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96 LETRAS LIBRES DICIEMBRE 2013 FOTOGRAFÍA LA MALETA MEXICANA EN MÉXICO Entrevista con Juan Villoro R JAVIER MOLINA C uando Juan Villoro arranca a hablar y, sobre todo, cuando habla de temas que le apasio- nan sus ojos brillan, sus manos giran por el aire y parece que todo lo que dice ha sido pensado, razonado y estructurado durante meses. Desde el pasado 8 de octubre tiene una razón inmejorable para explayarse: la exposición La maleta mexicana exhibe por primera vez en México las foto- grafías perdidas que Robert Capa, Gerda Taro y “Chim” tomaron en la Guerra Civil española. Sus negativos se extraviaron en Francia e hicieron el mismo recorrido que los veinte mil exiliados españoles, llegaron a México y permanecieron ocultos durante setenta años. El Antiguo Colegio de San Ildefonso es el esce- nario de esta historia que regresa a México en forma de exposición. Villoro conoce a la perfección el mis- terioso devenir de los negativos. Participó en el hallazgo de las foto- grafías, contribuyó a su identificación y escribió un texto explicativo que luce en la pared de la exposición para reivindicar “no solo el valor de las fotografías, sino la historia que rodea a la maleta mexicana”. ¿Qué significa esta exposición para el público mexicano? Significa mucho y en muchos niveles. Primero, son fotografías de extraor- dinaria calidad de tres de los más grandes fotógrafos de guerra y casi, podríamos decir, de los fundadores del fotoperiodismo con conciencia social. Capa inicialmente no esta- ba muy comprometido con la causa. Fue su amante, Gerda Taro, quien le impulsó a politizarse, fue ella quien lo sensibilizó y le acercó a los comités obreros, quien le enseñó a asociar la fotografía con las injusticias y con las víctimas de la guerra. Ella murió en España en 1937 y Capa la extrañó por siempre. Quedó anclado a ese sentido fecundo y creativo, a esa misión que ella le encomendó: fotografiar a las víctimas de las guerras. A eso se dedi- có, en parte porque era un aventure- ro psicológicamente muy capacitado para esto, pero también porque enten- dió que la fotografía puede alertar en contra de las injusticias del mundo. Tenemos así el legado de tres gran- des fotógrafos muertos en combate. Tres fotógrafos judíos cuya obra se perdió en su propio exilio, en su pro- pia diáspora, en la odisea del siglo XX que es testimonio del destierro y la represión. Finalmente, creo que la Guerra Civil española es algo muy sig- nificativo para México, porque fue el único país junto a la URSS que brindó un apoyo decidido a la República. El presidente Lázaro Cárdenas apoyó valientemente a un país democráti- co y muy cercano culturalmente. Y México se benefició mucho. La im- pronta de los exiliados españoles cam- bió para siempre la vida científica, médica, cultural, educativa y artística del país. El país mejoró mucho gra- cias a ellos. En esta exposición no se habla demasiado de ese contexto. Lamento la actitud de los respon- sables de esta exposición que son el Centro Internacional de Fotografía (ICP), de Nueva York. Tienen una habilidad técnica para recuperar negativos ejemplar. Son intachables técnicamente. Pero les falta, y eso no deja de sorprenderme, interés por la historia y el contexto. Pasa inadverti- da la historia de estos negativos. Ellos solo se centran en las superestrellas de la fotografía, y esto se explica por la visión colonial de la cultura tan pro- pia en Estados Unidos. Desde 1995 se sabía que estas fotos estaban en México. ¿Por qué el ICP tardó tanto en conse- guirlas y exponerlas? + Robert Capa “era un mentiroso. Pero los mentirosos dicen grandes verdades”.

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Page 1: 96 · 2013. 12. 13. · 96 Letras Libres DICIEMBRE 2013 FOTOGRAFÍA La maLeta mexicana a la maleta mexicana”. en méxico Entrevista con Juan Villoro cRJavier moLina uando Juan Villoro

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Letras Libres DICIEMBRE 2013

FOTOGRAFÍA

La maLeta mexicana en méxicoEntrevista con Juan VilloroR Javier moLina

cuando Juan Villoro arranca a hablar y, sobre todo, cuando habla de temas que le apasio-

nan sus ojos brillan, sus manos giran por el aire y parece que todo lo que dice ha sido pensado, razonado y estructurado durante meses. Desde el pasado 8 de octubre tiene una razón inmejorable para explayarse: la exposición La maleta mexicana exhibe por primera vez en México las foto-grafías perdidas que Robert Capa, Gerda Taro y “Chim” tomaron en la Guerra Civil española. Sus negativos se extraviaron en Francia e hicieron el mismo recorrido que los veinte mil exiliados españoles, llegaron a México y permanecieron ocultos durante setenta años. El Antiguo Colegio de San Ildefonso es el esce-nario de esta historia que regresa a México en forma de exposición. Villoro conoce a la perfección el mis-terioso devenir de los negativos. Participó en el hallazgo de las foto-grafías, contribuyó a su identificación y escribió un texto explicativo que luce en la pared de la exposición para

reivindicar “no solo el valor de las fotografías, sino la historia que rodea a la maleta mexicana”.

¿Qué significa esta exposición para el público mexicano?Significa mucho y en muchos niveles. Primero, son fotografías de extraor-dinaria calidad de tres de los más grandes fotógrafos de guerra y casi, podríamos decir, de los fundadores del fotoperiodismo con conciencia social. Capa inicialmente no esta-ba muy comprometido con la causa. Fue su amante, Gerda Taro, quien le impulsó a politizarse, fue ella quien lo sensibilizó y le acercó a los comités obreros, quien le enseñó a asociar la fotografía con las injusticias y con las víctimas de la guerra. Ella murió en España en 1937 y Capa la extrañó por siempre. Quedó anclado a ese sentido fecundo y creativo, a esa misión que ella le encomendó: fotografiar a las víctimas de las guerras. A eso se dedi-có, en parte porque era un aventure-ro psicológicamente muy capacitado para esto, pero también porque enten-dió que la fotografía puede alertar en contra de las injusticias del mundo. Tenemos así el legado de tres gran-des fotógrafos muertos en combate. Tres fotógrafos judíos cuya obra se perdió en su propio exilio, en su pro-pia diáspora, en la odisea del siglo xx que es testimonio del destierro y

la represión. Finalmente, creo que la Guerra Civil española es algo muy sig-nificativo para México, porque fue el único país junto a la urss que brindó un apoyo decidido a la República. El presidente Lázaro Cárdenas apoyó valientemente a un país democráti-co y muy cercano culturalmente. Y México se benefició mucho. La im- pronta de los exiliados españoles cam-bió para siempre la vida científica, médica, cultural, educativa y artística del país. El país mejoró mucho gra-cias a ellos.

En esta exposición no se habla demasiado de ese contexto.Lamento la actitud de los respon-sables de esta exposición que son el Centro Internacional de Fotografía (icp), de Nueva York. Tienen una habilidad técnica para recuperar negativos ejemplar. Son intachables técnicamente. Pero les falta, y eso no deja de sorprenderme, interés por la historia y el contexto. Pasa inadverti-da la historia de estos negativos. Ellos solo se centran en las superestrellas de la fotografía, y esto se explica por la visión colonial de la cultura tan pro-pia en Estados Unidos.

Desde 1995 se sabía que estas fotos estaban en México. ¿Por qué el icp tardó tanto en conse-guirlas y exponerlas?

+Robert Capa “era un mentiroso. Pero los mentirosos dicen grandes verdades”.

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esta obra en un acta acusatoria con-tra Robert Capa. Todo indica que la foto del miliciano fue un montaje, el tema está muy estudiado. Pero eso no le quita fuerza. Es cierto que Capa rei-vindicaba la cercanía y la veracidad absoluta. Y sí, quizás es un elemen-to cuestionable en su obra. Pero su valentía está más que probada: él estu-vo en Normandía y en la evacuación de Dunkerque, estuvo en los momen-tos más arriesgados de la Segunda Guerra Mundial, donde casi nadie llegaba. Hay una hipótesis psicológi-ca para explicar ese comportamiento temerario: dicen que se arrepintió de preparar esa foto del miliciano y que por ello quiso mostrar su arrojo hasta el final, cortejando el peligro has- ta que murió por una mina en Vietnam. ¿Por qué lo hizo? ¿Qué culpa tenía que pagar? Nadie lo sabe con certeza. Por otra parte, Capa era un gran embustero. Él se construyó un personaje. Como gran jugador, apos-tador y mujeriego era muy mentiroso, su propio nombre es mentira. Pero los mentirosos dicen grandes verdades.

En la Guerra Civil los grandes periodistas eran militantes com-prometidos con una causa. ¿Ello resta valor a su obra?Lo que ha cambiado mucho hoy en día es que no hay causas absoluta-mente buenas. En tiempos de Capa había buenos y malos, la esperanza era inocente. Pero hoy todo es escep-ticismo, nada es completamente posi-tivo: ni Obama, ni la causa palestina, ni Cuba... Todo tiene matices. La esperanza política ha caducado. Un militante hoy es forzosamente dogmá-tico, es alguien que no ve los matices de la realidad, y eso en el periodis-mo es fatal.

¿Hay un Robert Capa en el perio-dismo mexicano actual?En cierto sentido, el trabajo y las crónicas de los mexicanos Anabel Hernández, Diego Enrique Osorno o Lydia Cacho son un ejemplo de ese periodismo comprometido. Son per-sonas que con enorme valentía han tocado temas muy incómodos y han arriesgado su vida. Las cróni-cas del 68 en México nos enseñaron la verdadera historia, la represión,

Por el mismo motivo. Ben Tarver había recibido los negativos del gene-ral Francisco Aguilar (embajador de México en Francia) y los tenía en su casa de México sin darse cuenta de su importancia. Solo en 1995, vien-do una exposición sobre la Guerra Civil, se percató de que tenía imáge-nes muy parecidas. Se puso en con-tacto con gente del icp Nueva York y empezó a recibir cartas intimida-torias para que entregase los negati-vos: “Usted tiene propiedad que no le pertenece, el derecho internacio-nal nos ampara.” Una actitud muy americana. Eso lo paralizó y lo llevó a desconfiar. Pasaron diez años y no pasó nada hasta que una amiga mía, la curadora británica Trisha Ziff, des-tapó todo esto con su enorme entrega. Ella fue la intermediaria entre Ben y el icp. Gracias a Ziff las fotos llegaron a Nueva York y Ben Tarver adquirió los derechos para hacer una película que finalmente rodó ella.

¿Cómo fue el momento en el que vio las fotos por primera vez?Yo soy amigo de Trisha desde hace mucho. Ella necesitaba un confi-dente, ella era Sherlock Holmes y yo Watson. Quería un testigo que conociera la vida cultural mexica-na. Me contó que estaba buscando esos negativos y que estaba segura de que los tenía alguien en México. Me ofrecí a ayudarla en su búsque-da pero, la verdad, no le di la impor-tancia que tenía, lo confieso. Pensaba que era una más de sus locuras, de sus grandes expectativas, de su enor-me entusiasmo. Pensé: quizá conse-guimos alguna fotografía de la guerra. Pero jamás pude imaginar el alcan-ce que esto tenía. Fue extraordina-rio. Cuando fuimos a casa de Ben y vimos las fotos fue emocionantísimo. Empezamos a extender esos negati-vos y vimos al líder catalanista Lluís Companys, a la Pasionaria, a Lorca... ¡Fue un delirio! Solo faltó que apare-cieran los negativos de la foto del mili-ciano abatido de Capa.

Ella se alegra de que no apare-ciera esa foto. Dice que habría eclipsado la historia.Y tiene razón, esa foto habría des-virtuado todo y habría convertido

mucho mejor que los periódicos. Y hoy las crónicas están explicándo-nos la violencia del narco de modo insuperable. Muchas de las cosas que conoceremos en el futuro van a venir de ellos y de gente como ellos. Tomás Eloy Martínez lo dijo: La crónica se centra en el pasado, pero es una inter-vención para el futuro. ~

POLÍTICA INTERNACIONAL

maLaLa, heroína de La educaciónR ÁngeL JaramiLLo

Saleem Sinai, el héroe de Midnight’s children, nació a la medianoche del 15 de agosto

de 1947. Ese día la razón geométrica determinaba la nueva frontera teoló-gico-política que dividía al Indostán en dos regiones antitéticas. Contra los deseos de Gandhi, la India no emer-gió unificada, sino dividida. “La tie-rra de la pureza”, como se traduce Pakistán, no pidió permiso para surgir altiva, con su promesa de her-mandad islámica y su realidad de potencia nuclear. Como Sinai, Malala Yousafzai, la heroína de la educación, pertenece también a un país que nació a la medianoche.

A pesar de solo tener dieciséis años, la agenda de Malala es más acti-va e interesante que la de cualquier canciller del planeta. Cuando no está dando un discurso en la Asamblea General de la onu, está en la Oficina Oval dialogando con Barack Obama. ¿Quién es esta niña? ¿Y qué nos quie-re decir? Un primer intento de res-puesta consiste en decir que se trata de una muchacha de la clase media de Pakistán. Un segundo intento la colo-ca en su contexto. La deposición del gobierno del Talibán en Afganistán por parte de Estados Unidos –esa odi-sea de la venganza y la justicia– llevó a varios de sus miembros a instalar-se en territorio pakistaní, no lejos de la frontera afgana. Como una ley de la naturaleza, no pasó mucho tiempo para que el Talibán cerrara escuelas y privara a mujeres del acceso a la edu-cación. Armados de una elocuencia natural, Malala y su padre utilizaron todos los foros para criticar al Talibán en una cruzada por la educación. Su

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éxito entre la población irritó al grupo fundamentalista.

La mañana que cambió la vida de Malala comenzó con el rezo premo-nitorio del muecín: el valle de Swat anunciaba la esperanza del mundo y la nieve del Hindú Kush su prome-sa. Un hombre, que muchos confun-dieron con un periodista, se acercó a un grupo de estudiantes preguntan-do por Malala. Poco después una bala cruzaba el rostro de Malala y terminó con su infancia. El asaltante no sabía que con su ataque iba a crear a una heroína a escala global.

Nostálgica del sol de Mingora, Malala ahora vive bajo la bruma de Birmingham, en el país de Albión. Pero su verdadera patria tiene el tama-ño de la tierra porque su prédica por la educación es necesariamente glo-bal. Su sola presencia es elocuente porque su historia es improbable. Su libro –I am Malala: The girl who stood up for education and was shot by the Taliban– nos cuenta la historia secreta de la humanidad: la eterna danza de Eros y Tánatos. Pero es también un per-suasivo alegato según el cual lo que hace falta en los regímenes de corte islámico son políticas que promocio-nen la ciencia y las artes –un renaci-miento cultural.

El Talibán, sus gestos y símbolos, pertenece decididamente a la anti-ilustración. Si nos definimos por lo que odiamos, los hombres de hirsutas barbas que irrumpieron en la infancia de Malala no solo son logófobos (opo-sitores de la razón), sino también ero-tófobos (opositores del amor). Así, el Talibán ha logrado la hazaña de ser a la vez enemigo de la Ilustración y del Romanticismo. Sus delirios purita-nos pertenecen a una distopía caver-naria: un escape de la civilización

hacia ningún lugar. Pero al momento que le dispararon a Malala alcanzaron su punto más bajo: el grado cero del odio. Hay algo que convoca un males-tar esencial –metafísico– en la idea de fanáticos hombres armados disparán-dole a niñas con libros bajo el brazo.

El riesgo de Malala es convertirse en una figura sacralizada, una especie de princesa Diana del valle de Swat. Para evitar este destino, Malala tendrá que abandonar los reflectores que la han convertido en una celebridad. La lucha en favor de la educación tendrá que convertirse en su propio camino educativo. A pesar de su sorprenden-te madurez –sus frases en inglés son casi inmaculadas–, Malala tiene aún mucho que aprender. Al fin y al cabo, solo una mujer educada puede ser una seria defensora de la educación. De otra manera, su prédica justa care-cerá de sustento. En su autobiografía, Malala nos cuenta de sus ambiciones políticas. Alguien tendrá que infor-marle, sin embargo, que los parlamen-tos del mundo necesitan de lectores de los diálogos de Platón. ~

CRÓNICA

acapuLco eS un Lugar que eStÁ en mi cuerpoR JuLiÁn herbert

Salí de Saltillo el domingo 21 de octubre. Luego de una escala en el aeropuerto Benito

Juárez, volé a Ciudad Obregón y per-manecí doce horas allá. El lunes volví a la ciudad de México. Pasé la noche esperando a que el huracán Raymond se desvaneciera en el Pacífico. Mi plan era continuar hasta Acapulco para impartir un curso, presentar por

última vez Canción de tumba y departir someramente con los fantasmas de mi padre y de mi madre.

Raymond comenzó a degradarse el martes. Mi avión despegó cerca de las 3 p.m. No eran ni las cuatro cuan-do descendíamos “sobre nuestro des-tino”, informó el piloto. De pronto la aeronave volvió a elevarse: había visibilidad de una milla, y era nece-saria al menos milla y media para un aterrizaje seguro. Fuimos turnados al aeropuerto de León, donde se descu-brió que el aparato en que viajába-mos presentaba una falla. Hicimos seis horas de espera antes de reem-prender la marcha. No pude llegar al puerto en que nací sino hasta las pri-meras horas del miércoles. Supongo que sobrevolar con poca visibilidad el destino es una de esas cosas que le suceden a cualquiera.

Lo primero que hallé al subir al taxi, bajo la oscuridad y la llovizna, fue una ciudad que no conozco. El Acapulco de mi infancia terminaba entre Puerto Marqués, Pie de la Cuesta y Las Cruces. Mi único recuerdo de Punta Diamante es un cine docu-mental que alababa el extraordinario esfuerzo del gobierno de Ruiz Massieu por realizar un proyecto que sin lugar a dudas devolvería a Acapulco el esta-tus mundial que tuvo en los años cin-cuenta. (No me miren a mí: eso decía el locutor del cine documental, ampa-rado en la musiquita dinámica y tonta que estuvo tan de moda en tiempos de Salinas de Gortari –y que, visto lo visto, podría volver a ponerse de moda en cualquier momento.)

Cinco días más tarde, cuando el poeta Raciel Quirino me llevaba de regreso al aeropuerto, le eché un segundo vistazo al rumbo, ahora bajo la luz del día. Raciel dijo, con un ade-mán de amargura resignada: “Todo esto se inundó.” Entendí sus palabras como si las escuchara a través de una pantalla de plasma. Los almacenes y malls y boutiques que flanqueaban la ave-nida parecían un poco tristes, mas no por eso carecían de turistas rojizos y ensopados en sudor buscando tradu-cir su elocuencia consumista al len-guaje de la playa. De los deslaves, de los cadáveres, de los turistas damni-ficados, de la gente saqueando tien-das departamentales mientras el agua

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+La elocuente presencia de Malala.

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charla, por la tarde iba a la alberca o bebía whisky en mi balcón, por la noche bajaba hasta la playa y cantaba a cappella boleros o baladas setenteras en compañía de poetas quince años más talentosos que yo. El jueves ya tarde pasó a saludar Jeremías Marquines. Lo noté discretísimo: apenas probó su trago. Se nota que, aunque a distan-cia, hemos envejecido juntos. Jeremías nos invitó –a Jorge Humberto Chávez, a David Ojeda, a Pedro Serrano, a Jordi Virallonga y a mí– a comer en un restaurancito tradicional situado a media cuadra del zócalo, muy cerca del Bar del Puerto. Nos prometió dos exquisiteces: el caldo prau-prau y los morritos.

Al día siguiente salimos del hotel a la una de la tarde. Cualquier otro viernes, el trayecto hasta el zócalo nos habría tomado unos veinte minutos. Pero aquella era una ocasión espe-cial: un grupo de damnificados (“los del empleo temporal”, los llamó Citlali) había cerrado la costera como mecanismo de presión a favor de sus demandas. Según entendí, el pro-blema era este: Enrique Peña Nieto, en persona, les había prometido un salario semanal a partir del momen-to mismo de su desgracia; dicho sala-rio –cuya suma total asciende a varios millones de pesos– se englobaría en un presupuesto especial bajo el rubro de “empleo temporal”. Cinco semanas después de realizado el anuncio, los damnificados seguían sin ver un peso; se enfurecieron y salieron a manifes-tarse a las calles. La especulación de

quienes viajábamos esa tarde en un taxi, entre el infernal tráfico acapul-queño, contemplaba tres opciones: a) el presidente prometió un recur-so del que el gobierno federal carece; b) el presidente no tiene muy claro el concepto de “emergencia nacional”; o c) el recurso llegó pero los funciona-rios locales retardan su entrega con la intención de jinetearlo primero y darle después un buen mordisco. El verda-dero desastre que aqueja a Acapulco no es ningún huracán: es la clase polí-tica mexicana.

Tras encallar durante media hora sobre la calle Baja California (Raciel salió del auto y fue al Oxxo por unas chelas; Jorge Humberto amenazó con recitar de memoria “La autopista del sur”), abandonamos el taxi, camina-mos algunas cuadras y abordamos un segundo vehículo. El recorrido nos tomó, en total, poco más de dos horas. Cuando al fin llegamos al restauran-cito aledaño al zócalo, ya todos nues-tros colegas habían comido; algunos estaban despidiéndose. Al menos el caldo prau-prau y los morritos resul-taron tan buenos como Marquines prometió.

(Estoy de acuerdo con quienes menosprecian las marchas y el cie-rre de vialidades como forma de protesta: no solo se trata de ciuda-danos afectando a ciudadanos, sino que –especialmente en la ciudad de México– es una práctica gastada, con escaso efecto concreto sobre la polí-tica institucional. Sin embargo, sigue pareciéndome una metáfora genial, una performance perpetua: cerrar la costera Miguel Alemán en Acapulco es una escenificación que actualiza el ritmo y el sentido de la movilidad social mexicana. El embotellamien-to es nuestra política profunda. Y es, también, la única manera de que un turista note –así sea vagamente– los efectos del desastre nacional más allá de una nota de prensa.)

Decidí prematuramente que mi tour terminaba ahí: pasaría el fin de semana durmiendo y viendo axn en la televisión por cable. No sabía –otra vez– que me estaba metiendo con el México bronco.

El sábado a mediodía fui alcan-zado en la calle por el poeta guerre-rense Antonio Salinas. Me invitó

podrida les llegaba a la cintura, de la tragedia sucedida poco más de un mes atrás no quedaba más que la cobertu-ra de los medios. El verdadero desas-tre natural que aqueja a Acapulco no es ningún huracán: es su condición de viejo y terco boxeador capaz de asimi-lar en un solo asalto hasta diez gan-chos al hígado.

Durante los cinco días que pasé en la ciudad fui exonerado casi por completo de contemplar las ruinas que dejó el meteoro Manuel. Las vías rápidas no solo cumplen la función de trasladarlo a uno: también sirven como escenografía bien pavimentada para ocultar a los ojos del viajero las dimensiones reales de la destrucción que aqueja por todos lados a México. Aquí nos tocó vivir, así que construi-mos ejes y distribuidores viales con tal de estar aquí el menor tiempo posible. Pude haber elegido, Laura Bozzo style, pedir a mis anfitriones que me lleva-ran al lugar de los hechos: practicar un poco de turismo ubi sunt. No lo hice: prefiero ser cínico que hipócrita. Mi amiga Citlali Guerrero me invitó a su pueblo a emborracharme. Y, si se trata de tomar la parte por el todo, yo me quedaré noventa y ocho de cien veces con la bahía tal y como se ve, de noche, desde el hotel Presidente. Yo me lar-gué de Acapulco para poder contem-plarlo con el frívolo embeleso con que lo gozan ustedes.

Me hospedaron en uno de esos fabulosos hoteles vintage: Elcano. Pasé miércoles y jueves jugando al turis-mo seguro; por la mañana daba una

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+Esto no es Acapulco.

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una cerveza. Con él estaban algunos de los asistentes al curso que impar-tí. ¿Por qué no?, pensé. Fuimos a La Chopería, ahí nomás cruzando la cos-tera. Entre los amigos se encontraba Alfonso Pérez Vicente, un escritor de mi edad que se decidió tardíamente por la literatura. Conversamos un rato. Nos caímos bien. En algún momen-to, se me ocurrió hablar de mi barrio: el callejón Mal Paso, la zona de tole-rancia, el prostíbulo La Huerta... Al principio, Poncho fue precavido; no estaba muy seguro de con quién esta-ba hablando. De pronto, luego de un silencio, dijo: “Yo también soy de ese barrio –y preguntó–: ¿te acuerdas del Shilinsky?... Es mi hermano.”

No calculé que la fortuna iba a venir a atropellarme hasta la segu-ridad del hotel Elcano, hasta la comodidad de un bar en la aveni-da costera; frente a mí estaba sen-tado un hombre de mi edad al que no recordaba, pero con quien segu-ramente compartí anécdotas infan-tiles espléndidas que ya no existen en la memoria de nadie. A quien sí recordaba, sin embargo, es a su medio hermano (en Acapulco todos somos medios hermanos): Manuel “el Shilinsky”, uno de los pocos ami-gos que tuve en mi fugaz paso ado-lescente por el puerto.

Ya no recuerdo quién de los dos dijo: “vamos”. El caso es que acabamos trepándonos al vocho de Toño y visi-tando a mi viejo amigo (Manuel y yo nos reconocimos enseguida; me dijo, sin aspavientos: “¿Cómo estás, Tacua?” y me extendió una caguama abierta), y comiendo milanesa de cerdo en una fondita perdida, y bebiendo cerveza quemada en una cantina de la zona de tolerancia, y espiando por una rendija el parqueadero de autobuses en que se convirtieron los terrenos de La Huerta, y rastreando en un muro el sitio exacto, al fondo de la casa del Shilinsky, donde alguna vez, hace décadas, existió una puerta secreta para pasar de la casa del administrador al patio del prostíbulo.

Hicimos la última parada en casa de doña Ricarda, la señora tuerta que fue mi nana cuando yo era niño y mi madre se iba a trabajar a los puteros.

Tocamos a la puerta. La mujer abrió; lucía anciana pero con el cabe-llo negro aún. Le dije: “Soy yo, doña

Ricarda. Cacho.” Me miró un rato con su único ojo. Dijo: “¿Y hasta aho-rita vienes?” Añadió: “Y mira, pues, cómo vienes, chamaco cabrón.”

Ese fue el huracán que me tocó.Por la noche presentamos Canción

de tumba en el Centro Cultural y vino mucha gente y terminamos bailando al son de una banda de hip hop cuyo baterista me pareció extraordinario y cuyo bajista era una nulidad. Yo estaba, otra vez, hecho pedazos. Lo noté con claridad al día siguiente: amanecí con la piel del torso cubierta de ron-chas rojas que me picaban y ardían tanto que ni siquiera podía recostar-me; sentía las sábanas como lajas afi-ladas. Alguien dijo: “Ha de ser algo que comiste.” Pero no. Tengo expe-riencia suficiente como para saber que nunca podré salir intacto de ese sitio. Acapulco es un lugar que está en mi cuerpo: uno de esos padres anticua-dos que no saben acariciar a sus hijos más que cruzándoles el rostro con una fusta. ~

REVISTAS

proa, noStaLgia de Lo modernoR guadaLupe netteL

es sabido que nadie puede ser escritor sin antes haber sido lector. Lo que es menos sabido

es que muchos escritores han caído tarde o temprano en la tentación de editar libros o revistas. Los ejemplos sobran y van desde Milton, Queneau o Breton hasta Bioy Casares, Reyes y Paz. A diferencia de los libros, las revistas literarias, por importantes, valiosas e inteligentes que hayan sido en su momento, tienen casi siempre una existencia efímera. Fuera de los archivos de algunas hemerotecas uni-versitarias, resulta muy difícil para un lector acceder a ellas una vez que han salido de circulación. En el mundo his-pano es muy raro, casi milagroso, que las revistas literarias se reediten. Debemos celebrar entonces que Rose Corral y Anthony Stanton, ambos investigadores de El Colegio de México, hayan rescatado la mítica revista Proa. Se trata de una edición facsimilar de la segunda época de la publicación que fundó y editó Jorge Luis Borges entre 1924 y 1926,

constituida de quince números. Verla con su diseño a dos tintas, sobrio y al mismo tiempo coqueto, muy de los años veinte, provoca asombro. Sin acu-sar el paso del tiempo en el color de sus páginas, resulta hoy casi sobrenatural. Al hojearla, uno no puede sino pre-guntarse qué tiene esta revista para que haya valido la pena reeditarla más de ochenta años después y qué datos puede arrojarnos, por simple compa-ración, acerca de nuestro tiempo.

En un hermoso estudio prelimi-nar que nos orienta por sus índices y sus páginas, Stanton y Corral explican que Proa tuvo dos épocas. Durante la primera, constituida apenas de tres números, fue un tríptico –muy seme-jante a la revista española Ultra– que se distribuía gratuitamente en las librerías y a los amigos. Poco tiempo antes, el joven Borges había pasado un año viajando por Europa, donde estableció contacto con las vanguar-dias españolas. Junto a Jacobo Sureda, Juan Alomar y Fortunio Bonanova

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+Borges dirigió Proa, revista literaria que ahora se reedita.

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suscribió un manifiesto ultraísta publi-cado por la revista Baleares en 1921.

La segunda época fue más larga y también más glamorosa. Al timón de la nave seguía Borges, acompaña-do de Ricardo Güiraldes, mecenas de la revista, Alfredo Brandán Caraffa y Pablo Rojas Paz. Desde el primer número, los fundadores describieron así su horizonte: “Proa surge en medio de un florecimiento insólito: jamás nuestro país ha vivido tan intensamen-te la vida del espíritu. La alta cultura que hasta hoy había sido patrimonio exclusivo de Europa y de los pocos americanos que habían bebido en ella, empieza a trasuntarse en forma mila-grosa, como producto esencial de nues-tra civilización...” Ese texto, publicado como un editorial sin firma, fue ratifi-cado por el contenido de cada número de la revista. Basta asomarse al índice para ver el apabullante florecimien-to literario de aquella época. Publican Pablo Neruda, Raúl González Tuñón, Roberto Ledesma. Pero también pro-sistas como Roberto Arlt y Roberto Mariani. Colaboran también artistas plásticos como Xul Solar, Pedro Figari y Adolfo Gramajo, y, por supuesto, Norah Borges. Aunque ya no era la prioridad, la presencia del ultraísmo siguió siendo vigente, sobre todo con los poemas de Guillermo de Torre y Juan Marín, pero también descubri-mos al Pablo Neruda más vanguar-dista, no tan conocido ahora, gracias a un anticipo de su Tentativa del hom-bre infinito, largo poema unitario escri-to en 1925, sin signos de puntuación ni mayúsculas.

A pesar de la constante presencia del ultraísmo en Proa, los responsables de la edición facsimilar explican que “el verdadero carácter de la revista se localiza en su distanciamiento de este movimiento”. La segunda Proa ya no se define como una revista de vanguardia sino que busca tener un perfil propio. Años después, recuerdan Stanton y Corral, Borges se expresará del ultraís-mo como de una “hazaña en el tiem-po” y “nuestra derrota en lo absoluto”.

La negación del ultraísmo da cuenta de la absoluta modernidad de la revista. Imposible no recordar las palabras de Octavio Paz quien decía que la modernidad se define por su tradición de ruptura: “Lo moderno

es una tradición. Una tradición hecha de interrupciones y en la que cada ruptura es un comienzo [...] Esa frase encierra algo más que una contradic-ción lógica y lingüística: es la expre-sión de la condición dramática de nuestra civilización que busca su fun-damento, no en el pasado ni en nin-gún principio inconmovible, sino en el cambio.”

Ese “florecimiento insólito” del que habla el editorial del primer número, se extiende también a otros países de América Latina. Proa busca ser ahora un espacio para la plurali-dad de opiniones. Así, desde el núme-ro 9, de 1925, la revista se propone, y con éxito, mostrar lo que ocurre en el panorama tanto latinoamericano como europeo. Es notable ese esfuer-zo y sobre todo muy necesario para esos años en los que el nacionalis-mo era agobiante como bien lo des-cribe Octavio Paz en Itinerario. Entre los grandes momentos literarios que se concentran en sus páginas está la Crónica de España, de Brandán Caraffa, el “Poema 8” de Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de Pablo Neruda, y “El camino de España”, de Xavier Villaurrutia. Otro aconte-cimiento memorable lo encontramos en la primera página del número 6, de 1925, donde Borges afirma: “Soy el pri-mer aventurero hispánico que ha arri-bado al libro de Joyce” y, acto seguido, describe el Ulises como la maravilla que es, aunque nadie en ese entonces lo supiera. Después de ese texto bri-llante admite: “confieso no haber des-brozado las setecientas páginas que lo integran, confieso haberlo practicado solamente a retazos y sin embargo sé lo que es, con esa aventurera y legíti-ma certidumbre que hay en nosotros, al afirmar nuestro conocimiento de la ciudad sin adjudicarnos por ello la intimidad de cuantas calles incluye ni aun de todos sus barrios”.

Los textos que publicó Borges, ya sean editoriales, poemas, cuentos o recomendaciones de otros autores, constituyen otras de las joyas inclui-das en Proa. Colaborador muy activo en la revista, sobre todo con ensayos. En estas páginas es posible observar la evolución que tuvieron tanto su escri-tura como su pensamiento durante un año y medio. En pocas palabras, su

paso del ultraísmo al criollismo. Uno de sus poemas más notables con esta temática se encuentra incluido en el número 14, de 1925, y se titula “Versos para Fernán Silva Valdés”. En “El idio-ma infinito”, un ensayo brillante y de impresionante vigencia, Borges lanza una invitación a sus colegas escritores: “Lo que persigo es despertarle a cada escritor la conciencia de que el idioma apenas está bosquejado y de que es glo-ria y deber suyo (nuestro y de todos) el multiplicarlo y variarlo.”

El valor de una revista no reside únicamente en los textos que en ella se publicaron alguna vez, tampoco en el hecho de haber reunido los artícu-los o los poemas de un grupo de escri-tores, aunque sean ahora clásicos y en aquel entonces inéditos. Una revista es también una obra unitaria. Es necesa-rio leerla en su conjunto, en sus distin-tos momentos, en la evolución de sus posturas estéticas y, si las tuvo, políti-cas. Una revista es, en buena medi-da, semejante a un aleph en el que se puede ver, si no todo lo que exis-te, sí todo lo que ocurría en una época y en un universo concreto, el de la literatura.

Si uno contempla la totalidad de los textos publicados en los quince números de Proa, podrá ver que tanto los poemas como los ensayos constitu-yen el género privilegiado. ¿Cuántas revistas literarias hay en este momen-to, no digamos en México sino en el mundo hispano? ¿Qué porcentaje de páginas ocupa la poesía en las publica-ciones actuales? ¿Existen publicacio-nes que en estos momentos dialoguen con la tradición? A cambio tenemos internet, cientos de publicaciones, blogs de revistas digitales. Una supues-ta megaoferta de la que, sin embargo, solo aprovechamos una parte ínfima; cientos de novedades en las mesas de las librerías que son retiradas de cir-culación a los pocos meses sin pena ni gloria y, sobre todo, un galopante sín-drome de atención deficiente que está acabando con el hábito de la lectura. Tal es nuestra “posmodernidad”. Si, a pesar de ella, sigue existiendo la tradi-ción de la ruptura de la que Paz habla-ba, lo lógico, lo coherente, es que un día nos rebelemos contra ese estado de las cosas y con ello, probablemen-te, renacerá la poesía. ~

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un museo (o varios), un instituto (o varios); o bien, en periodos más cor-tos, de dos, de tres años, con la regene-ración de un canal, la transformación de antiguas vías de trenes en corredo-res verdes, la apertura de un área pea-tonal, la rehabilitación de una plaza, la remodelación de un cine clásico (El Louxor, monumento histórico, trans-formado en los años ochenta en dis-coteca, cerrado y dejado al abandono durante más de veinte años, ha rea-bierto sus puertas en abril) a fin de que París consiga evolucionar y, en efecto, se permita asimismo no acabar nunca, sino cambiarse la cara, sin que siquie-ra uno pueda ver el cambio, tan natu-ral, resplandeciente.

La capital francesa es de las pocas grandes ciudades en el mundo que no concibe una extensión por míni-ma que sea, que no puede, ya, des-bordar sus límites. Lo hizo durante varios periodos de su historia, no una, sino hasta tres veces, siempre en forma planificada, con cinturones que se for-maban en torno a su centro: L’île de la Cité, primero hacia la rivera izquierda, y más adelante, creciendo en forma de caracol, a través de un primer cor-dón de bulevares que la circundaban, y luego otro, cercando sus fronteras idealmente con un gran periférico, al norte, al sur, al este, al oeste. Obra inmensa de la que se encargó el barón George Eugène Haussmann, y una de las mayores modernizaciones urbanas del siglo xix, con la creación de par-ques, jardines, y una impresionante red de drenaje y de depósitos para el abastecimiento de agua potable.

CARTA DESDE PARÍS

La reinvención urbaníSticaR Juan manueL viLLaLoboS

¿Una carta de París? Qué más se puede añadir de este lugar del que ya se ha dicho todo;

por ejemplo, que es una fiesta (Hemingway), que no se acaba nunca (Vila-Matas), que siempre nos que-dará (Bogart), que bien vale una misa (Enrique IV). Escribir una línea, una frase, un texto, describir un detalle sobre París es una misión ociosa, casi ridícula: asalta ese temor de repetir una vez más lo que ya decenas, miles, han dicho, filmado, fotografiado, escrito, mucho mejor y mucho más claro. Pero el ridículo y el ocio no solo son parte de la vida, sino la vida misma, que uno encuentra en París, desde luego, pero también en el resto del mundo. Y mientras escribo, “en el resto del mundo”, es cuando reparo en lo que ya han dicho muchos otros antes, como si París no formara parte del mundo, sino que lo contuviera.

El hallazgo: París se acaba, afortu-nadamente. El lugar común que aísla París de todo lo que no lo es radi-ca precisamente en sus límites. No es que Vila-Matas se haya confundido: lo asombroso es que una ciudad que no se acaba nunca, no crezca. Lo asom-broso es que una ciudad que no crece, se siga renovando, casi reproduciendo, al interior y al exterior, que se reconfi-gure urbanísticamente en periodos de cinco, de diez años, de forma fastuo-sa, con una pirámide, una biblioteca,

Recorriéndola, si se deja de lado su obvia belleza, lo que más llama la aten-ción es su perfección urbanística: París florece en forma circular, casi simétrica, y en la dirección de las manecillas del reloj. Uno a uno se suceden sus veinte barrios, haciendo de los bulevares sus ejes, sus centros de distribución: el cre-cimiento planificado, su mayor acierto, ha hecho de París una de las ciudades con el mejor sistema de transporte, terrestre y subterráneo, que no guar-da ningún misterio. Como los caminos que llevan a Roma, todo el transporte parisino conduce en línea recta siem-pre, bien perpendicular, bien vertical u horizontal, a sus salidas: las puertas que dan paso a los suburbios, clara-mente detallados, a las afueras, donde París deja de ser París y se acaba, y a las ciudades de toda Francia, a través de sus seis estaciones de trenes, donde París deja de ser París y se convierte en Francia. Si uno sube a casi cualquier autobús, es imposible no llegar a una estación; es imposible, pues, no saber en dónde uno terminará.

Este año, como tantos otros, París no ha dejado de reinventarse: en vera-no, abrió el paso a los peatones de una zona del Sena exclusiva para vehícu-los: Les Berges, a lo largo de un kiló-metro y medio en la rivera derecha. La acera se ha alargado, para permi-tir el paseo de los habitantes, a un cos-tado del canal. En la rivera izquierda, la acera va desde el Puente del Alma hasta el Puente Royal (2.5 kilómetros); a un costado del Museo de Orsay, se ha cerrado la circulación de automó-viles definitivamente. En su lugar, se pueden ver jardines flotantes, zonas para hacer deporte, exposiciones de fotografía al aire libre, duchas sono-ras, terrazas recreativas.

Este verano, también, la emblemá-tica plaza de la Republique ha reabier-to, luego de permanecer en reforma durante más de un año y medio. Notre Dame, tras una limpieza exhaustiva y el remplazo de sus campanas, ha que-dado como nueva para celebrar, en este 2013 que se acaba, sus ochocien-tos cincuenta años de historia. En el Parque de la Villette, al este de París, donde se erige la Cité de la musique, finalizada en 1995, se lleva a cabo la construcción del edificio que hos-pedará a la filarmónica de París. Les

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+París es una fiesta que no se acaba nunca.

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Halles, el centro comercial en el cen-tro de París, se encuentra en plena renovación, un proyecto que inclu-ye una cúpula gigante y transparente, tipo aeropuerto moderno, que dará aire a una de las zonas más frecuenta-das por los parisinos, incluyendo 4.3 hectáreas de jardines.

París, en efecto, no se acaba nunca, y el secreto es sin duda su política de renovación constante; renovación, a veces, invisible para el turista que se ocupa de lo de siempre: una torre, un arco, una catedral, un museo, varios puentes; la novedad, sin embargo, es que hasta la propia Torre Eiffel sufre, desde el año pasado y hasta el vera-no de 2014, su propio cambio de piel. Para atraer visitantes al primer piso, el menos sugestivo, se instalará un espa-cio museográfico, con su historia, y una gran explanada de vidrio no apta para los que sufren de vértigo.

Veinte es la nota más alta en el sis-tema de calificación francés; vein-te sobre veinte. Quizá, sin saberlo, o sabiéndolo –la reputación del parisino es bien conocida–, París creció hasta cercarse a sí misma con el número per-fecto, el veinte, el número del barrio del cementerio Père-Lachaise, el más grande de París y en el que reposan los restos, juntos, del mayor número de genios del mundo; allí no hay nada que renovar: la historia está enterrada, todos los nombres conocidos, habidos y por haber, y también, desde luego, el del mayor reformador de París, con el que comenzó toda su transforma-ción: el barón Haussmann. ~

LITERATURA

un pequeño cLub de LectoreS morboSoSR danieL herrera

Los que pertenecemos a este grupo sabemos que existe en Alicante, España, un cemente-

rio nuevo llamado Benissa, que fue construido hace poco para albergar a los cadáveres del antiguo cementerio demolido hace unos años. Ahí, en el nicho 56, se encuentran los restos de un escritor norteamericano que fue rechazado en su país natal, bendecido económicamente en Francia y final-

mente nunca adoptado por Moraira, un barrio rico ubicado en Alicante, en donde pasó los últimos quince años de su vida, ya enfermo y con una salud que se deterioraba poco a poco. Al final, no fue la artritis ni el ataque cerebral que lo dejó disminuido –y bajo el cuidado de su tercera y última esposa, Lesley Himes–, sino el Parkinson lo que terminó con la exis-tencia de un hombre que vivió lu- chando contra todos por ganar su liber-tad creativa, a través de una habilidad para retratar con exactitud y violencia las miserias del ser humano.

Chester Himes vivió su infeliz niñez en distintas ciudades de Estados Unidos, escuchando las continuas peleas de sus padres. Él, un profesor negro como el carbón; ella, una her-mosa maestra, pero con una tez dema-siado blanca para ser negra. La pareja vivió en medio de reproches raciales hasta que se divorciaron.

Himes intentó ser buen estudian-te en la Universidad Estatal de Ohio, pero en lugar de graduarse con hono-res terminó en la cárcel, condenado a veinte años de prisión por robo a mano armada. Bien justificado tenía su odio a Estados Unidos: “América me hizo mucho daño”, afirmaba en su autobiografía.

Himes se refugió en la literatu-ra, incluso se podría decir que esta le salvó la vida. Mientras estuvo encerra-do, cumpliendo siete años y medio de los veinte, se dedicó a escribir. Fue una manera de protegerse. Los demás pre-sos mostraron respeto por ese negro que se dedicaba a aporrear una máqui-na de escribir, y los guardias temían que si golpeaban a alguien que apare-cía regularmente en la revista Esquire, ellos acabarían en la primera plana de los periódicos. Algún tipo de poder debería tener ese escritor, pensaban.

Salió fortalecido y su literatura lo demostraba. Era tan poderosa, nihilista y políticamente incorrec-ta que fue muchas veces censurado, o incluso, rechazado por varias edi-toriales. Pronto entendió el mensaje y se mudó a Francia, un país muchí-simo menos racista. Ahí conoció a la segunda y última esposa, ambas de tez clara a pesar de todo lo lastimado que se sentía por los blancos. Ahí tam-bién comenzó la serie de libros que

lo convertiría en escritor famoso y le daría lo que siempre estuvo buscan-do para conseguir la libertad: dinero.

Empujado por su editor, Marcel Duhamel, y obligado por la pobre-za, Himes escribió, entre 1957 y 1969, ocho novelas protagonizadas por “Coffin” Ed Johnson y “Grave Digger” Jones, dos policías violentos y agresi-vos pero incorruptibles, que se mue-ven en el Harlem de los años sesenta. En estos libros es posible advertir tam-bién a un grupo de extraños persona-jes cuya presencia alcanza incluso el protagonismo. Un par de ejemplos: Pinky, un negro albino, gigantesco y algo bruto que aparece en The heat’s on, y el reverendo O’Malley, quien apare-ce en Cotton comes to Harlem y logra que 87 negros le entreguen cada uno 1,000 dólares para regresarlos a África, la tie-rra prometida.

La primera novela que conseguí de Himes fue All shot up o Todos muertos, en una traducción de Bruguera que no le hizo justicia, pero poniéndose del lado del traductor, el slang de Harlem debe ser extremadamente compli-cado de reproducir en español. El libro costó veinte pesos en una libre-ría de viejo hace más o menos quince años, desde ese momento me obsesio-né con poseer todo lo que encontrara del autor de novela negra más negro de la historia de la literatura. Fue muy complicado, pero poco a poco fueron apareciendo libros suyos en las pocas librerías de viejo que hay en Torreón.

Se convirtió en uno de mis auto-res de culto, me sentía parte de un muy exclusivo club de conocedores que en mi ciudad se reducía a uno: yo. Por supuesto que pronto conocí a otros lectores que profesaban la misma admiración por Himes. Aun así, el hombre que destruyó los moldes que significaban ser un escritor negro, uno de los más grandes autores de novela negra, sigue siendo casi un desconoci-do en este país.

Tal vez los que lo leemos sí somos un pequeño grupo dañado por su visión pervertida, violenta y sangui-naria de Harlem. Tal vez somos como aquel personaje de Todos muertos: un tipo que camina casi tranquilamen-te con un cuchillo en la cabeza. Una literatura muy difícil de sacar de la mente. ~

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al compás del vaivén de la biela en la que está sentado.

¿Acaso un ferrocarril no evoca una tira de celuloide deslizándose en el paisaje? El cine avanza a vein-ticuatro vagones por segundo, como demostró Clarence Brown en Amor en venta (1931), cuando una humilde chica de pueblo (Joan Crawford) ve pasar las ventanillas de un tren de lujo, como si fueran distintos foto-gramas, y, deslumbrada, empie-za a soñar con salir de la pobreza. En 1923 Abel Gance recuperó este tema tan francés con La rueda, donde entre balastro, traviesas, humo y ros-tros tiznados asistimos a un triángu-lo amoroso medio incestuoso. Otro tanto hará Jean Renoir en La bestia humana (1938), en la que el maquinis-ta está tan enamorado de su locomo-tora que le llama “Lola”.

“Cantemos a las locomotoras de amplio pecho que piafan por los rie-les cual enormes caballos de acero embridados por largos tubos...”, excla-maba en 1909 el exaltado Filippo Marinetti. La pasión futurista por la velocidad se extendió lógicamente al cine, pues el ritmo cinematográfico tiene mucho que ver con la cadencia trepidante del tren, como demostró Dziga Vértov en su poema óptico El hombre de la cámara (1929). Esa acele-ración de la vida moderna ya estaba en Metrópolis (1927), en cuya visiona-ria maqueta Fritz Lang incluyó vías férreas aéreas entre los rascacielos. En Amanecer (1927), Murnau nos ofre-ce una visión lúdica del tren: la mon-taña rusa.

Un tranvía llamado deseo (Elia Kazan, 1951) alude a una metáfora de Tennessee Williams para expre-sar el trayecto humano entre el deseo y el cementerio. Buñuel, en cambio, sí explotó al máximo el escenario móvil en La ilusión viaja en tranvía (1954), donde revela el surrealismo mexicano

GENEALOGÍAS

eL cine a todo trenRmanueL pereira

el cine nació en París en 1895 cuando los hermanos Lumière proyectaron La llegada de un tren

a la estación de la Ciotat. Los espectado-res que vieron aquella máquina avan-zando hacia ellos se asustaron y algunos salieron corriendo de la sala. No era para menos. Los parisinos estaban traumatizados, pues tan solo dos meses antes un tren de verdad se había descarrilado a sesenta kilóme-tros por hora rompiendo la fachada de la estación Montparnasse y cayendo en picada en la calle.

Mientras una locomotora traspasa-ba una pared física, un ferrocarril de celuloide impactaba la retina de los seres humanos provocando un giro copernicano en la experiencia visual de nuestra especie. Desde entonces el cine y el tren han estado misteriosa-mente asociados. Las afinidades entre el universo ferroviario y el cinemato-gráfico son tan profundas que incluso los viejos proyectores parecen trenes frustrados: linternas mágicas con chimeneas de cobre, kinetoscopios repletos de ruedas interiores; tantas manivelas, bobinas, rodillos dentados, tuercas y tornillos sugieren trenes en estado embrionario. Los lentes de pro-yección recuerdan los faros delanteros de locomotoras y hasta se usaban car-bones para producir el arco voltaico.

Enseguida las salas oscuras se inundaron de trenes, empezando con El gran robo del tren (1903), de Edwin S. Porter, cuyo título lo dice todo. En El caballo de hierro (1924), John Ford recreó la construcción del ferrocarril transcontinental. Dos años después, Buster Keaton estrenaba El maquinis-ta de la general donde vemos al caria-contecido actor subiendo y bajando

sobre ruedas. De amores imposibles están llenos todos los andenes. Bien lo saben Anna Karénina y el inglés David Lean con su triste película Breve encuentro (1945). También hay come-dia en las vías. El corto Vacaciones (1921) empieza con Chaplin viajando de polizón en un tren, y en La vuel-ta al mundo en ochenta días (Michael Anderson, 1956) el cowboy Cantinflas corre por los techos de los vagones esquivando las flechas de los indios.

La sensualidad de los trenes se asoma en La comezón del séptimo año (Billy Wilder, 1955) cuando el aire que sale por la rejilla de ventilación del metro le levanta la falda a Marilyn Monroe. Cuatro años después el mismo director repite ese recurso en Una Eva y dos Adanes cuando el tren lanza un chorro de vapor a las panto-rrillas de la mítica rubia obligándola a saltar en el andén.

Saint-Simon pensaba que el tren inauguraba otra forma de religiosi-dad, porque “religión” viene de religare y la red de rieles religaba a unos paí-ses con otros. Seguramente los judíos no pensaron igual. En muchas pelícu-las vemos los vagones de Hitler trans-portando a cientos de miles de judíos hacia los campos de exterminio. En El tren (1964), John Frankenheimer nos muestra esos mismos vagones duran-te el robo de obras de arte francesas. El checo Jiří Menzel aborda la lucha ferroviaria contra los nazis en Trenes rigurosamente vigilados (1966), un tema que reaparecerá en la magistral Europa (1991), de Lars von Trier.

No caben aquí todas las cintas que convierten el tren en set. Mencio- nemos de pasada a Hitchcock con Alarma en el expreso (1938) y Extraños en un tren (1951), así como las novelas de Agatha Christie (Asesinato en el Orient Express) y de Graham Greene (El tren de Estambul) llevadas al cine a bordo de ferrocarriles, sin olvidar La inven-ción de Hugo (2011), de Scorsese. En el cine infantil no podía faltar algo tan maravilloso como El Expreso Polar (2004), de Robert Zemeckis, mientras que en Dodes’ka-den (1970), Kurosawa poetiza la vida de un niño que cree ser un tren. Resumiendo: en 1895 un tren de lumière irrumpió en la caverna de Platón iluminándola para siempre con sus sombras chinescas. ~

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