13 ficha de catedra 1 - antropologia y psi
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Universidad Favaloro
Facultad de Medicina – Carrera de Psicología
Ficha de Cátedra – Asignatura: Antropología
Antropología y disciplinas “psi”
Mercedes Sarudiansky
La integración entre antropología, psiquiatría y psicología se ve actualmente plasmada en
diversas subdisciplinas –psiquiatría transcultural, psicología cultural, psicología cross-cultural,
entre otras- las cuales, desde mediados del siglo XX –en especial después de la Segunda Guerra
Mundial- han tenido un extenso desarrollo hasta nuestros días. Este desarrollo puede verse
fácilmente representado por una proliferación de publicaciones científicas especializadas en el
tema. Revistas tales como Transcultural Psychiatry –publicada en conjunto por los departamentos
de Psiquiatría y Antropología de la Universidad de McGill, Canadá, desde 1956, bajo el nombre
de Transcultural Research in Mental Health Problems-, Journal of Cross-Cultural Psychology –
desde 1970, publicada por la International Association for Cross-Cultural Psychology-, Culture
& Psychology –editada por Jaan Valsiner, de la Universidad de Clark en Estados Unidos desde
1995- son sólo meros ejemplos de la importante difusión que ha tenido estas nóveles
subdisciplinas en los últimos tiempos.
Distintos autores (p.e. Bains, 2005; Triandis y Brislin, 1984; Triandis, 2007) han señalado el
trabajo de diferentes antropólogos de principios del siglo XX como los principales promotores de
la futura integración de las disciplinas “psi” con las perspectivas antropológicas de la cultura y el
comportamiento humano. De esta manera, figuras como Franz Boas, Margaret Mead, Ruth
Benedict y Edward Sapir se convirtieron en referentes de los estudios antropológicos que han
tenido un fuerte impacto en los desarrollos psicológicos y psiquiátricos de la época.
Bains (2005) plantea que el cambio conceptual la antropología del siglo XX, que pasaba de
un concepto de cultura singular, absolutista y progresiva –propia del pensamiento evolucionista
darwiniano- hacia una cultura relativista y plural, tal como la concebía Boas (1859-1942), es uno
de los puntos clave para el acercamiento intelectual entre psicología y antropología. Según este
autor, esta nueva conceptualización de la cultura permitía pensar en la influencia de ésta sobre la
personalidad y, así, asociarla también con la emergencia de enfermedades mentales. A su vez, los
desarrollos freudianos en torno a la relación entre cultura y neurosis –en particular a través de
obras tales como “El malestar en la cultura” y “Tótem y tabú”-, donde se ubica a la cultura en la
génesis misma de los conflictos intrapsíquicos y, finalmente, en el desarrollo de trastornos
emocionales, también funcionaron como catalizadores de esta alianza disciplinar. De esta manera,
la antropología podía dar su aporte a la psiquiatría o psicología en función de explicar las normas
y funcionamientos propios de una cultura, que estarían influenciando a un particular tipo de
comportamiento. Así, se hacía suponer que las enfermedades mentales se encuentran
culturalmente determinadas.
Entre las décadas de 1920 y 1970, ciertos antropólogos norteamericanos se preocuparon por
abordar diversas cuestiones sobre lo que en la actualidad ubicaríamos dentro del campo de la
psicología cultural. Sus formulaciones –sobre la naturaleza de la cultura y la relación entre las
creencias y las prácticas de la cultura con los procesos mentales individuales- se basaron sobre
trabajos de campo etnográfico entre diferentes poblaciones nativas en contextos diversos del
planeta. En 1920, uno de ellos, Edward Sapir, vio la necesidad de una psicología cultural que
estudiara la relación entre los símbolos culturales y la psique individual (LeVine, 2007).
Asimismo, Ruth Benedict también sostenía que cualquier institución social o comportamiento no
podían ser interpretados de manera individual, sino sólo en relación con una configuración
cultural, por lo que las enfermedades psiquiátricas, al constituirse en el seno de una cultura sólo
pueden ser interpretadas en relación con los patrones culturales de una sociedad particular
(Benedict, 1934, tomado de Good, 1994).
Sin embargo, esta perspectiva en torno al rol de la cultura en lo que hace a las enfermedades
mentales no ha tenido un resultado homogéneo. Berry, Poortinga, Segall, y Dasen (2002)
señalaron tres orientaciones teóricas en torno a la relación entre psicología y cultura: absolutismo,
relativismo y universalismo. La postura absolutista implica pensar que los fenómenos humanos
son los mismos en todas las culturas. El relativismo supone que todo comportamiento humano se
encuentra pautado culturalmente, mientras que el universalismo supone que ciertos procesos
básicos son comunes a todos los miembros de las especies y que la cultura influye en el desarrollo
y despliegue de tales procesos.
Mientras que durante el siglo XVIII la posición absolutista era dominante, en el siglo XX
predominaron las perspectivas relativistas y universalistas (Triandis, 2007). Así coexistían
posturas antagónicas tales como las de Murphy, del Departamento de Psiquiatría de la
Universidad de McGill, quien suponía la existencia de un consenso general sobre la universalidad
de la enfermedad mental y el efecto patoplástico de la cultura y las experiencias individuales, con
aquellas de personalidades como Magretts y DeVos –psiquiatra y antropólogo respectivamente-
quienes enfocaban más aún en la universalidad de la naturaleza humana y en la poca o nula
influencia de la cultura en el desarrollo de las enfermedades mentales (Bains, 2005).
Entre las posturas que en tales temas más han repercutido hasta nuestros días, encontramos a
Kleinman, uno de los referentes actuales de la psiquiatría transcultural, quien plantea que desde la
perspectiva de la psicología o psiquiatría cultural, las preguntas fundamentales de la psiquiatría –
por ejemplo, la distinción entre lo normal de lo anormal, cómo se percibe, experimenta y expresa
un trastorno, por qué los tratamientos funcionan o fallan, incluso los propósitos y alcances de la
misma práctica psi- encuentran su resolución en la relación recíproca entre el mundo social de la
persona y su psicobiología (Kleinman, 1987). Así, la antropología, al destacar el papel dialéctico
entre la estructura social y la experiencia personal, ubica a la cultura como fuente de
pensamiento, emoción y acción, en definitiva, creando experiencias. Para este autor las
enfermedades mentales son reales, pero, al igual que otros elementos del mundo real, son el
resultado de la creación de experiencia a través de la interacción de lo físico con los significados
simbólicos.
En definitiva, la integración entre las disciplinas “psi” y la antropología conllevó –entre otras
cuestiones- una extensa discusión en torno al papel de la cultura en lo que hace tanto a la
conformación de la personalidad, de los comportamientos, como de los procesos mórbidos que
caen dentro de su campo de interés. Así, los trastornos mentales, dada su particular complejidad y
a las diferentes visiones que atañen a sus causas, sus atribuciones y su terapéutica, se prestan a
discusión en relación al hecho de si la cultura afecta su curso, su prevalencia o bien su verdadera
existencia.
b. Cultura y enfermedad mental
En un interesante abordaje, Tseng (2001; 2006) integra distintas posiciones en torno a la
influencia de la cultura en el desarrollo y concepción de las enfermedades mentales, sosteniendo
que esta interacción puede darse de distintas maneras, las cuales no son mutuamente excluyentes.
La relación entre cultura y enfermedad mental pueden pensarse a través de distintos efectos: 1)
Efecto pato-genético, en el cual las creencias culturales inducen emociones tales como el estrés y
la ansiedad, ocasionando así el desarrollo de distintos trastornos; 2) Efecto pato-selectivo, en el
que la cultura selecciona patrones patológicos específicos de afrontamiento al estrés o la
ansiedad; 3) Efecto pato-plástico, en el cual la cultura moldea el contenido de los síntomas y las
manifestaciones del cuadro clínico; 4) Efecto pato-elaborado, en el que la cultura exagera ciertas
condiciones mentales, por lo que se convierten en únicas; 5) Efecto pato-facilitador, en el que la
cultura influencia la frecuencia en la que la patología aparece en una determinada sociedad y 6)
Efecto pato-reactivo, en el que la cultura impacta en los miembros familiares del paciente o en las
reacciones de la comunidad al trastorno –lo cual incluye la significación atribuida y la manera en
que se lo trata-, influenciando así frecuentemente en su resultado.
Sin embargo, pese al valioso aporte que supone este ordenamiento, primero debemos hacer
referencia a una discusión que subyace a todas estas posibles conceptualizaciones y que se
circunscribe alrededor de los alcances y limitaciones del concepto de enfermedad o trastorno
mental. No son extrañas las críticas a la validez del concepto de enfermedad mental (p.e., Szasz,
1974). Desde luego, y de la misma manera en que lo planteamos en su momento, no es nuestra
intención introducirnos enteramente en tal discusión, dado que ello implicaría poner en tela de
juicio ciertas bases epistemológicas –como por ejemplo, las posiciones dualistas o monistas en lo
que hace a la distinción mente-cuerpo- que cuestionarían, incluso, la existencia de nuestra
disciplina de base y asimismo no llegaríamos a una conclusión absoluta, sino que nos
quedaríamos en la mera especulación filosófica. Sin embargo, sí nos interesa adentrarnos en la
discusión en función de plantear las consecuencias que ha tenido la introducción de las
perspectivas cross y transculturales en lo que hace a la universalidad o no del concepto mismo de
“trastorno mental”.
¿Son los trastornos mentales universales? En la cuarta edición del Manual Diagnóstico y
Estadístico de los Trastornos Mentales de la Asociación Psiquiátrica Americana se introduce una
definición de trastorno mental que pareciera contemplar las posibles variantes que pudieran estar
inmersas en este concepto, tales como la cultura, las creencias, la religión o las preferencias
políticas. La definición que se plasma allí es la siguiente:
“…síndrome o patrón comportamental o psicológico de significación clínica que aparece
asociado a un malestar (p.ej. dolor), a una discapacidad (p.ej., deterioro en una o más áreas de
funcionamiento) o a un riesgo significativamente aumentado de morir o de sufrir dolor,
discapacidad o pérdida de la libertad. Además, este síndrome o patrón no debe ser meramente una
respuesta culturalmente aceptada a un acontecimiento particular (p.ej. la muerte de un ser
querido). Cualquiera que sea su causa, no debe considerarse como la manifestación individual de
una disfunción comportamental, psicológica o biológica. Ni el comportamiento desviado (p.ej.
político, religioso o sexual) ni los conflictos entre el individuo y la sociedad son trastornos
mentales, a no ser que la desviación o el conflicto sean síntomas de una disfunción” (APA, 2000:
XXI).
Las bondades y riquezas de esta manera de conceptualizar a los trastornos mentales recaen
en el hecho de excluir, de primera mano, algunas de las cuestiones que en muchos casos podrían
ser consideradas como discriminatorias o sesgadas ideológicamente, razón por la cual podemos
pensar como un verdadero avance en materia clínica. Sin embargo, la contracara de tal
perspectiva supone, nuevamente, la crítica en torno a la vaguedad de tal definición. ¿A qué se le
denomina “significación clínica”? ¿Quién lo determina, el paciente o el especialista? ¿Cómo se
mide un “riesgo significativamente aumentado de…”? Nuevamente, ¿cómo se mide? ¿Qué
parámetros se utilizan? Pese a que parezcan cuestiones meramente banales, en realidad el quid de
la cuestión se centra en que la distinción entre normalidad y patología sigue siendo indefinida,
conllevando, entonces, serias consecuencias en el plano de la conceptualización de cómo
distinguir un trastorno mental de otra cosa.
Pero el tema no se agota aquí. Como habíamos adelantado, las perspectivas cross y
transculturales le añaden más complejidad aún a la cuestión. Un ejemplo claro de ello es el
estudio llevado a cabo por Giosan, Glovsky y Haslam (2001), donde compararon las distintas
maneras en que el concepto de trastorno mental (utilizando como punto de partida la definición
propuesta por el DSM-IV que señalamos previamente) es entendido y/o significado en tres países
distintos: Estados Unidos, Rumania y Brasil. Las conclusiones a las que arriban los autores de
este trabajo destacan la existencia de diferencias en torno a ciertos aspectos del concepto de
trastorno mental en las tres poblaciones. Las muestras variaron ampliamente en la amplitud o
inclusividad de sus conceptos, en el grado de convergencia de estos conceptos con el DSM-IV y
en las características centrales a éstos. En consecuencia, los autores señalan que sería un riesgo
suponer la existencia de un único y universal concepto de trastorno mental.
Por lo tanto, nos encontramos frente a un panorama en el cual la definición de trastorno
mental más extensamente difundida mundialmente –la propuesta por la Asociación Psiquiátrica
Americana en el DSM-, tiene serias limitaciones en el nivel operacional. A ello se suma, además,
que, como plantea Cooper (2004) esta institución ha perdido el interés en reelaborarla –dado que
no ha sido modificada desde la tercera edición del manual, hace ya más de 30 años-. Asimismo,
encontramos trabajos que dan cuenta de que las creencias en torno a lo que la población general –
esto es, no necesariamente profesionales- de distintos lugares del planeta sobre los trastornos
mentales difieren significativamente, lo cual nos da la idea de que no es una cuestión meramente
homogénea o consensuada. De la misma manera, trabajos como el de O’Connor y Vandemberg
(2005), quienes de manera indirecta indagaron en la forma en que se conceptualiza, desde los
profesionales de la salud mental, el concepto de trastorno mental, introducen nuevas aristas a la
cuestión. Estos autores orientaron su trabajo a las consecuencias del desconocimiento por parte de
los terapeutas de las creencias religiosas de los pacientes, señalando que el juicio clínico puede
encontrarse alterado ante la no familiarización de ciertos aspectos sobre la cultura o la religión de
aquellos a quienes atienden en la práctica clínica. A partir de la presentación de viñetas clínicas a
110 profesionales de la salud mental, en la que cada paciente adoptaba un conjunto de creencias
vinculadas a tres religiones escogidas (Catolicismo, Mormón y la Nación del Islam), los
resultados revelaron que los clínicos valoraron como patológicas las creencias provenientes de
una religión con sustancial número de seguidores, como lo es la Nación del Islam, aunque
desconocida para la mayoría de los profesionales. A partir de este punto, se deja entrever que,
más allá de la inclusión formal en la definición de trastorno mental en un manual diagnóstico, el
aspecto referente a la cultura o adherencia religiosa de quienes acuden a una consulta clínica
muchas veces no puede ser cumplimentado, dado el desconocimiento de parte de quienes tienen
que evaluarlos. Se desprende de ello, entonces, que las limitaciones profesionales en temas de
cultura, religión y espiritualidad, pueden generar sesgos personales y/o culturales que interfieren
con el juicio clínico, el cual es finalmente el eslabón clave en lo que hace a determinar la
existencia o no de un trastorno mental.
Asimismo, un aspecto muchas veces no contemplado es el modo en que la cultura del
terapeuta influye en aquello que privilegia en la descripción del cuadro y la manifestación de la
enfermedad. Por ejemplo, en Occidente puede tenderse a minusvalorar un dolor si se entiende que
es una mera somatización de un trastorno mental, lo que podría llevar a prestar mayor atención a
los aspectos emocionales y a los comportamientos del enfermo que a los síntomas orgánicos en la
descripción y comprensión de los trastornos mentales.
Todo ello nos da cuenta de que, más allá de las definiciones operacionales existentes sobre lo
que es o no es un trastorno mental, la importancia finalmente recae –como asimismo lo plantea la
misma definición- en el juicio clínico (“significación clínica”) por parte del especialista, sumado
a la experiencia subjetiva de malestar que presenta quien solicita la consulta. Por ende, cuando
introducimos desde el vamos las variables culturales (que incluyen variaciones en torno a las
creencias, las costumbres, las maneras de expresar y de significar el malestar, el valor o estigma
que suponen ciertas manifestaciones en relación con el contexto social en que se encuentre, etc.)
en el campo de la distinción entre normalidad/patología, esto es, trastorno o no trastorno mental,
el panorama se hace aún más incierto y complejo.
Síndromes ¿dependientes? de la cultura
Como era de esperar, otra de las consecuencias más destacadas del surgimiento de
especialidades interdisciplinarias tales como la psicología cultural, transcultural o cross-cultural,
es la aparición, dentro de la jerga “psi”, de nuevas entidades nosológicas asociadas con
costumbres y creencias extrañas para el ojo clínico occidentalizado. Por esta razón, ya es moneda
corriente en las clasificaciones psicológico-psiquiátricas actuales que se hable de síndromes
culturales o síndromes dependientes de la cultura. Dentro de la terminología psicológico-
psiquiátrica se denomina síndromes dependientes de la cultura o síndromes culturales a aquellos
cuadros cuya manifestación u ocurrencia se asocia con factores culturales. Desde un punto de
vista fenomenológico, tales condiciones o estados no son fácilmente categorizados de acuerdo
con las clasificaciones psiquiátricas existentes, las cuales se basan sobre experiencias clínicas de
trastornos observados frecuentemente en las sociedades occidentales (Tseng, 2001; 2006). Esta
manera de denominar a este tipo de síndromes se atribuye al psiquiatra chino Yap, quien en 1967
utilizó el término “síndrome reactivo dependiente de la cultura” para describir cuadros o
síndromes atípicos asociados con determinadas culturas (Yap, 1967).
Tseng (2001) clasifica los distintos síndromes dependientes de la cultura, haciendo
referencia al modo en que la cultura puede ejercer influencia sobre las enfermedades mentales,
que señalamos y enumeramos en el apartado anterior. De esta manera, plantea la existencia de
siete grupos diferentes de síndromes culturales, entre los que destacamos: aquellos basados sobre
creencias culturales que ejercen efecto etiopatogénico (esto es, ciertas creencias propias de una
cultura genera enfermedades mentales), variaciones moldeadas culturalmente de psicopatología
occidental (esto es, el llamado efecto pato-plástico), o bien aquellos cuadros cuya prevalencia se
ve acrecentada según se asocie con un contexto cultural particular (pato-facilitador).
Lo importante de pensar la existencia de síndromes específicos de una cultura en particular
es que, más allá del valor o el peso que se le dé a su implicancia, ciertos aspectos que en muchos
casos podrían llegar a quedar solapados bajo denominaciones o categorías estereotipadas, como
las creencias, las costumbres, las distintas maneras de denominar el malestar, así como también
las modalidades de atención específicas que muchas veces se requieren para distintos casos,
entran en discusión y se ubican en el centro de la escena.
Tanto los manuales diagnósticos operativos vigentes (DSM-IV TR y CIE-10) como los
distintos trabajos que abordan la temática de los síndromes dependientes de la cultura (a través de
autores como Tseng, Yap, Kleinman, B. Good, Hinton, Lewis-Fernández, entre muchos otros que
nombraremos en detalle a continuación), destacan recurrentemente la existencia de ciertos
cuadros específicos asociados con una cultura o grupo cultural particular. Los más
frecuentemente citados son: Agotamiento cerebral (brain fag), Amok, Ataque de nervios y
nervios1, Dhat, Hwa-byung, Koro, Latah, Locura, Mal de ojo, frigofobia, Shen-k’uei o Shenkui,
Shin-byung, Susto, Taijin Kyofu-sho, Shenjing shuairuo (neurastenia), Kyol-Goeu, entre muchos
otros.
En el DSM-IV (1995, 2000) los síndromes dependientes de la cultura se encuentran
enumerados en un glosario ubicado en el Apéndice J; tal glosario presenta en la actualidad 25
Síndromes Dependientes de la Cultura (SDC) de un listado mucho mayor (Simon y Hughes,
1985, citado en Mezzich, Ruiz, y Munoz, 1999). De este glosario fueron eliminados, en primer
lugar, parte del nombre de la categoría propuesta, del que fue segmentado “Idiomas del Malestar”
y la sección Síndromes Dependientes de la Cultura Occidentales fue excluida del glosario
(Mezzich et al., 1999)2.
A continuación realizaremos una breve reseña respecto de los síndromes dependientes de la
cultura más frecuentemente citados en la literatura y que, a su vez, se encuentran asociados
directa o indirectamente con la ansiedad, señalando algunas de sus características principales.
- Amok: En la denominación occidental se asocia a este síndrome con la conducta homicida
indiscriminada y en masa. Distintos especialistas de la antropología y la psiquiatría señalaron que
tal cuadro se presenta en el contexto de Papúa Nueva Guinea y Laos (Burton-Bradley, 1968;
Westermeyer, 1972). El DSM-IV (1995, 2000) también lo circunscribe a poblaciones tales como
Laos, Filipinas, Polinesia, Puerto Rico y población navaja, aunque en realidad se podrían
encontrar casos distribuidos en todo el planeta. Situaciones tales como la masacre en la escuela
secundaria de Columbine3 en los Estados Unidos como en la reciente masacre de Oslo, Noruega4,
1 Para un análisis y crítica a tal distinción, ver Idoyaga Molina & Korman (2002) 2 Este no es un tema menor, ya que se evidencia la posición desde la cual se consideran a las culturas “otras”. 3 Se conoce como Masacre de Columbine a un hecho ocurrido en una escuela secundaria en los Estados Unidos el 20 de abril de 1999 en el que dos alumnos adolescentes de esa misma escuela irrumpieron con armas de fuego, asesinando a 12 alumnos y una profesora –dejando, además, más de veinte heridos- y luego se suicidaron. Este hecho tuvo mucha repercusión a nivel mundial al punto tal de ser el eje central del popular documental “Bowling for Columbine”, del director norteamericano Michael Moore.
así como también, en nuestro medio, el caso de la masacre escolar en Carmen de Patagones, en la
Provincia de Buenos Aires5, serían ejemplos “occidentales” de este tipo de síndromes. Por esta
razón, se podría poner en juego la cuestión de ser calificado como un “síndrome cultural”.
- Koro: El Koro, o suo yang, en mandarín, se caracteriza como un miedo a que los genitales
masculinos, o pechos en el caso de la mujer, se retraigan, introduciéndose en el cuerpo y
causando así la muerte. Existen dos modalidades de Koro: Epidémico y aislado. Buckle, Chuah,
Fones, y Wong (2007) señalan que, mientras que la forma epidémica tiene una base cultural clara
y se circunscribe a contextos particulares como el sudeste asiático, la forma aislada se da en
contextos disímiles relativizando, entonces, el peso del papel de la cultura en el desarrollo de la
enfermedad.
- Taijin Kyofusho: En el lenguaje occidental se lo denomina –erróneamente, según Tseng
(2006)- como “antropofobia”, siendo muchas veces comparado con el diagnóstico de fobia social,
como veremos en el punto siguiente. Ello puede entenderse si nos remitimos a la traducción
literal en japonés, ya que significa miedo (kyofu) a las relaciones interpersonales. Fue
conceptualizado por primera vez en la década de 1930 por el célebre psiquiatra japonés Morita y
posteriormente reconocido en Corea como Taein Kong Po (Choy, Schneier, Heimberg, Oh, y
Liebowitz, 2008). Es un problema que puede observarse en diversas sociedades asiáticas, como
Japón, Corea y China, las cuales comparten algunas cuestiones culturales básicas como la
preocupación en los comportamientos sociales apropiados y un cuidado desmedido en lo que hace
a las relaciones interpersonales, aunque sin una correcta socialización en los primeros estadios del
desarrollo humano (Tseng, 2006). Suzuki (2003) señala que el taijin kyofusho puede clasificarse
en cuatro subtipos: sekimenkyofu, o fobia a ruborizarse, shubo-kyofu, o miedo a tener una
deformidad, jikoshisen-kyofu o miedo al contacto ocular y jikoshu-kyofu o miedo a tener olor
corporal desagradable. Asimismo, también se considera que uno de los factores que también
caracteriza a este síndrome es que el foco está puesto en el miedo a ofender a los otros a partir de
los defectos físicos, los olores o los movimientos (Jackson, 2006), distinguiendo dos subtipos, un
4 Se conoce como Masacre de Oslo a una serie de atentados ocurridos en Noruega –una explosión y un tiroteo- en julio de 2011. El autor de tales ataques –que produjeron más de 75 muertos- confesó y fue sometido a juicio en 2012. Los motivos para tales ataques se especula que se deben a la ideología ultraderechista, xenófoba y neonazi del atacante. 5 La “Masacre de Carmen de Patagones” fue un hecho sucedido el 28 de septiembre de 2004 en la ciudad de Carmen de Patagones, al sur de la provincia de Buenos Aires, en el que un menor de 15 años –apodado “Junior”- ingresó a la institución educativa portando armas de fuego, asesinando a tres compañeros e hiriendo a cinco.
subtipo “general” o “típico” y otro subtipo “ofensivo” (Nagata, van Vliet, Yamada, Kataoka,
Iketani, y Kiriike, 2006; Seedat y Nagata, 2004; Yamashita, 2002).
- Agotamiento cerebral (Brain Fag): Este síndrome se asocia con contextos africanos,
especialmente a Nigeria, aunque luego también se reportaron casos en Uganda, Liberia, Costa de
Marfil y Malawi. Fue descripto por primera vez por Prince en la década de 1960 (Prince, 1960;
1990) y luego por Jegede (1983). El término es utilizado para referirse a las dificultades de
concentración, agotamiento y síntomas somáticos que presentaban, en especial, los estudiantes de
tales regiones.
- Dhat: Se refiere al miedo y extrema ansiedad relacionada con una supuesta descarga
excesiva de semen, en muchos casos a través de la orina, evidenciado por la decoloración de ésta
(Jackson, 2006), sumado a una serie de síntomas somáticos como cansancio extremo o debilidad.
Originalmente se reportó al Dhat en India, aunque luego se diseminó por contextos diversos como
Nepal, Sri Lanka (sukra prameha), Bangladesh, Pakistán (Tseng, 2006) y China (shen-k’uei).
Según Jackson (2006) en estas culturas se comparte la creencia inherente de que la energía vital
de los hombres se encuentra en el semen.
- Mal de ojo: El ojeo o la ojeadura se presenta con síntomas tales como cefaleas, anorexia,
desgano, desasosiego, entre otros, especialmente en niños o en personas vulnerables. Su origen
puede atribuirse a dos tipos de causa: por un lado, por malos deseos, envidia o celos, esto es,
como acción intencional, o bien de manera involuntaria por exceso de poder o de energía de una
persona que daña a otra energéticamente más débil (Idoyaga Molina, 2001). Por otra parte, es
necesario tener presente que el mal de ojo fue reconocido como un morbo específico por la
medicina humoral occidental desde sus orígenes hasta por lo menos el siglo XVI; en este contexto
el padecimiento se atribuía a la emanación involuntaria de las personas que están sufriendo
desbalances humorales por cuestiones orgánicas (sedientos, cansados, hambrientos, transpirados o
con enfermedades en los ojos) o por cuestiones morales (esposos infieles, prostitutas, ladrones,
jugadores, etc.); también las irradiaciones del sol o de la luna o el calor trasmitido por un
artefacto podían ocasionar mal de ojo (Idoyaga Molina, 2008). Es un síndrome muy común en
distintas poblaciones latinoamericanas, como es nuestro país, como así también en contextos
europeos como España, Italia, Grecia y Francia; es también típico en el Medio Oriente y en la
India, y además la conquista española lo introdujo en Filipinas (Idoyaga Molina, 2008), por lo
que se considera que es uno de los males más difundidos en el nivel mundial (Jackson, 2006).
- Susto (o espanto): Se origina a partir de una experiencia de espanto que conlleva
habitualmente la consiguiente pérdida del alma o del espíritu. Es muy frecuente en niños, aunque
también puede afectar a los adultos. Es un malestar que se asocia a síntomas tales como debilidad
física, decaimiento, intranquilidad, alteraciones del sueño, movimientos musculares involuntarios,
alteraciones gastrointestinales, entre otras (Idoyaga Molina, 2001; Rubel, 1964). Es un taxón
recurrente en distintos contextos de Latinoamérica –incluido nuestro país-, en España –es posible
rastrearlo en la célebre tragicomedia “La celestina” de Fernando de Rojas (1499)-, en Italia (De
Martino, 1959; Galt, 1982; Guggino, 1996), y también se han encontrado referencias en lo que
hace a las poblaciones latinas de los Estados Unidos. Tseng (2006) sostiene que, además, el
concepto de “pérdida de alma” se encuentra extensamente difundido ya sea bajo la denominación
de “susto” o de otras nomenclaturas tales como lanti en Filipinas y and mogo laya en Papúa
Nueva Guinea. No obstante cabe aclarar que la pérdida del alma es una etiología de enfermedad
no necesariamente mental en gran cantidad de sociedades indígenas de América y de otros
continentes. En este sentido, debemos hacer hincapié en que no se debe agrupar la idea de rapto
del alma o pérdida del alma con el mal conocido como susto, ya que éste se origina en una
experiencia emocional, implique pérdida de alma o no. En efecto, los mismos síntomas y la
misma denominación de susto sin que haya pérdida del alma fue relevada entre población de
Cuyo y de la región pampeana en nuestro país (Idoyaga Molina, 1999; Idoyaga Molina y Real
Rodríguez, 2010).
- Nervios: En distintas culturas occidentales u occidentalizadas se considera a los nervios
como una forma de sufrimiento, la cual puede incluir distintas manifestaciones tales como
palpitaciones, taquicardia, desmayos, tensión, ataques de ira, pesadillas, sofocones, cefaleas,
alteraciones gastrointestinales, temblores, mareos, alteraciones en el sueño y en la dieta, pérdida
del control, entre muchas otras. Estas manifestaciones son básicamente similares, más allá de los
diversos contextos culturales (Idoyaga Molina y Luxardo, 2004). El DSM-IV TR (APA, 2000)
circunscribe este taxón a las poblaciones latinas, ya sea de Norteamérica como de América
Latina; sin embargo, tal como aclaran Idoyaga Molina y Luxardo (2004), se trata de un taxón de
claro origen biomédico, dado que los nervios o las enfermedades nerviosas se remontan a la
medicina oficial occidental desde la conceptualización de la existencia de un sistema nervioso.
Esto difiere con el concepto de que los nervios sean un producto cultural local. De todas maneras,
existe una extensa bibliografía –particularmente anglosajona- que, en principio, tal como lo
plantea del DSM-IV, distingue entre los taxa “Nervios” y “Ataque de nervios” (también llamado
“Síndrome de Puerto Rico”), y a su vez asocian tal denominación del malestar con poblaciones
“latinas” particulares tales como puertorriquenses, comunidades caribeñas o migrantes “latinos”
en los Estados Unidos (p.e.: Keough, Timpano, y Schmidt, 2009; Guarnaccia y Farías, 1988;
Guarnaccia, Good, y Kleinman, 1990; Lewis-Fernández, 1994; Lewis-Fernández y Kleinman,
1994). Tal distinción, empero, ha sido cuestionada por autores locales, quienes sostienen que son
el mismo síndrome. El sufriente de nervios, vale decir, de temperamento colérico, suele reprimir
las manifestaciones de ira hasta que llega un punto en que estalla a través de un ataque de nervios.
Estos últimos suelen ser ocasionados ante noticias o sucesos trágicos como muerte de seres
queridos, accidentes etcétera (Idoyaga Molina y Korman, 2002).
- Shenjing shuairuo (Neurastenia): La neurastenia como uno de los síndromes que se
asociaron, históricamente, con lo que en la actualidad denominamos trastornos de ansiedad,
dando cuenta de que con esta denominación, y a partir de la conceptualización de Beard a fines
del siglo XIX, se hacía referencia a un estado crónico de agotamiento físico y mental,
acompañado por síntomas vagos y generalizados de disconfort y disfunciones corporales. En
China, el concepto de neurastenia tuvo un fuerte impacto a partir de la década de 1920. El shen
(espíritu) y el jing (los canales que transportan la energía vital y la sangre) se combinan en el
término shenjing, que significa “nervios” o sistema nervioso. Cuando el sistema nervioso se
degenera (shuai) y se debilita (ruo), pueden desarrollarse una gran diversidad de síntomas
(Jackson, 2006). Este mismo autor sugiere que pese a que en las clasificaciones y glosarios
actuales se equipara a la neurastenia con el shenjing shuairuo, este último cuadro presenta una
versatilidad sintomática mayor a aquella que se atribuye a la neurastenia. Sin embargo, dada la
alta variabilidad sintomática de ciertos cuadros asociados con la ansiedad, incluida la neurastenia,
no podríamos pensar de la misma manera.
- Pa-leng: También conocido como “frigofobia”, es un trastorno que se caracteriza por
presentar síntomas tales como manos húmedas y frías, taquicardia, sequedad bucal, entre otros.
Desde la Medicina Tradicional China se explica como un desbalance en torno a las nociones de
yin y yang6. Esta enfermedad en particular debe sus causas a un exceso de yin, que se corresponde
con la percepción subjetiva de frío que se interpreta como un peligro vital.
En resumen, como hemos podido evidenciar, existen distintos cuadros que, de manera ya
casi sistemática, se denominan “síndromes dependientes de la cultura”. Tal como lo plantea
Tseng (Tseng y Mc Dermott, 1981; Tseng, 2001), el término “dependiente de la cultura” no
pareciera ser el más adecuado, sino que sería más apropiado denominarlos “síndromes
psiquiátricos relacionados con una cultura específica” (culture-related specific psychiatric
syndrome), ya que dejaría más en claro el énfasis en que estos cuadros presentan sobre ciertas
características o rasgos culturales más que el mero hecho de ser “dependientes de la cultura”. De
todas maneras, lo que se deja entrever es que tal relación o determinación pareciera únicamente
encontrarse en función de, o bien presentar una nomenclatura específica, o bien asociarse con
ciertos grupos o sociedades específicas, dejando de lado, quizá, las implicancias culturales que
también puedan tener ciertos cuadros conceptualizados desde las clasificaciones occidentales.
Visto desde esta perspectiva, todos los cuadros psicológico-psiquiátricos deberían ser
culturalmente dependientes o relacionados con un rasgo o característica particular de la cultura en
la que se manifiesta.
6 La teoría del yin-yang es una antigua teoría filosófica en China –que data de la dinastía Shang (1600-1046 a C)- que comprende el estudio de las leyes del movimiento, causas, desarrollo y modificación del cosmos. Plantea que el mundo es una unidad material integrada por los opuestos yin y yang, cuya interacción promueve el origen y el desarrollo de las cosas. Así, todos los objetos y los fenómenos poseen ambos aspectos opuestos, aunque unificados en un todo. Sin embargo, dos objetos opuestos en cualidad o dos aspectos opuestos en un objeto pueden categorizarse como yin o yang de acuerdo a su forma, tendencia, locación o estado de desarrollo. Generalmente, aquello que atañe a las propiedades de ser activo, disperso, caliente, y brillante corresponde al yang, mientras que lo relativamente estático, astringente, frío, oscuro se corresponde con el yin (Jiuzhang & Lei, 2010). La teoría del yin-yang establece distintos principios fundamentales sobre la naturaleza. En primer lugar, la realidad es relacional. Nada ni nadie en el universo existe o puede ser entendido si no es en relación con todo lo demás. Cada dualidad es una unidad de opuestos que existe en un continuum. En segundo lugar, el universo se modifica continuamente, mientras el yin y el yang crean, se equilibran y se transforman entre sí. Este cambio se da de acuerdo con patrones determinados por la naturaleza del yin y el yang. El universo, aparentemente diverso, es una unidad cuyos mecanismos funcionan para preservar la homeostasis. En el campo de la medicina, la teoría del yin-yang tuvo un fuerte impacto en lo que hace a la concepción de salud y enfermedad. Dado que no existe distinción del ser humano con el ambiente, el trabajo en el mundo natural y en el cuerpo humano se encuentran dirigidos por los mismos principios y sujetos a las mismas clases de alteraciones. Esta idea está claramente expresada en el concepto de los seis excesos o influencias perniciosas, que son el viento, el calor, el frío, la humedad, la sequedad y el calor del verano. Cuando las fuerzas del ambiente se hacen excesivas o suceden fuera de temporada, el balance entre el yin y el yang se altera. En la lucha para recuperar el balance pueden ocurrir desastres humanos o naturales. Por ejemplo, si alguien se expone al frío (condición yin) puede desarrollar calor en la forma de fiebre (una condición yang creada por el yin). Si el calor es lo suficientemente intenso como para controlar el frío, el cuerpo recupera su equilibro. Pero si el calor se sale de control, la persona puede entrar en shock y quedar fría al tacto (transformación de yang en yin). La enfermedad, según la teoría del yin y el yang se explica a partir de una alteración de la homeostasis. Se describen en términos de eventos y procesos observables en y de una persona. La lucha para recuperar la homeostasis depende de dos factores: la fuerza del exceso y la fortaleza del sistema que altera (Muskin, 2000).