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CRISTIANISMO Y DEMOCRACIA
Algunas notas sobre la historia política de la religión, o sobre la historia religiosa de la política
moderna
Pierre Manent
Traducción de Víctor Eremita
CRISTIANISMO Y DEMOCRACIA1
Algunas notas sobre la historia política de la religión, o sobre la historia
religiosa de la política moderna
1 Publicado en la obra colectiva L’Individu, le Citoyen, le Croyant, junto con Pierre Collin, Pierre Maraval, Michaël
Löwy, Jean-Marc Ferry y Jacques Rollet, Publications des facultés universitaires Saint-Louis, Bruselas, 1993.
Reeditado en Manent, P., Enquête sur la démocratie, Gallimard, París, 2007.
Quien compare las relaciones que actualmente mantienen la democracia y
el cristianismo -particularmente la Iglesia católica- con las que existieron
durante la mayor parte de su historia común, tiene la sensación de que cada
uno de los dos protagonistas ha dejado de parecerse, de que ambos se han
trasformado en algo distinto de lo que eran. La democracia consiente la
presencia en su seno de una masa numerosa de creyentes. A excepción de un
pequeño número de «racionalistas» sin audiencia, ya no proyecta «aplastar al
Infame», y la célebre proclamación de Viviani suena en la actualidad como una
divertida curiosidad de la Belle Époque: «Juntos, y con un gesto magnífico,
hemos apagado en el cielo estrellas que jamás volverán a brillar». Pero, como es
sabido, todavía es más sorprendente si cabe el cambio operado por parte de la
Iglesia católica. El cardenal Arzobispo de París, el mismo Sumo Pontífice,
invitan a los cristianos a descubrir en la religión la fuente verdadera, aunque
durante mucho tiempo oculta, del bien más precioso que podemos encontrar en
el corazón de la democracia moderna: los derechos humanos2. La Iglesia
católica celebra en la actualidad el carácter sagrado de la libertad religiosa, de la
libertad de conciencia que antaño denunciaba con indignación fulgurante. En la
encíclica Mirari vos (del 15 de agosto de 1832) dirigida contra Lamennais,
Gregorio XVI habla de esta «causa tan fecunda de los males que afligen hoy en
día tan deplorablemente a la Iglesia, a saber, el indiferentismo, esta opinión
viciosa que, por la perversidad de los malvados, adquiere crédito por todas
partes y según la cual la salvación del alma puede obtenerse por medio de
cualquier profesión de fe independientemente de cuál sea, con tal de que las
costumbres se conformen a la regla de lo justo y a la honestidad… Y de esta
fuente envenenada del indiferentismo ha surgido esta opinión falsa y absurda,
o más bien este delirio según el cual la libertad de conciencia de cada uno debe ser
afirmada y defendida»3. Todavía a principios del siglo XX, san pío X, en la
encíclica Vehementer nos (de 11 de febrero de 1906) dirigida al pueblo y al clero
2 Lustiger, J.M., «La dimension spirituelle de l’Europe», en Commentaire, nº 39, otoño 1987.
3 Denzinger, H., Enchiridion symbolorum et definitionum, 13ª ed., Friburgo, 1920, pp. 428-9.
de Francia, condenaba la separación entre Iglesia y Estado como una «suprema
injusticia» hecha a Dios, y también como contraria al derecho natural y al
derecho de gentes, a la fe debida a las promesas y, en fin de cuentas, a la
constitución divina y a la libertad de la Iglesia4.
¿Qué ha pasado? ¿Cómo entender un cambio tan completo de apreciación
por parte de los jefes supremos de una institución que ama subrayar la
inmutabilidad secular, e incluso milenaria, de sus pensamientos y palabras?
Para explicar los conflictos pasados, ¿acaso es preciso invocar, como tienden a
hacer los historiadores, un enorme «malentendido» dependiente de
«circunstancias históricas», de ese combate siempre dudoso en el que los
partidos se dejan arrastrar de manera irresistible más allá de los límites
naturales y razonables de sus opiniones? Antes de concluir de manera tan
irenaica, es menester al menos precisar el contenido intelectual del debate, es
decir, los motivos planteados por la Iglesia cuando condenaba las principales
proposiciones de la política moderna. Si la iglesia se ha declarado en primera
instancia y durante largo tiempo contra la democracia es porque ha tenido el
sentimiento, o más bien la convicción, de que el movimiento democrático
moderno estaba dirigido en el fondo contra ella, es decir, contra la religión
verdadera y, por ende, contra el Dios verdadero. Cuando menos es imposible
abordar esta gran cuestión de las relaciones entre la democracia y la Iglesia si no
aclaramos de entrada este hecho central.
EL MOVIMIENTO MODERNO O LA EMANCIPACIÓN DE LA VOLUNTAD
El movimiento de la Ilustración, vector de la política moderna, ha tenido
como objetivo y por resultado la constitución del Estado liberal, laico, «sin
opinión», particularmente sin opinión religiosa –lo que se denomina «el Estado
neutro y agnóstico»-. El juicio católico dominante fue que este agnosticismo del
Estado era de hecho un ateísmo de Estado. Bajo esta apreciación, el mismo
4 Ibid., p. 536.
magisterio romano coincidía con los escritores católicos de la llamada escuela
«reaccionaria», tan influyentes al comienzo del siglo XIX5.
¿Qué hay de verdad en la afirmación católica según la cual el Estado
liberal no es neutro, «agnóstico», sino más bien ateo? Helo aquí: el hecho de que
el Estado liberal, en su proyecto inicial, quiere institucionalizar el carácter
soberano de la voluntad humana. Dicho Estado no conoce más que individuos
libres e iguales y carece de legitimidad si no se funda en su voluntad. Las
instituciones de este Estado tienen como razón de ser el hecho de hacer patente
dicha voluntad mediante el sufragio, y posteriormente ponerla por obra
mediante un gobierno representativo. Tal proyecto no afirma ciertamente, como
el «insensato» del que habla la Escritura, que «no hay Dios»; no sólo no dice
nada sobre Dios, sino que no dice nada, o poca cosa, sobre el mundo e incluso
sobre el hombre. No obstante, puesto que el cuerpo político tiene como única
regla o ley la voluntad de los individuos que lo componen, priva por ello de
toda autoridad o validez política a la ley de Dios, ya se conciba ésta como
explícitamente revelada o únicamente inscrita en la naturaleza del hombre.
Rechaza por ende toda autoridad por parte de quien por definición, de manera
natural o sobrenatural, la ostenta en su más alto grado. El hombre de la
Ilustración deduce o presupone que no hay Dios, o que Dios se desinteresa de
los hombres, puesto que aquél rechaza, o a lo sumo considera como facultativa,
«privada», la obediencia a la ley de Dios. Se podría afirmar también: si existe
Dios, la voluntad humana no puede ser «autónoma» o «soberana», pero afirmar
esta «autonomía» o «soberanía» no supone negar la existencia de Dios. En
verdad, el ateísmo de presuposición o de implicación no equivale exactamente
al ateísmo de afirmación, o al ateísmo a secas. Pocos hombres saben
verdaderamente lo que piensan y quieren; muchos serán capaces de afirmar
simultáneamente la ley divina y la soberanía humana. Como gusta afirmar en la
época del Concilio Vaticano, muchos creerán «en Dios y en el hombre». Pero no
se juzga una situación política y espiritual según la idea que de ella se hacen los
5 Todavía en 1907, la notable exposición doctrinal que es la encíclica Pascendi sitúa el «agnosticismo» como el
fundamento filosófico del «modernismo».
miembros menos esclarecidos de la comunidad. Además, la intención, o a decir
verdad, la pasión antirreligiosa de los grandes hombres que durante los siglos
XVII y XVIII elaboraron las nuevas doctrinas es cosa más que probada. Como
decíamos, la Iglesia juzga pues en su sabiduría desde 1791 a 1907 -desde el
breve Quod aliquantum que condena la Constitución del clero, a la encíclica
Pascendi que reprueba el modernismo-, que el movimiento intelectual y político
moderno quería la erradicación de la verdadera religión.
Conservando en mente los motivos del conflicto original, presentemos
también los motivos de la ulterior reconciliación. Una vez producida toda esta
insurrección, esta revuelta de la voluntad humana –para continuar utilizando el
lenguaje de la Iglesia del siglo XIX-, como consecuencia de sus progresos e
incluso, si se quiere, de su triunfo, va a transformarse en instituciones, hábitos,
sentimientos: en «cosas humanas» en las que la naturaleza humana y la ley
divina necesariamente encontrarán, en cierto modo, su acomodo. Después de
todo, y si Dios existe, la naturaleza humana creada por Él, guardando
conciencia de las exigencias de Su ley sin el auxilio del brazo secular, va a
habitar y humanizar, es decir, a cristianizar, el Estado creado por la voluntad
humana soberana o rebelde. Sean cuales fueren los éxitos de la Revolución,
siempre llega el momento de una cierta Restauración. Admitamos, en efecto,
que la voluntad moderna sea esencialmente rebelde contra Dios. Dios es
necesariamente más fuerte que ella, y ello significa que la naturaleza del
hombre es más fuerte que la voluntad humana. Desde ese momento, y al cabo
de varias generaciones, el orgullo luciferino de la Ilustración debidamente
humillado por la realidad da lugar al firme propósito de organizar una
sociedad racional llena de solicitud para con las necesidades humanas y donde
la Iglesia puede vivir, hablar y ejercer su influencia: nuestra sociedad. La
Iglesia, que cuida de los hombres, no podría maldecir semejante sociedad, y las
fulminaciones de Gregorio XVI y de San Pío X no tienen ya para ella, como para
los ciudadanos no cristianos, más que un interés histórico.
Las cosas han sucedido así en parte, pero sólo en parte. La voluntad de la
Ilustración, humillada por la realidad democrática, por la prosa burguesa, se ha
revelado contra dicha humillación, contra la sociedad burguesa democrática: el
espíritu revolucionario, el espíritu de soberanía, bajo la forma de socialismo y
comunismo, se ha rebelado contra su primera encarnación. Estas revueltas
explícitamente luciferinas –al menos en el caso del comunismo- han sido por
supuesto condenadas por la Iglesia6. Dichas revueltas actuarán sobre ella en
sendos sentidos contrarios. Por una parte, la incitarán a reconciliarse con una
democracia en vías de apaciguamiento y que los revolucionarios querían de
nuevo alterar por completo, una democracia con la que no obstante tenía la
complicidad de no ser ambas puras entelequias. Pero por otra parte, dichas
revueltas también confirmarán su hostilidad hacia la democracia moderna, una
democracia que parecía originar sin cesar revueltas siempre más radicales
contra la Iglesia. Así pues la encíclica Quanta cura (de 8 de diciembre de 1864)
condena, precisamente en calidad de encadenamiento fatal, la siguiente serie
ideológica y política: Naturalismo (nosotros diríamos: liberalismo), Socialismo,
Comunismo. El paisaje histórico sería claro si no constatásemos una tercera
posibilidad. Ciertos grupos de opinión católica agradecían al socialismo y al
comunismo su hostilidad hacia esa democracia que, en tanto que católicos,
habían aprendido a detestar. Y mientras unos se reconciliaban con la
democracia para hacer frente a la amenaza comunista, otros mostraban su favor
al comunismo por odio a la democracia7. Esta última reacción fue
particularmente observable durante los veinte años siguientes al Concilio
Vaticano II, un concilio que, por otra parte, y curiosamente, no renueva la
condena del comunismo8. Quedaron consumadas de este modo todas las
posibilidades del dispositivo teológico-político consecutivo a la Revolución
Francesa.
Tal vez se conceda a semejante presentación, por sumaria que sea, una
cierta plausibilidad. Pero, se dirá, es demasiado dependiente no sólo del punto
de vista de la Iglesia, sino también, de manera menos excusable, de la retórica
católica más intemperante. ¿Qué es eso de voluntad «luciferina» de
6 Cf. las encíclicas Quanta cura (de 8 de diciembre de 1864) y Divini Redemptoris (de 19 de marzo de 1937).
7 Besançon, A., La Confusion des langues, Calmann-Lévy, París, 1978.
8 Garrigues, J.M., L’Église, la Société libre et le Communisme, Julliard, París, «Commentaire», 1984.
institucionalizar el carácter soberano de la voluntad humana, de que ésta
sustituya a la ley de Dios o a las finalidades, conveniencias y necesidades de la
naturaleza humana? ¿No es esta una forma de hablar aceptable tal vez al calor
de un conflicto enardecido y de vasto alcance, pero incapaz de fundar
explicación histórica alguna? Muy al contrario, creo que ahí tenemos el hilo
conductor de la buena explicación o, al menos, de la exacta descripción.
Tres hechos brutos deben ser aquí objeto de consideración a este respecto.
En primer lugar, la historia de la filosofía moderna, de Maquiavelo a Nietzsche,
aparece como orientada y animada por la elaboración de un concepto de la
voluntad. En segundo lugar, el corazón intelectual de la democracia moderna
está constituido por la noción de voluntad racional, puesta en el nudo, en el
centro de esta historia por Rousseau, Kant y Hegel. En tercer lugar y último,
hay que constatar que las primeras y decisivas afirmaciones de la voluntad, del
hombre como voluntad, han sido concebidas y formuladas en una relación
polémica explícita con la institución eclesial y la comprensión católica del
mundo humano –a este respecto puede añadirse, como remate y prueba
superflua, que Nietzsche, al término de esta historia espiritual, vincula la
afirmación ilimitada de la voluntad humana con la polémica destapada contra
el cristianismo-. Es difícil encontrar en la historia humana un recurso
sintomático más riguroso.
Consideremos en primer lugar el tercer punto. El proyecto moderno de
fundar la legitimidad política sobre la voluntad del individuo humano se ha
llevado a cabo; se ha trasformado en instituciones, costumbres y sentimientos:
nuestra democracia. Esta realidad nos satisface, y no percibimos ya la audacia
extraordinaria del proyecto original: sostener el mundo humano sobre la fina
punta de la humana voluntad. No obstante, un hecho debería ayudarnos a
experimentar el asombro indispensable para la comprensión. Esta invención no
tenía nada de necesaria, ni tampoco de probable. La prueba de ello es que se
puede muy bien describir el mundo humano, particularmente la existencia
política, se puede muy bien concebir e institucionalizar la libertad política sin
recurrir para nada a la noción de individuo libre dotado de voluntad soberana.
La Política de Aristóteles lleva a cabo una descripción y un análisis de la vida
política en cierto modo exhaustivos –en todo caso más completos y más finos
que cualquier otra descripción o análisis posterior-. El esclarecimiento de los
elementos de la ciudad, el análisis crítico e imparcial de los diferentes partidos,
la exploración del problema de la justicia, de las relaciones entre libertad,
naturaleza y ley: es toda una fenomenología de la vida política la que se lleva a
cabo en la Política sin prejuicio ni laguna. Quien quiera orientarse en el mundo
político, ya sea para actuar en él o para comprenderlo, encuentra en este libro
una enseñanza completa. Sólo pues un accidente histórico nos ha podido obligar
a mandar a paseo a Aristóteles, y darnos así motivo para inventar la noción de
voluntad soberana.
Según Aristóteles, como se sabe, toda asociación humana tiene como fin
un cierto bien; y toda acción humana se cumple con vistas a un cierto bien.
Cuando Aristóteles estudia los elementos de los que se constituye la ciudad, no
encuentra sino grupos y «bienes»: cada grupo se define por el tipo de bien que
busca y puede obtener, y sobre el que ordinariamente apoya sus
reivindicaciones de poder. En ningún momento aparece el individuo con su
voluntad: no existe siquiera palabra alguna para nombrarlo. El paisaje se
invierte con la llegada de los fundadores de la política moderna. Un único
elemento, no obstante, entra a formar parte en la composición de la ciudad
legítima, aquel para el que Aristóteles no tenía nombre: el individuo soberano.
Junto a la Política, el libro de la ciudad antigua, nos encontramos ahora con El
contrato social, el libro de la democracia moderna. Rousseau no sólo afirma cosas
muy distintas a las dichas por Aristóteles, no sólo le contradice con frecuencia,
sino que también, y sobre todo, el tono, el movimiento, la fuerza misma del
pensamiento son totalmente diferentes: algo ha pasado que sitúa el
pensamiento bajo la ley de una atracción o de una repulsión inédita.
Ahora bien, el análisis aristotélico de la acción y de la asociación humanas
había sido recibido y ratificado por la Iglesia católica. Simplemente, y a ojos de
esta última, ha aparecido una nueva comunidad entre aquellas de las que está
constituido el mundo: ella misma –vera perfectaque respublica, o societas-
república o sociedad perfecta, porque su objeto, su razón de ser, su fin, su autor
mismo, es el Ser perfecto, el Soberano bien, Dios mismo. A las comunidades
naturales se añade no obstante una comunidad sobrenatural, la Iglesia, cuya
dignidad era de manera necesaria incomparablemente superior a la del resto,
de igual modo que la salvación eterna y la eternidad sobrepujan
incomparablemente a la salud temporal y el tiempo. A buen seguro, ello
planteaba algunos problemas.
Aristóteles había considerado en realidad el caso de un hombre, o de un
grupo, cuya virtud fuese incomparablemente superior a la del resto del cuerpo
político. De ello concluía que era menester darle a dicho hombre todo el poder,
a menos que se le quisiera proscribir mediante el ostracismo9. A fin de cuentas
la Europa medieval, en su relación con la iglesia, oscila entre estas dos
posiciones. Según la primera lógica, se concedía a la Iglesia, y esta reivindicaba
para sí, la «plenitud de poder» no sólo en lo espiritual sino también en lo
temporal. Según la segunda, se la excluía totalmente del poder temporal, de tal
forma que el mundo humano se constituía como cerrado sobre sí mismo,
bastándose a sí mismo bajo el poder del Emperador. Así lo quisieron Dante y
Marsilio de Padua. De resultas de ello, Aristóteles no valía como recurso para
resolver el nuevo problema teológico-político pues no se pude decir que uno
está en condiciones de resolver un problema cuando el principio de la solución
puede engendrar dos soluciones estrictamente contradictorias con igual
plausibilidad o legitimidad, esto es, cuando las premisas implican dos
conclusiones contradictorias. Un accidente, que Aristóteles no había previsto, y
que no podía prever, obligaba al hombre occidental a renunciar a la filosofía del
estagirita.
Para tener la suerte de encontrar la solución es menester independizarse
tanto de la naturaleza como del accidente que no es natural, un accidente que
Marsilio de Padua denominaba «esta causa [que] ni Aristóteles ni ningún otro
filósofo de su época o anterior a él ha podido observar», este «milagroso efecto
producido mucho tiempo después de la época de Aristóteles por la causa
9 Cf. Política, Libro III, capítulo XI.
suprema fuera de las posibilidades de la naturaleza inferior y de la acción
habitual de las causas en las cosas»10. Es preciso alejarse de la complejidad de
los grupos y bienes, tanto naturales como sobrenaturales, descomponer la
sociabilidad humana, tanto natural como sobrenatural, para posteriormente
reconstruir el cuerpo político a partir del elemento que subsista al término de
este esfuerzo de abstracción: la libertad del individuo. El nuevo cuerpo político,
ni natural como la ciudad, ni sobrenatural como la Iglesia, es creado por la
voluntad humana para dar efecto a lo que ella quiere.
El movimiento de la modernidad se acompasa al ritmo de las etapas de la
emancipación de la voluntad. No obstante, mientras que a lo largo de todo el
siglo XIX la filosofía propiamente dicha persigue la radicalización de esta
noción, uno constata, en el orden de la acción y de la teoría política, y a partir
de una determinada fecha, un movimiento contrario o un contra-movimiento.
La Revolución Francesa es el momento en que el movimiento de la Ilustración –
podemos decir también: el liberalismo- se asusta ante los resultados de su
acción. Se asusta de manera particular ante la noción de soberanía, de voluntad
del pueblo, cuya acción en manos de la Convención ha ocasionado una terrible
realidad. Según la fórmula tan sorprendente de Benjamin Constant, cabe decir
que «hay pesos demasiado agobiantes para la mano de los hombres…»11.
Mientras que la Iglesia católica, a consecuencia de la acción agresivamente
antirreligiosa de la Revolución, iba durante el siglo XIX a explicitar y endurecer
su oposición al movimiento de la política moderna, un componente de este
10
El defensor de la paz, I, 1, § 3, (trad. de L. Martínez Gómez), Tecnos, Madrid, 1989. 11
Constant, B., Principios de política, capítulo I. Este es el párrafo completo en el que se enmarcan las palabras de
Constant: «Cuando se establece que la soberanía del pueblo es ilimitada, se crea y se lanza al azar en la sociedad
humana un grado de poder demasiado grande en sí mismo, y que es un mal cualesquiera sean las manos en que se le
coloque. Confiadle a uno solo, a varios, a todos, e igualmente seguirá siendo un mal. Podéis atacar a los depositarios
de ese poder, y según las circunstancias, acusaréis por turno a la monarquía, la aristocracia, la democracia, los
gobiernos mixtos, el sistema representativo. Cometeréis un error: es el grado de fuerza y no los depositarios de esta
fuerza lo que debe ser denunciado. Es contra el arma y no contra el brazo que hay que obrar con severidad. Hay pesos
demasiado agobiantes para la mano de los hombres. El error de aquellos que de buena fe, en su amor por la libertad,
han acordado un poder sin límites a la soberanía del pueblo, viene del modo como se han formado sus ideas en
política. Han visto en la historia una minoría de hombres o incluso a uno solo en posesión de un inmenso poder que
hacía mucho daño; pero sus iras se dirigieron contra los poseedores del poder y no contra el poder mismo. En lugar
de destruirle, no han aspirado sino a desplazarle. Era una plaga, ellos lo han considerado como una conquista. Lo
traspasaron a la sociedad entera. Pasó de ésta a la mayoría, de la mayoría a las manos de algunos hombres, y a
menudo a uno solo. Ha hecho tanto mal como antes, y se han multiplicado los ejemplos, las objeciones y los
argumentos contra todas las instituciones políticas». [N. del T.]
movimiento, el componente propiamente liberal, iba a querer acercarse, si no
siempre a la Iglesia, sí al menos al cristianismo o a la «religión» en general. En el
momento de la Revolución francesa y como su resultado, y precisamente con
relación al problema de la voluntad, se fija el dispositivo partidista sobre el que
hemos vivido durante tanto tiempo.
A la derecha, los conservadores o reaccionarios, como reacción
precisamente a la Revolución, rechazan la voluntad12; ven en su ejercicio, en la
reivindicación de su libre ejercicio, la fuente de todos los desórdenes. El hombre
no vale sino como heredero pues recibe los bienes más preciosos de los que es
capaz por herencia, o en la actitud propia del que hereda. Tal es la convicción
de Burke, establecida desde el primer momento de la tempestad. En algunos, el
movimiento de reacción va tan lejos que se ven obligados a sostener dos tesis
extremas y perfectamente contradictorias, precisamente sobre el problema de la
voluntad. Joseph de Maestre afirma por una parte: nada de lo que el hombre ha
querido explícitamente puede ser bueno; y de manera simultánea plantea la
existencia necesaria de una voluntad soberana para mantener unida la sociedad
–y, podemos suponer, para reprimir los esfuerzos de las voluntades
revolucionarias-, en resumen, una voluntad soberana encargada de reprimir la
voluntad humana rebelde. A la izquierda, del lado de los revolucionarios, y
más tarde de los socialistas y comunistas, se continúa por contra afirmando la
voluntad humana, e incluso se promete que «la próxima vez» no se dejará que
quede confiscada por «Thermidor». En el centro se sitúa la situación intelectual
más compleja e interesante: los liberales, lo acabo de mencionar, se ven
apresados entre su herencia doctrinal y su nuevo temor ante el fenómeno
revolucionario que sus doctrina han podido suscitar, o en todo caso acompañar
y facilitar. Recobra entonces la religión, o más bien halla –pues nunca había
aparecido verdaderamente bajo esta luz- su crédito político y moral
específicamente moderno. Su defecto se convierte en mérito, y aquello por lo
que antaño, e incluso no hace mucho, se la criticaba es ahora objeto de alabanza
pues ella es algo que está por encima de la voluntad humana. Al evocar el
12
Rials, S., «La droite ou l’horreur de la volunté», Le Débat, nº 33, enero 1985.
ataque de la Convención contra la Iglesia, Constant escribe con reconocimiento
y satisfacción: «El más pequeño de los santos, en la más sombría de las aldeas,
resistía con ventaja a toda la autoridad nacional dispuesta en batalla contra
él»13. Singular afirmación por parte de este anticlerical que, por su nacimiento,
educación y convicciones pertenece al siglo XVIII y cuyos antepasados
hugonotes, como en 1793 los soldados de la armada revolucionaria, golpeaban
en el pórtico de las iglesias, hasta «en la más sombría de las aldeas», las
imágenes de los santos. Pero ahora debemos dirigir nuestra mirada a
Tocqueville pues nadie mejor que él analiza con mayor exactitud las
dificultades y contradicciones de la nueva situación política y religiosa.
DEMOCRACIA Y RELIGIÓN SEGÚN TOCQUEVILLE
Tocqueville, como la mayor parte de los liberales del siglo XIX, tiene la
sensación de que existe algo de artificial y violento, de artificialmente violento
si así puede decirse, en la hostilidad que el siglo XVIII había manifestado frente
al cristianismo y la Iglesia. Es por ello por lo que a su juicio es preciso volver a
una situación más «natural»: «Es una especie de aberración de la inteligencia,
por medio de una suerte de violencia moral ejercida sobre su propia naturaleza,
lo que aleja a los hombre de las creencias religiosas, pero una inclinación
invencible les conduce de nuevo a ellas. La incredulidad es un accidente; sólo la
fe es el estado permanente de la humanidad»14.
Tocqueville apenas procura justificar estas proposiciones de tanto calado,
pero su alcance político es claro. Si la religión tiene su apoyo en la naturaleza,
puede prescindir del sostén de la institución política y, por tanto, el
desmantelamiento del Antiguo Régimen e incluso la separación Iglesia-Estado,
contrariamente a lo que pensaban la mayor parte de los católicos franceses, no
son en ningún caso contrarios a los intereses de la religión. Más aún, y he aquí
13
De l’esprit de conquête et de l’usurpation, II, 7, p. 216 en Constant, B., Écrits politiques, textos elegidos, anotados
y presentados por Marcel Gauchet, Gallimard, París, «Folio essais», 1997. 14
Tocqueville, A., La democracia en América (trad. de Dolores Sánchez), T. I, 2ª parte, cap. IX, Alianza Editorial
Madrid, 2006, p. 426-7. [N. del T.: Traducción sustancialmente modificada por mí.]
una de las principales articulaciones de su argumentación y del liberalismo
post-revolucionario en general, es en tanto que separada del orden político
como la religión puede ejercer mejor su beneficiencia política: «La religión, que
entre los americanos no se inmiscuye jamás directamente en el gobierno de la
sociedad, debe, pues, ser considerada como la primera de sus instituciones
políticas, pues si no da el amor a la libertad, facilita singularmente su uso»15.
¿En qué sentido la religión facilita singularmente el uso de la libertad?
Pues bien, ello depende de la relación que la religión mantiene con la voluntad.
La democracia moderna se funda -este tema es el hilo conductor de mi
exposición- en la emancipación de la voluntad. Ahora bien, esta emancipación,
que conduce a la idea de una libertad total del hombre a la hora de decidir su
destino, tiene dos consecuencias opuestas pero igualmente funestas. La primera
radica en el miedo ante la libertad sin límite. Bajo el imperio de este miedo, el
individuo moderno tiene la tentación de renunciar a dicha libertad, a esta
soberanía de la voluntad que la democracia moderna le propone, que ella le
presenta como legítima e incluso como sagrada. Hay pesos demasiado agobiantes
para la mano de los hombres… No sólo se recula ante la nueva libertad, sino que se
corre el riesgo de abandonar hasta las antiguas libertades: «Cuando no existe
autoridad alguna en materia de religión ni en política, pronto se asustan los
hombres ante semejante independencia sin límites. Esa perpetua agitación de
todas las cosas les inquieta y fatiga. Conmovido el mundo de las inteligencias,
quieren al menos los hombres que todo sea firme y estable en el orden material,
y al no poder ya recuperar sus antiguas creencias se dan a sí mismos un amo»16.
La emancipación de la voluntad puede así, de manera paradójica, incitar a
los hombres a consentir con más facilidad el despotismo, en base a la
incertidumbre intelectual y moral en la que se ven obligados a vivir. Pero la
emancipación de la voluntad tiene otra consecuencia, en suma contraria, y que
tal vez sea más natural. En lugar de suscitar miedo, aquélla puede suscitar en
los hombres la envidia de ejercer dicha voluntad en toda su nueva amplitud. El
15
Ibid., p. 421. 16
Ibid., T. II, 1ª parte, cap. V, p. 34. [N. del T.: Traducción parcialmente modificada por mí.]
hombre democrático tiene espontáneamente el sentimiento de que la voluntad
humana, en tanto que voluntad del pueblo, tiene el derecho de poderlo todo, de
tal forma que aprueba gustoso esta «máxima impía» según la cual «todo está
permitido en interés de la sociedad»17. De resultas de ello la democracia
moderna suscita una pasividad y un activismo nuevos. Estas dos consecuencias
contrarias de la nueva libertad forman a una y de igual modo un nuevo
despotismo: los unos son incitados a convertirse en déspotas, y los otros a ceder
al despotismo. Ahora bien, la religión, al fijar el orden moral, al poner orden en
el alma, hace menos perentorio el deseo democrático del orden material, y todo
ello, por supuesto, al refutar la impiedad del «todo está permitido». «Al mismo
tiempo que la ley permite al pueblo americano hacerlo todo, la religión le
impide concebirlo y le prohíbe intentarlo todo»18. Atemperando
simultáneamente tanto el nuevo activismo como la nueva pasividad, la religión
ayuda al hombre democrático a no perder los estribos. La moneda, no obstante,
tiene su reverso.
En los Estados Unidos la religión está separada del Estado, del orden
político, pero posee poder de influencia y de opinión en la sociedad. Conoce
por tanto los inconvenientes que implícitamente conlleva todo poder de
opinión, y en particular el de poner trabas a la libertad. Tocqueville llega a
escribir: «La Inquisición nunca pudo impedir que circulasen en España libros
contrarios a la religión de la mayoría. El imperio de la mayoría va más lejos en
los Estados Unidos, pues ha suprimido hasta la idea de publicarlos»19.
De este modo, incluso en los Estados Unidos la Iglesia no escapa a la
fatalidad del poder: ya no tiene poder político, ya no es religión de Estado, pero
se ha convertido en un poder social, en religión de sociedad si así puede
decirse. Y parece, según opinión de Tocqueville, que la libertad no ha ganado
con ello.
Nos encontramos entonces ante una extraña contradicción. Tocqueville
parece afirmar que en los Estados Unidos la religión facilita de manera singular
17
Ibid., T. I, 2ª parte, cap. IX, p. 421. 18
Ibid. 19
Ibid., T. I, 2ª parte, cap. VII, p. 371.
el uso de la libertad al disminuir singularmente la cantidad de libertad. Este es
en efecto su modo de pensar, pero es menester precisarlo inmediatamente: la
religión en los Estados Unidos facilita singularmente el uso de la libertad
política al disminuir de manera singular la extensión de la libertad intelectual.
Entonces no existe contradicción. En efecto, comprendemos fácilmente que los
peligros de la libertad política se limitan de manera decisiva cuando, a
diferencia de lo que sucede, por desgracia, en Europa, los ciudadanos no
sostienen «ideas revolucionarias» sobre el hombre y el mundo, sino que se
contentan de manera pacífica, en lo relativo a lo esencial de su vida moral, con
ideas trasmitidas por la tradición religiosa.
En verdad, este poder social de la religión es más un poder social que un
poder de la religión. La chocante comparación con la España de la Inquisición
corre el riesgo de inducirnos al error: no se trata en este caso de fanatismo
religioso. Los americanos mismos comparten en suma el análisis de
Tocqueville; este no hace sino reproducir adaptándolo a nuestras costumbres lo
que ellos consideran sobre sí mismos. La religión forma parte de sus hábitos
sociales y es bajo esta perspectiva que estos se vinculan a aquella. Se trata de
conformismo, no de fanatismo. Tocqueville escribe: «Desde este mismo punto
de vista [el de la utilidad] consideran los propios habitantes de los Estados
Unidos las creencias religiosas. No sé si todos los americanos tienen fe en su
religión, pues ¿quién puede leer en el fondo de los corazones? Pero estoy
seguro de que la creen necesaria para el mantenimiento de las instituciones
republicanas. Esta opinión no pertenece a una clase de ciudadanos o a un
partido, sino a la nación entera; se la encuentra en todas las capas sociales»20.
Existe a buen seguro una gran dificultad. ¿Cómo la religión puede ser
efectivamente útil si es considerada por los fieles bajo el punto de vista de la
utilidad? En verdad, la concepción utilitaria de la religión es tan antigua como
la política, pero supone, como sucedía en Roma a juicio Montesquieu, la
diferencia de clase entre un patriarcado incrédulo y una plebe creyente o
incluso supersticiosa. Si consideramos la religión bajo el punto de vista de su
20
Ibid., T. I, 2ª parte, cap. IX, p. 421.
utilidad, los patricios podían efectivamente utilizar las creencias sinceras de los
plebeyos. ¿Pero es posible que la diferencia pase al interior del alma de cada
ciudadano, que cada americano sea a la vez patricio incrédulo y plebeyo
sincero? Esto es lo que supone Tocqueville. Ello sólo es posible, evidentemente,
si el ciudadano americano acepta dejar en la penumbra aquello que cree
verdaderamente, lo que piensa de verdad. Semejante situación social y religiosa
supone, como una de sus condiciones necesarias, una ausencia general de rigor
intelectual.
Tocqueville, como hemos recordado, había afirmado que la creencia
estaba inscrita en la naturaleza del hombre y que por tanto no tenía necesidad
del apoyo del Estado de tal forma que, contrariamente a lo que pensaban los
católicos franceses y la Iglesia misma, la separación Iglesia-Estado era a la vez
deseable y posible. ¿Pero qué sucede con esta afirmación fundamental si resulta
que los hombres, que se suponía que creían «naturalmente», creen de hecho
«socialmente»? La religión de los americanos se funda en principio sobre la
separación rigurosa, por natural, entre fe y política; no obstante, la religión de
aquellos aparece de hecho como la más política de las religiones. La separación
religión-Estado produce un confusión entre religión y sociedad, en la que, si la
libertad política sale ganando en este caso, la religión pierde en sinceridad, y la
vida intelectual en claridad y honestidad. Vemos que las razones mismas que
avanza Tocqueville para justificar y promover el acercamiento entre la religión
antigua y la democracia moderna motivan a su vez el rechazo largo tiempo
mantenido por parte de la Iglesia católica para prestarse a dicha reconciliación.
La enseñanza más importante que podemos y debemos extraer de este
examen del análisis realizado por Tocqueville, consiste en mandar a paseo
definitivamente la opinión, avanzada y refutada por Tocqueville, según la cual
existiría un «estado natural», por tanto, apolítico, de la religión. Esto supuesto,
estamos en condiciones de afrontar la historia política del cristianismo de forma
imparcial, es decir, como una sucesión de dispositivos teológico-políticos, de
soluciones al problema teológico-político -un problema cuya historia nadie
puede dar por cerrada en base a que por fin esta se desarrolla «conforme a la
naturaleza de las cosas» o «conforme a la razón»-. Las soluciones se encadenan
no porque la historia sea siempre más racional, sino porque cada solución acaba
siempre por revelarse tan insatisfactoria como la anterior. Quisiera ensayar un
esbozo de la historia de estas soluciones.
UNA BREVE HISTORIA POLÍTICA DE LA RELIGIÓN
Consideremos de entrada la primera solución, la solución medieval. La
Iglesia es la verdadera república, la sociedad perfecta, la asociación por
excelencia en la que el hombre encuentra su fin último. El Papa, como vicario
de Cristo, es el jefe terrestre de esta sociedad. Todas las otras asociaciones
tienen, por así decir, un grado ontológico inferior. Están pues lógica y
«naturalmente» subordinadas, en suma, a la asociación perfecta que, en la
persona de su jefe, detenta la plenitud del poder (plenitido potestatis). Esta
plenitud de poder puede ser concebida como directa o indirecta. La plenitud
directa no es apenas practicable, y es a su vez contraria al mandamiento divino
que ordena a los discípulos de Cristo dar al César lo que es del César. Además,
la creación es buena en sí misma, y la naturaleza humana es capaz de organizar
medianamente bien la ciudad terrestre por el medio de la sola razón, como así
lo prueban la política y la filosofía paganas de Grecia y Roma. De ahí que, de
manera seria, sólo se pueda considerar un poder indirecto que deja un espacio -
subordinado pero bastante amplio- a la política humana, al Imperio. Pero
entonces se arrastra una división y una incertidumbre permanente puesto que
las dos lealtades dividen necesariamente el corazón de cada cristiano. Por lo
demás, uno de los dos grandes protagonistas, el Imperio, no llega a cumplir su
idea con un mínimo de plausibilidad. Es menester pues encontrar otra solución.
La segunda solución es la de la monarquía nacional absolutista. Cada rey
se ve y actúa como si fuese «emperador en su reino». Álzanse así una
pluralidad de repúblicas perfectas -las monarquías nacionales- cuyos
miembros, y en primer lugar sus jefes, tienen opiniones religiosas: son católicos
o protestantes. La república cristiana perfecta, la túnica sin costuras -que en
verdad jamás ha existido verdaderamente como tal, pero cuya idea ha influido
notablemente en el espíritu de los hombres-, se desmiembra. Antes existía
incoativamente la cristiandad; ahora existen religiones cristianas de Estado. El
nuevo compromiso histórico es el siguiente: la religión sigue siendo un
mandato, pero ese mandato es, en lo esencial, administrado por el soberano
temporal: cujus regio ejus religio. Ahora bien, aquello que motivó la adopción de
este sistema es también, a una, lo que lo hace intrínsecamente insostenible por
contradictorio: una voluntad humana laica o profana declara ex officio y obliga a
sus sujetos a reconocer que algo –la religión de Estado- es superior a toda
voluntad humana. En el absolutismo, el príncipe es a la vez superior e inferior a
la Iglesia que entroniza, cosa que provoca incómodas extravagancias como en el
caso de Isabel de Inglaterra que, aunque jefe –Head- de la Iglesia anglicana, es
doblemente incapaz, en tanto que laica y en tanto que mujer, para distribuir los
sacramentos, es decir, para cumplir los actos que constituyen la vida de la
Iglesia. Este es el tipo de dificultad, o de contradicción, que caracteriza en cada
caso la historia nacional. Se suponía que la monarquía nacional superaba la
dualidad medieval entre sacerdote e imperio, que «reunía las dos cabezas del
águila», de tal modo que los sujetos cristianos dejaban de «ver doble». Pero
sucede todo lo contrario: la identidad del cuerpo político se enturbia por una
parte, mientras que por otra, y de manera simultánea, la identidad del jefe
teológico-político, el príncipe, se desdobla siempre cada vez más -siempre más
absoluto, y por ende «más superior» a la Iglesia, para ser siempre más cristiano-
. La escalada, evidentemente, no puede proseguirse de manera indefinida. El
caso más interesante en este contexto es sin duda el de Luis XIV, pues la
Revocación del edicto de Nantes revela de consuno la sublimidad y precariedad
de su posición. Ciertamente, la fe del monarca es la primera causa de aquél,
pero se trata más de un acto monárquico que católico. Luis XIV, que lo celebra
como si de un nuevo Constantino o Teodosio se tratase, se encuentra años más
tarde al borde del cisma con el papado, y por lo demás Inocencio XI hará sentir
que la Revocación apenas le place. Este episodio contribuyó al choque de
rechazo de la Gloriosa revolución inglesa, e hizo absoluta y definitiva la
oposición de la opinión europea ilustrada al sistema del absolutismo. El
soberano de la era absolutista da prueba de su soberanía dando mandatos
religiosos, pero subordinándose más y más a la religión debilita cada vez más el
motivo y el resorte de su soberanía. Es menester pues encontrar otra solución.
Se pueden distinguir tres fórmulas de salida del absolutismo.
La solución inglesa es por completo singular. Se trata de una versión a la
vez caricaturesca y afable del absolutismo, razón por la cual, sin duda, se la
denomina «liberal». Tras la Gloriosa Revolución y la subsiguiente Acta de
Establecimiento, la aristocracia inglesa impone al Rey y al pueblo una religión
de Estado, o más bien, quizás, de nación, que garantizaba que Inglaterra no
retornaría al catolicismo así como tampoco se adheriría a una versión
demasiado ardiente del protestantismo. La fuerza del Estado se pone tras la
religión más débil. Digo: la religión más débil, porque de todas las variantes
del cristianismo que se dividían y se dividen Europa, la única que era con todo
rigor «increíble» era a buen seguro el anglicanismo ya que, si hacemos caso al
epigrama de Joseph de Maestre, según él Dios se encarnó exclusivamente para
los ingleses. Bien entendida, esta fórmula deja insatisfechos tanto a los que
permanecían siendo católicos como a los protestantes fervorosos. Estos últimos
recurrieron voluntariamente a la solución americana.
Los protestantes ingleses, descontentos con la religión de Estado, cogieron
el hábito, desde comienzos de los años 20 del siglo XVII, de emigrar lejos del
Viejo Mundo para fundar en el Nuevo comunidades que se gobernasen a sí
mismas y homogéneas en materia de religión, las townships de la Nueva
Inglaterra puritana. El puritanismo se caracteriza por un cierto tipo de
confusión entre lo religioso y lo político. Tocqueville señala: «El puritanismo no
sólo era una doctrina religiosa, sino que en muchos puntos se confundía
todavía con las teorías democráticas y republicanas más absolutas»21. Cuando el
absolutismo tendía, sin poder conseguirlo, a la afirmación exclusiva del
mandato político utilizando el mandato religioso como materia, ocasión o
21
Ibid., T. I, parte 1ª, cap. II, p. 67. [N. del T.: Traducción parcialmente modificada por mí.]
pretexto para ejercitar aquél, el puritanismo –que lo fue- no reconocía otros
mandatos legítimos que los religiosos, y únicamente la comunidad por entero
estaba habilitada para hacerlos respetar. Este dispositivo es particularmente
ambiguo. En efecto, si en la América puritana la religión regula todos los
detalles de la vida social e incluso personal, y en la medida en que este poder es
ejercido «democráticamente» por todos los miembros del cuerpo sobre cada
uno y por cada uno sobre todos, entonces se puede describir este poder no
como el de la religión sobre la sociedad, sino como aquel que la sociedad ejerce
sobre sí misma por medio de la religión. Este equívoco, esta indeterminación,
contiene la historia ulterior de América. Cada día trae consigo ocasiones en las
que la sociedad se gobierna a sí misma, en las que la democracia trabaja por
razones distintas a la puesta por obra de mandatos religiosos. Progresivamente,
los americanos experimentaron que su sociedad asegura su fragua sobre sí
misma, que ella actúa sobre y por sí misma. Permanecen sinceramente
religiosos, pero los mandatos religiosos, que al principio constituían, por así
decir, el todo de la vida, ocupan un lugar cada vez más restringido. No se
quiere abandonarlos, son considerados todavía como algo digno de respeto,
útil, pero el centro de gravedad de la vida social es sin embargo ya otro: la
democracia, como trabajo de la sociedad sobre sí misma, se basta a sí misma.
Puede entonces separarse por completo la religión de la política, y esta es la
situación que observa y aprecia Tocqueville, y que he comentado más arriba.
Ahora bien, durante todo este tiempo, ¿qué sucede en la Europa
continental? El absolutismo, en base a la contradicción que he señalado antes,
exaspera y pone trabas a la búsqueda de una soberanía absoluta del orden
político sobre el religioso. Esta búsqueda da su filo político al movimiento
continental de la Ilustración que, tras la expulsión general de los jesuitas, tan
cargada de significado, culminará en la Constitución civil del clero. Con esta
última concluye un ciclo teológico-político. Ha nacido la nación; ella ha tomado
en suma todos los atributos de la Iglesia, ella es la vera perfectaque respublica por
fin encontrada. Ciertamente, la forma-Nación no pone fin a los conflictos
político-religiosos. Muy al contrario, suscita otros nuevos, y el primero, el más
grande, precisamente a resultas de la Constitución civil del clero. Pensamos
también en el Kulturkampf en la Alemania bismarkiana, en el combismo y en la
expulsión de las congregaciones en Francia. Pero la Nación ejerce, además de su
poder propiamente político, semejante poder espiritual que llega a ser -mucho
más de lo que jamás han podido llegar a ser las monarquías incluso nacionales-
a la vez Imperio e Iglesia. Es la Nación, eventualmente anticlerical, la que, más
que el Rey-muy-cristiano, «reúne las dos cabezas del águila»: en agosto de 1914,
los católicos franceses, jesuitas incluidos, se lanzarán con fervor para morir con
gozo por esta Francia cuyo régimen republicano, algunos años antes, les había
perseguido con bastante mala fe. La Nación suscita por toda Europa sacrificios
que ningún rey ni ninguna Iglesia han obtenido ciertamente jamás.
Desde el siglo XIX, por lo demás, los historiadores y filósofos de cada país
verán en la construcción y desarrollo de las naciones, en cada caso de su nación,
el sentido de la historia europea, de suerte que el problema teológico-político no
aparece sino envuelto en el contexto nacional, antes como problema francés o
alemán que como problema universal, como el problema teológico-político. La
nación era la asociación humana por excelencia, la única respublica verdadera.
Pero en Europa existían varias naciones, de tal modo que agosto de 1914 marca
la fecha del comienzo del fin de la nación. Las guerras del siglo XX han agotado
los encantos de la sacra nación. La nación, que ha triunfado sobre la Iglesia en
tanto que república perfecta, está actualmente en Europa a su vez en trance de
desaparición.
Estamos por tanto al fin de un ciclo. La situación parece más bien
satisfactoria en Europa occidental, en todo caso apaciguada. Los protagonistas
están débiles y cansados. La Iglesia ha sido completamente domesticada por la
nación; la nación, por su parte, está agotada. Su desaparición se inscribe en un
doble desarrollo a propósito del cual las voces autorizadas subrayan a porfía su
carácter irresistible: por una parte, la emigración masiva de poblaciones no
cristianas y, por otra, la construcción de una Europa que se dice supranacional.
El instrumento y el marco de solución del problema teológico-político
occidental, esta forma-Nación que parecía desde hace tiempo el horizonte
político y espiritual último, no tiene ya futuro. De ahí que podamos conjeturar
la reviviscencia del problema bajo formas inéditas. La legitimidad democrática
se basta hoy en día ciertamente a sí misma por toda Europa, y la
«privatización» de la religión, ampliamente extendida, ha suprimido casi todas
las ocasiones de conflicto. Pero puesto que el marco de ejercicio de la
democracia, a saber, la nación, está en vías de extenuación, vendrá rápidamente
a primer plano el problema de la definición de un nuevo marco. La democracia
como autonomía de los individuos y de los grupos no puede ser suficiente para
definir el espacio público. La religión está necesariamente interesada en el
problema cada vez más urgente de la «definición de sí» de Europa. Por lo
demás, al final de este ciclo, la incertidumbre es también propiamente religiosa.
La disminución muy visible de la práctica religiosa no debe conducirnos a
afirmar dogmáticamente que esta tendencia está destinada a proseguir tal cual
de manera indefinida. Bossuet ha formulado perfectamente uno de los dos
motivos de nuestra incertidumbre a este respecto: «Los sentimientos de la
religión son la última cosa que se desvanece en el hombre, y la primera que el
hombre tiene en cuenta…». Suceda lo que suceda en un futuro, podemos al
menos intentar analizar de manera más precisa la situación presente.
LA SITUACIÓN PRESENTE
Lo que define a la Iglesia como actor en el mundo humano, como «masa
espiritual», es que ella atesora un pensamiento propio: ella dice algo sobre el
hombre. Por ello mismo, como señalaba Tocqueville, limita el arbitrio de la
voluntad democrática, de la soberanía democrática, haciéndole caer en la
cuenta que no es posible hacer del hombre cualquier cosa. Simultáneamente, el
pensamiento de la Iglesia envuelve mandatos que está en la naturaleza misma
de la Iglesia, y en suma en su deber, que los quiera hacer respetar. La Iglesia
tiende por ello necesariamente a usurpar la única instancia de mandato legítimo
en democracia: el gobierno.
Se dirá que este problema ha sido resuelto precisamente por la separación
Iglesia-Estado, única solución viable del problema teológico-político. En
realidad, cuando se considera la cuestión del gobierno, o del mandato, uno
constata en qué medida la separación, lejos de ser una solución estable que
dejaría a los dos protagonistas en condición pareja, es un proceso sin término
que supone la domesticación indefinidamente creciente de la Iglesia.
El fundamento político, jurídico y moral de la separación es que la religión
es una cosa privada. Ahora bien, esta idea, polémicamente decisiva en el proceso
de desestabilización de la Iglesia, es mucho menos consistente de lo que se
piensa en general. Pretende afirmar que tengo derecho a celebrar o no la Pascua,
como tengo derecho a terminar mi comida tomando queso o un postre: Privat-
sache. Se nos escapa entonces la cuestión decisiva: ¿tiene o no la Iglesia el
derecho de mandarme? La respuesta liberal, y por ende razonable, será: sí, si
usted ha consentido previamente a su mandato; no, en caso contrario. Sea, pero
la cuestión entonces es esta: ¿Cómo se organizan e institucionalizan la
búsqueda y la obtención de dicho consentimiento? No se puede hablar del
consentimiento como si fuese un dato existente por sí mismo y simplemente
disponible o no: dicho consentimiento no aparece sino por medio de una
institución que lo hace manifiesto, y algunas veces lo produce. ¿Cómo la Iglesia
puede hacer que aparezca el consentimiento a sus mandatos? ¿Qué facilidades,
qué obstáculos encuentra para obtenerlo? Después de todo, un gobierno
democráticamente elegido, fundado pues él también, en principio, sobre el
consentimiento, y que exige obediencia a aquellos mismos que no lo han
votado, ¿debe acaso odiarlos como Voltaire odiaba a la Iglesia? ¿Tendría la
Iglesia el derecho de invocar un consentimiento de este género? Brevemente, la
separación Iglesia-Estado, de lo privado y lo público, se funda en una
desigualdad esencial de los consentimientos que da una ventaja decisiva a la
institución pública sobre la «privada». La desigualdad de los consentimientos
exigidos traduce, en el régimen de separación, la superioridad esencial del
Estado sobre la Iglesia.
En este marco extremadamente desventajoso, la Iglesia, la institución
religiosa, tiene en suma que elegir entre dos opciones. Puede tomar a la letra el
régimen de la separación, hacer como que parece que cree en la Privatsache; ella
busca entonces gobernar a los hombres en tanto en cuanto puede tal cosa, en el marco
bien seguro y dentro de los límites de lo que le es permitido por el régimen de
la separación. Es poco a poco lo que intenta hacer en Francia la Iglesia católica
entre la adhesión a la República y el Concilio Vaticano II. Pero gobernar
significa gobernar. Gobernar en la sociedad civil no es tan diferente como
gobernar en el Estado. Dado que la realidad del gobierno echa a perder la
convención constitutiva del régimen de separación, la marcha de la Iglesia es
muy dificultosa: en primer lugar en la práctica, pues el Estado es
necesariamente hostil, o al menos poco complaciente; y en segundo lugar
moralmente, pues la Iglesia es entonces estructuralmente hipócrita. Ella no
puede jugar todo su papel en la sociedad civil más que al ejercer una «energía
de gobierno» que le da necesariamente un papel cuasi, o para-político, en
verdad un papel político, realidad necesaria que ella necesariamente debe
negar. Tengo la tentación de afirmar: sólo cuando lo acepta mal, puede la
Iglesia desempeñar bien el papel exclusivamente privado que se le concede bajo
el régimen de la separación. Esta situación es tan incómoda, está expuesta a
tantos desengaños, que la Iglesia abraza con alivio la segunda opción, esto es, la
de Iglesia post-conciliar. Ella deja de presentarse como el gobierno más
necesario y salvífico, haciendo todo lo posible en una situación política
contraria al bien de la almas; realiza simplemente la crítica de todos los
gobiernos, incluido en este caso el que a lo largo de los siglos fue el gobierno de
la Iglesia; se hace «bella alma» colectiva, se presenta a los hombres como
«portadora de ideales y valores». Un «ideal» o «los valores», a diferencia de una
ley, es algo que no puede ser mandado; es algo que sólo se deja a la libre
iniciativa, a la «creatividad» de cada uno –pues el hombre es «creador de
valores»-. La Iglesia escapa a lo incómodo de su situación política al trasformar
sustancialmente el carácter de lo que anuncia. Desde hace una generación, las
Iglesias proponen los «valores cristianos», a los cuales, a diferencia no sólo del
viejo decálogo sino también del gobierno de la democracia, es imposible tanto
obedecer como desobedecer. La Iglesia repite, de forma más enfática, lo que la
democracia dice de sí misma. Bajo esta rúbrica de los «valores», sólo se puede
esperar que se escuche, o al menos se oiga, el «mensaje evangélico» al practicar
una emulación humanitarista e igualitarista. Suponiendo que la democracia,
según Tocqueville, tenga necesidad de un freno que facilite el buen uso de la
libertad, la religión, una vez que ha alcanzado este estado verdaderamente
«ideal», no puede ser ciertamente quien lo suministre: ella acompaña
simplemente a la democracia tanto en su marcha razonable como en su curso
alocado.
¿Debemos entonces concluir tras este largo recorrido que las primeras
reacciones fuertemente negativas de la Iglesia frente a la democracia estaban en
suma bien fundadas puesto que tras dos siglos de una historia confusa, y a
menudo conflictiva, la democracia, como institucionalización de la soberanía
humana, parece haber sometido por completo a las Iglesias cristianas, e incluso
a la Iglesia católica, durante largo tiempo la más rebelde? La conclusión sería
temeraria. Como ya he indicado al considerar el destino de la nación, la
soberanía humana, fundamento de la democracia moderna, no es el autor
inmediato del marco en el que ella se ejerce. No puede serlo. Se ejerce en el
marco de la ciudad, de la nación, del imperio, de la Tierra misma, ella misma no
decide de manera inmediata sobre él: esta decisión no está contenida en los
principios de la democracia. La inscripción política, y en primer término
territorial, de la democracia es esencialmente indeterminada. Depende de la
herencia histórica, de la acción de grandes hombres sin mandato, del simple
azar. La realización de la soberanía humana manifiesta al mismo tiempo la
impotencia y la ignorancia humanas, la desproporción entre las voluntades
democráticamente inscritas o registradas y la suma de las voluntades. La
democracia aparece entonces como una figura parcial y contingente, aunque
brillantemente esclarecida, recortada en la tela de la humanidad total que
comprende tanto a los muertos como a los vivos y a los que van a nacer. Esta
Humanidad total, sin inscripción política posible, que hace surgir
necesariamente la democracia como la sombra de su luz, ¿dónde está? ¿En qué
registros se inscribe? ¿En el de la naturaleza? Pero precisamente la humanidad
moderna se pretende soberana de la naturaleza y de su propia naturaleza. Al
afirmar su soberanía indeterminada sobre ella misma, la humanidad
democrática declara en suma que se quiere pero se ignora. La Iglesia de ayer
denunciaba con indignación la impiedad de esta voluntad; la de hoy en día, en
sus representantes más sagaces, remarca, con una benevolencia teñida de
ironía, el alcance de esta ignorancia. La sumisión política de la Iglesia a la
democracia es quizás, finalmente, acertada. La Iglesia, por las buenas o por las
malas, se ha plegado a todas las demandas de la democracia. Esta última, de
buena fe, no tiene reproche esencial ninguno que hacerle, ni reivindicación
esencial que presentarle. No obstante, puede escuchar la cuestión que la Iglesia
plantea y que es la única en hacerlo, la cuestión quid sit homo -¿qué es el
hombre?-. Pero la democracia no puede ni quiere de ningún modo responder a
esta cuestión. A la democracia, la soberanía política y la impotencia dialéctica; a
la Iglesia, la sumisión política y la ventaja dialéctica. La relación que engrana el
movimiento de la Ilustración se ha invertido en suma hoy en día. Nadie sabe lo
que pasará cuando la democracia y la Iglesia se aperciban de ello.