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La economía española en el largo plazo
Fernando Collantes
Correspondencia de las prácticas con el temario de la guía docente
Este libro contiene los textos que serán la base de las clases prácticas en la
asignatura “Historia Económica de España” para los grupos 221 y 223. La
correspondencia entre dichos textos y el temario de la guía docente de la asignatura
es la siguiente:
Tema Textos
1 1 y 2 2 3 y 4 3 5 y 6 4 7 y 8 5 9 y 10 6 11 y 12 7 13 y 14 8 15
Nota: los temas 9, 10, 11 y 12 se estudian en las clases de teoría de la asignatura.
1 Sistemas de gobierno y regulación de la actividad económica
En su discurso de recepción del Premio Nobel de Economía de 1993, el
historiador económico Douglass North aseguró que “las instituciones constituyen la
estructura de incentivos de una sociedad y, en consecuencia, las instituciones políticas
y económicas son los determinantes subyacentes de los resultados económicos”. En
los veinte años que han transcurrido desde entonces, no ha hecho sino aumentar el
consenso en torno a la importancia del marco institucional como factor determinante
del cambio económico, así que comenzamos por aquí nuestro análisis de los factores
impulsores del cambio económico en España. Vamos a centrar nuestra atención en
tres variables: el sistema de gobierno, la regulación de la actividad económica y la
Hacienda Pública. Las dos primeras las tratamos en esta práctica; dejamos la tercera
para la próxima práctica.
Hoy día la divisoria más importante entre sistemas de gobierno es la que
separa a los gobiernos democráticos de los que no lo son. Normalmente se entiende
por democrático aquel sistema político en el que los representantes son elegidos por el
conjunto de los ciudadanos (mayores de edad) a través de elecciones no fraudulentas
en las cuales los ciudadanos, de quienes emana la soberanía, votan libremente por su
opción política preferida dentro de una variedad de opciones disponibles. En el otro
extremo es posible imaginar sistemas de gobierno de carácter autoritario en los cuales
los gobernantes no son elegidos por los ciudadanos, sólo existe de manera legal un
único partido político y la libertad de expresión se encuentra férreamente restringida
por las actividades censoras del Estado.
Lógicamente, entre estos dos tipos ideales existe un abanico de posibilidades
intermedias. No todos los sistemas no democráticos son, por ejemplo, igual de férreos
en su restricción de las libertades de los ciudadanos. No todos carecen, tampoco, de
algún tipo de mecanismo electoral para algunos aspectos o para algunos órganos del
Estado. Por otro lado, allí donde los gobernantes son elegidos a través de elecciones,
el sufragio puede ser universal o bien estar limitado a las personas que acrediten unos
determinados requisitos (por ejemplo, ser varón o poseer un cierto nivel de riqueza). Y
esas elecciones pueden ser limpias o, por el contrario, fraudulentas; este fraude, a su
vez, puede ser resultado de los manejos del partido en el gobierno, que aprovecha los
resortes del poder estatal para manipular en su favor el resultado de las elecciones, o
puede ser consecuencia de un acuerdo entre los principales partidos políticos para,
por ejemplo, alternarse en el poder. Además, el sentido del voto de los ciudadanos
puede o no verse alterado por presiones, coacciones y recompensas. Finalmente, la
calidad de un sistema democrático depende de que el Estado garantice el respeto de
derechos básicos que, como el derecho a la libertad de expresión y a la libertad de
prensa, son fundamentales para el adecuado funcionamiento del mecanismo electoral.
En la medida en que estas libertades son relativas (más que tenerse o no tenerse, se
tienen en diferentes grados según las situaciones, los temas, los momentos…), dos
sistemas políticos por lo demás similares pueden funcionar de modos bien distintos en
función del grado de respeto del poder político hacia las mismas.
La evolución contemporánea de los sistemas políticos en Europa occidental ha
tendido a moverse, en términos generales, desde sistemas autoritarios hacia sistemas
democráticos. Durante la Edad Moderna comenzaron a formarse como tales los
modernos Estados, cuya forma de gobierno era comúnmente la monarquía absoluta,
es decir, la cabeza del Estado era un rey al que se consideraba investido de soberanía
para decidir unilateralmente los asuntos de la nación. A comienzos del siglo XXI, todos
los países cuentan con sistemas democráticos cuya calidad, de acuerdo con los
criterios antes señalados, es elevada y en los cuales la soberanía emana del pueblo.
La transición de una situación a otra fue por lo general bastante lenta. En algunos
países, los monarcas comenzaron a reconocer parcelas de soberanía a algún tipo de
parlamento y/o constitución que ejercía de contrapeso al poder real. La composición
de este parlamento podía ser resultado de algún tipo de elección, si bien el sufragio no
era universal, sino que el derecho al voto estaba restringido a los varones de clase
acomodada. Este sistema intermedio, con soberanía compartida (entre monarca y
parlamento) y sufragio no universal, fue gradualmente sustituido por un sistema de
sufragio universal en el que el parlamento democráticamente elegido se convertía en
el único depositario de la soberanía nacional. En algunos países, la transición tuvo
lugar, a grandes rasgos, entre finales del siglo XIX y las décadas centrales del siglo
XX, conforme las distinciones de clase y género en la definición del derecho de voto
fueron desapareciendo. En otros países, el proceso fue mucho más traumático porque
durante las primeras décadas del siglo XX ascendieron al poder regímenes autoritarios
encabezados por dictadores. La derrota del eje fascista en la Segunda Guerra Mundial
allanó definitivamente el camino a la consolidación de la democracia en Europa
occidental, si bien algunas dictaduras permanecieron en pie hasta finales del siglo XX.
(Tampoco en los países de Europa oriental, satelizados por la Unión Soviética tras la
Segunda Guerra Mundial, se implantó un sistema democrático antes de la década final
del siglo XX.)
La segunda de nuestras variables, la regulación de la actividad económica, se
refiere a la capacidad del estado para establecer las normas de acuerdo con las
cuales se desarrollará la actividad económica de las empresas y de los ciudadanos
particulares. La cuestión central aquí es: ¿cuál es el grado de intervención o control
que el Estado, o alguna otra autoridad, ejerce sobre el libre desempeño de la actividad
económica por parte de los particulares? ¿Permite el Estado un libre juego de la oferta
y la demanda o, por el contrario, establece límites férreos a las transacciones a través
de leyes y regulaciones?
Antes del siglo XIX, la mayor parte de sociedades europeas establecían límites
bastante férreos a la operación de los mecanismos de mercado. En muchos casos,
estos límites tenían raíces históricas que se hundían en la Edad Media: en el sistema
feudal que reorganizó Europa tras la caída del Imperio romano. En otros casos, los
límites eran el resultado del ascenso de las monarquías absolutas. Los límites eran de
dos tipos. Por un lado, diversas regulaciones interferían en el libre funcionamiento de
los más diversos mercados, tanto de productos como de factores productivos; así, por
ejemplo, el establecimiento de precios máximos para la venta de grano (el principal
producto de estas economías preindustriales), el poder de que disponían los gremios
urbanos para decidir sobre precios, técnicas y empresas en su sector, las
especificaciones sobre la gama de bienes que cada clase social podía en principio
aspirar a consumir, o los vínculos de servidumbre que ataban a la mano de obra a un
señor feudal y al territorio controlado por este. Por otro lado, más allá de estas
regulaciones sobre los mercados efectivamente existentes, había regulaciones que
mantenían fuera del mercado algunas esferas de la vida económica; así, por ejemplo,
las regulaciones que impedían la compraventa de tierras provistas de un estatuto
especial, generalmente tierras sobre las cuales no existía una correspondencia plena
entre derechos de propiedad y derechos de uso.
La sociedad de mercado fue, por lo tanto, una creación histórica que, en la
mayor parte de Europa, no tomó cuerpo hasta el siglo largo comprendido entre la
Revolución francesa iniciada en 1789 y los primeros años del siglo XX. La sociedad de
mercado no fue el resultado de un desarrollo espontáneo de los acontecimientos, sino
el resultado del éxito de una nueva agenda política: el liberalismo, que, en su vertiente
económica, propugnaba la no interferencia del Estado (salvo de manera excepcional)
en el libre mercado y la mercantilización de aquellas esferas de la vida económica que
hasta entonces habían permanecido al margen del mercado. Se trataba de un
proyecto tan ambicioso como destruir el sistema político existente y, por tanto,
encontró numerosas resistencias que, o bien ralentizaron su avance, o bien abocaron
a los partidarios del cambio a la vía revolucionaria. Su triunfo implicó cambios tan
trascendentales como la liberalización de los mercados de grano, el desmantelamiento
de los gremios, la abolición de la servidumbre o la desamortización de las tierras de la
Iglesia y la aristocracia.
Hacia finales del siglo XIX, este modelo de capitalismo liberal comenzó a ser
cuestionado, no tanto por los partidarios del Antiguo Régimen (derrotados o debilitados
en casi todas partes) como por los partidarios de un tipo diferente de capitalismo: un
capitalismo más regulado, más organizado, en el cual el Estado asumiera la función de
corregir los resultados socialmente menos deseables del funcionamiento de los
mercados. Los partidarios del capitalismo organizado planteaban, por ejemplo, la
necesidad de regular el funcionamiento de los mercados laborales con objeto de
compensar el desequilibrio de poder entre empresarios y trabajadores, el cual, en
condiciones de mercado plenamente libre, conducía a bajos salarios, largas jornadas
laborales y explotación del trabajo infantil. Otro punto importante en la definición de un
capitalismo regulado fue, en la mayor parte de países, la adopción de medidas
proteccionistas frente a las importaciones llegadas del extranjero con objeto de
salvaguardar la viabilidad de los productores nacionales, en especial a partir del
momento en que las importaciones de trigo de ultramar comenzaron a amenazar a los
agricultores de numerosos países.
Paulatinamente, el capitalismo regulado fue ganando terreno al capitalismo
liberal. La inestabilidad económica del periodo de entreguerras contribuyó a aumentar
el papel del Estado, tanto en la gestión macroeconómica como en la provisión de
protección social para los desfavorecidos (que, en momentos como la Gran Depresión
iniciada en 1929, se contaban por millones). En este periodo, incluso aparecieron
alternativas como el fascismo y el comunismo que, pese a su antagonismo ideológico,
compartían una misma desconfianza hacia el capitalismo liberal y una misma
confianza en el control de la economía por parte del Estado. Tras la derrota del
fascismo en la Segunda Guerra Mundial, la tensión entre capitalismo y comunismo
desembocó en la Guerra Fría, pero, ¿qué tipo de capitalismo estaba frente al
comunismo? No era ya el capitalismo liberal, sino, especialmente en Europa, un
capitalismo organizado en el que el Estado asumía diversas labores de coordinación
macroeconómica (llegando en ocasiones a actuar directamente en diversos sectores a
través de empresas públicas). De hecho, el periodo comprendido entre 1950 y 1973,
un periodo de alto crecimiento económico, fue el periodo de auge del capitalismo
organizado.
Tras la crisis de la década de 1970 y el hundimiento del bloque comunista
europeo, el capitalismo organizado comenzó a perder parte del terreno que había
conquistado durante buena parte del siglo XX, en parte porque las rigideces inherentes
a la intervención estatal parecían dificultar la salida de la crisis en una economía cada
vez más global, en parte porque el hundimiento del bloque soviético parecía reforzar
las tesis de los partidarios de un capitalismo liberal, menos organizado. A comienzos
del siglo XXI, Europa no había regresado al capitalismo liberal, pero tampoco
presenciaba ya un avance continuado del capitalismo organizado. Con todo, existían
diferentes variedades de capitalismo según la historia y las peculiaridades de cada
país: un capitalismo más liberal en el Reino Unido frente a un capitalismo más
regulado y coordinado por los poderes públicos en Francia o Alemania. Un aspecto
interesante de estas variedades de capitalismo es que la alternancia de partidos
políticos de uno u otro signo en los distintos países no tendría a diluir las diferencias.
EL ANTIGUO RÉGIMEN (1500-1808)
Durante toda la Edad Moderna, el sistema de gobierno en España fue la
monarquía absoluta, primero bajo la dinastía de los Austrias (a grandes rasgos, siglos
XVI y XVII) y más adelante bajo la dinastía de Borbón (siglo XVIII). En la cúspide de
una sociedad estamental cuyas raíces se hundían en la Edad Media y la Reconquista,
una sociedad de aristócratas, religiosos y pueblo llano, se situaba el rey, rodeado por
sus familiares, cortesanos y hombres de confianza. Estos últimos, de hecho,
desempeñaban un papel clave en la gestión cotidiana de los asuntos públicos y en la
dirección política del país.
No había ninguna institución que ejerciera un contrapeso directo al poder del
rey. El principal contrapeso se derivaba del hecho de que, más que tomar el control de
un Estado ya construido, los monarcas absolutos estaban intentando construir dicho
Estado. Se trataba de una empresa complicada porque requería movilizar una
cantidad importante de recursos económicos para extender su poder a territorios
varios cientos de kilómetros alejados de la capital. También era preciso vencer las
resistencias políticas de los poderes locales que hasta entonces venían
predominando: la Iglesia, la aristocracia y los concejos, que mantenían derechos
fiscales y jurisdiccionales sobre sus respectivas poblaciones locales. Durante la
segunda mitad del siglo XV, la construcción del Estado había dado un paso importante
con la unión de las coronas de Aragón y Castilla, pero se trató de una unión
meramente patrimonial y, en la España de los Austrias, persistieron notables
diferencias entre los sistemas legales de los distintos territorios que habían pasado a
componer el Estado; no sólo había diferencias entre los antiguos territorios de Aragón
y Castilla, sino incluso dentro de los mismos. El siguiente paso en la centralización del
poder político y formación del Estado moderno fueron las reformas llevadas a cabo por
los Borbones a lo largo del siglo XVIII (en especial, los decretos de Nueva Planta),
que, no sin contestación, tendieron a homogeneizar las distintas regiones del país y
otorgaron un mayor peso a la capital (Madrid). Desde el punto de vista político, el
Estado estaba más construido, más fortalecido, en 1800 de lo que lo había estado en,
pongamos, 1500.
¿Qué tipo de regulación ejercía este Estado sobre la actividad económica?
Básicamente, el Antiguo Régimen no era una sociedad de mercado, sino una sociedad
en la que amplias esferas de la vida económica permanecían fuera del mercado y los
mercados que sí funcionaban estaban estrechamente regulados. El principal sector de
esta economía, el sector primario, proporciona numerosos ejemplos de ello. El
mercado del principal producto alimenticio, el grano, se encontraba muy regulado: se
fijaban precios máximos con objeto de evitar que el precio de la comida se elevara
excesivamente y, de ese modo, garantizar la subsistencia de las clases populares. El
principal factor productivo, la tierra, se encontraba sujeto a numerosas restricciones.
Muchas superficies agrarias controladas por el clero o los poderes locales estaban
amortizadas, y otras tantas pertenecientes a la nobleza estaban vinculadas, por lo que
no podían ser objeto de transacción. Aunque había diversos motivos, la mayor parte
heredados de la época medieval, un hecho que contribuía a ello era el que con
frecuencia se tratara de superficies en las que se superponían diversas capas de
derechos de propiedad y de uso no coincidentes entre sí. Algo parecido ocurría con las
tierras por las que transitaba y pastaba el ganado trashumante, uno de los principales
sectores de la economía del país. A través de la Mesta, una corporación para la
defensa de los intereses trashumantes, los ganaderos obtenían de la Corona el
derecho a utilizar tierras que no eran de su propiedad, en condiciones más favorables
que las que habrían conseguido en un mercado libre de tierra. No en vano, estos
derechos fueron con frecuencia calificados como “privilegios” hacia finales del Antiguo
Régimen.
En el sector primario, en suma, ni los principales productos ni el principal factor
productivo eran coordinados a través de mercados libres, sino a través de mercados
muy controlados, cuando no directamente a través de regulaciones. Algo similar
ocurría en los otros sectores de actividad. En el sector secundario, los gremios,
corporaciones locales de empresarios de una determinada rama, gozaban de amplios
poderes a la hora de decidir sobre los distintos aspectos que tenían que ver con su
actividad, tanto en el plano tecnológico (qué tecnologías podían usarse y cuáles no)
como en el empresarial (cuántas empresas, y cuáles, podían desempeñar su
actividad) y el laboral (qué tipo de sistema de aprendizaje debía seguir la mano de
obra). A través de este tipo de regulaciones, los gremios cumplían una importante
función a la hora de garantizar la calidad del producto y evitar los fraudes al
consumidor, si bien, a efectos de nuestro análisis en este capítulo, resulta claro que
estas regulaciones lesionaban la libertad de empresa. (Tanto es así que muchos
empresarios de este periodo optaron por desarrollar su actividad en zonas rurales,
donde no había gremios, con objeto de disponer de mayor margen de maniobra.) En el
sector servicios también abundaban las restricciones y regulaciones. En el comercio
colonial, por ejemplo, el control del Estado era estrecho, tanto que, a modo de
ejemplo, tan sólo un reducido número de puertos (en realidad, solamente uno a lo
largo de la mayor parte del Antiguo Régimen) disponía de autorización para albergar
actividades de exportación e importación con el Imperio americano.
Es cierto que, de la mano de los Borbones en el siglo XVIII, el Antiguo Régimen
se orientó algo más hacia el mercado a través de un doble proceso de liberalización y
mercantilización. En el sector primario, sucesivas reformas impulsadas por Felipe V,
Fernando VI y, sobre todo, Carlos III moderaron las restricciones heredadas de los
Austrias: el comercio de granos tendió a ser liberalizado, los privilegios de los
ganaderos trashumantes tendieron a ser socavados, y nuevas tierras fueron puestas
en cultivo a través de programas de colonización de tierras y repartos de tierras
concejiles; incluso hubo algunas desamortizaciones y desvinculaciones en los últimos
años del siglo XVIII y los primeros del XIX. En el sector secundario, se flexibilizaron las
normativas gremiales, lo cual implicó una liberalización parcial de los procesos
productivos. Y, en el sector terciario, se relajaron las principales restricciones sobre el
funcionamiento del comercio: dentro de las fronteras del país, se suprimieron las
aduanas internas, que habían persistido bajo los Austrias; y, de puertas afuera, se
amplió el número de puertos autorizados para llevar a cabo operaciones de comercio
colonial. Además, esta batería de medidas liberalizadoras, desplegadas durante el
siglo XVIII (y, en su mayor parte, durante la segunda mitad del mismo), se vio además
acompañada por otras medidas de corte un tanto desarrollista, como la creación de
empresas industriales públicas (con objeto de sustituir importaciones, a veces por
motivos estratégicos), la atracción de técnicos extranjeros especializados en diversas
producciones manufactureras, la construcción de canales y carreteras, o la creación
de compañías privilegiadas de comercio para recuperar el control de las rutas
coloniales afectadas por graves problemas de contrabando.
Nada de lo anterior, sin embargo, convirtió a España en una sociedad de
mercado. Buena parte de las reformas borbónicas modificaron las características del
sistema de regulación, pero no hasta el punto de hacerlo irreconocible. Así, a
comienzos del siglo XIX, una parte notable de la tierra del país continuaba teniendo la
condición de amortizada o vinculada, los ganaderos trashumantes continuaban
manteniendo privilegios, los gremios continuaban ejerciendo un importante poder y el
Estado continuaba decidiendo qué puertos podían albergar actividades de comercio
colonial. Las instituciones básicas del Antiguo Régimen se mantuvieron prácticamente
intactas, y con ello también se mantuvo intacto el poder de los estamentos
privilegiados. El régimen señorial, de acuerdo con el cual la aristocracia mantenía el
control económico sobre grandes superficies y, en no pocos casos, derechos
jurisdiccionales sobre las mismas, se mantuvo en pie. En suma, las reformas
borbónicas tendieron a liberalizar y flexibilizar la regulación económica de los Austrias,
pero no con el objetivo de crear una sociedad de mercado basada en nuevos
principios, sino más bien con el objetivo de hacer más viable, mejor adaptada a los
nuevos tiempos, la sociedad estamental propia del Antiguo Régimen que los Borbones
habían heredado de los Austrias.
LA QUIEBRA DEL ANTIGUO RÉGIMEN, ISABEL II Y EL SEXENIO REVOLUCIONARIO (1808-1874)
La implantación de la sociedad de mercado suponía una transformación tan
profunda del marco institucional y de las relaciones de poder entre grupos sociales que
requirió una no menos profunda transformación en el sistema de gobierno: el fin del
sistema de monarquía absoluta que durante más de tres siglos había prevalecido en
España. La crisis de la monarquía absoluta tuvo lugar en las primeras décadas del
siglo XIX. No fue una crisis repentina, sino gradual. El primer ataque a la monarquía
absoluta fue la Constitución de Cádiz de 1812, un texto liberal promulgado en plena
Guerra de Independencia (con el rey Fernando VII alejado del país) por parte de la
resistencia a la ocupación francesa. No fue ni mucho menos un ataque definitivo, ya
que, tras la derrota francesa en 1814, el retornado Fernando VII se negó a reconocer
la Constitución de Cádiz y restauró el absolutismo. La nueva monarquía absoluta, sin
embargo, se vio pronto bloqueada por los habituales problemas en la Hacienda
Pública (insuficiencia del sistema fiscal y endeudamiento crónico), agravados en este
caso por la implantación de una auténtica contrarreforma fiscal (con objeto de
deshacer algunos cambios introducidos antes de 1814) y por el eventual repudio de la
deuda (con el consiguiente deterioro de la reputación de la Corona ante los
prestamistas extranjeros). La consiguiente inestabilidad favoreció la transición hacia
una monarquía constitucional durante el llamado “trienio liberal” (1820-23), pero
tampoco este segundo asalto a la monarquía absoluta fue definitivo, ya que, pasado
este fugaz trienio, el sistema de gobierno continuó siendo la monarquía absoluta hasta
la muerte de Fernando VII en 1833.
El final definitivo de la monarquía absoluta se produjo como consecuencia del
triunfo de los liberales en la guerra civil de 1833-1840 (la primera guerra carlista). Esta
guerra enfrentó, por un lado, a los partidarios de que Fernando VII, carente de hijos
varones, fuera sucedido por su hermano Carlos (el primer varón en la línea sucesoria)
y, por el otro, a los partidarios de que reinara su hija Isabel, por entonces una niña de
tres años. No era, sin embargo, un enfrentamiento por cuestiones de género: no era
una discusión sobre si una mujer podía o no reinar. Era, en realidad, un
enfrentamiento entre los partidarios de la continuidad de la monarquía absoluta, los
carlistas, y los partidarios de una monarquía parlamentaria, alineados en torno a los
derechos sucesorios de Isabel. Por tanto, era también un enfrentamiento entre
carlistas partidarios del tipo de regulación económica propia del Antiguo Régimen e
isabelinos partidarios de implantar en España una sociedad de mercado. La victoria de
los isabelinos supuso el final definitivo de la monarquía absoluta y su sustitución por
una monarquía constitucional encabezada por Isabel II.
La monarquía de Isabel II puso fin a siglos de monarquías absolutas, pero no
supuso el paso a un sistema democrático en el sentido moderno del término: la figura
de la monarca retenía un importante poder ejecutivo, mientras que los miembros del
parlamento eran elegidos a través de un sistema de sufragio censitario que tan sólo
reconocía derecho de voto a una pequeña franja de población masculina acomodada.
Tampoco se trató de un régimen estable, ya que fueron continuos los cambios de
gobierno y muy frecuentes los pronunciamientos militares. Una combinación de
problemas políticos, económicos y sociales inspiró en 1868 una revolución que
destronó a Isabel II y abrió una nueva etapa más inestable aún, marcada por el
efímero reinado de Amadeo I (1871-73) y la proclamación de la I República (1873-74).
Durante este sexenio revolucionario, se produjo sin embargo un hecho importante para
la historia política del país: por primera vez se implantaba un sistema de sufragio
masculino universal. Es decir, aunque las mujeres continuaban excluidas, las clases
populares, a través de sus miembros varones mayores de edad, pasaron a ver
reconocido su derecho al voto. Se cerraba así un ciclo de cambio político que, en el
espacio de algo menos de setenta años, había hecho posible el paso de una
monarquía absoluta, sin margen para la participación popular, a una monarquía
constitucional basada en un sistema electoral cada vez más inclusivo.
Durante este largo ciclo de cambio político, sucesivos gobiernos destruyeron el
Antiguo Régimen y sus regulaciones económicas, y llevaron a cabo diversas reformas
con objeto de instaurar una sociedad de mercado. Estas reformas se articularon en
torno a los puntos básicos de la agenda liberal: liberalización, mercantilización y
definición de derechos de propiedad privada.
En una economía todavía marcadamente agraria, el núcleo de las reformas se
concentraba en el sector primario, tanto en lo que se refiere a sus producciones como,
especialmente, a su principal factor productivo: la tierra. En el plano de las
producciones, se abolieron las principales restricciones que impedían un
funcionamiento libre de los mercados, en particular la fijación de precios máximos para
el grano, cuyo preció pasó a fluctuar libremente en función de la oferta y la demanda.
Pero, sobre todo, las reformas liberales iban encaminadas a la regulación del factor
productivo tierra. Se abrieron procesos generales de desamortización, a través de los
cuales el Estado subastó al mejor postor buena parte de las muchas tierras que hasta
entonces habían mantenido la condición de amortizadas: básicamente, tierras de la
Iglesia (cuya desamortización, impulsada por el Presidente del Gobierno y Ministro de
Hacienda Juan Álvarez Mendizábal, comenzó en 1836) y de los municipios y pueblos
(cuya desamortización, impulsada por el Ministro de Hacienda Pascual Madoz,
comenzó en 1855). De este modo, los nuevos propietarios de estas tierras, resultantes
de las subastas, pasaban a tener plena disponibilidad sobre las mismas; a diferencia
de sus antiguos propietarios, podían, por ejemplo, venderlas. En otras palabras, las
desamortizaciones inyectaron en el mercado grandes cantidades de tierra que hasta
entonces se había mantenido fuera del mismo. Un efecto similar tuvieron los procesos
de desvinculación a través de los cuales amplias superficies controladas por la
nobleza pasaron a ser susceptibles también de operaciones de compraventa. Por otro
lado, se abolió el régimen señorial: los derechos jurisdiccionales de la nobleza fueron
eliminados y los derechos patrimoniales que esta pudiera tener sobre determinados
territorios fueron reconocidos como derechos de propiedad privada plena. En la
práctica, esto suponía el no reconocimiento de la compleja capa de derechos de uso
que, bajo el Antiguo Régimen, los campesinos y las comunidades rurales habían
mantenido sobre dichas tierras. Esta tendencia a equiparar derechos de propiedad y
derechos de uso en un único concepto (un derecho de propiedad “plena”) se completó
con la supresión de los privilegios de la ganadería trashumante: a partir de ahora, los
ganaderos trashumantes tendrían que acudir a un mercado libre a la hora de
conseguir superficies de pasto para sus ovejas. En resumen, en lo que se refiere al
sector primario, diversas reformas confluyeron para impulsar la liberalización de
mercados hasta entonces estrechamente regulados y, en el caso de la tierra, la
mercantilización y la definición de derechos de propiedad privada plena.
Estas reformas liberales agrarias se vieron complementadas por otras reformas
de similar orientación en los otros sectores de la economía. Durante las primeras
décadas del siglo XIX continuó la erosión de las competencias gremiales que ya se
había iniciado durante el siglo XVIII y, por otro lado, se clausuraron las empresas
públicas industriales creadas durante el reformismo borbónico (empresas que pronto
habían demostrado ser ruinosas, bien por problemas de tecnología y capital humano,
bien por problemas de organización empresarial). Además, en 1868 se aprobó una
decisiva Ley de Minas que flexibilizó las condiciones en que las empresas privadas
podían obtener del Estado una concesión para explotar un determinado yacimiento.
No se trató de una mercantilización total del subsuelo, ya que el Estado continuó
siendo propietario del mismo, pero sí se abrió la puerta a que el Estado realizara
concesiones a muy largo plazo (en torno a un siglo) y a que, por tanto, las empresas
concesionarias disfrutaran de una estabilidad en su acceso al subsuelo próxima a la
que habrían tenido en caso de haberlo comprado. Todas estas medidas reforzaron el
protagonismo en el sector secundario de la empresa privada libre.
La agenda liberal también fue aplicada al sector terciario. En 1856 se reconoció
la libertad de establecimiento en el sector bancario: a partir de ese momento dejaba de
ser necesaria una autorización por parte del Estado para iniciar un negocio financiero,
y el Estado se retiraba para dejar hacer a los agentes privados. La política de comercio
con el exterior, por su parte, también fue evolucionando en un sentido liberalizador,
pasando de una orientación prohibicionista en las primeras décadas del siglo XIX a
una orientación sólo moderadamente proteccionista. Esto es: aunque no se pasó a un
comercio libre con el exterior, sí se pasó de un control por la vía de las cantidades (a
través de la prohibición de importar un determinado bien) a un control por la vía de los
precios (a través de los aranceles impuestos sobre dicho bien al cruzar la aduana), lo
cual suponía una flexibilización de las relaciones comerciales con el exterior. A ello
hay que añadir el hecho de que la pérdida de la mayor parte del Imperio americano
durante las primeras décadas del siglo XIX (como consecuencia de exitosos procesos
de emancipación en América Latina) también suponía, por defecto, una desregulación
del comercio exterior, al desaparecer la mayor parte de las muy reguladas redes de
comercio colonial.
Finalmente, las nuevas políticas económicas también afectaron a uno de los
sectores emergentes de la época en toda Europa: el ferrocarril. En este caso, sin
embargo, los gobiernos liberales no optaron por dejar jugar libremente a la oferta y la
demanda, sino que garantizaron a las compañías ferroviarias (apoyadas en su mayor
parte en una base de capital extranjero que, por tal motivo, podía resultar volátil) no
sólo la concesión de determinados trayectos sino incluso la obtención de determinados
niveles de beneficio. Las facilidades concedidas por el Estado a las compañías fueron
más allá e incluyeron exenciones arancelarias para la compra de material y
maquinaria. El objeto de esta regulación, claramente favorable a las empresas
ferroviarias, era asegurar la construcción del ferrocarril en un país falto de capitales y
de iniciativas autóctonas, probablemente debido al atraso de la economía en relación a
otros países europeos. El trato de favor concedido a las empresas ferroviarias a partir
de 1855 no era del todo contradictorio con la agenda liberal, ya que, sin duda, la
construcción del ferrocarril impulsaría el desarrollo del comercio y la integración del
mercado nacional, poniendo en contacto a regiones hasta entonces poco conectadas
desde el punto de vista económico. Aun con todo, este elemento de las políticas
económicas de los liberales se encontraba ya a medio camino entre la búsqueda de
una sociedad de mercado (como todas las otras medidas de este periodo) y los inicios
de un capitalismo más regulado (en la línea de lo que ocurriría en el periodo posterior).
LA RESTAURACIÓN Y LA SEGUNDA REPÚBLICA (1874-1936)
Una nueva etapa, conocida en la historia española como la de la Restauración,
se abrió en 1874. El paso de un sistema de monarquía absoluta a un sistema de
monarquía constitucional no había garantizado la estabilidad política, sino que más
bien había venido acompañado por continuos cambios de gobierno y
pronunciamientos militares encaminados a influir sobre el rumbo de la vida política del
país (cuadro 1.1). La tendencia hacia una situación cada vez más inestable había
culminado en la revolución que en 1868 sacó del poder a Isabel II sin poder instaurar a
cambio un régimen suficientemente estable durante los seis años siguientes. La
estabilidad llegó de la mano de la Restauración: la monarquía constitucional
encabezada de nuevo por Borbones (Alfonso XII y Alfonso XIII) después del breve
periodo de reinado de Amadeo I y la aún más breve experiencia de la Primera
República.
Cuadro 1.1. Número de gobiernos y pronunciamientos militares
Gobiernos Pronunciamientos militares Número Duración
media (años)
Número Número medio por
década Fernando VII 26 1,0 14 5,6 Isabel II 57 0,6 25 7,1 Sexenio Revolucionario 20 0,3 4 6,7 Restauración 67 0,9 10 1,8 Segunda República 24 0,3 2 2,5 Franquismo 10 3,6 0 0,0 Transición y democracia 11 2,3 1 0,4
Fuente: Jordana y Ramió (2005). Elaboración propia.
¿Qué supuso la Restauración para la tendencia, ya en marcha, hacia la
democratización de la vida política? Una combinación de avances y retrocesos.
Durante los primeros años del nuevo régimen se aprobó una transformación del
sistema electoral que anulaba el paso a un sistema de sufragio masculino universal
(aprobado durante el Sexenio revolucionario) y restauraba un sistema de sufragio
masculino censitario; es decir, restauraba las barreras de clase a la democratización.
Es cierto que poco después, en 1890, se consolidó definitivamente la opción del
sufragio masculino universal. Pero el resultado tampoco fue un sistema plenamente
democrático, y no sólo por la exclusión de las mujeres del proceso electoral: había
sufragio masculino universal, había pluralismo político y había cierto respeto hacia las
libertades y derechos básicos, pero el proceso electoral era fraudulento por diversos
motivos, desde la falsificación de los resultados hasta la coacción ejercida sobre
numerosos votantes. En realidad, no había verdadera competencia electoral entre los
principales partidos, que se alternaban pacíficamente en el poder a través del manejo
fraudulento del mecanismo electoral.
Con todo, el principal retroceso de la Restauración desde el punto de vista de
la democratización del sistema de gobierno fue la sustitución, hacia el final del periodo,
de esta fraudulenta semi-democracia por una dictadura. La estabilidad del régimen de
la Restauración había comenzado a resquebrajarse a raíz del trastorno nacional
generado por la pérdida de Cuba en 1898; además, durante los primeros años del
siglo XX, conforme la modernización económica se abría paso con importantes
disparidades sociales, la conflictividad social (liderada por los obreros en las ciudades
y los jornaleros en el campo) fue en aumento, mientras el sistema de alternancia
pactada entre partidos, puesto cada vez más en entredicho, se mostraba incapaz de
absorber estas tensiones. El resultado fue un cambio de régimen: con el
consentimiento de Alfonso XIII (que continuaría siendo rey), el general Miguel Primo
de Rivera tomó el mando. Su dictadura se prolongó durante siete años (1923-30) y
supuso un corte en la transición desde la monarquía absoluta de comienzos del siglo
XIX hacia un sistema democrático.
El paso a un sistema democrático se completó más adelante, durante la
Segunda República. La alternativa dictatorial pronto entró en crisis, y Primo de Rivera
se vio forzado a dimitir en 1930. La crisis de la dictadura terminó siendo la crisis del
rey que la había consentido y, un año más tarde, las elecciones municipales arrojaron
un claro triunfo de los partidos republicanos: Alfonso XIII abandonó el país y se
proclamó la Segunda República. La Segunda República culminó el paso a un sistema
democrático. A diferencia de lo que había ocurrido durante la Restauración, no había
ninguna figura no electa que ostentara algún tipo de poder ejecutivo (como sí había
ocurrido con monarcas y regentes durante la Restauración). Y, en las históricas
elecciones de 1933, las mujeres españolas tuvieron por primera vez (y con
anticipación a algunos países europeos más adelantados desde el punto de vista
económico y social) derecho al voto. Tan sólo tres años más tarde, sin embargo, el
sistema democrático de la Segunda República fue destruido por una sublevación
militar que degeneraría en Guerra Civil y supondría el inicio de la dictadura franquista.
¿Qué tipo de regulación sobre la actividad económica pusieron en práctica
estos sucesivos gobiernos: los de la Restauración antes de 1923, la dictadura de
Primo de Rivera y los gobiernos de la Segunda República? Obviamente, hubo
diferencias importantes entre unos y otros, pero conviene subrayar en primer lugar su
rasgo común: la tendencia a alejarse del capitalismo liberal y a otorgar un mayor papel
al Estado en la regulación de la vida vida económica. No se trataba de regresar al
Antiguo Régimen, sino de corregir, dentro de un marco capitalista, los efectos que se
consideraban más desfavorables del funcionamiento de la sociedad de mercado. Con
orientaciones bien distintas según los subperiodos, esta apuesta por una regulación
económica más activa se desarrolló fundamentalmente en torno a dos ejes: el viraje
proteccionista y nacionalista de la política económica, y la regulación del mercado
laboral y la protección social para los grupos más desfavorecidos.
El viraje proteccionista y nacionalista arrancó en 1891, cuando el gobierno
decidió elevar los aranceles impuestos a los productos extranjeros que entraran en
España. España había participado previamente en el movimiento europeo hacia una
paulatina retirada de las barreras al libre comercio (en especial después del
liberalizador arancel Figuerola de 1869), pero a partir de 1891 la política arancelaria se
hizo más severa y el Estado tendió a reservar el mercado español para los
productores españoles. Este viraje hacia el proteccionismo, compartido en ese
momento por la mayor parte de países de la Europa continental, fue inicialmente
motivado por la incapacidad de los agricultores españoles para competir con los
agricultores de América o Rusia, que trabajaban con costes de producción más bajos
y, desde la década de 1870, comenzaban a apoyarse en la revolución de los
transportes para introducir sus productos en los mercados europeos. El viraje se
extendió posteriormente al sector industrial, cuyos empresarios argumentaban que sus
productos no podían ser competitivos con respecto a los de países industriales más
avanzados cuando los costes laborales de sus empresas se veían inflados de manera
artificial por los efectos del proteccionismo agrario sobre los salarios nominales de los
obreros; en otras palabras: el proteccionismo agrario, al impedir la entrada de comida
barata procedente del extranjero, estaría impidiendo que los costes salariales y, por
ende, los costes totales de producción fueran más moderados, erosionando la
competitividad internacional de la industria.
Con todo, el proyecto de formar una especie de capitalismo organizado de
orientación nacionalista alcanzó su máxima expresión más adelante, durante la
dictadura de Primo de Rivera entre 1923 y 1930. Primo de Rivera reforzó el
proteccionismo, haciendo de España uno de los países europeos que en mayor
medida salvaguardaba sus mercados para sus propios productores. Además, Primo de
Rivera aumentó la vigilancia y las trabas sobre el funcionamiento de las empresas
extranjeras que operaban en suelo español. Por otro lado, más allá de la cuestión
nacionalista, Primo de Rivera también se alejó de la idea liberal del Estado en otros
dos sentidos: intensificó la intervención del Estado en la regulación de los más
diversos mercados e impulsó un ambicioso programa de obras públicas (embalses,
carreteras…).
El segundo gran eje de regulación de la vida económica estuvo centrado en el
mercado laboral y la protección social, es decir, en la clase obrera y los grupos más
desfavorecidos. El régimen de la Restauración terminó modelando en los inicios del
siglo XX un mercado laboral más regulado, con objeto de impedir que la asimetría de
poder económico entre empresarios y trabajadores fuera usada indiscriminadamente
por aquellos en contra de estos. Una importante medida en este sentido fue la
limitación de la jornada laboral a ocho horas diarias. Desde luego, esto suponía un
alejamiento del planteamiento liberal, ya que suponía una restricción artificial en la
oferta de mano de obra (al impedir que aquellos trabajadores que así lo desearan se
ofrecieran a trabajar durante jornadas más largas), pero la creciente conflictividad
social convenció a los gobiernos de la Restauración de la necesidad de un cambio de
enfoque.
También se fueron introduciendo medidas de protección social, rompiendo con
la idea liberal de que el cuidado de los más desfavorecidos, en tanto en cuanto no
estuviera en peligro el orden público, era responsabilidad de la caridad privada más
que del Estado. Fueron introduciéndose diferentes figuras de “seguros sociales”, una
especie de embrión de Estado del bienestar que cubría accidentes de trabajo, vejez,
enfermedad y desempleo. Muchos de estos seguros sociales eran en principio
voluntarios, por lo que muchas personas dentro de las clases populares optaron por no
suscribirlos, e incluso algunas de las figuras obligatorias fueron objeto de escasa
vigilancia administrativa en su cumplimiento. Y, de hecho, los años de Primo de Rivera
paralizaron el crecimiento de los seguros sociales y, aunque estos volvieron a ser
impulsados durante la Segunda República, tuvieron un impacto moderado. Pero, a
pesar de todos los pesares, estos seguros sociales fueron el puente entre la
concepción liberal de la protección social como beneficencia y la concepción más
moderna de la protección social como un derecho ciudadano dentro de un Estado del
bienestar.
Buena parte de estas nuevas regulaciones iban dirigidas a la clase obrera y las
clases populares urbanas, pero, hacia el final de nuestro periodo, entre 1931 y 1933,
los gobiernos de izquierda de la Segunda República pusieron en marcha un ambicioso
programa de reforma agraria encaminado a mejorar también las condiciones de vida
de los grupos rurales más desfavorecidos. El aspecto más llamativo de la reforma
agraria era la redistribución de tierras de latifundios, comunes en buena parte de la
mitad sur del país, y el consiguiente acceso a la propiedad de la tierra por parte de
jornaleros hasta entonces desposeídos. La reforma agraria incluía también un conjunto
de regulaciones sobre el mercado laboral claramente favorables al factor trabajo,
encaminadas a evitar un mercado plenamente libre en el que los terratenientes
aprovecharan su posición ventajosa con respecto a los jornaleros y en el que la
competencia de jornaleros migrantes temporales procedentes de un comarca
deprimiera los salarios agrarios en la comarca que los acogía. La reforma agraria, sin
embargo, tropezó con numerosos obstáculos, desde las dificultades operativas para
ponerla en marcha (en un momento en el que, por ejemplo, no existía en España un
censo agrario) hasta la oposición de las elites terratenientes (y el escaso entusiasmo
de no pocos pequeños campesinos de zonas no latifundistas hacia este proyecto y, en
general, hacia los primeros gobiernos de la Segunda República). Tras su victoria
electoral en 1933, los gobiernos de derechas pusieron en marcha una auténtica
contrarreforma agraria con objeto de anular los escasos efectos que para entonces
había tenido la reforma. El regreso de las izquierdas al poder tras las elecciones de
1936 podría haber dado un nuevo impulso a la reforma agraria, pero en unos meses
se desencadenaría ya la Guerra Civil.
Aún con todo, no cabe duda de que, a lo largo del periodo comprendido entre
1874 y 1936, sucesivos gobiernos, algunos de ellos con orientaciones ideológicas
contrapuestas, fueron alejando al capitalismo español del modelo de capitalismo
liberal, introduciendo significativas regulaciones públicas sobre el desarrollo de la
actividad económica por parte de los agentes privados.
EL FRANQUISMO (1936-1975)
Sin duda, el episodio más trágico de la historia española contemporánea es la
destrucción del sistema democrático de la Segunda República a raíz del estallido de la
Guerra Civil de 1936-1939 y la subsiguiente instauración de un régimen dictatorial
encabezado por el general Francisco Franco entre 1939 y 1975.
El sistema democrático de la Segunda República no condujo a la estabilidad
del país, sino que, por el contrario, fue víctima de una sociedad crecientemente
polarizada en torno a temas como el papel de la Iglesia en la educación y la vida
pública del país, la cuestión regional, y la desigualdad entre clases sociales. Poco
después de la victoria electoral del Frente Popular en 1936, que suponía el triunfo de
las alternativas reformistas (Estado laico, descentralizado y reductor de las
desigualdades sociales) frente a los planteamientos conservadores (catolicismo,
unidad de España, mantenimiento de la sociedad tradicional), un grupo de militares
alineados con estos últimos lanzó un golpe de Estado. El golpe fracasó en el sentido
de que no condujo rápidamente a los militares al poder, pero triunfó en el sentido de
que tuvo suficiente éxito para iniciar una guerra civil que, tres años después,
culminaría en el inicio de un nuevo régimen político radicalmente distinto: la dictadura
encabezada por el general Francisco Franco. La victoria del llamado bando nacional,
encabezado por Franco, sobre el bando republicano (que encarnaba la legalidad
vigente) fue el resultado de una combinación de factores, entre los que destacan la
asimetría de los apoyos internacionales obtenidos por uno y otro (el importante apoyo
concedido al bando nacional por la Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini resultó
determinante) y la superior organización económica del bando nacional.
El franquismo supuso una abrupta ruptura con respecto al sistema democrático
de la Segunda República. El Jefe del Estado, los gobernantes y los parlamentarios
dejaron de ser elegidos a través de sufragios. Los ciudadanos tan sólo fueron
consultados en dos momentos puntuales: los refrendos de 1947 y 1966, que, además,
no se vieron libres de irregularidades. En realidad, las libertades básicas asociadas a
la democracia también fueron suprimidas: libertad de expresión, libertad de prensa,
libertad de asociación, pluralismo político. Los contrapesos a que se sometía el
ejercicio del poder por parte del nuevo régimen fueron reducidos a la mínima
expresión. De particular significación fue la anulación de los procesos de autonomía
política que antes de la guerra se habían iniciado ya en algunas regiones con rasgos
distintivos, como Cataluña, País Vasco y Galicia. También las estructuras del poder
provincial y municipal fueron puestas a disposición del poder central. Como otras
dictaduras del siglo XX, el franquismo tomó por la fuerza un Estado ya formado y lo
utilizó para ejercer un control sin precedentes sobre los más diversos aspectos de la
sociedad, la economía, la política y la cultura.
Es cierto que el franquismo fue evolucionando a lo largo del tiempo. En sus
inicios, se trataba de un régimen claramente alineado con el fascismo a través de la
versión española del mismo: el falangismo que antes de la guerra había puesto en pie
José Antonio Primo de Rivera (hijo del dictador de los años veinte). Sin embargo, una
vez derrotadas las potencias fascistas en la Segunda Guerra Mundial y
desencadenada la guerra fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética, el férreo anti-
comunismo de Franco orientó al régimen hacia el bloque pro-estadounidense, lo cual
condujo a una cierta moderación del anti-liberalismo inicial del régimen. Por el camino,
los falangistas fueron perdiendo influencia a manos de grupos más moderados, entre
ellos los denominados “tecnócratas”, muchos vinculados a la organización católica
Opus Dei. En sus últimos años, el grado de autoritarismo cotidiano del régimen
también tendió a suavizarse, conforme el control y la represión sobre las opiniones
discordantes se relajaron ligeramente. Se produjo, pues, una cierta apertura del
franquismo.
Sin embargo, a lo largo de sus casi cuarenta años de existencia, el franquismo
fue siempre un régimen autoritario que no se acercó siquiera remotamente a, cuando
menos, algún tipo de situación intermedia a medio camino entre el autoritarismo y la
democracia. Por ello, el sistema político español fue una anomalía dentro de la Europa
occidental posterior a la Segunda Guerra Mundial, donde con apenas alguna otra
excepción (Portugal, Grecia) se había completado la transición hacia sistemas
democráticos con pluralismo político, elecciones libres, sufragio universal y derechos
básicos. España era diferente, probablemente más que en cualquier otro periodo de su
historia: al fin y al cabo, haber tenido monarquía absoluta a comienzos del siglo XIX o
sufragio restringido a los varones a comienzos del siglo XX no era tan infrecuente en la
Europa de esos periodos. Una dictadura en plena década de 1970 sí lo era.
La esencia económica del franquismo era el intervencionismo. La
Restauración, Primo de Rivera y la Segunda República ya se habían ido alejando del
capitalismo liberal, pero el grado de regulación a que el Estado franquista sometió a la
actividad económica no tenía precedentes. Franco se fijó la industrialización del país
como meta y consideró que, para ello, era necesario que el Estado interviniera
fuertemente en la economía. La intervención del Estado se concretó en ocasiones en
la puesta en marcha de empresas públicas pertenecientes al Instituto Nacional de
Industria y en la nacionalización de empresas privadas en sectores clave, como el
ferrocarril (Renfe) o las telecomunicaciones (Telefónica). Pero nada más lejos de la
idea de Franco que establecer una industrialización impulsada por empresas públicas
al estilo soviético: buena parte de la intervención del Estado consistió en la regulación
de los distintos mercados y sectores, y en ocasiones incluso de las propias empresas
privadas.
El intervencionismo fue verdaderamente extremo durante el primer franquismo,
comprendido entre el final de la Guerra Civil en 1939 y los inicios de la década de
1950. En el sector primario, la principal línea de política económica puesta en marcha
por la Segunda República, la reforma agraria, fue cancelada, facilitándose la
devolución de la tierra afectada por la misma a sus antiguos propietarios y ofreciendo
a cambio a los jornaleros la promesa de que una política de colonización interna (de
puesta en cultivo de nuevas tierras) podría elevar sus niveles de vida. Pero esto no
quiere decir que se abandonara el sector al libre mercado. Antes al contrario, se fijaron
precios máximos para los principales productos, con objeto de evitar que la población
debiera pagar precios altos por la comida (y que, en consecuencia, los empresarios
industriales debieran pagar salarios altos a sus trabajadores). El Estado, además,
asumió el monopolio de la comercialización de no pocos productos, entre ellos uno de
los más importantes en la dieta de los españoles: el trigo. De este modo, todos los
agricultores trigueros pasaron a estar obligados a vender su producción al Servicio
Nacional del Trigo a un precio fijado por el gobierno, en contraste con la situación
previa en la que podían vender a una variedad de posibles intermediarios al precio
resultante del libre juego de la oferta y la demanda. Los consumidores, mientras tanto,
recibían cartillas de racionamiento que podían canjear por los alimentos
correspondientes.
En el sector secundario, por su parte, el Estado, además de intervenir
directamente a través de sus empresas públicas, concedió ventajas a las empresas
privadas consideradas de interés nacional y estableció fuertes restricciones a las
inversiones extranjeras en el país. El Estado también intervino de diversos modos en
el sector terciario, desde la estricta regulación a que sometió a las entidades
financieras (con objeto de favorecer la financiación del propio Estado) a la no menos
estricta regulación de las transacciones económicas con el exterior.
En realidad, este último asunto, el contacto económico con el exterior, fue tan
importante que con frecuencia se conoce a esta etapa de la historia de España como
la etapa de la autarquía. En efecto, ya durante la Guerra Civil, en 1938, Franco había
declarado:
“España es un país privilegiado que puede bastarse a sí mismo. Tenemos todo lo que hace falta para vivir y nuestra producción es lo suficientemente abundante para asegurar nuestra propia subsistencia. No tenemos necesidad de importar nada.”
Así que el primer franquismo, durante el cual se aplicaron en su versión más pura los
principios económicos del régimen, fue un periodo de extremo proteccionismo
comercial. Este proteccionismo se articulaba a través de varios instrumentos. Algunos
productos estaban sujetos a aranceles, pero muchos otros estaban directamente
sujetos a cuotas. Es decir, en su caso la protección se realizaba por la vía de las
cantidades y no por la de los precios, y generaba por tanto una distorsión mayor.
Además, la utilización de moneda extranjera estaba estrechamente controlada por el
Estado a través del Instituto Español de Moneda Extranjera. Los particulares que
desearan divisas de otros países, básicamente empresarios que desearan importar
productos del exterior, debían enviar una solicitud en la que justificaran los motivos de
su demanda y la imposibilidad de cubrir sus necesidades con productos españoles.
Como puede imaginarse, muchas solicitudes eran resueltas en sentido negativo.
Finalmente, otro instrumento proteccionista era el tipo de cambio. En una economía en
la que tantos y tantos precios se encontraban regulados o (directamente) fijados por el
Estado, el precio de la peseta con respecto a las monedas extranjeras tampoco fue
dejado al libre juego de oferta y demanda. Por motivos de prestigio nacional, Franco
optó por fijar un tipo de cambio elevado, que sobrevaloraba a la peseta con respecto a
las otras monedas. (Maniobra torpe que restringía la capacidad exportadora del país y
volvía relativamente más atractivas las importaciones, causando en la década de 1950
un auténtico estrangulamiento de la balanza comercial que obligó al régimen a
consentir en adelante la devaluación de la peseta.) Pero lo que quizá resulta más
interesante en este momento es que no existía un único tipo de cambio de la peseta
con respecto a las demás monedas: prevalecía un sistema de tipos de cambio
múltiples a través del cual los productos y sectores considerados estratégicos recibían
implícitamente una protección adicional.
Junto a estas regulaciones sobre los diferentes sectores de la economía,
también los mercados de factores productivos se encontraban estrechamente
regulados. El caso más significativo es el del mercado laboral. Franco abolió los
sindicatos, al menos en su versión genuina: asociaciones independientes de
trabajadores que negocian de manera conjunta (en lugar de cada uno por su cuenta)
las condiciones laborales con la dirección de la empresa. La abolición de los
sindicatos, como la anulación de la reforma agraria, suponía cortar de raíz las bases
de las regulaciones pro-trabajo que habían ido introduciéndose en el marco
institucional español durante las décadas previas a la Guerra Civil, y muy
especialmente durante los años izquierdistas de la Segunda República. Esto era
coherente con los planteamientos corporativistas del falangismo, cuyo anti-comunismo
llevaba a denostar tanto el concepto de lucha de clases como la plasmación práctica
del mismo en instituciones o regulaciones. El resultado no fue, sin embargo, el regreso
al mercado laboral desregulado (o, para ser más precisos, escasamente regulado) del
siglo XIX: el resultado fue un mercado laboral aún más intervenido.
Ya el Fuero del Trabajo de 1938 planteaba que
“Negamos licitud a [la] ley [del mercado] como reguladora del salario y estableceremos tablas de salarios mínimos que resulten suficientes para proporcionar al trabajador y su familia una vida moral y digna de su calidad humana.”
Y, así, hasta mediados de la década de 1950 el régimen reguló férreamente los
salarios pagados en los diferentes sectores y oficios a través de las Reglamentaciones
del Trabajo. También obligó a las empresas a respetar unos determinados mínimos de
plantilla y estableció fuertes restricciones legales al despido de trabajadores. Todas
estas regulaciones se orientaron a proteger a unos trabajadores que ahora han sido
privados de su derecho a la sindicación. En realidad, empresarios y trabajadores se
vieron forzosamente encuadrados en el engañosamente llamado sindicalismo vertical,
comités integrados por representantes tanto de la empresa como de los trabajadores.
Como cabía imaginar, los sindicatos verticales estaban dominados por las empresas,
pero estas a su vez debían respetar una gran cantidad de regulaciones encaminadas a
proteger a los trabajadores.
Se trataba pues de un gigantesco armazón de regulaciones, tanto en el plano
interno como en el plano externo, que ha llevado a algunos expertos a hablar del
primer franquismo como una “economía de mandato” más que como una economía de
mercado. ¡Qué lejos quedaba no ya el capitalismo liberal de las décadas centrales del
siglo XIX, sino incluso el tipo de capitalismo algo más regulado del medio siglo anterior
a la Guerra Civil!
A partir de la década de 1950 y hasta el final del régimen en 1975, la dirección
fundamental de la política económica fue la liberalización, tanto en el plano interno
como en el plano externo. Es decir, el regreso del libre mercado a esferas de la vida
económica que habían pasado a ser objeto de intensa regulación durante el primer
franquismo. Los motores de la liberalización fueron básicamente dos: el fracaso
económico del primer franquismo (incapaz de recuperar los niveles prebélicos en
numerosas facetas) y la incorporación de España al bloque occidental, pro-
estadounidense de la guerra fría. De todos modos, dada la fuerza con que el régimen
había apostado originalmente por la regulación, no resulta sorprendente que se tratara
de un proceso de liberalización lento y gradual.
Las reformas liberalizadoras comenzaron en la década de 1950. En el plano
interior, se produjeron importantes cambios en la política agraria. Se adoptaron precios
máximos más elevados que los de los años cuarenta, para así incentivar en mayor
medida el crecimiento de la producción. El sistema de racionamiento en el acceso a la
comida por parte de los consumidores fue desmantelado. También comenzaron a
implantarse medidas para favorecer la modernización técnica de las explotaciones
agrarias, abriendo la puerta a un proceso de ajuste vía mercado a través del cual las
explotaciones pequeñas dejarían de ser competitivas frente a las grandes y, en
palabras del nuevo ministro de Agricultura, Rafael Cavestany, España pasaría a contar
con “menos agricultores y mejor agricultura”. En el plano externo, por su parte, se
abandonaron los elementos más extremos de la estrategia autárquica, y se procedió a
una devaluación de la peseta que llevó a esta a un tipo de cambio más próximo al del
mercado libre.
El gran cambio de rumbo tuvo lugar, de todos modos, al final de la década, de
la mano del Plan de Estabilización y Liberalización de 1959. El Plan contenía una
batería de medidas de liberalización. En el plano interno, disminuyó el grado de
regulación de diversos sectores. En el plano exterior, se mantuvo un importante grado
de proteccionismo arancelario, pero prescindiendo ya del proteccionismo vía
cantidades. Además, aunque las operaciones con divisas extranjeras no se
liberalizaron plenamente, sí se autorizaron algunas operaciones privadas. Esta
apertura de España hacia el exterior se vio complementada por la incorporación del
país a las principales instituciones internacionales y, ya en 1970, por la firma de un
acuerdo de relaciones preferenciales con la Comunidad Económica Europea.
Esto no quiere decir que, a la altura de 1975, la economía española no
estuviera todavía sometida a un alto grado de regulación. En parte por la persistencia
de muchos elementos del armazón intervencionista del primer franquismo, en parte
porque algunas de las nuevas políticas puestas en práctica más adelante también
contenían nuevas dosis de regulación. Así, por ejemplo, los sectores industrial y
financiero continuaron siendo estrechamente regulados, dado que el Estado definió
una serie de industrias de interés preferente, creó un conjunto de “polos de desarrollo”
en regiones hasta entonces no muy industriales, y estableció para todo ello canales de
financiación privilegiada. Las entidades financieras fueron puestas a disposición de
esta estrategia a través de la imposición de regulaciones, particularmente exigentes en
el caso de las cajas de ahorros, encaminadas a garantizar que una determinada
proporción de los recursos financieros fuera canalizada hacia el Estado, las empresas
públicas o los sectores definidos como preferentes. A lo que aún habría que añadir la
intervención directa a través de las empresas públicas del Instituto Nacional de
Industria o el sistema de concesión de créditos oficiales. De hecho, a partir de 1964,
Franco adoptó la idea francesa de la “planificación indicativa”, a través de la cual el
Estado no obligaba pero sí incentivaba que la iniciativa privada se dirigiera a
determinados sectores y regiones. El resultado fueron unos Planes de Desarrollo que,
si bien no eran tan intervencionistas como las medidas del primer franquismo, sí
apostaban claramente por una especie de “capitalismo organizado” a la española.
Otra esfera muy regulada era el mercado laboral. Hubo algún signo de
liberalización, por ejemplo en el ámbito de la fijación de los salarios: de un sistema
basado en el dictado del gobierno se pasó a otro basado en la negociación colectiva
en el seno de los sindicatos verticales. En términos generales, sin embargo, el modelo
franquista de relaciones laborales se mantuvo alejado de lo habitual en Europa
occidental: allí la negociación colectiva era mucho más inclusiva porque tenía lugar
entre la patronal y los sindicatos obreros (y no en el marco corporativista de los
sindicatos verticales), y el Estado se limitaba a facilitar los acuerdos en lugar de (como
en España) asumir unilateralmente la regulación de los más diversos aspectos del
mercado laboral. El resultado fue un mercado laboral muy rígido, en el que destacaba
la persistencia de fuertes restricciones legales al despido de trabajadores.
TRANSICIÓN Y DEMOCRACIA (1975-2007)
En 1975, la muerte de Franco abrió la puerta a una transición desde la
dictadura hacia la democracia. Se trató de una transición compleja y llena de
incertidumbres que tuvo lugar dentro del propio marco legal creado por el franquismo.
Las dos cabezas visibles de la transición fueron el rey Juan Carlos I y el presidente del
gobierno Adolfo Suárez. La posición de ambos se derivaba del marco legal franquista:
años antes de su muerte, Franco había establecido que, cuando llegara el momento,
su sucesor a la cabeza del Estado sería el joven Juan Carlos de Borbón (y no su padre
Juan, que, como hijo de Alfonso XIII, estaba en principio por delante de él) sería su
sucesor a la cabeza del Estado, mientras que Adolfo Suárez era un político franquista
que fue designado presidente por parte del rey. Desde la legalidad franquista, Suárez
llevó adelante el proyecto de reforma política encaminado a restaurar la democracia,
cuyo texto fundacional fue la Constitución de 1978.
El periodo comprendido entre 1978 y el presente ha sido, con diferencia, el
periodo más largo de democracia en la historia de España. La única amenaza al
sistema democrático provino, como en ocasiones anteriores, de un golpe de estado
militar, en este caso encabezado por Antonio Tejero en 1981. Pero, al contrario que en
ocasiones anteriores, el golpe fracasó y la democracia se consolidó. La calidad del
sistema democrático español ha sido puesta en tela de juicio en no pocas ocasiones
desde entonces, la última de ellas por parte del movimiento de los indignados del 15-M
(a partir de 2011). En perspectiva histórica, sin embargo, no cabe duda de la gran
diferencia que existe entre este sistema, aun con todos sus aspectos criticables, y la
mayor parte de sistemas políticos en la historia previa de España. La celebración de
elecciones libres en las que contienden diversos partidos políticos y el respeto de los
derechos básicos para el funcionamiento del sistema democrático han culminado un
largo proceso de cambio político. Lejos quedan no sólo los tiempos de las monarquías
absolutas, sino también los de las dictaduras contemporáneas.
La consolidación de la democracia implicó además otras dos importantes
rupturas políticas. En primer lugar, el Estado centralista del franquismo fue
reemplazado por un Estado descentralizado en el que diecisiete Comunidades
Autónomas, dotadas de competencias en diversos ámbitos, establecían un importante
contrapeso al poder del Estado central. Y, en segundo lugar, España fue finalmente
admitida a la Comunidad Económica Europea (futura Unión Europea) en 1986. Las
relaciones de la España de Franco con la C.E.E. habían ido mejorando, hasta el punto
de que en 1970 se había firmado un acuerdo preferencial entre ambas partes, pero el
carácter dictatorial del sistema de gobierno español bloqueaba cualquier intento de
incorporación de España como miembro de la C.E.E. La adhesión de España a la
C.E.E. en 1986, un símbolo para toda una generación de españoles marcados por el
aislamiento franquista, abrió además la puerta para la participación del país en el
ambicioso proyecto de una unión monetaria europea: el proyecto del euro, que como
tal arrancó en 1999, poniendo así fin a la era de la peseta (que había comenzado en
1868). El resultado de ambas rupturas estaba claro: la gran concentración de poder en
el Estado central durante el franquismo se difuminaba ahora conforme crecientes
cuotas de poder eran transferidas hacia abajo a las Comunidades Autónomas y hacia
arriba a la Unión Europea.
Aunque partidos de diferente orientación ideológica han encabezado sucesivos
gobiernos a lo largo de los años, puede distinguirse un rasgo básico en la regulación
económica de la democracia: la tendencia a desmontar el entramado intervencionista
del franquismo, todavía significativo a la altura de 1975, a través de medidas
liberalizadoras. En el plano interior, diversos mercados que hasta entonces se
encontraban muy intervenidos, como las telecomunicaciones o la energía, fueron
relativamente liberalizados. También se flexibilizaron las restricciones que pesaban
sobre la utilización del suelo para la construcción de edificios y viviendas. Además, se
procedió a la privatización, total o parcial, de muchas empresas públicas del periodo
previo; un caso importante fue la privatización de Telefónica, una de las mayores
empresas del país. En el plano exterior, la tendencia hacia la liberalización fue aún
más acusada, sobre todo porque la incorporación a la C.E.E. implicaba abolir las
medidas proteccionistas que España venía manteniendo con sus ahora socios
europeos, adoptar las tarifas exteriores comunes de la C.E.E. y moderar
significativamente las subvenciones encubiertas que, a través de diversas
bonificaciones, el Estado venía concediendo a las empresas exportadoras. Si ya la
última parte del franquismo fue una etapa de relativa liberalización exterior, las
décadas posteriores continuaron e intensificaron el proceso.
No cabe concluir de lo anterior que España regresara al capitalismo liberal del
siglo XIX. Muchas de las liberalizaciones interiores fueron parciales, en especial en el
sector servicios, por lo que la regulación continuó siendo importante para la
coordinación de la actividad económica. Además, uno de los mercados más
importantes de cualquier economía, el mercado laboral, mantuvo un considerable nivel
de regulación por parte del Estado. Tras el regulacionismo franquista (consolidado por
la ley de relaciones laborales aprobada en 1976), sucesivos gobiernos impulsaron
iniciativas de desregulación (en especial, las reformas laborales de 1984, 1994 y
1997), encaminadas a crear un mercado laboral en el que empresarios y trabajadores
se encontraran de manera más flexible: fomento de la contratación temporal (en
contraste con el énfasis del franquismo en la contratación permanente), creación de
figuras contractuales especiales (como los contratos en prácticas o los contratos por
obra), abaratamiento del coste de despido… Este proceso de desregulación fue
acompañado por la puesta en marcha por parte del Estado de un factor compensador:
la instauración del diálogo social entre patronal y sindicatos obreros. En efecto, el
regreso de la democracia supuso la re-legalización de los sindicatos obreros, algunos
de los cuales habían operado en la clandestinidad durante el franquismo. Y, como en
otros países europeos occidentales, a estos sindicatos se les asignó un papel
importante como interlocutores dentro del diálogo social. El resultado tangible más
importante de este proceso continuo de diálogo social fue la aprobación consensuada
de convenios colectivos que fijaban las condiciones laborales para cada sector y
sentaban las bases para la posterior concreción de dichas condiciones dentro de cada
empresa. De este modo, la protección al trabajador pasaba a depender menos de un
complejo entramado de reglas impuesto por el Estado a las empresas, y más de la
capacidad de los sindicatos para alcanzar consensos con la patronal. Incluso aunque,
en varias ocasiones, los gobiernos democráticos aplicaron directamente reformas
laborales flexibilizadoras, el mercado laboral continuaba sujeto a un considerable
grado de regulación a comienzos del siglo XXI.
Otra razón por la que la tendencia (indudable) hacia la liberalización no supuso
un regreso al capitalismo liberal es que el Estado se mostró inclinado a asumir tareas
de coordinación macroeconómica con objeto de crear un entorno lo más favorable
posible para el desempeño de la actividad empresarial. El ejemplo más notable de ello
fue el énfasis puesto por gobiernos de los más diversos signos en el control de la
inflación. La crisis del petróleo de la década de 1970, combinada con algunos rasgos
específicos de la situación española (heredados de la excesiva permisividad monetaria
de la regulación franquista), condujo a una escalada de precios formidable. En 1977,
en plena transición, los distintos partidos políticos e interlocutores sociales se
aprestaron a combatir la escalada inflacionista a través de un paquete de medidas
consensuadas: las contenidas en los Pactos de la Moncloa. Allí, junto a la
concertación de un esfuerzo de moderación salarial (con objeto de frenar los efectos
que sobre la inflación podían tener unas demandas salariales desmedidas), se optó
por seguir una política monetaria activa para luchar contra la subida de precios. Los
sucesivos gobiernos de la democracia continuaron haciendo uso de esta baza. Hasta
tal punto se consideró importante la definición de la política monetaria que en 1994 el
Banco de España, la entidad encargada de ejecutar dicha política (con la estabilidad
de precios como principal objetivo), fue declarada autónoma y, por lo tanto, sus
decisiones dejaron de estar directamente vinculadas al gobierno. La entrada en la
zona euro a partir de 1999 supuso la cesión de la política monetaria al Banco Central
Europeo, que también asumió como prioridad la lucha contra la inflación: la creación
de un entorno macroeconómico de precios estables en el que las transacciones
económicas y los proyectos empresariales pudieran desarrollarse sin incertidumbre
acerca del valor de la moneda.
2 Hacienda Pública
Buena parte de las actividades llevadas a cabo por el Estado requieren un
desembolso económico por parte de este: el mantenimiento del orden público, la
administración de justicia, la construcción de infraestructuras, la provisión de servicios
públicos para sus ciudadanos… Como es lógico, la realización de estos gastos
públicos viene condicionada por la capacidad del Estado para obtener ingresos. A su
vez, la capacidad de financiación del Estado depende, aunque no exclusivamente, de
su capacidad para recaudar impuestos entre sus ciudadanos. Estos impuestos pueden
ser directos, como los impuestos sobre la renta de las personas o los impuestos sobre
los beneficios de las empresas, o indirectos, como los impuestos sobre el consumo.
Otras formas de obtención de ingresos por parte del Estado incluyen (o han incluido
históricamente) el cobro de tasas a los usuarios de sus servicios, la concesión de
funciones públicas a particulares y la explotación de monopolios, así como, en un
plano bien diferente, la venta de deuda pública a inversores nacionales o
internacionales.
En la Europa contemporánea, el Estado ha pasado de tener un tamaño
económico pequeño, con ingresos y gastos bajos en relación al PIB, a un tamaño
económico más grande. La gama de funciones asumidas por el Estado se ha
expandido notablemente, pasándose de un Estado mínimo que apenas asumía las
funciones imprescindibles (orden público, justicia, algunas infraestructuras…) a un
“Estado del bienestar” que asume también la provisión masiva de servicios educativos,
servicios sanitarios y protección social (pensiones de jubilación, prestaciones por
desempleo…). También se han producido grandes transformaciones en los sistemas
fiscales, pasándose de sistemas débiles y regresivos a sistemas más potentes y
progresivos, es decir, sistemas que no sólo tienen una mayor capacidad recaudatoria
sino que ejercen una mayor presión sobre los grupos sociales acomodados y, por
tanto, implican una redistribución de la renta hacia los grupos desfavorecidos. Aun con
todo, esta creciente presión fiscal no ha sido por lo general capaz de cubrir los no
menos crecientes gastos públicos, conduciendo a una importante acumulación de
deuda pública.
La cronología y los detalles de esta transición varían mucho de país a país. A
grandes rasgos, el siglo XIX fue el siglo del Estado liberal, un Estado mínimo. En los
últimos años del siglo XIX y, sobre todo, durante las primeras décadas del siglo XX,
más y más Estados comenzaron a adoptar un tamaño económico más grande, con
recaudaciones fiscales más cuantiosas destinadas a financiar una gama algo ampliada
de gastos públicos entre los que se encontraba el embrión de lo que luego sería el
Estado del bienestar. El clímax de este Estado económicamente más grande llegó en
el periodo comprendido entre el final de la Segunda Guerra Mundial y la crisis
económica iniciada en 1973, durante el cual se consumaron las tendencias descritas
en el párrafo anterior. Por el contrario, en las últimas cuatro décadas esta expansión
del Estado parece haber tocado techo. Ni la cobertura del Estado del bienestar ni las
inversiones públicas en infraestructura han caído drásticamente, como tampoco se ha
producido una reducción notable de la presión fiscal; en otras palabras, no se ha
presenciado un regreso al Estado mínimo del siglo XIX. Pero sí se ha frenado la
tendencia de buena parte del siglo XX.
LA HACIENDA PÚBLICA DE LAS MONARQUÍAS ABSOLUTAS (1500-1833)
Pese a lo que el término (político) “monarquía absoluta” podría sugerir, el
Estado del Antiguo Régimen era débil desde un punto de vista económico. Asumía
unas funciones mínimas, si bien una parte sustancial de su gasto se orientaba a
financiar actividades bélicas, ya fuera de guerra contra otras potencias europeas, ya
fuera de conquista y mantenimiento del orden en el Imperio americano. Aun con todo,
el gasto público español se mantuvo bajo a lo largo de todo este periodo, al menos si
lo comparamos con lo que sería habitual más adelante.
No es que los gobernantes apostaran por la austeridad (de hecho, su
expansionismo territorial y sus ambiciones militares absorbían con frecuencia más de
la mitad del presupuesto), sino que se enfrentaban a enormes obstáculos a la hora de
conseguir ingresos. El sistema fiscal tenía una capacidad recaudatoria muy modesta
por dos motivos. En primer lugar, porque el Estado carecía de suficiente fuerza política
para imponer una presión fiscal más elevada sobre sus ciudadanos, ya fuera sobre los
más acaudalados, ya fuera sobre las clases populares. La imposición directa, que
habría podido gravar con especial fuerza a los estamentos privilegiados, tenía un peso
muy pequeño dentro del sistema fiscal. De hecho, uno de estos estamentos
privilegiados, la Iglesia, gestionaba un sistema fiscal paralelo en torno a la figura del
diezmo, que establecía la transferencia de una parte de la producción cosechada por
las familias campesinas a la Iglesia. Así las cosas, y teniendo en cuenta los
paupérrimos niveles de vida, próximos a la mera subsistencia, tampoco resultaba
factible para el Estado elevar la presión fiscal sobre las clases populares más allá de
un cierto umbral (bastante bajo). La capacidad recaudatoria del Estado era modesta
no sólo por las características del sistema fiscal, sino también, y en segundo lugar, por
su modo de gestionarlo. La fiscalidad, tremendamente fragmentada en diversas figuras
impositivas, estaba mal gestionada por un aparato administrativo débil y poco
preparado. De hecho, no era infrecuente que, ante las dificultades para (y los costes
de) hacer efectivo el cobro de determinados impuestos en determinados lugares, el
Estado subcontratara el cobro de impuestos a particulares: un aristócrata o un
comerciante, por ejemplo, adelantaban una cantidad de dinero al Estado, que a partir
de entonces se desentendía y dejaba en manos de estos inversores la recaudación del
impuesto.
El sistema fiscal era tan débil que el déficit público se convirtió en un rasgo
estructural de las monarquías absolutas, y ello a pesar de que, como hemos
comentado anteriormente, el gasto público no dejaba de ser bastante reducido. Los
metales preciosos extraídos del Imperio americano pasaron entonces a cumplir una
función decisiva a la hora de intentar equilibrar las cuentas públicas. Sin embargo, a
pesar de la riqueza del subsuelo americano, la disponibilidad de metales preciosos por
parte de la Corona no dejaba de estar sujeta a ciclos, en función del grado de
eficiencia de las explotaciones mineras o de la mayor o menor frecuencia de los
descubrimientos de nuevos yacimientos. En suma, no era solución suficiente al
problema del déficit público, y los sucesivos monarcas debieron buscar prestamistas
particulares que financiaran su deuda. En la época de los Austrias, se forjó una fuerte
dependencia de la Corona con respecto a banqueros genoveses y alemanes. Ni
siquiera así pudo aquella evitar una serie de bancarrotas públicas a lo largo del siglo
XVII (cuando una severa crisis económica contrajo la base imponible de lo que ya de
por sí era un maltrecho sistema fiscal), lo cual no hizo sino incrementar el coste de la
financiación de la deuda: ante la falta de confianza en la capacidad de pago de la
monarquía española, los prestamistas extranjeros aplicaron una prima de riesgo que
encareció los nuevos créditos de la monarquía.
Por supuesto, se sucedieron los intentos de reformar y fortalecer el sistema
fiscal con objeto de aumentar los recursos financieros a disposición del Estado. Por
ejemplo, tendió a cerrarse la distancia existente entre los sistemas fiscales de los
distintos territorios. Durante el siglo XVI, en pleno proceso de formación del Estado
moderno, cada territorio tenía su propio sistema fiscal y, por ejemplo, la presión fiscal
en la antigua corona de Castilla era superior a la de la antigua corona de Aragón. Las
reformas fiscales de siglos posteriores, y en especial las de los Borbones en el siglo
XVIII, buscaron homogeneizar las cargas fiscales de unos y otros territorios. Pero
algunas de las reformas más profundas que se plantearon, como por ejemplo en
relación a la administración directa de los impuestos por parte del Estado (en lugar de
la administración indirecta arrendada a particulares), terminaron fracasando. El
endeudamiento se convirtió en un problema crónico y, a finales del siglo XVIII, la
Corona impulsó la creación de una entidad privada, el Banco Nacional de San Carlos,
cuya principal función pasaría a ser precisamente la de ejercer de prestamista del
Estado.
LA HACIENDA LIBERAL Y MÁS ALLÁ (1833-1975)
¿Qué supuso la quiebra del Antiguo Régimen y el ascenso al poder de los
liberales para la Hacienda Pública española? Una ruptura importante con respecto al
Antiguo Régimen, y que abrió el camino hacia el Estado moderno tal y como hoy lo
comprendemos, fue el hecho de que el Estado pasara a ostentar el monopolio de la
recaudación fiscal. En 1841, en una medida de gran importancia para la destrucción
de la sociedad estamental, el gobierno liberal abolió el diezmo, el sistema fiscal
paralelo con que la Iglesia venía financiándose desde largo tiempo atrás. Además, de
manera más gradual pero sin duda efectiva ya en la parte final del periodo, el Estado
fue dejando de subcontratar el cobro de impuestos a particulares y pasó a gestionar de
manera directa el cumplimiento de las obligaciones tributarias.
Junto a la concentración de toda la recaudación fiscal en manos del Estado, en
detrimento de la Iglesia y de particulares, una segunda ruptura fue la importante
reforma tributaria diseñada por Alejandro Mon y puesta en práctica a partir de 1845.
Los primeros gobiernos liberales habían atravesado dificultades presupuestarias no
muy diferentes de las que tanto habían dañado a la monarquía absoluta: el sistema
fiscal heredado del Antiguo Régimen era manifiestamente insuficiente para hacer
frente siquiera a las reducidas funciones que el Estado aspiraba a asumir. De hecho,
algunas de las reformas liberales no sólo habían supuesto la implantación de una
sociedad de mercado (como hemos visto anteriormente), sino que también suponían
una inyección de liquidez en las maltrechas arcas del Estado; la desamortización
eclesiástica de 1836, decretada en plena guerra carlista, es una buena ilustración. La
reforma de Mon, probablemente la reforma más ambiciosa en la historia de España
hasta aquel momento, buscaba proporcionar una solución más duradera a los
problemas de financiación del Estado. Para ello, planteaba la necesidad de unificar el
sistema fiscal, haciéndolo más homogéneo y compacto, en contraste con la
multiplicidad de figuras fiscales y variantes locales propias del Antiguo Régimen.
También planteaba la necesidad de combinar los impuestos indirectos, que a través de
múltiples figuras habían sido claves en la fiscalidad absolutista, con dosis mayores de
impuestos directos. Se trataba, en suma, de una reforma fiscal con una profunda
vocación modernizadora: más que simples retoques sobre el sistema heredado del
Antiguo Régimen.
El balance de la aplicación de la reforma fiscal de 1845 fue, sin embargo,
agridulce. La reforma logró una parte de sus propósitos modernizadores, sobre todo
en lo referido a la unificación y compactación de las figuras fiscales. Sin embargo,
fracasó estrepitosamente a la hora de ensanchar la base fiscal a través de impuestos
directos, ya que la aplicación de los mismos tropezó con obstáculos políticos
insalvables a la hora de gravar a las rentas más altas: básicamente, la antigua nobleza
(ahora reconvertida en burguesía terrateniente) y la emergente clase empresarial de la
industria y el comercio.
Así las cosas, el déficit público y la acumulación de cantidades cada vez
mayores de deuda pública continuaron siendo problemas tan acuciantes para el nuevo
Estado liberal como lo habían sido tiempo atrás para las monarquías absolutas. No es
que el Estado liberal extendiera de manera significativa sus funciones: al final de
nuestro periodo, el gasto público ejecutado por el Estado no superaba aún el 10 por
ciento del PIB. Ni siquiera los evidentes problemas sociales de la época, durante la
cual la desigualdad entre clases acomodadas y clases populares fue en aumento,
alejó a los liberales de su concepción de un Estado mínimo: provisión de una reducida
gama de bienes públicos básicos (orden público, justicia, infraestructuras de
transporte), pero no asunción de funciones de protección social para los grupos más
desfavorecidos por el ascenso de la sociedad de mercado. De hecho, uno de los
problemas de legitimidad social a que se enfrentó el liberalismo en España fue el
hecho de que, al destruir el Antiguo Régimen, se llevó consigo buena parte de sus
instituciones locales de protección social sin sustituirlas por nuevas instituciones de
rango estatal: la protección social fue dejada en manos de la beneficencia y la caridad
privadas. Tampoco hubo una provisión amplia de nuevos bienes públicos, como por
ejemplo la educación (dejada en manos de los municipios, muchos de ellos débiles
desde el punto de vista económico y debilitados aún más por la desamortización civil)
o la gestión urbana (planificación de la expansión de las ciudades, gestión de los
residuos, control y prevención de enfermedades…).
Y, aún así, la base fiscal del Estado era tan débil que estos modestos gastos
fueron suficientes para provocar déficit persistentes. Hacia el final del periodo, estaba
gestándose una espiral de endeudamiento: una parte sustancial del gasto público de
cada año debía destinarse al pago de deudas contraídas en el pasado, por lo que el
Estado se veía abocado a un nuevo déficit y a nuevas emisiones de deuda. Con objeto
de gestionar esta espiral de endeudamiento, los gobiernos liberales recurrieron a la
monetización del déficit por parte del Banco de España (una especie de sucesor del
Banco Nacional de San Carlos, que previamente ya había sido sustituido en sus
funciones de prestamista del Estado por el Banco de San Fernando). También
terminaron repudiando una parte de la deuda contraída: lo que en la época se llamaba
“arreglo” de la deuda y hoy llamamos “quita”. Obviamente, se trataba de soluciones de
emergencia que aliviaban el problema de la deuda pública pero generaban daños
colaterales, al introducir gran incertidumbre en las expectativas de los agentes
económicos.
En suma, la Hacienda Pública liberal no era ya la misma que la Hacienda
Pública del Antiguo Régimen, pero sí compartía con esta un problema crónico de
déficit y endeudamiento. Esto refleja bien las opciones políticas de los dos grandes
grupos sociales cuya alianza hizo posible la destrucción del Antiguo Régimen: los
liberales y una parte de la nobleza. Los liberales, representando los intereses de una
emergente clase empresarial, se orientaban hacia un Estado mínimo que redujera las
cortapisas al funcionamiento libre de los mercados y las empresas privadas, sin asumir
funciones de protección social y sin ejercer una presión fiscal intensa sobre la
actividad económica. Parte de la nobleza, por su parte, estaba dispuesta a apoyar el
proyecto liberal si este no atentaba contra sus derechos de propiedad (en otras
palabras, si no redistribuía tierra hacia los campesinos) o si, incluso, les permitía
convertir algunos de sus derechos señoriales en derechos de propiedad privada plena.
Estos aristócratas apoyaron la transición hacia un tipo de sociedad de mercado de la
cual ellos pudieran beneficiarse en calidad de grandes propietarios del factor
productivo tierra. Tampoco ellos tenían motivos para ver con agrado un Estado
grande, que ejerciera una presión fiscal más intensa a las clases acomodadas con
objeto de financiar una gama más amplia de funciones sociales. Esta alianza entre
liberales y parte de la nobleza fue suficiente para imponerse sobre la Iglesia y el resto
de la nobleza, destruir el Antiguo Régimen e introducir la sociedad de mercado, acabar
con la monarquía absoluta e introducir un sistema de monarquía constitucional. La
transición hacia un Estado más activo no entraba, sin embargo, en sus planes.
Tampoco los sucesivos gobiernos de la Restauración y la Segunda República,
pese a ir alejándose del capitalismo liberal y acercándose a un capitalismo regulado,
alejaron a la Hacienda Pública española del modelo liberal clásico. El sistema fiscal no
experimentó grandes transformaciones durante la Restauración y, ante los conocidos
obstáculos políticos para gravar a las rentas más altas, los impuestos directos
continuaron teniendo un protagonismo moderado. Durante el primer bienio de la
Segunda República, la reforma fiscal de Jaume Carner buscó potenciar la imposición
directa a través de la creación de un impuesto sobre la renta, pero se trataba de un
impuesto complementario que apenas introducía algo de modernidad dentro de un
sistema fiscal decididamente tradicional.
Cuadro 2.1. Deuda pública en circulación como porcentaje de la renta nacional
1860 1882 1901 1923 1935 1955 1971 1985 2001
63 182 132 60 72 40 23 27 56
Fuente: Comín y Díaz (2005).
El gasto público, por su parte, también mantuvo sus rasgos tradicionales.
Aunque el Estado fue pasando a regular la actividad económica de manera más
estrecha que durante los tiempos liberales, sus actividades de gasto continuaron
circunscritas a un abanico bastante estrecho de funciones. Durante las primeras
décadas de la Restauración, la espiral de endeudamiento iniciada ya a lo largo del
periodo previo hizo que una parte sustancial del gasto público tuviera que ser
destinada al pago de las obligaciones crediticias contraídas (cuadro 2.1). Y, más
adelante, el importante desembolso requerido por la guerra de Cuba, que culminaría
en la independencia del país (uniéndose así al nutrido grupo de repúblicas
latinoamericanas que habían conseguido su independencia aprovechando la crisis del
Antiguo Régimen español a comienzos del siglo XIX), aumentaría la presión sobre las
cuentas públicas. Los persistentes problemas de déficit presupuestario y deuda
pública impidieron a España participar en el sistema monetario internacional que,
hacia finales del siglo XIX, estaba contribuyendo a la integración de las economías en
Europa y fuera de ella: el patrón oro. En los inicios del siglo XX, los gobiernos de la
Restauración, carentes de la voluntad y la fuerza necesarias para realizar una reforma
fiscal en profundidad, se vieron obligados a adoptar planes para la contención del
gasto. Ni siquiera la muy publicitada política de fomento de las obras públicas por
parte de Primo de Rivera fue tan ambiciosa en lo que a gasto público ejecutado se
refiere. Por su parte, los gobiernos de la Segunda República, reformistas y activos en
tantos ámbitos, se aferraron a la doctrina del equilibrio presupuestario y, en
consecuencia, mantuvieron una política de gasto moderada; en otras palabras, no
optaron por una política expansiva que, según planteaba por aquel entonces John
Maynard Keynes en una decisiva aportación teórica, aun conduciendo a déficit podía
sacar a las economías de la Gran Depresión.
Si sucesivos gobiernos de la Restauración y la Segunda República
conservaron en no poca medida el legado liberal en materia de Hacienda Pública,
tampoco se produjo una gran reforma fiscal durante el franquismo. Por el lado de los
gastos, el Estado mantuvo una política de austeridad. Es cierto que, conforme fue
avanzando el periodo, el gasto en defensa y ejército, reforzado durante el primer
franquismo, fue dejando paso a la educación, la sanidad y los gastos en protección
social. En este último campo hubo cambios de gran calado: a mediados de la década
de 1960, los diversos y fragmentados seguros sociales que habían ido apareciendo en
las décadas previas a la Guerra Civil, y que inicialmente habían sido gestionados por
los sindicatos verticales a través de mutuas laborales de carácter sectorial, fueron
unificados en el marco de un nuevo organismo, la Seguridad Social. Las condiciones
relativas a estos seguros también fueron modificadas; en particular, las pensiones de
jubilación, anteriormente organizadas de acuerdo con un sistema actuarial (la pensión
se financiaba a través de las aportaciones al fondo realizadas por cada individuo a lo
largo de su vida laboral) pasaron a organizarse de acuerdo con un sistema de reparto
(las pensiones de la generación que se jubilaba se financiaban a través de las
aportaciones a la Seguridad Social que en ese momento realizaban las generaciones
que permanecían en el mercado laboral). Aun con todo, estos importantes cambios no
hicieron del Estado franquista un Estado del bienestar: su línea de gasto fue
demasiado austera para que tal calificativo sea adecuado.
También por el lado de los ingresos apostó el franquismo por una Hacienda
Pública modesta: la presión fiscal se mantuvo baja a lo largo del todo el periodo. La
principal novedad tuvo que ver con la ya mencionada creación de la Seguridad Social,
que se financiaba con las cotizaciones realizadas mes a mes por empresas y
trabajadores y terminó convirtiéndose en un subsistema fiscal de gran importancia.
Pero no hubo una reforma en profundidad del sistema fiscal. Hubo reformas menores
encaminadas a mejorar la gestión del sistema a través de la simplificación y unificación
de figuras impositivas, pero, en lo sustancial, el sistema mantuvo sus rasgos
tradicionales: la presión fiscal directa sobre las rentas y los patrimonios era baja, por lo
que la recaudación pública dependía en gran medida de la imposición indirecta. De
hecho, hacia el final del franquismo, la contribución de los impuestos indirectos a los
ingresos ordinarios del Estado alcanzó un máximo histórico (cuadro 2.2). Esto ocurría
cuando nuestros vecinos de Europa occidental cerraban un ciclo de reformas fiscales
que, aprovechando la bonanza económica del periodo posterior a la Segunda Guerra
Mundial, había reforzado el papel de la imposición directa y progresiva con objeto de
financiar la expansión del Estado del bienestar. Pero, para la austera política de gasto
público diseñada por los sucesivos gobiernos franquistas, este sistema fiscal
tradicional era más que suficiente. De hecho, salvo en sus primeros años, la dictadura
no tuvo problemas importantes de endeudamiento y, a la altura de 1975, el peso de la
deuda pública española sobre el PIB era menor que nunca antes (o después) en el
periodo contemporáneo.
Cuadro 2.2. Estructura porcentual de los ingresos ordinarios del Estado
Impuestos directos
Impuestos sobre el capital
Impuestos indirectos Monopolios
1850 27 1 30 28 1900 34 5 39 13 1935 33 6 30 15 1970 27 1 60 10 1985 41 0 39 5 2000 44 0 42 5
Fuente: Comín y Díaz (2005). LA MODERNIZACIÓN DEL SISTEMA FISCAL ESPAÑOL (1975-2007)
Si tanto el sistema de gobierno como las características de la regulación
económica experimentaron grandes transformaciones a raíz de la consolidación de la
democracia, lo mismo ocurrió con la Hacienda Pública. Por el lado de los gastos, se
puso en marcha un Estado del bienestar. Es cierto que, al haber desperdiciado la
España franquista la oportunidad de construir un Estado del bienestar durante la
época de crecimiento económico acelerado posterior a la Segunda Guerra Mundial, la
construcción del Estado del bienestar español se desarrolló en un entorno
macroeconómico menos propicio. La larga crisis de 1975-85 y, en cierta medida,
también la más breve crisis de comienzos de la década de 1990 condicionaron la
capacidad de expansión del Estado del bienestar. La cobertura de las prestaciones del
Estado del bienestar no alcanzó, de este modo, los niveles de otros países (cuadro
2.3). (Tampoco está claro, de todos modos, que el nivel de eficiencia de ese Estado
del bienestar haya sido alto.)
Cuadro 2.3. Gastos en prestaciones de protección social 1985 2000 España Unión
Europea España Unión
Europea Gasto social por habitante
(euros en PPA)
1.551
3.264
3.416
5.793
Gasto social (% PIB) 20 26 20 28 Estructura del gastos social (%)
Vejez 34 36 42 41 Enfermedad 26 24 30 27 Desempleo 19 7 12 7 Familia e hijos 3 8 3 9
Fuente: Comín y Díaz (2005).
Pero, si en lugar de comparar a España con otros países, la comparamos
consigo misma a lo largo de la historia, no cabe duda del cambio. Durante sus últimos
años, el Estado franquista ya había comenzado a aumentar su provisión de educación,
sanidad y protección social, pero los primeros gobiernos de la democracia
intensificaron el proceso hasta llevarlo a un nivel cualitativamente diferente. Con el
tiempo, muchas de estas competencias quedarían en manos de las Comunidades
Autónomas; de manera destacada, educación y sanidad. Otros elementos, en cambio,
han continuado siendo gestionados a nivel central, como por ejemplo las pensiones de
jubilación o las prestaciones por desempleo (estas últimas establecidas en su formato
moderno durante los inicios de la década de 1980). De cualquiera de las maneras, la
asunción de una amplia gama de funciones sociales en el marco de un Estado del
bienestar condujo a un claro aumento del peso del gasto público dentro del PIB
(cuadro 2.4), llevando a España a una convergencia con los países europeos más
avanzados, en los que dicho aumento había sido más temprano y gradual.
Pero, ¿cómo financiar esta ampliación en la gama de gastos del Estado?
También hubo grandes cambios por el lado de los ingresos públicos (cuadro 2.5). La
Seguridad Social, ya creada durante el franquismo, continuó siendo un subsistema
fiscal de gran importancia cuantitativa, pero ahora se vio acompañada por una
fiscalidad ordinaria renovada. La reforma fiscal diseñada por Enrique Fuentes
Quintana, aprobada en plena transición en el marco de los Pactos de la Moncloa de
1977, aspiraba a corregir el desmesurado peso que los impuestos indirectos habían
cobrado dentro de la recaudación fiscal, con los consiguientes inconvenientes en
términos de cantidad recaudada y distribución social de dicha carga. El objetivo de
Fuentes Quintana era permitir que el Estado pudiera recaudar más y, además, que
modulara su presión fiscal en función de la renta y la riqueza de cada persona o
familia. El resultado de la reforma fue el paso a primer plano de los impuestos directos,
como el impuesto de sociedades y, sobre todo, el impuesto sobre la renta de las
personas físicas. Por primera vez en la historia, este impuesto ganaba un
protagonismo destacado (más allá de su papel meramente complementario en los
años de la Segunda República). Se trataba, además, de un impuesto claramente
progresivo: establecía diferentes tipos impositivos para diferentes tramos de renta, de
tal modo que las personas con mayor renta pagaban proporcionalmente más que las
personas con menor renta (que incluso podían llegar a quedar exentas del pago del
impuesto). Por ello, el impuesto sobre la renta de las personas físicas pasó a actuar
como factor de redistribución automática de la renta.
Cuadro 2.4. Gasto público como porcentaje del PIB
Gasto público ejecutado por el Estado Gasto público total
1870
10
1900 7 1920 8 1940 13 1960 11 15 1970 14 20 1980 16 32 1990 26 43 2000 26 39
Fuente: Comín y Díaz (2005). Cuadro 2.5. Presión fiscal (ingresos fiscales como porcentaje del PIB)
1850 1900 1930 1950 1970 2000
A 8 10 11 12 12 28 B 19 40
A: Excluidas las contribuciones a la Seguridad Social B: Incluidas las contribuciones a la Seguridad Social Fuente: Comín y Díaz (2005). Elaboración propia.
El otro gran cambio en el sistema fiscal español tuvo lugar en 1986, cuando la
incorporación a la C.E.E. implicó la adopción del impuesto sobre el valor añadido
(IVA). Se trataba de un impuesto indirecto que, por tanto, carecía del componente de
progresividad del impuesto sobre la renta. Era, sin embargo, un impuesto de gestión
sencilla (era recaudado por las empresas a través del precio que se embolsaban por
sus productos, y posteriormente transferido por las empresas al Estado) y nuevas
voces subrayaban por toda Europa que quizá se trataba de un impuesto que llevaba
asociada menos distorsiones sobre los incentivos que los impuestos directos
progresivos. El IVA pasó así a convertirse en una de las principales bases fiscales del
Estado, si bien su tipo impositivo medio se mantuvo por debajo de la media de la
Unión Europea.
La indudable modernización del sistema fiscal español era necesaria para
sostener un gasto público en claro aumento, pero no fue suficiente. Los votantes de la
democracia parecían ver con mejores ojos la expansión de las funciones del Estado
que la expansión de su recaudación fiscal. Además, España era a finales del siglo XX
y comienzos del XXI uno de los países europeos (probablemente, sólo por detrás de
Grecia) con mayores tasas de fraude fiscal. Vigilar el cumplimiento de las obligaciones
tributarias de las empresas y los ciudadanos era costoso y, además, los evasores
fiscales contaban cada vez con un abanico más amplio de sutiles prácticas. En estas
condiciones, tan sólo en dos de los más de treinta años de democracia hubo superávit
en las cuentas públicas. El persistente déficit público, especialmente agudo en años de
crisis económica (cuando los ingresos públicos tendían a contraerse y los gastos de
protección social del Estado del bienestar, por ejemplo las prestaciones de desempleo,
tendían a expandirse), condujo a la misma tendencia al endeudamiento que otros
países europeos occidentales habían vivido desde décadas antes. Esto puso la
política económica de los gobiernos españoles bajo presión: hacia mediados de la
década de 1990, la contención del déficit público pasó a ser una prioridad con objeto
de asegurar la entrada de España en la zona euro, concebida entonces como un club
de economías saneadas y suficientemente similares como para poder soportar la
ausencia de una política monetaria propia; a raíz de la crisis iniciada en 2008, la
contención del déficit público volvió a primer plano de las preocupaciones de los
sucesivos gobiernos, con objeto de impedir que la desconfianza de los compradores
de deuda pública (medible a través de la prima de riesgo de la deuda española)
encareciera aún más la financiación del Estado e hiciera insostenibles las cuentas
públicas.
3 Transición demográfica
Una de las obras clásicas en la historia del pensamiento económico, el Ensayo
sobre la población de Robert Malthus (1798), argumentaba que la dinámica
demográfica condicionaba el funcionamiento de la economía: una población en
aumento suponía, por un lado, una mano de obra creciente, pero también elevaba el
listón de las necesidades productivas de la sociedad. Desde entonces, y hasta el día
de hoy, la historia de la población ha ocupado un lugar fundamental en el estudio de la
historia de las economías. Nosotros vamos a centrarnos en los tres elementos de la
historia de la población que tienen una mayor relevancia desde el punto de vista
económico: la transición demográfica, el cambio estructural y el capital humano.
Trataremos la transición demográfica en esta práctica y los otros dos aspectos en la
siguiente.
Antes del siglo XIX, todas las sociedades europeas (y de otras partes del
mundo) presentaban elevadas tasas tanto de natalidad como de mortalidad; a finales
del siglo XX, en cambio, ambas tasas eran bajas. Se pasó de una situación a otra
como consecuencia de un proceso denominado transición demográfica. En la mayor
parte de casos, el detonante de esta transición fue el declive de la mortalidad que se
produjo durante el siglo XIX (comienzos del siglo XX en algunos países). Más
adelante, este declive fue seguido por un declive de la natalidad: en algunos países,
casi de manera simultánea al declive de la mortalidad; en otros, quizá más numerosos,
con un cierto rezago, de tal modo que la primera fase de la transición demográfica fue
una fase de aceleración en el crecimiento demográfico. Tras la Segunda Guerra
Mundial, las sociedades europeas completaron definitivamente la transición
demográfica y, para finales del siglo XX, ya eran sociedades de “madurez de masas”,
con elevadas esperanzas de vida y bajas tasas de crecimiento natural. ¿Qué es lo que
ocurrió en España?
EL RÉGIMEN DEMOGRÁFICO TRADICIONAL (1500-1880)
La demografía del Antiguo Régimen se caracterizaba por altas tasas de
mortalidad y altas tasas de natalidad. El riesgo de mortalidad era tan elevado que, aún
hacia el final de nuestro periodo, la esperanza de vida al nacer era de unos 25 años.
Esto no quiere decir que las personas de 35 o 45 años fueran una rareza, o que la
mayor parte de personas adultas no sobrevivieran más allá de la edad de
aproximadamente 25 años. La mayor parte de personas adultas sí sobrevivían más
allá de esa edad; lo que ocurría es que muchos bebés y niños morían en sus primeros
meses o años de vida, con lo que la esperanza de vida al nacer, una variable
promedio de estas diversas experiencias, alcanzaba un nivel muy bajo. La estructura
por edades de la mortalidad reflejaba, en efecto, un gran protagonismo de los bebés y
los niños: se trataba probablemente de la gran lacra del régimen demográfico
tradicional. Las causas de la elevada mortalidad que de ordinario asolaba a las
poblaciones del Antiguo Régimen eran fundamentalmente tres: las insuficiencias del
sistema sanitario, que, bien por falta de medios, bien por la precariedad del
conocimiento científico de la época, no podían evitar que algunas enfermedades
desembocaran regularmente en defunciones; los problemas de higiene privada en los
hogares de las clases populares, que aún no se habían incorporado a una cultura de la
limpieza y lo aséptico; y, finalmente, el paupérrimo estado nutritivo de la mayor parte
de la población, que, al debilitar el sistema inmunológico, aumentaba la vulnerabilidad
del organismo ante enfermedades que de por sí no habrían llevado necesariamente a
la muerte.
Junto a esta mortalidad ordinaria, de niveles elevados y determinada por
factores estructurales que se mantuvieron inamovibles durante todo el Antiguo
Régimen, las poblaciones de este periodo también sufrieron el desencadenamiento de
alzas repentinas de mortalidad: lo que los historiadores han llamado a posteriori
mortalidad catastrófica o crisis de mortalidad. De manera súbita, la difusión de una
epidemia, como la viruela, el paludismo o la fiebre amarilla, provocaba una cadena de
defunciones que reducía de manera extraordinaria el tamaño de la población de una
comarca o una región. Mientras que en otros países europeos estas crisis de
mortalidad fueron remitiendo conforme avanzaba el periodo moderno, en buena parte
de España, y sobre todo en las regiones interiores, su incidencia continuó siendo
elevada a lo largo de todo el periodo, registrándose todavía en los primeros años del
siglo XIX episodios catastróficos de gran magnitud.
También la natalidad alcanzaba valores elevados. ¿Por qué tenían tantos hijos
unas familias en su mayor parte pobres? No cabe duda de que los aspectos religiosos
y culturales son importantes aquí. La España moderna enarboló la bandera de la
Contrarreforma y, por tanto, del monopolio de la interpretación de las escrituras por
parte de la Iglesia católica, que ejercía una enorme influencia sobre las conciencias y
costumbres. Así, la regulación de la natalidad no tenía lugar tanto dentro de las
familias como fuera de ellas: a través del adelanto o el atraso de la edad de
matrimonio de las mujeres. Aun con todo, existen al menos otros dos factores que
deberíamos apreciar para comprender por qué era tan elevada la tasa de natalidad. En
primer lugar, buena parte de la descendencia que tenían los matrimonios servía
simplemente para compensar los efectos de la mortalidad infantil. Dadas las tasas de
mortalidad infantil de la época, un matrimonio medio que deseara tener finalmente tres
hijos probablemente necesitaría dar nacimiento a cuatro y presenciar la muerte de uno
de ellos. Y, en segundo lugar, debemos apreciar también que la descendencia cumplía
una función económica en este tipo de sociedades. Al no existir sistemas modernos de
protección social que garantizaran pensiones de jubilación, los descendientes eran la
base económica en que podían apoyarse la mayor parte de personas mayores cuando
alcanzaban una edad que les impedía trabajar. Carecer de hijos o hijas con frecuencia
abocaba a las personas mayores a depender de la beneficencia o la caridad. Por ello,
los matrimonios tenían incentivos económicos (y no sólo inclinaciones religiosas o
culturales) a “invertir” en descendencia: resultaba costoso, porque era necesario
mantener durante algunos años a bebés y niños sin capacidad productiva o
económica, pero más adelante, hacia el final de la vida, ofrecía beneficios económicos.
Sea como fuere, la natalidad se situaba en niveles sólo ligeramente superiores
a la mortalidad ordinaria (y siempre por debajo de la mortalidad catastrófica en
aquellos años en que esta hacía su aparición), por lo que la población española crecía
de manera lenta e irregular. A lo largo del siglo XVI, España pasó de contar con unos
4,5 millones de habitantes a unos 6,6 millones: una expansión demográfica rápida en
comparación con otros países europeos del momento, pero lenta desde la óptica
contemporánea. Esta expansión se vio además cortada durante el siglo XVII, en
especial durante su primera mitad, cuando tanto las ciudades como los campos
perdieron población. A partir de mediados del siglo XVII, algunas zonas comenzaron a
recuperar población, pero fue sobre todo durante el siglo XVIII cuando se consolidó un
nuevo ciclo de crecimiento demográfico que hacia 1800 ya había situado la población
en el entorno de los 11 millones (frente a menos de 8 millones en 1700). Este
crecimiento lento e irregular de la población no era de todos modos un rasgo distintivo
de España. Sí lo era, en cambio, la baja densidad de población: en torno a 20
habitantes por kilómetro cuadrado hacia el final de nuestro periodo. La novela
española más célebre de todos los tiempos, el Quijote de Miguel de Cervantes, ofrece
un buen testimonio de esa España poco poblada, en las que las ventas en que se
detienen el ingenioso hidalgo y su fiel escudero aparecen como islas en medio de un
desierto demográfico.
El régimen demográfico tradicional comenzó a dar algunas señales de
transformación en la parte central del siglo XIX. La mortalidad catastrófica comenzó a
remitir: continuó habiendo crisis de mortalidad, la última de ellas provocada por la
propagación de una epidemia de cólera por casi todo el país en 1885, pero la
frecuencia y la gravedad de estos episodios comenzaban a disminuir. Además, en
algunas partes de la España mediterránea, y especialmente en Cataluña, arrancó un
proceso de transición demográfica: la tasa de mortalidad comenzó a caer de manera
sostenida (una vez que el declive de la mortalidad ordinaria se sumó al de la
mortalidad catastrófica, que ya había comenzado a finales del periodo anterior) y, en
respuesta a ello y a toda una serie de nuevas circunstancias económicas y sociales,
los matrimonios ajustaron su comportamientos reproductivos y la tasa de natalidad
comenzó a descender igualmente.
Pero, a pesar de estos signos de cambio, la demografía española aún
continuaba presentando, hacia finales del siglo XIX, indudables continuidades con
respecto al pasado. Los principales cambios que estaban teniendo lugar en Cataluña
aún no se producían en la mayor parte del resto del país. A nivel del conjunto de
España, la transición demográfica prácticamente no había comenzado aún. En
especial en las regiones interiores, las tasas de mortalidad se mantuvieron elevadas a
lo largo de todo el siglo XIX. También se mantuvieron elevadas, como no podía ser de
otro modo, las tasas de natalidad. La esperanza de vida continuaba siendo muy baja.
La sombra de la demografía tradicional continuaba siendo muy alargada todavía a
finales del siglo XIX.
Esta demografía tradicional se erigió en obstáculo para el progreso de la
economía. Las elevadas tasas de mortalidad y natalidad conducían a una estructura
por edades en la que la tasa de dependencia (la proporción entre los jóvenes y
ancianos, por un lado, y los adultos, por el otro) era alta. En consecuencia, muchos
matrimonios atravesaban situaciones de gran presión económica cuando sus hijos
eran aún demasiado pequeños para trabajar o generar algún tipo de recurso
económico y/o cuando sus padres eran ya mayores y necesitaban respaldo
económico. Ello hacía que la mayor parte de la renta familiar se destinara a la
satisfacción de las necesidades básicas de consumo, quedando muy poco margen
para el ahorro o la inversión. A escala macroeconómica, el régimen demográfico de
este periodo era por tanto un obstáculo para la inversión, tanto en capital físico (con
objeto de impulsar el desarrollo de nuevas actividades económicas) como en capital
humano (elemento clave para el progreso tecnológico a largo plazo). A ello hay que
añadir que las crisis de mortalidad, allí donde se producían, tenían un efecto
devastador sobre la economía local, al reducir las disponibilidades de mano de obra y
desestructurar el funcionamiento normal de la agricultura. En realidad, lo que hacían
las crisis era agravar un problema estructural más general: el impacto de la densidad
demográfica sobre el rendimiento de la tierra. La densidad demográfica era tan baja
que, en muchas zonas y en muchas explotaciones agrarias, no debía de ser eficiente
pasar de métodos de cultivo y pastoreo extensivos a métodos más intensivos. Durante
este periodo, España era uno de los países europeos con menor densidad
demográfica y, simultáneamente, con menor rendimiento de la tierra. (La relación entre
estas dos variables era, de todos modos, de doble sentido, ya que si los rendimientos
de la tierra hubieran sido originalmente más elevados, ello quizá también habría
estimulado un mayor crecimiento de la población.)
LA TRANSICIÓN DEMOGRÁFICA (1880-1985)
En la mayor parte del país, y probablemente también para España tomada en
su conjunto, la modernización demográfica arrancó a finales del siglo XIX. Fue
entonces, por ejemplo, cuando la esperanza de vida comenzó a aumentar de manera
clara y sostenida (cuadro 3.1). Los problemas de salud pública fueron remitiendo, ya
que se implantaron nuevos y mayores conocimientos científicos para combatir
diversas enfermedades y, además, aumentó la preocupación de los poderes públicos
por preservar la salud de la población a través de campañas de vacunación y
programas de planificación urbanística (que evitaran un crecimiento descontrolado y
precario de los barrios humildes de las ciudades). También es probable que durante
este periodo mejoraran las prácticas privadas relacionadas con la higiene, en especial
las que tenían que ver con el delicado cuidado de los bebés. A ello contribuyó la lenta
pero persistente difusión de una cultura higienista que enfatizaba la importancia del
aseo personal y la limpieza y ventilación de las viviendas. Junto a las mejoras en salud
pública e higiene privada, durante el primer tercio del siglo XX también se consolidó un
proceso que tímidamente había comenzado ya a finales del XIX: la transición
nutricional, es decir, el paso de dietas precarias y monótonas a dietas más abundantes
y más variadas. Esta mejora del estado nutritivo de la población española, aunque fue
gradual y se mantuvo circunscrita a las clases altas y medias, debió de reducir el
impacto de algunas enfermedades sobre la mortalidad.
Cuadro 3.1. La transición demográfica
Esperanza de vida al nacer (años)
Tasas vitales brutas (por mil habitantes) Mortalidad Natalidad
1865 29,7 33,8 38,6 1880 29,1 30,1 36,1 1900 34,8 28,9 33,8 1930 50,0 16,8 28,2 1950 62,1 10,8 20,0 1975 73,3 8,4 18,8 1985 76,5 8,1 11,9 2000 78,7 9,0 10,0
Fuente: Nicolau (2005).
Además, también continuó remitiendo la mortalidad catastrófica. Todavía en
1918-19 se produjo un grave episodio de crisis de mortalidad, provocado por una
epidemia de gripe que afectó a España y a muchos otros países. Pero se trataba ya de
un último caso, y de características bastante excepcionales. La siguiente crisis de
mortalidad experimentada por España sería de una naturaleza bien distinta, y no
menos excepcional: la provocada por la Guerra Civil de 1936-39. En términos
generales, sin embargo, la mortalidad catastrófica había dejado de marcar la vida de
las familias españolas.
Durante el primer tercio del siglo XX, las familias fueron ganando conciencia de
que la mortalidad, y muy especialmente la mortalidad infantil y juvenil, estaba cayendo.
Dado que la probabilidad de supervivencia de los bebés estaba aumentando, uno de
los motivos por los que la natalidad venía siendo tan elevada hasta entonces estaba
comenzando a debilitarse. Muchos matrimonios comenzaron entonces a aplicar
sistemáticamente algún tipo de planificación familiar (por lo general, bastante
rudimentaria) con objeto de limitar su descendencia y adaptarse a las nuevas
circunstancias. La natalidad comenzó a descender durante este periodo también como
consecuencia de cambios culturales más amplios, como por ejemplo una mayor
secularización de (una parte de) la sociedad. En realidad, el descenso de la natalidad
fue liderado por poblaciones urbanas de clase alta y clase media, precisamente las
más expuestas a este nuevo ambiente cultural.
La caída de la natalidad no se produjo de manera simultánea a la caída de la
mortalidad. Aunque hoy, en retrospectiva, nos es fácil concluir que el riesgo de
mortalidad infantil estaba reduciéndose claramente desde el cambio de siglo, fue
necesario el transcurso de algunos años o décadas para que los matrimonios
apreciaran que esta tendencia era clara y sólida, y no un simple episodio coyuntural.
Además, las decisiones de fertilidad estaban sujetas a un componente cultural que no
podía cambiar sino a medio y largo plazo, y ello teniendo en cuenta que la tendencia a
una mayor secularización que hemos mencionado más arriba se enfrentaba aún a la
poderosa influencia mantenida por la Iglesia católica, partidaria de un vínculo estrecho
entre sexualidad y procreación. En consecuencia, la caída de la natalidad fue un tanto
más tardía que la caída de la mortalidad, así que durante las primeras décadas del
siglo XX se aceleró el crecimiento natural de la población española.
La Guerra Civil interrumpió la transición demográfica, al provocar un aumento
de las defunciones como consecuencia de los muertos en combate, los problemas
sanitarios de la vida en el frente y la precarización de los servicios de sanidad a que
podía acceder la población civil. Sin embargo, fue una interrupción corta y de poca
relevancia en el largo plazo. En la inmediata posguerra, durante la década de 1940, ya
se produjo de nuevo un descenso acusado, incluso más rápido que en el pasado, en la
tasa de mortalidad. Para ello resultó fundamental la difusión de antibióticos, penicilina
y las nuevas vacunas de la época. Es muy significativo que esto ocurriera en un
momento en que, como consecuencia de diversos problemas económicos, el estado
nutritivo del español medio tendía a deteriorarse. A pesar de la caída de la renta per
cápita (que no recuperaría su nivel prebélico hasta entrada la década de 1950), el
aumento de la esperanza de vida fue tal que el Índice de Desarrollo Humano (una
medida sintética del bienestar humano que combina renta, educación y salud) mejoró
a lo largo del primer franquismo.
Más adelante, entre 1950 y 1975, incluso sin Estado del bienestar, la tasa de
mortalidad continuó cayendo hasta situar la esperanza de vida en niveles no muy
diferentes ya a los de otros países europeos. En el curso de los setenta y cinco años
comprendidos entre 1900 y 1975, la estructura por edades de la mortalidad había
cambiado decisivamente: si en 1900 la mayor parte de quienes morían eran bebés,
niños y jóvenes, para 1975 la mayor parte de quienes morían eran ancianos. A la
caída definitiva de la mortalidad contribuyeron, entre otros factores, la expansión del
sistema hospitalario, el progreso de la tecnología sanitaria, la mejora en la
planificación urbanística y las medidas de higiene en las ciudades, así como la difusión
de hábitos de higiene personal más saludables entre los distintos estratos de la
sociedad española. En el caso de la mortalidad en los primeros momentos de vida,
también fue determinante el hecho de que cada vez más partos tuvieran lugar en
hospitales con asistencia de personal sanitario, en contraste con los tradicionales
partos en el hogar.
La tasa de natalidad también terminó cayendo a niveles bajos, que apenas
garantizaban el reemplazo generacional. Siguió tratándose, sin embargo, de una caída
más lenta que la de la tasa de mortalidad. La Guerra Civil y la dura posguerra de la
década de 1940 movieron a muchos matrimonios a retrasar la llegada de
descendencia, pero entre 1950 y 1975 la caída de la tasa de natalidad fue muy
moderada. Fueron los años del baby boom español: decisiones aplazadas durante la
posguerra se materializaron ahora y, además, el auge económico del periodo estimuló
un adelanto en la edad de matrimonio y el mantenimiento de un número importante de
hijos por mujer en no pocas familias. Por otro lado, en el plano cultural, la
secularización fue duramente combatida por el franquismo, que propugnó una
ideología nacional-católica, otorgó un papel central a la Iglesia y, por ello, obstaculizó
el avance de las ideas de planificación familiar. Con todo, hacia 1975 la capacidad del
régimen para controlar la secularización no era ya la que había sido un cuarto de siglo
atrás.
Y, durante los diez años posteriores a 1975, la natalidad cayó con mayor
rapidez aún, debido en parte a la ruptura cultural que supuso el final del nacional-
catolicismo franquista y favoreció un uso mucho más amplio que antes de métodos
anticonceptivos modernos. También influyó el hecho de que el periodo 1975-85 fuera
un periodo de crisis económica durante el cual es probable que muchas parejas
decidieran retrasar el momento en que tener descendencia. Además, en una sociedad
en la que el Estado venía garantizado pensiones de vejez, el valor económico de los
hijos (tan alto en el pasado) caía en picado, mientras sus costes aumentaban
conforme lo hacía el periodo de escolarización de la mayor parte de jóvenes.
¿Cuáles fueron las implicaciones económicas de la modernización demográfica
vivida por España durante la mayor parte del siglo XX? El desarrollo de la transición
demográfica, al seguir un patrón en el que la natalidad cayó de manera claramente
más lenta que la mortalidad, condujo a una aceleración del crecimiento demográfico,
que alcanzó así tasas que no se habían alcanzado antes ni se alcanzarían después
(cuadro 3.2). Esto supuso un aumento del número de consumidores y, por tanto, un
aumento del tamaño del mercado a que se enfrentaban las empresas. En un momento
en el que buena parte de los sectores estratégicos de la economía española (por
ejemplo, buena parte de los sectores industriales) operaban bajo rendimientos
crecientes (es decir, sus costes unitarios medios descendían conforme se ampliaba la
escala de sus operaciones porque de ese modo podían distribuir sus costes fijos entre
un número mayor de unidades producidas), esto permitió a las empresas aprovechar
economías de escala.
Cuadro 3.2. La evolución de la población española
Población (millones)
Tasa de crecimiento medio anual (%)
1787 10,4 1797 10,5 0,1 1860 15,6 0,3 1877 16,6 0,4 1887 17,5 0,5 1897 18,1 0,3 1900 18,6 0,9 1910 19,9 0,7 1920 21,3 0,7 1930 23,6 1,0 1940 25,9 0,9 1950 28,0 0,8 1960 30,4 0,8 1970 33,8 1,1 1981 37,6 1,0 1991 39,3 0,4 2001 40,7 0,3
Fuente: Nicolau (2005).
Además, la presión económica ejercida por la estructura de la pirámide
demográfica se redujo, de tal modo que la reducción de la tasa de dependencia
favoreció un aumento de las posibilidades de ahorro e inversión, tanto en capital físico
como en capital humano. Atrás quedaban los tiempos en que la presión económica
obstaculizaba la escolarización de los hijos: ahora, como veremos, estos cada vez
permanecían durante más tiempo en el sistema educativo. (Los economistas, con
vocabulario desafortunado, describen esto como el paso de un régimen demográfico
que primaba la cantidad de hijos a otro que primaba su calidad.)
¿HACIA UN RÉGIMEN DEMOGRÁFICO POST-MODERNO? (1985-2007)
Una vez agotado el recorrido histórico de la transición demográfica, España
pasó a una situación en la que, como antes de la transición, las tasas de mortalidad y
natalidad alcanzaban valores similares y, en consecuencia, la población crecía de
manera lenta, si es que crecía. La principal diferencia con la situación pre-transicional
era que ahora las tasas de mortalidad y natalidad se igualaban en valores bajos. La
mortalidad, porque la esperanza de vida continuó prolongándose al compás de las
mejoras científicas y el fortalecimiento del sistema público de sanidad en el marco de
la formación de un Estado del bienestar (que, entre otros aspectos, se reflejó en un
gran aumento en el número de médicos por habitante). La natalidad, porque el número
de hijos por mujer continuó cayendo, alcanzando niveles inferiores a los de reemplazo
generacional como consecuencia, entre otros factores, de la pérdida de influencia de
la Iglesia católica y la incorporación estructural de la mujer al mercado laboral (y el
consiguiente aumento en los costes, monetarios y de oportunidad, de la
descendencia); en realidad, hacia comienzos del siglo XXI, España era uno de los
países europeos en los que menos favorables eran las condiciones para la
maternidad.
Cuadro 3.3. Estructura porcentual de la población por grupos de edad
Menores de 15 años Entre 15 y 64 años 65 y más años
1877
33
63
4 1900 34 61 5 1930 32 62 6 1950 26 67 7 1970 28 62 10 2001 14 69 17
Fuente: Nicolau (2005).
Desde el punto de vista poblacional, el final de la transición demográfica
implicó el advenimiento de la “madurez de masas”: una sociedad en la que, como
consecuencia de la reducción del riesgo de mortalidad en las edades no avanzadas, el
porcentaje de adultos alcanzaba máximos históricos (cuadro 3.3). Esto tenía diversos
aspectos positivos, desde la mayor interacción entre distintas generaciones a la
reducción a un mínimo histórico de las tasas de dependencia demográfica. Sin
embargo, una proyección de las tendencias recientes hacia el futuro muestra que el
porcentaje de personas de edad avanzada aumentará considerablemente; hacia
mediados del siglo XXI, cuando alcancen dicha edad avanzada los niños del final del
baby boom franquista, la proporción de personas mayores podría situarse en torno a
un tercio del total. En otros términos: la tasa de dependencia demográfica volverá a
aumentar y podría terminar situándose de nuevo en los niveles pre-transicionales que
tanto restringieron en su momento el ahorro y la inversión, y que tanto podrían
restringir también la capacidad del Estado del bienestar para garantizar el
mantenimiento del sistema de pensiones de jubilación tal y como existe en la
actualidad (es decir, un sistema basado en el reparto y, por tanto, muy dependiente de
la relación numérica entre población ocupada y población no ocupada). Ahora bien, la
España de comienzos del siglo XXI, punto final de nuestro análisis, se encontraba sin
embargo lejos de tal escenario. Además, una reducción de las tasas de desempleo o
un aumento de la tasa de actividad femenina (aún baja en relación a la masculina)
podrían mitigar el problema sustancialmente.
4 Cambio ocupacional, urbanización y educación
A lo largo de la transición demográfica, la estructura de las poblaciones
europeas se transformó de manera radical, no sólo en términos generacionales (con
un creciente peso para los adultos y, más tarde, para los ancianos, en detrimento de
los jóvenes) sino también en otros dos aspectos íntimamente ligados al cambio
económico: la ocupación y el hábitat. Antes del siglo XIX, la mayor parte de
sociedades europeas eran sociedades agrarias en las que un 65-80 por ciento de la
población activa se empleaba en el sector primario, mientras que, a finales del siglo
XX, esta variable había caído al entorno del 5-10 por ciento. Con distintos ritmos
según los países (en función, a su vez, del ritmo de su crecimiento económico), se
produjo un trasvase de la población agraria hacia la industria y los servicios. En
algunos países, la industria lideró este proceso de atracción de poblaciones agrarias,
pero en otros los servicios desempeñaron un papel igual de importante (o incluso
más). El abandono de la actividad agraria fue acompañado en la mayor parte de casos
por el abandono de los pueblos y comarcas rurales en que históricamente había vivido
la mayoría de la población europea: dado que las actividades industriales y de
servicios tendían a concentrarse en las ciudades, los procesos de cambio ocupacional
fueron acompañados por procesos de urbanización. El resultado de estos últimos fue
transformar unas sociedades rurales, en las que a comienzos del siglo XIX apenas un
15-25 por ciento de la población vivía en ciudades, en sociedades urbanas en las que
en torno al 75 por ciento de la población vivía en ciudades para finales del siglo XX.
Durante las últimas décadas del siglo XX y los comienzos del XXI, sin embargo, la
urbanización comenzó a encontrar su techo, siendo sucedida por procesos de contra-
urbanización a través de los cuales poblaciones previamente urbanas se desplazaban
a viviendas localizadas fuera de las aglomeraciones, no para regresar a las
ocupaciones y estilos de vida rurales tradicionales, sino para intentar compatibilizar
empleos modernos con el atractivo de zonas residenciales de menor densidad de
población. Otra importante ruptura que se inició a finales del siglo XX, en especial tras
la crisis de la década de 1970, fue la tendencia hacia la desindustrialización de la
población activa: lo que previamente había ocurrido con la agricultura ahora ocurría
con la industria, quedando el proceso de cambio ocupacional liderado exclusivamente
por el sector servicios.
Junto a estos dos cambios estructurales (el cambio ocupacional y la
urbanización) nos interesaremos también por la educación de la población, ya que,
además de ser importante en sí misma, ocupa un lugar destacado dentro del análisis
económico a través del concepto de capital humano. Antes del siglo XVIII, la mayor
parte de europeos eran analfabetos, pero para finales del siglo XIX algunos países
habían logrado ya la alfabetización de casi toda su población; otros tuvieron que
esperar al siglo XX para alcanzar tal logro. Junto a la alfabetización, muy dependiente
de la asistencia a la escuela primaria por parte de niños y niñas, otro cambio
importante, desplegado sobre todo durante el siglo XX, fue el ingreso de más y más
jóvenes en la educación secundaria y, posteriormente, incluso en la educación
universitaria. Desde la perspectiva de un economista, se diría que, como consecuencia
de este aumento en el nivel educativo de la población (en no poca medida ligado al
Estado del bienestar), las economías europeas fueron acumulando capital humano.
AGRARIOS, RURALES Y ANALFABETOS (1500-1900)
Durante el Antiguo Régimen, la mayor parte de la población se empleaba en el
sector primario, teniendo los otros sectores un peso bastante bajo. Muchos de estos
empleados en el sector primario eran en realidad trabajadores pluriactivos que
combinaban el trabajo agrario (en su explotación o como asalariados en las
explotaciones de otros) con diversas ocupaciones no agrarias, como la manufactura a
pequeña escala en sus propias casas o el transporte a lomos de animales. Pero, en
cualquier caso, eran campesinos (primordialmente vinculados a la agricultura y la
ganadería) quienes representaban la mayor parte de la población activa española. Las
causas por las cuales persistió a lo largo de todo el Antiguo Régimen esta estructura
ocupacional tradicional fueron tanto de demanda como de oferta. Por el lado de la
demanda, hay que tener en cuenta que, como los niveles de renta eran bajos, la
mayor parte de la demanda del consumidor se orientaba hacia los bienes básicos,
entre los cuales la comida ocupaba el primer lugar; en consonancia con el elevado
peso de la alimentación dentro de los presupuestos familiares, el sector primario tenía
un elevado peso dentro de la estructura ocupacional. Y, por el lado de la oferta, hay
que tener en cuenta que la agricultura en que se encontraba empleada esta población
era un sector económico limitado, de baja productividad y con importantes
restricciones (geográficas, tecnológicas e institucionales) a su crecimiento; por ello, era
un sector intensivo en mano de obra que no podía, bajo peligro de ver disminuida su
producción, liberar demasiados trabajadores para su empleo en otros sectores de la
economía.
Dado que la mayor parte de la población activa se empleaba en el sector
primario, la mayor parte de la población total vivía en zonas rurales. Es cierto que, a lo
largo de este periodo, el porcentaje de población urbana tendió a aumentar
tímidamente. (De hecho, este porcentaje no era bajo en relación a la mayor parte de
países europeos.) Sin embargo, las ciudades españolas no crecieron a gran velocidad
durante la Edad Moderna, y muchas de ellas eran de pequeño tamaño. Así, hacia
comienzos del siglo XIX, la inmensa mayoría de la población española vivía aún en
zonas rurales.
Este panorama apenas cambió a lo largo del siglo XIX. La principal excepción
fue Cataluña, donde, bajo el liderazgo del sector textil, arrancó un proceso moderno de
industrialización que impulsó el cambio ocupacional, conforme población previamente
agraria fue empleándose en los nuevos puestos de trabajo del sector secundario. Y,
aunque el nivel de industrialización de algunas comarcas rurales catalanas no era
despreciable, la mayor parte de estos nuevos empleos se localizaban en las ciudades
y, en consecuencia, hubo también un proceso de urbanización. Pero se trataba de una
excepción dentro de una España abrumadoramente agraria y rural.
Un último rasgo de la mayor parte de la población española en este periodo era
el analfabetismo. Hacia comienzos del siglo XIX, en algunas regiones, sobre todo de la
mitad norte del país, estaba ya en marcha una transición hacia la alfabetización, pero
se trataba de una transición lenta. Y en la mayor parte del país, incluso en regiones
como Cataluña, las tasas de alfabetización se mantuvieron bajas. Fuera del estrecho
mundo de las elites, el analfabetismo era un rasgo estructural en la mayor parte de
familias españolas. La principal excepción se daba en algunas regiones de la mitad
norte del país, como Cantabria, La Rioja o partes de Castilla y León. A la altura de
1900, la alfabetización de estas poblaciones no era todavía plena (como sí era el caso
en los países más avanzados de Europa), pero se aproximaba a ello. A lo largo de la
segunda mitad del siglo XIX, el Estado prestó mayor atención a la educación de las
clases populares, en especial a través de la Ley Moyano de 1857, que definió un
sistema educativo moderno con tres niveles (primaria, secundaria y estudios
superiores) y estableció la obligatoriedad de la escolarización hasta los doce años. El
motor fundamental del proceso de alfabetización del norte del país durante este
periodo se encontraba, sin embargo, en factores endógenos de cada región y
comarca, como el apoyo de las comunidades locales de cara al sostenimiento
económico de escuelas o el elevado valor concedido por las familias campesinas a la
educación de sus hijos.
En cambio, en la mitad sur del país el proceso de alfabetización avanzaba con
gran lentitud. La Ley Moyano había establecido el principio de obligatoriedad de la
escolarización primaria, pero no los medios para vigilar su cumplimiento. Quedó en
manos de los municipios, y de sus finanzas (a veces maltrechas), la tarea de
proporcionar educación a los niños. En buena parte del sur del país, donde iba
dibujándose ya una sociedad rural latifundista con fuertes disparidades entre una elite
terrateniente y la masa de pequeños campesinos y jornaleros, los municipios no se
orientaron de manera decidida hacia el gasto educativo. A ello contribuyó el escaso
interés de las elites locales por la alfabetización del resto de grupos sociales, pero
también el no muy superior interés de muchas familias humildes por la escolarización
de sus hijos. La escolarización era para muchas de estas familias una inversión de
resultados inciertos: era preciso soportar su coste de oportunidad (retirar a los hijos e
hijas de la posibilidad de trabajar y aportar recursos al presupuesto familiar) y esperar
unos beneficios futuros que quizá eran menos evidentes que en zonas de pequeña
propiedad campesina como las del norte (saber leer y escribir podía ser más útil para
un pequeño empresario agrícola, que debía moverse en diferentes mercados y
situaciones, que para un jornalero cuya estrategia se circunscribía al mercado laboral
local). Incluso en el norte, y desde luego también en el sur, este mismo razonamiento
hizo que la mayor parte de familias tendieran a apostar por la educación de sus hijos
en mayor medida que por la de sus hijas. El margen de que disponían los
presupuestos familiares era estrecho, y más si la familia se encontraba en una fase
crítica de elevada dependencia demográfica (debido al nacimiento de nuevos hijos o al
envejecimiento de los abuelos de estos), por lo que numerosas familias no estuvieron
dispuestas a asumir el coste de oportunidad de la escolarización, sin que el Estado
estuviera tampoco dispuesto a asumir el coste de asegurar el cumplimiento del
principio de escolarización primaria obligatoria.
Por todo ello, la acumulación de capital humano en España perdió fuerza y, de
acuerdo con algunos indicadores, incluso pudo tender a estancarse durante las
décadas finales del siglo XIX.
DESAGRARIZACIÓN, URBANIZACIÓN Y ALFABETIZACIÓN (1900-1985)
Durante el primer tercio del siglo XX, conforme ganaba un impulso decisivo la
transición demográfica, también arrancaban los procesos de cambio ocupacional y
urbanización. La clave era, por supuesto, el trasvase de población agraria residente en
pueblos a ciudades en las que se demanda mano de obra para los sectores
secundario y terciario. A su vez, este trasvase se apoyaba en el hecho de que la
productividad de la agricultura era bastante inferior a la de los otros sectores de
actividad, por lo que la mayor parte de agricultores obtenían ingresos bajos en
comparación con los de los obreros industriales o los trabajadores de la construcción y
los servicios. Es cierto que los agricultores se enfrentaban a unos costes más
reducidos por el hecho de vivir en el medio rural, donde podían producir una parte de
su comida y donde en muchas ocasiones eran propietarios de las casas en que vivían
(a diferencia de, por ejemplo, los obreros urbanos, que debían destinar una parte nada
despreciable de sus ingresos al alquiler de una vivienda). Además, el propio hecho de
emigrar desde el campo hacia la ciudad era costoso en muchos sentidos, desde el
coste del transporte hasta los gastos de instalación previos al primer empleo. Por todo
lo anterior, los agricultores no abandonaban el campo a la desesperada, sino en la
medida en que iban surgiendo oportunidades claras de mejora en las ciudades (y, en
especial, en ciudades no muy lejanas a su comarca de origen). Eso es lo que ocurrió
durante las primeras décadas del siglo XX, conforme la industrialización española,
inicialmente lenta y muy concentrada en Cataluña y el País Vasco, fue acelerándose y
llegando a un grupo más amplio de regiones.
Aún así, la industrialización no fue ni tan rápida ni tan generalizada como para
provocar cambios radicales en las estructuras demográficas. A la altura de la Guerra
Civil, todavía casi la mitad de la población activa estaba empleada en la agricultura y
vivía en zonas rurales. De hecho, la población rural, aunque había caído en términos
relativos (como porcentaje de la población total), había continuado aumentando en
términos absolutos. La emigración hacia el extranjero tampoco había podido actuar
como sustituto a gran escala de la emigración interior, a pesar de que miles de
españoles emigraron hacia Cuba, Argentina y otros países latinoamericanos durante
los primeros años del siglo XX. Antes de esos años, sin embargo, el bajo nivel de renta
de buena parte de la población había restringido su participación en las grandes
corrientes migratorias desde Europa hacia la poco densamente poblada América.
Conforme fueron formándose cadenas migratorias (redes de familiares y conocidos a
través de las cuales los primeros en emigrar facilitaban la subsiguiente emigración del
resto), más y más españoles optaron por la emigración al extranjero, y los efectos
económicos fueron muy importantes en las regiones más afectadas (como por ejemplo
Galicia, donde las remesas de los emigrantes supusieron una importante inyección
para numerosas familias rurales). Pero el estallido de la Primera Guerra Mundial puso
fin a esta gran oleada migratoria europea, y España no fue una excepción. En
consecuencia, la emigración a América sólo alcanzó un volumen masivo durante unos
pocos años a comienzos del siglo XX.
La Guerra Civil y el primer franquismo perturbaron el doble proceso de cambio
ocupacional y urbanización, ya claramente en marcha durante el primer tercio del siglo
XX. El fracaso económico del primer franquismo hizo que el porcentaje de agricultores
fuera en 1950 aproximadamente similar al de veinte años atrás. El trasvase de
población del campo a la ciudad se ralentizó, y no faltaron los casos en los que, ante
las dificultades para obtener comida a precios razonables en las ciudades, poblaciones
de origen rural decidieron regresar a sus pueblos.
Cuadro 4.1. Estructura porcentual de la población activa por sectores de actividad
1877 1900 1930 1950 1981 2001 Agricultura y pesca 66 66 46 48 14 5 Minería
14
1 2 2 27 0 Industria 11 19 18 18 Construcción 4 5 7 9 12 Electricidad, gas y agua 2 1 Comercio 3 5 8 9 22 22 Transportes, comunicaciones 3 2 5 4 6 7 Otros servicios 14 11 16 13 19 36
Fuente: Nicolau (2005).
Pero, a partir de la década de 1950, el trasvase de población agraria hacia
otros sectores y las migraciones campo-ciudad ganaron una velocidad hasta entonces
desconocida, acelerándose aún más durante la década de 1960 (cuando alcanzaron
niveles sin apenas comparación en la historia europea) (cuadros 4.1 y 4.2). La
agricultura dejó de ser el principal sector de ocupación y el medio rural dejó de ser el
lugar de residencia mayoritario. Hay que tener en cuenta que la agricultura se
modernizó mucho durante este periodo, pero lo hizo adoptando innovaciones
tecnológicas bastante ahorradoras de mano de obra (como, por ejemplo, el tractor) y,
además, nunca logró acercar su productividad a la del resto de sectores. Por ello,
conforme el crecimiento económico español fue acelerándose entre 1950 y 1975,
miles y miles de agricultores abandonaron el sector y buscaron mayores ingresos en
los otros sectores, cuya demanda de mano de obra se expandía con rapidez. Dado
que estos otros sectores se localizaban prioritariamente en las ciudades, el resultado
fue una aceleración sin precedentes de la emigración campo-ciudad, que provocó la
despoblación de la mayor parte de comarcas rurales del país. Además, a diferencia de
lo que había ocurrido durante el primer tercio del siglo XX, se dieron importantes flujos
migratorios entre regiones distantes, en especial poblaciones rurales de la mitad sur
del país que se dirigían hacia Cataluña.
Cuadro 4.2. Tasa de urbanización (porcentaje de población residente en núcleos de más
de 5.000 habitantes)
1787 1860 1900 1930 1960 1981 2001
24 23 29 37 51 69 71
Fuente: Tafunell (2005A).
Las causas de la emigración campo-ciudad no eran sólo de tipo ocupacional.
Lo ocupacional influía sobre los ingresos y, por tanto, sobre las posibilidades de
consumo, pero otro problema a que se enfrentaba la población rural era el hecho de
que en los pueblos resultaba mucho más difícil acceder a toda una serie de
infraestructuras, equipamientos y servicios que en las ciudades estaban
desarrollándose cada vez más, desde la educación (institutos de secundaria) y la
sanidad (hospitales) hasta aspectos tan elementales como la electrificación (que llegó
con gran retraso a los pueblos más pequeños). La mala accesibilidad física de muchos
pueblos, ya fuera por carretera o por ferrocarril, no contribuía a solucionar este
problema. Por otra parte, para la población rural femenina, la que más intensamente
participó en las corrientes migratorias, la vida rural tenía el problema añadido del
predominio de las ideas tradicionales sobre la mujer y su subordinación al hombre, que
hacía que muchas jóvenes (e incluso sus propias madres agricultoras) vieran con
malos ojos la opción de casarse con un agricultor.
Una parte de este auténtico “éxodo rural” se canalizó hacia el extranjero, y la
emigración a otros países volvió a alcanzar niveles masivos, en especial durante la
década de 1960 y los primeros años de la década de 1970. Parte de esta emigración
continuó dirigiéndose a América Latina (sobre todo a Venezuela y Argentina),
aprovechando las redes creadas durante la oleada migratoria de comienzos de siglo.
Pero una proporción cada vez mayor de la emigración al extranjero pasó a dirigirse a
otros países europeos, como Francia, Alemania y Suiza. En una fase alcista del ciclo
económico, estos países tenían un exceso de demanda en sus mercados laborales y
pudieron absorber una gran cantidad de emigrantes no cualificados de países menos
desarrollados; es decir, también esta segunda oleada de emigración española al
extranjero fue parte de un patrón más general, en este caso el que conectó a los
emigrantes de países europeos relativamente atrasados con los países más
avanzados. Muchos de los españoles que emigraron hacia Europa central lo hicieron
en el marco de acuerdos entre España y sus países de acogida con objeto de
favorecer una emigración ordenada y beneficiosa para todos los implicados. Pero no
es menos cierto que, junto a esta emigración “asistida”, una cantidad probablemente
similar o incluso superior de españoles emigró de manera clandestina. En los países
de acogida, existían controles sobre este tipo de inmigración, pero no fue hasta que la
crisis del petróleo iniciada en 1973 cambió la coyuntura económica que aquellos
países intensificaron las restricciones, y comenzó así a cerrarse el ciclo migratorio de
españoles en Europa central. Ello coincidió, además, con el final del franquismo y el
regreso de numerosos exiliados españoles que en su momento habían salido del país
por motivos políticos. El balance económico de la emigración española al extranjero en
los años sesenta y setenta consistió, como en el caso del anterior ciclo migratorio, en
una considerable inyección financiera para las economías familiares receptoras de
remesas. A nivel macroeconómico, estas remesas cumplieron así una función
estratégica, ya que, en un país con un problema crónico de déficit comercial (como
veremos más adelante), equivalían a unas exportaciones facturadas a los países de
acogida y contribuían a financiar las importaciones necesarias para absorber
tecnología extranjera e impulsar la industrialización del país.
Junto a la desagrarización y la urbanización, otro cambio fundamental fue la
alfabetización. El avance en este campo fue ya más visible y generalizado a partir de
comienzos del siglo XX. El Estado central decidió asumir un papel más activo en el
cumplimiento del principio de obligatoriedad de la escolarización primaria a través de
una financiación directa de la educación y la creación del Ministerio de Instrucción
Pública y Bellas Artes en 1900; decisión a la que pudo no ser ajena la crisis política y
social desatada por la pérdida de Cuba en 1898. En consecuencia, la mayor o menor
inclinación de unas y otras sociedades rurales a la hora de impulsar la alfabetización
de sus miembros más jóvenes, variable crucial hasta entonces, perdió peso. A lo largo
del primer tercio del siglo XX se mantuvieron importantes diferencias regionales, con
algunas regiones (sobre todo en el norte) aproximándose ya a la alfabetización plena y
otras (sobre todo en el sur) manteniendo un importante contingente de analfabetos,
pero incluso en estas últimas regiones el progreso estaba siendo claro y la mayoría de
los niños nacidos en este periodo recibían escolarización.
La transición hacia la alfabetización prosigue, y de hecho se acelera, durante el
franquismo (cuadro 4.3). El eventual paso hacia una alfabetización plena acabaría así
dependiendo de la paulatina desaparición de aquellas personas de cierta edad que en
su momento no tuvieron la suerte de recibir escolarización y no sabían leer y escribir.
Este perfil de analfabeto era el más común durante el franquismo, pero, hacia finales
de nuestro periodo, había ido decayendo como consecuencia del cambio
generacional. El analfabetismo de 1975 comenzaba a tener un carácter residual (más
que estructural, como había sido el caso hasta el siglo XIX).
Cuadro 4.3. Tasas de escolarización primaria y alfabetización
Escolarización primaria
(sobre población entre 5 y 14 años) Alfabetización
Varones Mujeres Total Varones Mujeres Total
1832 36 12 24 1860 48 27 38 40 12 26 1900 52 42 47 55 32 43 1930 58 53 56 80 63 71 1950 73 60 67 93 83 88 1975 83 84 83 1990 91 89 90
Fuente: Núñez (2005).
El progreso educativo la España franquista también se reflejó en un aumento
en la proporción de personas cuyo nivel de estudios iba más allá de la enseñanza
primaria. Este aumento no fue apreciable antes de la Guerra Civil: para las
generaciones nacidas a comienzos del siglo XX, los estudios de secundaria y los
estudios superiores continuaron teniendo un marcado carácter elitista. Para las
generaciones nacidas hacia mediados de siglo y que desarrollarían su carrera
educativa durante el tercer cuarto del mismo (aproximadamente), este elitismo estaba
desvaneciéndose. Muchos de estos niños y jóvenes (en torno a un tercio) continuaron
sin tener estudios siquiera de nivel primario, pero ahora más de una cuarta parte de la
generación terminaría completando estudios medios o superiores. Por supuesto, no
todas las clases sociales participaron de esta tendencia en igual medida, ya que las
clases altas lo hicieron en mayor medida que las bajas. De hecho, los hijos de las
familias de clase alta y media-alta también pasaron a cursar estudios universitarios en
mayor medida de lo que era habitual antes de la Guerra Civil, en el marco de una
expansión del pequeño sistema universitario español. Mientras tanto, las personas
pertenecientes a familias de clase baja se mantuvieron en su mayor parte al margen
del sistema universitario y, en muchos casos, tampoco participaron en la enseñanza
secundaria (no obligatoria). Pero fue una ruptura significativa con el pasado el que las
clases medias estuvieran comenzando a ir más allá de la simple escolarización
primaria.
Junto a estas diferencias de clase, el principal problema educativo del
franquismo fue la pérdida de capital humano causada por la orientación política del
régimen. El triunfo del bando nacional durante la Guerra Civil dio paso a una política
de represalias, como consecuencia de la cual numerosas personas simpatizantes con
el bando republicano vivieron un doloroso proceso de marginación laboral y social.
Con suerte, los simpatizantes republicanos podían mantener sus puestos de trabajo en
la administración pública, por ejemplo, si lograban ser avalados por algún
representante del régimen que atestiguara su buena conducta. A esto tenemos que
añadir el clima de pensamiento único promovido por la dictadura, la feroz represión de
las opiniones disidentes y la falta de respeto hacia la libertad de expresión. El
resultado fue la pérdida del capital humano atesorado por numerosas personas
simpatizantes del bando republicano que decidieron exiliarse o que se vieron
marginadas de los puestos que por su cualificación estaban llamadas a ocupar.
Junto a estas pérdidas de capital humano causadas por el enfrentamiento aún
latente entre las dos Españas, también debemos considerar el impacto del franquismo
sobre el desarrollo de las capacidades de las mujeres. El régimen propugnó una
ideología centrada en el hombre y en la que la mujer desempeñaba un papel
meramente complementario. La noción de que una mujer podía desarrollar una
trayectoria educativa larga y finalmente tener una carrera profesional tan sólo comenzó
a ganar cierto predicamento en los años finales del régimen: durante la mayor parte
del periodo, fue una idea extraña y de tintes subversivos. El hogar, y no la empresa, se
consideraba el espacio natural de la mujer. Si asumimos que el talento está distribuido
por igual entre hombres y mujeres, la ideología (y, en algunos casos, la regulación)
que relegaba a la mujer al hogar y le impedía desarrollar plenamente sus capacidades
supuso una pérdida de capital humano: cuando jóvenes valiosas no recibían la
aprobación de sus padres para estudiar o la de sus maridos para trabajar, no eran sólo
ellas, sino España en su conjunto, la que salía perdiendo.
DESINDUSTRIALIZACIÓN, CONTRAURBANIZACIÓN Y ACUMULACIÓN DE CAPITAL HUMANO (1985-2007)
El ciclo de cambio estructural que había arrancado a comienzos del siglo XX
fue agotando su recorrido histórico durante los años finales del siglo XX. El cambio
ocupacional continuó, pero pasó a adquirir características diferentes. Así, la población
agraria continuó cayendo, pero, dado que en el periodo previo se había producido ya
un fuerte trasvase de población agraria hacia los otros sectores, la población agraria
que quedaba era ya de dimensiones modestas y estaba altamente envejecida, por lo
que no se produjo un proceso tan acusado de “desagrarización” de la población activa.
Por ese mismo motivo, las migraciones campo-ciudad fueron perdiendo intensidad y,
en realidad, a lo largo de este periodo cambiaron de signo. Hasta entonces, lo habitual
había sido que una parte del crecimiento natural del medio rural (o todo él, o incluso
más en algunos momentos) se canalizara hacia las ciudades. Ahora, en cambio, lo
contrario comenzó a ser cierto, primero en el entorno de las grandes ciudades, más
adelante con carácter general. El encarecimiento de la vivienda urbana, combinado
con el deseo de parte de la población de escapar de las desventajas ambientales e
incluso psicológicas de la vida urbana, hizo que cada vez más personas, en especial
parejas jóvenes de origen urbano, pasaran a poblar zonas rurales situadas en las
proximidades de la ciudad y ahora reconvertidas en nuevas zonas residenciales. No se
trató de una vuelta al campo, pero sí de un proceso de “contraurbanización”. La
movilidad de la población se intensificó, pero las rutas de dicha movilidad cambiaron y
el radio de las mismas se redujo claramente. Por otro lado, las grandes ciudades
españolas, muy señaladamente Madrid y Barcelona, comenzaron a perder población
después de siglos liderando el crecimiento demográfico, mientras dicho liderazgo
pasaba a las ciudades medianas y las nuevas zonas residenciales en el entorno de las
ciudades.
Si la contraurbanización marcó el final de una etapa histórica y el inicio de otra,
algo similar ocurrió en el ámbito del cambio ocupacional como consecuencia de la
desindustrialización vivida por España. La industria, cuyos avances y retrocesos
habían definido la historia del cambio ocupacional hasta entonces, se vio duramente
golpeada por la crisis de 1975-85, una crisis fundamentalmente industrial que destruyó
un gran número de empleos fabriles. El ciclo histórico de la industrialización había
concluido, y la posterior recuperación económica vivida entre 1986 y 2007, apenas
interrumpida brevemente a comienzos de la década de 1990, presenció un crecimiento
sin precedentes de la población empleada en el sector servicios. Los servicios en que
pasó a emplearse un volumen creciente de españoles fueron de cuatro tipos: servicios
a la producción (servicios financieros y servicios a empresas), servicios de distribución
(comercio, transporte y comunicaciones), servicios sociales (educación, sanidad,
Administración Pública) y servicios personales (restauración, reparación…). En
términos cuantitativos, los más importantes de estos resultaron ser los servicios de
distribución, en especial el comercio, que empleaba ya a más del 20 por ciento de la
población española a comienzos del siglo XXI.
Otra ruptura histórica de este periodo fue la conversión de España en país
receptor de inmigrantes. Como vimos en el apartado anterior, España había sido
tradicionalmente un país de emigración. Durante la década de 1980, sin embargo,
comenzó a ser habitual que jubilados británicos, alemanes y de otros países europeos
abandonaran sus países y fijaran su nueva residencia en el soleado litoral
mediterráneo. Hacia finales de siglo, esta oleada de inmigrantes, poco importante en
términos cuantitativos, comenzó a verse acompañada de una oleada más significativa
compuesta por inmigrantes procedentes de países menos desarrollados como los
latinoamericanos, africanos y de Europa del Este. Esta segunda corriente inmigratoria,
atraída por el auge económico de España y las facilidades para encontrar empleo en
sectores como la construcción y la agricultura intensiva, alcanzó proporciones inéditas
durante la primera década del siglo XXI, convirtiéndose en el principal revulsivo
demográfico de una población española cuya tendencia natural era hacia el
estancamiento.
Por su parte, el tiempo pasado por los jóvenes españoles en el sistema
educativo continuó aumentando. La educación secundaria prosiguió su tendencia
hacia la generalización social y, de hecho, el primer tramo de la misma terminó
haciéndose obligatorio a raíz de la Ley Orgánica de Ordenación General del Sistema
Educativo (1990), que sustituía a la franquista Ley General de Educación (1970). La
edad mínima de escolarización aumentó así desde los 14 hasta los 16 años. También
se produjo una expansión muy fuerte de la educación superior. En el marco de la
construcción del Estado de las Autonomías, se crearon numerosas universidades y
titulaciones en regiones y provincias que hasta entonces no contaban con oferta de
estudios superiores (o que contaban con una oferta marginal). El acceso a la
universidad continuó sujeto a un gradiente social, ya que los grupos sociales con
menor renta (y menor tradición educativa) tendían a estar menos representados. Sin
embargo, los estudios superiores perdieron el perfil elitista que hasta entonces habían
mostrado conforme las más amplias capas de las clases medias ingresaron en la
universidad. Hacia comienzos del siglo XXI, la tasa de escolarización superior estaba
ya incluso por encima de la de países europeos más avanzados: tras varias décadas
en las que el acceso a los elitistas estudios universitarios era un seguro de inserción
laboral y profesional, más y más familias orientaban a sus hijos hacia dichos estudios
(ahora masificados).
Por todo ello, el número medio de años de escolarización aumentó, como
también lo hizo el porcentaje de población con estudios superiores a los primarios
(cuadro 4.4). En otras palabras, de acuerdo con los indicadores más habituales, el
stock español de capital humano aumentó. Se manifestaron, sin embargo, tres
importantes problemas. En primer lugar, un porcentaje muy alto de jóvenes (uno de los
más altos de la Unión Europea) abandonaba el sistema educativo en cuanto cumplía
la edad de escolarización obligatoria, en no pocas ocasiones sin haber llegado a
completar siquiera el primer tramo de la escolarización secundaria. A ello
contribuyeron algunas características distintivas del mercado laboral español, como la
facilidad para encontrar un empleo no cualificado, la baja prima de cualificación (la
diferencia entre los salarios de los trabajadores cualificados y no cualificados) o la gran
importancia de los contactos personales en el acceso a un puesto de trabajo. Un
segundo problema de capital humano, al menos en lo que se refiere al impacto
económico del mismo a través del cambio tecnológico, fue el hecho de que las
enseñanzas técnicas tuvieron una difusión más modesta que, por ejemplo, las
enseñanzas de ciencias sociales y humanidades. Finalmente, en tercer lugar, en la
España de comienzos del siglo XXI más y más jóvenes terminaban asumiendo
puestos de trabajo para los que no era necesaria una cualificación tan alta como la
que tenían. Esto era en parte el resultado del carácter poco intensivo en conocimiento
de la economía española, que generaba puestos de trabajo cualificados a un ritmo
inferior al de generación de mano de obra cualificada por parte del sistema educativo.
En parte también podía ser el resultado de un nivel de exigencia educativa
excesivamente bajo, que tendía a devaluar los títulos obtenidos por los estudiantes.
Todos estos problemas mostraban que, hacia comienzos del siglo XXI, aunque
España había hecho grandes progresos en el plano educativo desde una perspectiva
de largo plazo, el capital humano continuaba siendo uno de sus puntos débiles.
Cuadro 4.4. Porcentaje de población según nivel de estudios y año de nacimiento
Año de
nacimiento Sin estudios Con estudios
primarios Con estudios
medios Con estudios
superiores
1840 76 24 1880 51 48 0 1 1910 55 42 1 2 1930 57 36 5 2 1955 34 37 12 15 1974 18 16 36 29
Fuente: Núñez (2005).
5 Organización empresarial y cambio tecnológico en el sector agrario
En especial a partir del influyente trabajo de Joseph Schumpeter Teoría del
desarrollo económico (1913), la innovación ha sido unánimemente reconocida como
uno de los motores del cambio económico: allí donde las empresas son capaces de
hacer las cosas de una manera diferente se generan desequilibrios que impulsan el
funcionamiento de la economía. Esto, a su vez, obliga a prestar atención a las
empresas y al modo en que se organizan. Las empresas reúnen gran cantidad de
factores productivos, desde edificios y maquinaria hasta trabajadores, con objeto de
desempeñar una actividad económica que todos los implicados confían sea rentable,
pero, más allá de este denominador común, las empresas pueden organizarse de
maneras muy diversas a lo largo del tiempo y el espacio.
En esta práctica y en la siguiente estudiamos los principales rasgos de la
historia empresarial de España y los ponemos en relación con las grandes líneas del
cambio tecnológico. Centraremos nuestra atención en dos grandes contrastes: por un
lado, el contraste entre las economías de base energética orgánica y las economías
inorgánicas (probablemente, la principal ruptura tecnológica en la historia de la
humanidad); por el otro, el contraste entre las empresas pequeñas operando en
condiciones próximas a la competencia perfecta y las empresas grandes operando en
condiciones de competencia imperfecta o monopolio.
En el mundo occidental, el paso de economías orgánicas, cuyas fuentes de
energía estaban estrechamente ligadas al mundo biológico y al funcionamiento de la
naturaleza, a economías inorgánicas, basadas primero en el carbón y más adelante en
la electricidad y el petróleo, fue el cambio tecnológico más importante a la hora poner
en marcha la revolución industrial y, de ese modo, pasar de las bajas (con frecuencia
nulas) tasas de crecimiento económico del periodo preindustrial a las tasas
generalmente elevadas que se han registrado desde el siglo XIX hasta nuestros días.
Esta transición energética fue la base sobre la que se apoyaron sucesivos ciclos de
innovación industrial. La revolución industrial fue posible gracias a la acumulación de
innovaciones en el campo de la maquinaria para los sectores textil y siderúrgico,
desarrollándose posteriormente el transporte ferroviario. Más adelante, hacia finales
del siglo XIX comenzó a tomar forma un segundo ciclo de innovaciones: una segunda
revolución industrial liderada por la siderurgia del acero, la industria química y el
transporte marítimo y que, a lo largo del siglo XX, tendría su centro en el sector de la
automoción. En las décadas finales del siglo XX, y hasta nuestros días, se ha abierto
una tercera revolución industrial liderada por las nuevas tecnologías de la información
y las comunicaciones (y en cuyo futuro podría tener una gran importancia también el
sector emergente de la biotecnología y la inteligencia artificial). Estas sucesivas
revoluciones tecnológicas han hecho posible un gran incremento de la productividad,
primero (durante las dos primeras revoluciones industriales) a través de la
mecanización de tareas físicas previamente realizadas por seres humanos y más
adelante (durante la tercera revolución industrial) a través de la mecanización de
tareas no sólo físicas sino también intelectuales.
Todas estas innovaciones tuvieron lugar al tiempo que se producían cambios
igualmente revolucionarios en las formas de organización empresarial. La primera
revolución industrial presenció el ascenso del sistema de fábrica, que suponía una
concentración de capitales y mano de obra superior a la de los sistemas
manufactureros propios del periodo preindustrial. Pero la segunda revolución fue
liderada por empresas incluso más grandes: grandes empresas modernas que tenían
una orientación multifuncional y se caracterizaban por la separación entre propiedad y
gestión. Esto hizo que los sectores líderes de los procesos de industrialización fueran
adoptando rasgos de competencia imperfecta, conforme los grandes grupos
empresariales que lideraban la innovación tecnológica iban captando cuotas
crecientes de mercado (y conforme sectores en los que la gran empresa nunca había
llegado a dominar, como por ejemplo la agricultura, fueron perdiendo peso dentro de la
estructura productiva). A partir de la década de 1970, los sistemas de producción en
masa propios de las grandes empresas modernas comenzaron sin embargo a entrar
en crisis, ganando protagonismo los sistemas de producción flexible a través de los
cuales se establecían redes de coordinación entre empresas de diferentes tamaños y
características. De este modo, aunque los sectores líderes de la tercera revolución
industrial se han venido caracterizando por el liderazgo de empresas grandes en
posición de competencia imperfecta, el espacio para pequeñas empresas altamente
especializadas ha aumentado.
¿Qué ocurría mientras tanto en España? En esta práctica trataremos estos
temas para el que durante largo tiempo fue el principal sector de la economía
española: el sector agrario. En la práctica siguiente consideraremos la industria, la
construcción y los servicios.
LA AGRICULTURA DEL ANTIGUO RÉGIMEN (1500-1800)
La organización del principal sector de la economía española preindustrial, la
agricultura, es difícil de comprender en toda su complejidad desde la perspectiva de un
observador presente, acostumbrado a la sociedad de mercado. Hasta la revolución
liberal de las primeras décadas del siglo XIX, la agricultura española se organizaba de
acuerdo con los principios del Antiguo Régimen: la sociedad era estamental, y el
mercado desempeñaba un papel pequeño y estaba sometido a una estrecha vigilancia
por parte de los poderes públicos. En el caso concreto de la agricultura, los mercados
de productos agrarios estaban altamente intervenidos (no existía un mercado libre) y
los mercados de factores productivos (en especial, el de la tierra) funcionaban sólo de
manera parcial.
En la sociedad estamental española de los siglos XVI al XVIII, la propiedad de
la tierra estaba muy desigualmente distribuida. Los estamentos privilegiados,
compuestos por los miembros de la aristocracia y la Iglesia católica, concentraban la
mayor parte de la propiedad de la tierra, a lo que se unían diversas prerrogativas y
derechos sobre el resto de la población. La Iglesia, por ejemplo, no sólo obtenía
recursos como consecuencia de su posesión de amplísimas superficies de tierra, sino
que también tenía derecho a recaudar de los campesinos un impuesto proporcional a
la producción agraria de estos últimos (el diezmo). Por debajo de estos estratos
privilegiados se encontraba la inmensa mayoría de la población agraria: desde
pequeños y medianos propietarios hasta jornaleros que trabajaban en las
explotaciones de otros (es decir, en las explotaciones de terratenientes, Iglesia o
campesinos medianos), pasando por campesinos arrendatarios. Más allá de estas
diferencias internas dentro del campesinado, lo cierto es que la gran barrera social se
establecía entre los campesinos y sus “señores”. Franquear esta barrera era
prácticamente imposible, ya que la concentración de la propiedad de la tierra en
manos de unos pocos tendía a reproducirse a lo largo del tiempo. Además, el carácter
amortizado o vinculado de muchas de las tierras propiedad de la nobleza y el clero
aseguraba que estas se mantuvieran fuera del mercado y, por lo tanto, tendía a
inmovilizar la estructura de la propiedad territorial.
La amortización de tierras era, de hecho, una de las grandes restricciones a
que estaba sometida la actividad empresarial en el sector agrario de la España
preindustrial. Hoy día damos por hecho que el propietario de unas hectáreas puede
hacer con ellas lo que mejor le parezca; si, por ejemplo, quiere presentar estas
hectáreas como garantía para recibir un préstamo bancario (dirigido, pongamos, a
modernizar tecnológicamente la explotación), nada en la sociedad actual se lo impide;
en el peor de los casos, si no es capaz de cumplir con las obligaciones derivadas del
préstamo, el banco se quedará con su finca. En la sociedad del Antiguo Régimen, en
cambio, la amortización o vinculación de buena parte de las tierras impedía a los
señores y a las órdenes religiosas disponer plenamente de las mismas.
La otra gran restricción a la actividad empresarial eran las numerosas y prolijas
regulaciones comunitarias sobre el uso del suelo y el calendario agrario. En el Antiguo
Régimen, las tierras estaban sujetas a diversas capas de derechos superpuestos, de
tal modo que el derecho de propiedad no siempre se identificaba con el derecho de
uso. Los poseedores de la tierra debían respetar regulaciones comunitarias que
otorgaban derechos de uso sobre dicha tierra a ciertas personas para realizar ciertas
tareas agrarias en ciertos momentos del año. Por ejemplo, un campesino, pese a
disfrutar del derecho de propiedad de unas hectáreas, podía verse obligado a permitir
que, una vez recogida su cosecha al final del verano, los otros vecinos del pueblo
pudieran durante algunas semanas alimentar a sus ovejas en esa finca. Este es tan
sólo un ejemplo de las muchas regulaciones comunitarias que impedían un desarrollo
libre y autónomo de la actividad empresarial o, si se quiere, que subordinaban el
desarrollo de la actividad empresarial privada a objetivos más generales.
Paradójicamente, algunas de las mayores empresas agrarias de la España
preindustrial basaban su fortaleza en la utilización de este tipo de regulaciones con
objeto de debilitar la capacidad empresarial de otros. Tal era el caso de las grandes
cabañas de trashumancia ovina. Sus propietarios formaban parte de la elite económica
del país y se encontraban organizados a través de una corporación común (la Mesta)
con gran capacidad para influir sobre el diseño de la política económica. Los grandes
ganaderos mesteños poseían algunas de las superficies en que pastaban sus ovejas,
pero también se apoyaban en gran medida en superficies que no eran de su propiedad
y en las que sus ovejas podían pastar gracias a regulaciones que así lo favorecían.
Los ganaderos riojanos, por ejemplo, tenían derechos de uso sobre pastos
extremeños, lo cual creó hacia el final de nuestro periodo una creciente tensión social,
ya que los campesinos extremeños habrían preferido utilizar dichas tierras para el
cultivo de (por ejemplo) cereales; es decir, que dichas tierras contribuyeran más a la
comunidad local y menos a engrandecer las fortunas de ganaderos residentes en otra
región. Los privilegios de la Mesta también incluían un acceso privilegiado a las
grandes rutas de desplazamiento del ganado: las cañadas, que recorrían todo el país
de franjas de tierra que no podían ser cultivadas. Hacia el final de nuestro periodo, ya
desde finales del siglo XVIII y sobre todo a raíz de la revolución liberal, los privilegios
de la Mesta fueron debilitándose, pero durante siglos restringieron fuertemente el
desarrollo autónomo de la actividad empresarial en muchas zonas de España.
El nivel tecnológico de estas actividades primarias era muy bajo, y los
agricultores españoles no transitaron por la senda de innovación que permitió
conseguir modestos pero significativos progresos a los agricultores ingleses y
holandeses durante los siglos XVII y XVIII. Esta senda de innovación no consistía en la
introducción de maquinaria (eso llegaría más adelante) u otras grandes rupturas
tecnológicas, sino en emplear de manera más intensiva los recursos disponibles. Ello
era posible gracias a un círculo virtuoso en el que tres cambios positivos se apoyaban
los unos sobre los otros: se reducía la superficie de barbecho, se aumentaba la
cabaña ganadera y se expandían las superficies destinadas a cultivar plantas
forrajeras para la alimentación del ganado. Esto supuso al mismo tiempo una
intensificación y una diversificación de la agricultura, ya que los antiguos sistemas de
cultivo fueron sustituidos por otros que permitieron incrementar los rendimientos
productivos por hectárea (al reducirse la proporción de superficie que quedaba en
barbecho con objeto de restaurar la fertilidad del suelo) y que además dieron lugar a
una mayor variedad de producciones (al aumentar la proporción del producto agrario
aportada por el subsector ganadero). Estos cambios se apoyaban unos sobre otros
porque la reducción de la superficie de barbecho sólo era posible si, paralelamente,
aumentaba la disponibilidad de fertilizantes, en particular los excrementos animales.
Pero los agricultores españoles no fueron capaces de poner en marcha este
círculo virtuoso. Más bien quedaron atrapados en un círculo vicioso en el que los
sistemas de cultivo continuaron siendo bastante extensivos porque resultaba muy
difícil reducir la proporción de superficie dejada en barbecho, lo cual a su vez era
consecuencia de lo muy difícil que resultaba incrementar la cabaña ganadera. ¿Por
qué? Los factores institucionales que hemos estudiado en la práctica 1, así como sus
implicaciones para el comportamiento empresarial (que acabamos de estudiar),
debieron de desempeñar un papel, al generar asignaciones de recursos ineficientes y
una estructura de incentivos poco favorable a la innovación. También la baja densidad
demográfica del país debió de influir, al elevar el coste de una hipotética transición
desde una agricultura extensiva hacia una agricultura intensiva. Introducimos a
continuación, sin embargo, un grupo adicional de factores que nada tiene que ver con
la población o la organización social: los factores geográficos, que durante este
periodo condicionaron las estrategias empresariales tanto o más que los anteriores.
Dadas las condiciones tecnológicas de la época, la climatología mediterránea
planteaba un problema para la agricultura. El nivel de precipitaciones era en la mayor
parte de España mucho más bajo e irregular que, por ejemplo, en Inglaterra, lo cual
conducía a niveles de aridez muy superiores. En consecuencia, resultaba mucho más
difícil para un agricultor español implantar el conjunto de cambios interrelacionados
que estaban generando progreso agrario en Inglaterra. En la Cornisa Cantábrica, con
condiciones climatológicas más parecidas a las del norte de Europa, sí que
encontramos algunos de estos cambios. Pero en la mayor parte del país persistieron
los sistemas de cultivo extensivos tradicionales: la senda de cambio agrario del norte
de Europa no era aplicable en las condiciones del clima mediterráneo. Este problema
fue común a otros países del sur de Europa, que también llegaron a las puertas de la
era industrial con unas agriculturas menos progresivas que las de los países
noroccidentales.
Otro factor geográfico que condicionó los resultados de los agricultores
españoles durante este periodo fue el accidentado relieve del país. España es uno de
los países más montañosos de Europa: de acuerdo con la definición legal actualmente
imperante en nuestro país, casi el 40 por ciento de la superficie nacional está
compuesta por municipios de montaña. En España como en todas partes, las
superficies de montaña son menos productivas desde el punto de vista agrícola que
las superficies llanas y, además, requieren grandes esfuerzos por parte de los
campesinos para ser labradas. En la Gran Bretaña de este periodo, los resultados
agrarios también fueron claramente mejores en las zonas llanas del centro y el sur del
país que en las zonas de montaña del norte. Sin duda, el accidentado relieve jugó en
contra de muchos agricultores españoles.
UNA AGRICULTURA EN TRANSICIÓN (1800-1950)
Tras el desmoronamiento del Antiguo Régimen, se abrió paso en España un
nuevo orden agrario, cuya cristalización se produjo a lo largo de la segunda mitad del
siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX. El nuevo orden se basaba en tres
pilares: primero, la desamortización (eclesiástica y civil), que inyectó amplias
superficies de tierra en el mercado; segundo, la tendencia a la identificación entre
derechos de propiedad y derechos de uso, lo cual implicaba el desmantelamiento de
numerosas regulaciones comunitarias y de los privilegios históricos de los ganaderos
trashumantes; y, tercero, la liberalización de los mercados de productos agrarios y de
factores productivos para la agricultura.
El nuevo orden agrario favoreció una cierta tendencia hacia la campesinización
de la agricultura, es decir, hacia el acceso de un número mayor de familias
campesinas a la propiedad de la tierra o, cuando menos, al arrendamiento de la
misma. Con todo, hubo marcadas diferencias entre unas y otras partes del país,
configurándose en realidad tres tipos diferentes de sociedades rurales. Por un lado
estaban las sociedades campesinas de la Cornisa Cantábrica y de las zonas de
montaña de otras partes del país. Estas eran sociedades en las que predominaban
pequeñas explotaciones campesinas que utilizaban fundamentalmente mano de obra
familiar. A comienzos de nuestro periodo, la mayor parte de estas explotaciones eran
arrendamientos de tierra que las familias campesinas realizaban a los terratenientes
locales. A lo largo del siglo previo a la Guerra Civil, sin embargo, más y más
campesinos fueron accediendo a tierras en propiedad. El resultado fue una sociedad
rural en la que, si bien existían campesinos más y menos ricos (así como una elite
terrateniente), el nivel de desigualdad era relativamente bajo. A ello contribuyó también
el hecho de que, a lo largo del periodo, la mayor parte de los montes comunales de
estas zonas continuaran sujetos a sus regulaciones tradicionales y no fueran objeto de
subasta y privatización.
En el otro extremo se situaban las sociedades latifundistas de la mitad sur del
país, en particular Extremadura y Andalucía occidental. Aquí la estructura empresarial
estaba dominada por grandes fincas (los latifundios) cuya propiedad estaba
concentrada en un reducido número de familias. Existía una enorme disparidad entre
estas familias terratenientes y una gran masa de familias jornaleras que, carentes de
tierra, se veían forzadas a trabajar en los latifundios a cambio de salarios bajos y,
además, debían soportar considerables periodos de inactividad estacional como
consecuencia del carácter cíclico de la demanda de mano de obra en los latifundios.
La formación de este tipo de sociedad rural tenía unas raíces históricas profundas, que
se remontaban al menos hasta el periodo de la Reconquista, pero sin duda se vio
apuntalada por los efectos del nuevo orden agrario en esta parte del país. Por un lado,
los aristócratas recibieron facilidades para transformar sus antiguos derechos sobre
algunos territorios en derechos de propiedad plena. Por el otro, la privatización de
amplias superficies comunales condujo a un aumento de los patrimonios de las
familias pudientes (las que tenían capacidad para pujar en las subastas), reforzando
así la desigualdad en la distribución de la propiedad de la tierra. Es cierto que muchos
latifundios eran gestionados por sus propietarios de manera indirecta, cediendo
parcelas de los mismos a campesinos arrendatarios que conformaban así una precaria
clase media entre los terratenientes y los jornaleros, pero en cualquiera de los casos
estamos ante una sociedad extremadamente desigual.
Entre ambos extremos, el de la España minifundista y el de la España
latifundista, existía un tercer grupo de casos intermedios. Estos se localizaban en
numerosas comarcas llanas del interior del país, así como en el litoral mediterráneo.
Aquí había elites que poseían grandes superficies de tierra, había campesinos que
poseían o arrendaban pequeñas propiedades, y había jornaleros que trabajaban en las
explotaciones de otros a cambio de un salario, pero con más frecuencia aún las
familias combinaban varias de estas posibilidades. Así, por ejemplo, muchos jóvenes
podían empezar ganando algún dinero como jornaleros para posteriormente formar
una familia y arrendar un pequeño trozo de tierra, combinando su trabajo en la
explotación propia con algunos jornales en las explotaciones de otro. El peldaño
siguiente en esta escalera agraria podía ser comprar algo de tierra y combinar el
trabajo en esas tierras con el trabajo en tierras arrendadas, e incluso todavía algún
trabajo jornalero esporádico. En suma, había una combinación de propiedad,
arrendamiento y trabajo asalariado, y las proporciones de cada elemento iban
cambiando a lo largo del ciclo de vida de los individuos. Aunque el nivel de
desigualdad no era tan bajo como en las sociedades campesinas, el progreso de las
familias humildes era mucho más factible que en las sociedades latifundistas.
Estos tres tipos de sociedad rural, con sus diferentes tipos de explotaciones y
familias, fueron la base sobre la que se apoyó el crecimiento de la agricultura española
durante este periodo. Buena parte de este crecimiento fue de naturaleza extensiva, es
decir, consistió en la extensión a nuevas superficies del tipo de agricultura que ya
venía practicándose con anterioridad. Este fue el caso en buena parte del interior del
país y en las sociedades latifundistas, donde las desamortizaciones inyectaron nuevas
tierras en el mercado y las explotaciones agrarias abastecieron con tecnología
tradicional la creciente demanda de alimentos por parte de una población española en
vías de urbanización. También hubo, sin embargo, vías de crecimiento más intensivas,
más progresivas. En todo el arco mediterráneo, el doble estímulo de la demanda
urbana y de la demanda internacional favoreció una especialización en vino, aceite y
productos hortofrutícolas. Esta especialización, que fue liderada por pequeños y
medianos campesinos que iban subiendo peldaños en la “escalera agraria”, conducía
a rendimientos superiores a los de la agricultura cerealista tradicional. De manera
paralela, los campesinos del norte de España fueron especializándose en la ganadería
vacuna y, con objeto de mejorar sus resultados, introdujeron desde finales del siglo
XIX animales extranjeros caracterizados por presentar mayores rendimientos. (Una
vaca lechera holandesa, por ejemplo, podía dar el triple de leche que una vaca
cántabra tradicional.) Se trató, por tanto, de una auténtica puesta al día tecnológica.
Finalmente, en muchas otras partes del país, y sobre todo a partir de comienzos del
siglo XX, la agricultura de secano de bajo rendimiento comenzó a modernizarse como
consecuencia de la aplicación de fertilizantes químicos (en sustitución de los
fertilizantes naturales tradicionales), la introducción de maquinaria (aún movida en su
mayor parte por la energía orgánica de los animales) y, en algunos casos (allí donde
se realizaron las obras públicas pertinentes), de la transformación en agricultura de
regadío.
Esta lenta pero básicamente positiva evolución de la agricultura española se
vio cortada por la Guerra Civil y el primer franquismo. Durante la autarquía de la
década de 1940, las explotaciones agrarias españolas sufrieron un proceso de
reversión tecnológica: el cambio técnico que se había iniciado en las décadas previas
a la Guerra Civil se vio detenido como consecuencia de las fuertes restricciones
impuestas a la importación de maquinaria y fertilizantes químicos, así como por la
incapacidad del tejido productivo nacional para sustituir plenamente dichas
importaciones. Así, muchas explotaciones agrarias eran, a la altura de 1950, más
tradicionales desde el punto de vista tecnológico de lo que lo habían sido quince años
atrás.
LA AGRICULTURA INORGÁNICA (1950-2007) En fuerte contraste con lo ocurrido en los años posteriores a la Guerra Civil, la
paulatina apertura de la economía española hacia al exterior a partir de la década de
1950 (y especialmente tras el Plan de Estabilización de 1959) hizo posible que los
agricultores españoles absorbieran el nuevo bloque tecnológico que por entonces
estaba transformando profundamente las agriculturas de toda Europa. El bloque
contenía tres elementos: en primer lugar, la mecanización de numerosas labores
agrícolas, gracias, por ejemplo, al desarrollo de nuevos, mejores y más baratos
modelos de tractor que sustituían a energías orgánicas como la tracción animal y la
fuerza humana (cuadro 5.1); segundo, la utilización masiva de inputs químicos, en
particular fertilizantes (cuadro 5.2); y, tercero, la mejora genética del ganado, sobre
todo en el caso del ganado aviar y porcino, que pasó además a ser alimentado
masivamente con piensos industriales que aumentaban su rendimiento (cuadro 5.3).
Un bloque basado, de este modo, en un elevado consumo de petróleo, tanto de
manera directa (para el funcionamiento de la maquinaria) como de manera indirecta
(dado que los nuevos inputs eran con frecuencia producidos lejos del medio rural y,
por tanto, requerían ser transportados hasta el mismo).
Cuadro 5.1. Incorporación de tractores a las explotaciones agrarias
1932 1950 1975 2000 Número de tractores 4.084 12.798 379.070 889.700 Potencia instalada (miles de C.V.) 75 18.718 54.854
Fuente: Barciela y otros (2005). Cuadro 5.2. Consumo de fertilizantes químicos (kg. por hectárea de superficie de
cultivos o prados naturales)
1907 1935 1951 1975 2000
Nitrógeno 0,8 4,9 4,6 43,7 77,0 Pentóxido de fósforo 3,5 10,1 10,0 28,4 34,3 Óxido de potasio 0,3 1,5 2,7 15,3 28,6
Fuente: Barciela y otros (2005). Cuadro 5.3. Composición porcentual de las hembras de vientre vacunas y porcinas
según tipo de raza
1955 1986 Vacas
Razas autóctonas 74 30 Razas extranjeras y cruces 26 70
Cerdas Razas autóctonas 59 10 Razas extranjeras y cruces 41 90
Fuente: Barciela y otros (2005). Elaboración propia.
De la mano de estos cambios técnicos, el sector agrario, que aún mantenía un
fuerte carácter orgánico en torno a 1950, aceleró su transición energética y registró un
rápido aumento en su productividad. En el caso concreto de España, la mecanización,
los productos químicos y las nuevas razas ganaderas fueron acompañados por un
cuarto elemento: el regadío. A través de la transformación de superficies de secano en
superficies de regadío (previa construcción de las obras hidráulicas pertinentes), fue
posible para muchos agricultores españoles disponer de una oferta suficiente y estable
de agua, de tal modo que podían aumentar el rendimiento de los cultivos ya existentes
o sustituir dichos cultivos por otros cultivos de mayor rendimiento. En la mayor parte
de España, el clima mediterráneo había venido condicionando el potencial de
crecimiento agrario, pero la transformación de tierras de secano en tierras de regadío
permitía elevar de manera muy notable el rendimiento de la tierra.
En suma, entre la década de 1950 y comienzos de la década de 1970, el
cambio técnico continuó y profundizó la tendencia ya iniciada durante el primer tercio
del siglo XX: relajar las restricciones que, bajo las condiciones tecnológicas propias de
la agricultura orgánica, habían venido condicionado el comportamiento empresarial
hasta entonces. Durante el último cuarto del siglo XX y los primeros años del siglo XXI,
continuó introduciéndose maquinaria, continuó intensificándose el uso de una gama
creciente de inputs químicos (junto a los fertilizantes, ahora por ejemplo diversos
productos fitosanitarios) y continuó expandiéndose la superficie irrigada (con las aguas
subterráneas desempeñando un papel importante). Además, hacia finales del siglo XX
y comienzos del XXI, la biotecnología se convertía en fuente de importantes
innovaciones en algunos subsectores, como las frutas y las hortalizas. (De hecho, la
combinación de inputs químicos, regadío y biotecnología dio lugar a un importante
distrito de agricultura altamente intensiva en el sureste peninsular.)
La transformación tecnológica del campo español fue paralela a una
transformación de su estructura empresarial. La aplicación del nuevo bloque
tecnológico exigía un desembolso importante, por lo que los agricultores grandes
estaban mejor posicionados que los pequeños para llevarla a cabo. Además, se
trataba de una tecnología, sobre todo en el caso de la maquinaria, sujeta a economías
de escala, por lo que, una vez implantada, ofrecía una mayor rentabilidad a los
agricultores que superaran cierto umbral de dimensión; no se trataba de un umbral
muy exigente, dado que la mayor parte de agricultores medianos lo superaba, pero no
así los agricultores pequeños. Los agricultores pequeños se veían así entre la espada
y la pared: si no adoptaban el nuevo bloque tecnológico, perdían competitividad con
respecto a las explotaciones que sí lo hacían; y, si lo adoptaban, podían entrar en una
espiral de endeudamiento de difícil salida. De hecho, este fue el contexto en el que
numerosos pequeños agricultores abandonaron el campo y se dirigieron a la ciudad,
conduciendo a uno de los episodios más intensos de despoblación rural en la historia
europea contemporánea. Y muchos de los pequeños agricultores que sí
permanecieron en el campo comenzaron a combinar sistemáticamente su trabajo en la
explotación con otras fuentes de ingreso, en especial en actividades no agrarias; se
convirtieron, por tanto, en agricultores a tiempo parcial. En no pocos casos, de hecho,
la agricultura terminó siendo la actividad complementaria, quedando el trabajo
remunerado en la industria, la construcción o los servicios como la principal fuente de
ingresos de la familia. La desaparición o reconversión de miles de pequeños
agricultores favoreció un aumento de la dimensión media de las explotaciones agrarias
españolas, al acceder los agricultores que permanecían en el sector a tierras que los
agricultores pequeños habían dejado de explotar.
Con todo, no fue una reestructuración espectacular, y las explotaciones
españolas continuaron siendo relativamente pequeñas en relación a las de otros
países europeos. Y, en comparación con lo que ocurría en los otros sectores de
nuestra economía, el peso de la gran empresa era mínimo y la mayor parte de
explotaciones venían a ser pequeñas empresas familiares caracterizadas por la
elevada edad del empresario (consecuencia de la selectividad de los movimientos
migratorios en función de la edad). Los tres modelos de sociedad rural que repasamos
en el apartado anterior (sociedades campesinas, sociedades latifundistas, casos
intermedios) retuvieron muchos de sus rasgos distintivos. De hecho, el contraste entre
la capacidad de las familias campesinas para acceder a la tierra en unos y otros casos
probablemente se acentuó como consecuencia de las leyes franquistas que buscaban
acabar con los propietarios absentistas y que movieron a muchos latifundistas del sur
a explotar directamente sus fincas en lugar de ceder parcelas en arrendamiento a
pequeños campesinos.
La contrarreforma agraria puesta en práctica tras el final de la Guerra Civil fue
encaminada, por su parte, a revertir las regulaciones pro-trabajo de los gobiernos
izquierdistas de la Segunda República, por lo que su efecto fue mantener una
estructura social tradicional en el campo. Sin embargo, el posterior desarrollo del
cambio económico fue erosionando dicha estructura social. La multiplicación de las
oportunidades de empleo en las ciudades, la recepción de remesas por parte de los
familiares de quienes habían emigrado a la ciudad, la aparición de nuevas
oportunidades en los sectores rurales no agrarios y la generalización de la agricultura
a tiempo parcial tendieron a mejorar la posición relativa de las clases desfavorecidas
frente a las elites que tradicionalmente habían dominado la vida rural. En realidad, la
tierra, tan decisiva a la hora de estructurar la sociedad rural tradicional, fue perdiendo
peso en relación al capital; capital de que debían disponer los agricultores para
incorporar el nuevo bloque tecnológico de la época, y capital que, concentrado en la
poderosa industria alimentaria, organizaba el conjunto de una cadena alimentaria
cuyas dimensiones excedían con mucho las de la sociedad rural y sus habitantes.
Las líneas básicas de esta reestructuración empresarial se mantuvieron
después del franquismo. Numerosos agricultores abandonaron sus explotaciones y
muchos otros cerraron la explotación cuando, al jubilarse, se encontraron con que
carecían de un sucesor familiar dispuesto a asumir el mando. El tamaño medio de las
explotaciones, en consecuencia, continuó aumentando, pero lo cierto es que, si
comparamos estas explotaciones con las empresas de otros sectores, se trataba aún
de empresas pequeñas, poco capitalizadas y poco rentables. La actividad agraria
continuó su integración cada vez más estrecha con el resto de la cadena alimentaria;
cadena dominada primero por la agroindustria y más adelante por las grandes
superficies comerciales. Con frecuencia, los agricultores encontraron motivos para
quejarse de su falta de poder dentro de esta larga cadena de transformadores e
intermediarios que, sin embargo, les era necesaria para llegar al consumidor español
medio. En realidad, los beneficios obtenidos por la actividad agraria difícilmente
bastaban para el sustento de los agricultores: muchos agricultores abandonaron, y
muchos de los que permanecieron en el negocio continuaron adoptando otros empleos
fuera de la agricultura y trabajando en su explotación a tiempo parcial. La mayor parte
de agricultores pasó a recibir subvenciones como consecuencia de la incorporación de
España a la Política Agraria Común (PAC), si bien esta incorporación supuso un
auténtico trauma para algunos subsectores (como el vacuno de leche). Aunque las
subvenciones más cuantiosas fueron a parar a los grandes terratenientes (un
problema que era menos imputable a España que al diseño general de la PAC, que
venía de Bruselas), la PAC supuso una inyección de fondos importante para las
maltrechas cuentas empresariales de los agricultores más modestos. En general, sin
embargo, el bajo nivel de vida que podía proporcionar la ocupación agraria hacía que,
en torno al cambio de siglo, fuera cada vez más difícil encontrar mano de obra para
toda una serie de faenas y, en consecuencia, comenzara a afluir hacia ellas gran
cantidad de mano de obra extranjera.
6 Organización empresarial y cambio tecnológico en la industria y los servicios
LA INDUSTRIA Y LOS SERVICIOS ANTES DE LA INDUSTRIALIZACIÓN (1500-1840)
Antes de la industrialización moderna, el sector manufacturero se organizaba
de acuerdo con tres modelos empresariales. El primero de ellos eran los talleres
artesanales. Estos talleres, generalmente situados en las ciudades, pertenecían a
artesanos y pequeños fabricantes con un nivel de cualificación profesional notable,
generalmente adquirido a través de la experiencia y de un periodo inicial de
aprendizaje bajo la tutela de algún artesano ya establecido. Los talleres estaban
claramente insertos en una red de mercados (a través de la cual los artesanos se
relacionaban con sus proveedores y clientes), pero la actividad empresarial que se
desplegaba en ellos estaba sujeta a numerosas regulaciones. Las más importantes
eran las que tenían que ver con la necesaria pertenencia de los artesanos a las
corporaciones que agrupaban a todos los artesanos de una misma rama productiva:
los gremios. Los gremios regulaban minuciosamente todos los aspectos de la actividad
empresarial: los productos que podían fabricarse, las tecnologías que podían usarse,
las personas que podían (o no) formar parte del oficio… Una justificación económica
de los gremios es que, en épocas de producción no estandarizada, efectuaban una
vigilancia sobre sus artesanos que servía para controlar la calidad de los productos.
Por el camino, sin embargo, la libre iniciativa de los emprendedores se veía
claramente coartada.
Con frecuencia, los talleres artesanales urbanos estaban conectados con
nuestro segundo tipo de empresa manufacturera: las manufacturas rurales. Los
campesinos preindustriales no se dedicaban exclusivamente a la agricultura, sino que
aprovechaban los momentos de menos trabajo en la explotación para acometer
producciones manufactureras a pequeña escala, muchas veces empleando materias
primas que fueran abundantes en su comarca; por ejemplo, la fabricación de paños de
lana en comarcas en las que la ganadería ovina tenía peso. Algunas de estas
manufacturas rurales eran de baja calidad y apenas resultaban competitivas más allá
de su propia comarca, donde el alto coste del transporte terrestre las protegía de la
competencia exterior. Muchas otras, sin embargo, mostraron una auténtica ventaja
competitiva y lograron penetrar en mercados más amplios, a nivel regional e incluso
nacional. Esta ventaja competitiva tenía dos bases: primero, el hecho de que las
manufacturas rurales, al emplear mano de obra campesina que tenía fuentes de
sustento alternativas a la manufactura (las producciones e ingresos derivados de su
trabajo agrario), tuvieran costes laborales inferiores a los de los talleres artesanos (que
debían pagar salarios más elevados si querían garantizar la subsistencia de sus
trabajadores); y, segundo, el hecho de que las manufacturas rurales no estuvieran
sujetas a las regulaciones gremiales y, por ello, tuvieran un mayor grado de flexibilidad
a la hora de incorporar nuevas tecnologías y nuevos inputs a sus procesos
productivos. Esta manufactura rural se desarrolló en algunos casos de manera
autónoma y, en otros, con el apoyo de empresarios capitalistas que, deseosos de
aprovechar la ventaja competitiva, se encargaban de proporcionar a los campesinos
las materias primas que necesitaran y también se encargaban de la comercialización
final del producto.
También hubo, junto a los talleres artesanales y las manufacturas rurales,
todas ellas empresas a pequeña escala, algunas fábricas que anticipaban lo que
vendría a partir de mediado el siglo XIX. Estas fábricas previas a la industrialización se
caracterizaban por emplear un volumen mucho mayor de capital y un número muy
superior de trabajadores. En una economía aún poco desarrollada, estas fábricas sólo
podían surgir de la mano de la iniciativa pública: muchas veces bajo la forma de
empresas públicas orientadas a cubrir las demandas de productos de lujo de la
monarquía, sus cortesanos y otras elites; otras veces orientadas a cubrir las
demandas estatales de armamento, barcos y otros materiales bélicos. Pese a su
ambicioso planteamiento, la mayor parte de estas fábricas fracasaron: se vieron
envueltas en diversos problemas de gestión empresarial y de rentabilidad, por lo que
hacia el final de nuestro periodo los liberales estaban impulsando una política de
liquidación de la mayor parte de las mismas.
¿Y los servicios? También aquí se combinaban diferentes modelos
empresariales. Durante los siglos XVI y XVII, muchos de los intercambios comerciales
se realizaban en ferias que ofrecían garantías para el correcto discurrir de las
transacciones. Las ferias, celebradas regularmente en diferentes ciudades, se
convertían durante algunos días en una encrucijada de intercambios que cubría desde
modestos intercambios de productos básicos a escala local hasta intercambios
interregionales y, muy llamativamente, tratos a escala internacional para el comercio
de productos de lujo. Grandes comerciantes individuales, que invertían grandes
cantidades de capital en largas rutas comerciales cuyos beneficios sólo se recogerían
muchos meses después, encontraban en las ferias el entorno propicio para culminar
sus negocios. La concentración de tantos comerciantes y tanto comercio en estas
ferias facilitó además la difusión de las innovaciones tecnológicas del periodo en este
sector, como las letras de cambio y la contabilidad por partida doble.
A lo largo del siglo XVIII, y en el marco de una creciente comercialización de la
economía española, proliferaron los comerciantes al por mayor, que posteriormente
distribuían sus productos entre una densa red de pequeñas tiendas repartidas por todo
el territorio regional o incluso nacional. El caso más notable fue el de los comerciantes
catalanes, que formaron redes de tiendas por toda España y se convirtieron en los
líderes de este incipiente sector.
Finalmente, las empresas financieras (otra importante rama del sector
servicios) tuvieron un desarrollo modesto a lo largo de este periodo. Durante el periodo
de los Austrias, las inmensas necesidades de financiación de la monarquía fueron
cubiertas principalmente por banqueros extranjeros (italianos y alemanes,
principalmente), quedando las finanzas domésticas en una posición subordinada.
Durante el periodo del reformismo borbónico, a lo largo del siglo XVIII, las entidades
españolas ganaron algo más de peso y, además, se crearon bancos privados cuya
principal función pasó a ser efectuar préstamos al Estado. Tal fue el caso del Banco
Nacional de San Carlos y, cuando este se vio envuelto en problemas de difícil
resolución ya durante las primeras décadas del siglo XIX, su sustituto: el Banco de
San Fernando (creado en 1829). Pese a estos cambios, el sistema financiero español
estaba poco desarrollado a la altura de 1840. Y, dada la fragilidad intrínseca de este
sector, existían numerosas restricciones al desarrollo de la actividad empresarial en el
mismo.
En todos estos sectores se produjeron pequeñas innovaciones tecnológicas,
pero no rupturas sustanciales. La principal restricción tecnológica a que se
enfrentaban todos ellos era el carácter orgánico de la base energética. La
disponibilidad de las fuentes de energía utilizadas por las empresas preindustriales
estaba estrechamente ligada al funcionamiento del mundo natural y biológico: la
energía hidráulica, la energía eólica, las corrientes marinas, la energía desprendida
por la combustión de la madera, la energía proporcionada por los animales cuando
eran empleados para labores de transporte… Estas fuentes de energía tenían la
ventaja de ser renovables, pero presentaban formidables dificultades desde el punto
de vista económico y empresarial. Se trataba de fuentes de energía irregulares, ya que
la disponibilidad de energía hidráulica o eólica dependía de la climatología. En
periodos de sequía, el caudal de los ríos disminuía y, con él, las posibilidades de las
empresas de aprovechar la energía hidráulica. Lo mismo ocurría con la energía eólica
cuando el viento no soplaba. Además, un problema fundamental de las energías
orgánicas era que proporcionaban una baja cantidad de energía por trabajador, lo cual
podía llegar a convertirse en el cuello de botella que ralentizara y eventualmente
detuviera los tímidos impulsos de crecimiento económico que de cuando en cuando se
registraban en el mundo preindustrial.
A todo ello se unían, en el caso de España, una serie de inconvenientes
geográficos que minaban aún más el potencial productivo de las empresas. En
particular, el sector del transporte se veía lastrado por el abrupto relieve del país y la
escasez de ríos navegables (apenas algunos tramos del Ebro y el Guadalquivir). En
condiciones orgánicas, el transporte terrestre se realizaba por medio de animales
(mulas, asnos, caballos…), por lo que era relativamente lento y estaba expuesto a un
gran número de eventualidades. Las numerosas zonas de montaña con que cuenta
España fueron un inconveniente para el desarrollo de este sector, al elevar
considerablemente los costes de cualquier trayecto (dado que el desgaste físico de los
animales era mucho mayor que en territorios llanos). Otra opción era el transporte
fluvial, cuyo desarrollo por medio de la explotación de ríos navegables y la
construcción de canales generó una densa red en países como Inglaterra. Sin
embargo, España carecía de las condiciones geográficas para ello, por lo que, en
términos generales, los costes de transporte se mantuvieron elevados a lo largo de
todo el periodo preindustrial, resultando difícil la integración económica de las distintas
regiones del país.
La principal ventaja geográfica de España era el hecho de ser una península
situada entre dos de los espacios económicos más dinámicos del mundo a lo largo del
periodo moderno: el mar Mediterráneo y el océano Atlántico. El carácter peninsular de
España le permitía disponer de una gran longitud de costa, con el consiguiente
potencial para el desarrollo del transporte marítimo, la modalidad de transporte más
importante en el mundo previo al ferrocarril. Además, el descubrimiento de América
por parte de Cristóbal Colón ofrecía a España una ventajosa posición para explotar
dicho potencial. Sin embargo, como veremos en una práctica posterior, a lo largo de
estos más de tres siglos el crecimiento económico de España fue prácticamente nulo,
lo cual sugiere poderosamente que los inconvenientes geográficos a que se enfrentó
el país dadas las condiciones tecnológicas de la época (inconvenientes que sin duda
existieron, como hemos repasado) no son el único, ni quizás el principal, motivo por el
que la economía española tendió a quedarse atrasada con respecto a las economías
europeas más avanzadas ya antes de que la revolución industrial ensanchara aún más
la brecha.
LA PRIMERA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL (1840-1900)
Como en otros países, la ruptura tecnológica clave de la industrialización fue en
España la transición energética: el paso de energías orgánicas a energías inorgánicas.
Pero, a lo largo del siglo XIX, sin embargo, la industrialización española tropezó con un
obstáculo importante: la mala dotación de carbón del país. El carbón español era
escaso y, sobre todo, de baja calidad; además, se encontraba concentrado en zonas
montañosas de difícil acceso, lo que encarecía los costes de extracción. Por ello, los
empresarios españoles no desarrollaban su actividad en condiciones tan favorables
como los de, por ejemplo, Gran Bretaña.
Como en otros países, la primera revolución industrial fue impulsada
fundamentalmente por empresas pequeñas y medianas. Una buena ilustración viene
dada por el sector textil, que lideró la industrialización catalana, la cual a su vez lideró
la industrialización española. A la altura de 1800, Cataluña contaba ya con un tejido
manufacturero importante, consecuencia de su modesto progreso a lo largo de las
décadas previas. Pero fue a lo largo del siglo XIX cuando Cataluña vivió un moderno
proceso de industrialización a través del cual se produjo una sustancial elevación de
su nivel tecnológico. El sector líder de este proceso fue el sector textil algodonero, que
también había sido uno de los sectores líderes de la industrialización británica desde
finales del siglo XVIII. En él se habían concentrado algunas de las innovaciones
tecnológicas clave de la revolución industrial, como nuevas máquinas para el hilado y
el tejido; en él, asimismo, se había empleado de manera intensiva el binomio carbón-
vapor (la utilización de máquinas de vapor para transformar la energía calorífica
derivada de la combustión del carbón en energía cinética capaz de mover máquinas),
multiplicándose las disponibilidades de energía por trabajador y rompiendo así con la
gran restricción de todas las economías preindustriales. El liderazgo del sector textil
algodonero se apoyaba tanto en fuerzas de demanda como en fuerzas de oferta: por
el lado de la demanda, proporcionaba uno de los bienes de consumo básico para la
población, en una época en la que los niveles de renta eran todavía bajos y la mayor
parte del gasto en consumo de las familias se destinaba a la satisfacción de
necesidades básicas; por el lado de la oferta, el algodón demostró ser en un primer
momento una fibra más adaptable a los nuevos adelantos tecnológicos que otras
alternativas, como por ejemplo la lana.
Estos adelantos tecnológicos fueron acogidos de manera entusiasta por los
empresarios textiles catalanes, que sin embargo se enfrentaron a un problema
energético de difícil solución: la mala dotación de carbón de Cataluña (a diferencia de
lo que ocurría en Inglaterra) y el sobrecoste que esto imponía a los empresarios que
quisieran utilizar la nueva fuente de energía inorgánica. Ante este problema, la
solución adoptada consistió en confiar en mayor medida en una fuente de energía más
tradicional pero para la que Cataluña estaba bien dotada: la energía hidráulica.
Además, conforme fue avanzando el siglo XIX, los empresarios fueron incorporando
las novedades tecnológicas que, como las turbinas y dinamos modernas, permitían
aprovechar la energía hidráulica de manera más eficiente. (No en vano, buena parte
de estas novedades fueron fraguadas en un país como Francia, enfrentado a una
restricción energética igualmente importante y con el que la población y los
empresarios catalanes mantenían estrechos lazos desde largo tiempo atrás.)
Uno de los aspectos más llamativos de este activo empresariado catalán es
que, si bien formaba parte de las clases medias-altas y altas de la sociedad catalana y
española, y si bien el éxito en sus negocios terminó insertándolo en la elite económica,
partió de unos orígenes relativamente modestos. La industrialización catalana se
apoyó sobre empresarios pequeños y medianos, sin perjuicio de que, con el paso del
tiempo, algunos de ellos terminaran ampliando sus negocios y formando empresas de
mayor tamaño. Más que un pequeño número de grandes empresas que articularan el
conjunto del tejido productivo, lo que encontramos es un distrito industrial en el que
convivían empresas de diferentes tamaños, unas encargadas de unas partes del
proceso productivo, otras encargadas de otras. Las condiciones tecnológicas
permitieron una mayor concentración en el caso del textil algodonero, donde
terminaron imponiéndose las fábricas de ciclo completo, que en el caso del textil
lanero, donde más bien prevaleció una red de microempresas altamente
especializadas en una única tarea del proceso productivo. Pero, en cualquiera de los
casos, y como fue habitual en otras regiones europeas con fuerte implantación de la
industria textil, no encontramos aún grandes empresas modernas, en el sentido de
empresas multifuncionales en las que la propiedad y la gestión se hallaran separadas.
Encontramos más bien una amplia gama de empresarios que arriesgaban su capital y
gestionaban día a día sus negocios. Este tipo de empresa y empresario fue también el
más habitual en el otro gran sector de la industria española durante la segunda mitad
del siglo XIX: la industria alimentaria.
Tan sólo en unos pocos sectores escogidos tuvieron protagonismo durante
este periodo empresas verdaderamente grandes en las cuales la propiedad y la
gestión estuvieran separadas, y que operaran en situaciones de competencia
imperfecta. Se trataba en la mayor parte de casos de empresas constituidas con
capital extranjero, como las compañías ferroviarias y mineras. La formación de
grandes empresas ferroviarias se produjo gracias a la entrada de inversiones
extranjeras, sobre todo francesas, atraídas por el favorable marco legislativo dispuesto
durante el periodo de Isabel II. Durante la segunda mitad del siglo XIX, las grandes
empresas ferroviarias construyeron buena parte de los trazados que aún hoy día
constituirán la espina dorsal del sistema ferroviario español (cuadro 6.1). Hacia el
cambio de siglo, apenas tres empresas (Norte, MZA [Madrid-Zaragoza-Alicante] y
Ferrocarriles Andaluces) explotaban más de tres cuartas partes del trazado ferroviario
español. En la minería, por su parte, destacan las compañías explotadoras de cobre,
mercurio y plomo en las regiones del sur, que hacen de España uno de los primeros
productores mundiales de estos minerales a la altura de 1900. Estas compañías
también son, como las ferroviarias, resultado de inversiones extranjeras (en este caso,
sobre todo británicas) atraídas por la liberalización del subsuelo que resultó de la
transición española hacia la sociedad de mercado. Durante la segunda mitad del siglo
XIX y hasta la Primera Guerra Mundial, estas grandes empresas mineras obtienen los
niveles de rentabilidad más elevados de toda la economía española.
Cuadro 6.1. Kilómetros de red ferroviaria
1850 1875 1900 1935 1950 1975 1999 Vía ancha 28 5.840 11.039 12.253 12.934 13.497 12.319 Vía estrecha 0 254 2.166 5.184 5.137 2.342 2.037
Fuente: Gómez Mendoza y San Román (2005).
LA SEGUNDA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL (1900-1975)
La introducción de las tecnologías de la segunda revolución industrial y, muy
especialmente, la electricidad, aumentó grandemente el potencial manufacturero de
España. Las montañas y los ríos del país, no particularmente favorables para el
desarrollo económico bajo condiciones tecnológicas orgánicas, se prestaban bien en
cambio a la explotación hidroeléctrica. De la mano de la electricidad, la transición
energética española ganó una velocidad renovada en torno al cambio de siglo. Ello
permitió aumentar la productividad de los trabajadores a través del aumento en la
cantidad de energía por trabajador, así como a través de la posibilidad que ahora se
abría en diversos sectores y empresas de incorporar novedades tecnológicas que
hasta entonces habían carecido de rentabilidad como consecuencia del alto coste de
la energía. La industrialización española se hizo así más sólida, ganando tanto en
ritmo como en diversidad sectorial (cuadro 6.2).
Cuadro 6.2. Composición porcentual del valor añadido bruto industrial por subsectores
1850 1900 1929 1954 1975 2000
A 56 40 26 19 13 14 B 28 30 21 21 15 8 C 9 10 19 23 19 22 D 3 8 22 23 37 39 E 4 12 12 14 16 17
A: Alimentación, bebidas y tabaco B: Textil, cuero, calzado y confección C: Química, cemento y materiales de construcción D: Siderurgia, metalurgia y transformados metálicos E: Otros
Fuente: Carreras (2005).
La Guerra Civil y el primer franquismo (década de 1940) impusieron un severo
corte al proceso de modernización tecnológica que venía produciéndose desde
mediado el siglo XIX y, con especial intensidad, durante el primer tercio del siglo XX.
Sin embargo, entre comienzos de la década de 1950 y la muerte de Franco en 1975,
España culminó su proceso de industrialización y registró una rápida elevación de su
nivel tecnológico. Las bases del progreso tecnológico en este periodo fueron
fundamentalmente dos: en primer lugar, la intensificación de la transición energética,
ahora acelerada por la incorporación masiva del petróleo como nueva (y en aquel
momento barata) fuente de energía inorgánica; y, en segundo lugar, la incorporación
de diversas innovaciones industriales que en esos años terminaban de completar el
ciclo de la segunda revolución industrial, ahora liderado por el subsector de las
construcciones mecánicas y metálicas. De este modo, entre finales del siglo XIX,
cuando la industria española estaba aún ampliamente dominada por las ramas de
producción de bienes de consumo (alimentación, textil), y finales del siglo XX, cuando
predominaban los bienes de inversión, se había producido una gran transformación
tecnológica. La caída de los precios relativos de los productos industriales resulta
ilustrativa (cuadro 6.3).
Cuadro 6.3. Precios relativos de la industria con respecto al resto de sectores (1995=100)
1850 1900 1930 1950 1970 2000
255 241 223 184 149 92
Fuente: Carreras (2005).
En comparación con la primera revolución industrial, la segunda se apoyó en
mayor medida en grandes empresas modernas que realizaban cuantiosas inversiones,
empleaban plantillas muy numerosas y operaban en condiciones de competencia
imperfecta. Estas grandes empresas desempeñaron un papel fundamental en la
elevación del nivel tecnológico del tejido productivo, como por ejemplo ocurre en el
caso del segundo gran pilar (tras el textil) de la industrialización española: la
siderurgia. La producción de hierro y acero, otro de los sectores que concentró
numerosas innovaciones durante la primera y la segunda revoluciones industriales, se
erigió en el motor de la industrialización del norte de España, basada en la relativa
abundancia de recursos minerales. En el País Vasco, en Cantabria, en Asturias, la
industria siderometalúrgica se desarrolló con fuerza entre finales del siglo XIX y la
década de 1970 (con el paréntesis de la Guerra Civil y el primer franquismo), y lo hizo
sobre la base de grandes empresas que acogían en su interior la mayor parte de la
cadena productiva y en las que la propiedad (fragmentada en una infinidad de
accionistas) y la gestión se encontraban con frecuencia separadas o, cuando menos,
distanciadas. Se trataba de empresas que realizaban grandes inversiones iniciales en
maquinaria, equipamiento y edificios: incurrían en grandes costes fijos, por lo que
tenían una gran necesidad de desarrollar sus operaciones a una escala lo más amplia
posible, con objeto de repartir dichos costes fijos entre la mayor cantidad posible de
unidades producidas.
Las grandes empresas siderúrgicas fueron activas en la introducción de nuevas
tecnologías, pero, conforme fue avanzando el primer tercio del siglo XX, su deseo de
estabilizar las condiciones de sus mercados (dadas las grandes cantidades de capital
invertidas) condujo a un proceso de cartelización a través del cual las empresas
renunciaban a competir entre sí y tendían a repartirse el mercado. Una extensión de
este ánimo poco propenso a la competencia fue la emergencia de un importante grupo
de presión a favor del proteccionismo comercial; grupo de presión que fue una de las
claves del recrudecimiento del proteccionismo español durante el tramo final de la
Restauración, así como reflejo de un empresariado que estaba comenzando a orientar
su comportamiento más hacia la captura de rentas que hacia la innovación y la
competitividad.
También más adelante, cuando tras el primer franquismo se reanudó la
industrialización española, los mayores crecimientos se dieron en sectores en los que
las economías de escala eran importantes y en los que, por tanto, la gran empresa era
la forma de organización predominante: química, maquinaria eléctrica, material de
transporte, siderometalurgia; en este grupo podríamos incluir también la producción de
electricidad. Se trata de sectores que producían bienes de inversión y que orientaban
la industrialización española (como la de muchos otros países) “hacia atrás”: desde un
predominio inicial de los bienes de consumo (como la alimentación o el textil) hacia un
protagonismo creciente para los bienes de inversión.
Pero, durante la fase de intenso crecimiento industrial comprendida entre 1950
y 1975, incluso en los sectores productores de bienes de consumo fue ganando peso
la gran empresa. Los bienes de consumo tradicionales no habían presentado
demasiadas economías de escala en su producción, pero algunos de los nuevos
bienes de consumo del periodo sí las presentaban; en particular, los bienes de
consumo duraderos, como los automóviles y los electrodomésticos. La consolidación
de una industria española del automóvil, en particular, se basó en la adopción no sólo
de las últimas tecnologías desarrolladas en el extranjero, sino también de sistemas de
organización empresarial a gran escala. Incluso en el sector alimentario terminó
formándose en este periodo un tejido industrial moderno en el que unas pocas
empresas grandes (grandes al menos para los estándares del sector) pasaron a
desempeñar un papel crucial como coordinadoras de toda la cadena productiva. Los
productos lácteos proporcionan un buen ejemplo: a la altura de 1950, la mayor parte
de la leche consumida por los españoles no era objeto de transformación industrial,
pero, hacia el final del franquismo, un grupo reducido de centrales lecheras
(impulsadas por la regulación franquista) e industrias transformaba cantidades
crecientes de leche (para convertirla en leche pasterizada o esterilizada) que recogían
de los ganaderos y servían a los consumidores. En más y más subsectores
alimenticios, un grupo reducido de grandes empresas operando en condiciones de
competencia imperfecta se convertía en el nodo clave de la cadena que unía a los
agricultores con los consumidores finales.
Un factor adicional que contribuyó a consolidar la gran empresa en España fue
la política industrial del franquismo. La dictadura creó empresas públicas en aquellos
sectores que a su entender cumplieran dos requisitos: por un lado, tratarse de
sectores estratégicos de cara a la industrialización del país; y, por el otro, tratarse de
sectores en los cuales la iniciativa privada careciera de suficiente fuerza. Este
planteamiento condujo a la creación del Instituto Nacional de Industria, un holding
empresarial público que acogió proyectos en los más diversos sectores industriales:
comenzó centrándose en la producción de inputs clave para la industrialización (como
carbón, hierro y electricidad), pero más adelante fue ampliando su gama de
producciones para incorporar sectores como la siderometalurgia (acero, aluminio), la
automoción, la construcción naval e incluso la alimentación. A pesar de que de este
modo el Instituto Nacional de Industria contribuyó al aumento de la producción
industrial española, su funcionamiento estuvo plagado de problemas económicos. En
su primera época, no siempre logró evitar los estrangulamientos generados por una
oferta insuficiente de inputs básicos (insuficiencia a su vez ligada al intervencionismo
económico del régimen), ya que el nivel de eficiencia de la mayor parte de empresas
(que a menudo operaban de acuerdo con criterios puramente ingenieriles, sin tener en
cuenta los costes de oportunidad de los proyectos) fue bajo. Además, el Instituto
Nacional de Industria terminó convirtiéndose durante la segunda parte del franquismo
en una especie de hospital de empresas que rescataba empresas privadas poco
rentables con objeto de evitar grandes destrucciones de empleo. Esto ocurría justo
cuando, por otro lado, el Estado comenzaba a retirarle parte de su financiación directa,
moviendo al Instituto Nacional de Industria a financiarse a través del mercado y entrar
así en una espiral de endeudamiento que estallaría a finales de la década de 1970. De
cualquiera de los modos, el crecimiento del sector público empresarial durante el
franquismo reforzó la tendencia, ya en marcha por otros motivos, al ascenso del
modelo organizativo de la gran empresa industrial.
Fuera de la industria manufacturera, la gran empresa continuaba presente en
sectores donde ya había aparecido previamente, como la minería y el ferrocarril.
También apareció rápidamente a finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX en
sectores nuevos de elevado contenido tecnológico, como la electricidad o la telefonía.
La abundante presencia de capital extranjero en todas estas grandes empresas hizo
de ellas un objetivo atractivo para los gobernantes adscritos a la filosofía del
nacionalismo económico. Ya Primo de Rivera, por ejemplo, forzó a la multinacional ITT
a cambiar el nombre de su filial española por uno como Compañía Telefónica Nacional
de España. Pero, sobre todo, fue durante el franquismo cuando pasaron a
nacionalizarse empresas privadas consideradas estratégicas, como por ejemplo las
ferroviarias. En 1941, Franco acabó con el sistema tradicional de organización
ferroviaria, en el que diversas empresas privadas explotaban cada una sus propios
recorridos, sustituyéndolo por un sistema nacionalizado en torno a la empresa pública
Renfe (Red Nacional de Ferrocarriles Españoles). Esto puso en manos del Estado una
de las mayores empresas del país, que durante la mayor parte del franquismo
expandió sus trayectos e implantó importantes cambios tecnológicos (como la
sustitución de las tradicionales locomotoras de vapor por locomotoras eléctricas y
diésel; cuadro 6.4). Aun con todo, el ferrocarril perdió la posición de cabecera que
había venido ocupando dentro del sistema español de transportes: como
consecuencia del ascenso del transporte por carretera a través de coches y camiones,
la cuota de mercado del ferrocarril se redujo del 60 al 39 por ciento para el transporte
de viajeros y del 52 al 12 por ciento en el de mercancías. A finales de la década de
1960, Renfe comenzó a suprimir sus recorridos menos rentables, como ya venía
ocurriendo con numerosos recorridos de vía estrecha (recorridos que a partir de 1964
habían pasado a ser gestionados por otra empresa pública: Feve, Ferrocarriles de Vía
Estrecha).
Cuadro 6.4. Composición porcentual del parque móvil ferroviario (vía ancha)
1850 1890 1936 1950 1974 2000 Locomotoras de vapor 100 100 100 97 11 Locomotoras eléctricas 3 32 49 Locomotoras diésel 0 58 51
Fuente: Gómez Mendoza y San Román (2005). Elaboración propia. Los datos de 1974 y 2000 incluyen locomotoras fuera de servicio.
Otras empresas consideradas estratégicas y por ello nacionalizadas a lo largo
del franquismo fueron los bancos oficiales de crédito: bancos privados creados en su
mayor parte en la década de 1920 (aunque en alguna excepción sus orígenes se
remontaban al siglo XIX, y en alguna otra fueron creados durante la posguerra) con
objeto de favorecer la canalización del crédito a las industrias, los agricultores y los
exportadores. En un primer momento, el franquismo impuso una regulación más
estrecha sobre estas entidades, y en 1962 terminó nacionalizándolas. El Instituto de
Crédito a Medio y Largo Plazo, que pasó a agrupar a la mayor parte de estas
entidades, se constituyó en el centro de la banca pública franquista, orientada a lo que
se llamó “crédito oficial”: conceder créditos a bajo tipo de interés para operaciones
consideradas estratégicas. Más tarde, en 1971, y en el marco de una reforma en parte
motivada por episodios de corrupción, el sector público bancario fue reorganizado en
torno al Instituto de Crédito Oficial.
La gran empresa también terminó teniendo un peso decisivo en otro sector
estratégico: el sector financiero. Ya a comienzos del siglo XX podían encontrarse,
junto a pequeños bancos (muchas veces empresas personales) y cajas de ahorros
(que, a la altura de la Guerra Civil, ya captaban en torno a una cuarta parte de los
depósitos españoles), grandes instituciones financieras. Durante el primer tercio del
siglo se produjo la formación del sistema financiero moderno: los activos financieros
aumentaron con rapidez (más rápidamente, de hecho, que el PIB), mientras el dinero
bancario (depósitos y cuentas de ahorro) alcanzaba ya en la década de 1920 una
magnitud superior a la del dinero legal (monedas y billetes). Esta modernización del
sistema bancario español fue liderada por grandes empresas, que no sólo crecieron en
términos cuantitativos, sino que también ampliaron la gama de actividades que
desempeñaban. La entidad clave en el funcionamiento del sistema financiero español
era el Banco de España (creado en 1856 a partir del Banco Español de San Fernando,
que a su vez había surgido de la fusión del Banco de San Fernando y el Banco de
Isabel II en 1847), que desde la década de 1870 pasó a tener el monopolio de la
emisión de billetes y a partir de la década de 1920 comenzó a desempeñar
primordialmente funciones de banco central (es decir, funciones públicas de
coordinación del conjunto del sistema financiero), relegando sus tradicionales
funciones privadas (las operaciones con pasivos y activos propias de cualquier entidad
financiera) (cuadro 6.5). A su lado, la gran banca privada creció con rapidez, en parte
expandiendo el tamaño del sector, en parte ganando cuota de mercado a los
banqueros personales y a los prestamistas informales. Muchas de las operaciones de
estos grandes bancos eran operaciones comerciales (captación de depósitos y
canalización de los mismos hacia demandantes de capital), pero con el tiempo fueron
apostando en mayor medida por inversiones industriales, como fue el caso, por
ejemplo, del Banco de Vizcaya con sus inversiones en la industria eléctrica.
Cuadro 6.5. Composición porcentual de los depósitos según tipo de entidad financiera
1900 1935 1955 1975 2000
Banco de España 57 12 4 Banca privada 32 64 74 64 43 Cajas de Ahorros 11 24 20 32 51 Cajas Rurales y Caja Postal 4 6
Fuente: Martín Aceña y Pons (2005).
Durante el franquismo se produce en el sector un destacado proceso de
concentración empresarial liderado por los grandes grupos bancarios a través de
fusiones y absorciones. Un número reducido de grandes grupos financieros, algunos
de ellos cada vez más volcados con la inversión industrial, controlaba así la mayor
parte del negocio, obteniendo algunas de las tasas de rentabilidad más elevadas de
toda la economía española. Hacia finales del franquismo, la gran banca ocupaba la
mayor parte de los primeros puestos en la clasificación de las mayores empresas
españolas (cuadro 6.6). (De todos modos, este también fue un periodo de gran
crecimiento para las cajas de ahorro, incluso a pesar de las estrictas regulaciones a
que su actividad se encontraba sujeta por parte del Estado.) El sistema financiero, de
tamaño creciente de nuevo a partir de la década de 1950, continuó siendo coordinado
por el Banco de España, que pasó a ser una entidad pública en 1962, si bien no era
una entidad autónoma con respecto al gobierno y no puede decirse que desarrollara
una auténtica política monetaria.
Cuadro 6.6. Las diez mayores empresas de la economía española 1866/7 Ferrocarriles MZA Crédito Mobiliario Español Caminos de Hierro del Norte de España Ferrocarril de Zaragoza a Pamplona y Barcelona Ferrocarril de Sevilla a Jerez y Cádiz Banco de España Ferrocarril de Ciudad Real a Badajoz Caminos de Hierro de Barcelona a Francia Sociedad Española de Crédito Comercial Ferrocarril de Tudela a Bilbao 1913 Banco de España Caminos de Hierro del Norte de España Ferrocarriles MZA Cía. Arrendataria de Tabacos Altos Hornos de Vizcaya Sociedad General Azucarera de España Unión Española de Explosivos Banco Hispano Americano Banco Hipotecario de España Banco de Bilbao 1948 Renfe Telefónica Hispano-Americana de Electricidad Riegos y Fuerzas del Ebro Hidroeléctrica Ibérica (Iberduero) Compañía Arrendataria del Monopolio de Petróleos (Campsa) Sociedad Española de Construcción Naval Unión Eléctrica Madrileña Compañía Sevillana de Electricidad Altos Hornos de Vizcaya
1974 Telefónica Hidroeléctrica Ibérica (Iberduero) Banco Central Banco Español de Crédito (Banesto) Hidroeléctrica Española (Hidrola) Banco de Bilbao Banco Santander Banco Hispano Americano Banco de Vizcaya Banco Popular Español 2000 Telefónica Banco Santander Central Hispano Banco Bilbao Vizcaya Argentaria Telefónica Móviles España Repsol YPF Endesa European Aeronautic Defence Space Iberdrola Banco Español de Crédito (Banesto)
Gas Natural
Fuente: Tafunell (2005B).
Pese a la gran importancia estratégica de la gran empresa, no está de más
subrayar que la pequeña y mediana empresa continúa siendo más numerosa. Un buen
indicador de ello es el hecho de que en ningún momento pasaron a predominar las
sociedades anónimas dentro del tejido empresarial español, ni siquiera si
consideramos únicamente las empresas de nueva constitución. En la industria,
numerosas pymes en los más diversos sectores encontraron su nicho de mercado,
muchas veces entrando en relación con las grandes empresas que lideraban el
proceso de absorción tecnológica. Tanto a través de sus efectos directos sobre el PIB
y (especialmente) sobre el empleo como a través de sus efectos indirectos al
encadenarse con las grandes empresas de sus respectivas cadenas productivas, las
pymes fueron importantes. En realidad, el éxito de la industrialización española,
tomada en su conjunto, radicó en no poca medida en la diversidad de formas
empresariales, cada una cumpliendo su papel dentro de su cadena productiva y todas
juntas evitando el potencial peligro de un dualismo empresarial en el que los progresos
de las empresas más dinámicas no se transmitieran también a empresas más
modestas. Además, en los servicios, a pesar del ascenso del modelo de gran empresa
en algunos subsectores (como el ferrocarril o la banca), predominaban las empresas
pequeñas y medianas. En el sector turístico, por ejemplo, junto a las cadenas
hoteleras convivían pequeños negocios de hostelería y restauración que realizaron
una contribución fundamental al crecimiento del sector.
Más allá del tamaño, un rasgo general del empresariado español fue su escasa
capacidad innovadora. Durante este periodo, los empresarios españoles mostraron
una notable capacidad de absorción de las innovaciones extranjeras (lo cual,
demuestra la historia del mundo pobre, no siempre es fácil). Lo hicieron a través de la
importación de bienes de inversión que llevaban incorporadas nuevas tecnologías; por
ejemplo, a través de la compra de maquinaria. Junto a Alemania, el principal
proveedor de tecnología hasta aproximadamente 1960, Estados Unidos y, más tarde,
Japón desempeñaron un papel clave en la modernización tecnológica del tejido
productivo español. Pero los empresarios españoles continuaron destinando escasos
recursos a la investigación y el desarrollo, generando así escasas innovaciones
propias.
Una de las explicaciones de ello podría tener con el intervencionismo que fue
dominando la vida económica española durante el periodo marcado por las
tecnologías de la segunda revolución industrial. Ya en las décadas previas a la Guerra
Civil había ido surgiendo una atmósfera empresarial más orientada a la búsqueda de
rentas a través de la proximidad al poder político que a la búsqueda de la innovación
tecnológica y la conquista de mercados en el extranjero. Esta actitud buscadora de
rentas pudo verse amplificada durante el franquismo: el exacerbado intervencionismo
económico del régimen generó incentivos para que los empresarios adoptaran un
comportamiento buscador de rentas, más que un comportamiento genuinamente
emprendedor o innovador. La regulación de la actividad económica por parte del
Estado era tan intensa que el éxito de no pocas empresas dependía de su mejor o
peor encaje dentro de dicha regulación. Los mercados de los distintos productos y
sectores se encontraban tan regulados que muchos empresarios encontraban
incentivos a destinar recursos a aproximarse al poder político con objeto de lograr que
la regulación jugara a su favor. Lo mismo cabe decir de las relaciones económicas con
el exterior: la obtención de divisas a través del Instituto Español de Moneda Extranjera,
crucial para financiar las importaciones de maquinaria u otros bienes de alto contenido
tecnológico, dependía tanto de decisiones administrativas que muchos empresarios se
emplearon duramente en conseguir el favor del poder político. Se ha sugerido, por ello,
que el franquismo fue un mundo de buenos negocios y malas empresas. (La
combinación de intervencionismo estatal y comportamiento empresarial buscador de
rentas desembocó además en episodios de corrupción que hicieron poco por la
imagen social de los empresarios.)
LOS INICIOS DE UNA TERCERA REVOLUCIÓN TECNOLÓGICA (1975-2007)
El final del franquismo supuso también el final de una era para los empresarios.
Durante toda una generación, los empresarios habían estado acostumbrados a
trabajar en un entorno intervencionista, en el que su actividad estaba muy regulada.
En un entorno, también, muy proteccionista en el que, pese a la paulatina apertura del
franquismo hacia el exterior a partir de la década de 1950, los empresarios gozaban
de ventajas políticas con respecto a sus competidores extranjeros. Todo ello, como
vimos, hizo que muchos empresarios reorientaran su comportamiento hacia la
búsqueda de rentas. El final del franquismo, la transición hacia la democracia, la
incorporación a la Comunidad Económica Europea y la continuación de las reformas
liberalizadoras durante las décadas finales del siglo XX condujeron a los empresarios
españoles a un entorno muy diferente. Tanto que no todos encontraron fácil su
adaptación al mismo.
El desmantelamiento del proteccionismo supuso una creciente exposición de
las empresas españolas a la competencia extranjera. La crisis económica que se inició
en España en 1975, un par de años después del inicio de la crisis global desatada por
la subida repentina del precio del petróleo, fue en parte también la crisis de un
conjunto de empresas y sectores cuyo crecimiento se vio fatalmente amenazado por
competidores extranjeros. Sectores tecnológicamente maduros, como la construcción
naval o la siderurgia, comenzaron a tener problemas para resistir la competencia de
nuevos países industriales como, por ejemplo, Corea del Sur. Muchos otros sectores,
en especial los más intensivos en mano de obra (como el textil, el calzado o el
juguete), también se vieron duramente afectados por la competencia extranjera, sin
que pudieran contar ya con un gobierno que les protegiera de la misma. La
rentabilidad de las empresas industriales cayó en picado, y fueron frecuentes las
suspensiones de pagos y las quiebras. En suma, la actividad empresarial pasó a
desarrollarse en unas condiciones mucho más duras de lo que había sido habitual
durante el franquismo.
A lo largo de las décadas finales del siglo XX, también se desfiguró el
nacionalismo económico. Es cierto que en los primeros años de la democracia
siguieron produciéndose algunas nacionalizaciones de empresas. Más que de
empresas atractivas para el poder político, se trataba de empresas con graves
problemas de rentabilidad cuyo cierre habría causado un gran impacto social debido al
gran número de puestos de trabajo (directos e indirectos) implicados. Varias empresas
de la siderurgia y la construcción naval, dos sectores ahora fuertemente expuestos a la
competencia internacional y de muy difícil reflotación por parte de la iniciativa privada,
pasaron a ingresar en el Instituto Nacional de Industria, convertido cada vez más en un
hospital de empresas.
Sin embargo, la crisis industrial de 1975-85 golpeó de lleno al Instituto Nacional
de Industria, que entró en quiebra técnica como consecuencia de sus problemas
estructurales de financiación, que arrancaban de los años centrales del franquismo. A
partir de entonces, el Estado tendería a retirarse de la actividad empresarial que tan
entusiastamente había abrazado durante el franquismo. Desde comienzos de la
década de 1980, sucesivos gobiernos de la democracia optaron por inyectar mayor
cantidad de recursos en las empresas públicas con objeto de sanearlas y, en los casos
de empresas potencialmente rentables, privatizarlas. Así, algunas empresas públicas
industriales fueron privatizadas. La banca pública fue igualmente reestructurada y
privatizada: en 1991 las entidades que aún formaban parte del Instituto de Crédito
Oficial pasaron (junto con otras entidades de orientación similar) a constituir el grupo
Argentaria, y en 1999 este, a su vez, fue incorporado al Banco Bilbao Vizcaya.
También Telefónica, la empresa pública de telefonía que venía operando en régimen
de monopolio, fue privatizada a finales de la década de 1990, al tiempo que se abría la
puerta a la aparición de competidores dentro de su mercado. El ferrocarril, el servicio
de correos y la radiotelevisión pública continuaron siendo de propiedad estatal (y la
mayor parte de Comunidades Autónomas crearon sus propias empresas públicas),
pero, cada vez más, el Estado renunciaba a ser empresario: prefería limitarse a
supervisar, más que a sustituir, la iniciativa privada.
La estructura empresarial española continuó ampliamente dominada por las
pymes (cuadro 6.7). Es cierto que la pyme fue perdiendo algo de peso en relación a la
gran empresa, aunque, por otro lado, las nuevas tecnologías de la información y las
comunicaciones y las nuevas estrategias de desintegración vertical de las grandes
empresas creaban nichos para florecientes microempresas altamente especializadas.
A comienzos del siglo XXI, la pequeña y mediana empresa continuaba siendo
fundamental dentro de la economía española.
Paralelamente, las cajas de ahorro también registraron una importante
expansión, superando a los bancos en volumen total de depósitos a comienzos de la
década de 1990. Para ello fueron necesarios cambios en la regulación a que estaban
sujetas: entre finales de la década de 1970 y finales de la década de 1980, la actividad
de las cajas fue crecientemente liberalizada, siendo de particular importancia la
eliminación de las restricciones a la apertura de oficinas fuera de su región de origen.
Otro importante cambio fue la democratización en su gestión, que sin embargo
favoreció un desafortunado proceso de politización de las mismas. A pesar de que la
expansión de las cajas fue unida a una notable concentración empresarial (pasándose
de 88 cajas en 1975 a 47 en el año 2000), lo cierto es que buena parte de esta
expansión se realizó sobre bases competitivas más débiles que las de los bancos, al
apoyarse, sobre todo en la primera década del siglo XXI, en la financiación de
proyectos inmobiliarios que terminarían convirtiéndose en activos tóxicos y conducirían
(ya después de 2007, fin de nuestro análisis) a una profunda reestructuración del
sector que incluiría fusiones, absorciones e incluso nacionalizaciones (de nuevo la
vieja idea del hospital de empresas).
Cuadro 6.7. Composición porcentual de las empresas según número de trabajadores
1986 1998 Microempresas (menos de 10 empleados) 42 46 Pequeñas (10-49 empleados) 37 20 Medianas (50-249 empleados) 14 13 Grandes (más de 250 empleados) 8 21
Fuente: Tafunell (2005B).
¿Cuánto cambiaron las estrategias y los comportamientos de los empresarios
españoles? Por un lado, no cabe duda de que el empresario español de comienzos del
siglo XXI era, si se permite la redundancia, más emprendedor que el de 1975: estaba
más atento a las novedades y oportunidades, y también más abierto a los desafíos de
una economía global. Una de las mejores pruebas de ello es la creciente
internacionalización de la empresa española. Si bien este es un fenómeno cuyos
orígenes pueden encontrarse en el siglo XIX, alcanzó una magnitud sin precedentes
en este periodo, con el ascenso de multinacionales españolas en campos como el
textil minorista (Zara), la banca (Santander), las telecomunicaciones (Telefónica) o la
energía (Repsol, Iberdrola). Otra importante ruptura con respecto al pasado fue el
espectacular crecimiento de la actividad bursátil, que pasó a convertirse en un
mercado de capitales fundamental para las mayores empresas (en contraste con el
perfil bajo mantenido por las bolsas del país hasta la década de 1980).
Por otro lado, sin embargo, no faltan pruebas de que el viejo empresario,
tradicional y con gran aversión al riesgo, continuaba presente. Los niveles de inversión
empresarial en I+D se mantuvieron muy bajos a lo largo de todo el periodo, con lo que
no sólo no se redujo la dependencia tecnológica del extranjero, sino que tampoco se
encontraron apenas nichos tecnológicos propios. La tasa de cobertura de la balanza
tecnológica se mantuvo así en niveles bajísimos (cuadro 6.8). La empresa española
tendió a desarrollarse más en ramas de bajo nivel tecnológico y baja exposición a la
competencia extranjera. (El caso de la construcción, y la gran importancia ganada por
este sector dentro de la economía nacional, es suficientemente expresivo.)
Cuadro 6.8. Tasa de cobertura en la balanza tecnológica (porcentaje)
1950 1975 1998
19 17 19
Fuente: Sáiz (2005).
Dado que a lo largo de este periodo tuvo lugar el proceso de
desindustrialización, una cuestión fundamental es: ¿cómo eran las empresas de
servicios en las que pasó a estar empleada la mayoría de la población? La
comparación entre las empresas de servicios y el resto del tejido productivo nacional
revela que, en general, las empresas de servicios eran más intensivas en mano de
obra, es decir, presentaban una ratio capital/trabajo más baja que el resto de
empresas. En parte por ello, se trataba de empresas en las que el progreso técnico
era modesto. Además, por la naturaleza de su actividad, se trataba de empresas poco
expuestas a la competencia extranjera. La conformación de un Estado del bienestar y
la creación de un Estado de las Autonomías en la década de 1980 (junto con la
gradual expansión de las competencias de estas últimas), fue responsable de un
importante crecimiento del empleo público en el sector servicios. Sin embargo, las
ramas del sector terciario con mayor contenido tecnológico, como las comunicaciones,
los servicios a empresas o el transporte aéreo, experimentaron un crecimiento más
modesto.
Una de las principales excepciones a esta tendencia general fue el sector
bancario. Bajo el franquismo, la regulación de todo sector bancario había ido más allá
de la mera supervisión y había utilizado de manera decidida al sector bancario para
impulsar objetivos estratégicos como la industrialización. La transición hacia la
democracia produjo una cascada de cambios en la regulación bancaria que sentaron
las bases de lo que fue un gran crecimiento del mismo una vez superada la durísima
crisis bancaria de finales de la década de 1970 y comienzos de la de 1980 (crisis
consecuencia de la elevada exposición al riesgo de los bancos implicados en
inversiones industriales, así como de las malas prácticas de gestión que eran
habituales en no pocas entidades). Las entidades bancarias españolas, cada vez
menos implicadas en inversiones industriales, adoptaron con rapidez algunas de las
innovaciones tecnológicas del periodo, desde los cajeros automáticos (mucho más
presentes en las calles españolas que, por ejemplo, en las británicas) hasta la miríada
de cambios organizativos introducidos por la informática y la revolución electrónica en
la gestión empresarial. En el marco de una fortísima expansión del conjunto del sector
financiero, la competencia se recrudeció, presenciándose numerosos procesos de
fusión y absorción liderados por las entidades más dinámicas, como el Banco
Santander o el originalmente denominado Banco de Bilbao y que desembocó en el
Banco Bilbao Vizcaya Argentaria (cuadro 6.9). (Este desenlace recuerda al que se
produjo paralelamente en otro de los sectores estratégicos de la economía española:
el sector eléctrico, que, muy sujeto como estaba a la explotación de economías de
escala, registró una acusada tendencia a la concentración empresarial en torno a dos
grupos, Endesa e Iberdrola.)
Cuadro 6.9. Porcentaje de depósitos de los cuatro mayores bancos sobre el total de
depósitos
1922 1934 1950 1975 1995
38 52 60 44 53
Fuente: Martín Aceña y Pons (2005).
El sector financiero tenía una gran importancia estratégica para la economía
española, pero, en términos de empleo, eran más importantes otros servicios como la
hostelería, la restauración, la educación, la sanidad, la administración pública y, sobre
todo el comercio, que era con mucho la rama terciaria que mayor empleo generaba. A
mediados de la década de 1970, prevalecía en España un comercio de tipo tradicional
en el que las pequeñas empresas familiares situadas en los centros de las ciudades
tenían una importante cuota de mercado. Ya por entonces comenzaban a ganar peso
los supermercados, que ponían en práctica el formato del autoservicio y operaban a
mayor escala. Sin embargo, la gran transformación se produjo a partir de mediada la
década de 1980, de la mano del imparable ascenso de los hipermercados, las
cadenas de tiendas y los centros comerciales. Buena parte de estas nuevas empresas
eran multinacionales que integraban las fases mayorista y minorista de la distribución
comercial; es decir, no sólo vendían las mercancías a los clientes sino que también
compraban y almacenaban dichas mercancías a gran escala a través de centrales de
compra (en contraste con el comercio tradicional, que compraba sus mercancías a
pequeña escala a distribuidores mayoristas que ejercían poder de mercado sobre
aquel).
Dejemos a un lado el sector servicios: ¿cómo eran las empresas de los otros
sectores? En la industria, el contenido tecnológico de la actividad empresarial tendió a
aumentar, como también tendió a aumentar la orientación exportadora de la misma.
Tal fue el caso en sectores como el material de transporte, la maquinaria mecánica, la
maquinaria eléctrica y la electrónica. En no pocas ocasiones esto fue el resultado de la
llegada de empresas multinacionales que establecieron filiales en España y que, pese
a realizar la mayor parte de sus actividades de I+D en el extranjero, contribuían a
elevar el nivel tecnológico de la industria española. También la dura reconversión
industrial de finales de la década de 1970 y comienzos de la década de 1980, en la
que una crisis global y la creciente exposición a la competencia internacional
condujeron a la destrucción de numerosas iniciativas empresariales, contribuyó a ello
por defecto, ya que condujo al desmantelamiento de sectores con poco recorrido
tecnológico por delante. Desde mediados de la década de 1990 y hasta el final de
nuestro periodo, los resultados empresariales industriales fueron mejorando como
consecuencia de la moderación salarial y del gran recorte en los gastos financieros
soportados por las empresas (recorte hecho posible por la caída de tipos de interés
que siguió a la incorporación de España a la zona euro). Aún con todo, a comienzos
del siglo XXI, persistía en la estructura industrial española un núcleo duro de empresas
de bajo contenido tecnológico, como las del sector de la alimentación o el sector textil.
Se trataba de empresas que absorbían una cantidad importante de mano de obra y
generaban estímulos sobre otros sectores, pero que carecían del potencial para la
transformación económica y social que encerraban las ramas industriales de mayor
contenido tecnológico. Lo que España no había logrado entre mediados del siglo XIX y
finales del XX durante las dos primeras revoluciones industriales, desarrollar grandes
empresas manufactureras, tampoco lo logró en las primeras décadas de la tercera
revolución tecnológica.
Fuera de la industria y de los servicios, un gran número de españoles (y
también de los inmigrantes que comenzaron a llegar en cantidades significativas con el
comienzo del siglo XXI) trabajaban en la construcción. Aquí había algunas grandes
empresas de obra pública que realizaban grandes inversiones, empleaban a un
numeroso personal e incluso comenzaban a ganar una competitividad internacional
que les permitía ser adjudicatarias de importantes contratos para la construcción de
infraestructuras en países extranjeros; también había grandes empresas en el campo
de la obra civil. El auge inmobiliario que tanto contribuyó al crecimiento español desde
mediados de la década de 1980 hasta la crisis iniciada en 2008 engordó los beneficios
y la escala de operaciones de estas empresas, que se contaban hacia el final de
nuestro periodo entre las mayores de todo el país. Junto a los gigantes de la
construcción existía también una pléyade de empresas pequeñas y medianas, muchas
de ellas creadas al calor del auge inmobiliario para aprovechar los nuevos contornos
(ahora expandidos) del mercado. Estas empresas se beneficiaron de la liberalización
del mercado del suelo y del descenso de los tipos de interés, que abarataba el coste
de los préstamos en que incurrían las empresas para desarrollar sus promociones
inmobiliarias. La flexibilidad y capacidad de este pequeño y mediano empresariado
para aprovechar las oportunidades generadas por el auge inmobiliario (y, a través de
su éxito, su capacidad para estimular otros sectores y continuar calentando la
economía) quedó fuera de toda duda a lo largo de estos años. (También a partir de
2008, en medio de la crisis económica, quedó fuera de toda duda la gran
vulnerabilidad de estas empresas y, con ellas, la de sus trabajadores, muchos
rápidamente despedidos.)
7 Comercio exterior
Incluso antes de que, como en la actualidad, las economías de los distintos
países estuvieran tan estrechamente ligadas entre sí, las relaciones económicas
internacionales han ocupado un papel muy importante dentro del pensamiento
económico. A finales del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX, algunas de las
principales contribuciones de clásicos como Adam Smith o David Ricardo se centraron
en analizar los efectos del comercio internacional para los distintos países
involucrados en él. En respuesta a su visión positiva de dichos efectos y, por tanto, de
su adhesión a políticas de libre comercio, surgió también una visión alternativa,
propuesta por economistas como el alemán Friedrich List, que ya en la parte central
del siglo XIX planteaba la necesidad de que los países cuya industria estuviera
naciendo adoptaran medidas proteccionistas con objeto de evitar que una prematura
exposición a la competencia extranjera los dejara sin tejido industrial. Hoy día, a
comienzos del siglo XXI, la discusión sobre las consecuencias de las relaciones
económicas internacionales va más allá de estos debates y, además del comercio,
considera también otros fenómenos económicos que rebasan las barreras nacionales,
como el funcionamiento de las empresas multinacionales y los flujos internacionales
de capital. Como muestra el continuo uso del término “globalización” en las
discusiones económicas, sociales y políticas de nuestro tiempo, las relaciones
económicas internacionales atraen hoy una atención incluso superior a la de los
tiempos de Smith, Ricardo y List.
La historia de las relaciones económicas internacionales durante los periodos
moderno y contemporáneo se estructura en torno a cuatro grandes fases. La primera
de ellas, que se extendió a lo largo de los siglos XVI, XVII y XVIII, supuso un primer
movimiento hacia la globalización económica: se consolidaron importantes redes de
comercio intercontinentales, en su mayor parte como consecuencia del avance del
colonialismo europeo sobre América, Asia y África. La segunda fase, que comprendió
el siglo XIX largo (hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial en 1914), presenció
un segundo movimiento, esta vez mucho más intenso, hacia la globalización: como
consecuencia de la revolución de los transportes (ferrocarril, barco de vapor) y de un
ambiente político moderadamente favorable, las relaciones comerciales
internacionales se intensificaron como nunca antes, creándose auténticos mercados
globales para productos básicos (por ejemplo, los cereales); además, los vínculos
económicos entre los países se estrecharon también como consecuencia del aumento
en los movimientos internacionales de capital, el carácter masivo tomado por los
migraciones intercontinentales (en particular, europeos hacia América) y el apogeo del
imperialismo europeo.
Buena parte de esta globalización se descompuso durante la tercera fase: el
periodo de entreguerras (definido en un sentido amplio: desde 1914 hasta 1950, es
decir, incluyendo ambas guerras mundiales y los primeros años de la segunda
posguerra), durante el cual la excepcionalidad de las situaciones bélicas y las enormes
complicaciones políticas del periodo comprendido entre una y otra guerra (entre ellas,
un repunte del proteccionismo en los principales países) desarticularon numerosas
redes de contacto comercial y financiero. En una cuarta fase, entre 1950 y el presente,
el surgimiento de nuevas instituciones de coordinación económica internacional (como
el GATT, el FMI, el Banco Mundial o la Unión Europea) y el desencadenamiento de
una nueva revolución tecnológica en las comunicaciones (liderada por la informática)
sirvieron para que, en el contexto de la descolonización del mundo no occidental, la
globalización retomara su impulso y llegara mucho más lejos que nunca antes, sobre
todo una vez que, a comienzos de la década de 1990, el bloque soviético cayó y sus
componentes se reintegraron en la economía capitalista mundial. Una globalización
comercial, pero también, y de manera cada vez más importante, financiera y
empresarial como consecuencia del imparable crecimiento en los movimientos
internacionales de capital (a veces, con intenciones productivas; otras, con propósitos
meramente especulativos), así como en el radio de acción de las empresas
multinacionales.
¿Cómo participó España en esta historia de integración, desintegración y
reintegración de la economía internacional? En esta práctica nos centraremos en las
relaciones comerciales de España con otros países, mientras que la siguiente tratará
acerca de los movimientos de capital.
IMPERIALISMO Y COMERCIO EXTERIOR EN LA ESPAÑA PREINDUSTRIAL (1500-1840)
La pieza distintiva de la inserción internacional de la economía española del
Antiguo Régimen fue el Imperio americano. A raíz del accidental descubrimiento de
América por parte de Cristóbal Colón, España inició un intenso proceso de ocupación
del territorio americano que le llevó a conformar uno de los mayores imperios del
mundo. La lógica del colonialismo, en España como en otras potencias europeas,
consistía en tomar el control de sociedades lejanas con objeto de orientar sus
economías en un sentido favorable para la metrópoli. Esto incluía el establecimiento
de relaciones comerciales exclusivas, de tal modo que las exportaciones e
importaciones de la colonia fueran realizadas necesariamente a través de los
comerciantes y transportistas de la metrópoli. La violencia y la coerción fueron
elementos inseparables del dominio que los europeos comenzaron a ejercer sobre
diversas partes de América, Asia y África, sin que el caso español en América fuera
una excepción. El rasgo distintivo del colonialismo español en América, el que lo
diferenció en mayor medida de otros colonialismos europeos, fue su acusada
orientación extractiva, en contraposición con la orientación más comercial, más
mercantil de, por ejemplo, el colonialismo británico en Asia.
En efecto, el descubrimiento de ricos yacimientos de metales preciosos (en
especial, plata) en diversos puntos del subsuelo americano marcó profundamente las
relaciones económicas entre España y su Imperio americano. De manera irregular (en
función de las vicisitudes de las siempre complicadas tareas de exploración y
explotación mineras) pero persistente, toneladas de metales preciosos comenzaron a
fluir desde América hacia España a través de un comercio estrictamente regulado y
vigilado por el Estado. Junto a ellas, importaciones de productos de lujo demandados
por las elites del Antiguo Régimen español. Para las clases populares, la principal
aportación económica del Imperio fue la introducción en España de cultivos
americanos hasta entonces desconocidos y que estaban llamados a ocupar un papel
importante en la dieta, como la patata y el tomate. Sin embargo, es importante apreciar
que esto era una especie de transferencia tecnológica, no importaciones (dado que los
nuevos cultivos pasaban a producirse en suelo español y, por tanto, eran producción
española). Así las cosas, la importación de productos americanos estaba fuertemente
sesgada hacia las elites.
Si el Imperio suponía la posibilidad de extraer metales preciosos o importar
determinados productos, también abría la puerta a que las empresas españolas
realizaran exportaciones hacia las colonias, que al fin y al cabo eran mercados
protegidos a los que sólo España podía exportar. (La piratería y el contrabando,
imágenes clásicas del mundo atlántico durante estos siglos, eran intentos por parte de
las potencias europeas de comerciar furtivamente con colonias que no les
pertenecían.) Durante la etapa de los Austrias (siglos XVI y XVII), las principales
exportaciones españolas a América fueron la lana (un producto verdaderamente
importante en la economía y la política españolas del periodo) y el hierro. Más
adelante, durante el siglo XVIII, ya bajo los Borbones, los tejidos, el aguardiente, el
vino y las manufacturas de hierro tomaron el relevo.
Lo más llamativo de estas exportaciones es, sin embargo, el hecho de que
fueron escasas, a pesar de que la reserva del mercado colonial para los productos
españoles generaba en principio un importante potencial de crecimiento. Buena parte
del cargamento exportador de los barcos españoles hacia América contenía en
realidad productos fabricados en otras partes de Europa; es decir, junto a las
exportaciones de producción española se realizaba una gran cantidad de
“reexportaciones”, en especial de productos industriales. Esto reflejaba la debilidad
relativa de la manufactura preindustrial española frente a la de otros países (como
Inglaterra u Holanda). A pesar de su magnitud y potencial, el comercio colonial, sin
duda un gran negocio para los implicados, no generó grandes encadenamientos con la
manufactura, es decir, con los miles de artesanos urbanos y campesinos
protoindustriales dispersos por la geografía española. Más ampliamente, no se
generaron grandes vínculos entre el comercio colonial y el tejido productivo en suelo
español.
El reformismo borbónico del siglo XVIII consiguió mitigar algunos de estos
desequilibrios. La liberalización parcial del comercio colonial, combinada con las
reformas efectuadas para mejorar la administración en las propias colonias, dieron
lugar a un aumento de los flujos de exportación e importación. Además, la proporción
de reexportaciones dentro del mismo tendió a caer, en parte como reflejo de un mayor
progreso de la manufactura preindustrial en España (y, especialmente, en Cataluña).
Podría decirse que durante este periodo el comercio colonial se encadenó en mayor
medida con el tejido productivo interno del país, si bien para el conjunto de España
estos encadenamientos continuaron siendo modestos, y la mayor parte de la población
activa y la mayor parte de las empresas del país se mantenían al margen de los
mismos. En realidad, las espectaculares redes de comercio a larga distancia con el
Imperio americano eran menos importantes en términos cuantitativos que el comercio
con nuestros vecinos europeos. Este comercio con Europa consistía en la exportación
de productos agrarios para los que España disfrutaba de ventajas comparativas (lana,
vino, aguardiente) y la importación de productos industriales como tejidos o algodón
hilado (este último con vistas a su posterior utilización como input por parte de las
empresas textiles españolas). Dadas las características de estos productos, el
comercio con Europa insertaba en la economía internacional a una proporción mayor
(si bien todavía bastante pequeña) de la población activa y las empresas españolas.
Durante las primeras décadas del siglo XIX, España perdió la mayor parte de
sus colonias en América, que se convirtieron en repúblicas independientes. (La
principal excepción fue Cuba, que continuó bajo estatus colonial hasta 1898.) Dado
que, a lo largo del siglo previo, el comercio de exportación hacia las colonias había
crecido, el principal efecto económico de la independencia de América Latina fue una
caída de dichas exportaciones. Sin embargo, dado que los encadenamientos del
comercio colonial con la actividad económica metropolitana no habían pasado de
modestos, no se trató de un efecto devastador para la economía española. A partir de
ese momento, el comercio exterior se reorientó (aún más) hacia Europa occidental,
sobre la base de un moderado crecimiento en las exportaciones de productos para los
que la demanda europea estaba creciendo y para cuya producción España contaba
con buenas condiciones, como por ejemplo el vino y el plomo.
Aún no se daban las condiciones, sin embargo, para una inserción profunda de
la economía española dentro de la europea. En una era previa al ferrocarril, los costes
de transporte eran muy elevados, por lo que obstaculizaban severamente la
integración económica internacional. (De hecho, dentro de la propia España, ni
siquiera los distintos mercados regionales se encontraban todavía altamente
integrados). Tampoco las políticas comerciales de los países apostaban con fuerza por
el libre comercio. La propia España, de hecho, apostó por una política prohibicionista
con respecto a las importaciones de granos. Así las cosas, es probable que el grado
de apertura comercial de la economía española con respecto al exterior fuera en 1840
inferior a lo que había sido a comienzos de siglo.
LA APERTURA COMERCIAL DE LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XIX (1840-1900)
Durante el reinado de Isabel II, la consolidación de la sociedad de mercado y la
continuación de las reformas económicas iniciadas en el periodo de la revolución
liberal condujeron a un paulatino desplazamiento de la política comercial desde el
proteccionismo hacia un moderado liberalismo. De este modo, entre la parte central
del siglo XIX y finales de dicho siglo, España pasó a integrarse con mayor fuerza que
nunca antes en el comercio internacional; comercio internacional que, a su vez, crecía
también como nunca antes. El grado de apertura de la economía española alcanza así
un máximo en torno a 1900. No será hasta finales del siglo XX cuando, en el marco ya
de otro ciclo histórico diferente, España recupere un grado de apertura similar.
Se trataba de un comercio que, como ya venía ocurriendo con anterioridad, se
orientaba de manera primordial hacia nuestros vecinos de Europa occidental. El saldo
del mismo era casi siempre deficitario: las importaciones casi siempre superaban a las
exportaciones. Este déficit no debe tomarse necesariamente como un dato negativo,
ya que una parte sustancial de las importaciones españolas iban destinadas a
modernizar la estructura productiva del país (a impulsar, por ejemplo, el proceso de
industrialización). A lo largo de la segunda mitad del siglo XIX, España pasó de ser
una economía preindustrial a una economía en vías de industrialización que importaba
numerosos factores productivos. La maquinaria y los bienes de equipo, por ejemplo,
fueron ganando un peso creciente dentro de la composición de las importaciones
españolas (cuadro 7.1). También las fibras textiles, demandadas por las nuevas
industrias textiles del país, fueron importaciones de gran peso. (El flujo de alimentos y
materias primas importadas tampoco careció de importancia, por su parte.)
Cuadro 7.1. Composición porcentual de las importaciones
Alimentos Otros
productos primarios
Semi-manufacturas
Bienes de inversión
Bienes de consumo
1877 28 24 22 5 21 1913 28 27 19 19 7 1951 19 52 12 17 0 1973 17 30 18 31 4 2001 10 15 21 44 10
Otros productos primarios: materias primas, minerales, combustibles, metales ferrosos Semimanufacturas: hierro, acero, productos químicos
Fuente: Tena (2005).
En el otro lado de la balanza, España contaba con algunas bases exportadoras
capaces de generar divisas con las que financiar, aunque fuera de manera parcial,
estas importaciones. Como muchas otras economías en vías de industrialización,
estas bases exportadoras estaban compuestas, más que por los productos de la
naciente industrialización (poco competitiva a escala internacional, a pesar de que los
salarios de los obreros españoles eran inferiores a los de otros países más
avanzados) por productos agrarios y minerales (cuadro 7.2).
Cuadro 7.2. Composición porcentual de las exportaciones
Alimentos Otros
productos primarios
Semi-manufacturas
Bienes de inversión
Bienes de consumo
1877 56 32 7 0 5 1913 47 33 9 1 10 1951 50 32 5 2 11 1973 28 8 18 29 17 2001 15 5 22 46 11
Fuente: Tena (2005).
El clima mediterráneo predominante en la mayor parte del país dificultaba que
los agricultores españoles pudieran adoptar la misma senda de progreso agrario que
sus homólogos ingleses u holandeses (intensificar la actividad agraria a través de una
reducción de las superficies de barbecho, un aumento de la cabaña ganadera y un
mayor cultivo de plantas forrajeras), pero también generaba oportunidades: productos
como el vino, el aceite de oliva, los cítricos y las hortalizas, es decir, productos más
propios del clima mediterráneo que del clima atlántico, se convirtieron en las
principales exportaciones españolas. El mayor grado de desarrollo económico
alcanzado por Europa noroccidental permitía a los agricultores españoles acceder a un
gran número de consumidores cuyo poder adquisitivo era superior al habitual en
España. De manera análoga, el desarrollo de la industrialización en la Europa más
avanzada condujo a un creciente interés por los minerales que, como el plomo y el
cobre, podían hallarse en el subsuelo español. La instalación de diversas empresas de
capital extranjero en España, tema que se desarrolla en la siguiente práctica, aceleró
la extracción de estos recursos minerales con vistas a su rápida exportación hacia
Gran Bretaña y otros países industriales. Estas significativas exportaciones de
productos agrarios y minerales contribuyeron a financiar las importaciones, pero no
alcanzaron niveles tan elevados como para financiarlas completamente.
REPLIEGUE Y CIERRE (1900-1950)
El grado de apertura de la economía española descendió a lo largo de la
primera mitad del siglo XX. Se trató primero de un descenso moderado, gradual, y más
adelante, durante la Guerra Civil y el primer franquismo, de un descenso abrupto.
La desintegración comercial de España durante el primer tercio del siglo XX fue
consecuencia, en primer lugar, del viraje proteccionista tomado por el país. Como
muchos otros países, la competencia planteada por los productos agrarios llegados de
América y Rusia, desde finales del siglo XIX mucho más baratos como consecuencia
de la revolución de los transportes, era imposible de soportar para la mayor parte de
agricultores españoles, que comenzaron a presionar para que cambiara la política
comercial, hasta entonces (moderadamente) librecambista. Primero fueron los
agricultores los que reclamaron proteccionismo y, una vez que estos lo consiguieron,
también los industriales (igualmente incapaces en muchos casos de competir con el
extranjero y perjudicados en este sentido por el encarecimiento del coste de la
alimentación obrera que se derivaba del proteccionismo agrario) comenzaron a
constituirse en grupo de presión para el cambio de la política comercial. El resultado
fue el paso de un moderado liberalismo a un proteccionismo selectivo: selectivo
porque, más que buscar una exclusión de España de la globalización, se orientaba a
impedir que los efectos potencialmente más perjudiciales de la globalización se hagan
sentir.
Pero la desintegración comercial de España durante estos años también tuvo
causas externas. Dos no comercian si uno no quiere. También nuestros principales
socios comerciales viraron hacia el proteccionismo durante estas décadas, y el viraje
se consolidó e intensificó durante los turbulentos años de entreguerras. La contracción
del comercio internacional durante el periodo de entreguerras también contribuyó así a
la reducción del grado de apertura de la economía española (si bien otras economías
europeas sí mostraron cierta tendencia a la reapertura comercial durante la década de
1920, tendencia que no se encuentra en el caso español).
Los rasgos básicos de este (ahora menguado) comercio con el exterior fueron
similares a los del periodo anterior. Continuó desarrollándose primordialmente con
nuestros vecinos de Europa occidental. Su saldo continuó siendo deficitario. Las
importaciones continuaron siendo variadas, con un peso destacado para aquellas que
permitían el desarrollo de los proyectos productivos de las empresas industriales. Las
exportaciones continuaron centradas en los productos agrarios y minerales.
Un cambio más radical se produjo durante el primer franquismo. Una vez en el
poder, el general Francisco Franco adoptó una orientación autárquica, es decir, buscó
reducir al mínimo los contactos con el exterior. En no poca medida, los principios
económicos del régimen (la industrialización como objetivo principal al que se
subordinaban los demás, la búsqueda de la autosuficiencia, el intervencionismo
económico, el no reconocimiento del conflicto entre clases sociales) suponían una
traslación a tiempos de paz de aquellos principios que, durante los tres años de
guerra, habían contribuido a hacer de la economía de guerra franquista una economía
más solvente que la republicana. Durante la década de 1940, la autarquía se convirtió
en un ideal nacional. El contacto con el extranjero fue rápidamente culpabilizado de los
más diversos males de la historia española reciente, desde el atraso económico hasta
la difusión de ideologías seculares. La autarquía se convirtió así en instrumento para
lograr una economía más próspera y una sociedad firmemente católica que se
convirtiera en reserva espiritual de Europa.
En parte, Franco estaba haciendo de la necesidad virtud: en una Europa
envuelta en la Segunda Guerra Mundial hasta 1945 (seis años después del triunfo de
la insurrección en la Guerra Civil), no era fácil (y menos para un régimen de
orientación fascista que, pese a mantenerse oficialmente neutral en el conflicto,
simpatizaba con el eje germano-italiano) desarrollar estrechas relaciones económicas
con otros países. ¿Por qué no adherirse entonces a la doctrina de que la autarquía era
una cosa buena? Por otro lado, sin embargo, Franco creía sinceramente en el ideal
autárquico, y su posterior apertura hacia el exterior (desde la década de 1950 en
adelante) fue menos el resultado de un cambio en sus convicciones que una maniobra
de adaptación al nuevo orden internacional generado bajo el liderazgo de Estados
Unidos tras el final de la Segunda Guerra Mundial.
Franco tuvo un éxito apreciable a la hora de aplicar su ideal autárquico a la
realidad española de la década de 1940: la economía española se replegó sobre sí
misma y en no poca medida se cerró a las fuerzas globales. A la altura de 1950, el
grado de apertura de la economía española alcanzaba un mínimo histórico desde
comienzos del siglo XIX (cuadro 7.3). La tendencia al cierre con respecto al exterior,
ya iniciada de la mano del recrudecimiento del proteccionismo en las primeras
décadas del siglo XX y de la desintegración de la economía internacional durante el
periodo de entreguerras, se acentuó durante la década de 1940. La autarquía no era
total, pero sin duda los contactos con el exterior se habían cortado en una proporción
muy significativa.
Cuadro 7.3. Grado de apertura comercial (como porcentaje del PIB)
1850 1900 1929 1950 1975 2000
8,2 23,6 17,2 7,3 24,6 53,6
Fuente: Tena (2005).
Este corte de las relaciones con el exterior, al implicar una reducción de las
importaciones y de las inversiones extranjeras, conllevó problemas para numerosos
sectores. Por ejemplo, en la agricultura (que, en torno a 1950, continuaba empleando
a aproximadamente la mitad de la población activa del país), la contracción de las
importaciones impidió que los agricultores dispusieran de fertilizantes químicos en una
cuantía comparable a la prebélica; dado que no existía una fuerte industria nacional
capaz de ofrecer sustitutos nacionales para los productos hasta entonces importados,
la agricultura española tenía en 1950 un nivel tecnológico inferior al que había tenido
en 1936. También diversos sectores industriales se encontraron con problemas
similares: la contracción de los contactos con el exterior restringía su capacidad para
crecer. En suma, en la década de 1940, la política autárquica cerraba la principal vía
de introducción de innovaciones tecnológicas con que hasta entonces había contado
la economía española, por lo que el crecimiento económico del país estaba sujeto a
una fuerte restricción exterior.
Tan sólo en una situación de emergencia estuvo dispuesto el régimen a
levantar esta restricción: el intervencionismo y la autarquía condujeron a unos
resultados agrarios tan pobres que en algún momento peligró el abastecimiento
alimentario de la población, sobre todo en las ciudades. De manera excepcional,
Franco permitió la entrada de importaciones de trigo argentino y estadounidense con
objeto de compensar las deficiencias de la oferta agraria nacional. Este detalle, de
importancia menor en un régimen que en términos generales mantenía una orientación
autárquica, nos revela sin embargo una de las claves de la posterior apertura del
franquismo: Franco creía en la autarquía, pero no hasta el punto de estar dispuesto a
sacrificar por ella su permanencia en el poder. Si las circunstancias se volvían
adversas a la apuesta autárquica, Franco no se hundiría con ella.
DE VUELTA A LA ECONOMÍA INTERNACIONAL (1950-2007)
Las circunstancias se volvieron adversas a la apuesta autárquica a partir de la
década de 1950. La Segunda Guerra Mundial había terminado y, tras ella, Estados
Unidos estaba liderando la constitución de un nuevo orden internacional, marcado por
la cooperación económica y política a través de nuevas instituciones como la
Organización de las Naciones Unidas, el Fondo Monetario Internacional, el Banco
Mundial y el GATT. El éxito de este nuevo orden internacional quedaba plasmado, en
el campo económico, por un aumento generalizado del comercio mundial y el retorno a
una tendencia de globalización que se había revertido durante el problemático periodo
de entreguerras. Una implicación importante de este resurgir del comercio
internacional es que un país que optara ahora por la autarquía estaba dejando pasar
grandes oportunidades de crecimiento económico. Podría decirse que el coste de
oportunidad de una política autárquica aumentó notablemente con respecto a los
tiempos en que la desintegración de la economía mundial generaba pocas
oportunidades y sí en cambio numerosas amenazas para los países vulnerables.
A la altura de 1950, también estaba ya claro que Estados Unidos y la Unión
Soviética, aliados frente al fascismo apenas unos años atrás, se habían convertido en
superpotencias antagónicas que libraban una guerra fría y buscaban atraer hacia su
órbita al mayor número posible de países satélite. Ambas superpotencias movilizaron
importantes recursos para influir sobre la evolución de los sistemas políticos en
lugares a veces muy lejanos. En el caso de Estados Unidos, esto incluyó
intervenciones directas en golpes de Estado (como el sufrido por el Chile de Salvador
Allende) y guerras civiles (como las de Corea y Vietnam), así como el despliegue de la
diplomacia del dólar: la utilización del poder económico estadounidense para atraer a
otros países al bando pro-americano de la guerra fría. Las relaciones de Estados
Unidos con España pueden inscribirse en esta última categoría: a partir de la década
de 1950, España ganó un peso estratégico para Estados Unidos como país gobernado
por un Jefe de Estado declaradamente anticomunista.
Junto a estos factores externos, también había factores internos que
debilitaban la apuesta inicial del franquismo por la autarquía. Dentro del propio
régimen comenzaron a ganar prominencia las voces de quienes pensaban que el
extremo intervencionismo y proteccionismo de la década de 1940 había carecido de
sentido desde el punto de vista económico. Estos reformistas proponían que, si bien
de manera gradual y cautelosa, la economía española debía ser puesta en la senda de
una doble liberalización: liberalización interna (reducción del intervencionismo, con el
consiguiente incremento en el grado de libertad de los mercados), por un lado; y
liberalización externa (reducción del proteccionismo, con el consiguiente incremento
en el grado de apertura al extranjero), por el otro. A lo largo de la década de 1950, se
implantaron algunas reformas que iniciaban lo que sería un largo camino hacia la
doble liberalización. El punto de no retorno de esta tendencia fue el Plan de
Estabilización y Liberalización aprobado en 1959. Presionado por los problemas de
eficiencia asignativa causados por el intervencionismo, presionado por los acuciantes
problemas de falta de divisas causados por la deficitaria balanza comercial,
presionado por el creciente coste de oportunidad de la opción autárquica dentro de
una economía mundial que volvía a globalizarse, presionado por Estados Unidos para
confiar en mayor medida en el libre mercado y la libre empresa (los grandes símbolos
de Estados Unidos y sus aliados frente al bloque soviético), Franco enterró
definitivamente el ideal autárquico en 1959. Los principios básicos de su régimen
siguieron en pie, pero en versiones ya menos extremas. A la altura de 1975, cuando
Franco murió, España seguía siendo un país bastante proteccionista, pero se trataba
ya de un proteccionismo moderado en comparación con el de la década de 1940.
Estos cambios en la política económica se correspondieron con cambios en la
economía real: entre 1950 y 1975 se produjo una gran expansión del comercio
español con el extranjero, especialmente con otros países de Europa occidental. El
aumento del comercio exterior fue tan grande que, a pesar de que durante este
periodo se produjo un crecimiento acelerado del PIB (a resultas de una acelerada
culminación del proceso de industrialización iniciado a mediados del siglo XIX), el
grado de apertura de la economía española aumentó con claridad. Si, a la altura de
1950, la economía española estaba muy cerrada (más cerrada incluso de lo que había
sido el caso un siglo atrás), a la altura de 1975 se encontraba ya tan abierta como
había estado en su lejano máximo prebélico de comienzos de siglo. Lo que empezó
siendo una economía con vocación de autosuficiencia había terminado convertida en
una economía más inserta que nunca en la economía global.
Durante el periodo 1950-1975, la balanza comercial española continuó siendo,
como casi siempre, deficitaria. Las importaciones de bienes de inversión se dispararon
como consecuencia de la aceleración del proceso de industrialización. Dado que las
empresas españolas operaban con un nivel tecnológico bajo y generaban pocas
patentes, las importaciones de maquinaria y equipamiento eran el principal mecanismo
de absorción de nuevas tecnologías. La aceleración de la industrialización disparó los
pedidos al extranjero de las empresas industriales, deseosas de ponerse al día en el
plano tecnológico.
Como en periodos anteriores, las exportaciones no fueron totalmente capaces
de financiar este gran flujo de importaciones. Las exportaciones tradicionales de
productos primarios (vino, aceite de oliva, hortalizas, cítricos y otras frutas) crecieron
con rapidez, apoyándose sobre el progreso de la agricultura española durante este
periodo y el aumento del nivel de renta entre las clases medias de los países europeos
más desarrollados. Pero también comenzó España a convertirse en un exportador
sustancial de productos industriales; incluso fue produciéndose a lo largo del periodo
un paulatino desplazamiento hacia la exportación de bienes industriales de inversión,
en detrimento de los generalmente menos complejos bienes de consumo. Aunque,
como en el pasado, las empresas industriales españolas no destacaban por un
elevado nivel de competitividad genuina (la competitividad basada en la innovación
tecnológica y el comportamiento emprendedor), sí disfrutaban de unos costes
salariales bajos que les permitían introducirse en algunos nichos de mercado.
Con todo, la restricción exterior al crecimiento continuó siendo una espada de
Damocles que pendía sobre el funcionamiento macroeconómico (aparentemente muy
positivo, dado el gran crecimiento del PIB per cápita) del país. El déficit en la balanza
comercial y la escasez de divisas amenazaban continuamente con erigirse en el cuello
de botella que, al impedir una mayor expansión de las importaciones (y, por tanto, una
mayor absorción de nuevas tecnologías), bloqueara el desarrollo de la
industrialización. De hecho, no por casualidad algunos cambios en la política
económica franquista, como los impulsados por el Plan de Estabilización de 1959, se
produjeron precisamente en momentos en los que la temible restricción exterior
parecía bloquear la continuidad del crecimiento económico.
Es por ello que fue decisivo para la economía española encontrar formas
alternativas de suavizar la restricción exterior, es decir, encontrar formas de ingreso
procedentes del exterior que compensaran, aunque fuera parcialmente, el déficit
comercial. Pero, ¿qué podía sustituir a las exportaciones a la hora de cumplir esta
función? La España de este periodo encontró dos sustitutos: las remesas de los
emigrantes españoles en el extranjero y los ingresos derivados del turismo realizado
en territorio español por parte de extranjeros. Durante la segunda parte del franquismo
numerosos españoles emigraron al extranjero, en particular hacia otros países de
Europa occidental, como Francia, Suiza o la República Federal Alemana. Muchos lo
hicieron de la mano de programas de emigración asistida; otros tantos lo hicieron de
manera clandestina. Sus remesas, más allá de suponer una agradable inyección de
dinero para las familias que las recibieron, cumplieron una significativa función
macroeconómica: la capacidad de importación de la economía española pasaba a ser
mayor de lo que lo habría sido en ausencia de los emigrantes y sus remesas.
Lo mismo puede decirse de los ingresos turísticos. Aunque el turismo no es
una exportación en sentido estricto (sino una actividad doméstica), los ingresos que lo
alimentaban provenían fundamentalmente de viajeros extranjeros. Hasta la Segunda
Guerra Mundial, el turismo había sido sobre todo una actividad propia de las elites,
pero, en medio del extraordinario crecimiento económico vivido por Europa occidental
en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, el nivel de renta de las
clases medias aumentó tanto que una gran cantidad de ingleses, alemanes y
escandinavos afluyeron hacia la soleada España del Mediterráneo, donde las
condiciones climatológicas eran mucho mejores que en sus países de procedencia y
donde, además, el nivel de precios era mucho más bajo. El gran símbolo de todo ello
fue Benidorm (Alicante), originalmente un pueblo de pescadores que a lo largo de
nuestro periodo fue convirtiéndose en una de las grandes urbes turísticas de Europa y
del mundo entero. En los últimos años del periodo, en torno a un 10-15 por ciento de
los turistas del mundo tenían España como destino. La llegada de estos turistas
extranjeros, además de tener un impacto importante en el plano social y de las
mentalidades (ya que para muchos españoles fueron ellos los que en mayor medida
les abrieron los ojos a unos valores y unas formas de pensar ajenas al discurso oficial
franquista y los valores nacional-católicos propugnados por este), cumplió también una
función macroeconómica muy importante, ya que, al igual que las remesas de los
emigrantes, contribuyó a suavizar la restricción exterior al crecimiento (cuadro 7.4). La
industrialización española del periodo 1950-1975, tan dependiente de las
importaciones como mecanismo de absorción tecnológica, no habría sido la misma sin
la aportación de los emigrantes en el extranjero y los ingresos inyectados por los
turistas extranjeros.
Cuadro 7.4. Algunos indicadores económicos sobre el sector turístico 1901 1934 1950 1975 2000 Número de turistas (millones) 0,1 0,2 0,5 27,3 74,4 Cuota del turismo español en
el mercado mundial (%) 1,8 12,3 10,7
Exportaciones de servicios turísticos / PIB (%) 0,7 0,4 0,4 3,6 6,2
Fuente: Tena (2005).
La inserción internacional de la economía española continuó reforzándose tras
la muerte de Franco, en parte porque España participó de los factores globales que
conducían a una intensificación de las relaciones económicas internacionales, en parte
porque a dichos factores se unió la incorporación del país al proceso de integración
económica europea que seis países (Alemania, Bélgica, Francia, Holanda, Italia y
Luxemburgo) habían impulsado en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial.
Es cierto que ya durante la parte final del franquismo se habían producido avances en
el estrechamiento de las relaciones económicas entre España y los países de la (por
aquel entonces) Comunidad Económica Europea, el más importante de ellos la firma
en 1970 de un acuerdo preferencial (es decir, un acuerdo que situaba a España más
próxima a la C.E.E. de lo que normalmente sería el caso tratándose de un país no
miembro). Sin embargo, la C.E.E. era un grupo de Estados democráticos y, por ello, el
carácter dictatorial del régimen franquista impedía a España ir más allá en su
integración con otras economías europeas y adherirse a la C.E.E.
Tras largas negociaciones, la incorporación de España a la C.E.E. tuvo lugar
finalmente en 1986, es decir, más de diez años después de la muerte de Franco y una
vez que la nueva democracia española se encontraba ya consolidada. La adhesión a
la C.E.E. (ya por entonces un grupo compuesto por doce países, contando a España)
fue un gran símbolo de apertura y normalización para generaciones de españoles que
habían vivido bajo el franquismo y sus anomalías. En el plano estrictamente
económico, la adhesión generaba un desafío para la economía española, ya que, al
pasar a participar en un mercado común, las barreras comerciales que protegían a los
empresarios de la competencia ejercida por empresarios de otros países
pertenecientes a la C.E.E. debieron ser retiradas. También generaba, evidentemente,
grandes oportunidades: en el plano comercial, la oportunidad de obtener un acceso
totalmente libre (sin barreras) a los mercados de los otros países de la C.E.E., con el
consiguiente potencial para impulsar el crecimiento de las exportaciones de aquellos
productos para los que España contaba con ventajas; y, en el plano empresarial, la
posibilidad de atraer grandes cantidades de inversión directa extranjera: empresas de
otros países que decidieran poner en marcha filiales en España con objeto de
aprovechar los bajos costes salariales de España en relación a los países europeos
más avanzados y utilizar España como plataforma desde la cual exportar hacia el
resto del mercado común.
El proceso político de integración económica europea escaló un peldaño más
cuando, una vez consolidado en el ámbito comercial, se lanzó al ámbito monetario.
Desde finales de la década de 1980 comenzó a plantearse la posibilidad de avanzar
en la creación de una moneda única que redujera los costes de transacción dentro de
la C.E.E. y favoreciera el establecimiento de relaciones aún más estrechas entre los
diferentes países. En 1992, el Tratado de Maastricht, además de introducir el término
Unión Europea en lugar del de C.E.E., planteó un camino para llegar a la unión
monetaria. Camino basado en el cumplimiento por parte de las economías que
voluntariamente desearan ingresar en la moneda común (el euro) de una serie de
condiciones macroeconómicas, entre ellas el mantenimiento de bajos niveles de déficit
público y deuda pública. España cumplió dichos criterios y pasó a formar parte de la
“eurozona”, el subgrupo de países de la Unión Europa que a partir de finales de la
década de 1990 inició el proceso de sustitución de sus respectivas monedas
nacionales por el euro. Además de los beneficios genéricos de la moneda común
(reducción de costes de transacción), de los que disfrutaban todos los países de la
eurozona, España se benefició con particular intensidad de la igualación de sus tipos
de interés con los bajos tipos prevalecientes en la mayor parte de sus socios. Esto
reforzó el efecto de la globalización financiera del periodo, favoreciendo que el sistema
financiero español dispusiera de grandes cantidades de capital barato inyectable en
proyectos empresariales. Por otro lado, la integración en el euro suponía la pérdida de
la política monetaria, ahora definida por el Banco Central Europeo, como instrumento
de política económica nacional. Esto no era un peligro menor en un país que, como
España, había recurrido con frecuencia (la última ocasión, a comienzos de la década
de 1990) a la devaluación de su moneda como instrumento para reactivar las
exportaciones e impulsar la actividad económica en momentos de crisis. Más
ampliamente, la integración en el euro suponía la pérdida de diversas parcelas de
soberanía económica, ya que, como la crisis iniciada en 2008 se encargaría de
demostrar, el cumplimiento por parte de los países de determinados criterios
macroeconómicos resultaba fundamental para la supervivencia de la moneda común.
¿Cómo evolucionó el comercio exterior durante este periodo marcado por la
integración del país en la Unión Europea? La apertura comercial de la economía
española hacia el exterior se disparó. La tendencia arrancaba ya de la segunda parte
del franquismo, pero durante el presente periodo fue mucho más allá, alcanzando un
máximo histórico. Los países europeos occidentales continuaron siendo nuestros
principales socios comerciales (incluso hubo un cierto desvío hacia la Unión Europea
de comercio que España previamente había venido realizando con terceros países),
pero ahora, en el marco del mercado común, tanto las exportaciones como las
importaciones se dispararon, creciendo claramente por encima de la media mundial o
de la propia media europea (cuadro 7.5).
Cuadro 7.5. Tasa de variación media anual (%) de las exportaciones
1870-1913 1913-1950 1950-1973 1973-1998 España 3,4 – 1,6 8,5 9,6 Europa occidental 3,2 – 0,1 8,4 4,8 Mundo 3,4 0,9 7,9 5,1
Fuente: Tena (2005).
Las exportaciones atravesaron dificultades como consecuencia de la crisis
económica global iniciada en 1973, que también agravó el desequilibrio exterior por la
vía de una reducción de las llegadas de turistas extranjeros y el regreso de numerosos
emigrantes españoles (factores ambos que reflejaban el impacto que la crisis tenía
también en los países europeos más avanzados). Sin embargo, la incorporación a la
C.E.E. y el inicio de un nuevo ciclo expansivo tanto en España como en los países
vecinos animó el crecimiento de las exportaciones españolas. Continuando con la
tendencia iniciada durante la segunda parte del franquismo, las exportaciones
industriales siguieron ganando peso y, dentro de ellas, las exportaciones de bienes de
equipo. Lejos quedaban así los tiempos en que las principales exportaciones del país
habían sido sencillos productos agrarios y minerales. Además, la contribución del
turismo al equilibrio exterior continuó siendo destacada, produciéndose no sólo un
aumento del número de turistas sino también del gasto medio efectuado por los
mismos.
Aun con todo, el déficit comercial continuó siendo un rasgo estructural de la
economía española. Dada la escasa inversión en investigación y desarrollo realizada
por el Estado y las empresas (tanto españolas como filiales de multinacionales),
España continuó necesitando un volumen sustancial de importaciones como
mecanismo de absorción tecnológica e introducción de innovaciones en el tejido
productivo. La dependencia energética, conducente a costosas importaciones de
petróleo, también contribuyó al déficit.
8 Movimientos internacionales de capital LAS INVERSIONES EXTRANJERAS EN ESPAÑA, 1840-1936
Antes de llegada la parte central del siglo XIX, el capital extranjero había fluido
en escasa medida hacia España. (En realidad, hasta comienzos de ese mismo siglo
no se había producido un movimiento intenso de capitales entre unos y otros países
del mundo.) El capital extranjero que sí había llegado, además, se había orientado en
escasísima medida hacia la inversión productiva. La mayor parte de ese capital
extranjero había entrado en el país para financiar la sempiterna deuda de las
monarquías absolutas. En su momento, los Austrias, con ambiciones territoriales
desmedidas en relación a sus recursos fiscales (incluso aunque estos incluyeran una
parte de los metales preciosos llegados de América), se volvieron extremadamente
dependientes del crédito extranjero. El (muy real) riesgo de impago hizo que
banqueros genoveses y alemanes fijaran elevados tipos de interés para estos créditos,
agravando el problema de la dependencia financiera. En tiempos más recientes, el
reformismo borbónico del siglo XVIII consiguió mitigar un tanto este problema, no tanto
porque el Estado se apartara de su tendencia crónica hacia el déficit (dada la
insuficiencia de las reformas fiscales de este periodo) como porque fortaleció los
canales nacionales para la financiación del endeudamiento público (creando, por
ejemplo, Banco Nacional de San Carlos). En cualquiera de los casos, en los albores
de la industrialización el volumen de capital extranjero invertido en España era
pequeño y se canalizaba en escasa medida hacia la inversión productiva.
La situación cambió drásticamente durante la segunda mitad del siglo XIX,
cuando España se convirtió en un importante receptor de inversiones extranjeras.
Como otras economías en vías de industrialización, la España de la segunda mitad del
siglo XIX se caracterizaba por la escasez de capital, consecuencia tanto del bajo nivel
de ahorro como de las dificultades institucionales para canalizar dicho ahorro hacia la
inversión. Ello, a su vez, se debía en parte al bajo nivel de renta alcanzado por la
mayor parte de la población, que se veía forzada a destinar la mayor parte de dicha
renta a satisfacer las más básicas necesidades de consumo (alimentación, vestido,
vivienda). También se debía al bajo nivel de ahorro de buena parte de las clases altas,
por ejemplo las familias terratenientes descendientes de la antigua aristocracia, que,
en lugar de destinar una parte de sus recursos al ahorro o la inversión, seguían un
costoso patrón de consumo de lujo. Si a esto añadimos el desarrollo relativamente
lento del sistema financiero, el resultado es que el ahorro en España era escaso y,
además, se canalizaba con dificultades hacia la inversión en actividades productivas.
En consecuencia, España era una economía sedienta de capitales procedentes del
exterior.
Las remesas enviadas por los emigrantes españoles en América cumplieron
una función macroeconómica importante en este sentido, pero hay que tener en
cuenta que esta emigración transoceánica empezó tarde en España (no fue hasta los
años finales del siglo XIX cuando despegó con fuerza) y terminó pronto como
consecuencia del estallido de la Primera Guerra Mundial y las dificultades económicas
globales del periodo de entreguerras. Mucho más importantes que las remesas de los
españoles expatriados fueron las inyecciones de capital por parte de empresarios
extranjeros. La inversión extranjera en España creció con velocidad durante la
segunda mitad del siglo XIX, dirigiéndose a la compra de deuda pública (en una época
caracterizada por los problemas crónicos de endeudamiento del Estado) y, sobre todo,
a los sectores del ferrocarril y la minería.
Como ocurrió en otras economías de industrialización tardía y con problemas
de escasez de capital, en España los inicios del sistema ferroviario estuvieron
estrechamente ligados a empresas extranjeras, y no tanto a empresarios y capitales
nacionales. La ley de ferrocarriles de 1855 estableció las bases que regirían las
inversiones extranjeras en este sector. Con objeto de atraer a inversores extranjeros y
acelerar así la construcción del sistema ferroviario español, se concedieron numerosas
facilidades, entre ellas exenciones arancelarias. Estas facilidades atrajeron cuantiosos
capitales extranjeros, en especial capitales de origen francés que pusieron en pie las
principales empresas ferroviarias del país, como Norte y MZA (Madrid-Zaragoza-
Alicante). ¿Cuál fue el precio que España pagó por estas facilidades concedidas a los
empresarios extranjeros? Las exenciones arancelarias, que permitían a las empresas
ferroviarias abastecerse de productos importados de manera más barata que el resto
de empresas, han sido muy polémicas entre los historiadores del periodo, ya que es
probable que, al concederlas, el gobierno perdiera la ocasión de estimular el desarrollo
de la industria siderúrgica nacional: si las empresas ferroviarias hubieran estado
sujetas a la misma legislación arancelaria que el resto de empresas, habrían
importado menos productos siderúrgicos del exterior y habrían confiado en mayor
medida en la industria nacional, sin que (según las estimaciones de los especialistas)
ello hubiera supuesto en este caso un gran incremento de los costes y los precios en
el sistema ferroviario.
Otro sector cuyo desarrollo estuvo estrechamente ligado al capital extranjero
fue la minería. La ley de minas de 1868, que permitía a las empresas adjudicatarias
acceder a concesiones del subsuelo a muy largo plazo (con objeto de que aqeullas
tomaran sus decisiones de inversión con la misma tranquilidad que si los yacimientos
fueran realmente suyos), abrió el sector a la entrada masiva de capitales extranjeros
que hicieran lo que durante décadas la iniciativa privada nacional no había hecho:
poner en valor los ricos yacimientos de cobre, plomo y hierro que podían encontrarse
en algunas regiones del país. Las grandes compañías mineras, con gran peso de las
fundadas con capital británico, se centraron en la exportación de minerales y no
terminaron de convertirse en industrias motrices capaces de generar estímulos sobre
otros sectores de la economía española. Aún así, sus exportaciones contribuyeron a
evitar un desequilibrio aún mayor de la balanza comercial española.
Durante el primer tercio del siglo XX, se abrió, tras los ciclos del ferrocarril y la
minería, un nuevo ciclo de inversiones extranjeras, centradas ahora en una gama más
amplia de sectores: electricidad, banca, seguros, transporte urbano… Además, el
recrudecimiento del proteccionismo a lo largo de estos años fue un estímulo para que
se instalaran en España las primeras empresas multinacionales: en lugar de producir
fuera de España y encontrarse luego con las dificultades impuestas por el
proteccionismo para acceder al consumidor español, estas multinacionales decidieron
instalarse en territorio español para que, de ese modo, sus producciones no estuvieran
sujetas a ningún tipo de arancel. No cabe duda de que estas multinacionales
contribuyeron a impulsar la industrialización española en sectores como la
alimentación (Danone, Coca-Cola), la automoción (Fiat, General Motors) o la industria
química (Bayer).
FRANQUISMO Y CAPITAL EXTRANJERO (1936-1975)
Las inversiones extranjeras se contrajeron durante el primer franquismo.
Fueron en buena medida años convulsos a nivel internacional, con el desarrollo de la
Segunda Guerra Mundial. La orientación autárquica del primer franquismo tampoco
creó condiciones favorables para los inversores extranjeros.
En cambio, a partir de la década de 1950 la gradual liberalización de la política
económica española y las nuevas condiciones globales condujeron a un gran aumento
en el flujo de capitales extranjeros recibidos por la economía española. En un primer
momento, la inyección más importante fue realizada directamente por el gobierno
estadounidense: aunque España no fue en su momento incluida en el Plan Marshall
(el plan de ayuda diseñado por Estados Unidos para acelerar la recuperación
posbélica de las economías europeas y consolidar su posición dentro de Europa en el
contexto de la guerra fría), sí terminó recibiendo un volumen importante de ayuda
económica directa, tanto monetaria como en especie.
Más significativo es quizá que, conforme fue avanzando esta segunda parte del
franquismo, comenzaron a afluir cantidades crecientes de capital privado. La
implantación y desarrollo de filiales de empresas multinacionales, un proceso que se
había iniciado en las primeras décadas del siglo XX, continuó ahora, una vez
superados los obstáculos interpuestos por el ideal autárquico de la política española y
la disrupción causada por la Segunda Guerra Mundial. Aunque Franco nunca
abandonó una cierta orientación nacionalista en su política económica, a la altura de
1975 el capital extranjero y las empresas multinacionales eran fundamentales dentro
de importantes sectores de la industria española, como por ejemplo la alimentación.
Aunque, en el momento de su llegada, surgió el miedo a que las empresas
multinacionales empobrecieran a la sociedad española (al limitarse a explotar los bajos
salarios que podían pagarse en España en relación a otros países europeos más
avanzados) y la convirtieran en víctima de una suerte de neocolonialismo, estas
empresas realizaron (como en periodos anteriores) una importante contribución a la
puesta al día tecnológica de la economía española, así como a la generación de
estímulos positivos sobre las pequeñas y medianas empresas de capital nacional con
las que fueron trabando relación a lo largo de los años.
EL MOVIMIENTO INTERNACIONAL DE CAPITALES DESPUÉS DE 1975
Tras el franquismo, España continuó atrayendo flujos cada vez más cuantiosos
de inversión directa extranjera, en muchos casos a través de la instalación de filiales
de multinacionales. En el sector del autómovil, por ejemplo, a finales de la década de
1970 y comienzos de la década de 1980, General Motors y Ford instalaron plantas de
producción en España, con objeto de aprovechar los bajos salarios del país en
relación a otros países europeos más avanzados, así como la posibilidad de utilizar
dichas plantas como plataformas desde las que exportar masivamente hacia el
mercado común europeo. Significativamente, estas inversiones directas extranjeras
llegaron algunos años antes de la adhesión de España a la C.E.E., pero en un
momento en el que dicha adhesión se consideraba ya un acontecimiento altamente
probable. Muchas otras inversiones extranjeras las siguieron después de 1986 y hasta
llegar al presente. Estas inversiones han realizado una importante contribución al
crecimiento de las exportaciones industriales españolas, así como al crecimiento de
las ramas industriales más intensivas en tecnología (a través de la incorporación de
innovaciones generadas en otras filiales, no españolas, de las multinacionales). Así, la
inversión extranjera permitió a la economía española aprovechar las ventajas
asociadas a la integración en la Unión Europea con mayor intensidad de lo que habría
sido el caso en su ausencia.
Junto a estas entradas de capital privado, también fueron significativas las
entradas de capital público. Poco después de la adhesión de España, la Unión
Europea puso en marcha una ambiciosa política de cohesión regional encaminada a
favorecer el desarrollo de aquellas regiones europeas con bajos niveles de renta,
condición que la mayoría de regiones españolas cumplían. (España fue, de hecho, el
país de la Unión que recibió un mayor volumen de fondos en términos absolutos.) Los
llamados fondos estructurales financiaron así la construcción de numerosas
infraestructuras y equipamientos a lo largo y ancho de la geografía española, lo que
llevó la dotación de capital público del país más allá de lo que habría sido el caso en
su ausencia. (Por supuesto, otra cuestión diferente, y relevante, es si algunos de estos
fondos estructurales podrían haber recibido un mejor uso en caso de haber sido
destinados a otros fines.)
Finalmente, un último aspecto de la inserción exterior de la economía española
a finales del siglo XX y comienzos del XXI fue la creciente internacionalización de sus
empresas. Aunque la realización de inversiones en otros países por parte de
empresas y empresarios españoles databa del siglo XIX, fue sobre todo a finales del
siglo XX y comienzos del XXI cuando emergieron como tales grandes multinacionales
españolas en sectores clave de la economía mundial, como la banca, las
telecomunicaciones, la energía o el comercio minorista de productos textiles. El Banco
Santander, Telefónica, Iberdrola o Zara, por poner ejemplos muy conocidos, fueron la
punta de lanza de una gran expansión de las empresas españolas por todo el mundo.
La globalización mostraba así todas sus caras (comercial, financiera, empresarial) en
la evolución de la economía española de la democracia.
9 Crecimiento económico
El Producto Interior Bruto, la suma del valor monetario de la producción en los
sectores primario, secundario y terciario, es el indicador más sencillo del tamaño de la
actividad económica en un determinado país. Pero nuestra medida del crecimiento
económico no será, como es frecuente en los medios de comunicación e informes de
diversos organismos, la evolución del PIB a lo largo del tiempo, sino la evolución del
PIB per cápita. Ello es así porque el PIB per cápita está más vinculado con el nivel
medio de ingreso de la población y, por tanto, con su nivel de bienestar.
De cara a nuestro análisis del crecimiento económico a lo largo de la historia
española, es importante distinguir entre ciclos y tendencias. Las fluctuaciones de la
actividad económica dan lugar a ciclos, cada uno de los cuales consta de una fase
alcista y una fase bajista. Los ciclos pueden desarrollarse en el corto plazo, de unos
pocos años, o incluso en fases más largas que llegar a abarcar décadas enteras.
Estudiar la historia de los ciclos económicos permite detectar patrones recurrentes
(elementos que parecen estar presentes detrás de cada fase alcista o de cada fase
bajista) y es por ello de gran interés, pero, dado que en esta asignatura nos interesan
principalmente las transformaciones de largo plazo, prestaremos una atención incluso
mayor a las tendencias del crecimiento económico. En ocasiones, las crisis cíclicas
son de tal intensidad que dejan a las sociedades en niveles de PIB per cápita similares
o inferiores a los que se daban al comienzo de la fase alcista del ciclo. Pero, en
muchas otras, el PIB per cápita es tras el final de la crisis superior al que estaba
vigente al inicio de la fase alcista. En estas otras situaciones, puede decirse que en el
largo plazo existe una tendencia al alza. Así, en el análisis del crecimiento económico
no sólo importa la recurrencia de ciclos de expansión-contracción, sino también la
tendencia (expansiva, contractiva, estancada) que va dibujándose en el largo plazo.
La historia económica de Europa, que es como siempre la que usamos como
referencia para estudiar el caso español, viene marcada por una gran ruptura en la
tendencia del crecimiento económico: la ruptura entre la economía preindustrial, con
una tendencia prácticamente estancada en el largo plazo, y la economía moderna que
comenzó a gestarse en el siglo XVIII y marcó el inicio de una tendencia claramente
expansiva (que ha llegado hasta nuestros días, a pesar de la actual crisis). Un aspecto
importante de este cambio de tendencia fue que tuvo lugar en paralelo a cambios
estructurales en la composición del PIB: mientras que, en la economía preindustrial, la
mayor parte del PIB era aportado por el sector agrario, en la economía moderna
ganaron peso los sectores secundario y terciario. Paralelamente, mientras que la
economía preindustrial se caracterizaba por bajas tasas de inversión (la cual
representaba una proporción muy baja de la demanda agregada), la economía
moderna presentaba en contraste tasas de inversión elevadas.
La economía moderna vivió diversos ciclos, de mayor o menor duración, de
mayor o menor intensidad. En general, el crecimiento económico fue intensificándose
durante el siglo XIX largo cerrado por la Primera Guerra Mundial en 1914, si bien sufrió
importantes crisis, en particular en los años finales del siglo XIX. El periodo de
entreguerras, sin embargo, vino marcado por la inestabilidad económica y el contagio
de la Gran Depresión originada en Estados Unidos. (Aun con todo, pese a la gravedad
de esta crisis, hacia el final del periodo el PIB per cápita europeo era superior al del
comienzo.) Las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial presenciaron una
aceleración del crecimiento económico, que alcanzó las mayores tasas de toda la
historia. Esta “edad dorada” del crecimiento terminó con el estallido de la crisis del
petróleo a partir de 1973. El resultado a partir de entonces fue una fase de crecimiento
menos intenso que el de 1950-1973, pero aún así más intenso que el de, por ejemplo,
el siglo XIX. (La crisis iniciada en 2008 parece marcar un nuevo punto de inflexión
cíclico.)
¿HUBO PROGRESO ECONÓMICO ANTES DE LA INDUSTRIALIZACIÓN (1500-1840)?
No tenemos estadísticas fiables sobre la evolución del PIB durante el periodo
preindustrial. Probablemente, el PIB creció durante la mayor parte del siglo XVI,
descendió durante la primera mitad del siglo XVII y, entre finales del siglo XVII y
mediados del siglo XIX, continuó creciendo, si bien con alguna interrupción en los años
finales del siglo XVIII e iniciales del XIX. Sin embargo, estos movimientos fueron muy
similares a los movimientos de la población, por lo que el PIB per cápita no debió de
crecer demasiado y, en los términos en que venimos definiendo el crecimiento
económico en este tema, no cabría por tanto hablar de un crecimiento económico
importante. Se trató de un crecimiento económico muy lento y, además, muy irregular,
incapaz de sostenerse a lo largo del tiempo. Un crecimiento, por otro lado, de rasgos
muy tradicionales, ya que no vino acompañado de cambios estructurales en la
composición sectorial de la población activa, el PIB o la demanda agregada. Las tasas
de inversión se mantuvieron bajas, y la mayor parte de la actividad económica se
desarrollaba en el sector primario.
Durante la mayor parte del siglo XVI, la economía española mostró un cierto
dinamismo, en especial en las regiones que previamente habían pertenecido a la
Corona de Castilla. La producción agraria creció porque se expandió la superficie
cultivada, consecuencia a su vez de la repoblación de amplias zonas de la región sur
del país tras la culminación de la Reconquista. También ganó impulso la actividad
económica de las ciudades: florecieron ferias comerciales en diferentes puntos del
país y creció la producción manufacturera desarrollada en talleres artesanales.
Además, el establecimiento de redes comerciales cada vez más importantes con el
exterior, en especial con el Imperio americano que la Corona se lanzó a formar tras el
descubrimiento por parte de Colón, supuso un estímulo.
Ahora bien, buena parte de este dinamismo se traducía en incrementos del PIB
similares a los de la población; por tanto, apenas había crecimiento económico.
Además, hacia finales del siglo XVI, las fuerzas de la expansión previa comenzaron a
dar síntomas de agotamiento y, a lo largo de buena parte del siglo XVII, la economía
española (y, en especial, la zona castellana, que previamente había sido el motor de la
expansión) comenzó a contraerse. Comoquiera que la población también cayó, es
probable que el PIB per cápita no experimentara una caída apreciable (o no cayera en
absoluto).
Los problemas de la economía española durante el siglo XVII se manifestaron
tanto en la agricultura como en la manufactura. En el sector primario, limitaciones
ambientales impedían que la mayor parte de agricultores españoles adoptaran la
senda de cambio tecnológico de las agriculturas orgánicas avanzadas del norte de
Europa. La combinación de reducciones del barbecho, aumento de los cultivos
forrajeros y aumento de la cabaña ganadera requería, en las condiciones técnicas de
la época, elevados niveles de humedad que no se daban en la mayor parte de la
Península Ibérica. También requería una cierta densidad demográfica, que hiciera
rentable la intensificación (el aumento del rendimiento por hectárea cultivada) de unos
sistemas agrarios predominantemente extensivos. España, sin embargo, contaba con
una densidad demográfica baja, agravada además por crisis de mortalidad que de
manera recurrente desestructuraban los sistemas agrarios de las comarcas afectadas.
A estos problemas geográficos y demográficos se unían problemas
institucionales. La estructura de incentivos encarnada en el Antiguo Régimen era poco
favorecedora de la adopción de comportamientos emprendedores, ya fuera por parte
de la nobleza terrateniente o por parte de los campesinos. Los incentivos para la
nobleza eran pequeños porque gran parte de su tierra disfrutaba de la condición de
amortizada o vinculada. Además, una parte nada despreciable de sus ingresos ni
siquiera provenía del sector agrario, sino de la recaudación de impuestos para una
Corona carente de recursos. Los pequeños y medianos propietarios, por su parte, se
enfrentaban a problemas estructurales como la fragmentación de sus explotaciones, la
necesidad de respetar las regulaciones comunales que establecían derechos de uso
no siempre coincidentes con los de propiedad, y el endeudamiento.
La contracción agraria del siglo XVII, manifiesta en caídas de la superficie
cultivada y la producción, fue acompañada por el declive de la red urbana. Salvo
Madrid, donde la Corona atraía cerca de sí a numerosos aristócratas con el
consiguiente efecto de arrastre para las actividades económicas urbanas, el resto de
ciudades de la antigua corona de Castilla sufrió un duro declive. La actividad
manufacturera languideció como consecuencia de las rigideces impuestas por las
regulaciones gremiales y de la concentración de buena parte de la presión fiscal sobre
el consumo, que contraía la demanda efectiva. Además, durante el siglo XVII los
efectos dinamizadores del comercio colonial sobre las redes comerciales internas
fueron un tanto más débiles que durante la expansión del siglo XVI. Otro factor que
pudo contribuir al declive de las actividades urbanas fue la difusión de valores
aristocráticos y el paralelo desprecio de los valores relacionados con la laboriosidad,
una de cuyas implicaciones económicas pudo ser la preferencia de las elites por
inversiones rentistas (como la compra de tierras orientada a la posterior percepción de
rentas a manos de campesinos arrendatarios) más que por inversiones productivas
(encaminadas a incrementar la productividad, ya fuera en la agricultura o en cualquiera
de los otros sectores). Finalmente, las continuas manipulaciones monetarias llevadas
a cabo por la Corona con objeto de aliviar sus carencias fiscales (a través de la
emisión de monedas degradadas, de bajo contenido metálico) generaban entre los
empresarios urbanos una incertidumbre que tampoco favorecía dicha inversión
productiva.
La contracción tocó fondo hacia finales del siglo XVII. Desde entonces y hasta
comienzos del siglo XIX, la economía española vivió un nuevo ciclo de expansión
tradicional, es decir, de crecimiento del PIB y crecimiento de la población, sin gran
crecimiento del PIB per cápita. La base de esta nueva expansión fue un crecimiento
agrario de tipo extensivo: la productividad agraria no aumentó de manera importante
durante este siglo largo, sino que fue el aumento de la superficie lo que tiró hacia
arriba de la producción. La densidad de población española nunca había sido alta, y
menos tras el declive demográfico de buena parte del siglo XVII. En consecuencia,
había amplias superficies, sobre todo en el interior del país, susceptibles de ser
puestas en cultivo con las técnicas tradicionales. A esta vía extensiva de aumento de
la producción se unió de manera secundaria una vía ligeramente más intensiva en
algunas partes del país, en las que tuvo lugar una tímida diversificación productiva
(basada en cultivos como el maíz en la Cornisa Cantábrica o la vid en la región
mediterránea). Con todo, la expansión de la superficie cultivada fue el principal motor
de crecimiento del PIB agrario y, por extensión, del PIB total.
La expansión agrícola se vio acompañada a lo largo del siglo XVIII por otras
expansiones de corte tradicional. La lana de las ovejas merinas trashumantes era
altamente valorada en los mercados europeos, con lo que los grandes ganaderos,
apoyados en la Mesta, incrementaron las dimensiones de su negocio. La manufactura
urbana se recuperó, y se vio además secundada por un creciente número de
iniciativas industriales libres (no agremiadas) en zonas rurales. Los comercios interior
y exterior, favorecidos por las reformas borbónicas, también ganaron en dinamismo
con respecto al siglo XVII.
Es cierto que, durante las primeras décadas del siglo XIX, mientras continuaba
la expansión de la superficie cultivada en el marco de la revolución liberal, algunos de
estos complementos perdieron buena parte de su fuerza. Los ganaderos trashumantes
vieron contraídos sus márgenes de beneficio por la supresión de los privilegios
ancestrales de la Mesta y la competencia, cada vez más difícil de contener, de las
lanas sajonas en los mercados europeos. Y la independencia de la mayor parte de las
colonias americanas cortó la progresión de algunas ramas terciarias, como el
transporte, las finanzas y los seguros. Con todo, la importancia de estos problemas no
debe exagerarse. La ganadería trashumante comenzó a declinar, pero en su lugar
creció la ganadería estante, orientada a la oferta del ganado de labor requerido por la
expansión de la superficie cultivada. Y, dado que los vínculos entre el comercio
colonial y la economía metropolitana nunca habían sido particularmente intensos, el
efecto de la independencia americana estuvo lejos de ser catastrófico para España
desde el punto de vista macroeconómico. Además, durante estas primeras décadas
del siglo XIX fue produciéndose una cierta modernización tecnológica en el sector
manufacturero, particularmente en las empresas textiles localizadas en Cataluña. Esta
región, de hecho, se convirtió ahora en lo más parecido que hubo en España a una
economía orgánica avanzada. Combinando modestos progresos en la agricultura (no
sólo vía incremento de la superficie cultivada, sino también a través de la expansión de
cultivos intensivos –por ejemplo, la vid– con mayor rendimiento por hectárea que el
cereal), la industria (como consecuencia de la referida modernización tecnológica del
textil) y el comercio marítimo (a raíz del creciente protagonismo de las empresas
catalanas en las redes comerciales del Mediterráneo), la economía catalana consiguió
sostener en el tiempo un moderado crecimiento de su PIB per cápita. Crecimiento
lento desde la perspectiva de las economías modernas, pero apreciable para lo que
venía siendo habitual en la economía preindustrial española.
Todo lo anterior sugiere que, como previamente había ocurrido en otras partes
de Europa, la economía preindustrial inmediatamente anterior a la industrialización no
se encontraba, aun con todas sus carencias, estancada en sentido estricto.
ARRANQUE Y CONSOLIDACIÓN DEL CRECIMIENTO ECONÓMICO MODERNO (1840-1936)
Entre 1840 y 1936 se desplegaron en España sucesivos ciclos de crecimiento
económico. Hasta aproximadamente 1880, en un contexto tecnológico aún dominado
por la primera revolución industrial, la economía española creció lentamente. Además,
este crecimiento se vio truncado por la crisis finisecular causada por la invasión de los
mercados europeos de cereal por parte de los productores americanos. La economía
española pasó a crecer más rápidamente a partir de aproximadamente 1900, en un
mundo marcado ya por la segunda revolución industrial y sus nuevas fuentes de
energía. Este crecimiento fue especialmente rápido entre el inicio de la Primera Guerra
Mundial, que produjo importantes beneficios económicos a un país neutral como
España, y el inicio de la Gran Depresión en 1929. La Gran Depresión no afectó de
manera especialmente fuerte a la economía española, ya que, al haber ido virando
hacia el proteccionismo desde décadas atrás, se encontraba menos expuesta a los
impactos externos que otras economías, como por ejemplo las economías
agroexportadoras de América Latina. Con todo, el enrarecido contexto internacional
contribuyó a complicar las perspectivas económicas durante los años de la Segunda
República.
Aun con todo, y pese a estos vaivenes, el periodo entre 1840 y 1936 marcó un
cambio de tenencia fundamental, al iniciarse un proceso de crecimiento económico de
rasgos modernos. A diferencia del crecimiento que de cuando en cuando se había
experimentado en los siglos previos, este nuevo crecimiento económico no sólo era
más rápido y se sostenía mejor a lo largo del tiempo, sino que además iba
acompañado de cambios estructurales: se desarrollaba un proceso moderno de
industrialización y, en consecuencia, el peso del sector primario dentro del PIB y el
empleo descendía (cuadro 9.1). Otro importante cambio estructural, motor del proceso
de crecimiento, fue el crecimiento de la participación de la inversión dentro de la
demanda agregada. Pese a que esta última seguía ampliamente dominada por el
consumo, la inversión pasó de suponer en torno a un 5 por ciento del PIB al comienzo
del periodo a un 10-15 por ciento hacia el final del mismo.
Cuadro 9.1. Estructura porcentual del PIB y la demanda agregada 1850 1900 1930 1950 1970 2000 PIB
Sector primario 38 30 23 29 10 4 Sector secundario 17 30 32 27 38 30 Sector terciario 45 40 45 44 52 66
Demanda agregada
Consumo 85 79 79 72 66 59 Inversión 6 11 11 18 28 26 Gasto público 9 8 11 11 10 17 Saldo comercial
0 2 –1 –1 –4 –2
Fuente: Carreras, Prados de la Escosura y Rosés (2005).
El nuevo modelo de crecimiento fue posible gracias a un contexto histórico del
que formaron parte tres elementos. En primer lugar, los cambios institucionales que, a
lo largo de las primeras décadas del siglo XIX, condujeron al desmoronamiento del
Antiguo Régimen y a su sustitución por una sociedad de mercado; sociedad de
mercado que fue reforzada y consolidada por las reformas liberales acometidas aún
durante el reinado de Isabel II. Estos cambios institucionales permitieron mejorar la
eficiencia asignativa de la economía española, al aumentar el peso del mercado como
mecanismo coordinador de las decisiones económicas de los individuos y de las
empresas. También permitieron crear una estructura de incentivos más favorecedora
de los comportamientos emprendedores que la del Antiguo Régimen. En segundo
lugar, el nuevo modelo de crecimiento se basaba en la absorción de las innovaciones
tecnológicas que estaban propiciando la industrialización de otros países europeos y
occidentales, entre ellas la mecanización de los procesos productivos basada en
fuentes de energía inorgánicas. Y, en tercer lugar, dado que esta absorción de
tecnología tenía lugar en su mayor parte a través de la realización de importaciones y
la recepción de inversiones extranjeras, la participación de España en una economía
global era una elemento clave del proceso de industrialización.
A partir de ahí, el progreso económico se apoyó en tres pilares: la
industrialización moderna, el cambio agrario y la integración del mercado nacional. La
industrialización realizó una contribución muy destacada al crecimiento económico del
periodo, tanto por su efecto directo sobre el aumento del PIB per cápita como por los
diversos estímulos que generó sobre otros sectores. El primer sector motriz de la
industrialización española fue el sector textil y, dentro de él, su rama algodonera.
Fuertemente concentradas en Cataluña, donde disponían de una amplia tradición
empresarial previa y un importante mercado regional, las empresas textiles catalanas
apostaron por la mecanización y, conforme el aumento de la productividad se
transmitió a un descenso de los precios, lograron destruir a buena parte de sus
competidores de corte tradicional (como las manufacturas rurales dispersas por todo el
país) y se hicieron con el mercado interior español. Un segundo sector motriz fue la
siderurgia, que lideró el proceso de industrialización del País Vasco desde finales del
siglo XIX. Las grandes empresas siderúrgicas adoptaron métodos gerenciales de
gestión y absorbieron innovaciones tecnológicas, convirtiéndose en un motor de
crecimiento para la economía española. Un tercer sector que realizó una contribución
destacada fue la industria alimentaria, que pasó de un crecimiento de corte tradicional
durante buena parte del siglo XIX a un crecimiento más moderno tanto en términos
organizativos como en términos tecnológicos en las décadas previas a la Guerra Civil.
Hubo por supuesto otros sectores industriales en expansión a lo largo de este
periodo. Baste señalar, como orientación general, que durante la segunda mitad del
siglo XIX la industrialización española estuvo liderada por los sectores productores de
bienes de consumo (con frecuencia, compuestos por pequeñas y medianas empresas)
y que más adelante los bienes de inversión (producidos con mayor frecuencia por
grandes empresas gerenciales) pasaron a ganar más protagonismo. En esto el
proceso de industrialización español se asemejó al del resto de países europeos (con
la única excepción en este periodo de la planificada industrialización soviética):
procedió desde delante hacia atrás, partiendo de la demanda del consumidor para
posteriormente diversificase hacia la demanda interempresarial.
La contribución de la agricultura al crecimiento económico fue en comparación
más modesta, pero también decisiva. Una parte importante del crecimiento agrario
español entre 1840 y 1936 fue un crecimiento meramente extensivo: más que grandes
cambios tecnológicos o grandes avances en la productividad de la mano de obra, se
extendió a un mayor número de hectáreas el tipo tradicional de agricultura que venía
practicándose. Sin embargo, otra parte del progreso agrario (una parte, además,
creciente conforme avanzamos a lo largo de este periodo) fue crecimiento intensivo
con mejoras de la productividad. Ello se debió en ocasiones a la especialización de los
agricultores en producciones de alto rendimiento, como el vino, el aceite de oliva, las
frutas, las hortalizas o la leche de vaca; producciones en ocasiones destinadas al
expansivo mercado urbano español, en ocasiones exportadas a países europeos más
desarrollados. También se debió a la paulatina difusión por el campo español de inputs
de origen industrial, como las máquinas (por ejemplo, trilladoras y segadoras, aún
movidas por animales durante este periodo) y los fertilizantes químicos. Allí donde se
acometieron las costosas obras necesarias para ello, la transformación de tierras de
secano en tierras de regadío también fue un potente motor de progreso agrario e
intensificación de la producción.
Pese a que la agricultura no creció tanto como la industria, pese a que su ritmo
de cambio tecnológico fue más lento (pese a que los métodos tradicionales de
producción persistieron durante más tiempo), pese a que la productividad de los
agricultores creció de manera más lenta y se mantuvo en niveles inferiores a los de los
trabajadores industriales, pese a todo ello, la agricultura realizó su contribución al
crecimiento económico del periodo, no sólo de manera directa sino también de manera
indirecta a través del alto peso que los productos agrarios tuvieron dentro de las
exportaciones españolas. En una fase en la que España estaba necesitada de
importaciones que permitieran absorber tecnología industrial moderna (dado que la
industria autóctona apenas generaba innovaciones propias), en una fase en la que
esta demanda de importaciones conducía a una balanza comercial por lo general
deficitaria, la balanza comercial de productos agrarios se mantuvo superavitaria. En
otras palabras, las exportaciones agrarias permitieron financiar, al menos en parte, la
modernización industrial. El hecho de que la agricultura (al fin y al cabo, el sector que
en este periodo empleaba a un mayor volumen de población) no se quedara
descolgada del proceso general de modernización económica fue una de las claves
del progreso español, al evitar lo que habría sido un peligroso (y atenazador) dualismo
entre, por un lado, una industria moderna y, por el otro, una agricultura estancada.
El tercer pilar del nuevo modelo de crecimiento económico fue la integración
del mercado nacional gracias a la mejora de los transportes. En torno a 1840, no
existía un mercado nacional bien integrado, sino más bien un conjunto de mercados
regionales sólo parcialmente integrados entre sí. La principal causa de ello eran los
altos costes del transporte terrestre, que dificultaban la comunicación entre regiones. A
lo largo del siglo posterior, sin embargo, la llegada del ferrocarril supuso un
extraordinario ahorro de costes para la economía española. Como el sistema
preindustrial de transporte terrestre, basado en los carros y carretas tirados por
animales (bueyes, mulas, caballos), era costoso y poco dinamizador, y como España
carecía de una densa red de ríos navegables, la puesta en pie del sistema ferroviario,
cuyas líneas discurrían ya por toda la geografía nacional cuando concluía nuestro
periodo, permitió un progreso muy grande del comercio interior. La articulación del
mercado interior favoreció una mayor eficiencia en la asignación de recursos, ya que
las regiones pasaron a adoptar líneas mejor definidas de especialización productiva de
acuerdo con sus respectivas ventajas comparativas.
DEL FRACASO ECONÓMICO AL CRECIMIENTO ACELERADO DURANTE EL FRANQUISMO (1936-1975)
La Guerra Civil y el primer franquismo marcaron la principal ruptura en la
historia del crecimiento económico español contemporáneo, cortando lo que hasta
entonces había sido prácticamente un siglo de progreso y modernización. El PIB per
cápita experimentó una gran caída a lo largo de la Guerra Civil, y el fracaso económico
del primer franquismo consistió en que dicha pérdida no fue recuperada hasta una
fecha tan tardía como comienzos de la década de 1950 (cuadro 9.2).
Cuadro 9.2. Tasas de variación media anual (%) 1850-1900 1900-1930 1930-1950 1950-1970 1970-2000 PIB per cápita 1,1 1,3 –0,8 5,4 3,1 Productividad agraria 0,3 1,3 –1,6 4,4 6,8 Producción industrial
por habitante
2,6 1,7 –0,9 8,2 3,5
Fuentes: Carreras, Prados de la Escosura y Rosés (2005), Carreras (2005). Elaboración propia.
El impacto negativo de la Guerra Civil sobre el crecimiento económico era
lógico y, en parte, consecuencia inevitable de las excepcionales circunstancias de todo
conflicto bélico. La actividad económica (igual que la vida cotidiana) se desarrollaba en
condiciones de gran incertidumbre, sometida a la imprevisible evolución de la
contienda. Las condiciones para el desarrollo de inversiones empresariales eran por
ello mucho menos propicias que en tiempos de paz, por lo que no resulta sorprendente
que el nivel de actividad económica cayera. Además, la organización económica de
uno de los dos bandos, el republicano, que inicialmente contaba con los principales
focos industriales del país, resultó deficiente: tanto en la industria como en la
agricultura se sucedieron los intentos de aprovechar el conflicto para transformar la
organización social de la producción en un sentido colectivista y autogestionado por
parte de los trabajadores, pero los resultados productivos de estos experimentos
fueron negativos.
Más intrigante que la caída del PIB per cápita causada por la Guerra Civil es el
fracaso del primer franquismo a la hora de impulsar la reconstrucción económica y
recuperar el nivel prebélico. En Alemania, Francia e Italia, los países europeos más
duramente golpeados por el desarrollo de la Segunda Guerra Mundial (1939-45: un
conflicto más largo y devastador que la Guerra Civil española), la recuperación de los
niveles prebélicos tuvo lugar con rapidez. En España, en cambio, el crecimiento
económico fue prácticamente nulo a lo largo de toda la década de 1940. Las dos
grandes causas del estancamiento fueron la política económica del primer franquismo
y el carácter adverso del contexto internacional durante buena parte de la década.
Estudiaremos ambas en la práctica siguiente, dedicada a comprender el atraso de la
economía española dentro de Europa.
Si el primer franquismo fue la fase más negativa en la historia del crecimiento
económico español, el periodo comprendido entre 1950 y 1975 fue la fase más
positiva. La inversión creció a gran velocidad, pasando de representar un 15 por ciento
de la demanda agregada al comienzo del periodo a aproximadamente un 30 por ciento
al final. El resultado fue no sólo el regreso del crecimiento económico, sino la
consecución de una tasa de crecimiento económico más elevada que nunca antes. El
cambio de tendencia era palpable ya en la década de 1950 y, después del Plan de
Estabilización, el crecimiento se aceleró aún más, alcanzando niveles hasta entonces
desconocidos y que tampoco han vuelto a registrarse más adelante. Además, como
consecuencia de esta aceleración en el crecimiento económico, España, con la mayor
tasa de crecimiento del PIB per cápita de Europa, convergió con las economías
europeas líderes. (Y también con Estados Unidos; en realidad, la única economía de
cierto tamaño que creció más rápidamente que la española durante este periodo fue
Japón.) A la altura de 1975, España continuaba por detrás de la media europea
occidental, pero, después de veinticinco años de rápido crecimiento, se había
acercado a la misma.
El crecimiento industrial fue el componente principal de esta gran expansión
económica. Numerosas ramas industriales crecieron con mayor rapidez que nunca
antes, elevando su nivel tecnológico a lo largo del proceso. La producción de bienes
de consumo, como alimentos, productos textiles o calzado, creció de manera
importante, pero aún más lo hizo la producción de bienes de inversión, como los
productos metalúrgicos, las construcciones mecánicas o los derivados químicos. Es
decir, continuó la tendencia que venía guiando la industrialización española desde sus
inicios: ir pasando de un predominio de la producción de bienes de consumo a un
creciente protagonismo de los sectores suministradores de bienes de inversión.
La construcción, los servicios y la agricultura también fueron componentes
importantes del crecimiento económico del periodo. La construcción se vio estimulada
por la intensificación de las migraciones internas y el consiguiente crecimiento de las
principales ciudades del país. A su vez, ello generaba nuevas oportunidades de
empleo, más allá de las industriales, para numerosos emigrantes de origen rural, en
una especie de círculo virtuoso. El crecimiento del sector servicios también se vio
favorecido por los avances de la industria, la construcción y la urbanización de la
población; esto fue especialmente claro en la expansión de todo tipo de comercios.
Otra importante contribución al crecimiento del sector terciario fue la realizada por el
turismo, a raíz de la llegada al litoral mediterráneo de miles de turistas británicos,
alemanes, escandinavos… También la agricultura, finalmente, contribuyó de manera
destacada al crecimiento económico del periodo. La introducción de un nuevo bloque
tecnológico (basado en maquinaria, inputs químicos e innovaciones biológicas) y la
expansión de la superficie de regadío, condujeron a un gran crecimiento de la
producción. Dicha producción también se reorientó en el sentido señalado por los
cambios en la demanda de alimentos: el paso a una dieta más variada, con mayor
protagonismo para los productos de origen animal, fue hecho posible por el rápido
crecimiento de la ganadería intensiva y la reorientación de parte de la producción
cerealista (previamente destinada a la alimentación humana) a la alimentación animal.
Por todo ello, el crecimiento de la productividad agraria fue mucho más veloz de lo que
había sido el caso antes de la Guerra Civil.
En conjunto, la imagen que emerge es la de una economía que culminó (o casi)
el proceso de modernización económica iniciado en la parte central del siglo XIX e
interrumpido por la Guerra Civil y la larga posguerra de la década de 1940. La
transición energética (la sustitución de energías orgánicas por energías inorgánicas)
se aceleró durante este periodo, sobre la base de disponibilidades crecientes de
electricidad y, también, de petróleo importado. A ello contribuyó sin duda el creciente
peso de los sectores secundario y terciario (los que venían liderando la transición
energética) dentro del PIB, hasta llegar a representar un 90 por ciento del mismo hacia
el final del periodo. El acelerado éxodo rural, protagonizado en su mayor parte por
población agraria, contribuyó a ello por los mismos motivos. Pero incluso la propia
agricultura, con su nuevo bloque tecnológico, pasó ahora a tener una fuerte base
inorgánica. Las diversas transiciones (energética, ocupacional, demográfica…)
emprendidas largo tiempo atrás estaban ahora culminando.
¿Cuáles fueron las causas? ¿Cómo explicar que se produjera este crecimiento
económico tan acelerado en la España de 1950-1975? En primer lugar, resultó
fundamental que la política económica cambiara de orientación a partir de comienzos
de la década de 1950 y, de manera especialmente clara, a raíz del Plan de
Estabilización de 1959. La liberalización interior, es decir, la reducción del
intervencionismo gubernamental en los diferentes mercados y sectores, fue positiva
porque permitió aumentar el nivel de eficiencia en la asignación de recursos. En el
sector agroalimentario, por ejemplo, el gobierno continuó fijando precios para los
principales alimentos, pero elevó el nivel de dichos precios (inicialmente bajísimos) y
desmanteló el sistema de racionamiento para los consumidores, con el resultado de
incentivar la producción y asegurar el abastecimiento de la demanda. Igual de
fundamental, o quizá incluso más, fue la liberalización exterior, es decir, el abandono
del proyecto autárquico y la gradual apertura de la economía española al exterior. La
suavización del proteccionismo (ahora ya fundamentalmente un proteccionismo por la
vía de los precios, y no de las cantidades) y de los diversos obstáculos administrativos
que venían imponiéndose sobre la actividad importadora supuso una suavización de la
restricción exterior que pesaba sobre el crecimiento español. El crecimiento industrial
pudo pasar a ser mucho mayor que antes porque ahora era más sencillo y barato para
las empresas importar los diversos inputs (muchos de ellos de alto contenido
tecnológico y no sustituibles por producción nacional) que necesitaban para sus
proyectos. También los agricultores, que todavía representaban casi la mitad de la
población activa en 1950, pudieron acceder de manera más sencilla y barata al bloque
tecnológico compuesto por maquinaria, fertilizantes químicos y nuevas semillas y
razas ganaderas; bloque que en su mayor parte debía ser importado (si no
directamente por los propios agricultores, sí por comerciantes y distribuidores cuyo
negocio también se vio en consecuencia acrecentado durante este periodo). Por otra
parte, el abandono del proyecto autárquico del primer franquismo, además de mitigar
la restricción exterior, también fue importante para el crecimiento porque permitió a la
economía española aprovechar de manera más intensa las muy favorables
condiciones globales (y, en particular, europeas) del periodo.
Dichas condiciones globales son la segunda gran causa del acelerado
crecimiento económico de la España de 1950-1975. Tras la creación de un nuevo
orden económico internacional en Bretton Woods, el mundo y, con él, Europa vivieron
la fase de mayor crecimiento de toda su historia. Esto creó todo tipo de estímulos para
que, dentro del mundo desarrollado, las economías relativamente atrasadas (como
España) convergieran con las economías líderes. La alianza establecida por Franco
con Estados Unidos en el marco de la guerra fría facilitó la incorporación de España a
las nuevas instituciones internacionales de cooperación económica, que entre otras
cosas impulsaron una agenda de liberalización del comercio internacional. Las
cuantiosas exportaciones de maquinaria realizadas por las empresas estadounidenses
y europeas fueron decisivas para la elevación del nivel tecnológico de las empresas
españolas y del nivel de productividad de sus trabajadores. La recepción de flujos
crecientes de inversión directa extranjera, también estadounidense y europea, resultó
igualmente crucial para la absorción de innovaciones tecnológicas extranjeras y, sobre
todo, para la difusión en España de nuevos métodos de gestión, orientados a la
producción en masa y el aprovechamiento de economías de escala. Todo ello habría
sido más difícil o, sobre todo, más modesto si este no hubiera sido un periodo de
prosperidad y dinamismo para las economías más avanzadas. Junto a estos estímulos
por el lado de la oferta, el dinamismo de las otras economías de Europa occidental
también generó, además, estímulos por el lado de la demanda. El creciente nivel de
renta de los otros europeos occidentales permitió incrementar las exportaciones
españolas, no sólo de los tradicionales productos agrarios mediterráneos sino ahora
también cada vez más de productos industriales. Y es imposible separar el auge del
turismo español durante este periodo de la edad dorada del crecimiento en Europa
occidental, que hizo posible que el nivel de renta de sus clases medias se elevara lo
suficiente como para convertir a estas en demandantes masivas de turismo en el
extranjero.
Junto al cambio en la política económica del franquismo y las favorables
condiciones globales, es importante subrayar una tercera causa del carácter acelerado
del crecimiento económico español durante este periodo. Al comienzo del periodo, en
1950, había todavía en España un alto porcentaje de población activa empleada en la
agricultura, la productividad de la cual estaba sustancialmente por debajo de la
productividad del resto de sectores. Esto implicaba que existía todavía un considerable
recorrido para el cambio ocupacional y, en tanto en cuanto dicho cambio se basaba en
el trasvase de población agraria a empleos industriales y de servicios de ciertas
garantías (es decir, vinculados a niveles de productividad relativamente altos), no
podía sino generar un acelerado crecimiento de la producción por trabajador y, por esa
vía, del PIB per cápita. En realidad, la mayor parte de economías que crecieron
aceleradamente en este periodo (o, si eso es a lo que vamos, también en el periodo
posterior y hasta el presente) se caracterizaron por realizar un trasvase de estas
características. En otras palabras, el atraso relativo de España a la altura de 1950,
combinado con el cambio en la política económica y las buenas condiciones globales,
condujeron a un crecimiento económico acelerado que, sin embargo, estaba abocado
a moderarse conforme, por ejemplo, el cambio ocupacional fuera agotando su
recorrido (como ya era el caso en torno a 1975). Aunque este factor no es importante a
la hora de explicar por qué el crecimiento de 1950-1975 fue más rápido que el de,
pongamos, 1840-1936 (cuando también había grandes cantidades de mano de obra
agraria de baja productividad susceptible de ser transferida a otros sectores), sí lo es a
la hora de comprender por qué las tasas de crecimiento de la economía española en
los últimos treinta años no han conseguido ni siquiera en los mejores momentos
acercarse a los niveles de la segunda parte del franquismo.
CRISIS Y NUEVO CICLO DE CRECIMIENTO (1975-2007) Durante el periodo posterior a 1975, el crecimiento económico presentó en
España un acentuado comportamiento cíclico. La acelerada expansión de 1950-1975
fue seguida por aproximadamente diez años de crisis durante los cuales apenas hubo
crecimiento del PIB per cápita. En torno a 1985 se inició un nuevo ciclo de expansión
que, con la excepción de la crisis coyuntural de 1993-1994, se prolongó hasta 2007. A
partir de ese momento se inició una nueva crisis que, en el momento de escribir estas
líneas, se aproxima a su sexto año de duración.
La crisis previa, la de 1975-85, fue la manifestación en España de una crisis
global, la más grave por entonces desde los tiempos de la Gran Depresión. En
España, como en otros países, el detonante inmediato de la crisis fue el impacto de la
subida de los precios del petróleo decretada por la OPEP en 1973. El encarecimiento
del petróleo, la fuente de energía en la que previamente había venido apoyándose la
transición energética, supuso un importante aumento de los costes empresariales, ya
que, en mayor o menor medida, todos los sectores se veían afectados por el
encarecimiento del coste de transporte. Al ser el petróleo un bien de demanda
inelástica que carecía de sustitutos suficientemente desarrollados, la subida de su
precio no conducía a una reducción de la demanda. La decisión política de los últimos
gobiernos del franquismo de intentar absorber las subidas de precio del petróleo para
evitar que repercutieran sobre las empresas solamente sirvió para retrasar el momento
en que terminaría generándose una peligrosa espiral inflacionista.
La espiral inflacionista, que llegó a su máximo durante la transición a la
democracia (hasta que los Pactos de la Moncloa de 1977 tomaron medidas para
atajarla), fue acompañada de graves crisis empresariales. Fueron años de numerosas
quiebras y suspensiones de pagos, así como de despidos en masa que elevaron la
tasa española de desempleo muy por encima de la media europea. Las empresas no
sólo se encontraron con el incremento de costes derivado de la subida del precio del
petróleo, sino también con unos mayores costes laborales. Diversas empresas y
sectores se vieron incapaces de hacer frente a la competencia planteada por sus
rivales procedentes de países inicialmente más atrasados y en los que los costes
laborales eran más reducidos; tal fue el caso, por ejemplo, de la siderurgia, el textil o el
calzado.
En realidad, la crisis del petróleo fue el punto de partida de una crisis de
carácter más estructural que probablemente habría terminando produciéndose de
todos modos: la crisis del modelo productivo que tan buenos resultados había dado
entre 1950 y 1975. Un modelo caracterizado por el uso intensivo de petróleo, la
absorción de las tecnologías propias de la segunda revolución industrial y la
producción en masa, el proteccionismo ante la competencia extranjera, y el acelerado
trasvase de población agraria hacia la industria, la construcción y los servicios. Un
modelo cuyas fuentes de crecimiento se encontraban, por tanto, en no poca medida
agotadas hacia mediados de la década de 1970 o comienzos de la de 1980. El sector
industrial, en particular, debió afrontar una dura reconversión, perdiendo buena parte
del liderazgo que había venido desempeñando desde los inicios de la modernización
económica a mediados del siglo XIX.
La economía española superó la crisis hacia mediados de la década de 1980.
Entre 1985 y 2007, el crecimiento económico no fue tan rápido como en la anterior
fase expansiva de 1950-1975, pero sí fue más rápido que en cualquier otro periodo de
la historia española que tomemos como referencia. Fue, además, suficientemente
rápido como para permitir la continuación del proceso de convergencia emprendido
por la economía española durante las primeras décadas del siglo XX, cortado por la
Guerra Civil y el primer franquismo y reanudado de manera intensa a partir de la
década de 1950. Aun con todo, a comienzos del siglo XXI la velocidad de la
convergencia era un tanto inferior a la de la anterior fase expansiva, por lo que el
horizonte de un PIB per cápita español situado en niveles similares a la media de
Europa occidental estaba aún lejano. Un aspecto importante del crecimiento
económico de este periodo fue que se apoyó menos en la industria de lo que había
sido el caso durante el siglo o siglo y medio previo. Completado ya el recorrido
histórico de la industrialización (y habiendo impactado la crisis de 1975-85 con
especial fuerza sobre las empresas industriales), las nuevas bases del crecimiento
fueron los servicios, que absorbieron a una proporción cada vez mayor de la población
activa, y la construcción, un sector con grandes efectos de arrastre sobre otros
sectores de la economía.
El crecimiento económico de 1985-2007 se desarrolló bajo unas condiciones
globales favorables. Durante estos años, y en especial tras la caída del bloque
soviético a comienzos de la década de 1990, la globalización entró en una nueva fase
histórica, que llevó los niveles de integración económica internacional más allá que en
cualquier periodo previo. En el caso concreto de España, además, el periodo vino
marcado por la incorporación en 1986 a la Comunidad Económica Europea
(rebautizada como Unión Europea a comienzos de la década de 1990), incorporación
que generó diversos efectos macroeconómicos de signo positivo. La participación en
un mercado común implicó la eliminación de cualquier tipo de barrera proteccionista
con respecto a los que tradicionalmente venían siendo nuestros principales socios
comerciales, favoreciendo el crecimiento de las importaciones a través de las cuales
los distintos sectores elevaban su nivel tecnológico. A su vez, la capacidad para
financiar dichas importaciones también aumentó como consecuencia del aumento de
las exportaciones realizadas por las empresas españolas hacia el mercado común. La
economía española también se benefició de la recepción de grandes cantidades de
capital extranjero: continuaron llegando empresas multinacionales deseosas de
traspasar sus métodos de producción a un país en el que prevalecían salarios más
bajos que los de sus respectivos países de origen. A partir de 1986, una importante
motivación de las empresas multinacionales era utilizar esos menores costes laborales
para convertir a España en una plataforma de fabricación desde la cual exportar al
conjunto del mercado común. (De hecho, en algunos casos, entre ellos General
Motors instalándose en Aragón a finales de la década de 1970, las multinacionales
anticiparon que España terminaría incorporándose a la C.E.E. y no esperaron a que tal
incorporación se produjera para empezar a realizar sus inversiones.)
Este aumento del comercio con el exterior y de las inversiones directas
extranjeras fue consecuencia de la integración en el espacio económico europeo, pero
también de una integración más estrecha con el conjunto de la economía mundial en
un periodo, como se ha señalado, de claro aumento del grado de globalización. Esta
integración estrecha también se manifestó en un número cada vez mayor de empresas
españolas que pasaron a operar en países extranjeros. Aunque el fenómeno de la
internacionalización de la empresa española no era completamente nuevo, las
multinacionales españolas alcanzaron una importancia desconocida hasta entonces en
la banca, la energía, el comercio minorista de textiles o las telecomunicaciones.
Dos efectos que sí resultaron consecuencia más o menos exclusiva de la
incorporación a la Unión Europea fueron la recepción de una importante cantidad de
fondos públicos a cuenta de la política europea de cohesión regional y el descenso de
los tipos de interés. La política europea de cohesión regional nació en la década de
1980 en un intento por reducir las disparidades entre unas y otras regiones europeas,
destinando una parte del presupuesto comunitario a financiar el desarrollo económico
de las regiones de menor renta. La mayor parte de regiones españolas quedaron
inicialmente encuadradas en esta categoría y, de hecho, España fue el país más
beneficiado por la nueva política. La inyección de fondos públicos europeos permitió a
la Administración española elevar la tasa de inversión pública más allá de lo que era
posible con los recursos propios obtenidos a través de la fiscalidad, financiando la
construcción de diversas infraestructuras y equipamientos. Por su parte, el descenso
de los tipos de interés fue consecuencia de la paulatina reducción del diferencial que
venía separando a España, caracterizada tradicionalmente por tipos de interés más
altos que los prevalecientes en sus socios europeos. A finales de la década de 1990,
la integración de España en una unión monetaria junto con los principales países de la
Unión Europea (salvo el Reino Unido) supuso la formación de un único tipo de interés
para toda la “eurozona” (el grupo de países que sustituyeron sus monedas nacionales
por el euro), tipo de interés que estaba claramente por debajo del nivel prevaleciente
en España al comienzo de nuestro periodo. La reducción del tipo de interés fue
importante para impulsar el crecimiento económico antes de 2008 porque, al permitir a
las empresas españolas financiarse de manera más barata, favoreció un aumento de
la inversión.
Por todo ello, la inserción exterior de la economía española resultó fundamental
para su crecimiento durante este periodo. Ahora bien, al igual que ocurriera durante la
anterior fase de expansión entre 1950 y 1975, el crecimiento económico estuvo
orientado primordialmente hacia la demanda interna. En este caso, resultó
especialmente importante el papel dinamizador del sector de la construcción, que
creció con gran rapidez. Se trataba de un sector bien adaptado a la dotación de
factores productivos del país, ya que era intensivo en mano de obra poco cualificada y,
por tanto, podía absorber gran cantidad de población activa en un país caracterizado
por el temprano abandono escolar y, en general, por los bajos niveles de capital
humano y desarrollo tecnológico. (Una cuestión controvertida que se plantearía
durante este periodo fue, de todos modos, en qué medida el auge de la construcción
contribuyó a reforzar dichas características, en especial el abandono del sistema
educativo.) Además, la incorporación de más de dos millones de trabajadores
inmigrantes, en especial a partir del cambio de siglo, hizo aún más elástica la oferta de
trabajo poco cualificado, conteniendo los costes laborales a que debían hacer frente
los empresarios y aumentando tanto la tasa de beneficio de estos como su margen
para realizar nuevas inversiones que continuaran alimentando la expansión. Por otra
parte, se trataba de un sector en el que la competitividad con respecto al extranjero no
era relevante, ya que su fuerte vinculación al espacio geográfico le confería un
importante grado de protección natural. (En otras palabras, las industrias del calzado,
por ejemplo, encontraron durante estos años graves dificultades para resistir la
competencia de empresas extranjeras cuya ventaja de costes era tan grande que
hacía rentable la importación a pesar del coste de transporte, pero nada parecido
ocurría en el sector de la construcción: la construcción de nuevas viviendas era
acometida por empresas españolas, en muchos casos de la propia región o comarca.)
Sobre estas bases, la gran expansión del sector de la construcción fue posible
gracias a la difusión de una cultura de la propiedad de vivienda entre la población
española, la liberalización del mercado del suelo y la abundancia de capital disponible
para compradores de vivienda y empresarios constructores. Antes de la Guerra Civil,
la mayor parte de la población urbana española accedía a la vivienda en régimen de
alquiler, pero ya durante el franquismo se había producido una creciente difusión de la
vivienda en propiedad. La tendencia continuó durante nuestro periodo, contrayendo el
parque español de viviendas en alquiler de manera acelerada. Cada vez más, la
vivienda en propiedad pasó a convertirse en elemento básico de la cesta de consumo
(y del patrimonio) del español medio. Una buena prueba del gran tirón de la demanda
durante estos años fue el rápido crecimiento del precio de la vivienda: a pesar del
dinamismo de la oferta, esta aún tendía a quedarse atrás con respecto a la demanda.
A su vez, el rápido y persistente aumento del precio de la vivienda en propiedad
condujo a las familias a formarse unas expectativas optimistas acerca de la compra de
vivienda como estrategia de inversión: la mayor parte de viviendas se compraban con
objeto de ocuparlas, pero una proporción creciente era comprada como inversión con
vistas a su posterior venta a un precio más elevado. Una buena prueba de lo hondo
que la cultura de la propiedad de vivienda había calado entre la sociedad española de
este periodo es el hecho de que las protestas sociales de estos años en torno al tema
de la vivienda no planteaban que la emancipación de numerosos jóvenes estuviera
viéndose obstaculizada por los altos precios de la vivienda en alquiler, sino sobre todo
por los altos precios de la vivienda en propiedad (en otras palabras, incluso las
poblaciones jóvenes y con espíritu crítico en torno a lo que estaba ocurriendo
participaban abiertamente de la cultura de la vivienda en propiedad.)
Por su parte, la liberalización del mercado del suelo y la abundancia de capital
fueron otros factores concomitantes en la expansión inmobiliaria. En especial a lo largo
de la década de 1990, se relajaron algunas de las restricciones que pesaban sobre el
mercado de suelo urbanizable. Amplias superficies que hasta entonces se habían
considerado no urbanizables pasaron a ser susceptibles de construcción residencial, y
los ayuntamientos, en muchas ocasiones carentes de una base fiscal sólida,
encontraron en la concesión de licencias de construcción una atractiva fuente de
ingresos. En cuanto al capital, la desregulación y globalización de los mercados
financieros que se produjo a lo largo de nuestro periodo (y especialmente a partir de la
década de 1990), combinada con la reducción de los tipos de interés experimentada
con particular intensidad en España, hicieron posible la afluencia de grandes
cantidades de capital barato hacia las promociones inmobiliarias proyectadas por los
constructores. También hicieron posible una financiación más barata que nunca para
las familias demandantes, que accedían a la propiedad de la vivienda a través de
cuantiosos préstamos hipotecarios a muy largo plazo. El endeudamiento, tanto por
parte de los constructores como por parte de las familias, alcanzó grandes
proporciones y engrosó la cuenta de pasivo de los bancos y cajas de ahorro que
financiaban tanto a unos como a otras. Y, mientras las expectativas sobre el mercado
inmobiliario continuaran al alza, las entidades financieras más implicadas en el sector
no se verían envueltas en problemas.
El resultado económico de esta expansión inmobiliaria, apoyada en una
dotación de factores favorable, la cultura de la vivienda en propiedad y el aumento en
la oferta de suelo y capital barato, fue muy importante. Fue importante en términos
directos, ya que el sector de la construcción realizó una destacada contribución al PIB
español y, además, fue capaz de absorber grandes cantidades de mano de obra poco
o nada cualificada, convirtiéndose así en la espina dorsal de la estrategia económica
de miles y miles de familias. Aún más importante pudo ser, por otro lado, su
contribución indirecta al crecimiento económico a través de sus encadenamientos con
otros sectores: una amplia gama de actividades industriales y de servicios, desde la
fabricación y venta de materiales de construcción y electrodomésticos hasta las tareas
de puesta a punto del hogar (pintura, puesta a punto del sistema eléctrico…) pasando
por los servicios de intermediación (las agencias inmobiliarias), conocieron una gran
expansión conforme la construcción residencial aceleraba su crecimiento.
10 Divergencia y atraso
Todas las economías europeas vivieron procesos de crecimiento económico
moderno como los descritos en la práctica anterior. Sin embargo, no todas tuvieron los
mismos resultados de crecimiento a lo largo de un periodo tan largo. La
industrialización del siglo XIX fue liderada por un grupo reducido de países, mientras
que muchos otros (entre ellos, España) quedaron rezagados y experimentaron lo que
los economistas llaman un proceso de divergencia. A lo largo del siglo XX, y sobre
todo durante la “edad dorada” de 1950-1973, se produjo por el contrario una
convergencia de las economías atrasadas (entre ellas, la española) con respecto a las
economías líderes. Aún así, a comienzos del siglo XXI el sur y el este de Europa
continuaban por detrás de los países noroccidentales del continente. En esta práctica
analizamos la divergencia y el atraso de la economía española dentro de Europa.
LAS RAÍCES PREINDUSTRIALES DEL ATRASO (1500-1800)
A comienzos del siglo XVI, es probable que el PIB per cápita español estuviera
ligeramente por delante de la media europea, pero a comienzos del siglo XIX se había
quedado atrás. Ya en el siglo XVII comenzaron a formarse en algunas partes de
Europa occidental, en especial en Holanda e Inglaterra, economías preindustriales
relativamente avanzadas que, sin romper con el estrecho marco de crecimiento
posible en un contexto energético orgánico, sí fueron capaces de generar un modesto
crecimiento sostenido a lo largo del tiempo; con razón se ha hablado con razón de
estas economías como economías orgánicas avanzadas. España, en cambio, no logró
convertirse en una economía orgánica avanzada. Tampoco logró situarse entre los
países pioneros de la revolución industrial que marcaría el gran cambio de tendencia
en el crecimiento económico europeo a partir de finales del siglo XVIII. Al subirse a
este tren con aproximadamente medio siglo de retraso, la España de 1840 era, dentro
de Europa occidental, una economía atrasada.
¿Por qué no fue la economía española capaz de convertirse en una economía
orgánica avanzada? En la agricultura, la aridez era un obstáculo fundamental de cara
a la implantación del círculo virtuoso que estaba permitiendo el progreso de la
agricultura inglesa. Una solución alternativa podría haber sido la especialización en
productos propios del entorno mediterráneo, como el vino o el aceite, con vistas a su
posterior exportación, pero en realidad la demanda internacional de estos productos
era todavía reducida e irregular y, además, los costes de transporte eran (en un
mundo previo al ferrocarril y el barco de vapor) demasiado elevados. Por otro lado, a
pesar de la tendencia ascendente de la población durante la mayor parte de este
periodo, la densidad demográfica española continuaba siendo baja, por lo que en
muchas zonas una explotación extensiva del terreno (pese a los bajos rendimientos
por hectárea) era más económica que una explotación intensiva (con sus elevados
costes). Estos factores geográficos y demográficos probablemente hacían que la
agricultura española del periodo tuviera un potencial de crecimiento menor que el de la
agricultura inglesa, pero, además, el marco institucional español probablemente hizo
que el sector operara aún por debajo de dicho potencial. Durante buena parte del siglo
XVIII, el crecimiento demográfico creó en numerosas zonas del país una presión
creciente para que se expandiera con mayor velocidad la superficie de cultivo. Sin
embargo, hasta la época de la revolución liberal triunfó un frente anti-roturador
compuesto entre otros por terratenientes aristócratas y grandes ganaderos
trashumantes, que temían que una expansión excesiva de la superficie cultivada
pudiera atentar contra sus beneficios (en el caso de los primeros, porque dicha
expansión, al aumentar la oferta de tierra, podía conducir a un descenso de la renta
que debían pagarles los campesinos arrendatarios; en el caso de los segundos,
porque la expansión se haría a costa de superficies utilizadas por su ganado). En
consecuencia, la agricultura española podría haber crecido más, aunque fuera sólo de
manera extensiva, durante buena parte del siglo XVIII.
Tampoco la manufactura, pese a sus progresos, conoció un dinamismo
comparable al de la Europa noroccidental, no ya porque no se produjera aún una
industrialización moderna, sino incluso para los propios estándares del periodo
preindustrial. Las regulaciones de los gremios sobre aspectos como el mercado laboral
o las características de los productos continuaron siendo un obstáculo para numerosos
talleres urbanos. Además, salvo en Cataluña, las empresas carecían de técnicos
especializados, un factor de producción decisivo en las manufacturas preindustriales
(es decir, antes de que la mecanización comenzara a reducir el nivel de cualificación
requerido para el correcto desarrollo del trabajo industrial). Por otro lado, los costes de
transporte a que tenían que hacer frente las empresas manufactureras eran más
elevados que, por ejemplo, en Inglaterra. Allí, incluso antes de la invención del
ferrocarril, una densa red de canales permitía comunicar unas y otras regiones del
país de manera relativamente barata. En España, en cambio, el medio físico era más
hostil, ya que apenas había tramos fluviales navegables y sí, por el contrario, diversas
cadenas montañosas que obstaculizaban sobremanera el contacto entre unas y otras
regiones dentro de un país ya de por sí más extenso que el inglés. Tampoco la
situación fiscal del Estado, enfrentado a un déficit crónico, le permitía a este realizar
grandes inversiones en materia de infraestructuras de transporte (pese a que los
gobernantes, sobre todo desde mediados del siglo XVIII, eran sin duda conscientes de
la importancia del tema). Finalmente, la solución tampoco estaba en la empresa
pública. El funcionamiento de la mayor parte de fábricas públicas (las Reales Fábricas,
denominación que hacía referencia al papel de la Corona en su creación y
sostenimiento) se vio plagado de problemas comerciales, financieros y de gestión. A
posteriori, no parece exagerado concluir que la inyección de dinero público en estas
fallidas empresas supuso un drenaje de recursos que podrían haberse invertido de
manera más productiva por parte de las empresas privadas, o bien por el propio
Estado en la construcción de infraestructuras de transporte.
UNA DIVERGENCIA APENAS INTERRUMPIDA (1800-1950)
Durante todo el siglo XIX, España vivió un proceso de divergencia con respecto
a la media europea occidental y, aunque logró contener dicho proceso durante las
primeras décadas del siglo XX, tampoco fue capaz de converger de manera
significativa en las décadas previas a la Guerra Civil (cuadro 10.1). A continuación, la
guerra y el fracaso económico del primer franquismo ensancharon la brecha. Hacia
1950, España se encontraba más lejos del resto de Europa occidental que en
cualquier otro momento de la historia. Analizaremos por separado las causas del
atraso durante el siglo XIX y los inicios del XX, por un lado, y el fracaso económico del
primer franquismo, por el otro.
¿Por qué, a pesar del indudable logro que suponía iniciar y sostener un
proceso de crecimiento económico moderno, se ensanchó la brecha que separaba a la
economía española de las economías europeas más avanzadas durante el siglo XIX y
comienzos del XX? Aquí nos centraremos en tres grandes causas del atraso relativo
de la economía española: primero, que la agricultura no creciera más rápidamente;
segundo, que la industria no creciera más rápidamente; y, tercero, que el conjunto de
la economía del país se viera perjudicada por algunos desequilibrios
macroeconómicos.
Cuadro 10.1. PIB per cápita relativo de España
1820 1900 1930 1950 1970 2000 Europa occidental = 100
84
62
65
48
62
81
Mundo = 100
151 142 104 169 259
Fuente: Angus Maddison, <www.ggdc.net/maddison>. Elaboración propia.
No cabe duda de que la agricultura española progresó durante la segunda
mitad del siglo XIX y, sobre todo, durante el primer tercio del siglo XX. Sin embargo,
fue un progreso moderado e irregular: todavía en la segunda mitad del siglo XIX se
produjeron importantes crisis agrarias, e incluso durante el primer tercio del siglo XX
hubo fluctuaciones notables en los resultados agrarios de un año para otro. A lo largo
de todo nuestro periodo, la productividad de los agricultores se mantuvo claramente
por debajo de la productividad de los trabajadores en la industria o los servicios y, de
hecho, la productividad de los agricultores españoles era una de las más bajas de toda
Europa. (También era el sector agrario español uno de los menos orientados hacia el
subsector ganadero, donde por lo general la productividad era mayor.) En parte, los
motivos eran ambientales o geográficos: la aridez y la irregularidad de las
precipitaciones impedían a los agricultores españoles adoptar las mismas
innovaciones que adoptaron los agricultores orgánicos avanzados de Inglaterra u
Holanda hasta finales del siglo XIX. Y no sólo hasta finales del siglo XIX sino en
realidad a lo largo de todo el periodo, el carácter montañoso de buena parte del
territorio español impuso una poderosa restricción al progreso agrario.
Había también, sin embargo, factores no ambientales, que tenían que ver con
la sociedad española y su organización. Así, por ejemplo, en muchas regiones del país
prevalecían contratos de arrendamiento a muy corto plazo. Este tipo de contratos
permitía a los terratenientes adaptarse de manera muy flexible a las cambiantes
condiciones del mercado de la tierra, pero suponía un freno al comportamiento
emprendedor por parte de los arrendatarios: ¿para qué implantar mejoras duraderas
en la explotación si, al fin y al cabo, en un corto plazo el terrateniente podía liquidar el
contrato y tomar otro arrendatario diferente? Por motivos análogos, también la
excesiva parcelación constituía un obstáculo para el progreso de numerosas
explotaciones. También la intervención del Estado tenía tintes de obstáculo: ejercía
una presión fiscal más fuerte sobre la agricultura que sobre el resto de sectores, pero
a cambio no realizaba inversiones cuantiosas en la provisión de infraestructuras y
servicios para los agricultores. Una inversión pública más decidida en las obras
necesarias para transformar la agricultura de secano en agricultura de regadío, por
ejemplo, habría podido impulsar en mayor medida el crecimiento agrario.
Un último factor que impidió que la agricultura creciera más rápidamente fue el
lento progreso de la industrialización y la urbanización en el país. La historia europea
nos muestra que el crecimiento de las ciudades fue uno de los grandes impulsores del
crecimiento agrario allí donde este fue más intenso. El crecimiento de los mercados
urbanos estimulaba a los agricultores a adoptar líneas de especialización productiva
mejor definidas y más intensivas. En España, en cambio, el lento progreso de la
urbanización y el aislamiento de buena parte de los agricultores con respecto a los
principales centros urbanos conllevaban un estímulo más débil. La persistencia de
formas de producción tradicionales en muchas comarcas no tenía tanto que ver con
unos agricultores conservadores o ignorantes, sino con una respuesta racional de
estos agricultores a unos mercados urbanos poco expansivos y demasiado alejados.
Un obstáculo similar debió de imponer la baja densidad de población prevaleciente en
buena parte del país, la cual hacía más compleja y costosa la intensificación de las
prácticas agrícolas.
La segunda gran causa del atraso relativo de la economía española era que el
avance de la industria, aunque indudable, también fue relativamente lento. Al igual que
en el caso de la agricultura, ello fue el resultado de la combinación de factores
geográficos, institucionales y de demanda. Ya conocemos los factores geográficos, en
especial la mala dotación de carbón: un carbón escaso, de mala calidad y difícil
accesibilidad, que encarecía los costes de producción a los empresarios que desearan
adoptar la fuente de energía que había servido de base para la revolución industrial
británica. Hasta finales del siglo XIX, cuando la aparición de la electricidad relativizó un
tanto la importancia de disponer o no de carbón, la localización de la industria en
Europa guardaba un llamativo parecido con la localización de los yacimientos
carboníferos. Evidentemente, disponer de amplias reservas de carbón facilitaba el
proceso de industrialización. España sufrió aquí una carencia importante, que la
llegada de la electricidad permitió aliviar. De hecho, la mayor parte del atraso industrial
español antes de 1936 se había acumulado durante la era del carbón, tendiendo a
mitigarse (o, al menos, estabilizarse) a partir de la incorporación de la electricidad al
sistema energético del país a comienzos del siglo XX.
Pero tampoco en el caso de la industria es correcto achacar el atraso español
solamente a factores geográficos. Las exenciones arancelarias concedidas por el
gobierno a las compañías ferroviarias (de capital extranjero) pudieron ser una
oportunidad perdida para un desarrollo más intenso de la siderurgia nacional. En caso
de que las empresas ferroviarias hubieran estado sujetas a la misma política comercial
que el resto de empresas, es probable que hubieran hecho más pedidos a las
empresas nacionales, sin que ello hubiera encarecido de manera importante el coste
del transporte en España (es decir, sin que el precio a pagar por ese mayor desarrollo
siderúrgico hubiera sido sacrificar la integración del mercado nacional, una de las
bases del progreso que hemos repasado en los párrafos anteriores).
Otro obstáculo institucional (de carácter más general) al crecimiento industrial
pudo ser la mala coordinación del proteccionismo comercial con otras políticas
económicas y sociales. España pasó de un librecambismo moderado a un
proteccionismo selectivo, lo cual no es necesariamente negativo para el desarrollo
económico: numerosos ejemplos de economías inicialmente atrasadas que logran
industrializarse nos muestran que el proteccionismo comercial, cuando se combina
adecuadamente con otras políticas, puede acelerar la salida del atraso. (El
proteccionismo puede servir para que las industrias nacientes de un país vayan
progresando sin que, en un primer momento, la competencia de empresas extranjeras
con mayor tradición y menores costes entorpezca ese progreso.) El problema es que
el proteccionismo entraña el riesgo de que los empresarios se acomoden a un
mercado protegido y pierdan pulso competitivo, lo cual se traduce en el doble
problema de que los consumidores acaban comprando productos industriales a
precios mayores de los que imperarían en una situación de libre comercio y los
empresarios industriales son incapaces de exportar su producción hacia mercados
extranjeros. Para sortear este riesgo, resulta fundamental combinar el proteccionismo
comercial con incentivos a las exportaciones y un apoyo decidido a la innovación
tecnológica. En España, en cambio, el proteccionismo se coordinó mal con estos otros
ámbitos de la política económica: ni hubo una política paralela de fomento de las
exportaciones ni, por ejemplo, consiguió la política educativa erradicar rápidamente el
analfabetismo y potenciar la formación profesional de la mano de obra. Así, a pesar de
que los salarios industriales pagados en España no eran particularmente altos, el nivel
de competitividad internacional de buena parte de las empresas industriales se
mantuvo bajo, con lo que el crecimiento del sector industrial apenas pudo apoyarse en
las exportaciones, como sí estaba ocurriendo en cambio en los países europeos
líderes.
Esto hizo que el crecimiento industrial dependiera mucho del mercado interno,
pero esto era un problema debido a las características del mismo. Los sectores
productores de bienes de consumo se enfrentaban a una importante restricción de
demanda: el nivel de renta del país era bajo y, por tanto, la mayor parte de la
población destinaba la mayor parte de sus ingresos a la satisfacción de sus
necesidades más básicas. Además, la renta estaba muy desigualmente distribuida
entre las distintas clases sociales, lo cual restringía aún más la demanda, al ralentizar
la formación de un mercado de consumo de masas. El medio rural mostraba con
especial claridad ambos problemas, tanto el bajo nivel de renta (consecuencia del
lento progreso de la agricultura) como la alta desigualdad en la distribución de la
misma (consecuencia de la alta desigualdad en la distribución de la propiedad de la
tierra, sobre todo en la España latifundista). Un progreso agrario más rápido y una
distribución más equitativa de la tierra podrían haber servido para ensanchar el
mercado interno al que se enfrentaban los empresarios industriales y, por esa vía,
podría haber acelerado el crecimiento del sector industrial. En otras palabras, si un
bajo grado de industrialización y urbanización suponía un débil estímulo para la mejora
de las prácticas agrarias (como se ha argumentado anteriormente), los problemas de
la agricultura tampoco eran positivos para el crecimiento de la industria. Ambos
sectores avanzaron de manera pausada, reforzándose el uno al otro en sus avances
(lo cual fue un logro importante para la economía española), pero, por los mismos
motivos, los problemas de un sector repercutían sobre el otro y ninguno de los dos
creció tan rápidamente como en las economías europeas líderes. Conforme la
industrialización española fue entrando, desde comienzos del siglo XX, en un nuevo
ciclo en el que la producción de bienes de consumo cedía parte de su protagonismo a
la producción de bienes de inversión, se abría la posibilidad de que el crecimiento
industrial español se apoyara sobre la demanda interempresarial (los pedidos que
unas empresas españolas realizaban a otras). Sin embargo, como muestra por
ejemplo el caso de la industria química, también en este caso había límites al
crecimiento, ya que, en un sector industrial con tan poca proyección exportadora, la
demanda interempresarial no dejaba de depender en último término también de la
demanda de bienes de consumo por parte de la población nacional.
La tercera y última causa del atraso relativo de la economía española y su
divergencia con respecto a las economías europeas más avanzadas fue, junto con el
pausado crecimiento de la agricultura y el pausado crecimiento de la industria, el
impacto de algunos desequilibrios macroeconómicos. El endeudamiento público,
consecuencia de reformas fiscales insuficientes que no lograron crear un espacio
amplio para la imposición directa (sobre la renta y sobre el patrimonio), llegó a
alcanzar niveles muy altos durante nuestro periodo, en especial durante la primera
parte de la Restauración, cuando se aproximó a un 200 por cien del PIB del país. La
demanda de capitales por parte del Estado generó un efecto de expulsión sobre la
inversión privada, ya que encareció los préstamos para los empresarios. Un Estado
con un nivel de endeudamiento más moderado y con menor necesidad de presentarse
en los mercados financieros como demandante habría tenido como resultado un
menor coste del capital y, previsiblemente, una aceleración más intensa que la que
efectivamente se produjo en las tasas de inversión (y crecimiento) de la economía
nacional.
Este desequilibrio en las cuentas públicas, además, pesó de manera decisiva
en la decisión de España de no incorporarse al patrón oro, el sistema monetario
internacional que facilitó la globalización de las décadas previas a la Primera Guerra
Mundial. El déficit comercial (exceso de importaciones con respecto a las
exportaciones) y el déficit público (exceso de los gastos públicos con respecto a los
ingresos fiscales) de la economía española hacían inviable la integración en el patrón
oro, el cual era básicamente un compromiso para mantener fijas las paridades
relativas de las monedas en función de los saldos comerciales de los países. Pero
algunos historiadores han argumentado que, en caso de haber corregido sus
desequilibrios macroeconómicos y haberse incorporado al patrón oro, España podría
haberse beneficiado en mayor medida de las oportunidades abiertas por la
globalización previa a la Primera Guerra Mundial, tanto en materia de comercio como
(sobre todo) en materia de recepción de inversiones extranjeras. Aunque esta
conclusión ha sido recientemente puesta en duda por otros investigadores, de lo que
no cabe duda es de que el incierto y volátil entorno macroeconómico en que se
movieron el gobierno y las empresas españolas no era el marco más adecuado para
un crecimiento comparable al de las economías europeas líderes.
Durante el primer tercio del siglo XX, y especialmente a partir de la Primera
Guerra Mundial, la economía española fue capaz de detener su tendencia divergente e
incluso iniciar un tímido proceso de convergencia. Este proceso, sin embargo, fue
trágicamente cortado por la Guerra Civil y el primer franquismo, que llevaron a la
economía española a su peor posición relativa en toda la historia, con el PIB per cápita
cayendo por debajo de la mitad del nivel de Europa occidental. Las dos grandes
causas de los pobres resultados de este periodo fueron la política económica del
primer franquismo y el carácter adverso del contexto internacional durante buena parte
de la década.
El primer franquismo apostó por un intervencionismo extremo, regulando
férreamente el funcionamiento de los principales mercados y sectores productivos de
la economía. El resultado, al alejarse sobremanera de las señales del mercado, fue
una asignación ineficiente de los recursos. En particular, la fijación por parte del
gobierno de precios inferiores a los de equilibrio en diversos sectores desincentivó a
los productores y creó situaciones de desabastecimiento de la demanda. En el sector
primario, el primer franquismo mantuvo en tiempos de paz el entramado administrativo
que había organizado durante la guerra: el gobierno fijaba los precios de los
principales alimentos, tenía el monopolio de la comercialización de productos agrarios,
y regulaba el acceso de los consumidores a la comida a través de la concesión de
cartillas de racionamiento canjeables por alimentos. En el importante caso del cereal,
aún básico en la alimentación de los españoles, los agricultores estaban obligados a
vender su cosecha al Servicio Nacional del Trigo a un precio fijado por el gobierno,
precio que resultaba ser más bajo que el precio de equilibrio. La lógica de esta medida
era impedir el encarecimiento de la alimentación de la población urbana y, por esa vía,
contener los costes salariales de las empresas e impulsar la inversión industrial. Una
lógica similar, mantener bajo control los costes de las empresas industriales, llevó al
gobierno a fijar también precios inferiores a los de equilibrio en el sector eléctrico,
congelando las tarifas que las empresas eléctricas podían cobrar a sus clientes. Se
trataba, en suma, de manipular el sistema de precios para transferir recursos desde la
agricultura o el sector eléctrico hacia el sector considerado prioritario, la industria. El
problema de esta manipulación es que generó incentivos perversos en los sectores
afectados. En la agricultura, los bajos precios fijados por el gobierno desincentivaron la
producción de muchos agricultores y, sobre todo, incentivaron que muchos más
decidieran sustraer una parte de su producción de las redes de comercialización
oficiales y la inyectaran en los mercados negros que fueron formándose como
consecuencia del desabastecimiento de la demanda. Y, en el sector eléctrico, las
principales empresas reaccionaron a los bajos precios oficiales abandonando la
realización de inversiones y el acometimiento de nuevos proyectos, por lo que también
aquí se dieron situaciones de desabastecimiento.
Por otro lado, la vocación autárquica del primer franquismo, su decisión de
restringir al máximo los contactos comerciales con el exterior, causó un grave perjuicio
a una economía que, como la española, venía basando buena parte de su
modernización en la absorción y aplicación de innovaciones generadas en el
extranjero. En la industria, la importación de maquinaria venía siendo fundamental
para la modernización tecnológica y el crecimiento de la productividad. Ahora, la
política autárquica creó una restricción exterior al crecimiento: la escasez de
importaciones se convirtió en el cuello de botella que impedía una expansión más
rápida del sector. (A ello habría que unir la restricción energética derivada de la recién
comentada regulación del sector eléctrico.) En la agricultura, por su parte, la
importación de fertilizantes químicos había sido crucial para el aumento de los
rendimientos por hectárea y, en general, la paulatina mejora de los resultados agrarios
durante las primeras décadas del siglo XX, pero muchas explotaciones pasaron a
emplear una tecnología más tradicional durante la década de 1940 que la que habían
empleado antes de la guerra, con el consiguiente menoscabo de su productividad. Ni
en la industria ni en la agricultura disponía España de la capacidad técnica y
empresarial para, a corto plazo, sustituir con producción nacional todas (o una parte
sustancial de) las importaciones de contenido tecnológico que hasta entonces había
venido realizando.
La importancia de esta restricción exterior nos lleva al segundo factor que
impidió una recuperación más rápida tras la Guerra Civil: el desfavorable contexto
internacional. Los primeros seis años del franquismo coincidieron con la Segunda
Guerra Mundial, durante la cual se descompusieron muchas de las redes comerciales
hasta entonces vigentes. La reconstrucción de estas redes y la creación de un nuevo
orden económico internacional basado en el principio de cooperación entre países no
tuvieron lugar hasta finales de la década de 1940. Por ello, la mayor parte del primer
franquismo se desarrolló en un contexto internacional poco propicio para el
crecimiento económico en general y la convergencia de las economías atrasadas en
particular. De hecho, es posible especular en qué medida este contexto, al minimizar
el coste de oportunidad de las políticas proteccionistas en todo el mundo, contribuyó a
cimentar el proyecto autárquico planteado por el primer franquismo.
LOS PUNTOS DÉBILES DE LA CONVERGENCIA (1950-2007)
Tras un largo periodo de divergencia apenas interrumpido por algún breve
paréntesis, la economía española convergió con Europa occidental durante la segunda
mitad del siglo XX y los primeros años del XXI. Tanto la industrialización acelerada de
1950-1975 como el posterior ciclo expansivo de 1985-2007 condujeron a tasas de
crecimiento superiores a las de la mayor parte del resto de países de nuestro entorno,
por lo que la brecha se recortó. Hacia comienzos del siglo XXI, España se encontraba
en una posición relativa aproximadamente similar a la que tenía en los inicios de la
industrialización, a comienzos del siglo XIX: es una economía atrasada, pero no
mucho.
Con todo, las bases de la convergencia española tenían debilidades. Ya la
crisis económica de 1975-85 fue un aviso: el modelo de crecimiento que tan buenos
resultados había dado entre 1950 y 1975 quebró y no fue capaz de continuar tirando
de la economía española. En la práctica anterior hemos podido conocer más acerca
de esta crisis y el modo en que la misma revelaba las limitaciones intrínsecas al
modelo de crecimiento previo. De igual manera, el modelo de crecimiento y
convergencia que tan buenos resultados dio entre 1985 y 2007 (salvo por la coyuntural
crisis de 1993-94) también contenía rasgos inquietantes.
La expansión de 1985-2007 no se basó en la competitividad a nivel
internacional. La crisis posterior a 1975 mostró la debilidad de una parte del tejido
industrial español (que debió enfrentarse a una dura reestructuración ante su
incapacidad para hacer frente a la competencia extranjera en un contexto de costes
empresariales crecientes) y, una vez iniciada la nueva expansión a partir de 1985, esta
se basó en actividades poco expuestas a la competencia internacional, como la
construcción o los servicios comerciales. Se basó, también, en actividades poco
intensivas en capital humano y en empresas que realizaban desembolsos pequeños o
nulos en investigación y desarrollo. España vivió con tanta crudeza como cualquier
otro país europeo la crisis del paradigma de la segunda revolución industrial, pero lo
que surgió como respuesta a ella no fue una adopción rápida de las tecnologías y
formas de gestión empresarial propias de la tercera revolución industrial. La
construcción y los servicios, actividades de bajo contenido tecnológico orientadas
hacia la demanda interior, proporcionaron una alternativa más factible a las empresas,
trabajadores y políticos españoles. Tan bajo era el contenido tecnológico del
crecimiento económico español durante este periodo que, en los años previos a 2008,
la productividad total de los factores descendió: el crecimiento económico estaba
basándose en la adición de mayores cantidades de factores productivos (capital, mano
de obra, suelo), pero no en una utilización más eficiente (o más innovadora) de los
mismos.
La euforia inmobiliaria y la transmisión de dicha euforia a los más diversos
sectores de la economía española parecían empequeñecer este lado oscuro del
crecimiento económico. Tampoco estaba clara cuál podía ser la alternativa productiva
a corto plazo; de hecho, la ausencia de una alternativa sería demostrada
contundentemente por la crisis iniciada a partir de 2008. En medio de turbulencias
financieras globales, las expectativas optimistas se desvanecieron, la demanda
comenzó a dar muestras de saturación, la morosidad comenzó a aumentar tanto entre
las familias como sobre todo entre los promotores, y las entidades financieras más
débiles se vieron abrumadas por sus créditos de dudoso pago, mientras los problemas
del sector de la construcción iban transmitiéndose al resto de sectores con los que
estaba encadenado, conduciendo a una espiral de crisis económica en la que todavía
hoy nos encontramos inmersos. El fantasma de la divergencia regresa…
11 Nivel de vida y desigualdad social
El nivel de vida es un concepto escurridizo que no puede medirse
adecuadamente a través de una única variable. Tradicionalmente, los economistas
tendían a equiparar el nivel de vida con el nivel de ingreso: al fin y al cabo, un mayor o
menor nivel de ingreso permite a la población acceder a la compra de una mayor o
menor cantidad de bienes y servicios. Pero en tiempos más recientes economistas
como Amartya Sen han argumentado que el ingreso no es en sí mismo constitutivo de
bienestar, sino un instrumento para lograr dicho bienestar. Los elementos constitutivos
del bienestar serían en realidad la satisfacción de las necesidades y el desarrollo de
las capacidades personales. Esto lleva a los estudiosos del nivel de vida a analizar
variables como el consumo, la salud y la educación. Hoy día, Naciones Unidas, por
ejemplo, utiliza un Índice de Desarrollo Humano (en lo sucesivo, IDH) con el que
ordena a los países en función de sus progresos en ingresos, salud y educación.
Es conveniente estudiar el nivel de vida de manera conjunta con las
disparidades entre los grupos sociales más y menos acomodados. Ello, en primer
lugar, porque los datos medios (como pueden ser, por ejemplo, el PIB per cápita o la
esperanza de vida al nacer) no nos dicen nada sobre la dispersión de la población en
torno a dicha media y, por lo tanto, pueden reflejar inadecuadamente la evolución de
los niveles de vida de las clases desfavorecidas; y, en segundo lugar, porque diversos
estudios vienen mostrando que con frecuencia las personas no valoramos tanto
nuestros resultados absolutos de bienestar como nuestros resultados relativos frente a
otras personas de nuestra misma sociedad, por lo que un aumento de la desigualdad
social puede traducirse en una disminución del bienestar psicológico de los afectados
incluso aunque estos mejoren en términos absolutos.
En esta práctica estudiaremos la evolución del nivel de vida en la historia de
España. Para ello reuniremos evidencia sobre las diversas variables mencionadas
más arriba, así como sobre otras que también pueden ayudarnos: las características
de las viviendas, la duración de la jornada laboral, la estatura (un indicador
sorprendentemente ilustrativo de las condiciones de vida durante la infancia y la
adolescencia), las pautas de consumo… Aunque ninguna de estas variables puede
por sí sola reflejar perfectamente el nivel de vida, la conjunción de todas ellas nos
permitirá trazar una perspectiva general sobre lo que ocurrió. Tras la perspectiva
general proporcionada por esta práctica, la siguiente se centra en un análisis más
detenido de las transformaciones en las pautas de consumo.
Esa perspectiva general también hará posible situar el caso español en su
contexto europeo. Por toda Europa, los niveles de vida eran muy bajos antes de la
industrialización. Los niveles de ingreso y consumo eran muy reducidos, sin llegar en
muchos casos a cubrir adecuadamente las necesidades básicas. Además, las
características institucionales de los antiguos regímenes conducían a elevados niveles
de desigualdad social.
Tampoco el inicio de la industrialización supuso una elevación rápida y
generalizada del nivel de vida: hasta aproximadamente finales del siglo XIX, el nivel de
ingreso de buena parte de la población urbana se resistía a aumentar con claridad,
mientras la jornada laboral se alargaba, la dieta se empobrecía, y las nuevas viviendas
y barrios no cumplían unos mínimos de higiene y comodidad. En la mayor parte de
países, de hecho, la estatura tendió a disminuir durante las décadas centrales del siglo
XIX, y la desigualdad tendió a aumentar. Sin embargo, la mejora en los niveles de
vida, ya perceptible en algunas variables incluso durante esta primera fase de la
industrialización, terminó por volverse inequívoca a partir de las décadas finales del
siglo XIX. Conforme fue aumentando el nivel de ingreso, también lo hizo el gasto en
consumo. Además, la duración de la jornada laboral tendió a reducirse.
Todos estos progresos se confirmaron y aceleraron durante las tres décadas
posteriores a la Segunda Guerra Mundial. El gasto en consumo creció con mayor
velocidad que nunca antes. Fueron décadas, también, de reducción de la desigualdad
entre clases sociales. Tras la crisis de la década de 1970, finalmente, el consumo
siguió creciendo, haciéndose cada vez más sofisticado y diversificado. Con todo, no
creció ya tan rápidamente como en las décadas previas y, además, se vio
acompañado por niveles de desigualdad social en aumento.
PRECARIEDAD Y DESIGUALDAD (1500-1840)
La España del Antiguo Régimen era una sociedad estamental, es decir,
intrínsecamente desigual. Durante el periodo de los Austrias (siglos XVI y XVII), los
fundamentos de la desigualdad se mantuvieron inamovibles y, de hecho, tendieron a
hacerse más firmes conforme fue pasando el tiempo. La desigualdad económica
estaba fundamentada en una estructura social muy desigual: en el campo, la
aristocracia y la Iglesia católica concentraban la propiedad de la mayor parte de las
tierras, así como diversos privilegios y derechos sobre los campesinos; en las (pocas y
pequeñas) ciudades, también había claras diferencias entre los grandes empresarios,
generalmente vinculados al comercio, y una amplia masa de vagabundos, mendigos y
pobres, con un estrato intermedio de artesanos independientes pero no excesivamente
prósperos. A lo largo de los siglos XVI y XVII, esta estructura social tendió a hacerse
aún más rígida como consecuencia del ascenso de valores aristocráticos (y el paralelo
deterioro de los valores burgueses, emprendedores, que servían de alternativa a
aquellos en otros países europeos) y de la aprobación en numerosos ayuntamientos y
gremios de estatutos de limpieza de sangre. En consecuencia, se favorecía el bloqueo
de las personas en aquellos estratos sociales a los que pertenecían por nacimiento.
Además, la intervención del Estado en la economía, pese a no ser muy intensa
(en comparación con lo que sería habitual más adelante, sobre todo a partir de finales
del siglo XX), tenía un efecto regresivo sobre la distribución de la renta, al aumentar
las diferencias económicas entre unos y otros grupos sociales. El gran peso relativo de
los impuestos indirectos, como los impuestos sobre el consumo, hacía que los
estamentos privilegiados no contribuyeran a las arcas públicas de manera proporcional
a su nivel de renta o patrimonio. Además, la concesión por parte del Estado del cobro
de algunos de estos impuestos a particulares favorecía a los aristócratas y
comerciantes que, siendo capaces de adelantar una importante cantidad de dinero al
Estado como pago por la concesión (cosa que estaba fuera de las posibilidades de la
inmensa mayoría de la población), extraían un margen de beneficio a resultas de su
actividad como intermediarios fiscales. Lo cual es tanto como decir que, más allá de
que el diseño del sistema fiscal no favoreciera una corrección de la gran desigualdad
en la distribución de la renta, el modo en que efectivamente tenía lugar la recaudación
agravaba el problema. Además, durante este periodo, el Estado no tenía el monopolio
de la imposición, y la Iglesia, a través del diezmo, gestionaba un sistema fiscal paralelo
que suponía la transferencia de una parte de la cosecha campesina hacia la Iglesia, es
decir, una notable transferencia de recursos desde las clases populares hacia los
estamentos privilegiados. Por todo ello, la intervención del Estado tenía un efecto
regresivo sobre la distribución de la renta en la España de los Austrias.
En una sociedad estructurada de manera tan desigual, la engañosa expansión
económica del siglo XVI no podía tener el mismo efecto sobre el nivel de vida de unos
y otros. La gran beneficiada fue la Iglesia, que vio aumentar los ingresos que obtenía
por el cobro del diezmo (dado el crecimiento de la superficie cultivada) y por el cobro
de la renta de la tierra a sus campesinos arrendatarios. Además, en plena
Contrarreforma católica, la Iglesia ofrecía favores espirituales a cambio de recursos
materiales, lo cual se tradujo en un incremento de su patrimonio inmobiliario como
consecuencia de los servicios facturados a aristócratas y hombres de negocios. La
aristocracia, por su parte, se benefició en menor medida de la expansión de la
economía española. Pese a que sus ingresos eran por supuesto muy superiores a los
del pueblo llano, existen pruebas de que numerosas familias aristocráticas tendieron a
endeudarse, conforme la importante inflación del periodo mermaba el valor real de sus
ingresos (las rentas de la tierra que cobraban a sus campesinos arrendatarios) y las
familias nobles se veían envueltas en una compleja maraña de gastos ceremoniales y
ostentosos que resultaba muy difícil de desmontar porque formaba parte de las
exigencias culturales que la época imponía a las clases altas.
Pero, desde luego, los problemas se concentraban en la población común, que
no vivió nada parecido a un siglo de oro. Antes al contrario, los salarios cobrados por
los trabajadores urbanos crecieron tan lentamente que se vieron sobrepasados por la
inflación; en otras palabras, su poder adquisitivo descendió a lo largo del siglo XVI. Por
otro lado, se estima que podía haber en torno a un 30 por ciento de pobres, mendigos
y vagabundos en las ciudades españolas de la época. El panorama no era mejor en el
campo, donde los pequeños campesinos se enfrentaban al problema de la presión
ejercida por parte de la aristocracia para aumentar la renta de la tierra (el mayor coste
que debían afrontar estas familias) y al problema de que la expansión demográfica
estaba conduciendo a un fraccionamiento de unas explotaciones ya de por sí
pequeñas. Por todo lo anterior, cabe argumentar que la expansión del siglo XVI fue
acompañada de un aumento de la desigualdad en la distribución de la renta.
La posterior crisis económica, que persistió hasta finales del siglo XVII en
muchas regiones del país, no contribuyó a corregir este problema, sino más bien a
agravarlo. Es cierto que algunas familias aristocráticas se vieron en apuros: al incurrir
en elevados gastos cortesanos (que servían para estrechar lazos con la monarquía y
su entorno en una sociedad que, recuérdese, era una monarquía absoluta) y otros
gastos suntuarios que formaban parte de su patrón cultural de consumo, la presión
sobre los ingresos se hizo cada vez mayor y, conforme el declive demográfico
conducía a un descenso paralelo de la demanda de tierras para arrendar (y, por tanto,
de la renta de la tierra), estos ingresos no siempre fueron suficientes para cubrir los
gastos. Sin embargo, los más afectados por la crisis fueron los campesinos y las
clases urbanas más humildes. Los testimonios de los escritores y observadores
sociales de la época son estremecedores, mostrándonos amplias capas de la
población cuya existencia material era precaria en todos los aspectos, desde la
alimentación hasta el vestido pasando por la vivienda. La principal mejora
experimentada por estos grupos durante la crisis del siglo XVII fue la reducción de la
renta de la tierra, consecuencia (como se ha dicho) del declive demográfico, pero es
preciso apreciar que esto no fue más que un subproducto de un problema más
importante: las altas tasas de mortalidad del periodo y la recurrencia de los episodios
de mortalidad catastrófica, que impidieron una recuperación demográfica hasta bien
entrado el siglo XVII. Mientras tanto, la Iglesia y las elites urbanas continuaron
reforzando su poder: la Iglesia, explotando económicamente la Contrarreforma y
ampliando su patrimonio; las elites urbanas, combinando los ingresos obtenidos a
través de sus negocios privados con los ingresos obtenidos a través de la recaudación
de impuestos locales.
El reformismo borbónico del siglo XVIII, al no cuestionar los fundamentos del
Antiguo Régimen, no alteró los fundamentos de la desigualdad social. Se estima que,
antes de la revolución liberal, los campesinos debían transferir en torno al 50 por
ciento del valor de su producción agraria a los estamentos privilegiados a través del
pago de la renta de la tierra y del diezmo. Esto nos da una idea de hasta qué punto las
estructuras sociales reproducían el elevado nivel de desigualdad preexistente, ya que
la mayor parte del excedente económico se canalizaba hacia las clases altas. España
no era en este sentido diferente a la mayor parte de sociedades preindustriales. El
reformismo borbónico tampoco supuso un cambio en el impacto distributivo del
Estado: los privilegios fiscales de la nobleza y el clero sufrieron (como consecuencia
de la mayor centralización del Estado) algunos recortes, pero no desaparecieron. En
particular, el diezmo continuó en pie a lo largo de todo nuestro periodo, no siendo
abolido hasta 1841.
Si las estructuras sociales y políticas conducían a un elevado nivel de
desigualdad, la combinación de las mismas con las fuerzas coyunturales del mercado
tuvo como resultado una acentuación del problema. A lo largo del siglo XVIII, por todas
partes en España se vivió un nuevo ciclo largo de crecimiento demográfico, similar al
del siglo XVI y en contraste con el declive de buena parte del siglo XVII. El crecimiento
demográfico, de amplia base rural, condujo a un aumento de la presión sobre la tierra,
cuya oferta era poco elástica debido a las restricciones institucionales que pesaban
sobre ella. En una época previa a las desamortizaciones, las roturaciones de nuevas
tierras no se produjeron de manera rápida y fluida, por lo que la demanda de tierra
creció más deprisa que su oferta y, por tanto, la renta de la tierra tendió a aumentar.
De este modo, la brecha económica que separaba a los campesinos de sus señores
tendió a ensancharse. Además, también parece que aumentó la desigualdad en el
importante sector de la ganadería ovina trashumante. Al aumentar la presión sobre la
tierra en las regiones que tradicionalmente eran utilizadas por los ganaderos como
zonas de pasto para sus ovejas, los ganaderos más grandes pudieron hacer frente a
unos costes mayores y aún así obtener beneficios como consecuencia de su posterior
inserción en eficaces redes comerciales para la exportación de la lana. Los ganaderos
trashumantes más humildes, en cambio, se veían incapaces de pagar unos precios tan
elevados por el alquiler de las superficies de pasto, por lo que muchos fueron
abandonando esta actividad y muchos otros se vieron envueltos en una espiral de
endeudamiento de la que ya no pudieron escapar.
En suma, a lo largo del siglo XVIII aumentó la desigualdad dentro del sector
primario, el principal sector de la economía española de la época. No resulta extraño
que, en estas condiciones, se registrara una conflictividad social creciente en
numerosas regiones del campo español.
Que la desigualdad aumentara a lo largo del siglo XVIII no quiere decir, sin
embargo, que el nivel de vida de los campesinos, obreros y demás poblaciones no
privilegiadas se deteriorara y pasara a ser inferior de lo que había venido siendo
durante el periodo de los Austrias. Los salarios reales (es decir, descontando el efecto
de la inflación) aumentaron levemente. También lo hicieron las estaturas, en parte
como consecuencia de la mejora en el estado nutritivo que se derivó de una
integración algo más estrecha de los distintos mercados regionales de trigo y de la
difusión de la patata por diversas regiones del país. ¿Cómo explicar esta aparente
paradoja entre una desigualdad creciente y un nivel de vida también creciente para las
clases populares? La clave está en que, como hemos visto en la práctica 9, durante el
siglo XVIII hubo un ligero crecimiento económico: esto creó el espacio para que, al
mismo tiempo que las clases altas se distanciaban de las bajas, el nivel de vida de las
clases bajas pudiera aumentar ligeramente en términos absolutos.
Pero, más que un aumento gradual, se trató de una serie de modestos
aumentos de carácter discontinuo, interrumpidos por otros tantos momentos de
estancamiento o leve retroceso. Además, conforme este ciclo de crecimiento
económico fue agotándose, es decir, a partir de finales del siglo XVIII, también fue
agotándose la capacidad de crecimiento del nivel de vida de las clases populares.
Parece que la estatura media se estancó, e incluso llegó a caer en los primeros años
del siglo XIX, años caracterizados por otro lado por un repunte en la incidencia de las
crisis de mortalidad. A comienzos del siglo XIX, el nivel de vida del ciudadano común
había caído con respecto a las décadas centrales del siglo XVIII.
UN PERIODO AMBIGUO (1840-1880)
Las décadas centrales del siglo XIX, inicio del proceso de industrialización,
dejaron un balance ambiguo en términos del nivel de vida de la población. Por un lado,
el gasto en consumo per cápita tendió a aumentar en términos reales, por lo que
puede decirse que el inicio de un crecimiento económico sostenido contribuyó a elevar
el nivel de consumo del español medio. Pero otras variables mostraron una evolución
negativa o, cuando menos, estancada. En el medio rural, donde vivía la mayor parte
de la población, los salarios se mantuvieron estancados, y los ingresos totales de
muchos campesinos debieron de disminuir como consecuencia de la crisis de algunas
de sus actividades complementarias tradicionales ante el ascenso de competidores
modernos con mucho mayor nivel tecnológico (por ejemplo, la crisis de la manufactura
rural frente a la emergente industria moderna); para los campesinos arrendatarios,
además, fue un periodo de elevación en la renta de la tierra, con el consiguiente
impacto sobre sus ingresos netos. Y, en las ciudades, los salarios de los obreros
crecieron con lentitud mientras la jornada laboral se prolongaba hasta 60 o 70 horas
semanales todavía a finales del siglo XIX, lo cual es tanto como decir que el ingreso
por hora de los nuevos obreros industriales pudo aumentar muy poco. Además, las
condiciones de vida en las ciudades evolucionaron negativamente: el Estado mínimo
propio del capitalismo liberal no asumía entre sus funciones (o lo hacía muy
lentamente) la provisión de nuevos bienes públicos como la planificación urbanística,
los equipamientos para la gestión de residuos y la prevención de enfermedades y
epidemias. Por ello, las condiciones de vida en los barrios de las clases populares, en
los que además las viviendas eran pequeñas y poco higiénicas, fueron muy duras.
Una buena síntesis de la evolución del nivel de vida de la mayor parte de la
población durante este periodo nos la da la estatura media, que tendió a descender
tanto en el campo como en la ciudad (cuadro 11.1). Y, no en vano, fueron años
durante los cuales se registraron diversas “crisis de subsistencias” como consecuencia
de las dificultades de las familias más humildes, con estados nutritivos ya de por sí
precarios, para acceder a unos alimentos cuyos precios se veían en ocasiones
sometidos a fuertes alzas repentinas. (Muchas veces estas crisis desembocaron en
motines populares e importantes protestas sociales a escala local.) Da la impresión,
por tanto, de que las primeras etapas de la industrialización, pese a impulsar el nivel
medio de consumo, condujeron a un deterioro en otros aspectos del nivel de vida y,
además, debieron de provocar un aumento de la desigualdad social. (A esto aún
habría que añadir otros datos negativos que ya conocemos, como la persistencia de
altas tasas de mortalidad y el muy lento avance del proceso de alfabetización.)
Cuadro 11.1. Estatura media de los reclutas (centímetros) según año de nacimiento/año de reclutamiento
1837/57 1867/86 1907/28 1935/56 1960/81 1980/99
España (total) 163,9 165,7 171,0 175,1 Región sudeste 162,3 160,5 164,2 165,8
Fuente: Nicolau (2005).
UN NIVEL DE VIDA EN AUMENTO (1880-1936)
Hacia finales del siglo XIX se abrió una nueva fase y, desde entonces y hasta
la Guerra Civil, el nivel de vida de la población española aumentó. En las ciudades, los
salarios de los trabajadores aumentaron al compás de su creciente productividad;
aumento especialmente claro tras la Primera Guerra Mundial. Además, el paulatino
alejamiento del capitalismo liberal protagonizado por los sucesivos gobiernos de la
Restauración y la Segunda República condujo a regulaciones que acortaron la jornada
laboral: ya en torno a la Primera Guerra Mundial, la jornada efectiva se había reducido
al entorno de 57 horas semanales y, a lo largo de la década de 1920, numerosas
empresas adoptaron la jornada de 48 horas que se había fijado por ley (cuadro 11.2).
Adicionalmente, durante la Segunda República los trabajadores pasaron a poder
disfrutar de siete días de vacaciones pagadas, una gran novedad que habría sido
impensable en los tiempos del capitalismo liberal. Los trabajadores urbanos también
pudieron beneficiarse de las diversas medidas de protección social que, si bien de
manera aún un tanto tímida, comenzaron a ponerse en práctica a lo largo de las
primeras décadas del siglo XX.
Cuadro 11.2. Jornada efectiva semanal en los sectores no agrícolas (número de horas)
1870/99 1914 1930 1958 1975 1985 2000
64,8 60,0 48,0 45,2 42,8 37,2 35,4
Fuente: Maluquer de Motes y Llonch (2005). Los datos de 1914 y 1930 se refieren a la duración más habitual de la jornada.
También aumentaron los ingresos de las poblaciones rurales. Muchos
agricultores aprovecharon la expansiva demanda de las ciudades para especializarse
en la producción de una gama más reducida de mercancías, con la consiguiente
mejora en su nivel de productividad y, por tanto, de ingreso. Lo mismo cabe decir de
aquellos agricultores que, en especial en el litoral mediterráneo, orientaron sus
producciones hacia la exportación. También, de manera más general, la paulatina
difusión de innovaciones tecnológicas (como maquinaria y fertilizantes químicos) y la
transformación de tierras de secano en tierras de regadío permitieron aumentar,
aunque fuera de manera modesta, los ingresos de muchos agricultores. Por su parte,
los salarios cobrados por los jornaleros agrícolas tendieron igualmente a crecer, en
especial tras la Primera Guerra Mundial y durante los primeros años de la Segunda
República. En dichos años, el gobierno, además de impulsar la ya conocida reforma
agraria, mejoró la capacidad de negociación de los jornaleros frente a los
terratenientes y extendió al sector primario la jornada semanal de 48 horas que ya
venía siendo común en las ciudades. A resultas de todo ello, el salario agrícola rompió
su tendencia al estancamiento y, durante los años de la Segunda República, incluso
tendió a estrecharse la brecha que tradicionalmente lo había venido separando del
salario industrial.
De este modo, el crecimiento del PIB per cápita que hemos visto en el tema
anterior, al hacer posible un crecimiento de los ingresos tanto en las ciudades como en
el campo, condujo a un aumento generalizado del nivel de consumo. (De hecho, el
crecimiento medio anual del consumo per cápita fue durante las primeras décadas del
siglo XX superior al de la segunda mitad del siglo XIX.) No hubo un cambio estructural
acentuado dentro de dicho consumo, y la satisfacción de las necesidades más básicas
(con la alimentación en primer lugar) continuó absorbiendo la mayor parte del
presupuesto familiar. Pero, al menos, la (mayor parte de la) población pasó a ser
ahora capaz de satisfacer dichas necesidades de manera más holgada y agradable.
El progreso de los niveles de vida entre finales del siglo XIX y la Guerra Civil
queda refrendado, además, por dos de los indicadores sintéticos que venimos
manejando. El Índice de Desarrollo Humano creció con rapidez conforme también lo
hicieron la renta disponible, la esperanza de vida y la tasa de alfabetización. De hecho,
aunque España se encontraba a una distancia considerable de las principales
economías europeas en términos de PIB per cápita y a duras penas había sido capaz
de detener su proceso de divergencia con las mismas durante el primer tercio del siglo
XX, la distancia que le separaba de ellas en términos de IDH era mucho menor como
consecuencia de la rápida reducción del riesgo de mortalidad que venía
produciéndose desde finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX (cuadro 11.3). Por
su parte, un segundo indicador sintético de las condiciones de vida, la estatura,
también mostró un progreso claro. Aunque las generaciones que sufrieron la
mortalidad catastrófica de la gripe de 1918-19 terminaron viviendo un pequeño
retroceso en sus estaturas, se trató de un golpe aislado. En términos generales, la
estatura progresó con claridad desde las décadas finales del siglo XIX hasta el
estallido de la Guerra Civil. Buena muestra de los progresos que, en los diversos
aspectos relacionados con el nivel de vida, tuvieron lugar durante dicho periodo.
Cuadro 11.3. Índice de Desarrollo Humano (valor mínimo = 0; valor máximo = 1)
España España / Europa occidental (%)
1850 0,23 1900 0,35 68 1933 0,53 83 1950 0,61 88 1975 0,79 97 1985 0,84 99 2000 0,91 99
Fuente: Carreras, Prados de la Escosura y Rosés (2005).
Esto no quiere decir que, junto a los progresos, no hubiera también problemas.
Es cierto que los salarios urbanos tendieron a aumentar, pero no lo hicieron, por
ejemplo, cuando durante la Primera Guerra Mundial el crecimiento económico dio
lugar a una inflación rápida que superó con mucho el crecimiento nominal de los
salarios. Es cierto que los ingresos de los agricultores crecieron, pero no durante la
impactante crisis de finales del siglo XIX, cuando la competencia de los productos
extranjeros volvió muchas explotaciones poco o nada rentables. Incluso más adelante,
cuando el viraje hacia el proteccionismo dio seguridad al sector agrario español, los
salarios percibidos por los jornaleros crecieron más lentamente que la renta de la tierra
percibida por los terratenientes. En el plano del consumo, además, el crecimiento del
nivel medio de consumo fue irregular y estuvo sujeto a numerosas fluctuaciones. Estas
fluctuaciones, a su vez, provocaban un problema a las empresas industriales, que
debían ajustar su oferta a una demanda poco predecible. Este problema afectaba
gravemente a los trabajadores de las empresas industriales, quienes en muchas
ocasiones debían aceptar sistemas de flexibilidad horaria para que la empresa se
adaptara a las fluctuaciones de la demanda; y, cuando la fuerza de los sindicatos fue
obstaculizando la puesta en marcha de este tipo de sistemas, las empresas optaron
directamente por efectuar ajustes de plantilla cuando la demanda caía, por lo que
muchos trabajadores se encontraban en una situación muy inestable, encadenando
empleos intermitentes y temporadas de desempleo.
Finalmente, la indudable expansión que tuvo lugar en el nivel de consumo no
puede ocultar que persistían importantes disparidades entre unas y otras clases
sociales. La modernización económica estaba siendo beneficiosa para la inmensa
mayoría de la sociedad, e incluso es posible que, de la mano de mecanismos
equilibradores como el cambio ocupacional y la emigración campo-ciudad (que
permitían a la población agraria acceder a otros empleos con niveles salariales
sustancialmente superiores), el nivel agregado de desigualdad estuviera tendiendo a
disminuir. Pero se trataba de una disminución muy leve, y sobre unos niveles de
partida que además eran muy altos; existía así una percepción social muy extendida al
respecto de la gravedad de las disparidades.
Quizá por ello, la conflictividad social fue aumentando a lo largo del periodo. En
las ciudades más industriales, se intensificaron las actividades de protesta obrera,
como las huelgas, en ocasiones respondidas con actividades de represalia
empresarial, como los cierres patronales. En las zonas rurales del sur del país, los
sindicatos de jornaleros cuestionaban el dominio económico y social ejercido por los
latifundistas. Los años de la Primera Guerra Mundial, con su elevada inflación
empequeñeciendo los salarios reales, y la revolución bolchevique en Rusia, con su
proyecto de instaurar una sociedad sin clases, fueron un punto de inflexión importante
en este aumento de la conflictividad. Más adelante, durante la Segunda República, la
sociedad española experimentó una polarización cada vez más acusada: los primeros
gobiernos, de orientación izquierdista, tomaron partido en la lucha de clases a favor de
los trabajadores urbanos y los jornaleros agrícolas, pero al coste no sólo de
enfrentarse a las elites empresariales y terratenientes, sino también de perder apoyo
entre amplios sectores del pequeño empresariado urbano o el pequeño campesinado.
Probablemente, esta tensión, por sí sola, sin combinarse con otras fuentes
independientes de tensión (las discusiones sobre el papel de la Iglesia en la vida
pública o sobre la organización territorial del Estado), no habría sido suficiente para
conducir a una guerra civil. Pero, por otro lado, también habría sido difícil que dichas
fuentes de tensión hubieran generado un desenlace tan trágico de haber existido una
sociedad de clases medias con menores niveles de desigualdad.
LAS PENURIAS DEL PRIMER FRANQUISMO (1936-1950)
Durante la Guerra Civil y el primer franquismo, el nivel de vida del español
medio tendió a deteriorarse y la desigualdad entre clases sociales tendió a acentuarse.
Los problemas sufridos durante la Guerra Civil pueden considerarse hasta cierto punto
normales, dadas las peculiares circunstancias que rodean a todo conflicto bélico. En
cambio, que la mayor parte de indicadores de nivel de vida no recuperaran sus valores
prebélicos hasta entrada la década de 1950 prueba el duro impacto que sobre la
población tuvo el fracaso económico del primer franquismo.
A lo largo del primer franquismo, los salarios reales cayeron. Finalizada la
Guerra Civil, el gobierno fijó los salarios nominales en su nivel prebélico, lo cual era
tanto como fijar unos salarios reales muy inferiores a los prebélicos, ya que durante la
guerra se había producido una inflación considerable. Más adelante, a lo largo de la
década de 1940, diversas regulaciones gubernamentales continuaron interviniendo en
el mercado laboral para fijar los niveles salariales que debían ser pagados por las
empresas, y estos niveles nunca llegaron a compensar el efecto de la inflación sobre
el poder adquisitivo. La inflación, además, era especialmente alta en los grupos de
bienes de alimentación y vestido-calzado, es decir, los que absorbían la mayor parte
del presupuesto familiar y podían por tanto golpear con mayor dureza a la mayor parte
de familias. A resultas de todo ello, el poder adquisitivo de las familias no recuperó su
nivel prebélico hasta comenzada ya la década de 1950: un severo corte de la
tendencia alcista que venía experimentando desde finales del siglo XIX y hasta la
Guerra Civil. Además, aunque la jornada laboral reglamentada continuó siendo, como
antes de la guerra, de 48 horas semanales, en numerosas empresas la jornada
efectiva terminó ascendiendo a 60 o 70 horas como consecuencia de la imposición a
los trabajadores de horas extraordinarias y de la recuperación de jornadas perdidas
por falta de inputs básicos (esto último un problema habitual para las empresas de la
España autárquica). Por tanto, el salario real por hora trabajada cayó de manera aún
más fuerte y no cabe duda de que las condiciones de vida de los trabajadores
empeoraron.
La respuesta obrera se mantuvo férreamente reprimida durante los primeros
años del franquismo. Los sindicatos obreros fueron prohibidos, y la organización de la
producción quedó en manos de los engañosamente denominados sindicatos
verticales. Es cierto que ya desde finales de la década de 1940 los obreros industriales
comenzaron a convocar de manera exitosa huelgas clandestinas (por ejemplo, la
huelgas generales de Vizcaya en 1947 y Barcelona en 1951), pero, sin perjuicio de la
importancia de estas huelgas, no cabe duda de que, en términos generales, el marco
institucional vigente dejaba muy poco espacio para que los obreros organizaran
acciones colectivas encaminadas a mejorar sus condiciones de remuneración y
horario.
La merma del poder adquisitivo de la población, por su parte, tuvo su reflejo
sobre los niveles de consumo, que tampoco recuperaron su valor prebélico antes de
finales de la década de 1950.
Las penurias de la posguerra afectaron con especial intensidad a las clases
populares; de hecho, durante estos años se produjo un aumento de la desigualdad
social. En las ciudades, aunque los empresarios se enfrentaron a diversos problemas
derivados del intervencionismo gubernamental, disponían de un mayor margen de
maniobra que los trabajadores para impedir una caída de su nivel de vida. Además, las
penurias alimentarias golpeaban con especial fuerza a las poblaciones más humildes,
para las que el fantasma del hambre, aparentemente ahuyentado ya durante las
décadas previas a la guerra, volvía ahora a estar presente. Cada familia recibía
semanalmente una cartilla de racionamiento de la Comisaría de Abastos que podía ser
canjeada por alimentos. (En una cadena agroalimentaria estrictamente intervenida por
la regulación gubernamental en todas sus fases, el racionamiento del consumo era
simplemente la regulación del último eslabón.) Sin embargo, los alimentos
proporcionados por la cartilla de racionamiento eran escasos, y las familias acudían al
mercado negro para suplementar sus dietas. El problema estribaba en que el precio
que los alimentos podían llegar a adquirir en el mercado negro era elevadísimo (como
consecuencia del riesgo que corrían sus promotores y del poder de mercado que
podían ejercer sobre sus compradores) y, además, los consumidores carecían de
garantías sobre su calidad, siendo comunes los fraudes (por ejemplo, la adulteración
de los alimentos, como la adición de agua a la leche) e inexistentes los mecanismos
de reclamación (por tratarse de transacciones ilegales que se desarrollaban a
espaldas de la Administración). El mercado negro, un subproducto del
intervencionismo franquista que produjo grandes beneficios ilegales a los empresarios,
políticos y burócratas que actuaban como oferentes, fue así un elemento fundamental
en el ensanchamiento de las disparidades entre clases sociales.
La desigualdad social también aumentó en las zonas rurales, en especial en las
ya de por sí desiguales sociedades latifundistas del sur del país. Estas sociedades
habían sido las principales destinatarias de la reforma agraria redistributiva de la
Segunda República, y por ello fueron también las principales destinatarias de la
contrarreforma agraria del franquismo. Las tierras entregadas a campesinos y
jornaleros fueron devueltas a sus propietarios originales. No pocos de estos pudieron
incluso aumentar su patrimonio a través de la reclamación de tierras adicionales que
consideraban les habían sido usurpadas. Además, la abolición de los sindicatos restó
capacidad de negociación a los jornaleros, cuyo salario real disminuyó, cuya jornada
laboral aumentó y cuyas condiciones de trabajo, en general, empeoraron; todo ello
mientras los ingresos percibidos por los propietarios crecían. Tampoco fueron buenos
años para los campesinos arrendatarios, que se vieron colateralmente perjudicados
por las medidas tomadas por el franquismo para castigar a los terratenientes
absentistas: con objeto de impedir que la tierra estuviera en manos de grandes
latifundistas que con frecuencia ni siquiera vivían en la comarca correspondiente, el
franquismo impulsó el fomento de la explotación directa de la tierra por parte de sus
propietarios. El resultado fue el desalojo de numerosos campesinos arrendatarios,
cuyas opciones de ascender a lo largo de su vida por algún tipo de escalera agraria se
vieron drásticamente recortadas.
En términos de nivel de vida, la única buena noticia del primer franquismo fue
la continuación del progreso previo en materia de sanidad y educación. En el campo
sanitario, en particular, se produjo, pese a las penurias de la posguerra, una
imponente reducción del riesgo de mortalidad (con el consiguiente aumento de la
esperanza de vida) como consecuencia de la difusión de vacunas, penicilina y
antibióticos. La continuación de los progresos en sanidad y educación hizo posible un
aumento del Índice de Desarrollo Humano durante la década de 1940; es decir, fue
suficiente para contrarrestar el deterioro del ingreso real. Sin embargo, la caída del
ingreso real, la caída en los niveles de consumo, el deterioro del estado nutritivo, la
mengua de las estaturas, el aumento de la jornada laboral efectiva y la intensificación
de la desigualdad (junto con la desaparición de instituciones que, como los sindicatos,
estaban orientadas a luchar contra tal desigualdad) suponen una acumulación
sustancial de evidencias al respecto de cómo, en términos generales, el fracaso
macroeconómico del primer franquismo condujo a una reducción del nivel de vida de la
población.
LOS PROGRESOS DEL SEGUNDO FRANQUISMO (1950-1975)
El acelerado crecimiento económico de la fase 1950-1975 se tradujo en un
fuerte aumento de los niveles de vida; un aumento, de hecho, más fuerte que el de
cualquier periodo anterior o posterior en la historia de España. En la década de 1950
comenzaron a relajarse las regulaciones que fijaban el nivel de salarios en los distintos
sectores y ocupaciones, con lo que los salarios quedaron listos para crecer a ritmos
aproximadamente similares a los de la productividad (que, como sabemos, serían
ritmos altos). Así, ya a finales de la década los salarios industriales habían recuperado
el poder adquisitivo de antes de la guerra y, a partir de la década de 1960, crecieron
con mayor rapidez aún.
El riesgo de desempleo tampoco era muy elevado, en primer lugar porque la
demanda de trabajo, estimulada por el acelerado crecimiento económico, crecía con
rapidez; y, en segundo lugar, porque los costes de despido fijados por la normativa
eran bastante elevados. En un intento por garantizar la estabilidad de los trabajadores
en el empleo (y compensarles así por la prohibición de actuar colectivamente a través
de sindicatos), el régimen fijó altos costes de despido que movieron a las empresas a
confeccionar plantillas relativamente fijas. En situaciones de demanda baja, las
empresas no despedían rápidamente a los trabajadores sobrantes. Y, en situaciones
de demanda alta, las empresas movían a los trabajadores ya contratados a realizar
horas extraordinarias. De hecho, los pagos por estas horas extraordinarias, junto con
diversos complementos que fueron añadiéndose al salario base en numerosas
empresas, contribuyeron de manera importante al aumento de los ingresos de los
trabajadores. Además, aunque la jornada legal siguió fijada en 48 horas semanales,
cada vez más empresas, con la autorización pertinente de la Administración, pactaron
con sus trabajadores reducciones horarias. Durante la segunda mitad del franquismo,
y a pesar de las horas extraordinarias, la jornada efectivamente realizada por los
trabajadores cayó así al entorno de las 44 horas.
Cuadro 11.4. Tasa de variación media anual (%) del salario agrario en términos reales
1913-1935 1935-1950 1950-1975 1975-2000
2,0 –3,0 6,9 1,4
Fuente: Maluquer de Motes y Llonch (2005). Elaboración propia.
También los ingresos de la población agraria crecieron con rapidez. Desde
finales de la década de 1950, conforme el éxodo rural hacia las ciudades iba
acelerándose, la escasez de mano de obra en el campo presionó al alza sobre los
salarios agrícolas (cuadro 11.4). De ese modo, pese a la contrarreforma agraria del
franquismo, los propietarios no tuvieron más remedio que pagar unos salarios cada
vez mayores a sus jornaleros. También los ingresos de los agricultores familiares
tendieron a crecer: la implantación del nuevo bloque tecnológico (maquinaria, inputs
químicos, nuevas semillas y razas ganaderas) y la expansión del regadío impulsaron
un rápido crecimiento de la productividad agraria y, aunque los agricultores, afectados
por el importante desembolso de sus nuevas inversiones y por el poder de mercado
que sobre ellos ejercía la industria alimentaria a la hora de fijar el precio de los
productos, no pudieron retener para sí toda esta ganancia de productividad, su nivel
de ingreso sin duda aumentó. (Ninguna de estas mejoras, ni la de los jornaleros ni la
de los agricultores fue sin embargo suficiente para cerrar la brecha que los separaba
de los trabajadores urbanos y detener el éxodo rural, sobre todo de las nuevas
generaciones.)
Cuadro 11.5. Porcentaje de renta percibida por cada decila de hogares en España
1964 1980 1996 Primera 1,43 2,41 2,99 Segunda 3,31 3,98 4,61 Tercera 4,66 5,20 5,36 Cuarta 6,12 6,31 6,30 Quinta 7,23 7,38 7,66 Sexta 8,46 8,80 8,52 Séptima 9,18 10,01 9,74 Octava 10,35 11,53 11,62 Novena 12,41 15,05 14,97 Décima 36,65 29,23 28,23
Fuente: Carreras, Prados de la Escosura y Rosés (2005).
El aumento de los niveles de vida se generalizó a la inmensa mayoría de la
sociedad española y, de hecho, el nivel de desigualdad entre las distintas clases
sociales tendió a disminuir durante este periodo (cuadro 11.5). A ello contribuyó el
acelerado crecimiento económico, que generó amplias oportunidades de promoción
social. También contribuyó, de manera fundamental, el cambio ocupacional: el
trasvase de población agraria con ingresos sustancialmente inferiores a la media a los
sectores secundario y terciario, en los que sus ingresos pasaban a situarse en el
entorno de dicha media, hizo mucho por reducir las disparidades de ingresos dentro de
la sociedad española. Incluso dentro de la propia sociedad rural, el aumento de las
alternativas urbanas mejoró la posición relativa de los grupos más humildes, al
permitirles recibir remesas de sus familiares emigrados a la ciudad y plantearse la
posibilidad de emigrar ellos también, erosionando así los mecanismos tradicionales de
reproducción de la desigualdad (que dependían de la concentración de la propiedad
de la tierra).
La fuerte expansión de la demanda de trabajo en los sectores no agrarios fue,
por lo tanto, fundamental. Además, esta expansión también contribuyó, como hemos
visto, a minimizar los niveles de desempleo, lo cual constituía igualmente un factor de
cohesión social. La desigualdad no se habría reducido tanto si los emigrantes
procedentes del medio rural no hubieran podido encontrar empleo en las ciudades (y
hubieran generado entonces bolsas de marginalidad urbana) o si, habiéndolo
encontrado, se hubieran visto expuestos a un alto riesgo de perderlo. Pero el riesgo de
desempleo era relativamente bajo: la demanda de trabajo crecía con fuerza y, aunque
la oferta no se quedaba atrás como consecuencia de la aceleración del crecimiento
natural (en los años del baby boom) y la masiva emigración campo-ciudad, también
hay que tener en cuenta que el crecimiento de esta oferta se encontraba limitado por
factores como la emigración al extranjero o la baja participación de la mujer en el
mercado de trabajo. (Factores a los que no era ajeno el propio franquismo, con sus
acuerdos para instalar emigrantes españoles en otros países o su insistencia en la
orientación de las vidas femeninas hacia el hogar y la familia.)
Eso sí: la desigualdad social prevaleciente en España a la altura de 1975 era
todavía una de las más elevadas de Europa. Al fin y al cabo, la mayor parte de la
reducción de la desigualdad había sido consecuencia de las fuerzas del mercado (vía
crecimiento económico y cambio estructural), pero faltaban las fuerzas institucionales
activas en otros países: unos sindicatos obreros fuertes capaces de ejercer un
contrapeso al poder empresarial, una sistema fiscal progresivo (que, al imponer cargas
proporcionalmente más elevadas a las rentas altas, se convirtiera en un mecanismo
automático de redistribución de la renta) y un gasto social propio del Estado del
bienestar.
Con todo, el rápido crecimiento de los ingresos y la lenta reducción de la
desigualdad fueron suficientes para conducir a la formación de una sociedad de
consumo de masas en España, en especial desde finales de la década de 1950. Tras
las penurias de la posguerra, el nivel de consumo creció con mayor rapidez que en
cualquier otro periodo de la historia. Trataremos el tema en la próxima práctica.
¿CUÁL FUE EL IMPACTO DE LA CRISIS DE 1975-1985?
La crisis económica de la década de 1970 llegó con algo de retraso a España,
pero se prolongó largamente, hasta los inicios de la década de 1980. El impacto de la
crisis sobre el nivel de bienestar de la población fue claro y se desplegó a través de
dos mecanismos: el aumento del desempleo (cuadro 11.6) y el estancamiento del
consumo.
Cuadro 11.6. Población desempleada y tasa de desempleo
1977 1985 1990 1994 2001 Población desempleada (miles) 760,1 3.024,4 2.499,8 3.856,7 1891,8 Tasa de desempleo (%) 5,7 21,5 16,1 23,9 10,5
Fuente: Nicolau (2005).
El aumento del desempleo golpeó con especial dureza a los trabajadores no
cualificados. El desempleo aumentó en parte debido al estancamiento de la demanda
agregada y la crisis de los sectores golpeados por la desindustrialización (o por lo que
en ese momento se llamó eufemísticamente la “reconversión industrial”), que hicieron
que los empresarios demandaran menos mano de obra que en el pasado. La inversión
empresarial, y con ella la demanda de mano de obra, también se vio afectada por la
caída de la tasa de beneficio a la que condujo la persistencia de importantes costes
laborales, tanto en lo que se refería al pago de salarios (salarios que, por los motivos
que estudiaremos más adelante, se mostraron poco flexibles a la baja) como al pago
de las cotizaciones a la Seguridad Social. El desempleo aumentó asimismo por
motivos de oferta: la oferta de mano de obra crecía con rapidez como consecuencia de
la entrada en edad laboral de la generación del baby boom franquista, así como por el
final de la era de las emigraciones hacia Europa (y el regreso de muchos de los
emigrantes que habían emigrado antes de que la crisis golpeara también a sus países
de destino). Además de por estos desajustes entre las tendencias de la demanda
(bajista) y la oferta (alcista) de mano de obra, la tasa de desempleo también se disparó
porque la regulación del mercado laboral, muy influida aún por la herencia
intervencionista del periodo franquista, impedía que los empresarios utilizaran formas
de contratación flexibles. De este modo, aunque los trabajadores que sí tenían un
empleo mantenían un importante grado de seguridad en el mismo, los trabajadores
desempleados y los jóvenes que buscaban acceder a su primer empleo encontraban
dificultades para ser contratados, ya que, en unos años de crisis e incertidumbre, los
empresarios dudaban antes de incorporar nuevos trabajadores a sus empresas. La
combinación de estos diversos factores hizo que España pasara a tener una de las
tasas de desempleo más elevadas de toda Europa. Las implicaciones sociales y
distributivas de una tasa de desempleo superior al 20 por ciento eran graves, ya que
suponía cargar sobre los hombros de los desempleados, muchos de ellos obreros no
cualificados pertenecientes a estratos ya de por sí poco elevados del escalafón social,
el principal coste de la crisis. Frente a este grave problema, el hecho de que la jornada
laboral fuera reduciéndose paulatinamente hasta las 40 horas semanales y las
vacaciones pagadas se extendieran hasta 30 días (aspectos ambos que suponían una
indudable mejora con respecto al pasado) quedó en un segundo plano.
El otro mecanismo por el que la crisis afectó al nivel de vida fue el
estancamiento del consumo. Una vez descontada la inflación, el gasto en consumo del
español medio se mantuvo prácticamente congelado entre 1975 y 1985. Si entre 1950
y 1975 se había producido una impresionante expansión en los niveles de consumo de
todos los estratos sociales, la crisis económica cortó esta tendencia. La gravedad
social de este estancamiento del consumo era bastante menor que la del aumento del
desempleo, ya que, al fin y al cabo, España se había convertido ya durante el periodo
previo en una moderna sociedad de consumo en la que la inmensa mayoría de la
población tenía bien cubiertas sus necesidades básicas. ¿Cómo de grave era, desde
el punto de vista del bienestar de las personas, que durante unos años no fuera
posible expandir aún más el consumo hacia necesidades de menor importancia o
hacia nuevos deseos inducidos por las empresas y sus campañas publicitarias?
El aumento del desempleo era, como ya se ha argumentado, un problema
mucho más grave que el estancamiento del consumo. Por ello, no es sorprendente
que durante los años de la crisis se produjera un recrudecimiento del conflicto
distributivo. Durante el franquismo, en ausencia de sindicatos obreros que
representaran los intereses de los trabajadores frente a los intereses de los
empresarios, el conflicto distributivo había ocupado un papel secundario. Con el paso
a la democracia y el regreso de los sindicatos obreros a la legalidad, en una época
caracterizada por la mayor crisis económica que se había vivido en el mundo desde
los tiempos de la Gran Depresión, el conflicto distributivo entre capital y trabajo se
recrudeció. Los sindicatos, de entre los cuales los más importantes por número de
afiliados terminarían siendo Comisiones Obreras (CC.OO.) y la Unión General de
Trabajadores (UGT), adquirieron características de bien público, ya que los acuerdos a
que llegaran con los empresarios se considerarían automáticamente extensibles a
todos los trabajadores, y no sólo a sus afiliados (lo cual restaba incentivos a la
afiliación y es uno de los factores que explica la baja tasa de afiliación de la población
activa española).
En un primer momento, los sindicatos se aseguraron de que los trabajadores
no se vieran golpeados por la extraordinaria inflación del periodo (recuérdese que la
crisis de la década de 1970 fue en todo el mundo occidental una crisis de
“estanflación”) a través de subidas de salarios nominales que impidieran una caída de
los salarios reales. Dado que, sin embargo, era fácil para los empresarios, sobre todo
para los que menos expuestos estaban a la competencia extranjera (que aún eran
muchos en una economía todavía muy intervenida y protegida), responder a la
previsible contracción de sus beneficios a través de un nuevo aumento de los precios,
el resultado fue una espiral inflacionista. Esto movió a los principales partidos políticos
y organizaciones sociales (entre ellas, los sindicatos) a consensuar en los Pactos de la
Moncloa la moderación de los salarios y el abandono de las cláusulas de revisión
salarial vinculadas automáticamente a la inflación pasada; en su lugar, la revisión
salarial pasó a vincularse a la inflación oficialmente prevista. Durante la mayor parte de
la década de 1980, el conflicto distributivo se hizo aún más explícito de la mano de
numerosas manifestaciones, protestas y huelgas. El aumento del desempleo condujo
a mayor conflictividad social, mientras los empresarios culpaban del desempleo a una
regulación del mercado laboral que consideraban excesivamente intervencionista y
rígida, al fijar altos costes para el despido (costes que, según ellos, desincentivaban la
contratación de trabajadores nuevos mientras no se saliera de la crisis) y establecer
numerosos impedimentos a la firma de contratos temporales (que los empresarios
veían como una forma de crear empleo en los inciertos tiempos de crisis).
El conflicto distributivo entre capital y trabajo, arbitrado por el gobierno a lo
largo de los años posteriores, no tuvo una resolución claramente favorable a ninguno
de los dos bandos. Cuando el gobierno socialista de Felipe González, que disfrutó de
mayoría absoluta durante casi toda la década de 1980, impulsó una flexibilización de
las figuras contractuales con objeto de facilitar la contratación temporal y los contratos
de prácticas, los sindicatos reaccionaron de manera muy negativa y en 1988,
considerándose abandonados por un gobierno que se decía de centro-izquierda,
convocaron una huelga general que tuvo un notable seguimiento. Los empresarios,
por su parte, opinaban que los costes del despido continuaban siendo demasiado
altos, desincentivando la creación de empleo. También consideraban que la forma en
que se negociaban los convenios colectivos que regulaban los salarios y las
condiciones de trabajo (una negociación en cascada en la que se fijaban unos
mínimos a nivel nacional para cada sector y posteriormente iban negociándose
convenios más concretos que podían alterar lo pactado a nivel nacional solamente en
un sentido favorable al trabajador) era muy favorable para los sindicatos pero lesiva
para los intereses de los empresarios.
El hecho de que la mayor parte de este debate entre los representantes de los
trabajadores y los representantes de los empresarios se haya prolongado hasta
nuestros días, con especial crispación a partir de la nueva crisis económica iniciada en
2008, muestra hasta qué punto el conflicto no encontró una solución en los años
posteriores a la crisis de 1975-85. En realidad, fue el regreso del crecimiento
económico lo que, al aumentar el tamaño de la tarta que debía repartirse entre
empresarios y trabajadores, hizo posible que estos llegaran más fácilmente a acuerdos
sobre cómo realizar el reparto. El regreso del crecimiento económico, primero entre
1986 y 1992 y más tarde entre 1995 y 2008, permitió suavizar el conflicto distributivo y,
pese a que no faltaron nuevas huelgas generales, la intensidad huelguística tendió a
disminuir.
NUEVOS PROGRESOS, NUEVOS PROBLEMAS (1985-2007)
La apertura de una nueva fase alcista de crecimiento permitió a la economía
española reducir las altísimas tasas de desempleo, en el entorno del 20 por ciento,
que habían persistido durante la crisis de 1975-1985. Sin embargo, el desempleo
continuó siendo el principal problema social generado por la economía. Ello fue así
debido a que, a pesar de la reducción, ni siquiera en los años de bonanza económica
logró España situarse en un nivel próximo al pleno empleo. De hecho, nunca llegó a
bajar del umbral del 7 por ciento, lo cual reflejaba la existencia de un desempleo
estructural de difícil erradicación. Además, buena parte del empleo que sí se creaba
era empleo precario y de mala calidad, dentro de un mercado laboral que tendía a
segmentarse entre, por un lado, trabajadores con contrato fijo y protegidos por
diversas regulaciones y, por el otro, trabajadores temporales cuyas condiciones
laborales eran mucho peores. (Esta fue, por cierto, otra de las razones por las cuales
la intensidad huelguística tendió a disminuir a partir de finales de la década de 1980.)
Por otro lado, y de manera aún más grave desde el punto de vista social, a lo
largo del periodo posterior a 1986 quedó comprobado que la economía española
necesitaba grandes dosis de crecimiento económico para crear empleo; o, dicho en
otros términos, quedó comprobado que, en cuanto el crecimiento económico se
ralentizaba, las cifras de desempleo volvían a aumentar. De tal modo que la breve
crisis coyuntural de 1993-94 o la más estructural y profunda crisis iniciada en 2008
rápidamente generaron un nuevo crecimiento de la tasa de desempleo por encima del
20 por ciento. Mientras que otras economías europeas necesitaban menos crecimiento
económico para generar empleo y no destruían tanto empleo cuando su PIB per cápita
se estancaba, España se distinguía por su gran fragilidad en términos de empleo. La
existencia de prestaciones por desempleo, en el marco del moderno Estado del
bienestar aliviaba en parte las dificultades de la población golpeada por el desempleo,
pero no podía evitar que el coste de las crisis económicas recayera en mucha mayor
medida sobre los desempleados, con bajos ingresos y alta incertidumbre, que sobre el
resto de la población.
Pese al problema recurrente del desempleo, uno de los aspectos más
importantes de la historia económica española posterior a 1986 fue la apertura de un
nuevo ciclo de expansión en el consumo. Tras el parón de 1975-1985, se produjo de
nuevo un rápido crecimiento en el gasto en consumo acompañado de cambios
estructurales. Es decir, no sólo más consumo, sino también un consumo (en parte)
diferente. Para cuando en 2008 comenzó la actual crisis, nuevos patrones de consumo
se habían difundido entre los más diversos sectores de la población española. Esto fue
posible porque, durante esta fase de expansión, no sólo hubo crecimiento del ingreso
medio, sino también una ligera mejoría en su distribución social (sin perjuicio de que el
nivel español de desigualdad continuara siendo uno de los más elevados de Europa
occidental).
12 Consumo
El régimen de consumo de las poblaciones europeas preindustriales se
caracterizaba por su precariedad. Se consumía poco, y la mayor parte de lo que se
consumía buscaba satisfacer necesidades básicas como la alimentación, el vestido y
la vivienda. Y ni siquiera así estaba garantizada la satisfacción de estas necesidades:
la alimentación, por ejemplo, era con frecuencia insuficiente, irregular y poco variada.
Tan sólo para una estrecha elite de privilegiados eran algo diferentes las cosas.
Durante la industrialización, en cambio, fueron perfilándose cambios decisivos
en las pautas de consumo. El cambio no fue inmediato, y se produjo ya bien entrado el
siglo XIX (y no tanto en la primerísima etapa de la revolución industrial). Ahora bien,
una vez que se produjo cambió para siempre a las sociedades europeas. Conforme
fue aumentando el nivel de ingreso, también lo hizo el gasto en consumo. Se inició una
transición nutricional en virtud de la cual las ingestas alimenticias pasaron a hacerse
más regulares y abundantes, así como más variadas a raíz de la incorporación de
cantidades crecientes de carne y productos lácteos (en contraste con las dietas
tradicionales, muy centradas en los cereales, las legumbres y las patatas). Esta
transición nutricional fue además compatible con un paulatino aumento de consumos
nuevos, muchos de ellos vinculados a unas viviendas cuyas características mejoraron
con claridad.
En las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, estos cambios,
anteriormente circunscritos a las clases altas y medias, se difundieron a lo largo y
ancho del espectro social. Se formó así una sociedad de consumo de masas. La
transición nutricional culminó con rapidez, sin que por ello la alimentación absorbiera
sino una parte decreciente de los presupuestos familiares. Quedó así un amplio
margen para el crecimiento en el consumo de todo tipo de bienes, desde automóviles
hasta frigoríficos o televisores, e incluso servicios hasta entonces poco consumidos
como los turísticos.
Tras la crisis de la década de 1970, finalmente, emergió un régimen de
consumo menos masivo, más diversificado, en el que se multiplicaban las opciones a
disposición del consumidor, si bien la contribución del consumo al bienestar
psicológico de aquel parecía entrar en rendimientos decrecientes.
UN RÉGIMEN DE CONSUMO PRECARIO (1500-1850)
Dado que, en la España del Antiguo Régimen, el nivel de renta era bajo, la
mayor parte de dicha renta se destinaba a la satisfacción de necesidades básicas y,
entre ellas, en primer lugar la alimentación. Pese a ello, en la mayor parte de familias,
la alimentación era deficiente y monótona. Las raciones alimenticias eran escasas y en
muchos casos a duras penas servían para cubrir los requerimientos nutritivos
necesarios para desempeñar con vigor los trabajos físicos en que se empleaba la
mayor parte de la población. De hecho, las deficiencias en la alimentación debilitaban
las defensas inmunológicas de los individuos y contribuían a aumentar su riesgo de
mortalidad. Además, se sucedieron los episodios de crisis de subsistencias, sobre todo
en la última década del siglo XVIII y la primera década del siglo XIX. Durante estos
episodios, la inelasticidad de la oferta agraria y los problemas del transporte interior
(lastrado por unos elevados costes en parte imputables a la geografía del país) podían
conducir a graves penurias y fuertes recortes en las raciones alimenticias de la
población más humilde.
La dieta preindustrial no sólo era deficiente en su cantidad, sino también en su
calidad. Se trataba de una dieta monótona en la que los cereales y las legumbres
tenían un gran protagonismo, día tras día, comida tras comida. Por el contrario, la
carne apenas formaba parte de la dieta de las clases populares, salvo en días de
fiesta y ocasiones señaladas. De hecho, aunque no hay estadísticas fiables para el
conjunto del país, hay indicios de que el consumo de carne tendió a caer durante la
segunda mitad del siglo XVIII y las primeras décadas del siglo XIX. Esto era un rasgo
que España compartía con el resto de Europa: los precios de la carne eran demasiado
elevados para que la población pudiera consumirla de manera masiva y regular.
Otro de los gastos importantes de las familias era la vivienda, sobre todo en el
caso de las familias urbanas que no poseían su vivienda en propiedad y veían cómo el
alquiler de la misma tenía un peso destacado en sus gastos totales. Se trataba, en el
caso de las viviendas urbanas, de alojamientos tremendamente precarios, llenos de
problemas higiénicos. Los miembros de la familia vivían hacinados en un espacio
habitable muy pequeño y con frecuencia la vivienda carecía de medios adecuados
para la ventilación del aire o la evacuación de las aguas residuales. Las viviendas de
las clases populares urbanas se convertían así en terreno abonado para la
propagación de enfermedades y epidemias. No en vano, a lo largo del periodo
preindustrial (y, en realidad, hasta comienzos del siglo XX), la tasa de mortalidad
urbana fue superior a la tasa de mortalidad rural. Los problemas de salud pública e
higiene privada fueron los principales responsables de esta alta mortalidad
prevaleciente en la sociedad preindustrial. En las zonas rurales, por su parte, las
características de las viviendas campesinas tampoco eran mucho mejores. Eran algo
más espaciosas, pero el frío se erigía en un problema de primer orden. Esto también
era un problema en la ciudad, pero en algunas zonas rurales se hacía sentir con
mayor intensidad. Las viviendas carecían de buenos sistemas de calefacción, por lo
que protegerse contra el frío requería el uso de grandes cantidades de madera como
combustible. En función de las características forestales de la comarca en cuestión, y
en función de las regulaciones que pesaran sobre los montes de los alrededores, esto
podía no estar siempre asegurado.
Si la alimentación y la vivienda nos dan una idea de lo precaria que era, en
términos materiales, la existencia de las clases populares durante el Antiguo Régimen,
también nos ilustran el estrato superior en que se encontraban la aristocracia y los
empresarios. Las clases acomodadas contaban con una dieta más rica y variada. Su
ingesta calórica era más que suficiente para cubrir sus necesidades nutritivas,
necesidades que además no eran tan altas como las de la población campesina
porque las clases acomodadas no se dedicaban a ocupaciones exigentes desde el
punto de vista físico. Se trataba también de una dieta en la que, junto a los cereales y
legumbres, los productos de origen animal, en especial la carne, eran consumidos con
regularidad. Hasta tal punto la alimentación abundante y diversificada era un símbolo
de estatus que se daban numerosos casos de obesidad entre las familias
acomodadas. También las características de las viviendas reflejaban las diferencias
sociales: en las mansiones rurales de la aristocracia nunca faltaba la madera
necesaria para calentar adecuadamente la vivienda, mientras que en los palacios
urbanos no se respiraba la atmósfera viciada y mórbida de las viviendas populares.
Otro símbolo de estatus por parte de las clases acomodadas era el consumo
de bienes duraderos y semiduraderos como joyas, sábanas y objetos para la
decoración doméstica. A lo largo del siglo XVIII, el consumo de este tipo de bienes
aumentó entre las clases altas, beneficiadas por el modesto crecimiento económico
del periodo y por el hecho de que, como acabamos de ver, las estructuras distributivas
de la economía española canalizaran hacia ellas una parte más que proporcional de
los frutos de dicho crecimiento. Sin duda, a lo largo de este periodo se renovó la
cultura del consumo, poniéndose de moda entre las clases altas estos nuevos bienes.
La nueva cultura del consumo, además, iría filtrándose lentamente hacia estratos más
bajos de la escala social. Las clases medias (campesinos independientes propietarios
de explotaciones de cierto tamaño, artesanos urbanos propietarios de talleres
consolidados) pronto adquirieron estas nuevas aspiraciones de consumo y, conforme
fueron accediendo a mayores niveles de renta (cosa que ocurrió, pero de manera lenta
y discontinua a lo largo de nuestro periodo), pasaron a emular en la medida de sus
posibilidades algunos consumos de las clases altas. La mayor parte de la población
continuó quedando al margen de estas nuevas prácticas, pero incluso entre las clases
populares iba haciendo pie la nueva cultura del consumo y la aspiración de (algún día)
poder hacer realidad siquiera una pequeña parte de sus impulsos de emulación.
EL CONSUMO ENTRE 1850 Y 1950: PROGRESOS, LIMITACIONES Y RETROCESOS
El crecimiento económico moderno que se produjo durante el siglo previo a la
Guerra Civil condujo a un aumento generalizado del nivel de consumo, sobre todo a
partir de finales del siglo XIX. No hubo un cambio estructural acentuado dentro de
dicho consumo, y la satisfacción de las necesidades más básicas (con la alimentación
en primer lugar) continuó absorbiendo la mayor parte del presupuesto familiar. Ahora
bien, la población pasó a ser ahora capaz de satisfacer dichas necesidades de manera
más holgada y agradable.
Destacó en este sentido el inicio de una transición nutricional que en el largo
plazo supondría una profunda transformación en la dieta de los españoles. La dieta
tradicional, como vimos, se había caracterizado por ingestas precarias e irregulares,
así como por una dieta monótona ampliamente dominada por los cereales, las
legumbres y las patatas, con escaso peso para las frutas, las hortalizas y los productos
de origen ganadero como la carne, los lácteos o los huevos. La transición nutricional
consistió en el paso a dietas caracterizadas por la abundancia y la diversidad, en
particular por un aumento en el peso de las frutas, las hortalizas y los productos de
origen ganadero; dietas que garantizaban a la población una mayor ingesta de los
nutrientes básicos, como calorías y proteínas, y una mayor calidad de los mismos a
resultas del aumento de la proporción de proteínas de origen animal.
A la altura de la Guerra Civil, esta transición nutricional se encontraba, al igual
que la transición demográfica, la transición energética o el cambio ocupacional, a
mitad de camino. Ni mucho menos se había difundido la nueva dieta al conjunto de la
sociedad, en particular a las clases más desfavorecidas. Además, la rigidez de la
oferta de algunos productos (en especial, la carne y la leche) impedía una expansión
mayor de las nuevas pautas alimenticias; así, por ejemplo, en la ciudad de Madrid el
consumo de carne llegó incluso a descender en algunos momentos del periodo.
Sin embargo, la transición había comenzado: las familias destinaron buena
parte de sus aumentos de renta a ir mejorando su dieta. En primer lugar, compraron
más alimentos básicos, derivados del cereal, con objeto de paliar las carencias
tradicionales de su alimentación; además, pudieron permitirse comprar mejores
derivados del cereal, sustituyendo así los panes de cereales considerados inferiores
(como el pan de centeno, de aspecto negruzco) por panes de cereales considerados
superiores (como el pan blanco fabricado a partir de harina de trigo). Y, en segundo
lugar, comenzaron a comprar (sobre todo las clases medias) cantidades crecientes de
nuevos productos que diversificaban la dieta: productos hortofrutícolas y de origen
ganadero. Esta diversificación de la dieta fue abiertamente apoyada por las
instituciones y por la profesión médica, que, por ejemplo, impulsaron campañas para
publicitar los beneficios que el consumo de leche (hasta entonces, un alimento
considerado exclusivo para enfermos e impropio de personas sanas) tenía para la
salud. La difusión de los nuevos elementos de la dieta también fue favorecida por una
cultura de la emulación que llevaba a cada grupo social a destinar buena parte de sus
incrementos de renta a imitar los consumos que (como había sido el caso, por
ejemplo, de la carne) hasta entonces se consideraban propios de grupos más
acomodados.
Las familias también utilizaron sus incrementos de renta para satisfacer mejor
otras necesidades básicas. La compra de prendas textiles y artículos de calzado se
hizo más frecuente, aumentando tanto en cantidad como en calidad. Otra parte de la
renta debía destinarse, en las ciudades, al pago del alquiler de la vivienda, ya que la
mayor parte de la propiedad inmobiliaria estaba en manos de las clases acomodadas
y, por lo general, las familias urbanas de clase obrera no poseían su propia vivienda
(ni tenían capacidad para terminar poseyéndola a medio plazo). Aun con todo, las
condiciones de las viviendas mejoraron, y el grado de hacinamiento de las familias
descendió. Además, a lo largo del primer tercio del siglo XX diversas iniciativas
públicas, en parte inspiradas por el pensamiento higienista de la época (que
reaccionaba contra las pésimas condiciones de salud pública de tantas y tantas
ciudades europeas), condujeron a una planificación urbanística más ordenada, a la
instalación de sistemas de alcantarillado y gestión de recursos, y a la mejora de los
sistemas de prevención y lucha contra la enfermedad. La vida urbana, por tanto, se
volvió más digna.
La satisfacción de las necesidades básicas de alimentación, vestido y vivienda
continuó absorbiendo la mayor parte de los ingresos familiares, pero las clases medias
fueron ya durante este periodo capaces de ir diversificando sus consumos. Estos
hogares comenzaron a verse poblados por nuevos electrodomésticos, como máquinas
de coser, aparatos de radio y teléfonos. Junto a ellos, algunas familias, más
acomodadas, también realizaron un considerable desembolso en otro bien de
consumo duradero: el automóvil. Unas y otras aumentaron igualmente su consumo de
ocio, por ejemplo a través de la compra de libros o la asistencia a representaciones
teatrales. Poco a poco, iba calando entre las clases medias y acomodadas una nueva
cultura del consumo que iba más allá de las necesidades básicas. Aunque, como
hemos visto, los orígenes de esta cultura pueden rastrearse ya en el periodo
preindustrial, fue ahora, y sobre todo a partir de la década de 1920, cuando cristalizó.
En consonancia, los medios de comunicación comenzaron a registrar un volumen
creciente de anuncios publicitarios presentando los atractivos de los más diversos
productos. Buena parte de la población carecía aún de los medios económicos para
permitirse estos nuevos consumos, pero no por ello era ajena a sus atractivos: estaba
formándose el embrión de una sociedad de consumo de masas que terminaría
desarrollándose plenamente durante el segundo franquismo.
Antes, sin embargo, el primer franquismo supondría un retroceso en los niveles
de consumo de la mayor parte de la población. La transición nutricional que había
venido produciéndose durante las décadas previas a la guerra se vio cortada. En
medio de una severa crisis productiva en la cadena agroalimentaria (perjudicada por la
fijación de precios establecida por el gobierno y las dificultades para importar inputs de
contenido tecnológico), la ingesta de alimentos pasó a ser más escasa, y también más
irregular. La diversificación de las dietas se revirtió, y numerosas familias regresaron a
la dieta tradicional dominada por los cereales, las legumbres y las patatas. Los
consumos de leche y carne, en cambio, apenas crecieron, y en muchos casos
disminuyeron. Dada la precariedad alimentaria, el margen para consumos no
alimentarios que estuvieran más allá de lo estrictamente básico se contrajo y, en
general, el nivel de consumo medio se mantuvo en niveles reducidos. Por los motivos
que conocimos en la práctica anterior, estos problemas golpearon con especial dureza
a las clases bajas, conduciendo a un aumento de la desigualdad social.
EL CONSUMO DE MASAS (1950-1975)
Desde finales de la década de 1950, fue formándose en España una sociedad
de consumo de masas. Tras las penurias de la posguerra, el nivel de consumo creció
con mayor rapidez que en cualquier otro periodo de la historia (cuadro 12.1). Además,
se produjeron transformaciones en la estructura de dicho consumo: el tradicional
predominio de la alimentación y otras necesidades elementales fue dejando paso a
una gama más amplia de bienes, muchos de ellos parte de lo que a partir de aquel
momento pasó a considerarse una cesta básica, pero que en modo alguno lo había
sido antes de la Guerra Civil o durante el primer franquismo (cuadro 12.2). Los nuevos
bienes, que pronto se erigieron en símbolos de estatus y progreso social para sus
consumidores, se caracterizaban por ser bienes de consumo duradero. Eran
fundamentalmente tres: automóviles, electrodomésticos y vivienda en propiedad (este
último un bien de consumo tan duradero que los economistas lo consideran en
algunos sentidos un auténtico bien de inversión).
Cuadro 12.1. Tasa de variación media anual del consumo privado por persona
1850-1900 1900-1935 1935-1955 1955-1975 1975-1985 1985-2000
0,9 1,1 –0,5 4,3 0,2 3,1
Fuente: Maluquer de Motes (2005). Elaboración propia. Cuadro 12.2. Estructura porcentual del consumo privado
1830 1868 1900 1939 1958 1980 2000
Alimentación 69 69 66 60 55 30 22 Vestido y calzado 10 8 6 9 14 10 10 Vivienda 11 11 10 15 5 12 11 Gastos de casa 6 7 11 9 8 14 8 Otros 3 5 7 7 18 34 50
Fuente: Maluquer de Motes (2005).
El automóvil había comenzado a difundirse entre las clases más acomodadas
ya antes de la Guerra Civil, pero, sobre todo a partir de la década de 1960, comenzó a
estar presente también en los hogares de clase media y, conforme fue avanzando el
periodo, en muchos hogares de ingresos bajos. El Seat 600, por ejemplo, se convirtió
durante la década de 1960 en un símbolo tanto del crecimiento industrial del país
como del progreso social asociado al mismo. Los electrodomésticos, por su parte,
también se difundieron en este periodo a las más diversas capas de la sociedad. Cada
vez en más hogares urbanos era factible encontrar no sólo teléfonos o aparatos de
radio, sino también refrigeradores, lavadoras, aspiradores, televisores… Finalmente, a
lo largo de este periodo un número creciente de familias españolas adquirió su
vivienda en propiedad. La modificación de la legislación sobre propiedad vertical fue
encaminada precisamente a ello, relajando las restricciones que hasta entonces
habían tendido a equiparar las ventas inmobiliarias con las ventas de edificios
completos. A la altura de 1975, la transición hacia una cultura de la propiedad estaba
claramente en marcha, incluso aunque para muchas familias las dificultades para
financiar su compra (que en no pocas ocasiones movía a los interesados a pagar al
contado después de años de ahorro) retrasaran el paso del alquiler a la propiedad. Las
viviendas de este periodo, además, pasaron a mejorar su equipamiento a marchas
forzadas (cuadro 12.3). En suma, la familia media española vio enormemente
aumentada su gama de consumos, considerándose ahora una referencia la posesión
de automóvil y de una vivienda equipada con electrodomésticos modernos.
Cuadro 12.3. Porcentaje de viviendas familiares que cuentan con determinados
equipamientos
1950 1981 1991
Agua corriente 34 99 99 Retrete 52 94 97 Baño o ducha 9 83 95 Instalación fija de calefacción 3 21 84 Teléfono 4 42 75
Fuente: Tafunell (2005A). Elaboración propia. Los datos de 1991 se refieren exclusivamente a viviendas principales.
También se produjo un gran progreso en la alimentación. El peso de la
alimentación dentro del consumo se redujo, pero, en una fase en la que este consumo
estaba creciendo aceleradamente, el gasto de las familias en alimentación aún pudo
aumentar en términos absolutos. Este mayor gasto fue destinado a completar la
transición nutricional que se había visto cortada por la Guerra Civil y el primer
franquismo. El hambre, tristemente reaparecido durante la posguerra, quedó como
cosa del pasado conforme la cantidad y la regularidad de las ingestas alimenticias
volvieron a aumentar. También volvió a ponerse en marcha el proceso de sustitución
de la dieta tradicional por una dieta más diversificada en la cual iban ganando peso las
frutas, las hortalizas y los productos de origen ganadero como lácteos, carne y huevos.
Los nuevos componentes de la dieta eran más caros, pero las familias disponían
ahora de una renta mucho mayor y no dudaban en adquirirlos con objeto de mejorar
su salud y, también, con objeto de emular a quienes contando con más recursos ya
habían hecho la transición hacia la nueva dieta. De este modo, alimentos cuyo
consumo había mostrado hasta entonces una fuerte segmentación social, siendo
consumidos por las rentas altas pero apenas por las clases bajas, pasaron a
convertirse en productos de consumo de masas que podían encontrarse en casi todos
los hogares con independencia de su nivel de renta. La leche, por ejemplo, pasó de
ser consumida por sólo algo más de la mitad de la población a la altura de la Guerra
Civil a casi el 90 por ciento hacia el final del franquismo.
La formación de esta sociedad de consumo de masas se apoyó no sólo en las
transformaciones materiales que acabamos de describir, sino también en cambios
culturales de gran calado. La publicidad continuó informando sobre las características
objetivas de los productos anunciados, pero cada vez puso más énfasis en sus
atributos subjetivos: la modernidad de los productos, por ejemplo, fue continuamente
resaltada en un intento de atraer a una nueva generación de consumidores, así como
a una generación más antigua que aún tenía fresco el recuerdo de las penurias de la
posguerra. En parte por ello, el consumo de un determinado producto encerraba cada
vez más un componente inmaterial, simbólico. La utilización del consumo como signo
de estatus social y como mecanismo de emulación hundía sus raíces en el pasado,
pero ahora llegó mucho más lejos que antes porque el volumen de consumo era
mucho mayor y porque el marco cultural en que se desarrollaba era más propicio.
Incluso, hacia el final del franquismo, diversos consumos tenían un fuerte componente
de expresión de la identidad personal. (Algunos incluso han sugerido que, en un
régimen político que silenciaba las opiniones discordantes, esta auténtica revolución
del consumo fue una especie de válvula de escape del inconformismo social y
político.) Conforme las características reales del consumo iban transformándose,
también lo hacían los marcos culturales que lo encuadraban.
HACIA UN NUEVO RÉGIMEN DE CONSUMO (1975-2007)
Entre 1975 y 1985, una formidable crisis económica hizo que el nivel medio de
consumo se estancara. Aún así, se produjeron importantes cambios en la cultura del
consumo que estaban sentando las bases de lo que sería una nueva expansión del
mismo a partir de mediada la década de 1980. En estos años se acentuó la transición
entre el régimen de consumo de masas, propio del periodo previo, y un régimen de
consumo más diversificado o, si se quiere, más individualizado. En sus inicios, la
sociedad de consumo ofreció a amplias capas de la población la posibilidad de
acceder a un novedoso patrón de consumo, pero fue a partir de las décadas de 1970 y
1980 cuando el número de opciones disponibles comenzó a multiplicarse. En
consecuencia, los estilos de consumo tendían a fragmentarse: la edad, el género, la
región de pertenencia y hasta las inclinaciones culturales de cada cual pasaban a
tener una influencia mucho mayor que en el pasado en las decisiones de compra de
los consumidores. Frente a la masificación del periodo previo, diversificación e
individualización del consumo. Estos cambios estaban teniendo lugar paralelamente
en el resto del mundo occidental, donde las transformaciones culturales simbolizadas
por 1968 (una protesta contra una sociedad opulenta pero al mismo tiempo burocrática
y deshumanizadora, y una búsqueda de valores alternativos, más personales, menos
grupales) habían favorecido la transición hacia un régimen de consumo más
diversificado. Estas transformaciones fueron llegando a España, pero fue sobre todo
en el marco de los enormes cambios culturales producidos a partir del final de la
dictadura franquista cuando ganaron velocidad. En efecto, el despliegue de toda
suerte de nuevas propuestas culturales en una España caracterizada ahora por la
libertad de expresión y no sujeta ya oficialmente a los valores nacional-católicos abrió
la puerta a nuevos estilos de consumo y contribuyó a erosionar lo que de masivo y
homogeneizador había en las pautas de consumo previas.
El crecimiento económico posterior a 1985 abrió la puerta a la materialización
de este nuevo régimen de consumo. Los nuevos patrones de consumo estaban
basados en dos pilares: la transformación y “modernización” de los consumos
tradicionales, y la difusión de nuevos consumos. La transformación de los consumos
tradicionales fue especialmente visible en los importantes casos de la alimentación y la
vivienda. La transición nutricional, que ya había avanzado considerablemente en las
décadas previas, agotó su recorrido. Los consumos estrella de lo que en su momento
fue la nueva dieta, como la carne, la leche o las verduras frescas, disfrutaban ya a
finales del siglo XX de un grado de difusión casi completo entre los diferentes estratos
de la población española. De hecho, hacia finales del siglo XX, comenzaba a resultar
claro que los aspectos cuantitativos de la dieta, tal y como se habían definido durante
más de un siglo, ya no definían el estatus social de la población de la manera en que
habían venido haciéndolo. Si tradicionalmente las clases altas se habían distinguido de
las clases bajas por su mayor ingesta de calorías, ahora la ingesta calórica de las
clases bajas era mayor. De hecho, los problemas de obesidad, consecuencia de
ingestas calóricas muy superiores a los requerimientos físicos, eran más frecuentes
entre las clases bajas que entre las clases altas. Mientras las clases bajas continuaban
centradas en la cantidad de comida (y mientras sus crecientes niveles de renta les
permitían superar las estrecheces vividas por generaciones anteriores), las clases
altas ya estaban definiendo un nuevo patrón de consumo en el que la clave no era la
cantidad, sino la calidad.
La ingesta de calorías, proteínas y otros nutrientes no mostraba ya una gran
tendencia al alza. Tampoco lo hacía la cantidad física de alimentos ingeridos. En otras
palabras, buena parte de la población se encontraba en un nivel de saturación
biológica tal que sus aumentos de renta apenas tenían ya influencia sobre la cantidad
de comida ingerida. Sí tenían influencia, en cambio, sobre las características de la
comida. Aunque el consumo físico de alimentos no tendía a aumentar, sí lo hacía el
gasto monetario en los mismos. En todas las clases de alimentos se produjo un gran
desdoble de la oferta, de tal modo que los consumidores pasaron a poder optar entre
una gama mucho más amplia de productos alimenticios. La mayor parte de estos
nuevos alimentos se distinguían de los alimentos tradicionales en que eran más
sofisticados, implicaban una mayor transformación industrial y por tanto incorporaban
un mayor valor añadido y tenían un precio superior. De este modo, los nuevos
alimentos se convertían en un instrumento más adecuado para la demostración de
estatus que, como en el pasado, la cantidad de comida ingerida.
Muchos de estos nuevos alimentos eran en realidad una creación por parte de
la industria alimentaria, necesitada de encontrar nuevas vías para su crecimiento una
vez que la mayor parte de los consumidores se encontraban saturados desde el punto
de vista biológico. Un buen ejemplo puede ser la industria láctea, que en este periodo
desarrolló grandes esfuerzos para inventar nuevas variedades de productos y atraer a
los consumidores a los mismos. La leche había sido uno de los productos clave de la
transición nutricional, pero, una vez que se difundió entre prácticamente todos los
estratos de la población española, su demanda en términos físicos tendió a
estancarse. Fue más o menos entonces cuando progresó la diferenciación entre tipos
de leche según su contenido graso, con la aparición y popularización de las leches
desnatada y semidesnatada como alternativas a la leche entera tradicional. También
se produjo un fuerte aumento en la variedad y características de los postres lácteos. El
yogur se generalizó y, conforme fue haciéndolo, se multiplicaron las alternativas entre
las que podía escoger el consumidor. Conforme la calidad, más que la cantidad, se
convirtió en el indicador de estatus de las nuevas dietas, más y más yogures
intentaron convencer al consumidor de que, de algún modo, representaban un salto de
calidad con respecto al yogur natural tradicional: desde los yogures con los más
diversos sabores, texturas y acompañamientos hasta los yogures que aseguraban
mejorar la salud de sus consumidores porque contenían determinados principios
activos o elementos químicos. (Esto último formaba parte de una tendencia más
general: la “medicalización” de la alimentación española y occidental.)
Mientras los consumidores iban desplazando su alimentación hacia nuevos
patrones (entre ellos, también, un aumento del gasto realizado en alimentación fuera
del hogar, en parte por comidas y cenas de ocio, en parte por las implicaciones de la
creciente incorporación de la mujer al mercado laboral), también se producían cambios
importantes en otro de los consumos tradicionales: la vivienda. A lo largo de nuestro
periodo se consolidó una tendencia que había comenzado ya durante el periodo
anterior: el acceso a la vivienda en propiedad. En el marco de una economía volcada
con la construcción, una cantidad cada vez mayor de familias accedía a la vivienda en
propiedad. De hecho, la vivienda en propiedad pasó durante nuestro periodo a
predominar abrumadoramente sobre la vivienda en alquiler (cuadro 12.3). Se
consolidó una cultura de la propiedad de la vivienda que contrastaba con la situación
de otros países europeos, especialmente en el norte y el centro del continente, en los
que prevalecía una combinación más equilibrada de propiedad y alquiler.
Cuadro 12.3. Composición porcentual del parque de viviendas familiares
1950 1970 2001 Según régimen de tenencia
Propiedad 47 57 82 Alquiler y otros 53 43 18
Según uso
Viviendas principales 95 81 70 Viviendas secundarias 3 8 16 Viviendas desocupadas 2 11 14
Fuente: Tafunell (2005A). Elaboración propia. Los datos sobre régimen de tenencia en 2001 se refieren exclusivamente a las viviendas principales.
En España, en cambio, poseer una vivienda en propiedad pasó a convertirse
en un elemento más de la sociedad de consumo: las características de la vivienda
indicaban estatus y, como ocurría con otros bienes (como la ropa o el calzado), una
parte de la población encontraba en su vivienda (y en su posterior decoración,
amueblado, etc.) un elemento de identidad personal y expresión social. De hecho,
conforme más y más familias accedían a un piso en el centro de la ciudad, el auge de
la construcción creaba la oportunidad de acceder a otro tipo de vivienda: una vivienda
periurbana, próxima a la ciudad pero situada en un entorno más tranquilo. Para
cuando en 2008 estalló la crisis actual, la vivienda unifamiliar de tales características,
el “chalet”, se había convertido en el gran indicador de estatus, sobre todo entre las
generaciones que accedían a su primera o su segunda vivienda. Mientras tanto,
muchos barrios urbanos céntricos pasaban a ser zonas marginales de las que la clase
media tendía a huir rápidamente. Se trataba de la otra cara del proceso de
contraurbanización.
El auge inmobiliario, entusiastamente recibido por buena parte de la población
española, fue de hecho más allá de la primera vivienda: una proporción creciente de
españoles comenzó comprar también una segunda residencia. Esta había sido
tradicionalmente una posesión reservada a las clases más altas, y había comenzado a
difundirse hacia las clases medias-altas durante la anterior expansión del consumo.
Pero fue sobre todo durante la expansión de 1986-2008 cuando se produjo el definitivo
acceso de las clases medias a este patrón. (A ello contribuyeron no sólo el crecimiento
del parque residencial o el aumento de la renta, sino también las facilidades crediticias
ofrecidas por bancos y cajas de ahorros.) Mientras que en la alimentación la cantidad
había dejado de importar, en la vivienda la diferencia entre una vivienda y dos se
convertía ahora en un importante indicador de estatus.
Junto a la transformación de los consumos tradicionales, como la alimentación
y la vivienda, el otro pilar del ciclo expansivo del consumo entre 1986 y 2008 fue la
aparición y rápida difusión de consumos nuevos. Fue el caso, por ejemplo, del
ordenador personal, que a lo largo de la década de 1990 dejó de ser un instrumento
de trabajo que se encontraba preferentemente en oficinas y empresas y pasó a ser un
electrodoméstico más, sobre todo en los hogares urbanos jóvenes o familias con hijos
jóvenes. También fue el caso de los electrodomésticos para la reproducción
audiovisual, como el vídeo y su sucesor el DVD, o las cadenas musicales. Otro bien de
consumo que se difundió con enorme rapidez entre los diferentes grupos sociales fue
el teléfono móvil, sobre todo a partir del cambio de siglo. Esta velocidad contrastaba
con las varias décadas que habían necesitado los electrodomésticos tradicionales para
llegar a alcanzar una difusión generalizada en una sociedad con menor nivel de renta,
una distribución más desigual de la misma y, quizá, una cultura menos consumista.
Junto a estos bienes que aumentaban las posibilidades tecnológicas de los
consumidores, otro elemento de consumo que creció fuertemente durante este periodo
fue el turismo. Como en casos anteriores, no es que el turismo fuera extraño a los
españoles antes de 1986. De hecho, durante las décadas previas se había producido
un importante aumento de la actividad turística de los españoles, con la paulatina
difusión entre las clases medias de las prácticas vacacionales que previamente les
habían sido ajenas por motivos económicos (bajo nivel de renta) y ocupacionales
(dedicación a actividades agropecuarias que, por su naturaleza, se prestaban mal a la
toma de vacaciones). Pero entre 1986 y 2008 el turismo aumentó con gran fuerza
porque aumentó la frecuencia y duración de las estancias turísticas de los españoles.
Además, durante este periodo también ganó un gran peso entre las clases medias el
turismo en el extranjero. Conforme los niveles de renta aumentaban, más y más
españoles accedían a vacaciones en otros países europeos o en el Caribe. La muy
exitosa campaña “Curro se va al Caribe”, de comienzos de la década de 1990, nos
transmite bien el espíritu del momento: ahora ya no sólo las clases altas, ni siquiera ya
sólo las clases medias relativamente acomodadas, ahora incluso también el trabajador
ordinario y su familia podían acceder a unas vacaciones en el extranjero. Esto habría
sido impensable en la España previa a 1950 y, en buena medida, también en la
España de los inicios de la sociedad de consumo moderna entre 1950 y 1975 (en la
que hablar de turismo era más bien hablar de los turistas extranjeros que llegaban a
España).
El nuevo ciclo de consumo abierto entre 1986 y 2008, que se truncaría con el
inicio de la crisis y la consiguiente contracción de los gastos en consumo de las
familias, introdujo de lleno a la población española en problemas paradójicos. El
aumento del consumo se toma generalmente como indicador del bienestar de las
personas, y esto sin duda es así en sociedades preindustriales o en sociedades en
vías de industrialización, en las que las necesidades más básicas no siempre están
convenientemente cubiertas. Pero, ¿cuánto contribuye el aumento del consumo a
mejorar el bienestar de las personas que viven en una sociedad que ya es opulenta y
en la que las necesidades básicas están sobradamente satisfechas? Una vez que se
alcanza un determinado nivel de renta y consumo, la contribución de estas variables al
bienestar de las personas entra en rendimientos decrecientes. España ha entrado más
tardíamente que otros países en este escenario, pero finalmente lo ha hecho.
Esto hace que, aunque el tema se encuentra aún poco investigado en nuestro
país, sea probable que la población española haya comenzado a sufrir muchos de los
problemas psicológicos propios de la opulencia y de las sociedades con alto nivel de
consumo. Entre estos problemas se encuentra la trampa del hedonismo, es decir, el
hecho de que la satisfacción de los deseos sugeridos por la sociedad de consumo no
mejora el bienestar sentido por las personas, sino que simplemente las sitúa en el
punto de partida de una nueva ronda de objetivos de consumo. Consumir se convierte
entonces en un acto similar al del deportista que corre por una cinta corredera:
consumir no para progresar, sino simplemente para mantener el lugar alcanzado, para
estar a la altura de unas expectativas sociales. (¿Es esto importante de cara a explicar
por qué las épocas de crecimiento económico de esta era no han conducido a
reducciones claras en la duración de la jornada laboral?)
Otro problema, relacionado con este, es el hecho de que un abanico
demasiado amplio de alternativas de consumo (lo cual, como hemos visto en el caso
de la alimentación, forma parte del desarrollo mismo de cada nuevo ciclo de consumo)
conduce a estrés psicológico (y a la absorción de grandes cantidades de tiempo) ante
el miedo a no tomar la decisión correcta, sin que el bienestar obtenido por el consumo
efectivamente elegido llegue a compensar el descenso en el bienestar causado por el
estrés relativo a la decisión. Asimismo, en las sociedades opulentas, en las que es
muy sencillo obtener una gratificación inmediata, aumenta el grado de impaciencia y,
con él, disminuye la capacidad para sostener esfuerzos y compromisos a más largo
plazo. Los individuos toman así decisiones sesgadas hacia el corto plazo (lo cual
puede no ser lo más favorable para la evolución de la sociedad en el largo plazo, como
muestran por ejemplo la educación y la cultura del esfuerzo que va asociada a la
misma). Incluso algunos problemas relacionados con los cambios en la dieta, como
por ejemplo el aumento de la obesidad, el consumo excesivo de carne (que aumenta
el riesgo de enfermedades cardiovasculares) o la desmedida caída en el consumo de
sanos productos tradicionales como las legumbres, podrían interpretarse como serios
desafíos planteados por la opulencia. ¿Es más siempre mejor?
13 Disparidades territoriales
Aunque hasta ahora hemos estudiado la historia económica de España desde
la perspectiva del conjunto del país, lo cierto es que no todos los territorios han tenido
una evolución económica similar. Por ejemplo, unas regiones iniciaron antes que otras
el proceso de industrialización y todavía hoy existen importantes disparidades
regionales en cuanto a crecimiento económico y niveles de vida de la población. Del
mismo modo, el cambio económico que hemos estudiado para España en su conjunto
también se abrió paso con importantes diferencias entre campo y ciudad. Estudiar
estas disparidades es el objeto del presente tema.
Las disparidades territoriales parecen haber dibujado en Europa una campana
a lo largo del proceso de modernización económica. Durante el periodo preindustrial,
el nivel de desarrollo de unas y otras regiones no era muy dispar porque se trataba de
un nivel bajo en todos los casos. En contraste, las primeras fases del proceso de
industrialización fueron lideradas por un número reducido de regiones y ciudades, lo
cual ensanchó la brecha económica entre estas y el resto del país. En el largo plazo,
sin embargo, las diferencias entre la renta per cápita de unos y otros territorios
tendieron a estrecharse. Esto ocurrió sobre todo a lo largo del siglo XX, y en muchos
países ya después de la Segunda Guerra Mundial. El estrechamiento de las
diferencias en renta per cápita se debió a dos grandes factores: por un lado, la difusión
del proceso de industrialización y crecimiento económico moderno a territorios que
previamente se habían mantenido al margen; y, por el otro, los movimientos
migratorios de personas procedentes de los territorios atrasados hacia los territorios
con mayores niveles de desarrollo. Se trató de dos formas bien distintas de
convergencia: la primera, una convergencia genuina; la segunda, más bien una
especie de ajuste demográfico ante las disparidades territoriales a través del cual la
renta per cápita de los territorios atrasados aumentaba como consecuencia de la
emigración de personas con bajo nivel de renta pero, en realidad, la actividad
económica continuaba tan desigualmente distribuida en el espacio como antes. Ambos
mecanismos de convergencia se combinaron en diferentes proporciones según los
periodos, países y regiones que se consideren para dar como resultado una
homogeneización de los niveles de renta per cápita de unos y otros territorios. A
comienzos del siglo XXI, sin embargo, esta homogeneización distaba de ser plena y
las disparidades territoriales no habían desaparecido completamente.
La actitud de los gobiernos ante estas disparidades territoriales fue volviéndose
más activa conforme fue avanzando el proceso de modernización económica. La
paulatina sustitución del capitalismo liberal por un capitalismo más regulado abrió la
puerta a la puesta en marcha de políticas encaminadas a fortalecer la cohesión
territorial de los países e impulsar el desarrollo de las zonas inicialmente atrasadas.
Aunque, como sabemos, desde finales del siglo XX el péndulo del cambio institucional
volvió a girar en un sentido menos favorable a la no intervención del Estado en la
economía, este fue también el momento en que la Unión Europea puso en marcha una
política de desarrollo regional a nivel supranacional.
Los siguientes apartados presentan la evolución de las disparidades
territoriales en España desde el periodo preindustrial hasta comienzos del siglo XXI.
Prestaremos atención a dos tipos de disparidad territorial: entre unas y otras regiones,
por un lado, y entre zonas rurales y zonas urbanas, por otro.
LAS PEQUEÑAS DISPARIDADES TERRITORIALES DE LA ECONOMÍA PREINDUSTRIAL (1500-1840)
En la España preindustrial, la brecha económica entre un mundo rural
abrumadoramente predominante y un mundo urbano compuesto en su mayor parte
por ciudades pequeñas no era muy importante. Las ciudades mostraban un dinamismo
económico algo mayor, y en ellas prevalecía un nivel medio de ingreso superior. En
consonancia con ello, y con la mayor facilidad de acceso a servicios comerciales en
las ciudades, la cesta de consumo de las poblaciones urbanas era algo más rica y
variada. La floreciente cultura del consumo que fue forjándose desde el siglo XVII en
adelante, una de cuyas manifestaciones más importantes fue la compra de bienes
semi-duraderos como mobiliario y ornamentos se desarrolló primordialmente en las
ciudades, sin perjuicio de que fuera transmitiéndose después al medio rural. La brecha
a favor de las ciudades estaba ahí, y es uno de los factores que explica por qué, de
manera sistemática, las comunidades rurales volcaban una parte considerable de su
crecimiento demográfico natural sobre el entorno urbano.
Sin embargo, la magnitud de esta brecha no debe exagerarse. El mayor
dinamismo de las ciudades tampoco generó incrementos sostenidos del PIB per cápita
que las separaran radicalmente su trayectoria de la de las zonas rurales. De hecho, las
largas fases seculares de evolución económica propias del Antiguo Régimen se
desplegaban de manera simultánea en campo y ciudad: la expansión agraria y la
expansión urbana fueron de la mano durante la mayor parte del siglo XVI y durante el
siglo XVIII, como también fueron de la mano sus contracciones durante buena parte
del siglo XVII. En cuanto a los emigrantes rurales, muchos de ellos procedían de
comarcas cuyo sistema agrario, restringido por la inelasticidad de la oferta de tierra y
el precario nivel tecnológico, no podía absorber crecimientos demográficos
apreciables. (Es decir, el factor de expulsión en sus lugares de origen era tan
importante o más que el factor de atracción de sus lugares de destino.) Muchos de
estos emigrantes, además, tenían dificultades para integrarse social y laboralmente en
su nuevo entorno urbano. Las ciudades contenían importantes bolsas de marginalidad
y pobreza, que reflejaban un alto grado de exclusión social. Además, desde el punto
de vista de la salud pública, las condiciones de vida de la mayor parte de ciudades
eran deficientes y, de hecho, la esperanza de vida era mayor en las zonas rurales.
Tampoco había grandes diferencias en el nivel de desarrollo de unas y otras
regiones del país: el nivel de desarrollo era bajo por todas partes. Como en otras
sociedades preindustriales, el carácter muy lento e irregular del (poco) crecimiento
económico registrado a nivel nacional era el resultado de tendencias igualmente lentas
e irregulares en las distintas regiones, no existiendo mucho margen para la aparición
de grandes disparidades entre unas y otras.
Dicho esto, el fenómeno más importante de la historia económica regional
durante el periodo preindustrial fue el desplazamiento del liderazgo desde los
territorios de la antigua Corona de Castilla hacia los de la antigua Corona de Aragón, y
en particular hacia Cataluña. La expansión del siglo XVI había sido liderada por
Castilla: en ella se habían producido los mayores incrementos de la producción y la
superficie agrarias, la actividad manufacturera y de servicios, así como de la
población. Había sido una expansión sin apenas crecimiento económico en términos
per cápita, pero al menos contrastaba con la relativa atonía que por entonces
mostraban la economía y la población de las regiones mediterráneas. Fue la
contracción del siglo XVII la que propició un cambio de papeles, que se mantendría ya
durante la expansión del siglo XVIII e incluso durante las primeras etapas de la era
industrial.
En efecto, la contracción del siglo XVII golpeó con dureza a la economía
castellana, que no recuperó sus niveles iniciales de producción y población hasta bien
entrado dicho siglo. La recuperación, además, fue modesta y tuvo unos rasgos
eminentemente tradicionales durante la mayor parte del siglo XVIII. El sistema agrario
castellano continuó siendo muy extensivo, con bajos rendimientos por hectárea
cultivada; no se registró una tendencia hacia la intensificación como la de, por ejemplo,
las agriculturas orgánicas avanzadas de Inglaterra u Holanda. La aridez y las bajas
densidades demográficas eran obstáculos importantes, como también lo eran, en el
plano institucional, el carácter amortizado de numerosas superficies y el predominio de
los contratos de arrendamiento a corto plazo. Si estos factores obstaculizaban la
intensificación de la agricultura castellana, el triunfo político del frente anti-roturador
compuesto entre otros por terratenientes y grandes ganaderos trashumantes impidió
una mayor expansión de la superficie cultivada a lo largo de la mayor parte del siglo
XVIII. En otras palabras, la agricultura castellana ejemplifica los principales problemas
que habíamos atribuido en prácticas anteriores a la agricultura española en su
conjunto. Tampoco hubo en Castilla un crecimiento manufacturero destacado: pese al
surgimiento de diversas iniciativas protoindustriales (y fábricas públicas), el dinamismo
del sector fue reducido, en parte porque en el sistema urbano castellano (ya por
entonces cada vez más concentrado en la capital madrileña mientras languidecían las
ciudades pequeñas) prevalecía un patrón de consumo de bienes de lujo por parte de
las elites (en lugar de un patrón más abierto y, por tanto, con más capacidad para
crear demanda para las empresas de la región). En suma, Castilla sólo se recuperó
tardía y lentamente de la contracción del siglo XVII, entrando en una senda de
expansión productiva muy moderada y de rasgos tradicionales.
Cataluña, en cambio, se recuperó con mayor rapidez de la contracción de los
inicios del siglo XVII; contracción que por otro lado no fue tan marcada como en
Castilla, del mismo modo que tampoco había sido tan destacada la expansión del siglo
XVI. Entre finales del siglo XVII y comienzos del XIX, la economía catalana combinó
modestos progresos en diferentes sectores para convertirse en lo más parecido que
hubo en España a una economía orgánica avanzada. Su crecimiento en términos de
PIB per cápita debió de ser lento, como no podía ser de otro modo en una economía
aún preindustrial, pero fue algo más rápido, y probablemente también menos irregular,
que el del interior de España. Es cierto que una parte de este crecimiento se apoyaba
en una expansión agraria de rasgos tradicionales: un crecimiento la producción agraria
hecho posible por el crecimiento demográfico y la expansión de la superficie cultivada,
esta última más flexible que en Castilla debido a la ausencia de un frente anti-
roturador. Sin embargo, también hubo otros rasgos que iban preparando el camino
para la posterior modernización de la economía catalana. El dinamismo de la actividad
manufacturera, impulsado por una combinación de protoindustria y (desde finales del
siglo XVIII) fábricas, y orientado primordialmente hacia la producción textil, fue notable
para la época, sentando las bases de lo que terminaría siendo el principal distrito
industrial de la España del siglo XIX. También hubo un importante crecimiento de la
actividad comercial, liderado por las empresas de comercio marítimo que conectaban
el puerto de Barcelona con otros puertos del Mediterráneo y, tras la reforma borbónica
de las reglas del comercio colonial, también con el Imperio americano. Incluso en la
agricultura, junto al crecimiento extensivo hecho posible por el crecimiento de la
superficie de cultivo del cereal, hubo también un crecimiento de corte más intensivo
basado en el cultivo de la vid (con objeto de la posterior fabricación de vino y
aguardiente), con mayores rendimientos por hectárea. Estos distintos progresos,
modestos desde la óptica de una economía moderna pero nada despreciables para lo
que venía siendo habitual en las economías preindustriales, se reforzaban los unos a
los otros, situando a la economía catalana en una senda más positiva que la de
Castilla.
Aunque Cataluña fue el mejor ejemplo de estas transformaciones, otras
regiones mediterráneas, como la Comunidad Valenciana o las Islas Baleares, tampoco
quedaron al margen. En realidad, a lo largo del siglo XVIII y comienzos del XIX el
centro de gravedad económico de España, previamente localizado en Castilla, se
desplazó hacia el Mediterráneo. Hacia comienzos del siglo XIX, la diferencia entre la
región mediterránea y el resto de regiones españolas no debía de ser todavía muy
importante en términos de PIB per cápita, ya que incluso en la región mediterránea
prevalecía pese a todo una economía fundamentalmente agraria cuya productividad
era baja para los estándares modernos. Con todo, la ventaja adquirida por la región
mediterránea durante el tramo final del Antiguo Régimen pudo resultar estratégica
para la conformación de un tejido empresarial y social que, más adelante, conforme
fueran absorbiéndose las innovaciones tecnológicas propias de la era industrial,
lideraría la modernización económica de España.
DISPARIDADES TERRITORIALES EN AUMENTO (1840-1950)
La modernización económica y social fue liderada por las ciudades, mientras
las zonas rurales, sin quedar al margen del progreso, participaron más lenta y
tardíamente del mismo. La mayor parte de la emergente industria española de este
periodo se localizaba en las ciudades y sus entornos más próximos, donde los
empresarios podían acceder con mayor facilidad a sus clientes potenciales. Incluso en
el sector textil, inicialmente liderado por pequeñas y medianas empresas, el ascenso
de la industria moderna, combinado con la integración del mercado nacional hecha
posible por la reducción de costes de transporte, destruyó a las manufacturas rurales
de corte tradicional. Las economías rurales, en cambio, apenas registraron cambio
ocupacional durante este periodo; de hecho, la crisis de buena parte de las actividades
complementarias desarrolladas por los campesinos (como dichas manufacturas o los
servicios de transporte) volvió a las economías rurales más agrarias de lo que
probablemente había sido el caso hacia finales del Antiguo Régimen.
El progreso agrario fue, sin embargo, más lento que el crecimiento industrial,
en especial durante la segunda mitad del siglo XIX. Además persistió a lo largo de
todo el periodo una importante brecha de productividad entre un sector y otro, brecha
que condicionaba decisivamente los niveles de ingreso a los que podían acceder los
trabajadores de un sector y otro. La superior productividad de las actividades urbanas
permitió a los empresarios y trabajadores de las ciudades acceder a mayores niveles
de ingreso y, en consecuencia, mayores niveles de consumo. De este modo, la
transición nutricional vino liderada por las poblaciones urbanas, cuyos consumos de
carne y leche fueron por lo general superiores a los de las poblaciones rurales.
También los nuevos bienes de consumo del periodo, como los aparatos de radio o los
teléfonos, penetraron antes en los hogares urbanos que en los rurales. Es cierto que
las condiciones de vida urbanas se endurecieron durante la segunda mitad del siglo
XIX, dada la ausencia de planificación urbanística y la pobre provisión de bienes
públicos por parte de las administraciones; y, precisamente por ello, la transición
demográfica tardó en arrancar y la esperanza de vida al nacer se mantuvo en las
ciudades por debajo de lo que era habitual en el campo, donde prevalecía una
atmósfera más sana. Ahora bien, durante el primer tercio del siglo XX las
administraciones pasaron a implicarse en mayor medida en la corrección de los
problemas de salud pública de las ciudades, con lo que la ventaja rural fue
desapareciendo y, de hecho, las tasas urbanas de mortalidad comenzaron a ser
inferiores a las rurales, lo cual permitió a las ciudades liderar el proceso de transición
demográfica. Además, incluso en los difíciles años de las décadas centrales del siglo
XIX, durante los cuales el consumo creció pero las estaturas disminuyeron, las
estaturas urbanas se mantuvieron siempre por encima de las estaturas rurales. En
suma, mientras que en la industrialización de otros países europeos se ha encontrado
una penalización urbana en el bienestar, en el caso español existió más bien una
penalización rural. De hecho, esta brecha entre campo y ciudad fue la base de unos
movimientos migratorios cada vez más significativos a lo largo de nuestro periodo.
Puede que el fracaso económico del primer franquismo atenuara un tanto las
disparidades entre campo y ciudad. Aunque el parón de la modernización económica
que había comenzado con anterioridad a la Guerra Civil afectó tanto a la industria
como a la agricultura, los problemas agrarios afectaron con fuerza también a la
población urbana. El sistema de racionamiento de la comida, elemento final de un
sistema más amplio de intervención pública en la cadena alimentaria, y la consiguiente
aparición de mercados negros condujo a penurias para buena parte de la población
urbana. No fueron pocos quienes protagonizaron durante los primeros años de la
posguerra migraciones de la ciudad al campo: poblaciones urbanas humildes que,
ante las dificultades para establecerse adecuadamente en sus ciudades, regresaron a
sus pueblos de origen, donde, al menos, no tendrían tantas dificultades para acceder a
los alimentos. El flujo migratorio campo-ciudad continuó siendo más cuantioso (como
de hecho ya ocurría no sólo antes de la guerra, sino también durante el periodo
preindustrial), pero perdió fuerza con respecto a las décadas previas a la guerra.
La industria moderna se concentró en las ciudades, pero no lo hizo en todas
por igual: hubo marcadas disparidades entre unas y otras regiones. Durante la
segunda mitad del siglo XIX, la mayor parte de la industria textil, por ejemplo, se
concentró en Cataluña. Hacia finales del siglo XIX, el arranque de la siderurgia
moderna se concentró en el País Vasco. De hecho, en torno a 1900 la disparidad entre
los niveles de producción industrial por habitante de unas y otras regiones alcanzó un
máximo histórico (cuadro 13.1). Más adelante, durante el primer tercio del siglo XX,
nuevas regiones se incorporaron a la industrialización. En la región mediterránea,
Baleares y la Comunidad Valenciana se especializaron en la producción de bienes de
consumo como textiles y calzado. En la región cantábrica, Asturias y Cantabria fueron
desarrollando un tejido siderúrgico de importancia. En el interior, Madrid, inicialmente
más una ciudad de servicios vinculados a la capitalidad, fue dotándose de una base
industrial como consecuencia de su crecimiento demográfico, su puesto central en la
moderna red de transportes del país y los encadenamientos generados por la propia
capitalidad. También Aragón, cuyo caso estudiaremos en la próxima práctica,
perteneció a esta segunda oleada de procesos de industrialización desplegados a
partir de comienzos del siglo XX.
Cuadro 13.1. Varianza de la producción industrial por habitante entre las actuales
diecisiete Comunidades Autónomas
1850 1900 1950 2000
0,18 1,33 0,79 0,24
Fuente: Carreras (2005).
Hemos visto que Cataluña y, posteriormente, el País Vasco lideraron las
primeras fases de la industrialización, viéndose después acompañadas por una
segunda oleada de regiones entre las que se encontraban algunas de sus vecinas y
alguna región interior como Aragón. ¿Qué ocurría, mientras tanto, con el resto del
país? En buena parte del interior de España y en todas las regiones del sur, la
economía continuó persistentemente orientada hacia la agricultura y no se puso en
marcha un proceso de industrialización. En Andalucía, por ejemplo, un empresariado
bastante dinámico apostó por el sector siderúrgico en las décadas centrales del siglo
XIX, pero terminó viéndose incapaz de competir con la siderurgia moderna del norte
de España. La economía andaluza quedó así convertida en una periferia agraria cuyas
oportunidades de crecimiento agrario (en buena medida, un crecimiento extensivo)
estaban vinculadas al abastecimiento de la demanda de alimentos básicos por parte
de la población urbana no sólo de Andalucía sino también de otras regiones de
España. Ni Andalucía ni las otras regiones del interior y el sur del país (así como
Galicia en el norte) se quedaron estancadas: experimentaron crecimiento económico y
aumentos en el nivel de vida de la población. Sin embargo, su orientación agraria y la
ausencia de un proceso significativo de industrialización mantuvieron estos progresos
en un nivel modesto (cuadro 13.2).
Cuadro 13.2. Producción industrial por habitante en algunas regiones, España = 100
1850 1900 1950 2000 Andalucía 94 90 51 45 Aragón 79 54 87 136 Castilla y León 105 44 62 78 Cataluña 201 300 204 170 Extremadura 98 43 21 29 País Vasco 36 491 345 172
Fuente: Carreras (2005).
A la altura de la Guerra Civil, las diferencias económicas entre unos y otros
territorios eran, así, considerables. La varianza regional de la producción industrial por
habitante había comenzado a descender desde inicios del siglo XX (como
consecuencia de la segunda oleada de incorporaciones a la industrialización), pero la
varianza provincial continuó aumentando: el espacio económico español se
encontraba cada vez más polarizado. No en vano, las migraciones interprovinciales e
interregionales, motivadas por esta brecha económica entre unos y otros territorios, se
intensificaron.
¿Por qué se dieron diferencias tan marcadas entre unos y otros territorios?
Esta es una pregunta importante tanto en términos históricos como si apreciamos que
durante este periodo se trazó ya un mapa de regiones adelantadas y regiones
atrasadas que en lo sustancial persiste hoy día. Las disparidades regionales se
originaban en tres grupos de causas: geográficas, sociales e históricas.
No todas las regiones tenían condiciones geográficas igualmente favorables
para la industrialización. La mayor parte de regiones industriales contaban con una
localización favorable. Cataluña y el País Vasco, por ejemplo, se encontraban entre las
más próximas a los países europeos occidentales, con los cuales mantenían
relaciones comerciales que llevaban aparejadas transferencias tecnológicas. Y la
mayor parte de regiones de la segunda oleada eran vecinas o estaban próximas a
Cataluña y el País Vasco, lo cual les permitía beneficiarse de los estímulos derivados
de la difusión de iniciativas empresariales o, como en el caso aragonés, estímulos
derivados del incremento de la demanda en alguna de las regiones punteras.
Además, y sin salir del plano geográfico, la industrialización del norte de
España es inexplicable sin tener en cuenta su buena dotación de carbón y hierro,
materias primas fundamentales para el éxito de las empresas siderúrgicas. De hecho,
una de las razones por las cuales la siderurgia del norte de España terminó
imponiéndose a la andaluza fue su disponibilidad de carbón mineral (en contraste con
el carbón vegetal que comenzaron utilizando las empresas andaluzas), que les
permitía contar con una cantidad muy superior de energía por trabajador y, de esa
manera, alcanzar niveles muy superiores de productividad.
En el plano social, no todas las regiones contaban con un potencial de mercado
similar. En las periferias agrarias del sur de España, por ejemplo, los niveles de
desigualdad eran muy elevados como consecuencia de la formación de sociedades
latifundistas tras las reformas liberales. En consecuencia, los patrones de demanda
estaban sesgados hacia el consumo de bienes de lujo, frecuentemente fabricados en
otras partes, por parte de las elites terratenientes. Además, el crecimiento agrario que
efectivamente se produjo durante este periodo benefició de manera menor a los
campesinos humildes y a los jornaleros, que no pudieron alcanzar un nivel de ingreso
suficiente para convertirse en compradores regulares de productos industriales
variados. Esto resultaba un factor desincentivador de posibles inversiones en
industrias encaminadas a satisfacer la demanda regional de bienes de consumo
básico, como textiles o calzado. En contraste, en casos como el de Aragón, en el que
los beneficios del crecimiento agrario se distribuyeron de manera menos desigual, fue
más frecuente que dichos beneficios generaran encadenamientos con una emergente
actividad industrial.
Otro factor social que influyó sobre el tamaño de mercado y, por ende, sobre
las posibilidades de industrialización de unas y otras regiones fue su tamaño
demográfico. En especial en el interior del país, las densidades de población eran tan
bajas y el nivel de urbanización era tan reducido que ello constituía un desincentivo
para la inversión industrial, al menos en comparación con otras zonas más
densamente pobladas y con un tejido urbano más dinámico. En relación a sus colegas
catalanes, los empresarios industriales castellanos, por ejemplo, se enfrentaban a un
mercado regional más pequeño, más disperso a lo largo del territorio y, por lo tanto,
más exigente en cuanto a los costes necesarios para abastecer a los clientes.
Finalmente, hubo también factores históricos o, para ser más precisos, de
dependencia de la trayectoria. El hecho de que algunas regiones tomaran la delantera
y otras se quedaran atrás generó una poderosa inercia que retroalimentaba la
disparidad: eran las regiones inicialmente avanzadas las que contaban con mayores
ventajas para proseguir su industrialización, mientras que las regiones inicialmente
atrasadas encontraban grandes dificultades para romper con su orientación agraria. El
éxito de los primeros líderes industriales les permitía disponer de una ventaja de
costes gracias a la cual (y gracias a la integración del mercado nacional) podían
abastecer no sólo a sus propias regiones sino también a las periferias agrarias,
planteando una competencia muy difícil de superar para los empresarios industriales
de estas últimas regiones. De este modo, el mapa industrial español, una vez
dibujado, tendía a persistir a lo largo del tiempo.
Una de las razones por las que existía dependencia de la trayectoria era la
presencia de economías de escala en algunos sectores industriales, sobre todo en los
que requerían mayores costes fijos, como la siderurgia o la química. En estos
sectores, los costes eran tanto menores cuanto mayor era la escala de la producción
y, por ello, la oferta tendía a concentrarse en un número relativamente reducido de
grandes empresas. Se formaba así un mercado de competencia imperfecta que
dificultaba la entrada en escena de nuevos competidores procedentes de regiones
inicialmente atrasadas.
Pero, sobre todo, el factor clave en la dependencia de la trayectoria era la
existencia de economías externas, es decir, ventajas de costes que las empresas
podían obtener en caso de situarse en la proximidad de otras empresas; o, dicho de
otro modo, los sobrecostes a que tenían que hacer frente las empresas que decidieran
emplazarse en localizaciones con poca tradición industrial y un tejido empresarial aún
débil. El liderazgo catalán tuvo mucho que ver con la formación allí de un auténtico
distrito industrial en el que el éxito de unas empresas favorecía el posterior éxito de
otras: en el distrito industrial, las empresas se beneficiaban de una atmósfera
favorable para los negocios, que se traducía en un mejor acceso a la innovación (la
cual se difundía con más facilidad que en zonas sin tradición industrial previa), una
mayor disponibilidad de trabajadores cualificados (factor este último importante, por
ejemplo, para las primeras etapas de la industrialización textil) y un acceso barato a
los consumidores. En regiones como Extremadura, en cambio, junto a problemas en
los factores anteriormente señalados (localización remota, ausencia de minerales
estratégicos, alto nivel de desigualdad agraria, baja densidad demográfica), había una
atmósfera menos favorable y resultaba por ello difícil que las empresas industriales
pudieran resistir la competencia de regiones más avanzadas. La importancia de las
economías externas radicaba en que iba más allá de las paredes de una empresa o
los límites de un determinado sector (de ahí su denominación): se beneficiaban de
ellas todas las empresas de un determinado territorio. Esto contribuye a explicar por
qué el liderazgo catalán, que comenzó siendo un liderazgo en el textil (para el que
Cataluña contaba con ventajas iniciales en los distintos puntos recién repasados),
terminó convirtiéndose en liderazgo en muchos otros sectores, incluidos algunos para
los cuales (como en el caso de la industria alimentaria) la región no contaba a priori
con ventajas claras; dichas ventajas fueron más bien construyéndose a lo largo del
tiempo como consecuencia de las economías externas de que podían disfrutar las
empresas localizadas en esta atmósfera favorable.
Una alternativa para impulsar la convergencia del PIB per cápita de las
regiones atrasadas habría podido ser la emigración de una parte sustancial de su
población agraria hacia las regiones adelantadas en las que se iban abriendo nuevas
oportunidades de empleo en la industria, la construcción y los servicios. Dado que,
sobre todo durante el primer tercio del siglo XX, se intensificaron este tipo de
migraciones internas, la disparidad territorial en términos per cápita tendió por ello a
ser menor de lo que habría sido el caso en su ausencia. En el caso de Aragón, por
ejemplo, el cuantioso flujo migratorio salido del Pirineo y las sierras turolenses hacia
las ciudades catalanas (entre otras) favoreció los resultados de PIB per cápita relativo
de la región. Se trataba, al fin y al cabo, de un ajuste demográfico a la muy desigual
distribución espacial del nuevo modelo de crecimiento económico que se abría paso
en España. Sin embargo, durante estos años las migraciones internas se hallaban aún
muy restringidas por la distancia: el coste de emigrar hacia una región lejana (desde el
coste de desplazamiento hasta los costes de instalación y adaptación al lugar de
destino) era prohibitivo para muchas familias pobres de las regiones atrasadas. Así, la
emigración desde Andalucía, Extremadura o Castilla La-Mancha hacia Cataluña, por
poner un ejemplo, se mantuvo en niveles moderados. En ausencia de un ajuste
demográfico más intenso, el PIB per cápita relativo de estas regiones continuaba
siendo muy bajo a la altura de la Guerra Civil, y aún tras el primer franquismo (cuyos
efectos negativos se dejaron sentir por todas partes).
LUCES Y SOMBRAS DE LA CONVERGENCIA TERRITORIAL (1950-2007)
Como ya había ocurrido antes de la Guerra Civil, el crecimiento económico
vivido entre aproximadamente 1950 y 1975 fue liderado por las ciudades. El principal
componente de este crecimiento, la industria productora de bienes de inversión,
estaba localizado predominantemente en ciudades; tal era el caso también de otros
puntales del crecimiento, como la construcción, los servicios y la producción industrial
de bienes de consumo. En consonancia con ello, también la moderna sociedad de
consumo que comenzó a formarse en la España de estos años partió originalmente de
las familias urbanas: fueron ellas las que en mayor medida incrementaron sus niveles
de gasto en consumo, completaron su transición nutricional (hacia dietas más
abundantes y variadas) y pasaron a adquirir toda una serie de nuevos bienes de
consumo duradero como automóviles y electrodomésticos.
No es que la agricultura se mantuviera estancada; como sabemos, su
crecimiento, apoyado sobre la incorporación de un nuevo bloque tecnológico
(mecanización basada en energía inorgánica, abonos químicos, semillas y razas
ganaderas de alto rendimiento) y la expansión de la superficie de regadío, fue mayor
que nunca. Además, cada vez más agricultores comenzaron durante la parte final de
este periodo a ser agricultores a tiempo parcial que suplementaban sus ingresos con
los derivados de empleos no agrarios, generalmente en la industria o la construcción.
En ocasiones, estos agricultores a tiempo parcial realizaban desplazamientos
pendulares a las ciudades para acceder a estos empleos, pero en otras ocasiones los
empleos no agrarios comenzaban a estar disponibles en el propio espacio rural, ya
que el empleo rural no agrario creció con mayor velocidad que antes de la Guerra
Civil. De hecho, para muchos agricultores a tiempo parcial el trabajo y los ingresos
derivados de su explotación terminaron siendo meramente complementarios. Y, para
no pocos jóvenes pertenecientes a familias agrarias, esta fue la oportunidad de romper
vínculos con la explotación familiar e insertarse en los mercados laborales de la
industria, la construcción o los servicios dentro de sus propias comarcas. El aumento
de los ingresos rurales que se derivó de la modernización de la agricultura y la
creación de nuevas oportunidades de empleo rural no agrario hizo posible la gradual
incorporación de las poblaciones rurales a las nuevas pautas de la sociedad de
consumo y, así, hacia finales de nuestro periodo, tanto la transición nutricional como la
compra de automóviles y electrodomésticos se abrían paso con fuerza entre los
hogares rurales. En suma, las zonas rurales no quedaron al margen del progreso de la
economía española durante estos años, y sus poblaciones disfrutaron de un aumento
en sus niveles de vida como nunca antes.
Nada de ello pudo contener, sin embargo, las masivas corrientes migratorias
que llevaron a miles de personas de origen rural, sobre todo jóvenes, hacia las
expansivas ciudades del desarrollismo franquista. La modernización agraria permitía
un gran incremento de la productividad del trabajo agrario, pero esta siguió estando
muy por debajo de la de los otros sectores de la economía, creando las condiciones
para una importante brecha de ingresos entre las familias agrarias y las familias
urbanas. Además, los ingresos de los agricultores crecieron menos que su
productividad porque, entre otros factores, los agricultores habían tenido que hacer
frente a unos costes muy importantes con objeto de aplicar el nuevo bloque
tecnológico anteriormente aludido. Y, aunque el empleo rural no agrario creció, la
mayor parte de actividades no agrarias estaban sujetas a economías externas que
invitaban a los empresarios a localizarse en entornos urbanos, de tal modo que
muchos de los encadenamientos generados por la modernización agraria lo fueron con
actividades situadas en el espacio urbano. Las poblaciones rurales, por su parte, iban
claramente por detrás de las urbanas en la incorporación a la sociedad de consumo.
Para muchos jóvenes rurales, la ciudad aparecía como un espacio de modernidad en
el que podrían desarrollar un proyecto de vida más atractivo que en sus comarcas de
origen. Además, finalmente, este fue un periodo durante el cual la penalización rural
en el bienestar se acentuó, conforme la provisión de bienes públicos como la
educación y la sanidad pasó a estar más sujeta a economías de escala, lo cual
favorecía la concentración en espacios urbanos de mejoras como la construcción de
hospitales o institutos de educación secundaria. (Hasta entonces habían resultado
más vitales para la población niveles inferiores de provisión, como los consultorios
médicos o las escuelas primarias, que estaban menos sujetos a economías de escala
y podían localizarse de manera más descentralizada en entornos rurales.)
No cabe duda, por lo tanto, del fuerte sesgo urbano que acompañó la
culminación de la industrialización española entre 1950 y 1975. El éxodo rural vivido
por España durante esos años fue, de hecho uno de los más intensos en la historia
europea contemporánea. Una consecuencia importante del mismo, más allá del gran
cambio que supuso para las personas y familias implicadas, fue la activación de un
proceso de convergencia entre la renta per cápita de las zonas rurales y las ciudades.
El éxodo, al nutrirse primordialmente de personas previamente vinculadas a la
actividad agraria (y que por tanto venían teniendo niveles comparativamente bajos de
productividad y renta), permitió a las comunidades rurales realizar un ajuste
demográfico que hizo que su estructura ocupacional y su nivel de renta per cápita
fueran aproximándose a los de las ciudades.
Las diferencias entre zonas urbanas y zonas rurales se volvieron
definitivamente borrosas en la parte final del siglo XX y los años iniciales del siglo XXI.
Para empezar, la distinción entre unas economías urbanas centradas en la industria y
los servicios, por un lado, y unas economías rurales orientadas hacia la agricultura, por
el otro, se hizo cada vez menos nítida. La desagrarización de la sociedad rural, que ya
había comenzado durante la segunda parte del franquismo, continuó ahora, llevando
el porcentaje de empleo agrario en las zonas rurales al entorno de (solamente) el 15
por ciento a comienzos del siglo XXI. Los agricultores, antaño el centro de la sociedad
rural, habían pasado a ser una clara minoría con respecto a los empleados rurales en
la industria, la construcción y los servicios. La desagrarización de la sociedad rural fue
consecuencia, en parte, de la continuación de dinámicas que habían comenzado antes
de 1975, como la emigración campo-ciudad (que, al venir predominantemente
protagonizada por personas vinculadas a familias agrarias, generaba una disminución
automática del porcentaje de población activa rural empleada en la agricultura) y la
creación de nuevas empresas y nuevos puestos de trabajo no agrarios en los espacios
rurales. Este último aspecto fue mucho más allá que durante el periodo previo como
consecuencia de la difusión del impulso empresarial de las grandes ciudades hacia
sus espacios rurales circundantes, así como por el surgimiento de nuevas iniciativas
locales como el turismo rural. Además, otro factor que contribuía a la desagrarización
era la movilidad pendular desde los espacios rurales, donde se generalizaba la
disponibilidad de automóvil propio, hacia las ciudades. Aunque no faltaron también los
movimientos pendulares en sentido inverso (poblaciones urbanas que, por ejemplo,
acudían a polígonos industriales u obras en construcción localizadas en el medio
rural), el avance del proceso de contraurbanización, al llevar a localidades pequeñas a
numerosas personas carentes de vínculo alguno con la agricultura, favoreció la
desagrarización de la sociedad rural. Tan profundos iban haciéndose estos cambios
que, en torno al cambio de siglo, algunos incluso cuestionaban que siguiera existiendo
una sociedad distintivamente rural.
En el plano estrictamente económico, la desagrarización de la sociedad rural
fue importante para continuar impulsando su convergencia con las ciudades en
términos de renta y consumo. A comienzos del siglo XXI, y a pesar de que la
productividad de la mano de obra agraria continuaba siendo muy inferior a la media
nacional, la brecha de renta per cápita entre zonas rurales (cada vez más pobladas
por no agricultores) y zonas urbanas había caído por debajo del 10 por ciento, y
muchas zonas rurales localizadas en regiones avanzadas (por ejemplo, el Pirineo
catalán) tenían niveles de renta claramente superiores a la media nacional. Las pautas
rurales de consumo, por su parte, también convergían con las urbanas. En otras
palabras, aunque la vida en localidades pequeñas continuaba reteniendo
características distintivas que la hacían diferente de la vida en grandes ciudades, la
brecha económica entre unos y otros espacios se había estrechado apreciablemente.
También la brecha económica entre unas y otras regiones del país tendió a
estrecharse durante la segunda mitad del siglo XX, y también (como en el caso
urbano-rural) con un protagonismo importante para los movimientos migratorios. Las
disparidades regionales continuaron siendo, en cierta forma, evidentes. El acelerado
crecimiento de la economía española entre 1950 y 1975, por ejemplo, fue liderado por
aquellas regiones que ya habían comenzado a industrializarse durante la segunda
mitad del siglo XIX o el primer tercio del siglo XX. Cataluña diversificó aún más su
base industrial, participando con fuerza en la expansión de los sectores productores de
bienes de equipo y nuevos bienes de consumo duradero. La industria siderúrgica y
metálica continuó teniendo en el País Vasco uno de sus principales focos. También
Madrid, la Comunidad Valenciana, Baleares, Navarra, La Rioja o Aragón continuaron
desplegando sus procesos de industrialización durante estos años. Todo ello da una
buena prueba de la dependencia de la trayectoria que provocaban las economías de
escala y las economías externas: las regiones situadas en una senda positiva
continuaban por dicha senda. (Tan sólo dos de estas regiones, Asturias y Cantabria,
comenzaron a dar síntomas de agotamiento en su modelo productivo a lo largo de la
década de 1960, entrando aún así no tanto en una crisis como en un declive relativo
en relación a las otras provincias del grupo de cabeza.)
El final de la industrialización y el paso a economías basadas en los servicios
no alteró sustancialmente el panorama. El espacio económico y demográfico español
continuó polarizándose cada vez más, y hacia comienzos del siglo XXI todas las
provincias con un nivel de renta per cápita superior a la media se encontraban en el
cuadrante nordeste del país, en lo que suponía la culminación de un mapa económico
que había comenzado a dibujarse tan atrás como a finales del siglo XVII. En este
cuadrante se encontraban Madrid, Cataluña, País Vasco, la Comunidad Valenciana,
Baleares, Navarra, La Rioja y Aragón. Como España en su conjunto, ninguna de estas
economías regionales estaba ya a finales del periodo tan orientada hacia la actividad
industrial como a comienzos del mismo: todas vieron ganar peso a sus sectores de
servicios. En estas regiones, el crecimiento del sector servicios tendió a ser liderado
por la empresa privada, en algunos casos por las subcontrataciones realizadas por
parte de industrias con alto nivel tecnológico, en otros por el turismo. Además, estas
regiones destacaban por presentar otros tres rasgos característicos: su orientación
exportadora era más acentuada que la media, sus tasas de inversión en investigación
y desarrollo eran superiores a la media, y sus niveles de recepción de inversión directa
extranjera eran también más altos que la media. Estos tres rasgos se encontraban
interrelacionados, ya que las empresas multinacionales asentadas en estas regiones
realizaban una contribución muy importante (más que la de las empresas locales) a la
proyección exportadora y al fomento de la innovación.
¿Qué ocurría mientras tanto con las regiones que antes de la Guerra Civil no
habían logrado pasar de ser periferias agrarias, como las dos Castillas, Extremadura,
Andalucía o Galicia? En todas estas regiones surgieron con mayor facilidad que en el
pasado nuevos focos industriales. El crecimiento industrial español era rápido (sobre
todo entre 1950 y 1975), y esto generaba oportunidades incluso para los territorios que
en principio contaban con menores ventajas. También contribuyeron a este resultado
la expansión de la construcción y los servicios, muy vinculados ambos al crecimiento
de las ciudades. La política económica fue importante en esta diversificación
productiva de las periferias agrarias: primero, durante el franquismo, porque la mayor
parte de polos de desarrollo designados por el régimen franquista se encontraban en
estas regiones, que de este modo recibieron una transferencia de fondos públicos
encaminada a consolidar su base industrial; y, más adelante, la sustitución del muy
centralizado Estado franquista por un Estado de las Autonomías favorecía que cada
Comunidad Autónoma pusiera en marcha sus propias políticas de desarrollo regional,
en lugar de verse supeditada a las decisiones tomadas desde Madrid. Además, la
puesta en marcha de la política de cohesión regional de la Unión Europea a partir de
finales de la década de 1980 permitió a las regiones atrasadas españolas beneficiarse
de un cuantioso flujo de capital que elevó las tasas de inversión pública (en
infraestructuras, por ejemplo) por encima de lo que habría sido posible con sus
recursos propios. Tanto estos motivos políticos como la dinámica natural del mercado
hicieron así que, en torno al cambio de siglo, el peso de la agricultura en el empleo y el
PIB de estas regiones se hubiera reducido sustancialmente (es decir, su estructura
económica se había vuelto más similar a la de las regiones de cabeza). También la
brecha que separaba su PIB per cápita de la media nacional se había reducido de
manera sustancial.
Ahora bien, una parte importante de esta convergencia en las estructuras
económicas y los niveles de PIB per cápita se debía también a un segundo factor: la
emigración masiva de poblaciones agrarias de estas regiones hacia las ciudades de
regiones más avanzadas. A diferencia de lo que había sido común antes de la guerra,
ahora sí se registraron flujos migratorios muy cuantiosos entre, por ejemplo, Andalucía
y Cataluña. De hecho, la mayor parte de las provincias de este grupo de regiones
perdieron población en estos años: muchos de sus emigrantes rurales se dirigían a las
ciudades de la propia región, pero muchos otros sobrepasaban ese límite. En términos
agregados, el resultado de esta emigración agraria hacia otras regiones (o hacia el
extranjero) era una tendencia hacia el aumento del PIB per cápita regional. Los niveles
de vida se hicieron así más parejos en unas y otras regiones. Por el camino, por
supuesto, la polarización económica y demográfica del territorio español se acentuaba
aún más: una proporción cada vez mayor de la actividad económica y la población se
concentraba en unas pocas provincias (y, dentro de ellas, en unas pocas ciudades),
mientras amplias superficies quedaban convertidas en desiertos demográficos.
Una buena prueba de la importancia de este factor migratorio es el hecho de
que la convergencia regional tendiera a detenerse en las décadas finales del siglo XX,
cuando estas migraciones interregionales dejaron de ser tan cuantiosas. Para
entonces, las regiones atrasadas, que ya habían dejado de ser simples periferias
agrarias durante el franquismo, contaban ya con un volumen reducido de población
agraria, por lo que el efecto del cambio ocupacional (el efecto del trasvase de
poblaciones agrarias con bajos niveles de productividad hacia otros empleos) no podía
ser tan grande como en el periodo previo. Tampoco fue tan cuantioso ya en este
periodo el flujo migratorio de estas poblaciones agrarias hacia regiones más
avanzadas, es decir, el ajuste demográfico que previamente había sido importante
para la convergencia de las regiones atrasadas en términos de PIB per cápita.
Por todo ello, las regiones atrasadas tendieron a mantenerse a una distancia
prudencial de las regiones avanzadas; una distancia inferior a la que había prevalecido
en los inicios de la modernización económica, pero que no parecía tender a
desaparecer una vez concluida esta e iniciada una nueva época post-industrial. De
hecho, las regiones atrasadas mostraban unas perspectivas más pobres de progreso
hacia comienzos del siglo XXI. Como las otras regiones, habían vivido un proceso de
terciarización, pero en su caso muy vinculado al empleo público creado en el marco
del Estado de las Autonomías y el Estado del bienestar, y no tanto a los servicios
privados (de superior productividad). También habían vivido una internacionalización
de su tejido productivo, pero su capacidad para atraer inversión directa extranjera era
claramente inferior a la de las regiones adelantadas. En parte por ello, además, sus
niveles de inversión en I+D eran inferiores a la media, como también lo era su
orientación exportadora. En suma, unas economías que sin duda habían culminado su
proceso histórico de modernización a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, pero
que mostraban un nivel de dinamismo inferior al del cuadrante nororiental del país en
los inicios del siglo XXI. (Y que, de hecho, se encontrarían entre las más afectadas por
la crisis que se desencadenaría a partir de 2008.)
14 Aragón
Después de haber estudiado la evolución de las disparidades regionales en la
práctica anterior, en esta vamos a centrarnos en el caso concreto de Aragón.
Estudiaremos su historia económica desde el periodo preindustrial hasta comienzos
del siglo XXI.
LA ECONOMÍA ARAGONESA DEL ANTIGUO RÉGIMEN (1500-1800)
La economía aragonesa del Antiguo Régimen se parecía más a la castellana
que a la catalana (por tomar como referencia las dos regiones que hemos estudiado
con mayor detalle en la práctica anterior). Entre comienzos del siglo XVI y comienzos
del siglo XIX, el crecimiento económico de Aragón fue lento, irregular (volviéndose en
ocasiones nulo o negativo) y de corte netamente tradicional. También las fases largas
de cambio económico propias de este periodo siguieron una cronología similar a la
castellana. El siglo XVI fue una larga fase de expansión de la producción agraria
basada en la expansión de la superficie cultivada y el aumento de la población, sin
aumentos apreciables en la productividad del trabajo o los rendimientos de la tierra
(continuaron predominando los sistemas extensivos de explotación). La red urbana,
por su parte, era incluso más débil que en Castilla. Así, no hubo crecimiento
económico, sino más bien una expansión de tipo tradicional de la población y la
producción. A lo largo de la mayor parte del siglo XVII se vivió una fase inversa, de
contracción del sistema productivo tradicional, con caídas tanto de la población como
de la producción agraria. Finalmente, el sistema productivo tradicional volvió a
expandirse a lo largo del siglo XVIII: en un territorio de baja densidad de población,
existían amplias superficies susceptibles de ser roturadas conforme la población iba
creciendo de nuevo. También se consolidaron los sistemas ganaderos extensivos, en
particular la trashumancia ovina que conectaba los pastos estivales del Pirineo o el
Sistema Ibérico con pastos invernales en el Valle del Ebro o en las regiones
meridionales de España (como Castilla-La Mancha o Andalucía). No hubo, sin
embargo, mejoras apreciables en los rendimientos de la tierra o la productividad de la
mano de obra. Tampoco hubo, a pesar de la existencia de algunos brotes de
manufactura rural (por ejemplo, en algunas zonas de montaña de Teruel), un proceso
significativo de protoindustrialización. Los niveles de urbanización, por su parte,
también se mantuvieron muy reducidos: las ciudades eran pocas, pequeñas y
distantes entre sí. Como la mayor parte del interior del país, Aragón llegaba al inicio de
la era industrial con una economía poco dinámica.
BASE EXPORTADORA AGRARIA Y ARRANQUE DE LA INDUSTRIALIZACIÓN ARAGONESA (1800-1936)
El motor de la industrialización aragonesa fue el estímulo económico que
suponía la industrialización catalana y las demandas asociadas a la misma. En un
primer momento, la industrialización catalana, combinada con la integración del
mercado nacional, parecía restar oportunidades industriales a una economía menos
dinámica como la aragonesa. (¿Podrían los empresarios hacer frente a la competencia
catalana?) Durante la segunda mitad del siglo XIX, la economía aragonesa continuó
muy orientada hacia la agricultura y, dentro de esta, hacia una agricultura extensiva de
rendimientos bajos. (Otro de los pilares del sistema agrario preindustrial, la
trashumancia ovina, entró en crisis como consecuencia del encarecimiento de los
pastos invernales que siguió a la liberalización del mercado de la tierra.) Sin embargo,
esta agricultura tradicional experimentó una expansión importante como consecuencia
de la creciente demanda catalana de cereales. En Cataluña, la industrialización, la
urbanización y el aumento de la renta expandían la demanda de alimentos básicos
más allá de lo que el sistema productivo regional podía abastecer a precios
competitivos, lo cual creaba oportunidades para la compra de estos productos en el
exterior. La crisis agraria de finales del siglo XIX, con la llegada de productos agrarios
muy baratos procedentes de ultramar, amenazó con desestructurar las relaciones
económicas entre Aragón y Cataluña, pero el giro hacia el proteccionismo las
consolidó, convirtiendo a Aragón en un territorio de especialización agraria dentro de
una región económica más amplia cuyo centro era en realidad Barcelona.
En una segunda fase, una vez consolidada esta base exportadora cerealícola
(a la que fugazmente se unió también el vino con vistas a su exportación a Francia,
orientación que no se consolidó tras la transmisión a Aragón de la plaga de la filoxera
y el viraje francés hacia el proteccionismo), la economía aragonesa fue dando sus
primeros pasos industriales. Esto ocurrió durante las primeras décadas del siglo XX,
bajo el liderazgo de empresas pequeñas y medianas creadas con capital aragonés.
Las exportaciones de cereales hacia Cataluña fueron generando estímulos hacia
delante, es decir, sobre la producción industrial de harinas: en lugar de exportar los
cereales, Aragón comenzó a utilizarlos cada vez más como materia prima para fabricar
sus propias harinas. Aunque los orígenes de esta actividad arrancaban de largo
tiempo atrás, el giro hacia el proteccionismo de finales del siglo XIX consolidó la
orientación de la industria harinera aragonesa hacia el abastecimiento del mercado
catalán. Las exportaciones agrarias también generaron estímulos hacia atrás, y así fue
surgiendo también una industria de transformados metálicos que abastecía a los
agricultores y comerciantes de cereales.
La modernización de la economía aragonesa durante el primer tercio del siglo
XX, acompañada como en el conjunto del país por el inicio de una transición
demográfica (cuadro 14.1), se completó con el desarrollo de otras actividades. La
construcción y las obras públicas crecieron a un ritmo animado. En el Pirineo, grandes
empresas se lanzaron a la explotación hidroeléctrica del curso alto de los ríos,
convirtiendo a Aragón en una gran exportadora de electricidad hacia los focos
industriales catalán y vasco. En partes de Teruel pasaron a explotarse yacimientos de
carbón que contribuían a la transición energética del país. Finalmente, la ciudad de
Zaragoza era el núcleo de un emergente sistema financiero compuesto por bancos y
cajas de ahorro.
Cuadro 14.1. El cambio demográfico en Aragón
1877/1900 1920/30 1940/50 1971/5 2000 Tasa de natalidad 37,0 28,1 18,5 15,1 8,2 Tasa de mortalidad 33,8 18,7 13,3 9,1 9,9 Variación natural 3,2 9,4 5,2 6,0 –1,7 Tasa migratoria –2,4 –6,0 –1,9 –2,3 0,4 Variación total 0,8 3,4 3,3 3,6 –1,3
Fuente: Germán (2012). Todas las tasas están calculadas en tantos por mil.
ARAGÓN, UNA REGIÓN ESPAÑOLA AVANZADA (1936-2007)
Tras las dificultades de la década de 1940, que afectaron tanto a la agricultura
como a la industria, Aragón contribuyó con fuerza al nuevo ciclo de crecimiento
económico que se abrió en España a partir de la década de 1950. La productividad
agraria creció con rapidez, conforme cuantiosos flujos de mano de obra emigraban a
las ciudades (impulsando un crecimiento significativo de la tasa de urbanización;
cuadro 14.2) y los agricultores que permanecían en el negocio realizaban costosas
inversiones para capitalizar sus explotaciones y elevar así su nivel tecnológico. Pero,
como en España en su conjunto, el peso de la agricultura dentro del empleo y el PIB
fue cayendo, y fue la industria el sector que lideró el crecimiento económico. En
Aragón, la industria metalúrgica, cuyo arranque se había producido ya durante el
primer tercio del siglo XX, experimentó ahora una rápida expansión, y la tradicional
especialización alimentaria de la industria aragonesa se tornó ahora en especialización
metalúrgica.
Cuadro 14.2. Tasa de urbanización (porcentaje de población residente en localidades de
más de 5.000 habitantes) en Aragón
1800 1860 1900 1930 1950 1981 2001
13 14 16 23 34 65 68
Fuente: Germán (2012).
En este caso, como en otras etapas del pasado aragonés, la demanda
efectuada por otras zonas del cuadrante nordeste del país (con Cataluña a la cabeza)
resultó crucial para el crecimiento económico. A diferencia de lo que había ocurrido
con el crecimiento industrial del primer tercio del siglo XX, cuando el tejido industrial
aragonés había mostrado un alto grado integración productiva (es decir, múltiples
vínculos entre empresas aragonesas de diferentes ramas y sectores), aquel tendió
ahora hacia una cierta desintegración, abasteciendo las demandas efectuadas dentro
la región económica del nordeste del país. Así, la industria metalúrgica, en particular,
era una industria sin cabecera dentro de Aragón: una industria orientada
primordialmente a abastecer a las industrias de cabecera localizadas en otras
regiones. La tendencia hacia una menor integración productiva del tejido industrial
aragonés fue acompañada de una creciente participación del capital externo a la
región en las principales empresas, en contraste con el predominio del capital local
durante el arranque de la industrialización en las primeras décadas del siglo XX. Las
economías externas y la favorable atmósfera empresarial presente en Aragón después
de décadas de industrialización estaban así favoreciendo un crecimiento del sector
industrial que iba mucho más allá de las posibilidades del capital aragonés y la
demanda aragonesa. De hecho, el crecimiento industrial fue durante este periodo
mucho más rápido que durante el primer tercio del siglo XX.
La política económica del franquismo afectó a Aragón en dos sentidos. En
primer lugar, en un sentido positivo, la ciudad de Zaragoza fue designada como polo
de desarrollo dentro de la política puesta en marcha en los años finales del franquismo
con objeto de reducir las disparidades territoriales. Esto permitió a la ciudad y sus
alrededores beneficiarse de inversiones públicas en infraestructuras de transporte e
instalaciones empresariales (como polígonos industriales). A los empresarios, por su
lado, les permitió acceder a subvenciones y beneficios fiscales. Todo ello contribuyó al
rápido crecimiento económico de Zaragoza y, por extensión, de Aragón durante este
periodo. Con todo, el polo de desarrollo remaba a favor de la corriente: más que
impulsar una economía estancada, lo que hizo fue contribuir a acelerar ligeramente el
ritmo de crecimiento de una economía que estaba alcanzando un gran dinamismo por
sus propios medios. (De hecho, a diferencia de otras ciudades designadas como polo
de desarrollo, por ejemplo en la mitad sur del país, Zaragoza sí arrastraba tras de sí
una tradición industrial importante.) Además, la política económica del franquismo
también afectó a Aragón en un segundo sentido, menos favorable. Como las cajas de
ahorros, afectadas por estrictas normativas sobre asignación de crédito a sectores
estratégicos, tenían en Aragón un protagonismo dentro del sistema financiero superior
a la media nacional, la aplicación de estas normativas implicó de facto un drenaje de
recursos desde Aragón hacia el resto de España.
Pero fue sobre todo tras el franquismo, durante las décadas finales del siglo
XX, cuando Aragón se consolidó como una de las economías regionales más
prósperas de España. Fue entonces, por ejemplo, cuando su renta relativa pasó por
primera vez a superar claramente la media nacional (cuadro 14.3).
Cuadro 14.3. Renta disponible per cápita relativa en Aragón (España = 100)
1950 1980 2000
98 100 118
Fuente: Carreras (2005).
En plena crisis económica de 1975-85, cuando los niveles de inversión estaban
cayendo por todas partes, Aragón recibió el cuantioso flujo de inversión directa
extranjera representado por la apertura en Figueruelas de una planta de fabricación de
automóviles por parte de la empresa multinacional General Motors. La empresa se vio
atraída por una combinación de factores: la presencia de una mano de obra
relativamente cualificada pero cuyo salario era más bajo que el de la mayor parte de
países europeos, la existencia de una tradición empresarial en el sector metalúrgico
aragonés, y una situación geográfica próxima al mercado común europeo. Este último
factor era importante porque la lógica de la inversión realizada por General Motors en
Aragón consistía en utilizar Figueruelas como plataforma desde la que exportar hacia
el mercado común aprovechando unos costes salariales relativamente bajos. General
Motors fue el elemento más llamativo de un proceso más amplio de
internacionalización del tejido empresarial radicado en Aragón, con una penetración
cada vez mayor del capital extranjero (en muchas ocasiones también como resultado
de la absorción por su parte de empresas locales en apuros) y la formación de cada
vez más densas redes comerciales con el exterior.
La instalación de General Motors abrió una nueva etapa en la historia
económica aragonesa. No sólo contribuyó a aumentar la tasa de inversión de la
economía regional en un momento crítico (antes de la apertura de un nuevo ciclo de
crecimiento económico en España a partir de 1985), sino que, considerando el
conjunto del periodo, generó diversos efectos positivos. Las exportaciones
aragonesas, de las cuales los automóviles producidos en Figueruelas pasaron a
representar una proporción muy importante, crecieron con rapidez. La fábrica, de
grandes dimensiones, creó numerosos empleos directos, así como también indirectos.
Entre estos últimos destacó el estímulo que General Motors supuso para las industrias
auxiliares, de componentes (algunas de ellas también multinacionales), que con el
tiempo terminaron vendiendo sus productos también a fabricantes de automóviles
radicados fuera de Aragón (buena muestra de su competitividad).
Cuadro 14.4. Estructura porcentual de la población activa aragonesa
1860 1900 1930 1950 1975 2000 Agricultura 73 73 61 59 26 9 Industria 10 13 13 13 25 24 Construcción 5 5 9 10 Servicios 17 14 22 23 41 57
Fuente: Germán (2012).
Aragón profundizaba así su especialización industrial metalúrgica,
especialización que ahora (a diferencia de lo que había ocurrido durante el
franquismo) contaba con una la industria del automóvil como cabecera local. Otras
especializaciones industriales de Aragón durante este periodo fueron, como en épocas
anteriores, la alimentación y la producción eléctrica. Al igual que en el resto del país,
estos fueron también años de terciarización (cuadro 14.4), si bien en el caso aragonés
los servicios facturados por empresas privadas tuvieron una importancia
comparativamente menor que en otras regiones españolas avanzadas; en su lugar, el
empleo público, vinculado a la creación de la Comunidad Autónoma y la posterior
transferencia a la misma de competencias intensivas en mano de obra (como la
sanidad y la educación), desempeñó un papel relevante.
15 Impacto ambiental
La Conferencia de Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo
celebrada en Río de Janeiro en 1992 definió el desarrollo sostenible como aquel
desarrollo que no compromete el desarrollo de las generaciones futuras. De este
modo, no sólo quedó firmemente fijado en la agenda política un nuevo tema, sino que
también fue cada vez más frecuente la incorporación de lo ambiental a los análisis
económicos. El medio ambiente constituye una suerte de patrimonio natural que las
sociedades, en su búsqueda de progreso económico, pueden dilapidar o, por el
contrario, conservar o incluso acrecentar. Dos sociedades pueden tener similares
resultados de crecimiento económico o nivel de vida y, sin embargo, diferenciarse
entre sí en función de su mayor o menor explotación de sus recursos naturales, de la
mayor o menor sostenibilidad ambiental de su modelo productivo. Ambas sociedades
tendrían niveles similares de renta (por centrarnos en esta variable), pero niveles
diferentes de riqueza, ya que el patrimonio natural forma parte de esta última. También
estarían dejando un legado diferente a sus respectivas generaciones futuras. Aspectos
todos ellos que, por su importancia, merecen ser considerados en cualquier análisis
del cambio económico a lo largo del tiempo.
Centraremos nuestra atención en dos aspectos clave del impacto ambiental
generado por el cambio económico en el largo plazo. En primer lugar, prestaremos
atención a la contaminación atmosférica que se deriva de lo que hemos llamado la
transición energética: la utilización masiva de combustibles fósiles, que emite diversos
gases que van a parar a la atmósfera con efectos nocivos. Y, en segundo lugar,
prestaremos atención a los requerimientos de materiales de la economía, es decir, el
grado en que el funcionamiento del sistema productivo requiere la extracción y
utilización de materiales físicos y, por ello, genera un impacto sobre el medio
ambiente. Cada uno de estos dos impactos, por su parte, puede medirse en términos
absolutos y en términos relativos. El impacto relativo es la cantidad de emisiones de
gases contaminantes o los requerimientos de materiales puestos en relación al PIB o a
la población, y nos proporciona una medida del impacto ambiental que genera cada
unidad de PIB o cada habitante de una determinada sociedad. Esta es una medida
importante del impacto ambiental, ya que se trata de la que en mayor medida puede
reflejar los éxitos de las primeras respuestas políticas y sociales al deterioro ambiental.
Sin embargo, el análisis debe ser complementado por el impacto en términos
absolutos, es decir, la cantidad total de emisiones de gases o de requerimientos
materiales.
La historia europea parece mostrar que el cambio económico y demográfico ha
tenido un impacto ambiental creciente, al menos hasta finales del siglo XX. Las
economías preindustriales, con su bajo nivel de crecimiento económico y demográfico
y su dependencia de energías orgánicas (aspectos ambos, como sabemos, muy
relacionados entre sí), no generaron grandes impactos ambientales. (Los principales
debieron de darse en las economías orgánicas avanzadas, en las que el progreso
condujo a un paulatino agotamiento de las reservas de madera próximas a las
ciudades.) Las primeras fases de la industrialización generaron un impacto ambiental
superior, ya que la decisiva utilización de un combustible fósil como el carbón
comenzó a aumentar las emisiones de gases contaminantes. Además, hasta finales
del siglo XIX se detectaron diversos problemas de contenido ambiental en las
ciudades, cuya expansión estaba teniendo lugar sin las adecuadas medidas de
planificación urbanística. Con todo, aún a la altura de la Segunda Guerra Mundial la
escala a la que se manifestaron estos problemas era todavía relativamente modesta:
muy notable en las ciudades de las economías más avanzadas, pero al fin y al cabo
buena parte del continente europeo (su periferia mediterránea y oriental) mostraba un
ritmo mucho más pausado de industrialización y urbanización, con lo que en su caso el
impacto ambiental del cambio económico era menor.
Esto cambió en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, la “edad
de oro” del crecimiento económico que fue al mismo tiempo una era de deterioro
ambiental acelerado. El crecimiento económico de este periodo, al estar muy orientado
hacia la industria pesada, fue intensivo en materiales y energía (haciendo uso de
grandes cantidades del por aquel entonces barato petróleo), generando un gran
impacto ambiental. Las tasas de urbanización aumentaron por todas partes,
experimentándose un gran crecimiento en el tamaño y el número de ciudades; en
consecuencia, aumentaron los flujos de transporte (y, en consecuencia, el uso de
petróleo) necesarios para abastecer a las poblaciones urbanas. Y el propio estilo de
vida de las poblaciones urbanas pasó a incluir la utilización regular de automóviles
privados, otro factor de deterioro ambiental. El petróleo, en general, generaba un
impacto ambiental relativo inferior al del carbón (era una energía más limpia o, si se
quiere, menos sucia), pero, dado que la escala de la actividad económica y el tamaño
de la población habían aumentado mucho, el impacto ambiental continuó aumentando
en términos absolutos.
Esto generó desde la década de 1960 nuevos movimientos sociales y, en
ocasiones, políticos que reclamaban un mayor cuidado del medio ambiente por parte
de sociedades cada vez más opulentas en las que las necesidades básicas de la
población se encontraban sobradamente satisfechas. También la crisis del petróleo
iniciada en 1973 contribuyó a aumentar la sensibilidad social y política sobre temas
ambientales. Desde entonces, hay pruebas de una reducción del impacto relativo del
cambio económico en diferentes países y sectores. A ello ha contribuido no sólo la
política ambiental, sino también la desindustrialización y el paso a una economía
terciarizada. Pese a todo, en muchos aspectos el impacto ambiental del cambio
económico ha continuado creciendo en términos absolutos, ya que la escala de la
actividad económica es cada vez mayor. En un sentido similar ha actuado el proceso
de contraurbanización, que, al trasladar estilos de vida hasta entonces urbanos a
zonas residenciales periféricas, aumentó los flujos de transporte desarrollados por
empresas y particulares en las ciudades y su entorno próximo. (Ello por no hablar de
problemas globales que traspasaban las fronteras de los países, como el cambio
climático.)
A continuación consideramos el caso de España, si bien el volumen de
investigaciones disponibles sobre este tema es mucho más reducido que en el resto
de prácticas de la asignatura. Por ello, las siguientes páginas son muy esquemáticas.
LA SOSTENIBILIDAD DE LA ECONOMÍA PREINDUSTRIAL (1500-1840) La economía preindustrial era una economía de base orgánica, que se
apoyaba sobre fuentes de energía como la solar, la hidráulica y la eólica. Estas
fuentes liberaban mucha energía, pero los convertidores de la época no podían sino
aprovechar una parte mínima de la misma: la energía solar era aprovechada por las
plantas a través del proceso de fotosíntesis (nada que ver con la explotación moderna
a través de placas), y las energías hidráulica y eólica lo eran por parte de molinos
(nada que ver, tampoco, con las plantas eléctricas o los aerogeneradores del
presente). Otras fuentes de energía eran la combustión de la madera y la energía
suministrada directamente por la fuerza de los animales o el propio ser humano. Se
trataba, por lo tanto, de fuentes de energía renovables, cuya explotación no implicaba
un menoscabo del patrimonio natural que cada generación legaba a la siguiente. La
economía preindustrial era, de este modo, una economía básicamente sostenible.
En los campos, las actividades agrícolas y ganaderas se desarrollaban en el
marco de un circuito casi cerrado en el cual la mayor parte de los inputs tenían un
origen natural y provenían de la propia comarca, y en el cual los residuos de unas
actividades podían ser aprovechados como inputs de otras. Los agricultores utilizaban
semillas que obtenían de su anterior cosecha, así como herramientas rudimentarias
fabricadas con materias primas locales. Los ganaderos utilizaban pastos naturales: en
ocasiones, pastos situados en su propia comarca; otras veces, como en el caso de la
trashumancia, los pastores se desplazaban con las ovejas para que estas se
alimentaran en pastos naturales situados en otras comarcas. Además, los
excrementos de los animales no eran un residuo inútil, sino que se utilizaban para
abonar los campos; es decir, eran un input para la actividad agrícola. En suma, la
actividad agropecuaria se desarrollaba en un marco tecnológico que favorecía su
reproducibilidad y sostenibilidad a lo largo del tiempo, generando un impacto ambiental
pequeño. De hecho, la actividad agropecuaria generaba más energía (por ejemplo, a
través de las calorías contenidas en los alimentos que producía) que la energía que
absorbía a través de sus inputs.
La sostenibilidad ambiental de la agricultura preindustrial era favorecida
también por algunos de los rasgos institucionales del Antiguo Régimen. Existían
amplias superficies (sobre todo, montes) que se aprovechaban de manera comunal, y
ello podría haber generado un problema de sobreexplotación, dado que cada individuo
tenía en principio incentivos a explotar los recursos comunes de manera más que
proporcional. Sin embargo, para evitar este problema las comunidades rurales
establecían estrictas regulaciones sobre el uso de este tipo de superficies. También
algunos de los rasgos comunitaristas que hemos conocido en prácticas anteriores,
como la superposición de derechos de uso y derechos de propiedad sobre una misma
superficie, iban encaminadas a optimizar la oferta de inputs locales para un sistema
agropecuario de circuito casi cerrado: así, por ejemplo, era frecuente en muchos
lugares que las regulaciones comunitarias garantizaran a los ganaderos acceso
temporal a superficies agrícolas que no eran de su propiedad con objeto de utilizarlas
para la alimentación de sus animales.
En las ciudades, por su parte, el impacto ambiental de la actividad económica
era reducido. Los artesanos utilizaban fuentes de energía orgánicas, renovables y que
no emitían gases contaminantes a la atmósfera. El flujo de mercancías organizado por
los comerciantes se basaba en el transporte por medio de animales y barcos de vela,
por lo que tampoco inducía un impacto ambiental importante.
En pocas palabras, una economía con tendencia a la sostenibilidad. Ahora
bien, no cabe inferir de aquí que se tratara de un caso de desarrollo sostenible: como
hemos visto en prácticas anteriores, apenas había desarrollo. Y no era casualidad: las
renovables y sostenibles fuentes de energía utilizadas durante estos siglos
proporcionaban una baja cantidad de energía por trabajador, limitando el crecimiento
económico y las posibilidades de progreso social.
EL IMPACTO AMBIENTAL DE LAS PRIMERAS FASES DE LA MODERNIZACIÓN ECONÓMICA (1840-1936)
El arranque de la industrialización y el crecimiento moderno implicó una
intensificación del impacto ambiental de la actividad económica. Se produjo el inicio de
la transición energética: la energía del carbón, convertida a través de máquinas de
vapor, pasó a ser fundamental para la aplicación de innovaciones tecnológicas en la
industria moderna. En el planto ambiental, sin embargo, esto supuso una ruptura en el
sentido de que el carbón era una fuente de energía no renovable, a diferencia de lo
que había sido el caso con las energías renovables del periodo preindustrial (y que en
no poca medida continuaban utilizándose en la agricultura e incluso en algunas ramas
industriales). La combustión de carbón en las fábricas también supuso, claro está, un
aumento de las emisiones de gases contaminantes, con el consiguiente deterioro de la
calidad atmosférica en las ciudades industriales; deterioro que vino a unirse al resto de
problemas de salud pública registrados en las ciudades españolas durante las
primeras décadas de la modernización.
Aunque no existen estadísticas al respecto, también es probable que los
requerimientos de materiales aumentaran con el paso a la economía industrial. Para
empezar, la extracción de carbón generó un impacto ambiental considerable en las
comarcas mineras, cuyo paisaje se vio transformado de manera radical. (Las
condiciones ambientales de las minas, por su parte, eran también muy nocivas para la
salud de los trabajadores.) Además, el impulso dado por las inversiones extranjeras a
otras ramas de la minería española (mercurio, cobre, plomo) a lo largo de este periodo
también generó impacto ambiental. Incluso materias primas cuyo protagonismo
relativo parecía llamado a disminuir en la era industrial, como la madera (ahora
paulatinamente sustituida por otros materiales de construcción y otras fuentes de
energía), experimentaron un crecimiento en su demanda en términos absolutos: dado
que la escala de la actividad económica era cada vez mayor, también lo era la
demanda de materiales. En el caso de la madera, ya antes de la Guerra Civil podría
haber estado en marcha por esta causa un proceso de deforestación en algunas
partes del país.
Ni siquiera la agricultura, que durante la mayor parte de este periodo continuó
utilizando de manera predominante las energías orgánicas tradicionales, quedó al
margen. En términos generales, la agricultura española continuó siendo un sector
exportador de energía hacia otros sectores: la energía contenida en sus producciones
superaba a la absorbida por sus procesos productivos. Pero, en especial durante la
segunda mitad del siglo XIX, el sistema agropecuario tradicional tendió a
desestabilizarse en algunas zonas del país. En algunas comarcas andaluzas, en
particular, se ha encontrado que, tras la liberalización de los usos del suelo que se
produjo en la parte central del siglo, el crecimiento demográfico condujo a una
creciente orientación del sistema productivo local hacia las actividades agrícolas en
detrimento de las ganaderas. A medio plazo, esto desestabilizó el circuito cerrado en
que venía moviéndose el sistema agropecuario, al reducir, por ejemplo, las
disponibilidades de estiércol para el desarrollo de los cultivos. El resultado fue un
deterioro del rendimiento de la tierra. Similar resultado se dio en otras comarcas en las
que el afán por roturar terrenos marginales (para aprovechar, por ejemplo, coyunturas
alcistas en el precio de un determinado producto) terminó desembocado en
sobrecarga ecológica: un crecimiento de la población superior a la capacidad de
producción de recursos por parte del ecosistema local en el medio plazo.
Así pues, el arranque del crecimiento económico moderno generó diversos
impactos ambientales que contrastan con el carácter sostenible de la (por otro lado
poco dinámica) economía preindustrial. No faltó incluso una respuesta social a estos
problemas. Desde finales del siglo XIX y a lo largo de las primeras décadas del siglo
XX, el pensamiento higienista insistió en la necesidad de garantizar una atmósfera
salubre en las ciudades, recomendando para ello una mayor implicación de las
administraciones en la planificación y gestión urbanísticas. También comenzaron a
surgir proyectos de construir ciudades jardín y mejorar la provisión de parques y
espacios verdes dentro las ciudades, con objeto de hacerlas más agradables.
En cualquier caso, el impacto ambiental de estas primeras fases de la
industrialización fue en España probablemente menor que en los países europeos más
avanzados. La transición energética fue más lenta en España, en parte como
consecuencia de la mala dotación de carbón; además, buena parte de esta transición
fue hecha posible por la energía hidroeléctrica, cuyo impacto ambiental era menor que
el del carbón. La propia industrialización fue más lenta en España, y la mayor parte de
la energía usada por los agricultores era aún de origen orgánico. También fue más
lento y tardío el proceso de urbanización, con lo que los graves problemas urbanos
vividos por los líderes europeos afectaron en España a una proporción menor de la
población.
EL DETERIORO AMBIENTAL DURANTE EL FRANQUISMO (1936-1975)
Aunque carecemos de investigaciones específicas sobre el tema, no parece
que la evolución de la economía española durante el primer franquismo condujera a
una intensificación del impacto ambiental. Al fin y al cabo fue un periodo de
estancamiento económico durante el cual los principales sectores atravesaron
dificultares y vieron truncados sus respectivos procesos de modernización. En cambio,
sí parece claro que la fase de acelerado crecimiento económico desplegada entre la
década de 1950 y mediados de la década de 1970 generó un impacto ambiental como
nunca antes en la historia de España.
El crecimiento económico del franquismo se apoyó en la utilización masiva de
combustibles fósiles, en particular el (por aquel entonces barato) petróleo, y otros
materiales físicos. El sector motriz del crecimiento económico, la industria pesada
orientada hacia la producción de bienes de inversión, es un buen ejemplo de ello, pero
los otros puntales del crecimiento económico del periodo también contribuyeron al
deterioro ambiental. Las empresas de la construcción realizaban un uso intensivo de
materiales físicos; de hecho este fue un periodo durante el cual aumentó fuertemente
el peso de los productos de cantera dentro de los requerimientos de materiales
realizados por la economía española (cuadro 15.1). El desarrollo del turismo de masas
en el litoral mediterráneo, importante tanto para la mitigación de la restricción exterior a
que estaba sujeto el crecimiento de la economía española como para el progreso del
nivel de vida de gran número de personas, tuvo lugar sin tener en cuenta los impactos
sobre el paisaje y el medio ambiente. Los numerosos embalses construidos para
impulsar la producción eléctrica y la agricultura de regadío tuvieron un profundo
impacto sobre los territorios rurales afectados, muchos de ellos zonas de montaña
cuyo sistema tradicional de usos del suelo se vio desarticulado.
Cuadro 15.1. Composición porcentual de los requerimientos totales de materiales por
grupos de sustancias
1955 1975 2000 Energéticos 39 25 27 Minerales 16 21 22 Productos de cantera 7 26 32 Biomasa 31 21 13 Excavación 5 7 4 Otros 0 1 3
Fuente: Carpintero (2005).
Incluso el sector primario, que en este periodo presenció la incorporación de un
nuevo bloque tecnológico dependiente de la utilización de energías inorgánicas, se
convirtió progresivamente en foco de problemas ambientales. La utilización creciente
de fertilizantes químicos conducía a una paulatina mineralización de los suelos (lo cual
tendía a empobrecerlos). El nuevo modelo de ganadería intensiva basado en razas de
alto rendimiento alimentadas en régimen de estabulación por medio de piensos
industriales, al desvincular a la ganadería de los pastos naturales y la actividad
agrícola, convirtió los excrementos de los animales en simples residuos que pasaron a
ser vertidos a los ríos próximos a las granjas. Los tractores se movían gracias a
combustibles derivados del petróleo y, por lo tanto, realizaban emisiones
contaminantes hacia la atmósfera. Y, en la medida en que una proporción cada vez
mayor de los inputs utilizados por los agricultores no eran producidos a escala local
(quebrándose definitivamente el tradicional circuito cerrado de los sistemas
agropecuarios orgánicos), el progreso agrario demandaba indirectamente el consumo
de grandes cantidades de combustible para transportar dichos inputs hacia los
campos. A resultas de todo ello, la agricultura dejó en este periodo de ser un sector
superavitario en términos energéticos y, por primera vez en la historia, la energía
producida por el sector pasó a ser inferior a la energía requerida por el mismo.
Además, también los cambios en la distribución territorial de la población y en
las pautas de consumo contribuyeron a acentuar el impacto ambiental del cambio
económico. Las ciudades, cada vez más numerosas y grandes, eran el centro de una
enorme cantidad de flujos de materiales que entraban y salían con objeto de abastecer
a las poblaciones y empresas, así como de dar salida a las producciones de estas
últimas, todo ello con el consiguiente uso de grandes cantidades de combustible. La
difusión del automóvil entre los hogares españoles, un elemento central en la
formación de la sociedad de consumo de masas, condujo a un estilo de vida menos
sostenible, más intensivo en el uso de fuentes de energía contaminantes y no
renovables.
La respuesta política y social ante el deterioro ambiental provocado por el
cambio económico fue muy tibia. En el plano político, si el régimen franquista hizo de
la industrialización su objetivo principal, al cual debían subordinarse los demás, la
conservación medioambiental o la sostenibilidad del modelo productivo ni siquiera
lograron erigirse en un objetivo secundario. La naturaleza fue puesta al servicio de un
progreso económico lo más rápido posible, sin tener en cuenta el impacto ambiental
de las nuevas actividades de las empresas y el nuevo estilo de vida de la población.
En el plano social, surgieron, es cierto, visiones discordantes, alternativas: conforme
España iba convirtiéndose en una sociedad opulenta, una nueva generación de
españoles reunía condiciones para interesarse por el incipiente movimiento ecologista
y reclamar la necesidad de compatibilizar progreso económico y conservación
medioambiental. Hacia el final del franquismo, de hecho, hubo protestas sociales
concretas ligadas a algunos de los problemas ambientales descritos con anterioridad.
Sin embargo, la difusión de los valores ambientalistas se mantuvo circunscrita a una
pequeña proporción de la población, muchas veces jóvenes que no habían vivido de
manera acusada las penurias de la Guerra Civil y la posguerra y que, por tanto, eran
menos entusiastas en torno a la sociedad de consumo de masas que estaba
formándose. En general, la mayor parte de españoles, muchos de los cuales habían
sufrido profundamente dichas penurias, concedía gran importancia al progreso
material y no se inquietaba aún demasiado por sus costes ambientales; actitud que
desde luego se veía reforzada por la propaganda política (que iba en esa misma
dirección) y por la censura que en un régimen dictatorial sufrían las opiniones
discordantes. Todavía en plena transición hacia la democracia, un importante cargo
del Ministerio de Agricultura, que participaba en un acto oficial en un pueblo del interior
del país, se encontró con que un grupo de ciudadanos portaba una pancarta en la que
se leía: “¡Queremos contaminación!”, en referencia a su deseo de que el desarrollo
industrial de la comarca no se viera obstaculizado por políticas de conservación
medioambiental. Una simple anécdota, pero que ilustra bien la gran distancia que
separa a este periodo del tiempo presente.
DEMOCRACIA, TERCIARIZACIÓN Y MEDIO AMBIENTE (1975-2007)
A lo largo de las décadas finales del siglo XX, el grado de concienciación
ambiental de la ciudadanía aumentó. En parte como consecuencia del éxito
económico del periodo 1950-75, que condujo a la formación de una sociedad de
consumo moderna, más y más personas comenzaron a defender valores post-
materialistas: una sociedad opulenta, en la que cada vez más personas tenían un nivel
de consumo cada vez más alto (y, por tanto, gastaban cada vez más dinero en bienes
y servicios que no respondían a auténticas necesidades sino más bien a simples
deseos), comenzaba a relativizar la importancia de las posesiones materiales, el
consumo y, en general, el crecimiento económico. Durante la década de 1970, los
valores post-materialistas estaban confinados a un estrecho círculo de grupos
minoritarios pero, para comienzos del siglo XXI, habían ganado un público algo más
amplio. Por otro lado, y más allá de estos planteamientos teóricos, el periodo
presenció también la emergencia de protestas sociales cuyo contenido era ambiental:
protestas relacionadas con la construcción de embalses en zonas ecológicamente
sensibles, con trasvases de agua entre cuencas hidrológicas distantes, con la
instalación de almacenes de residuos nucleares… Al mismo tiempo que los
ciudadanos se hacían más sensibles a los problemas ambientales, los políticos iban
incorporando el medio ambiente a su agenda. Dos hitos significativos fueron, en primer
lugar, la introducción de cláusulas de transversalidad medioambiental, de acuerdo con
las cuales todas las administraciones públicas debían evaluar el impacto ambiental de
sus actuaciones antes de llevar estas a cabo, y, en segundo lugar, la creación de un
Ministerio de Medio Ambiente. En especial tras la conferencia de Río, el término
“desarrollo sostenible” ha estado muy presente en el vocabulario de los políticos
españoles.
¿Condujo esta mayor concienciación ambiental a un menor impacto de las
actividades económicas? Un punto que la España de la democracia tenía a su favor en
este sentido era el proceso de desindustrialización y terciarización que comenzó a
tener lugar a partir de aproximadamente 1980. El desmantelamiento de un tejido
industrial poco competitivo a escala internacional y muy duramente golpeado por la
crisis de la década de 1970 tuvo consecuencias sociales muy negativas, al aumentar
el desempleo y congelar el nivel de renta de buena parte de la población. Sin
embargo, desde el punto de vista ambiental, ¿no suponía una oportunidad de reducir
el impacto ambiental de nuestra economía? Frente a la imagen de las humeantes
chimeneas industriales, la imagen de una economía más sofisticada, más limpia,
basada en los servicios.
No está claro, sin embargo, que la economía española de finales del siglo XX y
de la primera década del siglo XXI haya reducido su impacto sobre el medio ambiente.
Los datos disponibles sobre emisión de gases contaminantes muestran una mejora en
algunos gases y un empeoramiento en otros. Una de las razones es que, más allá de
la desindustrialización, lo cierto es que otro de los grandes determinantes del impacto
ambiental, la motorización de la sociedad española, no sólo no se ha detenido sino
que incluso ha alcanzado niveles superiores a los del pasado. No sólo ha aumentado
el número de coches en circulación, sino que también ha aumentado notablemente la
movilidad cotidiana de la población al compás de la contraurbanización.
Tampoco está claro que la economía española haya pasado a hacer un uso
menos intensivo de materiales físicos, como podríamos pensar que ocurriría en una
economía que se desindustrializa. Los cálculos disponibles sobre requerimientos de
materiales revelan un panorama ambiguo en el que no se produce una tendencia clara
hacia la desmaterialización de la economía: no hay desmaterialización en términos
absolutos, ni tampoco en relación a la población; sólo la hay en relación al PIB (cuadro
15.2). En consecuencia, aunque cada unidad de PIB va requiriendo un consumo de
materiales inferior al del pasado, cada habitante requiere más y, en términos
agregados, la economía y la sociedad españolas requieren más.
Cuadro 15.2. La intensidad material de la economía española: requerimientos de
materiales (toneladas) por peseta de PIB y por habitante
1955 1970 2000 Por peseta (de 1995) de PIB 24,1 20,1 17,2 Por habitante 9,2 17,4 37,6
Fuentes: Carpintero (2005), Prados de la Escosura (2003). Elaboración propia.
Una de las causas parece ser el hecho de que, en la España democrática, el
sector de la construcción se erigiera en uno de los sectores motrices de la economía
(al menos hasta el estallido de la actual crisis). Se trataba, por su propia naturaleza, de
un sector muy intensivo en materiales físicos; de hecho, el peso de los productos de
cantera dentro del conjunto de materiales requeridos por la economía española
continuó aumentando durante este periodo. Hay que tener en cuenta, además, que los
productos de cantera necesitan ser transportados hacia las obras, por lo que, más allá
de su impacto ambiental directo, la expansión del sector de la construcción generó
también un impacto indirecto sobre la calidad ambiental de la atmósfera.
Además, la expansión del sector de la construcción también generó un
evidente impacto paisajístico, ya que en numerosos casos se concedieron licencias de
construcción en zonas ambientalmente sensibles. Por todas partes en España,
numerosos paisajes de costa y de interior se vieron profundamente transformados por
la construcción de viviendas y edificios cuyo diseño y disposición casaban mal con el
entorno en que estaban ubicados. En suma, así como la importancia macroeconómica
y social del sector de la construcción fue grande en este nuevo periodo de la historia
económica española, también lo fue su impacto ambiental.
Referencias Barciela, C., Giráldez, J., Grupo de Estudios de Historia Rural y López, I. 2005. Sector
agrario y pesca, en A. Carreras y X. Tafunell (eds.). Carpintero, Ó. 2005. El metabolismo de la economía española: recursos naturales y
huella ecológica (1955-2000). Lanzarote, Fundación César Manrique. Carreras, A. 2005. Industria, en A. Carreras y X. Tafunell (eds.). Carreras, A., Prados de la Escosura, L. y Rosés, J. R. 2005. Renta y riqueza, en A.
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