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http://alternativas.osu.edu 8, 2018 ISSN 2168-‐8451
No. 8, 2018
MENTES SALVAJES: ESCRIBIR DESDE EL CORAZÓN DE LA LOCURA Kate Richards, MD MBBS (Hons) DipArts Melbourne, Australia Traducción María Victoria Márquez
Los Caprichos, El sueño de la razón produce monstruos
Francisco José de Goya y Lucientes, 1798
La misteriosa naturaleza de la locura y su relación con los extremos del pensamiento y el
comportamiento le han otorgado poder narrativo: simbólico y retórico en la ficción, experiencia
vital del escritor en las memorias y la autobiografía. La locura presenta una relación compleja
con la memoria y un singular modo de influir el proceso creativo. Comenzaré aquí con la
historia de mi experiencia de la locura y cómo la narrativa de mis memorias, Madness, fue
construida, y luego ofreceré algunas ideas sobre las siguientes cuestiones más amplias: ¿Qué es
la locura? ¿Cómo se representa la locura en las memorias y la autobiografía, comparado con la
biografía, la ficción y la poesía? ¿Cómo influyen la verdad, la experiencia, la realidad y la
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memoria en la construcción narrativa y en el poder narrativo? ¿Qué es la memoria, y qué efecto
tiene la locura sobre la memoria? A la inversa, ¿qué efecto tiene la memoria sobre la locura?
¿Cómo puede la locura actuar como un medio para expresar los recuerdos, las emociones y las
experiencias traumáticas en la literatura y en otras formas del arte? Y finalmente, ¿puede la
locura ser un catalizador de la búsqueda de sentido que realiza el escritor?
Las definiciones de locura están influidas por nuestro lugar y tiempo en la historia,
nuestro lenguaje y creencias religiosas o espirituales, nuestra comunidad y nuestra cultura. La
locura se encuentra en todas las sociedades conocidas. Transgrede los límites, no conoce
barreras y no discrimina. Podemos decir que la locura es una enfermedad biológica del cerebro,
que afecta la percepción, el pensamiento, las emociones y el comportamiento; o que es una
incapacidad para distinguir entre lo real (realidad) y lo falso (fantasía); o una forma de
inmoralidad o posesión demoníaca o inspiración divina; o, de acuerdo con el psiquiatra escocés
R.D. Laing, ‘A perfectly sane adjustment to an insane world’ [‘Una adaptación perfectamente
sensata a un mundo desquiciado’]; o una voz que suena en conflicto con los intereses creados
del estado; o una parte comprensible del sufrimiento y de la condición humana; una reacción a
experiencias extremas como la guerra, la hambruna, la persecución, el aislamiento, los
desastres naturales, el duelo y la pérdida. Después de un intenso estudio sobre la locura entre
sus reclutas, incluso el ejército norteamericano tuvo que conceder al final de la Segunda Guerra
Mundial que todo hombre tiene un límite.
El laureado poeta Wallace Stevens dijo:
‘The mind is a violence from within that protects us from a violence without. It is the imagination pressing back against the pressure of reality.’ [‘la mente es una violencia interna que nos protege de una violencia exterior. Es la imaginación empujando hacia atrás contra la presión de la realidad.’]
Los rasgos universales de la experiencia de la locura se encuentran tempranamente en el saber
clásico sobre el cuerpo y la mente, en creencias religiosas, en la teoría de los cuatro humores, y
más recientemente en las aproximaciones fisiológicas, psiquiátricas y farmacológicas del
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presente. El filósofo francés Michel Foucault escribe que, en el Renacimiento europeo, las
personas definidas como ‘locas’ eran retratadas en el arte como poseedoras de una suerte de
sabiduría –un conocimiento particular de los límites de nuestro mundo– y en literatura, como
reveladoras de la distinción entre lo que la gente es y lo que pretende ser.
En la medicina tradicional china, cuerpo y mente (psique) no son considerados
entidades separadas. La locura es una pérdida del balance interno de una persona y de su
armonía con el cosmos y el mundo natural –que resulta en un exceso de una de las siete
emociones, entre las que se cuentan enojo, temor, tristeza y alegría–.
Para mí misma, la locura es el mundo real de muchos miles de personas quienes en este
momento viven y mueren dentro de ella. Nunca se disculpa. A veces es una sombra, siempre
presente, a pesar del sol. A veces es un pozo de agua oscura sin fondo, o un dispositivo para
levitar hasta las estrellas. Arrebata las mentes racionales de la gente común. Toma nuestros
corazones a sabiendas de la muerte.
La primera vez que caí enferma, pensé que el negro horror de la depresión era la Vida y
por mucho tiempo anduve a tientas a través de la densa niebla de pena y malestar, luchando
contra los días y las noches hasta que el negro horror devino en El Mundo Entero –de
consciencia y de sueño–. A lo largo de los años en que estuve enferma, a veces necesitaba
semanas en el hospital –un lugar de contención y relativa seguridad– hasta que la medicación
surtió efecto. Después de eso me alejé de mí misma. No podía confiar en mi mente. La afección
tomaba control de mí cuando quería. No existía la noción de Futuro. Y yo había clavado un
cuchillo tan profundamente entre el pensar y el sentir, que me volví temerosa del amor. La
depresión perfora tu piel emocional y cada día consume un poco más de tu resiliencia, un poco
más de tu habilidad para sentir placer y un poco más de tu esperanza en un futuro. El autor
galardonado con el Premio Pulitzer, William Styron, ha llamado a esto ‘desesperanza más allá
de la desesperanza’.
Hay cambios en la química cerebral, en los neurotransmisores y las hormonas del estrés.
También hay una pérdida del sentido del ser, de integridad y capacidad de centrarse, un
quiebre de la mente y el alma y, a veces, el temor de que el cuerpo también se esté quebrando.
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En esto pensaba casi todas las noches: ¿cuándo será la hora de partir? Mi arma estaba siempre
cargada (metafóricamente). En mi mente doliente simplemente no había alternativa. Asumía
que todos sentían lo mismo y así estaba asombrada de que tantas personas llegaran a los
cuarenta, cincuenta, sesenta, setenta, u ochenta años. Pensaba que era extraordinario que lo
hubieran podido sobrellevar por tanto tiempo. No sabía cómo registrar la felicidad en las cosas
más simples. No entendía la sutil belleza y calma de la espiritualidad. No tenía control sobre mi
mente porque creía que un cierto número de otras personas habían tomado residencia en mi
cabeza. Ellos estaban aficionados a darme órdenes. Eran estridentes. Eran como la Medusa:
cabeza de serpiente, mirada potente. Afuera estaba oscuro durante la mayoría de las horas en
que yo me sentaba o yacía en aquella habitación del hospital con forma de cubículo y puerta de
cerradura.
A veces yo era un ser humano con un alma y una mente y un corazón enrojecido, y a
veces era un animal desangrándose bajo la sábana blanca. A veces la corriente inexorable de la
enfermedad me arrastraba al mar. No tenía rostro ni nombre y era de tres metros de alto, con
el aliento y la profundidad del océano.
Memorias como estas son inquietantes, como espectros, fantasmagóricas. Muy reales –
pero no reales–. Delante y detrás de mí, donde sea que fuera y, sin embargo, inalcanzables.
Días después de haber sido dada de alta del hospital, iba caminando una vez a la semana al
consultorio de mi psicóloga, parpadeando bajo la luz del sol del mundo exterior como una
recién nacida, atónita ante el ritmo de la vida y los miles de estímulos contrapuestos a mi
alrededor. Su oficina era un remanso: delicadamente amueblada, tranquila. Allí dentro no me
sentía una mujer-‐recientemente-‐loca. Al contrario, sentía que había vuelto a un ámbito de
seguridad y de sanación. Hablamos del padecimiento de un trastorno de largo plazo. Sobre las
cosas que había perdido en el camino. La búsqueda de sentido. Ella normalmente, y con
convicción, enunciaba la esperanza de que yo podía recuperarme. Es en efecto un hecho
profundo llegar a entender que la enfermedad es una parte, pero no la totalidad de quien uno
es.
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El trastorno mental afecta muchas de las funciones del cerebro y la mente que solemos
dar por sentado: pensar y razonar, y la emoción, el sueño, el apetito, el placer y el dolor y las
creencias y la conducta. Aquellos de nosotros quienes hemos vivido la experiencia de la locura
tenemos maneras únicas de apoyarnos mutuamente y solemos desarrollar vínculos de
duradera amistad. Entendemos que un abrazo puede ser como un baño tibio, dorado, el terror
de estar solamente vivo, de la sangre, del temor, de pertenecer, de añorar, del amor, una
ráfaga de luz, un agujero negro, una totalidad, una santidad, un anhelo, una comunión o un
ahogamiento o aquello que salva una vida.
A lo largo de todos los años de mi enfermedad he llevado conmigo cuadernos donde
escribía poemas, observaciones, conversaciones, frases extrañas, cuestiones existenciales, en
los que he tratado de dar sentido al caos de mi cabeza. Muchos de los que tenemos
enfermedades de largo plazo leemos libros sobre las experiencias de vida de padecimientos
similares para saber que no estamos tan solos –y para aprender de los recorridos que hicieron
otros hacia el bienestar–. Esta idea de conectividad fue el catalizador de mi libro, Madness: a
memoir. ¿Podría yo expresar la precaria crudeza de mi experiencia, la intensidad, la euforia del
momento y la confusión y la negra desolación, la angustia invalidante? ¿Podría el hecho de
arrojar alguna luz directa sobre este tipo de experiencias, permitir a personas de todos los
ámbitos de la sociedad verlas y, con suerte, entenderlas desde dentro? En su versión original,
Madness era un libro de locura de la primera página hasta la última. Comenzó con un intento
de cortarme mi propio brazo y terminó unas 70.000 palabras-‐corriente-‐del-‐pensamiento
después en la cima de una montaña. Como obra literaria era esencialmente ilegible porque
había una sola narradora y no era una fidedigna: contaba una historia de la locura con una
mente afligida por la locura.
Construir una buena narrativa requiere de un examen de las diferencias entre
experiencia y realidad, memoria y tiempo. Así aprendí que, para escribir sobre la locura, tengo
que encontrar primero un punto de razón y estabilidad a una distancia suficiente de espacio y
tiempo que me permita mirar hacia atrás y abordar mi experiencia con cierta objetividad. He
aquí sin embargo la dificultad: nuestras memorias inevitablemente se transforman y
desvanecen. Por eso como escritores tenemos que preguntarnos a nosotros mismos: ¿Cómo
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mantener integridad y veracidad en nuestro trabajo? ¿Cómo podemos escribir sobre nuestras
vidas con autenticidad cuando dependemos de unos recuerdos poco fiables? ¿Cómo podemos
convencer a nuestros lectores que nuestras historias se basan en la ‘verdad’? Y desde luego, ¿la
verdad de quién narramos?
Las memorias se codifican y guardan gracias a la formación de nuevas conexiones
neuronales entre diferentes partes del cerebro: la corteza visual, la corteza motriz, la corteza
auditiva, la amígdala y el hipocampo (que gobierna las emociones) y las áreas del lenguaje. Así
como memoria de corto y largo plazo, todos tenemos memorias puramente sensoriales,
memorias inconscientes, memorias que se desatan ante un rastro de perfume o el más mínimo
toque o una pieza musical, y memorias de memorias. Efectivamente, sólo nos conocemos a
nosotros mismos, quienes somos y cómo han sido nuestras vidas porque podemos recordar.
Las memorias autobiográficas de eventos y experiencias de nuestras vidas están
codificadas y almacenadas como una mezcla de hechos, emociones, lenguaje y creencia. Tanto
la formación como la evocación de cada memoria están influidas por nuestro estado de ánimo,
nuestros alrededores y el significado que elegimos dar a esa memoria. El recuerdo es por lo
tanto una interpretación y una reconstrucción de eventos que tomaron lugar en un cierto
momento.
Cuando se asocian emociones fuertes a una experiencia particular –miedo, conmoción o
dolor– normalmente recordamos esa experiencia con viveza, detalle y certeza. Curiosamente,
este tipo de memorias no son necesariamente más precisas que las otras. Su intensidad puede
(a su vez) afectar la función de los centros cerebrales que regulan la emoción. Para resumir: la
emoción modula la memoria, y la memoria modula la emoción.
La locura, como condición mental afecta la codificación y la consolidación de la
memoria, así como nuestra habilidad de recordar. La psicosis y la depresión pueden afectar el
contexto y los matices de una memoria. La sucesión de eventos que recordamos puede ser
relativamente fiel a la realidad, pero la significatividad emocional que le adjudicamos y la forma
en que la interpretamos están distorsionadas. Esto puede crear una distancia entre experiencia
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recordada y realidad, y puede tener un efecto profundo en la comprensión de nuestras
historias personales. Quizás incluso de la historia de nuestra familia y nuestra comunidad.
Mi recuerdo de eventos y experiencias que ocurrieron cuando yo estaba mal no siempre
es igual al de otras personas que estaban allí. Muchas de esas memorias parecían parte factual,
parte angustia, parte miedo, parte sueño, pero hay tres cosas que me permiten enfocar mejor
en ellas: leer la poesía y la prosa que yo había escrito durante aquellas épocas de locura,
escuchar música que me gustaba y volver a visitar lugares en Melbourne que habían tenido una
particular significatividad.
La recuperación de algunas de estas memorias está muy cerca de volver a traumatizar:
son emocionalmente intensas, visualmente intensas y desgarradoras, aunque estas memorias
de la locura recrean un trauma interno que se distingue del trauma externo que experimentan
los sobrevivientes de guerras, violencia y encarcelamiento.
A pesar de la naturaleza del evento original, recientes investigaciones en psicología y
neurobiología demuestran que el recuerdo de una experiencia emotiva o estresante provoca
una actividad cerebral similar a aquella que se produjo durante el evento original. Los procesos
neuronales vinculados a reconocer y sentir las emociones también están asociados a la
recuperación de memorias de experiencias sensitivas. Esto incluye la activación de una
respuesta hormonal al estrés tanto en personas con buena salud mental como particularmente
en personas que sufren de trastornos del estado anímico como depresión o manía.
La palabra ‘memoir’ [memorias] en inglés deriva del francés mémoire (memoria o
reminiscencia) y del latín memoria. Ninguna de nuestras memorias permanece inmovilizada en
el tiempo. Nueva información e indicios se incorporan a las viejas memorias a lo largo de
nuestras vidas. Con respecto a escribir memorias, esto significa que debemos admitir la
inevitable borrosidad entre imaginación y realidad –la diferencia entre verdad poética o
artística y hecho–. Y, que recordar es en verdad un acto creativo de re-‐imaginación.
Siempre y cuando este reconocimiento quede en claro para los lectores, nosotros, como
escritores, podemos seguir adelante en nuestra cruzada por hacer que el pasado reviva en el
presente, adoptando una suerte de libertad de movimientos entre diferentes perspectivas y
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sensibilidades –algunas líricas, otras analíticas–. Podemos reconstruir eventos y experiencias
para maximizar el poder narrativo desde una combinación de reportaje, poesía, análisis,
confesión y retórica. Encontrar el equilibrio justo entre todas estas formas es parte del desafío
artístico.
En mi propio trabajo, esto significa restablecer el balance entre locura y razón, y así
desarrollé dos voces narrativas distintas. Mi editor llamó a una de estas voces: la ‘Kate racional’
y a la otra: la ‘Kate demente’. La ‘Kate racional’ es la voz de la razón, una escritora con
formación médica capaz de reflexionar sobre la enfermedad (la locura) y darle sentido dentro
del contexto de su propia vida y de las vidas de sus seres queridos. Esta narradora establece un
puente entre el mundo exterior y el interior porque los lectores realmente necesitan
comprender el por qué: algo más allá de la mera descripción de lo que pasó; algún tipo de
análisis objetivo de los episodios de la enfermedad y de sus consecuencias, y una discusión
médica más amplia de la locura.
A veces yo estaba demasiado metida en el trabajo para ver lo que faltaba. A veces
estaba tan cerca que no podía ver que estaba escribiendo junto a mi falibilidad y mis fracasos y
mi falta de perspectiva sin haberlos enfrentado cara cara. En otras palabras, tuve que buscar la
verdad dentro de la locura –un proceso doloroso pero esencial para cualquier escritor que
intente proveer de significado al trabajo creativo–.
La ‘Kate demente’ es la voz contrastante de la sinrazón. Una narradora cuya conciencia
es en parte delirio y en parte sueño, cuya sensibilidad es ilimitada, un fuego de llama viva y
ardiente, una agitación del fluido cerebral, el aire a su alrededor lleno de magia, música y color,
los límites de todo desplazándose constantemente, incluso aquellos de espacio y tiempo.
Esta narradora cree que puede absorber el sonido en sus tres dimensiones y procesar cada una
independientemente. Dedica horas a escribir columnas de palabras que saltan de la página en
frases de un extraño espíritu que luego la devoran. Le parece que cada persona, y el cielo, el
aire, un árbol en el jardín, una hoja de ese árbol, las nervaduras de la hoja de ese árbol –cada
uno de ellos es la entidad más significativa, la pieza más vital de la existencia en la tierra–.
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Después de un episodio como éste, requiere cerca de tres meses encontrar y recobrar a
la ‘Kate racional’. El tiempo se reafirma a sí mismo en segundos y minutos y horas, los árboles
ya no son seres animados, mi expresión retoma ritmo y fluidez normales. Más importante aún,
el caos maníaco del pensamiento es filtrado por el lóbulo frontal de mi cerebro –comienzo a
reconocer que esta fuga de ideas (como lo llaman en psiquiatría) es representativa del
trastorno mental–.
A lo largo de la playa de la ciudad por donde camino, la marea llega justo hasta el borde
del muro de piedra y salpica el agua del invierno temprano y mis zapatos dejan una impresión
momentánea en la arena. Las gaviotas gritan. El viento es vigoroso, ahora hay arena en mi boca
y mi pelo y arena pegada en los dobladillos húmedos de mis jeans. Mantengo mi boca cerrada y
respiro y sonrío ante su crudeza –mar y cielo–. La luz está cambiando de un blanco definido a
un marfil pensativo y aunque el mar y el viento se mueven constantemente, hay una cierta
quietud en la repetición de las olas.
Las representaciones literarias de la locura en memorias y la autobiografía comparten
algunas similitudes con aquellas que aparecen en la ficción contemporánea. La misteriosa
naturaleza de la locura y su asociación con los extremos del pensamiento y el comportamiento
le han provisto de poder narrativo –simbólico y retórico en la ficción, experiencia vital del
escritor en las memorias–.
A través de la historia humana, la locura ha sido utilizada como un símbolo de la
emoción extrema y de la experiencia traumática, un medio para expresar memorias
traumáticas o un modo de recrear y explicar lo intolerable y lo insoportable: terror, dolor,
violencia, abuso, pena y pérdida, culpa, ira, desolación, shock, tortura, encarcelamiento,
aislamiento; muerte –y nuestra huida de ella–.
Para algunas personas: la locura, o insania, es su única forma de dar sentido a lo
irracional, lo inexplicable y lo incomprensible de la naturaleza humana. Esta particular
representación narrativa de la locura puede tener implicaciones éticas y políticas,
particularmente cuando se establecen relaciones sin fundamento: por ejemplo, entre la
enfermedad mental y una propensión al comportamiento desviado y violento. De hecho, según
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investigación australiana, las personas con un trastorno de este tipo son dos veces más
proclives a ser víctimas de violencia que la población general. El riesgo de que alguien con
esquizofrenia lastime o mate a otra persona es el mismo comparado con el resto de la
población. Una en diez personas con esquizofrenia, sin embargo, cometerá suicidio: este es un
riesgo diez veces mayor que el de la población general.
En memorias y autobiografía, la locura tiene un lenguaje particular. Hay un sentido de
motivación en la obra, una urgencia personal y una ferocidad basada en la determinación de
recrear, de desanudar y de purificar esas experiencias –tanto en la mente como en el
sentimiento– quizás incluso de capturarlas firmemente en la página. Allí, después de todo,
reside una forma de control por parte del autor. Por supuesto, una escritura tal supone un
enorme riesgo porque requiere dar voz a una porción considerable del corazón, la mente y el
alma del escritor, su confusión y dolor más privado y definidor, que entonces se convierte en
una cosa pública. Como escritor, anhelas fuertemente que la obra logre repercusión en sus
lectores y, aun así, sabes que es imposible que llegue de la misma forma a todo el mundo.
El poeta inglés Lord Byron escribió de sí mismo:
‘It is an awful chaos -‐ light and darkness And mind and dust and passions and pure thoughts Mixed, and contending without end or order, All dormant or destructive.’ [‘Es un horrible caos -‐ luz, tinieblas, Espíritu y arcilla, con pasiones Y pensamientos puros, confundidos, Sin orden y sin término luchando; Ora dormidos, ora destructores.’]
El análisis genético, la obtención de neuroimágenes y la observación nos muestran que la
productividad cultural en las artes y la locura tienden a ocurrir en las mismas familias. En la
época de Platón y Sócrates, se pensaba que la comunicación e inspiración divinas se lograban
sólo durante estados de la mente particulares como la pérdida de la conciencia, la afección de
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la fiebre, la locura o al ser poseído por las musas. Aristóteles preguntó, ‘¿por qué todos los
hombres que sobresalen en filosofía, poesía o las artes, son melancólicos?’
La escritora inglesa Virginia Woolf sufrió de melancolía, y de su opuesto, manía, a lo
largo de toda su vida. Su amigo y colega escritor Nigel Nicolson dijo, ‘Virginia’s imagination was
furnished with an accelerator and no brakes. It flew rapidly ahead, parting company with
reality. She had a way of magnifying simple words and experiences. If you gave her a dull piece
of factual information, she would hand it back to you glittering with diamonds.’ [‘la imaginación
de Virginia estaba dotada de un acelerador y de ningún freno. Volaba rápidamente alejándose
de la compañía de la realidad. Ella tenía una forma de magnificar palabras y experiencias
simples. Si le dabas una insípida pieza de información fáctica, ella te la devolvía brillante de
diamantes.’]
Quizás entonces la profundidad y el alcance de la percepción y el pensamiento
asociados a la locura puedan actuar como un catalizador para los artistas: para confrontar y
examinar tanto la memoria como la realidad de los extremos de la experiencia y las emociones,
y para buscar sentido dentro de ellos. Esa búsqueda es difícil y dolorosa porque desafía a los
artistas a mirar profundamente dentro de ellos mismos y a sentarse por largo tiempo con sus
propios miedos, fracasos y frustraciones: las memorias de los tiempos de caos y desesperación.
Pero es exactamente estas memorias, estos fragmentos de pensamientos y experiencias y estas
impresiones sensoriales que –cuando se establecen conexiones entre ellas– pueden
transformarse en obras de arte que nos otorgan una nueva unidad de conocimiento.
El artista puede necesitar vivir a través de la experiencia una y otra vez, desmontándola
y rearmándola con cada acto de recordación, a veces consciente y otras inconscientemente. El
proceso creativo también requiere coraje para enfrentar la intolerable y penosa naturaleza
humana, para confrontar la injusticia, para considerar las cuestiones filosóficas de la era y para
debatirse con el sentido de la vida.
Muchas de las obras literarias resultantes –también en poesía y teatro, música, artes
visuales y cine– demuestran no sólo una particular originalidad de ideas sino también una
original combinación de ideas, una percepción o expresión única, una transformación del
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sufrimiento más personal en una meditación que es universalmente entendida, que fomenta la
conectividad y de ese modo nos da el consuelo y la seguridad de que no estamos solos.
Obras citadas
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