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© dialéctica, nueva época, año 34, número 43, primavera 2011 - verano 2011 39 LOS VALORES HUMANOS EN PERSPECTIVA EVOLUTIVA 1 josé ramón fabelo corzo 2 La pretensión fundamental de este ensayo es acercarnos al nexo existente entre dos conceptos que, por paradójico que pueda parecer, sólo raramente se asocian: la vida y los valores. Nos parece que una reflexión sobre este vínculo es tanto más necesaria precisamente en un momento en que con toda evidencia muchos valores hacen crisis y la vida humana está en juego y enfrenta peligros antes insospechados. Se nos antoja que las reflexiones que aquí podemos compartir sobre el vínculo entre estos dos conceptos pueden funcionar como una especie de marco teórico de partida que permita desarrollos reflexivos ulterio- res necesarios sobre el tema de los valores en una época tan amenaza- dora para la existencia humana. La tesis central que pretendemos desarrollar es que la vida humana constituye el criterio fundamental de lo valioso, el sostén último que permite definir y diferenciar lo que vale de lo que no vale o es anti- valioso. Y el camino que en esta ocasión 3 hemos escogido para mostrar esa tesis es el del análisis evolutivo de aquellos procesos vitales que a la altura del ser humano han dado lugar a la aparición de los valores Tal perspectiva apenas si ha sido tenida en cuenta por las diferentes teorías axiológicas que han intentado describir qué son los valores hu- manos. Conocidas son las muchas y muy diversas respuestas históricas que existen al problema teórico sobre su naturaleza, respuestas que han venido desde la filosofía, la pedagogía, la psicología, la sociología, la eco- nomía, el pensamiento jurídico y político, etcétera. El conjunto de estas posiciones pueden ser clasificadas en cinco posturas fundamentales. 4 La primera de ella es la que calificamos como objetivista. Plantea que los valores existen en un mundo objetivo, supra-humano, eterno, inamovible. Los seres humanos no los crean, sólo pueden captarlos y realizarlos mediante su encarnación en los bienes que sí son obra de su actividad creadora. Como puede apreciarse, no hay en esta concepción un nexo orgánico originario entre valores y vida humana. El mundo de valores preexiste a la propia vida. Se llama objetivista, esta postu- ra, porque los valores se asumen con independencia de todo sujeto y se identifican con objetos que presuntamente poseen una existencia trascendente. La segunda posición, la subjetivista, sostiene que los valores depen- den de lo que los seres humanos desean, aspiran, prefieren, de lo que José Ramón Fabelo Corzo Investigador titular del Instituto de Filosofía de La Habana. Profesor- investigador titular y coordinador de la Maestría en Estética y Arte de la Universidad Autónoma de Puebla.

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© dialéctica, nueva época, año 34, número 43, primavera 2011 - verano 2011

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los valores humanos en perspectiva evolutiva1

josé ramón fabelo corzo2

La pretensión fundamental de este ensayo es acercarnos al nexo existente entre dos conceptos que, por paradójico que pueda parecer, sólo raramente se asocian: la vida y los valores. Nos parece que una reflexión sobre este vínculo es tanto más necesaria precisamente en un momento en que con toda evidencia muchos valores hacen crisis y la vida humana está en juego y enfrenta peligros antes insospechados. Se nos antoja que las reflexiones que aquí podemos compartir sobre el vínculo entre estos dos conceptos pueden funcionar como una especie de marco teórico de partida que permita desarrollos reflexivos ulterio-res necesarios sobre el tema de los valores en una época tan amenaza-dora para la existencia humana.

La tesis central que pretendemos desarrollar es que la vida humana constituye el criterio fundamental de lo valioso, el sostén último que permite definir y diferenciar lo que vale de lo que no vale o es anti-valioso. Y el camino que en esta ocasión3 hemos escogido para mostrar esa tesis es el del análisis evolutivo de aquellos procesos vitales que a la altura del ser humano han dado lugar a la aparición de los valores

Tal perspectiva apenas si ha sido tenida en cuenta por las diferentes teorías axiológicas que han intentado describir qué son los valores hu-manos. Conocidas son las muchas y muy diversas respuestas históricas que existen al problema teórico sobre su naturaleza, respuestas que han venido desde la filosofía, la pedagogía, la psicología, la sociología, la eco-nomía, el pensamiento jurídico y político, etcétera. El conjunto de estas posiciones pueden ser clasificadas en cinco posturas fundamentales.4

La primera de ella es la que calificamos como objetivista. Plantea que los valores existen en un mundo objetivo, supra-humano, eterno, inamovible. Los seres humanos no los crean, sólo pueden captarlos y realizarlos mediante su encarnación en los bienes que sí son obra de su actividad creadora. Como puede apreciarse, no hay en esta concepción un nexo orgánico originario entre valores y vida humana. El mundo de valores preexiste a la propia vida. Se llama objetivista, esta postu-ra, porque los valores se asumen con independencia de todo sujeto y se identifican con objetos que presuntamente poseen una existencia trascendente.

La segunda posición, la subjetivista, sostiene que los valores depen-den de lo que los seres humanos desean, aspiran, prefieren, de lo que

José Ramón Fabelo Corzo Investigador titular del Instituto de Filosofía de La Habana. Profesor-investigador titular y coordinador de la Maestría en Estética y Arte de la Universidad Autónoma de Puebla.

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les gusta, de sus ideales. Esta concepción tiene la característica de que reconoce un mundo de valores diferente para cada sujeto, dependien-te de sus específicas e irrepetibles realidades subjetivas. Por lo tanto, es una postura identificable con el relativismo axiológico: hay tantos valores como seres humanos con subjetividades diferentes existan y tanto valen los valores de uno como los valores de otro. Si bien esta concepción acerca mucho más los valores al ser humano y a su vida, de hecho no es la vida en sí misma lo que está definiendo lo valioso, sino más bien la expresión que de ella se pone de manifiesto a través de los deseos, intereses, gustos, aspiraciones, en cuya conformación —lo sabemos— influyen múltiples factores y no sólo las necesidades vitales del ser humano, mucho menos aquellas que le son inherentes como representante de su especie.

Una tercera posición es la que llamamos sociologista. Según ella lo que es valor depende de que la mayoría de la gente así lo identifique. En otras palabras, lo valioso sería aquello que tiene el apoyo mayorita-rio de una sociedad, de una cultura, de un grupo humano determina-do. Esta concepción posee la virtud de vincular los valores a lo social, superando de esa forma el relativismo extremo representado por el subjetivismo de corte individualista. Ahora las diferencias de aprecia-ción valorativa que se marcan no son las existentes entre individuos, sino aquellas que distinguen a grupos o comunidades humanas. Lo que no llega a resolver el sociologismo es la cuestión de a cuál de esos grupos o comunidades darle preferencia cuando hay choque de valores antitéticos entre ellos, choque que puede conducir a luchas, conflic-tos, confrontaciones, guerras. Es, en el fondo, una nueva versión de relativismo: cada sociedad, cada cultura tiene sus propios sistemas de valores y cada uno de ellos es igualmente válido. No se distingue en esta postura tampoco el papel decisorio que sobre lo valioso tiene lo genéricamente vital.

Una cuarta posición dentro de esta tipificación que estamos hacien-do es aquella que podemos llamar institucionalista. Según sus defenso-res, lo valioso es aquello que tiene detrás determinados poderes, ciertas fuerzas institucionales. Es el poder el que genera una determinada forma de apreciar los valores, la pone a circular socialmente y busca con ella su propia autolegitimación como poder. Los valores llegan así a institucionalizarse, a oficializarse, a convertirse en hegemónicos, a través del derecho, de la política, de los medios masivos de comunica-ción, a través de las diferentes formas y expresiones que tiene el poder en sus múltiples variantes sociales. Es ésta una concepción que también resulta aportadora, que incorpora nuevos elementos para comprender los valores, pero que en última instancia ve su fuente casi exclusiva-mente en el poder y no precisamente en la vida.

Como ha podido apreciarse, ninguna de estas posturas parte del reconocimiento del lugar esencial que ocupa la vida en la determina-

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ción de lo valioso.5 Tal vez la posición que más se acerca a este recono-cimiento es la que históricamente se ha dado en llamar naturalismo. A ella pertenecen pensadores de diferentes épocas, como Demócrito, los ilustrados franceses del siglo xviii, los pensadores positivistas clásicos y algunos biólogos actuales. La idea esencial del naturalismo axiológi-co es concebir al ser humano como parte de la naturaleza, como una extensión o expansión de ella. En tanto ser natural, el ser humano es un ser vivo y por lo tanto lo valioso sería lo que se corresponde con la necesidades naturales del propio ser humano. Evidentemente es esta, dentro de la tipología de las posiciones clásicas, la postura que más reconoce la relación entre valores y vida que aquí estamos tratan-do de destacar. Pero aquí la vida es comprendida en un sentido sólo (o casi exclusivamente) natural, lo cual hace que se pierda de vista el importante componente social de la vida humana, que hace de ella un fenómeno notablemente complejo e inaprensible bajo un exclusivo tratamiento biológico.

Para un acercamiento a la complejidad real de la relación entre valores y vida, resulta imprescindible partir de una adecuada com-prensión de la dialéctica de lo biológico y lo social, que presupone vislumbrar en qué medida nuestra vida es biológica y en qué medida es también social y cuál es la relación entre lo uno y lo otro, no como dimensiones mutuamente excluyentes, sino como componentes com-plementarios de lo humano. En tal sentido se hace necesario superar cualquiera de las dos visiones extremas que por lo general se disputan “la verdad” sobre el tema: aquella que —como el naturalismo clásico— sólo ve en la vida el funcionamiento de leyes biológicas y aquella otra que pretende comprenderla en términos sociales totalmente desvincu-lados de cualquier base natural y de toda plataforma común con otros seres vivos. Ambas posiciones, precisamente por ser extremas, quedan a nuestro juicio marginadas de la posibilidad de captar esa dialéctica bio-social con todas las potencialidades epistemológicas que de ella se derivan. Lo social tiene muchas de sus raíces en lo biológico, tiene allí su prehistoria, pero al mismo tiempo el surgimiento de lo social huma-no representa un salto cualitativo extraordinario en los procesos evo-lutivos. Entre lo biológico y lo social hay simultáneamente una relación de continuidad y de ruptura.

Partiendo de esta premisa metodológica general para el tratamiento de la relación entre lo biológico y lo social, nos parece entonces necesa-rio, en el caso de los valores, buscar en el mundo de la vida en general algo semejante a la capacidad humana de valorar. Si estamos hablando de continuidad y estamos partiendo del reconocimiento de que el ser humano tiene una especial capacidad para crear valores y para juz-gar valorativamente la realidad, debe haber en el mundo biológico en general alguna cualidad parecida que nos permita apreciar ese tránsito entre lo biológico y lo social en lo que a valores se refiere. Al mismo

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tiempo tenemos el “deber epistemológico” de marcar la distancia cua-litativa existente entre esa propiedad general de la vida y su manifes-tación concreta a nivel de la especie humana, en otras palabras, buscar el sello distintivo que dentro de esa capacidad general de la vida tienen los valores humanos.

Por supuesto que si nos preguntaran ¿dónde ubicar los valores?, responderíamos que éstos sólo existen en el universo humano. Es poco probable que reconozcamos la existencia de un mundo de valores allí donde no hay seres humanos, a no ser que asumamos como posición de partida a la del objetivismo clásico que, por demás, entiende a los valores como ajenos no sólo a los seres humanos, sino también a la naturaleza y a todo el mundo material. Con excepción de esta postura —y tal vez alguna posición naturalista extrema—, desde cualquier otra se entienden los valores siempre asociados a lo humano.

Que los valores sólo pueden ser humanos es una verdad que también nosotros tenemos el deber de compartir. Ello no es óbice, sin embargo, para que reconozcamos el parentesco entre este atributo ex-clusivamente humano y cierta propiedad universal de la vida, de la cual los valores constituyen sólo una expresión particular, si bien es cierto que la más elevada, como veremos más adelante.

Si la vida es precisamente lo que tenemos de común todos los seres biológicos, es en conexión con ella que debemos buscar esa propiedad universal emparentada con la capacidad humana de distinguir valores. Con toda seguridad el rasgo más universalmente esencial a la vida con-siste en el hecho de que ella se produce a sí misma, la vida es autopoie-sis.6 En la asunción de la autopoiesis como característica fundamental de lo vivo concuerdan muchos de los principales estudiosos actuales de la vida. A diferencia de otros movimientos de la naturaleza, los proce-sos vitales no necesitan de impulsos exteriores a la propia vida para su despliegue, los seres vivos se producen y reproducen constantemente a partir de sí mismos, la vida tiene su origen y su fin en la propia vida.

La vida es también permanente movimiento, en todo ser vivo cons-tantemente están naciendo y muriendo sus partes constitutivas. Unas células mueren y otras nacen y las sustituyen. Así ocurre todo el tiem-po. El cambio es paradójicamente la condición de la permanencia de lo vivo precisamente como vida.

Para que esos cambios permanentes se produzcan se necesita ener-gía, energía que en atención a las leyes de la termodinámica el organis-mo no puede crear por sí mismo, sino transformando ciertas formas de energía ya pre-existentes, por lo cual todo ser vivo está obligado a buscar una fuente energética que le permita la realización de los proce-sos autopoiéticos. Esa fuente no puede ser hallada en otro lugar que no sea el medio ambiente en el que habita ese ser vivo. De ahí la necesaria relación metabólica que establece siempre con su medio circundante.

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El medio que rodea al ser vivo es heterogéneo, en él existen múlti-ples elementos que pueden o no vincularse con sus necesidades auto-poiéticas y que, en el caso de que lo hagan, se relacionan de distinta forma con su vida: unos pueden proveer bien al ser vivo y otros pueden perjudicarlo y hasta hacer peligrar su existencia. Por esa razón, una aptitud que acompaña la autopoiesis como propiedad universal de la vida es la capacidad de distinguir en el medio ambiente los estímulos que poseen significación vital y, dentro de éstos, diferenciar aquellos que poseen significación vital positiva de aquellos otros que poseen una significación vital negativa.

Sin esta capacidad no podría el ser vivo mantenerse vivo. Un orga-nismo tan elemental como la ameba, por ejemplo, ante la presencia de ciertas sustancias que le sirven como nutrientes, extiende sus seudópo-dos para asimilarlas, pero si en el medio acuoso en el que vive, en lugar de nutrientes, disolvemos ciertos tipos de ácidos que potencialmente pueden perjudicar su vida, entonces la reacción es totalmente distinta: recoge sus seudópodos e intenta evadir ese estímulo vitalmente ne-gativo. Quiere decir que la ameba tiene cierta capacidad —por muy elemental que nos parezca y entrecomillando la expresión— para distinguir “lo bueno” de “lo malo”, lo que beneficia su vida de lo que le afecta la posibilidad de vivir. Esa capacidad, presente ya desde los organismos unicelulares en cualquier ser vivo, recibe el nombre de irritabilidad.7

Ello evidencia que todos los seres vivos son capaces de reproducir, de alguna manera, las relaciones de significación que como seres vivos guardan con su mundo exterior.

¿Y qué es, a fin de cuentas, la valoración humana? La valoración es la capacidad que tiene el ser humano de reproducir conscientemente la significación que para él poseen los objetos y fenómenos con los cuales interactúa. Nótese que el concepto de significación está simultáneamente en el enunciado de lo que es la valoración humana o la relación huma-na con los valores y también en el enunciado de aquella capacidad uni-versal de los seres vivos sin la cual éstos no podrían realizar sus funcio-nes autopoiéticas. Ahí está el puente que une a los valores humanos con su prehistoria biológica. Todos los seres vivos son capaces de reprodu-cir relaciones de significación; en los seres humanos a esa capacidad la identificamos como valoración, la asociamos con la posibilidad de crear, fomentar, desarrollar, captar y trasmitir valores.

Pero, ¿se trata en realidad de la misma capacidad? Por supuesto que no, en estricto sensu. Podría decirse que, siendo la misma, es una distin-ta en cada estadio evolutivo y, por supuesto también, ya a nivel de la especie humana. El hecho es que esa capacidad universal no permane-ce constante e igual para todos los seres vivos, sino que evoluciona con la evolución propia de la vida. La misma aptitud que tiene la ameba de abrir o cerrar pseudópodos en dependencia de la presencia de

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sustancias nutritivas o nocivas para su vida, es decir, de reaccionar de manera diversa según sea positiva o negativa la influencia del medio, esa capacidad se va complejizado, se va haciendo cada vez más estruc-tural y funcionalmente diversa a lo largo de los procesos evolutivos.

Si vamos, por ejemplo, a los vertebrados, constataremos en ellos la misma capacidad, pero ya no sólo en relación con las sustancias que di-rectamente están en contacto con el ser vivo, sino también con respecto a objetos o fenómenos que están distantes. De ahí la aparición en el proceso evolutivo de órganos sensoriales que permiten reaccionar a es-tímulos, cuya fuente se encuentra separada espacialmente del ser vivo. Esa es la función vital básica del olfato, del oído, de la vista. ¿Cuál es la lógica vital o bio-lógica de la aparición de estos órganos sensoriales? Pues la posibilidad de diversificar el mundo de significaciones del ser vivo. Una rana, pongamos por caso, es capaz de reaccionar al zumbido de una mosca y ese zumbido, que directamente no la alimenta pero que le sirve de señal de la presencia de un alimento potencial a cierta distancia, entra a formar parte de un mundo de significaciones notable-mente más rico y diverso que aquel con el que se vincula la ameba.

No tenemos la posibilidad aquí de detenernos en detalles de este largo proceso evolutivo asociado al crecimiento y diversificación de la capacidad de los organismos vivos para entablar relaciones de signifi-cación cada vez más ricas con la realidad.8 Sólo señalaremos que esta aptitud continúa complicándose y que ya a nivel de los mamíferos su-periores presupone la posibilidad de solución de tareas y cierta actitud “creativa” hacia la asociación de estímulos que de manera natural no están vinculados, ni en la propia realidad, ni en la información genéti-ca que trae consigo el ser vivo. Es el caso, por ejemplo, del uso por los chimpancés de palos o piedras en calidad de elementales herramientas para lograr sus fines autopoiéticos.

Tal reacción del chimpancé es impensable en la rana, mucho menos en la ameba, y ello nos habla de cuánto se ha complicado el mundo de significaciones a lo largo de la evolución. Y esa complicación de las re-laciones de significación presupone no sólo reacciones diferentes, sino también capacidades subjetivas distintas y niveles de desarrollo psíquico variados. Si la ameba se encuentra en un estadio evolutivo pre-psíqui-co, la rana se halla ya en el nivel que se califica como reflejo psíquico sensorial y el chimpancé alcanza una etapa que muchos identifican con el pensamiento rudimentario o manual, o con el intelecto concreto, estadio previo inmediato a lo que sería la conciencia humana.9

Quiere decir entonces que el cambio, la complicación y el enrique-cimiento de las relaciones de significación es un rasgo que identifica los procesos evolutivos. Al mismo tiempo, esas relaciones de signifi-cación específicas, para las que está capacitado cualquier ser vivo en dependencia del estadio evolutivo en que se encuentre, tienen siem-pre otra característica común que se manifiesta en cualquiera de estos

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estadios. Nos referimos a lo que podríamos calificar como la “doble cara” o la dualidad de sentidos de las significaciones vitales. Y ello, a su vez, está asociado al hecho de que la vida misma se mueve siempre en los marcos de lo que podríamos caracterizar como dos lógicas para-lelas e interconectadas: la lógica de la vida individual y la lógica de la vida genérica. En otras palabras, la vida requiere de su conservación y reproducción no sólo a nivel de individuo, sino también a nivel del grupo genérico o especie al que ese individuo pertenece. Es obvio que en la lógica vital de todo individuo se busca la conservación de la vida propia. Pero, como quiera que las leyes de la bio-lógica del género no poseen otro lugar dónde funcionar que no sea en los individuos que componen ese género, estos últimos son los depositarios de ambas lógi-cas vitales, la individual y la genérica.

En atención a la bio-lógica individual, todos los seres vivos son egocéntricos y, por lo tanto, capaces de reaccionar a estímulos que tienen significación vital para su “ego”, su “yo”, su individualidad, para sus necesidades propias y diferenciadas en tanto individuo. En tal senti-do el egocentrismo es una exigencia autopoiética de la vida. Todo ser vivo está obligado por su propia lógica vital a tomarse a sí mismo como centro de sus relaciones de significación con el mundo exterior. Cuan-do un animal procura comida o agua lo hace en atención a su hambre o su sed. El hambre, la sed, el dolor son las expresiones sensibles de las necesidades egocéntricas que caracterizan a todos los seres vivos. La positividad de la significación de los objetos que satisfacen esas necesi-dades depende del modo en que esos objetos se insertan (en) y favore-cen la lógica autopiética de la vida del individuo.

La otra cara que adquieren las relaciones de significación es aquella que podríamos reconocer como genocéntrica, asociada no sólo y no tanto a la lógica de la producción y reproducción de la vida del indi-viduo, sino sobre todo a lógica vital de la conservación y reproducción de la especie. Todos los seres vivos, además de ser ego-céntricos, son también geno-céntricos.10 Si desde una perspectiva egocéntrica es el “yo” individual el que se asume como centro, el genocentrismo pre-supone la asunción como centro del “nosotros”, de la progenie, de la especie. Cuando el ser vivo actúa genocéntricamente también reacciona a relaciones de significación, pero el destinatario de ellas ya no es sólo el individuo, sino ante todo el género que lo engloba. Estas relacionas de significación genéricas están en el fundamento de diversos instintos como el de apareamiento, el maternal o el paternal. El genocentrismo es una exigencia autopoiética de la vida a nivel de especie y, por lo tanto también, de manera indirecta, una exigencia autopoiética de la vida a nivel de individuo, ya que sin especie no hay individuos. Y debi-do a que la especie no posee un cuerpo aparte en el que depositar sus exigencias, las necesidades genocéntricas conviven en el mismo cuerpo individual con las necesidades egocéntricas y se expresan a través de

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estas últimas. Más que tratarse de dos mono-lógicas diversas, lo ego y lo genocéntrico se complementan y conforman una especie de dia-lógica. A fin de cuentas, cada individuo tiene como principal misión autopoié-tica genocéntrica conservarse a sí mismo como vida. A fin de cuentas, sin individuos tampoco hay especies.

Ello no significa que esta dia-lógica esté carente de conflictos. En ocasiones éstos son inevitables. Cuando estos conflictos se producen, como tendencia debe imponerse la lógica genocéntrica por encima de la egocéntrica, por una sencilla razón: la especie puede prescindir de algunos de sus individuos, pero al individuo le es imposible vivir sin su especie. En el mundo de lo vivo nos encontramos con múlti-ples ejemplos de literales sacrificios de vidas individuales en aras de la preservación y la reproducción de la vida genérica, como es el caso de aquella especie de arañas (la amaurobius ferox) en la que la madre se deja engullir viva por sus hijos para que éstos sobrevivan. Pero algo así no es tan excepcional como puede parecer. Aun cuando cualquier individuo busca a toda costa mantenerse vivo, le es imposible evitar la muerte en algún momento de su existencia como ser vivo. Su constitución como vida individual incluye a la muerte como cierre necesario de su ciclo vital. Su muerte, en tanto individuo, es condición de vida, tanto para su especie propia como para otras especies a las que presumiblemente puede servir de fuente nutricional. En tal sentido la muerte del indivi-duo responde a un requerimiento autopoiético de la vida genérica.

En la mayor parte de los casos la solución a los potenciales conflictos entre lo ego y lo genocéntrico se resuelven desde el propio programa genético que cada ser vivo porta. Cuando uno de estos animales entre-ga su vida individual lo hace no como resultado de un acto intencional, voluntario, consciente, sino siguiendo dictados instintivos genéticamen-te programados.

Sin embargo, otra es la situación cuando en el proceso evolutivo surge el hombre. El homo sapiens es también, por supuesto, un ser vivo, autopoiético. Asimismo produce y reproduce sus relaciones de signifi-cación con el mundo que le rodea. Igualmente esas relaciones cambian —en este caso ya no a través de la evolución, sino a través de la histo-ria— y del mismo modo, como ser vivo, tiene inclinaciones egocéntricas y genocéntricas. Hasta ahí no parece haber nada esencialmente dis-tinto en comparación con otras especies. Sin embargo, sus diferencias son fundamentales en varios sentidos. En lo tocante a las relaciones de significación, podrían resumirse estas diferencias en cinco aspectos medulares:

• Disminuye significativamente en papel de lo genético en la deter-minación de lo significativo. Esto, no como resultado de una presunta imperfección genética, sino con el propósito de dejar al ser humano más libre conductualmente. Como no puede ser

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“previsible” genéticamente toda la diversidad de medios, ámbi-tos y culturas en las que el ser humano se inserta, su programa genético es lo suficientemente plástico como para dejarlo libre de establecer las relaciones de significación propias de su con-texto específico.

• En consecuencia con lo anterior aumenta en el ser humano el papel de lo medioambiental. Todos los seres vivos —ya lo señalábamos— dependen de su medio ambiente, pero en algunos el medio ambiente está casi por completo incorporado a su información genética, sobre todo en aquellos casos en que el ser vivo habita un mundo relativamente homogéneo o posee un ciclo corto de vida que hace insuficiente el tiempo vital para cambios con-ductuales adaptativos, basados en aprendizajes. En organismos más complejos, con ciclos de vida más largos y capacidades de adaptación a medios más heterogéneos, el establecimiento de su mundo variable de significaciones depende más de los llamados reflejos condicionados basados en el aprendizaje. En estos casos el medio es más determinante del desarrollo ontogenético. Ello tiene su expresión más completa en los seres humanos, cuyo medio es fundamentalmente social y en los que la acentuada relación de dependencia con respecto a ese medio constituye la fuente de toda la inmensa diversidad cultural de lo humano. Las diferencias de cultura son, en sentido estricto, diferencias de significaciones.

• Si el medio que determina el mundo de significaciones humanas es de naturaleza social y cultural, ello se debe a que el activismo —que es propio también de todos los seres vivos en su inserción en un determinado eco-sistema— alcanza un nivel cualitativa-mente nuevo en el caso del ser humano, se convierte en praxis transformadora de la realidad, superando con creces el exclusivo alcance adaptativo del activismo inherente a otras especies. El hombre, más que adaptarse al medio, lo crea, lo construye. Si miramos ahora mismo a nuestro alrededor, observaremos que estamos rodeados de múltiples objetos significativos, todos ellos construidos por el propio hombre. Más que reproducir rela-ciones de significación, el ser humano instaura esas relaciones, dándole existencia, mediante la praxis, a los objetos que han de serle significativos. Se trata de objetos que han sido creados para cumplir una función social, para desempeñar un papel en la vida humana, para tener una significación, un valor para el hombre. Gracias a la praxis la evolución se hace historia. La praxis es precisamente lo que distingue a la historia de la evolución pre-humana. Si la evolución —a lo largo de miles y de millones de años— cambia —a través de mutaciones— a los se-res vivos para adaptarlos al medio, la historia cambia al medio,

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cambia al mundo, para adaptarlo al ser humano y a sus necesi-dades siempre crecientes. Por esa razón, en los seres humanos, la capacidad biológica evolutiva disminuye ostensiblemente en comparación con otras especies. Hay algunos biólogos y gene-tistas que llaman la atención sobre el hecho de que los llamados genes saltarines —que en la mayoría de las especies son los máximos responsables de los accidentes genéticos generadores de las mutaciones que dan lugar a la evolución— no desempe-ñen en el caso de los seres humanos un papel tan relevante.11 La explicación de ello radica en lo mismo: los humanos no nece-sitan prácticamente evolucionar en un sentido biológico para lograr la correspondencia adaptativa entre el medio y su vida.

• El cuarto elemento que especifica el modo típicamente hu-mano de relacionarse con su mundo de significaciones es el extraordinario crecimiento cualitativo de la capacidad de obtener y procesar información. Todo ser vivo requiere de esta capacidad. La ameba necesita “saber” si lo que está rodeándola es una sustancia nutritiva o un ácido que daña su vida. Pero en el caso del ser humano esa capacidad es virtualmente ilimitada. Y para ello cuenta no sólo con los órganos y sistemas dotados por la evolución biológica —órganos de los sentidos, cerebro, sistema nervioso—, cuenta no sólo con la propia capacidad simbólica que permite procesar lógicamente la información y construir un mundo de imágenes ideales paralelo al mundo real, sino que también cuenta con los propios instrumentos prácticos que el ser humano ha creado para obtener, almacenar, procesar y po-ner a disposición de otros humanos volúmenes de información que superan con creces la capacidad particular de cualquier individuo por separado. Todo ello como recurso necesario para el fomento de un creciente mundo de significaciones. Y aquí se hace necesario hacer un paréntesis sobre el tema de la verdad. En ocasiones los filósofos se desgastan en especulaciones meta-físicas sobre si existe o no la verdad. Sin embargo, el tema sobre la correspondencia o no de ciertas imágenes con la realidad, más que un problema metafísico, más que un asunto epistemo-lógico, responde a una necesidad vital. La ameba necesita no de una noción engañosa sobre la sustancia que la rodea, necesita de una definición lo más precisa posible sobre el carácter beneficio-so o nocivo de esa sustancia. El “conocer” es en ese sentido un atributo necesario a la vida, una condición de la autopoiesis. La mejor prueba de la fidelidad con la que un ser vivo reproduce en imágenes el medio que le rodea es su propia supervivencia. La verdad, en ese sentido, responde a una bio-lógica, a la lógica de la vida. Claro, en la medida en que se complica la capacidad de procesar información, aparece y se desarrolla la posibilidad

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del error. Comparativamente tiene muchas menos posibilida-des de “equivocarse” la ameba en la determinación del tipo de sustancia con la que entra en contacto, que el ser humano ante las prácticamente infinitas relaciones epistemológicas que establece con la realidad. El error acompaña a la verdad en la historia humana y mientras más crece la posibilidad de verda-des profundas y tanto más radicales son los cambios prácticos que se pueden realizar sobre su base en beneficio de lo humano, también crece la probabilidad del error y el alcance negativo de sus consecuencias.

• El quinto elemento distintivo de lo humano, que resume y sin-tetiza a todos los otros que hemos esbozado hasta aquí, es el que se refiere a la complejidad y riqueza del mundo de significacio-nes. En el caso del hombre prácticamente todo es potencialmen-te significativo. El mundo de su realidad objetiva coincide con el mundo de sus significaciones. Claro que éstas varían en depen-dencia del momento histórico de que se trate, de las tradiciones culturales propias, pero en principio no existe nada que no sea real o potencialmente significativo para el ser humano. Incluso aquello que es un producto natural, y no el resultado de la acti-vidad práctica, adquiere significación para él si se convierte en objeto de su actividad, sea ésta productiva, científica o incluso artística.

Ya no basta con la irritabilidad de la ameba, la sensibilidad de la rana o el intelecto concreto de los monos antropoides para responder a tan complejo mundo de significaciones. Se necesita de una capaci-dad especial, nueva, sólo presente en el ser humano: la capacidad de valorar conscientemente el mundo. Es la capacidad mediante la cual se establece una relación consciente entre el objeto y sus propiedades, por un lado, y el sujeto y sus necesidades, por el otro. La valoración la ne-cesita el hombre para ubicarse en su complejo mundo de significacio-nes, mundo que, además de complejo, es dinámico, histórico, concreto, diverso para los distintos sujetos. Los valores que el ser humano crea mediante su praxis y reconoce por medio de su actividad valorativa,12 son una necesidad de la vida, responden a la específica autopoiesis humana.

Y esta noción sobre lo valioso se hace tanto más necesaria en el ser humano debido a la notoria insuficiencia en su caso de lo instintivo para regular su compleja conducta, su actividad creadora que, precisa-mente por ser creadora, no puede tener expresión precedente en los instintos. Y lo necesita también porque, al igual que otros seres vivos, precisa regular la relación entre sus inclinaciones ego y geno céntricas, relaciones que por las mismas razones relacionadas con la compleji-dad y variabilidad histórica de lo humano, no pueden ser sostenidas

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sobre exclusivas bases instintivas. Los valores tienen también por eso la misión de regular de una manera más o menos armónica la convivencia del individuo con el género. En particular, los valores morales y la ética deben su origen a esa necesidad y siempre califican a las relaciones sociales entre los individuos. Kant ya lo concebía así en su época. Para actuar moralmente, señalaba, hay que hacerlo a título de la especie.13

Pero el surgimiento de la ética y de los valores morales en determi-nada etapa del desarrollo de la humanidad no resuelve para siempre el problema de esa relación entre lo ego y lo geno céntricos. De la misma manera que el mundo humano es un mundo histórico que está en constante cambio, tanto sus valores como sus ideas sobre los mismos también están en permanente evolución.

La praxis y, particularmente, el trabajo, constituyen el motor funda-mental de esos cambios históricos. De hecho el trabajo es la forma social por excelencia de la autopoiesis humana. Mediante el trabajo el hom-bre se produce y reproduce a sí mismo. El trabajo produce vida, sus productos representan vida humana objetivada. En la medida en que los hombres se apropian de los resultados del trabajo de otros, están subjetivando en sí mismos la vida objetivada de aquellos. El intercam-bio de productos de trabajo es de hecho un intercambio vital, el modo primordial mediante el cual el individuo aporta al género, al tiempo que se apropia de él. Tal intercambio vital es consustancial a la sociali-dad humana. El desarrollo histórico de esas relaciones de intercambio da lugar en algún momento a la división social del trabajo. Ésta, a su vez, ubicó a los seres humanos en distintos lugares dentro del sistema de reproducción de la vida, permitiendo la especialización productiva y fomentando el desarrollo de las relaciones de intercambio.

Pero, debido al hecho de que el hombre es capaz de producir más de lo que él mismo necesita para vivir, el trabajo permite no sólo la re-producción simple de la vida, sino además su reproducción ampliada, es decir, le regresa al ser humano no exactamente la misma vida que éste objetivó, sino una nueva vida enriquecida. Por eso en el trabajo está la clave del desarrollo y crecimiento históricos.

Inicialmente la reproducción ampliada de la vida en los marcos de la división social del trabajo trae aparejada un crecimiento relativamen-te homogéneo de la vida en todos los integrantes de la comunidad. Sin embargo, con el tiempo, el incremento vital obtenido como resultado de la reproducción ampliada de la vida permite también que ciertos individuos se apropien del trabajo de otros sin entregar nada a cambio, es decir, que dejen de trabajar y comiencen a vivir del trabajo ajeno, dando lugar a la aparición de relaciones de explotación de unos hom-bres por otros. La expresión jurídica principal de esas relaciones de explotación es la propiedad privada sobre los medios de producción. El trabajo entonces se enajena, como nos dice Marx. El productor no es dueño de lo que produce. De sus productos se apropia otro, quien

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de esa forma se apropia de la vida objetivada en esos productos. Como resultado de esa distorsión histórica de la relación entre trabajo y vida, el primero deja de percibirse como valor, porque de hecho se consti-tuye en el mecanismo mediante el cual unos literalmente expropian la vida a los otros. En términos subjetivos, el disfrute de la vida se asocia a la esfera del consumo individual y no a la de la producción social, perdiéndose de vista el vínculo orgánico entre ellos.

Tales relaciones asimétricas entre los hombres promueven ubica-ciones sociales distintas para ellos. Ya no ocupan lugares análogos en el sistema de relaciones sociales, sino sitios muchas veces contrapues-tos. Como resultado de ello la noción de lo valioso va a variar de unos grupos humanos a otros. Lo que posee una significación positiva para unos puede tenerla negativa para otros. Lo que unos interpretan como valores otros lo perciben como anti-valores. Si la explotación del escla-vo tenía una significación positiva para la vida del esclavista, para la del esclavo significaba el peor de los sacrificios. Como resultado de todo ello el mundo de valores subjetivos de unos hombres comienza a ser diferente y hasta contrapuesto al mundo de valores subjetivos de otros grupos humanos, con la posibilidad implícita de que tales apreciacio-nes subjetivas se distingan, ambas, del mundo de valores asociados a la vida misma, sobre todo en su sentido genocéntrico. Unos individuos se enfrentan a otros individuos y ambos al género. Se rompe toda posible armonía entre individuo y género, se distorsiona la relación entre lo egocéntrico y lo genocéntrico.

En el capitalismo adquiere esta contradicción su máxima expresión. La distorsión en cuanto a la apreciación subjetiva de los valores fue descrita por el Marx joven en términos de enajenación y por el Marx de El Capital como fetichismo mercantil. En el fondo de esta contradic-ción se encuentra la transmutada relación entre valor de uso y valor de cambio. El capitalismo es una sociedad en la que se produce no con el fin supremo de crear valores de uso, no para la vida, no para que ésta se produzca y se reproduzca, sino para crear valores de cambio, para vender. Es la maximización de la ganancia y no la vida la que orienta el proceso productivo y organiza toda la sociedad. El desplie-gue de esta contradicción lleva a una divergencia cada vez mayor entre la lógica del capital y la lógica de la vida misma, entre los valores que ese capital defiende y los que necesitan ser reapropiados por el ser humano para preservarse como vida. Ello explica la situación para-dójica en que hoy nos encontramos: cada uno de los seres humanos que habita el planeta busca su propio bien, pero la acción sumada de todos ha puesto en peligro la vida de la humanidad. Siguiendo exa-cerbados impulsos egocéntricos estimulados por la naturaleza misma de la sociedad capitalista, el ser humano ha perdido capacidad para actuar genocéntricamente. Los principales problemas globales que hoy enfrenta la humanidad han sido generados por ella misma, siguiendo

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esos impulsos egoístas, todo lo cual pone en evidencia la irracionalidad bio-lógica del sistema capitalista actual.

En el futuro previsible, a la humanidad se le cierran cada vez más las alternativas: o cambia hacia un nuevo tipo de convivencia humana o desaparecerá irremediablemente. Un horizonte de valores que restaure la unidad entre individuo y género como resultado de la transforma-ción revolucionaria del sistema social de producción y reproducción de la vida será la condición necesaria para que la autopoiesis humana no termine siendo su contrario: autodestrucción de la vida.

Notas1 Basado en la Conferencia Inaugural que, bajo el título “Vida y valores humanos: un

nexo orgánico”, fuera impartida por el autor en el V Coloquio Nacional “Los valores en el siglo xxi”, Universidad Autónoma de Guerrero, Chilpancingo, México, 24 de noviembre de 2010.

2 Investigador Titular del Instituto de Filosofía de La Habana. Profesor-Investigador Titular y Coordinador de la Maestría en Estética y Arte de la Universidad Autónoma de Puebla.

3 Una argumentación a favor de esta tesis ya fue desplegada por el autor desde una pers-pectiva más general al menos en otra ocasión anterior. Nos referimos al ensayo titulado precisamente “La vida humana como criterio fundamental de lo valioso”, incorporado como anexo, a partir de la segunda edición, al libro Los valores y sus desafíos actuales (Ver, por ejemplo, segunda edición de este libro: Edit. José Martí, La Habana, 2003, pp. 271-277; o cuarta edición: Educap/epla, Lima, 2007.

4 Esta tipología que utilizamos para clasificar a las teorías axiológicas ha sido desarrolla-da en los dos primeros capítulos del mencionado libro Los valores y sus desafíos actuales, en cualquiera de sus ediciones. La misma (que describe cinco posturas fundamentales: naturalismo, objetivismo, subjetivismo, sociologismo, institucionalismo) presupone un desarrollo de la realizada por el filósofo argentino Risieri Frondizi (con tres de aquellas posturas: objetivismo, subjetivismo y sociologismo) en cualquiera de sus textos clásicos (Ver, por ejemplo, sus libros ¿Qué son los valores? Intro ducción a la axiología —fce, Mé-xico-Buenos Aires, 1958—, e Introducción a los problemas fundamentales del hombre —fce, México-Buenos Aires, 1977)

5 Tanto en los textos propios como en los de Frondizi a los que hemos hecho referencia pueden encontrarse una descripción más amplia de cada una de estas posiciones, de sus representantes, así como de sus logros y limitaciones.

6 El despliegue de la idea de que la autopoiesis es el rasgo esencial cualificador de la vida aparece por primera vez en la obra conjunta de Humberto Maturana y Francisco Varela en De máquinas y seres vivos. Autopoiesis: la organización de lo vivo, publicado origi-nalmente en 1971 (Ver: 6ta edición, Lumen, Buenos Aires, 2004).

7 La irritabilidad puede ser definida como la capacidad que tiene todo ser vivo de reac-cionar a estímulos que tienen para él una significación vital. El estudio de la irritabili-dad como propiedad universal de la vida y el análisis de su desarrollo evolutivo le per-mitió al gran psicólogo ruso Alekséi Nikoláyevich Leóntiev, formular una convincente teoría sobre las etapas y fuerzas motrices fundamentales del desarrollo psíquico (Ver:

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A. N. Leóntiev. Problemas del desarrollo del psiquismo. La Habana: Pueblo y Educación, 1977) Esta propuesta teórica mantiene, en nuestra opinión, plena vigencia. Nos ha ser-vido, en nuestro caso, para rastrear el curso evolutivo de las relaciones de significación hasta la aparición de los valores humanos.

8 Un seguimiento más pormenorizado de este proceso puede encontrarse en nuestro ensayo “Desarrollo de la capacidad valorativa: predeterminación genética y condicio-namiento socio-cultural. Antecedentes filogenéticos” (en: Proceso de Enseñanza-Apren-dizaje: Bases Neurales y Contexto Socio Cultural, fachse–educap/epla, Lambayeque–Lima, Perú, 2007, pp. 145-159).

9 Ver: A. N. Leontiev, Ob. Cit.10 Ver: Edgar Morin. Ciencia con consciencia. Barcelona: Anthropos, 1984, p. 224.11 Ver, por ejemplo: Matt Ridley. Genoma. México: Taurus, 2002, p. 15012 Nos hemos acercado con más detalles al específico proceso de creación de valores

mediante la praxis y de su reconocimiento mediante la actividad valorativa en nuestro libro: Práctica, conocimiento y valoración, Ed. Ciencias Sociales, La Habana, 1989.

13 Ver: Emmanuel Kant. Crítica de la facultad de juzgar. Caracas: Monte Ávila Editores, 1991, p. 242.

a través de los documentos de la BiBlioteca Palafoxiana

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Compilación y estudiointroductorio

AliciA TecuAnhuey SAndovAl

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ColeCCión:

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d e l o s

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SACRISTÁN, Manuel (1983). “La tarea de Engels en el Anti-Dühring” [1964], en Sobre Marx ymarxismo. Barcelona: Icaria [reeditado próximamente en M. Sacristán. Sobre dialéc-tica, Barcelona: Montesinos, 2008 (en prensa)].

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