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Del caciquismo a la institucionalización del poder por el lenguaje.
Lectura de La Tierra pródiga y Las tierras fl acas de Agustín Yáñez.
Sandra Morales Muñoz
INTRODUCCIÓN:
El presente trabajo se ocupa de dos obras del escritor mexicano Agustín Yáñez
(México, 1904-1980): La tierra pródiga (1960) y Las tierras flacas (1962), sin
dejar de lado, como punto básico de referencia, su obra más reconocida Al filo del
agua (1947). Estas tres obras aunque en conjunto conforman una unidad histórica,
el antes y el después de la revolución de 1910, difieren mucho en cuanto a las
cualidades narrativas que las identifi can y también, en cuanto a la intención con que
se carga el lenguaje en cada una de ellas. Si bien Yáñez repetidas veces manifi esta el
deseo de hacer en sus novelas un “retrato de México”, es en La tierra pródiga y Las
tierras fl acas -novelas muy posteriores a Al fi lo del agua- donde ese retrato mexicano
encuentra no sólo la imagen del personaje representativo de un sector social -elemento
esencial en la arquitectura de toda la narrativa de Yáñez (Brushwood,1973:97-115)-
sino también, y principalmente, su voz; el lenguaje como parte de la identidad.
En La tierra pródiga y Las tierras fl acas, nos encontramos con la fi gura del cacique,
personaje que encarna una forma de poder y de organización defi nitiva en el desarrollo
de las sociedades rurales latinoamericanas y su discurso como su soporte esencial. Las
argucias lingüísticas del cacique en este par de novelas dan cuerpo a una retórica con
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funciones muy específi cas en su entorno. Así Yáñez, al sustentar la fi gura del cacique
en su lenguaje -ya no tanto en sus acciones, como en otras novelas latinoamericanas-
emprende, de alguna manera, lo que para Octavio Paz ha sido la mayor carencia de la
sociedad mexicana y, diríamos, de toda la sociedad latinoamericana: la crítica de las
ideas en general y, la crítica del lenguaje, en particular (Portal, 1980). Crítica entendida
no como oposición en términos ideológicos sino como una labor de desenmascarar
palabras que, a través de la política y la religión principalmente, han ido envolviendo la
historia de los pueblos latinoamericanos con falaces promesas de redención. Tarea de
velar en la que se empeña con esmero el prototipo del cacique que nos describe Yáñez
a través de dos personajes: Ricardo Guerra Victoria en La tierra pródiga y Epifanio
Trujillo en Las tierras fl acas. El novelista, en lo que se podría califi car como un primer
paso hacia esa crítica que mencionaba Paz, “desnuda” la fi gura del cacique y lo muestra
en plena construcción de un discurso que irá atrapando poco a poco la voluntad y el
deseo de quienes le rodean hasta alzarse con la voz de toda la comunidad.
Si el lector tiene como precedente que las creaciones de Yáñez están siempre plegadas
al realismo de los sucesos, los espacios y los personajes, espera encontrar en las
páginas de aquellas dos obras un panorama de lo que dejó a su paso el histórico
levantamiento revolucionario de 1910 pues la narración de las dos novelas se
desarrolla en un pequeño pueblo mexicano entre los años 20 y 30. Sin embargo, el
paisaje, el ambiente narrativo y, sobre todo, el lenguaje de los personajes principales,
es tan estático en 1909 (el que se describe en Al fi lo del agua, antes de la histórica
revolución) como en la década del veinte. El lector entonces, fi el a la caracterización
de Yáñez como un narrador plenamente realista se pregunta, al terminar la lectura y
guiado por el contexto de la época en que nos ubica el autor, ¿qué cambió en aquellos
pueblos con la Revolución de1910?. ¿Qué pasó si diez años más tarde, nada ha
cambiado, si el espacio es el mismo y siguen los habitantes “al fi lo de...” algo que se
anuncia pero aún no se sabe qué es?. Todos los personajes son fuerzas a punto de un
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Del caciquismo a la institucionalización del poder por el lenguaje.Lectura de La Tierra pródiga y Las tierras fl acas de Agustín Yáñez.
estallido: los habitantes del pueblo por una obstinación casi ancestral se contienen para
poder mantener la continuidad y la quietud, siguen todos atrapados en la eterna espera
de un cambio que... ¿acaso no llegó con la histórica Revolución?.
1. UN CONTEXTO PARA LA LECTURA:
1.1 Espacio urbano contra espacio rural.
Para llegar a Las Tierras fl acas y a La tierra pródiga que nos presenta Agustín Yáñez,
más que guiarnos por el proceso de la Revolución mexicana -corte defi nitivo pero no
defi nitorio de la historia del país en su conjunto, parece decir Yáñez-, es mejor oriente
un trecho más amplio de la historia: el del desarrollo de los pueblos y las ciudades
latinoamericanas desde los años de la conquista española. De allí nace una semilla que
crece, atraviesa y se multiplica por todo el territorio, tal vez hasta nuestros días. Esta
constante la señala Octavio Paz en El laberinto de la soledad y José Luis Romero en su
libro Latinoamérica: las ciudades y las ideas, coincide y concentra en ella su estudio,
a saber: el ánimo de unifi cación de los territorios de ultramar. Aunque otros también
se han ocupado de esta constante nos apoyaremos aquí en los planteamientos de estos
dos autores no sólo por la solidez y claridad al respecto sino porque ante el rigor de la
crítica ya han sido sufi cientemente valorados.
La obsesión de unidad, mencionada arriba, que alimenta la llamada conquista se va a
extender a todos los ámbitos sociales y culturales, centrando sus esfuerzos en tender
puentes estratégicos de “comunicación” para facilitar el gobierno de la corona sobre
las nuevas colonias. Así se inicia el desarrollo de los grandes y nacientes núcleos
urbanos como México, Guadalajara, Quito, Lima, Bogotá o Cusco, alrededor del gran
centro que es España; y, de esta misma manera también, se alejan las periferias de esos
centros. Las poblaciones rurales, los pequeños pueblos, poco a poco y cada vez más
se fueron alejando tanto del núcleo ubicado al otro lado del Atlántico, como de los
núcleos dispersos dentro del propio territorio.
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En palabras de Octavio Paz: “La Conquista es un hecho histórico destinado a crear
una unidad de la pluralidad cultural y política precortesiana. Frente a la variedad de
razas, lenguas, tendencias y Estados del mundo prehispánico, los españoles postulan
un sólo idioma, una sola fe, un solo Señor” (Paz,2001:240) Y años más tarde, en una
de las “Postdatas” de 1986, agrega: “La sociedad hispano-católica es comunitaria y
su núcleo es la familia, pequeño sistema solar que gira alrededor de un astro fi jo: la
madre” (Paz,2001:539). Madre como centro generador que más tarde va a adoptar
la forma masculina del padre fuerte y protector: “La fi gura del padre se bifurca en la
dualidad de patriarca y de macho. El patriarca protege, es bueno, poderoso, sabio. El
macho es el hombre terrible, el chingón, el padre que se ha ido, que ha abandonado
a su mujer e hijos” (Paz,2001:425). De esa idea de “padre” nacen, entre otros, los
pequeños caciques de los pueblos, como lo veremos con los personajes de Yáñez,
Epifanio Trujillo y Ricardo Guerra Victoria y, también, nacen los grandes y pequeños
caudillos que ha ido dejando a su paso la historia latinoamericana.
El afán insistente de homogeneización que genera no pocos confl ictos en el encuentro
con sociedades “caóticas”, desde la óptica española, tendrá en la ortodoxia religiosa y
en el régimen monárquico su mejor soporte (unión que el tiempo hace casi indisoluble:
religión y política). Al comparar las sociedades del sur y el norte de América, Paz,
encuentra que más allá de los términos económicos y culturales particulares, lo que nos
identifi ca es básicamente la concepción del tiempo implícita en la Reforma al norte y la
Contrarreforma al sur: “El norteamericano vive en el límite extremo del ahora, siempre
dispuesto a saltar hacia el futuro (...) La orientación de México, como se ha visto, fue la
opuesta. En primer término: rechazo de la crítica y, con ella, de la noción del cambio:
el ideal fue perdurar la imagen de la inmutabilidad divina ” (Paz, 2001:460).
Esta inmutabilidad y ausencia del espíritu crítico, alimenta el complejo anhelo de
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Del caciquismo a la institucionalización del poder por el lenguaje.Lectura de La Tierra pródiga y Las tierras fl acas de Agustín Yáñez.
unidad pero no da demasiada tregua al afl orar de las diferencias que se acentúan con
las independencias pues la gran variedad en todos los órdenes sociales y la creciente
mercantilización, ya entrado el siglo XIX, hacen que se desplace hacia esos grandes
centros urbanos, la población rural. Esta población desplazada, encontrará pobres
oportunidades de subsistencia y una estratificación social bastante rígida pero verá
también, con el desplazamiento, el surgir de la clase media y, con ella, la cercanía de
una eterna y común expectativa por el “progreso”. En palabras de José Luis Romero:
“La ciudad real tomó conciencia de que era una sociedad urbana compuesta de sus
integrantes reales: los españoles y los criollos, los indios, los mestizos, los negros,
los mulatos y los zambos, todos unidos inexorablemente, a pesar de su ordenamiento
jerárquico, todos unidos en un proceso que conducía, inexorablemente también, a su
interpenetración y a la incierta aventura desencadenada por los azares de la movilidad
social. (Romero, 1999:xxv).
De esta manera, la variedad cultural y racial enfrentada al afán desmedido de unidad
-entre otros factores- que ya se hace evidente en los inicios del siglo XIX, ayudó en
gran medida a defi nir uno de los perfi les, tal vez el más conocido, de nuestras actuales
sociedades latinoamericanas: el de la desproporción en la organización demográfi ca,
la desigualdad en el reparto de las riquezas y una organización gubernamental de
corte caudillesco que, dice Paz, “ha sido y es el verdadero sistema de gobierno
latinoamericano” (Paz, 2001:426). De la mano de este apretado panorama, ha ido la
defi nitiva separación entre el espacio rural y el urbano, irreconciliables con el correr del
tiempo. Cada centro urbano ya en la colonia tiene sus propios medios de subsistencia
y una organización de gobierno que abre canales de comunicación (ciudades pequeñas
de tránsito hacia las capitales) con el gran centro, que si bien ya no es España desde las
independencias, sigue girando en torno a Europa o Estados Unidos. Así, las periferias
o, mejor, las periferias de la periferia: el espacio rural, se aleja sin remedio. En palabras
de Romero: “Las ciudades estancadas acentuaron su aislamiento (...) y las activas
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procuraron adecuarse a las exigencias del mundo internacional mientras afrontaban
también los problemas suscitados por las transformaciones de su estructura interna(...)
Los sectores postergados desde la época colonial –especialmente los sectores rurales-
hicieron irrupción en la vida pública, pidiendo su parte en el poder y buscando un
ascenso social (...) (Romero, 1999:xxxiv).
El panorama de aislamiento se podría resumir, sin temor a generalizaciones arbitrarias,
con la descripción no exenta de ironía, de Ezequiel Martínez Estrada en su Radiografía
de la pampa, cuando describe el carácter de la población argentina a mediados del
siglo XIX: “En ciertos sentidos espirituales, históricos y económicos, que son los
que cuentan en definitiva, París está más cercano a Buenos Aires que Chivilcoy o
Salta. Hay más diferencia de clima humano y de cronología entre nuestro polipero
monstruoso (Buenos Aires) y un pueblo estacionario de La Rioja o San Juan o
Catamarca o Jujuy, que entre él y Nueva York (...) El que creía en Buenos Aires (...)
negaba automáticamente el interior” (Martínez, 1991:144).
Esta sentencia, determinada sin duda por las condiciones geográficas del país y por
el particular proceso de inmigración en que crece la ciudad de Buenos Aires, bien
podría describir otros territorios pues de una punta a la otra el panorama coincide en el
desmembramiento a que se vieron sometidas las diferentes regiones y sus pobladores.
1.2 El caso mexicano: la escisión del territorio sobrevive a la Revolución.
De aquel desmembramiento, que destaca entre otros muchos factores, nace la
Revolución de 1910 en México. El gran número de población campesina e indígena
despojada de sus tierras y de oportunidades, que sólo posee una pequeña clase
dirigente, exige participación. La devolución y el reparto de la tierra es el móvil. El
retorno a la propiedad comunitaria, ha llevado a que se señale la falta de ideología de
la Revolución e incluso, para otros, su fracaso (Gilly, 1988). Marta Portal, en su libro
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Proceso narrativo de la revolución mexicana, enfoca como clave determinante del Plan
de San Luis maderista no tanto el reeleccionismo que proclamaba; es decir, no tanto su
caracter político, como la exigencia de la devolución por ley de los terrenos de los que
se apropió el gobierno de Porfi rio Díaz, favoreciendo principalmente al clero. Portal,
cita el artículo tercero de dicho plan que dice:
“Abusando de la ley de terrenos baldíos, numerosos pequeños propietarios, en su
mayoría indígenas, han sido despojados de sus terrenos, por Acuerdo de la Secretaría
de Fomento o por fallos de los Tribunales de la República. Siendo de toda justicia
restituir a sus poseedores los terrenos de los que se les despojó de un modo tan
arbitrario, se declaran sujetas a revisión tales disposiciones y fallos y se les exigirá a
los que los adquirieron de un modo tan inmoral o a sus herederos, que los restituyan
a sus primitivos propietarios, a quienes pagarán también una indemnización por los
perjuicios sufridos (...)” (Portal,1980:60).
Párrafo sin el cual, añade la autora, “el Plan San Luis parece pobre y de cortos vuelos
políticos, económicos y sociales” (Portal,1980:60). Falta de tierras y de oportunidades
que tampoco la Revolución logra restituir pues el México postrevolucionario que
describe Octavio Paz en su “Postdata” de 1985, sigue escindido: “Los gobiernos
surgidos de la revolución se preocuparon de manera preponderante por los campesinos
pero, desde hace mucho, buena parte de la actividad gubernamental se ha desplazado
del campo a las ciudades. Los campesinos son los que han pagado los costos, altos
y a veces terribles, de la modernización” (Paz, 2001:489). El desmesurado y
repentino crecimiento ya en el siglo XX de ciudades que, desbordando la capital,
crecen sin mesura ni planeación, no hacen más que acrecentar la brecha. “El otro
México el no desarrollado, crece más rápidamente que el desarrollado y terminará por
ahogarlo. Tampoco -los gobiernos postrevolucionarios- tomaron las medidas contra
la centralización demográfica, política, económica y cultural que ha convertido a la
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ciudad de México en una mostruosa, hichada cabeza que aplasta el endeble cuerpo que
la sostiene” (Paz, 2001:433). Es así entonces, como el aislamiento de las provincias y
el desmesurado crecimiento de los centros urbanos han sido procesos paralelos que se
convierten en la fi sonomía de amplias regiones y en sustento que las ha ido soportando
también históricamente, “el proceso de metropolización de las más importantes
ciudades latinoamericanas dio la medida de la intensidad del proceso de urbanización
de Latinoamérica e inversamente de la crisis del mundo rural” (Romero, 1999:xxxiv).
De esa brecha entre espacio rural y urbano, nacen las más reconocidas obras de nuesro
autor, del rural: Al fi lo del agua, Las tierras fl acas y La tierra pródiga y, del lado de la
ciudad: Ojerosa y pintada y La creación (Brushwood,1973). En Las tierras fl acas y
La tierra pródiga, de las que nos ocupamos en este ensayo, el autor nos lleva entonces
hacia las provincias. Yáñez nos ubica en el ambiente de un pueblo mexicano cualquiera
cuyo común denominador sea: una historia que haya perdido su fl uir temporal y que se
haya estancado conservando un pasado desconocido pero respetado por estable. Sólo
la ubicación en ese espacio permite al lector entender, por ejemplo, por qué un hecho
histórico y de la envergadura de la revolución en México pasa rozando apenas los
pueblos que allí se describen. Sólo ahí se entiende por qué en Las tierras fl acas y en La
tierra pródiga, después del levantamiento histórico de 1910, en el espacio narrativo
aún sigue la quietud, la misma forma de gobierno y, particularmente, el mismo
lenguaje: “litúrgico y circular que aplasta las voluntades y la autonomía psíquica”,
como lo defi nió Carlos Monsiváis al referirse al pueblo que describe Yáñez en Al fi lo
del agua, (Monsiváis, 1992:369).
1.3 El caciquismo como forma de gobierno en el espacio rural
Los dos polos entre los que pendula el conjunto de la obra principal de Agustín Yáñez
son entonces: el del desarrollo de las ciudades como una medida de la historia de
las naciones por un lado y del otro, el del estancamiento como medida de la historia
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Del caciquismo a la institucionalización del poder por el lenguaje.Lectura de La Tierra pródiga y Las tierras fl acas de Agustín Yáñez.
particular de las provincias, cuya fi gura representativa es el cacique. Éste, el cacique,
requiere algunas caracterizaciones particulares que permitan diferenciarlo del caudillo,
con quien se le suele confundir. El caciquismo, como forma de gobierno, se origina
en las zonas rurales donde se erige este personaje como autoridad legal y también
moral. El antecedente de su origen no es precisamente indígena, como lo indicaría la
raiz de la palabra “cacique”, pues su fi gura, tal como se le denominaba al jefe de las
tribus aborígenes americanas, dentro de la organización gubernamental precolombina:
“representa la continuidad impersonal de la dominación” (Paz, 2001:409), su carácter
es más comunitario que individual y se regía, y en algunas comunidades se rige aún,
por leyes muy severas superiores a su propia persona. El origen del cacique, al que nos
referimos aquí, se emparenta entonces en línea directa con la del caudillo de origen
hispano-árabe que llega con la conquista española.
Sin embargo, a pesar del parentesco, mientras la fi gura de un caudillo llega, sin muchos
tropiezos, a dar como resultado un personaje histórico, el cacique no alcanza nunca un
nombre más allá de sus pequeñas fronteras de dominio pues posee el carácter “épico,
individualista y excepcional” (Paz, 2001:409) que se le atribuye al caudillo, pero
carece de su campo de acción. Si con las independencias nace el caudillo “concebido
como el remedio heróico contra la inestabilidad” (Paz, 2001:426), habría que añadir,
a partir de la propuesta de Yáñez que con ellas nace también el cacique como una
especie de “remedio casero” destinado a los pequeños espacios rurales abandonados de
la mano del caudillo.
2. LA LECTURA:
2.1 Dogma religioso como correlato del dogma gubernamental en Las tierras fl acas.
Una vez establecido el contexto amplio para la lectura entramos directamente al estudio
de las dos novelas. Para facilitar el desarrollo del tema que aquí interesa -el proceso
que va del caciquismo, con las particularidades de su lenguaje, hacia el silenciamiento
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paulatino que se va a imponer con la llamada institucionalización-, se seguirá en el
análisis un orden inverso al de publicación, primero se estudiará Las tierras flacas
(1962) y se tomará La tierra pródiga (1960) como su continuidad.
El caciquismo, instalado como forma de gobierno en el espacio narrativo que nos
presenta Yáñez, logra dar un carácter al pueblo y a sus habitantes, no tanto por el tipo
de disposiciones, generalmente arbitrarias con que lo organiza, como por el lenguaje
que lo legitima. El dogmatismo gubernamental se traduce y se “valida” a través de los
principios que sustenta el dogma religioso. En La tierra pródiga y Las tierras fl acas,
vemos cómo este correlato: dogma religioso-dogma gubernamental, se va construyendo
a través de interposiciones nominales entre el mundo de los personajes de la novela
y el mundo y los personajes de la Sagrada Escritura. Desde el título mismo, se perfi la
para ambas obras el encuentro y, muchas veces, la fusión de estas dos instancias. Moral
y religión, se convierten en correlatos del poder.
Las tierras flacas transcurre en un pueblo que tiene la particularidad de haber sido
desde los primeros días de su fundación un espejo nominal de Tierra Santa. La historia
del pueblo que relata Rómulo, uno de sus habitantes, registra el instante genésico de
la nominación cuando los nombres “profanos” de los lugares acordes a sus cualidades
topográfi cas son cambiados por nombres de lugares santos: “Betania se venía llamando
corrientemente Las Tuzas, ¡háganme el favor! Y a Damasco le decían El Cabezón,
imagínense, ya mero El panzón o El tripón” (Yáñez, 1983: 32). La bedición nominal,
el bautismo, da inicio a la historia memorable del lugar. Este personaje, Rómulo,
recuerda cómo su abuelo Teódulo -el que cree en Dios- en aquellos primeros días en
que aún pugnaban los nombres prosáicos con los santos, defendía éstos pues, decía su
abuelo: “lo menos en que puedo servir a nuestra Santa Religión es con esto de sostener
sus Nombres Benditos” (Yáñez, 1983:32). Los nombres santos se convierten en
protectores de la fe y, a la vez, en símbolos de la unidad del espacio. Las cualidades
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topográfi cas que antes soportaban los nombres quedan ahora, bajo la nueva nominación
arbitraria, ocultas. Los nuevos nombres de carácter religioso se vuelven formas en
atenta vigilia: “como el gran ojo de la Providencia encerrado en un triángulo de azul
celeste con franjas doradas (...) como si fuera una gran Oreja(...) oyendo la plática de
los hombres” (Yáñez,1983:69), dirá uno de sus habitantes. En Belén, entonces, lugar
genésico para la cristiandad en la Biblia y, en Las Tierra Flacas: “capital del Llano por
su riqueza y movimiento” (Yáñez, 1983:43), aparece Epifanio Trujillo, con cualidades
que también por disposición divina le han sido atribuidas: memoria, fe, dinero, mujeres,
hijos, tierra y un inmenso poder de dominación por la palabra para conseguirlos. “Dios
–dicen los vecinos- le ha dado esa gracia” (Yáñez, 1983:34).
El contrapunto, dogma religioso-dogma gubernamental, hace que al abrigo de las
enseñanzas religiosas, ya arraigas en la mentalidad de los devotos “tierrafl aquenses”,
Epifanio Trujillo construya su universo de férreos e inquebrantables principios morales
sobre los que levantará la saga de sus continuadores y la legalidad de las acciones
que emprenderán él y los suyos. Subyace la Biblia en el espacio narrativo y también
en la identidad de todos y cada uno de los habitantes del pueblo. La intertextualidad
es constante, por ejemplo, dice la Biblia: “El principio de la sabiduría es el temor(...)
Los insensatos desprecian la sabiduría y la enseñanza. Oye hijo mío la doctrina de tu
padre. El rebelde no busca sino mal (...) El hijo necio es enojoso a su padre (...) Aún
el necio cuando calla, es contado por sabio(...) El hombre que ama la sabiduría alegra
a su padre” (Nueva Biblia Española, 1975:1300). Y, Epifanio Trujillo en la novela,
adueñándose de aquellas palabras, dirá a su modo y con insistencia a sus vástagos:
“El que se aparta de las decisiones del soberano familiar (...) se condena al abandono,
la hostilidad y la persecución. Los desobedientes no pueden quedarse ni de mozos en
Tierra Santa” (Yáñez, 1983:55).
La misma ley de jerarquías que rige el universo bíblico, con el padre a la cabeza, se
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refl eja y determina la organización del pueblo; según ésta, a cada quien corresponde
un rol distinto y único: a los habitantes del pueblo, mantener la unidad y el respeto a
la organización establecida y, a Epifanio Trujillo, el papel de padre protector, dueño
de tierras y voluntades. Rómulo describe la resignación que, en el marco de esa ley, se
convierte en imperativa para todos por el soporte sagrado y ancestral que la sostienen.
Dice:
“Tratos son tratos y la necesidad tiene cara de hereje; por injustos que sean si los
acepté (los tratos comerciales con Trujillo), tengo que pagar los réditos, aunque sean
diez veces más que los préstamos. No he de ser yo el que rompa la ley del respeto a los
compromisos, que nos viene de padres a hijos y que por todos estos rumbos establece
la confi anza para vivir en paz unos con otros y ayudarnos, formando una sola familia,
sin que necesitemos más gobierno, ni gendarmes ni juzgados. ¿A dónde iríamos a dar
por acá, tan lejos de todo, si acabáramos con este orden que nuestros mayores nos
enseñaron y en el que nos hicieron? (Yáñez, 1983:16).
Ese mundo de jerarquías y convicciones regirá también la vida del propio Epifanio
Trujillo; sus acciones, el anhelo de posesión incluido, son su sacrificio por amor a
Dios, a la naturaleza y a la creación divina, que le han designado esta tarea: “(...) eran
ganas indomables de crear, de crecer y multiplicarme así como de acercarme a las
cosas chulas que Dios puso en el mundo, y gozarlas, creyendo que para eso estaban
al alcance de mis ojos, como las estrellas, las nubes, y el arco iris, las montañas con
sus colores, y la variedad de pájaros, flores, árboles, ganados en multitud” (Yáñez,
1983:179). Las reflexiones del personaje lo llevan siempre a afirmarse en sus
inquebrantables principios ancestrales: “El Señor sabe cómo siendo de por sí tan
inseguro y penoso labrar el campo, nos dio estas tierras tan áridas, y este cielo tan fallo,
y estas gentes tan trabajosas. Tuve que ser duro. Si se me pasó la mano alguna vez,
nunca fue por divertirme no más con el sufrimiento ajeno. Bien tenían conocida mi ley
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Del caciquismo a la institucionalización del poder por el lenguaje.Lectura de La Tierra pródiga y Las tierras fl acas de Agustín Yáñez.
de actos y nunca me salí de mis principios; a mi moral me atenía” (Yáñez, 1983:180).
Su mentada “ley de actos” y “su moral”, conforman todo un universo cerrado y
cifrado que sólo comparten él y los habitantes de Tierra Santa. Por esta razón, los que
desconocen las enseñanzas sagradas, los de afuera, critican su “insaciable deseo por
poseer”; las vidas de santos están llenas de adúlteros y de dueños de tierra, suele decir
Trujillo a modo de justifi cación.
Ricardo Guerra Victoria en La tierra pródiga, como se verá adelante, también asumirá
su tarea evangelizadora y de apropiación de tierras con la misma convicción de
sacrificio que Trujillo aunque el soporte de sus acciones ya no tendrá solamente un
carácter religioso sino también y, principalmente, histórico; Ricardo Guerra, sigue
los pasos de quienes considera sus más inmediatos antecesores, los conquistadores
españoles, es a ellos a quienes debe emular e incluso superar por el derecho que le da el
“ser dueño legítimo” de la tierra.
2.2 Moral y religión contra orden y justicia: pugna que anuncia un nuevo código
en Las tierras fl acas.
En la fi rme doctrina de principios, en los que se funden los políticos y los religiosos,
crecen los tres hijos de Epifanio Trujillo en Las tierras fl acas: Jesusito, Felipe y Miguel
Arcángel; éste último, “hecho para sucederlo en la jefatura de la heredad” (Yáñez,
1983:57). Sin embargo, también por una cuestión nominal, como lo vimos con los
nombres de los lugares, Miguel Arcángel, “jefe de la milicia celestial” en la Biblia,
contrariando toda tradición y, particularmente la disposición paterna que así le ha
llamado, será quien rompe con la saga Trujillo cambiando de nombre como mayor
agravio al padre y como signo defi nitivo del fi n de su imperio. “Ancho es el mundo,
y allí le dejo hasta su nombre: otro sabré conseguirme” (Yáñez, 1983:57) dice, al
abandonar la casa del padre. El nuevo nombre que ha adoptado el esperado sucesor:
Jacobo Gallo, el hijo de Sara Gallo, regresará después de mucho tiempo fuera del
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pueblo, prometiendo la verdadera reforma agraria a cambio de que sus hermanos,
Felipe y Jesús, le den la primogenitura. Así empieza la verdadera revolución en Las
tierras fl acas, la ruptura, con la negación del nombre del padre.
Los métodos de Jacobo Gallo efectivamente afirmarán el fin de la saga Trujillo.
Mientras Felipe y Jesús intentan suceder al padre; Jacobo, se dedicará a hacer lo
propio con la organización de un ejército justiciero, en el silencio. Silencio que más
tarde, en la Tierra pródiga, se impondrá como nuevo lenguaje ante la violencia con la
que entra la avasalladora máquinaria, símbolo de “progreso”. La organización de las
tradicionales pastorelas -representación teatral y festiva del nacimiento de Jesús- en
Las tierras fl acas, sirve de excusa para mostrar el paso de una forma de poder a otra.
Basta con que Epifanio Trujillo se oponga a esta celebración en Tierra Santa para que
Felipe y Jesús desplieguen sus artimañas de convencimiento con los mismos métodos
del padre. Métodos legitimados siempre por aquellos principios religiosos que avalan
sus acciones y que se refuerzan a través del lenguaje que caracteriza a toda la saga
Trujillo:
“Jesusito extendió más miel en su sonrisa, que atusó con remilgo; entornó
candorosamente los párpados; asordinó la voz, enmielada también; con suaves
ademanes impidió que Felipe y Plácida soltaran la lengua; le sacó vueltas al toro,
dándole por su lado, buscando la ocasión de clavarle banderillas(...) Si usted nos ha
dado más de lo que necesitamos, y más vale atole con risas que chocolate con lágrimas,
pues ¿quién te hace rico? el que te mantiene el pico. Quitése de la cabeza tantos
nubarrones que no es tiempo de aguas; no hay que andarse por las ramas, estando tan
grueso el tronco, y qué tronco es usted, nuestro señor padre (...) a mí desde hace tiempo
se me ha ocurrido una idea, que no había querido decírsela por no adelantármele,
porque no hay duda de que ya lo habrá pensado y sólo por compadecido que usted es,
por buena gente con los pobres, no la ejecuta; pero sería justo cobrarles plaza a los que
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traen comercio los días de la competencia; aquí no hay más gobierno que usted(...)”
(Yáñez, 1983:87-88)
La misma estrategia de “emborrachamiento con las palabras” -como repite a cada
tramo el narrador- que usaba el padre con los pobladores, la usan ahora los hijos con el
propio padre: la misma gran habilidad para ocultar tras las palabras hechos que pierden
su carácter de injusticia por el soporte que tienen en las tradiciones; la misma rapidez
para apurar la interpretación a través de atinadas perífrasis y proverbios populares que,
con su pesada carga de valor moral-comunitario, se hacen irrebatibles; el mismo poder
de convencer con humildad en el trato o la adulación al interlocutor.
El anuncio de cambio -un proceso de silenciamiento paulatino- que se da con la
preparación de las pastorelas por parte de Jacobo Gallo, llegará en forma definitiva
en Las tierras fl acas, con su representación el seis de enero -día de Reyes y del santo
de Epifanio. El fin de la era de Epifanio y su lenguaje basado en sus principios de
moral y religión, marcará el inicio de la era de Jacobo y los suyos: orden y justicia.
Todo el ceremonial organizado dentro del más hermético secreto esconde una nueva
realidad. Se abre paso en la simbólica representación, la legión de ángeles dispuestos
a impartir justicia: San Miguel-Jacobo contra Luzbel-Epifanio Trujillo y sus dos
hijos. “Las escenas se suceden con rapidez: los parlamentos eran breves, despojados
de los interminables monólogos tradicionales. Dominaba la acción, subrayada con
inesperados efectos de luces, ruidos, truenos, olores” (Yáñez, 1983:126). Y fuera de
toda tradición, ya en el desenlace de la celebración aparecen los Reyes Magos y uno de
ellos, revela los secretos con que se han hecho los fuegos, la cortina de humo, etc. “Otras
buenas novedades hay que algunos conocen ya, y que todos pueden saber si se toman
el trabajo de indagar; en prenda de ellas los Reyes Magos cimarrones van a hacer su
reparto de regalos: maíz, frijol, sal, azúcar, mantas y otras cosas; no más que debe ser
con orden y nada de bolas” (Yáñez, 1983:129)
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Sandra Morales Muñoz
Así, Jacobo, bajo la tutela de las novedades y de sus principios: “orden y justicia”,
utilizará la representación religiosa para darle un nuevo rumbo, ahora de carácter
social, a sus acciones. Dos órdenes diferentes empiezan a marchar ahora en forma
paralela. Jacobo promete novedades ligadas a la voluntad de trabajo de cada uno, a la
acción efectiva y a la develación de los supuestos misterios de los que les ha colmado
la religión; misterios que bien ha aprovechado Epifanio Trujillo para sumir al pueblo
en la ignorancia y la quietud durante tanto tiempo, como dirá insistentemente el propio
Jacobo a los habitantes de Tierra Santa. Sin embargo, la nueva forma de organización
no tardará en descubrir su rostro oculto a los pobladores: “Jacobo Gallo se presentaba
con el doble cargo de comisario municipal y jefe de armas; la comparsa de soldados
con lanzas y rodelas resultaron ser gendarmes provistos de carabinas” (Yáñez,
1983:130).
Dejan de surtir efecto los rezos de los tierrafl aquenses: “No servían de nada –dice uno
de ellos- ni el Trisagio, ni la Magnífica, ni las Letanías de Todos los Santos, ni los
ensalmos, ni los conjuros de Matiana” (Yáñez, 1983:174). Se desata un temporal, una
tormenta sin precedentes señala la muerte de Epifanio Trujillo.Luego de su entierro, el
pueblo, siempre resignado, seguirá adelante con su fantasma a cuestas y soportando los
desmanes que el nuevo gobierno reprime cada vez con más violencia.
El “rey de oros”, Jacobo Gallo, quedará a la cabeza del gobierno en Tierra Santa
intentando poner orden “a fuerza de miedo” con un ejército armado de fusiles y de
precisas órdenes de represión que Rómulo, la voz de los pobladores, resume ya al
fi nal de la novela: “Librados de unos acogotadores, otros peores ocuparán el sitio. Sí,
seguramente peores, porque los nuevos traen eso que mientan Progreso, y es, a según
mis cálculos, un chorro de mañas muy bien estudiadas y ensayadas, además de mejores
armas y dinero” (Yáñez, 1983:221). Jacobo será entonces el anuncio del nuevo código
de silencio que vendrá a imponerse defi nitivamente con la “institucionalización”.
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Del caciquismo a la institucionalización del poder por el lenguaje.Lectura de La Tierra pródiga y Las tierras fl acas de Agustín Yáñez.
2.3 La institucionalización y el fi n de un lenguaje en La tierra pródiga.
La tierra pródiga (1960), que hemos tomado aquí como continuidad del proceso de
“modernización” que inició Jacobo Gallo en Las tierras flacas, será efectivamente
la tierra del “progreso”. El cambio se anunciará en forma simbólica con la llegada
de máquinas abriendo el campo para emprender en la costa un plan turístico de gran
envergadura pero, ahora, tal simbolismo tendrá un carácter menos religioso y estará
más acorde con los tiempos “modernos”. Ricardo Guerra Victoria, personaje central
de La tierra pródiga, ya no sustentará sus palabras en las Sagradas Escrituras, como lo
hacía en sus días Trujillo, sino que éste se apoyará directamente en la Historia del país.
Guerra Victoria será un fi el émulo del conquistador Nuño Beltrán de Guzman, hecho
que al fi nal le allana el camino al nuevo código que se impondrá en las zonas rurales,
intervenidas por el gobierno central de la ciudad.
El ingeniero Pascual Medellín, el personaje citadino de la novela, enviado al pueblo
costero a hacer los primeros acercamientos que han de derivar en el moderno plan
turístico para la tierra pródiga, lee la vida de este conquistador español, descrito
en cualquier historia oficial de la región como: “uno de los más déspotas y tiranos
de cuantos llegaron a tierras de Nueva Galicia que comprendía además de Jalisco,
Guadalajara, Zacatecas, Chiametía, Culiacán y Cinaloa” (Súarez, 1996:472).Con la
lectura de esta biografía, Pascual Medellín, descubre la clave de acceso al territorio
y a la psicología de quienes lo manejan; entiende que debe empezar por ganarse la
confianza de Ricardo Guerra Victoria, el cacique mayor de la región. La violencia
con que en su día Guerra Victoria, personaje de la narración, penetró y se apropió de
las tierras, sin más recursos que las armas, se equipara a la entrada de Nuño Beltrán,
personaje real de la historia mexicana, en aquel territorio. Así entonces el plano
narrativo ya no refl eja el correlato: dogma religioso-dogma gubernamental sino que la
narración se convierte directamente en el correlato de la Historia de México. El retrato
de aquél conquistador, bien podría ser el que elabore la posteridad, para el propio
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Ricardo Guerra:
“Sobre sierras ásperas y un cielo sin misericordia, clava el contorno riscoso la sombra
del terrible Nuño Beltrán de Guzmán, Capitán general de esta conquista de la Mayor
España (...) Entrañas negras de zarza, corazón de fi erro, pulmones de huracán (...) Tan
señor absoluto, tan soberbio, hinchado, y justiciero y con tanta potestad, que espantaba
a toda la Nueva España. Altivo, iracundo, más inclinado a su parecer, que al consejo
de otros (...) Era exquisito para dar tormentos (...) Tenía dos propiedades muy notadas,
que fueron de casto y cruel (...) Frustrado émulo de Cortés” (Yáñez, 1995:151-152)
Las negociaciones con los “hombres de la ciudad” llevan al cacique a refi nar sus armas,
no tanto las de fuego como las del lenguaje. Éste, utilizará las mismas estrategias
de envolvimiento que Epifanio Trujillo y los suyos en Las tierras fl acas pero con la
particularidad de que los recursos de Guerra Victoria tendrán un mayor refi namiento y
dejarán ver la minuciosa elaboración con la que intenta envolver a un interlocutor que
ya, defi nitivamente, no comparte sus convicciones. Guerra Victoria, posee la habilidad
de manejar un doble código: ante sus iguales, es decir sus enemigos, las pistolas; y,
ante quienes están en el poder adulaciones sin fi n, zalamerías y absoluta sumisión a
su condición humilde, sólo de palabra, tal como lo hacía Epifanio Trujillo. Guerra
Victoria,utiliza alternativamente ambos códigos y en ellos se sustenta también su doble
moral, dice: “Soy gente llevada por la buena me gusta que me comprendan sin mucho
hablar; ahora que hay veces que se necesita soltar la lengua (...) Y soy muy ejecutivo.
Cuando no se necesita ¿para qué andar con rodeos? Al pan, pan y al vino, vino. Ahora
que muchas veces hay necesidad de llamar al vino, alegría, mientras en el pobre es
borrachera (Yáñez, 1995:44).
La habilidad de usar un doble código es su mejor arma y se puede ilustrar con una par
de ejemplos que valen para toda la novela: en la “Rueda de fi eras”, como se titula el
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Del caciquismo a la institucionalización del poder por el lenguaje.Lectura de La Tierra pródiga y Las tierras fl acas de Agustín Yáñez.
primer apartado de La tierra pródiga y como denomina al grupo de sus enemigos (sus
iguales), no funciona otro idioma diferente al de las armas, así ha conquistado la tierra,
ha conservado la vida y así se comunican entre ellos: “(...) qué bonito trabaja esta
condenada (dice refi riéndose a su pistola) es mejor que tractores para la costa y más
efectivo sino dónde anduviera yo lo más seguro en el otro patio y sin haber conseguido
el progreso de tantas tierras que sin esta condenada no habría cañaverales ni pastos ni
nada(...)” (Yáñez, 1995:17). Mientras con los hombres de la ciudad, encontramos al
émulo de Trujillo:
“Cómo le envidio a usted la buena vida que se da y esas amistades que tiene tan
distinguidas. Yo soy un salvaje; pero no tanto para no saber apreciar lo bueno. Tal vez
sean las oportunidades que para limarme me han dado las personas de categoría que
como usted me han hecho el favor y el honor de ir a pasar trabajos en mi casa. Cuánto
he sabido aprenderles (...) Ha de ser muy interesante poder entrar a esos círculos de
los que usted es personaje central. Me gusta conocer la vida en todos sus recovecos.
Ningún otro interés. Mucho se aprende. Me gusta aprender.” (Yáñez, 1995:159)
Palabras ante las cuales el ingeniero no puede más que confesar su indefensión: “Difícil
resistir sus poderes de fascinación, la labia con que pinta bonito las cosas que le
interesan, su ruda elocuencia y sus zalamerías, la seguridad con que afi rma, la facilidad
con que responde y cierra salidas a renuencias, reticencias y marrullerías, desbarata
objeciones, impone puntos de vista; el tono manso, amable, guasón de sus amenazas,
que llegado el caso cumple sin contemplaciones, irremisiblemente.” (Yáñez, 1995:34).
Formas que lo sorprenderán hasta el fi nal de la novela: “Lenguaje directo. Chispazos
de recuerdos. Apropósitos. Comparaciones. Vulgares, eficaces epítetos de original,
sorprendente adecuación. Sápido. Colorido. Melancólico. Nostálgico. Inagotable.”
(Yáñez, 1995:163).
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La refl exiones de Pascual Medellín, siempre en forma de monólogo interior, además
de dar cuenta de la imposibilidad de comunicación con tal lenguaje anuncian un nuevo
código que va a carecer de su abundancia pero que, a cambio, tendrá sustento sólido en
una constante impersonalidad –el ingeniero siempre será portavoz- y en los conceptos
de “orden y justicia”; conceptos que resultan tan abstractos como los de “moral y
religión” que sostenían a la organización anterior, descrita en Las tierras flacas. La
presencia de máquinas abriendo camino en tierra vírgen y, de nuevo una violenta
tormenta -como la que precede a la muerte de Trujillo o la que se desata al fi nal de Al
fi lo del agua-, serán la señal que anuncia la entrada de un nuevo orden en la región.
El fuerte viento, la lluvia y el mar embravecido arrasarán en forma dramática con la
hacienda y las posesiones de Guerra Victoria. A su regreso de la ciudad, fortalecido de
grandeza por las amistades conseguidas, encuentra el campo arrasado por la tormenta
y a su mujer, su posesión primera, salvada por Sotero Castillo, su peor enemigo. La
humillación le hace empezar a urdir la venganza mientras al mismo ritmo avanzan sin
tregua las máquinas, la urbanización se expande con nuevos negocios, nuevas gentes,
los caminos se abren. El cadáver insepulto de Sotero Castillo, muerto a manos de los
pobladores, señalará el nuevo eje del poder. El cura, poder religioso, intenta sin lograrlo
aquietar los exaltados ánimos de los pobladores que no quieren permitir la sepultara:
“(...) por segunda y tercera vez conminó el anatema de excomunión (...) la estatura del
eclesiástico parecía crecer, atronaba su voz en la oscuridad creciente de la noche ya
iniciada, brillaban sus ojos aterradoramente” (Yáñez, 1995:258). Pero Guerra Victoria,
autoridad de autoridades en el pueblo, logra vencer la obstinación de la gente con su
presencia y un par de órdenes: “Váyanse pues dispersando; no más necesito un par
de hombres a que ayuden a levantar el cuerpo (de Sotero Castillo). Rápidamente (sus
hombres) despacharon –sin oposición- la macabra tarea de juntar los restos y colocarlos
en el ataúd, entre capas de cal y rociado formol. Nadie chistó” (Yáñez, 1995:259).
Será ésta la última ejecución del poder del cacique sobre los pobladores, sobre el cura
y también adelantándose a la ley, a los nuevos legisladores que: “vienen en camino”.
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Del caciquismo a la institucionalización del poder por el lenguaje.Lectura de La Tierra pródiga y Las tierras fl acas de Agustín Yáñez.
Una vez instaladas las máquinas en la región, el lenguaje será otro, se hablará de títulos
de propiedad a quienes sin papeles han sido los dueños de la tierra durante muchos
años: créditos, préstamos, garantías, bancos: “Se trata de saber -dice el Ingeniero- si
sus deudas, su pasivo, puede convertirse en activo disponible para poner en marcha, en
gran escala, un plan de promoción turística, estrechamente vinculado con el desarrollo
total de la región, ¿No es esto lo que usted ha venido solicitando con empeño?” (Yáñez,
1995:48). A lo que Guerra Victoria responde: “– A ver barájemelas despacio, jefe:
uno abandonado en estas soledades, no comprende, bien, así de pronto(...)” (Yáñez,
1995:48)
Aparentando no entender, pues bien conoce los términos de la negociación, la única
salida que le queda a Ricardo Guerra es afinar su discurso, su mejor arma ante el
ingeniero, pero los de la ciudad, dice al fin, no entienden sus razones: “(...)al tal
ingeniero, como a nadie del gobierno, le cuadró que yo primero construya capillas, que
obligue a mi gente a rezar el rosario todas las noches, y la misa, los domingos: que los
bautice, los case, les enseñe religión y les infunda el temor a Dios” (Yáñez, 1995:155).
De nuevo el universo cerrado y cifrado que no entienden los “de afuera”, como solía
decir Epifanio Trujillo de Las tierras flacas, al referirse a los forasteros llegados a
Tierra Santa. A pesar de los grandes esfuerzos que hace Guerra Victoria, ya no puede
hacerse entender, sus métodos de persuasión, ya no surten efecto, como en su tiempo
les pasó a los tierrafl aquenses con las oraciones. Esta vez serán las máquinas abriendo
caminos para el proyecto turístico y los señores del gobierno central de la ciudad
quienes se imponen por sobre Guerra Victoria y ante el estupor de las viejas voces de
la región, creyentes del orden impertubable que han conocido siempre: “Nos tocaron
los días del anticristo” (Yáñez, 1995:188). Imperios construídos a la medida de su
soberbia: “Torre de Babel”, dirá el propio Guerra Victoria, aferrado a sus convicciones
religiosas: “como aquellos que dicen que quisieron hacer una torre más alta que el
cielo, y lo que pasó fue que se les entrambulicaron las lenguas y nos hicieron el fl aco
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servicio de que ahora no podamos entenderles sus borucas a los gringos...” (Yáñez,
1995:68).
En los largos monólogos del Ingeniero Medellín, leemos el balance de la historia de
más cinco siglos en los que nada ha cambiado: “No serán los alegadores de café que
componen el mundo en tres patadas quienes puedan venir a estas tierras; eran así los
conquistadores (...) aquellos también hablaban de alzarse con la tierra, y lo que hicieron
fue labrarla para su Rey y Señor; pobre país el que no sepa aprovechar la fuerza
primitiva de los desalmados y meterlos en cintura. (...)” (Yáñez, 1995:30). Historia
de cinco siglos que conoce muy bien y de la que también sabe no será protagonista
pues la nueva fi gura a la que representa, la “institución”, es una entidad sin cuerpo y
por tanto, impersonal; forma gramatical que predomina en su lenguaje. Guerra Victoria
también así describe a la “institución” al final de la novela cuando ya no le queda
más remedio que escapar y, en un repentino e imparable discurso “como si quisiera
emborracharse con palabras” (Yáñez, 1995:314), dice: “Sí, eso es lo malo, tener que
pelear con un espantapájaros al que no hay modo de tumbar a patadas o pedradas,
ni le entran los plomazos, qué bueno fuera que pudiera decir: con matar a fulano se
acabó la rabia; no, no es cuestión de individuos; ahora me resultan con que hasta el
gobierno es institucional o cosa parecida; yo siempre supe que untándole tanto a éste,
sombrereándole al otro, en fin, hallándole a cada quien su lidia, las leyes se hacen
muelles, los negocios chuecos enderézanse como por magia.” (Yáñez, 1995:314).
El cacique queda literalmente hablando solo; desaparece su figura para dar paso a
los hombres del gobierno institucional: “los ingenieros” quienes no hablarán por sí
mismos porque son simples portavoces de una fi gura sin cuerpo. Aquel lenguaje se ha
desgastado y quedan sólo las máquinas abriendo camino sin contemplaciones.
Al fin, todos pertenecen a una misma casta que se sucede y continúa, parece decir
Yáñez en voz del ingeniero. La “institución” que se instala en La Tierra pródiga, será
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Del caciquismo a la institucionalización del poder por el lenguaje.Lectura de La Tierra pródiga y Las tierras fl acas de Agustín Yáñez.
igualmente implacable y esta vez silenciará y determinará la resignación no sólo de los
pobladores sino también la del propio cacique del pueblo quien al fi n, sucumbe: “Lo he
refl exionado aunque a todos ésos, y a sus achichincles, ingenierillos, técnicos aunque
a todos ésos me los echara al pico, de nada serviría: la “institución” seguirá en pie,
caminando en mi contra con más ganas. Es como una máquina, que se echa encima sin
contemplaciones” (Yáñez, 1995:305).
CONCLUSIÓN:
La esquemática división que hace Agustín Yáñez en sus novelas entre provincia y
ciudad, extrema si se quiere, no se limita a una separación determinada exclusivamente
por lo territorial, o por condiciones históricas, económicas o incluso raciales, como
se suele caracterizar tal división. Yáñez, en Las tierras fl acas y en La tierra pródiga,
señala al lenguaje como elemento que determina en un grado importante tal polaridad.
La revelación de las argucias lingüísticas con las que elabora su discurso el prototipo
del cacique, personaje central en ambas novelas, hace que el lenguaje en ellas cumpla
una triple función: en primer término, es el elemento que describe el tránsito de una
forma de gobierno a otra, del caciquismo al silenciamiento que se anuncia con la
institucionalización. En segundo término, que deriva del primero, es el elemento clave
de la cohesión de una forma individual y arbitraria del poder –en acción y benefi cio-
pues es el que ayuda a construir el cerco que impide la comunicación. Y, al fi nal, en un
tercer término, es la herramienta que llega a anular la voluntad y a reprimir el deseo de
toda una población, entre otras cosas, por el sustento “moral y religioso” que se le da
en el caciquismo y de “orden y justicia” en la institucionalización.
Estas funciones del lenguaje ponen en primer plano, no tanto la polaridad: espacio
rural contra espacio urbano, como la necesidad de una crítica del uso de ese tipo de
lenguaje, ilustrado por los caciques Epifanio Trujillo y Ricardo Guerra Victoria. Su
lenguaje describe la forma paulatina como con éste se va profundizando la brecha
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de la comunicación hasta que, al fi nal, se agotan, defi nitiva e irremisiblemente, todas
las posibilidades de interacción; ese proceso de deterioro va en benefi cio único de un
silencio, simbolizado por Yáñez a través de una fi gura sin cuerpo llamada “institución”.
El señalamiento de ese uso del lenguaje entonces, siembra en el lector la duda de si los
personajes y el pequeño pueblo de la provincia mexicana en los años 20 y 30 del siglo
XX descritos en la fi cción, pueden llegar a ser extensivos o, por lo menos, equiparables
a personas y territorios de otras épocas y espacios no fi cticios y cercanos. Esta pregunta
que constantemente ronda al lector, al fi nal, es la que hace que la propuesta de Agustín
Yáñez sea aún vigente.
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