complementariedad y mutua interdependencia de las distintas teorÍas fundamentadoras del principio
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COMPLEMENTARIEDAD Y MUTUA
INTERDEPENDENCIA DE LAS DISTINTAS TEORÍAS
FUNDAMENTADORAS DEL PRINCIPIO DE
LEGALIDAD
Tal y como indicábamos en la introducción del presente
estudio, el análisis de las distintas teorías que sobre el
origen del Principio de Legalidad han tenido lugar en los
últimos siglos puede ayudarnos a entender la relevancia del
mismo de cara a su adopción por los distintos
ordenamientos jurídicos.
La explicación sobre el por qué se instrumentaliza la ley
desde distintas ópticas nos pone de manifiesto, por otra
parte, el sentido que para cada científico tiene el Principio
de Legalidad. No debemos olvidar que la concepción de la
misma ley puede condicionar el fundamento que de la
misma podamos encontrar. En efecto: la ley es orden, es un
límite a respetar tanto por poderes públicos como por los
particulares; la ley es la base de una estructura piramidal
invertida (junto con las Constituciones o las normas
fundamentales de cada estado)i[xvii], principio jerárquico
de legislación de la que emanan las distintas normas de
desarrollo o aplicación pormenorizada de la misma; la
norma legal es expresión de la racionalidad humana; es el
reflejo de la sociedad en la que tiene lugar, constituyendo,
en el ámbito penal, la prohibición; la ley es, además de todo
ello, la protección del ciudadanos, su primera garantía
jurídica ante el estado, la sociedad y el resto de sujetos del
estado en el que vive.
En función de todas estas posibilidades, sería imposible
hablar de un solo fundamento de la legalidad, sino que más
bien habría que considerar la posibilidad de una multitud de
justificaciones de su existencia con, quizás, un distinto peso
específico sobre el resultado final.
De cualquier manera que enfoquemos la cuestión, lo cierto
es que la polémica no es en balde. La ley se ha convertido
en el Derecho actual en la pieza angular del sistema jurídico
y político, mucho más con la progresiva consagración del
Estado de Derecho durante los dos últimos siglosii[xviii].
Pero, ¿de qué ley hablamos? Evidentemente, como ya
hemos señalado a lo largo de la presente investigación en
varias ocasiones, hemos pretendido centrarnos en la norma
penal, dado el ámbito material de la misma, así como las
especiales características de la misma en cuanto a su
creación y a su aplicación. La cuestión que suscitamos
ahora es la de qué partimos para hablar de la ley, qué
sociedad y que estado es el que recibe esta norma y bajo
qué circunstancias. Suscitar en este momento esta cuestión
puede parecer arriesgado, pero resulta imprescindible para
obtener unas conclusiones sobre la cuestión que hemos
abordado. Y ello es así porque circunscribimos la cuestión
de la fundamentación de la ley, del Principio, a nuestro
ámbito jurídico y político, lo que nos otorgará una visión
exclusiva del mismo, con una concepto de ley y de
legalidad propio de nuestro sistema, de nuestro entorno.
Indicamos esto dado que nuestro ordenamiento jurídico se
basa en el Estado de Derecho y, sin él, no podríamos
entender la problemática que suscitamos ni las soluciones
que podamos aportar a la misma.
Básicamente, la estructura del Estado de Derecho parte de
una triple dimensión: por una parte, el Imperio de la Ley ,
donde la ley planea sobre todas las instituciones del estado,
sometiéndose éstas a aquélla; por otra parte, un principio
puramente político, cual es el principio de Separación de
Poderes, que distribuye las distintas formas de ejercer el
poder en una estructura estatal tal y como hoy la
concebimos; por último, el reconocimiento de derechos y
libertades a los ciudadanosiii[xix], lo que les otorga una
serie de garantías a la hora de desarrollar su vida individual
y social alejada, al menos en principio, de injerencias
i[xvii] No olvidemos que la Constitución de cualquier estado es una ley del mismo que por su contenido específico y por su modo de aprobación tiene un carácter especial. Así, la Ley Fundamental de Bonn de 1949 en la entonces República Federal Alemana, hoy día extendida a todo el territorio Alemán unificado. Al respecto, consultar Gavara de Cara, C.: Derechos Fundamentales y Desarrollo Legislativo: la garantía del contenido esencial d los derechos fundamentales en la Ley Fundamental de Bonn. Madrid. 1994.
ii[xviii] Kelsen, H.: Compendio de Teoría ... . Pág. 195; del mismo autor, Teoría pura ... . Pp. 33 ss; con un carácter más general, Legaz y Lacambra, L.: El Estado de Derecho en la actualidad: una aportación a la Teoría de la Juridicidad. Madrid. 1934.
iii[xix] En este sentido, la bibliografía es muy extensa. Citamos, como ejemplo, a Estruch, J. et al.: Los Derechos del Ciudadano. Barcelona.1994; Grases, P.: Los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Caracas. 1959; Jellineck, G. et al.: Orígenes de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano. Traducción de González de Amuchástegui, J.. Madrid. 1984.
externas, así como la posibilidad de participar en la vida del
estado mismo. Junto a estos pilares básicos, no podemos
olvidar el carácter democrático del mismo, sobre todo a
partir del siglo XX, que otorga canales de participación y
posibilita el ejercicio de los derechos y libertades que se
reconocen por el Estado de Derecho.
De lo anteriormente expuesto, podemos sacar una
conclusión clara: el Principio de Legalidad, hoy día, es un
elemento esencial del Estado de Derecho, un instrumento
puramente jurídico con proyección política desde el mismo
instante en el que el estado opta por el mismo para
configurar su estructura básica. De esta manera, la
fundamentación de la ley parte de su necesidad para el
estado en el que nos encontramos, del control que supone
para los distintos ámbitos de poder de un estado, de la
habilitación que en sí es para los ciudadanos y para los
mismos poderesiv[xx].
Pero no debemos detenernos aquí. La inclusión del Principio
de Legalidad como uno de las bases del Estado de Derecho
responde a la confianza que los teóricos del mismo tenían
en esta figura jurídica y el objeto de esta investigación en
iv[xx] Esta habilitación a la que hacemos referencia, puede entenderse en un doble sentido: por una parte, en sentido positivo, como sería en derecho administrativo, en el que se determinan los cauces de actuación tanto de los ciudadanos (ante la adminisración, en el campo de las propiedades públicas, ...) como de la propia administración (procedimiento administrativo, formación de la voluntad de los órganos colegiados, ... ); en otro sentido, en el negativo, porque determina aquellas acciones que no debemos llevar a cabo o que están prohibidas, destacando el derecho penal en este campo sobre el resto de leyes y normas restrictivas de derechos.
ello en lo que pretendía incidir. Así, ¿por qué esta
confianza?
Partiendo de la necesidad de la ley para el modelo de
estado que hemos adoptado y de la aceptación de la misma
de forma indubitada, la mejor justificación que de la misma
podemos hacer, a la luz de todo lo ya expuesto, parte de
una visión integradora de las distintas perspectivas desde
las que hemos enfocado la cuestión.
Un claro ejemplo de lo que hemos señalado más arriba
puede ser la Definición Democrática de los Delitos. En
efecto, la opción legal resulta fruto, bajo este análisis, del
consenso social aducido por los representantes del pueblo,
que determinan las conductas delictivas en función de una
habilitación dispensada por el común de la sociedad. El
alejamiento del poder absoluto en este aspecto se traduce
de dos modos: por una parte, a través de la representación
que ostentan del pueblo a nivel parlamentario y su
traducción en la configuración normativa; por otra, por la
elección que hacen de la ley en su acepción más formalista,
aquélla en la que la norma se convierte en defensa de la
sociedad ante posibles arbitrariedades del poder
establecido. Esta última es, a su vez, una de las
justificaciones de la separación de poderes, la
independencia de la legislación, en su producción, respecto
de sus aplicadores como garantía para el individuo y la
sociedad. Y esta es otra de parte de la justificación del
principio de legalidad: la Protección del Individuo.
La protección individual tiene en la ley su principal garante,
pero precisa de una técnica jurídica específica para que sea
efectiva su amparo. Esta es precisamente una nota
diferenciadora respecto a al Definición Democrática de los
delitos y que la hacía especialmente vulnerable en este
sentido. La existencia de normas que definan el
ordenamiento jurídico de un estado no implica, en sí mismo,
que estas hayan de ser leyes ni que haya de respetarse el
Principio de Legalidad. La Definición Democrática de los
delitos exigía normas consensuadas, emanadas de un
parlamento representativo e independiente del resto de
poderes del estado. La protección individual exige que esta
norma tenga unas determinadas características internas
(no sólo externas) a través de las cuales se consiga una
protección eficaz. Tanto por su procedimiento de
elaboración como por sus trámites de aprobación, tanto por
su contenido como por las consecuencias del mismo (penas
privativas de libertad o restrictivas de derechos), resulta
una norma cualificada. Además, la materia que regula, la
forma en que lo hace y el fin que se le encomienda
(protección de derechos y libertades), precisa una norma en
la que la jerarquía respecto del resto del sistema no pueda
acceder a ella para derogarla si no es desde el propio
parlamento. Ambas fundamentaciones se complementan
entre sí, otorgándole una lo que le falta a la otra.
De cualquier modo, la exigencia legal se cumple desde el
instante en que la norma emana del parlamento (dada su
función legisladora). Pero la configuración de la misma y la
determinación de los requisitos que la misma haya de
portar nos vendrán dados por la materia que regule,
exigiéndose una técnica determinada en función de la
sensibilidad del campo en el que actúe.
Quizás la postura que menos nos pueda convencer a
efectos de justificación del Principio de Legalidad sea la que
sostiene el apartado sobre la Seguridad Jurídica. Pero sólo a
efectos justificativos. No hay por nuestra parte una
negación de la realidad de las afirmaciones vertidas, pero
su utilidad en este campo no nos parece en sí misma
fundamentadora, sino más bien instrumental. Es decir, no
justifica la existencia del Principio de Legalidad, el
tratamiento legislativo de determinadas materias y el por
qué del mismo, sino que examina la legalidad en un orden
práctico-jurídico más que en una base conceptual.
No obstante ello, sacamos un par de elementos a nuestro
juicio muy útiles a los efectos que nos ocupan. Por un lado,
la relación de la ley con la seguridad jurídica. Si
pretendemos un estado en el que su ordenamientos jurídico
parta de un principio de plenitud y arroje el menor número
posibles de disfunciones (puntuales o estructurales) e
inseguridades jurídicas, la ley se convierte en una pieza
angular del mismo, dado el ánimo de perdurabilidad
relativa que emana de la misma. Por otra parte, la
regulación legal del ámbito penal aconseja (obliga, más
bien) que la técnica legislativa a emplear, como hemos
repetido en varias ocasiones, no permita fisuras: mientras
más cerrado sean los supuestos y más claras las
consecuencias, menos lugar a errores funcionales.
También destacamos la referencia hecha a las distintas
consecuencias que de la aplicación de la misma puedan
derivarsev[xxi].
Precisamente la alternativa que se nos ofrece a la hora de
actuar es la base de una justificación del Principio de
Legalidad a través del Principio de Culpabilidad. Más bien,
consistiría en que la ley recoja las acciones que
consideramos condenables o sancionables debido a que la
actuación de los individuos es libre, pudiendo elegir otra
opción antes de la que resulte una comisión de un delito
previamente tipificado. La tipificación de la conducta, así
como los extremos de la misma, es lo que exige la
existencia de una ley que lo regule. Y decimos una ley
expresamente porque refleja, una serie de circunstancias
que la hacen idónea para regular el ámbito penal.
Recapitulando, la ley emana del pueblo a través de sus
representantes reunidos en un parlamento, y es éste y sólo
éste el que puede hacerlo. La ley a la que nos referimos
debe proteger a todos los componentes de la sociedad,
incluido el infractor, y para ello reviste una forma
v[xxi] La pena a imponer por la comisión de un delito cumple una doble función preventiva: por una parte, la Prevención General, destinada a todos los ciudadanos; por otra, los efectos de Prevención Especial, que actúan preferentemente sobre el delincuente. En este sentido, Mapelli Caffarena, B. y Terradillos Basoco, J.: Las Consecuencias Jurídicas ... . Pp. 43-44; Mir Puig, S.: Derecho Penal: parte general. 5ª Ed.. Pp. 49 ss.. Barcelona. 1999.
determinada y contempla una conducta individualizable,
diferenciada de cualquier otra y expresamente considerada
como punible en el momento de su comisión. Nos aporta
seguridad jurídica, de forma que nuestro ordenamientos
jurídico sale beneficiado de su existencia y, con él, nosotros
como usuarios y destinatarios del mismo.
Pues bien, la base de esa regulación es una conducta
determinada y determinable que un sujetovi[xxii] lleva a
cabo y que implica una serie de consecuencias negativas
para un tercero o para la sociedad en su conjuntovii[xxiii]. La
comisión del acto precisa un grado de culpabilidad que
aleje la fortuitidad del mismo, debiéndose tanto el hecho
como sus consecuencias a la acción del actor. En ello radica
el Principio de Culpabilidad en la acción y, como vimos en el
capítulo anterior, esa es la base de la Legalidad misma para
muchos autores. El infractor eligió el camino que iba a
seguir y de su elección se derivaron una serie de
consecuencias, entre las que la primera es la antijuridicidad
de su acción. Actuó contra el mandato de la ley, contra la
prohibición en ella contenida y es la ley la que calcula la
reacción que ante la misma debe producirse.
vi[xxii] Muñoz Conde, F. y García Arán, M.: Derecho Penal: parte especial. Valencia.1996. Incluso en los delitos de tipo societario, responde el administrador o asimilado de la entidad por las responsabilidades penales que aparezcan (Pp. 457-458).
vii[xxiii] El daño que en una sociedad se produzca contra uno de sus componentes lo es también para su conjunto. La debilitación que supone para la sociedad el acto antijurídico es uno de los fundamentos del derecho punitivo en su acepeción más amplia (penal,administrativo,...).
Del mismo modo, a través de la ley es como establecemos
qué acción es la inadecuada en la sociedad y, además,
merecedora de sanción, de forma que las más dañinas son
las contempladas y definidas por la misma en toda su
extensión objetiva. Un delito debe estar contemplada en la
ley para ser considerado como tal. Luego es la legalidad la
que determina qué es delito y qué no lo es. Y la base para
llevar a cabo esta determinación, esta división entre lo
prohibido penalmente y la generalidad de lo permitido
parte, por un lado, del perjuicio que reciba la sociedad y, de
otro lado, de la culpabilidad que apreciemos en el actor. La
definición de la misma, por tanto, es establecida por la ley y
sólo por ella, resultando a la vez el fundamento y uno de los
objetivos de la misma.
No olvidemos, de cualquier modo, de donde proviene la ley
que estamos tratando en este estudio. Con ello, podemos
concluir que el establecimiento de un sistema legal de
definición de delitos, en último término, lo hace la propia
sociedad. Y su base para hacerlo es la culpabilidad del
sujeto infractor, lo cual sólo puede determinarse a través
del Principio de Legalidad.
Pero la determinación de las conductas sancionable nos
lleva también a una cuestión elemental en la
fundamentación de la Legalidad: la separación entre la
Moral y el Derecho. En efecto, como vimos anteriormente,
la ley puede partir de la idea de que la desvaloración social
de una conducta responde a una serie de criterios morales
imperantes, pero sólo el Catálogo contenido en una norma
con rango legal le otorga consecuencias jurídicas negativas
al autor de esas conductas. Dicho de otro modo, será delito
aquello que se establezca en una ley con tal carácter. Y la
principal consecuencia de dicho principio es que si una
conducta no aparece recogido en una ley como acción
delictiva, ilícita, esta no lo será y, por ello, será
perfectamente posible llevarla a cabo sin miedo a
represalias jurídicas por parte del estadoviii[xxiv].
En definitiva, lo que esta teoría nos viene a decir es que no
importa que una acción sea reprochable para una sociedad.
Precisaría su plasmación en una norma legal para
constituirse en delito, estableciéndose de esta forma una
frontera entre el plano de la moral y el derecho cuya
frontera resulta del mismo Principio de Legalidad. La
desvaloración de una conducta (o de más de una) por parte
de una sociedad queda en el plano de la moral, pero no
tiene forzosamente trascendencia en el mundo jurídico. Una
sociedad habrá de catalogar aquellas conductas con
implicaciones en el ámbito externo a la persona y que
resulten especialmente perjudiciales para terceros o para la
sociedad en su conjunto, a través de las instancias jurídico-
políticas de decisión y representación creadas al efecto,
para que la acción tenga, a partir de ese momento,
relevancia jurídico-penal.
viii[xxiv] Tanto en lo referido a Principio de Legalidad como a la Irretroactividad de la norma sancionadora, por todos, Mir Puig, S.: Derecho Penal ... . Pp. 77 ss..
El temor a la relevancia de la moral es bastante
significativo en el mundo del derecho cuando este es
empleado como bandera justificadora de la reacción estatal
en defensa de la sociedad. Trazar una línea más o menos
regular entre la moral y el derecho se hace básico para
separar ambos campos y que las acciones tengan una
consecuencia jurídica sólo cuando así esta legalmente
establecido.
Pero la mayor dificultad que entraña esta cuestión es que,
en una sociedad determinada, prácticamente todo lo que se
produce en ella tiene una base moral, parte de unos
criterios valorativos más o menos consensuados. De hecho,
la misma elección que el Estado de Derecho hace a favor
del Principio de Legalidad puede considerarse como una
opción moral, una decisión extrajurídica que pretende
mejorar el ordenamiento jurídico de un determinado estado
a través de la elección de mecanismos jurídicos que lo
mejoren. Posiblemente, la apuesta de una sociedad por el
mismo Estado de Derecho como sistema socio-político de
gobierno y convivencia, en sí mismo, sea una opción moral.
Esto es lo que hace que dicha separación sea siempre
bastante relativa. Sin lugar a dudas, el Principio de
Legalidad supone un freno a la reacción no
institucionalizada, a la consecuencia no jurídica, al Imperio
de la Moral . Pero lo que más bien hace es constituir el
inicio del mundo del derecho, del reconocimiento de las
repercusiones que una determinada acción va a tener
frente a los demás en el ámbito penal. Esta es su principal
relevancia. Esta es, desde esta óptica, su fundamentación.
Realmente, con la fundamentación del Principio de
Legalidad en la separación entre la Moral y el Derecho, lo
que se está apostando es por la positivación de las
conductas, por el alejamiento de los criterios vagos o
indeterminados y el peligro que los mismos implican para la
seguridad jurídica de un estado. La eliminación de criterios
valorativos externos al derecho es lo que motiva y
fundamenta; la huída de consideraciones morales, éticas,
religiosas o iusnaturalistas que provoquen situaciones de
inseguridad jurídica. No es la condena al dichos criterios en
sí mismos, sino evitar las consecuencias que la inclusión de
las mismas han tenido en el Derecho a lo largo de la
historiaix[xxv] lo que quizás fuerza esta búsqueda de la
separación entre una y otra instancia y el papel que se le
asigna a la ley en dicho asunto.
Una cuestión básica en cuanto a la posibilidad de que la ley
sea un límite entre la Moral y el Derecho es el carácter
garantista que aporta la legalidad al Ordenamiento Jurídico.
La constitución de las conductas a través de la ley nos
permite, por un lado, sólo tener en cuenta a los efectos
ix[xxv] Sirvan como ejemplos los Códigos Penales Alemán y Soviético de 1934 y 1926, respectivamente. Respecto del Código Penal Soviético de 1926, Radbruch califica su concepción como de “Derecho Penal Terrorista”, donde el texto legal autocalifica como una “... suprema medida de protección social” el establecimiento, en su articulado, de una cláusula que permitía la intervención (el término es nuestro) respecto de personas que “... por su conexión con el medio criminoso o por sus antecedentes signifiquen un peligro” (Art. 1). Filosofía del Derecho. Pp. 219.
punitivos aquellas acciones que así se hayan establecido
previamente, quedando el resto de acciones fuera de este
campo y, por lo tanto, irrelevantes para el Derecho Penal;
por otro lado, podemos establecer un sistema a través del
cual esta regulación se lleve a cabo de forma exhaustiva,
taxativa, claramente diferenciada de otras conductas
similares (que no iguales), definidas legalmente y sin
reenvíos a parámetros extrajurídicos o normas de rango
inferior a la ley. Las posibilidades que abre en este campo
la exigencia legal son enormes en cuanto a la protección de
derechos y libertades en la sociedad, tanto individuales
como colectivos. Remitir a una ley que parte de una
instancia representativa y con un proceso de elaboración
establecido a estos efectos siempre suponen una garantía
jurídica fundamental en el ámbito penal.
CONCLUSIONES
Una perspectiva integradora en la fundamentación del
Principio de Legalidad no puede, en absoluto, hacer todas
las teorías suyas, pero sí extraer de algunas de ellas, los
elementos que considere justificadores de la existencia de
dicho principio. Una crítica general a una determinada
opinión no implica de ningún modo el rechazo de la misma,
aunque puede ser que su perspectiva nos sea útil en otro
sentido al expuesto por sus defensores. Observar y
considerar las opciones que nos ofrece un determinado
enfoque es lo que hace madurar una postura ante una
cuestión que se nos ofrezca.
Para nosotros, el Principio de Legalidad aparece como una
pieza básica (lo hemos repetido a largo de este estudio) del
Estado de Derechox[xxvi], como un elemento de enorme
trascendencia tanto a nivel formal como material y que, en
sí mismo, otorga un nivel de credibilidad considerable a una
sociedad, a un estado, a un ordenamiento jurídico. Pero es
la justificación del mismo la que realmente lo hace acreedor
de dicha consideración.
La fundamentación del Principio de Legalidad, a nuestro
entender, pasa por la aceptación del propio Estado de
Derecho. El Estado de Derecho no se entiende sin el
Principio de Legalidad ni, a su vez, éste alcanzaría la
dimensión que hoy día presenta si no se encuadrara en un
modelo de estado que prime la legalidad como expresión
máxima de su propia estructura. Del mismo modo, la ley
alcanza, conjugando dos conceptos indivisiblemente unidos,
cuales son Estado de Derecho y Democracia, una acepción
íntimamente conectada con la expresión popular de
gobierno. Un análisis de la ley como reguladora de
actividades humanas nos entrega rápidamente a esta
acepción en cuanto la figura del Estado de Derecho
proyecte su sombra sobre la norma. Pero no sólo tiene un
x[xxvi] Estévez Araujo, J. A.: La Crisis del Estado de Derecho Liberal: Schmitt en Weimar. 1ª Ed. Pp. 79 ss.. Barcelona. 1989; Kelsen, H.: Compendio de Teoría ... . Pp. 194 ss.; Mir Puig, S.: Derecho Penal ... . Pp. 75 ss..
fundamento democrático, sino también democratizador de
la sociedad en la que se asienta.
Hablar de legalidad y, aún más, de regulación de conductas
con trascendencia penal, nos hace viajar inmediatamente a
la base de cualquier sociedad, que es el pueblo. El
destinatario de la ley, en un Estado de Derecho, es quien va
a decidir, a través de los mecanismos al efecto establecidos
(normalmente de carácter representativo), cuáles van a ser
las conductas que resulta conveniente sancionar y, por
ende, prohibir en sociedad. Y esta decisión,
indudablemente, tiene una base democrática. Pero el hecho
de que esta decisión no sea única, sino que se produzca en
un continuo legislativo, que se adapta a nuevas
circunstancias y deshecha otras por obsoletas, conlleva un
efecto democratizador en el que la ley se revela como una
tarea de todos que exige una constante definición. Y serán
los ciudadanos, directamente o a través de sus
representantes, los encargados de esta tarea.
Como vimos más arriba, esta tarea tiene un argumento
fundamental respecto del Principio de Legalidad, y es el
hecho de que el encargado de la producción legislativa es,
básicamente, el legislador, para lo que se exige una plena
separación de poderes en el sentido indicado por la
Definición Democrática de los delitosxi[xxvii]. La ley
xi[xxvii] Lucas Verdú, P. y Murillo de la Cueva, P. L.: Manual de Derecho Político. 3ª Ed.. Pp. 175-193. Madrid.1994; así mismo, Mahrenholz, E. G. en Constitución y Ley. Acerca de la relación entre Poder Judicial y Poder Político, capítulo del compendio de López Pina, A. División de Poderes e Interpretación. Pp. 68 ss.. Madrid. 1987.
proviene de una instancia distinta de quien ha de juzgar la
acción y, del mismo modo, distinta del poder ejecutivo del
estado, necesariamente ajeno a la producción legislativa
penal por razones de clara limitación de atribuciones en pos
de protección de los ciudadanos, así de por la propia
Seguridad Jurídica. Y esta exigencia de división de poderes
con fines tendentes a evitar la acumulación de las
potestades con el riesgo implícito de posibles
arbitrariedades o excesos por parte del ejecutivo o el
judicial el que justifica la existencia de un poder legislativo
independiente. Base del Estado de Derecho.
Pero aludimos a una cuestión más: la protección de los
individuos. En efecto, la aceptación de la separación de
poderes propia del Estado de Derecho y la exigencia del
Principio de Legalidad tiene un fin común, cual es la
protección individual del ciudadano frente al estado y frente
a otros miembros de la sociedad. La ley penal establece
cuales serán sus derechos y libertades, de forma negativa o
positiva, por inclusión o por omisión. Si no se refleja en la
norma sancionadora como tal, es lícito realizarlo. O por
mejor decir, sólo deberemos declinar de realizar una acción
cuando ésta esté recogida en una ley penal. De esta forma,
el estado no podrá reprocharnos ninguna acción que
desarrollemos si no es mediante una habilitación legal,
ahuyentando así el fantasma de la intervención de los
poderes públicos en la esfera privada o pública, cuando no
esté prohibido. El histórico temor a la discreccionalidad del
poder establecido comienza a ceder a través del Estado de
Derecho y, como no, del Principio de Legalidad. Así mismo,
en caso que un tercero perturbara nuestras libertades,
nuestros derechos, nuestras facultades públicas o privadas
y esta acción se halle tipificada, podremos hacer valer esta
situación como medio de defensa, reclamando la acción de
los poderes (como servicio público que son) al respecto y
para restablecer la situación a su origen. Nuestra defensa,
nuestra protección, como fundamento de la ley.
La acción que se encuentre tipificada en la norma penal
refleja una serie de exigencias en su configuración,
exigencias de corte técnico al respecto de su complejidad
como norma, entre las que cabe citar requisitos de corte
garantista, como sería la perfecta definición de la conducta,
la prohibición de la extensión del supuesto contenido en el
tipo a otras acciones distintas, etc. ... . También tendremos
que responder ante condicionantes de protección de la
Seguridad Jurídica, como es el mismo Principio de
Irretroactividad, por ejemplo. Pero hay una exigencia que se
hace fundamental a la hora de confeccionar un presupuesto
legal y que, en este caso, justifica la existencia de la ley
misma: el Principio de Culpabilidad. No estamos hablando
ya de un requisito garantista para los ciudadanos (que sin
duda lo es) o de un elemento de ingeniería jurídica que
responde a necesidades de la estructura del Estado de
Derecho (que evidentemente, también lo es). Nos referimos
a la base de la conducta, de la tipificación de la misma, de
su inclusión dentro del catálogo de acciones al que nos
hemos referido a lo largo de esta investigación. La ley
determina cuál es el delito partiendo de la culpabilidad del
actor, estableciendo la misma como inicio de la acción que
posteriormente se ejecuta, de la materialidad exigible a la
misma. Hemos realizado una conducta que genera un
resultado actuando, cuando menos, culposamente.
Una determinación de la culpabilidad, del hecho
desvalorado socialmente y que el sujeto ejecuta libremente
(aunque este extremo nos suscite las dudas y reservas
antes expuestas) exige su determinación a través de la ley.
Será ésta la que establezca cuando una acción reviste estas
características, cuando juzgamos una actuación culposa,
cuando nuestros actos tienen dicha relevancia jurídica. No
es el enjuiciamiento de nuestra voluntad (algo que, además
de imposible, resultaría absolutamente contraproducente),
sino la constitución del hecho ilícito mismo a través de su
regulación legal. Y esta regulación proviene del
establecimiento del Principio de Culpabilidad con el que el
legislador habrá de contar a la hora de confeccionar la Ley
penal.
Sólo nos quedaría hacer referencia a una cuestión más. La
ley tiene un último fundamento en la precisión del término
jurídico: determinar qué entra dentro del ámbito del
Derecho y que queda fuera de él (lo que no quiere decir que
no tenga influencia en el mismo). Será la ley penal la que
establezca qué conductas, como ya hemos dicho, son
penalmente relevantes basándose en criterios objetivos de
perjuicios públicos, daños a terceros, acciones socialmente
dañinas, que revistan tal trascendencia que merezcan una
reacción por parte de los poderes para evitarlas. Separar
estas conductas de cualquiera otra que no revista tal
carácter, pese a que puedan ser, incluso, socialmente
rechazables en función de la moral imperante se convierte
en todo un fundamento para la ley misma. Deslindar las
órbitas del Derecho y la Moral en cuanto, al menos, a sus
procedimientos y consecuencias (sobre todo, las jurídicas),
es otra de las titánicas tareas que pueden, desde nuestra
perspectiva, fundamentar el Principio de Legalidad.En
definitiva, proponemos una ley cuyo fundamento se base
en criterios democráticos y democratizadores de
participación ciudadana, enmarcada en el ámbito del
Estado de Derecho, de corte proteccionista para el
individuo para lo que, además, precisaría el conocimiento
general de la sociedad que la reciba (lo más general
posible)xii[xxviii], guiada por criterios de culpabilidad en la
acción del sujeto y ajena a condicionamientos objetivos en
cuanto a la misma y que deslinde, con la mayor precisión
posible, el campo de las consecuencias jurídicas, del
derecho mismo, de cualquier otro que pretenda establecer
juicios y consecuencias sobre la conducta de los hombres.
xii[xxviii] Beccaria, C.: De los Delitos ... . Una norma, para ser general, precisa ser comprensible para la colectividad destinataria (Pág. 79).
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