Ánima barda nº17 verano 2014

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Abrid bien los ojos, criaturas digitales, porque ante vosotros tenéis ¡el número de Ánima Barda más largo jamás creado! Un número para llenar los insoportablemente soleados días de verano (salvo si en tu pueblo llueve) que viene cargado de relatos de todo tamaño y color, algunos con un aderezo especial: temática fanfic. Hemos cogido nuestras historias favoritas y las hemos puesto del revés para llenar de sinsentidos el universo. Más de quince relatos, con novela corta incluida, tres reseñas, dos entrevistas... Lectura a punta pala para hacer más llevadera la espera hasta que llegue el frío. Sobran las palabras. También sobran páginas. Llena de megas de lectura tu ordenador, tablet, móvil, ebook... ¡y a leer!

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Núm. XVIIAño Uno Pulp Magazine

RELATOS CORTOS La revista es de publicación bimensual y es editada en

Madrid, España.

ISSN2254-0466

EditorJ. R. Plana

Cris MiguelDiego Fdez. Villaverde

Ilustración, portada y maquetación

J. R. PlanaCris Miguel

IlustradoresJulio M. FreixaJesús Montalvo

Alberto Peral Alcón

PrensaAna Nieto

Ánima Barda es una publicación

independiente, todos los autores colaboran de

forma desinteresada y voluntaria. La revista no

se hace responsable de las opiniones de los autores.

Copyright © 2014 Jorge R. Plana, de la revista y

todo su contenido. Todos los derechos reservados; reproducción prohibida sin previa autorización.

Búscanos en las redes sociales:

@animabardawww.facebook.com/Ani-

maBardaAnima Barda (g +)

35

29

18

7

Al Diablo le gusta leerFanfic terror - Marcos A. Palacios

Corona de MargaritasNoir - José Luis del Río

El Blues de San Vicente Weird Menace - Jesús Montalvo

La penúltima misión de Samus AranFanfic Metroid - Eleazar Herrera

57 Decálogo del buen cazadorFantasía Nórdica Z - Ana Nieto Morillo

61 En compañía de sombrasFanfic Moby Dick - Felipe Orce

125

113

69

Judas, El MiserableWeird Western - Julio M. Freixa

El ejército de las pesadillasFanfic Doctor Who - Carlos J. Eguren

Una abominable masa grisWeird Menace - JR Plana

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151

143

135

163Batman contra el Doctor Fú ManchúFanfic - Julio M. Freixa

El príncipe azul se cortó las venas Noir - Carlos J. Eguren

¿Sueñan las autómatas con gatos...?Steampunk - Katty Le Fay

Mala suerte, compañeroFanfic Don´t Starve - J.R. Plana

EL RESTO

5Unas palabras del jefeEditorial - JR Plana

6Historias del pulpMinireportaje

33En el bosque, bajo los cerezos en florReseña - JR Plana

55Samantha ShannonEntrevista - Cris Miguel

123El hombre de la arena y otras...Reseña - JR Plana

149Miguel S. JuanedaEntrevista - T. Fernández Ávila

160Batir de alasReseña - JR Plana

NOVELAS POR ENTREGAS

38 No me llamo NickDistopía - Andrea Alfaro García

NOVELAS CORTAS

77 A MuerteÉpica o de « romanos» - Cris Miguel

174El lamento de MononokeFanfic - Rubén Fonseca

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UNAS PALABRAS DEL JEFE

Ánima Barda - Pulp Magazine

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Unas palabras del jefeJ.R. Plana

A la hora de pensar qué decir en estas palabras, he de confesaros que disfruto mucho más cuando son arrebatadas peroratas con lecciones de moral o soflamas repletas de indignación hacia algún que otro descalabro del prójimo. Hoy toca algo más serio y habitual que todo eso: el devenir de la revista.

El lanzamiento de nuestro primer número impreso acarreó consigo toda una montaña de trabajo, que superó con mucho nuestra capacidad de respuesta. No ya la preparación del material en sí, sino la posterior impresión, distribución y seguimiento de las ventas, que parecen cosas tontas pero joder el tiempo que quitan. Ha sido por eso, principalmente, por lo que retrasamos la salida de este número. Por eso y por la avalancha de autores nuevos que llegaron a nuestras puertas. Para cuando quisimos darnos cuenta, habíamos acumulado tal cantidad de textos y de retraso que sólo nos quedaba una opción: juntarlo todo en este macro-número y cubrir con ello el verano. Gracias a ello, ahora podremos centrar asuntos pendientes y ver cómo afrontamos nuestro futuro. Porque os confieso, queridos amigos, que alguna vez hemos estado bien cerca de mandarlo todo a la mierda y echar el cierre. Por fortuna no ha sido así.

No ha sido un camino de rosas, desde luego, aunque eso es algo que estaba claro desde el principio. Como ya os he contado mil veces, la revista quita casi el mismo tiempo que un bebé de teta, y aunque ahora empezáis a ver más gente en los créditos del equipo, durante mucho tiempo hemos sido solo dos tirando del

carro. Ahora que somos más, estamos capacitados para afrontar varias reformas que tienen como objetivo potenciar el crecimiento de Ánima Barda, y voy a parar en este punto porque eso ha sonado mucho a frase de ministro.

Para resumir: estamos en lo de siempre, mucho trabajo al que no se puede prestar tanta atención si no te dedicas a él como tu empleo. Por desgracia, aunque hemos vendido de sobra para rentabilizar la inversión, el margen de ganancia es tan ridículo que con eso no vamos a ningún sitio. Hemos confirmado algo que ya sabíamos: el papel no es rentable a tan baja escala y las revistas no son un negocio lucrativo a no ser que tengan dentro montones de publicidad. Y, por desgracia, el nuestro no es un sector que mueva toneladas de dinero en inversión publicitaria.

¿Y qué va a pasar, entonces, en los próximos meses? ¿Qué hay de los proyectos pendientes, de los librojuegos o los de espada y brujería? ¿Habrá otro número impreso? ¿Qué vais a hacer?

No os puedo adelantar nada, pues es bien posible que poco después, avergonzado, tuviera que desdecirme. Sólo os puedo adelantar lo que creo.

Y yo creo que esto no acaba aquí.Permanezcan atentos a sus monitores.

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Ánima Barda - Pulp Magazine

HISTORIAS DEL PULP6

Clark Ashton Smith

Hasta ahora hemos hablado mucho de Howard, muy vinculado a los comienzos

de esta publicación, también hemos mencionado a Lovecraft, a quien no le hemos dedicado tanto tiempo por gozar hoy en día de una considerable fama, y nos falta por tratar al tercer vértice del trío que llevó a la revista Weird Tales a ocupar su lugar en los anales de la historia.

Clark Ashton Smith, al que tan injustamente hemos tratado hasta ahora, llega para hacerse un hueco en estas páginas.

Nuestro querido Clark nacía allá por 1893 en la soleada California. Hijo de una familia pobre, apenas estuvo unos años en el colegio, y nunca llegó a pisar un instituto. Sin embargo, el tipo resultó ser un fuera de serie con una cabeza envidiable, y continuó sus estudios por su cuenta, entre lo que se incluye leerse el diccionario desde la A hasta la Z un par de veces. También aprendió a hablar francés y español él solo, lo que nos deja en mal lugar a los demás.

Dentro de esta espiral autodidacta, Clark sintió interés por las letras bien jovencito. A los once años empezó con ello, decantándose en su juventud por la poesía, lo que le llevó a cruzarse en el camino de Lovecraft a los veintinueve: el autor de Providence era un fan de Ashton, y fue a partir de una carta que el primero escribió a este último como empezó la gran amistad epistolar que mantuvieron hasta la muerte del padre de Cthulhu. Hablando del

dios extraterrestre, el propio Clark participó en los mitos de Cthulhu, aderezando el bestiario con varias criaturas de su invención, como el dios-engendro Mordiggian. Sus letras también se inmiscuyeron en el ciclo mitológico de Hyperborea, de Robert E. Howard, con lo que se cierra así el círculo de las tres grandes plumas de Weird Tales.

A pesar de todo, Clark no llegó a producir grandes novelas. Posee un par de obras, amén de sus volúmenes de poesías, y lo que le da la fama son la larga lista de cuentos y relatos que el autor nos legó. Entre ellos hay que mencionar los relatos ambientados en Zothique, el último continente en una Tierra anciana y devastada, donde la espada y la brujería vuelven a mandar y los demonios se pasean a placer. Fantasía enmarcada dentro del subgénero Tierra Moribunda, una lectura pulp indispensable.

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Ánima Barda - Pulp Magazine

por Eleazar Herrera

ESTÁ DESPIERTA?

El doctor asiente con la cabeza y se aparta. El foco de luz hiere el rostro de Samus Aran, el tuyo,

hermético pero apacible. Hubo que aplicarte una dosis ge-nerosa de tranquilizante para que descansaras. Tu cuerpo, tras innumerables modificaciones genéticas y vacunas me-troides, es resistente a cualquier fármaco. Hace unos días habría jurado que nada ni nadie es capaz de dañarte: tu fortaleza mental es como una torre almenada en las nubes, rodeada de niebla y picos escarpados, y tu capacidad física no merece explicación; hoy, sin embargo, encuentro en la camilla no a una cazarrecompensas de leyenda, una soldado sin igual, sino a una mujer profundamente cansada de vivir.

—Me quedaré con ella. Gracias.Tras revisar tus constantes vitales, el doctor abandona la

habitación. Acerco una silla a la cama y me dejo caer en ella. Despiertas hora y media más tarde; tu respiración acom-pasada se quiebra, se acelera con ese pulso de hierro, y esa aceleración se expande desde el pecho hasta las puntas de las manos y los pies como una descarga eléctrica. Frunces el ceño, arrugas la nariz. Los párpados revolotean y abres los ojos. Tenía miedo de que despertaras con pesadillas. El miedo aparece cuando llega la consciencia. La realidad ten-sa tus hombros. El semblante vuelve a oscurecerse. Ojalá el hechizo hubiera durado más.

Tus pulsaciones aumentan. Me aproximo a ti.—¿Samus? Soy yo.—¿Anthony…?Tu voz es un relámpago ronco.—¡Ese soy yo! ¿Qué tal estás? —Tu mano busca mi an-

tebrazo y lo aferra con fuerza. Te incorporas con cuidado de no liar los cables de los electrodos—. Calma, ¿vale? No tienes prisa.

Te miras las manos. No estás herida, y si lo estuviste no fue grave. Inspiras hondo, miras alrededor: todo te resulta familiar. Pasaste aquí, en esta misma sala, dos de tus peo-

La penúltima misión

Samus Arande

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Ánima Barda - Pulp Magazine

8 ELEAZAR HERRERA

res operaciones. Las paredes son blancas, pero en el techo convergen sombras de estrellas y planetas que provienen del proyector, instalado en una esquina; el vacío te agobia, eso lo sé, y parece que a todos los que pasamos media vida en el espacio. Acostumbrados a la negrura titilante, el blanco nos daña la vista y la razón.

—¿Cómo he… cómo he llegado has-ta aquí?

—Dime dónde estás.—En Enfermería, edificio cinco,

orientación norte, instalaciones de la Fe-deración Galáctica.

Dejo escapar una risa. Tu precisión a veces raya lo inhumano. Aunque no por nada eres una mezcla entre mujer y chozo, legendaria raza ya extinta. Algún día te pediré que me cuentes esa historia. Me pregunto qué habría pasado si hu-bieras podido salvarles.

—¿Y sabes por qué estás aquí?Nos miramos. Tu expresión, antes au-

sente, se endurece con el recuerdo.—¿Podrías contarme lo que pasó en

los laboratorios Biometrox?Asientes. Acerco la silla sin hacer rui-

do mientras tú te arañas las manos. Me gustaría interrumpir el delirio, pero to-davía estás cayendo en él.

—Sector SRX. Sector uno de los la-boratorios Biometrox. Descubrí que la Federación estaba trabajando en secre-to sobre los metroides —«una especie depredadora con el aspecto de una san-guijuela voladora; se adhiere a sus vícti-mas y absorbe su energía vital. Significa ‘Guerrero definitivo’ en el idioma chozo, lo que dice mucho de su potencial», nos explicaste antes de tu primer encuentro con estas criaturas— y mi misión era siempre erradicarlos, así que desobede-cí las órdenes de mi I. A. y provoqué la explosión del ala de metroides. Adam…, mi I. A. me advirtió de las consecuen-

cias biológicas de aquel movimiento. Era cierto. Los metroides son la única especie capaz de devorar al parásito X —«seres que acaban con otras especies mediante la mimetización», apunta mi mente despierta— y allí, en el planeta SR388, estábamos rodeados de ellos. Había diez clones de mí misma dispues-tos a matarme. Recibí órdenes de buscar una actualización de rayo y salir de allí, pero… pero… Ridley…

* * *

SALÍ de la sala de navegación llena de dudas y con una sen-sación amarga en la garganta.

¿Había hecho bien? No me importa-ba desobedecer a mi ordenador de a bordo puesto que otras veces había desobedecido directamente a mi su-perior, pero algo me oprimía el pecho. Una mala decisión.

Recorrí los túneles del sector 1. Una franja de las paredes metalizadas caía en espiral y se transparentaba. A veces podía ver criaturas silvestres a través de las rejillas. Mis zapatillas repique-teaban con un sonido acerado y deja-ban una estela de zumbidos con cada salto que pegaba. El traje gravitatorio me permitía salvar grandes distancias sin tocar el suelo. Aun así, congelaba a los ripper y me encaramaba a su es-palda para guardar energía. Todos mis sentidos estaban alerta. Lo único que tenía en la cabeza era huir. Rápido. Pero necesitaba la actualización.

Atravesé un largo pasillo infes-tado de rippers. Criaturas extrañas, Anthony. Vuelan de aquí para allá sin interferir hasta que te cruzas en su camino. No son amigables, tampoco agresivos. Existen. Y me ayudaron a cruzar el corredor, pues en ciertas zonas se habían producido fugas de

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Ánima Barda - Pulp Magazine

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ácido. El sector 1 estaba completa-mente alterado, desequilibrado, caó-tico, y eso que unos días antes tuve que restablecer los ventiladores de las cámaras selváticas. Todo parecía ir en orden, pero… ¿los metroides pueden traer consigo tantos desajustes?

La puerta estaba custodiada por una biobarrera: gadora. En circunstan-cias habituales, su piel sería escamosa como la de un dragón y su único ojo tendría pestañas duras y la pupila re-donda, pero el parásito X lo había con-vertido en un ser cubierto de postillas rojas y bultos de pus. Había enferma-do. Ya no era un gadora, sino un mons-truo. Acabé con él y crucé el umbral.

El vacío fue inmediato. Caí decenas de metros hasta llegar al fondo de la estancia, iluminada en naranja. Avan-cé, sigilosa. Mi I. A. me había indicado que allí se encontraba el rayo de on-das. Al principio no vi nada. Luego… El cadáver de Ridley. Estaba allí. Enfrente de mí. Mi corazón se aceleró, pero es-taba muerto. Aun así no podía dejar de mirarlo fijamente.

Samus…Anthony. No conoces la historia.

La Federación Galáctica tiene una fi-cha de Ridley: Geoforma 187. Dragón espacial. Comandante de los Piratas Espaciales. Para ellos es un enemigo más. Pero él me lo arrebató todo. Des-truyó mi hogar. Primero mató a mis padres y a miles de personas. Después me rescató Anciano Ave. Crecí en Cho-zodia. Ellos fabricaron este traje para mí, ellos me convirtieron en una más de su especie, al menos interiormente. Ellos… Y Ridley… acabó con ellos. Los llevó a la extinción. No pude salvar a nadie. ¡No pude!

Tu rostro no podía albergar más do-lor. Estabas descompuesta.

Pese a que estaba muerto, Anthony,

su sola presencia removía mis recuer-dos. Despertaba lo malo en mí. Pero lo peor estaba al llegar.

Un parásito X acorazado nos sobre-voló unos instantes; luego descendió a toda velocidad y penetró en el cadáver de Ridley. Apenas tardó unos segun-dos en mimetizar su forma y tamaño y devolverle a la vida… no solo como el Ridley que conocía, sino más rápido y más fuerte.

E igual de consciente.Un hormigueo recorrió mi columna

vertebral. Un latigazo que me man-tuvo quieta, muy quieta, hasta que la cola acerada de Ridley me lanzó contra la pared. El traje no respondía a mis ór-denes. Estaba paralizada. Acosada por las imágenes que sacudían mi mente con temblores de tierra y conversacio-nes lejanas. «Samus, es hora de volar». Si hubiera sabido…

Ridley había vuelto a la vida. Tenía que matarlo una vez más, pues no hay suficiente espacio en el universo para los dos.

Sentí un nuevo latigazo, pero esta vez de adrenalina. Recargué el rayo y lancé un potente chorro de energía hacia Ridley, que acusó el impacto con un alarido agudo. Sus garras se cernie-ron sobre mí, pero finté entre sus uñas y le obsequié con un misil en el pecho. Se elevó, abriendo las alas membrano-sas, y escupió bolas de fuego desde el final de su garganta. Retrocedí hasta el otro extremo de la sala y rodé por el suelo mientras caían sobre mí; cuando lo vi desgastado, disparé otra tanda de misiles.

Su piel adquirió un tono rojizo. El parásito X estaba a punto de abando-nar el cadáver de Ridley. Corrí hacia él cuando descendió de nuevo y sal-té al tiempo que cargaba mi rayo de energía. La escena sucedió a cámara

LA PENÚLTIMA MISIÓN DE SAMUS ARAN

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Ánima Barda - Pulp Magazine

10 ELEAZAR HERRERA

lenta: Ridley abrió la boca, sus fauces iluminándose a causa del fulgor, los dedos encrespados en una mueca de rabia que su rostro no podía recrear; mi cuerpo cayendo como un proyectil pesado, expresión de furia calculada, mi cañón derramando sobre él un fo-gonazo que ardió y nos envolvió como un anillo. La combustión expulsó al parásito X acorazado del dragón. Cayó como una marioneta. Me deshice del X con tres tiros de misil y, vencida por el esfuerzo, me derrumbé sobre el pa-vimento.

Samus…La Federación ocultaba el cadáver

de Ridley en la cámara criogenizada del sector 4. Supongo que querían te-nerlo vigilado, por si acaso…, o para estudiarlo detenidamente. O para te-ner en jaque a los Piratas Espaciales. Pero entonces ¿cómo había llegado hasta allí? No lo comprendía, aunque no era eso lo que martilleaba mi mente entonces. Pasara lo que pasara, Ridley siempre volvía: muerto parcialmente, reconstruido, mimetizado, clonado por sus camaradas. Pasar página es imposible cuando tu enemigo resucita una y otra vez.

Le rematé. Conseguí arrastrarme hasta el lugar donde yacía y disparé mil veces.

¿Recuperaste el rayo de ondas?No. La habitación estaba en llamas.

Sentí un vahído y el hormigueo que precede al desmayo, pero apreté los dientes para seguir ametrallándole.

Samus…Chillé y comencé a disparar a mi

alrededor. La pared de fuego se hizo más y más alta y yo no dejaba de apun-tar a Ridley.

¡Samus!Había perdido el control. No recuer-

do… nada más…

Tiro bruscamente de tus muñecas.

* * *

TE ARRANCO del trance. Parpadeas, tus ojos se entor-nan. Vuelves a ser la misma.

¡Siempre he admirado tu capacidad de recuperación! Envidia sana, claro. Te za-fas con facilidad de mi agarre y cruzas los brazos.

—Debo volver y terminar con la misión. Ya he perdido mucho tiempo. ¿Dónde están mis cosas?

Frunzo los labios pero no digo nada. —Te pondré al día en cuanto estés

perfecta.—Lo único que me falta es mi tra-

je. No funciona. —Giras la cabeza para intentar verte la espalda. En la parte su-perior sobresale un relieve sensorial rosa. Apagado. Lo único que tienes ahora es una pistola de emergencia en la bota, que congela durante tres segundos—. ¿Qué pasa, Anthony? ¿Sabes algo?

No desvío la mirada, aunque me gus-taría hacerlo. Odio ser portador de malas noticias. Antiguamente siempre moría el mensajero.

—Verás, Samus.—Sin rodeos.—¡Lo sé, ya voy! —Inspiro hondo—.

Te han suspendido del servicio hasta nuevo aviso.

Te levantas de la camilla como movi-da por un resorte, pero te corto el paso con rapidez.

—La Federación ha considerado que estás pasando por una racha delicada y los mandamases te han retirado las cre-denciales como cazarrecompensas preci-samente para que descanses.

—No hablas en serio, Anthony. La Federación no…

—¿Cuántos días crees que han pasa-do desde que acabaste con Ridley?

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Ánima Barda - Pulp Magazine

11

—Tres, cuatro como mucho.—Llevas durmiendo dos semanas.

Sedada. Hasta arriba de pastillas. Los médicos han hecho malabares para encontrar algo contra lo que no estés inmunizada. Tienes veintiocho años, Samus. Has pasado por tantas cosas… Siempre seré un vulgar soldado a tu lado.

—Eso no es verdad.—Pero…—Y de ninguna manera voy a que-

darme aquí, recluida como una paciente. —Tómatelo como unas vacaciones.

¡Ya las querría yo!—No, no —insistes—. Necesito

mis cosas. Terminaré la misión que me asignaron y desconectaré, lo prometo. —Esbozas una sonrisa inocente—. Tie-nes razón, lo necesito. Volveré a casa… y me tiraré en el sofá. Lo haremos así, ¿vale? —Tu mirada viaja por la estancia, buscando la salida. Te detienes en el te-cho. Después tus ojos descienden hasta el suelo que pisamos, acerado, gris, di-ferente al resto de la habitación—. Ah, el ascensor. Saldremos, encontraremos la Sala de Actualización de mi traje y me marcharé. Vamos.

Suspiro. El silencio nos asfixia como una soga atada al cuello. Niego con la cabeza y extiendo los brazos.

—No vamos. He venido personal-mente a informarte de todo, pero tengo órdenes de mantenerte aquí.

Contra todo pronóstico, tu semblante hermético es una ventana a tus pensa-mientos. Temería por mi vida si no su-piera que estás desarmada.

—Anthony, no puedo creer que estés de su lado.

—No estás bien. No estás bien.Desenfundas la pistola de emergen-

cia. El movimiento ha sido tan raudo que no he podido sino alcanzar la culata de la mía. Cabeceas hacia un lado.

—Lanza las pistolas lejos de ti. No

quiero dispararte, Anthony, pero lo haré si es necesario.

Obedezco.—Lo haré despacio.—No perderé detalle.Mis manos descienden por el perfil

de las piernas, donde reposan mis dos láseres. Los agarro, y lenta, muy lenta-mente, saco las armas de sus capuchones.

—Ahora, al suelo. No puedo creerlo, Anthony. De los demás, bueno, pero de ti…

Las suelto a pocos centímetros del suelo, pero las aferro en el último mo-mento y disparo. Un rayo gélido paraliza mi tobillo al tiempo que ruedas hacia atrás.

De pronto, nos quedamos a oscuras.

* * *

LA LUZ de emergencia arroja una nimia claridad al labora-torio. Miro a todas partes:

Anthony ha desaparecido sin dejar ras-tro. ¿Dónde se ha metido? ¿…y cómo he podido apuntarle con la pistola? Puede que no esté bien después de todo. Pero pensé que él me entende-ría.

Concéntrate, Samus. Ahora tienes que salir de aquí, me digo. Cargo la ba-tería de la pistola al máximo y busco una salida.

Si la electricidad se ha cortado, significa que el ascensor no funciona, y es la única vía de escape de la sala. Sin embargo, todas las máquinas de la Federación poseen un sistema de recarga ecológica. A menudo es una manivela que hay que girar hasta que la batería alcanza la energía de reser-va. La estancia está sellada hermética-mente. Soy tan libre como prisionera aquí, de manera que puedo buscar con calma.

LA PENÚLTIMA MISIÓN DE SAMUS ARAN

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Ánima Barda - Pulp Magazine

12 ELEAZAR HERRERA

Pego la oreja a la pared y avanzo poco a poco, escuchando las entra-ñas del edificio. Hay un bloque de ce-mento entre placa y placa de metal, a ambos lados de las paredes. Sin el tra-je no puedo romperlo y salir de aquí, ¡qué fácil sería entonces! Ahora sólo tengo una pistola y cinco sentidos a mi disposición. Ninguna de las paredes posee un punto débil en su estructura. Demonios. Me vuelvo hacia el centro de la sala. La camilla está situada en-cima de la plataforma del ascensor; de esa forma se accede a la zona de cuidados intensivos. Eso significa que de haber una alternativa, estará más cerca del suelo que del techo.

Me tumbo bocabajo y me arrastro sintiendo frío el oído izquierdo, próxi-mo al suelo. En un lugar determinado de la estancia, mi oreja recibe un soplo de aire caliente. Frunzo el ceño, mo-viéndome en círculos sin alejarme del punto de aire caliente. Es un conducto de ventilación. Desencajo, no sin es-fuerzo, la placa de rejilla que conforma parte del suelo.

Efectivamente, tras la placa se es-conde un agujero oscuro de longitud desconocida. No tengo alternativa: me coloco encima y desciendo con cuidado, apoyándome con las piernas en un lado y la espalda en el otro has-ta que mi trasero toca una superficie dura. El conducto continúa horizontal-mente. Prosigo, casi arrastrándome, hasta dar con una nueva placa. Esta vez la empujo de una patada y entro. Estoy en el ascensor. Busco a tientas la hilera de botones; debajo hallo una manivela del tamaño de un puño. La hago girar hasta que la energía de re-serva es suficiente para restablecer cierta funcionalidad en el ascensor. En la esquina superior, una pantalla indi-ca que estoy a caballo entre el -2 y el

-1. Pulso el botón de este último, pero el ascensor no tiene fuerza suficiente para elevarme, y se apaga. No me gus-ta la oscuridad.

He de llegar al piso superior. El cami-no secreto del ascensor continúa por la derecha. Me cuelo y sigo avanzando sin demora. El conducto se ensancha hasta tomar el aspecto de una red de alcantarillado, aunque no es nada se-mejante. Ahora puedo caminar de pie. Escucho rasgueos, como si un escara-bajo arañara las paredes, y chillidos le-janos. Animales. Insectos seguro, pero quién sabe qué más criaturas.

La pistola de emergencia posee una luz diminuta encima del cañón. El perímetro de visión es reducido pero me permite discernir una callejuela dentro del edificio habitada por rip-pers. Viajan de parte a parte y allí, al fondo, entreveo unas escaleras oxida-das. Camino erguida y solo me agacho cuando interfiero en la trayectoria de los rippers; su caparazón es inmune a cualquier láser, excepto al de frío, de manera que debo avanzar sin moles-tarles. Subo las escaleras lo que pare-ce una eternidad. El aire subterráneo es denso y produce una sensación plo-miza en cuanto invade los pulmones. La escalinata termina en una escotilla. La giro hasta que cede hacia un lado y exhalo un profundo suspiro cuando, por fin, inhalo oxígeno limpio.

De nuevo me hallo ante otro pa-sillo, alargado pero de dimensiones más reducidas. Dos puertas de segu-ridad azul flanquean ambos umbrales. Como residente y aun sin autorización, podría cruzarlas sin disparar las alar-mas, pero ahora se encuentran firme-mente cerradas, y nada ni nadie pue-de atravesarlas aunque quisiera. Esta clase de comportamientos solo pro-ceden con dos tipos de protocolos: el

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Ánima Barda - Pulp Magazine

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de emergencia y el de cuarentena. Así que la Federación, o parte de sus insta-laciones, está bajo amenaza enemiga o en riesgo bacteriológico. La urgencia de encontrar la Sala de Actualización se vuelve insoportable.

De pronto, una de las puertas par-padea intermitentemente. Ha sido activada… ¿de forma remota? Vacilo. Puede ser una trampa. Tampoco hay más senderos viables, al menos de momento. Cuando me aproximo a la puerta, ésta arroja una luz verdosa y se abre sin hacer ruido.

El silencio dura poco. Un Pirata Es-pacial cae sobre mí, cogiéndome por sorpresa. Sus extremidades, acabadas en pinzas, intentan cerrarse en torno a mi cintura. Mientras con una logra retenerme, la otra carga un cañón que esconde en el pliegue de la pinza. Con-sigo disparar la pistola de emergencia antes de que él me fría con su láser; el pirata queda congelado, como tallado en piedra brillante. Me desembarazo de su cuerpo y echo a correr en direc-ción contraria. El efecto durará unos segundos.

Sus pisadas retumban en el suelo metalizado, también las mías. Estoy en una especie de almacén. Me detendría a mirar qué hay en todas estas cajas si mi vida no corriera peligro. Tengo la impresión de estar en un lugar priva-do, solo abierto a unos pocos afortu-nados.

El pirata dispara un láser verde. Basta un roce para que el calambra-zo arquee mi espalda, obligándome a aminorar el paso. El pirata vuelve a abalanzarse sobre mí, pero me agacho y lo veo desfilar ante mis ojos. Le pego un tiro. Cae congelado al instante. Sigo corriendo hasta la otra punta del almacén, flanqueada por dos puertas de seguridad… cerradas. Nuevamen-

te, una de ellas se abre al azar, pero no pienso entrar. Antes me tendieron una trampa. ¿Anthony también habrá caído en ella? Sea quien sea el que con-trole la seguridad, no es aliado.

Me oculto tras una pila de cajas y espero a que el pirata se acerque para dispararle otra vez. Entonces deshago mis pasos hacia la puerta por la que he entrado, pero está cerrada. Aprieto los dientes. Pulso el sensor una, dos y hasta tres veces, pero éste no se mue-ve. En su lugar, la puerta de salida si-gue emitiendo un haz de luz verde.

Tengo dos opciones: cruzar la puer-ta o jugar al gato y el ratón con el pira-ta. La batería de mi pistola se ha des-cargado considerablemente, y es que necesita mucha energía para congelar a una raza como aquella.

No quiero seguir más los dictados de un desconocido.

* * *

SAMUS Aran... ¡Detestas que te lo pongan fácil! Esa debe ser la razón por la que en vez de cruzar

la puerta abierta, formas una escalera de cajas, rompes a base de patadas y puñe-tazos parte del techo y te cuelas por una ranura que apesta a metano. Estos pa-sadizos ni siquiera podrían considerar-se como tales, pues pertenecen a la red de túneles usada en la construcción del edificio. Cuando las instalaciones estu-vieron listas, estos corredores estrechos quedaron en el olvido. No para todos, al parecer.

Pero has cometido un error al igno-rarme. Tu traje se encontraba tras esa puerta, y ahora estás demasiado lejos. Hum. Desconozco cuál es tu plan. Solo sé que de no haber cedido a tu cabezone-ría estarías más cerca de escapar.

Sigo tu camino a través de las cámaras

LA PENÚLTIMA MISIÓN DE SAMUS ARAN

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Ánima Barda - Pulp Magazine

14 ELEAZAR HERRERA

de seguridad. Cuando uno de los túneles se termina, sales a la superficie y te en-cuentras con los piratas. Como es lógico, sin tu traje no puedes hacerles frente. Escapas a duras penas y continúas con una dirección fija en tu cabeza.

Te internas por otro de los pasadizos, y espero, impaciente, escrutando cada cámara, a que aparezcas. Caes desde el techo a la Sala de Navegación. Te levan-tas, cojeando de la rodilla con la que has acusado todo el peso de tu cuerpo, y te desplomas sobre la silla, ubicada frente a una gran pantalla. Accedes al plano de la enfermería y sus alrededores.

La Sala de Navegación toma la co-rriente de una fuente auxiliar y ésta se alimenta del resto de instalaciones. Así, en caso de emergencia, y por tiempo li-mitado, las salas de navegación siguen operativas incluso cuando nada más puede estarlo. Ahora lo veo claro: tu ob-jetivo era llegar a la más cercana y trazar un plan en base a lo que encuentres.

Pero yo también tengo el mío.—Samus, ¿me recibes?Te yergues en el asiento y miras en

derredor, pero no encontrarás a nadie. Luego buscas a conciencia una cáma-ra a la que dirigirte; por fin existe algo que ignoras, y es que te veo por la propia pantalla.

—Samus, ¿me recibes? —repito con voz clara.

—Te recibo… ¿Anthony? ¿Dónde es-tás? Tenemos que salir de aquí. La enfer-mería está infestada de piratas.

—Lo sé. Escucha, tenemos poco tiempo. Debes volver al almacén y cruzar la puerta que te abrí en su momento. Tu traje está allí, en el Puente —añado al ver que abres la boca, sorprendida—. Me he atrincherado en Control. Te he esta-do abriendo puertas, pero pasas de ellas todo el rato. Así no se puede trabajar.

—¿Cómo iba a saber que eras tú el

que manejaba la seguridad? ¿Y cómo se te ocurre enviarme a sitios con piratas?

—He sellado la mayor parte de las habitaciones con piratas —apunto—. No pueden entrar ni salir. El problema es que debes pasar por alguna de esas zonas para conseguir la actualización del traje. Intento ponértelo fácil, de verdad.

—¿Cuál es la situación actual?—El área de enfermería está invadido

por Piratas Espaciales, pero es una téc-nica de distracción básica. Su verdadero objetivo son los laboratorios: han des-trozado el Aula de Experimentación y se han llevado muestras de ADN. Lo he visto por las cámaras de seguridad. He contado al menos doce científicos muer-tos y varios heridos. Han cogido algunos como rehenes.

Una línea vertical surca tu frente. No hay tiempo para pensar.

—Te diré lo que haremos, Samus.—Se me ocurre que…—Tienes que fiarte de mí. Desde aquí

lo veo todo. Lo primordial es que recu-peres el traje. Ve al almacén tan rápido como te lo permitan tus pies.

Te levantas, ignorando el dolor de ro-dilla, y compruebas el estado de la pis-tola. La batería está a punto de agotarse, pero, si todo va bien, llegarás hasta el Puente antes de que eso suceda.

—Los lugares que has dejado atrás están exactamente igual, es decir, que volverás a encontrarte con los mismos piratas. Ve con cuidado.

Asientes y haces ademán de salir, pero una duda te retiene:

—¿Qué vas a hacer tú?—Seré tus ojos de momento. Cambio

y corto.Abandonas la Sala de Navegación. Tus pasos demuestran un cambio

de actitud: huyes de los piratas sin de-tenerte siquiera a mirar por dónde van, y cuando creen que te han visto, ya has

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desaparecido por uno de los túneles. Los encontronazos son inevitables, no obs-tante; llegas al almacén adolorida y con calambres en las piernas y en el abdo-men. El Pirata Espacial te esperaba des-de hace rato. Zigzagueas para escurrirte entre sus pinzas y disparas, pero él se gira con rapidez y te asesta un golpe por la espalda. Caes al suelo entre un mon-tón de cajas, te vuelves: el pirata intenta aplastarte contra una caja especialmente dura, pero te cubres y ruedas.

Necesito que lo congeles antes de abrir la puerta.

Está furioso. Te apunta con el láser, de nuevo en pie y con un ojo puesto en la luz, ahora roja, que arroja el sensor. De-vuelves tu atención al pirata y os miráis fijamente. Luego echas a correr hacia él, y te imita. Espero que sepas lo que haces, Samus.

Justo antes de que choquéis, estiras la pierna y te deslizas por el suelo, ba-rriendo su ¿tobillo? al tiempo que el pi-rata salta hacia delante para embestirte. Cuando lo tienes arriba, disparas.

Abro la puerta.Te incorporas con el impulso y cruzas

sin volver la vista atrás. El pirata hace un ruido sordo al tocar el suelo.

La Sala de Actualización es pequeña y circular. En su centro se halla un atril holográfico custodiado por un candado táctil. Como no tengo tus huellas re-gistradas, simplifico el acceso. Colocas la yema del pulgar en el candado y éste emite un pitido uniforme. El atril se abre para dejar paso a la actualización, apenas un chip del tamaño de un botón. Lo ex-traes y, con sumo cuidado, lo encajas en el relieve sensorial de tu espalda.

La fibra azul del traje zero brilla un instante, materializando la textura dura y anaranjada de tu tercera piel. Grande y ceñida, se amolda a tus extremidades como un guante. El cañón recubre tu

brazo derecho; tu rostro queda oculto tras el visor verde y tu cuerpo, gracias a las hombreras circulares, adquiere su en-vergadura habitual. En pocos segundos tus ojos se acostumbran a las opciones del escáner: nivel de humedad, nivel de ácidos, nivel de oxígeno disponible, at-mósfera del planeta… así como, flexio-nando brazos y piernas, te adaptas a las habilidades innatas de este traje: salto en barrena, láser de ondas, supermisiles. Sa-mus Aran está lista para la acción.

Antes de salir, sin embargo…—Te sienta bien.Sé que has sonreído aunque no pueda

verlo.—Gracias. ¿Nuestro siguiente movi-

miento?—Los piratas nos superan en núme-

ro, y no precisamente en una cantidad pequeña. Nuestra única opción es pedir refuerzos a la Federación una vez este-mos en órbita.

—¿Mi nave está en el hangar?—Afirmativo. Atenta: los ladrones

aún no han despegado. Desde Control puedo plegar automáticamente la pista de aterrizaje, pero no con nosotros den-tro, así que iniciaré una cuenta atrás de doce minutos. En ese tiempo nos habre-mos encontrado en los hangares. Luego montaremos en tu nave y saldremos pi-tando. También he sellado las puertas de los laboratorios, así que perderán tiempo buscando rutas alternativas. Con mucha suerte, igual se quedan aquí.

Asientes, memorizando lo que digo.—Si no he llegado a la nave antes

de los diez minutos, ve sin mí. Volveré a Control y aguantaré hasta que vengan los refuerzos…

—… Si vienen —corriges, mordaz—. Y lo mismo digo.

—Si no vienen, al menos tú sí lo ha-rás, así que estoy tranquilo —replico, sonriente.

LA PENÚLTIMA MISIÓN DE SAMUS ARAN

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16 ELEAZAR HERRERA

Una pausa.—Anthony, siento lo que ha pasado.—Yo también. Pero estoy seguro de

que podemos discutirlo con un café en-tre las manos.

—Sí.—No podré guiarte a partir de aquí.

¡Suerte!Corto la comunicación y activo la se-

cuencia de pliegue. Once minutos, cin-cuenta y nueve segundos.

* * *

NO SÉ CÓMO lo hago, pero siempre acabo huyendo con el tiempo pegado a las botas.

Coloco una miniatura del mapa en la esquina superior derecha del visor y marco el hangar con una balista roja. El camino es relativamente corto, aun-que tendré que dar un par de vueltas por los conductos de ventilación para no entrar en conflicto con el bloqueo de seguridad. Abro la puerta del alma-cén y disparo un supermisil al pirata, que se disuelve en el aire. Esta es la potencia a la que estoy acostumbrada. Mi mente no flaquea y puedo pensar con claridad.

Salto en barrena, girando en el vacío, hasta alcanzar la abertura del techo que había conseguido tiempo antes. ¡Qué lejano se me hace ahora! Siento como si hubieran pasado sema-nas en apenas unas horas; el cansan-cio me agarrota los músculos, pero el traje me aporta la energía extra que necesito para dar el último empujón. Recorro el pasadizo encorvada y tuer-zo a la izquierda para llegar a una zona ensanchada. Dejo atrás la Sala de Na-vegación. Me yergo y quemo la barre-ra de ventilación con el láser de calor. Encuentro seis Piratas Espaciales dis-cutiendo a viva voz sobre cómo salir

de allí. Mi llegada les dispersa. Cargo el cañón y disparo un misil que crea una ráfaga de hielo. El frío les aturde. Me tienta acabar con sus vidas, pero no hay tiempo. Quedan cuatro minutos.

Me aproximo a la Sala de Espera, el último paso antes de llegar al hangar. Ironía es que allí aguarde una horda de piratas frustrados. La puerta que pre-cede a la estancia es infranqueable. El sensor está en rojo, pero, nuevamen-te, conozco una alternativa.

Activo mi morfosfera y, convertida en un ovillo de color naranja eléctrico, detono tres bombas cerca de la puer-ta. La estructura se derrumba y caigo al sótano, sumido en la oscuridad. Recupero mi forma humana al tiem-po que prendo la linterna del cañón y continúo en silencio. Con los años, el sótano se ha convertido en un lugar de descanso para los trabajadores de la Enfermería. Constituye una vía de escape al agobio de la cotidianeidad, por eso une el pasillo que da al vestí-bulo con la Sala de Espera: para alejar-se del gentío. Lo curioso es que esta vez sí es un pasadizo secreto. Una de las paredes es holográfica, así que solo he subir una rampa y traspasarla para llegar. Los Piratas Espaciales estarán muy avanzados en cuestiones de clo-nación de su comandante, pero les falta inteligencia para investigar entor-nos desconocidos.

Me coloco frente al holograma de cemento, agudizando el oído. Los pi-ratas están cerca. Abro fuego a dis-creción, oyendo cómo gritan órdenes, gruñen, se desvanecen en el aire, y aparezco de un salto. Cerca de una treintena bloquean el acceso al han-gar. Entre el morado de sus siluetas distingo una gris y azul que finta entre ellos como alma que lleva el diablo. Anthony se ha adelantado. Detono

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17LA PENÚLTIMA MISIÓN DE SAMUS ARAN

una superbomba desde morfosfera y corro hacia ellos con el cañón en alto. La vibración de la explosión les aturde; algunos están tan graves que muer-den el polvo. La puerta se despeja un instante. Anthony me dirige una son-risa breve.

—¡Yo te cubro! —chillo, pegando mi espalda a su espalda y disparando en semicírculo. Sus láseres también nos impactan a veces, pero resistimos gracias a los trajes—. Entra en el han-gar y ve arrancando la nave. ¡Te alcan-zaré en un momento!

—¿Cómo sé que no vas a hacerte la heroína de la galaxia otra vez y vas a entretenerte matándolos a todos?

Miro mi visor. Un minuto. Cincuenta y nueve. Cincuenta y ocho…

—¡Porque el tiempo está a punto de acabarse!

* * *

TU NAVE destaca dentro del hangar. Las de los Piratas Es-paciales son negras y alargadas

como serpientes; las de la Federación, grises, con las siglas FG en la proa; la tuya es morada y de aspecto alienígena. Suena tonto, ¿verdad?

Acciono manualmente la rampa de aterrizaje y subo a la cabina de pilotaje. Para mi alivio, aunque también sorpresa, los controles no tienen clave de seguri-dad. A ver si me acuerdo de comentarte estos detalles. Quizás así pueda enten-derte mejor.

Dieciséis segundos para el cierre de la pista de aterrizaje. Inquieto, sigo po-niendo a punto la nave, calentando mo-tores, desplegando las alas… hasta que oigo tiros láser. Pisadas. Me giro con el corazón en la mano.

—¡Vámonos! —bramas, saltando ha-cia el interior.

Cierro la compuerta sin esperar a que te ates el cinturón. La pista comienza a plegarse sobre sí misma, pero aún nos ofrece suficientes kilómetros de impulso, y tras un leve balanceo, la nave abandona la atmósfera de Daiban, planeta capital de la Federación Galáctica, y en unos minutos navegamos por el espacio ex-terior.

Te cedo el asiento del piloto, pero solo tocas los mandos para mandar un men-saje de socorro a la Federación y activar el crucero automático. Una vez te veo sin el casco, me reafirmo: has vivido dema-siadas aventuras. Mi expresión debe de delatar mis pensamientos, puesto que me das una palmada en la pierna y co-mentas:

—Estoy de vacaciones. No quiero sa-ber nada hasta, por lo menos… ¿Dónde tengo que dejarte?

—En tu casa, por ejemplo.—Oh, eso ni lo sueñes.

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«El paisaje de su poesía seguía siendo el desierto ».Salman Rushdie, Los versos satánicos.

San Vicente, Sonora, México.

11:49 A.M.

MANOS AL VOLANTE, espalda empapada de sudor, sed. Josué recorre la desértica carretera bajo el sol agobiante ya a temprana hora.

Le ha gustado la novela, reúne lo necesario; personajes bien estructurados, desarrollo interesante, tono peculiar en la narrativa. Lo esencial para, con adecuada publicidad, convertirlo en Best-Seller.

Apenas un punto impreciso en el horizonte, se adivina el pueblo. Josué admira el paisaje y una leve sonrisa le parte el rostro. Le hace gracia la obstinación de ciertas personas que se afanan por establecerse en regiones inapropiadas, como los habitantes de Alaska, por ejemplo, donde es normal que la temperatura descienda treinta grados de golpe. O este lugar reseco, en el cual resulta difícil respirar a causa del clima bochornoso. Piensa en su amigo Posada, Antonio Posada, quien nació aquí, está acostumbrado, en cambio él, Josué Mendoza, gracias al Cielo, estará dos, tres días quizás, y el viaje bien vale la pena. Paulatinamente comienza a tomar forma un letrero borrado por la intemperie: Bienvenido a San Vicente.

Aminora la velocidad a la orilla del camino polvoriento, observando a tres buitres. Se dan tremendo festín con los restos informes y putrefactos de un animal seguramente arrollado por las descuidadas llantas de algún tráiler. El hedor es fuerte. Josué continúa la marcha diciéndose que ya vio lo suficiente. Sale de la carretera y entra al pueblo. Ante su periferia se desplazan casas achatadas, porches, locales raquíticos, una licorería rotulada con el águila de la cerveza Tecate, patios resecos, puertas abiertas, un

por Jesús Montalvo

El Blues d e San Vic e nte

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19EL BLUES DE SAN VICENTE

sombrero tirado en plena calle, dos autos mal estacionados… Ninguna persona a la vista. Obvio, piensa Josué, es sábado y lo más óptimo es encerrarse a cal canto, prender el aire acondicionado y destapar una cerveza.

Pero el sombrero abandonado le ha dejado una imagen dislocada que le hace recordar, por alguna razón, la serie en blanco y negro de The Twilight Zone. Habitualmente, se dice, los sombreros van sobre la cabeza. Sonríe ante la

Jesús Montalvo

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20 JESÚS MONTALVO

sensación rara que puede suscitar un objeto fuera de su sitio.

La gasolinera se asoma unas cuadras adelante pero Josué decide cargar el depósito después. Se estaciona junto a una fonda, en el lado de la sombra, ojalá y así se enfríe lo que ya parece caldero con cuatro ruedas. Toma el maletín del asiento trasero, ansioso por dar la noticia, también ansioso por un cigarro. Se apea del auto, siente el aire sofocante, pesado, casi palpable. Al primer paso escucha un crujido baboso bajo los zapatos; ha pisado un alacrán y, aunque no conoce mitos de mal agüero relacionados con alacranes, lo presiente como una mala señal.

La fonda no tiene puerta. Al parecer la han arrancado de tajo. Hay trozos de madera aún pegados a los goznes retorcidos del marco izquierdo. Josué quería una bebida helada, tabaco, una dirección apuntada en su libreta. Ahora maldice haber entrado. El local se encuentra vacío, la pestilencia a guisado rancio le cosquillea en las fosas nasales, las mesas son un revoltijo de trastes sucios y manteles embarrados de grasa. Moscas zumbando como misiles alrededor de la comida descompuesta. Algo anda mal, lo sabe sin ponerse a pensarlo. Retrocede hasta llegar de nuevo a la puerta… en su cerebro ya relacionó el sombrero abandonado con este sitio. Antes de hacerse cualquier comentario chistoso para aligerar la incertidumbre, una voz femenina le interrumpe el discurso.

—Buenas tardes, bienvenido a San Vicente —dice la mujer sin dirigirle la mirada. Está pegada al auto de Josué, inspeccionando el interior desde la ventanilla del copiloto. Es fea, alta, sucia y despeinada. De pronto, indolente, se lleva una mano atrás y comienza a rascarse el trasero sin separar la vista del auto—. Seguro viene de muy lejos.

—Del meritito sur, como dicen ustedes.—Josué intenta ser amable y piensa divertido que aun en los pueblos más pequeños la gente cuenta con pordioseros, como si esto en verdad fuera un requisito de civilización.

La mujer respinga. Por primera vez lo mira directamente, con ojos inteligentes, ofendidos, como si le hubiera leído el pensamiento. Entonces habla con voz inflexible, sin acento:

—Que se pudran los del meritito sur. Ustedes no saben lanzar los dardos. Gusanos mierdosos. Púdranse.—se acerca despacio, cojeando. El pie izquierdo, descalzo, muestra costras de mugre. El derecho es un muñón goteando sangre fresca todavía.

Josué deja caer el maletín y se aleja de la mujer. Quiere llegar a la otra acera, tocar puertas, pedir ayuda, no estar solo. Pero ahí donde no había nadie, ahora hay una anciana decrépita asomada a la ventana de un hogar; ahí donde no había nadie, ahora hay dos muchachos con las miradas perdidas y las ropas hechas jirones afuera de la barbería; ahí donde no había nadie, ahora hay un gordo gigante, machete en ristre, corriendo directo a Josué.

Josué Mendoza, 46 años, casado, amante de su oficio, dos hijos lindísimos, coleccionista de pipas, es perseguido por un loco descomunal que sin motivo aparente le quiere hacer daño. Josué dobla calles, grita pidiendo auxilio, salta una verja de madera, resbala, avanza un trecho a rastras, se incorpora y estrella contra un buzón. Se levanta y sigue corriendo. Corriendo. Sus pies nunca habían corrido tanto. Un edificio de tres plantas presume dos letreros, Cantina y Hotel. Josué se mete al estrecho pasadizo formado por el muro de la cantina y una valla metálica. No sabe a dónde ir. Se detiene recargado de espaldas contra la

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21EL BLUES DE SAN VICENTE

valla, y mira sin mirar unos garabatos ilegibles pintados en el muro. Los pulmones parecen próximos a estallar: fumar dos cajetillas de Marlboro al día durante 23 años no ha caído en saco roto.

El maniaco vuelve a aparecer, machete oscilante, en la entrada (o en la salida, según se vea) del pasadizo. Pero ahora, en el otro extremo se planta un segundo hombre. En la mano derecha apunta un revólver con el ineludible propósito de matar.

Ahora sí es un callejón sin salida. Josué se orina encima y no le importa.Cuando el potente estruendo se

produce, él ya está felizmente desmayado.

01:40 P.M.

PRIMERO detecta un sonido familiar, el motor de un

refrigerador. Luego un ligero traqueteo acompasado… un ventilador portátil. Voces. Abre los ojos y ve personas a su alrededor. Por impulso decide correr, buscar la salida, pero se descubre esposado a un tubo que sobresale de una banca soldada al piso. Grita.

Las personas en torno a él se muestran pacientes. Son tres: un adolescente pecoso con un extravagante sombrero de paja, una mujer rechoncha, bajita de rostro sereno y un hombre flaco de bigote retorcido, cabello canoso y alborotado. Josué lo reconoce como el pistolero del pasadizo.

Observan al esposado sin decir nada. Le dan tiempo y espacio para que deje de gimotear. Poco a poco se tranquiliza.

La cantina es un desastre. Las ventanas y puertas están clausuradas con tablones de madera, impidiendo que se cuelen los rayos solares. La escasa luz del interior la brinda un neón de la Tecate tras la barra y dos lámparas paleolíticas colgadas del techo, tambaleándose sobre

dos raídas mesas de billar.—Yo no hice nada —dice por fin

Josué—. El loco del machete me quiere matar…

—Cálmese —dice la mujer—, sólo cálmese para poder soltarlo. Está entre amigos.

—Está bien, está bien, me calmo.Al muchacho pecoso se le ve medio

borracho. Por el sombrero que carga, a Josué se le figura una especie de Tom Sawyer sonorense. La mujer por su parte comienza a limpiar un impecable bate de béisbol. Se nota que nunca ha sido utilizado.

—Una de dos —gruñe el hombre canoso mientras le quita las esposas. Su voz es grave, como piedras en deslave—, o andas perdido o vienes buscando a alguien en especial.

—Lo segundo —contesta Josué acariciándose las muñecas—. Se llama Antonio Posada, es escritor.

—Era escritor —corrige el pecoso—. Fue de los primeros en morir. Lo enterramos como Dios manda.

—Era mi amigo —dice Josué.—Era mi hermano —dice el canoso

de bigote retorcido.Se presentan y estrechan manos. La

mujer se llama Luz, el pecoso se llama Luis, el canoso se llama Miguel, el recién llegado es Josué. Mucho gusto. Igualmente.

Una hora antes, cuando se desmayó, Josué no vio al gordo enarbolar el arma cual vikingo. No vio, tampoco, cómo Miguel le interrumpió la trayectoria volándole a distancia la mayor parte del cráneo, ni el singular arco que describió el machete en el aire, seguido por el descomunal cuerpo inerte del gordo al estrellarse contra la tierra con un sonido seco de lonjas desparramadas. Nada de esto vio Josué, pero agradece en silencio a quien le ha salvado el pellejo. Miguel

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22 JESÚS MONTALVO

saca una cajetilla de cigarros y le ofrece uno. Tras encenderlo, Josué comprende que el infierno no es tan malo después de todo.

Josué Mendoza y Miguel Posada ya se consideran camaradas.

02:09 P.M.

NEUMÁTICOS chirriando se escuchan a lo lejos. Cristales

rotos, un grito ahogado. Miguel retira cuidadosamente la tabla de una de las ventanas para ver qué ocurre. El ruido de las llantas se escucha un rato más, luego se produce un choque escandaloso, seguido por una explosión. Miguel vuelve a colocar la tabla en su lugar. Los otros esperan ansiosos.

—¿Azul de cuatro puertas? —pregunta Josué ya resignado.

—Sí —dice Miguel.—Chingada madre.

02:31 P.M.

CÓMO puedo explicártelo? —Miguel intenta ordenar los

eventos desde su puesto de cantinero, limpiando por fuerza de costumbre un vaso—. Óyeme bien, te contaré el asunto. Si no me crees ese será tu problema, no el mío. De cualquier manera ya estás aquí.

—Creeré cada palabra —asegura Josué, listo para escuchar la sinopsis de una película barata de terror.

Luz y Luis acomodan codos sobre la barra. Conocen los acontecimientos, los están viviendo, quizá por eso esperan la historia, porque ellos mismos pertenecen y participan de ella. Josué mira su cerveza: al menos el trago le ayudará a sobrellevar la narración. Miguel suelta un suspiro antes de iniciar el relato.

—Hace cinco días que las cosas se pusieron patas arriba…

—Cuatro días —interrumpe la mujer.—Cinco, contando lo de Don

Chuy. Verás, Josué. Aquella noche mi hermano llegó bien asustado. Venía de con Don Chuy. Don Chuy es… era la competencia. Había improvisado un bar en el patio trasero de su casa. Estaban estrenando un tiro al blanco. Bueno, el caso es que, según mi hermano, de la nada dos imbéciles comenzaron a pelearse. Nadie se metió a separarlos. ¿Pero sabes cuándo terminó la pelea? Pues hasta que los dos bueyes se mataron. Imagínate, se mataron a golpes y los demás nomás se quedaron mirando. Yo le pregunté por más detalles pero Antonio no supo decirme nada, sólo decía que había sido culpa suya, que el pleito comenzó porque él no había lanzado bien los dardos. Como pensé que a lo mejor sí se había metido en broncas, lo dejé con un trago y salí volando directo al chisme. Cuando llegué los cuerpos todavía estaban allí. No había llegado ni la policía. Yo conocía a los difuntos. Todos los conocíamos, y ninguno era problemático en realidad. Los de éste pueblo somos cabrones, pa qué te voy a mentir, pero no tanto como pa dejar que dos canijos se maten a madrazos. Más tarde dos patrullas pasaron pero no quisieron hacer nada. Y como los muertos no tenían familiares y Don Chuy siempre fue bueno (lo que sea de cada quien) pa la improvisación y la respuesta rápida, pues esa misma noche hubo funeral y entierro. Al día siguiente fue cuando de plano el pueblo se alocó.

Varias horas después del entierro, el pueblo había despertado bajo una reverberación irreal. Destellos verdes, pequeños fulgores verdes y resbaladizos invadiendo las calles, autos, azoteas, botes de basura, alcobas, estufas, alacenas, cobertizos, retretes. Absurdo y sin embargo sucedió: ranas. Ranas frías, húmedas, brillosas, atolondradas en la

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tierra caliente. Perdidas o enviadas a razón de qué. Por las acuciantes tenazas del sol no pudieron durar demasiado, apenas lo suficiente para aterrar a las personas que ya se santiguaban, que ya estaban hacinándose en la iglesia, que ya estaban arrepintiéndose de todos sus pecados mientras barrían con asco y miedo los palmeados cadáveres que se pudrían en una licuefacción vertiginosa. Dejaron un persistente olor nauseabundo. Cúmulos desmesurados de sabandijas ardieron en gasolina, quemando los pecados que más tarde regresaron en forma de lluvia. Una lluvia ligera pero inusual para la temporada. La gente, tímida, se permitió la breve oportunidad de disfrutar la llovizna, bendición momentánea y burlona. Porque el agua trajo consigo o desenterró o hizo germinar monedas antiguas. Miguel Posada, desde su rudimentaria percepción del Mal, temió por el futuro inmediato del pueblo.

Miguel anduvo y miró calles llenas de personas alborotadas. Se presumían las monedas, las exhibían como trofeos robados, se daban codazos, golpes eufóricos, patadas… ya asomaba sus primeros dientes la locura.

Y así, inexplicablemente, se llevaron a cabo asesinatos sin sentido. Otros representaban, a la vista de quien quisiera verlos, las actividades que se realizaron en Sodoma y Gomorra pero en versión western. Algunos se automutilaban con el primer objeto hiriente hallado. Cuando Miguel regresó a su cantina, encontró a Luis, su mesero, sellando las entradas: ventanas, puertas. Miguel se sumó a la tarea mientras pensaba que quizá Dios estaba perdiendo al ajedrez contra el Diablo.

Antonio estaba en su recámara. Lo encontraron bajo un revoltijo de papeles escritos y libros destripados, luciendo un agujero de bala entre las cejas: el suicidio

como mecanismo de defensa. En dos horas, gracias a la tierra mojada (qué ironía), cavaron un triste hoyo y se le dio santa sepultura al escritor Antonio Posada.

Al cabo de los días, el modesto arsenal de Miguel estaba sirviendo para sobrevivir. Lucharon en rescatar a quienes aún no habían sido tocados por la locura, pero no lo lograron. Sólo Luz corrió con suerte. Los demás morían asesinados progresivamente, o se les veía perderse en los edificios, buscando sus propios refugios. Miguel ya no abandonó su revólver. La mujer ideaba estrategias gastronómicas con el fin de administrar los alimentos y hacerlos que duraran. Y Luis, bueno, él inició su carrera en el lamentable arte del alcoholismo.

Al tercer día, viendo que Dios había olvidado crear hierba verde y fruto en el desierto, Miguel subió a la azotea de la Cantina-Hotel y se armó con cuatro cosas; una silla, un rifle, su inseparable revólver y una paciencia hosca. Contempló cómo muchas personas, que antes conocía tan bien, ahora eran criaturas malsanas, marionetas grotescas capaces de asesinar a mordidas al más mínimo organismo vivo… hombres, perros, ratas, cucarachas.

Y vio Miguel que no era bueno.

03:26 P.M.

LOS que no tuvimos contacto con las monedas permanecemos

ocultos —dice cansado, tallándose los párpados con los dedos pulgar e índice—, buscando la manera de salir del pueblo. Todo se lo metieron por el culo. Chingaron los teléfonos, destruyeron las trocas, y pa acabarla, los celulares no reciben señal en ésta zona, por eso nadie usa. Algunos locos se hicieron astutos, aunque la mayoría ya no saben ni cómo

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24 JESÚS MONTALVO

se llaman.—Je, hasta los catalogamos y toda la

cosa —dice Luis orgulloso.—¿Perdón? —Por un momento

Josué duda de la sanidad mental de sus contertulios.

—Ven, vamos a la azotea aprovechando que hay sol —dice Miguel, subiendo ya los peldaños hacia los cuartuchos de alquiler.

Desde la azotea relativamente alta, el relato del cantinero cobra sentido. La vista alcanza casi por entero los cuatro puntos cardinales del pueblo. Las calles cercanas a la cantina son visibles, luego se pierden entre techos planos, depósitos de agua, tejados, tendederos. Josué suda a cántaros. Pese a la situación, le da vergüenza no poder disimular el calor sofocante ante los demás. Estos, acostumbrados al hábitat, se limitan a enjugarse la frente con las muñecas o el antebrazo en un movimiento rápido, natural, aprendido de la infancia. Asombrado descubre lo que no vio cuando el gordo gigante del hacha lo perseguía. Cadáveres en las aceras, puertas hechas trizas, algunas casas quemadas, pequeños grupos de gente con aspecto de muertos, sucios, idos, caminando lento, arrastrando los pasos sin rumbo aparente. Sin embargo Josué advierte que en realidad se mantienen orbitando la cantina. La pestilencia humana deja un regusto amargo que se eleva hasta ellos.

—Hay tres tipos de locos —dice luz, usando el bate para señalar—. Aquellos de la esquina junto al consultorio médico son los Bebés. Se la pasan tirados, nomás gatean para buscar comida. No son peligrosos. La mayoría se está muriendo de hambre. Y esos allá, los que andan, los que andan caminando en círculos son los Carniceros. Si los miras directo a los ojos no encontrarás vida en

ellos. Se alimentan de los Bebés y de los Carniceros más débiles, pero su comida favorita es la carne fresca.

«¿Qué diría George A. Romero al respecto?», piensa Josué.

Los monigotes harapientos caminan alrededor del edificio. Para comunicarse emiten sonidos guturales parecidos a las arcadas previas del vómito. No obstante es evidente la determinación muda, el hambre unánime, la sincronía natural de los rebaños.

Unas cuadras al oeste, tres figuras con las sombras por delante se aproximan. Bebés y Carniceros les abren paso, mostrando cierto respeto. Los nervios de Josué se tensan. El extraño trío se aproxima, se aproxima. Aunque parecen andar desarmados, los locos no se atreven a tocarlos.

—Esos son los Jefes —dice Miguel escupiendo un gargajo.

A sólo una pedrada de distancia, en el estacionamiento de la Cantina-Hotel, el aspecto de las tres figuras ha tomado forma clara. Josué reconoce a una, es la mujer sin pie que se rascaba el trasero. Los otros dos son un hombrecillo gordo vestido con mono de obrero y un joven de músculos grasientos con unos jeans rotos como única prenda. Detienen las miradas hacia la azotea. Están completamente sucios, el cabello les cae en escamas mantecosas pegadas a los cráneos. Exhiben altaneros los rostros llenos de pústulas en erupción.

—Cabrones —dice Miguel—. Te pueden engañar con sus ojos sensatos y su andar despreocupado. Parecen normales. No comen gente, los hemos visto sacar comida de las casas y hurgar en la basura, pero algo sí te digo; estos putos son más brutales que los Carniceros. Ayer en la tarde destazaron vivo a un paisano nomás pa hacernos enojar, pa burlarse. Me da mala espina que vengan desarmados…

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25EL BLUES DE SAN VICENTE

me huele a trampa.Luz, Josué y Luis comparten la misma

opinión.Como respuesta a la desconfianza, el

Jefe de los jeans rotos se saca de estos un cuchillo bruñido que hace contraste con la inmundicia de quien lo porta. Para cuando sucede esto, Miguel ya sostiene el rifle con firmeza, apuntando a las cabezas del estacionamiento. Josué y Luis tienen las manos vacías. Hay una escopeta en la cantina pero no hay tiempo para bajar. Luz manosea nerviosa su bate de béisbol, y Josué piensa una vez más que de seguro nunca se ha hecho uso de esa arma impecable.

—¿Qué van a hacer con ese cuchillito, prepararnos la cena? —les grita Luis a los Jefes, y explota en carcajadas escandalosas, como si hubiera contado el chiste más gracioso del mundo.

Ríe con la risa histérica del miedo, la carcajada ruidosa, envalentonada, fingida… ahora trocada súbitamente por gemidos ahogados junto a un crujido similar al de ramas secas quebrándose. Entonces, sin hallar para dónde mirar, comienzan las clásicas imágenes que se suceden y superponen en los momentos de adrenalina y peligros repentinos. Un collage de pigmentos y manchones rojos. Bajo el sol del desierto la sangre sí es roja.

El cuchillo fue lanzado con furia y precisión y Luis lo tiene enterrado en la yugular, el líquido rojo le borbotea de la boca y del cuello. Miguel dispara una, dos veces. Luz llora con su inútil arma entre las manos regordetas. Josué ve sus propios pies corriendo hacia el Tom Sawyer sonorense, pero éste, al borde de la azotea, se tambalea un instante y luego se precipita al vacío. El descenso es tan rápido que, paradójicamente, la escena se queda grabada como una fotografía. Cuando el cuerpo se estrella contra el pavimento y el tiempo pierde su

elasticidad anterior, Josué aterriza en el presente y descubre que los disparos de Miguel no fallaron. En los jefes también hay rojo brillante. La loca grosera se cubre con la mano derecha el hombro izquierdo chorreante de rojo líquido reluciente. El hombrecillo de mono de obrero se desgañita en un galimatías de maldiciones, con las venas de la frente a punto de reventar por la cólera. Hecho un amasijo de músculos tendidos en el suelo, el tercer Jefe, muerto o doblemente muerto, la cabeza ya sin forma dibujando un extravagante penacho de sangre en el cemento resquebrajado. Los Carniceros que rodean la cantina profieren alaridos enfurecidos y tropiezan unos con otros como cucarachas fumigadas.

En la azotea, Miguel suelta el rifle y desenfunda el revólver tan veloz que ya le voló la cara a la loca grosera. Josué cierra los ojos por el disparo preciso, los abre y mira huir al Jefe restante con el cuerpo del joven musculoso a cuestas, como un Pípila sádico. Las tres balas consecutivas que dispara Miguel revientan el escudo de carne pero no llegan al objetivo principal. El Pípila se pierde de vista.

Luz llora y ríe entrecortadamente, afianzando el bate como bastón, diciendo que muy pronto les tocará a ellos la misma suerte que acaba de correr el pobre Luis.

—No, mujer, nosotros no moriremos —dice Miguel, y en su voz grave las palabras suenan a sentencia—. Saldremos de esto, te lo prometo.

—Miguel —dice Josué—, muéstrame el dormitorio que ocupaba Antonio.

—Yo te llevo. Ven, verás —se ofrece Luz, un poco más serena, y juntos desaparecen en el interior del edificio.

Por su parte, Miguel cambia el revólver por el rifle, apunta hacia los Carniceros y, aunque sabe de antemano que no debe malgastar municiones,

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26 JESÚS MONTALVO

comienza a volar unas cuantas cabezas.

04:07 P.M.

LA MUJER enciende la luz. Con la ventana también clausurada, el

cuartucho sofocado es una devastación de libros y hojas por todos lados.

—Estaré abajo —dice Luz y se va.Josué se abre paso entre el revoltijo,

hurga en los cajones, en el librero. Bajo las sábanas de la cama resalta un bulto. Es un diario manoseado forrado con periódico. Lo abre por la mitad y en el acto reconoce la caligrafía apretada de Antonio Posada:

…le pedí a Josué Mendoza que revisara bien el último capítulo de mi novela, pues aunque creo haber logrado un trabajo decente en cada página, la escena final desemboca tal vez en un recurso muy rebuscado.

Ninguna prueba, ninguna culpa que Antonio dijo tener. Hasta varias páginas después.

…resulta cómico tomando en cuenta que, justo cuando solté el bolígrafo, el cristal de la ventana estalló. Se lo comenté a Miguel pero se limitó a repetir la frase que usaba nuestra madre: la locura y el desierto son una mala combinación.

Las anotaciones están fechadas con días de la semana, sin número ni mes. Afuera, en la azotea, los disparos del cantinero le erizan la piel. Cada acontecimiento en San Vicente es un descubrimiento, un terror nuevo, un prodigio.

…Quizá se deba al exceso de trabajo. De cualquier manera la idea ya se instaló en la cabeza y dudo que exista fuerza humana que me la quite. No sé cómo explicarlo, pero lo que sucedió hoy lo relaciono con el bolígrafo y la ventana del otro día. Estaba hojeando una revista en la farmacia (el único local del pueblo donde consigo cultura impresa)

y, antes de regresarla al estante, algo en la mente me dijo que debía acomodarla de cierta manera, no solamente dejarla y ya. Retando a la imaginación, encimé la revista sobre unos recetarios de cocina y en ese instante al dependiente le explotó un frasco que traía en la mano. Me siento como un ejemplo simplón del efecto mariposa de Bradbury. Graciosas coincidencias. Las usaré para un relato.

Las páginas siguientes muestran apuntes irrelevantes, ideas para cuentos, personajes bocetados, analogías. Josué se decide por leer las últimas anotaciones, donde la letra es más apretada e ininteligible, a leguas escrita con nervios y prisas.

…Esta tarde casi pierdo la cordura al doblar la calle Francisco Villa. Cierta intuición extraña me obligó a poner los pies en un lugar concreto de la acera. Si no lo hacía como lo dictaba mi premonición, tenía la certeza de provocar algún accidente a mi alrededor. Y así me regresé caminando hasta mi dormitorio, midiendo el andar, poniendo un paso tras otro en determinado espacio. Estoy loco…

Y la anotación final:Mierda mierda mierda. Las ranas

del amanecer son evidentes heraldos del Mal. Las monedas que hace unos minutos vinieron traídas por la lluvia son la puerta al odio puro. No debí lanzar el dardo anoche, porque bien sabía que fallaría al blanco. Mi estupidez desató la metástasis del infierno. Que Dios se apiade de mi gente… he tomado una moneda, puedo sentir su Fuerza… y no pretendo vivir cargando semejante corrupción.

04:29 P.M.

ENCUENTRAN a Miguel descansando en su silla, el rifle en

el regazo.Anaranjado, el sol empieza a menguar

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27EL BLUES DE SAN VICENTE

aunque todavía transcurrirá un buen rato para el ocaso.

—Josué tiene un plan —dice Luz, enseñando la sonrisa alegre de la niña que ha descubierto un nuevo juego.

Miguel asiente y dice «está bien» cuando Josué termina de exponer su teoría y plan, los cuales rayan en la fantasía, pero basta con echar un vistazo desde la azotea para aceptar cualquier absurdo.

05:44 P.M.

LA CANTINA de Don Chuy está en el límite sur del pueblo. —Es

Miguel—. El camino de aquí pa allá es recto, así que no doblaremos calles a menos de ser necesario. Ya hay menos Carniceros afuera. Yo me quedo con el revólver. Josué, tú agarra la escopeta de aquella mesa. Y tú, Luz, por favor deja ese puto palo y encárgate del rifle.

Luz hace el cambio de armas. Josué de pronto siente pena por el bate que nunca golpeará siquiera una inofensiva pelota.

—¿Están listos? —pregunta Miguel, con las manos en la barra de metal que asegura la puerta.

Mientras la abre, un pensamiento acude a Josué dándole valor; el recuerdo de Antonio Posada. Para nada maldice haber llegado precisamente en estas fechas de podredumbre, muy al contrario, un orgullo mórbido lo hace sentirse privilegiado. Rara vez se presenta la ocasión de vivir manicomio parecido.

El pueblo es un horno apagado que ya no quema pero sofoca. Nubecillas de polvo levantadas por el viento leve se embarran en los pantalones de los tres supervivientes. A paso acelerado cruzan envueltos en la pestilencia de cadáveres diseminados. Bebés agonizantes vomitando espumarajos verdosos.

Repentinamente se ven rodeados por un reducido grupo de Carniceros. El terror se extiende de un horizonte a otro. Desde luego Miguel es el primero en hacer estridentes boquetes contra la muchedumbre antropófaga que se abalanza sin temor a las balas. Algunos retroceden pero sólo para tomar impulso. Durante breves instantes Josué se queda petrificado y mira a Luz usar el rifle, a final de cuentas, como bate de béisbol, destrozando cabezas, produciendo crujidos sanguinolentos. Miguel vacía el revólver sobre los Carniceros, recarga el tambor de su arma y hasta entonces Josué decide actuar. Se acerca apuntando el cañón de la escopeta a un Carnicero que forcejea. Dispara a bocajarro. Es increíble ver la cantidad de porquería que contiene una cabeza humana. El empujón de la culata le ha lastimado el hombro. Miguel elimina a los últimos Carniceros de ese grupo. El trío termina rodeado de cuerpos tirados en posturas ridículas. Dos Bebés, arrastrándose torpemente, se acercan al banquete.

—Esa mujer se llamaba Rebeca —dice Luz señalando a uno de los Bebés—. Era bien devota la pobrecita, prácticamente vivía en la iglesia, y ya ven ahorita cómo está. Al otro le decían El Chori.

Miguel encañona al Chori y le vuela la cara entera. La llamada Rebeca, sin inmutarse, sigue comiendo. Le hablan y la mujer no responde, no escucha, no sabe. Son las primeras líneas del Padre Nuestro recitado en voz alta por Luz lo que la hace levantar la mirada por un momento, como si intentara recordar algo importante. Es imposible evaluarle la cordura a Rebeca. De un disparo Miguel le borra toda expresión facial. Amén, corta Luz y alcanza a los compañeros que se han puesto en marcha.

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28 JESÚS MONTALVO

Luego de haber matado o rematado a los escasos Carniceros que se les interpusieron en el camino, los supervivientes llegan a la cantina de Don Chuy, una casa de maderas semiderruida.

Ojos inyectados en odio y postura de pistolero, el hombrecillo rechoncho, Jefe restante, hace aparición. Como un escritor ambidiestro, en cada mano sostiene un lápiz que lanza al grupo con velocidad mortífera: uno se le clava a Josué en el muslo derecho y el otro ha dejado sin vida a Luz. Queda desplomada bocabajo sobre la tierra, con la punta del lápiz asomando por la nuca. Josué no presta atención al dolor en el muslo, se encuentra más preocupado por acomodarse la escopeta de manera que no le lastime otra vez el hombro. Miguel dispara sin parar, y todos sus tiros aciertan. El Jefe ignora la aparatosa coladera que le están haciendo en pecho y rostro. Se lanza hacia Miguel. El revólver ya vacío sale volando, y por consiguiente el cantinero canoso queda indefenso. Miguel es su revólver y viceversa. Con la segura intención de arrancarle la cabeza,

el Jefe sujeta de las greñas al cantinero y éste grita de dolor. El demente del mono de obrero ríe entre la masa nauseabunda que carga por dentadura. Josué, por temor a fallar el disparo, se acerca y usa la escopeta como garrote contra el jefe, golpea una y otra vez, una y otra vez. Al final, la cabeza es un auténtico puré.

Lo demás es sencillo para Josué. Atraviesa la casa, encuentra un dardo entre los escombros, se planta a un palmo de la diana que aún permanece colgada en la pared, clava el dardo en el centro, y, con esto, pone orden al caos de éste concreto punto del desierto.

Una inusitada ventisca irrumpe en la cantina, levantando polvo que se le adhiere a Josué Mendoza en la ropa pegajosa, en el cabello. Tiene polvo entre los dientes; el rechinante y terroso sabor de la experiencia, de cuyo hilo narrativo, aunque empeñe docenas de noches intentando plasmarlo en el papel, no podrá comenzar ni la primera línea.

A lo lejos, el lamento de un coyote precede al crepúsculo.

Jesús Montalvo

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«She twines her spines up slowly,Towards the boiling sun,

And when I touched her skin,My fingers ran with blood».

Handsome Family, Far From Any Road

SU CUERPO yacía sobre el barro. Estaba sucia, llena de cardenales. Había tratado

de huir y su cuerpo sufría las consecuencias. Varias uñas se le habían roto al intentar desatarse, lo entendí todo al ver algunos trozos de cuerda que se le habían quedado entre los dientes. Había probado con las manos y, al no poder, utilizó los dientes. Debo pensar en ello y en cómo evitarlo.

También debo controlarme. Estuve a punto de estropear su piel. Cuando hablan en las películas o en los libros de inmovilizar a alguien creo que no lo han hecho nunca. No sé hacerlo. Muchos inyectan alguna sustancia o los duermen con algún somnífero. Yo tengo pánico a las agujas y no sé donde conseguir cloroformo. La verdad es que me da igual. Sabía perfectamente que ella no podía huir, tarde o temprano la encontraría. Era cuestión de paciencia.

La hallé pasadas varias horas, tiritando y muerta de miedo. Cuando toqué su rostro, noté que ella sabía lo que iba a ocurrir pero no sabía cuando. Fui rápido. Es curioso, si te lo propones puedes comprar un bisturí por Internet en pocos minutos y nadie sospecha nada. Yo los compro a menudo y nadie ha venido a pedirme explicaciones. Tengo preparadas excusas, que si soy médico, que si me gusta comprar mi material y gilipolleces como esas, pero no las he necesitado. Al verla lloriqueando, desnuda y sucia, me entró un sentimiento de culpa y estuve a punto de abrazarla, limpiarla o dejarla marchar, pero fui fuerte, y decidí cumplir mi objetivo. Ella me miró a los ojos, sabiendo lo que vendría a continuación. Eso me gustó. Corté su vena carótida y la

por José Luis del Río

@jldelriofortich

Corona de margaritas

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30 JOSÉ LUIS DEL RÍO

sangre comenzó a brotar. Como he dicho, ella me miraba directamente a los ojos y pude ver en su mirada como el oxígeno dejaba de llegar al cerebro. Ese momento es sublime, notar cómo una persona está viva y al siguiente muerta. Solo por eso merece la pena. No sé el motivo pero, inconscientemente, después de hacerlo siempre les susurro «Lo siento». Debe de ser para justificarme, para que me perdonen o algo así. No necesito su perdón. Yo las libero.

Tengo una amiga terapeuta que siempre busca justificaciones psicológicas para todo. No me gustan sus explicaciones. Ella justifica mis actos, digamos los confesables, como consecuencia de la ausencia paternal o de cariño materno. Cuando le hablo de mis rupturas o infidelidades, ella me salta con alguna teoría constructivista o freudiana que lo explica todo. Es guapa, elegante y triunfadora. Oculta secretos, pero ¿quién no lo hace? A veces, en alguna de nuestras largas conversaciones, he pensado en desvelarle mi verdadero rostro, pero siempre lo evito, no quiero estropear nuestra amistad. Incluso fantaseo con hacerlo con ella, mostrarle mi cara oculta, enseñarle el placer que supone ver como alguien se extingue. También he soñado con hacérselo a ella, deslizar suavemente mi estilete por su piel y ver su último aliento de vida. ¿Cómo sería su mirada? ¿Sería dulce o estaría llena de odio?

Mi amiga se equivoca, yo la he engañado. Creo que es fácil engañar a los psicólogos, sobre todo si te creas una máscara. Creo que, a veces, oyen lo que tú quieres que oigan. Sinceramente, yo iba por ella. Me gustaba su mirada y la media sonrisa que esbozaba cuando le hablaba de mi falsa niñez. Tuve una infancia modélica y unos padres adorables que viven jubilados al otro

lado del mundo. Hablo poco con ellos. Solo las fiestas y los cumpleaños. Cada vez menos. Pero me dejaron una gran casa, con un terreno considerable. Toda para mí.

Levanté el liviano cuerpo de la desconocida y la llevé al sótano donde lo hago todo. No me pregunten por qué, pero siempre que comienzo mi rito―he decidido llamarlo así― lo hago desnudo. No me gusta que me vean desnudo, salvo cuando estoy a solas con ellas, solo con ellas puedo ser yo. Lo primero que hago es limpiarlas, la mayoría huyen y se ensucian. Es un proceso largo, pero no dudo en dedicarle mucho tiempo. Mojo la esponja en un cubo lleno de jabón y la paso por todo su cuerpo. No me cuesta recorrer sus cuerpos, sus poros, me entretengo revisando sus cicatrices, inventándome historias sobre ellas. Cada chica es diferente, puede tener una cicatriz imperceptible detrás del gemelo o una en la ceja. Los tatuajes no cuentan nada, ni historias, ni sentimientos, ni, sobre todo, dolor.

Luego, les lavo el pelo hasta que queda impoluto. Lo cepillo muchas veces, tiene que quedar sedoso y limpio. Después suelo rodear con una gasa los sitios que he cortado. Los rodeo con esa tela blanca y las instalo como deidades. Al principio me costaba ponerlas en la posición que quería, pero ahora me ayudo de una cuerda, como un titiritero las coloco en la que serán recordadas. Las levanto y las pongo en cruz o flexiono sus rodillas y cruzo sus brazos. Suelo salir a buscar flores y les hago una pequeña corona. Lo aprendí de niño. Necesitas margaritas de talle largo. Debes pasar una por debajo de otra, subes y la doblas alrededor de la primera. Es fácil.

La Diosa estaba con los brazos abiertos, alzada sobre el suelo, dispuesta a volar. Agarré una escalera y coloqué la

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31CORONA DE MARGARITAS

Alberto Peral A

lcón

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32 JOSÉ LUIS DEL RÍO

corona sobre su impoluto pelo. Retiré la escalera y contemplé su belleza. No podéis imaginarlo. Me arrodillé ante ella y unas lágrimas surgieron de mis ojos. Su rostro provocó que mi masculinidad se alzase y que mi esencia quedase derramada por el suelo.

Me gusta conservar la magia de ese momento, como si fuera una botella en la que introduces un pensamiento y lo almacenas en la estantería. A veces, agarras una botella y aspiras el olor, recordando todo lo que ese olor significa. Yo hago eso, acumulo mis recuerdos y de vez en cuando los bajo y los huelo. Los recuerdos acuden a mí y me permiten volver a disfrutarlos.

Recuerdo a la primera, cómo al acariciar su cuerpo mis dedos se cubrieron de sangre y cómo sus labios se abrían buscando el último aliento. Dicen que al morir perdemos 28 gramos, hay muchos mitos, algunos piensan que es el alma que se escapa. Es mentira. Al morir perdemos la dignidad. Yo evito esa pérdida, ellas no mueren en una sucia y mugrienta cama de hospital, por un momento son Diosas. Yo las libero, las

libero del peso de su belleza, del dolor que van a sufrir a lo largo de su vida, de las insatisfacciones, de los sueños no conseguidos… Las hago eternas por un instante.

Tras hacerlo, vuelvo en tren a mi trabajo, la mayoría de las veces llego tarde a alguna reunión y tengo que inventarme una mentira. Odio mentir. Odio a la gente que miente. Y, sobre todo, me odio a mi mismo cuando miento. Odio la mentira que supone mi trabajo, mis amistades, mis amantes… todo.

Solo me relajo cuando veo a mi psicóloga y me visto con mi máscara. Le hablo del sufrimiento que nunca tuve y del dolor que nunca sufrí. Ella se apiada de mí, esboza una media sonrisa y me mira con sus ojos color miel. A veces, me pasa una mano por la mejilla y se apiada de mí. Yo sonrío con mi máscara, pero detrás de ella solo pienso en que debo repetirlo una vez más. Todo me parece inanimado y triste.

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33RESEÑA: EN EL BOSQUE...

ESTAMOS ante un ejemplo del magnetismo que puede poseer un libro con un título apropia-

do, una portada bien puesta y una ma-quetación en condiciones. En el bosque, bajo los cerezos en flor es una frase que, con el dibujo adecuado, basta para que se me grabe en la cabeza y día tras día me llene el cerebro de pulsaciones que me empujan a leerlo. Pero ¿está el interior a la altura de lo que promete?

Dejémonos de ton-terías, los libros se juzgan por la porta-da cuando el libro quiere que se le juzgue por la por-tada. Es el caso de En el bosque, bajo los cerezos en flor. Todo su ex-terior habla de dos conceptos aunados: sobrenatural y japo-nés. Lees el resumen de la contra y tus sospechas se ven confirmadas. Y ahora vamos con la chicha. Resulta que En el bosque, bajo los cerezos en flor, es un compendio de relatos con SOLO tres relatos. Vaya. Y además con buen margen y letra gor-da. Vaya otra vez. Eso quiere decir que, por raro que resulte, en esta reseña voy a hablar uno por uno de los relatos, ya que hay espacio de sobra. Luego volveré sobre la parte de solo incluir tres relatos en un libro.

El primero es el que da título al libro. Cuenta la historia de un bandido con un montón de esposas a las que ha se-

cuestrado, un bosque de cerezos en flor muy aterrador y una mujer muy bella a la que también secuestra. Esta, que es mu-cho más guapa que las demás, acabará siendo el objeto de todas sus atenciones y el temible bandido bailará al son que ella marque, con la mala suerte de que la muchacha de marras está loca como una piara de cabras (correcto, piara. Por

eso están tan locas). Esta me gustó. El entrelazamiento de lo so-

brenatural con lo humano, la maldad descarnada y

profunda del persona-je femenino, la locura a la que arrastra al bandido y la evoca-dora capacidad de dibujar el lento llo-ver de la flor de ce-rezo en ese bosque en el que jamás me

apetecería quedar-me durante un rato.

Evocador es, quizá, la palabra que mejor defina

el relato.El segundo es La princesa

Yonaga y Mimio. Grosso modo, trata de un aprendiz de carpintero contrata-do por un poderoso señor para competir por la talla de un santuario para la hija del señor. Las cosas se salen de madre cuando descubrimos que la hija, como la esposa del bandido del anterior y junto a un segundo personaje femenino que desquiciará al protagonista, es casi la pura encarnación del mal. Aquí de nuevo nos encontramos con una fémina malvada como ella sola. No es necesa-rio caer en interpretaciones ramplonas,

“En el bosque, bajo los

cerezos en flor”Ango

Sakaguchi.Satori.

152 páginas. 17 €.

por JR PLANAEn el bosque, bajo los cerezos en flor

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RESEÑA: EN EL BOSQUE...

aunque habrá alguno que lo haga. Este relato no posee la poderosa fuerza de sugestión del anterior, aquí el encanto reside en el viaje al odio del protagonis-ta, el baile de poderes sobrenaturales que rondan a la talla y la pérdida de conexión con la realidad que envuelve el trabajo del carpintero.

El tercero y último es El Gran Con-sejero Mursaki. Nos encontramos con un vil consejero del gobierno, una sangui-juela, un chupasangres asqueroso, sucio y depravado que vive rodeado de lujo. Re-sulta que, un día, el consejero se encuen-tra por casualidad en el bosque con una flauta perdida, que resulta ser la favorita de la princesa de la Luna, quien ha man-dado a una de sus mismísimas doncellas para que baje a la Tierra a recuperarla. El consejero cae prendido de la joven y, enturbiado por la lujuria y a pesar de las amenazas y ruegos, decide retenerla en contra de su voluntad, escondiéndole la flauta y engañándola para que no pueda abandonarle. Obviamente esto no puede acabar bien.

En este el malo no es la mujer sino el hombre, aunque la chica tampoco se queda corta en crueldad. De nuevo mito y la más perversa realidad caminan de la mano por los párrafos de autor; desola-ción, arrepentimiento y penitencia en-raízan en la trama de El Gran Consejero.

En los dos primeros me sumergí con más profundidad, especialmente en el del bosque y los cerezos, donde quizá la novedad puso también de su parte. To-dos poseen cierta belleza, y traen aromas de otros tiempos y lugares que casi todos podremos recrear con suficiente vivaci-dad. Sin embargo, no todo el monte es orégano.

A veces la narración se me anto-ja simple y precipitada, no sé si por la forma de escribir o la traducción (creo recordar que más por lo primero), como

si el texto estuviera a medio trabajar. Ha sido una sensación latente en toda la lec-tura. Quizá fue algo pasajero, o que me encontraba asimilando el estilo del autor. No lo sé, aunque es un detalle que no desmerece lo demás.

Lo que sí lo hace (desmerecer, digo) es la edición. Y es que, señores, esta-mos hablando de tres relatos, y no re-latos muy muy largos, en un libro de 152 páginas y al nada asequible precio de 17 euros. ¿Me estoy quejando de la cantidad? ¿Acaso no estamos pagando también la calidad de la literatura, la tra-ducción y la edición? Sí, sí, PERO son tres relatos, con prólogo y su padre, bien de margen, bien de interlineado, bien de letra hermosa… todo con la sospe-chosa intención de rellenar hueco para justificar un precio demasiado alto para un libro que en bolsillo apenas llegaría a las 100 páginas. Eso hace que me sienta algo estafado y molesto, pues siento que me han sablado unos 7 euros de más sin mucha cortesía. Igual no era la intención de la editorial, que solo se han esforzado por conseguir una edición bien bonita y con una presentación que da gusto, pero, amigos, la esposa del César no solo tiene que ser honrada sino también aparentar-lo.

Es, por tanto, una lectura que reco-miendo, aunque no recomiendo con la misma pasión la edición, y es una pena, porque está muy chula, tal y cómo digo más arriba.

Quizá a veces Sakaguchi se hace un poco difícil no por la complejidad de su escritura sino porque es un estilo abrup-to, casi de fábula mal remachada, al que, yo por lo menos, no estoy muy acostum-brado. Pero son tan elegantes y tienen tanta garra que esta rareza se te hace di-gerible después de un rato.

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por Marcos A. Palacios

Al Diablo le gusta leer

ERA UN INCUNABLE único, quizás el último. Una rara avis de la literatura antigua. Mis dedos marcaban surcos sobre el polvo de las portadas,

pues debió permanecer mucho tiempo en aquellas estanterías, soñolientas y abandonadas, de mi biblioteca particular. Apenas pude recordar cuándo o dónde lo adquirí. El título se encontraba borroso y no alcazaba a leerlo, aunque se podía adivinar el idioma en que estaba escrito. Me atraía su encuadernación y la ilustración de la portada. Se veía una figura asombrada y distraída que caminaba a oscuras con un candil en la mano, ignorante de que la misma muerte la acechaba en la oscuridad a sus espaldas. La niebla cubría su mirada. Era una mujer joven vestida con lo que parecía un camisón. Abrí el libro y descubrí que contenía relatos. Todos diferentes. Sin embargo, las últimas páginas se hallaban en blanco.

Pasé las siguientes noches leyendo el libro, tratándolo con suavidad dado lo antiguo que era. Corrían días de invierno tan oscuros como las criaturas que aparecían en los relatos de mi nuevo compañero. Sus páginas me desvelaban a menudo, me atraían hasta lo más profundo de la tinta y el papel con que estaban impresas. Y ese olor... tan antiguo como el azufre del infierno, cautivándome y atándome a su lectura irremediablemente. Como mi salud se vio afectada por las noches en vela, decidí colocar el ejemplar en las estanterías de mi librería de viejo. Pasaron pocas horas hasta que un cliente se interesó por él. Era un hombre bajo, medio calvo y tocado con sombrero. Vestía de un color acre que le daba aspecto hastiado y aburrido. Sus muecas expresaban asombro mientras ojeaba el libro y, finalmente, lo compró.

Nada fuera de lo normal ocurrió durante los siguientes días hasta que el viernes por la tarde, antes de cerrar la librería, encontré el libro misterioso en la misma estantería de donde el caballero de la sombra hastiada lo había arrebatado y comprado. Con recelo lo cogí y comprobé

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36 MARCOS A. PALACIOS

que efectivamente era el mismo ejemplar. Tenía las mismas señales de uso. Pasé las hojas para reafirmarme en mi asombro. Había más páginas escritas, otro cuento más. Hablaba de un hombre judío, de su pasión por la pintura, los amores de su vida, su colección de sombreros y una maldición que pesaba sobre su familia. Volví a dejar el libro en la estantería. Si el comprador volvió para dejarlo en algún momento en la tienda, pensé, no me habría dado cuenta.

Por caprichos de la vida, a la semana siguiente apareció en mi tienda una señora que no parecía de la ciudad. Era muy habladora y rubia, con el pelo liso y hermosamente caído sobre los hombros. No llevaba anillo de casada y me dedicó una sonrisa mientras sujetaba aquel viejo libro con sus guantes negros de terciopelo, con ademán coqueto y servil. Me pagó y se despidió con un “bonjour” provocativo de sus labios brillantes, esponjosos.

Días después, mi paraguas se había perdido, o más bien, yo lo había olvidado en alguna parte. Sea como fuere, tuve que quedarme en mi tienda esperando a que amainara la tormenta. El agua no parecía caer del cielo con normalidad, sino explotar y reventar con furia contra el empedrado. El sonido retumbaba a mi alrededor cuando las gotas se tornaron granizo. Decepcionado por la tormenta repentina que me impedía volver a casa, me senté, cansado, en una silla. Mis ojos buscaron un hueco donde reposar tanta fatiga, y, en la más completa oscuridad de la tienda, un relámpago titánico, que se precipitó a través de la ventana, iluminó la estantería principal durante segundos agónicos, como si el relámpago no fuera a irse nunca de allí. «¡¿Qué ha sido eso?!», grité interiormente cuando, apenas imperceptible, una sombra escurridiza cruzó la estancia pareciendo salir de entre los libros como un fuego fatuo huyendo acobardado de la cárcel de una tumba; y justo donde habitó por unos días el libro misterioso, ese último ejemplar que parecía acosarme una y otra vez, precisamente donde tenía que haber un hueco, contemplé con horror indescriptible, con la respiración cortada, todo mi cuerpo invadido de vértigo y mis ojos abiertos y absortos, de nuevo el mismo libro horrible que no debía estar allí.

Era la misma encuadernación, similares señales y defectos, exactamente los mismos colores, imposible que existieran dos lomos iguales. Me acerqué. Olía a azufre. Y lo abrí. Recordé, mientras lo sujetaba, el mismo tacto sucio del paso del tiempo. Y más páginas escritas. Esta vez, sudando de terror, mis manos temblantes, no pude mantenerme en pie y me abandoné a la silla. Necesitaba saber qué era ese libro. Por qué volvía incesantemente a buscarme. ¡Qué quería de mí! ¡Qué ser abominable enviaba burlonamente a mi librería aquel juguete del diablo! Pardiez, si no era cosa del diablo, ¿acaso estaba volviéndome loco? Continué leyendo donde lo había dejado hacía semanas. Cada relato aterraba más que el anterior. Cuando las campanadas del carillón tocaron las 4 de la madrugada, la lluvia continuaba bailando sobre los empedrados de la ciudad. Y era tan espesa que los edificios parecían difuminados en un lienzo. Por fin acabé el último relato. Era el número vigésimo primero y contaba el triste destino de una viuda francesa. Veintiún relatos aterradores de una amargura sobrenatural. Y en la última página, un retrato.

El silencio reinó sobre el estruendo. Como si el tiempo se detuviera, así la lluvia cesó. Y los relámpagos se apagaron, la noche volvió a ser una noche cualquiera. Congelado y asustado, escruté mi propio rostro sobre el papel de aquel libro maldito. Mi nombre bajo el grabado. Era yo mismo, con porte elegante pero expresión amarga. La mirada

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37AL DIABLO LE GUSTA LEER

perdida en el más allá. Y de pronto un relámpago caído de la ira de Satán, blanco como la nada, me alcanzó de lleno mientras gritaba sin apenas voz, mi garganta deshecha.

Cuando abrí los ojos me encontraba tirado en el suelo. La madera, húmeda, recibía el viento fresco de la ventana. Había cristales a mi alrededor. Sobre mí llegaba un aroma parecido a la leña, a brasa. No podía moverme y sin embargo mis sentidos funcionaban. Consciente de mi vivencia intenté levantarme. Imposible. Poco a poco mi visión se acostumbraba a la oscuridad. Alguien había aparecido junto a mí y me observaba desde la silla donde minutos antes me encontraba. Pero no se movía. La figura se limitaba a reírse sin carcajadas. Los ojos saltones, su ropa hecha jirones... todo en ella le otorgaba aspecto cruel y angustioso. Pensé, por un momento, que aquel espectro me visitaba para mostrarme el futuro, o tal vez que el alma podrida de un hombre eternamente joven había escapado de su cautiverio en un cuadro embrujado. Hasta que, finalmente, sintiendo que mi vida se había convertido en una pesadilla sin sentido, apareció la Luna Llena, maldita sea la Luna, llenando de luz la tienda y mostrándome a mí mismo sentado en la silla, descarnado, la piel negra y fundida, los cabellos chamuscados por el rayo asesino de Lucifer, mortalmente quieto sin consciencia ni sentidos, mi mente atrapada dentro del libro caído sobre la madera del suelo, encerrado en las páginas más tenebrosas jamás escritas. Y mi garganta suplicando piedad, gritando de dolor sin voz, envuelto en el papel ardiente de aquel incunable procedente del inframundo.

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Primera parte

«Because I’m taking over by the fear».The Fear, Lilly Allen

ABRES los ojos en cuanto llaman a la puerta de la habitación. Es hora de levantarse. No importa si tienes sueño o si te duele el estómago. Es hora

de levantarse y no hay nada que rechistar. Te reincorporas con cuidado, el techo está a menos de dos centímetros de tu cabeza cuando te sientas, y no te apetece llevar un coscorrón contigo a lo largo de todo el día.

Eres el primero en despertarse, o al menos el primero que da señales de ello. La cama que hay frente a la tuya está vacía e impoluta, como siempre. Con los picos de una colcha azul perfectamente guardados debajo del colchón y sin una arruga.

Te sientas con las piernas colgando justo al lado de la escalera. Hoy te encuentras bien. Un poco cansado, pero no hay nada nuevo en ti. Estiras las piernas y ves a uno de tus compañeros de habitación, el pelirrojo de enfrente, que se levanta y pisa el suelo antes que tú.

El pelirrojo alza la vista y te mira durante un par de segundos, no más. Las miradas entre vosotros siempre son fugaces. Es extraño cuando alguien te mira más de ese tiempo en el cuartel. El pelirrojo no se salta las normas no escritas, y tú tampoco. Te da la espalda y se pone a hacer la cama. Tú bajas por la escalera y empiezas a hacer lo mismo que él, con la dificultad sumada de que tu cama está en la parte de arriba.

Tu último compañero, el rubio, se levanta cuando estás terminando. Él siempre se espera un poco para que te dé tiempo a hacerla. La habitación es demasiado pequeña como para que tres personas al mismo tiempo puedan hacer la cama tranquilamente y sin chocarse.

Sacas tu ropa del armario y te vistes en la entrada de la habitación para no molestar. Parece que lo tenéis ensayado, aunque no sea así. Ni siquiera es necesario hablar. En el cuartel no caben las palabras, a menos que sean necesarias sí o sí. Y no es el caso. Podéis apañároslas como lleváis apañándooslas todo este tiempo. Aunque todavía te

No me llAmo Nick

por Andrea Alfaro

García

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39NO ME LLAMO NICK

consideren el nuevo, no te ha costado adaptarte, dentro de lo malo.

El rubio es el último en vestirse. A las seis menos dos minutos estáis listos.

Salís de la habitación y echáis a correr. En el cuartel o corres o no llegas a ningún sitio. Y no llegar a ningún sitio tiene consecuencias graves. No te han dicho exactamente cuáles, pero te las imaginas. No es difícil de imaginar. Los superiores tienen un humor de perros.

Lo bueno del cuartel es que nadie empuja en las colas. El cuartel es

el orden en estado máximo. Claro, es bueno si te gusta el orden. ¿Te gusta el orden? Te gusta el orden. Aunque quizás el del cuartel se pasa y no te gusta tanto.

Las pastillas hacen su efecto, pero es difícil mentirte a ti mismo. Aún no eres como los demás. Supones que no te costará demasiado tiempo alcanzarlos. Sin embargo, no sabes si supones bien.

Eres el segundo de la fila. El hombre que pasa delante de ti termina rápido.

Es tu turno.Miras a los ojos a la chica que reparte

las pastillas. Sólo dos segundos, siempre los cuentas. Esos dos segundos son suficientes como para darte cuenta de que los tiene muy azules, y te gustan. No la habías visto nunca antes. Hasta el momento, la persona que repartía las pastillas era una mujer mayor y llena de arrugas. No sabes qué le puede haber pasado para no estar en su puesto hoy.

La chica sostiene la pastilla entre los dedos y la levanta a la altura de tu boca. La abres, abres la boca, y te la deja sobre la lengua. Sus guantes de látex rozan con ella. En las dos semanas que llevas en el cuartel, es la primera vez que sientes el sabor del látex en la lengua. La chica es novata y se delata a sí misma. La mujer de antes era tan cuidadosa que apenas sentías caer la pastilla en la boca.

Sales de la cola y te diriges hacia una nueva, la de la puerta de salida. Siempre te lo piensas mucho antes de tragarte la pastilla. ¿Quieres? ¿Quieres tragártela de verdad? No. Por supuesto que no. No estás en el cuartel por gusto. No estás ahí porque quieras ser soldado, mucho menos porque quieras ir a la guerra. No estás ahí por ellos, no estás ahí por ti. Estás ahí para ellos.

Escondes la pastilla debajo de la lengua.

La nueva cola es más larga, pero se pasa rápido, como todas las cosas en el cuartel. Un soldado con su uniforme te agarra del brazo y te mira el perfil mientras camináis. Sabes que no debería, porque es la función de las pastillas, pero te pone nervioso y te da miedo. El soldado te da miedo.

Tú serás uno de los suyos en menos tiempo del que te esperas.

Te jode pensarlo, y por eso sigues sin tragarte la pastilla. Sea como sea, tienes que tener cuidado. Como se dé cuenta de que no te la has tragado, lo llevas claro. No quieres papeleo ni charlas ni mierdas. No quieres nada que provenga de otros solados, mucho menos de los superiores. No quieres nada. Sólo que te dejen en paz.

Vaya, eso ya es algo.—¿Qué tal has empezado el día,

Nick? —te pregunta.Te dan ganas de soltarle un puñetazo

en la boca.Te tragas la pastilla, sólo por poder

responder sin que se note que sigues teniéndola debajo de la lengua. Ahora sabe peor que antes porque se ha deshecho, pero en fin. Es lo que toca. Si no te la tragas, puedes tener problemas. Además, tienes que contestarle. No te llamas Nick.

—No me llamo Nick —dices.El soldado te mira como si le

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hubieras soltado el puñetazo en la boca de verdad, pese a que te hayas contenido y no lo hayas hecho. Supones que no está acostumbrado a que nadie le conteste. Es la primera vez que te ve, la primera vez que lo ves, y el muy gilipollas te llama Nick, como si te conociera de toda la vida. Como si de verdad supiera quién eres.

Pero no. No te llamas Nick porque él lo diga.

Sabes que tu nombre no importa, te

de que algo funciona mal, y eso sólo te obligaría a tragar más pastillas.

Escuchas pasos por detrás y supones que, como siempre, hay más soldados llevando a cadetes como tú.

«Cadete». Qué mal suena la palabra, ¿verdad?

No te gusta ser parte de ella. O, más bien, que ella sea parte de ti. Todos te ven como tal, como un cadete como otro cualquiera. ¿Pero cuántos están a gusto bajo ese nombre de verdad? No es que

lo enseñaron en los primeros días. Sabes que no importa quién seas, porque eso da igual si estás dentro del cuartel. Eres uno más entre el montón y punto.

También sabes que el soldado en realidad no quiere saber qué tal estás, sólo quiere joderte la mañana más de lo jodida que está de por sí. No vuelves a mirarlo a la cara, aunque notas sus ojos marrones clavados en tu nariz y sigues conteniendo las ganas de soltarle un puñetazo. No puedes pegárselo, si lo haces, estás perdido. Se darían cuenta

quieras que te vean como un soldado, no lo eres ni quieres serlo. No es que quieras que te vean como algo más que un simple cadete.

Quieres ser tú y sólo tú, no un cadete.No quieres tener nada que ver con

el cuartel, mucho menos de forma tan directa.

La lástima es que en tiempos de guerra no importa lo que pienses, cadete, no importa lo que pienses y lo sabes. En tiempos de guerra sólo importa el número de soldados, la cantidad, y que

JR Plana y Cris Miguel

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41NO ME LLAMO NICK

estén bien formados. Que no tengan miedo ni duden. Que tengan la sangre fría.

¿Tienes la sangre fría, cadete, la tienes?

¿No? No hay problema.No hay problema, cadete, porque en

este cuartel también hay solución para la cobardía. ¿Que no la quieres probar? No es más que otro síntoma de lo cobarde que eres, cariño, aquí o todos o ninguno. Tú no eres especial. Tú no eres diferente.

Sabes que la mayoría está en tu misma situación, aunque tengas la impresión de que el pelirrojo de tu habitación está aquí porque quiere. Al rubio se le nota que no, que es diferente al pelirrojo en ese sentido. Aun así, indistintamente de lo que cada uno de vosotros quiera, todos terminaréis haciendo lo mismo.

El soldado te deja en la puerta de la habitación. Siempre te dejan en la puerta de la habitación, por si te escapas. No te vas a escapar. No estás mal de la cabeza, no tanto. Sin embargo, a veces te gustaría. La mayoría. Estar mal de la cabeza no, escapar. Pero no importa lo que quieras o lo que te guste. No importa nada una mierda, y menos tú. Menos lo que pienses.

Estás en el cuartel para no pensar.Sé un buen cadete, cariño, sé un buen

cadete y no des problemas.—Que tengas un buen día —dice el

soldado.Tú no le respondes. No quiere que

respondas. No quiere que tengas un buen día.

Es uno de ellos. Él sí que tiene la sangre fría. Él no es un cobarde como tú, él no se siente culpable ni débil. Él no siente temblar su pulso cuando sujeta una escopeta, un rifle o un revólver. Él es valiente, cadete, valiente. ¿Sabes lo que es eso? Todavía no, pero te lo imaginas. Matar, matar y matar al enemigo. No

dejarle tregua. Ese es el tipo de valentía que buscan aquí. Acabarás siendo igual que el soldado que te acaba de dejar en la habitación. Acabarás siendo igual que el resto.

Tragas saliva y miras al frente, al centro de la diana. Te sudan

las manos, y eso que las horas de patio terminaron hace bastante. Estás cansado, como siempre, pero nada fuera de lo normal. Lo anormal es lo que tienes que hacer ahora. Estás en tu primera clase de tiro.

¿Qué tal, cadete? ¿Bien? ¿Preparado, con fuerzas?

—Llevas aquí el tiempo suficiente como para poder hacer esto, cadete —dice la mujer que hay detrás de ti—. Como para hacer esto y, además, hacerlo bien, así que aplícate el cuento. No queremos retrasos. Tienes que aprender rápido. Vas a aprender rápido, ¿entendido?

No sabes cuál es su rango, todavía no te los has aprendido. No sabes distinguir muy bien a unos de otros. Sabes que no es una soldado cualquiera, eso sí. A los soldados los tienes muy vistos, a los cadetes también.

Asientes con la cabeza.Sí, sí, claro que vas a aprender rápido.

¿Te queda alternativa, acaso? La mujer te tiende un revólver. Vale.

Tienes que cogerlo. Lo coges. Pesa más de lo que creías. Te sorprende mucho. Es la primera vez en tu vida que tocas un arma. Sabes que no deberías estar en el ejército, pero estás. Eres un hombre joven, y todos los hombres jóvenes tienen que entrar en el ejército porque sí. Porque la guerra está a la vuelta de la esquina y os necesitan. Te necesitan. No sabes cuándo empezará, sólo que todo el mundo dice que pronto, que muy pronto, y eso, al fin y al cabo, es lo importante.

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Al menos eso es lo que dicen todos. Todos menos tú y los que están en tu situación, claro. Vosotros no decís nada porque también dicen que es mejor que estéis callados. Que no respondáis nunca, que sólo habléis con los superiores. Que no digáis cosas fuera de lugar de ninguna forma, porque eso es peor que simplemente hablar.

Agarras con fuerza el revólver. Con las dos manos. Apuntas con él hacia delante, hacia la diana. La mujer se coloca detrás de ti y te agarra los brazos. Te los coloca en la posición correcta, como ella la llama, aunque tú no ves diferencias entre la posición en la que estabas y la posición en la que te pone ella. Es un poco más incómoda, eso sí, pero nada más.

—Estás sudando —dice ella.¿Sí? Vaya, no lo habías notado. Qué

curioso.Y a ella qué coño le importa si estás

o no sudando, a ver. ¿Tampoco eres libre de sudar? ¿También tienes que sudar cuando ellos te lo digan o qué? Hasta dónde habéis llegado. Hasta dónde estás dispuesto a llegar. Parece que están cruzando el límite, y cuando se cruzan los límites no ocurren cosas muy agradables.

Tragas saliva otra vez.Sujetas el revólver con sólo una mano,

la otra te la limpias en el pantalón del uniforme. Repites lo mismo con la otra mano. A pesar de todo, tus intentos por dejar de sudar no funcionan muy bien. Estás muerto de miedo, y el miedo no se esfuma así como así, limpiándote las manos.

El miedo, el miedo se va con esas pastillas, pero tú quieres pensar. Quieres saber lo que haces y no limitarte a seguir órdenes. Quieres, al menos, ser consciente de las órdenes que sigues. Es importante para ti. Pero, aun así, te tragas las pastillas. Porque el miedo al miedo es más fuerte.

—Cógela de forma que no se te caiga —dice la mujer. Suena a paciencia pura y dura—, pero tampoco la aprietes como si te fuera la vida en ello. Existe un término medio. El término medio es siempre el correcto, recuérdalo.

El término medio es siempre el correcto, el término medio es siempre el correcto, el término medio es siempre el correcto, el término medio es siempre el correcto, el término medio es siempre el…

Asientes con la cabeza. Te ha quedado claro.

Coges el revólver de la misma forma que antes, pero también diferente. Las contradicciones a veces llevan a encontrar el término medio, ¿a que sí? En realidad no, pero te lo crees. Lo intentas. Lo intentas, y eso es lo que vale. A veces, no siempre. Te crees que sí, que en esta ocasión el intento al menos merece la pena.

—Espalda recta, hombros relajados… Bien. Así, así. Suelta un poco más el revólver. No le tengas miedo. No tienes que tener miedo, ¿entiendes? El miedo es tu peor enemigo. —Suena tan a verdad que te lo crees—. Sabes cómo disparar, ¿verdad? No dispares hasta que yo te lo diga.

Te encoges de hombros. Tensas los músculos de nuevo y te cuesta destensarlos, pero lo consigues. Crees que estás en la posición perfecta para disparar. Ella, la mujer, no da el alto al fuego, pero tú aprietas el gatillo y una bala sale disparada.

—¿Qué cojones haces? —Te quita el revólver caliente y lleno de sudor.

No ha dado en el centro. Ni siquiera ha dado dentro de la diana.

Esperas paciente y sentado en una de las muchas mesas del comedor.

Son todas enormes, cabéis doce: diez a

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cada lado y otros dos en los extremos, presidiendo. Tú siempre eres uno de los que se sientan por el centro para no destacar, supones. En realidad te sientas en el primer sitio que pillas. Pero el primer sitio que sueles pillar es uno de los del centro.

No sabes qué habrá hoy de comer. ¿Puré de patatas que no sabe a patata? ¿Alguna sopa de verduras? ¿Carne de no-se-sabe-qué chorreando sangre? Hoy es jueves, así que probablemente toque puré de patatas que no sabe a patata. Siempre ponen lo mismo, no se complican mucho con las comidas.

Os sirven un plato a cada uno. Para sorpresa tuya, no es puré de patatas. Es coliflor. No te gusta la coliflor, pero da igual. Tienes que comértela y tienes que hacerlo en quince minutos si quieres postre. Al menos va acompañada por un trozo de carne. Poco hecho, sí, pero es mejor que la coliflor seguro.

Enfrente de ti están tus dos compañeros de habitación. A tu derecha un hombre de color, y a tu izquierda uno blanco y con el pelo negro y rizado. En una de las esquinas de la mesa hay una mujer. Y, vaya, eso sí que es raro. Que haya una mujer sentada a la mesa quiere decir que todavía existe gente que se mete al ejército porque quiere. Eso, a estas alturas, es difícil de encontrar.

Antes ir a la guerra era diferente. Era duro, sí, ir a la guerra siempre lo es; pero no lo era de la forma en que lo es ahora mismo. Estados Unidos entrando en guerra con Japón sólo puede llevar a una catástrofe. Tu madre siempre te decía de pequeño que en las guerras nadie gana, todos pierden.

Bueno, Estados Unidos, qué tal, ha llegado la hora de perder.

La puerta de la habitación se abre a deshora. Quién va a entrar a las seis de

la tarde. No te reincorporas, no tratas de descubrir quién es porque, sea quien sea, hará acto de presencia si quiere.

—Tenéis un nuevo compañero de cuarto.

Te reincorporas. No del todo, por eso de que el techo está tan cerca de tu cabeza, pero te reincorporas y consigues hacerlo de forma que ves la puerta de la habitación. Efectivamente, son dos los que acaban de entrar en la habitación. Un soldado y un muchacho que va vestido con ropa civil y que tiene la cabeza rapada.

El soldado es, para desgracia tuya, uno que ya conoces.

Os hace un gesto para que os acerquéis. Bajas desde la cama de arriba con un salto y los otros dos cadetes van detrás de ti. No os acercáis demasiado. Lo normal en las nuevas incorporaciones no es saludar al nuevo como si estuvieras encantado de conocerle. Al menos, con él no ocurrió eso.

—Este es Ruby —dice. Coloca una mano en la espalda del muchacho y otra en su pecho, como cogiéndolo. Como si fuera un muñeco y se lo estuviera enseñando. Hola, este es Ruby, mi osito de peluche desde que tenía cinco años.

Ruby frunce el ceño y mira al soldado con cara de pocos amigos.

—No me llamo Ruby —dice—. ¿De dónde te has sacado ese nombre tan estúpido?

—Ruby —dice el soldado. Ignora sus quejas—, estos son Carl —señala al pelirrojo—, Wes —señala al rubio— y Johann. —Te señala a ti—. Seguro que estarán encantados de tener un compañero de habitación nuevo. —Empuja al chico por la espalda y se va cerrando la puerta tras de sí.

No. No te llamas Johann.El rubio no se llama Wes ni el

pelirrojo se llama Carl. El chico nuevo

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tampoco se llama Ruby. En realidad no sabes cómo se llama ninguno de ellos. Jamás les has preguntado su nombre y en tu cabeza siempre han sonado como «el pelirrojo» o «el rubio». Lo cierto es que nunca has necesitado más. Tú para ellos serías «el nuevo» hasta ahora. Ruby-no-Ruby se ha ganado ahora ese puesto. Te preguntas cómo pasarán a llamarte a ti. «El alto». «El alto», con mucha probabilidad.

—¿Por qué coño sigue llamándome Ruby? No le he dicho en ningún momento mi nombre, no entiendo de dónde se ha sacado ese… Suena a… Suena a no sé, a oso de peluche o algo así —dice el nuevo. Quién lo va a decir si no.

El pelirrojo es el primero en volver a lo que estaba haciendo. Se sienta en el escritorio y se pone a leer o estudiar, nunca sabes muy bien qué es lo que hace con sus tardes y tampoco te importa. A él no le importa lo que tú haces con las tuyas. El rubio vuelve a la cama. Él suele más bien tirar sus tardes, como tú. Tampoco es que tengas intención de juzgarlo, sólo es un hecho.

Tú te quedas ahí, inmóvil frente al nuevo nuevo. Sí, tú ya no eres el nuevo, así que él es el nuevo nuevo. Ruby-no-Ruby puede ser un bonito nombre para él. Sí. Suena mejor que «el cara de drogadicto» o «el rapado». Definitivamente sí. Ruby-no-Ruby suena mejor. Un poco estúpido, tal vez, pero definitivamente mejor.

—¿Tú también vas a volver a lo tuyo e ignorarme?

Te giras, le das la espalda y vuelves a la cama de arriba.

Después de tres semanas corriendo todos los días, no te

cansas mucho cuando corres. Te gusta ser más resistente de lo que lo eras antes, pero pensar que te están entrenando para

ir a la guerra no es tan agradable. Pero tú no vas a ir a otra parte. Estás destinado a ir a Japón y en Japón es donde acabarás tarde o temprano, que no te quepa duda.

Sigues el ritmo que marcan los demás. Algunos son más resistentes que otros, pero sólo depende del tiempo que lleven en el cuartel. Los veteranos siguen fácilmente el ritmo. Los nuevos, sin embargo, no lo tienen tan fácil. Y ahora hay nuevos cada dos por tres.

El nuevo, tu nuevo, Ruby-no-Ruby, te desconcierta. O, bueno, más que él, su mirada. Corre y te mira, te mira y corre. Realmente no sabes qué es lo que está haciendo. Sólo sabes que te da un poco de miedo, y no debería ser así. Se supone que si llevas tres semanas en el cuartel han de haber servido para algo. No puedes tener miedo a estas alturas. No tomando todas y cada una de las veces la maldita pastilla, aunque hayas dudado en algunas ocasiones a la hora de hacerlo.

No sabes cuánto es el tiempo promedio para ser como uno de los veteranos. Las pastillas hacen efecto bastante rápido. Antes temías los revólveres y ahora te dan igual. Sabes disparar, y lo haces sin que te suden las manos. Sabes que te tocará hacer lo mismo que haces en la galería de tiro pero con personas, y también empieza a darte igual. A veces se te pasa por la cabeza que sí que tienes miedo, pero no miedo a lo que puedas hacer, sino miedo a ti mismo. Es un poco extraño, pero es así. Te sientes diferente a como te sentías antes, cuando te obligaron a entrar en el cuartel.

Sin embargo y pese a todo, sigues estando aquí contra tu voluntad. El cuartel y el ejército no son lo tuyo. Y lo cierto es que al afirmar eso aparece una pregunta: ¿y qué es lo tuyo? Pero no eres capaz de responderla, porque

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lo más probable es que nunca lo vayas a descubrir si no lo has hecho ya. Así que lo tuyo es nada.

Ruby-no-Ruby sigue mirándote con sus ojos de sapo de par en par. Le apartas la mirada, porque los cadetes estáis acostumbrados a eso, a no miraros a la cara. Quizás por eso te resulta tan extraño que Ruby-no-Ruby sí que lo haga, no lo tienes claro. Tampoco es que importe demasiado.

Te mira como queriendo decirte algo y lo sabes.

Eso es lo que más miedo te da. Saber que quiere hablar y que no habla y tener la duda, la incertidumbre, de qué será eso que tiene que decirte y, lo que es más importante, por qué no te lo dice.

Aunque es normal teniendo en cuenta que no le has dirigido la palabra en la semana que lleva en el cuartel. Pero debería acostumbrarse. Aquí nunca nadie te dirige la palabra, a no ser que sea para enseñarte u ordenarte algo. Eso o, como el soldadito por el que le pusiste Ruby-no-Ruby de nombre, que te quieran joder. Joder también está a la orden del día por parte de los superiores. Se lo pasan bien, parece. Gracias a sus vidas aburridas y llenas de mierda hacen rabiar a los demás.

Ruby-no-Ruby se acerca a ti mientras corréis. Es una cercanía inquietante. Sientes su calor corporal y también hueles su sudor; estás seguro de que a él también le llega el tuyo. Su compañía no te produce ni un poquito de confianza. No te gusta, sin más. Ruby-no-Ruby no te gusta, pero parece que él no lo entiende o no quiere entenderlo. Nunca le has dicho eh, Ruby-no-Ruby, no me gustas, más que nada porque ni siquiera sabe que en tu cabeza lo llamas así. El problema es que ese tipo de cosas se intuyen.

Se intuyen, Ruby-no-Ruby, piensas.

Pero él, al parecer, tiene la intuición un poquito estropeada. Un poquito bastante.

Te toca el hombro como si fuerais colegas. No. No, joder, no, Ruby-no-Ruby, qué cojones haces, aquí no hay colegas que valgan. Aquí no hay gilipolleces de ese tipo, Ruby-no-Ruby. Aquí hay entrenamiento puro y duro, tanto físico como psicológico. No te puede tocar el hombro así.

Los latidos de tu corazón comienzan a ir más rápido de lo que ya iban por la carrera. Crees que Ruby-no-Ruby debe de estar escuchando tu sangre corriendo por las venas. Te imaginas las venas y la sangre y te paras a mitad de camino, sin llegar a la pared en la que dais la vuelta para continuar corriendo. Te quedas quieto, inmóvil, no te mueves ni un mísero milímetro. Apoyas las manos en tus muslos y miras al suelo. Estás a punto de vomitar. Tienes la sangre en tu cabeza, no, no es que te haya subido hasta ella; la imagen. La imagen de la sangre. Eso es lo que hay en tu cabeza. No puedes ver sangre. Te da… Te da… Te da mareos. No puedes imaginártela.

—¿Estás bien?Sabes que es Ruby-no-Ruby el que

habla, y también el que se apoya en tu espalda, como si así estuviera ayudándote en algo. No quieres que te ayude. No está ayudándote.

No quiero que me ayudes, Ruby-no-Ruby, piensas. Pero Ruby-no-Ruby no lee el pensamiento, por mucho que sea un tipo rarito. No. Ya te gustaría a ti, ¿eh? Ya te gustaría que supiera lo que estás pensando para que apartara esa manaza de tu chándal, para que dejara de hablarte, para que te dejara en paz. Ya te gustaría a ti, cadete. Ya te gustaría a ti.

—Apártate de aquí, sigue corriendo. —Una voz que no es la del nuevo—. ¿Qué ocurre, cadete? —te pregunta—.

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¿Por qué no sigues corriendo? ¿Te has hecho daño?

—Creo que… —murmuras.No te gusta hablar, a nadie le gusta

hablar excepto a Ruby-no-Ruby, pero hablas, intentas hablar porque es lo único que te queda: la voz. Y te das cuenta de que casi tampoco, porque sólo murmuras y no eres capaz de hacer otra cosa que murmurar. Salen palabras inconexas de tu boca, sin sentido. No entiendes lo que dices, no entienden lo que dices. No… No…

La sangre sigue en tu cabeza. Es un pensamiento estúpido.

Es un pensamiento estúpido, cadete, te dices.

Y lo sabes. Sabes que es así, que es lo peor. Pero sigues teniendo la sangre en la cabeza y no puedes sacártela de ahí. Es una estupidez. Una grandísima estupidez. Y piensas en Ruby-no-Ruby y en sus ojos de sapo y en sus palabras y te entran más arcadas. No entiendes lo que ocurre, pero ocurre. La sangre sigue en tu cabeza, pero no la sangre corriendo por tus venas ni por las de nadie. Ves la sangre en el asfalto, en el suelo de no-sabes-dónde. La sangre en el asfalto y cuerpos, cuerpos repartidos por todas partes. Ves la guerra, cadete. Estás viendo la guerra.

Vomitas. Lo echas todo. Todo, todo, todo el desayuno acaba en el suelo del patio, entre medias del resto de cadetes, que continúan corriendo como si no estuviera ocurriendo nada fuera de lo normal.

—Ven conmigo —escuchas decir. Crees que es la voz de antes, pero no estás seguro.

Te llevas el brazo al estómago y vomitas otra vez. En esta ocasión no echas el desayuno, no, porque no hay más desayuno dentro de ti. En esta ocasión echas la bilis, amarga y amarilla, encima

del vómito anterior. Te caes de rodillas al suelo y crees que te vas a morir.

Ves la guerra, cadete. Estás viendo la guerra.

Y no te produce miedo, no, te produce arcadas.

No sabes cuál de las dos cosas es peor.

La pastilla cae sobre tu lengua. Hoy es una de esas ocasiones en

las que dudas, así que la dejas debajo de tu lengua, haces como que te la tragas y abres la boca para que la muchacha que reparte las pastillas te deje marcharte en paz. Ella asiente con la cabeza. No es necesario que te diga que te vayas, ni siquiera que te haga ninguna especie de gesto para que lo sobreentiendas. Simplemente lo sabes, lo sobreentiendes sin más rodeos. Te vas.

Detrás de ti estaba Ruby-no-Ruby, al que ahora le dan la pastilla, y no te gusta que Ruby-no-Ruby esté tan cerca. Sobre todo desde el otro día, desde el vómito. Ruby-no-Ruby te recordó a la guerra, sí. A la guerra. No a la sangre corriendo por tus venas. Te recordó a la guerra.

Y quieres tenerla tan, tan, tan lejos de ti que es ley que Ruby-no-Ruby también lo esté.

Es una gran putada abrir los ojos por las mañanas y verlo a él enfrente de tu cama, todavía durmiendo, roncando —porque Ruby-no-Ruby ronca mucho— y con una pierna fuera de la cama, las sábanas hechas un barullo a sus pies. No es muy tranquilizador que duerma en tu misma habitación. Pero qué le vas a hacer, ¿eh? A veces sólo queda conformarse, y eso es lo que haces.

Caminas por el comedor en dirección a la nueva cola, pero alguien te agarra por el brazo antes de llegar hasta ella. Sabes quién es porque en el cuartel sólo hay una persona que te agarraría de esa forma.

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Tu mirada se cruza fugazmente con la de Ruby-no-Ruby. Estás hasta las narices de él y de sus ojos de sapo. No quieres tenerlo cerca. ¿Es que no lo ve? ¿Es que no se da cuenta?

Piensas otra vez en la guerra, la guerra dura y fría, y el asfalto lleno de sangre caliente y cuerpos desperdigados por todos los rincones. No sabes qué coño tiene Ruby-no-Ruby para que te haga pensar en guerra, pero no te gusta y punto.

—¿Por qué no me dejas en paz? —preguntas.

—Creía que te había comido la lengua el gato —dice él. Sonríe burlón.

Casi le sueltas una bofetada. Se la merece. Se la merece, joder. Estás deseando pegársela. Sin embargo, te contienes. Es lo mejor. Lo mejor para él, pero también lo mejor para ti. Lo mejor para los dos. Así que te estás quieto. Sabes controlarte. Otra cosa no, pero controlarte sí.

—Aquí es lo normal —dices.—¿Lo normal? —Ruby-no-Ruby

alza una ceja.Asientes con la cabeza, miras sus

dedos ásperos sobre tu brazo y después lo miras a los ojos. Es extraño mirar a alguien a los ojos dentro del cuartel, pero simplemente quieres que deje de tocarte y crees que mirarlo a los ojos es la mejor forma de que lo haga. Sin embargo, no lo hace. Vaya, qué sorpresa. Ruby-no-Ruby haciendo cosas inesperadas.

—No lo veo normal —dice—. La gente habla. ¿Por qué aquí no?

Te quedas en silencio. No respondes.No porque no puedas, porque claro

que puedes. Puedes hablar, soltar cualquier tontería. El problema es que no puedes decir nada coherente porque no hay nada coherente que decir. No sabes por qué no se habla en el cuartel. Simplemente sabes que la gente no

habla, eso es todo. Quizás porque son antipáticos. Pero no todo el mundo es antipático. Tú mismo no lo eras, o eso crees. Pero ¿y ahora? ¿Ahora qué ha pasado contigo? ¿Dónde estás?

¿Dónde estás, cadete?Aprietas los labios mucho, muy fuerte,

y esquivas su mirada.Déjame en paz, ojos de sapo, piensas.Y sí, ojalá pudiera leerte la mente. Te

da igual que se sienta insultado, porque en fin. Es él el que te incomoda. Si no se hubiera puesto en medio, habría sido más fácil. Pero siempre está ahí. En cada esquina, en cada rincón. En el comedor, en la fila, en el patio, en todos lados. Siempre. Y no puedes tener a nadie detrás de ti. No puedes, sencillamente. No hay más.

—No nos gusta hablar —dices. Casi se nota la pastilla de debajo de tu lengua.

En fin.«No nos gusta hablar».¿Suena a motivo? ¿A motivo creíble?

¿A motivo sólido?—¿Qué clase de gilipollez es esa?—¿Qué hacéis aquí parados? —Una

voz externa a vosotros dos. Un soldado.Lo miras, te mira. Os miráis.No te gusta esa superioridad que le

brilla en las pupilas, aunque no es nada del otro mundo. Es tu día a día. El día a día de muchos. Tú eres el cadete, el inferior. Todavía no eres ni un maldito soldado. Y los soldados tienen los humos por las nubes. Se creen más que tú, cuando es probable que muchos de ellos no te lleguen ni a la suela del zapato.

Da igual.Da igual, te calmas. Te obligas a

calmarte.Silencio, silencio, silencio, pides, ruegas.

Te lo ruegas a ti mismo.Tampoco quieres pensar.Quieres paz, quieres soledad, quieres

dejar todo esto, irte sin más. Quieres

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Ánima Barda - Pulp Magazine

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volver a la normalidad, a dejar de ser un cadete, a no ser un soldado. Quieres, quieres, quieres. Quieres tantas cosas y tienes tan pocas… Supones que se desea lo que no se tiene, porque cuando tienes una cosa automáticamente pasa a estar en otro plano y ya no es algo que quieres, es algo que tienes. Y las cosas que tienes ya no hacen tanta gracia.

—Nada —dice Ruby-no-Ruby—. Nada, no hacemos nada. Ya íbamos a la cola.

Ruby-no-Ruby es estúpido. Lo piensas de verdad. Es estúpido y debería tatuárselo en la frente. ¿Es que no lo entiende? Es que no lo entiende. No lo entiende, no lo entiende de verdad. No se hace el tonto, es así. Habla, habla porque puede y porque quiere y no es capaz de controlarse. No es capaz de darse cuenta de que cuando te preguntan algo en el cuartel no es porque quieran respuestas.

Ruby-no-Ruby es estúpido de verdad.El soldado se queda mirándolo con

cara de tío, tío, qué coño te pasa y quién te crees que eres para responderme así, como si fueras más que yo. No es que Ruby-no-Ruby haya sonado excesivamente prepotente. No. Ni siquiera ha sonado un poquito prepotente. El caso es que aquí no quieren respuestas, Ruby-no-Ruby, que no te enteras.

El soldado lo agarra del brazo, a Ruby-no-Ruby, y también te agarra a ti.

Tira de vosotros como si fuerais sacos de basura. Lo cierto es que no crees que piense que sois mucho más. No sabes cómo tomarte eso. Como algo normal, supones. Al fin y al cabo, lo es. Lo es aquí. La vida de un soldado no es fácil, no. La de un cadete lo es menos.

Llegáis a la habitación los dos a la vez. Ruby-no-Ruby y tú. La

verdad es que te produce escalofríos pensar en los dos al mismo tiempo. En

Ruby-no-Ruby y en ti como un mismo pensamiento. Es raro. Es muy raro, a decir verdad. Es… Es… No sabes cómo definirlo, pero no te gusta. Es desagradable.

El soldado os suelta después de abrir la habitación y meteros dentro.

Estáis solos. Buah. Estáis solos. ¿Te das cuenta de lo que significa eso? No puedes escabullirte entre el rubio y el pelirrojo como si simplemente fueras uno más de ellos. No puedes. No puedes y eso es una gran putada, porque tenías la esperanza de que ellos hubieran llegado antes a la habitación.

Te toca aguantar a Ruby-no-Ruby a ti solito y, sí, es un problema.

Un problema que te toca enfrentar a ti solito.

Quieres sacarte la pastilla de debajo de la lengua. Está ya medio desecha, pero no piensas tragártela. Lo has decidido por el camino. Pero Ruby-no-Ruby está delante de ti y, claro, no puedes tirar la pastilla delante de otro cadete. Se armaría un lío muy grande, y no eres fan de los líos, mucho menos cuando tienen que ver contigo. Mucho menos si, además de contigo, tienen que ver con Ruby-no-Ruby.

Te quedas con la boca abierta cuando es él el que se saca la pastilla de debajo de la lengua y la tira tan tranquilo a la papelera. A la papelera, ni más ni menos, donde cualquiera puede ir a mirar.

—¿Qué haces? —gritas—. ¿Qué haces, estás loco?

—¿Ahora sí hablas? —Se ríe.Es casi como si lo hubiera hecho

aposta para que hablaras. Pero sabes que no es así. No es así, porque ese tipo de cosas no se hacen para que alguien hable y pase tiempo contigo. Ese tipo de cosas se hacen por revolución. Lo piensas y llegas a esa conclusión. ¿Ruby-no-Ruby quiere una revolución? No lo sabes, pero

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49NO ME LLAMO NICK

entonces te acuerdas de que tu pastilla también está bajo la lengua y... Y bueno. Y tú también querías tirarla en algún sitio. A la papelera no, porque tirar la pastilla a la papelera es de idiotas, pero por la ventana no habría estado mal. O machacarla con el pie y después tirarla a la papelera. Eso sí. Algo, no sabes qué, pero algo. Hacerla desaparecer, y que no sea por tu esófago.

—No puedes dejarla ahí —dices.—¿Ah, no? —Arquea una ceja—. Ya

lo he hecho.Se está riendo de ti, el muy cabrón.—¿Quién te crees que eres, tío? —te

sorprendes a ti mismo diciendo.No sabes por qué le hablas así,

simplemente lo haces.—Soy Victor, encantado de conocerte.Así que Ruby-no-Ruby se llama

Victor.Niegas con la cabeza y frunces el ceño.—No estaba preguntándote cómo te

llamas.—Lo sé, Johann.—No me llamo Johann.—¿Y cómo te llamas?—¿Y eso qué importa?—¿Cómo que qué importa?—Sí, los nombres no son más que

eso: nombres.Ruby-no-Ruby-barra-Victor te mira

con incredulidad. Después se encoge de hombros y se dirige hacia la ventana. La abre y saca la cabeza por ella, los codos apoyados en el marco de metal.

Te sacas la pastilla de debajo de la lengua y la aplastas con los dedos. También la tiras a la papelera. Es más, sacas la de Ruby-no-Ruby y la machacas, la deshaces como si se tratara de la tuya. No le haces ascos, sabes lo que te juegas. Sabes que si encuentran una pastilla en la papelera, sea la tuya o la de Ruby-no-Ruby, os la cargáis los cuatro y los cuatro seréis sospechosos. El rubio y el pelirrojo

también, aunque ellos no tengan nada que ver. La habitación es de todos.

Victor se ríe y te das cuenta de que te está mirando. De que te ha visto.

No es que hayas disimulado mucho. No es que esperaras que no fuera a verlo. Estáis en la misma habitación, entre las mismas cuatro paredes de mierda, y no podías esperar que no lo hiciera. Dentro de ti sabes que querías que se enterara. Que querías que viera que tú también has tirado la pastilla, que tú tampoco la quieres.

—Vaya —dice—. Vaya, vaya, Johann, cómo están las cosas.

—No me llames así —dices.—¿No era que te daban igual los

nombres? —Se cruza de brazos y sonríe de medio lado.

No entiendes cómo, no entiendes cómo pero acaba teniendo razón en todo lo que dice. Habla tan, tan, tan claro que estás seguro de que no se ha tomado ni una puñetera pastilla en los siete días que lleva en el cuartel, no te hace falta preguntárselo.

¿Te dan igual los nombres de verdad?No.Por supuesto que no.Te da rabia que el soldadito que os

cambia los nombres os los cambie. Te da rabia y piensas que se merece un puñetazo en los dientes. Disfrutarías arrancándoselos de cuajo. Te da rabia, y mucha. Todavía eres un novato, cadete, por si no te habías dado cuenta.

—¿Cómo te llamas? —pregunta Victor.

(Se te hace muy extraño no pensar en él como Ruby-no-Ruby).

—No me llamo Johann —dices. Eso no le responde—. Me llamo Adan.

—No estás aquí por gusto, ¿verdad? —Hace un movimiento con la cabeza y lleva una de sus manos hasta su cabeza rapada. Se rasca la nuca.

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50 ANDREA ALFARO GARCÍA

Tú te lo piensas mucho antes de responder, aunque tienes muy clara la respuesta.

—No —terminas diciendo.Él sonríe lleno de satisfacción.—No estamos solos —dice. Se acerca

a ti y abre mucho, mucho sus ojos de sapo—. No estamos solos, Adan, hazme caso. No estamos solos. Podemos salir de aquí entre todos. Yo creía que…

Niegas con la cabeza no una, sino dos veces.

—¿De qué estás hablando?—No me digas que no quieres salir

de aquí.—Claro que quiero salir, pero es de

locos. No…—Adan, te juro que no estamos solos.

Conozco a más personas dispuestas a escapar.

—¿Cómo vas a conocer a más personas dispuestas a escapar si nos pasamos el tiempo aquí encerrados? —Frunces el ceño y levantas las dos manos en el aire. No quieres que te tome el pelo, mucho menos con eso. Mucho menos con salir del cuartel, y no porque no lo hayas pensado en varias ocasiones.

—No estoy siempre aquí —dice—. No puedes volver a tomarte la pastilla.

—Es la primera vez que no me la he tomado, que no lo haya hecho una vez no quiere decir que quiera una…

—¿Quieres ir a la guerra? —te interrumpe.

Claro que no quieres ir a la guerra.—Es más —añade—: ¿quieres la

guerra? Porque ahí fuera —señala con el brazo a la ventana— hay miles, millones de personas gritando y manifestándose porque no quieren que luchemos contra Japón. No quieren que nos envíen al campo de batalla como si fuéramos animales, en contra de nuestra voluntad. No tenemos necesidad. Y los que están aquí porque quieren tampoco. Adan, tú

y yo podríamos…—Cállate, ¿vale? —Entrecierras los

ojos y te diriges hacia tu cama. No estás dispuesto a dirigirle la palabra otra vez. Se está pasando de la raya, y en tiempos de inminente guerra pasarse de la raya es peligroso y no está bien.

El techo blanco es más agradable que mirar a Ruby-no-Ruby a la cara.

Aún no sabes por qué te recuerda a la guerra, pero sigue siendo así.

La puerta se abre, pero tú ya estás despierto. No sabes qué hora es. Haces por reincorporarte. El problema es que nadie grita que todos en pie. El problema es que por las rendijas de la persiana no pasa ni un rayo de luz, lo que quiere decir que todavía no es la hora de levantarse. El problema es que acaba de entrar un extraño en la habitación, y tú no sabes qué cojones hacer porque se supone que cuando estás en un cuartel no entra ningún extraño en tu habitación.

Intentas tranquilizarte porque no sabes quién es.

¿Por qué tener miedo de algo que desconoces? Te sientes gilipollas, muy gilipollas, sobre todo por no haberte tomado la pastilla en toda una semana. Sabes que ya no hay ningún efecto de ella en tu cuerpo, y por eso tienes miedo de todo cuanto hay más allá de tus narices. Ese eres tú, cobarde. Si te hacían tomarte la pastilla, por algo sería.

No se permiten soldados cobardes. No puedes estar en el ejército si eres un maldito cobarde. Pero para eso está la pastilla, para que el miedo no exista. Claro, que si dejas de tomarla todo se va al garete. Tú y tu cobardía os vais al garete. ¿Estás contento, Adan? ¿O prefieres que te llamen Nick? ¿Tal vez Johann? ¿James? ¿Josh? ¿David? ¿Ulises? Ulises, sí, tal vez, que Ulises era más valiente que tú.

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51NO ME LLAMO NICK

Escuchas movimiento en la cama de al lado. Ruby-no-Ruby se está moviendo. No sabes si debes girarte hacia él o si, por el contrario, es mejor que permanezcas quieto. Optas por la segunda opción, porque siempre es más fácil no actuar.

Victor baja por la escalera. No lo ves, pero lo oyes.

—Creía que no llegarías nunca —susurra.

—Date prisa. —Una voz desconocida.Te quedas quieto, muy quieto, en la

cama. No te mueves ni un milímetro. Incluso intentas respirar en silencio, pese a que tu respiración vaya en tu contra y quiera hacer más ruido. Temes también que los latidos de tu corazón se escuchen. Sólo quieres que se vayan, que se vayan ya.

Se van.

Sé que anoche estabas despierto —susurra Ruby-no-Ruby.

Se sienta justo a tu lado en el comedor, y eso te produce escalofríos. Sus palabras rebotando en tus oídos, como si fueran terciopelo, también. Suenan tan suaves y calmadas que no parecen provenir del joven con el que compartes habitación.

No sabes si responder. Es extraño que te vean hablar con alguien, teniendo en cuenta que el comedor está sumido en el más absoluto silencio. No quieres llamar la atención, y hablando con el nuevo lo único que puedes conseguir es eso. El pelirrojo y el rubio de tu habitación seguro que sienten curiosidad si os ven hablando. Despertar curiosidad tampoco es buena idea.

Así que no respondes.—Oye, no pases de mí —insiste.Dejan una bandeja con su comida en

la mesa y él sonríe mucho.Tú sigues pasando de él.—Sé que quieres saber quién entró

anoche en la habitación —vuelve a

susurrar.No sabes qué se supone que está

haciendo, por qué habla de eso ahí, en mitad del comedor. Probablemente lo que busca es que le prestes la atención que no le has prestado hasta ahora. Pero ese no es el mejor sitio para intentarlo. Has elegido mal, Ruby-no-Ruby. Gilipollas.

Victor se mete una cucharada de sopa en la boca y la escupe dentro del plato porque debe estar ardiendo. Sale vapor del plato. La gente no se ríe porque aquí tampoco se ríe nadie, pero a ti te entran ganas de hacerlo y de decirle a la cara lo imbécil que es. En el cuartel tenéis prisa, sí, pero no tanta como para no dejar que la comida se enfríe un poco.

Él no vuelve a abrir la boca, supones que por vergüenza.

Y lo agradeces.

Estás despierto?Te sacude un escalofrío de

pies a cabeza y tiene consecuencias. Las sábanas hacen ruido y no hay forma de cambiarlo. Los nervios te delatan. Pero qué haces. Qué haces, qué haces, qué haces. Te callas.

—Sé que sí lo estás.Te recuerda a este mediodía en el

comedor.Sabías que acabaría dirigiéndote la

palabra. Si esta tarde no lo ha hecho, es porque el rubio y el pelirrojo estaban en la habitación. Ha supuesto un alivio muy grande para ti. Sin embargo, acabaría llegando, como todo. Como todo lo malo y todo lo bueno, aunque en esta ocasión no es que sea muy bueno el asunto.

—Es un tipo que conocí a los dos días de entrar en el cuartel, se llama Ethan.

Entreabres los labios, quieres hablar; te contienes.

—Habla.Chasqueas la lengua y le haces caso:

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52 ANDREA ALFARO GARCÍA

—¿Te fías de un tipo al que no conoces de nada?

—Sé que puedo fiarme de él.—¿Cómo puedes estar tan seguro? —

Tu tono de voz sube más de lo debido.—Simplemente lo estoy —murmura.¿Que simplemente lo está? Ya, claro.

Ya. ¿Y qué sentido tiene eso?—No puedes simplemente estar

seguro.—¿Por qué no?—No tiene sentido.—¿Tú te fías de mí?Te quedas mudo.El corazón quiere salirse de tu

pecho. No puedes mentir, pero tampoco puedes decir la verdad. No sabes cuál es la verdad. Así que, digas lo que digas, Ruby-no-Ruby se quejará.

—No del todo —susurras. Es una respuesta a medias, pero una respuesta, a fin de cuentas, y eso es lo que vale. No tienes más para él. Si ni siquiera tú mismo tienes las cosas claras, ¿cómo se las vas a esclarecer a él?

Os quedáis en silencio. Te extraña que Victor no abra la boca otra vez. Ahora eres tú el que quiere saber más. No puede dejarte así, a medias… Sí, Ethan. ¿Qué pasa con él? ¿Por qué entró en la habitación la otra noche? Es más, ¿por qué y adónde salieron cuando se fueron de aquí? Necesitas saberlo, aunque no debería incumbirte. Pero sabes que tiene relación con las pastillas y dejar de tomarlas y las burradas que le propuso Ruby-no-Ruby el otro día. Sabes que tiene que ver con todo eso y sí que te interesa en cierto modo. Además, el tal Ethan entró en tu habitación. Tienes derecho a saberlo.

Victor sigue sin hablar. Y parece que lo hace aposta.

Uno de los dos tiene que terminar rompiendo el silencio, lo sabéis.

—¿Por qué vino? —acabas

preguntando. Estabas deseando hacerlo.—No tiene compañeros de habitación

y me llevó a ella.Con eso responde varias preguntas al

mismo tiempo. Bien.—Oh.—Lleva bastante tiempo aquí, o al

menos eso parece.—¿O al menos eso parece?—No le he preguntado cuánto tiempo

lleva exactamente.Sueltas un bufido. Se te escapa.En realidad Ruby-no-Ruby tampoco

sabe cuánto tiempo hace que tú estás aquí, y tú eres de fiar, o al menos pretendes serlo. En realidad que Ruby-no-Ruby no sepa cuánto tiempo hace que Ethan está aquí no significa nada, simplemente que la pregunta no habrá salido en ninguna conversación porque no es algo tan relevante. Tú no le vas diciendo por ahí a todo el mundo el tiempo que llevas en el cuartel. Para qué, vamos a ver.

—Sé que estás interesado en… —comienza a decir.

—No estoy interesado en nada —lo interrumpes.

Es suficiente por hoy. Querías saber cosas, pero las ofertas están de más.

El pelirrojo, el rubio, Ruby-no-Ruby y tú vais en dirección a

la galería de tiro. Es la primera vez de Victor. Lo sabes porque siempre vais los cuatro juntos a todos los entrenamientos, y esta es la primera vez que él se viene con vosotros al de tiro. No sabes si es muy buena idea que Victor aprenda a utilizar un revólver. Aunque no te extrañaría que ya supiera. Es una caja llena de sorpresas.

Victor siempre trata de ir cerca de ti, los otros dos compañeros parece que le dan un poco igual. Nunca le has visto hablando con ellos, y dudas que ellos fueran a responderle en el caso de que les

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dijera algo. Ninguno de los dos necesita amigos. En el cuartel, más que amigos, se necesitan guardaespaldas para la guerra. Porque sí, porque a todo el mundo le harán falta.

Victor y tú vais detrás del rubio y el pelirrojo. Sus nombres son todavía un enigma para ti, y no parece ser uno de esos enigmas que se acaban resolviendo. Tampoco es que te importe demasiado. No los confundes y con eso te vale.

Te agarran del brazo.Ruby-no-Ruby te agarra del brazo y

hace que te detengas a medio camino.Lo miras a los ojos, sus ojos verdes de

sapo, y buscas algo en sus pupilas que te diga qué narices está haciendo. El rubio y el pelirrojo siguen su camino, para sorpresa de nadie. Los dedos de Victor son fuertes alrededor de tu brazo. Sigue recordándote a la guerra, y lo cierto es que crees que es así porque Victor es guerra. Sí. Lo comprendes.

Victor es guerra y sangre, sangre y guerra.

—Ethan nos está esperando —dice.—¿Cómo que nos está esperando?—Sí, tienes que venir conmigo. Te

prometo que…—¿Por qué siempre estás jurando y

prometiendo y…?Él niega con la cabeza. Aprieta más

los dedos alrededor de tu brazo, hasta llegar a un punto en el que te hace daño de verdad, en el que no hay nada gracioso en la situación (como si alguna vez lo hubiera habido).

¿Quieres ir con Ruby-no-Ruby? ¿Quieres que te lleve hasta Ethan?

¿Quieres salir de aquí, hacer la guerra contra la guerra? ¿Quieres, cadete, quieres? No tienes ni idea. No tienes ni idea, y eso es lo peor, porque si al menos supieras lo que quieres, elegir sería más fácil. Sin embargo, no es así.

Te quitas los dedos de Ruby-no-

Ruby de encima y cruzas los brazos para asegurarte de que no vuelve a agarrarte. Suspiras casi con resignación. Qué haces, ¿eh? Qué haces. Tienes dos opciones y vas a contrarreloj. Tus opciones son: a) dejar a Ruby-no-Ruby de lado y seguir al pelirrojo y el rubio —a los que ya has perdido de vista— para llegar a tiempo a la galería de tiro; y b) mandar la galería de tiro a la mierda y largarte con Victor.

Tic, tac, tic, tac.(El miedo es más fuerte, cadete).

Ruby-no-Ruby es el primero en levantarse todas las mañanas. En

cierto modo, te gusta que lo haga, porque así os deja espacio a los demás para hacer la cama. Ruby-no-Ruby es también el primero en vestirse y el primero en ir a desayunar. No es que tengáis demasiado margen de tiempo, porque no lo tenéis, pero sí el suficiente como para hacer todas las cosas.

Estás haciendo la cama cuando la puerta de la habitación se abre y entran el coronel y un cadete.

—Es él —dice éste último. Señala a Victor.

Diriges una mirada de desconcierto hacia Ruby-no-Ruby, y él te la devuelve. Tampoco entiende lo que está ocurriendo. La habitación se vuelve a llenar de silencio, un profundo silencio que te estremece, y el coronel avanza con pasos rápidos hasta Victor. Lo agarra por el brazo y tira de él hacia el exterior.

—¿Qué ocurre? —pregunta.Ruby-no-Ruby, piensas, ¿cuándo

aprenderás que aquí no se habla, sobre todo cuando hay delante un superior?

Ni más ni menos que el mismísimo coronel.

También se te pasan por la cabeza unos cuantos insultos, pero crees que no es el momento para pensar en él como un idiota, un gilipollas, etc. Crees

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54 ANDREA ALFARO GARCÍA

que, más bien, tienes que pensar en él como un pobre hombre. Porque, al fin y al cabo, ¿qué, sino, pensar de él? Qué, si el coronel acaba de irrumpir en la habitación sólo para agarrarlo del brazo y llevárselo con él.

El coronel mete la mano en la papelera que hay al lado de la puerta y saca una pastilla, la pastilla entera de Victor, sin deshacer. Cuántas, cuántas veces le dijiste que no podía hacer eso, que tenía que machacarla, hacerla polvos, para que al menos se disimulara un poco que estaba ahí. No, no, no, para qué. Él tiraba la pastilla entera y era feliz haciéndolo.

—Ethan, ¿qué demonios…?Ethan.Oh, Dios mío.El cadete. El cadete es el tal Ethan.

El tipo que…Oh. Dios. Mío.—Se han dado cuenta —dice el tal

Ethan. Es un hombre mayor, de unos cuarenta y tantos, con canas en el pelo azabache y arrugas muy marcadas en su piel morena—. Se han dado cuenta, Victor, y no podía echarme la culpa sólo a mí… —Lo dice como si no hubiera otra solución, como si ser culpables dos en vez de uno fuera más fácil y mejor.

Las pastillas. Saben que no se toman las pastillas.

¿Y saben que tú…? No, por Dios. No, por Dios. No. Por. Dios.

El coronel también agarra a Ethan por el brazo.

Ruby-no-Ruby gira la cabeza de vez en cuando y te mira con sus ojos de sapo, como diciendo eh, cabrón, confiesa, que tú también eres culpable. Pero tú no has hecho nada, joder, tú… Tú lo único que has hecho es no tragarte las pastillas y… Y eso es todo, ya no más. No te tragas las pastillas, y qué. Y qué, y qué, y qué.

Hueles el odio de Victor desde lejos,

lo hueles.Te odia.Te odias.Sus ojos de sapo lo dicen todo.

Hace frío en el comedor, sí. Hace más frío que de costumbre. No

te gusta el frío, tú eres más de calor. Te gusta el verano. Te gusta tomar el sol y bañarte en el mar, el mar de tu tierra. Te gusta la arena, te gustan las olas, te gustan las rocas… No te gusta el frío. Y hace frío.

Tu turno llega justo después del turno del pelirrojo.

La mujer de los guantes de látex, la joven novata que ya no es tan novata, te clava tanto sus ojos azules en los tuyos que te da miedo. El miedo, sin embargo, se desvanecerá en unos días, unas semanas. No más. Te lo has prometido.

Porque el miedo… El miedo te vence, sí, te vence a veces. El miedo es tan fuerte que te lleva a la desesperación, y miedo y desesperación no son una buena combinación. No. Definitivamente no.

El miedo te vence.El miedo es más fuerte que tú.El miedo, el miedo lo es todo.La pastilla cae encima de tu lengua,

los guantes de látex ya no la rozan.Te la tragas, te tragas la pastilla.Abres la boca, se la enseñas. Se asegura

de que te la has tragado, aunque no te dice en ningún momento que le enseñes lo que tienes debajo de la lengua. Es estúpido, muy estúpido que no lo haga, porque podría, pero no lo hace. Aunque da igual. En tu caso da igual. En este en particular. Porque te la has tragado. Te has tragado la pastilla y el miedo te ha vencido. Pero y qué. De vencidos consta el mundo.

Fin de la primera parte

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Ánima Barda - Pulp Magazine

55ENTREVISTA A SAMANTHA SHANNON

Debutar con un libro que forma parte de una heptalogía parece un proyecto ambicioso y algo complicado. ¿Cómo se lo planteaste a tus editores, confiaron en ti desde el principio? ¿Te han puesto algún timing? Porque los lectores, cuando se aficionan a sagas tan largas, luego presionan mucho al autor para que acabe, como le está pasando a George R.R. Martin con Canción de hielo y fuego.

Yo no exigí siete libros a mi editor. Sabía que iba a ser una serie larga, probablemente por lo menos de cinco libros, pero nos pusimos de acuerdo

Entrevista asamantha shannon

Has hablado del “lado macabro de las cosas” manteniendo un punto de vista poético, ¿veremos en los venideros un giro hacia lo tenebroso? Y, ya puestos, ¿escribes poesía?

La saga se volverá más oscura conforme los riesgos aumenten para Paige y los demás personajes.

He escrito poesía en el pasado, pero yo no diría que soy una “poeta”. No creo que tenga una habilidad natural para ello.

El lenguaje y el argot que utilizas es uno de los puntos fuertes del libro. ¿No te preocupó en ningún momento que este lenguaje dificultara la lectura?

No estaba particularmente preocupada. Trato de no subestimar el lector. El público no siempre busca una lectura sencilla, de hecho, creo que los lectores de fantasía, en particular, aprecian un mundo detallado.

“No quiero mantener a los lectores esperando, pero tampoco quiero sacrificar la calidad

sólo para conseguirlo rápidamente”.

por Cris Miguel

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Ánima Barda - Pulp Magazine

56

en siete. Tengo fechas límite, pero son bastante flexibles. A pesar de que no quiero mantener a los lectores esperando, tampoco quiero sacrificar la calidad del trabajo sólo para conseguirlo rápidamente. Los libros de George RR Martin son inmensamente ricos y complejos, así que no lo culpo en absoluto por tomarse tanto tiempo para escribirlos.

“No te rindas ante el primer obstáculo. El mundo editorial es

competitivo y exigente, pero hay muchas

maneras de publicar”.¿Qué autores de fantasía te gustan

más, o qué libros? Y no digas a Margaret Atwood, que ya sabemos que te gusta.

El Señor de los Anillos y El Hobbit de JRR Tolkien, El trono de Cristal de Sarah J. Maas, Stardust de Neil Gaiman, Chocolat de Joanne Harris, En llamas de Suzanne Collins, Juego de Tronos de George RR Martin. Una gran saga de fantasía YA es la trilogía El círculo de Sara B. Elfgren y Mats Strandberg.

Esta revista la componemos autores noveles o amateur, ¿qué consejo podrías darnos sobre el mundo de la publicación? ¿Algún hábito de escritura que te ayude?

No te rindas ante el primer obstáculo. El mundo editorial es competitivo y exigente, pero hay muchas maneras de publicar ahora. Recuerda que la literatura es subjetiva incluso si a un editor no le gusta tu trabajo, a otro lo hará.

¿Qué piensas del boom distópico? ¿Cuál es tu distopía moderna favorita? ¿Crees que el mercado y estas tendencias devalúan el género, ya que es más difícil distinguir cuál merece la pena y cuál no?

Mi distopía favorita es una que he leído recientemente es la Station Eleven de Emily St. John Mandel, que saldrá en Inglés en septiembre, aunque es más post-apocalíptica que distópica y más adulto que YA. Se trata de una troupe de actores que interpretan una obra de Shakespeare para los supervivientes después de que un virus haya acabado con la mayor parte de la humanidad. No creo que el número de novelas distópicas YA devalúe el género sólo añade variedad y da a los lectores más opciones. A pesar de que a veces pueden tener elementos similares, cada visión es única.

Al ser amante de la fantasía también beberás de películas o series de este género, ¿nos recomiendas alguna?

Realmente me encantó la adaptación cinematográfica de El Atlas de las nubes de David Mitchell, que parece haber polarizado a la opinión crítica. Para mí es hermosa, experimental y valiente.

ENTREVISTA A SAMANTHA SHANNON

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por Ana Nieto

Morillo

AÑO 823 D.C.Escandinavia

LOS SALVAJES gritos de los guerreros y el entrechocar de sus escudos hicieron que Hvarflöd dejara atrás su refugio aquella mañana, internándose

en el bosque salpicado de abedules y sauces. Avanzó tan silenciosamente como pudo, aprovechando las sombras que proyectaba la escasa vegetación y, antes de lo esperado, los vio en un pequeño claro.

Bajo la luz invernal, a la pequeña Hvarflöd se le antojaron como una suerte de espectros errantes. Aquel invierno había sido particularmente duro y era evidente que aquel grupo de vikingos no había tenido demasiada suerte, sus ropas sucias y raídas, junto con evidentes síntomas de malnutrición, así lo demostraban.

Eran seis cuya formación defensiva hacía imposible que los dos atacantes tuvieran la menor oportunidad. La barrera de escudos se deshizo a un grito del que parecía ser el cabecilla y varias hachas volaron en dirección a sus contrincantes. La primera le acertó al más joven, un muchacho de apenas dieciocho años, en el cráneo. El otro tuvo mejor suerte, consiguiendo rodar hacia un lado en el último momento.

—¡Cobarde! ¡Los dioses no te acogerán en el Valhalla! —bramaron a coro al ver cómo el superviviente se dada a la fuga.

—¡Yo propongo acabar con esa rata! —Déjalo marchar, no merece la pena —le ordenó

su líder—. Con este estaremos bien. ¿Habéis visto todas las joyas que adornan sus ropas? —dijo mientras alzaba un colgante con forma de serpiente para que todos pudieran verlo—. ¡Creo que hemos dado con unos jóvenes mercaderes!

Hvarflöd no necesitó escuchar nada más y prosiguió su lento avance entre la vegetación, siguiendo el rastro del

Decálogo del buen cazador

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58 ANA NIETO MORILLO

muchacho. Conocía aquel bosque como la palma de su mano, pues era su segundo hogar, sin embargo la mayor parte de los viajeros se extraviaban con facilidad. Y por la conversación que acababa de escuchar dedujo que los dos muchachos eran extranjeros.

Caminaba despacio, pero debía ahorrar las pocas fuerzas que le quedaban o todo habría terminado para ella. En cualquier caso no le preocupaba demasiado perder al vikingo. Varios minutos después dio con un rastro de sangre que confirmó sus sospechas: estaba herido.

«Administra sabiamente tu energía, nunca debes confiarte aunque tengas algún tipo de ventaja sobre tu presa. El instinto de supervivencia es demasiado poderoso como para ser ignorado», solía advertirle Sveinbjörn, su maestro.

Un zorro se cruzó en su camino, el animal clavó sus ojos llenos de inteligencia en los suyos. El hambre la tentó, pero Hvarflöd se convenció a sí misma de que era demasiado rápido para ella. Se concentró en la ternura que le inspiraba, consiguiendo desterrar el hambre a las profundidades de su conciencia. Extendió su mano, antes se le daban bien los animales.

—Ghrrr… —trató de llamarlo la muchacha, pero aquel sonido gutural fue el único que consiguió articular.

El animal de naturaleza curiosa se acercó, jamás había visto una criatura como aquella. Cuando tan solo unos centímetros separaban hocico y mano se detuvo, olisqueó cuidadosamente a Hvarflöd y después huyó despavorido.

«Sabe lo que soy…», se dijo apenada. Continuó su camino, sumida en lúgubres pensamientos.

Con pasos lentos, pero constantes, la niña siguió el reguero de sangre hasta la hora del crepúsculo. Cuando alcanzó

al muchacho se encontraba ya al borde del agotamiento, no había sido prudente detenerse durante tanto tiempo con aquel animal.

«Una distracción, un solo error y te quedarás sin nada con lo que saciar a tus hambrientas tripas. O en el peor de los casos acabarán contigo, Hvarflöd», su mente le recordó oportunamente otra de las enseñanzas de Sveinbjörn.

Sveinbjörn había sido hechicero en su otra vida, el anciano se lo había confesado en una ocasión a ella y a Grim, el que ahora era su hermano. La pequeña sentía curiosidad por su pasado, pero él siempre se mostraba reacio a contarle más de lo imprescindible. Solo sabía que ellos eran fruto de los experimentos de su maestro con la magia negra, pero por alguna razón esto no le molestaba. Al fin y al cabo siempre había cuidado de ellos.

El sonido de unos pasos le llegó con total claridad a través de la maleza, anunciando la proximidad del mercader. El hambre pareció ser consciente también de ello y amenazó con devorar su conciencia, pero Hvarflöd luchó como su maestro le había enseñado, tratando de mantener la calma.

Estaba malherido y había perdido mucha sangre, avanzaba a duras penas ejerciendo presión con la mano sobre el costado.

«De todas formas no durará mucho», se dijo quitándole hierro al asunto, aunque lo cierto era que el vikingo le daba lástima.

Aun así no se precipitó y continuó caminando junto a él durante algunos minutos más, ganando tiempo y calculando cuál era el mejor ángulo para avanzarse sobre él.

«No te precipites, tampoco dejes que el hambre te diga lo que tienes que hacer o acabarás muy mal. Sé paciente y ataca solo cuando llegue el momento adecuado».

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59DECÁLOGO DEL BUEN CAZADOR

El muchacho se detuvo por fin, resollando. Alzó la mirada y contempló con aire pensativo un enorme abedul que creía junto a él, valorando si valía la pena descansar en lo alto de una de sus ramas.

Hvarflöd también se había detenido, simplemente esperó a que el mercader se decidiera, pero el cansancio y la gran cantidad de sangre que había perdido tomaron la decisión, se dejó caer sobre la hierba cuan largo era y cerró los ojos. Con ese error había sellado su destino.

Hvarflöd emergió al fin, silenciosa, sin apartar los ojos de su presa. Para cuando el vikingo abrió los ojos ya la tenía encima.

El primer mordisco fue directo a la yugular, siempre lo hacía de ese modo, cuanto antes se desangrara menos dolor tendría que soportar aquel pobre diablo.

«Nosotros también fuimos un día humanos, debemos respetar la vida. Matamos para comer. Solo eso. No nos regodeamos con el sufrimiento de nuestras víctimas, ni las humillamos de modo alguno».

Por supuesto decirlo era mucho más sencillo que llevarlo a la práctica, el mercader se revolvía con todas sus fuerzas a pesar de que la sangre ya manaba a borbotones. La muchacha no pensaba comer hasta que no hubiese perdido el conocimiento.

—¡No-muerto! ¡No-muerto! —gritó a duras penas, tratando de alertar a algún posible aliado—. ¡Demoniooo!

Hvarflöd odiaba aquellos nombres, no soportaba que le recordaran su condición antinatural, su no-vida. Pero el mercader tenía razón, tampoco estaba muerta. No pudo controlarse más y se abalanzó de nuevo sobre él, en esta ocasión mordió con todas sus fuerzas y comenzó a alimentarse. Los alaridos de su presa viajaron junto al viento a lo largo del bosque, alertando a los animales de las

proximidades, que al percibir el aroma de la muerte huyeron.

La conciencia de la niña se desvaneció y el hambre tomó el control, era incapaz de parar, ya ni siquiera oía ni veía nada. Solo sentía el sabor de la carne cruda y ensangrentada llenando sus entrañas, todavía estaba caliente, eso era lo mejor.

«Vigila siempre tu espalda».Algo afilado se incrustó en su hombro,

abriéndose paso por su carne muerta. La muchacha volvió en sí y descubrió que tenía un hacha enterrada en el hombro. Por fortuna no sintió dolor alguno, ya no podía experimentar sensaciones como esas. Solo estaba el hambre.

—Ghrrraarr ghroooaar. Su atacante retrocedió, intimidado

por el sonido gutural que salía de la garganta de la chiquilla. Se trataba de uno de los vikingos que viajaba con el grupo vencedor, medía cerca de dos metros y su musculatura era bastante imponente, pero por alguna razón la visión de aquella niña alimentándose le había perturbado profundamente.

Dudó entre huir o acabar con ella. Una vez más fue el destino el que decidió, el rostro ajado de Sveinbjörn se materializó junto al suyo y con un mordisco limpio lo desangró en apenas unos segundos.

«No cazamos solos, juntos tenemos más probabilidades, ya sea a la hora de cazar o de huir. Un claro ejemplo son los animales, suelen hacerlo en manada y les va bien así. Creía que lo habías entendido…», le dijo Sveinbjörn, sin dejar de engullir en ningún momento.

Hvarflöd bajó la cabeza, avergonzada. Sus cuerdas vocales estaban atrofiadas al igual que la mayor parte de los órganos, pero su nueva existencia les había otorgado otro don, otro medio para la comunicación. Sus mentes estaban conectadas y cuando lo necesitaban podían hablar entre ellos, siendo capaces

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60 ANA NIETO MORILLO

de mostrar imágenes, sonidos e incluso olores.

«¿Acaso no recuerdas todo lo que os he enseñado?».

«Claro que sí, maestro. Conozco perfectamente el decálogo del buen cazador», trató de justificarse ella.

«¿Ah, sí? ¿Y no dice precisamente el decálogo que solo comemos estrictamente lo necesario? Con ese pobre infeliz habríamos tenido para los tres, pero tu imprudencia me ha obligado a acabar con la vida de este», se lamentó el hechicero.

«Lo siento…».«¡Vamos! ¡Cómete al tuyo! No

podemos permitir que despierte, por mucho que me agrade la idea de tener entre nosotros a un nuevo compañero. Nosotros somos el azote de estas tierras, pequeña, no debe haber más como nosotros».

Hvarflöd obedeció y comió en silencio hasta que el cuerpo quedó irreconocible e inservible. De haber podido habría llorado aquellas muertes innecesarias. Una vez hubieron terminado se deshicieron de los restos, que terminaron en las profundidades del pantano más cercano. El buen cazador nunca dejaba rastro y tampoco se asentaba durante demasiado tiempo en el mismo lugar. Y claro está, cuanto más comía, menos tiempo podría permanecer en el mismo asentamiento.

«No creí que todo fuera a terminar así…».

«Nunca olvides lo que somos, Hvarflöd, allá donde vayamos solo les traeremos muerte y sufrimiento. Piénsatelo mejor antes de salir sola… Y ahora, vamos, volvamos… Grim debe de sentirse solo».

JR Plana y Cris Miguel

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por Felipe Orce

LLAMADLE Ismael, porque a eso, a esa única certeza, es a lo que se aferra este náufrago desgraciado. No os podría garantizar, en caso de

que pudierais dialogar con él en semejante circunstancia, cuánto tiempo lleva a la deriva, aferrado con sus exiguas fuerzas a ese ataúd carcomido que ha asegurado precariamente su supervivencia. En esos instantes en los que el delirio se adueña de su mente y de sus sentidos, Ismael os diría que es un fantasma, que murió poco después del hundimiento del Pequod, poco después de que la Gran Ballena Blanca se llevara al capitán Ahab a los abismos, y que desde entonces su espíritu yerra sobre la superficie del océano creyéndose un náufrago. Pero no es así, Ismael no está muerto y no entiende que le hayan ignorado los tiburones, se pregunta por qué el océano no ha reclamado su pellejo. Sólo sabe que su boca está llena de sal, que ha respirado más agua de la que admitiría, que no ha de demorarse mucho el momento en que este martirio acabe y pueda despedirse de su desdicha. Si no fuera porque sus manos parecen conservar una mínima esperanza, tan engarfiadas como están a la madera del ataúd...

Sí, Ismael ha perdido la cuenta de las horas, de los días que está durando su naufragio. A ratos el sopor le invade y pierde la consciencia. En esos instantes sueña casi siempre el mismo sueño, sueña con el rostro cruel y satánico de Ahab, con el estoicismo a veces inhumano de Queequeeg, con la mole de la Ballena Blanca ahogando el mundo, con remolinos en medio del mar y en cuyo centro aguardan demonios ansiosos de carne humana. Cuando despierta, tiene la horrenda sensación de seguir atrapado en sus sueños. Si eso fuera así, que acabe ya, que se suelten sus dedos del ataúd, que venga la paz de la muerte...

*

En Compañía de Sombras

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62 FELIPE ORCE

ISMAEL se halla inconsciente cuando el agua desaparece a su alrededor, cuando su cuerpo queda varado en tierra. Al volver en sí, aturdido y exhausto, descubre su rostro hundido en arena. Al principio, teme que sea otro delirio, otro sueño,

uno desagradable por recordarle algo que nunca más volverá a ver. Son sus manos, que se mueven con torpeza, que palpan incrédulas lo que se extiende bajo ellas, las que le confirman que no se trata de un espejismo. Una sonrisa se insinúa en su rostro demacrado, demasiado rígido para poder permitirse una mueca. Aunque abatido, Ismael se deja inundar por un regocijo que se confunde con el dolor que domina sus extremidades. Sus ojos todavía no logran visualizar con claridad el nuevo escenario, aún parecen cubiertos por la bruma que les ha acompañado durante su agonía a la deriva.

Cuando se acostumbren los ojos de Ismael, observarán que no es culpa de la bruma que los nublaba el hecho de ver desdibujada la tierra a la que el náufrago ha llegado. Este territorio está sometido por una densa niebla, que impide distinguir su paisaje. Semejante visión no tranquiliza a Ismael, que por un momento considera haber llegado al reino de los muertos. Ismael aún no tiene las fuerzas suficientes para ponerse en pie y caminar, así que comienza a reptar para alejarse de la cercanía del mar cuanto antes y explorar qué hay más allá de la playa.

Sus manos ya no se deslizan sobre arena, sino sobre hierba, hierba fresca, perlada de rocío. De las fosas nasales de Ismael se adueña un perfume dulzón, que no logra identificar aunque lo asocia a algo quemado. El tacto de la hierba en su rostro es bienvenido, este insólito colchón parece infundirle una renovada energía a su cuerpo, como si rejuveneciera de repente. Mayor alegría le reporta el hallar un manantial, una vez ha logrado ponerse en pie y ha caminado entre vaivenes; comprueba que el agua es potable y poco le falta para prorrumpir en un llanto de júbilo.

Un ruido entre la neblina que lo rodea alarma a Ismael. Sus ajados músculos se tensan y, como un niño asustadizo, busca un vano refugio en la roca de la que brota el manantial. Su boca se resiste a articular palabra alguna, por mucho que sienta la tentación de preguntar quién anda ahí. Lo que ha provocado el ruido se deja ver, una aparición imprevista. Es una silueta humana de cabellera muy oscura, cubierta con bastos harapos que fácilmente se atribuirían a un espectro. Ismael descubre que se trata de una joven mujer cuando ella se dirige hacia la roca, hacia él. Bien podría ser un fantasma, como también podría serlo el propio Ismael.

La mujer observa a Ismael sin parpadear, pero sus ojos revelan un espíritu asustadizo. Ella actúa como un animal esquivo y desconfiado, evalúa la presencia de Ismael con una mirada de gacela escurridiza, como si le causara sorpresa la visión de Ismael; pero esa mirada también podría ser la del depredador que aguarda el momento adecuado para atacar.

Al fin la morena está tan próxima como para que Ismael pueda distinguir sus rasgos, aunque su melena asilvestrada oculte una parte de su rostro. Su piel parece sucia, por el tono verdoso que se aprecia en sus mejillas. Los andrajos con los que se atavía se asemejan a algas resecas. Lo poco que revela de su piel, pese a la sensación de suciedad, sugiere tersura.

—¿Dónde... dónde estoy? —Son las palabras que Ismael consigue articular, una vez su boca se ha hidratado.

La mujer continúa con sus ojos clavados, con intensidad, en él. Esa mirada, pese a

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63EN COMPAÑÍA DE SOMBRAS

sus resquicios de inocencia, incomoda a Ismael; el silencio de ella también.—¿No hablas mi lengua, muchacha? —insiste Ismael, con la esperanza de una

respuesta. Ella comienza a desandar, apresurada, los pasos que la han llevado hasta el náufrago.

Su movimiento se hace más veloz hasta que se esfuma su rastro en la neblina. Ismael se siente demasiado debilitado para correr en pos de la misteriosa mujer, pero ella puede ser la que despeje las dudas que le empiezan a mortificar, como leves pero molestos escalofríos que no cesan. Sus piernas todavía siguen tambaleantes como para que sus movimientos sean más ágiles. Como un agonizante que se resiste a ceder a la muerte, camina tras el rastro de la morena. La neblina lo envuelve todo, borra el mundo, Ismael siente que se interna en un sueño. Inquietantes voces, indescifrables, susurran como si mantuvieran una conversación privada que nadie más debiera escuchar.

Una figura más consistente que una sombra se perfila ante Ismael; éste no puede calcular la distancia que separa a ambos, pero decide dirigirse hacia el recién aparecido. Los murmullos se tornan más nerviosos, como si advirtieran a Ismael de alguna amenaza, pero él prefiere no atender esas escalofriantes voces. Cuando se halla ya a pocos pasos de esa silueta, Ismael comprueba que se trata de un hombre de carne y hueso, aunque muy próximo a lo fantasmagórico dado su aspecto famélico y avejentado, con sus vestimentas rasgadas y húmedas y ese rostro demacrado que gobierna una desordenada barba. Refuerzan esta impresión sus ojos hundidos en las cuencas, arrasados por una visión prolongada de las tinieblas.

—Ah, otro condenado —masculla el recién aparecido. La mirada de pena que dedica a Ismael es casi dolorosa—. Bienvenido seas, pese a todo, al fin del mundo, náufrago. Aunque desearás que el océano hubiera reclamado tu miserable pellejo una vez sepas lo que aquí te aguarda. ¿Cómo te llamas y cómo has llegado hasta aquí, desdichado?

—Me... me llamo... Ismael y soy... soy el único superviviente del naufragio del barco ballenero Pequod, que hundió en el océano la Gran Ballena Blanca, a la que nuestro capitán llamaba Moby Dick —Ismael responde un tanto desconcertado por semejante recibimiento—. ¿Quién... quién es usted?

—Me llamo Robinson Crusoe, muchacho, y soy prisionero de esta isla desde hace mucho tiempo, más del que logro recordar. —Los ojos del tal Robinson Crusoe se empañan, pero no por lágrimas, sino por un velo más indefinible, como una rara nostalgia—. El nombre de este lugar, por cierto, es Estigia.

—Jamás he oído hablar de una isla con ese nombre, ni... la he visto en mapa alguno. ¿Estamos en las regiones más desconocidas del Pacífico? Tan lejos de casa, tan lejos, no puede ser. —A Ismael se le escapa un breve gemido, conmocionado al imaginar esta última posibilidad.

La brusca carcajada del espantajo de Robinson Crusoe arranca a Ismael de sus lamentaciones:

—¡El Pacífico dices! ¡Ni Pacífico, ni Atlántico, ni Índico, ni antípodas, ni Polo Norte, ni Polo Sur! ¡Estigia no está en ninguna parte del mundo del que vienes, ese mundo al que yo tampoco ya pertenezco! Estigia aparece y desaparece y se lleva con ella a los que tienen la mala fortuna de llegar a sus costas. Olvídate de tu hogar, jovenzuelo, no regresarás nunca más a tu tierra, tu suerte está ligada ahora y para siempre a Estigia.

Ismael no puede dar crédito a la verborrea demencial de esta senil parodia de ser

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humano. Intenta encontrar cierto consuelo al pensar que se halla ante un mísero náufrago vencido por el aislamiento, por la inclemencia propia de este territorio, por la mala alimentación y alguna fiebre. Sí, Robinson Crusoe está loco y sus palabras son las de un chiflado a las que será mejor prestar la justa atención. De repente, la mujer morena retorna a los pensamientos de Ismael.

—Pero usted no está solo en la isla... en Estigia, ¿verdad, señor Crusoe? ¿Ha visto usted a una mujer joven y morena?

El histrionismo se esfuma del cuerpo de Crusoe, que enmudece tras un estremecimiento demasiado visible.

—¿La has visto? —pregunta el esperpento de hombre, en un murmullo.—Sí..., sí. Cuando recuperé la conciencia, me descubrí a mí mismo en una playa

y, con mis escasas fuerzas, me adentré en tierra. Cerca de un manantial que calmó mi sed, hallé a esa mujer, que se acercó a mí. Parecía llena de curiosidad y temor, como un animal muy frágil, pero también creí advertir otro matiz en su mirada. Cuando me dirigí a ella, huyó de mí y yo intenté seguir su rastro, pero mi agotamiento y esta maldita niebla me impidieron alcanzarla. ¿Sabe usted de quién le hablo? Por su actitud, deduzco que sí.

—Muchacho... Ismael, no quieras saber nada más de ella, ni insistas en buscarla. Será mejor para tu pellejo que no la vuelvas a encontrar, créeme. —El temor impregna la voz de Robinson—. Ella forma parte de Estigia de una forma que jamás llegarías a sospechar. Acompáñame, chico, alejémonos de esta niebla fastidiosa, te llevaré a otro lugar en el que puedas estar más cómodo y donde te acostumbres a la nueva vida que te espera.

Abatido, Ismael sigue a Robinson, preguntándose qué destino le aguarda en semejante lugar. La neblina retrocede con parsimonia y revela un nuevo paisaje. La idea que Crusoe tiene de un lugar donde hallarse más cómodo no coincide con la imagen que un hombre sensato, de esos que se afirman paladines del sentido común, tendría de un lugar idílico o, cuanto menos, donde sentirse a salvo. Ante los dos hombres se extiende un erial poblado por oscuras rocas volcánicas, de formas imponentes, algunas ciclópeas, más propias de un territorio extraterrestre o de una pesadilla inducida por una droga. Un frío que corta la respiración domina el páramo y sacude la piel de Ismael. Nada vivo puede arraigar en un escenario tan hostil, éste es un reino de muerte; Ismael no se siente bienvenido en medio del ominoso silencio que le embarga. Un rápido vistazo a su nuevo compañero de desdicha le hace estremecerse, al percibir cómo se ha pronunciado el aspecto cadavérico de sus facciones, cómo se multiplican las arrugas en sus mejillas y en la frente, cómo se oscurecen sus ojos.

Robinson extiende su enjuto brazo izquierdo y apunta su alargado dedo índice al cielo. Por encima de sus cabezas, se despliega un espectáculo inédito y abrumador de innumerables estrellas, más brillantes que nunca, pero no es ésa una visión hermosa, sino sobrecogedora y cargada de promesas de amenaza; como si todos los cuerpos del firmamento hubieran sido convocados por una secreta fuerza y esperasen la orden para abalanzarse sobre la tierra y hacerla estallar.

—Es una buena noche para Estigia —balbucea Robinson, con un amago de sonrisa que no llega a florecer en sus labios—. Es una buena noche... para ella... para todos nosotros.

—¿Qué... quieres decir con eso? —Ismael siente que debería alejarse de este

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65EN COMPAÑÍA DE SOMBRAS

siniestro personaje, pero el temor a saberse solo en tan adverso escenario le desaconseja tomar esa iniciativa.

—Ven conmigo, muchacho, te presentaré a mis camaradas y entenderás qué sucede en Estigia.

—¿Camaradas? ¿Cuánta gente hay en esta isla? —Pero Ismael ya no recibe más respuesta de Robinson.

Como dos sombras erráticas, Ismael y Robinson prosiguen su recorrido por entre el rocoso paisaje. El abatimiento desciende sobre los hombros de Ismael, que se ve a sí mismo como el reo camino del cadalso; lo que sea que le aguarde no se parecerá a nada que él desearía. El paisaje no varía, como si deambularan en círculos, o no se movieran en absoluto.

Sus pasos les llevan ante una breve hoguera, en torno a la cual se reúnen cuatro personajes sombríos, ensimismados en la contemplación de las llamas. Se asemejan como si fueran clones, de tanta mugre y desaliño que acumulan sus figuras. Uno porta vestimentas propias de un pirata de una época ya olvidada, desgarbado y con una pata de palo carcomida; en sus ojos brilla una mirada fiera, que clava en Ismael. Otro, sentado a suficiente distancia del pirata, como si éste le incomodase, es un viejo sereno absorto en el fuego, tal como si ante él se manifestara un milagro pocas veces presenciado, y parece ignorar la llegada de Ismael y Robinson. Un tercer personaje, algo más joven que los otros dos, pero no tanto como Ismael, con cicatrices bien visibles en su rostro, tiene los ojos cargados de miedo y nerviosismo, como si le asustara todo. El cuarto en discordia muestra en su rostro una máscara de pena y desgarro desoladores, tal como

Alberto Peral A

lcón

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si hubiera visto la muerte cara a cara y el conocimiento que obtuvo de semejante encuentro fuera tan abominable que ya no lograría olvidarlo el resto de su vida. Esa expresión parece reproducir en silencio el primer comentario de Robinson cuando halló a Ismael: “Ah, otro condenado”.

—Amigos míos —dice Robinson—, os presento a Ismael, otro desafortunado marinero cuyo barco se llevó al corazón de los océanos una ballena furiosa. Ismael, éste de aquí —y señala al hombre ataviado de pirata— es el ínclito Long John Silver, terrible lobo de los mares cuya memoria se perdió hace mucho. Este otro —ahora señala al viejo— es el profesor Pierre Aronnax, que asegura haber navegado a bordo de un misterioso navío que surcaba los abismos. Aquel —el turno es del hombre nervioso de las cicatrices en la cara— se llama Edward Prendick, un renegado de la sociedad humana tras sus insólitas peripecias en otra isla tan desconocida como Estigia. Y, por último —apunta al tipo apesadumbrado, que devuelve su atención al fuego—, Arthur Gordon Pym, otro miserable que padeció desventuras varias en el océano que le llenaron de desesperación. Ésta es la pequeña tropa, los infelices de Estigia, Ismael, muchacho.

—Toma asiento, deja que el fuego espante el frío de tu carne —dice el tal Arthur Gordon Pym, señalando un hueco entre sus compañeros—. Tu odisea ya concluyó, chico, Estigia será desde hoy tu hogar para toda la eternidad.

Escuchar de nuevo esa sentencia, similar a una anterior pronunciada por Robinson, turba más aún a Ismael.

—¿Es que ninguno de vosotros ha intentado... ha intentado huir de esta isla? —pregunta Ismael, acomodado entre Edward Prendick y Arthur Gordon Pym.

La carcajada del pirata es la respuesta a sus palabras; Edward Prendick tose en un acceso de nerviosismo; Pierre Aronnax sonríe ampliamente, como si encontrara graciosas las palabras de Ismael; Arthur Gordon Pym se mantiene impertérrito. Ismael no puede ver la reacción de Robinson Crusoe, que permanece en pie a sus espaldas.

—¡Escapar dice, el mequetrefe! ¡Escapar! —estalla Edward Prendick, y se dedica a repetir la última palabra, convirtiéndola en un rumor aturullado.

—¡Ah, la ilusión del recién llegado! Me encantará asistir al momento en que se quiebren tus esperanzas, grumete, y te golpee la realidad con su puño de acero. —Long John Silver arroja sus palabras con el mayor desdén.

—No asustéis al muchacho, camaradas. —Es Pierre Aronnax el que ahora interviene, y adopta un tono paternal cuando prosigue—. Si tu idea de escapar de Estigia, muchacho, es echarte al mar y esperar a que te sonría la fortuna, alguno de nosotros habrá alumbrado semejante idea, por muy suicida que suene. No te negaré que también hemos intentado construir una balsa, pero los únicos árboles que hay en la isla son los que se hallan próximos a la playa y no son muy resistentes. Muchos han sido nuestros intentos de abandonar Estigia, sí, pero el océano siempre nos ha devuelto a ella.

La revelación de Pierre Aronnax sume a Ismael en pensamientos sombríos y desordenados. Siente cómo un peso insoportable aplasta su debilitado cuerpo; no logra asimilar el conocimiento que le transmiten sus nuevos compañeros de desgracias, no se imagina atrapado en este erial hasta el fin de sus días, no admite la inexistencia de una solución a esta circunstancia fatal.

—Quizás la muerte —murmura Ismael, con la boca pastosa, aterrado por pensar

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en esta posibilidad. Por lo que puede ver, estas palabras causan escalofríos a los demás.—La muerte sugieres, pequeño ignorante —responde Robinson—. Tal vez para ti

sí, tendremos que verlo.Un ulular inesperado se desliza por el aire; es un susurro que se repite y hace que

los huesos de Ismael tiemblen de frío. Tekeli-li, ¿es eso lo que cree escuchar? Ismael observa que todos los congregados en torno a la hoguera parecen de repente más deteriorados, de una forma casi antinatural, y que sus pieles adquieren un marcado tono verdoso. Los cinco parecen cadáveres que se aferran a un frágil hilo de vida. Sus miradas vuelven a centrarse en las llamas que crepitan sin transmitir calor alguno en este gélido páramo. Arthur Gordon Pym rompe el silencio y eleva la vista, con una mueca mustia.

—Ella acaba de llegar. Y todos miran adonde lo hace Arthur. Ahí está la mujer, la harapienta de piel sucia

y pelo negro como la noche. En sus ojos ya no hay temor o suspicacia, sino ferocidad: ahora sí es la mirada de un depredador. Long John Silver, Edward Prendick, Pierre Aronnax, Arthur Gordon Pym y el mismo Robinson Crusoe se dirigen a ella, como adoradores fervientes de un ídolo, como los niños abandonados que buscan el abrazo de una madre recuperada. Ismael es el único que mantiene una distancia prudencial, aunque lo atenace el pánico que se ha instalado en sus extremidades.

Los otros cinco se postran alrededor de la mujer y, con veneración y toda la delicadeza de la que son capaces, la despojan de sus atavíos. Así queda expuesta su piel, con todo el esplendor de la inmundicia que la cubre. Los ojos de ella son crueles, altivos y no los aparta de Ismael.

—Ismael —habla Robinson, y su voz traiciona su emoción—, te presentamos a la Adorada, la Divina, la que nos guía en la oscuridad, Nuestra Señora de Estigia... Ligeia.

Tekeli-li. La voz brota de la mujer, de Ligeia, aunque su boca no se abra. Un desagradable crujido de huesos triturados azota el aire. La mujer se agita y se

retuerce como si su cuerpo fuera tan flexible como el de una serpiente, adoptando posturas imposibles. Se obra lo inesperado: su pellejo se estira y se quiebra, descubriendo su interior. Una nueva piel dorada, una figura soberbia... que, de repente, deja de ser humana. Donde antes estaban sus piernas, ahora hay una masa informe de tentáculos; sus brazos se asemejan a las ramas retorcidas de un árbol; su rostro... su rostro es el de un demonio surgido de un mal sueño en lo más profundo de la noche, con esa boca de tiburón, con esos ojos como dos fuegos terribles. Ismael recuerda con la mayor congoja sus propias palabras: “Quizás la muerte”.

Lo que sucede a continuación es demasiado rápido como para poder evitarlo. Gordon Pym, Aronnax, Prendick, Silver y Crusoe se abalanzan sobre el indefenso Ismael; éste forcejea con toda la violencia que le otorga la angustia para zafarse de las manos de sus captores. Los cinco desenfundan toscos cuchillos corroídos por el óxido y el uso, pero no acometen todavía la acción que se espera.

—Dijiste que tal vez la muerte podría ser el método para huir de Estigia, muchacho —Robinson Crusoe escupe estas palabras cerca del oído de Ismael, pero no son palabras dictadas por el odio—. Vas a descubrir una verdad fundamental sobre Estigia, vas a experimentar el poder inhumano de Ligeia.

Y Robinson Crusoe, Long John Silver, Pierre Aronnax, Edward Prendick y Arthur

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68 FELIPE ORCE

Gordon Pym acuchillan al desafortunado Ismael. No hay ensañamiento en el acto, es un ritual tantas veces ejecutado. El sacrificado no se percata de quién es el primero en hundir su acero en su carne; en un instante, sus entrañas quedan expuestas al exterior; sajan la carne de sus brazos; le degüellan casi se diría que con piedad, y aún sigue vivo cuando sus asesinos se repliegan. Hecho un guiñapo sanguinolento, Ismael queda a merced de la monstruosa Ligeia, que se cierne sobre el agonizante. Los retorcidos dedos de sus manos abren el pecho de Ismael y se enredan en su corazón, que arrancan de cuajo y lo llevan a la boca ansiosa. Quiere la miserable fortuna que las tinieblas se hayan adueñado de Ismael, y que con ellas venga el último aliento, antes de que pueda ver a Ligeia masticando con deleite su órgano vital.

*

RETORNA la consciencia a la mente del náufrago. Descubre su rostro hundido en arena, lo que le indica que se halla en tierra firme, y ésa es una muy buena noticia. Aunque al principio tema que sea un delirio, sus manos

despejan toda duda con su tacto: es tierra lo que hay bajo su cuerpo. También regresa a él la única certeza que ha preservado su cordura durante el naufragio.

Su nombre.Ismael.También vuelven los recuerdos. Recuerdos de una isla envuelta en una neblina

compacta. Recuerdos de una huidiza mujer de pelo negro y piel sucia. Recuerdos de un náufrago alucinado y de sus cuatro compañeros siniestros, sombras escapadas de algún infierno. Recuerdos de...

Ligeia. Tekeli-li.Ismael, presa de un escalofrío que revuelve su estómago, advierte que no está solo en

la playa. A pocos pasos, sentado en la arena, se halla un hombre barbudo y desaliñado, que observa con triste ironía a Ismael. El maldito Robinson Crusoe...

—¿Qué... qué demonios ha sucedido? —pregunta Ismael, perplejo.—Te dije que ibas a descubrir una verdad fundamental sobre Estigia. —Robinson

ríe entre dientes, y su risa es un murmullo asfixiado—. ¿Creías que la muerte podía liberar a los prisioneros de esta isla? No eres el primero en morir, iluso. Mis camaradas y yo ya conocimos ese destino a manos de Ella. Para descubrir que la muerte, en Estigia, es el principio.

—¿El principio? ¿El principio de qué? —Tal revelación supera la comprensión de Ismael, que siente su mente zozobrar—. ¿Y ahora... ahora qué me espera?

—Nunca te reclamará la muerte definitiva, muchacho. Por eso mismo, puede que te aguarden unas cuantas muertes más, como le sucedió al que te precedió, el amigo Arthur Gordon Pym, como nos ha pasado a los demás antes. Y así será... hasta que Ligeia se aburra de ti..., o hasta que otro condenado sea atrapado por Estigia.

Cuando Robinson calla, el silencio se posa sobre los hombres. Ahí quedan ambos, el uno frente al otro, inmersos en sus dispares pensamientos, los de Ismael llenos de derrota y de confusión, los de Robinson marcados por una eterna melancolía y la aceptación de su destino. Así concluye su historia, aunque no tenga fin, en esa tierra donde la muerte es peor que caprichosa.

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por JR Plana

ERA HABITUAL que a las doce del mediodía el te-léfono móvil de Luis se convirtiera en una centralita recalentada: las llamadas llevarían sucediéndose una

tras otra por lo menos desde las diez y media. Aquel día era la excepción, lo había apagado la noche anterior y no lo pensaba encender hasta la mañana siguiente. ¿El motivo? Sencillo: estaba de mudanza.

Lo dejó claro en el trabajo, lo había repetido una y otra vez.

—No quiero ni una sola llamada, ¿de acuerdo? —le in-sistió a Pedro apuntándole con el índice—. No va a pasar nada porque no esté un día, podéis apañároslas solitos, ¿en-tendido? Ya puede estar ardiendo la oficina que no quiero saber nada de vosotros. Confío en que sabréis gestionar los problemas. Vedlo como una oportunidad, os estoy dando un voto de confianza, demostradme que podéis manejar más responsabilidad. Hay que implicarse en el proyecto e ir hacia arriba. Claro está, si algo sale mal responderéis acorde al nivel de responsabilidad que os estoy concediendo. No todo son ventajas.

Se había marchado a casa bien orgulloso de la gestión que realizaba de sus trabajadores. «Hay que dejar las cosas claras, enseñarles quién manda», se dijo a sí mismo al llegar a casa, abriéndose una cerveza. «Las empresas pueden fun-cionar sin los jefes, de hecho lo hacen muy a menudo». Be-bió un trago y se quedó mirando el techo pensativo. «Tengo que cambiar “jefe” por “CEO”. Suena más serio, más pro-fesional». Y repitiéndose una y otra vez «Luis Casal, CEO» se terminó la cerveza con ancha sonrisa.

Por eso ahora, en esa mañana de su día libre, en el que su teléfono de empresa se encontraba apagado, no pudo sino sobresaltarse y luego golpearse con rabia la frente cuando su teléfono particular vibró con un nombre en la pantalla: Pedro Trabajo.

Respiró hondo y contó hasta siete antes de contestar —lo hacía cuando estaba enfadado—.

Una abominable masagris

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70 JR PLANA

—¿Sí? —Su tono de respuesta siem-pre era indiferente con un toque cordial, como quien contesta al telefonillo.

—Luis, soy yo, Pedro. —«Lo sé, idio-ta, se llama identificador de llamadas».

—Pedro, ¿no habíamos quedado en que nada de llamadas?

Luis se movió por la habitación vacía. Era el salón, aunque de momento lo úni-co que había era un largo sofá de diseño. Justo iba a colocar las estanterías cuando el móvil había sonado. Pateó una de las cajas de cartón que contenía un puñado de libros de arte, marketing y economía —de finalidad meramente estética— y varias figurillas de corte postmoderno, todo para rellenar las estanterías no ins-taladas.

—Ya, bueno, pero ha surgido un con-flicto que yo no puedo solucionar por vosotros. —Lo malo de Pedro es que aparte de empleado era amigo, y el grado de amistad complicaba el tema del res-peto y la relación laboral. Fue el primero en entrar al proyecto. Casi su mano de-recha, se podía decir.

—Ya sé, no me digas —le interrum-pió Luis—. Hay que cambiar el papel del váter.

—Qué idiota eres. —Pedro sonó algo molesto.

—Eh —Luis le cortó tajante—, que sigo siendo tu jefe, ¿ok? Las familiarida-des para el bar.

Pedro tardó unos segundos en res-ponder.

—Perdona, me ha salido sin querer.—No te preocupes. —Luis suspiró

para sus adentros, negando con la cabe-za. «El día que Pedro no agache la cabe-za se acabará el mundo»—. Ahora dime qué ocurre.

—Es por Bea. —Luis se masajeó los lagrimales con dos dedos. Esa chica es-taba dando muchos problemas—. Vamos con retraso y le he dicho que se tenía que

quedar esta tarde. Ella me ha dicho que no puede, que tiene planes, y yo he insis-tido en que el trabajo tiene que acabar terminado. Después he hecho eso que Julia me dice siempre…

—¿Lo de averiguar cuál es su proble-ma?

—Sí, bueno. Julia lo llama «intere-sarse por el empleado». El caso es que le he preguntado que qué tiene que ha-cer y ella me ha explicado una chorrada monumental: por lo visto la tierra está atravesando una especie de nube de pol-vo cósmico o yo qué sé, y eso hace que al atardecer de hoy y al amanecer de ma-ñana se vea algo así como una lluvia de estrellas. Dice que no ha pasado desde hace doscientos años y que es algo que no se puede posponer.

—Me importa un carajo lo que puñe-tas pase por los cielos —le cortó Luis de nuevo—. El trabajo tiene que estar para mañana, eso sí que no se puede pospo-ner.

—Eso también se lo he dicho. Me ha contestado que le da igual, que su jorna-da es sólo de cinco horas y que todos los días se tira siete como poco.

—¡Joder, porque hay mucho trabajo! ¡Lo sabe de sobra! —Luis suspiró—. No sé qué le pasa a esta chica, es siempre tan negativa, no quiere implicarse en el proyecto.

—Le he insistido, e incluso he sido tajante, como vosotros. —En este pun-to Pedro forzaba la voz, intentado de-mostrar lo molesto que estaba con todo aquello—. Pero dice que no, que los jefes no están, que ella se va y que el traba-jo habría estado hecho si el resto nos hubiéramos dado prisa en vez de estar perdiendo el tiempo, que no nos cunde nada.

—Bueno, los jefes somos nosotros, que nos deje el trabajo de organizar y que ella se ocupe de lo suyo.

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71UNA ABOMINABLE MASA GRIS

Aquello rallaba en lo insolente. Por muy buena que fuera Bea trabajando, te-nía aires de doña cuando no era más que una becaria. Sí era cierto que se quedaba más horas de lo que establecía su con-venio con la universidad, pero a cambio lo hacía con cara de perros, no se le veía el entusiasmo que alguien que trabaja en proyecto como aquel, donde al ser tan pocos se convertían casi en una familia, debía mostrar hacia sus labores. Eso no le gustaba a Luis, y tampoco a Julia, que a pesar de su doctorado en Psicología no se veía capaz de manejar a la chica..

—Entonces… ¿qué hago?—Dile que he dicho yo que se quede

y acabe.—¿Y si no quiere?—Pues mañana nos veremos.—De acuerdo.—Y por favor, Pedro, intenta no mo-

lestarme más.—Vale. ¿Queréis que me pase más

tarde a ayudaros con la mudanza?Luis lo pensó.—Sí, anda, vente. Salte un poco an-

tes y pásate con el coche por casa de mis padres, así te traes un par de cajas de las que tenemos allí.

—Perfecto. ¿Les avisas tú?—No, llámales cuando salgas.—Muy bien. Venga, hasta luego.Luis colgó sin despedirse y, cansado,

arrojó el móvil sobre el sofá, para des-pués dejarse caer encima bocabajo. Le agotaba el trabajo, le agotaba la mudan-za, pero sobre todo le agotaba tener que tratar con gente como Bea, gente sin ini-ciativa, ni ganas, ni capacidad para decir: «Venga, que yo puedo» y sacar las cosas adelante sin protestar cada dos por tres o dejar caer puyas sobre una subida de sueldo «acorde» con las horas trabajadas. ¡Como si Luis no hubiera tenido que chuparse pocas horas extras por la patilla cuando él había ocupado puestos como

los de Bea, hacía tan solo tres o cuatro años! Todo el mundo tenía que pasar por eso. «Te aguantas, te jodes y asientes a todo, si es que quieres tirar para arriba. A ver si esta niña va a pensar que viene a descubrirnos la rueda…».

Por un instante, Luis se sintió como si llevara el peso del mundo sobre los hombros. «No hay nada que odie más que discutir, y sin embargo es lo que más hago últimamente: discutir con los pro-veedores, discutir con los clientes, dis-cutir con los distribuidores, discutir con Bea… ¡Qué hartura!». Era momento de un descanso.

Se levantó del sofá y puso rumbo a la cocina. A pesar de que el piso estaba aún medio vacío —la mudanza les estaba lle-vando más de lo previsto—, tanto Luis como Julia habían coincidido en que había una serie de muebles obligatorios que debían tener cuanto antes: cama, sofá, televisión y frigorífico. Así que el plan de Luis en ese preciso instante era ir al frigo, coger una cerveza, abrirla y sentarse un rato a ver la tele —una es-tupenda pantalla panorámica apenas es-trenada— mientras esperaba a que Julia volviera de pasear a Chuchi, el yorkshire que casi tenía más derechos que él. Sin embargo, no entró en la cocina.

Para llegar del salón al frigorífico era imperativo atravesar el largo pasillo que, como una espina dorsal, recorría todo el domicilio, desde la puerta de entrada hasta la habitación más alejada. Fue jus-to al pasar por él, silbando una cancion-cilla que no recordaba dónde la había oído, cuando Luis creyó ver una sombra por el rabillo del ojo. Había metido ya medio cuerpo en el umbral de la cocina, así que, sin moverse de allí, echó el torso para atrás y asomó la cabeza al corredor.

—¿Qué coño es eso? —exclamó con asco.

Reptando por su recién puesto sue-

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72 JR PLANA

lo de parqué venía una extraña «cosa», pues Luis no supo definirla mejor en un primer momento. No levantaba más de palmo y medio del suelo —casi del tamaño de Chuchi— y se movía muy, muy despacio, con suaves y meticulosos empellones.

—¡¿Una puta babosa gigante?! —se le ocurrió decir de pronto.

Esa era efectivamente la mejor defi-nición: una puta babosa gigante, aunque en realidad se trataba de una especie de sombra casi palpable. Translúcida, espe-sa, oscura y con un insano color gris ca-dáver. Por si fuera poco, a su paso dejaba un reguero húmedo con un cerco amo-ratado, algo que desde allí parecía clara-mente baba. Baba en su jodido parqué nuevo. Julia se iba a poner histérica.

Contempló unos segundos más al cú-mulo de sombras reptante y luego deci-dió recuperar una postura normal dentro de la cocina, ignorando por unos instan-tes a... la cosa esa. Total, iba a tardar por lo menos cuatro minutos en llegar hasta allí.

Se acercó hasta el grifo —que venía instalado y tenían que cambiar porque era horrible—, lo abrió con el agua fría a tope y se frotó bien fuerte los ojos y la cara con ella. No se molestó en secarse, sino que fue directo a la puerta de la co-cina y se asomó al exterior. La sombra seguía allí, aproximándose.

—No estoy alucinando —afirmó de-cepcionado—. ¿O sí?

Como si el Universo pretendiera sa-carle de dudas, la puerta de la calle, justo al otro lado del pasillo pasando por enci-ma del moco-sombra, se abrió.

—Ya hemos vuelto —dijo Julia con tono neutro, maquinal. Iba mirando el móvil, Chuchi venía detrás de ella. Luis, con los ojos aún como platos, la vio de-jar las llaves en el mueble del recibidor, mordisquearse una uña, escribir algo en

la pantalla táctil del teléfono y no alzar la vista hasta que Chuchi pasó junto a ella y se puso a gruñir a la sombra. So-naba como un patito de goma afónico—. ¿Qué haces parado ahí en medio con esa ca…? —Ella reparó en el ser y su expre-sión resultó casi cómica. Casi—. ¿Qué cojones es eso?

La uña pintada de naranja de la mano libre señalaba a la sombra, como si acaso fuera necesario aclarar en qué punto del pasillo se encontraba en ese instante una babosa gigante.

—No lo sé —respondió Luis altera-do. No era temblores lo que tenía por todo el cuerpo, sino algo más ligero, in-termedio, parecido a lo que le debe de dar al tipo que justo acaba de beber agua de un viejo estanque.

—¡Pues va hacia ti! —advirtió.—¡Ya lo estoy viendo! —protestó él,

algo atacado de los nervios.—¡Pues quítate de ahí! ¡Da la vuelta

por la cocina!Luis, que no había caído antes en la

cuenta, obedeció. La cocina conectaba con el comedor y este con el recibidor. Asunto resuelto, estaba chupado. En tres zancadas más ansiosas de lo que él jamás llegaría a admitir, se plantó al lado de su prometida, y esta se agarró a su brazo con las dos manos.

—¿Qué es? ¿Cómo ha entrado? —preguntó ella.

—¡No lo sé! Yo estaba en el salón ha-blando por el móvil y al ir a la cocina me lo he encontrado ahí en medio.

Chuchi, que seguía gruñendo, deci-dió que era el momento de empezar a ladrar. La babosa hasta ese momento no parecía haberse percatado de que Luis se había quitado de delante y seguía arras-trándose hacia el fondo del pasillo. Pero entonces, con los ladridos del pequeño perro, se detuvo un instante y, sin girarse, empezó a retroceder siguiendo el surco

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de su baba. Chuchi ladraba con más in-tensidad y menos confianza a cada cen-tímetro que avanzaba el ser.

—Viene hacia aquí —observo Julia agarrándose con más fuerza a Luis.

Tardó una eternidad en aproximarse, aunque a ellos les pareció que solo ha-bían transcurrido unos segundos, segun-dos que permanecieron absolutamente inmóviles observando el hipnótico avan-ce de la criatura. Chuchi, que tampoco había retrocedido ni parado de ladrar a pesar de temblar como una hoja, sintió la amenaza demasiado próxima y ame-nazó lanzando dentelladas. Y entonces, con una velocidad vertiginosa, impropia del ser, que pilló desprevenido incluso al desconfiado y nervioso perro, la sombra se echó sobre él como atacan las cobras, atrapando la cabeza del animal dentro de su oscuro cuerpo. Luis ahogó un gri-to. Julia no.

—¡Chuchi! —Arrojó el móvil al sue-lo y corrió a agarrar el cuerpo del perro, tirando hacia ella para evitar que la som-bra se lo tragara entero. Por su parte, la baba succionaba con fuerza mientras Chuchi se agitaba con todas sus fuer-zas—. ¡Corre, ayúdame! ¡Corta al bicho, haz algo! —gritaba desesperada.

Le llevó un instante reaccionar. Luis corrió a la cocina, abrió el único cajón que habían llenado y se hizo con un an-cho cuchillo de carnicero, el cual habían traído lo primero precisamente para ocasiones como esta: acabar con extrañas babosas sombrías.

—¡Ya! —vociferó Luis al volver con Julia, empuñando el cuchillo en la mano derecha—. ¡Aparta!

Ella no hizo caso, así que él la echó a un lado de un empellón y cargó contra la babosa alzando el arma, dispuesto a re-banar de un tajo el trozo que engullía a Chuchi. Todo ocurrió muy rápido.

Julia perdió pie y las patas del perro se

le escurrieron de las manos. El ser, libre de oposición, succionó a Chuchi, que se sacudía entre chillidos lastimeros, y se apartó hacia atrás de un ágil salto, esqui-vando en el último instante la cuchillada de Luis, que resbaló a causa de la baba.

Ahora, con los dos observándole des-de el suelo, la sombra pareció disfrutar terminando de engullir con convulsiones al perro, al que aún veían removerse asus-tado a través de la masa amorfa. Chuchi se deslizó hasta estar en el centro de la babosa. Ésta se agito, emergió una leve bruma desde su base y, con un estertor, el cuerpo entero de Chuchi comenzó a deshacerse. Primero perdió el pelo y la piel hasta que fue un conglomerado de músculos sanguinolentos y tendones. Luego eso se deshizo con la misma rapi- JR Plana y Cris M

iguel

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dez, consumiendo también los órganos, que explotaban como globos, hasta de-jar nada más que huesos con colgajos de carne. Y por fin todo se deshizo en una explosión de polvo, que la baba absorbió también. Julia encadenó una serie de gri-tos de terror y desespero a cada cual más horrible y lacerante al oído.

—¡Levanta! —ordenó Luis, ponién-dose en pie y ayudándola a izarse sin soltar el cuchillo. La mujer se lamentaba fuera de sí—. ¡Venga!

Consiguió que le hiciera caso y juntos fueron hacia la puerta de la calle. Luis cogió las llaves que minutos antes Julia había soltado mientras ella abría.

—Hay que dejarlo encerrado —dijo él—. Esta cosa no puede salir de aquí. —Se detuvo un momento a mirar a la sombra, que había aumentado su tama-ño desde que engullera a Chuchi. Ahora abultaba casi lo mismo que un niño de año y medio bien criado—. Esperemos que no pueda devorar la puerta —mur-muró para sí.

Julia ya estaba fuera, llamando al as-censor con los ojos rojos e hinchados y lagrimones resbalándole por la mejilla. Con los nervios de punta y la presión de pensar que la babosa estaba cada vez más cerca, Luis cerró la puerta y echó la llave, encerrando a la criatura. Se iba a permi-tir el lujo de suspirar de alivio cuando Julia volvió a gritar. Él se giró con el co-razón en la boca.

—¿Qué pasa?La respuesta fue una suerte de gemido

por parte de su prometida, que señalaba a la parte baja de la puerta. Luis llevó la vista hacia sus pies y gimió con desespe-ro al ver como una delgada sustancia gris y transparente se deslizaba por el míni-mo resquicio que había entre la puerta y el suelo: la sombra seguía adelante.

La desesperación y el miedo avivaron la llama de la ira, que estalló con fuer-

za en el estómago de Luis. Gritando con cada golpe, trató de acuchillar una vez tras otra a la masa gris. La criatura se burlaba de él: a cada tajo, la sombra gelatinosa se sacudía con celeridad, divi-diéndose o apartándose con movimien-tos más rápidos de los que parecía capaz de realizar, y evitaba que el filo llegara a herirla.

—¡Vámonos! ¡Vámonos! —rogaba Julia entre llantos encogiéndose junto al ascensor—. ¡Por favor, déjalo y vámonos!

Pero Luis estaba ciego de rabia, y el terror de ver que no podía hacer nada empezaba a paralizarle la mente, su-mergiéndolo más y más en su estúpida e infructuosa batalla. Julia, viendo que él no salía del bucle, fue corriendo hasta su lado y le tiró del brazo, tratando de apar-tarlo de la puerta.

—¡Vámonos, Luis, vámonos por fa-vor! —Interrumpió sus súplicas con un chillido de pánico—. ¡No, no!

El dolor de su prometida sirvió para sacar a Luis de su enajenación. Con los ojos desorbitados comprobó con horror que la sombra, que seguía filtrándo-se implacable, había atrapado entre sus brumas el pie de Julia. Ella cayó al suelo, impelida por la fuerza de la criatura, que se empeñaba en absorberla y hacer pasar a la mujer por debajo de la puerta. El pa-vor se apoderó de Luis, que soltó el cu-chillo y agarró a Julia con los dos brazos.

—¡Tira! —le gritaba a ella—. ¡Tira! ¡No te dejes!

—¡No puedo, no puedo! —Las lágri-mas empapaban el rostro de la chica, que se abraza a Luis con toda el alma—. ¡Es muy fuerte!

Luis se tiró también al suelo y apoyó las piernas contra la puerta, para hacer palanca.

—¡Venga, venga! —vociferaba.—¡Me haces daño, Luis, me haces

daño! —lloraba Julia—. ¡¡Me duele, me

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duele, me duele!!Flexionando las piernas una última

vez, Luis reunió todo el miedo, la angus-tia y el pánico y los usó para impulsarse con todas las fuerzas que pudo. Se oyó un chasquido, un desgarrón y Julia aulló más alto de lo que había aullado jamás. Los dos resbalaron abrazados por el sue-lo del pasillo, alejándose de la puerta. Ju-lia no paraba de berrear.

Luis sintió alivio, pues de alguna ma-nera sabía que habían conseguido libe-rarse de la presa de la sombra. Dirigió su vista hacia la masa informe de sombra gris y sintió que el alma se le escapaba. La sustancia terminaba de filtrarse, con cada vez más cantidad a su lado de la puerta. Y en su interior, flotando como lo había hecho minutos atrás Chuchi, se hallaba una manoletina de mujer, del número 38, aún calzada por el pie cerce-nado. Un reguero de sangre marcaba el rastro que habían dejado al apartarse del ser, hasta acabar en el muñón que hacía unos instantes era el tobillo de Julia. En-tre gritos, la mujer se desmayó.

—¡Julia! ¡Julia! —La agitó por los hombros, aún tumbado con ella—. ¡Ju-lia, despierta!

Ella no respondió, una muñeca de piel pálida y de miembros lacios. Luis le tomó el pulso. Los latidos era suaves, casi inexistentes, pero ella seguía viva. Trató de ponerse de pie y enderezarla. Un rui-do de succión le erizó la piel. La sombra estaba ya al otro lado. Del pie de Julia apenas si quedaba la suela de zapato.

—¡Julia, Julia! —insistió con más vio-lencia, zarandeándola—. ¡Cariño, des-pierta, tenemos que irnos, tenemos que irnos!

Al fin se levantó y probó a cargar con ella, pero el peso muerto de la mujer po-día con él; cada vez que intentaba vol-tearla para ponérsela al hombro, ella se resbala hasta volver a quedar tumbada.

La babosa de sombra avanzaba hacia ellos, dejando detrás su habitual rastro de orillas amoratadas. Había crecido otro poco y ahora se movía aún más li-gera. Luis empezó a ponerse muy ner-vioso. Temía al ser y a su veloz ataque, temía que, en cualquier instante, se hu-biera acercado lo suficiente para lanzarse sobre él con la presteza de una serpiente.

—Cariño, por favor, por favor, des-pierta, despierta —susurró frenética-mente junto al oído de su prometida—, por favor, tenemos que irnos, por favor.

La sombra se acercaba. Nada iba a detenerla.

—Cariño… —Dos lágrimas corrie-ron por las mejillas de Luis. «No pue-do…»—. Cariño…

Dejó en el suelo la cabeza de su pro-metida y salió corriendo en dirección a las escaleras. Corrió con la cabeza gacha y los ojos cerrados, anegados de lágri-mas. No podía soportarlo, así que no miró atrás. No vio como el ser de som-bras atrapaba la pierna herida de Julia para terminar lo que había acabado. Un segundo antes de formar parte de la cria-tura, Julia recuperó el conocimiento para volver a perderlo. Su alarido acompañó a Luis lo que duró su descenso hasta la planta baja.

LA LUZ del sol de mediodía hirió los húmedos ojos de Luis, que se tapó de malas maneras y

continuó corriendo, huyendo del portal. No tenía ningún plan, no había pensado nada, solo correr, huir, buscar ayuda.

Subió la cuesta que separaba su edi-ficio de la calle principal y allí se lanzó agitando los brazos hacia un vehículo. Se engañaba a sí mismo diciéndose que aún estaba a tiempo de salvar a Julia.

—¡Pare, pare! —gritó—. ¡Necesito ayuda!

El coche frenó con un chirrido. Luis

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alcanzó a ver la expresión de asombro perturbado del conductor antes de que este metiera la marcha atrás y saliera en dirección contraria haciendo eses.

—¿Qué…? Entonces oyó la algarabía a su espal-

da.No se giro poco a poco, como en las

películas, con expresión grave y resig-nada, sino de golpe, casi con un salto, y las manos temblorosas frente a él, pro-tegiéndose de cualquier eventual ataque a la cara. Al otro lado de la calle, unas doce personas huían histéricas en su di-rección. Un coche haciendo lo mismo atropelló a dos de ellas, llenando su capó y la carretera de sangre, para después perder el control y acabar dando vuel-tas de campana hasta convertirse en un amasijo de hierros y humo.

Detrás de todos ellos, engullendo un autobús entero, una sombra de la altura de un tercer piso se movía rítmicamente hacia él, ondulante. Luis alcanzó a ver los rostros contorsionados por el pánico y la desesperación de los ocupantes del vehículo. Varios se agolpaban en la ven-tanilla trasera, aporreándola. Le pareció distinguir entre ellos a un niño peque-ño. Y entonces el autobús se consumió, igual que lo había hecho Chuchi, igual que lo había hecho el pie de Julia, y ella después.

La gente pasó corriendo por su lado, todos huyendo despavoridos. Un hom-bre se dio contra él sin querer, tropezó, perdió el equilibrio y de la inercia se abrió la cabeza contra el asfalto dos pa-sos más allá, como si se tratara de una sandía madura. A Luis le dio igual, ni siquiera se molestó en mirarlo. Sus ojos seguían clavados en la enorme sombra que se deslizaba hacia allí.

Algo llamó su atención en el cielo, unos destellos virulentos que ganaban en intensidad para luego atenuarse, dejando

una estela de luz mientras caían a la tie-rra. Pasaba por doquier, el firmamento se llenó de estrellas de mediodía, aún más brillantes cuanto más cerca estaban. Al principio parecían polvos de hada mági-ca, polvos que flotaban y se aglomeraban para luego convertirse en una lluvia de pequeños meteoritos. Uno calló contra un edificio, reventando parte de la fa-chada. Luis entrevió una sustancia oscu-ra moverse entre los cascotes y el polvo, descendiendo con lentitud hacia el suelo. Se acordó de la llamada de Pedro, de Bea y su cita con el telescopio al atardecer. Al menos comprendió de dónde venían. Solo que no era el atardecer, sino medio-día, y aquello no era el inofensivo evento astronómico que aparentaba ser.

La sombra devoradora de autobuses estaba ya a menos de veinte metros. Por el camino había atrapado a alguien, aho-ra ya solo un esqueleto a punto de con-vertirse en polvo.

Luis se echó a llorar, desconsolado, y no se movió del sitio. No encontraba fuerzas. ¿Qué sentido tenía huir? Con Julia muerta y el mundo derrumbándo-se, ya no quedaba gran cosa por la que vivir y, además, sabía perfectamente que no había donde esconderse, que jamás escaparían de aquellos seres. Lentos e implacables, les darían caza durante toda la eternidad hasta que el mundo entero fuera una titánica mole de sombra gris.

Agotado y derrotado, se tapó la cara con las dos manos y siguió llorando. De-dicó un último pensamiento a Julia, que habría muerto devorada a buen seguro maldiciéndole por su cobardía, y a la vida que no habían podido llevar juntos. La masa de sombras llegó hasta él y de un golpe se lo tragó. El tacto era curioso. Estaba fría.

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por Cris Miguel

I

EL ENTRETENIMIENTO es caprichoso y egoísta. Hay planetas en los que por satisfacer, o más bien paliar el aburrimiento, ofrecen al pue-

blo el placer de ver luchar por su vida a hombres caídos en desgracia, lo que acarrea todo un universo de apuestas a su alrededor que se extienden más allá de los puertos espacia-les más cercanos.

«Ver matarse a dos hombres nunca es suficiente. —Emo-lión lo tenía claro: el público siempre quería más y más. Era una bestia insaciable—. Peores que una gargantúa».

Las apuestas nunca han abandonado a este pasatiempo, y en Ecatinta, un oasis de vida en un planeta cubierto de desiertos y castigado por dos soles que inutilizaban cual-quier tipo de electricidad, lejos de adulterar este espectáculo añadiendo aburridos animales, preferían ver cómo mujeres jóvenes y bien formadas se debatían en la arena a golpe de puño y acero. Para ellos resultaban mucho más competiti-vas y taimadas, incluso perversas, lo que suponía una mayor diversión que la mera confrontación de fuerza bruta.

Emolión era el encargado de elegir a estas muchachas, reclutarlas y llevarlas a casa de Terentia, donde la dueña de armas y su cohorte de tutoras las entrenaban en el arte de matar cuerpo a cuerpo. Estas chicas, cada domingo, debían acudir al coliseo, donde se enfrentaban a la extensa oferta de academias que proliferaban por todo el planeta para el disfrute y deleite del pueblo y su emperatriz. La casa de Te-rentia era, sin ninguna duda, la más temida. Eterna favorita, sus luchadoras tenían el más alto porcentaje de victorias desde hacía varias generaciones. «Y que siga así por muchos años. Al menos mientras mantenga mis bolsillos llenos».

El trabajo de Emolión se podía decir que era sencillo. Solo tenía que asistir a las clases de actividad física de la escuela pública, donde era capaz de identificar qué niñas tenían más potencial. Cuando encontraba a alguna, ofrecía a la familia una cuantiosa suma de dinero para que la chi-

A muerte

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Ánima Barda - Pulp Magazine

78 CRIS MIGUEL

quilla entrara a formar parte del cartel de gladiatrices de Terentia. Se podría decir que compraba niñas, aunque no le gustaba el término. «Comprar suena a esclavismo, y esto no se parece en nada a las prácticas de los corsarios y esclavistas del círculo exterior». Aunque, al fin y al cabo, todos eran en cierta manera esclavos de sus responsabilidades, ¿no? Salvo que él se podía alejar cuanto quisiera sin miedo a que le explotara la cabeza.

La mayor parte de las familias tenían más de tres hijos y preferían a los varones, ya que eran los únicos que podían hacer carrera en política, o, en caso de ser humildes, dedicarse a la recolección y otras tareas menores pero igualmente productivas. Por lo tanto, los padres solían aceptar de muy buena gana la generosa cantidad que Emolión les ofrecía por las pequeñas, ya que ellas eran menos útiles que los chicos, y la arena era la mejor forma de que alcanzaran fortuna y gloria.

Los únicos que rechazaban las compras de Emolión eran las familias de librepen-sadores o filósofos, que censuraban no solo esas prácticas sino a todos los que vivían del coliseo.

—Malditos chupahojas —solía decir, después de tratar con alguno de ellos, que eran todo desprecio y superioridad—. El culmen de la excitación para ellos es leer al menos tres libros al día.

No le parecían librepensadores, a su entender simplemente querían llevar la contra-ria y despreciar el gobierno por sistema. «Les da igual que sea emperatriz, rey o senado. Ellos solo quieren ser diferentes».

—¿Estás asustada, niña? —preguntó a la cría que llevaba camino de la escuela. «No tan cría. Ya ha cumplido los catorce, la edad a la que deben estar formadas y listas para la arena».

—No me gusta ser la nueva... —Sus grandes ojos se mantuvieron fijos en el frente.—Tranquila, enseguida demostrarás lo que vales. Además —se ajustó el cinturón a

la prominente barriga—, piensa que todas han pasado por el primer día.La chica suspiró ceñuda, en absoluto convencida de las palabras de Emolión. La

actitud se repetía en la mayoría de las niñas que reclutaba: mirada asustadiza, ligero sudor en sus frentes, algunos temblores. Pero esta era distinta. No estaba aterrorizada, como solía ser habitual, solo… irritada.

El calor pegajoso caía a plomo sobre sus hombros, a pesar de que el sol mayor no había alcanzado el mediodía. Por ello todo con el que se cruzaban había optado por la más suave y ligera de las telas, sujetas a su cintura por un estrecho cordel, de hilo de oro o plata los más pudientes, de esparto los campesinos. También usaban cinturones de cuero o anillas eslabonadas de diferentes colores. Hombres y mujeres por igual vestían túnicas cortas por encima de la rodilla y sin mangas, de colores claros que favorecieran y recordaran la frescura que anhelaban.

La muchacha tenía una pátina de sudor en la frente cuando ambos atravesaron el arco que daba entrada a la escuela de Terentia. «Demasiado alto, demasiado ancho, demasiado pretencioso —pensaba siempre al verlo—. Me gusta». Los adoquines y las paredes de piedra convertían la recepción en un agradable punto de encuentro, fresco y resguardado del agobiante sol.

—Terentia vendrá ahora a buscarte y te enseñará todo esto. —La chica sólo asintió. Él metió los pulgares en su cinturón en actitud relajada.

Terentia, el ama de armas que daba nombre a la casa, no les hizo esperar más que unos minutos. Su figura bajó por las escaleras, bamboleándose con un vestido azul

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claro vaporoso. Las sandalias amortiguaban sus presurosos pasos. Emolión se forzó a no mirar más sus piernas y centrarse en su bello rostro, enmarcado por un intrincado recogido compuesto por trenzas, diademas y adornado con... «¡Mujeres! —Emolión siempre llevaba su corta melena enmarañada, y sus más rebeldes mechones los pasaba por detrás de las orejas. Los peinados de las mujeres variaban según su estatus social, las campesinas u optaban por llevar el pelo corto o se lo recogían en un vulgar moño, práctico para sus labores. Sin embargo, las mujeres urbanitas siempre dejaban crecer su pelo hasta la cintura, sólo para poder recogérselo—. Una absurda pérdida de tiempo».

—¿Que tienes para mí? —Terentia nunca daba pie a saludos.—Mi hermosa Terentia, yo también me alegro de verte. Mi día bien, ¿y el tuyo? —

Los años habían hecho que Emolión se tomase las confianzas suficientes para cogerla la mano y depositar un ligero beso en ella. «Y si estuviera de buen humor, quizá algo más».

—¡Ah! No empieces con tus sandeces... —Forzó un mohín, un mohín que a Emo-lión le encantaba.

—Está bien, relájate. —Esbozó media sonrisa y entrecerró los ojos azules, jugue-tón—. Te traigo a una jovencita que tiene muchas aptitudes para el combate. Niña, esta es Terentia, dueña de armas de la academia. —Y añadió, en un susurro que no era tal—: Es la que manda.

—Está muy flaca —dijo Terentia examinándola, como quien duda qué pollo esco-ger para la cena.

—Sí, está delgada, pero es ágil. Mucho. Tiene catorce años y ha sido la pequeña de cuatro hermanos varones, con los que ha desarrollado dichas aptitudes.

—Bueno, me fiaré de ti... —Su tono denotaba crispación. Siempre. Emolión se temía que lo fingía.

—Se llama...—Me da igual su nombre —le interrumpió—. Ya sabes cómo funciona.Emolión se encogió de hombros, indiferente. Le daban bastante igual las costum-

bres de la escuela.—En ese caso ya he acabado aquí. Me despido. Siempre es un placer, Terentia. Me

quedaré a la exhibición, y de paso a reclamar mi dinero a Lucio. Quizá nos veamos luego. —Ella arqueó la ceja, suspicaz. Y Emolión creyó captar una breve pero sincera sonrisa. Se volvió a la pequeña e, inclinándose, le puso una mano en el hombro para decir—: Jovencita, espero que tengas mucha suerte.

La chica asintió levantando ligeramente la cabeza, para luego volver a centrarse en el empedrado del suelo.

Si todo iba como debía, Emolión no la volvería a ver hasta que estuviera lista para salir a la arena, aunque con seguridad tardaría al menos un año en estar lista y no de-butaría con catorce, como era la norma. Esperaba haber elegido bien y que esa chica se convirtiera en una ganadora. Odiaba comprar niñas sólo para que murieran.

II

NO ESTÉS nerviosa, niña —dijo mientras dejaban atrás la entrada para internarse en la academia. Había abandonado el tono crispado y despectivo para sonar dulce pero disciplinada. Las niñas tenían que sentirse arropadas

pero no perder de vista ante quién estaban—. Debe ser un motivo de orgullo que

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Emolión se haya fijado en ti, así como pertenecer a esta escuela. No me gusta la tris-teza.

—No estoy triste, señora —esa afirmación sorprendió a Terentia.—¿Ah, no? ¿No albergas cariño hacia tu familia?—No. Lo justo. Yo quería estudiar como mis hermanos, que se han dedicado a ha-

cerme la vida imposible desde que nací. Como no nos dejan estudiar a las mujeres, me dedique a entrenar. Por lo menos para tener autonomía y prestigio social.

Terentia se detuvo en el pasillo del patio de los arcos, y observó minuciosamente a la chiquilla, la cual por primera vez le sostuvo la mirada. No era algo inaudito encon-trarse con una niña que había entrado por su cuenta, aunque sí bastante raro, y los mo-tivos que las llevaban a actuar así resultaban ser… bueno, eran bastante problemáticas.

—Espero que no tengas ningún objetivo oculto para entrar aquí. La venganza o la ira llevan siempre a la muerte.

—No, señora. Simplemente no quería crecer sólo para tener hijos. Y parece ser que guerrera es la única profesión femenina respetable. Era eso o prostituta. Pero de lo segundo hay mucha competencia y no soy tan guapa. —Su rostro no se inmutaba al hablar. Terentia se vio reflejada en aquella niña con un curioso sentido del humor.

—De acuerdo, sigamos. —Fingió indiferencia para que ella no se sintiera espe-cial—. Te ensañaré todos los recintos de la escuela, tu habitación y tus compañeras. Tendrás una tutora que te guiará y contestará cualquier duda, también te entrenará al principio, hasta que estés a la altura de las chicas de tu categoría.

La niña asintió. Terentia no se había encontrado nunca con alguien como ella. O al menos recientemente. Había niñas que se criaban dentro de la escuela, cuyas madres habían sido luchadoras y las entregaban para que aprendieran a andar y a manejar la espada a la vez. Pero las externas llegaban a la escuela todas en contra de su voluntad. Sólo chicas más mayores, de otras escuelas, eran reclutadas ya siendo gladiatrices, y ese paso tenía que ver más con una transacción o un contrato.

—Ya no tienes nombre —dijo Terentia con tono solemne—. Cuando entráis aquí, dejáis de ser quienes sois. No eres nada, no eres nadie, y nadie serás hasta que te ganes el nombre. Aún entonces, con el público aclamándote por él, tampoco te convendría olvidar que no eres esa y que sigues sin ser nada más que una mota entre la suciedad de la arena.

—No lo haré —dijo la chica.

III

TERENTIA fue a su estudio cuando terminó de enseñarle todo lo que mere-cía ser visto el primer día de escuela. Aquella niña había sido toda una sor-presa. No sabía si para bien o para mal, pero desde luego era algo diferente.

Le hizo recordar el temperamento de su juventud, cuando hacía preguntas insidiosas sobre la siempre joven emperatriz Apolina, por qué ella mandaba y dirigía toda una nación y el resto de mujeres estaban vetadas de toda responsabilidad civil. Por qué se rodeaba de hombres en vez de tener un consejo mixto o rodearse sólo de mujeres como ella. No lo entendía. Y llegó a la misma conclusión que la niña nueva, pero años más tarde que ella: no había lugar para las mujeres. Cuando ya había peleado y luchado por su vida, y empezaba a gozar de respeto social, de presentes por haber ganado o por haber hecho ganar grandes sumas de dinero que movían las apuestas de cada combate.

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El tiempo hizo que la emperatriz Apolina sólo fuera un ente para ella, algo inherente a su planeta desértico.

Terentia se convirtió en una eficaz gladiatriz invicta durante muchos años hasta que heredó el mando superado la treintena, donde ya las chicas podían elegir si habían cumplido su contrato con la escuela y si querían seguir o no unidas a ella. Su maestra la nombró a ella sucesora, dueña de armas, y ahora la escuela tenía su nombre, aquella era la casa de Terentia, famosa por la imbatibilidad de sus gladiatrices y la exigencia de sus tutoras. Y gobernaba haciendo honor al nombre, a pesar de que, como en todos los puestos importantes, había un hombre por encima de ella, el propietario de la acade-mia, un hombre gordo —como todos los mandatarios— llamado Lucio.

Poco importaba quién se encontrara por encima, a efectos prácticos ella era la que daba renombre a la academia, la que supervisaba cómo iba cada chica, se reunía cada semana con las tutoras y acudía los jueves a ver los entrenamientos en el patio prin-cipal con una libreta donde apuntaba sus pareceres para decírselos a cada alumna. La escuela era su vida desde que llegó vendida por su propia madre cuando tenía once años. Había renunciado a formar una familia, aunque pretendientes nunca le habían faltado. Pero quería evitar ese momento al saber que has dado a luz una niña y no puedes ofrecerle un futuro ejemplar.

—¡Terentia! He oído que tenemos una nueva alumna. —«Hablando del rey de…».—Lucio, ya veo que los chismes siguen siendo tu punto fuerte.El hombre estaba calvo, poseía una gran barriga que alimentaba con vino y dulces

de manera constante y las arrugas ya habían dado forma a su rostro.—No seas desconsiderada, sabes que me preocupo de tener la mejor mercancía.Terentia odiaba que se refiriera a las chicas como «mercancía», como objetos...

cuando todas, hasta las más pequeñas, podían matarle antes de que pestañeara por segunda vez.

—Lo sé y lo aprecio. Por eso seguimos siendo la escuela ganadora —mintió Teren-tia—. Te avisaré cuando puedas anunciar su incorporación. Será buena.

—Eso espero. Mantenme al corriente. —Y se fue sin tan siquiera cerrar las puertas. Terentia apretó los puños mordiéndose la lengua. «Otro holgazán».

No le dio tiempo apenas a moverse, Camilla, una de las tutoras, entró con sus par-ticulares pasos cortitos, casi arrastrando los pies, meciendo su coleta rubia de un lado a otro. Ya que su pelo era muy claro, los lazos entrelazados, habitualmente dorados, ella los lucía carmesíes o, como este caso, azul verdoso, que la favorecía y resaltaba sus facciones, dándole un aspecto de dulce sirena para quien no la conociera bien, aunque su fama de letal con la fisga la precedía.

—Señora, la exhibición semanal va a empezar. Las chicas están preparadas —dijo con su dulce timbre de voz, sin cerrar la puerta.

—Camilla. —Terentia se aproximó a ella. Tenían especial confianza, pero la chica era siempre muy respetuosa, cosa que Terentia agradecía. Había que ser discreta, no podía dar lugar a pensar que no trataba a todas por igual—. No me llames de usted. Tu hermana debuta este domingo, ¿verdad? —Terentia cogió su cara entre las manos—. ¿Estás bien?

—Sí… —fue sólo un murmullo—. Supongo que está preparada.—Sabes que lo está y que nos hemos esforzado en ello, tú has sido su tutora. Será

un combate fácil…

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—¿Y si…? —Sus grandes ojos azules se alzaron, temerosos, para encontrarse con la determinación de Terentia—. ¿Y si viene la emperatriz, o alguno de sus bufones, y quieren un combate a muerte? ¿Y si…?

—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —la regañó con suavidad—. Parece mentira que no recuerdes que no nos sirve de nada llevar nuestros pensamientos por esos oscuros ca-minos. Solo Apolina puede declarar combates a muerte. —Terentia dio un paso atrás, como hacía siempre que veía debilidad en su casa. Había intentado sonar convincente, pero lo cierto es que, una vez en la arena, nunca sabías que podía pasar—. Haz tu tra-bajo y tu hermana hará el suyo. Diles que se preparen enseguida bajo.

Camilla se retiró sin decir nada más. El primer día siempre era duro, aunque para Terentia no era peligroso. Los combates de niñas entre catorce y dieciséis años nunca eran a muerte. La emperatriz mostraba respeto al menos en eso. Pero ese domingo había motivos para estar tensos. Las normas del coliseo establecían que, el último día de cada semana, una de todas las casas se enfrentaría en múltiples combates a todas las demás. La casa seleccionada debía mandar a la arena a cuatro chicas de cada uno de los rangos de edad, y las casas rivales que plantarían cara en cada combate eran elegidas al azar poco antes del evento, con lo que hasta no pisar la arena no sabrían qué se encon-trarían. Obviamente, no era lo mismo debutar siendo una de las muchas casas que se enfrentaban a la elegida que ser el enemigo en todos los combates. Aquello aumentaba los riesgos, dándole a Camilla razones de sobra para estar muy nerviosa.

Terentia entendía esa preocupación, más bien esa impotencia que sólo creaba un sentimiento arraigado de sobreprotección. Qué decir tiene que era uno de los motivos por los que no quería tener hijos. Sabía que ella lucharía como una leona si estuviesen en peligro.

Después de mirar por la ventana hacia sus emociones, fue tras el biombo que tenía colocado en la esquina izquierda de la gran habitación y se despojó del vestido que llevaba, soltándoselo desde los hombros. Cayó con ligereza hasta sus tobillos. Con la misma rapidez se puso el blanco, atándose un cordel dorado a la cintura. Le caía dibujando sus curvas y cubriendo casi sus pies. La tela era fina y se transparentaba en algunas partes de su cuerpo, donde el vestido estaba más pegado a él, como en sus pechos, adivinándose la aureola rosada, o en su trasero. Agradecía no tener que llevar ningún tipo de ropa interior, tan incómoda y extendida en otros planetas. Perfeccionó el peinado entrenzado y la cuerdecita entretejida en él.

Sólo tenía que bajar un piso, pues ahí es donde estaba el que hacía de palco de honor, a una altura suficiente para admirar el juego de pies tan importante en los combates.

Valeria ya estaba en su puesto, en el asiento a la izquierda del de Terentia. Valeria era la capitana, lugarteniente y su mano derecha. Siempre estaba en el patio y nunca se quitaba la armadura. Esta vez no era una excepción: llevaba un corto jubón de cuero ajustado al pecho, que dejaba al aire su cintura, y una falda de tiras del mismo cuero marrón. De las caderas colgaban sus armas favoritas, las dagas, sujetas por el cinturón dorado.

«Mi fiel Valeria, siempre lista para la guerra».—Valeria —dijo Terentia a modo de saludo.Ella hizo un respetuoso movimiento de cabeza cuando ésta tomo asiento.—Ya he estado con tu nueva incorporación —dijo sin más preámbulos.

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—¿Qué te ha parecido?—Hablaban casi sin mover los labios y sin mirarse a la cara, para tratar de confundir a los posibles observadores que otras casas mandaban a los entrenos del jueves, que siempre eran de puertas abiertas. En el patio estaban congre-gadas todas las alumnas que habían sido llamadas para el combate del domingo, con sus respectivas tutoras.

—Pues… resuelta, valiente. Como si este fuera su hogar ya.—Sé a lo que te refieres. Esa niña se ha entrenado ella sola para entrar aquí, y provi-

niendo de una familia sin recursos tiene el doble de mérito. Determinación no le falta, veremos cómo evoluciona.

Valeria volvió a asentir con la cabeza y entonces gritó:—¡Primer combate, catorce años, a espada sin escudo! Camilla era la tutora de ese grupo. Nombró a las chicas que iban a luchar, ocho en

total, cuatro llamadas a la arena y otras cuatro suplentes para practicar. La primera pa-reja que entrechocó el hierro sin filo se notaba que estaban unidas por la amistad. Pa-recía más un baile que un combate. Camilla, experta en cabriolas, adornaba y enseñaba a las chicas a trabajar su flexibilidad y a hacer muchas volteretas y demás artes. Era cierto que distraían y gustaban al público, pero en el caso de esta pareja la intención de herir reinaba por su ausencia. Valeria apretaba los puños a su lado, seguro que también consciente de lo que estaban haciendo las niñas. Tendía a sentirse avergonzada cuando las alumnas no estaban a la altura. «Es exigente más allá del deber —pensó Terentia». Era una sucesión de golpes por turnos, una coreografía sin emoción.

—Van a estar corriendo por el patio hasta que vomiten sus pulmones —farfulló Valeria.

Terentia reprimió una sonrisa. Ella nunca había tenido amigas en la academia, qui-zás porque sabía que no era una escuela sino un entrenamiento donde todas podían morir a la semana siguiente y lo único que contaba era su soltura en la arena. Pero tuvo compañeras que no pudieron evitar ese acercamiento, esa camaradería que provoca el tiempo y las cosas en común. Había visto de todo: llorar a compañeras durante días enteros, amigas muertas, enemistades incurables, hasta el nacimiento de algo más que amistad.

Las parejas de catorce años terminaron, poniéndose en fila para recibir sus valora-ciones. Terentia ya había distinguido a la única rubia del grupo —hermana de Cami-lla—, que había peleado con diligencia y soltura. Antes de que las del siguiente rango salieran, Terentia dijo unas palabras a las ocho chicas, que Valeria, cuando fue su turno de hablar, volvió más técnicas y concisas.

El rango de dieciséis años era de los favoritos de Terentia, y éstas combatieron muy bien, con tridente y armas de asta, demasiado grandes para las más pequeñas. Le gustaba esa edad porque todavía tenían la ingenuidad de la niñez, no eran tan com-petitivas como las de veintiuno pero su envergadura, normalmente, era ya la de una chica adulta.

Tocó el turno a las de veintiuno y luego a las de veinticuatro, las joyas de los com-bates. Las favoritas del público, el mejor rango porque poseían la experiencia, la fuerza y el esplendor de la belleza que las tutoras se encargaban de resaltar por todos los medios. La primera pareja de este rango salió al patio y Terentia percibió la hostilidad con la que se miraban. Se removió en el asiento, tensa, pues no le gustaba ver rencillas de ningún tipo entre sus chicas. Combatían con maza y escudo.

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El primer golpe reverberó en el patio cuando todavía no se había gritado «ahora». La otra chica aguantó el envite sosteniendo su escudo con fuerza. Dieron un paso atrás midiéndose, haciendo círculos. Lo malo de los entrenamientos es que conocías a todas tus compañeras, igual que podías pactar coreografías, podías hacer daño porque habías estudiado sus puntos débiles.

La morena de la izquierda, la del primer golpe, lo tenía claro. Dio con contundencia una sucesión de mazazos, incluso el último dando un salto al aire para coger impulso. La otra gladiatriz tuvo que hincar una rodilla en la tierra para no perder el equilibrio y parar el golpe, que adivinó y detuvo a la perfección.

—Sabe que tiene menos fuerza, por eso está tan agresiva —le susurró Valeria.Terentia se había imaginado algo así. Quería acabar el combate rápido y agotar a su

rival. A la otra chica se le notaban los esfuerzos que estaba haciendo por defenderse, y todavía no había asestado ni un mísero golpe. La morena, motivada por la pasividad de su rival, siguió con sus fuertes golpes descuidando su protección, lo que provocó que, una vez que levantaba la maza para volver a golpear, la otra chica la embistiera con su escudo, tirándola al suelo. La maza se le resbaló a la morena de los dedos y salió volando. La otra aprovechó el momento para atizarle con el filo del escudo en el brazo que sostenía el suyo, viéndose obligada a soltarlo también.

La tutora que arbitraba marcó el final del combate. La ganadora se dio la vuelta, contenta de haberse defendido y luego haber derrotado la agresividad de su compa-ñera. Terentia se puso de pie al ver las intenciones de la morena, que al levantarse del suelo donde había caído también su orgullo se abalanzó sobre su compañera por de-trás, dándole una patada en la pantorrilla para desestabilizarla y una serie de puñetazos en la cara que la otra chica apenas pudo cubrir.

—¡Detenedla! —gritó Valeria. Las tutoras se lanzaron sobre ella.La chica encolerizada, sujetada por dos tutoras, despotricaba que había sido suerte,

que había hecho trampas, que la iba a matar y sacar sus estúpidos ojos. Terentia respiró hondo.

—Vuestros nombres —dijo, y sonó tan frío y tan firme que se hizo el silencio y la chica encabritada bajó la mirada al ser consciente de su presencia.

Por supuesto, ella ya sabía quiénes eran, pero el que siempre pareciera ignorarlo era una lección diaria de humildad, así evitaban caer en el error de creerse alguien impor-tante por tener nombre.

—Drusilla —dijo la chica que había ganado, que estaba aún en la arena, sangrando. La otra, aún sujeta, no dijo nada.

—Y el tuyo —ordenó Terentia con la mirada prendida de cólera. La resistencia de la chica se vio minada ante la imponente autoridad de Terentia.

—Unditafera —murmuró.—No me olvidaré de lo que habéis hecho. Fuera las dos, ya. —Luego se dirigió a

Valeria, que estaba con medio cuerpo fuera del murete del palco, como si quisiera sal-tar a la arena desde allí arriba, el rostro rojo de ira y vergüenza—. Subidme a Undita. Quiero hablar con ella.

—Sí, señora.Entre dos tutoras arrastraron a Undita fuera de la arena, y a Drusilla la llevaron

directa a la enfermería, con toda la boca y el pecho lleno de sangre, que manaba de una nariz probablemente rota. Los golpes en la cara estaban prohibidos, las normas del

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coliseo, y la ética de la propia escuela, establecían que las chicas tenían que favorecer el juego limpio, amén de que los gobernantes exigían que las jovencitas mantuvieran su belleza. Aquello era un espectáculo para los sentidos, no una pelea ilegal esclavista en cualquier puerto galáctico.

La exhibición continuó sin incidentes, aunque Terentia tenía la cabeza en otro sitio, en esas chicas en la rabia, en la agresividad. La ira no podía nublarles el juicio, no podía entorpecer las peleas. Tenían que estar concentradas, ser ágiles, tener la mente clara. Ese era su sello distintivo que intentaban potenciar en las clases de meditación a las que asistían. No podían dejar que se cegaran así, era un fracaso de la academia, era un fracaso para Terentia.

—Menudo genio tenía esa jovencita. —Emolión la abordó cuando se disponía a subir a la azotea, precisamente para encontrarse con Valeria, que estaría vapuleando a la chica

—No sirve de nada el genio si la matan.—Uff… —Emolión sonrió, lo que redondeaba aún más su cara cubierta con una

barba espesa ya entrecana—. ¿Pegáis a las chiquillas cuando se comportan así?—Eso no es de tu incumbencia, aunque de nada serviría pegarla si no entiende que

la ira sólo la llevará a una fosa. —Terentia estaba indignada y resignada, ambas emo-ciones se reflejaban en su duro rostro, que Emolión leía tan bien.

—Bueno, te animaré diciéndote que tienes buenas chicas para ganar este domingo. Entre otras, he visto a las de la casa de Sabatia y, ya sabes, no dominan tan bien el juego de piernas y… —Esto último lo dijo acompañado de un absurdo meneo de cintura, intentando hacer un poco de burla a los comentarios técnicos de Valeria.

—Te agradezco tus ánimos, de verdad —¿Era eso una fisura en su estado imper-térrito?—, pero tengo trabajo, estamos a tan solo dos días del Encuentro y quedan muchas cosas por hacer.

—Lo sé, Terentia, sólo quería decirte que no te preocuparas. Por cierto, he visto a varios peculiares observadores.

—¿Ah, sí? —Terentia siempre intentaba fijarse en quién iba a ver la exhibición del entrenamiento. La entrada era pública y servía para intimidar o para engañar a los rivales, simple juego de estrategias.

—Sí, nada menos que un miembro del Consejo. —Emolión se hizo a un lado para dejar pasar a un grupo de estudiantes y apoyó el brazo izquierdo en la balaustrada.

—No tengo noticias de que el domingo venga la emperatriz, es un Encuentro ru-tinario, nada especial.

—Estará libre… O quién sabe. Abre bien los ojos, que si viene nuestra queridísima Apolina nadaremos entre artimañas. ¿O no te acuerdas el mes pasado cuando inten-taron descalificar a una de las tuyas, a Mertintia, me parece, porque habían apostado por su rival…?

—Sí… Pero no me embotes la cabeza. Si cada uno hace su trabajo todo irá bien. —Carraspeó y se estiró, dispuesta a irse.

—Lo haré, ya lo sabéis Terentia. —Le cogió la mano y se la besó. Terentia miró sus ojos azules, fijos en ella, hizo un amago de sonrisa y comenzó a subir las escaleras.

Era habitual que gente del Consejo fuera a ver los combates, pero no suponían un peligro, pues ninguno tenía potestad para tornarlos a muerte. Eso sólo lo podía hacer la emperatriz, que se jactaba de su imprevisibilidad y espontaneidad. Sin embargo, si el

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consejo estaba presente, las apuestas eran más arriesgadas y el dinero se cuadruplicaba, algo que ensuciaba el arte de la lucha, en opinión de Terentia, y las volvía vulnerables a posibles tramas de sabotajes. Tendrían que estar con mil ojos, ya que eran las favoritas, y apostar por ellas era vencer pero con el mínimo beneficio.

En cambio, si asistía la emperatriz sin anunciarlo… querría un espectáculo más personalizado, algo especial. Y nunca se sabía qué le apetecía a Apolina. Tenían que estar preparadas.

Los cuatro pisos de escaleras tensaron los músculos de sus muslos. El sol era un látigo para su piel, no había una mísera sombra para cobijarse. Valeria estaba en el centro, gritando a la chica atada al poste de fuego, cubierta solo por una túnica negra.

—¿Vas a atacarme por la espalda cuando te suelte? —le gritaba Valeria.—¿Cuánto lleva ahí? —preguntó Terentia al llegar a su altura.—No más de dos horas, ahora no es tan fuerte como antes… —Valeria era muy

corpulenta, sacaba a Terentia casi una cabeza y era dos veces ella en anchura. —Puedes retirarte, Valeria. Ya me ocupo yo. —¿Está segura? —Se limpió el sudor de la frente con el dorso de la mano.—Sí. Valeria no necesitó que se lo repitieran. Se fue por donde había llegado Terentia. —Recuérdame tu nuevo nombre, niña.La chica, que hasta entonces se miraba los pies, levantó la cabeza. Tenía el pelo

mojado del sudor y los labios secos. —Unditafera. —Terentia tuvo que acercarse para oírlo.—¿Cuánto llevas aquí?—Diez años, señora. —Tragó la poca saliva que tenía.—¿Y en diez años te hemos enseñado a moverte por la ira?—No…—No, ¡no! —Terentia cogió con violencia la cara de la chica empujándole la cabeza

contra el poste—. Estás en la mejor escuela, eres buena, pero… te has dejado llevar por las emociones. ¿Te hemos enseñado nosotras eso?

La chica negó con la cabeza casi de manera imperceptible ya que la tenía sujeta Terentia.

—Me has avergonzado… nosotras vivimos del prestigio y lo has tirado por la jodida arena donde te han vencido. ¿Qué pasa si eso lo haces en la de verdad, con el pueblo delante?

—Drusilla me había provocado, ayer…—¡Me dan igual vuestras tonterías de chiquillas! —Terentia se obligó a respirar

hondo, aunque el calor no ayudaba en absoluto—. Te quedarás aquí hasta que se ponga el sol. Si repercute el domingo en los Encuentros será sólo tu culpa. —Undita empezó a gimotear—. Y como vuelvas a dejar en ridículo a la Casa de Terentia te rescindiré el contrato y te venderé a otro planeta, donde haga mucho frío, tanto que no quieres el calor.

—No soy tu esclava. La bofetada que Terentia le propinó la cogió desprevenida. —Eres una desagradecida insolente. Yo te he enseñado todo lo que sabes y he lle-

nado tus arcas. Así que, si quieres seguir viva y ser libre a los treinta para matar a todas las chiquillas que quieras por la espalda, compórtate y líbrate de tus malditos impulsos.

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—Sí, señora.Terentia se alejó de ella como un huracán. Esa maldita niña no tenía ni un ápice

de arrepentimiento en su interior. Lo volvería a hacer, estaba segura. Tendría que ha-blar con Emolión, pensó mientras bajaba las escaleras camino de su cuarto, no quería manzanas ponzoñosas. Tarde o temprano se volverían contra ella. Y ya tenían bastante con la competencia. Al enemigo había que mantenerlo fuera, no dejar que durmiera bajo el mismo techo.

IV

EL SÁBADO, la víspera de los Encuentros, las chicas tenían la tarde libre, libre de entrenamientos, por lo que en la academia se acostumbraba a dar una cena donde se reunían todas en el gran salón para que durmieran bien y

estuvieran descansadas y relajadas para el día siguiente.Terentia estaba sentada en un mullido sillón con Valeria y Camilla a cada lado, y el

resto de las tutoras y encargadas de las chicas. Presidiendo se encontraba Lucio, Teren-tia lo veía cada día más gordo y con menos pelo. En la misma mesa estaba Emolión, fingiendo tener algo que ver con las victorias de las chicas. Verlos ahí, con sus finas tú-nicas, bebiendo vino y comiendo ominosamente la daban ganas de matar, encendien-do ese sentimiento rebelde que ocultaba el resto de la semana. ¡Malditos holgazanes!

—Terentia, estás en las nubes. ¿Qué estás pensando? —Camilla la devolvió a la realidad.

—Mejor no te lo digo —gruñó.—Yo sé lo que está pensando. —Valeria se creía que el vino no le afectaba porque

era muy grande, pero se equivocaba. Y ya estaba achispada—. Está pensando en Emo-lión, no le quita ojo.

Todas rieron la broma, menos Camilla y la propia Terentia, que cogió su copa, que tenía casi sin tocar, y le dio un sorbo para no contestar nada que no debiera y mandar a todas a dormir.

Hacía meses que no pensaba en Emolión de esa manera, era cierto que la atracción seguía existiendo, pero ya no era aquella niña inexperta que se dejó agasajar cuando él era un fuerte y masculino ojeador. Ambos habían envejecido, ella se había convertido en una mujer adulta y él ya había casado a todos sus hijos. El tiempo pasaba para ambos.

—Terentia, disculpa. —Una de las tutoras llamó su atención—. Hay rumores de que va a asistir la emperatriz, ¿son ciertos? ¿Habría avisado como hace siempre, no?

—Me temo que sé lo mismo que tú, querida. —Terentia hizo un mohín—. No nos ha llegado ninguna misiva, pero debemos estar preparadas para lo que sea. Como siempre.

Un silencio incómodo se instaló con ellas en la mesa. A Terentia ese estado la cris-paba, porque ya lo habían vivido antes. El truco era no creerse que el equilibrio era parte de su vida.

Desde los Encuentros especiales de Pascua no había muerto ninguna chica, de eso hacía casi cinco meses, y la calma no podía durar. La tensión y el silencio no auguraban nada bueno sobre los acontecimientos de mañana.

Terentia se levantó con demasiada energía, sobresaltando a todas, y salió del salón por una puerta lateral con paso ligero y sin llamar más la atención. Necesitaba refres-

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carse. Apenas había dado un par de bocados al asado que habían servido, estaba más nerviosa de lo que jamás reconocería.

Se sentó en un banco de piedra de cara al claustro. El cielo estaba despejado y podían verse las estrellas, la calma la rompía el canto horripilante de los grillos, que delataban la alta temperatura a la que se encontraban, aun con el sol oculto desde hacía varias horas. Apoyó su espalda en la fría pared y sintió un alivio instantáneo. Con los ojos cerrados como se encontraba, el sonido de las pisadas fueron martillos para sus oídos. En frente de ella se había detenido Emolión con mirada preocupada.

—Me temo que voy a añadir más motivos para que tu entrecejo se acentúe. —A Terentia no le quedaba ninguna réplica mordaz, estaba agotada. Suspiró.

—Ilústrame. —Emolión se había quedado fijo en su escote, realzado por el vestido azul marino que llevaba, cuyo corte bajaba hasta la cintura, dejando ver sugerente piel entre cordeles dorados—. Emolión. —Llamó su atención con un golpecito con el hombro, ya que él se había sentado a su lado sin quitarle ojo de encima.

—Ehmm... Sí, verás, he oído que hay varias personas del consejo muy interesadas en apostar para estos Encuentros, con demasiado ahínco, ¿sabes? —Terentia asintió—. Uno de los gordos parece que quiere apostar una cantidad exorbitante en contra de alguna de tus chicas. Me ha parecido entender que decía algo sobre la díscola, esa morena problemática. Los demás le han hecho de menos. Sea quien sea la rival, saben que la tuya es siempre mejor, y las de Terentia parten siempre favoritas. Pero el gordo se ha justificado diciendo que estará cansada o yo qué sé.

—Eso no me afecta, Emolión, ¿tienes algo más? —La paciencia era una virtud que ella no poseía.

—Hombre, te afecta si ese hombre puede perder su dinero e interviene para ganarlo a toda costa.

—Ya, pero si ocurre eso yo no puedo evitarlo. Necesito que me cuentes cosas donde pueda hacer algo.

—Poco te puedo decir, más allá de lo habitual. Tened mucho cuidado, con las agua-doras, la comida de las cámaras, todo el personal de servicio del alrededor... sobre todo una vez dentro del recinto.

Terentia asintió, tendrían que estar con mil ojos, pero no era nada que no hubieran hecho antes.

—Tengo un mal presentimiento —dijo, rompiendo los segundos de contemplación de la noche con la mano de Emolión muy cerca de su rodilla izquierda.

—No tiene por qué pasar nada... Sabes que yo sólo te aviso, todos los domingos son iguales...

—No. —Terentia sabía que se lo decía para tranquilizarla—. No soy una vieja su-persticiosa, ya lo sabes. —Suspiró—. Mañana saldremos de dudas.

V

EL CAMINO al día siguiente hacia el coliseo era el peor momento para las chicas. Iban en cinco carros tirados por potentes caballos desde donde veían las silenciosas y decadentes calles de Ecatinta. Todo el pueblo estaría ya es-

perando fervientemente su llegada mientras comían mazorcas asadas.Terentia, sin embargo, se inhibía pensando en la transformación que había tenido

la ciudad desde que era una niña. La carpa del carro impedía que el sol llegará hasta

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su piel, ya curtida y morena por verse expuesta tanto tiempo. Circulaban por una ca-rretera adoquinada que en su momento era un camino más de tierra y piedras, paisaje predominante en ese planeta y, sobre todo, en aquella parte donde se encontraban, al norte, una de las pocas zonas que podían habitarse y donde soportar las altas tempera-turas. Su planeta se había distanciado de todo el consulado galáctico hasta conseguir la independencia más que ansiada por todos sus habitantes, que se sentían despreciados por el resto del universo, el cual no pensaba nunca en ellos pero sí pagaban como si formaran parte de él. De ahí que la emperatriz Apolina resultara tan querida, era el símbolo de su madurez política y de su independencia. Por ello el planeta vivía de forma sencilla, de recursos tradicionales como el ganado, la agricultura y la artesanía. Lo que Terentia no terminaba de entender, por muchas teorías que se crearan, era por qué la emperatriz Apolina despreciaba tanto el género femenino, rodeándose sólo de hombres en su Consejo. Las mujeres tenían prohibido el acceso a los puestos de poder, y aunque nadie parecía quejarse públicamente, la imposición sí que levantaba ampollas en muchas de ellas.

Sus pensamientos se disiparon cuando la figura de la colosal construcción apareció ante ellos, recortada contra el cielo azul, casi blanco. La entrada principal al coliseo, de grandes pilares y magnas estatuas de mármol rosa, se encontraba frente a la caravana. Un río de gente, un mar de túnicas de colores frescos y telas vaporosas, era engullido por los tres amplios arcos que constituían el acceso principal al coliseo. Ellas los igno-raron, cambiando el rumbo de las carretas para bordear la construcción hasta llegar a un lateral.

El jaleo del personal y las otras casas de gladiatrices les dio la bienvenida antes de ver la puerta trasera. La plaza por la que entraban las luchadoras estaba atestada de carromatos y gente sudorosa corriendo de acá para allá. A través de los huecos que dejaba la carpa, Terentia pudo reconocer entre la multitud a Sabatia, el ama de armas famosa por enseñar desde el primer día el manejo de las cadenas y los ganchos. Sus gladiatrices más veteranas pisaban en ese momento el suelo empedrado, y dedicaban miradas desafiantes y orgullosas a las rivales de alrededor. También alcanzó a ver el estandarte de la casa de Livia, cuya especialidad radicaba en el veloz combate con púas, que usaban tanto como si fueran puñales como atadas al final de cadenas o cuerdas, en cuyo caso el estilo de combate se parecía mucho al de Sabatia. «Su fortaleza es su debilidad. Todas han buscado su hueco en el espectáculo, su especialización, lo que les convierta en expertas asesinas. Pero las técnicas son limitadas. Una vez que conoces el funcionamiento del arma, puedes buscar su punto débil. —El arte de la guerra llevaba años introduciendo nuevas armas y estudiando minuciosamente las arcaicas técnicas de sus rivales—. Por eso somos las mejores. Nunca sabes con qué aguijón te vamos a golpear».

—Terentia —Valeria apareció en la entrada de su carro—, ya nos han asignado las cámaras.

—De acuerdo. Vamos.El sofocante calor del sol le golpeó. Llevaba años soportando las inclemencias del

clima, pero aún así el cambio de la sombra al sol siempre se hacía notar. Sus gladiatrices ya esperaban formadas en columnas de a dos, ordenadas por eda-

des. Camilla y otras tres tutoras las dirigían. Al unísono, todas mostraron respeto ante Terentia con una leve inclinación de cabeza. Ella respondió, dedicó un segundo a con-

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templar el gentío que se arremolinaba entorno a la puerta y luego llevó sus ojos hasta la imponente mole del coliseo. Si prestaba atención, acertaba a oír jalear al público, que ya se encontraban en el interior del circo, bebiendo, comiendo y aguardando el plato fuerte mientras les entretendrían con alguna bufonada ligera. Sin añadir nada, Terentia echó a andar hacia la puerta, con Valeria a un lado y las chicas de su academia detrás.

A su paso, las otras academias, e incluso el personal, se callaban para observarlas, casi aguantando la respiración. Infundían respeto y lo sabían: les precedía la fama de letales, casi invictas, de ser las más habilidosas guerreras, y la procesión en perfecto or-den y formación hasta la puerta contribuía a darles ese aire de estricta profesionalidad. Por eso, aunque podían bajar de los carros más cerca de la puerta, llevaban años reco-rriendo ese tramo a pie, dejando que el sol las hiciera sudar y que su piel se ensuciara con el polvo que flotaba en el exterior.

—Bienvenida, Terentia. —Claudio Boatio, editor spectaculorum, le esperaba en la puerta, acompañado por sirvientes que, estando a la sombra, mantenían el calor ale-jado con sombrillas y una bandeja de refrigerios. El pelo entrecano del carnoso editor contrastaba con la túnica de múltiples tonos rojizos y anaranjados. Claudio Boatio gustaba de estar en boca de todos por sus atrevidos atuendos—. Siempre es un placer compartir mi casa con vosotras.

—El placer es mutuo, editor Boatio. —«Todos los días la misma pantomima. Viejo falso y engreído»—. ¿Cuál será nuestra cámara hoy? —«No seré yo quien se niegue a faltar a la teatralidad. A las chicas les infunde ánimos sentirse especiales, y nuestras rivales rechinan los dientes de envidia».

—Os he puesto una de las mejores, sin duda a la altura de la situación. —Aquello bien podía ser una más de la larga lista de vacuas cordialidades o una muy poco sutil ironía que anticipaba algo desagradable. Dio dos palmadas, arrancando destellos de los anillos que decoraban todos sus dedos. Un sirviente se adelantó—. Acompáñalas. Que no les falta de nada.

Claudio Boatio se despidió con una melosa sonrisa y una afectada inclinación. Te-rentia lo hizo con la altivez propia de su papel y siguió al delgado sirviente. Se decía que el editor los prefería delgados y jovencitos.

Las ventanas de la cámara daban tanto al interior como al exterior del coliseo. Te-rentia la contempló, complacida. Ciertamente eran amplias, muy frescas y no faltaba de nada: túnicas de repuesto, divanes, bandejas de frutas frescas, carnes jugosas al hielo, amplias tinajas llenas de agua para las gladiatrices y vino para las tutoras. Antes de saltar a la arena para matarse unas a otras, las chicas eran tratadas como emperatrices. Sus aparejos ya se encontraban allí, colocados en armeros: petos de cuero endurecido, ligeras cotas de malla, lanzas, espadas cortas, redes, fisgas, hoces... Suficiente variedad para armar un ejército. Suficiente variedad para armar su ejército. Le vino a la mente la advertencia de Emolión acerca de las apuestas y posibles sabotajes. Procurando que nadie más la oyera, susurró a un oído de Valeria:

—Sé que alguien juega sucio en nuestra contra. Revisa armas, comida y bebida. Hasta que no me digas que todo está en orden ni una sola de las chicas pondrá un pie en la arena.

Valeria asintió, permitiéndose una media sonrisa. Disfrutaba enormemente con los desplantes y la arrogancia que Terentia destinaba a los gobernantes y organizadores

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cuando creía que su meticuloso trabajo estaba siendo perjudicado. Ese papel bien le había valido el mote de La Zorra Displicente, muy popular entre los fofos ricachones.

Además, al margen de que se regocijara con la insolencia de su señora, durante sus años de entrenamiento en los pozos de lucha del desierto la poderosa capitana había desarrollado una suerte de habilidad mística que la inmunizaba contra toxinas, y de la cual estaba muy orgullosa. Así que buscar sabotajes y venenos en los alimentos era una actividad con la que siempre gozaba como una cría.

Terentia se acercó a las ventanas interiores. A través de las rejas y cortinas, Terentia observó el coliseo. Sobre la arena unos actores enmascarados interpretaban «Plico, el Grande», una comedia de enredos subida de tono. Pero a ella no le interesaba lo que hicieran en la arena. «Al menos no aún. —Por suerte, la tribuna estaba dentro de su rango de visión. La tela con los colores de Apolina y de su imperio, el naranja y el amarillo, estaban por doquier en la grada reservada para las autoridades. El gran toldo, los estandartes, el manto que cubría el trono reservado para la emperatriz… Terentia suspiró. Había estado aguantando el aliento sin darse cuenta—. Ella no está. Eso puede ser bueno. Pero Emolión dijo que estaría, y es poco probable que Emolión esté equivocado. En ese caso puede ser muy malo. A Apolina le gusta deleitarnos con sorpresas». Los miembros del consejo y otros hombres poderosos se conglomeraban entorno al trono, recostados en amplios triclinios, hablando en pequeños grupitos o deleitándose con los manjares que Claudio Boatio había preparado para ellos. Más o menos igual que el resto del pueblo, solo que diez veces más caro.

El público disfrutaba por igual, ajeno al derroche. Aunque la fuerte incisión ele-tromagnética de la estrella impedía la presencia de sistemas de refrigeración electró-nicos o inteligentes, el pueblo de Ecatinta hacía muchísimos años que había sabido encontrar soluciones clásicas o ingeniosas para todos los incómodos problemas que la carencia de electricidad conllevaba. En el caso de mantener las gradas del coliseo refrescadas, había bastado con sencillas lonas atadas a mástiles y un elemental sistema de riego por aspersión que el personal de Boatio se encargaba de activar cada poco tiempo y que descargaba una fina lluvia sobre la acalorada multitud. Al margen de eso, no faltaban vendedores de refrescos paseando entre los asientos. «Pan y juegos. —Te-rentia se acordó de las palabras que en una ocasión escuchó decir a su antecesora—. Dales entretenimiento y unas comodidades justas y ellos olvidaran todas las penurias que arrastran día tras día. Viven solo para ir al coliseo al acabar la semana».

Camilla interrumpió sus pensamientos.—Señora, la primera tanda ha de salir ya a la arena. —La joven rubia tenía el gesto

poco natural debido a la tensión. Se esforzaba por no dejar entrever que le preocupaba la suerte de su pequeña hermana, pero ocultar sus emociones no era su mejor habili-dad—. Las de catorce años. Después irán las de dieciséis, y luego descanso.

Terentia la interrumpió para agarrarla por los hombros con dulzura, intentando reconfortarla.

—Tu hermana estará bien, ya lo verás. Estos combates son prácticamente simbóli-cos. Y además ha sido entrenada en la mejor academia del planeta. No tiene rival ahí abajo. —«Ojalá sea cierto». Al contrario que Camilla, Terentia era experta en no dejar traslucir lo que pasaba por su cabeza. «Qué demonios, es cierto. Pero el problema no son las chicas a las que se enfrente, sino los estúpidos eunucos que confabulan en su contra»—. Dilas que se preparen cuando Valeria lo diga, no antes.

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—Boatio ha dicho que vayan saliendo ya… —repuso Camilla, descolocada.—Mis chicas saldrán cuando yo lo diga —insistió Terentia, afable y firme al mismo

tiempo.Despidió a Camilla, que fue a transmitir sus órdenes. Las gladiatrices calentaban

dispersas por toda la cámara, unas solas, otras practicando con sus compañeras. Te-rentia sabía de buena fe que otras casas permitían a las niñas relajarse entre los cojines y comer un poco hasta unos instantes antes de comenzar, cuando iban a armarse y a desentumecer sus músculos. Creían que valía más una combatiente descansada que una preparada. Que pensaran lo que quisieran. Terentia obligaba a las chicas a estar en movimiento desde que llegaban, y el esparcimiento solo estaba permitido al acabar los combates. Era una forma de recompensarlas, de mantener la disciplina, de tenerlas concentradas para el combate. Valeria volvió por fin a su lado. Las dos se volvieron de cara a las ventanas, para que nadie pudiera leer sus labios.

—Todo parece en orden. Las armas están afiladas y son sólidas, los alimentos no parecen tener nada raro… —susurró Valeria—. En cualquier caso las chicas no los probaran hasta que vuelvan de la arena. Los aparejos de guerra son los que me preo-cupaban, y por allí todo está como debe estar.

—De acuerdo —asintió Terentia—. Que salgan entonces las primeras chicas.Valeria se volvió hacia las gladiatrices, rugiendo órdenes para el primer grupo, que

se encaminó a la armería de inmediato. Pronto las cuatro chicas seleccionadas del rango de catorce años estuvieron listas para saltar a la arena. Entre ellas se encontraba la hermana pequeña de Camilla, una chica rubia que a pesar de aparentar los años que tenía poseía un cuerpo casi completamente formado. Iba armada con una lanza de punta de hoz, una espada corta y una rodela con una púa en el centro. La armadura de cuero le cubría solo el torso hasta las axilas, dejando hombros y piernas al descubierto. La chica había preferido no usar casco.

—¡Venga, cincuenta mil almas están pendientes de vosotras! ¡Bajad y luchad, bajad y ganad!¡La vuestra es la casa de Terentia, la que no tiene rival! ¡La gloria os espera! —vociferó Valeria. Siempre, tras sus secas y concisas órdenes, trataba de envalentonar a las chicas con las mismas frases. Y funcionaba.

Las cuatro, junto con el resto de la sala, corearon «¡Gloria, gloria, gloria!», y después salieron de las cámaras a paso ligero precedidas por la preocupada Camilla. Valeria volvió junto a Terentia.

—Camilla está aún más nerviosa que su hermana —comentó la capitana—. Parece que sea ella la que vaya a luchar por primera vez.

—Es fría en el calor de la arena, pero no sabe controlar sus emociones cuando se trata de seres queridos. Tendremos que reforzar eso.

—¿Os preocupa hoy la derrota, mi señora?—No. Al menos no con ellas —dijo señalando a las chicas de catorce años que

ahora salían todas juntas para saludar a la tribuna de honor—. Las primerizas no son las predilectas del consejo. El dinero sabemos que se lo juegan más adelante.

—Habrá que prevenir a las de dieciséis.—Sí. Y más teniendo en cuenta que no nos han preparado ninguna sorpresa en

las cámaras. Pero tomémoslo con calma, que no cunda el pánico entre las chicas. Sólo adviértelas de que estén atentas por si perciben algo raro ahí fuera. —Terentia se tomó un instante para reflexionar mientras contemplaba a las gladiatrices retirarse, quedan-

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do únicamente las dos primeras en enfrentarse. Entonces continuó hablando—: Si estuviéramos en Calidón, donde tan aficionados son a las intrigas y las traiciones en la sombra y no tienen una estrella que fría su electricidad, me preocuparía en revisar centímetro a centímetro las cámaras. Los señores muertos por agujas ponzoñosas que brotan de entre las junturas de las baldosas se pueden contar por cientos. Aquí eso no se estila, no gustan las sutilezas, además de que es mucho más difícil hacer algo así que clavar un puñal cuando nadie mira. Estando las cámaras limpias lo más probable es que algún gordo ricachón sin ganas de perder dinero simplemente se limite a decantar el combate en nuestra contra.

—Apostarán fuerte por la menos favorita, ¿no?—Sí, no hay otra forma.—Eso nos deja sin duda en el objetivo de todos los sabotajes —comentó Valeria,

algo ufana—. Siempre somos las favoritas.—Subestimar es el primer paso a una muerte segura.—Eso decía la maestra.— Parece que no lo recuerdas.Se callaron durante un instante mientras el primer combate tenía lugar en la arena.

La primera ronda se componía de un total de tres combates. Su escuela ponía a cuatro chicas, dos de ellas lucharían solas y las otras dos en un combate por parejas, enfren-tándose en total a otras tres casas rivales.

Terentia y Valeria siempre contemplaban los primeros combates sin mucho inte-rés. No veían nada nuevo bajo el sol, las otras academias repetían una y otra vez las mismas técnicas y artimañas. Los únicos a los que prestaban especial atención era a los de sus chicas, pero tampoco estos les quitaban mucho tiempo. En esta ocasión, la primera chica de lucha individual tenía bastante experiencia y se deshizo de su rival con elegante facilidad. El combate por parejas fue algo más intenso, pero de nuevo la superioridad de las chicas de Terentia se hizo notar. Lo normal es que las tutoras es-tuvieran muy pendientes de lo que ocurría, analizando a las rivales y buscando puntos débiles en sus luchadores. Esa tarea ahora correspondía a Camilla, que se encontraba a pie de la arena y era la encargada de dirigir a las chicas. De la emperatriz, ni rastro.

El público gritaba entusiasmado con cada golpe que se intercambiaban. Terentia no podía evitar despreciarles por ello.

—Disfrutan viendo a dos jovencitas tratar de despedazarse.—Eso es lo que creen ver —repuso Valeria, acostumbrada a las diatribas morales de

su señora—. Nosotras sabemos que la mayor parte de esos combates no son ni la mitad de violentos de lo que parecen. Solo son chicas fingiendo hacer la guerra.

—No sabes lo que me cuesta oírte decir eso, Valeria, teniendo en cuenta lo dura y exigente que eres con ellas. —Terentia arqueó una ceja, esperando la respuesta de su compañera.

—Eso lo hago para que estén preparadas. Tienen que estarlo. Nunca sabes cuando el juego puede volverse peligroso de verdad.

«Es peligroso siempre». Prefirió no decirlo en voz alta. Era su trabajo, al fin y al cabo, ¿qué ganaba vilipendiándolo? Decidió focalizar su desprecio de nuevo en el pú-blico.

—En cualquier caso, ¿qué les lleva a encontrar agrado en esta barbarie? Se olvidan de todo y de todos, viven para llegar al domingo y verlas despedazarse en la arena.

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—No creo que sea así, mi señora —replicó Valeria—. No viven para verlo, sino que viven porque lo ven. El entretenimiento, el espectáculo, les ayuda a sobrellevar sus vidas, a olvidar por un rato las dificultades que todos, en mayor o menor medida, arrastran.

Aquella respuesta sorprendió a Terentia, que jamás había visto a Valeria reflexionar más allá de los pormenores de la guerra.

—Si tan desgraciados son, que hagan algo por solucionarlo —contestó Terentia, algo molesta con el argumento conformista de Valeria.

—¿Y qué van hacer? Preocuparse de que a sus familias no les falte algo que llevarse a la boca es una losa bastante pesada de por sí.

—Los obesos dignatarios se gastan cien veces el sueldo de un jornalero en un solo banquete. —Su voz ya denotaba indignación.

—Ya. ¿Y?—Un gobernante justo no lo permitiría. Un pueblo con sangre en las venas tam-

poco.—¿Sugiere mi señora que se rebelen? —Valeria formuló la pregunta despacio.—Sí.—¿Y cómo? ¿De dónde van a sacar las armas? ¿Quién les va a guiar? ¿Se van a

levantar todos al mismo tiempo, o por el contrario más de uno se encontrará solo ante la guardia de los grandes señores? Ellos no son líderes, ni soldados. —Valeria tenía la vista perdida en la arena. Hablaba para Terentia, pero también para sí misma, como si reflexionara una idea que hacía mucho tiempo que le rondaba por la cabeza—. No saben qué hacer, ni cómo hacerlo. Muchas veces saben qué hay que hacer algo, pero ahí acaba su capacidad. ¿Y si la rebelión fracasa? ¿Qué les pasará a sus familias? ¿Quién cuidará de ellos? ¿El nuevo líder será mejor o peor que el anterior? Son muchos ries-gos, muchas incertidumbres que no se pueden permitir. Más vale malo conocido que bueno por conocer, se suele decir. Cuando la gente tiene tantas responsabilidades a la espalda, y especialmente cuando esas responsabilidades llevan implícitas las vidas de los que tienes a tu cargo, las cosas se piensan dos y tres veces antes de hacerlas. Esto —dijo señalando las gradas con la mano— es preferible a cualquier futuro que implique una guerra de por medio.

Terentia no supo qué decir. Bueno, sí lo sabía, tenía sus ideas y los argumentos de Valeria, aunque ciertos, podían ser rebatidos. Pero cualquier cosa que hubiera dicho, sobre todo la que tenía en mente —que el pueblo era, a grandes rasgos, una panda de ineptos y cobardes—, la habría hecho quedar como poco realista e insensible. Así que prefirió estarse callada. Por suerte, llegó el combate que estaban esperando, y este acaparó toda su atención.

—Mira, ya sale —comentó Valeria—. Camilla tiene que estar con el corazón en un puño. A ver quién nos ha tocado.

La joven niña rubia caminaba por la arena con paso firme, en dirección a su rival, armada con la lanza hoz y la rodela. La contrincante pertenecía a la casa de Livia, e iba en apariencia desarmada. «Púas veloces y afiladas. Si las empuña, la chica tendrá ventaja, podrá mantenerla a distancia con la lanza. Si por el contrario usa cuerdas…».

—La lanza es poco manejable —apuntó su capitana. Parecía estar leyéndole el pensamiento—. Si la chica de Livia es de combate a distancia, la nuestra se podría encontrar en un apuro.

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95NOVELA CORTA - A MUERTEJR Plana y Cris M

iguel

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—Sabrá apañárselas. —«Espero»—. La sangre de Camilla corre por sus venas. No tardará en ganarse un nombre.

Las dos chicas se pusieron frente a la tribuna y saludaron. El silencio se extendió por las gradas con la velocidad que se extiende la sombra de una nube por un prado. Casi se podían oír los tintineos de la cota que vestía la chica de las púas.

—Veamos de parte de quién está hoy la suerte —murmuró Valeria.En la arena, se miraron la una a la otra, inclinaron levemente la cabeza a modo de

saludo y se pusieron en guardia. «No sería la primera que cae en unos segundos por perder de vista a su rival en el saludo. —Terentia siempre insistía en que una vez en la arena había que estar pendiente de todo lo que pudiera ocurrir. Atacar en el saludo era algo habitual según qué escuelas—. Hace ya mucho que se perdió el respeto al protocolo».

Las chicas comenzaron a andar en círculos, midiéndose la una a la otra. La hermana de Camilla había optado por mantener la rodela baja y la lanza apuntando por encima de la cabeza de su rival. La otra echó mano de algo enfundando en sus caderas, que lanzó con un rápido movimiento hacia la cara de su contrincante. Esta lo esquivó a duras penas, parando uno con el escudo y desviando el otro con el asta de la lanza. La cadena que amarraba la cuchilla a punto estuvo de enredarse en la empuñadura. La chica de Terentia tuvo que echarse para atrás a tropezones para poner espacio entre las dos, fuera del alcance de las cadenas. Valeria chistó.

—Es un kusari —comentó la capitana—. Mantendrá a la niña a distancia arroján-dolos una y otra vez, y tratará de desarmarla a la menor oportunidad.

—¿Habéis practicado contra esas armas?—Sí. Pero no lo suficiente.—Nunca es suficiente.—Es un rival duro para tu primer combate.—Tendrá que estar a la altura.Nubes de polvo flotaban entorno a las chicas, ocultándolas a veces a la vista del

público, que lanzaban gritos de emoción con cada acometida mínimamente agresiva. La hermana de Camilla estaba optando por retirarse, tentando a la otra y esperando a un mal lanzamiento para acometer usando la ventaja de la lanza. Pero la de Livia sabía muy bien lo que hacía, girando las cadenas a su alrededor en un círculo letal y arroján-dolas cuando la otra se despistaba. El filo de una púa rozó a la niña rubia, apareciendo una línea escarlata en la base del cuello. Las multitudes ahogaron una exclamación.

—No es nada —se apresuró a decir Valeria—. En los entrenos ha tenido heridas peores. Lo importante es que no se deje llevar por el pánico.

La chica retrocedió el doble de lo normal dando saltitos, para poder llevarse la mano del escudo al cuello. Contempló la sangre que manchaba sus dedos con cons-ternación. En el estómago de Terentia se formó un nudo cuando vio que su chica se estaba arrinconando ella sola contra las esquinas de una columna.

—Tiene que salir de ahí, la está rodeando —dijo.Para sorpresa de todos, la visión de la sangre infundió una extraña locura en la chica

rubia. Lanzó un rugido impropio de su edad, detuvo un diestro golpe de la oponente y comenzó a trazar molinillos en el aire con la hoz, acometiendo ahora a su rival, que pronto se vio superada ante su incapacidad para defenderse.

—¡Eso es, muy bien! —exclamó entre dientes Valeria, apretando los puños—. Es

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una de las cosas que primero enseñamos cuando hablamos de las chicas de Livia: son muy ofensivas, pero no tienen forma de detener una buena embestida.

«No me dices nada que no sepa». Terentia perdonó a Valeria el tonto comentario, pues la capitana se involucraba al máximo en los combates más tensos, y tendía a col-garse medallas sin pretenderlo cada vez que la balanza se inclinaba a su favor. En esta ocasión no duró mucho.

La chica de Livia, rápida como una centella, lanzó el kusari de la mano izquierda ante una lanzada de la niña rubia, con tanta puntería que consiguió enrollarlo en torno al asta, y con un ondulante movimiento de muñeca, arrancó el arma de sus manos. La lanza salió volando y cayó varios metros más allá de donde se encontraban. Valeria blasfemó por todo lo alto.

No hubo tiempo para pensar: el kusari derecho de la casa de Livia trazó un arco mortal hacia la niña rubia, que esta esquivó apartándose por muy poco.

—El combate no es a muerte —exclamó Terentia alarmada—, ¿qué está haciendo esa loca?

Golpes idénticos se sucedieron uno tras otro, con la chica gritando de placer al verse estrellar las cadenas contra la arena o el escudo de su rival. Terentia temió por la vida de la muchacha, y no pudo evitar pensar en el corazón encogido de Camilla. «Tiene que salir de ahí, aún tiene la espada corta».

La niña rubia comprendió lo que había que hacer. De algún lugar sacó fuerzas para hacer un amago, escaparse en el último instante de la acometida de los kusaris y usar la afilada punta de su rodal para, con una puntería digna del mejor arquero, acertar a trabar la cadena entre dos eslabones. Giró con energía sobre sí misma y eso bastó para quitar la cadena que su enemiga sujetaba con la mano derecha, que salió dando vueltas por el aire hasta estrellarse contra el muro. El público enmudeció asombrado, y luego estalló en aplausos y vítores de entusiasmo. La niña rubia se vino arriba, y Valeria también.

—¡Sí! ¡Sí! ¡Eso es! ¡Es tuya!La espada corta salió de la funda. Ahora era la chica de Livia la que estaba en des-

ventaja. El kusari restante no bastaba para mantener a raya a la rodela y la espada al mismo tiempo, y cada vez tenía más dificultades para esquivar los tajos que la rubia lanzaba. Uno de ellos abrió una herida en el muslo izquierdo de la chica.

—Ya la tiene —murmuró Terentia, previendo el desenlace.La de Livia tropezó; la sangre le corría por la pierna abajo, mezclándose con el

polvo adherido a su piel y la arena del coliseo. Un golpe con el escudo la hirió en el hombro, mandándola al suelo, y un revés con la espada le quitó la cadena de las manos, dejándola tendida y desarmada. La chica de Livia alzó las manos en señal de rendi-ción, y el circo entero aplaudió a rabiar, coreando al unísono el nombre de Terentia.

«Dicen mi nombre. —En medio de la euforia general, Terentia no puedo evitar pensar en que aquella chica la representaba en el circo, no era nadie. Al menos aún—. Cuando se gane el suyo, será el que el público aclame. Pero aun así, siempre seguirán recordando que me perteneció».

Valeria se permitió un instante de celebración antes de recobrar la compostura. Había sido un combate intenso. Las dos chicas de la arena saludaron y se retiraron por donde habían llegado. Incluso en la distancia, Terentia llegó a advertir que la hermana de Camilla lucía una sonrisa de satisfacción. «Ahora no es el momento, pero habrá que

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advertirla de que el combate no se ha acabado hasta que vuelve a estar con sus compa-ñeras. —En más de una ocasión, una gladiatriz abochornada por la derrota esperaba a que el combate se diera por terminado para arremeter por la espalda contra su rival. Eso las deshonraba, pero solo durante un tiempo. El pueblo adolecía de mala memo-ria—. Y que no se regodee en la victoria, pues con la misma rapidez que llega, se va».

—Que se preparen las siguientes —ordenó a Valeria—. Que estén listas para saltar a la arena antes de que suban las anteriores. No quiero que no se diga que la casa de Terentia se hace de rogar.

—Sí, señora. La capitana comenzó a bramar y las muchachas respondieron con agilidad. A algu-

nas, solo una o dos, Terentia ya podía llamarlas por su propio nombre, que se habían ganado entre sudor y arena.

Camilla apareció seguida de las cuatro chicas jóvenes. Su rostro, aunque serio como siempre, permanecía con el mismo intento de mueca impasible. Terentia se acercó a felicitarlas y reprobarlas por partes iguales. Esa postura era endeble, no más triunfalis-mos, atentas a la espalda, etcétera. Siempre lo hacía igual, había comprobado que las lecciones enseñadas en esos momentos solían ser recordadas para siempre. «Estricta y maternal. —Eso le había susurrado su maestra antes de morir, la “fórmula” que la convertiría en una Señora de Casa de los pies a la cabeza—. Un secreto a voces del que yo me percaté mucho antes de oírlo de sus labios. Una obviedad que nadie recuerda y que siempre funciona».

—Lavaos y comed —dijo, dándoles la espalda—. Tenéis que estar descansadas. Dejad para vuestras compañeras, pero no tengáis piedad de las despensas de Claudio Boatio.

Antes de retirarse de nuevo a la ventana, se acercó a Camilla que tenía la cara bri-llante por el sudor y los nervios, y le dio un apretón cariñoso en el brazo. Camilla, que apenas podía contener su tímida sonrisa, abrazó fugazmente a Terentia. «Tierna con los que ama, fría con el resto. Como su hermana sea igual, hemos ganado otra gran guerrera para la casa».

Las chicas de dieciséis salieron a paso ligero detrás de otra de las tutoras. Terentia seguía con la vista fija en la tribuna, esperando a una emperatriz que no llegaba. «Pue-de que al final sea verdad que Emolión se ha equivocado. —Sus fuentes siempre eran fiables, aunque nadie estaba exento de dar un patinazo—. Igual se encuentra indis-puesta. O en el último momento ha decidido no venir. ¿Pero para qué han conservado la pompa del trono y de los estandartes imperiales, en vez de que los altos consejeros presidan los juegos?». Nada tenía mucho sentido, por lo que todo podía ocurrir. Pero por el momento, las preocupaciones de Terentia eran otras mucho más inmediatas. Sintió a Valeria junto a ella.

—¿Las chicas están ya abajo?—Sí, bien preparadas.—Habrá que estar alerta, entonces.—Sí. Ya les he advertido a todas que tengan mil ojos ahí abajo. La tutora también

está informada.—Solo nos queda esperar, pues.La capitana gruñó en señal de resignación. Esta vez no hablaron. Contemplaron

los combates en silencio y con poco interés, casi indiferencia. Sus chicas lucharon con

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ejemplar destreza y en general los enemigos no realizaron nada digno de mención. El sol mayor se encontraba más allá de su punto álgido cuando la tanda de los dieciséis años se dio por finalizada. Ningún combate se había declarado a muerte en el último instante, ningún saboteador había surgido de la nada, ninguna gladiatriz había perdido los nervios y cometido una locura. Todo transcurría dentro de la rutina más habitual. Claudio Boatio anunció el descanso de media, que dividía los juegos del domingo en dos.

—Hora de comer —dijo Valeria.—Que las que faltan por luchar tomen algo consistente pero ligero —ordenó Te-

rentia—. Ya sabes que no me gustan los vómitos en la arena.—Sí, señora.Terentia se separó de la ventana para dirigirse a los corredores que como venas

atravesaban el interior del circo. Antes de salir, reparó en que, entre las de veinticua-tro, se encontraba Unditafera, la chica morena y respondona que había atacado a su compañera a traición durante los entrenamientos. «A ver qué tal lo hace hoy. Espero que haya aprendido a controlar sus nervios». Luego tendría tiempo de pensar en ello y aleccionarla, antes tenían que luchar las de veintiuno. Y ahora había que centrarse en otro asunto más urgente: hallar a Emolión.

Por fortuna, el locuaz reclutador de gladiatrices era fácil de encontrar, no sólo por su tamaño, sino porque los descansos siempre los pasaba bebiendo y comiendo como si no hubiera mañana en compañía de los más nobles señores de Ecatinta. La sala olía a sudor, carne asada y vino, el refrescante aroma de las flores de arena con que pretendían camuflar los efluvios no bastaban siquiera para disimularlo. Emolión charlaba a voces con Pomedio, un cónsul. El holgazán de Lucio, dueño de la academia, también estaba por allí. Terentia fue directa hacia Emolión y se lo llevó cogido del brazo.

—¿Pero qué…? —exclamó él, con el rostro rojizo por el vino y el calor. Sus ojos azules chispeaban con magnetismo en medio de su mofletuda cara—. Calma, mujer, tengo tiempo para todos.

El cónsul Pomedio rio la broma con ganas. Unos consejeros cercanos también.—No lo creo —respondió Terentia sin dejar de arrastrarle. Aunque Emolión le

doblaba en tamaño, los músculos de ella eran fuertes como cables de acero—. Necesito hablar contigo ahora.

—¡Afortunado tú! —le gritó un consejero rubicundo desde su triclinio, alzando una copa en señal de brindis.

—Las mujeres se me rifan —contestó Emolión, sonriendo. Terentia le castigó con un discreto pero doloroso pellizco en el brazo. Él dejó escapar un quejido muy poco masculino.

—¿Me puedes explicar qué está pasando? —preguntó ella cuando ya estuvieron lejos de oídos indiscretos, empujándolo contra una pared. Él se golpeó la cabeza con la roca por el ímpetu.

—¿Pasando? ¿De qué? —dijo confuso mientras se frotaba la coronilla—. Hemos ganado todos los combates, incluso ese tan incierto de la chica rubia. ¿Tiene una her-mana o algo? Su aspecto me es terriblemente familiar.

Terentia tuvo que reconocer que incluso sofocado y sudoroso, Emolión resultaba de lo más atractivo, con ese aire de varonil dejadez. Se regañó por tan insustanciales pensamientos y se obligó a centrar la atención en lo que la llevaba allí.

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—Dijiste que habría mucho dinero en apuestas. Dijiste que habría sabotaje. Dijiste que vendría Apolina. Y por el momento no he visto ninguna de las tres cosas, ¿lo has hecho para llamar mi atención? Porque si es así lo has conseguido.

—Dije —la cortó poniéndole un dedo sobre la boca— que podría haber grandes apuestas. Dije que alguien podría intentar algo. Y dije que la emperatriz podría venir. Pero ninguna de las tres cosas las sabía a ciencia cierta.

—¿No sabes si se ha apostado o no? —preguntó ella incrédula, zafándose.—No, en absoluto. Las apuestas tan voluminosas son totalmente ilegales, precisa-

mente para evitar amaños. Ese dinero no pasa por las manos del gobierno que ellos mismos controlan.

—Así que no tienes ni idea. —Terentia resopló ante la ineptitud de Emolión.—No. Tampoco nadie me deja meterme en esos fregados. Saben para quién trabajo

—añadió señalándola con la cabeza— y saben que puedo hacer algunas trampas. O poner una reclamación si reúno pruebas. Yo intento parecer inofensivo y bonachón, pero ya sabes. Son perros viejos.

—¿Al menos sabes quién es?—Pomedio huele a avaricia. Me apostaría mi comisión a que ha sido él, aunque no

he conseguido arrancarle ni una leve insinuación en toda la mañana. Terentia se separó un poco de él. No se había percatado de lo cerca que estaban.

Podía oler perfectamente el vino en el aliento de Emolión, pero no le había importado. En ocasiones ese hombre le nublaba el juicio.

—Hemos revisado todas nuestras cámaras —dijo en tono más relajado y un poco más confidencial—. Valeria no ha encontrado nada. Dado que las de catorce y dieci-séis han pasado sin mayor problema, tendremos que estar bien alerta en las siguientes tandas.

—Igual ni siquiera se han hecho las apuestas —replicó él encogiéndose de hom-bros—. Ya sabes que estos son muy de darle a la boca, pero luego… ni la mitad.

—Ya… aun así. Un poco de precaución no viene mal.Una algarabía les interrumpió. Venía de las gradas del coliseo, todo el mundo pa-

recía aplaudir y vitorear. La gente empezó a correr por los pasillos, en dirección a los arcos que daban a la arena.

—¿Qué pasa? —preguntó Emolión.Terentia no respondió. Con el alma en vilo —el coliseo era famoso por albergar

todo tipo de sorpresas desagradables— se hizo un hueco entre los curiosos para aso-marse al exterior. En un primer momento no supo identificar la fuente de la agitación, pero entonces se dio cuenta de que la gente miraba en su dirección hacia…

«La tribuna. —Apenas lograba ver qué ocurría entre las cortinas y los estandartes naranjas, a tan solo unos metros de ella—. Ha venido».

—Parece que una de mis advertencias se ha cumplido. —Emolión estaba junto a ella, apoyado para asomarse en una de las columnatas, con los ojos azules entornados por el sol—. Su magnificencia se ha dignado a venir.

—Esto no es bueno —murmuró ella.—Desde luego que no. Dice mucho de su actitud. Ha decidido saltarse la parte

aburrida y unirse a la fiesta en el momento álgido. Viene buscando dar espectáculo.—Hay que advertir a las chicas. —Su tono de voz era monocorde, como siempre

que estaba nerviosa.

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—A estas alturas se podrán figurar la que se les viene encima. Ya son mayorcitas.Terentia lo ignoró, marchándose de inmediato a paso ligero, con las suaves sedas de

su vestido ondeando tras de sí, y la laboriosa trenza agitándose con cada zancada. Dejó a Emolión con la palabra en la boca, sin siquiera despedirse.

Valeria la esperaba en la cámara, tensa como la cuerda de un arco.—La emperatriz —dijo, nada más verla entrar.—Sí. Que vengan las chicas, quiero hablar con ellas.Siempre presta, la capitana convocó a las ocho muchachas de las dos tandas desig-

nadas para bajar a la arena. Eran las mayores, y tenían que dar ejemplo a sus compa-ñeras más jóvenes, así que lucían rostros severos, de labios prietos y miradas fijas en el horizonte, pero a nadie con un poco de vista se le escaparía que todas eran un manojo de nervios. Drusilla estaba entre ellas, con la nariz hinchada y algo desviada. «Sin duda se la partió…». Un rostro estropeado podía suponer el desprecio de los gobernantes, primero, y del público después. Los ojos se le fueron sin querer a la morena y agresiva Unditafera, que se había colocado lo más atrás posible en la formación con el rostro bajo, aún avergonzada. Terentia empezó a hablar.

—Apolina se ha dignado a honrarnos con su presencia. —Su tono era desganado, para dejar traslucir lo poco que le ilusionaba—. No es la primera vez que lucháis con ella allí arriba, ni tampoco la primera que nos sorprende apareciendo en el último momento. Todas sabéis ya lo que implica: ahora, cualquier combate se puede volver a muerte. —Guardó un instante de silencio para meditar lo que iba a decir a continua-ción—. También sabéis que no me gustan los combates a muerte y que desde siempre os inculco el respeto por la rival derrotada. Pero vosotras sois las que lucháis ahí abajo y las que decidís cómo termina. Aún así no dejaré nunca de recordaros que nuestra casa es reconocida, además de por su superioridad en la arena, por la piedad que mostra-mos, aunque desafiemos las órdenes de la emperatriz. —Volvió a dejar unos instantes de silencio para que las palabras calaran en las jóvenes. «Se lo habré repetido mil veces, pero siempre serán pocas». Terentia recordaba muy bien que, cuando la fiebre de la batalla recorría sus venas, las lecciones morales quedaban atrás y el impulso animal es lo único que guiaba sus manos. «Pero nunca está de más predicar misericordia por el derrotado. Al fin y al cabo, queramos o no todas estamos en el mismo bando». Sin embargo, no era la vida de las rivales lo que le preocupaba—. Hay otra cosa que no de-béis olvidar. Cuando Apolina está en el coliseo, la sombra que proyecta sobre la arena es una sombra de muerte. Esta amenaza siempre está presente, pero más que nunca con ella en el trono. Y, como bien os habrán enseñado Valeria y vuestras tutoras, no hay rival más peligroso que el que se sabe acorralado. Tenedlo bien en mente: todas las chicas con las que luchéis estarán peleando por su vida. No os confiéis, no os rela-jéis, no bajéis la guardia ni un instante. Y sobre todo no seáis vosotras las que acabéis tendidas sobre la arena.

La voz de Claudio Boatio reverberó en ese instante por todo el coliseo. El sumo editor hacía oficial la llegada de la emperatriz y anunciaba la reanudación de los com-bates, noticia que el público aplaudió con entusiasmo.

—Hora de prepararse —dijo Valeria con amargor. Terentia asintió, volviéndose de nuevo hacia la ventana. A Valeria le gustaban tanto como a ella los combates a muer-te—. Coged vuestros arreos, ¡venga!

El combate a muerte podía producirse de dos formas: después de que una lucha-

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dora mordiera el polvo o en medio del combate y sin previo aviso. En ambos casos Apolina alzaba la palma izquierda, y las gladiatrices sabían que una de las dos tenía que caer para no levantarse. «Es parte de nuestro trabajo, deberíamos estar más acos-tumbradas —pensó Terentia. ¿Cuántos combates a muerte había superado ella mis-ma? ¿A cuántas compañeras había visto morir? No eran algo cotidiano, pero raro era el mes que no había al menos uno—. Aún así, es algo que siempre me desestabiliza. No es miedo, es…».

—Nadie debería morir por el capricho de una reina. —Camilla se hallaba a su lado, mirando la arena con el ceño fruncido. Siempre se lo había tomado con resignación y estoicismo, pero ahora que la vida de su hermana peligraba cada domingo parecía detestar la idea con toda su alma—. Y menos una reina como esta.

—Será mejor que no lo digas muy alto —la regañó Terentia volviéndose para mi-rarla—. Y menos aquí. La emperatriz tiene miles de ojos y orejas deseosos de ganarse su favor.

Camilla gruñó como respuesta. Los fríos ojos de la joven miraban con odio a la tribuna.

—Y todos esos haraganes —farfulló entre dientes—, zánganos que no mueven un dedo por nadie que no sea ellos mismos. Un gobierno de inútiles peleles, eso es lo que son.

El puño de Camilla estaba crispado entorno a la daga ceremonial que llevaba al cinto. Nadie, salvo los guardias del consejo, tenía permitido llevar armas en público, pero a las gobernantas de las academias se les permitía lucir un puñal ornamentado como símbolo de su estatus y condición. Por supuesto, todos los puñales de la casa de Terentia estaban afilados como cuchillas de afeitar, y más de alguno llevaba armas letales y discretas camufladas entre sus adornos. Terentia agarró la mano de Camilla con suavidad y firmeza, apartándola de la empuñadura.

—Relájate, eso no te llevará a ningún sitio —susurró—. ¿Qué piensas hacer, lanzar-te sobre el primero que pilles y coserlo a puñaladas?

—Quizá.—¿Y qué solucionaría eso? —La joven no respondió—. Yo te lo diré: nada. Solo un

gordo menos, rápidamente reemplazado por otro, a buen seguro peor, porque estará asustado. Y tú acabarías en una celda, deportada a un planeta muerto o, si tienes suerte, acribillada por las armas de los guardias, que te destrozarían antes de que llegaras a sacar el puñal.

Esa idea pareció, sino relajar, al menos templar los ánimos Camilla. Nadie tenía motivos para temer a la guardia imperial, pues nadie hacía nada que los obligara a actuar: el sistema estaba tan equilibrado y cada uno vivía tan centrado en salir ade-lante que los hombres no encontraban motivos para quejarse, robar o matar, ni los encontrarían jamás, pues la sociedad estaba diseñada para apretar pero nunca ahogar. De hecho, los ciudadanos tenían en alta estima al cuerpo de élite, pues sentían que velaban por ellos, a pesar de que no había casi amenazas en Ecatinta y la presencia de la guardia respondía prácticamente a motivos estéticos. Sin embargo, no había que olvidar que la guardia toronja de Apolina eran los únicos que poseían armas de fuego en todo el planeta, mucho más rudimentarias que los láseres, pero las únicas que fun-cionaban bajo el influjo de las dos estrellas, donde tampoco había escudos de energía que evitaran los proyectiles. Eso los posicionaba como la fuerza dominante y nadie se

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atrevería a desafiarles. —Algún día alguien ajustará cuentas —sentenció Camilla levantando la vista hacia

Terentia.—Sí, pero no hoy. —Las primeras gladiatrices, las de veintiún años, pisaban ya la

arena—. Además, a ti te quiero con vida, no me puedo permitir el lujo de perderte. Más te valdría despejar tu mente.

—Sí, mi señora. —Esta vez Terentia no la corrigió para que la tratara de tú.Los combates empezaron. Como todas las que faltaban por pelear estaban ya en

la arena o en las antecámaras a pie de pista, las chicas y sus tutoras se apelotonaron contra las ventanas, compartiendo el nerviosismo y la tensa expectación que provocaba la amenaza de una lucha a muerte. Al igual que todo el coliseo, con un ojo seguían los combates y el otro lo mantenían fijo en la emperatriz, quien contemplaba la arena con placentera indiferencia. Ella era joven, de apenas veintidós años, casi la misma edad que las gladiatrices que en ese momento arremetían la una contra la otra. Rubia, pálida, de porte elegante, delgada y movimientos gráciles, Apolina se caracterizaba por su aguda inteligencia y su carácter controlador y manipulador; una arpía en toda regla, que se ocultaba bajo un velo de dulzura infantil y caprichosos impulsos de niña consentida.

La emperatriz, que disfrutaba siendo el centro de atención, no hizo movimiento alguno, salvo algunos amagos de levantar el brazo izquierdo que acababan siempre en un retoque del laborioso peinado, o jugueteando con un mechón rebelde, y que provo-caban una exclamación ahogada en las gradas.

—La muy perra —oyó Terentia farfullar a Valeria.Los combates de veintiún años transcurrieron sin muchas incidencias para la casa

de Terentia, salvo una de las chicas en la lucha por parejas, que se le dislocó la rodilla en un mal paso, obligando a su compañera a plantar cara por sí sola a las dos contrin-cantes. Se sobró y se bastó para deshacerse de ellas sin mayor complicación.

Con la primera tanda completa y sin haberse declarado ni un solo combate a muer-te, la tensión de la incertidumbre se hizo insoportable. Tarde o temprano Apolina tomaría partido.

Terentia sintió un escalofrío que le recorría la espalda a pesar del asfixiante calor que reinaba en el circo, incluso en las cámaras. «Ya le toca a ella… —Recordó las pala-bras que Emolión le dijo sobre las apuestas: “Me ha parecido entender que decía algo sobre la díscola, esa morena problemática”. Unditafera saltaba ahora a la arena, con su larga trenza oscura oscilando a la espalda y los brazos y piernas de piel morena des-nudos—. ¿Habrán apostado en su contra? Si alguna puede cometer un error, sin duda es ella. Lo vieron igual que lo vi yo en los entrenamientos, es demasiado impulsiva, la rabia ciega su entendimiento con facilidad. Este puede ser el combate a muerte que estábamos esperando. —Aunque pensar en una de sus chicas sentenciada a muerte siempre le provocaba un nudo en las tripas, le sorprendió comprender que no sentía pena porque le tocara a Unditafera. Se descubrió deseando que le tocara a ella antes que alguna otra, y se reprendió por ello—. Una buena ama debe querer y aceptar a to-das sus hijas por igual. Tiene que comprenderlas, entender sus virtudes y sus defectos, y trabajar con ellos. —Sin embargo, hacía apenas unos días había cavilado cuál era la mejor forma de librarse de Undita—. Tengo que reprimir esos impulsos, esconder la suciedad debajo de la alfombra no es forma de solucionar nada».

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Las chicas saludaron. Undita llevaba una armadura de tiras de cuero tachonadas, falda plisada y sandalias de punta de bota. Había elegido una extraña combinación: látigo de tres colas y maza. «La maza con la que intentó aplastar a Drusilla». Su rival pertenecía a la casa de Namibi, amantes de las garras de combate. Esta en concreto iba armada con cuatro armas: una garra de combate en cada brazo, sujetas al dorso de la mano, y un par de dagas largas, afiladas y puntiagudas. El objetivo era desatar un torbellino de cuchilladas difícil de parar incluso para alguien con escudo.

—Unditafera conoce bien las artimañas de las Namibi y su forma de combate —ex-plicó Valeria, que sin duda había pensado lo mismo que Terentia—. Tendrá dificulta-des para detener las cuchilladas, sobre todo porque ha elegido dos armas poco mane-jables. Pero el látigo servirá para poner espacio de sobra cuando lo necesite entre ella y las hojas de la chica, que tampoco tiene forma de detener el golpe de las tres colas.

—Más le vale a Undita —intervino Camilla, sombría—. Si la otra se le pega, no tendrá forma de detener la lluvia de cuchilladas.

La elección de armamento de las dos contrincantes desvelaba que ambas poseían un carácter agresivo, y que preferían los combates rápidos a los largos enfrentamientos tácticos. El primer golpe lo lanzó Undita, que agitó el látigo y lo chasqueó como una centella. Su rival tuvo que saltar hacia atrás, pero aún así una de las colas le dejó una línea carmesí en el brazo izquierdo. El público comenzó a aplaudir y vitorearla.

—Ya nos dan como favoritas —observó Valeria tensa, consciente de lo que signi-ficaba.

—Calma —pidió Terentia. Como si la hubieran oído, la muchedumbre en las gra-das dejó de armar jaleo poco a poco.

El látigo chasqueaba, resonando por todo el coliseo. A cada golpe, Undita gritaba rabiosa con toda la potencia de sus pulmones, ahogando los quejidos de dolor que la chica de Namibi profería cuando el látigo la rozaba. No había conseguido acercarse a Undita ni una sola vez.

—No debe arrinconarla —dijo Camilla—, si no, se revolverá como un jabalí herido.Undita no pareció acordarse del detalle, y siguió fustigando a su contrincante. Las

cosas se le complicaron cuando ésta enganchó una de las colas con las garras de la mano izquierda y la rebanó de un tajo. Aprovechó el momentáneo desconcierto de Unditafera para cargar sobre ella antes de que pudiera alzar el látigo de nuevo. Lanzó una cadena de golpes con garras y cuchillas que hicieron retroceder a Undita, que no podía mover la pesada maza lo bastante rápido para detener las cuchilladas. Una re-botó contra una de los tachones de la armadura, y un zarpazo le arrancó limpiamente una de las tiras de cuero del costado, hiriendo la piel que había detrás. Undita era ahora la acorralada. Tuvo que saltar hacia atrás al tiempo que hacía un barrido de derecha a izquierda con la maza para evitar que su rival se echara sobre ella. La inercia de la maza le hizo perder el equilibrio, resbaló con la arena y su lado derecho quedó expuesto.

—¡No! —Valeria golpeó la pared con un puño. Las gradas vibraron de expectación.La de Namibi lanzó un grito de victoria y se abalanzó sobre la inestable Unditafera

con las garras por delante. Pero estas cortaron el aire. Undita, viéndose incapaz de enderezarse y esquivar a su rival a tiempo, se dejó llevar por el impulso de la maza, arrojándose de cabeza sobre la arena y rodando sobre su hombro derecho. Ahora había puesto de nuevo terreno entre ella y la de Namibi, que se recompuso con el rostro congestionado de ira cuando el público aplaudió a rabiar.

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La chica debió de sentirse burlada por Undita, porque arremetió contra ella con la virulencia de un tifón, cegada por la furia. Aquel era el error que esperaba Unditafera: aguardó hasta que casi la tuvo encima y entonces, amagando con el látigo para confun-dir a su rival, salió de la trayectoria de la carga por el lado derecho a la par que golpeaba con la maza en los riñones de la chica. Eso bastó para arrojarla de boca contra el suelo con un crujido y un alarido de dolor. Las gradas temblaron entre vítores.

La chica de Namibi quedó tendida bocabajo, retorciéndose de dolor. Parecía no poder mover las piernas. Undita, llegando hasta su lado, pateó las dagas y la inmovilizó pisándole un brazo, apoyando una rodilla en la espalda y apretándole el cuello contra el suelo con el mango de la pesada maza. Después, junto con el resto del coliseo al uníso-no, llevó los ojos hacia la emperatriz. Esta no se hizo de rogar: alzó la mano izquierda. La derrotada estaba condenada a muerte.

—Mejor ella que Undita —dijo Valeria. Terentia no supo discernir si podía más el alivio o la decepción. Quizá hubiera preferido que fuera al revés.

La gente en las gradas comenzó a gritar «muerte, muerte, muerte». Ahora todos estaban pendientes de Undita, que aún no se había movido. Entonces, para sorpresa de Terentia, la chica escupió a la arena, soltó a la gladiatriz derrotada y se marchó rumbo a las cámaras sin más dilación, dándole la espalda. El respetable no supo cómo reaccionar, y todos quedaron en silencio hasta que alguien lo rompió con un abucheo. Por primera vez no se pusieron de acuerdo: unos se unieron a los silbidos de desagrado, otros empezaron a aplaudir. Dos gladiatrices de la casa de Namibi salieron a socorrer a su compañera. Apolina no quitó ojo de encima a Undita mientras se marchaba. Un consejero al que Terentia no distinguió —no era más que otro gordo vestido de blan-co— se acercó a la emperatriz por detrás y le susurró algo al oído.

«Eso no ha sido un gesto de piedad, ni siquiera de orgullo. Eso ha sido un desafío en toda regla». Resultaba contradictorio: jamás lo hubiera esperado de Undita y, al mismo tiempo, si alguien tenía que hacerlo era ella. Su temperamento impetuoso y a veces sanguinario, en la arena y fuera de ella, la empujaban siempre a terminar los combates de la manera más categórica. No había lucha en la que su rival no saliera perjudicada. Sin embargo, ese mismo carácter tenía una parte rebelde —como bien había podido comprobar ella misma— que la convertía en la única con el valor y la insensatez ne-cesarias para ignorar los deseos de la emperatriz y al mismo tiempo salir sin saludar y dándole la espalda.

Las chicas de Terentia, llenas de alegría, armaban el mismo alboroto que un galli-nero.

—Esto nos traerá problemas —auguró Valeria, que tenía el semblante serio como en un funeral.

—No lo dudes —sentenció Terentia. No obstante, de repente veía a Unditafera con otros ojos—. Quiero hablar con ella a solas mañana por la mañana.

—Se lo haré saber.No hubo tiempo para más. Ya habían retirado de la arena a la maltrecha gladiatriz

de Namibi y ahora saltaban otras dos nuevas contrincantes. Drusilla, con su nariz torcida, estaba abajo. En ese momento irrumpió en la cámara una de las chicas que combatían por parejas.

—Han cancelado nuestro combate, el de parejas —dijo muy agitada. Tenía el rostro sofocado y el aliento entrecortado.

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—¿Cómo? —Valeria ya estaba enfadada—. ¿Por qué?—No lo sabemos, no nos han explicado nada —contestó la joven, apoyándose en la

pared—. Solo han dicho que saliera Drusilla a la arena y que no habría más combates por hoy.

—Esto es intolerable —rugió la capitana, volviéndose hacia Terentia—. ¿Señora?—Sí, ve y entérate de qué está ocurriendo. Exige hablar con el editor Boatio y

amenaza con retirarnos de los combates durante dos encuentros si es necesario. —No ganarían nada durante quince días, pero la perspectiva de unos combates sin la casa de Terentia no sería plato de buen gusto para Claudio Boatio. El público se lo comería vivo.

Valeria salió al instante, seguida por la chica que les había informado. La confusión y la inquietud reinó entre las gladiatrices de Terentia, y esta tuvo que imponer la calma haciéndose oír por encima del bullicio. «Ahora lo que me preocupa es lo que ocurre en la arena».

Abajo el combate estaba a punto de empezar. Drusilla, que llevaba una celada sin visera y una cota de malla hasta la cintura, por encima de la falda plisada, luchaba con dos picos de cuervo, uno con cabeza de hacha y otro contundente. Su oponente era de la casa de Sabatia. «Romilei. —Terentia la conoció a pesar de la distancia. Era una de las alumnas predilectas de su homóloga, con la que se habían cruzado en combate tres veces, con dos victorias para su casa y un empate—. Pero… ¿qué arma es esa?». Las de Sabatia eran conocidas por el uso del gancho y las cadenas, armas de manejo complejo pero con un resultado devastador cuando se sabían usar bien. Romilei luchaba con un largo espontón de doble hoja: en la punta superior, la consabida punta con forma de corazón, y en la base una cuchilla de media luna. Aquel cambio no era normal ni habitual, y por lo tanto no auspiciaba nada bueno.

La lucha se inició, y Drusilla, a pesar del inesperado armamento, empezó a desli-zarse por la arena como si nada hubiera cambiado. En este caso, Romilei llevaba las de ganar: la lanza de doble hoja, manejada con soltura y los adecuados molinetes, le serviría para mantener a raya los penetrantes picos de cuervo de Drusilla y herirla desde lejos. Ella lo sabía, así que trataría de acortar las distancias trabando el espontón y buscando partirlo con cualquiera de sus dos armas. Así llegó el primer golpe, varios ataques encadenados de Drusilla que Romilei detuvo y esquivó seguidos de una des-carga contundente al centro de la lanza. La de Sabatia se movió con ligereza, evitando que la afilada hoja de la cabeza de hacha hendiera el asta.

«Romilei no lleva más que cuero endurecido. Es más vulnerable a los golpes, pero más ligera de movimientos. Drusilla va más cargada, pero sin embargo tiene mucha resistencia, seguro que es capaz de aguantar igual de bien que la otra. Este combate puede durar mucho tiempo... —Las chicas se acometían sin cesar, en un baile de fin-tas, paradas y contraataques que estaba causando las delicias de los espectadores—. A mí no me está provocando ningún placer». La incertidumbre de qué había llevado a Claudio Boatio a cancelar el combate restante e imponer ese, junto con la permanente amenaza de las apuestas y los sabotajes, estaba desquiciando los nervios de la veterana ama, que deseaba que el día se acabara cuanto antes.

Terentia dirigió la vista hacia la tribuna. La emperatriz asistía al combate imper-térrita, con una leve sonrisa impresa en los labios. Los consejeros se esparcían a su alrededor, sentados o recostados, en la misma actitud que habían tenido durante toda

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la mañana. El vino y los manjares paseaban de acá para allá. «Así juegan con la vida de las chicas, desde la comodidad de la seda y los cojines a la sombra».

Se oyó un clamor general de sobresalto y Terentia devolvió la atención a la arena. Romilei cojeaba: un boquete negro se abría en su muslo izquierdo, unos dedos por encima de la rodilla, justo al acabar la falda. La sangre manaba densa, tiñéndole la pan-torrilla de rojo y dejando goterones en la arena. El corazón de Terentia se aceleró por la alegría, y al instante siguiente se desbocó por la preocupación. Drusilla mantenía a su vez el brazo izquierdo pegado al cuerpo, casi sin poder alzarlo. El espontón de su rival le había cortado entre el hombro y el bíceps, aunque era una herida muchísimo menos grave que la de Romilei. «Drusilla ha atacado a la pierna atrasada cuando la otra ha querido ensartarla, aunque eso le ha costado exponer el hombro. —Un solo golpe del pico de cuervo en una pierna o brazo podía dejar fuera de combate a un rival en pocos segundos. Si no astillaba el hueso y lo dejaba casi inválido, el torrente de sangre le mi-naría todas las fuerzas—. Me equivocaba, el combate ya no puede durar mucho más. Ambas están malheridas y Drusilla ahora lleva las de ganar».

Las gladiatrices continuaron luchando, aunque amagaban más y cargaban menos para reservar las fuerzas. Romilei era una sombra de lo que había sido, sus movi-mientos se habían vuelto lentos y predecibles, y Drusilla parecía tener cada vez más problemas para levantar el brazo izquierdo. El enfrentamiento le estaba dejado un regusto amargo a Terentia, esa sensación inquieta en el estómago de que las cosas no marchan como debieran. Se acordó de la ausencia de su capitana y, volviéndose hacia las tutoras, ordenó:

—Que una de vosotras baje a buscar a Valeria y que averigüe por qué está tardando tanto en volver.

Una de ellas salió corriendo de inmediato. La tensión era visible en los rostros de las chicas. «Saben que algo no va bien. Han asistido a suficientes combates como para interpretar cuando uno se sale de la norma». El gesto de terror de una de ellas la obligó a girarse bruscamente hacia la arena. Drusilla acaba de tropezar, y había caído con una rodilla a tierra. A duras penas consiguió levantarse, sólo para tambalearse otra vez, como si estuviera mareada o bebida. El pánico se alojó en el estómago de Terentia.

—¿Qué le pasa? —preguntó una chica, de las más jóvenes, con voz angustiosa. Nadie respondió.

Terentia se acercó aún más a la ventana, apretando los puños hasta clavarse las uñas en la carne. Un grito de asombro seguido de aplausos brotó de las gradas: Apolina había alzado la mano izquierda. Sonreía abiertamente. La cámara de Terentia se agitó conmocionada.

—¡No! —gritó alguien, detrás.Dieron igual las protestas. Romilei, que sonreía como una gata salvaje, sacó fuerzas

de donde hace un minuto no había y atacó con saña a Drusilla. Ella llegó a detener y esquivar varios golpes entre tambaleos antes de que la punta del espontón se enterrara en su estómago. Con un grito triunfal, Romilei arrancó la lanza del torso de su rival, la volteó en el aire y rebanó limpiamente la cabeza de Drusilla con la hoja de media luna. Los alaridos de horror de la cámara se mezclaron con los aplausos del público enloquecido. Un corto chorro de sangre brotó del cuello cercenado antes de que el cuerpo se desplomara sobre la arena. La cabeza rodó unos metros más allá. Terentia sintió que perdía la fuerza en las piernas.

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108 CRIS MIGUEL

«… —No acertaba a hilar dos pensamientos seguidos. La sospecha de que algo no iba bien se había convertido en certeza. Se apoyó en la pared, respirando con agi-tación. Algunas de sus chicas, las más jóvenes, estaban llorando—. No es momento para derrumbarse. Tenemos que reaccionar». Recomponiéndose, se volvió hacia las muchachas.

—Camilla —llamó a la tutora con toda la frialdad que pudo. Esta tenía los ojos llorosos y los labios apretados con fuerza, pero no había derramado ni una lágrima. «Bien. Sabe que tiene que dar ejemplo»—. Encárgate de las chicas, volved a la acade-mia de inmediato.

—¿Y tú? —Camilla olvidó las cortesías.—Yo exigiré explicaciones.—Pero no puedes quedarte sola. —Su mirada antes fría, denotaba una clara preo-

cupación. La apremiante sensación de que todas estaban en peligro flotaba en el aire.—Valeria y las chicas de abajo se ocuparán —contestó, yéndose hacia la puerta—.

¡Vamos, marchaos!Los aplausos y vítores ensordecedores del público acompañaron a Valeria por las

galerías. Una rabia ciega coleaba en su interior. ¿Qué había sido eso? ¿Una venganza por el desplante? ¿O las apuestas de los consejeros? Uno de ellos había susurrado al oído de la emperatriz…

Emolión le salió al paso bajando unas escaleras. La detuvo agarrándola de los hom-bros.

—Dónde vas. —Tenía polvo en el pelo y el rostro azorado—. No bajes. ¿Dónde están el resto de las chicas?

Terentia se zafó, y él la volvió a agarrar.—¿Qué haces? —le gritó.—Por una vez en tu vida, hazme caso —rogó él. Había urgencia en sus ojos azu-

les—. Es mejor que no bajes. ¿Dónde están las chicas?—Qué está pasando, ¡contesta! —Intentó liberarse de la presa, pero eso sólo con-

siguió que Emolión usara más fuerza. La subió casi en volandas, hasta apartarse del paso entre unas columnatas.

—Cálmate, ahora te necesito con la cabeza bien fría. —Se asomo al exterior para comprobar que no viniera nadie—. Dónde están las chicas.

Terentia cedió, incapaz de quitárselo de encima.—Las he mandado de vuelta. Camilla está al cargo. El alivió aflojó el rostro de Emolión.—Bien hecho. Esto no es seguro. —Se pasó una manaza por la cara, secándose el

sudor. El aliento le olía a vino. —Si no me dices qué está pasando te juro que te arranco el corazón.—Tranquilízate. Todo es ya bastante grave de por sí.—¿Dónde está Valeria?Emolión cogió aire antes de responder.—Valeria está encerrada, junto con todas las chicas de veintiún y veinticuatro años

y sus tutoras. —La noticia fue un mazazo para Terentia, que no acertó a formular la siguiente pregunta. Emolión continuó—. Están acusadas de sublevación y desacato. Las tutoras estaban protestando al mayordomo de Claudio Boatio por la irregularidad de los combates y Valeria se les ha unido. El editor no se ha dignado a dar la cara y

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109NOVELA CORTA - A MUERTE

Valeria ha hecho uso de su innato talento para la violencia.—¿Ha pegado al mayordomo?—No, qué va. Solo ha alzado la voz y aporreado un par de puertas. Pero eso ha

puesto en bandeja la excusa que Boatio necesitaba. Han llegado los guardias del con-sejo, han dado un único aviso y, como no han parado de protestar, se las han llevado por considerarlas una amenaza para su majestad.

—¿A las chicas también?—A todas sin excepción. —De repente Terentia perdió las fuerzas de nuevo. Emo-

lión la ayudó a apoyarse contra la pared.—¿Qué ha ocurrido? —dijo en un hilo de voz.—No tenemos ni idea. Lucio está intentando sacar algo en claro, pero mucho me

temo que hoy no tendremos respuesta.—Es una vergüenza. —Se sentía cansada, muy cansada.—Es más que eso. —Las palabras confabulación y sabotaje estaban pintadas en los

ojos de Emolión, aunque no se atrevió a decirlas en voz alta—. Tengo que sacarte de aquí antes de que encuentren motivos para apresarte a ti también. No eres del agrado de Apolina.

—Nunca lo he sido —susurró, dejándose sujetar por los brazos de Emolión, que la llevó de nuevo a los corredores, mirando antes a ambos lados—. No podemos dejar a Drusilla tirada en la arena. Hay que salir a por ella.

—Ya tengo a alguien en ello —contestó Emolión, conduciéndola por los discretos pasillos del servicio que llevaban al exterior—. Ahora céntrate en escapar, me parece que el consejo ya se ha cansado de vuestras insolencias. Vamos. Hoy no es el mejor día para la casa de Terentia ¬—Ella resignada tomó su mano y le siguió. Ya tendría tiempo para pensar después cómo solucionar semejantes acusaciones.

VI

LA CEREMONIA de cremación tuvo lugar al crepúsculo, en los jardines-necrópolis levantados a la espalda de la academia, entre los restos de todas las gladiatrices que habían muerto, ya fuera en la arena o en la cama, en toda

la historia de la casa. La luna mayor, de un amarillo intenso, y las dos lunas menores, rojas como las dunas de Ecatinta, asistieron desde el cielo estrellado.

Quemaron el cuerpo en el altar, en el templete que se alzaba en el centro de los jardines. Un sacerdote se encargó de rezar por que el alma de Drusilla llegara en paz al otro lado. Habían recompuesto el cuerpo, cosido las heridas y vestido con las galas fúnebres en los colores de la casa. Drusilla tenía el mejor aspecto que podía tener al-guien a quien habían rebanado la cabeza.

Las alumnas de Terentia se congregaban alrededor, con la vista fija en su compa-ñera. Algunas lloraban en silencio, otras, como Camilla, tenían los ojos llenos de odio. Terentia presidía frente al sacerdote, a la derecha de Lucio, y con Emolión dos pasos por detrás. «Valeria debería estar a mi diestra. —Pero Valeria seguía en las mazmorras de la guardia. Ni siquiera las influencias de Lucio habían conseguido rescatar a la be-ligerante capitana, si bien el resto de las gladiatrices habían sido puestas en libertad—. Ninguna olvidará jamás este día. Unas cuantas lo recordarán con especial intensidad. —Sus ojos se posaron en el rostro de Unditafera, que no mostraba un ápice de pena; en su lugar, Terentia creyó ver una ira negra que casi la estremeció—. ¿Preferiría que

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110 CRIS MIGUEL

hubieras sido tú? —No era justa con Undita, que estaba demostrando tener unas ideas muy similares a las suyas—. Es posible que odiara a su compañera, pero odia aún más a los que nos hacen esto».

El sacerdote terminó la oración y brindó el fuego a Lucio, quien hizo los honores de recoger la tea de sus manos para cedérsela a Terentia, siguiendo la tradición de las casas de gladiatrices. La pira sobre la que descansaba Drusilla recibió el fuego con ansia, las llamas brotaron con celeridad y virulencia, lamiendo el cuerpo inerme, y en poco tiempo el altar era una inmensa llamarada anaranjada que iluminaba la noche de Ecatinta. Terentia tenía los ojos clavados en el fuego, y aunque el calor de este los resecaba y los hacía lagrimear, ella no los apartó hasta que no quedaron más que un montón de brasas.

Poco a poco, todos se fueron yendo. Primero fue Lucio, seguido del sacerdote. Des-pués las tutoras, incómodas ante la ausencia de órdenes, decidieron retirar a las alum-nas más jóvenes. Entre ellas estaba la niña nueva, la última que Emolión había traído, y que se mostraba excepcionalmente estoica, sin contagiarse de los sollozos y la pena que conmovían a las chicas de su edad. Camilla fue la última en marcharse, tras Undita y las compañeras de entrenamiento de Drusilla, solo que ella, en lugar de dirigirse a la academia, se internó en los oscuros jardines con paso airado.

Una mano se apoyó con dulzura en el hombro de Terentia, que la hizo asustarse. Ni siquiera se había dado cuenta de que Emolión seguía allí, a su espalda, inmóvil junto a ella, como un perro fiel.

—Las verdes praderas la acogerán con las puertas abiertas —dijo, tratando de con-solarla—. Era una gran chica. Todos la recordaremos.

Aunque eran inútiles, Terentia agradeció las palabras. La gente solía decirlas por compromiso y cortesía, pero en este caso ella sabía que Emolión las decía de corazón. Acarició con la punta de sus dedos la mano ancha y pesada a modo de agradecimiento. Luego la soltó. Emolión lo entendió, dio media vuelta y se marchó hacia la academia, haciendo crujir las piedrecitas del camino a su paso. Terentia se quedó un rato más, hasta que las brasas se convirtieron en tizones negros y la brisa nocturna disipó el olor del fuego.

VII

TERENTIA encontró su habitación iluminada por la tenue y cálida llama de tres velas. El servicio había dispuesto una cena frugal en su escritorio, y abierto ventanas para que se refrescara. Su vestido vaporoso se agitaba imi-

tando el suave vaivén que mecía las cortinas, pegándose a sus muslos y revoloteando entre sus pies. Terentia ignoró el escritorio y se dirigió hacia su tocador.

Sentada frente a él, comenzó con la lenta tarea de deshacerse el laborioso e intrinca-do peinado. Mientras, revivía las ocasiones similares que la academia había sufrido en la historia reciente. Eran muy numerosas, tantas que perdía la cuenta. «Y muchas más las de las academias rivales. Pero ninguna de ellas con veneno. —Si la información de Emolión era acertada, el espontón de Romilei estaba bañado en una toxina que pro-vocaba leve parálisis, mareos y por último la inconsciencia—. No letal por naturaleza, pero sí en un combate a muerte en la arena. —Emolión había hablado de apuestas, pero esta vez no tan ocultas como cabía pensar—. Otro acierto para él. Aunque se equivocó en el objetivo de la apuesta, y también en la ignorancia de la emperatriz. —

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111NOVELA CORTA - A MUERTE

Alguien le había contado entre susurros lo que el mundo sospechaba a voces: se había amañado el combate. El cambio repentino del arma clásica de la escuela de Sabatia, los combates cancelados, que se decretase combate a muerte en cuanto la balanza se inclinó en contra de Drusilla… y el veneno, ideado para no dejar rastro en el organis-mo; todo ello apuntaba a una idea clara: Apolina había tomado partido, favoreciendo a quien quiera que hubiera apostado en contra de la favorita—. Ha decidido ir a por nosotras».

Esa era la otra cara de esa sucia moneda, igual de mala o peor que la primera. —La emperatriz quiere deshacerse de vosotros —había dicho Emolión una vez en

la academia, a su vuelta del coliseo, con Lucio aún allí protestando por el encarcela-miento de Valeria y las chicas—. Esa es la conclusión que puedo sacar, tanto yo como otros tantos con los que he hablado.

—No sois los únicos. Pero no se atreverá más que a molestarnos, somos las favoritas de los juegos. —«O eso quiero creer».

—Antes os desprestigiará, como hoy. El público no ha oído hablar de sabotaje, y si alguien lo ha hecho no se atreverá a repetirlo. Ten por seguro que los consejeros de la emperatriz se esforzarán por difundir todos los rumores posibles sobre el mal perder que habéis demostrado.

Mentiras, mentiras y más mentiras. Confabulaciones en su contra, una muestra de la poca tolerancia que Apolina tenía hacia los que la desafiaban abiertamente.

—Los hombres no se atreverán a desafiar nada ni a nadie. —Recordó las palabras de su maestra en el lecho de muerte—. Por eso los tienen en el consejo: son más ma-nejables que nosotras. Llénales el buche, tenles la cama caliente y los bolsillos llenos, y a sus familias rodeadas de comodidades. Ya se podrán abrir los cielos y la tierra por tu culpa, que ninguno de ellos alzará un dedo contra ti.

Una lección que ella había podido comprobar por sí sola en numerosas ocasiones. «Unos líderes acomodados y perezosos, los que se merece un pueblo en el que todos aspiran a ocupar ese lugar. —¿O acaso no era cierto que todas las familias se esforzaban para que uno de sus hijos varones, si no todos, estudiaran para llegar a senadores?—. Pero también es verdad que son más las cosas que pueden perder que las que pueden ganar. Así jamás protestará nadie». Aunque el sistema estaba lleno de penurias, ellas, las gladiatrices, eran las grandes desfavorecidas, las únicas que sufrían con intensidad la falsa libertad del gobierno de Apolina, condenadas a morir por el espectáculo. As-pecto que chocaba de frente con la idea que la gente tenía de ellas: vivían inmersas en el lujo, entre cuidados dignos de reinas, bebiendo del dulce néctar del respeto popular y la gloria de la arena. «La gente nos adora, y solo por eso ya piensan que vivimos mejor que nadie». En este caso, la ignorancia era tan mala como la pasividad.

El pelo entumecido resbaló por sus hombros. Sus dedos rozaron el broche de plata con forma de un gala del desierto, el ave más grácil de entre las que habitan las dunas. No llegó a desabrocharlo. Con decisión, se levantó, cerró puertas y ventanas y tiró de uno de los cajones del tocador hasta sacarlo. Después introdujo el brazo hasta el codo y tanteó en la parte superior. Se oyó el roce de un objeto pesado contra la madera y, cuando sacó la mano, llevaba agarrado un cilindro negro de puntas ovaladas y del ta-maño de un puño, con ningún otro adorno que dos botones de color gris.

Pulsó el botón más cercano a uno de los extremos y al instante la habitación se llenó con el insistente crepitar de la estática de una radio. Mantuvo apretado el otro botón

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112 CRIS MIGUEL

y el ruido se cortó.—Fósforo a Madre. —Esperó—. Fósforo a Madre, ¿me recibes? El zumbido sin señal fue la única respuesta. La radio crujió y la voz grave de un

hombre contestó.—Fósforo, aquí Madre. Alto y claro.Terentia suspiró. ¿Era lo correcto? No, esa no era la pregunta, la pregunta era si

aquello es lo que quería. Supuso que sí. Era el momento.—Fósforo a Madre. He cambiado de opinión. —Guardó silencio y sostuvo el apa-

rato frente a su boca un instante más antes de decir—: Acepto. Preparen un encuentro.Soltó el botón de habla. «Ya está. No hay vuelta atrás».—Recibido, Fósforo. Nos alegramos de oírlo. Recibirás información con lugar y

fecha.—De acuerdo. Apagó el aparato sin decir nada más. A pesar del poco uso que había tenido, estaba

ardiendo. «El blindaje apenas logra sofocar el efecto del sol.—Incluso en mitad de la noche, la influencia de las dos estrellas era poderosa. Lo volvió a guardar en el hueco del tocador—. Hasta que reciba nuevas instrucciones».

Ahora sí, Terentia desabrochó el cierre de plata y dejó resbalar su vestido hasta los pies. «La emperatriz quiere quitarnos del medio. Muy bien. —Abrió las ventanas y se introdujo desnuda en la cama, apartando el dosel y volviéndolo a correr—. Le haremos desear no haber alzado la mano izquierda ni una sola vez en su vida».

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ERA UN pueblo fantasma, aunque no por ello solita-rio. Más literal, menos metafórico.

Eso lo aprendió la pequeña Caroline Wisdom cuando fue al cementerio en busca de su pequeño gato ne-gro, Sombra. Cuando lo encontró, estaba en los brazos de alguien que le parecía conocido: ¿no era su vecina, la vieja loca que siempre le pareció una bruja?

Pero no podía ser posible, aquella mujer había muerto.No tardó en ver tras ella la tierra removida y la lápida

rota. Fue entonces cuando la niña de los Wisdom supo que la muerte no era el final, aunque quizás para ella sí lo fuese. Era 1890, si hubiese vivido un siglo al menos y hubiera sabido algo más de historias oscuras,habría comprendido qué era un zombi.

El cadáver de la anciana comenzó a caminar hacia la niña para atraparla. Caroline se dio la vuelta, dispuesta a correr, pero no podía. Estaba rodeada… por muertos, ca-minando lentamente, extendiendo sus manos podridas. ¿Cómo podría escapar?

La peste que desprendían mareó a Caroline… Luchó contra las arcadas, no se podía dejar vencer de una manera tan sencilla. Sus padres la habían enseñado a luchar, a re-sistir.

Atemorizada, vio cómo todos ellos mostraban rostros abrasados, con gusanos revolcándose en inmundicia, sin embargo, los ojos… ¡Brillaban! Un fulgor rojizo se movía en su interior.

No había escapatoria.Entonces sonó algo extraño más allá de los murmullos

de los moribundos. Un sonido asfixiante, expandiéndose y recuperándose, como una respiración antes de una segura muerte. ¿De dónde venía?

La chiquilla miró hacia el cielo y vio materializarse una extraña caja azul que giraba sin parar, abriendo lo que pa-recían unas puertas. Pudo leer una inscripción en el dintel. ¿Qué era exactamente una «Police Box»?

El ejercito de las pesadillas

por Carlos J. Eguren

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114 CARLOS J. EGUREN

Desde el interior del misterioso obje-to se escuchó un grito de guerra:

—Allons-y!Ese chillido dejó a los muertos para-

lizados. Alzaron sus rostros decrépitos para observar mejor al intruso. El peque-ño gato, Sombra, aprovechó ese instante para escabullirse de la muerta resucitada y fue corriendo hacia su dueña Caroli-ne, que lo cogió en sus brazos. Antes de que todo se hubiese aclarado, la niña vio aquella caja chocar contra varios de los monstruos, lanzándolos por los aires.

Todo cambió entonces.Ella intentó aprovechar el momen-

to y empezó a correr, dispuesta a irse del camposanto y rezar porque aquellas criaturas no se hubiesen extendido. Una parte de ella, no obstante, le decía que se quedase, que fuese hacia aquella caja e hiciera algo que sabía que debía hacer, pero ¿el qué? Últimamente su mente no era la de siempre.

Decidida, dio un salto hacia delante para ganar un poco de distancia, ya que la caja venía tras ella. Sin embargo, uno de sus pies falló y cayó de bruces hacia el césped del camposanto. Temió que una garra saliese de él y le rompiese el cue-llo. Sin embargo, cuando se dio cuenta, no estaba en la tierra santa, sino en otro suelo. ¿La caja la había atrapado? Inten-tó entender algo y se dio cuenta de que sí, era prisionera de aquel artefacto.

Lo que Caroline Wisdom encontró rodeándola fue una enorme estancia plagada de objetos imposibles: escaleras metálicas infinitas, luces parpadeantes, una inmensa burbuja que descendía y ascendía, sonidos extraños y, por si fuera poco, todo dando vueltas.

Miró atrás, por la puerta abierta, y se asomó. Estaba dentro de la caja, sin duda, pero no era excesivamente gran-de, ¿cómo podía guardar aquel enorme corazón en su interior? No lo sabía, aun-

que quizás sí los monstruos que la per-seguían.

Sombra saltó y recorrió el lugar con curiosidad. Caroline pensaba en ese sitio como en una especie de barco como en el que emigraron sus padres. La niña dejó de pensar en los muertos, había escapado de ellos, pero ¿estaba segura ahora acaso? ¿Lo estarían sus padres, bajo la amena-za de los muertos? ¿Podría escapar? Su mente se encontraba enturbiada, dema-siado, no recordaba todo lo que quería, ¿por qué?

—¡Sí, sí!¡Es más grande por dentro que por fuera! ¡Es una cabina azul!¡Viaja en el espacio y en el tiempo! ¡Ah, y a ve-ces hace tortitas espectaculares pero las saca a la hora del té, la muy descarada! —exclamó una voz rápida. Provenía de un hombre que surgió tras… ¿Qué era aquella emanación de fulgor? ¿«Una sala de mandos», como decían en las novelas de aventuras folletinescas?—. ¡Tranqui-la, pequeña! Sé que es todo muy extraño y todo eso, pero cuanto antes lo asumas, antes nos enfrentaremos a un ejército de muertos resucitados con electricidad y cambiaremos las cosas, ¿qué te parece? ¿A qué es divertido? ¡Sí, lo sé, debería crear mi propio parque de atracciones infantil… otra vez, pero ahora con me-nos desmembramientos accidentales! ¿Me estás oyendo, niña?

Caroline Wisdom, de diez años, nun-ca había creído posible ver nada como el lugar donde estaba. Cuando pensó en saltar y largarse, el hombre chasqueó los dedos y se cerró la puerta. Ella se asustó.

—No te comportes como una reina del drama, ¿quieres? Vas a salvar el mun-do tras enfrentarte a una horda de zom-bis, ¿no es lo que queréis todos los niños?

Caroline dio un paso atrás, con su vestido antiguo y su rostro de miedo, enmarcado por sus cortos cabellos. En cambio, los rasgos del hombre lucían

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115EL EJÉRCITO DE LAS PESADILLAS

completa confianza, adornados por aquel pelo extravagante, puntiagudo y enloquecido, como sus ropas, el esmo-quin marrón y sus extraños zapatos. El tripulante (¿o capitán?) de la nave sacó algo de su bolsillo, ¿era una especie de varita mágica gris, iluminada de azul?

—Esto es un destornillador sónico. Habitúate a él, porque pronto tendremos que enfrentarnos a esos monstruos y no quiero dar excesivas explicaciones. So-lamente recuerda quién soy, ¿vale?—La niña no contestó—.¡Venga, vamos, re-acciona! No pensé que el shock cultural fuese para tanto. Sé que todo es imposi-ble, pero ¿qué más da? ¡No es el fin del mundo! Aún no…

Para Caroline Wisdom solamente ca-bía una posibilidad:

—¿Esto… esto es un invento de Tes-la?

— ¡Oh, eso me ha ofendido, pequeña! Por muy bien que me caiga Tesla, al que conocí hace un rato y sé que un día me gustaría tenerlo en mi equipo de bolos, no, esto no es un invento de Tesla. Es tecnología de los Señores del Tiempo.

—¿Los… Señores del… Tiempo?—Exactamente, aunque dicho de una

forma menos dubitativa. Son tipos con un sentido de la indumentaria peculiar, bastante cabreados la mayor parte del tiempo, capaces de viajar en el espacio y el tiempo... Son algo así como los primos lejanos: no te caen bien, pero los aguan-tas si es que llegas a saber algo de ellos.

Caroline Wisdom negó con su cabe-za.

—No… no… no eres de este mundo.—¡Un punto para la pequeña huma-

na!La niña estuvo a punto de caer al sue-

lo.—Me… me siento mal…—¡No te preocupes! ¡Puedo solucio-

nar eso! ¡Soy El Doctor! Sí, solo eso, El

Doctor, nada de apellidos y motes ton-torrones. Salvo a gente y me meto en líos. A veces, ambas cosas se relacionan, confieso... Eh,¡tu gato! Está caminando sobre el aparador temporal. Vaya, esto es violento. Espero que no lo use como caja de arena…

Caroline cogió a Sombra. Ella esta-ba aterrorizada, caminaba mirando a un lado y a otro. ¿Qué era aquel lugar y por qué sentía que estaba buscando algo?

—Esto no puede estar pasando…—¿No puede estar pasando? ¡Está

pasando! ¡Deja de pensar tanto! Imagí-nate que esta aventura es un cuento de hadas con presupuesto… y con inminen-te amenaza de la muerte —musitó El Doctor tras carraspear. Dio un giro so-bre sí mismo y yendo de un lado a otro, tocando palancas y accionando botones, pareció dar un rumbo a su nave—. Si no me equivoco eres Caroline Wisdom…

—¿Cómo sabe mi nombre… Doctor?—Ejem… ¿En serio? ¿Has mirado

a tu alrededor? Estas en una nave que puede ir a cualquier lugar en cualquier momento y ante un extraterrestre de casi mil años, ¿crees que tu nombre podría permanecer oculto? Querida, no inten-tes imitarme convirtiendo tu nombreci-to en un mote, quédate con él y acepta que el destino quiere que estés en este lugar… ¿Ha sonado excesivamente bor-de? No estoy acostumbrado a viajar solo y no aguanto a los niños. Debería buscar a una canguro… Me pregunto si Donna Noble habrá terminado ya sus vacacio-nes en el planeta spa…

EL DOCTOR guardaba secre-tos. Era su especialidad. No le dijo a Caroline Wisdom que

había viajado dos años en el futuro des-de ese momento y había encontrado a la Tierra invadida por cadáveres resucita-dos. No le contó que la líder de la re-

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116 CARLOS J. EGUREN

sistencia humana se llamaba Caroline Wisdom, que había visto a los primeros resucitados en un cementerio mientras buscaba a su gato.

El Señor del Tiempo había viajado por muchos lugares y en diversos mo-mentos del tiempo y sabía que la Tierra no estaba condenada a ser dominada por muertos traídos a la vida, entonces ¿qué había pasado? Seguramente una línea al-ternativa, alguien había cambiado el pa-sado y ahora El Doctor estaba dispuesto a solucionarlo. Quizás Caroline pudiese ayudarle, pero aquel ejército de pesadi-llas tenía algo que desconcertaba al Doc-tor: la energía que lo reanimaba parecía digna de los Señores del Tiempo, pero ¿cómo? Él era el último de su especie. Se fijó en Caroline, ¿tendría respuestas?

—¿Soy la líder de la resistencia hu-mana contra esos monstruos? —pregun-tó Caroline de repente.

El Doctor dio un salto mientras rea-justaba los paneles de escalada decimal con su destornillador sónico. Alzó una de sus cejas y se obligó a sí mismo po-nerse las gafas (sí, aquellas con las que parecía un cerebrito).

—¿QUÉ?—He escuchado lo que decías…—¿QUÉ?—He escuchado todo lo que estabas

pensando…—¿QUÉ?—¡Puedo entrar en la mente de los

otros!¿Era aquello posible? Y aún así… El

Doctor sabía que él no era un «otro» más. Él era El Doctor, el último Señor del Tiempo del planeta Gallifrey, exilia-do por su pueblo ahora extinto y conver-tido en una especie de aventurero inten-tando arreglar problemas.

—¿Aventurero? Doctor, creo que te tienes en muy alta estima.

¡No era posible! El Doctor estaba in-

trigado. ¿Cómo una simple niña, hija de unos padres con un motel en las afueras, de clase humilde y sin ningún aparente don, había podido entrar en su mente?

—El Amo nos ha enseñado, Doctor.—¡¿EL AMO?!El Amo. Aquel nombre traía oscuros

recuerdos al Doctor. Era su peor enemi-go, su pesadilla. Antaño, El Amo había sido un poderoso Señor del Tiempo, in-cluso fue amigo de El Doctor, pero con el tiempo, se convirtió en una amenaza. Buscaba el poder de todo el universo para esclavizarlo y se había puesto un nombre acorde. El Doctor se había en-frentado a su viejo camarada, ahora rival, en diversas encarnaciones, pero su regre-so era imposible.

El Doctor recordaba aún cómo aquel querido rival había muerto en sus brazos, tras tomar el gobierno de Reino Unido. El Amo había preferido morir antes de redimirse, El Doctor fue testigo de ello. Fue en ese aciago día cuando El Doctor se convirtió en el último de los Señores del Tiempo de forma oficial.

—El Amo está muerto —dijo El Doctor. ¿Y si ahora resultaba que todo había sido una argucia?¿Explicaría a los cadáveres revividos con tecnología de Gallifrey?

—El Amo no muere—respondió Ca-roline con frialdad. Sin duda, era una es-clava—. Tú no estás solo.

Antes de que Caroline Wisdom di-jese algo más, su mano cayó sobre una palanca y la T.A.R.D.I.S., la nave azul con forma de cabina, perdió el control. El Doctor no pudo hacer nada para im-pedirlo.

La niña retrocedió junto a su gato, mientras El Doctor intentaba saber qué había saboteado exactamente la cría. Las luces temblaban hasta volverse rojizas y la nave no respondía. El Doctor aún recordaba cómo El Amo había estado a

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117EL EJÉRCITO DE LAS PESADILLAS

punto de vencerle la última vez, robán-dole la T.A.R.D.I.S. y dejándolo a mer-ced de los últimos humanos de la Tierra, unos caníbales terribles. Aquella vez, ha-bía conseguido escapar junto a la intré-pida Martha Jones, gracias a la ayuda del Capitán Jack Harkness y su manipula-dor del vórtice temporal, pero ¿y ahora?

Estruendo y caída.El Doctor consiguió ponerse en pie

cuando la T.A.R.D.I.S. se detuvo brus-camente. La niña siguió caminando mientras la puerta se abría, Sombra y ella escaparon. Mientras, El Señor del Tiempo se quedó mirando todos los sis-temas.

—¡Escucha, chica! ¡Pequeña, reinícia-te como te enseñe!—le dijo El Doctor a su nave. Había tomado precauciones desde el último incidente con El Amo—. Expulsa al intruso de los sistemas y, si todo sale bien, prepara el té. No sé qué voy a encontrarme ahí fuera…

El Doctor fue con paso firme hasta la salida. Esperó toparse con cualquier horror, desde las fauces de un imperio Sycorax hasta con una base de cibermen, pero la habitación parecía ser más bien el hall de alguna taberna vacía y no espe-cialmente mala. Es más, El Doctor en-contró el lugar bastante soportable, ¿era aquella la gran trampa?

—¿Por qué iría El Amo a traerme a un bar? ¿No conoce mejor el concepto de «cita»?

—Doctor, ¿cómo íbamos a tomar una copa si no era en un lugar como este? —preguntó la misma oscuridad.

El Doctor se giró y encontró en un improvisado trono a su viejo enemigo. Pero ¿cómo? El Amo había muerto.

No obstante,los Señores del Tiem-po tenían un truco para esquivar a la muerte: regenerarse, adquirir un nuevo cuerpo e incluso una nueva personalidad que le permitiese seguir existiendo. El

Amo había conseguido regenerarse en muchas ocasiones, como el propio Doc-tor. Sin embargo, aquel no era un Amo del futuro, ese había muerto. El Doctor estaba ante una encarnación pasada del Amo, con sus cabellos negros de raíces blanquecinas y su perilla que recordaba a un diablo. Su risa maligna era digna del típico villano de los cómics de la edad de plata. El Doctor le hizo callar:

—No tomaré nada contigo. Seguro que al final no pagas. Siempre has sido un completo estirado.

No fue una broma que le hiciese gra-cia al Amo.

—Siempre tan gracioso, siempre tan inútil. No había conocido a esta encar-nación tuya… Ropa harapienta, sonrisa tonta, mirada perdida, sin peine y com-pletamente idiota. Toda una regenera-ción, ¿eh?

—Mejor que no hable de ti y tus en-carnaciones futuras porque seguro que harían cuestionarte algunas ideas. Pero en fin… Así que tú has estado detrás de la resurrección de cadáveres mediante la electricidad y la tecnología de los Seño-res del Tiempo. ¡Tuve que sospecharlo!

—Menos melodramatismo, Doc-tor. Simplemente estaba resucitando a una bestia mitológica de tiempos recónditos:¡los Muertos de Luz, un Ejército de Pesadillas! Esta amenaza procede del génesis de Gallifrey ¡y yo la he recreado! No tardarán en matar a to-dos los estúpidos humanos de la Tierra, dejando en ellos la huella para que mis rayos resuciten a esta población, convir-tiéndolos en mis súbditos. ¡Hoy es el día de mi victoria definitiva, absoluta, com-pleta y total!

El Amo rió con fuerza, vanaglorián-dose de un diccionario de sinónimos. El Doctor suspiró diciendo:

—En serio, ¿no te cansas de estas chorradas? Tú sabes cómo acabará esto…

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Ánima Barda - Pulp Magazine

118 CARLOS J. EGUREN

—Por supuesto que lo sé. Tú acaba-rás muerto, yo acabaré triunfante y, en la hora de la verdad, expandiré mi reino desde tu querida Tierra hasta los confi-nes del universo. ¡Seré, más que nunca, El Amo!

El Doctor miró al resto de las estan-cias. Vio varios cárteles, uno de ellos decía «POSADA WISDOM». Segura-mente, El Amo estableció en ese lugar su base de operaciones para poder tam-bién manipular a su futura archienemiga y convertirla en una marioneta. Era algo muy digno del Amo.

El Doctor negó con la cabeza, des-concertando al villano.

—No, desde luego no sabes cuál es el final.

El Doctor dirigió una mirada a Caro-line Wisdom y su gato Sombra. Ambos debían de haber sido controlados por El Amo. No sabía qué clase de experimen-tos hizo su némesis con ella, pero había sido capaz de doblegar su mente y do-tarla de un poder para entrar en los pen-samientos de otros Señores del Tiempo, como era el caso de él mismo. Lo sentía mucho por Caroline.

—Mi versión futura de dentro de dos años, quien gobierna en una guerra civil, me dijo que esta niña me daría proble-mas —explicó El Amo—. Si bien cam-bié esta época, no iba a dejar que todo se perdiese por ella en el día de mañana. Por eso, ¡voy a hacerlo bien destruyéndo-la y reescribiendo el tiempo!

—Grita con más fuerza si quieres —dijo El Doctor con un además de poca importancia—, ¡así quedarás más refle-jado aún como el villano de opereta que eres!

—¡Estoy creando un ejército de muertos!¡He cambiado el tiempo! ¡Mis adversarios limpian mis botas y tú has caído en mi trampa, Doctor! ¡Usando a mi esclava conseguí atraerte hasta aquí

y tomar el control de la T.A.R.D.I.S.! —gritó El Amo y sonrió, expandiendo su perilla. Pocas veces era feliz y siempre suponía un advenimiento de horror—. Ahora, ¿qué puedes hacer más allá de darte por vencido?

—Puedo hacer muchas más cosas de las que crees —contestó El Doctor, despreocupado—. Hasta puedo dejarme salvar.

—¡No me hagas reír! ¿Quién arries-garía su pellejo por un inútil como tú! ¡Eres el idiota de siempre! ¿Qué vas a hacer? ¿Ofrecerme golosinas, esos jelly babies, como siempre?

—No, ya se los di a otro buen amigo. Y tú te has portado mal, ¡así que nada de jelly babies! ¡Adáptate a los tiempos, Amo!Cuento con nuevos y viejos recur-sos, no tengo porqué estar solo. A veces, puedo dejar que me salven.

—¡Intenta no ser tan idiota por un minuto! Cada vez que te comportas como un ignorante, no solo destruyes tu fama sino que también destrozas la mía. ¡Ser vencido por un idiota como tú en el pasadome convierte en algo peor! ¡Pero ya no más! —advirtió El Amo. Enton-ces, golpeó un botón de su reposabrazos de su trono. Todo tembló.

Tras la ventana, el cielo de día se vol-vió completamente negro. Las nubes se habían deshecho de pronto, lo que ocul-tó todo no fue por culpa de ellas. Rayos rojizos empezaron a caer. Grietas apare-cieron en la cúpula celeste para dar paso a grandes y putrefactos tentáculos. ¿Qué locura era aquella?

—¿Recuerdas al Cefalópodo, Doctor? Fue una de mis primeras creaciones de la Academia… Lo he hecho crecer en un vacío que antes estuvo repleto de mi energía con la que he resucitado a los muertos. ¡Voy a usarlo para hacer que la resistencia se entregue, mueran volunta-riamente o que sufran bajo ese horror!

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Ánima Barda - Pulp Magazine

119EL EJÉRCITO DE LAS PESADILLAS

El Doctor mostró un gesto de miedo. Fuera, grandes tentáculos verdosos se

extendían por toda la ciudad, golpeando a diestro y siniestro, derribando casero-nes y convirtiendo todo en el caos que El Amo deseaba. ¿Era su victoria final?

—¿Quién te salvará de esta, Doctor? —preguntó El Amo, y rio con fuerza—. Has ayudado mucho a este mundo, pero llegada la hora de la verdad, ¿quién se la jugará por ti? ¿Qué puedes hacer, Doc-tor? ¡Estás tardando en llamarme por mi nombre! ¡AMO!

El dueño de la T.A.R.D.I.S. alzó su destornillador azul y la luz lo iluminó todo. El Amo solamente se pudo reír.

—¿Un destornillador sónico? ¿En serio? ¿Qué tontería es esta, mentecato?

Pero El Doctor sonrió y eso fue algo que no le gustó a su enemigo.

—Es una señal. Siendo recibida por amigos y liberando recuerdos. Manipu-laste a esa niña para que estuviese en el cementerio, para hacer que llegase hasta tus garras, pero ha estado en mi mente, le he hablado de mí y créeme, ¡este soni-do va a traerle recuerdos de quién soy y quién eres tú!

Caroline se llevó las manos a la cabe-za. El Amo lanzó un golpe al aire, lleno de rabia.

—¿De qué sirve eso, Doctor? ¡Da igual que te conozca!

—La gente que me conoce de ver-dad no suele decepcionarme cuando son buenas personas. Poco puede hacer tu influjo sobre ella si sabe quién soy, la gente que he ayudado y las veces que te he derrotado merecidamente.

—¡No me lo creo! ¿Le enseñarás también los horrores que has creado a lo largo de tu vida, Doctor? ¿Te atreverás a eso?

—¡Ninguno de mis horrores son comparables con los hechos por ti, Amo! ¡Ni siquiera la Guerra del Tiempo fue

una monstruosidad tan grande como las que tú has hecho!

—¿Guerra del Tiempo? —preguntó El Amo. Aún no lo había vivido. Se le-vantó—. ¡Deja de distraerme, pobre rata! ¡Te conozco! ¡Ocultarás tus sombras! ¡Eres tan horrible como yo!

Entonces Caroline Wisdom cayó al suelo de rodillas. Sombra maulló y se quedó a su lado, intentando saber qué le pasaba a su dueña. El Amo se dio la vuelta y esgrimió un bastón con un filo rojizo que recordaba a un zafiro. Era un lanzador de rayos. ¡Iba a matar a Caro-line!

—¡Os destruiré con la energía que he creado! ¡No podréis hacer nada!

El bastón se activó, pero lejos de lan-zar una llamarada de luz rojiza, El Amo recibió una descarga sobre sí. Retrocedió, tropezando y cayendo sobre su trono. Su arma no había funcionado.

—Doctor, sé quién eres y sé quién es él —dijo Caroline, asustada—. ¿Qué puedo hacer?

—Eres humana y la línea temporal de este lugar te pertenece, recuerda como era esto antes, enseña al tiempo cómo era y arréglalo, Caroline Wisdom. Aho-ra, eres la maestra del tiempo —dijo el Doctor confiando en la cría.

El Amo intentó recuperar el domi-nio de su báculo, pero le era imposible. Miró hacia detrás, vio una estela de luz cubriendo el cielo. Los tentáculos del Cefalópodotambién habían chocado contra una barrera. Algo no estaba sa-liendo bien. Contempló con plena furia al Doctor:

—¿Qué… has… hecho?—¿Pensabas que solo tenía un amigo?

¡Por favor, Amo, me decepcionas! Debe-rías mirar en qué época estamos y en qué lugar. Si algo he aprendido de la Tierra es que siempre te sorprende y hay gente en la que puedes confiar, personas que

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Ánima Barda - Pulp Magazine

120 CARLOS J. EGUREN

pueden luchar por su mundo. Y Nikola Tesla es uno de ellos.

El Doctor cambió la frecuencia de su destornillador hasta convertirlo en un receptor de ondas. Una voz clara empezó a escucharse:

—Aquí Rayo a Pararrayos…—¡Siempre he querido que Tesla me

llamase Pararrayos!—Bueno, no fardes… He recibido

tu señal, Doctor —decía Tesla a través de uno de sus inventos, precursor de la radio—. Como dijiste, he amplificado la orden de la señal eléctrica siguiendo el impulso de señal de tu T.A.R.D.I.S. y tu teorema de los Señores del Tiempo. ¿Y ahora?

El rostro del Amo se había converti-do en una muestra de rabia.

—Ahora, Tesla, nuestra idea va a traer de cabeza a cierto villano de pacotilla.

—¡No vas a destruirme! —gritó El Amo.

—¿Ése es El Amo? Acabo de escu-charle, ¿siempre es tan susceptible?

—Debiste conocerlo en la escuela…—¡Terminad con esto, malditos!—Eso estamos haciendo, Amo. Gra-

cias a la electricidad de Tesla y mis con-sejos hemos conseguido inhabilitar el espacio de funcionamiento de la energía creada por ti, la estamos expulsando. En resumen, los cadáveres vuelven a serlo, tu bastón solamente sirve como tal y la grieta que creaste con ella se está cerran-do con su Cefalópodo siendo ahuyenta-do a un espacio donde seguramente las nuevas barreras creadas por nuestra onda lo destruyan. ¡Sí, yo llamo a esto «martes por la tarde»!

Tesla contestó:—Entonces, ¿tengo que unirme a tu

equipo de bolos a cambio de tu ayuda?El Amo soltó un rugido y se preparó

para escapar, tomando venganza antes. Elevó su bastón para usarlo de nuevo.

—¡Yo también tengo un destornilla-dor sónico en mi báculo! ¡Y puedo recla-mar una nave que me ayude a escapar!

El Doctor no se lo impidió, eso in-quietó a El Amo, que acababa de activar su destornillador.

—¿Sabes lo que acabas de hacer? Creo que no… Has convertido ese bas-tón en un lanzador de esa energía que has creado para abrir un portal y reavivar a los muertos…

—Sí, tiene usos múltiples… —dijo con desgana El Amo, pero no fue hasta que vio los efectos de la activación cuan-do comprendió lo que El Doctor había querido decir.

Ahora que la energía de Tesla fun-cionaba, las ondas del Amo estaban en completo retroceso, cerrando la grieta del Cefalópodo y enviando su propia se-ñal a un vacío. Cualquiera que usase una señal sónica con un espectro de energía como la del Amo buscaría un receptor, pero cualquiera de esos estaba siendo transportados con el Cefalópodo. De tal manera, El Amo que utilizó su arma es-taba siendo absorbido por la irrealidad. Se giró con un rostro lleno de furia y te-mor. ¡Quería venganza!

—Algún día la tendrás, pero no hoy —dijo CarolineWisdomtras entrar en la mente del Amo, recuperando sus re-cuerdos.

Hubo una cegadora luz brillante se-guida de fulgores rojizos y azules. Todo cambió.

Tras un sonido parecido a mil true-nos luchando entre sí, El Doctor abrió los ojos y encontró la estancia com-pletamente solitaria a excepción de un hombre con bigote de morsa. El Señor del Tiempo miró a través de la ventana, fuera era un día normal y corriente, sin ninguna señal de caos.

—Ya veo que le gustan las vistas —dijo el posadero del bigote. Era el se-

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121EL EJÉRCITO DE LAS PESADILLAS

ñor Wisdom, el padre de Caroline—. ¿Quiere tomar algo?

—No creo que sepa cómo se hace un daiquiri de plátano, pero gracias —repli-có El Doctor tras una exclamación de triunfo.

Miró a su alrededor: la estancia era absolutamente normal y el trono del Amo había desaparecido, junto a todas sus maldades. Como si fuera un agrade-cimiento, Sombra se acercó al Doctor, que le dedicó una sonris, aunque no le gustaban especialmente los felinos (pro-blemas con las monjas gato y todo eso). El Doctor siguió caminando con tran-quilidad por la taberna que había reco-brado la normalidad perdida. ¡Y pensar que toda la aventura de Caroline Wis-dom empezó siguiendo un gato!

—¿Qué ha pasado, Doctor?— le pre-guntaron. Se giró y encontró a Caroline Wisdom con un gesto de completa con-fusión. El Señor del Tiempo se quedó a su lado.

—¡Hola, Caroline Wisdom, La Chi-ca Que Recuerda! Porque es eso, ¿no? Estás rememorando, pero te explicaré algunas cosillas. El Amo reescribió el futuro, unos años, creando un ejército de muertos en vida. Luego, quiso eliminar-te, reescribiendo lo reescrito. Sin embar-go, nosotros impedimos esa reescritura y borramos todos los cambios.En conclu-sión, ¡nada de ese futuro pasó! Tal vez El Amo ni siquiera haya estado aquí en esta nueva versión con los fallos soluciona-dos. Tal vez solo Tesla, tú y yo lo recor-demos. Mientras, el espacio y el tiempo están curando sus heridas, pero nosotros somos diferentes. ¿A qué está bien?

—No entiendo nada, Doctor… Todo parece transformarse. Nada es real. Es como…

El Doctor apoyó sus manos en las sie-nes de la niña. Un segundo después, ella cerró los ojos. Era peligroso que una hu-

mana recordase tanto de los Señores del Tiempo.Con un simple gesto, el Doctor la había hecho olvidar.

Cuando la niña abrió los ojos, El Doctor ya no estaba y solo Sombra pare-cía acordarse de algo, pero prefirió cazar una rata.

* * *

JURARÍA que no estabas aquí esta mañana, misteriosa cosa azul —le dijo Tesla a la máquina.

—¿Misteriosa cosa azul? ¿En serio, Tesla? ¡No sabes cortejar a una mujer! —le dijo El Doctor acercándose con una sonrisa afable.

El Doctor halló a la T.A.R.D.I.S. en el enclave seguro más cercano que ha-bía encontrado: el estudio de Tesla. El científico se mesabasu bigote mientras la observaba, había intentado abrirla e in-vestigarla sin resultados aparentes.

—Oh, tú… Doctor… ¿Cómo decías que te llamabas?

—No he dicho nada de cómo me llamaba —contestó El Doctor tras com-probar que Tesla también había empe-zado a olvidar todo lo sucedido. Pronto, todas las heridas temporales se cerra-rían. Por tanto, El Doctor se centró en su nave—. Oh, chica mala, espero que ya estés mejor y hayas superado todo lo malo que ha pasado hoy…

Tesla retrocedió y tomó asiento en una silla cercana. Su cara solamente mostraba confusión, como el rostrode Caroline antes.

—¿Te pasa algo, Tes?—Siento que he descubierto cosas…

y no recuerdo cuáles.El Doctor había dado ciertas infor-

maciones a Tesla que le habían permi-tido crear la onda eléctrica adecuada, incluso condatos muy valorados por los Señores del Tiempo. Estaba bien que la

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122 CARLOS J. EGUREN

olvidase.—No te preocupes, Tesla. El mundo

seguro que te recordará.—No lo creo. Ese chaval… Edison…

Se está comiendo el terreno, tiene apo-yos y busca desprestigiarme.

—No hay fallos en la historia que no se solucionen, Tesla. Créeme. Nadie po-drá dejar de dar gracias por lo que has hecho hoy. Se convertirá en esa atmósfe-ra de misterio y fascinación que te envol-verá para la gente del mañana.

Tesla se levantó de su asiento y miró a su alrededor, pensando en lo que le ha-bía dicho… ¿El Profesor? ¿El Doctor? ¿Cómo se llamaba?

—No suena mal lo que dices —co-mentó Tesla y cuando miró hacia donde estaba el otro… ya no estaba.

El científico recorrió su laboratorio en completo silencio. Al final, se enco-gió de hombros pensando que solo había sido todo fruto de un sueño de un des-canso indebido.

Ahora tenía un par de ideas intere-santes sobre la electricidad. Quizá al-guien se acordase de él en el futuro.

* * *

CAROLINE Wisdom no se convirtió en la líder de los hu-manos enfrentados a los zom-

bis. Los muertos vivientes no habían vuelto a su tumba, simplemente eran muertos y yacían en la tierra. Aquella lí-nea alternativa se había desvanecido, los errores del tiempo eran ahora cicatrices casi invisibles, pero Caroline las podía ver. Siempre recordó que una vez se per-dió en el cementerio buscado a Sombra y había vivido una historia que la había cambiado, pero ¿cuál?

De ahí surgió una imaginación que le hizo contar historias sobre muertos que volvían a existir, demonios con forma

de cefalópodos, horrores indescriptibles venidos de más allá de las estrellas… Y fue una de esas historias que contó a un niño, a uno de sus alumnos del colegio, las que hablarían de ese horror pasado. El crío quedaría traumatizado y sola-mente encontraría una manera de exor-cizar esos miedos: escribiendo.

—Howie, solo era un cuento de vie-jas, no me hagas caso—le decía Caroline sonriente, pero el niño no sonreía.

Lovecraft nunca pudo olvidarlo.

* * *

POCO DESPUÉS, El Doctor acababa de salvar Estados Uni-dos de su desintegración termal

diciéndole a George Washington que se comportase y ahora se estaba perdiendo en las callejuelas oscuras de ese país que siempre le había llamado tanto la aten-ción.

—¡Una hueste de fantasmas! ¡Regre-sen a sus hogares por lo que más quieran!

Una voz había gritado aquello y cien-tos de personas se estaban riendo de aquel hombre con fama de alcohólico. El Doctor se quedó con cierta curiosi-dad. Aquello no le sonaba de los libros de Historia. ¿Otra línea alternativa que curar? Podía ser.

—¡Aléjese de aquí! ¡Ya vienen los fantasmas! —exclamó un hombre que llevaba consigo un mosquete de extraños aires futuristas. Era un tipo de estatura baja, gesto asustadizo, ojos oscuros como el alquitrán y un pequeño bigotillo—. ¡Fantasmas, señor! ¡Corra!

—Edgar Allan Poe —dijo El Doctor y asintió—. ¡Nunca he estado más de acuerdo contigo! ¡Corre! Allons-y!

La T.A.R.D.I.S., no muy lejos, pa-reció reírse. Solamente era una historia más para el Doctor, otro «martes por la tarde», una historia más para el mundo y

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123EL EJÉRCITO DE LAS PESADILLAS

quien quisiese escucharla. A veces estaba bien conocer a gente a

la que confiar tu vida. En otros momen-tos, había heridas que curar y no había nadie mejor para eso que El Doctor.

Cuando los fantasmas llegaron, se es-cuchó un grito de guerra:

— ¡EXTERMINAR!

No eran espectros, eran daleks y esta-ban dispuestos a alimentar su maquina-ria de guerra a partir de una línea alter-nativa. El Doctor se sintió ciertamente contento; había empezado a aburrirse.

J.R. Plana

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125RESEÑA: EL HOMBRE DE LA...

A VECES hay libros que no necesitan presentación. Creo que ese es el caso de El hom-

bre de la arena y otras historias siniestras, de Ernst Theodor Amadeus Hoffmann (Hoffmann a partir de ahora, por favor), relatos de un autor del romanticismo ne-gro de los que se habrá hablado cientos de veces, y a buen seguro con más tino del que yo pueda desarrollar aquí.

Para complementar mi apre-hensión y cobardía, diré que siempre encuentro com-plicado, hasta peligro-so, reseñar a los clá-sicos. El libro lleva ahí casi doscientos años, con miles de opiniones profe-sionales vertidas, y entonces llegas un servidor y… ¿y? Pues nada, sólo puedo hablar con licencia de lo mucho o poco que me ha gus-tado e intentar animar a otros a que sigan o no mis pasos.

Con la intención de simplificar las cosas, partiremos de la siguiente base: se trata de un autor de terror gótico y, acorde a su época, su narrativa es den-sa y florida. Dicho esto, que huyan de la sala inmediatamente todos aquellos que detesten las frases con más de tres ad-jetivos. Hoffmannse hace difícil de tra-gar cuando no estás acostumbrado —y encuentras deleite— en la lectura de los clásicos (en general) del terror (en par-ticular). Construcciones grandilocuentes y reflexiones circunvaladas, todo ade-

rezado con los habituales de la época: espectros, gente malvada, vampirismo, doppelgänger y situaciones extravagan-tes.

Hoffmann, que componía (música) y le hubiera gustado destacar como tal, complementaba, como todo hombre de su tiempo que se precie, con otras cua-lidades, como, por ejemplo, la de ser jurista, pintor, dibujante o caricaturista.

Pero eso es poco, así que además era tenor. Un tipo completo

con un montón de cono-cimientos que acababa

volcando en sus escri-tos, como en el caso del relato Don Juan, que trata muy, muy de cerca una ópera.

A veces los re-latos de este autor pueden no ser para todos los públicos,

pues recurre a una serie de referencias

que, por desconoci-miento, se nos escapan,

haciendo la lectura aún más farragosa de lo que era. Por esto

hay que agarrarlo siempre con la calma que debe tener uno al saltar a otros tiem-pos, especialmente si no es un experto.

Su obra dejó huella en Poe, que pare-ce que es al tipo que tienes que nombrar si quieres captar la atención de todo el mundo (la norma popular dicta que si Poe está en el ajo, a la fuerza tiene que ser bueno). También compositores de la talla de Wagner leyeron a este escritor. Cabe deducir que igual no era un patán juntando letras.

Con todo esto ya en el coleto, tene-

Valdemar.368 págs.

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por JR PLANA

El hombre de la arenay otras historias siniestras

“El hombre de la arena y otras historias siniestras”

ETA Hoffmann

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RESEÑA: EL HOMBRE DE LA...

Ernst T.A. Hoffmann

Königsberg, 1776.Ernst Theodor Amadeus Hoffmann fue un escritor, dibujante, pintor, compositor y jurista que vivió a caballo entre finales del s.XVIII y principios del XIX. Su obra está vinculada

al movimiento romántico de la literatura alemana, en el que participó activamente. A pesar de sentir una inclinación y un talento naturales por la composición, fueron sus obras de horror y suspenso las que le dieron la fama.

mos más o menos ubicado el estilo de Hoffmann y de lo que hablaba, y, si se me permite tomarme la libertad, somos conscientes de cuál era su rollo, de qué palo iba. Sabiendo que nos atrevemos con las construcciones pesadas, que nos puede hasta gustar la prosa recargada y lenta con algunas referencias que se nos escapan, la pregunta, por tanto, es: ¿por qué habría de leer a Hoffmann?

La respuesta es sencilla: deberías leer-lo si te gustan los románticos y la litera-tura de terror en sus inicios, porque nada como ir a los inicios para verlo todo más claro.

Esto nos conduce por lógica deduc-ción a otra respuesta igual de sencilla y tocapelotas: es un clásico. Nos guste o no el clásico, hay que leerlo para po-der entender mejor las cosas que vienen después. Es un autor ubicado en pleno apogeo de los cuentos de terror, fantasía y hadas, con grandes cuentistas clásicos como los hermanos Grimm escribiendo a la par, así que está lleno de los matices propios de la época que nos trasportan al momento y nos ayudan a comprender —y a veces disfrutar— lo que viene des-pués. ¿Leerás igual de a gusto a Poe sin leerte a Hoffmann? A buen seguro que sí. Pero quizá se te pasen algunos guiños, algunas referencias o algunas ideas que creías ingenios de la mente de Poe y no lo eran tanto. Hoffmann es un referente,

y los referentes son referidos habitual-mente. Como pasa con Lovecraft, Verne o Petete y su libro gordo.

Soy tajante con este tipo de lecturas a la hora de recomendarlas. No intento convencer a nadie de que se meta en es-tos fregaos, tiene que ser algo que va con el gusto y las ganas de cada uno. Siempre recomiendo que se intente, que se arme uno de valor, que puede incluso encon-trarlo divertido (como nos pasa a tantos aficionados al terror gótico), pero si la respuesta es naranjas de la china, yo pre-fiero cualquier otra cosa, entonces hay que dejarlo estar, no conviene forzar la máquina.

Si eres habitual, ya te harás una idea de lo que puedes encontrar, y si quieres a expertos hablando del tema, búscalos por ahí que seguro que los encuentras. Yo solo puedo (y quiero) animarte a que cojas el libro y luego me cuentes qué te ha parecido. Encuentro fascinante el que cada uno forje su propia opinión en el camino y si eso investigue al acabar, y no al revés.

Hoffmann, un clásico. ¿Denso y pe-sado? Sí. ¿Infumable? No hasta ese pun-to. ¿Memorable? Siendo profanos en el tema, lo suficiente como para decir «Ah, yo leí a ese tipo. Me acuerdo que escri-bió sobre autómatas. Y antes que Julio Verne».

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por Julio M. Freixa

JUDAS Zacarías Bocanegra, también conocido como Judas el Miserable, póngase en pie —dijo el juez, con toda la autoridad que otorga el saber que

se cuenta con el respaldo de la ley—. Ha sido declarado culpable de asesinato en primer grado. Por el poder que me otorga el condado de Kent, le sentencio a ser colgado por el cuello hasta morir. La ejecución tendrá lugar mañana al amanecer. Pueden llevarse al reo. —El golpe del mazo dio paso al murmullo generalizado, rasgado por los gritos del condenado:

—¡Les digo que cometen un error! ¡Ese bastardo estaba haciendo trampas! —El reo, esposado, forcejeaba inútil-mente con los tres alguaciles que lo llevaban a rastras al calabozo.

—Más vale que cierres el pico —dijo uno de los guar-dias, apretando los dientes—. Aunque eso que dices sea cierto, has cometido en tu vida delitos suficientes como para colgarte cien veces.

—¡Cállate tú, pendejo! —escupió Judas—. En Nuevo Méjico nos comemos crudos a los tipos como tú.

—Veremos si sigues tan valentón mañana, cuando el lazo te estire el pescuezo —añadió otro de los alguaciles, un tipo obeso con un ancho y descuidado bigote—. Apuesto a que te orinas encima.

Judas recorrió el resto del camino en silencio, sabedor de que poco podía hacer por cambiar su situación. El fatal des-tino había jugado en su contra esta vez, pese a tantas otras ocasiones en las que había logrado burlar la muerte. Fue empujado al interior de una celda mohosa, con un jergón de paja como única concesión a la comodidad. Una bacini-lla le serviría para hacer sus necesidades. Al menos, habían tenido la deferencia de vaciarla desde su último inquilino.

La llave giró, con un sonido metálico teñido de condena y desesperanza. Miró una última vez al rostro a sus carca-leros antes de que le dejaran solo. Ninguno de ellos pudo reprimir un estremecimiento. Eran los ojos de un muer-

Judas, el Miserable

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128 JULIO M. FREIXA

to, los ojos de una criatura vacía de toda humanidad, que sin embargo ardían con un odio ultraterrenal. Por un momento,

desearon que llegara la mañana siguien-te, porque de algún modo sabían que no podrían estar tranquilos mientras Judas Julio M

. Freixa

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129JUDAS, EL MISERABLE

el Miserable siguiese vivo. —¿A qué esperáis? —espetó—. Ya

podéis volver a vuestra partida de car-tas. Os veré en el infierno... Y recordaré vuestras caras.

Los guardias se alejaron sin decir pa-labra y tan solo se atrevieron a hablar cuando se sintieron seguros fuera de aquel lugar. Solo con sus pensamientos, Judas se lamentaba de no haber sido lo bastante astuto como para calar bien a aquel desgraciado de Sykes. Si el imbécil se hubiera limitado a jugar su partida sin más, todavía estaría vivo. Algunos hom-bres no saben beber, y cuando lo hacen en exceso se vuelven un poco locos. En-tonces empiezan a creer que son alguien cuando en realidad no son más que un saco de estiércol.

En circunstancias normales, George Sykes debía haberse retirado de la par-tida mucho antes, pero su estupidez le hacía apostar cada vez más para recupe-rar sus pérdidas hasta que no le quedó nada. Entonces, cometió el error de in-tentar hacer trampas. El alcohol no es un buen compañero de juego, especialmen-te cuando se trata de jugar sucio.

Se delató al primer burdo intento de colar un as escondido en la manga, y al ser descubierto se obstinó en pretender negar lo evidente. La discusión fue su-biendo de tono y cometió el tercer error de la noche, el que acabó por costarle la vida: se llevó la mano al revólver. Judas ni siquiera tuvo que poner a prueba sus reflejos. Sacó tranquilamente su Colt Dragoon, tuvo tiempo de amartillarlo y, sosteniéndolo con ambas manos, le des-cerrajó un tiro del calibre 45 que le hizo volar tres metros hacia atrás. Por desgra-cia, el sheriff y su ayudante no andaban lejos y Judas se vio obligado a soltar su revólver y dejarse apresar. Confiaba en poder demostrar ante un jurado que le había disparado en defensa propia. Pero

no contaba con que sería el juez Griffin quien llevaría el caso. Lo llamaban «el juez de la horca», y hacía honor a su ape-lativo. Se vanagloriaba de haber enviado al infierno a más de doscientos delin-cuentes durante el año anterior. Y estaba ansioso por mejorar el registro.

La campana de la capilla marcaba las ocho de la tarde. A Judas le sonaba a la risa de un ángel sádico que viniera a burlarse de su desgracia. El tiempo per-día todo su significado cuando a uno le quedaban menos de doce horas de vida. A falta de algo mejor que hacer, decidió tratar de dormirse sobre el jergón infes-tado de chinches.

Despertó súbitamente en mitad de un sueño extraño. Un cuervo venía volando hacia él y se detenía a escasa distancia de su cara, mirándole a los ojos. Parecía sonreírle y creyó oír que le llamaba por su nombre. Abrió los ojos y comprobó con asombro que la voz le seguía lla-mando. Levantó la cabeza en busca del origen del sonido y se encontró con un hombre robusto, de pie frente a su celda. Iba vestido con un traje negro barato y zapatos relucientes con hebillas. Su ca-bello lacio caía revuelto sobre los hom-bros cargados. Bajo sus ojos se dibujaban unas sombras violáceas que subrayaban una mirada indescifrable, ¿era sarcasmo lo que se leía en ella?

—Judas, despierta. He venido a ha-blar contigo.

—¿Qué quieres de mí? ¿Es que ni si-quiera dejáis a los muertos descansar en paz en este pueblo?

—A los muertos, sí. Pero tú no estás muerto... todavía.

—Entonces has venido a atormentar-me, maldita sea tu sombra...

—Te equivocas una vez más. He veni-do a ofrecerte un trato.

—¿Un trato? ¿Quién eres tú, para ofrecerme un trato? A menos que vayas

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130 JULIO M. FREIXA

a liberarme, no me interesa nada que me puedas ofrecer.

—¿Que quién soy yo? Puedo ser mu-chas cosas, amigo Judas —dijo, arquean-do las cejas pobladas—. Entre ellas, pue-do ser tu verdugo. Se me ha encargado la misión de ejecutar tu sentencia maña-na... dentro de unas horas.

—Ah, con que era eso. Pues ojalá te quemes las manos con la soga, hiena.

—Sin embargo —añadió, alzando un el dedo índice para acentuar sus pala-bras—, también puedo ser tu salvador. Todo depende de que haya o no trato.

—¿Estás hablando en serio? —Había algo en la forma de hablar de aquel tipo que le hizo pensar que tal vez había algo de verdad en sus palabras—. No veo en qué forma...

—Oh, pero deja los detalles en mis manos... Unas manos expertas que saben cómo hacer para que un hombre escape a su destino. Pero solo si colaboras con-migo.

—Habla.—¿Ves este tubo de plata? —Extrajo

un brillante cilindro hueco de uno de sus bolsillos—. Debidamente insertado en el gaznate, te permitirá seguir metiendo aire en esos pulmones polvorientos. Por sí solo no basta para mantenerte vivo de-masiado tiempo. Hace falta un poco de mi maestría a la hora de cerrar el lazo alrededor de tu cuello, de manera que solo oprima un lado. Por el otro lado, la sangre seguirá fluyendo a tu cerebro. Tu cara se pondrá morada, igual que la de un ahorcado auténtico, y el dolor de cabeza te hará desear la muerte. Pero aguantarás. Y después, si sabes hacerte el muerto de forma convincente, yo mismo te llevaré en una carreta a las afueras de la ciudad. Allí, un cadáver convencional alimentaría a buitres y coyotes, pero con-tigo eso no pasará.

—Creo que podría funcionar —dijo

Judas, que había recobrado el brillo de su mirada—. Pero ¿qué querrás de mí? No creo que me vayas a ayudar sin obtener nada a cambio.

—Deseo que cumplas un pequeño encargo para mí. Uno que seguramen-te te resultará gratificante: mata al juez Griffin.

—¿Matar a Griffin? —exclamó Ju-das—. Puedes contar con ello... Aun-que será complicado. Se dice por ahí que siempre está rodeado de su guardia personal, y recorre los estados celebran-do sus malditos juicios. El populacho le espera con los brazos abiertos, porque sabe que allá donde va el juez Griffin los buitres siempre se dan un festín. Espec-táculo garantizado. En cierto modo, es como una fulana de primera...

—En ese caso, tenemos un trato. Ahora, solo hace falta la firma. Dame una mano. —Judas accedió, y el extraño individuo extrajo un estilete del bolsillo. Practicó un corte en la palma de la mano del preso, arrancando una exclamación de sorpresa que Judas no pudo reprimir, y recogió la sangre en una cuartilla de papel. En la hoja había sido redactado una especie de contrato, que Judas no habría podido leer ni aunque se le hu-biese dado tiempo para hacerlo. La letra apretada y angulosa era prácticamente ilegible.

—El pacto está sellado —concluyó el verdugo—. Actúa en consecuencia.

Con una indescifrable sonrisa impre-sa en el rostro, le entregó el tubo de plata y se giró para salir del calabozo. Judas lo contempló fascinado, como si acabara de salir de un trance. Entonces, reparó en un último detalle.

—¡Espera! —llamó Judas—. No me has dicho tu nombre... —Sus palabras quedaron colgadas en el aire, sin res-puesta, y murieron con el último eco.

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Mientras sacudía las piernas, con los ojos todavía abiertos, pensó que el verdugo le había engañado. Sentía que los ojos se le iban a salir de las órbitas. Unos martillos se afanaban en horadar un túnel en ambas sienes. Los rayos del sol naciente herían sus ojos, bañando en una luz fantasmal las siluetas que le contemplaban desde abajo y haciéndolas etéreas. Había tenido que luchar contra las arcadas y los accesos de tos a la hora de colocar el molesto tubo en la tráquea y ahora temía que fuera a deslizarse defi-nitivamente hacia el interior de sus pul-mones. Al final, fue capaz de reunir la suficiente entereza como para quedarse quieto, meciéndose suavemente al extre-mo de la soga, bajo el viejo roble muerto. Pensó satisfecho que, después de todo, no se había orinado encima.

Había pocos madrugadores que hu-bieran decidido acudir a presenciar el ahorcamiento, y el verdugo desató la soga para bajar el falso cadáver. Judas siguió con la comedia de forma tan con-vincente que el hombre siniestro llegó a considerar la posibilidad de que el plan hubiera salido mal. Comprobó el pulso y, en ausencia de testigos, cargó a Judas en la carreta tirada por dos mulas. A pesar de su aspecto endeble y desgarbado, hizo gala de una fuerza inusitada al manejar a Judas con facilidad. Les acompañaba un caballo ruano atado al pescante, mar-chando con indiferencia. Tras un trayec-to de cinco millas, el carruaje se detuvo.

—Hemos llegado, Judas —anun-ció—. Ya puedes bajar.

—Pensé que me moría allí arriba, amigo —dijo, masajeándose el cuello dolorido—. Eso puedes jurarlo.

—Sin embargo, todavía respiras. Ja-más olvides quién te ha salvado. Pero descuida, tendrás ocasión de devolverme el favor.

—Eso parece. Sin embargo, el juez

Griffin ya debe de estar de camino a la próxima ciudad. ¿Tienes alguna idea de cuál puede ser su destino?

—Se dirige a Pointdexter, un poblado minero que está a una jornada hacia el oeste. Toma este caballo que he traído para ti y cumple con tu cometido.

Judas colocó un pie en el estribo y se encaramó a la grupa con la facilidad que da la experiencia. Desde su nueva posi-ción, su salvador parecía más pequeño.

—¿Y qué me impide dejarte seco aquí mismo, coger el caballo y poner tierra de por medio, idiota? —le espetó Judas, con una mueca de desprecio.

—Tenemos un contrato... Un contra-to sellado con sangre. ¡Mira! —Y extrajo el mismo documento que le había mos-trado la noche anterior, plantándoselo ante su cara como si se tratase del más irrefutable de los argumentos.

—¿Un contrato? ¡Ja, ja, ja, ja! —Su risa sonaba a cristales rotos—. Esto se pone cada vez mejor. ¿Y qué harás si no lo cumplo? ¿Insultarme?

—Piénsalo bien antes de tomar una decisión, Judas el Miserable. Un hombre que falta a su palabra bien merece arder en el infierno.

—De todos modos, ya nada puede evitar que vaya ahí. Pero no será hoy, ver-dugo. Me llevo el caballo y te recomien-do que no trates de impedírmelo. Podría matarte con las manos desnudas, pero no lo haré. Todavía tengo mis principios. Te estoy agradecido por la ayuda recibida, pero debiste adivinar que esto acabaría así. ¡Arre! —Los cascos del caballo le-vantaron una polvareda que siguió dis-persándose en el aire cuando el jinete ya había desaparecido de la vista. El verdu-go se quedó mirando al horizonte.

—Has sellado tu destino, Judas —murmuró—. Has sellado tu destino.

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132 JULIO M. FREIXA

CABALGÓ hacia el sol na-ciente durante horas. No la-mentaba haber dejado con

vida a aquel tipo. De todas formas, en caso de que decidiera hablar, él mismo se vería en una situación tan comprometida como la suya. El paisaje desolado de Ari-zona no era muy diferente del de Nuevo Méjico. El polvo de los caminos hacía ya tiempo que se le había infiltrado bajo la piel, curtida como cuero viejo. Su cami-sa, que alguna vez había tenido cuadros de color azul, ahora se había convertido en una coraza roñosa. Sus pantalones de lona estaban tan remendados que quedaba ya poca tela original. Curiosa-mente, todavía conservaba las botas que le había robado a un borracho en las ca-lles de Knife River, dos meses atrás. Era una suerte que su benefactor le hubiera descolgado de la horca tan pronto, pues de lo contrario algún paleto se las habría quitado al pasar. A falta de un sombrero, se cubrió la cabeza con el sucio pañue-lo, que ya estaba empapado en sudor. Los grasientos cabellos se apelmazaban contra el cráneo alargado y continuaban en una barba de varios días que era in-terrumpida por algunas cicatrices. Ha-bía agotado la mitad del contenido de la cantimplora, que para su disgusto no era otra cosa que simple agua. Pronto tendría que detenerse en algún asenta-miento.

Lo mejor que había sacado de todo el asunto era que podía gozar de la ventaja de ser dado por muerto. Nada de carteles de «se busca», con su efigie adornando la fachada de la barbería. El destino le había dado una segunda oportunidad y pensaba aprovecharla. Lo primero era conseguir algo de dinero y comida. Des-pués, buscaría un sitio donde echar un trago y alguna fulana con la que darse un revolcón y descansar su cuerpo dolorido.

El mediodía ya hacía horas que había

quedado atrás y daba paso al atardecer. Las sombras se alargaban, topándose con algún escorpión huidizo o con un ocasional lagarto en busca de algo que llevarse al buche. Un cartel anunciaba una población a diez millas. Judas se esforzó en leer la inscripción. Aunque su educación había dejado mucho que desear, con el tiempo había aprendido a descifrar la mayoría de textos que encon-traba, si no eran demasiado complicados. Penitence, así se llamaba el asentamien-to. Curioso nombre.

Pronto se encontró en mitad de la calle principal, con un pozo en torno al cual se había levantado la pequeña ciu-dad. A ambos lados se podían ver edifi-cios de madera con porchadas desiertas. Ningún animal atado a los postes, na-die cruzando la calle, ninguna voz que anunciara una presencia. Extrañado, se detuvo frente a la cantina para echar un vistazo. Desmontó y se dispuso a pasar al interior.

Empujó las puertas batientes y los gastados tacones de sus botas levantaron ecos en el salón desierto. En un rincón, un piano de pared parecía aguardar unas manos que arrancaran notas de su inte-rior. Sobre las mesas, los vasos a medio vaciar convivían con los platos de comi-da. Judas se acercó a una de las mesas y comprobó que la comida parecía estar en buen estado, como si todos se hubieran ido de repente en mitad del almuerzo, por alguna extraña razón. Hambriento como estaba, se sentó en una silla y se dispuso a saciarse. Engullía la comida usando las manos, con la voracidad de un oso grizzlie. Pero por más que comía, la sensación de vacío en el estómago permanecía invariable. Y también esta-ba aquel pequeño detalle del sabor. A pesar del aspecto apetitoso de la carne asada y el maíz, cuando los masticaba solo percibía un regusto amargo y seco,

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como si se tratara de serrín. Frustrado, se levantó de golpe lanzando la silla hacia atrás, y rodeó la barra para servirse un trago. Seleccionó una botella de conte-nido ambarino y virtió el líquido en un vaso estrecho. Apuró la copa de un trago. Después se sirvió otra más, y otra, y otra. El alcohol quemaba su garganta al fluir hacia sus entrañas, pero no alcanzaba la apacible sensación de adormecimiento que le era tan familiar. Acabó por beber directamente de la botella, hasta acabar-la, sin obtener mejor resultado. Presa de un acceso de ira, estrelló el vaso contra el suelo de madera, provocando una lluvia de esquirlas de cristal. Como una cente-lla, atravesó el salón a grandes pasos en dirección al exterior. En aquel momento, se percató de que, después de todo, no estaba solo en aquella maldita ciudad. Al otro lado de la calle había un hombre sentado en el suelo, con la espalda apo-yada contra la pared de lo que parecía ser la oficina del sherif.

—¡Oiga! —llamó Judas, mientras cruzaba la calle directo a él—. ¡Usted! ¿Puede decirme qué demonios está pa-sando aquí? —El anciano, notoriamente borracho, se despertó al ser zarandeado.

—¡Aléjate de aquí mientras estás a tiempo! —imploró—. Él todavía no te ha cogido.

—¿De qué estás hablando, viejo? Dime a dónde se han ido todos.

—Eso ya no importa... No tiene re-medio. Pero tú todavía puedes escapar. —Entonces, el anciano le miró por pri-mera vez a los ojos. Su rostro se tornó sombrío y desapareció de su voz todo rastro de embriaguez—. Espera... No, ya es demasiado tarde para ti. Él ya te ha marcado como suyo. Lo siento de veras...

—¡Estás loco! No me vas a servir de mucha ayuda, por lo que veo. ¡Apártate de mi vista!

Le dio un puntapié y el anciano desa-

pareció entre las sombras de un callejón. La luz comenzaba a desvanecerse para dar paso al crepúsculo. Judas se sintió invadido por el cansancio de todo un día de cabalgar bajo el sol y decidió buscar un lugar para pasar la noche. El salón donde había comido y bebido infructuo-samente debía de tener alguna habita-ción en el piso de arriba. Encontró unas balas de alfalfa para alimentar a su caba-llo, que bebía agua en el abrevadero. Las noches estaban siendo suaves durante la primavera y decidió dejar al caballo per-noctar al raso.

Tal y como había previsto, encontró varias habitaciones vacías escaleras arri-ba. Se decidió por una de ellas, que tenía una cama con dosel que le pareció el ma-yor de los lujos en comparación con el montón de paja sobre el que había dor-mido la noche anterior. Se quitó traba-josamente las botas antes de tenderse en el colchón y, sin tan siquiera deshacerse de la ropa, se quedó profundamente dor-mido.

Abrió los ojos en mitad de la oscu-ridad. ¿Cuánto había dormido? ¿Una hora? ¿Tres? No sabría decirlo. Solo tenía la vaga sensación de haber sido despertado por algún ruido. Aguardó en silencio, conteniendo la respiración para captar cualquier sonido anormal. Esta vez sí, creyó distinguir el roce de unos pies descalzos en el pasillo, como si al-guien se deslizase a hurtadillas. Se incor-poró en la cama, maldiciendo el chirrido de los muelles, y recorrió la habitación para pegar la oreja a la puerta. No volvió a escuchar nada más. ¿Acaso se habría equivocado antes? Solo había un modo de saberlo. Tomando el picaporte con si-gilo, lo giró lo más cuidadosamente que fue capaz y asomó la cabeza al exterior. Se le heló la sangre en las venas al dis-tinguir una silueta recortada contra el ventanal del final del pasillo. Parecía una

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mujer envuelta en un mantón, dándole la espalda mientras contemplaba la noche. Se trataba del primer ser humano que encontraba en aquel pueblo fantasma desde el loco con el que se había topado a su llegada. Fascinado, Judas avanzó ha-cia la mujer y la llamó, para no sobresal-tarla con su presencia. Después de todo, él era un intruso.

—¡Señorita! ¿Vive usted en este lu-gar? —No obtuvo respuesta—. ¡Oiga! —insistió—. Le estoy hablando. —La mujer continuó impasible—. ¡Maldita sea! —se impacientó—. No se quede ahí parada sin decir nada.

Judas plantó una de sus manazas en el hombro delicado de la mujer para darle la vuelta y obligarla a mirarle a la cara. Deseó no haberlo hecho. El rostro de la mujer era una calavera, que todavía con-servaba jirones de carne putrefacta, entre los cuales se hacinaban los gusanos. Las cuencas vacías bullían de vida vermifor-me.

—¡Aaaaargh! —Su grito de pavor rasgó la quietud del pasillo en penum-bra—. ¡Aléjate de mí, demonio!

Emprendió la carrera, descalzo, por el pasillo en dirección a la escalera. Sin mirar atrás, se percató de que debería de haber alcanzado el primer escalón mu-cho antes. El pasillo parecía prolongarse hacia el infinito, y por más que corrie-ra, la distancia no parecía disminuir. Ja-deante, se detuvo apoyándose contra la pared. Reunió la suficiente presencia de ánimo para mirar por encima del hom-bro y comprobó con cierto alivio que no había rastro de la horrible mujer. Deci-dió abrir una puerta al azar, en busca de una ventana por la que poder escabullir-se. No estaba atrancada, y una rendija de luz fue creciendo a medida que tiraba del pomo. Dentro, pudo presenciar una es-cena que, por algún motivo, le resultaba extrañamente familiar. Una mujer, en la

plenitud de sus veinte o veinticinco años, vestía a un rechoncho bebé que patalea-ba sobre la cama.

—Calma, pequeño. Mamá te pondrá un paño limpio. No es fácil ser un bebé, ¿verdad?

La criatura retozaba sobre la cubierta, de la manera despreocupada en que solo pueden hacerlo los bebés. Entonces, una segunda puerta se abrió en la estancia, dando paso a un hombre delgado con un fino bigote y un traje barato muy arrugado. Se tambaleaba un tanto, como afectado por una moderada borrachera residual, o tal vez una tremenda resaca.

—¡Mary! —La voz, impregnada de acento hispano, era ruda como una roca de arenisca, contrastando con su indu-mentaria, que pretendía ser sofistica-da—. Deja a ese mocoso y ocúpate de tu hombre. Prepárame algo para desayunar.

—Son las doce del mediodía, Jo-nás —contestó la mujer, con voz firme y teñida de resentimiento—. ¿Se puede saber dónde has pasado la noche? ¿Otra vez con esos perdedores a los que llamas amigos? ¿O con alguna fulana pintarra-jeada?

—¡Eso no te incumbe, mujer! No tengo por qué darte explicaciones de lo que hago. Haré lo que me plazca... —El estallido de furia dio paso a un torpe in-tento de sonar sereno—: Tan solo dime una cosa. ¿Dónde escondes el dinero de tu padre? Lo necesito para un negocio que me ha surgido...

—Has estado jugando otra vez, ¿ver-dad? ¿Es eso? Jonás, ya no te conozco... No eres el hombre con el que me casé.

—¡Bla, bla, bla! —se burló el hombre del bigote. El pequeño había comenzado a llorar de forma desconsolada—. Eso es todo lo que haces cada día. Hablar y nada más. Si al menos te portases como una mujer de verdad, no tendría que ir a buscar a otras. La culpa la tiene el mo-

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coso... Desde que lo trajiste al mundo, solo tienes tiempo para él. Ojalá hubiera muerto en el parto.

—¿Cómo puedes decir eso, desgra-ciado? —estalló la mujer. El niño be-rreaba cada vez con más fuerza—. Judas también es tu hijo.

—Eso es lo que dices tú, Mary. Pero yo tengo mis dudas. —Esta vez, fue Mary la que abofeteó a su marido, para variar. Él se llevó la mano al mentón, con una mirada de incomprensión y absoluto asombro, que hubiera resultado cómica en cualquier otra situación. —Vas... a la-mentar... haber hecho eso. ¡Prepárate! Te voy a moler a palos...

Judas cerró de un portazo para no te-ner que presenciar lo que vendría a con-tinuación. A pesar de que en realidad no era posible que conservase recuerdos de su padre, de algún modo supo que se tra-taba de él. Por lo que le habían contado al crecer, poco después de aquel suceso, Jonás abandonó a Mary y se dedicó a re-correr las casas de juego con el dinero de la dote de su mujer hasta que se le acabó. Alcoholizado, encontró su final en una sórdida ciudad minera, afectado de tu-berculosis. En cuanto a su madre, tuvo que recurrir a su cuerpo como medio para poder sacar adelante a su hijo. Las enfermedades venéreas y la neumonía se la llevaron a la tumba antes de que Judas cumpliese cinco años.

Perturbado por los recuerdos, siguió avanzando por el interminable pasillo hasta otra puerta, tras la cual sonaba música alegre y sonidos de fiesta. Giró el picaporte y el olor a alcohol y sudor le invadió como una oleada evocadora. Pero había algo más. El perfume de mu-jer, flotando entre el humo, dejaba una incitante promesa suspendida para aquel que la quisiera captar. En un rincón, un joven Judas conversaba con una mujer algo mayor que él. Desde su posición

en el umbral de la habitación, no podía distinguir las palabras, pero recordaba la conversación. Estaba tratando de con-vencer a la meretriz de que ya contaba con la edad legal para acudir a aquel tipo de sitios... y probar los placeres que en él se ofertaban.

En breve, el salón se desvaneció para dar paso a la habitación austera de un burdel. El joven se veía nervioso ante lo que vendría a continuación. A Judas no le costó recordar que aquélla iba a ser su primera vez; se acordaba la noche cla-ramente. Con torpeza, el muchacho se dejó guiar por las manos expertas de la mujer y pronto —demasiado pronto— el acto fue consumado entre espasmos y mudos gruñidos, que transfiguraron su rostro congestionado. La profesional dedicó una sonrisa comprensiva al chico, al tiempo que le susurraba alguna frase de aliento.

Pero el joven Judas se revolvió, irri-tado, sacudiéndose la mano reconfortan-te de encima. Sin otros motivos que su propia frustración, estalló en un arrebato de aspavientos amenazadores en direc-ción a la mujer, que se cubrió con la sá-bana, asustada. Fuera de sí, se abalanzó sobre la dama nocturna con los dedos crispados en forma de garras animales. El agresor aún tuvo tiempo de causarle varias contusiones en el rostro antes de ser expulsado por el personal del burdel. La habría estrangulado de no ser por su intervención. La semilla del odio estaba plantada en Judas desde tierna edad y durante los años había crecido para dar su amarga cosecha.

Después de esfumarse las figuras, la habitación vacía como una tumba re-cién excavada todavía parecía oler a sexo sucio. A veces la mente juega malas pa-sadas, y la mente de Judas el Miserable siempre había estado rota por varios si-tios. Como un esqueleto bajo una estam-

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pida de bisontes. De pronto, la ventana pareció llamar-

le, presentándose como la única salida posible a aquel infierno en el que esta-ba atrapado. Sin pensarlo, corrió hacia ella y saltó, cubriéndose el rostro con los brazos, sin considerar la altura a la que se hallaba. Para su sorpresa, la caída se produjo con la suavidad de una hoja arrastrada por la brisa y sus pies alcan-zaron el suelo sin impacto. La calle ya no estaba desierta, era ocupada por una figura ominosa que se alzaba frente a él como el tótem de un dios enloquecido. Se trataba del verdugo que le había de-jado escapar.

—Volvemos a vernos, Judas. —Su tono era calmado, una voz sin senti-miento que te helaba el alma—. ¿De veras pensaste que podías escapar a tu juramento? —El estupor se apoderó de Judas, que solo pudo murmurar:

—Debí haber supuesto que tú... Que tú eras...

—Mi nombre es legión —interrum-pió con una voz cavernosa que hasta el momento no había mostrado, y que por momentos parecía poseer más de un tono al mismo tiempo—. Se me conoce por muchos apelativos, que varían según el momento y el lugar. Y esta es mi mal-dición:

»El descanso nocturno te será dene-gado. Tus sueños serán pesadillas, hasta que cumplas tu contrato.

»La comida se volverá ceniza en tu boca, y la bebida, hiel. Tu hambre y tu sed no se apagarán, hasta que cumplas tu contrato.

»Los placeres de la carne tampoco serán para ti. Ninguna mujer se entre-gará a ti de forma voluntaria, ni podrás apaciguar tu lujuria sin causar a la vez un profundo dolor, hasta que no cumplas tu contrato.

—Hasta que no cumpla mi contra-

to —repitió Judas, como en trance—. Y después, ¿qué?

—Después... Todavía está por deci-dir. Los perdedores como tú me divier-ten especialmente. Tal vez te tenga algo reservado cuando cumplas tu contrato. Pero antes, te marcaré con mi signo.

Alzó una mano al viento, que se puso incandescente en cuestión de segundos. Judas no había reparado hasta ese ins-tante en lo largos que eran sus dedos... Casi parecían garras inhumanas. El de-monio replegó cuatro de sus sarmientos, dejando únicamente el índice erecto, como la vela de una misa negra. Con la uña afilada y ardiente, le marcó un surco desde la frente hasta el mentón, pasando por encima del ojo izquierdo sin cegar-lo. La herida, cauterizada al instante, no sangró. Judas se desmayó por el dolor, que le quemaba más profundo que la carne y el hueso, justo en el centro de su alma condenada.

DESPERTÓ en la cama de la austera habitación, en la misma posición en la que se

había quedado dormido. Se incorporó de un salto y respiró, aliviado.

—Todo ha sido un sueño. Una maldi-ta pesadilla. —Y una risa demente brotó de su garganta, entrecortada por su seca tos de fumador, y fue creciendo hasta que rodó por el suelo, entre espasmos de hilaridad.

Una vez se hubo controlado, enjugó sus lágrimas con la mano y sintió un la-cerante escozor en el lado izquierdo de su cara. Al incorporarse, contempló su reflejo en el espejo que estaba colgado de la pared, sobre la jofaina. La imagen que le devolvió le sacudió como el golpe ful-minante de un mazo. Porque allí estaba, en efecto, la marca del diablo surcando su rostro.

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AUN EN medio de la oscuridad, todo parece dar vueltas. Siento que mi cuerpo se contorsiona, que se divide esparciéndose por distintas dimensiones,

que se invierte y queda del revés. Aun en medio de la oscuridad, la condenada voz resuena

por doquier, ensuciada por el ruido disonante de la radio.—Parece que estás teniendo algunos problemas…Y todo sube, y baja, y vuelve a subir, girando, girando,

girando.—Tengo conocimientos secretos que puedo compartir

contigo… Sí crees que estás preparado para ello.Asentí, ilusionado. Una sombra se dibujó en la pared.

Mi mente se llenó de ideas. La máquina, debía construir la máquina. Y tirar de la palanca… La máquina… y la palanca… Yo…

—¡Hazlo, te digo! Risas. Risas. Manos negras que me envuelven. Caemos.

Todo gira. Floto. Y gira.Me duele la espalda. También la cabeza. Estoy sobre algo

duro. Suelo. Huele a hierba. Un puf de humo le precede a él… a la condenada voz. Solo que ahora está ahí, a tan solo unos pasos. Suena jocoso, divertido.

—Ey, compañero, no tienes buen aspecto. —Una pequeña risa reprimida—. Será mejor que encuentres algo para comer antes de que caiga la noche.

LA LUZ atraviesa mis párpados y descubro que estoy entero. Puedo volver a moverme. Siento la

cabeza como si fuera un barril lleno de agua, como si la sesera se hubiera convertido en sopa. A cada movimiento que hago, todo se agita, golpeándose contra un lado y el otro y haciéndome desear arrancármela de cuajo. Por un instante me planteo quedarme tumbado, pero… la voz… él… ¿Dónde estoy?

Abro los ojos. Veo hierba. Veo un prado. Veo árboles. Un bosque a lo lejos. Las olas de un mar que lamen los

por J.R. Plana

Mala suerte,

companero

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Ánima Barda - Pulp Magazine

138 J.R. PLANA

acantilados acompasadas, en una melodía sin fin. Una mariposa revolotea indiferente sobre unas florecillas un poco más allá. Un conejo de aspecto endeble y asustadizo husmea cerca de su madriguera. No es que esté en el mejor de mis momentos, pero desde aquí me parece distinguir que el conejo… tiene antenas. O cuernecitos. Vaya, eso desde luego no es un conejo normal.

—…algo para comer…Su advertencia vuelve a sonar en mi interior. El estómago la secunda con un

gruñido. Ahora miro al conejo con otros ojos.Llevo la vista al cielo, haciendo visera con la mano. El sol está en lo alto, en

apariencia no ha llegado el mediodía, y eso contribuye a relajarme. Soy perfectamente capaz de hacerme con un bocado y un buen fuego antes de la noche.

Me pongo en pie y estiro la espalda. El conejillo huye aterrorizado con un chillido agudo, guareciéndose en su madriguera. La mariposa sigue volando a mi alrededor. Le doy absolutamente igual.

Con un nuevo y completo vistazo al entorno compruebo que en verdad me hallo en mitad de la nada. Unos acantilados me dicen que el mar se halla a unos cien metros, pero desde aquí no veo ninguna playa, solo praderas y bosque. Ni rastro de casas, ni rastro de humos, ni rastro de pueblos, ni rastro de nadie. Bueno, quizá mejor así.

Analizados los alrededores, llega el momento de ponerse a trabajar. Es sin duda la mejor forma de mantener el pánico a raya, de conservar la calma y de no volverme un desquiciado. Mentiría si dijera que no estoy asustado, que no tengo miedo, pero... cielos, soy un científico. Estoy por encima de la gente normal y, por ende, por encima de todo esto, ¿no? La fórmula es sencilla: solo tengo que preocuparme de mantener la cabeza ocupada, encontrar algo de comer y procurar no llevarme a la boca la seta equivocada. Fórmula. Eso me hace pensar en…

Veo lo que me brinda la madre naturaleza. Espigados tallos de pastos y esparto. Trozos de pedernal. Pequeñas ramas partidas. Fórmulas. Patrones. Acuden a mi cabeza decenas de ideas, de cosas que se pueden hacer con eso. Me crujo los nudillos. Es el momento de ponerse a recolectar.

EL SOL se encuentra ya a palmo y medio del horizonte, y a mí me duele la espalda lo que no está escrito, por no mencionar el continuo e insistente rugido

de mis tripas. Pero me da igual, me siento plenamente satisfecho, y poco queda ya para poder tomarme el tan merecido descanso. En tan solo unas horas he conseguido construir con mis manos desnudas un hacha de lo más rudimentaria. Lo demás ha sido coser y cantar. Leña, unas cuantas piedras alrededor, un poco de chispa sobre hierba seca y voilà, ya tengo un fuego de campamento en condiciones.

La otra gran satisfacción del día es una estupenda e igualmente rudimentaria trampa para animales. Con ramitas y hierbas he construido una suerte de caja que, puesta bocabajo y alzada del suelo con otra fina ramita, sirve a las mil maravillas para cazar conejos. Los primeros momentos han sido los más infructuosos y frustrantes, pues he estado utilizando las zanahorias que he encontrado —los campos de los alrededores parecen producir estos tubérculos de manera natural, amén de unos arbustos de carnosas bayas que solucionarán más de una de mis cenas— para atraer a los conejos a la trampa. Las dejaba en el interior, me apartaba lo suficiente para no llamar la atención y los confiados animalillos hacían el resto. Pero entonces me he

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percatado de que era un gasto que no me podía permitir, pues para cuando sacaba al animal éste ya se había zampado la hortaliza, y aunque abunden por la zona, ¿cuántos conejos podré cazar antes de que las zanahorias se me acaben por completo? Porque, seamos francos, no sé cuánto tiempo voy a permanecer aquí.

Así que, en vistas a convertir mi supervivencia en algo sostenible para el entorno, he decido probar un método muy impreciso pero sin duda mucho más barato. Buscaba una de estas liebres, localizaba su madriguera, esperaba a que se alejara lo suficiente de esta y, entonces, colocaba la jaula entre el escondrijo y el animal, en la trayectoria más probable y corta en caso de retirada de emergencia. El resto ha sido pan comido. No he tenido más que acercarme al conejo agitando los brazos y armando ruido, procurando hacerlo en la línea recta que une al agujero, la trampa, al conejo y a mí. De esta manera, el mismo conejo al huir, desconocedor por completo de las tretas de los hombres, se precipita sin querer en mi caja, quedando atrapado poco antes de llegar a su escondite. ¡Eureka! Ahora tengo conejos, bayas y ricas zanahorias dispuestos para la cena.

* * *

LA LUZ parece ser engullida en un instante por la noche. Hace un momento las luces del ocaso teñían el horizonte, ahora un mar de negras sombras avanza

por doquier. Solo resta un círculo de luz allá a lo lejos, en mitad de la pradera. Una hoguera.

El hombrecillo menudo y de aspecto frágil se acurruca junto a la lumbre. Está sentado, con las manos en torno a las rodillas flexionadas contra su pecho, y lanza miradas desconfiadas a izquierda y derecha. A su alrededor quedan restos de lo que debe de haber sido su cena: las hojas verdes de una zanahoria, pulpa de baya y huesecillos de animal aún con carne cruda pegada a ellos. Cerca reposa una suerte de rústica trampa para conejos. Aún más cerca un hacha de sílex. Arroja una piña seca y un par de ramitas al fuego, cuyas llamas rugientes cogen un poco más de brío, insuficiente para alejar las sombras, que se ciernen cada vez más.

No duerme. No es capaz. La noche está llena de ruidos, de susurros, de extraños roces contra el suelo. De ululares inquietantes que revolotean entre las ramas de los árboles cercanos. Algo sisea. Algo se desliza. Una ramita cruje, y algo corretea, alejándose. No puede dormir. No es capaz.

El hombrecillo espía a la oscuridad, de reojo, con la nefasta sospecha de que es la oscuridad la que le espía a él.

* * *

EL DÍA de hoy ha sido notablemente más duro que el de ayer. No por la falta de alimento, que se hace notar insistente desde que amanece. Al menos no aún. La

cena de ayer me ha mantenido fuerte y alerta, y hoy he conseguido una ración mayor, de manera que esta noche el banquete será aún mejor. Así que decididamente no, no es la comida. Lo que decía, el día ha sido duro. Pero no por la comida.

Anoche intenté dormir, y fue todo un fracaso. El fuego se empeñaba en apagarse y debía mantenerlo encendido a toda costa, así que me forcé a mantenerme en vela. Tampoco creo que hubiera podido dormirme. En fin.

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Esta mañana lo primero que he hecho ha sido asegurarme la cena. Conejos, zanahorias y bayas. He estado salivando todo el día mientras pensaba en hincarles el diente. No creo que me llegue a hartar de ellos, no mientras me rujan así las tripas.

Luego me he alejado un poco más del campamento, a explorar. Unas decenas de metros más allá, hacia el norte, las zonas de prados se tornan en bosque, bosque cerrado y oscuro, muy frondoso. A buen seguro podré encontrar setas por allí, amén de una buena previsión de madera.

Como he ido a paso ligero y sin entretenerme, me ha dado tiempo a aventurarme un trecho hacia el este. En esa dirección vuelven los pastos, los prados y los conejos. Y un poco más allá el mar. Nada por ese lado que resulte de interés.

Sí, creo que es eso. Ayer fue un día intenso, lleno de emociones y nuevos descubrimientos. Mi mente trabajó a destajo buscando una forma de llenarme el estómago. Pero hoy… hoy solo he paseado. Muy estimulante para las piernas, pero entumece la cabeza.

He observado que la zona es rica en aves variadas, e incluso me ha parecido oír el insistente zumbido de las laboriosas abejas alrededor de sus colmenas. Puede que sean dos interesantes fuentes de alimento, tengo que pensar en ello. Quizá mañana le dedique un rato, eso me sacará de este abotargamiento mental de pasar un día sin hacer nada. Pero está cayendo el sol. Es hora de irse a dormir.

* * *

EL HOMBRECILLO vuelve a estar ahí esta noche, en el mismo sitio. No ha movido el campamento, no ha cambiado de ubicación, intentando borrar su

rastro. Permanece junto al mismo fuego mustio, rodeado por los mismos árboles que ya le han visto pasar una noche al raso.

Los restos de la comida de hoy se acumulan junto a la de ayer. Eso atrae moscas, y también gusanos. Y puede que atraiga a cosas peores.

El hombrecillo se abraza las piernas de nuevo. El hacha está hoy aún más cerca. Los ojos bien abiertos, las ojeras oscuras los enmarcan. Aún es pronto para que el hambre se haga notar en sus mejillas. Pronto.

Da un par de cabezazos, pero no duerme. El cansancio es fuerte, pero el miedo lo es más. Sabe que si se duerme podría despertarse a oscuras. O no despertar. Y eso aún no le tienta. Aún.

Las horas pasan lentas, eternas. El alba mancha el horizonte, la oscuridad se disipa. El hombrecillo suspira, aliviado.

* * *

ESTA mañana, al poco de salir el sol, mientras acechaba a las liebres, he tenido LA idea. Ya está, ya lo tengo. Ya sé lo que he de hacer, todo el tiempo ha estado

ahí, ¡cómo no he podido darme cuenta! ¿Eh? ¡Cómo! Era tan sencillo… Sí, exacto, tú también lo sabes: la máquina de ciencia. ¿No es maravilloso?

He decidido construir una máquina de ciencia. Es lo único que necesito, con eso todos mis problemas inmediatos estarán solucionados. Podré trabajar en nuevos patrones, nuevos diseños, crear avanzadas herramientas y sistemas de supervivencia. ¡Mi mente

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se dispara! Huertos, un tenderete para secar carne, una pala para desenterrar arbustos con los que avivar la hoguera… ¡incluso una olla! ¿No sería fantástico tener una olla donde cocinar en condiciones? Ah, las perspectivas de futuro son tan maravillosas que incluso este lugar me está pareciendo un estupendo sitio para vivir.

Con este conciso objetivo en mente he partido esta mañana para buscar los componentes necesarios: troncos, dura piedra y… una pepita de oro. Con eso tengo más que suficiente, pero necesito encontrar una dichosa mena, o cualquier formación rocosa susceptible de contener el preciado metal.

Para esta meta he procurado preverme con la herramienta adecuada: un formidable pico. Es muy similar al hacha en su construcción, pero quizá un pelín más complejo. Con él desmenuzaré las piedras hasta encontrar el oro. Será coser y cantar. Cuando lo encuentre, claro…

La mala noticia es que el resto del día he caminado hacia el oeste y no he hallado más que pastos. Y el ligero contratiempo en que esto ha devenido es que apenas he dedicado tiempo a la recolección de alimentos. Para esta noche no tengo nada más que

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un puñado de bayas y una zanahoria algo pequeña. Pero que no decaiga el ánimo, todo sea por el Progreso. Mañana será otro día.

¡Qué estímulo para la mente! ¡Ah! Soy un Diablo de la Ciencia.

* * *

EL PAISAJE se pinta de negro. Solo lo interrumpen dos cosas: el brillo caprichoso de unas luciérnagas y el fuego del hombrecillo. Otra vez está en el

mismo sitio, entre los mismos árboles, árboles cuyos parientes han caído bajo el hacha asesina del hombrecillo. No es conveniente dormir entre árboles a los que has hecho daño.

Aunque él no va a dormir, claro. Agarra su hacha con una mano, hecho un gurruño. Con la otra arroja ramitas y piñas al fuego, que parece no querer arder. El hombrecillo tiene la vista clavada en el frente, lejos, como si estuviera en otro sitio. De vez en cuando un espasmo recorre alguno de sus brazos, como si se convulsionara. Sonríe. Parece no darse cuenta. Parece feliz, al menos a los ojos de la noche. Y eso no le gusta.

Sombras se agitan a su alrededor, se rozan como el primer día. Eso le hace tensarse y olvida sonreír. Así está mejor. Hoy tampoco dormirá.

La noche estival es corta, pero al hombrecillo se le hace eterna. No sabe lo que le espera. El invierno está cerca. Y sus noches son largas.

* * *

HA SIDO horrible, algo horrible. Aún me cuesta pensar en ello.Tras una noche de tensa duermevela, he partido de buena mañana al sur.

No tuve que caminar mucho cuando, para mi alegría, las verdes praderas dieron paso al yermo suelo de los baldíos. Ante mí se extendía un mar de pequeñas formaciones rocosas, de entre cuyos pliegues el sol arrancaba destellos dorados. ¡Oro, oro al alcance de la mano! Mi dicha era enorme, y harás bien en preguntarte que me ha llevado a maldecir mi suerte una y otra vez. ¡Bien, pues no preguntes más, te lo contaré!

Hallábame yo esforzado en la tarea de picar la roca, llevando ya por lo menos dos de ellas hechas fostatina y con las pepitas de oro plagando el suelo, esperando para ser recogidas al acabar, cuando, sin previo aviso, un gigantesco monstruo se abalanzó sobre mí. ¡Ay, qué desespero!

¿Qué? ¿Cómo que parecen versos? ¡¿Dramático?! ¡No me interrumpas para decir tonterías, yo hablaré como me dé la gana!

¡Un monstruo horrible! Era a todas luces un ave, pero aborrecible. Su cuerpo era una bola emplumada de negro que ni tres hombres dados de la mano podrían abarcar, y sobre su pico un único y enorme ojo me miraba con odio. Para culminar semejante monstruosidad, dos largas zancas, por lo menos de dos veces mi altura, le mantenían de pie. Entre ellas he alcanzado a ver por un instante el probable motivo de su agresividad: un feo huevo verde y moteado descansando en un pequeño nido. No voy a negar que al verlo las tripas me han rugido y he pensado en que bien me apañaría una cena, pero de verdad que no tenía esas intenciones mientras picaba en busca del oro.

Bien, al pájaro le ha dado igual, con un graznido de odio se ha abalanzado sobre mí. He corrido como alma que lleva el Diablo, pero aún así le ha dado tiempo a

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darme un buen picotazo en el brazo, que he tenido que vendar con una manga de mi camisa. Creo que ya he parado de sangrar, pero no me pienso quitar el vendaje hasta que pueda limpiarlo en condiciones, el riesgo de infección es muy alto. Lo peor es que con la precipitada carrera no he podido recoger los frutos de mi esfuerzo. También he perdido el pico, que se ha roto al intentar golpear a la criatura. Después no he parado de correr hasta llegar aquí, y ya no me atrevo a volver.

¿Qué voy a hacer? ¡No puedo construir mi preciada máquina de ciencia! ¡¿Cómo voy a salir adelante?! ¡¿Cómo?! Y por si fuera poco he olvidado recolectar la cena, ¡con el hambre que tengo!

Bayas, necesito bayas… Pero ¿dónde? ¡He cogido casi todas las que hay alrededor! Tengo que alejarme un poco más, hacia el noreste quizá, esos terrenos casi no los he hollado. ¡Me voy, volveré lo antes posible!

* * *

EL HOMBRECILLO corre como si le fuera la vida en ello. Y en verdad le va.La noche también corre, pero a su encuentro. El sol se ha escondido y la

oscuridad le ha sorprendido lejos de su fuego. Y ahora corre.Lleva las manos apretadas contra el pecho, aplastando sin darse cuenta sus preciadas

bayas. Le falta el aliento. Y sangra por el brazo. Eso atrae la atención de algunos, que también corren detrás de él. El hombrecillo tropieza, cae y se vuelve a levantar. No ha abierto las manos. El jugo de las bayas resbalan por su chaleco a rayas.

Llega al fuego un instante antes de ellos, y cae de rodillas, rendido. A la luz de la lumbre se ve que la sombra de la barba le oscurece el rostro. Ya empieza a tener cara de hambre.

Mira sus manos manchadas de rojo y gimotea mientras las lame. Después se hace un ovillo de costado y tiembla mientras alimenta el fuego de vez en cuando. Un par de ojos blancos parpadean entre las sombras, justo detrás de él. Otros tres pares se le unen, por los lados. Van y vienen, le observan durante toda la noche. Él los oye. Pero no se mueve.

El sol le descubre hablando solo. Otra vez.

* * *

ME ESTÁN cazando. Lo sé. He intentado fabricar una lanza, pero necesito mi máquina de ciencia. Me da igual, me defenderé con el hacha. O me esconderé

hasta que pasen. Vienen, vienen, los oigo olfatear. ¡Perros salvajes, perros salvajes negros como la brea, de grandes fauces rojo sangre! Vienen, algo se está acercando. Este campamento ya no es seguro, ¡vámonos! ¡Huyamos!

¡Venga, venga, no hay tiempo que perder! ¡Huyamos!

* * *

EL HOMBRECILLO está cansado. Ha corrido toda la mañana. Ha cambiado de fuego. Lo primero inteligente que ha hecho en días. Ahora mordisquea una

zanahoria, sentado frente al fuego. Su barba ha crecido más, y está sucia. Sucia de

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bayas, y de zanahorias. Y de sangre del triste conejo que ha atrapado por el camino. Pero aún así sigue teniendo hambre. Y sigue hablando solo.

Las sombras juegan en la oscuridad. Saltan y retozan a su alrededor, bailando. Él no las ve, pero sabe que están ahí. No se atreve a ir a por ellas. Tampoco se atreve a coger un tronco ardiendo y azotar con él la noche, eso mermaría su única protección: el fuego. Ni a moverse, tampoco se atreve a moverse. Las sombras saltan y retozan, bailan. Él no puede hacer nada, solo chirría los dientes. Y eso le desquicia.

* * *

ME LIBRÉ de los perros para caer en algo peor. ¿Los ves? ¿Los ves? ¡Yo los veo!

Todo se agita, el mundo se contorsiona, ondula, nada parece real, ¡nada es real! ¿Es real?

¡Mira! ¡Mira! Ahí. Esa sombra, ¿la ves? Es como un bisonte, un bisonte trasparente, translúcido, incoloro y también quizá inodoro, ¡pero viene! Viene, se desliza hacia mí. ¡Voy a por ti, criatura! ¡Aaah! ¡Muere!

¡No! Se disuelven, ¡malditas! ¡Vienen, vienen! ¡Ahg, eso ha dolido! ¡Asquerosas criaturas, atrás, atrás!

…Bayas, debo encontrar bayas… los conejos ya no valen, son negros y feos y peludos y

muerden. Y su carne es odiosa, veneno puro, veneno para la mente y el cuerpo, veneno para el alma. Pero las bayas son buenas, las bayas son ricas y nos gustan. ¿Verdad? A mí me gustan y a ti también. Voy a buscar bayas. ¡Bayas!

* * *

EL HOMBRECILLO tiembla y ríe. El fuego también tiembla, pero no se ríe. Las sombras se pasean por delante de él, y trata de espantarlas sin levantarse,

para que no le muerdan. Ríe cuando una de ellas se desvanece.Entonces la negra mano, la mano de muerte, brota de la nada, de la oscuridad,

deslizándose por el suelo, como una sombra más. Suena una caja de música, lenta, inexorable, como la mano, que avanza hacia el fuego. Él la ve, pero no sabe qué hacer. Tampoco puede hacer nada.

La mano llega a la hoguera. La música se va parando. La mano se cierra. La música se apaga. La hoguera también.

El hombrecillo grita asustado. «¿Qué ha sido eso?», pregunta. «¡Está muy oscuro!», grita. Charlie se acerca. Ella es rápida. Y oscura. Como la noche.

Se oye una cuchillada. El hombrecillo grita. Las garras le laceran. Algunas sombras bailan alrededor, esperando para disfrutar de las sombras. Otra cuchillada. Oh, lo siento por él.

Mala suerte, compañero.

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por Katty Le Fay

GALATIS, después de estar escuchando hablar a su gato negro durante más de una hora sin parar, empezó a cabrearse. Estaba harta de oírle decir

que lo que iban a hacer era una locura mientras la seguía ciegamente.

—Por favor León, cállate de una maldita vez. —No pienso callarme en todo el camino. Y no me llames

así, sabes que odio mi nombre… León, solo a mi madre se le ocurre semejante nombre. Pues no sé qué le hizo pensar que ese nombre me quedaría bien porque…

—¡Eres un ser peludo de lo más exasperante!—Oye, cálmate. Yo no soy el que va a arriesgar nuestras

vidas por el simple hecho de impresionar a un chico. —Ya te he dicho que no se trata de eso. Además tampoco

te obligué a ven…—¿Ah, no? No parecía eso cuando te levantaste

anoche como un torbellino diciéndome que habías tenido una visión de un hombre que te decía que tenías que ir a TorreNegra, ni más ni menos, para coger un cristal de rubí que, supuestamente, salvará a todos. —El gato no paró ni para coger aire—. Y ahora estamos aquí, en medio de ninguna parte, esperando ver una torre enorme que aparezca de la nada, porque te recuerdo que TorreNegra no tiene un emplazamiento real…

Galatis se detuvo en medio de aquel desierto mientras León seguía hablando y caminando al mismo tiempo. Después de un rato se dio cuenta de la ausencia de su compañera. Miró atrás y la vio allí, quieta.

—Parada no vas a encontrar la torre, eso te lo aseguro, tenemos que continuar…

—¡Cállate ya! —Un conveniente viento se desató entre los dos. El gato se llevó su patita a la cabeza intentando no salir volando—. Llevas todo el camino hablando, ¿crees que serías tan amable de callarte de una vez y dejarme tranquila? No es tan difícil mantener la boquita cerrada.

León cerró la boca que había abierto desmesuradamente

¿Sueñan las autómatas con

gatos habladores?

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146 KATTY LE FAY

después del ataque de furia de su compañera. Hizo un mohín, se sacudió la arena que le había cubierto y continuó caminando. Galatis le siguió.

—Gracias. Mis oídos lo agradecen.

Silencio. —A veces

desearía que Walporgius no hubiese inventado aquella maldita máquina que os permite hablar.

Más silencio. —Bien, así

calladito estás más guapo.

Después de superar varias dunas de interminable arena que se metía por todos los rincones de su cuerpo, del silencio del desierto y del aburrimiento, deseó escuchar más que el insulso ulular del aire. Incómoda, se reubicó el cinturón donde llevaba enganchado el pequeño bolsito marrón que guardaba su arma de iones —vamos, una pistola de rayos que le encantaba usar siempre que tenía ocasión—. También se atusó un poco su desgastada falda de vuelo marrón con

estampados dorados, se colocó su corsé de cuero que llevaba a juego y se ajustó las hebillas que resplandecían al contacto

J.R. Plana y Cris Miguel

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147¿SUEÑAN LAS AUTÓMATAS...?

con la luz del sol que asfixiaba a nuestros protagonistas. Los nervios la llevaron a quitarse y ponerse las grandes gafas de aviador un par de veces. No sabía muy bien qué decir, ya que odiaba tener que retractarse de sus palabras, pero después de arreglarse la ropa por tercera vez habló.

—Seguro que queda poco para llegar a TorreNegra.

Solo obtuvo el silencio. Ahora le parecía desesperante.

—Vale, puedes hablar. León se quedó parado mirándola con

los ojos bien abiertos. —No seas rencoroso, León, es que

me aburro. Llevamos caminando más de una hora sin que me hables y me vendría bien algo de tu verborrea habitual. —El gato seguía con los ojos bien abiertos y la boca se le abría por la sorpresa—. No sé de qué te sorprendes, sabes que soy así de cambiante.

León negó con la cabeza, abrió más la boca y señaló las espaldas de la humana. Galatis se dio la vuelta preguntándose qué ocurría, hasta que sus ojos respondieron a la pregunta.

Ante ella se alzaba la poderosa TorreNegra que, como su propio nombre indicaba, era completamente negra. Desde la base a la punta afilada. Se parecía a un alfil de ajedrez gigante con un cuerno.

La chica no se lo podía creer. Por una parte, la que menos, esperaba encontrarla, pero por otra sabía que volverían a casa tarde o temprano con las manos vacías. León empezó a caminar hacia ella antes de decir.

—Pues mira, tenías razón. —¡¿Y ya?! ¿Eso es lo único que tienes

que decirme después del coñazo que me has dado durante todo el camino?

—Sí. ¿Qué más quieres que te diga?—No sé, una disculpa, algo.

—Pues lo siento. —Desesperante. Un disparo pasó rozando al gato,

haciendo que se le erizaran todos los pelos de su cuerpo en un segundo. Galatis se cubrió tras una piedra, convenientemente colocada, para sacar su pistola del cinturón mientras León se situaba detrás de ella temblando de los pies a la cabeza. Se puso sus gafas y miró al enemigo que se encontraba en la gran puerta de la torre. Era una especie de pulpo acorazado.

—¡Casi me mata! ¡Déjame esa pistola para demostrarle de lo que soy capaz!

—Te recuerdo que no tienes manos. —Eso no importa, me voy a comer a

ese pulpo al ajillo. Galatis dejó que el gato asustado

soltase todo lo que tenía que soltar y cargó la pistola. Con un poco de puntería podría alcanzarle. Cuando los disparos cesaron ella salió de su escondite y disparó al engendro. Un alarido de dolor le indicó que había acertado. No había sido puntería sino suerte, pero le valía igual.

León y Galatis se acercaron a la puerta con cuidado sin ver al ejército de pulpos que, en ese momento, salía de su escondite con lanzas eléctricas, dispuestos a capturarlos. No tuvieron más remedio que entrar en la torre bajo la amenaza de las lanzas.

Por dentro todo era más grande aún que por fuera, y por supuesto negro. En el centro de la estancia un gran cristal rojo descansaba sobre un trono de madera —negro también—.

—¿Quién osa perturbar mi paz? —una potente voz medio masculina medio femenina inundó el salón.

—León, para servirle, y a mi lado Galatis de Rivadeira. Y seguramente se pregunte usted que hace un gato como yo en una ciudad como esa, pues bien,

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148 KATTY LE FAY

yo se lo puedo contar en un momentito. Resulta que…

—¡Basta! —El silencio se impuso en la estancia—. Con vuestros nombres es suficiente. ¿Qué queréis de mí?

—Pues eso es justo lo que iba a explicarle. Verá…

León empezó a contarle la historia de cómo habían llegado hasta allí, con sueño incluido. Al principio la voz estuvo interesada en el relato, pero según fue transcurriendo el tiempo todos empezaron a cansarse de las habladurías del incansable gato. Parecía que le habían dado cuerda y ahora no había quien lo parase.

Un rayo fulminante pasó rozando los pelitos que sobresalían de su oreja derecha. Dio un salto enorme y salió disparado a esconderse, mientras los pulpos aparecían y les rodeaban. Galatis intentó sacar su arma de nuevo pero los octópodos alzaron sus lanzas al unísono. De entre las cortinas, a lo lejos, salió el mismo hombre que se le había aparecido en sueños, el mismo que había estado hablando desde las sombras. La mujer se asombró al verlo.

—¡Tú!—Oye, tu gato es de lo más pesado. —Y eso es porque no le has visto

durante el viaje… —Puso los ojos en blanco—.Pero… ¡tú eres el hombre de mi sueño!

—Muchas mujeres me dicen eso. —Arqueó una ceja con aire seductor sin causar mucho efecto en Galatis.

—No, ya sabes a lo que me refiero.—Sí, te necesitaba. —¿Para qué? —Necesito que me liberes. Verás,

hace mucho tiempo una bruja me condenó a viajar con esta torre que me tiene prisionero. No puedo salir de aquí y tengo que custodiar esta gran piedra.

—¿Y por qué no me lo dijiste?

—¿Habrías venido para salvar a alguien que no conoces? Creí que salvar el mundo te importaría más.

—Puede ser… —Galatis se puso colorada. La verdad es que no habría movido ni un dedo—. ¿Qué es lo que tengo que hacer?

—Destruir la piedra.—Espera, espera, si fuese tan sencillo

ya lo habrías hecho tú. Tiene que haber algún truco.

—Ninguno, absolutamente ninguno. Lo que ocurre es que yo no puedo hacerlo por causa de la maldición. Entiéndelo, no me iban a dejar aquí atrapado con algo que quieren que cuide cuando podría destruirlo para liberarme.

—Entiendo… pero ¿qué es lo que gano yo a cambio?

—Vaya, una chica lista. —Me he criado en Rivadeira, me han

enseñado que no haga nada sin ningún beneficio.

—Mentalidad de comerciante. No está mal. En ese caso te daré lo que necesites.

—Cuando el trabajo esté hecho te tomaré la palabra.

—Perfecto. El hombre indicó a los pulpos que

dejasen de blandir sus lanzas contra la que ahora era su invitada de honor. Eran unos moluscos cefalópodos de lo más peculiares, en ocasiones algo tontos, pero eficaces para la tarea que tenían asignada.

Galatis se preparó poniéndose sus gafas, sacó sus guantes del bolsito que llevaba en el cinturón y se los puso. Por último cogió su pistola y comenzó a apuntar a su objetivo desde una distancia prudencial. Aún no tenía muy claro por qué hacía eso, pero algo le decía que no disparase. Sin embargo, dejó de lado aquella corazonada y disparó al centro del cristal rojo. El rayo que salió del

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149¿SUEÑAN LAS AUTÓMATAS...?

cañón reverberó por toda la superficie creando una especie de escudo eléctrico. Por dentro el cristal empezó a llamear haciendo que un fuerte sonido crepitante inundase la torre, tras unos segundos emanó una onda que se extendió por el salón alcanzando a todos sus ocupantes. Galatis cayó hacia atrás dándose un fuerte golpe en la cabeza que le abrió una brecha. Todo se ralentizó, volviéndose borroso, solo podía distinguir una silueta que se extendía hacia arriba llenando la estancia de un calor infernal. León se convirtió en una mancha negra con la máquina de Walporgius refulgiendo en su pecho, haciendo señales extrañas que Galatis no supo identificar. Se sentía cansada y aturdida así que pasó de lo que le decía cerrando los ojos. Su cuerpo sucumbió al cansancio.

Mientras tanto todo a su alrededor se estaba convirtiendo en un caos creciente. León maldijo que se hubiese dormido porque necesitaba con desesperación su poder. Menos mal que podía usar la llave de emergencia. Se dirigió al brazo derecho de la chica y restregó su hocico contra él. Una especie de mecanismo con muchos engranajes se accionó, abriendo el pecho de Galatis. El gato se metió dentro del hueco que había quedado y pulsando un botón todo se cerró de nuevo. Ella abrió los ojos y se levantó, preparada para la lucha. Aunque en realidad no controlaba su propio cuerpo de autómata, se había convertido en el transporte del gato.

León manejaba a la autómata —que claramente ahora no lo era— con soltura. No sabía muy bien como derrotar a aquel ser que se extendía casi por toda la sala. Su lado gatuno le decía que se tumbase al lado de la gran chimenea para echarse una reconfortante siesta. Pero sabía que eso no los ayudaría. Tenía que haber algo

que desconectase al ser y lo volviese a su forma original. El hombre de los sueños de Galatis se acercó a ella.

—¿Tienes alguna idea de cómo derrotarlo? —preguntó León desde el interior de Galatis.

—No, ya te he dicho que se supone que yo debía protegerlo. Oye, yo no tenía ni idea de que esto iba a pasar. ¡Haz algo!

—Sí claro, y ahora me vienes con exigencias. Lo que hay que aguantar.

Una lengua de fuego pasó entre los dos haciendo que se separasen a gran velocidad. Fue cuando León vio la silla donde había estado el cristal, dándose cuenta de que era de donde salía el fuego. Quizás necesitara mojarla de algún modo…

Galatis empezó a sortear las llamas que amenazaban con alcanzarla, entre pulpos asustados y un hombre que no paraba de quejarse por su mala suerte. En su carrera consiguió alcanzar un jarrón. Le costó sudor y lágrimas llegar al sillón, pero todo se enlenteció aún más cuando echó el agua al cristal. La estancia y sus ocupantes se detuvieron para ver una cara aterrorizada entre el fuego y después observar cómo estallaba en humo, igual que cuando apagas una fogata. El suspiro de alivio fue generalizado. Bueno, después de toser y tener que abrir la puerta para que todo aquel humo se disipase, respiraron aliviados.

León se escondió tras el sillón manejando a Galatis para salir de su vehículo. Ya no la iba a necesitar. Ella volvió a la consciencia en cuanto su pecho se cerró tras el gato.

—León, ¿qué ha pasado?—Te has desmayado. Pero ya ha

pasado todo. ¿Te encuentras bien? —preguntó preocupado por el golpe que se había dado.

—Sí, creo que no ha sido nada.

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150 KATTY LE FAY

De repente todo empezó a temblar. La torre comenzó a moverse, a andar para ser más exactos, dejando el suelo donde estaba. Todos los habitantes se quedaron perplejos cuando pasaron de estar dentro a fuera sin salir por la puerta. La TorreNegra caminaba entre las dunas hasta que desapareció a lo lejos.

—Será mejor que volvamos a casa. Mamá estará cabreada —dijo León mientras se ponía en marcha.

—¡Esperad! ¡Lo habéis conseguido! ¡Soy libre! ¡Gracias! ¿Qué es lo que queréis? Os daré lo que me pidáis.

—No volver a verte más, que bastantes problemas nos has causado ya —habló León y comenzó de nuevo su camino—. Galatis, vámonos.

Galatis obedeció reticente, y ella y León desaparecieron tras las dunas bajo la sorprendida mirada del hombre al que habían liberado.

—Pues es una pena, podía haberle dado vida a esa pequeña —dijo el liberado. Después se esfumó internándose en una tormenta de arena.

Cuando los dos llegaron a casa les esperaba un delicioso olor a estofado. Mamá estaba cabreada, sí, pero también era una madre, así que lo primero que hizo fue poner un gran plato delante de León.

—¡León, por favor! Apágala y vamos a comer que ya has jugado demasiado con ella. —Su madre agitaba su larga cola de angora con impaciencia.

—Vale, vale mamá. —Se levantó de la silla en la que ya se había acomodado y le habló a Galatis—. A dormir pequeña.

La autómata lo miró sin comprender mientras León la desconectaba. Se preguntaba cómo era posible que una autómata pudiese soñar cuando no tenía instalada ninguna actualización que le permitiese hacerlo. Quizás Galatis se

hacía mayor. Y Galatis soñaba. Soñaba con una vida. Soñaba con el hombre libre. Soñaba…

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ENTREVISTA A MIGUEL S. JUANEDA

¿De dónde surge la IDEA de crear este nuevo mundo fantástico: Los Seis Reinos?

Lo primero que tuve claro es que quería escribir una novela y que, como no podía ser de otra manera, tenía que ser fantástica, ya que es un género que me ha apasionado desde bien pequeño. Partiendo de esa base, imaginé la historia como si de una película se tratara y para desarrollarla necesitaba crear un universo, un mundo en el que ubicarla. Y fue así, como después de muchos meses de diseño y de búsqueda para no coincidir con nada que ya existiera, nació Mundo Conocido y sus Seis Reinos.

¿Cuál es tu personaje favorito de los que encontramos en La llamada de los Nurkan?

Vaya, esta es una pregunta difícil de contestar. Es como preguntarle a un padre cuál de todos sus hijos es su preferido. Ten en cuenta que en mi cabeza sé cuál es el destino y evolución de cada uno de los personajes y, por lo tanto, me resulta muy difícil aislarlos en una sola novela, como es el caso de La llamada de los Nurkan. Hay protagonistas que en el primer libro son muy queridos y a lo largo de la saga pueden pasar a ser muy odiados. Prefiero no decantarme aún por ninguno.

Tengo especial curiosidad por el personaje de Marah, esa mujer fantástica, independiente, fuerte y valiente. En la dedicatoria del libro pude comprobar que una de tus hijas se llama Mara. ¿Está inspirado este personaje en ella o dedicado para ella?

Sí, efectivamente. Si bien por su corta edad, aún es pronto para saber si mi hija tendrá ese carácter guerrero y luchador que tiene Marah, si quise que la capitana de la guardia real de Myrthya llevara su nombre. Y no te puedes imaginar el problema que me ha traído en casa, ya que mi otra hija, Ainhoa, espera impaciente que en el segundo

Entrevista amiguel s. juaneda

por T. Fernández Ávila

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libro aparezca un personaje que tenga un nombre parecido al suyo. Imagina el problema que se me plantea.

¿Con cuál personaje te sientes más identificado? ¿Tal vez con nuestro príncipe Asúrim?

Creo que me quedo con un poco de cada uno. La sabiduría del Shayim, el corazón de Asúrim, la destreza de Marah, la ingenuidad de Mela, la fortaleza de Hárendal o la inteligencia de Dárev, por citar a los principales.

Si pudieras que elegir uno de los 6 reinos para que fuera tu lugar de origen y la tierra donde vivir con tu familia y amigos ¿cuál escogerías?

Lo tengo claro. Kalandrya. Por muy inhóspito que parezca, lo considero un paraíso.

¿Qué autores o libros son tu inspiración para escribir tus relatos y/o libros de fantasía?

Hay muchos. Como te he comentado antes, he crecido leyendo literatura fantástica, así que supongo que me inspira un poquito de cada uno. Desde el maestro Tolkien, hasta el tan de moda Martin, pasando por Ende, Cooper, Wolfe...

¿Veremos pronto la segunda entrega de la Saga “EHDL6R”?

Me he comprometido con todos mis lectores y seguidores a sacar un libro por año, así que, si no hay contratiempos, el año que viene por estas mismas fechas podremos hablar del segundo libro de la saga.

Y por último... Si mañana te hicieran subir en un cohete espacial para enviarte (junto con otros seres humanos) a colonizar un nuevo planeta, ¿Qué único libro te llevarías contigo (no vale el tuyo propio)?

El principito, el primer libro que leí. Creo que si el objetivo del viaje es colonizar otro planeta, todos esos humanos que viajamos en el cohete aprenderíamos mucho de las enseñanzas de Saint-Exupéry.

“El año que viene por estas mismas fechas podremos hablar del segundo libro de la

saga”.

ENTREVISTA A MIGUEL S. JUANEDA

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Ánima Barda - Pulp Magazine

por Carlos J. Eguren

«Pequeño mensajero gris,vestido como la Muerte pintada,

polvo es tu vestido.¿A quién buscas

entre lirios y capullos cerradosal atardecer?

Entre lirios y capullos cerradosal atardecer

¿a quién buscas,pequeño mensajero gris

vestido en el espantable atuendode la Muerte pintada?

Omniprudente¿has visto todo lo que hay que ver con tus dos ojos?¿Conoces todo lo que hay por conocer y, por tanto,

omniscientete atreves a decir no obstante que tu hermano miente?».

Robert W. Chambers, El rey de amarillo.

EL ESPOSO de Estela Bringham había muerto dos veces. Para ella, la única persona que lo ha-bía querido, fue resucitar una pesadilla de la que

nunca había logrado despertar del todo. Para las detectives Carey Knowles y Sarah Costigan era un caso más.

—Quiero un café e irme a la comisaría —dijo la agente Costigan mientras fumaba. Odiaba las escenas de los crí-menes.

—Esto es extraño —contestó Knowles agachándose y apartando los mechones de su larga cabellera de un pre-maturo gris.

—Eso significa que no me largo aún, ¿no? —soltó Sarah Costigan riéndose de un chiste que no le hizo gracia a su compañera—. Deberías relajarte. Sé que acabas de regresar de una baja y toda esa mierda, pero cuanto antes cojas el ritmo del trabajo y el descanso mejor para ti, para mí y para

El príncipe azul se cortó

las venas

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Ánima Barda - Pulp Magazine

154 CARLOS J. EGUREN

todos.—Yo ya he estado aquí.Costigan se acarició el mentón. Sí,

Knowles la estaba ignorando con su cara de ida, pero ¿a qué se refería?

—¿En esta parte de la ciudad, Knowles?

—En este piso, Costigan. También fue por un crimen.

Sarah observó a Carey Knowles, pa-ralizada. Su rostro de cuarenta años era digno de una estatua,los ojos negros y bien abiertos. ¿En qué pensaba?

—¿Crees que estamos en una casa encantada que impulsa a sus inquilinos a asesinar? —preguntó Costigan. Le re-cordaba a un argumento deplorable de un film de terror.

—Las casas no impulsan a nadie a asesinar, son sus inquilinos.

Sarah recordó la fama que tenía de grillada la agente Knowles dentro del departamento. Se había cogido unas «vacaciones» hacía unos años para dar a luz a un niño que nació muerto y, desde entonces, había perdido los papeles… pero volvió al trabajo, porque la depre-sión no fue más fuerte que su buena fama resolviendo crímenes, como el caso del nanocientífico imaginario o la nave fantasma de Jacksonville.

Por delante de ellas, pasaron los ti-pos de la morgue con el cadáver de Bringham. Solamente Knowles se fijó en el rostro del muerto.

—Parece que has visto a un muerto —apreció Sarah Costigan, soltando el humo de su cigarro—. Voy a mirar con la mierda de cibertableta si se ha cometido aquí un crimen… Fíjate, doy mi brazo a torcer, se nota que es viernes…

Al mismo tiempo, Carey Knowles se acercó a un cuadro holográfico que había sobre una de las estanterías de la sala de estar del piso. En la foto, las dos detec-tives observaron a Estela, una mujer con

una gran sonrisa y enormes gafas, que eclipsaba al hombre que había a su lado, el ahora difunto.

—¿A qué están felices en las fotos? —preguntó Sarah, irónica—. A la mu-jer, Estela, le dio un ataque de nervios, según nos han dicho, y la han enviado al hospital. Por la farmacia que tenía en el mueble de baño, llevaba tiempo jodida de la cabeza.

—Jodida de la cabeza —repitió Knowles, sintiendo un escalofrío. Sarah supo que no debía haber dicho aquello, ¿se habría dado Carey Knowles por alu-dida?

—Hay recetas oficiales descargadas por todo el apartamento —contestó Sa-rah con rapidez. Quería que el tema no derivase en una charla personal—. Todo droga legal. Pero ¿a qué te apostarías que todas las recetas serían para ese se-ñor Bringham? ¿Acasono fue a él al que encontramos con las venas rajadas en la bañera?

—Esas recetas son de la esposa, ella era la que sufría las depresiones —con-testó Carey.

—Vaya, me sorprendes. ¿Cómo lo sa-bes, cerebrito?

Las manos esqueléticas de Carey se-ñalaron hacia uno de los muebles, luego las paredes.

—Toda la estantería, esa mesa, esa pared… están llenas de holofotografías. Ella estaba apegada a su pasado. En ex-ceso. Le había hecho un jodido altar.

—¿Cómo sabes que todo esto es de ella? Vivían juntos…

—Hay más fotos de él que de ella.—Quizás el tipo era un narcisista ca-

brón. Conozco a los hombres…—Él siempre aparece en segundo

plano en las fotos, donde no disfruta demasiado. Además, pocos narcisistas cabrones se quieren tanto como para matarse —contestó Carey. Era buena en

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su trabajo. A continuación, desplegó un panel de datos que controlaba todos los servicios de la casa inteligente—. Hay un montón de archivos también aquí, con carpetas de datos, muchas fotos... Las fechas son antiguas, nada nuevo.

—¿Sólo por eso sabes que las recetas eran de ella?

—Has hecho esa pregunta estúpida sobre el tema de quién era la receta y me has hecho suponer lo más excepcio-nal. ¿Podría ser tan retrasada como para equivocarme?

Sarah silbó mientras veía un par de libros descargados en el ordenador del salón —todos de bioelectrónica—. Lu-chaba por no estrangular a aquella bruja loca.

—Vaya, sí que vas a ser una auténtica coco, como decía la gente…

En realidad decían «puta psicótica experta en joder a todos», pero Sarah se permitió una licencia poética.

—¿Cuándo sabremos si hubo un cri-men aquí? —preguntó Knowles, dispa-rando al aire sus ideas—. ¿No tramitaste la petición de datos con tu tableta?

Knowles había ignorado a Costigan de forma premeditada. La veterana no se lo tomó bien, pero intentó que el cabreo no se entrometiese en su trabajo.

—He pedido el informe, pero resulta que la esposa de Bringham era una pez gordo.

—¿Futuriblex? —Exacto.La empresa de nuevas tecnologías

Futuriblex siempre colocaba un buen cortafuego en los expedientes de sus tra-bajadores y los familiares más cercanos de estos. Temían intrusiones de piratas informáticos y similares. En un tiempo donde la información es la mejor mone-da, había que tomar precauciones.

—Tardarán media hora en dar per-miso para acceder a los datos –meditó

Knowles. —Sí, esos cabrones nunca cambian.

Siempre supe que la idea de que los gobiernos se convirtiesen en conglo-merados de multinaciones era una puta mierda.

Sarah sentía que aquella mujer no le estaba hablando, sino que hablaba con-sigo misma.

—¿Eres comunista?—Ni de coña. —Yo también odio la puta burocracia,

Costigan.—¿Eres comunista?—No, a menos que lo definas como

un odio común a todos.Carey Knowles se puso en marcha, di-

rigiéndose desde la sala de principal has-ta el largo pasaje. Sarah la siguió, no le caía bien aquella nueva compañera, pero quería saber si era verdad que poseía una misteriosa capacidad para resolver crí-menes y sucesos peculiares. Durante el corto viaje hacia el baño donde apareció el cuerpo, Knowles se detuvo un par de veces observando más hologramas con los recuerdos de aquel matrimonio.

—Muchas de ellas son fotos sin mu-cho talento —dijo Sarah Costigan in-tentando sacar tema de conversación.

—Más motivos para saber que ella era la deprimida. Para alguien que siente amor por el pasado, cualquier foto, por estúpida que sea, es magnífica.

—¿Sentía nostalgia por quién? No veo a nadie más en las fotos salvo su ma-rido y estaba aquí…

—Quizás echaba de menos esa época de su vida. Y puede que sí echase de me-nos a alguien.

—¿Alguien vivo? ¿Por qué no disfru-tar de esa persona que sigue viva y no de su pasado?

—Todos cambiamos y dejamos de ser quiénes éramos. Podemos echar de me-nos a alguien por cómo era en el pasado

EL PRÍNCIPE AZUL SE CORTÓ LAS VENAS

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156 CARLOS J. EGUREN

y detestarlo por cómo es en el presente.Costigan hizo un gesto de afirmación,

pero, en realidad, pensaba en cómo ha-bía tenido la mala suerte de acabar con aquella filósofa del tres al cuarto. No se fijó en que su compañerase había aden-trado por aquellos pasillos como si cono-ciese la casa. ¿Había estado en ella antes?

—He visto esta historia antes —dijo Carey Knowles yendo hacia el servicio para detenerse ante la bañera—. Todo esto ha pasado ya.

Pese a que se habían llevado el cadá-ver, la sangre mezclada con el agua no era humana. No era roja y espesa, sino azul y diluida. Por eso las habían llamado a ellas, dos detectives: no era una muerte más.

—El suicidio del príncipe azul —musitó Sarah Costigan terminando su cigarrillo y dando un par de palmadas, como breves aplausos. Knowles le diri-gió una mirada asesina, como si quisiese decir: «no contamines mi escena del cri-men, pedazo de puta»—. ¿Qué mierda te debes meter en el cuerpo para que tu sangre se tiña de azul? No creo que fuese un puto alienígena…

—Huele a… —¿A qué, Knowles?—Costigan, ¿te gusta el olor de las

gasolineras? —Sí, pero no se parece en nada...—No me refiero a las gasolineras de

coches.—¿Podrías dejarte de tantos enigmas

y decirme si tienes alguna idea de lo que está pasando?

—Eso es complicado, Costigan. Pue-do saber lo que ha pasado en esta ha-bitación, pero habrá tantos hechos que no conoceré… Pero aquí estoy encerrada en este momento, esperando saber qué vendrá después y… No lo sé. Es comple-ta incertidumbre frente a todo, pero hay algo de este lugar que me habla del pasa-

do, como si ya hubiese estado aquí antes.—Te he dicho que te dejes de acerti-

jos, agente Knowles —respondió Sarah y contempló detenidamente a aquella mujer de ropa barata, rasgos aviejados y mirada perdida—. No estamos en una serie de televisión donde yo tenga que ser la inútil y tú la brillante y excéntri-ca sabelotodo. Di qué coño ha pasado y punto.

—Han pasado muchas cosas, pero pocas son las que puedo… averiguar ahora —replicó Carey y lanzó un puñe-tazo al aire—. ¡Joder, lo sabía! ¡Joder!

—¿Qué sabías?—¡La jodida medicación no me deja

pensar con claridad!Carey Knowles empezó a dar leves

gemidos mientras cerraba con fuerza sus ojos y se daba golpes con las manos en la cabeza, como si así intentase librarse de los efectos de la medicación. Sarah Cos-tigan se quedó mirando el grotesco es-pectáculo, sin saber si era una crisis, pero descubriendo que se le había terminado el sucedáneo del tabaco (el equivalente a sus palomitas ante esa película).

—Esperemos a que la gente de Cien-tífica investigue esto y nos vamos a tomar un café, ¿quieres, Knowles? Aprovecharé para comprar unos pitillos eléctricos y… ¿Me oyes?

Carey Knowles contempló durante unos instantes a Sarah Costigan, una de esas agentes que tenía una familia con problemas, se maquillaba más con el paso de los años e intentaba dar la im-presión de ser una mujer dura que no le ponía los cuernos a su marido. La agente Knowles sabía bastante de Costigan con solo contemplarla, por eso le dio la es-palda.

—¡Joder, Costigan! ¡No…!—¿Qué? ¿Qué te pasa, Knowles?—¡Intenta guardar tus secretos, Cos-

tigan! ¡Estás jodiendo todo este lugar

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vomitando y vomitando más y más in-formación sobre ti misma! ¡No puedo leer el resto del lugar contigo de por medio!

—¿De qué me estás hablando?—Te miro y sé todo sobre ti —con-

testó Carey Knowles sin dejar de darle la espalda—. Tu ropa, tu cara, tus gestos… Todo me dice cosas sobre ti e interfieres con el resto del lugar.

—Lo siento entonces, pero no sé qué puedo hacer…

—Lo peor es que he estado en este lugar y sé que supe todo sobre él en al-gún momento. No sé el qué ni cuándo, pero…

—¿A qué te refieres a que sabes todo sobre mí?

—No voy a contestar a cosas eviden-tes que tú ya sabes.

—Esa es la típica respuesta de una adivina cutre de la red: te pregunto algo que ya sé pero no lo digo antes, prefiero que lo digas tú y luego asentir diciendo que ya lo sabía y solamente te ponía a prueba…

—Guárdate esa mierda y dime si nunca has sentido que has estado antes en un lugar donde no deberías haber es-tado, Costigan.

—No, joder. ¡No soy un bicho raro como tú, Knowles, joder!

Costigan pensó que se había extra-limitado y sintió que quizás debía pe-dir disculpas a la rata de biblioteca de Knowles, pero ella pareció incluso son-reír y siguió mirando a su alrededor. Se estaba calmando, ya no se daba golpes, solo paseaba su mirada por todo el lugar como un escáner y respiraba profunda-mente mientras decía cosas extrañas.

—Los lugares marcan a la gente, de algo así va la psicogeografía. Hay una teoría de que los lugares guardan me-moria a lo largo de su historia, Costigan. Han conocido historias de amor, des-

dicha, alegría, desgracia… Y, a veces, el equilibrio se va a la mierda y la balanza cae abajo, abajo y más abajo. Créeme, hay sitios que son cementerios de vida y quieren seguir siéndolo. Ve a uno de esos lugares y seguramente te pasará algo malo.

—¿Qué mierda de teoría es ésa, Knowles? ¿Me estás hablando en serio o te estás quedando conmigo? ¿Me es-tás queriendo decir que hay lugares que entran en la mente de la gente y hacen que hagan cosas desagradables o cosas geniales porque sí? ¿Volvemos a las putas casas encantadas?

—Olvídate de supercherías y falsas negaciones, Costigan. Si se estudia lo suficiente un lugar, se puede seguir su historia y la de la psicología viva que en-vuelve los lugares.

—Eso es una mierda fatalista, Knowles. Te cargas todo el libre albedrío.

—El libre albedrío es solamente una ilusión para que la gente no se vuelva loca. Este hombre terminó aquí porque estaba cansado de saber eso, que su vida no tenía sentido porque otros poderes lo movían y él no era responsable de eso.

—¿Justificas a un puto suicida, Knowles? Alguien que se mata a sí mis-mo sólo, tan sólo y que te quede claro, es alguien que se ha dado por vencido.

—Claro que se da por vencido, Cos-tigan… Todos hemos naufragado en la existencia. Algunos permiten que se los lleven las olas, otros luchan por persistir y hay gente como esta que decide aho-garse. Seguimos existiendo porque po-demos intentar olvidar esa verdad, que todo es un caos controlado. A veces pue-de ser la familia, como es tu caso, lo que te hace vivir. En otras ocasiones, puede ser el deseo de resolver cosas como este caso, para mí al menos. Pero hay gente que no encuentra una forma de distraer-se… Los poderes no pueden jugar con

EL PRÍNCIPE AZUL SE CORTÓ LAS VENAS

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158 CARLOS J. EGUREN

ellos entonces.—Has hablado de poderes que nos

mueven, ¿te refieres a Dios?—Si Dios existe y defiende la existen-

cia de esos poderes que convierten las vi-das en absolutos vertederos, me gustaría que no existiera.

—Vete a la mierda, joder. Hablas de un caos controlado, ¿entiendes acaso el significado de esas palabras, Knowles? Es una puta locura.

—Castigan, sé de lo que hablo.—No lo creo. ¿Poderes? Anda ya,

Knowles… —Cada uno intenta imponer como

puede una ilusión de orden ante el poder del inevitable caos.

Esa frase resonó en la mente de Sa-rah, pero la espantó contestando:

—¡Si existiera un poder que nos go-bernase y controlase, no habría caos ni tú tendrías que poner orden a nada, gua-pita!

Knowles se tomó lo que le dijo Costi-gan como el comentario de una niña con una rabieta.

—Costigan, nadie ha dicho que esos poderes que nos controlan pongan todo en orden. Quizás quieren el caos. Tal vez hay que enfrentarse a ellos. Algunos ele-gimos investigar y otros rajarse las venas.

Hubo unos instantes de silencio en los que Sarah Costigan pensó en si pe-garle un par de puñetazos a aquella zorra nihilista le jodería, en si la suspenderían de sueldo y empleo demasiado tiempo. «No sería una falta grave, sería un favor», pensó. Entonces, Knowles encendió su arcaica tableta y sacó de ella un hologra-ma del arma usada por el suicida: era un trozo afilado de hierro candente.

—Pensaba que una cuchilla sería más fácil para suicidarse —opinó Sarah Cos-tigan queriendo olvidarse del debate. Era experta en evadirse de problemas.

—Nada es fácil.

—Claro que no, sino ya sabrías si es verdad que has estado aquí antes…

—Me he atontado en este tiempo, pero escucho mi voz en el pasado. Todo el tiempo pasa continuamente. Una y otra y otra vez. No existe pasado, presen-te ni futuro. Todo ocurre a la vez. Tiem-po circular, sin orden, siempre, lo bueno y lo malo. Y sé que yo estaba aquí, siem-pre estuve…

—Estás como una puta cabra… Me voy a tomar un café mientras llega el jo-dido informe, si esos listillos de Futuri-blex dan permiso…

Sarah Costigan se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta. Tocó el picapor-te, abrió y cerró con un portazo. El gol-pe no fue extremadamente fuerte, pero fue como si Carey Knowles se sacudiera después de que una bala le explotase el cráneo. Cuando el falso tiro salió de su cabeza, un montón de piezas se movie-ron formando una imagen y se dio la vuelta, abrió la puerta y se marchó por el pasillo para decirle a Sarah:

—¡Esa mujer trabaja de científico dentro de Futuriblex!

—Sí, en el área de bioelectrónica—contestó Sarah Costigan. ¿Su compañe-ra al final quería un café?—. Me fijé en los libros de la sala de estar. Supongo que era una listilla como tú.

—¿No entiendes lo que ha pasado?—No, no entiendo nada —dijo Sarah

y se detuvo intentando encontrar las res-puestas que habíalogrado Knowles.

—La sangre azul… No era sangre. —¿Entonces?—Mi exmarido tenía un robot. Cada

dos años tenía que llevarlo a revisión y solían pedirle siempre una variante de aceite de Futuriblex cuyo olor… Ese puto olor estaba en esa bañera, perforan-do mi nariz como agujas…

—¿No era sangre sino aceite? ¿En serio?

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—Eso creo.—Los chicos de Científica van a reír-

se mucho entonces… Un hombre que vomita aceite, tal vez… ¿La listilla lo en-venenaría con aceite?

—No era un hombre, joder, Costigan. ¡Era un robot!

Costigan sintió ganas de querer en-cender un cigarrillo solo para apagárselo en los ojos a Knowles. ¿Un androide? ¿En serio?

—Los androides no pueden tener formas de personas. Son cachivaches en blanco y negro con cara de tostadora…

—Por ahora ha sido así. Pero ¿ves dónde nos encontramos? Estamos en el reino de una tipa que sabe de bioelectró-nica y trabaja en la compañía más avan-zada del mundo.

Knowles señaló hacia un pájaro dise-cado que había en la mesa. Dio un ma-notazo al cristal que lo cubría, se rompió. Después cogió el pájaro, su navaja y, al abrirlo, empezó a sacar piezas, no trozos de carne. Lo dejó caer todo al suelo, im-pregnado de aceite azul y plumas sinté-ticas.

—¿Me quieres decir que esta mujer construyó un robot para tirárselo? ¿No le era más fácil pillarse un buen conso-lador?

Costigan estuvo a punto de reírse de la locura de Knowles justamente cuando la tableta hizo un sonido brusco, avisán-dola de que había recibido su respuesta para una petición del informe. Futuri-blex se había dado prisa. La detective empezó a mirar el historial y encontró que unos tres años antes algo había pa-sado en el piso.

—El primer marido de esta tipa su-frió un accidente en este baño hace un par de años. Se resbaló y se abrió la ca-beza contra la bañera.Yo la hubiese cam-biado... –dijo Costigan.

—¿A qué agente mandaron a este si-

tio?—Hurm… Interesante.—¿A quién?—A una policía antes de convertirse

en detective… y deberías saberlo.—Era yo —dijo Carey Knowles en-

tendiendo de dónde venían sus recuer-dos. Ella se había marchado por ese pa-sillo, cerrando la puerta del portazo.

—Estuviste aquí cuando el primer marido murió. ¿Concluimos que la tipa creó un robot para pasar una buena tem-porada y ni El Tuercas la aguantó?

—¿Por qué un robot se metería en una bañera, Costigan?

—Knowles, existen programas para androides en el mercado negro. Algu-nos consisten en recrear acciones hu-manas. He visto robots comiéndose los mocos o incluso llorando. Si eso se puede comprar en los sitios más bajos, ¿qué no podría hacer una tipa que sepa de bioelectrónica, biogenética y toda esa puta mierda?

—Dos maridos muertos en el mismo lugar, Costigan…

—¿Piensas en una salvaje asesina del baño? —preguntó Sarah y se echó a reír.

—¿Cómo era el primer marido?La pregunta de Knowles era extra-

ña, pero Costigan supuso que era cu-riosidad. Abrió el proyector holográfico y buscó la fotografía. Cuando la halló, pinchó en ella con sus dedos e hizo que el espectro del holograma la reprodujese, ampliándola.

Ambas policías se quedaron viendo a un hombre de unos cincuenta años, con perilla, sonrisa breve, pequeñas gafas, ojos tímidos, algunas arrugas, escasez de pelo... Eran rasgos sin orden para Carey, pero todos habían sido ya vistos. Ya ha-bían visto a aquel hombre.

—Está en cada una de las fotos de la casa —dijo Knowles asintiendo.

—Tengo un par de ideas. ¿Crees que

EL PRÍNCIPE AZUL SE CORTÓ LAS VENAS

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160 CARLOS J. EGUREN

el robot se suicidó porque su mujer de-presiva tenía fotos de su primer marido por todos sitios? ¿Puede un robot sentir tristeza, Knowles?

—Lo que sí puede sentir es un hie-rro candente… seguramente es la única forma de atravesar su falsa piel —replicó Carey, dándose cuenta de que el androi-de se había matado así por su condición.

—Cerremos esto después entonces, Knowles. Buen trabajo. Vamos a comer.

Sarah empezó a caminar para irse del apartamento, sin embargo Knowles no se movió.

—¿Qué coño te pasa ahora, Knowles?—¿No lo entiendes, Costigan? Tú no

miraste al cadáver del suicida, yo sí.—¿Te me vas a poner sensible?—No viste su cara.—¿Qué? ¿Qué le pasaba a su careto?

¿Estaba muy triste porque su mami era tan gilipollas que seguía pensando en su primer esposo?

—Costigan, escucha.—Vale, te escucho, Knowles…—No viste que el rostro del primer

marido era el mismo rostro que el del segundo marido.

—¿Qué quieres decir? —Algo evidente.—¿Esta tipa se construyó un robot a

imagen y semejanza de su primer mari-do? ¿Para qué?

Sarah pronto reunió aquellas pistas y supo responderse a sí misma, pero tuvo que escuchar a Carey:

—Para intentar que su marido pare-ciese que no había muerto.

—Joder… ¿Para qué? ¿Alguien está tan colgado como para pensar que un robot que se asemeja a su marido es su marido muerto? Lo suyo era una puta máquina. ¡Joder!

Sin embargo, Sarah Costigan se acordó de todas aquellas noticias so-bre avances en las mentes de los robots.

¿Acaso no había gente con Alzheimer que creaba chips con bases de datos para no olvidar? ¿Podríanlos recuerdos y la personalidad de alguien insertarse en un androide? ¿Eso haría que el autómata se comportase como la persona de la que procedían sus vivencias?

—Vamos a por una cerveza —pidió Carey Knowles, aunque Sarah Costigan sentía que se le había ido el hambre o las ganas de beber, ya fuese un café o un poco —o un mucho— de alcohol.

Mientras volvían en coche, Costi-gan no podía dejar de pensar en el caso. Siempre intentaba que la realidad no la afectase. Quería huir de todo lo que la rodeaba; deseaba que las cosas fuesen a mejor en su vida que en su trabajo. Aquella vez, no pudo. En su cabeza veía a la mujer que hizo un doble mecánico de su marido muerto solamente para in-tentar superar la pérdida.

Sarah sería incapaz de hacer eso con Phil. Si él se moría, ella debería negar, sí, pero no se quedaría en esa fase, sufriría también y lloraría… Y terminaría supe-rándolo. La vida era así. Un robot con el rostro de él y una personalidad similar, configurada a partir de sus recuerdos de-jados en la nube, no serían Phil.

Pero ¿y con su madre? Sarah la perdió siendo ella muy pequeña, casi ni la re-cordaba. El cáncer la había vencido, pero ¿el robot no sería como ella? ¿No hubie-ra estado bien que su madre la hubiese criado, le hubiera enseñado a caminar, leer, escribir, la forma de ser de los hom-bres…? Ella debía saber que su madre era un robot, claro, pero sería como ver la televisión y que te críe, no había nada malo en eso, ¿no?

Tal vez, con el tiempo, Futuriblex se dedicase a sacar robots con el carácter y el aspecto de un ser querido muerto. ¿Se-ría una forma de lograr la inmortalidad o que la gente no sintiese la pérdida de

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161EL PRÍNCIPE AZUL SE CORTÓ LAS VENAS

sus muertos? Sarah intentaba contestar aquello y también pensaba en cómo, de pronto, podría surgir un iluminado que propondría hacer robots con el aspecto de una persona y con otro carácter que quisiese el cliente. Ella habría compra-do así un robot de su padre, que sufría demencia severa ahora y los chips no los cubría el seguro médico —y tampoco se lo merecía—. Siempre había sido un al-cohólico, pero ¿y un robot con su aspec-to y un cerebro de buen padre? Tal vez, incluso podría comprar un robot que se comportase igual que su hija Francine, pero con un aspecto no tan jodidamente feo (salió a su padre).

Las ideas pululaban por su mente. Sarah seguía conduciendo, pero miró en ese instante a Carey Knowles que estaba en el asiento del copiloto, mirando hacia el techo. Aquella mujer era completa-mente extraña, pero había sido brillante uniendo piezas. ¿Estaría pensando en resucitar a su niño nacido muerto por medio de un robot que fuese una réplica exacta? Futuriblex podía sacar pasta con robots que creciesen, vendidos a muje-res que perdían sus hijos… ¡Qué locura! Mujeres con hijos muertos, criándolos como bebés de juguete para niñas. ¡Qué extrañamente divertido!

«Y cuando sean hijos pequeños que se pierden porque un pederasta los vea apetitosos o sufran algún accidente, ¡quizás la policía no deba buscarlos y los padres compren un robot que se le parezca! El negocio de la ley se irá a la mierda, como el sentimiento de que se te vaya alguien querido, pero ¡Futuriblex se alzará!», pensaba Sarah Costigan. Tal vez tendría que buscar trabajo en aquella empresa. «No habrá muerte en el mundo del mañana».

Cuando volvió a pensar en la mala suerte de la científica, la agente acabó viendo aquel baño de un suicida y un

hombre que sufrió un accidente. Pensó en algo digno de una loca y, queriendo hacer una broma sobre tan macabro he-cho, lo dijo:

—Joder, Knowles, ¿te imaginas que el primer marido, el de carne y hueso, se tropezó en el baño no porque se fuese a duchar sino porque iba a suicidarse? Si tienes recuerdos fieles de alguien así, un suicida en potencia, e insertas todo eso en un chip con su personalidad a un ro-bot, éste no podría escapar del virus de la tragedia humana… El androide también se suicidaría. ¿Te imaginas?

Carey Knowles no se rió como Sarah, que poco a poco borró aquella sonrisa y comenzó a pensar en lo que acababa de decir y en porqué la otra detective no se reía. Quizás, no era un chiste, tal vez era sólo la realidad, el motivo por el que la científica había acabado aquella tarde en un hospital. Resucitas a alguien pensan-do que murió en un accidente y sólo des-cubres, cuando se suicida, que la primera vez que falleció fue también un suicidio frustrado…

Durante lo que quedó de viaje, Knowles solamente dijo algo que no dejó dormir a Costigan durante varios días:

—Cada uno intenta imponer como puede una ilusión de orden ante el poder del inevitable caos.

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162 RESEÑA: BATIR DE ALAS

“Batir de Alas”Paul Hoffmann.

La Esfera de libros.

por JR Plana

Batir de alas

GRAN DESCONCIERTO. Un gran y profundo descon-cierto, eso es lo que he senti-

do al leer Batir de alas, el final de la trilo-gía La mano izquierda de Dios, que me ha dejado con la extraña imagen mental de Paul Hoffmann aporreando el teclado en días alternos según la marea le traía una idea u otra a la cabeza. Deslavazado, esa es la palabra.

La mano izquierda de Dios me gustó mucho. Bueno, no, me encantó. Los que me conocen sa-ben que la relación de los hombres con las religiones, y la organización de estas, son cosas que despiertan mi interés, así que el primer libro causó en mí un efecto for-midable, que me llevó a andar recomendán-dolo de acá para allá —a pesar de que, como me con-fesaron mis amigos después, no les gustara tanto como a mí—. La mano izquierda de Dios me resultó inteligente y cautivador, haciendo que me aficionara a la saga. Llegó el segundo, y este no tuvo el mismo resultado, no hubo subidón ni amor a primera vista, aunque me engan-chó lo suyo también. Y ahora, con el ter-cero cerrado aquí a mi lado, me siento como el viejo solterón, solitario y misó-gino que reniega de las mujeres porque jamás encontrará a una como la primera, y siente que las últimas le han traiciona-do de mil maneras, falsarias todas ellas…

De acuerdo, no es para tanto. A mi juicio, el problema con Batir de alas es que el autor ha sufrido un ataque de dis-persión, aquejado de paso por la dolencia de no-se-puede-ser-brillante-a-tiempo-completo. Y es que de vez en cuando también toca ser algo mediocre.

Ha tardado medio libro en captar mi atención. Las primeras doscientas y pico

páginas —prólogos intragables aparte— las pasa saltando

de un asunto a otro, con una narrativa difusa y

a veces muy espesa, donde abundan los párrafos enormes que llegan a ocupar páginas enteras. Va de un persona-je a otro, entrando y saliendo de sus pensamientos como

Peter por su casa, sin importarle si aquello

tiene lógica, sentido u orden, y con un montón

de asuntos que no entiendes a dónde llevan flotando por el aire

y revoloteando a tu alrededor. Por si eso no resultara de por sí sufi-

ciente confuso, tenemos que la habitual prosa redicha e irónica de Hoffmann se ha convertido en un permanente intento por resultar chistoso, mezclado con una fatal verborrea de pensamientos y citas que resultan ser los pensamientos y citas de otros autores. La aguda inteligencia que desplegaba —a mi parecer— en el primero en este ha degenerado en una tentativa fallida de hacerse el interesan-te, con el consiguiente alzamiento de ce-

512 páginas. 17 €.

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RESEÑA: BATIR DE ALAS

Inglaterra, 1953.Posiblemente el único novelista de su generación que nació a la luz de una lámpara de parafina, Hoffman pasó gran parte de su infancia en campos de aviación en todo el mundo viendo

a su padre –un pionero del deporte del paracaidismo– saltando de los aviones. Es autor de las novelas The Wisdom of Crocodiles (2000) y The Golden Age of Censorship (2007), además de la trilogía La Mano Izquierda de Dios.

PaulHoffmann

jas y un porrón de personajes intentando ser los más listos del lugar.

Realmente, el libro parece escrito por dos personas. Tienes la primera parte, infumable porque lo único que haces es perseguir a Hoffmann yendo de un lugar a otro en un mapa imposible e incom-prensible, y la segunda, donde se llega a entrever de lejos al tipo que escribió La mano izquierda de Dios. Me gustó espe-cialmente de este último, y del siguiente, los despliegues de estrategia militar y el detalle con que son abordadas las bata-llas, elemento que se lleva la palma de oro en esta trilogía. Hoffmann lo recu-pera en la segunda parte de Batir de alas, con un buen puñado de grandes batallas narradas de una manera muy fácil e inte-resante de seguir. Sin embargo…

Dejando de lado la polémica ristra de nombres de ciudades que vomita sin ton ni son y al finalizar el libro pretende jus-tificar con una oculta relación entre to-dos ellos, con las batallas, al igual que con las citas —y con la religión, los lugares, los personajes…—, llega un momento que comprendes/descubres/lees que mu-chas de las cosas que cuenta Hoffmann son hechos que han sucedido de verdad o algo parecido, y él solo les ha cambia-do el nombre —y a veces ni eso—. ¿Qué

hay de malo en esto? Pues que la novela pasa de ser un alarde de ingenio llevado a cabo por un hombre inteligente, culto y docto para convertirse en un pastiche de un hombre inteligente, culto y doc-to cuyo mérito es haber leído mucho y ponerlo todo junto en un libro sin gran disimulo. ¿Pierde entonces? El resultado sigue siendo igual de interesante, pero pierdes respeto a Hoffmann por no mo-lestarse ni un poquito en exponerlo de manera elegante y cohesionada.

La sensación final es que te has tira-do dos libros y medio esperando un pi-fostio del copón para que luego todo se disuelva como la bruma. Hay gente que pensará «Pues eso tiene mucho mérito» y yo diría «sí, SI el autor lo hubiera he-cho consciente y bien dirigido». Pero la impresión es de que Hoffmann ha esta-do disparando a matar contra un mon-tón muy espeso de setos y el resultado es, sin duda, algunos conejos muertos, pero todos porque pasaban por allí.

Y lo peor de esta bruma que empaña todo el final es que deja tras de sí un buen puñado de cabos sueltos y promesas des-lumbrantes. Asuntos que no se vuelven a mencionar, personajes que se van por donde han venido, sucesos precipitados, enfermedades fatales que se quedan en

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RESEÑA: BATIR DE ALAS

el aire, caminos de dos meses que no llevan a absolutamente ningún lugar… Pequeñas grandes cosas que contribuyen a que la actitud general de los seguidores hacia este libro sea de desilusión. ¿Qué ha pasado con el grand finale? ¿Qué ha pasado con este? ¿Y con el otro? ¿Y con aquel? ¡Qué ha pasado con todo el mun-do, carajo! Y ya de paso, ¿qué coño ha pasado con el destino de Thomas Cale? Porque si la moraleja final es que ningu-no tiene predestinado un gran fin, ¿para qué narices nos tienes tres libros prepa-rándonos para el recopetín?

Al acabar, Paul Hoffmann, junto con otros dos epílogos francamente aburri-dos, incluye una especie de justificación de la obra. Explica que gran parte está basado en su vida y también expone cuál era su intención al escribirla, intención que tiene mucho sentido, dicho sea de paso. Y aunque sea muy respetable y tenga su lógica —a la intención oculta me refiero—, lo que yo pienso del asunto es que si un autor necesita hacer eso al final para revelar, no ya asuntos puntua-les, sino el por qué de gran parte de una historia muy difícil de encontrar cohe-rente… amigo, algo has hecho mal. Una novela, en mayor o menor profundidad, debería ser comprensible para la práctica totalidad del público. Al menos la his-toria elemental, el hilo narrativo básico. En realidad, mi sensación es que Paul Hoffmann ha perdido ese hilo narrati-vo, junto con el interés por acabar bien esta obra. O, algo más probable y menos dañino para su reputación, que se haya visto muy presionado por unas fechas lí-mites que apretaban como el demonio. Eso explicaría la tardanza y el pésimo resultado final.

Aún con todo, recomiendo leer esta trilogía —¡sorpresa!—. Tiene mucho co-nocimiento entre sus páginas, y hará las delicias de aquellos a los que les gusta

aludir a citas de libros (aunque, por favor, antes de usarlas mirad quién las ha dicho de verdad, no sea que atribuyáis a Hoff-mann algo de Horacio y quedéis como el culo).

Estrategia, religión, espadazos por do-quier… Si se consigue omitir el incom-prensible entramado del Gran Universo del Batiburrillo, lo que hay al fondo está bastante bien. Eso sí, sed conscientes de que el tercer libro probablemente os cau-se más de un dolor de estómago. Pero, en fin, aún así merece la pena. Al menos después os podréis meter con él.

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Batman

por Julio M. Freixa

EL COMISARIO James Gordon escrutaba el firmamento nocturno con aire conspicuo. El cañón luminoso proyectaba la silueta del murciélago contra

las nubes una vez más, preludio de la misteriosa aunque familiar figura que haría su aparición. Sabía que Batman no tardaría en acudir a su llamada, como tantas otras veces, pero aun así no podía evitar sentir el habitual cosquilleo en el estómago. Octubre era un mes crudo en Gotham City, y el vaho que exhalaba con cada respiración trazaba difusas formas fantasmagóricas antes de desvanecerse. Sin previo aviso, el toque de una mano enguantada sobre el hombro le sacó de sus cavilaciones.

—¡Jesús! —exclamó, dando un respingo—. ¿Es que quieres que me dé un infarto?

—Lo siento, Jim —respondió una voz cavernosa—. Creía que me habías oído llegar. ¿Qué puedo hacer por ti? —La visión del justiciero encapuchado siempre le causaba un efecto abrumador. Rezumaba poder y autoridad.

—Se trata de un secuestro, Batman. Ha ocurrido en el barrio chino hace unas dos horas. La víctima es Amelie Rosenthal, la actriz. Veintiún años, cabello castaño y más de un metro setenta. Se ha labrado una carrera actuando en el teatro y recientemente ha conseguido dar el salto a la gran pantalla. Nada extraordinario, solo un par de papeles en producciones modestas.

—¿Algún testigo?—Seguro. A esa hora las calles debían de estar transitadas.

Lo malo es que nadie parece querer hablar de ello. Hemos interrogado a más de treinta personas que residen en la zona y ninguno dice haber visto nada. Todo apunta a que los autores pueden ser miembros de una banda organizada.

—Hay varias operando en la zona. —La mirada del justiciero casi dejaba translucir el movimiento de los mecanismos de su cerebro de detective, ya barajando posibles respuestas—. Su principal actividad es el tráfico de opio. Hasta ahora no se habían pasado al secuestro. ¿Tus

el doctor Fu Manchucontra

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166 JULIO M. FREIXA

hombres han encontrado alguna pista en la escena del crimen?

—Nada relevante. Aunque supongo que querrás ir a echar una ojeada tú mismo.

—Naturalmente. Solo dame una dirección.

—Calle Mao, esquina con Lao Tse.

Justo a la entrada del cine Odeón. La chica había asistido al estreno de su última película y la raptaron a la salida. Por cierto, ¿crees que…? —Tan solo se había dado la vuelta un momento, pero Batman ya no estaba ahí—. Oh, vaya. Algún día tendrá que contarme cómo lo hace. Julio M

. Freixa

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167BATMAN CONTRA FU MANCHÚ

LAS FOTOS ya habían sido tomadas y, los testigos,

interrogados. Por lo tanto, Batman no encontró a nadie en el lugar del secuestro. Encaramado en el balcón dominaba la esquina, con la marquesina del antiguo cine iluminando los créditos del filme. El azote amarillo, así se llamaba la película en que la señorita Rosenthal había tomado parte. Resultaba irónico que se proyectase un título así, precisamente en un barrio como aquél. Seguramente había habido más de un secuestrador; uno tendría que conducir y al menos otro sujetar a la mujer. No era factible considerar a una sola persona como autora del rapto. La calle habría estado demasiado concurrida después de la sesión. Estaba seguro de que tendría que haber testigos; el problema era conseguir que accedieran a hablar. Tendría que hacer una ronda por los lugares frecuentados por delincuentes habituales. Pero antes de recorrer los garitos de baja estofa, llevaría a cabo una inspección a ras de suelo.

Utilizando la escalera de incendios, descendió hasta la calle y observó el pavimento y la fachada del cine. No pudo observar fragmentos balísticos ni ningún otro indicio. Estaba a punto de marcharse cuando un brillo metálico procedente de la alcantarilla llamó su atención. Levantó la reja rectangular y descubrió un pequeño objeto plateado en forma de cono, tallado con intrincados diseños. Se había quedado atrapado en un saliente en precario equilibrio. Visto más de cerca, comprobó que la talla representaba a un dragón enroscado, terminado en punta, y además tenía una oquedad en la que se podía acomodar un dedo. Lo más probable era que el objeto llevase poco tiempo en la alcantarilla, de lo contrario habría llamado antes la

atención de los transeúntes. Se lo llevaría para analizarlo más tarde; podría haber sido extraviado por los secuestradores.

II

LO PRIMERO que notó al recobrar la consciencia fue el

amargo sabor que no supo identificar. Sin saber todavía dónde se encontraba, se percató de que no podía moverse a pesar de sus tímidos intentos. Alarmada, abrió los ojos súbitamente para comprobar que no estaba tumbada en su cama... ni en ninguna otra. Se hallaba encadenada a una columna, arrodillada y con los brazos colgando de sendos grilletes que se clavaban en la delicada piel de sus muñecas. Debía de haber permanecido en aquella incómoda posición largo rato, a juzgar por el dolor que laceraba sus miembros. Entonces recordó a los cuatro individuos de aspecto oriental que la habían introducido a la fuerza en el coche. Si no hubiera discutido con Steve, su prometido, éste la habría acompañado al estreno y tal vez ahora no se encontraría en aquella situación. Presa del pánico, gritó hasta quedar afónica en busca de socorro. Como única respuesta, una puerta se abrió para dar entrada a una pincelada de luz amarilla, que se desparramó por el suelo de la húmeda estancia. Seguidamente, un chino de aspecto desagradable avanzó hacia ella, frotándose las manos de dedos largos como las patas de una araña gigante.

—Veo que la florecilla de azahar ha despertado —dijo el oriental, con una mueca de sarcasmo que le afeaba aún más—. Ahora podremos jugar nosotros dos solos.

—¿Quién es usted? —chilló, en un intento de aparentar aplomo—.¿Y qué quiere de mí? Déjeme en libertad ahora mismo. La policía ya debe de estar de camino.

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168 JULIO M. FREIXA

—Digamos, simplemente, que soy un admirador suyo, señorita Rosenthal. El más... ardoroso de sus admiradores; ése soy yo. —Mientras hablaba, continuaba retorciéndose las manos cada vez con más apremio, semejando una lucha a muerte entre dos crustáceos—. Y usted ha hecho oídos sordos a mis atentas misivas, en las que le relataba con todo detalle la naturaleza de los sentimientos que usted despierta en mí. Eso no ha estado nada bien por su parte, señorita Rosenthal.

—Pero ¿de qué está hablando? Recibo correspondencia de todo tipo casi a diario... No puedo llevar un control de los chalados que me escriben, de eso se encarga mi agente... —Y en aquel instante comprendió que no tendría que haber dicho eso.

—De modo que considera mis desvelos como una especie de... chaladura. —Se detuvo para caminar alrededor de la estancia, como pensando en qué actitud tomar a continuación.

Amelie comprobó con horror que se había detenido ante una mesa sobre la que descansaba una espeluznante exposición de instrumentos de tortura y manoseaba unas tenazas de hierro con aire distraído. Al cabo de unos segundos, el chino volvió a tomar la palabra:

—Señorita Rosenthal, si no accede a ofrecerme sus encantos secretos por iniciativa propia, me veré obligado a tomarlos por la fuerza. Descubrirá que no soy hombre al que se deba contravenir. Pero, qué descortés por mi parte. —Su tono melifluo y empalagoso hacía aún más repugnante su presencia—. Ni siquiera me he presentado. Deje que repare esa torpeza. Mi nombre es Shen-Yang, pero a partir de ahora te dirigirás a mí como «Amo».

EL CISNE Negro era el agujero más sucio y densamente poblado

por granujas que se pudiera encontrar en Gotham. Sus broncas solo eran superadas en virulencia por los efectos de su alcohol adulterado. Este hecho sobradamente conocido no parecía mermar la afluencia de público, no obstante. En los quince minutos que Batman llevaba vigilando la entrada, ya había podido identificar hasta a siete delincuentes a los que alguna vez había detenido. Sin embargo, prefería esperar al premio gordo. Y éste llegó en la rechoncha figura de Zurdo McGregor, uno de sus confidentes predilectos. Como una sombra se lanzó sobre el infortunado vagabundo, que solamente tuvo tiempo de encogerse sobre sí mismo como un ratón asustado.

—¡Batman! ¡Te juro que no he hecho nada! No me pegues…

—¿Estás seguro de lo que dices? Piénsalo antes de contestar mis preguntas. —El viento, haciendo tremolar su capa negra, provocaba ilusiones demoníacas en la mente atormentada de McGregor—. Sabes que, si me mientes, te llevaré al calabozo.

—¡No, ahí no! —balbució—. Los agentes me tienen manía. Son crueles conmigo. No quiero volver…

—Entonces tal vez puedas darme algo de información. Esta noche han secuestrado a una chica en el barrio chino. Quiero saber quién ha sido, y por qué.

—¡No es justo! —Su voz se quebró en un falsete—. Te diré cualquier otra cosa, lo que quieras… Pero no me pidas que te cuente eso, por favor.

—Creía que teníamos un trato. Tú me dices lo que necesito saber y yo no te entrego a la pasma. ¿Se trata de las bandas orientales? Ten en cuenta que tarde o temprano lo averiguaré igualmente, y entonces volveré para

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169BATMAN CONTRA FU MANCHÚ

castigarte por haberme hecho perder el tiempo.

—Está bien…—sollozó—. Fueron cuatro tipos orientales. La metieron en un coche de alta gama. Un Masseratti, tal vez, no estoy seguro. Hay varias bandas de chinos en la zona, pero según se dice, a estos tipos se les suele ver en El Pato Otoñal. Se trata de un restaurante asiático, de esos que tienen música en vivo. Te juro que eso es todo lo que sé, Batman. Por favor, no me… —McGregor acababa de darse cuenta de que había soltado su discurso con los ojos cerrados. Al abrirlos, se encontró hablando solo. ¿Acaso habría sido todo una alucinación?

DEJÓ la capa y la capucha en el callejón, ocultas tras unos

cubos de basura. La máscara de látex de aspecto realista que siempre llevaba en uno de los bolsillos de su cinturón se le ajustaba como un guante, cubriendo totalmente sus facciones. El abrigo raído, el sombrero y los pantalones demasiado grandes los había tomado prestados de un tendedero. Confiaba en que nadie se fijara en la puntera de las botas de su traje de justiciero, que asomaban por debajo del dobladillo. Renqueante y dando traspiés, se aproximó a la entrada de El Pato Otoñal, que permanecía abierto a esas horas intempestivas, a juzgar por el gorila que vigilaba la puerta.

—Alto ahí —dijo el hombretón asiático que se parapetaba detrás de la manaza extendida—. No puedes pasar.

—¿Que no puedo pasar? —contestó el fantoche, con aire ofendido—. Déjeme que le diga que soy un veterano de guerra, jovencito. Y además, tengo dinero para pagarme un bocado, debo añadir. Este es un país libre.

—El restaurante está cerrado al público. No me haga ponerme

desagradable, viejo.—Le diré lo que haremos. —Extrajo

un periódico de debajo del abrigo—. Usted sujéteme esto. —Colocó el diario abierto en mitad de la cara del gorila, que se tambaleó, estupefacto. Aprovechando la confusión, el disfrazado Batman se coló en el salón para poder echar un vistazo a lo que se estuviera tramando en su interior. Solo pudo entrever la escena durante unos segundos, pero bastó para confirmar sus sospechas. Contó hasta cuatro individuos que portaban armas de fuego, sentados en torno a una mesa mientras jugaban una partida de go. Al verle irrumpir, se precipitaron sobre él y le arrojaron sin miramientos a la calle. Se arrastró nuevamente entre las sombras del callejón y pudo deshacerse del disfraz mientras pensaba en la manera de introducirse en el local.

MIENTRAS tanto, en un salón secreto situado en mitad de la

enorme amalgama de asfalto y acero que era Nueva York, un individuo singular montaba en cólera. Pocos eran los hombres que alguna vez habían visto al doctor Fu Manchú enojado y habían vivido para contarlo. Las antorchas recortaban sombras danzantes contra los tapices que forraban la estancia, presidida por el regio trono de jade. Su ocupante, aquel cuyo nombre era pronunciado únicamente en susurros y que era tenido por una leyenda urbana por la mayoría, apuraba su pipa, cargada con hashish para aplacarle.

—¿Es que debe un tigre verse siempre rodeado por hienas? —declamaba en voz alta, sin dirigirse a nadie en especial. Los demás ocupantes del salón guardaban un tenso silencio, con la mirada fija en el suelo—. Shen-Yang me ha avergonzado esta noche con sus actos, demostrando una estupidez más propia del asno

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que del hombre. Sin embargo, sigue estando al frente de nuestros intereses en Gotham. Las consecuencias que se deriven de su torpeza repercutirán no solo en nuestra rama de esa maldita ciudad, sino en la organización al completo. Por ello debemos tomar la iniciativa y adelantarnos a los problemas que, sin duda, se avecinan.

Hizo una pausa en su discurso, como sopesando las distintas posibilidades. Finalmente, se dirigió con firmeza al thong Huao Li, responsable de la zona de Brooklyn:

—Ve a buscar a la agente especial Elektra y envíala a Gotham en mi jet privado. Que se convierta en la sombra de Shen-Yang hasta que todo esto se aclare. Si lo que dicen acerca de esa rata voladora que allí habita es cierto, Shen-Yang va a necesitar un buen guardaespaldas.

III

DESDE LA azotea del edificio, Batman obtenía una buena

visibilidad de lo que ocurría a pie de calle. Llevaba menos de media hora vigilando El Pato Otoñal y ya había visto lo suficiente. Ciclomotores de baja cilindrada iban y venían, aparentando repartir pedidos de comida a domicilio. Parecía bastante claro que la actividad principal del restaurante no eran precisamente los rollitos de primavera. El mismo gánster que había tratado de impedirle el paso minutos antes era el encargado de entregar los pedidos a los repartidores. Un autoservicio de la droga funcionando con total impunidad al amparo de la noche.

Decidió que había llegado el momento de pasar a la acción. Disparó su pistola-garfio, que se aseguró en una gárgola a veinte metros de distancia, en la azotea del edificio que tenía enfrente.

Aferrando el cable de nailon con ambas manos, se lanzó al vacío describiendo una parábola que iba tomando una velocidad vertiginosa a medida que se aproximaba al pavimento... ¡con el gánster en su trayectoria! El bólido borroso en que se había convertido el hombre-murciélago golpeó al gorila con violencia, lanzándolo a través de las puertas que guardaba. Batman siguió ascendiendo con su propio impulso, pero soltó el cable para ir a aferrarse a la cornisa de una ventana a la altura del primer piso. Desde allí se dejó caer ante la entrada del falso restaurante y, colgándose del dintel de la puerta, se lanzó con ambos pies por delante contra el rostro del primer hampón que salía en tromba para comprobar qué le había sucedido a su compañero. Aterrizó a horcajadas sobre el pecho del hombretón, que yacía inconsciente.

Los otros gánsteres se disponían a disparar sus armas, aunque al tratarse de ametralladoras de asalto tipo Uzi, les tomó unos segundos colocarlas en posición. Eso fue todo lo que necesitó Batman para extraer una cápsula de gas tusígeno y colocarse unos filtros nasales antes de lanzarla. El efecto fue inmediato, y los matones fueron presa de fuertes toses que les hacían doblarse sobre sí mismos y les impedían apuntar sus armas. Levantándose de un salto, el cruzado enmascarado despachó a los tres con una serie de golpes tan certeros como contundentes. Tomando a uno de ellos, que aún se movía, por la solapa, Batman le espetó con voz cavernosa:

—¿Dónde está la chica? La que habéis secuestrado esta noche.

—Yo no hablar con demonio. Antes, morir. ¡Larga vida al Celestial!

Una espuma verde comenzó a burbujear entre sus labios. Había mordido una cápsula venenosa de

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efecto fulminante. En menos de cinco segundos, se quedó rígido con los ojos en blanco. Una organización criminal plagada de fanáticos; las peores expectativas del hombre-murciélago se veían confirmadas.

Convencido de la futilidad de tratar de interrogar a los demás matones, Batman buscó la entrada a la trastienda, donde seguramente encontraría el almacén en que atesoraban la droga y, posiblemente, alguna pista que le ayudaría a encontrar a la actriz. Detrás de la barra estaba la puerta que daba paso a la cocina. No le costó demasiado hallar el pasadizo secreto mal disimulado en el fondo de la despensa que no estaba cerrada.

Un estrecho tramo de escaleras le llevó al interior de un sótano convertido en laboratorio. ¡Estaban procesando el opio en el mismo restaurante! Tendría que actuar sin pérdida de tiempo: seguramente, habría más repartidores volviendo a por más material y, al encontrar a los gánsteres inconscientes, darían la voz de alarma.

Un manoseado mapa de la ciudad de Gotham colgaba de un panel de corcho y estaba repleto de líneas trazadas a rotulador y punteado de tachuelas de distintos colores. Comprobó que el centro del que salían todas las líneas, semejando una siniestra telaraña gigantesca, estaba marcado en rojo. Sin duda, tenía que tratarse del cuartel general de la banda.

Tomando una fotografía del plano con su microcámara de bolsillo, decidió que su próxima visita sería precisamente a ese lugar. Reconocía la dirección, pues allí se alzaba el cascarón abandonado que un día había sido una fábrica de papel que formara parte del entramado de Industrias Wayne en otros tiempos. De hecho, era posible que el inmueble todavía le perteneciera a él, pero de

eso no estaba demasiado seguro. No podía llevar el seguimiento de todas las posesiones de su vasto imperio comercial; tendría que preguntar a sus asesores en otra ocasión. Aquella noche no había tiempo para tales asuntos, pero sí para una breve parada en la Batcueva: necesitaba hacer uso de su laboratorio equipado con toda clase de medios para la lucha contra el crimen.

SHEN-YANG había recibido la inesperada visita del emisario de

Fu Manchú con recelo. La noticia del secuestro había trascendido demasiado aprisa; tendría que haber contado con que nada escapa a la vigilancia del Doctor Diabólico. Pero el mal ya estaba hecho y confiaba en poder justificar sus actos más tarde ante su señor. De nada servía atormentarse por algo que ya no tenía remedio.

En cambio, lo que sí le preocupaba era la presencia de la mujer aterradora que le había sido enviada para protegerle de posibles intromisiones. Le molestaba su presencia, más cuando se disponía a disfrutar plenamente de su botín, y preferiría hacerlo en soledad. Pero a la asesina vestida de carmesí no parecían importarle sus intenciones. Permanecía silenciosa, sumida en una especie de trance mientras él preparaba los utensilios que emplearía para dar vida a sus más retorcidas fantasías de placer sádico. Había presenciado antes el efecto hipnótico que el doctor Fu Manchú ejercía sobre sus víctimas y Elektra parecía estar bajo su influjo. Obedecía a órdenes simples, siempre que no contraviniesen las directrices de su amo, que eran explícitamente vigilarlo a él. Así pues, Shen-Yang tendría que actuar delante de una única y muda espectadora, qué se le iba a hacer. Quizás esta circunstancia añadiera aún más

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placer a sus perversos juegos...

IV

LA VISITA a la Batcueva le llevó menos tiempo de lo esperado.

Antes de una hora, ya se encontraba a los mandos del Batmóvil de camino a la dirección que figuraba en el mapa. Dejó el vehículo a cinco manzanas, en modo blindaje, y recorrió el resto de la distancia sobre las azoteas con ayuda de la tirolina.

El edificio en cuestión tenía cinco plantas y parecía abandonado largo tiempo atrás. Accedió a la terraza sin hacer ruido y descubrió las marcas recientes de algún tipo de aparato volador: las manchas de aceite todavía estaban calientes. Debía de tratarse de un helicóptero o pequeña avioneta con dispositivo de aterrizaje vertical. En su fuero interno deseaba que aquello no significase que se habían llevado a la chica a otro escondite... si es que alguna vez había estado allí. Lo único que le había hecho pensar que la podría encontrar en aquel inmueble era su intuición y el hecho de no poseer ninguna pista mejor.

Se descolgó de la cornisa con uno de sus cables irrompibles y encontró una ventana rota en el piso tercero por la que colarse al interior. Todavía se conservaba parte del mobiliario original de la industria papelera, cubierto por una densa capa de polvo. No observó huellas en el suelo, por lo que supuso que los hampones habrían accedido al interior por la escalera, directamente al sótano, donde sus actividades delictivas pasarían desapercibidas.

Bajó los tres pisos sin hallar señales de vida y se detuvo ante la puerta que daba acceso al subsuelo. Justo cuando iba a girar el picaporte, la puerta se abrió con violencia, cogiéndole desprevenido. Una figura estilizada, moviéndose a gran

velocidad, le golpeó en la mandíbula y le rodeó en cuestión de décimas de segundo. Escuchó un sonido metálico deslizante, como el de un arma blanca saliendo de su vaina, y se agachó justo para evitar la hoja afilada, que le segó una de las orejas de la capucha. Batman continuó su contraataque con una patada circular de barrido, buscando los pies de su agresor, pero la silueta saltó antes de que pudiera alcanzarla. El aire silbó en dirección a su cráneo, y Batman supo en un instante que la muerte descendía hacia él. Rodó por el suelo, levantando nubes de polvo, y por un momento pudo ver a su adversario. Se trataba de una mujer vestida con un atuendo rojo ajustado y que manejaba con soltura un par de cuchillos orientales, llamados sais. Sus ojos carecían de expresión, como si su mente estuviera en algún lugar lejos de allí. Esquivó un nuevo ataque de la asesina y se encaramó a una mesa para contraatacar con una patada voladora. Su contrincante anticipó el movimiento y saltó hacia un lado, tomando impulso contra la pared para lanzarle una tremenda patada giratoria que pudo bloquear con el antebrazo a duras penas. No bien hubo recuperado el equilibrio, la ninja giró sobre su eje vertical, atacando con los sais nuevamente. Batman volvió a esquivar el tajo, esta vez logrando conectarle una patada en el plexo solar.

Elektra retrocedió un paso, brevemente aturdida, y extrajo una ampolla cristalina de su fajín escarlata. Se cubrió la nariz y la boca con el pañuelo que ceñía su larga cabellera y lanzó el objeto a los pies de Batman. Una nube de gas verdoso caracoleó desde el suelo y pronto envolvió al hombre-murciélago, que cayó inmóvil al instante. Sin mostrar emoción alguna, Elektra cargó con su presa y lo llevó a la mazmorra subterránea de Shen-Yang.

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173BATMAN CONTRA FU MANCHÚ

AL THONG se le escapó un suspiro de alivio cuando vio

la figura inerte de Batman siendo transportada sobre los hombros de Elektra. Fu Manchú sabía elegir bien a sus secuaces. Tal vez, si acababa con la vida del hombre-murciélago él mismo, recuperaría el favor de su señor. Lo inmovilizaría antes de que pudiera recuperar la consciencia y le sometería a varias horas de tortura antes de matarlo. Incluso había preparado la cámara de vídeo para que el acontecimiento quedara inmortalizado para la posteridad. Pero antes, le mostraría unas imágenes de Amelie Rosenthal para recordarle que había fallado. Tal y como se habían producido los acontecimientos, no había tenido tiempo de disfrutar plenamente de su víctima. La culpa la tenía el maldito Batman, pero pronto iba a arrepentirse de haberle arruinado el plan. Pasaría sus últimas horas de vida en una constante agonía y mortificación absoluta.

—Átale a ese sillón —ordenó a Elektra—. Quiero que esté cómodo cuando vea lo que tengo que enseñarle. Parece bastante dormido ahora mismo.

La guardaespaldas se dispuso a cumplir sus instrucciones. Mientras, Shen-Yang puso en marcha el reproductor de vídeo. La imagen parpadeó antes de mostrar a una mujer joven con la ropa hecha jirones, atada brutalmente con correas de cuero. Estaba tumbada boca abajo sobre un plinto y una mordaza le impedía gritar, pero su cuerpo magullado temblaba con sus sollozos. Por encima de ella, suspendida por una cadena, colgaba una jaula cuyo interior bullía lleno de vida.

—Cuando esté bien sujeto, trata de despertarlo. La chica aún sigue con vida, pero no será por mucho tiempo. Dentro de, exactamente, quince minutos, la

jaula donde se hacinan doscientas ratas mutantes portadoras de la rabia se abrirá, vertiendo su voraz contenido sobre la señorita Rosenthal. Debo añadir que las pequeñas están tan hambrientas que ya han empezado a devorarse entre ellas. Calculo que un manjar como el que les espera les durará escasamente media hora. Después, solo quedará un bello esqueleto ensangrentado para hacer compañía a tantas ratas satisfechas. Y aquí nuestro amigo enmascarado será testigo de excepción.

En ese preciso instante, Batman decidió actuar. Se felicitaba por haber tenido la precaución de colocarse los filtros nasales al comienzo de la pelea con Elektra; gracias a ellos había permanecido inmune al efecto del gas.

Buscó algo en su cinturón, extrajo una jeringa precargada y se la inyectó a Elektra en el muslo antes de que pudiera darse cuenta de lo que estaba pasando. La visita a la Batcueva había resultado de lo más productiva; los restos de droga que había encontrado en el dedal hallado en la alcantarilla correspondían a mimosa. Afortunadamente, contaba con el antídoto entre su colección de compuestos químicos. Ahora solo esperaba haber acertado con la dosis, o de lo contrario Elektra podría rebanarle con sus sais esta vez.

La ninja dio un paso atrás, como tratando de entender lo que ocurría. La jeringa oscilaba cómicamente desde la suave curva de su pierna, semejando un muñeco de resorte saliendo de la proverbial caja sorpresa. De pronto, la mirada de Elektra se volvió más clara, mostrando por primera vez comprensión. Clavó sus ojos en el hombre-murciélago y, al oír la voz irritante de Shen-Yang a sus espaldas, su rostro se transmutó con un acceso de cólera al recordar los últimos acontecimientos.

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174 JULIO M. FREIXA

Se volvió con agilidad felina y, ante la mirada aterrada del thong, le cruzó el pecho con ambos cuchillos, abriendo surcos escarlata en su camisa de seda. El torturador cayó de rodillas, sabiéndose muerto, y su expresión de terror quedó grabada en la retina de Batman, que no había tenido tiempo de impedir el acto de venganza de Elektra.

—Ese demonio amarillo pagará por lo que me ha hecho —sentenció la mujer vestida de rojo.

—Yo diría que ya ha pagado con su vida —contestó Batman.

—No me refería a él. Este gusano no era más que un peón. Obedecía órdenes de Fu Manchú, un auténtico hijo del demonio. Tuve un enfrentamiento con una de sus bandas de asesinos ninja hace unos días. Durante el combate, me drogaron mediante un dardo envenenado y después ese diablo utilizó una combinación de fármacos e hipnosis para doblegar mi voluntad. Es realmente poderoso; su mirada es casi imposible de resistir, a pesar de mi entrenamiento ninja.

—Tus planes de venganza tendrán que esperar —dijo Batman—. Al acabar con este thong has acabado también con la posibilidad de que nos llevara al paradero de su rehén. Y, si lo que dijo antes de morir es cierto, nos queda poco tiempo.

Batman inspeccionó más de cerca el monitor en blanco y negro, donde se podía ver a la cautiva en tiempo real.

—Este es un circuito cerrado de televisión —concluyó—. La chica no debe de estar lejos. ¡Pongámonos a buscar!

Les bastó con seguir el cable hasta el nivel inferior, al que accedieron por una trampilla mal disimulada. Un túnel vertical de diez metros, provisto de peldaños metálicos atornillados a la

roca, les llevó a una bóveda escasamente iluminada con lámparas de gas. Al aterrizar sobre el suelo húmedo, el sonido metálico de varias palancas al ser accionadas precedió a una batería de potentes focos, encendiéndose de forma simultánea. La fuerte luz recortó cinco siluetas embozadas en trajes negros, mostrando únicamente una franja de piel alrededor de sus ojos rasgados. Los ninjas estaban armados con nunchakus, katanas y sais.

—Supongo que no servirá de nada dialogar —murmuró Batman—. Terminemos cuanto antes. Procura no hacerles demasiado daño.

Con un grito amplificado y devuelto cien veces por las paredes abovedadas, el ninja de la katana atacó a Batman. Éste extrajo un batarang y, lanzándolo en parábola, le impactó en la zona parietal. Uno fuera de combate.

Elektra bloqueó un nunchaku con uno de sus sais y, hundiendo su bota en el abdomen del chino, rodó hacia atrás al tiempo que tiraba de su oponente. Éste salió proyectado con violencia por los aires y se estrelló de cabeza contra la pared. Otro más fuera de combate.

Batman arrojó una bomba de humo y se colocó unas lentes adaptadas para ver en la niebla. Fue casi demasiado sencillo noquear a otros dos con una certera combinación de puñetazos de boxeo clásico. Sólo quedaba uno.

Desesperado, el asesino sopesaba sus posibilidades. Al saberse en inferioridad, prefirió morder la cápsula de cianuro que llevaba oculta en una muela hueca antes que tener que enfrentarse a la ira de Fu Manchú por su fracaso. Murió en el acto entre convulsiones y soltando espumarajos por la boca.

—Yo apostaría por que tienen a la chica detrás de esa puerta —dijo Elektra, señalando al lugar que los ninjas

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175BATMAN CONTRA FU MANCHÚ

parecían estar guardando con tanto celo. A su alrededor pudieron observar instrumental como el que se usaba en los laboratorios. Probetas, cubetas, alambiques, mecheros Bunsen... Estaban en una planta de procesamiento de opio, diez veces mayor que la que Batman había descubierto esa misma noche en El Pato Otoñal—. Pero también podría ser una trampa. Tú decides, el detective eres tú...

—No tenemos tiempo que perder —contestó, encaminándose hacia la puerta metálica—. Habrá que correr el riesgo.

De una patada abrió la puerta y comprobó con alivio que la actriz se encontraba en el interior. Elektra se apresuró a ayudarle a cortar con sus sais las correas que retenían a la chica cautiva, dedicando miradas furtivas a la jaula que pendía sobre sus cabezas. Amelie Rosenthal se hallaba al borde del colapso y murmuraba incoherencias.

Una vez fuera de aquella cámara de los horrores, Batman seleccionó varios productos inflamables del laboratorio y los vertió sobre el plinto de madera donde la actriz había permanecido sujeta. Encendió un mechero Bunsen y lo arrojó sobre los líquidos, provocando un pequeño infierno que sin embargo consumiría a las ratas infectadas para impedir que propagaran su veneno. La puerta metálica contendría las llamas y el incendio se sofocaría a sí mismo cuando el oxígeno de la sala hubiese sido consumido, con lo cual los ninjas inconscientes estarían a salvo hasta que llegara la policía.

Batman cargó en sus brazos con la joven desmayada hasta el exterior de la vieja fábrica. La envolvió en su capa para resguardar su piel desnuda del mordisco de la noche. Dirigió una mirada inquisitiva a Elektra, que no había vuelto a decir palabra durante el camino.

—Debo llevar a Amelie a un hospital. No sabemos el alcance de los daños que le ha causado ese animal. Después, avisaré a la policía de Gotham para que se encargue de esos tipos de abajo. —La joven actriz se removió entre sueños—. ¿Qué harás tú, Elektra?

—¿Yo? —A la luz de la luna, aquellas bellas facciones en una mujer tan endurecida y letal le parecieron a Batman peligrosamente atractivas. Tal vez, en otras circunstancias...—. Te diré lo que haré, Batman. Voy a volver a Nueva York y voy a rastrear cada palmo de la ciudad hasta dar con el cubil de esa serpiente de cascabel. Cortaré la cabeza de Fu Manchú, solo para comprobar si es cierta la leyenda que habla de su inmortalidad. En ese caso, su cabeza viviente adornará mi sala de trofeos... con la lengua cortada.

Con un escalofrío, pues sabía que Elektra no estaba bromeando, Batman se despidió de la mujer más mortífera y perturbadora que había conocido en mucho tiempo.

EN SU SALA del trono, el doctor Fu Manchú alzaba los puños con

furia. Sus ojos del color de las esmeraldas llameaban con un fulgor ultraterreno. Le acababan de informar de que su laboratorio en Gotham había sido neutralizado por la policía, gracias a la intervención de Batman. De su asesina especial, nada se sabía.

—Nos volveremos a ver las caras, rata voladora —clamaba el Señor del Mal—. Y entonces, no volveré a cometer el error de dejar el asunto en manos de ningún inepto. Determinadas acciones es mejor llevarlas a cabo uno mismo. Disfruta de tu victoria mientras puedas, Batman, porque más pronto que tarde... ¡La furia de Fu Manchú caerá sobre ti!

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por Ruben Fonseca

El bosque olía a sangre, pólvora y metal. El perfume de la lluvia, las hojas de los árboles y el de la tierra habían pasado a la historia. Sin embargo, aunque

el bosque de los dioses no fuera como el de antaño, sus habitantes no iban a ceder ni un palmo de terreno a los humanos. O mejor dicho, no se lo iban a ceder a cierta clase de humanos.

En las zanjas que habían cavado para defenderse de los carros y los caballos de sus enemigos, los monos se daban un festín de carne humana. La Señora de los Lobos apartó la mirada asqueada cuando vio los colmillos de esas bestias manchados de sangre y restos de vísceras.

Portando sus lanzas, los hijos de aquella mujer contemplaban fascinados a esos monos que años atrás habían sido dioses, pero que entonces no eran más que monstruos sin raciocinio.

—Madre —dijo Kenichi, el mayor de los hombres-lobo—. Nosotros nos encargaremos de los humanos; vuelve al bosque antes de que sea demasiado tarde.

Los animales y los dioses que aún vivían en la montaña llamaban Mononoke a la Señora de los Lobos, y siempre habían confiado en su juicio y valor cuando todo parecía perdido. Sin embargo, también eran conscientes de que si ella moría el corazón del bosque se iría con ella. Pero Mononoke hacía tiempo que había muerto. Su antiguo nombre solo lo recordaban sus hermanos lobos, y ellos ya no lo pronunciaban sabiendo que aquella parte de su princesa, que los había guiado tras la muerte de Moro, había caído en el olvido.

San, la protectora del bosque, se había marchado junto al padre de los hombres-lobo.

—Iré en la vanguardia. Si yo me acobardo, nuestro hogar quedará reducido a cenizas.

Mononoke luchaba con una espada corta cuyo hierro había sido extraído de las entrañas de la tierra sagrada de la montaña, y escondía su rostro humano bajo la máscara de

EL LAMENTO DE MONONOKE

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177EL LAMENTO DE MONONOKE

una deidad antigua que le prestó su cara para luchar contra los soldados del Emperador, aquel hombre infame por cuya avaricia había muerto el Espíritu del Bosque.

La princesa de los dioses lanzó un alarido al cielo negro, cuyas nubes había devorado el humo de los cañones del ejército del Emperador. Al otro lado del campo de batalla, los samuráis, la caballería y la infantería ligera devolvieron el grito de guerra y corearon el nombre de su soberano. Sin embargo, los aullidos de los lobos, los bramidos de los jabalís y los chillidos de los monos ahogaron las proclamas de los humanos.

—¡Mononoke! ¡Mononoke! ¡Carga la Princesa Mononoke! —exclamaros los hombres-lobo.

Montada sobre un lobo blanco como la nieve, la heroína cargó contra sus enemigos con el filo de su espada cortando el viento. Con gracia, su montura saltó sobre las zanjas de los monos, que salieron de su escondite dispuestos a proveerse de más alimento. Tras ellos, iban los dioses y los hijos de Mononoke, que cabalgaban sobre hermosos caballos zainos. Ninguno de ellos temía a los soldados del Emperador, que cargaron como una columna mientras detrás de ellos la artillería trataba de romper las filas del ejército de la Señora de los Lobos.

Los miembros de los dioses se esparcían en medio de sangre y fuego, y sus cabezas rodaban por la tierra negra, pero nadie reculó y se abalanzaron con rabia sobre los humanos, que al ser testigos de la furia del bosque tuvieron que detener su carga para poder contener esa ola de odio.

Mononoke fue la que rompió las líneas de los samuráis. Su espada era una maldición divina, capaz de cortar el hierro y la carne como si fueran simplemente una tierna hogaza de pan. Su lobo blanco desgarraba con sus fauces las armaduras y quebraba los huesos sin apenas dificultad. Pronto, Mononoke y el lobo estuvieron cubiertos de sangre y su imagen acobardó a los soldados del Emperador, que retrocedieron con la esperanza de que los cañones y los rifles abatieran a la Señora de los Lobos, pero, nada, absolutamente nada, parecía herir a aquella guerrera que decían que había sido hija de los dioses y que copulaba con ellos.

Los que habían afirmado que Mononoke amó a un príncipe de un reino perdido de las montañas dudaron de las historias que habían oído de los habitantes de la Ciudad del Hierro, y hasta los soldados que procedían de dicha ciudad creyeron los rumores que difamaban a la princesa, a pesar de que habían conocido a Ashitaka, el valeroso joven que lideró a los protegidos de Lady Eboshi en su lucha contra el Emperador.

Kenichi, el único de los hombres-lobo que tenía recuerdos de su padre, no se despegaba de su madre. Con la lanza y la espada apartaba a los samuráis que trataban de herirla por la espalda. Sus hermanos pequeños también luchaban con valor, pero sus ojos solían ir más de lo que deberían a la masacre que causaban los dioses, y lanzaban suspiros de anhelo cuando uno de los hijos del bosque moría a manos de los humanos o del fuego y el metal.

—¡Seguid cargando! ¡Debemos llegar hasta los cañones! —ordenó Kenichi a sus hermanos, y él azuzó a su caballo para servirles de ejemplo.

Con una habilidad prodigiosa, Kenichi envainó con rapidez su espada y a continuación clavó sus ojos en uno de los artilleros, balanceó su lanza y preparó el brazo. Segundos después, el arma estaba hundida en el pecho de su enemigo, cuya sangre empapaba la mecha del cañón que había delante de él.

Así, en poco tiempo, furiosos y sedientos de venganza, los dioses no dejaron espacio

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178 RUBÉN FONSECA

al ejército del Emperador y la batalla se convirtió en un banquete donde la comida era las entrañas de los hombres, y la bebida su sangre. Todos chillaban eufóricos, aunque Mononoke seguía despachando con ira a los locos que cargaban contra ella. Esa aplastante victoria no la saciaba y mataba sin piedad a sus enemigos; seguía avanzando entre los cadáveres en busca del general de aquellos incautos que osaron declararle la guerra al bosque. No obstante, la luna apareció y el cadáver de aquel hombre no se hallaba entre las montañas de cuerpos que se apilaban en torno a Mononoke y sus seguidores.

Kenichi, que sabía lo que había estado buscando su madre, se fue con ella y le habló con cuidado.

—Habrá huido.Mononoke se quitó la máscara y reveló a su hijo sus ojos grises desprovistos de

emociones.—Volverá con más humanos hasta que sean ellos los que devoren nuestra carne.Los brazos de la princesa eran rojos, estaban llenos de cortes. Sus manos estaban

empapadas de sangre ajena. Pero su cara era blanca como el rostro de la luna y resplandecía con hermosura en medio del campo de batalla.

—Padre no querría una venganza como esta, Madre. Él quería guiar a los dioses hasta las montañas donde vivía su gente. Por favor, te lo pido una vez más; condúcenos hasta allí.

Mononoke sonrió. Acarició las mejillas de su hijo y después su cabello, que tanto le recordaba al de Ashitaka.

—Él era el único que conocía el camino hasta las montañas de los emishi. Solo él habría sabido guiarnos hasta allí. Yo solo puedo defender este bosque y nada más, hijo.

Mientras ellos hablaban, los lobos y los jabalís olfateaban a los soldados muertos. Hambrientos, algunos de ellos imitaron a los monos y comenzaron a devorarlos, deshaciéndose con desesperación de las armaduras para llegar a su deliciosa carne.

—Al final morirás, madre, y este bosque caerá contigo. ¿Por qué no te esfuerzas en preservar lo que creaste con mi padre?

Los hermanos de Kenichi observaron a los dioses. Hubo alguno que se relamió los labios, y Mononoke se percató de ese detalle con miedo, pero no había forma de dar marcha atrás a la guerra que mantenían con el Emperador.

—Todos morimos, Kenichi. Unos antes que otros y somos incapaces de escapar a nuestro destino.

Kenichi se dio la vuelta y contempló cómo el resto de los hombres-lobo se acercaba a los dioses y aspiraba con placer el aroma de la sangre.

—¿Quieres decir que este bosque ya está muerto? —preguntó cuando fue incapaz de seguir viendo tanta monstruosidad.

Mononoke lo abrazó y lo besó con dulzura en la mejilla.—Sí, murió con tu padre —le confesó para después pedirle algo—. Recuerda que

todos morimos tarde o temprano; es nuestro destino.Kenichi fue incapaz de contener las lágrimas.—¿Ya te has rendido?Mononoke miró a sus otros hijos con una frialdad aterradora.—No, yo sigo viva y por Ashitaka no permitiré que los monstruos del Emperador

abandonen estas montañas.

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179EL LAMENTO DE MONONOKE

Después miró a su primogénito, el hijo que habían criado entre Ashitaka y ella.—Te lo pido de nuevo; busca la montaña de los emishi y habla de nuestro bosque a

quien quiera escucharte; haz que todos los monstruos del mundo vengan aquí a morir. Es lo único que te pido, Kenichi.

Y tras decir eso, se puso de nuevo la máscara y lanzó su grito de guerra. Los dioses y los hombres lobo chillaron con ella.

—¡Podemos llegar hasta el campamento del Emperador y atacar antes del alba! ¡No les demos tregua a los humanos!

Y Mononoke espoleó a su lobo blanco para que fuera a perseguir a los hombres. Los dioses y sus hijos fueron tras ella en un frenesí de locura.

El único que permaneció quieto, con la espada aún en su vaina, fue Kenichi, el primer hijo de Mononoke y Ashitaka.

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