13 ficha de catedra 1 - antropologia y psi

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Universidad Favaloro Facultad de Medicina – Carrera de Psicología Ficha de Cátedra – Asignatura: Antropología Antropología y disciplinas “psi” Mercedes Sarudiansky La integración entre antropología, psiquiatría y psicología se ve actualmente plasmada en diversas subdisciplinas –psiquiatría transcultural, psicología cultural, psicología cross-cultural, entre otras- las cuales, desde mediados del siglo XX –en especial después de la Segunda Guerra Mundial- han tenido un extenso desarrollo hasta nuestros días. Este desarrollo puede verse fácilmente representado por una proliferación de publicaciones científicas especializadas en el tema. Revistas tales como Transcultural Psychiatry –publicada en conjunto por los departamentos de Psiquiatría y Antropología de la Universidad de McGill, Canadá, desde 1956, bajo el nombre de Transcultural Research in Mental Health Problems-, Journal of Cross-Cultural Psychology – desde 1970, publicada por la International Association for Cross-Cultural Psychology-, Culture & Psychology –editada por Jaan Valsiner, de la Universidad de Clark en Estados Unidos desde 1995- son sólo meros ejemplos de la importante difusión que ha tenido estas nóveles subdisciplinas en los últimos tiempos. Distintos autores (p.e. Bains, 2005; Triandis y Brislin, 1984; Triandis, 2007) han señalado el trabajo de diferentes antropólogos de principios del siglo XX como los principales promotores de la futura integración de las disciplinas “psi” con las perspectivas antropológicas de la cultura y el comportamiento humano. De esta manera, figuras como Franz Boas, Margaret Mead, Ruth Benedict y Edward Sapir se convirtieron en referentes de los estudios antropológicos que han tenido un fuerte impacto en los desarrollos psicológicos y psiquiátricos de la época. Bains (2005) plantea que el cambio conceptual la antropología del siglo XX, que pasaba de un concepto de cultura singular, absolutista y progresiva –propia del pensamiento evolucionista darwiniano- hacia una cultura relativista y plural, tal como la concebía Boas (1859-1942), es uno de los puntos clave para el acercamiento intelectual entre psicología y antropología. Según este

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Page 1: 13 Ficha de Catedra 1 - Antropologia y Psi

Universidad Favaloro

Facultad de Medicina – Carrera de Psicología

Ficha de Cátedra – Asignatura: Antropología

Antropología y disciplinas “psi”

Mercedes Sarudiansky

La integración entre antropología, psiquiatría y psicología se ve actualmente plasmada en

diversas subdisciplinas –psiquiatría transcultural, psicología cultural, psicología cross-cultural,

entre otras- las cuales, desde mediados del siglo XX –en especial después de la Segunda Guerra

Mundial- han tenido un extenso desarrollo hasta nuestros días. Este desarrollo puede verse

fácilmente representado por una proliferación de publicaciones científicas especializadas en el

tema. Revistas tales como Transcultural Psychiatry –publicada en conjunto por los departamentos

de Psiquiatría y Antropología de la Universidad de McGill, Canadá, desde 1956, bajo el nombre

de Transcultural Research in Mental Health Problems-, Journal of Cross-Cultural Psychology –

desde 1970, publicada por la International Association for Cross-Cultural Psychology-, Culture

& Psychology –editada por Jaan Valsiner, de la Universidad de Clark en Estados Unidos desde

1995- son sólo meros ejemplos de la importante difusión que ha tenido estas nóveles

subdisciplinas en los últimos tiempos.

Distintos autores (p.e. Bains, 2005; Triandis y Brislin, 1984; Triandis, 2007) han señalado el

trabajo de diferentes antropólogos de principios del siglo XX como los principales promotores de

la futura integración de las disciplinas “psi” con las perspectivas antropológicas de la cultura y el

comportamiento humano. De esta manera, figuras como Franz Boas, Margaret Mead, Ruth

Benedict y Edward Sapir se convirtieron en referentes de los estudios antropológicos que han

tenido un fuerte impacto en los desarrollos psicológicos y psiquiátricos de la época.

Bains (2005) plantea que el cambio conceptual la antropología del siglo XX, que pasaba de

un concepto de cultura singular, absolutista y progresiva –propia del pensamiento evolucionista

darwiniano- hacia una cultura relativista y plural, tal como la concebía Boas (1859-1942), es uno

de los puntos clave para el acercamiento intelectual entre psicología y antropología. Según este

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autor, esta nueva conceptualización de la cultura permitía pensar en la influencia de ésta sobre la

personalidad y, así, asociarla también con la emergencia de enfermedades mentales. A su vez, los

desarrollos freudianos en torno a la relación entre cultura y neurosis –en particular a través de

obras tales como “El malestar en la cultura” y “Tótem y tabú”-, donde se ubica a la cultura en la

génesis misma de los conflictos intrapsíquicos y, finalmente, en el desarrollo de trastornos

emocionales, también funcionaron como catalizadores de esta alianza disciplinar. De esta manera,

la antropología podía dar su aporte a la psiquiatría o psicología en función de explicar las normas

y funcionamientos propios de una cultura, que estarían influenciando a un particular tipo de

comportamiento. Así, se hacía suponer que las enfermedades mentales se encuentran

culturalmente determinadas.

Entre las décadas de 1920 y 1970, ciertos antropólogos norteamericanos se preocuparon por

abordar diversas cuestiones sobre lo que en la actualidad ubicaríamos dentro del campo de la

psicología cultural. Sus formulaciones –sobre la naturaleza de la cultura y la relación entre las

creencias y las prácticas de la cultura con los procesos mentales individuales- se basaron sobre

trabajos de campo etnográfico entre diferentes poblaciones nativas en contextos diversos del

planeta. En 1920, uno de ellos, Edward Sapir, vio la necesidad de una psicología cultural que

estudiara la relación entre los símbolos culturales y la psique individual (LeVine, 2007).

Asimismo, Ruth Benedict también sostenía que cualquier institución social o comportamiento no

podían ser interpretados de manera individual, sino sólo en relación con una configuración

cultural, por lo que las enfermedades psiquiátricas, al constituirse en el seno de una cultura sólo

pueden ser interpretadas en relación con los patrones culturales de una sociedad particular

(Benedict, 1934, tomado de Good, 1994).

Sin embargo, esta perspectiva en torno al rol de la cultura en lo que hace a las enfermedades

mentales no ha tenido un resultado homogéneo. Berry, Poortinga, Segall, y Dasen (2002)

señalaron tres orientaciones teóricas en torno a la relación entre psicología y cultura: absolutismo,

relativismo y universalismo. La postura absolutista implica pensar que los fenómenos humanos

son los mismos en todas las culturas. El relativismo supone que todo comportamiento humano se

encuentra pautado culturalmente, mientras que el universalismo supone que ciertos procesos

básicos son comunes a todos los miembros de las especies y que la cultura influye en el desarrollo

y despliegue de tales procesos.

Mientras que durante el siglo XVIII la posición absolutista era dominante, en el siglo XX

predominaron las perspectivas relativistas y universalistas (Triandis, 2007). Así coexistían

posturas antagónicas tales como las de Murphy, del Departamento de Psiquiatría de la

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Universidad de McGill, quien suponía la existencia de un consenso general sobre la universalidad

de la enfermedad mental y el efecto patoplástico de la cultura y las experiencias individuales, con

aquellas de personalidades como Magretts y DeVos –psiquiatra y antropólogo respectivamente-

quienes enfocaban más aún en la universalidad de la naturaleza humana y en la poca o nula

influencia de la cultura en el desarrollo de las enfermedades mentales (Bains, 2005).

Entre las posturas que en tales temas más han repercutido hasta nuestros días, encontramos a

Kleinman, uno de los referentes actuales de la psiquiatría transcultural, quien plantea que desde la

perspectiva de la psicología o psiquiatría cultural, las preguntas fundamentales de la psiquiatría –

por ejemplo, la distinción entre lo normal de lo anormal, cómo se percibe, experimenta y expresa

un trastorno, por qué los tratamientos funcionan o fallan, incluso los propósitos y alcances de la

misma práctica psi- encuentran su resolución en la relación recíproca entre el mundo social de la

persona y su psicobiología (Kleinman, 1987). Así, la antropología, al destacar el papel dialéctico

entre la estructura social y la experiencia personal, ubica a la cultura como fuente de

pensamiento, emoción y acción, en definitiva, creando experiencias. Para este autor las

enfermedades mentales son reales, pero, al igual que otros elementos del mundo real, son el

resultado de la creación de experiencia a través de la interacción de lo físico con los significados

simbólicos.

En definitiva, la integración entre las disciplinas “psi” y la antropología conllevó –entre otras

cuestiones- una extensa discusión en torno al papel de la cultura en lo que hace tanto a la

conformación de la personalidad, de los comportamientos, como de los procesos mórbidos que

caen dentro de su campo de interés. Así, los trastornos mentales, dada su particular complejidad y

a las diferentes visiones que atañen a sus causas, sus atribuciones y su terapéutica, se prestan a

discusión en relación al hecho de si la cultura afecta su curso, su prevalencia o bien su verdadera

existencia.

b. Cultura y enfermedad mental

En un interesante abordaje, Tseng (2001; 2006) integra distintas posiciones en torno a la

influencia de la cultura en el desarrollo y concepción de las enfermedades mentales, sosteniendo

que esta interacción puede darse de distintas maneras, las cuales no son mutuamente excluyentes.

La relación entre cultura y enfermedad mental pueden pensarse a través de distintos efectos: 1)

Efecto pato-genético, en el cual las creencias culturales inducen emociones tales como el estrés y

la ansiedad, ocasionando así el desarrollo de distintos trastornos; 2) Efecto pato-selectivo, en el

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que la cultura selecciona patrones patológicos específicos de afrontamiento al estrés o la

ansiedad; 3) Efecto pato-plástico, en el cual la cultura moldea el contenido de los síntomas y las

manifestaciones del cuadro clínico; 4) Efecto pato-elaborado, en el que la cultura exagera ciertas

condiciones mentales, por lo que se convierten en únicas; 5) Efecto pato-facilitador, en el que la

cultura influencia la frecuencia en la que la patología aparece en una determinada sociedad y 6)

Efecto pato-reactivo, en el que la cultura impacta en los miembros familiares del paciente o en las

reacciones de la comunidad al trastorno –lo cual incluye la significación atribuida y la manera en

que se lo trata-, influenciando así frecuentemente en su resultado.

Sin embargo, pese al valioso aporte que supone este ordenamiento, primero debemos hacer

referencia a una discusión que subyace a todas estas posibles conceptualizaciones y que se

circunscribe alrededor de los alcances y limitaciones del concepto de enfermedad o trastorno

mental. No son extrañas las críticas a la validez del concepto de enfermedad mental (p.e., Szasz,

1974). Desde luego, y de la misma manera en que lo planteamos en su momento, no es nuestra

intención introducirnos enteramente en tal discusión, dado que ello implicaría poner en tela de

juicio ciertas bases epistemológicas –como por ejemplo, las posiciones dualistas o monistas en lo

que hace a la distinción mente-cuerpo- que cuestionarían, incluso, la existencia de nuestra

disciplina de base y asimismo no llegaríamos a una conclusión absoluta, sino que nos

quedaríamos en la mera especulación filosófica. Sin embargo, sí nos interesa adentrarnos en la

discusión en función de plantear las consecuencias que ha tenido la introducción de las

perspectivas cross y transculturales en lo que hace a la universalidad o no del concepto mismo de

“trastorno mental”.

¿Son los trastornos mentales universales? En la cuarta edición del Manual Diagnóstico y

Estadístico de los Trastornos Mentales de la Asociación Psiquiátrica Americana se introduce una

definición de trastorno mental que pareciera contemplar las posibles variantes que pudieran estar

inmersas en este concepto, tales como la cultura, las creencias, la religión o las preferencias

políticas. La definición que se plasma allí es la siguiente:

“…síndrome o patrón comportamental o psicológico de significación clínica que aparece

asociado a un malestar (p.ej. dolor), a una discapacidad (p.ej., deterioro en una o más áreas de

funcionamiento) o a un riesgo significativamente aumentado de morir o de sufrir dolor,

discapacidad o pérdida de la libertad. Además, este síndrome o patrón no debe ser meramente una

respuesta culturalmente aceptada a un acontecimiento particular (p.ej. la muerte de un ser

querido). Cualquiera que sea su causa, no debe considerarse como la manifestación individual de

una disfunción comportamental, psicológica o biológica. Ni el comportamiento desviado (p.ej.

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político, religioso o sexual) ni los conflictos entre el individuo y la sociedad son trastornos

mentales, a no ser que la desviación o el conflicto sean síntomas de una disfunción” (APA, 2000:

XXI).

Las bondades y riquezas de esta manera de conceptualizar a los trastornos mentales recaen

en el hecho de excluir, de primera mano, algunas de las cuestiones que en muchos casos podrían

ser consideradas como discriminatorias o sesgadas ideológicamente, razón por la cual podemos

pensar como un verdadero avance en materia clínica. Sin embargo, la contracara de tal

perspectiva supone, nuevamente, la crítica en torno a la vaguedad de tal definición. ¿A qué se le

denomina “significación clínica”? ¿Quién lo determina, el paciente o el especialista? ¿Cómo se

mide un “riesgo significativamente aumentado de…”? Nuevamente, ¿cómo se mide? ¿Qué

parámetros se utilizan? Pese a que parezcan cuestiones meramente banales, en realidad el quid de

la cuestión se centra en que la distinción entre normalidad y patología sigue siendo indefinida,

conllevando, entonces, serias consecuencias en el plano de la conceptualización de cómo

distinguir un trastorno mental de otra cosa.

Pero el tema no se agota aquí. Como habíamos adelantado, las perspectivas cross y

transculturales le añaden más complejidad aún a la cuestión. Un ejemplo claro de ello es el

estudio llevado a cabo por Giosan, Glovsky y Haslam (2001), donde compararon las distintas

maneras en que el concepto de trastorno mental (utilizando como punto de partida la definición

propuesta por el DSM-IV que señalamos previamente) es entendido y/o significado en tres países

distintos: Estados Unidos, Rumania y Brasil. Las conclusiones a las que arriban los autores de

este trabajo destacan la existencia de diferencias en torno a ciertos aspectos del concepto de

trastorno mental en las tres poblaciones. Las muestras variaron ampliamente en la amplitud o

inclusividad de sus conceptos, en el grado de convergencia de estos conceptos con el DSM-IV y

en las características centrales a éstos. En consecuencia, los autores señalan que sería un riesgo

suponer la existencia de un único y universal concepto de trastorno mental.

Por lo tanto, nos encontramos frente a un panorama en el cual la definición de trastorno

mental más extensamente difundida mundialmente –la propuesta por la Asociación Psiquiátrica

Americana en el DSM-, tiene serias limitaciones en el nivel operacional. A ello se suma, además,

que, como plantea Cooper (2004) esta institución ha perdido el interés en reelaborarla –dado que

no ha sido modificada desde la tercera edición del manual, hace ya más de 30 años-. Asimismo,

encontramos trabajos que dan cuenta de que las creencias en torno a lo que la población general –

esto es, no necesariamente profesionales- de distintos lugares del planeta sobre los trastornos

mentales difieren significativamente, lo cual nos da la idea de que no es una cuestión meramente

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homogénea o consensuada. De la misma manera, trabajos como el de O’Connor y Vandemberg

(2005), quienes de manera indirecta indagaron en la forma en que se conceptualiza, desde los

profesionales de la salud mental, el concepto de trastorno mental, introducen nuevas aristas a la

cuestión. Estos autores orientaron su trabajo a las consecuencias del desconocimiento por parte de

los terapeutas de las creencias religiosas de los pacientes, señalando que el juicio clínico puede

encontrarse alterado ante la no familiarización de ciertos aspectos sobre la cultura o la religión de

aquellos a quienes atienden en la práctica clínica. A partir de la presentación de viñetas clínicas a

110 profesionales de la salud mental, en la que cada paciente adoptaba un conjunto de creencias

vinculadas a tres religiones escogidas (Catolicismo, Mormón y la Nación del Islam), los

resultados revelaron que los clínicos valoraron como patológicas las creencias provenientes de

una religión con sustancial número de seguidores, como lo es la Nación del Islam, aunque

desconocida para la mayoría de los profesionales. A partir de este punto, se deja entrever que,

más allá de la inclusión formal en la definición de trastorno mental en un manual diagnóstico, el

aspecto referente a la cultura o adherencia religiosa de quienes acuden a una consulta clínica

muchas veces no puede ser cumplimentado, dado el desconocimiento de parte de quienes tienen

que evaluarlos. Se desprende de ello, entonces, que las limitaciones profesionales en temas de

cultura, religión y espiritualidad, pueden generar sesgos personales y/o culturales que interfieren

con el juicio clínico, el cual es finalmente el eslabón clave en lo que hace a determinar la

existencia o no de un trastorno mental.

Asimismo, un aspecto muchas veces no contemplado es el modo en que la cultura del

terapeuta influye en aquello que privilegia en la descripción del cuadro y la manifestación de la

enfermedad. Por ejemplo, en Occidente puede tenderse a minusvalorar un dolor si se entiende que

es una mera somatización de un trastorno mental, lo que podría llevar a prestar mayor atención a

los aspectos emocionales y a los comportamientos del enfermo que a los síntomas orgánicos en la

descripción y comprensión de los trastornos mentales.

Todo ello nos da cuenta de que, más allá de las definiciones operacionales existentes sobre lo

que es o no es un trastorno mental, la importancia finalmente recae –como asimismo lo plantea la

misma definición- en el juicio clínico (“significación clínica”) por parte del especialista, sumado

a la experiencia subjetiva de malestar que presenta quien solicita la consulta. Por ende, cuando

introducimos desde el vamos las variables culturales (que incluyen variaciones en torno a las

creencias, las costumbres, las maneras de expresar y de significar el malestar, el valor o estigma

que suponen ciertas manifestaciones en relación con el contexto social en que se encuentre, etc.)

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en el campo de la distinción entre normalidad/patología, esto es, trastorno o no trastorno mental,

el panorama se hace aún más incierto y complejo.

Síndromes ¿dependientes? de la cultura

Como era de esperar, otra de las consecuencias más destacadas del surgimiento de

especialidades interdisciplinarias tales como la psicología cultural, transcultural o cross-cultural,

es la aparición, dentro de la jerga “psi”, de nuevas entidades nosológicas asociadas con

costumbres y creencias extrañas para el ojo clínico occidentalizado. Por esta razón, ya es moneda

corriente en las clasificaciones psicológico-psiquiátricas actuales que se hable de síndromes

culturales o síndromes dependientes de la cultura. Dentro de la terminología psicológico-

psiquiátrica se denomina síndromes dependientes de la cultura o síndromes culturales a aquellos

cuadros cuya manifestación u ocurrencia se asocia con factores culturales. Desde un punto de

vista fenomenológico, tales condiciones o estados no son fácilmente categorizados de acuerdo

con las clasificaciones psiquiátricas existentes, las cuales se basan sobre experiencias clínicas de

trastornos observados frecuentemente en las sociedades occidentales (Tseng, 2001; 2006). Esta

manera de denominar a este tipo de síndromes se atribuye al psiquiatra chino Yap, quien en 1967

utilizó el término “síndrome reactivo dependiente de la cultura” para describir cuadros o

síndromes atípicos asociados con determinadas culturas (Yap, 1967).

Tseng (2001) clasifica los distintos síndromes dependientes de la cultura, haciendo

referencia al modo en que la cultura puede ejercer influencia sobre las enfermedades mentales,

que señalamos y enumeramos en el apartado anterior. De esta manera, plantea la existencia de

siete grupos diferentes de síndromes culturales, entre los que destacamos: aquellos basados sobre

creencias culturales que ejercen efecto etiopatogénico (esto es, ciertas creencias propias de una

cultura genera enfermedades mentales), variaciones moldeadas culturalmente de psicopatología

occidental (esto es, el llamado efecto pato-plástico), o bien aquellos cuadros cuya prevalencia se

ve acrecentada según se asocie con un contexto cultural particular (pato-facilitador).

Lo importante de pensar la existencia de síndromes específicos de una cultura en particular

es que, más allá del valor o el peso que se le dé a su implicancia, ciertos aspectos que en muchos

casos podrían llegar a quedar solapados bajo denominaciones o categorías estereotipadas, como

las creencias, las costumbres, las distintas maneras de denominar el malestar, así como también

las modalidades de atención específicas que muchas veces se requieren para distintos casos,

entran en discusión y se ubican en el centro de la escena.

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Tanto los manuales diagnósticos operativos vigentes (DSM-IV TR y CIE-10) como los

distintos trabajos que abordan la temática de los síndromes dependientes de la cultura (a través de

autores como Tseng, Yap, Kleinman, B. Good, Hinton, Lewis-Fernández, entre muchos otros que

nombraremos en detalle a continuación), destacan recurrentemente la existencia de ciertos

cuadros específicos asociados con una cultura o grupo cultural particular. Los más

frecuentemente citados son: Agotamiento cerebral (brain fag), Amok, Ataque de nervios y

nervios1, Dhat, Hwa-byung, Koro, Latah, Locura, Mal de ojo, frigofobia, Shen-k’uei o Shenkui,

Shin-byung, Susto, Taijin Kyofu-sho, Shenjing shuairuo (neurastenia), Kyol-Goeu, entre muchos

otros.

En el DSM-IV (1995, 2000) los síndromes dependientes de la cultura se encuentran

enumerados en un glosario ubicado en el Apéndice J; tal glosario presenta en la actualidad 25

Síndromes Dependientes de la Cultura (SDC) de un listado mucho mayor (Simon y Hughes,

1985, citado en Mezzich, Ruiz, y Munoz, 1999). De este glosario fueron eliminados, en primer

lugar, parte del nombre de la categoría propuesta, del que fue segmentado “Idiomas del Malestar”

y la sección Síndromes Dependientes de la Cultura Occidentales fue excluida del glosario

(Mezzich et al., 1999)2.

A continuación realizaremos una breve reseña respecto de los síndromes dependientes de la

cultura más frecuentemente citados en la literatura y que, a su vez, se encuentran asociados

directa o indirectamente con la ansiedad, señalando algunas de sus características principales.

- Amok: En la denominación occidental se asocia a este síndrome con la conducta homicida

indiscriminada y en masa. Distintos especialistas de la antropología y la psiquiatría señalaron que

tal cuadro se presenta en el contexto de Papúa Nueva Guinea y Laos (Burton-Bradley, 1968;

Westermeyer, 1972). El DSM-IV (1995, 2000) también lo circunscribe a poblaciones tales como

Laos, Filipinas, Polinesia, Puerto Rico y población navaja, aunque en realidad se podrían

encontrar casos distribuidos en todo el planeta. Situaciones tales como la masacre en la escuela

secundaria de Columbine3 en los Estados Unidos como en la reciente masacre de Oslo, Noruega4,

1 Para un análisis y crítica a tal distinción, ver Idoyaga Molina & Korman (2002) 2  Este no es un tema menor, ya que se evidencia la posición desde la cual se consideran a las culturas “otras”. 3 Se conoce como Masacre de Columbine a un hecho ocurrido en una escuela secundaria en los Estados Unidos el 20 de abril de 1999 en el que dos alumnos adolescentes de esa misma escuela irrumpieron con armas de fuego, asesinando a 12 alumnos y una profesora –dejando, además, más de veinte heridos- y luego se suicidaron. Este hecho tuvo mucha repercusión a nivel mundial al punto tal de ser el eje central del popular documental “Bowling for Columbine”, del director norteamericano Michael Moore.

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así como también, en nuestro medio, el caso de la masacre escolar en Carmen de Patagones, en la

Provincia de Buenos Aires5, serían ejemplos “occidentales” de este tipo de síndromes. Por esta

razón, se podría poner en juego la cuestión de ser calificado como un “síndrome cultural”.

- Koro: El Koro, o suo yang, en mandarín, se caracteriza como un miedo a que los genitales

masculinos, o pechos en el caso de la mujer, se retraigan, introduciéndose en el cuerpo y

causando así la muerte. Existen dos modalidades de Koro: Epidémico y aislado. Buckle, Chuah,

Fones, y Wong (2007) señalan que, mientras que la forma epidémica tiene una base cultural clara

y se circunscribe a contextos particulares como el sudeste asiático, la forma aislada se da en

contextos disímiles relativizando, entonces, el peso del papel de la cultura en el desarrollo de la

enfermedad.

- Taijin Kyofusho: En el lenguaje occidental se lo denomina –erróneamente, según Tseng

(2006)- como “antropofobia”, siendo muchas veces comparado con el diagnóstico de fobia social,

como veremos en el punto siguiente. Ello puede entenderse si nos remitimos a la traducción

literal en japonés, ya que significa miedo (kyofu) a las relaciones interpersonales. Fue

conceptualizado por primera vez en la década de 1930 por el célebre psiquiatra japonés Morita y

posteriormente reconocido en Corea como Taein Kong Po (Choy, Schneier, Heimberg, Oh, y

Liebowitz, 2008). Es un problema que puede observarse en diversas sociedades asiáticas, como

Japón, Corea y China, las cuales comparten algunas cuestiones culturales básicas como la

preocupación en los comportamientos sociales apropiados y un cuidado desmedido en lo que hace

a las relaciones interpersonales, aunque sin una correcta socialización en los primeros estadios del

desarrollo humano (Tseng, 2006). Suzuki (2003) señala que el taijin kyofusho puede clasificarse

en cuatro subtipos: sekimenkyofu, o fobia a ruborizarse, shubo-kyofu, o miedo a tener una

deformidad, jikoshisen-kyofu o miedo al contacto ocular y jikoshu-kyofu o miedo a tener olor

corporal desagradable. Asimismo, también se considera que uno de los factores que también

caracteriza a este síndrome es que el foco está puesto en el miedo a ofender a los otros a partir de

los defectos físicos, los olores o los movimientos (Jackson, 2006), distinguiendo dos subtipos, un

4  Se conoce como Masacre de Oslo a una serie de atentados ocurridos en Noruega –una explosión y un tiroteo- en julio de 2011. El autor de tales ataques –que produjeron más de 75 muertos- confesó y fue sometido a juicio en 2012. Los motivos para tales ataques se especula que se deben a la ideología ultraderechista, xenófoba y neonazi del atacante. 5  La “Masacre de Carmen de Patagones” fue un hecho sucedido el 28 de septiembre de 2004 en la ciudad de Carmen de Patagones, al sur de la provincia de Buenos Aires, en el que un menor de 15 años –apodado “Junior”- ingresó a la institución educativa portando armas de fuego, asesinando a tres compañeros e hiriendo a cinco.

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subtipo “general” o “típico” y otro subtipo “ofensivo” (Nagata, van Vliet, Yamada, Kataoka,

Iketani, y Kiriike, 2006; Seedat y Nagata, 2004; Yamashita, 2002).

- Agotamiento cerebral (Brain Fag): Este síndrome se asocia con contextos africanos,

especialmente a Nigeria, aunque luego también se reportaron casos en Uganda, Liberia, Costa de

Marfil y Malawi. Fue descripto por primera vez por Prince en la década de 1960 (Prince, 1960;

1990) y luego por Jegede (1983). El término es utilizado para referirse a las dificultades de

concentración, agotamiento y síntomas somáticos que presentaban, en especial, los estudiantes de

tales regiones.

- Dhat: Se refiere al miedo y extrema ansiedad relacionada con una supuesta descarga

excesiva de semen, en muchos casos a través de la orina, evidenciado por la decoloración de ésta

(Jackson, 2006), sumado a una serie de síntomas somáticos como cansancio extremo o debilidad.

Originalmente se reportó al Dhat en India, aunque luego se diseminó por contextos diversos como

Nepal, Sri Lanka (sukra prameha), Bangladesh, Pakistán (Tseng, 2006) y China (shen-k’uei).

Según Jackson (2006) en estas culturas se comparte la creencia inherente de que la energía vital

de los hombres se encuentra en el semen.

- Mal de ojo: El ojeo o la ojeadura se presenta con síntomas tales como cefaleas, anorexia,

desgano, desasosiego, entre otros, especialmente en niños o en personas vulnerables. Su origen

puede atribuirse a dos tipos de causa: por un lado, por malos deseos, envidia o celos, esto es,

como acción intencional, o bien de manera involuntaria por exceso de poder o de energía de una

persona que daña a otra energéticamente más débil (Idoyaga Molina, 2001). Por otra parte, es

necesario tener presente que el mal de ojo fue reconocido como un morbo específico por la

medicina humoral occidental desde sus orígenes hasta por lo menos el siglo XVI; en este contexto

el padecimiento se atribuía a la emanación involuntaria de las personas que están sufriendo

desbalances humorales por cuestiones orgánicas (sedientos, cansados, hambrientos, transpirados o

con enfermedades en los ojos) o por cuestiones morales (esposos infieles, prostitutas, ladrones,

jugadores, etc.); también las irradiaciones del sol o de la luna o el calor trasmitido por un

artefacto podían ocasionar mal de ojo (Idoyaga Molina, 2008). Es un síndrome muy común en

distintas poblaciones latinoamericanas, como es nuestro país, como así también en contextos

europeos como España, Italia, Grecia y Francia; es también típico en el Medio Oriente y en la

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India, y además la conquista española lo introdujo en Filipinas (Idoyaga Molina, 2008), por lo

que se considera que es uno de los males más difundidos en el nivel mundial (Jackson, 2006).

- Susto (o espanto): Se origina a partir de una experiencia de espanto que conlleva

habitualmente la consiguiente pérdida del alma o del espíritu. Es muy frecuente en niños, aunque

también puede afectar a los adultos. Es un malestar que se asocia a síntomas tales como debilidad

física, decaimiento, intranquilidad, alteraciones del sueño, movimientos musculares involuntarios,

alteraciones gastrointestinales, entre otras (Idoyaga Molina, 2001; Rubel, 1964). Es un taxón

recurrente en distintos contextos de Latinoamérica –incluido nuestro país-, en España –es posible

rastrearlo en la célebre tragicomedia “La celestina” de Fernando de Rojas (1499)-, en Italia (De

Martino, 1959; Galt, 1982; Guggino, 1996), y también se han encontrado referencias en lo que

hace a las poblaciones latinas de los Estados Unidos. Tseng (2006) sostiene que, además, el

concepto de “pérdida de alma” se encuentra extensamente difundido ya sea bajo la denominación

de “susto” o de otras nomenclaturas tales como lanti en Filipinas y and mogo laya en Papúa

Nueva Guinea. No obstante cabe aclarar que la pérdida del alma es una etiología de enfermedad

no necesariamente mental en gran cantidad de sociedades indígenas de América y de otros

continentes. En este sentido, debemos hacer hincapié en que no se debe agrupar la idea de rapto

del alma o pérdida del alma con el mal conocido como susto, ya que éste se origina en una

experiencia emocional, implique pérdida de alma o no. En efecto, los mismos síntomas y la

misma denominación de susto sin que haya pérdida del alma fue relevada entre población de

Cuyo y de la región pampeana en nuestro país (Idoyaga Molina, 1999; Idoyaga Molina y Real

Rodríguez, 2010).

- Nervios: En distintas culturas occidentales u occidentalizadas se considera a los nervios

como una forma de sufrimiento, la cual puede incluir distintas manifestaciones tales como

palpitaciones, taquicardia, desmayos, tensión, ataques de ira, pesadillas, sofocones, cefaleas,

alteraciones gastrointestinales, temblores, mareos, alteraciones en el sueño y en la dieta, pérdida

del control, entre muchas otras. Estas manifestaciones son básicamente similares, más allá de los

diversos contextos culturales (Idoyaga Molina y Luxardo, 2004). El DSM-IV TR (APA, 2000)

circunscribe este taxón a las poblaciones latinas, ya sea de Norteamérica como de América

Latina; sin embargo, tal como aclaran Idoyaga Molina y Luxardo (2004), se trata de un taxón de

claro origen biomédico, dado que los nervios o las enfermedades nerviosas se remontan a la

medicina oficial occidental desde la conceptualización de la existencia de un sistema nervioso.

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Esto difiere con el concepto de que los nervios sean un producto cultural local. De todas maneras,

existe una extensa bibliografía –particularmente anglosajona- que, en principio, tal como lo

plantea del DSM-IV, distingue entre los taxa “Nervios” y “Ataque de nervios” (también llamado

“Síndrome de Puerto Rico”), y a su vez asocian tal denominación del malestar con poblaciones

“latinas” particulares tales como puertorriquenses, comunidades caribeñas o migrantes “latinos”

en los Estados Unidos (p.e.: Keough, Timpano, y Schmidt, 2009; Guarnaccia y Farías, 1988;

Guarnaccia, Good, y Kleinman, 1990; Lewis-Fernández, 1994; Lewis-Fernández y Kleinman,

1994). Tal distinción, empero, ha sido cuestionada por autores locales, quienes sostienen que son

el mismo síndrome. El sufriente de nervios, vale decir, de temperamento colérico, suele reprimir

las manifestaciones de ira hasta que llega un punto en que estalla a través de un ataque de nervios.

Estos últimos suelen ser ocasionados ante noticias o sucesos trágicos como muerte de seres

queridos, accidentes etcétera (Idoyaga Molina y Korman, 2002).

- Shenjing shuairuo (Neurastenia): La neurastenia como uno de los síndromes que se

asociaron, históricamente, con lo que en la actualidad denominamos trastornos de ansiedad,

dando cuenta de que con esta denominación, y a partir de la conceptualización de Beard a fines

del siglo XIX, se hacía referencia a un estado crónico de agotamiento físico y mental,

acompañado por síntomas vagos y generalizados de disconfort y disfunciones corporales. En

China, el concepto de neurastenia tuvo un fuerte impacto a partir de la década de 1920. El shen

(espíritu) y el jing (los canales que transportan la energía vital y la sangre) se combinan en el

término shenjing, que significa “nervios” o sistema nervioso. Cuando el sistema nervioso se

degenera (shuai) y se debilita (ruo), pueden desarrollarse una gran diversidad de síntomas

(Jackson, 2006). Este mismo autor sugiere que pese a que en las clasificaciones y glosarios

actuales se equipara a la neurastenia con el shenjing shuairuo, este último cuadro presenta una

versatilidad sintomática mayor a aquella que se atribuye a la neurastenia. Sin embargo, dada la

alta variabilidad sintomática de ciertos cuadros asociados con la ansiedad, incluida la neurastenia,

no podríamos pensar de la misma manera.

- Pa-leng: También conocido como “frigofobia”, es un trastorno que se caracteriza por

presentar síntomas tales como manos húmedas y frías, taquicardia, sequedad bucal, entre otros.

Desde la Medicina Tradicional China se explica como un desbalance en torno a las nociones de

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yin y yang6. Esta enfermedad en particular debe sus causas a un exceso de yin, que se corresponde

con la percepción subjetiva de frío que se interpreta como un peligro vital.

En resumen, como hemos podido evidenciar, existen distintos cuadros que, de manera ya

casi sistemática, se denominan “síndromes dependientes de la cultura”. Tal como lo plantea

Tseng (Tseng y Mc Dermott, 1981; Tseng, 2001), el término “dependiente de la cultura” no

pareciera ser el más adecuado, sino que sería más apropiado denominarlos “síndromes

psiquiátricos relacionados con una cultura específica” (culture-related specific psychiatric

syndrome), ya que dejaría más en claro el énfasis en que estos cuadros presentan sobre ciertas

características o rasgos culturales más que el mero hecho de ser “dependientes de la cultura”. De

todas maneras, lo que se deja entrever es que tal relación o determinación pareciera únicamente

encontrarse en función de, o bien presentar una nomenclatura específica, o bien asociarse con

ciertos grupos o sociedades específicas, dejando de lado, quizá, las implicancias culturales que

también puedan tener ciertos cuadros conceptualizados desde las clasificaciones occidentales.

Visto desde esta perspectiva, todos los cuadros psicológico-psiquiátricos deberían ser

culturalmente dependientes o relacionados con un rasgo o característica particular de la cultura en

la que se manifiesta.

6 La teoría del yin-yang es una antigua teoría filosófica en China –que data de la dinastía Shang (1600-1046 a C)- que comprende el estudio de las leyes del movimiento, causas, desarrollo y modificación del cosmos. Plantea que el mundo es una unidad material integrada por los opuestos yin y yang, cuya interacción promueve el origen y el desarrollo de las cosas. Así, todos los objetos y los fenómenos poseen ambos aspectos opuestos, aunque unificados en un todo. Sin embargo, dos objetos opuestos en cualidad o dos aspectos opuestos en un objeto pueden categorizarse como yin o yang de acuerdo a su forma, tendencia, locación o estado de desarrollo. Generalmente, aquello que atañe a las propiedades de ser activo, disperso, caliente, y brillante corresponde al yang, mientras que lo relativamente estático, astringente, frío, oscuro se corresponde con el yin (Jiuzhang & Lei, 2010). La teoría del yin-yang establece distintos principios fundamentales sobre la naturaleza. En primer lugar, la realidad es relacional. Nada ni nadie en el universo existe o puede ser entendido si no es en relación con todo lo demás. Cada dualidad es una unidad de opuestos que existe en un continuum. En segundo lugar, el universo se modifica continuamente, mientras el yin y el yang crean, se equilibran y se transforman entre sí. Este cambio se da de acuerdo con patrones determinados por la naturaleza del yin y el yang. El universo, aparentemente diverso, es una unidad cuyos mecanismos funcionan para preservar la homeostasis. En el campo de la medicina, la teoría del yin-yang tuvo un fuerte impacto en lo que hace a la concepción de salud y enfermedad. Dado que no existe distinción del ser humano con el ambiente, el trabajo en el mundo natural y en el cuerpo humano se encuentran dirigidos por los mismos principios y sujetos a las mismas clases de alteraciones. Esta idea está claramente expresada en el concepto de los seis excesos o influencias perniciosas, que son el viento, el calor, el frío, la humedad, la sequedad y el calor del verano. Cuando las fuerzas del ambiente se hacen excesivas o suceden fuera de temporada, el balance entre el yin y el yang se altera. En la lucha para recuperar el balance pueden ocurrir desastres humanos o naturales. Por ejemplo, si alguien se expone al frío (condición yin) puede desarrollar calor en la forma de fiebre (una condición yang creada por el yin). Si el calor es lo suficientemente intenso como para controlar el frío, el cuerpo recupera su equilibro. Pero si el calor se sale de control, la persona puede entrar en shock y quedar fría al tacto (transformación de yang en yin). La enfermedad, según la teoría del yin y el yang se explica a partir de una alteración de la homeostasis. Se describen en términos de eventos y procesos observables en y de una persona. La lucha para recuperar la homeostasis depende de dos factores: la fuerza del exceso y la fortaleza del sistema que altera (Muskin, 2000).