ancizar alma mia

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Episodio uno El instar vivo. Como recuerdo cierto Como casi todo en la vida, hablar de tristeza, no es otra cosa que dejar volar la imaginación hacia los lugares no tocados antes. Por esas expresiones vivicantes y lúcidas. Es tanto como discernir que no hemos sido constantes, en eso de potenciar nuestra relación con el otro o la otra; de tal manera que se expanda y concrete el concepto de ternura. Es decir, en un ir yendo, reclamando nuestra condición de humanos. Forjados en el desenvolvimiento del hacer y del pensar. En relación con natura. Con el acento en la transformación. Con la mirada límpida. Con el abrazo abierto siempre. En pos de reconocernos. De tal manera que se exacerbe el viaje continuo. Desde la simpleza ávida de la palabra propuesta como reto. Hasta la complejidad desatada. Por lo mismo que ampliamos la cobertura del conocimiento y de la vida en el. Viéndola así, entonces, su recorrido ha estado expuesto al significante suyo en cada periplo. En cada recodo visto como en soledad. Como en la sombra aviesa prolongada. Y, en ese aliento entonces, se va escapando el ser uno o una. Por una vía impropia. En tanto que se torna en dolencia originada. Aquí, ahora. O, en los siglos pasados. En esa hechura silente, en veces. O hablada a gritos otras. Es algo así como sentir que quien ha estado con nosotros y nosotras, ya no está. Como entender que emigró a otro lado. Hacia esa punta geográfica. No física. Más bien entendido como lugar cimero de lo profundo y no entendido. Es ese haber hecho, en el pasado, relación con la mixtura. Entre lo que somos como cuerpo venido de cuerpo. Y lo que no alcanzamos a percibir. A dimensionar en lo cierto. Pero que lo percibimos casi como etérea figura. O sumatoria de vidas cruzadas. Ya idas. Pero que, con todo, anhelamos volver a ver. Así sea en esa propuesta íngrima. Una soledad vista con los ojos de quienes quedamos. Y que, por lo mismo, duele como dolor profundo siempre. Y si seremos algo mañana. Después de haber terminado el camino vivo. No lo sé. Lo que sí sé que es cierto, es el amor dispuesto que hicimos. El recuerdo del ayer y del anterior a ese. Hasta haber vivido el después. En visión de quien quisimos. Qué más da. Si lo que propusimos, antes, como historia de vida incompleta, aparece en el día a día como concreción. Como si hubiese sido a mitad del camino físico, biológico. Pero que fue. Y sólo eso nos conmueve. Como motivación para entender el ahora. Con esa pulsión de soledad. Como si, en esa, estuviera anclado el tiempo. Como si el calendario numérico, no hubiera seguido su curso. Como que lo sentimos o la sentimos en presencia puntual. Cierta. Y sí entonces que, a quien voló victimado por sujeto pérfido, lo vemos en el escenario. Del imaginario vivo. Como si, a quien ya no vemos, estuviera ahí. Al lado nuestro. Respirando la honda herida suya. Que es también nuestra. Y que nos duele tanto que no hemos perdido su impronta como ser que ya estuvo. Y que está, ahora. En esa cimera recordación. Volátil. Giratoria. Re- inventando la vida en cada aliento. Cómo es la vida, En la lógica es ser o no ser. Pero es que la vivencia nuestra es trascendente. Es ilógica. En tanto que estamos hechos de hilatura gruesa. Como fuerte fue el nudo de Ariadna que sirvió de insumo a Prometeo para re-lanzar su libertad. Y, como es la vida, hoy estamos aquí. En trascendente recuerdo de quien voló antes que nosotros y nosotras. Y estamos, como a la espera del ir yendo, sin el olvido como soporte. Más bien con la simpleza propia de la ternura. Tanto como verlo en la distancia. En el no físico yerto. Pero en el sí imaginado siempre.

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Page 1: Ancizar alma mia

Episodio uno

El instar vivo. Como recuerdo cierto

Como casi todo en la vida, hablar de tristeza, no es otra cosa que dejar volar la imaginación hacia los lugares no tocados antes. Por esas expresiones vivicantes y lúcidas. Es tanto como discernir que no hemos sido constantes, en eso de potenciar nuestra relación con el otro o la otra; de tal manera

que se expanda y concrete el concepto de ternura. Es decir, en un ir yendo, reclamando nuestra condición de humanos. Forjados en el desenvolvimiento del hacer y del pensar. En relación con natura. Con el acento en la transformación. Con la mirada límpida. Con el abrazo abierto siempre.

En pos de reconocernos. De tal manera que se exacerbe el viaje continuo. Desde la simpleza ávida de la palabra propuesta como reto. Hasta la complejidad desatada. Por lo mismo que ampliamos la cobertura del conocimiento y de la vida en el.

Viéndola así, entonces, su recorrido ha estado expuesto al significante suyo en cada periplo. En cada recodo visto como en soledad. Como en la sombra aviesa prolongada. Y, en ese aliento

entonces, se va escapando el ser uno o una. Por una vía impropia. En tanto que se torna en dolencia originada. Aquí, ahora. O, en los siglos pasados. En esa hechura silente, en veces. O hablada a gritos otras. Es algo así como sentir que quien ha estado con nosotros y nosotras, ya no

está. Como entender que emigró a otro lado. Hacia esa punta geográfica. No física. Más bien entendido como lugar cimero de lo profundo y no entendido. Es ese haber hecho, en el pasado, relación con la mixtura. Entre lo que somos como cuerpo venido de cuerpo. Y lo que no alcanzamos

a percibir. A dimensionar en lo cierto. Pero que lo percibimos casi como etérea figura. O sumatoria de vidas cruzadas. Ya idas. Pero que, con todo, anhelamos volver a ver. Así sea en esa propuesta íngrima. Una soledad vista con los ojos de quienes quedamos. Y que, por lo mismo, duele como

dolor profundo siempre.

Y si seremos algo mañana. Después de haber terminado el camino vivo. No lo sé. Lo que sí sé que es cierto, es el amor dispuesto que hicimos. El recuerdo del ayer y del anterior a ese. Hasta haber

vivido el después. En visión de quien quisimos. Qué más da. Si lo que propusimos, antes, como historia de vida incompleta, aparece en el día a día como concreción. Como si hubiese sido a mitad del camino físico, biológico. Pero que fue. Y sólo eso nos conmueve. Como motivación para

entender el ahora. Con esa pulsión de soledad. Como si, en esa, estuviera anclado el tiempo. Como si el calendario numérico, no hubiera seguido su curso. Como que lo sentimos o la sentimos en

presencia puntual. Cierta.

Y sí entonces que, a quien voló victimado por sujeto pérfido, lo vemos en el escenario. Del imaginario vivo. Como si, a quien ya no vemos, estuviera ahí. Al lado nuestro. Respirando la honda

herida suya. Que es también nuestra. Y que nos duele tanto que no hemos perdido su impronta como ser que ya estuvo. Y que está, ahora. En esa cimera recordación. Volátil. Giratoria. Re-inventando la vida en cada aliento.

Cómo es la vida, En la lógica es ser o no ser. Pero es que la vivencia nuestra es trascendente. Es ilógica. En tanto que estamos hechos de hilatura gruesa. Como fuerte fue el nudo de Ariadna que sirvió de insumo a Prometeo para re-lanzar su libertad.

Y, como es la vida, hoy estamos aquí. En trascendente recuerdo de quien voló antes que nosotros y nosotras. Y estamos, como a la espera del ir yendo, sin el olvido como soporte. Más bien con la simpleza propia de la ternura. Tanto como verlo en la distancia. En el no físico yerto. Pero en el sí

imaginado siempre.

Page 2: Ancizar alma mia

Episodio dos

Ancízar ido. Mi rol perdido.

Ese día no lo encontré en el camino. Me inquieta esto, ya que se había convertido casi en ritual cotidiano. Sin embargo avancé. No quería llegar tarde a mi trabajo. Esto porque ya tuve un

altercado con Valeria, quien ejerce como supervisora. Y es que mi vida es eso. Estar entre la relación con Ancízar y mi rol como obrero en Minera S.A. Mucho tiempo ha pasado desde ese día en que lo conocí. Estando en nuestra ciudad. En el barrio en que nacimos. Mi recuerdo siempre ha

estado alojado en esa infancia bella, compartida. En los juegos de todos los días. En esa trenza que construíamos a cada nada. Con los otros y las otras. Arropados por la fuerza de los hechos de divertimento. En las trenza suya y mía y de todos y todas. Infancia temprana. Volando con el

imaginario creciente. Ese universo de voces. En cantos a viva voz. En la golosa y en la rayuela. En el poblamiento de nuestro entorno, por parte de los seres creados por nosotros y nosotras. Figuras

henchidas de emoción gratificante. Mucho más allá de las sombras chinescas. Y que las versiones casi infinitas de la Scherezada imperecedera. En una historia del paso a paso. Trascendiendo las verdades puestas ahí, por los y las mayores. Ajenos y propios. Además, en una similitud con Ámbar

y Vulcano de los sueños idos. En el aquí y ahora. Y me veo caminando por la vía suya y mía. Esa que sólo él y yo compartíamos. La vía bravata, que llamábamos. Con la esquina convocante siempre. En esos días soleados. Y en los de lluvias plenas. Hablando entre dos sujetos, con

palabras diciendo al vuelo, todo lo hablado y lo por hablar. En sujeción con la iridiscencia, ahí instantánea. En un instar prolongado. Como reclamando todo lo posible. Para absorberlo en posición enhiesta. Vivicantes.

Y, precisamente ese día en que no lo encontré. Ni lo vi. Ni lo sentí. Volví a aquel atardecer de enero virtuoso. En el cual aplicamos lo conocido. Lo aprendido en cuna. Él y yo, en una perspectiva alucinante. Viviendo al lado de los dioses creados por nosotros mismos. Una opción no cicatera. Si

relevante, enjundiosa, proclamada. Y llegué a mi sitio de trabajo con la mira puesta en regresión. Hasta la hora, en esa misma mañana, en que pasé por ahí. Por la esquinita cómplice. En donde siempre nos encontrábamos todos los días. Desde hace mil años. Y, en mi rol de sujeto empleado,

empecé a dilucidar todo lo habido. Con la fuerza bruta vertida en el cincel y en la llave quita espárragos. Una aventura hecha locomoción excitante. Y bajé la rueda, al no poder descifrar la

manera rápida que antes hacía. En torpeza de largo plazo y aliento. Ensimismado. En ausencia máxima de la concentración Operando el taladro de manera inusual. Tanto como haber perdido la destreza. Las estrías de la broca, como dándome vueltas. Mareado. En desilusión suprema. Por no

haberlo visto. Y Valeria en el acoso constante. Como si hubiera adivinado ese no estar ahí. Como si pretendiera cortar mi vuelo y la imaginación subyacente.

Y volver a casa dando por precluido mi quehacer. En enrevesado viaje. De pies en el bus que me

llevaba de regreso a casa. Con la ansiedad agrandada, inconmensurable. Abrazando mi legítima esperanza. Contando las calles. Como si la nomenclatura se hubiera invertido. Comenzando en el menos uno infinito. Extendiéndose desde ahí hasta la punta de más uno. Y este giraba. Como en

un comenzar y volver al mismo punto. Me iba diluyendo, yo. Y no encontraba nada parecido a la racionalidad puntual. Emergiendo, una equívoca mirada. Un sentir de del desespero, incoado en el vértigo mío, punzante, áspero. Doloroso.

Me bajé ahí. En la esquinita recochera. Alegre en el pasado. Ahora en plena aparición de la tristeza. Porque, tampoco, lo vía. Y buscaba sus ojos y cuerpo entero. Pero no aparecía. Y más se exacerbó mi herida abierta en la mañana. Y quedé plantado. Esperando, que se yo. Tal vez su presencia

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física. O, siquiera, el vahído de su ser etéreo. Pero ni lo uno ni lo otro. Y el dolor creciendo, por la

vía de la exponencial. Yo, en una mecedera de cabeza. Tan frágil que se me abrió la sesera. Y vi cómo iba cayendo. Y vi que Ancízar pasaba a mi lado, sin verme. Y seguí con mi voz callada, llamándolo. Y desapareció, en la frontera entre lo hecho concreto, físico y el volar, volando al

infinito universo. Encapotado ahora. Pleno de las nubes cada vez más obscuras. En el presagio de la lluvia traicionera. Helada. Muy distante de las lluvias de nuestra infancia. Cálidas. Abrasadoras hasta el deleite. Cuando desnudos recorríamos el barrio. Tratando de empozar las gotas tiernas, en

nuestras manos.

Y, siendo cierto el haberlo visto pasar. Me senté a ver pasar a los otros y las otras. Con la sesera siempre abierta. Y, quienes pasaban y pasaban, no entendían lo que estaba pasando conmigo. La

vocinglería percibida. Con palabras no conocidas. No recordadas, al menos. La elongación impertinente de la cuantificación. Metida en el ser mío desvanecido. Y, en la mirada mía, posicionada en el horizonte que atravesó el amigo fundamental. El personaje de los bretes de

antes. La figura envolvente de su yo. Y se me iban derritiendo los ojos. Como si fueran insumo sintético. Azuzado por el calor no tierno. Como cuando el hierro es derretido por el fuego milenario.

O como cuando deviene en el escozor titilante, brusco, pérfido.

El llegar a casa, se produjo habiendo pasado mil horas. Como levitación tardía. Vagando en las sombras. No sé si de la madrugada. O de la noche del siguiente día. O días, ya no lo recuerdo. Ni

quiero hacerlo. Y Valeria en el acoso de siempre. Y bajé del vuelo etéreo. Y vi los espárragos tirados, en el piso. Y agarré el taladro acerado. Con las estrías girando en la espiral. Y todo empezó a girar también. Y fui ascendiendo al infinito físico. Y vi a todos los soles habidos. En esa millonada

de años luz, volcada. Y yo en la velocidad mía, sin crecer. Sin despegar mi mirada del entorno abierto, pero en tristeza consumido. Fugaz luciérnaga yo. Aterido en la masa hecha incandescencia. Cuerpos horadados por la soledad. Cuerpos celestes sin ningún abrigo. A merced de los agujeros

negros. Una visión de lo absorbente, penoso. Un ir y volver continuo. Y Ancízar allá en una de las lunas del planeta increado. En zozobra ambivalente, incierta.

Siendo como en verdad soy, me fui diluyendo de verdad. Ya no era la sesera abierta en el

imaginario. Lo de ahora era y es vergonzosa derrota del yo vivicante. Nacido en miles de siglos antes que ahora. Una derrota hecha a puro golpe de martillos híbridos. Y viendo a Valeria, en lo

físico. Sintiendo su poderosa voz. Llamándome para que volviera a asumir mi rol de hombre físico

en ejercicio. Y, yo, en las tinieblas empalagosas, duras. En ese ir llegando impoluto exacerbado.

Episodio tres

El embeleso lúdico

En eso estaba, cuando apareció Ancízar, Según él, venía de Ciudad Perdida. Que estuvo allá largo

tiempo. Y, precisamente, es el tiempo en que yo estuve adyacente a la terminación de la vida. Y me fui entrando, por esa vía, en lo que había de reconocer, en el otro tiempo después. No atinaba a entender la propuesta venida desde antes. En la posición predominante en eso de entender y de

hacer algo. En principio, no lo reconocí. Pero él hizo todo lo posible por enfrentar lo que habría de ser su devenir. Desde la estridencia fina, que lo acompañaba siempre. Hasta ese lugar para las opciones que venían de tiempo atrás. En esos lugares cenicientos. En la aventura del alma viva

presente. Cuando lo saludé, me dio a entender que no me recordaba. Y, en la insistencia, le expresé lo mucho que lo quería. Desde esa calle. Desde la esquinita bravera. Esa que, conmigo, hizo abierta la posibilidad de seguir viviendo. Todo como en hacer impenetrable. Solo en la escucha

de él y la mía. Y me dijo, así en esa solvencia de palabras, que había estado en ciudad Persípolis. Y que, desde allá, me había escrito unas palabras. Más allá del propio saludo. Más, en lo profundo, elucidando verdades como pasatiempos favoritos. Y me dijo que seguía siendo el mismo sujeto de

otras vidas. Con la mira puesta en los quehaceres urticantes. Casi aviesos. En esa horizontal de

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vida, inapropiada para el pensar no rectilíneo. Y sí que, por lo mismo, le dije que no entendía ese

comportamiento parecido al interludio de cualquier sinfonía criolla. Y., me siguió diciendo, que no recordaba haberme visto antes. Y yo, en la secuencia permitida, le dije que él había sido mi referente, en el pasado reciente y lejano. Y, siguió diciendo Ancízar, he regresado por el territorio

que he perdido. Ese que era tuyo y mío antes. Pero que, en preciso, él quería para sí mismo, como patrimonio cierto y único. Y yo le dijo que lo había esperado en esta orilla nítida. Para que pudiéramos conjugar su verdad y la mía. Y, él me dijo, que no recordaba ningún compromiso dual.

Que lo suyo no era otra cosa que lo visto en ciernes. Desde ese día en que nos encontramos. Ahí en la esquinita bravera. Y que, siguió diciendo, le era afín la voz de Gardel y de Larroca. Pero que, por lo mismo, nunca había olvidado su autonomía y su soledad permitida. Y que yo no había estado

nunca junto a él. Por ejemplo, cuando lo llevaron a prisión por haber contravenido la voz de la oficialidad soldadesca. Y, en verdad, me dije a mí mismo, que él no atinaba a entender la dinámica de la vida. La de él y la mía. Y sí que, me siguió diciendo, lo tuyo no es otra cosa que simple

verbalización de lo uno o lo otro. Nunca propuesto como significante válido, en la lógica permitida. Siendo así, entonces, me involucré en lo nuevo suyo. Recordando, tal vez, los domingos

mañaneros. Esos del ir al cine nuestro. De “El muchacho advertido”, hasta el lúgubre bandido derrotado. Y le dije, por esto mismo, que no hiciera como simple hecho enjuto, venido a menos. Y, me dijo al pulso, que no había venido para concretar dialogo alguno. Que era, más bien, una

expresión perentoria en términos del querer ser consensuado. Más bien como expresión de escapatoria. A la manera de la tangente propia. De la línea prendida al dominio, suyo, como variable explícita. Y, siguió diciendo, lo tuyo es mera recordación inmersa en el quehacer simple.

Vertido al escenario inocuo. Envolvente. Como ir y venir escueto. Atiborrado de lugares comunes propios. En siendo simple especulación no resuelta. O no apropiado. O, simplemente, anclado en el pasado impío. Mediocre, insaboro. Pétreo. Inconstante.

Por lo bajo lo entendía. Y me quedé silente. En esa aproximación entre lo entendido y lo incierto pusilánime. Y me fui, en tontera, detrás de su séquito. Apegado, entonces, a su condición de referente entero. Desde esa época en la que estábamos juntos en la lúdica viva. Desde esa

esquinita bravata nuestra. Y, así. En ese ir yendo preclaro, nos encontramos en esa ciudad asfixiada. Sintiendo, en nosotros, el apego a la fumarola sombría. Esa que nos recorre desde hace mucho tiempo ya. Y, por lo mismo, le seguí diciendo lo mío en ciernes. Tal vez ampuloso y etéreo;

pero cierto en lo previsto expreso.

En todo lo habido, me hice cierto en la proclama propuesta o impuesta. Según fuera el momento y

el tiempo perdido. Y, Ancízar, no atinaba a nada. Se fue yendo por lo bajo. Como actitud palaciega en el pasado de reyes y regencias religiosas. Y, por lo mismo, me aparté de él. Creyendo que era el tiempo propicio. Y sí que él, estuvo volcado a la defensa de ser. De su connotación hirsuta,

inamovible. Y pasó el tiempo. En esa nimiedad de los días. En ese entender los miles de años acumulados al querer ser lo uno o lo otro. Viré, entonces, en la pi mediana. Y arribé a la locomoción plena. Pero lenta y usurpadora. Me fui, entonces, lanza enristre contra el afán

propuesto por él mismo. Como si, yo, quisiera decantar lo habido. Hasta convertirlo en propuestas simples, minusválidas. Y, me empeñé en reconvenirlo, por la fuerza. Y lo asfixié con la sábana del Gran Resucitado. Como proveyendo de almas cancinas, el simple hecho de estar vivo. Y me fui en

silencio. Por la inmensa puerta llamada “De El Sol”. Y allí me quedé a la espera. Como cuando cabalgaba en la noche, a lomo del dromedario propio de los habituales dueños del desierto. Recorrí mil y una praderas nuestras. Desde Vigía Perdomo, hasta “Punta Primera”. Un norte a sur

especulativo. Hechizo. No cierto,. Pero pudo más mi afán de trascender la soledad. En contra lógica propuesta, me hice a la idea de la dominación mía. Absoluta, hiriente. Y sí que, entonces, Ancízar Villafuerte caducó en mi discurso. Y se hizo esclavo de lo hablado y hecho por este yo supremo

envilecido.

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Episodio cuarto

La huella sigue ahí

Ya quedó atrás lo de Ancízar. Yo seguí como nave, casi noria absoluta. Y encontré al postrer

referente. Era tanto como verlo a él. Una mirada diestra, casi malvada. Nunca supe cuál era su

nombre. Simplemente me dejé llevar por la iridiscencia de su voz. En una melancolía efímera. Tal

vez hecha tardanza en el vivir pleno. Y, yo, le dije. Le hable de lo nuestro. Como queriéndole

expresar lo del Ancízar y yo. Pero, en esa prepotencia de los seres avergonzados de lo que han

sido, me dijo algo así como un “no importa”. Lo mío es otra cosa. Y, por lo mismo, me quedé

tejiendo las verdades anteriores. Las mías y las de él, el signado Ancízar. Me supuse de otra

categoría. De ardiente postura. De infame proclividad al contubernio forzado. Y me fui yendo a su

lado. Al lado del suplantador informe. Mediocre. Tanto en el ir yendo. Como también en el venir

sinuoso, aborrecible. En ese entonces. En tanto que expresión enana de la verdad; yo iba creyendo

en su derrota. Producto de mi inverosímil perplejidad supina. Para mí, lo uno. O lo otro, daba igual.

En eso de lo que tenemos todos de perversidad innata. Y le seguí los pasos al aparecido. Veía algo

así como ese “otro yo” vergonzante. Desmirriado. Ajeno a la verdad verdadera de lo posible que

pase. O de lo posible ya pasado. Y me hice con él el camino. Entendido como símil de lo recorrido

con Ancízar. Y ese, su suplantador, me llevó al escenario ambidextro. Como inefable posición de

los cuentahabientes primarios. Groseros escribientes. Y sí que le di la vuelta. A la otra expresión

del yo mío. Y, el usurpador, lo entendió a la inversa. Se prodigó en expresiones bufas. Por lo menos

así lo entendí. Como si fuera una simple proclama de lo aco9ntecido antes. En ese territorio suyo

incomprendido. En esa locación propuesta como paraíso concreto. Inefable. Cierto. Pero, su huella,

se fue perfilando en lo que, en realidad debería ser. Y lo ví en el periplo. Como en la cepa enana

cantada por Serrat. Como simple ironía sopesada en las palabras de “El Niño Yuntero” de Miguel

Hernández….En fin, como mera réplica de lo habido en “Alfonsina”. La libertaria. La que abrió paso

a la libertad cantada. Todos los días. Pero, quien lo creyera, perdí el compás. Y él, el suplantador,

me hizo creer en lo que vendría. En su afán loco de palabras tejidas, dispuso que yo fuera su

intérprete avergonzado, después de la verdad verdadera.

Yo me fui yendo. Perdí la ilusión. Se hizo opaca mi visión. Fui decayendo. Me encontré inmerso en

la locomoción al aire. Surtiendo un rezago a fuego vivo. Ahí, en esas casitas en que nacimos. Ese

Ancízar en otra vía. Ese yo, puntual. En la pelota cimera. Propiedad de quien quisiera patearla. En

la trenza lúcida. Territorial e impulsiva. En el escondite secreto. Como voz que dice mucho y no dice

nada. Como espectadores del afán incesante. Proclamado. Latente y expreso. En fin, que lo visto

ahora no es otra cosa que la falsa realidad mía. Con el usurpador al lado. Como a la espera de lo

que pueda pasar. Ahí, como vehículo impensado. Para llevarme a lo territorial suyo. Y yo en esa

propuesta admitida. Como reconciliación posible. Entre lo que soy. Y lo que pude ser al lado de

Ancízar originario, no suplantado. Y sí que, como que leyó mi mente, y se propuso inventar algo

más trascendente. He hice mella en el ahora cierto. Porque resulté al otro lado. En callejón no

conocido. En calle diferente a la nuestra con la esquinita bravata. Deslizándome por el camino no

conocido. Y recordé el día en que no lo vi. Cuando descendía del busecito llevadero. Cuando se me

fue la sesera mía. Cuando lo vi pasar sin verme. Y me sentí, ahora, con fuerzas para dirimir el

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conflicto entre lo habido antes y lo que soy ahora. En posesión de la bitácora recortada,

enrevesada. Como en esos vuelos silentes de antes de día cualquiera. Con la remoción de lo

habido, por la vía de suplantar lo que antes era.

Hoy, en el día nuevo, desperté en el silencio. Como si estuviera atado a todo aquello lineal,

sombrío. Y le dije buenos días a mi niña, hija, absoluta. Y, ella, me replicó con su risa abierta. En la

cual la ternura es hecho constante, manifiesta. Y le dije “buenos días” a la que era mi amada hasta

el día pasado. Y me dijo, ella, que me recordaría por siempre. En esa oquedad estéril, manifiesta.

Y, también, me replicó lo hablado conmigo antes. Cuando éramos como sucinta conversación.

Plena de decires explayados. Como manifiestos doctorales. Como simplezas pasadas. O, como

breviarios expandidos, elocuentes; pero insaboros. Y se me metió la nostalgia. Tanto como

r5ecordar al Ancízar hecho mero plomo, ahora. En ese verlo andar conmigo en el pasado.

Construyendo lo efímero y lo cierto absoluto. Y le dije a mi Valeria que yo no iría hasta su dominio

encerrado. Entendido como yunta acicalada. Enervante. Casi aborrecible. Pero que,

paradójicamente, la sentía más mía que al nacer nuestro idilio. Desde la búsqueda de los

espárragos briosos, yertos. Entre el acero y el hierro construidos. Y, ella, me recordó que prometí

amarla desde ese día en que no ví a Ancízar en aquella mañana de lunes. Y, siguió diciendo, no se

te olvide que fui tuya, en todos los avatares previstos o no previstos. Que te di, decía ella, todo lo

habido en mí. Y que dejaste esa huella imborrable que se traduce en ese hijo tuyo y mío.

A partir de ese ayer en que me habló, Valeria; se me fue tiñendo la vida. En un color extraño,.

Como gris volátil, impregnado de rojo punible, adverso. Y sí que la seguí con mi mirada. Y la veía

en su abultado vientre. Y, dije yo entre mí, no reconocer lo actuado, como origen del ser vivo ahí

adentro suyo, en el de Valeria. Y me fui yendo por ahí. Y me encontré al otro lado; con la novia de

Ancízar. Con Fabiana Contreras. Postulada como futura madre, también. Y le dije lo que en

verdad creía. Es decir, aquello relacionado con la empatía necesaria. 1) Que yo no me imaginaba a

Ancízar, volcado sobre su cuerpo. Excitado y dispuesto. Y, ella, me dijo algo así como que la vida es

incierta. Tanto como cálculo de probabilidades constante. Y terminé al lado de la soledad.

Esperando el nacimiento de las dos o los dos, en largo acontecer efímero, incierto. O, simplemente

hecho en sí, sin más aspaviento