[265] l nación soñada - wordpress.com · 2015-08-31 · [265] la nación soñada: reflexiones...
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L a n a c i ó n s o ñ a d a :REFLEXIONES FINALES
Abordé el avión que me llevó por primera vez a Inglaterra un día de septiembre de 19 8 1.
Horas antes me había graduado como abogado en la Universidad Javeriana con una tesis titulada “E l derecho a la diversidad” , escrita bajo un ferviente sentimiento regionalista que negaba la existencia de la nación. Creía entonces que los colombianos sólo nos reconocíamos en nuestras regiones de origen -la costa, Antioquia, el gran Cauca, Tolima, Cundinamarca, Boyacá, Chocó, los Llanos o los Santanderes-. Que la nación era un artificio centralista. Pura ficción.
N o tardé en hacer reconsideraciones.L o hice en parte por mi experiencia alecciona
dora desde mi aterrizaje en tierras lejanas, donde, frente a la condición de extranjero, redescubrí muy pronto el sentido de la nacionalidad. Y en parte también por mis nuevos estudios de historia colombiana bajo la tutoría de Malcolm Deas, quien, entre sus varios trabajos, ha demostrado la presencia significativa del Estado nacional en la vida rural y pueblerina de C o lombia durante el siglo xix, y sugerido que la nación había tenido un desarrollo más temprano que lo que suponían y siguen suponiendo las interpretaciones aún dominantes.
M is años de estudiante universitario en Bogotá, en la década de 1970, habían transcurrido bajo el influjo de una nueva generación de intelectuales que se propuso derrumbar mitos, reescribir nuestro pasado, y sembrar la semilla revolucionaria.
Y lo hicieron con muy buen éxito.
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U no a uno, o todos a la vez, fueron cayendo los héroes para darles paso a la lucha de clases y a las estructuras. Recuerdo escenas de una obra sobre la Independencia, en uno de los tantos teatros de nuestra capital. Sobre todo recuerdo su mensaje final: ese desprecio general por la emancipación y sus líderes y, en consecuencia, por el surgimiento de la república y su significado.
E l teatro fue apenas una de las manifestaciones, quizá la más expresiva, de aquella tarea intelectual demoledora que vació de valores la historia nacional.
Así como el Memorial de agravios de Cam ilo Torres pasaba a ser un documento de menor importancia, los partidos políticos y sus líderes - y los sucesivos gobiernos- quedaban con frecuencia confundidos en un sólo agente responsable del desastre, sin distinciones ni logros algunos, en esas lecturas simplistas sobre el proceso histórico de nuestra realidad que terminaron por imponerse.
Por supuesto que en las universidades, como en los periódicos y la política, persistieron esfuerzos por interpretaciones más complejas. Sin embargo, me interesa llamar la atención sobre aquel clima intelectual que fue dando lugar a juicios absolutistas, aceptados con el correr del tiempo como lugares comunes, sin cuestionamientos.
A mediados de los años noventa, las condenas generalizadas -com o las de Fernando Garavito, entonces columnista de Cambio eran la norma entre los formadores de opinión: “ desde la muerte de Bolívar, y con la sola excepción de los gobiernos de Obando y M eló, éste es un país en las mismas manejado por los mismos” . Y con frecuencia ese juicio contra “ los mismos” -esa supuesta “ clase dirigente” inmutable y eter-
La nación soñada
na desde la muerte de Bolívar-, se convertía en un juicio contra toda la comunidad -la sociedad colombiana retratada como “ fracaso histórico” , camino a la disolución-.
Sobre las ruedas de aquel clima intelectual deslegitimador -deslegitimador de la nación, del Estado y sus dirigentes y hasta de la misma sociedad-, se abrió camino la tragedia contemporánea.
N o estoy sugeriendo una sencilla correlación de causalidad.
Pero es fundamental reconocer que los comportamientos sociales responden de alguna manera al estímulo de las ideas. E l poeta Eduardo Escobar -militante en décadas anteriores de las “ huestes utópicas... del nadaísmo y el jipismo y la revolución planetaria”- , les reprochaba precisamente a intelectuales de su generación “ la feliz irresponsabilidad del siglo pasado (el siglo xx) que nos condujo adonde estamos entre bala y balada” .
Es difícil exagerar los horrores sufridos entre bala y balada.
Es difícil, por lo doloroso, hacer el recuento -han sido tantos y tan seguidos los episodios crueles-.
Y es aún más difícil señalar, entre todos, a unos eventos como más graves que otros, equiparados todos en su ensañamiento contra la vida humana. N o obstante, si tuviese que escoger un suceso para ilustrar el infortunio me referiría al asalto del M-19 contra el Palacio de Justicia, aquel noviembre negro de 1985.
Allí quedó plasmada toda la irracionalidad y futilidad destructiva del uso de la violencia.
Al tomar como rehenes a las máximas autoridades del poder Judicial, asesinando de paso a humildes empleados, el acto guerrillero fue una expresión des-
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bordada de ese crimen tan abominable que mantiene arrinconada a la nación: el secuestro. Persisten dudas sobre las motivaciones de los asaltantes; pero además nada puede justificar tan horroroso proceder. Los tristes resultados de la operación de rescate dejaron expuestas las limitaciones de la fuerza pública y del Estado en tales circunstancias.
Por encima de todo, el asalto guerrillero fue un acto terrorista y, como tal, representativo de esa atmósfera intim idatoria que ha condicionado la vida colombiana en las últimas décadas.
N o fue el único, ni antes ni después.Otras atrocidades de otros grupos criminales
-L o s extraditables (liderados por Pablo Escobar), las farc, el e l n , las a uc , entre los más notorios- han contribuido a cimentar un clima de terror de nefastas consecuencias, insospechadas. Com o lo ha expresado Friederich Hacker, un estudioso del tema, los terroristas buscan “ atemorizar y, a través del terror, dominar y controlar” .
Así confunden, desconciertan.Bombas, asesinatos -selectivos e indiscrimina
dos-, secuestros, masacres: éstos y otros actos abominables contra la vida humana producen también efectos menos visibles en los ánimos de cualquier sociedad, en el clima de opinión que determina sus decisiones.
Y el desconcierto y la confusión se vuelven extremos en la medida en que el terrorismo se prolonga en el tiempo.
N o nos debería sorprender entonces que, como lo observara Hernando Góm ez Buendía, “ los colombianos sentimos que el país no tiene rumbo” , mientras nos retaba a emprender “ sueños colectivos” .
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Agobiados por tanta adversidad, la búsqueda de
“ sueños colectivos” parece incesante.A mediados del 2005, en una conferencia con el
ex presidente Bill Clinton en Bogotá, el director de Sanana, Alejandro Santos, se tomó la vocería de su generación para manifestar la voluntad de “ construir un futuro distinto” . Fue un reclamo generacional, una franca queja a sus mayores por el país legado: “La generación de las utopías nos entrega una realidad casi
subrealista” .N o he intentado hacer en este libro un juicio
generacional -n i soy de la generación de Santos ni de la de sus padres-, aunque contiene críticas a exponentes de varias generaciones, las de ayer y las de hoy. Sus páginas, sin embargo, sí buscan responder a tantos reclamos justos, como el del director de , de repensar la nación con esperanzas.
Para recuperar la ilusión hacia el porvenir, me propuse aquí un doble ejercicio: refutar el estereotipo del colombiano identificado casi exclusivamente con la violencia, y revalorar la presencia en nuestra historia de unas tradiciones liberales y democráticas conducentes a la civilidad.
En este último capítulo, quisiera considerar la contraposición entre violencia y democracia liberal, y examinar su impacto en el conjunto de valores que ha orientado el comportamiento de la sociedad —lo que podría llamarse la “ cultura política” de los colombianos-. Quisiera también regresar al tema de los intelectuales, en particular a su papel como articuladores del debate democrático. Quisiera, finalmente, reflexionar sobre la nacionalidad, esa preocupación que parece a ratos un interrogante irresuelto entre quienes aspiran a construir sueños colectivos.
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Pero antes de concluir me parece necesario ha cer un breve repaso del relato aquí ofrecido.
El libro y sus argumentos
Este libro se abrió en su prim er capítulo con impresiones sobre una exposición de arte en Londres, donde se destacaban las pinturas sobre la violencia colombiana.
Aquel evento sirvió de introducción a una serie de retratos del país asesino, a esa repetida criminali- zacion de la nación colombiana en el lenguaje dominante. Advertí desde el comienzo la necesidad de valorar las expresiones o denuncias -a través de las artes y las letras- de los horrores de la violencia en el país, y distinguirlas bien de las acusaciones contra toda la sociedad como agente de la barbarie.
Esto último, sin embargo, es lo que ha venido sucediendo, como puede comprobarse en cualquier revisión de lo que M yriam Jim eno ha denominado el “ discurso letrado” sobre la nacionalidad, donde el ser colombiano se confunde con un ser atroz y maligno. Ilustré, can numerosas citas, lo arraigado de aquel discurso y las formas que adopta. Señalé su utilización por parte de muy diversos líderes de opinión -novelistas, presidentes de la república, columnistas de prensa, ex ministros o jerarcas de la Iglesia católica-. Y señalé las nefastas consecuencias que se desprenden de tal discurso: la baja autoestima y hasta el desprecio de la nacionalidad, la desaparición de responsables individuales de los crímenes, un diagnóstico errado del problema que condiciona políticas así mismo erradas, la justificación de los métodos violentos, el tratamiento paria que nos da la comunidad internacional.
La vulgarización de este lenguaje que nos retrata i < indianamente como una nación asesina encuentra i cspaldo en análisis académicos -no bien asimilados-, que merecen exámenes más detallados.
E l punto de partida para la siguiente tarea fue reconocer la existencia de graves manifestaciones de
violencia, hoy como ayer.Ese reconocim iento en sí mismo no nos dice
nada sobre la naturaleza de la violencia, ni mucho menos sobre la nacionalidad. Unas mínimas observaciones comparativas, como las ofrecidas en el capítulo dos, me parecieron necesarias para superar tanta visión parroquialista que nos señala como una sociedad particularmente asociada con la guerra.
A pesar de una extensa y respetable historiografía sobre la materia, las explicaciones más difundidas sobre la violencia en Colombia siguen siendo insatisfactorias. Dediqué entonces especial atención al análisis de algunas entre esas teorías, sobre todo aquellas más relevantes al entendimiento del ser nacional.
En ese repaso, examiné, primero, la interpretación de nuestra historia como una narración de guerras permanentes que encuentro errada en varios frentes: en su desconocimiento de la recurrencia de conflictos (internos y externos) en otras sociedades; en las generalizaciones sobre las guerras del siglo xix, tan poco estudiadas; en su escasa valoración de los períodos de paz gozados en nuestra historia; y en las dificultades para establecer inequívocas líneas de continuidad entre una y otra guerra civil, entre las guerras decimonónicas y la Violencia, y entre aquella Violencia de mediados del siglo xx y el conflicto contemporáneo.
Segundo, cuestioné el lugar común que señala la intolerancia como la causa de la violencia en Colom bia. N o sólo se trata de un señalamiento vago -¿don de está el agente de la intolerancia?; ¿en las élites?, ¿cu el sistema político?, ¿en la sociedad en su conjunto? sino que carece de sustento empírico. Simplemente, no contamos con estudios sistemáticos que nos permi tan afirmar qué tan tolerantes o intolerantes hemos sido los colombianos a lo largo del tiempo. Además la intolerancia puede predominar como valor social, pero ello no conduce de por sí a comportamientos v iolentos.
Y tercero, argumenté en contra de aquella otra premisa según la cual la violencia sería la conducta general de los colombianos. Al dudar de la validez de las cifras que se aducen para respaldar la noción de una “ cultura de violencia” extendida a toda la sociedad, quise sugerir la necesidad de identificar con mayor precisión a los responsables directos de las acciones violentas y descriminalizar justamente a la sociedad.
Debo advertir que la revisión crítica de estas teorías no tuvo como finalidad ofrecer una explicación alternativa sobre las causas de la violencia colombiana.
Tan sólo me interesó controvertir las ideas más arraigadas que definen la identidad nacional por su apego a la guerra -una tarea preliminar y fundamental, creo, para poder apreciar mejor esos “ espacios de civilidad” que historiadores de la violencia, como Gonzalo Sánchez, admiten haber subvalorado en sus análisis-. Dediqué pues los capítulos 3 y 4 al reexamen de nuestras tradiciones liberales y democráticas con el fin de identificar esos otros valores que, más allá de la violencia y quizá con mayor persistencia, han sido
determinantes en los desarrollos de la historia de C o
lombia.Cualquier reflexión sobre el liberalismo y la de
mocracia entre nosotros se tropieza con enormes delito s -com o la sorprendente pobreza historiográfica olas confusiones conceptuales adicionales a las ya pro
pias de ambos términos-La palabra “ liberalismo” se vincula de inmedia
to a uno de los dos partidos políticos tradicionales. Y la expresión “ democracia” lleva casi siempre un halo
de utopía.Se suele por ello ignorar que el liberalismo -e n
tendido como un principio filosófico primordialmente preocupado por trazarle límites al poder del Estado- ha formado parte de los idearios de ambos partidos, con variaciones significativas, claro está. Y se suele despreciar la concepción minimalista de la democracia, descalificada como “ form al” o “ burguesa” . M ás aún, con frecuencia se juzga nuestra democracia desconociendo el componente liberal que la define - y que la define no sólo aquí sino en todas las democracias del mundo occidental, conocidas en tal razón como demo-
eradas liberales-.En vista de esas confusiones, decidí emprender
por separado el análisis de ambas tradiciones en C o lombia, a pesar de los riesgos que ello pueda significar pues los desarrollos liberales y democráticos han tendido a reforzarse mutuamente en su historia.
M ostré en el capítulo 3 cómo, desde el surgimiento de la república, el poder se ha ejercido aquí de manera limitada, bajo estructuras fragmentadas -en formas precisamente afines con la tradición liberal-.
E indagué sobre sus posibles causas.
Nuestra accidentada geografía, la relativa pobreza económica, la multiplicidad de centros urbanos de importancia o el ser un país de regiones: todos estos factores materiales ayudan a explicar la prolongada existencia de dicha tradición. N o obstante, (plise destacar también el arraigo predominante de una concepción limitada del poder entre nuestros líderes políticos e intelectuales, así como de aquellas instituciones -form ales e informales, que han servido para controlar efectivamente el ejercicio del poder—, una tradición que encuentra sus orígenes en la obra de Francisco de Paula Santander.
E l Estado absolutista no ha contado con apoyo doctrinario entre los grandes pensadores colombianos. Tampoco entre los menos notables.
En la historia intelectual colombiana no existen libros similares en su contenido y en su impacto—, al Cesarismo democrático del venezolano Laureano Valle- nilla Lanz, la antítesis del constitucionalismo liberal predominante hasta hoy entre nosotros. Desde la perspectiva de las ideas, el desafio mas serio que tuvo la tradición liberal durante el siglo x x fue el marxismo- leninismo, aunque se repara muy poco en ello. Aún así, los mas destacados pensadores marxistas criollos, como Gerardo .Molina, no rom pieron con los lincamientos centrales del liberalismo.
E l diseño institucional de la división de poderes, que ha prevalecido en Colom bia por casi dos siglos, debe apreciarse, pues, como un reflejo de aquella tradición intelectual.
M e detuve en las trayectorias del Congreso y las cortes para mostrar su función condicionante del poder presidencial, y así revisar el estereotipo de los gobernantes casi monárquicos —difundido, entre otros,
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por Alfredo Vásquez Carrizosa-. A las limitaciones impuestas por congresistas y magistrados, hay que añadir aquellas derivadas de la persistencia histórica de los poderes regionales, reconocidos en la práctica -cuando no en la constitución- por los mandatarios
nacionales.L a fortaleza de nuestra tradición liberal se pue
de explicar también por la existencia de una sociedad civil dispuesta a defender sus intereses frente al Estado.
D e ninguna manera he sugerido que este hubiese sido el paraíso de la sociedad civil, cercano al que Tocqueville descubriera en sus viajes por los Estados Unidos. Pero no se puede ignorar su presencia temprana y persistente. N i su impacto duradero. Llam é la atención especial sobre el papel de la Iglesia católica, desde los inicios de la república, para organizar a sus feligreses independientemente del Estado y para enfrentarse a sus medidas. Estado e Iglesia se reconciliaron bajo la Regeneración, pero el nuestro nunca fue un Estado teocrático, como bien le aclarara Eduardo Santos a Vallenilla Lanz bajo plena hegemonía conser
vadora.Finalmente sugerí considerar a la opinión pública
como otra fuerza adicional limitante del poder y revalorar, desde esta perspectiva, el papel de la prensa en
nuestra historia.Estas explicaciones pueden no satisfacer del todo.
Pero entonces, ¿cómo entender la notable ausencia de caudillos, dictadores, movimientos populistas y regímenes militares en casi 200 años de vida nacional? Porque lo que sí parece irrefutable es que quienes han detentado el poder central en Colombia, lo han ejercido de forma limitada y bajo controles. Y, en todo caso,
de manera temporal.
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E l ejercicio temporal del poder ha estado condicionado entre nosotros por la regularidad del calendario electoral.
Por eso dediqué el capítulo 4 al examen de las elecciones en la historia colombiana para mostrar, a través de ellas, el desarrollo de una tradición democrática hoy menospreciada. Una argumentación re- valorativa de dicha tradición exige, de antemano, reconsiderar las definiciones maximalistas sobre la democracia -pedominantes entre nosotros- y, más aún, incorporar una visión comparativa en el análisis.
Precisé entonces que entendía la esencia de la democracia como la definiera Schumpeter: “L a competencia libre por el voto libre” .
Esta definición alude más bien a un Estado ideal, frente al cual deben medirse los desarrollos democráticos que han convivido -en mayor o menor grado a lo largo del tiem po-, con diversas prácticas corruptoras del sufragio, en Colom bia como en los países del mundo occidental donde la democracia cobró arraigo desde fines del siglo xvm .
Todavía se compran votos en los Estados Unidos. Así lo muestra el reciente libro de Tracy Cam pbell -Deliver the Vote-, un extraordinario retrato de la historia electoral norteamericana que, desde antes de la Independencia, pareciera sólo indentificarse allí con la violencia, la manipulación y el fraude. L a lectura simplista de Campbell, excepcional quizá en la historiografía estadounidense, podría conducir a una actitud cínica o de escepticismo ante la evolución de la democracia moderna hasta en su misma cuna.
N o obstante, la revisión de las tradiciones electorales aquí propuesta exige ir más allá de las narrativas sobre la corrupción del sufragio.
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Desde una perspectiva colombiana, libros como el de Campbell sirven para advertirnos sobre la necesidad de reconocer problemas comunes, inherentes al proceso electoral, con que se han tropezado y se siguen tropezando las ambiciones de toda democracia. Una vez aceptada la universalidad del problema, el reto consiste en poder identificar las peculiaridades nacionales y, en nuestro caso particular, en valorar si tales peculiaridades nacionales han sido o no conducentes a la formación de una cultura política afín al ideal democrático.
En este propósito, examiné en el capítulo 4 algunas de las características más notables que surgen de un repaso de la historia electoral colombiana desde la década de 1830: la regularidad de un intenso calendario electoral, la temprana inclusión de sectores populares, la adopción también temprana del sufragio universal masculino, los relativamente altos niveles de participación en las elecciones, y su naturaleza competitiva -condicionante del desarrollo de los partidos, de los diversos mecanismos para movilizar a los votantes y hasta del curso mismo del proceso político-.
M e ocupé especialmente del período entre 1836 y 1930, en parte por ser el más ignorado y despreciado de nuestra historia electoral. Pero en parte también porque es un período marcado por claros hitos democráticos. Y en los casi cien años que transcurrieron entre una y otra fecha sobresalen aquellas características recién aludidas de nuestra tradición electoral, si bien su trayectoria no fue de evolución progresiva sino accidentada, con serios tropiezos y altibajos.
Esa tradición perseveró en décadas subsiguientes, con nuevas conquistas y desafíos. Quise llamar la atención sobre su persistencia en Colombia, en una
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época de ocaso para la democracia liberal en muchas otras partes del mundo occidental, sobre todo porque esa peculiaridad de nuestra historia parece haber quedado enterrada bajo los escombros del 9 de abril y la Violencia.
Su significado readquirió valor entre quienes se enfrentaron a la dictadura y condujeron el regreso al orden constitucional a mediados del siglo xx. Fue, sin embargo, un sentir pasajero.
Tras las feroces críticas contra el Frente N acional, aquella tradición pronto dejó de ser apreciada. Por el contrario, fue convertida en fuente de vergüenza, mientras se desconocían las credenciales democráticas del régimen político, cuya naturaleza alcanzó a equipararse falsamente con las dictaduras militares del Cono Sur. En forma paradójica, las críticas se arreciaron al tiempo que se desmontaban las institutiones frentenacionalistas. Y hoy sobreviven con fuerza, a pesar de los cambios impulsados por la nueva Constitución de 19 9 1. Sugerí entonces la necesidad de revisar los estereotipos aún dominantes sobre el Frente Nacional, con el fin de revalorar a cabalidad nuestras tradiciones electorales.
Turnados en su conjunto, los capítulos 3 y 4 mostraron la existencia en Colombia de unos rasgos históricos que nos permiten hablar de una cultura liberal y democrática, con serios tropiezos e imperfecciones -claro está-, pero también con persistentes manifestaciones a lo largo de casi dos siglos.
Si este cuadro tiene alguna validez, ¿por qué se le ha despreciado y hasta ignorado de manera predominante entre nuestros intelectuales durante las últimas décadas? ¿Por qué, en vez de reflexionar sobre esas tradiciones de civilidad, se insiste en identificar
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nos sólo con la violencia y los extremos? E l capítulo 5 buscó respuestas para dichos interrogantes.
Una primera tentación es señalar al clima intelectual de las décadas de 1960 y 1970, dominado por las corrientes marxista-leninistas y el impacto de la Revolución Cubana. La hostilidad revolucionaria contra la democracia liberal, sin embargo, encontró ya el terreno abonado.
Al analizar cómo reaccionaron ante crisis anteriores dos de nuestros más destacados intelectuales de la época, quise identificar algunos antecedentes del discurso contemporáneo, no necesariamente vinculados a influencias marxistas. Y quise también destacar la persistencia de su mensaje. H oy como ayer sobresalen lugares comunes entre nuestros más influyentes letrados: la trayectoria de un destino histórico marcado sólo por las frustraciones; la idea de una nación fragmentada en extremo, hasta inexistente; un desprecio absoluto por la política democrática colombiana -sus actores, sus instituciones, sus prácticas-.
N o obstante, es innegable que el marxismo tuvo notables repercusiones en los medios universitarios durante las décadas de 1960 y 1970, y que sus teorías sirvieron de sustento ideológico a la proliferación de grupos guerrilleros. E l marxismo criollo, sin embargo, estuvo lejos de producir un cuerpo doctrinario importante en respaldo de la revolución. Y muchos intelectuales de origen marxista -cualquiera hubiese sido su actitud ante la insurgencia armada- firmaron la carta de noviembre de 1992, donde se distanciaban abiertamente de sus métodos violentos.
Desde una perspectiva de la historia intelectual, la sobrevivencia de la democracia liberal en Colombia frente a la continuidad del asedio revolucionario plan
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tea entonces paradojas adicionales a las que dediqué alguna atención.
Por un lado, me interesó subrayar el legado de Cam ilo Torres, el cura guerrillero -m ás por el simbolismo de su presencia en la insurrección armada y su martirio que por su mediocre producción intelectual-. P or el otro, me interesó explorar el papel de quienes, a contracorriente, perseveraron en la defensa de la democracia liberal colombiana en épocas de fervor revolucionario. En las universidades, pero sobre todo en la política y en la prensa, sus voces mantuvieron el debate en favor de los valores liberales y democráticos.
H aría falta un examen más sistemático de sus argumentos con el fin de saber apreciar mejor sus errores y aciertos. Pero hay que reconocer, como lo mostré en estas páginas, la existencia de un panorama intelectual mucho más pluralista que el proyectado con frecuencia en la literatura dominante. En todo caso, mi propósito final en el último capítulo fue el de motivar una discusión sobre los intelectuales frente a la violencia, la democracia liberal y la nacionalidad. Y sugerir una lectura de la crisis colombiana a partir de una crítica de la tarea intelectual.
Hasta aquí, pues, un repaso apretado de este relato y sus principales argumentos.
Al final de cada capítulo fui adelantando sus conclusiones, muchas veces más como interrogantes abiertos para motivar la discusión que com o respuestas definitivas a los problemas aquí examinados.
Para cerrar estas páginas, ofrezco algunas reflexiones finales sobre nuestra cultura política, los intelectuales y la nacionalidad.
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Los cimientos de la ilusión
El mensaje tal vez más claro que se desprende de este libro es la refutación de aquel estereotipo que identifica al ser colombiano sólo con la guerra, la intolerancia y los extremos: no es cierto que nuestra cultura política se defina por la violencia.
Los colombianos de pasadas generaciones no se habrían reconocido en ese retrato que los exhibe casi a diario como un país asesino.
L a nación tuvo antes otras imágenes de sí misma.En 1944 todavía se nos pensaba como un “ país
de moderados” . Para Juan Lozano y Lozano el punto de referencia del temperamento nacional era la figura emblemática de Eduardo Santos. N o era que la nación se pareciese a Santos. Todo lo contrario. Santos era lo que era porque así era la nación: “ republicana, centenarista, transaccional, ecuánime” .
L a imagen de los colombianos como una nación moderada y ecuánime sobrevivió por algún tiempo al cuadro de barbarie colectiva que proyectaron el 9 de abril y la Violencia que le sucedió.
Todavía a fines de la década de 1960, Jaim e Jara- millo Uribe destacaba el “ carácter de mesura, medianía o término medio” que presentaban “ casi todas las expresiones de la vida social colombiana” en su historia. Tanto en la realidad prehispánica como en la experiencia colonial, el país se distinguió por el nivel intermedio de sus desarrollos frente a otras regiones del continente. Aquella categoría del término medio se vio reflejada en el arte, la arquitectura, el desarrollo urbano y hasta en la parca riqueza de los ricos, como en sus costumbres y estilos de vida. Este aspecto mesurado de nuestra personalidad histórica tuvo su
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expresión política en “ la debilidad, casi ausencia del fenómeno hispanoamericano del caudillismo militar” .
Colombia, concluía Jaram illo U ribe, “ bien puede ser llamada el país americano del término medio, de la aurea mediocritas” .
Frente a la tragedia contemporánea, pocos parecen dispuestos a considerar siquiera por irnos momentos tal caracterización del ser nacional. E l mismo Jaram illo U ribe, en el prólogo a la reedición de su ensayo casi medio siglo más tarde, aceptó tener dudas sobre sus propios postulados: ¿no habría en ellos -se preguntaba- “una visión demasiado optimista de nuestra historia?” . Si bien el civilismo podría destacarse “ como un valor de la civilización política” , era necesario señalar también “ su cara negativa” , contradictoria de las condiciones exigidas por una democracia moderna.
Las dudas son razonables, y su advertencia es sabia. N o es aconsejable, sin embargo, interpretar el pasado con los ojos del presente. Registrar aquellos aspectos civilistas -mesurados, en el lenguaje dejara- millo U ribe-, no significa necesariamente ser optimista. M ucho menos glorificar esa tradición civilista. Iría más allá de la autocrítica de Jaram illo Uribe: es difícil, en efecto, definir “ la personalidad histórica” del país, de cualquier país.
N o ha sido mi propósito el anteponer al estereotipo de la “ cultura violenta” de los colombianos otro estereotipo, el de un supuesto ser nacional ahora identificado sólo con la democracia liberal.
Tan falso sería el uno como el otro.L o que sí he creído haber demostrado es la per
sistencia de unas tradiciones liberales y democráticas, casi bicentenarias. Al reconocerlas -h ay que insistir
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hasta el cansancio-, no estoy suscribiendo a una versión complaciente del pasado. Su reconocimiento es necesario para entender mejor las complejidades de nuestra realidad, y poder apreciar entonces unos valores que, dada su presencia histórica y sus logros, tendrían que servir de sólidos cimientos para consolidar la convivencia civilizada.
En esa revisión de las tradiciones liberales y democráticas sobresalen las dos condiciones -durabilidad y notabilidad-, que, según Alan Knight, se requerirían para hablar de una “ cultura política” en sentido descriptivo. Com parto con Knight cierto escepticismo frente a las corrientes históricas “ culturalistas” en boga. La cultura no lo explica todo. Quienes apelan al concepto de “ cultura política” suelen además dejar de lado su componente institucional. Y por supuesto que los eventos -sometidos siempre al azar- y los conflictos de intereses han determinado, y seguirán determinando en buena parte el curso de la historia.
M e parece, sin embargo, que las ideas y los valores - y las instituciones que les sirven de contexto-, cumplen un papel significativo, si bien no determinante, sí influyente en el comportamiento político en una sociedad. Desde esta perspectiva, he querido subrayar aquellos aspectos liberales y democráticos de la cultura política colombiana, ignorados o despreciados en las narrativas dominantes.
¿Cómo conciliar las persistentes tradiciones liberales y democráticas de la cultura política colombiana con las recurrentes manifestaciones extraordinarias de violencia?
Algunos autores, como William Ramírez Tobón, no ven allí conflicto alguno: la violencia no sería ajena a la democracia colombiana, ni tampoco una abe-
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rración, sino “ una forma constitutiva” de esa misma democracia, “ su dinámica, su forma de desarrollo y funcionamiento” .
Tal confusión está basada en una normativa y en una interpretación histórica que no comparto.
A Ram írez Tobón la democracia le parece “un embeleco ideológico” , aserción que le permite incluir en un mismo saco regímenes tan disímiles como el extinto de la U nión Soviética, y los de Cuba, Estados Unidos y Costa Rica. Su condena de nuestro pasado democrático es casi general, aunque le reconoce créditos a los gobiernos de Alfonso López Pumarejo y Belisario Betancur, y acepta al final que la “ capacidad de autorregeneración” de la democracia colombiana “ sigue siendo am plia” , que estaríamos frente a una “ democracia im perfecta... pero coherente con nuestros niveles de desarrollo” .
Traigo a cuento algunos de los puntos expuestos por Ram írez Tobón para ilustrar esa hipótesis según la cual no habría contradicciones entre violencia y democracia en Colombia: la una sería apenas el reflejo de la naturaleza de la otra.
Aceptar esta proposición, desde una perspectiva conceptual, valdría tanto como negar el sentido normativo de la democracia. Aceptarla desde la perspectiva de la experiencia colombiana, significaría desconocer los esfuerzos históricos - y sus logros relativos- por construir y consolidar un sistema democrático de gobierno. U na discusión más sistemática que la que permiten estas reflexiones, sobre la relación entre las tradiciones liberales y democráticas y la violencia en Colom bia, tendría que partir de premisas distintas de las sugeridas por el ensayo de Ram írez Tobón.
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Normativamente, por lo tanto, la violencia no es una forma constitutiva ni dinámica de la democracia -u n sistema que, por el contrario, excluye por definición la violencia-. Esta premisa se aprecia mejor en las teorías minimalistas de la democracia, cuyo exponente clásico sigue siendo Joseph Schumpeter: la democracia definida como el método pacífico para conducir la competencia por el poder.
Algunos teóricos contemporáneos de la democracia, como Ian Shapiro o Adam Przeworski, van quizá algo más allá de las condiciones mínimas de Schumpeter pero aceptan el sentido básico de su definición. Com o lo ha expresado Przeworski: “ E l milagro de la democracia es que las fuerzas políticas en conflicto obedecen el resultado de las urnas. Gente con armas lo aceptan sin usarlas. Quienes están en el poder arriesgan perder el control del gobierno en las elecciones. Los perdedores esperan ganar el poder en el futuro. Los conflictos se regulan, de acuerdo con un procedimiento sometido a reglas, y por consiguiente se limitan. Esto no es consenso... Sólo conflicto limitado; conflicto sin asesinatos” .
Por supuesto que la anterior definición responde a un ideal normativo, al que los distintos países se han acercado o distanciado en sus diversas experiencias. Este acercamiento -o alejamiento- tiene en alguna medida una explicación institucional que, en el caso colombiano, tiende a ignorarse.
Que el resultado de las urnas sea aceptado sin el uso de las armas requiere, ante todo, un Estado moderno, con la capacidad de servir de árbitro del conflicto.
N o debería sorprender entonces que, dada la debilidad histórica del Estado colombiano, los desarrollos democráticos hayan venido acompañados de
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violencia. Bajo estas condiciones, las reglas electorales adoptadas son aún más significativas en determinar patrones de estabilidad o inestabilidad política.
\Una expansión abrupta del electorado -com o ocurrió a mediados del siglo x ix en Colom bia- dificultaba el control del orden público. Si a esto se suma el intenso calendario electoral introducido por los Radicales, podría entonces sugerirse que la irrupción de una “ guerra civil” en medio de una campaña electoral era casi inevitable.,]
L a explicación institucional, apenas esbozada, tendría que ser complementada con un examen sobre el papel de las ideas que han sustentado o socavado la legitimidad democrática.
Los desarrollos de una cultura política democrática en Colombia se vieron una y otra vez favorecidos por corrientes del pensamiento afines al constitucionalismo liberal y partidarias del sufragio como medio único para llegar al poder. Pero tales desarrollos se han visto también obstaculizados y hasta frenados por apelaciones a la violencia para llegar al poder.
N o estoy negando con ello que la violencia no pueda en ciertas instancias obedecer a otras causas, ya se trate de particulares conflictos sociales o de fenómenos emergentes -n o se puede entender la violencia contemporánea en Colom bia, por ejemplo, sin apreciar los efectos nefastos de la economía del narcotráfico-.
H e querido simplemente llamar la atención sobre las dimensiones ideológicas del problema: la consolidación de una cultura política liberal y democrática exige deslegitimar todos los discursos justificatorios de la violencia.
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Este último punto conduce a mi segunda reflexión, sobre el papel de los intelectuales.
Buena parte de la discusión que he querido motivar se refiere a ciertas visiones difundidas por los intelectuales sobre la cultura de la violencia, la democracia liberal, la nacionalidad.
Deliberadamente me abstuve de analizar las distintas definiciones que han dado lugar a lo que hoy se conoce como la “ sociología de los intelectuales” , una subdisciplina académica. Pero acogí una noción bastante amplia que me permitió intercambiar el término con otros similares. Con uno u otros aludí a quienes se dedican a debatir públicamente temas de interés general y, en tal propósito, contribuyen al clima de opinión que determina, en mayor o menor grado, el curso de toda sociedad moderna. Así me dediqué a examinar lo que, sobre los temas centrales de este libro, han dicho columnistas de prensa, catedráticos universitarios, novelistas, poetas, artistas, pero también líderes religiosos y políticos que, como “ intermediarios en la difusión de las ideas” , cumplen funciones intelectuales.
D e aquí surge un perfil más plural que el que se arrogan a sí mismos muchos intelectuales.
Según Edward Said, intelectual sería quien se ocupa de plantear públicamente preguntas incómodas, confrontar las ortodoxias y los dogmas, alguien que no puede ser cooptado por los gobiernos o los conglomerados privados. Sin embargo, como Richard Posner ha observado, la definición de Said es muy estrecha: implicaría que “ la única oposición valiosa sería la desplegada contra los gobiernos y las corporaciones. Es una buena descripción de la posición política de Said ...
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Pero los dogmas no son del dominio exclusivo de los gobiernos y las corporaciones” . Oponerse, por el sólo hecho de oponerse, no es tampoco una virtud.
Y hay dogmas y ortodoxias entre los intelectuales que deben controvertirse.
Si el valor social del intelectual está en su función crítica, mal podría mostrarse complaciente frente a tantos clichés y juicios ligeros, propagados también por intelectuales. H e encontrado por ello oportuno cuestionar algunos de los lugares comunes y estereotipos que tienden a dominar el discurso sobre la realidad colombiana.
Importa enfatizar que de ninguna manera mi intención ha sido demeritar la tarea de los intelectuales, mucho menos condenarla.
M uy por el contrario. Subyacente en el análisis se encuentra mi convicción en el poder de las ideas para condicionar el porvenir de toda sociedad, una premisa atada inexorablemente a la valoración del oficio intelectual. E n las democracias modernas, además -caracterizadas por el papel que representa en ellas la opinión pública-, los intelectuales son figuras centrales, aunque a veces de modesto y ambiguo protagonismo, pero con la capacidad para influir sus avances o retrocesos.
N o es fácil comprobar cómo las ideas predominantes se traducen en comportamientos colectivos. Y el poder efectivo que gocen o hayan gozado los intelectuales es discutible, en ésta o en cualquier otra sociedad -incluso en Francia, el arquetipo del país de la notabilidad histórica de los intelectuales-
En su estudio sobre las tradiciones políticas de la Francia moderna, Sudhir Hazareesingh sugiere que los intelectuales nunca fueron capaces de liderar allí a
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UM
la opinión, ni de definir la dirección de los eventos políticos. Hazareesingh reconoce el valor que la tradición republicana francesa le ha dado siempre a los intelectuales, reflejado en su relativa proximidad con instituciones del Estado francés. Pero en últimas los intelectuales habrían seguido el liderazgo de las élites políticas.
La advertencia de Hazareesingh es válida: no hay que atribuirles a los intelectuales poderes extraordinarios, ni responsabilidades que no les competen.
Reconocer estas sutilezas, sin embargo, no debe conducirnos a ignorar la influencia social que logran ejercer los intelectuales, una influencia mejor apreciable en el largo plazo. Com o lo observó Friederich Hayek, su poder no se mide tanto por su capacidad de transformar de un momento a otro las simpatías políticas del electorado, sino por su impacto en la formación de la opinión pública -u n proceso gradual y com plejo-.
Así, con el paso del tiempo, son las ideas finalmente prevalecientes las que determinan el rumbo de las naciones: las opiniones de los intelectuales de ayer se convierten entonces “ en la fuerza gobernante de la política” del presente.
Es desde esta perspectiva de larga duración como, creo, debe entenderse la dimensión intelectual de la crisis contemporánea colombiana, arraigada -tras el curso de varias generaciones- en un discurso adverso a las instituciones democrático-liberales, y propiciador de ese clima de opinión confuso y deslegitimador que ha tendido a dominar el debate público en las últimas décadas.
Importa advertir que el desprecio por la democracia liberal fue un sentimiento generalizado entre
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amplios sectores intelectuales del mundo occidental durante el siglo pasado.
M ark L illa se ha referido a esa paradoja patética de quienes, en condiciones de libertad para escribir, defendieron regímenes totalitarios. En esos mismos círculos, la democracia liberal era retratada en “ términos diabólicos como el hogar real de la tiranía - la tiranía del capital, del imperialismo, del poder, hasta del lenguaje...”- .
¿Cóm o explicar la ambivalencia general de los intelectuales ante la democracia liberal?
Es difícil entenderla.Según Juan Linz, tal actitud obedecería al elitis-
mo de los intelectuales, a su hostilidad contra el hombre promedio; a su antipatía por la política basada en intereses egoístas y no en grandes ideas; a su antipatía también por los políticos profesionales. Habría causas aún más profundas: la naturaleza misma del sistema democrático-liberal, el que -con su mayor énfasis aparente en los procedim ientos- encuentran deficiente para resolver problemas de injusticia social.
Estas breves observaciones de Lilla y Linz sirven para señalar que la adversidad hacia la democracia liberal no ha sido un comportamiento exclusivo de los intelectuales colombianos.
Es necesario, sin embargo, reconocer las circunstancias específicas que explicarían esa actitud en nuestro país, y sus manifestaciones, sobre todo su hostilidad durante las décadas en que nos libramos de la ignominia militar impuesta en casi todo el continente latinoamericano -hostilidad que, con algunas atemperaciones, ha sobrevivido a pesar del desmonte gradual del Frente N acional, de la caída del muro de Berlín y de la nueva constitución de 1 9 9 1 -
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Debo subrayar que no he presentado un cuadro
homogéneo ni estático.Esa animadversión que predominó entre las más
recientes generaciones debe contrastarse con otras ideas prevalecientes en épocas pasadas, y enfrentarse también al pensamiento de quienes, a contracorriente, perseveraron en la defensa de las instituciones democrático-liberales. Y deben reconocerse, adicionalmente, los replanteamientos de importantes figuras intelectuales, cuya tarea revisionista -revisionista de sus propios postulados- contribuye a la formación de un clima de opinión cualitativamente distinto del que ha prevalecido en estas décadas.
Quizá lo que merece ser mejor apreciado en la historia intelectual de la democracia liberal en Colom bia no es tanto la sobrevivencia de sus adversarios, como la persistente presencia de sus defensores.
Gonzalo Sánchez ha sugerido la necesidad de posturas “ intelectuales para la democracia” que escapen al dilema “ intelectual crítico versus panegirista o consejero del príncipe” . L a sugerencia sigue siendo oportuna. Y lleva de manera implícita muchas otras reconsideraciones —como la mas basica de una cabal revaloración de la democracia liberal y de su trayec
toria en la historia nacional-.L a tarea de los intelectuales en toda democracia
exige, además, reflexionar sobre la forma como se con
duce el debate público.Esa es, claro está, su función primordial.Los intelectuales, como lo indicara Jeffrey Gold-
farb, son “ actores centrales de la democracia, y cuando ellos abandonan el escenario político, la obra democrática termina en desastre” .
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G oldfarb no se está refiriendo al intelectual “ comprometido” con causas políticas particulares. Su papel en la vida democrática es, ante todo, estimular la discusión sobre los problemas sociales.
Pero no de cualquier manera.Su participación es efectiva en la medida en que
contribuye tanto a la controversia política civilizada como a cuestionar los lugares comunes. Su tarea, por consiguiente, es provocar discusiones serias -bien informadas y con argumentos sustentados- sobre temas complejos, bajo normas de civilidad. Tal debe ser la esencia del debate público alrededor de las decisiones políticas en toda democracia.
Sin esas condiciones, Goldfarb advierte, el panorama queda cubierto de confusión y cinismo. Sin ellas, las sociedades democráticas estarían sufriendo un “ déficit de deliberación” .
E l objetivo intelectual de civilizar las diferencias, como medio para consolidar la democracia, se facilita con un lenguaje afín—, alejado de esos extremos que Albert O. Hirschman identificara con las “ retóricas de intransigencia” , cuyos términos mantienen anclados a “ reaccionarios” y “progresistas” en un diálogo de sordos. Hirschman propuso, en consecuencia, “ mover el discurso público por encima de las posturas intransigentes de cualquier tipo, con la esperanza de que nuestros debates se volvieran más amigables a la democracia” .
En Colombia, el desafío de los “ intelectuales para la democracia” es enorme.
Desde reconsiderar sus ideas sobre la democracia hasta reconocerles valores a las tradiciones liberales y democráticas del país. Ante todo, sería necesario abandonar ese lenguaje maximalista, lleno de juicios
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absolutos que alimentan el derrotismo y la desesperanza, al tiempo de tener efectos retardatorios en cualquier intento de reforma.
En nuestro caso, no sólo necesitamos una forma de argumentar que sea más “ amigable a la democracia” , sino que nos permita incluso algo más básico: recuperar el orgullo nacional, sin el cual es imposible tener ilusiones en el porvenir.
La nacionalidad y sus valores
En 1996 la revista Cambioió publicó un reportaje de Alvaro Perea sobre un tema que se ha vuelto cada vez más repetitivo en la prensa: ¿qué es ser colom biano?
Tras retratar a Colombia con sus rasgos folclóricos - “ el país del sancocho y los pollos de Kokoriko”- , Perea se concentró de inmediato es esos contrastes favoritos entre quienes se dedican a este tipo de semblanzas. Seríamos la “ nación de las grandes masacres y de la impunidad del 95 por ciento. Pero también... la que más publica libros de Latinoamérica y la única en que el 86 por ciento de la población dice ser feliz” .
En el fondo de este juego superficial de falsos contrarios emergía un cuadro sombrío.
¿La democracia más antigua de Latinoamérica? D e ninguna manera: “ la democracia colombiana está completamente deslegitimada” . ¿Valores para destacar? M uy pocos. Las “ élites criollas” , más identificadas con lo extranjero que con lo nacional, habrían querido imponer sus valores con “ autoritarismo” , causando el rechazo de las masas.
Y no es que las masas sobresalgan por sus virtudes en ese retrato.
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Los colombianos desconoceríamos los “ conceptos de caridad y amor al prójim o” . Seríamos “ al tiempo agresivos y arrodillados” . Ante la menor ofensa, pasaríamos “ del ‘ favorcito’ al puñal” . E l “ sueño” de todos sería “ coronar” -esa expresión del logro rápido y criminal que popularizó la mafia del narcotráfico-. “ En Colombia lo grave no es cometer un delito sino ser atrapado” .
En sus últimos párrafos, el informe de Cambio 16 reconocía que había otra realidad menos lúgubre, “ posterior a la m odernidad... una realidad en proceso” , un país en gestación, con destino incierto.
Sin embargo, el rasgo concluyente de nuestra personalidad se había anticipado en sus primeras líneas: Colombia como “ el país de los extremos y de la esquizofrenia, pero nunca el de los puntos medios” .
Inicio esta última reflexión con otro retrato sobre el “ ser colombiano” que me propuse controvertir, con el fin de reiterar la presencia notable y dominante de un discurso que no encuentra motivos para el orgullo nacional.
Como ya lo he advertido, este libro no tuvo como fin estudiar la nacionalidad, ni su “ personalidad histórica” . Pero quisiera cerrar sus páginas con unas observaciones relevantes que espero que sirvan para estimular un debate más amplio sobre el tema.
Frente a las tendencias globalizantes y el supuesto abandono del principio de la soberanía, hay algo de anacronismo -de inapropiado a nuestra época- en la tarea de estudiar el “ carácter nacional” , el de Colom bia o el de cualquier país. Es ciertamente absurdo pretender encapsular la identidad nacional en “una frase o un epigrama” , como ha mostrado Thedore Zeldin sobre los franceses.
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l.a tuición soñndti
Zeldin quizá tenga razón en que, visto desde la perspectiva del pluralismo contemporáneo, definir la identidad nacional no es un problema real: “ no existen dos franceses que interpreten su identidad nacional de la misma manera, y no hay dos de ellos que tengan la misma combinación de precedentes, de cultura, de aspiraciones. Con el tiempo, los franceses se están convirtiendo cada vez más diferentes los unos de los otros” .
L o mismo podría decirse de los ingleses o de los egipcios.
O de los colombianos.E l tema de la identidad nacional no ha dejado de
ser una preocupación central en el trabajo de notables historiadores de nuestro tiempo -Arthur M . Schlesin- ger Jr. sobre los estadounidenses, Linda Colley sobre los británicos o Fernand Braudel sobre los franceses-
Pero una lección básica que nos dejan los estudios de esos y de otros investigadores es la necesidad de evitar los estereotipos y de apreciar, en cambio, la dinámica de procesos históricos muy complejos.
E l mismo Braudel advierte que él no cree que exista una “ esencia” simple de Francia, la nación que reconoció amar con la pasión de Michelet, y cuya identidad quiso desentrañar. Además las identidades nacionales no son excluyentes de otros tipos de identidades -regionales, étnicas, religiosas o de clase social-. “ La identidades no son como los sombreros” -L in d a C o lley ha observado-: los seres humanos pueden usar, y en efecto usan, varias identidades a la vez.
Según Zeldin, ninguna otra nación ha intentado con tanto esfuerzo encontrar y expresar su identidad como los franceses. Esa obsesión que Zeldin atribuye sólo a los franceses no se replica tal vez en Colombia
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con igual intensidad. Pero la indagación entre nosotros ha sido prolongada y persistente. Si en 1961 Beli- sario Betancur andaba “ en busca del alma nacional” , hoy la revista Semana nos propone descubrir “ el enigma de ser colombiano”
L a búsqueda se ha vuelto más intensa en los últimos años, al vaivén de los horrores de la violencia.
“ ¿Cóm o somos los colombianos?” , se preguntó hace poco Gustavo Góm ez Córdoba, el autor de un libro que recopila numerosas respuestas al interrogante, aparecidas en revistas y periódicos durante la década pasada. Informes de prensa, como el ya citado de Cambio 16 - “ E l Colombian way oflife”- , se han vuelto casi regulares. N o todos son tan marcadamente pesimistas. A l dedicar un número a “ E l colombiano de todos los tiempos” , la revista Semana quiso revalorar la nacionalidad a través de las figuras más destacadas en nuestra historia.
N o obstante, la tendencia sigue siendo la de enfatizar en nuestras indefiniciones, diferencias e irracionalidades.
“ E l alma nacional es inaprehensible” , ha escrito Oscar Collazos: “ somos retazos que no se pueden unir, que, remendados, sólo sirven para confeccionar una colcha que no nos define” . Seríamos “una patria ‘abstracta’ , desprovista de valores éticos” , víctimas colectivas de nuestros propios desafueros, de “ decepciones históricas” y “ expectativas defraudadas” . Aunque C o llazos acepta en la cultura una fuente de identidad nacional excepcional.
Esta visión de la colombianidad me parece un poco errada.
Algunos argumentos ofrecidos en éste libro, y en
La nación soñada
trabajos de otros autores, sugieren perspectivas distintas para revalorar los desarrollos de la nacionalidad.
H ay que reconocer la existencia de la nación desde fechas bien tempranas.
Ello no significa que la identidad nacional haya sido uniforme o libre de conflictos desde comienzos de la república -com o tampoco lo fue en ningún otro proceso de formación nacional- Pero el sentir colombiano -o neogranadino- fue más extendido que el que ha supuesto la historiografía tradicional.
Hemos sido, además, una nación relativamente más homogénea que muchas otras en las Américas.
N o estoy ignorando así nuestra diversidad, ni menospreciando su importancia como fuente de pluralismo. Contrástese nuestra experiencia con las de otros países del continente.
N o contamos con las grandes divisiones étnicas de M éxico, Perú, Bolivia o Ecuador. Al no haber recibido las masas de immigrantes que llegaron a los Estados Unidos, Canadá, Argentina o Uruguay nuestra demografía no experimentó en los dos últimos siglos influencias externas que provocaran significativas transformaciones de la nacionalidad. H oy el mestizaje es objeto de críticas por quienes lo consideran un discurso mítico que pretende ocultar la discriminación racial contra indígenas y affocolombianos. M as para corregir estas injusticias no es necesario negar la realidad: hemos sido y seguimos siendo una nación mestiza.
Eduardo Pizarro Leongóm ez y Ana M aría Beja- rano tienen por ello razón cuando advierten que, étnicamente, somos uno de los países más “ homogéneos de la región” , caracterizados así además por el
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predominio histórico del catolicismo y de la lengua española y por la ausencia de fuerzas regionalistas centrífugas.
Sería equivocado concebir a los regionalismos colombianos como antítesis de la nacionalidad.
En mis trabajos sobre la costa Atlántica he creído demostrar que, lejos de separatista, el regionalismo costeño buscó mayores niveles de integración nacional. Incluso regiones más lejanas y más rebeldes, como Pasto, nunca estuvieron completamente aisladas. E l pronunciado regionalismo de los pastusos -advierte Armando M ontenegro- no excluyó que llegaran a “ ser tan colombianos como los habitantes de otras regiones del país” , con quienes comparten “ sus símbolos, anhelos, metas y problemas” .
N uestra historiografía moderna ha dedicado notable atención a la naturaleza de las regiones en Colom bia, y ha contribuido así a un mejor entendimiento de la composición plural del país. L o que está haciendo falta es una apreciación más cabal de los procesos formativos coincidentes de las regiones con la nacionalidad. Y es necesario reconocer también los esfuerzos por consolidar la integración nacional a través de proyectos culturales, como los adelantados bajo la República Liberal (1930-1946), examinados en detalle por Renán Silva.
L a búsqueda de la colombianidad en los últimos años ha resultado en sustanciales redefiniciones de la nación, en las que, de manera creciente y sin mayor discusión, se han impuesto los discursos que enfatizan sus componentes étnico-culturales por encima de los políticos.
Aunque no parezca reconocerse, los mayores influjos intelectuales en este movimiento provienen de
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los Estados Unidos, donde el principio pluribus unum” (uno de muchos) fue reemplazado por el multi- culturalismo: la idea de una nación de individuos que comparten objetivos comunes le dio lugar allí al concepto de “nación de grupos” .
Schlesinger no duda de ciertas bondades de las reivindicaciones étnicas, en particular para corregir las injusticias del racismo, “ el gran fracaso del experimento americano” . Pero advierte también sobre las consecuencias de abandonar los principios de la unidad nacional en favor de tendencias que favorezcan la “ fragmentación, resegregación y tribalización de la vida americana” .
E l interrogante crítico que Schlesinger trata de responder es universal: ¿qué es lo que mantiene a una nación unida?
Su respuesta para los Estados Unidos tendría que tener eco en países mestizos y plurales como Colom bia: “ ante la ausencia de un origen étnico común, lo que ha mantenido al pueblo americano unido ha sido precisamente la adhesión a ideales de democracia y de derechos humanos que, si bien violados con frecuencia en la práctica, nos guían siempre para cerrar la brecha entre la práctica y los principios” .
La discusión abordada por Schlesinger revela dos formas contrapuestas de concebir la nación, sobre las cuales habría que tener mayor claridad. Clarificar tales aspectos es lo que también ha sugerido Edurne U riarte al reivindicar para España los valores de la nacionalidad política, frente a los discursos excluyentes de los nacionalismos étnicos y culturalistas.
Al revalorar en este libro nuestras tradiciones liberales y democráticas, he querido también recuperar la concepción política de la nación, desde donde, creo,
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podríamos darle un sentido renovado al ser colom
biano.L a prolongada crisis del país ha desatado recla
mos de “ patria” que suelen ser despreciados por los intelectuales. N o les falta algo de razón. L a expresión “ patria” tiende a identificarse hoy con instintos primarios y xenófobos propiciados por el fascismo. Se la asocia con el belicismo, el culto al Estado, la demagogia, y las ámbiciones de los tiranos.
N o obstante, existen esfuerzos para rescatar el origen republicano del término, que habría que tener en cuenta. Desde estas perspectivas -com o las sugeridas por M auricio V iro li-, el patriotismo no se define en las lealtades con la unidad étnica o cultural de un pueblo, sino en el apego a los valores de la libertad y a las instituciones que les dan sustento.
Antes de proponer la adopción de un lenguaje patriótico, lo que me interesa es reconocer la validez de esos reclamos sociales que muchos intelectuales menosprecian como preocupaciones de “ patrioteros de medio pelo” . H ay señales de hartazgo frente a ese retrato monstruoso del ser colombiano divulgado casi a diario. Pero deberíamos evitar que ese hartazgo se traduzca en simples y ligeras expresiones de patriotería, vacías de significado. En cambio, esos reclamos de “ patria” tendrían que llenarse precisamente de contenido republicano, liberal y democrático.
Una mejor comprensión de nuestras tradiciones políticas y de los valores que han intentado guiar la nacionalidad en tantos momentos históricos -com o lo he sugerido en estas páginas-, podría servir a dicho propósito.
En últimas, he querido ofrecer aquí argumentos para rebatir el generalizado discurso entre nuestros
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más notables líderes de opinión, según el cual los colombianos no tendríamos motivos para enorgullecer- nos como nación.
E l tema no debe tomarse a la ligera.“ E l orgullo nacional” -h a advertido Richard
R orty- “ es para los países lo que el autorrespeto es para los individuos, una condición necesaria para el desarrollo” .
Quienes insisten en propagar entre nosotros el abatimiento social suelen basar su discurso, implícita o explícitamente, en varias premisas falsas, expuestas en capítulos anteriores. En esas narrativas flagelantes de la nacionalidad sobresalen las visiones del pasado desprovisto de valores, y del presente marcado por una bárbara realidad, de cuyos males todos -sin distingos- seríamos culpables.
Tanto ayer como hoy, existen razones para sentir vergüenza. Debo insistir hasta el final que de ninguna manera he sugerido negar o subvalorar la gravedad de nuestros problemas. N i he propuesto actitudes complacientes.
Cuando una persona se enfrenta a com portamientos suyos que le provocan vergüenza, tiene ante sí varias alternativas, observadas por Rorty: el suicidio, una vida de permanente autodesprecio, o corregir las cosas de forma que tales comportamientos no vuelvan a ocurrir. Rorty se ubica con quienes recomiendan la tercera opción, en vez del suicidio o de convertirse en “ espectadores horrorizados del propio pasado” .
Esas son también las alternativas para toda nación agobiada por los episodios vergonzosos de su historia. Pocos países -quizá ninguno- pueden mirarse en el espejo libres de vergüenza.
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Los planteamientos de Rorty fueron motivados justamente por sus preocupaciones sobre la pérdida de orgullo nacional entre los intelectuales de los Estados Unidos, quienes asocian el sentir patriótico sólo con la defensa de un pasado nacional de atrocidades: las matanzas de los indígenas, la esclavitud, los excesos de la guerra en Vietnam. Esos intelectuales están convencidos de vivir en un “ país violento, inhumano y corrupto” .
E l resultado es la desesperanza, una “ desesperanza de principios, teorizada y filosófica” . O el inmovi- lismo.
Frente a tanta actitud derrotista, las observaciones de Rorty buscan estimular la recuperación de la confianza: “ nada en el pasado de una nación puede hacer imposible el que una democracia constitucional recobre su autorrespeto” . Al lenguaje de la desesperanza recomienda anteponer el de las ilusiones: “usted debe ser leal con el país soñado antes que con el que se despierta cada mañana” . Esa lealtad es condición necesaria para que el ideal se convierta en realidad.
E l país soñado por los colombianos solía evocar valores republicanos que Alberto L leras Cam argo nunca dejó de reconocer, vinculados a los destinos de la democracia liberal, a sus conquistas pero más que todo a sus ambiciones.
Habría que regresar a sus enseñanzas, no como un repaso nostálgico del pasado, sino como una forma de apuntalar el porvenir
“N o se puede inventar una nación nueva” - L le ras Cam argo señaló en 19 4 4 -, “ como si no tuviera cimientos, y ruinas, y como si los padres [y las madres] no hubieran existido, sufrido y trabajado sobre ella” .
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Sus palabras fueron entonces una invitación al progreso sobre las bases de lo conquistado: “ Confiad en los que humildemente sienten el peso de sus muertos y reconocen: vamos a continuar” . Continuar el camino de la patria significaba apreciar los valores liberales y democráticos que identificaban a la nacionalidad. Y así lo reconoció con sentido histórico: " . . . Si mañana hiciéramos de Colom bia otra cosa, radicalmente distinta y diferente de su pasado de leyes, de magistrados y de congresos y de milicias republicanas, habríamos jugado a los dados el único capital que no destruyeron las revueltas, ni las emisiones, ni las pestes, ni las siembras de Java, ni las alternativas económicas del mundo” .
Ser leales a la nación soñada, ese es también el mensaje central de estas reflexiones finales.