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    EL VIAJEROSUBTERRNEO

    UN ETNLOGO EN ELMETRO.

    Marc Aug

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    EL VIAJERO SUBTERRNEOUN ETNLOGO EN EL METRO

    Marc Aug

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    El viajero subterrneo. Un etnlogo en el metro

    Para esta digitalizacin, se ha insertado la portada original de la 2 edicin en1998 en la pgina anterior. El proyecto Al fin liebre ediciones digitalesintenta hacer referencias a todos los datos originales posibles de laspublicaciones de donde se toman los textos.

    Tomado de:AUG, Marc. Un ethnologue dans le mtro.Pars. Hachette. 1987 (tr. al castellano deAlberto Bixio. El viajero subterrneo. Unetnlogo en el metro. col. EL MAMFEROPARLANTE. Serie Menor. 2 ed. Barcelona.Editorial Gedisa S.A. 1998). 117 pp.

    Diseo de portada original: Marc Valls

    * Los nmeros de pgina no secorresponden con el original.

    De esta digitalizacin:Diseo de portadaFroy-Balam

    Imagen de portadaCueva del cuarzo, Maltrata, Ver.,fotografa de Adriana LpezHernndez, 2009; mapa del Metrode la ciudad de Mxico, por Froy-Balam, (Superposicin), 2009.

    Digitalizado en Xalapa, Ver.

    Cmo citar este documento?AUG, Marc. El viajero subterrneo. Unetnlogo en el metro. [en lnea] Xalapa, Ver.,AL FIN LIEBRE EDICIONES DIGITALES. 2009.52 pp. [ref.aqu se pone la fecha de consulta:da del mes de ao-]. Disponible en Web:

    AL FIN LIEBRE EDICIONES DIGITALES2 0 0 9

    http://.alfinliebre.blogspot.com/http://.alfinliebre.blogspot.com/http://.alfinliebre.blogspot.com/
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    NDICE

    1. RECUERDOS .................................................................................................. 6

    2. SOLEDADES ................................................................................................ 23

    3. EMPALMES .................................................................................................. 40

    4. CONCLUSIONES ......................................................................................... 50

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    RECUERDOS

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    El primer soldado alemn que recuerdo haber visto apareci en Maubert-Mutualit, en el ao cuarenta, al regresar del xodo. Hasta entonces losalemanes slo haban sido una amenaza inmaterial y difusa que se impona anuestro itinerario de incesantes arrepentimientos; nosotros no cesbamos dehuir y ellos siempre nos sobrepasaban. Fuera de un avin, del cual recuerdosobre todo el miedo mezclado con curiosidad que me inspir su vuelo rasante yatronador sobre las landas de Champagne, no lejos del Mans, no se manifestabaninguna seal de un avance del que sin embargo todo el mundo hablaba,acariciadora ausencia, abstraccin siempre cerca de concretarse; y se concretslo aquella maana del regreso, a la salida de la estacin Maubert, en la plazapor la que cruzaba (por lo menos siempre cre conservar intacto este recuerdo

    en la memoria) la silueta presurosa de un hombre de gorro gris.Es ciertamente un privilegio parisiense poder utilizar el plano del metro

    como un ayuda-memoria, como un desencadenador de recuerdos, espejo debolsillo en el cual van a reflejarse y a agolparse en un instante las alondras delpasado. Pero semejante convocatoria no siempre es tan deliberada lujo deintelectual que tiene ms tiempo libre que los dems: basta a veces el azar deun itinerario (de un nombre, de una sensacin) para que el viajero distradodescubra repentinamente que su geologa interior y la geografa subterrnea dela capital se encuentran en ciertos puntos, descubrimiento fulgurante de unacoincidencia capaz de desencadenar pequeos sismos ntimos en los sedimentos

    de su memoria. Algunas estaciones de metro estn suficientemente asociadas aperodos precisos de mi vida, de suerte que pensar en su nombre o encontrarlopuede darme ocasin de hojear mis recuerdos como si fueran un lbum defotografas: en un cierto orden, con mayor o menor serenidad, complacencia ofastidio y a veces ternura, lo cierto es que el secreto de estas variacionesdepende tanto del momento de la consulta como de su objeto. Por ejemplo, raravez me ocurre que, yendo a Vaneau o a Svres-Babylone, no me acuerde de misabuelos, que durante la guerra vivan a una distancia ms o menos igual de unay otra estacin, en una vivienda cuya modestia adquiri para mi luego unaaureola de prestigio, cuando vine a saber que Andr Gide viva en la mismacalle que ellos, la calle Vaneau, mucho despus de haberla abandonado misabuelos y cuando su apartamento ya no era para m ms que un recuerdo; susventanas se abran al patio y ms all de ste al parque del Hotel Matignon,protegido de las miradas curiosas por una especie de reja verde con una mallatupida que, sin embargo, no impeda a un observacin atenta el espectculo delos guardias que con paso pesado patrullaban por sus senderos. De Maubert aVaneau las idas y venidas regulares de mi niez dibujaron mi territorio propio,y los azares de la existencia (o alguna secreta pesantez personal) quisieron que

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    la lnea Gare dOrlans-Austerlitz-Auteuil, hoy prolongada hasta Boulogne,desempeara en mi vida siempre un papel en cierto modo axial.

    Durante largo tiempo, lo desconocido para m haba comenzado enDuroc, principio de una serie de nombres de los que yo slo retena la palabramisma, Porte dAuteuil, porque hasta all llegbamos a veces los domingos para

    ir al bosque o al csped del hipdromo. En sentido inverso Cardinal-Lemoine(de qu cardenal podra tratarse?) y Jussieu, cuya situacin y aspectoexteriores conoca yo dada su proximidad a nuestro domicilio, no eran sinonombres sin contenido real, puntos de paso obligados para llegar a la estacinde Austerlitz, en la que habamos bajado en el ao cuarenta y de la cual soabayo con partir algn da. Ms adelante, en esa lnea que bien podra yo llamaruna lnea de vida (aunque en el plano del metro slo leo el pasado) otrasestaciones desempearon un papel importante por razones vinculadas con laedad, con el trabajo y con mi domicilio: Odon, Mabillon, Sgur fueronrelevndose as, y complicando pero extendiendo tambin el territorio de miniez.

    Si reflexiono un poco, ese territorio no es la simple suma de misdivagaciones y de mis recuerdos personales: es un recorrido social ms bien, engran medida determinado al principio por la voluntad de mis padres queproceda ella misma de otra historia, la de ellos, si puedo decirlo as, pues estambin un poco la ma y, por lo dems, se escapaba bastante a las decisionesque mis padres se esforzaban por tomar libremente; historia, como siempre,negada de otra parte, marcada por sucesos que se llaman histricos (porquequienes los viven estn seguros de no ser los amos de ellos), y cuyo sabor sinembargo parece a cada uno de nosotros irremediablemente singular, a pesar dela trivialidad de las palabras con que se la cuenta, de las situaciones en que seenraza y de los dramas que constituyen su trama, los cuales sin cesar amenazancon deshacerla (as es la vida). En suma, siempre hubo estaciones de metroen mi vida escolar, profesional y familiar; puedo dar cuenta de este estado

    civil con palabras precisas, un poco desencarnadas, de sas que se utilizan enun curriculum vitae. En esto, mis itinerarios son semejantes a los de los dems,con quienes me codeo cotidianamente en el metro sin saber a qu colegio hanido, dnde vivieron y trabajaron, quines son y adonde van, siendo as que en elmomento mismo en que nuestras miradas se encuentran y se apartan, despusde haberse demorado a veces un instante, esas personas estn tal vez, tambin,ellas tratando de establecer un balance, de recapitular una situacin o quinsabe? de abordar un cambio de vida y, accesoriamente, un cambio de lnea demetro.

    Pues las lneas de metro, como las de la mano, se cruzan; no slo en elplano donde se despliega y se ordena la urdimbre de sus recorridosmulticolores, sino tambin en la vida y en la cabeza de cada cual. Por lo dems,ocurre que esas lneas se cruzan sin cruzarse, a la manera de las lneas de lamano justamente: afectan ignorarse, soberbias y monocromas, rasgos que unende una vez por todas un punto con otro sin preocuparse de las ramificacionesms discretas que permiten a quien las sigue cambiar radicalmente de

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    orientacin. En la terminologa del usuario del metro, para hacerlo convienecambiar dos veces. De esta manera bastar (a quien habiendo partido deRanelagh o de la Muette y se sienta fastidiado de viajar hacia Strasbourg-Saint-Denis) con cambiar sucesivamente en Trocadro o en Charles de Gaulle-Etoilepara volver a barrios ms adecuados a sus orgenes, por ejemplo, por el lado de

    la Porte Dauphine o, a la inversa, si el hombre cede a la llamada de algndemonio tunante u obrerista, podr tomar un tren en sentido inverso, haciaPigalle o Jaurs.

    Por mi parte s muy bien que habra cierta ilusin en imaginarme mi vidacomo un recorrido rectilneo a causa de mi fidelidad a la lnea Auteuil-GaredOrlans-Austerlitz. Pues, si bien nunca la abandon del todo, en el curso demis aos parisienses conoc otros itinerarios regulares, otras rutinas, otrasletanas (Pasteur, Volontaires, Vaugirard, Convention; Chausse dAntin,Havre-Caumartin, Saint-Augustin, Miromesnil) cuya rememoracinincesante y cotidiana, como la de un rezo o la de un rosario, borraba por untiempo los anteriores automatismos. Cada uno de esos itinerarios, en una poca

    dada, articul diariamente los diferentes aspectos de mi vida profesional yfamiliar, y me impuso sus puntos de referencia y sus ritmos. El viajero asiduode una lnea de metro se reconoce fcilmente por la economa elegante y naturalde su modo de proceder; como un viejo lobo de mar que con paso calmo, alamanecer, se dirige hacia su bote y de una mirada aprecia el cabrilleo de lasolas a la salida del puerto, mide la fuerza del viento sin aparentar hacerlo, tanfarsante como un degustador de vino, pero menos aplicado que ste, y escuchasin parecer prestar atencin el chapoteo del agua contra el muelle y el clamor delas gaviotas todava reunidas en las orilla o ya diseminadas sobre el mar, enpequeas bandadas vidas, el viajero veterano, sobre todo si est en la flor de laedad y no cede fcilmente al deseo de soltar de pronto las amarras en la

    escalera, se reconoce por el perfecto dominio de sus movimientos: en elcorredor que lo conduce al andn avanza sin pereza pero sin prisa; sin que nadalo deje ver, sus sentidos estn despiertos. Cuando, como surgido desde lasparedes de azulejos, se hace or un tren, lo cual determina que la mayora de lospasajeros de ocasin se precipiten, l sabe si debe apresurar el paso o no, ya seaque aprecie con pleno conocimiento de causa la distancia que lo separa delandn y decida probar o no su suerte, ya sea que haya identificado el origen delestruendo provocador y reconocido en esa aagaza (especfica de las estacionesen las que pasan muchas lneas y que el francs por esta razn llamacorrespondencias, cuando el italiano, ms preciso y ms evocador, habla en estecaso de coincidencias) una seal venida de otro lugar, el eco engaoso de otro

    tren, la tentacin del error y la promesa del vagabundeo. Una vez llegado alandn, el hombre sabe dnde detener sus pasos y determinar el lugar que,permitindole llegar sin esfuerzo a la puerta de un vagn, corresponda ademsexactamente al punto ms cercano de su salida en el andn de llegada. Y aspuede verse a los pasajeros veteranos elegir con minuciosidad su lugar departida, hacer sus clculos de alguna manera, como los hara un saltarn enaltura, antes de lanzarse hacia su destino. Los ms escrupulosos llevan su celohasta el punto de elegir el mejor lugar del vagn, aquel que podrn abandonar

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    lo ms rpidamente posible una vez llegados a la estacin. Ms fatigados o msavejentados, algunos tratan de conciliar este imperativo tctico con la necesidadde descansar y se apoderan con gusto del ltimo asiento que qued libre, conuna mezcla de discrecin y de celeridad que traduce tambin al hombre deexperiencia.

    La extremada precisin de estos movimientos maquinales evoca bastantela soltura del artesano cuando modela el objeto de su trabajo. El usuario delmetro, en lo esencial, slo maneja el tiempo y el espacio, y es hbil para medirel uno con el otro. Pero nada tiene de fsico ni de filsofo kantiano; sabeadaptarse a los rigores de la materia y al agolpamiento de los cuerpos,amortigua con un movimiento de la mueca el impulso de una puerta que le tirasin miramientos [;] algn chico egocntrico introduce sin vacilar la cartulinaanaranjada en la estrecha ranura del portillo de entrada, avanza rozando lasparedes y a la carrera da su vuelta final, bajando de dos en dos los ltimosescalones antes de saltar al vagn entreabierto, de escapar con un movimientode caderas a las mandbulas de la puerta automtica y de ejercer con los

    antebrazos una insistente presin sobre la masa inerte de aquellos que,habindolo precedido, no se imaginan que otros puedan seguirlos.

    Ya fuera de la estacin, podramos encontrar rastros de este virtuosismovinculado con la costumbre en la manera de utilizar nuestro hombre el espaciocircunvecino marcado por algunos puntos notables: restaurante, panadera,puesto de peridicos, paso de peatones, semforo tricolor. Son puntos notables,en efecto, pero por los que el piloto ordinario de la vida cotidiana pasa sinprestarles gran atencin, aun cuando tenga la costumbre de detenerse all pararestaurarse o informarse o (tratndose de los dos ltimos puntos citados) deponer a prueba sus reflejos y su capacidad de aceleracin, si est de un humorfantstico y desafiante.

    La mayor parte de los recorridos individuales en el metro son cotidianos yobligatorios. Uno no elige conservarlos o no en la memoria, sino que estimpregnado de ellos como del recuerdo de su servicio militar. De all aimaginar que en ciertos momentos se los rememora con por lo menos ciertacomplacencia no hay ms que un paso, que sin duda todos hemos dado. Esosrecuerdos no slo nos remiten a ellos mismos, sino a un momento de la vidarepentinamente percibido (tal vez ilusoriamente) en su totalidad, como si elindividuo que consulta un plano del metro redescubriera a veces el punto devista (en cierto modo anlogo a aquel desde el cual Andr Bretn postulaba laexistencia de la visin surrealista) desde el cual se pueden percibir de manera

    permanente, y extraamente solidarios, a la distancia, los recovecos de la vidaprivada y los azares de la profesin, las penas del corazn y la coyunturapoltica, las desdichas de la poca y la dulzura de vivir.

    La frecuentacin del metro nos enfrenta ciertamente con nuestra historia,y esto en ms de un sentido. Nuestros itinerarios de hoy se cruzan con los deayer, trozos de vida de los que el plano del metro, en la agenda que llevamos ennuestro corazn, slo deja ver su canto, el aspecto a la vez ms espacial y msregular, pero de los que nosotros sabemos bien que todo se cifraba all o que (no

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    existiendo ningn tabique de separacin, a veces para nuestro mayor malestar)todo se esforzaba por distinguir al individuo de quienes lo rodean, nuestra vidaprivada de nuestra vida pblica, nuestra historia de la de los dems. Puesnuestra propia historia es plural: los itinerarios del trabajo cotidiano no son losnicos que conservamos en la memoria, y un determinado nombre de estacin

    que durante mucho tiempo no fue para nosotros ms que otro nombrecualquiera (punto de referencia convenido en una serie invariable), revisti depronto una significacin sin precedentes, smbolo de amor o de desgracia.Cerca de los hospitales se encuentra siempre el puesto de un florista, unaempresa de pompas fnebres y una estacin de metro. A toda estacin se unetambin una pluralidad de recuerdos irreductibles entre s, recuerdos de esosraros instantes, como deca Stendhal, por los cuales vale la pena vivir.Lacarga de cada uno de ellos, semejante a la de los otros aunque difiera de ellas,es llevada nicamente y durante un tiempo por una o dos conciencias singularescuya secreta pasin, hace poco o hace mucho, debe de haber seguido loscaminos subterrneos del metropolitano. Los caminos del metro, como los delSeor, son impenetrables: uno no cesa de recorrerlos, pero toda esta agitacinslo cobra sentido a su trmino, en la sabidura transitoriamente desencantadade una mirada retrospectiva.

    Hablar del metro es pues hablar ante todo de lectura y de cartografa.Creo recordar que se invitaba a los alumnos a apreciar en el atlas de historia demi niez los crecimientos y las disminuciones alternadas de Francia: Franciaantes de la Revolucin, Francia durante el Primer Imperio, Francia en 1815,Francia en el Segundo Imperio, Francia despus de 1870 Hay algo de este

    efecto de acorden en la imagen de mi vida que me ofrece el plano del metro.Pero es ms an (y entonces habra que referirse a otras pginas del atlas: laFrancia geolgica, la Francia agrcola, la Francia industrial), se podran

    distinguir varios planos de lectura (vida amorosa, vida profesional, vidafamiliar), ellos mismos referidos, desde luego, a ciertas fechas claves. Por lodems, todas estas distinciones no impediran ciertas recapitulaciones; sin dudasera posible (segn la manera en que en la carrera de un pintor se analizanperodos diferentes, como el azul o el rosa, el figurativo o el abstracto)

    distinguir en la vida de muchos parisienses perodos sucesivos, por ejemplo,un perodo Montparnasse, un perodo Saint Michel y un perodo Bonne-Nouvelle. A cada uno de ellos correspondera (como lo sabemos muy bien) unageografa ms secreta: el plano del metro es tambin el mapa de la ternura o lamano abierta que hay que saber cerrar y escrutar para abrirse paso de la lnea dela vida a la lnea de la cabeza y a la lnea del corazn.

    Aqu se manifiesta una paradoja. La primera virtud de lasrememoraciones personales, favorecida por la consulta un poco soadora de unplano de metro, no es acaso hacernos experimentar algo que tiene parentescocon un sentimiento de fraternidad? Si bien es cierto que en virtud de lafrecuentacin cotidiana de los transportes parisienses no dejamos de rozar lahistoria de los dems (a las horas pico, entre parntesis, esta expresin esevidentemente un eufemismo) sin encontrarla nunca, no es menos cierto que nopodramos imaginarla muy diferente de la nuestra. Esta paradoja tiende a hacer

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    detener al etnlogo, pues le recuerda otra paradoja que, a mi juicio, tal vez lesuministre un medio de resolverla o de aclararla. La paradoja a la que estacostumbrado el etnlogo es la siguiente: Todas las culturas son diferentes,pero ninguna es radicalmente extraa o incomprensible para las otras. Por lomenos, sta es la manera en que por mi parte formulara la cuestin. Otros se

    atendrn al primer trmino de la proposicin y pondrn el acento, o bien sobreel carcter absolutamente irreductible e inexpresable de cada cultura singular(con lo cual adoptan naturalmente un punto de vista relativista) o bien sobre elcarcter parcial, aproximado y vulnerable de todas las descripciones, de todaslas traducciones etnogrficas (con lo cual asignan a la gestin etnolgica unlargo rodeo por obra de los mtodos trabajosos pero seguros de disciplinasexperimentales como la psicologa cognitiva). En su perodo de conquista, laetnologa tena menos escrpulos; bajo el nombre de cultura reuna elementosmuy heterogneos, herramientas y objetos diversos, formas de alianzamatrimonial, panteones y prcticas de culto) y no le repugnaba ver en ellosindicaciones de evolucin, aun cuando admitiera, por otro lado, la transmisinde esos rasgos de una sociedad y de una cultura a otras. Esta ciencia invitaba

    al etnlogo a desconfiar tanto del etnocentrismo como de la absorcin por elmedio, lo exhortaba a la vez a conservar su distancia y a practicar laobservacin participante, y as lo condenaba, en suma, a la esquizofrenia, puesla etnologa le supona el don de la ubicuidad.

    La experiencia del metro (y algunas otras, lo confieso, slo que sta esejemplar) me invita a sustituir lo que se podra llamar la paradoja de lo Otro(con una O mayscula, porque se trata de lo Otro cultural) por la paradoja delos dos otros (con minscula, porque desde l momento en que son dos, estadualidad relativiza necesariamente el carcter absoluto de la primera paradoja).Permtaseme abrir aqu un nuevo parntesis y exponer un ejemplo personal para

    hacerme comprender bien. Nunca llegu a hacerme cargo de lo que significabaser creyente. Mi madre es creyente, mis tas son creyentes, algunos tostambin lo son, tengo primas y primos creyentes. Pero yo no lo soy. Seamosclaros: los quiero, los respeto, respeto su creencia, no les guardo fastidio porquefestejen su pascua o por que vayan a misa, pero tampoco los envidio; miindiferencia es total, animal y definitiva. Si sobre este punto tuviera yo elsentimiento de una falta podra hablar de frigidez porque, desde luego, elcatolicismo es mi cultura: durante mi infancia me hicieron hacer todo lonecesario, sin insistencia abusiva por lo dems, de manera que ni siquiera puedoatribuir mi incomprensin a algn efecto de exceso metafsico, de sobredosisclerical o de saciedad litrgica. No, siempre permanec sin imaginacin y sin

    ideas ante el espectculo de aquellos que parecan considerar natural que yocreyese. Las conversaciones que pude mantener con los de mi medio en lapoca en que, siendo an adolescente, mantena conversaciones de este gnero,profundizaron de alguna manera mi incomprensin: poda admitir que eramenester creer en algo, pero por qu en este dogma antes que en aquel otro?Ms an! lo ms penoso estaba ante todo en el hecho de que yo comprenda

    tan poco el proceso mismo como su objeto. Me eran particularmenteincomprensibles aquellos que me explicaban que con el dogma haba que tomar

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    o dejar, que lo esencial era la fe personal, razonada, ntima, qu s yo? Porqueen cuanto a lo dems siempre fui bastante sensible a los fastos de la iglesia, alhechizo de los cnticos y al recuerdo de mis vacaciones en Bretaa. Puedocomprender que la gente vaya a la iglesia por placer. Pero es probable que loscreyentes piensen en otra cosa.

    La incomprensin era aparentemente reciproca. Pero entonces, t nocrees en nada?, me haba preguntado una vez una prima a la que no logrhacerle entender que corresponda a quien exageraba (a quien no slo creasino que crea en algo) explicarse, si se senta capaz de hacerlo. Yo no juraraque no experimentara cierto placer malvolo en hacerme el escptico ante misprimas, pero nunca tuve el sentimiento de forzar o de fortificar artificialmentemi espritu: descubra muy cerca de mi (sin asombro excesivo porque despusde todo mi educacin me haba preparado para ello) la alteridad.

    El otro comienza junto a m; y hasta habra que agregar que en numerosasculturas (todas ellas constituyeron antropologas, representaciones del hombre yde la humanidad) el otro comienza en el yo sin que tengan que ver nada en elloFlaubert, Hugo o Lacan: la pluralidad de los elementos que definen el yo comouna realidad compuesta, transitoria y efmera producto de herencias y dediversas influencias es tan esencial que los trabajos de los etnlogos,relativistas o no, dedican siempre a la muy problemtica nocin de persona uncaptulo que es absolutamente indispensable para comprender aquelloscaptulos que tratan sobre la organizacin social y la economa.

    Pero abandonemos las sutilezas y complejidades del yo para volver anuestro metro. Todos los que encuentro en l son otros en el sentido cabal deltrmino: se puede apostar a que una parte notable de mis compaeros deocasin tiene creencias y opiniones de las que ni siquiera entiendo su lenguaje

    (las estadsticas y los sondeos podran permitirme precisar esta afirmacin), y esclaro que no estoy hablando de los extranjeros, ni de todos aquellos cuyo colorde piel pueda hacer presumir que pertenecen a otros medios culturalesdiferentes del mo. Hasta me atrevera a sugerir pero tal vez sta sea unapresuncin de etnlogo demasiado poco relativista que comprendera msfcilmente las ideas, los temores y las esperanzas de este o aquel aborigen de laCosta de Marfil (conozco a varios que, lo mismo que yo, bajan en la estacinSvres-Babylone) que el pensamiento profundo de mi vecino de barrio, con elque a veces recorro un trecho de camino y que lee La Croix.

    Qu se les reprocha con mayor frecuencia a los etnlogos? Que se fende la palabra de un pequeo nmero de informadores, que no desconfen de las

    palabras ni se abstengan de generalizar para un conjunto de sociedades lo queno son capaces de establecer con certeza en el caso de una sola de esassociedades. Pasar por alto lo que pueda tener de injusto e inexacto en losdetalles y, por lo tanto, tambin en el conjunto cada una de estasacusaciones, y me contentar con observar que en este terreno todo individuosera totalmente incognoscible para otro y que, propiamente hablando, no habraconocimiento posible del hombre por el hombre. Y si por ventura alguien mereplica que estoy mezclando los gneros, que aplico a las relaciones

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    interindividuales una crtica que es vlida en el caso de las relacionesinterculturales, responder haciendo dos preguntas: no se apoya precisamenteel relativismo cultural en una crtica del lenguaje, y especialmente de lacomunicacin entre informadores e informados, es decir, entre individuos? Alsugerir que las culturas son parcial o totalmente intraducibles las unas a las

    otras, no se las reifica, admitiendo al mismo tiempo que en el seno de unamisma cultura la comunicacin es transparente, las palabras son univocas y laalteridad est ausente? Lvi-Strauss haca notar en Race et Histoire1 que lossalvajes no podan ser considerados nios (de una humanidad que se concibe as misma como evolutiva) sencillamente porque tenan nios, a los que seesforzaban por convertir en adultos. Postulemos la idea de que en toda sociedadhay otros (y propiamente no hay otra cosa) y que esta simple comprobacinrelativiza por s misma la definicin de niveles o de umbrales estrictamente deidentidad (generaciones, clases, naciones) y el relativismo mismo. Los otrosno son tan irreductiblemente otros que no tengan una idea de la alteridad, de laalteridad lejana claro est (la de los extranjeros), pero tambin de la alteridadinmediata (la de sus semejantes prximos).

    En el metro, los signos de la alteridad inmediata son numerosos, amenudo provocativos y hasta agresivos. Y una vez ms dejo de lado el caso detodos aquellos que pertenecen a la alteridad lejana y atestiguan la irrupcin dela historia mundial en nuestros recorridos cotidianos: asiticos que van a laplaza Maubert para comprar sus provisiones o que regresan a la plaza dItalie,africanos del Magreb y del frica negra que se dirigen a Anvers o que barrenlos corredores de Raumur-Sbastopol, norteamericanos o alemanes que engrupos ruidosos van a visitar la Opra. La alteridad inmediata (pero ay! ya unpoco lejana) es ante todo la de los jvenes, la juventud como se dice en latelevisin. Jvenes: son sos cuya juventud significa para los dems que su

    propia juventud de stos ya se ha ido. Algunos llevan un aro en la oreja o setien de verde un mechn de pelo; son a la vez los ms perturbadores y los msfamiliares: semejantes a la imagen que nos hacemos de ellos porque esaimagen est reproducida profusamente en la prensa y en los anunciospublicitariosy que ellos quieren dar de s mismos, por la misma razn. Esteproceso de identificacin puede desconcertarnos por sus manifestaciones, perono podra sorprendernos, pues conocemos casos anlogos. Y como lo decamuy bien Johnny Hallyday, astro a quien su ya larga carrera impone o impondrmuy pronto un cambio de imagen (incluso y sobre todo, si tiene la sabidura deno cambiar de lookel da en que tenga la curiosidad de consultar el espejo queahora tiende a los dems y descubra personas de su edad): Un dolo nunca es

    otra cosa que un tipo al que los muchachos tienen ganas de parecerse.2

    El metro, por cuanto nos acerca a la humanidad cotidiana, desempea el

    papel de un vidrio de aumento y nos invita a medir un fenmeno que, sin l,correramos el riesgo de ignorar o tal vez trataramos de ignorar: si el mundo ensu mayora se rejuvenece, ello significa que nosotros nos estamos quedando

    1Race et Histoire, Pars, Gonthier, 1961.2 Citado enJours de France, no. 1568, 19-25 enero, 1985.

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    atrs. Lo que para nosotros procede todava de la actualidad ya para otros eshistoria. Sin duda es penoso haberse credo el dolo de los jvenes y descubrirsecomo el Tino Rossi de los casi viejos, de los nuevos ancianos. Pero sta es unaexperiencia fundamental y ejemplar: en el momento mismo en que nuestrahistoria nos vuelve a atrapar, la historia de los dems se nos escapa. Digo

    nosotros por una especie de simpata que siento por las personas de migeneracin que en un momento u otro deben percibir, lo mismo que yo, lossingulares efectos de ptica creados por el hecho de trazar un paralelo entrehistorias de velocidades diferentes: nuestra historia personal se acelera (esincreble cmo pasa el tiempo), en tanto que los jvenes tienen todo su tiempoy hasta se impacientan en las demoras iniciales (verdad es que deben terminarsus estudios o encontrar un empleo, deben orientarse, decidirse, instalarse);pero desde otro punto de vista todo se invierte: los jvenes nos dejan en el lugaren que estamos y nosotros sentimos confusamente que son ellos quienes hacenla historia o van a hacer la historia. Claro est, la poltica y la economacontinan estando por el momento en manos ms respetables. Pero esas manos,si se me permite la expresin, se encuentran muy poco en el metro, o semuestran muy discretamente.

    Verdad es que los jvenes no son todos jvenes de la misma manera. Susrespectivas posibilidades no se miden por el nmero de anillos que llevan en lasorejas o por la cantidad de mechas teidas: hay algo perturbador al ver, losviernes por la tarde o los sbados, por el lado de la Rpublique o de Richelieu-Drouot, a jvenes indios de las clases populares que toman el camino de susreservas exhibiendo todos los signos convenidos de la originalidadestereotipada. Qu tienen en comn esos jvenes con las jovencitas salidas delos alrededores burgueses de mi adolescencia, a las que encuentro a veces por ellado de Sgur o de Saint-Franois-Xavier, y que llevan con una discrecin llena

    de sentido chaquetas azules sobre sus faldas escocesas?Lo que tienen en comn, y que evidentemente no les impide ser tan

    diferentes los unos de los otros como diferentes son sus orgenes y sin duda losern sus respectivos destinos, es su relacin con el tiempo, que los distingueradicalmente, por ejemplo, de las personas de mi edad. Las personas de miedad, segn podra pensarse, tambin constituyen una falsa comunidad, dealguna manera negativa, definida por defecto, por el nmero de aos gastados,pasados (como se dice de un color ajado) y, respecto de cualquier ideologa dela modernidad, superados. Cada uno de nosotros tiene sus propios puntos dereferencia, su propio pasado, tan diferente como puede serlo nuestro propiopresente. Como esos navegantes solitarios a quienes la amplitud del mar oculta

    unos a otros, pero a quienes la radio informa que estn a la cabeza de la regata,nosotros slo nos sentimos prximos en la palabra de los dems. El pasado quecompartimos es una abstraccin y en el mejor de los casos una construccin:ocurre que un libro, una revista o una emisin de televisin nos explica lo quehemos vivido en el momento de la liberacin o en mayo de 1968. Pero, quines entonces ese nosotros al cual debera referirse el sentido de lo que pas?En suma, quin no es como Fabrice en Waterloo?

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    Por supuesto, Waterloo slo poda dar su nombre a una estacinferroviaria y a una estacin de metro de Londres. Esta comprobacin tiene porsi misma valor histrico, pero aun ms valor cultural. Pues la presencia denombres de victorias en el metro (Austerlitz, Solferino, Bir-Hakeim)significa acaso la copresencia de la historia en nuestra vida cotidiana o la

    irrealidad de la historia? de esa historia que, como la de los individuos, slocobra sentido retrospectivamente, de esa historia que quienes la hicieron nosiempre tuvieron conciencia de haber vivido, y de la cual ninguno de aquellosque cree haberla vivido guarda el mismo recuerdo.

    Sin embargo, tal vez aqu no habra que forzar demasiado las tintas: unageneracin, segn lo sabemos por intuicin y por experiencia no es realmentenada. Las personas de la misma edad tienen necesariamente, si no recuerdoscomunes, por lo menos recuerdos en comn, los cuales, si difieren los unos delos otros, distinguen an ms seguramente a quienes pueden referirse a loshechos recordados que a aquellos que, en el mejor de los casos, slo tienen deellos un conocimiento libresco. Mis hijas y yo tenemos sin duda la misma

    relacin con Solferino, no con Bir-Hakeim. Durkheim (quien, no habiendo dadosu nombre a ninguna calle de Pars, no tiene a fortiori ninguna posibilidad defigurar alguna vez en el plano del metro) vea en la rememoracin y en lacelebracin una fuente y una condicin de lo sagrado. Pensaba que no puedehaber sociedad que no sienta la necesidad de conservar y reafirmar a intervalos

    regulares los sentimientos colectivos y las ideas colectivas que hacen su unidady su personalidad

    3 y en este sentido no crea que las ceremonias civilesdifirieran por su naturaleza de las ceremonias propiamente religiosas. Pero paraDurkheim esas ceremonias son siempre ceremonias del recuerdo, fiestas de lamemoria colectiva. El nico fuego al cual podemos calentarnos moralmente esel que forma la sociedad de nuestros semejantes, dice tambin Durkheim, pero

    el combustible que alimenta ese fuego es el pasado compartido, que se conservay se reanima al conmemorrselo. Durkheim sabe muy bien, en efecto, que elpasado es ms eficaz por haber sido vivido, y que los pasados muertos (elpasado de quienes estn muertos) tienen menos posibilidades de alimentar lallama social esa misma llama a la cual se calientan los individuosque elpasado de los vivos. En determinados momentos, las sociedades tienennecesidad de recobrar un pasado, as como los individuos recobran la salud.Cuando Durkheim dice sociedad yo entiendo por lo general generacin, eindiscutiblemente Durkheim habla del malestar de una generacin al final de lasFormas elementales de la vida religiosa: Las grandes cosas del pasado, las queentusiasmaban a nuestros padres, ya no suscitan en nosotros el mismo ardor, sea

    porque entraron en la costumbre hasta el punto de haberse hecho inconscientespara nosotros, sea porque ya no responden a nuestras aspiraciones actuales

    Bien se comprende la doble y contradictoria hiptesis que podra sugeriras la evidente carga histrica de los recorridos del metro. Tantas estaciones y

    otras tantas situaciones o personajes reconocidos, conservados, magnificados: el

    3 E. Durkheim:Les Formes lmentaires de la vie religieuse, PUF, 1974, 4a edicin, pg. 610.[Hay versin castellana:Las formas elementales de la vida religiosa, Madrid, Akal, 1982.]

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    tren se desliza por nuestra historia a velocidad acelerada; incansable, cual unalanzadera que va y viene en los dos sentidos, los grandes hombres, los lugaresilustres y los grandes momentos, pasando de Gambetta a Louise Michel, de laBastille a lEtoile o de Stalingrad a Campo-Formio y viceversa. De manera quetomar el metro sera en cierto modo celebrar el culto de los antepasados. Pero

    evidentemente ese culto, si es que lo hay, es inconsciente; muchos nombres deestaciones nada dicen a quienes los leen o los oyen, y aquellos a quienes dicenalgo no piensan necesariamente en el objeto cuando pronuncian el nombre. Sihay culto, podra objetarse entonces, se trata de un culto muerto: lejos deconfrontar a la sociedad de hoy con su pasado y a los individuos que lacomponen con su historia, los recorridos del metro dispersan por los cuatropuntos cardinales de Pars a hombres y mujeres presurosos o fatigados, quesuean con vagones vacos y andenes desiertos, empujados por la urgencia desu vida cotidiana, y que en el plano que consultan o en las estaciones que sesuceden slo perciben el decurso ms o menos rpido de su propia existenciapersonal, y apreciada en trminos de adelanto y de retraso.

    No es, pues, tan seguro que podamos descubrir bajo tierra las fuentes deun nuevo impulso social, de una solidaridad y, ni siquiera, de una complicidad.Los nombres de las estaciones no evocan ni con suficiente fuerza ni consuficiente regularidad la historia que celebran, como para que pueda nacer,necesariamente, algo que se parezca a una emocin colectiva, del cruce de supresunto referente comn y de la diversidad de los recorridos singulares. Sinembargo, hube de percibir un instante el esbozo fugitivo de una emocin de estetipo cuando, al apearme en Port dAuteuil con un amigo aficionado al ftbol,acomodaba mi paso al de la muchedumbre presurosa pero ordenada de losentusiastas que iban a presenciar el partido del Parc. Mucho antes de llegar aPorte dAuteuil ya era fcil identificar en el vagn a quienes asistiran al match,

    no slo a los jvenes un poco acalorados que llevaban sus gallardetes anplegados, o que con toques de corneta entrecortaban el clamoreo de los gruposinmediatos reconocibles, sino tambin a todos aquellos que viajaban msdiscretamente, solos o en grupos de dos o tres, cuya mirada, amistosamentecmplice cuando se cruzaba con la nuestra, expresaba la simpata pura delcompaero de ruta, la felicidad del instante y la inminencia de un placeranclado en la costumbre. Pues la costumbre es esencial en la alquimia del placerdeportivo, y el ojo, que no cesa de verificar con movimientos bruscos, en elplano del metro que se encuentra encima de las puertas automticas, una seriede nombres que, sin embargo, son conocidos por todos (como si Javel pudieraalguna vez dejar de seguir a Charles Michel, y como si Eglise dAuteuil pudiera

    dejar de preceder a Michel Ange-Auteuil), revela menos la vacilacin delnefito que la obsesin inquieta del creyente. El partido que se ha de jugarevoca ante todo a los otros que se jugaron antes, y esto es cierto aun en el casode las finales de copa, que propulsan a travs del metro y a travs de un ao deesperanzas a muchedumbres de acento clamoroso. Raros son los que han ido yaal Parc en una ocasin semejante, y que no deriven de ese recorrido delmetropolitano la mejor de las emociones que han ido a buscar: la felicidad devolver a comenzar. Una alusin a Porte dAuteuil slo puede ser por los

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    aficionados ilustrados que, frecuentado ya el Parc, saben que un da u otrovolvern a encontrarse una vez ms, en el metro de la lnea Porte dAuteuil -Boulogne.

    Si es cierto que cada uno tiene su propio pasado, no es menos cierto quealgunos, que se acuerdan de haber vivido con los otros ciertos fragmentos del

    pasado de stos, pueden experimentar el sentimiento de compartir con ellos porlo menos ese recuerdo. Tienen en comn, y ellos lo saben, ese movimiento delespritu que, en algunas ocasiones muy precisas, tiende hacia el pasado lamirada puesta en el presente, con lo cual se confiere a ste una especie deintemporalidad rara y preciosa. La complicidad que puede nacer de esteparalelismo, por infiel y subjetiva que sea la memoria, se manifiesta a veces demanera inesperada en lo fortuito de un encuentro, en el giro de unaconversacin (Ah, s! De manera que usted tambin lo conoci? Espere,eso debe de haber ocurrido en 1966 1967, s, creo que en 1967), pero losrecorridos del metro aseguran a dicha complicidad puntos de referencia establesy, combinados con el calendario deportivo, plazos regulares.

    Ocurre tambin a veces que un recuerdo individual se confunda conconmemoraciones ms generales, y esto acenta el valor simblico del nombre,que remite entonces al acontecimiento colectivo y simultneamente a unapresencia singular. Fabrice, por muchas razones, no tuvo ocasin de tomar eltren subterrneo en Waterloo, pero sin duda hay ms de un viajero capaz deacordarse de s mismo y a la vez de los dems cuando pasa por Charonne. Hayque haber vivido como yo en la confluencia del boulevard Saint-Germain y dela calle Monge y tener por lo menos m edad para asociar Maubert-Mutualit yCardinal-Lemoine a los combates de la liberacin y a la divisin Leclerc, perootros nombres evidentemente despiertan, en otras conciencias, singularesrecuerdos que no son slo personales. Algunos de esos nombres ostentan

    suficiente oropel para evocar por s solos la suntuosidad guerrera de que serevisten de vez en cuando (Champs-Elyses-Clemenceau, Charles de Gaulle-Etoile), otros hacen surgir inmediatamente en la conciencia la imagen de losmonumentos que designan, o con los cuales tienen relacin: Madeleine, Opra,Concorde.

    Y es conciencia histrica tambin la que nos imponen tanto lasmodificaciones de los nombres de las estaciones como su fidelidad al pasado.En funcin de la actualidad las estaciones pueden, como las calles, cambiar denombre, y este ltimo es muy generalmente el del lugar que merecen. A la listade celebridades, el plano del metro agrega por lo dems matices sutiles y

    consagra ciertos nombres mencionando nicamente la arteria o la plaza con laque tienen relacin, como si le repugnara distinguirlas una segunda vez, y comosi se contentara con ratificar un lugar de paso obligado que no compromete suresponsabilidad.

    Cuanto ms se aleja el metro del corazn de la capital, ms pierde elsentido de la historia (el RER lleva al colmo este olvido) para refugiarse en latopografa. Por ejemplo, las designaciones Malakoff-Rue Etienne-Dolet, yCarrefour Pleyel o Boulevard Victor y Boulevard Massna (en el RER) parecen

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    ostentar nombres de los cuales subrayan su origen, ms geogrfico quehistrico. Adems, la red no deja de crecer, de extender sus ramales fuera de laaglomeracin parisiense propiamente dicha, mientras se va cargando denombres totalmente exticos para el parisiense tradicional (Les Juilliottes,Croix-de-Chavaux) y a veces sutilmente novelescos, porque evocan a la vez

    ideas de frontera y de partida (Saint-Denis-Porte de Pars, Aubervilliers-Pantin-Quatre-Chemins). Franklin D. Roosevelt encontr su lugar de maneracompletamente natural en los Champs-Elyses entre Clemenceau y lEtoile,pero resulta bastante notable que el injerto de Charles de Gaulle en lEtoilehaya prendido tan rpidamente y tan bien.

    Los nombres dobles no son raros en el metro, pero sus orgenes sondiversos. Las ms veces designan un cruce o encrucijada (Raumur-Sbastopol)o dos lugares prximos (Chtelet-Les Halles). La originalidad de Charles deGaulle-Etoile (relativa, pues por el mismo procedimiento se origin Champs-Elyses-Clemenceau) se debe a la yuxtaposicin del nombre de un personaje ydel nombre de un lugar. El xito excepcional de ese nombre compuesto

    (rpidamente utilizado para designar la estacin misma o la lnea de la cual espunto terminal y que parte de Nation, que la plaza de lEtoi le rara vez esdesignada por su nombre oficial completo) se debe, sin duda, a una serie defelices circunstancias, una de las cuales es la que asocia Nation a de Gaulle;pero tambin se debe al uso muy particular que se hace de los nombres delmetro.

    La figura de de Gaulle recorriendo los Champs Elyses, desde lEtoile ala Concorde, en el momento de la Liberacin, con su rostro resplandeciente y lamirada altiva posndose alborozada en las cosas, fue bastante difundida ysimboliz de manera bastante espectacular las ideas mezcladas de desembarco,de liberacin y de salvacin como para impresionar, en el sentido fotogrfico

    del trmino, a muchas generaciones, aun aquellas que, no siendocontemporneas del acontecimiento, conocieron slo la imagen, gracias a losregistros de actualidades que les restituan, por lo dems, su verdaderanaturaleza histrica, fundadora y mtica. En este sentido, la expresin Charlesde Gaulle-Etoile es un modelo de sobredeterminacin simblica propicia paracolmar la imaginacin de todos y suscitar la memoria de muchos.

    Pero hay que agregar que si esta expresin es efectivamente usada se lohace, en primer lugar, a causa del respeto muy particular que sentimos por losnombres sacralizados en el metro, aun cuando ignoremos su sentido. Para nosalirnos de los nombres de individuos, observemos que, al consagrar un uso

    sobre el cual uno podra tal vez interrogarse, la RATP utiliza tanto el apellidoprecedido de su nombre de pila como el apellido solo. Tenemos as una seriedel tipo Anatole France, Victor Hugo, Charles Michels, Flix Faure y otra deltipo Garibaldi, Monge, Goncourt, Mirabeau o Le Peletier; y si a veces decimosSvres para designar Svres-Babylone (familiaridad que rinde homenaje a laimportancia de la estacin, porque evidentemente Svres por s sola no podranunca designar a Svres-Lecourbe, mientras que Michel Ange-Auteuil y MichelAnge-Molitor son de igual dignidad), o Denfert para designar Denfert-

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    Rochereau, nunca nos permitiramos tratar a los hroes del metro comovulgares colegas y llamarlos simplemente por su apellido y menos aun a fortioripor su propio nombre de pila: nunca nos apeamos en Roosevelt, Faure o Hugo ymenos aun en Franklin, Flix o Victor, y si las parejas Charles de Gaulle-Etoiley Champs Elyses-Clemenceau parecen mejor que Montparnasse-Bienvene (a

    pesar de la legitimidad del homenaje as rendido a Fulgence Bievene comohroe fundador y civilizador), hay que buscar su causa en la historia, en unahistoria a la que todava somos sensibles y que no tiene ningn parentesco conlas imgenes de Espinal que pueden evocar Alsia, Convention o Ina, o bien,en el registro de los grandes hombres, Saint-Paul, Etienne Marcel o Cambronne.

    En cuanto a la fidelidad histrica, sta se expresa en el nombre de ciertasestaciones que se negaron a amoldarse al gusto del da, como Trocadro,insensible al modernismo del palacio de Chaillot, o Chambre des Dputs,cuyas sonoridades de la Tercera Repblica armonizan bastante con ladecoracin conservada del barrio Saint-Germain.

    Y si a menudo pasamos distradamente de Bastille a Alsia, de MarxDormoy a Pasteur o de Saint-Augustin a Robespierre, si la costumbre nos puedehacer insensibles hasta a una imagen de pas que ciertos nombres deberanbastar para evocar (Mnilmontant o Pigalle, Cit o Pont-Neuf, Mirabeau o Portedes Lilas) porque mezclan con los recuerdos de los parisienses el de losestribillos de canciones que ellos han canturreado, el de las pginas que hanledo o el de las pelculas que han visto, no es menos cierto empero que elmenor accidente puede hacernos adquirir conciencia de que pertenecemos a unacultura y a una historia. Los poderes pblicos, como es su deber hacerlo (o porlo menos en la concepcin que uno se forja de ellos en Francia), se empean ensuscitar ese despertar de la conciencia adornando inteligentemente conreproducciones estaciones como Louvre, con lo cual transforman en

    espectadores subterrneos a viajeros que deberan sentirse as legtimamentetentados a contemplar los originales en la superficie. Pero los turistasextranjeros, sobre todo esos que andan en grupos y hablan en voz alta, son eneste sentido los ms eficaces. Orlos apreciar las copias expuestas en el andnde la estacin Louvre o exclamar con arrobamiento: Opra!, Bastille!, enel momento en que el tren se detiene en esos ilustres lugares, supone algunasconsecuencias no desprovistas de ambigedad. Esos extranjeros dan cuerpo anuestra historia; ella existe, puesto que ellos la encuentran. Al mismo tiempo,tambin nosotros formamos un poco parte de la decoracin, lo mismo que ungriego junto al Partenn o un egipcio junto a las pirmides: son todosindividuos de los cuales tendramos tendencia a pensar (cuando hacemos

    turismo) que el Partenn o las pirmides deben ocupar el primer plano de suspreocupaciones puesto que a nuestros ojos, por lo menos, esos monumentos losdefinen en su singularidad tnica y cultural. En el tnel somos nosotros los quemiramos a los turistas con una indulgencia un poco divertida; llegados a laestacin, y simplemente porque su nombre pronunciado con el acentoextranjero de un observador exterior le restituye toda su aureola histrica, nosvemos incluidos en una decoracin y asignados a desempear un papel, testigosde oficio, condenados a sugerir con un alzamiento de cejas o una vaga sonrisa

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    el pasado de la Bastilla o la elegancia de la Opra, a reivindicar, porque as noses impuesto, la originalidad de nuestra historia y de nuestra cultura.

    Y si por casualidad a uno de esos extranjeros se le ocurriera preguntarnossobre el origen y la razn de algunos de los nombres ms conocidos delmetropolitano (Alma-Marceau, Denfert-Rochereau, La Motte-Picquet), sin

    duda nos veramos obligados a zafarnos, a imitacin de esos ancianos aldeanosa los cuales se obstina el etnlogo en hacerles decir por qu las iniciadas en elculto de un determinado dios llevan una pluma roja en los cabellos o por qu eldios al que ellas sirven se llama como se llama y no de otra manera.Generalmente, entonces, responderamos a nuestro interlocutor demasiadocurioso, sin ms duplicidad ni peor voluntad que aquellos viejos aldeanos, queno tenemos la menor idea, que siempre conocimos esos nombres sin haberloscomprendido nunca, por ms que en el momento nos pueda parecer queMarceau era un general revolucionario y que Alma tiene algo que ver con unahistoria de zuavos.

    No es pues absolutamente cierto que los viajeros del metro no tengannunca nada en comn o que no tengan ocasiones de percibir que comparten conotros algunas referencias histricas o algunos restos del pasado. Slo que estaexperiencia rara vez es colectiva. El metro no es un lugar de sincrona, a pesarde la regularidad de los horarios: cada cual celebra all por su cuenta sus fiestasy sus cumpleaos; cada biografa es singular y el humor de un mismo individuoes bastante variable para que una efervescencia colectiva tenga posibilidades deproducirse en las estaciones Concorde o Bastille fuera de los momentos en quealguna celebracin especial (una manifestacin contra el racismo, una eleccin)vuelve a dar a esos nombres de lugar el prestigio y la fuerza emotiva que tienendel pasado. Dentro del carcter ordinario de los das, habra que hablar desacralidad inmediata (cada cual viaja al encuentro de su propia historia) y de

    sacralidad ritual en la medida en que el rito sobrevive a lo que conmemora,sobrevive al recuerdo hasta el punto de no prestarse ya a la menor exgesis,forma vaca que uno podra creer muerta si la Historia (con H mayscula: lahistoria de los dems percibida un instante como la historia de todos) de vez encuando no volviera a darle un sentido. As vemos a veces en frica o enAmrica cmo la religin cristiana se apodera de formas rituales arcaicas a lascuales da una sustancia sin que resulte fcil al observador decidir lo que seimpone, si la forma o la sustancia, ni caracterizar la nueva religin queevidentemente es irreductible a la suma de sus elementos fenmeno que, por

    lo dems, corresponde al secreto de todo nacimiento.

    Ciertamente puede uno imaginar que toma el subterrneo por placer y queva en busca de emociones que todos hemos experimentado fugazmente. Desdehace aos, una corriente de aire de origen desconocido barre los corredores deSgur y despierta as segn imagino en ms de un transente nostalgias marinaso furores ocenicos. En Concorde, en el largo corredor que une la lnea Balard-Crteil con la lnea Vincennes-Neuilly, un acordeonista inmutable toca aires deposguerra (Cerezos rosados y manzanos blancos, Han vuelto las cigeas,El vinillo blanco) que tendrn siempre para quienes los escucharon en la

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    poca de su creacin un sabor particular. Pero sobre todo hay que admitir quecotidianamente los individuos toman, como se dice, itinerarios que no puedendejar de tomar, atados a los recuerdos que nacen de la costumbre y a veces lasubvierten; los individuos rozan, ignorndola pero presintindola a veces, lahistoria de los dems, y pasan por los caminos marcados por una memoria

    colectiva trivializada, cuya eficacia slo se percibe ocasionalmente y a ladistancia. Un da, a orillas del ro Senegal, en una de esas aldeas cuyos techosde chapa, ms slida y duradera que la paja, son pagados con los salarios de lostrabajadores emigrados a Francia, fui cordialmente abordado por un hombreque insista en decirme que haba vivido muchos aos cerca de Barbs-Rochechouart: Ah! Barbs-Rochechouart repeta yo tontamente. Luegorompimos a rer los dos, felices, segn me pareci, por ese instante de simpataque la sola virtud de un nombre haba podido suscitar.

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    Si hubiera que hablar de rito respecto de los recorridos del metro y en unsentido diferente del que asume el trmino en las expresiones comunes en lasque se devala, como simple sinnimo de costumbre, habra que hacerlo tal vezpartiendo de la siguiente comprobacin que resume la paradoja y el inters detoda actividad ritual: sta es reiterada, regular y sin sorpresas para todosaquellos que la observan o estn relacionados con ella de manera ms o menospasiva, y es siempre nica y singular para cada uno de aquellos que intervienenen ella ms activamente. Paradoja y crueldad de la agenda de entrevistasdiarias, que consultamos sin detenernos hasta el momento en que, sinmiramiento alguno, la libreta nos entrega el nombre familiar de un muerto quecreamos vivo, nos restituye la presencia de un rostro en el instante mismo en

    que le escamotea su realidad y slo despierta nuestro reconocimiento paraarrebatarle su objeto y entregar a la trivialidad del curso de las cosas la imagenrepentinamente confusa de algunos recuerdos personales.

    Las regularidades del metro son evidentes y estn instituidas. Tanto elprimero como el ltimo tren tienen, tal vez, cierta atraccin potica, alasignrseles de esta manera un lugar inmutable en el ordenamiento de locotidiano, smbolos del carcter ineluctable de los plazos, de la irreversibilidaddel tiempo y de la sucesin de los das. Desde el punto de vista del espacio, lostransportes pblicos se prestan a una descripcin funcional, y ms geomtricaque geogrfica. Para ir de un punto a otro se calcula fcilmente el recorrido ms

    econmico, y an se encuentran en ciertas estaciones esos planos automticosque proponen a la curiosidad del viajero, que slo debe apretar el botncorrespondiente a la estacin en la que desea apearse, una sucesin de puntosluminosos en los cuales puede leer el itinerario articulado y contrastado (cadalnea tiene su color) de su recorrido ideal. Cuando era nio me fascinaban esosjuegos de luz, y aprovechaba los pocos instantes de libertad que me dejaban eldescuido transitorio de mi madre, entregada a una conversacin con una de susamigas, y la calma del trfico en las horas muertas, para inventar recorridoscuya riqueza meda yo por la abundancia de las series monocromas que mepermitan combinarlos unos con otros como otras tantas guirnaldas debombillas elctricas en la noche del 14 de julio.

    En nuestros das los chicos tienen otros juegos, mucho ms complicadosque los ejercicios elementales de combinaciones a los que yo me entregabaantes, ms para dar placer a los ojos que por gusto del clculo, y esos mapascon botones sin duda ya no ejercen sobre los chicos de hoy el encanto quedeban ms o menos a un modernismo tecnolgico que hoy est totalmentesuperado. Pero el plano del metro es indispensable para que pueda producirseuna eficaz circulacin subterrnea, y las enunciaciones que dicho plano autorizase expresan naturalmente en trminos impersonales que subrayan a la vez la

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    generalidad del esquema, el automatismo de su funcionamiento y el carcterrepetido de su utilizacin. En la forma escrita, el infinitivo con sentidoimperativo confiere a esta impersonalidad el valor de una regla: Para ir al Arcde Triomphe, tomar la direccin Porte dAuteuil-Boulogne, cambiar en LaMotte-Picquet-Grenelle y bajar en Charles de Gaulle-Etoile. Este es el

    lenguaje de las guas de cualquier clase, tanto en el ritual eclesistico como enlos modos de utilizacin, tanto en los libros de cocina como en los tratados demagia. La misma prescripcin oral (Para ir a Nation por Denfert tienes quecambiar en Pasteur) toma el tono de la generalidad impersonal; no se sabe biensi el t o el usted designan aqu una subjetividad singular (nues trointerlocutor del momento, aquel preocupado por la direccin que debe tomar) oa una clase de individuos annimos (todos aquellos que hipotticamente severan llevados a querer tomar esa direccin), como en expresiones de este tipo:T les das esto (pequea separacin de los dedos de la mano) y ellos setoman esto (separando ampliamente los brazos), o: Te cuides o no, un da u

    otro ser menester que mueras.

    Sobre el teln de fondo del metro, nuestras acrobacias individualesparecen participar as, de manera felizmente apaciguante, de la suerte de todos,de la ley del gnero humano que resumen algunos lugares comunes y simbolizaun extrao lugar pblico maraa de recorridos, algunas de cuyasprohibiciones explcitas (Prohibido fumar, Prohibido pasar) acentan elcarcter colectivo y regulado.

    Est, pues, muy claro que si en el metro cada cual vive su vida, sta nopuede vivirse en una libertad total, no slo porque el carcter codificado yordenado de la circulacin del metro impone a cada cual comportamientos delos que no podra desviarse sino exponindose a ser sancionado, ya por lafuerza pblica, ya por la desaprobacin ms o menos eficaz de los dems

    usuarios. Indiscutiblemente la democracia habr hecho grandes progresos el daque los viajeros ms apresurados o menos atentos renuncien por s mismos aechar a andar por el corredor de entrada cuando quieren salir, sensibles por final honor que les hace (al apelar a una moal sin coaccin) el simple letrero quedice Prohibido pasar. Hay que confesarlo, algunos permanecen insensibles alletrero (y tal vez lo ms sorprendente resulte el hecho de que no sean msnumerosos) y corren con ms o menos alegra o inocencia el riesgo de recibircon motivo de un empelln, del cual son ellos la causa primera, un codazovengativo por parte de quienes, como yo, todava abrigan una idearousseauniana de la libertad.

    Transgredida o no, la ley del metro sita el recorrido individual en lacomodidad de la moral colectiva y es en este aspecto que dicha ley es ejemplarde lo que se podra llamar la paradoja ritual: siempre es vivida individualmente,subjetivamente; nicamente los recorridos le dan una realidad, individuales, ysin embargo es eminentemente social, la misma para todos, ley que confiere acada uno ese mnimo de identidad colectiva por el cual se define unacomunidad. De manera que el observador interesado en expresar del mejormodo posible la esencia del fenmeno social constituido por el metro parisiense

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    debera dar cuenta no slo de su carcter instituido y colectivo sino tambin deaquello que dentro de ese carcter se presta a elaboraciones singulares y aimaginaciones ntimas, sin las cuales dicho fenmeno ya no tendra ningnsentido. Ese observador debera, en suma, analizar el fenmeno como un hechosocial total en el sentido que Mauss da a este trmino y que Lvi-Strauss precisa

    y complica a la vez al recordar sus dimensiones subjetivas. El observador severa llevado a realizar un anlisis de este tipo tanto por el carcter masivo,pblico y casi obligatorio de la frecuentacin del metro en Pars (que lodistingue de algunos de sus homlogos en el mundo) como por la evidenciacotidiana de su carcter a la vez solitario y colectivo. Pues, en efecto, sta sera,para quienes lo utilizan todos los das, la definicin prosaica del metro: lacolectividad sin el festejo y la soledad sin el aislamiento.

    Soledad, sta sera sin duda la palabra clave de la descripcin que podraintentar hacer un observador exterior del fenmeno social del metro. Laparadoja un poco provocativa de esta proposicin estribara sencillamente en lanecesidad en que muy pronto se encontrara dicho observador de escribir la

    palabra soledades, en plural, para significar mediante esa desinencia es elcarcter lmite de la aglomeracin de pasajeros impuesta por las dimensiones delos vagones (el continente) y por los horarios de trabajo que determinan sufrecuentacin (el contenido): exceso de gente significa el empujn que enocasiones podra degenerar en pnico, impone el contacto, suscita protestas orisas, en suma, crea un modo de relacin, ciertamente fortuito y fugaz, quemanifiesta empero una condicin compartida: cuando apenas hay gente, en lapereza de una tarde de verano o en la fatiga de una noche de invierno, y segnla edad, el sexo o la disposicin anmica del momento, el viajero solitario puedeexperimentar la angustia de ver surgir en el extremo del corredor desierto, bajocuya bveda resuena extraamente su paso, al enemigo, al extrao, al ladrn, al

    violador, al asesino.Las soledades cambian con las horas. El tren ms conmovedor y quizs el

    ms tranquilo es el tren de la maanita, el primer metro, el que toman, en lalnea Vincennes-Neuilly, los viajeros del primer TGV que se apean en laestacin de Lyon, pero ms regularmente trabajadores diversos cuya condicinse reconoce por esa especie de indolencia (hecha de fastidio y de costumbre)con la que hojean el diario o se dejan caer sobre el banco del fondo del vagn.Sus cuerpos se amoldan de la mejor manera posible a las formas sin embargoincmodas, como para aprovechar un ltimo respiro antes de la acometida haciala oficina o el taller. En su caja metlica, esa maana, como la de ayer o la decualquier otro da, un perro y un gato de mirada triste invitan al viajero (que tal

    vez est dormitando) a que no se olvide de darles el vermfugo.Recuerdo mi primer viaje en el primer metro del da. Joven sin problemas

    (quiero decir que no representaba problemas para los dems y menos para mispadres), haba asistido, cuando tenia ms o menos diecisiete aos, a mi primerafiesta sorpresa, as como unos aos antes haba hecho mi primera comunin: sinpasin pero con aplicacin y no sin cierta curiosidad. Esa fiesta en realidadno tuvo nada de sorprendente; se daba ms bien con motivo de festejar una

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    especie de actuacin deportiva cuyo carcter de iniciacin me resultparticularmente penoso alrededor de las cuatro de la maana, cuando lo nicoque haba que hacer era esperar a que dieran las cinco y media; mientras laschicas dorman, el sabor de los cigarrillos ingleses se espesaba en mi boca unpoco pastosa y detrs del vidrio en el que tena apoyada la frente la noche de

    invierno era todava toda negra.Despus, es la hora de las oficinas la que evoca menos que la hora del

    primer metro el Pars laborioso que Baudelaire pinta en Le crpuscule du

    matin al final de los Tableaux parisiens:

    La aurora aterida en ropaje rosado y verdeAvanzaba lentamente por el Sena desiertoY el sombro Pars, frotndose los ojos,empuaba sus herramientas, anciano laborioso.

    Estos versos, a decir verdad, no despiertan en m un recuerdo determinadosino que, antes bien, suscitan una serie de imgenes un poco descoloridas ydispersas que los versos tienen el poder de reunir y de precisar a la vez:imgenes de una poca en la que la calle de Bernardins, lo mismo que todas lasque marcaban estrechos caminos en la masa antigua y compacta de lasconstrucciones de la orilla del Sena, la calle Matre-Albert, la calle de Bivre,lugar que cobijaba numerosos y pequeos oficios hoy ms o menosdesaparecidos, carboneros, tapiceros, vidrieros, esterilladores, afiladores,reparadores de medias de mujer, modistas y costureras providencia de lasseoras de la pequea burguesa. A veces pasbamos por all, un pocofurtivamente, abandonando las aceras ms convenientes del boulevard Saint-Germain y de la rue La Grange para cruzar el Sena en el puente de la Tournelley llegarnos hasta el palacio del Municipio, lo cual nos ahorraba elinconveniente de dos cambios los jueves, cuando bamos a las Tulleras. Aveces tambin (y estos son recuerdos que relaciono ms con la idea deldomingo) vagabundebamos por los muelles, y a la altura del puente de laTournelle contemplbamos un rato a los pintores (domingueros) que instaladosall desde haca mucho tiempo y dotados de cierta imaginacin, imponan enplena tarde al espectculo cien mil veces reproducido de Notre Dame loscolores contrastados de una aurora o de un crepsculo con tonalidades pastel,en las que dominaban siempre, segn me parece, el rosado y el verde deBaudelaire.

    A causa de una profunda transformacin, al trmino de la cual secomprueba que cada vez hay menos trabajadores de Pars que vivan en el centro

    de la ciudad, los metros de la primera hora se llenan ms espectacularmentealrededor de las estaciones de ferrocarril y especialmente Saint-Lazare con unamuchedumbre apresurada, concentrada (por lo menos en dos sentidos, pues enesa concentracin de multitudes solitarias cada individuo parece movido yguiado por la idea fija de un horario estrictamente calculado, y concentrado

    cual un campen deportivo, en el objetivo que debe alcanzar). La mismamultitud se ve al atardecer, pero en direccin inversa, derramada desde el metroal ferrocarril y desde la ciudad a las zonas horrible y justamente llamadas

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    periurbanas, aun cuando la extensin del RER tienda a encubrir la realidad deesta segregacin al situar las estaciones de distribucin en el corazn deldispositivo metropolitano. Alrededor de las ocho y media o de las nueve menoscuarto, la multitud es todava densa, pero la sociabilidad se hace todava msmanifiesta: se encuentran colegas que se llaman desde lejos, que conversan, que

    bromean. Las soledades estn entonces menos adormecidas. Y el viajero, esdecir, el etnlogo, dispone en esos momentos de puntos de referencia msseguros. Puede pasar revista a los diarios, banderillas individuales desplegadassin demasiada ostentacin (Libration,Le Figarome parece que en el metropredomina Librationpero tambin Le Parisien Libry algunos Monde dela vspera), que le permiten, si presta atencin a la pgina abierta, imaginar algode las preocupaciones de cada lector, segn que ste se halle absorbido por lasnoticias de sucesos diversos, las noticias deportivas o las peripecias polticas, delas cuales el propio etnlogo tuvo algn eco al escuchar la radio por la maanao al leer el mismo peridico.

    Si se las observa de cerca, advierte uno que las actividades del que viaja

    en metro son numerosas y variadas. La lectura ocupa all un gran lugar,mayormente (por ms que algunas lneas de metro sean ms intelectuales queotras) en la forma de historietas o comics o de novelas sentimentales como lasde la serie Harlequin. As, las aventuras, el erotismo o el agua de rosas sederraman en los corazones solitarios de individuos que se concentran con unaconstancia pattica en ignorar todo cuanto los rodea sin dejar pasar la estacinen que deben apearse. Adonde va a vagabundear el pensamiento de estoshroes de la lectura, sin dejar empero de recorrer el rosario de las estacionessucesivas, pensamiento que resulta aun ms inasible por plegarse a lasseducciones de una imagen o de un relato? La pregunta puede invertirse y serformulada por un escritor (Georges Perec)4 que se preocupa por la suerte del

    texto: En qu se convierte el texto? En qu queda? Cmo es percibida unanovela que se sita entre Montgallet y Jacques Bonsergent? Cmo se realizaesa picadura del texto, ese hacerse cargo de l, interrumpidos por los cuerpos,por los dems, por el tiempo, por los fragores de la vida colectiva?

    Algunas mujeres tejen, otros viajeros resuelven palabras cruzadas ocorrigen sus copias y a primera vista parecen ms imaginables puesto queevidentemente pueden ser reducidos a su actividad del momento, pero resultanan ms remotos detrs de esta fachada inmediatamente identificable porque nonos dan el menor indicio, ni siquiera indirecto o parcial, de sus delirios, de susdeseos o de sus ilusiones, acaparados como parecen estar por la reocupacin deresolver los problemas tcnicos a los que estn entregados. Otros, por fin, los

    ms jvenes, estn absortos en la audicin de msicas misteriosas de las que nopercibimos nada, salvo ocasionalmente algunos chirridos debidos a un malajuste. Y nada ms puede imaginarse, ni siquiera por la vaguedad de la mirada oel frenes mal contenido de un cuerpo sacudido de cuando en cuando por ritmosque habra que llamar interiores, nada se sugiere a la mirada asombrada del

    4 Penser / Classer, Hachette, 1985 (Hay versin castellana: Pensar / Clasificar, Barcelona,Gedisa, 1986.)

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    pasajero que se descubre de pronto sordo (malentendedor, como se dice hoy, yen efecto tal vez se trate aqu de malentendido) a algo (pero qu?) de lasemociones ntimas, de la vaguedad del alma y de la melomana de quienes usanel walkman.

    Tambin estn aquellos (mayora en efecto silenciosa) que no hacen nada,

    que slo esperan, con los rostros aparentemente imperturbables en los cuales elobservador atento (el paseante ingenuo, el viajero inocente) puede sin embargosorprender a veces el paso de una emocin, de una preocupacin o de unrecuerdo, cuya razn u objeto se le escaparn siempre. Aqu el lmite est entrela imaginacin novelesca que se complace en interpretar la sonrisa fugaz que unrostro de mujer pareci dirigir a algn interlocutor interior y el malestar quetodos sienten al contemplar el espectculo de un hombre agitado (en el metrono son raros), cuyas palabras deshilvanadas, cuyos suspiros, cuyas carcajadas ocuyos furores sin objeto muestran bastante que ya no es dueo de sus actos.Soledad esta vez definitivamente encerrada en s misma: y cuanto ms elindividuo parece querer tomarlos como testigos de sus miserias, ms sus

    vecinos rehyen su mirada dirigindose los unos a los otros miradas a mediasembarazadas, a medias cmplices.

    Tal vez la etnologa pueda, pues, ayudarnos a comprender lo que nos esdemasiado familiar para que no nos resulte ajeno y, en el caso presente, aaclarar la paradoja resumida por nuestra intuicin vaga e inmediata: que no haynada tan individual, tan irremedia[b]l[e]mente subjetivo como un trayecto enparticular en el metro (por ms que se trate tan slo del que realiza unadolescente de apariencia anodina, silueta annima de la cual creemos conocerlos gustos y los colores, los tics y los modos de ser, el peinado y la msica) yque, sin embargo, nada es tan social como semejante trayecto, no slo porque sedesarrolla en un espacio-tiempo sobrecodificado sino tambin y sobre todoporque la subjetividad que en l se expresa y que lo define en cada caso (todoindividuo tiene su punto de partida, sus combinaciones y su punto de llegada)forma parte integrante, como todas las dems, de su definicin como hechosocial total.

    La etnologa puede hacerlo, segn me parece, con la condicin de noponer aparte la alteridad prxima y en la medida en que su reflexin sobre elhecho social total tenga en cuenta esencialmente la relacin entre sociologa ypsicologa. Propongo, pues, a mis lectores hacer una incursin, un pequeorodeo por algunas pginas del Essai sur le don, y luego considerar un cambioque los lleve a abandonar la direccin de Mauss para seguir por un instante la

    de Lvi-Strauss (ambas se corresponden) antes de retornar conmigo a laobservacin cotidiana del metro en la estacin que los lectores deseen.

    Mauss habl de hechos sociales totales (expresin que prefera a la dehechos sociales generales) para referirse a fenmenos como el potlatch o lasvisitas de tribu a tribu que implican a la totalidad de la sociedad y de susinstituciones. No hay ningn mal, tratndose de hechos melanesios o

    Entendre significa entender y or. [T.]

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    americanos en mostrar cmo dichos hechos son a la vez religiosos, econmicos,estticos y morfolgicos; aqu la morfologa, en la acepcin estrictamentedurkheimiana, hace referencia al carcter permanente y oficial de las vas decomunicacin terrestres o martimas que los hacen posibles y se refiere alsistema de alianzas que garantiza a los participantes la paz y la seguridad. Pero

    la idea de totalidad es ms compleja de lo que podra imaginarse; es la llavemaestra de una afirmacin reiterada por la sociologa francesa durante todo elsiglo XX: cuanto ms global es un hecho, ms concreto es. Si el funcionamientogeneral se identifica as con lo concreto, esto significa que una institucinnunca es ms concretamente observable que cuando est en funcionamiento, ysignifica que a partir de ese momento ya no es observable sola porque, por unlado, hacen falta hombres para hacerla funcionar y, por otro lado, porque sufuncionamiento presupone y pone en marcha el de otras instituciones. De estamanera Mauss puede afirmar lo que con buen derecho podra pasar por unaparadoja: lo concreto es lo completo (los socilogos, dice Mauss, a la inversa delos historiadores, practicaron demasiado la divisin y la abstraccin; ahora hayque recoser, recomponer el todo), y es ese esfuerzo de recomposicin lo queva a autorizar la comparacin o, mejor dicho, la manifestacin deuniversales: esos hechos de funcionamiento general tienen posibilidades deser ms universales que las diversas instituciones o que los diversos temas deesas instituciones, siempre ms o menos teidas accidentalmente de un colorlocal.

    5 La ventaja de la generalidad y la ventaja de la realidad, como las llamaMauss, se refuerzan recprocamente.

    Trtase en efecto de una paradoja, pues los dos trminos que la definen(generalidad y realidad) slo pueden coexistir si el uno relativiza al otro. De ahla idea de promedio o de medio de la cual puede uno concebir que permita lageneralizacin, pero de la cual se puede dudar que exprese concretamente lo

    real: Hay que hacer como ellos [los historiadores]: observar lo que se ha dado.Ahora bien, lo dado es Roma, es Atenas, es el francs medio, es el melanesio deesta o de aquella isla y no la plegaria o el derecho en s.6 Diablos, diablos!:Presentimos la doble dificultad que se perfila aqu: ser tan fcil, una vezrecompuestas esas entidades historicosociolgicas, liberarlas de su reservaculturalista? Y luego, suponiendo que esas entidades conserven algo deconcreto (qu es el usuario medio del metro sino el usuario abstracto al que

    se dirigen las exhortaciones de la administracin?), tomar necesariamente esealgo su color de un lugar y de una poca? Es la parisienidad de mi usuario loque dar la medida, si me atrevo a decirlo as, de su carcter medio?

    Pero dejemos el metro por un momento y consideremos el comentario que

    hace Lvi-Strauss de los anlisis engaosamente lmpidos de Mauss. Si se meperdona la expresin, Lvi-Strauss mete la pata en su Introduccin a la obra deMarcel Mauss7 y se comprende, aunque no est causada por este solo aspecto

    5M. Mauss: Essai sur le don, en Sociologie et Anthropologie, Pars, P.U.F., 1950, pg. 275.6Ibd.7 C. Lvi-Strauss: Introduction loeuvre de Marcel Mauss en Sociologie et Anthropologie,op. cit. pg. IX.

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    de sus reflexiones, la impaciencia un poco ampulosa que manifiesta sobre estola advertencia (trmino bienvenido) que Gurvitch acompaa a estaintroduccin. Cito aqu las ltimas palabras, por gusto y porque atestiguan unaclase de lucidez un poco colrica, como se deca en mi niez (Tu to est unpoco colrico, manera de decir para indicar que su estado de espritu del

    momento estaba de acuerdo con su naturaleza profunda), frente a la falsainocencia de un comentario sacrlego: El lector encontrar en laintroduccin del seor Claude Lvi-Strauss una imagen impresionante de lariqueza inagotable de la herencia intelectual legada por aquel gran hombre deciencia, as como una interpretacin muy personal de su obra.8 Realmente en1950 saban colocar zapatillas a los floretes.

    Qu hay pues de tan sacrlego en el comentario de Lvi-Strauss? Nadaseguramente que no proceda de un gran respeto por el autor y el texto. Pero lospeores comentaristas (entendamos, los ms molestos) pueden ser aquellos quetoman precisamente los textos al pie de la letra. Mauss postulaba la ecuacinconcreto = completo; esta ecuacin de concreto y completo acallaba

    indiscutiblemente los recelos, como en Durkheim, al tomar en consideracinsentimientos que los hombres desarrollan en grupos: pudimos percibir loesencial, el movimiento del todo, el aspecto vivo, el instante fugaz en que lasociedad, en que los hombres cobran conciencia sentimental de s mismos y desu situacin frente a otros.

    9 Aqu, la belleza de la expresin (quin nosentir que esta alusin al instante en que los hombres cobran concienciasentimental de s mismos da justo en el blanco? Aun cuando no sepa uno decirdemasiado cul sea ese blanco) encubre lo arbitrario de una ecuacin que noest demostrada y que, por lo tanto, podra resumirse torpemente as: si loshechos sociales pueden ser considerados como cosas, esto significa que lasociedad puede ser considerada como un conjunto de hombres. Mauss procede

    simultneamente a una reificacin y a una subjetivacin de la sociedad o delgrupo, que explican que los hombres puedan adquirir conciencia de s mismos(por supuesto, conciencia colectiva) al distinguirse de otros hombres, de otrassociedades o de otros grupos. Observemos sin embargo, aunque sea al precio deuna incoherencia sintctica y lgica, que su proposicin (los hombres cobranconciencia sentimental de s mismos y de su situacin frente a otros) habrasido mucho ms interesante si otros hubiera hecho referencia a los otrossemejantes, a los otros que forman parte del conjunto de los hombres quecobran conciencia de s mismos. Entre cobran y conciencia bastara con

    intercalar algo as como cada cual por su parte, en suma, con reintroducir enel anlisis la dimensin subjetiva individual para que la proposicin significara

    que los hombres slo cobran verdaderamente conciencia de s mismos(conciencia individual de s mismos como individuos) en el momento en el quetoman conciencia de su situacin frente a otros, es decir, de su situacin social;en suma, que slo cobran conciencia de s mismos al cobrar conciencia de losotros, que no hay conciencia individual que no sea social, lo cual en rigor de

    8 Gurvitch: Advertencia a Sociologie et Anthropologie, op. cit.9M. Mauss: Essai sur le don, op. cit., pg.275.

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    verdad puede formularse al revs, puesto que una conciencia social noindividualizada no sera ms que una abstraccin o un mito.

    Ahora bien, Mauss no dijo realmente eso, pero cuando uno lo relee tienela sensacin de que casi lo ha dicho, aun cuando los trminos multitud,sociedad, subgrupos acompaen siempre en su texto las nociones de

    sentimientos, de ideas, de voliciones. El propio trmino otros, en relacinal cual los hombres se sitan en diferentes niveles de organizacin, es en efectorelativo: lo otro de otro subgrupo no es ya un otro si es el grupo el que se

    rene. En otras palabras, aun en la acepcin ms objetiva y ms institucional dela alteridad, un mismo individuo puede ser alternativamente considerado o nocomo otro; hay algo del otro en uno mismo y la parte de uno mismo que hay enel otro es indispensable para definir el yo social, el nico formulable yconcebible.

    Cuando Mauss escribe los hombres, como si la generalidad del pluralatenuara el carcter concreto de la palabra, Lvi-Strauss hace como si aqulhubiera escrito el individuo pues, como el mismo Lvi -Strauss nos dice,nicamente en el individuo se puede efectuar la conciliacin entre las tresdimensiones del hecho social total: su dimensin sociolgica, con sus aspectossincrnicos, su dimensin histrica o diacrnica y su dimensinfisiopsicolgica. Lvi-Strauss no piensa sencillamente en los efectos quepodran tener ciertos sucesos en la fisiologa o en el psiquismo de quienes losviven. Movido ms bien por una preocupacin que atorment tambin a losnovelistas, Lvi-Strauss vincula el carcter particular de las ciencias socialescon la obligacin en que stas se encontraran de definir su objeto a la vez comoobjeto y como sujeto, como cosa y como representacin, segn el lenguaje

    de Durkheim y de Mauss. En otras palabras, la subjetividad de aquellos aquienes observa el etnlogo forma parte de su objeto y, como Lvi-Strauss loexpres mejor que nadie, lo cito: Para comprender convenientemente un hechosocial hay que aprehenderlo totalmente, es decir, desde afuera, como cosa de lacual sin embargo forma parte integrante la aprehensin subjetiva (consciente einconsciente) que tendramos s, siendo ineluctablemente hombres, viviramosel hecho como un indgena en lugar de observarlo como un etngrafo.

    10 Biense ve el desplazamiento que se ha producido aqu: forma parte del hecho socialtotal la interpretacin singular que pueda hacer de aqul cada uno de sus actoreso ms ampliamente cada uno de los que estn comprendidos en el hecho social,y el problema que resulta de ello es simultneamente un problema de definiciny de mtodo. El problema de mtodo se relaciona con lo que Lvi-Strauss llamael proceso ilimitado de objetivacin del sujeto: entendamos por esto que el

    etngrafo, condenado a rendir cuentas en los trminos de la aprehensin externade aquello que l puede imaginar o hacer revivir de la aprehensin interna delos hechos (de la experiencia del indgena), debe proceder por objetivacionessucesivas de una parte de s mismo, y esta tarea le es facilitada por el hecho deque su objeto (las sociedades y los grupos humanos) le es familiar y a la vezremoto. Los millares de sociedades que existieron o existen son humanas y en

    10 C. Lvi-Strauss: Introduction loeuvre de Marcel Mauss, op. cit. pg. XXVIII.

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    esa condicin participamos de ellas de manera subjetiva. Pero, desde otropunto de vista, toda experiencia social es objeto para nosotros: Toda sociedaddiferente de la nuestra es objeto, todo grupo de nuestra propia sociedad, perodiferente de aquel al que pertenecemos, es objeto, y hasta todo uso de ese grupoal cual nos adherimos es objeto.11 Los esfuerzos alternados o simultneos de

    identificacin, de proyeccin fuera de la subjetividad y de reintegracin en lasubjetividad, agrega Lvi-Strauss, correran el riesgo de desembocar en unmalentendido (pues la aprehensin subjetiva del etngrafo nada tiene de comncon la del indgena), si la existencia de un inconsciente con sus reglas propiasno permitiera superar la oposicin entre yo y los otros. El inconsciente,trmino mediador entre el yo y los dems nos pone en coincidencia conformas de actividad que son a la vez nuestras y de otros.12

    Pero bien se sabe adonde va a buscar Lvi-Strauss los rastros delinconsciente: en los sistemas y en su organizacin, ya se trate de lo social, ya setrate del lenguaje. Y puede plantearse aqu la cuestin de si, al encontrar elinconsciente, Lvi-Strauss no perdi al individuo, quiero decir, al individuo-

    individuo, uno de esos que, viviendo el hecho social total resultan, cada uno porsu parte, indispensables a su definicin; y aqu se admitir, por va deconsecuencia, que la definicin es estrictamente asinttica, pues la suma de losactores es tan poco realizable como es interminable la aprehensin subjetiva decada uno de ellos. Por lo dems, me parece que para limitar su crtica de Mausso para disipar el vrtigo que podra suscitar la teora del proceso ilimitado deobjetivacin del sujeto, Lvi-Strauss en 1950 puso lmites culturalistas a susaludable empresa de desestabilizacin. En efecto, apenas terminaba deescri[bi]r que la nica garanta de que un hecho total pudiera corresponder a larealidad era la circunstancia de que fuera captable en una experiencia concreta,cuando ilustraba esta ltima con ejemplos tomados de Mauss; experiencia

    concreta era ante todo la de una sociedad localizada en el espacio o en eltiempo, Roma, Atenas; pero tambin lo era la de un individuo cualquiera encualquiera de esas sociedades, el melanesio de esta o aquella isla.13 Ahorabien, el melanesio de esta o aquella isla nunca defini a un individuo

    cualquiera, a una individualidad, si no es una individualidad tpica o cultural; yLvi-Strauss tuvo que escribir un determinado melanesio o cualquiermelanesio de esta o aquella isla. Pero Mauss (poco antes cit su formulacinexacta) no escribi eso. Mauss hablaba del melanesio medio, as como delfrancs del mismo calibre. Hablaba de cultura y no de individuo, de manera queLvi-Strauss lo tuerce un poco y (al forzar un poco el texto) con cierta timidezsin embargo, ya por escrpulos frente al texto, al cual el comentarista hace

    referencia, pero que objetivamente no puede permitir el comentario que Lvi-Strauss propone (el melanesio no es un melanesio), ya porque (menosinteresado de lo que parece sugerirlo en el problema de la relacin entreindividuo y sociedad, entre el yo y los otros) se siente ya mucho ms fascinado

    11Ibd.; pg. XXIX.12Ibd.; pg. XXXIX13Ibd.; pg. XXVI.

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    por el modelo lingstico que aprehende esa relacin partiendo de sus formasinstituidas: la lengua, las reglas o los mitos.

    Cmo definir al parisiense de esta o aquella estacin? Dndeencontrarlo? Cmo admitir que pueda ser la clave de lo concreto y de locompleto? Todas las tardes los veo pasar, en Svres-Babylone, precipitndose

    en los vagones o corriendo por los corredores, hombres y mujeres, jvenes yviejos, escolares, dactilgrafas, profesores, empleados, vagabundos, europeos,africanos, gitanos, iranes, asiticos, americanos; todos esos viajerossubterrneos, tan diferentes los unos de los otros, cuyos movimientos casiregulares como los del ocano Atlntico con sus mareas altas y bajas o susperodos de aguas fuertes o de aguas muertassugieren sin embargo que unamisma