angeles caidos

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Nora Roberts Á Á N N G G E E L L E E S S C C A A Í Í D D O O S S

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Nora Roberts

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Page 1: Angeles Caidos

NNoorraa RRoobbeerrttss

ÁÁNNGGEELLEESS CCAAÍÍDDOOSS

Page 2: Angeles Caidos

— 2 —

Para mamá.

Page 3: Angeles Caidos

— 3 —

ÍNDICE

SEÑALES ................................................................................. 4

Capítulo 1 ........................................................................... 5

Capítulo 2 ......................................................................... 17

Capítulo 3 ......................................................................... 28

Capítulo 4 ......................................................................... 38

Capítulo 5 ......................................................................... 53

Capítulo 6 ......................................................................... 66

Capítulo 7 ......................................................................... 77

Capítulo 8 ......................................................................... 90

Capítulo 9 ....................................................................... 103

Capítulo 10 ..................................................................... 115

DESVÍOS ............................................................................. 126

Capítulo 11 ..................................................................... 127

Capítulo 12 ..................................................................... 138

Capítulo 13 ..................................................................... 147

Capítulo 14 ..................................................................... 158

Capítulo 15 ..................................................................... 169

Capítulo 16 ..................................................................... 179

Capítulo 17 ..................................................................... 190

Capítulo 18 ..................................................................... 201

Capítulo 19 ..................................................................... 212

Capítulo 20 ..................................................................... 224

DESTINO ............................................................................. 235

Capítulo 21 ..................................................................... 236

Capítulo 22 ..................................................................... 248

Capítulo 23 ..................................................................... 260

Capítulo 24 ..................................................................... 270

Capítulo 25 ..................................................................... 282

Capítulo 26 ..................................................................... 292

Capítulo 27 ..................................................................... 302

Capítulo 28 ..................................................................... 311

Capítulo 29 ..................................................................... 323

Capítulo 30 ..................................................................... 335

RESEÑA BIBLIOGRÁFICA .............................................. 348

Page 4: Angeles Caidos

NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS

— 4 —

SEÑALES

Quien está en todos los sitios no está en ninguna parte.

Séneca

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NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS

— 5 —

Capítulo 1

Reece Gilmore atravesaba las rugosidades de la carretera de Angel's Fist en un

Chevy Cavalier recalentado. Reece llevaba en el bolsillo doscientos cuarenta y tres

dólares y algo de calderilla, lo suficiente para curar el Chevy, echar gasolina y comer

algo. Si tenía la suerte de su lado, y el coche no estaba gravemente enfermo, le

llegaría para pagar una habitación donde pasar la noche.

Entonces, incluso según los cálculos más optimistas, estaría sin blanca.

Consideró que el vapor que salía a bocanadas del capó era la señal de que había

llegado el momento de dejar de viajar durante un tiempo y buscar un trabajo.

«Nada de preocupaciones, nada de problemas», se dijo. El pueblo de Wyoming,

apiñado alrededor de las frías aguas azules de un lago, era tan bueno como cualquier

otro sitio. Tal vez mejor. Era un lugar abierto, lo que ella necesitaba, con aquel cielo

inmenso y los picos nevados de los Tetons que se alzaban como dioses sensatos y, en

cierto modo, reservados.

Durante horas había avanzado hacia ellos por una carretera llena de curvas, a

través de un paisaje salpicado de picos y llanuras. Cuando emprendió el viaje aquel

mismo día antes del alba, no tenía ni idea de dónde acabaría, pero rodeó Cody, cruzó

como una bala Dubois y, tras acariciar la idea de dirigirse a Jackson, decidió bajar

hacia el sur.

Así pues, algo debía de haberla arrastrado hacia aquel lugar.

En los últimos ocho meses había desarrollado una fuerte tendencia a creer en

señales e impulsos. CURVAS PELIGROSAS, RESBALADIZAS CON LLUVIA. Agradeció que

alguien se tomase el tiempo y la molestia de colocar aquella clase de avisos. Otras

señales podían ser una inclinación peculiar de la luz del sol dirigida hacia una

carretera del interior, o una veleta que apuntaba hacia el sur.

Si le gustaba el aspecto de la luz o la veleta, seguía aquel camino hasta

encontrar lo que le parecía el lugar adecuado en el momento adecuado. Podía

instalarse durante unas semanas o, como hizo en Dakota del Sur, unos meses; buscar

trabajo, explorar la zona y luego, cuando las señales, los impulsos, indicasen una

nueva dirección, seguir adelante.

Había libertad en aquel sistema de vida, y a menudo —sobre todo

últimamente— una disminución de la ansiedad que zumbaba constantemente en el

fondo de su mente. Aquellos últimos meses viviendo consigo misma, esencialmente

por sí misma, habían conseguido proporcionarle una tranquilidad mayor que todo el

año de terapia.

En realidad, suponía que la terapia le había proporcionado la base para

enfrentarse a sí misma todos los días. Todas las noches. Y todas las horas entre el día

y la noche.

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NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS

— 6 —

Y ahí estaba un nuevo comienzo, otra nueva vida en los dedos juntos de Angel's

Fist, el Puño del Ángel.

Pero al menos se tomaría unos cuantos días para disfrutar del lago y las

montañas, para reunir el dinero suficiente para volver a la carretera. Un lugar como

aquel —el letrero indicaba que tenía una población de 623 habitantes— debía de vivir

del turismo, por el paisaje y la proximidad del parque nacional.

Como mínimo habría un hotel, seguramente un par de pensiones y tal vez un

rancho para turistas a poca distancia. Trabajar en un rancho para turistas podía

resultar divertido. Todos aquellos lugares necesitarían a alguien que hiciera recados

y limpiase, sobre todo en esa época del año, cuando el deshielo primaveral

amortiguaba el frío del invierno.

Pero su coche estaba echando señales de humo densas y desesperadas, por lo

que la principal prioridad era un mecánico.

Avanzó despacio por el camino que bordeaba el largo y ancho lago. Las

manchas de nieve formaban charcos blancos y mates en la sombra. Los árboles lucían

aún sus hojas color marrón, propias del invierno, pero había varias barcas en el agua.

Vio a un par de tipos vestidos con anorak y gorra remando en una canoa blanca a

través del reflejo de las montañas.

Al otro lado del lago estaba lo que supuso que era la zona comercial. Tienda de

recuerdos, un pequeño museo. Banco, oficina de correos, observó. Oficina del sheriff.

Se alejó del lago y avanzó con dificultad hasta lo que parecía un gran comercio.

Delante había un par de hombres con camisa de franela sentados en unas sillas

robustas desde las que tenían una buena vista del lago.

Cuando apagó el motor y salió del coche, la saludaron con un gesto de la

cabeza. Luego, el de la derecha dio un golpecito en la visera de su gorra azul; llevaba

impreso el nombre de la tienda: FERRETERÍA Y COMESTIBLES MAC.

Parece que su coche tiene problemas, señorita.

Desde luego. ¿Saben de alguien que pueda echarme una mano?

El hombre apoyó las manos en los muslos y se levantó de la silla. Era de

complexión fuerte, de tez rubicunda, con algunas arrugas en las comisuras de sus

amigables ojos castaños. Su voz era cansina y lenta.

—¿Por qué no levantamos el capó y echamos un vistazo?

—Se lo agradezco.

Cuando ella soltó el pestillo, el hombre subió el capó y dio un paso atrás para

evitar las nubes de humo. Por razones indefinibles, la humarada y el ruido le

causaron más incomodidad que ansiedad.

—Creo que ha empezado a unos quince kilómetros de aquí —dijo—. No estaba

atenta. Tenía toda la atención puesta en el paisaje.

—Es normal. ¿Se dirigía al parque?

—Sí, más o menos. —«No estoy segura, nunca estoy segura», pensó, y trató de

concentrarse en el presente en lugar de en el pasado o en el futuro—. Creo que el

coche tenía otras ideas —añadió.

El otro hombre se acercó y ambos miraron bajo el capó tal como Reece sabía que

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— 7 —

hacían los hombres. Con mirada seria y ceños sagaces. Miró con ellos, aunque

reconocía que en eso respondía al tópico de la mujer para quien lo que esconde el

capó de un coche es tan extraño como la superficie de Plutón.

—Uno de los tubos del radiador se ha roto —le dijo el hombre—. Tendrá que

cambiarlo.

No sonaba tan mal, no demasiado mal. No demasiado caro.

—¿Hay algún sitio aquí donde pueda hacerlo?

—En el garaje de Lynt se lo arreglarán. ¿Quiere que le telefonee?

—Me salva usted la vida —dijo ella con una sonrisa mientras le tendía la mano,

un gesto que había llegado a resultarle mucho más fácil con los extraños—. Soy

Reece. Reece Gilmore.

—Mac Drubber. Él es Cari Sampson.

—Es del Este, ¿verdad? —preguntó Cari.

Reece le echó cincuenta y tantos años bien llevados y un poco de sangre india

que debía de remontarse a varias generaciones.

—Sí, de la zona de Boston. Les agradezco de verdad la ayuda.

—Solo es una llamada telefónica —dijo Mac—. Si le apetece puede quedarse

aquí a tomar el aire o dar un paseo. Es posible que Lynt tarde un poco en llegar.

Me gustaría dar un paseo, si no les importa. Tal vez puedan indicarme un buen

sitio para alojarme. Nada demasiado elegante.

—Tenemos el hotel Lakeview, al final del camino. El hostal Teton, al otro lado

del lago, es un poco más familiar; como una pensión, con cama y desayuno. También

hay varias cabañas junto al lago y otras fuera del pueblo que se alquilan por semanas

o meses.

Ya no pensaba en meses. Un día era reto suficiente. Y la palabra «familiar» le

sonaba demasiado íntima.

—Puede que me acerque a echar un vistazo al hotel.

—Hay un buen trecho. Puedo acercarla con el coche.

—Llevo todo el día conduciendo. Me vendrá bien estirar las piernas. Pero

gracias, señor Drubber. No hay problema.

Se quedó mirándola un momento mientras se alejaba por la acera de madera.

—Una chica guapa —comentó.

—Ni un gramo de carne —replicó Cari sacudiendo la cabeza—. Hoy en día las

mujeres pasan hambre hasta perder las curvas.

Reece no había perdido las curvas a base de pasar hambre, y en realidad trataba

de recuperar el peso que había perdido en los dos últimos años. Pasó de estar en

forma gracias al gimnasio a estar flaca. Demasiados ángulos, demasiados huesos.

Cada vez que se desnudaba, su cuerpo le parecía el de una extraña.

De haber oído a Mac, no habría estado de acuerdo. Ya no. Hubo un tiempo en

que se veía así, una mujer guapa, elegante, sexy cuando quería serlo. Pero ahora su

cara le parecía dura, los pómulos demasiado prominentes, los huecos demasiado

profundos. Las noches agitadas eran menos frecuentes, pero cuando llegaban le

dejaban grandes ojeras bajo sus oscuros ojos y le cubrían la piel con una palidez

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grisácea.

Quería volver a reconocerse.

Se permitió vagar. Sus gastadas zapatillas deportivas avanzaban en silencio

sobre la acera. Había aprendido a no apresurarse, a no empujar, a no correr, a tomar

las cosas como viniesen. Y, de una forma muy real, a aprovechar cada momento.

La brisa fresca le acarició el rostro y pasó a través de su larga melena castaña,

sujeta en una cola. Le gustó la sensación, el olor limpio y fresco, la intensa luz que

inundaba los Tetons y arrancaba destellos del agua.

A través de las ramas desnudas de los sauces y los álamos, vio algunas de las

cabañas de las que Mac le había hablado. Se ocultaban tras los árboles: troncos y

vidrio, amplios porches y, supuso, imponentes vistas.

Debía de ser agradable sentarse en uno de aquellos porches y observar el lago,

las montañas, contemplar cualquier cosa que se acercase a la marisma, donde las

espadañas afloraban del pantano. Tener aquel espacio alrededor, y el silencio.

«Tal vez algún día —pensó—. Pero hoy no.»

Vio verdes tallos de narcisos asomar de un barril de whisky junto a la puerta de

un restaurante. Aunque la brisa gélida los hacía temblar ligeramente, Reece pensó en

la primavera. Todo renacía en primavera. Tal vez ella también renaciese aquella

primavera.

Se detuvo a admirar los tiernos brotes. El regreso de la primavera tras el largo

invierno le producía una sensación reconfortante. Pronto llegarían otros indicios. Su

guía hablaba de millares de flores silvestres en los campos de salvia, y más a orillas

de los lagos y las charcas de la zona.

«Estoy lista para florecer —se dijo—. Lista para brotar.»

Luego levantó la mirada hasta la amplia ventana de la fachada del restaurante.

«Más casa de comidas que restaurante», se corrigió. Servicio en la barra, mesas para

dos y para cuatro, mesas entre dos bancos, todo en un rojo desvaído y blanco. Tartas

y bizcochos a la vista, y la cocina abierta a la barra. Un par de camareras se afanaban

entre los clientes con bandejas y cafeteras.

La clientela del almuerzo, comprendió. «Se me ha olvidado el almuerzo. En

cuanto le eche un vistazo al hotel, creo que...» Entonces vio en la ventana el letrero,

escrito a mano.

SE NECESITA COCINERO/A

RAZÓN EN EL INTERIOR

«Señales», pensó de nuevo, aunque había dado un paso atrás sin darse cuenta.

Se quedó donde estaba y observó atentamente la situación desde el otro lado del

cristal. «Cocina abierta», se recordó, eso era fundamental. Comida sencilla; podía

dominar aquello con los ojos cerrados. O habría podido, antes.

Tal vez fuese el momento de averiguarlo, el momento de dar otro paso

adelante. Si no era capaz de dominarlo, lo sabría y las cosas no serían peores de lo

que eran en ese momento.

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Probablemente el hotel necesitaba contratar a más personal para la temporada

de verano. O quizá el señor Drubber necesitaba otro dependiente.

Pero la señal estaba justo allí, su coche se había dirigido hacia ese pueblo y sus

pasos la habían llevado hasta ese punto, donde unos retoños de narciso salían del

polvo para alcanzar las primeras fragancias vacilantes de la primavera.

Retrocedió hasta la puerta, respiró profundamente y la abrió.

Cebolla frita, carne asada —más bien picante—, café fuerte, una máquina de

discos que emitía música country y el murmullo de la charla en las mesas.

Suelo rojo y limpio, observó, barra blanca bien fregada. Las pocas mesas vacías

estaban preparadas. De las paredes colgaban fotografías que le parecieron buenas.

Fotos en blanco y negro del lago, de agua blanca, de las montañas en todas las

estaciones.

Aún estaba orientándose y haciendo acopio de valor cuando se le acercó una de

las camareras.

—Buenas tardes. Si desea comer algo puede sentarse a una mesa o en la barra.

—En realidad, busco al encargado. O al dueño. Es sobre el letrero de la ventana.

El puesto de cocinera.

La camarera se detuvo con la bandeja en la mano.

—¿Eres cocinera?

Hubo un tiempo en que Reece habría despreciado la palabra, amablemente, eso

sí, pero sin dejar de despreciarla.

—Sí.

—Qué bien, Joanie despidió a uno hace un par de días. —Se llevó la mano libre

a los labios para indicar que bebía.

—Ya.

—Le dio el empleo en febrero, cuando pasó buscando trabajo. Dijo que había

encontrado a Cristo y difundía su palabra por todo el país. —Ladeó la cabeza y la

cadera y mostró una sonrisa alegre en una cara bonita—. Es verdad que predicaba la

palabra de Dios como un discípulo drogado. Te daban ganas de meterle un trapo en

la boca. Luego creo que encontró la botella y ahí se acabó todo. Bueno. ¿Por qué no

pasas y te sientas delante de la barra? Iré a ver si Joanie puede salir de la cocina un

minuto. ¿Te apetece un café?

—Té, si no te importa.

—Te lo sirvo enseguida.

No tenía por qué quedarse con el empleo, se recordó mientras se acomodaba en

un taburete de piel con patas cromadas y se secaba la humedad de las palmas de las

manos contra las perneras de los vaqueros. Aunque se lo ofreciesen, no tenía por qué

aceptarlo. Podía seguir limpiando habitaciones de hotel, o salir del pueblo y buscar

aquel rancho para turistas.

La máquina cambió de disco y Shania Twain anunció alegremente que se sentía

como una mujer.

La camarera fue hasta la parrilla, le dio un golpecito en el hombro a una mujer

baja y robusta y se inclinó hacia ella. Al cabo de un momento, la mujer echó un

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vistazo por encima del hombro, miró a Reece a los ojos y asintió. La camarera volvió

a la barra con una taza blanca de agua caliente y una bolsa de té Lipton en el plato.

—Joanie viene enseguida. ¿Quieres comer? Tenemos carne asada como plato

del día. Lleva puré de patatas, judías verdes y un bollo.

—No, gracias, no; con el té es suficiente.

No habría sido capaz de comer nada con los nervios que le atenazaban el

estómago. El pánico, ese peso húmedo y asfixiante en el pecho, quería acompañarlos.

«Debería marcharme —pensó Reece—. Marcharme ahora mismo y volver al

coche. Arreglar el radiador y salir de este pueblo. A hacer puñetas las señales.»

Joanie tenía el cabello fino y rubio. Llevaba a la cintura un delantal blanco

salpicado de manchas de grasa y unas botas de baloncesto Converse rojas. Salió de la

cocina secándose las manos con un paño.

Calibró a Reece con ojos inflexibles, más grises que azules.

—¿Sabes cocinar? —Su voz de fumadora hizo que la pregunta resultase

extrañamente sensual.

—Sí.

—¿Como oficio, o simplemente para meterte algo en la boca?

—Es lo que hacía en Boston... como oficio.

Mientras luchaba contra los nervios, Reece desgarró el sobre de la bolsa de té.

La boca de Joanie, suave, casi con forma de corazón, contrastaba con la dureza

de sus ojos. Una antigua cicatriz le recorría la mandíbula desde la oreja izquierda

hasta casi la barbilla.

—Boston... —En un movimiento ausente, Joanie se metió el trapo en el cinturón

del delantal—. Eso está muy lejos.

—Sí. —No sé si quiero tener a una cocinera de la costa Este que no pueda estar

con la boca cerrada durante cinco minutos.

Reece abrió la suya, sorprendida, y a continuación volvió a cerrarla en un

amago de sonrisa.

—Soy una cotorra terrible cuando estoy nerviosa.

—¿Qué haces por aquí?

—Viajar. Se me ha estropeado el coche y necesito trabajo.

—¿Tienes referencias?

Un puño de callado dolor le oprimió el corazón.

—Puedo conseguirlas.

Joanie aspiró por la nariz y frunció el ceño.

—Ve a la cocina y ponte un delantal. El siguiente pedido es un sándwich de

lomo al punto, torta de cebolla, cebollas y champiñones fritos, patatas fritas y

ensalada de col. Si Dick no cae muerto después de haber comido lo que cocines,

seguramente te daré el empleo.

—De acuerdo.

Reece apartó el taburete y, tratando de respirar despacio, cruzó la puerta de

batiente situada al final de la barra.

No se dio cuenta, aunque Joanie sí lo hizo, de que había roto el sobre de la bolsa

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— 11 —

de té en pedacitos diminutos.

La cocina era sencilla y eficiente. Parrilla grande, cocina industrial, frigorífico,

congelador. Recipientes, fregaderos, superficies de trabajo, freidora doble, sistema de

supresión del calor. Mientras se ataba el delantal, Joanie dispuso los ingredientes que

necesitaría.

—Gracias.

Reece se frotó las manos y se puso a trabajar.

«No pienses —se dijo—. Solo tienes que dejarte llevar.»

Puso el lomo a freír en la parrilla mientras picaba cebollas y champiñones.

Metió las patatas precortadas en la cesta de la freidora y reguló el temporizador.

No le temblaban las manos y, aunque todavía sentía una opresión en el pecho,

no se permitió mirar por encima del hombro para asegurarse de que no había

aparecido un muro para encerrarla.

Escuchaba la música de la máquina de discos, de la parrilla, de la freidora.

Joanie retiró el siguiente pedido de la pinza y lo colocó con una palmada en la

encimera.

—Cuenco de sopa de tres judías, ese hervidor de ahí, con picatostes.

Reece se limitó a asentir, echó los champiñones y las setas en la parrilla y

preparó el segundo pedido mientras se freían.

—¡Pedido listo! —exclamó Joanie, y tiró de otra nota—. Ensalada de carne,

sándwich de pollo, dos ensaladas verdes.

Reece pasó de un pedido a otro dejándose llevar. Aunque el ambiente y los

pedidos fuesen distintos, el ritmo era el mismo. Trabajar sin parar, moverse sin parar.

Colocó en el plato el primer pedido y se lo pasó a Joanie para que lo

inspeccionase.

—Ponlo en la fila —le dijo—. Empieza con la siguiente nota. Si no llamamos al

médico en la próxima media hora, quedas contratada. Luego hablaremos del dinero

y el horario.

—Tengo que...

—Coge esa nota —la atajó Joanie—. Salgo a fumar.

Trabajó durante una hora y media más, hasta que el ritmo disminuyó lo

suficiente para que pudiera apartarse de la cocina y beber una botella de agua.

Cuando se volvió, Joanie estaba sentada a la barra, tomando un café.

—No se ha muerto nadie —dijo.

—¡Uf! ¿Siempre hay tanto trabajo?

—Es la clientela del almuerzo del sábado. Nos va bien. Te pagaré ocho dólares

por hora para empezar. Si dentro de dos semanas sigo estando satisfecha, añadiré

otro dólar por hora. Estamos tú, yo y otra persona que trabaja a tiempo parcial en la

parrilla. Tienes libres dos días enteros, o casi, por semana. Organizo los turnos con

una semana de antelación. Abrimos a las seis y media de la mañana, lo que significa

que el primer turno debe estar aquí a las seis. El desayuno puede pedirse durante

todo el día; el menú del almuerzo, de las once a la hora de cerrar; la cena, de las cinco

a las diez. Si quieres trabajar cuarenta horas semanales, puedo conseguírtelo. No

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pago horas extra, así que si tienes que quedarte más rato delante de la parrilla, lo

descontaremos de tus horas de la semana siguiente. ¿Algún problema con eso?

—No.

—Si bebes en horas de trabajo, te echo de inmediato.

—Entendido.

—Puedes tomar todo el café, agua o té que quieras. Si prefieres los refrescos, los

pagas. La comida, lo mismo. Aquí no hay almuerzo gratis. Aunque no me parece que

te vayas a liar a comer en cuanto yo vuelva la espalda. Estás flaca como un palo de

escoba.

—Lo sé.

—El cocinero del último turno limpia la parrilla y la cocina, y echa el cierre.

—Eso no puedo hacerlo —interrumpió Reece—. No puedo cerrar. Puedo abrir y

trabajar en cualquier turno que quieras, haré doble turno cuando te haga falta, turnos

partidos. Puedo adaptarme si me necesitas más de cuarenta horas, pero no cerrar. Lo

siento.

Joanie enarcó las cejas y se acabó el café.

—¿Te da miedo la oscuridad, niña?

—Sí. Si cerrar forma parte del puesto, tendré que buscar otro empleo.

—Ya lo arreglaremos. Tenemos que rellenar los formularios para el gobierno.

Eso puede esperar. Tu coche está arreglado y te espera en la tienda de Mac —dijo

Joanie con una sonrisa—. Aquí todo se sabe, y yo me mantengo alerta. Si buscas

dónde alojarte, puedo alquilarte una habitación encima del restaurante. No es nada

del otro mundo, pero tiene buena vista y está limpia.

—Gracias, pero creo que de momento probaré en el hotel. Así las dos nos

damos un par de semanas para ver cómo va todo.

—No sabes estarte quieta, ¿eh?

—Eso es.

—Tú sabrás. —Joanie se levantó encogiéndose de hombros y se dirigió hacia la

puerta de batiente con la taza de café—. Ve a buscar tu coche e instálate. Te espero a

las cuatro.

Reece salió, un poco aturdida. Había vuelto a trabajar en una cocina y todo

había ido bien. No le había ocurrido nada. Ahora que todo había pasado, se sentía un

tanto mareada, pero era normal, ¿no? Una reacción normal al hecho de conseguir un

trabajo de pronto, de volver a hacer lo que sabía hacer. Hacer lo que no había podido

hacer durante casi dos años.

Mientras iba en busca del coche, sin prisas, intentó asimilar la situación.

Cuando entró en la tienda, Mac estaba haciendo una venta por teléfono en un

pequeño mostrador situado frente a la puerta. El local era como Reece esperaba: un

poco de todo, neveras para la carne y otros productos frescos, estanterías de telas,

una sección para ferretería, para utensilios domésticos, equipos de pesca,

municiones.

¿Necesitabas un cartón de leche y una caja de balas? Ese era el lugar adecuado.

Cuando Mac terminó la transacción, Reece se acercó al mostrador.

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— 13 —

—Creo que su coche ya está arreglado —dijo Mac.

—Eso me han dicho. Gracias. ¿Qué tengo que hacer para pagar?

—Lynt ha dejado la factura. Si piensa pagar con tarjeta, puede pasar por el

garaje. Si paga en metálico, puede dejarme el dinero a mí. Después lo veré.

—Pagaré en metálico.

Cogió la factura y vio con alivio que era menos de lo que esperaba. Oyó a

alguien charlando en la trastienda y el sonido de otra caja registradora.

—Tengo trabajo —dijo Reece.

El hombre ladeó la cabeza mientras ella sacaba la cartera.

—¿Ah, sí? No pierde el tiempo.

—En el restaurante. Ni siquiera sé cómo se llama —respondió Reece.

—Angel Food, pero los del pueblo lo llaman Joanie's.

—Entonces Joanie's. Espero verlo alguna vez por ahí. Soy buena cocinera.

—Seguro que sí. Aquí tiene el cambio.

—Gracias. Gracias por todo. Voy a buscar una habitación y luego volveré al

trabajo.

—Si sigue pensando en el hotel, puede decirle a Brenda, en la recepción, que le

aplique la tarifa mensual. Dígale que trabaja en Joanie's.

—Así lo haré —dijo al tiempo que sentía el deseo de anunciarlo en el periódico

local—. Gracias, señor Drubber.

El hotel era un edificio de cinco pisos, tenía la fachada de estuco de color

amarillo pálido y presumía de vistas al lago. Albergaba una pequeña tienda, una

cafetería diminuta y un comedor íntimo con manteles de lino.

Le dijeron que había conexión a internet de alta velocidad por una pequeña

cuota diaria, servicio de habitaciones de siete de la mañana a once de la noche, y una

lavandería de autoservicio en el sótano.

Reece tomó una habitación individual con tarifa semanal —una semana era

tiempo suficiente— en el tercer piso. Por debajo del tercero la habitación era

demasiado accesible para su tranquilidad, y más arriba se habría sentido atrapada.

Con el monedero vacío, acarreó el petate y el ordenador portátil escalera arriba

en lugar de usar el ascensor.

La vista cumplía lo prometido. Reece abrió enseguida las ventanas y observó el

destello del agua, el deslizarse de las barcas y las montañas que rodeaban la pequeña

porción de valle.

«Este es mi sitio hoy —pensó—. Ya averiguaré si es mi sitio mañana.»

Al volverse de nuevo hacia la habitación, vio la puerta que comunicaba con la

contigua. Comprobó el cerrojo y luego empujó y arrastró el tocador hasta situarlo

delante.

Así estaba mejor.

No desharía el equipaje, solo sacaría lo esencial. La vela aromática, algunos

artículos de aseo y el cargador del teléfono móvil. Como el cuarto de baño era apenas

mayor que el armario, dejo la puerta abierta mientras se daba una ducha rápida.

Mientras corría el agua, repasó las tablas de multiplicar en voz alta para mantener la

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— 14 —

calma. Al terminar se puso ropa limpia con movimientos rápidos.

Se recordó a sí misma que tenía un nuevo empleo, y se tomó el tiempo y el

esfuerzo de secarse el pelo y maquillarse un poco. Se vio menos pálida y con menos

ojeras.

Después de comprobar la hora, conectó el ordenador portátil, abrió su diario y

escribió.

Angel's Fist, Wyoming

15 de abril

Hoy he cocinado. Tengo un empleo de cocinera en un restaurante sencillo en

este precioso pueblo, situado en un valle, con su gran lago azul. Me imagino

abriendo una botella de champán, tirando serpentinas e inflando globos.

Me siento como si hubiese subido a una montaña, como si hubiese escalado

los robustos picos que rodean este lugar. Aún no estoy en la cima; todavía me

encuentro en un saliente. Pero es resistente y amplio, y puedo descansar aquí un

rato antes de seguir subiendo.

Trabajo para una mujer llamada Joanie. Es baja, robusta y guapa a su

manera. También es dura, y eso es bueno. No quiero que me mimen. Creo que me

moriría de asfixia, me quedaría sin aire, igual que me siento al despertar de uno de

mis sueños. Aquí puedo respirar, y aquí puedo quedarme hasta que llegue el

momento de marcharme.

Me quedan menos de diez dólares, pero ¿de quién es la culpa? No pasa nada.

Tengo una habitación para una semana con vistas al lago y a los Tetons, un

empleo y un nuevo tubo para el radiador.

No he comido, y eso es un paso atrás. Tampoco pasa nada. Estaba demasiado

ocupada cocinando, ya lo compensaré.

Es un buen día, quince de abril. Me voy a trabajar.

Apagó el ordenador y se guardó en los bolsillos el teléfono móvil, las llaves, el

permiso de conducir y los tres dólares que le quedaban. Cogió una chaqueta y se

dirigió hacia la puerta.

Antes de abrirla, se acercó a la mirilla y observó el pasillo vacío. Comprobó dos

veces que había cerrado bien, se enfadó consigo misma y lo comprobó por tercera

vez antes de volver a entrar para sacar de su bolsa el rollo de cinta adhesiva y

arrancar un trozo. Lo pegó en la puerta, por debajo de la altura de los ojos, y caminó

hacia las escaleras.

Bajó corriendo y repasando las tablas de multiplicar. Después de pensarlo un

momento, decidió dejar el coche aparcado. Si caminaba ahorraría gasolina, aunque

tal vez hubiese anochecido cuando terminara su turno.

Un par de manzanas, eso era todo. De todos modos, tocó su llavero y la alarma

que llevaba en él.

Quizá debería volver a buscar el coche, por si acaso. «Estúpida —se dijo—. Ya

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casi has llegado. Piensa en el presente, no en el futuro.» Cuando los nervios

empezaron a borbotear, se imaginó ante la parrilla. La luz intensa de la cocina, la

música de la máquina de discos, las voces de las mesas. Sonidos, olores, movimientos

familiares.

Aunque tenía las palmas de las manos frías y húmedas, abrió la puerta de

Joanie's y entró.

La camarera con la que había hablado durante el turno del almuerzo la vio y

movió los dedos indicándole que se acercase. Reece se detuvo junto a la mesa donde

la muchacha estaba rellenando las vinagreras.

—Joanie's está en el almacén. Me ha dicho que te oriente un poco. Ahora

podemos permitirnos un respiro, pero los primeros clientes empezarán a llegar

pronto. Yo soy Linda-Gail.

—Yo me llamo Reece.

—Primer aviso. Joanie no soporta a los perezosos. Si te pilla holgazaneando,

saltará y te morderá el trasero. —Sonrió de tal modo que sus ojos azules brillaron y

se le formaron unos hoyuelos en las mejillas. Llevaba el cabello, rubio de muñeca,

sujeto en dos trenzas flojas. Vestía vaqueros y una camisa roja con ribetes blancos.

Unos pendientes de plata y turquesas colgaban de sus orejas.

Reece pensó que parecía una granjera del Oeste.

—Me gusta trabajar.

—Pues trabajarás, créeme. Los sábados por la noche estamos a tope. Hay otras

dos camareras, Bebe y Juanita. Matt lleva las cuentas y Pete friega los platos. Joanie y

tú os encargaréis de la cocina. No te quitará la vista de encima. Si necesitas un

descanso, se lo dices. En la trastienda hay un sitio para dejar los abrigos y los bolsos.

¿No llevas bolso?

—No lo he traído.

—Madre mía, yo no puedo salir de casa sin bolso. Ven, te lo enseñaré todo. La

jefa tiene los formularios que has de rellenar en la trastienda. Por lo bien que has

empezado hoy, supongo que ya habías hecho antes este tipo de trabajo.

—Sí, así es.

—Los aseos. Los limpiamos por turnos rotativos. Tardarás un par de semanas

en tener ese gusto.

—Lo estoy deseando.

I.inda-Gail sonrió.

—¿Tienes familia por aquí?

—No; soy del Este. ¿Quién se encarga de las bebidas?

No quería hablar de sus orígenes. No quería pensar en sus orígenes.

—Las camareras. Si no damos abasto, puedes preparar tú los pedidos de

bebidas. También servimos vino y cerveza, pero la mayoría de la gente que quiere

beber alcohol va a Clancy's. Eso es todo. Para cualquier cosa que necesites, dame un

grito. Tengo que acabar de poner las mesas si no quiero que Joanie me chille.

Bienvenida a bordo.

—Gracias.

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— 16 —

Reece entró en la cocina y cogió un delantal.

«Un buen saliente, resistente y amplio», se dijo. Un buen lugar donde quedarse

hasta que de nuevo llegase el momento de seguir adelante.

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— 17 —

Capítulo 2

Linda-Gail estaba en lo cierto; tuvieron mucho trabajo. Gente del pueblo,

turistas, excursionistas y unas pocas personas de un camping cercano que querían

comer algo caliente. Joanie y ella trabajaron sin apenas hablar entre el humo de las

freidoras y el calor de la parrilla.

En un momento dado, Joanie puso un cuenco delante de Reece.

—Come.

—Oh, gracias, pero...

—¿Tienes algo en contra de mi sopa?

—No.

—Siéntate a la barra y come. Las cosas se han calmado un poco y pronto te toca

un descanso. Te lo pondré en tu cuenta.

—Bueno, gracias.

De repente, se dio cuenta de que estaba hambrienta. Mientras se sentaba al final

de la barra, Reece pensó que aquello era una buena señal.

Desde allí podía ver el restaurante y la puerta.

Linda-Gail le deslizó un plato con un panecillo y dos trozos de mantequilla

encima.

—Joanie me ha dicho que necesitas combustible. ¿Quieres un té?

—Perfecto. Iré a buscarlo.

—Deja, hoy estoy de buenas. Eres rápida —añadió mientras traía una taza. Tras

echar un vistazo por encima del hombro, se inclinó hacia ella y sonrió—. Más rápida

que Joanie. Y dispones muy bien la comida en los platos. Algunos clientes lo han

comentado.

No buscaba comentarios ni atención. Solo un cheque con la paga.

—No pretendía cambiar nada.

—No era un reproche —respondió Linda-Gail, ladeando la cabeza con una

sonrisa que resaltó sus hoyuelos—. Te asustas pronto, ¿no?

—Supongo que sí.

Reece probó la sopa y le gustó el sutil sabor picante del caldo.

—No me extraña que haya tanta clientela. Esta sopa está tan buena como la

mejor que puedas tomar en un hotel de cinco estrellas.

Linda-Gail echó un vistazo hacia la cocina para asegurarse de que Joanie estaba

ocupada.

—Hemos hecho una apuesta. Bebe cree que tienes problemas con la ley. Ve

demasiado la televisión. Juanita cree que estás huyendo de un marido maltratador.

Matthew, como tiene diecisiete años, solo piensa en el sexo. Yo creo que te rompieron

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— 18 —

el corazón en el Este. ¿Quién ha acertado?

—Nadie, lo siento. Simplemente estoy desocupada, de viaje.

Sintió una punzada de ansiedad al pensar que los demás estaban haciendo

especulaciones, pero se recordó a sí misma que los restaurantes estaban llenos de

pequeños dramas y mucho cotilleo.

—Aquí hay gato encerrado —replicó Linda-Gail sacudiendo la cabeza—. Para

mí, llevas escrito en la cara que te han roto el corazón. Y hablando de

rompecorazones, aquí llega un hombre alto, moreno y guapo.

«Es alto», pensó Reece cuando siguió la dirección de la mirada de Linda-Gail.

Un metro ochenta y cinco más o menos. Y moreno, tenía el pelo desgreñado y oscuro

y la tez aceitunada. Pero no le parecía guapo.

Para ella esa palabra significaba elegante y distinguido, y aquel hombre no era

ninguna de las dos cosas. Al contrario, tenía un aire tosco y duro, una barba

descuidada, un rostro enjuto, y algo aún más tosco, en su opinión, en la línea áspera

de la boca y en cómo sus ojos estudiaban la sala. No había ninguna elegancia en su

cazadora de cuero raída, sus vaqueros descoloridos y sus botas gastadas.

No era el típico vaquero, de eso estaba segura, pero parecía capaz de

arreglárselas muy bien por sí solo. Parecía fuerte, y tal vez un poquito malo.

—Se llama Brody —susurró Linda-Gail—. Es escritor.

Reece se relajó un poco. Algo en su postura, en su toma de posesión de la sala,

le había hecho pensar que podría ser policía. Escritor era mejor. Más fácil. ¿De qué

tipo?

Escribe artículos para revistas y cosas así, y le han publicado nada menos que

tres libros. De misterio. Le pega, porque eso es él. Un misterio. —Se echó el pelo

hacia atrás y se movió un poco para poder observar de reojo a Brody mientras él se

dirigía a grandes zancadas hacia una mesa vacía—. Dicen que trabajaba para un gran

periódico en Chicago y le despidieron. Tiene alquilada una cabaña al otro lado del

lago y casi siempre va solo. Pero viene a cenar aquí tres veces por semana. Deja un

veinte por ciento de propina.

Cuando Brody se sentó, la camarera se volvió hacia Reece.

—¿Qué pinta tengo?

—Estupenda.

—Un día de estos voy a inventar algo para que se fije en mí, solo para satisfacer

mi curiosidad, aunque por ahora me quedaré con el veinte por ciento.

Linda-Gail se dirigió hacia la mesa mientras sacaba el bloc de pedidos del

bolsillo. Desde su asiento, Reece oyó su alegre saludo.

—¿Qué tal te va, Brody? ¿Qué tienes pensado para esta noche?

Mientras comía, Reece observó cómo la camarera coqueteaba y cómo el hombre

llamado Brody hacía su pedido sin consultar el menú. Cuando se dio la vuelta,

Linda-Gail le lanzó una mirada exageradamente soñadora. Justo cuando los labios de

Reece dibujaban una sonrisa en respuesta, Brody la miró a la cara.

El corazón le dio un vuelco. Aunque apartó los ojos enseguida, sintió los de él

sobre ella, descarados, deliberadamente exploradores. Por primera vez desde que

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— 19 —

había empezado su turno, se sintió expuesta y vulnerable.

Apartó el taburete y apiló sus platos. Haciendo esfuerzos por no mirar por

encima del hombro, se los llevó a la cocina.

Brody pidió chuletas de alce y engañó la espera con una botella de cerveza

Coors y un libro. Alguien había puesto un disco de Emmylou Harris en la máquina y

él tarareó mentalmente la música.

Pensó en la morenita y en su mirada. Richard Adams utilizaba mucho la

palabra «petrificado» en La colina de Watership. «Buena palabra —pensó—; a la nueva

cocinera, con esa inmovilidad repentina, le va como un guante.»

Por lo que sabía de Joanie Parks, la morenita no tendría trabajo si no fuese

competente. Sospechaba que debajo del caparazón de Joanie había un corazón tierno,

pero el caparazón era grueso y espinoso, y no soportaba a los inútiles.

Por supuesto, si quería enterarse de la vida y milagros de la recién llegada solo

tenía que preguntarle a la rubita. Pero entonces se sabría que había preguntado y

otros le preguntarían qué pensaba, qué sabía. Conocía lugares como Angel´s Fist, y

era consciente de que vivían de las habladurías.

Sin preguntar, tardaría un poco más en saber cosas de ella, pero habría

murmullos y comentarios, rumores y especulaciones Y, cuando le interesaba, tenía

buen oído para enterarse de esas cosas.

La muchacha parecía frágil, de las que se diría que se van a romper de un

momento a otro. Se preguntó por qué.

En cualquier caso, vio que estaba en lo cierto en cuanto a su profesionalidad.

Trabajaba sin cesar, como esos buenos cocineros que le hacían pensar que tenían un

par de manos más escondidas en alguna parte.

Tal vez era su primer día en aquel empleo, pero estaba seguro de que no era la

primera vez que trabajaba en la cocina de un restaurante. Como, por el momento, la

muchacha resultaba más interesante que el libro, siguió observándola mientras se

tomaba la cerveza.

«No tiene ninguna relación con nadie del pueblo», decidió. Brody llevaba casi

un año viviendo allí, y si hubiese tenido que llegar la hija, hermana, sobrina o prima

tercera de alguien, se habría enterado. No le parecía una trotamundos. Más bien una

corredora. Eso era lo que había visto en sus ojos: cautela y rapidez para saltar en el

momento oportuno.

Cuando ella se movió para colocar un plato en la fila de los pedidos listos,

aquellos ojos le lanzaron una mirada; solo fue un instante, luego volvieron a

desviarse. Antes de que se situara de nuevo frente a la parrilla, se abrió la puerta y su

mirada se desvió hacia allí. La sonrisa apareció en su cara de forma tan rápida e

inesperada que Brody parpadeó. Todo cambió en ella, se volvió más ligero, más

suave, y él supo que allí se escondía algo más que una belleza frágil. Cuando echó

una ojeada para ver lo que había provocado aquella sonrisa radiante, vio que Mac

Drubber se la devolvía y saludaba con la mano.

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— 20 —

Al fin y al cabo, tal vez tuviese parientes en el pueblo.

Mac se acomodó en el banco que había enfrente al suyo.

—¿Cómo va todo? —preguntó.

—No puedo quejarme —respondió Brody.

—Me apetecía comer algo que no tuviera que freír yo mismo. ¿Qué pinta bien

esta noche? Aparte de la nueva cocinera... —dijo arqueando las cejas.

—Yo he pedido chuletas. No sueles venir los sábados por la noche, Mac. Eres

un animal de costumbres, y sé que vienes los miércoles, cuando hay espaguetis.

—No tenía ganas de abrir una lata, y quería ver cómo le iba a la chica. Ha

llegado hoy al pueblo con un tubo del radiador roto.

«Solo has de esperar cinco minutos —pensó Brody— para que la información te

llegue a las manos.»

—¿De verdad?

—Al poco me he enterado de que trabajaba aquí. Por la cara que ha puesto,

parecía que le hubiese tocado la lotería. Es del Este, de Boston. Se aloja en el hotel. Se

llama Reece Gilmore.

Se cayó cuando Linda-Gail llevó el plato de Brody a la mesa.

—Hola, señor Drubber. ¿Cómo va todo? ¿Qué le traigo hoy?

Mac se inclinó para observar mejor el plato de Brody.

—Eso tiene un aspecto estupendo.

—La nueva cocinera tiene buena mano. Ya me dirás qué te parecen esas

chuletas, Brody. ¿Te traigo algo más?

—Otra cerveza.

—Enseguida. ¿Y usted, señor Drubber?

—Tomaré una Coca-Cola y lo mismo que está comiendo mi amigo. Esas

chuletas tienen que estar riquísimas.

«Lo están —pensó Brody— y vienen con una ración generosa de patatas al

gratén y frijoles.» La comida estaba dispuesta artísticamente en el sencillo plato

blanco, a diferencia de los montones sin orden que Joanie solía servir.

—Te vi en la barca el otro día —comentó Mac—. ¿Pescaste algo?

—No estaba pescando. Cortó un trozo de chuleta y lo comió.

—Qué cosas tienes, Brody. Sales al lago de vez en cuando pero no a pescar.

Sales al bosque de vez en cuando pero no a cazar.

—Si pescase o cazase algo, tendría que guisarlo.

—Eso es verdad. ¿Cómo está?

—Bueno. —Brody cortó otro trozo—. Muy bueno.

Mac Drubber era una de las pocas personas con las que Brody no tenía

inconveniente en pasar una velada, así que se entretuvo con el café mientras Mac se

acababa su plato.

—Los frijoles saben distinto. Más finos. Debería decir que saben mejor, pero si

repites eso donde pueda oírlo Joanie, juraré que mientes.

—Si ha cogido una habitación en el hotel, no creo que piense quedarse mucho

tiempo.

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— 21 —

—Ha reservado por una semana. —A Mac le gustaba saber lo que ocurría, y a

quién, en su pueblo. No solo tenía una tienda, también era alcalde. Consideraba que

el cotilleo formaba parte de sus obligaciones—. La verdad, no creo que la chica tenga

mucho dinero —dijo dirigiendo el tenedor hacia Brody antes de pinchar los últimos

frijoles—. Ha pagado el tubo del radiador en metálico y me han dicho que también el

hotel.

«Nada de tarjetas de crédito», reflexionó Brody, y se pregunto si la mujer

misteriosa huía de algo.

—Tal vez no quiera dejar rastro para evitar que alguien o algo la siga.

—Tienes una mente suspicaz. —Mac retiró el último pedacito de carne del

hueso—. Y si no quiere, algún motivo tendrá. Por su cara, diría que es una persona

honrada.

—Y tú eres un romántico. Hablando de romances —dijo Brody al tiempo que

señalaba la puerta con un gesto de la cabeza.

El hombre que entró llevaba unos Levis´s y una camisa a cuadros bajo una

cazadora negra, además de botas de piel de serpiente, un cinturón militar y un

sombrero de vaquero. Tenía el cabello rizado y de color rubio rojizo con algunos

mechones aclarados por el sol. Su rostro era suave, de rasgos armoniosos, con la

barbilla hendida y unos ojos de color azul claro que, como todo el mundo sabía,

utilizaba siempre que tenía ocasión para seducir a las damas.

Se pavoneó —no había otra forma de describir su paso lento y oscilante— hasta

la barra y se sentó en un taburete.

—Cas ha venido para ver si la chica nueva merece su tiempo —dijo Mac

sacudiendo la cabeza mientras se terminaba las patatas—. Cas le cae bien a todo el

mundo. Es un tipo agradable, pero espero que ella tenga sentido común.

Parte de la distracción de que disfrutaba Brody en el pueblo desde hacía un año

consistía en contemplar la forma en que Cas hacía caer a las mujeres como si fuesen

bolos.

—Apuesto diez dólares a que liga con ella y a que añade una muesca a la pata

de su cama antes de que acabe la semana.

Mac enarcó las cejas en un gesto de reprobación.

Esa no es forma de hablar de una buena chica.

—No la conoces tanto como para estar seguro de que es una buena chica.

—Yo digo que lo es, así que voy a aceptar esa apuesta y tendrás que pagar.

Brody se echó a reír de mala gana. Mac no bebía, no fumaba y si se interesaba

por las mujeres no lo hacía delante de la gente. Brody pensaba que su ligero toque

puritano formaba parte de su encanto.

—Es solo sexo, Mac.

A Mac se le pusieron coloradas las puntas de las orejas.

—¿Te acuerdas del sexo, no? —añadió Brody con una amplia sonrisa.

—Tengo un vago recuerdo del proceso.

En la cocina, Joanie puso un trozo de tarta de manzana sobre la encimera.

—Tómale un descanso —le ordenó a Reece—. Cómete la tarta.

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—La verdad, no tengo hambre, y he de...

—No te he preguntado si tenías hambre, ¿verdad? Cómete la tarta, no te

cobraré nada. Es el último pedazo, y de todos modos mañana habrá que tirarla. ¿Ves

a aquel que está sentado a la barra?

—¿Ese que parece que acaba de bajarse del caballo?

—Es William Butler, pero todo el mundo le llama Cas. Es el diminutivo de

Casanova; le pusieron el apodo cuando era un chaval y se pasaba el día empeñado en

llevarse a la cama a cualquier chica que estuviese en un radio de cien kilómetros.

—Ah, ya.

—Ahora casi todos los sábados por la noche Cas queda con alguna o va a

Clancy's con sus colegas para decidir qué vaquilla separar de ese rebaño en

particular. Ha venido para echarte un vistazo.

Al ver que no tenía otra opción, Reece empezó a comerse la tarta.

—No creo que haya mucho que ver.

Eres nueva, mujer, joven y, que se sepa, soltera. En su favor, hay que decir que

Cas no se lía con mujeres casadas. Mira, ahora está coqueteando con Juanita, este

invierno estuvo liado unas semanas con ella, hasta que les echó el ojo a unas chicas

que vinieron a esquiar. —Joanie cogió la gran cafetera que siempre tenía a mano—.

El chico tiene encanto. Ninguna de las mujeres con las que se acuesta le hace

reproches cuando se abrocha los vaqueros y se marcha.

—¿Me lo dices porque supones que se acostará conmigo una de estas noches?

—Solo te informo.

—Pues ahora ya lo sé. No te preocupes, no busco un hombre, ni para un ratito

ni para siempre. Desde luego, a ninguno que utilice el pene como varilla de zahorí.

Joanie soltó una carcajada.

—¿Cómo está la tarta?

—Muy buena, deliciosa. No le he preguntado por las pastas. ¿Las preparáis

aquí o las compráis en alguna panadería de la zona?

—Las hago yo.

—¿De verdad?

—Ahora estás pensando que se me dan mejor las pastas que la parrilla. Y tienes

razón. ¿Y a ti?

—No es mi fuerte, pero puedo echarte una mano cuando te haga falta.

—Te lo haré saber.

Joanie sirvió un par de hamburguesas y luego echó patatas fritas y judías en los

platos para acompañarlas. Estaba añadiendo encurtidos y tomates cuando Cas entró

con paso lento en la cocina.

—Hola, William.

—Hola, mamá —contestó él, se inclinó y le dio un beso en la frente.

A Reece se le cayó el alma a los pies.

«Mamá —pensó—, y yo haciendo chistes sobre su pene.»

—Me han dicho que estabas mejorando la categoría del local —dijo él. Le

dedicó a Reece una sonrisa lenta y afable antes de echar un trago de la cerveza que

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— 23 —

llevaba en la mano—. Mis amigos me llaman Cas.

—Yo soy Reece. Encantada de conocerte. Yo me ocupo de estos, Joanie. —Cogió

los platos, los llevó a la fila y observó con disgusto que por primera vez en toda la

noche no había notas en espera de servir.

—Pronto cerraremos la cocina —le dijo Joanie—. Ya puedes irte. Mañana haces

el primer turno, así que tienes que estar aquí a las seis en punto.

—Claro, de acuerdo —respondió Reece mientras se quitaba el delantal.

—Te acompañaré al hotel con el coche —se ofreció Cas mientras dejaba la

cerveza a un lado—. Así me aseguro de que no te ocurre nada por el camino.

—Oh, no, no te molestes —replicó Reece mirando a la madre con la esperanza

de recibir un poco de ayuda por ese lado, pero Joanie ya se había alejado para apagar

las freidoras—. No está lejos. Estoy bien, y de todos modos me apetece caminar.

—Perfecto, te acompañaré. ¿Llevas chaqueta?

Reece pensó que si se negaba sería una descortesía por su parte, y que si

aceptaba tendría que andar por la cuerda floja. Optó por la segunda opción. Sin una

palabra, cogió su cazadora vaquera.

—Estaré aquí a las seis.

Se despidió entre dientes y se dirigió hacia la puerta. Notaba los ojos del

escritor —Brody— clavados en su espalda. ¿Por qué seguía allí?

Cas le abrió la puerta y salió detrás de ella.

—Hace fresco. ¿Seguro que no tendrás frío?

—Me sentará de maravilla después del calor de la cocina.

—Seguro que sí. No dejes que mi madre te obligue a trabajar demasiado.

—Me gusta trabajar.

—Seguro que esta noche no has parado. Te invito a tomar algo para que puedas

relajarte un poco y me cuentes tu vida.

—Gracias, pero mi vida no vale una invitación. Además, mañana me toca el

primer turno.

—Creo que hará buen día —dijo Cas con voz tan lenta como su paso—. Si

quieres, te paso a buscar cuando salgas. Te enseñaré todo esto. Te aseguro que no

hay mejor guía en Angel's Fist. Y tengo referencias que demuestran que soy un

caballero.

Reece debía reconocer que Cas tenía una sonrisa fantástica y una mirada

seductora como una caricia.

Y era el hijo de su jefa.

—Eres muy amable, pero como aquí conozco a poca gente, y desde hace menos

de un día, podrías falsificar esas referencias. Mejor paso y mañana aprovecho para

situarme un poco.

—Como quieras.

Cuando la tomó del brazo, Reece dio un bote.

—Tranquila, no corras —le susurró como si hablase a un caballo espantado—.

Se nota que eres del Este porque caminas como si llegases tarde a una cita. Tómate

un minuto y mira hacia arriba. Menuda vista, ¿no?

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— 24 —

El corazón seguía latiéndole demasiado deprisa, pero miró hacia arriba. Y allí,

por encima de las sombras recortadas de las montañas, flotaba la luna llena.

Las estrellas brillaban a su alrededor como si alguien hubiese cargado una

escopeta con diamantes y hubiese disparado al aire. Su luz teñía de un azul extraño

la nieve de los picos y salpicaba con profundas e intensas sombras las grietas y

hondonadas.

«Esto es lo que me pierdo cuando me pueden los nervios y clavo la vista en el

suelo», pensó. Y aunque le habría gustado disfrutar a solas de aquel momento, tenía

que agradecerle a Cas que la hubiese obligado a detenerse a mirar.

—Qué maravilla. La guía que compré dice que esas montañas son majestuosas,

y yo creía que exageraba. Cuando las he visto antes no me han parecido majestuosas,

sino ásperas y duras. Pero ahora sí lo son.

—Allí arriba hay lugares que hay que ver para creer, y cambian ante tus propios

ojos. En esta época del año, si subes y te acercas al río, oyes el ruido de las rocas que

arrastran las aguas del deshielo. Ya te llevaré. No hay nada como ver los Tetons a

caballo.

—No sé montar.

—Puedo enseñarte.

Reece reanudó la marcha.

—Además de guía, eres profesor de equitación.

—A eso me dedico sobre todo en el Circle K, un rancho para turistas situado a

unos tres kilómetros de aquí. Puedo pedirle al cocinero del rancho que nos prepare

un buen picnic y buscarte una montura mansa. Te prometo una jornada digna de

contarla en tus cartas.

—Estoy segura. —Le habría gustado oír el ruido de las rocas y ver las morrenas

y los prados. Y en aquel momento, a la luz de aquella luna espectacular, casi era

tentador acceder a que él se lo enseñase—. Lo pensaré —añadió—. Yo me quedo

aquí.

—Te acompaño arriba.

—No tienes por qué. Estoy...

—Mi madre me enseñó a acompañar a las damas hasta la puerta.

Volvió a tomarla del brazo, como si tal cosa, y abrió la puerta del hotel. Reece

percibió que desprendía un atractivo olor a cuero y a pino.

—Buenas noches, Tom —saludó al recepcionista de noche.

—Hola, Cas. Señora...

Reece vio la sombra de una sonrisa irónica en los ojos del recepcionista.

Cuando Cas se volvió hacia el ascensor, Reece se echó hacia atrás.

—Mi habitación está en el tercer piso. Subiré a pie.

—Eres una de esas fanáticas del ejercicio, ¿verdad? Por eso debes de estar tan

delgada.

Pero cambió de dirección sin protestar y luego abrió la puerta que daba a la

escalera.

—Te agradezco las molestias —dijo ella, haciendo esfuerzos para no dejarse

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— 25 —

arrastrar por el pánico ante la caja de la escalera, que parecía mucho más pequeña

con él a su lado—. Desde luego, he ido a parar a un pueblo acogedor.

—Wyoming es un estado acogedor. Puede que no seamos muchos, pero somos

agradables. Me han dicho que eres de Boston.

—Sí.

—¿Es la primera vez que vienes por aquí?

—Así es.

Un tramo más y se abriría la puerta.

—¿Te has tomado unas vacaciones para ver el país?

—Sí, exactamente.

—Tú sólita... eres muy valiente.

—¿Tú crees?

—Demuestra que tienes un espíritu aventurero.

Reece se habría echado a reír, pero se sintió demasiado aliviada cuando él le

abrió la puerta y pudo salir por fin al pasillo del tercer piso.

—Esta es mi habitación.

Sacó la tarjeta y bajó la mirada automáticamente para comprobar que la cinta

adhesiva de la puerta seguía allí.

Antes de que pudiera deslizar la tarjeta en la ranura, él la cogió y se le adelantó.

Abrió la puerta y le devolvió la tarjeta.

—Te has dejado todas las luces encendidas —comentó—. Y la tele.

—Vaya, es verdad. Debía de estar demasiado ansiosa por empezar a trabajar.

Gracias por la compañía, Cas.

—Ha sido un placer. Pronto montarás a caballo, ya lo verás.

Reece consiguió sonreír.

—Lo pensaré. Gracias de nuevo. Buenas noches.

Cruzó el umbral y cerró la puerta. Corrió el cerrojo y puso la cadena de

seguridad. Se sentó al otro lado de la cama y se puso a mirar por la ventana, hacia

todo aquel espacio abierto, hasta que ya no tuvo que esforzarse para respirar con

regularidad.

Más tranquila, echó un vistazo a través de la mirilla para asegurarse de que el

pasillo estaba despejado antes de apoyar una silla en la puerta. Después de

comprobar de nuevo el cerrojo y la robustez del tocador que bloqueaba la puerta de

la habitación contigua, se preparó para acostarse. Puso el despertador del hotel las

cinco de la mañana y luego el suyo, para mayor seguridad.

Actualizó su diario y luego consideró cuántas luces podía dejar encendidas

durante toda la noche. Era su primera noche en un lugar nuevo; tenía derecho a dejar

encendida la luz del escritorio y la del cuarto de baño. De todos modos, en realidad

el cuarto de baño no contaba. Era solo por seguridad y comodidad. Tal vez tuviese

que levantarse en plena noche para orinar.

Sacó la linterna de la mochila y la colocó junto a la cama. Podía producirse un

corte del suministro eléctrico debido a un incendio. Al fin y al cabo, no era la única

huésped del hotel. Alguien podía fumar en la cama y dormirse, o algún niño podía

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— 26 —

jugar con fósforos.

A saber.

Todo el edificio podía arder a las tres de la mañana. En ese caso tendría que

salir deprisa. Tener la linterna cerca era una cuestión de prudencia.

El cosquilleo en el pecho le hizo anhelar los somníferos que llevaba en el

neceser. Se recordó que aquellas píldoras, los antidepresivos y los ansiolíticos eran

solo una red de seguridad. Hacía meses que no tomaba un somnífero, y esa noche

estaba lo bastante cansada para conseguir dormir sin ayuda. Además, si de verdad

había un incendio y un corte del suministro eléctrico, se tambalearía al caminar y se

movería despacio. Moriría achicharrada o asfixiada por la inhalación de humo.

Esa idea la obligó a sentarse en un lado de la cama con la cabeza entre las

manos, maldiciéndose por tener una imaginación desbordante y estúpida.

—Para, Reece —dijo en voz alta—. Para ahora mismo y vete a la cama. Tienes

que levantarte temprano y realizar las funciones básicas como un ser humano

normal.

Antes de acostarse volvió a comprobar el cerrojo. Se quedó quieta, escuchando

los sordos latidos de su corazón, los sonidos procedentes de la habitación contigua,

del pasillo, del otro lado de la ventana.

«No hay peligro —se dijo—. Esto es completamente seguro. No va a declararse

ningún incendio. No va a explotar ninguna bomba. Nadie va a irrumpir en mi

habitación para asesinarme mientras duermo.»

El cielo no iba a desplomarse sobre su cabeza.

Pero dejó la televisión encendida, con el volumen bajo, y aprovechó la vieja

película en blanco y negro para conciliar el sueño.

El dolor era tan horroroso, tan atroz, que no podía gritar. La oscuridad, el

yunque de oscuridad, cayó a plomo sobre su pecho para atraparla. Aplastó sus

pulmones y le impidió respirar, le impidió moverse. El martillo golpeó aquel

yunque, machacando su cabeza, su pecho, vapuleándola. Hizo esfuerzos para

respirar, pero el dolor era excesivo y el miedo era aún mayor que el dolor.

Estaban allí fuera, entre las tinieblas. Los oía, oía los cristales que se rompían,

las explosiones. Y, lo que era peor, los gritos.

Peor que los gritos, las risas.

«¿Ginny? ¿Ginny?»

«No, no, no grites, no hagas ruido. Es preferible morir aquí a oscuras a que la

encuentren.» Pero venían, venían a buscarla, y no podía contener los gemidos, no

podía impedir el castañeteo de sus dientes.

La luz repentina era cegadora, y los alaridos que resonaban en su cabeza

salieron como gruñidos fúnebres.

—Queda una viva.

Lanzó débiles manotazos y patadas contra las manos que se alargaban hacia

ella.

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— 27 —

Despertó envuelta en sudor, con aquellos gruñidos en la garganta, mientras

cogía la linterna y la empuñaba como si fuese un arma.

¿Había alguien allí? ¿En la puerta? ¿En la ventana?

Se sentó estremeciéndose, temblando, aguzando el oído.

Una hora más tarde, cuando sonaron los despertadores, seguía sentada en la

cama, con la linterna aún en la mano y todas las luces de la habitación encendidas.

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Capítulo 3

Tras el ataque de pánico, era difícil afrontar la cocina, la gente, la pretensión de

ser normal. Pero además de estar casi sin blanca, había dado su palabra. Las seis en

punto.

Tenía otra alternativa: volver atrás, retroceder, y todos los meses que había

pasado avanzando poco a poco quedarían borrados. Solo tenía que hacer una

llamada telefónica para que la rescatasen.

Y para estar acabada.

Se movió paso a paso. Vestirse fue una victoria; abandonar la habitación, otra.

Salir al exterior y dirigir sus pasos hacia el restaurante fue un pequeño triunfo

personal. El aire era frío —al invierno aún le quedaban fuerzas—, y su aliento

resultaba visible a la trémula luz que precedía al amanecer. Las montañas eran

siluetas oscuras y fuertes que se recortaban contra el cielo ahora que la luna llena se

había ocultado tras los picos. Una extensa capa de niebla se extendía a los pies de las

montañas. Dedos de bruma se alzaban del lago y envolvían los árboles desnudos,

finos como las alas de las hadas.

En la gélida oscuridad, todo parecía fantástico, inmóvil y bien equilibrado. El

corazón le dio un vuelco cuando algo salió de aquella bruma. Volvió a calmarse al

ver que era un animal.

A aquella distancia no distinguía si era un alce o un ciervo pero, fuera lo que

fuese, pareció deslizarse, y la bruma se hizo jirones a su alrededor cuando se acercó

al lago.

Mientras el animal inclinaba la cabeza para beber, Reece oyó el primer coro del

canto de los pájaros. Una parte de ella quiso sentarse en la acera y contemplar a solas

y en silencio el nacimiento del sol.

Apaciguada, echó a andar de nuevo. Tendría que enfrentarse a la cocina, la

gente, las preguntas que siempre rodeaban a una cara nueva en cualquier empleo.

No podía permitirse llegar tarde y estar nerviosa, ni quería atraer más atención de la

estrictamente necesaria.

«Mantén la calma —se ordenó—. Céntrate.» Para conseguirlo, se puso a recitar

fragmentos de poesía, concentrándose en el ritmo de las palabras, hasta que se dio

cuenta de que hablaba en voz alta y se acobardó. Se recordó a sí misma que nadie la

oía, y la confusión la acompañó hasta la puerta de Ángel Food.

Las luces encendidas que brillaban en el interior aflojaron parte de la tensión

que pesaba sobre sus hombros. Vio movimiento dentro. Era Joanie, ya en la cocina.

¿Aquella mujer dormía alguna vez?

«Tienes que llamar a la puerta —se dijo—. Llama, sonríe, saluda.» Cuando diese

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— 29 —

ese paso, cuando se obligase a entrar, ahogaría la ansiedad en el trabajo.

Pero su brazo parecía de plomo y se negaba a moverse. Tenía los dedos

demasiado rígidos, demasiado fríos para cerrarse en un puño. Se quedó donde

estaba, sintiéndose estúpida, inútil e impotente.

—¿Algún problema con la puerta?

Dio un bote y se volvió. Allí estaba Linda-Gail cerrando de golpe la puerta de

un pequeño y resistente utilitario.

—No, no. Solo estaba...

—¿Espiando? No parece que hayas dormido mucho esta noche.

—Pues no, la verdad.

El aire, ya frio, se congeló con cada paso que Linda-Gail dio hacia ella. Los

brillantes ojos azules, tan amistosos el día anterior, se mostraban reservados,

distantes.

—¿Llego tarde?

—Me extraña que hayas venido con la noche que debes de haber pasado.

Reece se recordó acurrucada en la cama, agarrando la linterna y escuchando.

Escuchando.

—¿Cómo...?

—Cas tiene fama de resistir mucho.

—¿Cas? Yo no... ¡Oh!

Una mezcla de sorpresa y regocijo calmó sus nervios.

—No, él y yo no... yo no. Por el amor de Dios, Linda-Gail, hacía unos diez

minutos que le conocía. Tiene que pasar al menos una hora desde que conozco a un

tío para que ponga a prueba su resistencia.

Linda-Gail bajó la mano que había levantado hasta la puerta y miró a Reece con

los ojos entrecerrados.

—Entonces, ¿no te acostaste con Cas?

—No —contestó, sintiéndose más fuerte—. ¿He roto alguna tradición secreta

del pueblo? ¿Me despedirán? ¿Me detendrán? Si ser una tía fácil forma parte de los

requisitos del empleo, deberían habérmelo dicho desde el principio y pagar más de

ocho dólares por hora.

—Esa cláusula es voluntaria. Lo siento —dijo Linda-Gail, sonriendo

ruborizada—. Lo siento de verdad. No debería haberlo dado por supuesto y

lanzarme sobre ti solo porque os marchasteis juntos.

—Me acompañó al hotel, propuso que tomásemos algo, cosa que yo no quise, se

ofreció a enseñarme la zona, algo que puedo hacer sola, y luego dar tal vez un paseo

a caballo. No sé montar, pero a lo mejor pruebo esa parte. Le doy un diez en la escala

de belleza masculina y otro diez en comportamiento y modales. No sabía que

estuvieseis liados.

¿Liados? ¿Cas y yo? —Linda- Gail resopló—. ¡Qué va! De eso nada. Debo de

ser la única mujer soltera de menos de cincuenta años en cien kilómetros a la

redonda que no se ha acostado con él. Para mí un salido es un salido, ya sea hombre

o mujer.

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Se encogió de hombros y luego volvió a observar la cara de Reece.

—De todas formas, pareces agotada.

—No he dormido bien, eso es todo. La primera noche en un litio nuevo, un

trabajo nuevo... Nervios.

—Pues tranquilízate —ordenó Linda-Gail mientras abría la puerta con mirada

de nuevo cordial—. Aquí somos buena gente.

—Me preguntaba si ibais a pasaros todo el día de palique ahí fuera. No os pago

por charlar.

—Por el amor de Dios, Joanie, son las seis y cinco. Descuéntamelo. Ah, por

cierto, Reece, hablando de dinero, esta es tu parte de las propinas de anoche.

—¿Mi parte? No serví ninguna mesa.

Linda-Gail puso el sobre en las manos de Reece.

—Son normas de la casa. El cocinero se lleva el diez por ciento de las propinas.

Nos las dan por el servicio, pero si la comida es una porquería no nos darán gran

cosa.

—Gracias.

«Ya no estoy sin blanca», pensó Reece mientras se metía el sobre en el bolsillo.

—No te lo gastes todo de golpe.

—¿Se acabó ya la cháchara? —dijo Joanie desde detrás de la barra con los

brazos cruzados—. Pon las mesas para el desayuno, Linda-Gail. Reece, ¿te parece que

estás lista para mover ese culo tan flaco y ponerte a trabajar?

—Sí, señora. Ah, y solo para despejar el ambiente —añadió mientras rodeaba la

barra para coger un delantal—, tu hijo es encantador, pero esta noche he dormido

sola.

—El chico debe de estar perdiendo facultades.

Eso no puedo decírtelo. Yo pienso seguir durmiendo sola mientras este en

Angel's Fist.

Joanie puso a un lado un cuenco de masa de tortitas.

—¿No te gusta el sexo?

—Claro que sí. —Reece fue hasta el fregadero para lavarse las manos—.

Simplemente no está en mi lista en este momento.

—Pues debe de ser una lista bastante corta y triste. ¿Sabes preparar huevos

rancheros?

—Sí.

—Los domingos los piden mucho, como las tortitas. Vamos, empieza a freír

tocino y salchichas. Enseguida llegarán los primeros clientes.

Poco antes del mediodía, Joanie puso en manos de Reece un plato con un poco

de comida apilada, una cucharada de huevos revueltos y una loncha de tocino.

—Vamos, llévate esto a la habitación de atrás. Siéntate y come.

—Aquí hay comida para dos personas.

—Sí, si las dos son anoréxicas.

—Yo no lo soy —respondió Reece al tiempo que cogía con el tenedor un poco

de huevo como para demostrarlo.

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—Llévate eso a mi despacho y descansa. Tienes veinte minutos.

Reece había visto el despacho, y el término «habitación» resultaba muy

generoso.

—Oye, tengo un problema con los espacios pequeños.

—Miedo a la oscuridad y claustrofobia. Tienes un montón de fobias, chica.

Bueno, pues siéntate a la barra. Te doy igualmente veinte minutos.

Hizo lo que le decían y se sentó al final de la barra. Al cabo de un momento,

Linda-Gail dejó una taza de té a su lado y le guiñó un ojo.

—Buenos días, doctor —dijo Linda-Gail mientras pasaba un paño por la barra y

le dedicaba una sonrisa al hombre que se había deslizado en el taburete situado junto

al de Reece—. ¿Lo de siempre?

—Mi especial colesterol de los domingos, Linda-Gail. Es el día en el que me

suelto la melena.

—Enseguida se lo pongo. Joanie, el doctor está aquí—dijo sin molestarse en

escribir el pedido—. Doctor, esta es Reece, la nueva cocinera. Reece, te presento al

doctor Wallace. Te curará todos los males. Pero no dejes que te convenza para jugar

al póquer. Es una fiera.

—Bueno, bueno, ¿cómo voy a desplumar a los recién llegados si dices esas

cosas? —El hombre se movió en el taburete y saludó a Reece con la cabeza—. Me

dijeron que Joanie tenía a alguien que sabía lo que hacía en la cocina. ¿Cómo te va?

—De momento bien. Me gusta el trabajo.

Tuvo que hacer un esfuerzo y recordarse que el tal Wallace no llevaba una bata

de médico y unas agujas.

—En Joanie's sirven el mejor desayuno de domingo de todo Wyoming —dijo él,

dispuesto a disfrutar del café que Linda-Gail le puso delante—. En el hotel preparan

un gran bufet para los turistas, pero aquí sale más a cuenta. Cómete eso ahora que

aún está caliente.

«En lugar de mirarlo —pensó el hombre—, como si la comida del plato fuese un

rompecabezas» mientras Reece jugaba con la comida, él le contó que hacía casi

treinta años que era el médico del pueblo. Llegó cuando era joven, en respuesta a un

anuncio que puso el ayuntamiento en el periódico de Laramie.

—Iba en busca de aventuras —dijo con una voz en la que se percibía vagamente

el acento de las zonas rurales del Oeste—. Me enamoré del lugar y de una bonita

chica de ojos castaños llamada Susan. Criamos a tres hijos aquí. El mayor también es

médico, y este es su primer año de interno en Cheyenne. La mediana, Annie, se casó

con un tipo que hace fotos para la revista National Geographic. Se trasladaron a

Washington. Allí también tengo un nieto. El más pequeño estudia filosofía en

California. No sé sobre qué demonios va a filosofar, pero ahí está. Mi Susan murió

hace dos años de cáncer de pecho.

—Lo siento.

—Es algo muy, muy duro —respondió Wallace, echando un vistazo a su

alianza—. Todavía la busco a mi lado cuando me despierto por las mañanas.

Supongo que nunca dejaré de hacerlo.

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—Aquí tiene, doctor. —Linda-Gail puso un plato delante de él, y ambos se

echaron a reír cuando Reece lo miró con los ojos desorbitados—. Se lo comerá todo,

ya verás —dijo Linda-Gail antes de alejarse.

Había un montón de tortitas, una tortilla, una gruesa loncha de jamón, una

ración generosa de despojos fritos y tres salchichas.

—No puede comerse de verdad todo eso.

—Mira y aprende, niña. Mira y aprende.

«Se le ve en forma —pensó Reece—, con su camisa de cuadros y su cómoda

chaqueta de punto.» Hubiera dicho que era alguien que comía sano y hacía una

cantidad razonable de ejercicio. Su rostro era rubicundo y enjuto, con unos ojos de

color avellana claro detrás de unas gafas con montura metálica.

Sin embargo, se zampaba el enorme desayuno con el apetito de un camionero

de largo recorrido.

—¿Tienes familia en el Este? —le preguntó.

—Sí, mi abuela vive en Boston.

—¿Es ahí donde aprendiste a cocinar?

Reece no podía dejar de mirar cómo desaparecía la comida.

—Sí, allí empecé. Fui al Instituto Culinario de Nueva Inglaterra, en Vermont, y

luego pasé un año en París, en el Cordon Bleu.

—Instituto Culinario —repitió el doctor, levantando las cejas—. Y París. Qué

elegante.

—¿Perdón? —dijo ella, dándose cuenta bruscamente de que en dos minutos

había revelado más de su pasado de lo que acostumbraba a contarle a nadie en dos

semanas—. Más que elegante, intenso. Tengo que volver al trabajo. Me alegro de

conocerle.

Reece no paró de trabajar durante el turno del almuerzo; tenía el resto de la

tarde y la noche para sí misma, y decidió dar un largo paseo. Podía rodear el lago, tal

vez explorar parte del bosque y los riachuelos. Podía hacer fotos y enviárselas a su

abuela por correo electrónico y, entre el aire fresco y el ejercicio, agotarse.

Se puso las botas de excursión y llenó la mochila exactamente como

recomendaba su guía para excursiones de menos de quince kilómetros. De nuevo en

el exterior, buscó un punto cerca del lago para sentarse y leer los folletos de

información que había cogido en el hotel.

Decidió que se tomaría todos los días que pudiese para salir del pueblo, visitar

el parque y tal vez un poco las zonas menos habitadas de la región. Se sentía mejor

en el exterior al aire libre.

El primer día que no le tocase trabajar, tomaría uno de los senderos más fáciles

y haría una excursión para ver el río. Pero por el momento más valía que empezase

haciendo lo que aconsejaba su guía y ablandase sus botas de excursión.

Se puso en marcha a paso tranquilo. Esa al menos era una de las ventajas de su

vida en ese momento. Pocas veces tenía prisa. Podía hacer lo que quisiera cuando

quisiera, a su ritmo. Antes nunca se lo permitía. En los últimos ocho meses había

visto y hecho más que en los veintiocho años anteriores. Tal vez estaba un poquito

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loca, y sin duda neurótica, fóbica y ligeramente paranoica, pero había huecos de sí

misma que había conseguido volver a llenar y pedazos de sí misma que había

devuelto a su lugar.

Nunca volvería a ser lo que fue, una urbanita activa y ambiciosa. Pero le

gustaba cómo estaba tomando forma. Prestaba más atención a detalles que antes le

pasaban desapercibidos. El juego de la luz y las sombras, el chapoteo del agua, notar

bajo sus pies la tierra esponjosa por el deshielo.

Podía detenerse donde estaba, en ese mismo instante, y contemplar como una

garza, silenciosa como una nube, alzaba el vuelo desde el lago. Podía contemplar

cómo las ondas, cada vez más amplias, agitaban la superficie hasta alcanzar la punta

de los remos que manejaba un muchacho en un kayak rojo.

Se acordó de su cámara demasiado tarde para captar la garza, pero sí captó al

muchacho con su barca roja, y las aguas azules, y el reflejo deslumbrante de las

montañas que atravesaba su superficie.

«Adjuntaré pequeñas notas a cada foto», pensó mientras reanudaba la marcha.

De esa forma su abuela se sentiría parte del viaje. Reece sabía que la había dejado

preocupada en Boston, pero lo único que podía hacer era enviar largos correos

electrónicos y hacer una llamada telefónica de vez en cuando para hacerle saber

dónde y cómo estaba.

Aunque no siempre era del todo sincera en cuanto al cómo.

Había casas y cabañas diseminadas en torno al lago, y se fijó en que alguien

preparaba una barbacoa de domingo: pollo asado, ensalada de patatas, pinchos de

verdura en adobo, litros de té frío y cerveza. Era un buen día para aquello.

Un perro se metió en el agua chapoteando tras una pelota azul, mientras una

niña permanecía en la orilla riendo y animándolo a gritos. Cuando el animal la

recogió y regresó a tierra firme, se sacudió como un loco; las gotas que rociaron a la

niña reflejaron la luz del sol y se encendieron como diamantes.

El ladrido se llenó de alborozo cuando la niña lanzó de nuevo la pelota, y el

perro volvió a saltar al agua para repetir el proceso.

Reece sacó su botella de agua y bebió mientras se alejaba del lago y se

adentraba en el bosque.

Si no hacía demasiado ruido, tal vez viese algún ciervo o alce, tal vez el mismo

que había observado aquella mañana. Podía prescindir de los osos que, según los

folletos y las guías, habitaban en los bosques de la zona, aunque la guía afirmaba que

los osos acostumbraban a alejarse si percibían la presencia humana.

Cabía la posibilidad de que ese día los osos estuviesen de mal humor y la

tomaran con ella.

Así pues, se andaría con cuidado, no se alejaría demasiado y, aunque llevaba

una brújula, no se saldría del camino.

«Aquí hace más fresco», pensó. El sol no alcanzaba los charcos y parches de

nieve, y el agua del pequeño torrente que encontró tenía que atravesar los trozos de

hielo.

Siguió el torrente, escuchando el silbido y la caída del hielo que se fundía

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despacio. Cuando encontró huellas, se sintió entusiasmada. «¿De qué animal serán

estas huellas?», se preguntó. Para saberlo, se dispuso a sacar la guía de la mochila.

Un crujido la dejó paralizada; echó un vistazo a su alrededor. Habría sido difícil

decir quién estaba más sorprendido, si Reece o el ciervo mulo, pero se miraron

mutuamente asombrados durante un intenso momento.

«Debo de estar contra el viento —pensó—. ¿O era a favor del viento?» Mientras

alargaba el brazo despacio para coger la cámara, se dijo que debería comprobarlo.

Logró un primer plano y luego cometió el error de reírse encantada. Al oírla, el

ciervo se alejó dando brincos.

—Sé cómo te sientes —murmuró mientras lo veía huir del contacto humano—.

El mundo está lleno de cosas que dan miedo.

Volvió a guardarse la pequeña cámara en el bolsillo mientras pensaba que ya no

oía ladrar al perro ni el estruendo de los coches que circulaban por la calle principal

del pueblo. Solo la brisa entre los árboles como una ola callada y el silbido del

torrente.

—Tal vez debería vivir en un bosque. Buscarme una pequeña cabaña aislada y

tener un huerto. Podría ser vegetariana —consideró mientras tomaba impulso para

superar de un salto el estrecho torrente—. Vale, seguramente no. Pero podría

aprender a pescar. Comprarme una camioneta e ir a comprar al pueblo una vez al

mes.

Dibujo la imagen en su mente. Ni demasiado lejos del agua, ni demasiado

metida en el bosque. Con montones y montones de ventanas para que fuese casi

como vivir en el exterior.

—Podría montar mi propio negocio. Una pequeña granja. Cocinar y vender los

productos. Hacerlo todo a través de internet, quizá. No salir nunca de casa. Y acabar

añadiendo la agorafobia a mi lista.

No, viviría en el bosque —esa parte estaba bien—, pero trabajaría en el pueblo.

Podría incluso ser allí, y seguir trabajando para Joanie.

—Esperaré unas semanas, es lo mejor. A ver cómo van las cosas. Me marcharé

de ese hotel, eso desde luego. No va a servirme mucho tiempo. De todos modos,

¿dónde puedo ir? Es un problema. Puede que mire...

Dejó escapar un grito, retrocedió dando un traspié y a punto estuvo de caer de

culo.

Una cosa era encontrarse a un ciervo mulo y otra muy distinta tropezar con un

hombre tendido en una hamaca con un libro abierto sobre el pecho.

Brody la había oído venir. Habría sido difícil no hacerlo, pensó, porque iba

discutiendo en voz alta consigo misma. Supuso que se desviaría hacia el lago, pero

en lugar de eso giró directamente hacia su hamaca, con los ojos clavados en la punta

de sus flamantes botas de excursión. Así que dejó el libro para contemplarla.

«Mujer urbana andando con tiento por un lugar solitario —reflexionó—.

Mochila y botas L. L. Bean, Levi's que al menos parecen usados, botella de agua.»

¿Aquello que le asomaba del bolsillo era su teléfono móvil? ¿A quién demonios

iba a llamar?

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La muchacha llevaba una cola de caballo que asomaba por la abertura posterior

de una gorra negra. Tenía la cara pálida, los ojos grandes y sobresaltados, de un

intenso castaño oscuro.

—¿Perdida?

—No. Sí. No. —Miró a su alrededor como si acabase de aterrizar procedente de

otro planeta—. Estaba dando un paseo. Debo de haber entrado en tu propiedad sin

darme cuenta.

—Sin duda. ¿Quieres esperar aquí un momento mientras voy a buscar mi rifle?

—Pues no, la verdad. Mmm. Supongo que esa cabaña es tuya.

—Ya llevas dos aciertos.

—Es bonita.

La observó, una sencilla estructura de troncos, un largo porche cubierto, una

silla y una mesa. Le pareció encantadora. Una silla y una mesa.

—Y privada —añadió—. Lo siento.

—Yo no. A mí me gusta que sea privada.

—Quiero decir... bueno, ya sabes qué quiero decir.

Respiró hondo mientras abría y cerraba el tapón de su botella de agua. Le

resultaba más fácil con los extraños. Lo que no podía soportar eran las miradas de

compasión e interés de los conocidos.

—Es de mala educación mirar fijamente a la gente, y vuelves a hacerlo —dijo.

El hombre levantó una ceja. Reece siempre había admirado a la gente que sabía

hacerlo, como si esa sola ceja tuviese un juego de músculos independiente. A

continuación, alargó el brazo hacia el suelo y cogió sin fallar una botella de cerveza.

—¿Quién decide ese tipo de cosas, lo que es de mala educación en una cultura

determinada?

—La SPME.

El hombre solo tardó un momento.

—¿La Sociedad para la Prevención de la Mala Educación? Creía que se había

disuelto.

—No, siguen realizando su buena labor desde lugares secretos.

—Mi bisabuelo era miembro de la SPME, pero no hablábamos del tema porque

era un completo gilipollas.

—Bueno, eso pasa en todas las familias y grupos. Te dejo con tu lectura.

Dio un paso atrás, y Brody pensó que podría preguntarle si le apetecía una

cerveza. Como habría sido un gesto casi sin precedentes, ya había decidido no

hacerlo cuando un sonido agudo perforó el aire.

Reece se echó al suelo y se cubrió la cabeza con los brazos como un soldado en

una trinchera.

La primera reacción de él fue de regocijo. Una chica de ciudad. Pero al ver que

no se movía ni hacía sonido alguno, comprendió que era más que eso. Sacó las

piernas de la hamaca y luego se agachó.

—Encendido prematuro —dijo con calma—. Es la furgoneta de Carl Sampson,

una ruina sobre ruedas.

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—Encendido prematuro.

La oyó murmurarlo una y otra vez, temblando.

—Sí, eso es.

Le apoyó una mano sobre el brazo para tranquilizarla, y ella se puso tensa.

—No, no me toques. No me toques. No. Solo necesito un minuto.

—Está bien —contestó él, antes de levantarse para ir a buscar la botella de agua,

que había salido despedida cuando ella se arrojó al suelo—. ¿Quieres tu agua?

—Sí, gracias. —Cogió la botella, pero sus dedos temblorosos no podían abrirla.

Sin decir nada, Brody se la quitó, desenroscó el tapón y se la devolvió—. Estoy bien.

Solo me he llevado un sobresalto. Creía que era un disparo.

«Sobresalto, y una mierda», pensó él.

—También oirás ese tipo de cosas. No en la temporada de caza, pero a la gente

de por aquí le gusta tirar al blanco. Esto es el salvaje Oeste, Flaca.

—Claro, por supuesto. Ya me acostumbraré.

—Si sales a caminar por el bosque y las colinas, es mejor que lleves algo de

colores vivos, rojo o naranja.

—Claro, sí, por supuesto, es cierto. Lo haré la próxima vez.

Su cara había recuperado algo de color, pero en opinión de Brody era la

manifestación de la vergüenza que sentía. Cuando se puso en pie, oyó su aliento

entrecortado. Hizo un intento desganado de sacudirse la ropa.

—Esto completa la parte de diversión de nuestro programa. Que disfrutes de lo

que queda del día.

—Eso pretendo.

«Un tipo más agradable —pensó él—, insistiría en que se sentase o se ofrecería a

acompañarla hasta el pueblo.» Pero él no era un tipo más agradable.

Reece reanudó la marcha y tras unos pasos echó un vistazo por encima del

hombro.

—Por cierto, me llamo Reece.

—Ya lo sé.

—Ah, bueno. Pues ya nos veremos.

«Será difícil evitarlo», pensó Brody mientras ella aceleraba el paso con la mirada

clavada en el suelo. Una mujer asustadiza, con grandes ojos de cierva. Era bonita, y

seguramente sería hasta sexy si pesase cinco kilos más.

Pero lo que le intrigaba era que fuese tan asustadiza. Nunca podía resistirse a

imaginar lo que movía a la gente. Y en el caso de Reece Gilmore, suponía que lo que

se movía en su interior, fuera lo que fuese, tenía muchas mechas demasiado cortas.

Reece clavó la vista en el lago, con sus ondas, cisnes y barcas. Rodearlo

representaría una larga caminata, pero le permitiría calmarse y superar la vergüenza.

Empezaba a transformarse en una migraña, pero eso no era grave, no pasaba nada. Si

no remitía, se tomaría un analgésico al llegar al hotel.

Tal vez tuviese el estómago revuelto, pero eso no era tan malo. No había

vomitado para rematar la mortificación.

¿Por qué no estaba sola en el bosque cuando sonó el encendido prematuro de

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aquella estúpida furgoneta? Claro que, de haber sido así, tal vez siguiese acurrucada

allí, lloriqueando.

Al menos Brody se había mostrado práctico. Aquí tienes tu agua, tranquilízate.

Eso era mucho más fácil de sobrellevar las caricias, las palmaditas y las frases de

consuelo.

El sol le molestaba en los ojos; buscó sus gafas en la mochila. Se obligó a

mantener la cabeza erguida y caminar a paso normal. Incluso consiguió sonreírle a

una pareja que paseaba junto al lago, como ella, y levantar la mano en respuesta al

saludo del conductor de un coche que pasó cuando por fin llegó a la calle principal.

La muchacha de la recepción —Reece no consiguió extraer el nombre de su

dolorida cabeza— volvía a estar en su puesto. Con una sonrisa, la chica le preguntó

cómo estaba y si había disfrutado de su excursión. Reece contestó de forma mecánica,

pero todas las palabras le sonaron falsas.

Anhelaba llegar a su habitación.

Subió por la escalera, sacó la llave y después de entrar se apoyó contra la

puerta.

Tras comprobar la cerradura dos veces y tomarse un analgésico, se acurrucó en

la cama con las botas y las gafas de sol aún puestas.

Al cerrar los ojos, cedió al agotamiento de fingir normalidad.

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Capítulo 4

Una tormenta de primavera dejó caer veinte centímetros de nieve húmeda y

pesada, y convirtió el lago en un espumoso disco gris. Algunos de los lugareños se

abrieron camino por él en motos de nieve mientras los niños, como bultos informes

envueltos en ropa de invierno, se entretenían haciendo muñecos de nieve alrededor

del lago.

Lynt, con sus anchos hombros y su rostro curtido, hacía un descanso en su tarea

de quitanieves para rellenar el termo con el café de Joanie y quejarse del viento.

La propia Reece lo había sufrido aquella mañana de camino al trabajo. Soplaba

con furia cañón abajo, a través del lago, levantaba la nieve fresca y se metía en los

huesos. Azotaba las ventanas y bramaba como un hombre con intenciones asesinas.

Cuando el suministro eléctrico falló, la propia Joanie se puso el abrigo y las botas

para salir y conectar el generador.

El rugido de la máquina competía con el chillido del viento y el estrépito de la

máquina quitanieves de Lynt, hasta que Reece se preguntó cómo podía ser que la

gente no se volviera loca con aquel ruido implacable.

Eso no impidió que entrasen clientes. Lynt desconectó el quitanieves y se

instaló ante un enorme cuenco de estofado de búfalo. Carl Sampson, con las mejillas

rojas por el viento, entró resoplando, se sentó con Lynt, engullo un buen trozo de

carne y se quedó a comer dos raciones de pastel de arándanos.

Otros entraron y salieron. Otros entraron y se quedaron. Todos buscaban

comida y compañía; contacto humano y algo caliente en el estómago que les

recordase que no estaban solos. Mientras asaba, freía, hervía y picaba, Reece también

se sentía más calmada gracias al rumor de las voces.

Pero no habría voces ni contacto cuando terminase su turno. Pensó en su

habitación de hotel, y en el descanso caminó con dificultad hasta la tienda a comprar

pilas de recambio para la linterna. Por si acaso.

—Son los últimos coletazos del invierno —le dijo Mac mientras le cobraba—.

Voy a tener que pedir más de estas. He tenido mucha demanda. También estoy a

punto de quedarme sin pan, huevos y leche. ¿Por qué será que la gente siempre hace

acopio de pan, huevos y leche cuando hay tormenta?

—Supongo que para hacer torrijas.

El hombre soltó una carcajada asmática.

—Puede ser. ¿Cómo van las cosas por Joanie's? No he ido desde que empezó la

tormenta. Cuando hay problemas me gusta pasar por los negocios que están abiertos.

Soy el alcalde, y me parece que es mi obligación.

—El generador funciona, así que seguimos trabajando. Como usted.

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—Sí, no me gusta cerrar. Lynt mantiene las calles bastante despejadas y, según

me han dicho, la electricidad volverá dentro de un par de horas. Además, la

tormenta ya está en las últimas.

Reece miró hacia las ventanas.

—¿Usted cree?

—Para cuando vuelva la electricidad, habrá terminado, ya lo verá. El único

problema serio ha sido el hundimiento del tejado del almacén de Clancy. De todas

formas, él tiene la culpa. Tenía que arreglarlo y no ha retirado la nieve. Dígale a

Joanie que en cuanto pueda pasaré a ver cómo va todo.

En poco más de una hora se cumplieron las predicciones de Mac el viento

amainó hasta convertirse en un murmullo airado. Antes de que transcurriese otra

hora, la máquina de discos que Joanie se negaba a conectar al generador se puso en

marcha con un chirrido, hipó y luego presentó a Dolly Parton.

Y mucho después de que la gran nevada y el brutal viento abandonasen el

pueblo, Reece pudo verlo bramar en nubes magulladas en las montañas. Le parecía

que aumentaba la ferocidad de estas y les otorgaba un poder frío y reservado.

Se alegraba de poder contemplarlas desde su cálida habitación de hotel.

Mezclaba tinas de estofado según las recetas de Joanie, asaba kilos y kilos de

carne, aves y pescado. Cuando acababa su turno, contaba el dinero de sus propinas y

lo metía en un sobre que guardaba en su petate.

En algún momento del día o de la noche, Joanie ponía un plato de comida

delante de Reece. Ella se lo comía en un rincón de la cocina mientras la carne

humeaba sobre la parrilla y la gente charlaba sentada ante la barra, con la música de

fondo.

Tres días después de la tormenta, estaba sirviendo estofado cuando entró Cas y

husmeó el aire con gesto teatral.

—Aquí hay algo que huele muy bien.

—Sopa de tortitas de maíz; está muy rica. ¿Quieres un cuenco?

Por fin había convencido a Joanie para que le dejase preparar una de sus

propias recetas.

—Me refería a ti, pero no voy a despreciar un cuenco de eso.

Le dio el que acababa de preparar e intentó alcanzar otro cuenco. Cas se deslizó

tras ella y alargó el brazo a la vez que ella. Un movimiento clásico, pensó Reece,

como el ágil gesto de apartarse de ella.

Lo tengo. Tu madre está en su despacho, por si quieres verla.

—Hablare con ella antes de irme. He venido a verte a ti.

—¿Ah, sí?

Llenó el siguiente cuenco y le echó por encima el queso rallado y las tiras de

tortita fritas. Mientras lo depositaba en un plato con un panecillo y dos trozos de

mantequilla, pensó con melancolía en lo buena que habría estado la sopa con cilantro

fresco. Se movió con ligereza para poner el plato en la fila.

—¡Pedido listo! —exclamó antes de coger la siguiente nota.

Tal vez pudiese convencer a Joanie para que añadiera cilantro y algunas hierbas

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frescas más al pedido de productos. Tomates secados al sol y rúcula. Si pudiese...

—Eh, ¿dónde andas? —preguntó Cas—. ¿Puedo ir yo también?

—¿Qué? Perdona, ¿has dicho algo?

Pareció un poco molesto y también desconcertado. Reece supuso que no estaba

acostumbrado a que las mujeres olvidasen su presencia. Enseguida se recordó que

era el hijo de la jefa y sonrió.

—Cuando cocino, pierdo el mundo de vista.

—Eso parece. De todos modos, hoy no hay muchos clientes.

—Pero el trabajo es continuo.

Sacó lo necesario para hacer una hamburguesa con queso y beicon y un

sándwich de pollo y se puso a preparar los dos pedidos de patatas fritas.

—¡Caramba! Está buenísima—comentó Cas mientras se tomaba la sopa.

—Gracias. No te olvides de decírselo a la jefa.

—Lo haré. Por cierto, Reece, he comprobado el horario. Esta noche libras.

—Sí —admitió ella distraída, saludando con un gesto a Pete cuando el

lavaplatos peso gallo volvió de su descanso.

—Había pensado que a lo mejor te apetecía ver una película.

—No sabía que hubiese un cine en el pueblo.

—Es que no lo hay. Tengo la mejor colección de DVD del oeste de Wyoming.

Además, hago unas palomitas riquísimas.

—No me extraña. —Reece volvió a recordarse que era el hijo de la jefa y decidió

mostrarse simpática pero distante—. Es Una buena oferta, Cas, pero tengo muchas

cosas que hacer esta noche. ¿Quieres un panecillo con la sopa?

—Bueno —respondió él, a punto de acorralarla contra la parrilla—. ¿Sabes,

preciosa? Me vas a romper el corazón si sigues rechazándome.

—Lo dudo —replicó Reece en tono ligero mientras repasaba los pedidos de

parrilla, antes de pasarle un panecillo y un plato—. Más vale que no te acerques

demasiado a la parrilla —le advirtió—. Podría salpicarte.

En lugar de llevarse la sopa al comedor, como Reece esperaba, Cas se apoyó en

la encimera.

—Tengo un corazón muy tierno.

—Entonces más vale que te alejes de mí—dijo ella—. Yo los pisoteo todos.

Desde Boston hasta aquí he dejado un rastro de corazones ensangrentados y

maltrechos. Es una enfermedad.

—Yo podría ser la cura.

La muchacha le miró. Demasiado atractivo, demasiado encantador. Tiempo

atrás tal vez le hubiese gustado que la persiguiese, e incluso que la atrapase durante

unas semanas. Pero ya no tenía energía para juegos.

—¿Quieres que te diga la verdad? —preguntó.

—¿Me va a doler?

Reece se echó a reír.

—Me caes bien y prefiero que sigas cayéndome bien. Eres el hijo de mi jefa, y

eso te convierte en el más próximo a la jefa en mi lista. Nunca me acuesto con el jefe,

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así que no voy a acostarme contigo. Pero agradezco la oferta.

—Aún no te he pedido que te acuestes conmigo —señaló él.

—Así los dos ahorramos tiempo.

Cas siguió comiendo despacio, pensativo, sonrió del misino modo, despacio y

pensativo.

—Si me dieses una oportunidad, seguro que podría hacerte cambiar de idea.

—Por eso no te la doy.

—Puede que mi madre te despida o que me repudie.

Cuando la freidora zumbó, Reece dejó escurrir las patatas en las cestas mientras

terminaba los sándwiches.

—No puedo permitirme quedarme sin trabajo, y tu madre te quiere. —Terminó

los pedidos y los colocó en la fila—. Ahora sal, siéntate a la barra y acábate la sopa.

Estás estorbando.

—Las mujeres mandonas son mi debilidad —respondió él con una sonrisa.

Pero salió despacio cuando ella empezó a preparar el siguiente plato.

—Volverá a intentarlo —le dijo Pete desde el fregadero con una voz que aún

sonaba al Bronx después de ocho años en Wyoming—. Es superior a él.

Reece se sentía un poco acosada, un poco acalorada.

—Tal vez debería haberle dicho que estoy casada o que soy lesbiana.

—Ya es demasiado tarde para eso. Es mejor que le digas que te has enamorado

locamente de mí —respondió Pete con una sonrisa que mostró el amplio hueco entre

sus incisivos.

Ella volvió a reír entre dientes.

—¿Por qué no se me habrá ocurrido?

—A nadie se le ocurre. Por eso funcionaría.

Joanie entró, metió un cheque en el bolsillo del delantal de Pete y le dio otro a

Reece.

—Día de cobro.

—Gracias —dijo Reece mientras tomaba una decisión repentina—. Me pregunto

si cuando tengas un momento podrías enseñarme el apartamento de arriba, si sigue

disponible.

—No has visto que nadie suba ahí, ¿verdad? Ven a mi despacho.

—Tengo que...

—Hazme caso —cortó Joanie mientras salía.

Sin más elección, Reece la siguió. Dentro, Joanie abrió un Armario de pared

poco profundo blasonado con un vaquero montado en un caballo encabritado. Había

un montón de llaves etiquetadas y colgadas en ganchos. Cogió una y se la dio.

—Sube y echa un vistazo.

—No es mi hora de descanso.

Joanie levantó una cadera y apoyó el puño en ella.

—Chica, es tu hora cuando yo digo que es tu hora. Vete. Las escaleras están en

la parte trasera.

—De acuerdo. Vuelvo en diez minutos.

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Hacía bastante frío, aunque la nieve se derretía con rapidez, así que fue a buscar

el abrigo. Se alegró de llevarlo al subir por la escalera exterior y poco segura y abrir la

puerta. Resultaba evidente que Joanie era lo bastante ahorradora para mantener la

calefacción apagada en el apartamento de arriba.

Era una habitación con un hueco en el que había un diván y un tabique bajo en

el lado de la calle que separaba una pequeña cocina. El suelo era de tablas desiguales

de roble que mostraban algunas cicatrices, mientras que las paredes estaban pintadas

de un beis industrial.

El cuarto de baño era algo más amplio que el de la habitación del hotel, con un

lavabo blanco con pie y una vieja bañera de fundición con pies con forma de garras.

Alrededor de los desagües florecían manchas de óxido. El espejo situado sobre el

lavabo estaba picado y las baldosas eran blancas con el reborde negro.

En la habitación principal había un sofá de cuadros hundido, una butaca de un

azul descolorido y un par de mesas con lámparas de segunda mano.

Sonreía incluso antes de acercarse a las ventanas. Tres de ella daban a la

montaña y parecían abrirse al mundo, Vio el cielo, donde las velas azules luchaban

por apoderarse del monótono blanco, y el lago, donde el azul brillaba contra el gris.

Los muñecos de nieve se fundían hasta convertirse en hobbits deformados que

se extendían sobre la hierba quemada por el invierno. Los sauces eran pobres palos

doblados; los álamos se estremecían. Sobre los picos nevados oscilaban sombras a

medida que las nubes se juntaban y separaban, y le pareció ver un tenue brillo que

podía ser un lago de montaña.

El pueblo, con sus calles embarradas, su alegre quiosco y sus rústicas cabañas,

se extendía a sus pies. Desde donde estaba, se sentía parte de él y al mismo tiempo,

segura y apartada.

—Aquí podría ser feliz —murmuró—. Aquí podría estar bien.

Tendría que comprar algunas cosas. Toallas, sábanas, material para la cocina,

artículos de limpieza. Pensó en el cheque que llevaba en el bolsillo y en el dinero de

las propinas. Podía comprar lo más importante, y sería divertido. La primera vez que

compraría sus propias cosas en casi un año.

«Es un gran paso», pensó, y enseguida empezó a analizarse. ¿Era un paso

demasiado grande? ¿Era demasiado pronto? Alquilar un apartamento, comprar

sábanas... ¿Y si tenía que marcharse? ¿Y si la despedían? ¿Y sí...?

—Por el amor de Dios, dejemos las dudas para mañana —murmuró—. El

momento es lo que importa. Y en este momento, quiero vivir aquí.

Mientras lo pensaba, las nubes se abrieron y un frágil rayo de sol las atravesó

como una flecha.

Decidió que era una buena señal. Lo intentaría allí, durara lo que durase.

Oyó pisadas en la escalera, y en su pecho se abrió la burbuja de miedo. Rebuscó

en su bolsillo y cerró el puño en torno a la alarma mientras con la otra mano agarraba

una de las vulgares lámparas de mesa.

Cuando Joanie abrió la puerta, Reece dejó la lámpara en su litio como si la

estuviese examinando.

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—Es muy fea, pero da bastante luz —dijo Joanie, sin más comentarios.

—Lo siento, he tardado más de lo que pensaba. Bajo ahora mismo.

—No hay prisa. No hay mucha gente, y Beck está con la parrilla. Mientras no

sea nada demasiado complicado, puede arreglárselas. ¿Quieres el apartamento o no?

—Sí, siempre que pueda pagar el alquiler. No me has dicho cuánto...

En mangas de camisa, con su manchado delantal y sus zapatos de suela gruesa,

Joanie repasó rápidamente la habitación. Luego mencionó una cifra mensual que era

algo inferior al precio del hotel.

—Eso incluye la calefacción y la electricidad, siempre que no te vuelvas loca

gastando. Si quieres teléfono, corre a tu cuenta. Lo mismo si se te mete en la cabeza

que quieres pintar las paredes. No quiero ruido aquí arriba durante las horas de

apertura.

—Soy muy silenciosa, y prefiero pagar por semanas.

—Mientras pagues a tiempo, no me importa. Si quieres, puedes mudarte hoy.

—Mañana. Necesito comprar algunas cosas.

—Por mí no hay problema. Esto está bastante vacío. —Joanie recorrió la

habitación con su mirada de águila—. Debo de tener algunas cosas por ahí que

puedo subirte. Si necesitas ayuda para traer lo tuyo, Pete y Beck te echarán una

mano.

—Te lo agradezco mucho.

—Eres solvente. Pronto tendrás un aumento.

—Gracias.

—No tienes que agradecerme algo que acordamos desde el primer momento.

Haces tu trabajo y no das problemas. Tampoco haces preguntas. Me imagino que es

porque estabas ausente el día que repartieron tu ración de curiosidad o porque no

quieres que te hagan preguntas.

—¿Es una pregunta o una afirmación?

—No eres tonta. —Joanie se dio una palmadita en el bolsillo del delantal donde

guardaba su paquete de tabaco—. Vamos a decirlo claramente. Tienes problemas.

Cualquiera con dos dedos de frente puede verlo con solo mirarte. Supongo que

tienes lo que a la gente le gusta llamar «dificultades».

—¿Así las llaman? —murmuró Reece.

—Desde mi punto de vista, tanto si tratas de solucionarlas como si te quedas de

brazos cruzados, es cosa tuya. Pero no dejas que interfieran en tu trabajo, y eso es

cosa mía. Eres una buena trabajadora, y la mejor cocinera que he tenido delante de la

parrilla. Y eso pienso aprovecharlo, sobre todo porque intuyo que no vas a

escabullirte una noche y dejarme tirada. No me gusta depender de nadie. Solo

consigues llevarte una decepción. Pero voy a aprovecharte, y tú vas a recibir tu paga

a tiempo y un alquiler razonable por este apartamento. Tendrás el tiempo libre que te

corresponde y, si sigues aquí dentro de un par de meses, recibirás otro aumento.

—No te dejaré tirada. Si tengo que irme, te lo diré de antemano.

—Eso está bien. Ahora voy a preguntártelo sin rodeos, y si me mientes me daré

cuenta. ¿Te persigue la policía?

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—No. —Reece se pasó los dedos por el pelo y se rió sin ganas—. Por el amor de

Dios, no.

—Lo suponía, pero más vale que sepas que algunos de por aquí especulan

sobre eso. A la gente de Fist le gusta sacar sus conclusiones, para pasar el tiempo... Si

no quieres decir qué te pasa, también es cosa tuya. Pero podría ser útil, por si alguien

viene buscándote, que me dijeras si quieres que te encuentre o que le envíe en otra

dirección.

—Nadie va a venir a buscarme. Solo tengo a mi abuela, y sabe dónde estoy. No

huyo de nadie.

«Excepto tal vez de mí misma», pensó.

—Muy bien, entonces. Ya tienes la llave. Tengo un duplicado en mi despacho.

Una vez, que te mudes, no subiré a fisgonear. Pero si te retrasas con el alquiler te lo

descontaré de tu paga. Nada de excusas. Ya las he oído todas.

—Si puedes cobrar mi cheque, te pagaré ahora la primera semana.

—Me parece bien. Otra cosa, agradecería un poco de ayuda con el horno de vez

en cuando. Podrías echarme una mano. Utilizo la cocina de mi casa para las recetas

que se preparan en el horno.

—No hay problema.

—Lo encajaré en el horario. En fin, volvamos antes de que Bock envenene a

alguien.

Con el resto de la paga y parte del dinero de las propinas, Reece se dirigió a la

tienda. «Cosas básicas —se recordó—. Lo esencial y nada más.» Aquello no era

Newberry Street y no podía permitirse caprichos.

Pero Dios santo, le hacía ilusión comprar algo que no fuesen unos calcetines o

unos vaqueros. Aquella idea aligeró sus pasos. Se sentía bien, pudo sentir el color

saludable en sus mejillas.

Entró acompañada del tintineo de la campana colgada sobre la puerta. Había

otros clientes, y a algunos los reconoció del restaurante. Solomillo en salsa con extra

de cebolla para el hombre de la chaqueta de cuadros que estaba en la sección de

ferretería. También le resultaban familiares la mujer y el niño que echaban un vistazo

en la de telas; pollo frito para él, ensalada completa para ella.

Identificó como campistas a un grupo de cuatro personas que cargaban las

provisiones apiladas en uno de los carros.

Saludó con la mano a Mac Drubber y se sintió reconfortada por su gesto de

respuesta. Era agradable reconocer y ser reconocida. Todo tan natural y normal. Y ya

estaba mirando los juegos de cama. Rechazó de inmediato de color blanco. Le

recordaban demasiado los hospitales. Tal vez, el azul celeste, con un estampado de

pequeñas violetas, y la manta azul marino. Y para las toallas, el amarillo; sería como

llevar un poco de sol al cuarto de baño.

Hizo el primer viaje hasta el mostrador.

—Creo que ya tienes casa... —dijo Mac.

—Sí, el apartamento que hay encima de Joanie's.

—Eso está muy bien. ¿Quieres que te abra una cuenta?

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Con lo animada que se sentía en aquel momento, resultaba tentador. Podría

comprar lo que necesitase y algunas cosas imprescindibles, y pagarlo todo más tarde.

Pero eso supondría romper la inflexible norma por la que se había regido su vida

durante más de ocho meses.

—No hace falta. Es día de cobro. De momento solo quiero comprar algunas

cosas para la cocina.

Hizo las cuentas mentalmente mientras echaba un vistazo, debatía, eliminaba o

seleccionaba lo que era absolutamente necesario y lo que resultaba prescindible. Una

buena sartén de hierro, una olla en condiciones. No podía permitirse la clase de

cazuelas que tuvo tiempo atrás ni unos buenos cuchillos, pero con eso podía

arreglárselas.

Mientras calculaba y adaptaba su lista, miraba hacia la puerta cada vez que

sonaba la campanita.

Por eso vio entrar a Brody. Llevaba la misma cazadora de cuero raída y las

mismas botas gastadas. No parecía haberse afeitado en un par de días. Pero aquella

mirada, fiel reflejo de que lo había visto todo y no se le escapaba nada, seguía allí

mientras sus ojos pasaban por encima de ella antes de dirigirse a la sección de

comestibles.

Por fortuna, ella ya había recorrido aquella zona para coger lo que consideraba

elementos básicos de la despensa y la nevera.

Empujó su carrito hasta el mostrador.

—Esto es todo, señor Drubber.

—Enseguida te hago la cuenta. La tetera no te la cobro. Considéralo un regalo

de bienvenida.

—Oh, no tiene por qué hacerlo.

—En mi tienda soy yo quien pone las normas —dijo levantando el índice—. Un

minuto, Brody.

—Muy bien. —Brody dejó sobre el mostrador un cartón de leche, una caja de

cereales y un paquete de café y saludó a Reece con un gesto de la cabeza—. ¿Qué tal?

—Bien, gracias.

—Reece se muda al apartamento que hay encima de Joanie's.

—¿Ah, sí?

—En cuanto le cobre y coloque la compra en unas cajas, échale una mano para

llevarlas hasta allí, Brody.

—Oh, no. No hace falta. Puedo arreglármelas.

—No puedes cargar con todo esto tú sola —insistió Mac—. Tienes el coche ahí

fuera, ¿verdad, Brody?

—Claro. —Su boca dibujó una ligera sonrisa; se diría que la situación le

divertía.

—De todos modos, cenarás en Joanie's, ¿no?

—Ese es el plan.

—¿Lo ves? No es ninguna molestia. ¿Te cobro en metálico o con tarjeta?

—En metálico. Sí, en metálico.

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Y, descontando la tetera, sería casi todo el dinero que llevaba encima.

—Cárgame lo mío en mi cuenta, Mac.

Brody puso sus compras encima de una de las cajas que Mac había llenado y la

levantó. Antes de que Mac hubiese terminado, Brody estaba de vuelta en busca de la

segunda caja.

Atrapada, Reece levantó la última.

—Gracias, señor Drubber.

—¡Que disfrutes de tu nueva casa! —dijo Mac mientras Reece seguía a Brody

hacia la puerta.

No tienes por qué hacerlo. En serio —empezó ella en cuanto salieron-. Te ha

puesto en un aprieto.

—Sí, es verdad.

Brody cargó la segunda caja en el fondo de un Yukon negro, se volvió y alargó

los brazos para coger la que llevaba Reece. La muchacha la apretó con más fuerza.

—He dicho que no tienes por qué hacerlo. Puedo llevarlo yo todo.

—No, no tengo por qué hacerlo, y no, no puedes llevarlo tú todo, así que

hagámonos un favor y acabemos antes de que se haga de noche. Sube. —Le quitó la

caja de un tirón y la cargó en el coche.

—No quiero...

—Te estás comportando como una tonta. Tengo tus cosas —siguió él mientras

rodeaba el capó—. Puedes subir y viajar con ellas o puedes ir andando.

Reece habría preferido la segunda opción, pero eso la habría convertido en

imbécil además de en tonta. Subió y cerró con un portazo, irritada. Y, sin

preocuparse demasiado por si a él le parecería bien o no, abrió la ventanilla para no

sentirse atrapada.

Brody no dijo nada. La radio emitía a toda potencia a los Red Hot Chili Peppers,

así que ella no tuvo que darle conversación durante el breve trayecto.

Aparcó en la calle y salió para descargar una caja por uno de los laterales

mientras ella tiraba de la segunda por el otro.

—La entrada está en la parte de atrás —dijo Reece. Su voz sonó cortante y eso la

sorprendió. No recordaba la última vez que se había enfadado de verdad con alguien

que no fuese ella misma.

Tuvo que alargar las zancadas para no quedarse atrás y, aunque subió por la

escalera junto a él sin demasiado esfuerzo, cuando tuvo que apoyar la caja contra la

pared para manejar la llave le costó lo suyo.

Brody cogió con una sola mano la caja que llevaba, le quitó la llave de las manos

y abrió la puerta.

Una nueva oleada de resentimiento la inundó. Aquella era su casa y estaba en

su derecho de invitar a entrar a quien le apeteciera y dejar fuera a quién no. Y allí

estaba él, cruzando el umbral para dejar caer sobre el mármol de la cocina su caja con

nuevas y valiosas posesiones.

Brody salió sin hacer un comentario. Resoplando, Reece dejó su caja en el suelo.

Corrió hacia la puerta y salió con la esperanza de alcanzarle y cargar con lo que

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quedaba.

Pero Brody ya volvía.

—Ya la cojo yo —dijo Reece, molesta, apartándose de la cara el pelo que le

revolvía el viento—. Gracias.

—Yo la llevo. ¿Qué demonios hay aquí? ¿Ladrillos?

—Deben de ser la sartén de hierro y los artículos de limpieza. Puedo llevarlo yo,

de verdad.

Él se limitó a no hacerle caso y subió los peldaños.

—¿Por qué diablos has cerrado la puerta si íbamos a volver enseguida?

—Por costumbre.

Reece giró la llave en la cerradura, pero antes de que pudiese quitarle la caja él

entró para meterla por sí mismo.

—Bueno, pues gracias —dijo ella, inmóvil junto a la puerta abierta, sabiendo

que además de comportarse como una maleducada estaba dejando entrar el frío—.

Lamento la imposición.

—No pasa nada. —Brody dio una vuelta con las manos en los bolsillos. «Un

espacio pequeño y deprimente», pensó «hasta que te fijas en la vista». La vista lo era

todo. Y estaba limpio; debía de ser cosa de Joanie. Vacío o no, había quitado con

frecuencia el polvo y las telarañas—. No le iría nada mal una mano de pintura —

comentó.

—Supongo que sí.

—Y un poco de calefacción. Aquí se te congelarán esos huesos de pajarito que

tienes.

—No tiene sentido encender la calefacción hasta que me traslade mañana. No

quiero entretenerte.

El se volvió y le apuntó con aquellos ojos.

—No te preocupa entretenerme, solamente quieres que me vaya.

—Vale. Adiós.

Por primera vez, le dedicó una sonrisa franca y sincera.

—Eres más interesante cuando estás de malas. ¿Cuál es el plato de esta noche?

—Pollo frito con guarnición de patatas en salsa verde, guisantes y zanahorias.

—Suena bien —dijo antes de dirigirse hacia la puerta y detenerse justo delante

de ella. Habría jurado que casi podía oír cómo se le tensaba el cuerpo—. Ya nos

veremos.

La puerta se cerró sin ruido tras él, y la cerradura sonó antes de que hubiese

bajado el primer peldaño. Rodeó el edificio y, para satisfacer su curiosidad, miró

hacia arriba, a la fachada.

La muchacha estaba junto a la ventana del centro, mirando hacia el lago. «Flaca

como el tronco de un sauce —pensó él—, con el pelo revuelto por el viento y ojos

profundos y reservados. » Se le ocurrió que parecía más un retrato en un marco que

alguien de carne y hueso. Se preguntó dónde habría dejado el resto de sí misma. Y

por qué.

El deshielo primaveral significaba fango. Los caminos y senderos quedaron

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cubiertos de él, y las botas sucias lo extendieron por las calles y aceras. Los lugareños,

que conocían bien el carácter de Joanie, se las limpiaban en lo posible antes de entrar

en el restaurante. Los turistas, que al cabo de un mes acudirían en tropel a los

parques, campings y cabañas, eran escasos. Pero algunos acudían para disfrutar del

lago y del río, remaban en sus canoas y kayaks por el agua fría y a través de los

cañones que devolvían el eco.

Angel's Fist se instalaba en el tranquilo intervalo entre la temporada de invierno

y la de verano.

Nada más salir el sol, cuando el cielo florecía de tonos rosado, Reece recorría

una de las carreteras estrechas y llenas de buches del otro lado del lago. «Es más una

pista que una carretera», pensaba mientras giraba el volante y aminoraba la

velocidad para evitar hundirse en el barro endurecido.

Cuando un alce cruzó el camino, la muchacha no solo lanzó un suave grito de

sorpresa y regocijo, sino que también pronunció una pequeña oración de

agradecimiento por estar circulando a muy poca velocidad.

Si resultaba que no se había perdido, cantaría de alegría.

Joanie quería que llegase a las siete, y aunque había salido con el doble del

tiempo necesario, temía llegar tarde. O acabar en Utah.

Deseaba pasarse la mañana horneando, así que no quería acabar en Utah.

Pasó junto al bosque de sauces colorados del que le había hablado Joanie, o al

menos creyó que eran sauces colorados. Luego divisó una tenue luz.

—Rodear los sauces, girar a la izquierda y luego... ¡Sí!

Cuando vio la vieja furgoneta Ford de Joanie, levantó en el aire un puño

imaginario. Paró el coche.

No supo qué esperaba. Tal vez una pequeña cabaña rústica. Un bungalow del

Oeste. Cualquiera de las dos opciones habría respondido a su imagen del lugar

donde podía vivir su impaciente jefa de lengua viperina.

Pero no esperaba el estilo y el espacio de aquella casa de troncos y vidrio, las

largas extensiones de porches y pisos que sobresalían para alzarse sobre el pantano y

el claro.

Tampoco esperaba el pequeño torrente de alegres pensamientos de invierno de

color violeta que desbordaban de las jardineras. Pensó que parecía la Casita de

Chocolate, aunque tenía líneas rectas y prácticas en vez de sinuosidades. Algo en la

forma en que estaba metida en el bosque, como un secreto, la hacía fantástica.

Hechizada, siguió las órdenes que había recibido, arrancó de nuevo, aparcó y

luego salió del coche para dar la vuelta a la casa.

Había ventanas por todas partes. Amplias ventanas con vistas a la montaña, el

pantano, el lago y el pueblo. Más macetas de pensamientos, y otras que contenían

tallos que florecerían con narcisos, tulipanes y jacintos cuando la temperatura

subiese.

Una luz brillaba a través del cristal. Vio a Joanie detrás de una de las ventanas

de la cocina. Llevaba una sudadera remangada hasta los codos y ya estaba

mezclando algo en un cuenco.

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Reece fue hasta la puerta y llamó.

—¡Está abierto!

Que la puerta no estuviese cerrada le hizo poner mala cara. ¿Y si en vez de ella

fuese un loco armado con un palo? ¿No debería una mujer, sobre todo si vivía sola,

considerar ese tipo de posibilidades y tomar unas precauciones básicas? Entró en un

ordenado lavadero; una vieja chaqueta de franela y un sombrero marrón deforme

colgaban de un perchero. Junto a la puerta, a mano, había un par de viejas botas de

trabajo.

—Si llevas barro en los zapatos, quítatelos antes de entrar en mi cocina.

Reece lo comprobó, encogió los hombros sintiéndose culpable y luego se quitó

los zapatos.

Si el exterior de la casa había sido una revelación, la cocina era la respuesta a

todas sus oraciones.

Espaciosa, bien iluminada, con una encimera enorme en preciosos tonos de

bronce y cobre. Hornos dobles. «Oh, Dios mío —pensó—, un horno de convección. »

Vio el congelador y se estremeció de placer, casi como una mujer antes de hacer el

amor con un adonis. A punto estuvo de babear al ver una cocina Vulcan y, madre del

amor hermoso, una batidora Berkel.

Sintió que las lágrimas pugnaban por brotarle de los ojos.

Y a la máxima eficacia acompañaba el encanto. Bulbos de primavera florecían

en frasquitos de vidrio en el alféizar de la ventaba, ramitas y hierbas interesantes

emergían de un jarrón de madera nudosa. En una pequeña chimenea ardía despacio

un fuego. El aire estaba impregnado del aroma de pan recién horneado y canela.

Joanie apoyó en la encimera el cuenco que llevaba en las manos.

—Bueno, ¿piensas quedarte ahí embobada o vas a ponerte un delantal y

empezar a trabajar?

—Antes quiero ponerme de rodillas.

La atractiva boca de Joanie se contrajo. Al final, se rindió y sonrió.

—Es bonita, ¿verdad?

—¡Fabulosa! Mi corazón canta. Suponía que estaríamos...

Se interrumpió y se aclaró la garganta.

—¿Horneando en algún horno estropeado y sin ningún sitio en condiciones

donde apoyar las cosas? —dijo Joanie con un bufido mientras se acercaba a una

cafetera de acero inoxidable—. Vivo aquí, y donde vivo me gusta tener algo de

comodidad y un poco de estilo.

—Se nota. ¿Quieres ser mi mamá?

Joanie volvió a resoplar.

—Y me gusta la intimidad. Esta es la última casa de este lado del pueblo. Hay

medio kilómetro desde aquí hasta la casa de los Mardson, donde viven Rick y Debbie

con sus hijas. Su hija pequeña juega con el perro junto al lago siempre que puede.

—Sí. —Reece pensó en la niña que lanzaba la pelota al agua para que el perro la

recogiese—. La he visto algunas veces.

—Son unas niñas muy majas. Al otro lado de su casa, a cierta distancia, vive

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Dick. Aquel con el que practicaste el día que llegaste. Es un viejo memo —dijo Joanie

con cierto afecto—. Le gusta fingir que es un hombre duro de montaña, cuando en

realidad es todo plumas. Por si no te has dado cuenta.

—Lo suponía.

Más allá está la cabaña que utiliza Boyd, Hay un par mas plantadas aquí y allá,

pero la mayoría son de alquiler. Es una zona agradable y tranquila.

—Es una zona preciosa. He tropezado con un alce, es decir, lo he visto. En

realidad no hemos entrado en contacto.

—A veces casi llaman a mi puerta. No me molestan, ni ellos ni los demás

animales que vienen por aquí, salvo cuando se empiezan a comer mis flores. —

Mientras estudiaba a Reece, Joanie cogió un paño de cocina y se secó las manos—.

Voy a tomarme un café y a fumar un cigarrillo. En el hervidor hay agua. Si quieres,

puedes prepararte un té. Estaremos trabajando unas tres horas, y entonces no querré

cháchara. Mejor charlamos antes.

—Muy bien.

Joanie sacó un cigarrillo y lo encendió. Se apoyó contra la encimera y dejó

escapar el humo. Cruzó los tobillos, cubiertos con unos calcetines de lana gris.

—Te preguntas qué hago viviendo en un sitio como este.

—Es precioso.

—Vivo aquí desde hace casi ya veinte años. En estas dos décadas he añadido

cosas, me he divertido y he perdido el tiempo cuando me apetecía —dijo antes de

hacer una pausa para probar el café—. Era justo lo que quería hacer.

Reece retiró el hervidor del fogón.

—Pues tienes muy buen gusto.

—Por eso te preguntas por qué mi local no es mejor. Te lo explicaré —dijo antes

de que Reece pudiese objetar nada—. La gente viene a Ángel Find porque quiere

estar cómoda. Quieren comer bien, que les sirvan rápido y a buen precio. Tenía eso

en mente cuando abrí, hace casi veinte años.

—Te va muy bien.

—Desde luego. Vine aquí porque quería tener mi propia casa y darle a mi hijo

una buena vida. Hace tiempo cometí un error y me casé con un hombre que lo único

que sabía hacer era estar guapo. Y aunque eso lo hacía muy bien, no era bueno ni

para mí ni para mi hijo.

Prudente, Reece cogió la taza de té que había preparado.

—Te las has arreglado bien sin él.

—Si me hubiese quedado con él, ahora uno de nosotros estaría muerto —dijo

Joanie, encogiéndose de hombros—. Todo mejoró en cuanto le di una patada en el

culo y me marché. Tenía unos ahorrillos —añadió, curvando los labios en un gesto a

medio camino entre la sonrisa y el sarcasmo—. Fui lo bastante tonta para casarme

con él y lo bastante lista para conservar una cuenta bancaria propia y no hablarle de

ella. Llevaba trabajando como una esclava desde los dieciséis años, como camarera, a

tiempo parcial, y como cocinera. Fui a la escuela nocturna y estudié dirección de

restaurantes.

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—Fuiste muy lista.

—Cuando me libré de ese lastre decidí que si iba a trabajar como una esclava lo

haría por mi hijo y por mí misma. Por nadie más. Así que aterricé aquí. Conseguí un

empleo de cocinera en lo que entonces era The Chuckwagon.

—¿Tu local? ¿Joanie's era The Chuckwagon?

—Hamburguesas grasientas y filetes demasiado fritos. Pero en cuatro meses era

mío. El propietario era un idiota y había perdido hasta la camisa. Sabía que estaba

acabado y me vendió el local por cuatro cuartos. Y cuando acabé de engatusarle, me

pidió cuatro cuartos contados —dijo con la satisfacción pintada en el rostro—.

Durante el primer año William y yo vivimos donde tú vives ahora.

Reece trató de imaginarse a una mujer y a un niño compartiendo aquel espacio.

—Qué difícil —murmuró, mirando a Joanie—. Debió de ser muy difícil para ti

montar un negocio, criar a un hijo y tener que ganarte la vida tú sola.

—Lo difícil deja de serlo cuando cuentas con unas buenas espaldas y una meta,

y yo tenía ambas cosas. Compré esta finca y construí una casita. Dos dormitorios, un

solo cuarto de baño y una cocina que medía más o menos la mitad de lo que mide

esta ahora. Después de vivir con un niño de ocho años en aquel apartamento, era

como un palacio. Conseguí lo que quería porque puedo ser muy cabezota cuando

hace falta. Casi siempre, me parece. Pero recuerdo muy bien cómo fue coger mis

cosas y marcharme, dejar lo que conocía, por malo que fuese, y tratar de encontrar mi

sitio.

Joanie volvió a encogerse de hombros mientras tomaba otro sorbo de café.

—Y esos recuerdos vuelven cuando te miro.

«Tal vez sí», pensó Reece. Tal vez viese algo de lo que hacía que una mujer se

despertase a las tres de la mañana, preocupada, haciendo mil suposiciones. Rezando.

—¿Cómo supiste que era tu sitio?

—No lo sabía —respondió Joanie mientras apagaba la colilla y se terminaba el

café—. Solo era un lugar distinto y mejor que de donde venía. Luego, una mañana

me desperté y era mío. Entonces dejé de mirar hacia atrás.

Reece apoyó su taza.

—Te preguntas por qué alguien con mi formación está en tu restaurante. Te

preguntas por qué me marché y aterricé aquí.

—La verdad, se me ha pasado por la cabeza.

«Esta es la mujer que me ha dado un empleo —pensó Reece—. Que me ha

proporcionado un lugar donde vivir. Que me está ofreciendo a su modo, sin

tonterías, un terreno de pruebas. »

—No pretendo hacer un misterio de ello; simplemente no puedo hablar de los

detalles, porque continúan siendo penosos. Pero no fue una persona, un marido, lo

que me obligó a marcharme. Fue... un acontecimiento. Viví una experiencia que me

perjudicó física y emocionalmente. Puede decirse que me traumatizó desde todos los

puntos de vista. —Miró a Joanie a los ojos. Ojos fuertes, duros. No estaban llenos de

compasión. Era imposible explicar, incluso a sí misma, cuánto le facilitaban

continuar—. Y cuando me di cuenta de que si me quedaba donde estaba, no me

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curaría, me fui. Mi abuela se desvivía para cuidar de mí. Yo ya no podía soportarlo.

Un día me subí al coche y me marché. Llamé a mi abuela y traté de convencerla de

que estaba bien. Estaba mejor y quería pasar un tiempo sola.

—¿La convenciste?

—No del todo, pero no pudo detenerme. Estos últimos meses está más relajada.

Ha empezado a verlo como «la aventura de Reece. Me resulta fácil presentarlo así

cuando todo se limita a mensajes de correo electrónico y llamadas telefónicas. Y a

veces es verdad. Es una aventura. —Se volvió para coger un delantal del perchero

que estaba junto al lavadero—. De todas formas, estoy mejor que antes. Me gusta

donde estoy, por ahora. Y eso me basta.

—Entonces lo dejaremos así. Por ahora. Quiero que hagas unas pastas. Si veo

que tienes buena mano, pasaremos a otra cosa.

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Capítulo 5

Había pocos clientes y Linda-Gail se ocupaba de la barra. Colocó un trozo de

tarta de manzana delante de Cas y terminó de llenar su café.

—Estas dos últimas semanas se te ve mucho por aquí.

—El café es bueno y la tarta es mejor —dijo esbozando una sonrisa mientras

pinchaba un gran bocado—. La vista no está mal.

Linda-Gail echó un vistazo por encima del hombro hacia la parrilla, donde

trabajaba Reece.

—Me han dicho que ahí has dado con hueso, machote.

—Aún es pronto —dijo antes de probar la tarta. Nadie hacía los pasteles como

su madre—. ¿Sabes algo más de ella?

—Eso forma parte de la vida privada.

El joven soltó un bufido.

—Vamos, Linda-Gail.

Ella intentó mantenerse distante, pero lo cierto era que a ella y a Cas les

encantaba contarse chismes desde que eran niños. En realidad, no había nadie con

quien le gustase hablar más que con Cas.

—Es reservada, no rehúye el trabajo, entra puntual y se queda hasta que

termina o hasta que Joanie la manda a casa. —Linda-Gail se apoyó en la barra y se

encogió de hombros—. No recibe correo, por lo que me han dicho, Pero se ha puesto

teléfono arriba. Y...

Cas se inclinó hacia delante para acercar su rostro al de la muchacha.

—Continúa.

—Bueno, Brenda, la del hotel, me dijo que mientras Reece se alojaba allí puso el

tocador delante de la puerta de la habitación contigua. Yo creo que tiene miedo de

algo o de alguien. No pagó con tarjeta de crédito ni una sola vez, y nunca utilizó el

teléfono del hotel excepto para enviar correo electrónico, una vez al día. La

habitación tenía acceso de alta velocidad, pero cuesta diez dólares al día; el teléfono

de recepción sale más barato. Eso es todo.

—Parece que le vendría bien alguna distracción.

—Eso es un eufemismo, Cas —dijo Linda-Gail, disgustada. Se echó hacia atrás,

molesta consigo misma por haberse dejado arrastrar a un antiguo hábito—. Te diré lo

que no le hace falta. No le hace falta ningún tío salido que la persiga con la esperanza

de llevársela a la cama. Lo que le vendría bien es un amigo.

—Yo puedo ser un amigo. Tú y yo somos amigos.

—¿Eso es lo que somos?

Algo cambió en los ojos y en el rostro de él. Deslizó la mano sobre la barra hacia

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ella.

—Linda-Gail...

Pero ella apartó la mirada, retrocedió y exhibió su sonrisa de camarera.

—Hola, sheriff.

—Buenos días, Linda-Gail y compañía.

El sheriff Richard Mardson se acomodó en un taburete. Era un hombre

corpulento, de brazos largos, que caminaba con paso pausado y mantenía el orden

con la razón y el compromiso cuando podía, y con la fuerza y una mirada dura

cuando no podía. Le gustaba el café dulce y ligero, y ya alargaba el brazo para coger

el azúcar cuando Linda-Gail le sirvió una taza.

—¿Estáis riñendo otra vez?

—Solo hablamos —dijo Cas—. De la nueva cocinera de mi madre.

—Desde luego, sabe manejar esa parrilla. Linda-Gail, ¿le dices que me prepare

una pechuga de pollo frita?

Se echó el azúcar en el café. Tenía los ojos de color azul claro y el cabello rubio

cortado a cepillo. Su fuerte mandíbula estaba bien afeitada; durante catorce años su

esposa había insistido, hasta casi volverle loco, para que se librase de la barba que se

había dejado crecer durante el invierno.

—¿Vas detrás de esa chica flaca, Cas?

—He hecho algunos movimientos de tanteo en esa dirección.

Rick sacudió la cabeza.

—Tendrías que sentar la cabeza con el amor de una buena mujer.

—Lo haré en cuanto pueda. La nueva cocinera tiene un aire de misterio —

comentó Cas antes de hacer girar su taburete con la intención de charlar—. Hay

quien piensa que huye de algo.

—Si es así, no es de la policía. Yo sé hacer mi trabajo —dijo Rick cuando Cas

enarcó las cejas—. No tiene antecedentes ni órdenes de detención pendientes. Y

prepara una carne genial.

—Supongo que sabe que ahora vive arriba. Linda-Gail acaba de decirme que

Brenda le contó que Reece dejaba el tocador contra la puerta de la habitación

contigua mientras se alojó allí. A mí me parece que está asustada.

—Tal vez tenga motivos —dijo el sheriff dirigiendo su penetrante mirada hacia

la cocina—. Seguramente ha dejado a un marido, o a un novio, que la zurraba de lo

lindo.

—Nunca he entendido esas cosas. Un hombre que le pega a una mujer no es

hombre.

Rick se tomó su café.

—Hay toda clase de hombres en el mundo.

Cuando acabó su turno, Reece se instaló arriba con su diario. Había dejado la

calefacción a unos moderados dieciocho grados y llevaba un jersey y dos pares de

calcetines. Calculaba que el ahorro por ese concepto compensaría las luces que

mantenía encendidas día y noche.

Estaba cansada, pero era una sensación agradable. El apartamento tenía un

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efecto positivo en ella; era seguro, amplio y ordenado. Aún más seguro cuando

apuntalaba debajo del pomo de la puerta uno de los dos taburetes que Joanie le había

dado. Algo que hacía siempre que estaba en la habitación.

Hoy también ha sido un día tranquilo. Casi todos los clientes eran del pueblo. Es

demasiado tarde para esquiar o hacer snowboard, aunque me han dicho que algunos puertos

de montaña no estarán abiertos hasta dentro de unas semanas. Es extraño pensar que debe de

haber mucha nieve en las alturas, mientras aquí abajo todo es fango y hierba marrón.

La gente es muy rara. Me pregunto si de verdad no saben que me doy cuenta cuando

hablan de mí, o si creen que es natural. Supongo que es natural, sobre todo en un pueblo tan

pequeño. Mientras estoy ante la parrilla o los fogones noto que las palabras me presionan la

nuca.

Todos sienten mucha curiosidad, pero no preguntan. Imagino que eso sería un signo de

mala educación, así que hacen conjeturas.

Mañana tengo el día libre. Todo un día libre. El último que tuve estaba tan ocupada

limpiando esto y colocando las cosas que se me pasó volando. Pero esta vez, en cuanto vi el

horario, casi me da un ataque de pánico. ¿Qué haría? ¿Cómo pasaría un día y una noche

enteros sin trabajar?

Entonces decidí hacer una excursión cañón arriba, tal como planeé cuando llegué aquí.

Tomaré uno de los senderos fáciles, iré tan lejos como pueda y contemplaré el rió, Tal vez las

rocas aún hagan ruido, como Cas me dijo. Quiero ver el agua blanca, las morrenas, los prados

y pantanos. Puede que alguien haga rafting en el río. Prepararé un pequeño almuerzo y me

tomaré mi tiempo.

Hay mucha distancia desde la bahía Back hasta el río Snake.

La cocina estaba muy bien iluminada. Reece canturreaba con Sheryl Crow

mientras fregaba los fogones. «La cocina —pensó—, queda oficialmente cerrada. »

Era su última noche en Maneo's —el fin de una era para ella—, por lo que

pretendía dejar reluciente su puesto de trabajo.

Tenía toda la semana libre y luego iniciaría el empleo de sus sueños como jefa

de cocina de Oasis. «Jefa de cocina —pensó, bailoteando mientras trabajaba— para

uno de los mejores restaurantes de Boston. » Supervisaría a un equipo de quince

personas, diseñaría sus propios platos de firma y su trabajo estaría a la altura de lo

mejor del negocio.

Los horarios serían atroces; la presión, terrible.

No podía esperar.

Ella misma había contribuido a formar a Marco, y entre él y Tony Maneo lo

harían muy bien. Tony y su esposa, Lisa, se alegraban por ella. En realidad, sabía de

buena fuente —su pinche, Donna, era incapaz de guardar un secreto— que le habían

preparado una fiesta para celebrar su nuevo puesto y para decirle adiós.

Supuso que Tony ya debía de haber despedido a los últimos clientes, salvo a un

puñado de asiduos invitados a su fiesta de despedida.

Echaría de menos aquel sitio, a la gente, pero había llegado el momento de dar

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el paso. Había trabajado, estudiado y hecho planes para ello, y ahora estaba a punto

de suceder.

Se apartó de los fogones, asintió con un gesto de satisfacción y se llevó los

artículos de limpieza al pequeño trastero.

Al oír el estrépito procedente del comedor puso los ojos en blanco. Pero los

gritos que siguieron la marearon. Cuando estallaron los disparos, se quedó helada.

Mientras se sacaba del bolsillo el teléfono móvil con dedos temblorosos, la puerta de

batiente se abrió de golpe. Hubo un movimiento confuso y un instante de miedo. Vio

la pistola, vio solo la pistola. Tan negra, tan grande.

Entonces cayó hacia atrás, contra el trastero; un dolor ardiente e inexpresable le

golpeó en el pecho.

El grito que nunca llegó a emerger brotó de Reece en aquel momento mientras

se incorporaba tambaleándose en la cama y se llevaba una mano a la parte superior

del pecho. Podía notar aquel dolor en el punto donde se había hundido la bala. El

fuego, el choque. Pero cuando se miró la mano, no vio sangre; cuando se frotó la piel,

solo palpó la cicatriz.

—No pasa nada. Estoy bien. Es solo un sueño. Estaba soñando, eso es todo.

Pero temblaba de pies a cabeza al agarrar su linterna y levantarse para

comprobar la puerta y las ventanas.

No había nadie allí, ni un alma se movía en la calle, en el lago. Las cabañas y las

casas estaban a oscuras. Nadie llegaría para acabar lo que empezaron dos años antes.

No les importaba ni si seguía viva ni dónde estaba.

Estaba viva. «Solo fue un accidente del destino, la lotería», pensó mientras se

frotaba con los dedos la cicatriz que la bala había dejado.

Estaba viva, y casi amanecía un nuevo día. «Y mira, mira allí, un... un alce baja

al lago a beber.»

—Eso no lo ve uno todos los días —dijo en voz alta—. Al menos en Boston. No

si pasas cada minuto empujando para subir y avanzar. No ves la luz que se suaviza

al este y un alce de rodillas nudosas que sale del bosque para beber.

Observó que la niebla cubría el suelo, fina como papel de seda; el lago

durmiente parecía un espejo. Entonces se encendió la luz en la cabaña de Brody. Tal

vez tampoco pudiese dormir. Tal vez se levantase temprano para escribir y así poder

pasar la tarde tumbado en la hamaca leyendo.

Ver la luz, saber que alguien estaba despierto como ella, suponía un curioso

consuelo.

Había tenido el sueño —o la mayor parte de él— pero no se había

desmoronado. Eso era un avance, ¿no? Y alguien había encendido una luz al otro

lado del lago. Tal vez ese alguien mirase por su ventana como ella miraba por la suya

y viese su propio resplandor. De aquella extraña forma, compartirían el amanecer.

Se puso en pie contemplando la luz que al este veteaba el cielo de rosa y oro y

que a continuación se extendió sobre el espejo del lago hasta que el agua

resplandeció como un callado fuego.

Cuando tuvo la mochila equipada de acuerdo con la lista recomendada por su

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guía para una excursión, le pareció que pesaba veinticinco kilos. Solo eran unos trece

kilómetros entre ida y vuelta, pero pensó que era mejor ser prudente y basarse en la

lista para excursiones de más de dieciséis kilómetros.

Tal vez decidiese ir más lejos, o tal vez diese un rodeo. O... daba igual, ya había

llenado la mochila y no iba a vaciarla otra vez. Se recordó que podía detenerse

cuando quisiera, tantas veces como quisiera, dejar la mochila en el suelo y descansar.

Hacía buen día, un día claro —libre— y estaba decidida a aprovecharlo a fondo.

Apenas había recorrido tres metros cuando la saludaron.

—¿Vas a explorar un poco? —le preguntó Mac.

Llevaba una de sus camisas de franela preferidas metida dentro de los

vaqueros, y una gorra de vigilante encasquetada en la cabeza.

—He pensado recorrer un poquito el sendero de Little Ángel.

El hombre frunció el ceño.

—¿Vas sola?

—Según la guía, es un camino fácil. Hace buen día, y quiero ver el río. Llevo un

mapa —continuó—. Brújula, agua, todo lo que necesito, según la guía —repitió con

una sonrisa—. En realidad, más de lo que podría necesitar.

—Pero el camino todavía estará cubierto de fango. Y estoy seguro de que en esa

guía pone que es mejor salir de excursión en pareja, y mejor aún en grupo.

Así era, pero a ella no le iban los grupos. Siempre estaba mejor sola.

—No voy muy lejos. He hecho algunas excursiones en los Smokies y en los

Black Hills. No se preocupe por mí, señor Drubber.

—Yo también me tomo hoy un poco de tiempo libre. Tengo al joven León en el

mostrador de la tienda, y también se encarga de los comestibles. Podría acompañarte

durante una hora.

—Estoy bien, y eso no es lo que usted quería hacer con su día libre. De verdad,

no se preocupe. No iré lejos.

—Si no has vuelto a las seis, enviaré a un equipo de salvamento.

—A las seis, no solo habré vuelto, sino que tendré en remojo mis cansados pies.

Se lo prometo.

Cambió de posición la mochila y se dispuso a bordear el lago y tomar el

sendero que atravesaba el bosque hacia la pared del cañón.

Caminaba con paso lento, disfrutando de la luz moteada que se filtraba a través

de los árboles. Con el aire fresco en la cara y el olor de los pinos y de la tierra que

despertaba, los restos del sueño se desvanecieron.

Se prometió hacer aquello más a menudo. Escoger un camino distinto y

explorarlo en su día libre, o al menos en días libres alternos. Más adelante iría con el

coche hasta el parque y haría lo mismo, antes de que los veraneantes lo invadiesen

todo. El ejercicio saludable le abriría el apetito y volvería a ponerse en forma.

Y para mejorar su salud mental, aprendería a identificar las flores silvestres de

las que hablaba la guía y que cubrirían en verano el bosque y el borde de los

caminos, los campos de salvia y los prados de montaña. Poder ver la floración era un

aliciente para quedarse allí.

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Cuando el sendero se bifurcó, balanceó los hombros para acomodarse la

mochila y tomó la senda que llevaba hacia el cañón de Little Ángel. La pendiente

ascendía suave pero constantemente a través del aire húmedo resguardado por las

coníferas, en cuyas ramas más altas vio nidos. Había grandes piedras entre los

charcos de la nieve fundida y ríos de fango donde su guía afirmaba que en pocas

semanas brotarían abundantes flores silvestres.

Pero por el momento a Reece casi le parecía estar en otro planeta, verde

apagado, marrón y silencioso.

El sendero subía morrena arriba, al principio con suavidad, siguiendo la cuesta

a través de un bosque de abetos y bajando al otro lado del borde hasta un barranco

profundo e inesperado. Las cimas nevadas de las montañas, brillantes a la intensa luz

del sol, atravesaban el cielo. Cuando el sendero se hizo más pronunciado se acordó

de que debía cambiar el ritmo y bloqueó brevemente la rodilla con cada paso. «Pasos

cortos», recordó.

Sin prisas, sin agobios.

Después de recorrer el primer kilómetro y medio, se detuvo a descansar, beber

y respirar.

Aún se veía el destello del lago Ángel al sudeste. Ya no había niebla, pues el sol

intenso en el cielo claro la había disipado. «El turno del desayuno debe de estar a

tope», pensó. En el restaurante resonarían las conversaciones y el olor a panceta y

café llenaría la cocina. Pero el ambiente que la rodeaba era silencioso, abierto y olía a

pino.

Y estaba sola, completamente sola, el único sonido que la acompañaba era el de

la brisa que soplaba a través de los árboles y se abría camino entre las hierbas de un

pantano donde los patos se ocupaban de sus asuntos, y el golpeteo distante e

insistente de un pájaro carpintero que desayunaba en el bosque.

Continuó subiendo por la pendiente, lo bastante empinada para que le doliesen

las pantorrillas. «Antes de que me hiriesen —pensó, disgustada—, podría haber

recorrido este sendero corriendo.» No es que estuviese acostumbrada a hacer

excursiones, pero ¿qué diferencia había en regular la cinta de andar en el gimnasio a

una pendiente de ocho kilómetros?

—Una diferencia enorme —murmuró—. Enorme. Pero puedo hacerlo.

El sendero atravesaba los prados aún dormidos y recorría en zigzag las cuestas

más empinadas. Junto a la pendiente soleada donde volvió a hacer una pausa para

recuperar el aliento, vio una pequeña poza pantanosa, de la que alzó el vuelo entre

las espadañas una garza con un pez que se agitaba en el pico.

Se maldijo por haber echado mano de la cámara fotográfica demasiado tarde y

siguió avanzando penosamente en zigzag hasta que oyó el retumbar del río. Cuando

el embarrado sendero volvió a bifurcarse, miró pensativa el pequeño poste indicador

de Big Ángel. Aquel camino subía cañón arriba; sin duda requería buena resistencia

y habilidades básicas de escalada.

Ella no contaba ni con una cosa ni con otra, debía reconocer que tenía los

músculos de las piernas doloridos y los pies lastimados. Volvió a pararse, volvió a

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beber, y consideró si en aquella primera salida debía conformarse con las vistas de

los pantanos y las praderas. Podía sentarse en una roca, allí tomar el sol y tal vez

tener la suerte de ver algún animal. Pero aquel retumbar la reclamaba. Había salido

con la intención de llegar a Little Ángel, y eso haría.

Le dolían los hombros. De acuerdo, seguramente se había excedido en mucho

con las provisiones. Pero se recordó que estaba a medio camino y que incluso a esa

marcha lenta podía alcanzar su objetivo antes de mediodía.

Acortó por la pradera y luego subió por la pendiente embarrada. Cuando llegó

arriba y rodeó el siguiente zigzag, vio por primera vez la larga y brillante cinta del

río.

Se abría camino por el cañón acompañada por un constante y enérgico

murmullo. Aquí y allá, en sus orillas, había montones de rocas y piedras apiladas

como si el río hubiese decidido desprenderse de ellas. Sin embargo, el lugar era

apacible, casi de ensueño; el curso del río serpenteaba hacia el oeste entre paredes

verticales cortadas a pico.

Sacó la cámara a sabiendas de que una instantánea no captaría aquella

amplitud. Una foto no reproduciría los sonidos, el contacto del aire, los asombrosos

precipicios y las salvajes alturas.

Entonces vio un par de kayaks de un azul brillante y, fascinada, los encuadró

para utilizarlos como escala. Contempló cómo sus ocupantes remaban y daban

vueltas; oyó el sonido apagado de unas voces que debían de ser gritos.

Seguramente alguien estaba recibiendo una clase; Reece sacó sus prismáticos

para acercar la imagen. Un hombre y un niño, seguramente un preadolescente. La

cara del niño era de concentración e ilusión. Le vio sonreír y asentir, y su boca se

movió cuando le gritó algo a su compañero. ¿Un instructor?

Siguieron remando, avanzando por el río, el uno junto al otro hacia el oeste.

Reece se colgó los prismáticos alrededor del cuello y continuó.

La altura era cautivadora. Mientras su cuerpo avanzaba notó el ardor de los

músculos, el vértigo de la aventura, y ni rastro de preocupación o ansiedad. Se sentía

muy humana. Pequeña, mortal y llena de asombro. Solo tenía que echar hacia atrás la

cabeza para que el cielo entero le perteneciese. A ella y a aquellas montañas que

brillaban azules a la luz del sol.

Incluso con el frío en el rostro, el sudor del esfuerzo le bañaba la espalda.

Decidió que no tardaría en hacer otra pausa para quitarse la cazadora y beber medio

litro de agua.

Subió más y más, con dificultad, jadeando.

Y se detuvo en seco, patinando un poco, cuando vio a Brody encaramado en un

amplio saliente rocoso.

Él apenas le dedicó una mirada.

—Tenía que haber sabido que eras tú. Haces ruido suficiente para desencadenar

un alud. —Cuando ella levantó una mirada cautelosa, él sacudió la cabeza—. Puede

que no tanto —rectificó—. De todos modos, el ruido suele mantener alejados a los

depredadores. Al menos a los de cuatro patas.

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Si a Reece se le había olvidado la posibilidad de encontrar osos —y así era—,

desde luego no contaba con la posibilidad de encontrar a seres humanos.

—¿Qué estás haciendo aquí arriba?

—Ocuparme de mis asuntos —contestó Brody antes de beber un trago de su

botella de agua—. ¿Y tú? ¿Qué haces, aparte de caminar jadeando y cantando «Ain't

no mountain high enough»?

—No cantaba.

«Oh, por favor, que no estuviese cantando.»

—Vale, no la cantabas. Más bien la recitabas con voz entrecortada.

—He salido de excursión. Es mi día libre.

—¡Yupi! —exclamó él mientras cogía la libreta que tenía sobre las rodillas.

Ya que se había detenido, necesitaba concederse un minuto para recobrar el

aliento antes de seguir subiendo. Podía disimular su necesidad de descansar

conversando durante uno o dos minutos.

—¿Estás escribiendo? ¿Aquí arriba?

—Me estoy documentando. Dentro de un rato voy a matar a alguien aquí

arriba. En la ficción —añadió con cierto deleite cuando se desvaneció el color que el

esfuerzo había llevado a las mejillas de Reece—. Es un buen sitio, sobre todo en esta

época del año. A principios de la primavera no hay nadie en los caminos... o casi

nadie. La convence para que suba hasta aquí y la empuja. —Brody se asomó un poco

y miró hacia abajo. Ya se había quitado la cazadora, como Reece anhelaba hacer—.

Una caída larga y horrible. Un terrible accidente, una terrible tragedia.

A su pesar, Reece se sentía intrigada.

—¿Por qué lo hace?

El se limitó a encogerse de hombros, unos hombros anchos dentro de una

camisa vaquera.

—Sobre todo porque tiene la posibilidad de hacerlo.

—Había kayaks en el río. Los ocupantes podrían verlo.

—Por eso lo llaman ficción. Kayaks —masculló mientras garabateaba algo en su

libreta—. Puede ser. Tal vez así sea mejor. ¿Qué verían? El cuerpo cayendo. El eco de

un grito. El choque del cuerpo contra el suelo.

—En fin, te dejo con tu trabajo.

Como su respuesta fue solo un gruñido ausente, Reece continuó. «Es un poco

irritante, la verdad», pensó. El hombre había encontrado un buen sitio para

descansar y disfrutar de la vista. Un sitio que habría sido el de ella si él no hubiese

estado allí. Pero encontraría otro, el suyo. Solo que un poco más arriba.

De todos modos, se mantuvo bien alejada del borde mientras caminaba y trató

de borrar la imagen de un cuerpo volando desde el fin del mundo y hasta las rocas y

el agua, abajo.

Supo que rozaba el muro de su resistencia cuando volvió a oír el trueno. Se

detuvo, se apoyó las manos en los muslos y recobró el aliento. Antes de que pudiese

decidir si aquel era su sitio, oyó el chillido prolongado e intenso de un halcón. Al

levantar la mirada, vio que volaba majestuoso hacia el oeste.

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— 61 —

Quiso seguirlo, como una señal. Decidió que, después de un último zigzag, solo

uno más, se sentaría en esplendida soledad, sacaría el almuerzo de la mochila y

disfrutaría de una hora con la única compañía del río.

Su recompensa por aquel último esfuerzo fue una vista de agua blanca que se

agitaba y rompía contra las rocas, se lanzaba contra torres de ellas y luego caía sobre

sí misma en una breve catarata espumosa. Su rugido llenaba el cañón y retumbó

sobre su propia risa de júbilo.

Después de todo, lo había conseguido.

Aliviada, se quitó la mochila de los hombros antes de dejarse caer sobre una

piedra marcada por la erosión. Sacó su almuerzo y comió con voracidad.

En la cima del mundo, así se sentía. Tranquila y al tiempo llena de energía, y

absolutamente feliz. Mordió una manzana tan crujiente que sus sentidos se

sobresaltaron, mientras el halcón volvía a chillar y planeaba por encima de su cabeza.

«Es perfecto —pensó—. Absolutamente perfecto.»

Reece levantó los prismáticos para seguir el vuelo del halcón y luego fue

bajándolos para rastrear el poderoso arranque del río. Esperanzada, exploró las

rocas, los bosques de sauces, álamos y pinos en busca de animales. Quizá un oso se

acercase a pescar, o tal vez divisase a otro alce que se acercase a beber.

Quería ver castores, ver cómo jugaban las nutrias, estar justo donde estaba, con

los altos picos, el sol brillante y el agua como un retumbar constante allá abajo.

Si no hubiese estado escrutando la áspera orilla, no los habría visto.

Estaban entre los árboles y las rocas. El hombre —al menos le pareció que era

un hombre— se hallaba de espaldas a ella, y la mujer, de cara al río, con las manos en

las caderas.

Pese a los prismáticos, la altura y la distancia le impedían verlos con claridad,

pero distinguió la melena oscura sobre una chaqueta roja, bajo una gorra roja.

Reece se preguntó qué hacían. Supuso que estaban considerando dónde

acamparían o buscando un punto por el que entrar en el río. Pero al mover los

prismáticos de un lado a otro no distinguió ninguna canoa o kayak. Eso significaba

que se disponían a acampar, aunque no distinguía nada de lo necesario para ello.

Encogiéndose de hombros, volvió a observarles. Era una indiscreción, pero

tenía que reconocer que resultaba emocionante. No podían saber que estaba allí, en

las alturas, al otro lado del río, estudiándolos como podía haber observado a un par

de cachorros de oso o a una manada de ciervos.

—Están discutiendo —masculló—. O eso parece.

Había algo agresivo e irritado en la postura de la mujer, y cuando señaló al

hombre con el dedo, Reece soltó un silbido.

—Oh, sí, estás furiosa. Seguro que querías alojarte en un buen hotel con cuarto

de baño y servicio de habitaciones, y él te ha arrastrado de acampada.

El hombre hizo un gesto, como un árbitro que proclama a un bateador seguro

en la base, y esta vez la mujer le abofeteó.

—¡Ay! —exclamó Reece con una mueca, y se ordenó a sí misma bajar los

prismáticos.

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No estaba bien espiarles. Pero no pudo resistir el pequeño drama privado y

mantuvo los prismáticos enfocados.

La mujer golpeó con ambas manos el pecho del hombre y luego volvió a

abofetearle. Reece empezó a bajar los prismáticos, la repugnante violencia empezaba

a marearla.

Pero la mano se le congeló y el corazón le dio un vuelco cuando vio que el

brazo del hombre retrocedía. No pudo distinguir si fue un puñetazo, un bofetón o un

revés, pero la mujer cayó cuan larga era.

—No, no, no sigáis —murmuró Reece—. No sigáis. Tenéis que parar ahora

mismo. Parad.

En lugar de eso, la mujer se levantó de un salto y se abalanzó contra el hombre.

Antes de que pudiese descargar el golpe, se vio lanzada de nuevo hacia atrás, resbaló

en la tierra fangosa y sufrió una violenta caída.

El hombre se acercó y se paró encima de ella mientras el corazón de Reece latía

con fuerza contra sus costillas. Le pareció que alargaba el brazo como para ayudarla

a levantarse; la mujer se apoyó en los codos. Le sangraba la boca, y tal vez la nariz,

pero sus labios se movían deprisa. «Le grita —pensó Reece—. Deja de gritar, solo

empeorarás las cosas.»

Las cosas empeoraron, empeoraron horriblemente cuando él se sentó a

horcajadas sobre la mujer, cuando le levantó de un tirón la cabeza por el cabello y la

golpeó contra el suelo. Sin darse cuenta de que ella misma se había puesto en pie de

un salto y de que los pulmones le ardían con sus propios gritos, Reece permaneció

observando a través de los prismáticos cuando las manos del hombre se cerraron

sobre la garganta de la mujer.

Las botas golpearon el suelo; el cuerpo se retorció y se arqueó. Y cuando se

quedó inmóvil, se oyó el rugido del río y los ásperos sollozos que brotaban del pecho

de Reece.

Se volvió, tropezó, resbaló y se desplomó sobre las rodillas. Luego se puso en

pie y echó a correr.

Lo veía todo borroso. Sus botas resbalaron en el camino cuando se precipitó

cuesta abajo a una velocidad de locos. Le pareció que el corazón iba a salírsele por la

garganta como una bola giratoria de terror mientras tropezaba y resbalaba en los

agudos zigzag. La cara de la mujer del abrigo rojo se convirtió en otra cara, un rostro

de bonitos ojos azules que la miraban.

Ginny. No era Ginny. No era Boston. No era un sueño.

Sin embargo, todo se mezcló y se fundió en su mente hasta que oyó los gritos y

las carcajadas, los disparos. Hasta que el pecho empezó a darle punzadas y el mundo

comenzó a girar.

Chocó con fuerza contra Brody y luchó frenéticamente para evitar que la

sujetase.

—Para. ¿Estás loca? ¿Te quieres suicidar? —exclamó él mientras la empujaba

contra la pared de roca y la sujetaba cuando las rodillas de ella cedieron—. ¡Cálmate

ahora mismo! La histeria no sirve de nada. ¿Qué ha sido? ¿Un oso?

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—La ha matado, la ha matado. Lo he visto, lo he visto todo. —Porque Brody

estaba allí, se lanzó contra él y enterró su rostro en su hombro—. Lo he visto. No era

Gin. No era un sueño. La ha matado, al otro lado del río.

—Respira —dijo él mientras retrocedía y la agarraba por los hombros. Inclinó la

cabeza hasta que sus ojos se encontraron—. He dicho que respires. Muy bien, otra

vez. Una vez más.

—Vale, vale. Estoy bien —contestó Reece, inspirando con fuerza y expulsando

el aire—. Por favor, ayúdame. Por favor. Estaban al otro lado del río, y les he visto

con esto —añadió mientras levantaba los prismáticos con mano temblorosa—. La ha

matado, y yo lo he visto.

—Enséñamelo.

Reece cerró los ojos. «Esta vez no estoy sola», pensó. Alguien estaba allí, alguien

podía ayudarla.

—Camino arriba. No sé cuánto he retrocedido, pero es camino arriba.

Aunque no quería retroceder y volver a verlo, él la tenía cogida del brazo y

dirigía sus pasos.

—He parado a comer —dijo más tranquila—. A contemplar el agua y las

cascadas. Había un halcón.

—Sí, lo he visto.

—Era precioso. He sacado los prismáticos. Pensaba que podía ver un oso o un

alce. Esta mañana he visto un alce en el lago. Pensaba... —Se dio cuenta de que estaba

desvariando y trató de concentrarse—. Estaba echando un vistazo a los árboles, a las

rocas, y he visto a dos personas.

—¿Qué aspecto tenían?

—No... no he podido verlo muy bien. —Reece se cruzó de brazos. Se había

quitado la cazadora y la había extendido sobre la roca donde había almorzado. Para

tomar el sol.

Ahora tenía mucho frío. Estaba helada.

—Pero ella tenía el pelo largo y oscuro, y llevaba una gorra y un abrigo de color

rojo, y gafas de sol. Estaba de espaldas a mí.

—¿Qué llevaba él?

—Mmm... Una cazadora oscura y una gorra naranja. Como las de los cazadores.

Me parece que llevaba... Me parece que también llevaba gafas de sol. No le he visto la

cara. Ahí, ahí está mi mochila. Lo he dejado todo y he salido corriendo. Allá, era allá

—dijo señalando y apretando el paso—. Estaban allí, delante de los árboles. Ya no

están, pero estaban allí, allí abajo. Los he visto. Tengo que sentarme.

Cuando se dejó caer en la roca, él no dijo nada, pero le cogió los prismáticos de

alrededor del cuello. Los enfocó hacia abajo. No vio a nadie, ni rastro.

—¿Qué has visto exactamente?

—Estaban discutiendo. Me he dado cuenta de que ella estaba furiosa por su

postura. Tenía las manos en las caderas. Agresiva. —Tuvo que tragar saliva y

concentrarse porque tenía los nervios en el estómago. Tiritando, cogió su cazadora,

se la puso y se envolvió con ella—. La mujer le ha abofeteado, luego le ha empujado

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hacia atrás y ha vuelto a abofetearle. Él le ha pegado y la ha tirado al suelo, pero ella

se ha levantado y ha ido por él. Entonces el hombre ha vuelto a pegarle. Le he visto

sangre en la cara. Creo que le he visto sangre en la cara. Oh, Dios mío, oh, Dios mío.

Brody se limitó a echarle una ojeada.

—No vayas a ponerte histérica otra vez. Acaba de contarme lo que has visto.

—El se ha agachado, la ha agarrado por el cabello y le ha golpeado la cabeza

contra el suelo. Me ha parecido que... la estrangulaba. —Al recordarlo, Reece se frotó

la boca con el revés de la mano, rogando para no vomitar—. La ha estrangulado —

continuó—. Los pies de ella golpeaban el suelo y luego han dejado de hacerlo.

Entonces he echado a correr. Creo que he gritado, pero los rápidos hacen tanto

ruido...

—Es mucha distancia, incluso con los prismáticos, ¿Estás segura de que has

visto todo eso?

Reece levantó la mirada, tenía los ojos hinchados y agolados.

—¿Has visto alguna vez matar a alguien?

—No.

Reece se levantó con esfuerzo y cogió su mochila.

—Yo sí. Se la ha llevado a algún sitio, se ha llevado el cadáver. Lo ha arrastrado.

No sé. Pero la ha matado y ha conseguido escapar. Tenemos que ir a buscar ayuda.

—Dame tu mochila.

—Puedo llevarla yo.

El se la quitó de un tirón y le dedicó una mirada de compasión.

—Lleva la mía; pesa menos. —Se la quitó con un gesto de los hombros y se la

tendió—. Podemos quedarnos aquí discutiendo —prosiguió—. Ganaré de todos

modos, pero perderemos tiempo.

Reece se colgó la mochila de él y, por supuesto, tenía razón. Pesaba mucho

menos. Ella había cargado la suya demasiado, pero solo quería estar segura...

—¡El teléfono móvil! Soy una imbécil —dijo mientras se metía la mano en el

bolsillo.

—Puede que sí —replicó él—. Pero el móvil no te servirá de nada aquí. No hay

cobertura.

Mientras caminaba, Reece lo intentó de todos modos.

—Puede que demos con un punto donde haya comunicación. Tardaremos

mucho en regresar. Irías más deprisa tú solo. Deberías adelantarte.

—No.

—Pero...

—¿A quién viste matar antes de esto?

—No puedo hablar de eso. ¿Cuánto tardaremos en regresar?

—Lo que haga falta. Y no empieces a darme la lata preguntando sin parar si ya

queda poco.

Reece estuvo a punto de sonreír. Aquel hombre era tan brusco, tan enérgico,

que dejaba su miedo de lado. Tenía razón. Tardarían lo que tardasen. Y harían lo que

tuviesen que hacer cuando llegasen.

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Y al ritmo al que los pasos de él devoraban el terreno, estarían allí en la mitad

de tiempo que ella había necesitado para recorrer el camino por primera vez. Eso si

conseguía seguirle, claro.

—¿Puedes hablarme, por favor? De otra cosa. De cualquier otra cosa. De tu

libro.

—No. No hablo de las obras que no he terminado.

—Temperamento artístico.

—No, es aburrido.

—Yo no me aburriría.

Él le lanzó una ojeada.

—Para mí.

—¡Vaya! —exclamó ella. Quería palabras, de él o de ella misma—. De acuerdo,

¿por qué Angel's Fist?

—Seguramente por la misma razón que tú. Quería un cambio.

—Porque en Chicago te echaron a la calle.

—A mí no me echaron a la calle.

—¿No le diste un puñetazo a tu jefe y te despidieron del Tribune? Eso he oído.

—El puñetazo se lo di a lo que podría llamarse vagamente un colega por copiar

mis notas sobre un artículo, y como el redactor jefe, que resultaba ser el tío del

cabrón, le creyó a él y no a mí, me marché.

—Para escribir libros. ¿Es divertido?

—Me parece que sí.

—Seguro que mataste al cabrón en el primero que escribiste.

Él le echó otra ojeada. Había una chispa de regocijo en sus ojos. Ojos de un

verde muy interesante.

—Has acertado. Le maté a golpes con una pala. Fue muy satisfactorio.

—Antes me gustaba leer novela negra y de misterio. No he vuelto a hacerlo...

desde hace un tiempo.

Reece ignoró las protestas de los músculos de sus piernas mientras continuaban

descendiendo.

Se suponía que al bajar por una pendiente debía caminar de forma distinta.

Echar el peso hacia delante, caminar sobre los dedos de los pies y no sobre los

talones. Como hacía Brody.

—Puede que pruebe con uno de los tuyos.

Él volvió a encogerse de hombros con indiferencia.

—Los hay peores.

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Capítulo 6

Caminaron en silencio, por la pradera, rodeando la poza pantanosa. Reece

recordó haber visto patos y una garza. Y el pobre pez condenado. Se sentía

entumecida y confusa.

—¿Brody?

—Sigo aquí.

—¿Me acompañarás a la policía?

Él se detuvo para beber y luego le ofreció la botella de agua. La miró con ojos

serenos. Ojos verdes. Oscuros, como las hojas al final del verano,

—Llamaremos desde mi casa. Está más cerca, para llegar hasta el pueblo hay

que rodear todo el lago.

—Gracias.

Aliviada y agradecida, Reece siguió colocando un pie delante del otro en

dirección a Angel's Fist.

Para mantener la concentración, se puso a repasar recetas en su mente y se

imaginó a sí misma midiendo los ingredientes y preparándolas.

—Suena bien —comentó Brody, sacándola bruscamente de su ensoñación.

—¿Qué?

—Lo que estás cocinando ahí—respondió mientras se llevaba un dedo a la

sien—, sea lo que sea. ¿Gambas asadas?

Reece decidió que no tenía sentido avergonzarse. Estaba muy por encima de

eso.

—Gambas asadas en salmuera. No me he dado cuenta ele que hablaba en voz

alta —contestó mirando hacia delante—. Es un problema que tengo.

—Yo no veo ningún problema, salvo que ahora tengo hambre y no muchas

gambas por aquí.

—Necesito pensar en otra cosa, en lo que sea. Necesito... Vaya, qué mierda.

Sentía una opresión en el pecho y empezó a sofocarse. El ataque de ansiedad

alargó una mano para apretarle la garganta. Se mareó y se inclinó desde la cintura,

jadeando.

—No puedo respirar. No puedo.

—Sí que puedes. Lo estás haciendo. Pero si sigues respirando así te desmayarás.

No pienso llevarte a cuestas, así que basta ya —dijo Brody en tono uniforme y

práctico mientras la ayudaba a enderezarse. Se miraron a los ojos—. Basta ya.

—Está bien.

Había cercos dorados alrededor de sus pupilas, alrededor del margen exterior

del iris. Tal vez fuese aquello lo que daba tanta intensidad a sus ojos.

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—Termina de guisar las gambas.

—¿Cómo dices?

—Termina de guisar las gambas.

—Ah, sí. Añado la mitad del aceite de freír los ajos al cuenco de gambas asadas,

remuevo. Las coloco en una fuente, las decoro con limón y hojas de laurel, y sirvo

con chapata tostada y el resto del aceite.

—Si consigo unas gambas, podrías compensarme por esto y prepararme un

buen plato.

—Desde luego.

—¿Qué demonios es la chapata?

Sin saber por qué, aquella pregunta le hizo reír y su cabeza se despejó mientras

caminaban.

—Es un pan italiano muy bueno. Te gustará.

—Seguramente. ¿Piensas darle más categoría a Joanie's?

—No es mi restaurante.

—¿Tenías tu propio restaurante? Tal como te manejas en la cocina, es evidente

que ya has tenido una antes.

—Trabajé en un restaurante. Nunca tuve el mío propio. Nunca lo quise.

—¿Por qué? ¿No es el sueño americano? Me refiero a tener tu propia empresa.

—Cocinar es un arte. Si el local es tuyo, además tienes que ocuparte del

negocio. Yo solo quería... —Estuvo a punto de decir «crear», pero le pareció que

sonaba demasiado pretencioso— cocinar.

—¿Querías?

—Quiero. Tal vez. No sé lo que quiero. —Pero sí lo sabía, y mientras

atravesaban el frío bosque decidió decirlo—. Quiero volver a ser normal, dejar de

tener miedo. Quiero ser quien era hace dos años, pero nunca lo seré, así que intento

averiguar quién voy a ser durante el resto de mi vida.

—El resto es mucho tiempo. Tal vez deberías tratar de comprender quién vas a

ser durante las próximas dos semanas.

Reece le miró y luego desvió la vista.

—Quizá debería empezar con las próximas dos horas.

El se limitó a encogerse de hombros mientras sacaba el teléfono móvil. Aquella

mujer era un manojo de misterios envuelto en nervios. Quizá fuese interesante retirar

algunas capas y llegar al centro. No le parecía tan frágil como ella creía ser. Poca

gente habría sido capaz de recorrer todo aquel camino sin derrumbarse después de

ver lo que ella había visto.

—Aquí debería haber cobertura —dijo mientras marcaba varios números—. Soy

Brody. Ponme con el sheriff... No, ahora.

Reece pensó que no le gustaría discutir con él. Su tono tenía una autoridad

inflexible sencillamente porque no contenía urgencia, desesperación. Se preguntó si

alguna vez recuperaría una mínima porción de ese tipo de control y confianza.

—Rick, estoy con Reece Gilmore a medio kilómetro más o menos de mi casa, en

el sendero de Little Ángel. Reúnete con nosotros en mi cabaña. Sí, hay problemas. Ha

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presenciado un asesinato. Eso he dicho. Ya te lo contará. Nos falta poco para llegar.

Cerró el teléfono y volvió a metérselo en el bolsillo.

—Voy a darte un consejo. Me revientan los consejos, tanto dados como

recibidos.

—¿Pero?

—Pero vas a tener que mantener la calma. Si quieres volver a ponerte histérica,

llorar, gritar o desmayarte, espera a que él acabe de tomarte declaración. Mejor aún,

espera a salir de mi cabaña porque no quiero verme en la obligación de aguantarlo.

Sé minuciosa, sé clara y termina.

—Si empiezo a perder los nervios, ¿me harás el favor de pararme? —Percibió

con claridad su ceño antes de levantar la mirada y verlo—. Quiero decir que me

interrumpas o que tires una lámpara. No te preocupes, te la pagaré. Lo que sea para

darme un minuto y recuperarme.

—Tal vez.

—Huelo el lago. Se ve a través de los árboles. Me siento mejor cuando veo agua.

Tal vez debería vivir en una isla, aunque me parece que eso quizá sería demasiada

agua. Tengo que parlotear durante un minuto. No tienes por qué escucharme.

—Tengo oídos —le recordó él antes de cambiar de dirección para tomar el

camino más fácil hasta su cabaña.

Se acercó por la parte de atrás, donde estaba arropada por los árboles y las

matas de salvia. Reece supuso que el círculo de montañas se vería desde cualquier

ventana.

—Es un sitio bonito. Tienes un sitio bonito.

Pero se le secó la boca cuando él abrió la puerta trasera. No había cerrado con

llave. Cualquiera hubiera podido entrar.

Al ver que ella no le seguía hasta el interior, Brody se volvió.

—¿Quieres quedarte ahí fuera para hablar con Rick, el sheriff?

—No.

Se armó de valor y cruzó el umbral.

Llegaron a la cocina. Observó que a pesar de su reducido tamaño estaba

bastante bien distribuida. Brody limpiaba como un hombre. «Una generalización

terrible», pensó, pero la mayoría de los hombres que conocía y no eran del negocio se

limitaban a fregar los platos, pasar un trapo por las encimeras y listo.

Sobre la encimera de piedra gris, había un par de manzanas y un plátano

demasiado maduro en un cuenco blanco, una cafetera, una tostadora que parecía

más vieja que ella y un bloc de notas.

Brody se dirigió de inmediato a la cafetera, la llenó de agua y midió el café

antes de quitarse la chaqueta. Reece se quedó junto a la puerta mientras él la ponía en

el fuego y sacaba de un armario un trío de tazas blancas de loza.

—Mmm, ¿tienes té?

Él le lanzó por encima del hombro una mirada seca y divertida al tiempo.

—Oh, claro. Espera, tengo que buscar mi tetera.

—Lo tomaré como un no. No bebo café; me provoca temblores. Más temblores

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—rectificó cuando él la miró levantando una ceja—. Agua. Un poco de agua me

vendrá muy bien. ¿Tampoco cierras con llave la puerta principal?

—Aquí no tiene sentido cerrar con llave. Si alguien quisiera entrar, derribaría la

puerta de una patada o rompería una ventana.

Al observar que Reece palidecía, Brody ladeó la cabeza.

—¿Qué? ¿Quieres que vaya a mirar dentro del armario y debajo de la cama?

Ella se limitó a volverse para desprenderse de la mochila.

—Está claro que nunca en tu vida has pasado miedo.

«La he provocado», pensó él, y prefirió el matiz de insulto e irritación de su

tono a los estremecimientos y escalofríos.

—Michael Myers.

Reece se volvió, confusa.

—¿Quién? ¿Shrek?

—Diablos, Flaca, ese es Mike Myers. Michael Myers. El tipo horripilante de la

máscara. ¿Conoces La noche de Halloween? La vi en vídeo cuando tenía unos diez

años. Me cagué de miedo. Después de eso, Michael Myers se pasó años viviendo en

mi dormitorio.

Los hombros de ella se relajaron un poco cuando se quitó la chaqueta.

—¿Cómo te libraste de él? ¿No siguió volviendo en las películas?

—Cuando tenía dieciséis años metí a una chica a escondidas en mi habitación.

Jennifer Ridgeway. Una pelirroja muy mona con un montón de... energía. Después

de pasar un par de horas con ella en la oscuridad, nunca volví a acordarme de

Michael Myers.

—¿El sexo como exorcismo?

—A mí me funcionó —respondió él mientras sacaba una botella de agua del

frigorífico—. Si quieres probar, ya me lo dirás.

—Lo haré.

Solo los reflejos le permitieron coger la botella de agua que él le lanzó

alegremente. Pero estuvo a punto de dejarla caer, y los hombros se le volvieron a

petrificar al oír el enérgico toque en la puerta principal.

—Debe de ser el sheriff. Michael Myers no llama a la puerta. ¿Quieres hacerlo

aquí?

Reece miró la pequeña mesa de la cocina.

—Aquí está bien.

—Espera un momento.

Cuando él fue a abrir, Reece destapó la botella y bebió un poco de agua muy

fría. Oyó los suaves murmullos, los andares pesados de unas botas masculinas.

«Tranquila —se recordó—. Tranquila, breve y clara.»

Rick entró y la saludó con un gesto de la cabeza. Sus ojos eran serenos e

inexpresivos.

—Hola, Reece. Parece que has tenido problemas.

—Sí.

—Vamos a sentarnos aquí para que puedas contármelo todo.

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Reece se sentó y empezó; se esforzó en relatar los detalles sin atascarse ni pasar

por alto nada relevante. En silencio, Brody sirvió el café y puso una taza delante de

Rick.

Mientras hablaba, Reece acariciaba la botella de arriba abajo, una y otra vez,

mientras el sheriff tomaba notas y la observaba. Brody se apoyó en la encimera gris;

bebía su café en silencio.

—De acuerdo. Dime, ¿crees que podrías identificar a alguna de esas dos

personas?

—Tal vez a ella. Tal vez. Pero a él no llegué a verlo. Me refiero a su cara. Estaba

de espaldas a mí y llevaba una gorra. Me parece que los dos llevaban gafas de sol.

Ella seguro, al principio. Tenía el pelo castaño o negro. Castaño, creo. Pelo largo y

castaño. Ondulado. Y llevaba una chaqueta roja y una gorra.

Rick se volvió hacia atrás para mirar a Brody.

—¿Tú qué viste?

—A Reece. —Se acercó a la cafetera para volver a llenar su taza—. Estaba más o

menos a medio kilómetro de mí, camino arriba, cuando se detuvo. Desde donde

estaba sentado no podría haber visto lo que sucedió aunque hubiese estado mirando

hacia allí.

Mardson se estiró el labio inferior.

—Entonces no estabais juntos.

—No. Como ha dicho Reece, pasó por donde yo estaba trabajando, hablamos

un poco y siguió adelante. Al cabo de una hora más o menos, me dirigí hacia arriba y

tropecé con ella, bajaba corriendo. Me contó lo que había pasado y subí hasta donde

ella había estado.

—¿Viste algo entonces?

—No. Si quieres saber dónde era, traeré un mapa y te lo mostraré.

—Te lo agradezco. Reece —continuó Rick cuando Brody salió de la cocina—,

¿has visto algún barco, coche o camioneta? ¿Algo así?

—No. Creo que busqué una barca o algo parecido, pero no vi ninguna. Pensé

que debían de estar acampados, pero tampoco vi ningún equipo ni tienda. Solo los vi

a ellos. Solo le vi a él estrangulándola.

—Cuéntame todo lo que puedas del hombre. Lo que te venga a la mente —

insistió—. Nunca se sabe lo que vas a sacar, lo que vas a recordar.

—No le presté demasiada atención. Era blanco... Estoy bastante segura. Le vi las

manos, pero llevaba guantes. Negros o marrones. Pero su perfil... Estoy segura de

que era blanco. Supongo que podía ser hispano o indio. Estaba muy lejos, incluso con

los prismáticos, y al principio yo simplemente mataba el rato. Entonces ella le

abofeteó. Dos veces. La segunda vez. Él la empujó o le pegó. Ella se cayó al suelo.

Todo ocurrió muy deprisa. Él llevaba una chaqueta negra. Una chaqueta oscura y

una de esas gorras de caza de color naranja o rojizo.

—Vale, es un buen comienzo. ¿Y el pelo?

—Me parece que no me fijé —respondió ella conteniendo un estremecimiento.

Ya había pasado por aquello. Las preguntas que no podía contestar—. Se lo debían

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tapar la gorra y la chaqueta. No creo que lo llevase largo. Grité, tal vez chillé. Pero no

podían oírme. Llevaba la cámara en la mochila, pero no se me ocurrió hacer fotos.

Solo me quedé paralizada y luego eché a correr.

—Podías haber saltado al río, intentar atravesarlo a nado y después llevarle a

rastras ante las autoridades con el poder de tu voluntad —comento Brody en tono

despreocupado cuando regresó con un mapa de la zona; lo colocó sobre la mesa—.

Es aquí—añadió señalando un punto.

—¿Estás seguro?

—Desde luego.

—Muy bien. —Rick asintió y se puso en pie—. Voy para allá ahora mismo, a ver

lo que haya que ver. No te preocupes, Reece, vamos a ocuparnos de esto. Volveremos

a hablar. Mientras tanto, quiero que lo repases todo. Si recuerdas algo, lo que sea,

aunque no te parezca importante, quiero saberlo. ¿De acuerdo?

—Sí. Sí, de acuerdo. Gracias.

Rick se despidió de Brody con un gesto, cogió su gorra y salió.

—Bueno. —Reece dejó escapar un largo suspiro—. ¿Crees que puede...? ¿Es

competente?

—No he visto nada que me haga pensar otra cosa. Por aquí los problemas

suelen ser borracheras y alteraciones del orden público, peleas domésticas, críos que

roban en las tiendas, riñas... Pero sabe tratarlos. Cuando vienen los turistas también

hay excursionistas, remeros y escaladores perdidos o heridos, líos de tráfico y demás.

Al parecer, hace su trabajo. Tiene... dedicación sería la palabra.

—Pero un asesinato... Un asesinato es diferente.

—Puede, pero él es quien está al cargo aquí. Como ha sucedido fuera de los

límites del pueblo, tendrá que llamar a la policía del condado o del estado. Has visto

lo que has visto, lo has denunciado y has hecho tu declaración. No puedes hacer

nada más.

—No, nada más. —«Cómo antes, no puedo hacer nada más», pensó—. Me

parece que voy a marcharme. Gracias por... todo —dijo mientras se levantaba.

—Yo tampoco tengo nada más que hacer. Te acompañaré a casa con el coche.

—No hace falta que te molestes. Puedo ir caminando.

—No seas tonta.

Brody cogió la mochila de ella y salió de la cocina en dirección a la puerta

principal.

Como se sentía tonta, Reece se llevó a rastras su chaqueta y le siguió. Él salió de

la casa a grandes zancadas, sin darle el tiempo que tal vez le habría gustado tener

para estudiar y calibrar su hogar. Tuvo una rápida impresión de sencillez, desorden

informal y lo que le pareció el hábitat propio del hombre soltero.

Nada de flores, adornos, cojines ni toques que suavizasen la sala de estar. Un

sofá, una silla, un par de mesas y una acogedora chimenea de piedra que dominaba

la pared más lejana.

Tuvo una impresión de tonos tierra, líneas rectas y funcionalidad antes de salir

al exterior.

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—Hoy te he causado muchos problemas —empezó.

—Desde luego que sí. Sube.

Reece se detuvo, y la gratitud luchó contra el insulto, el agravio y el

agotamiento. La gratitud perdió.

—Eres un hijo de puta grosero, insensible e insultante.

Brody se apoyó en el coche.

—¿A qué viene eso?

—Hoy han asesinado a una mujer. La han estrangulado. ¿Lo entiendes? Estaba

viva y ahora está muerta, y nadie ha podido ayudarla. Yo no he podido ayudarla. He

tenido que quedarme allí mirando. Sin hacer nada, como la otra vez. He visto cómo

él la mataba, y tú has sido el único a quien he podido decírselo. En lugar de

mostrarte implicado, preocupado y compasivo, has sido seco, insolente y distante.

Pues vete al infierno. Prefiero volver a subir diez kilómetros por ese sendero que

recorrer tres kilómetros contigo en tu estúpida furgoneta. Dame mi maldita mochila.

Él se quedó donde estaba, pero ya no parecía aburrido.

—Ya era hora. Empezaba a pensar que no sabías lo que era el mal genio. ¿Te

sientes mejor?

Detestaba reconocer que así era. Le ponía furiosa que la indiferencia de él la

hubiese alterado hasta vomitar gran parte de su ansiedad y terror.

—Vete al infierno —repitió.

—Espero que me guste. Pero mientras tanto, sube. Has tenido un día horrible.

—Abrió la puerta—. Y, para tu información —continuó—, los tíos no pueden ser

insolentes. Somos fisiológicamente incapaces de mostrar insolencia. La próxima vez

utiliza la palabra «arrogante». Eso queda bien.

—Eres un hombre exasperante, desconcertante.

Pero subió al coche.

—Eso también queda bien.

Brody dio un portazo y luego rodeó el coche a grandes zancadas hasta el

asiento del conductor. Después de lanzar la mochila al asiento trasero, se puso al

volante.

—¿Tenías amigos en Chicago —le preguntó Reece—, o solo gente que te

encontraba exasperante, desconcertante y arrogante?

—Supongo que las dos cosas.

—¿No se supone que los reporteros tienen que ser más o menos agradables

para conseguir que la gente les cuente cosas?

—No lo sé, pero además ya no soy reportero.

—Y los escritores de ficción tienen derecho a ser ariscos, solitarios y excéntricos.

—Tal vez. De todos modos, a mí me gusta.

—Desde luego que sí —respondió ella, y él se echó a reír.

El sonido de su risa la sorprendió lo suficiente para levantar la vista. Brody aún

sonreía mientras rodeaban el lago.

—¡Vaya, Flaca, ahora que ya sé que tienes temple, me alegra saber que también

tienes dientes!

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— 73 —

Pero cuando Brody aparcó delante de Ángel Food y ella miró por la ventanilla,

sintió que su temple menguaba y sus dientes estaban a punto de castañetear. De

todos modos bajó del coche, y habría cogido su mochila si él no la hubiese sacado

antes desde su asiento.

Se quedo en la acera, dudando entre el orgullo y el pánico.

—¿Algún problema?

—No. Sí. Maldita sea. Oye, ya que has venido hasta aquí, ¿podrías subir

conmigo un momento?

—¿Para asegurarnos de que no te está esperando Michael Myers?

—Algo parecido. Eres libre de retirar el cumplido, si lo era, sobre mi temple.

El se echó la mochila al hombro y se encaminó hacia el otro lado del edificio.

Una vez que Reece introdujo la llave en la cerradura, Brody empujó la puerta para

entrar delante de ella.

Reece se corrigió. Aquel hombre no era tan insensible. No había sonreído con

desprecio ni había hablado de más; solo había entrado el primero.

—¿Qué demonios haces aquí?

—¿Disculpa?

—No hay tele —señaló—, ni cadena de música.

—La verdad, acabo de mudarme. No paso mucho tiempo aquí.

Brody se puso a curiosear y ella no le detuvo. No había gran cosa que ver.

El diván bien arreglado, el sofá, los taburetes de la barra. Olía a mujer. Sin

embargo, no vio ninguno de los signos hogareños que uno espera ver en la casa de

una mujer. Nada de cosas bonitas e inútiles, nada de recuerdos del hogar o de sus

viajes.

—Bonito portátil —dijo dándole un golpecito con el dedo.

—Has dicho que tenías hambre.

Brody levantó la vista del ordenador y le sorprendió que la habitación casi vacía

la hiciese parecer tan sola.

—¿Sí?

—Antes. Si tienes hambre, puedo preparar algo para comer. Podemos

considerarlo un pago por lo de hoy, y quedamos en paz.

Lo dijo con tono alegre, pero Brody tenía habilidad para interpretar a las

personas, y aquella no estaba preparada para quedarse sola. De todos modos, tenía

hambre, y sabía de primera mano lo bien que cocinaba Reece.

—¿Qué clase de comida?

Ella se pasó una mano por el cabello y miró hacia la cocina. Era evidente que

estaba haciendo un inventario mental de sus existencias.

—Podría preparar rápidamente un poco de pollo con arroz. ¿Veinte minutos?

—Perfecto. ¿Tienes cerveza?

Reece se volvió hacia la cocina.

—No, lo siento. En la nevera tengo un vino blanco muy bueno.

—Perfecto. ¿Tienes frío?

—¿Frío?

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— 74 —

—Si no, quítate el abrigo.

Reece fue por el vino y un sacacorchos. Luego sacó del diminuto congelador un

paquete de dos pechugas de pollo sin piel. Tendría que descongelarlas, al menos

parcialmente, en el también diminuto microondas, pero no había más remedio.

Mientras se quitaba el abrigo y recogía el que él había tirado sobre un taburete

para dejarlos sobre el diván, Brody descorchó el vino.

—Solamente tengo vasos normales —dijo Reece mientras abría un armario—.

En realidad, el vino era más que nada para guisar.

—Así que me sirves vino para guisar. Bien, sláinte.

—Es un buen vino —dijo ella, un tanto irritada—. Nunca cocinaría con un vino

que no fuese capaz de beberme. Es un Pinot Grigio delicioso, así que salute resulta

más apropiado.

Brody sirvió un poco en el vaso que Reece le dio; luego alargó el brazo por

encima de la cabeza de ella para coger otro y le añadió vino. Lo probó y asintió.

—Vale, añadiremos a tu curriculum que entiendes de vinos. ¿Dónde estudiaste

cocina?

Ella se alejó para ponerse manos a la obra.

—En un par de sitios.

—Y uno de ellos es París.

Reece sacó ajos y cebollas tiernas.

—¿Por qué lo preguntas si el doctor Wallace te lo ha dicho ya?

—En realidad fue Mac, y él lo supo por el doctor. Aún no has captado el ritmo

provinciano.

—Me parece que no.

Sacó un cazo para hervir agua para el arroz.

Brody cogió su vino, se instaló en un taburete y se puso a observarla.

«Profesionalidad —pensó—. Control con cierto toque de poesía.» Los nervios

que parecían zumbar a su alrededor en otros momentos no se percibían cuando

estaba en su elemento.

Necesitaba comer más de lo que ella misma preparaba, hasta ganar como

mínimo cinco kilos. Los que debió de perder después del acontecimiento que la llevó

a huir de Boston.

De nuevo se preguntó a quién habría visto matar. Y por qué. Y cómo.

Reece preparó algo rápido y sencillo con unas galletas saladas, queso cremoso,

aceitunas y una pizca de algo que le pareció pimentón. A continuación lo puso en un

platito delante de él.

—Primer plato.

Le brindó un amago de sonrisa antes de empezar a cortar el pollo en filetes y

picar los ajos.

Brody había devorado la mitad de los deliciosos crackers cuando Reece tuvo el

arroz en marcha. Un intenso aroma a ajo perfumaba el aire.

Mientras él permanecía sentado en silencio, ella manejaba tres ollas, una con el

pollo, otra con el arroz y la tercera con el salteado de pimientos, champiñones y

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brécol.

—¿Cómo sabes guisarlo todo y tenerlo listo al mismo tiempo?

Ella le miró por encima del hombro. Tenía el rostro relajado y rosado por el

calor.

—¿Cómo sabes cuándo terminar un capítulo y empezar el siguiente?

—Eso ha tenido gracia. Tienes buen aspecto cuando cocinas.

—Mi cocina es mejor que mi aspecto. —Removió las verdura y agitó la sartén

con el pollo.

Apagó el fuego y empezó a servir la comida en los platos. Colocó el de él en su

sitio. Brody levantó una ceja.

—Veinte minutos. Y huele muchísimo mejor que la lata de sopa que pensaba

abrir esta noche.

—Te lo has ganado.

Reece se sirvió su plato, con porciones mucho más pequeñas que las de Brody,

antes de dar la vuelta a la barra para sentarse junto a él. Y, por fin, cogió su vaso de

vino.

Hizo amago de brindar y lo probó.

—Bueno, ¿cómo está?

Brody probó el primer bocado y se echó hacia atrás como para reflexionar.

—Tienes una cara interesante —empezó—. Fascinante a su estilo, sobre todo

por esos ojazos oscuros. Absorben a un hombre y lo ahogan si no se anda con

cuidado. Sin embargo —continuó mientras ella parecía apartarse de él, solo un

poco—, puede que tu cocina sea mejor que tu aspecto.

La sonrisa agradecida de Reece le hizo cambiar de opinión, pero siguió

comiendo y disfrutando de la comida, y también de su compañía, más de lo que

había esperado.

—Bueno, ¿sabes qué rumor corre ahí abajo en este momento? —preguntó él.

—¿En Joanie's?

—Eso es. La gente ve mi coche enfrente y no me ve a mí dentro. Uno comenta

algo al respecto, otro dice: «Le he visto subir con Reece o con la nueva cocinera de

Joanie, ya llevan un rato arriba».

—¡Oh, bueno, no importa! —exclamo Reece, resoplando y enderezándose en el

asiento—. ¿O sí? ¿Te importa lo que digan?

—Me da lo mismo. ¿A ti te preocupa lo que piensen o digan de ti?

—Algunas veces sí, demasiado. Otras, no me preocupa en absoluto. Desde

luego, no me preocupa para nada que perdieses una apuesta con Mac Drubber

porque no me fui a la cama con Cas.

La mirada de Brody se iluminó, divertida, mientras seguía comiendo.

—Sobrestimé a Cas y te subestimé a ti.

—Eso parece. Si la gente piensa que estamos liados durante un tiempo, tal vez

Cas deje de tratar de convencerme para que salga con él.

—¿Te está molestando?

—No, tanto como molestar no. Todo va mejor desde que le dejé las cosas claras.

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Pero esto no me vendrá mal, así que me parece que te debo otra.

—Creo que sí. ¿Me merezco otra cena?

—Pues... claro, supongo —dijo frunciendo el ceño, confusa—. Si tú quieres.

—¿Cuándo tienes otra noche libre?

—Ah... —Dios, ¿cómo había conseguido meterse ella sola en aquella

encerrona?—. El martes. Me toca el primer turno, salgo a las tres.

—Estupendo. Vendré a las siete. ¿Te va bien?

—A las siete. Claro, claro. En fin, ¿hay algo que no comas, que no te guste, que

te cause alergia?

—Si preparas vísceras no esperes que me las coma.

—Nada de mollejas; entendido.

«¿Y ahora qué?», se preguntó. No se le ocurría ningún tema de conversación

intrascendente. «Antes tenía habilidad para este cosas, pensó. Le gustaba quedar, le

gustaba sentarse con un hombre ante un plato de comida y hablar, reír. Pero su

cerebro no quería bajar por aquel camino.

—Llegará cuando llegue.

Miró a Brody a los ojos.

—Si soy tan transparente, voy a tener que instalar unas persianas.

—Es natural que lo tengas metido en la cabeza. Te has relajado un poco

mientras cocinabas.

—Ya debe de haberla encontrado. Cualquiera que sea el que lo ha hecho, no

puede habérsela llevado lejos, y si la ha enterrado...

—Es más fácil lastrarla con rocas y tirarla al río.

—¡Oh, Dios! Muchas gracias por esa imagen; seguro que vuelve a mi cabeza

más tarde.

—Es probable que, el cuerpo, con la corriente, no permanezca hundido.

Acabará aflorando en algún punto río abajo. Algún tipo que haya salido a pescar

tropezará con ella, o algún excursionista, remero o turista de Omaha, lo que más te

guste. Alguien se llevará una gran sorpresa cuando la encuentre.

—¿Puedes parar? —pidió Reece frunciendo el ceño—. Aunque hubiese hecho

algo así, habrá algún indicio, alguna prueba de lo que ha pasado. Sangre. Le ha

golpeado en la cabeza bastante fuerte, la maleza debe de haber quedado aplastada,

o... pisadas. ¿No las habría?

—Seguramente. No sabía que alguien le estaba viendo, así que ¿por qué

molestarse en borrar las huellas? Supongo que se preocupó sobre todo por librarse

del cadáver y alejarse.

—Sí. Así que el sheriff encontrará algo.

Reece se sobresaltó al oír pasos en el exterior.

—Debe de ser él —dijo Brody en tono sereno, y se levantó del taburete para

abrir la puerta él mismo.

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Capítulo 7

—¿Qué tal, Brody? ¿Reece? —Rick se quitó el sombrero al entrar y pasó la

mirada por la barra de la cocina—. Siento interrumpir vuestra cena.

—No importa, hemos terminado —contestó Reece poniéndose en pie; las

rodillas le temblaban—. ¿La ha encontrado?

—¿Os importa que me siente?

¿Cómo podía haber olvidado el ritual propio de las visitas de los policías?

Pedirles que entren, que se sienten, ofrecerles café. Aquellos días había hecho acopio

de café para los amigos. Y para la policía.

—Lo siento. —Reece hizo un gesto hacia el sofá—. Por favor. ¿Puedo traerle

algo?

—Estoy bien, gracias.

Después de acomodarse en el sofá, Rick se colocó el sombrero sobre las rodillas

y esperó a que Reece se sentase. Como había hecho antes en su propia cabaña, Brody

se quedó apoyado en la barra.

La muchacha lo supo antes de que hablase, lo vio en su rostro. Había aprendido

a leer la expresión cuidadosamente neutra que mostraba la policía.

—No he encontrado nada.

Sin embargo, Reece sacudió la cabeza.

—Pero...

—Vamos a tomárnoslo con calma—la interrumpió Rick—. ¿Por qué no vuelves

a contarme lo que viste?

—Oh, Dios mío. —Reece se pasó las manos por la cara, se apretó los ojos con los

dedos y dejó caer las manos en su regazo. Sí, claro. Volver a contarlo. Otra parte del

ritual—. De acuerdo.

Recitó de nuevo todo lo que recordaba.

—Habrá echado el cadáver en el río, o lo habrá enterrado, o... —añadió.

—Ya comprobaremos eso. ¿Estás seguro del sitio, Brody?

—Te he mostrado en el mapa el lugar donde Reece me dijo que lo vio. Muy

cerca de los pequeños rápidos.

—Al otro lado del río —le dijo Rick a Reece, en un tono tan neutro como su

rostro—. A tanta distancia, puedes haberte confundido. Y mucho.

—No. Los árboles, las rocas, el agua blanca... No me he confundido.

—No había ninguna señal de lucha en esa zona. No he encontrado ninguna

cuando he examinado el entorno.

—Debió de borrar sus huellas.

—Podría ser —dijo en un tono en el que se percibía la duda; una ligera salida de

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la neutralidad—. Volveré allí por la mañana, cuando haya luz. Brody, tal vez quieras

venir conmigo para asegurarnos de que es la zona correcta. Mientras tanto, haré

algunas llamadas para ver si ha desaparecido alguna turista o residente.

—Hay varias cabañas por esa zona —comentó Brody mientras cogía el vino que

había dejado sobre la barra.

—He pasado por un par de las más cercanas. Está la mía, y Joanie tiene un par.

Por allí son de alquiler, y en esta época del año no hacen mucho negocio. No he visto

a nadie, ni ninguna señal de que estén ocupadas. También estoy comprobando eso.

Llegaremos al fondo de esto, Reece. No quiero que te preocupes. Brody, ¿quieres

venir conmigo mañana por la mañana?

—Desde luego, no hay problema.

—Puedo pedirle a Joanie la mañana libre e ir yo también —empezó Reece.

—Brody ha estado allí. Creo que con que me acompañe uno de vosotros es

suficiente. Y te agradecería que de momento no comentases nada de esto con nadie.

Examinaremos el lugar antes de que corra el rumor. —Rick se puso en pie—. Brody,

¿qué te parece si paso a recogerte por tu casa más o menos a las siete y media?

—Allí estaré.

—Intentad disfrutar del resto de la velada. Reece, quítate esto de la cabeza

durante un rato. No puedes hacer nada más.

—No, claro, nada más.

Reece se quedó sentada mientras Rick se ponía el sombrero y salía.

—No me cree.

—Yo no he oído que dijera eso.

—Sí que lo has oído —replicó Reece, sin poder reprimir la ira—. Los dos lo

hemos oído, por debajo de sus palabras.

Brody volvió a dejar el vino y se le acercó.

—¿Por qué no iba a creerte?

—Porque no ha encontrado nada. Porque nadie más lo ha visto. Porque solo

llevo en el pueblo un par de semanas. Por un montón de razones.

—Yo también tengo toda esa información y te creo.

A la muchacha le escocían los ojos. El ansia de levantarse, apretar la cara contra

su pecho y echarse a llorar era abrumadora. En lugar de eso, se quedó sentada, con

las manos entrecruzadas con fuerza en el regazo.

—Gracias.

—Me voy a casa. Intenta seguir el consejo del sheriff y olvídate de eso durante

unas horas. Tómate una pastilla y acuéstate.

—¿Cómo sabes que tengo pastillas para dormir?

Los labios de Brody se curvaron, solo un poco.

—Tómate un somnífero y desconecta. Mañana te diré lo que hay.

—De acuerdo, gracias.

Se levantó para acercarse a la puerta y abrirla ella misma.

—Buenas noches.

Satisfecho por dejarla más enfadada que deprimida, Brody salió sin decir nada

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más.

La muchacha cerró la puerta, la comprobó y comprobó las ventanas. El hábito

hizo que se dirigiese hacia la cocina para fregar los platos y cazuelas, pero a medio

camino se volvió y conectó el ordenador portátil.

Lo escribiría todo en su diario.

Mientras Reece se sentaba ante el teclado, Rick entraba en su oficina y encendía

las luces. Colgó el sombrero y el abrigo, y luego volvió a la pequeña habitación de

descanso para preparar un poco de café.

Mientras tanto, llamó a su casa. Tal como esperaba, su hija mayor cogió el

teléfono a la primera llamada.

—¡Hola, papá! ¿Puedo ponerme rímel para ir al baile de primavera? Solo un

poco. Todas las chicas lo llevan. Por favor.

Se apretó los ojos con los dedos. Aún no tenía trece años y ya hablaba de rímel y

bailes.

—¿Qué ha dicho tu madre?

—Ha dicho que lo pensará. Papá...

—Entonces yo también lo pensaré. Pásame a mamá, cariño.

—¿No puedes venir a casa? Podríamos hablarlo.

«¡Dios me libre!», pensó Rick.

—Esta noche tengo que trabajar hasta tarde, pero hablaremos de ello mañana.

Ahora pásame a mamá.

—¡Mamá! Papá está al teléfono. Tiene que trabajar hasta tarde, y mañana

hablaremos de si puedo ponerme rímel como una persona normal.

—Gracias por la información. —Debbie Mardson se echó a reír en el auricular,

más divertida que agobiada. Rick se preguntó cómo lo conseguía—. Esperaba que

estuvieses de camino a casa.

—Tengo que quedarme en la oficina un rato, no sé cuánto. ¿Por qué demonios

tiene que ponerse rímel esa chica? Tiene los mismos ojos que tú, las pestañas más

largas de Wyoming.

Era como si las estuviera viendo, largas y curvadas, sobre los ojos azules.

—Por las mismas razones que yo unas pestañas demasiado finas. Además, es

un instrumento femenino básico.

—¿Se lo vas a permitir?

—Lo estoy considerando.

Rick se frotó la nuca. Era un hombre lamentablemente excedido en número por

las mujeres.

—Primero fue el pintalabios.

—Brillo —corrigió Debbie—. Brillo de labios.

—Lo que sea. Ahora es el rímel. Luego querrá un tatuaje. Hasta ahí podíamos

llegar.

—Me parece que podemos dejar el tatuaje para más adelante. ¿Por qué no

llamas antes de salir? Así te tendré la cena caliente.

—Quizá salga tarde. Me he traído un bocadillo de lomo de Joanie's. No te

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preocupes. Dales un beso a las chicas de mi parte.

—Lo haré. No te canses demasiado, lo justo para que al volver a casa puedas

darme un beso.

—Claro que sí. Te quiero, Deb.

—Yo también te quiero. Adiós.

Se quedó un rato sentado en silencio, bebiendo el café, comiendo el bocadillo,

pensando en su esposa y en sus tres hijas. No quería que su niña se pusiera

maquillaje, pero ya sabía que acabaría convenciéndolo. Su hija mayor poseía la

tenacidad de la madre.

Con un suspiro, metió la servilleta de papel en la bolsa de la comida y lo tiró

todo a la basura. Mientras se servía una segunda taza de café, repasó mentalmente la

declaración de Reece, revisó de nuevo los detalles, el tiempo. Sacudió la cabeza,

añadió leche en polvo al café y se lo llevó a su oficina.

El también conectó el ordenador. Había llegado el momento de averiguar algo

más sobre Reece Gilmore, aparte de que no estaba lidiada y procedía de Boston.

Pasó varias horas buscando, leyendo, haciendo llamadas y tomando notas.

Cuando acabó, tenía un archivo y, tras vacilar un poco, lo guardó en el último cajón

de su escritorio.

Era tarde cuando salió de la oficina para volver a casa preguntándose si su

esposa le habría esperado despierta.

Cuando pasó junto a Ángel Food, observó que la luz seguía encendida en el

apartamento de arriba.

A las siete y media de la mañana, mientras Reece se esforzaba por concentrarse

en las tortitas de leche y los huevos revueltos, Brody subía al coche de Rick armado

con un termo de café.

—Buenos días. Te agradezco que me acompañes, Brody.

—No hay problema. Lo consideraré un trabajo de documentación.

Rick sonrió brevemente.

—Supongo que podríamos decir que tenemos un misterio entre manos.

¿Cuánto tiempo dijiste que pasó desde que Reece te dijo que lo vio hasta que volviste

allí con ella?

—No sé cuánto tardó en llegar hasta donde yo estaba. Ella bajaba corriendo, y

yo ya subía por el sendero. Supongo que menos de diez minutos. Diría que cinco

antes de que empezásemos a subir, y quizá diez minutos o un cuarto de hora más

hasta que llegamos al punto en el que ella se había detenido.

—¿Y su estado de ánimo cuando la viste?

Brody se sintió irritado.

—El que cabría esperar en una mujer que ha visto que estrangulaban a otra.

—Tranquilo, Brody, no vayas a pensar que no comprendo la situación, la

cuestión es que tengo que considerar esto de forma diferente. Quiero saber si se

mostraba coherente, si tenía la mente clara.

—Al cabo de un par de minutos, sí. Ten en cuenta que se encontraba a

kilómetros de cualquier medio para conseguir ayuda, aparte de mí. Era la primera

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vez que recorría ese sendero. Se sintió sola, conmocionada, asustada e impotente

mientras presenciaba la escena.

—A través de unos prismáticos, al otro lado del río Snake. —Rick levantó una

mano—. Tal vez todo pasó tal como ella dijo, pero tengo que tomar en consideración

las circunstancias y la falta de pruebas. ¿Puedes afirmar que estás seguro del todo de

que no se equivocó? Quizá viese a un par de personas discutiendo, que incluso viese

a un hombre golpear a una mujer.

Había pensado mucho en ello la noche anterior. Él mismo había repasado los

detalles, punto por punto. Y recordaba la cara de ella, fría y húmeda, pálida, con los

ojos muy abiertos, vidriosos y hundidos.

Una mujer no mostraba semejante terror por presenciar una discusión entre

extraños.

—Creo que vio exactamente lo que dijo. Lo que me contó en el camino y lo que

te contó tres veces en sus declaraciones. No cambió los detalles ni una sola vez.

Rick soltó un bufido.

—En eso tienes razón. ¿Estáis liados?

—¿En qué?

Rick soltó una carcajada.

—Me tienes que caer bien por fuerza, Brody. Eres un cabrón. ¿Estáis

personalmente liados el uno con el otro?

—¿Eso qué tiene que ver?

—La información siempre tiene que ver en una investigación.

—Entonces, ¿por qué no me preguntas si me acuesto con ella y ya está?

—Bueno, he intentado mostrarme sensible y sutil —dijo Rick con una ligera

sonrisa—. Pero de acuerdo. ¿Te acuestas con ella?

—No.

—Está bien —repitió.

—¿Y si hubiese dicho que sí?

—Entonces tendría en cuenta esa información, como un buen funcionario de

policía. Tus asuntos son tuyos, Brody. Aunque, por supuesto, ese tipo de asuntos

corre por el pueblo como un reguero de pólvora. No hay nada tan interesante como

el sexo, tanto si es uno mismo el que lo practica como si hablas de otros que lo

practican.

—Yo prefiero practicarlo que hablar de él.

—Tú eres así —dijo Rick volviendo a sonreír brevemente—. Y, la verdad, yo

también.

Circularon un rato en silencio hasta que Rick abandonó la carretera.

—Este es el mejor sitio para acortar camino y llegar al lugar junto al río que me

mostraste en el mapa.

Brody se colgó una pequeña mochila del hombro. Incluso para una excursión

tan corta, no era prudente salir sin los utensilios esenciales. Atravesaron campos de

salvia y bosque, donde el barro blando conservaba unas huellas que Brody reconoció.

Eran de ciervo, de oso y, supuso, de las botas de Rick del día anterior.

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—No hay huellas humanas que se dirijan al río —señaló Rick—. Estas son las

mías de ayer. Por supuesto, pudieron llegar desde otro lugar, pero eché un buen

vistazo por los alrededores. Si tienes un cadáver, debes librarte de él. Echarlo al río

podría ser el gesto instintivo, la primera reacción de pánico. —Caminaba despacio,

observando el suelo y los árboles—. O lo enterrarías. Desde luego, habría señales de

eso. No tiene sentido arrastrar lejos un cadáver, y cavar una tumba es mucho más

difícil de lo que parece. —Se puso en jarras, con una muñeca apoyada distraídamente

en la culata de su arma reglamentaria—. Se notaría, y los animales de por aquí la

encontrarían enseguida. Tú mismo puedes ver que no hay señales de que nadie

entrase o saliese de esta zona ayer. Te lo preguntaré de nuevo: ¿podrías haberte

equivocado en el sitio?

—No.

A través de los pinos, los arándanos y los sauces, avanzaron hacia el norte, en

dirección al río. Brody observó que la tierra estaba húmeda por el deshielo. Debería

haber conservado las huellas humanas igual que conservaba las huellas de ciervos y

alces. Aunque vio señales del paso de animales, no había huellas humanas. Rodearon

un bosquecillo y, mientras Brody se paraba a mirar y se agachaba para buscar

señales, Rick esperó.

—Supongo que ya hiciste esto ayer.

—Desde luego —reconoció Rick—. Por aquí hay buenas bayas en temporada —

añadió en tono informal—. Tenemos arándanos, gayubas... —Hizo una pausa y miró

en la dirección donde se encontraba el río, que ya se presentía—. Si un hombre

hubiese tratado de esconder un cuerpo ahí, habría señales de ello. Y creo que a estas

alturas los animales habrían captado el olor y habrían venido a explorar.

—Sí. —Brody volvió a ponerse en pie—. Sí, tienes razón. Incluso un urbanita

como yo sabe eso.

A pesar de las circunstancias, Rick sonrió.

—Te manejas bastante bien en el campo para ser un urbanita.

—¿Cuánto tiempo tengo que vivir aquí para perder la etiqueta de urbanita?

—Puede que se te desgaste un poco cuando lleves diez o quince años muerto.

—Eso suponía —dijo Brody mientras reanudaba la marcha—. Tú tampoco

naciste aquí —recordó—. Recluta.

—Mi madre se instaló en Cheyenne antes de que yo cumpliese doce años, así

que te llevo una buena ventaja. Soy de por aquí. Ya se oyen los rápidos.

El grave retumbar llegaba a través de los álamos temblones, los chopos

americanos y los sauces colorados. La luz del sol se hizo más intensa hasta que Brody

pudo verla reflejada en el agua. Más allá estaba el cañón y, al otro lado, el punto alto

donde había estado con Reece.

—Estaba sentada allí cuando lo vio.

Protegiéndose los ojos con la palma de la mano, Brody señaló hacia las rocas.

«Aquí hace más fresco —pensó Brody—, más fresco junto al agua, con el viento

susurrando entre los árboles.» Pero el día era lo bastante claro para que sacase sus

gafas de sol de la mochila.

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—Tengo que decir, Brody, que eso está a mucha distancia. —Rick sacó sus

gemelos y siguió la dirección indicada por Brody—. A mucha distancia —repitió—.

Además, a esa hora el reflejo del sol en el agua te deslumbra.

—Rick, somos amigos desde hace un año.

—Desde luego.

—Por eso voy a preguntártelo sin rodeos. ¿Por qué no crees a la chica?

—Vayamos paso a paso. Ella está allí arriba, ve lo que pasa aquí abajo, baja

corriendo por el sendero y tropieza contigo. Mientras tanto, ¿qué está haciendo ese

tipo con el cadáver de la mujer? Si lo tiró al río, saldrá a flote. Y probablemente ya

tendría que haberlo encontrado alguien. Por aquí no hay gran cosa para lastrar el

cuerpo y, según el tiempo que me has indicado, solo tuvo una media hora para

hacerlo. Si ese era el plan, habría tardado... En mi opinión más de lo que tardasteis

vosotros dos en volver al punto desde donde se ve este sitio.

—Podría haberla arrastrado detrás de aquellas rocas o entre los árboles. Desde

el otro lado del río no la habríamos visto. Tal vez fue a buscar una pala o una cuerda.

Vete a saber.

Rick suspiró.

—¿Has visto alguna señal de que alguien haya entrado o salido de aquí

arrastrando o enterrando un cuerpo?

—No, no la he visto. Todavía no.

—Ahora tú y yo vamos a dar una vuelta, como ya hice ayer. No hay ni una sola

señal de una tumba reciente. Eso deja la posibilidad de llevarse a rastras el cadáver

hasta un coche o una cabaña. Es mucha distancia para acarrear un peso muerto,

mucha distancia para no dejar una sola señal que ninguno de nosotros pueda ver. —

Se volvió hacia Brody—. Me estás diciendo que estás seguro de que fue aquí donde

lo vio, y yo te digo que no veo nada que indique que alguien estuviese aquí, y mucho

menos que golpease a una mujer contra el suelo y la estrangulase.

La lógica de la argumentación era indiscutible.

—Borró sus huellas —insistió Brody.

—Es posible, es posible. Pero ¿cuándo demonios lo hizo? Se llevó el cuerpo, lo

arrastró donde nadie pudiera verlo, volvió, borró sus huellas aquí... y eso sin saber

que alguien le había visto matar a otra persona.

—Suponiendo que no viese a Reece allí arriba.

Rick se quitó las gafas de sol y a través de ellas miró al otro lado del agua,

camino arriba.

—Muy bien, démosle la vuelta y digamos que la vio. De todos modos consiguió

largarse en los treinta minutos que dices que pasaron. Aunque fuesen cuarenta, en

mi opinión sigue sin sostenerse.

—¿Crees que miente, que se lo ha inventado? ¿Qué sentido tiene?

—No creo que mienta. —Rick se echó el sombrero hacia atrás y se frotó la

frente, preocupado—. Hay algo más, Brody. Al veros juntos ayer, primero en tu casa

y luego en la de ella, supuse que os traíais algo entre manos. Que tal vez supieses

más de ella.

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—¿Más de qué?

—Te lo contaré mientras damos ese paseo. Espero que puedas guardarte lo que

voy a decirte. Supongo que eres una de las pocas personas del pueblo que es capaz

de hacerlo.

Mientras caminaban, Brody clavaba la mirada en el suelo u observaba la

vegetación. Quería encontrar algo que demostrase que Rick estaba equivocado, y se

daba cuenta.

Eso significaba que prefería demostrar que una mujer estaba muerta a que Rick

creyera que Reece se equivocaba.

Pero recordó el aspecto que tenía cuando la encontró, cómo se había esforzado

para no hundirse en el largo camino de regreso. Y lo sola que parecía en su piso casi

vacío.

—He hecho algunas comprobaciones sobre ella.

Cuando Brody se detuvo y entrecerró los ojos, Rick sacudió la cabeza.

—Lo considero parte de mi trabajo —añadió—. Cuando llega alguien nuevo y

se instala en el pueblo, quiero saber si está limpio. Hice lo mismo contigo.

—¿Y pasé la prueba?

—Tú y yo no hemos tenido palabras en otro sentido, ¿verdad? —Hizo una

pausa y levantó la barbilla hacia la izquierda—. Esa es la parte trasera de una de las

cabañas de Joanie. Esa es la más cercana, y hemos tardado unos diez minutos en

llegar. A buen paso, y sin llevar peso muerto. Ninguna clase de vehículo puede llegar

más cerca. En cualquier caso, habría huellas de neumáticos.

—¿Entraste en la cabaña?

—Llevar una placa no significa que pueda entrar en una propiedad privada.

Pero miré por ahí, miré por las ventanas. Las puertas están cerradas con llave. Fui a

las otras dos que están más cerca, entre las que se incluye la mía. Y ahí sí que entré.

No había nada.

De todas formas continuaron, alcanzaron la cabaña y la rodearon.

—Reece está limpia, por si te interesa —continuó Rick cuando Brody atisbo por

las ventanas de la cabaña—. Pero estuvo implicada en algo hace unos años.

Brody dio un paso atrás y midió sus palabras.

—¿Implicada en qué?

—Una matanza por diversión en el restaurante en el que trabajaba en Boston.

Fue la única superviviente. Le pegaron dos tiros.

—Por el amor de Dios...

—Sí. La dieron por muerta y la dejaron en una especie de armario, un trastero.

Me ha dado los detalles un policía de Boston que trabajó en el caso. Ella se hallaba en

la cocina y todos los demás estaban en el comedor... Fue después de cerrar. Oyó

gritos, disparos, y recuerda, o cree recordar, que cogió su teléfono móvil. Uno de los

hombres entró y le disparó. No recuerda mucho más... o no lo recordaba. No pudo

verle bien. Cayó contra el armario y se quedó allí hasta que la policía la encontró un

par de horas más tarde. El policía con el que hablé me dijo que estuvo a punto de no

contarlo. Estuvo casi una semana en coma después de que la operasen, y al despertar

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tenía la memoria afectada. Y su estado mental no era mucho mejor que el físico.

Nada, nada de lo que había imaginado se acercaba a aquello.

—¿Cómo habría podido serlo?

—Lo que digo es que tuvo una crisis. Pasó varios meses en un hospital

psiquiátrico. Nunca fue capaz de darles a los policías detalles suficientes o una buena

descripción. Nunca atraparon a quienes mataron a toda aquella gente, y luego ella

desapareció del mapa. El detective que dirigía la investigación se puso en contacto

con ella varias veces durante más o menos el primer año. La última vez que lo

intentó, se había mudado sin dejar señas. Tiene familia, una abuela, pero esta solo

pudo decirle que Reece se había marchado y no pensaba volver.

Rick se detuvo y recorrió los alrededores con una mirada lenta y prolongada.

Luego cambió de dirección y volvió hacia atrás. Una curruca empezó a emitir su

rápido y agudo canto.

—Recuerdo algo de aquello. La matanza salió en todos los periódicos y en la

televisión. Me acuerdo de que pensé: «Gracias a Dios que vivimos aquí y no en la

ciudad».

—Sí, claro, por aquí no hay armas.

Rick apretó la mandíbula.

—La gente de aquí valora su derecho constitucional a llevar armas. Y lo

respetan, urbanita.

—Has olvidado de llamarme izquierdoso.

—Estaba siendo educado.

—Desde luego, lunático facha —dijo Brody en tono ligero.

Rick soltó una carcajada.

—No sé por qué tengo que ser amigo de un elitista de ciudad —dijo ladeando la

cabeza—. Me sorprende que no te enterases de ese asunto siendo reportero de una

gran ciudad.

Brody calculó el tiempo. Si sucedió justo después de que se fuese del periódico,

debía de estar cociendo su amargura al sol y entre las olas de Aruba. No leyó un

periódico en casi ocho semanas, y le hizo boicot a la CNN. Solo por principio.

—Cuando dejé el Trib, durante un par de meses me tomé lo que llamaremos

una moratoria respecto a las noticias.

—Bueno, supongo que la atención de los medios de comunicación debió de

agotarse en ese tiempo. Siempre hay algo nuevo con lo que bombardear al público.

—La Constitución de Estados Unidos garantiza la libertad de prensa.

—Y es una lástima. Pero, para volver a lo nuestro, lo que le pasó a Reece es una

experiencia terrible para cualquiera, y cabe la posibilidad de que no se haya

recuperado del todo.

—¿Qué quieres decir? ¿Que se imaginó un asesinato? Corta el rollo, Rick.

—Puede que se durmiese, que echase una cabezada de pocos minutos y tuviese

una pesadilla. El policía que trabajó en el caso me contó que era propensa a sufrirlas.

Esa subida es muy larga para alguien que no esté acostumbrado a las caminatas, y

debía de estar cansada cuando llegó al lugar donde se detuvo. También podía estar

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mareada. Joanie dice que la chica solo come si le pone un plato delante de las narices.

Además, está nerviosa.

Arrastró el tocador hasta delante de la puerta de la habitación contigua en el

hotel y lo dejó así durante todo el tiempo que estuvo allí. No llegó a deshacer la

maleta.

—Que sea demasiado prudente no significa que esté loca.

—Vamos, Brody, no he dicho que esté loca, pero creo que es probable que siga

estando emocionalmente perturbada —dijo el sheriff, aunque levantó ambas manos

de inmediato—. Retiraré lo de perturbada y diré frágil. Así lo veo yo, porque en

realidad no hay nada más que ver. No es que no vaya a seguir investigando el

asunto, pero tal como están las cosas no voy a llamar a la policía del estado. No

tienen nada que hacer aquí. Investigaré en el registro de personas desaparecidas, a

ver si encuentro a alguien que corresponda a la descripción que Reece me dijo de la

mujer. No puedo hacer más que eso.

—¿Eso es lo que vas a decirle, que no puedes hacer nada más?

Rick se quitó el sombrero y se pasó los dedos por el pelo.

—¿Ves lo que veo yo aquí, o sea, nada? Si tienes tiempo me gustaría que

vinieses conmigo a examinar las otras cabañas de las proximidades.

—Tengo tiempo. Pero ¿por qué yo en lugar de uno de tus ayudantes?

—Tú estabas con ella —contestó Rick mientras volvía a ponerse el sombrero sin

cambiar de expresión—. Te consideraremos un testigo secundario.

—¿Quieres que te cubra las espaldas?

—Si lo prefieres, puedes llamarlo así —dijo Rick, sin rencor—. Mira, creo que

ella piensa que vio algo, pero no hay pruebas que lo confirmen. Lo que pienso es que

se durmió y tuvo una pesadilla, y tú tienes que admitir al menos la posibilidad de

que fuese eso lo que ocurrió. No quiero agravar sus problemas, sean los que sean, y

tengo que trabajar con hechos. El hecho es que aquí no hay ningún indicio de que

haya pasado algo raro. Ni siquiera un indicio de que alguien haya estado aquí en las

últimas veinticuatro horas. Daremos otra vuelta al regresar y examinaremos las

cabañas de esta zona. Si encontramos algo, solo con que tropecemos con una

puñetera pelusa, telefonearé a la policía del estado y le seguiremos la pista a este

asunto. De lo contrario, lo único que puedo hacer es comprobar cada cierto tiempo el

registro de personas desaparecidas.

—Simplemente no la crees.

—¿Tal como están las cosas, Brody? —Rick miró al otro lado del río, hacia las

rocas—. No, desde luego que no.

Cuando la avalancha del desayuno terminó, Reece empezó a preparar la sopa

del día. Puso a hervir judías, cortó sobras de jamón y picó cebollas. En Joanie's no se

utilizaban hierbas frescas, así que se conformó con las secas.

Sería mejor con albahaca y romero fresco. La pimienta negra recién molida sería

preferible al maldito polvo gris del bote del estante. Por el amor de Dios, ¿cómo se

podía hacer un guiso con ajo molido? Ojalá tuviese sal marina. ¿No había por allí

ningún sitio donde conseguir tomates con algo de sabor en esa época del año?

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—Desde luego, no paras de quejarte. —Joanie se acercó a la olla y la olió—. A

mí me parece que tiene buena pinta.

Reece se dio cuenta de que había vuelto a hablar sola.

—Lo siento. Quedará muy buena. Es que estoy de mal humor.

—He podido verlo por mí misma durante toda la mañana. Y ahora, además, te

he oído. Esto no es un restaurante fino. Si querías lujo, tenías que haber dirigido el

coche hacia Jackson Hole.

—Está bien. Lo siento.

—No he pedido la primera disculpa, y la segunda ya es una pesadez. ¿No tienes

carácter?

—Tenía. Sigue en el taller de reparaciones.

Cualquiera que fuese la causa del mal humor, la mirada de Reece y sus

movimientos espasinódieos resultaban preocupantes.

—Te he dicho que preparases lo que quisieras para la sopa del día, ¿no? —dijo

Joanie en tono enérgico—. Si quieres algo que no tengamos aquí, haz una lista. A lo

mejor lo encargo. Si no tienes iniciativa para pedirlo, luego no murmures y protestes.

—De acuerdo.

—¡Sal marina...!

Con un bufido de burla, Joanie se alejó a grandes zancadas para servirse una

taza de café. Desde el rincón, pudo contemplar a Reece a sus anchas. Observó que la

muchacha estaba pálida y tenía ojeras.

—Diría que no te fue demasiado bien en tu día libre.

—No, no me fue bien.

—Mac me dijo que hiciste una excursión por el sendero de Little Ángel.

—Sí.

—Te vi volver con Brody.

—Sí... nos encontramos en el sendero.

Joanie bebió despacio un sorbo de café.

—Tal como te tiemblan las manos en lugar de filetear esas zanahorias vas a

acabar cortándote los dedos en rodajas.

Reece dejó el cuchillo y se volvió.

—Joanie, vi... —empezó, pero se interrumpió cuando Brody entró en el local—.

¿Puedo tomarme un descanso?

«Algo pasa —pensó Joanie al ver a Brody, que se detuvo y esperó—. Estos se

traen algo entre manos.»

—Adelante.

Reece no se echó a correr pero salió deprisa de detrás de la barra con los ojos

fijos en Brody. El corazón le golpeaba las costillas. Y su mano se alargó para coger la

de él cuando aún estaba a dos pasos.

—¿La habéis...?

—Vamos fuera.

La muchacha se limitó a asentir, un gesto innecesario porque Brody ya tiraba de

ella hacia la puerta.

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—¿La habéis encontrado? —repitió Reece—. Dime, ¿sabemos quién es?

Él siguió caminando y agarrando con firmeza el brazo de ella hasta que

estuvieron en el lateral del edificio, al pie de las escaleras que llevaban al piso de

Reece.

—No hemos encontrado nada.

—Pero... Debió de lanzarla al río. —Se había pasado la noche visualizando la

escena—. ¡Oh, Dios mío! ¡Lanzó su cuerpo al río! —añadió.

—No he dicho a nadie, Reece. He dicho nada.

—Debió... —Se contuvo y aspiró con fuerza—. No lo entiendo —dijo luego en

tono prudente.

—Hemos ido al sitio donde dijiste que les habías visto. Hemos recorrido el

terreno desde allí hasta la carretera y hacia atrás desde distintas direcciones. Hemos

ido a las cinco cabañas más cercanas a la zona. Están vacías, y no hay señales de que

hayan estado ocupadas.

El terror enfermizo surgió en el centro de su vientre.

—No tenían por qué alojarse en una cabaña.

—No, pero tuvieron que llegar al lugar donde tú les viste desde algún sitio. No

había huellas, no había señales.

—Os habéis confundido de sitio.

—No nos hemos confundido.

Reece cruzó los brazos contra el pecho, pero lo que le producía escalofríos no

era la fría brisa de primavera.

—Eso es imposible. Estaban allí. Discutieron, se pelearon y él la mató. Lo vi con

mis propios ojos.

—Yo no he dicho otra cosa. Lo que te digo es que allí no hay nada que lo

confirme.

—Él quedará impune. Se marchará y vivirá su vida. —Reece se dejó caer

sentada en los escalones—. Porque yo fui la única que lo vi, y no vi lo suficiente, no

pude hacer nada.

—¿Siempre gira el mundo a tu alrededor?

Reece alzó la mirada, dividida entre la conmoción y el dolor.

—¿Y cómo demonios te sentirías tú? Supongo que te limitarías a encogerte de

hombros. Caray, hice lo que pude. Más vale que te vayas a tomar una cerveza y te

tumbes en la hamaca.

—Aún es un poco pronto para una cerveza. El sheriff va a comprobar si ha

desaparecido alguien. Irá al rancho para turistas, a la pensión, a algunas zonas y

campings alejados. ¿Se te ocurre alguna forma mejor de llevar el caso?

—Eso no es cosa mía.

—Tampoco mía.

Reece se puso en pie de golpe.

—¿Por qué no ha vuelto para hablar conmigo? Porque no me cree —dijo antes

de que él pudiese responder—. Piensa que me lo inventé.

—Si quieres saber lo que cree, pregúntaselo. Yo te digo lo que sé.

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—Quiero ir allí y verlo por mí misma.

—Eso es cosa tuya.

—No sé cómo llegar allí. Y aunque tal vez seas la última persona a la que quiero

pedirle un maldito favor, ¿sabes una cosa?, también eres la única persona que estoy

absolutamente segura de que no mató a esa mujer. Salvo que, además de tus otras

aptitudes, puedas echar alas y volar. Salgo a las tres. Puedes recogerme aquí.

—¿Puedo?

—Sí, puedes. Y lo harás. Porque estás tan intrigado con esto como yo. —Se

metió la mano en el bolsillo, sacó un arrugado y descolorido billete de diez dólares y

se lo puso en la mano con un gesto brusco—. Ahí tienes. Eso debería cubrir la

gasolina.

Se marchó a grandes pasos y le dejó mirando el billete con una mezcla de

diversión y enojo.

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Capítulo 8

Reece puso a hervir la sopa y, con un humor de perros, empezó a elaborar

mentalmente una lista de lo que consideraba productos esenciales para cualquier

cocina.

Restaurante de cinco tenedores, local modesto de pueblo, cocina doméstica...

¿Qué más daba? La comida era comida y ¿Por qué demonios no debía estar

perfectamente preparada?

Aprontó varios pedidos para clientes que, por razones que se le escapaban,

querían comer una hamburguesa de búfalo antes del mediodía. Entre un pedido y

otro se dedicó a limpiar la cocina, empezando por el interior de los armarios.

Estaba de rodillas repasando la zona de debajo del fregadero cuando Linda-Gail

se agachó junto a ella.

—¿Intentas que los demás quedemos mal?

—No. Me mantengo ocupada.

—Cuando hayas terminado aquí, puedes ir a mi casa y mantenerte ocupada allí.

¿Estás cabreada con Joanie?

—No, estoy cabreada con el mundo. Con todo el puto y asqueroso mundo.

Linda-Gail echó un vistazo por encima del hombro y bajó la voz.

—¿Tienes la regla?

—No.

—Es que durante uno o dos días al mes suelo cabrearme con todo el puto y

asqueroso mundo. ¿Puedo hacer algo?

—¿Puedes eliminar las últimas veinticuatro horas con el poder de tu mente?

—No creo —dijo al tiempo que apoyaba una mano en la espalda de Reece en un

gesto cariñoso—, pero llevo chocolate en el bolso.

Reece soltó un suspiro y dejó caer el trapo en el cubo de agua jabonosa.

—¿Qué clase de chocolate?

—Los cuadraditos envueltos en papel dorado que el hotel pone sobre las

almohadas por la noche. María, la encargada de la limpieza, es mi camello.

La sonrisa parecía tan ajena en el rostro de Reece que casi dolía.

—No son malos. Gracias, quizá...

—Reece, ven un momento a mi despacho.

La voz de Joanie's, cortante y fría, la obligó a sacar la cabeza de debajo del

fregadero.

Reece y Linda-Gail intercambiaron una mirada —y la de Linda-Gail estaba llena

de compasión— antes de que Reece se levantase y siguiese a Joanie al pequeño

despacho.

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—Cierra esa puerta. Mi hijo acaba de llamarme. Resulta que el sheriff ha ido al

rancho a hacer preguntas. Al parecer, busca a unas personas, sobre todo a una mujer

que podría haber desaparecido. Cas no le ha sacado gran cosa, pero no he criado a

ningún bobo, así que ha atado cabos.

Se volvió a la pequeña ventana y la abrió de par en par antes de vaciarse el

bolsillo de cigarrillos.

—Rick dice que puede que alguien viese que algo le pasaba a esa mujer, que

puede que esa persona estuviese en Little Ángel y creyese que algo pasaba al otro

lado del río. Como yo tampoco soy boba, supongo que ese alguien que pudo ver algo

eres tú.

—El sheriff me pidió que no dijese nada hasta que él investigase, pero como no

encuentra nada... Vi cómo un hombre mataba a una mujer. Le vi estrangularla y yo

estaba demasiado lejos para hacer nada. Y ahora no encuentran nada, como si nunca

hubiese ocurrido.

Joanie soltó un torrente de humo.

—¿Qué mujer?

—No sé. No la reconocí. No la vi bien. Ni su cara, ni la de él. Pero vi... Vi...

—No vayas a ponerte histérica —dijo Joanie con voz fría y firme—. Si lo

necesitas, siéntate, pero no te pongas histérica.

—De acuerdo. —Reece no se sentó, pero se enjugó las lágrimas con las manos—

. Los vi. Vi lo que él le hizo. Fui la única que vio algo.

Las botas de ella golpeando el suelo.

Unas Nike negras de caña alta con tiras plateadas en la puerta del almacén.

Su cazadora negra y su gorra anaranjada de cazador.

Sudadera de color gris oscuro, pistola grande y negra.

—Fui la única que vio algo —repitió—, pero no vi lo suficiente.

—Dijiste que Brody y tú estabais en el sendero.

—Él estaba más abajo y no lo vio. Subió conmigo luego, pero ya no había nada

que ver. —En aquella habitación diminuta le faltaba aire; Reece se acercó a la

ventana—. No me lo imaginé —añadió.

—¿Por qué iba a pensar que lo imaginaste? Si estabas trastornada por esto,

podías haberte tomado el día libre.

—Ya me lo tomé ayer y mira lo que pasó. ¿Te ha dicho Cas... si había alguna

mujer alojada en el rancho?

—Todos los que se alojan o trabajan allí están controlados.

—Claro —dijo Reece cerrando los ojos, sin saber si debía sentirse aliviada o

aterrada—. Claro que sí.

Después de llamar a la puerta, Linda-Gail asomó la cabeza.

—Lo siento, pero aquí fuera empezamos a estar apurados.

—Diles que se esperen —ordenó Joanie, y luego aguardó a que la puerta

volviese a cerrarse—, ¿Puedes acabar tu turno?

—Sí. Prefiero tener algo que hacer.

—Entonces ocúpate de la cocina. Mientras tanto, si te comes el coco, pasa de lo

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que Rick Mardson te diga. Puedes hablar conmigo.

—Gracias. Me siento como si me hubiesen retorcido las tripas.

—No me extraña. Seguro que después de soltarlo te sientes mejor.

—Sí, es cierto. Si te preguntase... Ya se lo he preguntado a Brody, pero el sheriff

Mardson y él son amigos... Bueno, si te preguntase a ti, ¿me dirías qué opinión tienes

de él como sheriff?

—Lo bastante buena para haber votado por él las dos veces que se ha

presentado. Hace una docena de años que los conozco, a Debbie y a él, desde que se

trasladaron aquí desde Cheyenne.

—Sí, pero... —Reece se humedeció los labios—. Me refiero a su trabajo como

policía.

—En cuanto a eso, hace lo que hay que hacer, sin llamar mucho la atención. Tal

vez creas que no hay mucho que hacer en un pueblo de este tamaño, pero te

garantizo que todo hijo de vecino tiene un arma en Ángel's Fist. La mayoría más de

una. Rick se asegura de que la gente las utilice para cazar y practicar el tiro al blanco.

Mantiene el ambiente todo lo pacífico que puedas imaginarte cuando este pueblo

rebosa de turistas. Hace su trabajo.

No hacía falta ser un lince para ver que Reece no estaba convencida.

—Deja que te pregunte una cosa —continuó Joanie—. ¿Hay algo más que

puedas hacer sobre este asunto aparte de lo que hiciste?

—No lo sé.

—Entonces déjalo en manos de Rick, vuelve a la cocina y haz tu trabajo.

—De acuerdo, supongo que tienes razón. Ah, Joanie, estoy haciendo esa lista, y

solo quería mencionar que comprar ajos frescos resultaría a la larga mucho más

barato y práctico que comprar el ajo molido.

—Lo tendré en cuenta.

La sopa fue un éxito, así que no tenía sentido pensar que habría quedado más

rica si hubiese tenido a mano todos los ingredientes que echaba en falta.

Aquella constante lucha por conseguir la perfección era cosa del pasado. ¿Aún

no había aprendido que bastaba con salir adelante? Allí a nadie le importaba si el

orégano era fresco o si llevaba seis meses en frascos de plástico.

¿Por qué debía importarle a ella?

Solo tenía que cocinar, servir y cobrar su cheque.

No pertenecía a aquel lugar. En realidad, seguramente había cometido un error

al quedarse con el apartamento de arriba. Estaba demasiado cerca. Debería

trasladarse de nuevo al hotel.

Mejor aún, debería meter sus cosas en el coche y marcharse.

Nada la retenía allí. Nada la retenía en ninguna parte.

—¡Brody está aquí! —le gritó Linda-Gail—. Ahí tienes la nota. El doctor y él han

pedido la sopa.

—Brody y el doctor —masculló Reece—. ¿No es perfecto?

Les serviría sopa, muy bien. Sin problemas.

Mientras la rabia empezaba a burbujear, llenó dos cuencos y los puso en un

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plato con pan y mantequilla. Y cuando el burbujeo se convirtió en vapor, los llevó a

la mesa donde estaban sentados los hombres.

—Aquí tienen su sopa. Y como acompañamiento voy a dejar clara una cosa. No

necesito ni quiero ningún examen médico. No estoy enferma. No le ocurre nada a mi

vista. No me dormí en el sendero y no soñé que veía estrangular a una mujer.

La violencia de sus palabras flotando en el aire interrumpió las conversaciones

en las mesas cercanas. Por un momento, solo se oyó a Clarín lirooks en la máquina de

discos.

—Que disfruten de su comida —concluyó Reece antes de volver a la cocina.

Se quitó de un tirón el delantal y cogió su chaqueta.

—Mi turno ha terminado. Me voy arriba.

—Muy bien. —Joanie colocó una hamburguesa sobre la plancha—. Mañana

trabajas de once a ocho.

—Conozco mis turnos.

Salió por la puerta de atrás, dio la vuelta hasta el lateral del edificio y subió por

la escalera con pasos bruscos.

Una vez en el apartamento, buscó los mapas y las guías de la zona. Ella sola

encontraría la forma de llegar. No necesitaba un acompañante; no necesitaba a un

hombre que la siguiera para aplacarla y tratarla con aire protector.

Abrió el mapa y contempló cómo caía al suelo desde sus dedos sin fuerza.

Estaba cubierto de rayas dentadas, curvas y manchas rojas. La zona del otro

lado del sendero donde se detuvo el día anterior estaba rodeada por docenas de

círculos.

Ella no había hecho aquellas marcas. Sin embargo, se miró los dedos como si

esperase ver manchas rojas en las yemas. El día anterior el mapa estaba impoluto, y

ahora parecía que lo hubieran plegado una y otra vez, pintarrajeado y garabateado

en algún código disparatado.

Ella no lo había hecho. No podía haberlo hecho.

Respirando con dificultad, se precipitó al cajón de la cocina y lo abrió de un

tirón. Allí, justo donde lo había puesto, estaba su rotulador rojo. Con dedos

temblorosos, le quitó la tapa y vio que la punta estaba embotada y aplanada.

Pero antes no lo estaba. Se lo había comprado al señor Drubber hacía pocos

días.

Con mucho cuidado volvió a colocar la tapa y dejó el rotulador en el cajón.

Cerró el cajón. Luego se volvió con la espalda contra la pared y observó el

apartamento.

No había nada fuera de su sitio. Se daría cuenta. Si hubiesen movido un libro

un solo centímetro lo sabría. Pero todo estaba exactamente tal como lo había dejado

por la mañana. Cuando salió y cerró la puerta con llave.

Había comprobado la cerradura dos veces. Tal vez tres.

Volvió a mirar el mapa que estaba en el suelo. ¿Ella había hecho aquello? En

algún momento de la noche, entre las pesadillas y los estremecimientos, ¿se había

levantado y había sacado el rotulador del cajón?

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En ese caso, ¿por qué no se acordaba?

Se dijo que no importaba y fue a recoger el mapa. Estaba trastornada, era

natural. Estaba muy trastornada y había cogido el rotulador para estar segura de que

no olvidaría el punto exacto donde había visto el asesinato.

Eso no la convertía en una loca.

Plegó el mapa. Decidió comprar uno nuevo. Tiraría aquel, lo enterraría entre la

basura del restaurante y compraría uno nuevo. Solo era un mapa. No valía la pena

preocuparse.

Pero cuando oyó pisadas en la escalera se lo metió a toda prisa, sintiéndose

culpable, en el bolsillo del pantalón.

La llamada fue enérgica y, sí era capaz de interpretar el sonido del golpear de

unos nudillos contra la madera, irritada. Supo que era Brody quien estaba al otro

lado de la puerta.

Se tomó un momento para asegurarse de que estaba lo bastante tranquila y

luego fue a abrir.

—¿Estás lista?

—He cambiado de opinión. Voy a ir sola.

—Muy bien. Hazlo. —Pero la empujó con suavidad hasta obligarla a retroceder

un paso y a continuación cerró la puerta tras de sí de un portazo—. No sé por qué me

molesto —continuó—. No he llevado al doctor a rastras al restaurante para que te

echase un vistazo. ¿Por qué demonios habría de hacerlo?

Resulta que va a comer allí varias veces por semana, cosa que, si no eres ciega y

estúpida, habrás visto con tus propios ojos. También resulta que, si coincidimos allí, a

veces nos sentamos juntos. A eso se le llama ser sociable. ¿Estás contenta?

—No. No demasiado.

—Mejor, porque seguramente lo que viene a continuación te pondrá como una

moto. Rick ha hecho algunas investigaciones. En eso consiste su trabajo, que yo sepa.

Así que el rumor se está difundiendo. El doctor me ha preguntado si sabía algo.

Intentaba decidir si se lo contaba o no hasta que has servido la sopa. Una sopa

riquísima, por cierto, aunque estés como una cabra.

—Me pasé tres meses en un hospital psiquiátrico. Oír que estoy como una cabra

no hiere mis sentimientos.

—Tal vez deberías haberte pasado allí unas cuantas semanas más.

Reece abrió la boca y la cerró. Luego fue hasta el diván y se sentó. Y se echó a

reír. Siguió riendo mientras se deshacía la cola de caballo y el pelo le caía suelto sobre

la espalda.

—¿Por qué es un consuelo? ¿Por qué demonios esa clase de respuesta grosera e

inadecuada es más fácil de oír que todos los «pobrecita» y los «bueno, bueno, ya pasó

todo». Puede que esté como una cabra. Puede que haya perdido el juicio.

—Tal vez deberías dejar de tenerte lástima.

—Creía haberlo hecho, pero me parece que no. Gente con buenas intenciones,

gente que se preocupaba por mí, una fila de médicos o psiquiatras cada vez que

parpadeaba.

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—Yo no tengo buenas intenciones. Yo no te quiero.

—Lo recordaré la próxima vez —respondió Reece mientras dejaba el coletero

sobre la mesita junto al diván—. ¿Aún estás dispuesto a llevarme allí?

—De todos modos, ya he perdido el día.

—Muy bien.

La muchacha se levantó para ir a buscar su mochila.

Brody se quedó junto a la puerta y observó cómo comprobaba el contenido.

Cerró la cremallera. La abrió. Volvió ha comprobar el interior. Le pareció adivinar

que, después de cerrar la cremallera por segunda vez, por un momento Reece estuvo

a punto de volver a abrirla.

Cuando él abrió la puerta, la muchacha salió y cerró con llave. Luego se quedó

un momento mirando la puerta.

—Adelante, comprueba que has cerrado con llave. No tiene sentido que

empieces a preocuparte y a obsesionarte cuando nos hayamos marchado.

—Gracias.

Reece lo comprobó, le dedicó una breve mirada de disculpa y a continuación

volvió a comprobarlo antes de obligarse a bajar por la escalera.

—He mejorado —le dijo—. Antes tardaba veinte minutos en salir de una

habitación. Y eso tomando ansiolíticos.

—Gracias a la química se vive mejor.

—No tanto. Las píldoras me dejan... ausente. Más de lo que pueda parecerte.

Antes de subir al coche, comprobó el asiento trasero.

—Durante un tiempo no me importó sentirme ausente, pero prefiero tomarme

la molestia de asegurarme de las cosas a tomar una píldora.

Se abrochó el cinturón de seguridad y lo verificó.

—¿No te interesa por qué estuve en un hospital psiquiátrico?

—¿Vas a contarme tu vida?

—No, pero supongo que, ya que te he metido en esto, deberías conocer una

parte.

Brody se desvió de la curva para tomar el camino que bordeaba el lago y salía

del pueblo.

—Ya conozco una parte. El sheriff comprobó tus antecedentes.

—Él... —Reece se interrumpió para reflexionar—. Supongo que es lógico. Nadie

me conoce, y de pronto digo que he visto un crimen.

—¿Cogieron al tipo que te disparo?

—No—respondió ella con mirada ausente mientras levantaba la mano de forma

automática para trotarse el pecho—. Creen que identificaron a uno de ellos, pero

murió de sobredosis antes de que pudiesen interrogarle. Había más de uno no sé

cuántos, pero más de uno. Por fuerza.

—Ya.

—Doce personas. Personas con las que trabajé o para las que cociné y que me

importaban. Todas muertas. Yo también debería haber muerto. Esa es una de las

cosas en las que pienso. Por qué yo sobreviví y ellos no. ¿Qué sentido tiene eso?

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—Te tocó la lotería.

—Es posible. Puede que sea así de frío. —Reece se preguntó si el frío resultaba

un consuelo—. No consiguieron más que dos mil dólares. La gente suele pagar con

tarjeta de crédito cuando sale a cenar. Dos mil dólares y lo que había en las carteras y

los bolsos. Algunas joyas... Nada especial. Vino y cerveza. Teníamos una buena

bodega de vinos. Pero no murieron por eso. Nadie les habría detenido, nadie se

habría metido con ellos. No por dinero, vino y unos cuantos relojes.

—¿Por qué murieron?

Reece fijó la vista en las montañas, tan poderosas, tan salvajes contra el azul

lechoso del cielo.

—Porque los que entraron así lo decidieron. Para pasarlo bien. Una matanza

por diversión. Se lo oí decir a los policías. Trabajaba allí desde los dieciséis años.

Crecí en Maneo's.

—Empezaste a trabajar a los dieciséis... Debías de ser de esas chicas que hacen

lo que les da la gana.

—Tuve mis momentos, pero quería trabajar. Quería trabajar en un restaurante.

Ponía las mesas y cocinaba los fines de semana, durante el verano y en las

vacaciones. Me encantaba. —Podía verlo como si no hubiese pasado el tiempo. El

ajetreo en la cocina, el ruido de los platos al otro lado de la puerta de batiente, las

voces, los olores—. Era mi última noche. Iban a darme una pequeña fiesta de

despedida. Se suponía que era una sorpresa, así que estaba perdiendo el tiempo en la

cocina para que pudiesen prepararlo todo. Hubo gritos, disparos y ruido de cristales

rotos. Creo que por un momento me quedé desconcertada. No se oían gritos y

disparos en Maneo's, era un agradable restaurante familiar. Sheryl Crow.

—¿Cómo?

—En la radio de la cocina sonaba Sheryl Crow. Cogí mi teléfono móvil, al

menos así lo recuerdo. Y se abrió la puerta. Empecé a volverme, o quizá eché a

correr. En mi mente, cuando lo pienso, o en los sueños, veo la pistola y la sudadera

con capucha de color gris oscuro. Eso es todo. Veo eso, me caigo al suelo, y entonces

surge el dolor. Dos veces, dijeron. Una en el pecho; la otra bala me rozó la cabeza.

Pero sobreviví.

Cuando hizo una pausa, Brody la miró un instante.

—Continúa.

—Me caí hacia atrás, contra el armario. Productos de limpieza. Había estado

guardando productos de limpieza en el armario, y me caí dentro. Los policías me lo

dijeron después. No sabía dónde estaba. Me despabilé un poco. Me sentía atontada y

confusa. Tenía frío. —Volvió a frotarse los pechos con la mano—. No podía respirar

con aquel peso en el pecho, aquel dolor horrible. Me faltaba el aire. La puerta seguía

abierta, no del todo, solo unos centímetros. Oí voces, y al principio traté de pedir

ayuda. Pero no pude. Por suerte, no pude. Oí llanto y gritos, y también carcajadas. —

Bajó la mano hasta el regazo, muy despacio—. Entonces no pensé en pedir ayuda.

Solo pensé en no hacer ruido, ningún ruido, para que no viniesen a mirar, no

viniesen a matarme. Algo se derrumbó. Mi amiga, mi ayudante, cayó al otro lado de

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la puerta. Ginny. Ginny Shanks. Tenía veinticuatro años. Tenía novio desde el mes

anterior, desde el día de San Valentín. Iban a casarse en octubre. Yo iba a ser su dama

de honor. —Al ver que Brody no decía nada, Reece cerró los ojos y siguió—. Ginny

cayó; pude verle la cara a través de la rendija de la puerta. La tenía magullada y

ensangrentada; debían de haberle pegado. Lloraba y suplicaba. Y nuestras miradas se

encontraron durante un segundo. Creo que así fue. Entonces oí el disparo, y ella

sufrió una sacudida. Solo una, como una marioneta que cuelga de unos hilos. Sus

ojos cambiaron. En un instante, la vida había desaparecido. Uno de ellos debió de

darle una patada a la puerta, porque se cerró. Todo estaba negro. Ginny estaba allí

mismo, al otro lado de la puerta, y no pude hacer nada por ella. Por ninguno de ellos.

No podía salir. Estaba en mi ataúd, enterrada viva, y todos estaban muertos. Eso es

lo que pensé. La policía me encontró. Y sobreviví.

—¿Cuánto tiempo pasaste en el hospital?

—Seis semanas, pero no recuerdo para nada las dos primeras, y solo imágenes

sueltas de las siguientes. Pero no lo llevé demasiado bien.

—¿Qué es lo que no llevaste demasiado bien?

—El incidente, sobrevivir a él, ser una víctima.

—¿Cuál sería la definición de llevar bien que te disparen, que te dejen por

muerta y ver cómo matan a una amiga?

—Responder a la terapia, aceptar que no pude hacer nada para evitar o impedir

nada de eso, incluso sentirme agradecida por haberme salvado. Encontrar a Cristo o

lanzarme a los placeres de la vida hasta agotarlos —dijo la muchacha en tono

impaciente—. No lo sé. Pero no fui capaz de afrontarlo. Sufrí pánico y terrores

nocturnos. Sonambulismo, ataques de histeria y luego momentos de letargo. Creo

que les oía venir por mí, veía aquella sudadera gris por la calle, en gente

desconocida. Sufrí una crisis; de ahí el hospital psiquiátrico.

—¿Te metieron en un psiquiátrico?

—Ingresé por propia voluntad cuando me di cuenta de que no mejoraba. No

podía trabajar. No podía comer. No podía hacer nada —explicó frotándose la sien—.

Pero decidí marcharme porque comprendí lo fácil que sería quedarme en aquel

ambiente controlado. Dejé de tomar las píldoras porque con ellas me sentía casi todo

el tiempo atontada, y ya me había pasado largos períodos así.

—O sea que ahora solo eres neurótica y maniática.

—Más o menos. Claustrofóbica, obsesivo compulsiva, con paranoia ocasional y

ataques de pánico frecuentes. Tengo pesadillas y a veces me despierto creyendo que

todo ocurre de nuevo o puede volver a ocurrir. Pero vi a aquellas dos personas. No

me las imaginé. Las vi.

—Muy bien —respondió él mientras aparcaba en el arcén—. Desde aquí iremos

caminando.

Reece bajó la primera y, armándose de valor, se sacó el mapa del bolsillo.

—He ido a coger esto cuando estaba cabreada porque creía que le habías

hablado de mí al doctor. He subido y he sacado esto porque iba a venir yo sola. —

Abrió el mapa y se lo dio—. No recuerdo haberlo llenado de marcas. No lo recuerdo,

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pero eso no significa que me imaginase lo que pasó ayer. Supongo que tuve un

ataque de pánico durante la noche y lo he borrado de mi mente.

—Entonces, ¿por qué me lo enseñas?

—Deberías saber con qué te enfrentas.

Brody miró el mapa un momento y luego lo plegó.

—Vi tu cara ayer cuando bajaste corriendo por el sendero. Si te imaginaste que

viste cómo mataban a aquella mujer, estás perdiendo el tiempo en la cocina.

Cualquiera que tenga una imaginación tan desbordante debería ser escritor, como yo.

Venderías más libros que J. K. Rowling.

—Me crees de verdad.

—Por el amor de Dios, escúchame bien —respondió, poniéndole el mapa en las

manos con un gesto brusco—. Si no te creyese, no estaría aquí. Tengo mi propia vida,

mi propio trabajo, mi propio tiempo. Viste lo que viste, y es una putada. Ha muerto

una mujer, y no puede ser que a nadie le importe una mierda.

Reece cerró los ojos un instante.

—No le tomes esto en el mal sentido, ¿Vale?

Se acercó a él, le abrazó y posó ligeramente sus labios en los de él.

—¿En qué mal sentido podría tomármelo?

—En el de cualquier cosa que no sea sincero agradecimiento —dijo mientras se

echaba la mochila al hombro—. ¿Conoces el camino?

—Sí, conozco el camino.

Mientras se alejaban de la carretera, ella le echó una mirada rápida.

—Es la primera vez que beso a un hombre desde hace dos años.

—No me extraña que estés loca. ¿Qué te ha parecido?

—Reconfortante.

Brody soltó un bufido.

—Alguna vez, Flaca, tal vez busquemos algo un poco más interesante que

reconfortante.

—Tal vez sí.

Reece se obligó a pensar en otra cosa.

—Esta mañana, en uno de mis descansos, me he escapado a la tienda y he

comprado tu libro, Jamison P. Brody.

—¿Cuál?

—Por los suelos. Mac me ha dicho que era tu primera novela, así que he

querido empezar por ella. Ha dicho que le gustó mucho.

—A mí también.

Reece se echó a reír.

—Si me gusta, te lo diré. ¿Te llama alguien por tu nombre de pila?

—No.

—¿Qué significa la «p»?

—Perverso.

—Te pega —comentó Reece humedeciéndose los labios—. Pudieron venir de

cualquier parte.

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—Dijistes que no vistes mochilas ni equipo.

—No, a lo mejor lo dejaron todo atrás, fuera de mi campo visual.

—Reece, no había huellas en ninguna dirección, salvo las de Rick. Mira —dijo,

agachándose—. ¿Ves esto? No soy ningún experto pero me las arreglo. Mis huellas

de esta mañana y las de Rick. El terreno está bastante blando.

—Pues no llegaron volando.

—No, pero si él sabía algo de huellas y de excursionismo pudo borrar las suyas.

—¿Por qué? ¿Quién iba a buscar aquí a una mujer muerta si nadie le vio

matarla?

—Tú le viste. Y puede que él te viese a ti.

—No miró a su alrededor ni hacia el otro lado en ningún momento.

—No mientras tú estabas mirando. Echaste a correr, ¿no? Y dejaste tus cosas

apoyadas en la roca. Puede que te viese cuando te ibas, o que viese tu mochila en la

roca. Solo tuvo que sumar dos y dos y cubrió sus huellas. Tardamos dos horas en

llegar a mi cabaña, y Rick tardó al menos media hora más en llegar aquí. Más bien

una hora más, porque antes habló contigo. ¿Tres horas? Puñeta, cualquiera capaz de

distinguir su culo de su codo podría borrar las huellas del paso de un elefante por

aquí.

—Me vio —dijo ella, y la garganta se le cerró de golpe ante la idea.

—Puede que te viese y puede que no. En cualquier caso, fue cuidadoso. Lo

bastante listo y meticuloso para tomarse su tiempo y eliminar todos los indicios de su

presencia y de la de ella.

—Me vio. ¿Por qué no se me ha ocurrido antes? —se preguntó Reece pasándose

una mano por la cara—. Cuando llegué donde tú estabas, ya la había arrastrado o se

la había llevado a cuestas, o había lastrado el cadáver y lo había arrojado al agua.

—Yo me inclinaría por la primera opción. Se tarda mucho en lastrar un cadáver.

—Entonces se lo llevo.

Reece se detuvo. Allí estaba el río, delante de los árboles y las rocas. Su cuchilla

cortaba el cañón de forma que las paredes parecían volar hacía arriba en línea recta.

«Como si estuviésemos en una caja —pensó—, con la tapa abierta a la extensión de

cielo.»

—Desde aquí... —murmuró— se respira tanta soledad... La presencia del río te

aísla de todo. Es tan bonito que... ¿de qué podría uno preocuparse?

—Un buen lugar para morir.

—Ningún lugar lo es. Cuando has estado lo bastante cerca, sabes que ningún

lugar es bueno para morir. Pero esto es tan imponente... Los árboles, las rocas, las

paredes, el agua... Podría haber sido lo último que ella viese, pero no lo vio. Estaba

tan furiosa... Creo que no vio nada aparte de a él y su propia rabia. Luego debieron

de llegar el miedo y el dolor.

—¿Ves dónde estabas desde aquí?

Reece se acercó al río. «Hoy hace más fresco —pensó—, y no hace tan buen

día.» El sol no era tan intenso y las nubes eran más densas, torrentes y volutas de

blanco sobre azul.

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—Allí—dijo Reece, señalando hacia arriba, al otro lado del río—. Me detuve allí,

me senté, me comí un bocadillo y bebí agua. El sol era muy agradable, y me gustaba

oír el agua. Vi el halcón. Luego los vi a ellos, aquí. —Se volvió hacia Brody—. Como

estamos nosotros. Ella estaba de cara a él, así, y él se hallaba de espaldas al agua.

Antes he dicho que me parecía que ella solo le veía a él. Supongo que también él la

veía solo a ella. Me fijé más en ella porque estaba más agitada. Mucho movimiento.

—Reece agitó los brazos para mostrarlo—. Un drama. Se percibía el calor de ella

desde el otro lado del río. Echaba humo. Pero él parecía muy controlado, al menos su

lenguaje corporal. ¿Me lo estoy inventando? —dijo mientras se presionaba los ojos

con los dedos—. ¿Estoy recordando lo que ocurrió o proyectando?

—Sabes lo que viste.

La calma absoluta de su tono la llevó a dejar caer las manos y le calmó los

nervios del estómago.

—Sí. Sí que lo sé. Ella movía los brazos y le señalaba con el dedo. Parecía que le

dijese: «Te lo advierto». Y le dio un empujón. —Reece plantó las manos en el pecho

de Brody y le empujó—. Creo que él dio un paso atrás —dijo en tono seco—. Si no te

importa meterte en el personaje...

—De acuerdo —accedió él.

—Él hizo así. —Reece cruzó las manos y las separó—. Pensé: ¡Seguro! Como la

señal del árbitro.

—¿Pensaste en el béisbol? —preguntó Brody, divertido.

—Por un segundo. Pero significaba «Ya está bien. Me he hartado». Entonces ella

le dio una bofetada.

Cuando Reece echó la mano hacia atrás, Brody la cogió de la muñeca.

—Ya me hago a la idea.

—No iba a pegarte. Él le agarró la mano la primera vez, y luego ella se liberó y

volvió a pegarle. Fue entonces cuando él la tiró al suelo de un empujón. Adelante.

—Claro.

Brody la empujó y, aunque ella tuvo que retroceder un poco, no cayó al suelo.

—Debió ser mucho más fuerte. No —dijo Reece levantando las manos cuando

él sonrió e hizo el gesto de darle otro empujón—. Ya sigo yo. —Miró hacia atrás para

calibrar la distancia hasta las rocas. Reconstruir el crimen no significaba que tuviese

que darse un golpe tontamente—. Espera —añadió—. No llevaba mochila. Reece se

quitó la suya, la echó a un lado y se dejó caer en el suelo—. Debió de caer con más

fuerza, y creo que se golpeó la cabeza contra el suelo, o tal vez contra estas rocas. Se

quedó un momento así. Se le cayó la gorra. Se me olvidó eso. Se le cayó la gorra y,

cuando sacudió la cabeza, como si estuviese un poco mareada, hubo un destello.

Pendientes. Debía de llevar pendientes. Yo no prestaba suficiente atención.

—Diría que en eso te equivocas. ¿Qué hizo él? ¿Avanzar hacia ella?

—No, no. Ella se levantó enseguida y arremetió contra él. No tenía miedo,

estaba cabreada. Muy cabreada. Le chillaba... Yo no la oía, pero la veía. Él la tiró al

suelo. Esa vez no hubo empujón. Y cuando cayó, el se puso a horcajadas sobre ella.

Reece se echó y miró a Brody.

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—¿Te importaría?

—Desde luego que no. No hay problema.

Colocó un pie a cada lado de Reece.

—Él le ofreció una mano, creo, pero ella no quiso levantarse. Se apoyó en los

codos y siguió increpándole. Movía la boca y pude imaginar que le gritaba y le

insultaba. Entonces él se agachó.

Brody se puso en cuclillas.

—Él se sentó sobre ella, le echó el peso encima para sujetarla —siguió Reece;

Brody hizo lo propio—. ¡Uf! Sí, así fue. No jugaban, no había nada sexual, al menos

no me lo pareció. Ella le abofeteaba, y él le sujetó los brazos contra el suelo. ¡No, no lo

hagas! —exclamó llevada por el pánico cuando Brody le agarró las muñecas—. ¡No

puedo! ¡No!

—Tranquila —dijo él mirándola a los ojos, mientras reducía la fuerza con que la

sujetaba—. No voy a hacerte daño. Dime qué pasó a continuación.

—Ella forcejeaba, se retorcía debajo de él. Pero él era más fuerte. La agarró del

pelo y le golpeó la cabeza contra el suelo. Luego... luego le puso las manos alrededor

del cuello. Ella se resistió, trató de quitárselo de encima, le aferró las muñecas, pero

no creo que le quedasen muchas fuerzas. Espera... Con las rodillas, él le sujetó los

brazos contra el suelo para impedir que le golpease. ¡También olvidé eso, maldita

sea!

—Ahora te has acordado.

—Ella pateó, supongo que tratando de hacer palanca. Golpeó el suelo con los

pies y hundió los dedos en la tierra. Luego dejó de moverse. Todo dejó de moverse,

pero él mantuvo las manos alrededor de su garganta. Las mantuvo allí, y yo eché a

correr. Levántate, ¿vale? Levántate.

Brody se sentó en el suelo, junto a ella.

—¿Alguna posibilidad de que aún estuviese viva?

—Él mantuvo las manos alrededor de su garganta.

Reece se incorporó, dobló las rodillas y apretó la cara contra ellas.

Brody no dijo nada durante unos instantes. El río fluía junto a ellos mientras las

nubes proyectaban sombras sobre las rocas y el agua.

—Supongo que eres de esas personas que ven la botella medio vacía.

—¿Cómo?

—Seguramente la botella está más que medio vacía porque el cristal tiene

grietas y el agua que hay dentro se está saliendo. Así que presencias esto y piensas:

«Oh, Dios mío, me siento culpable, culpable y desesperada. Vi cómo mataban a una

mujer y no pude hacer nada para evitarlo. Pobre de ella, pobre de mí» —siguió—. En

lugar de pensar: «Vi cómo mataban a una mujer y, si yo no hubiese estado allí en ese

momento, nadie habría sabido lo que le pasó».

Reece se había apoyado la barbilla en las rodillas para observarle mientras

hablaba, y ahora ladeó la cabeza.

—Tienes razón. Sé que tienes razón, y estoy tratando de verlo de ese modo. Sin

embargo, tú no me pareces de los que ven la botella medio llena.

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—Medio llena, medio vacía... ¿Cuál es la diferencia? Si hay algo en la puñetera

botella, bébetelo.

La muchacha se echó a reír. Sentada en el lugar donde había muerto una mujer

el día anterior, Reece sintió que la risa surgía en su pecho y se liberaba.

—Buena filosofía. Ahora mismo, me encantaría que estuviese llena de un buen

Pinot Grigio.

Después de apretarse los ojos con las manos, se puso de pie.

—Al reconstruir la escena hemos dejado señales, pisadas —dijo—. Las marcas

de los talones de mis botas, tierra aplanada, huellas. No hace falta ser un experto

para ver que dos personas han estado aquí y se han peleado.

Brody se alejó varios pasos para romper la rama de un sauce que se agitaba al

viento y empezó a pasarla por la tierra removida.

—Es listo —dijo mientras borraba las huellas—. Se la lleva a rastras o a cuestas,

lejos del río y del cañón; luego coge de otra zona una rama como esta, vuelve y se

asegura de que a ninguno de los dos se le haya caído nada. Hay que tener nervios de

acero. —Se enderezó y observó el suelo—. Ha quedado bastante limpio. Un experto

tal vez pudiese ver algo, pero yo soy un aficionado. Quizá, si viniese la policía

científica encontraría un cabello, pero ¿qué demostraría eso? —Tiró la rama a un

lado—. Nada —continuó—. Todo lo que tiene que hacer es borrar las huellas que se

alejan de la zona. Por aquí hay muchos sitios donde enterrar un cadáver. Si fuese yo

y tuviese coche, lo echaría en el maletero y me iría a otro sitio. A algún lugar donde

pudiese tomarme el tiempo necesario para cavar un agujero lo bastante hondo para

que los animales no lo desenterrasen.

—Eso no es tener nervios de acero; es ser un témpano de hielo.

—Matar a alguien requiere frío o calor, depende. Pero evitar que te descubran

requiere sangre fría. ¿Has visto lo suficiente?

Ella asintió.

—Más que eso.

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Capítulo 9

Mientras regresaban, Reece destapó su botella de agua, bebió y se la pasó a

Brody cuando este alargó una mano.

—Dicen que no existe el crimen perfecto.

Él tomó un buen trago y le devolvió la botella.

—Dicen muchas cosas y casi siempre se equivocan.

—Es verdad. De todos modos, fuera quien fuese, aquel hombre era de algún

sitio. Seguramente tenía un trabajo, un hogar. Tal vez tuviese una familia.

—Eso solo son conjeturas.

Molesta, Reece se metió las manos en los bolsillos.

—Bueno, al menos tenía relación con una persona. Y la mató. Había algo entre

ellos.

—Más conjeturas. Tal vez se conocieron el día que acabaron aquí, o quizá

llevaban diez años juntos. Pudieron venir de cualquier sitio. De California, de Texas,

del Este. Demonios, a lo mejor eran franceses.

—¿Franceses?

—La gente mata en todos los idiomas. La cuestión es que hay tantas

posibilidades de que estuviesen de paso como de que fuesen de la zona.

Seguramente más. En Wyoming vive menos gente que en Alaska.

—¿Por eso te trasladaste aquí?

—En parto. Probablemente. Si trabajas para un periódico, un periódico de una

gran ciudad, acabas hasta el gorro de la gente. La cuestión es que hay más

posibilidades de que, fueran quienes fuesen esas personas, vinieran de otro sitio.

—¿Y empezaron a pelearse hasta matarse porque se perdieron y él no quiso

pararse a preguntar? Es un defecto masculino que merecería una buena patada en el

culo, te lo aseguro. Pero no lo creo. Se reunieron o fueron allí porque tenían que

hablar o discutir sobre algo.

Brody decidió que le gustaba su forma de hablar. Pocas veces lo hacía en línea

recta. Como cuando cocinaba y hacía juegos malabares con varios platos al mismo

tiempo.

—Eso es una suposición, no un hecho.

—De acuerdo, estoy haciendo suposiciones. Y supongo que no eran franceses.

—Podían ser italianos. Aunque no hay que descartar que fuesen lituanos.

—Muy bien, una pareja de lituanos se pierde porque, como los hombres de todo

el globo, el hombre valora su pene, entre otras cosas, como brújula. Es incapaz de

preguntar porque eso desacreditaría el poder de su pene.

Él la miró frunciendo el ceño.

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—Ese es un secreto masculino muy bien guardado. ¿Cómo lo has averiguado?

—Lo conocen muchas más mujeres de las que te imaginas. En cualquier caso,

bajan del coche, se dirigen hacia el río por entre los árboles, porque sin duda esa es la

forma de averiguar dónde están. Discuten, se pelean y él la mata. Luego, como él es

un montañés de Lituania, cubre con habilidad todas las huellas y se lleva el cadáver

al Taunus alquilado para poder enterrarla en su tierra natal.

—Deberías escribir eso.

—Si esa es la clase de ridiculeces que tú escribes, me sorprende que te las hayan

publicado.—Yo tal vez, me habría quedado con los franceses, para seguir en el

ámbito internacional. Pero, flaca, el caso es que podían ser de cualquier sitio.

Ayudaba pensar en ello como si fuese un rompecabezas. De algún modo, se

veía con más distancia.

—Si borró sus huellas como lo hizo, debe de entender de excursionismo y

búsqueda de rastros.

—Hay mucha gente que entiende de eso. Para seguir con las imposiciones,

puede que ya hubiesen estado aquí antes.

Brody miró a su alrededor. Conocía ese tipo de terreno porque había hecho

excursiones por zonas parecidas y había utilizado lugares similares en su trabajo.

Pronto brotarían flores de milenrama y lunaria. Madreselva en flor que se enredaría

hasta donde pudiese alcanzar. Lugares sombríos, lugares bonitos.

Tendría mejor aspecto alrededor del mes de junio.

—Es un poco pronto para los turistas —calculó Brody—, pero hay gente que

prefiere venir en esta época del año para evitar las multitudes del verano y el

invierno. O están de paso hacia otro sitio y paran a hacer una pequeña excursión.

También cabe la posibilidad de que la pareja que viste viviera en el pueblo y haya

probado tus guisos.

—Es una reflexión muy agradable. Gracias.

—Viste cómo iba vestido. ¿Lo reconocerías otra vez?

—Gorra de cazador anaranjada, anorak negro. Largo. No, corto, me parece. Veo

esa clase de prenda cada día. Pero no pude verle lo bastante bien. Podría darle de

comer la sopa del día y no darme cuenta. No veo cómo voy a... ¡Oh, Dios mío!

El también lo vio. En realidad, había visto al oso al menos diez segundos antes

que ella.

—No está interesado en ti.

—¿Puedes leer los pensamientos de los osos? —Parecía tan irreal que no se

sentía realmente asustada. Al menos no de forma manifiesta—. Madre mía, es muy

grande.

—Los he visto mayores.

—Mejor para ti. Mmm... se supone que no debemos correr.

—No. Eso solo le serviría de entretenimiento hasta que nos alcanzase. Sigue

hablando, sigue moviéndote, daremos un pequeño rodeo. Vale, nos ha visto.

«Muy bien —pensó Reece, que empezaba a asustarse de verdad—. Hola, oso.»

—¿Y eso es bueno?

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Recordó la ilustración que aparecía en su guía de la posición aconsejada para

hacerse el muerto durante el ataque de un oso. Se parecía a la postura del feto en el

yoga. No tendría problemas para hacer aquello. Le sería fácil caer al suelo porque, si

el animal atacaba, las rodillas se le doblarían de todos modos.

Antes de que pudiese poner a prueba la veracidad de la guía, el oso les dedicó

una larga mirada, dio la vuelta y se alejó.

—Suelen ser tímidos —comentó Brody.

—Suelen. Excelente. Creo que necesito sentarme.

—No dejes de moverte. ¿Es la primera vez que ves un oso?

—De tan cerca, sí. Me había olvidado de ellos. —Se frotó entre los pechos con

una mano para asegurarse de que su corazón, que latía desbocado, seguía en su

sitio—. Se me ha olvidado estar alerta por si aparecían osos, como dice mi guía. Me

he quedado sin resuello —añadió mientras se llevaba de nuevo la mano al pecho—.

Supongo que era bonito, a su aterrador estilo.

—Si el oso hubiese olido un cadáver en las proximidades, se habría mostrado

más agresivo. Así pues, eso significa que, o no está por aquí, o está enterrado

bastante hondo.

Reece tragó saliva con esfuerzo.

—Más imágenes agradables. Desde luego, voy a tomarme ese vino. Un enorme

vaso de vino.

Se sintió más segura cuando volvió al coche. Más segura y ridículamente

cansada. Le apetecía una siesta tanto como el vino.

Una habitación oscura y en silencio, una manta suave, las puertas cerradas. Y el

olvido.

Cuando Brody arrancó el coche, ella cerró los enrojecidos ojos solo por un

instante. Y sin darse cuenta pasó de la fatiga al sueño.

«Duerme tranquila —pensó Brody—, ni un sonido, ni un movimiento.» Su

cabeza descansaba en el rincón entre el asiento y la ventanilla, y sus manos yacían

flácidas en su regazo.

¿Qué demonios se suponía que iba a hacer con ella?

Como no estaba muy seguro, condujo ociosamente, dando impulsivos rodeos

para alargar el viaje de vuelta al pueblo.

La muchacha se dominaba mejor de lo que ella creía. Al menos eso opinaba él.

Pocos habrían hecho lo que ella. Suponía que la mayoría consideraría que había

cumplido con su deber después de denunciar el crimen.

Pero ella no.

Tal vez por lo que había vivido antes. O tal vez porque esa era su forma de ser.

Brody reflexionó acerca del hecho de que había ingresado por propia voluntad

en un hospital psiquiátrico. Y por el tono de su voz había comprendido que a ella le

parecía una especie de rendición.

A él le parecía valor.

También se imaginaba que debía considerar sus viajes desde Boston una especie

de huida. Él pensaba que eran más bien un periplo. Así consideraba él su tiempo

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desde que salió de Chicago. Una huida era solo miedo y fuga. Un viaje era un

desplazamiento, ¿no? Él había necesitado aquel desplazamiento para investigar y

hacer lo que quería, para vivir según sus propias reglas, su propio reloj y su

calendario.

Desde su punto de vista, Reece Gilmore estaba haciendo algo muy parecido.

Sencillamente llevaba mucho más equipaje en el trayecto.

El nunca había temido por su vida, pero podía imaginar lo que era. Imaginar

era su profesión. Igual que podía imaginar el pánico de yacer dolorido y confuso en

una cama de hospital. La desesperación de dudar de tu propia cordura. Si se sumaba

todo, era mucho para una sola persona.

Y ella había conseguido implicarle, algo que no era fácil. No era de los que

tratan de curar el ala rota de un polluelo. La naturaleza seguía su curso y, cuanta

menos gente interfiriese en él, mejor.

Pero ahora estaba metido en aquello, y no solo porque le había ido de pelos

haber presenciado un asesinato. Aunque eso habría sido suficiente.

Ella tiraba de él. No con sus debilidades, sino con la fuerza que trataba de

encontrar y que utilizaba para combatirlas. Él debía respetar eso. Igual que debía

reconocer el suave burbujeo de la atracción.

Nunca habría dicho que fuese su tipo. Un temple de acero en reparación bajo

un frágil caparazón. Aquello la hacía dependiente, y él no tenía paciencia para las

mujeres dependientes. Por lo general.

Le gustaban listas y equilibradas, y con una vida propia. Así no le quitaban

demasiado tiempo.

Seguramente ella había sido todo eso antes de que la hirieran. Podía volver a

ser así, pero nunca exactamente igual. Pensó que sería interesante observar cómo se

recuperaba y contemplar los resultados.

Así pues, siguió conduciendo mientras ella dormía, a través de los campos

amarillos y el verde claro de la omnipresente salvia. Y contempló cómo los Tetons

surgían de la llanura. No había suaves elevaciones, no había estribaciones que

menguasen aquella potencia repentina e impresionante.

La nieve aún formaba remolinos sobre los picos, y las cuchilladas del blanco

contra el azul, el gris, añadían otra capa de fuerza al chocar contra el cielo.

Aún recontaba la primera vez que los vio, y su impresión ante su tosca y

terrible magia, aunque nunca se había considerado un hombre espiritual. Suponía

que las Rocosas debían de ser más majestuosas, y las montañas del Este, más

elegantes. Pero aquellas, las montañas que rodeaban lo que de momento era su

hogar, eran primitivas.

Tal vez se hubiese instalado ahí porque no tenía que abrirse paso a codazos

entre la gente para hacerse un poco de espacio. Pero aquellas montañas eran una

fantástica atracción adicional.

Condujo deprisa por la carretera vacía a través de los campos de salvia donde

pacía un pequeño rebaño de bisontes. Observó que se movían pesadamente con su

pelaje abundante y la cabeza gacha. Un par de crías se mantenían junto a sus madres.

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Supuso que a Reece le habría gustado verlos, pero la dejó dormir.

Sabía que los campos florecerían bajo el sol del verano, que resplandecerían con

un color increíble entre la salvia. Y supuso que, con toda aquella extensión de campo,

una tumba pasaría inadvertida para personas y animales. Si el hombre tenía la

paciencia de cavar lo bastante hondo.

Se desvió hacia Angel's Fist y las alamedas y pinares que bordeaban la

población. Reece gimió suavemente. Cuando Brody le echó un vistazo, vio que

temblaba.

Detuvo el coche en mitad de la carretera y se volvió para sacudirle el brazo.

—Despierta.

—¡No!

Salió del sueño como un corredor de los tacos de salida. Cuando dio un

puñetazo al aire, él lo bloqueó con la palma de la mano.

—Dame un golpe —dijo en tono suave— y te lo devuelvo.

—¿Qué? ¿Qué? —Se quedó mirando con ojos nublados su puño sujeto con

firmeza por la mano de él—. Me he dormido, ¿no? —añadió.

—Si no lo has hecho, has fingido muy bien durante una hora.

—¿Te he pegado?

—Lo has intentado. No vuelvas a hacerlo.

Reece le ordenó a su corazón que se calmase.

—¿Me devuelves la mano?

Brody abrió los dedos; la muchacha retiró el puño y lo dejó caer en su regazo.

—¿Siempre te despiertas como si acabases de oír la campana del segundo

asalto?

—No lo sé. Hace mucho tiempo, no recuerdo cuánto, que no duermo con nadie

cerca. Supongo que me siento cómoda cerca de ti.

—Cómoda... —Brody levantó aquella ceja—. Si sigues utilizando palabras así,

me voy a sentir obligado a hacerte cambiar de opinión.

Ella sonrió un poco.

—Tú no eres de los que hacen daño a las mujeres.

—¿Ah, no?

—Quiero decir físicamente. Es probable que hayas roto unos cuantos corazones,

pero antes no le pegas una paliza a la propietaria. Te limitarías a acabar con su ego a

base de palabras, que, ahora que lo pienso, es tan malo como un puñetazo en la

mandíbula. De todos modos, gracias por dejarme dormir. Debo de haber... ¡Oh! ¡Oh,

míralas!

La vista que llenaba el parabrisas borró de su mente todo lo demás.

Impresionada, se desabrochó el cinturón de seguridad y abrió la puerta. El viento le

revolvió el cabello cuando salió del coche.

—¡Es todo tan puro, tan imponente y pavoroso...! Todo este campo, y ahí están,

esas..., no sé, esas fortalezas que lo dominan todo. Es como si se hubiesen abierto

paso fuera de la tierra. Me encanta lo repentino que hay en ellas. —Caminó hasta la

parte delantera del coche para apoyarse en el capó—. Las miro todos los días, desde

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mi ventana, o cuando voy o vengo de trabajar. Pero no es lo mismo que estar aquí,

sin edificios, sin gente.

—Yo soy gente.

—Ya sabes a qué me refiero. Aquí, frente a ellas, te sientes profundamente

humano. —Le miró, y se sintió complacida al ver que se le acercaba—. Pensé que

pasaría por aquí, trabajaría unos días y me iría. Pero todas las mañanas miro por mi

ventana hacia el lago, las veo reflejadas en él, y no se me ocurre ninguna razón para

marcharme.

—Al final hay que aterrizar en algún sitio.

—Ese no era el plan. Bueno, en realidad no tenía ningún plan, por así decirlo.

Pero pensaba que acabaría volviendo al Este tarde o temprano. Seguramente no a

Boston, tal vez a Vermont. Estudié allí, así que conozco la ciudad. Estaba segura de

que echaría de menos el verde. Ese verde de la costa Este.

—Los prados se vuelven verdes, y los campos florecen, los pantanos... Es como

un cuadro.

—Desde luego, pero esto también. Mejor que ese vaso de vino.

Echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y respiró hondo.

—A veces tienes ese aspecto cuando cocinas.

Volvió a abrir sus ojos castaños.

—¿Sí? ¿Qué aspecto?

—Relajado y tranquilo. Feliz.

—Supongo que es cuando tengo confianza en mí misma, y tener confianza en

mí misma me vuelve relajada y feliz. Lo he echado de menos. No pude volver a

entrar en una cocina después de lo que pasó. Aquello me lo robó, o yo dejé que me lo

robase. Sea como fuere, lo estoy recuperando. Escucha los pájaros. Me pregunto qué

son.

El no se había fijado en el canto de los pájaros hasta que ella lo mencionó. Reece

se volvió a mirar a su alrededor, abriendo mucho los ojos. Le cogió del brazo y

señaló.

—Mira. ¡Guau!

Brody vio el pequeño rebaño de bisontes que se movían mascando por los

campos de salvia.

—¿También es la primera vez que los ves?

—Como el oso, ya los había visto. Pero nunca había estado al aire libre con

ellos. Es más emocionante. ¡Oh, mira! Bebés.

Había suavizado su acento al pronunciar la palabra, estirándola como si se

fundiese.

—¿Por qué las mujeres siempre decís «bebés» en ese tono?

Ella se limitó a darle un golpe en el brazo con el revés de la mano.

—¡Son tan tiernos, y luego se hacen tan grandes...!

—Y entonces los preparas a la plancha.

—Por favor, estoy viviendo un momento precioso en la naturaleza. Al verlos

desearía ir montada a caballo en lugar de en una furgoneta. ¿Sabes? Un caballo es

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más adecuado. Quiero ver un antílope —decidió—. Bueno, primero tendría que

saber cómo montarlo.

—¿Quieres montar un antílope?

—No. —Se echó a reír de nuevo con suavidad—. Me he hecho un lío. Quiero

ver un antílope mientras monto a caballo. Pero no sé montar.

—¿No se ha ofrecido Cas a enseñarte?

Reece se metió las manos en los bolsillos sin dejar de mirar el rebaño.

—No es eso lo que quería que montase. Pero puede que le tome la palabra, en

cuanto a la clase de equitación, cuando esté segura de que se comportará.

—¿Te gusta que los hombres se comporten?

—No necesariamente —dijo en tono ausente—, pero en su caso sí.

Las alarmas no se dispararon en su cabeza hasta que él se volvió y apoyó las

manos sobre el capó, a ambos lados de ella, atrapándola en el centro.

—Brody...

—No eres tonta ni lenta. Que tengas miedo es otra cosa. ¿Vas a decirme que no

te lo esperabas?

El corazón de Reece latía a toda velocidad, tal vez en parte por miedo. Pero solo

en parte.

—Hace mucho tiempo que mi mente no piensa en eso. Creo que no me he dado

cuenta. Casi no me he dado cuenta —corrigió.

—Si no te interesa, más vale que lo dejes claro.

—Claro que me interesa. Es solo que... ¡uf!

La última palabra se convirtió casi en un chillido cuando él la cogió de los

brazos y la levantó hasta ponerla de puntillas.

—Más vale que tomes aliento —advirtió—. Vamos a tirarnos de cabeza.

No pudo tomar aliento, ni pensar, ni equilibrarse. El chapuzón fue repentino, y

el aire que era tan limpio y fresco se volvió abrasador. La boca del hombre no era

paciente ni amable, no persuadía ni seducía. Sencillamente cogía lo que quería. La

sensación de ser barrida, arrastrada y transportada la dejó mareada y floja.

Lo notó caliente, duro y sediento. Apenas recordaba cómo era sentir que un

hombre tuviese sed de probarla y luego se saciase de ella.

Mientras se preguntaba si quedaría algo de ella cuando él terminase, sus brazos

rodearon el cuello del hombre. Las manos de él aferraron sus caderas y la atrajeron

brutalmente contra sí.

Su corazón latió con fuerza contra el del hombre. Temblaba, pero su boca se

mostraba tan ávida como la de él; sus brazos se enlazaban con firmeza alrededor de

su cuello. Cuando él recorrió sus labios, no percibió el sabor del miedo, sino el de

una sorpresa que asomaba a través de una sofocante llamarada de necesidad.

Él quería más. La levantó por las caderas hasta dejarla sentada sobre el capó del

coche. Entonces avanzó y tomó más.

Tal vez se hubiese vuelto loca y más tarde se arrepintiese.

Pero por el momento cedió a las exigencias de su propio cuerpo y rodeó la

cintura de él con las piernas.

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—Tócame —pidió, mordiéndole el labio inferior, la lengua—. Tócame en algún

sitio. Donde sea.

Las manos de él se deslizaron enseguida bajo el suave algodón del jersey y

agarraron sus pechos. Un gemido surgió de la garganta de Reece; su cuerpo anhelaba

más. Más contacto, más sensación, más de todo. Sus manos eran ásperas y duras,

como el resto de él, ásperas, duras y directas. Eran fuertes y magullaban tiernamente

todo lo que tocaban.

La respuesta de ella, sus demandas, devoraban el control que él no creía

necesitar hasta dejarlo pendiente de un hilo. Se imaginó tomándola allí mismo, sobre

el capó del coche, arrancando toda la ropa que estorbase y entrando en ella hasta

liberar aquella tensión viva y madura.

—Calma —dijo, cogiéndola por los brazos con manos no demasiado firmes—.

Vamos a relajarnos un poco.

Reece apenas le oyó por encima del estruendo de su mente, así que dejó caer la

cabeza sobre su hombro.

—Vale, vale. Caray. No podemos... No deberíamos hacer esto...

—Lo hemos hecho y seguro que lo volveremos a hacer pero, como no tenemos

dieciséis años, no será en mitad de la carretera ni sobre el capó de un coche.

—No, claro.

¿Era allí donde estaban? Consiguió levantar la cabeza y centrarse.

—Madre mía, estamos en mitad de la carretera. Muévete. Tienes que moverte.

Saltó al suelo, se pasó las manos por el cabello despeinado y se arregló el jersey

y la chaqueta.

—Estás bien.

Ella no se sentía bien. Se sentía utilizada, aunque no lo suficiente.

No podemos... No estoy preparada para... Esto no es buena idea.

—No te estoy pidiendo que te cases conmigo y tengamos hijos, flaca. Ha sido

un beso y una idea buenísima. Acostarnos juntos es una idea aún mejor.

Ella se llevó las manos a las sienes.

—No puedo pensar. Mi cabeza va a explotar.

—Hace unos minutos parecía que fuese a explotarte otra parte del cuerpo.

—Para. ¿Puedes parar? Míranos, metiéndonos mano, hablando de sexo. Ha

muerto una mujer.

—Seguirá muerta tanto si nos vamos a la cama como si no. Si necesitas algo de

tiempo para asimilarlo, vale. Tómate un par de días. Pero si después de esto crees

que no vamos a tenernos el uno al otro, entonces me equivocaba. Eres tonta.

—No soy tonta.

—¿Lo ves? Tenía razón.

Él se volvió para entrar en el coche.

—Brody, ¿puedes esperar un puñetero minuto?

—¿Para qué?

Reece se quedó mirando a aquel hombre corpulento, masculino y tosco, con la

elevada extensión de los Tetons como fondo.

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—No lo sé. No tengo la menor idea.

—Entonces volvamos. Me apetece una cerveza.

—Yo no me acuesto con todos los hombres que me atraen.

Brody se apoyó en la puerta abierta del coche.

—Según tú, hace dos años que no te acuestas con nadie.

—Es verdad, pero si crees que vas a aprovecharte de mi... racha de sequía...

—Puedes apostar tu culo flaco a que lo haré —contestó él con una sonrisa

mientras subía al coche.

Ella movió su culo flaco hasta la puerta del pasajero y subió ofendida.

—Esta es una conversación ridícula.

—Pues cállate.

—Ni siquiera sé por qué me gustas —refunfuño ella—. Puede que no me

gustes. Tal vez he reaccionado así contigo porque hace mucho tiempo que no tengo

ningún... contacto personal íntimo.

—¿Por qué no dices simplemente que hace mucho tiempo que no echas un

polvo?

—Es evidente que no tengo tu elegancia con las palabras. Pero lo que quiero

decir es que el simple hecho de que haya reaccionado no significa que vaya a dejar

que me eches en tu cama.

—No tengo previsto golpearte en la cabeza con mi garrote y arrastrarte por los

pelos hasta mi cueva.

—No me extrañaría —respondió ella mientras buscaba la protección de sus

gafas de sol—. Y, aunque te agradezco que me creas y me apoyes, no...

El frenazo fue tan brusco que ella se vio lanzada contra el cinturón de

seguridad.

—Una cosa no tiene nada que ver con la otra —dijo él con voz peligrosamente

fría—. No vayas por ahí.

—Yo... —Reece cerró la boca y respiró hondo cuando él volvió a conducir—.

Eso ha sido ofensivo, tienes razón. Ha sido ofensivo para los dos. Ya te he dicho que

no podía pensar. Tengo el cuerpo revuelto y el cerebro del revés. Estoy cabreada,

estoy asustada y estoy caliente. Y me está entrando dolor de cabeza.

—Tómate un par de aspirinas y acuéstate. Cuando la calentura domine sobre lo

demás, me avisas.

Reece fijó la vista en las montañas.

—Estos dos últimos días han sido muy extraños.

—Cuéntamelo a mí.

—Quiero hablar con el sheriff. Podrías dejarme allí.

—Vete a casa, tómate la aspirina y llámale.

Necesito hablar con el cara a cara. Déjame allí —repitió mientras entraban en el

pueblo—. Ve a tomarte tu cerveza. —Al ver que Brody no respondía, se movió en su

asiento para ponerse de cara a él—. No te pido que vengas conmigo; no quiero que lo

hagas. Si el sheriff Mardson piensa que no puedo defenderme a mí misma, tendrá

menos motivos para creerme.

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—Haz lo que te parezca.

—Eso intento.

Tras detener el coche delante de la oficina del sheriff, la miró con curiosidad.

—¿Qué hay para cenar mañana?

—¿Cómo?

—Me has invitado.

—¡Ah, se me había olvidado! No lo sé. Ya se me ocurrirá algo.

—Eso suena delicioso. Adelante, acaba con esto y luego duerme un poco. Tienes

muy mal aspecto.

—Por favor, no me alabes más. Se me subirá a la cabeza.

Esperó un segundo, dos. Luego cogió su mochila del suelo y se dispuso a abrir

la puerta.

—¿Algún problema?

—No. Bueno, pensaba que me darías un beso de despedida.

Los labios de él se crisparon mientras levantaba una ceja.

—Caramba, Flaca, ¿somos novios?

—¡Qué gilipollas eres!

Pero una risa le hizo cosquillas en la garganta mientras abría la puerta de un

empujón.

—Y cuando me pidas que sea tu novia —añadió metiendo la cabeza por la

ventanilla—, asegúrate de traer un anillo. Y tulipanes, son mis flores favoritas.

Luego cerró de un portazo.

La mezcla de regocijo y desconcierto la acompañó hasta la puerta del sheriff.

Los nervios no la asaltaron hasta que la abrió y entró.

Olía a café rancio y perro húmedo. Vio la ubicación del primero sobre una

pequeña encimera a la izquierda de la habitación, donde humeaba una jarra casi

vacía de algo que parecía fango negro. Y la fuente del segundo olor yacía roncando

en el suelo junto a las dos mesas metálicas situadas una frente a otra en las que

supuso que trabajaban los ayudantes.

Solo una estaba ocupada. Mata de pelo oscuro, pequeña perilla, alegres ojos

castaños, figura ligera y juvenil. «Denny Darwin —recordó Reece—, le gustan los

huevos muy hechos y el beicon casi quemado.»

Cuando se abrió la puerta levantó la vista y se ruborizó un poco. La prisa con

que sus dedos pulsaron unas teclas del ordenador le hizo pensar que lo que estuviese

haciendo no era asunto oficial.

—Hola, señora Gilmore.

—Reece —rectificó la muchacha, pensando que no era mucho más joven que

ella; tenía unos veinticinco años, y una cara franca y fresca a pesar de la perilla—.

Esperaba hablar con el sheriff, si está.

—Claro; le encontrará en su despacho. Adelante.

—Gracias. Bonito perro... Lo había visto antes. Suele nadar en el lago.

—Se llama Moses. Es el perro de Abby Mardson, la hija mediana del sheriff. ¿La

conoce?

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—Sí, desde luego. Le lanza una pelota al lago para que se zambulla a recogerla.

—Le gusta hacernos compañía cuando las niñas están en el colegio. Hoy se ha

quedado un poco más.

En la cara marrón y peluda de Moses se abrió un ojo. El animal le echó un

vistazo a Reece y se levantó lo suficiente para golpear contra el suelo su enorme y

tupida cola.

—Suelen sobrarnos huesos de la sopa en Joanie's. Si Moses quiere uno, solo

tienen que decírmelo.

—Se lo agradezco.

—Encantada de conocerte, Moses.

Cruzó la oficina en la dirección que le había indicado Denny. Justo antes del

pasillo había otra mesa para trámites, vacía y silenciosa en ese momento.

En un extremo del corredor había dos celdas abiertas y desocupadas, y en el

otro, una puerta que indicaba ALMACÉN y otra que indicaba ASEO. Al otro lado del

almacén se abría la puerta del despacho de Rick Mardson.

Estaba sentado detrás de una mesa de roble que parecía haber pasado por

varias guerras. Se hallaba de cara a la puerta, con la ventana detrás de él lo bastante

alta para permitir la entrada de la luz sin que se le viese desde la calle. Además del

ordenador y el teléfono, había en la mesa un par de fotos enmarcadas, expedientes y

un vaso de color rojo que albergaba varios bolígrafos y lápices.

Del viejo perchero del rincón colgaba su sombrero y un chaquetón marrón

desteñido. Unos pósters de cine animaban las paredes pintadas de un beis industrial

con imágenes de John Wayne, Clint Eastwood y Paul Newman vestidos de vaquero.

Se levantó al verla vacilar en el umbral.

—Pase, Reece. Acabo de llamar a su casa.

—Debería comprarme un contestador. ¿Tiene un momento?

—Desde luego. Siéntese. ¿Quiere una taza del peor café de Wyoming?

—Prescindiré de él, pero gracias. Me preguntaba si tendría noticias.

—Bueno, la buena noticia es que no falta nadie de Angel's Fist. Lo mismo puede

decirse de los visitantes que hemos tenido en los últimos días. No hay desaparecidos

en la zona que coincidan con su descripción de la mujer.

—Nadie se ha dado cuenta todavía de que no está. Solo ha pasado un día.

—Es posible, lo comprobaré periódicamente.

—Usted cree que me lo imaginé.

Él fue hasta la puerta, la cerro y volvió para sentarse en el borde de su mesa. Su

rostro reflejaba amabilidad y paciencia.

—Solo puedo decirle lo que sé. Ahora mismo sé que todas las mujeres del

pueblo están localizadas, y que las visitantes que están aquí, o que estuvieron aquí

hasta ayer, están sanas y salvas. Y sé, porque comprobar estas cosas forma parte de

mi trabajo, que pasó una mala racha hace un par de años.

—Eso no tiene nada que ver con esto.

—Puede que sí. Ahora quiero que se tome algún tiempo y piense en todo esto.

Podría ser que hubiese visto a un par de personas, tal como dijo, que discutían. Tal

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vez hubo incluso violencia física. Pero usted estaba muy lejos, Reece, incluso con los

prismáticos. Quiero que piense si es posible que esas dos personas se marchasen

caminando.

—Ella estaba muerta.

—Vamos, estaba usted al otro lado del río, camino arriba. No pudo tomarle el

pulso, ¿verdad?

—No, pero...

—Repasé su declaración un par de veces. Echó a correr, se encontró con Brody y

regresó. Pasaron unos treinta minutos. ¿No es posible que la mujer se levantase y se

fuese, puede que aún furiosa, puede que con algunos cardenales, pero viva y con

buena salud?

«La botella no está medio vacía o medio llena —pensó Reece—. Solo es una

puñetera botella, y la he visto con mis propios ojos.»

—Estaba muerta. Si se fue caminando, ¿cómo explica que no hubiese huellas ni

señal alguna de que alguien hubiese estado allí?

El se quedó callado unos momentos, y cuando habló lo hizo con la misma

paciencia infinita que a ella empezaba a treparle por la columna vertebral como un

puñado de arañas.

—Usted no es de por aquí, y era la primera vez que recorría ese sendero. Estaba

conmocionada y trastornada. El río es largo, Reece. Es fácil que se equivocase de sitio

cuando volvió con Brody. ¡Caramba, pudo ser medio kilómetro más arriba!

—No pudo ser tan lejos.

—En fin, he examinado la zona lo mejor que he podido, pero es mucho terreno

para cubrir. Me he puesto en contacto con los hospitales más cercanos. Ninguna

mujer que correspondiese a su descripción con traumatismos en el cuello o la cabeza

ha sido ingresada. Mañana volveré a comprobarlo.

Ella se levantó.

—No cree que viese nada.

—Se equivoca. Creo que vio algo que la asustó y trastornó. Pero no encuentro

una sola prueba que confirme que presenció un homicidio. Mi consejo es que me deje

seguir con esto, y tiene mi palabra de que lo haré. Por ahora olvídese del asunto.

Ahora me voy a casa, a ver a mi mujer y a mis hijas. La acompañaré.

—Prefiero caminar y despejarme. —Se dirigió hacia la puerta y se volvió antes

de salir—. Esa mujer estaba muerta, sheriff —añadió—. Eso no es algo que pueda

olvidar.

Cuando se marchó, Mardson respiró hondo y sacudió la cabeza. «He hecho

cuanto he podido —pensó—, y eso es todo lo que se le puede pedir a un hombre.»

Se llevaría a su perro, se marcharía a casa y cenaría con su mujer y sus hijas.

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Capítulo 10

Brody cogió su cerveza y metió una pizza congelada en el horno. Cuando pulsó

el botón del contestador automático, se oyó un mensaje de su agente. Había

conseguido un excelente acuerdo con una editorial para el libro previsto para

principios del otoño. Lo que podía merecer una segunda cerveza con la cena.

Tal vez derrocharía parte de los ingresos que le correspondiesen en una

televisión nueva. Una de plasma. Podía colgarla sobre la chimenea. ¿Las pantallas de

plasma se podían colgar sobre una chimenea, o se estropeaban con el calor? Bueno,

ya se enteraría, porque sería muy agradable tumbarse en el sofá a ver los deportes en

una de esas pantallas enormes.

Pero por el momento se quedó en el umbral de la cocina, bebiéndose la cerveza

mientras contemplaba cómo la luz se atenuaba y las sombras se intensificaban en

dirección a la noche.

El silencio cayó con tanta suavidad como aquella primera cerveza fría.

Tenía que recuperar las horas de trabajo perdidas; no podía permitirse una

enorme televisión de plasma sin dedicar tiempo ante el teclado. Eso significaba que

antes de acostarse invertiría un par de horas en el libro que estaba escribiendo.

Estaba deseando ponerse manos a la obra.

Tenía que matar a una mujer.

De todos modos, mientras se tomaba la cerveza y esperaba su pizza, podía

ocupar su tiempo en pensar en otra mujer.

Ella no pasaba con suavidad. Reece Gilmore tenía demasiados cantos mellados

para deslizarse con facilidad dentro de un hombre. Tal vez por eso le resultaba tan

intrigante pese a que no había tenido intención alguna de sentirse intrigado. Le

gustaban sus contrastes; fuerte y frágil, prudente e impetuosa. La gente que

caminaba en línea recta siempre por la misma calle resultaba aburrida al cabo de un

tiempo.

Además, no podía evitar sentir que estaban juntos en aquella situación tan

particular.

Hasta que superasen aquella situación, sería interesante averiguar más sobre

ella.

Miró a su alrededor. El ordenador portátil estaba sobre la mesa.

«No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy», decidió, y con otro sorbo de

cerveza cerró la puerta.

Conectó el aparato y luego sacó la pizza del horno. La rueda de cortar era, junto

con la cafetera, uno de sus pocos utensilios de cocina. Puso toda la pizza, cortada en

cuatro triángulos, en un plato, cogió un par de servilletas de papel y, tras abrir una

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segunda cerveza, consideró que aquello era una cena.

Dudaba que le tomase más tiempo del que le había tomado ,al sheriff acceder a

los datos sobre Reece. Buscó su nombre en Google y obtuvo suficientes entradas para

mantenerse ocupado e interesado.

Encontró un viejo artículo sobre cocineros prometedores de Boston en el que

aparecía Reece, que entonces contaba veinticuatro años. Al ver la foto, observó que

estaba en lo cierto.

Tenía mejor aspecto con unos cinco kilos más. En realidad, tenía un aspecto

fantástico.

Joven, vibrante, esencial, por así decirlo, sonriente ante la cámara sosteniendo

un gran cuenco azul y un brillante batidor de varillas. El Artículo indicaba mi

formación —un año en París añadía mucho refinamiento— y contaba como anécdota

que de niña preparaba cenas de cinco platos para sus muñecas.

El artículo citaba a Tony y Terry Maneo, los dueños del restaurante donde

trabajaba y que murieron a los pocos años. Decían que no solo era la joya de su

negocio sino que la consideraban una más de la familia.

Había más detalles. Supo que se quedó huérfana a los quince años y que desde

entonces la crió su abuela materna. Era soltera, hablaba francés con fluidez y le

gustaba invitar a sus amigos, entre los cuales al parecer tenía fama por su brunch del

domingo.

Los adjetivos utilizados para describirla eran «enérgica», «creativa»,

«aventurera» y, el mismo que le había asignado él, «vibrante».

«¿Cómo la describiría ahora?», se preguntó Brody mientras masticaba la pizza.

Maniática, nerviosa, decidida.

Excitante.

Una llamativa crónica del Boston Globe hablaba de su futuro puesto de jefa de

cocina para un «local muy conocido, famoso por su cocina americana de fusión y su

agradable ambiente». Se incluían sus antecedentes y datos curiosos junto con una

foto de una Reece de aspecto más sofisticado que llevaba el cabello recogido en un

moño alto —bonito cuello— y posaba, en lo que supuso que era la gloria de acero

inoxidable de su nueva cocina, vestida con un sexy traje negro y unos seductores

zapatos rojos de tacón altísimo.

Siempre recordaré con cariño mis años en Maneo's y a todas las personas con las que

trabajé o para las que cociné. Tony y Terry Maneo no solo me ofrecieron mi primera

oportunidad profesional, también me dieron una gran familia. Aunque echaré de menos la

comodidad y familiaridad de Maneo 's, me hace mucha ilusión incorporarme al equipo

creativo de Oasis. Pretendo mantener el alto nivel del restaurante... y añadir algunas

sorpresas.

—Estás para comerte, Flaca —dijo en voz alta, observando de nuevo la foto.

Comprobó la fecha del artículo y vio que se había publicado más o menos en la

época en que mandó a hacer puñetas al redactor jefe del Trib. Cuando encontró la

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primera noticia de la matanza en Maneo's, vio que sucedió tres días después del

artículo del Globe.

Un asunto terrible, se mirara por donde se mirase. Reece aparecía como única

superviviente, víctima de múltiples heridas de bala y en estado crítico. La policía

estaba investigando y demás. Hablaba de los propietarios y del restaurante que

habían regentado durante más de un cuarto de siglo. Había declaraciones de la

familia y los amigos; la conmoción, las lágrimas, la atrocidad. El periodista utilizaba

expresiones como «baño de sangre», «carnicería» y «brutalidad».

Artículos sucesivos informaban del avance de la investigación —de poco a

ninguno— y Brody pudo leer la frustración de los investigadores en cada cita.

Se informaba de funerales y misas para quienes habían muerto. El estado de

Reece pasó a ser grave. Se decía que estaba bajo protección policial.

Luego fue desapareciendo, poco a poco, y los artículos pasaron de la primera

plana a la página tres, y más atrás. Volvió a hablarse cuando fue dada de alta en el

hospital. No había declaraciones de Reece ni fotos.

Brody se dijo que así eran las cosas. Una noticia solo lo era hasta que aparecía

algo nuevo. Hacía falta jugo para alimentar a la prensa, y a la Matanza de Maneo,

como la bautizaron los periódicos, se lo exprimieron todo durante tres semanas.

Los muertos estaban enterrados, los asesinos sin identificar, y a la única

sobreviviente le quedaba recoger las piezas que pudiese de una vida destrozada.

Mientras Brody se acababa la pizza y leía sobre ella, Reece llenaba su pequeña

bañera de agua caliente y un generoso chorro de gel de baño. Se había tomado la

aspirina y se había obligado a comer un poco de queso con galletas saladas y un

racimo de uvas, para equilibrar.

Se pondría en remojo con un vaso de vino y empezaría el libro de Brody en la

bañera. No quería pensar en la realidad, al menos durante una hora. Dudó entre

cerrar o no la puerta del baño. Habría preferido cerrarla, pero el cuarto era tan

pequeño que no habría sido capaz de soportar semejante encierro.

La había cerrado un par de veces y había acabado saliendo de la bañera,

chorreando y jadeando, para volver a abrirla.

Se recordó que la puerta de la calle estaba cerrada con llave y que había puesto

el respaldo de una silla bajo el picaporte. Estaba a salvo. Pero después de deslizarse

en la bañera tuvo que incorporarse dos veces y estirarse para observar la zona de

estar a través del umbral. Por si acaso. Aguzar el oído por si oía algo.

Impaciente consigo misma, tomó despacio dos largos sorbos de vino.

—Para. Relájate. Te encantaba hacer esto, ¿recuerdas? Sentarte en un baño de

burbujas con una copa de vino y un libro. Se acabó lo de restregarse en tres minutos

y salir encogida de la ducha como si Norman Bates fuese a matarte a hachazos... Y,

¡oh, por el amor de Dios, cállate!

Cerró los ojos y tomó otro sorbo de vino. Luego abrió el libro.

Empezaba así:

Algunos comentaban que Jack Brewster llevaba años cavando su propia tumba, pero

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cuando la pala cortó la dura tierra invernal se sintió un tanto enojado al pensar que alguien

pudiera tornarse la frase en sentido literal.

Sonrió, confió en que Jack no acabase pronto bajo tierra.

Leyó durante un cuarto de hora, hasta que los nervios la llevaron a incorporarse

para volver a atisbar hacia la zona de estar. Reece lo consideró un nuevo récord.

Complacida, consiguió leer durante diez minutos más, pero una inquietud creciente

le indicó que ya estaba bien.

Mientras quitaba el tapón de la bañera, se prometió que la próxima vez

probaría a tomar un baño más largo.

Le gustaba el libro, y eso era un alivio. Lo dejó para poder aplicarse la crema

corporal, que olía igual que el gel de baño. Se metería en la cama con la novela, eso

haría. Utilizaría al Jack Brewster de Brody para cerrar todos los lugares hacia los que

se desviaba su mente.

Esa noche no escribiría en su diario.

Puede que estuviese irritada con el sheriff Mardson cuando salió de su oficina,

pero ahora que se sentía más tranquila tenía que reconocer que hacía todo lo que

estaba en su mano.

La creyese o no, había mostrado interés. Al menos cierto interés.

Así que ella haría lo posible para seguir por lo menos uno de sus consejos. Se

olvidaría del asunto al menos durante unas horas.

Se puso un pantalón de pijama y una camiseta, y se quitó las pinzas del pelo.

«Un té y una velada con un libro», pensó.

Después de poner a hervir el agua, trató de reunir algo de entusiasmo para

prepararse un bocadillo, pero en lugar de eso acabó pensando en un menú para la

noche siguiente.

Carne roja, por supuesto. Tal vez un poco de carne asada con salsa de vino

tinto. En cuanto pudiese se escaparía al mercado y prepararía un adobo. «Muy fácil»,

pensó mientras empezaba una lista. Patatas y zanahorias nuevas, guisantes frescos si

podía encontrarlos. Una cena masculina. Bollos de mantequilla.

Si tenía tiempo podría preparar unos champiñones rellenos como aperitivo. Y

acabar con un postre de frutos rojos con nata. No, demasiado femenino. Pastel de

manzana, quizá. Comida sencilla y tradicional.

Y después ¿acabaría en la cama con él? No era buena idea; en realidad era una

idea pésima. Pero, puñeta, desde luego aquel hombre la había encendido. Era un

alivio saber que podía encenderse, pero resultaba frustrante no estar segura de lo que

debía o podía hacer con eso.

Debía lavar las sábanas, por si acaso. Solo tenía un juego, así que escribió en su

lista «Colada» con un signo de interrogación. Tendría que conseguir un buen vino

tinto. Quizá también coñac. Y, maldita sea, no solo no tenía café; tampoco tenía

cafetera.

Se llevó los dedos al centro de la frente, donde el dolor de cabeza resurgía poco

a poco. Debería cancelarlo. Se volvería loca tratando de preparar la cena perfecta

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NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS

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cuando seguramente Brody estaría contento con un par de hamburguesas de búfalo y

unas patatas fritas.

Aún más inteligente sería meter sus cosas en el petate, dejarle una nota a Joanie

y marcharse de Angel's Fist. ¿Qué motivos tenia para quedarse?

Habían asesinado a una mujer, y ese era un buen motivo para abandonar la

zona. Muy pronto, si no había ocurrido ya, todos los habitantes del pueblo sabrían

que ella afirmaba haber presenciado el crimen, y no había ni un atisbo de prueba que

apoyase esa afirmación.

No quería que la gente volviese a mirarla de reojo como si fuese una bomba a

punto de estallar. Además, había hecho progresos allí, podía marcharse sin sentir

vergüenza. Volvía a cocinar, se había montado un apartamento, había aguantado

veinticinco minutos en la bañera.

Sentía que su sexualidad empezaba a hervir a fuego lento.

Otra sesión con Brody, pensó, y la sexualidad se saldría de la olla. No había

nada malo en ello, nada en absoluto. Ambos eran adultos sin ataduras. El sexo era

saludable; pensar en la posibilidad de acostarse con un hombre atractivo era una

actividad femenina normal.

Era un progreso.

Podía coger todo ese progreso, todos esos avances, y utilizarlos en el siguiente

pueblo.

Dejó el lápiz en el momento en que el hervidor empezó a chisporrotear. Silbaba

en tono agudo cuando sacó del armario una taza y un platillo. Recordó que no tenía

tetera. Tal vez compraría una en el siguiente lugar donde se detuviese.

Apagó el fuego y apartó el hervidor. Mientras el silbido disminuía, alguien

llamó a la puerta.

Habría chillado si le hubiese quedado aliento. En lugar de eso, retrocedió con

brusquedad y se golpeó la cadera contra la encimera. Cuando se disponía a agarrar el

mango de su mejor cuchillo, la brusca voz de Joanie atravesó la puerta.

—Abre, por todos los diablos. No tengo toda la noche.

Con las rodillas temblorosas, Reece cruzó la habitación a toda prisa y retiró la

silla haciendo el menor ruido posible.

—¡Lo siento, espera un segundo!

Abrió la puerta y retiró la cadena de seguridad.

—Estaba en la cocina —dijo Reece.

—Sí, y este apartamento es tan espacioso que me extraña que me hayas oído.

Joanie olía a especias y a humo.

—Traigo el último cuenco de sopa —añadió—. La próxima vez tenemos que

preparar más. ¿Has cenado?

—Pues...

—Da igual —Joanie dejó sobre la encimera un recipiente desechable, caliente y

tapado—. Cena ahora. Adelante —insistió al ver que Reece vacilaba—. Aún está

caliente. Es mi turno de descanso. —Dicho esto, se acercó a la ventana y la abrió unos

centímetros. Luego sacó un encendedor y un paquete de Marlboro Lights—. ¿Vas a

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cabrearme diciendo que no puedo fumar aquí?

—No —contestó Reece mientras le acercaba el platito para que lo utilizase como

cenicero—. ¿Cómo van las cosas esta noche?

—No está mal. Esa sopa ha tenido mucho éxito. Puedes hacer la de mañana si

tienes alguna idea.

—Claro, no hay problema.

—Siéntate y come.

—No tienes por qué quedarte ahí de pie, junto a la ventana.

—Estoy acostumbrada —respondió Joanie, apoyando una nalga en el alféizar—.

Huele bien.

—Acabo de tomar un baño. Mango Tropical.

—Qué bien. —Joanie dio una calada contemplativa—. ¿Esperas compañía?

—¿Cómo? No, no, esta noche no.

—Cas está abajo —dijo Joanie mientras echaba la ceniza por la ventana con

expresión ausente—. Quería subirte la sopa. No creo que fuese para tirarte los tejos,

sobre todo porque ha dicho que pensaba que Linda-Gail debía subir con él. De todos

modos, dale la mano y te cogerá el brazo.

—Lo de la sopa es todo un detalle por su parte.

—Está preocupado por ti; supone que debes de estar asustada y trastornada.

—Lo estaba —dijo Reece con media sonrisa mientras se sentaba para tomarse la

sopa—, pero me encuentro bien.

—No es el único preocupado. Como suele pasar, ha corrido el rumor de lo que

viste ayer en el sendero.

—¿Lo que vi o lo que creí ver?

—Tú sabrás.

—Lo vi.

—Muy bien. Linda-Gail me ha pedido que te diga que, si no quieres estar sola,

subirá a pasar la noche contigo, o que puedes ir a su casa.

Reece se detuvo con la cuchara a medio camino de la boca.

—¿De verdad?

—No, me lo he inventado para que puedas quedarte embobada.

—Es un encanto, pero estoy bien.

—La verdad es que tienes mejor aspecto que antes. —Apoyando la espalda

contra el marco de la ventana, Joanie echó más cenizas al exterior y añadió—. Como

soy tu jefa y tu casera, la gente se ha pasado el día preguntándome y dándome

recuerdos para ti. Mac, Cari, el doctor, Bebe, Pete, Beck y los demás. Reconozco que

algunos han venido con la esperanza de echarte un vistazo o sonsacarme

información, pero la mayoría estaban sinceramente preocupados. He pensado que

debías saberlo.

—Agradezco las preguntas, los recuerdos y la preocupación. Joanie, el sheriff

no encuentra nada.

—Algunas cosas cuesta más encontrarlas que otras. Rick seguirá buscando.

—Supongo que sí. Pero en realidad no me cree. ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Por qué

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iba a creerme nadie? Aunque ahora sí lo hagan, lo verán de otro modo cuando corra

el rumor, de lo que ocurrió en Boston. Y... creo que ya ha corrido.

—Alguien se lo murmuró a alguien que se lo murmuró a alguien más. Así que,

sí, se ha hablado de lo que ocurrió allí y de cómo te afectó.

—Tenía que suceder —dijo Reece tratando de restarle importancia—. Ahora

habrá más murmullos, más habladurías. Luego empezarán: «Oh, esa pobre chica lo

pasó muy mal y no consigue superarlo. Se imagina cosas».

—Puñeta, y yo sin mi violín —replicó Joanie mientras apagaba el cigarrillo—.

Me aseguraré de llevarlo conmigo la próxima vez que montes una fiesta.

—¡Qué mala eres! —Reece siguió comiendo—. ¿Por qué será que las dos

personas menos comprensivas son las que más me ayudan?

—Supongo que te diste un atracón de comprensión en Boston y no quieres

repetir.

—Has dado en el clavo. Antes de que subieras estaba pensando en marcharme.

Ahora estoy aquí sentada comiendo sopa, que, dicho sea de paso, estaría más buena

con hierbas frescas, y mientras hablo contigo comprendo que no me voy a ir a

ninguna parte. Me alegro de saberlo, aunque cuando te marches comprobaré que las

ventanas y la puerta están cerradas, y me aseguraré de que tengo línea telefónica.

—¿También volverás a poner la silla debajo del picaporte?

—No se te escapa nada.

—No mucho. —Joanie llevó el improvisado cenicero junto al fregadero—.

Tengo sesenta tacos, así que...

—¿Sesenta años? ¡Venga ya!

Incapaz de evitar una rápida sonrisa ante la evidente incredulidad de Reece,

Joanie se encogió de hombros.

—Cumpliré sesenta en enero del año que viene, así que estoy practicando. De

ese modo no será un golpe tan grande. Ahora no sé qué estaba diciendo. Me he

perdido...

—Te habría echado cincuenta.

Joanie le dedicó una mirada larga y fría, pero sus labios volvieron a sonreír.

—¿Estás intentando conseguir un aumento antes de hora?

—Si puedo...

—Sé reconocer lo bueno cuando lo veo. Eso es lo que iba a decir. Tú eres de

buena raza y aguantarás. Has aguantado cosas peores.

—No aguanté.

—No me digas que no —replicó Joanie—. Estoy aquí mirándote, ¿no? Recuerda

que en el pueblo puede haber muchos curiosos, pero hay buena gente; de lo

contrario, me habría largado de aquí hace tiempo. En todas partes pasan cosas malas,

y tú lo sabes mejor que nadie. La gente de aquí se ocupa de sí misma, y de los demás

cuando hace falta. Si necesitas que te echen una mano, pídelo.

—Lo haré.

—Tengo que volver abajo. —Mientras retrocedía, Joanie echó un vistazo a su

alrededor—. ¿Quieres una tele? Tengo una de sobra.

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Reece iba a decir que no, que era demasiada molestia. «Afina esos violines»,

pensó.

—Si puedes prestarme una, me gustaría mucho.

—Puedes subírtela mañana.

En la puerta, Joanie se detuvo y husmeó el aire.

—Va a llover otra vez. Te espero a las seis en punto.

Una vez sola, Reece se levantó a cerrar las ventanas y a cerrar la puerta con

llave. Se tomó su tiempo. «Cualquier mujer lo cierra todo para pasar la noche», se

dijo. Si apoyaba la silla bajo el picaporte, eso no perjudicaba a nadie.

La lluvia llegó poco después de las dos de la mañana y la despertó. Se había

dormido con las luces encendidas y el libro de Brody en la mano. Se oían truenos

ahogados bajo el golpeteo de la lluvia sobre el tejado y contra las ventanas. Le

gustaba la fuerza de aquel sonido. Hacía que se sintiese aún más confortable y

abrigada en su pequeña cama.

Se acurrucó mientras se frotaba el cuello entumecido. Suspiró y se tapó hasta la

barbilla. Al recorrer con la mirada la habitación antes de volver a cerrar los ojos, se

quedó helada.

La puerta de la calle estaba abierta. Solo una rendija.

Temblando, se envolvió los hombros con la manta y agarró la linterna que tenía

junto a la cama como si fuese un garrote. Tenía que levantarse, tenía que mover las

piernas. Se levantó, con la respiración entrecortada, y corrió hasta la puerta.

Dio un portazo, cerró con llave y accionó el picaporte con fuerza para

asegurarse de que no cedía. El corazón le latía a toda velocidad mientras corría a las

ventanas para asegurarse de que estaban bien cerradas. Atisbo por los cristales.

No había nadie bajo la lluvia. El lago era una negra extensión de agua; la calle

estaba resbaladiza y vacía.

Trató de convencerse de que había dejado la puerta mal cerrada por error o se

las había arreglado para abrirla al hacer la última comprobación antes de acostarse.

El viento la había abierto un poco. La tormenta había entrado y el viento la había

abierto.

Pero se arrodilló junto a la puerta y vio los ligeros arañazos que había

producido el roce de la silla.

El viento no había abierto la puerta con la fuerza suficiente para mover la silla

más de dos centímetros.

Se sentó contra la pared, junto a la puerta, con la manta sobre los hombros.

Consiguió echar una cabezada, y luego vestirse y trabajar. En cuanto la tienda

abrió, se tomó su descanso y se acercó a comprar un cerrojo.

—¿Sabe cómo instalar esto? —preguntó Mac.

—Pensaba que podría averiguarlo.

El hombre le dio una palmadita en la mano.

—¿Por qué no se lo instalo yo? De todos modos, hoy pensaba ir a comer a

Joanie's. No tardaré mucho.

«Pide ayuda cuando la necesites», recordó Reece.

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—Se lo agradecería mucho, señor Drubber.

—Será un momento. No me extraña que esté un poquito nerviosa. Un buen

cerrojo le ayudará a sentirse mejor.

—Sí, lo sé. —Se volvió al oír que se abría la puerta—. Buenos días, señor

Sampson —-dijo cuando vio entrar a Cari.

—Buenos días. ¿Cómo está?

—Estoy bien. Mmm..., supongo que el sheriff habrá hablado ya con ustedes,

pero me pregunto si en los últimos días han visto en el pueblo a una mujer con el

pelo largo y oscuro y un abrigo rojo.

—Vinieron algunos excursionistas —le dijo Mac—, todos hombres, aunque dos

de ellos llevaban pendientes. Uno en la nariz.

—Se ven muchos en invierno, cuando vienen los aficionados al snowboard —

comentó Cari—. Los chicos llevan más quincalla que las chicas. Mac, hace un par de

días pasó por aquí una pareja de jubilados de Minnesota con una autocaravana.

—La mujer tenía el pelo canoso, Cari, y él pesaba al menos ciento treinta kilos.

No son el tipo de personas por las que preguntaba el sheriff.

—Por cierto —dijo Cari mirando a Reece—, podría ser que la pareja a la que

usted vio estuviese peleándose en broma, haciendo el tonto. La gente hace cosas

rarísimas.

—Sí, es cierto —contestó Reece mientras sacaba el monedero—. ¿Le dejo a usted

el cerrojo, señor Drubber?

—Sí, mejor. Ah, y guárdese el dinero. Se lo apuntaré a Joanie.

—Oh, no, es para mí, así que...

—¿Piensa quitarlo de la puerta y llevárselo a algún sitio?

—No, pero...

—Ya lo arreglaré con Joanie. ¿Tienen hoy sopa del día?

—De fideos y pollo, al estilo antiguo.

—Eso suena muy bien. ¿Necesita algo más?

—Pues sí, pero tendré que venir después. He de volver al trabajo.

—Deme la lista —dijo Mac antes de coger un lápiz y humedecer la punta—. Se

lo subiré cuando vaya a comer.

—Me vendrá estupendamente. Necesito una tapa pequeña de ternera, medio

kilo de patatas nuevas, medio kilo de zanahorias...

Cuando acabó, Mac levantó las cejas.

—Parece que va a cenar en compañía.

—Así es. He invitado a Brody. Últimamente me ha ayudado en algunas cosas.

¿Qué mal había?

—Apuesto a que él sale ganando.

—Si sobra algo, es para usted. Por poner el cerrojo.

—Trato hecho.

La muchacha regresó, aspirando el aire limpio y fresco que había dejado la

tormenta nocturna. Había conseguido manejar la situación. Había hecho lo más

sensato.

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Y cuando se acostase aquella noche —sola o acompañada—, habría un nuevo

cerrojo en la puerta.

Cas entró en Angel's Fist abordo de su furgoneta Ford con un CD de Waylon

Jennings gimiendo en el reproductor. Antes de entrar en el pueblo había estado

escuchando a Faith Hill, a quien consideraba el no va más en cuestión de mujeres.

Pero a pesar de eso y de sus excelsas cuerdas vocales, un tipo no podía recorrer el

pueblo con una chica cantando en su furgoneta.

Salvo que estuviese vivita y coleando, claro.

Estaba pensando en una chica. En realidad, en un par; en su mente cabían

muchas mujeres. Vio a una de ellas, vestida con unos vaqueros ajustados y una

sudadera roja, que subida a una escalera de mano pintaba de un vivo y alegre

amarillo los postigos de la pequeña casa de muñecas que tenía alquilada.

Pisó el acelerador a fondo, esperando que ella se volviese y admirase su imagen

dentro del masculino vehículo negro. Al ver que no se volvía, puso los ojos en blanco

y aparcó.

Siempre había tenido que esforzarse más con esa mujer para sacar unas migajas

que con las demás para conseguir el pastel entero.

—¡Hola, Linda-Gail!

—¡Hola, tú! —respondió ella sin dejar de pintar.

—¿Qué haces?

—Me estoy haciendo una limpieza de cutis y una pedicura. ¿A ti qué te parece

que hago?

Él volvió a poner los ojos en blanco y bajó de la furgoneta para acercarse.

—¿Tienes el día libre?

Ya había echado un vistazo al horario y sabía que sí.

—Así es. ¿Y tú?

—Tengo a unos turistas, pero hoy salen a remar. ¿Has visto a Reece?

—No.

Golpeó la madera con la brocha lo bastante fuerte para que salpicase y para

obligarle a apartarse de un salto.

—Ten cuidado.

—Pues muévete.

«Qué mujer más tozuda», pensó. No sabía por qué volvía a intentarlo con ella si

siempre le insultaba.

—Oye, solo quería saber cómo estaba, eso es todo.

—Tu madre me dijo que la dejase en paz y eso hago —dijo con un suspiro,

bajando la brocha—. Aunque me gustaría enterarme. Es horrible.

—Horrible... —repitió él—. Pero en cierto modo emocionante.

—¡Sí que lo es! —exclamó ella mientras se contorsionaba para mirarle—. Nos

gusta el morbo, pero ¡Dios mío, es un asesinato! Bebe cree que debía de ser una

pareja que atracó un banco o algo así, tuvieron un enfado, él la mató y se ha quedado

con todo el dinero.

—Una teoría como otra cualquiera.

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Bajando la brocha, la muchacha se apoyó en la escalera.

—Yo creo que tenían un lío y se escaparon juntos. Luego ella cambió de opinión

y quiso volver con su marido y sus hijos, así que él la mató llevado por la pasión.

—También suena bien. Lastró el cuerpo y lo metió a la fuerza en una vieja

madriguera de castores.

Oh, eso es horrible de verdad, Cas. Peor que enterrarla.

—De todos modos, no creo que hiciera eso. —Cas se apoyó en la escalera.

Percibía el olor de la pintura pero, a tan poca distancia, también olía algún producto

que ella se aplicaba en la piel, fuera lo que fuese—. Tenía que saber dónde encontrar

una vieja madriguera de castores, ¿no? Y no podían ser de por aquí. Lo mires por

donde lo mires, el ya debe de estar muy lejos.

—Supongo que sí. Eso no le ayuda a Reece.

La muchacha volvió a pintar. Tal como él estaba situado, el bonito trasero de

ella le quedaba justo a la altura de los ojos. Solo tenía que inclinarse cinco centímetros

para...

—Me imagino que piensas pasar a verla —añadió Linda-Gail.

—¿A quién? —preguntó él mientras parpadeaba desconcertado—. Ah, te

refieres a Reece. No lo sé. Lo haría si me acompañaras.

—Tu madre me ha dicho que hoy no moleste a Reece. Además, ya que he

empezado con esto tengo que terminarlo.

—A este paso, va a llevarte la mitad del día.

Ella le miró por encima del hombro.

—Tengo otra brocha, listo. Podrías hacer algo útil en lugar de ir por ahí

presumiendo.

—Es mi día libre.

—También el mío.

—Mierda. —No le apetecía nada pintar unos malditos postigos, pero no se le

ocurría ningún otro sitio a donde ir, nada más que hacer—. Supongo que puedo

echarte una mano —añadió al tiempo que cogía una brocha que aún llevaba la

etiqueta con el precio en el mango—. Tal vez, si acabamos esto antes del martes que

viene, podamos ir al rancho. Podría ensillar un par de caballos. Hace un buen día

para dar un paseo.

Linda-Gail sonrió para sus adentros mientras pintaba.

—Tal vez. Hace un día estupendo.

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DESVÍOS

El dolor tiene algo de vacío;

no logra recordar

cuándo empezó, o si hubo

un día en que no fue.

EMILY DICKINSON

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Capítulo 11

Reece subió corriendo por la escalera en el siguiente descanso. Con la llave que

Mac había dejado en Joanie's, abrió el nuevo y robusto cerrojo.

Oír ese simple sonido seco hizo que se sintiera mejor. Lo probó un par de veces

y luego suspiró aliviada.

Pero se recordó que no tenía tiempo que perder, debía preparar el adobo,

mezclarlo con la carne, bajar enseguida y acabar su turno.

Sobre la encimera encontró una nota de Mac escrita con letra clara y esmerada y

sujeta por la nueva parrilla que había incluido en la lista.

He guardado los comestibles en la nevera; no quería dejar fuera los productos

perecederos. Le he abierto una cuenta, así que puede pagarme a finales de mes. Que disfrute de

su cena. Estoy deseando probar esas sobras.

M.D.

«Qué encanto», pensó, y se preguntó distraída por qué alguna mujer lista no lo

había pescado todavía.

Sacó lo que necesitaba del frigorífico y la alacena, y luego abrió el armario

situado bajo la encimera para coger el cuenco grande.

No estaba allí. Sus cuencos no estaban allí, en su lugar encontró sus botas de

excursión y su mochila.

Se arrodilló despacio.

Ella no las había puesto allí. Guardaba las botas y la mochila en el pequeño

ropero. Las sacó con cuidado, como si desactivase una bomba, para examinarlas.

Abrió la mochila y encontró la botella de agua, la brújula, la navaja, el polar, el

protector solar. Todo en su sitio.

Temblando un poco, las llevó al ropero. Y allí estaban los cuencos, colocados en

el estante situado sobre las perchas.

«No significa nada —se dijo—. Un momento de distracción, eso es todo.»

Cualquiera podría cometer un error tan tonto. Cualquiera.

Dejó las botas en el suelo y colgó la mochila en el gancho de siempre. Recordó

haber hecho justo lo que acababa de hacer cuando regresó de su paseo hasta el río

con Brody. Antes de tomarse la aspirina y llenar la bañera, se quitó las botas y las

metió en el ropero junto con la mochila.

Juraría haberlo hecho.

Y los cuencos. Para empezar, ¿por qué iba a cambiarlos de sitio?

Pero así era. Igual que había señalado el mapa y luego lo había borrado de su

mente. «Amnesia», pensó con la frente apoyada en la puerta del ropero. Se resistía a

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creer que volviese a sufrir amnesia, como durante la crisis. Pero los cuencos estaban

en el ropero, ¿verdad? Mac Drubber no los había cambiado de sitio para hacerle una

broma, así que solo quedaba ella.

Se dijo que era el resultado del estrés. Había sufrido un trauma que

atormentaba su mente, y por eso había dejado un par de cosas en el lugar

equivocado. No era un problema, no tenía por qué ser un problema si era capaz de

asumirlo.

Se limito, a coger los cuencos, colocar sobre la encimera el que necesitaba y

dejar los demás en su sitio.

Se negó a seguir pensando y empezó a picar, medir y batir.

Cuando terminó su turno, volvió a abrir la puerta. Esta vez comprobó todas sus

cosas. Armarios, ropero, botiquín, aparador.

Todo estaba justo donde debía estar. Por ello, apartó de su mente el pequeño

incidente y lavó la nueva parrilla que le había traído Mac. A continuación se dispuso

a hacer lo que más le gustaba.

Hacía mucho tiempo que Reece no preparaba una comida seria e íntima. Para

ella, era como redescubrir el amor. Las texturas, las formas, los aromas y los

productos eran físicos, emocionales, incluso espirituales.

Mientras las verduras burbujeaban y se doraban en los jugos del el asado, abrió

una botella de Cabernet para que se oxigenase. Al colocar sobre la encimera los

cubiertos, platos y vasos, pensó que comprar aquellas servilletas de tela con un

estampado de vivos colores probablemente había sido una tontería. Sin embargo, no

era capaz de utilizar las de papel para una cena en compañía. Además, quedaban

preciosas sobre los sencillos platos blancos, les daban un aire festivo. Y las velas eran

tan prácticas como atractivas. Podía irse la luz en algún momento, las pilas de su

linterna podían agotarse... Por otra parte, los pequeños soportes de vidrio azul no le

habían salido demasiado caros.

Había decidido quedarse algún tiempo, ¿verdad? No había nada malo en

comprar algunas cosas para hacer más acogedora la habitación. Más suya. No se

había gastado todo el sueldo comprando alfombras, cortinas y cuadros.

Aunque una alfombra de vivos colores quedaría muy bonita sobre las viejas y

arañadas tablas de madera. Podía venderla antes de marcharse. «En fin, ya veremos»,

pensó mientras miraba el reloj.

Se sorprendió tarareando una melodía mientras picaba y mezclaba el relleno

para los champiñones. Se dijo que era buena señal. Demostraba que estaba bien. No

había nada de qué preocuparse.

Le gustaba escuchar música mientras trabajaba en la cocina. Rock, ópera, new

age... Lo que mejor se adaptase a su humor y a la comida.

Tal vez compraría un pequeño reproductor de CD para la encimera,

simplemente para sentirse más acompañada. Echó un vistazo al tranquilizador

destello del nuevo cerrojo contra la pintura deslucida de la puerta. Allí estaba segura.

¿Por qué no sentirse también feliz y cómoda?

Y volvería a salir de excursión. Consideraría la posibilidad de alquilar o pedir

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prestada una barca para ir al lago. ¿Sería muy difícil remar en una barca? Le gustaría

averiguarlo. Sería otro paso que la acercaría a la verdadera normalidad y no solo a su

apariencia.

Tenía una cita, ¿no? Una especie de cita. Y eso era normalísimo. Tan normal

como que Brody se retrasase diez minutos.

A menos que no acudiese. A menos que hubiese reflexionado sobre lo que había

sucedido —o casi sucedido— entre ellos y optase por quitarse de en medio antes de

que las cosas se complicasen. ¿Por qué iba a querer un hombre enredarse con alguien

que estaba emocionalmente desequilibrado? Alguien que comprobaba tres veces si

había cerrado bien la puerta y aun así se las arreglaba para dejarla abierta. Que no

recordaba haber llenado un mapa de marcas de rotulador rojo. Que metía sus bolas

de excursión en un armario de cocina.

«Debo de ser sonámbula», pensó Reece con un suspiro. Regresión. Pronto

pasearía desnuda por las calles.

Se detuvo, cerró los ojos y respiró hondo. La asaltó el olor de los champiñones,

los pimientos, las cebollas y la carne.

No solo se sentía segura y bastante cuerda; también era productiva. Esa noche

no tenía que preocuparse de nada, salvo de preparar una buena cena. Aunque

acabase comiéndosela ella sola. Mientras lo pensaba, oyó unos pasos en las escaleras.

<dejó que el pánico inicial llegase y se fuese. Cuando llamaron a la puerta,

volvía a estar tranquila. Secándose las manos en el paño de cocina que llevaba

colgado de la cintura, cruzó la habitación para abrir.

«Tranquila —pensó— pero no tonta.»

—¿Brody?

—¿Esperas a alguien más? ¿Qué hay para cenar?

Reece sonreía cuando abrió la puerta.

—Croquetas de salmón y espárragos al vapor con guarnición de polenta.

Brody entró con los ojos entornados. Luego husmeó el aire y sonrió de oreja a

oreja.

—Carne. Tal vez quieras guardar esto para otra ocasión.

La muchacha cogió el vino que él le ofrecía y vio que era un buen Pinot Grigio.

A pesar de las apariencias, Brody se fijaba en los detalles.

—Gracias. Tengo un Cabernet abierto, por si te apetece un vaso.

—No diré que no —contestó él mientras se quitaba la chaqueta y la echaba

sobre el respaldo de una silla—. ¿Cerrojo nuevo?

Desde luego, se fijaba.

—El señor Drubber me lo ha instalado. Supongo que es una exageración, pero

dormiré mejor.

—Una tele... Veo que estás saliendo al mundo.

—He decidido aprovechar la tecnología.

Le sirvió un vaso de vino. A continuación se volvió, sacó el asado del horno y lo

puso sobre la cocina. —Ah... igual que el que hacía mi madre.

—¿De verdad?

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—No. A mi madre se le queman hasta los platos precocinados.

Divertida, Reece acabó de rellenar los champiñones.

—¿A qué se dedica?

—Es psiquiatra. Tiene una consulta privada.

Tratando de ignorar la sacudida automática de su estómago, Reece se concentró

en los champiñones.

—Ya.

—Y hace macramé.

—¿Que hace qué?

—Hace cosas anudando cuerdas. Creo que una vez llegó a hacer un pequeño

estudio de macramé. Amueblado. Es una obsesión.

Reece metió los champiñones en el horno y reguló el temporizador.

—¿Y tu padre?

—A mi padre le gusta hacer barbacoas, incluso en invierno. Es profesor

universitario. Enseña lenguas románicas. Hay quien piensa que forman una pareja

extraña. Ella es apasionada y sociable; él es más bien tímido y soñador. Pero a ellos

les va bien. ¿Quieres vino?

—Enseguida —dijo Reece mientras sacaba un plato de aceitunas—. ¿Tienes

hermanos?

—Dos, un hermano y una hermana.

—Yo siempre quise tener un hermano. Alguien con quien pelearme o con quien

aliarme contra la autoridad. Soy hija única, y mi padre y mi madre también lo eran.

—Así toca más pavo el día de Acción de Gracias.

—Todo tiene su lado bueno. Entre otras cosas, me encantaba trabajar en

Maneo's porque era ruidoso y cálido, y siempre estaba lleno de gente. En casa no

éramos ruidosos ni cálidos. Mi abuela es maravillosa. Tranquila, cariñosa y amable.

Siempre se ha portado muy bien conmigo —dijo mientras levantaba su vaso en una

especie de brindis, antes de beber—. En los últimos dos años le he causado muchas

preocupaciones.

—¿Sabe dónde estás?—Sí, claro. La llamo cada dos semanas y le envío mensajes

con frecuencia. Le encanta el correo electrónico. Es una mujer ocupada y moderna,

con una vida propia muy llena. —Se volvió a comprobar los champiñones y encendió

el gratinador—. Se divorció de mi abuelo antes de que yo naciese —añadió—. Ni

siquiera le conozco. Luego mi abuela puso un negocio de decoración. —Reece echó

un vistazo distraído al diminuto apartamento—. Se estremecería al ver lo que no he

hecho con este sitio. También le encanta viajar. Cuando murieron mis padres tuvo

que posponer muchas cosas. Fue en un accidente de tráfico; yo tenía quince años. Mi

abuela me crió desde entonces. No quería que me fuese de Boston. Pero yo no podía

quedarme.

—Tranquila, cariñosa y amable. Seguramente prefiere que estés bien aquí a que

estés mal en Boston.

Reece reflexionó mientras sacaba una fuente.

—Tienes razón, pero en los últimos meses me he sentido culpable. De todos

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modos, la tengo bastante convencida de que estoy bien, así que ahora está en

Barcelona, en un viaje de compras. —Sacó los champiñones, les echó un poco de

parmesano por encima y los puso a gratinar—. Estarían mejor si fuese fresco, pero no

lo he encontrado.

—Haré un esfuerzo y probaré alguno.

Cuando estuvieron gratinados a su gusto y colocados en una fuente, Reece los

puso entre los dos, sobre la encimera.

—Esta es la primera comida que preparo para otra persona en los dos últimos

años.

—Abajo cocinas todos los días.

La muchacha sacudió la cabeza.

—Eso es trabajo. Me refiero a que es la primera comida que preparo por gusto.

La otra noche no cuenta. Fue una cena improvisada. Hasta esta noche no me he dado

cuenta de lo mucho que lo echaba de menos.

—Me alegro de ser útil —dijo él antes de meterse un champiñón en la boca—.

Están buenos.

Ella cogió otro, lo mordió y sonrió.

—Sí que lo están.

No fue demasiado difícil. Más fácil para ella que salir, buscar o aceptar alguna

actividad destinada a matar el rato o crear tácticas de conversación. Allí podía

relajarse, disfrutar de los últimos preparativos para la cena. Y, curiosamente, podía

relajarse con Brody y disfrutar de él.

—Será más cómodo si sirvo la comida en los platos. ¿Te parece bien?

—Adelante —dijo él, indicando su plato con el vaso de vino—. No seas tacaña.

Mientras ella servía, él vertió más vino en los vasos. Se había fijado en las velas,

las servilletas elegantes y el robusto molinillo de pimienta. «Todo nuevo —pensó—,

desde mi última visita.»

También se había fijado en su libro, colocado sobre la mesita situada junto al

diván.

Supuso que Reece se estaba instalando y que no tardaría mucho en ver un

jarrón con flores y un par de fotos en la pared.

—He empezado tu novela—dijo Reece mirándole a los ojos.

El corazón de Brody sufrió una rápida sacudida. Aquella mujer tenía lo que se

dice unos ojazos.

—¿Qué te parece?

—Me gusta —contestó mientras se sentaba a su lado y se colocaba la servilleta

sobre el regazo—. Da miedo y eso es bueno. Me distrae de mis propios nervios. Jack

me cae bien. Es tan desgraciado... Espero que no acabe en esa tumba. Además, me

parece que Leah puede enderezarle.

—¿Eso es lo que se supone que hacen las mujeres? ¿Enderezar a los hombres?

—Se supone que las personas se enderezan unas a otras, cuando pueden y si el

otro les importa lo suficiente. A ella le importa él, así que confío en que acaben

juntos.

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—¿Que sean felices y coman perdices?

—Si la justicia no triunfa y el amor no es perfecto, ¿qué sentido tienen las

novelas? La vida real es asquerosa demasiadas veces.

—Que los personajes sean felices y coman perdices no ayuda a ganar premios

Pulitzer.

Ella le observó con los labios apretados.

—¿Eso es lo que buscas?

—Si fuese eso, seguiría trabajando en el Trib. Preparar carne asada para cenar

en Wyoming o hacer hamburguesas de búfalo en ese restaurante barato no te

ayudará a ti a ganar el equivalente gastronómico del Pulitzer, sea el que sea.

—Yo también pensaba que quería eso. Premios importantes, reconocimiento...

Ahora prefiero preparar carne asada... ¿Qué te parece?

—Te daría un premio —dijo él antes de cortar otro trozo, acompañado con

parte del bollo, que había untado con mucha mantequilla—. ¿De dónde has sacado

los bollos?

—Los he hecho yo.

—¡Venga ya! —exclamó con inmediata y sincera incredulidad—. ¿Con harina?

—Ese es uno de los ingredientes.

Le pasó el cuenco para que pudiese coger otro.

—Es un gran avance respecto a la comida preparada que imperaba en mi casa

—dijo él con una sonrisa.

—Eso espero. En cuestión de comida, soy una sibarita —contestó Reece—.

Vamos a ver si adivino lo que tienes en la despensa. Pizza congelada, latas de sopa

con chile, cajas de cereales....perritos calientes...

—Te has olvidado de los macarrones con queso.

—Ah, sí, el sustento del soltero. Pasta seca y queso molido. Mmm...

—Mantiene el cuerpo y el alma unidos.

—Sí, como el engrudo.

Brody pinchó una de las patatitas asadas de su plato.

—¿Vas a enderezarme, Flaca?

—Te daré de comer de vez en cuando, y eso nos irá bien a los dos. Puedo...

Se interrumpió y dejó caer el tenedor cuando en la calle sonó la explosión.

—La furgoneta de Cari —dijo Brody, tranquilo.

—La furgoneta de Cari —repitió ella mientras cogía su vino con ambas

manos—. Siempre me asusta. A ver si la arregla de una puñetera vez.

—A ti y a todos los del pueblo. ¿Alguna vez anotas estas cosas?

—¿Qué cosas?

—Las recetas.

Reece se ordenó coger el tenedor y comer a pesar de que tenía el corazón en un

puño.

—Sí, claro. Ya era organizada y un poco maniática antes de volverme loca.

Tengo recetas archivadas en el portátil con dos copias de seguridad. ¿Por qué? ¿Te

gustaría hacer bollos?

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—No. Solo me preguntaba por qué no has escrito un libro de cocina.

—Pensaba hacerlo con el tiempo, cuando me diesen un programa de tele en

horario de máxima audiencia —dijo con una sonrisa—. Algo moderno, divertido,

destinado al público urbano joven y a los amantes del brunch.

—Con el tiempo significa «nunca». Si quieres hacer algo, hazlo.

—No ha aparecido ningún programa de tele en el horizonte. No podría hacerlo.

—Me refiero al libro de cocina.

—Oh, no he pensado en eso desde hace... —¿Por qué no podía escribir un libro

de cocina? Tenía cientos de recetas en sus archivos y las había probado todas—. Tal

vez lo considere.

—Si preparas una propuesta, puedo enviársela a mi agente.

—¿Por qué ibas a hacer eso?

Brody se acabó el último trozo de carne del plato.

—Este asado está buenísimo. Si me trajeras el manuscrito de una novela, solo lo

leería si me pusieras una pistola en la cabeza o te acostases conmigo. En esas

condiciones, si el manuscrito no fuese totalmente infumable, podría ofrecerme a

pedirle a mi agente que le echase un vistazo. Pero como he probado en persona tu

cocina, puedo hacer la oferta sin necesidad de que intervengan la pistola ni el sexo.

Tú decides.

—Parece razonable —contestó ella—. En esas condiciones, ¿cuántos

manuscritos le has enviado a tu agente?

—Ninguno. El tema ha surgido unas cuantas veces, pero siempre he

conseguido eludirlo con alguna evasiva.

—Si preparo una propuesta y tu agente decide representarme, ¿tendré que

acostarme contigo?

—Pues sí—respondió Brody, sacudiendo la cabeza como si la pregunta fuese

ridícula—. Es evidente.

—Claro. Lo pensaré.

De nuevo relajada, se acomodó en el asiento con el vino en la mano.

—Te ofrecería repetir, pero, primero, le he prometido al señor Drubber las

sobras; segundo, no quedaría bastante asado para que te lo llevaras a casa y pudieras

hacerte bocadillos; y tercero, tendrás que reservarte para el postre.

Brody se quedó en el primer punto.

—¿Cómo es que Mac se merece las sobras?

—Por instalarme el cerrojo. Además, no me ha dejado pagarlo.

—Se ha prendado de ti.

—Y yo de él. ¿Por qué no está casado?

Brody soltó un triste suspiro.

—Una típica pregunta femenina. Esperaba otra cosa de ti.

—Tienes razón, es típica. Pero me gustaría que tuviese a alguien que le

preparase carne asada y trabajase con él en la tienda.

—Al parecer, ya te tiene a ti para que le prepares carne asada. Y Leon y el viejo

Frank trabajan con él en la tienda. Beck hace media jornada cuando Mac le necesita.

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—Eso no es como tener a alguien que trabaje contigo y se preocupe de que

tengas una buena cena caliente al final de la jornada.

—Se dice que tuvo un desengaño amoroso hace un cuarto de siglo más o

menos. Su novia le dejó plantado poco menos que en el altar. Se fue con su mejor

amigo.

—No puede ser. ¿De verdad?

—Eso dicen, aunque seguramente exageran para darle más morbo. Supongo

que hay algo de cierto.

—¡Qué mala pécora! Ella no le merecía.

—Probablemente él ni siquiera recuerda cómo se llamaba.

—Claro que se acuerda. Apuesto a que ella ya va por el cuarto marido y sufre

una terrible dependencia de los fármacos provocada por complicaciones derivadas

de su tercer lifting.

—Eres un poco mala. Me gusta.

—Cuando alguien le hace daño a alguien que me importa, soy malísima. Bueno,

¿por qué no te retiras al salón a disfrutar del vino? Voy a limpiar esto.

—Define «limpiar».

—Mira y aprende.

—De acuerdo, pero la vista es mejor desde aquí. He visto una foto tuya de hace

algunos años. Artículos en internet, de periódicos y revistas —explicó él.

—¿Por qué mirabas artículos sobre mí en internet?

—Por curiosidad. Llevabas el pelo más corto.

Reece recogió los platos y los llevó al fregadero.

—Sí. Solía ir a una buena peluquería de Newberry. Era cara, pero merecía la

pena. O al menos eso me parecía entonces. No he podido aguantar en una peluquería

desde... —Abrió el grifo y echó un poco de lavavajillas en el agua—. Así que me lo

dejé crecer —concluyó.

—Tienes un pelo muy bonito.

—Me encantaba ir a la peluquería, que alguien me prestase tanta atención y se

preocupase por mi aspecto. Sentarme allí tomando el vino, el té o el agua con gas que

me servían, salir sintiéndome fresca y renovada. Era una de esas facetas de la vida

por las que me encantaba ser mujer. —Se apartó del fregadero para repartir las

sobras en las dos cajas de comida para llevar que había cogido en Joanie's—. Cuando

salí del hospital, mi abuela me invitó a un tratamiento completo en mi peluquería.

Reservó hora con el peluquero, con la manicura, con la esteticista, con la masajista...

Todo el mundo se mostró tan atento, tan amable... Tuve un ataque de pánico en el

vestuario. Ni siquiera pude desabrocharme la camisa para ponerme la bata. Tuve que

marcharme. —Metió las cajas en el frigorífico—. Mi peluquero... —añadió—. Fui

clienta suya durante años. Es un encanto. Se ofreció a venir a mi casa. Pero no pude.

—¿Por qué no?

—La mortificación era muy importante.

—Eso es una tontería.

—Es posible, pero así era. Y resultaba más fácil sentir vergüenza que miedo. Al

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fin y al cabo, la fobia a las peluquerías no supone una gran dificultad. Pero se van

acumulando.

—Tal vez deberías volver a intentarlo.

Desde el fregadero, le miró por encima del hombro.

—¿Tan mal aspecto tengo?

—Tienes buen aspecto. Debes de tener buenos genes. Pero es una bobada no

tratar de recuperar algo que te gusta.

«Buenos genes», pensó mientras colocaba los platos en el escurridor. No era

exactamente un cumplido poético. De todos modos, hizo que se sintiese más segura

de su apariencia de lo que se había sentido en mucho tiempo.

—Lo pondré en mi lista.

Se volvió secándose las manos en el paño mientras él apartaba el taburete.

Reece no dio un paso atrás, aunque pensó hacerlo. Una retirada no funcionaria con

él. En realidad no estaba segura de sí quería retroceder o avanzar hacia él.

Él le quitó el paño de las manos y lo arrojó a un lado de un modo que le arrancó

una mueca de disgusto. Había que ponerlo a secar plano para que no...

Brody apoyó las manos en el borde del fregadero, a cada lado de ella, como

había hecho sobre el capó de su coche.

—¿Qué hay de postre?

—Pastel de manzana con helado de vainilla. Se ha estado calentando en el

horno mientras...

La boca masculina capturó la de ella, firme y fuerte. Reece saboreó el vino en su

lengua, fuerte y tentador, y sintió el roce de sus dientes. Su sangre se encendió como

si la hubiese alcanzado un rayo.

—Madre mía —consiguió decir—. Es como si se me cruzasen los circuitos del

cerebro. Chisporrotean y echan humo.

—Tal vez necesitas tumbarte.

—Me gustaría. Reconozco que me apetecería. Hasta he lavado las sábanas, por

si acaso.

Brody sonrió.

—¿Has lavado las sábanas?

—Parecía lo adecuado. Pero... ¿puedes dar un paso atrás? Me cuesta respirar.

Él retrocedió.

—¿Mejor?

—Sí y no.

«Es tan irresistible...», pensó. Reece se atenía a su impresión inicial. No era

guapo, pero sí irresistiblemente atractivo. Masculino hasta la médula. Manos

grandes, pies grandes, boca dura, cuerpo duro.

—Quiero irme a la cama contigo; quiero volver a tener todas esas sensaciones.

Pero creo que necesito esperar hasta estar un poco más segura de mí misma.

—Y de mí.

—Esa es una de las cosas que me gustan de ti. Lo captas todo. Soria normal para

ti, agradable, tal vez fantástico, pero normal. Para mí, volver a tener intimidad sería,

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o será, monumental. Me parece que más vale que estemos seguros los dos, porque es

un gran peso para ti.

—O sea que si no te acuestas conmigo es por mi bien.

—Por decirlo de alguna manera.

—Eres muy considerada.

Brody le dio un suave empujón y volvió a besarla. Esta vez le pasó las manos

por los costados, amoldándose a sus pechos, su cintura, sus caderas. Luego, una vez

más, dio un paso atrás.

—¿Qué puñetas es un pastel de manzana?

—¿Qué? ¡Ah, espera!

Reece se tomó un momento, con los ojos cerrados, hasta que su cerebro volvió a

la normalidad.

—Es delicioso, ya lo verás. Ve a sentarte, dame un minuto y te lo demostraré.

¿Quieres café?

—No tienes café.

—La verdad es que... —dio un paso hacia un lado para evitar el contacto con él

y cogió un termo que había sobre la encimera— he subido un poco.

—¿Tienes café?

Reece vio que, por una vez, le había sorprendido.

—Suave y con un terrón de azúcar, ¿verdad?

—Sí, gracias.

Reece preparó el postre y lo sirvió en la zona de estar.

—No es sexo —dijo—, pero es un final agradable para una cena.

Brody probó el pastel.

—¿Cómo he podido vivir hasta hoy sin esto?

—Aprendí a prepararlo para mi padre. Era su postre favorito.

—Un hombre con buen gusto.

La muchacha sonrió y comió un poco del suyo.

—No has dicho nada sobre... No sé muy bien cómo llamarlo.

—Creo que la palabra es «asesinato».

—Sí, la palabra es «asesinato». Una de las teorías del sheriff es que me

equivoqué de sitio, y que ella no murió. Tal vez vi a un par de personas que se

peleaban, pero no fue un asesinato. Por eso nadie ha denunciado la desaparición de

ninguna mujer.

—Y tú no estás de acuerdo.

—Para nada. Sé lo que vi y dónde lo vi. Tal vez no han denunciado su

desaparición porque esa mujer no era importante para nadie. O porque venía, en fin,

de Francia.

Esta vez Brody sonrió.

—Fuera de donde fuese, alguien debió de verla. Poniendo gasolina, comprando

comida, en un camping, en un motel... ¿Podrías describirla bien?

—Ya lo he hecho.

—No, quiero decir si podrías describírsela a un dibujante.

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—¿A un dibujante de la policía?

—En Angel's Fist no hay de eso, pero tenemos a un par de artistas. Estaba

pensando en el doctor.

—¿En el doctor?

—Hace dibujos al carboncillo. Es una especie de afición, pero lo hace bastante

bien.

—¿Y le describiría a la víctima de un asesinato o me haría una evaluación

médica?

Brody se encogió de hombros.

—Si no confías en el doctor, podemos buscar a otra persona.

—Confío en ti. —Brody frunció el ceño y ella asintió—. ¿Lo ves? —añadió—. Ya

te he hablado del peso. Confío en ti, así que estoy dispuesta a probar con el doctor

Wallace. Si vienes conmigo.

El ya tenía previsto ir con ella. No pensaba perderse ningún detalle de la

situación. Pero siguió frunciendo el ceño mientras se tomaba el postre.

—Si insistes que vaya contigo, ¿Como me vas a compensar por el tiempo? Estoy

pensando en algo que combine bien con la botella de vino blanco que tienes en la

nevera.

—Tengo el domingo libre. Yo me encargo del menú.

Brody se terminó el último bocado de su cuenco.

—Confío en ti. Hablaré con el doctor.

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Capítulo 12

—Bueno, ¿cómo le fue?

Linda-Gail colocó la pila de platos vacíos sobre la encimera, junto a Pete, y

luego le dio a Reece un codazo.

—¿Cómo fue qué?

—Tu cita con Brody anoche.

Reece dio la vuelta a las hamburguesas que estaba asando para una mesa de

adolescentes de regreso de la escuela.

—Solo le invité a cenar a cambio de un favor que me había hecho.

—Solo cenar. —Linda-Gail se volvió hacia Pete con los ojos en blanco—. ¿Y vas

a decirme que no aprovechaste la ocasión?

—Está enamorada de mí—dijo Pete mientras deslizaba los platos en el

fregadero—. No puede evitarlo.

—Es cierto. Me paso el turno esforzándome por controlarme.

—Compraste velas —observó Linda-Gail—. Y servilletas de tela. Y vino del

bueno.

—¡Vaya! —Reece no sabía si reírse o sentirse humillada—. ¿Es que no hay

secretos en este pueblo?

—Ninguno que yo no pueda descubrir. Vamos, dame algún detalle.

Últimamente mi vida amorosa es tan escasa como el pelo de Pete.

—¡He! Mi pelo solo se está tomando un pequeño descanso entre las temporadas

de cultivo. —Pete se pasó una mano por el pelo que le quedaba—. Empiezo a sentir

un hormigueo en el cuero cabelludo; ya está a punto una nueva cosecha.

—Pues necesitas un poco más de abono. ¿Besa bien? —quiso saber Linda-Gail.

—¿Pete? De maravilla. Me tiene a sus pies. ¡Pedido listo! —dijo Reece cuando

acabó de colocar en los platos las hamburguesas, las patatas fritas y los montoncitos

de ensalada de col que los chavales del instituto no probarían siquiera.

—Tarde o temprano te lo sonsacaré.

Después de coger los platos, Linda-Gail se dirigió hacia la mesa con paso

oscilante.

—Yo beso de maravilla —anunció Pete—. Te lo digo para tu información.

—Nunca lo he dudado.

—Los tipos como yo, ya sabes, los tipos compactos, tenemos mucha energía.

Nosotros... joder.

—La verdad, ahora mismo no tengo tiempo para eso.

Divertida, Reece le echó un vistazo. De repente se sintió mareada y enferma. De

las manos unidas de Pete brotaba sangre, que caía al suelo, a sus pies.

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—Así aprenderé a tener cuidado con lo que hay en el agua, ¡maldita sea! Me he

hecho un buen corte. ¡Ay, ay, ay!

Oyó a Pete gritar como si él estuviese en la cima de una montaña y ella en el

valle. Luego los gritos se convirtieron en un zumbido, y el zumbido en silencio.

La despertaron unas rápidas palmaditas en su mejilla. Cuando el rostro de

Joanie entró en su campo visual, las náuseas estremecieron el estómago de Reece.

—Hay sangre,

—¿Está bien? Caray, Joanie, ha tenido una mala caída. No he podido sujetarla a

tiempo. ¿Está bien?

—Apártate ya, Pete. Está perfectamente.

Pero Joanie ya estaba pasando una mano por la cabeza de Reece para

comprobar si tenía algún chichón.

—Ve a ver al doctor —añadió—. Que te ponga unos puntos en esa mano.

—Solo quiero asegurarme de que se encuentra bien. Podría sufrir una

conmoción o algo así.

—¿Cuántos dedos hay aquí? —le preguntó Joanie a Reece.

—Dos.

—¿Lo ves? Está perfectamente. Ahora ve a que te curen esa mano. ¿Puedes

sentarte, niña?

—Sí —dijo la muchacha, luchando contra las náuseas y los temblores mientras

se sentaba en el suelo de la cocina—. Pete, ¿es grave? La mano...

—Uf, el doctor me la coserá ahora mismo.

Tenía la mano envuelta en un paño empapado de sangre.

—Lo siento —dijo Reece.

—Ha sido culpa mía. Ahora tómatelo con calma. —Le dio unas palmaditas en el

hombro con la mano sana y se puso en pie.

—Te está saliendo un chichón detrás de la cabeza —dijo Joanie—. Te traeré

hielo.

—Estoy bien —dijo Reece—. Solo he de recobrar el aliento. Alguien debería ir

con Pete. Es una herida muy fea.

—Quédate ahí sentada un momento. —Joanie se levantó—. ¡He, Tod!

Acompaña a Pete con el coche a casa del doctor. Tu hamburguesa puede esperar

cinco minutos, y no te la cobraré. ¿Satisfecha, Reece?

—Hay sangre.

—Ya lo veo. Es normal sangrar cuando te haces un tajo con un cuchillo. Eso es

todo. En las cocinas se producen accidentes sin parar.

—Yo lo limpiaré, Joanie. —Linda-Gail se acercó—. Juanita se encarga de mis

mesas.

Sin decir nada, Joanie sacó una bolsita de hielo del congelador y la envolvió en

un paño fino.

—Sujeta esto sobre el chichón —le ordenó a Reece—. Cuando te encuentres

mejor, puedes irte arriba. Ya me ocupo yo de esto.

—No, me encuentro bien. Puedo trabajar. Prefiero trabajar.

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—Vale. Entonces levántate, y veamos si te aguantas de pie. Estás pálida como

un muerto —sentenció Joanie cuando Reece se agarró a la encimera para ponerse en

pie—. Tómate un descanso, sal a que te dé el aire. Bebe agua. —Puso una botella en

la mano de Reece—. Cuando recuperes el color —añadió—, puedes volver al trabajo.

—El aire me sentará bien. Gracias.

Cuando Joanie sacudió la cabeza, Linda-Gail asintió y siguió a Reece a la parte

trasera.

—¿Quieres sentarte? —le preguntó.

—No, me apoyaré aquí un momento. No hace falta que me vigiles. Solo me

siento un poco mareada y muy estúpida.

«Y temblorosa», pensó Linda-Gail mientras cogía la botella de agua de las

manos vacilantes de Reece y le quitaba el tapón.

—A mí me pasa con las arañas. No solo las grandes, ya sabes, esas que dan la

impresión de poder transportar a un gato. También las pequeñitas me ponen la carne

de gallina. Una vez me lancé contra una puerta y me di un golpe muy tonto tratando

de salir de la habitación porque había visto una araña. Ponte esa bolsa de hielo en la

cabeza, como ha dicho Joanie. Seguro que tienes un dolor de cabeza del tamaño de

una araña grande.

—Creo que sí. Pero Pete...

—Al desmayarte así has asustado tanto a Pete que se ha olvidado de cuánto le

dolía la mano. Por lo menos ha servido de algo.

—Menuda hazaña.

—Y Joanie estaba tan preocupada por vosotros dos que aún no se ha cabreado

por tener que buscar a alguien que le sustituya ,a él hasta que le quiten los puntos.

Dos hazañas.

—Me siento abrumada.

—¿Te vienes a tomar una cerveza luego para brindar por tus hazañas?

Reece tomó otro sorbo de agua fría.

—¿Sabes? Sí, me gustaría.

La comida que servían en Clancy's no era mala, al menos si se acompañaba de

cerveza. Pero lo más importante para Reece era haber dado otro paso en su viaje de

vuelta.

Estaba sentada en un bar con una amiga.

Un bar muy extraño para su sensibilidad de la costa Este.

Había trofeos colgados en la pared. Cabezas disecadas de osos, alces y ciervos

adornaban el nudoso revestimiento de pino, junto a lo que Linda-Gail identificó para

su información como un par de enormes truchas degolladas. Todos miraban

fijamente hacia la barra con una expresión que Reece interpretó como de susto y

enfado.

El revestimiento, con su sección inferior de troncos, parecía haber absorbido

una generación de humo y vapores de cerveza.

El suelo estaba rozado y arañado, y a lo largo del tiempo debía de haber

acogido litros de cerveza derramada. Parte de la zona, justo delante de un escenario

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bajo, estaba reservada para bailar.

La barra era larga y negra, y se hallaba bajo el dominio de Michael Clancy, que

había llegado a Wyoming directamente desde Cork hacía unos doce años. Se había

casado con una mujer que afirmaba tener sangre cherokee y llamarse Rainy. Clancy

parecía lo que era, un irlandés grandullón y brusco que regentaba un bar. Rainy

preparaba en la cocina nachos, pieles de patata y cualquier otra cosa que le

apeteciera.

Los taburetes de la barra tenían el asiento desgastado y brillante por el roce de

los traseros durante una docena de años. Había Bud y Guinness de barril, además de

algunas cervezas locales en botella, entre las que se incluía algo llamado Buttface.

Amber, que Reece había rehusado probar. Otras opciones eran Harp

embotellada o, si eras mujer —o un mariquita, en opinión de Claney—, Bud Light. En

la abundante exposición de licores detrás de la barra abundaban los whiskies.

Linda-Gail había avisado a Reece de que el vino que Clancy servía de una caja

era barato y sabía a meados calientes.

Había un par de mesas de billar en otra zona, y el sonido de las bolas llegaba

mezclado con la música que emitían los altavoces.

—¿Qué tal la cabeza? —le preguntó Linda-Gail.

—Todavía la tengo sobre los hombros, y seguramente está mucho mejor que la

mano de Pete.

—Siete puntos. Uf. Pero le ha encantado que te deshicieras en atenciones con él

cuando ha vuelto. Le has obligado a sentarse, le has servido tú misma esa trucha

frita...

—Es un encanto de tío.

—Sí que lo es. Y, hablando de tíos, ahora que estás bebiendo, desembucha.

¿Cómo es Brody? ¿Es muy excitante?

Reece decidió que, si iba a tener una amiga, ella misma debía actuar como tal.

Se inclinó hacia delante.

—Explosivo.

—¡Lo sabía! —Linda-Gail dio un puñetazo en la mesa—. Se nota. Los ojos, la

boca. O sea, está el cuerpo y todo lo demás, pero sobre todo la boca. Está para

comérsela.

—Sí, tengo que reconocer que así es.

—¿Qué otras partes de él has probado?

—Eso es todo. Lo demás, me lo estoy pensando.

Con la boca abierta y los ojos desorbitados, Linda-Gail se echó hacia atrás.

—Tienes un autocontrol sobrehumano. ¿Es aprendido o heredado?

—Es lo que podría llamarse una consecuencia del terror. Ya conoces mi historia.

Para ganar tiempo, Linda-Gail bebió un poco de cerveza.

—¿Te molesta?

—No lo sé. Unas veces sí, pero otras es un alivio —respondió Reece.

—No sabía si hablar de eso o no. Sobre todo después de que Joanie... —Linda-

Gail se interrumpió, de pronto parecía muy interesada en su cerveza.

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—¿Joanie qué? —le apremió Reece.

—Se suponía que no debía decirlo, pero como más o menos ya lo he hecho...

Nos echó a todas un rapapolvo cuando Juanita empezó a darle a la lengua. Juanita no

tiene mala intención; es que no puede mantener la boca cerrada. Ni la falda bajada,

dicho sea de paso. —Linda-Gail tomó otro sorbo de cerveza y añadió—. Joanie le dio

un buen tirón de orejas, y dejó muy claro que ninguna de nosotras debía preguntarte.

Pero como has sacado tú el tema...

—No pasa nada. —¿No era asombroso contar con la inimitable Joanie Parks

como defensora?—. Simplemente no me gusta hablar de eso —añadió.

—No me extraña. —Linda-Gail alargó el brazo y le apretó una mano—. No me

extraña nada. Si yo hubiese pasado por algo así, aún estaría acurrucada en un rincón

llamando a mi mamá.

—No lo creo, pero gracias.

—Bueno, pues hablaremos de hombres, sexo, comida y zapatos. Lo habitual.

—Me parece bien. —Reece cogió otro nacho—. En cuanto a comida, hay que

decir que esta porquería que han puesto aquí no guarda relación alguna con el queso

de verdad.

—Es de color naranja. —Linda-Gail metió el nacho en algo que pretendía ser

guacamole—. Casi. Bueno, pues, para estar a la par en el tema de los hombres, te diré

que voy a casarme con Cas.

—¡Oh, oh, Dios mío! —Reece dejó caer su nacho en el plato—. Eso es

estupendo. No tenía ni idea.

—Él tampoco. —Linda-Gail se llevó el nacho a la boca—. Y supongo que

refinarle hasta que merezca la pena casarse con él me va a tomar algo más de tiempo

y esfuerzo. Pero a mí se me dan muy bien los proyectos.

—Ah. Mmm, entonces estás enamorada de él.

El bonito rostro de Linda-Gail se suavizó y el hoyuelo se hizo más profundo.

—Le he querido toda mi vida. Bueno, desde que tenía diez años, y eso es mucho

tiempo. El también me quiere, pero su forma de resolverlo es correr en la dirección

opuesta y tirarse a todas las mujeres que tiene a mano para no pensar en mí. Estoy

dejando que se desahogue... Ya casi ha llegado la hora.

—Vaya... Es un sistema poco común y de amplias miras, Linda-Gail.

—Últimamente mis miras se están estrechando.

—El y yo nunca... Te lo digo por si quieres saberlo.

—Ya lo sé, aunque no te lo reprocharía, o al menos no mucho. Juanita y yo nos

llevamos bien, y hace algún tiempo estuvo liada con él. En fin, ¿quién no? —dijo

riéndose entre dientes—. Pero seguramente no te invitaría a una cerveza si te lo

hubieras tirado. Cas y yo salimos juntos cuando teníamos dieciséis años, pero no

estábamos preparados. ¿Quién lo está a los dieciséis?

—Ahora sí lo estás.

—Sí, ahora sí. El solo tiene que ponerse al día. Brody no ha salido con nadie del

pueblo; te lo digo por si quieres saberlo. Se decía que quedaba de vez en cuando con

una abogada de Jackson, y tuvo un par de posibles líos con turistas, pero nunca con

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nadie del pueblo.

—Supongo que es bueno saberlo. En realidad, no estoy segura de lo que hay

entre nosotros, aparte de los calores.

—Los calores son un buen punto de partida. Tú, que eres cocinera, deberías

saber eso.

—Ha pasado algún tiempo. —Reece jugaba distraída con las puntas de su

cabello mientras observaba el peinado de I.inda-Gail—. ¿A qué peluquería vas?

—¿Cuándo tengo prisa o cuando quiero derrochar?

—Estoy considerando la posibilidad de derrochar.

—Reece, Reece, la posibilidad de derrochar no admite consideraciones. Por

definición, hay que tirarse de cabeza. Podemos convencer a Joanie de que nos dé a las

dos el mismo día libre la semana que viene y hacerlo.

—Vale, pero debo decirte que la última vez que traté de ir a la peluquería acabé

echándome a correr como alma que lleva el diablo.

—No hay problema. —Linda-Gail se chupó la pegajosa sustancia anaranjada

que le manchaba el pulgar y sonrió—. Llevaré una cuerda.

Mientras Reece esbozaba una sonrisa, uno de los vaqueros del pueblo se dirigió

hacia el pequeño escenario. Era un tipo delgado y alto que llevaba botas de cuero y

unos téjanos desteñidos. Reece sabía ya que el desgastado círculo blanco del bolsillo

trasero se debía al hábito de llevar una lata de tabaco rape.

—¿Espectáculo en vivo? —preguntó Reece al ver que cogía un micrófono.

—Depende de lo que entiendas por espectáculo. Karaoke. —Linda-Gail levantó

el vaso hacia el escenario—. Todas las noches en Clancy's. Ese es Reuben Gates;

trabaja en el Circle K. con Cas.

—Café solo, huevos con tostadas, beicon y patatas fritas. Va a Joanie's todos los

domingos por la mañana.

—Ese mismo. Es bastante bueno.

Tenía una profunda y fuerte voz de barítono, y era evidente que gozaba del

favor del público, que silbó y dio palmadas cuando empezó a cantar «Ruby».

Mientras le escuchaba cantar sobre una mujer infiel, trató de imaginárselo a

orillas del río Snakc con una cazadora negra y una gorra anaranjada de cazador.

«Podría ser él», pensó. Sus manos parecían fuertes, y mientras cantaba se

mostraba tranquilo.

Podría ser él, un hombre para el que había frito huevos y patatas los domingos

por la mañana. O podría ser cualquiera de los hombres sentados ante la barra o las

mesas. Cualquiera de ellos podía ser un asesino. «Cualquiera», volvió a pensar

mientras el pánico le atenazaba la garganta.

La música seguía sonando y la profunda voz de barítono la acompañaba. Las

conversaciones continuaron, ahora en voz baja por respeto a la interpretación. Los

vasos chocaban contra la madera, las sillas arañaban el suelo.

Y el pánico empezó a cerrarse en un puño para dejarla sin aire.

Vio el rostro de Linda-Gail, vio la boca de su amiga que se movía, pero la

ansiedad le había llenado los oídos de algodón. Se forzó a espirar, se forzó a inspirar.

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—¿Cómo? Perdona, no te he oído...

—¿Te encuentras bien? Te has puesto muy pálida. ¿Te duele la cabeza?

—No, no, estoy perfectamente. —Reece se obligó a mirar hacia el escenario—.

Supongo que aún me cuesta permanecer en un sitio donde hay mucha gente.

—¿Quieres salir? No tenemos por qué quedarnos.

Pero cada vez que echaba a correr era un paso atrás. Una retirada más.

—No, no, estoy bien. Mmm... ¿Alguna vez sales a cantar?

Linda-Gail echó un vistazo hacia el escenario. Reuben terminaba y recibía unos

aplausos muy entusiastas.

—Claro. ¿Te apetece?

—No lo haría ni por un millón de dólares. Bueno, ni por medio millón.

Otro hombre se dirigía al escenario; como pesaba unos ciento diez kilos y medía

un metro ochenta, Reece decidió que podía eliminarlo de su lista.

La sorprendió con una balada interpretada con una voz de tenor dulce aunque

débil.

—No lo conozco —comentó Reece.

—T. B. Unger. Da clases en el instituto. T. B. significa Teddy Bear. Y esa que está

sentada ahí es su mujer, Arlene, la morena de la camisa blanca. No van mucho a

Joanie’s; tienen dos críos y son muy caseros. Pero vienen a Clancy's una vez por

semana para que él pueda cantar. Arlene también trabaja en el instituto, en la

cafetería. Parecen novios.

«Desde luego», pensó Reece mientras contemplaba cómo el oso de peluche

cantaba su canción de amor mirando directamente a los ojos de su esposa.

Se recordó que había dulzura en el mundo. Y amor, y amabilidad. Era

agradable volver a formar parte de eso, volver a sentir eso.

Y reír cuando el siguiente intérprete, una rubia con muy mal oído y mucho

sentido del humor, destrozó un clásico de Dolly Parton.

Lo hizo durante una hora entera y consideró la velada un enorme éxito.

Mientras regresaba a su apartamento a través de las calles silenciosas, se sentía

casi segura, casi tranquila. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan bien.

Y cuando cruzó la puerta, casi se sintió en casa.

Después de cerrar con llave, comprobar el picaporte y apoyar debajo el

respaldo de una silla, fue a lavarse.

En el umbral del pequeño baño se quedó paralizada. Ninguno de sus artículos

de aseo se hallaba en el estrecho estante situado junto al lavabo. Cerró los ojos con

fuerza, pero cuando volvió a abrirlos el estante seguía vacío. Abrió de golpe el

botiquín con puerta de espejo en el que guardaba las medicinas y la pasta de dientes.

También estaba vacío.

Con un quejido, se dio la vuelta para observar la habitación. Su cama estaba

hecha, como la había dejado por la mañana. El hervidor brillaba sobre la cocina. Pero

faltaba la sudadera con capucha que estaba segura había dejado colgada del

perchero.

A los pies de la cama, y no debajo de ella, estaba su petate.

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Las piernas le temblaban mientras se acercaba a él, y el quejido se convirtió en

un grito ahogado cuando corrió de un tirón la cremallera y encontró su ropa en el

interior, bien colocada.

Metió la mano en la bolsa y vio que contenía todo lo que traía al llegar. Todas

sus cosas, bien dobladas y guardadas. Listas para llevárselas.

¿Quién haría algo así?

Cediendo ante sus vacilantes piernas, se arrodilló junto a la cama. Y afrontó la

verdad. Nadie podía haber hecho aquello, no con el nuevo cerrojo.

Tenía que haberlo hecho ella misma. Algún instinto interno, algún vestigio del

peor momento de su crisis volvía a irrumpir para decirle que echase a correr, que se

fuese, que se marchase.

¿Por qué no se acordaba?

Se dijo que no era la primera vez y dejó caer la cabeza entre sus manos. No era

la primera vez ni la segunda que sufría amnesia o que no recordaba haber hecho

algo.

Pero habían pasado meses desde que sufrió el último de esos trastornos.

«Casi me sentí en casa», pensó, luchando contra la desesperación. Se había

permitido creer que casi estaba en casa. Cuando una profunda parte de sí sabía que

ni siquiera estaba cerca.

Tal vez debía darse por aludida. Coger el petate, bajar por la escálela, meterlo

en el coche y marcharse. A cualquier sitio.

Y si lo hacía, «cualquier sitio» sería solo otro lugar que también abandonaría.

Aquel podía ser su lugar si persistía. Había tenido una cita, se había tomado una

cerveza con una amiga. Tenía un empleo y un apartamento. Tenía una identidad allí,

si aguantaba.

Sacó todas sus cosas, la ropa, el cepillo de dientes, los frascos, los zapatos.

Aunque tenía el estómago revuelto, volvió a conectar el ordenador portátil. Envuelta

en una manta para tratar de combatir un frío que provenía de su interior, se sentó a

escribir.

No he echado a correr. Hoy he cocinado, me he ganado el sueldo. Pete se ha hecho un

tajo en la mano mientras fregaba los platos, y la sangre me ha conmocionado. Me he

desmayado, pero no he echado a correr. Después de trabajar, he ido a Clancy's a tomar una

cerveza con Linda-Gail. Hemos hablado de los hombres, del pelo, de las cosas normales de las

que hablan las mujeres. Hay karaoke en Clancy's, y las paredes están llenas de cabezas de

animales muertos. Alces y ciervos, incluso osos. La gente canta, sobre todo country, con

diversos grados de habilidad. He tenido un principio de ataque de pánico, pero no he echado a

correr y la cosa ha mejorado. Tengo una amiga en el pueblo. En realidad, también tengo

amigos, pero no hay nada como una amiga.

En algún momento del día de hoy debo haber metido mis cosas en el petate, pero no me

acuerdo. Tal vez lo haya hecho en el descanso, después de que Pete se hiciese daño. Tal vez. La

sangre, ver la sangre me ha devuelto de golpe a Maneo's. Por eso durante un rato ha sido la

sangre de Ginny y no la de Pete.

Pero lo he sacado todo del petate y lo he guardado. Mañana iré a ver al doctor Wallace

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para describir lo mejor que pueda al hombre y a la mujer que vi junto al río. Porque los vi. Vi

lo que él le hizo a ella.

Hoy no he echado a correr. Y mañana tampoco lo haré.

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Capítulo 13

El doctor Wallace sacó una tetera y una cafetera, ambas de preciosa loza, y puso

unas galletas en una antigua fuente de cristal de color verde pálido. Lo sirvió todo

entre las fotografías de familia y los delicados cojines de ganchillo de su bonito salón,

desplegando la cortesía de una anciana tía que recibiese a su club de lectura todas las

semanas.

Si se había tomado la molestia de dar aquellos toques de delicadeza para relajar

a Reece, lo había conseguido. En lugar de ansiosa se sintió encantada cuando se

sentaron frente al suave resplandor del fuego con un aroma a gardenia perfumando

el ambiente.

La primera impresión fue de comodidad y seguridad. Luego pensó que aquel

hombre había recibido una buena educación.

"Aquí no hay paredes con cabezas de animales —pensó—, no hay lámparas

típicas del Oeste ni gruesas mantas indias.» Aunque sabía que pescaba, no había

truchas disecadas sobre la chimenea, sino un precioso espejo ovalado con marco de

cerezo.

Su abuela lo habría aprobado.

En realidad, pensó que la habitación podía haberse encontrado fácilmente en

una casa de Beacon Hill, en Boston, y así lo dijo.

—Era la habitación preferida de mi Susan —explico el doctor mientras le pasaba

el té que había servido él mismo . Le encantaba sentarse aquí a leer, era una gran

lectora. He mantenido esto tal como a ella le gustaba. —Sonrió un poco y le tendió a

Brody una taza de té—. Supongo que si no lo hubiese hecho se me aparecería. Y la

verdad es que... —se interrumpió y los miró con ojos amables y perspicaces tras los

cristales de sus gafas— puedo sentarme aquí después de una larga jornada y

comentar las cosas con ella. A algunas personas les parecería un disparate, un

hombre hablando con su esposa muerta. Yo simplemente lo considero humano.

Muchas cosas que a algunos les parecen un disparate son simplemente humanas.

—Cometer disparates es simplemente humano —comentó Brody mientras cogía

una galleta.

—En ese caso yo soy muy humana —empezó Reece—. Le agradezco que intente

hacer que me sienta a gusto. Lo ha conseguido, pero sé muy bien que soy un puchero

de neurosis con pedacitos de fobias y bien condimentado con paranoia.

—Que lo admitas es bueno. —Brody mordió la galleta—. La mayoría de la

gente que está como una cabra no lo sabe, y eso es un fastidio para los demás.

Reece lo miró de refilón y luego se centró en el doctor Wallace.

—Pero también sé que lo que vi junto al río era real. No tuve un sueño, ni una

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alucinación. No fue un producto de mi mente quebrantada y mi exceso de

imaginación. Piense lo que piense el sheriff, piense lo que piense cualquiera, sé lo que

vi.

—No te enfades con Rick —dijo el doctor en tono suave . Hace su trabajo lo

mejor que puede. Y es un buen sheriff para este pueblo.

—Eso dice todo el mundo —murmuró Reece.

—De todos modos, tal vez podamos ayudarte.

—¿Usted me cree?

—No importa que yo te crea o no, pero no tengo ningún motivo para no aceptar

tu palabra. A mí me parece que has hecho todo lo posible para no llamar la atención

aquí.

El doctor se echó en el café una generosa cantidad de crema de leche. Tras

estirar las piernas, cruzó los tobillos; calzaba unas bonitas zapatillas deportivas.

—He de reconocer que mis intentos en ese sentido han sido un miserable

fracaso.

—Bueno, denunciar un asesinato tiende a convertir al mensajero en objeto de

curiosidad. No tiene sentido que te inventes una historia así y despiertes el interés de

todo el mundo hacia ti misma. —El doctor se subió las gafas y la miró a través de los

cristales limpios—. Además —continuó—, al parecer Brody te cree, y sé que es un

hueso duro de roer. Así que... —Dejó su café a un lado y cogió su bloc de dibujo y un

lápiz—. Tengo que reconocer que esto resulta emocionante para mí. Es como salir en

Ley y orden.

—¿Qué versión?

El doctor sonrió.

—Yo prefiero la primera... Brody te ha contado que soy aficionado al dibujo.

Hasta tengo un par de carboncillos en el museo de el pueblo.

—Había pensado ir a visitarlo.

—Te lo aconsejo. Hay algunas obras interesantes de artistas locales. De todas

formas, nunca he hecho nada parecido a esto, así que me he informado un poco sobre

el procedimiento. Primero voy a pedirte que pienses en formas, si puedes. Para

empezar, piensa en la forma de la cara de ella. Cuadrada, redonda, triangular...

¿Puedes hacerlo?

—Creo que sí.

—Cierra los ojos un momento y trata de recordar.

Reece obedeció y vio a la mujer.

—Ovalada, me parece. Pero larga y estrecha. ¿Elíptica?

—Muy bien. ¿Delgada, entonces?

—Sí. Llevaba el pelo largo y una gorra roja que le tapaba la frente. Pero me dio

la impresión de que tenía la cara larga y estrecha. Al principio no pude verle los ojos

— continuó Reece—. Llevaba galas de sol. De esas que cubren las sienes, creo.

—¿Y la nariz?

—¿La nariz? —repitió la muchacha, decepcionada—. Dios, me parece que no

voy a ser de gran ayuda.

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—Haz lo que puedas.

—Creo... creo que era larga y estrecha, como la cara. No prominente. Me fijé

más en la boca porque se movía. Se pasó mucho tiempo hablando o más bien

gritando. La boca me pareció dura. Ella me pareció dura. No sé cómo explicarlo.

—¿Boca fina?

—No lo sé, tal vez. Era... móvil. Me refiero a que parecía tener mucho que decir.

Y cuando no hablaba fruncía el ceño, se reía sarcásticamente. Su boca no paraba de

moverse. Llevaba pendientes; estoy casi segura de que eran aros. Vi cómo relucían. El

pelo le llegaba por debajo de los hombros y era ondulado, muy oscuro. Se le cayeron

las gafas de sol cuando él la tiró al suelo, pero todo sucedió muy deprisa. Ella estaba

muy enfadada. Diría que tenía los ojos grandes, pero estaba muy irritada, y luego

muy asombrada, y luego...

—¿Tenía rasgos distintivos? —continuó el doctor en el mismo tono sereno—.

Cicatrices, lunares, pecas...

—No recuerdo ninguno. Maquillaje —añadió ella de pronto—. Creo que iba

muy maquillada. Pintalabios rojo. ¡Sí! Muy rojo, y..., tal vez era simplemente por el

enfado, pero creo que llevaba demasiado colorete. Ahora que lo pienso, su viveza

parecía exagerada. Quizá por la furia, o porque se le había ido la mano con el

colorete. Estaba muy lejos, incluso con los prismáticos.

—Está bien. ¿Qué edad le pondrías?

—Uf. Ah... treinta y tantos, quizá. Diez años más o menos —añadió Reece

mientras se apretaba los ojos con los dedos—. Mierda.—La primera impresión es lo

que cuenta. ¿Se le parece?

Reece se inclinó hacia delante en la silla cuando el doctor le dio la vuelta al bloc.

Era más hábil de lo que esperaba. Quien la miraba desde el bloc no era la mujer

que había visto, pero allí estaba su potencial.

—Vale, vale —murmuró mientras se deshacía uno de los nudos de su

estómago—. Creo que tenía la barbilla un poco más aguda. Solo un poco. Y... los ojos

no eran tan redondos, tal vez un poco más alargados. Tal vez. —Reece volvió a coger

su té y aprovechó para calmarse mientras el doctor hacía modificaciones . No podría

decir de qué color tenía los ojos, pero creo que eran oscuros. Me parece que no tenía

la boca tan ancha. Y las cejas... Dios, espero no inventármelo... Las cejas eran más

finas, muy arqueadas, como si se las hubiese depilado de forma exagerada. Cuando

él le levantó la cabeza del suelo por el cabello, se le cayó la gorra. ¿Lo había

olvidado? Se le cayó la gorra. Tenía, la frente amplia.

—Respira —sugirió Brody.

—¿Cómo?

—Que respires.

—De acuerdo. —Cuando se detuvo a hacerlo, se dio cuenta de que el corazón le

latía muy fuerte y las manos empezaban a temblarle lo suficiente para agitar el té en

la taza—. Llevaba las uñas pintadas. Tal vez de rojo. También olvidé eso. Recuerdo

como las clavaba en la tierra mientras él la estrangulaba.

—¿Le arañó? —le preguntó Brody.

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—No, no pudo. No creo... El se le echó encima y le sujetó los brazos con las

rodillas. No pudo levantarlos para arañarle. No tuvo ninguna oportunidad. Una vez

que estuvo en el suelo, no tuvo ninguna oportunidad.

—¿Qué tal?

Reece estudio el dibujo. «Faltan cosas», pensó. Cosas que no estaba segura de

saber transmitir, cosas que tal vez el artista no supiese plasmar. La furia, la pasión, el

miedo. Pero estaba más cerca.

—Sí. Sí, está muy bien. La veo ahí. Eso es lo que cuenta, ¿verdad?

—Yo diría que sí. Veamos si podemos mejorarlo un poco. Come una de esas

galletas, Reece, antes de que Brody se las acabe. Las ha hecho Dick. Ese hombre hace

unas galletas riquísimas.

La muchacha mordisqueó una galleta mientras el doctor le preguntaba más

cosas. Tomó otra taza de té mientras observaba cómo cambiaba o perfeccionaba la

forma de la boca y los ojos de la mujer, cómo afinaba las cejas un poco más.

—Eso es. —Reece apoyó la taza con un ligero temblor—. Es ella. Está muy bien,

se acerca mucho. Así la recuerdo. Así me pareció. Yo...

—Deja de dudar de ti misma —ordenó Brody—. Si esa es la imagen de ella que

recuerdas, es suficiente.

—No es del pueblo —comentó el doctor a Brody—. No se parece a nadie que yo

conozca, no a primera vista.

—No. Pero si pasó por aquí, alguien la vio. Poniendo gasolina, comprando

comida... Lo enseñaremos por ahí.

—Rick podría enviarlo por fax a otros pueblos —dijo el doctor observando su

propio dibujo—. Quizá también al servició forestal. A mí no me resulta familiar. A lo

largo de los años he tratado a casi todos los habitantes del pueblo y de las

proximidades, incluso a muchos turistas y gente de paso. Caramba, es probable que a

todos los que han nacido por aquí en los últimos veinte años les haya dado yo la

primera palmadita en el trasero. No es de los nuestros.

—Pero si nunca pasaron por aquí —dijo Reece en voy baja—, puede que nunca

sepamos quién era.

—Eso es lo que me gusta de ti, Flaca, siempre tan optimista, —Brody engulló

otra galleta—. ¿Quieres intentar describir al hombre?

A él no lo vi bien. Un poco de perfil. La espalda y las manos, pero llevaba

guantes. Parecía tener las manos grandes, pero eso podrían ser imaginaciones mías.

Gorra, gafas de sol, abrigo...

—¿Le asomaba el pelo bajo la gorra? —preguntó el doctor.

—No, no creo. No me fijé. Ella estaba... bajo los focos, por así decirlo. Estaba en

el centro de la escena, y luego, cuando él la tiró al suelo, me quedé pasmada. De

todos modos, me parece que la miré más a ella. No podía dejar de mirarla, de mirar

lo que le estaba pasando.

—¿Y la mandíbula?

—Solo se me ocurre que era dura. El parecía duro. Pero ya he dicho eso de ella,

¿no? —dijo Reece frotándose los ojos y tratando de pensar—. Se pasó casi todo el

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tiempo quieto, diría que transmitía un buen autocontrol. Ella estaba lívida,

vociferaba, y él apenas se movía. ¿Austero? Ella ocupaba todo el espacio, hacía

gestos, iba y venía, señalaba... El la empujó, pero fue casi como aplastar una mosca.

Me lo estoy imaginando.

—Puede que sí, puede que no —dijo el doctor mientras dibujaba distraído—. ¿Y

su estructura?

—Ahora todo en él me parece grande, pero no estoy segura de que sea cierto.

Sin duda, era más alto y corpulento que ella. Al final, cuando se le echó encima, creo

que sabía muy bien lo que estaba haciendo. La forma en que le impedía mover los

brazos... Podía haberla sujetado así, cansarla hasta que pudiera razonar con ella y

luego marcharse. Tal vez fue por la distancia, pero todo me pareció deliberado y frío.

El doctor le dio la vuelta de nuevo al bloc de dibujo y lo sostuvo en alto. Reece

se estremeció.

Era una imagen de cuerpo entero, de espaldas, con el rostro de perfil. Podía

corresponder a muchos hombres, y a Reece el miedo le formó una bola de hielo en el

vientre.

—Anónimo —comentó.

—De todos modos, podemos eliminar a algunos del pueblo —dijo el doctor—.

Digamos que a Pete. Bajito, flacucho. O a Joe Pierce, hipertenso con cincuenta kilos

de más.

—O a Cari, que está como un tonel. —Reece sintió que se le deshacía otro

nudo—. Tiene razón. Y no creo que fuese joven. Me refiero a un adolescente o a un

veinteañero. Su manera de moverse, su... lenguaje corporal era más maduro. Gracias.

Eso me despeja un poco la cabeza.

—No fui yo. —Brody levantó un hombro—. Salvo que me convirtiese en

Superman, cruzase el Snake volando y volviese.

—No —contestó Reece; era la primera vez que sonreía desde que habían

empezado—. No fuiste tú.

—Haré fotocopias y colgaré una en mi consulta. Casi todo el mundo pasa por

aquí —dijo el doctor mientras volvía a coger el dibujo de la mujer—. Llevaré las

copias a la oficina del sheriff.

—Gracias. De verdad.

—Como he dicho, se parece un poco a jugar a detectives. Es un cambio de ritmo

interesante para mí. Brody, ¿por qué no me llevas esta bandeja a la cocina?

En la mirada que el doctor le dirigió a Brody, Reece vio que el médico había

vuelto y que ella era la paciente. Se esforzó por no sentir resentimiento después del

favor que él acababa de hacerle. Aun así, la espalda se le puso rígida cuando Brody

salió de la habitación.

—No he venido aquí para una consulta médica —empezó.

—Tal vez deberías haberlo hecho. Pero la cuestión es que soy un viejo médico

rural y tú estás sentada en mi salón. Tienes ojos cansados. ¿Cómo duermes?

—De forma irregular. Hay noches mejores que otras.

—¿Y el apetito?

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—Va y viene. Viene más que antes. Sé que mi salud física está relacionada con

mi salud mental. No paso por alto ninguna de las dos.

—¿Dolores de cabeza?

—Si —dijo ella con un suspiro—. No tan a menudo como antes, y desde luego

no un intensos. Y sí, aún tengo ataques de ansiedad, pero tampoco los tengo tan a

menudo ni son tan intensos. Sufría terrores nocturnos, pero ahora solo son pesadillas.

Aún experimento regresiones al pasado, y a veces dolor fantasma. Pero estoy mejor.

Me tomé una cerveza en Clancy's con Linda-Gail. Hacía dos años que no era capaz

de sentarme en un bar y tomar algo con una amiga. Estoy pensando en acostarme

con Brody. Hace dos años que no he estado con un hombre. Cada vez que pienso en

marcharme del pueblo, no lo hago. Anoche incluso saqué las cosas del petate y volví

a guardarlas.

Detrás de las gafas, los ojos del doctor la miraron con mayor interés.

—¿Metiste tus cosas en el petate?

—Pues... Sí. No recuerdo haberlo hecho, y sé que eso no dice mucho a favor de

mi salud mental, pero creo que haber sacado las cosas y venir aquí lo compensa. Me

las arreglo. Afrontó las situaciones.

—Y estás a la defensiva—observó el doctor—. ¿No recuerdas haber metido tus

cosas en el petate?

—No, y es verdad que eso me asusta. Además, una vez puse algunas cosas

fuera de su sitio y tampoco recuerdo haberlo hecho. Pero lo llevo bien. Hace un año

no habría podido soportarlo.

—¿Que medicación tomas?

—Ninguna.

—¿Te dijo tu médico que la dejases?

—Lo cierto es que no. Reduje una cosa, reduje la otra y luego dejé de tomarlo

todo hace más de seis meses. Me aliviaron cuando más lo necesitaba. Sé que los

medicamentos me ayudan a recuperar cierta sensación de equilibrio, pero me resulta

imposible vivir la vida a base de medicinas que suprimen esto o amortiguan lo otro.

Me ayudaron a pasar lo peor, y ahora quiero ser capaz de pasar el resto por mí

misma. Quiero ser yo misma.

—¿Acudirás a mí si decides que quieres ayuda médica?

—De acuerdo.

—¿Me dejarás examinarte?

—No sé...

—Un chequeo, Reece. ¿Cuándo te hiciste la última revisión?

La muchacha suspiró.

—Hace un año más o menos.

—¿Por qué no vienes a mi consulta mañana por la mañana?

—Me toca el turno del desayuno.

—Mañana por la tarde. A las tres. Me harías un favor.

—Así es imposible negarse —respondió ella—. De acuerdo. Me gusta su casa.

Me gusta que haya mantenido esta habitación tal como le gustaba a su esposa. Me

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gustaría pensar que algún día tendré una habitación y a alguien a quien le importe lo

suficiente para conservarla por mí. Estoy intentando llegar a eso. Tengo que irme a

trabajar —concluyó mientras se ponía en pie.

Él también se levantó.

—Mañana, a las tres.

Y le dio la mano como si sellara un trato.

—Allí estaré.

La acompañó a la puerta mientras Brody salía de la cocina. Cuando estuvieron

fuera, Brody se dirigió hacia su coche.

—Yo volveré a pie —dijo Reece—. Quiero tomar el aire, y me queda algo de

tiempo antes de mi turno.

—Muy bien. Iré caminando contigo, y puedes invitarme a comer.

—Acabas de comerte dos galletas.

—¿Y?

Reece sacudió la cabeza.

—Luego tendrás que volver a pie para recoger el coche.

—Así me bajará el almuerzo. ¿Sabes hacer pollo negro?

—Sí, pero no está en el menú.

—Pues cóbramelo aparte. Me apetece un sándwich de pollo negro con aros de

cebolla. ¿Te sientes mejor?

—Creo sí. El doctor Wallace sabe cómo calmar a la gente —dijo mientras se

metía las manos en el bolsillo de la sudadera con capucha que llevaba contra el

pertinaz frío primaveral—. Me ha presionado, de buen rollo, para que mañana me

haga una revisión. Pero supongo que tú ya sabías que lo haría.

—Lo mencionó. Es de los que meten las narices en los asuntos de los demás. De

buen rollo. Me preguntó si me acostaba contigo.

—¿Por qué hizo eso?

—Es su forma de ser. Si estás en el pueblo, tus asuntos son también suyos. Por

eso te aseguro que si esa mujer hubiese pasado algún tiempo aquí, él lo sabría. Mira,

el perro del sheriff está otra vez en el lago. Prefiere nadar a caminar.

Ambos se detuvieron a contemplar el entusiasmo con que el perro se agitaba en

el agua, dejando atrás una pequeña estela que se rizaba a través del reflejo de las

montañas.

—Si me quedo, me compraré un perro y le enseñaré a que se zambulla en el

lago para recoger la pelota, como hizo... ¿cómo se llama?... Abby con ese Moses.

Alquilaré una cabaña para que el pueda estar fuera mientras trabajo. Mi abuela tiene

un caniche miniatura llamado Marceau. Viaja a todas partes con ella.

—Un no sé qué miniatura llamado Marceau no es un perro.

—Desde luego que sí, y es dulce y adorable.

—Es un juguete de cuerda con nombre de gato.

Reece se echó a reír.

—Marceau es muy listo y muy fiel.

—¿Lleva jerseicitos monos?

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—No. Son jerseicitos elegantes. Y aunque quiero mucho a Marceau, a mí lo que

me gustaría tener es un perro grande y desaliñado como Moses, uno que prefiera

nadar a caminar.

—Si te quedas.

—Sí, si me quedo. —Y, como imaginaba que hacía Moses, Reece tomó impulso

y se tiró de cabeza—. Me gustaría ir a tu casa mañana por la noche, prepararte la

cena y quedarme a dormir.

Brody siguió caminando en silencio. Pasaron junto a una casa en la que una

mujer había plantado pensamientos en un pequeño parterre circular, en el centro del

césped, custodiado por unos gnomos con sombreros acabados en punta. Sintió

curiosidad por la gente que salpicaba su césped de personas y animales de yeso.

—¿Lo de dormir es un eufemismo? —preguntó por fin.

—Dios, eso espero. No puedo prometer nada, pero eso espero.

—Vale —dijo él mientras se adelantaba para abrir la puerta de Joanie's—.

Lavaré las sábanas.

Reece acudió a su cita con el doctor y lo consideró otro gran avance. Odiaba con

toda su alma la sensación de indefensión que la embargaba cuando no llevaba puesto

nada más que la pequeña bata de algodón.

Y si le costaba desnudarse delante de un médico, ¿cómo esperaba arreglárselas

más tarde con Brody?

«A oscuras», pensó mientras se sentaba en la camilla para que la enfermera le

tomase la tensión. Con todas las luces apagadas y los ojos cerrados. Con algo de

suerte, los de él también.

Emborracharse también le iría bien. Mucho vino y mucha oscuridad.

—La tienes un poco alta, cariño.

Willow, la enfermera, era una india shoshone. Su sangre se revelaba en la

espesa melena negra que llevaba recogida en una gruesa trenza y en sus profundos y

líquidos ojos castaños.

—Estoy nerviosa. Los médicos me ponen nerviosa.

Willow le dio una palmadita en la mano.

—No te preocupes. El doctor es un bombón. Tengo que sacarte sangre. Cierra el

puño y piensa en algo agradable.

Reece apenas notó la aguja; le dio a Willow un sobresaliente. No era capaz de

contar las veces que le habían pinchado desde la matanza. Algunas enfermeras

tenían manos de ángel; otras, de leñador.

—El doctor estará contigo dentro de un minuto.

Reece asintió, y se quedó asombrada cuando la afirmación de Willow demostró

ser la verdad literal.

Con la bata blanca sobre la camisa de cuadros, el estetoscopio al cuello y

aquellas zapatillas deportivas de un blanco deslumbrante en los pies, el doctor

parecía otro. Aun así, le guiño un ojo antes de coger su tabla.

—De entrada, te diré que te faltan cinco kilos.

—Lo sé, pero hace unas semanas me faltaban siete.

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—¿No te han operado por ningún otro motivo que no sean las heridas que

sufriste en el tiroteo?

Reece se humedeció los labios.

—No. Siempre había estado sana.

—Ninguna alergia. La tensión podría estar más baja, podrías dormir mejor. Tu

ciclo es regular —leyó el doctor.

—Sí. Después de aquello no lo era. Unos anticonceptivos ayudaron a regularlo

de nuevo. Por lo demás, no los he necesitado.

«Eso puede cambiar esta noche», pensó, y se preguntó si la tensión se le habría

disparado.

—No hay antecedentes de enfermedades coronarias, cáncer de mama ni

diabetes en tu familia. No fumas. Consumo de alcohol de ligero a moderado. —

Siguió leyendo y luego dejó la tabla a un lado con un gesto de aprobación—.

Partimos de una buena base.

Examinó sus pulmones, sus reflejos, le pidió que se levantara para comprobar la

coordinación y el equilibrio. Le proyectó unas luces en los ojos y en los oídos, palpó

las glándulas linfáticas, las amígdalas.

Mientras tanto mantenía una conversación informal cargada de cotilleos del

pueblo.

—¿Te has enterado de que al hijo mayor de Bebe y a dos amigos suyos los

pillaron robando chucherías en la tienda?

—Está bajo arresto domiciliario —dijo Reece—. Sesenta días, sin posibilidad de

libertad condicional. Colegio, casa, Joanie's y dos horas todas las tardes haciendo las

tareas que el señor Drubber les encargue.

—Bien por Bebe. Me han dicho que Maisy Nabb ha vuelto a tirar toda la ropa

de Bill por la ventana, además de su trofeo al mejor jugador de cuando estaba en el

equipo de fútbol americano del instituto.

Reece se dio cuenta de que pasar por todo aquello con conversación lo hacía

menos malo. Conversación real sobre personas a las que ambos conocían.

—Se dice que perdió al póquer el dinero que había ahorrado para comprarle un

anillo de compromiso —le contó él—. Bill alega que solo trataba de ganar lo bastante

para comprarle un anillo digno de ella, pero Maisy no se lo traga. Tira sus cosas por

la ventana tres o cuatro veces al año. El lleva unos cinco años ahorrando para

comprarle un anillo, así que su ropa debe de haber aterrizado en la acera quince o

veinte veces. El nieto de Cari en Laramie ha ganado una beca para la Universidad de

Wisconsin.

—¿De verdad? No lo sabía.

—Cari se ha enterado esta misma tarde —dijo el doctor, sus ojos chispeantes

por la noticia—. No cabe en sí de orgullo. Voy a llamar a Willow; haremos una

citología y una exploración mamaria.

Resignada, Reece apoyó los pies en los estribos. Miró el techo y el móvil de

mariposas que colgaba de él, mientras el doctor situaba el taburete entre sus piernas

y Willow le ayudaba.

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—Parece sano —comentó el doctor.

—Me alegro, porque lleva bastante sin hacer ejercicio.

Cuando oyó que Willow contenía la risa, Reece cerró los ojos. Tuvo que

recordar un antiguo refrán sobre la necesidad de controlar los pensamientos. Podían

convertirse en palabras.

Cuando terminó, el doctor le dio una palmadita en el tobillo y ,se levanto para

situarse a un lado de la camilla y hacerle la exploración mamaria.

—¿Te haces las autoexploraciones mensuales?

—Sí. No. Solo cuando me acuerdo.

—En la ducha, el primer día del período. Conviértelo en un habito y no se te

olvidará —le aconsejó el doctor, pasando el pulgar con suavidad por la cicatriz—.

Debió de dolerte mucho.

—Sí —respondió ella sin dejar de mirar las mariposas, el alegre móvil de vivos

colores—. Mucho.

—Mencionaste el dolor fantasma.

—Lo noto a veces, durante una pesadilla o justo después. Durante un ataque de

pánico. Sé que no es real.

—Pero parece real.

—Muy real.

—¿Con qué frecuencia lo experimentas?

—Es difícil decirlo. Un par de veces por semana, supongo. Antes me ocurría un

par de veces al día.

—Ya puedes sentarte —dijo al doctor volviendo a su taburete mientras Willow

salía en silencio—. ¿No te interesa continuar con la terapia?

—No.

—¿Y con la medicación?

—No. He utilizado ambas y, como le dije, me aliviaron. Necesito terminar esto a

mi modo.

—De acuerdo. Tengo que decirte que te encuentro bastante delgada, aunque

supongo que no te sorprende. También sospecho que el análisis de sangre revelará

un principio de anemia. Quiero que comas más carne de vacuno, alimentos ricos en

hierro. Si no sabes qué alimentos son ricos en hierro, le diré a Willow que te imprima

una lista.

—Soy cocinera. Conozco los alimentos.

—Entonces cómelos —le ordenó al tiempo que levantaba el índice para

enfatizar su consejo—. Para favorecer el sueño, tengo algunas hierbas que puedes

tomar en infusión antes de acostarte.

Reece arqueó las cejas.

—¿Medicina holística?

—Las hierbas se han utilizado para favorecer la curación durante siglos. Yo

jugaba mucho al ajedrez con el abuelo de Willow. Era un curandero shoshone y un

jugador de ajedrez buenísimo. Me enseñó bastantes cosas sobre medicina natural.

Murió el otoño pasado, a la edad de noventa y ocho años, mientras dormía.

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—Una buena recomendación.

—Mezclaré las hierbas y te las dejaré mañana, con el modo de empleo, en

Joanie's.

—No quisiera parecerle... quisquillosa, pero también me gustaría tener una lista

de las hierbas.

—Es lógico. Quiero que vuelvas dentro de un mes o mes y medio para hacerte

una visita de seguimiento.

—Pero...

—Para comprobar el peso, la tensión y el estado general. Si hay mejoría, la

siguiente será tres meses más tarde. Si no la hay —añadió levantándose del taburete,

apoyándole las manos en los hombros y mirándola a los ojos—, tendré que ponerme

en plan serio.

—Sí, señor.

—Buena chica. Me han dicho que preparas una carne asada buenísima, con su

guarnición y todo. Esos son mis honorarios por la visita de hoy. Sé que te obligué a

hacerte esta revisión.

—Eso no es justo.

—Si no me gusta la carne asada, te cobraré. Ya puedes vestirte.

Pero cuando él salió y cerró la puerta tras de sí, Reece permaneció allí sentada

varios minutos.

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Capítulo 14

Brody se acordó de lavar las sábanas pero, como el libro que estaba escribiendo

le absorbió durante seis horas seguidas, estuvo a punto de olvidarse de secarlas.

Cuando salió a la superficie procedente de la lluvia torrencial y el fango

primaveral donde había arrojado a sus personajes, le dio el deseo vago y persistente

de fumar un cigarrillo. Llevaba tres años, cinco meses y... doce días, según calculó

mientras alargaba la mano para coger un paquete inexistente, sin dar una larga y

profunda calada a un Winston.

Pero una buena sesión de escritura, como una buena sesión de sexo, a menudo

despertaba en él la vuelta del ansia de fumar.

Por eso, se quedó sentado un rato y evocó aquel placer sencillo, seductor y

nocivo de sacar uno de aquellos delgados cilindros blancos del paquete blanco y rojo,

desenterrar uno de los muchos encendedores desechables que habría diseminado,

encender la llama, dar esa primera calada tranquila. Hasta podía notar su sabor,

entre áspero y dulce. Suponía que esa era la ventaja y la maldición de tener mucha

imaginación.

Nada le impedía ir al pueblo en ese mismo momento y comprar un paquete.

Nada de nada. Pero era una cuestión de orgullo, ¿no? Lo había dejado, y eso era

todo. Lo mismo ocurrió con el Trib.

Una vez que cerraba la puerta, no volva a abrirla, ni una rendija.

Y suponía que esa era la ventaja y la maldición de ser un tozudo hijo de puta.

Tal vez, bajase a buscar un poco de satisfacción en una bolsa de patatas fritas.

Quizá debería prepararse un bocadillo.

Al pensar en la comida se dijo que Reece llegaría al cabo de unas horas. Eso le

recordó las sábanas que estaban en la lavadora.

—Mierda.

Se apartó del escritorio con brusquedad y bajó al cuarto donde tenía la lavadora

y la secadora, ambas diminutas. Después de poner las sábanas a centrifugar, volvió a

inspeccionar la cocina.

Los platos del desayuno estaban en el fregadero. Vale, también lo estaban los

platos de la cena. El periódico local y el ejemplar diario del Chicago Tribune, al que

estaba suscrito —genio y figura hasta la sepultura—, estaban extendidos sobre la

mesa, junto con un par de libretas, bolígrafos, lápices diversos y un montón de

correo.

Asumió la necesidad de hacer limpieza, un mal menor dadas las circunstancias.

La seguridad de deleitarse con una buena cena caliente y la clara posibilidad de

disfrutar de una sesión de sexo lo compensaba, era un uso razonable del tiempo.

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Además, no era ningún cerdo.

Se remangó su sudadera favorita, bastante sucia, y luego sacó del fregadero los

platos amontonados.

—Para empezar, ¿por qué se ponen ahí? —se preguntó mientras echaba jabón y

abría el grifo del agua caliente— . Cada puñetera vez que se hace eso, hay que volver

a sacarlos.

Lavó, aclaró y deseó que en la cabaña hubiese un maldito lavavajillas. Y pensó

en Reece.

Se preguntó si habría acudido a su cita con el doctor Wallace. Se preguntó qué

vería en aquellos grandes ojos oscuros por la noche, cuando cruzase la puerta de su

cabaña. Serenidad, nervios, diversión, tristeza...

Qué aspecto tendría ella en su cocina, elaborando los platos cual un artista.

Equilibrando formas, colores y texturas.

Luego estarían los olores, los sabores, de lo que preparaba y de ella misma.

Curiosamente, los olores y sabores de ella lo envolvieron.

Puso los platos a escurrir y se dedicó a despejar la mesa. Se dio cuenta de que

nunca había compartido una cena con nadie en la cabaña. Solo cerveza y algún

aperitivo cuando el doctor, Mac o Rick se dejaban caer por allí.

Había organizado una partida de póquer una o dos veces. Más cerveza,

galletas, puros.

Hubo vino y huevos revueltos a las dos de la mañana con la encantadora Gwen

de Los Ángeles, que había ido a esquiar y termino en su cama una memorable noche

de enero.

Pero aquellos intervalos casuales no eran comparables al hecho de que una

mujer preparase la cena y la compartiese contigo en tu casa.

Llevó los periódicos al lavadero y los apiló en el montón que sacaba una vez a

la semana para reciclar. Después de mirar el cubo y la fregona con el ceño fruncido,

los cogió.

—No soy un cerdo —murmuró mientras fregaba el suelo de la cocina.

Debía arreglar el dormitorio, por si las cosas acababan ahí. Si no acababan ahí,

al menos no tendría que contemplar el desorden mientras se pasaba la noche solo sin

poder dormir.

Se pasó una mano por el rostro y se recordó que debía afeitarse. Por la mañana

no se había molestado en hacerlo.

Seguramente Reece querría velas, así que buscaría algunas por la casa. Sin duda

era agradable sentarse a cenar con una mujer bonita a la luz de las velas.

Pero cuando se sorprendió preguntándose si habría tulipanes en aquella época

del año, se paró en seco.

Desde luego que no. Estaba pensando tonterías. Cuando un tipo salía a

comprarlo flores a una mujer—sobre todo sus flores favoritas—, le estaba pidiendo a

gritos que captase señales serias. Señales peligrosas y complicadas.

Nada de tulipanes.

Además, si compraba flores tendría que comprar también algún cacharro donde

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meterlas. No pensaba entrar en eso.

Una cocina limpia bastaría, y si a ella no le gustaba...

—Vino, maldita sea.

Sabía sin necesidad de comprobarlo que solo tenía cerveza y una botella de Jack

Daniel's. Refunfuñando, se dispuso a dejar la limpieza y acercarse al pueblo cuando

le asaltó la inspiración.

Buscó el bloc de notas en el que apuntaba los números de teléfono y llamó a la

licorería.

—Hola, ¿ha pasado Reece Gilmore por ahí a comprar vino? ¿Sí? ¿Qué ha...? Ah,

de acuerdo. Gracias. Estoy bien, gracias. ¿Cómo va todo? Aja.

Brody se apoyó en la encimera. Sabía que el pago por la información de que

Reece y él cenarían algo que combinaba con un Chenin Blanc era algunos minutos de

conversación y cotilleo.

Pero se enderezó cuando su informante mencionó que el sheriff había estado

allí con una copia del dibujo del doctor Wallace.

—¿Ha reconocido a la mujer? No. Sí, lo he visto. No, no puedo decir que me

haya recordado a Penélope Cruz. No, Jeff, no creo que Penélope Cruz haya estado

por aquí y la hayan asesinado. Claro, si me entero de algo te lo haré saber. Ya nos

veremos.

Brody colgó sacudiendo la cabeza. «La gente —pensó—, es una fuente de

diversión y de irritación. Eso equilibra las cosas.»

—Penélope Cruz —murmuró, antes de echar el agua del cubo en el fregadero.

Se acordó de las sábanas después de montar una expedición en busca de velas y

aparecer con un par de candelas estrechas destinadas a los cortes de suministro

eléctrico y una vela metida en un tarro que alguien le había regalado y estaba sin

estrenar.

No es demasiado sexy, pero es mejor que nada, pensó.

Subió las velas y las sábanas secas al dormitorio con la intención de arreglarlo.

Su error fue mirar por la ventana durante unos minutos.

Un par de veleros surcaban el lago con las blancas velas henchidas por el

viento. Brody reconoció la canoa de Cari cerca del extremo septentrional y pensó que

debía de estar de pesca. Aquel hombre vivía para pescar y para chismorrear con Mac.

También estaba la hija de Rick con Moses. Las clases debían de haber

terminado. El perro dio un gran salto detrás de la pelota y una garceta levantó el

vuelo. El ave se elevó como una fecha y se lanzó hacia el pantano.

«Bonita imagen —pensó Brody—. Bonita, plácida y...»

Algo en la calidad de la luz y las sombras sobre el lago le hizo pensar en su

libro. Entornó los ojos mientras Moses nadaba de vuelta hacia la orilla con la pelota

entre los dientes.

Pero, y si no fuese una pelota...

Dejó el revoltijo de sábanas sobre la cama y bajó a grandes zancadas hasta su

estudio. Se dijo que solo acabaría esa escena. Media hora justa, y luego se ocuparía

del dormitorio, se ducharía, se afeitaría y se pondría algo que no diese la impresión

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de haberle servido de pijama.

Dos horas después, Reece colocó una gran caja de comestibles sobre el porche

de la cabaña de Brody, llamó enérgicamente y luego volvió hasta su coche para coger

una segunda caja.

Volvió a llamar, esta vez más fuerte. Ante la falta de respuesta frunció el ceño y

trató de abrir la puerta con cautela.

Sabía que su miedo instintivo a que se hubiese ahogado en la bañera, se hubiera

caído por la escalera o lo hubiesen asesinado era ridículo. Poro eso no lo hacía menos

real.

Y la casa estaba tan silenciosa, parecía tan vacía... No conocía demasiado aquel

lugar. No se decidió a cruzar el umbral hasta que la imagen de Brody sangrando en

el suelo se alojó con desagradable nitidez en su mente.

Se obligó a entrar y le llamó.

Cuando oyó el crujido del suelo sobre su cabeza, sacó el cuchillo de cocina de

una caja y lo agarró por el mango con ambas manos.

Brody se acercó con el ceño fruncido —vivo y de una pieza— a la parte superior

de la escalera.

—¿Qué? ¿Qué hora es?

El alivio casi la llevó a arrodillarse, pero consiguió apoyarse contra el marco de

la puerta y mantenerse en pie.

—Las seis más o menos. He llamado a la puerta, pero...

—¿Las seis? Mierda. Me he despistado.

—No pasa nada, no hay problema.

El dolor de su pecho se estaba transformando en otra clase de presión. Brody

parecía tan molesto, tan desaliñado, tan corpulento y masculino... Si hubiese confiado

en sus piernas en ese momento, tal vez las habría utilizado para subir por la escalera

de tres en tres y saltar sobre él.

—¿Quieres dejarlo para otro día?

—No —respondió él con el ceño aún más fruncido—. Solo tengo que... hacer

limpieza. ¿Necesitas ayuda?

«Malditas sábanas», pensó.

—No, no. Ya me las arreglaré. Me pondré con la cena ahora mismo, si te parece

bien. Tardará unas dos horas, tal vez un poco menos, así que tómate tu tiempo.

—Estupendo... —contestó; metió los pulgares en los bolsillos delanteros de sus

vaqueros y preguntó—. ¿Qué ibas a hacer con ese cuchillo?

Reece había olvidado que lo tenía en las manos y lo miró con una mezcla de

sorpresa e incomodidad.

—La verdad, no lo sé.

—Tal vez podrías dejarlo lejos para que no me meta en la ducha con la imagen

de Norman Bales en la cabeza.

—Sí, claro.

Reece se dio la vuelta para devolverlo a la caja; cuando se volvió de nuevo, él

había desaparecido.

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Acarreó las dos cajas al interior. Anhelaba cerrar con llave la puerta principal.

Aquella no era su casa, pero ¿no se daba cuenta Brody de lo fácil que era entrar? Al

fin y al cabo, ella acababa de hacerlo. ¿Cómo podía estar arriba dándose una ducha y

no pensar en las puertas abiertas?

Habría deseado tener aquella clase de confianza, fe o quizá simple estupidez.

Como no era así, cerró la puerta con llave. Y después de llevar las cosas a la

cocina hizo lo mismo con la puerta trasera.

Aquella no era su casa, cierto, pero estaba dentro. ¿Cómo iba a concentrarse en

preparar una cena si había puertas abiertas por todas partes?

Satisfecha, sacó la cazuela que ya llevaba preparada, le añadió leche y la puso al

fuego. Sacó su flamante juego de cuchillos. Estaba gastando demasiado en utensilios

de cocina. Era una locura, pero no podía evitarlo. Dentro del asador que sacó a

continuación esperaba un lomo de cerdo en un adobo que había preparado la

víspera.

Lo dejó a un lado, metió el vino en el frigorífico para que no se calentase y luego

hizo una rápida inspección del contenido.

Era aún peor de lo que imaginaba. Por suerte había llevado todo lo que

necesitaba. En el frigorífico de Brody había unos pocos huevos, una barra de

mantequilla y unas lonchas de queso; encurtidos, leche caducada y ocho botellas de

cerveza; en el estante inferior, dos naranjas olvidadas y medio secas. Ni una sola

verdura a la vista.

Patético. Absolutamente patético.

Sin embargo, mientras vertía la leche caliente sobre las patatas al gratén,

percibió el olor a pino de algún producto de limpieza. Brody se había tomado la

molestia de asear la cocina antes de su llegada.

Deslizó la cazuela dentro del horno y ajustó el temporizador.

Cuando Brody entró en la cocina al cabo de media hora, Reece estaba metiendo

el asado junto a la cazuela. La mesa estaba puesta con los platos de él y las velas que

había llevado ella, junto con unas servilletas de color azul marino, unas copas y un

pequeño cuenco transparente que contenía una especie de rosas amarillas en

miniatura.

Brody percibió los aromas que había imaginado. Algo suculento procedente del

horno, algo fresco que salía de la pila de verduras que estaba sobre la encimera. Y el

aroma suculento y fresco a la vez que emanaba Reece.

Cuando ella se volvió, Brody no vio nervios ni tristeza en sus ojos. Eran

profundos, eran oscuros, eran cálidos.

—Había pensado... ¡Oh!

La muchacha dio un paso atrás cuando él avanzó hacia ella, y un ligero

nerviosismo se reflejó en su rostro cuando él la agarró de los brazos y la levantó hasta

ponerla de puntillas.

Pero fue la calidez lo que saboreó cuando tomó su boca, la calidez sutilmente

aromatizada por los nervios. Fue irresistible para él.

Los brazos de ella estaban atrapados entre ambos, y luego sus manos se

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curvaron sobre el pecho de él y ascendieron hacia los hombros. Brody habría jurado

que la muchacha se estaba fundiendo en sus brazos.

La soltó y retrocedió.

—Hola —dijo.

—Sí, hola. Ah... ¿dónde estaba?

Brody sonrió.

—¿Dónde quieres estar?

—Creo que quiero estar donde estoy. Iba a hacer algo. Ah, sí, iba a preparar

unos martinis.

—¿Me tomas el pelo?

—Claro que no —respondió ella mientras se dirigía al frigorífico a buscar hielo

para los dos vasos que había llevado; luego se quedó quieta—. ¿No te gusta el

martini?

—¿Por qué no iba a gustarme? Jeff no me ha dicho que hayas comprado vodka.

—¿Jeff?

—El de la licorería.

—El de la licorería —repitió Reece asintiendo; luego suspiró con suavidad

mientras dejaba caer el hielo en los vasos de martini—. ¿Acaso piensan colgar por ahí

una lista de mis compras de bebidas alcohólicas? ¿Encabezo ya la clasificación de

borrachos del pueblo?

—No, Wes Pritt se mantiene invicto en esa categoría. He llamado porque

suponía que querrías vino y, si ya lo habías comprado, me ahorraría el viaje al

pueblo.

—Bueno, me parece muy práctico. No he pensado en los martinis hasta que lo

estaba preparando todo para venir. Linda-Gail me ha prestado los vasos y la

coctelera. Se lo compró todo hace un par de años.

Brody contempló cómo medía y agitaba, vertía el contenido sobre el hielo y le

añadía unas aceitunas ensartadas en largos pinchitos azules. Luego estudió los

resultados en el vaso que ella le dio.

—No he tomado un martini desde hace... No sé. No es la clase de bebidas que

se piden en Clancy's.

—Pues entonces, brindo por un toque de sofisticación urbana en el pueblo.

Reece chocó su vaso con el de él y esperó a que lo probase.

—Riquísimo —comentó Brody antes de beber de nuevo mientras la observaba

por encima del borde del vaso—. Tienes un no sé qué.

—O un no sé cuántos —convino ella—. Prueba esto.

Levantó un platito con apio relleno de algo y dispuesto en complicadas formas

geométricas.

—¿Que tiene?

—Es un secreto de Estado, pero sobre todo gouda ahumado y tomates secados

al sol.

Brody no era demasiado aficionado al apio crudo, pero pensó que el sabor del

vodka dominaría y lo probó. Entonces cambió de opinión.

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—Sea cual sea el secreto de Estado, combina mucho mejor con el apio que la

manteca de cacahuete que le ponía mi madre.

—Eso espero. Puedes sentarte a disfrutar—dijo ella antes de coger su vaso para

dar otro sorbo—. Voy a preparar la ensalada.

Brody no se sentó, pero disfrutó de verdad contemplando cómo Reece tostaba

unos piñones. Luego vio que echaba unas hojas en la sartén.

Para empezar, albergaba una desconfianza innata hacia las hojas, y mucho más

si esas hojas se echaban en una sartén sobre el fuego.

—¿Estás guisando una ensalada?

—Estoy preparando una ensalada de espinacas y col lombarda, con piñones y

un poco de gorgonzola. No podía creer que Mac hubiese encargado gorgonzola

cuando la semana pasada mencioné que me gustaría poder conseguir un poco.

—Está prendado de ti, no lo olvides.

—Tengo mucha suerte de que el hombre que puede conseguirme gorgonzola

esté prendado de mí. Además, el doctor Wallace me ha dicho que necesito más

hierro. Las espinacas lo tienen en abundancia. —Reece captó su expresión de reojo y

reprimió una carcajada—. Ya eres mayor. Si no te gusta, no tienes por qué comértelo

todo.

—Trato hecho. ¿Cómo te ha ido con el doctor?

—Es concienzudo y amable; es imposible discutir con él —dijo mientras

regulaba el fuego—. Piensa que estoy bastante fatigada y que seguramente tengo un

poco de anemia, pero por lo demás bien. Acabé harta de médicos, seguramente para

toda la vida, pero no ha sido tan malo como esperaba. Cuando he ido licorería, Jeff

me ha comentado que el sheriff estuvo allí con el dibujo.

—Sí, también me lo ha dicho a mí. ¿Te ha hablado de Penélope Cruz?

Reece esbozó una sonrisa.

—Sí. El sheriff también le envió una copia a Joanie's. A nadie le suena.

—¿Esperabas que sí?

—No sé lo que esperaba. Creo que por un lado confiaba en que alguien le

echase un vistazo y dijese: «Caramba, se parece a Sally Jones, que vive a las afueras

del pueblo. Lleva una mala racha con ese inútil de su marido». Entonces lo sabríamos

y el sheriff iría a detener al inútil del marido. Y se habría terminado.

—Así de fácil.

—En cierto modo —respondió Reece antes de tomar otro sorbo de su martini—.

Cambiando de tema, he terminado tu libro. Me alegro de que no enterrases vivo a

Jack.

—El también se alegra.

Reece se echó a reír.

—Me lo imagino. También me gusta que no le redimieses del todo. Sigue

estando lleno de defectos y es muy raro, pero creo que Leah puede ayudarle a ser el

mejor hombre que puede ser. Además, hiciste que ella salvase la situación —dijo

echándole un vistazo—. Desde la perspectiva de esta lectora, eso fue fantástico. Y

funcionó.

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—Me alegro de que te haya gustado.

—Lo bastante para haber comprado otro esta tarde. Lazos de sangre.

Brody frunció el ceño.

—¿Qué? —preguntó la muchacha.

—Es... violento. Bastante gráfico en un par de escenas. Puede que no te guste.

—¿Porque he experimentado la violencia gráfica de primera mano?

—Puede recordarte cosas que te hagan sentir incomoda.

—Si es así, lo dejare. Igual que tú puedes dejarle la ensalada de espinacas —dijo

antes de comprobar el horno y la sartén y coger su martini—. La cena está a punto.

¿Por qué no enciendes esas velas y abres el vino?

—Sí, claro.

—Bueno, y ¿con qué te has despistado?

—¿Despistado?

—Cuando he llegado, has dicho que te habías despistado.

—Es verdad —reconoció Brody mientras encendía las velas de color azul

marino, a juego con las servilletas, que Reece había colocado en la mesita—. Trabajo.

«Es hombre de pocas palabras», pensó Reece.

—¿En ese contexto, debo entender que tu libro va bien?

—Sí —contestó él mientras sacaba el vino del frigorífico. Chenin Blanc, como le

habían dicho—. Ha sido un buen día,

—No piensas hablar de eso.

Brody se puso a buscar un sacacorchos en los cajones de la cocina, pero ella

había llevado uno y se lo dio.

—¿De qué?

—Del libro.

Él reflexionó mientras abría el vino; Reece seguía añadiendo espinacas a la

sartén.

—Iba a matarla. Te lo dije el día que nos encontramos en el sendero.

—Sí, lo recuerdo. Dijiste que el malo iba a matarla allí, que iba a empujarla al

agua.

—Sí, y lo intentó. La hirió, la maltrató, la aterrorizó, pero no consiguió

empujarla desde la cresta como tenía previsto.

—Se escapó.

—Saltó.

Reece le echó una ojeada mientras sacaba la verdura de la sartén.

—Saltó.

Brody nunca hablaba de su trabajo con nadie. En general le irritaba que le

preguntasen por él. Pero quería contárselo a ella y ver su reacción.

—Llueve mucho, el sendero está cubierto de fango. Ella está herida y llena de

golpes; le sangra la pierna. Está sola allí arriba con él. Nadie puede ayudarla. No

puede correr más que él. El hombre es más fuerte, más rápido y está como una cabra.

Por eso salta. Yo suponía que moriría. Nunca planeé que pasara del capítulo ocho.

Pero me equivocaba.

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Sin decir nada, Reece mezcló la ensalada con la vinagreta que había preparado

en casa.

—Es más fuerte de lo que me pareció cuando la conocí —continuó él—. Tiene

una profunda e innata voluntad de supervivencia. Se echó al agua porque sabía que

era su única posibilidad, y prefería morir tratando de vivir a limitarse a esperar en el

suelo a que él la matase. Y consiguió salir del río aunque este trató de ahogarla,

aunque la llevó de un lado para otro. Consiguió salir.

—Sí —convino Reece—, parece fuerte.

—Ella no lo veía así. No pensó, se limitó a actuar. Luchó con uñas y dientes

para salir. Está perdida y herida, tiene frío y sigue estando sola. Pero está viva.

—¿Seguirá así?

—Eso dependerá de ella.

Reece asintió. Sirvió la ensalada en los platos y los espolvoreó con queso.

—Querrá rendirse, pero espero que no lo haga —dijo—. Espero que gane. ¿Le

tienes... aprecio?

—Si no fuese así, no pasaría tiempo con ella.

Reece puso los platos sobre la mesa y luego una cestita con un pan de aceitunas.

Ella misma sirvió el vino.

—También pasaste tiempo con el asesino.

—Y le tengo aprecio, aunque de forma distinta. Siéntate. Me gusta cómo se ven

tus ojos a la luz de las velas.

Primero apareció en ellos la sorpresa, y luego, al sentarse, aquella luz dorada.

—Prueba la ensalada. No herirás mis sentimientos si no te gusta.

El hizo lo que le pedía y a continuación la miró con el ceño fruncido.

—Es increíble. No me gusta el apio y nunca me han gustado las espinacas. ¿A

quién le gustan? Además, no soy muy aficionado a los cambios.

Ella sonrió.

—Pero te gusta el apio y te gustan las espinacas que preparo yo.

—Eso parece. Puede que simplemente me guste todo lo que me pones delante.

—Lo que hace que merezca la pena cocinar para ti —comentó Reece pinchando

un poco de ensalada—. Por el hierro en la sangre.

—¿Has vuelto a pensar en preparar una propuesta para un libro de cocina?

—La verdad es que le dediqué algún tiempo anoche, después del trabajo.

—¿Por eso se te ve cansada?

—Esa no es una pregunta apropiada después de haber dicho que te gustaba

cómo se me veía a la luz de las velas.

—Tus ojos, para ser exactos. No significa que no vea que estas cansada.

Reece supuso que él siempre le diría la cruda verdad. Por duro que pudiese

resultar para el ego, era mejor que los tópicos y las mentiras piadosas.

—No podía dormir, así que la propuesta me proporciono algo que hacer. Estaba

pensando en El gourmet sencillo como título.

—No está mal.

—¿Se te ocurre algo mejor?

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Brody siguió comiendo, un tanto divertido al percibir el enojo en su voz.

—Déjame pensarlo —respondió al fin, y añadió—. ¿Por qué no podías dormir?

—¿Cómo voy a saberlo? El doctor tiene una especie de infusión holística que

quiere que pruebe.

—El sexo es un buen sedante.

—Tal vez. Sobre todo si tu pareja no es muy hábil. Puedes echar un sueñecito

durante el acto.

—Te prometo que no te dormirás.

Reece se limitó a sonreír y comerse la ensalada.

No confió en él para trinchar el asado de cerdo, lo que resultaba un tanto

insultante; lo hizo ella misma mientras cocía unos espárragos al vapor. Brody decidió

no protestar, pues la carne olía de maravilla. Además, se fijó en que había una ración

de patatas al gratén en su futuro inmediato.

Reece echó salsa holandesa sobre los tiernos brotes, y el jugo de la carne sobre

los filetes de cerdo.

—Tú y yo deberíamos hacer un trato —empezó Brody mientras cortaba el

cerdo.

—¿Un trato?

—Sí, espera un momento —añadió antes de probar la carne. Lo que me

figuraba. Pues eso, un trato. Haremos un trueque. Sexo por comida.

Reece arqueó las cejas y apretó los labios como si estudiase la cuestión.

—Interesante. De todos modos, me parece que tú recoges los beneficios de las

dos partes de ese trato.

—Tú también. Pero si lo del sexo fracasa, podemos probar con las chapuzas.

Cosas de hombres. Pintar tu apartamento, un poco de fontanería, lo que sea. A

cambio, tú me preparas comida caliente.

—Podría estar bien.

Probó las patatas.

—Dios mío, deberían canonizarte. El gourmet informal.

—¿Santa Reece, el gourmet informal?

—No, es el título de tu libro de cocina. El gourmet informal. No es «sencillo»,

que puede interpretarse como «mediocre». Es espectacular. Pero no hace falta

pasarse todo el día sudando junto a los fogones para prepararlo, ni se necesita la

porcelana y la plata de la abuela para servirlo. Gourmet por la forma de vivir de la

gente, no solo por cómo reciben a sus invitados para impresionarles.

Reece se recostó en la silla.

—Me gusta más, y además has resumido la idea mejor que yo. Maldita sea.

—Soy un profesional.

—Cómete los espárragos —ordenó.

—Sí, mamá. Por cierto, ni se te ocurra llevarte las sobras.

—Tomo nota.

Brody comió, bebió y la contempló. Y en un momento determinado

sencillamente perdió el hilo de la conversación.

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—¿Reece?

—Mmm.

—Son sobre todo los ojos, sí, los ojos. Es como si me agarrasen por el cuello.

Pero ¿y el resto de ti? También se ve precioso a la luz de las velas.

«Puede decir las cosas más inesperadas», pensó ella. Así que le sonrió y dejó

que el rubor que le causaban aquellas palabras la animase mientras cenaban.

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Capítulo 15

Reece insistió en recoger la cocina. Él ya lo esperaba, pues era una mujer

amante de poner y mantener las cosas en su sitio. Estaba convencido de que ya tenía

esa tendencia antes del violento incidente de Boston, donde seguramente mantenía la

casa y las cocinas, la personal y la profesional, ordenadas. Sin duda siempre sabía

dónde estaban el cuenco mediano, la camisa azul y las llaves del coche. Su talonario

de cheques siempre debía de estar equilibrado.

Con toda probabilidad, lo que le había ocurrido había puesto de relieve y

aumentado su inclinación a la organización. En este punto de su vida, no solo quería

sino que necesitaba que las cosas estuviesen en su sitio. Eso le daba una sensación de

seguridad.

En cuanto a él, la mayoría de los días se sentía satisfecho si era capaz de

encontrar unos calcetines a juego al primer intento.

Como vio que no estaría satisfecha de otro modo, secó los platos y volvió a

meterlos en el armario. Pero se mantuvo bastante apartado mientras ella guardaba

las sobras, ponía sus utensilios en las cajas y limpiaba los quemadores.

Los nervios regresaban, y a Reece se le habían pasado las ganas de hablar.

Brody prácticamente los veía brotar en su piel como una urticaria mientras aclaraba

el paño de cocina, lo escurría y lo ponía a secar sobre la separación de las dos pilas

del fregadero.

Supuso que ahora que la cena había terminado y que faltaba poco para acabar

de ordenarlo todo, el sexo había regresado a la habitación como un invitado

interesante e incómodo al mismo tiempo.

Pensó en agarrarla, llevarla arriba y meterla en la cama antes de que se lo

pensara. La técnica tenía sus ventajas, y era probable que lograse desnudarla antes de

que cambiase de opinión. Pero rechazó la idea, al menos de momento, a favor de un

enfoque más sutil.

—¿Quieres dar un paseo? ¿Tal vez hasta el lago?

Vio en su rostro una mezcla de sorpresa y alivio.

—Eso estaría muy bien. Aún no lo he hecho, al menos por este lado.

—Hace una noche clara, así que hay luz suficiente. Pero necesitarás la chaqueta.

—Es verdad.

Fue al lavadero para cogerla del perchero.

Él entró detrás de ella y se estiró para coger la suya, rozándola de forma

deliberada. Reece se puso rígida, se apartó y fue a abrir la puerta.

Sus nervios latieron una vez y luego parecieron evaporarse en el aire fresco.

—Esto es precioso —dijo mientras aspiraba el aire, que olía a tierra y a pino—.

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No me he decidido a pasear sola por la noche. De todas formas, he pensado en ello.

Pero o está todo demasiado tranquilo, o no lo suficiente, y de inmediato se me

ocurren una docena de razones para volver directamente a mi apartamento cuando

termino el turno de la cena.

—En esta época del año, por la noche casi toda la gente que hay es del pueblo.

No hay motivo para preocuparse por aquí.

—Es evidente que no te has enterado del psicópata que se esconde en el

pantano, el violador en serie que está de paso en el pueblo o el amable profesor de

mates que en realidad es un asesino con hacha.

—Creo que me los he perdido.

Ella le echó un vistazo como si reflexionase y luego se encogió de hombros.

—Una noche de la semana pasada me sentía agitada y me apetecía dar un

paseo. Llegué a pensar en llevarme el tenedor de servir por si tenía que defenderme

de alguno de mis imaginarios maníacos homicidas.

—Un tenedor de servir.

—Sí. Un cuchillo me pareció un tanto excesivo. Pero si es necesario se puede

hacer bastante daño con un buen tenedor de servir. Sin embargo, desestimé la idea y

me quedé a ver una vieja película en la tele. Es absurdo. Soy absurda. ¿Por qué

quieres perder el tiempo conmigo, Brody?

—Tal vez las mujeres neuróticas me resulten excitantes.

—No es verdad —respondió ella con una carcajada, sacudiendo el cabello hacia

atrás para mirar el cielo—. Dios mío, es tan grande, tan claro... Veo la Vía Láctea.

Creo que es la Vía Láctea. Y las dos Osas, lo que agota mis conocimientos sobre

constelaciones.

—A mí no me mires. Yo solo veo un puñado de estrellas y una luna blanca en

cuarto menguante.

—¿De verdad?

Al ver que él no la cogía de la mano, las metió en los bolsillos de la chaqueta.

Brody no debía de ser de esos.

—Invéntate una—continuó—. Tú te dedicas a inventar cosas.

Brody se metió los pulgares en los bolsillos de los vaqueros y contempló las

estrellas.

—Ahí está el Pastor Solitario, o el Gordo a la Pata Coja. Hacia el oeste, está la

Diosa Sally, que protege a las cocineras de trituras.

—¿Sally? Ha estado ahí todo este tiempo y yo sin saber que tenía una diosa

patrona.

—Tú no eres una cocinera de trituras.

—En este momento, sí. Además, quiero a Sally para mí. Mira cómo brilla en el

agua.

Las estrellas nadaban en el lago como un millar de luces que centelleaban en su

oscura superficie. La luz de la luna cortaba una vaga semiesfera blanca sobre el

destello. El perfume de los pinos, el agua, la tierra y la hierba embalsamaba el aire.

—A veces añoro tanto Boston que me duelen los huesos —le contó ella—. Y

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entonces creo que necesito volver; y reencontrar lo que tenía allí. Mi vida atareada,

mis amigos atareados. Mi apartamento con las paredes de color rojo y la mesa de

comedor negra y brillante.

—¿Paredes de color rojo?

—Antes me gustaba lo atrevido, pero ahora estoy en un sitio como este y pienso

que, aunque pudiese borrar lo que ocurrió, no sé si podría encontrar algo allí que aún

quisiera o necesitara. Ya no me gustan las paredes de color rojo.

—¿Qué más da? Tu casa es el lugar en el que estás, y si resulta que no te

conviene, la haces en otro sitio y la pintas con los colores que te apetece en ese

momento.

—Eso es lo que pensé al marcharme. Vendí todas mis cosas. Mi mesa de

comedor negra y brillante, y todo lo demás. Pensé que había que hacerlo. No

trabajaba y tenía que pagar facturas. Montones y montones de facturas. Pero eso solo

era una parte. Ya no quería todo aquello.

—Era tuyo y podías venderlo —comentó él, pensando no obstante que debía de

haber sido muy duro para alguien como ella desprenderse de todo lo que tenía.

Doloroso y triste.

—Sí, era mío y podía venderlo. Y pagué las facturas. Y ahora estoy aquí. —

Reece se acercó al borde del lago—. La mujer de tu libro... la que al final no mataste...

¿Cómo se llama?

—Madeline Bright. Maddy.

—Maddy Bright. —Reece probó el nombre—. Me gusta... Simpático pero fuerte.

Espero que salga adelante. Ella también.

Permanecieron un momento, el uno junto al otro, mirando el lago, a través de la

noche, hacia la profunda silueta de las montañas.

—Cuando nos encontramos en el sendero aquel día, y tú explicaste cómo

moriría ella, o como creías que moriría, y yo continué caminando, ¿te quedaste allí

arriba para asegurarte de que regresaba sana y salva?

El fijó la vista en los Tetons.

—Hacía buen día. No tenía nada más que hacer.

—Fuiste hacia donde yo estaba antes incluso de que me oyeses bajar corriendo.

—No tenía nada más que hacer —repitió él.

Reece se situó frente a él.

—Te portaste como un buen tío. —Se arriesgó, dio un gran paso, al menos para

ella. Como saltar desde un precipicio hacia un río. Levantó las manos y las posó en el

rostro de él. Se puso de puntillas y rozó los labios de Brody con los suyos—. Me temo

que la voy a fastidiar. Deberías saberlo antes de que volvamos. Pero de todos modos

me gustaría volver. Me gustaría volver e irme a la cama contigo.

—Es una idea excelente.

—Se me ocurren de vez en cuando. Tal vez deberías darme la mano por si

pierdo los nervios y trato de echar a correr.

—Claro.

No perdió los nervios ni trató de echar a correr, pero con cada paso de regreso

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hacia la cabaña las dudas aumentaban.

—Tal vez deberíamos tomar primero otra copa de vino.

—Ya he tomado bastante, gracias —dijo Brody mientras seguía caminando sin

soltarle la mano.

—Quizá sería mejor hablar de adonde nos lleva esto.

—Ahora mismo nos lleva a mi dormitorio.

—Sí, pero...

De nada servía poner reparos cuando él ya tiraba de ella.

—Mmm, tienes que cerrar la puerta con llave — añadió.

Él lo hizo.

—Ya está.

—La verdad, creo que tenemos que... —Se interrumpió, estupefacta, cuando él

se limitó a levantarla del suelo y echársela sobre el hombro—. ¡Oh, vaya! —En su

interior luchaban demasiadas corrientes conflictivas para poder decidir si aquello

resultaba romántico o humillante—. No estoy segura de que sea este el enfoque

adecuado. Me parece que si nos tomásemos unos minutos para hablar... Solo quisiera

pedirte que no esperes demasiado porque, la verdad, hace mucho que no práctico y...

—Estás hablando demasiado.

—Pues la cosa va a empeorar —le advirtió Reece cerrando los ojos cuando él

empezó a subir por la escalera—. Noto que no voy a poder parar. Escucha, escucha,

cuando estábamos fuera podía respirar y creía que podría con esto. No es que no lo

quiera, es solo que no estoy segura. No sé. Dios mío. ¿Hay pestillo en la puerta del

dormitorio?

Brody la cerró con el pie, se volvió y accionó el pestillo.

—¿Mejor?

—No lo sé. Tal vez. Ya sé que estoy siendo una tonta, pero es que no...

—Saber que estás siendo una tonta es el primer paso para la recuperación —dijo

antes de dejarla de pie junto a la cama—. Ahora cállate.

—Solo creo que si...

Los pensamientos se esfumaron cuando él volvió a hacerlo. Tirar de ella,

cerrarle la boca con la suya, con pasión, con sed. Ella solo pudo aguantar mientras los

miedos, las necesidades y la razón luchaban en su interior.

Parte de ella se rompía en pedazos. Y parte de ella desaparecía.

—Creo que...

—Debería callarme —acabó él, antes de volver a besarla.

—Lo sé. Tal vez, podrías hablar tú. Pero ¿puedes apagar las luces?

—No las he encendido.

—¡Oh, vaya!

Ahora la plateada luz de la luna y el resplandor de las estrellas, tan bonitas y

atrayentes en el exterior, parecían demasiado brillantes.

—Imagina que aún te tengo cogida de la mano para que no puedas escaparte.

Pero Reece sentía que sus manos le recorrían el cuerpo, que sus pulgares se

deslizaban sobre sus pechos, y no con demasiada suavidad. Deliciosos escalofríos.

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—¿Cuántas manos tienes?

—Las suficientes para hacer lo que hay que hacer. Deberías mirarme. Mírame,

Reece. Así. ¿Te acuerdas de la primera vez que te vi?

—En el... en el restaurante. En Joanie's.

La luz de la luna oscurecía los ojos de Brody, como si el verde hubiese sido

engullido por la noche.

—Sí —confirmó él mientras le desabrochaba la camisa, antes de bajar la cabeza

para cerrar los dientes sobre su mandíbula hasta que la muchacha se echó a

temblar—. La primera vez que te vi, se me alteró la sangre por un momento.

¿Entiendes lo que te digo?

—Sí, sí. Brody, solo que...

—Unas veces actúas siguiendo ese impulso —dijo mientras bajaba

mordisqueándole el cuello—; otras veces no, pero sabes cuándo lo sientes.

—Si estuviese oscuro... Sería mejor si estuviese oscuro.

El cogió la mano que ella había alzado para cubrirse la cicatriz del pecho y se la

apartó.

—Alguna vez probaremos esa teoría. Tienes una piel muy sexy, Flaca.

Sus manos ascendieron hasta los hombros y le quitaron la camisa mientras se

deslizaban por sus brazos.

—Caliente y suave... Me apetece lamerla. No, no hagas eso —pidió enrollando

el cabello de ella en su mano para evitar que bajase la cabeza—. Sigue mirándome.

«Ojos de gato», pensó ella. Estaba tan cerca de ellos que parecían haber

recuperado el color, una mezcla de verde y ámbar. Había tanta atención en ellos... No

se sentía segura mirándolos, nada segura. Pero el miedo resultaba emocionante.

Entonces los dedos de la mano que él tenía libre le desabrocharon el sujetador,

y Reece abrió mucho los ojos.

Mientras una risa nerviosa le apuntaba en la garganta, él volvió a devorarla,

boca a boca y cuerpo a cuerpo. Todo en Brody era duro, fuerte y un poquito áspero.

Todo en Brody era exactamente lo que ella quería.

Las manos recorrían su piel, descubriendo secretos que había olvidado que

tenía; los dientes la rozaban, causando deliciosas y finas líneas de calor. Notó que le

desabrochaba el cinturón antes de que sus manos se deslizasen bajo la tela tejana

para acariciar su piel.

La respuesta de ella fue oscilante. Tímida e indecisa, ávida y ardiente. Pero en la

montaña rusa que recorría, le arrastraba a él consigo, con la subida jadeante, la caída

de vértigo y todas las peligrosas curvas intermedias.

Reece era esbelta y bien formada, con una piel lisa y suave, seductora en su

fragilidad. La muchacha trató de desabrocharle la camisa. Cada vez que él la

acariciaba, fuera donde fuese, se quedaba sin respiración.

Brody la saboreó, probó y atacó con violencia mientras su propio control estaba

a punto de quebrarse.

Los brazos de Reece le estrecharon con fuerza cuando él la levantó del suelo y

casi la arrojó sobre la cama. Su grito de excitado asombro quedó ahogado contra la

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boca de él. En una especie de frenesí, trató de quitarse los zapatos mientras sacudía

las caderas para poder quitarse los vaqueros.

La boca de él se apartó de la suya para deleitarse en su cuello mientras los

dedos de ella se clavaban en los músculos de la espalda de Brody, en sus hombros.

Todo en ella se alzaba hacia ese calor, su amenaza y su promesa.

Cuando la boca de él se cerró golosa sobre uno de sus senos, los latidos de

Reece se convirtieron en truenos. Su pulso estalló en un galope.

El peso de Brody la inmovilizaba, su boca la reclamaba. A través de la niebla

plateada del deseo, asomó el pánico. Ella lo combatió ordenándole a su mente que se

apagase, que permitiese el dominio del cuerpo. Pero al final ambos la traicionaron y

sus pulmones se cerraron.

—No puedo respirar. No puedo. Espera, para.

Brody tardó un momento en comprender que aquello no era pasión sino pánico.

Rodó hacia un lado y luego la agarró de los hombros para incorporarla.

—Estás respirando —le dijo mientras la sacudía con suavidad—. Deja de jadear.

Vas a marearte.

—Vale, vale.

Reece conocía la rutina. Tenía que concentrarse en cada respiración, en el acto

físico de inhalar despacio y con regularidad.

Mortificada, cruzó los brazos sobre los pechos. La luz de la luna la iluminaba.

—Lo siento. Lo siento. Maldita sea, estoy harta de ser una tía rara.

—Pues para.

—¿Crees que es así de fácil? Oh, ahora seré normal. ¿Crees que me gusta estar

aquí sentada, desnuda y humillada?

—No lo sé. ¿Te gusta?

—Eres un cabrón.

—Ya estás engatusándome otra vez con buenas palabras. —Brody observó que

había calidez en sus ojos, pero el brillo que apareció en ellos presagiaba tormenta—.

Si te echas a llorar, voy a cabrearme.

—No voy a llorar, idiota —dijo ella enjugándose una lágrima.

—Ya lo has hecho. Has vuelto a excitarme—replicó Brody apartándole el pelo

de los hombros—. ¿Te he hecho daño?

—-¿Cómo?

—¿Te hacía daño?

—No. Mierda, no —dijo, manteniendo un brazo sobre sus pechos y cubriéndose

la cara con la otra mano—. No. Es que... no podía respirar. Me sentía, no sé, atrapada

debajo de ti, supongo. Solo un arrebato de claustrofobia, ansiedad y otras neuras.

—Oh, si eso es todo, puedo arreglarlo —dijo volviendo a cogerla por los

hombros y atrayéndola hacia sí mientras se acostaba—. Ponte encima.

—Brody...

—Mírame.

Le apoyó una mano detrás de la cabeza y atrajo sus labios hacia sí.

—Tómatelo con calma —murmuró contra su boca—. O tómatelo como mejor te

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vaya.

—Me siento torpe.

—No, no es verdad.

Brody dejó que sus manos vagasen y observó cómo volvía el color a las mejillas

de Reece.

—Yo te encuentro suave, más bien delgada. Pero no torpe. Bésame otra vez.

Reece posó sus labios en los de él y se liberó del pánico. El corazón del hombre

latía con fuerza y firmeza contra el suyo; sus labios exigían la rendición. El sabor de

Brody, una vez más, despertó todos aquellos apetitos negados durante tanto tiempo.

Sin embargo, cuando él la levantó por las caderas Reece empezó a protestar, a

apartarse. Pero él la sujetó y sus ojos la atraparon hasta que se deslizó en su interior.

La sacudió un estremecimiento de alivio, placer y deseo. Luego empezó a

moverse y su cuerpo comenzó a responder.

Gritó cuando la asaltó la primera oleada de placer, una conmoción, un

torbellino de felicidad en estado puro.

Reece gimió mientras se levantaba de nuevo. Mientras se entregaba a la

sensación y a Brody. Y al final, mientras recibía y recibía.

Se dejó arrastrar por la siguiente oleada de placer. El orgasmo parecía partirla

en dos. Sentía al hombre palpitar con ella, latido a latido.

«Gracias, Dios mío, gracias», pensó sollozando.

Cuando Brody se incorporó, la tomó por los brazos y le mordió el hombro, fue

Reece la que los llevó a ambos a la culminación.

Reece yacía satisfecha, deslumbrada y agradecida. No tenía ni idea de qué decir

o hacer a continuación, pero sentía el cuerpo relajado. «Caramba —corrigió—, está

relajado, pero mi corazón sigue retumbando como un tambor.» Si pudiese reunir la

energía suficiente, faltaría a su palabra y lloraría.

Lágrimas de felicidad en estado puro.

Había acariciado y sido acariciada; había dado y recibido. Había tenido un

orgasmo —por fin— tan fuerte y brillante como un gran puñado de diamantes.

Y sabía de sobra que no era la única.

—Quiero darte las gracias. ¿Es una tontería?

El se movió lo justo para pasarle una mano por la espalda.

—La mayoría de las mujeres me envían después regalos. Puedo conformarme

con las gracias, pero solo por esta vez.

Reece se echó a reír mientras se incorporaba para mirarle. Brody tenía los ojos

cerrados y el rostro relajado. Su expresión de pura satisfacción masculina le infundió

deseos de saltar de la cama y bailar la danza de la victoria.

Oh, sí, había dado tanto como había recibido.

—He preparado la cena —le recordó.

—Es verdad. Eso cuenta —respondió él mientras abría los ojos

perezosamente—. ¿Cómo estás, Flaca?

—¿Quieren saber la verdad? Deje de creer que volvería a sentirme así. Solo era

una pérdida más, y dentro del conjunto... Bueno, dentro del conjunto es una pérdida

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tremenda. Así que, de verdad, gracias por quitármela y... ya no sé lo que me digo —

dijo al ver que él se echaba a reír—. Más vale que me calle.

—Ya es hora.

Reece se puso a jugar con el pelo de Brody. Solo deseaba acurrucarse y dormir.

—Creo que debería vestirme y marcharme a casa.

—¿Por qué?

—Se hace tarde.

—¿Tienes toque de queda?

—No, pero... ¿quieres que me quede?

—Supongo que si te quedas a pasar la noche te sentirás obligada a preparar el

desayuno por la mañana.

Un suave calor se difundió justo debajo de su corazón.

—Supongo que podrías convencerme para que te preparase el desayuno.

—Por las mañanas soy muy persuasivo —dijo él tirando de la colcha y la

sábana, antes de tumbar a la muchacha—. Además, no es tan tarde, y no he acabado

contigo.

—En ese caso, creo que me quedo.

Más tarde, mientras él dormía, Reece yacía intranquila e inquieta. Discutió

consigo misma, pero al final se rindió y se levantó de la cama.

Se dijo que solo lo comprobaría una vez, una sola, y se cubrió con la camisa de

él antes de salir de puntillas de la habitación. Bajó despacio por la escalera, haciendo

muecas con cada crujido de las tablas.

Primero comprobó la puerta principal. Estaba cerrada, claro. ¿No había visto

ella misma cómo Brody las cerraba? De todos modos, ¿qué mal había en

comprobarlo? La puerta trasera también estaba cerrada, por supuesto. Pero...

Se dirigió a la parte trasera de la casa y lo comprobó. Por un momento observo

las sillas de la colina. Deseo apoyar una bajo el picaporte, y tuvo que convencerse de

lo contrario.

No estaba sola en la casa. Estaba con un hombre corpulento y fuerte. Nadie iba

a tratar de entrar, pero si alguien lo hacía, Brody podría manejar la situación.

Se obligó a apartarse de la puerta y de las sillas, a salir de la habitación.

—¿Ocurre algo?

No chilló, pero a punto estuvo de hacerlo. Retrocedió dando traspiés y se

golpeó dolorosamente la cadera contra el marco de la puerta. Brody se le acercó.

—Puede que sí seas torpe.

—Ja. Puede. Solo estaba...

Reece se encogió de hombros, sin saber qué decir.

La había oído salir del dormitorio y supuso que tenía que ir al baño. Pero los

peldaños habían crujido bajo sus pies. La curiosidad le hizo ponerse los vaqueros y

bajar a ver qué hacía.

—¿Está todo bien cerrado? —preguntó en tono ligero.

—Sí. Solo quería... Necesito comprobar esa clase de cosas antes de poder

dormir. No tiene mucha importancia.

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—¿Quién ha dicho que la tuviese? ¿Es esa mi camisa?

—Pues sí. No puedo ir por ahí desnuda.

—No veo por qué no. Pero como no me la has pedido y eso es de muy mala

educación, creo que más te vale subir pitando y devolvérmela.

—Tienes toda la razón. Estoy muy avergonzada.

Reece volvió a relajarse.

—Deberías estarlo —dijo él tomándola de la mano y acompañándola escalera

arriba—. ¿Te gustaría que yo me pasease por ahí vestido con tu ropa sin permiso?

—No creo que me gustase, aunque podría ser extrañamente fascinante.

—Sí, como si algo tuyo pudiese meterse en mí. ¿Cómo quieres la puerta?

Ella se quedo mirándole. «¿Habrá oído caer mi corazón a sus pies?»

—Cerrada con llave, si te parece bien.

—A mí no me importa —dijo mientras cerraba—. Ahora devuélveme mi

puñetera camisa.

Un sueño la despertó, imágenes confusas, un dolor agudo. Abrió los ojos. No

estaba en el almacén; no sangraba. Pero las sombras y siluetas de aquella habitación

eran desconocidas, y el corazón le dio un vuelco. Entonces lo recordó.

El dormitorio de Brody. La cama de Brody. Y el codo de Brody que se le clavaba

en las costillas como una piqueta resultaba extrañamente reconfortante.

No solo estaba segura; casi se sentía maravillosamente bien.

Volvió la cabeza para contemplarle y observó que dormía boca abajo. Era de los

que se tomaban terreno. Durante la noche la había empujado hasta el borde de la

cama, dejándole un escaso triángulo de colchón. Pero no había problema. Reece

había dormido a pierna suelta durante varias horas en aquel mezquino espacio.

Y antes de eso, había hecho buen uso de cada centímetro de aquella cama.

Se levantó y se sintió algo decepcionada al ver que él no la buscaba con el brazo.

Se dijo que no importaba mientras reunía su ropa. Tenía cosas que hacer, entre ellas

preparar el desayuno con las limitadas provisiones de la cocina de Brody.

Salió de la habitación sin hacer ruido y entró en el cuarto de baño, al otro lado

del pasillo. Cuando pulsó el botón del pestillo del tirador, este volvió a abrirse de

golpe. Después de varios intentos se quedó mirando el tirador, con la ropa apoyada

en desorden contra su pecho.

¿Cómo era posible que no cerrase? ¿Había pestillo en la puerta del dormitorio

pero no en el baño? Eso era ridículo, eso no podía ser. Por fuerza tenía que cerrar,

pero por más que lo pulsaba y le daba vueltas, no quedaba fijo.

—No hace falta que cierre la puerta. Nadie entró a asesinarme anoche y nadie

va a entrar esta mañana. Brody duerme al otro lado del pasillo. Tres minutos en la

ducha, eso es todo. Dentro y fuera. No pasa nada.

Aquel cuarto de baño era el doble de grande que el suyo, había una bañera

blanca de tamaño normal y una ducha. Toallas azul marino que no pegaban

demasiado con el verde de la encimera. De todos modos, nada estrafalario, nada

extraño. No dejó de mirar la puerta mientras retrocedía para abrir los grifos.

Le gustaban las paredes de troncos, lisas e impermeabilizadas, las baldosas que

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imitaban la pizarra. Brody debería haber elegido toallas grises —pensó—, o de un

verde como el de la encimera.

Intentó concentrarse en esa idea y en la sencillez del cuarto mientras se metía en

la ducha.

Cogió el jabón y se puso a repasar las tablas de multiplicar. El jabón resbaló de

su mano temblorosa cuando llamaron a la puerta.

Se dijo que los psicópatas no llamaban.

—¿Brody?

—¿Esperas a otra persona?

Abrió la puerta y al cabo de un momento descorrió la cortina de la ducha unos

centímetros. Estaba completamente desnudo.

—¿Por qué te interesa saber cuánto son ocho por ocho mientras te duchas?

—Porque cantar en la ducha es demasiado vulgar para mí —dijo ella, tratando

de decidir qué hacer con las manos sin que fuese evidente que se estaba tapando—.

Salgo en un minuto.

—Creo que anoche ya vi todo lo que había que ver. ¿O es que el agua te vuelve

tímida?

—No.

Reece se obligó a bajar uno de los brazos y luego se llevo una mano al cabello

mojado, Pero mantuvo la mano libre un poco cerrada sobre su pecho.

Ignorando la humedad y el vapor, Brody tiró de su mano hacia abajo. Y cuando

ella volvió a subirla, arqueó las cejas y tiró de ella hacia abajo con mayor firmeza.

Echó un vistazo a la cicatriz que la muchacha había intentado ocultar.

—Te libraste por los pelos.

—Podría decirse que sí.

Trató de apartarse, pero él se lo impidió cogiéndole la mano con más fuerza y

entrando en la bañera con ella.

—¿Te preocupa la cicatriz porque crees que te hace imperfecta?

—No. Tal vez. Es que no...

—Tienes otros defectos, ¿sabes? Por ejemplo, unas caderas huesudas.

—¿Ah, sí?

—Sí, y ahora que tienes el pelo mojado y puedo fijarme bien, me parece que no

tienes las orejas a la misma altura.

—Claro que las tengo.

El instinto y la ofensa la llevaron a levantar las manos para comprobarlo. El se

acercó y la rodeó con sus brazos.

—Pero aparte de eso no estás nada mal. Más vale que te aproveche.

La empujó contra la pared de la ducha y así lo hizo.

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Capítulo 16

En lugar de ser un mes luminoso, mayo azotó Angel's Fist con una serie de

violentas tormentas que atronaron las montañas y alborotaron el lago. Pero los días

se alargaban y la luz ganaba terreno a la oscuridad. Reece casi veía fundirse la nieve

en las crestas más bajas, mientras en su pequeño valle los álamos y los sauces

empezaban a velarse de verde.

Los narcisos estallaban en un alegre amarillo a pesar de que el viento y la lluvia

los acribillaran. Ella se sentía casi igual. La habían vapuleado y la habían empapado.

Pero estaba empezando a florecer de nuevo.

Y aquel día monumental, iba a aventurarse fuera del pueblo.

Para la mayoría de las mujeres, ir a cortarse el pelo y peinarse era algo

completamente normal. Para Reece, entrañaba toda la emoción y el terror de un salto

en paracaídas. Y como un paracaidista principiante, se aferró a la puerta.

—No me cuesta nada cambiar el día —le dijo a Joanie—. Si hoy estás agobiada...

—No he dicho que esté agobiada. —Joanie echó la masa de las tortitas en la

plancha.

—Ya, pero con el cambio de tiempo seguramente habrá mucho trabajo a

mediodía. No me importa ayudar.

—Me las arreglaba en esta cocina antes de que llegaras tú.

—Claro, claro, es verdad. Pero si hoy necesita una mano extra...

—Tengo dos propias. Además, ¿no está aquí Beck?

Beck, robusto como un roble, llano como una olla de arroz pasado, sonrió y

siguió picando col para la ensalada.

—Me explotará a fondo, Reece, si tú no estás aquí para impedirlo.

—Si no tienes esa ensalada lista a las once en punto, tampoco me impedirá

darte una patada en el culo.

—Venga ya, Joanie —dijo él, como siempre.

—¿Quieres ayudar? —le dijo a Reece su jefa—. Échale más café a Mac cuando te

vayas.

—De acuerdo. Llevo el teléfono móvil por si cambias de opinión. No me iré

hasta dentro de una hora.

Arrastró un poco los pies pero cogió la cafetera y se acercó a la barra, donde

Mac esperaba sus tortitas.

—¿Se está peleando con Joanie?

—¿Cómo? Oh, no, nada de eso —respondió ella mientras echaba el café—. Solo

he pasado un momento. Tengo el día libre.

—¿Ah, sí? ¿Ha hecho planes?

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—Sí. Más o menos. Linda-Gail y yo nos vamos a Jackson.

—De compras, ¿eh?

—Supongo que algo de eso habrá. —Linda Gail la había amenazado con ello—.

Voy a cortarme el pelo.

—¿Se va a Jackson para cortarse el pelo? —dijo Mac frunciendo el ceño—. En el

pueblo tenemos el Curry Comb.

El Curry Comb era un establecimiento con dos sillas que hacía cortes con

maquinilla y permanentes de caniche. Pero Reece esbozó una sonrisa mientras le

pasaba el azucarero.

—Parece una tontería, ¿verdad? Linda-Gail dice que vamos a derrochar. La

verdad es que no sé si es buena idea.

—Lárgate. —Joanie sirvió ella misma las tortitas con su guarnición de

salchichas de alce.

—Ya me voy —Reece cogió el bolso y una carpeta—, he pensado que ya que

estoy allí enseñaré el dibujo que hizo el doctor. ¿Aún no ha tropezado con nadie que

la reconozca?

Como solía hacer, Reece sacó una de las copias y volvió a enseñársela a Mac.

—Pues no. Lo tengo colgado en el mostrador de la tienda, por si acaso.

—Se lo agradezco. En fin, Jackson es grande. —Reece volvió a deslizar el dibujo

en la carpeta—. Puede que allí tenga más suerte.

—No vuelvas lloriqueando si te arrancan el cuero cabelludo —gritó Joanie

desde la cocina, y se echó a reír al ver que Reece palidecía—. Te lo tendrías bien

merecido, por no gastarte la paga en el pueblo. Mañana te quiero aquí a las seis en

punto, tengas la pinta que tengas.

—Siempre podrá ponerse un sombrero —sugirió Mac.

—Gracias. Muchas gracias. Ya me voy.

Reece salió y cuando estuvo fuera de la vista de la gran ventana de la fachada se

pasó una mano por el cabello. Le diría a Linda-Gail que empezase ella, se haría la

remolona y tantearía el terreno. No tenía por qué cortarse el pelo. Era una decisión,

una opción.

Una posibilidad.

Pero ir a Jackson era buena idea y le ofrecía la oportunidad de repartir copias

del dibujo. En el pueblo no habían dado ningún resultado. Salvo la afirmación por

parte de Jeff, el de la licorería, de que se parecía a Penélope Cruz.

Si la mujer había viajado por la zona, era probable que se hubiese alojado en un

lugar más grande y ostentoso, como Jackson Hole, que en la pequeña y humilde

población de Angel's Fist.

Por el momento, como le sobraba algo de tiempo y no quería pasarlo

obsesionada con su cabello, se acercó a la oficina del sheriff.

Había pasado casi una semana desde que le preguntó al sheriff sobre alguna

novedad. Por supuesto se había pasado gran parte de esa semana trabajando o en la

cama de Brody. gracias a esas distracciones Mardson no podría acusarla de ser

demasiado insistente.

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Cuando entró, Hank O'Brian estaba sentado ante la mesa para trámites. Tenía

una poblada barba negra, gran afición por la pechuga de pollo frita y una abuela

shoshone que era toda una leyenda local por sus cerámicas. En ese momento, Hank

bebía café con una mano y tecleaba ante el ordenador con la otra. Levantó la vista.

—¿Cómo está, Reece?

—Bien, gracias. ¿Cómo se encuentra su abuela?

—Se ha buscado un novio. El anciano de la tribu perdió a su mujer hace un año

más o menos. El tipo tiene noventa y tres años y se pasa el día aspirando por la nariz,

llevándole flores y dulces. No sé cómo tomármelo.

—Qué bonito —comentó Reece, pero al ver que él parecía apesadumbrado

añadió—. Además, ella le tiene a usted para cuidarla. ¿Está ocupado el sheriff? Solo

quería...

Se interrumpió al oír una carcajada. Mardson salió de la mano de su mujer.

«Eso también es bonito», pensó Reece. El aspecto que tenían dos personas

juntas cuando de verdad estaban juntas. Mardson sonreía y Debbie seguía riendo.

Sus manos unidas se balanceaban un poco mientras caminaban.

Ella era una rubia guapa y de aspecto atlético con el cabello corto y despeinado

y unos ojos verde esmeralda. Iba vestida con unos téjanos ceñidos, botas de vaquero

de color avellana y una camisa roja debajo de una cazadora tejana desteñida. Llevaba

al cuello una reluciente cadena de oro con un colgante. Reece observó que era un sol

brillante. Bonito.

Debbie regentaba la tienda de ropa On the trail, contigua al hotel, colaboraba

con este en la organización de excursiones y vendía licencias de caza y pesca. Era

muy amiga de Brenda. Los domingos por la tarde llevaba a sus dos hijas a tomar un

helado a Jeanie's,

Le dedicó a Reece una simpática sonrisa.

—¡Hola! Creía que hoy ibas a Jackson Hole.

—Pues... sí. Más tarde.

—Ayer me encontré con Linda-Gail. Tenéis planes, ¿eh? ¿Vas a cortarte el pelo?

Lo tienes muy bonito, pero cuando estás ante la plancha debe de estorbarte. De todos

modos, a los hombres les gustan las mujeres con el pelo largo, ¿verdad? ¡Pobre Rick!

—dijo con otra carcajada—. Yo siempre lo llevo corto.

—A mí me encanta —opinó él, inclinándose para besarla en la mejilla y pasarle

un dedo por las puntas del cabello—. Eres mi sol.

—Mira cómo me hace la pelota —dijo Debbie con una sonrisa al tiempo que le

daba a Rick un codazo—. He venido para intentar convencerle de que se tomase una

hora libre y viniese a pasear a caballo conmigo, pero me ha dado calabazas.

—No todos podemos hacer novillos. Cuando esta mujer se monta en un caballo,

una hora se convierte en medio día. ¿Puedo hacer algo por usted, Reece? —le

preguntó Rick.

—Quería saber si había alguna novedad... sobre ella —dijo sacando uno de los

dibujos.

—Ya me gustaría. En esta zona no hay denuncias de ninguna persona

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desaparecida que coincida con su descripción. Tampoco la reconoce nadie. No puedo

hacer gran cosa.

—No. Bueno, sé que ha hecho lo posible. Puede que tenga más suerte en

Jackson. Mientras esté en la ciudad, enseñaré el dibujo por ahí.

—No voy a decirle que no lo haga —dijo Rick despacio—, pero debe entender,

y no tengo nada contra el doctor, que ese dibujo es demasiado tosco. Sin más

detalles, es muy probable que tropiece con un montón de gente que crea haber visto

a alguien que se le parezca. Acabará mareada.

—Supongo que tiene razón. —Reece guardó el dibujo; la expresión de Debbie

no le pasó desapercibida. Si había algo que Reece reconocía, era la compasión

silenciosa—. Pero me parece que al menos tengo que intentarlo. Más vale que me

vaya. Gracias, sheriff. Me alegro de verte, Debbie. Adiós, Hank.

Mientras salía, notaba que el calor le ascendía por la nuca. Y es que sabía que,

además de compadecerla, especulaban.

¿Hasta qué punto estaba loca Reece Gilmore?

«A la mierda. Que se vayan a la mierda», se dijo mientras volvía a Joanie's para

recoger el coche. No iba a fingir que no vio lo que vio, no iba a meter los dibujos en

un cajón y olvidarlo todo.

Y no iba a permitir que aquello la desanimase, aquel día no.

Aquel día iba a la ciudad a arreglarse el pelo.

Que Dios la ayudase.

Los campos de salvia estaban a punto de florecer. Reece pensó que casi podía

oírles efectuar aquella inspiración larga y profunda que estallaría en color al volverse

espiración.

Un trío de pelícanos voló en formación sobre el pantano, pero fue la visión de

un coyote que trotaba con paso sigiloso, el primero que veía, lo que la llevó a decirle

a Linda-Gail que parase el coche.

Aunque Linda-Gail lo llamó «rata gigante», complació a Reece.

—Se le ve tan pillo...

—Menudos cabrones rastreros —opinó Linda-Gail.

—Es posible, pero me gustaría oír aullar a uno, como en las películas.

—Olvidaba que eres una chica de ciudad. A veces, por la noche, cuando hace

calor y has dejado las ventanas abiertas, se les oye.

—Lo pondré en mi lista. Gracias por parar para esta chica de ciudad.—No hay

problema.

Luego se dirigieron a toda velocidad hacia Jackson Hole; les acompañaba la

enérgica voz de Martina McBride.

Si Angel's Fist le parecía un pequeño e interesante diamante en bruto, Jackson

se le antojó grande, pulida y labrada, con su estilo elegante y sus luces de neón de

vivos colores. Tiendas, restaurantes y galerías alternaban con paseos con el suelo de

tablas de madera y calles bulliciosas. Reece pensó que la gente parecía atareada,

como si se dirigiese a alguna parte. Tal vez habían hecho un alto en la ciudad antes

de visitar uno de los grandes parques, ahora que el verano estaba a las puertas.

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Algunos estarían en la ciudad para comprar, almorzar con alguien, asistir a una

reunión de negocios.

«Esta ciudad es próspera y activa —pensó—, viva.» Sin embargo, más allá de

las estructuras y de la civilización instaladas allí, las montañas escarchadas de blanco

se alzaban con deslumbrante magnificencia. Achicaban las obras del ser humano y

brillaban más que las joyas al resplandor del sol.

Reece no tardó en comprender que, aunque las vistas quitaban el hipo, había

acertado al elegir Angel's Fist.

En Jackson había demasiada gente. Ocurrían demasiadas cosas a la vez.

Hoteles, moteles, centros recreativos, deportes de invierno, deportes de verano,

inmobiliarias...

Acababa de entrar en la ciudad y ya estaba deseando irse.

—¡Lo que nos vamos a divertir! —Linda-Gail sorteaba el tráfico como si pasease

por una feria—. Si te entra un poco de ansiedad o algo así, solo tienes que cerrar los

ojos.

—¿Y perderme el choque?

—Soy una conductora bárbara. —Lo demostró colándose entre un todoterreno

y una motocicleta, saludando alegremente a los conductores y doblando la esquina a

toda velocidad con el semáforo en ámbar—. Creo que voy a ponerme colorada.

—Creo que yo ya me he puesto verde. Linda...

—Ya casi estamos. Un día deberíamos derrochar de verdad y reservar un

tratamiento completo en un spa de la ciudad. Aquí hay algunos alucinantes. Quiero

que alguien me embadurne de barro y me frote con hierbas y... ¡joder, un

aparcamiento!

Se lanzó como una bala hacia él, como un misil buscador de calor en un Ford

Bronco. La ansiedad de Reece por la multitud, el tráfico y su cabello desapareció por

completo, engullida por el terror ante una muerte segura.

Antes de que pudiese farfullar una oración, habían aparcado junto al bordillo.

—Estamos a un par de manzanas, pero nunca se sabe. Además, si vamos

andando verás un poco la ciudad.

—Creo que las piernas ya no me responden.

Con una risita, Linda-Gail le dio un codazo.

—Ánimo. Vamos a cambiar de look.

Aunque a Reece le temblaban las piernas, consiguió que la llevaran hasta la

acera.

—¿Cuántas multas te ponen al año? No, ¿cuántos vehículos te cargas al año?

Chasqueando la lengua, Linda-Gail la tomó del brazo.

—No seas así; pareces una ancianita. ¡Oh, Dios mío, mira! ¡Mira esa cazadora!

—dijo mientras arrastraba a Reece hasta un escaparate para mirar con deseo una

cazadora de piel de color chocolate—. Parece tan suave... Debe de costar un riñón.

Vamos a probárnosla. No, llegaremos tarde. Nos la probaremos con el nuevo

peinado.

—A mí no me sobra ningún riñón.

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—Ni a mí, pero probársela no cuesta nada. Con ese corte tan ajustado, te

quedará mejor a ti que a mí. ¡Qué mierda! De todos modos, si tuviese pasta sería mía.

—Creo que necesito tumbarme.

—Enseguida te sentirás mejor. Si te tiemblan las piernas, llevo una petaca en el

bolso.

—Eres... —Reece tartamudeo un poco mientras Linda-Gail tiraba de ella—.

¿Una petaca de qué?

—Martini de manzana, por si necesitas algo para atontarte. O porque sí.

Mmmm, qué marco. Fíjate en eso.

A Reece la cabeza le daba vueltas. Se volvió en la dirección que indicaba Linda-

Gail y vio a un vaquero alto y delgado con botas, Levis y sombrero.

—Ñam-ñam—opinó Linda-Gail.

—Creía que estabas enamorada de Cas.

—Lo estaba, lo estoy y lo estaré. Pero es como la cazadora, cariño. Mirar no

cuesta un céntimo. Supongo que con Brody habéis hecho algo más que mirar. ¿Cómo

os va en la cama?

—Si esto sigue así voy a necesitar ese martini.

—Dime solo una cosa. ¿Tiene su culo tan buen aspecto desnudo como con los

vaqueros?

—Sí, sí. Puedo decirte que sí.

—Lo sabía. Ya hemos llegado.

Apretó el brazo de Reece y tiró de ella hacia el interior.

Reece no echó mano a la petaca, aunque resultaba tentador, y mientras

esperaban a los estilistas estuvo a punto de marcharse media docena de veces.

Pero había aprendido algo.

No se sentía tan mal como la última vez que lo intentó. El corazón no le

palpitaba tan alocadamente; las paredes no parecían tan juntas, ni los sonidos tan

discordantes. Y cuando su estilista se presentó como Serge, no se deshizo en lágrimas

ni salió corriendo hacia la puerta.

Tenía un ligero acento eslavo y una atractiva sonrisa que se convirtió en

preocupación cuando la tomó de la mano.

—Cariño, tienes las manos heladas. Te daremos una infusión. ¡Nan!

Necesitamos una manzanilla. Ven conmigo.

Reece lo siguió como un perrito.

Serge la acomodó en una butaca y la envolvió en una capa de color verde

menta. Le puso las manos en el cabello antes de que el cerebro de Reece volviese a

funcionar.

—No estoy segura de...

—¡Tiene una textura magnífica, muy densa! Está muy sano. Te lo cuidas.

—Supongo.

—Pero ¿y el estilo? ¿Y la gracia? Mira tu cara y todo el cabello que la tapa como

una cortina. ¿Qué te gustaría hacerte?

—Pues... la verdad, no lo sé. No pensé llegar hasta aquí.

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—Háblame de ti. ¿Sin anillos? ¿Soltera?

—Sí, sí.

—Libre, y del Este.

—Boston.

—Aja —dijo mientras seguía levantándole el pelo, dejándolo caer y

observándolo—. ¿Y a qué te dedicas, cariño?

—Cocino. Soy cocinera.

Algo en su interior empezó a ronronear cuando las manos de él le dieron un

masaje en el cuero cabelludo y jugaron con su pelo.

—Trabajo con Linda-Gail —añadió—. ¿Estará por aquí cerca?

—No te preocupes por ella. No la vemos por aquí tanto como nos gustaría—

dijo con aquella atractiva sonrisa, mirando a Reece en el espejo—. ¿Confías en mí?

—Pues... Oh, Dios, de acuerdo, pero ¿tenéis un Valium para acompañar esa

infusión?

Había olvidado aquella satisfacción. Las manos en su cabello, la infusión

relajante, las revistas, el rumor de voces femeninas.

Se estaba haciendo reflejos porque Serge así lo quería. Seguramente no podía

permitírselos, pero allí estaba. En algún momento del proceso apareció Linda-Gail

con el pelo embadurnado en tinte y cubierto de plástico.

—Rojo Zorro —dijo—. Me he decidido. También me haré la manicura. ¿Tú

quieres?

—No, no, no puedo más.

Pero en realidad estuvo a punto de dormirse con su ejemplar de Vogue hasta

que llegó el momento del lavado. Y del corte.

—Bueno, y ahora háblame del hombre que hay en tu vida. —Serge empezó a

cortar—. Debes de tener alguno.

—Creo que sí.

Dios mío, había un hombre en su vida.

—Es escritor —explicó—. La verdad es que estamos empezando.

—Deseo. Emoción. Descubrimiento.

Una sonrisa pasó por su rostro.

—Exacto. Es listo y seguro de sí mismo. Además, le gusta cómo cocino. El...

bueno, disimula una paciencia increíble con comentarios breves y acertados. No me

trata como si fuese una mujer frágil, y me han tratado así durante demasiado tiempo.

Y como él no lo hace, yo misma he dejado de verme de esa forma, tan frágil. Ah, lo

había olvidado. —Serge levantó las tijeras cuando ella se inclinó a coger la carpeta—.

¿Reconoces a esta mujer?

El estilista se metió las tijeras en el bolsillo, cogió el dibujo y lo observó.

—No puedo asegurarlo, pero diría que yo no la he peinado. La habría

convencido para que se cortase el pelo; hace que se le vea la cara demasiado

alargada. ¿Es amiga tuya?

—En cierto modo. ¿Podría enseñarlo por aquí o dejaros una copia? Alguien

podría reconocerla.

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—Desde luego. ¡Nan!

La eficiente Nan se acercó enseguida y cogió el dibujo. Reece volvió a centrarse

en sí misma el tiempo suficiente para quedarse pasmada.

—Dios mío. Está... está cayendo al suelo un montón de pelo.

—No te preocupes. ¡Mírate! ¡Preciosa!

Serge volvió para admirar a Linda-Gail, ahora pelirroja.

—¡Me encanta! —exclamó dando una vuelta para mostrar el atrevido rojo con

su nuevo e insolente corte—. Soy una chica nueva. ¿Qué te parece, Reece? ¿Qué te

parece?

—Maravilloso, fabuloso, de verdad. Estás imponente.

El atrevido rojo había convertido a la guapa rubita en una mujer excitante y a la

moda.

—Me he lanzado sobre las muestras de maquillaje —explicó mientras se

admiraba en el espejo—. Pues sí que estoy imponente. Cuando volvamos, buscaré a

Cas y le haré sufrir. Reece, me encantan los reflejos —añadió volviéndose hacia ella—

. Son sutiles, pero efectivos. Y me parece que ya veo lo que Serge pretende. Se te ven

los ojos más grandes, y te destaca más la cara. Has acertado, Serge. Está muy sexy.

—Desde luego, ahora el pelo enmarca esos preciosos ojos. Te he quitado un

montón de peso de los hombros y del cuello. De todos modos, te he dejado unas

capas lo bastante largas. Creo que te será fácil arreglártelo en casa.

Reece se quedó mirando la imagen que emergía en el espejo. «Casi reconozco a

esa mujer —pensó—. Casi vuelvo a verme.»

Cuando los ojos se le llenaron de lágrimas, Serge bajó las tijeras y le lanzó a

Linda-Gail una mirada de alarma.

—No le gusta. Estás disgustada. No te gusta.

—No, no, me gusta. De verdad. Es que llevaba mucho tiempo sin ver algo que

me gustase al mirarme al espejo.

Linda-Gail también se sorbió las lágrimas.

—Necesitas muestras de maquillaje.

Serge le dio unas palmaditas a Reece en el hombro.

—Conseguirás que me eche a llorar. Al menos deja que te lo seque antes.

Tenía ganas de exhibirse. Había sido un día fantástico, y eso se reflejaba en ella.

Es verdad que no debería haber dejado que Linda-Gail la convenciese para que se

comprase aquella camisa, aunque fuese del más exquisito tono amarillo. De todos

modos, aprovechó la ocasión para darle al dependiente una copia del dibujo, como

había hecho en cada una de las tiendas a las que Linda-Gail la arrastró.

Y su amiga tenía razón, la cazadora de piel le quedaba mejor a Reece. Aunque

no costaba un riñón, daba lo mismo. Estaba fuera de su alcance.

Un bonito corte de pelo y una bonita camisa nueva eran recompensa suficiente.

Pensaba irse directamente a casa, admirarse, ponerse la camisa nueva y

acicalarse. Luego llamaría a Brody por si le apetecía cenar con ella.

Había comprado unas verduras estupendas y unas hermosas vieiras en un

mercado de Jackson y azafrán, para acompañar las vieiras con un puré de azafrán y

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albahaca, aunque tampoco podía permitírselo. Y el brie y las setas para el arroz

salvaje.

Mientras Linda-Gail miraba embobada los escaparates de las boutiques, Reece

se estremecía de placer en los mercados.

Aun cargada con las bolsas de las compras subió por la escalera del

apartamento casi bailando. Abrió la puerta canturreando. Se sentía tan relajada que

dejó las bolsas sobre la encimera y luego volvió a la puerta para cerrarla.

—Caramba, Reece, vas a ser de nuevo una chica normal antes de que te des

cuenta.

Cuando hubo cerrado la puerta decidió que lo primero que haría era mirarse en

el espejo, lo demás podía esperar.

Se dirigió al baño haciendo piruetas por el simple gusto de notar el vaivén del

cabello, más corto y ligero.

Pero cuando llegó frente al espejo se puso mortalmente pálida y la conmoción

distendió todos los músculos de su cuerpo.

El dibujo estaba pegado con cinta adhesiva, y lo que Reece vio no fue su cara

sino el rostro de una mujer muerta. En las paredes, en el suelo y en el pequeño

neceser, escrita una y otra vez con rotulador rojo como la sangre, se leía una

pregunta.

¿SOY YO?

Temblando, se dejó caer en el umbral y se hizo un ovillo.

«Ya tiene que estar en casa», pensó Brody mientras rodeaba el lago en su coche.

¿Cuánto tiempo necesitaba para cortarse el pelo? No contestaba al teléfono, y al

llamarla cuatro veces en la última hora se había sentido ridículo.

Puñeta, la echaba de menos. Y eso resultaba aún más ridículo, porque él nunca

echaba de menos a nadie. Además, solo hacía unas horas que se había marchado.

Ocho horas y media. Muchos días se pasaba más tiempo sin verla.

Pero entonces sabía que estaba al otro lado del lago, que si él quería podía

acercarse a verla.

Aún no se había rebajado a probar su teléfono móvil, no era el típico idiota

encoñado que no podía pasar un día separado de una mujer sin marcar su número.

Sin oír su voz.

Pasaría por Joanie's y tal vez se tomase una cerveza. Estaría ojo avizor por si

aparecía su coche. Pero como quien no quiere la cosa.

Nadie tenía por qué saberlo.

Vio el coche en su lugar habitual y supuso que estaba de suerte. Subiría y le

diría que había tenido que escaparse al pueblo para comprar... ¿qué? Para comprar

pan.

¿Tenía pan en casa? No se acordaba. El pan sería su coartada, y se atendría a

ella.

Quería verla, olería. Quería ponerle las manos encima. Pero ella no tenía por

qué saber que llevaba una hora dando vueltas en su cabaña como un caniche.

Mientras aparcaba se dio cuenta de que aquello era una estupidez. Inventar

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excusas para verla.

Y precisamente eso hizo que se sintiese como un idiota encoñado.

En su opinión, la mejor forma ele compensarlo sería mostrarse molesto con ella.

Así se sentía mejor. Frunció el ceño, subió por la escalera y llamó a la puerta con

cierta impaciencia.

—Soy Brody —dijo—. Abre.

Ella tardó tanto en responder que la expresión ceñuda se convirtió en un gesto

preocupado.

—Brody, lo siento, estaba acostada. Me duele la cabeza.

Él accionó el picaporte, pero la puerta estaba cerrada con llave.

—Abre —repitió.

—De verdad, se está convirtiendo en migraña. Voy a dormir a ver si se me pasa.

Mañana te llamo.

A él no le gustó cómo sonaba su voz.

—Abre la puerta, Reece.

—Vale, vale, vale.

La llave giró y Reece abrió la puerta de golpe.

—¿Es que hablo en chino? —añadió la muchacha—. Me duele la cabeza; no

quiero compañía y, desde luego, no me apetece calentar las sábanas.

Estaba pálida como la cera.

—¿No serás una de esas mujeres que se ponen enfermas cuando no les gusta

cómo les han cortado el pelo?

—Claro que sí. De todas formas, me han hecho un corte precioso. Ha sido un

día muy largo y de mucho estrés. Ahora estoy cansada y quiero que te vayas para

poder echarme.

La mirada de él recorrió la habitación y captó las bolsas apoyadas sobre la

encimera.

—¿Cuánto hace que has vuelto?

—Vaya, no lo sé. Puede que una hora.

«Dolor de cabeza, y una mierda», pensó él. La conocía lo suficiente para estar

seguro de que aunque le hubiesen amputado una pierna habría guardado los

comestibles nada más cerrar la puerta de la calle.

—¿Qué ha pasado?

—Dios, ¿quieres largarte? He follado contigo, vale, y ha sido fantástico. Los

ángeles cantaron hasta desgañitarse. Muy pronto volveremos a hacerlo. Pero eso no

significa que no tenga derecho a un poco de puñetera intimidad.

—Eso es verdad —dijo él en un tono suave que contrastaba con la rabia de

ella—. Y te daré toda la intimidad que quieras en cuanto me cuentes qué demonios

pasa. ¿Qué demonios te has hecho en las manos? —Le agarró una y por un momento

se sintió aterrorizado ante la posibilidad de que las manchas de los dedos y las

palmas fueran de sangre—. ¿Qué demonios...? ¿Es tinta?

Ella se echó a llorar en silencio. Brody nunca había visto nada más desgarrador

que las lágrimas que le resbalaban por las mejillas sin que de Reece brotara sonido

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alguno.

—Por el amor de Dios, Reece, ¿qué es?

—No puedo borrarlo. No puedo, y no recuerdo haberlo hecho. No lo recuerdo,

y no hay manera de borrarlo.

Se cubrió el rostro con las manos manchadas. No opuso resistencia cuando él la

levantó y la llevó hasta la cama para mecerla en sus brazos.

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Capítulo 17

Brody vio las manchas en los puntos de las paredes y el suelo que Reece había

tratado de limpiar con la toalla mojada, ahora tirada en la bañera. Imaginó que la

toalla sería irrecuperable, algo que la disgustaría cuando estuviese lo bastante

tranquila para pensar en ello.

La muchacha había arrancado el dibujo del espejo, en el que habían quedado

triángulos rotos de papel y cinta adhesiva, había hecho una bola con él y lo había

arrojado a la papelera situada junto al lavabo.

Podía imaginar cómo debía de haber sido aquello para ella. La veía frenética,

agarrando la toalla y echándola en el lavabo para empaparla de agua. Frotando,

frotando y frotando mientras el agua goteaba y salpicaba, mientras el aliento le

brotaba del pecho en forma de jadeos y sollozos.

Y aun así, el mensaje podía leerse claramente, más de una docena de veces.

¿SOY YO?

—No recuerdo haberlo hecho.

Brody continuó observando las paredes sin volverse a mirarla.

—¿Dónde está el rotulador rojo?

—No... no lo sé. Debo de haberlo guardado.

Ofuscada por el dolor de cabeza y las lágrimas, fue a la cocina y abrió un cajón.

—No está.

Llevada por otro arrebato de desesperación, revolvió el interior del cajón y

luego abrió de un tirón otro, y otro más.

—Para.

—No está. Me lo habré llevado y lo habré tirado por ahí. No me acuerdo. Igual

que las otras veces.

Los ojos de Brody la miraron con más atención, pero habló con la misma voz de

antes, tranquila y firme.

—¿Qué otras veces?

—Creo que voy a vomitar.

—No vas a vomitar.

Reece cerró de golpe el cajón, y sus ojos, enrojecidos de tanto llorar, despidieron

chispas.

—No me digas lo que voy a hacer y lo que no.

—No vas a vomitar —repitió él mientras se le acercaba y la tomaba por el

brazo—, porque no me has hablado de las otras veces. Vamos a sentarnos.

—No puedo.

—Vale, pues nos quedaremos de pie. ¿Tienes coñac?

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—No quiero coñac.

—No te he preguntado lo que quieres.

Brody se puso a abrir armarios hasta que encontró una botella pequeña.

En otras circunstancias, Reece habría considerado que servir el coñac en un

vaso de agua era una ordinariez.

—Bébetelo, Flaca.

Aunque enojada y dominada por la desesperación, Reece sabía cuándo

resultaba inútil discutir. Cogió el vaso, se bebió los dos dedos de coñac de un trago y

se estremeció.

—El dibujo. Podría ser yo.

—¿Cómo se te ocurre?

—Si me lo imaginé... Yo he sufrido la violencia.

—¿Te han estrangulado alguna vez?

—Bueno, adoptó otra forma —dijo; apoyó el vaso con un ruido seco—. Alguien

trató de matarme una vez, y me he pasado los dos últimos años temiendo que

vuelvan a intentarlo. Hay una semejanza entre el dibujo y yo.

—Sí, os parecéis en que las dos sois mujeres y tenéis el pelo largo y oscuro. Al

menos, tú lo tenías.

Frunciendo un poco el ceño, alargó el brazo para tocarle las puntas del cabello,

que ahora quedaban unos centímetros por encima de sus hombros.

—No es tu cara —añadió.

—Pero no la vi muy bien.

—Pero la viste.

—No estoy segura.

—Yo sí.

Como sabía que Reece no tendría café, abrió la nevera y tuvo una agradable

sorpresa al ver que había comprado varias cervezas de su marca preferida. Sacó una

y la abrió.

—Viste a esas dos personas junto al río —dijo.

—¿Cómo puedes estar seguro? Tú no los viste.

—Te vi a ti. Pero volvamos a lo otro. ¿Cuáles son esas cosas que no recuerdas?

—No recuerdo haber marcado mi mapa de montaña, abrir mi puerta en mitad

de la noche, poner los puñeteros cuencos en el ropero y mis botas de excursión en el

armario de la cocina. Ni meter mí ropa en el petate. Y otras cosas, pequeñas cosas.

Tengo que volver.

—¿Volver adonde?

Se frotó el rostro con las manos.

—No estoy mejorando. Necesito volver al hospital.

—Eso es una gilipollez. ¿Qué es eso de que metiste tu ropa en el petate?

—Volví a casa una noche, cuando fui ha Claisy's con Linda-Gail, y todas mis

cosas estaban en el pétale. Debí de hacerlo por la mañana o en alguno de mis

descansos. No lo recuerdo. Y una vez la linterna que guardo junto a la cama estaba

en la nevera.

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—Yo una vez encontré en la mía mi cartera.

Reece suspiró.

—No es lo mismo. Yo no dejo las cosas fuera de su sitio. Nunca. Al menos... no

cuando soy consciente, no cuando estoy sana. Desde luego, no es normal para mí

sacar los cuencos de la cocina y trasladarlos al estante del ropero. No coloco las cosas

fuera de su lugar porque no puedo funcionar si no sé con exactitud dónde está todo.

Y la cuestión es que no funciono.

—Más gilipolleces —contestó Brody mientras hurgaba distraído en la bolsa de

la compra—. ¿Qué son todas estas hojas y hierbas?

—Verduras —dijo ella frotándose la sien en un intento de borrar el dolor de

cabeza—. Tengo que irme. Eso es lo que me estaba diciendo a mí misma cuando llené

el petate. Eso es lo que debí de pensar en el sendero, cuando fingía que todo volvía a

la normalidad.

—Viste cómo asesinaban a una mujer mientras estabas en el sendero. Eso no es

tan normal. En aquel momento tuve dudas, pero ahora...

—¿Las tuviste?

—No dudé de que los hubieses visto, sino de que estuviese muerta. Era posible

que se hubiese levantado y se hubiese marchado por su propio pie. Remotamente

posible. Pero está tan muerta como Elvis.

—¿Me estás escuchando? ¿Has visto lo que he hecho ahí? —preguntó,

señalando el baño.

—¿Y si no lo has hecho tú?

—¿Quién demonios iba a hacerlo? —estalló ella—. No estoy bien, Brody, por el

amor de Dios. Imagino crímenes y escribo en las paredes.

—¿Y, si no es así? —volvió ha decir Brody en el mismo tono implacable—.

Escucha, me gano la vida bastante bien con los «y si». ¿Y si viste exactamente lo que

dijiste?

—¿Y que si es así? Eso no cambia lo demás.

—Lo cambia todo. ¿Has visto alguna vez Luz que agoniza?

Ella se quedó mirándole.

—Estás tan loco como yo. Puede que sea eso lo que me atrae de ti. ¿Qué puñetas

tiene que ver Luz que agoniza con que yo vuelva a sufrir amnesia y llene el baño de

garabatos?

—¿Y si no fuiste tú quien llenó el baño de garabatos?

Le dolía la cabeza; tenía el estómago irritado. Estaba demasiado cansada para

caminar hasta una silla, así que se sentó en el suelo y apoyó la espalda contra el

frigorífico.

—Si crees que alguien está haciendo de Charles Boyer conmigo, sí que estás tan

loco como yo.

—¿Qué te asusta más, Reece? —preguntó él, agachándose para situarse a su

altura—. ¿Creer que tienes otra crisis o que alguien quiere que lo creas?

El interior de la muchacha era un puro temblor.

—No lo sé.

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—Entonces, vamos a hacer suposiciones. Pudiera ser que vieses cómo

asesinaban a una mujer, un acto que nadie más presenció. Lo denunciaste y corrió el

rumor. Pudiera ser que el asesino oyese ese rumor... o, como pensamos el otro día, te

viese. Cubrió sus huellas, claro, pero el riesgo de que lo descubrieran seguía

existiendo.

—Porque hubo un testigo —susurró Reece.

—Sí, pero el único testigo tiene un historial de problemas psicológicos

originados por un caso de violencia. El asesino puede aprovechar eso. De todos

modos, no todo el mundo cree a la testigo. Es nueva en el pueblo, un poco inestable...

Pero, como se muestra persistente, ¿por qué no empujarla un poco más hacia la

inestabilidad?

—Sí, pero ¿por qué no pegarme un tiro en la cabeza y acabar con el problema?

—Si hay otro crimen, la gente empezará a tomarte en serio.

—A título póstumo.

—Desde luego.

«Aún conserva algo de su temple de acero —pensó—. Puede que tenga un par

de abolladuras, pero aguantará.»

—Pero si le da un sutil empujoncito, lo más probable es que o tenga una crisis y

eche a correr desnuda por la calle, o salga huyendo y pase su crisis en otro sitio. En

cualquier caso, es probable que nadie le dé crédito como testigo de un asesinato.

—Pero eso es...

—¿Una locura? No, no lo es. Es propio de alguien muy inteligente y sereno.

—Entonces, en lugar de creer que soy un completo desastre emocional y

mental, quieres que crea que un asesino me sigue los pasos, entra en mi apartamento

y trata de hacerme luz de gas.

Él tomó otro trago de cerveza.

—Es una teoría.

Al asimilar las palabras de Brody, a Reece se le secó la garganta.

—La primera opción es más fácil. Al fin y al cabo, se trata de haber estado ahí y

haber hecho eso.

—Claro que sí, pero tú no eres de las que toman el camino más fácil.

—Es raro que le digas eso a alguien que lleva casi un año huyendo de todo,

incluso de sí misma.

—Si es así como lo ves, tal vez estés un poco tocada.

Brody se incorporó y luego alargó una mano para ayudarla a levantarse. Tras

vacilar un momento, ella la tomó y se enfrentó a él.

—¿Cómo lo ves tú?

—Veo a una mujer que sobrevivió. Todos sus amigos, a los que consideraba su

familia, fueron asesinados, uno de ellos delante de sus propios ojos. Le dispararon y

la dejaron por muerta. Quedó atrapada en la oscuridad, sangrando. Todo lo que ella

conocía y quería le fue arrebatado sin ton ni son, así que perdió la seguridad y estuvo

a punto de perder lo que algunos llamarían la «cordura». Está aquí dos años después

porque, paso a paso, a su propio ritmo, ha luchado por volver. Creo que es una de las

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personas más fuertes que conozco.

La respiración de Reece se oía entrecortada.

—Me parece que no sales mucho.

—Ahí lo tienes. ¿Lo ves? —contestó él, esbozando una sonrisa y dándole un

golpecito en la frente con un dedo—. Coge lo que necesites; más vale que pases esta

noche en mi casa.

—No puedo asimilar esto.

—Lo harás —dijo mientras hurgaba dentro de la bolsa de la compra—. ¿Esto es

la cena?

—¡Oh, mierda! ¡Las vieiras!

Brody comprendió que se había recuperado cuando se precipitó hacia la bolsa y

metió la mano.

—Gracias a Dios pedí que las metieran en la bolsa con un paquete de hielo. Aún

están frías. Una de las ventajas de tener el termostato bajo.

—Me gustan las vieiras.

—A ti te gusta todo lo que se pueda comer. —Se aferró a la encimera y cerró los

ojos—. No permitas que me derrumbe. No lo permitas.

—Te dije que las mujeres histéricas me fastidian.

—Me dijiste que las neuróticas te resultaban excitantes.

—Es verdad. Hay una diferencia entre la histeria y la neurosis, pero la verdad

es que no eres lo bastante neurótica para mí, así que voy a aprovecharte hasta que

aparezca algo mejor.

Reece se frotó los enrojecidos ojos.

—Me parece justo.

—Cuando aparezca, podrás seguir cocinando para mí.

—Gracias —dijo Reece; dejó caer las manos y lo miró—. Cuando me he echado

a llorar, me has abrazado. Menudo fastidio debe de haber sido para ti.

—No estabas histérica, estabas dolida. Pero no te acostumbres.

—Te quiero. Estoy enamorada de ti.

Durante diez segundos completos Reece no oyó absolutamente nada. Y cuando

él habló, captó en su tono una pizca de miedo mezclada con el fastidio.

—Maldita sea, ninguna buena acción queda impune.

Reece soltó una carcajada. Y su calidez le calmó la garganta irritada, los nervios

irritados.

—Ya lo ves. Debo de haber perdido el juicio. No te preocupes por lo que he

dicho, Brody. —Se volvió y observó que él la miraba con el mismo respeto cauto que

un hombre muestra por una bomba de relojería—. Debajo de todas las neurosis, soy

una mujer inteligente y moderna. No eres responsable de mis sentimientos ni estás

obligado a corresponder. Pero cuando has vivido lo que he vivido yo, aprendes a no

dar nada por sentado. Ni el tiempo, ni a las personas, ni los sentimientos. Mi

psiquiatra me animó a llevar un diario —continuó mientras metía lo necesario en una

bolsa—. A reflejar mis sentimientos y mis emociones en un papel. Eso me ha

ayudado a expresarlos. Como ahora, por ejemplo.

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—Estás confundiendo la confianza, un sentimiento de inmerecida gratitud, y la

química que hay entre nosotros.

—Puede que tenga la cabeza hecha un lío, pero tengo el corazón en su sitio. Si te

asusta, puedo llamar a Linda-Gail y quedarme con ella hasta que decida qué hacer.

—Coge tus cosas —dijo él en tono brusco—, y lo que necesites para cocinar todo

esto.

Reece no estaba enamorada de él. Y a Brody le preocupaba que creyese lo

contrario. Allí estaba él, tratando de ayudarla —probablemente su primer error— y

ahora ella lo complicaba todo. «Como todas las mujeres —pensó—, poniendo

ataduras por todas partes.»

Aquellas ataduras le ahogaban.

Al menos ahora no hablaba de eso, ni se ponía enferma por lo que había

sucedido en su apartamento.

Como Brody esperaba, preparar la cena la calmó. El hecho de ponerse a escribir

tenía en él el efecto de un bálsamo, así que conocía el proceso. Te dejabas absorber

por el trabajo y te liberabas de lo que te inquietaba.

Pero Reece debería volver al terreno pantanoso de los hechos. Si su teoría

resultaba acertada, la muchacha tenía problemas.

—¿Quieres vino? —le preguntó Brody.

—No, gracias. Tomaré agua —respondió ella mientras disponía las verduras

aliñadas en unos platitos, acompañadas de unos rizos de zanahoria cruda—. El resto

todavía tardará unos minutos, así que podemos empezar por esto.

Brody se dijo que había comido más ensalada en las dos últimas semanas con

ella que en los seis meses anteriores.

—A Joanie le va a dar un ataque cuando vea ese cuarto de baño.

—Pues píntalo.

Reece pinchó la ensalada.

—¿Cómo voy a pintar las baldosas y el suelo?

—Ya. Mac debe de tener algún disolvente o algo parecido para limpiarlo. Esa

casa no es ninguna maravilla, Flaca. De todas formas, necesitaba arreglos.

—Me queda una brizna de esperanza. Tuve amnesia y lapsus de memoria. No

he vuelto a tenerlos desde hace más de un año, bueno, al menos que yo recuerde,

pero he sufrido las dos cosas.

—Eso no significa que las sufras ahora. En las últimas dos semanas he pasado

mucho tiempo contigo. No te he visto tener amnesia ni sonambulismo, ni te has liado

a redecorar las paredes de la cabaña con mensajes de tu subconsciente. No te he visto

hacer nada raro, aparte de reorganizar los cajones de mi cocina.

—Organizar —corrigió ella—. Para reorganizarlos, antes debería haber habido

en ellos algo parecido a la organización.

—Tarde o temprano yo siempre encontraba las cosas —dijo Brody mientras

comía más ensalada; para algo estaba allí, y además estaba muy buena—. ¿Alguien

en Joanie's ha mencionado que hayas hecho algo extraño?

—A Joanie le pareció muy raro mi empeño en conseguir otra para la

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minestrone.

—Es que esa es una verdura muy rara. Cuándo te pasaban esas cosas en Boston,

¿estabas siempre sola?

Reece se levantó para dar los últimos toques al resto de la comida.

—No. Lo que me hacía sentir peor era que podía ocurrir en cualquier parte y en

cualquier momento. Cuando salí del hospital, la primera vez, me fui a casa de mi

abuela. Ella me llevó de compras. Al cabo de unos días, encontré un horrible jersey

marrón en el cajón y le pregunté de dónde había salido. Por su forma de mirarme me

di cuenta de que pasaba algo, y cuando insistí me dijo que lo había comprado yo.

Que habíamos hablado de ello porque ella sabía que no era mi estilo. Por lo visto les

dije a ella y al dependiente que tenía que comprármelo porque era a prueba de balas.

—Dio la vuelta a las vieiras con un hábil movimiento de la muñeca—. Otra vez, mi

abuela entró en mi habitación a media noche porque oyó mucho ruido. Estaba

cerrando las ventanas con clavos. No recuerdo haber ido a buscar el martillo ni los

clavos. Me di cuenta de lo que estaba haciendo cuando me abrazó y se echó a llorar.

—Ambos incidentes me parecen medidas de defensa. Estabas asustada.

—Asustada es poco. Hubo otros terrores nocturnos en los que oía el ruido de

los cristales, los disparos y los gritos. Intenté derribar puertas. Una noche, durante

uno de ellos, salí por la ventana, la misma que intenté cerrar con clavos. Un vecino

me encontró de pie en la acera, en camisón. No sabía dónde estaba ni cómo había

llegado hasta allí. —Colocó un plato delante de Brody—. Fue entonces cuando

ingresé en el hospital. Esto podría ser una recaída.

—Ya, y solo ocurre cuando estás sola. ¡Qué práctico! No me lo trago. Trabajas

en Joanie's ocho horas, cinco o seis días por semana. Pasas tiempo conmigo y con

Linda-Gail. Pero no has tenido... ¿Cómo lo llamaríamos?... una crisis salvo en tu

propio apartamento, cuando estás sola. Luz que agoniza.

—¿Tú eres Joseph Cotten?

—Me gustan las mujeres que conocen a los clásicos —le dijo él rozándole la

mano con los dedos—. Se me ocurre otro. La ventana indiscreta.

—James Stewart está inmovilizado, con una pierna rota, y presencia un crimen

en otro piso a través del patio de luces —dijo Reece, pensativa, mientras se sentaba

con su plato—. Nadie más lo ve, nadie le cree. Ni siquiera Grace Kelly. Ni su amigo

el policía... lo tengo en la punta de la lengua...

—Wendell Corey.

—Ese mismo. Ni la siempre encantadora Thelma Ritter. Nadie cree que

Raymond Burr haya matado a su mujer.

—No hay ninguna prueba de lo que dice nuestro héroe. No hay cadáver, no hay

señales de lucha, no hay sangre. Además, últimamente James Stewart se comporta de

forma un poco extraña.

—Así pues, en tu mundo, estoy atrapada en una mezcla de Luz que agoniza y La

ventana indiscreta.

—Ten cuidado con los tipos que se parezcan a Perry Masón o tengan acento

francés.

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—Consigues que me sienta mejor. Hace un par de horas... —se interrumpió,

apretándose los ojos con los dedos— lloraba acurrucada en el suelo. Solo me faltaba

chuparme el pulgar. Volví a estar abajo del todo.

—No, solo has resbalado unos pocos peldaños y has vuelto ha subir. Eso es ser

valiente. Reece dejó caer las manos.

—No sé qué hacer.

—Ahora mismo deberías comerte las vieiras. Están de puta madre.

—Vale.

Tomó un bocado y, por supuesto, él tenía razón. Estaban de puta madre.

—He ganado un kilo y medio.

—Nada menos que un kilo y medio. ¿Dónde diablos guardé el confeti?

—Eso es porque estoy cocinando más. No solo en Joanie's, sino aquí. Como

ahora.

—Cuenta conmigo para lo que quieras.

—Hago el amor con regularidad.

—Te repito que cuentes conmigo para lo que quieras.

—Me he cortado y arreglado el pelo.

—Ya me he fijado.

Reece ladeó la cabeza. Si tenía que arrancar muelas, sacaría los alicates.

—Bueno, ¿te gusta o no?

—No está mal.

—Oh, por favor, para —dijo ella, agitando una mano—. ¿Tienes que ser tan

efusivo con los piropos?

—Soy un tipo efusivo.

Reece se pasó los dedos por el pelo.

—A mí me gusta. Si no te gusta deberías decirlo y ya está.

—Si no me gustase, lo diría. O diría que si quieres ir por el mundo con un

peinado horroroso es tu problema.

—Eso es justo lo que dirías —contestó ella—. Estar contigo me ha hecho mucho

bien. Me gusta estar contigo y hablar contigo. Me gusta cocinar para ti y dormir

contigo. Me siento más como... No diré que como era antes, porque no se puede

volver atrás.

—Tal vez no hay por qué hacerlo.

—Sí, tienes razón. Desde que estoy contigo me siento más bien como la persona

que esperaba llegar a ser. Pero ambos sabemos que sería más inteligente y sensato

para ti y para mí mantener las distancias.

Al otro lado de la mesa, Brody frunció el ceño mientras cortaba una vieira.

—Oye, si tiene algo que ver con eso de que crees estar enamorada de mí, y te

parece que eso lo dificulta todo...

—No —le interrumpió ella mientras tomaba muy despacio otro bocado de

vieira—. Deberías considerarte afortunado de que esté enamorada de ti, aunque mi

salud mental sea cuestionable. Estoy segura de que muchas mujeres te encuentran

sexualmente atractivo, pero se hartarían de tu carácter caprichoso.

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—Caprichosos son los niños de tres años.

—Exacto. Esto no tiene que ver con mis sentimientos hacia ti, sino con la

situación. Si estoy sufriendo una recaída, no soy una buena apuesta ni en la más

intrascendente de las relaciones. Si tienes razón y hay, bueno, fuerzas exteriores, soy

una apuesta aún peor.

Brody cogió su cerveza y le dio un trago sin dejar de mirar a Reece.

—Si estás chiflada y yo me echo atrás, quiere decir que no soy capaz de

enfrentarme a las dificultades. Si alguien trata de hacerte creer que estás chiflada, lo

mismo. Y me pierdo la posibilidad de resolverlo. Además, no pienso renunciar a la

comida ni al sexo.

—Me parece bien. Pero si más tarde cambias de opinión, no te lo reprocharé.

Reece alargó el brazo para coger la jarra en la que había puesto agua mineral

con finas rodajas de limón.

Brody le cogió la mano a través de la mesa y esperó a que le mirase.

—No se trata solo de comida y sexo. Tengo... —«¿Qué? ¿Sentimientos?», se

preguntó. En la palabra «sentimientos» cabía cualquier cosa—. Me importa lo que te

pase —acabó.

—Ya lo sé.

—Me alegro. Así no hará falta que nos pasemos la próxima hora y media

analizándolo y diseccionándolo todo.

La mano de ella era suave y delicada. Brody la apoyó en la mesa pero no apartó

la suya.

—Lo resolveremos, Reece.

Y justo en ese momento, con la cálida mano de él sobre la de ella, Reece le

creyó.

Cuando hubieron cenado y arreglado la cocina, cuando ella estaba sentada con

el té que le gustaba, Brody intentó el siguiente paso.

—¿Estarás bien aquí sola durante una hora?

—¿Por qué?

—He pensado ir a buscar a Rick y echar un vistazo en tu casa.

—No lo hagas. —Sacudió la cabeza y fijó la vista en las llamas del fuego

encendido en la sala de estar—. Rick no me cree. Ha hecho lo que estaba obligado a

hacer, y lo ha hecho lo mejor posible. Pero no me cree. Esta mañana he pasado por su

oficina y he visto a Debbie y a Hank. Y cuando he sacado el dibujo y he comentado

que lo enseñaría en Jackson Hole, en sus caras solo he visto compasión.

—Si alguien ha entrado en tu casa...

—Si lo han hecho, nunca podremos demostrarlo. ¿Cómo iban a entrar? He

instalado un cerrojo.

—Los cerrojos se fuerzan. Las llaves se copian. ¿Dónde guardas las llaves?

—En el bolsillo interior del bolso.

—¿Y cuando trabajas?

—En el bolsillo interior del bolso y, si no lo llevo, en el bolsillo de la chaqueta.

El bolsillo derecho porque soy diestra, para más detalles.

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—¿Dónde dejas el bolso y la chaqueta cuando estás trabajando?

—En el despacho de Joanie. Tiene una copia de las llaves en un armario de la

pared. A este paso llegaremos a la conclusión de que confundí a Joanie con un

hombre, mató a su amante lesbiana y se cuela en mi apartamento para

atormentarme.

—Cualquiera podría colarse en el despacho, hacer un molde de la llave y

encargar una copia.

La taza tembló en la mano de Reece antes de que la apoyase.

—¿Crees que es alguien del pueblo?

—Es posible, pero también podría ser alguien que se alojaba en la zona cuando

eso ocurrió y que decidió quedarse cuando se supo que viste algo.

—Pero nadie ha reconocido a la mujer.

—No he dicho que ella fuese de aquí, ni de los alrededores.

Reece se recostó en su asiento.

—No, no lo has dicho. Supongo que he dado por supuesto que si ella no era de

por aquí, él tampoco.

—Puede que sí y puede que no. Podría ser alguien del pueblo o que venga con

cierta frecuencia. O alguien que estuviera acampado en la zona para cazar o hacer

piragüismo. Alguien que sabe cubrir sus huellas, lo que en mi opinión elimina a los

urbanitas. ¿Quién sabía que hoy pasarías fuera casi todo el día?

—¿Quién no lo sabía?

—Sí, claro, así son las cosas. Deberíamos analizar la secuencia de los

acontecimientos —consideró él—. Has dicho que llevas un diario.

—Así es.

—Le echaré un vistazo.

—Por encima de mi cadáver.

Él empezó a fruncir el ceño pero acabo sonriendo.

—¿Salgo yo?

—Claro que no. ¿A quién se le ocurre que una mujer escriba en su diario sobre

un hombre que la atrae y sobre las proezas sexuales de los dos? Eso es ridículo.

—Tal vez podría leer solo lo de las proezas sexuales, para asegurarme de que

no has olvidado ningún detalle.

—No me olvido. Le daré un repaso y apuntaré las fechas y las horas, si las

anoté, en que ocurrieron las cosas.

—Bien, pero esta noche no; estás hecha polvo. Vete a la cama.

—Podría tumbarme aquí durante unos minutos.

—Entonces tendría que subirte cuando te durmieras. Me voy al estudio a

trabajar un poco.

—¡Oh! —exclamó ella mirando la puerta principal—. Muy bien, quizá...

—Antes comprobaré que todo está cerrado. Sube a la cama, Flaca.

Era una tontería fingir que no estaba agotada, así que se puso en pie.

—Mañana me toca el turno del desayuno. Intentaré no despertarte cuando me

levante.

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—Es un detalle.

—Gracias por el hombro, Brody.

—No has utilizado mi hombro.

Ella se inclinó y le dio un beso.

—Sí que lo he utilizado. Un par de docenas de veces, solo esta noche.

Reece sabía que él cumpliría su palabra y comprobaría que todo estuviera

cerrado. Mientras se preparaba para acostarse, oyó sus pisadas en la escalera. Al

asomar la cabeza vio que la luz del estudio estaba encendida y oyó el ligero

repiqueteo del teclado.

Saber que él estaba allí le permitía acostarse con la puerta del dormitorio

abierta.

Saber que él estaba allí le permitía cerrar los ojos y dormir.

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Capítulo 18

Brody se agachó ante la puerta del apartamento de Reece con una linterna y

una lupa.

Se sentía un poco ridículo.

Aunque consideraba que la posibilidad de que por la mañana se te pegasen las

sábanas era uno de los grandes beneficios de ser escritor, se había levantado con

Reece y había hecho oídos sordos a sus explicaciones de lo fácil que era para ella ir

caminando hasta el restaurante.

«Claro —pensaba ahora—, qué peligro hay en que una mujer que puede tener a

un asesino acechándola recorra sola y de noche tres kilómetros, como un personaje

idiota de una mala película de terror.»

Además, cuando la dejó en Joanie's no solo se tomó las dos primeras tazas de

una cafetera recién hecha, sino que le sirvieron huevos con beicon y patatas fritas

antes de abrir al público.

No era un mal negocio.

Ahora estaba en cuclillas, jugando a los detectives. No tenía ninguna

experiencia personal en allanamientos de morada, por lo que no podía tener la

certeza absoluta de que no hubiesen forzado o manipulado la cerradura, pero no veía

signos de ello.

Una vez más, consideró la posibilidad de no hacer caso a Reece y llamar al

sheriff, sin embargo no era que se pudiera hacer más de lo que él estaba haciendo en

ese momento,

«Y está la cuestión de la confianza», pensó mientras se sentaba sobre los talones.

Reece confiaba en él, y él no podía defraudarla.

Decía que estaba enamorada de él, pero que no quería presionarle. Mujeres.

Confundía la pasión y... el compañerismo con esa palabreja que empezaba por A.

Además, se sentía vulnerable por lo que había tenido que vivir. Por lo que aún estaba

viviendo.

Se incorporó y sacó la llave que ella le había dado. Cuando la tuvo en la palma

de la mano, se quedó mirándola.

Confianza. ¿Qué se suponía que debía hacer?

Abrió la puerta y cruzó el umbral.

En el aire flotaba un aroma ligero y sutil. Brody lo habría reconocido en

cualquier parte. Se sintió irrazonablemente irritado al pensar que quien se había

colado en el apartamento, fuera quien fuese, se había visto envuelto por ese mismo

aroma personal.

La luz entraba por las ventanas y se derramaba sobre el suelo desnudo, los

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muebles de segunda o tercera mano, la colcha de un vivo color azul que Reece había

comprado para el estrecho diván.

Pensó que ella merecía algo mejor. Seguramente él podía ayudarla, darle unos

dólares para que se comprase una alfombra, por el amor de Dios, un poco de pintura.

—Te estás metiendo en terreno resbaladizo, Brody —se recordó—. Si le

compras a una mujer una alfombra, luego querrá un anillo.

Además, aquel apartamento tenía unas vistas que no podían comprarse con

dinero. ¿Quién necesitaba alfombras o un par de cuadros cuando tenía las montañas

pintadas en el cielo al otro lado de la ventana y el lago casi en la puerta?

Cogió el ordenador portátil de Reece y lo metió en su estuche. Como mínimo

pasaría otra noche fuera de allí. Más valía que tuviese sus cosas.

Distraído, abrió el cajón del pequeño escritorio que Joanie debía de haber

subido. Encontró dos afilados lápices partidos por la mitad, un rotulador negro y un

librito encuadernado en piel, el típico librito en el que la gente suele llevar las fotos

de sus hijos o sus mascotas. Lo abrió llevado por la curiosidad.

Vio la foto de una mujer mayor de aspecto inteligente sentada en un banco, en

lo que parecía un jardín bien cuidado, tenía el rostro tapado por varias X negras.

Había más. La misma mujer, vestida con camisa blanca y pantalones negros, con un

caniche del tamaño de un sello de correos en los brazos. Una pareja que llevaba un

largo delantal. Un grupo con copas de champán. Un hombre con los brazos abiertos

delante de un gran horno.

Todos tenían el rostro cubierto por varias X.

En la última, Reece aparecía de pie en medio de un grupo numeroso. Brody

supuso que la foto había sido tomada en el restaurante. Maneo's. El rostro de Reece

era el único que no estaba tachado, y sonreía.

Debajo de cada persona, escrita en pequeñas y pulcras letras de imprenta,

aparecía la palabra: MUERTO. Y bajo la imagen de Reece se leía: LOCA.

Brody se preguntó si Reece lo habría visto ya. Confiando en que no fuese así,

introdujo el pequeño álbum en el bolsillo exterior del estuche del portátil. Cuando

llegase a casa lo sacaría y decidiría qué hacer con él.

Aunque no tenía previsto invadir de aquel modo su intimidad, Brody se

dispuso a registrar los cajones del feo y achaparrado tocador.

Superó el malestar que le causaba revolver entre su ropa interior recordándose

que ya se la había quitado unas cuantas veces. Si podía tocarla cuando la llevaba

puesta, tocarla cuando estaba doblada dentro de un cajón no era algo tan raro.

«Vale, sí—reconoció—, en raro.»

No tardó en revisar el ropero; no había gran cosa. Aquella mujer viajaba con

poco equipaje.

Los cajones de la cocina eran otro cantar. Era allí donde Reece echaba el resto.

Todo estaba meticulosamente organizado. No había lugar para la confusión. Era

evidente que Reece no sabía lo que era el «cajón de los trastos». Encontró medidores,

cucharas, batidores —¿por qué iba a querer alguien más de uno?— y diversos

utensilios y chismes de cocina. La finalidad de algunos se le escapaba, pero todo,

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también las ollas y sartenes del armario inferior, estaba bien ordenado.

Halló una pila de cuencos y un par de cacerolas de distinto tamaño.

Una vez más, ¿podía necesitar alguien más de una?

En el siguiente armario encontró un almirez repleto de píldoras.

Lo sacó y lo dejó a un lado.

Brody entró en el baño. En el botiquín, todos los frascos seguían alineados en el

estante. Y vacíos.

«Pequeñas trampas», pensó Brody sintiendo otro arranque de ira contenida. Un

cabrón muy listo.

Como los puños se le cerraban, se metió las manos en los bolsillos y observó las

paredes.

La letra volvía a ser pulcra, de imprenta, sin garabatos. Sin embargo, la

superposición de algunas palabras producía una sensación de frenesí. De locura. El

detalle de escribir algunas de las palabras desde el suelo hasta el techo o al contrario

era un acierto.

El autor de aquello actuaba con mucha premeditación, con mucho cuidado, con

mucha astucia.

Sacó su cámara digital y tomó fotos desde todos los ángulos que pudo, dadas

las reducidas dimensiones del cuarto de baño; primeros planos de la pregunta entera,

luego de las palabras aisladas, y por último de cada una de las letras.

Cuando hubo fotografiado el baño de todas las formas que se le ocurrieron, se

apoyó en el marco de la puerta.

Ella no podía volver y encontrarse con eso, de ningún modo. Se acercaría a la

tienda de Mac a ver si tenía algún producto para quitar el rotulador del suelo, la

bañera y las baldosas. No sería nada del otro mundo.

De paso, podía comprar pintura. Para una habitación de ese tamaño no hacía

falta mucha. En un par de horas habría terminado.

Nada que ver con comprarle una alfombra o algo así.

Mac hizo preguntas, por supuesto. Brody se dijo que el papel higiénico debía de

ser lo único que podía comprarse en el pueblo sin que te preguntasen. Todo lo demás

iba acompañado de un: «Bueno, ¿qué planes tienes?».

No dijo nada de su intención de pintar en casa de Reece. Seguramente la gente

se formaría una idea equivocada si se enteraba de que un tipo hacía recados para la

mujer con la que se acostaba.

Al poco rato, Brody, un hombre para el que cualquier tarea doméstica que no

fuese preparar café era una forma de infierno sobre la tierra, estaba de vuelta en el

baño, a cuatro patas, frotando.

Reece giró el picaporte con cautela. No soportaba que la puerta estuviese

abierta. No soportaba el miedo que le atenazaba la garganta al pensar que Brody

pudiese estar herido o algo peor.

¿Por qué seguía allí? Reece había supuesto que bajaría mucho antes de su

descanso para devolverle la llave. Pero no lo había hecho, y su coche seguía fuera.

Y la puerta del apartamento estaba abierta.

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La empujó y dio un par de pasos.

—¿Brody?

—Sí. Estoy aquí.

—¿Estás bien? He visto tu coche y no he... —se interrumpió al notar el olor—.

¿Qué es eso? ¿Pintura?

Él salió del baño con un rodillo en la mano. Tenía manchas de pintura en las

manos y el pelo.

—No son los perfumes de Arabia.

—¿Estás pintando el baño?

—No es gran cosa. En total debe de haber medio metro de pared.

—Un poco más —dijo ella, emocionada—. Gracias.

Se acercó a echar un vistazo.

Brody ya había pintado el techo y el contorno de las baldosas y había

imprimado las paredes. Había elegido un azul muy claro, como si una nube se

hubiese sumergido un instante en el lago y hubiera absorbido una pizca de su color.

Ni rastro de las letras o manchas rojas.

Reece se apoyó en él.

—Me gusta el color.

—No hay mucho donde escoger en la tienda de Mac, aunque había un precioso

rosa chicle que me ha hecho dudar.

Ella sonrió sin dejar de apoyarse en él.

—Agradezco tu autodominio y tu muestra de buen gusto. Tendré que pagarte

en comida.

—Me parece bien. Pero si ahora decides que todo el apartamento necesita una

mano de pintura, es cosa tuya. Se me había olvidado que detesto pintar.

Reece, arrimada contra su cuerpo, se volvió a mirarle.

—Puedo acabarlo después de mi turno.

—Yo he empezado y yo acabo.

Se sorprendió rozando su cabeza con los labios. Pero era demasiado tarde para

detener el gesto. Demasiado tarde para muchas cosas, comprendió cuando ella echó

la cabeza hacia atrás y utilizó el poder de sus ojos con él.

—Prefiero que pintes a que me regales diamantes. Más vale que lo sepas.

—Me alegro, los diamantes se me agotaron hace poco. —Cuando ella apoyó la

cabeza en su pecho con un suspiro, Brody se sintió perdido—. No quería que

volvieses a verlo —añadió.

—Ya lo sé, pero me pregunto si esta noche podría dormir en tu casa de todos

modos —dijo, arrimándose un poco más—. Ya sabes que el olor de la pintura tarda

un tiempo en desaparecer.

—Sí, no queremos que aspires los vapores.

Reece echó la cabeza hacia atrás y llevó su boca hasta la de Brody. De forma

prolongada y lenta, increíblemente cálida, casi insoportablemente dulce. La mano

libre de él se deslizó por su espalda y le agarró la camisa.

Reece dio un paso atrás; reía, tenía los ojos brillantes. El estrés y la tensión que

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Brody vio en ella la noche anterior habían desaparecido.

—Solo necesito coger algunas cosas para... Vaya, ¿ibas a picar algo?

—¿Eh? —consiguió decir él, aún absorto en el beso y en la expresión de Reece.

—Has sacado el almirez.

—Reece... —Se maldijo por haberlo dejado fuera—. ¿Qué tienes aquí? Parece...

Aquel brillo que despedían sus ojos desapareció.

—No las tomo —dijo, mirándole con ojos desconsolados—. Solo las guardo por

si acaso, y para recordarme a mí misma de qué estoy tratando de alejarme. No quiero

que pienses que...

—Yo no las he puesto ahí.

—Entonces... ¡Oh!

—Son trampas, Reece —dijo al tiempo que dejaba el rodillo en la cubeta y se

acercaba a ella—. Te está poniendo trampas, y tú no debes caer en ellas.

—¿Y qué pretende decir con esto? —preguntó ella mientras metía los dedos en

el almirez y dejaba que las píldoras resbalasen por ellos—. «¿Por qué no las picas,

elaboras una buena pasta, la untas en tostadas y te olvidas de todo?»

—No importa lo que diga si tú no le escuchas.

—Sí que importa —replicó ella volviéndose de golpe; en lugar de desconsuelo,

sus ojos de gitana despidieron chispas de ira—. Si no le escucho, no puedo

responderle. No puedo hacerle saber que no va a mandarme otra vez con las píldoras

y los médicos. No voy a volver a la oscuridad porque él sea un asesino, un cobarde y

un hijo de puta. —Agarró el almirez; Brody temió que lo estrellara contra el suelo,

pero Reece lo volcó en el fregadero y abrió el grifo a tope—. No las necesito. No las

quiero. Que le den.

—Debería haber sabido que no eres de las que tiran la vajilla al suelo —dijo

Brody mientras apoyaba las manos en los hombros de ella y contemplaba cómo se

deshacían las píldoras—. Ese no sabe con quién se enfrenta.

—Seguramente me entrará el pánico más tarde, cuando piense que no las tengo.

Son mi red de seguridad.

—Supongo que si necesitas una red el doctor te hará una receta.

—Sí, supongo que sí.

Reece suspiró. «Las he tirado por el desagüe para demostrar algo», pensó.

—Me reservaré esa posibilidad —añadió—, y a ver cómo me va sin red.

Brody pensó en el álbum de fotos que había escondido creyendo que la

protegía. Se dio cuenta de que lo que necesitaba no era protección, sino fe. Necesitaba

que alguien creyese que estaba equilibrada.

—Hay otra cosa. Va a afectarte un poco más que esto.

—¿Qué?

Mientras ella miraba a su alrededor en busca de la trampa, él fue hasta el

ordenador portátil y sacó el pequeño álbum.

—Lo ha hecho para trastornarte. No le permitas que gane.

Reece abrió el álbum. Esta vez no le temblaron las manos sino el corazón.

—¿Cómo ha podido hacerles esto? Con todo lo que pasaron y todo lo que

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perdieron, y los tacha como si no fuesen nada.

—Para él no lo son.

—Yo jamás habría hecho esto —dijo—. Por muy mal que estuviese, nunca lo

habría hecho. Ha cometido un error, porque sé a ciencia cierta que esto no lo he

hecho yo. Les quería, nunca habría tratado de borrarlos.

Paso todas las hojas, como había hecho Brody, recorriendo con un dedo los

rostros tapados de quienes habían muerto. Luego cerró el álbum.

—Cabrón. Cabrón de mierda. No, no ganará —dijo antes de dejar el álbum

sobre el escritorio—. No lo conseguirá.

Brody se le acercó; Reece se volvió y se apoyó en él.

—Puedo sustituir la mayoría de las fotos. Mi abuela tiene copias de algunas.

Pero la foto de grupo era la única que tenía de todos nosotros.

—Tal vez los familiares tengan copias.

—Claro, supongo —respondió ella, más relajada, mientras se arreglaba el

cabello—. Puedo ponerme en contacto con ellos y pedir una copia. Puedo hacer eso.

Tengo que volver abajo a terminar mi turno.

—Cuando acabe, bajaré yo también —dijo Brody acariciándole el pelo—.

Después podríamos hacer algo, dar una vuelta en coche o pedir prestada una barca.

—Estupendo. Estoy bien. No pasa nada.

Pete, que había vuelto a reincorporarse al trabajo, le guiñó el ojo cuando entró

en la cocina.

—Tu sándwich de pollo teriyaki ha tenido mucho éxito entre los clientes

madrugadores del almuerzo. Lo están pidiendo mucho, y los platos vuelven vacíos.

—Fantástico.

—Te has pasado con el descanso —dijo Joanie desde la panilla.

—Lo siento. Me quedare un rato después de mi turno.

—¿Brody está pintando arriba?

Reece dejó de lavarse las manos.

—¿Cómo lo sabes?

—Ha venido Cari a tomar un café y le ha dicho a Linda-Gail que Brody había

ido a la tienda a comprar pintura y otras cosas. El coche de Brody sigue ahí enfrente.

Solo hay que sumar dos y dos.

—Sí, me está haciendo un favor.

—Más vale que no haya elegido un color extravagante.

—Es un azul muy claro. Es solo el baño... Le hacía falta.

—Desde luego. —Joanie apiló una generosa ración de carne en un panecillo

alargado y añadió unos huevos—. Es agradable que un hombre se haga cargo de

algunas tareas.

—Sí que lo es.

Después de secarse las manos, Reece cogió la siguiente nota de la fila.

—No recuerdo que Brody haya hecho algo así por ninguna otra mujer de por

aquí. ¿Tú qué dices, Pete?

—La verdad es que no.

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Pete tenía razón en lo del teriyaki. Habían pedido otros dos, uno con aros de

cebolla y otro para acompañar la sopa de judías negras. Reece se puso a trabajar.

—Los dos sabéis que me acuesto con él —dijo como quien no quiere la cosa—.

No es raro que un hombre haga algunas tareas para la mujer que se acuesta con él.

—No eres la primera mujer con la que se acuesta —comentó Joanie—, pero a

ninguna le ha pintado el baño a cambio de ese privilegio.

—Tal vez yo sea más buena en la cama.

Joanie soltó una carcajada mientras echaba unas patatas fritas en el plato del

bocadillo y añadió un cucharón de ensalada de col.

—¡Pedido listo! ¿Cómo va eso, Denny?

—No me puedo quejar, Joanie —respondió el ayudante del sheriff, de pie ante

la barra—. Me ha mandado el jefe. Quiere que Reece vaya a la comisaría unos

minutos, si puedes prescindir de ella.

—Puñeta, Denny, acaba de volver del descanso y esto se está empezando a

llenar.

—Bueno... —Denny se metió una mano bajo la gorra de servicio para rascarse la

cabeza—. Es que... ¿Puedo pasar ahí atrás un momento?

Con expresión agraviada, Joanie le animó a pasar.

—¿Qué pasa? —susurró Linda-Gail, acercándose a la barra.

—Nada que te importe tanto como llevarle ese pedido a un cliente. —Joanie

volvió a la cocina—. Bueno, ¿por qué quiere Rick dejarme sin cocinera a mediodía

cuando estoy de trabajo hasta las cejas?

—¿El sheriff quiere verme? —preguntó Reece, levantando la mirada del pollo

que chisporroteaba.

—Le gustaría que fuese a la comisaría un par de minutos. La cuestión es que...

No he querido dar muchos detalles ahí fuera, donde come la gente y eso —le dijo

Denny a Joanie—. La cuestión es que han encontrado el cadáver de una mujer en los

pantanos de Moose Ponds. Reece, el sheriff tiene un par de fotos que cree que debería

ver, por si es la que dijo... quiero decir... la que vio junto al río.

—Ve con él —dijo Joanie en tono enérgico.

—Sí —respondió la joven con voz apagada—. Sí, debería... Acabo este pedido y

voy.

—Ya acabo yo el puñetero pedido. Pete, sube corriendo a buscar a Brody.

—No, no, no le molestes —pidió Reece mientras se quitaba el delantal con

expresión ausente—. No pasa nada. Vámonos ya.

Pete esperó a que Reece no pudiese oírle.

—¿Quieres que suba a buscar a Brody?

—Ha dicho que no. Reece sabe lo que quiere —respondió Joanie, pero había

preocupación en su rostro cuando volvió a la parrilla.

Como Denny había llevado el coche oficial, el viaje fue rápido. Reece no tuvo

tiempo de asimilar la idea ni de obsesionarse. Todo acabará en unos minutos, pensó.

Y entonces dejaría todo aquello atrás, o al menos lo intentaría.

—Voy a llevarla directamente al despacho de Rick. —Denny le dio una

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palmadita vacilante cuando bajaron del coche—. ¿Quiere café? ¿Agua?

—No, no, estoy bien. —Se dijo que ni siquiera conseguiría tragar saliva—. ¿Sabe

cómo fue... cómo murió?

—Más vale que hable con el sheriff —dijo Denny mientras le abría la puerta.

Hank levantó la vista desde la mesa de trámites y tapó el teléfono con una

mano.

—Un grupo de turistas chalados persiguiendo a un búfalo con un todoterreno

para sacar fotos de acción. Ahora tenemos un todoterreno accidentado y un búfalo

cabreado. Hola, Reece —le dijo esbozando una sonrisa—. ¿Va todo bien?

—Sí.

—Denny, voy a necesitar que salgas con Lynt, que traigáis a ese grupo y

remolquéis el vehículo. Vaya puñado de gilipollas. Disculpe, Reece.

—Voy al despacho del sheriff Mardson.

—¿Dónde están? —oyó que preguntaba Denny mientras se alejaba.

La puerta estaba abierta y Mardson acudía ya a recibirla.

—Gracias por venir.

—Encontraron a alguien. Una mujer. Un cadáver.

—Siéntese —le pidió tomándola del brazo con suavidad y acompañándola a

una silla—. Unos niños la encontraron. Coincide con su descripción. Tengo varias

fotos. Le advierto que no resultan agradables, pero si puede mirarlas dígame si cree

que es la mujer que vio; eso nos sería muy útil.

—¿La estrangularon?

—Parece ser que la maltrataron bastante. ¿Cree que puede mirar las fotos?

—Puedo.

Entrelazó las manos con fuerza sobre el regazo para infundirse ánimos mientras

el cogía un expediente de su escritorio.

—Tómese el tiempo que necesite.

El sheriff se sentó en la otra silla y luego le tendió una foto. Reece no la cogió;

no podía separar los dedos. Pero miró.

Luego apartó la vista con el aliento entrecortado.

—Está... ¡Oh, Dios mío!

—Ya sé que es duro. Ha pasado algún tiempo en el pantano. Tal vez uno o dos

días. El forense tiene que determinar el momento de la muerte y todo eso.

—¿Uno o dos días? Pero han pasado semanas.

—Si se marchó con él aquel día, si estaba herida pero no muerta, esto pudo

ocurrir más tarde. —Cuando ella empezó a sacudir la cabeza, Rick levantó una mano

y añadió—: ¿Puede decir, sin la menor duda, que no podía seguir viva?

Reece deseó asegurarlo, pero ¿cómo podía hacerlo?

—No tengo apenas dudas.

—Eso basta por ahora. ¿Es esta la mujer que vio, Reece?

Apretó sus propios dedos hasta sentir dolor, y lo utilizó para forzarse a mirar

de nuevo.

La cara estaba golpeada, hinchada, cubierta de cortes sin sangre hasta la

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garganta, que se veía irritada y enrojecida. Las criaturas del pantano también la

habían probado. Había oído tiempo atrás que los peces y los pájaros suelen atacar

primero los ojos. Ahora sabía que era cierto.

Tenía el cabello oscuro y largo. Sus hombros parecían estrechos.

Reece trató de superponer el recuerdo de la mujer que había visto sobro el

rostro asolado de esta.

—No... Parece más joven, y el pelo... el pelo parece más corto. No lo sé.

—Aquel día estaba a mucha distancia.

—Él no la golpeó. Su cara... esta cara... alguien la golpeó. Él solo la tiró al sucio

de un empujón antes de... No le golpeó así en la cara.

Rick permaneció en silencio unos momentos y, cuando Reece volvió a apartar la

mirada, puso la foto boca abajo.

—Podría ser que no estuviese muerta cuando usted corrió a buscar ayuda. Que

él se la llevase a rastras y borrase sus huellas. Tal vez ella volvió en sí e hicieron las

paces por un tiempo. A lo mejor viajaron por la zona. Tuvieron otra pelea un par de

semanas después, y fue entonces cuando ocurrió lo demás. Si un hombre pone una

vez las manos alrededor del cuello de una mujer, puede volver a hacerlo.

—Lo demás.

—Tenemos que esperar a que le hagan la autopsia y a que procesen otras

pruebas. Yo digo que hay bastantes posibilidades de que esta sea la mujer que vio.

Pero si pudiese echarle otro vistazo cuando se sienta más relajada, sería muy útil. No

llevaba documentación. Han tomado sus huellas, pero no constan en los archivos de

la policía. Utilizarán la identificación dental y revisarán la lista de desaparecidos.

Pero si supiéramos que estuvo en el lugar donde usted vio a aquellas dos personas, si

supiéramos que estuvo con el hombre que usted vio, eso también podría ser útil.

Reece le miró a los ojos con serenidad.

—No me creyó. No creyó que viese lo que dije, ni siquiera que alguien hubiese

estado allí.

—Tenía mis dudas, no voy a engañarla. Eso no significa que no haya

investigado el asunto o que no siga haciéndolo.

—Está bien.

Esta vez Reece alargó el brazo para coger la fotografía. La conmoción había

disminuido, y ahora observo el rostro con compasión.

—No lo sé —añadió—. Lo siento. Quisiera poder decir que esta es la mujer que

vi, pero no puedo. Creo que era mayor que esta, y que tenía el pelo más largo y la

cara más estrecha, pero no estoy segura. Si cuando la identifiquen pudiera ver una

foto de ella antes de que le hiciesen esto, creo que podría decir sí o no con mucha más

certeza.

—De acuerdo —dijo el sheriff cogiendo la foto; luego le apretó una mano, fría

como si hubiese estado metida en un congelador—. Sé que esto ha sido duro para

usted. ¿Quiere un poco de agua?

—No, gracias.

—Cuando la identifiquen, la llamaremos. Le agradezco que haya venido. Le

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diré a Denny que la acompañe.

—Creo que ha tenido que irse.

—Entonces la llevaré yo mismo.

—Puedo ir caminando —afirmó Reece, aunque cuando se levantó le flaquearon

las piernas—. O tal vez no.

—La llevaré. ¿Quiere quedarse sentada unos minutos?

Reece sacudió la cabeza.

—Supongamos que está en lo cierto y que ella sobrevivió aquel día. ¿Por qué

iba a quedarse con él? ¿Por qué iba a que darse de forma voluntaria con él después

de que intentase matarla?

—La gente hace cosas inexplicables. Hank, acompaño a Reece a su casa. Y

puede que me equivoque —añadió Rick mientras cogía su sombrero del perchero y

abría la puerta—. Tal vez esto no tenga nada que ver con lo que usted vio el mes

pasado. Pero por su descripción, hay muchas posibilidades.

—No se ha denunciado su desaparición porque estaba con él, y él no iba a

denunciarla.

—Podría ser.

Reece subió al coche y echó la cabeza hacia atrás.

—Me gustaría estar segura de que es la misma mujer. Suena mucho más fácil

decir simplemente sí, es ella. Entonces esto habría acabado para mí; habría

terminado.

—Ahora debería olvidarlo, al menos de momento. Deje que la policía haga su

trabajo.

—Me gustaría poder hacerlo.

Cuando se detuvieron delante de Joanie's, Reece levantó la mirada y vio que

Brody salía en ese momento.

Cuando la vio en el coche oficial, bajó los peldaños corriendo.

—¿Qué pasa? ¿Qué ocurre?

Parecía muy preocupado, y Reece no estaba acostumbrada a ver preocupación

en su rostro. Su vientre se estremeció.

—Encontraron el cadáver de una mujer, y he ido a ver las fotos... No sé si era

ella. Tenía la cara demasiado desfigurada. No creo que fuese la mujer que vi, pero...

—La encontraron en el pantano, cerca de Moose Ponds —explicó Rick mientras

bajaba del coche.

—Voy a sentarme un momento antes de volver adentro. Necesito un poco más

de aire. —Reece fue hasta la escalera y se dejó caer sentada.

—Una mujer —le murmuró Rick a Brody—. Cabello largo y oscuro. Pruebas de

que fue estrangulada. Golpeada, violada. Tal vez ahogada. El forense debe de estar

haciendo la autopsia en este momento. Unos niños la encontraron. Desnuda, sin

documentación; no había ropa en la zona.

—¿Cuándo la encontraron?

—Ayer. Me lo han notificado hoy y tengo las fotos de la escena del crimen.

—Por el amor de Dios, Rick, ¿cómo demonios esperabas que Reece identificase

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a una mujer que lleva casi un puto mes en remojo en el pantano?

—Uno o dos días —corrigió Rick—. Si Reece vio a alguien aquel día y esa mujer

se alejó del río por su propio pie o se la llevaron aún viva, podría ser ella. Necesitaba

saber si Reece podía identificarla. Lo ha aguantado bastante bien. Tiene agallas.

—Deberías haberme llamado para que la acompañase. —Brody miró a Reece

con el ceño fruncido—. Sabes de sobra que estamos liados.

—Si ella hubiera querido que la acompañaras, te habría llamado. ¿Qué

demonios tienes en el pelo?

—Mierda. —Brody se pasó las manos por la cabeza—. Pintura. He pintado un

poco arriba.

—¿Ah, sí? —Rick enarcó las cejas—. Creo que estáis más liados de lo que

pensaba.

—Solo es pintura.

Rick sonrió enseñando los dientes.

—Un azul muy bonito. Cuando Debbie y yo nos liamos, como tú dices, me

pidió que le arreglase el porche y luego que le comprara esto y lo otro en el mercado.

Antes de que me diera cuenta, estaba alquilando un esmoquin y diciendo «Sí,

quiero».

—Vete a la mierda, Rick. Solo es pintura.

—Por algo se empieza. —Se acercó a Reece y se agachó para que ella no tuviese

que moverse—. ¿Ya se encuentra mejor?

—Sí, estoy mejor. Gracias por traerme de vuelta.

—Es parte del servicio.

—Sheriff... —le llamó mientras regresaba al coche—. ¿Me avisará en cuanto la

identifiquen?

—Desde luego. Cuente con ello. Ahora cuídese. Brody, si trata de ponerte un

delantal, estás perdido.

—Que te...

Pero Rick ya había subido al coche y cerraba la puerta.

Al ver que Reece se levantaba, Brody se acercó a ella.

—Subamos a coger lo que necesites. Lo llevaremos a mi casa y luego iremos a

dar ese paseo o lo que sea.

—No, tengo que volver al trabajo.

—Joanie no va a despedirte, por el amor de Dios.

—Necesito el trabajo. Necesito el dinero. Y le debo una hora extra. De todos

modos, me encontraré mejor si estoy ocupada. ¿Aplazamos el paseo o lo que sea?

—Vale —accedió él, antes de devolverle la llave—. Estás ocupada. Estaré en

casa si... Estaré en casa.

—De acuerdo.

Como Brody no hizo ningún movimiento, lo hizo ella: se estiró y le besó.

—Considéralo eso un pequeño adelanto por la pintura.

—Creía que me ibas a pagar en comida.

—Para empezar.

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Capítulo 19

Joanie no le hizo preguntas ni consintió que nadie se las hiciese a no ser que

guardaran relación con la comida.

Cuando la clientela del almuerzo disminuyó, se dedicó a mirar cómo Reece

picaba cebolla y apio. La muchacha tenía con el cuchillo la misma velocidad y

precisión que un jockey con su caballo, pero su mente estaba en otra parte.

—Tu turno ha terminado —dijo Joanie.

—He de recuperar el tiempo que me he tomado antes, y además andamos

escasos de ensalada de patatas.

—Te has tomado diez minutos y ya los has trabajado.

Reece sacudió la cabeza sin dejar de picar.

—Me he pasado más de media hora con el sheriff.

Joanie sintiéndose insultada, se puso en jarras.

—¿He dicho algo de descontarte eso? Dios santo.

—Te debo media hora. —Reece echó la cebolla y el apio sobre las patatas

hervidas, cortadas en dados y enfriadas—. Esto estaría mejor con eneldo fresco.

—Sí, claro, y yo estaría mejor con George Clooney y Harrison Ford en un trío,

pero ninguna de nosotras va a conseguir su deseo. No oigo que se quejen los clientes,

y he dicho que tu turno se ha acabado. No pago horas extra.

—No quiero tus puñeteras horas extra. Quiero eneldo fresco y mi poco de puto

curry... y queso que no parezca plástico. Y si los clientes no se quejan, es porque sus

papilas gustativas están atrofiadas.

—Siendo así —dijo Joanie mientras Pete se escabullía desde el fregadero hasta

la puerta trasera—, no les importa una mierda el eneldo fresco.

—Pues debería. —Reece golpeó la encimera con el frasco del aliño—. Debería

importarte. ¿Por qué hay que arreglárselas y ya está? Estoy cansada de arreglármelas

y ya está.

—Entonces sal de mi cocina.

—Vale. —Reece se arrancó el delantal—. Vale. Me largo.

Impulsada por una cólera justa, entró en el despacho de Joanie, agarró su bolso

y se dirigió a la puerta. Se detuvo junto a una mesa en la que tres excursionistas

acababan de comer y fingían no escuchar.

—Comino —dijo señalando un cuenco de salsa—. Necesita comino.

Y salió dando un portazo.

—Comino, y una mierda —murmuró Joanie—. Pete, vuelve al trabajo. No te

pago para que vayas por ahí poniendo cara de pena.

—Podría ir tras ella.

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—También podrías quedarte sin trabajo.

«Comino», pensó Joanie con desprecio mientras se dirigía con paso majestuoso

a terminar la ensalada de patatas.

Reece subió al coche con otro portazo. Se dijo que lo que debía hacer era

arrancar y no detenerse. No necesitaba ese pueblo, esa gente, ese empleo ridículo, esa

parodia de la verdadera cocina. Debía irse a Los Ángeles, eso debía hacer. Ir a Los

Ángeles y trabajar en un restaurante de verdad donde la gente entendiese que la

comida no era solo algo que te metías en la boca.

Salió del coche delante de la tienda. Le debía tiempo a Joanie, pero la muy

borde no lo quería. Le debía a Brody una cena por haber pintado el baño, y desde

luego iba a pagar su deuda.

Abrió la puerta de un empujón y frunció el ceño ante el mostrador al ver que

Mac le estaba cobrando a Debbie Manson.

—Necesito avellanas —dijo en tono brusco.

—Pues... no tenemos.

¿Cómo demonios iba a preparar su pollo Frangelico sin avellanas?

—¿Por qué no?

—No hay mucha demanda, pero puedes encargarlas.

—Sí, ahora mismo eso me sirve de mucho.

Se alejó como una flecha hacia la sección de comestibles para recorrer con la

mirada las estanterías en busca de inspiración e ingredientes. «Es ridículo, absurdo

—pensó—, tratar de hallar inspiración en el culo del mundo.»

—Mira por dónde, un milagro —murmuró—. Tomates secados al sol.

Los echó en la cesta y se dispuso a escoger unos tomates frescos. «De

invernadero —pensó, asqueada—. Envueltos en celofán, por el amor de Dios. Sin

sabor, sin color.»

Arreglárselas, eso era todo. Y a duras penas.

Nada de champiñones, qué sorpresa. Nada de berenjenas, nada de alcachofas.

Nada de puto eneldo fresco.

—Hola, Reece.

Mientras echaba en la cesta varios pimientos de evidente mala calidad, miró a

Cas con el ceño fruncido.

—Si te envía tu madre, ya puedes decirle que no pienso volver.

—¿Mi madre? Aún no he ido a verla. He visto tu coche ahí enfrente. Deja que te

lleve eso.

—Ya lo llevo yo —respondió ella al tiempo que arrastraba la cesta hasta dejarla

fuera de su alcance—. Te dije que no me acostaría contigo, pero puede que lo hayas

olvidado.

Cas abrió la boca, la cerró y carraspeó.

—No, lo tengo bien presente. Escucha, solo he entrado porque he visto tu coche

y he supuesto que estarías trastornada.

—¿Por qué iba a estar trastornada? Patatas rojas, otro milagro.

—Me he enterado de lo de la mujer que encontraron cerca de Moose Ponds. Las

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noticias como esa vuelan —añadió al ver que ella se limitaba a mirarle—. Tiene que

haber sido muy desagradable para ti.

—Mucho más desagradable para ella, diría yo.

Reece fue a mirar las bandejas de pechuga de pollo.

—Es cierto, pero para ti no debe de haber sido fácil volver a verla, aunque sea

en foto. Revivir el día en que la viste cuando estabas en el sendero... —Se removió

inquieto al ver que ella no respondía—. Pero al menos ahora sabes que la han

encontrado —añadió.

—No sé si era la misma mujer que vi.

—Claro que sí. Tenía que serlo.

—¿Por qué?

—Es lo lógico —dijo mientras la seguía hasta el mostrador—. Eso es lo que dice

la gente.

—La gente no sabe nada de nada, y no voy a decir que la mujer que han

encontrado es la mujer que vi solo para que la gente esté contenta.

—En fin, caramba, Reece, eso no es lo que yo...

—Es curioso. Ha hecho falta que unos críos encontraran un cadáver para que la

gente de aquí decida que al fin y al cabo no me lo inventé todo. «Oye, puede que

Reece no esté completamente loca.»

Con más cuidado del habitual, Mac puso la compra en una caja.

—Nadie piensa que esté loca, Reece —dijo.

—Desde luego que sí. Los chiflados siempre estarán chiflados. Así son las cosas.

Sacó el monedero y vio con resignación que después de pagar la cuenta solo le

quedarían diez dólares y pico. Otra vez.

—No debería hablar así. —Mac cogió el dinero y le devolvió treinta y seis

centavo—. Es insultante para usted misma y pata los demás.

—Puede ser. Es insultante ir por la calle o cruzar una habitación y que la gente

te señale como esa pobre mujer del Este o le mire de reojo como si fueses a decir

tonterías en cualquier momento. Pruebe a aguantar eso por un tiempo —sugirió

mientras levantaba la caja—. Ya verá como empieza a cabrearse. Y tú, Cas, dile a tu

madre que me debe veintiocho horas.

Reece se dirigió a la puerta.

—Dile que mañana pasaré a buscar mi cheque.

El sonido de la puerta principal cerrándose de golpe sacó a Brody de una tensa

escena entre su personaje principal y el hombre en el que no tenía más remedio que

confiar.

Soltó una palabrota y fue a coger el café, para descubrir que ya se había

terminado el tazón. Su primer impulso fue bajar para servirse más, pero oyó más

golpes —¿las puertas de los armarios?— y decidió permanecer fuera de la zona de

guerra y prescindir de la cafeína.

Se frotó la nuca para aliviar su rigidez, que atribuyó al esfuerzo de pintar el

techo del baño. Luego cerró los ojos y volvió a la escena.

En algún momento creyó oír que abrían la puerta principal o la trasera, pero

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estaba en vena y siguió escribiendo hasta agotarla.

Satisfecho, se apartó del teclado. Aquel día Maddy y él habían hecho un viaje

estupendo, y aunque a ella aún le quedaba mucho camino por recorrer, en ese

momento él se merecía una cerveza fría y una ducha caliente.

Pero la cerveza era lo primero. Mientras bajaba a buscar una, se frotó la cara con

la mano. «Debería afeitarme», pensó distraído. Aquella tarea podía esperar dos o tres

días cuando un hombre estaba solo, pero cuando una mujer entraba en la ecuación

llegaba el momento de establecer secciones frecuentes con la maldita cuchilla.

Se afeitaría en la ducha.

Mejor aún, convencería a Reece para que se duchase con él. Afeitado, ducha,

sexo. Luego una cerveza fría y una cena caliente.

Le pareció un plan excelente.

Le sorprendió no ver ninguna olla sobre el fuego. Se había acostumbrado a

entrar en la cocina y encontrar algún guiso borboteando. También le sorprendió

notar que esa ausencia le irritaba.

Ningún guiso, nada de platos ni velas de colores sobre la mesa, y la puerta

trasera abierta de par en par. Se olvidó de afeitarse y se acercó a la puerta.

Reece estaba sentada en el porche trasero con una botella de vino. Por el vino

que faltaba en la botella, dedujo que llevaba un rato sentada allí.

Salió y se sentó junto a ella.

—¿Celebras una fiesta?

—Claro —contestó ella alzando la copa—. Una gran fiesta. Aquí puedes

comprar una botella de vino muy decente, pero intenta conseguir una puñetera

ramita de eneldo fresco o unas avellanas de mierda.

—La semana pasada me quejé de eso al alcalde.

—Tú no reconocerías el eneldo fresco aunque te lo metiese por la nariz —

respondió ella antes de dar un trago de vino y señalarle con la copa—. Y eres de

Chicago. Deberías tener cierto nivel.

—Estoy muy avergonzado.

Y ella estaba muy borracha.

—Iba a preparar pollo Frangelico, pero no hay avellanas. Entonces he pensado

en hacer pollo asado a la italiana. Los tomates son una basura, y la idea de encontrar

parmesano fresco y no seco y de lata parece un chiste.

—Vaya tragedia.

—¡Es importante!

—Eso parece. Vamos, flaca, estás trompa. Vamos arriba para que puedas

dormir la mona.

—No he acabado de entromparme.

—Bueno, ya te las apañarás luego con la resaca.

Brody consideró un gesto de amabilidad agarrar la botella, beber a morro y por

lo menos ahorrarle esa cantidad de vino al organismo de ella.

—Si quiere preparar ensalada de patatas con salsa de frasco y sin eneldo, que lo

haga. Yo me despido.

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Brody dedujo que se refería a Joanie.

—Así aprenderá —dijo.

—Sigan adelante, arréglenselas, no llamen la atención, por favor, ocúpense de

sus asuntos. —Reece empezó a agitar las manos con gestos descontrolados, por lo

que Brody apoyó la suya en la copa para evitar que el vino le salpicase—. Estoy

cansada. Estoy cansada de todo. De aceptar un empleo para el que estoy tan

sobradamente cualificada que podría hacerlo con los ojos vendados y con una sola

mano, de vivir en un apartamento diminuto encima de una casa de comidas. De

perder el tiempo, eso es todo. De perderlo.

El reflexionó y tomó otro trago de vino. «No solo está trompa—pensó—. Se

regodea.»

—¿Piensas pasarte mucho más tiempo quejándote y lamentándote? Porque si

eso es todo lo que me espera, te dejo que sigas y continuó trabajando un par de horas

más.

—¡Qué típico! Hombre tenías que ser. Si no se habla de ti, no vale la pena

escuchar. ¿Qué demonios hago contigo?

—¿Ahora mismo? Estás emborrachándote en mi porche trasero, regodeándote y

fastidiándome.

Aunque los ojos de Reece estuviesen vidriosos, seguían teniendo fuerza cuando

le miraban.

—Eres egoísta, egocéntrico y brusco. Lo único que echarás de menos cuando me

vaya será tu cena caliente. Pues vete al infierno, Brody. Iré a regodearme a otra parte,

—Se levantó, y se tambaleó un poco cuando el vino chapoteó en su cabeza con tanta

inestabilidad como en la copa—. No debería haber parado en este pueblo tan cutre.

Debería haberte mandado a la mierda la primera vez que te acercaste a mí. Debería

haberle dicho a Mardson que esa era la mujer que vi. Debería haberlo dicho y

olvidarme de todo. Pues eso es lo que voy a hacer.

Dio unos pasos vacilantes hacia la cocina.

—Pero no en ese orden —añadió—. Tú primero. Vete a la mierda.

Al llegar a la cocina fue a coger el bolso, pero él fue más rápido.

—¡Eh! —exclamó ella mientras intentaba agarrarlo—. Es mío.

—Puedes quedarte el bolso, pero no esto —replicó Brody mientras sacaba las

llaves de la cremallera interior, exactamente donde había dicho que las guardaba.

Observó que incluso furiosa y mareada seguía siendo ordenada. Sacó del llavero la

llave del coche, dejó caer el llavero con las llaves del apartamento sobre la mesa y

luego se metió en el bolsillo la llave del coche—. Vete donde te dé la gana, pero no en

coche. Vas a tener que andar.

—Vale, iré andando a la oficina del supercumplidor sheriff Mardson, le diré lo

que quiere oír y luego me lavaré las manos. Y me olvidaré de ti y de este sitio.

Estaba a medio camino de la puerta cuando el vientre se le retorció como un

trapo mojado entre dos puños. Se llevó las manos al estómago y salió corriendo hacia

el baño.

El fue tras ella. No le extrañaba que estuviese hecha polvo. En realidad pensó

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que era mejor así. Aquella era la forma que tenía el cuerpo de defenderse contra la

idiotez excesivamente indulgente de su propietaria.

Así que le sostuvo la cabeza y le puso un paño mojado en la mano cuando todo

acabó.

—¿Estás ya dispuesta a dormir la mona?

Reece se quedó donde estaba, con el paño contra la cara.

—¿No podrías dejarme en paz?

—Nada me gustaría más. Dame un minuto. —La levantó y Reece emitió un

débil gemido—. Si vas a volver a echar las papas, avísame.

Reece sacudió la cabeza y cerró los ojos. Sus negras pestañas húmedas se

apoyaron sobre su piel, blanca como una sábana. Él la llevó arriba y la tendió en la

cama. Le echó una manta por encima y, como precaución, trasladó la papelera del

dormitorio junto a la cama.

—Duérmete —se limitó a decir antes de salir.

Sola, Reece se acurrucó de lado y, tiritando, se subió la manta hasta la barbilla.

Se prometió marcharse en cuanto recuperase el calor y el equilibrio.

Sin embargo, se durmió enseguida.

Soñó que iba en una noria. Color y movimiento, y ese círculo rápido y

emocionante. Al principio, sus gritos eran de alegría.

¡Yupi!

Pero se puso a girar más y más deprisa, mientras la música sonaba más y más

fuerte. La alegría se convirtió en malestar.

Reduzcan la marcha. Por favor, ¿pueden reducir la marcha?

Aún más deprisa, más deprisa hasta que los gritos que oía se tiñeron de terror.

Cuando la noria se puso a oscilar locamente de un lado a otro, el pánico le atenazó la

garganta.

Esto no es seguro. Quiero bajar. ¡Paren la noria! ¡Paren y déjenme bajar!

Pero la velocidad lo volvió todo borroso y la música retumbó a su alrededor.

Luego la noria emprendió el vuelo, la alejó de las luces y la llevó a la oscuridad.

Abrió los ojos de golpe. Clavó los dedos en las sábanas y sus propios gritos sin

aliento resonaron en su cabeza.

Se aseguro de que no volaba por el aire. No giraba hacia una muerte segura.

Solo era un sueño, una pesadilla. Mientras regulaba su respiración, inmóvil, trató de

situarse.

Había una lámpara junto a la cama, y en el pasillo brillaba una luz. Por un

momento no recordó nada. Cuando el recuerdo volvió, solo deseó cubrirse la cabeza

con las mantas y volver al olvido.

Hasta la noria sería más fácil de afrontar.

¿Cómo podía presentarse ante él? ¿Cómo podía presentarse ante nadie? Quiso

buscar sus llaves y luego salir furtivamente del pueblo, como una ladrona.

Se incorporó sobre un codo, esperó a ver si su estómago aguantaba y luego se

sentó. Había una taza plateada sobre la mesita de noche. Desconcertada, olió el

contenido.

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Su té. Brody le había preparado su té y se lo había dejado cerca para que lo

encontrase caliente al despertar.

Si le hubiese recitado a Keats inundándola de flores blancas, Reece no se habría

sentido más conmovida. Le había dicho cosas horribles, se había comportado de

forma abominable. Y él le había preparado su té.

Bebió un sorbo y dejó que se deslizase garganta abajo hasta calmar su

maltratado estómago. Oyó el sonido del teclado y cerró los ojos con fuerza, tratando

de armarse de valor. Tras titubear un poco, se levantó para afrontar las

consecuencias.

Cuando cruzó el umbral de su estudio, Brody la miró y se limitó a alzar esa ceja.

«Es curioso —pensó Reece— cuántas expresiones puede transmitir ese

movimiento. Interés, diversión, irritación. ¿Y en este momento? Aburrimiento

absoluto.»

Reece habría preferido una buena bofetada.

—Gracias por el té.

Brody permaneció en silencio, esperando, y ella se dio cuenta de que no tenía

valor suficiente para empezar.

—¿Puedo tomar un baño? —añadió.

—Ya sabes dónde está la bañera.

Brody volvió a teclear, a sabiendas de que luego tendría que borrar el

galimatías que apareció en la pantalla. Reece parecía un fantasma de ojos negros y su

voz era la de un niño arrepentido. No le gustaba.

Cuando ella se marchó, Brody esperó hasta oír que el agua empezaba a llenar la

bañera. Entonces borró lo último que había escrito, desconectó el ordenador y bajó a

prepararle una sopa.

No estaba cuidando de ella; aún estaba demasiado cabreado para considerarlo.

Hacía lo que solía hacerse cuando alguien se encontraba mal. Un poco de sopa, tal

vez unas tostadas. Lo mínimo.

Se preguntó qué cantidad del veneno que tenía en su interior había conseguido

expulsar junto con el vino.

Si Reece volvía a vomitarle insultos, él iba a...

«Nada», pensó. Se dio cuenta de que no estaba cabreado con ella. Estaba

cabreado consigo mismo. Debería haber previsto que explotaría en algún momento.

Se había controlado muy bien, y había conseguido levantarse después de cada

puñetazo. Pero se había tragado el miedo, la rabia, las heridas. Tarde o temprano

tenían que desbordarse.

«Y ese día es hoy», se dijo.

La repugnante guerra psicológica que alguien le estaba haciendo, tener que

mirar fotos de una mujer muerta... Brody no sabía nada de eneldo fresco, pero era

evidente que eso había sido la gota que colma el vaso.

Ahora se disculparía, y él no quería sus malditas disculpas. Probablemente le

diría que tenía que irse, que tenía que buscar otro refugio contra su tormenta

personal, y él no quería que se fuese. No quería perderla.

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Y eso era humillante.

Cuando Reece entró, tenía el pelo húmedo y olía a jabón. Vio que se había

esforzado por disimular el llanto, y al saber que había estado sollozando en su

bañera sintió otro puñetazo en el corazón.

—Brody, estoy tan...

—Hay sopa —la interrumpió—. No es pollo asado a la italiana, sea lo que sea

eso, pero tendrás que conformarte.

—Has hecho sopa.

—La receta de mi madre. Abres una lata, viertes el contenido en un cuenco y lo

metes en el microondas. Es famosa en el mundo entero.

—Tiene que estar deliciosa. Brody, perdóname, me siento muy avergonzada.

—Pero ¿tienes hambre?

Reece se llevó los dedos a los ojos. Los labios le temblaban.

—No lo hagas —dijo él con una dureza bajo la que se adivinaba una pizca de

desesperación—. Estoy al límite en cuanto a ese tipo de cosas. ¿Quieres la sopa o no?

—Sí —contestó ella, dejando caer las manos—. Sí, quiero la sopa. ¿Tú no

quieres?

—He cenado un bocadillo mientras yacías arriba en coma etílico.

Reece hizo un sonido a medio camino entre la carcajada y el sollozo.

—Lo que te he dicho no iba en serio.

—Come y calla.

—Por favor, deja que diga esto.

Brody se encogió de hombros, puso el cuenco de sopa sobre la mesa y se dio

cuenta de que parpadeaba sorprendida al ver que también ponía un plato de

tostadas untadas con mantequilla.

—No iba en serio. Eres brusco, pero a mí ya me está bien. No eres egoísta, o al

menos desde mi punto de vista tu egoísmo es muy saludable. No quiero que te vayas

al infierno.

—Eso no puedes escogerlo tú.

—Como estaba borracha, no recuerdo si he dicho algo más por lo que deba

disculparme. Si quieres que me marche, me iré.

—Si quisiera que te marcharas, ¿por qué me habría tomado tantas molestias en

prepararte la famosa sopa de mi madre?

Reece se le acercó, le abrazó y apretó la cara contra su pecho.

—Me he derrumbado.

—No es verdad. —Brody no pudo evitarlo. No pudo evitar darle un beso en la

cabeza—. Has tenido una rabieta de borracha.

—Varias rabietas, y solo la última ha sido consecuencia del alcohol.

—Parece una conversación interesante para la cena.

Brody la guió hasta una silla y se sirvió café antes de sentarse frente a ella.

Mientras se tomaba la sopa, Reece lo confesó todo.

—No he dejado títere con cabeza. Por suerte, este es un pueblo pequeño y no se

me han puesto muchos a tiro. El caso es que al final me he quedado sin trabajo y

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seguramente sin apartamento. Y si mi amante no tuviese las espaldas tan anchas,

creo que me habría quedado también sin él.

—¿Quieres recuperar el trabajo y el apartamento?

—No lo sé —respondió ella mientras arrancaba un trozo de una tostada y lo

desmigaba en el plato—. Tal vez debería considerar el día de hoy como una señal de

que ha llegado el momento de marcharme.

—¿Adónde?

—Sí, buena pregunta. Puedo arrodillarme ante Joanie y jurar que no volveré a

mencionar las hierbas frescas.

—O puedes volver mañana al trabajo y encender la parrilla, o lo que suelas

hacer.

Reece levantó la mirada con la confusión pintada en sus cansados ojos.

—¿Así de sencillo?

—No es la primera bronca en Joanie's. ¿Qué quieres, Reece?

—Me gustaría rebobinar. Pero como eso no es posible, me enfrentaré a las

consecuencias —dijo mientras arrancaba otro trozo de tostada, que esta vez se

comió—. Mañana hablare con Joanie y veremos qué pasa.

—No te pregunto eso. ¿Quieres marcharte o quieres quedarte?

Reece se levantó y llevó el cuenco al fregadero.

—Me gusta lo que veo cuando paseo por el pueblo. Me gusta que la gente me

salude cuando paso con el coche o que se pare a hablar conmigo cuando voy a pie.

Me gusta oír que Linda-Gail se ríe al apuntar los pedidos, y la forma de cantar de

Pete cuando friega los platos. —Se volvió y se apoyó contra el fregadero—. Me

encanta sentir el aire en la piel, y cualquier día de estos los campos van a florecer.

Pero hay otros lugares con vistas bonitas y gente simpática. El problema es que no

están aquí. El problema es que tú no estás en ellos. Por eso quiero quedarme.

Brody se levantó, se acercó a ella y, en un gesto más tierno de lo que Reece

jamás hubiese esperado de él, le apartó el cabello de la cara.

—Eso es también lo que yo quiero. Quiero que te quedes.

Cuando la besó, con mucha suavidad, Reece levantó los brazos para rodearle el

cuello.

—Si no te importa... Ya sé que hoy ya te has tomado muchas molestias por mí

pero..., si no te importa, quizá podrías mostrarme lo que quieres. —Frotó los labios

contra los de él y repitió—. Solo si no te importa.

Juntos, salieron de la habitación. Sus labios se rozaban, sus cuerpos entraban en

calor.

—Mímame —le dijo ella.

—Ese era mi plan.

—No —replicó mientras ahogaba una risa contra el cuello de Brody—. Mímame

y dilo otra vez. Di que quieres que me quede.

—A las mujeres les encanta que el hombre se rebaje —dijo él, buscó su boca y

guió a Reece hacia la sala de estar—. Quiero que te quedes —añadió.

—Oh, sí —dijo ella, respirando con fuerza cuando la hizo sentar en el sofá.

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El fuego que Brody había encendido como hacía casi todas las noches, había

dado paso a unas rojas ascuas que ardían despacio. Eso sentía ella en su interior, eso

le transmitía él. Calidez. en lugar de las llamas.

Reece pudo gozar de aquella calidez, acariciarle el pelo, la piel, dejar que su

boca se rindiese a la de él. Aquella noche podía ser aplacada por sus manos y conocer

el sereno ardor de la dicha. Él le había preparado té y sopa, y quería que se quedase.

El amor la inundó en lentas y abundantes olas.

Le abrió los brazos y se ofreció a él, pero Brody no solo quería recibir. Sobre

todo quería que se sintiera bien, hacer más llevaderos todos sus problemas. Y luego

liberarla de ellos. Nadie había despertado en él aquella ternura en su interior, nadie

había sabido sacarla a la luz hasta empaparle en ella.

El podía darle eso, esa ternura. Y cada suave suspiro que ella le devolvía

aumentaba su propio placer.

Mientras la desnudaba, sus dedos y sus labios rozaban y acariciaban cada

centímetro de piel. El aroma de su propio jabón despertó en él un sentimiento de

posesión. Aquella mujer era suya. Podía tocarla, saborearla, abrazarla. Los dedos de

Reece recorrían con suavidad su rostro, su pelo, mientras el cuerpo de la muchacha

se arqueaba para dar. Y dar.

La estremecían la fuerza del hombre, los músculos, las manos grandes, la

estructura robusta y ahora tan suave. Que él la tocase con tanto cuidado y paciencia,

que sus labios se uniesen a los de ella una y otra vez, con tanta dulzura, la dejaba

deslumbrada.

Todo en su interior se liberó, se volvió líquido, y él aún le dio más.

La sangre empezó a latir bajo su piel; los primeros latidos de urgencia. Como si

Brody los oyese, la levantó y dejó que aquella ansiedad enroscada se soltase de golpe.

Y cuando Reece volvió a verse arrastrada, hizo un sonido como el de una mujer que

acaba de probar algo sabroso, con sabor a miel.

Sus pesados párpados se abrieron; sus ojos soñaron en los de él.

Brody cayó en ellos, en su oscura magia. Su corazón cayó con él, dando vueltas

y más vueltas, libre. No pudo detenerlo, no pudo atraparlo ni atraparse a sí mismo.

Se deslizó en el interior de ella y contempló cómo volvía a subir.

—No cierres los ojos.

Brody le cubrió la boca con la suya sin dejar de contemplarla, moviéndose con

ella.

El ritmo se aceleró; el aliento se volvió jadeo. El cuerpo del hombre inició su

asalto final, y ella le acompañó en su carrera. Brody le agarró las manos y vio que

aquellos ojos a los que no podía resistirse se empañaban mientras ella se asía con

fuerza a su cuerpo. Mientras pronunciaba su nombre.

Su propia visión se nubló cuando ella le arrastró consigo.

Yacieron juntos, abrazados, mientras la noche transcurría y las ascuas se

extinguían. Cuando Brody notó que ella empezaba, a adormecerse, tomó la manta

que estaba sobre el respaldo del sola y la echó sobre ambos.

Ella le abrazó y murmuró algo. Luego se durmió.

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— 222 —

Junto a ella, Brody cerró los ojos y sonrió en la oscuridad. No me ha pedido que

compruebe que la puerta está bien cerrada —pensó—. Se ha dormido sin miedos.

Cas tenía la mano debajo de la camisa de Linda-Gail y un preservativo en el

bolsillo. La parte de su cerebro que aún permanecía por encima de la hebilla de su

cinturón regresó al pasado, cuando tenían dieciséis años y la situación era bastante

similar. Sin embargo, esta vez estaban en la casita de ella y no en la vieja furgoneta

Ford que él se había comprado con ayuda de su madre. Había un dormitorio muy

cerca, pero el sofá serviría igual.

Los bonitos pechos de la muchacha —que él no había visto desde aquel remoto

verano— tenían un tacto suave y cálido. Su boca, que él nunca había olvidado,

resultaba picante y dulce al mismo tiempo.

Y, Dios, qué bien olía.

Linda-Gail era toda curvas. Más plenas que a los dieciséis, pero en todos los

lugares adecuados. Y aunque al principio se sintió desconcertado e incluso un tanto

molesto al ver que se había teñido el pelo, en aquel momento le parecía muy sexy.

Era casi como ponerle las manos encima a una extraña.

Pero cuando esa mano se deslizó hasta el botón de los vaqueros de Linda-Gail,

la de ella la aferró con fuerza.

—Para —dijo, igual que a los dieciséis.

—Vamos, nena —insistió él, pasándole los dedos por el estómago tembloroso,

antes de bajar por su garganta—. Solo quiero...

—No siempre puedes tener lo que quieres, Cas —interrumpió ella con voz poco

firme, sin soltarle la mano—. Y esta noche no lo vas a tener.

—Sabes que te deseo. Dios, siempre te he deseado. Tú también me deseas —dijo

antes de volver a besarla—. ¿Por qué quieres provocarme así, amor?

—No me llames amor si no lo dices en serio. Y no te estoy provocando.

Necesitó mucha voluntad para apartarse de él, pero lo hizo. En ese momento

vio la sorpresa en su rostro y las primeras señales de irritación.

—Entre tú y yo las cosas no van a ser así —añadió.

—¿Así, cómo?

—No vas a follar conmigo y luego pasar a otra cosa.

—¡Por Dios, Linda-Gail! —exclamó él con la confusión pintada en el rostro—.

Eres tú quien me ha pedido que viniese.

—Para hablar de Reece.

—Eso es mentira y tú lo sabes. Cuando te he besado, no te has puesto a pedir

ayuda a gritos.

—Me ha gustado que me besaras. Me encanta. Siempre me ha encantado, Cas.

—Entonces, ¿cuál es el problema?

—Ya no somos unos críos, y yo no busco un rollo de una noche. Si ese es tu

caso, más vale que vayas a por una de esas mujeres que tú sabes y que se conforman

con eso —explicó ella mientras se alisaba la camisa, desabrochada a medias—. Yo

aspiro a otra cosa.

—¿Que aspiras a otra cosa? —repitió él mientras las señales de irritación se

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— 223 —

materializaban—. ¿Cómo puedes decirme eso? Me has traído aquí para ponerme

cachondo y luego dejarme tirado. Las mujeres que hacen eso solo merecen un

nombre.

Linda-Gail levantó la barbilla muy despacio hasta que los ojos de ambos se

encontraron. Los de ella disparaban balas calientes.

—Si piensas así, más vale que te largues ahora mismo.

—Me voy —dijo él, poniéndose en pie—. ¿Qué demonios quieres?

—Cuando lo adivines, puedes volver —respondió ella levantándose y

arrojándole el sombrero—. Pero si te vas de aquí a buscar a una de esas mujeres y yo

me entero, no volverás a entrar por esa puerta.

—¿Así que no puedo tenerte a ti ni a ninguna otra hasta que te dé la gana?

—No, Cas, no puedes tenerme a mí ni a ninguna otra hasta que entiendas la

diferencia. Lo que sí sabes es por dónde se sale.

Frustrada, Linda-Gail se metió en su dormitorio y cerró la puerta de golpe.

Por un momento, Cas se quedó mirando por dónde se había ido. ¿Qué puñetas

había pasado? Aún percibía el sabor de ella, aún conservaba en la palma de la mano

el calor de su pecho. ¿Y se marchaba dando un portazo?

Furioso, salió de la casa. «Las mujeres como ella —pensó—, las mujeres que

utilizan a los hombres, que les mandan de acá para allá, que juegan con ellos,

deberían pagar un precio.

Subió a su furgoneta dando un portazo y lanzó una torva mirada hacia la casa

de los postigos amarillos. Ella creía conocerle, creía tenerle atrapado.

Estaba muy equivocada.

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— 224 —

Capítulo 20

No fue difícil entrar en Joanie's. ¿Qué podía perder? En cualquier caso, la

terapia le había enseñado lo importante que era afrontar y resolver los problemas, así

como aceptar las responsabilidades.

«La vergüenza es un pequeño precio a cambio de la salud mental», se dijo

Reece. Y aceptar la vergüenza tal vez le devolviese el empleo.

No descartaba rebajarse.

Además, su horóscopo diario le aconsejaba hacer frente a las obligaciones. Si lo

hacía, comprobaría que no eran tan pesadas como creía.

Eso era buena señal.

Sin embargo, entró por la puerta trasera y diez minutos antes de que abriesen.

No tenía sentido exhibir su vergüenza ante los clientes que comían solomillo y

huevos si no era imprescindible.

Joanie, calzada con sus prácticos zapatos, mezclaba la masa en un enorme

cuenco. El aire olía a café y galletas recién hechas.

—Llegas tarde —le espetó Joanie—. Si no traes un justificante del médico, no

creas que no voy a descontártelo.

—Pero...

—No quiero excusas, quiero fiabilidad... y que prepares cebollas, gindillas y

tomate para los huevos. Guarda tus cosas y ponte a trabajar.

—De acuerdo.

Más escarmentada que si la hubiese echado con cajas destempladas, Reece se

dirigió a toda prisa al despacho para dejar el bolso y la chaqueta. De regreso en la

cocina, cogió un delantal.

—Quiero disculparme por lo de ayer —dijo.

—Discúlpate mientras trabajas. No te pago por hablar.

Reece se situó ante la encimera.

—Lamento haberme puesto tan plasta. No tenía derecho a insultarte, aunque

añadir hierbas frescas y otros ingredientes básicos mejoraría el menú.

De reojo, Reece vio que Joanie enarcaba las cejas con una sonrisa.

—Vale ya.

—Está bien.

—No te pusiste así por el puñetero eneldo.

—No. Quería lanzarte algo y el eneldo estaba a mano, metafóricamente

hablando.

—Una vez tuve que ocuparme de un cadáver.

—¿Cómo has dicho?

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NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS

— 225 —

—Le alquilé una de mis cabañas a un tío de Atlanta, Georgia. Ya llevaba dos

años alquilándosela. Venía dos semanas en verano con su familia. Debe de hacer...,

no sé, unos diez años Pero esa vez vino solo. Al parecer, su mujer le había pedido el

divorcio. Vamos, empieza con las salchichas. Lynt vendrá a primera hora y le gusta

tomar los huevos con salchichas.

Obediente, Reece sacó del frigorífico el bote de salchichas y se puso a freirías.

—Bueno, pues al ver que aquel chico de Georgia no volvía al pueblo a dejar las

llaves de la cabaña, tuve que ir yo. De todos modos, en aquella época me encargaba

yo misma de limpiar las cabañas. Me llevé los productos de limpieza. El coche seguía

allí, así que llamé a la puerta, irritada, porque se suponía que tenía que marcharse a

las diez en punto. Ese mismo día a las tres llegaba otro inquilino. No contestó, así

que... —Joanie se detuvo para coger su taza de café y tomar un sorbo—. Entre.

Esperaba encontrarle en la cama, durmiendo una mona. El tipo que trabajaba

entonces en la licorería, Frank, me dijo que el de Georgia compró dos botellas de

Wild Turkey la única vez que vino al pueblo. En lugar de eso encontré lo que

quedaba de él en el suelo, delante de la chimenea. Supongo que por algo vino desde

Georgia hasta Wyoming con una escopeta en el maletero. Quería volarse la cabeza.

—¡Oh, Dios mío!

—Lo hizo bien. Sangre y sesos por todas partes. Salió despedido de la silla

donde estaba sentado.

—Es horrible. Verlo debió de ser horrible para ti.

—No fue un paseo por una playa paradisíaca. Cuando los policías hicieron lo

que hacen en estos casos, volví. Tenía que limpiar la cabaña, ¿no?

—¿Tú misma?

—Servidora. Froté y froté, y protesté y solté tacos. «Mira lo que ese hijo de puta

ha hecho con mi casa. El cabrón ha recorrido miles de kilómetros para volarse su

estúpida cabeza en mi casa.» Saqué cubos con sangre y Dios sabe qué, y tiré a la

basura una alfombra estupenda que me había costado cincuenta dólares. Y la tomé

con toda la gente que se ofreció a ayudarme. Cuando mi William vino a intentarlo,

recibió una bofetada.

—Entiendo —respondió Reece.

Y lo entendía.

—Estaba loca, ¿no? Tuve que echar pestes, rabiar y abofetear a mi hijo por

querer echarme una mano. Porque si no lo hubiese hecho, nunca habría podido

soportarlo. —Joanie fue hasta el fregadero, tiró el café, que se había enfriado, y

añadió—. Ya no alquilo a forasteros esa cabaña. Solo a gente del pueblo que quiere

utilizarla para cazar, pescar o algo así. —Se sirvió más café—. Así que entiendo un

poco lo que tenías en las tripas ayer.

—Es cierto que no sabias eso, pero donde luego que a estas alturas deberías

conocerme mejor.

—Joanie...

—Si necesitabas desconectar después de ir a la oficina de Rick, si necesitabas

largarte, fue estúpido e insultante por tu parte creer que te pondría pegas.

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NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS

— 226 —

—Tienes toda la razón. Debería haberme dado cuenta —dijo mirando a Joanie,

que sacaba del horno las galletas del desayuno—. La tomé contigo y con Brody

porque sois las personas más cercanas a mí. Las dos personas en las que más confío.

—Lo tomaré como un cumplido.

—¿Vino Cas después de que nos encontrásemos en la tienda?

—Sí. ¡Linda-Gail, abre! Pero como no pienso aceptar tus órdenes, recibirás tu

cheque el día de cobro, como los demás.

—También la tomé con él y con el señor Drubber.

—Los hombres adultos deberían ser capaces de aguantar el mal genio de una

mujer de vez en cuando.

Un bufido de Linda-Gail llevó a Joanie a mirar por encima de su hombro.

—Algunos hombres nunca se convierten en adultos, son niños mimados toda la

vida. La única forma de herir los sentimientos de Cas, Reece, es darle una buena

patada en las pelotas. Son lo único que le importa.

—Puede que sea un gilipollas, Linda-Gail —dijo Joanie en tono ligero—, pero

sigue siendo mi hijo.

Aunque se ruborizó un poco, Linda-Gail se encogió de hombros.

—No puedo evitar verlo de ese modo. Por si estás preocupada, Reece, Cas me

dijo que se dio cuenta de que estabas muy trastornada. No te guarda rencor por nada

de lo que dijiste.

Se abrió la puerta con un tintineo.

—Hola, doctor Wallace; hola, señor Drubber —saludó Linda-Gail, agarrando la

cafetera—. Esta mañana han madrugado mucho.

Reece encorvó los hombros, pero saco los huevos y el beicon, que esperaba

preparar enseguida.

—Seguro que Mac tampoco te guarda rencor—dijo Joanie, dándole un par de

palmaditas en la espalda que la tomaron por sorpresa—. Si más tarde quieres

aprovechar tu descanso, puedes ir a mi despacho y llamar al proveedor. Te daré un

presupuesto de cincuenta dólares, ni un centavo más, para encargar esas puñeteras

hierbas y otras cosas por las que siempre gimoteas.

—Con cincuenta puedo hacer mucho.

«Para empezar», pensó Reece, y en su fuero interno cantó victoria.

—Eso espero —dijo Joanie entre dientes.

En la mesa, el doctor empezó a trocear la pila de tortitas. No era su día de

tortitas, pero le fue difícil negárselas cuando Mac le pidió que se reunieran a la hora

del desayuno. Y tomar una segunda taza de café auténtico en lugar de pasarse al

descafeinado no era, en conjunto, tan grave.

—Vamos, Mac, sabe que no puedo hablar del historial médico de Reece. Es

confidencial.

—No le pido que lo haga. Solo te pregunto qué opina. Le digo que esa chica

tiene problemas. Usted no la vio ayer —dijo Mac, haciendo un gesto con el tenedor

antes de atacar sus huevos rancheros—. Yo sí.

—Ya he oído bastante sobre eso.

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— 227 —

—No sabía si seguiría aquí. —Mac ladeó la cabeza para ver la cocina—. En

realidad, supuse que se habría marchado hace mucho.

—Supongo que tiene más motivos para quedarse que para irse.

—No lo sé, doctor —respondió Mac; la inquietud hacía más profundas las

arrugas de su frente y tensaba su voz—. Tal como se movía por mi tienda... Furiosa,

desde luego, pero no tenía buena cara. Como le dije, me quedé tan preocupado que al

cerrar la tienda fui a ver cómo estaba. Y su casa estaba cerrada a cal y canto; su coche

había desaparecido. Supuse que se había largado. —Mac siguió comiendo y

enseguida añadió—. Quería hablar con usted de eso. Cuando la he visto en la cocina

no sabía qué pensar. Creo que me he sentido un tanto aliviado. No me gustaba

pensar que iba conduciendo por ahí, con lo nerviosa que estaba...

—Las personas se ponen nerviosas, Mac —dijo el doctor, tratando de disipar

con un gesto de la mano el obstinado ceño de Mac—. Unas más que otras. Es

evidente que ayer pasó un mal rato.

—Eso es otro asunto.

Mac echó un vistazo para asegurarse de que Linda-Gail no volvía para servirles

más café. Aunque la máquina de discos estaba en silencio —nada de música hasta las

diez era una norma inflexible de Joanie—, el rumor de las conversaciones y el ruido

de los platos bastaban para cubrir su voz.

—Para empezar, me parece que Rick no debería haberle pedido que fuese sola a

mirar esas fotos. Puñeta, doctor, pocas mujeres hubiesen podido aguantar una cosa

así, y mucho menos Reece, con lo que ha vivido. Debería haberle avisado.

—Bueno, Mac, no sé por qué Rick iba a pensar en llamarme. Soy médico de

familia, no psiquiatra.

—Debería haberle avisado —insistió Mac, apretando los dientes—. Y en

segundo lugar, por lo que dijo en mi tienda, la mujer de la foto no era la que ella vio.

Ahora bien, doctor, por fuerza tiene que serlo, ¿no? Esto no es Nueva York o algo así.

Por aquí no asesinan a gente todos los días.

—No sé dónde quiere ir a parar.

—Me pregunto si, dadas las circunstancias, ella no quiere que sea la misma

mujer. Puede que se esté aferrando demasiado a eso.

El doctor sonrió apenas.

—¿Quién está jugando ahora a los psiquiatras?

—Trabajar detrás de un mostrador durante un par de décadas es como ser

psiquiatra. No todo el mundo creyó a esa chica cuando dijo haber visto que atacaban

a una mujer—añadió Mac con otro movimiento del tenedor—. Yo sí, la creí. Igual que

creo que esa pobre mujer es la que apareció muerta en el pantano. Reece no puede

aceptarlo, eso es lo que pienso.

—Podría ser.

—Bueno, usted es el doctor. Ayúdela.

—No se me pongan tan serios y reservados. —Linda-Gail vertió un poco más

de café en las tazas—. Aquí sentados, con las cabezas juntas...

—Cosas de hombres —dijo el doctor con un guiño.

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— 228 —

—¿Mujeres, deportes o caballos?

El doctor se limitó a sonreír y pinchó una tortita.

—¿Cómo se encuentra Reece esta mañana? —le preguntó Mac a Linda-Gail.

—Yo diría que mejor que ayer —contestó ella, mirando por encima del

hombro—.

¿Saben si el sheriff conoce ya la identidad de esa mujer?

—Hoy todavía no he oído nada, pero es pronto —dijo el doctor—. Es terrible —

añadió.

—Da miedo pensar que un asesino de mujeres puede estar por aquí. Moose

Ponds queda bastante lejos, pero de todos modos...

—¿Mujeres? —repitió Mac, frunciendo el ceño.

—Si la de la foto no es la que vio Reece, entonces son dos mujeres distintas. Y

vale, es verdad que Moose Ponds está más allá del lago Jenny, pero cabe la

posibilidad de que la misma persona cometiese los dos crímenes. Como un asesino

en serie o algo así.

—¡Oh, vamos, Linda-Gail! —Mac sacudió la cabeza—. Ves demasiada tele.

—No habría tantos programas sobre asesinatos si la gente no fuese por ahí

matando, ¿verdad? Además —dijo en un tono de voz más bajo—, si Reece no hubiese

estado en el sendero justo en el momento en que pasó, nadie sabría nada de esa

mujer. Podría ser que ese asesino hubiese matado ya antes. Les aseguro que no me

alejaré mucho de casa hasta que le echen el guante.

—Puñeta, ese es otro problema. —Mac se rascó la cabeza mientras Linda-Gail se

alejaba—. Antes de que nos demos cuenta, la gente del pueblo se mirarán unos a

otros bizqueando y preguntándose si hay un asesino en serie entre nosotros. O algún

maldito reportero escribirá algo en ese sentido, los turistas evitarán venir aquí y

perderemos la temporada de verano. Algún broncas tomará unas cuantas copas de

más en Clancy's, sacará el tema y liará una buena.

Doc frunció el ceño, pensativo.

—En eso al menos puede que des en el clavo.

Como aún faltaba una hora para abrir la consulta, el doctor fue hasta la oficina

del sheriff antes de volver a casa. Denny le dedicó una sonrisa alegre.

—¿Cómo está, doctor?

—No puedo quejarme. ¿Y tu madre? ¿Le ha dado más problemas el tobillo?

—No. Ya camina bien.

—Dile de mi parte que no se ponga a bailar todavía. Fue una mala torcedura.

¿Está por ahí el jefe?

—Aún no ha llegado. Si no ocurre nada, vendrá a las diez. Últimamente ha

hecho muchas horas extra. Supongo que se ha enterado de lo del cadáver que

encontraron.

—Pues sí. ¿Se sabe quién es?

—Esta mañana aún no ha llegado nada. Desde luego, es horrible. El hijo de puta

debió de mantenerla viva durante un par de semanas. Sabe Dios qué le hizo durante

ese tiempo.

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— 229 —

—Eso suponiendo que sea la misma que vio Reece.—Bueno, Claro —dijo

Donny, perplejo—, ¿Qué otra mujer podría ser? El sheriff cree que lo es.

—¿Te importa que eche un vistazo a las fotos?

—No sé, doctor. El sheriff...

—En mis tiempos vi muchos cadáveres, Denny. Podría ser que la reconociese.

Tal vez la atendí en alguna ocasión. Además, fui yo quien hizo el dibujo que Rick

está utilizando para determinar si es la misma.

—Sí, supongo —dijo—. Hola, Hank —añadió al verlo entrar.

—¿Se cuece por aquí algo que no sea café malo? Hola, doctor.

—Hola, Hank. ¿Cómo van las rodillas?

—Bueno, tirando.

—Irían mejor si perdieses doce kilos. Algo que no vas a conseguir si te comes

las rosquillas que llevas en esa bolsa.

—En un trabajo como este, un hombre no puede perder energías.

—Un subidón de azúcar no es energía.

El doctor se ajustó las gafas al ver que Denny salía del despacho de Rick con el

expediente.

Al abrirlo, el doctor apretó los labios en una combinación de interés y

compasión.

—Al parecer, el hombre y la naturaleza fueron poco amables con esta

muchacha.

—Le dieron una buena paliza y la violaron —dijo con gesto serio—. El sheriff

no le mostró a Reece todas las fotos. No quería perturbarla más de lo necesario. ¿Ve

esto? ¿Ve las muñecas y los tobillos magullados y en carne viva? La ataron.

—Sí, ya lo veo.

—Se la llevaron lejos del río, en una furgoneta, autocaravana o algo así. Quien

lo hizo la mantuvo atada e hizo con ella lo que quiso hasta que se hartó. Luego la

dejó en el pantano. ¿La reconoce, doctor?

—Pues no, Lo siento, Denny, quisiera ser de mayor utilidad. Más vale que me

vaya a atender a mis pacientes. Hank, no te pases con las rosquillas.

—¡Ay... doctor!

De camino a su casa, reflexionó sobre su conversación con Mac, sobre las

fotografías que había observado. Pensó en el pueblo y en el tiempo que llevaba

siendo suyo. En que le gustaba pensar que mantenía el dedo sobre su pulso y el oído

sintonizado con su latido.

Entró por la puerta de la calle, que no había cerrado con llave en dos décadas.

En lugar de dirigirse a su consulta, fue hasta el teléfono de la sala de estar. «Willow

se ocupará de los pacientes madrugadores o de los que pasen sin cita previa», pensó.

Hizo su llamada y luego se metió en la boca un caramelo para eliminar de su

aliento el olor a café antes de atender al primer paciente del día.

Un poco después de las doce, Brody iba y venía por la sala de estar de la casa

del doctor. El doctor le había dicho que fuera allí a mediodía y se instalara como si

estuviese en su casa. «Interrumpiéndome en plena jornada —pensó Brody—, cuando

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NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS

— 230 —

el libro no solo avanzaba sino que se embalaba.»

Si hubiese querido descansar en mitad de la jornada —algo que desde luego no

quería—, habría preferido disfrutar de ese tiempo en Joanie's. Almorzar, ver a

Reece...

Al menos supuso que habría visto a Reece. No le había llamado para decirle que

seguía sin trabajo, y su coche estaba aparcado en el lugar habitual. De todos modos,

le habría gustado comprobarlo por sí mismo.

No es que cuidase de ella, se aseguró. Solo era una comprobación, nada más.

Si el doctor no se hubiese mostrado tan misterioso por teléfono, Brody no

habría sentido tanta curiosidad y seguiría ante el teclado.

Su protagonista femenina estaba empujándole a través de la historia. Casi

arrastrándole, obligándole a seguir... por el amor de Dios. Y pensar que la había

concebido como una víctima. Un par de escenas, una muerte terrible y adiós.

Pero ella no se había quedado de brazos cruzados.

Tenía ganas de volver con Maddy. Sin embargo, ya que estaba al otro lado del

lago, regresaría con ella después de pararse a comer un bocado y ver a Reece.

Seguramente debía sugerirle que se quedase también esa noche en su casa.

Se corrigió. Probablemente no debía hacerlo. Mejor que volviese a su

apartamento antes de que las cosas se complicasen y estuviese viviendo con él de

manera no oficial.

Había tenido cuidado en evitar ese trampolín hacia el compromiso de por vida

con otras mujeres. No iba a tropezar con él ahora.

Se acercó a la ventana y se alejó de ella. Se acercó a una librería y leyó los

títulos. Como siempre, sintió una pequeña sacudida al ver uno de sus libros, su

nombre grabado en el lomo.

Después de pasar un dedo por el lomo, paseó un poco más.

Las fotografías diseminadas por la sala llamaron su atención. Distraído, cogió

una en la que aparecían el doctor y la mujer que, desde el punto de vista de Brody,

fue su esposa durante siglos. Una instantánea en el campo, equipo de acampada, el

doctor sujetando en alto un hilo de pescar mientras la esposa sonreía.

Brody pensó que hacían buena pareja. Parecían felices. Aunque, si sus cálculos

no fallaban, llevaban casados un par de décadas cuando se tomó la foto.

Cogió otra, una foto familiar. Toda la prole. Luego el doctor y su esposa,

jóvenes, con un bebé en los brazos. Varias fotos de graduación, fotos de bodas, fotos

con nietos.

«La vida y las etapas de un hombre y su familia», pensó Brody.

¿Cómo sería eso?

Sin dejar de moverse, Brody reflexionó que no tenía nada en contra el

matrimonio. A algunas personas les iba bien. Era evidente que al doctor Wallace le

había ido bien. A los padres de Brody les seguía yendo bien.

Pero era tan... absoluto. Durante el resto de tu vida, esto es lo que hay. Esta

persona y nadie más, salvo que quieras pasar por el infernal combate del divorcio.

¿Y si cambiabas de opinión o las cosas salían mal? Cosa que sucedía en la mitad

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NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS

— 231 —

de los casos.

Aunque no cambiases de opinión ni las cosas saliesen mal, estaba toda aquella

necesidad de adaptarse, de dejarle espacio al otro, de transigir. Se acabó lo de hacer

lo que quieras y cuando quieres.

¿Y si quería regresar a Chicago, por ejemplo? ¿O, puñetas, irse a Madagascar?

No es que quisiera hacerlo, pero ¿y si fuese así? Uno no podía marcharse por

capricho cuando estaba casado.

Dejabas de ser solo un hombre y pasabas a formar parte de una pareja. Luego

tal vez eras padre, y de pronto, ¡zas!, tenías familia. Y no había vuelta atrás. No se

podía suprimir parte de la historia y seguir en una dirección distinta.

De todos modos, probablemente no estaba enamorado de ella, ni ella de él. Solo

era... implicación. La implicación era diferente, y sus niveles e intensidad subían y

bajaban.

Se volvió cuando entró el doctor.

—Lo siento, todavía tenía que atender a un par de pacientes. Te agradezco que

hayas venido, Brody.

—¿Por qué querías verme?

—Ven a la cocina. Prepararé algo para comer mientras hablamos. Nada que ver

con lo que comes últimamente —añadió mientras echaban a andar—, pero bastará

para matar el gusanillo.

—No soy exigente.

—Me he enterado de lo que pasó ayer con Reece.

—¿Has hablado con ella?

—Hoy no.

El doctor sacó un poco de pavo, uno de los tomates de invernadero que Reece

menospreció, media lechuga iceberg y un frasco de pepinillos en vinagre.

—He hablado con Mac. Está preocupado por ella —añadió mientras sacaba de

la panera un trozo de pan integral—. Me preguntaba si tú también lo estás.

—¿Por qué?

—Trato de tener una visión global. No puedo decirte nada de lo que ella me

contó como paciente. Tal vez pienses que tú tampoco puedes decirme nada que te

haya comentado como... amiga. Pero, por si piensas de otro modo, quería

preguntarte si te ha contado algo que te parezca preocupante.

—¿Te contó que al volver a su apartamento una noche encontró toda su ropa

metida en el petate? —Brody asintió cuando el doctor dejó de cortar el tomate en

rodajas para mirarle—. No recuerda haberlo hecho, y no creo que lo hiciera.

—¿Quién más pudo hacerlo?

—La misma persona que escribió por todo su cuarto de baño con un rotulador

rojo, vació los frascos de sus píldoras y cambió de sitio sus cosas. Y otras trastadas

parecidas.

Doc dejó el cuchillo.

—Brody, si Reece tiene lapsus de memoria y otros trastornos, necesita

tratamiento.

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— 232 —

—Yo no lo creo. Creo que alguien está jugando con ella.

—Y si no pone fin a sus alucinaciones solo conseguirá agravarlas.

—No son alucinaciones, todo eso ha ocurrido. ¿Por qué solo tiene estos lapsus

de memoria y otros trastornos cuando está sola?

—No estoy cualificado para...

—¿Por qué empezaron después de que viese cómo acecinaban a una mujer y no

antes?

El doctor expulsó aire por la nariz y luego siguió preparando los bocadillos.

—No podemos estar seguros de que no sufrió otros trastornos antes de eso.

Pero si empezaron en ese momento, podría haber un par de razones. Una, que lo que

vio desencadenase los síntomas.

Doc puso los bocadillos en los platos y añadió dos pepinillos y un puñadito de

patatas fritas en cada uno. Luego sirvió dos vasos de leche.

—He pasado mucho tiempo con ella. No he visto ningún sintonía. No como los

que tú dices.

—Pero has visto algo.

—No me gusta que me pongas en esta situación.

—A mí no me gusta la situación en la que puede estar ella—contraatacó el

doctor.

—Vale, esto es lo que he visto. He visto a una mujer luchando por regresar del

abismo. Que tiembla mientras duerme casi todas las noches, pero que todas las

mañanas se levanta y hace lo que haya que hacer. Veo a una superviviente que se

abre paso a base de temple, ánimo y sentido del humor, que está tratando de

reconstruir una vida que otros destrozaron.

—Siéntate a comer —sugirió el doctor—. ¿Sabe Reece que estás enamorado de

ella?

A Brody le dio un vuelco el corazón, pero se sentó. Cogió el bocadillo y lo

mordió.

—No he dicho que estuviese enamorado de ella.

—Subtexto, Brody. Siendo escritor, ya sabes lo que es el subtexto.

—Me preocupo por ella y por lo que le pase —dijo poniéndose a la defensiva,

con una voz en la que se percibía algo de miedo—. Vamos a dejarlo ahí.

—De acuerdo. Si te he interpretado bien, piensas, o al menos consideras, que

esas cosas que le ocurren a Reece las está haciendo alguien que quiere perjudicarla—

dijo el doctor frunciendo el ceño, mientras cogía su vaso de leche—. El único

individuo que, por lo que sabemos, podría tener motivos para perjudicarla sería el

hombre que ella afirma haber visto estrangular a una mujer.

—Lo vio.

—Estoy de acuerdo, pero aún no se ha demostrado —respondió el doctor antes

de beber, sin dejar de fruncir el ceño—. Pero si lo vio, y tienes razón... ¿Le has

contado todo esto al sheriff?

—Rick solo llegaría a la conclusión de que está chiflada. Cualquier credibilidad

que pueda tener sobre lo que presenció se esfumaría.

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— 233 —

—Si no cuenta con todos los hechos, no puede hacer su trabajo.

—Por el momento, yo me ocuparé de ella. Mientras, él puede concentrarse en

averiguar quién es la mujer que encontraron en Moose Ponds y a quién mataron a

orillas del río Snake. Lo que acabo de contarte es confidencial.

—Está bien, está bien —dijo Wallace levantando una mano para

tranquilizarlo—. No vayas a tener un corte la digestión. He ido a la oficina del sheriff

y le he pedido a Denny que me mostrase las fotos.

—¿Y?

—Solo puedo basarme en la descripción que me dio Reece y en el dibujo que

aprobó. No estoy seguro de nada. ¿Podría ser la mujer que ella vio? Sí.

—¿Y el tiempo transcurrido? Hace semanas que Reece presenció aquello.

—Ese me parece un punto inquietante, e imagino que también lo es para la

policía. Tenía marcas de ataduras en las muñecas y los tobillos. Podría haber estado

retenida todo este tiempo. Pero eso no explica, y eso es muy extraño, por qué no se

ha encontrado ningún indicio de que aquellas personas hubieran estado allí, donde

Reece las vio. ¿Por qué ese hombre aferró el cuello de la mujer con tanta violencia

que Reece creyó que estaba muerta, luego se la llevó y borró su rastro de forma que

Rick, un hombre experto en huellas, no encontrase nada?

—Porque él la vio.

—¿La vio?

—Puede que no lo suficiente para reconocerla, pero vio a alguien en la cresta. O

vio las cosas que ella dejó allí arriba cuando bajó corriendo y se encontró conmigo.

Supo que alguien había visto lo que había hecho.

—¿Eso es posible? —preguntó el doctor—. ¿Desde esa distancia?

—Reece llevaba prismáticos. ¿Quién puede asegurar que él no? Después de

matar a la mujer, pudo recorrer la zona con los prismáticos. Solo es otra forma de

borrar las huellas, ¿no?

—Eso es mucho suponer, Brody.

—Supón esto. Tanto si la mujer de la foto y la que Reece vio eran la misma

persona como si no, el hombre que Reece vio supo que alguien había presenciado la

escena. De lo contrario, ¿qué razón tenía para borrar las huellas? Debía llevarse el

cadáver, claro. No podía dejarlo ahí, donde lo viera cualquier excursionista o alguien

que fuera en barca. Debía llevárselo, esperar a que anocheciera, enterrarlo o

deshacerse de él por otros medios. Pero ¿cubrir todas las huellas? No, salvo que

supiese que le habían visto.

—Sí, por supuesto —reconoció el doctor—. Y si supiese que le habían visto, solo

tendría que esperar unos días y estar alerta para averiguar quién.

—Y desde entonces alguien está jugando con ella, tratando de hacerle creer que

ha vuelto a perder la cabeza. No voy a permitir que se salga con la suya.

—Me gustaría hablar con ella un poco más. Esta mañana le he dicho a Mac que

no soy psiquiatra, pero tengo cierta formación, cierta experiencia.

—Eso depende de ella.

El doctor Asintió.

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— 234 —

—Gran parte de esto depende de ella. Es mucho peso para alguien con sus

antecedentes. ¿Confía en usted?

—Sí.

—Es mucho peso también para ti. Dile que hemos hablado —decidió el doctor

al cabo de un momento—. No defraudes su confianza. Pero me gustaría que me

mantuvieses al tanto. ¿Cómo está el bocadillo?

—Bastante bueno. Pero está claro que no eres un genio en la cocina.

Volvió al río. No había ninguna señal de lo que había pasado allí, de eso estaba

seguro. Había sido meticuloso. Era un hombre meticuloso.

Jamás debería haber ocurrido, desde luego. Jamás habría ocurrido si hubiese

tenido una alternativa. Todo lo que había hecho desde entonces fue porque ella no le

había dejado alternativa.

Aún podía oír su voz si se lo permitía. Gritándole, amenazándole.

Amenazándole, como si tuviese ese derecho.

Fue ella quien se cavó su propia tumba. Él lo sabía y no se sentía culpable.

Otros no lo entenderían, así que hizo lo imprescindible para protegerse.

Nada de eso habría sido necesario de no haber sido por el capricho del tiempo y

el lugar.

¿Cómo iba a imaginar que podía haber alguien en el sendero y que miraría en

esa dirección en ese momento, con prismáticos? Ni siquiera un hombre meticuloso

podía prever todos los antojos del destino.

Reece Gilmore.

También ella parecía fácil de manejar; muy fácil de desacreditar, incluso ante sí

misma. Pero no se daba por vencida, no se venía abajo.

De todos modos, había una forma de arreglarlo todo. Siempre había una forma

de solucionar las cosas. Había demasiado en juego para permitir que una usuaria de

habitaciones acolchadas le estropease las cosas. Si tenía que aumentar la presión, la

alimentaría.

«Mira este lugar», pensó contemplando el río, las colinas y los árboles. Todo tan

perfecto, puro y privado. Era su lugar, todo lo que él quería. Cuanto poseía estaba

ligado a aquel paisaje, arraigado en su alma, alimentado por sus aguas, protegido por

sus montañas.

Haría lo necesario para proteger y preservar lo que tenía.

Era Reece Gilmore quien tendría que irse.

De una forma o de otra.

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— 235 —

DESTINO

Estaba bien; podría estar mejor, estoy aquí.

ANÓNIMO

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— 236 —

Capítulo 21

Como no entraba a trabajar hasta las dos, Reece decidió pasar la mañana en la

cabaña de Brody haciendo algunas tareas domésticas y quizá la colada. No le

molestaría mientras escribía, y ella podría organizar la sopa del día siguiente para

Joanie's.

Ya estaba vestida y haciendo la cama cuando él salió de la ducha.

—¿Quieres algo especial para desayunar? No entro hasta esta tarde, así que tus

deseos serán órdenes para mí. Desde el punto de vista gastronómico.

—No, tomaré cereales.

—Ah, de acuerdo —respondió ella mientras alisaba la colcha y pensaba

distraída que unos cuantos cojines de colores básicos le darían un poco de viveza—.

Voy a hacer un poco de sopa italiana de boda para Joanie's. Puedes probarla a la hora

de comer, a ver si pasa la prueba. Para cenar prepararé un estofado o algo fácil de

calentar, porque a esa hora estaré trabajando. Ah, y he pensado que, ya que estoy,

podría poner la lavadora. ¿Tienes algo para lavar?

¿Sopa de boda? ¿Era un mensaje subliminal? ¿Y ahora qué? ¿Iba a lavarle los

calzoncillos? ¡Por Dios!

—Oye, vamos a calmarnos.

Reece le sonrió desconcertada.

—Vale.

—No necesito que planees el desayuno, el almuerzo, la cena o un puñetero

resoplón de medianoche cada puñetera mañana.

La sonrisa desapareció en un parpadeo de sorpresa.

—Bueno...

—Y no estás aquí para lavar la ropa, hacer la cama o preparar estofados.

—No —respondió ella despacio—, pero, ya que estoy aquí, me gustaría ser útil.

—No quiero que arregles la casa —siguió él, dándose cuenta de que volvía a

ponerse a la defensiva, como el día anterior en la casa del doctor. Eso le irritó—.

Puedo ocuparme de mis propias tareas. Llevo años haciéndolo.

—Ya se nota. Es evidente que he interpretado algo mal. Creía que querías que

cocinase.

—Eso es distinto.

—Distinto de, digamos, poner a lavar nuestra ropa junta. De algún modo eso

simboliza un nivel de relación que no quieres. Eso es completamente estúpido.

Tal vez.

—No necesito que hagas la colada ni me dejes un puñetero estofado ni nada de

eso. No eres mi madre.

—Desde luego que no.

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NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS

— 237 —

Reece retrocedió hasta la cama, tiró de la colcha y arrancó las sábanas.

—Ya está, mejor así.

—¿Ahora quién es estúpida?

—Oh, confía en mí, sigues ganando el premio. ¿De verdad crees que porque

estoy enamorada de ti estoy tratando de atraparte lavándote los calcetines sucios y

preparando pollo y budines? Eres un idiota, Brody, y te lo tienes demasiado creído.

Dejaré que disfrutes de tus delirios de grandeza. —Se dirigió a grandes zancadas

hacia la puerta y añadió—. ¡Claro que no soy tu madre! ¡Ni siquiera sabe cocinar!

Brody miró la cama con el ceño fruncido mientras se frotaba la base del cuello,

tratando de eliminar la tensión.

—Fantástico —refunfuñó.

E hizo una mueca de disgusto cuando la puerta de abajo dio un portazo lo

bastante fuerte como para hacer sonar sus dientes.

Reece cogió solo lo que tenía más a mano y luego lo metió en su coche. Más

tarde se ocuparía del resto de sus cosas, que no eran muchas.

Cogería los ingredientes que necesitase para la sopa de Joanie's. Pediría cambio

en el hotel y llevaría su ropa sucia —solo la suya— a las lavadoras cutres del sótano.

No era la primera vez que lo hacía.

O tal vez lo mandaría todo a la porra y daría una vuelta en coche para ver si

florecían los campos.

Mientras se dirigía al pueblo, frunció el ceño.

—Bueno, ¿y ahora qué? —dijo entre dientes, al notar que la dirección rechinaba.

Dio un manotazo malhumorado al volante. Luego, resignada, se desvió hacia el

taller de Lynt.

Las puertas del garaje estaban abiertas, y en el elevador había un viejo utilitario.

De debajo del vehículo salió Lynt, alto y delgado a sus cuarenta años. La camisa de

cuadros remangada dejaba ver unos fuertes tendones. Del bolsillo trasero asomaba

un trapo manchado de aceite, llevaba una gorra también sucia de grasa y masticaba

tabaco.

Cuando Reece bajó del coche, apretó los labios y se echó hacia atrás la visera de

la gorra.

—¿Tiene problemas?

—Eso parece. La dirección hace cosas raras, rechina —respondió. Se dio cuenta

de que tenía los dientes apretados y relajó las mandíbulas.

—No me extraña, lleva las dos ruedas traseras prácticamente desinfladas.

—¿Desinfladas? —repitió ella, volviéndose a mirar—. Maldita sea. Ayer estaban

bien.

—Tal vez haya pisado algo.

Se agachó para echarle un vistazo al neumático trasero derecho.

—Debe de tener una fuga. Veré lo que puedo hacer.

—Llevo una de repuesto en el maletero.

Dios, ¿iba a tener que cambiar dos ruedas?

—Me pondré con ello en cuanto acabe con estas pastillas de freno. ¿Necesita

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que la lleve a algún sitio?

—No, no. Iré andando.

Sacó el ordenador portátil del asiento trasero. Luego retiró del llavero las llaves

de su casa y se las metió en el bolsillo.

—Si tengo que cambiar las ruedas, ¿cuánto cree que me costará?

—Ya nos preocuparemos de eso cuando llegue el momento —dijo él cogiendo

la llave del coche—. La llamaré.

—Gracias —contestó Reece mientras se colgaba el bolso de un hombro y el

ordenador portátil del otro.

En un intento por alejar el desánimo, se recordó que hacía un buen día para dar

un paseo. Tenía un empleo y un techo sobre su cabeza. Y si estaba enamorada de un

imbécil, solo tenía que empezar a esforzarse por superarlo.

Si su coche necesitaba neumáticos nuevos, iría caminando hasta que pudiese

permitirse comprarlos.

No tenía por qué tener un coche de inmediato. No tenía por qué tener un

amante. No tenía por qué tener nada, salvo a sí misma. Por eso se había ido de

Boston, por eso lo había dejado todo. Había demostrado que podía salir adelante,

podía curarse, podía construir una vida nueva.

Y si Brody creía que ella intentaba arrastrarle a esa vida, no solo era un imbécil,

sino un imbécil engreído.

De todos modos, necesitaba disponer de tiempo para sí misma para ponerse al

día con su diario y plantearse en serio lo de escribir el libro de cocina. Claro que

ahora no iba a aprovechar las relaciones de Brody, ese ofensivo hijo de puta, pero

quería organizar las recetas centrarse un poco más en la introducción.

Algo como... «No tiene por qué ser un gran cocinero para preparar deliciosas

comidas si cuenta con el asesoramiento de un experto.»

—Eso suena pomposo y condescendiente.

«¿Harto de intentar hallar una respuesta nueva a la pregunta "¿Qué hay para

cenar?" ¿Desesperado por encontrar algo interesante e innovador para ese brunch del

domingo? ¿Asustado porque el presidente de esa asociación le ha asignado la

preparación de los canapés?»

—Un poco flojo —dijo Reece en voz alta—, pero por algo hay que empezar.

—¡Hola!

Reece se paró de golpe y vio a Linda-Gail arrodillada en su diminuto patio

delantero. Tenía a su lado una bolsa negra de plástico llena de clavelones y

pensamientos.

—¿Estás demasiado ocupada hablando sola para hablar conmigo?

—¿Hablaba sola? Estaba repasando una cosa mentalmente, pero muchas veces

digo en voz alta lo que pienso. Esas flores son preciosas.

—Debería haber plantado antes los pensamientos —explicó echándose hacia

atrás el sombrero de paja—. No les perjudica el frío, pero entre una cosa y otra...

¿Qué haces por aquí?

—He tenido que llevarle el coche a Lynt porque tenía dos ruedas desinfladas.

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—Ese holgazán... Has salido temprano. Pensaba que hoy te quedarías en casa

de Brody.

—Pues está claro que él no. Se me ha ocurrido hacer la cama y ofrecerme a

meter su ropa en la lavadora con la mía. Cualquiera diría que me he sacado una

pistola de un bolsillo y un cura del otro.

—Los hombres son un asco. La otra noche puse a Cas de patitas en la calle. Se

enfadó porque no le dejé que me quitara las bragas.

—Los hombres son un asco.

—Pues que se vayan a la mierda. ¿Quieres plantar unos pensamientos y

maldecir los cromosomas Y?

—Me gustaría, de verdad, pero esta mañana tengo cosas que hacer.

—Entonces esta noche iremos a Clancy's después del trabajo, nos tomaremos

unas cervezas y cantaremos en el karaoke todas las canciones que tengan en contra

de los hombres.

Teniendo una amiga, ¿a quién le hacía falta un imbécil?

—Me parece bien. Nos veremos en el trabajo.

«Mira —pensó Reece de camino a casa—, puedo añadir algo más a mi lista de

cosas positivas. Tengo a Linda-Gail Case.»

«También tengo el lago», pensó cuando el camino giró hacia él. Azul y precioso,

con los verdes sauces que se inclinaban como bailarinas y los tiernos brotes de las

hojas de los álamos que empezaban a desplegarse.

Siguiendo un impulso, se dirigió hacia el agua en lugar de continuar en

dirección a casa. Dejó las bolsas en el suelo y se quitó los zapatos y los calcetines. Se

remangó los pantalones. Sentada en la orilla, balanceó los pies dentro del agua.

¡Estaba helada! Pero le importaba un rábano. Estaba sentada con los pies dentro

de las azules aguas del lago Ángel y los ojos clavados en la gran elevación de los

Tetons. Poco después estaría preparando sopa, escribiendo un libro de cocina y

clasificando la ropa para lavarla. ¿Podía haber algo más normal? Tendría que

apresurarse para hacerlo todo y no llegar tarde al trabajo. Y eso también era normal.

Así que, de momento, se limitaría a absorberlo todo.

Se tumbó y clavó los ojos en el cielo, azul como el lago y surcado por

inofensivas nubes blancas. El sol brillaba con fuerza, pero en lugar de sacar las gafas

de sol del bolso se cubrió los ojos con el brazo. Y escuchó.

El chapoteo del agua, el alegre sonido que producía cuando agitaba los pies. El

trino de los pájaros sonaba jubiloso, despreocupado. Oyó ladrar a un perro, el rodar

de un coche que pasaba. Se sentía completamente relajada.

La explosión repentina la llevó a ahogar un grito. Se incorporó tan rápido que

estuvo a punto de caer al agua. Logró contenerse, pero ya se había mojado una de las

perneras del pantalón hasta la rodilla.

—La furgoneta de Carl. Es la furgoneta de Cari —se recordó mientras se

acurrucaba sobre la hierba.

La vio circular con gran estrépito y traqueteo hacia la tienda. Se puso a cuatro

patas y se quedó donde estaba, tratando de recuperar el aliento.

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Y se ruborizó al ver que Debbie Mardson la observaba desde la puerta de On

the Trail.

—Sí, es la loca —masculló Reece entre dientes mientras se obligaba a sonreír y

saludar con la mano—. Solo está bañándose en un lago helado con toda la ropa

puesta. Nada del otro mundo.

Ya que el momento se había estropeado, agarró sus bolsas y sus zapatos, y echó

a andar descalza hasta su casa.

No importaba lo que pensara aquella maldita y casi perfecta Debbie Mardson.

Ni ella ni nadie. Tenía derecho a sentarse y balancear los pies dentro del lago. Tenía

derecho a saltar como un conejo al oír el maldito estallido de la furgoneta de Carl.

Se quitó los pantalones mojados y se puso unos secos. Y tenía derecho a hacer la

colada. Reunió la ropa y cogió el detergente y algunos de los pocos billetes de dólar

que le quedaban.

«Pongo la lavadora —pensó—, regreso a casa y empiezo la sopa. Vuelvo al

hotel y paso la ropa a la secadora. Regreso y trabajo en el libro de cocina.» Sacó la

cestita de la colada y se dirigió al hotel.

Como tenía que pasar por delante de On the Trail, fijó la vista al frente y rogó,

solo por esa vez, que Debbie no la viese. No cruzó corriendo por delante del

escaparate, pero apretó el paso y no aminoró la marcha hasta que llegó al hotel.

—Hola, Brenda. Día de colada. ¿Tienes cambio?

—Claro, no hay problema. —Brenda exhibió una amplia sonrisa y enarcó las

cejas—. Por cierto, ¿necesitas unos zapatos?

—¿Cómo?

—No llevas zapatos, Reece.

—¡Oh, Dios mío! —Reece se miró los pies descalzos y se ruborizó, pero cuando

miró de nuevo a Brenda la vergüenza se convirtió en mal genio al ver su expresión

de ironía—. Supongo que se me han ido de la cabeza. Ya sabes que mi cabeza no es

muy de fiar. Monedas de veinticinco centavos, por favor —añadió dejando los

billetes con fuerza sobre el mostrador.

Brenda los contó.

—Ahora mira por dónde pisas.

—Eso haré.

Como el ascensor no era una opción para ella, Reece bajó por la escalera.

Detestaba el puñetero sótano del hotel. Lo detestaba. Si Brody no se hubiese puesto

tan idiota, habría utilizado su lavadora y su secadora, y se habría ahorrado todas

aquellas molestias estúpidas.

—Siete por uno es siete —empezó mientras dejaba atrás la zona de

mantenimiento—. Siete por dos, catorce.

Repasó la tabla del siete y empezó con la del ocho; cuando la lavadora se puso a

zumbar, Reece salió precipitadamente de la zona de lavandería.

Redujo la velocidad hasta adoptar un paso normal cuando se acercaba al

vestíbulo. Saludó a Brenda con la mano. No tuvo tanta suerte al pasar de nuevo por

delante de la tienda de ropa.

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—Reece —Debbie salió por la puerta—, ¿estás bien?

—Claro, muy bien. ¿Cómo estás tú?

—Aún hace un poco de frío para ir descalza.

—¿Tú crees? Estoy endureciendo mis pies. Espero ser la primera mujer que

recorre descalza las Montañas Rocosas. Es mi sueño de toda la vida. Nos vemos.

«Vamos, cuenta eso por ahí», pensó Reece mientras volvía a casa.

En casa se lo quitó todo de la cabeza poniendo en marcha el caldo y haciendo

albóndigas para la sopa. Llegó a considerar la posibilidad de seguir descalza para dar

más que hablar, pero decidió que sería demasiado tonto y contraproducente. Se

escapó un momento al hotel y se enfrentó de nuevo con Brenda y el sótano para

trasladar su ropa de la lavadora a la secadora.

De nuevo en casa, se recordó que solo le quedaba un viaje. Y mucho tiempo

para escribir el borrador de la introducción del libro de cocina mientras su ropa se

centrifugaba.

Después de encender el ordenador portátil, calentó los músculos de escribir

actualizando su diario.

Cabreada con Brody. He hecho la cama y cree que voy a comprar los anillos de boda. ¿Es

así como funciona de verdad la mente masculina? En tal caso, necesitan una terapia seria

como especie.

En realidad, supongo que ya no soy bien recibida allí. Ha hecho más de lo que nadie

podía esperar en lo que a mí respecta. Así que trataré de estar agradecida además de cabreada

y me mantendré alejada de él.

El muy idiota.

Mientras tanto, he fortalecido mi estatus de tonta del pueblo teniendo un momento de

distracción perfectamente justificado y yendo sin zapatos al hotel para hacer la colada. Intento

no preocuparme por ello. Estoy preparando sopa, y solo he comprobado una vez que la puerta

estaba cerrada.

Puñeta, dos veces.

Puede que tenga que comprar dos neumáticos nuevos. Dios, qué deprimente. Lo que

antes habría sido un motivo de irritación sin importancia es un gran problema en mis actuales

circunstancias. No tengo suficiente dinero. Así de sencillo. Creo que durante las próximas

semanas iré a pie a todas partes.

Tal vez se produzca un milagro y llegue de verdad a escribir y vender el libro de cocina.

Me vendría muy bien una inyección monetaria para tenerla de reserva por si pasa algo.

Linda-Gail está plantando pensamientos. Esta noche después de trabajar iremos a

Clancy's aponer verdes a los hombres. Creo que es justo lo que necesito.

Satisfecha, abrió un documento nuevo y empezó a jugar con diferentes estilos y

enfoques para una introducción.

Cuando sonó el temporizador de cocina indicando que su ropa estaba lista,

grabó, desconectó y salió una vez más.

Decidió que echaría todo en la cesta y abandonaría lo antes posible aquel tétrico

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sótano. Doblaría la ropa en casa. Podía dejar la sopa hirviendo despacio mientras

trabajaba en Joanie's y subir en los descansos para echar un vistazo.

Esperaba que esa noche hubiese mucho trabajo. Trabajo era justo lo que

necesitaba.

Cruzó deprisa el vestíbulo y se ahorró la conversación con Brenda, pues no

estaba en recepción. Reece oyó el murmullo de su voz procedente de la parte de

atrás.

«Pequeños favores —pensó—. Algo más que agradecer.»

Esta vez Reece probó con la tabla del doce —una difícil— mientras se

apresuraba escalera abajo hasta llegar a la zona de lavandería.

Abrió la puerta de la secadora y no encontró nada.

—Vaya, esto es...

Abrió la otra secadora, creyendo que se había confundido. Pero estaba vacía.

—Esto es ridículo. Nadie bajaría aquí a robar mi ropa.

¿Y por qué estaba su cesta encima de la lavadora y no en la mesita plegable

donde estaba segura de haberla dejado? La cogió con movimientos cautos y luego

abrió despacio la lavadora.

Allí estaba su ropa, mojada y retorcida.

—La he puesto en la secadora —dijo mientras se metía una mano temblorosa en

el bolsillo para encontrar solo la moneda que le había quedado después de introducir

el cambio en las máquinas—. La he puesto en la secadora. Es el tercer viaje que hago.

El tercero. No la he dejado en la lavadora.

Sacó la ropa mojada con furia y la arrojó en la cesta. Un rotulador cayó al suelo.

Un rotulador rojo. Su rotulador rojo. Temblando, Reece lo echó en la cesta, con

la ropa que ahora vio manchada de rojo.

Alguien había hecho eso, alguien que quería hacerle creer que estaba perdiendo

la chaveta.

Alguien que podía estar allí abajo, observándola.

Su respiración se convirtió en un resuello mientras volvía la cabeza a derecha e

izquierda. Reprimió un gemido, agarró la cesta y echó a correr. El repentino sonido

metálico de una tubería hizo que diese un salto y emitiese un grito ahogado. El ruido

y el eco de sus propios zapatos contra el suelo de cemento le empujó el corazón hasta

la base de la garganta.

Esta vez llegó al vestíbulo corriendo y se lanzó hacia el mostrador. De nuevo en

su puesto, una sorprendida Brenda la miró boquiabierta.

—Hay alguien ahí abajo. Alguien ha bajado.

—¿Cómo? ¿Quién? ¿Estás bien?

—Mi ropa. Han metido mi ropa en la lavadora.

—Pero... Reece, la has metido tú en la lavadora —Brenda habló despacio, como

si tratase con un niño retrasado—. ¿Te acuerdas? Has bajado a lavar la ropa.

—¡Después! La he metido en la secadora, pero la he encontrado en la lavadora.

Me has visto volver para meterla en la secadora.

—Bueno... claro, te he visto volver y bajar. Puede que te hayas olvidado de

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meterla. Ya sabes, como te has olvidado de los zapatos. Yo siempre estoy haciendo

cosas así—añadió Brenda, esta vez sin ironía—. Ya sabes, me distraigo y me olvido...

—No se me ha olvidado. La he metido. Mira —la interrumpió Reece mientras

sacaba la moneda de veinticinco centavos—-. Esto es todo lo que me queda porque

he gastado lo demás en lavar y secar mi puñetera ropa. ¿Quién ha bajado?

—Oye, cálmate. No he visto bajar a nadie aparte de a ti.

—A lo mejor has bajado tú.

—¡Dios mío, Reece! —replicó Brenda, con una expresión de sincero sobresalto

pintada en el rostro—. ¿Por qué iba a hacer algo así? Tienes que pensar lo que dices.

Si necesitas más monedas, puedo...

—No necesito nada.

Dominada por la rabia y el pánico, Reece salió jadeando a la calle y echó a

correr con su cesta de ropa mojada.

«Vete a casa —pensó—. Entra. Cierra la puerta.»

Al oír un claxon, dio un traspié y se volvió de golpe levantando la cesta como

un escudo. Observó que su coche se detenía en su lugar habitual, junto a los

peldaños. Lynt bajó del vehículo.

—No pretendía asustarla.

Reece consiguió saludarle con un gesto de la cabeza. ¿Por qué la observaba así,

como si fuese una extraterrestre? ¿Por qué la miraba la gente así?

—Mmm, los neumáticos están bien. Solo estaban bajos. Muy bajos. Los he

inflado.

—Oh, gracias, muchas gracias.

—Y, mmm, ya que estaba en ello, iba a comprobar la rueda de recambio. Pero...

Reece se humedeció los rígidos labios.

—¿Le pasa algo a la rueda de recambio?

—Él caso es... —empezó Lynt, tirando de la visera de su gorra y removiéndose,

inquieto—. Está como enterrada ahí.

—No sé a qué se refiere —respondió ella; apoyó la cesta en los peldaños y se

acercó al coche—. Ahí dentro solo llevo el equipo de emergencias.

Al ver que el hombre vacilaba, Reece le quitó la llave y abrió el maletero.

El olor llegó primero. Basura por todas partes. El maletero estaba lleno de ella.

Cascaras de huevo, café molido, papeles húmedos y sucios, latas vacías... Como si

alguien hubiese volcado un cubo de basura en su interior.

—No sabía qué hacer.

—Yo no he hecho esto —dijo Reece antes de retroceder uno, dos pasos—. Yo no

he hecho esto. ¿Lo ha hecho usted?

El mismo sobresalto repentino que había aparecido en la cara de Brenda

apareció en la de Lynt.

—Claro que no, Reece. Lo he encontrado así.

—Alguien ha hecho esto. Yo no he hecho esto. Alguien me está haciendo esto.

Alguien...

—No me gusta que la gente grite junto a mi local. —Joanie salió por la puerta

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de atrás y se acercó por el lateral del edificio—. ¿Qué pasa aquí? Santo cielo, por el

amor de Dios, ¿qué es todo esto?

Atisbo dentro del maletero arrugando la nariz.

—Yo no he hecho esto —empezó Reece.

—Pues, desde luego, yo tampoco. He ido a coger la rueda de recambio —dijo

Lynt— y me lo he encontrado. Se le ha metido en la cabeza que yo he echado toda

esta basura aquí dentro.

—Está trastornada. Mierda, Lynt, ¿no lo estarías tú en su lugar? Estos críos... —

dijo Joanie en tono ligero—. Habrán sido unos cuantos críos estúpidos. Lynt, tengo

unos cubos ahí atrás y unos guantes de goma en el almacén. Échame una mano para

limpiar esto.

—Yo lo haré —dijo Reece, arrancando las palabras de su garganta irritada—. Lo

siento, Lynt. Es que no entiendo...

—Sube —le ordenó Joanie—. Vamos. Lynt y Pete pueden ocuparse de esto. Yo

subiré dentro de un momento. No discutas conmigo —añadió cuando Reece empezó

a protestar.

—Lo siento —repitió Reece con voz cansada al tiempo que cogía la cesta—. Lo

siento. ¿Cuánto le debo?

—No le cobraré nada —respondió Lynt—. No he hecho más que inflar los

neumáticos.

Joanie le dio a Lynt una palmadita en el brazo mientras Reece subía por la

escalera.

—Ve atrás, ¿vale? Dile a Pete que te eche una mano con esto. La próxima vez

que vengas a comer, invita la casa.

—¿Cómo iban a abrir unos críos el maletero, Joanie? Te aseguro que no lo han

forzado.

—Sabe Dios cómo hacen los críos las cosas. O por qué motivo —dijo antes de

que Lynt pudiese formular la pregunta—. Pero el caso es que ese maletero está lleno

de basura. Pete y tú podéis encargaros de eso.

Cuando Joanie entró en el apartamento, Reece estaba sentada en un lado del

diván, con la cesta de ropa mojada a sus pies.

—La sopa huele bien. —Joanie se acercó y miró la cesta frunciendo el ceño—.

Esa ropa se llenará de hongos si no la tiendes. ¿Por qué no la has metido en la

secadora?

—Creía haberlo hecho. Estoy segura de haberlo hecho. Pero estaba en la

lavadora.

—¿Qué demonios es eso?

—Tinta. Tinta roja. Alguien ha metido mi rotulador rojo en la lavadora con la

ropa.

Joanie infló los carrillos. Fue a sacar un plato pequeño del armario de Reece. Al

volver, encendió un cigarrillo y se sentó en la cama junto a Reece.

—Voy a fumarme un cigarrillo y tú vas a contarme qué está pasando.

—No sé qué está pasando. Lo que sí sé es que he metido esa ropa en la

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secadora, he echado el dinero y he pulsado el botón. Pero cuando he vuelto a

buscarla estaba en la lavadora, mojada. Sé que no he metido esa basura en el

maletero del coche, pero ahí está. No escribí por todo el cuarto de baño.

—¿Mi cuarto de baño? —Joanie se levantó de golpe y fue a echar un vistazo—.

No veo que hayan escrito nada.

—Brody lo tapó con pintura. No metí mis botas de excursión en el armario de la

cocina ni mi linterna en la nevera. No hice todas esas cosas, pero ocurrieron de todos

modos.

—Mírame. Mírame a la cara, vamos.

Cuando Reece obedeció, Joanie observó su cara, sus ojos.

—¿Has tomado medicamentos o drogas?

—No, solo la infusión que el doctor me preparó. Y Tylenol. Pero todas las

pastillas que guardaba por si acaso acabaron en el almirez.

—¿Por qué iba hacer alguien eso, o lo demás?

—Para hacerme creer que estoy loca. Para volverme loca, cosa nada difícil.

Porque vi lo que vi, pero es fácil quitarse de encima a una loca.

—Encontraron un cadáver...

—No era ella —interrumpió Reece, y su voz empezó a alzarse y a volverse más

aguda—. No era la misma. No era ella, y...

—Para —le ordenó Joanie, con voz tajante—. No pienso hablar contigo si no te

tranquilizas.

—Inténtalo tú, intenta estar tranquila cuando alguien te está haciendo esas

cosas. Muéstrate racional cuando no sabes qué será lo próximo, ni cuándo ocurrirá.

Mi ropa está echada a perder. Apenas me quedaba el dinero suficiente hasta el día de

cobro para lavarla; ahora está echada a perder.

—Puedes abrir una cuenta en la tienda de Mac; si necesitas sustituir algunas

cosas, te daré un adelanto.

—Esa no es la cuestión.

—No, claro, pero es mejor que nada. ¿Cuánto hace que ocurre esto?

—Pequeñas cosas desde... casi desde que vi cómo asesinaban a aquella mujer.

No sé qué hacer.

—Deberías hablar con el sheriff.

—¿Por qué? —Reece se pasó las manos por el cabello y cerró los puños sin

bajarlas—. ¿Crees que en ese montón de basura hay huellas?

—Aun así, Reece.

—Sí —cedió la joven con un suspiro y bajó las manos para pasárselas por la

cara—. Sí, se lo diré al sheriff.

—Muy bien. De momento, más te vale repasar esa ropa, volqué prendas puedes

salvar y tenderlas. Si necesitas una camisa o ropa interior, puedes ir a Mac en tu rato

de descanso. Faltan unos cinco minutos para que empiece tu turno.

Joanie apagó el cigarrillo. Se levantó y se sacó del bolsillo un billete de veinte

dólares.

—Por pintar el cuarto de baño.

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—Yo no lo hice. Lo pintó Brody.

—Entonces, si quieres hacer el tonto dáselo a Brody.

El orgullo luchó con el sentido práctico, y resultó que el sentido práctico tenía

más músculos.

—Gracias.

—¿Sabe Brody todo esto?

—Sí, excepto lo que ha pasado hoy.

—¿Quieres llamarle antes de bajar a trabajar?

—No. Al parecer, le estorbo.

Joanie resopló.

—Los hombres tienen su utilidad, pero a menos que estés debajo de uno

teniendo un orgasmo, es difícil ver qué más pueden ofrecer. Tranquilízate y baja.

Esta noche tenemos costillas asadas de menú.

Reece hizo un esfuerzo y hurgó con el pie en la cesta.

—¿Costillas de qué?

—De búfalo —dijo Joanie esbozando una sonrisa—. A lo mejor sabes

convertirlas en un plato elegante.

—Pues en realidad...

—Entonces baja pitando y hazlo. Yo solo tengo dos manos.

Brody consideró la posibilidad de meter una pizza congelada en el horno y

pensó en pollo y budines.

Decidió que ella lo había hecho a propósito. Decirle aquello para que no

pudiese pensar en nada más que en ella... En eso, corrigió.

Solo quería que se calmase. ¿No era exactamente eso lo que había dicho? Pero

ella había reaccionado de forma exagerada, como siempre hacían las mujeres.

Un hombre tenía derecho a respirar un poco en su propia casa, ¿no? A disfrutar

de un poco de soledad sin una mujer dándole la lata.

Tenía derecho a cenar pizza congelada si quería. Lo único que ocurría es que no

era así. Quería una buena cena caliente. Y sabía dónde conseguirla.

«Yo ya comía en Ángel Food antes de que ella llegase», pensó Brody mientras

salía a coger el coche. No iba a Joanie's porque ella estuviese allí. Eso era solo un

detalle. Y si ella decidía ignorarle, era su problema. El solo quería una cena decente a

un precio razonable.

Pero cuando aparcó delante del restaurante, la propia Joanie salió a hablar con

él.

—Ahora me iba a verte —dijo.

—¿Para qué? ¿Reece está...?

—Sí, Reece está. —En esa inquietud instantánea, la mujer vio lo que esperaba.

Brody estaba loco por ella—. Ven a dar un paseo. Tengo diez minutos —añadió.

Se lo explicó enseguida, haciendo caso omiso de sus interrupciones e ignorando

su mal humor.

—Ha dicho que llamaría al sheriff, pero no lo ha hecho. Aún no. Se controla una

vez que recupera el equilibrio. Esa basura en el maletero ha sido una jugada muy fea.

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No me gustan esas cosas.

—Todo ha sido así de feo. Necesito hablar con ella ahora mismo.

—Si quiere, puede tomarse diez minutos. Entra por la puerta de atrás. No

quiero que os escupáis el uno al otro por encima del mostrador.

Hizo lo que Joanie sugería, rozó a Pete al pasar y tomó a Reece del brazo.

—Vamos fuera.

—Estoy ocupada.

—Eso puede esperar.

La arrastró a la calle.

—Solo un puñetero minuto. Estoy trabajando. Nadie viene y tira de ti cuando

estás trabajando. Si tienes algo que decirme, puedes hacerlo cuando termine.

—¿Por qué demonios no me has llamado cuando ha pasado toda esa mierda?

—Como siempre, acabarías enterándote —dijo ella en tono agrio—. Y no me

apetecía llamarte. Si has venido para acudir al rescate, no te detengas. No necesito un

héroe. Necesito hacer mi trabajo.

—Esperaré a que acabes y te llevaré a mi casa. Por la mañana iremos a ver a

Rick.

—No quiero que nadie me espere, y cuando termine tengo planes.

—¿Qué planes?

—Eso no es cosa tuya. No necesito que me acompañes a ver al sheriff. No

necesito canguro, caballero andante ni compasión, igual que tú no necesitas que haga

tu cama o ponga tu ropa en la lavadora. Y no es mi turno de descanso.

Cuando se giró hacia la puerta, Brody la tomó del brazo y la obligó a volverse

otra vez.

—¡Maldita sea, Reece! —exclamó, y cedió con un suspiro—. Maldita sea —dijo

en voz baja—. Ven a casa.

Ella le miró y luego cerró los ojos.

—Tu reacción de esta mañana ha sido un golpe bajo. Creo que es mejor que los

dos nos tomemos un tiempo para pensar. Creo que sería mejor que los dos

estuviésemos seguros de lo que significa eso y de si es lo que los dos queremos.

Quizá hablemos mañana.

—Dormiré en mi despacho, o abajo, en el sofá.

—No iré a tu casa para que me protejas. Si resulta que quieres más que eso, ya

veremos qué pasa. Más vale que lo averigües antes de que volvamos a hablar.

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NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS

— 248 —

Capítulo 22

Una cerveza —pensó Reece—. Si una mujer no puede permitirse una cerveza,

¿qué sentido tiene conservar un empleo y trabajar hasta tener la espalda molida al

final de una larga jornada?

Clancy's estaba repleto de gente del pueblo y de turistas que habían acudido a

la zona para pescar o ir en barca, para hacer excursiones o montar a caballo. El

larguirucho Reuben se hallaba al micrófono y ofrecía una versión llena de

sentimiento de «You'll think of me», de Keith Urban. Un grupo de vaqueros jugaba

una partida de billar con un par de chicas de ciudad, así que las bolas chocaban

envueltas en una fina neblina sexual. Dos parejas del Este brindaban y se hacían fotos

contra el fondo de cabezas de alces y muflones.

En la barra, Cas meditaba con la ayuda de una botella de Big Horn.

—Parece que está sufriendo —dijo Reece.

Linda-Gail se encogió de hombros.

—No lo suficiente. Esta vez tendrá que venir por donde yo diga y con el

sombrero en la mano. Puedo esperar —dijo antes de coger una de las galletitas

saladas del cuenco de plástico negro que había sobre la mesa y morderla con

fuerza—. Llevo casi toda mi vida colgada de ese estúpido vaquero, y le he dado el

tiempo y el espacio suficiente para que acabe de montar a toda la cuadra.

—Bonita metáfora—dijo Reece.

Pero Linda-Gail no estaba para cumplidos.

—Supuse que Cas llevaba en la sangre más avena loca que la mayoría, así que,

vale, dejé que la sembrara, que se sacara toda esa ansia del cuerpo. Cuando un

hombre como ese chasquea los dedos, las mujeres se le echan encima.

Reece levantó una mano.

—Yo no.

—Ya, pero tú estás loca.

—Cierto. Supongo que eso lo explica.

—Pero ahora estoy dispuesta a empezar a construir el resto de mi vida —dijo

Linda-Gail con los ojos clavados en la espalda de Cas mientras mordía otra

galletita—. O se adapta, o no se adapta.

Reece reflexionó.

—Los hombres son unos cabrones —dijo por fin.

—Oh, sí, claro que lo son. Pero es que las mujeres no me gustan de la misma

forma, así que voy a necesitar a un hombre para poner las cosas en marcha.

—¿Qué clase de cosas?

Apoyando el codo sobre la mesa, Linda-Gail descansó la barbilla en la palma de

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la mano.

—Quiero comprarle mi casa a Joanie. Me la vendería si se lo pidiera. Y cuando

esté dispuesta a retirarse, quiero llevar Ángel Food.

Reece asintió, nada sorprendida.

—Lo harías bien.

—Desde luego que sí. Y poner un par de candelabros de plata en la mesa del

comedor. Bonitos, para que los herede mi hija. Quiero una hija en particular, aunque

lo que me gustaría de verdad sería tener uno de cada. Un niño y una niña. Quiero un

hombre que trabaje a mi lado, y que me mire como si yo siempre tuviese razón.

Quiero oír cómo se limpia las botas en la puerta por la noche mientras se hace la

cena. Y alguna que otra vez, solo de vez en cuando, quiero que me traiga flores al

volver a casa.

—Eso está muy bien.

—Y quiero que sea un toro en la cama, y que me deje sorda, muda y ciega con

bastante frecuencia.

—Excelentes objetivos. ¿Cas está a la altura?

—En cuanto a la parte sexual, estoy bastante segura, aunque solo he visto el

avance y no la película entera —dijo sonriendo, mientras cogía otra galletita—. ¿El

resto? Tiene posibilidades, Pero si quiere echarlas a perder, no puedo detenerle.

¿Quieres otra cerveza?

—No, estoy bien.

Linda-Gail pidió una mientras las dos mujeres del Este ocupaban el escenario

con una enérgica versión de «I feel like a woman».

—¿Y tú? ¿Cuáles son tus excelentes objetivos?

—Antes eran dirigir la mejor cocina del mejor restaurante de Boston. Ser

considerada uno de los diez mejores, o de los cinco mejores, cocineros del país.

Quería casarme y tener hijos, pero pensaba que había mucho tiempo para eso. Algún

día. Luego, después de que me hiriesen, solo quería pasar el momento. Luego, la

hora siguiente, y luego, el día siguiente.

—Nadie sabe cómo es eso hasta que le ha ocurrido —dijo Linda-Gail al cabo de

un momento—. Pero creo que es lo más inteligente que se puede hacer. Tienes que

pasar los días para seguir adelante.

—Ahora quiero mi casa. Cumplir con mi jornada laboral y poder tomar una

copa con una amiga.

—¿Y Brody?

—No puedo imaginarme no deseándole. Esta noche ha entrado en la cocina por

la puerta de atrás y me ha arrastrado hasta la calle.

—¿Qué? ¿Cómo? —Linda-Gail apoyó la nueva cerveza tan deprisa sobre la

mesa que la espuma se desbordó por los lados—. ¿Cómo me he perdido eso? ¿Qué

ha pasado?

—Quería que volviese a su casa con él.

—¿Y cuál es el motivo de que estés aquí tomando una cerveza y escuchando un

karaoke nefasto? En este momento en particular, nefasto es poco.

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— 250 —

Reece apretó los dientes.

—No volveré hasta que esté segura de que me quiere allí, y no para

protegerme. Voy a comprarme un perro —dijo frunciendo el entrecejo.

—Me he perdido.

—Si solo quiero protección, me compraré un puñetero perro. Quiero un amante

en un plano de igualdad. Y si voy a estar en esa cabaña con él, no quiero sentirme

como una invitada. Ni siquiera se ha ofrecido a dejarme un cajón de su armario.

Linda-Gail puso mala cara y volvió a apoyar la barbilla en la mano.

—Los hombres son un asco.

—Tienes toda la razón. Me cabrea estar enamorada de él.

Con mirada triste, Linda-Gail golpeó ligeramente el vaso de Reece con el suyo.

—Estoy contigo.

Entonces echó un vistazo hacia la barra y vio que Cas estaba contándole sus

penas a una de las camareras. Sabía que era una de las mujeres con las que se había

acostado en algún momento.

—Vamos a bailar.

Reece parpadeó.

—¿Cómo?

—Vamos a ver si hay un par de pescadores con mosca que quieran dar unas

vueltas por la pista de baile.

La pista de baile consistía en un escaso listón de madera delante del escenario, y

los pescadores con mosca estaban medio borrachos y con ganas de camorra.

—No me apetece mucho.

—Pues yo voy a ver si escojo a uno.

Metió la mano en el bolso y sacó un pintalabios. Se pintó los labios a la

perfección —de un rojo muy atrevido— sin necesidad de espejo, y se echó hacia

atrás.

—¿Qué pinta tengo?

—Ahora mismo, un tanto peligrosa. Deberías...

—Perfecto.

Sacudiendo el cabello hacia atrás, Linda-Gail entró en el campo visual de Cas.

Luego apoyó las palmas de las manos en la mesa donde estaban sentados los tres

hombres y se inclinó hacia delante.

Reece no oía lo que decían, pero no le hacía falta. Los hombres sonreían; Cas

tenía aspecto de asesino.

«Una mala idea —pensó Reece—. Esa clase de juegos siempre son una mala

idea.» Pero Linda-Gail se paseaba ya de la mano de uno de los hombres mientras sus

compañeros silbaban y animaban. Ella le llevó a la pista, le puso las manos en los

hombros y empezó a mover las caderas.

En la mesa, los otros dos gritaron. Uno de ellos exclamó.

—¡No te cortes, Chuck!

Y Chuck plantó las manos en el culo de Linda-Gail.

A pesar de la distancia, a pesar de la neblina de humo azul, Reece vio que los

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nudillos de Cas se volvían blancos sobre el largo cuello de su cerveza.

«Una idea malísima», decidió Reece. Su conclusión se vio confirmada cuando

Cas apoyó con fuerza la botella en la barra y se dirigió a grandes zancadas a la pista

de baile.

Reece pudo oír algunos fragmentos de la conversación.

—El culo es mío, gilipollas —decía Linda-Gail.

—Ocúpate de tus asuntos, tío —decía Chuck.

Las dos mujeres del Este, que habían pasado de Shania Twain a una versión

achispada de «Stand by your man», habían dejado de cantar y los miraban

descolocadas y fascinadas.

Chuck empujó a Cas; Cas empujó a Chuck. Linda-Gail se empleó a fondo con

sus sesenta kilos y los empujó a los dos.

Cualquier esperanza de que todo acabase en eso se desvaneció cuando Reece

vio que los amigos de Chuck se levantaban de la mesa.

La pequeña manada de vaqueros que estaban jugando al billar dio un paso

adelante. Al fin y al cabo, Cas era uno de los suyos.

«Voy a estar en el centro de una pelea de bar», pensó Reece, asombrada. A

punto de verse atrapada en una refrigera en un karaoke de Wyoming.

Salvo que consiguiese agarrar a Linda-Gail y echar a correr.

Miró rápidamente a su alrededor para comprobar la dirección y distancia de la

salida.

Y entonces, entre la ruidosa multitud puesta en pie, vio a un hombre que

llevaba una gorra de cazador anaranjada.

Se levantó tambaleándose, sin respiración, tiró la cerveza al suelo, el vidrio se

hizo añicos con un sonido como el de un disparo, dio un traspié y, al tratar de

recuperar el equilibrio, empujó a uno de los vaqueros, que chocó con fuerza contra

uno de los pescadores.

Los puños volaban. En el escenario, las mujeres gritaban abrazadas. Los

cuerpos caían con un ruido sordo contra las mesas y la barra, y en algunos casos

incluso encima. Vasos y botellas se estrellaron contra el suelo y se hicieron añicos, la

madera se astilló. Reece habría jurado que oyó a alguien gritar « Yija!» antes de que

un codo la alcanzara en el pómulo y la enviase al suelo cuan larga era, dentro de un

charco de cerveza.

Apestando a cerveza y humo, sujetando una bolsa de hielo contra su palpitante

pómulo, Reece permanecía sentada en la oficina del sheriff. Si se había sentido más

humillada en su vida, su cerebro no permitía que el incidente anterior saliese a la

superficie.

—Lo último que esperaba de usted era traerla aquí por una pelea de bar.

—No estaba en mis planes para esta velada. Simplemente sucedió. Y yo no

estaba peleando.

—Ha empujado a Jud Horst contra un tal Robert Gavin, provocando el

incidente. Ha lanzado su cerveza.

—¡No lo he hecho! He tirado mi cerveza sin querer al tratar de levantarme de la

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mesa y he tropezado con Jud. Ha sido un accidente.

—Estaba bebiendo —continuó Rick.

—Media cerveza. Por el amor de Dios. Me encontraba en un bar; claro que

estaba bebiendo. Como todos los demás. Y no estaba borracha. Me asusté, vale. Eso

es. Me asusté. Vi...

—¿Qué vio?

—Vi a un hombre con una gorra anaranjada detrás de la multitud.

La expresión aburrida y enojada de Rick cambió de pronto.

—¿Vio al hombre que había visto junto al río?

—No lo sé. No pude verlo bien. Todo ocurrió tan deprisa... Me levanté. Quería

marcharme. Quería verlo mejor.

—¿Quería marchase o verle mejor?

—Las dos cosas —replicó ella en tono seco—. Estaba asustada. Se me cayó la

cerveza. Di un traspié. Eso es todo.

El suspiró con fuerza. Le había sacado de la cama la llamada histérica de una de

las camareras de Clancy's. Acababa de cerrar los ojos y había tenido que levantarse,

volver a vestirse y bajar a poner orden en el bar.

Ahora tenía que abrirse paso entre daños contra la propiedad, daños personales

y posibles cargos civiles y penales.

—Min Hobalt afirma que usted la golpeó. Tengo aquí otra declaración que dice

que derribó una mesa, lo que provocó que una jarra de cerveza cayese sobre el pie de

una tal Lee Shanks de San Diego. Tengo a una turista con un dedo del pie roto.

—Yo no le he pegado a nadie —aseguró Reece, pese a que no estaba del todo

segura—. No a propósito. Trataba de recuperar el equilibrio. Me dieron un codazo en

la cara y vi las estrellas. Me sentía asustada. Me caí contra una mesa, no la derribé.

Son cosas muy distintas. Soy yo la que se ha llevado un golpe en la cara —continuó—

. Soy yo la que tiene todo el cuerpo magullado.

Él resopló.

—¿Quién empezó?

—No lo sé. El tipo al que llamaban Chuck le dio un pequeño empujón a Cas;

Cas se lo devolvió. Luego vi...vi la gorra.

—Vio la gorra.

—Sé que suena ridículo. Y sí, sí, ya sé que muchos hombres de por aquí llevan

esa maldita gorra. Pero estaba nerviosa porque veía que se avecinaba una pelea,

entonces vi la gorra y perdí un poco los papeles. Vaya sorpresa.

—Clancy ha dicho que se disponía a acabar con aquello cuando ese vaso se cayó

al suelo. Dice que fue como si sonase la campana en un ring de boxeo. Y cuando ese

vaquero chocó contra el turista, no hizo falta nada más.

—O sea, que es culpa mía —dijo Reece, imperturbable—. Muy bien. Acúseme

de provocar disturbios, o lo que quiera. Eso sí, deme una puñetera aspirina antes de

cerrar la celda.

—Nadie va a encerrarla. Por el amor de Dios. —Rick se frotó la cara y se

pellizcó el puente de la nariz—. El caso es que tiene la costumbre de liar las cosas.

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¿Ha tenido hoy algún problema en la lavandería del hotel?

—Pues...

Por supuesto, lo sabía. Brenda y Debbie, la esposa del sheriff, eran como uña y

carne. Reece supuso que aquella noche a la hora de la cena había sido el tema

principal de conversación en torno a la mesa de los Mardson.

—Eso ha sido distinto. Alguien me ha gastado una broma. Pero a mí no me ha

hecho gracia.

Mientras Rick, con las cejas en alto, aguardaba sus explicaciones, Reece

consideró si sería sensato contarle la verdad.

Y decidió que la verdad sonaría absurda en ese momento.

—No ha sido nada. No importa. ¿Interroga a todos los que tienen unas palabras

con la recepcionista del hotel, o solo a mí?

La expresión de él se endureció.

—Tengo que hacer mi trabajo, Reece, aunque a usted no le guste cómo lo hago.

Ahora debo ocuparme de este jaleo. Puede que mañana necesite hablar otra vez con

usted.

—Entonces, ¿soy libre de marcharme?

—Sí. ¿Quiere que el doctor le mire esa mejilla?

—No —dijo mientras se ponía en pie—. Yo no he empezado lo que ha ocurrido

esta noche, y no lo he acabado. Solo me he visto atrapada en medio.

Se volvió hacia la puerta.

—Tiene la costumbre de verse atrapada en medio de las cosas. Y, Reece, si da

un salto cada vez que ve algo naranja, vamos a tener un problema.

Reece no se detuvo. Anhelaba llegar a su casa para cauterizar su rabia y

humillación en privado.

Pero enseguida comprendió que primero tendría que pasar por encima de

Brody. Estaba sentado en una de las sillas de las visitas de la oficina exterior, con las

piernas estiradas y los ojos entornados, y Reece trató sencillamente de rodearle.

—Quieta ahí, Flaca —dijo mientras se levantaba despacio—. Echemos un

vistazo a esa cara.

—No hay nada que ver.

El llegó primero a la puerta, cerró la mano en torno al pomo y luego se limitó a

apoyarse en ella.

—Hueles como el suelo del bar.

—Esta noche me he pasado un rato en él. ¿Me disculpas?

Brody abrió la puerta, pero la tomó del brazo en cuanto estuvieron en la calle.

—Evitémonos esa ridícula rutina de que quieres volver a casa sola y a pie. Es

tarde; yo conduzco.

Como le dolía casi todo el cuerpo, incluyendo la rodilla sobre la que debía de

haber caído durante la riña, no se molestó en discutir.

—Muy bien. ¿Que haces aquí?

—Linda-Gail me ha llamado por si necesitabas a alguien que pagase la fianza —

le explicó mientras abría la puerta del pasajero—. Desde luego, haces que la vida

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resulte interesante.

—Yo no he hecho nada.

—Mantente fiel a tu versión.

Reece permaneció en silencio hasta que él rodeó el capó y se sentó al volante.

—¿Crees que tiene gracia?

—Posee varios de los clásicos elementos necesarios para la farsa. Sí, creo que

tiene gracia. La única mujer, aparte de ti, a la que he tenido que ir a recoger a una

comisaría fue una bailarina de striptease a la que conocí en Chicago que aporreó a un

tipo con una botella de cerveza cuando él se entusiasmó demasiado mientras ella

bailaba en sus rodillas en una fiesta de soltero. Fue mucho más agradecida que tú.

—Linda-Gail es quién te ha llamado, no yo. —Reece cruzó los brazos; anhelaba

hielo y una aspirina—. Y de todos modos, es culpa suya. Nada de esto habría pasado

si no se le hubiese metido en la cabeza la absurda idea de poner celoso a Cas.

—¿Por qué iba a hacer eso?

—Porque está enamorada de él.

—Está enamorada de Cas, y por eso ha provocado una pelea en un bar. Tiene

mucho sentido.

En el estrafalario mundo en el que vivían las mujeres.

—Bueno, Flaca, ¿en tu casa o en la mía? —añadió.

—En la mía. Puedes dejarme allí y considera cumplidos tus deberes de buen

samaritano.

Arrancó el coche y se puso a tamborilear con los dedos contra el volante.

—¿Quieres saber por qué me he levantado de la cama y he venido a buscarte

cuando ha llamado Linda-Gail?

Reece cerró los ojos.

—Porque te gusta salvar a las bailarinas de striptease y a las lunáticas.

—Puede que sea eso, o puede que me preocupe por ti.

—Puede que sí. Ya me lo dirás cuando lo averigües.

—Maldita sea, sabes que me preocupo por ti. ¿Por qué otro motivo iba a estar

despierto en la cama maldiciéndote cuando ha llamado tu cómplice?

—No tengo ni idea.

—Pienso en ti. Eso me fastidia —dijo; en su voz se percibía el resentimiento—.

Tú me fastidias.

—Como esta es la segunda vez que apareces de pronto delante de mí esta

noche, yo diría que eres tú el que me fastidia a mí —contestó ella, mientras Brody

aparcaba detrás de su coche—. Querías que me fuese de tu casa y me he marchado.

Querías que me calmase, que echase el freno, y lo he hecho. Si cambias de capricho,

Brody, no es mi problema.

—¡Qué tozuda! —se desquitó él—. Esta mañana me he sentido presionado.

Todo ha empezado con la sopa italiana de boda, por el amor de Dios.

—¿Qué tiene de malo la sopa italiana de boda? Era una de mis especialidades

cuando... ¡Oh, qué idiota eres! ¿Boda? ¿Te dan escalofríos al oír la palabra?

Brody se sintió casi violento.

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—No me dan escalofríos.

—¿Voy a hacer sopa y a ti se te mete en esa cabeza de chorlito que voy a elegir

la porcelana para la lista de bodas? ¡Qué gilipollas!

Se dispuso a abrir la puerta, pero él se inclinó sobre ella y le sujetó la mano.

Prefería estar cabreado a sentirse violento.

—Has hecho la cama, te has ofrecido a lavar mi ropa. Me has preguntado qué

quería para desayunar.

Reece le apoyó la mano libre en el pecho y le empujó.

—He dormido en la cama, y por eso la he hecho. Me has dejado estar en tu casa

cuando necesitaba un refugio, y de todos modos iba a poner una lavadora. He

pensado que podía corresponderte un poco haciendo parte de las tareas domésticas.

Me gusta cocinar para ti. Me gusta cocinar y punto. Eso ha sido todo.

—Dijiste que me querías.

—Es verdad, pero no te pedí que me quisieras también. No me he suscrito a la

revista Novias. Ni siquiera te he pedido nunca que vaciases un cajón para que

tuviese algún sitio donde poner mis cosas. Nunca te he pedido nada que no fuese

compañerismo.

Era horrible tener toda la culpa.

—Vale, pues he reaccionado de forma exagerada...

—Ya lo has dicho antes. Estoy cansada, Brody. Si quieres discutir esto a fondo,

tendrá que ser en otro momento. Quiero irme a la cama.

—Espera, maldita sea.

Brody se apoyó en el respaldo y se pasó los dedos por el pelo con una expresión

afligida y frustrada.

—Esta mañana no he estado muy acertado. Lo siento.

Reece guardó silencio por un momento.

—Guau, apuesto a que decir eso te ha dolido tanto como me duele a mí la cara.

—Puede que más. No me obligues a repetirlo.

—Con una vez es suficiente.

Le tocó el brazo y luego alargó el brazo de nuevo para abrir la puerta.

—¿Puedes esperar? Maldita sea. Escúchame.

Siguió un silencio y Reece le observó.

—Te escucho.

—Vale. Antes has dicho que no querías que cuidase de ti. Está bien. La idea de

querer cuidar de ti me asusta muchísimo. Pero quiero estar contigo. No hay nadie

más con quien quiera estar. ¿Podemos volver a eso?

Reece abrió la puerta y luego se detuvo, Le miró. La vida era terriblemente

corta. ¿Quién lo sabía mejor que ella?

—Esto es todo lo que buscaba. ¿Quieres subir?

—Sí.

Brody esperó mientras ella rodeaba el coche y luego alargó la mano para tomar

la de ella.

—Ven un momento —dijo; se inclinó y rozó con sus labios la mejilla

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magullada—. Debe de dolerte mucho.

—Y que lo digas. Deberías saber que hoy no voy a ser muy buena compañía.

Todo lo que quiero es un baño caliente, un frasco de aspirinas y una cama blanda.

—No tienes una cama blanda.

—Ya lo compensaré —dijo mientras abría la puerta—. Me siento como si

hubiese estado en un partido de fútbol. En el papel de pelota.

Cuando entró, Brody tiró de Reece hacia atrás y se colocó delante de ella.

—¿Qué es ese sonido? —preguntó ella—. ¿Lo oyes? Parece el correr del agua.

—Quédate aquí.

Por supuesto, no pudo obedecerle, y entró con precaución detrás de él.

—El baño —susurró Reece—. La puerta está cerrada. Nunca cierro la puerta

porque necesito poder ver el interior del cuarto de baño cuando entro en el

apartamento. Hay un grifo abierto. Oh, Dios mío, el agua sale por debajo de la

puerta.

Brody empujó la puerta y salió más agua. Dentro, la bañera rebosaba mientras

el agua que salía del grifo fluía en su interior. Las pocas cosas que Reece había

considerado aprovechables después del incidente de la lavandería flotaban como

restos de un naufragio.

—No me lo he dejado abierto. Ni siquiera lo había abierto. Solo he subido un

momento...

Sin decir nada, Brody se acercó al grifo, chapoteando, para cerrarlo. Se remandó

la camisa, meto el brazo en el agua y tiró del tapón.

—He colgado esas cosas sobre la barra de la ducha antes de bajar a trabajar.

Después de trabajar, he subido un momento para cambiarme de zapatos. Eso es todo

lo que hecho antes de salir con Linda-Gail.

—Yo no digo lo contrario.

—El suelo se va a estropear. Tengo que buscar algo para... Oh, Dios mío,

Joanie's. Abajo. El agua habrá calado hasta el restaurante, a través del suelo.

—Ve a llamarla. Dile que venga y que traiga las llaves del restaurante.

Joanie llegó con las llaves y un aspirador de líquidos. Con mirada torva,

empuñó el aspirador hacia Reece.

—Vamos, aspira esa agua. Cuando acabes, bájalo aquí.

—Joanie, cuánto lo siento...

—Calla y haz lo que te he dicho.

Joanie abrió la puerta, entró y encendió las luces.

El agua goteaba y fluía a través del techo del rincón orientado al norte. El

tabique seco se había combado bajo el peso y partido como fruta madura. Dos

reservados estaban empapados.

—Hijo de puta, cabrón...

—Ella no tiene la culpa —empezó Brody, pero Joanie le apuntó con un dedo sin

dejar de mirar los daños.

—Necesitaré unos ventiladores para secar esto, plástico para ponerlo en ese

puto agujero del puto techo antes de que el puto inspector de sanidad me clausure el

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local. Si quieres ser útil, ve atrás y trae un ventilador grande de pie que tengo en el

almacén. Luego podrías ir a mi casa. Tengo un rollo de plástico en el cobertizo y una

grapadora.

Brody miró el techo.

—Y una escalera.

—Eso también. Hijo de puta, cabrón...

Reece sollozaba mientras trabajaba. Esta vez no era ella la única perjudicada,

sino la mujer cuyo delito había sido darle un empleo, alquilarle un apartamento y

defenderla.

Ahora todo era un lío. Un suelo estropeado, un techo estropeado y solo Dios

sabía que más.

Vació el depósito del aspirador y volvió a ponerlo en marcha.

Levantó la vista tristemente cuando Joanie cruzó el umbral.

—Con tanto llanto solo conseguirás tener que aspirar más agua.

Reece se enjugó las lágrimas.

—¿Es muy grave?

—Bastante, pero se puede arreglar.

—Te pagaré...

—Para algo tengo un seguro, ¿no? Ya es hora de que esos hijos de puta aflojen

la mosca después de despellejarme con las primas cada mes.

Reece trabajaba mirando el suelo.

—Sé lo que parece esto, y sé que no estás de humor para oír excusas, pero no

me he dejado el grifo de la bañera abierto. Ni siquiera...

—Ya lo sé.

Reece levantó la vista de golpe.

—¿Lo sabes?

—Nunca te olvidas de nada. ¿No acabo de tener que utilizar mi llave para abrir

esa estúpida puerta? Dijiste que alguien te estaba puteando. Ahora me están

puteando a mí, y estoy muy cabreada. Pero ahora la cuestión es arreglar lo que haya

que arreglar; luego averiguaremos lo demás —dijo poniéndose en jarras—. Habrá

que levantar el pavimento. ¿Te supone un problema pasar la noche en casa de

Brody?

—No.

—Entonces acaba aquí y haz la maleta. A primera hora de la mañana buscaré a

un par de chicos que se encarguen de esto.

Le dio una patada a la mesa de despacho y luego observó por primera vez la

cara de Reece.

—¿Qué te ha pasado en la mejilla?

—Ha habido una especie de pelea en Clancy's.

—¡Oh, por los clavos de Cristo! Si no es una cosa, son dos. Antes de marcharte,

baja al restaurante y saca un paquete de guisantes del congelador.

—Será solo hasta que pueda volver a mi apartamento.

Eran más de las tres de la mañana cuando Reece metió sus últimas cosas en el

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coche de Brody.

—Aja.

—Solo unos días —añadió Reece, subiendo al coche agotada y deprimida

después de ver los daños en Joanie's—. No me ofreceré a lavarte la ropa. De todos

modos, no tengo mucha suerte con la colada.

—Vale.

—Me ha creído. Ni siquiera he tenido que explicárselo.

—Joanie es una mujer lista. No es fácil engañarla.

—Sea quien sea el culpable, no tenía por qué hacerle eso. No tenía por qué

meterla en esto.

Miró por la ventanilla mientras pasaban junto a la oscura superficie del lago.

Esa noche su vida le parecía así. Demasiado oscura para ver lo que había debajo.

—Si ella te hubiese echado la culpa, te habría despedido, te habría puesto de

patitas en la calle. Y entonces lo más probable es que te hubieses ido del pueblo. Sin

sueldo y sin un lugar donde vivir. Es un movimiento inteligente.

—Me alegro de que no me aceche un idiota. Según esa lógica, con la que estoy

de acuerdo, tú serías el siguiente de su lista. No soy exactamente un amuleto de la

suerte para nadie, Brody.

—Yo no creo en la suerte.

Aparcó delante de su cabaña. Sacó del coche la pesada caja de sus utensilios de

cocina, se colgó el ordenador portátil del hombro y le dejó a ella la segunda caja y el

petate.

Una vez dentro, apoyó la caja en el suelo.

—No voy a poner todo esto en su sitio —dijo mientras cogía la otra caja de sus

manos y la situaba junto a la otra—. Sube a ducharte.

—Creo que será mejor que me dé un baño —respondió ella esbozando una

sonrisa; se olió el dorso de la mano—. Huelo bastante mal.

—No si te gusta la cerveza rancia y el humo —dijo él al tiempo que sacaba la

bolsa de guisantes congelados de la segunda caja y se la tiraba—. Aplícate esto.

Reece subió y abrió el grifo del agua caliente. Se metió en la bañera y se apoyó

la fría bolsa en el palpitante pómulo. Cuando entró Brody se incorporó de golpe.

—Aspirinas —dijo. Dejó sobre el borde de la bañera el frasco y un vaso de agua.

Luego salió.

Cuando Reece salió del baño vestida con una holgada camiseta gris con

manchas rojas y unos anchos pantalones de franela, Brody se hallaba de pie junto a la

ventana. Se volvió y ladeó la cabeza.

—Bonito conjunto.

—No me queda gran cosa.

—Bueno, puedes poner ahí lo que te queda —dijo señalando la cajonera con el

pulgar—. He vaciado un par de cajones.

—Oh.

—No es una propuesta de matrimonio.

—Vale. Mañana lo haré. Estoy muy cansada. Perdona, Brody, pero ¿has...?

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— 259 —

—Sí. Las puertas están cerradas con llave.

—Está bien,

Se metió en la cama y suspiró aliviada.

Momentos después, las luces se apagaron y el colchón se hundió. Notó el cálido

cuerpo de Brody contra el suyo, y su brazo alrededor de la cintura.

Reece le tomó la mano y entrelazó los dedos con los suyos. Poco después se

durmió, demasiado agotada para soñar.

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— 260 —

Capítulo 23

Brody llevó a Reece al restaurante a las seis en punto. Las luces estaban

encendidas y brillaban con fuerza en la oscuridad. Había una furgoneta junto al

bordillo y un horrible contenedor verde de basura, abierto, lleno ya hasta la mitad de

pladur y escombros.

Al verlo, Reece sintió que se le tensaban los músculos de los hombros.

—¿Cuánto crees que va a costar esto?

—No tengo ni idea. —Brody se encogió de hombros—. Mi virilidad no llega

hasta ahí.

«El seguro está muy bien —pensó Reece—. Pero ¿y la franquicia?» Cuando

entró, vio a Joanie en jarras mirando con el ceño fruncido una cortina de plástico.

Llevaba las botas de trabajo que Reece había visto en el lavadero la primera vez que

fue a su casa, unos pantalones marrones de tela basta y una camiseta beis con uno de

los bolsillos delanteros un poco abultado, sin duda por el paquete de Marlboro

Lights que siempre tenía a mano.

Detrás del plástico, Reece vio a un par de hombres subidos en escaleras de

mano.

El local olía a café y humedad. El gran ventilador seguía girando y enfriando el

aire.

—Hoy no entras hasta las once —dijo Joanie sin mirarla.

—Pienso cargar con mi parte. Si quieres discutir —añadió Reece—, me

marcharé a Jackson Hole y buscaré trabajo allí. No solo te habrás quedado sin un par

de reservados; también habrás perdido a una cocinera.

Joanie se quedó donde estaba.

—Esos chicos llevan ya una hora con esto. Ve atrás y prepárales un desayuno

propio de un granjero.

—¿Cómo quieren los huevos?

—Fritos.

Cuando Reece se marchó a la cocina, Brody se acercó a Joanie.

—¿Has dormido?

—Ya dormiré cuando esté muerta. ¿Estás aquí solo para hacerle de chófer y

lanzarle miradas ardientes, o has venido a echar una mano?

—Puedo hacer varias tareas a la vez.

—Entonces ve a ver en qué puedes ayudar a Reuben y Joe. Pronto tendremos

clientes. Reece, que sean tres desayunos.

Reece los sirvió en la barra mientras Bebe acarreaba mesas para compensar los

asientos perdidos. Ya empezaban a llegar los primeros clientes, y el tipo de las

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— 261 —

mañanas, siempre soñoliento, entró por la puerta trasera para fregar los platos.

Nadie se quejó de las incomodidades ni del jaleo, pero fue el principal tema de

conversación durante la mañana. Al sentir las miradas de curiosidad de los clientes,

Reece se dijo que era lo menos que cabía esperar. Pero mientras tanto comían y

hacían ruido con los platos, y a las diez en punto alguien puso la máquina de discos

en marcha y la música cubrió el ruido de los martillos y las sierras.

Reece tenía la sopa del día en el hervidor y estaba preparando salsa picante

cuando Linda-Gail se deslizó por la puerta de atrás.

—¡Qué Follón! Debes de estar muy enfadada conmigo.

—Lo estaba. —Reece siguió picando mientras consideraba la posibilidad de

preparar tostadas a la italiana para los clientes del almuerzo—. Luego he tratado de

verlo con perspectiva y finalmente he decidido que no fue culpa tuya. Bueno no del

todo.

—¿De verdad? Me siento imbécil.

—Te portaste como una imbécil —confirmó Reece antes de coger una botella de

agua—. Pero ese fue solo uno de los factores que contribuyeron a la catástrofe

general.

—¡Oh, Reece! ¡Cómo tienes la cara!

—No me lo recuerdes —contestó Reece apoyándose la botella fría contra el

pómulo magullado—. ¿Estoy horrible?

—Claro que no. Eso es imposible.

—Entre la pelea en Clancy's y el follón de aquí, la gente va a tener de que hablar

durante una semana.

—No es culpa tuya.

—No —dijo Reece; al parecer, los tiempos de sumirse en el sentimiento de

culpabilidad habían terminado. Bravo—. La verdad es que no.

—¿Sabe alguien cómo pasó? En fin, ¿quién pudo hacer algo tan estúpido y ruin?

—Linda-Gail paseó la vista alrededor y miró a Brody y Reuben, que cargaban con un

tabique seco—. La parte positiva es que he oído a Joanie decir que, ya puestos, más

valdría pintar todo el local y no solo el techo. Una mano de pintura no iría nada mal.

—Una forma muy cutre de renovar la decoración.

Linda-Gail pasó una mano por la espalda de Reece.

—Siento mucho todo lo que pasó.

—No te preocupes.

—Cas no me habla.

—Ya lo hará, aunque tal vez deberías tomar la iniciativa. Cuando hay algo que

quieres, algo que necesitas, la vida es demasiado corta para andarse con tonterías.

—Tal vez,. Reece, quiero que sepas que si lo necesitas, puedes quedarte en mi

casa todo el tiempo que quieras.

—Gracias —dijo mirando por encima del hombro—. Me ha dado dos cajones.

Los ojos de Linda-Gail se iluminaron.

—¡Oh, Reece! —exclamó; rodeó la cintura de Reece con los brazos,

balanceándose y añadió—. ¡Eso es impresionante!

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—Son cajones, Linda-Gail. Pero sí, es un buen paso.

—Linda-Gail Case, me parece que no te pago para que bailes. —Joanie entró y

dio unas vueltas a la sopa—. Reece, ha venido Rick y quiere hablar contigo en cuanto

puedas. Si quieres intimidad puedes ir a mi despacho.

—Supongo que será mejor —dijo Reece. Sin embargo, al volverse vio que, en la

barra y las mesas, los clientes se entretenían con el café—. No, creo que tendremos

esta conversación ahí fuera. Si nos encerramos, la gente aún hablará más de mí.

Con un brillo de aprobación en la mirada, Joanie asintió.

—Me parece muy bien.

Reece salió sin quitarse el delantal y se llevó el agua. Rick se hallaba junto a la

barra y se enderezó al verla.

—Reece. ¿Por qué no nos sentamos en la parte de atrás?

—Aquí estamos bien. La mesa cinco está vacía. Linda-Gail —llamó Reece sin

dejar de mirar a Rick a los ojos—, ¿puedes traerle café al sheriff? Mesa cinco. —En

cuanto se hubo sentado preguntó—. ¿Min va a presentar cargos?

—No —respondió Rick mientras sacaba su libreta—. Esta mañana he vuelto a

hablar con ella, y reconoce que usted no la golpeó sino que la empujaron contra ella.

Y tras analizarlo los testigos están de acuerdo en que no derribó una mesa, sino que

se cayó encima cuando otras personas intentaban marcharse o incorporarse a la

pelea. Para terminar podríamos decir que lo que ocurrió en Clancy's fue el resultado

de una serie de acciones poco inteligentes por parte de diversas personas.

—Incluida yo.

—Bueno, usted parece provocar... reacciones —respondió el sheriff esbozando

una sonrisa y mirando hacia el plástico y en dirección al tabique seco que estaban

clavando—. Y ahora, ¿por qué no me habla de esta?

—Cuando salí de su oficina, Brody me trajo aquí. Subimos. Oí ruido de agua y,

cuando entramos, la puerta del cuarto de baño estaba cerrada. Salía agua por debajo.

Alguien había abierto el grifo de la bañera y había puesto el tapón. El agua se

desbordó.

—¿Alguien?

Estaba preparada para eso. Mantuvo la mirada serena; la voz, clara y firme.

—No fui yo. Yo no estaba en casa. Usted sabe que estaba en Clancy's, y luego en

su oficina.

—Sé que estuvo en Clancy's un par de horas, y en mi oficina un par de horas.

Por lo que me han dicho y lo que veo, el grifo estuvo abierto un buen rato. Es difícil

saber con certeza cuánto.

—Yo no lo abrí. Después de mi turno, subí a cambiarme de zapatos y...

—¿Y?

Comprobó la cerradura, las ventanas.

—Nada. Me cambié de zapatos y volví a bajar para reunirme con Linda-Gail.

No pude estar arriba más de tres minutos.

—¿Entró en el cuarto de baño?

—Sí, utilicé el cuarto de baño y miré la ropa que tenía colgada de la barra de la

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— 263 —

ducha para comprobar si estaba seca. Eso es todo. No tenía ningún motivo para abrir

el grifo.

—¿La ropa que llevó a la lavandería del hotel por la mañana?

«Vale —pensó Reece—. Fantástico.»

—Sí. Y, sí, alguien sacó de la secadora la ropa que yo había lavado y metido allí

y volvió a meterla en la lavadora. Yo la había llevado allí abajo, la puse a lavar, me

fui a casa, volví, la metí en la secadora y regresé a casa otra vez. Y cuando volví a

buscarla, estaba en la lavadora.

El hombre alzó la mirada cuando Linda-Gail se acercó con su café y un huevo

escalfado con tostadas para Reece.

—Joanie dice que tienes que comerte esto, Reece. ¿Le traigo algo más, sheriff?

—No, con el café es suficiente, gracias.

—Linda-Gail puede decirle que no pasé arriba más de un par de minutos antes

de que nos fuésemos a Clancy's.

—Desde luego —confirmó la muchacha tras vacilar un poco—. Subió y bajó en

un momento.

—¿No subiste con ella? —preguntó Rick.

—Pues no. Fui al cuarto de baño de aquí, me arreglé el maquillaje y me peiné

un poco. Cuando salí, Reece me estaba esperando. No pudieron pasar más de unos

minutos. Alguien le hizo una broma estúpida y pesada. Eso es lo que pasó.

—¿Por qué iba yo a abrir el grifo? —inquirió Reece—. Iba a salir.

—No digo que lo hiciese. Y, si lo abrió, no digo que lo hiciese para provocar

nada de esto —afirmó él tirándose del lóbulo de la oreja—. A veces, cuando uno tiene

muchas cosas en la cabeza, olvida la olla en el fuego, el teléfono descolgado... Es

normal.

—No es normal llenar la bañera cuando no se tiene intención de tomar un baño,

y luego salir y dejar el grifo abierto. Y eso no es lo que hice.

—Claro que no. —Linda-Gail apoyó una mano en el hombro de Reece y se lo

frotó. Y Reece se preguntó si en ese gesto de consuelo había un atisbo de duda.

—Alguien estuvo en mi apartamento —dijo Reece—. Esta no es la primera vez.

Rick le dedicó a Reece una mirada penetrante.

—Es la primera noticia que tengo. Gracias, Linda-Gail. Si necesitamos algo más,

te llamaré.

—De acuerdo. Reece, come. No has tomado nada en todo el día, y si ese plato

vuelve intacto Joanie se va a enfadar.

—Todo empezó justo después de que viese el asesinato —comenzó Reece.

Le contó lo del mapa, la puerta, el cuarto de baño, sus cosas en el petate, las

botas y los cuencos, las píldoras, el álbum de fotos. Se obligó a comer un poco, con la

esperanza de que la acción diese mayor validez a sus declaraciones.

El tomó notas e hizo preguntas con voz impasible y serena.

—¿Por qué no denunció antes estos incidentes?

—Porque sabía qué pensaría justo lo que está pensando ahora. Que lo hice yo o

lo imaginé.

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—Usted no puede saber lo que pienso, Reece —respondió él; algo en su voz le

advirtió que estaba a punto de perder la paciencia—. ¿Ha visto merodear a alguien

por aquí?

—La mitad del pueblo merodea por aquí en algún momento del día.

—¿Quién tiene acceso a su llave?

—La llevo siempre encima. Hay una copia en el despacho de Joanie.

—¿Brody tiene una?

—No.

—¿Ha tenido problemas? ¿Ha discutido con alguien del pueblo?

—No hasta que tropecé anoche con Min en Clancy's.

El volvió a esbozar una sonrisa.

—Creo que podemos eliminarla de la lista.

—Debió de verme.

—¿Quién?

—El hombre, junto al río. El hombre al que vi estrangular a esa mujer.

Rick tomó aliento y se apoyó en el respaldo.

—¿Verla, a esa distancia? ¿A la distancia que indicó en su declaración?

—No a mí. Quiero decir que debió de ver que había alguien en el sendero.

Cuando todo el pueblo se enteró, no le costó nada averiguar que era yo. Por eso está

tratando de desacreditarme como testigo. —Rick cerró su libreta y Reece preguntó—.

¿Qué va a hacer?

—Mi trabajo. Voy a estudiar el asunto. La próxima vez que ocurra algo, tiene

que decírmelo. No puedo ayudarla si no sé que tiene problemas.

—De acuerdo. ¿Han identificado el cadáver de la mujer?

—Aún no han comparado los registros dentales. Todavía es una desconocida.

¿Ha pensado en ello? ¿Puede confirmar que es la mujer que vio?

—No, no puedo porque no es ella.

—Está bien —dijo el sheriff mientras se ponía en pie—. ¿Tiene algún sitio donde

alojarse mientras arreglan esto?

—Estoy en casa de Brody.

—Me pondré en contacto con usted.

Reece se levantó y quitó la mesa ella misma. De vuelta en la cocina, Joanie miró

los restos del huevo con el ceño fruncido.

—¿No te gusta cómo cocino?

—No es eso. No me cree.

—No importa si te cree o no; hará lo que le pagan por hacer. Quiero ese pollo

asado a la parrilla como plato del día. Llevas retraso.

—Ahora mismo me pongo.

—Y prepara ensalada de patatas. Tienes tu dichoso eneldo fresco en la nevera.

Utilízalo.

Reece acababa la primera parte de un turno doble cuando Rick localizó al

doctor Wallace. En el lago, con fuertes y regulares golpes de remo, el doctor llevaba

su barca hasta el amarradero. Rick agarró el cabo y lo aseguró.

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— 265 —

—¿Tienes licencia de pesca?

—¿Ves algún pez? Es como el chiste del guardabosques que se encuentra con

una mujer que lee un libro en una barca. Le pregunta si tiene licencia de pesca, ella

responde que no está pescando, que está leyendo un libro —contó el doctor mientras

bajaba ágilmente de su barca—. El guardabosques dice: «Lleva usted el equipo para

pescar, así que voy a tener que ponerle una multa». Ella dice: «Si hace eso, voy a

tener que denunciarle por violación». —Rick aguardó con paciencia mientras el

doctor se quitaba las gafas y las limpiaba con el faldón de la camisa—. Entonces —

siguió el doctor—, el guardabosques dice ofendido: «Señora, yo no la he violado». Y

ella responde: «Pero lleva usted el equipo para hacerlo».

Rick se echó a reír.

—Es bueno. ¿Hoy no pican?

—Ni uno —respondió el doctor mientras apoyaba la caña en su hombro—,

aunque hace muy buen día.

—Es verdad. ¿Tienes unos minutos?

—Tengo todo el tiempo que quiera. Es mi día libre. Después de pasarme las

últimas dos horas sentado en esa barca, me vendría bien un paseo.

Echaron a andar despacio, siguiendo la curva del lago.

—Me han dicho que Reece Gilmore ha ido a verte. Como médico.

—Ya sabes que no puedo hablar de ese tipo de cosas, Rick.

—No te pido que lo hagas. Hablemos de forma hipotética.

—Eso son arenas movedizas.

—Si se mueven demasiado, pueden apartarse.

—Me parece bien.

—Supongo que te has enterado de lo que ha sucedido en el local de Joanie.

—Desperfectos causados por el agua.

—Tengo una declaración de Reece. Dice que ella no abrió el grifo de la bañera.

Dice que alguien ha entrado varias veces en su piso y ha hecho cosas allí. Dice que

alguien sacó su ropa de la secadora y volvió a meterla en la lavadora en el sótano del

hotel mientras ella no estaba. En fin, puede que alguien de por aquí le haya cogido

manía. Aunque en mi opinión es una mujer bastante agradable.

—Hay gente a la que no le gustan las personas agradables.

—Muy cierto. Ayer estuvo a punto de caerse al lago. Luego se echó a correr

descalza por la calle. Le dijo a Brenda que alguien había bajado a la lavandería y

había tocado su ropa. Anoche se metió en una pelea en Clancy's.

—Oh, vamos, Rick, ya me han contado ese disparate. Linda-Gail se puso a

tontear con un turista ante las narices de Cas, para fastidiarle. Y lo consiguió.

—La cuestión es que Reece se vio implicada. Hasta que llegó ella, nunca

habíamos tenido tantos problemas en el pueblo al mismo tiempo.

El sol destelló en las gafas oscuras de Rick cuando volvió la cabeza para mirar

al doctor. Detrás de ellos, las barcas surcaban el agua a través del reflejo de las

montañas.

—Crees que ella está provocando todo esto. ¿Por qué iba a hacerlo?

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— 266 —

Rick levantó una mano mientras caminaban.

—Dime, en el caso hipotético de que tuvieses un paciente con un historial de

problemas emocionales y mentales, ¿es posible que ese paciente se las arregle

bastante bien durante la mayor parte del tiempo y sufra, bueno, lo que podríamos

llamar confusiones o, puñetas, simples descuidos?

—Demonios, Rick, tú mismo podrías tener simples descuidos y añadir algunas

confusiones de vez en cuando.

—Estamos hablando de algo más que olvidar dónde ha dejado uno las llaves.

¿Podría ocurrirle eso?

—Hipotéticamente, sí. Sin embargo, solo es una posibilidad, Rick. Tener un

descuido no es ningún delito, pero hacerle todo eso a esa muchacha sí lo es.

—Voy a poner toda mi atención en esto. En ella.

El doctor asintió, y caminaron un poco más en amistoso silencio.

—Bueno, me parece que voy al hotel para echar un vistazo a la lavandería—dijo

Rick.

Antes pasó por el apartamento de Reece. La puerta estaba abierta de par en par,

y del interior salía una mezcla de música rock y de los golpes de un martillo contra el

escoplo.

Dentro, Brody, arrodillado en el cuarto de baño, retiraba con dificultad el viejo

linóleo.

—No es tu especialidad —dijo Rick.

—Desde luego que no. —Brody se sentó sobre los talones—. Es un trabajo

desagradable y agotador que me está destrozando los nudillos. Me lo han endosado

al descubrir que no tengo talento para la carpintería.

Rick se agachó.

—El suelo está hecho un asco.

—Eso me han dicho.

—Deberías haber venido a verme con Reece y explicarme esos incidentes antes

de que pasara esto, Brody.

—Ella no quiso, y es comprensible. Solo tengo que mirarte a la cara para ver

que no le crees.

—No tengo ninguna certeza. Es difícil investigar si no sé las cosas, si no las veo

por mí mismo. Tú pintaste esto para tapar lo que escribieron.

—Antes hice fotos. Ya te las pasaré.

—Algo es algo. ¿Ninguno de estos incidentes ocurrió en tu casa, o mientras

estabas con ella?

—Hasta ahora, no —respondió Brody, antes de volver a ponerse manos a la

obra—. Escucha, incluso desde un punto de vista objetivo me resulta difícil creer que

se dejase el grifo abierto. Comprueba los fogones cada vez que sale de la cocina.

Comprueba las luces, las puertas. Una persona tan maniática no se olvida de que ha

abierto el grifo de la bañera. Y no llena la bañera si hay alguien esperándole abajo.

—No veo ninguna señal de que hayan forzado la cerradura.

—Debe de tener una llave. Pienso cambiar la cerradura.

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—Hazlo. Voy a acercarme al hotel para echar un vistazo a la lavandería.

¿Quieres acompañarme?

—¿Y dejar esta fascinante afición? —Brody dejó caer las herramientas—. Desde

luego que sí.

Brody pudo imaginar cómo se sintió Reece mientras acarreaba su cesta por el

sótano. Había luz, una luz intensa que proyectaba sombras en los rincones. La

caldera zumbaba, los calentadores de agua emitían ruidos metálicos, sonidos huecos

y resonantes que te envolvían mientras caminabas por el suelo de cemento hasta

llegar al vinilo desgastado de la pequeña lavandería.

Dos lavadoras y dos secadoras. Un dispensador de sobrecitos de detergente y

suavizante a precios excesivos.

Encima de las máquinas, a bastante altura, una estrecha ventana cerrada dejaba

pasar una luz irregular a través del cristal esmerilado.

—Los ascensores de los huéspedes no bajan hasta aquí —empezó Rick—.

También hay una entrada desde el exterior, junto a la sala de mantenimiento. Un par

de ventanas. No es difícil bajar aquí sin que nadie se dé cuenta. De todos modos,

¿cómo iban a saber que Reece estaba aquí haciendo la colada?

—Vino caminando por la calle. Basta con que la estuvieran vigilando.

Rick observó la sala.

—Deja que te pregunte algo, Brody. Si alguien desea hacerle daño, ¿por qué no

lo ha hecho ya? Se le ha metido en la cabeza que el hombre al que dice haber visto

junto al río está haciendo esto.

—Yo se lo metí en la cabeza.

Como si de pronto se sintiera cansado, Rick se apoyó en una de las lavadoras.

—Bueno, y ¿por qué demonios se te ocurrió hacer eso?

—A mí me parece lógico. Jugar con sus debilidades, asustarla, hacer que dude

de sí misma. Asegurarse de que todos los demás también duden de ella. Es listo y, a

su modo, hábil. Eso no significa que no vaya a hacerle daño. —«Y por eso no va sola

a ninguna parte», pensó—. En mi opinión la cosa se está agravando —continuó—.

Esta vez no estaba aislada. Joanie también ha salido perjudicada. La estrategia no está

dando resultado porque Reece aguanta.

—Brody, ¿alguna vez te has dejado la ropa mojada en la lavadora?

—Desde luego, pero yo no soy Reece.

Rick sacudió la cabeza.

—Subiré a hablar con Brenda.

Brenda estaba en recepción y hablaba por teléfono con su voz más profesional y

agradable.

—Les esperamos el diez de julio. Les reservaré la habitación y les enviaré una

confirmación. No hay de qué. Adiós, señor Franklin. —Colgó—. Acabo de reservar la

segunda de nuestras dos suites para una semana en julio. Si esto sigue así, este

verano vamos a tener el hotel completo. ¿Cómo va todo?

—No me puedo quejar —le dijo Rick—. ¿Viste a Reece entrar y salir de aquí

ayer?

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—Desde luego. Le conté a Debbie...

—Explícamelo a mí ahora. Vino a lavar la ropa.

—Traía una cesta y no llevaba zapatos. —Brenda puso los ojos en blanco—.

Pidió cambio para las máquinas. Bajó enseguida. Volvió a salir, no sé, al cabo de diez

minutos como máximo. Cuando regresó, una media hora más tarde, se había

calzado. Bajó y subió, igual que antes. No la vi entrar la última vez. Debía de estar en

la parte de atrás, pero subió como una loca, la verdad. Afirmaba que había alguien

ahí abajo.

—¿Viste bajar a alguien más?

—Ni un alma. Dijo que alguien había vuelto a meter su ropa seca en la

lavadora. ¿Quién iba a hacer eso?

—Pero ¿no estuviste en recepción todo el rato? —intervino Brody, y luego miró

a Rick—. Perdona.

—No pasa nada. Has dicho que la última vez que Reece entró, tú estabas en la

parte de atrás. ¿Estuviste allí mucho tiempo?

—Bueno, no sé cuánto exactamente. Diez, quince minutos tal vez. Pero cuando

estoy allí casi siempre oigo la puerta.

—Casi siempre —insistió Brody.

—Si estoy hablando por teléfono ahí atrás, si alguien entra y no toca la

campanilla del mostrador, no me entero —contestó, a la defensiva—. Para eso está.

—¿Ha venido alguien preguntando por Reece?

—Pues no, Rick, ¿por qué iban a hacerlo? Escucha, me cae bien. Es una mujer

agradable. Pero ayer se comportó de forma muy rara. Nunca he visto a nadie tan

cabreado por una ropa mojada. ¿Te ha contado Debbie que le dijo que se estaba

entrenando para una especie de maratón o algo así, y que por eso corría descalza?

Bueno, eso es de locos.

—Está bien, Brenda. Gracias por atendernos.

Cuando salieron, Brody se volvió hacia Rick.

—¿Le han extirpado recientemente a Brenda el sentido del humor?

—Oh, vamos, Brody, no le pasa nada, ya lo sabes. Con todo lo que está pasando

y Reece en el centro de casi todo, no puedes esperar que todo el mundo entienda las

cosas.

—¿Tú las entiendes?

—Lo intento. Cuando puedas, pásame esas fotos que hiciste del cuarto de baño.

Y, ya que eres escritor, tal vez podrías escribir para mí tu versión de los hechos, a ser

posible con fechas y horas.

Brody volvió a relajar la mandíbula.

—Sí, eso se me da un poco mejor que colocar un tabique seco.

—Sé concreto —añadió Rick mientras caminaban—. Si es algo que Reece te ha

contado, asegúrate de presentarlo así. Si es algo que has visto tú mismo, indícalo.

—Vale.

En la puerta de On the Trail, Rick se detuvo un momento. Vio a Debbie en el

interior, pero tenía clientes. Como solía hacer, llamó con los nudillos en el cristal y la

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saludó rápidamente cuando ella lo miró.

—Las cosas empiezan a animarse en el pueblo —comentó Rick mientras

seguían caminando—. Mmm... ¿Lo vuestro va en serio?

—Va.

—Será mejor que intentes evitar que eso influya en tu declaración. Cuando uno

siente algo por una mujer, tiende a matizar un poco las cosas.

—No está loca, Rick. Puñetas, no llega ni a excéntrica en algunos aspectos.

—¿Y en otros?

—Llama la atención, claro. ¿Quién no? La gente de por aquí pensaba que yo era

raro porque escribo sobre asesinatos, no pesco, no cazo mamíferos y soy incapaz de

decir cuáles son las diez canciones más vendidas de la lista de música country.

Rick esbozó una sonrisa.

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— 270 —

Capítulo 24

Linda-Gail no sabía qué hacer. No recordaba haber metido tanto la pata con un

hombre jamás, y nunca un hombre le había importado tanto como Cas.

Y seguramente por eso había metido la pata.

Cas no respondía al teléfono. Ella deseaba estar cabreada con él por ese motivo,

pero en lugar de eso se sentía un poco asustada, un poco triste. Y muy confusa.

Lo había planeado todo, se había pasado horas, días y noches calculando cómo

domar a Cas cuando llegase el momento. Cuando a ella le conviniese. Caray, si había

un hombre que necesitara que lo domasen, ese era Cas.

Le había dado mucho tiempo, mucho espacio. Había llegado el momento de

que ambos sentasen la cabeza. Juntos.

Mientras se dirigía hacia el rancho en su coche, rodeada por los campos de

salvia a punto de florecer, se sentía decidida a decirle eso mismo. O pescaba o

cortaba el cebo.

Y si él optaba por cortar el cebo, no sabía qué demonios iba a hacer ella.

Deseó haber hablado con Reece antes de dar ese paso. Tenía experiencia,

sabiduría urbana y estilo. Pero también tenía muchos problemas, y debía de estar un

poquito enfadada desde que se había visto implicada en una pelea de bar.

Un búfalo plantado en el centro de la carretera como si fuese suya la obligó a

frenar. Con un toque de claxon, lo animó a apartarse y alejarse por los campos.

Dios, ¿en qué estaba pensando cuando se le ocurrió pavonearse con aquel

estúpido justo delante de las narices de Cas? En ponerle un poco celoso, en mostrarle

lo que se perdía. En ese momento le pareció lo más adecuado. El problema era que

había funcionado demasiado bien.

¿Cómo iba a imaginarse ella que se liarían a golpes?

«Hombres», pensó con desprecio, mirando con el ceño fruncido las flores

silvestres, la manada de antílopes americanos que las mordisqueaban, y preparando

el terreno para enfadarse.

Solo estaba bailando, por el amor de Dios.

Tamborileó con los dedos contra el volante al ritmo de Kenny Chesney. Lo que

debía hacer era dar la vuelta, regresar al pueblo y dejar que Cas se cociera en su

propia bilis durante unos días más. A ser posible para siempre. Lo que debía hacer

era seguir, localizar a aquel vaquero descerebrado y decirle lo que opinaba del jaleo

que había armado por nada.

Así que siguió adelante, pisando a fondo el acelerador de su pequeño coche,

dejando que el viento entrase por las ventanillas abiertas mientras Chesney seguía

cantando.

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— 271 —

Al acercarse a la gran puerta abierta con su K de hierro forjado rodeada por un

círculo aminoró la velocidad. No tenía derecho a atropellar a algún turista deseoso

de experimentar la vida del oeste solo porque su vida amorosa fuese un asco.

Pasó junto a un cerco donde una yegua amamantaba a su potro, y después

junto al alojamiento de los trabajadores, con sus troncos desteñidos y el amplio

porche frontal construido para aparentar que llevaba allí un par de siglos, congelado

en el tiempo. Linda-Gail sabía que, entre otras cosas, la cocina del interior estaba

equipada con un microondas y una moderna cafetera.

La casa principal era también de troncos y se extendía en todas las direcciones.

Los huéspedes podían alojarse en una de las habitaciones del segundo piso, en una

suite, o en alguna de las cabañas de uno o dos dormitorios situadas en el bonito

pinar. Podían montar a caballo, atrapar animales con lazo, dormir al raso, hacer

excursiones con un guía, ir en canoa, pescar o bajar por los rápidos.

Podían dárselas de vaqueros durante unos días y llevarse a casa los chichones y

ampollas que acompañaban a la fantasía. O podían sentarse en una mecedora de uno

de los grandes porches y contemplar la vista.

Por la noche tal vez acudiesen al bar del rancho y hablasen de sus aventuras

antes de acostarse en un colchón de plumas, bajo un confortable edredón que ningún

vaquero había hallado jamás al final del camino.

En la bifurcación del camino sin asfaltar, se desvió hacia los establos. Su

contacto, Marian, que trabajaba en la cocina del rancho, le había dado el chivatazo de

que aquella tarde Cas se ocuparía de los caballos.

Aparcó, bajó el espejito para mirarse y se arregló con los dedos el cabello

alborotado por el viento. Cuando salió del coche, el vaquero que estaba dando una

lección de equitación la saludó llevándose un dedo al ala del sombrero.

—Hola, Harley —dijo ella, y exhibió una sonrisa alegre. «No pasa nada. Solo

pasaba por aquí para matar el rato», pensó.

Y para darle una patada en el culo al estúpido de Cas.

Penetró en el establo, en el fuerte olor de caballos y heno, el suave aroma de

grano y cuero. Sonrió a LaDonna, una de las mujeres que trabajaban como guías en

las excursiones a caballo.

—Linda-Gail, ¿cómo va todo? —LaDonna levantó una ceja. Las noticias

viajaban deprisa, sobre todo cuando había puñetazos de por medio—. Cas está en el

cuarto del material. Está bastante cabreado.

—Mejor. Yo estoy igual.

Se dirigió a la parte de atrás, volvió la esquina y, enderezando la columna

vertebral, entró en el cuarto del material.

Cas tenía a Toby Kcith en el reproductor de CD y el sombrero inclinado hacia

atrás mientras aplicaba jabón a una silla de montar de cuero. Llevaba unos téjanos,

descoloridos y ceñidos, de cintura baja y una camisa de tela vaquera remangada

hasta los codos. La punta de su gastada bota izquierda marcaba el ritmo.

Su rostro parecía resentido y ridículamente atractivo, seguramente por la

hinchazón del labio inferior y el cardenal que le rodeaba el ojo.

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A Linda-Gail se le derritió el corazón mientras y buena parte de su mal humor

se desvaneció.

—Cas.

Él levantó la cabeza. El resentimiento le hizo fruncir el ceño.

—¿Qué quieres? Estoy trabajando.

—Ya lo veo. No te lo impido —dijo Linda-Gail, y decidió mostrarse

magnánima, ir a por todas—. Siento lo de tu ojo.

Él la miró durante un largo momento lleno de intensidad. Luego volvió la vista

a la silla y siguió trabajando.

—Lo siento —dijo ella—. De todos modos, no es la primera vez que te dan un

puñetazo en el ojo. Yo solo estaba bailando.

Él se puso a frotar el cuero en silencio. Linda-Gail sintió una punzada de

ansiedad bajo su derretido corazón.

—¿Eso es todo? ¿Ni siquiera vas a hablar conmigo? Fuiste tú quien montó todo

ese follón solo porque estaba bailando con alguien. ¿Cuántas veces te he visto bailar

con alguien en Clancy's?

—Eso es diferente.

—Esa es la estupidez más grande que he oído en mi vida. ¿Qué tiene de

diferente?

—Lo es, y ya está.

—Lo es, y ya está —repitió ella en tono mordaz—. Si yo bailo con alguien es

normal que tú empieces una pelea. Pero tú puedes bailar y hacer lo que sea con quien

quieras y se supone que yo no debo opinar.

—No significa nada.

—Eso lo dices tú —replicó Linda-Gail apuntándole con un dedo—. Yo digo que

puedo bailar con quien quiera y que tú no tienes derecho a causar problemas.

—Muy bien. Puedes estar segura de que no volveré a hacerlo. Así que, si eso es

todo...

—No vas a librarte de mí, William Butler. ¿Por qué empezaste esa pelea?

—Yo no fui. Fue él.

—Tú le provocaste.

—¡Te puso las manos en el culo! —Cas tiró al suelo el trapo y se levantó de

golpe—. Dejaste que te metiera mano, en público.

—No me estaba metiendo mano. Y no habría dejado que me pusiera las manos

en el culo si tú no fueras tan gilipollas.

—¿Yo?

—Exacto —confirmó ella, clavándole el dedo en el pecho—. Siempre has sido

un gilipollas porque piensas con la polla. He esperado demasiado tiempo a que

crecieras de una vez y te hicieses un hombre.

Él le lanzó una mirada peligrosa.

—Soy un hombre —afirmó mientras la agarraba por el brazo y tiraba de ella—.

Y soy el único hombre que puede ponerte las manos encima. ¿Te enteras?

—¿Con qué derecho? —preguntó ella con lágrimas en los ojos y el pulso

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acelerado—. ¿Con qué derecho?

—Yo me tomo el derecho. La próxima vez que dejes que otro tío te manosee, va

a llevarse algo más que un puñetazo en la nariz.

—¿A ti qué te importa quién me manosea? —gritó ella—. ¿Qué te importa? Si

no eres capaz de decirlo, de decírmelo a la cara y en serio, ahora mismo, me largo.

Me marcho, Cas.

—Tú no vas a ninguna parte.

—Entonces dilo —pidió mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas—.

Mírame y dilo, y sabré si lo dices en serio.

—¡Estoy tan furioso contigo, Linda-Gail!

—Sé que dices eso en serio.

—Te quiero. ¿Es eso lo que necesitas oír? Te quiero. Seguramente siempre te he

querido.

—Sí, eso es lo que necesito oír. Te ha dolido un poco, ¿verdad?

—Algo.

—También te asusta un poco.

Sus manos la tocaban ahora con más suavidad, le acariciaban los brazos.

—Puede que más que un poco.

—Por eso sé que lo dices en serio. Por eso lo sé —murmuró ella, apoyándole

una mano en la mejilla magullada—. Llevo toda la vida esperando oírte decir eso.

—Nunca he podido olvidarte —dijo Cas atrayéndola hacia sí, besándola con sus

maltratados labios—. Quise hacerlo. Lo intenté. Mucho.

—Demasiado. Aquí —ordenó la muchacha cogiendo sus manos y llevándolas

hacia atrás, hasta ponerlas en su trasero—. Ningún otro tío pondrá las manos donde

están las tuyas, y tú no se las pondrás encima a ninguna otra mujer. ¿Trato hecho?

—Trato hecho.

—¿Crees que puedes tomarte libre el resto de la noche?

Cas sonrió despacio.

—Supongo que puedo arreglarlo.

—¿Y venir a casa conmigo?

—Podría hacer eso.

—¿Y excitarme, desnudarme y hacerme el amor hasta el amanecer?

—¿Solo hasta el amanecer?

—Por esta vez —dijo ella, y volvió a besarle.

Cas era bueno. Linda-Gail imaginaba que lo sería, y llevaba imaginándolo

desde que tuvo la edad suficiente para entender lo que hacían los hombres y las

mujeres en la oscuridad. Pero era mejor incluso de lo que su mente había imaginado.

Manos fuertes que encontraban todos los puntos adecuados, una boca caliente con

un apetito infinito. Un cuerpo largo, delgado, infatigable.

La poseyó dos veces antes de que el cerebro febril de Linda-Gail pudiese

serenarse el tiempo suficiente para pensar: «Aleluya».

Desnuda, relajada, con la piel resbaladiza por el sudor, se tumbó atravesada en

la cama.

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—¿Dónde has aprendido todo eso?

—Llevo algún tiempo estudiando —respondió él despacio, con los ojos cerrados

y la cabeza apoyada en el vientre de ella—, para poder perfeccionar el asunto antes

de estar contigo.

—Buen trabajo —dijo la muchacha, y alargó el brazo para jugar con su pelo—.

Ahora tienes que casarte conmigo, Cas.

—Tengo que... —se interrumpió y levantó la cabeza—. ¿Qué?

Ella se quedó como estaba, con la misma expresión de gata satisfecha.

—Tenía que asegurarme de que nos entendíamos en la cama. Si el sexo no es

bueno, el matrimonio no será bueno; al menos eso pienso yo. Así que, ahora que lo

sabemos, vamos a casarnos. —Le miró a los ojos. «Está sorprendido, pero yo ya

contaba con eso», pensó—. No soy otra de tus mujeres, Cas —continuó—. De ahora

en adelante soy la única mujer. Si todo lo que quieres de mí es lo que acabamos de

tener, dilo. Sin rencores. Pero en ese caso te prometo que no volverás a llevarme a la

cama.

El se incorporó y Linda-Gail oyó que respiraba hondo varias veces para

calmarse.

—¿Quieres casarte?

—Sí. En el fondo soy una mujer tradicional, Cas. Quiero un hogar y una familia,

un hombre que me quiera. Te he querido desde que tengo memoria. Y he esperado.

Me he cansado de esperar. Si no me quieres lo suficiente, si no me amas lo suficiente

para empezar una vida conmigo, necesito saberlo.

Durante un rato Cas permaneció en silencio, con la vista fija en un punto

indefinido situado sobre la cabeza de ella. Linda-Gail se preguntó si estaría viendo la

puerta y a él mismo saliendo por ella a toda velocidad.

—Tengo veintiocho años —empezó.

—Crees que eres demasiado joven para sentar la cabeza y...

—Cálmate, ¿vale?, y deja que hable otra persona, para variar.

—De acuerdo. —Mientras se incorporaba y tiraba de las sábanas para cubrirse,

Linda-Gail se dijo que mantendría la calma. No haría una escena.

—Tengo veintiocho años —repitió Cas—. Tengo un buen trabajo, y lo hago

bien. Tengo dinero ahorrado. No mucho, pero mis bolsillos no están vacíos. Tengo

una espalda fuerte y soy bastante bueno con las manos. Podrías haber elegido peor.

Después la miró.

—¿Por qué no te casas conmigo, Linda-Gail?

Ella contuvo el aliento y luego lo soltó.

—¿Por qué no?

Más tarde, Linda-Gail preparó unos huevos revueltos para que se los comiesen

juntos en la cama.

—A mi madre le va a dar un patatús.

Linda-Gail sacudió la cabeza.

—La subestimas. Te quiere mucho.

—Creo que ya lo sé.

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—Y a mí también me quiere. —Linda-Gail tomó un poco de huevo del plato que

compartían—. ¿Cómo es que no has ido al restaurante para ayudar con los arreglos?

—Me ha dicho que no me necesitaba, que ya habría bastante gente por allí. Ni

siquiera ha querido hablar de eso. Ya sabes cómo es.

—Estaba trastornada, más de lo que demostraba. ¿Quién ha podido hacerle eso,

Cas?

Él permaneció un momento en silencio.

—Por lo que he oído, ha sido un accidente. A Reece se le inundó el cuarto de

baño.

—De eso nada. Alguien se coló en la casa de Reece y dejó el grifo abierto. Ella ni

siquiera estaba.

—Pero... Bueno, por el amor de Dios, ¿cómo es que yo no me he enterado de

eso?

—Tal vez porque estabas enfurruñado en el cuarto del material —dijo la

muchacha con una sonrisa mientras deslizaba el tenedor entre ellos—. Alguien le

está haciendo bromas muy pesadas a Reece.

—¿A qué te refieres?

Ella se lo contó, al menos lo que sabía, lo que había oído y sus propias

conclusiones.

—Si lo piensas, da un poco de miedo. Alguien la ha tomado con ella, y no sabe

quién es. Y si es el tipo al que Reece vio matar a esa mujer...

—Eso no puede ser —interrumpió Cas—. Eso pasó hace semanas. Hará mucho

que se ha ido.

—No, si es de por aquí.

—¡Dios santo, Linda-Gail! —exclamó mientras se pasaba la mano libre por el

pelo despeinado y dorado por el sol—. No puede ser alguien del pueblo. Conocemos

a todo el mundo. Si tuviésemos a un asesino al lado, delante del mostrador de la

tienda o tomando café en el local de mi madre, ¿no crees que lo sabríamos?

—No por fuerza. ¿Qué se dice siempre cuando se averigua que el vecino es un

asesino en serie o algo así? «Oh, era tan discreto, tan agradable... Iba a lo suyo y

nunca molestaba a nadie.»

—Por aquí nadie va a lo suyo —observó Cas.

—Da lo mismo. No se sabe hasta que se sabe. Me gustaría poder hacer algo para

ayudarla.

—A mí me parece que ya lo haces. Le has ofrecido tu amistad.

La sonrisa de Linda-Gail volvió a resplandecer, esta vez cálida y de oreja a

oreja.

—Eres más listo de lo que algunos piensan.

—Sí, bueno, no me gusta llamar la atención.

Tim McGraw sonaba en la máquina de discos en desafinado duelo con uno de

los carpinteros a los que Joanie tenía bajo su tiranía mientras Reece hacía juegos

malabares con los pedidos a la hora punta del almuerzo. Podía hacer oídos sordos a

la música —la mejor forma de mantener la cordura— y a casi todo el ruido de fondo:

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un niño llorando, un par de hombres discutiendo sobre béisbol...

Era casi normal, siempre que pensara solo en el momento. Hamburguesa de

alce poco hecha, sopa de judías blancas, sándwich de solomillo, pollo. Corta, pica,

recoge, llena la parrilla.

Podía hacerlo con los ojos cerrados. Tal vez lo hiciese, y tal vez era la forma de

olvidar que Dean, el hermano de Brenda, estaba destrozando a McGraw con sus

martillazos detrás de la cortina de plástico.

Todo era rutina; el calor, el chisporroteo, el humo. La rutina era buena. ¿Qué

había de malo en aferrarse a la rutina entre una crisis y la siguiente?

Sirvió el sándwich de solomillo y la hamburguesa acompañadas de sus

respectivas guarniciones. Se volvió.

—¡Pedidos listos!

Y vio que Debbie Mardson se deslizaba en un taburete delante de la barra.

Debbie apretó los labios, se tocó su propia mejilla encendida y dijo.

—¡Pobrecita!

—Seguramente parece peor de lo que es.

—Eso espero. Vi a Min Hobalt. Me dijo que das unos puñetazos tremendos.

—Yo no...

—Lo dijo en broma. —Debbie levantó ambas manos—. Ahora que se ha

calmado lo lleva bien. Me contó que su hijo de quince años, desde que sabe que su

madre ha estado en una pelea de bar, opina que es muy enrollada.

—Me alegro de haber contribuido a elevar su estatus.

—La sopa huele bien. Tal vez podría tomar un tazón y una ensalada para

acompañar. —Miró a su alrededor con gesto de conspiración y añadió con un

susurro teatral—. Tu aliño.

—Claro. —Reece supuso que era una especie de oferta de paz. Podía ser lo

bastante generosa para aceptarla—. Enseguida.

Ella misma trucó la nota del pedido y lo puso en la fila.

Veinte minutos más tarde, cuando las cosas estaban más tranquilas, Debbie

seguía allí.

—Madre mía, pensaba que poner la cena en la mesa todas las noches era una

hazaña. ¿Cómo lo controlas todo?

—Llega a convertirse en una rutina.

—Algunos días, alimentar a tres niñas y a un hombre es más rutina de la que

puedo aguantar. ¿Puedes tomarte un respiro? Te invito a un café.

—No tomo café. —«Pensará que soy maniática y descortés», se dijo, y añadió—:

Pero puedo tomarme un respiro.

Cogió una botella de agua antes de ir a sentarse ante la barra. Al menos, podría

descansar un rato. Tal vez se sintiese descuidada y sudorosa al lado de Debbie, con

su camisa blanca de lino y su bonita chaqueta rosa, pero al menos descansaba.

—La sopa estaba deliciosa. Supongo que no estarás dispuesta a compartir la

receta.

—Estoy pensando en compartir muchas recetas.

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—¿De verdad?

—Tal vez escriba un libro de cocina.

—¿De verdad? —Debbie se ladeó en el taburete balanceándose un poco, y sus

pulseras de cuarzo rosa oscilaron un momento—. ¡Qué interesante! Tendríamos dos

escritores famosos en el pueblo. No sabremos cómo actuar. Parece que Brody y tú

tenéis muchísimo en común.

Reece tomó un sorbo de agua.

—¿Tú crees?

—Bueno, los dos sois del Este, y creativos. No me extraña que hayáis

congeniado tan deprisa.

—¿Sí?

—Muchas mujeres de por aquí le habían echado el ojo, pero él no les hacía

mucho caso. Hasta que tú llegaste. En este rincón del mundo hay más hombres que

mujeres, así que una puede permitirse elegir. —Debbie sonrió—. Buena elección.

—Yo no buscaba un hombre.

—¿No es siempre así? Sales a cazar un macho, y no ves ni rastro. Vas a dar un

paseo por la mañana, y te salta uno delante.

—Mmm. ¿Tú cazas?

—Desde luego. Me gusta pasar todo el tiempo posible al aire libre. Volviendo a

lo de antes, Brody y tú hacéis buena pareja. Al principio parecía que solo estabas de

paso. Aquí llega mucha gente así. Pero tal como van las cosas, supongo que te estás

instalando.

—Me gusta esto. A pesar de las peleas de bar.

—Este es un buen pueblo. Tal vez anda un poco escaso de cultura, pero es una

base sólida. No sé si sabes a qué me refiero. Las personas cuidan unas de otras —dijo

mientras inclinaba la cabeza hacia la cortina de plástico—. Así. Si tienes problemas,

puedes contar con que tus vecinos te echarán una mano —añadió con una sonrisa

forzada—. Es verdad que todo el mundo está al tanto de tus asuntos, pero es el

precio que hay que pagar. Si algo así hubiese pasado en la ciudad, seguramente

Joanie habría tenido que cerrar durante una semana.

—Un golpe de suerte.

—Lo siento —dijo Debbie dándole unas palmadita en el brazo—. Seguramente

no quieres pensar en eso. Solo quería decir que no debías sentirte mal por lo que ha

pasado. Enseguida estará arreglado. Cuando hayan terminado, quedará aún mejor.

—Yo no dejé el grifo abierto en el piso de arriba —dijo Reece—. De todos

modos, sí me siento mal porque quien la ha tomado conmigo ha decidido que Joanie

también se lleve una parte. Ella se ha portado bien conmigo desde la primera vez que

entré por esa puerta.

—Tiene más corazón del que demuestra. Oye, no quería sugerir que hayas

hecho nada para causarle problemas. Solo decía que todo va a salir bien. Y espero

que no creas que el otro día pensé nada porque salieses a hacer la colada descalza. A

veces tengo tantas cosas en la mente que me dejaría la cabeza si no la tuviese unida al

cuerpo. Dios sabe que tienes muchas preocupaciones. —Le dio otra palmadita

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amistosa y añadió—. Deberías probar la aromaterapia. Cuando estoy estresada, no

hay nada que me calme tanto como el aceite de lavanda.

—Lo apuntaré en mi lista. La próxima vez que un asesino se cuele en mi

apartamento y lo inunde, me calmaré con aceite de lavanda. Buen consejo.

—Vaya, por el amor de Dios...

—No me ofendo. —Reece empujó el taburete—. Agradezco el intento. Tengo

que volver al trabajo... Debbie, eres una mujer simpática, y tus hijas también lo son.

Eres muy atenta y amable. Pero no sabes, ni puedes saber, lo que tengo yo en la

cabeza. Nunca has estado allí.

Se pasó el resto del turno dándole vueltas a aquello, y seguía dándole vueltas

cuando salió del restaurante. Como Brody había insistido en acompañarla en coche

por la mañana —y eso iba a acabarse—, su coche se había quedado en la cabaña.

«No importa», pensó. El paseo le ayudaría a serenarse. La temperatura era lo

bastante cálida para llevar la chaqueta desabrochada, y la brisa le traería el olor del

agua, los bosques y la hierba que empezaba a verdear.

Echaba de menos el verde del césped y de los parques. Los viejos árboles

majestuosos, el tráfico. El anonimato de una ciudad bulliciosa y floreciente.

¿Qué estaba haciendo allí, asando hamburguesas de alce, defendiéndose de una

maruja de Wyoming y preocupándose por la muerte de una mujer a la que ni

siquiera conocía?

Ya tenía sobre su corazón doce muertos, personas a las que conoció y quiso.

¿No era suficiente?

No podía cambiarlo. No podía evitarlo. Vivir su vida era ahora su única

responsabilidad. Y era más que suficiente.

Caminaba con la cabeza baja y las manos metidas en los bolsillos, deseando

saber adónde demonios iba.

Cuando el coche aminoró la marcha a su lado, Reece no se dio cuenta. Al oír el

ligero toque del claxon, dio un salto.

—¿Quieres subir, niña? Tengo caramelos.

A través de la ventanilla abierta, Reece miró a Brody con el ceño fruncido.

—¿Qué haces?

—Dar una vuelta en coche en busca de mujeres excitantes. Tú te acercas

bastante. Sube.

—No quiero que pierdas el día por llevarme de un sitio a otro.

—Mejor, porque no lo he perdido —dijo Brody mientras se quitaba el cinturón

de seguridad para abrir la puerta del pasajero—. Sube. Puedes seguir gruñendo igual

aquí dentro.

—No estoy gruñendo —contestó ella mientras subía—. Lo digo en serio, Brody,

tú tienes tu propio trabajo, tu propia rutina.

—Me gusta cambiar mi rutina. En realidad, sacar el culo de la cama lo bastante

pronto para acompañarte me ha obligado a ponerme ante el teclado antes de lo

habitual. He tenido un buen día de trabajo, y ahora me apetece conducir. Ponte el

cinturón, Flaca.

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—¿Has tenido un buen día? Pues qué bien. Yo he tenido un día asqueroso.

—¿En serio? Con esa nube negra que retumba sobre tu cabeza jamás lo habría

adivinado.

—Me han bombardeado con música country todo el día; el sheriff piensa que

soy una cabeza de chorlito, pero estudiará todas mis extrañas y absurdas alegaciones;

su mujer ha venido a entrometerse en mi vida personal con la excusa de animarme

en plan amistoso. Me duelen los pies, y será un milagro si no cojo el resfriado de

Pete. Soy la tonta del pueblo, y la guapa y perfecta Debbie Mardson me ha

aconsejado que calme mi estrés con aceite de lavanda. Ah, y todas las mujeres

esperanzadas del pueblo se han quedado sin ti porque los dos somos creativos y de

una ciudad grande.

—Creía que era por mi resistencia en la cama.

Con un movimiento irritado, Reece sacó del bolso las gafas de sol y se las puso.

—No hemos entrado en ese terreno, pero podía haber sido el siguiente tema de

discusión.

—Bueno, pues cuando esté sobre la mesa no olvides mencionar que nunca has

conocido a un hombre mejor. No, no solo mejor, con más imaginación.

Reece se removió en el asiento.

—Desde luego, sí que has tenido un buen día.

—Un día cojonudo. Y aún no ha acabado.

Salieron del pueblo. Brody quería disfrutar de los campos en flor, del silencio y

el espacio. Supuso que no querer todo eso para él solo era un gran cambio. La quería

a ella a su lado.

Le sorprendió su propio sentimentalismo cuando detuvo el coche donde se

habían besado por primera vez.

Reece miraba por la ventanilla sin decir nada. Aún en silencio, cogió la mano de

él un momento antes de bajar.

El mundo era una alfombra de color protegida por los picos azul y plata de los

Tetons, dorada por el sol que descendía al oeste.

Rosas y azules, enérgicos rojos y violetas, soleados amarillos clavados y

desplegados entre el suave verde de la salvia. Y donde los campos se convertían en

pantano se alzaba una preciosa franja verde de álamos y sauces.

—Nunca había visto nada igual.

—¿Vale la pena? —preguntó él.

—Desde luego. ¿Eso son espuelas de caballero?

—Sí, y telefio, campanillas, muchas castillejas. Ah... —dijo, gesticulando—.

Tienes pies de gato, chaparro amargo... Y esas trompetillas rojas son Ipomopsis

aggregata.

—¿Cómo conoces los nombres de las flores silvestres? —preguntó ella ladeando

la cabeza para mirarle—. Los hombres que tienen tu resistencia en la cama no suelen

saber mucho de flores.

—Documentación. Hoy he matado a un hombre en ese pantano.

—Muy práctico.

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—¿Ves ese pájaro? Es un rascadorcito migratorio.

A Reece le entró la risa tonta.

—¿Te lo estás inventando?

—No. Estoy bastante seguro de que eso que canta es un turpial —dijo mientras

sacaba una manta del maletero y se la lanzaba—. ¿Por qué no extiendes eso?

—¿Para qué necesitamos una manta, si puede saberse?

—Ese tono indica que estás hecha polvo. Me gusta. Sin embargo, la manta es

para que nos sentemos mientras bebemos el vino que tengo en la nevera portátil.

Falta más o menos una hora para que se ponga el sol. Este es un buen sitio para beber

vino y ver la puesta de sol.

—Brody...

El sacó la nevera portátil y la miró.

—¿Sí?

—Tenemos que repasar tu día cojonudo punto por punto, para que puedas

tener más.

Reece extendió la manta y se sentó. Enarcó las cejas al ver que no solo habría

vino, sino también queso, pan y unas hermosas uvas moradas.

Los motivos de irritación, enojo, preocupación se desvanecieron uno tras otro.

—Guau... No esperaba acabar el día con un picnic.

—No lo harás. Lo acabarás sudando conmigo en la cama. Esto es el preludio.

—Hasta ahora me gusta.

Probó el vino y contempló el mar de color, las hojas tiernas, las grandiosas

montañas.

—¿Cómo he podido pensar que echaba de menos el verde?

—¿Qué verde?

Reece se echó a reír y se metió un grano de uva en la boca.

—Estaba tan cabreada... Debbie Mardson solo ha intentado ser amable... más o

menos. Yo estaba hablando de sumergirme en la rutina, hacer oídos sordos a los

martillazos, que me recordaban lo que había pasado. Y entonces Debbie me ha

sacado de ahí... Vamos, siéntate, tómate un respiro, conversemos. Cree que hacemos

buena pareja.

—Por supuesto. Tú eres bonita, pero no a la manera tradicional. Y yo estoy muy

bueno.

Ella le miró.

—¿Qué es eso de que no soy bonita a la manera tradicional?

—No eres blanca como la leche, ni seductora y exótica, ni típicamente

americana. Lo mezclas todo. Y resulta de lo más atractivo.

Se comieron el pan y el queso, se bebieron el vino y contemplaron cómo el sol se

deslizaba detrás de las montañas hasta que su perfil pasó del plata al rojo fuego.

—Esto es mejor que el aceite de lavanda —dijo ella. Se inclinó hacia delante

hasta encontrar los labios de él con los suyos, y luego se deslizó en el beso tan

suavemente como el sol se deslizaba detrás de la montaña—. Gracias.

Él le puso una mano en la nuca, la atrajo un poco más hacia sí e hizo el beso un

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poco más profundo.

—De nada.

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Capítulo 25

Reece bebió tres copas de vino; tal vez por eso estaba achispada. Lo bastante

achispada para que, tan pronto como bajaron del coche delante de la cabaña, se

pusiera de puntillas detrás de Brody y le mordisquease la oreja.

El solo había tomado una copa de vino, pero aquel ataque repentino contra sus

sentidos hizo que se le cayeran las llaves.

Reece se echó a reír cuando él se inclinó para recogerlas.

—Mmm. Qué hombre tan fuerte —dijo, todavía colgada de él.

—Qué mujer tan flaca.

—Antes lo era más.

Las manos de Reece parecían no poder estarse quietas. Le desabrochó casi toda

la camisa antes de que él consiguiese abrir la puerta principal.

—Llévame a la cama —pidió ella, con los dedos en el botón de sus vaqueros.

Brody estuvo a punto de tropezar con los peldaños cuando ella le dio un

mordisquito en la nuca.

—Vas a tener que parar —dijo él, sin aliento—, dentro de dos o tres horas.

Consiguió llegar a la cama y la dejó caer por encima del hombro. Reece soltó un

chillido y aterrizó con la risa tonta. Al momento Brody estaba encima de ella

desabrochándole la camisa a tirones. Sujetándole los brazos, tiró de la camisa hacia

abajo hasta que se tensó en su espalda y sobre sus muñecas, como una soga. Cuando

ella jadeó, la boca de él tomó la suya con una posesión ardiente e impetuosa que la

inundó de excitación.

—¡Madre mía! No puedo...

—Has empezado tú.

Le bajó los tirantes del sujetador y tiró hasta liberar sus pechos y poder

deleitarse con ellos.

Fuera de sí, Reece se retorció debajo de él con un estremecimiento. Cuando él le

desabrochó los vaqueros para deslizar la mano bajo la tela, empezó a gemir. Al oír su

primer grito ahogado, Brody atrapó un pezón con los dientes y lo mordisqueó hasta

que las caderas de ella se alzaron hacia su mano. Hasta que sintió que cedía.

—Grita todo lo que quieras —susurró sujetándole las manos, aprisionándola

mientras su lengua y sus dientes bajaban rozando su cuerpo—. Nadie va a oírte más

que yo.

Ella gritó mientras él le hacía cosas con su lengua, sus dientes, sus labios, y se

sobresaltó al oír el sonido desenfrenado de sus propios gritos.

No podía detenerle. Los dedos de sus manos atrapadas se clavaban en la cama

como para mantener los cuerpos de ambos anclados a ella. La respiración se le

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quebró en la garganta y se convirtió en otro grito sollozante de placer. Por primera

vez en más de dos años, sentirse completamente desvalida en lugar de asustarla la

excitó.

Si aquello era una noria enloquecida, esta vez anhelaba el viaje. Más deprisa.

Girar. Liberarse para volar.

La invadieron las sensaciones, suaves y luego agudas, seductoras y luego

tortuosas. El la obligó a incorporarse y le quitó la camisa de un tirón. Reece se revolcó

en la cama con él, loca por tocar, saborear y poseer.

Protestó cuando él la obligó a levantar los brazos por encima de su cabeza,

arqueándose para no perder el contacto con su cuerpo. Y Brody puso las manos de

ella alrededor de los barrotes del cabezal.

—Más vale que te agarres —le dijo.

Luego se zambulló en ella.

Fue un terremoto, un peligroso tumulto de alegría, potencia y velocidad.

Azotada por aquel torbellino, y temiendo volar en pedazos mientras seguía su

desesperado ritmo, se agarraba con fuerza al cabezal.

Luego se soltó y estrechó a Brody entre sus brazos para poder volar con él.

Todo se debilitó, su mente, su cuerpo. Sus brazos se deslizaron débilmente

hasta la cama. Tenía el peso de Brody encima, pero le parecía insignificante, como si

de algún modo se hubiesen fundido. Lo único real era el latido de su corazón contra

el de ella.

Allí se quedó, con los fuertes latidos del corazón de Brody en el centro de su

mundo.

Cuando él se apartó, trató de detenerle. Pero él se tumbó de espaldas y

entrelazó sus dedos con los de ella. A Reece la cabeza le daba vueltas, y la dejó caer

sobre el hombro de Brody.

Desde las sombras de los árboles, observó la casa. Observó la ventana del

dormitorio, donde la luz de la luna en cuarto creciente era lo bastante intensa para

ofrecerle siluetas, sombras, la sensación de movimiento detrás del cristal.

Era demasiado pronto para dormir. Pero nunca era demasiado pronto para el

sexo. Podía esperar a que saliesen. La paciencia era una herramienta esencial del

éxito y de la supervivencia.

Tenía varias opciones, varios planes. Los planes y las opciones eran otras

herramientas importantes. Los adaptaría a cualquier oportunidad que se presentase.

La chica no se había asustado con la facilidad que él suponía, que él esperaba.

Así que se había adaptado. En lugar de echar a correr, ella parecía pisarle los talones.

También podía ocuparse de eso.

Hubiese preferido que las cosas fuesen distintas, pero su vida estaba llena de

preferencias, muchas de ellas logradas solo a medias. Sin embargo, estaba decidido a

mantener intactas las que había logrado.

Cuando se encendió la luz del dormitorio, siguió observando.

Vio a Reece a través de la ventana. Desnuda, se desperezó de una forma que

reflejaba satisfacción sexual.

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La sangre no se le alteró al verla, ni se tensó su espalda. Al fin y al cabo, no era

un mirón. En cualquier caso, ella no era su tipo. Demasiado flaca, demasiado

complicada. Apenas la veía como mujer.

Era un obstáculo. Incluso una especie de proyecto. A él le gustaban los

proyectos.

La vio reír, vio que movía la boca mientras se ponía una camisa. De Brody

evidentemente; le venía demasiado grande.

Observó que iba hasta la puerta, se detenía y decía algo por encima del hombro.

Así que adaptó sus planes a la oportunidad.

—Primero agua —repitió Reece—. Estoy a punto de morirme de sed.

—Tengo entendido que la ducha tiene agua.

—No pienso meterme en la ducha contigo. Ese es otro camino hacia la

perdición, y necesito hidratarme. Puedo preparar algo sencillo mientras tú te duchas.

—¿Hablas de comida?

—No creo que vivas de pan con queso y de sudar en la cama. Haré un salteado

rápido.

La expresión satisfecha de Brody se trocó de inmediato en un ceño fruncido.

—Has dicho comida, no verdura.

—Te gustará.

Relajada y ágil después del sexo, Reece casi salió flotando de la habitación.

«Una cena sencilla —pensó—. Filetearé un par de pechugas de pollo que tengo

congeladas en adobo. Las saltearé con ajo, cebolla, brécol, zanahoria y coliflor. Y las

serviré acompañadas de arroz con mi salsa de jengibre.»

No podía fallar.

Le habría gustado tener castañas de agua, pero ¿de dónde iba a sacarlas?

Se frotó la garganta y pensó que sería capaz de beber más de tres litros de agua.

No era de extrañar. Se habían lanzado el uno sobre el otro como animales. Fabuloso.

Seguramente encontraría cardenales en algunos lugares muy interesantes, pero

lo mismo le ocurriría a él. La idea la obligó a detenerse y bailotear un poco. Luego,

remangándose la camisa de Brody, se dirigió a la cocina.

Encendió la luz y fue a buscar el agua. Con una mano apoyada en el frigorífico,

bebió directamente de la botella como un camello que repostase en el oasis de un

desierto.

Cuando la bajó, un golpecito la obligó a mirar hacia la ventana, por encima del

fregadero.

Vio la silueta de él. Unos hombros cubiertos con un abrigo negro, una cabeza

cubierta con una gorra anaranjada. Gafas de sol negras que ocultaban la mayor parte

de su rostro.

Incapaz de respirar, retrocedió tambaleándose mientras se le caía la botella. El

plástico chocó contra el suelo y el agua se derramó en las baldosas, sobre sus pies

descalzos.

Había un grito en su interior, atrapado por la conmoción, el terror y la

incredulidad, locamente aferrado a su garganta.

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— 285 —

Luego la imagen desapareció. Reece, paralizada, trataba de recuperar el aliento

y los sentidos.

Y vio que el pomo de la puerta se movía hacia la derecha, se movía hacia la

izquierda.

Entonces gritó y saltó hacia delante para coger el cuchillo de cocina de la

encimera. Siguió gritando y agarrando el cuchillo con ambas manos mientras

retrocedía.

Cuando la puerta se abrió de golpe, echó a correr.

Brody estaba bajo el agua de la ducha cuando oyó que la puerta se abría y

golpeaba la pared. Distraído, apartó la cortina y se quedó mirando a Reece. Tenía un

cuchillo enorme en las manos y la espalda contra la puerta.

—¿Qué diablos ocurre?

—Está en la casa. Está en la casa. En la puerta de atrás, en la cocina.

Con movimientos rápidos, Brody cerró el grifo y cogió una toalla.

—Quédate aquí.

—Está en la casa.

Sin perder un momento, Brody se envolvió la cintura con la toalla.

—Dame el cuchillo, Reece.

—Le he visto.

—Vale. Dame el cuchillo.

Tuvo que quitárselo de las manos.

—Ponte detrás de mí —dijo mientras se planteaba la posibilidad de pedirle que

se encerrase en el baño—. Vamos al dormitorio; hay un teléfono. Cuando me asegure

de que allí no hay nadie, te encerrarás dentro y llamarás a la policía. ¿Me entiendes?

—Sí. No te vayas —rogó ella, agarrándole del brazo y mirando la puerta—.

Quédate aquí conmigo. No bajes allí. No bajes.

—No te pasará nada.

—A ti. A ti.

El sacudió la cabeza y la empujó para situarla detrás de sí. Cogió el cuchillo en

posición de combate y abrió la puerta de un empujón. No vio nada a la derecha, nada

a la izquierda. No oyó nada más que la respiración entrecortada de Reece.

—¿Te ha seguido? —quiso saber Brody.

—No. No lo sé. No. Estaba allí, y yo he cogido el cuchillo y he echado a correr.

—Sígueme.

Brody inspeccionó el dormitorio, calculó las posibilidades y decidió cerrar la

puerta y correr el pestillo. Miró bajo la cama y en el armario, los dos únicos lugares

donde pensó que podía esconderse alguien. Satisfecho, dejó el cuchillo sobre la cama,

cogió sus vaqueros y se los puso.

—Llama a la policía, Reece.

—Por favor, no salgas. Podría llevar una pistola. Podría... Por favor, no me

dejes.

Brody se volvió hacia ella un momento, reprimiendo su propia necesidad de

moverse.

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—No te dejo. Volveré dentro de unos minutos.

Dejó el cuchillo donde estaba y sacó su bate de béisbol del armario.

—Cuando salga, cierra la puerta. Haz la llamada.

No le gustaba dejarla allí, asustada; no podía estar seguro de que no perdería la

cabeza. Pero un hombre debía defender lo que era suyo.

«Probablemente hará mucho que se ha ido», pensó Brody mientras examinaba

su despacho. Probablemente. De todos modos, era su obligación comprobarlo,

proteger la casa, hacerla segura.

Mantener a Reece a salvo.

Luego fue al cuarto de baño. El intruso podía haberse escondido en él cuando

estaban en el dormitorio. Con el bate sobre el hombro, echó un vistazo rápido. Se

sintió ridículo cuando el estómago se le encogió de miedo.

Seguro de que no había nadie en el segundo piso, empezó a bajar por la

escalera.

Sola, Reece se quedó un momento mirando la puerta. Saltó sobre la cama y

gateó hasta alcanzar el teléfono.

—Policía. ¿Cuál es la naturaleza de su emergencia?

—Ayuda. Necesitamos ayuda. Está aquí.

—¿Qué clase de...? ¿Reece? ¿Es Reece Gilmore? Soy Hank ¿Qué ocurre? ¿Está

herida?

—Estoy en casa de Brody, en la cabaña de Brody. El la mató. Está aquí. Dense

prisa.

—No cuelgue. No quiero que cuelgue. Voy a enviar a alguien. Espere.

Al oír un estampido procedente de abajo, Reece gritó y el auricular del teléfono

se le cayó. ¿Disparos? ¿Eran disparos? ¿Eran reales o solo estaban en su cabeza?

Sollozando, cruzó la cama a gatas y cogió el cuchillo.

No había corrido el pestillo. Pero si lo hacía, Brody estaría atrapado a un lado y

ella al otro. Podía estar herido. Podía morir sin que ella hiciese nada para evitarlo.

Ginny había muerto sin que ella hiciese nada para evitarlo.

Se puso en pie. Era como pisar almíbar. Como abrirse paso a través de aquella

sustancia espesa y viscosa que obstruía los oídos, la nariz, los ojos. Y al acercarse a la

puerta, a través del sordo zumbido de su cabeza, oyó pisadas en la escalera.

Esta vez la encontrarían; esta vez sabrían que no estaba muerta. Lo sabrían, y

acabarían.

—Reece. Ya está. Soy Brody. Abre la puerta.

—Brody. —Pronunció su nombre como si quisiera comprobar cómo sonaba.

Luego, con un grito de alivio que era como el dolor, abrió la puerta de un tirón y,

tambaleándose, lo miró.

—Ya está —repitió él mientras le quitaba el cuchillo—. Se ha marchado.

De pronto Reece empezó a ver puntos blancos y negros.

Cuando los bordes ya enrojecían, él la sentó en una silla y le puso la cabeza

entre las rodillas.

—Para. Para y respira. Vamos.

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Su voz atravesó el marco, las náuseas y apartó el peso que le oprimía el pecho.

—Creía... He oído...

—He resbalado. Había agua en el suelo de la cocina. He tirado una silla. Sigue

respirando.

—No estás herido. No estás herido.

—¿Tengo aspecto de estar herido?

Reece levantó la cabeza despacio.

—No estaba segura de lo que era real ni de dónde estaba.

—Tú estás aquí y yo también. Se ha marchado.

—¿Lo has visto?

—No. Ese cabrón cobarde se ha largado. Eso es lo que tienes que recordar —

dijo cogiéndole la cara con firmeza—. Es un cobarde. —Brody oyó las sirenas pero no

dejó de mirarla a los ojos—. Aquí está la caballería. Ponte algo de ropa.

Una vez vestida, bajó y se encontró la puerta trasera abierta y los focos

encendidos. Oyó un murmullo de voces. Decidió buscar alivio en el orden y se puso

a hacer café y luego a fregar el suelo.

Preparó té para ella, y cuando Brody entró con Denny había puesto sobre la

mesa tazas, leche y azúcar.

—¿Un café?

—No me vendría mal. ¿Está en condiciones de declarar, Reece?

—Sí. Café con leche, ¿no?

—¿Cómo dice?

—¿Con leche y dos terrones?

—Sí. —Denny se tiró del lóbulo de la oreja—. Tiene buena memoria para los

detalles. ¿Les parece que nos sentemos? —Antes de que Reece respondiera, tomó

asiento ante la mesa, sacó su bloc de notas y preguntó—: ¿Puede contarme lo que ha

pasado?

—He bajado aquí. Tenía sed e iba a preparar la cena. Brody estaba en la ducha.

Sirvió el café y miró un instante el rostro de Denny. Por el ligero rubor, supuso

que o Brody le había dicho lo que habían estado haciendo o lo había deducido por sí

solo.

—He sacado una botella de agua de la nevera —continuó mientras ponía el café

de los dos hombres sobre la mesa, antes de volverse por su té—. He oído algo, como

un golpecito, en la ventana. Cuando he mirado hacia allí, lo he visto.

—¿Qué ha visto exactamente?

—Un hombre. Abrigo negro, gorra anaranjada, gafas de sol.

Se sentó y miró fijamente el té.

—¿Puede describirlo?

—Estaba oscuro —dijo despacio—, y la luz de la cocina se reflejaba en el cristal.

No le he visto con claridad. Luego ha desaparecido. He visto moverse el pomo de la

puerta trasera. He oído cómo giraba. He cogido un cuchillo de la encimera. La puerta

se ha abierto, y él estaba allí. Allí, de pie. He subido corriendo.

—¿Altura? ¿Peso? ¿Raza?

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Reece apretó los ojos con fuerza. Le había parecido enorme. ¿Cómo podía ver a

través de la niebla de su propio miedo?

—Blanco, bien afeitado. No estoy segura. Todo ha sido muy rápido, estaba

oscuro, y yo estaba muy asustada.

—¿Ha dicho algo?

—No.

La joven se puso en pie de un salto al oír un vehículo que aparcaba.

—Ese debe de ser el sheriff —dijo Denny—. Hank se ha puesto en contacto con

él después de hablar conmigo. Saldré para ponerle al corriente.

Reece se sentó con las manos en el regazo cuando Denny salió.

—Es una lástima, ¿verdad? Estaba ahí mismo, pero en realidad no puedo decir

qué aspecto tenía.—Estaba oscuro —dijo Brody—. Supongo que se ha quedado lo

bastante atrás para estar en la sombra. A ti te daba la luz en los ojos. Y estabas

asustada. ¿Qué te he dicho que era, Reece?

—Un cobarde —contestó ella levantando la cabeza—. Y sabe manejarme muy

bien. No me creerán, Brody. Decidirán que soy una histérica que sufre alucinaciones.

Ni Denny ni tú habéis encontrado nada fuera. Ninguna pista útil.

—No. Es meticuloso.

—Pero me crees —dijo; respiró hondo—. Cuando estaba arriba sola, he creído

oír disparos. Lo confundo todo.

—Ten paciencia contigo misma, Reece. Has recordado el pasado.

—Tiene que habernos vigilado. Desde el exterior, ha vigilado la casa y nos ha

vigilado a nosotros. ¿Pensabas que no había caído en eso? —dijo al ver que el rostro

de Brody se tensaba.

—Esperaba que no.

—No voy a ponerme histérica porque me haya visto desnuda o sepa que hemos

hecho el amor. Eso no cambia mucho las cosas.

—Así me gusta.

Llamaron a la puerta trasera y entró Rick quitándose el sombrero.

—Buenas noches. Me han dicho que habéis tenido problemas.

—Algo así como allanamiento de morada y acoso —dijo Brody.

—Me apetecería una taza de ese café. Le he pedido a Denny que eche otro

vistazo alrededor.

Reece sirvió otra taza.

—Reece, ¿por qué no me dice dónde estaba cuando ha visto a ese hombre? En la

ventana, ¿no es así?

—Al principio. Yo estaba aquí —explicó; avanzó hasta el frigorífico y colocó

una mano en la puerta—. He oído un sonido y he mirado. Él estaba al otro lado de la

ventana.

—La luz de la cocina se refleja un poco en el cristal de la ventana, ¿verdad? ¿Se

ha acercado usted un poco más?

—Pues... no. Entonces no. He visto girar el pomo de la puerta. Me he alejado de

la ventana y entonces he visto girar el pomo de la puerta. He cogido un cuchillo —

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dijo Reece, adelantándose y haciendo el gesto—. Y creo... creo que he retrocedido,

creo que no he parado de retroceder. Estaba asustada.

—Me lo imagino.

—Entonces se ha abierto la puerta y él estaba ahí, fuera.

—¿Estaba usted más o menos donde está ahora?

—Pues... no estoy segura. Más cerca no. Puede que uno o dos pasos más atrás.

Me he vuelto y he echado a correr.

—Aja. Es lo mejor que ha podido hacer. ¿Tú estabas en la ducha? —le preguntó

a Brody.

—Así es.

—¿Y la puerta de ahí? ¿Estaba cerrada con llave?

—Lo estaba. He cerrado antes de salir a buscar a Reece.

—De acuerdo. —Rick abrió otra vez la puerta trasera y se agachó para examinar

la cerradura y el marco—. ¿Llevaba guantes?

—Pues... —Reece se forzó a recordar—. Sí. Eso creo. Guantes negros, como el

día que estranguló a esa mujer.

—¿Algún otro detalle sobre él?

—Lo siento.

Rick se incorporó.

—Bueno, vamos a retroceder un poco. ¿Hasta qué hora has estado en casa,

Brody?

—Yo diría que he salido más o menos a las seis y media o siete menos cuarto.

—Has ido a recoger a Reece a Joanie's y habéis venido aquí.

—No, hemos ido con el coche al campo.

Brody sintió un deseo repentino e inesperado de fumar, pero lo reprimió.

—Los prados están floreciendo. Una tarde agradable para eso. Así que habéis

dado un paseo.

—Unos pocos kilómetros —confirmó Brody—. Hemos tomado vino y queso,

hemos contemplado la puesta de sol. Hemos llegado aquí más o menos a las ocho y

media. Puede que casi a las nueve. Hemos subido directamente al dormitorio.

Después, Reece ha bajado aquí a beber agua y yo me he metido en la ducha.

—¿A qué hora más o menos?

—No he mirado el reloj. Pero no llevaba en la ducha más de un par de minutos

cuando ella ha entrado corriendo. La he acompañado al dormitorio, me he puesto los

pantalones, he cogido el bate de béisbol, y le he dicho que llamase a la policía.

Denny entró, miró a Rick y negó con la cabeza.

—Muy bien. Yo diría que esta noche no vais a tener más emociones. Pasaré

mañana para ver qué veo a la luz del día. Denny, ve a hacer el atestado. Brody, ¿por

qué no me acompañas fuera?

—De acuerdo. Enseguida vuelvo, Reece.

Salieron por la puerta principal. Rick echó un vistazo al cielo estrellado y se

metió los pulgares en los bolsillos.

—Una noche preciosa, de las que solo se ven en este pueblo. Antes de que nos

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demos cuenta estará aquí el verano. Ya están llegando un montón de turistas. No

tendremos ese cielo solo para nosotros durante mucho más.

—Supongo que no me has pedido que te acompañe fuera para mirar las

estrellas.

—No. Voy a explicarte lo que pienso, Brody —dijo situándose de frente a él—.

En primer lugar, no hay señales de que hayan forzado esa puerta. Y tú has asegurado

que estaba cerrada con llave.

—Ha forzado la cerradura, tiene una ganzúa. Ya lo ha hecho antes.

—¡Jesús! —exclamó Rick pasándose la mano por la cara con evidente

frustración —, ¿Y ha conseguido hacerlo justo en el momento en que ella estaba abajo

sola y tú estabas en la ducha? Además de una ganzúa, ¿ese tipo tiene superpoderes?

—Debía de estar vigilando la casa.

—¿Para qué? ¿Para jugar al hombre del saco? Si iba a hacer algo, lo habría

hecho cuando ella estuviera sola. Si es que existe.

—Espera un momento, joder.

—No, espera tú. Soy un hombre comprensivo, Brody. Cuando un hombre lleva

una placa y una pistola, más vale que tenga una buena dosis de comprensión. Tengo

una mente abierta, pero no soy tonto. Tenemos a una mujer con un historial de

trastornos emocionales, que ha bebido, que sale de la cama y ve al mismo hombre al

que vio matar a una mujer desconocida... que solo ella ha visto. Y eso ocurre en el

momento exacto en que no hay nadie para comprobarlo. No hay señales de que haya

entrado nadie en esta cabaña ni de que hayan merodeado por los alrededores. Igual

que no había señales de que matasen a nadie junto al río, ni de que alguien se colase

en su apartamento, ni de que tocasen su colada en el hotel. Tú te acuestas con ella, así

que quieres creerle. No hay nada tan atractivo como una dama en apuros.

A Brody le dominó la furia.

—¡Qué gilipollez! ¡Eso es una puta gilipollez! ¡Ya que llevas esa placa, tienes la

responsabilidad de proteger y servir a la gente!

—Tengo la responsabilidad de proteger y servir a este pueblo, a las personas de

este pueblo. Cabréate todo lo que quieras —dijo, asintiendo—. Puedes cabrearte,

pero yo ya he hecho todo lo que he podido por Reece Gilmore. Los turistas están a

punto de llegar, y no puedo desperdiciar un tiempo y unos efectivos que necesito

para mantener el orden aquí persiguiendo sus fantasmas. Lo siento por ella, la

verdad. Es una mujer agradable que ha tenido muy mala suerte. Va a tener que

superarlo y sentar la cabeza. Hazte un favor, convéncela para que vaya a un

psiquiatra.

—Tenía mejor opinión de ti, Rick.

—Llegados a este punto, Brody —dijo Rick en tono aburrido mientras abría la

puerta de la furgoneta—, yo puedo decir lo mismo de ti. —Subió, cerró con un

portazo y mientras arrancaba el motor añadió—. Si te importa esa mujer, búscale

ayuda. La necesita.

Cuando Brody volvió a entrar, Reece estaba guisando. Había arroz en una olla

tapada, y pollo y ajo salteándose en una sartén.

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—Que se vaya a la mierda —murmuró Brody, mientras sacaba una cerveza del

frigorífico.

—Gracias. Gracias por ponerte de mi parte —dijo ella, sacudiendo la sartén

para darle la vuelta al pollo—. No me ha hecho falta oír la conversación para saber lo

que ha dicho. No me cree, y este último incidente desvirtúa todo lo demás. Le he

hecho perder el tiempo, he alterado su rutina, he pasado de ser la tonta del pueblo a

ser la pesada del pueblo. Y, a decir verdad, no se le puede reprochar.

—¿Por qué demonios no?

—Todo apunta a que me lo invento o a que estoy loca —dijo; echó en la sartén

las verduras que ya tenía picadas, vertió un poco de vino blanco y volvió a

sacudirla—. Y apunta a que tú me apoyas porque nos acostamos juntos.

—¿Es eso lo que piensas?

—Sé que me crees, y saber eso es muy importante para mí.

Brody tomó un largo y lento trago de cerveza.

—¿Quieres que hagamos las maletas? ¿Probar en Nuevo México tal vez? Lo

bueno de nuestra profesión es que podemos trabajar donde nos dé la gana.

Los ojos le escocían, pero siguió removiendo y sacudiendo.

—¿Sabes? Si te hubieras puesto de rodillas con un diamante enorme, un perrito

y una gran caja de bombones belgas, me hubieras declarado amor eterno y luego

hubieras recitado a Shelley, no habría significado más.

—Me alegro, no me sé de memoria ningún poema de Shelley.

—Y es tentador—continuó ella—, pero sé mejor que nadie que huir no cambia

las cosas. Me ha gustado ver brotar las flores, me ha gustado saber que pueden

hacerlo. Si ellas pueden arraigar aquí, yo también. —Cogió el cuenco en el que había

batido la salsa, la vertió sobre el contenido de la sartén y dijo—. Esto estará listo en

un par de minutos. ¿Por qué no sacas los platos?

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Capítulo 26

Reece, sentada en la consulta del doctor Wallace, agradecía no tener que

desnudarse para la visita de seguimiento. Se sentía lenta de reflejos, como si se

hubiese excedido en una fiesta.

«El somnífero», pensó. Brody insistió en que se lo tomara. «La verdad es que no

tuvo que insistir mucho», recordó.

Aunque el fármaco evitaba las pesadillas, esa mañana notaba la cabeza pesada

y embotada. Valía la pena, solo por esa vez. No quería volver a los somníferos, los

antidepresivos y los ansiolíticos.

Sabía que no estaba deprimida. Sabía que la acechaban.

Se abrió la puerta y el doctor entró sonriendo. Llevaba en la mano su historial.

—Enhorabuena. Has ganado tres kilos. Eso es un gran avance, Reece. Dos más,

y te dejaré en paz. —Su sonrisa se desvaneció cuando se situó detrás de la mesa y

echó un vistazo a su rostro—. O tal vez no. La última vez que estuviste aquí estabas

pálida y agotada. Aún lo estás.

—He pasado mala noche. Una noche horrible. Acabé tomando un somnífero, de

los que se venden sin receta. Me dejó fuera de combate.

—¿Ansiedad? —preguntó el doctor, volviéndole la cabeza para observar al

cardenal amarillento de la mejilla—. ¿Pesadillas?

—Tomé el somnífero para evitar la ansiedad y las pesadillas. Anoche vi al

asesino.

El doctor apretó los labios y la observó con atención mientras se sentaba.

—¿Por qué no me lo cuentas?

Reece se lo explicó con detalle.

—No tiene por qué creerme ni decir que me cree —acabó—. Los últimos días

han sido un horror, ese es el motivo de que esté pálida y agotada.

—¿Duele? —preguntó el doctor mientras le presionaba el cardenal con

suavidad.

—Un poco. No me molesta.

—¿Cuánto tiempo llevas tomando somníferos?

—Anoche fue el primero en casi un año.

—¿Has tomado algún otro medicamento desde la última vez que estuviste

aquí?

—No.

—¿Algún otro síntoma?

—¿Cómo falta de memoria o ver cosas que no están? No.

—Haré de abogado del diablo por un momento. ¿Es posible que ese hombre al

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que viste pueda representar tu miedo? No viste con claridad la cara del hombre que

te disparó. O el trauma que experimentaste borró esa cara de tu memoria.

—Creo que no lo vi —dijo ella en tono sereno—. Fue un instante. La puerta se

abrió de golpe y yo empecé a volverme. Vi la pistola... y luego... bueno, la utilizó.

—Entiendo —contestó el médico apoyando la mano sobre la suya con suavidad,

brevemente—. Por lo que entiendo, no llegaste a ver a los otros hombres que mataron

a tus amigos...

—No, a ninguno de ellos.

«Solo les oí —pensó—. Solo les oí reír.»

—¿Has pensado en la posibilidad de que la figura que viste anoche en la

ventana, el hombre que viste junto al río, sea una manifestación del miedo e

impotencia que experimentaste durante y después del ataque?

Reece sintió un retorcijón y comprendió que era producto de la decepción.

Simple decepción al ver que después de todo no le creía.

—Ha estado leyendo libros de psiquiatría —dijo.

—Lo reconozco. Darle a tu miedo masa y forma no te convierte en una loca,

Reece. Podría ser una manera de sacarlo a la superficie para poder verlo,

experimentarlo y resolverlo.

—Ya me gustaría, pero sé que una mujer murió a manos de ese hombre. Sé que

me acecha y que está haciendo todo lo posible para destrozarme los nervios y minar

mi credibilidad. No es paranoia si te persiguen de verdad —dijo con una leve

sonrisa.

El doctor suspiró. Reece continuó.

—Sé cómo es la paranoia, el sabor que se nota en la garganta. No estoy

paranoica. No estoy manifestando mi miedo, lo estoy viviendo.

—Hay otra posibilidad. Escúchame. La primera vez que viste a ese hombre,

cuando presenciaste el crimen, acababas de encontrarte con Brody en el sendero. Los

demás incidentes tuvieron lugar a medida que se desarrollaba tu relación con Brody.

Cuanto más seria es, más serios o personales son los incidentes. ¿Es posible que tu

sentimiento de culpabilidad por haber sobrevivido esté poniendo trabas a tu

felicidad?

—¿Y esté volviéndome loca para sabotear mi relación con Brody? No. Maldita

sea, he estado loca. Sé cómo es, y esto no es lo mismo.

—De acuerdo, de acuerdo —dijo el médico dándole palmaditas en la mano—.

Si, ¿cómo era?, si eliminamos lo probable, lo que queda, por improbable que sea,

tiene que ser la verdad. Vamos a sacar un poco de sangre, a ver cómo estás.

Reece volvió a Joanie's para la segunda mitad de un turno partido. Mac

Drubber y Carl comían carne de cerdo a la parrilla. Mientras masticaba y tragaba,

Mac levantó una mano para llamarla.

—He recibido parmesano fresco. El de esa clase que viene en un bloque.

—¿Ah, sí?

—He pensado que tal vez lo quiera. Sale un poco caro.

—Después iré a buscarlo. Gracias, señor Drubber. —Siguiendo un impulso, se

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inclinó y le dio un beso en la cabeza—. Gracias —repitió—. No me lo merezco.

—¡Oh, vamos! —exclamó el hombre; el rubor afloró en sus mejillas—. Si se le

ocurre algo que no acostumbremos a tener, solo tiene que decírmelo y lo pediré. No

hay problema.

—Lo haré. Gracias.

Reece decidió que, en cuanto pudiera, prepararía algo especial, algo magnífico,

e invitaría al señor Drubber a cenar en casa de Brody.

Entró en la cocina a tiempo de ver a Linda-Gail mientras dejaba con fuerza una

pila de platos sucios junto a Pete.

—Vaya...

—Problemas en el paraíso —susurró Pete.

—No murmuréis a mí alrededor —dijo Linda-Gail en tono brusco; al volverse,

su cabello se movió como una corta capa roja—. No soy sorda.

—Si sigues dejando así las cosas te vas a quedar en paro.

Linda-Gail se dio la vuelta y miró a Joanie.

—No dejaría así las cosas si tu hijo no fuese un mentiroso y un tramposo.

La expresión de Joanie se mantuvo plácida mientras seguía asando carne y

cebollas.

—Mi chico puede ser muchas cosas no muy halagadoras, pero nunca ha sido

ninguna de las que has dicho. Mide tus palabras, Linda-Gail.

—¿No me dijo que tenía que quedarse en el rancho ayer por la tarde porque

una yegua tenía cólicos? ¿No era una mentira gordísima? Reuben ha estado aquí

hace un cuarto de hora y me ha preguntado si me gustó la película que fui a ver con

Cas ayer por la tarde.

—Podría ser que Reuben estuviese confundido. Podrían ser muchas cosas.

Linda-Gail levantó la barbilla.

—Tú eres su madre y tienes que defenderle, pero yo no pienso tolerar que me

mienta o me engañe.

—No te lo reprocho; háblalo con él cuando mejor te vaya. Siempre que no sea

cuando te pago para que atiendas las mesas.

—Dijo que me quería, Joanie —respondió la joven con voz un poco insegura;

Joanie apretó los labios—. Dijo que estaba dispuesto a construir una vida conmigo.

—Entonces espero que tengas esa conversación con él muy pronto. Ahora, sal

ahí fuera y haz tu trabajo. Tenemos clientes.

—Tienes razón. Ya he perdido bastante tiempo con él. Los hombres no sirven

para nada.

Linda-Gail salió con paso majestuoso, y Joanie suspiró.

—Si ese chico ha echado a perder esto, es más burro de lo que creía.

Joanie parecía preocupada, pero Reece sintió que se le hacía un nudo en el

estómago. ¿Dónde había estado Cas la noche anterior y por qué había mentido?

—¿Y tú? ¿Vas a quedarte ahí plantada soñando despierta —quiso saber

Joanie— o te vas a encargar de esta parrilla? Tengo trabajo que hacer en la oficina, y

tengo que pagar toda esa puñetera pintura.

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—Lo siento. —Reece cogió un delantal y se dirigió al fregadero para lavarse las

manos—. La pintura nueva es muy alegre.

—El precio también es de lo más alegre.

Reece recordó que un equipo de tres hombres había ido a pintar después de que

el restaurante cerrase; el amarillo narciso animaba mucho el local. Pero ¿qué estaban

haciendo los hombres a las nueve de la noche?

—¿Cuándo empezaron a pintar exactamente? —preguntó.

—A las once. Yo pensaba que, después de trabajar hasta las tres de la mañana,

Reuben estaría demasiado cansado para venir a hablar más de la cuenta.

«Pregunta con despreocupación —se dijo Reece—. Con mucha

despreocupación. Como por hablar de algo.»

—Entonces, ¿vinieron a las once?

—¿No te lo acabo de decir? Reuben, Joe y Brenda.

—¿Brenda? ¿La del hotel? Pensaba que vendría su hermano.

—Dean tenía que hacer otra cosa; eso dijo ella. De todos modos, Brenda pinta

mejor.

Reece se puso a cocinar, y mientras cocinaba trató de imaginarse a Reuben, a

Cas, a Dean, a Joe con gafas de sol y una gorra anaranjada, al otro lado de la ventana

de la cocina de Brody.

Después de trabajar, Reece le pidió a Pete que la llevase a casa de Brody.

—Te agradezco que me acompañes.

—No está lejos; no hay problema.

—Pete, ¿qué crees que hizo Cas anoche?

—Ir detrás de alguna falda. Ese piensa con la polla, con perdón.

—Si es así, debe de haber tenido bastantes problemas con las mujeres.

—Suele convencerlas para que no le arranquen las pelotas, con perdón otra vez.

Pero no le será fácil convencer a nuestra Linda-Gail. Es muy cabezota.

—En eso llevas razón. Mira a Reuben, por ejemplo. —Se recordó otra vez que

debía hablar despreocupadamente—. No se le ve con mujeres, al menos no

continuamente.

—No es un santo, pero tiene la suficiente sesera para ser discreto. —Pele miró a

Reece y le sonrió con su boca desdentada—. El invierno pasado tuvo un lío con una

esquiadora casada.

—¿De verdad?

—Lo hizo sin llamar la atención, pero no es fácil entrar y salir de una habitación

de hotel sin que nadie se dé cuenta. Brenda tiene olfato para esa clase de cosas. Por lo

que me han dicho, entraba por la puerta del sótano.

—El sótano del hotel —murmuró ella.

—Todo se supo una noche que tuvieron una pelea tremenda. Ella gritó y le tiró

cosas. Al parecer, le dio en la cabeza con un frasco de perfume. Él acabó saliendo por

patas, con la cara arañada y las botas en la mano.

—¿Qué aspecto tenía?

—¿Cómo?

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— 296 —

—La esquiadora, la mujer. Siento curiosidad.

—Que yo recuerde, era una morenita muy guapa, unos diez años mayor que

Reuben. Eso me dijeron. Luego se pasó semanas llamándole al rancho, llorando,

gritando e insultándole. Reuben me confesó una noche, después de tomar unas

cervezas, que la experiencia le enseñó a evitar a las mujeres casadas.

—Me lo imagino —comentó Reece cuando ya giraban hacia la cabaña de

Brody—. Supongo que anoche el hermano de Brenda, Dean, debía de tener una cita

con alguna chica.

—O con una partida de póquer. —Pete chasqueó la lengua—. En cuanto ese

chico lleva diez dólares en el bolsillo corre a jugárselos. Por eso está casi siempre sin

blanca y pidiéndole préstamos a Brenda. El juego, si no sabes cómo manejarlo, es tan

malo como la heroína. —Detuvo la furgoneta delante de la cabaña y añadió—. Me he

enterado de que anoche tuvisteis problemas.

—Creo que todo el mundo se ha enterado ya.

—No te desanimes, Reece.

Curiosa, se volvió hacia él.

—¿Cómo es que tú no crees que esté loca?

—Demonios, ¿quién dice que no lo estás? —replicó Pete con una sonrisa—.

Todo el mundo lo está, hasta cierto punto. Pero si dices que alguien estuvo rondando

por aquí, supongo que es verdad.

—Gracias. Gracias, Pete —dijo ella con una sonrisa mientras abría la puerta y

bajaba.

—No hay de qué.

Para ella sí lo había. Tal vez la policía no le creyese, pero Pete sí. Y Brody,

Linda-Gail y Joanie. El doctor Wallace sospechaba que todo era una manifestación de

sus temores, pero trataba de cuidar de ella. Mac Drubber debía de pensar que le

faltaban unos cuantos tornillos, pero había comprado parmesano fresco para ella.

Tenía a mucha gente de su parte.

Encontró a Brody en el porche trasero, bebiendo Coca-Cola y leyendo un libro.

El levantó la vista y, como le gustó lo que vio, esbozó una sonrisa.

—¿Cómo te ha ido el día?

—Ha ido mejorando. El doctor se alegra de que haya recuperado algo de peso y

ha propuesto la posibilidad de que mi hombre de gorra anaranjada sea una

manifestación de mis miedos y mi sentimiento de culpa, pero está dispuesto a tener

la mente abierta si yo hago lo propio. El señor Drubber encargó para mí parmesano

fresco, y Pete me ha dado un resumen rápido de la vida sentimental de un par de

tipos del pueblo.

—Has estado ocupada.

—Y hay algo más. Cas le mintió a Linda-Gail sobre lo que hizo anoche.

—Tiene fama de ser bastante sinvergüenza con las damas. —Brody dejó el libro

a un lado—. ¿Crees que Cas es un asesino?

—Sería el último en el que pensase. Maldita sea, me cae bien, y mi amiga está

enamorada de él. Pero ¿el asesino no es tradicionalmente el menos probable? ¿No es

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— 297 —

así como funciona la cosa?

—En la ficción, y solo en la buena ficción si tiene sentido. Cas se tira a las

damas, flaca, pero no las estrangula.

—¿Y si una le amenazase de alguna forma? ¿Y si le presionase hasta llevarle al

límite? —preguntó ella mientras se agachaba junto a la silla de Brody—. El invierno

pasado Reuben tuvo un lío con final violento con una mujer casada.

—¿De donjuán al Vaquero Cantante?

—Me gustaría saber dónde estuvo anoche. No empezó a pintar en Joanie's hasta

las once. Y el hermano de Brenda no apareció en ningún momento.

—Así que has decidido incluirles en tu lista de sospechosos porque no sabes

dónde estaban esos tres tipos anoche, a la hora en cuestión.

—Por algún lado tengo que empezar. Averiguaré dónde estaban y los tacharé

de la lista. Si no puedo averiguarlo, los dejaré en ella.

—¿Y qué harás? ¿Investigar a todos los hombres del pueblo?

—Si es necesario, sí. Puedo tachar a algunos. A Hank, que lleva barba y es

demasiado corpulento. Eso no lo habría pasado por alto. A Pete, que es demasiado

bajo. Recuerdo que hablamos de ello justo después de que ocurriese, pero no

llegamos a centrarnos de verdad en la cuestión.

—No, creo que no lo hicimos.

—También podemos tachar a todos los mayores de sesenta y cinco y menores

de veinte. No era un viejo ni un crío. A todos los que llevan barba o bigote y que

están muy por encima o por debajo del peso medio. Ya sé que podría no ser de aquí...

—Bueno, yo creo que es alguien del pueblo.

—¿Por qué?

—Anoche no oíste ningún coche. ¿Cómo iba a alejarse de la cabaña sin coche?

—¿A pie?

—Tal vez hubiese dejado el coche lo bastante lejos para que no lo oyeses. Pero,

si es alguien de fuera, tendría que pasar bastante tiempo por aquí para averiguar tu

rutina, para saber cuándo estás fuera de tu casa, en el trabajo, aquí. Alguien se fijaría

y, aunque fuera de forma inocente, lo comentaría. Los comentarios circulan.

—Desde luego —convino Reece.

—Y, desde abril, nadie se ha alojado en el hotel durante más de una semana.

Ningún hombre solo durante más de dos semanas. Se han alquilado algunas cabañas,

pero tampoco durante mucho tiempo, y todas a familias o grupos. Podría ser un

padre de familia o formar parte de un grupo, pero a mí no me cuadra.

—Has investigado.

—Es una de mis especialidades. Podría estar acampado —continuó Brody—,

pero tendría que ir al pueblo a comprar provisiones. Aunque fuese a otra parte a

comprarlas, tendría que ir al pueblo para averiguar tu rutina, para hacer lo que ha

hecho. Si hubiera venido más de una vez, la gente se habría fijado en él. Así que,

según ese razonamiento, es uno de nosotros.

—Brody, no quiero volver a llamar a la policía salvo en caso de... Voy a

ponerme dramática: en caso de vida o muerte.

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—Solo tú y yo, Flaca.

—«Tú y yo», me gusta.

—Fantástico. A mí también.

Reece decidió compensar el salteado de verduras de la noche anterior con una

masculina cena de chuletas de cerdo, puré de patatas, judías verdes y bollos.

Mientras las patatas se cocían y las chuletas se adobaban, se sentó ante la mesa de la

cocina con el ordenador portátil.

Junto con los nombres, introdujo lo que sabía de ellos.

William (Cas) Butler, veintitantos años. Ha vivido en Angel's Fist casi toda su vida.

Conoce bien la zona, entiende de rastreo, excursionismo, acampada, etc.

(¿La pareja del rió pudo llegar allí a caballo?) Tipo vaquero, mujeriego. Conduce una

furgoneta, fácil acceso al despacho de Joanie y a las llaves. Vena violenta cuando se le saca de

quicio, tal como demostró en Clancy's.

«Parece tan frío», pensó mientras lo releía. Tal vez fuese injusto no anotar que

parecía muy afable, quería a su madre y tenía un encanto considerable.

Continuó con Reuben.

Treinta y tantos años. Trabaja en el rancho para turistas Circle K. Conoce bien la zona,

como el anterior. Hábil con las manos. Furgoneta con accesorio para llevar rifles. Acude al

pueblo al menos una vez por semana. Le gusta cantar en Clancy's. Relación anterior con

mujer casada (posible víctima).

Resopló. Sabía que a Reuben le gustaba la carne poco hecha, las patatas fritas y

la tarta con helado. Eso no resultaba demasiado útil para sus fines.

Continuó añadiendo nombres, y se detuvo con una punzada de culpabilidad al

pensar en el doctor Wallace. Rozaba la edad máxima que ella había establecido, pero

estaba en plena forma. Practicaba el excursionismo y la pesca, y era bienvenido en

todas partes. Un hombre que curaba ¿no sabría matar?

Luego estaban Mac Drubber, Dean, Jeff el de la licorería, el fornido sheriff y el

complaciente Lynt. Entre otros. La idea de incluirlos en la lista de hombres que

conocía y que en algunos casos consideraba amigos, hizo que se sintiese mal.

Se obligó a terminar y copió el archivo en la memoria USB. Después de guardar

el ordenador portátil, calmó sus nervios y su sentimiento de culpa cocinando.

Al otro lado del lago, Cas llamaba a la puerta de Linda-Gail. Llevaba una rosa

en la mano y el vientre lleno de deseo.

Cuando la muchacha le abrió la puerta, le tendió la rosa y dijo.

—Hola, nena.

Linda-Gail apoyó el puño en la cadera e hizo caso omiso de la rosa.

—¿Qué quieres?

—A ti.

Cas alargó la mano libre para cogerla, pero Linda-Gail retrocedió y dio tal

patada a la puerta, que a punto estuvo de golpearse en la cara.

Él recibió el portazo en el hombro y empujó con él para abrirla de nuevo.

—¡Maldita sea, Linda-Gail! ¿Qué problema hay?

—No acepto flores de mentirosos. Ya puedes dar media vuelta y echar a andar.

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— 299 —

Esta vez, cuando ella se disponía a cerrar, fue Cas quien dio una patada a la

puerta.

—¿De qué demonios hablas? Corta el rollo. Hoy he trabajado catorce horas para

poder tener la noche libre y verte.

—¿Ah, sí? Pues me parece injusto, anoche ya hiciste horas extraordinarias... Con

un caballo con cólicos. —Al ver la mueca de él, entornó los ojos y añadió—. Hijo de

puta mentiroso. Puede que estuvieses revoleándote en el heno, pero no fue con

ningún puto caballo.

—No fue así. Espera un momento.

—¿Cómo pudiste mentirme? —dijo ella mientras giraba sobre sus talones y se

alejaba a grandes zancadas—. Te dije que no sería una más, Cas.

—No lo eres. No puedes serlo. Demonios, nunca lo has sido. Vamos a sentarnos

un momento.

—No quiero que te sientes en mi casa. Te di lo que querías y ahora se ha

terminado.—No digas eso. Linda-Gail, cariño, no es lo que piensan.

—Entonces, ¿qué es, Cas? ¿No me mentiste?

Él se echó hacia atrás el sombrero.

—Bueno sí, te mentí, pero...

—Lárgate.

Él arrojó a un lado la rosa y luego el sombrero.

—No pienso marcharme así. Sí, te mentí sobre lo que hice anoche, pero tenía

una buena razón para hacerlo.

—¿Y cómo se llama? ¿Es guapa?

La frustración y el atisbo de vergüenza se endurecieron en su rostro hasta

convertirse en una fría irritación.

—Yo no hago trampas —dijo él—. Nunca he hecho trampas, ni con las mujeres,

ni con las cartas, ni con nada. Si quiero ir a por otra, antes dejo a la que tengo. No

engaño a nadie. ¿Por qué iba a empezar contigo cuando tú eres la que me importa?

—No lo sé. Me gustaría saberlo.

Los ojos de Linda-Gail se llenaron de lágrimas.

—No estaba con otra mujer, Linda-Gail. Te lo juro.

—¿Y se supone que tengo que creerte, cuando ya me has mentido?

—Tienes razón, pero yo también la tengo. Si me quieres, esta vez tienes que

confiar en mí.

—La confianza debe ganarse, William —dijo mientras se secaba las lágrimas

con rabia—. Dime dónde estabas.

—No puedo. Aún no. No te vayas. No, cariño. Tenía que hacer una cosa. No era

otra mujer.

—Entonces, ¿por qué no me lo dices?

—Te lo diré si esperas hasta el sábado por la noche.

—¿Qué tiene que ver el sábado por la noche?

—Tampoco puedo decirte eso. Pero todo forma parte de lo mismo. Dame hasta

el sábado por la noche. Quiero quedar el sábado por la noche contigo.

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Ella se rindió por fin y se sentó.

—¿Quieres quedar conmigo después de mentirme y no me dices por qué?

—Así es. Confía en mí solo por esta vez.

El hombre se agachó y le enjugó una lágrima de la mejilla.

—Te juro por mi vida, Linda-Gail, que no estaba con otra mujer.

Ella se sorbió las lágrimas.

—¿Atracaste un banco?

El sonrió despacio, de forma encantadora.

—No, no exactamente. ¿Me quieres?

—Eso parece, aunque en este preciso momento resulta muy inconveniente y

molesto.

—Yo también te quiero. Al final me va a gustar decirlo.

Ella le tomó el rostro entre las manos para poder observarlo bien.

—Tienes hasta el sábado por la noche. Que Dios me ayude, Cas, pero te creo

cuando dices que no estuviste con otra mujer. No veo cómo ibas a hacerme daño así,

o sea que no te rías de mí.

—No podría aunque quisiera —le dijo; le cogió de las muñecas y se inclinó para

darle un beso—. No lo haría aunque pudiera.

—Iba a preparar una pizza —anunció ella—. Me apetece la pizza cuando me

siento triste y enfadada. Bueno, creo que la pizza me apetece en cualquier momento,

independientemente de cómo me sienta. Puedes compartir mi pizza, Cas, pero no vas

a compartir mi cama. Si yo tengo que esperar hasta el sábado por la noche para saber

la verdad, tú tendrás que esperar hasta entonces para hacer el amor.

—Supongo que es justo. Doloroso, pero justo —dijo poniéndose en pie y

tendiéndole la mano—. ¿Tienes una cerveza para acompañar la pizza?

El avanzaba a través de la oscuridad, a través del viento. Sus botas resonaban

contra el polvo del camino, ¿Podía oírles? Ella no oía nada salvo el viento y el rió,

pero sabía que la seguía sin descanso, como una sombra, cada vez más cerca. Pronto

tendría el aliento de él en la nuca; pronto la mano de él se cerraría en torno a su

cuello.

Ella había perdido la orientación. ¿Cómo había llegado allí? Su única opción era

seguir adelante, subir y subir, y las piernas le dolían por el esfuerzo.

La media luna le mostraba la curva del sendero, la superficie de la roca, el brillo

peligroso e hipnótico del río más abajo. Le mostraba el camino, pero el camino no le

ofrecía posibilidad de huida. Y le guiaría a él hasta ella.

Se arriesgó a mirar hacia atrás y no vio nada, salvo el cielo y el cañón. El alivio

llegó con un sollozo ahogado. De alguna manera, se había salvado. Si podía seguir

adelante, seguir corriendo, encontraría el camino de regreso. Volvería a estar segura.

Pero cuando se volvió hacia delante, él estaba allí. Delante de ella. Cerrándole el

paso. Sin embargo, no podía verle la cara, no podía reconocerlo.

—¿Quién eres? —gritó por encima del sonido del viento—. ¿Quién demonios

eres?

Cuando él se le acercó curvando y estirando los dedos de sus manos

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enguantadas, ella decidió saltar.

El viento le azotó el rostro. Volvía a estar en la cocina de Maneo's. Un empujón

contra la puerta, otro hombre sin rostro, este con capucha. La explosión de una

pistola. El dolor estalló... el impacto de la bala, el impacto del agua.

El río la cubrió, la puerta de la despensa se cerró.

Y no hubo luz, no hubo aire. No hubo vida.

Cuando Reece despertó, Brody la agarraba de los brazos.

—Despierta ahora mismo —ordenó él.

—He saltado.

—Lo que has hecho es caerte de la cama.

—He muerto.

Tenía la piel pegajosa por el sudor, y el corazón de Brody aún latía acelerado.

—A mí me pareces bastante viva. Solo ha sido una pesadilla. Diablos, cómo te

defendías...

—¿Qué?

—Dabas patadas y zarpazos. Vamos. Levanta.

—Espera. Espera un momento.

Necesitaba orientarse. El sueño era brutalmente claro en todos los detalles.

Hasta que tocó el agua o se cayó en la despensa.

—Corría —dijo despacio—, y él estaba allí. He saltado al río. Pero entonces todo

se ha confundido. Caía al río y también caía en la despensa de Maneo's. Pero no me

he hundido —dijo apoyando una mano en el pecho de él y sintiendo la calidez contra

su propia piel fría—. No me he rendido.

—No. Yo diría que luchabas por salir a la superficie. Intentabas nadar.

—Vale, vale. Lo he hecho bien. Justo a tiempo.

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Capítulo 27

Y levantarse temprano todos los días supuso grandes cambios en la vida de

Brody. Veía más amaneceres, y por algunos de ellos merecía la pena abrir los ojos.

Trabajaba más, cosa que complacería a su agente y a su editor. Tenía más tiempo

para fisgonear en su cabaña, y eso le había llevado a considerar la posibilidad de

hacer cambios.

La situación era buena. Alguna vez había contemplado la posibilidad de

comprar en lugar de alquilar. Tal vez había llegado el momento de convertirse en

propietario de su casa.

Inversión, capital.

Hipoteca, mantenimiento.

En fin, había que aceptar lo malo y lo bueno.

Además, si la casa fuese suya, podría ampliar el despacho y tal vez añadir una

terraza; desde allí tendría una vista estupenda del lago, sobre todo en verano, cuando

los árboles estaban cargados de hojas y apenas podía atisbar el agua desde las

ventanas del primer piso.

Reflexionó que una terraza sería un lugar agradable para sentarse por la

mañana, tomar el café y calentar motores para la jornada.

Con una taza de café en la mano, miró por la ventana de su despacho, se

imaginó la terraza. Podría estar bien.

«¿Una silla o dos?», se pregunto. Si quedarse con la cabaña era un gran paso,

quedarse con Reece era un salto gigante sobre un abismo.

Siempre había disfrutado de las mujeres, de su inteligencia y de su cuerpo. Pero

si alguien le hubiese dicho que ; algún día desearía tener cerca todo el tiempo a una

mujer en concreto, él habría recitado de un tirón la larga lista de razones por las que

semejante posibilidad no estaba hecha para él.

Ahora, con Reece, no se le ocurría ni una sola razón para la lista.

Tenerla cerca le obligaba a empezar el día temprano; eso era cierto. Desde que

dejó el Trib, se había acostumbrado a levantarse de la cama cuando le apetecía. Pero

siempre había café, café bueno de verdad que no tenía que preparar él mismo. Y

comida. Las ventajas de levantarse cada mañana y encontrar comida y café eran

inmensas.

Y su voz. Su olor. La forma en que organizaba las cosas; los ingredientes para

una comida, su ropa, las almohadas sobre la cama... Le parecía ridículamente

encantador cómo doblaba las toallas del cuarto de baño en el toallero.

Eso era un poco enfermizo. Probablemente.

Pero ¿qué hombre podría resistirse al ligero velo que cubría aquellos

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asombrosos ojos durante la primera media hora de la mañana?

Ella era una razón más apremiante para levantarse de la cama cada mañana que

el amanecer más espectacular.

Era nerviosa y complicada, y seguramente nunca se liberaría de todas sus fobias

y neuras. Pero eso era lo que la convertía en Reece, lo que la hacía interesante. Lo que

le atraía. En Reece Gilmore no había nada, absolutamente nada, que fuese corriente.

—Dos sillas —decidió—. Van a tener que ser dos sillas.

Se alejó de la ventana y fue hasta el escritorio. Cogió la memoria USB que ella le

había dado. Al abrirla, vio que había dos documentos. Uno se llamaba LC; el otro,

LISTA.

—Libro de cocina —dijo entre dientes; se pregunto si ella quería que lo viese o

si había sido un descuido. En cualquier caso, lo había visto.

Abrió ese primero y empezó a leer el texto que ella había llamado INTRO.

Sus suegros llegan a la ciudad de forma inesperada ¡mañana!... Es la tercera cita con la

misma chica, y piensa invitarla a cenar en casa, y espera seguir con el desayuno en la cama...

Le toca recibir a los miembros de su club de lectura... Su insuperable hermana se ha invitado a

sí misma y a su prometido (el doctor) a cenar... Su hijo se ha ofrecido a preparar magdalenas

para toda la clase...

No se asuste.

Por muy ocupado que esté, por muy agobiado y por poca experiencia que tenga en la

cocina, todo va a salir bien. En realidad, va a salir de fábula. Yo voy a acompañarle paso a

paso.

Del suntuoso almuerzo al tentempié informal, de un pica-pica a una cena elegante,

pasando por todos los términos medios, usted será el cocinero.

De acuerdo, la cocinera soy yo. Pero usted está a punto de convertirse en un Gourmet

Informal.

—No está mal —decidió mientras seguía leyendo.

Reece había incorporado breves comentarios sobre el tiempo y el equipo

necesario, y los estilos de vida. Todo en tono ligero, ágil. Accesible.

Después de la introducción se incluía un resumen básico del mismo estilo y

media docena de recetas. Las instrucciones, en las que se intercalaban expresiones de

ánimo, eran lo bastante claras para que Brody pensase que no le sería imposible

preparar una de aquellas recetas.

Encima de cada receta aparecían de una a cuatro estrellas.

Grado de dificultad —observó—. Ingenioso. Entre paréntesis, una nota sugería

que los asteriscos podían sustituirse por gorros de cocinero.

—Eres una chica lista, ¿eh, Flaca?

Reflexionó un momento, luego redactó un mensaje para su agente, adjuntó el

archivo de Reece y lo envió por correo electrónico.

Lo cerró y abrió el documento LISTA.

«Oh, sí, es inteligente», pensó otra vez. Sus breves descripciones de los hombres

eran perspicaces y atinadas. Le sorprendió que hubiera incluido a Mac Drubber y al

doctor Wallace, pero se dijo que era minuciosa. Y disfrutó leyendo comentarios sobre

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Mac tales como «es ligeramente ligón», «le gusta chismorrear».

Tendría que preguntarle qué habría puesto después de su nombre si le hubiese

incluido en la lista.

Añadió algunos comentarios propios, algunas observaciones. Reece no podía

saber, por ejemplo, que a Denny, el ayudante del sheriff, le rompió el corazón una

chica que trabajaba de camarera en el hotel. La muchacha le tomó el pelo durante seis

meses, hasta que en el otoño anterior se marchó del pueblo con un motorista.

Grabó el archivo con las modificaciones y lo copió en su ordenador junto con el

documento del libro de cocina.

Cuando acabó, aún eran las ocho de la mañana.

Hora de ponerse a trabajar.

A las once hizo una pausa, bajó a la cocina para cambiar el café por Coca-Cola y

añadió un puñado de galletas saladas. Estaba masticando la primera cuando sonó el

teléfono. Frunció el ceño, como siempre que sonaba el teléfono, pero se animó al ver

en la pantalla que quien llamaba era su agente.

—Hola, Lyd. ...Va bien —dijo cuando ella le preguntó por el libro. Miró el

cursor de la pantalla. Aquel día era su amigo. Otros días podía ser el enemigo.

Cuando ella le preguntó si tenía tiempo pura hablar de la propuesta de su amiga,

sonrió—. Sí, tengo unos minutos. ¿Qué te ha parecido?

Cuando colgó, revolvió sus pilas de notas en busca de la copia que había hecho

del horario de Reece. Lo encontró entre una revista de armas —documentación— y

un folleto de la televisión de plasma que estaba pensando en comprar.

Miró el reloj y de nuevo el cursor. Y decidió que no iba a sentirse culpable por

dejar de trabajar antes de hora.

Entró en Joanie's en el momento exacto en que Reece se quitaba el delantal.

Brody se inclinó sobre la barra. Reece llevaba el pelo recogido, y el calor de la parrilla

le enrojecía el rostro. «Tiene aspecto suave», pensó él.

—¿Has comido algo de lo que has cocinado hoy? —le preguntó.

—No exactamente.

—Coge algo de comida.

—¿Que coja algo de comida? ¿Qué es esto? ¿Otro picnic?

—No. Es un almuerzo. Hola, Bebe, ¿cómo va todo?

—Estoy embarazada.

—Mmm... ¿enhorabuena?

—Para ti es fácil decirlo. Tú no tienes mareos por la mañana. La diversión

nunca se acaba —dijo ella con una sonrisa mientras se apoyaba en la barra para

descansar los pies—. Esta vez Jim confía en que sea una niña. A mí no me importaría.

¿Cómo es que a mí no me pides nunca que coja algo de comida, Brody?

—Porque Jim me daría una patada en el culo. ¿Se supone que tengo que

preguntar cuándo sales de cuentas y ese tipo de cosas?

—Eres un tío. Se supone que tienes que ponerte colorado y asustarte un poco. Y

lo estás haciendo bien. En noviembre, en torno al día de Acción de Gracias. De todos

modos, para entonces parecerá que me he tragado un pavo entero. ¿Cuándo sale tu

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último libro?

—Un par de meses antes, y con muchas menos molestias.

Al oír el grito de «¡Pedido listo!», Bebe puso los ojos en blanco.

—Bueno, volvamos a la emoción de servir comidas.

—Aquí está el almuerzo. —Reece salió de la cocina y le tendió una bolsa—.

Serás uno de los primeros en probar nuestros nuevos y experimentales bocadillos

italianos.

—Bocadillos italianos. En Joanie's.

—¿Tú también, Brody? Cualquiera diría que he preparado caracoles y sesos de

ternera... Por cierto, me salen deliciosos.

—Me quedo con los bocadillos italianos.

La tomó del brazo y la acompañó fuera. Cruzaron la calle y Reece buscó el

coche de él con la mirada.

—¿Dónde vamos?

—Al lago.

—¡Oh, qué buena idea! Hace un día precioso para almorzar a orillas del lago.

—No vamos a almorzar a orillas del lago. Vamos a almorzar en el lago —dijo

Brody al tiempo que indicaba una canoa con la cabeza—. En eso.

Reece se quedó donde estaba y observó la embarcación con expresión

dubitativa.

—¿Vamos a sentarnos en una canoa a comer bocadillos?

—Yo he escogido el sitio y tú la comida. Es la barca del doctor. Me ha dicho que

nos la prestaba durante unas horas. Vamos a remar un poco.

—Mmm...

A ella le gustaban los barcos. Es decir, le gustaban los barcos con motor y los

barcos de vela. Pero no sabía qué pensar de una barca con remos.

—Supongo que el agua debe de estar bastante fría.

—Supones bien, así que nos mantendremos sobre el agua y no dentro del agua.

Sube a la barca.

—Allá voy.

Puso los pies dentro, buscó el equilibrio y caminó hasta el asiento de popa.

—Date la vuelta —le dijo Brody.

—¡Oh!

El subió, le dio un remo y luego ocupó el asiento de proa. Con ayuda del remo,

separó la barca de la orilla.

—Solo tienes que hacer lo mismo que yo, pero por el otro lado de la canoa.

—Has hecho esto otras veces, ¿no? Lo que quiero decir es que este no es el

primer viaje para los dos, ¿verdad?

—Lo he hecho otras veces. Aún no me he comprado una barca porque dudo

entre una canoa y un kayak, y parece una tontería tener los dos. Además, siempre se

la puedo pedir prestada a alguien y no tengo que preocuparme por guardarla ni

mantenerla. Basta con pagarle al propietario media docena de cervezas.

—Es otro punto de vista —dijo Reece mientras remaba con fuerza—. El agua es

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más dura de lo que parece.

Los músculos empezaban a calentarse, y mientras observaba cómo remaba

Brody del mismo modo que un halcón observa a un conejo, pensó que había cogido

su ritmo. Le gustaba la sensación de deslizarse; la barca parecía rozar el agua. Pero

deslizarse requería esfuerzo, y ya lo notaba en los hombros y los bíceps.

«Ha llegado el momento de volver a hacer pesas», se dijo.

—¿Dónde vamos? —le preguntó.

—A ninguna parte.

—¿Otra vez?

Reece se echó a reír y se sacudió hacia atrás el pelo que se le había soltado con

la brisa.

Las montañas la atraparon como un puño.

—¡Oh, Dios mío!

En la proa de la barca, Brody sonrió ni percibir en su voz la admiración, la

reverencia.

—¿Verdad que son una pasada?

Bloqueó su remo, se volvió a mirarla, le quitó el remo de las manos, ahora

inmóviles, y lo bloqueó también.

—Desde aquí es diferente. Todo es diferente. Parecen...

—¿Parecen...?

—Diosas. Plateadas y brillantes, con finas coronas blancas y oscuros cinturones

verdes. Más grandes y más poderosas.

Se alzaban y se extendían, con su azul plateado contra el azul más puro del

cielo. La nieve que se aferraba a los picos más altos era tan blanca como las nubes que

el viento arrastraba por encima de ellas. Y se reflejaban en el agua. En el agua... se

sentía como si estuviese dentro de ellas.

Una garceta alzó el vuelo, voló a ras del lago y desapareció como un fantasma

en el pantano del extremo norte.

Había otras barcas. Una pequeña Sunfish con su vela amarilla ondeaba en el

centro del lago; alguien practicaba con un kayak. Reconoció a Carl pescando desde

una canoa; una pareja de turistas bajaba por uno de los canales y se deslizaba por la

superficie plana del lago.

Se sentía ingrávida, pequeña y aturdida.

—¿Por qué no haces esto todos los días? —quiso saber.

—Vengo más a partir de junio, pero he estado ocupado. El verano pasado, Mac

me convenció para hacer un viaje de tres días por el río. El, Carl, Rick y yo. Fui

porque supuse que me serviría de documentación. Navegamos por el Snake,

acampamos, freímos un pescado que Carl capturó como si el pez estuviese deseando

saltar a la barca para él. Bebimos café. Contamos un montón de mentiras sobre las

mujeres.

—Lo pasaste bien.

—Lo pasé de fábula. Podríamos hacerlo juntos, tomarnos un par de días cuando

le cojas el tranquillo a esto de remar, y probar en uno de los canales fáciles.

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NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS

— 307 —

—“Fácil” es la palabra clave, pero creo que me gustaría.

—Muy bien. Por cierto, he leído tu lista.

—¡Oh! —exclamó Reece. Fue como si una nube tapase el sol. De todos modos,

había que comentarlo, pensó, explorarlo. Abrió la bolsa de los bocadillos—. ¿Qué te

ha parecido?

—Bastante minuciosa. He añadido algunas frases. Curioseando un poco con

discreción, podríamos poder eliminar a algunos. He averiguado que Reuben, Joe,

Lynt y Dean jugaron al póquer en el reservado de Clancy's. Reuben y Joe, desde las

siete hasta después de las diez, hora a la que se marcharon para ir a Joanie's. Dean,

Lynt, Stan Urick, que no aparece en tu lista porque tiene setenta años y está muy

flaco, y Harley, que tampoco aparece por esos cuatro pelos a los que llama «barba»,

estuvieron allí hasta después de la una de la mañana. Nadie se ausentó durante más

tiempo que el necesario para hacer pipí. Dean perdió ochenta dólares.

—Bueno, tres menos.

—A mi agente le ha gustado tu propuesta para el libro de cocina.

—¿Qué has dicho?

Brody mordió el bocadillo.

—¡Qué bueno está! —dijo con la boca llena—. De todos modos, necesita hablar

directamente contigo.

—Pero... todavía no está a punto.

—Entonces, ¿por qué me lo has dado?

—Pues... pensé que, si te apetecía y tenías tiempo, podías echarle un vistazo.

Eso es todo. Que me darías tu opinión o... yo qué sé. Consejos.

—Me ha gustado, así que le he pedido su opinión a mi agente. Como es una

persona inteligente, está de acuerdo conmigo.

—¿Porque eres su cliente o porque el libro es bueno?

—En primer lugar, tiene clientes más importantes que yo, mucho más

importantes. Soy un pez pequeño en su estanque. Pero pregúntaselo tú misma. En

cualquier caso, le ha gustado la estructura que le has dado, pero hay que hacer una

propuesta formal. Ha calificado la introducción de «divertida y alegre». Ha dicho

que esta noche iba a probar con una de las recetas para ver qué sale; sabe cocinar; y le

pasará una de las más sencillas a su secretaria, que no sabe.

—Como una audición.

—Es una mujer ocupada, no aceptará un cliente si cree que no tiene salida.

Podrías hablar con ella mañana, después de la audición.

—Estoy nerviosa.

—Es normal, pero Lydia no te va a comer —contestó él, sacando el vaso de

Coca-Cola para llevar que Reece había empaquetado con los bocadillos—. Ha

captado quién eres.

—¿Qué quieres decir?

—Es lista, avispada, y se mantiene al día de las noticias. —Brody desechó la

pajita, quitó la tapa de plástico y bebió—. Tiene la memoria de una manada de

elefantes. Me ha preguntado si eras la Reece Gilmore de Boston que sobrevivió a la

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— 308 —

Matanza de Maneo hace un par de años. Yo le he dicho la verdad.

A Reece el apetito le desapareció de golpe.

—Sí, claro —dijo—. ¿Qué diferencia supone eso para ella?

—Puede suponerla para ti. Si lo vendes, si lo publicas, ella no será la única en

atar cabos. Ya hace algún tiempo que vuelas por debajo del radar, Flaca. Si sacas el

libro, volverás a ser el centro de atención. Periodistas, preguntas... Tendrás que

decidir si estás dispuesta.

—«Superviviente de matanza y antigua paciente psiquiátrica escribe libro de

cocina.» Ya entiendo. Mierda.

—Tienes que pensarlo.

—Supongo que sí.

Miró alrededor, el agua, las montañas, el pantano. Los sauces sumergían en el

lago sus verdes hojas, ligeras como plumas. Al otro lado, un pez plateado se agitaba

frenético en el extremo del sedal de Carl.

Era un lugar tan bonito, tan tranquilo... No había donde esconderse.

—Puede que de todos modos tu agente no quiera representar el libro. Y aunque

quiera —consideró Reece—, puede que no se venda. Los pasos son muchos y

grandes.

—Los pasos pequeños te llevan al mismo sitio pero tardas muchísimo más en

llegar, así que decide dónde quieres ir y cuánto quieres tardar —dijo él antes de dar

otro bocado—. ¿Por qué has incluido bocadillos italianos en el menú del día?

—Porque son buenos, divertidos y rápidos. Añaden un poco de variedad.

—Ahí tienes otra razón —comentó Brody, haciendo un gesto con el bocadillo—.

eres creativa. No puedes contener esa creatividad. Te gusta darle de comer a la gente,

pero te gusta hacerlo a tu modo, o al menos añadir al proceso una pizca de ti misma.

Si sigues trabajando ahí, vas a verte obligada a implicarte, poco a poco.

Reece se removió en el asiento, incómoda porque sabía que él tenía razón. Sabía

que eso era justo lo que estaba haciendo.

—No intento hacerme cargo del negocio.

—No, pero ya no intentas solo encajar. Este pueblo nunca será Jackson Hole.

Confusa, Reece sacudió la cabeza.

—Vale.

—Pero crecerá. Mira otra vez —sugirió él señalando las montañas—. La gente

necesita esto. La vista, el aire, el lago, los árboles. Algunos, durante un fin de semana,

o un par de semanas en vacaciones. Algunos, para siempre, o para tener una segunda

residencia donde pueden ir en barca, esquiar o montar a caballo. Cuanto más se

llenan las ciudades, más necesita la gente un lugar distinto para vivir. Y la gente tiene

una particularidad: siempre necesita comer.

Reece destapó la botella de agua que había llevado para ella.

—¿Es una forma retorcida de sugerir que abra un restaurante aquí?

—No. En primer lugar, Joanie se cabrearía mucho. En segundo lugar, tú no

quieres llevar un restaurante. Tú quieres llevar una cocina. ¿Sabes quién es el

principal empresario de Ángel's Fist?

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— 309 —

—Ahora mismo, no.

—Joanie Parks.

—¡Venga ya! Sé que tiene un par de locales.

—Ángel Food, la mitad del hotel, mi cabaña y tres más, cuatro casas, solo en el

pueblo, y unas cuantas fincas dentro y fuera de él. El edificio donde están la galería

de arte y la tienda de regalos también es suyo.

—Estás de broma. Se pone a chillar si propongo gastar unos centavos de más en

rúcula.

—Por eso es suya una gran parte del pueblo. Es frugal.

—He llegado a quererla y admirarla pero... ¡venga ya! Es cutre.

Brody sonrió mientras volvía a levantar su vaso.

—¿Esa es forma de hablar de tu futura socia?

—¿Cómo va a pasar de ser mi jefa a ser mi socia?

—Cuando le propongas que abra un Gourmet Informal en la otra punta del

pueblo. Un restaurante pequeño e íntimo que sirva comidas de cierto nivel pero

asequibles.

—Ella nunca... Bueno, podría ser. Pequeño e íntimo, para esa cena especial o ese

almuerzo de señoras elegantes. Mmm. Mmm. Solo almuerzos y cenas. Un menú

distinto cada día de la semana. Mmm.

El tercer «mmm» obligó a Brody a reprimir una sonrisa. La mente de Reece ya

acariciaba la idea. Imaginó que su ánimo la acariciaría muy pronto.

—Por supuesto, depende de dónde quieras ir.

—Y de cuánto quiera tardar en llegar. Brody, ¡qué sinvergüenza has sido

plantando esa semilla en mi cabeza. Ya no podré arrancarla!.

—Eso te dará mucho en que pensar. ¿Vas a comerte la otra mitad de ese

bocadillo?

Reece se lo pasó con una sonrisa. En ese momento sonó su teléfono móvil.

—Nadie me llama nunca—empezó Reece mientras lo sacaba—. No sé para qué

lo llevo. ¿Diga?

—¿Reece Gilmore?

—Sí.

—Soy Serge. Te dejé guapa en Jackson.

—Ah, sí, Serge. ¿Cómo estás?

—Muy bien, esperando que Linda-Gail y tú volváis a visitarme.

En un gesto instintivo, Reece se llevó una mano al pelo, enredado por la brisa.

Le vendría bien cortarse las puntas, desde luego. Pero también tenía que pagar el

seguro del coche.

—Se lo comentaré.

—Entretanto, he llamado por el dibujo que me dejaste.

—¿El dibujo? ¿La has reconocido?

—Yo no, pero acabo de contratar a una aprendiza que cree reconocerla.

¿Quieres que le dé tu número?

—Espera —pidió Reece mirando a Brody—. ¿Está ahí la aprendiza?

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—Ahora mismo, no. No empieza hasta el lunes. Pero tengo sus datos. ¿Los

quieres?

—Sí. ¡Espera! —exclamó, buscando en su bolso un bloc y un bolígrafo—. Dime.

—Marlie Matthews —empezó Serge.

Lo anotó todo, el nombre, la dirección y el número de teléfono, mientras la

canoa flotaba a la deriva.

—Gracias, Serge, muchas gracias. Linda-Gail y yo iremos en cuanto podamos.

—Eso espero.

Reece cortó la comunicación.

—Alguien ha reconocido a la mujer del dibujo.

—Ya lo he deducido. Más vale que cojas tu remo. Tendremos que amarrar la

barca antes de ir a Jackson Hole.

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Capítulo 28

Marlie Matthews vivía en la planta baja de un edificio de madera situado junto

a la autopista 89 y formado por dos pisos de apartamentos amueblados. Habían

intentado darle un poco de estilo con paredes de imitación de estuco que formaban

un pequeño patio de cemento y una puerta de hierro forjado. En el interior había

unas cuantas sillas de rejilla deslucidas y un par de mesas metálicas que conservaban

el destello blanco de la pintura fresca. Se veía limpio y, a pesar de los baches del

invierno del pequeño aparcamiento, bastante cuidado.

En el patio, un niño pelirrojo de unos cuatro años dibujaba círculos amplios y

decididos a bordo de un triciclo rojo. De una ventana abierta del segundo piso salía

el furioso llanto de un bebé.

Tan pronto como entraron en el patio, salió una mujer por las puertas

correderas de vidrio de uno de los pisos inferiores.

—¿Puedo ayudarles?

Era bajita y delgada. Tenía una corta y lustrosa mata de pelo moreno con

abundantes mechas de color bronce. Sostenía una fregona en la mano y les miraba

como si estuviese dispuesta a pegarles con ella si no le gustaba su respuesta.

—Eso espero —contestó Reece exhibiendo una sonrisa franca y afable; sabía lo

que era desconfiar de los extraños—. Estamos buscando a Marlie Matthews.

La mujer señaló al niño. Solo tuvo que doblar el dedo para que este se acercase

con su triciclo.

—¿Para qué?

—Puede que conozca a una persona que buscamos. Me ha llamado Serge, de la

peluquería Hair Corral. Soy Reece Gilmore. Este es Brody.

Al parecer, la mención de su nuevo jefe fue contraseña suficiente.

—Oh, bueno, yo soy Marlie.

En el piso de arriba el bebé dejó de llorar y alguien empezó a canturrear en

español.

—Mi vecina acaba de tener un bebé —añadió Marlie cuando Reece levantó la

vista de forma automática—. Supongo que pueden entrar un momento. Rory,

quédate donde yo pueda verte.

—Mamá, ¿puedo beber un zumo? ¿Puedo?

—Claro, ve a búscalo. Pero si vuelves a salir, quédate donde pueda verte.

El niño entró corriendo y los adultos le siguieron. Fue directamente al

frigorífico de la cocina, separado de la sala de estar por una barra.

—¿Quieren algo? —preguntó Marlie—. ¿Tal vez un refresco?

—No, gracias, nada.

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La casa estaba muy limpia y olía al producto de limpieza con aroma a limón del

cubo de fregar de Marlie. Aunque solo había un sofá de dos plazas y un sillón, había

tratado de hacer la estancia acogedora con un jarrón rojo de cristal lleno de

margaritas amarillas de tela sobre la barra y una planta sobre una mesa situada de

forma que recibiese algo de luz a través de las puertas correderas.

En un rincón de la sala de estar, habilitado como zona de juegos, había una

mesita blanca y una silla roja. De la pared colgaba un tablero de corcho cubierto de

dibujos infantiles; en el suelo, un cubo de plástico transparente contenía juguetes.

Más interesado en los extraños que en su triciclo, Rory se acercó a Brody con el

zumo en la mano.

—Tengo un coche de carreras y un camión de bomberos —anunció.

—¿De verdad? ¿Cuál corre más?

Con una sonrisa, Rory fue a buscarlos.

—Pasen y siéntense —les dijo Marlie.

—¿Le importa si me siento aquí?

Brody se aproximó a la caja de juguetes y se sentó en el suelo con el niño.

Juntos, en masculina armonía, examinaron el contenido.

—Hace unas semanas dejé un dibujo en la peluquería —empezó Reece,

mientras Marlie vigilaba a su hijo—. Serge me ha dicho que a usted le pareció

reconocerla.

—Es posible. No estoy completamente segura. Pero cuando vi el dibujo encima

del mostrador, pensé, y creo que dije: «¿Qué hace aquí un dibujo de Deena?».

—¿Deena?

—Deena Black.

—¿Una amiga suya? —Brody lo dijo sin darle importancia mientras arrastraba

el camión de bomberos por el suelo con el coche de carreras de Rory.

—No exactamente. Vivía arriba, donde vive ahora Lupe, la del bebé.

—¿Vivía? —repitió Brody.

—Sí, se marchó; debe de hacer un mes.

—¿Se mudó? —preguntó Reece.

—Más o menos —contestó Marlie. Convencida por fin de que Brody no iba a

echar a correr con Rory bajo el brazo, se sentó en el borde del sofá—. Dejó algunas

cosas. Se llevó la ropa y demás, pero dejó algunos cacharros de cocina, revistas y

cosas así. Dijo que no los quería, y de todos modos eran trastos.

—¿Le dijo eso?

—¿A mí? No. —Marlie apretó los labios—. Para entonces podría decirse que no

nos hablábamos. Pero dejó una nota para el casero. Vive en la puerta de al lado. Dijo

que se iba a un sitio mejor. Siempre decía que lo haría. Así que cogió su ropa, se

subió a su moto y se largó.

—¿Moto? —repitió Brody.

—Tenía una Harley. Supongo que le funcionaba, porque se traía a casa a un

montón de motoristas cuando vivía aquí—dijo, y echó un vistazo a Rory para

asegurarse de que no estaba atento—. Trabajaba en un topless —añadió en voz

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baja—, un sitio llamado Rendezvous. Deena me decía, cuando aún nos hablábamos,

que ganaría más dinero allí que en Smiling Jack's Grill, que es donde trabajo de

camarera. Pero yo no quería trabajar en ese tipo de sitio; teniendo a Rory, no puedo

estar fuera hasta sabe Dios qué horas sirviendo cerveza medio desnuda.

—¿Vivía sola? —preguntó Reece.

—Sí, pero se traía compañía a casa muy a menudo. Lo siento si es amiga suya,

pero así eran las cosas. Tenía compañía, ya saben a qué me refiero, casi todas las

noches... hasta hace unos seis u ocho meses.

—¿Qué cambió?

—Creo que hubo un hombre, uno en concreto. Les oía arriba una vez por

semana más o menos. Luego ella desaparecía durante un día, a veces dos. Me dijo

que había pescado un buen pez; Deena habla así. Me dijo que le compraba cosas. Una

cazadora de cuero, un collar, ropa interior... Luego, no sé, creo que tuvieron una

pelea.

—¿Por qué piensa eso?

—Bueno, una mañana temprano llegó vociferando. Yo estaba metiendo a Rory

en el coche para llevarlo al parvulario. Deena echaba humo. No paraba de decir

palabrotas. Le dije que se callara, que mi hijo estaba en el coche. Ella dijo que de

mayor sería un cabrón como todos los demás. ¿No le parece el colmo? —preguntó

Marlie, aun ofendida—. ¡Decir eso sobre mi hijo y en mi propia cara!

—Desde luego. Debía de estar furiosa por algo.

—Me da igual lo que le pasara; no tenía motivos para hablar así de mi Rory. Me

sacó de quicio. Nos peleamos ahí fuera, en el aparcamiento, pero yo me eché atrás.

Por mi hijo y porque me habían dicho que una vez, en el bar, le pegó a un tipo en la

cara con una botella de cerveza. No quiero líos con gente como esa.

—La entiendo.

Reece recordó cómo Deena abofeteaba a su asesino, cómo se arrojaba sobre él.

—Ella siguió —continuó Marlie—. Se puso chula. Dijo que nadie se reía de ella,

que nadie le tomaba el pelo. Y que él, supongo que se refería al tipo con el que se

veía, iba a pagarlo muy caro. Cuando acabase con él, se iría a un sitio mejor. —Se

encogió de hombros y concluyó—: Más o menos, así fueron las cosas. Se marchó y yo

subí al coche, muy alterada.

—¿Fue la última vez que la vio? —preguntó Brody.

—No. Me parece que la vi por aquí un par de veces más. Si he de ser sincera, la

evitaba. Oí su moto unas cuantas veces.

—¿Recuerda la última vez que la oyó? —le preguntó Reece.

—Desde luego, porque la última vez fue en plena noche. Me despertó. Debió de

ser al día siguiente cuando el casero me dijo que Deena se había marchado. Por lo

visto dejó las llaves en un sobre y se largó. El casero dijo que guardaría el resto de sus

cosas durante un tiempo —explicó, encogiéndose de hombros otra vez—. No sé si lo

hizo. No es asunto mío. Me alegro de que se fuera. Lupe y su marido son mejores

vecinos, con diferencia. Serge me ha dicho que puedo trabajar en la peluquería

cuando Rory esté en el parvulario, pero Lupe vigila a Rory por las noches, cuando

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trabajo en el restaurante. Nunca habría dejado a mi hijo al cuidado de Deena.

De pronto Marlie frunció el ceño.

—¿Son policías o algo así? ¿Tiene problemas?

—No somos policías —respondió Reece echándole un vistazo a Brody—, pero

creo que puede haber tenido problemas. ¿Sabe si el casero está aquí?

—Suele estar en su casa.

Estaba. Jacob Mecklanburg era un hombre de unos setenta años, alto, delgado y

con un atildado bigote blanco. Su apartamento, idéntico al de Marlie, estaba atestado

de libros.

—Deena Black. Daba mucho trabajo —comentó sacudiendo la cabeza—.

Siempre se estaba quejando. Pagaba el alquiler a tiempo, o casi. No era una mujer

feliz, sino de esas que echan la culpa a todo el mundo de que su vida no sea como

ellas se la imaginaban.

Reece sacó de su bolso una copia del dibujo.

—¿Es Deena?

Mecklanburg se cambió las gafas por las que llevaba en el bolsillo y observó el

dibujo.

—Se parece mucho. Diría que es ella, o una pariente cercana. ¿Por qué la

buscan?

—Ha desaparecido —aclaró Brody antes de que Reece pudiese hablar—. ¿Aún

tiene la nota que le dejó?

Mecklanburg reflexionó un momento observando la cara de Brody y luego la de

Reece.

—Me gusta guardarlo todo en una carpeta. No quisiera que volviese diciendo

que he alquilado el piso sin avisarle. No veo nada malo en que la vean.

Fue hasta el final de una de las estanterías, tiró de un taburete con ruedas y se

sentó a examinar un fichero lateral.

—Bonita colección —dijo Brody con tranquilidad—. Me refiero a los libros.

—Puedo imaginarme viviendo sin comida, pero no sin libros. Di clases de

Lengua en un instituto durante treinta y cinco años. Cuando me jubilé, me busqué un

empleo que me dejase mucho tiempo para leer, pero no tanto para convertirme en un

ermitaño. Esto me ofrece ese equilibrio. Tengo buena mano para las pequeñas

reparaciones y, cuando has tratado con adolescentes durante varias décadas, manejar

a los inquilinos no supone ningún esfuerzo. Deena fue una de las más difíciles. No le

gustaba estar aquí.

—¿Aquí?

—En un apartamento pequeño y barato, lejos de la acción. Y aunque pagaba el

alquiler, no quería hacerlo. En varias ocasiones me ofreció un menú bastante amplio

de favores sexuales en lugar del alquiler —dijo sonriendo mientras sacaba una

carpeta—. Digamos que no era mi tipo.

Cogió la primera hoja que había en la carpeta y se la entregó a Brody.

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Os podéis ir a hacer puñetas todos vosotros y este tugurio. Me voy a un sitio mejor.

Guarda los trastos de arriba o quémalos. No me importa una mierda.

DB.

—Conciso —comentó Brody—. Esto está escrito con ordenador. ¿Tenía uno?

Mecklanburg frunció el ceño.

—Ahora que lo menciona, no lo creo. Pero en la ciudad hay unos cuantos

cibercafés.

—Me parece extraño —intervino Reece— que se tomase la molestia de escribir

una nota para mandarles a hacer puñetas. ¿Por qué no se fue sin más?

—Bueno, le gustaba protestar y alardear.

—En los últimos meses se veía con alguien.

—Eso creo. Pero dejó de... recibir aquí antes de fin de año.

—¿Alguna vez vio al hombre con el que salía?

—Sí. Una vez. La mayoría de sus amigos no se molestaban en ser discretos.

Abajo tenemos una pequeña lavandería. Uno de los inquilinos me había dicho que la

lavadora funcionaba mal. Bajé a echar un vistazo, a ver si podía hacer alguna

chapuza o tenía que llamar un mecánico. Subí justo cuando él, su amigo, se

marchaba. Era un lunes por la tarde. Lo sé porque en esa época todos los inquilinos

trabajaban los lunes.

—Un lunes —apuntó Reece—. Alrededor de fin de año.

—Sí, justo después de año nuevo, me parece. Recuerdo que habían caído varios

centímetros de nieve por la noche, y tuve que salir temprano a quitarla con la pala.

Por lo general hago todo el mantenimiento necesario por la mañana o entre las cuatro

y las seis, salvo emergencias. Me gusta leer durante el almuerzo y luego echar una

siesta. Pero esa mañana me había olvidado de la lavadora y tenía que solucionar el

problema. —Pasándose un dedo por el bigote, Mecklanburg hizo una pausa para

reflexionar, luego añadió—: Tengo que decir que se sorprendió al verme, o de que yo

lo viese. Se volvió y aceleró el paso. No había aparcado en el aparcamiento. Como

sentí curiosidad, volví deprisa a mi apartamento y miré por la ventana. Lo vi alejarse

del aparcamiento.

—Puede que viviese en la ciudad —propuso Reece.

—O que hubiese aparcado en otra parte. Lo que sé es que desde ese momento

Deena salió a reunirse con él, si es que era él con quien se encontraba. Por lo que yo

sé, nunca volvió por aquí.

—Yo diría que no quería ser visto.

—Eso parece —convino Brody—. Lo que significa que estaba casado o en una

situación delicada.

—¿Cómo un político o un sacerdote?

—Por ejemplo.

Al llegar al coche de Brody, Reece se volvió a observar otra vez el edificio.

—No es un tugurio. Es sencillo, pero está limpio y cuidado. Sin embargo, no era

lo bastante bueno para Deena Black. Ella quería más. Más grande, más brillante,

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mejor.—Y creía haber pescado a uno que se lo daría. Un buen pez —repitió Brody

cuando Reece lo miró con el ceño fruncido.

—Entonces, o él no le daba lo que quería, o rompió con ella. Yo diría que ese

posible casado o figura pública rompió con ella. Pero, Brody, si le daba miedo que lo

reconocieran aquí, ¿qué pasa con la teoría de que es de Ángel's Fist y me ha estado

acosando en su propio terreno?

—No cambia —replicó él antes de abrirle la puerta y dar la vuelta hasta el lado

del conductor—. Podría ser alguien que hace negocios en Jackson Hole, por ejemplo.

O que podría ser reconocido por alguien de aquí que hace negocios en el pueblo. O

podría ser solo una reacción de culpabilidad. —Como Reece, se quedó un momento

apoyado en la puerta—. Pero no la mató porque ella no quisiera que la abandonara.

Cuando eso pasa es molesto y puede ser inconveniente, pero termina en un: «Lo

siento, chica. Hemos terminado. Punto».

—Los hombres son unos verdaderos cabrones.

—Las mujeres también cortan.

—Sí, pero solemos decir: «Lo siento. No es por ti, es por mí».

Brody hizo un sonido de desprecio mientras subían.

—Prefiero que me claven un tenedor en el ojo que oír eso. Pero la cuestión es

que ella tenía algo. Le amenazó con algo. Lo pagaría muy caro, eso es lo que le dijo a

Marlie. Yo diría que él no quiso pagarlo.

—Por eso la mató, hizo desaparecer el cadáver y cubrió sus huellas. Volvió aquí

en plena noche, en la moto de ella. Ya tenía escrita la nota.

—Es él quien tiene ordenador o quien tiene acceso a uno —convino Brody—.

Dato que no reduce las posibilidades en absoluto.

De todas formas, el rompecabezas empezaba a encajar. Tenían un nombre, un

estilo de vida y, si no estaban juntando a la fuerza las piezas equivocadas, un móvil.

—Se llevó su ropa —añadió Reece—. Una mujer no deja atrás su ropa y sus

objeto personales. Así que se los llevó. Le fue bastante fácil librarse de ellos. Dejó los

platos y demás; demasiado voluminoso. Escribió la nota para cubrirse las espaldas,

para no dejar cabos sueltos. Nadie la buscaría porque todos creerían que se había ido.

—No contaba contigo. No solo con que vieses lo que viste, sino con que te

importase lo suficiente para insistir hasta encontrarla.

—Deena Black. —Reece cerró los ojos un momento—. Supongo que ya tenemos

un nombre. ¿Y ahora qué?

—Ahora nos vamos a un topless.

Reece no sabía qué esperaba. Mucho cuero y cadenas, miradas duras, música

dura.

En realidad, había tanta tela vaquera como cuero, y las miradas eran de

indiferencia. Un rock discordante y desafinado que retumbaba sobre el escenario,

donde había una mujer con una explosión de pelo violeta, un tanga rojo y zapatos

con plataforma.

El humo ascendía en volutas azules a través de la luz de una mesa situada junto

al escenario, donde un par de tipos robustos con los brazos llenos de tatuajes

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— 317 —

contemplaban el espectáculo y bebían cerveza directamente de la botella.

Había muchas mesas, todas ellas pequeñas, con una o dos sillas, la mayoría de

cara al escenario. Solo algunas estaban ocupadas.

Reece decidió que lo más adecuado era sentarse ante la barra y no dijo nada

mientras Brody pedía unas jarras de Coors.

El camarero llevaba un bigote de color pardo que le colgaba a ambos lados de la

barbilla. Tenía la cabeza tan calva como un melón.

Brody se inclinó hacia la barra para coger su cerveza.

—¿Has visto a Deena últimamente? —le preguntó al camarero. El hombre

limpió la espuma derramada con un trapo.

—No.

—¿Se marchó?

—Supongo. Dejó de aparecer por aquí.

—¿Cuándo?

—Hace un tiempo. ¿Por qué te importa?

—Es mi hermana. —Reece exhibió una amplia sonrisa—. Bueno, hermanastra.

Somos hijas de la misma madre, pero de distintos padres. Vamos de camino a Las

Vegas y pensé que podíamos pasar uno o dos días con Deena.

Miró un momento a Brody y observó que se había limitado a levantar la ceja en

una expresión de sorprendida diversión.

—Hemos ido a su casa —continuó Reece—, y nos han dicho que se mudó el

mes pasado, pero trabajaba aquí. Hace un tiempo que no sabemos nada de ella. Solo

queríamos saludarla.

—No puedo ayudaros.

—Vaya... —Reece cogió la cerveza frunciendo el ceño—. No es que nos

llevemos muy bien. Solo he pensado que, ya que estábamos tan cerca, podíamos

verla. Tal vez alguien sepa adonde se fue.

—No me lo dijo. Me quedé sin una bailarina.

—Típico. —Reece se encogió de hombros y dejó su cerveza en la barra sin

haberla probado. No era la clase de sitio donde se preocuparan por las inspecciones

de sanidad—. Me parece que hemos perdido el tiempo —le dijo a Brody—. Puede

que se largase con aquel tipo con el que dijo que salía.

Resoplando, la camarera dejó sobre la barra una bandeja de vasos, botellas y

ceniceros.

—No lo creo.

—¿Cómo?

—Tuvieron una bronca muy gorda. Ella se cabreó mucho. ¿Te acuerdas, Coon?

El camarero se limitó a encogerse de hombros.

—La verdad, se pasaba cabreada la mitad del tiempo.

—Creo que eso también es típico de ella. Reece puso los ojos en blanco—. Pero

Deena dio a entender que con este iba en serio. ¿Cómo demonios se llamaba?

—Nunca me lo dijo —contestó la camarera—. Le llamaba Trucha. Era el pez que

había pescado, ¿lo captas?

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—Sí, lo capto.

—Dos cervezas Bud y dos whiskies de la casa.

Reece esperó el momento oportuno mientras la camarera reunía el pedido y lo

llevaba hasta la mesa más cercana al escenario. Cuando volvió con otra bandeja de

vasos vacíos, Reece sonrió.

—Entonces no podía ir tan en serio.

—¿Eh?

—Lo de Deena y ese tipo, el tal Trucha. Supongo que no era nada importante.

—Tenía que serlo, la verdad, al menos por parte de ella.

—¿Ah, sí? —Reece se encogió de hombros y dio un traguito de cerveza—. Eso

no es típico de Deena. Le gustaba pescarlos, pero lo de ponerles nombre no le iba.

Con una sonrisa, la camarera se inclinó sobre la barra y sacó de detrás un

paquete de tabaco.

—Muy bueno. Coon, me tomo un descanso.

—Soy Reece —dijo, sonriendo de nuevo—. Puede que Deena me mencionase

alguna vez.

—No que yo recuerde. Ni siquiera sabía que tenía una hermana. Yo soy Jade.

—Me alegro de conocerte. Así que Deena estaba colgada de algún tío, ¿eh?

—Bueno, dejó de llevarse pardillos a casa —contestó la camarera; sacó una caja

de cerillas del bolsillo de sus diminutos shorts y encendió una—. Lo siento porque es

tu hermana, pero eso es lo que hacía.

—No es nada nuevo. Creo que por eso me sorprendió que hablase de forma

diferente sobre ese tipo.

—Decía que tenía clase. —Jade inclinó la cabeza hacia atrás y expulsó el

humo—. No sé en qué, porque lo conoció aquí.

—¡Vaya! —exclamó Reece, haciendo un esfuerzo por no delatar su emoción—.

Entonces lo viste.

—Podría ser. No lo sé. No era un cliente habitual; si hubiese vuelto, ella me

habría dicho quién era. Le compraba cosas. Me enseñó un collar que él le había

regalado. Dijo que era de oro de dieciocho quilates. Debía de ser mentira, pero era

bonito. Tenía una luna. Como una chapita blanca, me parece. Dijo que era como

nácar, y que las piedras de la cadena eran diamantes de verdad.

—¿Diamantes? ¡Joder!

—Supongo que eran falsos, pero ella afirmaba que eran auténticos. Le dio por

llevarlo continuamente, incluso durante su actuación. Decía que aún podía sacar

más. Por lo visto decía de ella que era su cara oculta de la luna. Signifique lo que

signifique.

—Puede que ese Trucha sepa dónde está.

Reece miró a Brody como en busca de conformidad.

El decidió seguir tomándose su cerveza y actuar como un hombre al que todo

aquello le daba igual.

—¿Crees que alguien más que trabaje aquí pudo conocerlo? ¿Quizá alguna de

las bailarinas?

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—Deena no era de las que compartían, no sé si me entiendes. Alardear, desde

luego, pero a este se lo guardaba para ella. No era un motero.

—¿Ah, no?

—Dijo que había llegado el momento de pescar a uno que tuviese un buen

trabajo y supiese más de la vida que lo que se veía desde el asiento de una Harley. De

todos modos, tuvieron una bronca, como te he dicho. Luego ella se largó. Hacia

pastos más verdes supongo.

—Creo que tienes razón.

Brody no dijo nada hasta que estuvieron de nuevo en el coche.

—He descubierto un nuevo aspecto de tu carácter, Flaca. Puedes sentarte en un

topless y mentir con absoluta verosimilitud.

—Parecía el camino más directo. Decir algo como «Vi que asesinaban a Deena

Black hace unas semanas, pero casi nadie me cree», no me convencía. Aunque no sé

si ha servido de algo.

—Desde luego que sí. Toda la información que tenemos apunta a su

desaparición, que coincide con lo que viste junto al río. Mantenía una relación con un

hombre que no quería que ella soltase su nombre por ahí ni que lo viesen con ella. A

pesar de todo, estaba lo bastante enganchado para gastarse dinero en ella. Las joyas

significan mucho para las mujeres, ¿no es así?

—Desde luego.

—Así que le compró una baratija, por lo que deduzco que no solo iba con ella

para echar un polvo de vez en cuando, al menos al principio. Rompieron, y ella no

quiso dejarlo así. Ella empujó; él empujó también, y lo hizo demasiado fuerte.

—Puede que fuese en serio con él, pero no le quería.

—¿Pensabas que sí?

—No sé lo que pensaba —dijo Reece—, pero ahora lo sé. Una mujer no habla

como ella lo hacía de un hombre al que quiere; no le llama Trucha. Deena solo

buscaba lo que buscaba.

El esperó un momento.

—¿Cambia eso tu intención de seguir con esto?

—No. Fuera o no una zorra, no merecía morir de esa forma. Creo... —Se

interrumpió bruscamente y le agarró del brazo—. ¿Es ese Cas? ¿Es esa la furgoneta

de Cas, Brody?

El se volvió justo a tiempo de ver la parte trasera de una furgoneta negra que

doblaba una esquina.

—No lo sé. No la he visto bien.

—Creo que era Cas —dijo Reece.

Se preguntó si los habría visto. En ese caso, ¿por qué no había hecho sonar el

claxon? ¿Por qué no había saludado con el brazo? ¿Por qué no había parado?

—¿Que puede estar haciendo en Jackson? —añadió.

—La gente viene a Jackson por un montón de razones. No significa que nos

haya seguido, Flaca. Sería muy difícil que viniera pisándonos los talones desde el

pueblo.

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—Tal vez.

—¿Estás segura de que era él?

—No, no del todo —contestó; en cualquier caso, no podía hacer nada—. Bueno,

¿y ahora qué?

—Cuando volvamos al pueblo usaré mi innata habilidad de reportero para

averiguar más sobre Deena Black. Antes, iremos de tiendas, por algunas de las

joyerías de la ciudad. Quizá averigüemos dónde compró el collar.

—Oh, esa es buena. Una pequeña luna de nácar en una cadena de oro,

posiblemente con diamantes. ¿Cuántas joyerías hay en Jackson?

—Me temo que vamos a averiguarlo.

«Demasiadas», se dijo Brody después de la primera hora, sobre todo al añadir

las tiendas de artesanía que vendían joyas. Nunca había entendido esa necesidad de

colgarse en el cuerpo metales y piedras, pero, como era algo que se remontaba a los

albores de la humanidad, no esperaba que pasase de moda.

Sin embargo, se sintió aliviado al ver que su temor oculto de que Reece se

rindiese al anhelo de ir de tiendas no se hacía realidad. No sucumbió a la tentación

de «Solo me pruebo esto» que, según Brody, compartían todas las mujeres. Una

mujer capaz de concentrarse en una tarea mientras sus sentidos eran bombardeados

por brillos y relumbres era, en su opinión, una mujer fantástica.

De vez en cuando veía que sus ojos se posaban en el género, pero no se

despistaba. El admiraba eso. Sobre todo cuando vio que otros hombres sufrían

mientras sus mujeres parloteaban, babeaban y se agitaban por bisutería y baratijas.

Era tanta su admiración y su satisfacción, que de repente se detuvo, la atrajo

hacia sí y la besó con entusiasmo.

—¡Qué bien! ¿Por qué?

—Porque eres una mujer sensata y sencilla.

—Vale. ¿Por qué?

—Este asunto nos tomaría el doble de tiempo, como mínimo, si fueras de las

que tienen que pararse y hacer ruidos infantiles delante de cada escaparate o

expositor. Nos está tomando mucho tiempo, pero por lo menos avanzamos.

—Es verdad —contestó ella, dándole la mano mientras se dirigían a la siguiente

tienda—. También intento ser una mujer sincera, así que debo decirte que la única

razón por la que no me paro y hago lo que tú calificas en tono condescendiente de

«ruidos infantiles» es que no puedo permitirme comprar nada. Además, he perdido

la costumbre. Pero eso no significa que no lo haría si pudiera, o que no me he fijado

en algunos artículos especialmente atractivos. Como los botines negros, creo que de

cocodrilo, de dos tiendas más atrás, y los pendientes de turmalina sobre aros de oro

blanco de la última tienda. O...

—¡Eras de las que van de tiendas!

—A mi estilo limitado.

—Mi gozo en un pozo.

—Más vale que sepas la verdad ahora —dijo ella; le apretó la mano en un gesto

cariñoso—. De todos modos, ahora mismo preferiría tener un juego de Sitram que

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unos pendientes de turmalina.

—¿Sitram?

—Cazuelas.

—Ya tienes ollas.

—Sí, ollas sí. Pero no tengo acero inoxidable pesado con una base de cobre

térmico. Si llego a vender el libro de cocina, lo primero de mi lista será un juego de

Sitrum. ¿Compraste algo maravilloso cuando vendiste tu primer libro?

—Un ordenador portátil nuevo, con un montón de programas.

—Ahí lo tienes. Las herramientas son las herramientas. Esta tienda parece una

buena posibilidad, tiene más categoría —continuó Reece, observando el escaparate—

. Si Deena no mentía sobre los dieciocho quilates y los diamantes, este podría ser el

sitio.

Al entrar, Brody observó que la tienda era un poco más refinada que la mayoría

de las que habían visitado. Sentada ante una mesa, una mujer de abundante melena

rojiza y con una elegante chaqueta de piel contemplaba unos diamantes sobre

terciopelo negro mientras bebía de una pequeña taza. El hombre sentado frente a ella

hablaba en susurros reverentes.

De detrás de un mostrador salió otra mujer vestida de un distinguido rojo y con

una amplia sonrisa.

—Buenas tardes y bienvenidos a Delvechio's. ¿En qué puedo servirles?

—La verdad es que estamos buscando una pieza específica —empezó Reece—.

Un collar. Un colgante de nácar en forma de luna y con diamantes a lo largo de la

cadena.

—Tuvimos algo así hace unos meses. Una pieza preciosa. No nos queda

ninguno, pero tal vez fuese posible diseñar algo similar para ustedes.

—¿Lo vendieron?

—No recuerdo haberlo vendido personalmente, pero se vendió.

—¿Tienen un registro de la compra?

El ángulo de la sonrisa perdió varios grados.

—Tal vez deseen hablar con el señor Delvechio en persona. Ahora está con una

clienta. Si desean esperar para hablar con él sobre un diseño, estamos a su

disposición. ¿Les apetece café o té?

Antes de que pudieran responder, la pelirroja se levantó.

Con una suave risa, se inclinó y beso a Delvechio. Un tipo distinguido, con el

pelo gris y gafas de concha en ambas mejillas.

—Son perfectos, como siempre, Marco. Ya sabía usted que no podría resistirme.

—Pensé en usted en cuanto los vi. ¿Desea que se los envíen?

—Desde luego que no. Tengo que llevármelos.

—Melony se ocupará. Que los disfrute.

—No le quepa duda de que lo haré.

La dependienta de rojo se apresuró a recoger los diamantes sobre terciopelo

negro. Delvechio se volvió hacia Reece y Brody.

—¿Un colgante de nácar en forma de luna, en una cadena de oro con

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diamantes?

—Sí —dijo Reece, impresionada al ver que había seguido su conversación

mientras atendía a la dienta—. Exacto.

—Muy específico.

—Una mujer llamada Deena Black tenía uno. Esa mujer ha desaparecido. Como

dijo que era un regalo, nos gustaría encontrar a la persona que se lo compró. Podría

tener información.

—Entiendo —dijo él en el mismo tono cortés—. ¿Son de la policía?

—No, somos parte interesada. Solo queremos saber quién compró ese collar.

—El año pasado tuvimos varias piezas diseñadas con lunas, estrellas, soles y

planetas. Nuestra colección Universo de Gemas. Se vendieron muy bien para las

fiestas. Lamento no poder darles información sobre mis clientes si no son de la

policía y no poseen una orden judicial. Aunque así fuese, requeriría tiempo, porque

todas esas piezas se vendieron en el ejercicio anterior. Y algunas sin duda se pagaron

en metálico, y en ese caso no contamos con ninguna información sobre el cliente.

—¿Y en cuanto a cuándo se vendió y por cuánto?

Delvechio enarcó las cejas al oír la pregunta de Brody.

—No podría decir cuándo con absoluta certeza.

—Más o menos. No necesita una orden judicial para decirnos más o menos

cuándo se vendió y cuánto costó.

—No. Vendimos esa colección desde octubre del año pasado hasta finales de

enero. Una pieza como la que describen debió de costar unos tres mil dólares.

—Quien se la regaló a Denna Black sabe lo que le ocurrió —insistió Reece.

—Si es así, deberían ponerse en contacto con la policía. Dadas las

circunstancias, no puedo decirles nada más. Les ruego que me disculpen.

Les dejó para ir a la trastienda y cerró la puerta con firmeza. Tras detenerse un

momento, fue hasta su ordenador y abrió un archivo. Asintió al ver el nombre y la

transacción.

Su memoria era excelente, y no menos afilada que su lealtad al cliente.

Cogió el teléfono e hizo una llamada.

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Capítulo 29

—Tres mil dólares no son calderilla —comentó Brody en, el viaje de regreso.

Reece miraba por la ventanilla con el ceño fruncido. Las sombras se alargaban

mientras el sol avanzaba hacia el lejano oeste; las montañas se aferraban a cada gota

de esa luz que se apagaba.

—Un hombre que entra en una tienda como esa es porque ha decidido comprar

un regalo especial. Y, como has dicho tú, un hombre no compra un regalo especial

para una mujer cuando solo se trata de sexo.

—Entonces, iban en serio.

Reece se volvió a mirarlo.

—No quería que lo viesen con ella, se mantenía a la sombra. ¿Eso es ir en serio?

Creo que «obsesión» o «capricho» son palabras más adecuadas. Ella le utilizaba a él,

y él la utilizaba a ella.

—Vale.

—Por lo que sabemos de Deena, trabajaba de stripper en un bar de mala

muerte; era insatisfecha, protestona. Se llevaba a casa a distintos hombres, se

desplazaba en moto y no despreciaba intercambiar favores sexuales por el alquiler de

su apartamento. Y tal vez tampoco por dinero.

—Supones que ha algunos de esos hombres les cobraba.

—Parece probable. Pero este tipo es diferente. Quería la exclusiva, y ella se la

dio. Tal vez, ella también la quisiera, o lo viese como una inversión. Si Delvechio ha

dicho la verdad, dentro de lo poco que ha dicho, el collar debió de ser un regalo de

Navidad. Un hombre no compra una joya valiosa como regalo de Navidad para una

mujer con la que solo se acuesta. Y menos para una mujer a la que seguramente le

habrían impresionado unos pendientes de cincuenta dólares.

—Las mujeres sois implacables unas con otras —comentó Brody al cabo de un

momento.

—No estamos hablando de una mujer ingenua, y por lo que sabemos no era

demasiado agradable. No merecía que la estrangulasen por eso, pero tampoco era

una espectadora pasiva. Solo digo que ese hombre estaba implicado. Estaba

encaprichado. La veía a escondidas, o sin duda a hurtadillas, pero le importaba. Al

menos durante un tiempo. —Reece volvió a mirar por la ventanilla y añadió—:

Bueno, ¿y qué hombres de la lista podrían gastarse tres mil dólares en una amiga

secreta sin que nadie se diese cuenta?

—Yo diría que cualquiera de ellos. Algunos viven solos y no tienen que dar

explicaciones del saldo de su cuenta. Y los tipos que no viven solos a menudo tienen

un buen dinerito guardado, igual que las mujeres.

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—Incluso un buen dinerito desaparece al cabo de un tiempo —dijo Reece—.

Puede que ese fuese parte del problema.

—Ella quería más.

—Es probable. «¿Por qué no me llevas a un buen sitio? Estoy cansada de vivir

en este tugurio. ¿Cuándo haremos un viaje?» y variaciones de lo mismo. Llevaban

meses viéndose. Ella querría más.

—Y entonces el capricho desaparece —dijo Brody—, igual que el dinero.

—La cara oculta de la luna —murmuró Reece—. Me recuerda algo, pero no sé

qué. ¿Vi el collar cuando la estranguló? No me acuerdo muy bien. Pero hay algo.

—En un país de ficción iríamos a la policía con todo esto y ellos conseguirían

una orden judicial, conseguirían el nombre. Por desgracia, en este mundo existe el

maldito problema de la causa probable.

—Hay una causa evidente —replicó Reece—. Deena está muerta, y quien le

compró ese collar es el asesino.

—No hay ninguna prueba de que esté muerta, ni siquiera de que haya

desaparecido. Se supone que se marchó, y fue lo bastante considerada para devolver

las llaves de su apartamento. Aunque tuviésemos suerte y averiguásemos quién

compró el collar, sigue sin ser una prueba. No es una prueba absoluta de que se lo

regalase a ella. Desde luego, no lo es de que la matase.

Desde el punto de vista de la lógica, Brody tenía razón, pero Reece se estaba

hartando de la lógica.

—Entonces, ¿qué demonios estamos haciendo?

—Reunir información. Y hoy tenemos más de la que teníamos ayer.

—No es suficiente. Durante semanas y meses, después de los asesinatos de

Boston, los investigadores me decían que estaban buscando, que estaban compilando

información. Pero nunca hubo un arresto, un juicio, una condena. Tuve que

marcharme. Tuve que hacerlo. Pero ¿cuántas veces puedes marcharte?

—Nadie va a marcharse, Reece. Ya se nos ocurrirá alguna forma de sacarle el

nombre al joyero. O encontraremos a otra persona que sepa algo más. Pero nadie va

a marcharse.

Ella permaneció en silencio durante un rato.

—Me habrías sido de gran ayuda en Boston. Me habría sido de gran ayuda esa

cabezonería.

—Se llama tenacidad.

—Es lo mismo —dijo apoyando su mano sobre la de él—. Escucha, si tu

capricho desaparece, déjame por las buenas, ¿vale?

—Desde luego. No hay problema.

Reece sonrió mientras cruzaban los prados hacia Ángel´s Fist.

Su mano tembló mientras cerraba el teléfono móvil. ¿Cómo habían llegado tan

cerca? Estaban a un centímetro de él. Había cubierto su rastro con mucho cuidado,

pero aun así lo habían seguido hasta Deena.

Sabían cómo se llamaba ella.

Había hecho todo —todo— lo que podía hacerse para protegerse a sí mismo,

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— 325 —

para blindar esa parte de sí mismo.

Una locura pasajera, eso había sido Deena. Y cuando recobró el sentido, hizo lo

que pudo por actuar de forma honorable.

Cuando el honor no funcionó, hizo lo que era necesario.

Solo un verdadero hombre era capaz de hacer lo que era necesario.

Y ahora volvería a hacerlo. Por el bien de todos. Para preservar lo que merecía

ser preservado.

No formaban parte del pueblo. En realidad, eran forasteros y querían cambiar

lo que debía permanecer invariable. Tendrían que ser eliminados, como lo había sido

Deena.

Debía restablecer el equilibrio.

La clientela del sábado mantuvo a Reece ocupada mientras trataba de olvidar

por unas horas lo que sabía, lo que no sabía y lo que quería saber.

Imaginó que en ese momento Brody se movía por internet, reuniendo

información sobre Deena Black. Sin embargo, saber dónde y cuándo nació, dónde

estudió y si tenía antecedentes penales no les llevaría hasta el asesino. Al menos, eso

pensaba Reece.

Pensó que lo más probable era que lo hubiese conocido en el bar. El ligó con

ella, o ella ligó con él. En cualquier caso, iniciaron una relación. O un acuerdo de

negocios.

A un hombre no le gusta que sus amigos sepan que paga a una mujer para que

se acueste con él. Resulta embarazoso.

En primer lugar, había salido de su propio ámbito para frecuentar un local de

topless y buscar furcias. Protección básica de la reputación.

Pero se había implicado, tal vez incluso se creyó enamorado durante un tiempo.

Lo bastante para comprarle regalos caros. Reece se preguntó si le habría hecho

promesas.

Los hombres maduros se enamoran a menudo de mujeres más jóvenes e

inadecuadas. Trató de imaginarse al doctor Wallace o a Mac Drubber con una mujer

como Deena Black. Reece se preguntó qué decía eso de ella, de ellos. Era demasiado

fácil.

Igual que podía enamorarse alguien joven, aun impresionable, como Denny, o

alguien acostumbrado a salirse con la suya con las mujeres, como Cas.

Tal vez deberían pasar por alto al sheriff Mardson —ya que, por lo que ella

sabía, en realidad podía ser una especie de Charles Bronson— y contarle a la policía

de Jackson todo lo que ya sabían o sospechaban.

No podía ser menos productivo que no hacer nada. Y ella no podía seguir

viviendo con aquella gente, cocinando para ellos y preguntándose si alguno de ellos

era un asesino.

—Otra vez hablas sola.

Dio un bote y miró a Linda-Gail.

—No me extrañaría.

—Pues cuando acabes tu conversación y sea la hora de tu descanso, ¿podrás

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echarle un vistazo a una cosa?

—Claro, ¿qué?

—Un vestido que pedí por internet. Acabo de recibirlo. En mi descanso me he

escapado a la oficina de correos para recogerlo. Dios mío, espero que me venga bien.

Solo quiero tu opinión.

—De acuerdo, en cuanto...

—Si vais a quedaros plantadas en mi cocina hablando de moda, más vale que os

toméis el descanso ya. —Joanie entró y se ocupó de la parrilla—. Que sea breve.

—Gracias, Joanie.

Linda-Gail agarró del brazo a Reece y tiró de ella hasta el despacho de Joanie.

—Me he gastado más de lo que debía —dijo mientras empujaba a Reece al

interior—, pero es que me encantó.

Lo sacó de detrás de la puerta del despacho de Joanie, donde lo había colgado,

y se lo acercó al cuerpo.

—¿Qué te parece?

Era corto y sin tirantes, en un tono verde hoja suave y primaveral. Reece se la

imaginó con él puesto y pensó que estaría imponente.

—Es precioso. Sexy y, aun así, fresco. Además, quedará de fábula con tu pelo.

—¿De verdad? Gracias a Dios. Si resulta que no me queda bien, me suicido.

—También puedes probar algo radical, como cambiarlo por la talla adecuada.

—No tengo tiempo. Lo necesito para esta noche. Me espera una cita de sábado

por la noche con Cas. Así la llamó él, y dijo que me pusiera algo especial. —Se volvió

y se situó otra vez de lado ante el espejo—. Esto es bastante especial.

A Reece le dio un vuelco el corazón.

—¿Dónde vais?

—No quiere decírmelo. Está muy misterioso. Me habría gustado acercarme a

Jackson para hacerme un retoque, pero he tenido que teñirme el pelo yo misma. No

ha quedado demasiado mal, ¿verdad?

—No, está bien. Está muy bien. Linda-Gail...

—Es la noche del ultimátum —explicó arreglándose el pelo con una mano

mientras posaba ante el espejo—. Tiene que darme una explicación, y que sea buena,

acerca de por que me mintió la otra noche sobre dónde estaba. Sabe que está en la

cuerda floja.

—Linda-Gail, no vayas.

—¿Qué? ¿De qué estás hablando?

—Espera un poco. No vayas con él a ningún sitio hasta saber qué está pasando.

—Salgo con él para averiguar qué está pasando —dijo mientras volvía a colgar

con cuidado el vestido en la puerta y alisaba la falda—. Me juró que no había otra

mujer, y yo le creo. Si quiero que esto funcione tengo que darle la oportunidad de

explicarse.

—¿Y si... y si tenía una relación con alguien? Antes. Una relación seria.

—¿Cas? ¿Una relación seria? —repitió, y se echó a reír—. Eso es imposible.

—¿Cómo puedes saberlo? ¿Cómo puedes estar segura?

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—Porque tengo controlado a Cas desde que teníamos quince años. Nunca ha

ido en serio con nadie —dijo con la decisión pintada en su bonito rostro—. No como

va conmigo, y como va a seguir yendo. ¿Qué mosca te ha picado? Pensaba que te caía

bien.

—Y me cae bien. Pero no fue sincero contigo.

—Eso es verdad, y ahora va a serlo. O me gusta lo que tiene que decirme esta

noche, o no. O me quedo con él o lo dejo. Pero en cualquier caso voy a estar

fantástica.

—Oye... llámame al móvil cuando lleguéis y cuando hayáis hablado.

—Dios mío, Reece...

—Hazme ese favor. Si no lo haces me quedaré preocupada y empezaré a darle

vueltas. Hazme ese favor, Linda-Gail. Anda.

—Vale, de acuerdo, pero me sentiré muy estúpida.

«Mejor estúpida —pensó Reece—, que herida y sola.»

Ante su ordenador, Brody hacía progresos. Supo que Deena Black nació en

Oklahoma en agosto de 1974, que tenía un diploma de bachillerato y varias

amonestaciones por prostitución, una por alteración del orden público y dos por

amenazas. La segunda le había costado tres meses de prisión.

Su solvencia estaba por los suelos. Aunque eso ya no sería una preocupación

para ella, si es que alguna vez lo había sido.

Brody había logrado seguirle la pista hasta sus dos últimos lugares de trabajo y

residencia. No tenía referencias demasiado buenas de sus jefes —el dueño de un club

de striptease en Albuquerque y el de un bar de moteros en Oklahoma City—, y su

último casero aún no había olvidado los dos meses de alquiler que no le pagó.

Encontró un matrimonio y un divorcio, ambos con un tal Titus, Paul J., que en

ese momento cumplía condena en la prisión de Folsom por un asalto que había

resultado en una muerte. Una rápida búsqueda sobre Titus le mostró que aquellas no

eran las primeras vacaciones del hombre por gentileza del Estado.

—No eras lo que se dice una ciudadana modelo, ¿verdad, Deena?

Sin embargo, había sido guapa a su estilo. En ese momento Brody estaba viendo

una foto de ella en la pantalla, y debía reconocer que tenía un atractivo muy sexy.

—La chica mala —dijo en voz alta—, que sabe que lo es y que le gusta serlo. Y

que te hace saber que a ti también te gustará.

Según los datos que encontró, aún tenía familia en Oklahoma. Su madre,

diecisiete años escasos mayor que Deena. Existía la posibilidad de que Deena hubiera

mantenido el contacto y le hubiese dicho a su madre lo que —en apariencia— no le

había dicho a nadie más. El nombre del hombre con el que tenía una relación.

¿Cómo plantearlo? ¿Un viejo amigo de Deena que trata de renovar el contacto?

Hablador, simpático. ¿Un policía de Wyoining que trata de obtener información

sobre posibles cómplices? Inflexible, enérgico.

De todos modos, lo más probable era que no averiguase nada de nada.

Decidió que había llegado el momento de tomarse un breve descanso para

despejarse antes de tratar de ponerse en contacto con la madre de Deena.

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— 328 —

Antes de que se levantara, sonó el teléfono.

La voz familiar le ayudó a relajarse de nuevo. La petición insólita pero

interesante le hizo reflexionar.

Diez minutos después, Brody salía de la casa, subía al coche y se alejaba del

pueblo.

Al pasar, echó un vistazo hacia Ángel Food. Si aquello salía bien, esperaba tener

una solución para Reece en un par de horas.

En ese momento empezaba todo. Y no habría vuelta atrás, ni remordimientos,

ni errores. Era arriesgado, y sus cálculos tendrían que ser perfectos. Pero podía

hacerse. Tenía que hacerse.

La cabaña era el lugar perfecto para ese primer paso. Tranquila y aislada,

resguardada por el bosque y el pantano. Nadie iría allí a buscarlos. Igual que nadie

había ido nunca a buscar a Deena.

Cuando lo hubiese hecho, tendría horas para comprobar que lo había hecho

todo de la forma adecuada. Cubriría todas sus huellas, como siempre. Y todo

volvería a estar en su sitio. Otra vez. Como debía ser.

—Muy bien, Cas. Quiero saber adónde vamos.

—Eso es cosa mía.

Linda-Gail cruzo los brazos y probó a mirarle con los ojos entornados, pero él

no cedió.

No era el camino de Jackson Mole. Ella esperaba en secreto que la llevase a un

restaurante elegante, donde pudiese lucir su vestido nuevo.

Pero no se había dirigido hacia allí. En realidad...

—Si crees por un momento que voy a sentarme junto a un fuego de

campamento con este vestido, estás más loco de lo que pensaba.

—No vamos de acampada. Desde luego, ese vestido es la bomba —dijo él al

tiempo que le lanzaba una breve mirada encendida—. Espero que lo que lleves

debajo sea igual de mortífero.

—Si esto sigue así, no vas a ver lo que hay debajo.

—¿Te apuestas algo?

Él le dedicó una sonrisa satisfecha y tomó la siguiente curva.

La muchacha comprendió adónde iban y sintió que le invadía la rabia.

—Más vale que des la vuelta y me lleves otra vez a casa.

—Si dentro de diez minutos sigues pensando así, lo haré.

Aparcó delante de la cabaña con todos los planes y preparativos en la cabeza.

Los nervios le atenazaban, pero se acorazó contra ellos.

Había ido demasiado lejos para echarse atrás.

Como Linda-Gail no se movía, bajó de la furgoneta, dio la vuelta y le abrió la

puerta. Qué menos que mostrarse atento, por algo ella llevaba ese vestido tan sexy y

él se había enfundado en su mejor traje.

—Vamos, entra, cariño, no seas tozuda —dijo en un intento de tranquilizarla y

engatusarla como si fuese una yegua resabiada—. De lo contrario tendré que llevarte

por la fuerza.

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—Muy bien. Voy a llamar a Reece para pedirle que venga a buscarme en cuanto

pueda.

—No vayas a llamar a nadie —murmuró Cas, y tiró de ella hacía la cabaña—.

No teníamos que llegar tan pronto, pero tenías tanta prisa por salir,.. Mi intención era

llegar aquí al anochecer.

—Pues aún es de día.

Linda-Gail entró con paso majestuoso, decidida a sacar su teléfono y llamar a

Reece. Luego se quedó tan pasmada que no pudo hacer otra cosa que no fuese mirar.

Por tercera vez en diez minutos Reece miró el reloj. ¿Por qué no llamaba Linda-

Gail? ¿Por qué no había podido convencerla de que no fuese esa noche con Cas?

Cinco minutos más, se prometió, y llamaría a Linda-Gail. Por absurdo que

pareciese, le preguntaría dónde estaba, y se aseguraría de que Cas comprendiese que

lo sabía.

—Mirando la hora no conseguirás que el tiempo pase más deprisa. De todos

modos, no acabas hasta las diez. —Joanie sacó el estofado de la olla—. Y no se te

ocurra pedirme que te deje salir antes. Ya me falta una camarera.

—No quiero salir antes. Es que Linda-Gail ha dicho que me llamaría y no lo ha

hecho.

—Supongo que está demasiado ocupada para pensar en llamarte. Ha

conseguido que le diese la noche libre, ¿no? Además, es sábado por la noche. Mi hijo

y ella se han aliado contra mí. Un par de retrasados, eso es lo que son. Desde su

punto de vista, todo es sol, rosas y rayos de luna. Pero aquí lo que hay son

hamburguesas, estofado y solomillo frito, así que prepara ese pedido.

—¿Cómo? ¿Qué has dicho?

—He dicho que prepares ese pedido.

—Sol y rayos de luna. Ya me acuerdo. ¡Oh, oh, Dios mío! Ya me acuerdo.

Vuelvo en un minuto.

Con los brazos en jarras y la barbilla alta, Joanie se plantó ante ella.

—Dos minutos.

—Dentro de dos minutos esa hamburguesa estará quemada. Prepara ese

pedido. —¡Maldita sea! Pero Reece se apresuró a preparar el pedido.

Había una mesa delante de la chimenea de la cabaña. Sobre la mesa había un

mantel blanco; sobre el mantel, un jarrón azul lleno de rosas. Había velas y platos

bonitos. Lo más sorprendente de todo era que junto a la mesa había un soporte con

una cubitera de plata. En la cubitera descansaba una botella de champán.

Y cuando Cas cogió un mando a distancia y pulsó la tecla de play, Wynonna

Judd cantó una balada con mucha suavidad.

—¿Qué es todo esto? —preguntó una confusa Linda-Gail.

—Es una cita de sábado por la noche.

Deseoso de hacer su papel, Cas le quitó el chal que llevaba sobre los hombros.

Lo dejó a un lado y se apresuró a encender velas por la habitación.

—Pensaba que estaría un poco más oscuro, pero no pasa nada.

—No pasa nada —repitió ella, aturdida—. Cas, ¡qué bonito!

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NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS

— 330 —

La cabeza disecada de un muflón canadiense no deslucía la escena. La lámpara

con un oso trepando a un árbol que formaba su pie solo la hacía más encantadora.

Y aunque pronto llegaría el mes de junio y la temperatura era bastante alta, Cas

se agachó delante de la chimenea para encender la leña ya preparada.

—¿Tu madre sabe esto?

—Claro. No alquila mucho esta cabaña desde que... ya sabes, desde que ese tipo

se mató aquí... Eso no te intimida, ¿no?

—¿Cómo? No, no.

Bien. De todos modos, tuve que pedirle que me dejase utilizar la cabaña y que

preparase algo que yo pudiese calentar para la cena. No se alegró demasiado; en

realidad, está un poco cabreada con nosotros dos. Pero supongo que eso cambiará

cuando le cuente el motivo.

—¿El motivo de qué?

Él se levantó, se volvió y le sonrió.

—Ya llegaremos a eso. De momento, ¿qué te parece si abro ese champán?

«¡Madre mía!, Está guapísimo... —pensó ella—. Todo ese bonito pelo dorado

por el sol, ese cuerpo atractivo y delgado dentro de ese traje gris.»

—Me parece que estaría muy bien.

Se acercó a la mesa y rozó con las puntas de los dedos los aterciopelados pétalos

de un capullo.

—Una vez ya me compraste capullos de rosas.

—Cuando cumpliste dieciséis años. Ha pasado algún tiempo entre las dos

entregas...

—Sí, y creo que lo necesitábamos. ¿Has organizado tú todo esto?

—No me ha costado mucho. Lo difícil era hacerlo en secreto —dijo guiñándole

un ojo mientras abría la botella de champán—. Quería que fuese especial, y aquí si

tratas de hacer algo especial y alguien lo sabe, todo el mundo se entera. Fui a Jackson

a comprar las rosas. Supuse que si se las encargaba a Mac, querría saber para qué las

quería y especularía sobre ello con toda la gente que entrase en la tienda. La única

persona que conozco en el pueblo capaz de guardar un secreto es mi madre. Por eso

es la única que sabe que estamos aquí. Estuve a punto de contarle el resto, pero...

—¿El resto?

Cuando el corcho saltó, Cas soltó un breve grito de júbilo.

—Suena bien, ¿verdad? Elegante.

—¿Qué resto?

—Ella, mmm... Tienes algunas de tus cosas en el dormitorio, por si acaso

quieres quedarte a dormir.

—¿Has ido a mi casa? ¿Has tocado mis cosas?

—No, lo ha hecho mi madre. No empieces a ponerte nerviosa. Toma —dijo

tendiéndole una copa—. Es solo por si acaso. ¿Deberíamos brindar o algo así?

¿Brindamos por las sorpresas, por muchas sorpresas?

Linda-Gail le miró con los ojos entornados, pero chocó su copa con la de Cas.

No iba a desperdiciar la ocasión de tomar una copa de champán.

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NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS

— 331 —

—Esto es muy bonito, Cas, esa es la verdad, y no puede ser más agradable. Pero

tú y yo tenemos asuntos de que hablar, y no vas a distraerme con flores y champán.

—No esperaba distraerte, pero tal vez podríamos relajarnos, cenar un poco, y

luego...

—Cas, necesito saber por qué me mentiste. Te di tiempo hasta esta noche. Voy a

ser sincera: estoy deseando sentarme a esa mesa tan bonita, beber champán y que me

sirvas la cena. Quiero estar aquí contigo y pensar en lo agradable que es tener a

alguien que se toma todas estas molestias por mí. Pero no puedo mientras no lo sepa.

—Había planeado las cosas de otra manera, pero de acuerdo.

En realidad, Cas no se veía capaz de contener sus nervios durante toda la cena.

—Tienes que venir al dormitorio —añadió.

—No pienso entrar en ese dormitorio contigo.

—No voy a intentar desnudarte. Madre de Dios, Linda-Gail, confía un poco en

mí, ¿vale? Ven un momento.

—Más vale que sea bueno —dijo ella refunfuñando. Dejó el champán sobre la

mesa y lo siguió hasta la puerta del dormitorio.

Había más velas aún sin encender y más flores sobre el tocador. Sobre la

almohada yacía una sola rosa. Nunca en su vida había sido objeto de unas atenciones

tan románticas. El centro de su corazón suspiraba, así que tuvo que endurecer su

borde para evitar que se derramase a sus pies.

—Es bonito y es romántico. Y no funcionará, Cas.

—Esa es tu rosa especial. La que hay en la cama. Cógela. Por favor —dijo, al ver

que ella no se movía—. Solo tienes que hacer eso.

Con un sonoro suspiro, Linda-Gail cruzó la habitación y cogió la rosa sin

contemplaciones.

—Ya está, ¿qué te...?

Al volverse, la cinta unida al tallo osciló, y lo que llevaba atado con un lazo

chocó suavemente contra su antebrazo. Despidió destellos y luz.

—¡Oh, Dios mío!

—Ahora puede que estés callada un minuto —dijo él, muy pagado de sí mismo,

mientras retiraba el anillo de la cinta—. Fui a comprar esto la tarde que te dije que

trabajaba. No quería decírselo a nadie, eso es todo. Si le hubiese contado a alguno de

los muchachos que iba a comprar un anillo de compromiso, me habrían tomado el

pelo hasta obligarme a darle a alguien un puñetazo en la cara. Te mentí porque no

quería que supieras lo que pensaba hacer. Quería dártelo, pedírtelo, en un momento

especial. Como ahora.

El corazón de Linda-Gail revoloteaba. A eso debían de referirse cuando decían

que era como si al corazón le brotasen alas.

—¿Me mentiste para poder ir a comprar esto?

—Así es.

—Y cuando me enteré de que me habías mentido, no me lo dijiste.

—No quería dártelo mientras estuviéramos chinándonos. Antes o después, vale,

pero no mientras.

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NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS

— 332 —

—Has hecho esto, todo esto, por mí.

—Ya era hora de que empezase. ¿Te gusta el anillo?

No lo había mirado bien. La idea del anillo, de todo lo que representaba, era

descomunal. Miró el destello del diamante en un aro de oro. «Tan sencillo —pensó—,

un tradicional como un plato de tarta de manzana caliente. Y absolutamente

perfecto.»

—Me gusta. Me encanta, de verdad. Pero hay un problema.

—¿Qué? ¿Ahora qué?

Ella levantó la mirada y sonrió.

—Aún no me lo has pedido oficialmente.

—Vas a tener que casarte conmigo, Linda-Gail, y salvarme de malgastar mi

vida con mujeres malas. Si lo haces —continuó mientras ella soltaba una carcajada—,

trabajaré duro para hacerte feliz.

—Lo haré —dijo al tiempo que le tendía la mano—, y también te haré feliz a ti.

—En cuanto tuvo el anillo en el dedo, saltó a sus brazos y dijo—: Esta es la mejor cita

de sábado por la noche de toda la historia.

Cuando la boca de Cas se unió con la suya, le pareció oír un coche en la

carretera. Pero estaba demasiado ocupada para que le importase.

Mientras tanto, en el pueblo, Reece volaba calle abajo. Aún llevaba el delantal, y

le restallaba alrededor de las piernas mientras corría. La gente se paraba a mirarla o

se apartaba con torpeza hasta que la muchacha lograba abrirse paso. Cruzó a toda

prisa la puerta de On the Trail.

—El collar.

Debbie le estaba enseñando varias mochilas a una pareja de clientes y se volvió.

—Hola, Reece —dijo con una mirada que revelaba sorpresa, seguida de un

fastidio vagamente divertido—. Enseguida estoy contigo.

—Tú tienes un collar.

—Disculpen —dijo Debbie a los clientes—, es solo un minuto.

Sin abandonar su sonrisa profesional, Debbie cruzó la tienda y cogió a Reece del

brazo con firmeza.

—Estoy ocupada, Reece.

—Un sol en una cadena de oro.

—¿De qué demonios hablas? —preguntó Debbie en un susurro.

—Estoy loca, acuérdate. Sígueme la corriente o montaré una escena. Te vi

llevando ese collar.

—¿Y qué?

—Un sol —repitió Reece—. Fue comprado en Delvechio's, en Jackson.

—Muy bien, te proclamo ganadora del concurso de hoy. Ahora márchate.

En lugar de irse, Reece se acercó aún más a Debbie, hasta quedar a pocos

centímetros de ella.

—¿Quién te lo regaló?

—Rick, claro. En Navidad. ¿Qué puñetas te pasa?

—Eres su sol —murmuró Reece—. Le oí decir eso y eso es lo contrario de la cara

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— 333 —

oscura de la luna.

Debbie dio un paso atrás.

—Estás loca de verdad. Quiero que te marches.

—¿Dónde está? ¿Dónde está el sheriff?

—Suéltame el brazo.

—¿Dónde?

—En Moose. Esta noche tiene una reunión. Pero dentro de dos segundos

llamaré a la oficina y le diré a Denny que venga y te saque a rastras.

—Llama a quien quieras. ¿Dónde estaba la noche que entraron en la cabaña de

Brody?

—¿Qué quieres decir? —dijo Debbie con una sonrisa burlona—. ¿Te refieres a la

noche en que te imaginaste, otra vez, que viste a alguien?

—¿Dónde estaba, Debbie?

—En casa.

—No lo creo.

—Me estás haciendo perder la paciencia. Te digo que estaba en casa, fuera, en

su taller. Y tendría más tiempo para relajarse allí si no fuese por la gente estúpida

como tú que le llama con falsas alarmas. Yo misma tuve que ir allí a buscarle cuando

llamó Hank.

—¿Ah, sí? ¿No hay teléfono en el taller?

—Tenía la música puesta, y la sierra... —Debbie se irguió—. Ya estoy harta de

tanto disparate. Tengo clientes y quiero acabar mi trabajo y marcharme a casa para

ver una película comiendo palomitas con mis hijas. Algunas personas tenemos una

vida normal.

«Y algunas personas solo creen tenerla», pensó Reece. En su interior brotó la

compasión. A Debbie, esa creencia se le iba a hacer añicos muy pronto.

—Lo siento. Lo siento mucho.

—Lo vas a sentir de verdad —respondió Debbie mientras Reece se volvía hacia

la puerta.

Reece se sacó el teléfono móvil del bolsillo mientras volvía hacia el restaurante a

toda prisa. El contestador automático de Brody saltó a la cuarta llamada.

—¡Maldita sea! Llámame en cuanto puedas. Voy a probar con tu móvil.

Pero en el móvil saltó el buzón de voz.

Reece sabía que en cuanto él se alejaba de su cabaña diez pasos en cualquier

dirección perdía la cobertura, así que volvió a guardarse el teléfono en el bolsillo,

frustrada.

Se dijo que no pasaba nada. Rick estaba en Moose, y aunque Debbie le llamase

al llegar a casa para quejarse de la loca de Reece Gilmore, no podía estar de vuelta

hasta al cabo de un par de horas. Tal vez más.

El tiempo suficiente para ordenarlo todo en su cabeza. Así, cuando se lo contase

a Brody, sería de forma organizada.

Eso era lo mejor. Bastante difícil sería decirle que su amigo era un asesino.

Al pasar junto a la cabaña de Joanie, Brody distinguió la furgoneta de Cas. ¿La

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— 334 —

había visto Reece en Jackson cuando estuvieron allí? Lo primero que pensó es que

conocía la situación de uno de los sospechosos, y eso le desagradó. Confiaba en que

en la próxima hora sabría a quién había visto Reece junto al río. Y todo acabaría para

ella.

Quería que todo acabase para ella.

Pensó en comprarle unos tulipanes. Seguramente debía hacerlo. Tal vez se la

llevara durante un par de días, hasta que se asentase la mayor parte de la polvareda

que iba a levantarse. Tendría que hacer declaraciones y responder preguntas. Ser el

centro de atención, al menos por un tiempo.

Sería duro para ella, pero lo superaría.

Y cuando lo hubiese hecho, tendrían que ponerse manos a la obra con un

asunto muy serio que les concernía a los dos. Le compraría a Joanie la cabaña y

construiría un despacho nuevo, una terraza.

Y Reece Gilmore se quedaría. Con él.

Podía sobornarla con un juego de esas cazuelas de categoría. Las Sitram.

«Estas se quedan en mi cocina, Flaca, y tú también.» La idea le hizo sonreír. A

ella le gustaría. Lo captaría.

Giró en el camino, tranquilo y aislado entre los pinos, y aparcó delante de la

cabaña.

Rick salió al porche. Tenía el rostro serio y la mirada grave. Bajó los peldaños

mientras Brody salía del coche.

—Gracias por venir, Brody. Vamos dentro.

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— 335 —

Capítulo 30

En el momento en que Reece volvía a marcar el móvil de Brody, él entraba en la

cocina de la cabaña de los Mardson.

—Tengo café recién hecho —le dijo Rick, y le sirvió una taza.

—Gracias. ¿Aún no ha llegado la policía estatal?

—Está de camino. Más vale que entremos a sentarnos.

—Has dicho que no querías contarme detalles por teléfono.

—Es un asunto complicado, un asunto comprometido. —Rick removió el

azúcar y la leche que Brody tomaba con el café, y luego se frotó la nuca—. No sé muy

bien por dónde empezar ni qué pensar.

Se dirigió a la sala de estar y se sentó en el sillón de orejas mientras Brody se

instalaba en el sofá a cuadros rojos y grises.

—Te agradezco que hayas venido. Así podremos llevar esto con discreción, al

menos de momento.

—No hay problema. Tengo que decirte que estamos bastante seguros de haber

identificado a la víctima. Deena Black, de Jackson.

Rick se inclinó hacia delante y entornó los ojos.

—¿Cómo lo habéis conseguido?

—Así que estábamos en lo cierto —murmuró Brody; dio un sorbo al café y

añadió—: Seguimos una pista, sobre el dibujo, y averiguamos su nombre en Jackson.

—No me gusta tener que reconocer que un par de civiles han llegado ahí casi al

mismo tiempo que yo —Rick sacudió la cabeza y se apoyó las manos en las rodillas—

. En primer lugar, te diré que le debo a Reece una sincera disculpa. Nunca le creí de

verdad. No en mis tripas, donde realmente cuenta. Puede que no hiciese todo lo que

debía porque no le creía. He de aceptar esa responsabilidad.

—Pero ahora le crees.

Rick se recostó en el sillón.

—Le creo. Pensé que podía haber visto algo cuando recibí las fotos del cadáver

de esa mujer. Pero no la identificó y...

—¿Era Deena Black?

—No, resulta que era una fugitiva de Tucson. Han detenido a los dos hombres

que la recogieron cuando hacía autoestop y que le hicieron eso. Algo es algo.

—Entonces, Reece también tenía razón en eso.

—Yo diría que tenía razón en muchas cosas. Se me pusieron los pelos de punta

cuando la policía estatal se puso en contacto conmigo. Les comenté lo que Reece dijo

haber visto, Brody. Se lo comenté. Lo comprobé en el registro de personas

desaparecidas. Pero..., en fin, no insistí como debía.

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— 336 —

—¿Y ahora?

—Pues... —Rick pareció desanimado—. Hay muchas cosas que debería haber

hecho, que podía haber hecho, que habría hecho. Te he pedido que vengas a hablar

de esto, Brody, porque creo que debes ser el primero en saberlo. Tú has apoyado a

Reece desde el primer momento. Algo que muchos no hemos hecho.

—Ella sabía lo que había visto. —Su visión se enturbió un instante.

—Sí, es verdad —Rick se levantó y se acercó a la ventana—. No he podido

librarme de ello. Es una lástima.

—Reece también debería estar aquí. —Brody tomó otro trago de café; su móvil

sonó y se dispuso a cogerlo. La fatiga caía sobre él como una bruma.

—Lo estará.

—Dame algunos detalles antes de...

Aquella voz, pastosa como la de un borracho, ¿era la suya? Cuando la

habitación empezó a dar vueltas, trató de ponerse en pie. Un instante de conciencia le

llevó a acercarse a Rick pero dio un traspié.

—Hijo de puta...

—No puedo hacer nada más.

Cuando Brody cayó al suelo, Rick le miró con sincero pesar.

—No puedo hacer otra maldita cosa.

Reece llamó al teléfono de casa de Brody y a su móvil media docena de veces.

Ya estaba oscureciendo. Quería oír su voz, quería decirle lo que sabía.

Lo sabía.

Y, sabiéndolo, no podía cortar más pollo al horno ni preparar otra montaña de

puré de patatas.

—Tengo que marcharme, Joanie.

—Estamos en lo que llamamos la hora punta de la cena. Y tú eres lo que

llamamos la cocinera.

—No puedo ponerme en contacto con Brody. Es importante.

—Y a mí los amoríos de todo el mundo ya me han dado bastantes problemas.

—Esto no tiene que ver con amoríos —respondió mientras se quitaba el

delantal—. Lo siento. Lo siento de verdad. Tengo que encontrarle.

—Este local no tiene puerta giratoria. Si sales, no podrás volver.

—Tengo que hacerlo.

Se fue mientras Joanie maldecía a sus espaldas. El sol estaba ya detrás de los

picos; el crepúsculo daba un tono gris al lago.

Se maldijo porque la insistencia de Brody para que no fuese y volviese sola del

trabajo significaba que tendría que ir andando hasta la cabaña. Recorrió el primer

kilómetro y medio al trote, buscando entre la penumbra la luz que él encendía en la

cabaña al anochecer.

Se dijo que habría salido a comprar cerveza. O a dar una vuelta en coche para

despejarse. O que estaba en la ducha, o dando un paseo.

Se encontraba bien, estuviera donde estuviese.

Ella se estaba asustando por nada.

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— 337 —

Pero ¿a quién podías llamar cuando sabías que el jefe de policía del pueblo era

un asesino?

Llamaría a la policía estatal, eso haría. En cuanto hubiese hablado con Brody.

El sol y la cara oculta de la luna. Rick Mardson había comprado aquellos dos

collares, uno para su esposa y otro para su amante. Fue él quien tuvo un lío con

Deena Black, quien se movía a hurtadillas y tomaba precauciones para que nadie lo

viese con ella.

Y él la mató. Tuvo que ser él.

Pudo entrar y salir de su apartamento con mayor facilidad que nadie. ¿No

estaba acostumbrado todo el mundo a ver al sheriff pasearse por el pueblo? Sin duda

sabía cómo conseguir llaves, hacer duplicados. Disimular que había forzado la

cerradura.

Cubrir sus huellas.

Aminoró el paso para recuperar el aliento y luchó contra otro acceso de pánico.

Algo cayó en las aguas del lago y agitó la alta hierba de la orilla. Reece echó a correr

de nuevo con el corazón desbocado.

Tenía que entrar y cerrar las puertas.

Encontrar a Brody.

Su respiración se aceleró cuando distinguió unas sombras junto al lago. Tuvo

que ahogar un grito al ver el trío de alces que se había acercado a beber.

Se apartó de ellos, pasó corriendo junto a los sauces y los álamos, y por fin llegó

a la tierra apisonada del corto camino de acceso a la cabaña de Brody.

Su coche no estaba aparcado junto al de ella, y la cabaña estaba a oscuras.

Sacó la llave que él le había dado y luego tuvo que apoyar la cabeza contra la

puerta. Era más difícil, mucho más difícil, entrar en la oscuridad que dejarla atrás.

—Seis por uno es seis —empezó mientras metía la llave en la cerradura—. Seis

por dos, doce.

Entró y buscó el interruptor en la pared.

—Seis por tres, dieciocho —siguió, obligándose a respirar con regularidad—.

Seis por cuatro, veinticuatro.

Cerró la puerta tras de sí y se apoyó de espaldas contra ella hasta controlar la

ansiedad.

—No está aquí, pero volverá dentro de un momento. Puede que haya dejado

una nota. Aunque nunca deja notas. No es su estilo. Pero puede que esta vez sí.

«Primero la cocina», decidió. Comprobaría la cocina primero. Encendió las luces

a su paso, ahuyentando la oscuridad. Había posos de café en la cafetera y una bolsa

abierta de galletas saladas sobre la encimera.

Tocó la cafetera; estaba fría. Miró en el frigorífico y vio que había cerveza y

Coca-Cola.

—Habrá salido a comprar otra cosa, eso es todo, y seguramente ha pensado en

pasar por el restaurante y recogerme de regreso a casa. Soy tonta. Tonta de remate.

Cogió el teléfono de la cocina para marcar otra vez el móvil de Brody.

Y oyó el motor de un coche.

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—¡Oh, gracias Dios mío, gracias!

Después de colgar el teléfono, salió corriendo de la cocina hacia la puerta

principal.

—Brody —dijo mientras abría la puerta de un tirón. Allí estaba su todoterreno,

grande y robusto —¿Brody? —repitió, casi gimiendo de frustración — , ¿Dónde

demonios te has ido con tanta prisa? Necesito hablar contigo.

Al oír un sonido detrás de ella, se volvió aliviada. Vio un puño borroso, sintió

un dolor repentino y regresó a la oscuridad.

Cuando volvió en sí, la mandíbula le dolía como una muela cariada. Con un

gemido, trató de levantar una mano para tocársela y se dio cuenta de que tenía los

brazos atados detrás de la espalda.

—No le he pegado muy fuerte —dijo Rick—. No me ha gustado golpearla. Era

la forma más rápida, eso es todo.

Reece se debatió unos instantes, dominada por el pánico y la negación.

—Está esposada —continuó Rick con voz serena, sin dejar de mirar hacia

delante mientras conducía—. Le he protegido las muñecas. No deberían dolerle, y lo

más seguro es que eso evite las marcas en la piel. Eso sería lo mejor. Le saldrá un

cardenal en la mandíbula, pero, bueno, se supondrá que ha habido lucha, así que no

pasa nada.

—¿Dónde está Brody? ¿Dónde me lleva?

—Quería hablar con Brody, ¿no? Pues la llevo con Brody.

—¿Está...?

—Está bien. Me quedé con unos cuantos somníferos de los suyos. Le he dado

los suficientes para dejarle fuera de combate durante un par de horas, tal vez tres.

Tenemos mucho tiempo. Es amigo mío, Reece. Las cosas no tenían que acabar así.

—La gente cree que estoy loca —contestó ella, tensando las muñecas contra las

esposas pese a saber que era inútil—, pero usted tiene que estarlo si cree que puede

esposarme, raptarme y sacarme del pueblo así.

—En el coche de Brody. A oscuras. Si alguien nos viese pasar, vería a un par de

personas en el coche de Brody. Brody y Reece. Eso es lo que verían, porque eso es lo

que esperarían. Así es como serán las cosas. Voy a hacer esto de la forma más sencilla

que pueda, lo más rápido que pueda. Es lo mejor que puedo hacer.

—Mató a Deena Black.

—Hice lo que debía, no lo que quería. Igual que ahora —respondió él

mirándola a los ojos un instante—. Probé con otros medios. Probé todo lo que sabía.

Ella no se echó atrás. Como usted.

Volvió a mirar al frente y tomó la curva hacia su cabaña.

—Quiero que se calle y se esté quieta. Si quiere gritar, chillar y dar patadas,

adelante. Nada cambiará. Pero, cuanto más haga, más daño le haré a Brody. ¿Es eso

lo que quiere?

—No.

—Entonces, haga lo que le diga y todo será más fácil.

Paró el coche, bajó y dio la vuelta para sacarla a ella.

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—Si me veo en la obligación, también puedo hacerle daño a usted —le

advirtió—. Usted decide.

—Quiero ver a Brody.

—Muy bien.

Rick la tomó del brazo y la llevó a paso ligero hasta la cabaña.

La empujó suavemente hacia el interior, cerró la puerta y encendió la luz.

Brody estaba atado a una silla de la cocina; tenía la barbilla contra el pecho. Con

un grito ahogado, Reece se acercó a él tambaleándose y cayó de rodillas junto a la

silla.

—Brody. ¡Oh, Dios, Brody!

—No está muerto. Un poco drogado, nada más —Rick comprobó su reloj—.

Pronto volverá en sí. Entonces, haremos una excursión y acabaremos con esto.

—¿Acabar? —repitió ella volviéndose y sintiéndose furiosa por estar de rodillas

ante él—. ¿Cree que porque mató una vez sin que se supiese puede matarnos a los

dos sin que nadie se entere? No le saldrá bien; esta vez no.

—Un asesinato y un suicidio, eso será. Eso es lo que parecerá. Usted le

convenció para que viniera hacia aquí y fueran caminando hasta el lugar donde vio

el crimen. Le drogó, Tengo su termo ahí —dijo señalando con la barbilla la mesa

situada junto al sofá—. El café que hay dentro tiene pastillas de uno de sus frascos, El

frasco estará en su bolsillo cuando encontremos los cuerpos.

—¿Por qué iba yo a hacerle daño a Brody? ¿Por qué iba a creer nadie que yo le

haría daño a Brody?

—Porque tuvo un ataque de locura. Tuvo un ataque de locura y le drogó para

cogerle desprevenido. Le disparó y luego se disparó a sí misma. Para hacerlo, cogió

la pistola que Joanie guarda en el cajón de su escritorio. Sus huellas estarán en la

pistola, y habrá residuos del disparo en su mano. Esa es la prueba física, y su

comportamiento la hace plausible.

—Eso es un gilipollez. Ya he llamado a la policía estatal y les he contado lo de

Deena Black.

—No lo ha hecho. Voy a quitarle esas esposas. Si intenta echar a correr, le haré

daño, y le meteré una bala a Brody. ¿Es eso lo que quiere?

—No. No echaré a correr. ¿Cree que le abandonaría?

El se levantó, paciente y cauto. Sacó su llave y le quitó las esposas.

—Siéntese ahí —ordenó al tiempo que posaba la mano sobre la funda de su

pistola en señal de advertencia—. No quiero problemas. Tampoco quiero cardenales

o marcas en las muñecas que indiquen a algún forense que la han inmovilizado.

Fróteselas para activar la circulación; ahora.

Sus doloridos brazos temblaron cuando se frotó las muñecas.

—He dicho que hemos llamado a la policía estatal y hemos puesto una

denuncia —insistió Reece.

—Si lo hubiesen hecho, Brody lo habría dicho al llegar aquí. Le he contado que

yo mismo había recibido información de la policía estatal sobre el crimen. Le he

pedido que viniese aquí a reunirse conmigo, y con ellos, para conocer los detalles

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antes de que hiciésemos una detención.

Fue hasta la mesa y cogió el vaso de plástico lleno de agua y la píldora que

había dejado preparada. —Quiero que se tome esto.

—No.

—Es una de las suyas, para la ansiedad. Puede que le venga bien, y además

quiero que encuentren fármacos en su organismo. Va a tomársela, Reece, por las

buenas o por las malas.

Ella se tomó el vaso de agua y la píldora.

Satisfecho, Rick se sentó con las manos apoyadas en las rodillas.

—Esperaremos unos minutos a que le haga efecto y luego nos pondremos

manos a la obra. Lamento que hayamos llegado a esto, la verdad. Brody era amigo

mío, y no tengo nada contra usted. Pero debo proteger a mi familia.

—¿La protegía cuando se acostaba con Deena Black?

El rostro de Rick se tensó, pero asintió.

—Cometí un error. Un error humano. Quiero a mi mujer y a mis hijas. No hay

nada más importante. Pero existen necesidades, eso es todo. Dos o tres veces al año

me ocupo de esas necesidades. Nada de eso afectó nunca a mi familia. Yo diría que

eso me hacía mejor marido, mejor padre, mejor hombre.

«Cree realmente en lo que dice», pensó Reece. ¿Cuántas personas se convencían

a sí mismas de que ser infiel era algo honroso?

—Se ocupaba de ellas con Deena.

—Una noche. Tenía que ser una sola noche. ¿Qué más le daba a nadie? Solo

sexo, eso era todo. Cosas que un hombre necesita pero que no quiere que su mujer

haga. Una noche como otras muchas. Pero no pude parar. Algo de ella se metió en

mí. Como una enfermedad. Necesitaba estar con ella, y durante un tiempo creí,

supongo que creí, que aquello era amor. Y que podía tenerlas a las dos.

—La oscuridad y la luz —dijo Reece.

—Exactamente —confirmó él, sonriendo con terrible tristeza—. Le di a Deena

cuanto pude. Ella siempre quería más. Quería lo que yo no podía darle. Que dejase a

Debbie, que dejase a mis hijas atrás. Yo nunca iba a hacer eso, nunca iba a perder a

mi mujer y a mis hijas. Tuvimos una pelea, una pelea tremenda, y desperté. Puede

decirse que desperté de un largo sueño oscuro. Rompí con ella de inmediato.

—Pero ella no quiso aceptarlo.

«Despierta, Brody —pensó Reece, agobiada—. Despierta y dime qué debo

hacer.»

—No dejaba de llamarme. Quería dinero. Diez mil dólares o se lo contaba a mi

mujer. Yo no tenía tanto dinero y se lo dije. Dijo que más me valía encontrarlo si

quería conservar mi feliz hogar. ¿Cómo se siente? ¿Más tranquila?

—Lo vi junto al río. Lo vi matarla.

—Solo pretendía razonar con ella. Le dije que viniese aquí. Solía traerla aquí, a

la cabaña, mientras duró aquel largo sueño oscuro. Pero cuando vino, no pude hablar

con ella aquí, aquí no, otra vez no. Tal vez debería tomar dos píldoras de esas.

—La llevó al río.

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—Quería hablar, eso es todo. No lo planeé. Caminamos sin parar hasta llegar al

río. Le dije que tal vez podría reunir un par de miles de dólares y prestarle mi apoyo

si se marchaba de Wyoming. Mientras lo decía, supe que no saldría bien. Una vez

que pagas, nunca dejas de hacerlo. Dijo que no se conformaba con las migajas. Quería

el pastel entero. Podía sacarlo del dinero que teníamos para las chicas. No sé por qué

le conté que teníamos dinero ahorrado para nuestras hijas, para la universidad. Lo

quería. Dijo que ya no quería diez mil, sino veinticinco mil. Veinticinco mil o me

quedaría sin nada. Sin mujer, sin hijas, sin reputación. La llamé furcia, porque eso era

y eso había sido en todo momento. Ella se lanzó contra mí. Y cuando la tiré al suelo

de un empujón y le dije que todo había terminado, volvió a lanzarse contra mí,

chillando.

—Y usted comprendió que no se echaría atrás.

—Sí, no se echaría atrás. Juró que iba a arruinarme. Le diera lo que le diese,

ahora lo quería todo. Iba a contarle a Debbie todas las porquerías que habíamos

hecho juntos. Yo ya ni siquiera la oía. Era como tener avispas zumbando en mi

cabeza. Pero ella estaba en el suelo, debajo de mí, y mis manos estaban alrededor de

su cuello. Apreté y apreté hasta que el zumbido se detuvo.

—No tuvo ninguna opción —dijo Reece con voz absolutamente serena—. Ella le

empujó a hacerlo. Le atacó, le amenazó. Tenía que protegerse a sí mismo, a su

familia.

—Y eso hice. Sí, lo hice. Ella ni siquiera era real. No era más que un sueño.

—Lo comprendo. Por el amor de Dios, le apuntaba literalmente a la cabeza con

una pistola. Aún no ha hecho nada malo, Rick. No ha perjudicado a nadie que no se

lo mereciese, no ha hecho nada que no fuese absolutamente necesario. Si yo hubiese

comprendido todo esto antes, lo habría dejado correr.

—Pero no lo dejó correr a pesar de todo lo que hice. Yo solo quería que se

marchase del pueblo. Que se fuese y siguiese con su vida para que yo pudiese seguir

con la mía.

—Ahora lo sé. Ahora estoy de su parte. Déjenos marchar y todo esto

desaparecerá.

—Me gustaría hacerlo, Reece, lo juro por Dios, pero no se pueden cambiar las

cosas. Hay que adaptarse y proteger lo que tienes. Pensándolo bien, me parece que

una de esas píldoras ha sido suficiente. Ahora quiero que se aleje de él. Es hora de

despertarle.

—Si hace esto, no se merece a su mujer y a sus hijas.

—Cuando esté hecho, nunca lo sabrán.

Se acercó a ella, la agarró de la camisa por la espalda y la alejó a rastras de

Brody.

Cuando volvía atrás, Brody se dio impulso con las piernas y se puso en pie con

silla y todo, lanzo cuerpo con fuerza contra el de Rick y ambos cayeron al suelo.

—¡Corre! —gritó Brody—. ¡Hecha a correr!

Ella echó a correr, aterrada y ciega, siguiendo la orden como si hubiesen

accionado un interruptor en su interior. Escupió la píldora que había conservado en

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NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS

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la boca y abrió de un tirón la puerta principal. Mientras se precipitaba al exterior oyó

el estrépito, las maldiciones, el crujido de la madera.

Y corrió con un grito sonando en su cabeza cuando oyó el disparo.

—¿Has oído eso? —Linda-Gail clavó el codo en la cama y se incorporó—. He

oído un disparo.

—Yo he oído cantar a los ángeles.

Ella se echó a reír.

—Eso también. Pero además he oído un disparo.

—Vaya, ¿a quién se le ocurriría disparar en los bosques de Wyoming?

La obligó a tenderse de nuevo y le clavó las manos en las costillas para hacerle

cosquillas.

—Ni se te ocurra o... ¿Has oído eso? ¿No oyes gritar a alguien?

—No oigo nada, salvo mi propio corazón rogándole al tuyo un poco más de

azúcar. Venga, cariño, vamos a... —Esta vez fue Cas quien se interrumpió al oír un

estrépito fuera de la cabaña—. Quédate aquí.

Se levantó de un salto y, desnudo, salió del dormitorio a grandes zancadas.

Cuando Reece entró corriendo, a Cas solo le dio tiempo de cruzar las manos

sobre sus partes y decir:

—¡Madre de Dios!

—Tiene a Brody. Tiene a Brody. Va a matarle.

—¿Qué, qué? ¿Qué?

—Ayúdame. Tienes que ayudarme.

—¿Reece? —Linda-Gail intentaba envolverse en una sábana mientras salía—.

¿Qué demonios pasa?

«No hay tiempo», pensó Reece. Brody podría estar ya sangrando, muriéndose.

Como le ocurrió a ella en el pasado. Vio el rifle en un estuche de cristal.

—¿Está cargado?

—Es el rifle de mi abuelo Henry. Un momento, joder...

Pero Reece se precipitó sobre el estuche. Tiró de la tapa y la encontró cerrada.

Se volvió, agarró la lámpara del oso y rompió el cristal.

—¡Hostia, hostia —gritó Cas—, mi madre va a matarnos a los dos!

Justo cuando Cas se lanzaba sobre ella, Reece sacó el rifle de un tirón y se volvió

con él.

Cas se quedó paralizado.

—Nena... Ten cuidado. A ver dónde apuntas.

—¡Pedid ayuda por teléfono! ¡Llamad a la policía estatal!

Reece se dirigió como un rayo hacia la puerta.

Rogó porque la reacción de Cas significase que el rifle estaba cargado y que, si

lo estaba, podría averiguar cómo funcionaba. Luego rogó aún con más intensidad

para no tener que hacerlo.

Pero aquel ardor en la garganta no era miedo; no era pánico lo que le atenazaba

el vientre. Lo que sentía era rabia, un torrente de rabia caliente que burbujeaba por su

sangre.

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NORA ROBERTS ÁNGELES CAÍDOS

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Esta vez no yacería impotente mientras le arrebataban a un ser querido. Esta

vez no, nunca más.

Oyó a Rick gritando su nombre y reprimió las lágrimas que se empeñaban en

enturbiarle los ojos. Brody no había conseguido detenerle.

Se paró, cerró los ojos y se obligó a pensar. No podía volver a la cabaña. El la

oiría, la vería, y todo habría terminado. Era muy posible que acabase matando

también a Cas y a Linda-Gail.

Decidió volver sobre sus pasos. Podía hacerlo. El creería que seguía corriendo o

que se había escondido. No esperaría que volviese para luchar,

—No tienes ningún sitio a donde ir, Reece —gritó Rick—. No hay ningún sitio

donde yo no pueda encontrarte. Esta es mi tierra, mi mundo. Puedo seguir tu rastro

tan fácilmente como puedo caminar por las calles del pueblo. ¿Quieres que acabe con

Brody ahora mismo? ¿Es eso lo que quieres? ¿Quieres que le meta una bala en la

cabeza mientras tú te escondes como hiciste en Boston? ¿Crees que puedes volver a

pasar por eso?

Delante de la cabaña, Rick obligó a Brody, herido, a ponerse de rodillas y le

apoyó el arma en la sien.

—Llámala.

—No —respondió Brody; el corazón se le encogió cuando el cañón le presionó

con fuerza la sien—. Piénsalo, Rick. ¿Eso es lo que harías si estuviese pendiente de un

hilo la vida de tu mujer? Has matado para proteger a alguien a quien amas. ¿No

morirías por ella?

—¿La conoces hace un par de meses y pretendes decirme que morirías por ella?

—Solo hace falta un minuto. Cuando lo sabes, lo sabes, ella es la mujer de mi

vida, así que aprieta el gatillo si eso es lo que tienes que hacer. Pero ahora tus planes

se han venido abajo. Lo que llevas en la mano es tu revólver de servicio, no la pistola

de Joanie. ¿Cómo vas a explicar que Reece me disparó con tu arma de servicio?

—Lo arreglaré, lo solucionaré. Llámala. Ahora mismo.

—¿Me oyes, Reece? —gritó Brody—. Si me oyes, sigue corriendo.

Cuando Rick le tiró al suelo de una patada, Brody aterrizó sobre el brazo en el

que tenía una bala alojada. El dolor fue desgarrador.

—No tengo elección —dijo Rick, pero ahora su cara estaba pálida y cubierta de

sudor—. Lo siento.

Levantó el arma.

Esforzándose por no temblar, Reece se llevó el rifle al hombro. Inspiró, contuvo

el aliento y apretó el gatillo.

Sonó como una bomba. Al recibir el culatazo, Reece sintió como si le hubiese

explotado una en las manos y cayó hacia atrás. Aterrizó sobre la espalda y el disparo

del revólver de Mardson voló sobre su cabeza.

Sin embargo, se levantó. Al hacerlo, vio a Brody y a Rick luchando en el suelo,

con el arma entre las manos.

—¡Alto! —gritó mientras corría hacia ellos—. ¡Alto! ¡Alto! —Apoyó el cañón del

rifle en la cabeza de Rick—. ¡Alto! —repitió.

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—Agárralo fuerte, Flaca —dijo Brody entre jadeos. Se movió en el intento de

alcanzar la pistola. Rick se arrojó sobre Reece, la tiró al suelo y se hizo con el revólver

de un tirón. Cuando lo volvió hacia su propia sien, Brody le dio un puñetazo en la

cara—. No será tan fácil —dijo, y gateó para recuperar el arma, de nuevo en el

suelo—. Apunta eso hacia otro lado —le dijo a Reece.

Ella se sentó donde estaba, con el rifle aún en las manos.

—He echado a correr.

—Sí, has sido muy lista.

—Pero no he huido.

Brody, agotado, herido y mareado, se sentó junto a ella.

—No, no has huido.

En ese momento Cas y Linda-Gail llegaron corriendo, él vestido solo con unos

vaqueros y ella arrastrando una sábana que la envolvía a medias.

—¡Por todos los diablos! ¿Qué ocurre? —quiso saber Cas—. ¡Madre mía, Brody!

¿Te han disparado?

—Sí. —Brody se apretó el brazo con una mano y se observó la palma, mojada y

roja, antes de levantar la vista hacia Reece—. Ya tenemos algo más en común.

Entre ellos, Rick permanecía inmóvil, se cubrió el rostro con las manos y se echó

a llorar.

Al amanecer, Reece ayudó a Brody a bajar del coche.

—Podrías haberte quedado en el hospital a pasar el día, o un par de días.

—Podría haberme pasado un par de horas dándome con una piedra en la

espinilla. Ninguna de las dos experiencias me entusiasma. Además, ¿has visto a la

enfermera que me han asignado? Tenía cara de bulldog. Daba miedo.

—Bien, pero harás lo que te han dicho. Puedes elegir entre la cama y el sofá.

—¿Dónde estarás tú?

—En la cocina. No tomarás café.

—Flaca, puede que no vuelva a tomar café en toda mi vida.

A Reece le temblaron los labios, pero los apretó para ahogar un sollozo.

—Voy a prepararte un té y unos huevos revueltos. ¿Cama o sofá?

—Quiero sentarme en la cocina a mirar cómo guisas para mí. Me distraerá del

dolor.

—No te dolería si te hubieses tomado las medicinas.

—Creo que tampoco volveré a tomar medicinas en toda mi vida. En la cabaña

de Rick me sentí como si flotase en un mar de cola. Os oía hablar, pero no lograba

asimilar las palabras, al principio. Solo podía hacerme el muerto y esperar una

oportunidad.

—Estando como estabas, atado a una silla y atontado por las píldoras, podía

haberte matado.

—Podía habernos matado a los dos. Lo habría hecho —corrigió Brody—, pero

tú no saliste huyendo cuando tuviste la ocasión. —Dejó escapar un suspiro cuando

ella le ayudó a sentarse en una silla ante la mesa de la cocina—. Menuda nochecita,

¿eh, Reece? —dijo al ver que ella le daba la espalda y no decía nada.

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—Al principio —empezó ella—, cuando salí corriendo, eso era todo. O luchaba

o ahuecaba el ala y, ¡madre mía! , decidí ahuecar el ala. Correr a esconderme. Pero...

la cosa cambió. Ni siquiera sé cuándo. Y entonces decidí correr a buscar algo para

poder luchar. Creo que les di un susto de muerte a Cas y a Linda-Gail.

—Así tendrán algo que contarles a sus nietos.

—Sí. —Puso a hervir agua para el té y sacó una sartén.

—Tú lo comprendiste antes que yo. Yo soy el escritor de novelas de misterio,

pero la cocinera lo comprendió antes. Yo me metí en la boca del lobo.

Jamás olvidaría, jamás, la sensación de flotar bajo los efectos de los fármacos y

oír su voz. Jamás olvidaría aquel hondo terror.

—Al meterme en la boca del lobo pude causar tu muerte —añadió Brody.

—No, él habría causado mi muerte. Te metiste en la boca del lobo porque era tu

amigo.

—Era.

Reece sacó la mantequilla y cortó un pedazo para la sartén.

—No sé qué les pasará a Debbie y a esas crías —dijo—. ¿Cómo superarán esto?

Nada volverá a ser lo mismo para ellas.

—Nada era como ellas creían antes de esto. Más vale saberlo, ¿no?

—Puede. Eso es una reflexión para otro día —dijo ella mientras cascaba unos

huevos y empezaba a batirlos con un poco de eneldo fresco y pimienta—. El creía de

verdad en todo lo que decía. Que las protegía, que hacía lo que debía. Que Deena no

le dejó opción. Cree que es un buen hombre.

—Una parte de él lo es. Y una parte de él se separó y tomó lo que nunca debería

haber tocado. Pagó por ello, Flaca, igual que Deena Black.

—La mató. Enterró su cadáver, cubrió sus huellas y escondió la motocicleta

hasta que pudo utilizarla para volver a su apartamento a recoger sus cosas. También

cubrió esas huellas.

—Hizo todo eso y mantuvo una calma absoluta incluso cuando le llamamos y

denunciamos lo que vi.

—Si hubiese conseguido asustarte o hacer que dudases de ti misma, nadie se

habría enterado.

—Si tú no me hubieses creído, seguramente habría pasado eso. Creo que pasar

por esto me ha alejado del abismo al que me aproximaba. —Sirvió los huevos en un

plato que colocó delante de él. Luego le acarició la cara y dijo—: Habría caído a ese

abismo sin ti, Brody. Habría caído a ese abismo si te hubiese matado. Así que —se

agachó y le dio un beso en los labios—, gracias por sobrevivir. Cómete los huevos.

Se volvió para acabar de hacerle el té.

—También hubo un abismo para mí. ¿Te das cuenta de eso?

—Sí.

—Una pregunta. ¿Por qué no presionas?

—¿Qué tengo que presionar?

—A mí. Estás enamorada de mí... ¿Aún tengo ese derecho?

—Sí.

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—Acabamos de pasar juntos por una experiencia cercana a la muerte;

seguramente me oíste decir que estaba dispuesto a morir por ti. Pero no presionas.

—No quiero nada que deba sacarte con presiones, así que dejémoslo.

Puso el té sobre la mesa y frunció el ceño cuando llamaron a la puerta principal.

—Ya —dijo Reece—. Supongo que vamos a tener un montón de visitas, un

montón de preguntas, un montón de gente queriendo saber exactamente qué pasó.

—Eso no es gran cosa. —Antes de que ella se alejara de la mesa, la cogió de la

mano y añadió—: No, tengo que ir yo. Estoy esperando algo.

—Se supone que tienes que descansar.

—Soy capaz de ir hasta la puerta. Y tómate tú ese té cursi. Yo acompañaré los

huevos con una Coca-Cola.

Reece sacudió la cabeza mientras Brody se alejaba, pero decidió seguirle la

corriente. Fue a buscar un vaso, lo llenó de hielo y sacó una Coca-Cola. Después de

servirla, cogió el té que él no quería.

Se detuvo con la taza a medio camino de los labios cuando él regresó a la

cocina. Llevaba un montón de tulipanes sobre el brazo sano.

—No me dijiste de qué color te gustaban, así que los he pedido de todos los

colores.

—¡Madre mía!

—Tu flor favorita, ¿no?

—Así es. ¿De dónde han salido?

—He llamado a Joanie. Cuando de verdad necesitas algo, Joanie es tu chica.

Bueno, ¿los quieres o no?

—Claro que sí —contestó ella con una luminosa sonrisa mientras los cogía y

enterraba la cara en ellos—. Son bonitos, sencillos, encantadores. Como un arco iris

después de una terrible tormenta.

—Menuda tormenta, Flaca. Yo diría que te mereces un arco iris.

—Los dos nos lo merecemos —dijo ella levantando la cabeza para sonreírle—.

Entonces, ¿estás pidiéndome que vayamos en serio?

Al ver que él no decía nada, nada en absoluto, el corazón de Reece empezó a

latir despacio y con regularidad.

—Voy a comprar la cabaña —dijo Brody por fin.

—¿Ah, sí?

—En cuanto convenza a Joanie. Pero puedo ser muy persuasivo. Quiero

ampliarla un poco. Un despacho más grande, una terraza... Veo dos sillas en esa

terraza. Veo tulipanes fuera... En primavera, ¿no?

—Los habría.

—Puedes cocinar en el restaurante, montar un negocio y llevar tu propia cocina.

Puedes escribir libros de cocina. Lo que te apetezca. Pero vas ha tener que quedarte

y, tarde o temprano, lo haremos legal.

—¿De verdad?

—¿Me quieres o no?

—Sí. Sí, te quiero.

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—Yo también te quiero. ¿Qué te parece eso?

Con dos rápidos silbidos, Reece inspiró y espiró.

—¿Qué me parece eso?

Él le puso una mano en la nuca, la atrajo hacia sí y la besó en los labios mientras

los tulipanes brillaban entre ellos.

—Estoy donde quiero estar. ¿Y tú? —dijo Brody.

—Yo también. —Todo se asentó en su interior cuando echó la cabeza atrás y le

miró a los ojos—. Exactamente donde quiero estar.

—¿Te gustaría sentarte en la terraza conmigo uno de estos días —le preguntó

él—, mirar hacia el lago y ver las montañas flotando en él?

—Sí, Brody —respondió apretando su mejilla contra la de él—. Claro que me

gustaría.

—Pues hagámoslo realidad —dijo él, apañándose—. De momento, ¿por qué no

haces algo con esas llores? Luego trae otro tenedor. Deberíamos compartir esos

huevos.

La mañana resplandecía con atisbos del verano que se extendería hasta el

otoño. Se sentaron ante la mesa de la cocina, con un jarrón de tulipanes arco iris en la

encimera, y compartieron unos huevos revueltos ya fríos.

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RESEÑA BIBLIOGRÁFICA

NORA ROBERTS

Seudónimo de Eleanor Wilder. También escribe con el pseudónimo de

J.D. Robb.

Eleanor Mari Robertson Smith Wilder nació el 10 de Octubre de 1950 en

Silver–Spring, condado de Montgomery, estado de Maryland. En su

familia, el amor por la literatura siempre estuvo presente. En 1979,

durante un temporal de nieve que la dejó aislada una semana junto a sus

hijos, decidió coger una de las muchas historias que bullían en su cabeza

y comenzó a escribirla... Así nació su primer libro: Fuego irlandés.

Está clasificada como una de las mejores escritoras de novela romántica del mundo. Ha

recibido varios premios RITA y es miembro de Mistery Writers of America y del Crime

League of America. Todas las novelas que publica encabezan sistemáticamente las listas de los

libros más vendidos en Estados Unidos, Gran Bretaña y Alemania. Como señaló la revista

Kirkus Reviews, «la novela romántica con intriga no morirá mientras Nora Roberts, su

autora megaventas, siga escribiendo». Doscientos ochenta millones de ejemplares impresos de

toda su obra en el mundo avalan su maestría.

Nora es la única chica de una familia con 4 hijos varones, y en casa Nora sólo ha tenido niños,

por describe hábilmente el carácter de los protagonistas masculinos de sus novelas.

Actualmente, Nora Roberts reside en Maryland en compañía de su segundo marido.

ÁNGELES CAÍDOS

Hace meses un brutal suceso cambió la vida de Reece Gilmore y la sumió en el

miedo. Desde entonces ha estado viajando por el país sin rumbo fijo, sintiéndose

incapaz de echar raíces en ningún sitio. Hasta que una avería en el coche la obliga a

detenerse en Angel's Fist, un pequeño pueblo de Wyoming. No sabe qué la ha traído

hasta aquí, pero siente como si la hubiera guiado la mano del destino. Cuando ve

una oferta de trabajo como cocinera en un restaurante local, no duda y se presenta.

Poco a poco Reece empieza a recomponer los pedazos de su vida y a volver a

ser una mujer fuerte e independiente. Su paz se trunca, sin embargo, la mañana que

presencia un asesinato y, excepto Jameson Brody, un joven escritor que se ha

establecido en la zona, nadie la cree.

Pero Reece sabe lo que ha visto, porque antes ya vivió esta situación... y esta vez

no piensa permitir que un criminal se salga con la suya.

** ** **

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© 2006, Nora Roberts

Título original: Angels Hall

Primera edición: Noviembre, 2007

© 2007, Random House Mondadom, S.A.

© 2007, Nieves Nueno, por la traducción.

Printed in Spain – Impreso en España.

ISBN: 978–84–01–38248–2

Depósito legal B.46 717–2007

Fotocomposición: Revertext, S L.

Impreso en Limpergraf.

Encuadernado en Artesanía Gráfica

L 3 8 2 4 8 2