaba sus pecados uno por uno. Cada vez que mencionaba el asunto, una extraa sonrisa se le extenda por el rostro, como si ya no fuera un pecado sino un desliz trivial. Mi padre tena dos bastardos de la misma mujer, una notoria libertina. De muy pequea, yo los haba visto con mis propios ojos: unos jvenes robustos, sentados en un carreta estrecha conducida por dos caballos flacos. La forma en que estaban encaramados en aquella carreta tan pequea me hizo rer. Al volver a mirarlos, me di cuenta de que se parecan a mi padre. "Los mos mueren y sus bastardos viven y prosperan", o decir a mi madre ms de una vez, rechinando los dientes. Abandon mi hogar sin pena ni remordimiento, por el sendero lateral que todo el mundo llama el camino de los judos. Aqu, en primavera como en invierno, se reunan los judos, delgados como saltamontes, para vender su mercanca. Eran una de las maravillas que ms miedo me daban en la infancia. Con su aspecto, con su forma de sentarse y regatear, no parecan seres de este mundo, sino unos espectros negros a punto de saltar sobre aquellas patitas de alambre. "No vayas all", o decir a mi madre ms de una vez. La advertencia solo serva para aumentar mi curiosidad y, cada vez que aparecan, all estaba yo. Los judos solan colocar unas maletas en el suelo y extender su mercanca para que todos la vieran. Tenan muchas formas de exhibirla: en cuerdas colgadas de rbol a rbol, en mostradores improvisados, sobre las ramas, o simplemente en el suelo. Aquellas maletitas arrugadas resultaban estar llenas de tesoros: camisas de colores, medias, zapatos de tacn y lencera bordada; casi todo ropa de mujer y confecciones femeninas. Las mujeres se tiraban como buitres encima de las prendas y robaban todo lo que podan. A m me encantaban los olores de la ciudad, embebidos en aquellos camisones bordados. Si ignorabas su presencia atemorizante, el espectculo era entretenido. Yo envidiaba a las mujeres que iban a regatear y a comprar cosas nuevas, que les envolvan en papel y cartones. Yo nunca tena ni un centavo. Una vez le ped a mi madre que me diera una moneda para comprar caramelos, y me ri diciendo: "No vayas all. Los judos te timarn". Pero yo me pasaba horas all sentada. Los vendedores ambulantes eran rpidos y vivaces, y a veces pareca que no anduvieran sobre piernas humanas sino sobre patitas de ave que les permitieran saltar. De vez en cuando, aparecan sbitamente unos cuantos campesinos que los espantaban a latigazos y, en una ocasin, al salir corriendo, se dejaron un par de medias de colores. Cuando se las ense a mi madre, me dijo: "No te las pongas ahora, gurdalas para los das de fiesta". Casi siempre estaban vendiendo hasta que anocheca. Entonces volvan a guardar lo que les haba quedado y desaparecan. Una vez un judo se present en nuestro patio y nos ofreci su mercanca. Era alto y delgado, con barba negra y el cuello flaco y largo. Yo jams haba visto una nuca tan desnuda en toda mi vida. Con el tiempo, me habitu a ellos, y a veces robaba alguna prenda de ropa o un saquito de caramelos. Recuerdo aquellos hurtos perfectamente; en ellos haba algo de triunfo, y alegra reprimida sobre el miedo, porque robarles no estaba prohibido: como deca mi madre, el que roba a un ladrn tiene cien aos de perdn. Una vez vino a buscarme mi prima Mara: Los demonios ya llegaron, qu haces aqu? Qu demonios? Los demonios con las maletas. Me has asustado, Mara. No hay que asustarse me dijo sin inmutarse. Si te acostumbras a ellos, les puedes sacar lo que quieras. Mi prima Mara tena siete aos ms que yo. Haba trabajado para los judos, y los conoca de primera mano. Tambin ella, como todos nosotros, los odiaba, pero ya saba que no hacan ningn dao aparente, y que no envenenaban a nadie. Mara tena vestidos y ropa interior que le haban dado, y una vez me trajo una combinacin bordada y me la regal. Mi prima Mara, que en paz descanse, era, Dios la perdone, ms fra que un tmpano. No conoca la palabra miedo. Ms de una vez la vi rajar un cerdo: le clavaba el cuchillo sin repugnancia, y cuando el pobre bicho chillaba, ni siquiera le cambiaba la cara. En una ocasin la o jurar como uno de los campesinos. Recuerdo que una vez, por la primavera, se fue a uno de los puestos, escogi una blusa muy bonita y pregunt el precio. El judo dijo una cifra. No traigo dinero hoy dijo ella. Te la pago la prxima vez. No te la vendo dijo el judo. Cmo que no me la vendes? Mara le habl en tono normal, pero con firmeza. Te arrepentirs. Yo no le he hecho dao a nadie el hombre levant la voz. Si no me la das, mi hermano te matar como a un perro en el campo le dijo ella entre dientes. No tengo miedo grit el judo. Pues vaya cosa, que te maten por una blusa susurr ella, echando a correr con la prenda. El judo estuvo a punto de seguirla, y lleg a dar un par de pasos, pero no fue muy lejos. Aquella misma noche, Mara me explic: Los judos tienen miedo a la muerte, no como nosotros. Ese miedo es su problema, su punto dbil. A nosotros nos da igual tirarnos desde un puente, pero a ellos no. Esa es la diferencia, me entiendes? Mara, Dios la perdone, era una descarada. Hasta yo le tena miedo. En el pueblo, los judos aparecan en cualquier momento, y en lugares donde no esperabas verlos, junto al lago o detrs de la ermita. Su forma de vestir los haca destacar; la gente les pegaba o los persegua, pero ellos, como los cuervos, siempre volvan, en cualquier poca del ao. Por qu son as? le pregunt una vez a mi madre. No lo sabes? Ellos mataron a Jess. Ellos? Ellos. No pregunt ms. Tuve miedo de preguntar. Se me aparecan en sueos y pas muchas noches negras por su culpa. Siempre con el mismo aspecto: delgados, morenos, saltando sobre las patas de pjaro y levantando el vuelo de repente. Una vez, me acuerdo, se me acerc un judo en medio del campo y me ofreci un caramelo. Pero tuve tanto miedo que sal corriendo como si huyera de un demonio.

III

Dos das camin por los senderos llenos de barro. El otoo haba llegado ya por todas partes, lluvia y densas nieblas, pero ms amargo que todo ello era la mirada indiferente de mi padre. Me abandon como se abandona un animal enfermo al que uno no quiere matar de inmediato. Yo no tena miedo de los perros; estaba acostumbrada a los perros. Cada vez que me cruzaba con uno, me quedaba quieta y me haca amiga suya, porque entiendo el lenguaje de los perros. Me basta juzgar la forma en que ladran para saber si estn contentos o enfadados. Los perros vagabundos son mudos. No es fcil reconocerlo, pero estamos ms cerca de los animales que de los humanos. Cuntos amigos se gana una persona en toda su vida? Entre una lluvia y otra, coga una manzana o una pera, me sentaba, y trataba de aferrarme a la memoria de mi madre. Cuando no tiene un alma cercana, uno se aproxima a los muertos. Mi madre, en vida, fue una mujer amargada, y esa amargura se increment con la muerte. Ms de una vez ped compasin para ella. Hasta en el mundo de los muertos est consumida de amargura. No nos libera la muerte de nuestros afanes mundanos? Es que todo lo que hicimos, nuestras estupideces y nuestras porqueras, estn vinculados a nosotros eternamente? Por la noche, dorma en algn granero o en un cobertizo abandonado. Desde muy pequea estaba acostumbrada a la humedad. Quien nace en un pueblo sabe que la vida no es un eterno festejo. Yo no lloraba, ni le echaba la culpa a nadie, pero me detena junto a la ermita para rezar. En las bajas y humildes capillas aprend a orar. Es difcil superar el orgullo y caer de rodillas, pero cuando uno deja su casa y no tiene ningn otro hogar en el mundo, las rodillas caen de por s. En esas pobres ermitas se aprende cmo acercarse al prjimo con compasin. Al lado de esas casas de devocin, la gente me ofreca un pedazo de pastel o de queso. Un campesino hasta me dio una moneda. Pero eso no suceda siempre. Alguna vez vi a alguna paisana salir de la ermita y arrojarse sobre su animal para golpearlo salvajemente, como si no fuera una bestia muda sino un delincuente de nacimiento. Una noche llegu a Strassov, ciudad que consista en una calle y una bulliciosa estacin de tren. Mara me haba hablado mucho de la ciudad, pero lo que vi no era como lo haba imaginado. La gente se agolpaba cerca de las salidas, los trenes iban y venan y unos hombres robustos cargaban sacos de grano en los andenes. No permitas que te toquen me haba advertido Mara. Ms tarde, la estacin se fue vaciando, los trenes dejaron de correr, la cafetera cerr, y de las esquinas oscuras empezaron a salir mendigos y borrachos. Y t quin eres? me pregunt uno de los borrachos. Yo estaba asustada, y me haba quedado muda. De qu pueblo? sigui preguntando. Se lo dije. Ven con nosotros, enseguida vamos a hacer caf. Y as fue como conoc el mundo de la noche en la estacin. Tena diecisis aos. Todos me llamaban la nena, pero all ese trmino no era condescendiente. Si alguien no da lo que debe, le echan hasta de esa esquina oscura y fra. Al da siguiente empec a lavar platos en un restaurante. Quien haya nacido en un pueblo conoce los abusos. Mi madre me pegaba, y mi padre tampoco se compadeca de mi cuerpo. El dueo del restaurante no era mejor que ellos. A ltima hora de la tarde, antes de pagarme, me sobaba los pechos. Por las noches, muchas manos me manoseaban. Haca fro en la oscuridad, y la ropa de los pobres exhalaba un fuerte olor a moho. Ese olor ftido lleg a impregnarse tambin en mi ropa. "El cuerpo no es sagrado, no te va a pasar nada", me dijo uno de los borrachos, estirando la mano para tocarme la entrepierna. Aquel otoo fue muy fro en la ciudad. Si hubiera tenido una habitacin, habra huido, pero una persona sin habitacin es como un perro callejero. Todo el mundo se mete con l. Y, ya que no tena opcin, yo me sentaba, daba mis cosas y reciba las de los dems. Daba la calderilla que haba ganado, y reciba de ellos algo de beber y una taza de caf. Yo s que la bebida amortigua el miedo. Mi madre no beba vodka fuera de casa, pero durante el fro invierno se sentaba a solas y se emborrachaba. Cuando ya estaba borracha, en su rostro volva a insinuarse algo de cuando era joven; me contaba cosas de su pueblo natal, de las fiestas y las celebraciones. Me gustaban mucho esos raros momentos, pero al da siguiente se levantaba otra vez amargada y furiosa, y caan sobre m rayos y truenos. En la estacin de Strassov aprend a meterme en el cuerpo un trago de un solo golpe. Despus de dos o tres, ya no sientes miedo ni dolor; hasta disfrutas de los manoseos. De hecho, ya nada te molesta: reposas la cabeza contra la pared, cierras los ojos y cantas. Una noche, mientras estaba all hecha un ovillo con los borrachos, ante m apareci mi madre, despavorida y llena de ira. Cmo has llegado hasta aqu? pregunt yo como una estpida. Y t me lo preguntas? me contest iracunda. Quise ponerme de rodillas y pedirle perdn, pero desapareci, tal como lo haca en vida, en un remolino de furia, con la urgencia de quien no tiene en cuenta la opinin de nadie. Al da siguiente le cont a otra borracha mi sueo. Ella hizo un gesto de desdn con la mano y me dijo: "No la escuches. Mi madre tambin sola atormentarme en sueos. Yo no creo en nadie, ni en los muertos. Todo el mundo intenta aprovecharse de ti. Yo no volvera a mi pueblo por nada del mundo. Para m, mi cuerpo no vale nada en absoluto. Si alguien quiere acostarse conmigo, le dejo. As los dos estamos ms calentitos". De esta forma iban pasando los das, sin ver el final. En el restaurante, no s por qu, me despidieron. Ahora no tena ni un centavo, y robaba lo que tuviera a mano. Ms de una vez me sorprendieron, y ms de una vez me pegaron, pero yo no lloraba ni imploraba compasin. Solo apretaba los dientes. Las promesas que me hacan los chicos fueron mentira. Durante el otoo me sobaron todo el cuerpo, pero cuando el fro del invierno se hizo ms glacial, desaparecieron dejndome con los enfermos y los viejos. La gente vieja sabe cundo se acerca el fin, y se acurrucan en una esquina para esperarlo en silencio. Se dice que morir de fro no duele, pero yo he visto con mis propios ojos cmo la gente se retuerce bajo las quemaduras del fro y gime de dolor. Quin les escucha en el ajetreo de una estacin de tren? Cada uno va a lo suyo. Durante aquel invierno, maldije a mi padre por no haberme dado ni un centavo para mantenerme. Pero no hay oscuridad absoluta, aunque a veces lo parezca. Mientras estaba all, abandonada en aquella bulliciosa estacin, una mujer baja se me acerc y me dijo sin ms: "Quieres trabajar para m?". No s qu aspecto tiene un ngel de Dios, pero aquella voz me son como venida de las alturas. Mirndola de cerca, me di cuenta de que su rostro, envuelto en un chal, no era suave. Tena cierta severidad coagulada en los ojos. A m no me gusta la gente baja: siempre me provocan cierto desasosiego y sentido de culpa. "Pero si alguien se ofrece a resguardarte del fro, debes quererle", me dije, y fui tras ella. De dnde eres? me pregunt. Se lo dije. Y alguna vez has visto judos? A veces sonre. Yo soy juda. Te doy miedo? No. Pero, antes de nada, debes tomar un bao. Haca meses que mi cuerpo no vea el agua. Mi ropa estaba empapada de olor a moho, vodka y tabaco; uno se acostumbra a la mugre y deja de notarla. En aquel momento, all desnuda, el miedo me recorri todo el cuerpo y me hizo estremecer. Por todas partes aparecan judos que se quedaban junto a m, todos con el mismo aspecto: un hombre flaco con una espada desenvainada en la mano. Yo ca de rodillas y me persign. Mis pecados haban llegado a lo alto, y ahora estaba a punto de pagar por ellos. Aquella noche me acord de los judos que solan vagar por nuestro pueblo, dando brincos entre los rboles y por los patios de las casas, o junto a sus puestos improvisados, demonios vivientes, demonios que hablaban, y me acord de los paisanos que aparecan y hacan restallar el ltigo sobre ellos. Entonces, no s por qu, me pareci que eran ms ligeros, que podan saltar sobre las zanjas y por encima de las vallas; pareca que les hubieran quitado su peso terrenal. "No se les puede derrotar", o que deca Mara, rindose, "el cuerpo de un demonio no siente el dolor". Los paisanos seguan dndoles latigazos, y la risa de Mara, su risa franca, era engullida por el chasquido de los ltigos. Me despert.

IV

"Estoy con los judos", dije, y no saba lo que deca. Aquella noche, quem mis ropas hmedas y andrajosas. Las prendas que ya no usaba la seora de la casa me servan: estaban limpias, no olan a nada, y no s por qu me despertaron la sospecha de que haban pertenecido a judos muertos. La seora de la casa, al parecer, se dio cuenta de mis aprensiones, as que abri la puerta y me ense el piso: tres habitaciones oscuras, no muy grandes, una salita y dos dormitorios. Habas visto judos antes de ahora? Solan venir al pueblo a vender mercancas. El trabajo era sencillo, pero agobiante. Mi padre y mi madre me haban enseado a trabajar, pero no a ser meticulosa, y aqu haba que tener cuidado hasta con el ltimo cazo. El seor de la casa, un hombre alto y reservado, sola sentarse a la cabecera de la mesa y, tras recitar la bendicin, no deca ni una palabra ms. La religin de los judos, por si ustedes no lo saben, es sobria. La seora de la casa no me pasaba ni una. Me ense, con gran rigor, lo que estaba permitido y lo que estaba prohibido. Cashrut, as es como se llama la separacin entre leche y carne. Para ellos, la estricta observancia de lo cashrut est conectada como una especie de preocupacin continua, como si no fuera un asunto de cacharros domsticos sino de sentimientos. Durante muchos aos trat en vano de entender esa preocupacin. Si no hubiera sido invierno, me habra escapado. Hasta la libertad ms miserable es libertad, y aqu no haba ms que prohibiciones. Pero cuando me asomaba a la ventana, vea la nieve amontonada sobre los tejados, el trfico escaso por la calle, nadie entraba ni sala de las tiendas; no tena valor de saltar y caer sobre aquella helada. No he mencionado an a los dos chicos, Abraham y Meir. El mayor tena siete aos y el pequeo seis. Dos criaturas rosadas y alegres, como dos payasitos viejos, que de repente se quedaban en silencio mirndote de hito en hito con sus ojazos, como si fueras un ser de otro mundo. Los chicos estudiaban desde buena maana hasta ltima hora de la tarde. Esa no es forma de hacer estudiar a nios: se hace estudiar as a curas y monjes. Entre nosotros, se estudiaba como mucho cuatro horas al da. Pero ellos le meten a un beb un libro en las manos antes de que abra los ojos; y se asombra alguien de que tengan el rostro hinchado y rosceo? Entre nosotros, un cro va a nadar en el ro, va de pesca, y agarra un potro en plena carrera. Todo mi ser retroceda de horror ante la visin de esos dos nios a los que llevaban a su crcel cada maana a primera hora. En esos momentos, odiaba a los judos. No hay nada ms fcil que odiar a los judos. Yo pasaba los domingos muy a menudo con los de mi propia clase, en la taberna. La mayora trabajaba tambin para los judos, algunos en sus cultivos, algunos en sus tiendas. Todos tenamos de ellos la misma impresin. Nuestra juventud, nuestra forma de disfrutar de la vida, nos hacan despreciar a los judos: su altura, su ropa, su comida, su forma de hablar, la forma en que se vestan y en que se emparejaban. No nos perdamos ni un detalle. Lo que no sabamos, lo suplamos con la imaginacin, que floreca tras dos o tres tragos. Competamos a ver quin era ms divertido. Cantbamos maldiciendo a los hijos de Satans, para los que todo es contabilidad, dinero, inversiones e inters. Todo se haca con medida: la comida, la bebida, el copular. Durante horas cantbamos: Un judo paga en centavos Y se guarda los billetes El jueves le toca bao Y el viernes echa un polvete En primavera me enter de que estaba embarazada. Tena diecisiete aos. Yo saba que a las chicas embarazadas las despiden al instante, as que no dije ni una palabra a la seora. Hice un esfuerzo por trabajar con mucha atencin, por no engaarles ni robarles, pero, en cuanto al chico que me haba dejado as, lo acos. Hizo un gesto muy raro con la cabeza y me dijo: "Deberas volver al pueblo. En los pueblos nadie da ninguna importancia a eso". No nos vamos a casar? No tengo ni un centavo. Y qu pasa con el nio? Djalo en un convento. Es lo que hace todo el mundo. Supe que hablando no conseguira nada. Gritando solo le hubiera enfadado ms, pero, de todas formas, cmo iba a quedarme callada? As que, como una estpida, le pregunt: Y qu hay de tus promesas? Qu promesas? dijo, enrojeciendo de ira. Yo me call la boca y me di la vuelta. Ahora no recuerdo su altura, no s si era alto o bajo, y su rostro se me ha borrado completamente de la memoria, pero a la nia recin nacida, carne de mi carne, a ella no puedo olvidarla. Es como si no la hubiera abandonado, como si hubiera crecido conmigo. Hace aos tuve un sueo, y en sueos la llevaba al altar. La joven era hermosa como un ngel, y yo la llamaba ngela. Quin sabe, quiz todava camine por la tierra de los vivos. Otra vez me he adelantado a los hechos. En el quinto mes, confes mi secreto a la seora. Estaba segura de que me iba a despedir al instante, pero, para mi sorpresa, no lo hizo. Me qued en la casa y segu trabajando. El trabajo no era fcil, pero ella no me apuraba ni me echaba en cara mi desgracia. Sin darme cuenta, me fui acostumbrando a los olores de la casa, a la extraa separacin entre leche y carne, a la penumbra que reinaba de la maana a la noche. En el noveno mes del embarazo viaj hasta Moldovitsa y all, en una casa junto al convento, pregunt a una campesina dnde poda alquilar una habitacin. La anciana supo por qu haba ido a preguntarle a ella, y me pidi un alquiler muy alto. Yo no tena dinero: haba robado una joya de oro y eso fue lo que le ofrec. De dnde la has sacado? La hered de mi madre. No perturbes el descanso de tu pobre madre, y no digas mentiras. Qu quiere que le diga, Madre? Di la verdad. No es fcil decirla, Madre. La anciana me cogi la joya de la mano y no pregunt ms. Desde mi ventana vea los muros del convento, el campanario y los prados que lo rodeaban. Pas muchas horas detrs de aquella ventana, y por la tarde tena la cabeza embotada y mareos. Debes rezar, hija ma. No me resulta fcil rezar. Vndate los ojos con un pauelo. Los ojos son los grandes seductores del pecado. Sin ojos es ms fcil rezar. Hice lo que me ordenaba y me at una paoleta alrededor de los ojos. El embarazo se prolong ms all de su trmino y yo daba vueltas alrededor de los muros del convento da tras da, como los hijos de Israel marchando hacia Jeric. El deseo de entrar, de tocar el altar y prosternarme a sus pies, era fuerte, pero no me atreva. Cuando volva de caminar por los prados, el temor de Dios me dominaba. Consegu controlarme durante unos cuantos das, pero al final le habl de ello a la seora. De qu tienes miedo, hija ma? me pregunt con dulzura. De Dios. No tienes nada que temer. Dejars al beb en una caja, como dejaron a Moiss, y luego el buen Dios sabr lo que hay que hacer. Las monjas son compasivas y lo cuidarn. Todos los meses vienen aqu mujeres que dejan a sus bebs. Los nios sern educados en el convento y se harn curas o monjes. La seora me haca cada maana una papilla de cereales. Yo tena todo el cuerpo hinchado, y el cansancio me llevaba directamente al lecho. Ya no me quedaban fuerzas para acercarme a los muros del convento, ni llegaba muy lejos andando. La anciana me insista todas las maanas en que rezara. "No debes ser perezosa. Todos debemos levantarnos por la maana y cumplir con nuestras tareas". Sus reproches se me hincaban en el cuerpo como espinas. Yo saba que no haba forma de compensar mi pecado. El parto fue duro y doloroso. La partera dijo que no haba visto un parto tan malo en muchos aos. Si alguien va a dar a luz a un sitio as, nadie respeta su honor, y la partera no me respetaba: A partir de ahora, no te fes de los hombres. Lo prometes? Lo prometo. Y cmo s que vas a cumplir tu promesa? Lo juro. Los juramentos se quebrantan fcilmente. Qu quiere que haga, Madre? Te atar una cadena al tobillo, y as siempre te recordar que no debes acostarte con chicos. Gracias, Madre. No me des las gracias. Con que no te acuestes con chicos, me doy por pagada. Al da siguiente estuve a punto de abandonar al beb, pero no tuve fuerzas para levantarme. La anciana no pareca muy satisfecha, pero no me ech. Se qued junto a mi cama y me cont cosas de su lejana juventud, de su marido y sus hijos. Su marido se haba ido siendo joven, y sus hijas no haban elegido el buen camino. Se haban echado a perder en la ciudad, y ahora ella no tena nada ms que esas cuatro paredes. Y dnde trabajas? me pregunt de repente. Para unos judos. Y esto es de los judos? Es de los nuestros dije yo. Es nuestro. Cuando anocheca, se vio ms tranquila y me consol. Las monjas del convento la criaran y la llamaran ngela. A veces, es mejor para una persona no tener recuerdos de su padre ni de su madre: as la fe le viene directamente del cielo. Todos nacemos en pecado. T ya has sufrido bastante. A partir de ahora, la Iglesia se ocupar. En la iglesia todo est limpio y tranquilo. Nuestras vidas pasan como torbellinos, y all existe la paz perfecta. No tienes que preocuparte de nada. Ests haciendo lo correcto. Sin darme cuenta, se me cerraron los ojos y me qued dormida. La nia mamaba sin pausa y me dejaba extenuada. Si no hubiera estado tan cansada, quiz me hubiera quedado ms tiempo. Pas una semana refugiada all, dndole el pecho. Tras esa semana, me fallaron las fuerzas. Le ped a la anciana que me trajera la cesta para que pudiera acolcharla con mis propias manos. La anciana me ayud en silencio, como cmplice total. Al da siguiente, cuando la oscuridad an cubra los prados, coloqu al beb en la cesta. La nia dorma tranquila y no emiti ningn sonido. Cruc el jardn con largos pasos y, en la puerta del convento, reun todo mi valor y la dej en el peldao de la entrada. A veces, en las largas noches de invierno, la veo de lejos, alta y delgada, envuelta en muchos velos de luz, tan hermosa como los cuadros de las iglesias. He pasado tanto, me digo, y siento que pronto estaremos frente a frente, sin divisiones. Mi fe en el otro mundo a veces me inunda como una ola clida.

V

Volv, y me sumerg en el trabajo como si lo hiciera en el olvido. Extraa es la vida de los judos. Con el paso de los aos, aprend a observarlos. Son temerosamente diligentes. Tras las plegarias de la maana, el hombre de la casa se va a trabajar a su almacn, no una tienda grande, en un extremo del mercado, y ms tarde su esposa se rene con l y trabajan juntos sin una sola pausa y sin siquiera un trago hasta ltima hora de la tarde. Yo estoy en la casa, limpiando y ordenando. An no me he acostumbrado a los olores del hogar judo. La casa est llena de libros como un convento. Mi prima Mara me revel una vez que al octavo da circuncidan a los bebs varones, para incrementar su virilidad cuando maduren. No hay por qu creerse toda palabra que sale de la boca de Mara; casi siempre exagera o se inventa cosas, pero no es una mentirosa completa. Por ejemplo, no tiene miedo de los judos. Ella me asegur que ningn mal caera sobre m estando con ellos. El viaje a Moldovitsa estaba ya olvidado. De no ser por lo que soaba de noche, mi vida de entonces se hubiera desarrollado sin sobresaltos. En sueos, todos mis pecados se desplegaban ante m, de esa forma en que solo los pecados se exponen al aire, con todos sus detalles al rojo vivo. Ms de una vez o la voz de Angela: "Mam, mam, por qu me has abandonado?". Pero, a la luz del da, se borraban todas las cuentas. Aprend a trabajar sin hablar mucho. En el pueblo la gente dice que los judos son unas cotorras, buscando siempre tres pies al gato para intentar engaar. No conocen a los judos. Solo se habla para cosas prcticas; lo de hablar por hablar no existe entre ellos. Hay algo compulsivo en su forma industriosa de trabajar. Es una buena vida la suya? Son felices? Me lo pregunt ms de una vez. "Cada uno debe cumplir con sus tareas sin esperar recompensa", me dijo una vez la seora. Y sin embargo, ellos aspiran a la grandeza. No se privan de los placeres de este mundo, pero no ponen avidez en buscarlos. Los judos son dueos de tabernas, pero ellos mismos no se emborrachan. No solo yo estaba observndolos, parece. Tambin ellos me seguan los pasos de cerca. Se fijaron, por ejemplo, en que ya no sala a divertirme los sbados por la noche. La seora estaba contenta, pero no expres su aprobacin con tantas palabras. Decir las cosas abiertamente no es lo habitual entre ellos. Mis horas ms felices eran las que pasaba con los nios. Los nios son nios; aunque es verdad que poseen una dosis de inteligencia mayor, no son demonios. Al cabo de unos pocos meses me rend a la tentacin y volv a la taberna. Mis conocidos se quedaron estupefactos: "Qu te pas, Katerina?". Nada, qu me va a pasar? trataba yo de disculparme. Sin embargo, algo haba cambiado en mi interior. Me tomaba un par de tragos, pero mi alma no se remontaba. Todos a mi alrededor, los jvenes y los no tan jvenes, me parecan bastos y patosos. Segua bebiendo, pero no me emborrachaba. Dnde ests trabajando? Con los judos. Los judos tienen una mala influencia sobre ti me dijo una joven. No tengo otro trabajo. Podras venir conmigo. Trabajo en una cantina. Ya estoy acostumbrada. No deberas acostumbrarte a ellos. Por qu? No lo s. Tienen mala influencia. Al cabo de un ao o dos, se te pegan sus gestos. Conoc a una chica, una buena amiga ma, que trabajaba para los judos. Al cabo de dos aos, perdi el aspecto de persona sana. La cara se le puso plida, y sus movimientos carecan de libertad... tena como un temblor en la mandbula. Nuestra vida es diferente. Yo no trabajara para ellos ni por todo el oro del mundo. En aquel tiempo, no voy a ocultar la verdad, yo senta una intensa atraccin hacia el seor de la casa. No s qu es lo que me excitaba de l: su altura, su cara plida, sus oraciones de buena maana, el abrigo, o quiz el ruido de sus pasos por la noche. Mi joven cuerpo, que haba conocido ya el oprobio y el dolor, se despertaba. En secreto, esperaba que llegara la noche en que se acercara a mi cama. Al parecer, los judos son muy sensibles. La seora, sin decir una palabra, me mantuvo alejada de la cocina a las horas de las comidas, y en el sabbat no me permita entrar al comedor. La distancia no hizo menos agudo mi deseo; al contrario, lo intensific. En el pueblo me atraan los pastores, y en la ciudad los chicos haban codiciado mi cuerpo y lo haban devorado. Ahora era un deseo distinto, pero, qu iba a hacer yo? Morder mi propia carne? Si hubiera tenido valor, habra ido al cura a confesarme, pero tena miedo de que el cura me hiciera reproches y me impusiera ayunos y promesas solemnes. Entonces, yo no entenda que mis deseos estaban arraigados: imperceptiblemente, me haba vinculado a los judos. Mis amigos de la taberna tenan razn: los judos tienen un poder silencioso y hechicero. Cuando llegu a su casa por primera vez, me haban parecido inmersos en s mismos, tristes y muy poco interesados por aquellos a quienes no conocan. Parecan inclinados bajo un peso, como dominados por la depresin. Y a veces tenan en los ojos un brillo de arrogancia y yo pareca no existir. Pero, tras dos aos de servicio, se produjo un cambio. Olas de miradas empezaron a tocarme; primero lo sent con los nios, y luego con la seora. No son indiferentes, va a resultar. Pero mis sueos de aquellos das se tornaron vergonzosamente desenfrenados. Ya s que los sueos hablan en vano, y sin embargo su poder era grande y maligno. En mis sueos solo existamos yo y el seor de la casa, sentados a la mesa, bebiendo un trago tras otro. Su forma de tocar no era la de los rutenos. Me acariciaba el cuello con suavidad. As era, una noche tras otra. Tena tambin otros sueos, ms difciles de soportar que esos, que me aterraban como la visin de la iglesia en los das de ayuno. En mis sueos, vea a una banda de judos junto a una fosa. Les apuntaban unas luces muy intensas, pero ellos no se dejaban arredrar, no se movan. Hemos matado a Jess de una vez por todas, y no permitiremos que resucite; haba furia en sus ojos. Las luces les maceraban el cuerpo, pero ellos seguan igual, como si se hubieran convertido en una masa indistinta, cerrando el paso. Estas visiones no se han borrado de mi memoria. Todava hoy las recuerdo con gran claridad. En aquellos sueos, yo conoca todos mis pecados. No solo haba abandonado a mis antepasados y su tierra, haba abandonado a mi hija y, peor an, estaba viviendo entre aquellos que le haban levantado la mano a Dios y a Su Mesas. Saba que mi castigo sera imposible de soportar, no solo en el reino de la verdad, sino tambin antes, aqu, en esta tierra. Valor la idea de abandonar la casa e irme adonde mis pies me llevaran, pero fui dbil, tuve miedo, y todo lo que me rodeaba me pareca ajeno, abandonado. Mis amigos de la taberna no se rendan: "Debes dejar a esa gente maldita", "es preferible pasar hambre", "t no te das cuenta de lo que te han hecho". Mucha gente trabaja para los judos yo intentaba no alterarme. Pero t has cambiado. No me han hecho ningn dao. Eso no lo sabes. Ellos trabajan en silencio, en secreto. Te cambian desde dentro. Esos felones son listos y vivos, un da irs a levantarte y ya vers: estars infectada de la lepra juda. Y qu vas a hacer? Quin te va a acoger? Ningn hombre joven querr acostarse contigo. Adnde irs entonces? Adnde? Estos eran los reproches que me hacan. Al final, ellos tuvieron razn: el miedo me fue venciendo poco a poco. No un miedo muy marcado, sino un temor que me roa por dentro. Segu trabajando, comiendo y durmiendo, pero todo lo que haca tena un sesgo de miedo. Ms de una vez vi con mis propios ojos la espada que se abata sobre mi cabeza. Una noche sal y me escap de la casa. Era a finales de octubre. El fro y la oscuridad soplaban por las calles desiertas. Sent que me estaba volviendo loca, y que no poda hacer otra cosa. El miedo me condujo a cubierto, a los tneles de la humedad y el fro. Despus de caminar una hora, me sent aliviada. Tena los pies mojados y fro en el cuerpo, pero no me arrepenta. La alegra me inund, como si me hubieran liberado de la crcel. La taberna estaba cerrada aquella noche, as que me fui hacia la estacin de ferrocarril. En la estacin no hall a nadie conocido: unos cuantos borrachos andaban tirados por las esquinas, gruendo felizmente. Por un momento sent el deseo de unirme a ellos y echar un trago. Por qu no vienes aqu con nosotros?, se est calentito me dijo uno de los borrachos. Yo saba que esa llamada no vena de las alturas, sino de a ras de tierra, pero aun as me alegr or la lengua rutena, mi lengua materna. Me qued donde estaba, sin acercarme. Ven con nosotros, tmate un trago. Dnde trabajas, guapa? Con los judos dijo, y de inmediato lament haber revelado mi secreto. Malditos sean, menos mal que te has ido. Nosotros necesitamos la libertad igual que el aire que respiramos. Aquel sbito y rudo contacto con mi lengua materna hizo correr un escalofro de placer por todo mi cuerpo. Aquellos hombres gruan, gritaban y se lamentaban a gritos. Como si obraran un hechizo, sus groseros ruidos me recordaron las tranquilas praderas de mi pueblo natal, el agua y las aisladas filas de rboles plantados en la llanura, repartiendo sus sombras aqu y all con mano generosa. Solo ahora me daba cuenta de lo mucho que me haba alejado de la buena tierra, de mi difunta madre, de la luz de la gracia que me haba rodeado en das lejanos. Los borrachos parecieron adivinar lo que estaba pensando, y me volvieron a llamar. Menos mal que has dejado a esos malditos. Mejor pasar hambre que cobijarse bajo su techo. Ahora s con claridad de qu estaban hablando. En aquel lugar descuidado y mugriento que todos llamaban la estacin central de trenes sent por primera vez que el talante judo me haba penetrado en los huesos y haba destruido mi alegra de vivir. Por qu no vienes con nosotros? Qu te hemos hecho? volvieron a llamarme. Tengo que volver al trabajo. No tienes que volver. De ninguna forma. Los judos estn malditos. Ya te han convertido en una esclava. No me han hecho dao alguno. Si eso es lo que crees, es que eres tonta. Cuando me acerqu a ellos, la visin me golpe en pleno rostro. Los borrachos estaban revolcndose entre harapos, botellas y restos de comida como animales. La idea de que pronto iba a estar entre ellos me dej helada. Grit y trat de zafarme, como en una pesadilla. Nia tonta me grit uno, tirndome una botella. Esos malditos ya te han convertido en su esclava. Ests atrapada en su red, tonta. Lo que t tenas, que no era mucho, es justo lo que te han quitado. T no lo sabes, tonta, pero nosotros ya lo sabemos. Acabars arrepintindote de tu vida. Sal a la calle y estuve vagando toda la noche. Mi corazn gritaba: "Jess, Jess, slvame como T siempre salvabas a las pecadoras. Llvame con ellas y no me dejes morir en pecado". La noche era fra, y yo andaba penosamente de calle en calle, de callejn en callejn, de plaza en plaza. Si el ngel de la muerte hubiera venido a llevarme, le habra dado las gracias, pero el redentor no lleg, solo oscuridad, todas las sombras de lo oscuro, todas las formas del fro. Si nadie me quiere, volver con los judos. Tambin Jess hubiera vuelto con ellos, me dije, pero el miedo me venca. Por fin, la lluvia decidi por m. La lluvia se mezcl con el granizo cuando ya casi amaneca, y me oblig a entrar. Abr la puerta. La casa estaba sumida en un profundo sueo, y todo estaba en su sitio. A gatas, me arrastr hasta mi cama.

VI

-Tienes los ojos rojos me dijo la seora. Los sueos me torturan ment. Mientras tanto, la vida segua su curso: levantarse, limpiar la casa, lavar, planchar. Durante los ratos de descanso, o por la noche, les hablaba a los nios de mi casa, de los prados y los ros, todas las cosas tan amadas que preservaba en mi interior desde la infancia. Pero, para que no pensaran que todo era apacible y agradable, me levantaba las mangas y les enseaba las cicatrices de los brazos. Ms de una vez los contempl mientras dorman y pens para m: "Ay, Dios, son tan frgiles. Quin los defender si vienen malos tiempos? Todo el mundo les odia, y todos quieren hacerles dao". Ms de una vez les habl de esto. Los nios de su edad, en el pueblo, montan a caballo, van a recoger la hierba, afilan las guadaas. Los de diez aos son como los de veinte, meten mano en todo. Nadan en el ro y navegan en balsas y, cuando hace falta, tambin se enzarzan en peleas. Cuando les contaba todas estas maravillas, me miraban con mucha atencin y asombro, pero sin miedo. Al parecer, saban lo que podan esperar del futuro. Estaban preparados para ese futuro. Hablar con ellos, en cualquier caso, me diverta mucho: aprenden a preguntar de muy pequeos. Mis historias les hacan rer y les maravillaban. Pedan detalles, a veces los ms mnimos detalles. Por diversin, tambin yo empec a preguntar. Fueron muy parcos con las respuestas; no hablan mucho. Eso es una regla general para los judos, con la que son muy estrictos. Tambin yo haba aprendido a callarme, por otras razones. Mi madre me peg varias veces por irme de la lengua. Desde entonces, me resulta difcil hablar. Mientras tanto, recib noticias de mi pueblo. Mi primo Karil me buscaba y me encontr. Las lluvias de invierno eran malas, las cosechas magras, la peste se haba extendido entre el ganado. Ahora, mi viejo padre necesitaba un poco de dinero. Mi primo Karil hablaba con voz seria y mesurada. Yo me desanud la paoleta y le di todo lo que tena. Tienes algo ms? pregunt. Esto es todo lo que tengoCundo tendrs ms? Dentro de un mes o dos, cuando me den. Honra a tu padre y a tu madre mi viejo primo encontr la ocasin perfecta para ensearme una leccin de moral, y aadi: hnralos no solo de palabra, sino tambin con dinero. Me hace rer la forma en que los campesinos aplican las frases de la Biblia. En un corto espacio de tiempo, mi primo se las arregl para contarme por qu la nueva esposa de mi padre no era tan buena como mi madre. Era perezosa, se haca la enferma, y en el verano anterior no se la haba visto por el campo. Los detalles de su relato elevaban mi pueblo natal ante mis ojos, a mi padre y a mi madre. Ahora senta la extraeza que flotaba entre yo y ellos, como si un profundo abismo y un ro negro nos separaran. Dios Todopoderoso, qu haba pasado? Quise gritar. Todo aquel verdor amado haba sido mo en tiempos. Qu me lo haba arrebatado? Yo no saba entonces que los pocos aos que llevaba en la ciudad me haban moldeado, cambindome, y que todas las posesiones que traa de la casa de mis antepasados se haban perdido. Pero no importa: yo haba recibido mucho, ms de lo que mereca. Los judos no me abandonaron. Yo estuve con ellos hasta el final. Al da siguiente brillaba un sol fro y la seora me anunci: "Se acerca la fiesta de Psaj 2". Quin recuerda todava un Psaj judo por aqu? Yo soy la ltima, creo yo. Aquellos das no eran fciles: trabaj mucho, fregu las ollas con arena. Luego, las sumerga en agua hirviendo, para purificarlas. Tengo an aquellos olores encerrados en mi interior, como secretos escondidos. Aos de servicio a los judos no son cosa de risa: el aroma judo es un asunto complicado. De pequea, haba odo decir que los judos huelen a jabn. Es mentira. Cada uno de sus das y cada una de sus fiestas tiene un olor diferente, pero los ms penetrantes son los aromas del Psaj. Viv muchos aos rodeada de aquellas fragancias. El Psaj huele a muchas cosas, pero para m las flores de primavera se convirtieron en flores de luto. En el segundo da de Psaj, en mitad de la calle, mataron al seor de la casa. Un asesino cay sobre l y le apual hasta matarlo. Cada Psaj matan a un judo, a veces a dos. Luego, en la taberna, o cmo lo haban asesinado. Uno de los bravucones de all haba decidido que ese ao mi seor sera la vctima, porque se haba negado a fiarle a uno del pueblo. Era solo una excusa, claro est. Cada Psaj hacen un sacrificio, y aquella vez le toc a Benjamin. As, a plena luz del da, muri mi amado. Perdname, Jess, si digo algo que Te desagrade, porque si ha habido un hombre al que yo haya amado en mi vida, fue Benjamin. He amado a muchos judos en mi vida, judos pobres y ricos, judos que se acordaban de que lo eran o que trataban de olvidarlo. Pasaron aos antes de que aprendiera a amarlos como es debido. Hubo muchas trabas que impidieron que me acercara a ellos, pero t, Benjamin, si me permites dirigirme a ti personalmente, t pusiste los cimientos para mi gran amor, t, en cuyos ojos yo no osaba mirarme, cuyas plegarias oa desde lejos, en cuyos pensamientos es posible que yo nunca llegara a entrar. T me enseaste a amar. En los preparativos del entierro, como en otros asuntos rituales, los judos son terriblemente prcticos. Todo su dolor y su duelo se desarrollan sin una meloda, sin una bandera, sin una sola flor. Colocan el cadver en la tumba y lo cubren rpidamente, sin demora. Al da siguiente, tras el funeral, yo estaba segura de que todos los judos reuniran sus enseres y saldran corriendo. Tambin yo sent miedo a la muerte pero, para mi sorpresa, ni uno dej la ciudad. La seora se sent en el suelo con sus dos hijos, y la casa se llen de gente. Hubo pocos llantos, nadie maldijo, nadie levant la mano al prjimo. Dios nos dio y Dios nos quit; ese es el versculo, y esa es la enseanza. La opinin corriente de que los judos son cobardes no tiene base alguna. Una gente que deja a sus muertos yaciendo en una tumba desnuda, sin adornos ni galas, no es cobarde. Yo me mantuve recluida, para que nadie pudiera ver mi duelo. Los pensamientos me torturaron toda la semana: la visin del rostro de Jess y del rostro de mi madre. Pero con ms claridad que a ninguno vea yo a Benjamin: no como a un fantasma, sino como lo haba visto durante cinco aos, sentado a la mesa, el rostro concentrado, pero lleno de luz. Tras la semana de duelo, Rosa se levant y fue a la tienda; los nios volvieron a la escuela. La muerte de Benjamin me acompaaba a todas partes. Si no hubiera tenido miedo, habra ido a postrarme sobre su tumba. Ese duelo disimulado me hizo volver a la taberna. Tom unos cuantos tragos. No me emborrach, pero volv a casa aturdida. Cuando iba hacia all, me encontr con uno de mis conocidos rutenos, que me propuso pasar la noche con l. Estoy enferma le dije. Qu te pasa? No lo s. Por qu no dejas a los judos? Son buenos conmigo. La cara se le torci en un gesto de repugnancia, asco y desprecio. Escupi y se dio la vuelta. Ese fue el final de mis relaciones ntimas con mis paisanos rutenos. En lo ms profundo de mi alma, decid que no dejara la casa, aunque me pagaran menos, a partir de entonces. La muerte de Benjamin me acerc a Rosa, su mujer. Hablbamos mucho de los nios, de insultos y heridas. Los judos no se permiten a s mismos la charla ligera, pero Rosa, en el momento del dolor, se acerc. Ms de una vez nos quedamos inmersas en la conversacin hasta muy tarde. Y as se uni mi alma con la de ellos. Criaba a los nios como si fueran los mos. Rosa confiaba en m, y no cerraba con candado los armarios ni los cajones. El reparto de la tarea era simple: ella trabajaba en la tienda, y yo trabajaba en la casa. Los nios estudiaban y sobresalan en clase y, como ella, yo me alegraba de cada uno de sus logros. Me escapaba de mis antiguos amigos, pero ellos me seguan a todas partes, y siempre con la misma pregunta: Qu te pasa, Katerina? Nada, qu me va a pasar? decid contestar. A veces iba a la taberna y me tomaba un traguito o dos, pero no me sentaba mucho rato. La vida de mi pueblo natal me quedaba muy atrs. Segu yendo a la iglesia, pero solo en las fiestas. Los judos son malvados, los judos son corruptos, hay que arrancarlos de raz, oa en todas las esquinas. Ese runrn me recordaba los inviernos del pueblo, cuando los jvenes del lugar se organizaban para salir a cazar judos. Pasaban muchos das hablando sobre ello y rindose. Para la caza llevaban caballos, perros y espantapjaros, y al final conseguan acorralar a algn judo viejo en el centro del pueblo, torturarlo y amenazarle con la muerte porque l haba matado a Jess. El anciano suplicaba que no lo mataran y, al final, tena que pagarse l su propio rescate en dinero, y se quedaba all como helado del susto, mucho rato despus del acuerdo. Entretanto, me enter de que mi padre haba fallecido. Nadie se molest en informarme. Un paisano del pueblo, con el que me encontr por casualidad, me lo dijo. Cuando volv a casa y se lo cont a Rosa, me dijo: "Qutate los zapatos, sintate en el suelo, y llora a tu padre como si hubiera muerto hoy". Mi padre no me quera. Eso no cambia nada. Tenemos el mandamiento de honrar a nuestros padres. Esa respuesta me impresion en su sencillez. Me quit los zapatos y me sent. Rosa me dio una taza de caf. No llor a mi padre, que Dios me perdone, sino a mi amor secreto. Abraham y Meir me ensearon a leer alemn, y les estoy muy agradecida. No hay placer mayor que la lectura. Abro un libro y ante mis ojos se abren puertas de luz. He ido perdiendo mi lengua materna, y cuando hablo ahora con un campesino, se me mezclan palabras en yiddish con mi idioma. El paisano se re y me pregunta: "De dnde eres?". Y, cuando le digo que soy rutena, una hija de este pueblo, me reprende. Un campesino me maldijo a voz en grito, diciendo que yo era una bruja, peor que el demonio. Ciertamente, tras la muerte de Benjamin adelgac. Ya no tena los andares de antes, me costaba digerir la comida que no fuera juda y el vodka me daba ardor de estmago, pero no estaba dbil ni enferma. Muchos sueos llenaban mi descanso, y eso no era buena seal. Todos los sueos auguran enfermedad. A veces me pareca ver ngeles negros y a veces aves de rapia. Cuando me levantaba, el olor de la sangre me rodeaba por todas partes. Esos sueos volvan noche tras noche. No le haba hablado a Rosa de ellos, pero por fin ya no pude retenerlos ms, y se lo cont. La respuesta de Rosa me sorprendi: "Y qu queras? Estn siempre ah, acechando". Al parecer, no era consciente de cunta razn tena. En Jnuca, las hordas brotaron de las tabernas y saquearon todas las tiendas judas. Haba mucha nieve, las carreteras estaban cortadas y nadie acudi a los gritos de socorro. Los brutos hicieron su sangriento trabajo sin cortapisas. Tampoco pasaron por alto a las mujeres ni a los viejos. Sus gritos se elevaron hasta el cielo, pero nadie vino en su ayuda. Al da siguiente la polica cont veintin muertos, entre ellos tres nios. Rosa haba protegido su tiendecita con fiera tenacidad, pero las hordas fueron ms fuertes, y la estrangularon. Nunca olvidar aquel funeral en la nieve. Los muertos eran ms que quienes los lloraban. La nieve cay sin tregua, y el silencio era como hielo. Los campesinos se encerraron en sus casas como bestias salvajes en sus guaridas. Yo apret a los nios contra mi pecho y jur sobre la tumba de Rosa que no los abandonara. A veces me parece que el tiempo ha detenido su fluir: estoy an en casa, junto a la pila, lavando sus camisas, sacando brillo a sus zapatos y acompandolos al colegio. El aire, fuera, es claro. Con los aos, su claridad solo se ha hecho ms pura. Mi amor por Benjamin no decay, ni qued olvidado. Lo veo a veces claramente, pero Rosa est ms cerca de m, como una hermana. Con ella puedo conversar en cualquier momento, y durante horas. Y es siempre como si estuviera sentada a mi lado, con un sentido prctico sin mancha. Hubo un tiempo en que yo no era capaz de valorar como esa rectitud. Ahora s que vosotros, queridos mos, sois mi raz en este mundo. He servido en muchas casas durante mi larga vida, he amado a mucha gente y algunos de ellos me amaron a m, pero de ti, Rosa, recib valor y paciencia. Ahora, Dios Todopoderoso, no hay otra alma cerca m en la tierra. Todos han perecido con muertes horribles. Ahora solo yo los guardo en mi interior. Por la noche, los siento. Se apian cerca m, juntos, y con todas mis fuerzas intento protegerlos. Todos a mi alrededor son delatores y malvados. Nadie es honrado ni nadie tiene compasin. A veces oigo sus voces, bajas pero muy claras. Entiendo hasta la ltima palabra. El vnculo no se ha roto, gracias a Dios, y continuamos nuestra larga conversacin del verano, las buenas charlas del invierno y vosotros, hijos mos, Abraham y Meir, vuestros uniformes planchados, los maletines atados a la espalda y los excelentes boletines de notas... estis todos conmigo. Los aos no os han hecho separaros de m. Ahora estoy aqu y vosotros all, pero no alejados, y no extraos.

VII

El otoo lleg a tiempo, y Jamilio me trajo dos cestas de vveres. Su expresin es muda y concentrada, como si su voluntad se hubiera borrado completamente. Su cercana me resulta embarazosa. Y, aunque ya casi no sea ni humano, es ms que humano. Gracias, Jamilio, por tomarte tantas molestias. Dios te bendiga, me gustara decirle en voz alta. Coloca sus provisiones en la despensa y se va a cortarme un poco de lea. El otoo se nota en mis piernas. La lluvia no es abundante, pero no para. Sin una estufa encendida, uno podra congelarse en esta casa. Jamilio trabaja de firme durante un buen rato arreglando la casa. Cuando acaba, se va en silencio. "Mi ngel, te doy las gracias", le digo con todas mis fuerzas. Hoy, no s por qu, me parece que ha llegado a or mi grito. Estoy conmigo misma durante das enteros. Enciendo la estufa, y el olor de la madera al fuego me lleva a las dispersas regiones de mi vida. Estoy otra vez en Strassov, los hurfanos estn conmigo, todo el mundo sumido en el duelo, y nadie viene a visitarnos. Un silencio hmedo nos envuelve, a todos juntos en el suelo. Por la noche, las hordas se desmadran por las calles gritando: "Muerte a los mercaderes, muerte a los judos". Han forzado la entrada principal de la tienda de cueros de Weiss, robando toda la mercanca, pero el olor de la piel permanece y se dispersa por la calle. Ese olor me saca de quicio. Sent que los ltimos das me haban cambiado. Era como si un temblor me recorriera los dedos, y supe que si uno de aquellos desalmados hubiera entrado por la fuerza, yo me las hubiera visto con l como lo habra hecho mi padre. No hubiera dudado en clavarle un cuchillo. Sin embargo, decid que no iba a ponerme a prueba. Recog algo de ropa y, sin pedir permiso a nadie, sal para el campo con los dos nios. Haba dos judos plidos junto al muro de la casa. Tenan el miedo coagulado en el rostro y en los largos abrigos. "Por qu no os marchis?", supliqu. Mi ruego no les hizo ni moverse. Parecan animales enfermos, hipnotizados y sumidos en la ensoacin de la muerte. Llegu al pueblo a medioda. Era un pueblo pequeo, colgado en las faldas de una montaa, no como mi pueblo natal, donde las casas estn hundidas en el valle y en el fango. Aqu las colinas sonren, las barrancas son anchas y abiertas y la nieve se reclina en calma, suave y tersa. Alquil una casa de inmediato, una casa baja, hecha de gruesas vigas de madera y con techo de paja. "Las ventanas son grandes pero cierran bien, y hay lea de sobra para la estufa", me dijo el casero, feliz de hacer un negocio que no esperaba. Ha habido disturbios aqu? Nada. Ha sido un invierno normal. Los nios dorman, y yo me cobij a escondidas en su sueo. Sala a por vveres solo una vez a la semana. Tena cuidado de no comer nada que no fuera casher, prometiendo a Rosa que vigilara bien a los nios para que ni una brizna de impureza se les pegase. En mi corazn, saba que prometa en falso. Aqu los rutenos eran los que mandaban en todo, tambin en m. El panorama invernal me cautivaba con su encanto. Qu iba a hacer? "Qu hago?", me preguntaba, y en el fondo de mi corazn yo saba que todo aqu la estufa y los platos, el pan y el aceite, cada centmetro del suelo, el olor de la ropa blanca, todo, hasta las sbanas era tref 3. _Qu hago? vuelvo a preguntar. No importa dijo Abraham, el mayor, alivindome de mis dudas. As empez nuestra vida aqu. Fue un invierno largo, del cual pasamos la mayor parte en la gran cama rstica. La estufa ruga y esparca su calor por la fina penumbra. Los chicos descubrieron rpidamente los placeres de la lengua rutena. Al principio hablaban titubeando, pero luego se acostumbraron a ella. Yo les contestaba en yiddish y les adverta, con una voz que no era la ma, de que deban conservar su idioma, y de que el olvido tena mucho poder aqu. El invierno se recrudeci, y me dej muda. El vodka me arrancaba del silencio por unos instantes. Yo no bebo mucho, pero lo poco que beba me quitaba el miedo y me devolva las palabras. Les hablaba a los nios de la necesidad de ser fuertes y de enfrentarse a los malvados sin temor. Saba que haba un punto dbil en este discurso, pero no poda reprimirme. Mi valiente, mi amarga madre, hablaba por m. Aquel invierno, que Dios me perdone, yo amaba a los nios y odiaba a los judos. Una noche les mostr un cuchillo de carnicero y les dije que era nuestra arma para los momentos de apuro. No debemos temer. Contra los malvados, uno debe luchar con todas sus fuerzas. Estaba borracha, claro est. Los vientos clidos llegaron pronto, y fueron desmenuzando imperceptiblemente la nieve de las montaas. Grandes bloques de hielo caan en los barrancos y se hacan aicos con un trueno ensordecedor. Yo saba que era una seal de lo alto, pero no saba qu quera decir. Poco despus, la primavera brot de la nieve muerta. Fue una primavera llena de barro, hmeda, amasada como de por s. Estos dolores de parto duraron un mes, y por fin la niebla se rindi y el sol ba la casa y el patio con su clida luz. Los nios trabajaban conmigo en la huerta. El sol refulga agradablemente desde primera hora de la maana hasta que oscureca. El da se nos pasaba en un abrir y cerrar de ojos. Por la noche, yo cocinaba mamaliga con queso, con un tazn de leche y huevos cocidos. Tenamos buen apetito, el tacto de la oscuridad era agradable, y nuestro sueo profundo. Los chicos crecieron y se pusieron morenos. En mi corazn, yo saba que Rosa no hubiera estado contenta al ver a sus nios en la huerta. Pero yo, o ms bien el espritu malvado que tena dentro, deca: hay que ser recio. La gente recia devuelve ojo por ojo. Esos judos muertos de miedo son los que despiertan a los demonios. En estos paisajes de verano, es fcil convertirse en adicto a las vistas, al agua tan agradable, a la hierba suave y lisa. Mi vida estaba llena de lmites, pero tambin de energa. Por la noche me derrumbaba junto a los nios, y pareca como si mi mano quisiera hacer la seal de la cruz. Saba que algo no iba bien, pero no saba exactamente qu es lo que iba mal. Los chicos fueron perdiendo sus recuerdos junto a m. Los das se hicieron ms largos, y por la noche nos sentbamos en un peldao y devorbamos sandas. En el curso de aquel largo y maravilloso verano, que Dios me perdone, me olvid de Rosa ms de una vez. No les recordaba a los nios sus deberes y no les insista en que rezasen. Despus de trabajar todo el da, corran por las laderas como los hijos de los campesinos. Ms de una vez, pequ por embuste. Les promet que un da regresaramos a la ciudad y a los judos. Ellos no hacan muchas preguntas, y yo no les daba respuestas. Yo saba, lo saba en todo momento, que este placer no durara mucho ms, pero dejaba de lado los malos pensamientos y los temores. Trabajaba en el campo. Lavaba. Planchaba. Estaba segura, en mi inocencia, de que esas tareas tenan el poder de ocultarme de los malos ojos. El verano estaba en su cnit cuando, como en mitad de una pesadilla, apareci la cuada de Rosa, una mujer recia y decidida, a la que acompaaban dos matones rutenos. La vi en la puerta de la cabaa, y me qued helada. "Dnde habis estado?", increp a los nios como si yo no existiera. Los nios se quedaron estupefactos. Luego se dirigi a m, con una voz que yo no haba odo desde que mi madre muriera, mezcla de ira y ahogo, y me dijo: "Por qu has secuestrado a los nios? Es delito secuestrar a nios. Todo el mundo confiaba en ti, y as es como nos pagas?". La sangre me herva en las venas, pero no me salan las palabras. Era como antao, en el campo, cuando mi madre caa sobre m por sorpresa y me pegaba hasta hacerme sangrar. Esta vez no me golpeaba una mano, sino una boca. La mujer se volvi hacia los nios de inmediato y, con una sonrisa falsa, les dijo: "No nos habamos olvidado de vosotros. Os hemos estado buscando por todas partes. Hasta en el ltimo rincn". Los nios no dijeron ni una palabra. Se acercaron ms, apretndose contra m, y su cercana me liber del silencio. Abr la boca y dije: "Por qu hace usted esas falsas acusaciones contra m? He cuidado de los nios. Los hijos de Rosa me son tan queridos como los mos propios. Deje que los nios hablen por s mismos!". Los nios seguan a mi lado, temblando. La mujer no me hizo el menor caso. No reconocis a la ta Frantzi? les dijo con voz gruesa. Yo no poda moverme, como prisionera de un sueo. Todo el mundo pareca ms alto y ms fuerte que yo. Me volv hacia uno de aquellos rutenos rsticos y le dije: No la creas. Te est malmetiendo. Secuestradora! Cllate! la mujer me oy y me increp. Maldita seas! las palabras se me escaparon desde lo ms profundo. Los rutenos se acercaron y me dijeron que los judos estaban pagando seis mil en monedas por cada persona desaparecida a la que localizasen. Para qu quieres a estos chicos? Te daremos un abrigo nuevo y unos chanclos alemanes me dijeron en mi lengua, como a una hermana. Mientras tanto, la mujer se haba agachado y estaba hablando con los nios. Sus palabras se me clavaban en la carne. Djales en paz, quera gritarle. Coged vuestras cosas y vmonos dijo uno de los rutenos a los nios. Esa interpelacin directa les asust, y se me pegaron an ms. Queremos devolveros a vuestra familia. Yo quiero con Katerina dijo Meir, estallando en lgrimas. Katerina no es vuestra madre, ni siquiera es vuestra ta. Entonces les habl su ta: No debis olvidar que vosotros sois judos. Vuestra madre est en el reino de la verdad, y no tiene paz all. Llevo ya dos meses yendo de pueblo en pueblo. Queremos con Katerina aull Meir otra vez. No debis hablar as. Vuestra ta ha venido a rescataros. Sois judos; no debis olvidar que sois judos. Por qu hablas con l? Por qu tenemos que rogar nada? dijo uno de los rutenos. Nos los llevamos y en paz. No te los lleves por la fuerza las palabras me salieron solas. La paciencia del ruteno se quebr. Hacemos lo que podemos. Pero, si la gente no quiere entender, no hay eleccin. Qu quieres? Vernos suplicar? Chicos dije, y la voz se me quebraba en la garganta, vosotros decids. Yo no quiero interferir. Nos quedamos contigo dijo Abraham, que an no haba pronunciado palabra. Qu dices? le dijo el ruteno con brusquedad. Tenis que volver. Donde tenis que estar es con los judos. Esta seora os ha estado cuidando, pero ahora os vais a casa. Entendido? Por un instante, estuve a punto de suplicar a los rutenos, mis paisanos, de decirles que esos nios eran para m lo ms precioso del mundo. Yo los haba criado y, sin ellos, mi vida no era vida. Pero me di cuenta de que no iban a renunciar a la recompensa, y me call. De repente, los nios dieron un salto y echaron a correr en direccin al bosque. En cuestin de segundos, haban desaparecido. "Qu les has hecho?". La mujer estaba conmocionada, pero los dos rutenos no se arredraron. Subieron a la cima de una ladera y se separaron. Un escalofro me recorri el cuerpo al ver su fuerte determinacin. Avanzaron con lentitud, con pasos giles y, en el borde del bosque, saltaron sobre la vegetacin como lobos. El bosque cerr de un golpe sus accesos. Qu les has hecho? me repiti la mujer, rechinando los dientes. Por qu huyen de m? No lo s, no soy bruja dej caer toda mi ira en la ltima palabra. Al parecer, la mujer not mi furia y dijo: Soy su ta. La obligacin de criarlos y educarlos recae sobre m. Llevo ya dos meses de ac para all. Por qu no nos los trajiste? Tena miedo y ah revel una media verdad. Esa simple frase le hizo efecto. La mujer escondi el rostro entre las manos y se ech a llorar. Yo entonces supe con gran claridad que haba adoptado a los nios en las dos estaciones que haba pasado con ellos. Nadie podra romper ese vnculo. Mientras tanto, la mujer se sacudi las lgrimas. He ido a pie de pueblo en pueblo. Por fin, los judos tuvieron piedad de m y pagaron a esos rutenos para que me encontraran a los nios. Yo no tena confianza en ellos, pero la verdad es que saban dnde buscar. Me senta dbil y, en mi gran debilidad, dije: Los nios han rezado todas las maanas. Gracias. Te doy las gracias de corazn dijo la mujer, sin prestar mucha atencin, Que han rezado, dices? S. Gracias a Dios, no todo es tan negro el temor se le borr del rostro por un instante, y aadi: es duro andar de ac para all. Se me hincharon las piernas. Pero hay cosas ms importantes que la vida de una. Esto debes decrtelo de vez en cuando. Ms de una vez, me dije a m misma, "deja a tu pobre cuerpo que descanse un rato". Gracias a Dios super la tentacin. Qu hacan los nios todo este tiempo? Jugaban en el patio. Y t no les decas nada? Qu les iba a decir? En el fondo de mi corazn, saba que la suerte de los nios estaba echada. Nada escapa a las fauces del lobo, y esos rutenos eran peores que lobos. No saldran del bosque con las manos vacas. Pero en secreto, Dios me perdone, estaba satisfecha del valor de los nios. Era una seal de que yo haba hecho germinar algo de m en su interior. Dnde estn? la mujer pareci salir de un letargo. T conoces el bosque? Me sobrepuse a la reticencia y la mir de cerca. Tena unos cuarenta aos, el pelo ralo, y dos grandes arrugas rosadas le surcaban la frente. Haba sido robusta en tiempos, segn pareca, pero ahora tena las piernas hinchadas y apenas se sostena de pie. Rosa nos ha dejado sigui murmurando. Dios quiera que sus mritos protejan a los nios. Yo ya no puedo ms con las piernas. Cay la tarde, pero el cielo no se oscureci. Las luces del atardecer ardan en las copas de los rboles. Dnde estn? Soy su ta. Es mi deber. Por qu han huido de m? No soy ningn monstruo. No te preocupes, que los encontrarn, estuve a punto de decirle, pero fue innecesario. Desde el bosque nos llegaron unos gritos rotos, sofocados. En cuestin de segundos, los gritos se convirtieron en llantos ahogados. Los rutenos salieron del bosque, enarbolando a sus presas como si fueran conejos. "Hijos de puta", las palabras llegaron a mis odos antes de que arrojasen a los nios al profundo remolque de su carreta. La mujer se levant y corri hacia ellos con cierta torpeza apresurada, como quien oye que ha sucedido una catstrofe. Los dos rutenos la esperaban junto a uno de los caballos, en una postura que trasluca su brutal satisfaccin. Dnde estn los nios? pregunt la mujer, con voz estpida. Subi a la carreta a gatas y se agarr a las barras. Los rutenos montaron de un salto y, sin decir nada, hicieron restallar los ltigos. Los caballos alzaron las patas y la oscuridad los engull. Yo me derrumb como un edificio al cual le hubieran quitado los cimientos. Durante un buen rato trat de obligarme a entrar en la casa, pero me pesaba todo el cuerpo, y las fuerzas se me haban acabado.

VIII

Al da siguiente me levant temprano, empaqu mis escasas pertenencias y, sin demora, me puse en camino. Los vientos del otoo soplaban ya con fuerza, pero el cielo estaba despejado. Todo lo que haba sucedido el da anterior pareca haberse borrado de mi memoria. Mi cuerpo estaba hueco, como despus de una noche de borrachera. Al medioda me senta ms animada y me sent bajo un rbol. Un cachorrito se me acerc y estuve jugando con l. Despus, me sent tentada de bajar al ro y darme un bao, pero cambi de idea inmediatamente. Me puse de pie y volv a la carretera principal. El atardecer iba esparciendo sus fras sombras por los campos cuando volv a ver, como en un escenario, a los dos rutenos que haban llegado en secreto y estaban en el patio. Tampoco aquella mujer se me borraba de la vista, su cuerpo torpe y sus piernas hinchadas, y la pregunta que me repeta: "Quin te ense yiddish?". Al final, no pude reprimirme y le dije: "Nada judo me es ajeno". Al parecer, not mi ira y no me pregunt nada ms. Aquella misma noche me sent en El Ratn de Campo y me beb unos cuantos tragos. Las calles estaban tan iluminadas como el primer da en que yo haba llegado all. Estaba cansada, y me temblaban los dedos. Desde que no haba ido por all, la gente haba cambiado. Los borrachos de siempre se haban ido, y ahora otros nuevos ocupaban su lugar. Mientras buscaba alguna cara conocida, vi a mi prima Mara. Llevaba aos sin verla. No haba cambiado nada: la misma mirada de descaro, la misma vitalidad vigorosa. La apret contra mi pecho y todas las humillaciones que haba pasado parecieron levantarse frente a m. Mara pareci notar que me senta perdida, y all mismo, en el momento, declar: "Vamos a darnos una cena a cuerpo de rey". Dnde ests t? Con los judos. A m me cuesta mucho trabajar para judos ms de un mes. Por qu? Me ponen nerviosa. Desde mi infancia, siempre que me senta deprimida, Mara me sacaba del hoyo. No conoca la palabra peligro. Saltaba al ro desde el puente como los pescadores, montaba a caballo, navegaba en una balsa y gritaba a voz en cuello "Hijo de puta!". Si se le meta algo en la cabeza, lo haca sin vacilar. Adnde te diriges? le pregunt. Me voy dentro de dos horas. Adnde? A Viena. Se haba complicado en ms de una ocasin y ms de una vez necesit un gineclogo. Y sin embargo, de todas sus tribulaciones sala ms fuerte y ms audaz. Estoy cansada de todos. Necesito renovar el paisaje exclam. La envidi, porque mi voluntad est siempre acobardada. Por un instante, estuve a punto de decir: yo tambin voy, pero sent que no estaba preparada an para un viaje como ese. A Mara le bastaba con formular un deseo para extender las alas y despegar. Dimos cuenta de una cena estupenda. De repente, vi mi pueblo frente a m, los prados y el ganado, y a mi madre delante de la puerta del establo con una horca en la mano, los ojos llenos de desprecio condensado. Claramente, su desprecio iba dirigido no solo a su marido y a su cuada, sino tambin a sus amigas de la infancia que se haban enriquecido y ahora fingan no conocerla. Algo de esa mirada asomaba ahora en los ojos de Mara. La acompa hasta el andn. Supe entonces que, de no haber sido por Mara, es posible que yo no hubiera llegado a dejar mi pueblo. Mara me mir con bondad pero sin compasin, y dijo: "No te desalientes. Debes aprender a escuchar tus deseos y a no tener en consideracin los de nadie. La gente que es demasiado considerada cae en la trampa. Si ests decidida a robar, pues roba. Si un muchacho te gusta, acustate con l all mismo. La verdadera voluntad no tiene lmites". As era Mara. La acompa hasta la escalerilla y me ech a llorar. Mi corazn me deca que no la iba a ver ms. Mucha gente se me ha borrado de la memoria, pero Mara no. La tengo bien guardada en el corazn, y muchas veces pienso en ella. Hay que decir en su favor que nunca daba falso consuelo a nadie. Exiga valor a todo el mundo, incluso a los dbiles. Despreciaba a los judos porque aman la vida, porque se aferran a la vida a cualquier precio. "Si no arriesgas tu vida, no merece la pena vivirla", sola decir. Me separ de Mara, y se apag de golpe la luz que brillaba sobre m. Si aquel viejo revisor hubiera venido a m y me hubiera dicho: "Ven conmigo a la casa del guarda y calintame los huesos", me hubiera ido con l. No haba en m voluntad alguna. Me derrumb en una esquina y me qued dormida. La maana siguiente fue fresca y despejada, y yo senta ardor de estmago. Unos cuantos borrachos se apiaban en una esquina y maldecan la oficina de impuestos y a los judos. Haba unos judos vendiendo, en puestos ambulantes, caramelos envueltos en un repugnante papel rosado. No tengo miedo dijo uno de los judos ms viejos, emergiendo de una abertura en la pared. Volver le amenaz el matn. Ya no tengo miedo a la muerte. Eso lo veremos. Ir hacia la muerte con