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I ESCUCHAR CON EL CORAZ Momentos sagrados en la vida diaria

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I

ESCUCHAR CON EL CORAZ Momentos sagrados en la vida diaria

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Colección «EL POZO DE SIQUEM»

178 Joan Chittister, OSB

Escuchar con el corazón Momentos sagrados en la vida diaria

Editorial SAL TERRAE Santander

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Título del original en inglés: Listen with the He.art.

Sacred Moments in Everyday Life

© by Rowtnan & Littlefield Publishers, Inc, First pttblished in the United States

(publicado por primera ve/ en los Estados Unidos) by Sheed and Ward. Lanham, Maryland U.S.A.

Reprinted by permission. All rights reserved

Traducción: Milagros Amado Mier

Para la edición en español: ©2005 by Editorial Sal Tcrrac Polígono de Raos, Parcela 14-1

39600 Maliaño (Cantabria) Tfno.: 942 369 198 Fax: 942 369 201

E-mail: [email protected] www.salterrae.es

Diseño de cubierta: Fernando Peón / <[email protected]>

Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida,

sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra

por cualquier método o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático,

así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

Con las debidas licencias Impreso en España. Printed in Spain

ISBN: 84-293-1601-9 Depósito Legal: Bl-1083-5

Impresión y encuademación: Grato, S.A. - Basauri (Vizcaya)

A la hermana Maurus Alien, OSB, mi modelo monástico y guía de mi crecimiento,

con gratitud y afecto.

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índice

INTRODUCCIÓN

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BENDICIÓN

Números 6,24 15

Luz Efesios 5,8

27

AYUNO

Joel2,12 39

ORACIÓN

Salmo 51,17 51

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NOMBRAR

Isaías 49,16 63

TIEMPO ORDINARIO

Salmo 145,2 75

COMUNIDAD

Romanos 12,5 87

RITOS

Salmo 95,6 99

MÚSICA

Salmo 150,3-6 111

COMENSALIDAD

Sabiduría 16,20 123

EL MISTERIO DE LA MUERTE

Salmo 23,4 135

ESPERA

Isaías 9,1 147

- 10 -

INTRODUCCIÓN

En la vida hay momentos en los que nos invade el desánimo, y otros en los que desbordamos de alegría; momentos dema­siado tristes y momentos demasiado apasionantes para poder asimilarlos. La muerte y el matrimonio, la pérdida y la victo­ria, la tristeza profunda y la alegría desbordante pueden abru­marnos. En cualquier caso, nos quedamos sin habla, y nos las vemos y deseamos para encontrar el modo de expresar lo que sentimos. No sabemos qué decir, ni somos capaces de pensar en lo que debemos hacer. Vivimos en un estado recesión emo­cional, conscientes de hallarnos en un momento sagrado, pe­ro sin saber cómo significarlo.

Hay momentos demasiado exigentes emocionalmente o, por otro lado, demasiado normales, dentro de su belleza, para poder comprenderlos: el nacimiento de un niño; el regreso de una hermana que se fue hace mucho tiempo y a la que siem­pre hemos echado de menos; la visita al lugar de uno de los grandes hitos de la vida...; y todos ellos exigen ser tratados con auténtico respeto. Pero ¿con qué y cómo? La belleza en medio de la fealdad puede dejarnos sin palabras; la rutina más

- 11

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cargada de sentido puede dejarnos completamente indiferen­tes. La misma rutinización de las cosas significativas de la vi­da -el rápido beso de despedida por la mañana, la cena fami­liar, el primer día en la nueva casa, el último día de clase...-puede condenarnos a andar como sonámbulos por la vida, va­gamente conscientes de estar en presencia de algo sumamen­te profundo, pero incapaces de hacerlo reconocible, y menos aún significativo, para los demás.

En momentos como esos, todos necesitamos ir más allá de la inmediatez de la situación para caer en la cuenta de los ele­mentos sagrados que subyacen a todas las facetas de la vida. Los ritos -esas pautas formales de comportamiento que mar­can y sacralizan los momentos cruciales en el tiempo- sacuden nuestra alma y nos despiertan a la vida. Las liturgias fúnebres nos dicen cómo soportar el duelo. Las fiestas de cumpleaños nos dicen cómo asistir al crecimiento y al envejecimiento. La Navidad nos enseña a sorprendernos y a compartir.

Pero, por regla general, la vida moderna no se presta a la reflexión atenta. Vivimos en una sociedad que se mueve y cam­bia a toda velocidad. Vivimos en una cultura de la obsolescen­cia planificada. Ya casi nada se hace para que dure. La estabi­lidad no es uno de los intereses de esta cultura. Ya no acos­tumbramos a repetir las cosas, porque o nosotros o nuestros ve­cinos no estaremos aquí el año que viene para compartir jun­tos de nuevo esos acontecimientos. Incluso las tradiciones fa­miliares han empezado a resquebrajarse en la cultura contem­poránea cuando hemos comenzado nosotros a perder contacto, a medida que pasa el tiempo, con las generaciones que nos transmitieron nuestro pasado. Hemos perdido el sentido de la importancia de esos ecos sagrados en la vida que nos remiten a nuestras raíces, nos hacen recordar nuestros momentos for-mativos y nos llevan más allá de las rutinas cotidianas.

Estas páginas son un intento de compensar la actual esca­sez de tradición de una sociedad sumamente móvil con una antigua espiritualidad centrada en la familia y que se conoce

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como «monacato benedictino», cuyo sentido para la gente de hoy está empezando a ser reconocido, pero que puede perfec­tamente ser, para una cultura en cambio constante, el eslabón perdido para nuestra pérdida de raíces. La Regla de San Beni­to, escrita hace más de mil quinientos años, se basa en el pa­so del tiempo y en la importancia de cada hora, de cada acto de la vida. Se fundamenta en la solicitud, la consciencia y el sentido de la santidad del momento presente. Este libro hun­de sus raíces en esa forma de consciencia, y se propone agu­zar nuestra sensibilidad hasta el punto de que ya no haya ni un momento carente de sentido para nosotros.

La vida monástica no es la mera práctica de un exagerado ascetismo ni una vida de pura oración extática La vida mo­nástica es el sacramento de lo ordinario. Es lo ordinario vivi­do con consciencia de lo Último. El monje apura la vida has­ta la última gota. Todo en el monasterio tiene un sentido. En­tramos en la capilla de una determinada manera por un deter­minado motivo. Rezamos una y otra vez determinadas cosas en determinados momentos para no olvidar jamás que ese concreto acontecimiento de la vida es un don y que todo en la vida tiene algo que enseñarnos, aun en medio de la rutina co­tidiana. La vida monástica está conscientemente dividida en diferentes segmentos de tiempo, para que éste no se dé nunca por supuesto, ni se ignore, ni sea visto como algo inútil, per­dido o aburrido.

El rito se convierte así para nosotros en un modo de vida. Elaboramos ceremonias para marcar los momentos en que las personas llegan al monasterio... y para bendecir su camino, si es que deciden marcharse. Creamos ceremonias para marcar la asunción de los ministerios. Celebramos comidas tradicio­nales en ocasiones tradicionales. Bebemos vino los días festi­vos y danzamos en torno al cirio pascual en Pascua. Seguimos yendo en procesión a bendecir las distintas reproducciones del pesebre situadas en diversos lugares del monasterio, cantando las canciones que llevan años cantándose en la comunidad,

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pese a lo pobres que son tanto teológica como musicalmente. Y también nos bendecimos habitualmente unas a otras. Utili­zamos velas para significar los cambios de estación. Nos in­clinamos reverentemente en la oración, nos postramos duran­te la Cuaresma y cantamos el «Suscipe», el canto formal de autoentrega, en el momento de la profesión y en los aniversa­rios de la misma. Oramos durante horas en torno al lecho de una hermana moribunda. Nos reunimos en oración para hablar de nuestros recuerdos de ella cuando muere, tanto riendo co­mo llorando por su partida. Todas estas cosas constituyen nuestro modo de decir que todo en la vida es santo. Todo en la vida es bendición; todo en la vida está lleno de posibilida­des y sorpresas. Son las cosas ordinarias de la vida vividas ex­traordinariamente bien las que hacen verdadera la vida. Este libro está agrupado en temas -oración, nombrar, música, co-mensalidad. muerte, espera, oscuridad y comunidad, entre otros- para que el lector pueda identificar el tipo de aconteci­miento vital o de actividad que podría marcar mejor sus di­versos momentos de la vida. Y, sobre todo, se presentan de manera que se pueda reflexionar sobre cada elemento, por se­parado o como un todo, desde múltiples perspectivas. El libro puede ser utilizado en privado o en grupo.

Escuchar con el corazón trata sobre la importancia y el sentido de los ritos que son comunes al monacato y, en mu­chos sentidos, a todos nosotros. Tales ritos son una invitación a las familias y a las parroquias, a los individuos y a los gru­pos de todas partes, a hacer que lo rutinario adquiera sentido de nuevo.

14

BENDICIÓN

Números 6,24

Que Yahvé te bendiga y te guarde; que ilumine Yahvé su rostro sobre ti

y te sea propicio; que Yahvé te muestre su rostro

y te conceda la paz.

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La escena se había hecho relativamente habitual. La comuni­dad -las religiosas jóvenes y las mayores- estaba en pie con las manos extendidas sobre la hermana arrodillada en el cen­tro de la capilla, como ya habían hecho otras muchas veces. Aquella religiosa iba a ir a una zona de guerra en Centroamé-rica para acompañar a campesinos desplazados en su largo ca­mino a través de territorio ocupado, de vuelta a sus tierras. La comunidad estaba bendiciéndola. De pronto, me puse a pen­sar en todas las demás bendiciones que solemos dar con la misma regularidad y solemnidad.

En la festividad de la Epifanía, la comunidad va de una parte a otra del monasterio bendiciendo la casa y cada una de las celdas al pasar.

Después de la oración, cada mañana y cada noche, la prio­ra bendice a la comunidad.

Todos los años, en reconocimiento del hecho de que la Regla de san Benito pide la bendición de quienes son llama­dos al servicio comunitario, nos reunimos como comunidad, mil quinientos años después, para la ceremonia de Bendición de los Ministerios.

Hemos bendecido nuestro nuevo Jardín de los Recuerdos, que conserva la memoria de nuestras hermanas fallecidas, nuestras nuevas instalaciones del programa de nuestro barrio marginal y nuestras tres ermitas en el bosque.

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Según yo recuerdo, todos los años hemos bendecido el ár­bol de Navidad. Y bendecimos a las mujeres que entran en nuestra comunidad, así como a las que exhalan su último sus­piro en ella.

Y ahora la comunidad ha comenzado la práctica de cele­brar vigilias de oración en lugares de nuestra ciudad en que se han cometido recientemente homicidios, a fin de bendecir esos lugares violentos con una nueva paz.

En realidad, bendecimos cuanto está a la vista. ¿Por qué? Porque la bendición es el aliento vital de quienes creen en la sacralidad de los espacios, de todas las cosas y de la vida.

Bendecir es una antigua costumbre que quizá pueda resul­tar beneficiosa para las personas que vivimos sometidas a una agenda que nos deja sin aliento e insatisfechas, que estamos rodeadas de una tecnología que promete más de lo que da, que perseguimos tan implacablemente una vida ideal que fácil­mente se nos escapa lo bueno de la vida real.

La bendición es una demostración visible de la fe en la bondad de Dios, cuyas bendiciones suelen ser invisibles.

Dios os bendiga.

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Bendecir algo es recordarnos a nosotros mismos que ese objeto concreto es uno de los dones que Dios nos da para que nuestra vida se realice plenamente. Una vez que caemos en la cuenta de ello, comprendemos también que es nuestro modo de responder a las cosas de la vida lo que nos hace santos. Y entonces nada es inútil en nuestra vida.

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Bendecir a alguien es reconocer como sagrado lo que Dios reconoce como sagrado, de lo cual no solemos ser demasiado conscientes en un mundo donde el yo es considerado siempre más importante que los demás.

Bendecir es un modo de reconocer que el Dios que nos crea sigue derramando vida sobre nosotros todos los días.

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En el antiguo Israel, el regalo era interpretado como una bendición que se hacía visible. Hacer un regalo de cumplea­ños, por ejemplo, era un modo de demostrar que el favor de Dios para con nosotros no terminaba nunca. No era consu-mismo enloquecido; no era un mero protocolo social insince­ro. Era, sencillamente, la prueba viviente de que la vida está verdaderamente llena de bendiciones de Dios. ¡Qué triste que haya perdido este sentido!

«Cada día es un dios -decía Annie Dillard—; cada día es un dios, y la santidad se expresa en el tiempo». Aprender a ver

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que la santidad está allí donde estamos es la razón por la que bendecimos todos los bienes de la vida, tanto los obvios como los ocultos.

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He ahí la diferencia entre la estabilidad y el desequilibrio mental: la persona mentalmente sana es capaz de ver la ben­dición que puede encerrarse en cualquier acontecimiento de la vida.

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Todo en la vida es una bendición en potencia. Sólo de­pende de nuestra manera de verlo y de lo que hagamos con ello.

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No os sorprendáis cuando lo que consideráis una bendi­ción se torna amargura. Demasiado a menudo confundimos lo santo con lo meramente seductor.

Si no eres capaz de encontrar bendiciones donde estás, no te molestes en buscarlas en otra parte. Como decía Hildegard de Bingen, abadesa benedictina del siglo xn, «las personas santas atraen a sí todo cuanto es terrenal». Lo que se nos ha dado para trabajar con ello en la vida es lo que constituye nuestra verdadera bendición.

Lo que bendecimos lo declaramos parte de lo necesa­rio para hacernos santos: casas, personas, muerte, oración, relaciones...

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Para empezar a ver las bendiciones de la vida tenemos que superar la costumbre de maldecir cuanto nos rodea.

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Existe lo que puede llamarse bendición pasiva. Lo que no cuestionamos, por ejemplo, lo bendecimos. Como escribió Tácito a propósito de la muerte del emperador Galba, «se ha cometido un estremecedor crimen a iniciativa de unos cuantos individuos sin escrúpulos, con la bendición de muchos y la pasiva aquiescencia de todos». Está bien claro lo que se quie­re decir: lo que vemos como sagrado es una cosa; lo que no designamos como mal es otra. Ambas son bendiciones en cierto sentido. La única cuestión es cuál de ellas practicamos.

Puede que, si bendijéramos más a nuestros hijos y los mal­tratásemos menos, pudiéramos lograr una generación de niños más pacíficos y amables.

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En la tradición judía, la práctica de bendecir a otros no es­taba reservada a los sacerdotes. Los padres bendecían a sus hi­jos; los gobernantes bendecían a su pueblo; e incluso a Balaam, un forastero, le ordenó Yahvé que bendijera a Israel. A nosotros se nos exige, como es obvio, estar abiertos a las bendiciones ajenas en cualquier lugar.

En Israel, todo saludo era una forma de bendición. Dicho de otro modo, las conversaciones se iniciaban pidiendo a Dios

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que fuera bueno con el interlocutor. Pensemos sobre ello: si siguiéramos hoy haciendo eso mismo, atraeríamos el bien so­bre cada persona con la que nos encontramos, antes de decir ninguna otra cosa. Una vez hecho eso, debe de ser bastante di­fícil odiar a alguien.

¿Por qué bendecimos las cosas? Madeleine L'Engle lo ex­plica perfectamente: «No hay nada tan secular que no pueda ser sagrado, y ése es uno de los más profundos mensajes de la Encarnación». Todo lo que Dios hace es bueno; bendecirlo es, simplemente, reconocerlo.

Los antiguos nunca dudaron de que una bendición, una vez pronunciada, libera una fuerza que escapa al control de quien la ha pronunciado. Posee poder por sí misma. La psico­logía moderna nos dice hoy que las palabras que decimos a otro modelan su psique y le marcan de por vida. Es evidente que la bendición actúa en niveles en los que nunca hemos pen­sado. Entonces, ¿por qué hemos dejado de practicarla?

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Todos somos un instrumento de bendición para los demás; pero, obviamente, hay que querer ser una bendición. ¿Y quién sabe? Tal vez el problema consista en que no vemos las ben­diciones que nos rodean, sino que no conseguimos vernos a nosotros mismos como bendición. Y por eso no lo somos...

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Los israelitas decían que, cuanto más valiosa es la perso­na que bendice, tanto más efectiva es la bendición. La lección

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es clara: Dios derrama bendiciones sobre nosotros, en espe­cial a través de quienes son mejores. No es sino otro modo de decir que debemos cuidar en compañía de quién andamos.

Muchas veces ser bendecidos de un modo que no imagi­namos. En lugar de conseguir lo que queremos, obtenemos lo que necesitamos. El problema es que lleva más tiempo com­prender que lo que no queremos es precisamente lo que, en úl­timo término, es mejor para nosotros.

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Las bendiciones bíblicas expresan la generosidad, el favor y el inquebrantable amor de Dios. Piden a Dios, origen de to­da vida, que otorgue plenitud de vida hoy como siempre. En otras palabras, las bendiciones son una muy buena apuesta.

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La bendición es una de las formas que Dios tiene de dar a conocer su presencia aquí y ahora.

Las bendiciones son nuestra manera de celebrar la bondad cotidiana de nuestra vida. Al recordarnos siempre a nosotros mismos la generosidad en la que estamos inmersos, nos libra­mos de la carga de ambicionar las vidas ajenas.

La práctica de bendecir las cosas buenas de la vida hace que nuestro corazón y nuestra personalidad pasen de la arnar-

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gura a la dulzura. Cuando aprendemos a ver el valor de lo que tenemos, dejamos de enojarnos por lo que no tenemos. Y lo hacemos con mejor cara.

¿Qué tal si, sólo por una vez, bendijéramos a nuestros ani­males por su compañía, a los niños de la vecindad por llenar nuestras calles con el sonido de sus risas, a las personas que nos sirven y a nuestros amigos en sus luchas?; ¿qué tal si al­guien nos bendijera con valor para el día y fuerza para el tra­yecto?; ¿qué tal si cayéramos en la cuenta de nuestro papel en atraer la bendición de Dios sobre las cosas de la tierra, los lu­gares en los que vivimos y el trabajo que realizamos?; ¿qué tal si bendecir se convirtiera de nuevo en algo habitual?; ¿cómo podríamos entonces desesperar de la presencia de Dios?

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Bendecir no es ni magia ni superstición, sino reconocer el hecho de que Dios realiza cosas maravillosas para nosotros todos los días. Si creemos realmente que la vida es sagrada y buena y que está llena del toque de Dios, ¿no ha llegado el momento de empezar a decirlo de nuevo?

No digas que la bendición es una actividad sacerdotal que no tiene nada que ver contigo. Para los judíos de la antigüe­dad, la «bendición sacerdotal de Aarón» era un acto estricta­mente litúrgico. La gente vivía a base de la bendición mutua. Ha llegado el momento de comenzar el ciclo de bendición que hace que cada persona, cada lugar y cada cosa sean algo es­pecial que seamos capaces de advertir y celebrar.

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La verdad es que todos y cada uno de nosotros estamos necesariamente, o bien bendiciendo, o bien maldiciendo a las personas que nos rodean. ¡Cuánto mejor -tanto para ellos co­mo para nosotros- ser una bendición mutua consciente que una carga en el camino!

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Decía Christina Baldwin que «el rito es nuestro modo de transmitir la presencia de lo sagrado. El rito es la chispa que no debe apagarse». El derecho y la obligación de bendecir el mundo circundante no es sino otro modo de hacer presente la presencia de Dios para quienes únicamente advierten su ausencia.

«Renovar los lazos con el pasado no siempre es una mera ilusión -decía Simeón Strunsky-, sino que puede ser el recur­so a nuevas fuentes de fuerza para nuevas tareas». En un mun­do en el que no podemos tenerlo todo, por mucho que nos es­forcemos, puede que nunca hayamos tenido mayor necesidad de bendiciones. La bendición nos hace caer en la cuenta de lo que tenemos, permitiéndonos resaltarlo para que el mundo lo vea... y aprenda.

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El buscador murmuró: «Habíame, oh Dios»; y entonces cantó un pájaro, pero el buscador no lo oyó. De modo que el buscador gritó: «¡Habíame, Dios!»; y un trueno atronó el cie­lo, pero el buscador no lo escuchó. El buscador miró a su al­rededor y dijo: «Oh Dios, déjame verte»; y una estrella brilló

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resplandeciente, pero el buscador no se dio cuenta. Y el bus­cador voceó: «¡Dios, muéstrame un milagro!»; y nació una vi­da, pero el buscador no se enteró. Así que el buscador lanzó un alarido desesperado: «¡Tócame, Dios, y hazme saber que estás aquí!»; y entonces Dios descendió y tocó al buscador, pero el buscador espantó a la mariposa y echó a andar. Moraleja: no te pierdas una bendición porque no se presente como tú esperas que lo haga.

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Luz

Efesios 5,8

Porque en otro tiempo fuisteis tinieblas; mas ahora sois luz, en el Señor.

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Corría el año 2000. Me encontraba yo en un monasterio bene­dictino de Kenia para impartir un «taller» sobre la Regla de San Benito. La casa era sorprendentemente moderna, construi­da en gran parte con dinero procedente de Alemania y hecha para durar. Contaba con una gran ala para el noviciado, suelos de mármol, agua corriente caliente y fría, una clínica para los pobres y, durante seis horas al día, nada de electricidad. El úni­co problema era que nadie sabía cuándo iban a comenzar esas seis horas del día. Podía ser en mitad de la jornada. Algunas veces era en mitad de la noche. A merfudo no había luz para los maitines a las seis de la mañana, o para las vísperas a las seis y media de la tarde. En tal caso, cada religiosa encendía una velita en su banco. Aquello me hizo pensar.

En la vigilia del sábado, la oración de nuestro monasterio se inicia en la oscuridad de una capilla densamente silencio­sa, no porque no haya electricidad, sino porque necesitamos un recordatorio espiritual. La comunidad se sienta en las som­bras de la noche y espera.

Hasta que, súbita, callada e inesperadamente, la hermana que ejerce de acólito avanza silenciosamente por el tenebroso pasillo central que conduce al altar, portando un cirio con su parpadeante llama. Como siglos de fieles judíos antes de no­sotras, nos ponemos en pie para bendecir la Luz. Como en el momento de la creación, la nueva semana comienza con una promesa de vida, crecimiento, iluminación interior y presen-

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Page 15: 23400367 Chittister Joan Escuchar Con El Corazon

cia de Dios, que es Luz en la oscuridad y Vida en el caos que hay en nuestra propia vida.

El uso litúrgico de la luz, recordatorio del Dios que es Energía y Vida, es evidente en nuestro monasterio. Durante el Adviento, observamos juntas cómo cada semana un nuevo ci­rio indica la venida de la Luz que es Cristo. En Nochebuena bendecimos el encendido del árbol de Navidad, que es verde, por ser de hoja perenne, y es siempre signo de vida eterna. Cada Sábado Santo encendemos velas en el atrio de la capilla, cuya misión es conducirnos a la nueva luz de la Pascua. Cada noche de nuestra vida, la torre del monasterio se inunda de luz, como recordatorio de la luz que trae vida, creando así un estilo de vida, a la vez lógico y necesario, basado en la refle­xión y la contemplación.

La luz, obviamente, es el más antiguo símbolo de la tradi­ción judeo-cristiana. El encendido de las velas del Sábado, mucho antes de la llegada del cristianismo, simbolizaba la presencia del Dios que es Luz. Para los rabinos, la luz de la vela era al mismo tiempo siempre nueva, siempre cambiante y siempre la misma. Era el símbolo supremo del Dios que, pe­se a crear a la humanidad de la sustancia de la Divinidad, no por ello se veía disminuido.

Para los cristianos, la luz era signo de nueva vida en Jesús. Por eso, y a pesar de vivir en esta era tecnológica, en las

capillas no utilizamos bombillas ni linternas, ni siquiera cuan­do se va la luz eléctrica. Hoy por hoy, seguimos utilizando ve­las, como un recordatorio de que Dios es Luz, de que nosotras somos parle de la llama eterna de vida, y de que las oscurida­des que hay por doquier son desterradas por los más mínimos puntos de luz. Basta con que los encendamos...

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La luz litúrgica nos recuerda siempre que ninguna oscuri­dad, ni la que nos circunda ni la de nuestro interior, es nunca tan profunda como para no poder ser eliminada, si nos esfor­zamos lo bastante por introducir aunque sólo sea el más míni­mo destello de esperanza. El problema es que solemos con­vencernos con demasiada facilidad de que lo que afrontamos es imposible, cuando en realidad es, simplemente, difícil.

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No aceptes nunca como oscuridad nada que, mediante un pequeño esfuerzo -un ligero cambio de opinión, un toque de humor-, pueda convertirse en luz. O, como decía Loretta LaRoche, «Los optimistas viven más. Los pesimistas aciertan más veces, pero los optimistas viven más tiempo».

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Nunca des por supuesto que siempre puedes notar la dife­rencia entre la oscuridad y la luz. Algunas de las más agudas intuiciones que experimentamos surgen de la más profunda oscuridad.

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La oscuridad es el lugar donde el más mínimo rayo de luz tiene el máximo significado. La más mínima manifestación de interés puede iluminar el corazón de aquel cuya alma está su­mida en la oscuridad.

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La luz no nos muestra nada nuevo; tan sólo nos permite ver lo que siempre ha estado ahí.

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Cuando miramos la realidad de frente, entonces la vida se hace al fin posible, cuando no apasionante. «La luz es el pri­mer pintor -decía Ralph Waldo Emerson-. No hay objeto tan desagradable que una luz intensa no vuelva hermoso». Aquello con lo que estamos dispuestos a relacionarnos bien nos enseñará cosas importantes acerca de la vida y de noso­tros mismos.

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Recuerda siempre que hay una diferencia entre la luz y el calor. Desgraciadamente, la mayoría de los desacuerdos dege­neran en acaloradas diferencias, cuando únicamente la luz -únicamente la claridad, la iluminación y la apertura al otro-puede resolver realmente el problema.

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«La primera criatura de Dios -decía Francis Bacon- fue la luz». Dios nos dejó en la luz. ¿No te preguntas por qué tantas veces nos empeñamos en elegir la oscuridad?

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Sir Muhammad Iqbal nos hace pensar. Decía: «Tú creaste la noche, pero yo hice la lámpara. Tú creaste el barro, pero yo hice la copa. Tú creaste los desiertos, las montañas y los bos­ques; yo he producido los vergeles, los jardines y las arbole­das. Soy yo quien ha hecho el cristal de la piedra, y soy yo quien ha mudado el veneno en antídoto». Lo que quiere decir está claro: Dios nos otorgó la capacidad de tornar en luz los as­pectos oscuros de la vida. Entonces, ¿por qué no lo hacemos?

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Hay dos clases de personas: las que desprenden luz y las que desprenden oscuridad allá donde van. Determinar a qué categoría pertenecemos nosotros puede cambiar el curso de la vida: la nuestra y la de cuantos nos rodean.

«Únicamente amanece el día -decía Henry David Thoreau- ante el cual estamos despiertos». Lo que significa: si no puedes hacer que tu alma vea la posible bondad de algo, no habrá tal bondad para ti, por clara que sea para los demás.

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Cuando llenamos de luz una habitación, aportamos la energía de Dios a la vida. «Dios es luz», nos dice la Escritura. Por tanto, si buscamos sinceramente a Dios, es obligado que expongamos nuestra alma a la luz, aun cuando la luz de la nueva verdad nos resulte difícil de soportar.

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No podemos dar la luz por supuesto. A veces estamos en mayor oscuridad justamente en aquellos momentos en los que estamos más seguros de estar en la luz.

Edna St. Vincent Millay decía: Mi vela arde por ambos ex­tremos; /No durará toda la noche; /Pero, enemigos y amigos míos, /Da una luz, maravillosa. ¡Qué pena de vida la que no tiene la posibilidad de encender la vela por ambos extremos! Es en verdad una vida enormemente oscura.

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La emoción de la vida radica en buscar siempre la luz, que se abre paso a través de la oscuridad para llevar a la claridad. «La luz únicamente tiene sentido en relación con la oscuridad --decía Louis Aragón-, y la verdad presupone el error. Estos opuestos entremezclados que pueblan nuestra vida son los que la hacen estimulante y embriagadora».

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No siempre vivimos en la luz. Esperar la luz es parte del proceso de aprender a valorarla.

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No hay oscuridad suficiente para extinguir la luz interior. Lo importante no es emplear nuestra vida en tratar de contro­lar el medio ambiente que nos rodea, sino que se trata de con­trolar nuestro medio ambiente interior.

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Pasar por la vida viendo catástrofes en todo cuanto ocurre es tanto como apagar la luz. No todo en la vida es catastrófi­co; la mayoría de las cosas son, simplemente, normales.

Loretta LaRoche dice que el setenta y cinco por ciento de las conversaciones cotidianas son negativas: nos quejamos del tiempo, del tráfico, de nuestra agenda, de sueño... Por eso ella ha mandado imprimir una etiqueta para su coche que dice: «¡No al lloriqueo global!». Únete a la campaña.

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Sentimos del mismo modo en que pensamos. Se gastan más energías en horrorizarse por algo que en hacerle frente.

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Grieshog, nos dicen los que hablan en gaélico, es el pro­ceso de enterrar el rescoldo caliente en las cenizas por la no­che, a fin de conservar el fuego para la fría mañana siguiente. En lugar de limpiar la gélida chimenea, se conserva el rescol­do incandescente bajo capas de ceniza durante la noche, con el fin de lograr rápidamente un nuevo fuego al día siguiente. Esta conservación del propósito, el calor y la luz en la oscuri­dad es un proceso sagrado.

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Los irlandeses tienen otra costumbre asociada con el grieshog. Además de enterrar el último rescoldo caliente del día en frías cenizas, a fin de encender rápidamente el fuego al día siguiente, los irlandeses también conservan el mismo fue­go de hogar en hogar. Cuando un/a joven se casa, o cuando una familia se traslada, toman un carbón ardiente del primer hogar para encender el primer fuego en el nuevo. Los irlande­ses saben que ningún fuego dura eternamente; la nueva luz tiene que proceder de algún sitio. La luz que nos ha mostrado el camino hasta aquí no debe ser extinguida.

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Ya nadie está dispuesto a esperar. Somos muy poco tole­rantes y respetuosos de los tiempos intermedios. Pero puede que sean precisamente esos tiempos intermedios de la vida los que nos permiten valorar en igual medida la oscuridad y la luz.

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«^

No hay vida alguna que sea toda ella luz o toda ella oscu­ridad. Es aprender de ambas lo que nos hace humanos, lo que nos hace auténticos.

<*?

«La luz -decía el poeta John Ruskin- es la hija primogé­nita de Dios». La luz es signo de creación divina. Sin luz, na­da crece. Pero dejar que la nueva luz ilumine las viejas ideas es, posiblemente, una de las cosas más difíciles que hemos de hacer. De manera que nos aferramos a ideas ya caducas y nos las damos de santos porque nos negamos a cambiar. ¡Qué in­sulto para el Dios de la luz!

<*»

«La bondad es rutinaria -dice David Grayson-. No relam­paguea, sino que está incandescente». Da luz. Muestra el ca­mino en los tiempos oscuros. Silenciosa y firmemente nos conduce, más allá del hechizo y el esplendor de la vida, al ho­gar del corazón.

El Baal Shem Tov decía: «El mundo está lleno de secretos radiantes, maravillosos y exaltantes, y únicamente esa mínima mano que ponemos ante nuestros ojos nos impide ver la luz». Todos y cada uno de nosotros hacemos nuestra propia oscuri­dad con lo que nos negamos a mirar, lo que nos negamos a ver o lo que nos negamos a poner a la luz.

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«<3¡»

Un sufí que escarbaba en el polvo del camino atrajo rápi­damente a una multitud de espectadores. «¿Qué estás hacien­do, sufí?», le preguntó la gente. «He perdido un tesoro y es­toy buscándolo», respondió el sufí. De manera que una a una, durante horas, las personas que pasaban se ponían de rodillas para hurgar en el polvo y cavar en la cuneta. Finalmente, ex­hausto por el calor del día y la inutilidad de la tarea, alguien suspiró: «Sufí, ¿estás seguro de haber perdido aquí tu teso­ro?». Y el sufí dijo: «Pues no; no he perdido aquí el tesoro. Lo perdí por allí, al otro lado de la montaña». Los cansados bus­cadores se quedaron de piedra. «Si sabes que has perdido el tesoro allí, ¿por qué estás buscándolo aquí?», quisieron saber. El sufí dijo: «Porque aquí hay más luz». Pregúntate si tú estás buscando tu tesoro donde hay oscuridad o donde hay luz. Y no des por descontada la respuesta.

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AYUNO

Joel 2,12

Mas ahora -oráculo de Yahvé-volved a mí de todo corazón, con ayuno.

Desgarrad vuestro corazón y no vuestros vestidos.

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La Cuaresma se apodera del monasterio como una niebla fría y gris. La vida parece ralentizarse. Las liturgias se aquietan, y lo mismo hace la casa. La comunidad se reúne en grupos pe­queños para comentar las lecturas en común. De la mesa co­munitaria desaparecen los «extras». El silencio, la lectura y el ayuno -las antiguas prácticas monásticas cuaresmales- for­man un entorno en el que la conciencia espiritual agudizada, por lo general inmersa en el ruido, la autocomplacencia y la rutinización de los principios fundamentales, encuentra espa­cio para emerger de nuevo. Es un tiempo especial. No puniti­vo, no severo, no sombrío. Es un tiempo en el que todas las semillas de vida reverdecen de nuevo en el alma. Recuerdo la Cuaresma en que, después de años de aquellas sencillas prác­ticas monásticas, la articulación de todo me resultó meridia­namente clara.

Graves tambores retumbaban con cada silencioso paso que dábamos. Era consciente de que tan sólo habíamos reco­rrido dos millas de las siete que, según nos habían dicho, te­nía el camino. Yo no soy andarina. Pensaba que aquello no acabaría nunca. En una parte de la ciudad caía la lluvia. Para cuando, finalmente, llegamos a la otra parte, el sol había fun­dido todas mis energías.

Era Viernes Santo. Como respuesta palpable a las lecturas cuaresmales que habíamos hecho sobre los peligros de la nu-clearización, la comunidad había decidido hacer aquel año las

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estaciones del Via Crucis públicamente, para llamar la aten­ción respecto del hecho de que el presupuesto nuclear, el ar­mamento nuclear y la mentalidad nuclear crucificaban al pro­pio cristianismo contemporáneo.

Cuando, finalmente, divisé la torre del monasterio, distan­te siete millas del centro de la ciudad donde la silenciosa mar­cha había comenzado, sentí una oleada de verdadero alivio. Enseguida podría sentarme. Enseguida disfrutaríamos juntas de un agradable refrigerio que barrería parte del cansancio y nos proporcionaría la energía necesaria para el resto del Triduum: sus liturgias, sus conferencias y nuestros invitados.

La mañana había comenzado con las Tenebrae, esa larga incursión por los salmos elegiacos y las promesas mesiánicas. Después de seis horas de oración, de marcha y de silencio, de­bo admitir que yo esperaba ansiosamente el refrigerio que precedería a la Adoración de la Cruz.

Por eso recuerdo con particular intensidad la iluminación que tuve al caer en la cuenta de que los únicos comestibles so­bre la mesa aquel día eran sopa de verduras, «crackers» y manzanas. Caminase o no, la comunidad estaba de ayuno. No había nada de «simbólico» en el gesto. Estábamos hambrien­tas, pero no íbamos a comer. Estábamos realmente cansadas, pero no íbamos a sentarnos a la mesa para estar juntas y rela­jadas. Todas teníamos historias, que no íbamos a contar, acer­ca de cosas que habíamos visto, sentido y oído en el camino.

Recuerdo también algo más: la sensación de profunda consciencia espiritual que llenaba el silencioso comedor y mi propia y cansada persona, mientras íbamos en procesión a la capilla aquella tarde, después de seis semanas de silencio, lec­tura espiritual en común y ayuno. Era obvio que habíamos si­do llenadas con algo mucho más sustancial que el alimento, mucho más íntimo que la charla y con mucho más sentido que los ritos realizados rutinariamente. La Cuaresma no es un tiempo muerto, sino el rebrote de una vida completamente nueva que, bajo el peso de la cotidianidad, había declinado.

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El régimen cuaresmal de silencio, ayuno y lectura no tie­ne la finalidad de aletargar la vida. Al contrario, todo está di­rigido al alma: a aguzar la conciencia y darnos la oportunidad de examinar la verdadera hambre, el ruido interior y el embo­tamiento de la sensación de significado que vacía la vida de energía y de sentido.

Considerar la Cuaresma como algo deprimente, inhibidor o sombrío significa no comprender que una parte de la decep­ción que supone la vida proviene de exigirle que sea siempre un éxtasis, continuamente fácil, cada vez más emocionante. Debemos dar cabida a la seriedad de alma, o terminaremos por no tener alma en absoluto.

<*»

El ayuno no nos priva de nada, sino que nos da la oportu­nidad de tener perspectiva de la vida, de disfrutarla más, de degustar sus más sutiles sabores.

«El silencio -decía Jame Wheelwright- es otra forma de sonido». El silencio es el sonido que nos introduce en noso­tros mismos, en lo que realmente pensamos, sentimos y teme­mos. De esos sonidos procede la resurrección del yo.

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En algún momento de la Cuaresma, concédete el don del silencio. Pasa un día sin encender la radio, sin ver la televi-

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sión, sin hacer llamadas telefónicas. Limítate a exponerte al silencio, anota lo que escuches en tu interior, o bien, al final del día, dile a alguna persona querida lo que has aprendido so­bre ti en ese día.

<^>

Dios, dice el libro de los Reyes, no estaba en la tormenta; Dios estaba en el suave susurro de la brisa. Es en el silencio donde vamos a escuchar la profunda y clara voz de Dios den­tro de nosotros. Es el silencio lo que capta nuestra atención.

En la cabecera de 1 a edición digital del New York Times dice: «Date el capricho». Y puede que justamente sea ése el problema. La satisfacción de los caprichos se ha convertido en nuestra pasión nacional. Estamos tan ahitos de la vida que és­ta ha perdido su sabor. Si quieres disfrutar verdaderamente de algo, renuncia a ello durante un tiempo.

<*&

El ayuno nos recuerda que dependemos totalmente de Dios. Cuando ayunamos de algo, cualquier cosa con que to­pemos en la vida puede ayudarnos a crecer.

La Regla de san Benito, la más antigua regla monástica del mundo occidental, no nos exige realizar rigurosas penitencias durante la Cuaresma. Benito nos pide «alguna abstinencia de comida y bebida, y añadir algo de lectura». La relación es cla­ra: la Cuaresma es el tiempo para llenarnos de ideas que ali­mentan el alma como ninguna otra cosa puede hacerlo.

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Todo el mundo necesita ideas por las que vivir cuando las razones para vivir no están claras. Entonces el silencio y la lectura se convierten en el único verdadero soporte de que dis­ponemos para descubrir nuestro yo y el Camino.

•*»

Las ideas nos cambian. Al recomendar incrementar la lec­tura y el silencio como práctica cuaresmal básica, Benito, ob­viamente, nos pide que cambiemos, no que permanezcamos invariables. La vida espiritual es un proceso de crecimiento, no un catálogo de actividades religiosas.

«^»

La idea de que la vida espiritual es una especie de cons­tante que puede alcanzarse con facilidad y mantenerse fiel­mente, es un signo de inmadurez espiritual. O cambiamos nuestro modo de ver la vida y a Dios, a medida que madura­mos, o acabaremos siendo una especie de residuo religioso de una era anterior a la nuestra.

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«Nada realza tanto un bien como el sacrificarse por él», decía el filósofo George Santayana. Cuando deseamos algo ardientemente, pagamos el precio por obtenerlo. La Cuaresma es la oportunidad de pagar el precio por conseguir conocernos -con nuestras luchas y nuestras limitaciones- un poco mejor.

Ocultamos las cosas verdaderamente importantes de la vi­da con el exceso, el alboroto y los convencionalismos socia-

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les. El ayuno, el silencio y la lectura constituyen un antídoto contra el encenagamiento del yo entre los restos del naufragio de la vida.

«Ya no soy / lo que he sido», decía el poeta Byron. La ver­dad es que cambiamos de de un año para otro, de una época de la vida para otra. La vida nos exige estar en contacto con nosotros mismos para no perdernos. La Cuaresma pretende ser el momento del redescubrimiento personal, el momento en que descendemos al centro de nuestro ser para ver lo que que­da, lo que falta, lo que está en germen.

<*&

¡Cuidado con la neurosis del sacrificio, con esa necesidad de entregarnos a los demás para eludir la responsabilidad de lo que pueda ser de nosotros mismos! Como dice Carol Pearson, «Una cosa es sacrificar una parte de nuestro sueño para consolar a un niño que padece una pesadilla, y otra muy distinta el que una madre sacrifique toda su carrera por su hi­jo. Una cosa es que un padre sacrifique su deseo de ir a pes­car hoy porque debe ir a trabajar para mantener a su familia, y otra muy distinta aguantar cuarenta años un trabajo que de­testa... Muchas veces, un sacrificio tan enorme es, si no pro­ducto de la cobardía, sí al menos de la incapacidad para dis­tinguir entre dar lo que es necesario y da vida y dar lo que oca­siona la muerte del mártir y, en consecuencia, de quienes le rodean».

-%•

La Cuaresma es el momento de escapar de la cárcel de la superficialidad.

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«^

La penitencia excesiva, signo de una espiritualidad nega­tiva, hace de Dios una especie de ser morboso que se compla­ce viendo cómo se rechazan, se destruyen y se minusvaloran los aspectos más gozosos de la vida.

<*?

La Cuaresma es siempre una llamada a la conversión. El problema es que debemos recordar que la conversión no es una llamada a ser algo distinto de lo que somos, sino a ser más plenamente lo que realmente se supone que hemos de ser.

El primitivo Israel no ayunaba simplemente para expiar sus pecados, sino que lo hacía también como preparación pa­ra cualquier gran empresa. La Cuaresma es la gran prepara­ción para la vida. Y nosotros ayunamos para devolver la vida espiritual al lugar que le corresponde en la conciencia.

<*&

El ayuno es oración. Es una manera de decir: «Confío en que tú, Dios mío, me des lo que necesito en la vida».

<*&

Cuando el silencio es lúgubre, es un pecado contra la so­ciedad. Cuando el silencio es reflexivo, es un acto de creación del yo, porque de él procede la novedad del alma.

Todos los años, durante la Cuaresma, la comunidad llena un montón de cajas con cosas que ha acumulado a lo largo del

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año y que desea dar a los pobres. Es una forma de «ayunar» de cosas. Si renunciamos a disfrutar de ciertas cosas super-fluas en la vida, otros pueden satisfacer sus más urgentes necesidades.

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El ayuno conduce a la limosna, la lectura al crecimiento, y el silencio al cambio. Una Cuaresma de ayuno, silencio y lectura no es la muerte del yo, sino su primavera.

«^»

Recuerda que Jesús fue criticado por no ayunar como las personas serias y religiosas esperaban. En lugar de ello, comía con personas con quienes la gente «decente», los «buenos», no querían ni rozarse. Llegado el caso, renunciar a la propia reputación en aras de los marginados que tienes al lado es mu­cho más duro que dejar de comer chocolate, ¿o no?

<*&

Los primeros cristianos, influidos por el culto de los grie­gos a la fuerza física, empezaron a ver el ayuno -además de como la expresión hebrea de súplica, duelo, arrepentimiento y preparación espiritual- como un modo de disciplinar el cuer­po. Pero ésa es la parte fácil y muchas veces exagerada. En­contrar atletas espirituales es fácil; lo difícil es encontrar per­sonas espirituales, de esas que crecen en compasión y valor.

*§>

No hay que hacer promesas inútiles al comienzo de la Cuaresma. Renuncia cada día a alguna mínima cosa que esté a tu alcance y que realmente desees. De ese modo, cuando los

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necesites verdaderamente, habrás desarrollado el autocontrol y la resistencia precisos para soportar los tiempos difíciles.

La finalidad del ayuno es siempre, y por encima de todo, compartir. En su Sermón 208, Agustín dice que «el ayuno es simple avaricia -acumular para sí- si uno no entrega aquello de lo que se ha privado» ¡Como para hablar de «hacer méritos»!

<*&

Recuerdo que un año dejé de tomar café con leche duran­te la Cuaresma. Al cabo de diez días, empezó a gustarme el café solo. Aquel año aprendí que lo importante no es renun­ciar a las cosas, sino lo que supone para uno la renuncia. ¿Que qué supuso para mí? Me hizo ser consciente de que lo que ver­daderamente cuenta es el cambio interior.

Y ahora lo importante: durante esta Cuaresma, lee un nuevo libro espiritual y copia tres ideas sobre las que necesi­tas reflexionar... porque te intrigan, porque te confunden o porque te estimulan.

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I ORACIÓN

Salmo 51,17

Abre, Señor, mis labios, y publicará mi boca tu alabanza.

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Sucedió el día mismo en que ingresé en el monasterio. Prime­ro nos vistieron con unas medias de lana negras, zapatos ne­gros, una larga túnica negra, una esclavina blanca y un vapo­roso velo negro. Después nos hicieron ir en fila, por orden de edad, a lo largo del largo y estrecho pasillo que conduce al re­fectorio del monasterio, donde la comunidad esperaba la cena en silencio, para entonar el primer salmo con sus nuevos miembros más jóvenes. Fue una procesión verdaderamente solemne para un grupo de adolescentes llenas de energía. Co­mo yo era la más joven del grupo, me encontraba al final del cortejo.

Recuerdo la escena como si fuera hoy. La luz danzaba a través de los dinteles de las puertas a todo lo largo del reco­rrido, arrojando las sombras de nosotras siete, oscilando y en­trelazándose silenciosamente, al techo del pasillo, y avanzan­do hacia las puertas con vidrieras que había al final de aquel corredor. Entonces, en lugar de orar o meditar o reflexionar sobre lo que sea que la gente deba orar en tan solemne oca­sión, recuerdo que miré las sombras que desfilaban por aque­llas altísimas paredes y me dije: «Voy a pasar el resto de mi vida siguiendo a esta gente».

Ha pasado mucho tiempo desde entonces, pero aún me río cuando cuento la historia, porque su final es muy poco apro­piado, ¿no? Lo que pensaba yo en aquel momento, durante años me pareció obviamente erróneo. Y eso es lo que lo hace

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gracioso. Echando la vista atrás, sin embargo, ahora veo que posiblemente hubiera más intuición, más verdad y más pro­fundidad en aquella observación que lo que yo pensaba.

Más tarde aprendí que el caminar juntas hacia una comu­nidad que espera es, de hecho, la encarnación misma de una espiritualidad comunitaria, el fundamento mismo de la ora­ción comunitaria. Pasaríamos verdaderamente el resto de nuestra vida orando, reflexionando y desarrollando juntas una filosofía y una actitud ante la vida, formadas gracias al conti­nuo filtro de los salmos. Y lo haríamos al mismo tiempo y del mismo modo, siguiendo el mismo horario regular de oración comunitaria durante el resto de nuestra vida.

No puedo evitar preguntarme qué le sucedería a la socie­dad circundante si dejáramos todas de buscar regularmente juntas al Dios que no deja de buscarnos.

La vida litúrgica benedictina es diaria, regular, constante y comunitaria, mientras el resto de la vida es caótico, confu­so, fragmentario y está demasiado inmerso en cosas sin im­portancia para encontrar tiempo de orar. Es la oración bene­dictina, constante en su cotidianeidad, inserta en la comuni­dad, rica en tradición litúrgica y consciente del mundo, lo que nos mantiene en contacto con el Dios que nos ilumina, por mundanal que sea nuestra vida y por oscura que sea nuestra cotidianidad.

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La oración benedictina tiene dos características básicas. Primera: se basa en los salmos, las mismas oraciones que for­maron al propio Jesús. Y segunda: es incesantemente regular, como respuesta temprana a la exhortación de Jesús a «orar siempre», y también como respuesta cristiana al cambio de guardia de los romanos en honor del Emperador-dios. Estos dos elementos, tomados conjuntamente, son peligrosamente capaces de cambiar la vida, porque modelan actitudes y supo­nen una declaración pública de la presencia de Dios en dicha vida.

«^»

La oración es la respuesta natural de la gente que sabe cuál es su lugar en el universo. Aunque no pretende ser un consuelo psicológico, es indudable que debe consolar. Pero, por encima de todo, es una toma de conciencia de Dios y, cuando uno está sentado en medio de una comunidad orante, también es una toma de conciencia del resto del mundo.

Mañana, tarde y noche -mañana, tarde y noche todos y cada uno de los días de nuestra vida benedictina-, nos pre­sentamos ante Dios y le pedimos la visión y el valor necesa­rios para dar el siguiente paso. Es bastante interesante que no hayamos inventado nuestra forma de orar, sino que haya sido tradición de la iglesia, y de la sinagoga, desde los primerísi-mos tiempos. Recuerda a Dios al amanecer, nos entrega a Dios por la noche y marca los segmentos del día, por ago­biantes o aburridos que sean. Pero ¿qué ha sido de este tipo de rememoración?

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«̂ »

La oración es lo que nos conforma en presencia de Dios. Dejar de practicarla formal y regularmente supone truncar la única relación de la vida que está garantizada.

<*»

Orar es más que un mero ejercicio. «Ora en tu interior -enseña la mística Juliana de Norwich- aunque no disfrutes haciéndolo. Te hace bien aunque no sientas nada. Sí; aun cuando pienses que no haces nada». Es un hecho que la ora­ción nos va cambiando... si oramos por lo que Dios quiere, en lugar de hacerlo meramente por lo que nosotros queremos.

<*&

No oramos para controlar a Dios, sino para renovarnos en nuestro interior, para mirar de otra manera, para ver como es debido.

Orar no es un gesto piadoso, sino una respuesta a Aquel cuyo corazón late con el nuestro. Es el recuerdo constante del Dios vivo.

<^>

Cuando la oración es regular, tenemos la oportunidad de

convertirnos en lo que oramos.

La oración no es algo que suceda con sólo emplear unas determinadas fórmulas. La verdadera oración nos atrapa por

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entero: mente, cuerpo y corazón, y debe hacerse reflexiva y continuadamente.

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Si oramos conscientemente, llegará un día en que nos con­vertiremos en oración inconsciente.

La verdadera oración no es recitación de ejercicios rutina­rios, sino reflexión, apertura, aceptación y exploración. Sope­samos el sentido de las palabras que utilizamos, luchamos con sus implicaciones, aceptamos la llamada que oímos en ellas, nos preguntamos por su significado en nuestro modo de vivir en el mundo que nos rodea, y recordamos que la vida es tan divina como humana.

La esposa de Chiang Kai-shek decía lo siguiente: «No se puede esperar ser consciente de la presencia de Dios cuando únicamente se le conoce de referencias». No sólo Dios llega a conocernos en la oración, sino que también nosotros llegamos a conocerlo a él.

Orando cuando no nos apetece hacerlo es justamente cuando más sensibles somos a la acción de Dios en nosotros. Por eso nos detenemos en mitad de otras actividades para orar juntas. Entonces nos entregamos a lo que Dios trata de decirnos aquí y ahora, y no a lo que nosotras tratamos de de­cirle a Él. «La oración -dice un proverbio francés- es un gri­to de esperanza».

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«^

Leer la Escritura cada mañana, recordarla y debatirse con ella a intervalos regulares a lo largo del día, todos los días de nuestra vida, es más que suficiente para llevarnos más allá de nosotros mismos hasta que, en último término, tengamos ver­daderamente «la mente de Cristo» y lleguemos a la plenitud de vida.

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No oramos porque seamos buenos y santos; oramos por­que Dios nos atrae, y sólo porque Dios nos atrae. La oración es nuestra respuesta al acicate del Dios que habita nuestro in­terior. «Orar no es pedir -decía Gandhi-, sino un anhelo del alma».

¿Por qué orar de manera regular? Porque nunca dejamos de tener necesidad de Dios, ni siquiera cuando menos cons­cientes somos de ello. La oración regular nos recuerda la rea­lidad de nuestra pobreza, especialmente cuando las cosas nos parecen demasiado buenas, y también cuando es más proba­ble que pensemos que nuestra vida está en nuestras propias manos. Como dicen los chinos, «En los buenos momentos nos olvidamos de quemar incienso, y en los malos nos arrojamos a los pies de Buda».

¿Por qué oramos con los salmos? Porque los salmos son el clamor de los pobres. Los salmos nos mantienen unidos al mundo que nos circunda, a lo que significa ser parte de la co-

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munidad humana, a la conciencia de que no oramos única­mente por nuestro propio bien.

«^»

Orar no es refugiarse en el narcisismo espiritual, sino un intento de adoptar la mente de Dios, de ver el mundo tal co­mo él lo ve, de responder a las necesidades que nos rodean tal como Dios responde a las nuestras.

Si cada día estamos demasiado ocupados para encontrar tiempo para la reflexión orante, estamos demasiado ocupados para ser humanos, demasiado ocupados para ser buenos, de­masiado ocupados para crecer, demasiado ocupados para ser pacíficos.

«^»

En sus estadios iniciales, la oración son palabras. En esta­dios posteriores, la oración es silencio. Pero en todos los esta­dios la oración es reflexión que debe alimentarse de palabras e internalizarse en reflexiones.

°^»

La oración es el gemido del alma por llegar a ser lo que estamos verdaderamente llamados a ser.

<*&

En la oración nos desprendemos de todas nuestras mez­quindades y nos hacemos uno con el Uno.

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La oración diaria y la inmersión en la Escritura van pene­trando en el centro del alma, hasta que la distancia entre Galilea y yo no es mayor que la de mi próximo acto.

Merton nos enseñó que «el amor puro y la oración se aprenden cuando la oración se ha hecho imposible y tu cora­zón se ha vuelto de piedra». La oración, en otras palabras, no es un nido que hacemos para escondernos en él del dolor de ser humanos, sino que la verdadera oración procede de sus abrasadoras y agotadoras profundidades.

En mi monasterio solemos cantar nuestras oraciones. El canto es el sonido que mejor se funde con los sonidos del uni­verso. Es la suprema y más pura forma de pensamiento.

<^>

La oración arraigada en los salmos y en la Escritura nos saca de nosotros mismos para formar en nuestra persona una visión más amplia de la vida que la que podríamos obtener únicamente de nuestra propia vida. Nos sume en los senti­mientos y fuerzas de todo el cosmos y nos modela como algo mayor que nuestro propio y pequeño yo.

Dios, por lo general, no viene a nosotros en la oración con palabras que cuadran con las nuestras. Dios viene en intuicio-

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nes, nociones y sentimientos que deben ser cuidadosamente discernidos.

Orar es descender al profundo pozo donde el sonido de la

voz de Dios resuena en la oscuridad.

•*»

La oración nos proporciona el arraigo en nuestro interior que necesitamos para hacer frente al frenesí que nos rodea.

<*&

El padre estaba esperando con la respuesta preparada cuando su indolente hijo de dieciséis años pidiera que le per­mitiera conducir el coche familiar. «Pues verás, hijo mío -di­jo el padre-, si vas a misa todos los domingos, rezas, lees la Biblia y te cortas el pelo, lo pensaré». Unos tres meses des­pués, el chico preguntó otra vez. «Pues verás, hijo mío -dijo el padre-, reconozco que has mejorado. Vas a misa todas las semanas, rezas y lees la Biblia habitualmente. Pero sigues sin cortarte el pelo». «Verás -replicó el hijo-, he rezado para ser iluminado sobre ese tema, papá, y he caído en la cuenta de que Abraham tenía el pelo largo, y también Noé, Moisés e inclu­so Jesús». «Sí -dijo el padre-, e iban andando a todas partes». Cuidado con la oración que sirve para acumular, pero no para crecer.

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NOMBRAR

Isaías 49,16

Llevo tu nombre escrito en la palma de mi mano.

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«Los palos y las piedras pueden romperme los huesos -can­tábamos de niños-, pero los insultos nunca me harán daño». Ya no estoy tan segura de ello, y tengo dos ejemplos que lo demuestran. Hace años, cuando un hombre o una mujer hacía profesión pública de los votos religiosos, se acostumbraba a darle un nombre que indicara la asunción de una nueva exis­tencia, de una nueva vida. Era una especie de segundo bau­tismo. Comprendo la situación perfectamente. A mí, en aquel mundo tan remoto, me dieron el nombre de «Mary Peter», y desaparecí tras él en una nube de estameña negra. «¿Quién eres?», les gustaba preguntar a los niños en el patio de recreo. «¿Quién eres realmentel». La pregunta de los niños tenía sentido.

De hecho, desde el momento en que me impusieron el nombre de «Mary Peter» al comienzo de mi noviciado, hasta el momento en que dejé de usarlo casi quince años después para convertirme en quien realmente era cuando una secreta­ria me asignó sin querer un dormitorio de hombre en una uni­versidad pública, el mundo cambió. Nos reímos de aquella si­tuación durante años, pero era más que divertida. Con el cam­bio de nombre me llegó una nueva comprensión de lo que el nombre verdaderamente supone, de lo que implica, de lo que hace y de lo que significa -espiritualmente- poner nombre a algo.

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Las comunidades monásticas son propensas a poner nom­bres. En nuestro monasterio, por ejemplo, llamamos a una sa­la «Benedicta Riepp», en honor de la fundadora de la comu­nidad de Erie. Llamamos a otra «Scholastica Burkhard», en honor de nuestra primera priora de 1856. Llamamos a la cam­pana de la comunidad «Theodore», siguiendo la costumbre de los monasterios europeos, que siempre han dado nombre al carillón que llama a la oración. Damos a cada religiosa un tí­tulo -la Hermana Anne, de la Indefectible Generosidad de Dios, por ejemplo- para indicar algún tipo de patrocinio o ca­racterística vital que vemos desarrollarse en ella. Llamamos al corredor exterior que conecta las dos alas de nuestra residen­cia, cubierto de lápidas de antiguos miembros de la comuni­dad, corredor Memento Mortum (acuérdate de la muerte), co­mo un modo de conectar a los miembros vivos de la comuni­dad con los ya fallecidos.

Dicho de otro modo, le damos vida a todo nombrándolo. Establecemos relaciones incluso con cosas que no están pre­sentes, que no son humanas, nombrándolas. Conferimos sen­tido a la vida nombrando las cosas que nos rodean y que nos proporcionan identidad, guía y carácter. Es una tradición tan antigua como el propio Antiguo Testamento. Cuando Moisés pregunta a Dios: «¿Cuál es tu nombre?». Dios le dice: «Yo soy el que soy». Después de que Jacob robara el derecho de primogenitura de su hermano y luchara con el ángel, Dios le llama «Israel», el que ha luchado con Dios. Y Saray se con­vierte en «Sara», la que se rió ante la idea de poder tener hi­jos a edad avanzada.

Nombrar es, claramente, un acto sagrado, un acto de crea­ción. Genera identidad. Pero también puede destruir relacio­nes. Es un poderoso instrumento que merece ser usado con precaución, reverencia y santa confianza.

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«El comienzo de la sabiduría -dice un proverbio chino- es llamar a las cosas por su verdadero nombre». No por nombres que creamos para trivializarlas; no por nombres que utiliza­rnos para ridiculizarlas; no por nombres y títulos que emplea­mos para ocultarlas de sí mismas, sino por su «verdadero nombre». Piensa en los nombres que te han dado a lo largo de tu vida. ¿Son tu «verdadero nombre»?

«2

Los judíos encerrados en los campos de concentración na­zis no tenían nombre, sino únicamente unos números tatuados en el brazo. Aquella fue su primera gran muerte. No hay ma­yor extinción que el no ser llamado por el propio nombre. Aquello a lo que no nos dirigimos directamente no existe pa­ra nosotros. Y las personas a las que no se dirige nadie lo sa­ben perfectamente.

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«El nombre que le damos a algo -dice Katherine Pater-son- conforma nuestra actitud hacia ello». Por eso los niños que han crecido oyendo cómo les llamaban «gordinflón», «cuatro ojos», «cheposo» o algo semejante pueden sentirse muy heridos por ello. ¡Cuánto peor no será que te llamen «ne­gro», «sudaca» o «marica» -nombres vejatorios o ridiculiza-dores- toda la vida...!

«^»

Llamar a alguien por su nombre es un signo de intimidad, afecto y aceptación. «¡Eh!, tú» no establece ningún tipo de relación.

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El mes pasado, una mujer inglesa hablaba llorando de la pérdida del ganado de la familia por culpa de la fiebre aftosa. «Los conocía a todos por su nombre», decía. Ello me puso tristemente de manifiesto lo fácil que es destruir lo que no nos molestamos en conocer, y lo difícil que es dañar lo que nos molestamos en conocer.

El hecho de nombrarla da a la persona identidad, impor­tancia y singularidad. Hablar de «las chicas» que procesan los datos, «el portero» del edificio o «el hombre» que recoge la basura... los transforma en objetos, en lugar de personas.

«^»

«Nombrar -dice Jessamyn West- es una forma de acari­ciar y besar». Hay personas a las que nos encantaría, simple­mente, oírles decir nuestro nombre. Ser conocido en profun­didad e importar como persona es la mayor aspiración de la vida.

El nombre que le damos a una cosa dice tanto acerca de nosotros como acerca de la cosa nombrada. Indica la profun­didad de nuestro conocimiento de lo que nombramos, así co­mo la categoría de nuestro pensamiento.

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Negarse a aprender a pronunciar el nombre de una perso­na por el mero hecho de que tenga un origen distinto del nues-

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tro es el insulto supremo, es racismo silencioso. No hay excu­sa para ello. «Sencillamente, no puedo recordar tantas letras»; «Escapa a mi memoria»; «Es uno de esos nombres llenos de consonantes»; «Te llamaré sencillamente "Pepe", ¿vale?»...: todo ello es signo de desinterés, arrogancia o ignorancia.

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El nombre da categoría histórica y social. O, dicho de otro modo: trata de pensar en la reina Isabel como «Chabelita», o en Georges Washington como «Pequeñín». ¡Cuidado con lo que haces con la categoría humana propia o ajena! En último término, es lo único realmente importante que podemos dar a una persona.

Solíamos dar a los niños nombres de santos o de grandes figuras nacionales, lo cual les proporcionaba una especie de patrocinio, una forma de categoría por la que esforzarse. Ahora les damos nombres de raperos y de estrellas de cine. ¿Qué te parece que revela esto? ¿Tiene que ver con ellos... o con nosotros?

El nombrar una cosa es ponerle una etiqueta. Pero tam­bién puede significar negarla. Al menos eso es lo que hicimos con los esclavos en este país cuando los llamábamos única­mente por su primer nombre. Pero cuando te apoderas de la identidad, la adultez, la madurez y la visibilidad de alguien negándote a darle nombre, mientras la otra persona lucha por recuperarlo, eres tú quien paga un precio.

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Nombrar es un acto sagrado que confiere singularidad a la persona y aporta personalidad a su existencia.

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Los escritores son muy sensibles al uso de las palabras. El gran narrador Ambrose Bierce dijo hace años algo que hasta ahora no hemos empezado a comprender: «Miss (señorita): tí­tulo con el calificamos a las mujeres solteras para indicar que están en el mercado. Miss (señorita), Missis (señora) y Mister (señor) son las palabras más marcadamente desagradables del lenguaje, tanto en sonido como en sentido. En inglés, las dos primeras son corrupciones de Mistress (ama), y la tercera de Master (amo)... Si tenemos que aceptarlas, seamos coherentes y demos una al hombre soltero. Me aventuro a sugerir Mush (señorito), abreviado como Mh». La cuestión es que el nom­bre que le damos a una cosa la crea.

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Hubert Humphrey decía: «Las cosas no son únicamente lo que son. Son, en muy importantes aspectos, lo que parecen ser». Veámoslo de este modo: es enormemente difícil tomarse a una «Pitusita» en serio, por muy abogada que sea.

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El nombrar da voz al espíritu de la persona o de la cosa. Refleja el toque del creador.

Nombrar es tanto una maldición como un acto de crea­ción. Puede ser un golpe del que la persona nunca logre recu-

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perarse. Martina Navratilova lo expresaba así: «Vine a vivir a un país al que amo; algunas personas me han llamado "deser-tora". He amado a hombres y a mujeres a lo largo de mi vida; he sido llamada por escrito "desertora bisexual". ¿Quieren sa­ber otro secreto? Incluso soy ambidextra. No me gustan las etiquetas. Llámenme simplemente Martina».

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Cuando tengamos que etiquetar algo con lo que entremos en contacto, puede que debamos preguntarnos si no es posible que nuestra forma de adjetivar al prójimo tenga que ver con la necesidad que sentimos de elevarnos nosotros degradando a los demás.

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Thoreau decía: «Quienes pueden pronunciar mi nombre como es debido pueden llamarme y tienen derecho a mi amor y a mis servicios». Sin relación no hay amor. Sin identidad no hay respuesta.

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Nombrar nos hace parte de la cosa. Utilizamos los nom­bres de la familia para recordar quiénes somos y qué espera­mos ser en los días en que dudamos de nuestra fuerza interna e independiente. Entonces excavamos de nuevo en la herencia familiar y tratamos de vivir de acuerdo con ella.

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Llevamos logotipos de clubes. Ponemos nombre a edifi­cios, empresas, restaurantes y árboles. Y al hacerlo estamos reconociendo que cuanto hay en el mundo tiene tanto derecho a existir como nosotros.

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En nuestra comunidad ponemos nombres a las cosas para mantener nuestra historia viva en nosotras, para recordarnos quiénes y qué se presume que somos, para mantener siempre ante nuestros ojos que somos responsables de custodiarlo to­do ello a lo largo de los siglos.

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Hay un proverbio que dice que «la persona con un nom­bre adverso ya está semicondenada». Debemos tener mucho cuidado en no poner a la gente etiquetas que les impidan lle­gar a ser más que lo que ese nombre implica.

•*»

En la Escritura, Dios lleva a los animales ante el ser hu­mano para que les ponga nombre. Con ese sencillo acto, el ser humano es inducido a reconocer la personalidad y el valor es­pecíficos de cada criatura viviente. ¡Qué pena que lo olvide­mos con tanta frecuencia...!

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Nombrar tiene mucho que ver con la guerra. Nuestra ma­nera de nombrar al enemigo es lo que nos hace posible des­truirlo sin pensar en él como personas.

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Nombrar tiene mucho que ver con la identificación de los héroes. Podría constituir un interesante juego de sociedad el nombrar a las personas a las que, como nación, erigimos esta­tuas o cuyos retratos exhibimos o cuyos nombres damos a los

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edificios. Los alemanes lo hacen con los músicos. Los irlan­deses enaltecen a sus poetas. ¿Y nosotros?

«^»

Damos nombre a lo que valoramos y de acuerdo con el va­lor que le otorgamos. Piensa en los nombres que a ti te han da­do. ¿Qué dicen acerca de ti, acerca de las personas que los cre­aron y acerca la relación entre vosotros? ¿Han tenido buen o mal efecto en ti?

Cualquier cosa es para ti lo que tú la llames. No digas que no tienes prejuicios ni eres sexista ni racista si insistes en lla­mar a la gente como no quiere ser llamada.

«^»

«No tengas miedo... Te he llamado por tu nombre», dice Yahvé a Isaías. Cuando comprendemos el valor relacional de nombrar -o no-, estas palabras se convierten en las más lle­nas de fuerza de la Escritura. La idea es sobrecogedora: nues­tro Dios nos conoce; nuestro Dios tiene una relación personal con cada uno de nosotros; nuestro Dios repara en nosotros. ¡Y luego dicen que el mundo es mecanicista...!

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Pasar por la vida nombrando a las personas y a las cosas de manera amable y amorosa deja un rastro de santidad al pa­so de la persona. ¿Por qué? Porque en presencia de quien le llama por su nombre, nadie se siente rechazado, marginado, invisible ni inútil. Porque dar a otro ser humano sensación de valía es darle el don de la vida.

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Cuando aquel hombre entró renqueando en el consultorio del médico, estaba totalmente encorvado, arrastraba los bra­zos y tenía el rostro desfigurado por el dolor. La mujer senta­da al otro lado de la sala de espera le vio avanzar penosamen­te en busca de asiento y le preguntó compasiva: «¿Artritis con escoliosis?». «No -respondió el hombre entre dientes-. Hága­lo usted mismo con bloques de hormigón». ¿Ves lo que quie­ro decir? No puedes curar algo mientras no puedas poner un nombre al problema.

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TIEMPO ORDINARIO

Salmo 145,2

Todos los días te bendeciré, alabaré tu nombre por siempre

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Mi padre murió con veintitrés años de edad, cuando yo no te­nía más que tres. Mi pequeña persona sólo heredó una peque­ña cosa de él: un librito de oraciones que guardaba en su inte­rior una estampa con un poema impreso ribeteado en negro. Lo memoricé en cuanto aprendí a leer. Decía: No tengo más que un minuto / sólo sesenta segundos / me veo obligado / no puedo rechazarlo / no lo he buscado / no lo he elegido / pero sufriré si lo pierdo... A medida que pasaban los años, aquellos versos se me iban yendo de la memoria; su filosofía perdía su encanto. Entonces me hice mayor, maduré y descubrí unas cuantas cosas.

El tiempo es la base, el eje, el elemento de cohesión y la gloria de la vida. Pero no es simple. La tradición litúrgica ha­ce largo tiempo que dividió el tiempo en dos. Cuando éramos novicias, aprendimos que en la vida había dos clases de días, y en el año dos períodos. Los días eran festivos o laborables. El año estaba dividido en tiempo ordinario y... bueno, tiempo «extraordinario», supongo. Bien pensado, nunca he oído a na­die el nombre de ese segundo segmento del año. En realidad, era una serie de tiempos: Adviento, Cuaresma, Navidad, Pas­cua y Pentecostés.

Este tipo de información puede ser aburrido, pero no deja de ser importante. El tiempo ordinario, como se ve, es el pe­ríodo más largo de todos. Es un tiempo en el que la vida trans­curre a su lento y monótono modo, predecible hasta en lo más

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mínimo. Lunes: las novicias hacían el lavado de la ropa; mar­tes: capilla, formas para consagrar y limpieza; miércoles, jue­ves, viernes y sábado: todo ello de nuevo. Más de lo mismo. Misma rutina y misma rutina. Semana tras semana, mes tras mes, año tras año.

De vez en cuando, como es natural, la vida estaba puntua­da por días festivos, con comidas especiales y liturgias polifó­nicas; pero, en definitiva, predominaba lo normal y cotidiano. Como sigue ocurriéndonos a todos. Los trayectos entre la ca­sa y el trabajo, el papeleo, las tareas domésticas y el llevar a los niños al colegio nos devoran día tras día con entumecedo-ra regularidad. Y, sin embargo, es en el tiempo «ordinario» en el que ocurren las cosas verdaderamente importantes: nues­tros hijos crecen, nuestro matrimonio y nuestras relaciones maduran, nuestro sentido de la vida cambia, nuestra visión se amplía, y nuestra alma llega a su sazón.

Sin lugar a dudas, la oración de la estampa tenía razón: perder la gloria de la vida ordinaria es sufrir la pérdida de la mayor parte de la vida.

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Sólo cuenta realmente lo que aprendemos mientras ha­cemos lo que parece ser pura rutina: cómo resistir, cómo pro­ducir, cómo hacer rica la vida en sus momentos más mun­dos. «Hay más verdades en veinticuatro horas -decía Raoul Vaneigem- que en todas las filosofías».

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Únicamente lo ordinario hace especial lo especial. Atibo­rrarse de especialidad es perder todo sentido de lo excepcio­nal de la vida.

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Lo bueno de la repetición es que nos da la oportunidad de echar un segundo vistazo a cuanto nos rodea para no perder­nos lo que tiene que enseñarnos.

El tiempo ordinario es el mentor de todos nosotros. «Un oficinista de correos -decía Camus- es comparable a un con­quistador, si ambos tienen en común la consciencia». Quie­nes, allí donde están, miran y pueden ver lo que están miran­do, son los que hacen extraordinario el tiempo ordinario.

Ser considerado «ordinario» se ha convertido en una for­ma de insulto. Pero sólo lo ordinario suena a verdad dura­mente alcanzada. Todo lo demás es fraude y fruslería.

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Lo ordinario es lo que nos revela, poco a poco, milímetro a milímetro, «la santidad de la vida, ante la cual -como dijo Dag Hammarskjóld- nos inclinamos en reverente adoración».

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Espera pacientemente esas interrupciones de lo ordinario que nos revelan el verdadero núcleo de la condición humana: vida, muerte, cambio.

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Ser ordinario no es ser inclasificable, insulso, falto de vi­da o sin relieve, sino ver el valor de lo cotidiano sin dejarse atrapar por ello.

Es importante entender la diferencia entre estabilidad e in­transigencia. La estabilidad nos enraiza en un pasado que, co­mo la buena tierra, nutre lo que está creciendo. La intransi­gencia, en cambio, nos enraiza en un pasado que se ha petri­ficado para no tener que crecer en absoluto.

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«El despotismo de la costumbre -decía el filósofo John Stuart Mili- es en todas partes una barrera estática contra el avance humano». Considera, pues, como una mala señal cuando te sorprendas a ti mismo arguyendo que «siempre se ha hecho así».

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«Todo pasa, todo perece, todo aburre», dicen los france­ses. En otras palabras, no hay nada en lo que no lata el pulso de lo ordinario. Pretender vivir siempre la vida en el filo de la navaja no sólo es adolescente, sino fútil.

Queremos que la vida sea apasionante cuando, de hecho, la vida no es más que vida. Deseamos que lo espiritual sea místico, en lugar de ser real.

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Saber que mañana será, poco más o menos, como hoy pro­porciona el tipo de seguridad que la persona necesita para ex­perimentarla de algún modo.

• ^ »

Annie Dillard escribió: «Obviamente, lo que hacemos con nuestros días es lo que hacemos con nuestra vida». Lo malo es que no hacemos caso de ello, pensando que así obtendre­mos lo verdaderamente valioso.

Nunca confundas lo ordinario con lo simple, lo estático o lo aburrido. Vivir una vida ordinaria puede perfectamente ser algo muy complicado. Se requiere un gran talento para hacer una gran vida de una vida rutinaria.

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«̂ »

«La vaca debe pastar donde está atada», dicen los africa­nos. Las pequeñas circunstancias en que nos encontramos son el alimento del alma. Cuando resuelvo los problemas del ham­bre en mi pueblo natal, estoy sanando a un globo hambriento.

Para el verdadero místico, el paso de las estaciones nunca es una banalidad. Es la repetición lo que, por fin, abre nues­tros ojos a Dios donde Dios ha estado siempre: justamente de­lante de nuestros ojos.

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La repetición es la esencia del monacato. Repetimos nues­tro programa diario porque, ante todo, ello libera la mente pa­ra pensamientos más excelsos y, además, sensibiliza al alma para la sagrada poesía del momento presente. Cuando el día es realmente rutina, conseguimos pensar al menos un rato en lo que hacemos, en por qué lo hacemos y en cómo lo hace­mos. Ése es el pozo del que sacamos nuestras razones para se­guir adelante.

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Permanecer simplemente donde estamos porque no hay otro sitio adonde ir, no es la respuesta. De lo que se trata es de permanecer donde necesitamos estar, sabiendo apreciar la co-tidianeidad. Ésa es la verdadera esencia de ¡a contemplación.

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La cotidianeidad de las prácticas espirituales, las prácticas de la vida diaria, centran el corazón y concentran la mente. La agitación incesante, la variedad continua, la novedad constan­te, un torrente de artilugios y una vida llena de cosas extrañas e inusuales, irritan el alma y fragmentan la visión interior.

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Los monjes del desierto tejían cestos todos los días de su vida para conseguir limosnas para los pobres y, cuando los cestos no se vendían, los destejían y empezaban de nuevo. Su propósito era mantener ocupado el cuerpo y liberar la mente. El trabajo de autómata no es una carga cuando la mente está llena y el corazón, como un rayo láser, encuentra el camino hacia Dios.

Vamos de acá para allá y de objeto en objeto, esquivamos idea tras idea y no reconocemos a Dios en la monotonía del día a día.

Esperamos que los retiros, las ceremonias religiosas y las grandes reuniones nos lleven a Dios, cuando Dios está con nosotros siempre. Simplemente, estamos demasiado preocu­pados y abstraídos para darnos cuenta.

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La rutina de la vida, ios momentos irrelevantes del día, son otros tantos regalos de espacio, porque entonces, mientras

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el mundo sigue su marcha a nuestro alrededor, los pensa­mientos de Dios se apoderan de nuestro interior.

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Preparar la cena es ordinario. Poner una flor en la mesa al servirla es divino.

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La función de la rutina es darnos tiempo a recuperar nues­tras energías para el próximo e impredecible desafío. Disfruta cada minuto del tiempo normal de que dispongas. Guárdalo en tu corazón como energía y resistencia. Algún día necesita­rás la paz, la calma y la certeza que has acumulado.

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«Vivir -decía Antoine de Saint-Exupéry- es nacer lenta­mente». El hecho es que llegar a estar plenamente vivo lleva toda una vida. Hay en todos nosotros tanto que nunca hemos tocado, tanta belleza en la que estamos inmersos y que pasa­mos por alto... La consciencia es lo que eleva lo ordinario al nivel de lo sublime.

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La vida, por definición, es cálida y palpitante. La vida, por definición, habla de Dios. El no ser consciente de ello no es algo ordinario, sino patológico. ¿Dónde está Dios en tu vida en este preciso instante?

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Yo trabajo en una mesa ordinaria, vivo en una casa ordi­naria, conduzco un coche ordinario, y me gusta la comida or­dinaria. La gracia de lo ordinario es la que me mantiene en contacto con el resto de la raza humana y enormemente inte­resada en la extraordinaria sacralidad del universo, tan distin­to de mí y tan tentador.

• ^ »

Debemos acordarnos de comenzar de nuevo cada día para tornar la cotidianeidad en un tiempo con Dios.

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COMUNIDAD

Romanos 12,5

Así también nosotros, siendo muchos, formamos un solo cuerpo en Cristo,

siendo miembros los unos para los otros.

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Hace años, en las décadas de los cincuenta y los sesenta, du­rante lo que más tarde se conocería como «boom» vocacional de la postguerra, los jóvenes entraban en la vida religiosa en tropel. Estimuladas por los años de caos global y horror hu­mano, las terminaciones nerviosas espirituales del mundo oc­cidental estaban sobreexcitadas. Consciente de nuevo de la graciosa salvación de Dios y exhausta por la conciencia de pe­cado consecuencia no de una, sino de dos guerras, la gente se volvió en masa hacia la vida espiritual y la conciencia de la dependencia de Dios. Las iglesias estaban llenas a rebosar, los conventos y monasterios doblaron su población, proliferaron las obras institucionales, y la vida religiosa se convirtió en el gran centro nervioso de la Iglesia. Lo que hacíamos -la ense­ñanza, la asistencia hospitalaria y la asistencia social- amena­zaba con aniquilar lo que realmente estábamos destinados a ser: comunidades cristianas llamadas a ser profetas de la Iglesia.

Pero comunidad -compromiso- es lo que la vida es real­mente en todas partes para todo el mundo. Los ritos de entra­da en nuestra propia comunidad dan a entender muy a las cla­ras que la vida no se vive a solas. Cuando una mujer quiere ser admitida en el monasterio, se encuentra en el vestíbulo con to­da la comunidad. «¿Qué deseas?», pregunta la comunidad. «Buscar a Dios con vosotras», responde ella. Más adelante, cuando es novicia, se le pregunta de nuevo qué quiere, es 11a-

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mada al altar y se le entrega un ejemplar de la Regla de san Benito, bajo la cual vivirá esa nueva vida. Si, un año después, opta por hacer los votos temporales, será llamada de nuevo al altar, marcada con el distintivo de la comunidad y vinculada a la comunidad que, por sufragio universal, ha decidido acep­tarla. Finalmente, tres años después, si opta por quedarse en la vida monástica permanentemente, recibirá el anillo del siglo xiv que es signo de su profesión perpetua, mientras la comu­nidad entera ratifica su total integración en el grupo. La ener­gía común, el entusiasmo del grupo, el fluir histórico son pal­pables en la capilla. Los «aleluyas» que se cantan no son un canto individual, sino la acción de gracias del grupo por un modo de vida renovado una vez más.

La pertenencia al monasterio es, obviamente, una empre­sa conjunta, un vínculo mutuo, una responsabilidad común de unas para con otras, para crecimiento mutuo y por el evange­lio. En un mundo construido sobre el individualismo, la inde­pendencia y la autosuficiencia, constituye un claro recordato­rio de que esas cosas nunca son el final ni el ideal. Son la fa­lacia que nos deja solos al final de cada ajetreada jornada.

Pero el papel del grupo en el desarrollo individual no es exclusivo de la vida monástica. Todos vivimos la vida en un entrelazamiento de grupos que se superponen unos a otros y que van añadiendo capas a nuestra identidad a medida que pa­san los años. Somos verdaderamente «miembros unos para otros». La pertenencia nos configura, nos marca y nos exige que crezcamos, que demos y que dejemos el mundo un poco mejor de como lo encontramos.

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Pertenecer a una comunidad es comenzar a ser una perso­na que se interesa por algo más que meramente ella misma.

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Pertenecer a algo es el primer paso en orden a asumir una responsabilidad con respecto al resto de la comunidad humana.

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Nunca hay que olvidar que todo grupo simboliza algo. Unirse a un grupo no es simplemente hacer amigos, sino com­prometerse a perseguir los objetivos de esa comunidad. ¿A qué grupos perteneces y qué dice al resto del mundo tu perte­nencia a ellos?

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Cuando nos comprometemos con los objetivos de un gru­po, obtenemos de él tanto como le damos. Y ello nos exige es­cuchar, aprender y vivir la vida en círculos más amplios.

Las personas se integran en grupos para hacer juntas lo que no puede hacer igual de bien cada una de ellas por sí so­la. Elige tu comunidad con sumo cuidado. Están cambiando el mundo. Más aún, te cambian a ti.

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«Eres miembro de la familia real británica -dijo la reina Mary a su hija, la reina Isabel-. Nosotros nunca estamos can-

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sados, y nos encantan los hospitales». En la vida hay cosas que hacemos porque los grupos a los que pertenecemos re­quieren que sean hechas por nosotros o, de lo contrario, pue­de que nunca se hagan.

El compromiso con un grupo tiene algo que ver con deci­dir lo que debe hacerse y, después, disponerse a hacer algo, por mínimo que sea, para que ese algo se haga realidad.

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«Compromiso» y «conveniencia» no son sinónimos. Para «pertenecer» realmente a algo, debo hacer lo que el grupo es­tá comprometido a hacer, me apetezca o no hacerlo justamen­te ahora.

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Las comunidades o grupos a las que pertenezco son una medida de mi persona. Ellas dicen qué es lo que me interesa, lo que considero importante y cómo me relaciono con el res­to de la humanidad. Haz inventario de los grupos a los que perteneces y aprenderás más acerca de ti de lo que pueda de­cirte ningún psicólogo.

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Todo el mundo debe pertenecer al menos a un grupo de­dicado a la mejora de la condición humana. ¿Qué otra cosa nos da derecho a quejarnos de que no esté produciéndose esa mejora, por no hablar de la esperanza de que se produzca?

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Los grupos cargan con nosotros cuando no podemos dar un paso más. Nos proporcionan energía cuando la nuestra se agota. Son una reserva de facultades que compensan nuestras debilidades.

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La fuerza de un grupo no está determinada por el número de sus miembros, sino por la intensidad de su dedicación a sus objetivos. Todas las revoluciones que se han dado en el mundo han sido ingeniadas por un pequeño grupo, no por las masas.

Sólo quienes viven yendo más allá de sí mismos llegarán a ser plenamente ellos mismos.

Necesitamos al grupo para nuestro propio avance espiri­tual. En todos los grupos santos hay modelos santos, personas que nos enseñan cómo vivir, cómo fracasar, cómo sobrevivir a los golpes de la vida.

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No dudes nunca del poder de un grupo para centrar la mente en ideas que trascienden lo cotidiano y eclipsan lo mundano. Ellas nos hacen mejores de lo que creemos.

La función de la comunidad es proporcionarnos un mayor autoconocimiento, sacar a la luz nuestro lado oscuro y poner

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en acción nuestras energías. Entonces, conscientes de nuestra debilidad pero seguros también de nuestras posibilidades, pa­samos la vida sin intentar hacer demasiado ni demasiado poco.

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Tomarse en serio la pertenencia a un grupo significa permi­tir que los demás nos conozcan, nos guíen, nos muevan a hacer más, a hacerlo mejor, a hacer algo que solos nunca podríamos tener el coraje ni la determinación consciente de hacer.

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«Para decir "sí" tienes que sudar, remangarte y hundir am­bas manos en la vida», decía Jean Anouilh. Sólo cuando so­mos una parte contribuyente, una parte que asume riesgos por algo que merece la pena, estamos realmente comprometidos. De hecho, quizá sólo entonces estamos verdaderamente vivos.

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Lo que le debemos al resto de la humanidad es lo que nos mueve a entrar en comunidades lo suficientemente grandes para abordar grandes cuestiones. Nadie tiene derecho a igno­rar lo que está devorando el corazón del mundo y considerar­se humano.

Lo bueno de pertenecer a una comunidad buena, sana y comprometida es que siempre hay alguien que se siente ani­mado cuando tú te encuentras deprimido. Y ello te impide ser víctima de tu propio pesimismo.

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«No hay esperanza de alegría -decía Saint-Exupéry- si no es en las relaciones humanas». No hay trabajo que baste para satisfacer al alma humana. Sólo la satisfacción de haber en­trado en contacto con otra vida y de que esa otra vida haya en­trado en contacto con la propia puede bastar. Hagamos lo que hagamos, por muy noble o muy insignificante que sea, hemos de hacerlo por el bien ajeno. De lo contrario, no tenemos na­da que exigir a la raza humana.

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«La responsabilidad -decía Winston Churchill- es el pre­cio de la grandeza». Para ser grandes debemos existir para los demás. Nadie es grande sin la comunidad que suscita su grandeza.

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Quienes esperan ser llevados por los demás olvidan que, para merecerlo, primero deben llevar ellos a alguien.

La noción de fuerte individualismo, autosuficiencia e inde­pendencia se basa en el mito del yo autónomo. El problema de esa idea es que se precisa un gran apoyo para ser autónomo.

Todos tenemos algo que dar, alguna razón para estar vi­vos, algún papel que desempeñar en el desarrollo de la huma­nidad. Pero si es así, entonces la comunidad tiene que ser

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nuestro bien común. De lo contrario, no podemos dar lo que tenemos para dar, no podemos desempeñar nuestro papel, y olvidamos la finalidad misma por la que hemos nacido.

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La comunidad nos ayuda a pasar los malos tragos de la vi­da. Nos arrastra en su caudal y nos mueve cuando no podemos movernos por nosotros mismos.

Y la Escritura enseña: «Más valen dos que uno solo, pues obtienen mayor ganancia de su esfuerzo. Si uno cae, lo levan­tará su compañero; pero ¡ay del solo que cae, que no tiene quien lo levante...!» (Eclesiastés 4,9-12). ¡Ojo con la autosu­ficiencia: es una trampa para el arrogante!

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La voz del Espíritu Santo está en la bondad del corazón del otro para con nosotros. Escucha atentamente y no ignores los mensajes del grupo que está haciéndote crecer.

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«Señora -dijo Sydney Smith-, llevo toda la vida buscan­do a una persona a la que no le guste el jugo de carne: juré-monos amistad eterna». ¿Acaso no son las cosas pequeñas las que nos unen, las que nos preparan para las grandes?

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Nadie llega a la santidad solo. Únicamente el contacto constante y estable con los demás nos proporciona el autoco-

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nocimiento necesario para llegar a ser lo que Dios quiere que seamos. Ningún grupo, por tanto, carece de importancia en nuestro desarrollo personal.

Dijo un bromista: «Nacemos desnudos, envueltos en hu­medad y hambrientos. Luego las cosas empeoran...». Por eso, amigos, tenemos necesidad unos de otros. Es en la comunidad donde es vestida nuestra desnudez, enjugada nuestra humedad y saciada nuestra hambre.

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RITOS

Salmo 95,6

Entrad, rindamos homenaje inclinados, ¡arrodillados ante Yahvé que nos creó!

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¡

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i Recuerdo la escena como si hubiera sido ayer. Cada día, des­pués de comer, las novicias nos rodeaban a las postulantas pa­ra enseñarnos la manera de marcar los breviarios en orden al rezo de las Vísperas. Parte de la sesión incluía también cómo realizar los gestos litúrgicos que formaban parte esencial de la oración cotidiana y -ahora que lo pienso- parte esencial tam­bién de todos los demás aspectos de la vida monástica. Aprendíamos incluso el modo de inclinarnos. La «inclinación simple» -únicamente la cabeza- estaba reservada para el nombre de Jesús; la «inclinación moderada» -cabeza y hom­bros- se utilizaba para las referencias a la divinidad; y la «in­clinación profunda» -doblarse completamente desde la cintu­ra, hasta el punto de que pudieran tocarse las rodillas- se uti­lizaba al final de cada salmo, como deferencia para con la Trinidad. También nos inclinábamos silenciosamente cuando nos encontrábamos con otra hermana en el pasillo. Y cuando pasábamos delante de una imagen. De hecho, una gran parte de nuestra vida estaba formalizada: dividíamos el pan en cin­co o en tres trozos en cada comida y recitábamos oraciones al vestirnos. Cada acción tenía su propio tiempo, forma o lugar. Cada gesto era sacramental.

La verdad es que aquella vida era una inacabable serie de gestos para la mayoría de la gente. Los niños se ponían en pie y decían: «Buenos días, hermana», cada vez que una religio­sa entraba en la clase. Los hombres se quitaban el sombrero al

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pasar delante de una iglesia, y las mujeres se santiguaban. Todo el mundo hacía una genuflexión al entrar en la iglesia, y todo el mundo humedecía sus dedos en agua bendita al salir. Y casi nadie sabía por qué. Pero sí sabían que aquella sencilla manera de comportarse era un lenguaje de por sí.

¿Y ahora? Indudablemente, las cosas han cambiado, y mi­ramos algunas de aquellas prácticas con nostalgia y quizá has­ta con una sonrisa. Pero los gestos no mueren realmente. Somos animales gesticulantes. Cuando una serie de gestos queda obsoleta, creamos otros nuevos. Como la presentación formal de ofrendas que suele formar parte hoy del rito de la misa, o el apretón de manos al darnos la paz, o la práctica, ca­da vez más extendida, de encender velas en Adviento para marcar las semanas de preparación de la Navidad. La cuestión es por qué hacemos estas cosas, sean cuales sean. ¿Cuál es el propósito de los gestos?; ¿por qué no nos limitamos a ir a la iglesia y sentarnos, o quedarnos de pie, o hacer lo que nos apetezca? Las respuestas son demasiado simples para emple­ar palabras, como lo son los propios gestos.

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Los gestos son un lenguaje sencillo que trasciende las ba­rreras nacionales e incluso la conversación personal. No tene­mos que decir «hola»; podemos limitarnos a agitar la mano. No necesitamos decir que lo sentimos; podemos, simplemen­te, golpearnos el pecho. Los gestos nos ayudan a comunicar lo que sentimos sin tener que decir una palabra. Son el lenguaje de la emoción.

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Los gestos rituales no sólo expresan sin palabras nuestros sentimientos, sino que además los conforman. Años arrodi­llándonos para orar pueden enseñarnos tanto sobre la grande­za de Dios como todo cuanto podamos leer. ¿Por qué no ha­ces la prueba?

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Los ritos ponen el cuerpo en sintonía con el alma; hacen visible lo invisible; nos ponen conscientemente en presencia de Dios.

Una cosa es cantar «¡Aleluya!», y otra muy distinta alzar los brazos al cielo al cantarlo. Lo uno es una idea; lo otro, un sentimiento.

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Los gestos nos permiten experimentar lo que pensamos. Nosotras rodeamos de plantas y velas -crecimiento y energía-

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el sagrario del monasterio para recordarnos que éste es el cen­tro de nuestra vida.

•*&

Cuando llevamos a la oración tanto nuestro cuerpo como nuestra mente, hacemos que la vida espiritual sea tan real co­mo todas las demás cosas que hacemos. Tan real como nues­tro trabajo, como nuestro descanso, como las cosas que hace­mos para entretenernos. Y así hacemos que nuestra vida sea completa.

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La vida espiritual se alimenta de cosas muy terrenales: agua, luz, gestos, pan y vino. Así vemos lo divino en lo ordi­nario. Y entonces, en virtud de lo ordinario, descubrimos en todas partes lo divino.

El único puente entre lo humano y lo divino es lo humano. Cuando no ponemos todo en la vida al servicio de lo sagrado, establecemos para siempre una falsa separación entre ambos.

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Cualquier gesto que hagamos con la suficiente frecuencia -un abrazo, una sonrisa, una genuflexión...- tiene el poder de transformarnos. Nos convertimos en lo que hacemos.

Los gestos que hacemos juntos hacen de nosotros una co­munidad, una familia, una organización, un equipo. Nos unen como compañeros de camino.

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Al final de cada período de oración en una comunidad mo­nástica, la priora extiende la mano y bendice a la comunidad. No es un gesto ocioso caer en la cuenta día tras día de que he­mos invocado a Dios para que descienda sobre personas como nosotros.

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El incensario envuelve la Escritura, el altar y a la propia comunidad con el dulce olor del incienso. El incienso nos ha­ce tomar conciencia del exultante estado que creamos cuando cada una de nosotras personalmente, y todas juntas, nos cen­tramos en el Dios que está entre nosotros. Si no tuviéramos el incienso para recordárnoslo, podríamos perder de vista la pre­sencia permanente de Dios, del mismo modo que perdemos de vista el aire que respiramos.

Los gestos orientan nuestra mente, nos centran. Ponen en nuestra cabeza pensamientos que, de otro modo, tal vez no tu­viéramos nunca: humildad, arrepentimiento, comunidad, Dios...

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Los ritos nos llevan a través de la muerte y nos muestran cómo celebrar la vida. Sin ellos podríamos quedar destruidos por el dolor u olvidar santificar esos momentos de la vida que son nuestros ritos de paso o hitos a lo largo del camino.

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«Todo lo creado por Dios -decía el Baal Shem Tov, refor­mador del judaismo- contiene una chispa de santidad». Lo

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malo es que no hay nada más fácil de olvidar en la vida, a no ser, por supuesto, que lo destaquemos de algún modo. Ro­ciando de agua bendita un ataúd, por ejemplo, o bautizando a un recién nacido revestido con un faldón blanco.

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Arrodillarse es reconocer la santidad de cuanto nos rodea.

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Cuando tratamos las cosas ordinarias con reverencia, Dios se hace accesible en ellas. Cuando logramos reconocer a Dios en las cosas ordinarias, éstas se vuelven también sagradas.

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«Si tú te santificas a ti mismo un poco -dice el Talmud-, te santificas muchísimo». No nos hacemos santos -inmersos en Dios- de repente. Nos hacemos santos con un sencillo ges­to tras otro.

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«La acción no es otra cosa que una forma tosca de pensa­miento», decía Henri-Frédéric Amiel. Los gestos, las accio­nes, los movimientos... son intentos por nuestra parte de ex­presar completamente lo que las palabras no pueden más que insinuar.

La verdad es que las personas somos criaturas de acción. No llevar la acción -gestos, ritos, símbolos- a nuestra vida de oración es tanto como hacer de ella un empeño intelectual, en lugar de humano.

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Sitúa un crucifijo o un icono en un lugar especial de tu ca­sa. Inclínate cada día ante él y enciende una vela como signo de tu consciencia de que el Espíritu está en torno a ti, y verás cómo enseguida te conviertes, no en una persona que ora, si­no en una persona de oración.

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Fiedrich Engels escribió en cierta ocasión: «Una onza de acción vale tanto como una tonelada de teoría». No digas que amas a Dios cuando jamás acudes a orar a ningún lugar sa­grado ni te entregas regularmente a ninguna encarnación consciente y tangible de la presencia de Dios en tu vida. La acción -gesto, rito- es lo que nos conecta con el centro de no­sotros mismos.

Lo que hacemos es lo que somos. ¿No es extraño que po­damos llenar nuestra vida de ritos que nos arrancan de la mo­notonía -el golf de los domingos, las consabidas tardes «de tiendas», la partida de cartas de los miércoles...- y que, en cambio, nunca caigamos en la cuenta de que también la vida espiritual debe ser alimentada con ritos regulares para que no se vuelva árida ni se la lleve por delante el más mínimo vien­to contrario?

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«No confundas nunca el movimiento con la acción», de­cía Ernest Hemingway. El rito adecuado, la verdadera acción, deben realizarse conscientemente. Debemos saber por qué

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hacemos lo que hacemos y qué nos dice ello a nosotros, así como qué dice de nosotros. La mera repetición de acciones sin significado no es oración, sino una especie de robótica espiritual.

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Los gestos rituales centran el alma y el corazón y aclaran la mente.

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Toda la intelectualización del mundo no puede equiparar­se a una sola acción espiritual. Lo cual explica cómo es posi­ble, sin embargo, que la gente pueda estudiar teología y no ser santa.

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«Las buenas acciones nos ennoblecen -dijo Cervantes-, y somos hijos de nuestros actos». Lo que hacemos es lo que, con el tiempo, llegamos a ser.

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Nadie «piensa» la vida espiritual; la vive. Y tanto pública como privadamente. Pero es lo que nos hemos acostumbrado a hacer en privado lo que, a la larga, se convierte en la semi­lla del yo público.

«Sólo cuando las personas empiezan a orar -decía Calvin Coolidge-, empiezan a crecer». El culto -la inmersión en ges-

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tos rituales- es lo que nos lleva a crecer a la medida de lo que hacemos. Y entonces nuestra alma se convierte en lo que nuestro cuerpo desea.

«El rito es nuestro modo de transmitir la presencia de lo sagrado -decía Christine Baldwin-. El rito es la chispa que no debe apagarse». Cuando dejamos de practicar el rito, dejamos de conectar lo mundano con lo sublime.

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M Ú S I C A

Salmo 150,3-6

Haced música para alabar a Dios. Alabadlo con arpa y con cítara...

Alabadlo con címbalos y aclamaciones. ¡Cantemos alabanzas a Yahvé!

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Yo había querido ser religiosa desde siempre. Mucho antes de ir al colegio, ya sabía adonde acabaría llevándome la vida. Cuando estaba haciendo el bachillerato, ya había comenzado yo el largo y arduo proceso de elegir la comunidad de mi pre­ferencia. Por aquellos días había en la sala de estudio un mon­tón de libros dedicados a describir las diversas órdenes reli­giosas para que las jóvenes los hojeáramos. Yo pensé que la cosa parecía reducirse a elegir entre un tipo de toca u otro, en­tre llevar al cuello un rosario o una cruz, entre un hábito ne­gro o un hábito pardo. En un lado de la página había una se­rie de jóvenes religiosas sonrientes con largos hábitos, todos ellos muy parecidos en lo fundamental, pero todos ellos tam­bién claramente distintos; al otro lado figuraba un comentario sobre la historia y las actividades de cada grupo, además de las respectivas direcciones de correo para que las más entu­siastas pudieran obtener información adicional. Aquello fun­cionaba. Personalmente, yo escribí a las religiosas de Maryknoll, a una comunidad de carmelitas y a las benedicti­nas de clausura de Clyde, Missouri. Era algo así como jugár­selo a cara o cruz: o una orden misionera, con la consiguien­te actividad en cualquier lugar del mundo, o un pequeño claustro en medio de ninguna parte.

Entonces, una noche, justo cuando ya me alejaba del co­legio, fui consciente, como nunca hasta entonces, del sonido del canto procedente de las ventanas de la capilla del segundo

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piso. Era un sonido cristalino, agudo, rítmico e interminable que, tras inundar el patio, me atrapó y facilitó de manera de­terminante mi decisión. Era obvio: la música era la respuesta. En lo más profundo de mí misma, supe lo que siempre había sabido: que, en última instancia, había de seguir la música.

Llevaba diez años tocando el piano. Cuando ninguna otra cosa me calmaba ni conmovía mi alma, la música lo conse­guía. Y hoy, cuando alguien me pregunta cómo es mi jornada, me encanta responder que vivo la vida entre dos teclados: uno, el de mi ordenador, se encuentra en un extremo del escritorio y vacía mi alma; el otro, el musical, se halla al otro extremo y, cuando el día es demasiado largo o la página en blanco me re­sulta excesivamente abrumadora, vuelve a llenarla de nuevo. No tengo la menor duda: la música influyó tanto en mi veni­da al monasterio como la descripción de las actividades de la comunidad.

Los monasterios benedictinos viven de la música. Se can­tan los salmos, los himnos y las lecturas de la liturgia. Se can­ta constantemente. La vida benedictina está inmersa en la mú­sica. ¿Por qué? Porque el benedictino sabe, como el músico-poeta salmista de hace miles de años, que Dios dice lo inefa­ble con la música. ¿Y qué es la vida, sino un interminable in­tento de descubrir lo inefable?

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La música apaga la sed de belleza. Viene a nosotros de no sé sabe dónde y toca en nosotros algo que ignorábamos que poseíamos.

«La música toca zonas de nuestro ser a las que no pode­mos llegar de otra manera», decía Keith Bosley. La comuni­dad judía, un pueblo que estuvo sin tierra durante miles de años, ha concedido a la música -una música sumamente ex­presiva- un lugar preferencial en su corazón y en su oración. La música era el único arte que los judíos podían llevar con­sigo sin que supusiera carga alguna en su huida de un refugio a otro. De ellos hemos aprendido que la patria tiene tanto que ver con la música de los sentimientos como con un lugar determinado.

La música es el sonido del alma universal que expresa el dolor, la esperanza y la fe que todos nuestros pequeños exilios interiores suscitan en nosotros. «Donde hay música -escribió Cervantes- no puede haber mal». O, cuando menos, el mal puede ser purificado por la belleza.

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Toda música es música: unas veces, obviamente, más pri­mitiva; otras, más educada, cultivada y compleja; pero siem­pre tan natural y tan expresiva como el llanto del recién naci­do, con su mezcla de alegría, esperanza y desamparo. Es cosa ya del espíritu determinar qué dice la música de Mozart que sea distinto de lo que dice el «rap».

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La música es la poesía del pobre, del viajero, del que tie­ne las manos vacías.

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La sinfonía hace de la vida, rutinaria y árida, una sinfonía por sí misma.

Hay una música que exalta el espíritu y demuestra la agu­deza de la mente humana. Y hay otra música que vuelve ba­nal el amor por el ritmo y el gozo por la melodía, falta de pro­fundidad y de dulzura y que no hace sino sumarse al reperto­rio mundial de estridencia y vulgaridad. ¡Ojo a la diferencia! Puede estar en juego tu alma.

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Decía Paul Whiteman que «el jazz llegó a Norteamérica encadenado hace trescientos años». El alma que está llena de música, está llena de una riqueza y una libertad de expresión que nadie puede esclavizar.

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La música es el único lenguaje que trasciende los límites entre la ultimidad de Dios y la incapacidad de los humanos. «En mi vida he comprendido un compás de música -decía el gran compositor Igor Stravinsky-, pero sí lo he sentido».

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La música no «significa»; la música expresa. Las oracio­nes que no pueden formularse en prosa es siempre preferible cantarlas.

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Las palabras se hacen viejas y predecibles incluso en la oración. Pero la música, con sus vueltas y revueltas, sus ar­monías y disonancias, nos eleva siempre por encima de don­de habríamos deseado estar en un momento dado para enfren­taros a la realidad del lugar en el que estamos. La música to­ca las realidades emocionales del yo que a menudo nos gusta­ría evitar.

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Hemos tenido tanto miedo a los sentimientos a lo largo de la historia humana que incluso la música empezó a verse arrinconada por normas, restricciones y controles. Pero siem­pre y en todas partes, antes o después, una marcha, un villan­cico, un gran final de órgano o un conmovedor himno litúrgi­co en Viernes Santo irrumpe, gracias a Dios, para hacernos de nuevo humanos.

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La música es lo único a lo que no podemos sustraer nues­tras almas. Se abre paso en nuestro corazón y le obliga a abrir­se al ahora.

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Las ondulaciones del canto gregoriano convierten la ora­ción en un encuentro con lo sagrado que aguarda justamente detrás de las palabras.

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Danzar una oración es abandonarse al Dios del viento y de la lluvia, donde la gracia mana bravia y libremente.

La música es un recordatorio del misterio de Dios. Un es­peranzado recordatorio de que el misterio es gracia.

Hay música en el cosmos, música en el mar, música en el viento, música sin límites ni trabas en el corazón humano. Liberarla en nosotros mismos es el primer paso en el camino hacia una vida espiritual ascendente.

Dice un proverbio escocés: «Doce escoceses y una gaita bastan para una rebelión». Con la música hacemos un montón de cosas que nunca haríamos sin ella, como esperar y sonreír, intentarlo con nuevos bríos y permitir que aflore el sentimien­to hasta que nos tiemblen las piernas.

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La música -los himnos nacionales, los cantos populares, los cánticos religiosos, el canto coral- unen a un pueblo. «Quien escucha música -decía Robert Browning- siente có­mo su soledad se ve habitada de inmediato». Si no hay músi­ca de grupo, no hay grupo que valga. De hecho, ni siquiera hay un yo.

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Las piezas musicales que amamos son los recuerdos que atesoramos. Son la familia, la vida espiritual, los sueños de nuestra vida.

Si sabes qué música no puedes soportar, sabrás con qué clase de recuerdos no has conseguido aún reconciliarte.

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Cuando Dios puso la música en el corazón humano, puso también la oración. La oración verdadera, no la recitación de fórmulas.

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«De todos los instrumentos musicales -decía Shusha Guppy-, la voz humana es el más hermoso, pues fue creado por Dios». Obviamente, Dios desea que con nuestras voces hagamos algo más que simplemente quejarnos, explicarnos, alabar o suplicar. Dios desea que nos liberemos.

La razón de que no dancemos tanto como el espíritu hu­mano merece es que no confiamos en nuestro cuerpo ni en nuestros sentimientos ni en nuestra verdad. Por eso reprimi­mos las ganas de hacerlo y nos preguntamos por qué tenemos úlceras y esofagitis.

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La música nos lleva, más allá del conocimiento, a la ilu­minación. Nos permite comprender lo que no podríamos com­prender de otra manera. El conocimiento es limitado; la com­prensión carece de límites. En una comunidad benedictina, to­do el mundo canta, no porque sean cantantes, sino porque el cantar libera esa parte de nosotros que necesita estar en sinto­nía con Dios.

Todo el mundo es musical. Es algo que connatural al cuer­po. Pero no todo el mundo es músico. Cuando confundimos ambas cosas, dejamos sin explotar una parte de nuestro yo más profundo. Pon un CD, sube el volumen y abandónate. Cuando haya terminado, serás una persona diferente. Más li­bre. Puede que incluso mejor.

Una iglesia que no canta es una iglesia en la que la oración y la liturgia han quedado reducidas a una parte de representa­ción y tres partes de magia, donde una sola persona actúa por todos en la esperanza de que el efecto repercuta en lo más pro­fundo de nuestra alma y realice en ella los cambios que tanto necesitamos.

Mi comunidad benedictina es una comunidad que canta. Pensándolo bien, puede que sea por eso por lo que somos una comunidad. Amiel lo expresa así: «La música es armonía, la armonía es perfección, la perfección es nuestro sueño, y nues­tro sueño es el cielo».

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La música no sirve para nada, excepto para extraer algo de nuestros rutinarios espíritus.

A pesar de todo, tengo una amiga que asegura que no re­conocería un Do sostenido aunque se le cayera encima, y apuesto a que hay un montón de benedictinos que no tienen el más mínimo oído. Lo que quiero decir es que la música fun­ciona tan bien en la ducha como en cualquier otro lugar. Y, en todo caso, como decía Beecham, «los compositores deberían escribir canciones que los chóferes y los chicos de los recados pudieran silbar».

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C O M E N S A L I D A D

Sabiduría 16,20

Alimentaste a tu pueblo con manjar de ángeles y le diste pan del cielo

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Durante el noviciado empiezas a reparar en las pequeñas co­sas; por ejemplo, cómo la maestra de novicias tira de su velo cuando algo le divierte, o cómo se coloca el escapulario cuan­do algo no le hace ninguna gracia; cómo la hermana encarga­da de la ropería está con los brazos apoyados sobre el mostra­dor cuando no tiene demasiado que hacer; cómo cambia el to­no de voz de la portera cuando le pides que llame a una per­sona por cuarta vez consecutiva... Lo que nuestras novicias observaban era que siempre había uvas pasas en las gachas los días en que se celebraba alguna fiesta importante y se podía hablar en las comidas.

Por entonces, esos días eran once en el calendario anual de la comunidad: no tantos como para que no pudiera memori-zarse la lista, pero sí los suficientes como para tener por se­guro que habríamos de prestar mucha atención a las gachas. «¿Qué ocurriría -se preguntaban las novicias a las que les to­caba trabajar en la cocina- si pusiéramos pasas en las gachas un día ordinario?; ¿pensaría la priora que era festivo y recita­ría automáticamente la oración que indicaba que había autori­zación para hablar en el desayuno?».

De modo que un día lo intentaron. La madre Sylvester se fijó en sus gachas, miró a las restantes componente del conse­jo, sentadas a su lado, echó otra ojeada las gachas, puso una o

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dos pasas al lado del tazón para observarlas más de cerca, mi­ró a la comunidad, frunció el ceño, se quedó mirando fija­mente las pasas... y recitó la oración.

Recuerdo el alegre murmullo de regocijo en el comedor, la confusión que se produjo en la cabecera de la mesa princi­pal cuando la priora y su consejo consultaron sus ordos y sus calendarios de bolsillo, las risitas de la mesa de las novicias... y la expresión de horror en el rostro de la maestra de novicias. Recuerdo también que nunca volvió a suceder. Pero algo ha­bía quedado claro: los días festivos tienen algo que ver con la comida. La celebración de la vida tiene algo que ver con la co­mida. La comida es el aglutinante y el centro de la construc­ción de la comunidad humana.

Y yo empecé a entender la vida, la comunidad, la celebra­ción y la Eucaristía muchísimo mejor.

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Compartir una comida con otra persona es el comienzo del entendimiento. Los desayunos de trabajo y las comidas de negocios son una contradicción en los términos. Nos reuni­mos y negociamos, o comemos y hablamos. No podemos ha­cer ambas cosas al mismo tiempo, porque la una es oficial y la otra personal. Es un binomio irreconciliable.

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Es en la comida donde todos los elementos de la vida se unen: la conversación, el tiempo, la belleza, el descanso y nuestra conciencia de la fascinación que sentimos por las per­sonas y de nuestra necesidad mutua.

La hora de comer es un microcosmos de la vida entera: hay pocos momentos a lo largo del día en que la interdepen­dencia de un grupo sea más palpable. Aquí nos preparamos la comida unas a otras, la servimos, la compartimos, y recoge­mos y fregamos juntas los platos. Esperar que una persona sir­va todo a todos los demás y en todas las ocasiones no es pro­pio de una familia; es servidumbre.

«Un invitado en casa -dice un proverbio ruso- es una fies­ta para la familia». Celebrar comiendo es dar a los demás lo que tienes, pero también disfrutar de lo que te ha sido dado. Es un signo de que somos capaces de dar de nosotros mismos con solicitud desbordante y alegría sin límites.

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La comida nos pone en contacto con la naturaleza, con no­sotros mismos y con el futuro. Nunca debe ser tomada a la li­gera. Todo cuanto comemos, o bien nos desarrolla o bien nos destruye. Elegir lo que comemos es un acto de creación sólo superado por la generación de la vida.

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«Para quien tiene el estómago vacío -decía Gandhi- la co­mida es dios». Carecer de comida es reducir la vida a su más primitiva condición. ¿Cómo puede una persona disfrutar de la belleza, centrarse en ella, crearla o tener bellos pensamientos, si lo que le preocupa es saber si tendrá algo que comer? Y nos preguntamos por qué las zonas deprimidas de las ciudades son tan lúgubres y están tan descuidadas...

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En mi comunidad, como en cualquier familia, es en la me­sa donde nos conocemos unas a otras. Descubrimos cómo les ha ido durante el día a las hermanas, nos enteramos de lo que cada una de nosotras piensa acerca del mundo que nos rodea, y como las hermanas mayores se mezclan con las jóvenes, nos enseñamos mutuamente cuál es nuestra historia como grupo. ¿De qué hablas en la mesa: de las contrariedades o de las ale­grías que has tenido a lo largo del día?

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«Una buena comida -dicen los franceses- debe comenzar siempre con apetito». Nada arruina tanto el gozo de comer co­mo el comer en exceso.

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Andar picoteando constantemente es un hábito que impi­de apreciar de veras la comida. Cuando estamos comiendo constantemente, no estamos comiendo en absoluto; simple­mente, alimentamos nuestras irritaciones y reducimos nuestra conciencia de la re-creación.

La cultura moderna ha hecho de la comida una obsesión: en lo único que pensamos es en lo que debemos o no debemos comer. Es difícil decir cuál de ambas cosas es peor.

Si eres capaz de comer con tu enemigo, no seréis enemi­gos por mucho tiempo. ¿Cómo es posible compartir con al­guien los bienes de la tierra y odiarlo al mismo tiempo? Cuando no estés seguro de si alguien te agrada o te desagra­da, invítale a comer contigo, y lo más probable es que acabe agradándote.

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Preparar una comida para alguien es dar de ti mismo de un modo que sabes va a complacerle. Por eso el cocinar no es asunto exclusivo de las mujeres. La mera idea de preparar la co­mida familiar nos hace revisar el concepto mismo de familia.

Hay días durante el año en que celebramos una comida es­pecial, con un menú o unos postres especiales. Los días de

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Acción de Gracias, de Navidad y de Pascua, así como las ex­cursiones campestres y los cumpleaños conllevan una comida especial. Personalmente, me gustaba comer sandía el día de la Independencia, porque así era cómo mi padrastro intentaba ganarse mi amistad cuando estaba cortejando a mi madre. Años después de su muerte, sigo comiendo sandía todos los años en ese día. La comida nos pone en contacto con la gen­te... aun cuando ya no esté entre nosotros.

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La finalidad de seguir repitiendo un menú mucho después de producirse el acontecimiento inicial no es en absoluto la co­mida en cuanto tal, sino la serie de recuerdos y asociaciones que la comida conlleva. Así, en cierto modo, gracias a la co­mida, el acontecimiento nunca deja de existir. Habría que pre­guntarse si la vida sin comidas especiales es verdadera vida.

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Decía Pearl S. Buck que «la comida no debería ser una mercancía que se compra y se vende como compran y venden las joyas quienes tienen dinero para ello. La comida es una necesidad humana, como el agua y el aire, y debería ser un bien de libre acceso». Una de las cosas que no habría que «re­formar» cuando un país reforma sus programas de bienestar social la constituyen, sin lugar a dudas, los cupones de comi­da. Tal vez por eso Jesús viniera como «el pan de vida».

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Una comida es un acto social que une a la gente. «Más tristeza que la visión de un indigente o de un mendigo -dice Jean Baudrillard- produce ver a alguien comer solo».

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Si quieres crear la unión entre los vecinos, organiza una fiesta para ellos: salchichas en el patio y pizza en la terraza. Sirve lo que sea donde sea, pero sírveselo a todos, y observa cómo cambia el ambiente social de un lugar extraño.

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Cuando éramos novicias, no nos estaba permitido comer entre horas. Aquello me resultaba muy extraño. Después de todo, ¿qué tiene de malo comer una manzana entre horas? Pero, a medida que fui haciéndome mayor, empecé a com­prender que la comida es algo demasiado especial como para tomárselo tan a la ligera.

«La gula -decía Peter De Vries- es un escape emocional, un indicio de que algo está carcomiéndonos». Si tenemos que calmar nuestra ansiedad comiendo, si descubrimos que come­mos, no porque tengamos hambre, sino para sentirnos bien o para descansar un rato, es evidente que lo primero que debe­mos hacer es afrontar lo que está desazonándonos.

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El no tener suficiente comida produce dolor; el disponer de una comida especial proporciona consuelo; el comer de­masiado es una forma de autodestrucción silenciosa.

Compartir la comida con una persona es compartir con ella la vida. Es un acto lleno de significado y que merece con-

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centración, una presentación artística y una preparación cui­dadosa. Los animales devoran; las personas comen.

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Poner comida de cualquier manera sobre una mesa para un consumo rápido que satisfaga la necesidad básica de ali­mentarse reduce el significado espiritual, el valor social y la dimensión humana de la comida. Significa convertir ésta más en un acto de cría y conservación que en un acto de comunión con la tierra y un canto de celebración de la vida.

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El hecho de que hayamos hecho de nuestro mundo un in­menso autoservicio o cafetería de comida rápida puede expli­car en parte por qué nos hemos convertido en una cultura tan alienada. Nunca nos sentamos con nadie el tiempo suficiente para poder conocerlo, ni siquiera con nuestra familia, nuestros vecinos, nuestros compañeros o nuestros hijos.

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Aprender a cocinar bien, a servir apetitosas comidas en mesas bellamente preparadas, a hacer de la comida un sacra­mento de la comunidad humana, es el primer paso en el ca­mino del aprendizaje del arte de vivir.

Decía un cómico: «Antes, cuando volvíamos a casa del trabajo, solíamos preguntar: "¿Qué estás cocinando?"; ahora preguntamos: "¿Qué estás descongelando?"». La cuestión es: ¿qué ha ocurrido para que estemos demasiado ocupados como para cocinar una comida, ponerla en una fuente para servirla

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en la mesa y sentarnos a comerla tranquilamente? ¿Es eso es­tar ocupado o es más bien un suicidio... de una u otra especie?

Es lamentable que se haya perdido la costumbre de comer a diario en familia. Puede que quien mejor lo haya expresado haya sido Judith Martin: «La mesa del comedor es el centro de la enseñanza y el ejercicio, no sólo de los buenos modales a la mesa, sino de la conversación, la consideración, la tole­rancia, la sensación de familia y todas los demás cualidades de la buena sociedad, excepto el minué».

Nunca discutas durante la comida. En primer lugar, pro­duce úlcera; en segundo lugar, es un insulto para el cocinero.

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Un proverbio letón dice que «un rostro sonriente es media comida». Ve a comer con la intención de disfrutar de la com­pañía, y la comida se encargará de lo demás.

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Emplear los alimentos como un arma política puede ser el mayor pecado social imaginable. O, como dijo el senador George Aiken, «nunca he sabido de un país que haya alcanza­do la democracia pasando hambre».

«El exceso de comida te quita el apetito -dice un prover­bio chino-, y el exceso de palabras resulta inútil». Si quieres

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disfrutar de una buena comida, come un poco menos. Si quie­res disfrutar de una conversación, escucha un poco más.

Para terminar, leamos lo que anunciaba una hoja parro­quial (no es un chiste): «Cena sorpresa en los bajos de la igle­sia. A continuación, oración y medicación». Pues es multitud la gente que, sencillamente, no se entera.

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E L MISTERIO DE LA MUERTE

Salmo 23,4

Aunque fuese por valle tenebroso, ningún mal temería, pues tú vienes conmigo;

tu vara y tu cayado me sosiegan.

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Cuando dos jóvenes hermanas, la hermana Mary Bernard, con quien yo había dado clase, y la hermana Ellen, con quien ha­bía yo ingresado en la comunidad, murieron junto con sus pa­dres en un accidente de tráfico, el sobrecogedor vacío que de­jaron en medio de nosotras sumió a toda la comunidad en un deprimente estado de ánimo. Habíamos perdido a unas her­manas; habíamos perdido una larga amistad. Obviamente, te­níamos una especie de fe automática para dar y tomar, pero nos costaba sonreír, y la verdadera alegría del corazón parecía haberse esfumado para siempre. Pero un día me llegó una car­ta que tenía un tono bastante distinto.

La autora de la misma era una de las grandes mujeres de la orden benedictina. Había sido durante años priora y maes­tra de novicias y había desempeñado cargos de nivel nacional. Todas sabíamos que se trataba de una mujer profundamente espiritual. No una beata al uso, sino una verdadera mujer del espíritu. Era también una mujer callada y reflexiva, la clase de oyente que nunca habla demasiado en una conversación, pero cuya carta venía como anillo al dedo. Hoy tan sólo recuerdo una línea de dicha carta, pero esa única línea cambió para siempre mi manera de ver un montón de cosas. «La muerte te despoja -me escribía-, pero también te enriquece. Tal vez ahora no lo comprendas, pero llegarás a ver la verdad de lo que te digo antes de lo que tú piensas».

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Han pasado treinta años, y esas palabras se han hecho más claras cada día. En primer lugar, después de la muerte de Ellen y Bernard, todas nos volvimos más valiosas que antes unas para otras. Durante todos los años transcurridos desde entonces, cuando veo a la comunidad congregarse en torno al cadáver de una hermana a las puertas del monasterio, que es parte de nuestros ritos funerarios, sé que la comunidad se ha­ce tan fuerte con la muerte de cada una de nosotras como con la ceremonia de entrada de una persona nueva en el grupo. Cuando escucho las oraciones por la moribunda en el corre­dor en que se encuentra su habitación, y oigo el sonido de la campana del monasterio que nos convoca a todas junto al le­cho de muerte de alguien con quien hemos vivido, de quien hemos aprendido y a quien hemos querido durante años, sé que todas somos más ricas, con todo nuestro dolor, por haber sido servidas por esa mujer.

Cuando paso por delante de la lápida necrológica situada fuera de la capilla y en la que figura la lista de todos los miem­bros de la comunidad que han fallecido desde 1856, caigo en la cuenta de que nadie muere jamás en esta comunidad, sino que, simplemente, está con nosotras de una manera diferente. Cuando cruzo de un lado del monasterio al otro, pasando por el Jardín de los Recuerdos y bajo el corredor Memento Morum, en cuyos pilares están colocadas las lápidas de las hermanas cuyas vidas adquirieron esta propiedad, construyeron este edi­ficio y formaron generación tras generación a las jóvenes her­manas que las siguieron, sé que realmente no las hemos per­dido. Simplemente, ahora viven de otra manera en nosotras. Es verdad -pienso una y otra vez-: «la muerte te despoja, pe­ro también te enriquece». Te hace más reflexiva, más agrade­cida por la vida, más consciente de tu deuda para con la hu­manidad y del sentido de tu vida. La muerte es algo suma­mente vibrante. Nos hace a todos comenzar juntos de nuevo más agradecidos unos a otros que nunca.

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La muerte pone a la persona en una nueva órbita. Te hace encontrar tu camino solo de nuevo. Te exige volver a empezar. Te hace madurar de un modo que jamás habrías elegido, pero que necesitas de veras aprender.

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La muerte no es dura porque ponga fin a una relación, si­no porque interrumpe la elaboración de recuerdos, que es la verdadera esencia de la vida. «No hay mayor dolor -escribió Dante- que la desdicha de recordar tiempos mejores».

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Los recuerdos le dan a la vida sustancia emocional. Sin nuestros recuerdos, sólo podríamos identificarnos con nuestro yo biológico y con nuestro trabajo. Para vivir como es debido no debemos jamás rechazar la oportunidad de conocer a otra persona lo bastante bien como para echarla en falta cuando desaparezca.

«El cuerpo muere -dice el Dhammapada-, pero el espíri­tu no es enterrado». El espíritu de la persona es lo que sigue viviendo en quienes la han amado, mucho después de que el cuerpo haya finalizado su tarea.

Cuando una hermana muere, la comunidad se congrega la noche antes del funeral para la ceremonia de «Celebración de

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los Recuerdos». Nos contamos unas a otras las anécdotas de la presencia de esa hermana en la vida de cada una. Habrá quien considere eso una pérdida de tiempo, pero nosotras sa­bemos lo valioso que es hacer un inventario emocional de vez en cuando. Saber que algo de todas las personas que hemos conocido vive en nuestra vida es comprender lo generoso que el mundo ha sido con nosotras.

Del mismo modo que el feto se resiste a nacer, así también todos nos resistimos a morir. Es extraño: si la vida tiene algún sentido, entonces la muerte es tanto el paso a un nuevo y me­jor comienzo como el proceso de nacimiento a una nueva y estimulante vida. Pero, al igual que el feto, ¡cómo nos aferra­mos al calor, a la oscuridad y a lo conocido...!

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«El día que temas que será el final de todas las cosas -es­cribió el filósofo romano Séneca- será el día en que nazcas a tu eternidad». Como, gracias a la bondad de Dios, las cosas han ido tan bien hasta ahora, ¿por qué dudamos de que vayan a ir incluso mejor?

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Dado que la muerte forma parte natural de la vida, ¿qué puede tener de malo? «El acto de morir -decía Marco Aure­lio- es también uno de los actos de la vida». Ocultarlo, ne­garlo, resistirse a ello, no es sino rechazar los dones de antici­pación espiritual, de fe y de preparación que ofrece.

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Dios permite la muerte para darnos a todos una oportuni­dad constante de reflexionar sobre lo que estamos haciendo con nuestra vida.

Cuando renunciamos a hacer algo que merece la pena, acabamos con la posibilidad de una nueva vida en nosotros y nos condenamos a morir una y otra vez.

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No es la muerte lo que nos derrota. Es negarnos a vivir to­da la vida que tenemos lo que insensibiliza el corazón y el al­ma, por más que no dejen de latir y alentar.

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La cuestión no es si puedes hablar con las personas a las que quieres después de su muerte. La cuestión es si te has de­tenido lo suficiente a escucharlos cuando estaban vivos.

Hay un momento en la vida en que empezamos a leer las esquelas antes que los titulares del periódico. Es señal de que al fin hemos comprendido lo valiosa que es realmente la vida. Si no te ha sucedido aún, ruega a Dios que te suceda.

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«La muerte -según el Libro Tibetano de los Vivos y los Muertos- es un espejo en el que se refleja todo el sentido de

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la vida». Pregúntate ahora qué es aquello por lo que quieres ser recordado, y sabrás exactamente cómo deseas vivir el res­to de tu vida.

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Lamentar la muerte de alguien a quien hemos perdido es el mayor tributo que un ser humano puede rendir a otro. ¿Has conocido a alguna persona cuya pérdida sigas aún llorando? Si no es así, puede que sea el momento de preguntarte qué es lo que ello revela acerca de tu capacidad para relacionarte con la vida.

Nadie puede prepararse para la muerte. Sólo podemos vi­vir la vida de tal manera que cada noche tengamos algo por lo que estar agradecidos, y cada mañana algo por lo que levantarnos.

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La muerte es la manera que tiene Dios de inducirnos a res­petar la vida. Mientras el medio ambiente siga siendo destrui­do impunemente, los niños maltratados inmisericordemente, y haya personas que mueren de hambre sin que se nos caiga la cara de vergüenza, no habremos aprendido aún las lecciones de la muerte.

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Cada muerte que experimentamos se supone que debe en­señarnos algo. Es importante que seamos conscientes de ello y lo aceptemos, porque cada muerte a nuestro alrededor nos acerca un paso más a la nuestra.

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La muerte es tanto una promesa como una amcna/.a. lis el único recordatorio que tenemos de que, sea lo que sea lo que ahora nos desazona, ciertamente se acabará algún día.

La muerte es el gran misterio de la vida. Nos fascina. Es la mayor sorpresa de la vida. Si no nos hubieran hecho temer­la tanto, la esperaríamos con ansiosamente, como los niños esperan el gran árbol de Navidad de la vida.

Nos aferramos a la vida como si, frente al universo, fuera el único bien que Dios nos regala. Sin embargo -piénsalo bien-, ciertamente no la echábamos en falta mientras no la te­níamos. ¿Cuál es, pues, el problema? Como decía el filósofo romano Lucano, «los dioses nos ocultan la felicidad de la muerte para que podamos soportar la vida».

La muerte nos ofende como si fuéramos los artífices de nuestra vida y tuviéramos derecho a ella. Joyce Cary lo ex­presaba así: «Considero la vida un don de Dios. No he hecho nada para ganármela. Ahora que se acerca el momento de de­volvérsela, no tengo derecho a quejarme».

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La persona que está siempre esperando tiempos mejores para hacer algo, está ya muerta en gran medida.

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Cuando hemos amado a alguien lo bastante como para considerar que el mundo se queda vacío con su desaparición, es que al fin hemos llegado a la vida.

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Valoramos a las personas después de su muerte, pero las obligamos a probar su valor mientras viven. El puro coraje de vivir es la dimensión con la que calibramos la distancia entre ambas cosas.

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La muerte no nos libera de la vida; nos libera de nosotros mismos para que podamos gozar lo que la vida trata de darnos.

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Hay una muerte del espíritu mucho que es mucho peor que la muerte del cuerpo, porque nos priva de la energía, de la solicitud y del compromiso. Tira de nosotros hacia abajo, has­ta que decidimos por nosotros mismos levantarnos y comen­zar de nuevo.

Cada persona que muere exige que alguna otra viva de manera diferente. La muerte es una invitación a quienes nos quedamos aquí a hacer lo que nunca hemos hecho, a hacerlo con confianza y a hacerlo gozosamente, para no morir antes de habernos permitido vivir plenamente.

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La muerte es un momento de iluminación. Es esa pausa en la vida que nos da derecho a doblarnos de dolor sin pedir dis culpas y sin avergonzarnos. Es el momento que aprovecha Dios para recordarnos que sólo nosotros somos responsables de nuestra felicidad, de nuestras actitudes, de nuestra evolu­ción y de nuestros fracasos. La verdad es que la muerte nos re­mite a nosotros mismos. No es de extrañar que lloremos tanto.

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El capellán de la agrupación local de Jugadores Anónimos rogó solemnemente por los que habían muerto desde la última asamblea. «Nuestros hermanos no han muerto; tan sólo duer­men», dijo el capellán una y otra vez. Finalmente, un tipo des­de el fondo de la sala gritó: «¡Muy bien, reverendo, ya ha he­cho usted su apuesta! ¡Yo hago la mía: cincuenta a uno a que están muertos!».

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ESPERA

Isaías 9,1

El pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz,-

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Esperar se ha convertido en una ocupación pública para todos nosotros. Esperamos que suene el teléfono, que avance con ra­pidez la fila para pagar en la caja del hipermercado, y que las clases terminen. Esperamos a que el bebé se vaya a dormir y que nuestra nieta pase a visitarnos. Esperamos que nos hagan el ingreso de la Seguridad Social y que los vecinos apaguen la música para poder al fin pensar un poco. Esperamos que lle­guen el cartero y el periódico, así como las noticias. Yo me he pasado la vida esperando que los aviones despeguen, los orde­nadores arranquen y las impresoras impriman. Son cosas ruti­narias todas ellas; pero lo cierto es que la espera es tanto una enfermedad social como una gracia en nuestra vida. Lo malo es que tenemos que elegir entre ambas cosas. Lo malo es que nos pasamos la vida esperando sin saber cómo esperar.

Pero no sucede así en mi monasterio. Aquí sabemos espe­rar muy bien. En realidad, hemos liturgizado la espera. El Adviento -ese período de espera de cuatro semanas previo a la Navidad- es una serie de acontecimientos destinados, no a re­trasar la celebración navideña, sino a realzarla. Es una especie de gratificación pospuesta que culmina en una forma de satis­facción que es más enriquecedora por haberse hecho esperar.

Celebramos semanalmente vigilias de Adviento donde la oración a la luz de las velas es una metáfora de la vida en ge­neral. Encendemos poco a poco las velas de vigilia a lo largo

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del pasillo que conduce a la capilla, para iluminar el camino hacia el centro espiritual del monasterio. Vemos cómo las lu­ces de la gran corona de Adviento de la capilla se van ilumi­nando de semana en semana. No cantamos villancicos antes de Navidad. No ponemos adornos hasta la semana misma de la Navidad. Esperamos y nos preparamos interiormente mien­tras lo hacemos.

Y entonces, de pronto, la Navidad estalla radiante: las an­tífonas «Oh» cantan el deseo de plenitud en la vida espiritual; los «belenes» empiezan a aparecer en todos los rincones del mundo; el «misterio» navideño es bendecido por la comuni­dad; el árbol es decorado y encendido; el coro canta villanci­cos internacionales; y la espera de la nueva vida se convierte, finalmente, en la Navidad propiamente dicha. La espera con­templativa, la espera llena de sentido, es lo que hace de la Navidad una experiencia, en lugar de un mero hecho. Es una lección destinada a impregnar el año entero.

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Podemos esperar vacíos o podemos esperar llenos. Todo depende de lo que hagamos con el tiempo. Los que esperan vacíos, se irritan o se dispersan. Los que esperan llenos, se van enriqueciendo con el paso del tiempo.

Los que esperan vacíos, esperan sin propósito alguno. Los que esperan llenos, hacen algo que los cambia incluso a ellos mismos para cuando obtienen lo que están esperando.

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La Navidad se supone que no debe ser una orgía consu­mista, sino la contemplación de la posibilidad de una nueva vida... incluso en nosotros.

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El Adviento nos permite reconsiderar en qué consiste la vida espiritual que está tratando de renacer en nosotros: un nuevo deseo de Dios, la esperanza en su bondad, los signos de su presencia en torno a nosotros que tan a menudo pasamos por alto, la conciencia de que Dios está en extraños lugares... Sin el Adviento correríamos el riesgo de no vivir tampoco la Navidad.

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Sin la gracia de la anticipación o el presentimiento, nin­guna experiencia puede ser plenamente dulce.

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«Nada de cuanto esperamos -decía La Rochefoucauld-responde jamás del todo a nuestras expectativas, pero sí nos deja algo que desear». Y tener algo que desear es siempre Navidad para el corazón.

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«Lo que presentimos, rara vez ocurre -decía Disraeli-, y lo que menos nos esperamos suele suceder». La anticipación es el proceso de estar preparado para ambas cosas.

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Lo importante es permanecer en la espera misma, centrar­se en la preparación interna para los momentos importantes, más que en la parafernalia exterior que los acompaña. De lo contrario, nos veremos tan inmersos en nuestras fantasías so­bre ellos que nunca estaremos verdaderamente preparados cuando acaezcan.

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Pasamos sin transición del Día de Acción de Gracias en jueves al día de Navidad en viernes como si el tiempo entre ambos días careciera de valor, excepto para comprar e ir de fiesta en fiesta. Y luego nos preguntamos por qué no ponemos el corazón en ellos cuando, para empezar, no hacemos nada por preparar el corazón para ellos.

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Lo mejor de la espera es que es buena para el alma. «Nos gusta esperar -decía Samuel Johnson-, y cuando la expectati­va se ve finalmente frustrada o realizada, queremos esperar de nuevo». La expectativa es el gran señuelo espiritual de la vi­da. Nos dice siempre que en la vida hay más de lo que ahora conocemos. Lleva directamente a Dios.

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La espera es sumamente educativa. Nos dice quiénes somos realmente y cómo abordamos en realidad la gran aven­tura de la vida: de manera reflexiva, apresurada, egoísta, pro­funda...

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La espera nos libra de ser esclavos del futuro. Nos permi­te pensar en otras opciones, por si lo que esperamos no llega. Nos exige llenar el tiempo de una manera que sirva para en­sanchar el espíritu. Nos hace tomar conciencia del presente.

El problema no es esperar. Es nuestro modo de esperar lo que determina la calidad de nuestra vida, tanto espiritual co­mo psicológica.

La capacidad de esperar es la capacidad de resistir, crecer, gozar y tener esperanza.

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La espera es la dimensión de la esperanza que faculta a la persona para prepararse sin garantía alguna de éxito.

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Pasar apresuradamente de un acontecimiento importante a otro, sin tener la oportunidad de disfrutar de los días interme­dios, sencillamente mata el sabor de la cosa misma. No es la comida lo que nos deleita; es el modo en que es preparada lo que marca la diferencia. No es el acontecimiento lo que nos cambia, sino el carácter de la espera.

El Adviento, si le prestamos verdadera atención, es la fies­ta de la vida. Nos recuerda que el trayecto hacia la novedad es largo y oscuro, y puede acabar dando la impresión de no haber llegado. Entonces podemos saber al fin que hemos desembo­cado en esa sensación de vacío que sólo Dios puede llenar.

El Adviento es búsqueda en la oscuridad. Es «una llama­da a vivir plenamente despierto -escriben Philip Berrigan y Elizabeth McAlister- para poder estar atentos a la acción de Dios en nosotros». Es la llamada a ocuparnos de nuevo de las luces puedan estar extinguiéndose en nuestros corazones y es­perar que sean encendidas de nuevo como sea.

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El Adviento nos pone en camino hacia una nueva com­prensión, una nueva conciencia y una nueva energía espiritual.

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Aprender a esperar como es debido es uno de los talentos secretos del alma. Da la ocasión de crecer en la oscuridad.

La espera no es algo pasivo. Requiere carácter. Requiere comprometerse a una preparación que vaya más allá de lo me­ramente superficial, para que tanto el acontecimiento como la celebración puedan tener un significado.

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Para celebrar bien la Navidad es preciso vivir bien el Adviento. Aprender a esperar en santa anticipación es parte del ejercicio espiritual de la vida.

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El mensaje básico del Adviento es que la esperanza nunca muere: ni nuestra esperanza en Dios ni la esperanza de Dios en nosotros.

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La falta de consideración contemplativa por culpa del con-sumismo navideño sofoca muchas veces los sonidos del Adviento. Peor aún: no sólo vacía de sentido la Navidad, sino que puede que incluso también el resto del año.

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La Navidad no sólo conmemora el nacimiento de Jesús, sino que en realidad pretende marcar el nuevo comienzo de espíritu y de vida, comprensión y compromiso, que llevamos toda la vida esperando.

Gracias al Adviento, ahora sabemos que el disfrutar de la vida es un atributo de Dios que clama por hacerse realidad en nosotros.

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Si no fuera por el Adviento, tal vez no percibiéramos el mensaje de que no estamos llamados a ser perfectos, sino tan sólo a estar arrepentidos, para así poder seguir adelante. De lo contrario, la búsqueda de lo inalcanzable podría sofocar por completo en nosotros cualquier otra búsqueda.

La Navidad es la prueba de que la impotencia no es debi­lidad. Al contrario: es una llamada al coraje.

Decía B.C. Forbes que «cualquier cosa que inspire al­truismo contribuye a ennoblecernos». La Navidad mide nues­tro coeficiente de altruismo.

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Agradece lo que está llegando a su fin. Prepárate para lo que te aguarda, disponiendo el terreno del alma para todo cuanto Dios quiera enviar.

«Ojalá alcances los dos principales dones en estas fiestas -dijo John Sinor-: alguien a quien amar y alguien que te ame». Y eso, queridos amigos, es en definitiva de lo que están hechos los felices años nuevos.

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