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MERVYN PEAKEJ. G. BALLARD

BRIAN W. ALDISSEL PAISAJEINTERIOR

EDICIONES ORBIS, S. A.Distribución exclusiva para Argentina,Chile, Paraguay y UruguayHYSPAMERICA

Título original: The inner landscape Traducción: Marta Muñiz Moren,Asesor de la colección: Domingo SantosDirector editorial: Virgilio Ortega

© 1969 por Allison & Busby Limited, London, por la primera edición inglesa.Boy in Darkness © 1956 por Mervyn Peake y © 1969 por Maeve Peake The

Voices of Time © 1961 por J. G. BallardDanger: Religion (esta versión) © 1969 por Brian W. Aldiss© 1980 Librería «El Ateneo» Editorial, por la primera edición castellana ©

1987 por la presente edición, Ediciones Orbis, S.A.Apartado de Correos 35432, 08080 Barcelona© Ilustración portada: Tomás C. GilsanzDistribución exclusiva para Argentina, Chile, Paraguay, Perú Y Uruguay:

HYSPAMERICA EDICIONES ARGENTINA, S. A.Corrientes. 1437, 4.° piso. (I042) Buenos AiresTels. 46-4385/4484/4419Este libro se terminó de imprimir en el mes de Enero de 1987 en los talleres

gráficos de IMPRESIONES SUD-AMERICA, Atuel 666, Buenos Aires, y fue encuadernado por HYSPAGRAFICA S.A., Perdriel 1175, Buenos Aires

ISBN: 950-614-618-7Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723 Impreso en la Argentina

— Printed in Argentina

NIÑO EN TINIEBLASMervyn Peake

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Las ceremonias habían terminado por ese día. El Niño se sentía extenuado. El Ritual, como una carroza enloquecida, había sido echado a rodar, y la verdadera vida de día yacía herida y aplastada.

Señor de campos almenados, no tenía otra opción que estar al servicio y las órdenes de los funcionarios cuya misión era aconsejarlo y guiarlo. De conducirlo aquí y allá través del laberinto del hogar sombrío. De celebrar, día tras día, antiguas ceremonias cuyo significado hacía ya mucho se había perdido.

Los tradicionales regalos de cumpleaños le habían sido ofrecidos por el Maestro de Ceremonias sobre la tradicional bandeja de oro. Largas columnas de hierofantes, hundidos en el agua hasta las rodillas, desfilaron ante él, sentado durante horas y horas a orillas del lago infestado de jejenes. Todas esas circunstancias habrían sido suficientes para hacer perder la paciencia al adulto más sereno y ecuánime, y para el Niño habían sido un infierno intolerable.

Ese día, el del cumpleaños del Niño, era el segundo de los más arduos del año. El anterior había sido el de la larga marcha por la escarpada ladera hasta el sembrado donde debió plantar el decimocuarto fresno del bosquecillo, pues en ese día había cumplido catorce anos. Y no era una mera formalidad, pues nadie le podía ayudar mientras realizaba su tarea, ataviado con la larga capa gris y el bonete similar al de los tontos. En su viaje de regreso por la empinada falda de la montaña había tropezado y caído, raspándose la rodilla y cortándose la mano, así que, cuando al cabo lo dejaron solo en la pequeña habitación que miraba hacia la plazoleta de ladrillo rojo, hervía de furia y resentimiento.

Pero ahora, en el atardecer del segundo día, el de su cumpleaños (tan pleno de ceremonias idiotas que el cerebro le vibraba de imágenes incoherentes y el cuerpo de fatiga), yacía en el lecho con los ojos cerrados.

Luego de un rato de descanso abrió uno de los ojos porque creyó oír el aleteo de una mariposa contra el vidrio de la ventana. Sin embargo, no pudo ver nada y se disponía a cerrarlo nuevamente cuando su mirada quedó atrapada por la ocre y familiar mancha de humedad que se alargaba en el cielo raso como una isla.

Muchas veces había contemplado esa misma isla mohosa con sus caletas y bahías; sus ensenadas y el extenso y extraño istmo que enlazaba la masa meridional con la septentrional. Conocía de memoria la ahusada península que terminaba en un delgado arco de islotes como cuentas descoloridas de un rosario. Conocía al dedillo los lagos y ríos y más de una vez había llevado a buen puerto, después de azarosas travesías, a sus naves imaginarias y navegado con ellas en pleno océano con mar gruesa, antes de marcarles nuevos rumbos hacia tierras ignotas.

Pero ese día estaba demasiado irritado para perderse en divagaciones y lo único que hizo fue mirar a una mosca que recorría lentamente la isla.

- Un explorador, supongo - murmuró el Niño para sus adentros... y en el momento de hacerlo surgió en su mente el aborrecido contorno de la montaña y los catorce estúpidos fresnos, y los malditos regalos que le habían presentado en la bandeja de oro (que doce horas después serían devueltos a las arcas) y vio un centenar de rostros familiares, cada uno de los cuales le hacía recordar alguna obligación ritual, hasta que terminó por golpear el lecho

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con los puños mientras gritaba: ¡No! ¡No! ¡No!; y sollozó hasta que la mosca recorrió de este a oeste la isla mohosa y continuó su lento paseo por la costa como si no tuviera intención de aventurarse por el techo-mar.

Sólo un mínima parte de sus sentidos seguían los movimientos de la mosca, pero esa mínima parte se identificaba tanto con el insecto que el Niño advirtió oscuramente que el explorador era algo más que una palabra o el sonido de una palabra, era algo único y rebelde. Y entonces brotó, impetuosa, la primera chispa de incontenible rebelión, no contra alguien en particular sino contra la incesante ronda del simbolismo muerto.

Ansiaba (lo comprendió de pronto) transformar su furia en acción... escapar de las metas prefijadas, proclamar su libertad, si bien no una libertad total, al menos por un día. Por un día. Un inconmensurable día de insurrección.

¡Insurrección! De eso se trataba.¿Era en realidad un paso tan drástico lo que estaba meditando? ¿Ya no

recordaba los votos solemnes que había pronunciado en su infancia y en miles de ocasiones subsiguientes? ¿Ya no contaban los sagrados juramentos de fidelidad que lo ataban a su tierra?

Y entonces oyó el susurro que le respiraba en la nuca como si lo quisiera incitar a volar... un susurro que crecía en volumen e intensidad:

- Sólo por un momento - decía -. Después de todo no eres más que un niño. ¿Y qué diversiones tienes?

Llenó de aire el pecho y lanzó un alarido feroz.- ¡Maldito sea el castillo! ¡Malditas sean las Leyes! ¡Maldito sea todo!De un brinco se sentó al borde del lecho. El corazón le latía desbocado y con

fuerza. Una suave luz dorada se derramaba desde la ventana en una especie de bruma y a través de la bruma se podía ver la doble hilera de pendones que en su honor flameaban al viento en las almenas.

Respiró hondo y recorrió la habitación con lenta mirada e inesperadamente un rostro cercano atrajo su atención. Lo acechaba con expresión salvaje. Era un rostro muy joven a pesar de tener la frente surcada por profundas arrugas. Llevaba en torno del cuello una cuerda de la que pendía un manojo de plumas de pavo real.

Fue por las plumas más que por cualquier otro detalle por lo que advirtió que el rostro aquel era el suyo y apartó la mirada del espejo, mientras se arrancaba el absurdo trofeo que ostentaba como un collar. Era su obligación llevarlo durante toda la noche y entregarlo a la mañana siguiente al Gran Maestre Ancestral del Plumaje. Lo que en realidad hizo fue deslizarse fuera del lecho y pisotear la deslucida reliquia para luego arrojarla de un puntapié a un rincón lejano de la alcoba.

Y, entonces, nuevamente ¡la excitación! La emoción de planear una posible huida. ¿Huir adónde? ¿Y cuándo? ¿Qué momento sería el más propicio?

- Pues, ¡ahora! ¡ahora! ¡ahora! - se oyeron las voces -. Levántate y vete. ¿Qué esperas?

Pero el Niño que estaba tan impaciente por partir tenía otra faceta en su personalidad. Una faceta mucho más fría, y mientras el cuerpo temblaba y gemía, su mente no era tan infantil, y meditaba. Si debía lanzarse a la libertad sin vacilar y a la luz del día o durante las largas horas de oscuridad no era fácil de decidir. En un principio la elección obvia pareció ser la de esperar la caída del sol y, tomando la noche por aliada, buscar la salida de la fortaleza en tanto los principales del castillo yacían oprimidos por el sueño y un manto de hiedra

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los ahogaba como un tenebroso velo. Deslizarse furtivo, por las laberínticas callejas que tan bien conocía y desembocar en los amplios espacios barridos por el viento e iluminados por las estrellas para marchar... y marchar.

Pero si bien las ventajas de huir durante la noche eran evidentes e innegables, no dejaba de existir la siniestra posibilidad de perderse para siempre o la de caer en manos de las fuerzas del mal.

Catorce años de edad: ya había tenido numerosas oportunidades de poner a prueba su valor en aquel castillo lleno de recovecos y subterráneos y en muchas ocasiones se había sentido aterrorizado, no únicamente por los silencios y las tinieblas de la noche sino por la sensación de ser vigilado, casi como si el castillo mismo o el espíritu del antiguo recinto se moviese cuando él se movía, se detuviese cuando él se detenía, respirándole sin cesar en la nuca sin perder ni uno solo de sus movimientos.

Al recordar las veces en que se había extraviado, no pudo dejar de comprender cuánto más temible sería para él encontrarse a solas entre las sombras de un distrito extraño a su ámbito familiar, en un lugar alejado del centro del castillo donde, a pesar de que aborrecía a muchos de sus habitantes por lo menos se encontraba entre los de su propia casta. Pues puede sentirse la necesidad de contar con las cosas que nos son odiosas, y odiar algo que, por extraña paradoja, nos es amado. Y por ello un niño se acerca ansioso a lo que reconoce y sólo porque lo reconoce. El encontrarse a solas en una tierra donde nada le sería familiar, eso era lo que temía, y eso era lo que anhelaba. Pero qué es la insurrección sin peligro.

Mas no. No partiría en plena oscuridad. Eso sería una locura. Partiría poco antes del amanecer, cuando casi todo el castillo estuviese dormido, y correría a la media luz de la aurora, y competiría con el sol - él en la tierra y el sol en el aire -, ellos dos, a solas.

¿Pero cómo soportar la noche fría y de paso tardo... la noche interminable que le aguardaba? Dormir sería imposible, aunque lo necesitaba. Bajó de la cama y se acercó presuroso a la ventana. El sol no estaba muy por encima del mellado horizonte, y todos los objetos flotaban en una pálida transparencia. Pero no durante mucho tiempo. El sereno paisaje tomó, de pronto, otras características. Las torres que un instante antes habían tenido un aspecto etéreo, y parecían apenas flotar en la atmósfera dorada, se habían convertido ahora, al eclipsarse los últimos rayos de sol, en dientes ennegrecidos y cariados.

Un estremecimiento recorrió el suelo en sombras y el primero de los búhos nocturnos pasó silencioso más allá de la ventana. Muy abajo de la alcoba del Niño se oía gritar una voz. El grito estalló demasiado a lo lejos como para descifrar las palabras, pero no lo bastante como para ocultar la furia que lo saturaba. Otra voz dio la réplica. El Niño se inclinó sobre el alféizar de la ventana y miró hacia abajo. Los antagonistas tenían el tamaño de una semilla de girasol. Una campana empezó a tañer, y luego otra, y más tarde toda una banda se echó a volar. Campanas discordantes y campanas melodiosas: campanas de miedo y campanas de cólera: campanas alegres y campanas lúgubres: campanas graves y campanas cristalinas... la asordinada y la vibrante, la exultante y la doliente. Por unos pocos momentos todas al unísono poblaron el aire: una plegaria con un clamor de lenguas que expandió sus ecos sobre el gran casco del castillo como un rebozo metálico. Luego una a una el tumulto se fue calmando y veintenas de campanas se acallaron hasta tan sólo

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dejar un silencio inquietante, hasta que muy a lo lejos una voz lenta y ronca se fue rodando por sobre los tejados y el Niño asomado a la ventana escuchó la última nota grave morir en el silencio.

Por un instante se sintió atrapado por el conocido esplendor de todo aquello. Nunca se cansaba de oír las campanas. Entonces, cuando se disponía a apartarse de la ventana, se oyó otro repique con un tono tan apremiante que su rostro adoptó una expresión ceñuda, pues no lograba comprender a qué se debía. Luego se oyó otro más y otro y cuando la decimocuarta dejó de tañer advirtió que eran salvas en su honor. Por un breve instante había olvidado su condición, mas esa sacudida se la hacía recordar. No podía escapar de su mayorazgo. Quizá pensasen que una deferencia tal sólo podía causar placer a un niño. Pero no era ése el caso del joven conde. Toda su vida había sido devorada por el ceremonial y sus momentos de mayor felicidad eran cuando estaba a solas.

Solo. ¿Solo? Eso significa lejos. Lejos, ¿pero dónde? Algo que no estaba a su alcance imaginar.

Más allá de la ventana la noche se cargaba de sombras, apenas horadadas por las chispas diminutas que titilaban a lo largo de la alta montaña que había escalado el día anterior y en cuya ladera había plantado su decimocuarto fresno. Esas distantes y luminosas cabecitas de alfiler o brasas no ardían únicamente en la montaña sino también en un amplio círculo... y era acatando la llamada de esas hogueras como la gente empezaba a reunirse en una veintena de patios señoriales.

Pues esa noche era la noche del gran festín, y dentro de muy poco largas hileras de hierofantes se encaminarían hacia uno u otro sector del círculo. El castillo se vaciaría y los hombres marcharían a caballo, a pie, en mulas y carruajes, y todo tipo de vehículos. Y saltando excitados, por la espera, de un lado al otro, una multitud de pilluelos gritaban y se peleaban, con gritos que traían a la memoria el piar de los estorninos.

Fueron esos gritos que se elevaban a través de las sombras de la noche los que trastornaron los indefinidos planes que el Niño había trazado y también su prudencia. Eran todo lo estridentes que la exaltación de la infancia les permitía, y allí, junto a la ventana, el Niño supo de pronto y sin meditarlo, supo sin vacilar, que ése era el momento de huir: en medio de la barahúnda y el tumulto. Ahora, cuando el ritual bullía de campanas y hogueras: ahora, en la cumbre de la decisión. De un brinco estuvo junto a la puerta, la abrió de par en par y echó a correr. Era ágil, y bien que lo necesitaba, pues el camino que se había señalado era riesgoso. No se trataba de lanzarse por interminables tramos de escaleras. Se trataba de algo más vertiginoso y más furtivo.

Durante muchos años el Niño, por pura curiosidad, había recorrido las habitaciones invadidas por el polvo del, al parecer, interminable hogar, hasta que había llegado a descubrir una docena de caminos que conducían a la planta baja sin pisar la escalinata principal y sin ser visto por nadie. Si existía un momento ideal para hacer uso de ese descubrimiento sin duda era ése; así, al final del corredor de doce metros en forma de T, a lo largo del cual corría no dobló ni a la derecha en dirección al norte ni a la izquierda en dirección a la escalinata meridional que se alargaba hacia abajo, abajo, abajo, en caracoleantes curvas de madera acribillada por los gusanos, sino que saltó para encaramarse a un ventanuco sin vidrios que se alzaba por encima de su

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cabeza, y apoderándose de un resto de cabo que sobresalía del alféizar lo utilizó para trepar y transponer...

Al frente se extendía un largo desván, cuyas vigas estaban tan cerca del suelo que para atravesarlo no se trataba de agacharse, ni de caminar erguido. El único método era aplastarse contra el piso y avanzar sirviéndose de los codos y las rodillas. Esto podía llegar a ser una tarea agotadora, pues el desván era muy grande, pero el Niño había reducido todo el proceso a una rutina tan plena de ritmo que observarlo era como contemplar un juguete mecánico en funcionamiento.

En el fondo había una puerta - trampa que al hacerla girar sobre los goznes dejaba al descubierto una manta extendida allá a la distancia, una manta que parecía una inmensa hamaca azul. Las cuatro puntas estaban sujetas por cuerdas a las vigas bajas; la comba de la manta no tocaba el suelo.

En un instante el Niño había saltado por la puerta - trampa y había rebotado como un acróbata de la hamaca al piso. En alguna época aquélla debió de haber sido una habitación bien cuidada. Aún se veían en ella rastros de un desmedrado refinamiento, pero en la alta habitación rectangular se respiraba en ese momento una atmósfera de abandono y desolación.

Si no hubiese sido porque la ventana estaba abierta de par en par hacia la noche, al Niño tal vez le hubiera sido imposible ver una mano delante de los ojos. Pero la ventana enmarcaba un trozo de oscuridad grisácea que parecía escurrirse entre las espesas sombras agazapadas en la habitación.

El Niño se acercó a la ventana con rapidez, trepó al alféizar y salió al aire libre, y entonces empezó a descender reptando por treinta metros de tosca cuerda gris.

Al cabo de lo que pareció un largo rato alcanzó una ventanita del enorme murallón, se escabulló por esa abertura fuera de uso y dejó balanceándose en el vacío la larga cuerda gris.

Se encontraba en una especie de rellano y al instante empezó a descender ruidosamente tramos y tramos de escalera hasta desembocar en un salón ruinoso.

Cuando el Niño hizo su entrada en el lugar un sordo y confuso rumor insinuó que un tropel de pequeñas criaturas había sido perturbado en su paz y se apresuraban a buscar las guaridas.

El piso de lo que alguna vez fuera un salón elegante ya no era tal en el sentido estricto de la palabra, pues las tablas hacía mucho que se habían podrido y en su lugar crecía una hierba lujuriante y una miríada de toperas daba al recinto la apariencia de un antiguo camposanto.

Por unos segundos, sin saber por qué, permaneció inmóvil y escuchó. No era la clase de lugar que permitiese atravesarlo a la carrera, pues en la decadencia y la quietud hay una cierta grandeza que impone aminorar el paso.

Cuando se detuvo todo era silencio, pero ahora, como si proviniese de otro mundo, el Niño oyó distantes voces infantiles, eran tan tenues que al principio pensó que se trataba de un escarabajo restregándose las extremidades.

Se encaminó hacia la izquierda donde alguna vez había existido una puerta y en el extremo opuesto del corredor vio el cuadradito de luz del tamaño de una uña. Empezó a recorrer el pasillo, pero ahora su actitud había cambiado. Se movía con suma cautela.

Pues había una luz en aquel extremo. Un rojizo resplandor que recordaba el crepúsculo. ¿Qué podía ser? Hacía mucho que el sol se había puesto.

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Entonces volvió a oír las estridentes voces lejanas, esta vez más fuertes, aunque no se alcanzaba a distinguir ni una sola de las palabras: y de pronto comprendió lo que sucedía.

Los niños del castillo andaban sueltos. Era su noche de noches y aprovechaban la libertad para corretear con sus antorchas llameantes: la voces aumentaban de volumen a medida que el Niño avanzaba, hasta que los vio a través del portalón y cubrían toda la explanada que se extendía frente al castillo, un ejército de niños turbulentos, así que no tuvo dificultad en deslizarse, inadvertido, entre las columnas hormigueantes. Las antorchas fulguraban en la noche poblada de voces y su resplandor se espejaba sobre las frentes sudorosas y centelleaba en las pupilas. Y el Niño marchó con ellos hasta que, reparando que se dirigían a la Montaña de la Antorcha, se fue quedando rezagado, y aprovechando un momento propicio dobló por un atajo donde los árboles crecían arracimados sobre altos montículos de mampostería y se encontró, una vez más, a solas.

Para ese entonces ya se había alejado varias millas del castillo mismo y se internaba en territorio menos familiar. Menos familiar pero aún reconocible gracias a la ocasional idiosincrasia de una piedra o un metal: una forma que se proyecta desde un muro, una saliente o una punta que asomaba al borde del recuerdo.

Así el Niño caminó y caminó, atrapando fugaces visiones de formas recordadas a medias y a medias olvidadas; pero aquellas formas que a causa de sus particularidades se grababan en su mente (una mancha que sobre la tierra adoptaba la forma de una mano de tres dedos, o el movimiento en espiral que trazaba una rama por encima de su cabeza) se fueron espaciando cada vez más, hasta que llegó un momento en que durante un cuarto de hora avanzó totalmente a tientas sin ningún signo o marca que le sirviera de guía.

Fue como si los batidores de su memoria lo hubiesen encontrado echado entre los altos pastos, y una marejada de terror lo arrolló con sus olas heladas.

Se debatió en la oscuridad, para un lado y para el otro, haciendo girar su antorcha a lo largo del camino interminable, incendiando las telas de araña o cegando a una lagartija en su bajío de helechos. No había nadie a su alrededor, y el único ruido que se oía era un lento gotear de agua y el intermitente susurro de la hiedra.

Entonces recordó sus motivos, la razón por la cual se encontraba donde se encontraba: perdido entre las fortificaciones; recordó el eterno ritual de su hogar primigenio; recordó el cólera y su determinación de desafiar las sagradas leyes de su familia y su reino, y pataleó enfurecido. Pues a pesar de todo, le asustaba lo que había hecho y le asustaba la noche, y empezó a correr; sus pasos resonaban sobre la piedra, hasta que arribó a un extenso campo abierto donde unos pocos árboles alzaban sus ramas como brazos separados; y mientras seguía su carrera la luna se escabulló por entre el espeso celaje de nubes y vio, justo frente a él, un río.

¡Un río! ¿Cuál podría ser? Había, es verdad, un río que serpenteaba cerca de su casa, pero éste era muy distinto: un ancho, perezoso curso de agua sin árboles en las márgenes; una indefinida, lenta extensión de agua tétrica con la biliosa luz de la luna cabrilleando sobre su lomo.

Se había detenido bruscamente al verlo, y al inmovilizarse sintió que la oscuridad se cerraba a sus espaldas; volvió la cabeza y advirtió la presencia de los perros.

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De la nada, eso le pareció, surgían los mastines para reunirse en manada. Nunca en su vida el Niño había visto tantos. Estaban, por supuesto, los carroñeros, que de tanto en tanto se infiltraban en los pasillos de su casa, arañando los muros, mostrando los colmillos.. la sombra, el gañir, el rumor de la huida precipitada y luego nuevamente el silencio. Pero esto era algo muy diferente, donde los perros parecían formar parte de la noche y el día, poseedores de una seguridad rayana en la insolencia, irguiendo, altaneros, finas cabezas grises en la oscuridad. Mastines provenientes de alguna otra parte... habitaban castillos olvidados y se echaban todos juntos para formar un único borrón de sombras, o a la luz de un hogar incandescente cubrían las piedras de los claustros, tan grandes en número como las hojas de otoño.

Se congregaron en una media luna y, sin tocarlo, parecían empujarlo hacia el oriente, hacia la orilla del ancho río.

La respiración de sus pulmones era profunda y salvaje, aunque no existía una amenaza inmediata. Ni el más mínimo roce de aquella horda de colmillos tocó al Niño, quien, sin embargo, se sintió impulsado a avanzar milímetro a milímetro hasta estar al borde del gran curso de agua donde una barca de fondo plano esperaba en su amarra. Rodeado por el aliento de las bestias subió al barquichuelo y, con manos trémulas, desató la cuerda. Entonces, tomando una especie de botador, empezó a cruzar el perezoso río. Pero no se vio libre de los perros que, saltando al agua, lo rodearon y una flotilla de cabezas caninas, orejas alertas, fauces centelleantes, bogaban en las aguas espejeantes de luz de luna. Pero los ojos eran lo aterrador, pues tenían ese color amarillo claro y ácido que rechaza todos los demás colores y, si es que un color puede tener valor moral, eran de una maldad indeleble.

Asustado como estaba, y pese al asombro que le causaba la extraña situación, la jauría le infundía menos miedo del que hubiera experimentado por estar a solas. Los perros, sin saberlo, eran sus compañeros. Ellos, a diferencia del hierro y la piedra, tenían vida y al igual que él sentían en sus pechos el latido vital y por ello el Niño elevó una plegaria de agradecimiento mientras hundía el botador en el limo del río.

Pero estaba extenuado, y el cansancio se sumó a la alegría de sentir aminorar la soledad hasta que ambas sensaciones estuvieron a punto de hacerlo quedar dormido. Pero logró mantener los ojos abiertos y llegó el momento en que alcanzó la orilla opuesta y se deslizó por el costado de la barca hasta entrar en las tibias aguas iluminadas por la luna y los mastines viraron y se alejaron flotando, como un oscuro manto.

Estaba solo una vez más y el pánico, de no haber sido por el cansancio, podía haberse vuelto a apoderar de él. Lo que hizo en realidad fue arrastrarse lejos de la baja orilla hasta encontrar una parte de terreno seca y entonces acurrucándose, se quedó incómodamente dormido.

Le fue difícil calcular cuánto tiempo había dormido; pero cuando despertó era pleno día, y al erguirse apoyándose en un brazo supo sin lugar a dudas que todo andaba mal. Ése no era el aire de su país. Éste era un aire foráneo. Miró a su alrededor y nada le resultó familiar. Ya la noche anterior se había dado cuenta de que estaba perdido, pero lo que experimentaba era una sensación nueva, pues no sólo le parecía estar lejos de su casa sino que una cualidad desconocida se interponía entre él y el sol. No era, no, que anhelara desde lo más profundo del alma recuperar algo que se había esfumado, sino que más adelante algo le aguardaba, algo que no deseaba encontrar. Y no tenía ni el

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más ligero indicio de qué se trataba. Todo lo que sabía es que sería distinto. El sol que caía sobre su rostro era ardiente y reseco. Su vista era más aguda que nunca, como si le hubiesen arrancado una telilla de los ojos, y un olor no parecido a ningún otro empezaba a imponerse a su olfato.

No era del todo desagradable. En realidad había una cierta serenidad indisolublemente entretejida con la amenaza.

Le volvió la espalda al río ancho y serpenteante y, dejando la barca en aguas poco profundas, entrelazó las manos con fuerza. Entonces echó a andar con pasos rápidos y nerviosos hacia las suaves colinas que se recortaban contra el horizonte, donde los muros y los tejados se enlazaban con los árboles y las ramas de los árboles.

Al avanzar fue descubriendo rastros, al principio apenas perceptibles, que indicaban que se hallaba en terreno maldito. Matices de colores glaucos, ora aquí, ora allá, aparecieron ante sus ojos. Había vestigios de algo semejante a babas de caracol, brillaba sobre las piedras ocasionales o a lo largo de una brizna de hierba o se extendía como un rubor sobre la tierra.

Pero un rubor grisáceo. Algo húmedo y viscoso que se deslizaba de aquí para allá sobre terreno desconocido. Relucía con brillo horrendo sobre la tierra oscura... y luego se ocultaba y el reverso ocupaba su lugar, pues el rubor era ahora aquella cosa oscura y viscosa y toda la tierra a su alrededor relucía como la piel de un leproso.

El Niño apartó la mirada de algo que no comprendía para descansar los ojos en... el río, pues hasta en aquel siniestro curso de agua encontraba un cierto consuelo porque pertenecía al pasado y el pasado no puede ya infligir mayores daños... Y el río no le había hecho ningún mal. En cuanto a los perros, ninguno lo había lastimado, aunque su respiración jadeante había sido aterradora. Pero los ojos habían sido lo más perverso de todo.

El color de aquellos ojos no existía, ahora que había vuelto la luz del día. El sol a pesar de su intensidad, daba aquella clase de luz que absorbe todos los matices. De haberlo la luna imitado habría armonizado con la melancólica luz que irradia, pero en su caso había sucedido lo inverso, pues el amarillo limón había sido el color de los ojos.

Cuando el Niño se volvió al curso de agua a sus espaldas, como buscando apoyo, vio lo cambiado que estaba. Cualquiera fuese el aspecto que había tenido la noche anterior, el de ahora no era en absoluto acogedor. Las aguas bajo los rayos del sol parecían un aceite verdoso que se agitaba en las garras de una voluptuosa enfermedad. Una vez más el Niño giró la cabeza y por un trecho corrió como si huyese de una bestia abyecta.

En contraste con el río aceitoso el áspero perfil de la colina boscosa era como crujiente corteza de pan, y sin una sola mirada atrás el Niño se encaminó en esa dirección.

Habían transcurrido muchas horas desde su última comida y el hambre era ahora casi intolerable. Sobre la planicie se veía una espesa capa de polvo.

Tal vez ese suave polvo blanquecino era lo que ahogaba el ruido de los pasos que se acercaban: porque el Niño no sospechaba que algo se aproximaba a él. Sólo cuando una ráfaga de aliento fétido le hirió el olfato se sobresaltó y, saltando a un costado, enfrentó al recién llegado.

El rostro no era parecido a ninguno de los que viera hasta ese entonces. Era demasiado grande. Demasiado largo. Demasiado peludo. Un conjunto

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demasiado macizo según los cánones del decoro, pues ciertas clases de desmesuras es mejor mantenerlas ocultas de la vista del público.

Esa figura tan erguida (hasta el punto que parecía inclinarse hacia atrás, un poco como en gesto de rechazo) estaba vestida con un traje de tela basta oscura y de una amplitud grotesca. Los almidonados puños de la camisa que alguna vez habían sido blancos eran tan largos y grandes que le cubrían las manos por completo.

No llevaba sombrero, pero una masa de ricitos polvorientos le cubrían el cráneo y se deslizaba por la nuca hasta desaparecer en el cuello de la camisa.

Las sienes protuberantes y huesudas parecían querer asomarse por aquella pelambre con aspecto de peluca. Los ojos horrendamente descoloridos y vidriosos tenían pupilas tan pequeñas que casi parecían inexistentes.

Con una sola mirada el Niño no fue capaz de captar todos esos pormenores, pero por lo menos fue capaz de saber que aquel personaje que lo enfrentaba no podía haber sido jamás hallado en los ámbitos de su reino. En cierto modo parecía un ser de otra sociedad. Y, sin embargo, ¿qué era lo que hacía tan diferente a ese caballero? Tenía el pelo rizado y polvoriento. Eso era un tanto repugnante, pero no había nada de monstruoso en ello. La cabeza era larga y enorme. Pero ¿cómo podía eso, en sí mismo, ser repelente, o inconcebible? Los ojos eran descoloridos y carecían, casi, de pupilas, pero ¿qué importaba? La pupila existía, aunque diminuta, y sin duda no había ninguna necesidad de agrandarla.

El Niño bajó los ojos por una fracción de segundo, pues el caballero había levantado un pie y se rascaba el muslo de la pierna opuesta con horrible deliberación.

Se estremeció un tanto, pero ¿por qué? El caballero no había hecho nada malo.

Sin embargo, todo era diferente. Todo estaba mal y el Niño, con el corazón latiéndole enloquecido, observó al recién llegado con desconfianza. Entonces, la larga e hirsuta cabeza se inclinó hacia adelante y roló un poquito de lado a lado.

- ¿Qué deseas? - dijo el Niño -. ¿Quién eres?El Caballero dejó de menear la cabeza, miró fijo al Niño, desnudando los

dientes en una sonrisa.- ¿Quién eres? - repitió el niño -. ¿Cómo te llamas?La figura vestida de negro se inclinó hacia atrás sobre sus huellas, con aire

de reverencia. Pero la sonrisa seguía abierta como una herida en su rostro.- Yo soy Cabro - dijo, y el sonido brotó confuso por entre los dientes

relucientes -. He venido a recibirte, criatura. Sí... sí... a darte la bienvenida.El hombre que se había dado el nombre de Cabro dio entonces un paso

lateral en dirección al Niño... un paso indecente, furtivo, y al alcanzar su límite máximo empezó a balancear un zapato - pezuña que al desprenderse el polvo blanquecino reveló una hendidura a lo largo de la vira en gesto casi gazmoño. El Niño c.e retrajo maquinalmente, pero entretanto no podía apartar la mirada del apéndice animal de aquella pierna. Ese pie hendido no era algo que un hombre en su sano juicio se molestaría en exhibir a un desconocido. Pero Cabro no hacía otra cosa que sacudirlo de un lado para el otro, sólo se detenía de tanto en tanto para observar con atención la arena suave, aprisionada en la hendidura, que caía al suelo sin cesar.

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- Criatura - dijo, sin dejar de esparcir arena a su alrededor -, no huyas de mí. ¿Quieres que te lleve en brazos?

- ¡No! - gritó el Niño con tanta prontitud y en voz tan alta que la sonrisa de Cabro apareció y desapareció como el parpadeo de una luz.

- Muy bien - dijo Cabro -, entonces tendrás que caminar.- ¿Adónde? - preguntó el Niño -. Creo que quiero volver a casa.- Ahí es, precisamente, adonde vas, criatura - dijo Cabro, y luego, como

rumiando una reflexión tardía, repitió las palabras -. Allí es precisamente adonde vas, criatura.

- ¿Al castillo? - dijo el Niño -. ¿A mi alcoba? ¿Adónde podré descansar?- Oh, no, allí no - dijo Cabro -. No tiene nada que ver con ningún castillo.- Adonde pueda descansar - repitió el Niño -, y tenga algo para comer. Estoy

muerto de hambre - y entonces se sintió sacudido por un espasmo de furia y le gritó al Cabro funebrero y cabezudo -: ¡Hambriento! ¡Hambriento! - y pataleó, exasperado, el suelo.

- Habrá un banquete para ti - dijo Cabro -. Se realizará en el Salón de Hierro. Tú eres el primero.

- El primer ¿qué? - preguntó el Niño.- El primer visitante. Tú eres lo que hemos estado esperando durante tanto

tiempo. ¿Te gustaría acariciarme las barbas?- No - dijo el Niño -. Apártate de mí.- Bueno decirme eso a mí es una maldad - agregó Cabro -, sobre todo

teniendo en cuenta que yo soy el más amable de los seres. Espera a conocer a los otros. Tú eres justo lo que ellos quieren.

Entonces Cabro empezó a reírse y los grandes y holgados puños blancos aletearon sobre las manos mientras se sacudía los flancos con los brazos.

- Te propongo algo - dijo -. Si tú me cuentas cosas, entonces yo te contaré cosas a ti. ¿Qué te parece el trato?

Cabro se inclinó hacia adelante y clavó en el Niño sus ojos vacíos de toda expresión.

- No sé qué quieres decir - susurró el Niño -; pero encuéntrame algo de comer o nunca haré nada por ti, y te aborreceré aún más, y te mataré, ¡sí, te mataré por el hambre que tengo! ¡Tráeme pan! ¡Tráeme pan!

- El pan no es lo bastante bueno para ti - dijo Cabro -. Tú necesitas bocadillos como los higos o las galletas - se inclino sobre el Niño y la grasienta chaqueta tenía un leve olor a amoníaco -. Y otra de las cosas que necesitas es...

No terminó la frase porque al Niño se le doblaron las rodillas y se hundió en el polvo en un profundo desmayo.

La largas e hirsutas mandíbulas de Cabro se abrieron como las de un juguete mecánico, y se arrodilló junto al Niño sacudiendo la cabeza como un lobo, y así el polvillo reseco que le cubría los rizos se arremolinó y flotó a la melancólica luz del sol. Cuando Cabro había contemplado la figura yacente durante un buen rato se puso de pie y dio unos veinte o treinta pasos laterales, mirando de tanto en tanto por encima del hombro para asegurarse de que no estaba equivocado. Pero no. Allí estaba el Niño donde lo había dejado, inmóvil como siempre. Entonces volvió sobre sus huellas y escudriñó el horizonte donde los árboles y las colinas se anudaban unos a otras en una larga cadena. Y mientras observaba, descubrió muy lejos algo no mayor que un insecto a la

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carrera. A veces parecía andar a cuatro patas, pero luego cambiaba y corría casi erguido, y esa visión ejerció sobre Cabro un efecto inmediato.

Un destello de luz mortecina que reflejaba al mismo tiempo el temor y el desquite relampagueó por un instante en el vacío de los ojos de Cabro, que empezó a piafar, levantando a su alrededor chorros de blanco polvo rocoso. Luego regresó al trotecito junto al Niño y, levantándolo con una soltura que indicaba que bajo aquella holgada chaqueta se escondía una gran fuerza, se lo echó sobre el hombro como si fuese un saco de patatas y se encaminó hacia el horizonte con una extraña marcha lateral.

Y mientras corría y corría por sobre el polvo blanco murmuraba para sus adentros: Antes que nada, nuestro soberano de la cabeza nívea, el Cordero, pues él es el corazón de toda vida y de todo amor y eso es verdad porque él así nos lo dice, así antes que nada lo llamaré a través de las tinieblas. Para que me reciba en su presencia. Y seré recompensado, tal vez por la suave aprobación de su voz. Y eso es verdad porque él así me lo ha dicho. Y es muy secreto y Hiena no debe saberlo... Hiena no debe saberlo... porque yo solito lo encontré. Así que Hiena no debe verme, ni a mí ni a la criatura... la criatura hambrienta... la criatura que hemos esperado tanto tiempo... Mi presente para el Cordero... El Cordero, su amo... Señor del rostro blanco como la nieve... el Cordero verdadero.

Y sin dejar de correr en su extraño estilo de costado, balbuceaba sin cesar sus pensamientos tan pronto se formulaban en su pobre cerebro alucinado y confuso. Su resistencia para la carrera parecía no tener límites. Ni jadeaba ni boqueaba para llenar de aire sus pulmones. Sólo se detuvo una vez, y fue para rascarse el cráneo bajo la mata polvorienta de rizos vermiformes, allí donde la frente y la coronilla le picaban como si tuviese la cabeza en llamas. Para hacerlo tuvo que depositar al Niño en el suelo y en aquel lugar se podía ver que unas pocas briznas de hierba asomaban por entre el polvo. Las colinas boscosas estaban ya mucho más cercanas, y mientras Cabro se rascaba la cabeza, levantando nubes de polvo que se mantenían suspendidas en el aire, la criatura que había observado a la distancia hizo una vez más su aparición.

Pero Cabro miraba en otra dirección y fue Hiena quien, al regresar a galope tendido de alguna de sus excursiones depredadoras, vio de pronto a su colega y se quedó paralizado, como una figura metálica, las orejas casi animales erguidas en actitud de alerta. Sus ojos saltones colmados con la visión de Cabro y de algo más. ¿Qué era esa forma que yacía en el polvo a los pies de Cabro?

Por un momento no pudo distinguir qué era, no obstante su vista aguda y perspicaz... pero luego, cuando Cabro se volvió hacia el Niño, sacudiendo los brazos para que los puños le bajaran aún más, para recogerlo con sólo un antebrazo y colgárselo del hombro, Hiena pudo ver el contorno de un rostro humano; al verlo, comenzó a temblar con una vitalidad sanguínea tan terrible que Cabro, a lo lejos, miró a su alrededor como si el tiempo hubiese cambiado o como si el cielo hubiese alterado su color.

Al sentir el cambio, pero no sabiendo qué medidas tomar, porque nada se veía ni oía, Cabro reanudó la marcha, con la chaqueta negra revoloteando a sus espaldas a modo de capa y el Niño sobre el hombro.

Hiena lo vigilaba con atención, pues Cabro se encontraba ahora a sólo unos centenares de metros de la periferia de las colinas boscosas. Una vez bajo la

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protección de la sombra de los árboles no era fácil rastrear a un adversario o encontrar a un amigo.

Pero Hiena, aunque tomaba buena nota de la dirección que llevaba Cabro, estaba seguro de cuál sería su ruta y su destino final. Pues, Hiena no lo ignoraba. Cabro era un servil y un adulón, que jamás se atrevería a desafiar las iras del Cordero. Y allí era donde se encaminaría. Al corazón de la comarca donde envueltas en un silencio profundo se encontraban las Minas.

Por lo tanto Hiena aguardó durante un corto lapso y, mientras observaba, el aire que lo rodeaba resonaba con el crujir de huesos al ser triturados, porque a Hiena le encantaba el tuétano y siempre tenía en el bolsillo una bolsita llena de huesos. Sus mandíbulas eran muy poderosas y, al mascar, se podían ver los músculos moviéndose entre las orejas y las mandíbulas todo esto se destacaba con toda nitidez porque Hiena, al contrario que Cabro, era una especie de dandy, se rasuraba con meticuloso cuidado cada cinco o seis horas con una navaja capaz de cortar un pelo en el aire. Pues las cerdas de su quijada eran duras y crecían con rapidez y era preciso tenerlas a raya. En cuanto a sus largos antebrazos eran un asunto totalmente distinto. Cubiertos por un manto abigarrado y espeso eran dignos de admiración, y por ese motivo a Hiena nunca se lo veía de chaqueta. La camisa que vestía tenía mangas muy cortas para que los brazos moteados pudiesen ser contemplados en cualquier momento en toda su fuerza. Pero sin duda lo que resaltaba en su persona era la melena, que se derramaba, ondulante, a través de una abertura de la camisa entre los omóplatos. Las piernas enfundadas en pantalones eran muy delgadas y cortas de modo que su espalda se inclinaba mucho hacia adelante. En realidad, tanto era así que a menudo se lo veía apoyar en el suelo los largos antebrazos de los remos delanteros.

Lo rodeaba una atmósfera muy abyecta. Al igual que lo que sucedía con Cabro, era difícil señalar el rasgo particular que originaba esa atmósfera, no obstante lo horrible que cualquiera de ellos pudiera ser. Pero en Hiena había también una especie de amenaza; una amenaza muy diferente de la bestialidad indefinida de Cabro. Era menos pegajoso, menos estúpido, menos sucio que Cabro, pero más sanguinario, más cruel y con un impulso arrebatado y violento, y pese a la desenvoltura con que Cabro se había echado el Niño al hombro, una fuerza bestial de orden totalmente diverso. La inmaculada camisa blanca, muy abierta en la delantera, ponía al descubierto una región recóndita oscura y con la dureza de una roca.

Bamboleándose en esas tinieblas, un rubí rojo como la sangre, una brasa colgando de una cadena dorada.

Allí seguía inmóvil, al mediodía, en el confín del bosque, los ojos fijos en Cabro con aquel Niño en los hombros.

Y mientras seguía de pie inclinó la cabeza hacia un costado y sacó del bolsillo trasero del pantalón una enorme articulación del tamaño de un picaporte, y empujando ese hueso, aparentemente inquebrantable entre los caninos, lo partió como si se tratara de una cáscara de huevo.

Luego se calzó un par de guantes amarillos (sin apartar los ojos de Cabro) y, descolgando su bastón de un árbol cercano giró de pronto sobre sus talones y se hundió en las sombras de los árboles del bosque inanimado que formaban una especie de telón ominoso.

Una vez entre los árboles y las suaves colinas, insertó el bastón, para mayor seguridad, entre el pelo de su abundante melena y dejando caer las patas

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delanteras al suelo empezó a galopar a través de la semioscuridad igual que un animal. Y al correr, reía al principio con una risa plañidera, hasta que ese triste sonido fue cediendo por etapas su lugar a otro tipo de bestialidad.

Hay una clase de risa que enferma el alma. La risa descontrolada: cuando aúlla y patalea y hace resonar las campanas del pueblo vecino. Risa que rezuma ignorancia y crueldad. Risa que lleva en sí la semilla de Satán. La que profana los santuarios, la visceral. Ruge, brama, es un frenesí: y, sin embargo, tiene la frialdad del hielo. Carece de humor. Es simple ruido, maldad desnuda, y a esa clase pertenecía la risa de Hiena.

Porque Hiena tenía una vitalidad tan desbordante en la sangre, una vehemencia tan brutal, que mientras corría por sobre los helechos y los pastos, lo acompañaba una suerte de latido. Un palpitar casi audible, en el profundo silencio de la espesura. Pues, a pesar de la risa monstruosa y estúpida, no se borraba la sensación de silencio, un silencio más implacable que cualquier dilatada quietud, pues cada nuevo estadillo de carcajadas era como la herida de un puñal, cada silencio una nueva reprobación.

Pero paulatinamente la risa fue decreciendo y decreciendo, hasta que Hiena llegó a un claro entre los árboles y ya no se oyó ni el menor ruido. Su marcha había sido muy veloz y no se sorprendió al descubrir que se había adelantado a Cabro, porque confiaba (y no le faltaba razón) que Cabro se encaminaría hacia las Minas. Por supuesto que no tendría mucho que esperar, Hiena se sentó muy erguido sobre un gran peñasco y empezó a arreglarse la ropa, de tanto en tanto lanzaba una mirada a una brecha que se abría entre los árboles.

Como nada apareció por allí durante un rato, Hiena se entretuvo en examinar sus largos, poderosos y velludos antebrazos y lo que vio pareció complacerlo, porque haces de músculos se movieron a través de sus mejillas rasuradas y las comisuras de la boca se curvaron en lo que tal vez fuese una sonrisa o un sordo gruñido; un instante después se escuchó el rumor de algo que se movía entre el follaje y ahí, de cuerpo entero, estaba Cabro.

El Niño, desmayado aún, colgaba laxo del hombro vestido de negro. Por un momento Cabro permaneció muy quieto, no porque hubiese visto a Hiena, sino porque este espacio despejado, o claro, marcaba una etapa o un mojón de su carrera, y se detuvo, por un reflejo involuntario, a descansar. La luz del sol le caía sobre las protuberancias de la frente. Los largos y sucios puños se balanceaban de un lado al otro, ocultando de la vista las manos que pudiese tener. La larga chaqueta, tan oscura en las tinieblas, adquiría, a la luz del sol, un matiz verdoso que insinuaba su pobreza.

Hiena, que no se había movido de su peñasco, se puso entonces de pie y una fuerza bestial emanó de cada uno de los gestos que hizo. Pero Cabro estaba mudando de hombro al Niño y Hiena pasaba todavía inadvertido, cuando un estallido similar al disparo de un rifle hizo girar a Cabro con los zapatos hendidos, y también fue la causa de que dejase caer la preciosa carga.

Era un ruido que reconocía, ese chasquido de látigo, ese disparo, pues era, junto con el crujido de los huesos al partirse y el mordisquear, algo tan inseparable de la existencia de Hiena como las crines en el dorso de los antebrazos moteados.

- ¡Tonto, más que tonto! - gritó Hiena -. ¡Pringue! ¡Palurdo! ¡Y Cabro maldito! ¡Ven aquí antes de que agregue otro chichón a tu roñosa frente! Y trae ese bulto contigo - dijo, señalando el cuerpo caído como un fardo sobre el suelo del

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bosque. Él no sabía y también lo ignoraba Cabro que el Niño los observaba por entre los párpados entrecerrados.

Cabro restregó el suelo lateralmente y luego exhibió la dentadura en la más presumida de sus sonrisas deslumbrantes.

- Hiena, querido - dijo -. ¡Qué bien se te ve! No me sorprendería nada que ya volvieses a ser el mismo. Benditos sean tus largos antebrazos y tu espléndida melena.

- ¡Deja en paz mis antebrazos, Cabro! Alcánzame el bulto.- Eso es lo que haré - dijo Cabro -. No faltaba más y con toda seguridad.Y Cabro se ciñó la mugrienta chaqueta al cuerpo como si sintiese frío y con

sus pasitos de costado se acercó al lugar donde yacía al parecer inconsciente, el Niño.

- ¿Está muerto? - dijo Hiena -. Si es así te romperé una pata. Tiene que estar vivo cuando lo llevemos allá.

- ¿Llevemos? ¿Es eso lo que dijiste? - preguntó Cabro -. Por el magnífico esplendor de tu melena, Hiena, querido, me estás subestimando... Yo fui quien lo encontró. Yo, Capricornio, Cabro... si tú me permites decirlo. Lo llevaré yo solo.

Entonces la sangre abyecta hirvió en las venas del bruto. De un gran salto, el atlético Hiena cayó sobre Cabro y lo sujetó contra el suelo. Una marejada de vitalidad nerviosa, maligna, incontrolada sacudió el cuerpo de Hiena con tanta intensidad que parecía querer hacerlo estallar en pedazos, y manteniendo a Cabro de espaldas (sus manos lo aferraban por los hombros) lo pisoteaba, colérico, de arriba a abajo, sin mover un milímetro las manos despiadadas.

El Niño contemplaba la cruel escena con tranquilidad. Su alma se acongojaba al observarlos, pero no podía hacer otra cosa si quería controlarse y no echar a correr. Pero sabía que no tenía ninguna posibilidad de escapar de aquellos dos. Aun en el caso de estar fuerte y bien, no habría podido huir del fogoso Hiena, cuyo cuerpo parecía encerrar la iracundia y energía del mismo Satanás.

Ante aquel estado de cosas, solo, derribado en el suelo de un amplio mundo desconocido, con sus piernas que le pesaban como el acero, la mera idea de huir era ridícula.

Pero no había dejado transcurrir los minutos sin obtener alguna recompensa. Gracias a frases sueltas se había enterado de que había Otro. Otra criatura: una criatura que surgía indefinida y vaga en la mente del Niño, pero un ente que poseía alguna especie de potestad, no sólo sobre Cabro, sino también sobre el impetuoso Hiena, y quizá sobre otros más.

Cabro, no obstante lo musculoso que era, se rindió a Hiena por completo, porque conocía a la bestia hirsuta desde largo tiempo atrás, y sabía bien a las crueldades que podía recurrir si encontraba cualquier tipo de resistencia.

Al cabo Hiena se apartó de un brinco del Cabro maltrecho y reacomodó los pliegues de la camisa blanca. Los ojos en su rostro largo y cenceño brillaban con un fulgor repulsivo.

- ¿Tu vil esqueleto se da por satisfecho? ¿Eh? Ignominia abyecta. Por qué él te soporta es algo que no alcanzo a comprender.

- Porque es ciego - murmuró Cabro -. Deberías saberlo, Hiena, querido. Pfu, qué bruto eres.

- ¿Bruto? ¡Eso no fue nada! Si...

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- No, no, querido. No necesitas decírmelo. Sé que eres más fuerte que yo. Así que poco me queda por hacer con respecto a eso.

- No hay nada que puedas hacer - dijo Hiena -. Repítelo conmigo.- ¡Qué! - exclamó Cabro que ahora estaba sentado -. No te comprendo muy

bien, Hiena, mi amor.- Si alguna vez vuelves a llamarme amor, te arrancaré la piel a tiras - dijo

Hiena, y sacó un puñal largo y fino. Los rayos del sol bailotearon sobre la hoja.- Sí... sí... ya tuve oportunidad de verlo - dijo Cabro -. Nada ignoro sobre

esas cosas. Después de todo, hace años que te haces el matón conmigo, ¿no? - y su sonrisa relampagueó con dientes como losas sepulcrales. Jamás hubo una boca tan desprovista de alegría. Se alejó de Hiena y se encaminó otra al lugar donde yacía el Niño en silencio, pero antes de alcanzar el bulto aparentemente insensible, se dio vuelta y chilló:

- Oh, es una vergüenza. Fui yo quien lo encontró... encontró solo sobre el polvo blanquecino, y fui yo quien se arrastró hasta él y lo tomó de sorpresa. Todo fue obra mía y ahora debo compartirla con otro. ¡Oh, Hiena! ¡Hiena! Tú eres más brutal que yo y siempre hay que hacer tu voluntad.

- Y así será. No te quepa duda - dijo Hiena, triturando un hueso nuevo con los dientes y escupiendo una nubecita de polvo blanco.

- Pero, ay, lo que yo quiero es la gloria - dijo Cabro -. La gloria del hecho en sí.

- Ja - dijo Hiena -. Eres tan afortunado que hasta te permito acompañarme... cabeza de alcornoque.

Ante esa humorada Cabro se limitó a rascarse, pero con un entusiasmo tan desbordante que de cada rincón de su anatomía se levantaron nubes de polvo y por un momento fue del todo invisible, envuelto por una columnita de polvo blanco. Luego posó la mirada de los ojos melancólicos y casi carentes de pupilas de su compañero y con su inimitable trote lateral se aproximó al Niño... pero antes de que estuviera a su lado Hiena voló por los aires y, cuando Cabro llegó, ya estaba sentado muy erguido junto al Niño.

- Ves mi melena ¿no?, cucaracha.- Por supuesto que la veo - dijo Cabro -. Necesita un poco de aceite.- ¡Silencio! - dijo Hiena -. ¡Haz lo que te ordeno!- ¿Y qué es, Hiena, querido?- ¡Trénzame la melena!- ¡Oh, no! - gimió Cabro -. No ahora...- ¡Trénzame la melena!- ¿Y después qué, Hiena?- ¡Trénzame las seis hileras!- ¿Para qué, querido?- Para atarlo a mí. Lo llevaré ante el Cordero atado a mi espalda. Eso

complacerá al Cordero. Así que trenza mis crines y átalo con las trenzas. Entonces podré correr, ¡marica arrastrado! Correr como sólo yo puedo hacerlo. Yo puedo correr a la par del viento, sí puedo, como los negros vientos que soplan desde los páramos. Soy el corredor más veloz del mundo. Más raudo que el más raudo de mis enemigos. En cuanto a mi fuerza... los mejores leones vomitan de terror y huyen despavoridos. ¿Quién tiene brazos iguales a los míos? Hasta el propio Cordero los admiró hace mucho tiempo... en aquellos días en que aún veía. ¡Oh, tonto, más que tonto! Me revuelves el estómago. Trénzame la melena. ¡Mis negras crines! ¿Qué estás esperando?

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- Yo solito lo encontré en las tierras polvorientas, y ahora tú...Pero un movimiento que sorprendió con el rabillo del ojo interrumpió el

discurso de Cabro, y girando la polvorienta cabeza en dirección al Niño, lo vio ponerse de pie. En ese preciso instante Hiena dejó de mascar un meduloso nudillo y por unos segundos los tres guardaron una inmovilidad absoluta. A su alrededor las hojas de los árboles se agitaron, pero sin hacer el más mínimo ruido. No había pájaros. Al parecer en ese bosque no había nada con vida. Hasta el suelo mismo se cubría con un manto de quietud. Ningún insecto trazaba caminillos entre brizna y brizna de pasto, o de piedra en piedra. El sol brillaba con un calor seco y oprimente.

El Niño, débil y aterrorizado como estaba, sin embargo había escuchado cada una de las palabras, y había arribado a una o dos conclusiones, y fue él quien rompió el letargo con su voz juvenil.

- En nombre del Cordero Ciego - gritó -. Salve, vosotros dos - enfrentó a Hiena -. Que las máculas de vuestros magníficos antebrazos no palidezcan jamás con el azote de las lluvias invernales, o se oscurezcan con el sol del estío.

Hizo una pausa. El corazón le latía con fuerza. Los miembros en tensión le temblaban. Pero el Niño sintió cómo crecía el silencio de sus meditaciones, tal era la intensidad con que lo miraban.

Intuyó que debía continuar.- ¡Y qué melena! ¡Qué orgullosos y arrogantes son sus pelos! Con qué

negra, torrencial marejada se derrama a través de la nívea camisa. No dejéis nunca que os la recompongan u os la alteren en forma alguna, este frenesí de cabellera, excepto para ser peinada por los rayos de luna cuando los búhos cazan. ¡Oh, espléndida criatura! Y qué mandíbulas para triturar. En verdad debéis estar orgulloso del poder de vuestros tendones y el granito de vuestros dientes.

El Niño volvió la cabeza en dirección a Cabro y aspiró, tembloroso, una profunda bocanada de aire.

- Oh, Cabro - dijo -. Ya nos hemos conocido antes. Os recuerdo tan bien. ¿Fue en este mundo o en el último? Recuerdo la franqueza de vuestra sonrisa y el sereno altruismo de vuestra mirada. Pero, oh, ¿qué sucedía con vuestro andar? ¿Qué era? Algo había en él que era tan absolutamente personal. ¿Caminaríais un poquito para mí, señor Cabro? Haciendo honor a la generosidad de vuestro corazón. ¿No caminaríais hasta aquel árbol para luego regresar aquí? ¿Seríais tan amable? ¿Para permitirme recordar?

Por un minuto o dos no se oyó ningún ruido. Parecía como si Hiena y Cabro hubiesen echado raíces en sus lugares Nunca habían escuchado una elocuencia semejante. Nunca habían estado tan asombrados. El haz de debilidades sobre cuya forma yacente habían estado discutiendo se erguía ahora entre ambos.

De pronto el aire se impregnó de una profunda tristeza al oírse muy a lo lejos un aullido, pero sólo por un momento, porque entonces se transformó en un estallido de agudas carcajadas... carente de alegría, aborrecible. Todo el inmenso, musculoso cuerpo se sacudía como si intentase arrojar la vida lejos de sí. Hiena echó la cabeza hacia atrás, los músculos de la garganta tensos por la pasión con que había lanzado sus bramidos. Al fin todo terminó. La fiera cabeza se hundió al nivel de los hombros cubiertos por la camisa blanca.

La cabeza de Hiena se volvió, no al Niño, sino a Cabro.

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- Haz lo que se te ordena - gritó -. Basura insolente, pingajo y sucio alcornoque. Haz lo que te ordena antes de que te parta el cráneo - Hiena encaró al Niño -: Es más romo que calcañal de mula. Obsérvalo ahora.

- ¿A qué árbol te refieres? - preguntó Cabro, rascándose.- Al árbol que esté más cerca, señor Cabro. ¿Cómo camina? No puedo

acordarme. ¡Ah, así, así! Inclinado como un barco en un mar, de través. Inclinado y de costado con la carga zafándose de sus ligaduras. Ah, señor Cabro, es extraña y fantasmal la forma en que recorréis la faz de la tierra. Sin duda sois un par de seres únicos, y como tales os saludo en nombre del Cordero Ciego.

- El Cordero Ciego - repitieron los dos -. Salve el Cordero Ciego.- Y también, en su nombre - dijo el Niño -, tened compasión de mi hambre. El

que hayáis pensado en vuestra melena para que me sirviese de cuna demuestra vuestra gran inventiva... pero yo moriría a causa de la proximidad. La actividad de vuestros músculos sería demasiado para mí. El lujuriante hedor de vuestra cabellera, demasiado fuerte. Los latidos de vuestro corazón me demolerían. No tengo fuerzas para nada de eso. Sois tan imponente... tan majestuoso. Hacedme, con vuestra originalidad increíble, una silla de ramas y llevadme ambos... llevadme... donde... oh, ¿dónde me lleváis?

- ¡Ramas! ¡Ramas! - rugió Hiena, sin prestar atención a la pregunta del Niño -. ¿Qué estás esperando?

Y le dio un gran empujón a Cabro y él mismo se puso a arrancar las ramas de los árboles cercanos y a entretejerlas. El ruido que hacían las ramas al ser desprendida poblaba el aire quieto de resonancias estentóreas y terribles. El Niño se había sentado y permanecía inmóvil, observando a aquellas dos siniestras criaturas trabajando a la sombra de los árboles, y se preguntaba cuándo y cómo se podría librar de esas abyectas presencias. Era evidente que escapar ahora significaría morir por inanición. Quienquiera que fuese el ser ante el cual estaban decididos a llevarlo, tendría sin lugar a dudas pan para comer y agua para beber.

Hiena regresaba de su tarea junto a los árboles. Había dejado caer la especie de silla de montar que había estado haciendo y tenía, al parecer, mucha prisa por llegar hasta donde estaba el Niño. Cuando lo logró no podía expresarse y aunque sus mandíbulas se abrían y cerraban con movimientos espasmódicos ninguna palabra brotaba de su desagradable boca. Al cabo, en un torrente brutal...

- ¡Tú! - gritó -. ¿Qué sabes acerca del Cordero? ¡Del Cordero Secreto! El Cordero, nuestro Emperador. ¿Cómo te atreves a mencionar al Cordero... el Cordero que es la razón de nuestra existencia? Nosotros somos todo lo que quedó de ellos... de todas las criaturas del globo; de todos los insectos y todos los pájaros... de los peces del salado mar y de los animales de presa. Pues él cambió sus naturalezas y murieron. Pero nosotros no morimos. Nos hemos convertido en lo que somos gracias a los poderes y a la terrible destreza del Cordero. ¿Cómo es que has oído hablar de él, tú que provienes de las comarcas del polvo blanco? ¡Mira! No eres más que un niño. ¿Cómo es que has oído hablar de él?

- Oh, yo no soy más que una ficción de su mente - dijo el Niño -. No estoy realmente aquí. No por derecho propio. Estoy aquí porque él me obligó. Pero me he alejado... me he alejado de su mente inconmensurable. Ya no quiere

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reconocerme como suyo. Llevadme a algún sitio donde pueda comer y beber y luego dejadme partir otra vez.

Mientras tanto Cabro había reaparecido.- Tiene hambre - dijo Cabro, pero al decirlo la insulsa sonrisa de su rostro se

petrificó en un gesto que gritaba su terror, porque desde algún lugar muy remoto llegaba un sonido... un sonido que parecía brotar de profundidades inimaginables. Un sonido casi imperceptible, cristalino como el tintinear de un carámbano. Tenue, lejano y cristalino.

El efecto que ejerció sobre Hiena fue tan instantáneo como el que tuvo sobre Cabro. Sus orejas puntiagudas se irguieron sin vacilar. La cabeza se alzó, alerta, en el aire... y el color de los carrillos que siempre rasuraba con tanto cuidado cambió de un púrpura moteado a una palidez cadavérica.

El Niño, que igual que los otros no había dejado de oír la llamada, no podía imaginar por qué un sonido de esa dulzura y diafanidad podía surtir ese efecto sobre las dos envaradas criaturas a su lado.

- ¿Qué fue eso? - preguntó al cabo -. ¿Por qué estáis tan asustados?Luego de un largo silencio ambos le contestaron al unísono.- Ése es el balido de nuestro Amo.Mucho más allá de toda posibilidad de búsqueda, en los páramos

expectantes, donde el tiempo se desliza inexorable por la enfermiza claridad del día y el ahogo de la noche, existía una comarca de quietud absoluta - la quietud del aliento contenido y encerrado en los pulmones -, la quietud del alerta y de la ansiedad horrenda.

Y en pleno corazón de esa comarca o región, donde no crecían los árboles y los pájaros no trinan, había un desierto gris cuya superficie relumbraba al sol.

Cayendo en suave pendiente desde los cuatro horizontes, aquella faja de terreno, como atraída hacia un centro aunque al principio se notaba apenas, empezaba a quebrarse en terrazas brillantes y yermas, y como el nivel de las tierras circundantes se desplomaba, esas terrazas eran cada vez más empinadas y anchas hasta que, justo cuando el foco de ese desierto parecía estar al alcance de la mano, cesaban las grises terrazas y ante la vista se extendía un inmenso campo de piedra desnuda. Dispersas sin orden ni concierto a través de ese campo, se veían lo que tal vez fuesen chimeneas o cañones de chimeneas de viejas fundiciones, de bocas de socavones, y esparcidos en todas direcciones, vigas y cadenas. Y por encima de eso la luz reverberaba con crudeza en el metal y la piedra.

Y mientras el sol escarnecedor derramaba sus rayos, y mientras ningún otro movimiento se veía en el vasto anfiteatro, había algo que se agitaba, algo muy por debajo de la superficie. Algo solo y vivo, algo que sonreía muy suavemente para sus adentros allí, sentado en el trono de una gran cámara abovedada, alumbrada por una multitud de hachones.

Pero a pesar del fulgor que esparcían las antorchas, la mayor parte de la Bóveda estaba envuelta en espesas sombras. El contraste que existía entre la luz cegadora y rutilante del mundo exterior con su resplandor ardiente y metálico y el claroscuro de esa Bóveda subterránea era algo que Hiena y Cabro, no obstante su falta de sensibilidad, nunca dejaban de advertir.

Ni podían, aunque el sentido de la belleza era una carencia lamentable de sus naturalezas, ninguno de los dos entrar en esa cámara sin sentirse particularmente embargados por la admiración y el estupor. El vivir y dormir, como lo hacían ellos, en celdas oscuras y sucias, pues no se les permitía la

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posesión ni de una mísera vela, los había impulsado una vez a rebelarse. No veían la razón de que, por el hecho de ser menos inteligentes que su señor, se les negaran las comodidades que les podía ofrecer. Pero eso había sucedido largo tiempo atrás y desde hacía muchos años no ignoraban que ellos pertenecían a una raza inferior y que el servir y el obedecer al amo en sí mismo era una recompensa invalorable. Además ¿cómo lograrían sobrevivir los dos si no podían contar con aquella inteligencia? El permitírseles, en raras ocasiones, sentarse a la mesa con el Emperador, el contemplarlo beber su vino, y el recibir de tanto en tanto un hueso para partir o un «corazón» para mascar ¿no los resarcía de todos los castigos que ese mundo subterráneo pudiese infligirles?

Toda la fuerza bruta y la bestialidad que afloraban en Hiena siempre que se alejaba de su amo, se transmutaban ante su presencia en debilidad y servilismo. Y Cabro, cuya personalidad Hiena avasallaba cuando se encontraban en la superficie, era capaz, al cambiar las circunstancias, de convertirse en otra criatura muy distinta. La mueca blanca y feroz que era la interpretación que Cabro daba de una sonrisa se convertía en un gesto casi permanente del rostro largo y polvoriento. El pasito lateral se transmutaba en un andar casi agresivo, pues lo enriquecía entonces con un matiz de provocación, los brazos los balanceaba con mayor libertad, convencido, sin duda, de que cuanto más se dejaran ver los puños, más distinguido sería el caballero.

Pero su prestancia disfrutaba siempre de una vida muy corta, porque por detrás de todas las cosas se alzaba la siniestra omnipresencia de su deslumbrante señor Blanco. Blanco como la espuma cuando la luna llena se refleja sobre el mar; blanco como el blanco del ojo de un niño; o el rostro de un muerto; blanco como un sudario fantasmal: oh, blanco como un vellón. Vellón reluciente... vellón... con un millón de rizos... seráfico en su pureza y suavidad... el ropaje del Cordero.

Y a su alrededor flotaban las tinieblas que danzaban al resplandor de los hachones.

Pues era una gran Bóveda de solemnes dimensiones: un lugar que bostezaba de silencio, así que el fluctuar de las llamitas se convertía casi en un murmullo de voces. Pero no había animales o insectos o pájaros, ni siquiera fronda, para hacer algún ruido, nada en absoluto, sólo el Señor de las Minas, Señor de los socavones desiertos y de una comarca hundida en lo más profundo del cuerpo metálico. Él no hacía ningún ruido. Estaba sentado sobre una silla, en actitud blanda y paciente. Muy cerca de él había una mesa cubierta con un paño de bordados exquisitos. La alfombra sobre la cual estaba colocada la mesa era espesa, mullida y de un intenso color rojo sangre. Allí, perdido en esas tinieblas subterráneas, la falta de color del mundo al aire libre se transformaba no sólo en coloración sino en una sensación que era algo más que simple colorido; en razón de las velas y lámparas, se transformaba en una vívida mancha, como si los objetos iluminados ardiesen... o generasen luz en lugar de absorberla.

Pero los colores parecían no ejercer ninguna influencia sobre el Cordero, cuya lana sólo se reflejaba a sí misma, la excepción era muy particular y se relacionaba con los ojos. Las pupilas estaban veladas por una membrana de un celeste apagado. Ese celeste, no obstante su color desvaído, hacía marcado contraste con la angelical blancura de las facciones de ese rostro. Engarzados

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en esa exquisita cabeza, los ojos eran como dos cuños de descolorido humo azul.

El Cordero se sentaba muy derecho sobre su trono, con las manos blancas posadas en el regazo. Un par de manos maravillosas, igual a las de los niños, por lo rollizas y diminutas.

Era difícil concebir las edades primigenias que yacían bajo el plumón de esos blancos miembros. Allí estaban cruzada una sobre la otra como demostrándose amor recíproco; sin estrecharse con demasiada vehemencia, pues podían lastimarse, ni con un roce demasiado leve, que les haría perder algún dulce latido.

El pecho del Cordero era como un pequeño mar - un pequeño mar de rizos, de rizos arracimados - o como las suaves crestas blancas de las frondas bajo la luz lunar: frondas con la blancura de la muerte, yermas a la vista, pero de aterciopelada voluptuosidad al tacto... y también letales, porque hundir la mano en aquel pecho obligaría a descubrir que no había allí sustancia, sólo los rizos del Cordero, ni costillas, ni órganos; nada más que la blanda, horrible inconsistencia del vellón interminable.

Y no se encontraba ni se oía un corazón. Si se hubiera apoyado la oreja en ese pecho mortífero, sólo se habría escuchado un gran silencio, la inmensidad de la nada; un vacío infinito. Y en medio del silencio las dos manos se separaron por un breve instante y luego las yemas de los dedos se tocaron en un gesto curiosamente clerical, pero sólo por un segundo o dos antes de que sus palmas se volvieran a unir con el suspiro de un estertor lejanísimo.

Ese leve sonido, tan ínfimo, era, sin embargo, en el silencio que rodeaba al Cordero, lo bastante fuerte como para despertar una docena de ecos que, abriéndose paso hasta los más remotos rincones de las desiertas galerías, trepando por las gargantas de cañones portentosos y llegando a las grandes vigas y a las escaleras de caracol que se cruzaban y entrelazaban, se dispersaban en ecos menores, haciendo que todo ese reino subterráneo resonara con sonidos casi inaudibles como el aire se puebla de partículas de polvo.

Era un lugar patético. Un vacío. Como si una gran marejada se hubiese retirado para siempre de las orilla, donde alguna vez tintinearan risas y voces.

¡Tiempo hubo en que aquellas desiertas soledades bullían de esperanzas, excitación y conjeturas alimentadas por los planes de cambiar el mundo! Pero esas épocas habían desaparecido más allá de la línea del horizonte. Sólo quedaban ruinas. Ruinas metálicas. Se curvaban, se doblaban en grandes arcos; se extendían en fila tras fila; colgaban sobre inmensos pozos de oscuridad; formaban escaleras gigantescas que venían de la nada y llevaban a la nada. Tendíanse en todas direcciones: pantallazos de metales ya olvidados; moribundos, inmovilizados en miles de actitudes agónicas; sin una rata, sin una laucha; sin un murciélago, sin una araña. Sólo el Cordero, sentado en su alto trono con un esbozo de sonrisa sobre los labios; a solas en medio de la magnificencia de su cámara abovedada, donde la alfombra roja era como sangre, y los muros estaban tapizados de libros que subían... y subían... un volumen sobre otro hasta que las sombras los devoraban. Pero el Cordero no era feliz, porque si bien su cerebro era límpido como el hielo, el seno donde debía haberse alojado su alma estaba atacado por una horrible enfermedad. Pues su memoria era al mismo tiempo aguda y amplia y él podía recordar no sólo los tiempos en que en ese esbozo de infierno pululaban los suplicantes de

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toda forma y condición en distintas etapas de mutación y cambios radicales, sino también cada una de las personalidades, a pesar de que esa época se había prolongado durante varios siglos, con sus gestos, posturas y rasgos idiosincrásicos; cada uno de ellos con su conformación ósea particular cada uno con su textura, su melena abundante o sus pelos ralos; el manchado, el rayado, el chiflado o el amorfo. Los había reconocido uno por uno. Los había seleccionado a su gusto, pues en aquellos pacíficos días el mundo pululaba de criaturas, y él no tenía más que levantar un poco su dulce voz para que ellas corrieran a arracimarse alrededor del trono.

Pero aquellos día lejanos, prósperos días, habían muerto y desaparecido, porque gradualmente habían muerto uno a uno; porque esos experimentos no habían jamás tenido precedentes. Que el Cordero hubiese podido continuar con su pasatiempo diabólico, aun cuando la ceguera había sumido el mundo que lo rodeaba en una noche eterna, era la prueba irrefutable de la vitalidad incansable de su maldad. No, el que los cristalinos de sus ojos se hubiesen ensombrecido y velado no tenía nada que ver con esa actitud; nada de esa naturaleza era el motivo de tantas muertes; él quería convertirlos en bestias mientras eran todavía hombres, y en hombres cuando aún eran bestias. No había perdido esa destreza, pues podía palpar y percibir la estructura de una cabeza para diagnosticar, sin vacilaciones, el animal, el prototipo que se incubaba, por así decir, a espaldas o en el interior de la forma humana.

Porque cuando Hiena avanzaba con la espalda arqueada, los antebrazos y las rasuradas mejillas, y la camisa blanca, y la risa aborrecible, avanzaba también un hombre cuyas facciones tendieron en un tiempo a asemejarse a la bestia que ahora poseía casi toda su persona.

Y en lo recóndito de Cabro, que se deslizaba por entre los grises matorrales, acercándose más y más con cada pasito lateral a los terribles socavones, también existía un hombre.

Porque degradar era el más refinado de los placeres para el Cordero. Moldear y transformar de modo tal que por medio del terror y las adulaciones rastreras entrelazadas con astucia, sus incautas víctimas, una a una, renunciaran a su libre albedrío y empezaran a desintegrarse no sólo en lo moral sino también en lo visible. Entonces ejercía sobre ellos una presión diabólica que, habiendo estudiado las distintas idiosincrasias (los delitos blancos habían revoloteado sobre los rostros huesudos de infinidad de trémulas cabezas), los arrastraba a un estado en el cual ansiaban cumplir lo que él quería que hiciesen y ser lo que él quería que fuesen. Así, poco a poco, el aspecto y la personalidad de las bestias a las que, en cierta forma, se asemejaban comenzaban a acentuarse y asomaban pequeños signos tales como un matiz que nunca habían tenido en la voz, o una manera de sacudir la cabeza que recordaba a un ciervo, o de agacharla como hacen las gallinas cuando se abalanzan sobre el alimento.

Pero el Cordero, tan lúcido de inteligencia, tan ingenioso, fue incapaz de conservarles la vida. En la mayoría de los casos no tuvo la menor importancia, pero algunas de sus bestias se habían convertido, bajo su terrible égida, en criaturas de proporciones totalmente grotescas. No sólo eso sino que, al darse en ellos una curiosa amalgama entre la bestia y el hombre, le proporcionaban a su amo una continua bufonada, un espectáculo semejante al que un enano brinda a su rey. Pero el placer no era de larga duración. Los más peculiares fueron los que, uno tras otro, murieron primero, porque todo el proceso de

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transmutación era de naturaleza tan misteriosa que hasta al Cordero le fue imposible desvelar cuál era la causa de su muerte o de su supervivencia.

A qué se debía que, en algún lugar de su compleja estructura, el Cordero alimentase un fuego no sólo salvaje sino también punzante, como una úlcera, nadie podría decirlo; pero la verdad es que tan pronto como veía a un ser humano, su piel cambiaba de color. Por lo tanto, arrastrar a un alma humana al abismo para que allí encontrase, entre las máscaras del mundo, su doble y equivalente no resultaba para él únicamente una diversión sino también odio... un odio profundo y ardiente hacia todos los seres humanos.

Mucho tiempo había transcurrido desde la última muerte: un Hombre - araña había gritado, clamando ayuda, se había acurrucado, se había descarnado ante la mirada del Cordero y de Cabro y se había convertido en cenizas, todo en un abrir y cerrar de ojos. Ese hombre había sido, para el Cordero, una especie de compañero en las raras ocasiones en que el Cordero sentía necesidad de compañía, porque la Araña había conservado la capacidad de su cerebro, un órgano ágil y sutil, y había momentos en que, el Cordero sentado a un lado de una mesita de marfil y la Araña al otro, se enfrentaban en largos encuentros intelectuales que tenían cierta similitud con partidas de ajedrez.

Pero aquella criatura había muerto; y todo lo que restaba de su antigua corte eran Hiena y Cabro.

Al parecer nada era capaz de exterminar a esos dos. Y la vida seguía incólume para ellos. Algunas veces el Cordero se sentaba y clavaba los ojos en ellos; y aunque no podía ver nada, le era posible oír todo. Tan refinados eran su vista y olfato que, aunque las dos criaturas y el Niño estaban aún a largas millas de distancia, ese blanco señor que ocupaba su trono con gesto arrogante y las manos plegadas, olía y olía a sus visitantes con absoluta nitidez.

¿Pero qué era ese olor raro y tenue que se infiltraba en las Minas junto al tufo acre de Hiena y Cabro? Al principio el Cordero no varió de postura, pero luego, si bien la cabeza blanca se echó hacia atrás, el cuerpo se paralizó. Las orejas blanco - leche se irguieron expectantes, y los sensibles ollares se agitaron con la velocidad de las alas de una abeja cuando revolotea en torno de una flor. Los ojos miraron con fijeza la oscuridad que se cerraba ante ellos. Alrededor del Cordero, en los rincones más sombríos o donde la luz de las candelas se solazaba en trepar por las empinadas cordilleras de libros, algo muy singular andaba en libertad; el primer latido de una nueva vida. El enigmático Cordero, del que jamás se supo que hubiese manifestado un sentimiento, traicionó por un instante, su verdadera naturaleza, porque no sólo hundió la cabeza entre los hombros, acentuando así la rigidez de su postura, sino que un temblor visible le recorrió el rostro ciego.

Porque el olor de vida se acercaba y aumentaba minuto a minuto a pesar de que la distancia que se extendía desde las Minas hasta el tambaleante trío era aún de muchas millas.

Los tres, encabezados pOr Hiena, habían ya recorrido una considerable extensión de la comarca. Habían dejados los bosques inmóviles y alcanzado un cinturón de secados a través de los cuales avanzaban con gran dificultad. El día se había ido enfriando y el hambre que atormentaba al Niño lo hacía llorar.

- ¿Qué es lo que estás haciendo con tus ojos, querido? - dijo Cabro, señalando al mismo tiempo con lo que parecía ser el muñón de un manco,

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porque los puños semialmidonados y mugrientos le llegaban más allá de la mano y de los dedos.

- Deténte un momento, Hiena, amor. Esto que estás haciendo me recuerda algo.

- Ajá, ¿te recuerda algo, no, hijo de chápiro verde? ¿Y se puede saber qué? ¿Eh?

- Mira y ve tú mismo, con tus ojos hermosos, sagaces - dijo Cabro -. ¿Ves lo que te digo? Vuelve la cabeza para mi lado, Niño, así tus superiores podrán gozar de la visión de todas tus facciones. Ves, Hiena, querido ¿no es como yo te lo decía? Tiene los ojos llenos de pedacitos de vidrio roto. ¡Tócalos, Hiena, tócalos! Son húmedos y tibios, y mira... las dos mejillas nadan en agua. Me recuerda algo. ¿Qué es...?

- ¿Cómo quieres que lo sepa? - rugió Hiena, irritado.- Mira - siguió diciendo Cabro -. Puedo acariciarle los párpados. Cómo le

gustará al Blanco Señor arreglárselos.El Niño sintió que un indefinido y secreto temor lo invadía, aunque no podía

comprender qué había querido decir Cabro con la palabra «arreglárselos». Sin saber muy bien qué era lo que hacía trompeó a Cabro pero la debilidad y el cansancio hicieron que fuese tan leve que, a pesar de alcanzar a Cabro en el hombro, la criatura no sintió nada y continuó con su charla.

- ¡Hiena, querido!- ¿Qué sucede, cornúpeta?- ¿Puedes recordar lo bastante atrás...?- Bastante atrás ¿qué? - gruñó Hiena - moviendo sus rasuradas quijadas

como un muñeco automático.- Lo bastante atrás en el tiempo, mi amor - susurró Cabro, rascándose, y el

polvo se levantó de su cuero como humo que se escapa por la chimenea -. Lo bastante atrás en el tiempo - repitió.

Hiena sacudió, molesto, la melena.- Lo bastante lejos en el tiempo ¿para qué, cabeza de alcornoque?- Aquellas largas estaciones, aquellas décadas, querido, aquellos siglos. No

te acuerdas... antes de cambiar... cuando nuestros miembros no eran de bestias. Fuimos, sabes, mi dulce Hiena, una vez fuimos.

- Fuimos ¿qué? Habla, Cabro maldito, o te trituraré como si fueses una costilla.

- Una vez fuimos diferentes. Tú no tenías melena en la espalda encorvada. Es muy hermosa, pero no la tenías. Y tus largos antebrazos.

- ¿Qué pasa con ellos?- Bueno, no siempre fueron moteados, ¿no, querido?Hiena lanzó una nube de polvo de hueso por entre sus poderosos dientes.

Luego saltó, si ponerlo en guardia, sobre su compañero.- Silencio - tronó, con una voz que en cualquier momento podría

transformarse en ese terrible grito melancólico que a su vez estallaría en la diabólica carcajada de un loco.

Con un pie plantado sobre el pecho de Cabro, porque Hiena lo había derribado:

- Silencio - volvió a gritar -. Yo no quiero recordar.- Yo tampoco - dijo Cabro -. Pero puedo recordar pequeñas cosas. Extrañas

pequeñas cosas. Antes de que cambiáramos, sabes.

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- ¡Dije silencio! - exclamó Hiena, pero esa vez había en su voz una inflexión casi rememorativa.

- Me estás lastimando las costillas - dijo Cabro - -. Ten piedad, querido. Eres demasiado feroz con tus amigos. Ah... gracias, amor. Bendita sea mi alma, tienes una espléndida... ¡mira el Niño!

- Tráelo de vuelta - dijo la Hiena - y le arrancaré la piel a tiras.- Es para nuestro Blanco Señor - dijo Cabro -. Yo le daré un coscorrón.Y en verdad el Niño se había alejado, pero sólo unos metros más allá.

Cuando Cabro lo tocó, cayó de rodillas como un arbolito talado.- Yo puedo recordar bastante - dijo Cabro, volviendo junto a Hiena -. Puedo

recordar cuando mi frente era lisa y tersa.- ¿Y a quién le interesa eso? - chilló Hiena en un nuevo arranque de

intemperancia -. ¿A quién le importa tu frente de mierda?- Y puedo decirte algo más - dijo Cabro.- ¿De qué se trata?- Es acerca del Niño.- ¿Qué pasa con él?- No debe morir antes de que el Blanco Señor lo vea. Míralo, Hiena. ¡No!

¡No! Hiena, querido. Patearlo no servirá de nada. Tal vez esté agonizando. Levántalo, Hiena. Tú que eres el más noble; tú que eres el más fuerte. Levántalo y galopa hasta las Minas. Llévalo a las Minas, querido, mientras yo me adelanto.

- ¿Para qué?- Para prepararle algo de comer. Debe tener listo su pan y su agua, ¿no es

así?Con el rabo del ojo Hiena lanzó a cabro una mirada maligna antes de

acercarse al Niño caído, y luego, casi sin detenerse, lo recogió con su brazos moteados como si nada pesase.

Y así partieron de nuevo, Cabro tramando adelantarse; pero no había tenido en cuenta el largo y poderoso galope que era capaz de adoptar su musculoso compañero, cuya voluminosa camisa blanca flotaba como una bandera. A veces parecía ser uno el que se rendía, a veces el otro, pero durante casi toda la carrera marcharon a la par.

El Niño estaba demasiado agotado para advertir lo que sucedía a su alrededor. Ni siquiera sabía que Hiena lo llevaba con los brazos extendidos como quien lleva una ofrenda al altar de los sacrificios. Una de las ventajas de esa actitud era que el hedor de la vigorosa semibestia se suavizaba un tanto, aunque era dudoso que en su estado de postración el Niño pudiese apreciar ese alivio.

Corrieron milla tras milla. El mar de malezas que habían vadeado durante muchas millas cedía ahora su lugar a una especie de manto de roca plateada, Hiena y Cabro trotaban sobre él como si formasen parte de alguna leyenda inmemorial, con las largas sombras rebotando a su lado, mientras el sol se hundía en el horizonte velado por una luz descolorida. Y entonces, de pronto, cuando la oscuridad empezaba a invadirlo todo, advirtieron la primera señal de que el terreno entraba en pendiente y que habían llegado a las amplias terrazas de las Minas. Y sin asomo de duda, allí estaba esa extendida congregación de chimeneas vetustas y abandonadas, con las aristas parpadeando a la temprana luz de la luna.

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Al ver las chimeneas, Hiena y Cabro hicieron un alto. Por qué se detuvieron no era difícil de adivinar, ya estaban tan en presencia del Cordero como en la cámara del trono. Pues desde ese momento en adelante cada ruido, no importaba cuán tenue, sería estentóreo a los oídos de su Amo.

Era algo que los dos sabían por amargas experiencias porque en días muy lejanos ellos, y otros mediohombres, habían cometido el error de susurrar unos con otros, sin advertir que el suspiro más leve era absorbido por los grandes tubos y chimeneas y descendía por ellos hasta los recintos principales donde se retorcían y caracoleaban, deslizándose hasta la enhiesta majestad del Cordero, con las orejas y las aletas de la nariz aguijoneadas por la percepción.

Maestros consumados en la utilización del alfabeto de los sordomudos y también en la lectura de los labios, eligieron esta última forma de comunicarse, porque los bamboleantes puños de Cabro le tapaban los dedos. Así, mirándose fijamente a la cara, formularon sus palabras en medio de un silencio de muerte.

- Él sabe... que... nosotros... estamos... aquí... Hiena querido.- Ahora... ya... nos... puede... oler...- Y... al... Niño...- Por... supuesto... Por... supuesto... Tengo... el... estómago... revuelto.Yo... iré... adelante... con... el... Niño... y... prepararé... su... cena... y... su...

lecho.- No... harás... nada... semejante... cornúpeta. Déjame... el... Niño... a... mí...

o... te... haré... papilla.- Entonces... iré... solo...- Por... supuesto... basura...- Debemos... lavarlo... esta... noche, y... alimentarlo... y darle... agua. Ésa...

será... tu... tarea... ya... que.. insistes. Yo... informaré... a... nuestro... Amo. Oh... mis pobres... lomos... mis lomos... mis doloridos... lomos...

Se alejaron uno del otro, los labios dejaron de moverse, pero al dar el diálogo por terminado cerraron la boca y en su santuario el Blanco Cordero oyó el ruido final, un sonido semejante al de una tela de araña al caer o al paso de una laucha sobre el musgo.

Así, Hiena avanzó solo, llevando al Niño en sus brazos extendidos, hasta llegar al pie de un tubo colosal más parecido a un abismo que a obra alguna del hombre. Y allí, al borde de ese enorme pozo de oscuridad, se arrodilló y uniendo las horribles manos susurró:

- Blanco Señor de la Noche ¡salve!Las seis palabras rodaron, casi corpóreas, por la garganta del tubo yermo,

insensible y, reverberando en su camino subterráneo, llegaron por fin al Cordero.

- Es Hiena, mi Señor, Hiena al que rescataste del vacío de aquí arriba. Hiena, que llega a vos para amaros y serviros en vuestros designios. Salve.

De las tinieblas abismales llegó una voz. Era como el tintinear de una campanilla, o el susurro de la desnuda inocencia, o el canturreo de un infante... o el balido de un cordero.

- Hay alguien contigo ¿no es verdad?El gorjeo de la vocecita trepaba desde la oscuridad; no había necesidad de

elevarla. Como la aguja que penetra en los tejidos podridos, así ese dulce son penetraba en los rincones más remotos del Reino Subterráneo. Llegaba, gorjeo tras gorjeo, a las mazmorras del oeste, donde entre las retorcidas vigas cubiertas de herrumbre rojiza los suelos silenciosos se henchían en mares de

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hongos purpúreos, tan muertos como el suelo que alguna vez los procreara. Sólo necesitaban que un pie los hollara para desintegrarse en la muerte insondable de un polvo macilento; ni un paso, ni una ráfaga los había perturbado durante un centenar de años.

Se dispersaba en todas las direcciones, esa voz del cordero... y entonces se volvió a oír.

- Aguardo tu respuesta... y te aguardo a ti.Luego, con el agudo chasquido de una guadaña:- ¿Qué es lo que has traído de la abyecta región de la luz? ¿Qué has

conseguido para tu Señor? Todavía estoy esperando.- Tenemos un Niño con nosotros.- ¿Un Niño?- Un Niño... intacto.Se produjo un largo silencio, durante el cual Hiena creyó oír algo que jamás

había oído, una especie de lejano palpitar, de latido remoto.Pero la voz del Cordero era límpida y deleitosa y fresca como una cascada

igualmente impasible.- ¿Dónde está Cabro?- Cabro - respondió Hiena - ha hecho lo imposible por obstaculizarse el

camino. ¿Puedo bajar, mi Señor?- Creo haber dicho «¿Dónde está Cabro?». No me interesa saber si tú

obstaculizaste a él o él a ti. Por el momento, estoy interesado en saber por dónde anda. ¡Espera! ¿Es a él a quien oigo en la Galería del Sur?

- Sí, Amo - respondió Hiena.Asomó tanto la cabeza y los hombros por sobre el borde del abismo que

cualquiera que ignorase la maravillosa cabeza que Hiena tenía para las alturas y lo ágil que era para moverse en la oscuridad y los lugares escarpados hubiese considerado imprudente.

- Sí, Amo. Cabro está descendiendo por la escalera de hierro. Ha bajado a preparar pan y agua para el Niño. Esta cosa imberbe se ha desmayado. Con seguridad, no querréis verlo hasta que lo hayamos lavado, alimentado y hecho descansar. Ni querréis ver a Cabro, ese mentecato estúpido. Yo impediré que os moleste.

- Hoy estás extrañamente amable - dijo la dulce voz desde las profundidades -. Por lo tanto estoy seguro de que harás lo que te digo; pues si te atreves a desobedecer, prenderé fuego a tu negra melena. Ven de inmediato con tu agotado amigo y yo lo aquilataré. Ya puedo olerlo y debo decir que es como si una bocanada de aire fresco hubiese entrado en este lugar. ¿Te has puesto en camino? No oigo nada.

El Cordero mostraba los perlados dientes.- Ya estoy en camino... Amo... en camino... - gritó Hiena, que se estremecía

de terror, porque la voz del Cordero parecía un cuchillo en vaina de terciopelo -. Lo llevaré ahora mismo ante vuestra presencia para que os pertenezca por siempre jamás.

Y Hiena, las piernas y los brazos temblorosos a pesar de su fuerza descomunal, se inclinó con el Niño al borde del pozo donde una cadena brillaba apenas a la luz de la luna.

Para poder tener las manos libres y descender por la cadena de hierro, Hiena se había colgado el Niño del hombro. La criatura gemía dolorida.

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Pero a Hiena esos gemidos no lo enternecían, porque había descubierto una inflexión desconocida en la voz del Cordero. Aún hablaba con su habitual gentileza, esa horrenda gentileza, pero ahora había algo distinto en ella. Qué era con exactitud lo que daba a Hiena la impresión de que aquella voz había cambiado no lo podía decir, pues él sólo sentía el cambio, y la sensación era de oculta vehemencia.

¡En verdad, había razones para sentirse excitado! Otra criatura de menor calibre que el Cordero hubiese sido incapaz de controlar la horrible emoción de aquel frenesí.

Pues una década o más habría transcurrido desde que el último visitante se había sentado a su mesa... sentado y contemplado los ojos velados del Cordero, y mientras miraba a su anfitrión sabía que le estaba arrancando el alma. Aquel visitante había muerto como todos los demás, el cerebro huyó demasiado aprisa del cuerpo o el cuerpo brincó como una rana en busca del cerebro, así se separaron y, al igual que la maquinaria de las Minas, se habían ido apagando en el silencio y vacío de la muerte.

Qué era lo que mantenía vivos a los dos últimos subordinados, el Cordero lo ignoraba. Algo en sus naturalezas o en sus órganos les otorgaba a Cabro y a Hiena cierta inmunidad física... algo que tal vez estuviese relacionado con la tosquedad del alma y el espíritu. Habían sobrevivido a un centenar de bestias vigorosas cuyas metamorfosis los habían destruido desde adentro. El León, sólo una generación atrás, se había derrumbado en medio de una parodia de poder, inclinando la gran cabeza cuando promediaba la farsa, en tanto que las lágrimas brotaban de los ojos ambarinos y rodaban por los surcos de los dorados pómulos. Fue una caída terrible y vergonzosa: y sin embargo, piadosa, porque bajo la égida macabra del deslumbrante Cordero el alguna vez rey de las bestias había sido arrastrado a la degradación, y no hay nada más vil que el desangrar, gota a gota, el corazón del gran gato dorado.

Al desplomarse con un último rugido, había arrastrado la noche consigo, así pareció como si fuese un telón, y cuando los hachones volvieron a encenderse no había allí más que una capa, un escudo y una daga rutilante de estrellas y, flotando a lo lejos en la cerrada oscuridad de las Bóvedas de Occidente, la melena de la gran semibestia como un aura.

Y también había existido el Hombre, delicado y ágil sobre cuyo rostro el Cordero había deslizado los dedos, así que supo, en su ceguera, por el tacto y un temblor del aire que no era más que gacela. Pero el Hombre había muerto un siglo más tarde, a la altura perfecta de un brinco, sus enormes ojos apagándose en la caída...

Y habían existido el Hombre - mantis, el Hombre - cerdo y los Perros; el Cocodrilo, el Cuervo y aquel Pez único que cantaba como un jilguero. Pero todos habían muerto en una u otra fase de la transmutación por la falta de algún componente, alguna carencia que les impedía sobrevivir, por faltarles aquello que por alguna razón desconocida poseían Hiena y Cabro.

Para el Cordero era un veneno inagotable de mortificaciones que de todas las criaturas que habían pasado por sus manos diminutas, níveas, criaturas de todos los tamaños, formas e intelectos, sólo le quedase por compañía un par de semiidiotas: la Hiena cobarde y prepotente y el Cabro adulador. Épocas hubo en que su Bóveda secreta con sus ricas alfombras, candelabros dorados, incienso ardiendo en pebeteros de jade y sus marquesinas carmesí ondulando con las distintas brisas que subían por los respiraderos... épocas en que ese

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santuario se había poblado con sus hierofantes que, atónitos ante la magnificencia del lugar, se asomaban por sobre los hombros cercanos (hombros de pieles, hombros de crines, hombros de cuero rústico, hombros de escamas y plumas) para adorar a su Señor, mientras él, el Cordero, el creador, por así decir, de un nuevo reino, de una nueva especie, presidía la corte desde el trono de alto espaldar, los ojos cubiertos por la opaca membrana azul, el pecho engalanado con la sin par suavidad de su vellón, las manos plegadas, los labios apenas coloreados por el más delicado de los malvas, y en su cabeza, en raras ocasiones, la corona de huesos delicados, entrelazados con sumo arte, blanqueados hasta rivalizar con los rizos del ropaje.

Esa corona estaba hecha con los finos huesos de un armiño y en verdad parecía que algo del temperamento voluble y terrible del animalito seguía agazapado en la médula de la afiligranada estructura, porque cuando el Cordero, gracias al tortuoso infierno que era el corazón de aquella joya, descubrió su potestad de paralizar a una víctima hasta que la sangre de la criatura clamaba por ser aniquilada a manos del torturador, el corazón latiéndole contra su voluntad, entonces él era como la encarnación del oscilante armiño con su porte erguido y su beso mortal en la yugular.

Y en verdad Cabro había tenido oportunidad de verlo en el Cordero; Hiena también. Esa oscilación magnética, esa espalda rígida. Todo menos el beso mortal. Todo menos la yugular. Porque al Blanco Cordero no le interesaban los cadáveres (aunque colmaban las tinieblas con sus huesos), sólo le interesaban los juguetes.

Y los únicos que le quedaban eran Hiena y Cabro. Y sin embargo todavía convocaba a cortes. Todavía era el Señor de las Minas, a pesar de que hacía mucho tiempo que no usaba su corona, pues había renunciado a la esperanza de obtener nuevas víctimas.

Año tras año, década tras década, en ese mundo subterráneo de silencio y muerte, nada se había agitado, nada se había movido, ni siquiera el polvo; nada se oía excepto las voces de tanto en tanto, cuando Hiena y Cabro se presentaban al caer el día, para relatarle al Cordero la historia de su búsqueda cotidiana. Búsqueda: ¡búsqueda estéril! Ésa era la carga agobiante de sus vidas. Ése era su único propósito. Encontrar otro ser humano, porque el Cordero ardía por reverdecer sus dones una vez más.

Pues era como un pianista maniatado, el teclado al alcance de las manos. O un gourmet hambriento sin la posibilidad de alcanzar, aunque sí de ver, una mesa cargada de manjares.

Pero todos aquellos suplicios habían terminado y al Cordero, si bien no había hecho ningún gesto, si bien su voz se mantenía tersa y calma como aceite derramado sobre el agua, lo consumía una emoción perturbadora, terrible en su intensidad.

El Cordero podía oír dos ruidos, uno de ellos provenía del gigantesco tubo del norte, y el otro, a una buena milla de distancia hacia el este, mucho más débil, pero inconfundible... una especie de servil arrastrar de pies.

El del norte era el más próximo, y se originaba, por supuesto, en el cercano cañón de chimenea por donde descendía, eslabón por eslabón, Hiena con el Niño colgado del hombro hirsuto. Tres sonidos lo precedían en su descenso: el roce y el chirrido de los eslabones de hierro, el lento jadeo del amplio pecho de la bestia, y el crujir de huesecillos al ser triturados.

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El Cordero, en su santuario, a solas salvo por el ensordecedor ruido que hacían sus esbirros, ocupaba su trono con el cuerpo muy erguido. No obstante los ojos velados y ciegos, todo su rostro tenía una expresión de alerta. La cabeza no se inclinaba a un lado; las orejas no se alzaban expectantes; ningún temblor recorría sus facciones; ninguna tensión era visible; sin embargo, nunca hubo una criatura tan alerta, tan maligna, tan rapaz como el Cordero en aquel momento. El gélido horror volvía al santuario: el palpitante horror del deseo. Pues el aroma que llegaba a las aletas de la nariz del Cordero era ahora más específico. La serie de olores se había reducido y ya no era motivo de conjeturas qué era lo que pronto palparían las suaves, blancas manos del Cordero. Palparían nada menos que carne enteramente humana

Aún no podía determinar detalles tales como la edad del cautivo, pues estaba amortajado en los efluvios que emanaban de la larga cadena, y el olor de la tierra a través de la cual se había horadado el cañón de respiración, sin mencionar el tufo indescriptible de Hiena... y otro centenar de olores.

Pero a cada metro del descenso esos distintos olores se iban separando unos de otros y llegó el momento en que, con absoluta certeza, el Cordero supo que había un Niño en el ventilador.

Un Niño en el ventilador. Un Niño de la Otra Comarca... acercándose... descendiendo... Eso, no más, era suficiente para que hasta las vigas mismas de las Minas se retorciesen y despidiesen un polvillo rojo de herrumbre semejante a la arena. Era suficiente para despertar excitados ecos, ecos sin parangón. Ecos que aullaban como demonios; ecos al acecho como oídos entre las sombras; ecos de consternación; ecos deliberantes; ecos bárbaros; ecos de exaltación.

Porque el mundo había desertado de las Minas, y el tiempo las había olvidado: sin embargo, el mundo regresaba una vez más a ellas: el globo en un microcosmos. Un ser humano... un Niño... alguien a quien quebrar... o amasar, como si fuese arcilla... para luego reconstruirlo.

En tanto transcurrían los minutos, Hiena y el Niño se acercaban cada vez más a la suntuosa Bóveda que se abría bajo sus pies, donde el Cordero aguardaba inmóvil como una estatua de mármol, salvo por las dilatadas y trémulas aletas de la nariz, mientras Cabro, en el ala occidental, había llegado a los amplios y despoblados ámbitos de las Minas, y con ese su horrible andar de costado, el hombro izquierdo adelantándose al resto del cuerpo, avanzaba arrastrando los pies. Y al deslizarse, furtivo, murmuraba para sus adentros, pues se sentía injustamente despojado. ¿Qué derecho tenía Hiena de llevarse todos los honores? ¿Por qué tenía Hiena que llevarse todos los honores? ¿Por qué tenía que hacer Hiena la presentación de la ofrenda? Había sido él, Cabro, quien había encontrado al humano. Era una amarga injusticia: la furia más ardiente quemaba en su pecho como una brasa al rojo. Los puños de la camisa se zarandeaban, y desnudaba las lápidas de los dientes en lo que podía ser una sonrisa o una amenaza.

En realidad era en prueba de frustración y odio, un odio de antigua data, pues ésa era una ocasión que no se volvería a repetir, un momento de importancia tan dramática para ellos tres que no debería haber planteado ningún tipo de rivalidad.

¿No podían los dos haberse presentado juntos ante su Emperador, el Cordero? ¿No podían los dos haber llevado al prisionero, uno a cada lado, y haber hecho juntos su reverencia, y haberlo ofrecido juntos? Oh, era muy

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injusto, y Cabro se golpeó los flancos con las manos, y un repugnante sudor le bañó la larga cara, las húmedas cerdas a través de las cuales los ojos amarillos brillaban como pálidos cuños.

Tanta era su mortificación ante esa actitud arbitraria que, inconscientemente, casi empezó a ver en el Niño un hermano en la desgracia: alguien que a causa de su odio por Hiena (y eso había sido evidente desde el primer momento) se había convertido, automáticamente y por pura venganza, en un aliado.

Pero nada podía hacer, en su miserable condición, excepto acercarse a la Bóveda, y en sus húmedas habitaciones, que no estaban lejos de ellas, prepararía - como un gesto, una bofetada en el rostro de Hiena - su propio lecho para el Niño y calmaría su hambre y su sed con pan y agua.

Era evidente que la necesidad que tenía el Niño de descanso y alimentos prevalecía sobre toda otra consideración, pues ¿qué ganaría el Cordero con ver a quien había esperado, esperado durante tantos años, en ese estado de agotamiento?

El Cordero querría contar con una presa alerta y consciente, y Cabro planeaba ser él quien le puntualizase esa necesidad.

Por lo tanto, era un asunto de la mayor importancia que Cabro llegase lo más rápido posible al suntuoso santuario del Amo, y empezó a correr como nunca lo hiciera antes.

A los costados, por encima de su cabeza y a veces bajo sus pies, las abandonadas ruinas de las estructuras de hierro extendían sus brazos salvajes, subterráneos. Blandiendo lazos gigantescos, enroscándose en retorcidas escaleras que no llevaban a ninguna parte, esas reliquias de otras edades desplegaban sus fantasías metálicas mientras Cabro corría, devoraba las distancias a un ritmo vertiginoso.

La oscuridad era total, pero él conocía su camino desde hacía mucho tiempo y ni siquiera rozaba los fragmentos que cubrían el amplio piso. Lo conocía como los indios conocen los senderos secretos de los bosques, y, a igual que los indios, ignoraba las vastas fortalezas que se alzaban a la vera del camino.

Al cabo el terreno descendió en una suave pendiente y Cabro, sin dejar de correr de costado como si todos los diablos le pisaran los talones, llegó a las inmediaciones de ese centro abandonado donde en su Bóveda el Cordero imperaba y aguardaba. Hasta los formidables músculos de Hiena habían sentido la prueba de aquel descenso; pero ahora ya estaba a sólo unos centímetros del piso subterráneo, donde cada sonido se amplificaba y cada eco rebotaba de muro en muro.

El Niño había recuperado el sentido: su cabeza se había aclarado, pero el hambre era más aguda que nunca y le parecía tener agua en las venas.

Una o dos veces se había separado de los hombros de la semibestia, pero la falta de fuerzas lo había obligado a apoyarse de nuevo en ellos, aunque la melena sobre la que caía, a pesar de todo el aceite que Hiena le ponía, era áspera y dura como cizaña.

Al poner los pies en el suelo, Hiena se alejó de la cimbreante cadena y fijó los ojos en el muro más lejano de la Bóveda. De haber mirado por la garganta del vetusto respiradero hubiese visto - porque su vista era tan penetrante como la del águila - que un pellizquito de luz horadaba la oscuridad, una cabecita de alfiler del color de la sangre. Ese granito carmesí era todo cuanto se podía ver del sol poniente. Pero a Hiena no lo atraía la contemplación de granitos carmesí, sino el hecho de que ahora estaba a pocos centímetros del Cordero.

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Sabía que el imperturbable Señor escuchaba hasta el ritmo de su respiración, y cuando se disponía a dar el primer paso hacia adelante oyó a la izquierda un apresurado rumor de pies y una criatura polvorienta, vestida de negro, se infiltró en el cuadro y sólo se detuvo cuando estaba apenas a un metro de su irritable colega. Se trataba, por supuesto, de Cabro, el polvoriento Cabro, que, para sorpresa de Hiena, sonreía; era una verdadera sonrisa, no una mera mueca para mostrar los dientes. Hiena no tardó mucho en conocer la razón de esa alegría, y si no hubiese sido que ese ruido resonaría en los oídos del Cordero, sin duda Cabro habría sido atropellado con brutalidad, o muerto, por el despiadado Hiena.

Durante el último tramo de la fuga solitaria de Cabro por galerías y recovecos se le había ocurrido una idea, una idea nacida del odio que alimentaba hacia Hiena por la forma canallesca con que lo había despojado de la dorada oportunidad de complacer al Cordero.

Hiena, aun ignorando el significado de esa sonrisa, sabía, sin embargo, que no auguraba nada bueno, fueran cuales fuesen sus connotaciones, y por eso tembló de rabia contenida mientras le dirigía a su vapuleado enemigo una mirada asesina.

Librándose del Niño que se deslizó al suelo, Hiena, empleando el alfabeto de los sordomudos - porque el susurro más débil hubiese sonado a los oídos del Cordero como el crujir y crepitar de un incendio en los bosques - le indicó por rápidos signos cómo se proponía hacerlo picadillo en la primera oportunidad que tuviese.

A su vez Cabro, que formulaba las palabras sílaba a sílaba con sus labios purpurinos, advertía a su enemigo con un horrible juramento que se abstuviera de hacer una cosa semejante y, ante el desconcierto de Hiena, se alejó de él y enfrentó el muro exterior del santuario y levantó la voz melosa.

- Señor Emperador y siempre deslumbrante Cordero - dijo.- ¡Oh vos por quien vivimos y respiramos y somos! Hijo de las profundas

tinieblas: escuchad. ¡Pues yo he sido quien lo ha encontrado!Hubo un repentino ruido desgarrador, como de alguien que se ahoga,

cuando Hiena, irguiendo su larga, maligna cabeza, se estiró, por así decir, para liberarse de una invisible traílla. La sangre se le había subido a la cabeza y los ojos brillaban enrojecidos.

El Cordero no se hizo oír, así que Cabro continuó diciendo:- Lo encontré para vos en las planicies polvorientas. Allí lo sometí, lo obligué

a ponerse de rodillas, le arranqué la daga del cinto y la lancé a lo lejos donde se hundió en el polvo como la piedra en el agua; lo amarré y lo traje para vos hasta la entrada de las Minas. Aquí, holgazaneando al sol, encontré a Hiena. El musculoso Hiena, el abyecto Hiena...

- ¡Mentiras! ¡Mentiras! ¡Alcornoque vil! ¡Todo mentiras, mi Señor! Él ni siquiera...

De las tinieblas surgió un suave balido... un sonido tan arrullador como lluvia de primavera.

- Calma, niños. ¿Dónde está el joven humano?Cuando Hiena se disponía a decirle al Cordero que el Niño yacía a sus pies,

Cabro interpuso su respuesta:- Aquí lo tenemos, Señor, postrado en el piso de tierra. Sugiero que se le

den alimentos y agua y luego se le permita descansar. Yo le prepararé mi lecho, si estáis de acuerdo El de Hiena está tan sucio de pelos y cerdas de sus

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brazos moteados, y tan blanco del polvo de los huesos que masca. El Niño no podría descansar en un lugar así. Además, Hiena no tiene pan para darle. Hiena es tan bestial, mi marfilino Señor: tan indeciblemente vil. Pero Cabro había ido demasiado lejos y de pronto se encontró con que Hiena lo había derribado al piso. Sobre él se agigantaba la trémula oscuridad febril y musculosa de Hiena. Sus mandíbulas, abiertas al máximo, dejaban al descubierto un mundo carmesí cercado de dientes... los cuales en el momento en que se iban a cerrar con un estallido similar a un arma de fuego, se detuvieron, temblando, a mitad de camino, por la aflautada voz que se hacía oír una vez más: el Cordero hablaba...

- Traedme al joven para que pueda palpar sus sienes. ¿Está inconsciente?Hiena se arrodilló y miró al Niño. Luego hizo un gesto de asentimiento con la

cabeza. Todavía no se había repuesto de la sorpresa que las maquinaciones de Cabro le habían producido ni del consiguiente ataque de furia.

El Niño, que había recuperado el pleno uso de sus facultades, sintió una nueva congoja, y supo por intuición que, en ese momento, debía por sobre todas las cosas simular que seguía inconsciente o que estaba muerto, y cuando Cabro se inclinó sobre él para inspeccionarlo contuvo el aliento durante veinte largos segundos. La proximidad de Cabro era inquietante; pero por fin la criatura se puso de pie y habló a las tinieblas con voz queda.

- Inconsciente, oh Cordero. Insensible como mi casco hendido.- Entonces, traedlo a mi presencia, mis preciosos camorreros, y olvidad

vuestras mezquinas pendencias. No sois vosotros ni vuestros discordantes ruidos lo que me interesa, sino el joven humano. Soy muy viejo, así que puedo percibir cómo su juventud se opone a mí; y soy muy joven, de modo que percibo cuán cerca está de mi alma. Traedlo ahora ante mí antes de que lo lavéis, lo vistáis, y le permitáis comer y descansar. Traedlo ante mí, pues mis dedos ansían...

Y entonces, inesperadamente, brotó de la garganta del Cordero un grito tan estridente que si Hiena y Cabro hubiesen estado vigilando al Niño no hubiesen dejado de notar que se estremecía como pinchado por una aguja. Un grito tan destemplado y tan imprevisto que Hiena y Cabro se acercaron el uno al otro no obstante el odio que se profesaban. Nunca habían oído, a lo largo de las largas décadas, proferir a su Amo un sonido semejante. Era como si, a pesar del control que el Cordero tenía sobre sí mismo, no hubiese podido regular la presión emocional que colmaba su cuerpo blanco - leche - y así ese escape incontenible había rodado por las tinieblas -. Pasó mucho tiempo antes de que muriesen los agudos ecos y regresase el somnoliento silencio.

Pero no se trataba sólo de que el sonido hubiese sido tan destemplado e imprevisto: ese grito tenía algo más. No se trataba sólo de una cuestión de pulmones o cuerdas vocales. Había brotado del más profundo abismo de maldad, era... una jabalina, una lanza, un presagio siniestro. Todo cuanto el Cordero había ocultado durante incontables siglos surgía de las tinieblas a la luz.

Pero el Cordero era, en su aspecto exterior, el mismo y se erguía, si eso era posible, más que nunca; la única diferencia visible radicaba en que sus manos ya no se plegaban una sobre otra. Las había levantado a la altura de los hombros en un gesto casi de súplica o en el de una madre que muestra a un niño invisible. Los índices curvados hacia adentro sugerían, en cierta forma, una llamada.

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La cabeza se inclinaba un poco hacia atrás y parecía que, al igual que una cobra, se proponía atacar en cualquier momento. Los ojos velados por su pálida opacidad azul parecían ver a través de la membrana. Hiena y Cabro avanzaron, sujetando al Niño por los brazos.

Paso a paso se acercaron al Cordero, hasta que llegaron al muro que rodeaba el sector más secreto del santuario, y cuando se encontraron a unos pocos centímetros del pesado cortinaje que cerraba la entrada oyeron un balido, muy apagado, muy lejano; era como un canto de inocentes o una queja de amor en medio de una pradera en primavera.

Ese sonido les era conocido (a Hiena y a Cabro) y se estremecieron, pues no llevaba en sí más amor que el que se puede encontrar en la lengua de un vampiro.

- Una vez que haya deslizado mi dedo por su frente - dijo la suave voz - y recorrido su perfil hasta la barbilla, entonces lleváoslo, alimentadlo y hacedlo descansar. Puedo oler su fatiga. Si uno de los dos o ambos le perdéis en las Minas... - continuó diciendo la voz dulce como la miel y alígera como el trino de un pájaro -...os haré devoraros uno al otro.

Bajo su melena Hiena se puso blanco como los huesos que roía, y Cabro se hinchó de náuseas reprimidas.

- Entrad, queridos, y traed vuestro tesoro.- Ya voy, amo - gritó la voz ronca de Hiena -. Ya voy, ¡oh, mi Emperador!- Lo he encontrado para vos - se unió la de Cabro como un eco; no estaba

dispuesto a ser superado.Al trasponer el cortinaje, el Niño, sin poder resistir la tentación, entreabrió los

párpados una milésima fracción de milímetro y espió por entre las pestañas. Fue sólo un instante, y volvió a cerrarlos, pero ese lapso insignificante le permitió ver que el santuario del Cordero estaba iluminado por numerosos hachones.

- ¿Por qué me hacéis esperar, caballeros? - la voz de dulzura sobrenatural flotaba desde lo alto, porque el trono desde el cual presidía el Cordero era una silla alta, tallada, mucho más alta que las comunes -. ¿Deberé ordenaros que os echéis al suelo y sufráis? Vamos... vamos... ¿dónde está? Acercadme el mortal.

En ese momento el Niño pasó por el más terrible de los infiernos: el profundo sufrimiento de su cuerpo, a pesar de lo agudo que era, fue, no obstante, olvidado o desapareció por alguna razón, porque se sintió embargado por un dolor incorpóreo, una enfermedad tan penetrante, tan horrible, que si le hubiesen ofrecido la posibilidad de morir la hubiese aceptado. Ninguna sensación normal se podía abrir paso por esa náusea todopoderosa del alma que lo arrollaba.

Pues se acercaba cada vez más al aura gélida que rodeaba el rostro del Cordero. Un aura parecida a la muerte, yerta y horrenda - y sin embargo febril y terrible en su vitalidad - y no obstante contenida y prisionera en los contornos del largo e inescrutable rostro: porque aun en el momento de gritar, ese rostro había permanecido inmóvil, como si la cabeza y la voz nada tuviesen que ver la una con la otra.

Ese largo rostro con toda su vibración y sus emanaciones heladas estaba ahora muy próximo al Niño, que no se atrevía a levantar la mirada, aunque sabía que el Cordero era ciego. Entonces llegó el momento en que el meñique de la mano izquierda del Cordero se adelantó como un gusanito blanco, y

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revoloteando por un instante cerca de la frente de la víctima, se posó por fin, y el Niño sintió un roce que hizo que el corazón le saltase a la garganta.

Porque el dedo del Cordero parecía prenderse a la sien como la ventosa de un pulpo, y cuando el meñique dibujó el perfil dejó tras de él, desde la línea del pelo hasta la barbilla, un rastro o estela tan fría que la frente del Niño se contrajo de dolor.

Y eso bastó, ese recorrido, para revelar al Cordero todo cuanto deseaba saber. Con el solo roce de su dedo había descubierto que lo que yacía ante él en la oscuridad era precioso, algo joven y de categoría; un ser orgulloso, un mortal sin rastros de bestialidad.

La impresión en lo más íntimo de la estructura del Cordero debió haber sido, en verdad, tremenda, porque su excitación no se manifestó en la forma en que se puso de pie y elevó el rostro ciego a las tinieblas de las alturas, sino que en el momento de apartar el dedo de la barbilla el Niño, una especie de erupción codiciosa y salvaje se extendió por el vellón; así, los rizos níveos parecieron agrumados, en un rubor que lo cubrió de pies a cabeza.

- Lleváoslo de inmediato - murmuró - y cuando se haya recuperado de su desmayo, cuando haya sido alimentado y esté en posesión de sus fuerzas, devolvédmelo. Pues él es el que vuestro Blanco Señor ha estado aguardando. Todos sus huesos claman por ser reestructurados; su piel por ser remoldeada; su corazón por ser humillado; y su alma por ser nutrida por el terror.

El Cordero estaba aún de pie. Alzó los brazos a los costados como un oráculo. Las manos aletearon igual que palomas blancas.

- Lleváoslo. Preparad un festín. No os olvidéis de nada. Ni de mi corona, ni de la cuchillería de oro. Las redomas de venenos; los sahumerios; el cuenco de ortigas; las especias; los cestos de hierbas frescas; los cráneos y espinazos; las costillas y los omóplatos. No os olvidéis de nada, o, por la ceguera de mis órbitas, os juro que os arrancaré el corazón. Lleváoslo...

Sin perder un segundo, Cabro y Hiena retrocedieron sin dejar de mirar a su Señor, salieron torpemente de la Bóveda iluminada y los pesados cortinajes volvieron a cerrarse sobre la entrada.

Como era lo habitual después de una entrevista con su espantoso Señor, permanecieron juntos mientras el cortinaje se cerraba y la proximidad de sus cuerpos sudorosos era casi intolerable para el Niño, porque se encontraba flanqueado por las dos semibestias. La sanguinaria rivalidad había sido olvidada en aras de la terrible excitación: iban a ser testigos de una transformación. Juntos acostaron al Niño en el lecho de Cabro (si es que se puede llamar lecho a una yacija inmunda) y lo alimentaron con pan mojado en agua que sacaban de una vieja escudilla de lata. La actitud con que lo observaban levantar la cabeza hasta la cuchara de madera era casi tierna. La dedicación con que lo alimentaban era totalmente pueril.

Un instante antes de quedarse dormido, el Niño contempló con detenimiento a sus extraños ayos y un pensamiento cruzó como un relámpago por su mente: en caso de necesidad, los podría embaucar a los dos.

Luego se dio vuelta en el lecho y cayó en el sueño profundo y sin ensueños mientras Cabro, sentado a su lado, se rascaba sin cesar la polvorienta cabeza, y en tanto Hiena, con un cúbito entre los dientes, mascaba en la oscuridad.

Casi cinco horas después de que el Niño se hundiera en el sueño, los dos centinelas se pusieron de pie y se encaminaron a la Bóveda iluminada por los hachones. Cuando Hiena no recibió respuesta a su solicitud para entrar

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apartaron con suavidad el cortinaje y espiaron. Al principio no pudieron ver nada. Los lomos de los libros que tapizaban una de las paredes relucían bajo una alegre luz. La suntuosa alfombra roja inundaba el piso: pero la alta silla estaba vacía. ¿Dónde estaba el Cordero?

Entonces, de pronto, lo vieron y lo reconocieron con un respingo de sorpresa. Estaba de espaldas a ellos y por un capricho de la luz, en el lugar donde estaba de pie, fuera del alcance de dos grupos de candelas era casi invisible. Pero un instante después se movió un poco hacia el oeste y le vieron las manos.

Y, sin embargo, al mismo tiempo no las vieron, porque se movían con tal rapidez una alrededor de la otra, rodeándose, separándose, entrelazando y entretejiendo sus diez fantásticos dedos en tal frenesí de movimientos, que apenas se podía ver, excepto un borrón opalescente de luz que a veces se elevaba, otras descendía y otras planeaba como una bruma a la altura del pecho del Cordero. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Qué estaba haciendo? Hiena lanzó una mirada de soslayo a su compañero, pero no encontró en él ningún indicio aclaratorio. Cómo podían saber ellos que el fermento en el cerebro del Cordero había llegado a un punto en que era incapaz de tolerarlo sin ayuda del cuerpo; pues llega un momento en que el cerebro, relampagueando entre una constelación de conjeturas, corre el peligro de perderse en una maraña de palabras irrevocables. Y entonces el cuerpo, con su sabiduría, corre en su auxilio, dispuesto, gracias a su rapidez, a refrenar, si la necesidad se presenta, las circunvoluciones cerebrales. Lo que Hiena y Cabro presenciaban no era más que eso. La excitación intelectual que el Niño había despertado en el Cordero era de esa magnitud, al aumentar su intensidad, los deditos blancos, elevados por instinto a la altura de la situación, mantenían a raya la locura por medio de su agilidad y velocidad.

Todo esto era incomprensible para los dos espías de detrás del cortinaje, pero no eran tan estúpidos como para dejar de comprender que ése no era el momento de perturbar a su Amo. Qué era lo que éste hacía no lo sabían, aunque por lo menos adivinaban que se trataba de algo que estaba más allá de sus limitados y torpes cerebros, y por lo tanto se retiraron en la forma más silenciosa posible, y se marcharon a las cocinas nocturnas y a la armería, y a los cestos de hierbas frescas y a todo lo demás que habría de intervenir en el gran festín; y empezaron, aunque todavía les quedaban muchas horas, a bruñir la vajilla de oro, la corona y los omóplatos.

Para ese entonces, el Cordero, que había conseguido dominar la velocidad de sus pensamientos, unió sus manos, como en actitud de orar, y se envolvió en un manto negro.

El Niño durmió... y durmió... y las horas se deslizaron con paso tardo, y el silencio de las grandes Minas subterráneas se transformó en ruido, como el zumbido de una colmena en un árbol hueco; y al cabo, mientras Hiena y Cabro, descansando por fin de sus tareas, se sentaban a contemplar al mortal dormido, el Niño despertó, y al despertar oyó que Hiena se ponía de pie y escupía una nube de blanco polvo de hueso. Girando la cabeza, Hiena miró con el entrecejo fruncido a su compinche y entonces, sin ninguna razón aparente, levantó un brazo moteado y lo dejó caer con fuerza sobre la cabeza de Cabro.

Ese mazazo, que podía haber matado a un hombre, sólo sacudió a Cabro y, para evitar la posibilidad de que Hiena repitiese el ataque, Cabro mostró los

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dientes en una mueca al mismo tiempo zalamera y bestial, aunque en realidad esa sonrisa se ocultó en la nube de polvo que brotó de su cabeza.

El Niño entreabrió los párpados y vio que Hiena se inclinaba sobre él.- ¿Por qué me golpeaste, Hiena, querido?- Porque tenía ganas.- Ah...- Aborrezco tus fofos labios púrpura...- Ah...- Y tu vientre peludo...- Lamento que te disgusten, querido.- ¡Escucha!- Sí, mi amor.- ¿Qué hará con él el Blanco Cordero, yo me pregunto? ¿Eh, cabeza de

alcornoque? ¿En qué se transformará? Eh?- Oh, Hiena, querido, ¿te puedo decir lo que yo creo...?- ¿Qué?- ¡En una liebre! ¿Por qué no, querido?- ¡Silencio, idiota! ¡En un gallito!- Oh, no, querido.- ¿Cómo te atreves a decir que no? ¡Dije que en un gato!- ¿O en un conejo?- ¡No! ¡No! ¡No!- ¿O en un lobo marino? Tienen una piel tan suave.- Como era la tuya antes de que te salieran esas cerdas. Lo convertirá en un

fogoso gallito.- Nuestro Señor el Cordero sabrá.- Nuestro Señor lo convertirá en bestia.- Entonces seremos tres.- ¡Cuatro, estúpido! ¡Cuatro!- ¿Pero el Cordero?- El no es uno de los nuestros. Él es...- El no es uno de los nuestros...¿De quién era esa voz? ¿De quién era? No era la de ninguno de ellos y ¡no

era la del Cordero!Las dos semibestias saltaron sobre sus pies y miraron a su alrededor hasta

que sus miradas cayeron sobre el Niño. Tenía los ojos muy abiertos, y en la penumbra parecían tan alertas y vigilantes como los ojos de un ave de presa. No se le movía ni un músculo, pero el estómago se le contraía de aterrorizada aprensión.

Desde el primer momento en que Cabro lo había abordado el Niño había, hebra a hebra, tejido un tapiz abyecto, fantástico y sacrílego. Un horror peculiar rezumaba de aquel lugar nefasto; pero ahora sabía con certeza que no era más que el mero escenario de un crimen sin nombre. Las frases sueltas, una palabra aquí, una exclamación allá, le habían revelado con toda claridad que sería sacrificado.

Sin embargo, en el corazón del Niño había una astilla granítica. Una fibra de obstinación. También había algo en su cabeza. Un cerebro.

Es difícil para un cerebro funcionar con astucia cuando se tienen las manos bañadas en sudor y el estómago revuelto por el miedo y la náusea. Pero con una tozudez rayana en lo feroz volvió a repetir: «No es uno de los nuestros.»

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Los labios de Hiena se habían separado para dejar los dientes al desnudo en un rugido silencioso y asombrado. El cuerpo poderoso vibraba bajo la amplia camisa blanca. Las manos se aferraban una a la otra como en un combate mortal.

En cuanto a Cabro, se había aproximado a su colega con su pasito de costado y escudriñaba al Niño con ojos color cáscara de limón.

- ¿Uno de nosotros? La idea es absurda, caballeros. Somos demasiado inteligentes para confiar en un cordero balador.

El Niño gateó sobre el lecho para acercarse a la pareja, el índice sellándole los labios, hasta que, cuando casi los tocaba, empezó a pronunciar palabras en absoluto silencio.

- Tengo grandes novedades para vosotros - dijo -. Observad mis labios con atención. En verdad os digo que seréis reyes, entonces. Porque vosotros sois seres de excepción, caballeros: personalidades por derecho propio. Tenéis cerebro; tenéis músculos; tenéis recursos; y, lo que es más importante, tenéis la voluntad de triunfar...

- ¿La voluntad de triunfar en qué? - dijo Hiena, escupiendo una rótula que rodó en las tinieblas como una moneda.

- La voluntad de triunfar en la lucha por vuestra libertad. Vuestra libertad de ser reyes - dijo el Niño -. Ah, contáis con un arma invencible, caballeros.

- ¿Cuál? - preguntó Cabro.- Bueno, vuestra belleza, por supuesto.Se hizo un largo silencio durante el cual las dos bestias no apartaron la

mirada del Niño. Una luz maligna les brillaba en los ojos.El Niño se puso de pie.- Sí, sois hermosos - repitió -. Mirad vuestros brazos: moteados y largos

como remos. Mirad vuestra espalda. Es como el vendaval, hinchándose antes de estallar. Mirad vuestras rasuradas mejillas poderosas como la muerte... y vuestro largo morro... oh, caballeros, ¿no son seductores?

Mirad vuestra camisa de espuma y vuestra melena negra como la noche. Mirad...

- ¿Por qué no me miras a ml? - protestó Cabro -. ¿Qué me dices de mis ojos amarillos...?

- A la mierda con tus ojos amarillos - dijo Hiena moviendo, enfurecido, los labios y volviéndose al Niño -. ¿Qué es eso que dijiste acerca de los reyes?

- Una cosa por vez - respondió el Niño -. Debéis tener paciencia. Éste es un día de esperanza y venganza implacable. No me interrumpáis. Soy un heraldo de otro mundo. Os traigo palabras de oro. ¡Escuchad! - dijo el Niño -. Allá de donde yo vengo, no existe ya el miedo. Pero se escucha el rugir y el aullar y el crujir de huesos. Y también hay silencio cuando, mientras dormitáis en vuestros tronos, vuestros esclavos os adoran.

Cabro y Hiena miraron por encima del hombro el cortinaje del santuario del Cordero. Estaban, sin duda, desconcertados Pero al mismo tiempo excitados y boquiabiertos, aunque les era imposible entender lo que el Niño les decía.

- ¡Qué lugar para vivir! - dijo el Niño -. Éste es lugar para gusanos, no para los hijos del hombre. Pero hasta los gusanos y lo murciélagos y las arañas lo evitan. Éste es el hogar de los adulones, los esclavos y los parásitos. Elijamos un lugar donde reina la libertad, un lugar espléndido, donde vos, señor (se dirigió a Cabro), podáis enterrar vuestra magnífica cabeza en suave polvo blanco, y donde vos (se dirigió a Hiena) podréis cortar una porra, sí, y también

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utilizarla. ¡Ah! los medulosos huesos que podrán triturar vuestras salvajes mandíbulas... ¡los interminables huesos! Y yo he venido a buscaros.

Una vez más las dos bestias miraron por encima del hombro hacia el recinto donde, detrás del cortinaje, el Cordero presidía como una estatua de mármol blanco, excepto por el velo azul que cegaba sus ojos.

Pero los hábitos de tantos años no son fáciles de romper y después de que el Niño les dio infinitos detalles sobre el lugar al que se proponía llevarlos, donde habrían de vivir, las formas de los tronos de oro, el número de esclavos, y un centenar de otras cosas se atrevieron a mencionar al Cordero; y aun así sólo porque el Niño les había tendido una trampa para que confesaran su miedo. El Niño no les había dado ni un momento de respiro, los había estimulado para que lo siguieran de argumento en argumento, de pregunta en pregunta, hasta que, aparte de admirarlo por su retórica, provocó en sus cuerpos la úlcera de la rebelión... pues ambos habían sido, de tanto en tanto, aterrorizados por el Cordero y sólo el miedo les obligaba a someterse.

- Caballeros - dijo el Niño -. Yo os puedo ayudar y vosotros me podéis ayudar a mí. Yo os puedo dar poder a la luz del sol. Os puedo dar desiertos y praderas ubérrimas. Os puedo devolver lo que una vez fue vuestro por derecho. En cuanto a lo que vosotros me podéis dar a mí, ¿os lo diré?

Hiena se adelantó hacia el Niño con algo más horrible que nunca arqueándole la espalda. Cuando estuvo muy cerca, puso su larga cara rasurada junto a la del Niño, quien pudo verse reflejado en el ojo izquierdo de la bestia para comprobar que estaba temblando de miedo.

- ¿Qué es lo que te podemos dar? - Hiena formó las palabras con los labios... y luego, inmediato como un eco...

- ¿Qué es, querido? - dijo Cabro -. Por favor, dínoslo...Nunca terminó la frase, porque el aire se pobló con la voz del Cordero, y en

el momento en que los tres volvían la cabeza hacia el cortinaje lo vieron separarse y alguien trotó por entre los pliegues... alguien sobrenaturalmente blanco.

El prolongado balido había erizado las cerdas en los brazos y la espalda de Hiena, y Cabro se había paralizado allí donde estaba. Ellos habían percibido algo en esa nota al parecer inocente - algo que para el Niño carecía de significado, porque él no conocía el dolor que lo acompañaba -. Pero para Hiena y Cabro esa nota tenía otras connotaciones. Pues ellos tenían recuerdos. Ellos la conocían.

Pero algo sí comprendió el Niño: fue que las dos bestias, hundidas ambas en la misma ciénaga de terror abyecto, ya no le serían de ninguna utilidad, pero tampoco a su amo le servirían de nada.

El Niño no llegaría nunca a saber que la furia que había organizado aquel balido era la mesa vacía. ¿Qué había sucedido con el festín? El festín en el transcurso del cual el Cordero había esperado iniciar la conquista del joven totalmente humano. ¿Dónde estaban los abominables esbirros?

Cuando él, el Cordero, traspuso los cortinajes con la cabeza muy erguida y el cuerpo reluciendo como escarcha, escuchaba al mismo tiempo con las orejas alertas, las aletas de la nariz dilatadas, y de inmediato percibió el olor de Hiena.

Avanzando con la agilidad y gracia de un bailarín, el Blanco Cordero no tardó en llegar junto a ellos.

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Para el Niño, era ahora o nunca. Sin pensarlo, se descalzó y se deslizó sin hacer ruido en las tinieblas que lo rodeaban; para cumplir con su propósito se vio obligado a pasar muy cerca de Hiena y al hacerlo reparó en la hoja que la criatura llevaba al cinto, un metro de delgado acero, un arma mortífera y se la sacó de un manotazo; el ruido hizo que la mirada ciega del Blanco Cordero cayese de lleno sobre él.

A pesar de que el Niño caminaba de puntillas no sólo fuera del campo visual del Cordero sino hasta fuera del rabillo del ojo ciego, el amo siguió con horrible precisión los movimientos del cautivo. De pronto giró la lanuda cabeza y un momento después, siguiendo el camino de la mirada ciega, encerraba a las dos bestias en un círculo de gestos pomposos; las dos criaturas parecieron agostarse. Ya eran como una parodia de vida, pero en aquel instante se convirtieron en vestigios de esa parodia.

Porque mientras el Cordero continuaba gesticulando con mayestática afectación, los dos se entregaron a la voluntad superior suplicando con los ojos ser aniquilados.

- Cuando os bese - dijo el Cordero con la voz más suave del mundo - no moriréis. La muerte es demasiado amable; la muerte es demasiado envidiable; la muerte es demasiado generosa. Lo que os daré es dolor. Porque habéis hablado con el Niño; él era mío desde la primera palabra. Lo habéis tocado, y él era mío desde el primer roce. Habéis hablado de mí: y en presencia del Niño, y eso es traición. No habéis preparado el festín. Por lo tanto os infligiré dolor. Venid a mí y recibid el beso, así podrá comenzar el dolor. Venid a mí... venid.

Al ver esos cuerpos humillados retorcerse en el suelo, el Niño sintió que el alma y el cuerpo se le contraían en espasmos de asco, y con la espada en alto se fue acercando al Cordero milímetro a milímetro.

Pero no había avanzado más que unos pocos centímetros cuando el Cordero cesó de mover los brazos y volvió la cabeza hacia un costado en actitud de profunda concentración. El Niño, conteniendo la respiración, no oía nada en el silencio hueco, pero el Cordero podía oír el latido de los corazones. Y era el latido de uno de los corazones, el del Niño, hacia el cual el Cordero dirigía todos sus sentidos.

- No creas que hay algo que puedas hacer - dijo la voz, con un tintineo de campanillitas -, ya tus fuerzas te abandonan. tu espíritu te abandona... ya me estoy apoderando de ti.

- ¡No! - gritó el Niño - ¡No! ¡No, demonio tintineante!- Tus gritos de nada te servirán - dijo el Cordero -. Mi imperio es hueco y

vacío, por lo tanto gritar es inútil. Mira, en cambio, tu brazo.Con esfuerzo sobrehumano, el Niño apartó los ojos del vampiro

resplandeciente, gritó al ver que no sólo los dedos se crispaban en forma antinatural sino que todo el brazo se balanceaba de atrás para adelante, como si nada tuviese que ver con él o con su cuerpo

Intentó levantar la mano, pero nada sucedió, excepto que al gritar de terror descubrió en su voz una nota desconocida

La mirada ciega que caía sobre él lo agobiaba con un peso inmenso Trató de retroceder, pero las piernas no le respondieron. Sin embargo, sentía la cabeza libre y clara; supo que sólo una cosa le quedaba por hacer y era romper el sortilegio de la mirada con algún recurso insólito, y cuando esa idea le cruzó la mente como un relámpago se inclinó en silencio total y depositó la espada sobre el piso de piedra; con la mano derecha tanteó el bolsillo buscando una

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moneda o una llave. Por fortuna tenía varias monedas, tomó un puñado y las arrojó al voleo por el aire. Cuando cayeron sobre el piso más allá del Cordero, el Niño manoteó la espada con su mano sana.

Las monedas cayeron con un inesperado repiquetear justo detrás del Cordero, y por una pequeñísima fracción de tiempo el severo escudriñar del tirano se interrumpió, el mortífero peso de la opresión se quebró en el aire.

Ese era el momento: el único momento que tendría el Niño para llevar a cabo su plan antes que las fuerzas del mal resurgiesen. En esa fracción de segundo en que la atmósfera se aclaró el Niño sintió que las ligaduras que le atenazaban las piernas se aflojaban y que su paralizado brazo izquierdo vibraba, por lo tanto saltó hacia adelante. En realidad hasta el aire mismo pareció abrirse cuando, espada en mano. La dejó caer sobre el cráneo del Cordero, que se partió en dos; las dos mitades cayeron al suelo No hubo sangre, ni nada se vio que pudiese considerarse un cerebro.

El Niño acuchilló entonces el cuerpo lanudo, y los brazos, pero sucedió lo mismo que con la cabeza: un vacío total desprovisto de huesos y órganos. La lana se esparció por doquier en deslumbrantes rizos.

El Niño cayó de rodillas, los despojos de la blanca bestia lo rodeaban como si en vez de matar a un cordero lo hubiese trasquilado.

De la cerrada oscuridad en que Hiena y Cabro se habían postrado ante su señor, emergieron dos ancianos. Uno tenía la espalda encorvada, el otro caminaba de costado y arrastraba los pies. Ni uno ni otro se dirigieron la palabra: no le hablaron al Niño, ni él a ellos. Encabezaron la marcha por las oscuras galerías, bajo los arcos, y treparon por las gargantas de los tubos hasta que, al aire libre, se separaron sin decir una palabra.

El Niño anduvo perdido durante largo tiempo, pero marchando como en un sueño llegó por fin a las orillas de un ancho río donde incontables mastines lo aguardaban. Subió a una barca y la jauría lo impulsó a través del agua, y cuando el barquichuelo encalló en la lejana orilla opuesta el recuerdo de su aventura se había borrado de su mente.

No pasó mucho tiempo antes de que una patrulla de los que habían salido en su búsqueda lo encontrase perdido y cansado en un ruinoso patio y lo llevase de vuelta al hogar.

FIN

LAS VOCES DEL TIEMPOJ. G. Ballard

Más tarde, Powers pensó a menudo en Whitby, y en los extraños surcos que el biólogo había trazado, aparentemente al azar, sobre todo el suelo de la vacía piscina. De una pulgada de profundidad y veinte pies de longitud, entrecruzándose para formar un complicado ideograma semejante a un símbolo chino, había tardado todo el verano en completarlos, y era obvio que no había pensado en otra cosa, trabajando incansablemente a través de las largas tardes del desierto. Powers le había observado desde la ventana de su oficina situada en el ala de neurología, viendo cómo señalaba cuidadosamente el trazado con unas estacas y un cordel, y cómo se llevaba los trozos de

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cemento en un pequeño cubo de lona. Después del suicidio de Whitby nadie se había preocupado de los surcos, pero Powers le pedía prestada la llave al supervisor y se introducía en la abandonada piscina, para examinar el laberinto de pequeños canales, casi llenos con el agua que goteaba del purificador, un enigma que ahora resultaba de imposible solución.

Inicialmente, sin embargo, Powers estaba demasiado preocupado por completar su trabajo en la Clínica y planear su propia retirada final. Después de las primeras frenéticas semanas de pánico, había conseguido aceptar un difícil compromiso que le permitía contemplar su situación con el indiferente fatalismo que hasta entonces había reservado para sus pacientes. Por fortuna, estaba descendiendo las pendientes física y mental simultáneamente: el letargo y la inercia embotaban sus ansiedades, y un metabolismo cada vez más perezoso exigía la concentración para producir una secuencia lógica de pensamientos. En realidad, los intervalos cada vez más prolongados de sueño sin pesadillas resultaban casi sedantes. Powers empezó a desearlos, sin hacer ningún esfuerzo para despertar más pronto de lo que era esencial.

Al principio tenía un despertador en la mesilla de noche, tratando de condensar toda la actividad que podía en las horas de lucidez, ordenando su biblioteca, dirigiéndose cada mañana al laboratorio de Whitby para examinar los últimos lotes de placas de rayos X racionando cada minuto y cada hora como las últimas gotas de agua de una cantimplora.

Afortunadamente, Anderson, sin querer, había hecho que se diera cuenta de lo insustancial de aquella conducta.

Después de que Powers abandonó la Clínica, continuaba acudiendo a ella una vez a la semana para una revisión que era ya un simple formulismo. Pero, la última vez, Anderson le había tomado la presión observando el relajamiento de los músculos faciales de Powers, las apagadas pupilas, las mejillas sin afeitar.

Dirigió una amistosa sonrisa a Powers a través del escritorio, preguntándose qué debía decirle. Siempre había tratado de estimular a los pacientes más inteligentes, procurando incluso proporcionarles alguna explicación. Pero Powers era demasiado difícil de alcanzar: neurocirujano extraordinario, un hombre que siempre estaba en la periferia, que sólo se encontraba a gusto trabajando con materiales poco comunes. En su fuero íntimo pensó: Lo siento, Robert. ¿Qué puedo decir? ¿Que incluso el sol se esta enfriando? Observó a Powers que repiqueteaba con las puntas de los dedos sobre la esmaltada superficie del escritorio, mientras sus ojos repasaban los mapas anatómicos colgados en las paredes de la oficina. A pesar de lo descuidado de su aspecto - hacía una semana que llevaba la misma camisa sin planchar y los mismos zapatos de lona blanca -, Powers parecía conservar el dominio de sí mismo, como un personaje de Conrad más o menos reconciliado con su propia debilidad.

- ¿En qué pasa usted el tiempo, Robert? - preguntó -. ¿Sigue acudiendo al laboratorio de Whitby?

- Siempre que puedo. Tardo media hora en cruzar el lago, y a veces me despierto tarde, a pesar del despertador. Podría instalarme allí de un modo permanente.

Anderson frunció el ceño.- ¿Cree que es muy importante? Hasta donde se me alcanza, el trabajo de

Whitby era puramente especulativo... - Se interrumpió, dándose cuenta de que

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aquellas palabras llevaban implícitas una censura del desastroso trabajo de Powers en la Clínica, aunque Powers pareció ignorarlo: estaba examinando el dibujo de las sombras en el techo -. De todos modos, ¿no sería preferible que se quedara donde está, entre sus propias cosas, leyendo de nuevo a Toynbee y a Spengler?

Powers se echó a reír.- Eso es lo último que deseo hacer. Quiero olvidar a Toynbee y a Spengler.

En realidad, Paul, me gustaría olvidarme de todo. Aunque no sé si tendré tiempo. ¿Cuánto puede olvidarse en tres meses?

- Todo, supongo, si uno lo desea de veras. Pero no trate de hacer correr el reloj más de lo normal.

Powers asintió silenciosamente, repitiéndose a sí mismo aquella última observación. Hacer correr el reloj más de lo normal: era exactamente lo que había estado haciendo. Mientras se ponía en pie y se despedía de Anderson, decidió repentinamente tirar su despertador, escapar de su inútil obsesión en lo que respecta al tiempo. Para recordárselo a sí mismo se quitó el reloj de pulsera, dio unas cuantas vueltas a la corona para cambiar la posición de las saetas, y luego se lo metió en el bolsillo. Mientras se dirigía al estacionamiento reflexionó sobre la libertad que aquel simple acto le concedía. Ahora exploraría los atajos, las puertas laterales, en los pasillos del tiempo. Tres meses podían ser una eternidad.

Se dirigió hacia su automóvil, protegiendo con la mano sus ojos del deslumbramiento del sol que se reflejaba implacablemente sobre el parabólico tejado del salón de conferencias. Estaba a punto de subir al vehículo cuando vio que alguien había dibujado con un dedo en la capa de polvo acumulado en el parabrisas:

96,688,365,498,721Mirando por encima de su hombro, reconoció el Packard blanco estacionado

junto a su propio automóvil, inclinó la cabeza y vio en su interior a un joven de rostro enjuto, cabellos rubios y una alta frente cerebrotónica, que le observaba detrás de unas gafas oscuras. Sentado junto a él, al volante, había una muchacha de cabellera negra y lustrosa a la cual había visto a menudo en el departamento de psicología. Tenía unos ojos inteligentes aunque algo oblicuos, y Powers recordó que los doctores más jóvenes se referían a ella como a «la muchacha de Marte».

- Hola, Kaldren - dijo Powers, dirigiéndose al joven -. ¿Continúas siguiéndome los pasos?

Kaldren asintió.- La mayor parte del tiempo, doctor. A propósito, últimamente no le hemos

visto con demasiada frecuencia. Anderson dijo que usted había dimitido, y hemos observado que su laboratorio está cerrado.

Powers se encogió de hombros.- Comprendí que necesitaba un descanso, sencillamente.- Lo siento, doctor - dijo Kaldren, en un tono ligeramente burlón -. Y espero

que no se dejará deprimir por este bache. - Se dio cuenta de que la muchacha miraba a Powers con interés -. Coma le admira mucho. Le he prestado sus artículos del American Journal of Psychiatry, y se los ha leído de cabo a rabo.

La muchacha sonrió agradablemente a Powers, disipando por un instante la hostilidad latente entre los dos hombres. Cuando Powers le devolvió la sonrisa, la muchacha se inclinó a través de Kaldren y dijo:

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- Precisamente acabo de leer la autobiografía de Noguchi, el famoso doctor japonés que descubrió la espiroqueta. Usted me lo recuerda... ¡Hay tanto de usted mismo en todos los pacientes a los que ha tratado!

Powers volvió a sonreír. Luego, sus ojos se apartaron del rostro de la muchacha y se posaron en el de Kaldren. Los dos se miraron unos instantes con expresión sombría, y un leve tic en la mejilla derecha del joven contrajo sus músculos faciales. Kaldren consiguió dominarlo con un esfuerzo, evidentemente enojado por el hecho de que Powers se hubiera dado cuenta.

- ¿Qué tal te encuentras? - preguntó Powers -. ¿Has tenido más... jaquecas?- ¿Quién me atiende, doctor? ¿Usted, o Anderson? - inquirió Kaldren

secamente -. ¿Es ésa la clase de pregunta que tiene que formular?Powers hizo un gesto de desdén.- Quizás no - dijo.Se aclaró la garganta; el calor hacía refluir la sangre de su cabeza y se

sentía cansado y deseoso de alejarse de allí. Se volvió hacia su automóvil, y luego se dijo que Kaldren probablemente le seguiría, para tratar de desplazarle a la cuneta, o para bloquear la carretera y hacer que Powers tragara polvo hasta llegar al lago. Kaldren era capaz de cualquier locura.

- Bueno, tengo que ir a recoger algo - dijo, y añadió con voz más firme -: Si puedes llegar hasta Anderson, ponte en contacto conmigo

Entró en el ala de neurología, se detuvo con una sensación de alivio en el fresco vestíbulo y saludó a las dos enfermeras y al guardián armado en la oficina de Recepción. Por algún motivo desconocido, los terminales que dormían en el bloque contiguo atraían hordas de visitantes, la mayoría de ellos chiflados con algún mágico remedio antinarcoma, o simplemente curiosos, aparte de un gran número de personas completamente normales que habían recorrido millares de kilómetros, impulsados hacia la Clínica por algún extraño instinto, como animales emigrando a un preescenario de sus cementerios raciales.

Powers avanzó a lo largo del pasillo que conducía a la oficina del supervisor, pidió la llave y cruzó las pistas de tenis para dirigirse a la piscina, que no era utilizada desde hacía varios meses.

Una vez más, contempló el ideograma de Whitby. Estaba cubierto de hojas húmedas y de trozos de papel, pero los contornos se apreciaban claramente. Cubría casi todo el suelo de la piscina, y a primera vista parecía representar un enorme disco solar, con cuatro proyecciones laterales romboides, un tosco mandala Jungiano.

Preguntándose qué habría inducido a Whitby a grabar el dibujo antes de su muerte, Powers observó algo que se movía a través de los escombros en el centro del disco. Un animal cubierto por un caparazón de concha negro, de un pie de longitud, aproximadamente, estaba hociqueando en el lodo, arrastrándose sobre unas cansadas patas. Su caparazón era articulado y recordaba vagamente el de un armadillo. Al llegar al borde del disco se detuvo y vaciló, y luego retrocedió de nuevo hacia el centro, al parecer poco deseoso o incapaz de cruzar el angosto surco.

Powers miró a su alrededor y luego se dirigió hacia una de las casetas que rodeaban la piscina. Entrando en ella, arrancó una pequeña taquilla de madera, destinada a guardar la ropa de los bañistas, de la oxidada abrazadera que la mantenía sujeta a la pared. Cargado con ella descendió la escalerilla de metal que conducía al fondo de la piscina y avanzó prudentemente por el resbaladizo

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suelo en dirección al animal. Éste trató de alejarse, pero a Powers no le resultó difícil capturarlo. Utilizó la tapadera para levantarlo hasta la caja.

El animal pesaba tanto como un ladrillo. Powers golpeó su macizo caparazón con los nudillos, observando la cabeza triangular que asomaba por el borde como la de una tortuga, y las recias membranas entre los primeros dedos de las patas delanteras.

Contempló los ojillos que parpadeaban ansiosamente, mirándole desde el fondo de la caja.

- No temas, amigo - murmuró -. No voy a hacerte ningún daño.Tapó la caja, salió de la piscina y se dirigió a la oficina del supervisor. Luego

llevó la caja a su automóvil.«...Kaldren sigue estando enojado conmigo - escribió Powers en su diario -.

Por algún motivo que ignoro no parece aceptar de buena gana su aislamiento, y está elaborando una serie de ritos privados para reemplazar las horas de sueño perdidas. Tal vez debería hablarle de mi propia situación, pero probablemente lo consideraría como el intolerable insulto final, pensando que yo tengo en exceso lo que él desea tan desesperadamente. Sólo Dios sabe lo que puede pasar. Afortunadamente, las visiones de pesadilla parecen haber remitido...»

Apartando el diario a un lado, Powers se inclinó hacia adelante a través del escritorio y contempló fijamente el blanco suelo del lecho del lago extendiéndose hacia las colinas a lo largo del horizonte. A tres millas de distancia, sobre la lejana playa, pudo ver la copa circular del radiotelescopio girando lentamente en el claro aire de la tarde, mientras Kaldren acechaba incansablemente el cielo, represado en millones de parsecs cúbicos de éter.

Detrás de él murmuraba silenciosamente el acondicionador de aire, enfriando las paredes de color azul claro medio ocultas en la empañada claridad. En el exterior el aire era fúlgido y opresivo; las oleadas de calor, ondulando desde los macizos de cactus, empañaban las terrazas del bloque de neurología de la Clínica, con sus veinte pisos de altura. Allí, en los silenciosos dormitorios, detrás de las echadas persianas, los terminales dormían su prolongado sueño. Había ahora más de quinientos en la Clínica, la vanguardia de un enorme ejército de sonámbulos reuniéndose para su última marcha. Sólo habían transcurrido cinco años desde que fue localizado el primer síndrome de narcoma, pero en el este estaban preparándose ya unos inmensos hospitales del gobierno para recibir a los millares de afectados que no tardarían en descubrirse.

Powers se sintió repentinamente cansado y dirigió una mirada a su muñeca, preguntándose cuánto faltaba para las ocho, su hora de acostarse para la semana siguiente. Echaba ya de menos el ocaso, pronto despertaría a su último amanecer.

Su reloj estaba en su bolsillo. Recordó su decisión de no utilizar su medidor del tiempo, se retrepó en su asiento y contempló las estanterías de libros adosadas a la pared. Había allí ediciones AEC encuadernadas en verde que había sacado de la biblioteca de Whitby, artículos en los cuales el biólogo describía su trabajo en el Pacífico después de los tests - H. Powers se sabía muchos de ellos casi de memoria; los había leído un centenar de veces, tratando de captar las conclusiones finales de Whitby. Toynbee sería mucho más fácil de olvidar, desde luego.

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Sus ojos se nublaron momentáneamente mientras la alta pared negra en la parte posterior de su mente proyectaba su gran sombra sobre su cerebro. Alargó la mano hacia el diario pensando en la muchacha que estaba en el automóvil de Kaldren - Coma la había llamado él, otra de sus bromas demenciales - y en su alusión a Noguchi. En realidad, la comparación debió ser establecida con Whitby, y no con él; los monstruos del laboratorio no eran más que espejos fragmentados de la mente de Whitby, como la grotesca rana acorazada que había encontrado aquella mañana en la piscina.

Pensando en Coma, y en la cálida sonrisa que le había dirigido, escribió:Despierto a las 6:30 de la mañana. Ultima sesión con Anderson. Ha dado a

entender que está harto de verme, y desde ahora estaré mejor solo. ¿A dormir a las 8? (Esa cuenta atrás me aterroriza.)

Hizo una pausa y luego añadió:Adiós, Eniwetok.Vio de nuevo a la muchacha al día siguiente en el laboratorio de Whitby. Se

había dirigido allí después de desayunar, cargado con el nuevo ejemplar, impaciente por ponerlo en un vivarium antes de que muriera. El único mutante blindado que hasta entonces había encontrado estuvo a punto de provocar un serio accidente. Hacía un mes, aproximadamente, lo había aplastado con una de las ruedas delanteras de su automóvil en la carretera del lago, y creyó que lo había destrozado. Sin embargo, el caparazón del pequeño animal permaneció rígido, a pesar de que el organismo, en su interior, quedó hecho pulpa. Y, a consecuencia del golpe, el automóvil se precipitó a la cuneta. Powers había recogido el caparazón. Más tarde lo pesó en el laboratorio y descubrió que contenía más de seiscientos gramos de plomo.

Un gran número de plantas y de animales estaban segregando metales pesados como escudos radiológicos. En las colinas, más allá del lago, una pareja de antiguos buscadores de oro estaban renovando el equipo abandonado hacía más de ochenta años. Habían observado el brillante color amarillo de los cactus, hicieron un análisis y descubrieron que las plantas estaban asimilando oro en cantidades remuneradoras, aunque las concentraciones del suelo no pudieran trabajarse. ¡Por fin Oak Ridge pagaba un dividendo!

Aquella mañana, Powers se había despertado a las 6:45, diez minutos más tarde que el día anterior. Después de desayunar frugalmente, pasó una hora empaquetando algunos de los libros de su biblioteca y poniendo etiquetas en los paquetes con la dirección de su hermano.

Llegó al laboratorio de Whitby media hora más tarde. El laboratorio se encontraba en una cúpula geodésica construida al lado de su chalet, en la orilla occidental del lago, a una milla de la residencia de verano de Kaldren. El chalet había sido cerrado después del suicidio de Whitby, y muchas de las plantas y animales que utilizaba para sus experimentos habían muerto antes de que Powers obtuviera el permiso para utilizar el laboratorio.

Cuando se acercaba al chalet, vio a la muchacha de pie sobre la cúspide ribeteada de amarillo de la cúpula, su esbelta figura silueteada contra el cielo. Coma agitó una mano en su dirección, descendió la escalera formada por poliedros de cristal y salió a su encuentro.

- Hola - dijo la muchacha, con una sonrisa de bienvenida -. He venido a visitar su colección de animales. Kaldren me dijo que usted no me permitiría entrar si me acompañaba él, de modo que he venido sola.

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Esperó que Powers dijera algo mientras buscaba sus llaves, pero en vista de su silencio, añadió:

- Si quiere, puedo lavarle la camisa.Powers sonrió.- No es mala idea - dijo -. Creo que empiezo a tener un aspecto algo

descuidado. - Abrió la puerta -. No sé por qué le ha dicho eso Kaldren: sabe que puede venir aquí siempre que guste.

- ¿Qué lleva usted ahí? - preguntó Coma, señalando la caja de madera que portaba Powers bajo el brazo.

- Un primo lejano nuestro que he encontrado. Un tipejo interesante. Se lo presentaré dentro de unos instantes.

Unos tabiques corredizos dividían la cúpula en cuatro habitaciones. Dos de ellas eran almacenes, llenos de tanques de repuesto, aparatos, paquetes de comida para animales y otros utensilios. Cruzaron la tercera sección, casi llena por un potente proyector de rayos X, un gigantesco Maxitron G. E. de 250 megamperios, colocado sobre una mesa giratoria, y unos grandes bloques de hormigón semejantes a enormes ladrillos.

La cuarta habitación contenía el parque zoológico de Powers, el vivarium con sus jaulas y sus tanques, cada uno con su correspondiente rótulo. El suelo estaba cubierto por una maraña de alambres y tubos de goma que dificultaban el paso.

Dejando la caja sobre una silla, Powers cogió un paquete de cacahuetes del escritorio y se acercó a una de las jaulas. Un pequeño chimpancé de pelo negro, tocado con un casco de piloto, dio unos saltos de alegría y se dirigió rápidamente hacia un tablero de mandos en miniatura situado en la pared del fondo de la jaula. El animal pulsó una serie de botones y teclas, y una sucesión de luces de colores iluminó el tablero, al tiempo que sonaba una breve musiquilla.

- Buen muchacho - dijo Powers cariñosamente, palmeando la espalda del chimpancé y ofreciéndole los cacahuetes en las palmas de sus manos -. Te estás volviendo demasiado listo para eso, ¿verdad?

El chimpancé empezó a engullir los cacahuetes, profiriendo grititos de alegría.

Coma se echó a reír y cogió unos cacahuetes de las manos de Powers.- Es muy simpático - dijo -. Juraría que está tratando de decirle algo.Powers asintió.- No se equivoca. En realidad posee un vocabulario de unas doscientas

palabras, pero su caja vocal las embrolla todas.Abrió un pequeño refrigerador situado junto al escritorio, sacó un paquete de

pan y le entregó un par de rebanadas al chimpancé. Éste cogió un tostador eléctrico y lo colocó sobre una mesita plegable en el centro de la jaula, introduciendo a continuación las dos rebanadas en las ranuras. Powers pulsó un interruptor del tablero situado junto a la jaula y el tostador empezó a crujir suavemente.

- Es uno de los más listos que hemos tenido - le explicó Powers a la muchacha -. Es casi tan inteligente como un niño de cinco años, con la ventaja de que se basta a sí mismo en muchos aspectos.

Las dos rebanadas saltaron de sus ranuras y el chimpancé las pescó en el aire; luego se metió en una especie de perrera y se tumbó de espaldas, mordisqueando una de las tostadas.

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- Él mismo se ha construido ese refugio - continuó Powers, desconectando el tostador -. No está mal, ¿verdad? -. Señaló un cubo de plástico amarillo que estaba junto a la puerta de la perrera y del cual emergía un marchito geranio -. Cuida esa planta, limpia la jaula... En fin, es un animal muy interesante.

Coma sonrió.- ¿Por qué lleva ese casco espacial?Powers vaciló.- ¡Oh! Es para... ejem... para protegerse. A veces sufre unas terribles

jaquecas. Todos sus predecesores... - Se interrumpió y se apartó de la jaula -. Vamos a echar una ojeada a algunos de los otros inquilinos.

Avanzó a lo largo de la hilera de tanques, llevando a Coma a su lado.- Empezaremos por el principio - dijo.Levantó la tapadera de cristal de uno de los tanques y Coma vio que estaba

lleno de agua hasta la mitad. En un montoncito de conchas y guijarros anidaba un pequeño organismo redondo provisto de delicados zarcillos.

- Es una anémona de mar - explicó Powers -. O lo era. Un metazoo simple con el cuerpo en forma de saco. - Señaló un endurecido borde de tejido alrededor de la base -. Ha cerrado la cavidad convirtiendo el canal en una rudimentaria cuerda dorsal: es la primera planta que ha desarrollado un sistema nervioso. Más tarde, los zarcillos se anudarán en un ganglio, pero ya son sensibles al color. Mire.

Cogió el pañuelo de color violeta que Coma llevaba en el bolsillo de su blusa y lo agitó encima del tanque. Los zarcillos se tensaron y luego empezaron a ondular lentamente, como si trataran de localizar algo.

- Lo curioso es que son completamente insensibles a la luz blanca. Normalmente, los zarcillos registran los cambios en los niveles de presión, como los diafragmas del tímpano en nuestros oídos. Como si pudieran oír los colores primarios, y se readaptaran a sí mismos para una existencia no-acuática en un mundo estático de violentos contrastes de color.

Coma sacudió la cabeza, intrigada.- Pero, ¿por qué?- Un momento, permítame que la sitúe en el cuadro.Avanzaron a lo largo de una serie de jaulas circulares confeccionadas con

tela metálica. Encima de la primera había una amplia pantalla blanca de cartón con la microfoto de una especie de cadena y la inscripción: Drosophila: 15 roentgens/min.

Powers dio unos golpecitos a una ventanilla Perspex de la jaula.- Es la mosca de los frutales. Sus enormes cromosomas la convierten en un

útil vehículo de experimentación. - Se inclinó, señalando un panal gris en forma de Y suspendido del techo. Unas cuantas moscas salieron de las entradas y empezaron a revolotear, aparentemente muy atareadas -. Normalmente, esa mosca es solitaria, un insecto nómada que se alimenta de carroñas. Ahora, integrada en un grupo social perfectamente definido, ha empezado a segregar un líquido dulzón parecido a la miel.

- ¿Qué es esto? - preguntó Coma, tocando la pantalla.- El diagrama de un gen clave en la operación.Powers señaló una especie de flechas que partían de un eslabón de la

cadena. Las flechas estaban rotuladas bajo el título general de «Glándula linfática» y subdivididas en «músculos del esfínter, epitelio y gálibo».

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- Es algo parecido al rollo perforado de una pianola - comentó Powers -, o a la cinta de una computadora. Golpeando un eslabón con un haz de rayos X, pierde una característica, cambia la instrumentación.

Coma estaba atisbando a través de la ventanilla de la jaula contigua y su rostro mostraba una expresión de desagrado. Por encima de su hombro, Powers vio que estaba contemplando un enorme insecto arácnido, tan grande como una mano, con las negras y peludas patas tan recias como dedos. Los protuberantes ojos parecían gigantescos rubíes.

- Parece agresiva - dijo Coma -. ¿Qué es esa especie de escalerilla de cuerda que está tejiendo?

Mientras la muchacha se llevaba un dedo a la boca la araña volvió a la vida y empezó a vomitar una embrollada madeja de hilo gris, el cual hizo colgar en amplias lazadas del techo de la jaula.

- Una telaraña - dijo Powers -. Con la salvedad de que está compuesta por tejido nervioso. Las escalerillas, como usted dice, forman un plexo nervioso externo, un cerebro hinchable, por así decirlo, que el animal puede ampliar al tamaño que la situación exija. Una acertada disposición, en realidad, mucho mejor que la nuestra.

Coma se apartó de la jaula.- Es espantosa - dijo -. No me gustaría entrar en su salón- ¡Oh! No es tan terrible como parece. Esos ojos enormes que la miran están

ciegos. Mejor dicho, su sensibilidad óptica ha descendido hasta el punto de que sólo captan las radiaciones gamma. Su reloj de pulsera tiene saetas luminosas. Cuando usted lo movió a través de la ventanilla, el animal empezó a pensar. La IV Guerra Mundial le haría sentirse en su elemento...

Regresaron a la oficina de Powers, el cual colocó una cafetera sobre un hornillo a gas y empujó una silla hacia Coma. Luego abrió la caja, sacó la rana blindada y la dejó sobre una hoja de papel secante.

- ¿Reconoce este animal? Es un viejo amigo de su infancia, la rana común. Lo que pasa es que se ha construido un sólido caparazón, a prueba de incursiones aéreas.

Llevó al animal a un fregadero, abrió el grifo y dejó que el agua fluyera suavemente sobre su concha. Secándose las manos en la camisa, regresó al escritorio.

Coma apartó un mechón de pelo de su frente y contempló a Powers con una expresión de curiosidad.

- Bueno, ¿cuál es el secreto? - terminó por preguntar.Powers encendió un cigarrillo.- No hay ningún secreto. Los teratólogos han estado criando monstruos

durante años. ¿Ha oído usted hablar de la «pareja silenciosa»?Coma sacudió la cabeza.Powers contempló su cigarrillo unos instantes, asimilando el efecto que le

producía siempre el primero del día.- La llamada «pareja silenciosa» es uno de los problemas más antiguos de la

moderna genética, el misterio de dos genes inactivos que se presentan en un pequeño porcentaje de todos los organismos vivos, y que no parece tener ningún papel comprensible en su estructura ni en su desarrollo. Desde hace mucho tiempo los biólogos han estado tratando de activarlos, pero la dificultad reside en parte en identificar a los genes silenciosos en las células fecundadas que se sabe que los contienen, y en parte en enfocar un haz luminoso de rayos

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X lo suficientemente delgado como para no dañar al resto del cromosoma. Sin embargo, después de casi diez años de trabajo, el Doctor Whitby consiguió desarrollar con éxito una técnica de irradiación basada en sus observaciones de las lesiones radiobiológicas en Eniwetok.

Powers hizo una breve pausa.- Whitby se dio cuenta de que, después de las pruebas, parecía haber más

daño biológico - es decir, un mayor transporte de energía - del que podía ser atribuido a la radiación directa. Lo que ocurría era que la capa de proteína de los genes estaba acumulando energía del mismo modo que cualquier membrana acumula energía - recuerde la analogía del puente hundiéndose bajo los soldados que lo cruzan marcando el paso -, y Whitby pensó que si podía identificar la frecuencia de resonancia crítica de las capas de los genes silenciosos, estaría en condiciones de irradiar todo el organismo vivo, y no simplemente sus células germinativas, con una frecuencia que actuara selectivamente sobre el gene silencioso y no perjudicara al resto de los cromosomas, cuyas capas sólo resonarían críticamente bajo otras frecuencias específicas.

Powers hizo un amplio gesto en el aire con la mano.- A su alrededor puede ver usted algunos de los frutos de esa técnica de la

resonancia.Coma asintió.- ¿Tienen sus genes silenciosos activados?- Sí, todos ellos. Son únicamente unos cuantos de los miles de ejemplares

que han pasado por aquí, y como puede comprobar, los resultados son muy dramáticos.

Powers se puso en pie y corrió una persiana. Estaban sentados inmediatamente debajo de la claraboya de la cúpula, y la luz del sol había empezado a irritarle.

En la relativa oscuridad, Coma observó un estroboscopio que parpadeaba lentamente en uno de los tanques situados al final del banco, detrás de ella. Se puso en pie y se dirigió hacia allí, examinando un alto girasol con un tallo muy recio y un receptáculo muy ensanchado. Rodeando la flor de modo que sólo sobresaliera el tálamo, había una chimenea de piedras grises, perfectamente unidas y etiquetadas: greda cretacica: 60.000.000 de años.

Al lado había otras tres chimeneas, etiquetadas respectivamente: piedra arenisca devónica: 290 millones de años; asfalto: 20 años; cloruro de polivinilo: 6 meses.

- Vea esos discos blancos y húmedos en los sépalos - observó Powers -. En cierto sentido regulan el metabolismo de la planta. Literalmente, la planta ve el tiempo. Cuanto más antiguo es su medio ambiente circundante, más lento es su metabolismo. Con la chimenea de asfalto completa su ciclo anual en una semana; con el cloruro de polivinilo en un par de horas.

- Ve el tiempo - repitió Coma asombrada. Levantó la mirada hacia Powers, mordiéndose el labio inferior pensativamente -. Es fantástico. ¿Son esos los seres del futuro, doctor?

- No lo sé - admitió Powers -. Pero, si lo son, su mundo deberá ser un mundo monstruosamente surrealista.

Regresó al escritorio, sacó dos tazas de un cajón y las llenó de café, apagando el fogón.

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- Algunas personas han sugerido que los organismos que poseen la pareja silenciosa de genes son los precursores de un salto hacia adelante en la escala evolutiva, que los genes silenciosos son una especie de clave, un mensaje divino que nosotros, organismos inferiores, llevamos para nuestros descendientes, más evolucionados. Es posible que sea verdad... Tal vez hemos descifrado la clave demasiado pronto.

- ¿Por qué dice eso?- Bueno, tal vez como indica la muerte de Whitby, todos los experimentos

realizados en este laboratorio conducen a una desalentadora conclusión. Sin excepción, los organismos que han sido irradiados han entrado en una fase final de crecimiento completamente desorganizado, produciendo docenas de órganos sensoriales especializados cuya función ni siquiera podemos sospechar. Los resultados son catastróficos: la anémona estalla, literalmente, las Drosophilas se comen unas a otras, y así por el estilo. Ignoro si el futuro implícito en esas plantas y animales llegará a ser una realidad algún día, o si estamos incurriendo en una simple extrapolación. Pero a veces pienso que los nuevos órganos sensoriales desarrollados son parodias de sus verdaderas intenciones. Los ejemplares que usted ha visto hoy se encuentran todos en una primera fase de sus ciclos secundarios de crecimiento. Más tarde empezarán a ofrecer un aspecto muy distinto. Coma asintió.

- Un parque zoológico no está completo sin su guardián - observó -. ¿Qué hay acerca del hombre?

Powers se encogió de hombros.- Uno de cada cien mil - el promedio habitual - contiene la pareja silenciosa.

Usted podría tenerla... o yo. Nadie se ha prestado aún voluntariamente como sujeto de la nueva técnica de irradiación. Aparte del hecho de que sería calificado de suicidio, si los experimentos realizados aquí sirven de punto de referencia, la aventura sería salvaje y violenta.

Powers sorbió su café, sintiéndose cansado y aburrido. El recapitular el trabajo del laboratorio le había agotado.

La muchacha se inclinó hacia adelante.- Está usted muy pálido - murmuró solícitamente -. ¿Acaso no duerme bien?Powers consiguió sonreír.- Demasiado bien - admitió -. Hace mucho tiempo que eso no es un

problema para mí.- Me gustaría poder decir lo mismo de Kaldren. No creo que duerma lo

suficiente. Le oigo pasear de un lado para otro toda la noche. - Coma hizo una breve pausa y luego añadió -: De todos modos, supongo que es preferible eso a ser un terminal. Dígame, doctor, ¿no valdría la pena ensayar esa técnica de irradiación en los durmientes de la Clínica? Podría despertarles antes del final. Algunos de ellos pueden poseer los genes silenciosos.

- Todos ellos los poseen - dijo Powers -. En realidad esos dos fenómenos están estrechamente relacionados.

Powers se encontraba profundamente cansado.Se interrumpió. La fatiga nublaba su cerebro, y se preguntó si debía pedirle a

la muchacha que se marchara. Luego, poniéndose en pie, se acercó a la estantería que había detrás del escritorio y cogió un magnetófono. Poniéndolo en marcha, reguló el volumen del altavoz.

- Whitby y yo hablábamos a menudo de esto. No era un gran biólogo, de modo que escuche lo que opinaba. Esto es el meollo del asunto. Lo he

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escuchado un millar de veces, y temo que el sonido no será demasiado perfecto...

La voz de un anciano, ligeramente ronca, resonó por encima de un leve zumbido de distorsión, pero Coma pudo oírla claramente.

WHITBY: ...por el amor de Dios, Robert, echa una mirada a esas estadísticas de la FAO. A pesar de un aumento anual del cinco por ciento en los terrenos dedicados a cultivos en los últimos quince años, la cosecha mundial de trigo ha continuado disminuyendo en un dos por ciento. La misma historia se repite a sí misma hasta la náusea. Cereales, productos lácteos, ganado... todo disminuye. Únelo a una masa de síntomas paralelos, empezando por la alteración de las rutas de emigración y terminando por unos períodos de hibernación más prolongados, y la conclusión final resulta incontrovertible.

POWERS: Sin embargo, las cifras de población en Europa y en Norteamérica no disminuyen.

WHITBY: Desde luego que no, como no me he cansado de señalar. Tendrá que transcurrir un siglo para que los efectos de ese descenso de la fertilidad se dejen sentir en unas zonas donde el control de los nacimientos proporciona una reserva artificial. Debemos mirar a los países del Lejano Oriente, y especialmente a aquellos donde la mortalidad infantil ha permanecido en un nivel estacionario. La población de Sumatra, por ejemplo, ha disminuido más del quince por ciento en los últimos veinte años. ¡Un porcentaje fabuloso! ¿Te das cuenta de que hace únicamente dos o tres décadas los neomaltusianos hablaban de una explosión demográfica? En realidad, se trata de una implosión. Otro factor a tener en cuenta es...

Aquí, la cinta había sido cortada y vuelta a pegar, y la voz de Whitby, menos quejumbrosa esta vez, resonó de nuevo:

...sólo por curiosidad, dime una cosa: ¿cuántas horas duermes cada noche? POWERS: No lo sé con exactitud; alrededor de ocho horas, supongo.

WHITBY: Las proverbiales ocho horas. Pregúntale a cualquiera y te dirá automáticamente «ocho horas». En realidad, tú duermes alrededor de diez horas y media, como la mayoría de la gente. Te he controlado en numerosas ocasiones. Yo mismo duermo once. Pero hace treinta años la gente dormía realmente ocho horas, y un siglo antes dormía seis o siete. En las Vidas de Vasari puede leerse que Miguel Ángel dormía solamente cuatro o cinco horas, pintando todo el día a la edad de ochenta años, y trabajando por la noche sobre su mesa de anatomía con una vela atada a la frente. Ahora está considerado un genio, pero entonces no llamaba la atención. ¿Cómo crees que los antiguos, desde Platón a Shakespeare, desde Aristóteles a Tomás de Aquino, pudieron dar a luz una obra tan copiosa? Sencillamente, porque disponían de seis o siete horas más cada día. Desde luego, otra de las desventajas que tenemos con respecto a los antiguos es un nivel metabólico más bajo: otro factor que nadie explicará.

POWERS: Supongo que puede opinarse que el mayor número de horas de sueño es un mecanismo de compensación, una especie de tentativa de la masa neurótica para escapar de las terribles presiones de la vida urbana a finales del siglo xx.

WHITBY: Puede opinarse, pero es un error. Es un simple caso de bioquímica. Las cuñas de ácido ribonucleico que desatan las cadenas de proteínas en todos los organismos vivos se están gastando, los troqueles que

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imprimen la firma protoplásmica se han embotado. Después de todo, han estado funcionando durante más de mil millones de años. Ha llegado el momento de un reajuste. Del mismo modo que la vida del organismo de un individuo tiene una duración limitada, como la vida de una colonia de fermentos o de una especie determinada, la vida de todo un reino biológico tiene también su duración. Siempre se ha supuesto que la evolución tiende a subir siempre, pero en realidad se ha alcanzado ya la cima y el camino conduce ahora hacia abajo, hacia la tumba biológica común. Es una desalentadora y actualmente inaceptable visión del futuro, pero es la única. Dentro de cinco mil siglos nuestros descendientes, en vez de ser superhombres multicerebrados, serán probablemente unos idiotas prognáticos con la frente cubierta de pelo que gruñirán alrededor de los restos de la Clínica como hombres neolíticos atrapados en una macabra inversión del tiempo. Créeme, les compadezco, y me compadezco a mí mismo. Mi fracaso total, mi falta absoluta de cualquier derecho moral o biológico a la existencia está implícita en cada célula de mi cuerpo...

La cinta llegó al final; el carrete corrió libremente y se paró. Powers cerró la máquina y luego se masajeó el rostro. Coma permaneció sentada en silencio, contemplando al doctor y oyendo al chimpancé que jugaba con un rompecabezas.

- En opinión de Whitby - dijo finalmente Powers -, los genes silenciosos representan un último y desesperado esfuerzo del reino biológico para mantener la cabeza por encima de las aguas cada vez más altas. Su período total de vida está determinado por la cantidad de radiación emitida por el sol, y una vez que ha alcanzado cierto punto la extinción es inevitable. Como compensación a esto, han sido construidas alarmas que modifican la forma del organismo y lo adaptan para vivir en un clima radiológico más cálido. Los organismos de piel blanda desarrollan duros caparazones que contienen metales pesados como escudo contra la radiación. También se desarrollan nuevos órganos de percepción. Aunque, según Whitby, es un esfuerzo que a la larga resultará inútil. Pero, a veces me pregunto...

Sonrió, mirando a Coma, y se encogió de hombros.- Bueno, hablemos de otra cosa. ¿Cuánto hace que conoce a Kaldren?- Unas tres semanas. Parece que hace diez mil años. - ¿Cómo le encuentra

ahora? Últimamente no hemos estado mucho en contacto.Coma hizo una mueca.- Tampoco yo le veo demasiado. Quiere que me pase la vida durmiendo.

Kaldren tiene mucho talento, pero vive para sí mismo. Usted significa mucho para él, doctor. En realidad, es usted mi único rival serio.

- Creí que no podía soportar el verme...- ¡Oh! Se equivoca. En realidad, piensa en usted continuamente. Por eso

nos pasamos el tiempo siguiéndole. - Coma hizo una breve pausa y luego añadió -: Creo que se siente culpable de algo.

- ¿Culpable? - exclamó Powers -. ¿De veras? Creí que al que se suponía culpable era a mí.

- ¿Por qué? - inquirió Coma. Vaciló, y luego dijo -: Usted realizó algún experimento quirúrgico en Kaldren, ¿no es cierto?

- Sí - admitió Powers -. No fue precisamente un éxito... Si Kaldren se siente culpable, supongo que es debido a que cree que debe asumir parte de la responsabilidad.

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Miró a la muchacha, cuyos inteligentes ojos le observaban atentamente.- Por un par de motivos puede ser necesario que usted lo sepa. Dice que ha

oído a Kaldren pasear de un lado para otro por las noches, y que no duerme lo suficiente. En realidad, no duerme absolutamente nada.

La muchacha asintió.- Usted...- ...le narcotomicé - terminó Powers -. Desde el punto de vista quirúrgico fue

un gran éxito, por el cual podían haberme concedido perfectamente el premio Nobel.

Normalmente, el hipotálamo regula el período de sueño levantando el umbral de la conciencia a fin de relajar las capilaridades venosas del cerebro y librarlas de las toxinas acumuladas. Sin embargo, cortando algunas de las conexiones de control el sujeto es incapaz de recibir la sugestión del sueño, y las capilaridades se vacían mientras él permanece consciente. Lo único que nota es un letargo temporal, que desaparece en tres o cuatro horas. Físicamente hablando, Kaldren ha añadido otros veinte años a su vida. Pero la psique parece necesitar el sueño por sus motivos particulares, y en consecuencia Kaldren sufre unos trastornos periódicos que le destrozan. Todo el asunto fue un trágico error.

Coma frunció el ceño pensativamente.- Es lo que yo sospechaba. Sus artículos en las revistas de neurocirugía se

referían al paciente como K. Parece una historia de Kafka convertida en realidad.

- Ocúpese de él, Coma - dijo Powers -. Asegúrese de que va al dispensario.- Lo intentaré. A veces me siento como uno de sus absurdos documentos

terminales.- ¿A qué se refiere?- ¿No ha oído hablar de ellos? Kaldren colecciona afirmaciones definitivas

acerca del homo sapiens. Las obras completas de Freud, los cuartetos de Beethoven, transcripciones de los juicios de Nuremberg, una novela automática... - Coma se interrumpió -. ¿Qué está dibujando?

- ¿Dónde?Coma señaló el papel secante del escritorio y Powers inclinó la mirada y vio

que había estado dibujando inconscientemente un complicado laberinto: el sol de cuatro brazos de Whitby.

- No es nada - dijo.Coma se puso en pie para marcharse.- Tiene que hacernos una visita, doctor. Kaldren desea enseñarle muchas

cosas. Ahora está entusiasmado con una copia de las últimas señales que transmitió el Mercurio VII hace veinte años, cuando llegó a la Luna, y no piensa en otra cosa. Recordará usted los extraños mensajes que grabaron los tripulantes antes de morir, llenos de divagaciones poéticas acerca de los jardines blancos. Pensándolo bien, creo que se comportaban como las plantas que usted tiene aquí.

Coma rebuscó en sus bolsillos y sacó algo.- A propósito, Kaldren me ha encargado que le diera esto.Era una pequeña cartulina, en cuyo centro había un número escrito a

máquina: 96.688.365.498.720- A este ritmo, tardará mucho tiempo en producirse el cero - observó

secamente -. Cuando hayamos terminado tendré toda una colección.

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Cuando Coma se hubo marchado, Powers tiró la cartulina al cubo de los desperdicios y se sentó ante el escritorio, contemplando por espacio de una hora el ideograma dibujado sobre el secante.

A medio camino de su casa de la playa la carretera del lago se bifurcaba a la izquierda a través de una angosta escarpia que discurría entre las colinas hasta un abandonado campo de tiro de las Fuerzas Aéreas en uno de los más lejanos lagos salados. En el extremo más cercano había unos cuantos bunkers y varias torres de observación, un par de cobertizos metálicos y un hangar de techo muy bajo. Las blancas colinas rodeaban toda la zona, aislándola del mundo exterior, y a Powers le gustaba pasear por los pasillos de artillería que habían sido trazados a dos millas de distancia del lago en dirección a los blancos de hormigón situados en el extremo más lejano. Los abstractos diseños le hacían sentirse como una hormiga sobre un tablero de ajedrez en blanco y ahuesado, con las pantallas rectangulares en un extremo y las torres y bunkers en el otro como piezas de distinto color.

Su sesión con Coma había hecho que Powers se sintiera repentinamente insatisfecho de su empleo del tiempo en los últimos meses. Adiós, Eniwetok, había escrito, pero olvidarlo sistemáticamente todo era en realidad exactamente lo mismo que recordarlo, un catalogar al revés, escogiendo todos los libros en la biblioteca mental y volviendo a colocarlos boca abajo.

Powers subió a una de las torres de observación, se inclinó sobre el parapeto tendió la mirada a lo largo de los pasillos hacia los blancos. Obuses y cohetes habían arrancado grandes trozos de las franjas circulares de hormigón que rodeaban los blancos, pero los contornos de los enormes discos de 100 yardas de anchura, pintados alternativamente de azul y rojo, eran todavía visibles.

Durante media hora los contempló en silencio, mientras por su mente cruzaban ideas inconcretas. Súbitamente, descendió de la torre y se dirigió hacia el hangar, que se encontraba a cincuenta metros de distancia. Al fondo, detrás de un montón de maderos y de rollos de alambre, había una pila de sacos de cemento, un montón de arena y un viejo mezclador.

Media hora más tarde volvía a entrar en el hangar con el Buick, enganchó el mezclador de cemento, cargado de arena, cemento y agua, recogida en los bidones que estaban al aire libre, al parachoques trasero, cargó otra docena de sacos en el portaequipajes y en los asientos posteriores y, finalmente, escogió unos cuantos maderos rectos, los cargó y se dirigió hacia el blanco central.

Durante las dos horas siguientes trabajó en el centro del gran disco azul, mezclando el cemento a mano, transportándolo a través de las toscas formas que había trazado con los maderos, levantando una pared de seis pulgadas de altura alrededor del perímetro del disco. Trabajó sin interrupción, removiendo el cemento con un perpalo y acarreándolo con el tapón de rosca de una de las ruedas.

Cuando emprendió el regreso, dejando su equipo donde estaba, había terminado un trozo de pared de treinta pies de longitud.

Junio, 7: Consciente, por primera vez, de la brevedad de cada día. Cuando estaba despierto durante más de doce horas, orientaba mi tiempo alrededor del meridiano; mañana y tarde conservaban su antiguo ritmo. Ahora, con sólo once horas de conciencia, forman un intervalo continuo, como un trazo de cinta de medir. Puedo ver exactamente cuanto queda en el carrete, y no puedo hacer nada para modificar el ritmo al cual se desenvuelve. Paso el tiempo

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empaquetando los libros de mi biblioteca; los cestos son demasiado pesados para moverlos y los dejo donde quedan cuando están llenos.

Despierto a las 8,10. A dormir a las 7,15. (Parece ser que he perdido mi reloj de pulsera sin darme cuenta. Tendré que ir al pueblo a comprar otro.)

Junio, 14: Nueve horas y media. El tiempo corre, tan rápido como un expreso. Sin embargo, la última semana de unas vacaciones siempre transcurre con más rapidez que las primeras. Al ritmo actual, me quedarían de cuatro a cinco semanas. Esta mañana he tratado de visualizar lo que sería la última semana, y he sido víctima de un ataque de miedo, algo que no me había ocurrido hasta ahora. He tardado media hora en recobrarme lo suficiente para una intravenosa. Kaldren me persigue como mi sombra luminosa, y ha escrito con tiza en la entrada: «96.688.365.498.702». El cartero se habrá extrañado al verlo.

Despierto a las 9,05. A dormir a las 6,36.Junio, 19: Ocho horas y cuarenta y cinco minutos. Anderson llamó por

teléfono esta mañana. Estuve a punto de colgar, pero conseguí dominarme. Me ha felicitado por mi estoicismo, ha utilizado incluso la palabra «heroico». Absurdo. La desesperación lo corroe todo: valor, esperanza, autodisciplina, todas las mejores cualidades. Resulta muy difícil mantener esa actitud impersonal de aceptación pasiva implícita en la tradición científica. Trato de pensar en Galileo ante la Inquisición, en Freud superando los incesantes dolores de su cáncer de garganta...

Cuando iba al pueblo me he encontrado con Kaldren y he sostenido con él una larga discusión a propósito del Mercurio VII. Él está convencido de que los tripulantes se negaron deliberadamente a abandonar la Luna, después de que el «comité de recepción» que les esperaba los hubo situado en el cuadro cósmico. Los misteriosos emisarios de Orión les habrían dicho que la exploración del profundo espacio no tenía sentido, que la habían iniciado demasiado tarde, ya que la vida del universo está prácticamente acabada... Según Kaldren, algunos generales de las Fuerzas Aéreas se han tomado en serio esa teoría, pero yo sospecho que se trata de una tentativa de Kaldren para consolarme.

Tendré que desconectar el teléfono. Un contratista se pasa el tiempo llamándome para reclamarme el pago de 50 sacos de cemento que, según él, recogí hace diez días. Dice que él mismo me ayudó a cargarlos en un camión. Bajé al pueblo en la camioneta de Whitby, efectivamente, pero sólo para comprar unos quilos de plomo. ¿Qué se imagina ese individuo que puedo hacer con todo ese cemento?

Despierto a las 9,40. A dormir a las 4,15.Junio, 25: Siete horas y media. Kaldren estaba merodeando de nuevo

alrededor del laboratorio. Me llamó por teléfono, limitándose a recitarme una larga hilera de números. Esas bromas suyas me están resultando insoportables. De todos modos, por mucho que me moleste la perspectiva, pronto tendré que ir a verle para llegar a un acuerdo con él. Menos mal que el ver a Miss Marte es un placer.

Ahora me basta con una comida, completada con una inyección de glucosa. El dormir no me produce ningún descanso. Anoche tomé una película de 16 mm. de las primeras tres horas, y esta mañana la he proyectado en el laboratorio. Es la primera película de terror «real». Me he visto a mí mismo como un cadáver semianimado.

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Despierto a las 10,25. A dormir a las 3,45.Julio, 3: Cinco horas y cuarenta y cinco minutos. Hoy no he hecho casi nada.

Sumido en una especie de letargo, me he dirigido al laboratorio y por dos veces he estado a punto de salirme de la carretera. Me he concentrado lo suficiente para dar de comer a los animales y poner mi diario al día. Leyendo por última vez los manuales que dejó Whitby, me he decidido por un nivel de proyección de 40 roentgens/min., con una distancia del blanco de 350 cm. Todo está preparado.

Despierto a las 11,05. A dormir a las 3,15.Powers se desperezó, arrastró su cabeza lentamente a través de la

almohada, contemplando las sombras proyectadas en el techo por la persiana. Luego miró hacia sus pies, y vio a Kaldren sentado al borde de la cama, observándole en silencio.

- Hola, doctor - dijo Kaldren, tirando su cigarrillo -. ¿Se acostó tarde anoche? Parece usted cansado.

Powers se incorporó sobre un codo y echó una ojeada a su reloj. Eran poco más de las once. Con el cerebro ligeramente embotado, se sentó en el borde del lecho, con los codos sobre las rodillas, frotándose la cara con las palmas de las manos.

Se dio cuenta de que la habitación estaba llena de humo.- ¿Qué haces aquí? - le preguntó a Kaldren.- He venido a invitarle a almorzar. - Señaló el aparato telefónico sobre la

mesilla de noche -. Su teléfono no contestaba, de modo que decidí venir. Espero que no le moleste mi visita. Estuve tocando el timbre por espacio de media hora. Me extraña que no lo haya oído.

Powers se puso en pie y trató de alisar las arrugas de sus pantalones de algodón. Había dormido con ellos toda una semana, y estaban muy sucios.

Cuando echaba a andar hacia el cuarto de baño, Kaldren señaló la cámara montada sobre un trípode al otro lado del lecho.

- ¿Qué es eso? ¿Piensa dedicarse al cine, doctor?Powers le contempló en silencio unos instantes, echó una ojeada al trípode y

luego se dio cuenta de que su diario estaba abierto sobre la mesilla de noche. Preguntándose si Kaldren habría leído las últimas anotaciones, cogió el diario, entró en el cuarto de baño y cerró la puerta detrás de él.

Del armario colgado junto al espejo sacó una jeringuilla y una ampolla; después de inyectarse, se apoyó contra la puerta esperando que el estimulante obrara sus efectos.

Kaldren estaba en la antesala cuando Powers se reunió con él; leía las etiquetas pegadas a los cestos llenos de libros.

- De acuerdo - dijo Powers -. Almorzaré contigo.Observó a Kaldren cuidadosamente. El joven parecía más sumiso que de

costumbre.- Bien - dijo Kaldren -. A propósito, ¿piensa usted marcharse?- ¿Te importa, acaso? - inquirió Powers secamente -. Creí que el que te

atendía era Anderson.Kaldren se encogió de hombros.- No se enfade, doctor - dijo - Le espero a las doce. Así tendrá tiempo de

cambiarse de ropa. Lleva la camisa muy sucia... ¿Qué es eso? Parece cal.

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Powers inclinó la mirada y cepilló con la mano las manchas blancas. Cuando Kaldren se hubo marchado, se desvistió, tomó una ducha y sacó un traje limpio de uno de los baúles.

Hasta que conoció a Coma, Kaldren vivió solo en la abstracta residencia de verano que se alzaba en la orilla norte del lago. Era un edificio de siete pisos construido por un matemático excéntrico y millonario, en forma de cinta de hormigón que ascendía en espiral, enroscándose alrededor de sí misma como una serpiente, revistiendo paredes, suelos y techos. Kaldren era el único que se había interesado por el edificio, y en consecuencia había podido alquilarlo en unas condiciones muy favorables. Por las tardes, Powers le había visto con frecuencia desde el laboratorio, subiendo de un piso al otro a través del laberinto de rampas y terrazas, hasta el mismo tejado, donde su figura delgada y angulosa se recortaba como un patíbulo contra el cielo, allí estaba cuando Powers llegó, poco después de las doce del mediodía.

- ¡Kaldren! - gritó.Kaldren miró hacia abajo y agitó su brazo derecho trazando un lento

semicírculo.- ¡Suba! - gritó a su vez.Powers se apoyó en el automóvil. En cierta ocasión, unos meses antes,

había aceptado la misma invitación y al cabo de tres minutos se había extraviado en el laberinto del segundo piso. Kaldren tardó media hora en encontrarle.

De modo que esperó a que Kaldren bajara, cosa que no tardó en hacer. El joven le acompañó a través de cavidades y escaleras hasta el ascensor que les condujo al último piso.

Tomaron un combinado en un amplio estudio de techo encristalado. La enorme cinta blanca de hormigón se desenrollaba alrededor de ellos como pasta dentífrica surgida de un inmenso tubo. De las paredes colgaban gigantescas fotografías, y la estancia estaba llena de mesitas, encima de las cuales se veían una serie de objetos cuidadosamente etiquetados, dominado todo por unas letras negras de veinte pies de altura en la pared del fondo que componían una sola palabra: TU

Kaldren apuró de un trago el contenido de su vaso.- Este es mi laboratorio, doctor - dijo, con evidente orgullo -. Mucho más

significativo que el suyo, créame.Powers sonrió en su fuero interno y examinó el objeto que tenía más cerca,

una antigua cinta EEG en cuya etiqueta podía leerse. EINSTEIN, A.: ONDAS ALFA, 1922.

Siguió a Kaldren alrededor de la habitación, sorbiendo lentamente su combinado, gozando de la breve sensación de lucidez proporcionada por la anfetamina. Dentro de dos horas desaparecería, dejando su cerebro en blanco.

Kaldren iba de un lado para otro, explicando el significado de los llamados Documentos Terminales. Son ediciones definitivas, afirmaciones finales, fragmentos de una composición total. Cuando haya reunido los suficientes, construiré un mundo nuevo con ellos. - Cogió un grueso volumen de una de las mesas y lo hojeó -. Las Actas de los Juicios de Nuremberg. Tengo que incluirlas...

Powers lo contemplaba todo con aire ausente, sin escuchar a Kaldren. En un rincón frío tres teletipos, con las cintas colgando de sus bocas. Se preguntó si

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Kaldren estaba lo bastante despistado como para jugar al mercado de valores, el cual había estado declinando lentamente durante los últimos veinte años.

- Powers - oyó que decía Kaldren -. Creo que ya le hablé a usted del Mercurio VII. - Señaló una colección de hojas escritas a máquina. - Esas son las transcripciones de las señales finales radiadas por la tripulación de la cápsula.

Powers examinó superficialmente las hojas, leyendo una línea al azar.«...AZUL... GENTE... RECICLO... ORIÓN... METROS...»- Interesante - dijo, sin el menor entusiasmo -. ¿Qué hacen allí los teletipos?Kaldren sonrió.- He estado esperando desde hace meses que me hiciera esa pregunta.

Eche una mirada.Powers se acercó y cogió una de las cintas. La máquina llevaba también su

correspondiente rótulo: AURIGA 25 - G. INTERVALO: 69 HORAS.La cinta decía:96.688.365.498.69596.688.365.498.69496.688.365.498.69396.688.365.498.692Powers dejó caer la cinta.- Me resulta familiar. ¿Qué representa la secuencia?Kaldren se encogió de hombros.- Nadie lo sabe.- ¿Qué quieres decir? Tiene que responder a algo.Desde luego. Es una progresión matemática decreciente. Una cuenta atrás,

si lo prefiere.Powers cogió la cinta de la derecha, etiquetada: ARIES 44R 951.

INTERVALO: 49 DÍAS.Aquí la secuencia era:876.567.988.347.779.877.654.434876.567.988.347.779.877.654.433876.567.988.347.779.877.654.432Powers miró a su alrededor.- ¿Cuánto tarda en llegar cada señal?- Unos segundos solamente. Tienen una terrible compresión lateral, desde

luego. Una computadora del observatorio no puede captarlas. Fueron recogidas por primera vez en Jodrell Bank hace veinte años. Ahora nadie se molesta en escucharlas.

Powers cogió la última cinta.6.5546.5536.5526.551- Está acercándose al final - comentó.Examinó la etiqueta, que decía: FUENTE SIN IDENTIFICAR. CANES

VENATICI. INTERVALO: 17 SEMANAS.Mostró la cinta a Kaldren.- Pronto habrá terminado.

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Kaldren sacudió la cabeza. Levantó un pesado volumen de una mesa y lo meció en sus manos. Súbitamente, la expresión de su rostro se había ensombrecido.

- Lo dudo - dijo -. Esos son únicamente los últimos cuatro números. La cifra total contiene más de cincuenta millones.

Tendió el volumen a Powers, el cual volvió la cubierta y leyó el título: «Secuencia principal de Señal Seriada recibida por el Radio-Observatorio de Jodrell Bank, Universidad de Manchester, Inglaterra, a las 0012:59 horas del 21-72. Fuente: NGC 9743, Canes Venatici».

Powers hojeó el grueso fajo de páginas impresas: millones de números, como Kaldren había dicho, discurriendo de arriba a abajo a través de mil páginas consecutivas.

Powers sacudió la cabeza, cogió de nuevo la cinta y la contempló pensativamente.

- La computadora solo anota los últimos cuatro números - explicó Kaldren -. Las series enteras llegan en períodos de 15 segundos, pero una IBM tardaría más de dos años en anotar una de ellas.

- Asombroso - comentó Powers -. Pero, ¿qué es?- Una cuenta atrás, como puede ver. NGC9743, en alguna parte de Canes

Vanatici. Las grandes espirales se están rompiendo y dicen adiós. Dios sabe qué creerán que somos, pero de todos modos nos lo hacen saber, irradiándolo a través de la línea de hidrógeno para que pueda oírse en todo el universo... - Kaldren hizo una pausa -. Algunas personas le han dado otra interpretación, pero sólo hay una explicación plausible.

- ¿Cuál?Kaldren señaló la última cinta de Canes Venatici.- Sencillamente, que se ha calculado que cuando esta serie llegue al cero el

universo habrá dejado de existir.Powers hizo una mueca que quería ser una sonrisa.- Muy considerado por su parte hacernos saber en qué momento del tiempo

nos encontramos - observó.- Desde luego - asintió Kaldren -. Aplicando la ley del cuadrado inverso, la

fuente de esa señal está emitiendo a una potencia de casi tres millones de megawatios elevados a la centésima potencia. Casi el tamaño de todo el Grupo Local. Considerado es la palabra.

Súbitamente, Kaldren agarró el brazo de Powers y le miró fijamente a los ojos, temblando de emoción.

- No está solo, Powers, no crea que lo está. Esas son las voces del tiempo, y están despidiéndose de usted. Piense en sí mismo en un contexto más amplio. Cada partícula de su cuerpo, cada grano de arena, cada galaxia lleva la misma firma. Como usted ha dicho, ahora sabe en qué momento del tiempo se encuentra. ¿Qué importa lo demás? No hay necesidad de consultar continuamente el reloj.

Powers cogió la mano de Kaldren y la estrechó calurosamente.Se acercó a una ventana y extendió la mirada a través del blanco lago. La

tensión entre Kaldren y él se había desvanecido, y ahora deseaba marcharse lo antes posible, olvidar a Kaldren como había olvidado los rostros de los innumerables pacientes cuyos cerebros habían pasado entre sus dedos.

Se acercó de nuevo a los teletipos, arrancó las cintas de sus ranuras y se las guardó en los bolsillos.

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- Me las llevo como un recordatorio para mí mismo. Dile adiós a Coma de mi parte, ¿quieres?

Avanzó hacia la puerta, y al llegar a ella se volvió a mirar a Kaldren, de pie a la sombra de las dos gigantescas letras de la pared del fondo, con los ojos clavados en las puntas de sus zapatos.

Cuando Powers se alejaba se dio cuenta de que Kaldren había subido al tejado; a través del espejo retrovisor le vio agitar lentamente la mano hasta que el automóvil desapareció en una curva.

El círculo exterior estaba ahora casi completo. Faltaba un pequeño segmento, un arco de unos diez pies de longitud, pero el resto de la pared de seis pulgadas de altura se alzaba sin interrupción alrededor del vial exterior del blanco, encerrando dentro de ella el enorme jeroglífico. Tres círculos concéntricos, el mayor de un centenar de pies de diámetro, separado uno de otro por intervalos de diez pies, formaban la cenefa del dibujo, dividido en cuatro segmentos por los brazos de una enorme cruz que partía del centro, en el cual había una pequeña plataforma redonda a un pie de distancia del suelo.

Powers trabajó rápidamente, vertiendo arena y cemento en el mezclador, añadiendo agua hasta que se formó una espesa pasta y transportándola luego hasta los moldes de madera para verterla en el estrecho canal.

Al cabo de diez minutos había terminado. Desmontó rápidamente los moldes antes de que el cemento hubiera cuajado y llevó los maderos al asiento posterior del automóvil. Secándose las manos en los pantalones, se acercó al mezclador y lo empujó hasta la sombra de las circundantes colinas.

Sin detenerse a contemplar el gigantesco monograma sobre el cual había trabajado pacientemente durante tantas tardes, subió al automóvil y se alejó, envuelto en una nube de polvo.

Llegó al laboratorio a las tres. Al entrar encendió todas las luces y luego bajó todas las persianas, encajándolas en las ranuras del suelo y convirtiendo la cúpula en una verdadera tienda de campaña de acero.

En los tanques, detrás de él, las plantas y los animales se movieron silenciosamente, respondiendo al súbito fluir de la fría luz fluorescente. Sólo el chimpancé le ignoró. Estaba sentado en el suelo de su jaula, tratando de componer el rompecabezas, estallando en gritos de rabia cuando los cuadros no encajaban.

Powers se quitó la chaqueta y se dirigió hacia la sala de rayos X. Abrió las altas puertas corredizas hasta dejar al descubierto el largo y metálico hocico de Maxitron, y luego empezó amontonar las planchas protectoras de plomo contra la pared del fondo.

Unos minutos después el generador empezó a funcionar.La anémona se agitó. Bañada por el cálido mar subliminal de radiación que

se alzaba a su alrededor, impulsada por innumerables recuerdos pelágicos, se movió cautelosamente a través del tanque, buscando a tientas el pálido sol uterino. Sus zarcillos se contrajeron, al tiempo que los millares de células nerviosas hasta entonces dormidas en sus extremos se reagrupaban y multiplicaban, cada una de ellas absorbiendo la liberada energía de su núcleo. Las cadenas se forjaron por sí mismas, y los zarcillos empezaron a captar lentamente los vívidos contornos espectrales de los sonidos danzando como fosforescentes olas alrededor de la oscurecida cámara de la cúpula.

Gradualmente se formó una imagen, revelando una enorme fuente negra que vertía una interminable corriente de luz sobre el círculo de bancos y

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tanques. Junto a ella se movió una figura, regulando el chorro a través de su boca. Mientras andaba, sus pies despedían vívidos estallidos de color, sus manos, discurriendo a lo largo de los bancos, conjuraban un asombroso claroscuro, bolas de luz azul y violeta que estallaban fugazmente en la oscuridad como diminutas estrellas.

Los fotones murmuraron. Mientras contemplaba la reluciente pantalla de sonidos que la rodeaban, la anémona continuaba dilatándose. Sus ganglios se unieron, respondiendo a una nueva fuente de estímulos procedentes de los delicados diafragmas de la corona de su cuerda dorsal. Los contornos silenciosos del laboratorio empezaron a resonar suavemente, olas de sonido transformado cayeron de los arcos voltaicos y despertaron ecos en los bancos y en los muebles. Atacadas por el sonido, sus formas angulosas resonaron con una rara y persistente armonía, Las sillas forradas de plástico ponían un contrapunto de discordancias...

Ignorando aquellos sonidos una vez habían sido percibidos, la anémona se volvió hacia el techo, el cual reflejaba como un escudo los sonidos que vertían contínuamente los tubos fluorescentes. Deslizándose a través de una estrecha claraboya, con voz clara y potente, el sol cantó...

Faltaban unos minutos para el amanecer cuando Powers salió del laboratorio y subió a su automóvil. Detrás de él, la gran cúpula estaba sumida en la oscuridad, cubierta por las sombras que la luz de la luna arrancaba a las blancas colinas. Powers dejó que el coche se deslizara hasta la carretera del lago, escuchando el crujido de los neumáticos al rodar sobre la grava azul. Luego puso el automóvil en marcha y aceleró el motor.

Mientras conducía, con las colinas medio ocultas en la oscuridad a su izquierda, se dio cuenta de que, a pesar de que no miraba a las colinas, continuaba teniendo conciencia de sus formas y contornos. La sensación era indefinida pero no menos cierta: una extraña impresión casi visual que emanaba con fuerza de los profundos barrancos y cortadas que separaban un risco del siguiente. Durante unos minutos Powers dejo que la impresión le dominara, sin tratar de identificarla. Una docena de extrañas imágenes se movieron a través de su cerebro.

La carretera se desviaba alrededor de un grupo de chalés construidos a orillas del lago, llevando al automóvil directamente a sotavento de las colinas, y Powers sintió repentinamente el peso macizo del acantilado que se erguía hacia el oscuro cielo como un risco de greda luminosa y pudo identificar la impresión que ahora se registraba con fuerza en su mente. No sólo pudo ver el acantilado, sino que tuvo conciencia de su enorme vejez sintió claramente los incontables millones de años transcurridos desde que brotó del magma de la corteza de la tierra.

Las crestas que se erguían a trescientos pies de altura, las oscuras grietas y hondonadas, eran otras tantas voces que hablaban del tiempo que había transcurrido en la vida del acantilado, un cuadro psíquico tan definido y tan claro como la imagen visual que percibían sus ojos.

Involuntariamente, Powers había aminorado la velocidad del automóvil, y apartando sus ojos de la colina notó que una segunda ola de tiempo barría la primera. La imagen era más ancha aunque de perspectivas más cortas, irradiando desde el amplio disco del lago y deslizándose por encima de los antiguos riscos de piedra caliza.

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Cerrando los ojos, Powers se echó hacia atrás y condujo el automóvil a lo largo del intervalo entre los dos frentes de tiempo, notando que las imágenes se hacían más profundas y más intensas en su mente. La enorme vejez del paisaje, el inaudible coro de voces resonando desde el lago y desde las blancas colinas, parecieron transportarle hacia atrás a través del tiempo, a lo largo de interminables pasillos, hasta el primer umbral del mundo.

Desvió el automóvil de la carretera para adentrarse en el camino que conducía al antiguo campamento de las Fuerzas Armadas. A uno y otro lado, las colinas se erguían y resonaban con impenetrables y vastos imanes inductores. Cuando finalmente llego a la lisa superficie del lago, a Powers le pareció que podía captar la identidad independiente de cada grano de arena y de cada cristal de sal llamándole desde el circundante anillo de colinas.

Estacionó el automóvil al lado del mandala y echó a andar lentamente hacia el borde exterior de hormigón que se curvaba entre las sombras. Encima de él pudo oír las estrellas, un millón de voces cósmicas agrupadas en el cielo desde un horizonte hasta el siguiente, un verdadero dosel de tiempo. Vio el borroso disco rojo de Sirio, oyó su antigua voz, incalculablemente vieja, empequeñecida por la enorme nebulosa espiral de Andrómeda, un gigantesco carrusel de universos desvanecidos, sus voces casi tan viejas como el propio cosmos. A Powers el cielo le parecía una interminable Torre de Babel, la balada del tiempo de un millar de galaxias superpuestas en su mente. Mientras andaba lentamente hacia el centro del mandala, alzó la mirada hacia la Vía Láctea, desde la cual parecía llegarle un inmenso clamoreo.

Penetrando en el círculo interior del mandala, se dio cuenta de que el tumulto empezaba a remitir y que una voz solitaria y más potente había brotado y estaba dominando a las otras. Trepó a la plataforma central, alzó los ojos al oscuro cielo, moviéndolos a través de las constelaciones hasta las islas de galaxias que flotaban más allá, oyendo las confusas voces arcaicas que le llegaban a través de los milenios. Notó en sus bolsillos las cintas de papel, y se volvió para localizar la lejana diadema de Canes Venatici, oyó su gran voz ascendiendo en su mente.

Como un interminable río, tan ancho que sus orillas quedaban por debajo de los horizontes, fluía continuamente hacia él un vasto cauce de tiempo que se extendía hasta llenar el cielo y el universo, envolviéndolo todo. Avanzando lentamente, de modo que el progreso de su mayestática corriente resultaba casi imperceptible, Powers sabía que su venero era el venero del propio cosmos. Cuando pasó por él, sintió su magnética atracción y se dejó arrastrar por ella. A su alrededor, los contornos de las colinas y del lago se habían difuminado pero la imagen del mandala, semejante a un reloj cósmico, permanecía fija delante de sus ojos, iluminando la ancha superficie de la corriente. Sin dejar de contemplarla, notó que su cuerpo iba disolviéndose, sus dimensiones físicas fundiéndose en el vasto continuo de la corriente, la cual le arrastraba hacia abajo, más allá de toda esperanza, hacia el descanso final, hacia las definitivas playas del mar de la eternidad.

Mientras las sombras se alejaban, retirándose hacia las laderas de las colinas, Kaldren se apeó de su automóvil y echó a andar con paso vacilante hacia el borde de hormigón del círculo exterior. A cincuenta yardas de distancia, en el centro, Coma estaba arrodillada junto al cadáver de Powers, sosteniendo su cabeza entre sus pequeñas manos. Una ráfaga de viento arrastró hasta los pies de Kaldren un trozo de cinta. El joven se inclinó a

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recogerla, la enrolló cuidadosamente y se la guardó en el bolsillo. El aire del amanecer era frío, y Kaldren se subió el cuello de la chaqueta, contemplando a Coma con una expresión impasible.

- Son las seis de la mañana - le dijo a la muchacha al cabo de unos instantes -. Voy a avisar a la policía. Tú puedes quedarte con él. - Hizo una pausa y luego añadió -: No dejes que rompan el reloj.

Coma se volvió a mirarle.- ¿Acaso no piensas volver?- No lo sé - murmuró Kaldren, dando media vuelta y dirigiéndose hacia su

automóvil.Cinco minutos después estacionaba su automóvil delante del laboratorio de

Whitby.La cúpula estaba sumida en la oscuridad, con todas las persianas echadas,

pero el generador continuaba zumbando en la sala de rayos X. Kaldren entró y encendió las luces. Se dirigió a la sala y tocó las parrillas del generador: estaban muy calientes. La mesa circular giraba lentamente. Agrupados en un semicírculo, a unos pies de distancia, se encontraban la mayor parte de los tanques y jaulas, amontonados unos encima de otros apresuradamente. En uno de ellos, una enorme planta semejante a un calamar casi había conseguido trepar fuera de su vivarium. Sus largos y traslúcidos zarcillos estaban aferrados a los bordes del tanque, pero su cuerpo se había disuelto en un charco gelatinoso de mucílago globular.:En otro, una enorme araña se había atrapado a sí misma en su propia tela, y colgaba indefensa en el centro de una masa tridimensional de hilo fosforescente, agitándose espasmódicamente.

Todas las plantas y animales habían muerto. El chimpancé yacía de espaldas entre los restos de la choza, con el casco caído sobre los ojos. Kaldren lo contempló unos instantes. Luego se dirigió hacia el escritorio y cogió el teléfono.

Mientras marcaba el número vio un carrete de película encima del secante. Examinó la etiqueta y se guardó el carrete en el bolsillo, junto con la cinta.

Cuando hubo hablado con la policía apagó las luces y salió del laboratorio.Cuando llegó a la residencia de verano el sol matinal iluminaba ya las

balcones y terrazas. Kaldren tomó el ascensor hasta el último piso y se encaminó directamente al museo. Alzó las persianas, una a una, y dejó que la luz del sol bañara los objetos reunidos allí. Luego arrastró una silla hasta una de las ventanas, se sentó y contempló en silencio la luz que penetraba a chorros en la estancia.

Dos o tres horas más tarde oyó a Coma que le llamaba desde abajo. Al cabo de media hora la muchacha se marchó, pero un poco más tarde apareció otra voz y gritó su nombre.

Kaldren se levantó y echó todas las persianas de las ventanas que daban a la parte delantera del edificio. No volvieron a molestarle.

Kaldren regresó a su asiento y dejó que su mirada vagase por la colección de objetos. Medio dormido, de cuando en cuando se levantaba a regular el chorro de luz que penetraba a través de las rendijas de la persiana, pensando, como haría a través de los meses venideros, en Powers y en su extraño mandala, y en los tripulantes del Mercurio VII y su viaje a los jardines blancos de la luna y en las personas azules que habían llegado de Orión y les habían hablado en un lenguaje poético de antiguos y maravillosos mundos bajo unos

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soles dorados en las islas galaxias, desvanecidos ahora para siempre en las miríadas de muertes del cosmos.

FIN

(Este relato corresponde a la traducción de C.Gardini para la editorial Minotauro)

BRIAN W. ALDISSPELIGRO : ¡RELIGIÓN!

Éramos un grupo extraño, los cuatro que avanzábamos con dificultad pero virilmente a través de la nada.Royal Meacher, mi hermano, encabezaba la marcha. Sus largos brazos y las manos huesudas le disputaban al viento la posesión de la capa, un manto raído que lo envolvía con no menos firmeza que su autoridad.A renglón seguido, la brisa del norte tironeaba de la figura de Turton, nuestro servidor Turton, el pobre viejo Turton, el mutante cuyo tercer brazo y su no menos útil tercera pierna se confabulaban con la capa negra para darle, visto de atrás, la apariencia de un escarabajo. Sobre el hombro, Turton llevaba a Cándida en una postura de máxima incomodidad.Cándida todavía chorreaba. Su pelo flameaba al viento cómo una cinta deshilachada. La oreja izquierda golpeaba la costura central de la chaqueta de Turton; el ojo derecho me miraba sin ver. Cándida es la cuarta esposa de Royal.Yo soy Sheridan, el hermano menor de Royal. La mirada fija de Cándida me anulaba. No hacía más que rogar que el trotecito de Turton terminase por cerrarle el ojo; cosa más que probable si no hubiese sido que Cándida colgaba cabeza abajo.Caminábamos rumbo al norte, hacia los molares del viento.La ruta que recorríamos era angosta y muy recta. Parecía conducir a la nada, pues a pesar del viento una niebla infecta se levantaba de la humedad que nos rodeaba, oscureciendo todo lo que se extendía ante nosotros. La ruta flanqueaba una represa, cuyos lados, por ser una obra reciente, eran sólo de tierra. La represa dividía un brazo de mar. Estábamos rodeados por el mar.Casi en los confines de nuestro campo visual, divisábamos otra represa paralela a la nuestra. Estaban encerrando el mar con pólders. Con el tiempo, cuando los trabajos de recuperación avanzaran, se desecarían las parcelas; el mar degeneraría en charcos; los charcos se trasformarían en barro; el barro en campo; los campos en vegetales —¡oh sí!—; los vegetales serían comidos y transformados en carne; los espíritus de pueblos futuros crecían allí.Sin dejar de seguir las huellas de Turton, miré por encima del hombro.La distancia empequeñecía la vasta pira funeraria que acabábamos de abandonar; el horno era un tubo diminuto coronado de llamas. Ya no sentíamos su calor ni olíamos los cuerpos ardiendo, pero el efluvio persistía en nuestro

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recuerdo, Royal no dejaba de hablar sobre el tema; divagando con centenares de citas como era su costumbre, arengaba al viento.—Habéis notado cómo los avaros holandeses recuperan su tierra y sus muertos con una sola operación. Y esos cadáveres espantosos, destruidos por el mar y las radiaciones, elaborarán un excelente fertilizante con sus cenizas. ¡Qué práctico, que conciso! La navaja de Occam corta muy a menudo, amigos las obscenas fauces de una reacció química sirven para iniciar otra. «¡Maravilloso es el plan por medio del cual se instrumenta con sabiduría el mejor de los mundos!» Cuarenta mil holandeses muertos deberían asegurarnos una buena cosecha de coles dentro de cuatro años, ¿eh, Turton?El encorvado viejo, con la cabeza de Cándida rubricando una aprobación idiota, dijo:—Antes de las dos últimas guerras, solían cultivar tulipanes y flores en estas tierras, según me dijo el ingeniero del horno.Estaba cayendo la noche, la bruma se espesaba y el mar, cautivo, huraño, se apaciguaba al morir el viento. Más allá del perfil que trazaba la espalda de mi hermano, pude ver las luces, con gratitud pronuncié en silencio su feo nombre: Noordoostburg-op-Langedijk.—El producto de esa torre mohosa repleta de cadáveres es más digno de aplicarse a las coles que a los tulipanes.Turton —dijo Royal—. ¿Qué final poético puede ser más adecuado para la indignidad de esas muertes? Recuerda tu Browne: «Ser arrancados a dentelladas de nuestras tumbas, el que trasformen nuestros cráneos en copones para beber, y nuestros huesos en pipas, para deleite y diversión de nuestros enemigos (¿cómo sigue?)... son abominaciones trágicas que evitaremos con la cremación.» ¡Desde los tiempos de Browne hasta ahora hemos demostrado ser mucho más ingeniosos! La destrucción nuclear y la incineración no son por fuerza el fin de nuestras tribulaciones. Aún podemos ser esparcidos como mantillo para el género berzas...—Eran coles, coles o tulipanes —insistió el viejo Turton, pero a Royal era imposible desviarlo del tema. No dejó de perorar mientras proseguíamos nuestra trabajosa marcha. Yo no lo escuchaba. Sólo quería salir de ese terraplén, refugiarme en la civilización y el calor.Cuando llegamos a Noordoostburg-op-Langedijk, una simple plataforma unida por el dique y el malecón a la tierra distante, entramos en su único café. Turton depositó a Cándida en un banco. Enderezó su espalda de escarabajo y estiró los brazos (el tercero nunca se estiraba del todo) con gruñidos de satisfacción. El gerente del café se acercó presuroso.—Lamento no poder presentarle a mi esposa como corresponde. Es creyente y ha caído en estado de coma —dijo Royal, con mirada más firme que la del gerente.—Señor, ¿esta dama no está muerta? —preguntó el hombre.—Sólo religiosa.—¡Señor, está un poquito mojada! —dijo el gerente.—Cualidad que comparte con la maldita zanja en que se sumergió al caer en coma, mi amigo. Tendría la amabilidad de traernos tres sopas: como usted ve, mi esposa no nos acompañará a cenar.El gerente se retiró, bastante confundido.Turton lo siguió hasta el mostrador.

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—Sabe, la señora es muy sensible a todo lo religioso. Vinimos con la excursión especial de Edimburgo para ver la cremación, y la señora de Meacher se sintió abrumada por el espectáculo. O tal vez por el olor, no lo sé, o por el ruido que hacían los cuerpos al burbujear en el crematorio. De todos modos, antes de que nadie pudiese hacer nada para impedírselo, cayó de espaldas —¡plaf!—y…—¡Turton! —gritó Royal con sequedad.—Estaba tratando de conseguir una toalla —dijo Turton. Tomamos nuestra sopa en absoluto silencio. Bajo el ropaje de Cándida se iba formando un charco.—Di algo, Sheridan —exigió Royal, golpeando con la cuchara la mesa frente a mí.—Me pregunto si en estos campos habrá peces —dije.Mi hermano hizo su habitual gesto de reprobación y miró para otro lado. Por fortuna no tuve que agregar nada más, porque en ese preciso momento entraron nuestros compañeros de excursión a tomar su sopa. La ceremonia de incineración había terminado enseguida que nosotros nos marcháramos.Sopa y chocolate racionado era todo cuanto el café podía ofrecernos. Cuando el grupo terminó su sopa, salimos al aire libre. Envolví los hombros de Turton con Cándida y seguimos a Royal.El clima demostraba su versatilidad. El viento había cesado; pero empezó a caer la lluvia. Caía sobre el cemento, en los pólders, en el hosco mar. Caía sobre el zumbador de chorro. Todos nos embarcamos, a codazos y empujones. De alguna manera, Royal fue el primero en subir y en escapar de la lluvia. Turton y yo fuimos los últimos, pero Turton ya estaba mojado de antes.El zumbador era un regalo de la última guerra y había sido transformado. No era nada confortable, pero todavía se movía; enfilamos rumbo al noroeste por encima del mar, volamos sobre el norte de Inglaterra, no se veía ni una luz en su tierras arrasadas; en un cuarto de hora asomaron las lucs de Edimburgo desgarrando la oscuridad.Nuestra nave era de propiedad estatal. El transporte privado de cualquier tipo era cosa del pasado. La escasez de combustible había sido el principal factor desencadenante de esa situación; pero al finalizar la última guerra a principios de 2041, el gobierno promulgó varias leyes que prohibían la propiedad privada de los transportes.Desembarcamos en el aeropuerto Turnhouse y junto con la multitud nos encaminamos al refugio de autobuses. A los pocos minutos llegó un ómnibus, pero estaba demasiado lleno para tomarlo, esperamos y tomamos el siguiente; a paso de tortuga nos llevó a la ciudad, amontonados como ganado.Ese tipo de inconvenientes arruinó lo que en otros sentidos había sido un agradable día de excursión. Habíamos hecho varios viajes de esa clase para celebrar mi licenciamiento del ejército.Después de la guerra, Edimburgo se había convertido en la capital de Europa, en razón de que las otras ciudades habían sido barridas del mapa o eran inhabitablespor los efectos colaterales de la guerra bacteriológica o por la radiación.Algunas antiguas familias escocesas estaban orgullosas del nuevo rango de su ciudad; otras sentían que se les había forzado a aceptar esa dignidad; pero la mayoría aprovechaba la hora de esplendor para elevar los alquileres a niveles siderales. Los miles de refugiados, evacuados y personas desplazadas que se

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volcaban en la ciudad descubrían que para conseguir un lugar donde vivir debían pagar precios de extorsión.Cuando en el centro de la ciudad descendimos del ómnibus, la multitud me separó de mis compañeros, la maldita multitd anónima que hablaba todas las lenguas europeas. Me desprendí de una mano que se aferraba a mi manga; reapareció, deteniéndome con mayor firmeza. Irritado, miré a mi alrededor, y mis ojos se encontraron con los de un hombre moreno, cuadrado; en ese instante, no observé otro detalle, pero me dije para mis adentros que ese rostro era una inmensa catedral gótica.—¿Usted es Sheridan Meacher, miembro de la Universidad de Edimburgo, profesor de la cátedra de historia? —preguntó.No me gusta que me reconozcan en una parada de ómnibus.—Historia europea —contesté.La expresión de la cara era indescifrable; de fatigado triunfo ¿tal vez? Me hizo señas de seguirlo. En ese momento, avanzó la multitud y nos hizo a un lado obligándonos a tomar por una calle lateral.—Quiero que me acompañe —dijo.—¿Quién es usted? No tengo dinero.Vestía un uniforme negro y blanco y eso no contribuíaa que le tomase simpatía. Ya había visto demasiados uniformes en esos tediosos años de guerra subterránea.—Señor Meacher, se encuentra en una situación difícil. Tengo una habitación a menos de cinco minutos de marcha; ¿tendría la bondad de acompañarme para discutir la situación conmigo? Le puedo asegurar que no correrá ningún riesgo, si es eso lo que lo hace vacilar.—¿Qué situación? ¿Es usted del mercado negro? Si es así, será mejor que desaparezca.—Vayamos a mi habitación y hablaremos.Me encogí de hombros y lo seguí. Caminamos por un par de calles alejadas de las avenidas, en dirección a Grassmarket, y traspusimos un umbral mugriento. El hom bre de la cara gótica se adelantó para ascender por una escalera de caracol. En uno de los rellanos una cara de bruja apenas iluminada nos espió por la rendija de una puerta, y luego la cerró de un portazo dejándonos en tinieblas.Al llegar a uno de los descansos el hombre se detuvo y se palpó el bolsillo. Dijo:—No creo que una casa como ésta haya cambiado mucho desde la visita del doctor Johnson a Edimburgo —luego, con la voz alterada, agregó—: Quiero decir... ustedes tuvieron un tal doctor Johnson, Samuel Johnson, ¿no?Sin comprender su fraseología —en ningún momento lo había tomado por otra cosa que inglés— le respondí:—El doctor Johnson visitó esta ciudad para alojarse en casa de su amigo Boswell en el año 1773.En la oscuridad lanzó un suspiro de alivio. Deslizando la llave en la cerradura, dijo:—Claro, claro. Me olvidé que la carretera entre Londres y Edimburgo ya existía para esa fecha. Disculpe.Abrió la puerta, encendió las luces y me hizo entrar en la habitación. ¿De qué estaría hablando ese hombre? Edimburgo y Londres estaban comunicadas —aunque a menudo en forma precaria— mucho antes de la visita de Johnson.

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Estaba empezando a tener extrañas ideas sobre el desconocido gótico; más tarde todas ellas demostraron ser erróneas.La habitación estaba casi vacía y era muy impersonal, una típica habitación de alquiler con una cómoda-lavabo en un rincón, en otro un generador manual por si llegaba a fallar la electricidad central, y un biombo en la pared del fondo detrás del cual se escondía la cama. Antes de enfrentarme el hombre se acercó a la ventana para correr la cortina.—Debería presentarme, señor Meacher. Mi nombre es Apostolic Rastell, capitán Apostolic Rastell del Cuerpo Investigador de Matrices.Hice una inclinación de cabeza y aguardé; en esos días el mundo rebosaba de instituciones con nombres siniestros, y aunque no había oído mencionr al Cuerpo Investigador de Matrices, no lo dije. Allí nos quedamos, mirándonos y calibrándonos el uno al otro. El capitán Rastell era un hombre bastante imponente, quizá un tanto descuidado, pero de apariencia agradable, de fuerte constitución sin llegar a la corpulencia, un hombre de casi treinta años, y con aquella cara cuadrada, terca, extraordinaria. No podía clasificarlo como persona; a decir verdad, nunca llegué a saber qué clase de persona era.-Se metió detrás del biombo y salió llevando una liviana pantalla plegadiza. La abrió y la puso de pie sobre el piso.La pantalla estaba asegurada por una especie de candado cifrado. Rastell trabajó con él, mientras me observaba con expresión ceñuda y oía abrirse los tambores con golpe seco.—Será mejor que mire esto antes de que le dé mi explicación.La pantalla desplegó un asiento y, por detrás de él, la superficie de la pantalla tomó color plateado y espejado. La miré con fijeza y me dio un vahído. Me tambaleé y el desconocido me sostuvo, pero me recobré en seguida.Me vi reflejado en la pantalla. También el cuarto impersonal se reflejaba en ella, si reflejar es la palabra correcta; las dimensiones se veían distorsionadas y retorcidas, y así parecía que Rastell y yo estábamos afuera más que adentro de un cubo. Daba la impresión de estar mirándose en un espejo deformante, pero eso no era un espejo... ¡pues sin advertirlo me encontré mirando mi propio perfil!—¿Qué significa este truco de feria?—Usted es un hombre inteligente, señor Meacher, y como tengo mucha prisa espero que lo que ha visto sea suficiente para sugerirle que hay ciertos sectores de la vida que son un misterio para usted, sectores en los que no ha espiado ni le ha interesado espiar. Hay otras tierras, otros Edimburgo, que éste suyo, señor Meacher; yo vengo de uno de ellos y ahora lo estoy invitando a seguirme.Me senté en una silla y le clavé la mirada. No objeto volver a relatar los terrores, las esperanzas y suposiciones que asaltaron mi mente. Al cabo de un rato, escuché lo que me estaba diciendo. Era algo así:—Aunque usted no es un filósofo, señor Meacher, quizá comprenda cuántos hombres pasan la mayor parte de sus vidas esperando un desafío; se preparan para ello, a pesar de que tal vez no imaginan cuál será hasta que llega el momento. Yo espero que usted sea de esa clase de hombres, porque no tengo tiempo para explicaciones detalladas. En la matriz de la que yo vengo, tuvimos un dramaturgo del siglo pasado que se llamaba Jean-Paul Sartre; en una de sus obras, un hombre le decía a otro: ¿Quieres decir que juzgarías toda la vida de un hombre por una sola acción?, y el otro se limita a decir: ¿Por qué no?

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Así, yo le pregunto: señor Meacher, ¿vendrá conmigo? ¿Pondrá a prueba toda su vida con una sola acción?—¿Por qué habría de hacerlo?—Esa es una pregunta que sólo usted puede responder.En esas circunstancias, ¡qué monstruosas suposiciones se ocultaban en esa frase!—¿Vendrá? ¡Magnífico! —dijo, poniéndose de pie para tomarme por el brazo.Abstraído, me había puesto de pie, y él había interpretado ese gesto involuntario como una aceptación. Tal vez lo era.Permití que me guiase hasta el asiento en su —usaré su misma palabra— «portal». Esperó a verme sentado y dijo:—Esto no es nada que lo toma desprevenido; puede que esté maravillado, pero no sorprendido. Será algo nuevo, pero es más que probable que usted ya haya pensado en ello; yo le digo que la tierra que usted conoce no es más que una apariencia tridimensional —un afloramiento, diría un geólogo— de un universo multidimensional. Comprender el mundo multidimensional en su totalidad está más allá de la capacidad humana, y quizá siempre lo estará; uno de los impedimentos estriba en que los sentidos registran cada una de las dimensiones como una realidad tridimensional.—¡Rastell, por amor de Dios, no tengo la menor idea de lo que está diciendo!—La violencia con que niega me persuade de otra cosa. Deje que se lo explique en esta forma, comparándolo con cosas que le son familiares. Una criatura bidimensional vive sobre una hoja de papel. Una burbuja —es decir, un objeto tridimensional— pasa a través del papel. ¿Cómo percibe la burbuja a la criatura bidimensional? Primero como un punto, que se expande hasta un círculo cuya máxima dimensión es la circunferencia de la burbuja; en ese momento la burbuja se encuentra a mitad de camino; entonces el círculo se empieza a contraer hasta convertirse en un punto y a renglón seguido desaparece.—Sí, sí, todo eso lo comprendo, pero usted está insinuando que esa criatura bidimensional puede trepar a la burbuja, que es...—Escuche, todo lo que impide a la criatura subir a la burbuja es su actitud mental, su sistema lógico. Esa mente necesita dar un giro de noventa grados y la suya también.Una los extremos de la hoja de papel donde vive la criatura y obtendrá una vívida representación de su mente: ¡un círculo cerrado! Usted no puede percibir las otras matrices del universo multidimensional. Pero está en mis manos hacérselas percibir. Ahora le voy a inyectar una sustancia, señor Meacher, que ejercerá su efecto sobre los sentidos.¡Era una locura! De alguna manera debía haberse ingeniado para hipnotizarme (¡de que me había fascinado no cabía la mejor duda!); de otro modo nunca hubiera llegado tan lejos. Salté de la silla.—¡Déjeme en paz, Rastell! No sé lo que está diciendo, ni quiero saberlo. No quiero participar en esto. Perdí mi espíritu aventurero en el ejército. Yo... ¡Rastell!El nombre brotó de mis labios como un alarido. Había alargado una mano como disponiéndose a sostenerme y me había clavado en la vena de la muñeca izquierda la punta de una diminuta aguja hipodérmica. Una sensación punzante me corrió por el brazo.

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Cuando me abalancé sobre él, levanté la mano derecha: tenía la intención de darle un puñetazo en plena cara. Él me esquivó y, al perder el equilibrio, me tambaleé hacia adelante.—Si yo fuese usted me sentaría, Meacher. Tiene nicomiotina en las venas, y si no está habituado a ella, el ejercicio lo puede descomponer. Siéntese, hombre.Mi mirada se fijó en aquella cara, de líneas claras, y de una proporción extraordinaria y sensible entre los distintos rasgos. Vi esa cara; se me grabó en la retina, como un punto central, como un factor cardinal, una referencia a partir de la cual se podría trazar todo el mapa del universo; pues la influencia del tiempo y los hechos yacían en ella, hasta que a su vez ella influyera en el tiempo y los hechos, y en ese entrelazamiento vi simbolizada toda la rueda de la vida que gobierna a los hombres. Sí, supe —aun en ese momento supe— que me estaba sometiendo a la influencia de la droga que Rastell me había inyectado. No tenía ninguna importancia. La verdad es la verdad, la encontremos nosotros a ella o ella sea la que nos encuentre a nosotros.Cuando me senté en el banquillo de la pantalla, fue con un movimiento que participaba del mismo dualismo mágico. Pues ese acto podía parecer una sumisión a la voluntad de otro; y no obstante yo sabía que era una demostración muy vital de mi voluntad, como si dentro del universo de mi cuerpo una parte de mí mismo hubiese puesto en actividad un millar de respuestas diminutas, y la sangre y el músculo cooperaran con el acto. Y al mismo tiempo que ese acto cósmico y dramático tenía lugar, oía la voz de Rastell, resonando en la distancia.—En esta matriz a la que pertenece, tengo entendido que usted vivió lo que ahora se denomina la Edad del Tabaco, cuando mucha gente —me refiero principalmente a los cincuenta primeros años del siglo pasado —era esclava del tabaco. Fue la edad del cigarrillo. Los cigarrillos no eran sólo los objetos románticos descritos por nuestros novelistas históricos; eran asesinos, porque la nicotina que contenían, aunque benéfica para el cerebro en pequeñas dosis, es la muerte de los pulmones cuando la absorbemos en grandes cantidades. Sin embargo, antes de que los cigarrillos se dejaran de fabricar hacia fines de la década del setenta —¿cómo se siente, Meacher?, no tardará en surtir su efecto—, antes de la quiebra de las empresas tabacaleras, descubrieron la nicomiotina. Como esas empresas tenían bastante mal olor, la nueva droga fue olvidada durante unos cincuenta años; en su matriz, según lo que he podido averiguar, no se le da aún importancia alguna.Me tomó el pulso, que se esforzaba bajo mi piel como un hombre tratando de liberarse del saco que lo aprisiona. Hundido en un océano de sensaciones, no dije nada: podía comprobar las ventajas de haber estado inconsciente toda una vida. Luego uno puede lograr la libertad para perseguir las cosas que realmente importan.—Probablemente no lo sepa, Meacher, pero la nicotina retarda la eliminación de orina. Ponía en movimiento una cadena de reacciónes que liberaban una sustancia llamada vasopresina que desde la glándula pituitaria se volcaba en el torrente sanguíneo; cuando la vasopresina llegaba al riñón, cesaba la excreción de líquidos ingeridos por la boca. La nicomiotina libera la noradrenalina del hipotálamo y de los tegumentos del cerebro límbico, esa parte del cerebro que controla las funciones de la conciencia. Al mismo tiempo la droga produce miodrenalina en los vasos capilares periféricos. Esto se manifiesta en lo que llamamos «transferencia de la atención». El resultado —estoy simplificando,

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Meacher—, el resultado es la descolocación de la conciencia que nos es imprescindible para transferirnos de una matriz a otra. El flujo de atención es, por así decir, sometido a un desvío móvil y se lo engancha a la próxima matriz.—Extrañísimo y cada vez más extrañísimo murmuré.—El banquillo en el cual está sentado es un circuito que se puede sintonizar a distintos niveles de vibración, cada uno de los cuales corresponde a una de las matrices del univero multidimensional. Yo muevo esta palanca, y usted se deslizará sin dificultad a través del portal hacia la matriz de donde yo vengo. No piense que va a trasponer una barrera, en realidad va a eludir una barrera. Los resultados de esta técnica también se pueden lograr por medio de una intensa disciplina mental; era esto lo que estaban consiguiendo, sin quererlo, los yoga cuando... ah, ya se está deslizando, Meacher. ¡No se asuste!No estaba asustado. Me encontraba fuera de mi caparazón y comprendía que a todos nosotros nos llegan instantes de calma y desprendimiento; esa quietud tal vez sea el secreto que sólo un puñado de hombres en cada generación descubre por casualidad. En ese mismo lentísimo lapso advertí que mi pie izquierdo se había desintegrado.Pero no me asaltó congoja alguna, porque mi pie derecho también se había desintegrado. La sabiduría y la simetría del hecho me regocijaban.Todo se desintegraba en una bruma..., no es que me importara mucho, aunque por un instante me aterraron las miradas de basilisco de los botones de mi chaqueta; me miraban furiosos y sin parpadear, así que trajeron a mi memoria aquellas líneas de Rimbaud «los botones de la chaqueta son los ojos de las fieras que nos acechan desde el fondo de los corredores». ¡Luego los botones y Rimbaud y yo desaparecimos en la bruma!Una sensación de náuseas precedió mi entrada en la matriz de Rastell.Permanecía en mi asiento tiritando, con la cabeza repentinamente despejada y baja temperatura corporal. La droga había alcanzado cierto nivel y luego se había desvanecido. Era como si un amor apasionado hubiese concluido por un abandono inesperado, por una pérfida carta. En mi aflicción, miré a mi alrededor y vi una habitación muy semejante a la que acababa de dejar.La habitación tenía la misma forma, las mismas puertas y ventanas, la vista que se divisaba desde la ventana era la misma; pero las cortinas no estaban corridas y afuera era de día. Me pareció que los muebles eran distintos, pero no me había fijado mucho en los otros como para estar totalmente seguro. De una cosa sí estaba seguro: en la otra habitación no había visto a un hombrecito de aspecto desagradable que vestido con un mono de algodón estaba inmóvil junto a la puerta, mirándome sin parpadear.Cuando me ponía de pie, Rastell se materializó, llevando a rastras la pantalla plegadiza.—Pronto se sentirá mejor —dijo—. La primera vez siempre es la peor. Ahora hay que moverse. ¿Puede caminar bien? En la calle podremos tomar un cabriolé.—¿Dónde estamos, Rastell? Esto todavía es Edimburgo. ¿Qué ha sucedido? Si se está divirtiendo conmigo...Chasqueó los dedos con impaciencia, pero cuando respondió su voz era tranquila.—Usted ha abandonado el Edimburgo de AA688, así designamos a su matriz natal. Y ahora estamos en el Edimburgo AA541. En muchos aspectos, el uno es muy similar al otro. En ciertas formas los encontrará idénticos. Sólo por obra

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del azar se han producido divergencias; por lo tanto al principio usted las tomará como una norma. A medida que se adapte a la vida intermatrices, advertirá que las normas no existen. Vamos, a moverse.—No entiendo lo que Me dice. ¿Quiere decir que tal vez encuentre aquí a mi hermano y su mujer?—¿Por qué no? Es muy posible que se encuentre a usted mismo aquí, aquí y en un millar de otras matrices. Una de las propiedades de la materia es imitarse a sí misma en todas las matrices; y del azar, el modificar esas imitaciones.Hablaba como si repitiese un concepto aprendido de memoria, mientras se acercaba al fulano andrajoso, el cual, durante toda nuestra conversación, no se había movido de junto a la puerta. Noté que el hombrecito llevaba, un poco más abajo de la rodilla, un brazalete con cuatro ejes radiales que se le clavaban en la carne. Rastell sacó una llave del bolsillo y la introdujo en la cerradura del brazalete. Los cuatro ejes saltaron hacia afuera y colgaron de sus goznes en el borde del aro. El hombre se frotó la pierna y renqueó alrededor de la habitación para restablecer la circulación sanguínea. No nos sacaba los ojos de encima ni a Rastell ni a mí, pero en especial a mí, sin mirarnos directamente y sin hablar una sola palabra.—¿Quién es este hombre? ¿Qué está usted haciendo?—Si no lo hubiese inmovilizado con el grillete habría tratado de escapar mientras yo no estaba —dijo Rastell. Extrajo una botella por debajo de la túnica—. Le gustará saber, Meacher, que aún tiene whisky en esta matriz; tome un buen trago... le ayudará a reponerse.Agradecido, bebí el reconstituyente de la botella misma.—Ya estoy repuesto, Rastell. Pero toda esa charla de la materia imitándose a sí misma... es como una visión infernal. Por el amor de Dios, ¿cuántas matrices hay?—No hay tiempo para hablar de todo eso. Si nos ayuda, obtendrá las respuestas que quiera. Por el momento, en todo caso, son más los interrogantes que hemos descubierto que las respuestas. No más de veinte años atrás se verificó la existencia del universo multimatriz; el Cuerpo Investigador de Matrices se organizó sólo quince años atrás, en 2027, el año en que estalló la Cuarta Guerra Mundial en su matriz. Aquí no hubo guerra.—Rastell, no puedo aceptar ni una sola palabra de lo que dice. No quiero participar en esto.—Ya está participando. Dibbs, pliega el portal.Dibbs era el mudo. Con los ojos bajos, cumplió la orden que le habían dado, plegando el portal hasta reducirlo al tamaño de un maletín que prendió en la espalda de Rastell. Rastell me tomó del brazo y me arrastró consigo.—Contrólese y vamos. Ya sé que al principio es un choque muy violento, pero usted es un hombre inteligente; se adaptará.De un manotazo me liberé de su garra.—Por ser un hombre inteligente es por lo que rechazo sus explicaciones. ¿Cuántos de estos mundos-matriz hay?—El Cuerpo Investigador de Matrices mide el grado de conciencia por «des». Al separar tres «des» en el espacio entre ellos encontraremos infinidad de matrices...Sí, una infinidad, Meacher, y ya veo que esa palabra no lo tranquiliza en absoluto. Hasta ahora sólo hemos explorado unas pocas docenas de mundos. Uno o dos los estamos utilizando. Algunos son tan parecidos a los nuestros que sólo por detalles mínimos —tal vez el sabor del whisky o el

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nombre de un diario dominical —es posible identificarlos; otros... encontramos uno, Meacher, en que el planeta había sido mal concebido, no era más que una bola de turbulentos ríos de barro, y estaba envuelto en una nube permanente. Los habitantes de otro eran todos seres alados que vivían en un mundo selvático.Abrió la puerta mientras hablaba; salimos juntos a la escalera de caracol; y a la calle, por un umbral mugriento.Mi aventura había comenzado. Al ver la puerta mugrienta y extraña, volví a sentirme yo mismo, excitado por la desafiante novedad de todas las cosas.Anochecía cuando había entrado en aquella casa, o una casa similar. Cuando salimos era un día gris, con una luz plomiza forjada con la intención de mimetizarla con las piedras de la ciudad. Oh sí, no cabía duda de que estábamos en la Auld Reekie, la inconfundible Auld Reekie, y tampoco cabían dudas de que no era mi Edimburgo natal.En verdad, los edificios se parecían a los que yo conocía, aunque ciertos rasgos de su aspecto general me decían que habían sido alterados en alguna forma que no podía recordar. El aspecto de la gente era diferente y su vestimenta también.Las multitudes míseras y parleras entre la cuales Royal, Cándida y yo habíamos caminado a codazos ya no se veían. Las calles estaban casi desiertas, y los escasos transeúntes se podían clasificar sin vacilación en dos clases. Algunos hombres y mujeres marchaban con la cabeza muy erguida, a paso vivo, se sonreían y saludaban unos a otros; vestían con elegancia, en aquel momento pensé en denominar «futurista» el estilo, con amplios cuellos blancos y capas cortas de un material parecido a un plástico o cuello rígido. Muchos de los hombres llevaban espadas. Esa clase caminaba por las aceras.Había otra clase, de gente. A esos hombres sólo se les permitía caminar por la calzada. No intercambiaban saludos entre sí; marchaban por las calles sin ninguna gracia ni apostura; pues al caminar o al avanzar zigzagueando —eran muchos los que lo hacían así —llevaban baja la cabeza y miraban, furtivos, por debajo de las cejas. Al igual que Dibbs, todos vestían monos de algodón, como él tenían un brazalete un poco más abajo de la rodilla, y como él llevaban un disco amarillo entre los omóplatos.Disponía de mucho tiempo para observar a la gente, porque Rastell, tal como lo había prometido, había conseguido un cabriolé y en él partimos en dirección a la Estación Waverley.El coche me dejó estupefacto. Era de tracción humana. Tres hombres enfundados én monos —para ese entonces, creo, al pensar en ellos los llamaba la clase esclava —estaban encadenados a un asiento trasero; Dibbs subió al asiento para formar un cuarteto; todos juntos empezaron a pedalear, y así avanzábamos, impulsados por cuatro sudorosos infelices.En las calles, varios coches similares rodaban de un lado al otro, y hasta se veían sillas de mano, muy apropiadas para la escabrosa topografía de Edimburgo. No faltaban los jinetes y, de tanto en tanto, un carro convencional con motor de combustión interna. No vi ningún ómnibus ni auto particular. Al recordar que ese último tipo de vehículo había sido prohibido en mi matriz, le pregunté a Rastell si allí se habían promulgado iguales leyes.—En realidad contamos con más mano de obra que combustibles —respondió—. Y a diferencia de lo que acontece en su miserable matriz proletaria aquí la

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mayoría de los hombres libres tiene su tiempo de ocio y no necesita apresurarse para nada.—Usted insistió para que me apresurase.—Nosotros estamos obligados a correr porque el equilibrio de toda esta matriz se halla en estado de crisis. La civilización está amenazada y debemos salvarla. Usted y otros como usted, provenientes de otras matrices, han sido traídos aquí porque necesitamos las ideas que seres extramatriciales nos puedan proporcionar. Si bien su cultura es inferior a la nuestra, no quiere decir que sus talentos no sean quizá invalorables.—¿Inferior? ¿Qué pretende decir con inferior? A juzgar por esas anticuadas sillas de mano y estos anacrónicos coches a pedal, parecerían que están varios siglos atrasados con respecto a nosotros.—Espero, Meacher, que no sólo mida el progreso según normas materialistas.Las cejas góticas se arquearon mientras hablaba.—Por supuesto que no. Lo mido por la libertad personal que gozan los individuos, y por lo poquísimo que. he visto de su cultura, de su matriz, viven en un Estado esclavista.—No hay nada mejor que un Estado esclavista. Usted es un historiador, ¿no? ¿Es capaz de juzgar sin atenerse exclusivamente a las pautas estrechas dictadas por su propia época? ¿Qué Estado llegó a la grandeza sin contar con la labor de los esclavos, entre ellos la Unión Soviética y el Imperio Británico? ¿No fue la Grecia clásica una comunidad de Estados esclavistas? ¿Quién si no los esclavos forjaron los monumentos memorables del mundo? En todo caso, usted prejuzga. Aquí tenemos una población sometida, no esclavizada, lo que es diferente.—¿Es diferente para la gente en esa condición? —Oh, en nombre de la Iglesia, Meacher, cállese. Usted no hace más que parlotear.—¿Por qué invocar a la Iglesia?—Porque yo soy miembro de la Iglesia. Cuídese de blasfemar, Meacher. Durante su permanencia aquí estará, como es natural, sujeto a nuestras leyes, y la Iglesia se atiene a sus derechos con mayor firmeza de lo que sucede en su matriz.Guardé un silencio tenebroso. Habíamos llegado con extrema dificultad al Puente George IV. Dos de los esclavos, con las cadenas extendidas al máximo, habían saltado del asiento y nos empujaron durante ese trecho de camino. Después de cruzar el puente, empezamos a descender por la empinada cuesta de The Mound, usando en forma alternada los frenos y la rueda libre, aunque un volante auxiliar eliminaba las molestas sacudidas de ese método de conducción. El Castillo de Edimburgo a la izquierda, con toda su majestuosa altura, no me pareció cambiado, pero en la parte más moderna de la ciudad, que se extendía ante nosotros, vi muchos cambios, aunque no pude precisar en qué radicaban, porque Royal, Cándida y yo no hacía mucho que vivíamos allí, y aún no estaba familiarizado con la ciudad.Se oyeron silbatos en las cercanías. Yo no les presté atención, pero Rastell se puso rígido y sacó un revólver del bolsillo. Más adelante, junto a la escalinata del Salón de Asambleas, un cabriolé había chocado y volcado. Los tres esclavos encadenados a él —al dar la vuelta un recodo los vimos con claridad— tizoneaban con todas sus fuerzas tratando de arrancar las cadenas. Uno de los pasajeros había sobrevivido al choque. Con la cabeza asomada por la ventanilla soplaba un silbato.

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—Los subs han permitido que ocurriese otro choque...éste es el lugar favorito —dijo Rastell—. Se están poniendo muy negligentes.—Es una esquina peligrosa. ¿Como puede decir que ellos lo permitieron?Sin responderme, Rastell entreabrió la puerta y se asomó para gritar a sus esclavos.—Eh, subs, detengan el coche enseguida. Quiero bajar. Dibbs, ¡salta!Con un rechinar de frenos nos detuvimos en la barranca. Cuando Rastell saltó a la calle yo le imité. El aire era frío. Me sentía acalambrado e inquieto, con la plena conciencia de que me encontraba tan lejos de casa que la distancia no se podía medir en kilómetros. Miré alrededor, Dibbs y sus tres compañeros me observaban por debajo de las cejas.—Será mejor que me siga, Meacher —gritó Rastell.Empezó a correr en dirección al coche accidentado. Uno de los esclavos había conseguido arrancar la cadena del panel de madera del coche. Avanzó y blandiendo la cadena la dejó caer sobre la cabeza del pasajero. El silbido se interrumpió en medio de una nota. El pasajero se desplomó hacia un costado y luego desapareció en el interior del coche. Para ese entonces el esclavo ya había subido al costado del cabriolé y se daba vuelta para enfrentar a Rastell. Otros silbatos empezaron a ulular. Se oyó el gemido de una sirena.Cuando el esclavo del coche vio que Rastell empuñaba un revólver, cambió de expresión. Vi la mirada de desaliento con que se lo señalaba a sus compañeros aún cautivos y que saltaba cerca de ellos. Los otros tres se quedaron inmóviles y trémulos, ya no trataban de escapar.Rastell no diparó el arma. Un auto se abrió paso por la colina con las sirenas chillando y se coló entre Rastell y el coche volcado. En el techo llevaba un letrero luminoso con la leyenda Policía de la Iglesia. Hombres con uniforme blanco y negro saltaron a la calle. Llevaban cintos con espadas y empuñaban pistolas. Rastell se acercó a ellos a la carrera.Me quedé donde estaba, a medias protegido por nuestro cohe, indeciso; no quería participar en nada. Dibbs y sus compañeros subs se quedaron donde estaban, sin moverse, ni hablar.Una multitud se congregaba en los escalones del Salón de Asambleas, una multitud formada por la clase superior. El sub que se había liberado fue entrado a puntapiés por la puerta trasera del patrullero. Mientras los otros intercambiaban comentarios, tuve tiempo de observar el auto con más cuidado. Era un vehículo extraño, impulsado por un motor de combustión interna, una bestia poderosa, pero sin las líneas aerodinámicas que habían caracterizado a los autos de mi niñez. Tenía puertas dobles a ambos lados, y otra, por la que habían entrado a empellones al infeliz sub, en la parte trasera. Las ventanillas eran estrechas, puntiagudas y agrupadas de a dos, al estilo de los ventanales de las iglesias primitivas de Inglaterra; hasta el parabrisas seguía el mismo estilo y estaba dividido en seis. Todo él estaba barrocamente pintado de blanco, celeste y amarillo. ¿Por qué no, pensé, si el tiempo sobra y la mano de obra es barata?Y en cuanto al vitral del parabrisas... ¿Por qué no, si la mayoría de la gente que pueden atropellar carece de importancia y de derechos?Rastell volvía, aunque el debate en la vecindad de la escalinata proseguía aún.—Sigamos —dijo Rastell.Le hizo a Dibbs y a los subs una seña autoritaria. Todos entramos en el coche y reanudamos la marcha. Al pasar cerca del patrullero miré la multitud reunida

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a su alrededor. Con un sobresalto creí reconocer a uno de los ociosos que peroraban. Se parecía tanto a mi hermano Royal; luego me dije que mis nervios me estaban traicionando.—Se producen demasiados de estos incidentes —dijo Rastell—. Este problema prendió como la yesca hace sólo unos años atrás. Deben tener un jefe.—Me imagino que también tienen una causa. ¿Qué le pasará al hombre que rompió la cadena y aporreó al pasajero?—¿Ese sub? —me miró, los labios curvados en una sonrisa no exenta de maldad—. Atacó a un Fiel Practicante. Yo no fui el único testigo. Lo ahorcarán en el Castillo la semana próxima. ¿Qué otra cosa se puede hacer con él? Se le otorgarán los últimos ritos.La ancha calle Princes, una calle digna de cualquier capital del mundo, había cambiado, aunque muchos de los edificios se conservaban como yo los había conocido. Lo que había desaparecido era su alegría comercial. En ese momento los envolvía una decolorida uniformidad. Los vidrios de los escaparates estaban sucios; las mercaderías en venta no se desplegaban en forma atractiva. Las espiaba con ansiedad mientras a paso de hombre marchábamos junto a ellas. Los grandes salones con mercaderías electrónicas no existían, la tiendas no estaban abarrotadas con los miles de maquinitas que me eran familiares.En la aceras reinaba una gran actividad. Había mucha gente y todos parecían felices mientras hacían sus compras. Pocos eran los esclavos que estaban a la vista, y tuve oportunidad de advertir que algunos de los hombres libres parecían menos prósperos que otros. Sillas de mano, coches a pedal, bicicletas de cuatro ruedas y autitos con motores eléctricos iban y venían, de un lado al otro. Lamenté cuando nos detuvimos frente a un inmenso edificio gris y Rastell me indicó por señas que debíamos descender.—Éste es el cuartel general de mi congregación— dijo al empujar la puerta para entrar, can Dibbs pegado a los talones.—Creo que mi matriz es un edificio de oficinas.—Por el contrario, es el edificio de la Comisión de Rearme Nuclear. ¿Ya se ha olvidado de la inclinación guerrera que tiene su matriz? —entonces pareció ablandarse y dijo con un tono menos irónico—: Sin embargo, tal vez llegue a pensar que somos demasiado religiosos. En realidad, sólo es cuestión de puntos. de vista.El lugar hervía de actividad. El vestíbulo me hacía recordar los hoteles pasados de moda; el moblaje era pesado y de extraño diseño, con cierta similitud con los muebles de estilo Windsor de unos cincuenta años atrás, excepto que todo era de un apagado color grisáceo.Rastell se acercó a una cartelera y la recorrió rápidamente.—Nos queda media hora antes de la próxima conferencia en la que se les dará a los extramatriciales información sobre nuestra historia. Le será útil escucharla... cuanto menos tiempo pierda mejor será. Voy a ver si le pueden encontrar una habitación para lavarse y descansar. Yo tengo que hablar con una o dos personas. Pronto nos volveremos a reunir en la conferencia.Un sub corrió a desprenderle el maletín de la espalda. Otro corrió con un vaso de agua. El capitán Apostolic Ras parecía feliz de haber llegado a casa.he hizo señas a una sirvienta que pasaba, una muchacha que no vestía un mono sino un pantalón blanco y negro muy curioso. Yo sentía cierta aprensión

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en separarme de Rastell, el único contacto con mi matriz. Él interpretó la expresión de mi rostro y llamó a la muchacha.—Esta muchacha sub lo atenderá muy bien, Meacher. Bajo dipensa, le prestará todos los servicios que usted requiera.Al alejarse, pensé que no sería un diablo tan desagradable, en mejores circunstancias que aquéllas. Seguí a la muchacha, sin dejar de mirar el disco amarillo de la espalda. Me guió por un tramo de escaleras y a lo largo de un corredor y me abrió la puerta de una de las habitaciones. Entré y ella me acompañó, cerró la puerta con llave y me la entregó. A pesar de mí mismo, su aire sumiso me sugirió ideas inquietantes. Con esa horrible vestimenta quedaba ridícula y su rostro era pálido y enfermizo, pero joven y de hermosas facciones.—¿Cómo te llamas?Apoyó el índice en un botón de la blusa. Leí el nombre ANN estampado en él.—¿Tú eres Ann? ¿No puedes hablar?Sacudió la cabeza. Agujas heladas se clavaron en mi pecho; recordé que ni a Dibbs ni a los esclavos del coche volcado les había oído pronunciar una sola palabra. Me acerqué a ella y le toqué el mentón.—Abre la boca, Ann.Dócil, dejó caer la mandíbula. No: tenía lengua, así como también varios dientes que necesitaban ser curados o extraídos. El desamparo en que se encontraba aquella criatura me abrumó.—¿Por qué no puedes hablar, Ann?Cerró la boca y echó hacia atrás la cabeza. Sobre la blancura del cuello destacaba una fea cicatriz. Le habían cortado las cuerdas vocales. Abracé los hombros escuálidos y me dejé poseer por la furia.—¿Les hacen esto a todos los esclavos?Negó con la cabeza.—¿A algunos... a la mayoría?Asintió.—¿Es una especie de castigo?Repitió el gesto.—¿Te dolió?Asintió. ¡Oh, con tanta indiferencia!—¿Hay otros hombres como yo, de otras matrices, en este corredor?Una mirada vacía de toda. expresión.—Quiero decir ¿otros extranjeros como yo?Asintió.—Llévame a uno de ellos.Le devolví la llave. Abrió la puerta y salimos al corredor. Se detuvo ante la puerta vecina a la mía y empleó la misma llave. La puerta giró sobre sus goznes.Un sujeto con una escobilla de pelo amarillo sobre la frente y un rastrojo alrededor de una enorme mandíbula estaba comiendo sentado a una mesa. Comía con una cuchara, rabiosamente. Aunque levantó la mirada cuando entré, arrastrando a Ann conmigo, no dejó de llenarse la boca de comida.—¿Es usted un extramatricial? —le pregunté. Hizo ruidos de asentimiento dentro del guiso.—Yo también. Me llamo Sheridan Meacher. Historiador, ex soldado del ejército —como no me contestó y se limitó a abrir la boca, continué— : No debemos

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otorgarle a esta gente ninguna ayuda que les permita apuntalar su régimen. Todo el sistema es perverso y debe ser destruido. Voy a conseguir gente que me secunde.Se puso de pie, era un hombrón desmañado y desagradable. Se inclinó hacia mí por encima de la mesa, sin dejar de empuñar la cuchara.—¿Qué tiene de perverso este sistema, Juan?Le mostré la cicatriz de Ann, le expliqué a qué clase pertencía la muchacha y por qué se lo habían hecho. Se echó a reír.—¿Quieres venir a dar una mirada a mi matriz natal? —dijo—. Diez años atrás, después del fracaso de una revolución, los chinos han formado batallones de trabajo con los intelectuales. Están muy ocupados haciendo caminos a través de Cairngorms.—¿Los chinos? ¿Qué tienen que hacer allí?—Los chinos rojos. En tu matriz ¿no fueron los vencedores de la Tercera Guerra Mundial?—¿Vencedores? ¡Ni siquiera entraron en ella!—Bueno, entonces, lo que a ti te sobra es suerte, Juan, y si yo estuviese en tu pellejo mantendría el hocico cerrado. Acepta lo que te ofrecen, ¡eso es lo qué digo siempre!Antes de que me hubiese retirado de la habitación, ya estaba metiéndose cucharadas de guiso en la boca.El huésped de la habitación vecina era un hombrecito rechoncho de cara rubicunda y calvo, que con un respingo interrumpió los mimos que le prodigaba a su muchacha sub cuando entré con Ann.—Yo soy extramatricial como usted —le dije—, y lo que hasta ahora he visto aquí no me gusta. Espero que esté de acuerdo conmigo en que esta gente no merece recibir ayuda.—Tenemos que tomar las cosas de la mejor forma posible ya que estamos aquí; ésa es mi opinión —contestó, avanzando para mirarme de cerca—. ¿Qué es lo que no le gusta de este lugar?—Este sistema esclavista —de esclavos mutilados— es suficiente para convencer a cualquiera que el régimen imperante debe ser borrado. Estará de acuerdo conmigo, ¿no?Se rascó la monda cabeza, meditando.—Hay cosas peores que la esclavitud, ¿sabe? Por lo menos la esclavitud garantiza que una parte de la población viva por encima del nivel animal. En la Gran Bretaña de mi matriz —y espero que usted haya observado lo mismo— el nivel de vida ha decrecido sin cesar desde principios de siglo. Tanto es así que algunos empiezan a murmurar que tal vez el comunismo no es la solución que creíamos cuando lo adoptamos por primera vez y...—¿Comunismo en Gran Bretaña? ¿Desde cuándo?—Usted parece tan sorprendido, ¡cualquiera hubiera creído que dije capitalismo! Después del éxito de la Huelga General de 1929, que nos llevó a la gloriosa revolución, se organizó el primer gobierno comunista bajo la conducción de Sir Harold Pollitt. Luego, en la gran Guerra del Pueblo, en 1940...—¡Está bien, está bien, gracias por la conferencia! Sólo dígame una cosa... ¿me apoyará en mi oposición a este régimen de esclavitud?—Bueno, yo no me opongo a que usted se oponga; pero primero tengo que reunirme con los camaradas y someterlo a votación...

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Le cerré la puerta en la cara. Me había retirado a todo lo que me daban las piernas y choqué con otro hombre que avanzaba por el corredor a paso vivo. Al detenernos tan bruscamente nos observamos desafiantes. Era joven y moreno, de mi estatura y peso, con una nariz de puente muy marcado. Su aspecto me gustó enseguida.—¿Usted es extramatricial?Asintió sonriéndome con simpatía, y me extendió la mano. Cuando extendí la mía me estrechó el codo en vez de la mano, así que yo también estreché el suyo.—Me llamo Mark Claud Gale, a sus órdenes. Estoy en una misión revolucionaria, usted me parece un posible adherente. Ninguno de esos sujetos invertebrados quiere apoyarme, pero yo no voy a prestar ni la más mínima ayuda a este gobierno de entunicados de negro...—¡Ah, cuenta conmigo para cualquier cosa, Mark! ¡Estamos de acuerdo! Soy Sherry Meacher, historiador y soldado, y también yo ando reclutando gente. Si nos mantenemos unidos y desafiamos al régimen, puede que otros sigan nuestro ejemplo. Y entonces tal vez los esclavos...La broncínea lengua de una campana me interrumpió.—La campanada para la conferencia de historia —dijo Mark—. ¡Vamos y aprendamos todo lo posible, Sherry, acerca de esta jauría besa-aras! Estos datos quizás nos sirvan luego para nuestros propósitos. Por mi escapulario, ¡ésta sí que es una aventura!Esa faceta del problema me había pasado inadvertida, pero contar con un aliado vigoroso y fiel me reanimó inmensamente, me sentí dispuesto a todo. Me colmó una excitación embriagadora y deliciosa. No quería perder un minuto de la conferencia y oír, escuchar, ser asaltado e insultado por la descarga cerrada de hechos nuevos que solo un día atrás me hubiesen parecido una fantasía descabellada. Y luego Mark Claud Gale y yo escribiríamos una página de historia de nuestro puño y letra.Un par de policías de la Iglesia vestidos de negro apareció en la escalera y empezó a conducirnos al piso inferior. El calvo de la Gran Bretaña comunista (según mis datos sólo había un millón de comunistas británicos) se pegó a nosotros, pero no habló una palabra. Ann desapareció cuando nos apresurábamos a descender. Contando las cabezas noté que los extramatriciales éramos veintidós. Al entrar en un salón, al fondo del vestíbulo, vimos que nos esperaban una treintena más de individuos. Por la variedad de estilos de la ropa, sin duda, también ellos eran extramatriciales.Nos sentamos en unos bancos que había junto a largas mesas y miramos hacia la que ocupaba la cabecera; se alzaba sobre una plataforma y tenía tres ocupantes, cada uno con su secretario; la policía de la Iglesia montaba guardia a sus espaldas. Uno de los tres hombres era el capitán Apostolic Rastell; no dio muestras de haberme visto.Cuando sonó una campana uno de los hombres en la plataforma, apuesto y de pelo blanco, se puso de pie y empezó a hablar.—Señores y pecadores, les damos la bienvenida a nuestra matriz pacífica y temerosa de Dios. Les agradecemos que hayan venido aquí a traernos su ayuda y sabiduría. No es necesario decir que sus servicios serán recompensados. Yo soy el Teniente Diácono Administered BIigh, y me acompañan dos miembros de la junta. El capitán Apostolic Rastell dará ahora una breve clase sobre la historia de esta matriz, así podrán lograr una

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perspectiva correcta de la naturaleza de nuestro problema. Un sub distribuirá lapiceros y papel para aquellos que deseen tomar notas.Rastell abandonó su asiento, hizo una leve inclinación de cabeza a Bligh y entró de lleno en el tema.Habló durante casi dos horas. En todo el salón apenas se oyó un murmullo. Escuchábamos fascinados el relato de la historia de un mundo tan similar —y sin embargo, tan alucinante en su diferencia— al nuestro. La versión de Rastell era prodiga en sutil propaganda; sin embargo, la personalidad de ese hombre era capaz de vivificar hasta el más pesado de los pasajes dialécticos.Bastará que repita sólo algunos de los extraños datos que Rastell nos proporcionó. En esa matriz, el concepto de nacionalidad no se había afirmado en épocas tan remotas como en la matriz que yo conocía. En mi matriz natal (Rastell la había designado como AA688, y yo me había grabado el número en la memoria), aunque Alemania e Italia sólo se constituyeron como nación durante la segunda mitad del siglo XIX, los restantes países europeos habían logrado su unidad varios siglos antes.En la matriz de Rastell, los reyes de Inglaterra y Francia habían sido menos afortunados en las luchas contra los señores; la razón de ese estado de cosas, deduje, era que la Iglesia no había visto con tanta benevolencia, como en otras matrices, el afianzamiento de los reinos terrenales. La Iglesia había incitado a los barones a luchar unos contra otros y contra la Corona. Los obispos tenían más poder que los reyes o los parlamentos.Por lo tanto, Gran Bretaña sólo se había convertido en un reino unido en 1914, en la época de la guerra franco-alemana, durante la cual Gran Bretaña había permanecido al margen y los Santos Estados Consolidados de América habían vendido armamento a los dos combatientes. En la Primera Guerra Mundial de 1939, el equilibrio de poder era tal como yo lo conocía, con una Alemania nazi luchando contra Gran Bretaña y Francia y, más tarde, la Santa Rusia y la Santa América entrando como aliados, mientras Japón combatía del lado alemán. Japón, sin embargo, había sido evangelizado. Los americanos, que sentían menor atracción por una Europa no tan industrializada, habían dedicado su atención y misioneros a Japón en épocas anteriores a lo que lo hicieran en mi matriz.Esto produjo una crisis en la conduccion de la guerra. Los científicos británicos y norteamericanos fabricaron la bomba atómica. Antes de emplear esa arma contra los enemigos japoneses y alemanes, el trigésimo quinto presidente de los Estados Unidos, Benedict H. Denning, consultó a la Asamblea de Iglesias.La Asamblea era un grupo poderoso. No sólo prohibió el uso de un arma semejante contra países nominalmente cristianos; poco a poco extendió su potestad sobre el arma. La guerra se prolongó hasta 1951; para ese entonces la Iglesia poseía el control de todo poder nuclear.Una guerra larga y dura había socavado a los S.E.C.A. y sus aliados. Al finalizar el conflicto, los gobiernos débiles cayeron y una Iglesia poderosa, con respaldo popular, se irguió como una fuerza omnipotente. Su autoridad se extendió a otros países, en especial los europeos, que fueron ocupados después del armisticio, no por ejércitos, sino por batallones de religiosos militantes.En 1965, la Iglesia Ecuménica sostuvo una breve guerra nuclear con China y la ganó.

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Desde esa fecha, casi un siglo atrás, la Iglesia Ecuménica había conservado los frutos y los secretos del poder nuclear bajo sus poderosos brazos.El agotamiento de los recursos naturales había exigido el sometimiento de pueblos enteros, pero, a partir de 1951, no habían estallado guerras en occidente. El gobierno religioso volcaba sus beneficios sobre toda la humanidad. Lo que Rastell no mencionó fueron los resultados negativos o represivos de ese dominio.Algunas de esas represiones eran bastante obvias. Con un control central autócrata y con falta de incentivos que las guerras proporcionan, el pogreso científico y tecnológico se había estancado. La población mundial, por otra parte, había aumentado en forma exorbitante; Rastell informó en una parte de la conferencia que, después de la fusión de la Iglesia Cristiana Universal en 1979, los métodos anticonceptivos fueron desaconsejados en todo el mundo. Los nuevos seres nacían para la esclavitud.—Hemos podido apartarnos del materialismo porque contamos con una gran población de sometidos que realizan por nosotros las tareas serviles —dijo Rastell.En ese momento se me ocurrió que ésa era una forma retorcida de decir que casi todas las naciones que carecen de fuerzas mecánicas se ven obligadas a recurrir a los esclavos.Por lo que expuso, y por lo que omitió decir, era evidente que desde 1960 el único descubrimiento científico que habían logrado eran los portales y los viajes espaciales transmatriciales. La Iglesia no había alentado los viajes espaciales. Sin duda los habría horrorizado enterarse de la Batalla de Venus que tuvo lugar en la Quinta Guerra Mundial, en la que yo había tomado parte.Cuando Rastell terminó de hablar, reinó un profundo silencio en el salón. Había oscurecido mientras él pronunciaba la conferencia; las luces empezaron a alumbrar desmayadamente en tanto nosotros despertábamos a la realidad de nuestra situación. Pude ver por las caras que me rodeaban que, para muchos de los extramatriciales, el material que Rastell nos ofreció era mucho más sorprendente que para mí.Lo que más me desconcertaba era cuánto se había apartado la Iglesia de aquí de los ideales que encarnaba en mi matriz. Quizá fuese el monopolio del poder nuclear lo que había provocado el cambio. Una posesión de esa naturaleza requería hombres fuertes para controlarla, y sin duda los hombres fuertes habían eliminado a los mansos. Un caso más en que el poder absoluto todo lo corrompe. Así que me dije para mi fuero interno, aquí el villano de la película es la Iglesia. Luego Administered Bligh volvió a ponerse de pie, y nada de lo que dijo hizo que dudara de mis razonamientos.«Ahora que ya tienen una perspectiva que les permitirá trabajar —dijo—, la Iglesia Ecuménica puede presentar ante ustedes el problema a que nos vemos abocados en la actualidad. Como ya saben, los.hemos traído aquí para que nos ayuden. En sus diferentes matrices, todos ustedes, de una manera u otra, son investigadores históricos. Inmediatamente les será servida la cena; después les explicaré en detalle en qué radica ese problema y los invitaré a darme sus opiniones; pero ahora les daré un panorama general para que lo vayan meditando mientras comen.»Tratamos de inculcar en nuestra clase sometida la verdad eterna de que la vida en este mundo está siempre acompañada por el dolor, verdad que rige

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para dirigentes y dirigidos, y de que sólo encontrarán la recompensa a su virtud en el Más Allá. Pero los subs no aprenden.»Varias veces se han rebelado contra sus amos, contra la Iglesia Ecuménica. Ahora —seré sincero con ustedes, caballeros— nos enfrentamos con una revuelta mucho más seria. Los subs se han apoderado de la capital: Londres está en sus manos. Allí la Iglesia era... un tanto decadente... La pregunta que les habremos de formular, y todas las consecuencias implícitas, es ésta: ¿es la lenidad o el rigor la mejor arma para manejarlos?»¿Debemos destruir a Londres con armas nucleares y arriesgarnos así a proporcionarles el espectro del martirio, para inspirar a otras comunidades esclavas? ¿O debemos obligarlos a rendirse para perdonarlos, ajusticiando tan sólo a los jefes y permitirles creer que la Iglesia Ecuménica reprimió su fuerza no por caridad sino por debilidad?»Los dos caminos se abren ante nosotros. Necesitamos conocer la experiencia histórica de las matrices desgarradas por la guerra para optar por la solución más adecuada.»La Iglesia Ecuménica los bendecirá por la ayuda que le pueden prestar.»Se sentó. Ya se oía el entrechocar de la vajilla. Un torrente de hombres y mujeres sub aparecieron por las puertas al fondo del salón, con bandejas de comida. De las cocinas salía un vapor grasiento y el aroma de potajes y carnes asadas.El hombrecito calvo de la Gran Bretaña comunista estaba sentado a mi lado.—Un dilema interesante —dijo—. La lenidad siempre impresiona a las mentes mediocres, si el director de escena es bueno.—Ah, pero el terror impresiona más —dijo algún otro y se rió.—Estos miembros de la Iglesia son perros, hipócritas invertebrados —le replicó Mark—. Y tú debes venir de alguna asquerosa cultura lamebotas si dedicas un solo minuto de inteligencia a resolver su problema. ¿No estás de acuerdo conmigo, Sherry?Y volvió hacia mí su rostro ceñudo y sincero.—¡Me alegra infinitamente que tengan disgustos en Londres, Mark! Hay aquí unos cincuenta extramatriciales. La mayoría tiene que pensar igual que nosotros y se negarán a apuntalar este régimen. Busquémoslos, y unidos...Mark levantó la mano.—No, Sherry. Escucha, ¡tengo una idea más sencilla! —se inclinó para hablarme confidencialmente. El calvo también se inclinó para no perder sus palabras. Mark le apoyó la palma de la mano en la nariz y lo empujo hacia atrás.—Vete a jugar al bosque, caralisa —dijo. Y luego a mí—: Donde hay tres sobra uno. Un puñado de hombres indisciplinados es peor que el dolor de estómago, lo sé bien, tengo experiencia; en mi matriz, soy instructor de historia en una de nuestras academias militares: He prestado servicios en todo el mundo; hacía sólo una semana que acababa de regresar de una misión de la legión en Cachemira cuando esta gente me tomó prisionero. Créeme, esta vil Iglesia está acostumbrada a tratar con esclavos, no con hombres libres, o podrían resolver sus propios problemas sin ayuda de nadie. Nosotros dos podemos hacer cualquier cosa sin correr riesgos.—¿Qué estás maquinando?Tenía la desagradable impresión de que estaba metiéndome en aguas más profundas de lo que era mi intención.

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—Primero tanteemos con qué recursos cuentan. Y al mismo tiempo conseguiremos armas. ¿Sabes combatir, Sherry? Me pareces un buen soldado.—Luché en la Quinta Guerra Mundial, en la Tierra y enVenus.—¡Todas esa guerras mundiales! En mi matriz es muy distinto, sólo tenemos campañas locales. ¡Mucho más sensato! ¡Mucho más civilizado! Cuando tengamos tiempo, tenemos que hablar y hablar y también escuchar, por supuesto. Primero, vayamos a las cocinas. Las cocinas siempre están bien provistas de armas, aunque estos perros sarnosos son vegetarianos. ¡Vamos!No esperó mi asentimiento. Se deslizó del banco y partió, doblado en dos para no ser visto desde la plataforma. Tomé el único camino que me quedaba. Satisfecho de corazón de estar obligado a comprometerme, lo seguí.Un par de gruesas puertas vaivén de madera separaban el salón de las cocinas. Irrumpimos con violencia en ellas. Era un vasto recinto, bañado en vapor, la apariencia que daba era de oscuridad, pero no de suciedad. Todo el equipo era de una antigüedad increíble.Un capataz que empuñaba un latiguillo nos vio enseguida y se apresuró a acercarse. Tenía una cara tosca y, cejas color arena, sí, un típico nativo de Edimburgo, pensé, mientras miraba a mi alrededor y notaba que sólo había otro capataz en toda la cocina para vigilar las tareas de unos treinta esclavos. Me tracé un plan de acción.—Deja ese fulano de mi cuenta —le dije a Mark.Cuando el capataz llegó a nuestro lado, con un ¿qué desean los caballeros? en los labios, le arrojé una bandeja de metal que encontré en una mesa a la derecha. El borde lo golpeó con certeza en el puente de la nariz y cayó como muerto, sin un grito. Vi el disco amarillo entre los omóplatos.—Yo me encargo del otro lamebotas —dijo Mark, palmeándome el hombro al pasar.En un rincón había baldes con varios lampazos con los gruesos mangos apoyados contra la pared. Me apoderé de uno y lo inserté entre las manijas de la puerta. Eso los detendría por un rato. Otro par de puertas vaivén llevaba al fregadero; las trabé en la misma forma. Había otra puerta en la cocina, una amplia puerta que daba a un patio. Empujé una enorme mesa de madera y la estrellé contra esa puerta; también esa entrada quedó cerrada. ¡Por unos instantes la cocina era nuestra!Al darme vuelta, vi que Mark había definido la lucha con su capataz. Para ese entonces los esclavos habían comprendido que algo extraño sucedía. Abandonaron las distintas tareas y nos miraron boquiabiertos. Me apoderé de un cuchillo de carnicero que estaba sobre un banco. Salté sobre el asiento y los arengué.—Hombres: ¡Todos ustedes pueden ser libres! ¡Un hombre tiene derecho a su libertad! ¡Mejor la muerte que la esclavitud! .Ármense y ayúdennos a luchar contra sus opresores. No están solos. Si nos ayudan, otros los ayudarán. Ha llegado el momento de la venganza. ¡Ármense! ¡Luchen por la libertad! ¡Luchen por sus vidas!Vi a Mark volverse hacia mí con una expresión de estupor y consternación. La reacción de los infelices subs fue aún más sorprendente. Se apeñuscaron austados, los ojos dilátados me miraban como si me dispusiese a degollarlos. Agité los brazos en el aire y seguí con mi arenga. Un repiqueteo contra la

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puerta que daba al salón los sacó de su parálisis. Llorando y atropellándose se lanzaron contra la puerta, intentaron arrancar el lampazo, en su ansiedad unos entorpecían los esfuerzos de los otros.Salté en medio del grupo y los hice retroceder. Eran débiles y estaban aterrorizados y lo único que hacían era evitar mis trompadas.--Estoy tratando de ayudarlos. ¿Son cobardes? No los dejen entrar... los matarán. Saben bien que los matarán. Atranquen las puertas con las mesas., ¡Elijan la libertad!Todo lo que hicieron fue batirse en temerosa retirada. Unos pocos dejaron escapar gritos inarticulados. Mark me tomó del brazo con rudeza.—¡Sherry por mi escapulario, estás loco! ¡Estos perros han nacido esclavos! ¡Escoria! ¡Parias! ¡Basura!... ¡No nos servirán de nada! No lucharán... los esclavos nunca pelean a menos que hayan conocido días mejores. Déjalos, ¡deja que los masacren! Ármate y salgamos de aquí.—Pero Mark, la idea...Me metió bajo la mandíbula un puño desmesurado y, sin tocarme, lo sacudió al ritmo de sus palabras.—¡La idea es derrocar a esta podrida Iglesia Ecuménica! ¡Yo sé cuál es mi deber: mi deber es para con los libres, no para con los siervos! Olvídate de estos brazos grasientos! Toma un cuchillo más grande y muévete. ¡Salgamos de aquí!—Pero no podemos dejar a esta gente...—Estúpido liberal, ¡podemos y lo haremos! ¡Son basura, no gente!Corrió hasta un gran artesón de metal, sacó de allí una pesada cuchilla de trozar y la lanzó en mi dirección. Cuando yo la barajaba en el aire, volvió a ordenarme, vociferante, que me moviese. ¡Hervía su sangre guerrera, su rostro estaba enrojecido! El golpeteo contra la puerta aumentaba de volumen. Entrarían en cualquier momento. Los esclavos se apiñaban como ganado en un rincón cercano, observándonos a Mark y a mí con alarma. Algunos se persignaban. Giré sobre los talones y corrí detrás de Mark.Señaló un pesado montacargas que se veía en una de las paredes. Nos precipitamos hacia él.—No lleva más que hacia arriba. ¡Un ascensor de servicio!—Nos bastará. ¡Sube y tira de la soga!Saltamos al armatoste. Por medio de las cuerdas que lo sotenían, se podía manejar a mano desde el interior. —¡Eh, deténganse! ¡Espérenme!Al oír el grito, Mark y yo 'nos volvimos al unísono. El capataz que se había desmayado con la bandeja avanzaba, tambaleándose, hacia nosotros.—Déjenme unir a ustedes —dijo—. Prefiero morir a seguir como hasta ahora. Lucharé junto a ustedes. ¡Estoy con ustedes!—Tú eres capaz. ¡No te queremos con nosotros!—No, espera —dijo Mark—. Es un esclavo ascendido, ¿no es así, amigo? Tienen gran fibra de luchadores porque han aprendido la diferencia entre lo bueno y lo malo. Sube, hombre, y serás bien venido. Podrás guiarnos por los recovecos de este lugar infernal.De un brinco el capataz se nos unió, nos ayudó a tirar de las cuerdas. Ascendimos chirriando en la oscuridad. Mientras nos dedicábamos a nuestra tarea, Mark dijo:

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—Necesitamos conseguir uniformes de la policía de la Iglesia lo más pronto posible. Entonces podremos salir con toda tranquilidad del edificio. ¡Nadie se dará cuenta!—Bah, nada más fácil —gruñó el capataz—. Amigos, no importa si con lo que nos encontremos es la muerte o la luz del día, mi nombre es Andy Campbell y me alegro de haberme unido a ustedes.—Nosotros somos Mark y Sherry, y esa bandeja no fue arrojada con odio.—¡Hombre, creí que me partías la cabeza en dos! Me tendré que desquitar del dolor con el primer fiel que me salga al paso.No tuvo mucho que esperar.Llegamos a un descanso mal iluminado; un hombre imponente con polainas y una especie de hábito eclesiástico pasaba junto a la trampa del montacargas. Al darse vuelta, nos vio, abrió la boca para gritar cuando yo me tiraba sobre él. Dio un grito antes de que lo derribase, y casi al instante apareció un oficial de la policía. Nunca olvidaré la expresión de horrorizada sorpresa que se pintó en su rostro al doblar por el recodo del pasillo y encontrarse con tres forajidos. Cuando quiso desenfundar la pistola era demasiado tarde. Andy ya estaba allí, hundiendo la hoja de acero a través de la chaqueta en el pecho, derecho al corazón. Murió con la expresión de sorpresa estampada en el rostro.—¡Ja, por la sangre del toro, bien hecho, mis nobles muchachos! —exclamó Mark, dándose un puñetazo en la otra palma de la mano. Abrió la puerta de una habitación cercana y arrastramos los cuerpos al interior. Un fuego de leña ardía en un hogar anticuado. Todo parecía indicar que el ocupante del cuarto no tardaría en regresar.—Aquí tenemos un buen par de disfraces —dije—. Ustedes dos pónganselos si es que les quedan bien. Yo iré a ver qué sucede fuera. Estoy seguro de que no querrán que los descubran sin pantalones.El hombre imponente de las polainas estaba inconsciente. Andy lo amordazó antes de despojarlo de las ropas.Cuando patrullaba el corredor, pude oír un estrépito en los pisos inferiores que subía por el hueco del montacargas. Estábamos en el ojo de la tormenta, el saberlo me llenaba de gozo y excitación. Al acercarme a la escalera, oí unos pasos, y supe que alguien estaba llegando al piso, ascendía con rapidez pero en silencio. A mi lado había una especie de armario rodante para las escobas; de prisa me deslicé tras él, en las sombras.Quienquiera que fuese ya estaba en nuestro piso. Un ataque de furia por arremeter —quizá basado en el miedo— se posesionó de mí. Empujé el carrito contra el hombre y me lancé fuera de las sombras. El armario, al caer, golpeó al recién venido que girando fue a dar contra la pared. Tenía los dedos en su garganta, los pulgares hundidos en la tráquea, antes de haber yo reconocido a Rastell.—¡Mark! —llamé.Mark apareció enseguida y entre los dos arrastramos a Rastell a la habitación y cerramos la puerta. Mark empuño el cuchillo.—No lo mates, Mark. Lo conozco.—¿Lo conoces? Es un enemigo, Sherry. Deja que lo ensarte y podrás ponerte el uniforme. Parece ser de tu misma talla.—Eso, ensártalo, o lo haré yo —dijo Andy—. ¡Muerte a la Iglesia!—Déjalo tranquilo —dije—. Se llama Rastell. Es un buen tipo; lo desvestiremos y lo dejaremos atado aquí, pero no permitiré que lo maten.

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—Bueno, apúrate —dijo Mark, y él y Andy bajaron los cuchillos. Ya, estaban vestidos con las ropas de los otros dos, habían arrojado sus propias ropas al suelo.La cara de Rastell adquirió Un color ceniza. Ni siquiera protestó cuando le saqué la chaqueta y los pantalones. Lo aborrecí por la cobarde actitud que adoptaba.—¿Recuerda lo que me dijo, Rastell? «Los hombres pasan la mayor parte de la vida aguardando un desafío.» Bueno, ¡éste es el mío!No me contestó una palabra. Mientras me ponía la ropa a tirones, me volví hacia Mark.—¿Qué planes tienes? En cualquier momento vendrán a registrar el piso.—Esta gente de Iglesia no es eficiente; de lo contrario hubiesen apostado guardias en el salón para vigilarnos. No tenían ningún- motivo para pensar que íbamos a colaborar con ellos. Pero su movilización contra nosotros podrá organizarse con mayor rapidez que nuestro reclutamiento de voluntarios. Así que tendremos que abandonar Edimburgo.—Eh, nos acompaña la suerte de los demonios, ¡fuera hay un patrullero! Podríamos robarlo y unirnos a los rebeldes de Londres, si es que alguno de ustedes sabe conducirlo —dijo Andy Campbell. Se había acercado a una ventana y espiaba los fondos del edificio.—En mi matriz, el transporte es propiedad estatal y yo no sé conducir.—En la mía, el aprender a conducir forma parte de los ritos de iniciación de la pubertad —dijo Mark. Al aproximarse a Andy para observar el auto, dijo—: ¡Lo intentaremos! Apúrate y termina de' vestirte, Sherry. Pero no iremos a Londres. Debemos partir de Edimburgo por el mismo camino por el que vinimos... por los portales. El que me trajo a mí quedó en la Mansión de Arthur, y allí había otros más. Iremos a la Mansión en el auto, enseguida. Una vez de regresó en nuestros mundos —Andy, tú vienes conmigo— reclutaremos fuerzas, luego reaparecemos en Londres y nos uniremos a la rebelión, armados y adecuadamente preparados para luchar. ¡Mi gobierno aceptará encantado la oportunidad!Yo estaba seguro de que mi gobierno no sería de la misma opinión, con sus recursos agotados al cabo de una larga guerra. Pero en líneas generales el plan de Mark era bueno. No era el momento de discutir detalles. Al terminar de abotonarme la túnica de Rastell, arranqué un trozo de cordón de la cortina y até a Rastell a los barrotes del monumental sofá. Cuando había concluido, algo crujió en el pasillo. Los tres nos volvimos como un solo hombre hacia la puerta.—¡El ascensor está bajando! —exclamó Andy—. ¡Vamos, Sherry, los tenemos pegados a los talones!Con un alarido, Mark arrebato una pesada alfombra extendida frente al hogar. Hundiendo las manos en ella, retiró la parrilla de la chimenea y corrió con ella, humeante y al rojo, fuera de la habitación. La lanzó; y leños llameantes, parrilla y alfombra volaron por el hueco en dirección al montacargas. Sin detenerse, siguió la carrera hacia la escalera y nosotros tras él. Descendimos los tres juntos.Una media docena de policías, revólveres en mano, corrían como alma que lleva el diablo por el corredor dél piso bajo. Nos topamos con ellos al pie de la escalera. Antes de que Mark cometiera una imprudencia, lo aferré por el brazo y grité a los policías, señalando hacia arriba como un poseído:

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—¡Rápido, están allá... segundo piso! ¡Son seis! ¡Cúbranlos, nosotros traeremos las mangueras!Los policías pasaron a nuestro lado como un ventarrón, galoparon escalera arriba. ¡La expresión de alegría de la cara de Andy! Mientras corríamos hacia la puerta trasera, pudimos oír los gritos en la cocina. Me pregunté si el montacargas estaría en llamas o si estarían azotando a los es clavos por habernos dejado pasar por allí.Desembocamos en un patio, bajo la mirada vigilante de un centenar de ventanas. Aunque estaba oscuro, varios subs rondaban por allí, descargando carne de un camión y alumbrándose con largas antorchas cerosas. El auto que habíamos visto desde el piso superior estaba muy cerca; un vigilante de uniforme blanco y negro estaba sentado al volante, tenía un diario en la mano, pero parecía nervioso. Cuando abrí la puerta de un tirón, me arrojó el diario a la cara e intentó sacar la pistola. Gritando como un salvaje, me lancé con todo mi peso contra él y lo derribé de costado sobre el asiento. Caí encima de él, Andy se había apelotonado en el asiento trasero. Sus manos atenazaron al infeliz por el cuello. En ese instante, la pistola disparó.El estampido, a sólo unos centímetros de mi oído, pareció bastar para matarme, aunque la bala había traspasado el techo. El hombre se debatía con desesperación bajo mi cuerpo, pero yo nada podía hacer; me había abandonado todo espíritu de lucha. Me quedé tendido sobre el policía mientras Andy le arrancaba la vida.Durante la lucha, Mark había puesto en marcha el motor. Sus manos palpaban las palancas de control como probando cuáles eran sus funciones. El vehículo se sacudió con violencia, Mark lo maldijo, luego avanzó. Perdido en una bruma, vi lo que sucedió a continuación.Dos oficiales de policía brotaron de una puerta un poco más adelante. El disparo. los había atraído. Las únicas armas que llevaban eran los espadines. Sin vacilar, saltaron al estribo más cercano. Algunos de los estrechos ventanucos estaban abiertos, y de ellos se prendieron.Uno consiguió desenvainar el espadín, atacó con él a Andy, que aún forcejeaba con mi hombre. Andy soltó su presa y retorció y retorció la muñeca que empuñaba la espada.Corno con cámara lenta, mientras seguíamos avanzando, vi al otro colgado sacar el arma y meterla por el ventanuco, preparándose a desembarazarse de Andy antes de librarse de mí. Nada podía hacer. La sacudida del disparo tan cerca de mi cabeza aún no me permitía reaccionar. Sólo podía quedarme acurrucado, con los ojos fijos en el magnífico acero que apuñalaría a Andy.Acelerando, Mark giró el volante. Nos dirigíamos hacia el camión de carne. Los esclavos gritaron y se dispersaron. Mark volvió a torcer el volante, sólo faltaron unos pocos centímetros para chocar con el otro vehículo. La desesperación desfiguró el rostro de los dos colgados. Las cabezas se retorcieron, las bocas se abrieron, las espadas cayeron, mientras eran aplastados entre los dos autos y desaparecían de la vista.Andy nos palmeaba las espaldas y gritaba su aprobación. Una pequeña cantimplora surgió en su mano —la había encontrado en el bolsillo trasero del pantalón expropiado— y me hizo tomar un poderoso trago. Me quemó la garganta pero me sentí mejor.El hombre sobre el cual me reclinaba estaba inconsciente. Andy y yo, juntos, lo arrastramos al asiento de atrás.

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—Manejar este auto es una locura —dijo Mark; pero lo hacía bien. Ya marchábamos por plena calle. No había señales de alarma. Mark avanzaba con lentitud, para no llamar la atención.Las calles estaban mal iluminadas y el tránsito era escaso. No tenía idea de la hora; no podían ser más de las ocho de la noche, sin embargo, casi no se veía un alma. Probablemente, pensé, para los esclavos rija el toque de queda; el resto de la población debía estar o en sus camas o dedicado a la oración.—Será magnífico conseguir otro lugar donde vivir —dijo Andy—. Y mientras lo pienso, reduce un poco la velocidad, Mark, y dobla a la derecha, por la calle Hanover. Al final de la calle hay una tienda estatal importante —Paz Militante, se llama— que sólo abastece a los oficiales. Uno de mis compañeros de cocina trabajó una vez allí. Si podemos entrar (es más seguro que estará cerrada), encontraremos a algunos de esos portales y nos sacudiremos enseguida el polvo de esta matriz.La idea de Mark era ir a la Mansión de Arthur. Andy lanzó una maldición.—¡Ese basurero piojoso! Estará reventando con tropas del Ejército de la Iglesia. La Paz será más seguro. Eso nos decidió.Mark movió la palanca de cambios y subimos, gruñendo, la colina. Fuera de la calle Princes los focos de iluminación escaseaban y se espaciaban mucho. En la cima de la pendiente encontramos la tienda. Era un sólido bloque de granito con diminutas ventanas de iglesia y tras ellas se veían las oscuras siluetas de las mercaderías. Sobre una puerta atrancada, una tablilla anunciaba: PAZ MILITANTE.Y Andy gimio.En ese momento yo estaba tomando otro trago de whisky. Me volví para ver qué le pasaba. El hombre casi estrangulado por Andy había revivido y le acababa de clavar un puñal entre las costillas. Estaba retirando la hoja de la herida cuando yo giré la cabeza. Luces mortecinas brillaban en el arma, y bajo ese mismo resplandor amarillento vi sus dientes cuando, rugiendo, se abalanzó sobre mí. Yo ya blandía la cantimplora.El filo del fondo lo golpeó en el ojo. Con un gesto instintivo, levantó la mano: le trituré la muñeca, y le arrebaté el Puñal. Gimoteó como un perro. De nuevo la furia me poseyó. Cayendo sobre él, por encima del respaldo del asiento, lo hundí en la oscuridad, mientras el puñal —su propio puñal—se clavaba y lo arrastraba hacia una noche sin amanecer.Al rato advertí que Mark me sacudía. El auto se había detenido.—Hiciste un buen trabajo, muchacho, pero sólo se puede morir una vez. ¡Mala suerte! ¡Déjalo! Vamos, tenemos que entrar rápido en la tienda antes de que nos alcancen.—Mató a Andy. ¡Andy Campbell está muerto!—Yo también lo siento. Llorar no nos servirá de nada. Ahora Andy no es más que carne para los perros. Vamos, Sherry, eres un verdadero guerrero. ¡En marcha!Bajé al pavimento. Mark destrozó una ventana con el codo y nos escurrimos al interior de la tienda. ¡Así, tan fácil! La excitación se volvía a adueñar de mí, me sentía como un poseso.La planta baja no nos rindió ningún fruto, si bien cada uno por su lado la revisó con todo detenimiento. Nos disponíamos a subir al piso superior cuando hallé un registro caído en el suelo. A la luz que se filtraba desde el exterior, leí un

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renglón que decía: Sótano: Plantas tropicales, Jardines, Café, Librería, Equipos extramatriciales. Mark y yo bajamos las escaleras al trote.Bajo el nivel de la calle, pensamos que no habría peligro en encender un par de luces. Allí descubrí el primer indicio de que esa civilización poseía algún sentido estético. La calefacción funcionaba y en ese ambiente climatizado crecía un perfecto jardín tropical. Árboles y arbustos en flor, una hilera de bananeros, llamativos hibiscos, se apiñaban en artístico desorden. El motivo central era un estanque con lirios acuáticos y las luces se reflejaban en las aguas oscuras.Más allá, el café había sido alhajado con mesas y sillas distribuidas en una terraza que se asomaba al estanque. Atractivo, pensé, mientras lo dejábamos atrás para entrar en el recinto contiguo. Había allí una docena de portales, de distintas medidas y modelos.Los dos estallamos en gritos de júbilo, dejamos caer los cuchillos y pusimos manos a la obra.Era un invento acerca del cual nada sabíamos. Tendríamos mucho que aprender antes de poder regresar a nuestros mundos. Para mi inmensa alegría, los primeros portales con que tropezamos estaban preparados para la venta inmediata y provistos, junto con otras drogas, con ¡niponas de nicomiotine. Se los entregaba con un manual de instrucciones y nos sentamos para dominar la materia con la poca paciencia que nos restaba.El método para regresar a la propia matriz resultó ser bastante sencillo. Antes que nada, uno debía inyectarse un fluido de nombre muy complicado que parecía ser una especie de tranquilizante, seguido de un pinchazo de nicomiotine en la dosis que indicaba el manual y que se relacionaba con la talla y la edad. Luego se debía sentar en el banquillo del portal, el promedio de vibraciones se marcaba con los números de la correspondiente matriz, esos números estaban marcados en un dial. Cuando las drogas surtían su efecto y las vibraciones alcanzaban el nivel adecuado, se regresaba.—Tal vez el orden social que ha instaurado esta gente es aborrecible, pero este invento los honra —dije—. Y si llegasen a educar y liberar a sus esclavos no podría dejar de sentir admiración por una matriz que sólo ha conocido una guerra mundial.—Nosotros no tenemos guerras mundiales —gruñó Mark.—Entonces tus puntos de vista son diferentes, pero en lo que a los esclavos concierne...—Sherry, no haces más que hablar de los esclavos. Estoy cansado del tema. Por el nacimiento del frigio, ¡olvídate de ellos! En todas las matrices debe haber conquistadores y conquistados, perros y amos. Es una ley de la naturaleza humana.El manual se me cayó de las manos y me quedé mirándolo.—¿Qué estás diciendo? Todo cuanto hicimos, todo lo que hemos luchado, ha sido en nombre de esos pobres infelices esclavizados aquí. ¿Cuál si no ha sido nuestra causa?Estaba acuclillado junto a mí. Su cara era una máscara de piedra y las palabras cayeron de sus labios como pequeños aguafuertes.—Yo no hice nada por ningún esclavo. Todo lo que he hecho fue contra la Iglesia.

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—En lo que a ella se refiere, a mí también me ha sorprendido su conducta. En mi matriz, la Iglesia Cristiana es una potestad para el bien. Y si bien condena la guerra, sudogma... —¡Muerte a la Iglesia Cristiana! ¡Es a la Iglesia Cristiana a quien combato!Se puso de pie de un salto. Yo también brinqué, mi cólera azuzada por sus palabras, y nos fulminamos con la mirada.—¡Estás loco, Mark! Puede que no nos pongamos de acuerdo en lo que a la Iglesia se refiere, pero en Gran Bretaña es la Iglesia del Estado desde hace siglos. Por empezar...—¡No en mi Gran Bretaña! ¡No está reconocida en mi Gran Bretaña! En mi matriz natal, el Cristianismo es la religión de los perros y los inferiores. Cuando Rastell empezó a contar la historia de este mundo, dijo que el Imperio Romano de Oriente había sido fundado por Constantino el Grande, y dijo que Constantino, junto con un emperador que él llamó Teodosio, instauró el cristianismo como religión oficial del Imperio. ¿Fue así como sucedió en tu matriz?—Sí, tal como lo dijo Rastell.—Bueno ¡eso no fue lo que sucedió en la mía! He oído hablar de ese hombre a quien llaman Constantino; nosotros lo llamamos Flavius Constantinus. De Teodosio no sé nada. Constantinus fue asesinado por el suegro Maximiano, y nunca llegó a emperador. Majencio el Grande fue el emperador que sucedió a Diocleciano.En ese momento me sentía tan desconcertado como furioso. Sin duda, Gibbon se hubiese deleitado con ese revés de la cristiandad, pero sus derivaciones me aturdían.—Todo eso aconteció diecisiete siglos atrás. ¿Qué relación puede tener con nosotros?Mark se contraía de hostilidad.—¡Decisiva, mi amigo, decisiva! En tu matriz y en ésta, dos emperadores errados le impusieron la cristiandad al occidente. En mi matriz, la cristiandad fue barrida a sangre y fuego, aunque aún subsiste entre los bárbaros y esclavos que gobernamos en oriente, y la Religión Verdadera fue fomentada, crecio y florece invencible—¿La Religión Verdadera?—Por mi escapulario, Sherry, ¿nunca has oído hablar del dios de los soldados? Entonces inclínate ante el nombre de Mitra.Entonces comprendí, por sobre todas las cosas vi la estupidez criminal que me había llevado a creer que por tener un interés en común podíamos tener un pasado en común. Este hombre, el compañero de las horas más intensas de mi vida, ¡era mi enemigo!Hasta qué punto mi enémigo, lo descubrí antes que él, y en eso residía mi ventaja. El tenía una idea más confusa del estado de las cosas en mi matriz de la que yo tenía de la suya. Vi que volvería a su matriz y probablemente regresaría con una legión de guerreros dispuesto a destronar el régimen pacifista de la Iglesia. Lo que yo anhelaba era abolir la esclavitud, no eso.El solo pensar en una guerra y conquista intermatricial me horrorizaba. El invento de los portales no debía llegar jamás a su mundo mitríaco. La decisión era obvia... ¡tenía que matar a Mark Claud Gale!

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Vio la muerte en mis ojos antes de que pudiera acercarme a él. ¡Era listo, ese Mark! Cuando se inclinó para recuperar el cuchillo, lo hice volar de un puntapié al mismo tiempo que lo golpeaba en el hombro con la rodilla. Cayó, arrastrándome en la caída, sus dedos hundiéndose en mi pantorrilla. Una lucha cuerpo a cuerpo no me atraía; con toda seguridad él estaba en mejores condiciones que yo. ¡Lo que necesitaba era un arma!Cuando alzó la mano derecha para aferrarme, le planté la rodilla libre en la tráquea y le retorcí el brazo hacia abajo con todas mis fuerzas, así le obligué a soltarme la otra pierna. Me incorporé de un salto y corrí hacia el jardín artificial.Más alla del café había una exhibición de herramientas para jardineria. Me tiró una lata antes de llegar a ellas. La lata se estrelló contra mi hombro y rebotó en el frente del café desencadenando una lluvia de vidrios.Me di vuelta. ¡Lo tenía casi encima! De un puntapié interpuse entre los dos una mesita y sin darle la espalda avancé hacia la percha de herramientas. Al sentir un mango detra de mí, lo descolgué a ciegas, usé todo el peso de mi cuerpo para revolearlo como un bastón. La herramienta que empuñaba era un rastrilló. Lo alcancé a Mark en el muslo cuando saltaba hacia un costado.Hubiese tenido tiempo de volver a golpear, pero Mark se había apoderado del otro extremo del palo. Al instante, luchábamos cara a cara. Me dio un tremendo cabezazo en la nariz. El dolor y la rabia me arrollaron como un volcán en erupción. Lo así por la garganta, clavándole la rodilla en la ingle. Enganchó una pierna con la mía y tiró. Al caer, le aplasté el empeine, se dobló de dolor, dejando la nuca desprotegida. Aun en el momento en que bajaba el canto de la mano contra ella, me di cuenta de la debilidad del golpe. Estaba mareado por el intenso dolor de la cara.Nos separamos con el rastrillo en medio de los dos. Reuniendo fuerzas, me volví y arranqué otra herramienta del perchero y la hice girar en redondo. Mark se había inclinado para apoderarse del rastrillo. Cambió de idea, retrocedió y yo lo corrí con la herramienta alzada. Fue un movimiento tonto. Le rompí el mango en los hombros mientras caíamos en la fuente ornamental.El agua estaba tibia, pero la impresión sirvió para aclararme la cabeza. La fuente tendría unos noventa centímetros de profundidad. Me puse de pie a tropezones, sacudiéndome viscosos tallos de lirios acuáticos, pero sin soltar el trozo de mango. Bramaba como una foca hambrienta para respirar.A Mark le llevó más tiempo aflorar a la superficie. Por la forma en que se movía, por la forma en que su brazo izquierdo colgaba inerte y por cómo se apretaba el hombro, supe que le había roto algo. Se alejó de mí y se dirigió a la orilla opuesta, donde crecían los bananeros y las altas hierbas.La compasión me oprimió el pecho. No tenía corazón para seguir. ¿Mark, no había sido mi aliado? Pero en ese momento de debilidad se dio vuelta y me miró. Y yo comprendí la mirada. Éramos enemigos, e iba en busca de un arma para matarme. Las habría en abundancia por los alrededores: podaderas, tijeras de esquilar, hojas de acero de todo tipo. No lo podía dejar escapar.Se arrastró por la orilla, ayudándose con un solo brazo.El trozo de herramienta que tenía en la mano era el extremo de un instrumento filoso, con la hoja en forma de hoz. La arrojé con fuerza.Mark se tambaleó y manoteó uno de los bananeros. Le erró. Intentó arrancarse el mango de la espalda con la mano sana, pero fracasó. Cayó otra vez en el estanque, desapareció entre las cañas. Las aguas se agitaron con violencia durante un rato, pero al cabo se aquietaron. Trepé por el borde del estanque.

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Tambaleándome, boqueando a destiempo, me encaminé hacia los portales.Es inútil que me pregunten cómo cumplí las instrucciones. No lo sé. De alguna manera me las ingenié para hacer todo lo necesario, me inyecté, sintonicé el portal. Al sentarme en el banquillo oí ruidos fuera de la tienda, distantes y sin sentido, y el crujir de una puerta al romperse y el chillido de los silbatos. Luego el efecto de las drogas me venció.Negrura. Negrura.Y... estaba tendido en la pista de un atestado club nocturno con ¡tres bailarinas semidesnudas que gritaban de terror hasta enronquecer! ¡De regreso en el hogar!Me expulsaron del club sin molestarse en hacerme preguntas. ¡Mucho mejor! Había algo que no hubiera podido decirles: me era imposible recordar el número de la matriz de la cual había escapado. No había forma de regresar a ella, excepto por obra del azar. El mundo de Rastell se había perdido entre la miríada de otros mundos del universo multidimensional.Esa afortunada pizca de ignorancia me salvaba de un grave dilema moral. Suponiendo que se pudiese volver al mundo de Rastell ¿nos asistía, en realidad, el derecho de intervenir en favor de los esclavos? ¿Tendríamos la obligación de cultivar la huerta de otro? En una palabra, bastantes eran nuestros problemas sin necesidad de revolver los de los demás. O así fue como le expliqué la situación a Cándida.Me miró con su rostro virtuoso. Convalecía de la gripe que había contraído en Noordoostburg-op-Langedijk, la palidez hacía que su rostro virtuoso fuese más virtuoso que de costumbre.—Me siento lo bastante bien como para asistir hoy a las vísperas de la iglesia de St. Giles, Sheridan —dijo—. Y sugiero que me acompañes. Después de las sacrílegas aventuras en esa descarriada matriz, es evidente que necesitas la absolución de ésta.En ese momento, creo que lo único que ella quería decir era que la muerte de Mark en defensa propia pesaba sobre mi conciencia; y como era verdad, me sometí con docilidad a la sugerencia.Dediqué el día a descansar. Al atardecer, cuando el crepúsculo sentaba sus reales sobre nuestra llagada y antigua ciudad, y antes de que Royal y Turton hubiesen regresado de sus tareas, Cándida y yo nos deslizamos por las calles atestadas en dirección a la mole gótica de la Catedral de Edimburgo.La ingeniosa Candidata me llevó por un atajo, una calleja escondida entre muros ennegrecidos por las manchas de humedad. Tan estrecha era que no podíamos caminar juntos; yo la seguía, notando una vez más qué frágil era esa mujercita decidida que tenía por cuñada. A nuestra espalda resonó el rumor de pasos; alguien nos daba alcance. Una mano me aferró por el hombro. Giré como una peonza, con los puños listos, y me enfrenté a una cara fuerte y cuadrada, de intensos ojos negros. La última vez que había visto esa cara estaba gris por miedo a la muerte, pero en ese momento no había en ella nada de cobarde.—¡Capitán Apostolic Rastell!—Ya no soy el capitán Apostolic —dijo—. ¡Soy un fugitivo... igual que usted!Me escudriñó con atención cuando me apreté contra la pared.Cándida se había detenido y lo observaba con arrogancia.—Así que éste es uno de tus amigos de esa ignominiosa matriz, Sherry... Bueno, ¿no me vas a presentar?

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Con Cándida uno no puede olvidar la buena educación. Sólo después de las apuradas presentaciones le pregunté a Rastell:—¿Qué quiere decir con lo de fugitivo? ¡Estoy a salvo y en mi propia matriz! ¡Nunca pensé que lo volvería a ver! ¡Usted es el fugitivo aquí!—¡Usted es tan fugitivo como yo! --me clavó los dedos en el brazo—. ¿Hay algún lugar donde podamos hablar?—No hay ningún lugar —le espetó Cándida—. Vamos a los oficios religiosos. Puede acompañarnos si lo desea; y por lo que he oído sobre los sucesos en su dimensión, debería desearlo, para la paz de su alma. Después de la función podrá hablar con Sheridan.—Será tan seguro allí como en cualquier otra parte —dijo Rastell, casi para sí mismo.Después del servicio, fue la misma Cándida quien señaló que la Catedral era el lugar más adecuado para conversar. Tal vez a esa altura de los acontecimientos no quería que Royal se entrometiera. Pero a Rastell lo convenció el enjambre de fieles anónimos y la gran oscuridad que reinaba en ese interior sombrío y recamado, una oscuridad que la escasa iluminación no hacía más que subrayar.Persuadido por esa penumbra intensa, si no por mi cuñada, Rastell nos llevó desde la capilla lateral hacia la nave de Moray. junto al monumento de Moray, dijo dirigiéndose a los dos:—¡La insurrección es ahora general en mi matriz natal! No, no son los subs los rebeldes, pobres desdichados, son los extramatriciales que llevamos allá los causantes del problema. ¡Y usted fue quien la inició, Sheridan Meacher!—¡Estoy encantado de oírle decir que las cosas marchan tan bien!—Andan mal para usted ¡jamás se engañe! Tanto la policía de la Iglesia como los Cuerpos de la Matriz le siguen el rastro, registrando palmo a palmo las matrices más cercanas. Han decidido que debe morir por la participación que tuvo en la revuelta.—¿Por qué vino a ponerme en guardia, Rastell? ¡No somos amigos!—La Iglesia sabe cuánta verdad hay en esas palabras. Sin embargo, me salvó la vida, Meacher. Y yo también estoy huyendo. Tuve la suerte de poder escapar. Querían mi sangre por lo que llaman mi ineficiencia... así que yo también tuve que huir de ellos.Aturdido levanté la mirada y mis ojos tropezaron con el horrible vitral del asesinato de Moray y la figura de John Knox cuando lee con el entrecejo fruncido la oración fúnebre; la moribunda luz del día le daba un énfasis especial. Ser el destinatario de una oración similar estaba aún muy lejos de ser mi deseo.—¿Por qué se ha molestado en venir hasta aquí para informar a Sherry, señor Rastell?Se volvió hacia ella:—Porque es la única persona que conozco fuera de mi matriz, porque debemos unirnos si queremos escapar de una muerte segura.—¿Y cómo se propone conseguir su propósito?—Bueno, tenemos que huir a otra matriz, una alejada del cálculo de probabilidades, escondernos allí durante unos meses, más si es necesario, hasta que se hayan cansado de buscarnos.

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—Ya veo —dijo Cándida, con un tono de voz que hubiese paralizado al mismísimo John Knox—. Por sus palabras, deduzco que tiene uno de esos portales a mano y que su intención es escamotear a mi cuñado por él.—Exacto, señora.—¡No hará nada semejante! Somos una familia pequeña pero muy unida. No permitiré que Sherry desaparezca en matrices más pervertidas que la nuestra. Ya se ha inmiscuido demasiado en problemas impíos.—Aquí corre peligro.—También lo correría en las otras —bajo la débil luz del recinto, intercambiaron miradas asesinas. Yo no sabía qué decir. Por último Cándida dijo—: Hay una solución. Yo iré con ustedes. A través del portal,—¡Señora!—La fe de ambos es frágil. Yo los acompañaré y me encargaré de que no caigan en pecado. ¡Usted adelante, señor Rastell!Rastell había dejado el portal en el cuartucho miserable de una pensión vecina a la iglesia. Lo preparó mientras Cándida y yo lo mirábamos. Cuando Rastell se disponía a inyectarnos, traté de disuadir a Cándida pero se mostró inflexible.—En otras matrices, ya has dado prueba de tu conducta un tanto laxa en cuanto a moral se refiere, Sherry. «Bastante son nuestros problemas sin necesidad de revolver los de los demás». Eso es lo que me dijiste. No estoy de acuerdo. La doctrina de Cristo enseña que tenemos una responsabilidad moral hacia todos los seres. Si son humanos y poseen un alma que perder, entonces la gente de otras matrices es igual a nosotros, vivan o no en otras dimensiones.—¡Pero obedecen sus propias normas de conducta! Nuestra obligación moral consiste en no juzgarlos de acuerdo con nuestro código moral.—¿Nuestro código moral? No es nuestro, nos viene de lo Alto. Nos limitamos a respetarlo; debemos cuidar de que los otros lo respeten. Las pautas existen por derecho propio, las reconozcamos o no, a igual que Dios.A la familia Meacher le encanta ese tipo de dicusiones y se embarcan en ellas en los momentos más insólitos, una manía como la del bordado.En la mano de Rastell había aparecido una libretita negra y revisaba los números de clasificación.—Entonces escaparemos a una matriz bien lejana a ésta, donde jamás se haya reconocido a un Dios —dijo. Tal vez hubiese un ápice de ironía en su voz, pero Cándida preguntó con ansiedad:—¿Existe una matriz así? ¡Entonces sí que podremos realizar una labor positiva!Y palmoteó alborozada.Ella fue la primera que Rastell transportó con el portal. Yo la seguí. El fue el último, lo vi materializarse llevando el portal, como el payaso del circo que salta por el aro que él mismo sostiene. Pero no tuve tiempo de meditar en ese milagro menor de la ciencia ¡porque Cándida ya estaba enzarzada en una violenta discusión con uno de los habitantes de nuestra nueva matriz!¿La matriz o el habitante? ¿Por cuál empezar? El habitante —será mejor que no me refiera a él con el nombre de escocés— atraía toda la atención de Cándida, por lo tanto fue a él lo que miré primero, y él tendrá la prioridad.Era un espécimen de menor talla que la común, de porte brutal, con una pelambre áspera que sospeché le cubría el cuerpo íntegro bajo la tosca vestimenta. Sin duda se había apoderado de Cándida tan pronto ella se materializó. Le parloteaba en una lengua incomprensible... y llevaba la peor

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parte en la pelea, porque Cándida lo aporreaba con una pesada bolsa para las compras que había llevado a la iglesia. Cuando embestí para liberarla del atacante, éste echó a correr.Por un instante, se inclinó e hizo un gesto de una obscenidad tan animal que Cándida chilló de indignación. Luego se volvió y bajó la colina a toda carrera, marchando con sus pies planos a lo largo de la calle sin pavimentar.Dije calle... senda hubiese sido la palabra adecuada. Pues esta Edimburgo no se parecía en nada, excepto en la naturaleza del terreno, a la ciudad de la dimensión de -Rastell o mía. Las casas no parecían ser otra cosa que una insensata acumulación de piedras y ramas de árboles. La calle, como ya dije, era una simple senda que serpenteaba entre las chozas, y en ella se apilaban lo desechos y los excrementos humanos. Donde, en nuestra matriz, se levantaba St. Giles, se veía una construcción primitiva, casi la parodia de una iglesia, con una especie de chapitel que al mirarlo con Mayor detenimiento demostraba ser la punta de un pino seco.Me fue posible observar todos esos detalles porque por fortuna habíamos llegado al promediar la tarde; resolví, para mis adentros, que con el crepúsculo saldríamos de allí. Cualquiera que fuese la culpa de aquellos desdichados habitantes de la Tierra, no veía la razón de que nosotros tuviésemos que compartir su suerte.—¡Así que éste es el mundo cuando no se cree en el Señor! —exclamó Cándida—. ¡Paganos! ¡Tienen el aspecto y los gestos de los impíos! Sí, el diablo reina aquí. ¡Fuera!La última exclamación estaba dirigida a un grupo de bobos saltarines que se habían congregado para ver la diversión. Brincaban con alborozo, cacareaban, daban volteretas, remedaban nuestros gestos.Encaré a Rastell.—¡Son un hato de gorilas! ¡Nada más que un hato de gorilas! ¿Qué clase de broma es ésta? Nos ha lanzado a una especie de matriz prehistórica ¿no?—No, no se trata de una broma. Esta matriz es contemporánea de las nuestras. Sólo que la raza humana ha tomado un camino de evolución distinto.—¡Alejados de Dios! —dijo Cándida—. ¡Ojalá pudiese hablar su lengua!Un trozo de basura la golpeó en el hombro. Los espectadores —quizá enojados por nuestra mala actuación— habían empezado a arrojarnos cosas. Abracé a Cándida por los hombros y la obligué a alejarse. Los espectadores arracimaron los dedos en ambas comisuras de la boca sin labios y silbaron burlones, ¡silbidos largos, estridentes, mordaces, penetrantes! Con Rastell pegado a los talones, nos internamos por entre dos cabañas fétidas, casi tropezamos con una piara de cerdos negros y peludos en nuestra prisa por alejarnos.Y allí terminaba Edimburgo, en el barro y los campos miserables. Lo que yo conocía como Cowgate era tierra labrantía sin cultivar. ¡Y la estaban trabajando! Había dos grupos dedicados a esa tarea, parecían estar arando. Sobre el arado mismo se veía, en los dos casos, a un mono capataz encaramado a una percha, que se aferraba a ella con los pies mientras azotaba con un látigo primitivo las espaldas inclinadas ante él. En uno de los grupos, las espaldas eran numerosas: encanijadas espalditas de mono, una docena de simios cautivos intentaban arrastrar el arado por el suelo pedregoso. En el otro grupo, la espalda no era más que una: una espalda amplia y negra, una inmensa criatura semejante a un orangután gigantesco tironeaba de los ejes que movían la cuchilla del arado.

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El imponente horror de la escena me conmovió al instante. Sólo más tarde comprendí su significado y supuse que era una comunidad agrícola que utilizaba en los trabajos los cautivos tomados a otras tribus. Las patéticas figuritas se afanaban bajo celajes grises y nubes parduscas portadoras de lluvias.No los miramos durante un largo rato, porque unos tunantes de formas extrañas avanzaban por detrás de las cabañas en nuestra dirección. Rastell levantó una mano en un gesto de admonición:—¡Es inútil huir! No nos harán daño.—¿Quién piensa en huir? —preguntó, indignada, Cándida—. Debemos aprender su idioma y poner inmediatamente manos a la obra para convertirlos al cristianismo. Es lo único que los puede elevar de estado animal.—No creo que tengan lo que nosotros consideramos un idioma —dijo Rastell..Los que se acercaban eran de piernas largas y grotescos. Todo cuando nos rodeaba era tan extraño que sólo cuando estuvieron a nuestro lado descubrí que usaban zancos. Eran seis. Vestían una especie de uniforme. Como intentaba, con frenesí, relacionar cada detalle de esta matriz con otro de la nuestra, en el primer momento confundí los uniformes con las camperas negras de cuero que han adoptado los matoncitos de mi Edimburgo natal; más tarde llegué a la conclusión de que era la piel de sus enemigos, el pueblo-gorila.Los hombres —no, digamos los hombres-monos pues eso eran—, los hombres-mono usaban zancos de unos noventa centímetros de altura, que manejaban muy diestramente con los pies, y conservaban las manos libres. Uno de ellos intentó tocarme el hombro, levanté el puño con brusquedad, de inmediato estuvo en el suelo y, sin cambiar de «mano», me propinó un bastonazo en las costillas... en un abrir y cerrar de ojos recobró su postura erguida.—¡No lo atacarán si no los asusta! —dijo Rastell.—¿Cómo puede estar seguro? —preguntó Cándida.—No son hostiles como los seres humanos; sólo desconfiados como los monos.—Bueno, ¡yo soy de las dos naturalezas!Pero les permitimos, con bastante docilidad, que nos arreasen, pues los zancudos habían conseguido lo que, sin duda, era su propósito: intimidamos con la estatura. A la augusta impresión sólo la menoscababa la cháchara que intercambiaban, que Cándida escuchaba con ceñuda concentración, como si intentase comprender las palabras.Los zancudos nos condujeron ante una cabaña grande que se alzaba como una burla en el predio en que se levanta, en nuestra matriz, la magnífica catedral gótica. Cuatro se apostaron junto a la puerta. Los otros dos no empujaron al interior, saltando con agilidad de sus zancos al entrar en el recinto.Aunque estaba en tinieblas, se podía ver que era espaciosa, como era lógico, porque albergaba a toda una familia de monos. Por el vago recuerdo de la organización entre los simios, creí distinguir las siluetas de varios monos viejos que se acuclillaban en el fondo, y también las de hembras más activas, ataviadas con toscos delantales de - un amarillo chillón que no les cubrían los traseros. Los chiquillos pululaban, aunque tenían buen cuidado de no acercarse —me sorprendió que contaran con un lujo tala un pequeño fuego

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que ardía en un nicho lateral. Los olores que nos llegaron eran fuertes y extraños.Casi por encima de nuestras cabezas colgaban un trapecio. Sentado con negligencia en él, mascando una zanahoria, estaba un macho joven y vigoroso. El uniforme negro que vestía tenía adornos de brillantes plumas, mientras que alrededor de los tobillos lucía un par de espuelas de amenazador aspecto. Nos miraba furioso.Los zancudos que nos habían acompañado se postraron ante él y se humillaban y gemían en voz baja. —Es el jefe —dije.—Será mejor que nos arrodillemos, sólo para demostrar que nuestras intenciones son pacíficas —dijo Rastell—. Una vez que nos acepte... no habrá problemas.—¡Tiene razón! Si hemos de enseñar humildad, tenemos que estar dispuestos a humillarnos —dijo Cándida. Me miró ceñuda—. ¡Arrodíllate, Sherry!En esa forma, creo, la afectuosa mujer le evitaba una herida a mi orgullo; me limitaba a obedecerla.Pero cuando nos arrodillamos, el jefe en las alturas escupió un trozo de zanahoria que fue a pegar en el ojo de Rastell. Se levantó como un relámpago, olvidando toda prudencia.—¡Mandril! —gritó, blandiendo el puño.Lo entendió al vuelo. Antes de que tuviera tiempo de ponerme de pie, el bruto del trapecio lo había levantado, sin ningún esfuerzo, y durante un momento sus caras casi se rozaron. Hubo un fogonazo de caninos, se oyó un grito y Rastell se precipitaba desde la altura. Cayó abierto de brazos y piernas. Noté que la oreja le sangraba. Los dientes del jefe la habían desgarrado.El jefe, gruñendo y escupiendo, aterrizó ágilmente a unos pasos de distancia y luego se acercó a Rastell, balanceando los brazos, brincando, farfullando. Los chiquillos se dispersaron buscando a las madres, que se habían apeñuscado, inquietas, y ni siquiera murmuraban.La pelea era inminente.De un salto me apoderé de unos de los zancos que un guardia había dejado abandonado. En un instante se abalanzaron sobre mí. Revoleé el palo con fuerza, golpeándolos con furia, pero la piel de gorila los protegía y me arrollaron. Me estrellaron ignominiosamente contra el piso y me arrancaron el palo de la mano. Me sujetaban, con lacara hundida en la mugre del piso, esperando como perros la orden del amo.Pero el amo seguía dando vueltas en torno a Rastell. Rastell se había erguido y buscaba un arma con desesperación. Su oreja sangraba mucho. Vi que dos de los viejos habían avanzado a paso tardo desde el fondo y sujetabana Cándida, con torpeza pero sin hacerle daño. Las hembras del rincón chillaban y brincaban.Entonces se hizo un profundo silencio y nos inmovilizamos como en un cuadro vivo. El jefe se disponía a saltar, a abalanzarse sobre Rastell con dientes y espuelas, cuando éste se movió.Rastell se inclinó, casi se acuclilló, tocó el suelo con los puños y chasqueó los labios. Mostró al jefe el cuerpo de perfil. La posición lo convertía en un gorila. El jefe avanzó y vaciló —la tensión nos inmovilizaba a todos— y de pronto saltó sobre la espalda de Rastell. Por un momento lo abrazó por el pecho y se refregó contra él, en una parodia de copulación y luego se separo. Rastell se irguió.

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Toda la tensión se disipó. Nos soltaron a Cándida y a mí. Nos sacudimos el polvo y Rastell se enjugó la cara y la oreja. Las hembras y los niños del pueblo-mono volvieron a correr y parlotear. En lo que al jefe respecta, perdió todo interés en nosotros. Chillándoles a los guardias, se encaramó en el trapecio una vez más. En un soplo, a los tres humanos nos sacaron al aire libre.Los zancudos nos llevaron a empujones hasta el final de la calle y allí, con gritos y gestos, nos despidieron sin más trámite.Estreché la mano de Rastell.—¡Qué listo ha sido en esta ocasión! Adopto las costumbres de los simios y con ello probablemente nos salvó la vida.—Fue bien desagradable verlo degradarse ante un animal —dijo Cándida.Riéndose, Rastell respondió:—¿No son superiores a nosotros en muchos aspectos? No hay aquí guerras entre las especies ni asesinatos, como los hay entre los hombres. No hice más que seguir sus costumbres tribales.—¿Nuestros superiores, señor Rastell? ¿Esas bestias sinDios? ¡No me sorprende que no hayan salido de su estado simiesco si nunca han encontrado a Dios!--Más adelante podremos discutir el punto a nuestro gusto, señora Meacher —dijo Rastell con frialdad. Volviéndose a mí, agregó—: Ahora tendremos que caminar un poco.Un grupito de ociosos se había reunido y corría a nuestro alrededor, silbaban, gritaban y se burlaban de nosotros. Se fueron quedando atrás cuando salimos de la ciudad. Para animarla un poco, rodeé los hombros de Cándida con mi brazo. La tarde se había puesto muy melancólica; había amenaza de lluvia; y estábamos muy lejos de casa. Era evidente que la aldea nos había sometido a una especie de examen y que, al habernos aprobado, nos permitían recorrer su mundo primitivo en libertad; también era evidente que Rastell sabía lo que hacía; y sin embargo tanto a Cándida como a mí nos repugnaba hacerle preguntas.Mientras marchábamos hacia el poniente, siguiendo una senda que pasaba bajo un peñasco sobre el cual —en cualquier matriz sensata— se alza el Castillo de Edimburgo, mi cerebro era un torbelino. No se debía confiar en Rastell. El episodio con el adorador de Mitras, Mark Claud Gale, me había prevenido contra las alianzas que ocultan factores desconocidos.Los objetivos de Rastell no eran los míos, por mucho que él tratase de hacérmelo creer así; y comprendí con toda claridad que el momento que habría de revelar el antagonismo de nuestros fines se aproximaba. Rastell no nos llevaba a hacer un paseo vespertino. Nos dirigíamos hacia alguna parte con un propósito definido... y adivinaba, por lo menos en esbozo, la clase de lugar que sería.Yo carecía de armas. Rastell tenía arma al cinto. No la había empleado para defenderse del líder de los hombres-mono. Así que debía haber algún tipo de convenio con ellos. Rastell conocía esta matriz.No. No estaba más que haciendo conjeturas. No tenía ninguna prueba; eran sólo mis temores los que me aguijoneaban. Y si mis temores eran infundados, entonces tenía que cooperar con este hombre. Podría .ser el único hombre en toda la matriz... pero lo dudaba.Lo observé mientras marchábamos.

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Caminaba impasible, llevándonos en dirección a Water of Leith, que era muy probable existiese allí como en su matriz y en la mía. Cándida, sin otra idea que el aspecto religioso del problema, le hablaba sin cesar; Rastell parecía no escucharla.—...mucho más terrible de lo que jamás pude imaginar. Usted parece estar muy al tanto de sus costumbres... si es que nos vamos a quedar por mucho tiempo aquí, yo también debo tratar de comprenderlos, de hablar su idioma, para llevarles la palabra de Dios. Usted me ayudará, señor Rastell, al ser usted también un hombre de Dios, ¿no?—Lo mejor será dejarlos vivir como hasta ahora.—¿Cómo puede decir eso? ¿Cómo se atreve? ¿No es toda esta matriz una prueba del amor de Dios? No lo conocen aquí... ¡y se han estancado en un nivel animal durante un millón de años! Debemos acercarlos a Cristo.Rastell se volvió hacia ella, inexpresivo y sólido, sin sombra de atractivo.—¡Piense un poco, señora Meacher! Esta gente no ha evolucionado en la misma forma que nosotros. Nosotros partimos de una etapa hombre-mono, ¿no? Nosotros —nuestros antepasados— fuimos cazadores después de la fase agrícola, y luego pasamos a organizaciones más perfeccionadas. ¿En qué momento de esta evolución supone usted que intervino Dios, señora Meacher?—Dios creó al mundo.Rastell rió, una risa amarga y forzada, como si le lacerase la garganta.—No ¡la verdad es al revés! ¡Nuestro mundo creó a Dios! Durante la etapa arborícola, la del mono, en la que este mundo se ha paralizado, no se tiene necesidad de Dios...—¡No tiene necesidad de Dios! No querrá decir...—Los monos no tienen necesidad de Dios, le digo. En su lugar cada grupo tiene un líder, un jefe, un tirano, como el que acabamos de ver. Él dicta la ley, distribuye justicia, cumple todos las funciones sociales de su Dios. Pero cuando los monos se ramifican en cazadores, compiten por la comida con carnívoros más inteligentes como el lobo, se ven obligados a rechazar esa tiranía, porque cada uno de los miembros de la manada tiene que pensar por sí mismo. Así la autoridad del líder se relaja, para permitir esa semiautonomía de pensamiento. E inventa una sombra por encima de él, una autoridad suprema, omnipotente y, por supuesto, aliada suya, en la cual todos pueden creer. Se introduce una ley moral donde antes reinaban los puños. ¡Se ha inventado un Dios!—¡Ídolos! ¡Figuras estampadas!—Al principio, sí. Luego dioses más elaborados, dioses omnímodos e invisibles y coléricos... Y por último: ¡Dios! ¡Jehová!Habíamos descendido a tropezones por la barranca de una pequeña cañada. Ante nosotros fluía el angosto río Ilamado Water of Leith. Pero en mi tiempo, sobre él se extendía el hermoso puente Telford. Pero allí no se veía nada semejante, sólo un transportador miserable, una barca de fondo plano que se arrastraba de una orilla a otra por medio de un cable tendido por encima del agua. Enseguida comprendí que hasta ese simple aparato era obra de hombre y no del pueblo-mono.En la orilla opuesta, confirmando mis sospechas, se alzaba una valla de alambre de púas; justo frente a la barca, se veía un portón.Empezó a llover. El frío era intensísimo.Cándida, aterida, le decía a Rastell:

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—¡Usted proclama que Dios no es más que una invención del hombre para afirmar su autoridad! ¡Usted, un hombre de Dios!—Cállese, ya estamos casi allí. Suba al bote. Y usted...Antes de que terminase de hablar, me había zambullido de costado y había asido la cartuchera. Me golpeó el brazo y lo abracé por la cintura, se debatía como un salvaje y caímos al suelo.Quedé encima dé él y le apreté el estómago con la rodilla. Con ambas manos lo aferré por la garganta, como ya lo había hecho otra vez. Su oreja herida empezó a gotear de nuevo. Levantó los pulgares tratando de hundirme los ojos, su rostro estaba lívido por la presión de mis manos. Cándida logró sacarle el revólver y le metió el caño en una oreja.—¡Quédese quieto o lo mato!Yo sabía que lo haría. ¡Él también! Se quedó quieto, todo espíritu de lucha lo había abandonado.Con brusquedad, le hice rodar sobre sí mismo y empecé a desprender el portal que llevaba a la espalda.—Sheridan —dijo con voz ronca—, lo llevo a la seguridad, ¡lo juro!—Jura, ¿por qué jura? ¿Por su honor? ¿Por Dios? Usted sólo cree en el poder, Rastell; nos acaba de explicar su filosofía. Todo se justifica si reafirma el poder. ¿Qué hay al otro lado del alambre de púas?Vacilo. Llevé el brazo hacia atrás y lo abofeteé. —¿Qué hay detrás del alambre de púas?—El jefe-mono que conocimos; encerramos allí a sus enemigos, otras tribus.—¡Oh, así que es su aliado! —le dije a Cándida mientras le alcanzaba el portal plegado—; Rastell me explicó una vez que no hay mejor Estado que el que tiene esclavos. Éste es un mundo esclavista... de esclavos poco inteligentes, es verdad, pero dóciles a la disciplina. Aquí puedes reclutar un ejército de esclavos, trasladarlos a tu matriz y hacerlos participar en la represión de las rebeliones, ejércitos enteros de monos baratos. ¿No es así, Rastell?Le retorcí el brazo y lo disfruté mucho.—Tiene que sufrir en aras de la justicia —dijo.Le saqué el arma a Cándida y me puse de pie. Hizo ademán de levantarse y le ordené que se quedara en el barro. Se apoyó en un codo y nos fulminaba con la mira- da, dos veces más peligroso que el líder mono, pensé.Mi cuñada tiritaba. Se estrechó contra mi brazo libre, sin mirar a Rastell.—¿Por qué nos trajo a este horrible lugar?—Alguien debe entrenar al ejército-mono. ¿Tengo razón, Rastell? Y quería vengarse de mí. No es un fugitivo de su mundo. Necesitan mentes cínicas como la suya, ¿no?, para mantener el bestial statu quo.Yacía en el barro sin responder, los pliegues de la boca en amargo rictus.—Mi destiño era vigilar a los monos mientras otros exiliados los entrenaban, ¿no es así, Rastell? ¡Algo tan bajo como eso!Con algo de su antiguo espíritu, dijo:—Sólo quienes gozan de nuestra confianza consiguen un trabajo fácil como el de guardián. Para el resto, hay montones de trabajo sucio. Alguien tiene que fregar las cuadras de los monos.Se puso de pie con lentitud, vigilándome, con la cara gris, la sangre le corría por las mejillas y el mentón. Con un rápido movimiento de la mano se la secó como si fuese basura.—¿Qué vas a hacer con él Sherry?

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—Tendría que matarlo, ¿no te parece?—Sí, tendrías que matarlo.Me azuzaba a mí mismo para poder hacerlo. Por desgracia, también tenía que mirar ese rostro cuadrado y sombrío. ¡Qué poco lo comprendía! Lo había visto en sus momentos de coraje y de cobardía. Rastell luchaba para apuntalar el inicuo sistema de su matriz (como por instinto lo hacemos todos), y sin embargo había murmurado que a los esclavos de aquí era mejor dejarlos vivir como hasta entonces. Era, al mismo tiempo, un hipócrita y un creyente. No, yo no podía juzgarlo; y quizá sea imposible asumir la fácil presunción con que calibramos la personalidad de un hombre si nos separa de él un abismo cultural. No podía juzgarlo. Ni tampoco matarlo.—Déme la llave del portón al otro lado del río, Rastell. Negó con la cabeza.—No tengo ninguna llave.—Apúntale con el arma, Cándida, mientras lo reviso.Cuando simulamos acercarnos, Rastell hizo un gesto de derrota. Sin decir una palabra, corrió un cierre relámpago de la túnica, sacó una gran llave y me la arrojó. La barajé en el aire y la metí en el bosillo sin hacer comentarios.La lluvia le caía por la cara en regueros irregulares y ni siquiera intentaba secársela. Le hice un gesto con el revólver.—Vuelva a la aldea —le dije—. El jefe de los monos lo cuidará hasta que alguien llegue a rescatarlo.Por un momento, Rastell nos miró fijo. Abrió la boca como si se propusiese hablar. Luego se persignó y dio media vuelta, empezó a recorrer lentamente el camino por el que habíamos venido. Cándida y yo lo miramos marcharse.La lluvia arreciaba. Estrechando el portal y el revólver, tirando del cable, cruzamos el río con el bote. La ayudé a Cándida a subir la resbalosa barranca y abrimos el portón. Daba a un campo achaparrado y quebrado; al trepar una cuesta, surgió la gran prisión.A pesar de la cellisca, había hombres-mono moviéndose en escuadrones; supongo que debería decir marchando. Los vigilaban hombres de uniforme negro: víctimas, sin duda, del régimen de Rastell, que estarían más que contentos de darnos asilo. La cortina de lluvia, después de azotar a las figuras diminutas, ocultaban y revelaban a medias los siniestros edificios de cemento que se alineaban más allá, delante de una hilera de pinos.Dios bien lo sabe, la perspectiva no era muy halagüeña. Y, no obstante, ese cuadro de miseria y lucha humanas —lo espiritual y lo animal siempre entrelazados— parecieron reconfortamos en ese extraño lugar, porque no nos eran desconocidos. Cándida y yo nos estrechamos las manos y con paso lento y trabajoso nos encaminamos a los grises edificios.Sin duda nos ofrecerían algo más que un refugio. Algo más que un mendrugo.Por encima de ellos, bañada en el agua de la lluvia, se alzaba una Cruz gigantesca.Fe en ferrocemento.

FIN

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