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Agosto 2016Revista de articulos punzocortantes

El cartón filoso...

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Agosto 2016Revista de articulos punzocortantes

El afilador, oficio que se resiste al tiempoA sus casi 51 años, para Rafael Zamudio “rodar” por calles de las colonias Centro, Guerrero y Buenavista a bordo de su bicicleta para dar filo a utensilios y herramientas, sigue siendo el tra-bajo “más dignificante” que pudo haber tenido.

Con su trabajo por cuenta propia, afilando cuchil-los, tijeras o herramientas varias da vida a un ofi-cio que va en desuso y obtiene el ingreso con el que busca mejorar sus condiciones de vida.

“Estudie hasta quinto de primaria, pero no me fui de vago como mis amigos, preferí trabajar. Fui albañil, cargador, hasta de jardinero le hice, pero después conocí a un amigo de la Mer-ced que me enseñó a darle filo a los cuchillos, ti-jeras, palas y ma-chetes”, recuerda en entrevista para Notimex.

Con su bicicleta y a la mano silbato con el que despliega las inconfundibles notas, desde hace 20 años recorre calles y mercados para afilar herramientas utilizadas en el hogar y negocios, principalmente de cocina.

Inicia su labor a las 09:00 de la mañana y termina entre las 17:00 y 18:00 horas. Or-gulloso, comenta que ha llegado a afilar hasta ocho cuchillos al día y por cada uno co-bra entre 15 y 20 pesos, según el tamaño.

“Lo que más se afila es el cuchillo, tam-bién las tijeras en los mercados, pero los cuchillos es lo que más afilo”.

En su labor no hay un contrato de por medio que le garantice un ingreso fijo, ni acceso a las prestaciones sociales que sí recibe un trabajador asalariado.

Su oficio, que al igual que otros como el de or-ganillero, zapatero, mecanógrafo o relojero, se ha visto afectado con la llegada de la mod-ernidad y la globalización, está a punto de ex-tinguirse de no ser por personas que, como él, mantienen la “tradición” a pesar de los cambios.

Su bicicleta está provista de una estructu-ra plegable sobre la que eleva la llanta tras-era para poder pedalear sin desplazarse. Así, hace girar su rueda y rotar la piedra de esmer-il con la que desgasta una orilla de los objetos metálicos que cada vez “son de menos calidad”.

Ya no son como antes que eran de verdadero

acero -afirma Don Rafa-, ahora son

más delgados, como de papel y si se “amel-

lan” es más fá-cil tirarlos que

volverlos a afilar. “Por eso casi no hay trabajo,

más que con las señoras que tienen sus buenos utensilios, o en los mercados”.

El próximo miércoles, para él será un día normal, de recorrer calles haciendo sonar el silbato que identifica sus servicios; mientras millones de tra-bajadores, tanto en el país como en diferentes par-tes del mundo, conmemorarán el Día del Trabajo con marchas y actos para reivindicar derechos.

“Pues está bien que celebren marchando, pero para mí es como cualquier otro día, sigo traba-jando. Sólo cuando estoy mal, o cuando ya no pueda, ya no saldré. La mejor forma de celebrar el día es trabajando”, considera desde “su trinchera”.

Rafael Romero

Este, nuestro primer número, está forma-do por verdaderas proezas de la men-te y de la memoria. En un esfuerzo por ofrecer un panorama claro del mundo del acero y los instrumentos punzocor-tantes, hemos creado un producto ed-itorial que pretende rebasar las meras expectativas de un tiempo humano: quiere trascender y ser recordado como el corte profundo del acero en la piel.Hemos trabajado en una colección de textos que promete ser un inventar-io futuro para los números próximos. El arte del cuchillo, las espadas, los cuchilleros y los afiladores. Todo con-fluye en esta primera prueba que sólo estará completa hasta pasar por sus ojos querido lector: es usted el ob-jetivo de todos nuestros esfuerzosEsperamos que así como nosotros disfrutamos de su hechura, disfrute usted de sus textos y su diseño. Todo está planeado para herir la mente y quedarse ahí colgado, como una profunda cicatriz de posibilidades.Disfrute su lectura y haga esta publicación suya.

LOS EDITORES

Editorial

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El arte del cuchillo

El arte del cuchillo es un sistema que forma parte de una de las doce categorías del arte del kali: la cuarta, denominada baraw-baraw. En tiempos antiguos, el trabajo más avan-zado era reservado exclusivamente a aquellos que habían demostrado su destreza en el uso del palo. Los an-tiguos maestros se dieron cuenta entonces, que los principios de movimiento con los palos pueden ser aplicados a los cuchillos.

Debido a estas consideraciones tendremos que recortar los movimientos al extrapo-lar las técnicas al cuchillo: la habilidad y el conocimien-to en el manejo del cuchillo pueden llegar a ser la diferen-cia entre la vida y la muerte.

Siendo realistas, incluso sien-do un experto en el manejo del cuchillo en un entrenamien-to real, la posibilidad de salir sin ningún rasguño es de cero. Para comprobar esto sólo hay que hacer un pequeño ejercicio: coger dos rotuladores como si fueran cuchillos y hacer un com-bate; hay que procurar hacerlo en pantalón corto y una vez finalizado se descubrirán las marcas en el cuerpo.

Existen básicamente dos formas de em-puñar un cuchillo (con la hoja hacia arriba y con la hoja hacia abajo). Las posibilidades de mov-imiento son infinitas: hay tres tipos de ataque que pueden efectuarse sobre el patrón de movimiento (cortar, clavar, golpear). Combina-

ciones múltiples sobre los tres tipos de ataque se pueden realizar de forma fluida sobre un oponente usando este patrón de movimiento.

En el entrenamiento con cuchillo encon-traremos distintos ángulos de ataque

y defensa, debemos familiarizarnos con ellos y posteriormente mezclar-

los con ataques de puño y patadas bajas, puesto que el combate no debe estar limitado únicamente al cuchillo, ya que si no estaría-mos psicológicamente en des-ventaja, pues el que piensa sólo en el cuchillo olvidará las demás armas como puños y patadas.

Una vez familiarizado con el desarrollo de sensibilidad y analizando los ataques den-tro de los ángulos y acoplar las distintas respuestas defen-sivas a estos, deberemos tra-bajar como en las técnicas de defensa personal, aprendien-do un abecedario para luego

pasar a formar letra y oraciones, con el tiempo, podremos dar re-

spuestas propias dependiendo de las circunstancias del ataque.

Y recordar: si conozco a qué me en-frento tendré más posibilidades de

salir airoso de un enfrentamiento; serán inteligentes si extrapolan esto a sus vidas.

“LA MENTE ES COMO UN PARACAIDAS SOLO FUNCIONA CUANDO ESTA ABIERTO “

Julio VillamarLos cuchillos y navajas tienen distinto tipos de filos. Como siempre, lo primero que te debes preguntar es el uso que le vas a dar. La finalidad de los filos es conseguir un ángulo de corte que corresponde a una funcionalidad que le queramos dar al cuchillo o navaja. Los distin-tos tipos de filos pueden cambiar notable-mente la forma de cortar del cuchillo o navaja.

Los tipos de filos más comunes son estos:

Filos rectos: Son los más simples y más ex-tendidos de los distintos filos de cuchillos. Tienen la típica forma en V. Incrementan nota-blemente la superficie de trabajo y permiten cortes limpios. Los filos rectos de más 30º o más son ángulos para machetes y hachas, para cortes por impacto, y los de menos de 30º per-miten mayor manejo para trabajos más finos.

Filos convexos: Este tipo de filos tiene un gran número de seguidores, pero también lo tiene de detractores. Es un perfil muy robusto, per-

mite un borde muy fuerte a la vez que aporta un alto grado de nitidez. En un borde convexo el bisel de cada lado de la hoja es redondea-do a medida que se estrecha para formar el borde. Es el perfil más apropiado para mache-tear, pero requiere cierto grado de habilidad para afilarlo. Son extremadamente durables.

Filo scandi: También es un filo muy popu-lar gracias a su facilidad de afilado. El filo baja recto aproximadamente desde la mitad de la hoja y no desde el lomo como sucede en los filos rectos. El resultado es un borde muy afilado que ofrece un gran control en el corte. Perfecto para tareas de talla de made-ra, no tiene ningún bisel secundario, de ahí su facilidad de afilado, solo hay que apoyar la hoja en la piedra y seguir el ángulo del filo.

Filo serrado: Su función es bási-camente desgar-rar, cortar cuerdas, cinturones… Es un filo apropiado para trabajos rudos y poco delicados y son difíciles de afilar debido a su irregularidad.Filo mixto: Una de las mejores opciones para cuchillos y navajas de rescate gra-cias a la versatilidad que ofrecen, capaces tanto de realizar cortes limpios en made-ra como de desgarrar cuerdas o cinturones.

Tipos de filos

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Juan Muraña Jorge Luis Borges

Durante años he repetido que me he criado en Palermo. Se trata, ahora lo sé, de un mero alarde literario; el hecho es que me crié del otro lado de una larga verja de lanzas, en una casa con jardín y con la biblioteca de mi padre y de mis abuelos. Palermo del cuchillo y de la guitarra and-aba (me aseguran) por las esquinas; en 1930, consagré un estudio a Carriego, nuestro vecino cantor y exaltador de los arrabales. El azar me enfrentó, poco después, con Emilio Trápani. Yo iba a Morón; Trápani, que estaba junto a la ventanilla, me llamó por mi nombre. Tardé en recon-ocerlo; habían pasado tantos años desde que comparti-mos el mismo banco en una escuela de la cal-le Thames. Roberto Godel lo recordará. Nunca nos tuvimos afecto. El tiempo nos había distanciado y también la recíproca indif-erencia. Me había enseña-do, ahora me acuerdo, los rudimentos del lun-fardo de entonces. En-tablamos una de esas conversaciones trivi-ales que se empeñan en la busca de hechos inútiles y que nos rev-elan el deceso de un condiscípulo que ya no es más que un nombre. De golpe Trápani me dijo: —Me prestaron tu libro so-bre Carriego. Ahí hablás todo el tiempo de malevos; decime, Borg-es, vos, ¿qué podés saber de malevos? Me miró con una suerte de santo horror. —Me he documentado —le contesté. No me dejó seguir y me dijo: —Documentado es la palabra. A mí los docu-mentos no me hacen falta; yo conozco a esa gente. Al cabo de un silencio agregó, como si me confiara un secreto: —Soy sobrino de Juan Muraña. De los cuchilleros que hubo en Palermo hacia el noventa y tantos, el más mentado era Muraña. Trápani continuó: —Florentina, mi tía, era su mu-jer. La historia puede interesarte. Algunos énfasis de tipo retórico y algunas frases largas me hicieron sospechar que no era la primera vez que la refería.

“—A mi madre siempre le disgustó que su hermana uniera su vida a la de Juan Muraña, que para ella era un desalmado: y para Tía Florentina un hombre de acción. Sobre la suerte de mi tío corrieron muchos cuentos. No faltó quien dijera que una noche, que estaba en copas, se cayó del pescante de su carro al doblar la esquina de Cor-onel y que las piedras le rompieron el cráneo. También se dijo que la ley lo buscaba y que se fugó al Uruguay. Mi madre, que nunca lo sufrió a su cuñado, no me explicó la cosa. Yo era muy chico y no guardo memoria de él. Por el tiempo del Centenario, vivíamos en el pasaje

Russell, en una casa larga y angosta. La puerta del fondo, que siempre estaba cerrada

con llave, daba a San Salvador. En la pieza del altillo vivía mi tía, ya

entrada en años y algo rara. Flaca y huesuda, era, o me

parecía, muy alta y gasta-ba pocas palabras. Le tenía miedo al aire, no salía nunca, no quería que entráramos en su cuarto y más de una vez la pesqué robando y escondiendo comida.

En el barrio decían que la muerte, o la desapa-

rición, de Muraña la había trastornado La recuerdo

siempre de negro. Había dado en el hábito de hablar sola.

La casa era de propiedad de un tal señor Luchessi, patrón de

una barbería en Barracas. Mi madre, que era costurera de cargazón, andaba en la mala.

Sin que yo las entendiera del todo, oía palabras sigi-losas: oficial de justicia, lanzamiento, desalojo por fal-ta de pago. Mi madre estaba de lo más afligida; mi tía repetía obstinadamente: Juan no va a consentir que el gringo nos eche. Recordaba el caso —que sabíamos de memoria— de un surero insolente que se había permitido poner en duda el coraje de su marido. Este, en cuanto lo supo, se costeó a la otra punta de la ciu-dad, lo buscó, lo arregló de una puñalada y lo tiró al Ri-achuelo. No sé si la historia es verdad; lo que importa ahora es el hecho de que haya sido referida y creída. Yo me veía durmiendo en los huecos de la calle Ser-

rano o pidiendo limosna o con una canasta de duraznos. Me tentaba lo último, que me libraría de ir a la escuela. No sé cuánto duró esa zozobra. Una vez, tu fi-nado padre nos dijo que no se puede medir el ti-empo por días, como el dinero por centavos o pe-sos, porque los pesos son iguales y cada día es distinto y tal vez cada hora. No comprendí muy bien lo que decía, pero me quedó grabada la frase. Una de esas noches tuve un sueño que acabó en pesadilla. Soñé con mi tío Juan. Yo no había alcanzado a conocerlo, pero me lo figuraba aindiado, fornido, de bigote ralo y melena. Íbamos hacia el sur, entre grandes canteras y maleza, pero esas canteras y esa maleza eran también la calle Thames. En el sueño el sol esta-ba alto. Tío Juan iba trajeado de negro. Se paró cerca de una especie de andamio, en un desfiladero. Tenía la mano bajo el saco, a la altura del corazón, no como quién está por sacar un arma, sino como escondién-dola. Con una voz muy triste me dijo: He cambiado mucho. Fue sacando la mano y lo que vi fue una gar-ra de buitre. Me desperté gritando en la oscuridad. Al otro día mi madre me mandó que fuera con ella a lo de Luchessi. Sé que iba a pedirle una prórroga; sin duda me llevó para que el acreedor viera su desamparo. No le dijo una palabra a su hermana, que no le hubiera consentido rebajarse de esa manera. Yo no había esta-do nunca en Barracas; me pareció que había más gente, más tráfico y menos terrenos baldíos. Desde la esquina vimos vigilantes y una aglomeración frente al número que buscábamos. Un vecino repetía de grupo en grupo que hacia las tres de la mañana lo habían despertado unos golpes; oyó la puerta que se abría y alguien que entraba. Nadie la cerró; al alba lo encontraron a Luchessi tendido en el zaguán, a medio vestir. Lo habían cosido a puñaladas. El hombre vivía solo; la justicia no dio nunca con el culpable. No habían robado nada. Alguno recordó que, últimamente, el finado casi había perdido la vista. Con voz autoritaria dijo otro: ‘Le había llegado la hora’. El dictamen y el tono me impresionaron; con los años pude observar que cada vez que alguien se muere no falta un sentencioso para hacer ese mismo descubrimiento. Los del velorio nos convidaron con café y yo tomé una taza. En el cajón había una figura de cera en lugar del muerto. Comenté el hecho con mi madre; uno de los funebreros se rió y me aclaró que esa figura con ropa negra era el señor Luchessi. Me quedé como fascina-do, mirándolo. Mi madre tuvo que tirarme del brazo.

Durante meses no se habló de otra cosa. Los crímenes eran raros entonces; pensá en lo mucho que dio que hablar el asunto del Melena, del Cam-pana y del Silletero. La única persona en Bue-nos Aires a quien no se le movió un pelo fue Tía Florentina. Repetía con la insistencia de la vejez: —Ya les dije que Juan no iba a su-frir que el gringo nos dejara sin techo. Un día llovió a cántaros. Como yo no podía ir a la escuela, me puse a curiosear por la casa. Subí al al-tillo. Ahí estaba mi tía, con una mano sobre la otra; sentí que ni siquiera estaba pensando. La pieza olía a humedad. En un rincón estaba la cama de fierro, con el rosario en uno de los barrotes; en otro, una petaca de madera para guardar la ropa. En una de las pare-des blanqueadas había una estampa de la Virgen del Carmen. Sobre la mesita de luz estaba el candelero. Sin levantar los ojos mi tía me dijo: —Ya sé lo que te trae por aquí. Tu madre te ha manda-do. No acaba de entender que fue Juan el que nos salvó. —¿Juan? —atiné a decir—. Juan murió hace más de diez años. —Juan está aquí —me dijo—. ¿Querés verlo? Abrió el cajón de la mesita y sacó un puñal. Siguió hablando con suavidad: —Aquí lo tenés. Yo sabía que nunca iba a dejarme. En la tierra no ha habido un hom-bre como él. No le dio al gringo ni un respiro. Fue sólo entonces que entendí. Esa pobre mu-jer desatinada había asesinado a Luchessi. Manda-da por el odio, por la locura y tal vez, quién sabe, por el amor, se había escurrido por la puerta que mira al sur, había atravesado en la alta noche las calles y las calles, había dado al fin con la casa y, con esas grandes manos huesudas, había hundido la daga. La daga era Muraña, era el muerto que ella seguía adorando. Nunca sabré si Le confió la historia a mi madre. Falleció poco antes del desalojo.” Hasta aquí el relato de Trápani, con el cual no he vuelto a encontrarme. En la historia de esa mujer que se quedó sola y que confunde a su hombre, a su tigre, con esa cosa cruel que le ha dejado, el arma de sus hechos, creo entrever un símbolo de muchos símbolos. Juan Muraña fue un hombre que pisó mis calles familiares, que supo lo que saben los hombres, que conoció el sabor de la muerte y que fue después un cuchillo y ahora la memo-ria de un cuchillo y mañana el olvido, el común olvido.

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Desde hace milenios las espadas y sus formas intempestivas han maravilla-do a la humanidad. Muchas culturas incluso se funden con la forma de una espada y es así como identificamos al Islam con la cimitarra, al cristianismo con la espada del cruzado o a la cultura japonesa con la katana. Ofrecemos un compendio de imágenes que nos maravillará.

El primer corte es el más profundoFotorreportaje

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