cuaderno 2011, antología del club de literatura de la fundación gilbeto alzate avendaño
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© Para la presente edición: Jairo Andradejairoandrade@tallervirtualdeescritores.com
Fundación Gilberto Alzate AvendañoDirectora: Ana María Alzate RongaCoordinador de Clubes y Talleres: Luis Bernardo Campuzano
Asistente Administrativa de Clubes y Talleres: Paola Romero Asociado Operativo: Asociación de Ex-alumnos y Amigos de la ASAB-Gente ASABCalle 10 # 3-16, BogotáPBX: 2829491 www.fgaa.gov.co
ISBN 978-958-44-9470-2
Edición: Jairo Andrade
Diagramación y diseño:Doble Delirio Edicionesdobledelirio@tallervirtualdeescritores.com
Foto Carátula: © César Herrera
Impresión: Imprenta Distrital
Impreso en Colombia
Printed in Colombia.
Todos los derechos reservados.Esta publicación no puedeser reproducida total niparcialmente, ni registrada en oretransmitida por un sistema derecuperación de información,en ninguna forma ni por ningúnmedio mecánico, fotoquímico,
magnético, electro-óptico, porfotocopia o cualquier otro, sinautorización expresa de editor.
Cuaderno 2011, Antología delClub de Literatura de la FundaciónGilberto Alzate Avendaño.Bogotá: Jairo Andrade.
Autores: Torres, Alejandra; Soto, Victoria; Domínguez, Ánderson;González, Karen; Candela, Nixon;Ladrón de Guevara, Juan; Pérez,Nubia; Jiménez, Álex; Hoyos,Gloria; Lancheros, Ángela; Vásquez,Camilo; Rodríguez, Carolina; López,Germán; Linares, Henry; Torres,
Andrea; Ovallos, Luis; Sandoval, Jimena; Bedoya, Johan; Vargas, Jair;
Méndez, Natalia; Monroy, Idaly;Mesa, Gustavo; Andrade, Jairo.Bogotá: Jairo Andrade, 2011
140 p.; 14 x 21 cms.ISBN 978-958-44-9470-2
Literatura – Poesía - Cuento – Novela breve –Bogotá – EscritoresColombianos.
Andrade, Jairo et ál .
Primera edición: Noviembre de2011.
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Presentación
A pocos meses de completar una década de trabajo ininterrum-
pido desde que inició labores a mediados de 2002, el Club de
Literatura de la Fundación Gilberto Alzate Avendaño ha alcan-
zado, además del importante logro de contribuir a promover
la lectura y la creación literaria en la ciudad de Bogotá, éxitos y
reconocimientos que no podemos menos que exaltar.
En los últimos seis años, siete de sus integrantes han obte-
nido distinciones y premios en eventos literarios de convocato-
ria local o nacional que no solo representan un valioso reconoci-
miento a la calidad de las propuestas de algunos de esos jóvenes
escritores, sino que validan el espíritu, el sentido y la pertinencia
de los talleres y clubes artísticos que organiza la Fundación. Asi-
mismo, la alta calicación que obtuvo el Club de Literatura de la
Fundación Gilberto Alzate Avendaño en la ultima convocatoria
del Ministerio de Cultura, al ser seleccionado entre los mejores
talleres literarios en concurso, acredita aún más al grupo y a Jai-
ro Andrade, su coordinador, quien fue el principal gestor de esta
iniciativa y lo ha venido fortaleciendo a través de los años.
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La publicación de esta pequeña selección de textos y au-
tores de nuestro Club de Literatura, que se realiza con el apoyo
del Ministerio de Cultura, marca un nuevo hito en la productiva
y exitosa historia de este espacio que ha abierto nuestra institu-
ción para la creación literaria y la formación de escritores y lec-
tores. Que todos los integrantes del taller reciban un merecido
aplauso y la expresión de nuestro sincero afecto y admiración.
Ana María Alzate Ronga
Directora
Fundación Gilberto Alzate Avendaño
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Nota introductoria
Llegué a la Fundación a nales de 2001, para cumplir con una
lectura como parte del premio de cuento que había recibido del
entonces Instituto Distrital de Cultura y Turismo. Concluida
la lectura, de manera inesperada terminé en la ocina de Ana
María Alzate, directora de la Fundación, conversando sobre la
posibilidad de hacer un taller literario para la entidad. Ana María
tenía un arsenal de ideas al respecto, salí de la improvisada re-
unión un tanto desaado, a lo mejor un poco confundido, con
la intención de organizar una propuesta que puliera alguna de las
posibilidades tocadas en la charla.
La propuesta se tomó su tiempo: el Club de Literatura
inició sesiones el segundo semestre de 2002, como un espacio
lúdico para la lectura y la escritura creativa, dirigido a niños y jó-
venes. Hasta 2003 esta primera versión del taller leyó y escribió
cuentos, mitos, leyendas, bestiarios y versiones colectivas de dic-
cionarios inusitados, pero también canciones de rock, crónicas
de caminatas por la ciudad, vacaciones o paseos mentales, dia-
rios inventados e inventarios de sueños, y poemas sobre obras
de arte, objetos o mascotas, que quedaron en manos de sus au-
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tores y de los que infortunadamente no poseemos copia. Luego
me he encontrado con algún integrante de esta primera etapa
del taller: niños y niñas que ahora son jóvenes universitarios o
jóvenes de colegio de ese entonces que ahora son profesionales,
y en todos ellos encuentro una sonrisa cómplice que gratica de
manera especial, porque insinúa una lejana alegría que, sin duda,
de alguna forma resultó además útil.
A partir de 2004 el taller tomó otro de los rumbos sosla-
yados en esa primera charla que le dio origen, y se enfocó en el
público adulto. Desde entonces cada año el taller ha propuesto,
sobre la base de la lectura crítica y la exploración creativa de las
diversas formas textuales, un programa de contenidos que en
ocasiones da énfasis a aspectos de técnica narrativa y en otras
a un mapa de trabajo formulado por los participantes, teniendo
a la vista que el Club está concebido como una conversación a
largo plazo sobre la literatura, sus fuentes y recursos, su práctica
entre el ocio y el solaz, su sentido como artefacto cultural.
Los primeros años de taller con adultos fueron difíciles,
la asistencia era escasa e inestable; la continuidad del taller se
puso en tela de juicio. Con toda razón escribió Poe: cuando un
loco parece completamente sensato, es ya el momento de ponerle la camisa
de fuerza. Mis argumentos parecían llegar a oídos más cuerdos,
que privilegiaban mejores cifras de asistencia sobre la pasión de
unos pocos acionados a las letras. Por fortuna, el argumento
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de mayor peso fue aportado por ellos mismos, al presentarse
ante la dirección de la Fundación en defensa de sus charlas se-
manales sobre literatura. Resultado: se aplazó el cierre del pro-
grama. Esos mismos integrantes empezarían luego a gurar en
convocatorias literarias, justicando en otro sentido la decisión.
Así las cosas, queda saldado un merecido agradecimiento a esos
primeros “socios” salvadores del Club.
Poco después las inscripciones superaron el cupo y los re-
sultados ameritaron la publicación de un compilado. La Funda-
ción editó el Cuaderno 2007, una sencilla publicación que dio
cuenta de los primeros cinco años de taller. Se hizo necesario
abrir un nuevo horario para que los participantes más asiduos
—algunos sumaban varios años de asistencia— tuvieran la op-
ción de profundizar en su pesquisas. Se abrió el nivel avanzado,
como un acompañamiento creativo y conceptual en la escritura
de un volumen literario, bien sea una colección de cuentos, una
ensayística, una novela breve, un poemario o una mixtura de
géneros. Así, desde 2008 el taller ofrece dos niveles, uno básico y
uno avanzado, que permiten entrever el territorio de la escritura
desde la técnica literaria y desde los pormenores personales de
la creación y la investigación.
Al cabo de estos nueve años, diría que el Club de Literatura
es el tipo de taller en el que se enseña poco y se comparte mu-
cho. Tiene sentido que así sea, pues la literatura, como disciplina
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académica, se aprende en la universidad, pero escribir es algo
que no puede enseñarse. Escribir es convivir con una ebre que
no va a matarte, y de la que por supuesto no quieres curarte.
Nadie va a enseñarte cómo enfebrecer más o mejor, pero sirve
ver cómo se retuerce tu colega, en brazos de su patología ima-
ginaria. Me reero a que para escribir bien no existen fórmulas
ni recetas mágicas, excepto las que cada quien halla en el labo-
ratorio de su propia página en blanco. Y el taller literario es una
buena oportunidad para abrir las puertas de ese laboratorio per-
sonal y darle sentido. Roberto Bolaño escribió: Un cuentista debe
ser valiente. Es triste reconocerlo, pero es así. Y creo que la frase aplica
también para quien dirige o asiste a un taller literario, solo que es
aún más triste reconocerlo: se trata de esa clase de valentía que
carece de nes concretos.
La presente antología del Club de Literatura de la Fun-
dación Gilberto Alzate Avendaño se editó gracias a una beca
del programa Becas a la Edición de Antologías de Talleres Li-
terarios, otorgada por el Ministerio de Cultura. En ella el lector
encontrará una retrospectiva, cronológicamente aleatoria, distri-
buida en tres partes. La primera parte, Versos, es una muestra de
poesía. La segunda, Obra en proceso, reúne cuentos, capítulos o
fragmentos pertenecientes a obras de mayor extensión, la mayo-
ría en proceso de composición. La tercera, Cuentos, no necesita
de mayores señales. Por último, el lector encontrará un cuento
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del director de taller. En la página nal del volumen aparece una
dirección de Internet, en la que el lector podrá ingresar comen-
tarios sobre la antología, algún texto en particular, o entrar en
contacto con los autores.
Queda entonces, en manos del lector, esta muestra —por
supuesto parcial y en cierto modo azarosa— de lo que ha suce-
dido en el Club de Literatura de la Fundación Gilberto Alzate
Avendaño en sus primeros nueve años de existencia.
Jairo Andrade
Profesor del Club de Literatura
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Parte 1
Versos
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Alejandra Torres
A la carta
En el desayuno se parte en trocitos la sonrisa
Se prepara el corazón al horno
Se cuelan los versos para el café
Y se bate la tristeza con mantequilla
y un toque de sal al gusto.
Parafernalia matutina para los comensales
que ahora tocan la puerta.
Simplemente
Simplemente
Así apareciste.
Como si la luna se confabulara contigo,
Como si en silencio te quedaras así, simplemente.
Te me fuiste instalando en lo profundo
Te me fuiste impregnando en el aire,
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En las moléculas de este espacio que ahora lleva tu nombre.
Simplemente así,
Honorable
Sutil
Sencillo,
Como parusía inesperada
Como alabanza sin plegarias
Bañando tus acordes en mi alma; y de tu duende en mi amenco
espíritu
Es un barullo mi pecho
Es un temblor tu mirada.
Mil acordes de plata tu recuerdo
Así, simplemente adentro.
Alejandra Torres Casallas
Mujer-niña-gato de 23 años y siete vidas, colombiana, bogotana de cuna,
llanera de crianza, piel y alma; Licenciada en psicología y pedagogía de
la Universidad Pedagógica Nacional, apasionada con la sonoridad de la
música en la literatura y con las formas armónicas de la poesía. Participó
en el Club de Literatura de La Fundación Gilberto Alzate Avendaño entre
2009 y 2010.
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Nicolás Ureta
Llanto por el alma de una poeta muerto
(Viznar, 1936)
In memoriam Federico García Lorca
Murió de madrugada,
Con la mirada abierta
Y la sangre en las rosas
Marchitas y sedientas,
Con llagas como espejos
Sobre la espalda ciega,
Con rocío en la frente
Y ojos de primavera,
Para sollozar lirios
Con qué burlar las penas
Mientras llora la aurora
Sus fusiles de niebla.
-No, no ha muerto el poeta-,
Susurran los gitanos
Oteando entre la hierba...
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Murió de madrugada,
Ultrajando la tierra
Con sangre de rapsoda,
Mojando el las grietas
De esa nube de polvo
Que llora jarreteras
Y que consume al tiempo
Gimiendo bayonetas,
Alumbrando quebrantos
Mientras brilla la guerra
Sobre el aire del mundo
Y el hierro del poeta.
-No, no ha muerto el poeta-,
Susurran los gitanos
Oteando entre la niebla...
Murió de madrugada,
Con luceros de asceta
Desintegrando el tiempo
Sobre la noche incierta,
Con vísceras de charol
Para derrumbar puertas,
Con erros de caudillo
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Pisoteando azucenas,
Con egies de bronce
Cuando la tierra tiembla,
Con palabras ardientes
Que agitan metralletas.
-No, no ha muerto el poeta-,
Susurran los gitanos
Oteando entre la hierba...
Murió de madrugada,
Bajo la luna llena
Y entre juncos de tiempo
Y montañas eternas,
Bajo orquídeas de viento
Y jilgueros de sierra,
Bajo lluvia de tiros,
Bajo eclipses de lluvia
Y argentos de honda pena,
Cuando el cáncer es echa
Y el tiempo del solsticio
Es cimitarra negra.
-No, no ha muerto el poeta-,
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Susurran los gitanos
Oteando entre la niebla...
Murió de madrugada,
Aferrado a las venas
Que dibujan el mapa
Del dédalo que sueñan
Los vientos de lo Eterno,
Como amas de vela,
Como norias del aire,
Como ciclos de letras
Por las llagas del viento
Cuando llora el poeta,
Mientras dientes de plomo
Muerden su calavera.
-No, no ha muerto el poeta-,
Susurran los gitanos
Oteando entre la hierba...
Murió de madrugada,
Solo y sobre la tierra,
Con cárdenos oscuros
Desangrando sus venas
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Y soldados a traición
Vigilando que muera,
Con sus disparos negros
Y sus botas siniestras:
Sus látigos de erro
Enrojecen la arena
Con la sangre del muerto
De estertores que tiemblan.
-No, no ha muerto el poeta-,
Susurran los gitanos
Oteando entre la niebla...
Nicolás Ureta Escobar
Nació el 2 de abril de 1978 en Bogotá. Es escritor, compositor y realizador
audiovisual. Estudia sexto semestre de Cine y Televisión en la Universidad
Nacional de Colombia. Participó en el Club de Literatura en 2010.
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Victoria soto
La mujer del pescador
Ella porta escamas doradas en su cintura,
espejuelos por donde resbala el brillo del día;
y teje con sus cabellos el vacío de una atarraya.
Sale la primera estrella;
cabañas oscuras y recogidas,
a la mujer del pescador le brotan espinas en su cuerpo
y lo toma como un anzuelo
para capturar el animal que la custodia.
Él sale a la mañana
a fundir sus sueños en el encaje del mar,
y lanza una red innita
atrapando salvajes y ariscos cuerpos
que solo ella sabe dominar.
La muerte no es una mujer
Que en mi hora
el tiempo esté manchado
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por el color cómplice de la noche
para no ver su rostro tatuado
por el viento del desierto.
En mi cama, celebro el estado del albur,
dispongo mi pelvis
para que él busque con su olfato
la dirección de mi cuerpo,
como extranjero en busca de nuevos soles.
Antes de corresponderle al clamor
de la partida,
deseo escuchar el susurro
de sus palabras
que atraviesen mis oídos, mi boca,
mi pecho, mi grieta.
Empiezo a otar y despojo mi cuerpo
para descifrar el enigma del sueño profundo.
Hagamos una festa
Hagamos una esta
o mejor una esta y un poema
arreglemos una mesa
con un mantel zanahoria y azul,
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con ojalillos plateados y pepitas
de tamarindo que cuelguen como péndulos.
Prendamos el abanico para que circule
las ansias cálidas del tiempo
Pero antes, ambientemos el cuarto
con quemas de vija y ajo;
quitemos las vela, ores y frutas que
estén sobre ella
y luego...
cierra la puerta para que la transpiración
de lo que pensemos no sea interrumpida,
con un metro midamos el tamaño
de nuestras locuras, ¡mejor no!
y como la escritura mata la codicia
haz un poema sobre mí
no lo leas, hazlo vivo.
Victoria Inés Soto Ospino
Nació en Santa Marta, y es licenciada en Lenguas Modernas. Eterna aman-
te de literatura en especial de la poesía. Ha participado en talleres literarios
de la Universidad de Magadalena, la Casa de Poesía Silva, la biblioteca
Virgilio Barco y la Asociación de Escritores de Magdalena. Participó en el
Club de Literatura de La Fundación Gilberto Alzate Avendaño de 2004
a 2006.
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Ánderson Domínguez
Errante Li-Po1
Ha escrito tantos versos como ha podido,
Al anochecer la luna lo llamará en silencio
Un fuego alienta su alma,
aún no se rinde
la palabra que viene del páramo,
camina por la ausencia, sigue la luz de tu lejana
mirada,
ha partido enloquecido, sin rumbo,
Hacía la nada a buscar el canto secreto que la
enamore.
Va tras la voz del agua, desvaneciéndose en la luna,
en la ilusión.
Salió a perseguir su brillo entre las hojas húmedas,
en el reejo sobre los montes lejanos
1 Poema basado en Li-Po, de Raúl Gómez Jattin, y Errante, de Porrio Barba
Jacob. N. del A.
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“Y en el agua del río Amarillo la mirará
Más hermosa que en lo alto del cielo,
borracho creerá realizado el milagro
de tocarla y mirarla de cerca y besarla…
Y Li-Po va en busca de la luna en el agua
del río Amarillo de donde nunca jamás Li-Po volverá.”
Caminando de nuevo con la lluvia
Alberga el alma una extraña
tranquilidad
como aquella que recorre
un cementerio
Es una calma vital
aferrarse a los sueños,
a la esencia
Un retorno tortuoso,
volver a lo sensible,
a lo bello.
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Entregar lo más
profundo
a cambio de gritos y ofensas,
escuchar lo que hiere
y decir te quiero.
A través de la poesía
lo que es se muestra como es
y el ser es traído
a la palabra
En la lejanía,
en el vacío
se reinventa el amor.
Extraño encuentro
de abandono,
queda escribir,
ser libre,
decidir y desaparecer
Con la fe del retorno
con la angustia de tu partida
con los esbirros sedientos de
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sangre.
Caminante, son tus huellas de fuego
La ausencia es la compañía
la esperanza el horizonte
la paciencia mi alimento.
Apquyquy bchuesuca2 Ablandar el corazón
Funy zabcasqua Sabe a pan
hichye zabcasqua sabe a tierra
abyz zabcasqua. Sabe a maiz
Mue gue btyzysu Tú eres amar
Aquichpquane de raíz
gatychie ardor del fuego
apquyquy chuin mague alegre persona
Mue gue Tu eres alma,
Fihyzca de día y de noche
2 Versos construidos a partir de la Gramática Chibcha del Instituto Caro y Cuervo;
su traducción está escrita en castellano antiguo. N del A.
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zac suaga a cada paso
aganza aganzaca te llevo en la memoria
zepquen apquane adentro, más adentro.
Hycha gue Yo soi
Hyba el sapo,chahac atyzyn el honesto amigo
bac zemisqua que en el aire anda
gati ien isucune. que en el fuego esta.
yban zemisqua El que se ha apartado.
Hycha gue Yo soi
apquyquynzac asyne el que anda trizte
Isyne el que anda por la ciudad
Umzac a escuras
Anym mague Andador
zpquyquyn guan que se arrojó de lo alto,
zupqua zemisqua que abrió los ojos
guatbquysqua para alçar lo caído
y levantarte en lo alto
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Mue gue chava A ti te aguardo
Fa suamecnxie de aquí a la tarde
Fa azacanyngaxie de aquí a la noche
Fa suas agangaxie de aquí a la mañana
Epquac va mnanga y a donde quiera que
Msucas inanga. bayas te tengo de seguir
Ánderson Domínguez
Nací en Bogotá el 2 de enero de 1985. Se escribe y se teje porque es la
forma de conectarse con el espíritu de la tierra. Se escucha la lluvia y se
celebra cada día el nacimiento del sol. Con la poesía se busca la palabra an-
tigua que fue enterrada en el humo y el cemento. Se camina con la fuerza
de la montaña, con la esperanza de un mundo más limpio, que piense con
el corazón. Es la memoria del sapo y la serpiente, que se niega a desapare-cer. Integró el Club de Literatura entre 2004 y 2006.
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Parte 2
Obra en proceso
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33
2.
(Fragmento del libro de cuento Idilios)
Karen González
Beatriz:
Unbesoapasionadoyningunaotracosamás,esadebeserladefni -
ción real de amor, esa necesidad e interés, esa completa sinceridad…
A mí no me molesta que beses a otros hombres o que los acaricies
porque sé que esas caricias son mecánicas, como pasos establecidos que te has
impuesto para tu trabajo. Escribiéndote esto recuerdo la primera vez que entré
a tu alcoba y me propinaste como bienvenida un beso en la boca totalmente
apasionado. Yo me quedé callado y estático mientras tú, siguiendo la rutina,
deslizabas la mano por mi pecho hasta bajar y ponerme tus dedos largos sobre la
bragueta, completamente dispuesta y segura de lo que provocarías en mi. Todos
tus movimientos vacíos de pudor y consumidos por la pasión, me enamoraron.
Amo de ti esa necesidad de pasión, esa dependencia que sientes por
el cuerpo. Me fascina que al hacer el amor siempre quieras que te observen con
desenfreno y locura, y que te hagan sentir como la única imagen o acto posible.
Yo adoro verte y adoro esa facilidad que tienes para lograr que la razón aban-
done el cuerpo.
Ayer me pediste que te diera un beso todos los días antes de empezar
tu trabajo. Dijiste que me amarías si yo cumplía con ese simple acto que para ti
signifcauntodo,yescribiéndotequierohacerteentenderquejamásmenegaría
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a darte esa sincera muestra de amor. Estoy dispuesto a llenarte de besos y que
puedas ser feliz durante las largas y frías horas que soportas en las noches, que
cada caricia sea entregada a quien debas y que siempre salgas victoriosa ante la
deprimente razón.
Te quiero, y desde la semana que viene te visitaré y te daré los besos
que necesites.
Att.,
Rodrigo
Cada palabra escrita por mi padre en esa carta me permitió encon-
trar un sentimiento que pensé estaba muerto, debido a que la pala-
bra amor, para mí, signicaba vacuidad. Después de leerla, el amor
había dejado de ser una palabra insulsa y fría para convertirse en
hechos, movimientos y pensamientos representados por una única
mujer.
Aunque no tenía fecha, la carta me pareció reciente, y co-
nociendo a mi padre también deduje que aunque la amaba y era la
primera vez que le escribía, no lo convertiría en una costumbre,
porque la carta era únicamente para hacerle saber que el beso que
ella pedía se convertiría en una realidad innita. Ese acto en espe-
cial, esa valoración de parte de Beatriz a los detalles pequeños, esa
hermosa explicación que tenía para el amor, una denición desinte-
resada, simplemente apasionada, me ayudó a dibujarla con facilidad
a pesar de mi inmensa ignorancia, y en la negrura de un vacío ima-
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ginario observé unos ojos sin forma y un color de iris cambiante.
Con inútil concentración intenté darle un rostro, pero lo
único que había logrado era jar una mirada penetrante, atrayen-
te y peligrosa que sin duda le pertenecía. Y allí, completamente
cautivado por esa mirada, empecé a sentir sus dedos delgados con
uñas largas sobre mi jean áspero. La sensación se iba haciendo más
fuerte, hasta que de repente desapareció. Sin conocerla, entonces,
comencé a extrañarla.
Desde ese día la idea de darle un beso a Beatriz palpitaba
fuerte en mi corazón. Sabía que durante el primer beso que me
diera, mientras mordiera mi labio inferior con sus dientes, yo al n
sentiría dentro de mí el amor, abandonaría por completo aquellas
falsas razones que antes lo explicaban y se convertiría en la grande-
za de una sensación.
Se incrementó con los días mi obsesión por conocerla, y
llegada la semana que mi padre prometía visitarla, empecé a poner
más atención a cada una de las salidas que él hacía. Al comienzo la
persecución era aburrida y empezaba a sentir que perdía el tiempo
detrás de mi protector. Muchos días me di por vencido y me iba a
la casa luego de unas horas, pero al día siguiente el recuerdo de la
carta me impulsaba a levantarme temprano y seguir los monótonos
movimientos de mi padre.
Luego de una semana de minucioso seguimiento descubrí
la hora en que mi padre la visitaba y la besaba: era a las seis de la
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tarde, cuando en un intercambio de horarios él terminaba su día
laborioso y ella apenas lo comenzaba. Di buen crédito a mi padre
por escoger esa hora, indicada para permitir el cruce de dos perso-
nas que divergían en espacio y temporalidad. Me pareció perfecto
y poético aquel encuentro, un instante largo que constaba de un
movimiento, una reacción, un único sentir y ninguna interrupción.
Un jueves lo perseguí sin necesidad, pues ya sabía la hora de la
visita. Ese día sentí celos profundos de mi padre: él la abrazó y
la beso tan apasionadamente que, sin poder dejarlo ir, lo invitó al
interior de una vieja edicación y le permitió ser su primer cliente.
Me hubiera encantado verla en acción con otros hombres, pero con
mi padre me parecía algo repugnante, así que les di las espalda y me
fui para mi casa.
En la sala de la casa lo esperé, hacía muchos años no lo
veía cuando llegaba, pero esta vez me interesaba encontrar su rostro
contento después de estar con ella. Y ocurrió así, él metió la llave en
la cerradura de la puerta y entró a la casa con un aura completamen-
te poderosa. Esa energía pertenecía a ella, sonreía mientras se quita-
ba los zapatos, e ignorándome, se encerró en su habitación. Aquella
mueca de felicidad dibujada en su rostro terminó por convencerme
de que lo que mejor podía hacer en la vida era encontrarme con esa
mujer y demostrarle que yo también la amaba, aun sin conocerla.
Saqué de un sobre algunos ahorros que tenia, conté el dinero y lo
guardé en mi maleta. Me fui a dormir y esperé ansioso que acabara
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la noche, para al día siguiente salir a verla.
Desperté sin creer que podría presentarme ante ella. De-
sayuné apenas escuché que mi padre salió de la casa, la verdad no
hubiera sido capaz de mirarlo a los ojos. No salí en toda la tarde,
me dedique a escuchar música y a alistarme para el encuentro con
Beatriz.
A las cinco cogí el bus, y mirando el reloj rogaba para que
ese día mi padre y ella no tuvieran tiempo de acariciarse, pues yo
no deseaba que el cuerpo de Beatriz oliera a la loción y al cuerpo de
mi padre. A las seis y media de la noche me bajé del bus con la piel
completamente erizada, y aquellas calles sucias que olían a orines
se transformaron en un lugar de ensueño donde las sensaciones
aplastaban la conciencia.
Caminé despacio y cuando estaba a punto de llegar al um-
bral donde ella siempre aguardaba, tuve que esperar unos minutos,
pues mi padre se estaba despidiendo. Él giró hacia un lado de la
calle mientras yo llegaba por la otra; al verlo alejarse sigilosamente
yo daba cortos pasos en dirección a Beatriz. Lentamente mi desco-
nocimiento se fue desvaneciendo y su rostro se empezó a convertir
en algo real. No era muy joven y tampoco muy alta, pero cada uno
de sus movimientos hablaba de su poder sexual. Sus ojos jos mi-
raban sin temor con curiosidad y coquetería. Yo temblaba, estaba
enamorado, pero que ella sintiera algo por mí parecía imposible y
lejano.
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Al llegar frente a ella me presenté dándole un beso en la
mejilla, mientras mis manos sudaban y el rostro se ponía rojizo.
Beatriz sonrió y me tomó de la mano para llevarme adentro de la
casa, aún pienso que esa reacción de amabilidad fue porque encon-
tró en mí rasgos de mi padre. Al entrar en el cuarto me preguntó si
traía dinero, asentí únicamente con la cabeza, y mientras esculcaba
mi maleta para sacar el dinero, me cogió la cara y me propinó un
beso tan profundo que el tiempo perdió su inuencia en el entor-
no. Luego alejó su boca de la mía y, mirando mi reacción, puso su
mano sobre mi pantalón; yo apretaba los ojos como señal del placer
desenfrenado que sentía, sin voluntad propia seguí cada orden que
me daba. Me pidió que me quitara las camisetas mientras ella des-
apuntaba y me bajaba el pantalón. Los minutos más placenteros de
mi vida eran verme completamente desnudo frente a ella, mientras
con una sonrisa malévola se desnudaba y me besaba el miembro
erecto.
No sé cómo lo supo, pero me preguntó si era la primera
vez que estaba con una mujer, le respondí con un sí entrecortado.
Me pidió que me tranquilizara y que me acostara en la cama. Lo hice
sin protestar, y ella lentamente subió a mi lado, puso sus nalgas so-
bre mi estómago y tomó mis manos para que abrazara sus carnosas
caderas. Me besaba, acariciaba y después de un rato con movimien-
tos leves y delicados habíamos hecho el amor. Al terminar no se
levantó. Se quedó a mi lado y me acarició el rostro, mientras en mi
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cabeza las palabras de mi padre dejaban de ser sentimientos ajenos
para arraigarse en mi cuerpo.
Me ardía internamente la carne, mientras en un leve sueño
Beatriz se elevaba hacia el altar que mi padre y yo habíamos fabri-
cado en su honor. Con delicadeza me pidió que me levantara, como
excusa dijo que debía trabajar. Me levanté, me puse la ropa y antes
de salir de su habitación le pedí que me permitiera ser otro amor en
su vida. Le dije que yo también estaba dispuesto a ir todos los días
a besarla, a la hora que ella lo deseara, y le robé un beso. Creo que
ese acto impulsivo la convenció de mis intenciones, de la realidad de
mis sentimientos y de la poca importancia que yo le daba a su ocio,
así que me dijo que lo podía hacer a cualquier hora, pero nunca a las
seis de la tarde. Feliz, me alejé.
Desde ese día convertí en costumbre mi visita a las siete de
la noche, completamente puntual, dejando a un lado cualquier cosa
que pudiera interferir entre Beatriz y el beso que tenía que darle. Al
comienzo tuve suerte y nunca me tropecé con mi padre, excepto un
martes que llegué un poco antes de las siete y que él, abusando del
tiempo que le correspondía, la había acariciado de más. En ese mo-
mento, sólo por algunos segundos, dudé en seguirla visitando. La
mirada de odio que mi padre me lanzaba casi me hace abandonarla,
y cuando me iba a marchar él se dio la vuelta y me dejó atrás.
Entré al cuarto de Beatriz sin dejarle sentir lo ocurrido,
pues ella no sabía que yo era el hijo del hombre a quien amaba.
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Aunque me duela un poco, por mí ella apenas sentía un cariño es-
pecial. Luego de otra noche maravillosa a su lado regresé a casa,
y como nunca había ocurrido, mi padre me esperaba en la oscuri-
dad. Lo saludé, pero él no respondió, se levantó de la silla donde
aguardaba mi llegada, se me acercó y al olfatearme sintió el olor de
aquella mujer que lo enloquecía. Abrió la boca sólo para pedirme
que me largara de su casa.
Desde esa noche no sé nada de mi padre, lo único es que
sigue visitando a Beatriz, a la misma hora, mientras yo llego un
poco más tarde, tratando de evadir aquella mirada fría de odio que
me había lanzado. Ella aún no sabe que somos familia, pero siento
que a los dos nos está queriendo de la misma forma.
Karen González Castiblanco
Nació en Bogotá. Vive. Estudia. Escribe cuentos. Asiste al Club de Litera-
tura de la Fundación Gilberto Alzate Avendaño desde 2010.
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Mi noche se ha rehusado
(Fragmento de la novela Lección en la penumbra)
Nixon Candela Pineda
La mayoría de mis conocidos armaron que yo maté a mi cuñado,
el recordado Anemiao. Familiares y amigos cercanos me miraron
con desprecio luego de esos comentarios. Ciertos personajes de mi
narrativa saben que debo darles muerte, pese a la empatía que haya-
mos podido lograr. Sin embargo, hay otros personajes a los que por
haberles tenido tanto amor, me cuesta trabajo despedir.
Los extraños correos electrónicos que he venido recibien-
do por parte de un misterioso navegante, intuyo que pueden ser de
Diana. Luego de la más reciente conversación que tuvimos, pienso
que ella, en la distancia, sólo me recuerda para culparme por la
muerte de su hermano. En n… (Bostezos)… Qué sueño tengo…
(Zzzz)…
* * *
Llena de prejuicios
Temes a aquello que te escribo.
¿Acaso un adulto colibrí
puede causar daño a la rosa abotonada?
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La madurez de la or da cuanto tiene que dar.
La aurora despierta intensamente
sin temor al ardor del día.
Mía es la experiencia
expuesta al arma de tu perversa candidez.
¿Qué sería de tu primavera
si no naciera en mi invierno?
* * *
El canto de un gallo acaba de despertarme. Estiro mis brazos y bos-
tezo para desperezarme. Empiezo a recordar que cuando Anemiao
me presentó a su hermana fui presa de su encantadora sonrisa. Al
verla tan alegre recurrí afanosamente a algunos chistes que yo co-
nocía. También improvisé otros, intentando darle a cada uno un
toque personal, para que todo lo que dijera sonara como si fueran
anécdotas propias.
—¡Qué bobo eres! —me decía, y soltaba a la vez su pre-
ciosa risotada que provocaba en mí todo tipo de ilusiones. Sin em-
bargo, nuestra diferencia de edades siempre había sido, desde su
punto de vista, un obstáculo para el amor. Alguna vez aceptó tener
una relación conmigo, pero sólo gracias a la previa solidaridad de su
hermano tartamudo. Tiempo después comenzó a verme con temor.
Mi perspectiva de la vida, de los seres y de las cosas la asustaron
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—mucho más al leerle algo de los escritores que me agradan—.
Mi recordado Anemiao me contó antes de morir que él
había estudiado literatura en la Universidad Nacional de Colom-
bia, y culpó su tartamudeo de haber mantenido atada también su
voz literaria. Impaciente me manifestó su gusto exagerado por la
novela negra, los cuentos policíacos y de terror. Cuando trabajó
conmigo en la mina de Coscuez me recomendó que cuando quisie-
ra combatir el aburrimiento volviera a Bogotá, para descubrir así la
posibilidad de sana interacción y reexión en alguno de los muchos
talleres literarios que la capital ofrece. Pienso que me hizo esta re-
comendación al soslayar mi capacidad para fantasear y plasmar con
credibilidad desvaríos y perversiones.
—Usted va a ser más malo que yo —me repetía una y otra
vez con su intermitente voz de tartamudo, en tanto me iba entre-
nando y me enseñaba ciertos libros, gracias a los cuales adquirí algo
más que las armas de la literatura…
Cada vez que me encontraba con su hermana, ella recrimi-
naba mi ausencia en el sepelio de su hermano.
—Usted es culpable de su muerte y ni siquiera fue a su
entierro —me decía—. Eso hace que para mí cobren fuerza los ru-
mores de la gente. En el pueblo era mucho el respeto que le tenían y
no creo que algún paisano se hubiera atrevido a matarlo. Sólo usted
conocía al dedillo cómo hacerlo con facilidad. ¿O me lo va a negar?
—Sé cómo ocurrió todo eso. Pero no me culpe sin antes
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escucharme —le dije—. Lo que le voy a contar es importante, pero
por favor no me pregunte cómo lo supe. Simplemente me enteré
por sus propias palabras tiempo atrás, eso es todo. Un día antes de
su muerte él visitó la nca de su mamá para despedirse de ella. Le
confesó la gran cantidad de crímenes cometidos y también que ese
mismo sábado mataría a una persona más, por su voluntad, por el
solo ánimo de completar a su haber una suma de cuarenta y nueve
asesinados. Simplemente quería alcanzar esa suma, sus extrañas ra-
zones usted tampoco las comprendería:
«Al completar esa cifra, llegará alguien de conanza y me
matará. Madre: ya no siento euforia al matar. Sin esa adrenalina, ya
no tengo motivos para vivir», me dijo alguna vez que en esas mis-
mas palabras se lo diría a su mamá posteriormente. Estoy seguro
que la visita a su madre un día antes de morir fue para eso, tal como
se lo estoy contando.
—¡Vea, pues! Su convicción acerca de esos hechos me
asombra, pero la verdad, me deja con muchas dudas. ¿Por qué tiene
esa información si no estuvo en el sepelio de mi hermano y aparte
de eso, días después del sepelio tampoco lo han visto por aquí? ¿Por
qué se ausentó entonces?
Desde ese día fueron escasos mis encuentros con ella. Pa-
saban varios meses para que casualmente volviéramos a vernos. La
última vez que nos encontramos me dejó claro que no quería saber
nada de mí:
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—Lo único que ahora me gusta de usted —me dijo—, es
que me mira directamente a los ojos. No sé por qué antes no lo
había hecho. ¿Acaso en verdad me quería?
Entonces se despidió de mí, dejándome su gura y su mis-
terio como mi más compleja pregunta. Un arco iris marcó su diá-
logo cada vez para mí. La noche no quiere hablarme de ella desde
entonces.
Nixon Candela Pineda
Boyacense evadido de la zona esmeraldífera para perderse tras la veta de
la literatura. Novelista y cuentista, amante de la poesía. Asistió al Club de
Literatura de La Fundación Gilberto Alzate Avendaño entre 2006 y 2010.
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Fragmento de la novela Los continuos en or
Juan Felipe Ladrón de Guevara
Ternura
Madrina, todavía no te conozco pero puedo decir algunas cosas
sobre ti. Puedo decir, por ejemplo, que cuando nos conozcamos
vas a estar parada sobre una terraza, con una camiseta blanca en
la que dos horas antes habías vaciado media botella de tequila, y
puedo decir también que hacia un frio increíble, que bajaba de las
montañas y era como si nos cubriera de escarcha… Tú tenías unos
shorts rosados que yo no veía porque la baranda te llegaba a la
cintura, aunque eso sí, los imaginaba muy claramente, como si es-
tuviera a tu espalda, viéndote en la oscuridad de una casa de La
Candelaria. Y yo también tenía una pantaloneta, porque iba a ju-
gar fútbol son los pelados del bario, y sabía que después te iban a
gustar mi piernas con poquitos pelos y músculos bien formados,
supongo que por eso me la puse. Madrina, yo soy como una hoja
doblada, que por más que la aplanes siempre queda hundida en
donde alguna vez hubo un pliegue. Madrina, cada día que espero
a tu encuentro es una pesadilla en la que no sé por donde voy, en
la que recorro las calles de Bogotá y es de noche pero también es
de día; una pesadilla larga como el desierto, con pedazos en que lo
único que veo son las de ladrillos interminables, otros en los que
hay personas vendiendo cosas en el piso, en mesas y colgadas de los
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faroles; pero lo peor son los ladrillos, porque siento que la pared me
traga, no como si tuviera una boca, sino como si tuviera miles de
ellas, diminutas todas y tomando aire a la vez, desequilibrándome,
haciendo que poco a poco me empiece a ir hacia ellas. Esto me da
miedo, me da mucho miedo porque no quiero convertirme en parte
de ella, entonces tal vez aparezco en los callejones, esos callejones
que no hay en Bogotá pero que todos soñamos porque es lo que
nos falta para quedar convertidos en botes de basura, que tampoco
hay, como tampoco hay estaciones de metro ni bodegas enormes
con ascensores de carga. Y allí, en los callejones, que pueden ser
también pasillos de ocinas, me encuentro con todos esos persona-
jes sombríos, arrastrando bultos invisibles; todos me rodean y me
intentan vender lo que llevan, pero yo siempre logro confundirlos,
los pongo a unos en contra de los otros, se pelean y gritan, sueltan
sus bultos invisibles y tiran golpes al aire, que es cómo pelean los
ocinistas; después se separan porque se les olvida el motivo de la
afrenta y me buscan sobresaltados, pero yo estoy lejos, espiándolos,
y es graciosísimo porque después no saben cuál es el bulto de cada
quien, y vuelven a pelear, esta vez porque todos quieren quedarse
con el bulto más liviano.
La muerte del performance
Fue en uno de esos pasillos donde vi la performancia de La Lata.
Aquel día yo caminaba apesadumbrado, fatigado por el intermina-
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ble zumbido del asfalto… recuerdo que intentaba concentrarme en
algo, pero siempre volvían a mi mente las imágenes de los bultos in-
visibles: fantaseaba con tropezarme con uno de ellos y caer al piso,
después me levantaba y lo buscaba a tientas. Al encontrar la abertu-
ra desanudaba una cuerda gruesa y carrasposa, de pronto aparecía
un circulo negro ante mí, metía la mano y encontraba algo, pero no
sabía qué. Allí terminaba mi fantasía, y por más que me esforzaba
no lograba sacar la mano del saco para ver lo que había adentro,
simplemente se esfumaba todo y por un momento me quedaba con
la mente en blanco. Al rato volvía a empezar, como si nunca hu-
biera estado allí. Me veía de nuevo caminado por un pasillo estre-
cho, mirando al frente y pensando en algún recuerdo muy antiguo.
No sé cuantas veces sucedió, pero en algún momento las imágenes
desaparecieron y me detuve a mirar unas partículas brillantes que
bailaban al frente mío. Una suerte de aroma se acercaba y retroce-
día. Intrigado di un paso adelante, las partículas estaban casi sobre
mi retina, levanté el brazo y observé cómo se pegaban a mi piel. El
aroma se intensicó, al principio fue agradable pero de pronto ya
no lo soportaba, me sentí angustiado y no encontré nada que hacer;
en el interior de mi nariz algo frío subía, y me producía un dolor
terrible en los ojos, después en la frente y por ultimo en el cráneo.
Había entrado en mi mente y me imposibilitaba cualquier tipo de
razonamiento. Poco a poco el efecto fue disminuyendo, tal vez sea
más apropiado decir que mi mente se adaptó a él, pues pasado un
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rato recobré la sensibilidad en el pensamiento, pero con la sensa-
ción de que mi mente, entonces, era como el reejo en un espejo
de la mente anterior. Como me sentía profundamente intrigado por
la naturaleza de las partículas y de su olor, decidí seguir su rastro.
Después de caminar un tramo largo y recto llegué al nal de un
callejón. Allí había una intersección de tres caminos, me acerqué a
la boca de cada uno de ellos y tome aire por la nariz, profundo pero
lentamente. Me pareció que el aire corría más rápido por el pasillo
de la izquierda para después estancarse en el espacio común, decidí
seguir por allí. Recuerdo que al momento de entrar en él, empezó a
descender de manera imprevista, extrañas guras luminiscentes pa-
saron a mi lado, pero no supe discernir si estaban quietas, o era yo,
que de pronto bajaba corriendo por esa especie de túnel que cada
vez se cerraba más, que abandonaba su ser de ladrillo y se convertía
en una palpitación retorcida de muchas cosas.
En La Pesadilla de Antes de Conocer a Madrina el tiem-
po no tiene una dirección predenida, por lo que es difícil saber a
ciencia cierta cuanto duré caminando por el túnel. Supongo que fue
bastante, pues varias veces tuve que agacharme e incluso ponerme
de rodillas. En otros momentos me vi obligado a pasar de lado
entre órganos enormes que apenas cedían una par de centímetros
a mi paso. Tengo la sensación, aunque en ese momento no se me
pasó por la mente, de que recorrí varios segmentos más de una vez,
a pesar de que nunca observé bifurcaciones o conuencias. Al nal,
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el pasillo se abrió a un espacio muy iluminado en el que me pareció
distinguir guras humanas que aguardaban de espaldas. En ese mo-
mento, aquellas formas no fueron más que recortes oscuros sobre
la incandescente claridad que descendía como proveniente de una
deidad perezosa dormitando sobre nosotros. Recorrí lo que restaba
hasta la salida de túnel sin apresurarme, cuando estuve ahí noté
que había una barrera de tierra de la cual escapaban unas cuantas
raíces blancas. La superé con un paso y me encontré en un patio
muy grande que estaba borroso y no pude detallar hasta que mis
ojos se acostumbraron a la luz. Pasado un rato, lo primero que noté
fue que era un espacio circular, excavado unos ochenta metros bajo
tierra. Hacia arriba se lograba ver un cielo blanco pero luminoso
que caía sobre las piedras grises de las paredes, grandes como una
caja de cartón y cubiertas de una na capa de agua que las hacía bri-
llar; nas líneas verdes de moho se regaban por las intersecciones
de las piedras. Cuando me sentí seguro respecto al lugar que me
rodeaba pude concentrarme en las guras que había en el centro de
patio. Efectivamente eran humanos, reunidos en torno a algo que
no podía ver por la densidad con que se agrupaban; no obstante,
mi interés por ellos se vio rápidamente amainado por un anuncio
que había a unos dos metros de la periferia del circulo. Era un le-
trero, puesto sobre un soporte soldado a una varilla dorada que
se sostenía gracias a una base circular del mismo color; allí estaba
escrito con letras rectas y rmes, que parecían columnas romanas,
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el siguiente anuncio: El Olor de los Cerebros . Presentado por: La Lata.
Me acerqué a la multitud y empecé a abrirme paso entre
ellos, poco a poco se fueron separando hasta que pude llegar a la
parte de adelante y observar lo que había en el centro. Un viejo y
casi destrozado sillón de cuero rojo, puesto al lado de una mesa
circular con un teléfono antiguo sobre ella; una enorme tela negra,
colgando de un soporte muy alto; y por último, un piano de pared
que daba una extraña sensación de desequilibrio al no estar apoyado
contra nada. Me quedé parado contemplado lo que parecía el es-
cenario de la presentación y por un momento tuve la sensación de
que había llegado justo antes de que se diera inicio al espectáculo,
pero pasó el tiempo y no sucedió nada. Todos permanecieron en
sus lugares esperando el comienzo, me puse entonces a detallar a
las personas que me acompañaban. Eran hombres, pálidos y serios.
Llevaban trajes de diferentes colores y estilos que hacían juego con
sus sombreros, de los cuales había también una gran variedad. A
primera vista no encontré ni la menor similitud entre todos ellos,
a pesar de que estaban en el mismo rango de edad –entre cuarenta
y cincuenta años¬–. Pero al observar con mayor detenimiento sus
rostros, pensé que la diferencia en los rasgos de cada uno era tan
clara, que de alguna manera eso era lo que tenían en común. Si
cada uno de ellos proviniera de un animal o de una gura geomé-
trica, allí estaría todo el reino animal y todas las formas posibles
de unir puntos y líneas. Todos y ni uno más. Mientras reexionaba
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en esto, a veces pensaba en el olor que me había atraído hacia allí.
Por supuesto ya no lo tenía presente pues me había acostumbrado
a él, pero no dudé nunca de que seguía en mi mente y de que todas
las sensaciones en las que me encontraba envuelto, estaban inter-
cedidas por esa sustancia. Tal vez, y pensar en eso me aterrorizó,
estaba en un lugar completamente diferente, en un sótano, en una
habitación diminuta, y simplemente no podía traspasar la ilusión;
por mucho que me esforzara en liberarme de ese efecto, no tenía
otra alternativa que esperar a que se disipara. Sucedería entonces,
que en un parpadeo desaparecería la multitud, el patio y los objetos
en él, y me encontraría sólo, en medio de la oscuridad de un lugar
desconocido hasta entonces. Todo esto pensaba cuando de repente
noté que la tela empezaba a moverse.
Al principio, eran sólo sacudidas sin sentido, como si aden-
tro alguien se estuviera cambiando de ropa; la tela se agitaba sin un
orden de dirección, intensidad o recorrido. Al poco tiempo hubo
una pausa y aparecieron ya no una o dos oscilaciones, sino unas
veinte por lo menos, todas sincronizadas en producir una sensación
de que algo uía al interior. En ese momento creí oír una música
que provenía de un lugar lejano, pero me concentré en identicarla
y me di cuenta de que estábamos en completo silencio, excepto tal
vez por la fricción de la tela con el suelo y con ella misma. Después
de un rato se detuvo, y las manos de La Lata aparecieron en el suelo,
después sus brazos y por último su cabeza. Se arrastró hasta quedar
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completamente fuera de la tela y siguió en dirección al sillón. Lleva-
ba puesto un antiguo gorro de aviador, de cuero café y orejas, una
bermuda negra con las bras abiertas y el torso desnudo, manchado
de pintura verde y morada. Cuando llegó al lado del sillón, se tomó
del apoya brazos y con esfuerzo se sentó; primero con la cabeza
hacia atrás, como incapaz de efectuar cualquier tipo de movimiento,
después apoyado sobre las rodillas, recompuesto pero más debilita-
do emocionalmente. Entonces del piano salieron sonidos, sonidos
que emergían del interior, golpes que resonaban contra la madera y
las cuerdas, contra las piezas de metal; sonidos violentos que pare-
cían provenir de una pelea entre dos animales; y La Lata no parecía
notar nada de esto, seguía con la cabeza gacha, tan aigido que ha-
bía perdido toda capacidad de reacción. Después de un rato hubo
silencio otra vez. Yo permanecía atento, angustiado por la sonori-
dad que ambientaba la presentación de La Lata, y tal vez aun más
por el silencio, también por la inmovilidad de éste, que incomodaba
hasta un punto impensable una acción tan sencilla. Finalmente se
movió, se tomó la cabeza y aparentó luchar por liberarse del gorro
que le aprisionaba la cabeza… lo consiguió, y poco a poco terminó
de retirárselo, dejando entrever algo que había sobre su cabeza, algo
blanco y retorcido. Cuando terminó, lo puso en la mesa, junto al
teléfono, y se agachó a buscar algo debajo del sillón. Sacó un tarro
de pintura y lo destapó con un destornillador que llevaba en un bol-
sillo de la bermuda, se sentó y lo levantó encima suyo; antes de de-
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rramarlo sobre su persona, pude observar claramente lo que tenía
sobre su cabeza; me di cuenta de que aquello que ocultaba el gorro
de aviador no era otra cosa que sus propios sesos completamente
al descubierto. La pintura cayó sobre él, y aquel órgano quedó cu-
bierto de una espesa capa de azul celeste, después de verde ácido,
púrpura y rojo sangre. Cada uno de ellos escurrió sobre la supercie
húmeda del cerebro, dejando su rastro de color brillante. Al ver esto
no puede más que pensar en una enorme pared blanca cubierta de
gratis, llena de líneas punzantes de colores enfermizos sobre las
grietas y la humedad, sobre el cemento y sobre los ladrillos, sobre el
pasto y sobre las nubes; todo explotado y saturado, medio muerto.
Al nal La Lata estaba en la misma posición, con los bra-
zos en las rodillas, sosteniendo su cabeza en frente nuestro, exhi-
biendo la obra de arte más hermosa que he visto en mi vida. Des-
pués de un rato se levantó y caminó raídamente hasta la tela, donde
se ocultó hasta que ya todos nos habíamos ido. La forma en que
se movió nos indicó que la presentación había terminado, que por
su parte la fantasía se había roto y no quedaba más que volver cada
uno a su casa o de donde fuera que hubiera venido. Y así fue, sin
girarme sentí a mi espalda los pasos de los hombres que volvían por
el túnel. Pero yo no me moví de mi lugar, me quedé un buen rato
observando los regueros de pinturas que había en el suelo. Cuando
ya todos se habían ido me di la vuelta y empecé a subir por el túnel;
curiosamente, no recuerdo nada del camino de regreso.
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Juan Felipe Ladrón de Guevara
Nací en Bogotá en una familia de clase media. Jamás he vivido con mi
papá aunque lo conozco, entré a estudiar física en la Universidad Nacio-
nal y al momento de publicarse esta antología estoy haciendo el trabajode grado. Desde pequeño he leído asiduamente, también empecé a hacer
intentos de escribir desde hace mucho. He publicado un cuento en la re-
vista Suma Cultural de la universidad Konrad Lorentz y estoy preparando
dos artículos de mecánica estadística aplicada a sistemas complejos. Asisto
al Club de Literatura de La Fundación Gilberto Alzate Avendaño desde
2010.
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a dos días de camino1
(Fragmento de la novela La última morada )
Nubia Pérez
caía la tarde y una línea rojiza bordeaba la tímida loma de la vereda
vecina. quizá era tiempo de salir y echar a correr (¿pero a dónde?),
o de esperar un golpe en la puerta y un par de balazos. decidió que
era mejor acampar donde ellos habían estado la noche anterior, -
nalmente el lugar más seguro para él era donde el enemigo ya había
permanecido antes.
el campamento no estaba lejos de allí: escondido entre pa-
jonales una circunferencia desdibujada en el suelo señalaba su últi-
ma morada.
“es cuestión de tiempo” le habían dicho en la ocina de
Bogotá. “el tiempo era cuestión de ellos”, pensaba él. hacía unos
días había ido a la ciudad para entrevistar a R, un viejo conocido de
la casa Delmonte pero no había obtenido nada, excepto la mirada
ja de un hombre que le aseguró, sin más, que lo mejor que podía
hacer era esperar.
mientras oscurecía, hacía un recuento de los laberintos que
lo habían llevado hasta allí: su pasantía, un buen trabajo, escribir en
una revista importante. el punto estaba en que no había hecho
1 La ausencia de mayúsculas se debe a una decisión de autoría. N. del E.
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ninguna de las tres cosas, escasamente sacaba adelante una pasantía
rastrera y llena de elementos inconexos más que el ansiado artículo
laureado que le permitiría acceder a una beca en el exterior. con
todo y el desánimo que le llenaba el cieso, estaba dispuesto a con-
tinuar.
las estrellas brillaban como reejos viejos, era hora de dor-
mir.
un catálogo casi nuevo se paseaba por las manos del joven,
el librillo describía toda serie de elementos: zapatos, camisas, ropa
interior, un corta uñas. Lo había encontrado en la casa Delmonte,
una vieja construcción que había sido su morada durante un buen
tiempo.
fue en una tarde de agosto, en su segundo viaje a esa casa, que
descubrió disimulados entre los butacos llenos de polvo y de pe-
riódicos viejos una “novena a la sagrada familia” y el catálogo que
ahora hojeaba. se trataba de una revista detallada de los elementos
personales de cadáveres encontrados en fosas comunes, encerrada
en un óvalo tembloroso la imagen de la novena aparecía señalada
en una de sus hojas.
hacía tres años la publicación de ese tipo de documentos se
había vuelto común, especialmente luego de que muchos acusados
declararan los sitios donde habían enterrado a sus muertos, cuando
la justicia se volvió un popurrí de evidencias y NN huérfanos.
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fue por ese entonces que el inició su trabajo como repor-
tero y archivista, su deber consistía en organizar las fotos que la
revista había decidido no publicar o que tenían algún defecto. cajas
apiladas de registros fotográcos borrosos o muy oscuros sobresa-
lían en su pequeño despacho. ahora recordaba la reiterada frase de
su mentor “estas fotos que ves no existen, son la evidencia perdida
de los crímenes que nadie ha visto”. tal vez por eso el había de-
cidido buscar las fotos que hacían falta de uno de los escaparates
del despacho, o tal vez fuera porque su mentor, igual que las fotos,
había desaparecido.
a más de dos días de camino, acampar en el mismo sitio
no era una opción. a veces mientras detallaba insistentemente la
novena y su fotografía en la revista, el movimiento brusco de algún
arbusto cercano le recordaban que no lo habían dejado solo. como
él, otros iban detrás de la pista: el vacío del desvencijado escaparate
en el antiguo despacho.
Nubia Pérez 1989. Considera que la universidad le quita tiempo a (otras) cosas impor-
tantes y le gustan los cubos de papel. Asiste desde 2010 al Club de Lite-
ratura de La Fundación Gilberto Alzate Avendaño y tiene un blog desde
2008. http://ciruel-a.blogspot.com/
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Flash, té ash
(Fragmentos del relato Amores para pragmáticos)
Alex González
Hoy mis palabras parecían mudas, la inspiración corta y los sueños
grandes. Para empezar me regalé un par de sonrisas y ambientaba
un buen jazz. Ritmos cortos, nada novedoso, mucho ruido; los ne-
gros eran grandes músicos.
Cortos viajes por el arte daban cuenta de lo no fabricado.
Roguemos por los ausentes del talento y por los que no conocen la
estética. Cada monosílabo para un amor, cada tono para un pensa-
miento. Creo que desde ahora escribiré así, es más divertido.
Rimbo dicotombo, rimbombante; chafa, chapetones, ¿cha-
fetonía? Quién conoció a Elvira la pintora, o a Ema su emperatriz.
Rimbo dicotombo escuchaba de esa canción que no entendía, y
recordaba a la madre de Elvira la actriz, Ema la cómplice, y Clara su
amante.
Letras, no hay letras, ritmos sin ritmo, lugares sin vida, vi-
das sin espacios, espacios sin elementos, elementos fraccionados.
Fracciones de segundo, pero aún mejor de lugar. Elementos que
me enseñaron a modicar. Una canica en la mitad de la galería, una
cisterna en medio de la autopista, ¿eso es revolucionar?
Enfrentar al miedo, enfrentar al arte. Mi amigo el histo-
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riador me comprendía. Donde manda el arte es porque se escapó
el hombre. Las llaves las conserva él, y hay muy pocos cerrajeros.
Rimbo dicotombo, rimbombante, volví a escuchar, no creo que esté
loco.
A mi inherente y terco deseo de escapar con quien se lleva
las llaves, le sumo que no creo en eso que le llaman alegría, ¿Dónde
está esa fulana disfrazada? Quiero que me cuente un par de bromas.
Rimbo dicotombo, rimbombante, creo que me estoy empezando a
divertir.
Ladrillo
Los despiadados deseos del nuevo día no se hicieron presentes.
¡Son tan pocas las cosas que sabemos con certeza! Hoy
quise preguntarle al viento, ¿Qué es azul?, ¿Qué es rojo? y, ¿qué es
amarillo?, entre nosotros, el verde no me gusta y no por asuntos de
pasión.
Empecemos a realizar una actividad. Si hoy te pregunto lo
que el necio viento me respondería con silencio, me dirías mucho.
Pero ¿qué es blanco? Corríamos tras un balón con un par de chicos,
no quiero creer que sólo escribo locuras. Tampoco puedo creer que
las leas. Tampoco puedo creer que me entiendas. Me sigo divirtien-
do. La palabra anterior suena algo cómica, pero todo esto es un
abrebocas para algo que les quiero contar. Soy poco gracioso.
Amores para pragmáticos, es como patinar solo sobre el
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hielo. Es un té frío, una guitarra sin cuerdas. Es algo que cada an-
dante siente, pero no quiere expresar. No les mentiré, quizá les to-
maré del pelo, quizá sólo intente persuadirlos en mi buen recurso
como periodista.
Amores para pragmáticos son esos intentos de prender la
hoguera sin leña. Mi madre me advirtió sobre esto, y a pesar de ser
tan joven aún sigo con el intento de vivir. Puedo comprar mucha
lana, pero éste suéter no se cose solo. Ser frío me gusta, pero si es
para darte un consejo. Ser frío me gusta si de ser humano no se
trata. Ser frío me gusta si sé que es amar, y no entiendo el por qué
hacerlo. Ser frío es saber que existen imposibles.
Del presente
Le quise decir a mi amigo el puma unas palabras cortas que mejor
consignaré en este desordenado texto. No me interesa si quien lo
lea lo entiende, o le encuentra una razón lógica. Cada quien lee lo
que quiere.
Les contaré algo pero advierto, alteraré los personajes, los
lugares, el tiempo y el espacio —ojalá me escuchara Einstein— para
no producir sentimientos adversos a lo inocuo.
Amores prohibidos
Cartas llegaban a mi puerta cada día, mujer romántica, mujer que
amaba el arte. Lo que siempre busqué se presentó ante mí, Tic tac,
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hacía mi corazón antes de conocerla.
Siempre que veía sus ilustres murales, pensaba qué habría
dentro de ella —no era un médico para saberlo ni para realizarle un
diagnóstico, un TAC o una radiografía—, pero conservaba el deseo
de entrar en su vida.
Un día, dejé caer la Sexta, cuando la Cuarta y la Quinta
refunfuñaban —mi madre dijo que ya lo hacía bien—. Empero,
el sonido se eternizó en ese alguien que al escucharlo merodean-
do por su mural quiso devolvérmelo. Golpeó a mi puerta, y me
dijo: —Esto sólo puede ser suyo—. La miré aterrado, y pregunté:
—¿Cómo supo usted tal cosa? —Es bello—, no agregó nada más y
se fue.
Respondí con agravios su cumplido. Le visité en la vieja
galería Cuarenta y hablé bien a unos amigos sobre ella. Supe su
nombre porque estaba instalado en uno de sus murales con cierta
timidez. La busqué por algunos medios y efectivamente estaba allí.
De sus cuadros dependía mi estabilidad, su gusto entró en
mí y causó malestar. Malestar para el pragmático solitario se podría
revelar en un efecto de la náusea y dar remedio a un caso ciego.
Álex Gonzales Jiménez
Soñador y periodista. Asiste al Club de Literatura de La Fundación Gilber-
to Alzate Avendaño desde 2010.
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Parte 3
Cuento
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Argumento en mi defensa
Gloria Elena Hoyos Muñoz
Estoy elaborando mi defensa ante los jueces. Ardua labor, si se tiene
en cuenta que debo convencerlos de que no maté a mis contertulios
la noche de aquel dos de noviembre, que se trataba de un juego de
la imaginación y que, tristemente, ellos tuvieron que retirarse.
El tema es un tanto complicado, ya que estoy buscando
argumentos en la esencia misma del juego, que no es un simple
juego, es nuestra realidad difícil de explicar y es por eso que tengo
que escribirlo y grabarlo, y encontrar la mejor forma de ser el a los
hechos sin confundir.
Empezaré por proponer al jurado que piense en la tremen-
da relación que tienen los simples hechos que suceden en el mun-
do real, con la complejidad del mundo imaginario de los números.
Estando inmersos en el nito racional y el innito cticio que cada
uno tenga en su mente, será más fácil guiarlos a hacia la esquina
poco visitada de la lógica y sus dimensiones.
Si logro que lleguen a este estado, tendré su atención en el
foco correcto y, por ende, la seguridad de ser bien entendido e in-
terpretado. Mi argumento empezará ubicando la “existencia” den-
tro del abstracto concepto que Gottfried Leibniz diera del número
imaginario cuando en su momento, cuatro siglos atrás, lo deniera
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como “una especie de anbio entre el ser y la nada”, siendo para mi
caso la existencia el ser y la no-existencia la nada.
Quiero que este concepto quede presente en sus mentes
mientras procedo a narrar los hechos, ya que estos deben ser escu-
chados y analizados con plena consciencia de la realidad vivida y la
realidad imaginada.
Hace unos días nos reunimos con algunos amigos alrede-
dor de un vino, jazz de fondo y una deliciosa picada; ya pasadas
varias botellas, uno de ellos intentaba exponer, con gran dicultad,
la necesidad del desprendimiento material absoluto, dado que ha-
bíamos llegado a la postrimería de nuestra humana existencia y que
pronto el planeta estrellado y dividido en burdas porciones, haría
parte de la inmensidad del espacio en forma de pedazos de nada
otando sin órbita, convertidos en estorbo para la foto espacial.
Otro interpeló contradiciendo lo que denió como un argumento
baladí, justicado solo por el consumo etílico, que ya se hacía notar
a esas horas de la madrugada. Según este último, todo se reduce a
una ecuación de física elemental, pero que en épocas de pocos pen-
sadores matemáticos y lósofos, la gente del común tiende a inter-
pretaciones de toda índole. Entonces la espiral se puede abrir tanto
como teorías físicas, ambientales, sociales o religiosas tengamos a
mano; podemos pensar en un nal fatal en forma de hambruna
mundial, escasez de alimentos como protesta de la Pacha Mama
por tantos años de mal trato e inclemencia y, en ese caso él estaba
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de acuerdo con que ella, la Tierra, se estaba demorando en pasar la
cuenta de cobro.
Mi intervención se rerió a otras reexiones que tienen
que ver con la lógica que donde hay algo, hay ausencia de su opues-
to, de ese modo si existe el planeta Tierra debe existir la ausencia del
mismo, que es el temor de los humanos, de los cuales por analogía
podemos también deducir que la existencia del ser humano presu-
pone la ausencia del mismo, a lo que he dado en llamar el humano
imaginario, teoría que fue plenamente comprobada esa noche con
la desaparición de mis contertulios, que es de lo que se trata el juego
y que es nalmente el argumento en mi defensa.
De hecho, si ustedes desaparecen, mueren o se evaporan,
en ese momento dejan de estar, dejan de ser; entonces, ¿cómo ex-
plicar su existencia? Solo sería posible en un mundo paralelo imagi-
nario. Los amigos con los que compartía aquella irrevocable noche
de picada, jazz y vino, son imaginarios, cobraron vida solo porque
yo les permití salir de mi mente. Ellos tienen personalidad, sostie-
nen sus propios argumentos que a veces compartimos y discutimos.
Nos divertimos y al cabo de una espléndida noche bohemia los
envío a su puro y excelso estado inicial: la Nada en mi imaginación,
donde permanecen hasta la próxima tertulia, de pronto los mismos
o con otros personajes reales o imaginarios, nunca se sabe; la dife-
rencia es frágil, ni yo mismo sé si estoy atrapado en la mente de mi
hacedor o si preparo la defensa de uno de mis números imaginarios
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que se ha escapado a la realidad.
De cualquier forma, en esa dinámica del juego, el hecho
mismo de existir o no, hace parte de la imaginación de quienes
estuvieron aquella noche, de los jueces y de ustedes, los lectores,
quienes espero que estén de acuerdo en el absurdo que sería conde-
narme por asesinar a alguien que no existe.
Gloria Elena Hoyos
Nací en San Agustín, Huila, en 1965, y en 1983 vine a Bogotá para realizar
mis estudios universitarios. Soy Ingeniera Industrial de la Universidad de
América (1989), especializada en Gerencia de Negocios Internacionales
de la Universidad Jorge Tadeo Lozano (1996). Luego de una larga tempo-
rada de experiencias, la andariega que guardo dentro me puso a viajar in-
terrumpiendo con frecuencia las labores profesionales. Viví más de cincoaños fuera del país, lo cual ha sumado en mi experiencia de vida a la hora
de escribir. Desde hace algunos años empecé a compartir mi tiempo entre
mi profesión y mi vocación literaria, que reúne una colección de más de
una treintena de cuentos inéditos. Hago parte de grupos de lectura y es-
critura. Soy egresada del Taller de Escritores de la Universidad Central de
Bogotá, TEUC (2009), y curso el nivel avanzado en el Club de Literatura
de la Fundación Gilberto Alzate Avendaño. Actualmente soy Gerente delFestival de Cine y Video de San Agustín y Coordinadora de los Semina-
rios de apreciación cinematográca “Ver y Leer el Cine” ofrecidos por la
Corporación Gaita Viva de la cual soy miembro fundador. Con el cuento
“La muerte del tío Gabriel” quedé entre los 12 nalistas del concurso 30
años del Taller de Escritores de la Universidad Central TEUC, 2011, que
próximamente será editado.
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Un chapuzón
Ángela del Pilar Lancheros Mora
Imagine usted una gran piscina: verde, redonda, profunda, con las
más peculiares e inquietantes rarezas en ésta. ¿Ya la imaginó? Ahora
véase ahogado. ¡Sí!, ahogado, porque alguien que usted ama acaba
de empujarlo. Sin saber nadar, sin clemencia y piedad lo hace tragar
agua. No una, ni dos, ni tres, sino hasta cuarenta veces, ¡todos los
días!
¿Es ella quién dice amarme?, ¿la hábil mujer que aviva di-
cho estanque y no se amilana para tener un tanto de misericordia
hacía mí? Las pálidas larvas y siniestras masas verdes, moradas, na-
ranja, sobresalen de la burbujeante alberca. Maquinales movimien-
tos van y vienen al compás del lanzamiento de cuchillos y de las
pizcas de por aquí, más los trozos de por allá. ¡Ay, mujer!, ¿por qué
me haces esto?
El reloj marca las 12:30 p.m. Hace calor. Al igual que todos
los días a esta hora ya me encuentro sentado presto a zambullirme
en las aguas hirvientes. Nado, esquivo, refunfuño, trago, muerdo, y
sigo nadando hasta que por n escucho en grito cavernoso la última
señal:
—Ésta es por mí.
—No, no, no; ésta no es por ti —le respondo a mi mamá—.
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Ésta es por el postre que me obligas a dejar para el nal, sabiendo
que la sopa es eterna.
Dos igual a uno
Ángela del Pilar Lancheros
El silencio de la ausencia retumba en la casa y el olor a formol aún
persiste. ¿Qué si lo volvería a hacer? ¡Sí! Una y mil veces más, aun-
que... lo sucedido no es por culpa mía, la verdadera responsable de
esto es la naturaleza, la misma que hace parir hijos a las madres y
después se los arrebata porque sí, la misma que juega cuando quiere
y se burla del dolor ajeno.
Ese domingo empezó igual que todos los domingos que
había tenido que vivir, o mejor, que habíamos tenido que vivir. Para
mi está prohibido hablar en singular. Allí estaba el acostumbrado
olor a manteca caliente en la que se fritaban los huevos revueltos
del tío Lucas, los huevos con jamón de mamá, los huevos con maíz
para la abuela y por supuesto, los huevos fritos, “los dos” huevos
fritos para nosotros, para él y para mí, desayuno que en resumidas
cuentas era para uno solo. A mi hermana la mayor no le fritaban
huevo porque la engordaba y papá tampoco comía porque le subía
el colesterol.
Todo transcurría tan normal, ¡tan igual!, que fue precisa-
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mente eso lo que me daba ánimo para llevar a cabo el plan. Hoy
nos tocaba ponernos el vestido azul, la camisa blanca a rayas y los
tediosos zapatos negros. Cuando lo miraba me daba cuenta de que
éramos guapos, teníamos la piel muy blanca, el pelo oscuro y los
ojos azabache. Mamá siempre nos engomaba el pelo hacia atrás y
nos hacía caminar juntos cogidos de la mano como dos mariquitas;
y es que cómo contradecir a mamá si el orgullo de ella era lucir a sus
dos hijos gemelos como la unidad, como si dos se redujeran a uno.
Sería imposible olvidar las miradas perplejas de la gente que nos
observaba como curiosidades de circo, o las frecuentes confusiones
que los demás tenían cuando se dirigían a alguno de nosotros. No
hubo jamás cosa que yo hiciera que no hiciera él, no hubo jamás
lugar en que él estuviera que no estuviera yo. Es peor que la propia
sombra, al menos esta no habla y si habla no tiene la misma voz
que uno. Nadie entiende que jamás pedí venir al mundo con otro
exactamente igual a mí, y es que parece que los gemelos estamos
condenados a no ser dos sino uno solo, uno solo hasta la muerte.
La espera casi eterna se hacía cada vez más larga, no ha-
llaba el momento para hacerlo; sin embargo, a su camisa blanca a
rayas se le cayó un botón, ¡me sentí tan feliz!, por primera vez había
un algo que lo diferenciaba de mí. La situación era propicia y no iba
a desaprovechar esta irrepetible oportunidad.
Sin pensarlo dos veces me ofrecí a remediar el daño de su
camisa, la excusa perfecta para estrenar las tijeras de modistería de
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la abuela. Me di la vuelta y con la fuerza más endemoniada enterré
las tijeras en su pecho. Yo nunca me miraba en un espejo porque
viéndolo a él sabía como estaba yo, pero por primera y única vez
vi mi propio rostro y lo vi reejado en sus ojos azabache, o mejor,
en nuestros mismos ojos azabaches. De un tijeretazo le trasquilé
nuestro mismo pelo oscuro, le saqué nuestro mismo ojo izquierdo,
le mutilé nuestros mismos brazos y nuestras mismas piernas, la san-
gre parecía un río por nuestra misma piel blanca. Sin más fuerzas y
asqueado por la imagen de sus tripas, me detuve. Por unos segun-
dos me quedé quieto. Parecía que la ira había escapado de mí, pero
ahora… ahora era el dolor quien tomaba posesión de mi cuerpo, y
no era un dolor del alma ni mucho menos de remordimiento, era
un dolor físico, carnal, un padecimiento que sin morna fue sedado
prontamente por el horror. Yo en verdad quedé perplejo y parali-
zado. Cuando observé mi cuerpo tenía nuestra misma puñalada en
el pecho, tenía nuestro mismo pelo trasquilado, me faltaba nuestro
mismo ojo izquierdo, tenía nuestros mismos brazos y piernas muti-
ladas.
No tuve necesidad de ver mi cadáver en un espejo, con ver
el de mi hermano gemelo sabía que así me veía yo, o mejor, que así
nos veíamos los dos. Para mí siempre estuvo prohibido hablar en
singular.
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Ángela del Pilar Lancheros Mora
Ganadora en la convocatoria de Ciencia Ficción, Proyecto Giroscopio,
publicación 2011. Finalista en el Concurso Internacional Microrrelato
Editorial Pelícano, publicación 2010. Ganadora de la Convocatoria Litera-tura de Mujeres Jóvenes, Consorcio La Lupe, realizado por Bogotá Capital
Mundial Del Libro (2007). Publicación en el libro Yo soy escritora, 2008.
Ganadora de la Convocatoria Ucronías, Historias Paralelas, realizado por
Bogotá Capital Mundial del Libro (2007). Publicación en “Bogotá, His-
torias Paralelas” 2007. Segundo premio del concurso “Ray Loriga para
Jóvenes Escritores”, realizado por la Fundación Gilberto Alzate Avenda-
ño en 2005. Publicación en el Cuaderno 2007 de la fundación Gilberto Alzate Avendaño. Ha participado en los siguientes talleres: Taller de Cuen-
to RENATA (Red Nacional de Escritura Creativa) 2009. Taller Futuras
Escritoras, realizado por el Consorcio La Lupe, 2007. Taller de Ucronías,
2007. Participó en el Club de Literatura de La Fundación Gilberto Alzate
Avendaño entre 2005 y 2006.
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Motor inmóvil
Camilo Vásquez
Raudo, impulsando la silla con un viento ardiente que surge del pe-
cho. Las manos se aferran al círculo de metal y sobre el asfalto giran
las ruedas que transguran el cuerpo y atraen miradas distraídas.
Los brazos compiten con toneladas de metal y plástico;
tendones contra hélices, pistones contra músculo.
El eje inmóvil rompe el hechizo de la inercia, tal como al
principio del existir lo hizo el motor que dio origen al cosmos. La
nada desaparece, la quietud cesa, e innitas partículas se expanden,
corren, atraviesan y chocan en todas direcciones generando el mo-
vimiento que dene la vida.
La gorra ajustada en la frente, el sol haciendo cada vez más
oscuros los brazos y el dorso de las manos. Veloz, el polvo entra a
los ojos y por la boca entreabierta, baja por la garganta y se depo-
sita en ella. Las motos lo esquivan por centímetros pero el tráco
respeta su espacio, esa franja indeterminada que a veces se concede
a bicicletas y caminantes distraídos.
Los autos rugen y el aire que choca contra ellos pasa sil-
bando por su cuello. La espalda, los hombros, el pecho, los ante-
brazos, todo se mueve en perfección orgánica con ritmo incesante.
Lleva setenta cuadras, faltan veinte, los diez minutos que le quedan
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son sucientes, apenas.
Gana tres metros con cada vez que empuja las ruedas, pue-
de lograrlo si los carros que se apelmazan en el semáforo arrancan
a tiempo, están a solo diez brazadas. No, el semáforo no rompe su
calma y debe detenerse, frenar, perder la velocidad que ganó ha-
ciendo arder sus brazos.
Rápido, lo suciente para acelerar en la ligera subida. De le-
jos puede verlo, no hay nadie en la caseta, ya lleva puesto el chaleco
rojo, la silla apenas se detiene cuando ya ha abierto el candado de-
jando que los eslabones oxidados toquen su breve canción metálica
cuando la cadena toca el suelo.
Seis y cincuenta y nueve, casi nunca hay nadie ahí a esa
hora, pero la cámara sobre el poste no se va nunca, su reloj jamás
se atrasa; no importa, este será otro día en el que no le podrán decir
que no les importa que sea un tullido de mierda y que si llega tarde
va a ser despedido.
Sus palpitaciones ceden gradualmente, saca el trapo rojo
y empieza a agitarlo a la orilla de la calle. Su carrera fue un éxito.
Ahora tiene catorce horas para guiar los carros al parqueadero, ha-
cer que se estacionen sin crear obstrucciones, dejando campo para
abrir las puertas, y que paguen por cada minuto que permanezcan
en ese pequeño valle de cemento. Tienen que pagar, tienen que pa-
gar por el privilegio de no seguir en movimiento.
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Camilo Vásquez
Escritor, historiador de la Ponticia Universidad Javeriana, especialista en
periodismo de la Universidad de los Andes, ilustrador y fotógrafo freelan-
ce. Su trabajo se basa en el arquetipo y el mito, lo universal de lo cotidiano,el innito interior. Sus publicaciones incluyen ilustraciones para antologías
poéticas y artículos en Semana.com, Conexión Colombia y otros medios
digitales. Actualmente trabaja como coordinador de comunicaciones para
atender la ola invernal con el Instituto Colombiano Agropecuario, como
ilustrador de un proyecto de socialización de la Ley de Víctimas a los
menores de edad para la Organización Internacional para las migracio-
nes OIM y está cursando la Maestría en Estética e Historia del Arte dela Universidad Jorge Tadeo Lozano. Dice tener pruebas de que el centro
absoluto del universo se encuentra en un mohoso rincón de una vivienda
multifamiliar en la sabana de Bogotá y encontrarse en posesión de una
semilla que le fue entregada por un ser inorgánico; la comunidad cientíca
y las autoridades jurídicas y scales no han refutado o comprobado dichas
aseveraciones. Asistió al Club de Literatura de La Fundación Gilberto Al-
zate Avendaño entre 2009 y 2010.
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Inhumanidad
Carolina Rodríguez
El lugar perfecto para que los hombres reposen sus sueños falli-
dos, para que las sonrisas se disfracen de felicidad por situaciones
pasajeras. El escenario ideal para que el azar pasee su desmesurado
poder. Miles de historias se repiten en la misma esquina, con dife-
rentes protagonistas: las prostitutas sueñan con su gran noche, el
vendedor de droga se esconde en el convencimiento de ser el único
que hace algo para salvar a la humanidad, los niños esperan una
moneda para comprar el pegante que les ayudará a pasar la noche.
Recuerdo haber pasado por aquí y haber respirado estas
imágenes hasta hacerme partícipe de sus vidas. Desde mi ventana
los miro cada noche: fumando un cigarrillo, con una copa de vino
en la mano, observo admirando la misma película con argumentos
casi idénticos, aunque nales a menudo sorprendentes. Es diver-
tido, ¿sabes? Es divertido estar aquí y saber que también eres uno
de los que está allá. Que la vida es un juego capaz de transportarte
a mil dimensiones, sin que nada pueda hacerte regresar, hasta que
abres los ojos y comprendes que efectivamente has vuelto. Por eso
estás ahí, justo a mis espaldas. Puedo verte por el reejo de la ven-
tana, otra vez ahí, sentada sobre mi negro sofá, fuerte y orgullosa,
con aquella gracia inexpresable que me intimida.
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En la mesa reposan las botellas que aún conservan resi-
duos de licor, la comunidad de recuerdos de aquel instante. Las
paredes color tierra evocan las guras impalpables que me llenan de
inquietud. Me aterrorizan. Se qué en cualquier momento podrían
contarlo todo.
Ven, abrázame, quiero sentirte una vez más, quiero que
me hagas el amor hasta romper mis huesos y sentirlos uno a uno
desbordarse en tu cuerpo, porque ahí, solo ahí está tu vida. ¿Lo
sientes?, ¿sientes cómo sólo así puedes vivir? Me necesitas. Y lo
entiendes. Tu nobleza permite que sigamos volando en mi mundo,
que ahora también te pertenece.
Noche a noche celebramos nuestro gran ritual, que encar-
na la pasión y el amor. Las velas, testigos únicos de lo que pasa
aquí dentro, marcan nuestro compás mientras se consumen. Las
llamas, a medida que mueren, guardan las palabras que yo pronun-
cio, que tú escuchas, y que aunque carecen de respuesta, te agradan.
Lo sé. Mientras tanto en las botellas sigue creciendo el rastro del
tiempo, encunado en el licor que queda, ignorado. Sobre el tapete
aún reposa tu ropa. Nada ha cambiado. “Ven, dame tu mano”. Es
hermosa. Ver los huesos a través de tu piel me excita; dedos que se
alargan cada vez que me tocas, paseando con sus uñas tan blancas
por cada rincón de mis sueños. Tu cabello negro conserva ese olor
tan tuyo que parece empezar a difuminarse, pero aún me encanta.
Tus ojos tan abiertos no quieren perderse de nada. No quiero que
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los cierres nunca. Con ellos observas cada segundo del trascurrir en
esta eternidad que nos acompaña y en la que el tiempo ya no será
partícipe de ninguno de nuestros actos. La humanidad ya no existe
para nosotros.
El tiempo se detuvo.
Y aunque tus labios palidezcan, tu piel se transparente y se
enfríe, tus músculos pierdan movilidad, se vuelvan rígidos, e incluso
tal vez tus ojos se cierren, siempre estarás aquí. Nunca más te irás,
ni volverás a cruzar aquella rutinaria esquina de humanos atrapados
en el tiempo. Ellos jamás comprenderán que aquí adentro el tiempo
al n se detuvo y que solo tú y yo podremos disfrutar de nuestro
gran ritual eterno. Para siempre.
Carolina Rodríguez
Nació en Bogotá. Es pedagoga y escritora, especialista en procesos de
lectura y escritura creativa. Se desempeña como docente universitaria y
escribe cuando tiene o no algo qué decir. Es egresada del Taller de Es-
critores de la Universidad Central y participó durante tres años del Clubde Literatura de la Fundación Gilberto Alzate Avendaño. Fue nalista del
Concurso Nacional de Novela Breve “25 años del Taller de Escritores de
la Universidad Central”.
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Premonición
Germán López
Bang, bang, bang, todas las balas dan en el blanco, una pega de lle-
no en la frente, otra, la que más hace sangrar, atraviesa el cuello. La
otra ya no importa. Convulsiona un par de veces y con los ojos en
blanco expira. No muere, expira, porque no es un ser, es una cosa
humana, un objeto que deja de funcionar. Mientras pienso en esto
la maestra tras su chaleco antibalas me apunta con su ametralladora
de asalto A-MP5, me ordena que con otros de los niños salgamos
de debajo de los puesto y llevemos a Martín al shut de cadáveres.
Todos vuelven a sus puestos y la clase de sociales de quinto
de primaria continúa. Mauricio, un niño de intercambio del barrio
de enfrente, me ayuda con el cuerpo. Es extraño pero todos los
muertos, así sean pequeños, pesan más de lo que deberían. Salimos
al pasillo, uno de los vendedores de heroína se ríe de nosotros pero
nos ayuda con el cuerpo. Antes de arrojarlo al shut unas prostitutas
esculcan la jardinera a cuadros y el pantalón; se llevan un par de
dulces, una estampita de superhéroes y una jeringa.
Hoy me van a regañar en la casa, estoy todo manchado de
sangre. El que le disparó a Martín es mi mejor amigo, Edi. Es un
buen muchacho, pero está confundido y se desahoga. Sus padres
murieron el año pasado cuando un ama de casa histérica porque su
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marido llegó tarde y ebrio, se subió al bus y arrojó quince bombas
molotov entre los pasajeros; sólo los papás de Edi murieron, él fue
el único sobreviviente.
La campana de recreo, salimos todos en desbandada al pa-
tio, en grupo somos vulnerables a los francotiradores de las univer-
sidades vecinas.
Hoy es un buen día, todo está en calma en el patio de jue-
gos, una que otra riña a puñal, nada que rompa el ritmo, la tranqui-
lidad. Yo como siempre estoy acurrucado junto a otros niños tras
una trinchera que hicimos con los caballitos del carrusel.
La campana para regresar a clase, nos movemos con cau-
tela, Boooooom, Dios mío, Martha acaba de pisar una mina tipo
sombrero gringo, qué pena con Martha me gustaban sus bucles
color heno, ahora mientras corro sólo veo eso de ella: un pedazo
de pelo que alguna vez fue un bucle. Corro con todas mis fuerzas
para llegar a la puerta del salón, los de segundo de primaria han
empezado a disparar morteros de calibre ciento veinte, es una lluvia
de metralla e insultos a media lengua.
Me faltan unos pocos pasos. Estoy frente a la puerta. De
repente el tiempo se paraliza, estaba tan concentrado en llegar, que
no vi salir a la niña de párvulos. Con un cuchillo de 23 centímetros
tipo comando, en acero carbonado, me atraviesa la femoral. El cu-
chillo es casi tan grande como mi ingle, un chorro carmesí baña a
la pequeña. Extrañamente no siento dolor, creo que la niña se ríe,
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pero es una suposición, ya no escucho nada. Sólo me molesta saber
que no voy a llegar a clase de religión, cual será mi futu…
W. Germán López Velandia
Nace el 27 de marzo de 1971 gracias a Germán y Carmenza, en Bogotá.
Dibujante publicitario de la Escuela de Artes y Letras, publicista de la Uni-
versidad Central, goza de la literatura. Ganador en 2005 del Premio Ray
Loriga para Jóvenes Escritores, de la Fundación Gilberto Alzate Aven-
daño. Ha participado en los talleres Literatura y Ciencia-Ficción e Hiper-
textos de la Universidad Nacional de Colombia, el Taller de Escritores de
la Universidad Central y el Club de Literatura de la Fundación Gilberto
Alzate Avendaño entre 2004 y 2006. Ha publicado en la antología Intro-
ducción al silencio, de la Escuela de Artes y Letras, en 1998, en la antología
Alguna vez fuimos vírgenes, de la Facultad de Ingeniería de la Universidad
Nacional de Colombia y en el Cuaderno 2007 del Club de Literatura de la
Fundación Gilberto Alzate Avendaño.
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Ernestina París
Henry Linares
La puerta del bar se abre y con un viento frio entran los dos hom-
bres. Parapetados en sus abrigos de paño negro, se tambalean. Cho-
can con las patas de las sillas puestas sobre las mesas en la penum-
bra del bar a la hora de cierre. Lisandro desde la barra los observa y
piensa en el infortunio de su presencia.
Los hombres desembarcan dos sillas, el más viejo levan-
ta la mano con un movimiento que a Lisandro le parece más una
despedida. Ha visto tantos hombres pasar por las puertas de su bar
que estos dos son solo una fatiga más. Se acerca, descarga las dos
sillas restantes y limpia la mesa con el delantal en un movimiento
automático.
—¡Una botella de ron y tres vasos! —ordena el hombre del
gorro de lana negro. El otro, con las manos apoyadas en la mesa,
mira por debajo de la visera de su quepis. No se interesa por el pe-
dido, observa jamente a la mujer que baila con una mano apoyada
en la rocola y en la otra un vaso.
—¿Tres vasos? —interpone Lisandro—. ¿Viene alguien
más con ustedes?
—¡No!, es para la rubia de la rocola, que está que se come
viva.
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Los dos hombres chocan con fuerza las manos y acercan
sus cabezas, se miran directo con las manos crispadas por el es-
fuerzo y se sueltan sin decir nada. El del quepis le muestra al otro
la mujer, ambos quedan atrapados: la rubia, apoyada en la rocola,
dobla las rodillas con las piernas abiertas, en una escena de éxtasis.
Mientras se dirige a la barra, Lisandro se arrepiente de te-
ner abierto el local a esa hora, pero cuando su mujer se emborracha
no le permite cerrar temprano y se dedica a bailar frente a la rocola.
Dice que le recuerda cuando era hermosa y los hombres enloque-
cían por ella.
En el bar ensombrecido, apenas iluminado por la rocola,
los tangos que Ernestina baila lo consternan aún más. Las sillas
invertidas sobre las mesas parecen pedazos de un naufragio. Lisan-
dro emplaza la botella de ron, los tres vasos y una hielera sobre la
bandeja, la levanta y se encauza por entre las mesas. Descarga la
bandeja, acomoda los vasos en triángulo y destapa el frasco.
—¿Con hielo? —pregunta.
Los dos hombres niegan con la cabeza, sirve los vasos has-
ta el borde.
—¿Esa mujer es suya? —le pregunta el más viejo.
Lisandro no responde, hace tiempo sabe que Ernestina no
es de nadie. La encontró una madrugada a la orilla del río casi muer-
ta, con varias puñaladas en la espalda, un seno desgarrado por un
mordisco. La llevó a su cuarto detrás del bar y la cuidó como a un
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cachorro perdido. Pero ella nunca olvidó la calle.
—Entonces, ¿podemos jugar con ella? —interviene el más
joven, balbuceante. Se ilumina su rostro carcomido por el mar y se
acoplan las manos codiciosas—. Hace meses que estamos en ese
apestoso carguero y necesitamos diversión.
—¿Jugar? —le responde su camarada con voz de mando,
casi un reproche—. Yo no quiero jugar… quiero a esa rubia para
mí, quiero comer su carne, saborear su sangre y destrozarla con mis
manos.
—No, no quiero volver a la cárcel, además nunca queda
nada para mí ¡siempre me tocan los restos! —grita el joven, aga-
rrando al otro por la solapa del abrigo.
—¡Pues la echamos a la suerte! —responde el del quepis,
liberándose violentamente.
—Ella no es de juegos, tengan cuidado —advierte Lisan-
dro sin dejar de mirarla.
Ernestina tiene el pelo rubio desecho sobre los ojos y una
línea negra le divide la cabeza en dos. El vestido verde ajustado se
encarama en sus caderas y los zapatos rojos de tacón alto hacen
juego con sus labios. Los dos hombres se miran y sueltan una car-
cajada.
—He jugado con muchas como esa y en muchos lugares…
Y jamás he perdido una partida con la muerte.
Por primera vez Lisandro se ja en el hombre: debajo del
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quepis unos ojos negros le etiquetan la jeta, la boca de labios grises
muestra con cada risotada dientes puntiagudos, dos fosas negras
en el centro de la cara le dan la apariencia de un mono. El hombre
se levanta, llena el tercer vaso, algo de ron se riega sobre la mesa.
Agarra la botella y transita el bar hasta la rocola, donde Ernestina
escudriña el contenido. Lisandro se aleja de la mesa cuando el indi-
viduo sentado aquilata otro sorbo de ron.
Ernestina París gira la cabeza cuando el hombre asoma el
trago. Lo mira, toma el vaso y lo desocupa en un sorbo. Ya no es
joven ni delicada, y no deja nada al azar. Devuelve el cristal a su
cortejador y con un dedo le roza la mejilla agrietada. Mira a su es-
poso en la barra con desprecio, cruza un brazo sobre la espalda del
individuo y siente su mano bajar por las caderas como una serpiente
fría. Se deja llevar a la mesa y se sienta en medio de los dos hom-
bres, besando la mejilla del otro sujeto que le llena de nuevo el vaso.
Desde la barra Lisandro la ve cachondearse en medio de
los dos clientes, los abraza y cada uno besa la mejilla que ella ofrece,
pero él no siente rabia. Una tristeza insignicante le ensarta el pe-
cho y una esperanza gobierna su mente: que esa noche la mujer no
volverá nunca más.
El más joven reparte el residuo de la botella mientras el
otro le dice algo a Ernestina al oído. Ella se levanta inestable y
recoge el abrigo de peluche blanco abandonado sobre la rocola,
vacilante se dirige a la barra y le dice a Lisandro:
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—No me esperes en la puerta esta noche.
Los labios gruesos y ajados, ya sin colorete, dejan un beso
en la frente de Lisandro. Él no intenta esquivarlo, queda desam-
parado mirando a su mujer largarse apoyada en el lomo de estas
criaturas tenebrosas, ignorantes de que solo mirarla ya es perder. Se
dirige a la puerta, Ernestina cargada por los dos hombres le parece
un soldado herido. A lo lejos las luces de las grúas en el puerto pare-
cen luciérnagas volando. Cierra el bar, desconecta la rocola y entra
a su tugurio. Cansado se duerme profundo, liberado de una pesada
carga.
Las sirenas de las patrullas lo sacan del sopor de la mañana,
una moto policial deja un rastro de humo azul a su paso. Entra al
restaurante y ordena:
—Deme un café… ¿y qué pasa esta mañana, por qué hay
tanta policía?
—¿No sabe, don Lisandro? Encontraron esta madrugada
los cuerpos de dos marineros castrados y sin ojos otando en el
malecón, dicen que son del carguero portugués que llego anteano-
che.
Lisandro enmudece, el recuerdo del cachorro podrido de
nuevo pesa en su continente.
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Henry Linares
Participo en el Club de Literatura de la Fundación Gilberto Álzate Aven-
daño desde 2010, así mismo participé en el Taller de edición Palíndrome
con la fundación Libro de Arena y en los talleres de cuento de la RedNacional de Talleres RENATA, organizados por el Ministerio de Cultura
y el Gimnasio Moderno, dirigidos por el escritor Carlos Castillo; y el taller
de escritura La Arquitectura de la Mentira, con el escritor argentino Pablo
Ramos.
Fui invitado a la lectura Bogotá Cuenta 2011, en el marco de la Feria del
Libro Universitario, organizada por La Universidad del Rosario, el Taller
de Cuento Ciudad de Bogotá y la Fundación Libro de Arena.He publicado los cuentos El arte cuesta y Gentil Garzón, en la revista
digital lapalabranet.net de la fundación Cumbre Mundial de Paz.
He realizado cursos de plástica y dibujo en la Fundación Fabula, tomé el
Taller de cine “Cine, Sociedad y Relación intercultural” con la Universidad
Jorge Tadeo Lozano y la Corporación Cine Club EL Muro, y el Taller
“Ver y Leer el Cine” en la Escuela de Cine Black María, dirigido por el
crítico de cine Augusto Bernal.
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La multiplicación de Ana
Andrea Torres
Es otra agobiada mañana. Regresa, como de costumbre, de su cita
semanal. El doctor de turno de nuevo logró fatigarla. Desganada,
somnolienta, perdida en sus pensamientos, cuelga su abrigo en el
perchero; tira los zapatos y deja caer sobre el sofá la poca lucidez
que le queda.
Pasados unos pocos minutos de quietud, parece despertar
con ideas jadeantes que perturban, con el eco de recuerdos que
aigen. Cual cometa el viento la eleva, como hoja de escritorio se
escapa por la ventana a hurtadillas.
Comienza el juego, el laberinto citadino habitual le mues-
tra una nueva partida. Todo es oscuro, nublado, las calles se ven
tan agrietadas como su estado anímico, la invade un incontrolable
deseo de llorar: sus lágrimas caen al compás de la tristeza del cielo.
La ropa ahora húmeda provoca un temblor en sus piernas y labios,
todo a su alrededor parece detestable. Piensa en devolverse a su
apartamento, donde se esconden necios sus secretos, pero justo en
ese instante todo queda en silencio. El aire frío evoca a la muerte.
Cierra los ojos, aprieta los muslos, un pequeño escozor violenta
su vagina. Se sobresalta, el miedo la invade, corre e imagina que se
convierte en prado, que se evapora en tonos verdes, y así continúa
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entre ramajes hasta solidicarse en el humedal.
Cristalina, se guarda bajo el follaje de un árbol. Su respira-
ción se aligera, y a su vez lánguidamente un ser desdibujado apa-
rece. Es una niña desprovista de ropa, con una mirada que escasa
inocencia reeja, con unos labios ajados, desorados, que solo pa-
recen anticipar la vejez. Trae en su mano izquierda una muñeca
remendada que aparenta haber sido herida varias veces.
Ana la mira compasiva y le pregunta si puede ayudarle en
algo. La pequeña se contorsiona, levanta su cabeza pausadamente y
le responde:
—No oigo nada, no siento nada; no me toque más,
ya me quiero ir.
—Tranquila, no voy a hacerte daño, ¿de qué estás hablando?
—Cómo se atreve a interrumpir mis juegos…
¿Por qué mamá nunca dice nada? Los voy a odiar toda la vida.
—A quién le hablas… —susurra Ana, mientras la acechan
imágenes de su infancia, y de nuevo escucha la voz de su doctor
interrogándola.
—¡Eres tan ingenua! —grita la pequeña—. Solo ellos po-
drían saber de ti o de mí, pero aun así no existimos, solo somos la
peor parte de lo que fuimos. En especial tú. ¿O acaso pensaste que
después de lo que has intentado varias veces, todo iba a seguir igual?
Ni siquiera sabes dónde estás ahora. Crees que pisas tierra rme,
pero ignoras que caminas sobre palabras. En este momento es él
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quien decide tus pasos.
Ana, confundida, hecha a correr; de viva voz pide ayuda a
la Naturaleza, tal vez ella podría ser más piadosa que aquella boca
insolente, pero a cambio solo recibe relámpagos, truenos y la ex-
haustiva mirada de un tercero de quien todo lo ignora. Se sienta,
intenta callar su voz interior, aquella que se multiplica incesante.
Repetición, un nuevo juego, por favor. Ana se reincorpora,
es el mismo sofá. La luz de esa misma mañana acaricia su rostro.
Toma su abrigo y sale, todo luce indemne. Recorre sus pasos, pero
esta vez siente una gran diferencia: todo vale la pena. Cierra los ojos
y respira una perdurable paz. Se conduce directo al humedal, donde
solía pasar días enteros en soledad.
Al llegar, se observa tendida en la orilla. Ana descubre a
Ana con su muñeca izquierda remendada, parece que se ha herido
varias veces. Ahora un hilo de sangre se ha secado sobre el prado.
Andrea Torres Nací en Bogotá, estudio danza contemporánea. Una de mis aciones es
escribir, sobre todo poesía. Participé en el Club de Literatura de la Funda-
ción Gilberto Alzate Avendaño en 2010; el curso me permitió acercarme
a otros tipos de texto, en especial al cuento. El que publico en la presente
antología es el primer cuento que he escrito. Espero no sea el último.
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Claro de luna
Luis Ovallos
El sol calentaba con fuerza sobre Bogotá. Frank se había afeitado
y perfumado para la cita. Con la mano sobre las cejas a manera de
visera, escudriñaba el horizonte, ansioso por ver aparecer a Joanna.
Lo único que le preocupaba era no tener un solo peso. Ni para invi-
tarla a un tinto, lo único que le tengo son estas ganas tan tremendas,
pensaba, mientras esculcaba en sus bolsillos en busca de alguna mo-
neda extraviada. La vio venir. Con ese andar que lo mataba. Beso
en la boca. Cogida de mano. Aquí nadie los conocía. Caminaron de
aquí para allá buscando excusas para no irse al parque a esconderse
entre los arbustos y revolcarse como les pedía el instinto. Esperaron
a que llegara la noche oscura y alcahueta.
Al n la luna se alzó redonda y muy baja sobre la tierra,
braviando las mareas, agitando a los hombres, alumbrando a los
amantes, que se trenzaban entre los eucaliptos, al otro lado del lago,
lejos de las miradas que juzgan y cerca, muy cerca del inerno.
Sus pantalones pronto estuvieron de más. Sus lenguas
chasqueaban. La respiración agitada de ambos. Saliva. Aliento tibio
y afrodisíaco. Manos que tocan. Más saliva. Lenguas que se agitan.
Aliento excitante. Dedos que resbalan, pellizcan y acarician. Luego
todo fue salvaje e inocente. El acto violento y desenfrenado. Era la
bienaventuranza de la lujuria.
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La luz de la linterna le dio a Joanna en el rostro. La regresó
a la tierra. Frank sintió que la muerte estaba por los alrededores.
—Muy bonito, ¿no? Cogiendo el parque de residencia este
par de cabrones— dijo el hombre que los alumbraba. Por respuesta
obtuvo las carcajadas de sus tres compinches.
Los habían cogido así. Sin ropa. En pleno acto. El factor
sorpresa no da oportunidad de defenderse. Frank fue obligado a
acostarse sobre la hierba. Sintió el rocío en el que no había reparado
y el cañón de un 38 en la sien. Rezando. Esperando a ver cuáles eran
los martillazos del destino. Y pasó lo peor. Escuchó cómo uno de
los bandidos empezaba a violar a Joanna. Qué impotencia. ¿Dónde
estaba Dios? En cambio el diablo sí que andaba por allí. Dándose
una vueltica con la muerte y agitando los dados del destino. El es-
píritu de la lascivia se presentó a escena. Pronto Joanna cambio sus
quejidos y sollozos lastimeros por verdaderos aullidos de placer.
Había empezado a disfrutar del festín. Había mutado un golpe bajo
en un golpe de suerte. Como siempre; es el destino quien baraja
las cartas pero nosotros quienes las jugamos; ahora tenía cuatro
machos a su favor que se peleaban el turno siguiente y ella lo dis-
frutaba. Había encontrado satisfacción.
Los malos, abstraídos por el morbo y la violencia del mo-
mento, casi habían olvidado a Frank. Tanto que el que le apunta-
ba ni siquiera lo observaba, sus ojos enfermos estaban extasiados
sobre el espectáculo iluminado por los plateados rayos de la luna
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llena. Pero todo cambia, todo se mueve, y sus ojos cambiaron de la
enfermedad a la sorpresa, se movieron del delirio al miedo cuando
Frank, con reejos de felino, le quitó el arma de las manos sin ma-
yor esfuerzo.
La energía se había transformado de nuevo. Todos temie-
ron la mirada llena de furia y oscuridad que les dirigió Frank, que les
apuntaba nervioso. Joanna, aún con uno de sus maleantes encima,
apenas si alcanzó a escuchar el sonido de la bala que le hizo estallar
los sesos y los salpicó sobre la cara del violador.
Frank obligó a los bandidos a quitarse lo que les quedaba
de ropa. Luego los dejó ir. Se quedó con el cadáver de Joanna un
rato más. La muerte sonreía y el diablo bailaba esa vieja canción. If
you don’t love me, I kill you babe, I kill you babe. Colocó el cañón
bajo su paladar. Frío. El sonido del disparo atravesó el silencio del
parque como un trueno, alborotando pájaros, sapos y toda criatura
viva, al tiempo que sesos y sangre de los amantes se fundían en un
solo charco.
Los bandidos, que no iban muy lejos, decidieron regresar.
Luis Ovallos
Escritor bogotano nacido en Norte de Santander. Su paso por el Club de
Literatura de la Fundación Gilberto Alzate Avendaño fue el inicio de su
proceso como escritor, entre 2003 y 2004. Ha obtenido los siguientes re-conocimientos literarios: Ganador en Historias Barriales localidad octava,
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en 2006. Ganador Historias para la identidad Kennediana, en 2007. Ga-
nador Estímulos a la Creación Artística Local, en 2008. Segundo premio
en el Concurso literario Fundación FUCCA, 2009. Finalista en concurso
nacional de novela corta del IDCT, 2010. Ganador de Estímulos a la Crea-ción Artística Local con el libro “Historias para jovencitos Kennedianos,
2011.
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El club de los aburridos
Diego Bernal
La invitación al naciente club de los aburridos sigue en mi escrito-
rio, no se sí se trata de una nueva religión, un grupo de autoayuda
o simplemente un nuevo espacio creado para matar el tiempo libre,
tan deseado por algunos pero tan temido por quienes no les gusta
enfrentar su soledad. Al principio busqué una lista de excusas creí-
bles para rechazar la invitación, dije que tenía el enfermo el hígado,
que atravesaba un momento de intrascendencia, que me había atra-
pado la angustia existencial, que estaba derrotado por las heridas del
alma ocasionadas en la última lucha contra los enemigos del buen
genio, y sin embargo, la respuesta del paciente amigo me desarmó,
su insistencia para asistir a ese club logró doblegar mi voluntad.
Hoy me alisto para acudir por primera vez al club de los aburridos.
En estos días había trazado el plan de mi vida, tomé un
seguro de vida con la intención de dejar una gruesa suma de dinero
a mi familia, para esta clase de planes la paciencia es la primera que
garantiza su éxito. Mi muerte se empieza a tejer en dos años, ya ten-
go pago el primer año de la póliza y he logrado garantizar el pago
del segundo año. Hoy voy más conado que nunca a la invitación
del club, si algo me pasa está completamente asegurado el futuro de
mi familia. El lugar no lo pude ubicar, me recogieron en el sitio in-
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dicado y una vez en el carro me pusieron unas gafas oscuras, unos
audífonos y me pidieron que de cuando en cuando hiciera la mími-
ca de estar hablando, de estar escuchando a mis acompañantes. Los
lugares por los que pasamos son desconocidos, después de un tiem-
po el carro llegó a su destino. Me permiten quitarme las gafas cega-
doras y los audífonos. La experiencia me pareció muy buena, hace
tanto tiempo que me encerraba en mi interior, que viajaba adentro,
sin más murmullo que mis pensamientos, sintiendo mi corazón y
mi respiración; fue como una meditación, un verdadero encuentro
con mi esencia.
Al llegar no puedo observar mayor cosa, todo está arregla-
do para nublar la vista, la tenue luz impide jar las caras. Algunos
llevan antifaces o máscaras, nadie aquí se conoce. En el recinto sien-
to que muchas almas lanzan llamados de auxilio, se trata de espíritus
rotos que claman ser escuchados, pero debo jugar el juego con las
reglas del club, nada de intimidad, de escuchar o ser escuchado; en
este recinto no existo, no soy nadie, no tengo pasado ni presente,
todo debe ser banal, nadie debe enterarse de quién soy, qué hago o
para dónde voy. Este club debía llamarse el club del anonimato, me
empiezo a aburrir, ¿será acaso por esto que lo llama el Club de los
aburridos? Una voz anuncia la primera charla del club, según dice es
la primera puerta para liberar nuestro ser de la opresión. Pronto los
meseros agasajan el recinto con un exquisito vino y tablas de que-
sos. Nuevamente se escucha la voz del antrión, quien anuncia el
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inicio de la conferencia, pero no dice quién es el o la conferencista,
solamente se observa a la persona comenzar su charla.
—Queridos hermanos y hermanas del club de los aburri-
dos, debemos buscar el origen de todas las desgracias que afectan
nuestras vidas. No podemos seguir confundiendo el origen con las
consecuencias, somos esclavos del dinero, esta creación humana se
ha convertido e n nuestro dios y ninguna creación humana puede
dominarnos. Esa es la razón para acabar con ese dios de papel que
produce gran parte del aburrimiento—.
En ese momento alguien grita: —Pero si acabamos con el
aburrimiento se acaba el club—, todos reímos con esa ocurrencia,
la conferencista continúa, el tono es tranquilo, no presta mayor im-
portancia a lo manifestado.
—Todo en la vida muta, cambia, y nuestro club también
lo hará, pasara de un club de aburridos a otra dinámica, en el feu-
dalismo era casi imposible aceptar que ese sistema se derrumbara,
nadie pensaba la vida sin reyes y reinas, ni señores feudales y va-
sallos o siervos de gleba, ¿acaso no podemos imaginar un mundo
sin dinero? Por eso hoy estaremos atentos, no sentiremos aburri-
miento, quedaremos impactados con esta maravilla, se trata de la
colosal máquina de Saladino, nombre con el que hemos bautizado
a este hermoso portento que permite reproducir el papel moneda
que esclaviza. Lo reproduce con tal perfección, que resulta idéntico
al que producen los gobiernos. Para sacudirnos de ese yugo vamos
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a inundar el mundo de dinero, y nos reiremos al ver los resultados.
Esa será la primera acción para salir del aburrimiento producido
por el dinero.
Diego Bernal Sánchez
Es abogado de la Universidad Nacional de Colombia, con especialización
en losofía del derecho y teoría jurídica de la Universidad Libre. Participó
en el Club de Literatura de la Fundación Gilberto Alzate Avendaño entre2007 y 2009. Es director de la Fundación Samsara y de la editorial Cordes.
Ha participado como ponente en diversos seminarios, encuentros y talle-
res literarios con universidades y entidades públicas.
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Tus manos entre las mías
Jimena Sandoval
La dicha no cabía en mi pecho, que parecía estallar al tenerte por n
tan cerca. El contacto de mis manos con tus manos —sí, tus blan-
cas, largas y perfectas manos—, hacía que todo lo demás pareciera
borroso, incluso mi propio ser parecía ausente ante tan hermosa
situación. Es extraño, pero recuerdo cuando te vi en clase del se-
minario optativo por primera vez: tus manos hacían juego con las
palabras que te hacían ver tan imponente, atractivo, y tu… tu…
parecías no verme… o…
Increíble, ¡mis manos!, entre las tuyas… Ya no siento nada.
A la anestesia, producida por el dolor y la inercia que inmovilizaron
mi cuerpo, se sumaron unas pocas lágrimas. Mi voz ya fue ahogada.
Me desvanezco. Te miro, mujer, y aún no puedo creerlo.
El día que conocí a Ximena, en mi ocina de Bienestar
Universitario, me dijo: Me atormenta un gran secreto que en oca-
siones no me deja dormir, pero luego se mostró esquiva y evadió
el tema durante la sesión. Prerió hablar del rendimiento y desem-
peño académico, resaltando que su promedio era muy bueno. Con
orgullo hizo hincapié en su beca y en las clases adicionales a su
currículo, enfatizando en el seminario optativo de administración
que tomaba en otra facultad. Finalmente me habló de un joven que
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también estaba en ese curso, un joven que parecía interesarle mu-
cho.
Pasaron varios días antes de que me distinguieras en el gru-
po. Cuando te sentaste a mi lado en aquella semana de marzo, son-
reíste y me pediste permiso para ocupar el puesto, te pregunté sobre
el texto de Chiavenato, la verdad no tuve tiempo de leerlo, dijiste,
y de nuevo me ignoraste. Con tus manos perfectas tomaste el libro
y en silencio trataste de leerlo rápidamente. Ese día no llegaron tus
amigos así que trabajaste conmigo en clase. Obtuvimos la mejor
nota, fui tan feliz, por n empezaba a olvidar.
Yo solo soñaba con graduarme, tener una que otra novie-
cita, nada de importancia. La verdad no se cómo ni por qué estoy
aquí, ni qué hice para merecer esto. Necesitaba buenas notas y eras
muy estudiosa, me gustaba trabajar contigo, pero no más…
Cierto día en la cafetería me encontraba hablando con otra
estudiante que al ver pasar a Ximena, dijo: uy, ella si esta loca, profe,
y al preguntar por el comentario me contestó: esa demente hace
una semana cogió a golpes en el baño a una vieja de la facultad
de administración y la volvió mierda, le rompió los dientes con el
lavamanos; la vieja era chusca, lástima. En ese momento recordé la
última sesión que tuve con Ximena. Parecía padecer una jación
obsesiva enfocada en el joven que tanto mencionaba, Felipe. Por
otro lado, observé signos de auto agresión en sus muñecas, descu-
biertas accidentalmente al realizar un movimiento natural con sus
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manos. La verdad no imaginé que agrediera a la joven, a quien ella
veía como una amenaza por la reciente cercanía de Felipe.
Él también me abandonó como tú, Felipe, me dijo Xime-
na, al ver en mi rostro el principio de la inconsciencia, y esto es lo
único que me queda de él, concluyó, mostrándome un frasco de
vidrio lleno de un líquido traslúcido en el que otaban unas manos.
Me cuesta respirar, el olor a sangre me asxia y me siento tan livia-
no como el viento. Todo parece oscurecer.
Conseguí el número telefónico de Felipe con la intención
de indagar por la joven golpeada, un sentimiento de angustia me
embargó de repente, y se agudizó al hablar con la madre del joven.
Ella me confesó llorando que su hijo no había llegado en la noche a
casa, por lo que puso el denuncio en la policía. Casi no podía espe-
rar a colgar para marcar el número de Ximena. No contestó, así que
busqué en mi archivo, tomé la dirección y salí hacia su apartamento.
Ante la insistencia de los golpes en la puerta grité: ¡No me
jodan! Solo quiero estar en la paz del silencio que ahora es Felipe.
Mi Felipe, solo quiero seguir acariciando tus manos.
Con la ayuda del portero derribamos la puerta del aparta-
mento. La expresión de horror no se hizo esperar en nuestros ros-
tros: en la sala encontramos el cuerpo del joven, tendido en el piso.
Sus muñecas aún manaban sangre. Ximena, estudiante de química
farmacéutica, sostenía las manos amputadas de Felipe. La escabrosa
escena la completaba un frasco de vidrio que contenía unas manos
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diferentes a las del joven, exánime junto a ella.
Jimena Sandoval Herrera
Bogotana de 30 años, Trabajadora Social, participa desde 2009 en el Club
de Literatura de la Fundación Gilberto Alzate Avendaño, encontrando en
este espacio y en la literatura la mejor forma de entender, crear y dibujar
las realidades.
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Tras los barrotes de las letras
Johan Bedoya
Ahora que tu incesante deseo obliga a tus ojos a recorrer estas lí-
neas, debo aprovechar la oportunidad para compartir contigo el
padecimiento que durante largo tiempo he tenido que soportar.
Condenado a perpetuidad al constante devenir de desgracias arro-
jadas por el puño de sus imaginaciones; represento la víctima de
continuos fallecimientos a manos de frustraciones y miedos que
él disfraza de asesinos: me ha convertido en el títere y a él, en el
titiritero.
Soy yo, quien a mi pesar, visto las desechas prendas que
se tejen con los hilos de sus deseos y desgracias. Al llegar a su en-
cuentro con el lápiz, en las hojas de mi vida se trazan los rayones
de vertiginosas situaciones que son el dibujo mismo de su inestable
realidad. Respiro su aire, escenico la intolerable sinceridad de su
repertorio de melancolías.
¡Espero no interrumpas la lectura!, puesto que ella es la
razón misma de existir; así termina la oscuridad de la noche más
oscura que la noche, el nudo deja de apretar el cuello, ¡vivo! claro
que vivo, aunque a él no le parezca. Así que te ruego no ceses de
leer, es importante que continúes, permítele a tus ojos ofrecerme
segundos de vida. ¡Pero cuidado! debes recorrer las letras con voz
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inexistente, pues de lo contrario él escuchará, sus dedos rasgarán el
papel, me atacará una vez más y yo volveré a compartir rutinas con
basura, papeles rotos y mugre de habitación.
Con cada encuentro de las letras mi cuerpo y mi ser expe-
rimentan terribles transformaciones. He llegado a ser una mujer de-
cididamente confundida, un hombre intoxicado por una epidemia
de olvido selectivo, un niño sabio y vagabundo, un ave que vuela
feliz y en picada hacia el piso, hasta el silencioso recluso en la cárcel
de las palabras que soy hoy. Yo he usado la máscara de todos y de
ninguno, aunque siempre de alguno igual a él.
Cuando nalizan los singulares aguaceros de ideas, me
ahoga en charcos de profunda humillación, en tanto las diferen-
tes metamorfosis no satisfacen las exigencias de lo más íntimo y
rebelde de su estructura; mis actuaciones son asesinadas por su bo-
rrador, las frases desaparecidas, las hojas son rasgadas y mi vida de
cción, que es arrojada en cuadritos, es comparada con conceptos
como desperdicio y desecho.
Aunque no es mi intención crear en ti un sentimiento com-
pasivo, puedo contarte que he pensado todas las posibles fugas y
también el suicidio mismo, como aquel jugador que estudia el mo-
vimiento de la cha culpable de la caída del rey; pero aunque mi
imaginación ha explorado los indecibles límites de la libertad, mi
asqueroso parecido a él me ha obligado a permanecer bajo las leyes
de sus dedos. Tanto me parezco a él, que mis manos son iguales a
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las suyas; mis ojos, mi nariz y mi boca constituyen elementos de su
rostro, mi vida es la signicación de su vida, hasta mi nombre se
deletrea de la misma forma que el suyo, somos tan parecidos, tan
idénticos, que lo aborrezco con todas mis fuerzas, que al n y al
cabo son sus mismas fuerzas.
Cada frase que la punta del lápiz posa sobre el papel au-
menta una línea de piedra a la muralla que me mantiene preso. Du-
rante todo este tiempo y los muchos intentos de rebelión y fuga, he
concluido que no lograré escapar en tanto soy producto del movi-
miento de su mano y el conspirar de su imaginación; estaré con-
denado a perpetuidad, subordinado al yugo de su escritura. Pero
aunque la libertad se esconda y desaparezca bajo los rincones de las
letras y los puntos, cada momento en que tus ojos recorrieron estos
símbolos, mi presencia renunció a ser el grito en el bosque solitario,
dejé de respirar el horrible aire del anonimato, ¡vivo! claro que vivo,
aunque a él no le parezca.
Johan Bedoya
Nacido el 21 de febrero de 1986 en Santa Rosa de Cabal, Risaralda. Li-
cenciado en Psicología y Pedagogía de la Universidad Pedagógica Nacio-
nal (2010). Actualmente trabaja como promotor de lectura y escritura en
la Red Capital de Bibliotecas Públicas de Bogotá (BibloRed). Integrante
del Club de Literatura de La Fundación Gilberto Alzate Avendaño desde
2010.
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Last train to Nemocón
Jair Roberto Vargas Méndez
—No sé si lo has notado, pero la velocidad ha disminuido
de manera paulatina. Ahora el paisaje pasa por la ventana con más
lentitud. Puedo disfrutar cada imagen por más tiempo.
—Es cierto. ¿Qué habrá pasado?
—Creo que lo sé. Cuando fui al cuarto de máquinas a ver
qué pasaba, el cuerpo del conductor descansaba ensangrentado so-
bre el panel de control y su mano se sostenía de la palanca de freno.
Era muy anciano.
—¿Mataste al conductor?
—No, te juro que no lo hice. ¿Recuerdas la historia del
Mary Celeste?
— ¿Qué historia?
—La del barco que zarpa de Nueva York a nales del siglo
dieciocho y un mes después es encontrado por el navío Dei Gratia
al este de las Azores, navegando a la deriva y completamente vacío.
Los marineros lo abordan para inspeccionarlo y encuentran todo
en perfecto orden. Los camarotes tendidos, las pertenencias de los
pasajeros y la tripulación guardadas en los respectivos baúles, y los
cubiertos y platos dispuestos en las mesas del comedor como si
nada hubiera sucedido. De las personas que estaban a bordo nunca
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se volvió a saber nada.
— ¿Qué tiene que ver?
—Bueno, aquí nos ha sucedido algo muy parecido pero un
poco más macabro. Tal vez tú estabas dormido en ese momento.
Por eso no escuchaste un grito que me sacudió de la silla, era un au-
llido aterrador. Así que me puse de pie como pude y salí corriendo
al vagón de atrás. Revisé las puertas de cada uno de los camarotes,
para descubrir que las personas que viajaban en esas sillas estaban
muertas. ¿Recuerdas a la señora del vestido gris y sombrero con
cinta de encaje que viajaba con su perro? Al pobre animal le sacaron
la cabeza por la ventana y luego subieron el vidrio hasta ahorcarlo.
El señor que nos hizo mala cara en el comedor, tiene un tenedor
enterrado en cada ojo. Aun así parece como si todavía hiciera mala
cara. Hay dos personas en el baño que tienen disparos en la cabe-
za: uno, está volcado hacia la taza como si estuviera vomitando; el
otro parece mirarse al espejo. En el vagón de adelante, en la puerta
numero seis, viajaban cuatro jóvenes scout. Cada uno descansa en
su lado de la silla con los ojos desorbitados y la lengua morada,
los ahogaron con esa pañoleta que cargan en el cuello. En algunos
compartimientos, la sangre ya salía como un pequeño río debajo de
la puerta.
—Jairo, ¿mataste a todas esas personas?
—¡No me llames así! Sabes muy bien que mi nombre es
Alex. Y yo no he matado a nadie. Mira, hay unas vacas al otro lado
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de la ventana.
— ¿Por qué lo hiciste?
—¿Recuerdas la historia del vuelo 19? Un experimentado
equipo de 15 hombres, salió en cinco aviones Avenger de la base aé-
rea de Fort Lauderdale para efectuar una rutina de entrenamiento.
El día estaba completamente despejado. Desde el primer momento
en que despegaron a las dos de la tarde los reportes de los pilotos
llegaron con regularidad a la base aérea y a la torre de control. Sin
embargo, a las 3:45 de la tarde llegó un mensaje en el que asegura-
ban haber perdido el curso: "Torre de control. Esta es una emer-
gencia. Nos hemos salido de curso. Repito: parece que nos hemos
salido de curso. Nos hemos perdido. ¡No podemos avistar tierra!".
No había señal alguna del escuadrón. El radio operador estimó que
la señal se había perdido cerca de la base naval de Banana River en
la costa de Florida, así que enviaron un hidroavión a la zona con el
n de efectuar un eventual rescate. El Martin Mariner logró estable-
cer contacto con la tripulación del vuelo 19: "Vuelo 19, estamos vo-
lando hacia ustedes para guiarlos de regreso ¿Qué altitud tienen?"
Sólo tres palabras se alcanzaron a escuchar como respuesta: “No
nos sigan”. Siete minutos después, el Martin Mariner desaparecía
también.
— ¿Recuerdas la última vez que hablaste con mamá?
—Si, lo recuerdo.
—Prometiste no volver a hacerlo.
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—Esa no era mamá. Era la enfermera del turno de la no-
che. Mamá iba en el vagón F. No quise entrar para ver si estaba bien.
Seguro me regañaría. ¿Sabes? Este viaje en tren pasará a la historia
como uno de los misterios más grandes del siglo. Tal vez Jaques
Berger, Charles Berlitz o Peter Kolosimo escriban un libro acerca
de esta inexplicable experiencia, tal vez el libro se llame: “Last train
to Nemocón” y nuestra foto aparecerá en las grandes enciclopedias
de lo oculto. Somos los únicos sobrevivientes. Mira, aquí viene el
túnel. Cuando era niño, me daba miedo pasar por aquí, ¿lo recuer-
das? Aún siento ese miedo por la absoluta oscuridad. No puedo ni
siquiera verte. Espero que no te muevas, no quiero quedarme solo.
¡Si te vas diré que tú lo hiciste!
—No, todos sabrán que fuiste tú. Mamá vendrá pronto a
castigarte otra vez.
Un equipo especial de la policía de carreteras logró inter-
ceptar el tren luego del llamado que hiciera el inspector ferroviario
de Nemocón, una vez que el tren pasó por la estación del pueblo
sin detenerse. Ya en el interior, los agentes abrieron una a una las
puertas de los compartimientos para descubrir que los pasajeros ha-
bían sido masacrados de una manera brutal. En el penúltimo vagón,
un hombre bañado en sangre, con una pistola en la mano, hablaba
solo.
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Jair Roberto Vargas Méndez
Nació en Bogotá en octubre de 1974. Periodista y capacitador. Encuentra
en sus grandes pasiones —la música y el cine— inspiración frecuente para
la escritura. Participó en el Club de Literatura de la Fundación Gilberto Alzate Avendaño entre 2003 y 2005. Fue tercer premio en el concurso de
relato breve Ray Loriga en 2005 y primer nalista del Concurso Nacional
de Cuento ”25 años del Taller de Escritores de la Universidad Central”,
en 2006.
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Dominó
Natalia Méndez
Él nunca tardaba tanto en llegar a casa, siempre me daba una llama-
da para avisarme cuánto se iba a demorar y con quién iba a estar. Al
principio creí que me preparaba alguna sorpresa, era así como me
había conquistado; pero después noté que no había nada de sorpre-
sas y él comenzaba a tomar esa molesta costumbre de no decirme el
lugar o las personas con quien iba a estar; fue ahí cuando comencé
a sospechar. Pensaba que seguramente estaba saliendo con alguna
alumna del instituto de lenguas, yo ya no era la mujer de 38 años
con la que él se había casado, seguramente buscaba otra mujer más
joven que yo, más bella, más intelectual, no lo sé, una que no se de-
dicara únicamente al hogar, tal vez una de estas nuevas mujeres que
pueden ser gerentes, cuidar de sus hijos, ocuparse de los quehaceres
del hogar, responder a su esposo, ir al gimnasio y multiplicarse por
ocho si fuera necesario. Pero yo ya tenía 58 años y no estaba prepa-
rada para llevar una vida así.
Nos conocimos en un supermercado, recuerdo que está-
bamos en la sección de aseo del hogar, y derramó accidentalmente
suavizante para ropa sobre mi falda. Estaba apenadísimo, yo me
molesté un poco pero me gustó verlo tratando de limpiarme con las
mangas de su chaqueta. Recuerdo su cara de preocupación, el olor
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a lavanda del suavizante y cuando me preguntó cómo podía recom-
pensar su falta, que si era posible invitarme a un café o un helado.
Dije que sí y ahí comenzó nuestra historia de amor, no pasaron más
de 6 meses cuando decidimos casarnos. Sentíamos que habíamos
sido hechos el uno para el otro, no se cansaba de decirme que yo
era la mujer con la que siempre había soñado, y yo pensaba que él
era el hombre con quien quería pasar el resto de mi vida.
Decidí dejar a un lado esos sueños locos de mi juventud
por estar con él, ya no me interesaba recorrer el mundo en bicicleta,
ni vivir de las artesanías, ni la poligamia, y como resultado de toda
esta época, sólo me quedaban los recuerdos y un dije artesanal. En
ese momento sólo quería estar junto a él. Luego pasamos los mejo-
res momentos de la vida y tuvimos un hijo que ahora tenía 20 años
¡Cómo pasaba el tiempo! Pero ahora pensaba que él ya no estaba
enamorado de mí como yo de él. Y si había algo a lo que no estaba
dispuesta, era a perder a mi esposo. Quería averiguar con quién es-
taba y contra quién tenía que competir para tenerlo de vuelta. Fue
así que comencé a ir en las tardes al instituto de lenguas para ver
desde la esquina lo que hacía.
***
El joven que camina con tanto afán se llama Gabriel, va para su cla-
se. Pocos meses después de haberse graduado del colegio y habien-
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do cumplido su mayoría de edad, se fue de la casa, pero no como
un acto de rebeldía sino como un reto a su responsabilidad, quiere
dejar de ser una carga para su tía; ella no siente que Gabriel sea una
carga, pero tampoco le molesta que él quiera independizarse. El
sueño de este joven es ir Brasil, le gusta mucho ese país porque su
tía le contó que su madre había viajado allí por tierra atravesando
muchas ciudades y pueblos. Y él quiere ir a donde fue su madre.
Por eso, días después de graduarse, comienza sus clases de
portugués. Son unas clases baratas y muy buenas, las toma todos
los días de tres a cinco de la tarde. Allí es donde conoce al que sería
su compañero de apartamento: su profesor. Casi lo dobla en años,
pero la amistad que han ido forjando disimula cualquier diferencia
de edad. Gabriel como muchos jóvenes es un poco desordenado
con sus cosas y sus horarios de comida, piensa que su profesor es
muy rígido en esto, pero lo agradece porque le ayuda a regularse.
Algunas tardes, después de llegar de clases, se sientan a
jugar dominó y a contarse historias cotidianas. Su profesor le pre-
gunta por sus novias y aspiraciones. Él por su parte, le pide que le
cuente historias de su pasado, que le hable de su familia. Su pro-
fesor no ha tenido muchas novias, dice que ahora las mujeres son
muy alocadas, que ya no se preocupan por sus esposos, dice que
conseguir una de esas mujeres con las costumbres caseras es muy
difícil, pero que él no pierde la esperanza. Gabriel no tiene un pro-
totipo denido, dice que cada mujer tiene su encanto.
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Al profesor le gusta escuchar la historia del collar de Ga-
briel, le gusta ver su emoción cuando la cuenta:
—Esta gurita que usted ve aquí colgando, está hecha de
un árbol que está a punto de desaparecer y se llama Platonia Insig-
nis. Es única, hermano, usted no va a ver otra igual porque esta me
la hizo mi mamá cuando estuvo en Brasil. Mi mamá la talló con sus
propias manos, la partió y me dio la mitad; eso si yo no sé que sea
la gurita o en qué estaba pensando ella cuando la hizo, pero me la
dio cuando yo era un bebé, mejor dicho yo ni me acuerdo, eso es lo
que me contó mi tía. Pero ¿Bacana? ¿Sí o qué?
—Bacana —respondía su profesor.
Gabriel va a vivir completamente solo. Después de cinco
años de vivir con su profesor y amigo, ha llegado el momento de
vivir solo, pues su compañero de apartamento ha encontrado esa
mujer que anhelaba, ha decidido casarse y dejarle el apartamento
a Gabriel. Han hecho una doble promesa; su profesor le ha pro-
metido mostrarle su nueva casa y la ha puesto a su orden; él ha
prometido visitarle sin falta para repetir esas tardes de dominó. Sin
embargo, después del matrimonio, son pocas las veces que se han
visto. Su amigo sigue siendo profesor de portugués, pero él ya no es
su estudiante, ha entrado a la universidad y esto le deja poco tiempo
para otras actividades. Su amigo se ha dedicado a su esposa, su hijo
y su trabajo, y tampoco cuenta con mucho tiempo extra. No obs-
tante, se recuerdan con cariño y siempre piensan en que tienen que
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llamarse. Verse.
Parece que Gabriel cumplirá su sueño. Está muy feliz, ha
ganado una beca para hacer un doctorado en Sao Pablo. Tiene mu-
chos deseos de compartir su alegría con alguien y quién mejor que
su amigo. Decide ir a visitarlo esa tarde a su trabajo. Le va a dar la
sorpresa. Está seguro de que se pondrá muy feliz.
***
Decidió no volver a hablar, tomó sus cosas y vino a vivir a esta pen-
sión. Lo trajo su hijo, le pedí que llenara el formato de ingreso. De-
cía: Nombre: Roberto Fuentes. Edad: 62 años. Acudiente: Andrés
Fuentes. Parentesco: hijo. Motivo de entrada: Pena moral. Fuente
de Ingresos: Pensión. Me sorprendió todo, que fuera pensionado
tan joven, que no hablara, que el motivo por el que entraba a la
pensión fuera la pena moral y que su hijo no se hiciera cargo de él.
No pude aguantar la curiosidad y le pedí más detalles al primogéni-
to. En todo caso, como director del hogar geriátrico, es mejor estar
bien informado. Es por el bienestar de nuestros abuelos.
Su hijo comenzó por decirme que no se iba a hacer cargo
él porque se consideraba muy joven, apenas tenía 20 años, y quería
disfrutar su vida. Luego, continuó diciéndome que él había sido
siempre un hombre muy tranquilo, muy dado a la gente, un hombre
amoroso. Que creía que en toda su vida, su padre, el señor Roberto,
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no había sufrido emociones o choques demasiado fuertes, que ante
un golpe de la vida jamás se habría imaginado que fuera a reaccio-
nar así. Con el silencio absoluto.
Como director de este lugar, me preocupo por la salud
mental de nuestros usuarios, es mejor saber todo en detalle. Le pre-
gunté entonces, cuál había sido ese golpe de la vida. Me contó que
una tarde, hacía dos años, su padre había quedado viudo. Pensé que
aunque era una situación difícil, no justicaba el silencio perma-
nente del hombre. El agregó que a su madre la había atropellado un
carro, eso hacía la situación un poco más compleja. Luego dijo algo
que me sorprendió: había enviudado justo el día en que descubrió
que su esposa le había ocultado un hijo extramatrimonial que ella
había dado a luz a los 15 años. Le costaba decidir si su padre había
enmudecido por esa verdad descubierta o por la muerte de la mujer
que amaba. No había conocido otra pareja que se amara más que
ellos.
Pero así eran las cosas, el señor Roberto, prosiguió su hijo,
durante esa época acostumbraba a salir de su trabajo e ir con un
grupo de profesores del instituto donde trabajaba como profesor
de portugués a jugar dominó. Me decía también que su madre creía
que él la engañaba, pero que conociendo a su padre, sabía que jamás
haría algo así. Una mañana, antes de salir a trabajar vio sobre la
mesa de noche de su esposa un dije, el hijo entró en la habitación
en ese momento. Me aseguraba que no olvidaría la expresión en el
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rostro de su padre, que estaba absorto, que le preguntaba que qué
pasaba y que sin pronunciar una palabra se había ido a trabajar.
El joven me decía que en ese momento no había entendido
la actitud de su padre; él por su parte, ya había visto varias veces el
dije. Es más, su mamá le había contado que lo había hecho cuando
era joven en un viaje que hizo a Brasil. El muchacho me contaba
que el dije ni forma tenía, que estaba partido, como si le faltara un
pedazo, pero que para su madre era muy especial
—Creo que lo hizo con la madera de un árbol que ya no
existe, o algo así—.
***
Esa tarde me fui directo para el trabajo de Roberto, no podía es-
perar para darle la noticia. Mi amigo tenía que ser el primero en
saberlo, además tenía pensado pedirle unas clases personales de
portugués para practicar antes de irme para Sao Pablo, estaba muy
cerca del lugar, como a dos cuadras. Pero mientras me acercaba
vi muchas personas rodeando un cuerpo en mitad de la calle. Se
trataba de un accidente, una mujer había caído atropellada. Según
las personas que presenciaron el accidente, iba muy ofuscada y no
se percató de nada. Me acerqué y me di cuenta que ¡era la esposa
de Roberto! Debían avisarle cuanto antes, me abrí paso entre la
gente, escuchaba sus voces, los gritos, el sonido lejano de la sirena,
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yo sólo quería salvar al amor de mi amigo, intenté hacer lo que
hacen los médicos, ponerle las manos en el corazón una sobre otra
y presionar de forma intermitente, los botones de su camisa me lo
impedían, entonces abrí un poco hasta descubrir el pecho y vi en su
cuello colgando de un cordón, la otra mitad de mi dije de Platonia
Insignis. ¡Viene el esposo!, gritaba la gente. Vi a Roberto acercarse
agitado, sudando, con lágrimas en los ojos. Él jo su mirada en el
dije, luego me miró a mí, me puse en pie, nos miramos a los ojos
entendiéndolo todo, todo en un segundo, antes de que él cayera
derrumbado sobre el cuerpo de su esposa y yo me desvaneciera
entre la multitud.
Natalia Méndez Cortés
Nació en Bogotá el 24 de diciembre de 1987, es administradora de ne-
gocios internacionales y amante de la narrativa. Participó en el Club de
Literatura de la Fundación Gilberto Álzate Avendaño en el segundo se-
mestre del año 2010. Espera continuar escribiendo cuentos y formándose
en creación literaria.
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El retorno de las hermanas de Jantipa
Idaly Monroy
Febrero de 1976. Hanna.
Hanna estaba muy feliz, acababa de hacer la Lección Inaugural so-
bre la Grecia antigua en la Facultad de Filosofía. A la salida de su
exposición, maestros y estudiantes la saludaron y un grupo nutrido
de mujeres la felicitó y le expresó lo importante que era para ellas
el tema que había tratado. Hanna y Rosario se quedaron un tiempo
más, tomaron un café mientras conversaban “cosas de mujeres”,
Rosario la felicitó por la exposición, se despidieron con el cariño de
siempre desde que se hicieron amigas, compañeras de universidad
y de locuras. Quedaron de verse a los ocho días en la reunión que
con regularidad realizaba el colectivo de amigas.
Atenas, primavera de un año del siglo V a. C. Jantipa.
La primavera nalizaba maravillosa, Atenas lucía más que nunca,
era la ciudad más grandiosa del mundo; la luz se extendía sobre ella
con una generosidad excepcional haciendo orecer la tierra y las
ideas, ¡era su tiempo mejor! Sin embargo, el gineceo1 no estaba tan
alegre y despreocupado como de costumbre; había inquietud entre
las mujeres a pesar de que hilaban y tejían con aparente indiferen-
cia. La suerte de Jantipa era incierta. Los jueces estaban a punto
1 Espacio de encuentro de las mujeres griegas en la antigüedad. N. de la A.
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de terminar el juicio contra Sócrates, su marido y, de cumplirse la
sentencia, él tendría que beber la cicuta o aceptar el destierro. Jan-
tipa se lamentaba. Pero su dolor no nacía del amor, su matrimonio
no había partido de su voluntad, y además, por edad él podría ser
su padre, pero al cumplirse la sentencia quedaría sola con sus hijos,
cargando el deshonor, el rechazo de algunos, la pobreza.
Colombia, mayo 4 de 1966. Rogelio.
Tres hombres cavan su propia tumba, así lo han decidido sus com-
pañeros. Los tres tienen un gran y único dolor: son sus compañe-
ros quienes han determinado su muerte. Sus compañeros no están
obrando en aras de la verdad, ni del amor, ni del compromiso, pero
no seremos nosotros quienes abandonemos la lucha, no mentire-
mos, no utilizaremos sus procedimientos, no nos salvaremos, sere-
mos eles a nuestra convicción, a nuestro amor, a nuestra patria. Le
dejamos a nuestras familias unas cartas, nuestras boinas; ojalá nues-
tros cuerpos, y un mensaje para nuestros hijos: viva la revolución.
Colombia, febrero de 1981.
“Al parecer la líder afgana Zahida Mahedii, será condenada a muer-
te por desobediencia a Dios, traición a su patria y a su pueblo,
como consecuencia de haber creado una red clandestina de mujeres
en Afganistán. Según versiones no ociales, la red se ocupaba de la
alfabetización de las mujeres, pero la información suministrada por
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ese país arma que las mujeres vinculadas a ella habían sido insti-
gadas por su líder para enfrentarse a sus familias y para adoptar las
degradantes conductas occidentales. Poco antes de su retención, la
médica colombiana Rosario García, quien le acompañaba e igual-
mente colaboraba con la red, había salido de Tahar, sin que hasta la
fecha se conozca su paradero. Las autoridades colombianas están
tratando de obtener información al respecto, ya que se teme por su
vida”. (Diario Al Día).
Atenas, al día siguiente. Sócrates.
En el salón donde se reúnen las mujeres, la luz empieza a declinar,
la rueca2 está paralizada, hoy es el último día, el juicio ha termi-
nado, esta noche irán los amigos y las mujeres a ver a Sócrates,
seguramente a ellas sólo les permitirán estar unos instantes para no
dar lugar a sus expresiones de debilidad. Quizá los amigos lo con-
venzan de salvarse, de evadir la decisión fatal o de defenderse con
mayor fuerza; la suerte estará echada. Jantipa no se resigna a que la
decisión quede en manos de los dioses, del Estado, de la terquedad
egoísta de su marido.
Esa es la vida de las mujeres aún si provienen de una familia como
la mía, estoy atada a mi esposo, a mis hijos, a la casa y así será
siempre, así seguirá aconteciendo a las mujeres de los héroes, nos
2 Máquina antigua de hilar. N. de la A.
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quedaremos con las lágrimas y en la oscuridad, decía con un hondo
lamento.
Los amigos de Sócrates se reunieron desde la madrugada en la plaza
pública cerca de la cárcel para entrar tan pronto abriera, el alcaide
vino donde estábamos para decirnos que esperáramos hasta que
nos avisara, porque los once magistrados están en este momen-
to mandando quitar los grillos a Sócrates y dando orden para que
muera hoy. Al entrar, encontramos a Sócrates, a quien acababan
de quitar los grillos, y a Jantipa, ya la conoces, que tenía uno de
sus hijos en los brazos. Apenas nos vio comenzó a deshacerse en
lamentaciones y a decir todo lo que las mujeres acostumbran en se-
mejantes circunstancias. Sócrates, gritó ella, hoy es el último día en
que te veremos tus hijos y yo, la última vez que nos hablarás. Pero
Sócrates, dirigiendo una mirada a Critón ordenó que la llevaran a su
casa. Enseguida algunos esclavos de Critón condujeron a Jantipa,
que iba dando gritos y golpeándose el rostro.
Así relató Fedón a algunos que no habían asistido a la toma
de la cicuta e inmediatamente pasó a los pormenores de los temas
verdaderamente importantes, continuó exponiendo Hanna en su
lección inaugural de Filosofía, y agregó, todos estaban muy conmo-
vidos. De nada había valido que la noche anterior Critón le hubiera
suplicado: “por esta vez, Sócrates, sigue mis consejos: sálvate”. El
maestro insistió en que vivir no era otra cosa que vivir como lo re-
claman la probidad y la justicia. Cuando mis hijos sean mayores, os
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suplico los hostiguéis, los atormentéis como yo os he atormentado
a vosotros, si veis que preeren la riqueza a la virtud y se creen algo
cuando no son nada; no dejéis de sacarlos a la vergüenza si no se
aplican a lo que deben aplicarse y creen ser lo que no son. Pero ya es
tiempo de que nos retiremos de aquí, yo para morir, vosotros para
vivir. ¿Entre vosotros y yo, quién lleva la mejor parte? Esto es lo que
nadie sabe, excepto Dios.
Mientras tanto, ensombrecida por el resplandor de los
fuegos sagrados, quedaría para siempre una testigo, una mujer que
como otras, desde el altar de su propio sacricio, regaría con su san-
gre toda la tierra y cuyos ojos permanecerían abiertos para siempre
contemplando una a una a las heroínas, sus hermanas, que retor-
narían desde otros mundos y épocas para seguir tejiendo historias,
concluyó Hanna al cierre de su Lección Inaugural.
Febrero de 1976, ocho días después.
Hanna y Rosario vuelven a encontrarse a los ocho días en la reunión
del grupo de mujeres, están las de siempre; el grupo había decidi-
do hacer un ciclo de conversaciones sobre experiencias de mujeres
madres, hijas, hermanas o esposas de héroes. Por su parte Rosario
nalizaba una serie de charlas sobre partería y su experiencia con
comadronas de algunas regiones del país. Con este tema se despe-
día porque viajaba a Alemania a hacer su doctorado en medicina y
quizá no volverían a verse.
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Bueno amigas, les presento a mi abuela Matilde, como us-
tedes saben, ella va a relatarnos su testimonio, que hace parte del
ciclo que venimos desarrollando. Mucho gusto Matilde, estamos
encantadas de conocerla, sabemos que para usted es un tema muy
duro, pero es que en estos relatos también estamos las mujeres y
quizá recordarlo contribuya a que haya menos historias crueles, más
grandeza femenina y menos heroísmos necesarios. Hoy, Rosario
culminará su serie de charlas sobre partería y nos tomaremos una
copa de vino para desearle mucha felicidad en la etapa que inicia en
Alemania y un excelente viaje.
A mi me mataron dos veces, comenzó diciendo Matilde, el
día que se fue mi hijo y el día que la radio anunció su muerte. Dos
años antes mi hijo me había dicho: “madrecita, las cosas no son así,
hay que salir de la ceguera, buscar la verdad, estamos engañados, la
palabra ha sido utilizada como arma letal, y las armas han acallado
la palabra, hay que cambiar esa situación. Yo seguiré usando la pa-
labra para que la vida sea, aunque me cueste la vida; ya somos mu-
chos los que pensamos así”. Desde ese día presentí que en cualquier
momento lo perdería. Yo le decía, tenga cuidado mijito, ¿si a usted
le pasa algo, qué va a ser de mí? Poco a poco se fue cumpliendo lo
que yo pensaba. Un día estaba tendiendo su cama y al levantar la
almohada encontré un papel, me dejaba la despedida, me hablaba
de su amor por mí y por la humanidad, decía que iba a estar bien
y que se comunicaría. A los dos años, estando con mis otros hijos
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pasando unos días de descanso en un pueblito, la radio transmitió
una noticia: Mi hijo había sido asesinado. “acallaron al cantor”. Ese
día yo morí por segunda vez, era el 4 de mayo de 1966.
Mi hijito Rogelio siempre fue un buen estudiante, desde su
bachillerato. En la universidad se destacó en su carrera, pero sabía
mucho de todas las cosas, era un lector infatigable, también hizo
sus pinitos en música y su vida transcurría normalmente. Adoraba a
su novia pero ella, afortunada o desafortunadamente no compartió
completamente sus ideales. Él, siempre estuvo en desacuerdo con
la injusticia; lo morticaba mucho, quería mucho este pueblo, pero
¿de qué sirvió? Seguimos en las mismas. Yo lo llamaba mi cantor y
por eso quiero tanto la canción que dice: Si se calla el cantor…
Él quería transformar la sociedad con la palabra, pero día a
día lo acallaban, la verdad es que tuvo que irse porque lo tenían cer-
cado. Al principio hasta grandes políticos lo escucharon y yo creo
que hasta le llegaron a tener respeto, pero siempre ha sido así, el
que dice la verdad estorba y hay que sacarlo del camino. Dicen que
poco tiempo después de unirse con los que él creía sus hermanos,
ellos pensaron que era demasiado blando, que la palabra era menos
fuerte que las armas y que su punto de vista no tenía lugar allí. Lo
mataron, no sé si en esos momentos me recordaría, no sé nada,
porque ni siquiera se cumplió su voluntad de que me entregaran
sus objetos personales y jamás recuperamos su cuerpo, que tal vez
está en alguna montaña de este país. ¡Tantos cantores han muerto!
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¡Tantas generaciones han sido sacricadas! Pero nadie nos escucha,
las mujeres nos quedamos con el dolor de haberlos perdido y de
que todo siga igual. Ustedes que son jóvenes tienen que pensar en
esto, en sus hijos, en su futuro y luchar porque no haya más sangre,
ya se ha derramado demasiada.
Alemania, mayo de 1979. Zahida.
Estaba hermoso el nal de la primavera, durante el verano se reali-
zarían los preparativos para el viaje. Zahida había conseguido par-
ticipar en la próxima misión de la Cruz Roja en Tahar, ella era una
pieza clave en el equipo por su especialidad en medicina y por el co-
nocimiento del idioma pashto, tenía unos pocos familiares que per-
manecían viviendo en Kabul, pero no los veía desde niña cuando
su padre enviudó y viajó a Alemania con ella, que era su única hija.
Rosario la había conocido en la universidad a donde lle-
gó a hacer su doctorado, eran compañeras de facultad, se hicieron
amigas rápidamente, compartieron sus historias de vida y algunos
ideales. Zahida, si bien había roto con los aspectos más radicales
de su religión y con otros de su cultura, particularmente los que
se referían al trato que en su país daban a las mujeres, jamás había
aceptado una relación distinta a la amistad. Rosario por su parte, no
podía descifrar si lo que le ataba para siempre a su amiga era su inte-
ligencia, sus ideas, o la serena e impenetrable oscuridad de sus ojos,
sus leves ojeras sugestivas de una profunda melancolía, la blancura
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de sus nas manos o sus labios en los que, como a su pesar, se di-
bujaba la placidez de la sensualidad, o la pasión que como un rayo
acompañaba la expresión de sus ideas y sus decisiones. Sin embar-
go, Rosario jamás se hubiera atrevido a sugerirlo siquiera; la conocía
bien. Pero esto no había sido obstáculo, por el contrario, ese amor
extraño, animaba la empresa que emprenderían juntas el próximo
verano. Zahida tenía el proyecto de construir una red clandestina de
mujeres en Tahar que trabajaría por su escolarización, su salud, sus
derechos. Era un proyecto secreto, así se lo relataba a Hanna en sus
cartas, sólo tú conoces la intimidad de mi experiencia en Alemania,
le decía.
Afganistán, 1980.
Zahida y Rosario habían logrado quedarse en Afganistán enfren-
tando toda suerte de dicultades, especialmente las políticas, era
evidente que el país entraría en una guerra civil muy cruenta. Sé que
el apoyo ruso contra el régimen talibán tampoco es la salida, todas
las dominaciones me asquean porque son aplastantes de lo propio,
la red tendrá más problemas, temo por las mujeres que están tan
entusiasmadas y que día a día se arriesgan por la escuela y por todos
los proyectos e incluso temo por ti, le confesaba Zahida a Rosario,
cuando conversaban en la noche, extenuadas de cansancio pero aún
entusiastas. Es cierto, respondía Rosario, e intentando dar cierta
tranquilidad a su amiga, replicaba: hay muchas mujeres que desde
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aquí y desde otros lugares nos apoyan o hacen por su cuenta todo
lo que pueden, Meena3, Fatana la poetisa, y hasta mis amigas de Co-
lombia están con nosotros, en n, no estamos solas. Y por mí no te
preocupes, te seguiré acompañando, tú sabes que estoy convencida
de lo que estamos haciendo, creo que todo va a salir bien.
Hanna recibía las cartas que llegaban de vez en cuando
con estas noticias, pero también procuraba informarse con lo poco
que los medios de comunicación dejaban entrever. En cuanto a su
vida personal, se había alejado del grupo de mujeres, se retiró de la
universidad y estaba dedicada a la crianza de su pequeña Hanna, no
sin ciertos sentimientos de culpa que la asaltaban de vez en cuando,
por no tener una actividad académica, o al menos haber continuado
con el grupo.
Febrero de 1981, el grupo de mujeres.
Hanna busca en una agenda a sus antiguas amigas del viejo grupo
de mujeres y empieza a llamarlas para que se reúnan. Unas se han
ido, otras siguen en el movimiento. Matilde, su abuela, ha muerto.
3 En una edición especial del 13 de noviembre de 2006, la revista Time Magazine,incluyó a Meena entre los “60 Héroes Asiáticos” y declaró: “A pesar de haber te-nido sólo 30 años al morir, Meena ya había sembrado la semilla de un movimientopor los derechos de la mujer afgana, basado en el poder del conocimiento”. RAWAdice sobre ella: “Meena dio 12 años de su corta pero brillante vida para luchar porsu tierra y su gente. Tenía la certeza de que pese a la oscuridad del analfabetismo,
la ignorancia del fundamentalismo, la corrupción y la decadencia de traidores im-puestos en nuestras mujeres bajo el nombre de libertad e igualdad, nalmente esamitad de la población despertará y cruzará el camino hacia la libertad, democraciay derechos de la mujer. El enemigo tenía razón al temblar de miedo ante el amo.
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Ha convocado a la reunión a las ocho de la noche en su
casa, donde esperan ella y su niña de cinco años. La ocasión es
apremiante, se ha enterado por un diario que Zahida está presa y le
siguen un juicio en Afganistan y que su compañera colombiana está
desaparecida.
Poco a poco llegan las mujeres, Hanna empieza por con-
tarles que decidió dedicarse exclusivamente a la crianza de su hija
durante sus primeros años y que recientemente ha vuelto a la uni-
versidad. Rápidamente retoman la noticia, sólo ella y otra compa-
ñera estaban enteradas. Hanna las pone al tanto de los proyectos
que Rosario venía realizando con Zahida, sus dicultades y lo que
habían logrado hacer durante su permanencia en Afganistán. Re-
cuerdan el último día que compartieron con ella en el grupo de mu-
jeres; están muy tristes. Discutieron mucho acerca de lo que podían
hacer al respecto y acordaron algunas tareas. Pusieron una fecha
para encontrarse de nuevo.
Hora cero, 1º de enero de 2010. Recordando a Jantipa.
¡Qué sorpresa la llamada de Hanna para desearme el feliz año! ¿Se-
rán las décadas o el vino lo que aviva de tal forma mi nostalgia?
¡Qué vivos tengo esos recuerdos! Las reuniones del grupo de muje-
res… a veces me daba pereza ir porque llegaba cansada de estudiar
y trabajar, generalmente con lluvia y con frio, ¡pero valió la pena! Se
transformó mi vida, hoy comprendo mucho más la importancia de
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lo que compartimos en ese grupo. Recuerdo especialmente el ciclo
de charlas que iniciamos a partir de su Lección Inaugural de Filoso-
fía. Desde entonces, cuántas cosas han pasado: la desaparición de
Rosario y la sentencia de Zahida, la pena moral de Matilde por la
muerte de su hijo, la opción de Hanna por la maternidad.
Por esa época un tema fuerte eran los hombres que revolo-
teaban a nuestro alrededor, pero también los grandes hombres de
la historia. Era cierto, los admirábamos pero nadie sabía algo más
allá de sus hazañas. Yo me preguntaba por qué los grandes hom-
bres habían logrado serlo. Pintores, músicos, cineastas, escritores,
políticos, pero sobre todo lósofos. Ellas se reían cuando yo decía
de los lósofos: ¡qué tipos tan vagos! Yo creo que si hubieran dedi-
cado su vida a buscarse arenitas en el ombligo, siempre lo hubieran
logrado, y les contaba que cada vez que intentaba aproximarme a la
grandeza de alguno de ellos, como Sócrates, me sorprendía, ¿cómo
llegó este tipo a esto o aquello? En eso andaba cuando escuché la
charla de Hanna sobre Jantipa. Me iluminó, fue como si me corrie-
ran un velo. ¡Claro!, alguien debió estar al lado de ese gran hombre
surtiendo alimento, abrigo, cura para la enfermedad, organizando
la casa, dispensando cariño y cuido. De otro modo no hubiera sido
posible, era mi conclusión, pero hoy ¡sí que lo comprendo! A los
22 años casi nada parece trascendental, todo era más bien divertido,
distribuía mi tiempo entre las actividades del grupo y mis estudios
demográcos… hasta cruzaba mis preguntas en uno y otro lado;
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recuerdo que cuando visitaba asentamientos de población en luga-
res remotos, para mí era todo un misterio entender por qué carajos
alguien escogería un sitio tan perdido para detener allí su marcha,
llevando una mujer de compañía, un perro, y a lo sumo unos pocos
enseres. Entonces, mis amigas (no los profesores de demografía)
me respondían que eso de buscarse un mundo como se quiere y no
como está hecho, signica pasar por todas esas cosas. Y es cierto,
la experiencia me ha enseñado que internarse en la manigua o en la
soledad de una montaña, es tanto como ir a la saga de una verdad
o un ideal. Será por eso que yo he vivido como he querido, siempre
con la certeza de que eso es cierto y es válido, esta llamada me lo
ha vuelto a recordar…
Pero no más nostalgia, qué carajo, hoy inicia un nuevo año
como tantos otros, midiéndomele a lo más verraco: vivir.
La vida es bonita aún con sus tristezas.
¡SALUD, HERMANA JANTIPA!
Marzo de 1981. Hanna.
La profesora Hanna dicta su primera clase de retorno a la facultad.
No sabe cómo, pues no se lo propuso, en su discurrir sobre los
antiguos griegos y casi de golpe, Jantipa, y el viejo Sócrates hacen
presencia junto a Rogelio, Matilde, Zahida, y Rosario. Al terminar,
las muchachas y los muchachos se acercan para hacerle preguntas y
comentarios, entre ellos, uno le propone dictar una conferencia en
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su grupo de nuevas masculinidades; ella promete hacerlo.
Cansada y con sentimientos confusos, regresa a su casa,
besa a la pequeña Hanna, juega con ella hasta que ve claramente el
sueño en sus pestañas. Entonces, la carga para llevarla a la cama y le
dice entre besos y risas, pero con decisión: mi chiquita, no volveré
a contar historias de superhéroes, de ahora en adelante nos vamos
a dedicar a inventar cuentos.
Idaly Monroy
Nació en Bogotá en una familia constituida por sus padres y cuatro herma-
nas. Es madre de dos hijos y una hija, con quienes comparte su amor por
las letras y otras artes. Estudió Trabajo Social de la Universidad Nacional
de Colombia, y Sociología en París. Ha incursionado en otras disciplinasen el campo de las humanidades y recientemente en la literatura, aunque
su pasión por la lectura la ha acompañado desde muy temprana edad. En
razón de su profesión ha vivido en diferentes regiones de Colombia, con
poblaciones urbanas y rurales generalmente signadas por la vulnerabilidad
y los conictos sociales, que de alguna manera han aquejado siempre a la
humanidad, como se reeja en su relato. Participa en el Club de Literatura
de la Fundación Gilberto Alzate Avendaño desde 2010.
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Epístolas para un pasado
Gustavo Mesa
Bogotá, 01 de noviembre
En sincero agradecimiento por su presencia durante la
conferencia sobre existencia alienígena que dicté la semana
pasada, me reitero. Querida Matilde, usted era mi invitada
de honor, a decir verdad, quería impresionarla con aquella
exposición preparada minuciosamente. Sin embargo, vi con
desilusión mi esfuerzo fallido: usted partió veinte minutos
antes de concluirla. Sabía de su regreso a Viracachá y la hora
de salida del transporte interdepartamental; ninguno de los
dos intervenía con el horario de mi disertación.
Es bien conocida su erudición en estos temas y su
experiencia relacionada con avistamientos personales allí en
nuestro pueblo, motivos sucientes para haber intercambiado
ideas luego de la conferencia. Teníamos tiempo de sobra, y
por lo que pude intuir momentos antes de comenzar, cierto
interés por conocernos a fondo, pues aunque seamos del
mismo pueblo es claro que esta anidad la hemos desarrollado
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por separado, así que esperaba un acercamiento, no sé si me
habré equivocado; quizás se presentó algo inesperado que le
obligó a salir con premura.
Déjeme, por favor, saber su opinión sincera sobre la
manera como abordé el tema en aquella conferencia, pues
la incertidumbre se cierne sobre mí. El discurso basado en
mitos y creencias del pasado se diluía en mi afán de cimentar
conceptos que difícilmente podía demostrar. Estoy por creer
en usted como el indicador de mi éxito o mi fracaso en lo
concerniente a mi desempeño como conferencista de temas
alienígenos; puede decirme lo que quiera, hasta un reproche
resultaría una luz en la oscuridad de mi búsqueda.
Con mis mejores deseos,
Fulgencio Llapantín .
Viracachá, 05 de noviembre
Mi estimado Fulgencio, debe perdonar mi falta de modales,
sencillamente no pude con el tedio que sentí durante el
transcurso de su exposición, no es que estuviera mal, por elcontrario, hasta cierto punto fue impecable.
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La culpa no es suya, no podía saber; el tema de su
conferencia es en realidad una receta probada desde que
tengo memoria y la verdad siento que ya me harté de ella,
casi podía adivinar la palabra siguiente en cada oración al ir
formulando su discurso y ni qué decir de las ideas, no había
nada distinto a lo de siempre, nada que pudiera sorprenderme.
¿Será posible?, digo, ¿puede alguien hablarme sobre un tema
conocido y causarme la misma sensación que la primera vez
en que abordó mi mente?
Quizá comprenda la intención de mis palabras y lo
tedioso de un asunto cuando se trata de manera reiterada, pero
sin la contundencia original. Estoy segura de que quien le cantó
al corazón partido (gúrese qué estribillo), logró sorprender
por su inusitada originalidad, fue único, apoteósico, digno de
ser escuchado una y muchas veces; sin embargo, me negaría a
oír nuevamente esa frasecita del corazón partido. ¿Qué gracia
tendría? Si la repitiese otro cantante y en especial si fuera en
ritmo de vallenato o reggaetón, sería como una afrenta a los
sentimientos que hayan podido despertar esas palabras. ¿Meexplico?…
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Con toda sinceridad,
Mate .
Bogotá, 06 de noviembre
Entendido perfectamente querida Matilde, ni falta que hace
una explicación, pero coneso no tener la menor idea de
cómo voy a exponer el planteamiento de este discurso tan
trillado en su tema, y sin embargo sorprender. Tu solicitud se
me presenta como un reto.
No puedo pasar por la vida diciendo que soy lo que
soy si no he superado éste reto de sorprender. Ésta meta, la
sorpresa, se está gestando en mí como una obsesión que ha
atrapado mi tranquilidad.
Tal vez quisieras ayudarme un poco, no es trampa,
ni mucho menos facilismo de mi parte, pero si me relataras
brevemente la manera como oíste por primera vez sobre este
fascinante tema de la existencia alienígena, quizás así pueda
descubrir el modo de encontrarme con mi reto.
Inalterable en mis deseos,Fulgencio Llapantín.
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Viracachá, 10 de noviembre
Mira, Fulgencio, sorprender puede ser un asunto sencillo:
entender que los detalles logran expectativas que nos distraen
de rutas preestablecidas es la aventura en la que se recrea la
razón. Así que para tranquilidad común, trataré de narrarte la
manera como me acerqué por primera vez a este asunto. Fue
a mi abuela a quien le dio en cierta ocasión por instruirme en
temas religiosos, y creyó que para una niñita de once años lo
más apropiado era la lectura de la biblia. Nada más inofensivo
y tierno que la historia sagrada, obviamente ese recuerdo está
sesgado por el potencial del conocimiento adquirido hasta el
día de hoy, no te incomodaré con lecturas bíblicas innecesarias,
por eso suelto el comentario tal y como salga.
¿Te has preguntado alguna vez la razón por la que
Caín no fue muerto por Dios luego de asesinar a su hermano?
Me parece que algunos humanos no le somos prescindibles
al Creador; lo digo porque en breve, levantó como sustituto
de Abel, a Set. Sin embargo, seguía asediando a Caín por las
cosas que hacía o dejaba de hacer, sin endilgarle el castigomerecido… ¡Él!, que instituyó la ley del talión, se contuvo
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de vengar a su criatura predilecta, ¿por qué? Sencillo, Caín
había logrado algunas metas, cosas que ninguno de sus
contemporáneos podía alcanzar. Mientras sus congéneres
seguían de la mano de su creador viviendo en cuevas, o en
el mejor de los casos en toldos como nómadas, Caín se hizo
sedentario, construyó ciudades sostenibles, un legado que sus
descendientes supieron aprovechar. Sus hijos domesticaron
animales y sin duda mejoraron el sistema agrícola (después
de Adán, Caín fue el siguiente en ganarse el pan con el sudor
de la frente), trabajaron metales con los que desarrollaron
herramientas para alcanzar una enorme ventaja cultural
sobre los clanes patriarcales de su era y hasta elaboraron
instrumentos musicales que nunca nadie había tañido tan
magistralmente como ellos. Dios seguía ahí observándolos,
desde la comodidad del cielo miraba cómo aquellos adelantos
tecnológicos les hacían más placentera la vida. Pero, ¿qué tiene
que ver esto con el tema de nuestro interés? ¡Todo!
No es que Caín y sus descendientes fueran más
inteligentes que sus bien encaminados hermanos, la diferenciaestaba en quién les asesoraba, quién les daba información
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de primera mano para que ostentaran una civilización
antediluvianamente adelantada. La respuesta estaba expuesta
de manera tan sencilla que casi pasa desapercibida, si mi abuela
no hubiera hecho referencia a los ángeles caídos. ¿Caídos?
¿De dónde? ¿Por qué?
Según ella, estos hijos de Dios se rebelaron contra
su creador al decidir no continuar con sus labores celestiales.
Contradecían el propósito para el cual fueron creados; al
bajar a la tierra y cohabitar con los humanos, se degradaban
y cometían un acto de aberración al engendrar hijos híbridos:
los nefelim. Exactamente lo dicho en su discurso, al mencionar
a los Igigis y a los Annunaki en la remota mitología de los
sumerios, donde los Igigis no son más que aquellos ángeles
desobedientes y los Annunaki su descendencia contranatural,
de tal manera que su esencia era tres partes humana y una de
espíritu; unos gigantes forzudos que usted mismo describió al
abordar en la mitología griega a los titanes, hijos de dioses(as)
y humanos(as). En realidad son los mismos relatos vistos
desde las peculiaridades de diferentes culturas. Entes queprovocaron el desequilibrio en la sociedad humana, a la cual
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debemos suponer, el ser supremo decidió destruir por medio
de un diluvio, algo que usted no supo concatenar y fue la
causa de mi retiro: conciliar la destrucción de aquella gran
civilización que los griegos conocieron como Atlántida, con
la sociedad establecida por Caín. Ahí están los extraterrestres
aludidos, quizás de manera inconsciente por usted, los ángeles
caídos.
Espero no se haga una imagen negativa de mí, esa
es mi manera de ver las cosas y si de alguna forma sirve
para exorcizar su obsesión de sorprenderme con un relato
superlativo… créame, me sentiré aliviada.
Cordialmente,
Mate .
Bogotá, 20 de noviembre
Estimada Matilde, he tenido una semana de verdadera
incertidumbre, su experiencia en verdad reveladora, me
sorprendió. Biblia en mano me di a la tarea de corroborar los
comentarios aludidos. Ese capítulo sexto del Génesis realmenteme impactó, aunque lo había leído en otras ocasiones, para mí
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no resultaba diferente de un cuento infantil, hasta ahora. ¡Qué
contundencia! ¡Qué claridad! Y pensar que estuvo siempre ahí
a la espera de ser descubierto. Pero mi sorpresa aumentaba
al expandir el raciocinio, pude llegar a entrever como estos
alienígenas siguieron presentándose ante la humanidad,
incluso después del diluvio, hasta los días de Cristo, de hecho
Jesús fue uno de ellos: hijo de una mortal y un espíritu, ostentó
un poder superior al de cualquier hombre, sus hechos, aunque
desde nuestro punto de vista hayan sido milagros, revelaban
ampliamente su origen celestial (extraterrestre). Si es verdad
su resurrección y regresó a su hogar fuera de la tierra,
entonces los contactos con estos seres del espacio deben ser
más frecuentes de lo que cualquiera pudiera imaginar. A pesar
de lo sacro de la biblia, si se limpia la hojarasca religiosa de
sus versículos, habrían de descubrirse las ores escondidas en
el prado de sus capítulos. Qué opinas de esto, querida Mate.
Atte.,
Fulgencio Llapantín.
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Viracachá, 25 de noviembre
Me sorprendes, mas te advierto que no hay nada nuevo en tu
asombro, para no ir más allá, fíjate que Steven Spielberg lo
resaltó en su película El Extraterrestre. Jesús y ese muñeco
taquillero tenían más en común de lo imaginado: no eran
de este mundo. E.T. se desplazó en frenética carrera sobre
las aguas de un estanque sin hundirse, Jesús lo hizo sin
correr, sobre las aguas del mar de Galilea; los dos realizaron
sanaciones físicas, participaron en festividades con algo de
alcohol y hasta tuvieron una resurrección antes de regresar
a casa.
¿Acaso se debe buscar sorprender o escandalizar? ¡No
caigas en ese error! Por favor, ¿puede la conmoción buscada
por el escándalo, perdurar? Su graticación es fugaz y errada.
Mas la sorpresa es la idea completa, lista para ser degustada
todo el tiempo que se desee y cuantas veces se quiera; porque
complace, la sensación creada se compagina con la verdad
latente.
Quizás el asunto esté en replantear los conceptos, tal vez al observar los detalles que suelen darse por sentado, pero
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que en realidad no han sido debidamente analizados. Esto me
hace recordar un asunto que tengo pendiente por dilucidar
sobre la conferencia que diste. ¿Qué sucedió con los Igigis
luego de que el diluvio destruyó los cuerpos que crearon para
convivir con la humanidad primitiva?
Lo pregunto porque sin duda los Annunaki, sus hijos,
por ser humanoides no tuvieron posibilidad ante el inminente
n provocado por aquel cataclismo, y sus tres partes humanas
arrastraban el sello de la mortalidad.
Espero respuesta.
Mate.
Bogotá, 26 de noviembre
Usted me desconcierta, Matilde querida, ahora sólo puedo
divagar; asomar la razón al ventanal de lo divino sólo me
ha traído angustia, aún pesa en mí la carga de la deidad,
pero supongo un n humano a los cuerpos materializados
por ellos mismos. Su parte divina e inmortal, (en el buen
sentido de la palabra), debió regresar a su lugar de origen,aunque quizás en vano, ya que no eran parte de esos ángeles
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sometidos a la voluntad del creador. Hay quienes creen ver
en la referencia: “echados al tártaro”, el castigo inmediato de
su error, pero éste tártaro no es un lugar, sino más bien una
condición de inhibición donde ya no pueden acceder al cielo,
tampoco volver a lo físico para interactuar con la humanidad
y así procrear nuevamente hijos. Sí existe la idea del limbo
éste aplicaría exclusivamente a ellos, lo difícil del asunto es
descubrir la ubicación de esa condición tartárica. Si me atengo
al buen sentido del creador, lo situaría en el lugar más apartado
de la humanidad o quizás… bueno, a veces pienso, es mejor
no saberlo.
Alguien me hizo caer en buena cuenta de la celebración
del primer día de este mes. ¿A qué difuntos conmemoramos?
Un cristiano diría, sin duda, a todos los difuntos bautizados
en la fe. El problema es que casi todos los pueblos de la tierra
sin importar la religión que profesen, observan éste día de los
muertos, día coincidente con el inicio invernal en el hemisferio
Norte; ésta asociación de lluvia y muertos bien pudiera
rememorar en el inconsciente colectivo de la humanidad ladestrucción por un diluvio, de nuestros primeros ancestros,
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además de los hijos de los ángeles y de los cuerpos de esos
ángeles. Aunque esos cuerpos hayan vuelto al polvo de la
tierra, lo único que no recicló el planeta fue la parte intangible
de esos ángeles caídos, su espíritu. Espero sirva de algo esta
reexión en tu análisis sobre el paradero de esos entes que
percibo como ángeles caídos, quizás extraterrestres o en el
peor de los casos, demonios.
Dime, ¿realmente viste ovnis en Viracachá o uno ve lo que
quiere ver?
Con todo afecto,
Fulgencio Llapantín .
Gustavo Mesa Bernal .
Nací en Bogotá el 24 de marzo de 1961. Mi profesión es la lutheria (instru-
mentos folklóricos de percusión y viento), me dedico a la investigación dela mitología universal y en especial la de mi pueblo cundinboyacense; por
ello mis escritos, sean relatos o poesías, parten de una exploración de las
concepciones y apreciaciones de nuestros ancestros. He recibido un taller
de poesía en la Casa Silva, dirigido por mi distinguido amigo y escritor
Armando Orozco, y participé en el Club de Literatura de la Fundación
Gilberto Alzate Avendaño entre 2006 y 2010. También he recibido mucha
colaboración de mi esposa, que es escritora, y de mi hija, que estudió lite-ratura y lingüística en la Universidad Nacional.
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Texto del Director del Taller
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Pasos en falso
Jairo Andrade
El rastro de la anestesia alojada en mis maxilares produce cada tan-
to súbitos cortocircuitos que se extienden por mi columna hasta
llegar a las piernas. Allí el hormigueo es tal, que me parece tener
muslos y pantorrillas burbujeantes, caminar por las calles de Tokio
provista de plácidas piernas líquidas, piernas de champaña. Resulta
curioso que un simple tratamiento odontológico de conductos, con
las incomodidades que implica, pueda convertir un paseo por las
calles de Tokio en una experiencia tan placentera. Pero además, el
clima pareciera también estar a mi favor. El sol le presta un tono
límpido al aire cálido. La supercie de una mesa, el vestíbulo de
un rascacielos, una copa de sake, los ágiles caracteres de los avi-
sos, todo parece pulido en secreto por este aire confabulado. Es así
como el hormigueo de mis piernas me lleva ahora al Jardín Nacio-
nal Shinjuku, uno de mis lugares favoritos en Tokio.
Me asalta una duda, sin embargo. Estoy segura de haberme
visto a mí misma sentada unas sillas adelante, en el mismo vagón
del metro, revisando un mensaje de texto. Al principio pensé en la
coincidencia de un extraordinario parecido, de modo que me acer-
qué discretamente para observar mejor a mi doble. Fue entonces
cuando sonó su teléfono y empezó a conversar con alguien. Su voz
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era también la mía, susurraba algo en un español casi neutro, de leve
acento bogotano, en contraste con las parcas conversaciones en ja-
ponés del vagón. Revisó su agenda, la mía. Sonrió mientras con-
sultaba una fecha, era mi sonrisa. La excesiva simetría me resultó
insoportable, quería descender de inmediato. Por fortuna, ya estaba
en la estación Shinjuku. Así que la pregunta es, ¿por qué me vi a mí
misma seguir de largo en ese tren cuando ya había descendido?
Por lo pronto mi intención es disfrutar el paseo por los es-
tanques de nenúfares, los jardines de azaleas y de arces, el colorido
arboreto. Luego reservar un buen lugar para el tradicional picnic a
los pies de las ores efímeras de los cerezos, que marca el principio
de la primavera. Hoy es el día que con previsión señala la Agencia
Meteorológica, el día en que los tokiotas acuden a los jardines para
celebrar el Hanami, la contemplación de las lluvias multicolores de
las ores de cerezo. Hoy los capullos estallarán en una sinfonía de
matices malva, violeta, fucsia, y el viento hará volar los pétalos hacia
destinos imprecisos. Adolfo y yo tomaremos pan negro y sake, qui-
zá unos trozos de anguila. Luego llegará la noche y nos iremos de
esta. Suena mi teléfono. Es él. Su reunión ha terminado, ya viene
a encontrarse conmigo. Me pregunta cómo estuvo la cita odontoló-
gica, le confío que ahora mis piernas se portan como dos copas de
champaña. Se ríe, algo comenta respecto al clima. Pero sus palabras
se desdibujan en un ruido de turbinas. La comunicación empieza a
fallar y nalmente se corta.
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Mientras cruzo el puente sobre los nenúfares, de nuevo me
percato de alguien que parece seguirme desde hace un rato. Se trata
de un hombre de pulcro traje negro, japonés, que usa un anacrónico
bastón con mango de plata. Se detiene a mitad del puente, me mira.
Me devuelvo hasta apoyarme en la baranda del puente, a su lado.
—Tengo la impresión de que me está usted siguiendo, se-
ñor —le digo, en inglés.
El sujeto suspira, conclusivo.
—Si usted lo ve así no tengo porqué contradecirla, señorita
—me responde, en español—. Después de todo hoy es Hanami, día
de contemplación de las ores que se lleva el viento. Aunque, es una
lástima la lluvia que se avecina. Le arruinará los planes a muchos el
día de hoy.
Miro el cielo despejado, de un azul traslúcido. Apenas se
divisan unos inofensivos cirros hacia el occidente.
—Me parece que la única lluvia posible hoy será de ores.
Es una bendición que no trabaje usted en la Agencia Meteorológi-
ca.
—Las apariencias engañan, señorita. Piense usted en esto:
cuando la lluvia se seca, se forman las nubes. Un cielo muy despe-
jado es la perfecta fábrica de nubes. Imagine usted la intensa seque-
dad de la lluvia que contiene.
—En ese caso, señor, es posible que incluso en este mo-
mento ya esté lloviendo, con una sequedad razonable.
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—De una nube se puede esperar casi cualquier cosa. Se
estima, por ejemplo, que un nubarrón puede contener unas 550
toneladas de agua. Eso no signica mucho si no lo transportamos a
unidades reales. Pensemos en elefantes. Un elefante pesa alrededor
de 6 toneladas, así que un nubarrón puede pesar lo mismo que 100
elefantes. Todos suspendidos en el aire.
—Al paso de su lógica, en una estupenda tarde de verano
podríamos simplemente evaporarnos, teniendo en cuenta que nues-
tros cuerpos contienen un 75% de agua.
—Así es, señorita. Sigue usted mis pasos con precisión
asombrosa, pese a que mis pies son, por decirlo de alguna manera,
vaporosos.
—Ahora tendrá que disculparme, señor, me dispongo a
reservar un buen sitio para compartir el Hanami de esta tarde con
mi novio. Como ve, ya hay mucha gente indiferente al mal clima rei-
nante, eligiendo los mejores lugares del parque. Ha sido un placer.
Espero que disfrute su tarde de elefantes invisibles.
Él hace una venia, toma mi mano y la besa con absoluta
cortesía. Mis pasos burbujeantes me llevan a un recodo del camino
donde el pasto, de un verde encendido, enmarca el ramaje inclina-
do de los cerezos orecidos. Extiendo una pañoleta blanca bajo
el follaje y marco el número de Adolfo. No contesta. Debe estar
luchando contra el tráco por encontrar la mejor ruta a Shinjuku.
Mientras espero que devuelva mi llamada, me tiendo sobre la pa-
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ñoleta para disfrutar el contraste de los capullos contra el cielo. Mis
piernas burbujean más que nunca, cruzo los tobillos. Cierro los ojos
y las burbujas ascienden por mi pelvis y mi torso hasta alojarse en la
cabeza. Entonces estoy en Bogotá, metida en el jacuzzi con Adolfo.
—¿Te sientes bien? —me pregunta.
—Todavía tengo una pequeña molestia en el maxilar, pero
no te preocupes, ya se me pasará. Sé un buen payaso. Hazme reír un
poco.
—¿No es un tanto masoquista querer reírse cuando a uno
le duele la boca? Mejor te doy un masaje de hombros. Ven aquí.
Cierra los ojos, relájate…
Abro los ojos. Una joven japonesa me observa de pie, al
borde del camino. Viste el uniforme escolar típico, de blusa, corbata
y minifalda. Sobresaltada, me incorporo.
—Hola —le digo, en inglés.
—Hola —me responde, en español.
—¿Puedo ayudarte en algo?
—No. Creo que es al contrario. Yo puedo ayudarte en algo.
Le sonrío. No sé a qué se reere. Noto profusas cicatrices
de cortes en sus antebrazos.
—Me parece que necesitas una guía —concluye la joven.
—Tan bella. Te lo agradezco, pero ya sé cómo moverme
por las rutas que necesito en Tokio. De hecho, estoy esperando a mi
novio para celebrar el Hanami. ¿Quieres sentarte un momento?
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Se acomoda a mi lado. Su hermosa mirada es un muro tras
el que duerme una remota tristeza. Sus ojos son densas nubes de
sequedad innita sobre un cielo despejado.
—Lamento decirte esto, pero no estás en Tokio. Estás en
Kioto, en el Parque Imperial de Kioto —me dice después de una
pausa; su mirada oscura ja en mis ojos.
Le sonrío. Miro alrededor con una mezcla de temor y tris-
teza. Veo un sendero de guijarros y al fondo el antiguo palacio im-
perial de Kioto.
—Tienes razón —le contesto, perturbada—. Estoy en el
Parque Imperial de Kioto. Pero la verdad es que ya no sé con cer-
teza dónde estoy. Creo que de nuevo he perdido contacto conmigo
misma.
—Puedes llamarme Mitsuko. Pero te advierto que no soy
una simple colegiala. En realidad soy un objeto de culto. Soy el ta-
lismán de los innitos jardines personales perdidos.
Me explica que pertenece a un círculo de jóvenes japone-
sas dedicadas al cultivo del desencanto. Un club de apoyo para la
consecución del suicidio colectivo. Su círculo se inauguró la tarde
en que un grupo de colegialas saltó a la línea del metro, tomadas de
la mano. Solo sobrevivió una, ella.
—Desde entonces mi vida carece de sucesos propios. Paso
de una mente a otra como el personaje de un cuento que cada lector
recrea a su antojo. Pero soy buena descifrando laberintos. Toma mi
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mano, te sacaré de este.
Mientras me habla, advierto que Mitsuko carece de dientes.
Y ahora tampoco hay globos oculares en las órbitas de sus ojos. Me
veo otando bocabajo entre las burbujas magenta del jacuzzi. Una
parte de mí concluye que Adolfo no existe. Me levanto, espantada.
Truena. El viento azota el ramaje de los cerezos, barre las hojas jun-
to al camino. El jardín se oscurece, súbitamente cae un fuerte agua-
cero. Tomo la pañoleta y empiezo a correr hacia cualquier parte.
Sé que Mitsuko, inmóvil, me sigue con su mirada hueca. Mientras
me pierdo por los senderos del parque regreso al vagón del tren
en Tokio. Me veo a mí misma bajarme en la estación de Shinjuku,
quizá voy para el Jardín Nacional, uno de mis destinos preferidos
en la ciudad. Llego al hotel, el recepcionista hace una amable venia
al verme, usa un anacrónico bastón con mango de plata. Me pre-
gunto dónde podré estar entonces, si no voy rumbo a la habitación.
Suena mi teléfono. Es Adolfo. Dice que ya terminó su reunión, me
propone encontrarnos en los jardines Koshikawa. Me indica cómo
llegar en el metro. Acepto, aunque me duele un poco el tobillo. Lo
comparo con el tallo surado de una copa. Él se ríe. Seguro aquél
paso en falso la semana pasada, mientras trotaba en el parque de
Kioto, explico. Algo me dice acerca del clima, pero sus palabras se
desdibujan en un ruido de turbinas. La comunicación empieza a
fallar. Luego se corta.
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El director del taller
Jairo Andrade Cali, 1971. Fue segundo premio en el concurso Narrativa Joven (Alcaldía
de Cali, 1989), Primer Premio en el concurso de cuento IDCT (Bogotá,
1999), primer nalista en el Concurso Nacional de Novela Corta Uni-
versidad Central (Bogotá, 2009 y 2010), segundo premio en el Concurso
Nacional de Cuento Universidad Central (Bogotá, 2010) y nalista en el
concurso de cuento homenaje a Clarice Lispector del Instituto Brasil - Co-
lombia (Bogotá, 2011). Ha sido director de talleres y jurado de concursosliterarios en diversas universidades, y en el Concurso Nacional de Cuento
RCN - Ministerio de Educación desde 2007. Dirige el Taller Virtual de
Escritores desde 2009, y el Club de Literatura de la Fundación Gilberto
Alzate Avendaño desde 2002.
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Índice
Página
Presentación 5
Nota introductoria 7
Parte 1: Versos
A la carta – Simplemente 15
Llanto por el alma de un poeta muerto 17
La mujer del pescador – La muerte no es una mujer 22
Hagamos una esta 23
Errante Li-Po 25
Caminando de nuevo con la lluvia 26
Apquyquy bchuesuca
Parte 2: Obra en proceso
Fragmento del libro de cuento idilios 33
Mi noche se ha reusado 41Fragmento de la novela Los continuos en or 46
A dos días de camino 56
Flash, té ash 59
Parte 3: Cuento Argumento en mi defensa 65
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Un chapuzón 69
Dos igual a uno 70
Motor inmóvil 74
Inhumanidad 77
Premonición 80
Ernestina París 83
La multiplicación de Ana 89
Claro de luna 92
El club de los aburridos 96
Tus manos entre las mías 100
Tras los barrotes de las letras 104
Last train to Nemocón 107
Dominó 112
El retorno de las hermanas de Jantipa 120
Epístolas para un pasado 134
Texto del director de taller
Pasos en falso 149
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