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uan Jesús colocó la tarjeta en el teléfono y marcó el número de Nuria. Escuchó su voz en la con- testadora, el tono fresco y optimista con que la conoció, aunque en el fondo sólo conocemos optimistas, ¿quién anuncia sus miserias desde el primer encuentro? No dejó mensaje. Recordó los días en que ella perdonaba sus retrasos épicos, sus olvidos (las llaves dentro del auto, el paraguas en la fiesta de ayer), su cartera sin billetes ni tarjetas de crédito en el restorán agradable pero algo pretencioso, escogido por él para halagarla. Nuria mitigó el nerviosismo con su disposición a ignorar los desastres menores creados por Juan Jesús, a sentirse bien en la primera o la última fila del cine. Tal vez se dejó llevar por las esperanzas del principio y las imprecisas virtudes atribuibles a un desconocido, o tal vez advirtió sus altibajos desde entonces y decidió ignorarlos. A la distancia, le gustaba suponer que él hizo todo para fracasar rápido, como si anticipara futuros daños con un sagaz instinto. Nuria lo quería con misteriosa aquiescencia, como si lo amara a pesar de algo; aceptó su silueta descompuesta y empapada en su departamento de La Condesa como la mag- nánima capitulación del bienestar ante el desorden. A él le parecía un milagro estar ahí, escogido por el azar, del mismo modo en que diez años después odiaba ser aceptado por ella. Diez años, demasiados para una pareja sin hijos ni un proyecto de colonización en tierras vírgenes. Cuando se separaron, Nuria desapareció de su órbita. Se fue a Nueva York como abducida por extraterrestres. En siete años no supo nada de ella. A veces, la soñaba en naves espaciales que parecían casas de la colonia Roma, con fachada de los años trein- ta, protegida por una reja de lanzas, y donde alguien abusaba de ella en una habitación mal iluminada; una criatura con muchos dedos anillados untaba ungüento color arcilla en los senos de su ex mujer. Cuando vivían juntos, estas fantasías le ayudaban a hacer el amor en cualquier sitio que no fuera la cama; ahora resultaban absurdas al modo de una envejecida película de cien- cia ficción: cuán ingenua era la mente que imaginó esos aparatos para el porvenir. Nuria desapareció, engullida por una zona ingrávida, y él se vio obligado a reconocer que los amigos comunes podían dedicarse a otra cosa que mantener un vínculo conjetural y venenoso entre los amantes separados. No lo abrumaron con la posteridad de Nuria en Nueva York. La discreción era tan marcada que le bastaba beber una ginebra o inhalar una raya de coca para sospechar que deseaban evitarle la humillación de conocer los triunfos de su ex mujer. Hay vidas que se estruc- turan como la trayectoria de un actor de género, un solo papel perfeccionado hasta el infinito. Nuria Benavides sólo era conce- bible al margen del dolor y el fracaso o, eventualmente, aceptan- do a los demás como su dolor y su fracaso. Cuando vivían juntos y ella se hizo cargo de un conglome- rado de revistas femeninas, le ofreció a Juan Jesús retirarlo de su trabajo en la imprenta. Los dos sabían que para él el diseño gráfi- co significaba un medio para un fin; su meta estaba en los óleos acuchillados que guardaba en el cuarto de azotea, la serie de vandalismo expresionista que reflejaba tan bien el miedo de vivir en la ciudad, o lo reflejaría cuando acabara aquellos cuadros cautivos en la azotea. Él se negó. El departamento era de Nuria, su suegro les había regalado un equipo de sonido con más funcio- nes de las que podían descifrar, casi todos los muebles provenían de la época antediluviana en que ella administró una tienda poli- nesia. “Me pagas cuando expongas en el Guggenheim”, le dijo ella con una confianza horrorosa. No hubo ironía ni solemnidad en la frase. Nuria creía que eso era posible. Juan Jesús no podía aceptar un trato que incluyera expectativas que tal vez iba a traicionar. Se veía como un piloto en la niebla, carismático y mojado, con una chamarra tipo Indiana Jones, dispuesto a arriesgarse pero no a garantizar su horizonte. Salvo uno, sus contactos con la crítica habían sido deprimentes. Solía exponer en esas galerías que saben aliarse al secreto y se ubican en una 6 : Letras Libres Agosto 2004 [ JUAN VILLORO ] LLAMADAS DE AMSTERDAM Juan Villoro (Ciudad de México, 1956), narrador, ensayista e introductor de Lichtenberg al español, es asimismo un contumaz autor para niños. Ha publicado, entre otros, los libros de cuentos Albercas y La casa pierde (Alfaguara). Monte Ávila publicó la antología La alcoba dormida. J

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uan Jesús colocó la tarjeta en el teléfono y marcóel número de Nuria. Escuchó su voz en la con-testadora, el tono fresco y optimista con que la conoció, aunque en el fondo sólo conocemos optimistas, ¿quién anuncia sus miserias desde el

primer encuentro? No dejó mensaje.Recordó los días en que ella perdonaba sus retrasos épicos,

sus olvidos (las llaves dentro del auto, el paraguas en la fiesta deayer), su cartera sin billetes ni tarjetas de crédito en el restoránagradable pero algo pretencioso, escogido por él para halagarla.Nuria mitigó el nerviosismo con su disposición a ignorar los desastres menores creados por Juan Jesús, a sentirse bien enla primera o la última fila del cine. Tal vez se dejó llevar por lasesperanzas del principio y las imprecisas virtudes atribuibles aun desconocido, o tal vez advirtió sus altibajos desde entoncesy decidió ignorarlos.

A la distancia, le gustaba suponer que él hizo todo para fracasar rápido, como si anticipara futuros daños con un sagaz instinto. Nuria lo quería con misteriosa aquiescencia, como silo amara a pesar de algo; aceptó su silueta descompuesta y empapada en su departamento de La Condesa como la mag-nánima capitulación del bienestar ante el desorden. A él le parecía un milagro estar ahí, escogido por el azar, del mismomodo en que diez años después odiaba ser aceptado por ella. Diez años, demasiados para una pareja sin hijos ni un proyectode colonización en tierras vírgenes.

Cuando se separaron, Nuria desapareció de su órbita. Se fuea Nueva York como abducida por extraterrestres. En siete añosno supo nada de ella. A veces, la soñaba en naves espaciales queparecían casas de la colonia Roma, con fachada de los años trein-ta, protegida por una reja de lanzas, y donde alguien abusaba deella en una habitación mal iluminada; una criatura con muchosdedos anillados untaba ungüento color arcilla en los senos desu ex mujer. Cuando vivían juntos, estas fantasías le ayudabana hacer el amor en cualquier sitio que no fuera la cama; ahora

resultaban absurdas al modo de una envejecida película de cien-cia ficción: cuán ingenua era la mente que imaginó esos aparatospara el porvenir.

Nuria desapareció, engullida por una zona ingrávida, y él se vio obligado a reconocer que los amigos comunes podían dedicarse a otra cosa que mantener un vínculo conjetural y venenoso entre los amantes separados. No lo abrumaron con laposteridad de Nuria en Nueva York. La discreción era tan marcada que le bastaba beber una ginebra o inhalar una raya de coca para sospechar que deseaban evitarle la humillación deconocer los triunfos de su ex mujer. Hay vidas que se estruc-turan como la trayectoria de un actor de género, un solo papelperfeccionado hasta el infinito. Nuria Benavides sólo era conce-bible al margen del dolor y el fracaso o, eventualmente, aceptan-do a los demás como su dolor y su fracaso.

Cuando vivían juntos y ella se hizo cargo de un conglome-rado de revistas femeninas, le ofreció a Juan Jesús retirarlo de sutrabajo en la imprenta. Los dos sabían que para él el diseño gráfi-co significaba un medio para un fin; su meta estaba en los óleosacuchillados que guardaba en el cuarto de azotea, la serie devandalismo expresionista que reflejaba tan bien el miedo de viviren la ciudad, o lo reflejaría cuando acabara aquellos cuadroscautivos en la azotea. Él se negó. El departamento era de Nuria,su suegro les había regalado un equipo de sonido con más funcio-nes de las que podían descifrar, casi todos los muebles proveníande la época antediluviana en que ella administró una tienda poli-nesia. “Me pagas cuando expongas en el Guggenheim”, le dijoella con una confianza horrorosa. No hubo ironía ni solemnidaden la frase. Nuria creía que eso era posible. Juan Jesús no podíaaceptar un trato que incluyera expectativas que tal vez iba a traicionar. Se veía como un piloto en la niebla, carismático y mojado, con una chamarra tipo Indiana Jones, dispuesto aarriesgarse pero no a garantizar su horizonte. Salvo uno, sus contactos con la crítica habían sido deprimentes. Solía exponeren esas galerías que saben aliarse al secreto y se ubican en una

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[ J U A N V I L L O R O ]

LLAMADASDE AMSTERDAM

Juan Villoro (Ciudad de México, 1956), narrador, ensayista e introductorde Lichtenberg al español, es asimismo un contumaz autor para niños. Hapublicado, entre otros, los libros de cuentos Albercas y La casa pierde(Alfaguara). Monte Ávila publicó la antología La alcoba dormida.

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calle doblada hacia un panteón o en el último patio de un centro cultural. No esperaba mucho de la crítica. Vio una entre-vista en televisión con un célebre pítcher de béisbol, un hombreansioso de tener oponentes, que se “mentalizaba” al subir al montículo para lanzar bolas inesperadas, y se sintió capaz de enfrentar rivales armados con un bat. El secreto estaba en res-tarles importancia, en tratarlos como impostores. La respuestaante la originalidad siempre carece de sentido. No podía entregarsu destino a los anhelos y las frustraciones de los otros. Sabía desobra que nada se reparte tan bien como la envidia y que hayquienes viven para criticar los errores que no se atreven a co-meter. Aun así, le dolió el aire de suficiencia de un crítico que lo descartó sin rebajarse a argumentar. Otro cuestionó su no muy clara relación con la raíz del hombre. El más imaginativo lollamó “Chucho el Rothko” por confundir la influencia con el hurto. El futuro de Juan José lucía brumoso. No había nada se-guro en un mundo que dependía de veleidades ajenas y dondeacaso no hubiera coleccionistas de óleos concluidos con navajas.

En alguna de las terapias a las que se sometió después de laruptura, llegó a pensar que Nuria lo había invitado al abismo;su generosa propuesta de mantener al genio podía ser un magnífico pretexto para incriminarlo después. Lo cierto es quepensaba demasiado en ella, inventaba a diario motivos para lasdecisiones que ella tomó por él, buscaba claves en su rostro, anuncios de lo que ya había hecho pero adquiría otro peso ahora que entraba en su memoria: Nuria abría una puerta y permitía que él la viera como no lo hizo años atrás, anunciabaalgo que Juan Jesús no supo descifrar entonces.

En siete años, él no había vivido con nadie más. Sus rela-ciones iban de la fase “no te abres” al momento en que contabaalgo de Nuria; el rostro de su interlocutora se iluminaba conrepentino interés; luego venían preguntas detallistas, ansiosas,que rara vez conseguía esquivar y lo ponían en pésima situación,por más que deseara parecer banal, indiferente, apagado. El fantasma de Nuria se sobreponía a la figura que tenía enfrente,insulsa, misteriosamente irreal. El problema sólo podía agravarsecon el tiempo; Juan Jesús evocaba a una mujer que sólo en parteexistió con él, la perfeccionaba en su imaginación para hacerseel mayor daño posible.

Con todo, hubo un tiempo, diez años ya espectrales, en quevivieron juntos. Su momento decisivo, la “condensación” de laque le hablaron al menos dos terapeutas, tenía un solo nombre,“Amsterdam”. Juan José obtuvo una beca para mirar la luz queentraba por las ventanas de Vermeer. Se vio en bicicleta, con unabolsa de red en el manubrio para llevar pan o quesos o pinturas.Nada le hubiera molestado más en México que andar en bicicletay llevar el pan colgado del manubrio, pero Amsterdam estabapara eso, para vivir de otro modo y hacer estimulantes las moles-tias. Nuria aceptó el plan con sencilla felicidad. Renunció a sutrabajo sin alardes ni reproches ni gestos concesivos, compróguías de los Países Bajos, descubrió a un novelista policiaco quenarraba estupendos asesinatos en los muelles de Rotterdam,consiguió una agenda para su vida futura con un Mondrian

en la portada.Empacaron sus adornos, muebles y libros favoritos y los man-

daron por barco a esa tierra donde le ganarían terreno al mar.Después de varias reuniones de despedida en las que alguien

aconsejaba conocer San Petersburgo y en el entusiasmo de lanoche sonaba no sólo lógico sino necesario ir a Holanda paraconocer las noches blancas de Dostoyevski, Nuria fue a ver a supadre y regresó demudada.

–¿No me vas a preguntar nada? –habló como si llevaran unaeternidad en silencio y él ya hubiera acabado de descorchar labotella que tenía en las manos.

–¿Qué te pasa? –preguntó, en forma maquinal.El padre de Nuria tenía leucemia. Se lo acababan de des-

cubrir. Él quiso ocultar su enfermedad, pero la madre decidióenterar a las hijas.

Las lluvias habían llegado a la ciudad y un torrente negrolamía las ventanas, como una concreción del ánimo en ese de-partamento sin adornos. Juan Jesús acarició a Nuria. Le pareciómás hermosa y lejana que nunca. La oyó llorar durante dos, tres horas. No sabía que se pudiera llorar tanto. Al cabo de varias tazas de té que dejó intactas, Nuria dijo:

–No lo voy a volver a ver. Juan Jesús supo lo que tenía que hacer. Era su turno.Canceló el viaje con la misma sencillez con que ella lo acep-

tó. Fueron sus mejores días juntos. Nuria irradiaba una dichaabsoluta entre los estantes donde las cosas favoritas habían de-saparecido. Tardaron en comunicar su cancelación a los amigosy pasaron semanas sin citas, dignas de su agenda vacía, con elMondrian en la portada. Las molestias locales se volvieron tansugerentes como las que anhelaban en Amsterdam; misteriosa-mente, estaban de regreso. Les gustaba hablar a Holanda parapreguntar por sus cosas y averiguar la ruta por la que volverían.Su única ocupación era Felipe, el padre de Nuria. Tenían queestar con él, apoyarlo como pudieran. En esos días de mudanzainmóvil, Juan Jesús propuso tener un hijo. Nuria se frotó la ceja donde supervisaba sus problemas. Tardó en contestar. No descartaba nada pero aún debía probarse cosas a sí misma y, sobre todo, debía velar por su padre; sus reservas emocionalesse consumían en esa enfermedad; tal vez después, claro que sí,no creas que no.

Felipe Benavides había sido senador de la república por elPRI, un hombre de cuidada oratoria, con ciertos excesos de voca-bulario (decía “justipreciar”, había colocado un balcón cir-cundante en su biblioteca sólo para referirse al “ambulatorio”,opinaba que el tequila reposado era más “sápido”); oírlo era comoverle los zapatos, lustrados por un bolero que pasaba a diariopor su casa. Juan Jesús tenía una estupenda mala relación con él.Felipe Benavides procuraba por todos los medios que su voluntadse confundiera con los deseos de los demás. Organizaba viajes,comidas, idas al teatro, como si obedeciera los caprichos de unagrey exigente. Lo favorecía el hecho de tener cuatro hijas semi-histéricas entre las que intercedía con tácticas de tahúr. Nuriaera la quinta. Creció un poco a destiempo, relegada de la pan-

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dilla inquieta, ruidosa, competitiva. Sus hermanas vivían paramedirse entre sí y disputar por la predilección del senador.

A los 67 años, Felipe Benavides preservaba su abundante ca-bellera en un esmerado tono caoba. Al tercer tequila, sus ojosadquirían el brillo lapislázuli que hizo leyenda en la Facultadde Derecho. La práctica de la abogacía le había dejado contac-tos de hierro para asegurarse puestos más o menos políticos yun sinfín de anécdotas escabrosas para amenizar reuniones. Aun-que lo que contaba era siempre venal, ruin, miserable, su voz delocutor de los años cuarenta y sus fantasiosos adjetivos dabanuna confusa dignidad a las historias del hampa, el latrocinio, lossótanos de la justicia. Había conquistado a más de una mujercon sus patricias descripciones del mal; quien lo escuchaba sesentía misteriosamente protegido por sus palabras, en un círcu-lo cómplice; el senador hablaba con la pericia del sobrevivien-te, de quien sabe los modos raros que son los verdaderos. Aquelabogado sin deseos de litigar trabajó a fondo en las sobremesasy urdió una red de solidaridades que lo llevó al escaño que re-clamaba su apostura física: existía para aparentar a un senador.

Pero en nada invirtió tanta energía como en lograr la irres-tricta adoración de sus hijas. Logró transformar a su mujer enuna sombra conveniente, algo más que una criada, algo menosque una tía que estuviera de visita. La genética respondió confanática lealtad a sus deseos. Las cinco tenían su sonrisa avasa-llante. Un hijo (que juraba haber deseado) hubiera arruinado su neurótico harem. La primera vez que Juan Jesús vio a Nuria junto a su padre conoció los alcances de la idolatría: se anti-cipaba al complejo código de señales del senador con una ternura hipertensa.

–¿Cómo te cayó? –le preguntó ella después del primer en-cuentro.

–Se pinta el pelo, ¿verdad?Así selló su estupenda mala relación con el suegro. Felipe

Benavides era un benefactor egoísta; se las arreglaba para ayudar-los en pos de fines que tarde o temprano llegarían. Nuria lo adora-ba con una entereza envidiable que trataba en vano de ocultar.Obviamente, todo podría haber sido peor. Juan Jesús se resignóa disfrutar las bulliciosas reuniones en casa de sus suegros.

En algún momento se preguntó si habrían cancelado el viajeen caso de que la madre enfermara. La suposición era absurda;aquella mujer estaba hecha para extinguirse en forma fulminante,sin dar molestias. En cambio, su suegro se entregó a un tránsitodespacioso, sin muchos síntomas aparentes, que acercó a sus cincohijas y renovó sus posibilidades de disputa. Una confiaba en loshospitales de Houston, otra estaba casada con un cardiólogo queodiaba al inmunólogo de Benavides, la tercera recomendabacuraciones con planchas de bronce y brujos de Catemaco, la cuarta repasaba los seguros médicos y posibles demandas pornegligencia. Sólo Nuria parecía un tanto al margen. Poco a poco, Juan Jesús entendió su verdadera fuerza, lo mucho que separecía a su padre. Con suave reticencia, la hermana menor seconvirtió en árbitro de las disputas y llevó los acuerdos comu-nes al rumbo que deseaba. Desde su cama de enfermo, Felipe

la miraba con la misma idolatría que ella solía brindarle.Los muebles aún no regresaban de Holanda cuando ella

decidió pasar las noches en casa de su padre. Los médicos insis-tían en el “elemento emocional” y el apoyo de Nuria resultabadecisivo. Al cabo de unas semanas, la mejoría fue asombrosa; elmal seguía en su cuerpo, pero neutralizado. Una tregua para vivir. Cuando llegó el Derby de las Américas, el senador volvióal hipódromo, con unos binoculares costosísimos, regalo de suhija menor. En las muchas comidas de festejo, entrelazaba susdedos con los de Nuria y le besaba el dorso de la mano: “mi doctora estrella”, decía. Ahora, el tercer tequila no lo llevaba ala picaresca del crimen sino a considerar que la leucemia habíaremitido lo suficiente para permitirle morir de cualquier otracosa. “Estoy tan sano como ustedes”, señalaba de uno en uno alos contertulios, como si les atribuyera enfermedades aún no descubiertas.

Juan Jesús había cobrado cierto afecto por el hombre de repentino pelo blanco y voz débil, que aceptó con silencio y entereza la posibilidad de morir. El sobreviviente, en cambio,hablaba en tono ventajoso, se ufanaba del final que no llegó pero le otorgaba derechos raros; había estado en el umbral comoen los separos policiacos; su cuerpo negoció una tregua en esassombras.

Era ruin criticar a Felipe por sus desplantes de convalecien-te, pero las ideas de Juan Jesús se enredaban mucho en los díasen que recibió la mudanza sin Nuria (ella tenía una junta conlos médicos o con el comité de selección de un nuevo trabajo).Abrió las cajas llenas de aserrín y papel burbuja, sacó los ador-nos y los puso en los entrepaños con la rara sensación de mani-pular objetos de otro tiempo, no las artesanías de Oaxaca ni losceniceros de difuso modernismo escandinavo, sino un jugueteroto o un absurdo superhéroe de la infancia, cosas llegadas porerror o accidente. Esa noche volvió al tema del hijo. Nuria se cubría la cara con una crema verde. Juan Jesús habló con firmeza,como si la máscara lo favoreciera a él. El suegro había recupe-rado la salud hasta donde era posible, habían “regresado” a Mé-xico, estaban rodeados de sus pertenencias, podían abrir otrapuerta, darle un giro al destino. Ella habló con la boca torcidapor la crema que se le iba secando en la cara. Tenía un nuevotrabajo, quería concentrarse en esa puerta, después verían, laidea del hijo, por supuesto, era estupenda, además, le gustabaque no viniera como una renovación obligada, el hijo a cambiodel padre muerto, sino como algo que agregarían al futuro, otrapuerta abierta.

La oficina de Nuria estaba en un edificio de Santa Fe dondelos vidrios captaban energía solar y las luces de los pasillos seencendían por medio de sensores. Se encargaba de la prospecti-va (la “idea de futuro”, le explicó a Juan Jesús) de cinco revistaslíderes en sus respectivos ramos. Sus colegas se referían a laempresa como “corporativo”, lo cual significaba que había pasa-do por exitosas depredaciones internacionales. Los fundadoresmexicanos la habían vendido a unos españoles que fueron en-gullidos por alemanes y ahora pertenecían a un consorcio de

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Nueva York (directiva inglesa, gestión gringa, capital japonés).Juan Jesús consiguió un trabajo como diseñador gráfico de

una revista que se repartía en las salas móviles del aeropuerto.Los pasajeros tenían unos minutos para recoger esa publicacióngratuita, entre el pasillo donde habían abordado y el avión queesperaba en una “posición remota”. La comparación de empleosera menos agraviante que la seguridad de Nuria para reordenarel espacio, su habilidad para hacer placentera, no se diga la sala,sino un recodo inservible en el pasillo; este trato elemental ydichoso con las formas le caía a él como granizo ácido, le re-cordaba su incapacidad para servirse del color, sus lienzos inacabados en el cuarto de azotea. Nada más lógico que trabaja-ra para una revista que circulaba en un limbo, en el vehículo queiba del aeropuerto al avión.

Una noche rentaron un vídeo de los años cuarenta, una histo-ria de amor y separaciones, reencuentros insólitos y merecidos.Juan Jesús habló con entusiasmo de los días en que esperabansus cosas de Amsterdam, apenas veían gente, se tenían el uno alotro, sin adornos ni compromisos, en un horizonte abierto. Lapelícula terminó y la pantalla se cubrió de vibrantes cenizas sinque trataran de apagarlas, tal vez porque Juan Jesús hablaba condemasiado brío y a ella le parecía una desatención hacer otra cosa o porque necesitaban esos puntos fugaces para hablar deAmsterdam, de hacer, ahora sí, el viaje que perdieron.

Nuria estuvo de acuerdo, como tantas veces. La idea sonabagenial, nada como recuperar esa utopía con bicicletas, pero había algo:

–No sabes lo difícil que es –dijo en un tono tenso, que sólopodía referirse a algo que no habían conversado.

–¿Qué es difícil?Los ojos de Nuria se llenaron de lágrimas, un temblor se

apoderó de su labio superior.–Tengo que estar cerca de él. Es durísimo. No sabes el asco

que me da.Juan Jesús se asomó a la ventana y vio un gato de pelambre

amarillenta. Sabía que no iba a olvidar ese momento ni ese gato. Nuria lo vio a través de las lágrimas, rota, indefensa. Habíavelado la agonía de su padre hasta convertirla en una recupera-ción, aceptó un trabajo absorbente, que acaso no le interesaratanto pero los mantenía a flote, medió entre sus hermanas conextenuante dedicación; sabía que su padre era un crápula, a veces simpático, casi siempre egoísta, pero algo, el dibujo deldestino, la había llevado a un cruce en el que debía actuar. Habían perdido y aplazado sueños, no podía ser de otro modo.Esto fue lo que él leyó en su llanto y en el temblor con que ellalo abrazó y le pidió que la perdonara.

En infinidad de ocasiones, al repasar la escena, se iba a re-prochar no haber buscado lo que Nuria llevaba dentro y tal vezsólo le diría esa noche. O quizá era mejor así, mejor no conocerla herida íntima y ajena, que una vez dicha compromete y de-sarma a quien la escucha. Él se durmió sin desvestirse, mientrasacariciaba a Nuria. Fue ella quien arregló los platos dispersos yapagó la tele.

Los días siguientes fueron como una lluvia torpe que cae sin empapar las cosas. El senador estrenó el fistol en forma de he-rradura que le dio Nuria y ganó una apuesta considerable en lacuarta carrera. Una noche en que jugaban póquer en casa de sus suegros, Juan Jesús se concentró en la cara de Nuria, en lasojeras que conservaba desde la primera crisis de su padre. Sinembargo, fue Benavides quien dijo:

–Me siento mal.El senador se levantó con trabajo y se despidió con un vago

ademán. Nuria fue tras él.Tardó en volver. Habló por teléfono a la farmacia. Tenía que

inyectarlo. En el compás de espera, compartieron testimoniosde las inesperadas y alentadoras muestras de vitalidad que hasta ese momento habían observado en don Felipe.

Jugaron unas manos inocuas hasta que Nuria regresó con rostro cansado. Se apoyó en el pomo de la puerta, con un énfasiscurioso, como si no fuera a soltarlo hasta que todos se marcharan.Era tarde, el enfermo debía descansar.

Le quedó claro que Nuria iba a quedarse. La madre empezóa recoger los platos, como la unidad de servicio que siempre había sido. Esa noche llevaba un delantal de un material plasti-ficado, color verde pistache, hecho para cocinas industriales.

Juan Jesús salió con pasos de sonámbulo. En la esquina, unrelámpago partió el cielo y recordó que había dejado el para-guas en la casa.

La madre abrió la puerta. La luz mercurial del alumbradodaba a su rostro un resplandor blancuzco. Costaba trabajo rela-cionar esas facciones con sus hijas.

Él entró en busca del paraguas. No recordaba dónde lo habíapuesto y pasó de un cuarto a otro. La madre lo dejó hacer. De lacocina llegaba el rumor parejo de un chorro de agua.

Juan Jesús se agachaba bajo una mesa esquinera cuando oyóun ruido en el pasillo. Se abrió la puerta de la habitación delpadre. Nuria salió de ahí. Estaba descalza, llevaba la camisetade hombre con la que solía dormir en el departamento. Se dirigió al clóset del pasillo. Juan Jesús la vio sacar dos o tres frascos de medicinas y un bulto que parecía un oso o un muñecode peluche. Un gesto infantil –la mejilla contra la cabeza de peluche– le hizo pensar que ella no tenía ningún muñeco en casa. Nuria regresó a la recámara del padre.

Juan Jesús oyó un carraspeo a sus espaldas:–¿Lo encontraste? –la madre se secaba las manos en el

delantal verde.De pronto recordó que el paraguas estaba en la cajuela del

coche.La madre lo acompañó a la puerta:–Eres como yo –le dijo.Seguramente se refería a su carácter olvidadizo, pero la

frase causó otro efecto. Sólo ella podía acompañarlo con pasoscansinos hasta la puerta y entregarlo a la lluvia sin ofrecerle lamenor protección; sólo él podía salir a la lluvia sin pedirle unparaguas o al menos una bolsa de plástico. Gente que se empa-

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paba sin importancia y aguardaba a que sus manos se secaran decualquier modo.

Chapoteó entre los charcos. Un resto de dignidad le impidiósubirse las solapas del saco. No le dio gripe porque en las gue-rras no hay gripe, y él había entrado en un combate decisivo;ninguna molestia pequeña podía afectarlo.

Luchó, y perdió sin atenuantes ni contemplaciones. No recuperó la atención de Nuria; empezó a perderla en partes, aextrañar la forma que tenía de hacerse a un lado el cabello aun-que no lo tuviera en la cara, los recados que le dejaba en repisasy muebles imprevistos, con feliz caligrafía de arquitecta, sus senos pequeños, el lunar apenas abultado en las costillas, la perfecta curva de susurros con que llegaba al orgasmo, el trapoque una vez sirvió para limpiar lentes y ahora la acompañabapor la casa para despejar los aros de su taza de té. Constancias,datos que trazaban sus días, el mapa de estar juntos.

Felipe Benavides fue eterno, al menos para Juan Jesús. Cuandose separó de Nuria, su suegro seguía asistiendo a la comida mensual de abogados en el Danubio (en la pared, una servilletaenmarcada mostraba la elaborada firma del senador y el elogiode unos langostinos que le parecieron “patriotas y republicanos”).Sin embargo, su salud tenía quebrantos; Nuria pasaba largas temporadas con él; incluso pensaba en abandonar su trabajo enel edificio inteligente de Santa Fe.

No tuvieron que discutir sobre la ausencia de un proyectocomún o la disparidad de sus vidas. Se divorciaron sin aspa-vientos, en el juzgado de Coyoacán. Entre las palomas de la plaza, Nuria le devolvió un objeto olvidado, su caja de óleos.Una banda uniformada subió al quiosco y tocó una melodíatrémula, de tambores viejos y hojalatas pobres. Él caminó rumboa la iglesia de San Juan Bautista. De pronto, oyó una campanaque no podía venir del campanario, un tintineo menor, nervioso.Era un camión de la basura. Se acercó sin pensar en lo que hacíay entregó su caja de pinturas a un barrendero de guantes quealguna vez fueron amarillos. Sintió una extraña liberación y fuea celebrar a la cantina Guadalupana, con un tequila Cazadoresque le sentó mal porque era el favorito de Nuria. Estaba anteuna de las cosas que ya no ocurrirían, lo que él era sin ella, sinsus pequeñas obsesiones, sus gestos, sus objetos perdidos, sumanera de mover la silla o tocarlo por accidente o súbito cariñoo porque había dicho algo que no debía ocurrir y ella necesitabatocar madera, la cabeza que significaba eso, un trozo de árbol,un bloque duro que sin embargo impedía la mala suerte.

Apenas supo de ella después de la separación. La ciudad, inmensa, avasallante, dificultaba los contactos; luego Nuria sefue a Nueva York. Una noche, en una barra sobrepoblada dondelas jóvenes meseras lo empujaban agradablemente para recogercopas, coincidió con el Tornillo Lascuráin. Así se enteró de lamuerte de Felipe Benavides. Los periódicos habían estado llenosde esquelas pero él sólo los abría para ir al cine, y hacía siglosque no iba al cine.

Sostuvieron una de esas pláticas en carrusel donde se conti-núa hablando con un desconocido sólo porque su oreja está a

unos centímetros y él tampoco puede moverse, hasta que la marea se recompone y otra mesera de cuerpo frágil y furioso empuja lo suficiente para volver al Tornillo Lascuráin y agrade-cer que no le pregunte por la pintura ni le cuente muchas cosasde Nuria, apenas lo necesario para saber que estaba bien, sindescripciones ni señas particulares. El Tornillo se limitó a men-cionar que el departamento de Nuria en Nueva York miraba alrío y que le había dado por correr en las mañanas, o quizá JuanJesús supo esto por otro medio, en todo caso, su amigo fue dis-creto y sugirió que se vieran pronto, sin mucho impulso, una deesas promesas que sirven porque son desganadas y no imponenni fijan nada, un vínculo vacío, perfecto para ellos, reunidos enel bar como en un andén del metro, por efecto de la multitud,un billar de piezas que se mueven y repercuten para separarsecon garantizada rapidez.

El Tornillo cumplió su palabra un año más tarde. Le habló con una voz delgada y rasposa, como si saliera de una neumonía.Tenían que comer juntos.

Lascuráin estaba a cargo de un portal de Internet y queríaque Juan Jesús lo diseñara. Había adelgazado mucho y se habíadejado una barba rala, casi blanca, que le sentaba pésimo. Nopodía beber porque estaba tomando tres clases de pastillas. Lamano derecha le temblaba un poco y trataba de contenerla conla izquierda, envuelta en la servilleta.

De pronto, el Tornillo dijo:–Eres el único optimista que conozco.La frase sugería que su amigo se había vuelto loco. Se habían

frecuentado lo suficiente para que Lascuráin estuviera al tantode sus insatisfacciones. Viajaron una vez a Acapulco y en la terraza del Hotel Mirador, mientras veían a los clavadistas ti-rarse de La Quebrada, él levantó un minucioso inventario desus limitaciones como pintor, sus inseguridades para retener aNuria. Quizá Lascuráin olvidó aquella plática porque lo memora-ble fue una víbora coralillo que apareció en los escalones dondelos turistas veían clavados. De cualquier forma, por todas parteshabía pruebas de que la suya no era una biografía cumplida.

–No mames –le dijo al Tornillo–. Tengo la autoestima de unsalvadoreño sin papeles.

La noche anterior había visto un documental sobre los in-migrantes salvadoreños. El Tornillo era un periodista de raza yconquistó su apodo rascando datos donde no debía. Se irritabamucho con la desinformación de Juan Jesús; en cierta forma, noeran más amigos porque él ignoraba golpes de Estado esencialespara la conversación. El caso es que Juan Jesús se comparó con un salvadoreño: había fracasado, pero estaba al tanto de losinmigrantes.

–A ti todo se te resbala –el Tornillo habló como si eso fuerauna virtud.

A continuación, Juan Jesús asistió a una experiencia asom-brosa, la forma en que era visto por el Tornillo Lascuráin. Fuecomo obtener un vídeo indiscreto. Durante casi dos décadas ha-

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bían coincidido en fiestas, excursiones, planes que a veces losllevaban a la playa o un concierto de rock, sin llegar a las alian-zas de hierro que dan la escuela o el trabajo. Durante unos meses,Lascuráin salió con una hermana de Nuria, pero entonces losevitó en forma deliberada. Esos años habían servido para que elTornillo sacara la conclusión de que Juan Jesús era un consen-tido de la suerte. Estuvo con Nuria, un lujo del destino, y se separó de ella sin mayor conflicto, librándose de los tentáculosde Benavides y de una mujer, adorable, eso que ni qué, pero algo neuras, para decir la neta. Luego estaba la pintura, habíagente que renunciaba a algo y se corroía por dentro; en cambio,él transmitía una rara seguridad. ¡Y estaba igualito que hacíaveinte años! Ni el tiempo ni los dramas le dejaban cicatrices.

Lascuráin comenzó a sollozar:–Estoy que me carga la chingada.Juan Jesús le apretó la mano buena, mientras su amigo conte-

nía la mala con la servilleta. Al cabo de unos segundos, el Torni-llo se recompuso y contó que lo habían secuestrado. Lo llevarona un hotel mugriento de la colonia Guerrero. Estuvo cuatro díasatado a una silla, los ojos vendados con un trapo que le produjouna infección, lo de menos en ese calvario en que le sacaron losnombres de sus hijos, sus tarjetas de crédito, una radiografía desu vida que transformó la liberación en una pesadilla superior.A partir de ese momento, lo hostigaron a todas horas, le pidieronsumas (siempre razonables, acordes con sus saldos o lo que podíaobtener en préstamo), le dieron informes precisos, escalofriantes,de lo que sus hijos hacían en el colegio. De nada sirvió cam-biarse de casa y de teléfono. Fue a la Judicial y entró en el ho-rror duplicado de revivir el ultraje y sospechar que la protección

sería peor que la persecución o en todo caso estaría combinada con ella.Dio vueltas en redondo. Harto. Sin salida. Dos días atrás, Reforma habíapublicado la captura de una bandadonde reconoció a uno de sus se-cuestradores. Recibió una llamada de amenaza: ahora la venganza sería in-finita. No sabía qué hacer, estaba deshecho, revisó la nómina de sus amigos y encontró dos grupos que depoco le servían; sus colegas del perio-dismo estaban demasiado habituadosal crimen y los descalabros de la noche;por morbo o valentía o psicopatía, opor un extraño deseo de reparación,vivían rodeados de ultrajes y pésimasnoticias; el caso del Tornillo era unoentre muchos; además, se trataba de alguien que abandonó demasiadopronto la trinchera. Sus amigos deotras áreas, los más antiguos y los másrecientes, veían los dramas con un ci-nismo triunfal, todo se arreglaba con

la dosis adecuada de ansiolíticos, cocaína, sexo, guardaespaldaso viajes al Caribe. Ante esa inservible constelación, Juan Jesúsdestacaba como alguien que resistía con aplomo sin ser indife-rente. ¿Cómo sabía Lascuráin que no era indiferente? Su ami-go había olvidado la plática en la terraza del Hotel Mirador. En cambio, él había olvidado la plática en las regaderas del Mun-det. Un domingo pasaron el día entero en la alberca del club,con los hijos del Tornillo, entonces muy pequeños. Juan Jesúshabía sido un tiburón y un delfín y una mantarraya amenazante.En la extraña complicidad que dan las duchas compartidas,donde la conversación prosigue con el automatismo de las manos que frotan espuma, Juan Jesús habló del hijo que queríatener con Nuria.

–Te soltaste –le informó el Tornillo–. Me acuerdo de cómocachaste a los chavos en el agua; no sabían nadar y se aventabandonde tú estabas.

Su amigo habló como si la escena encerrara una moral. JuanJesús había atrapado a sus hijos. Fue el pez en que confiaron.

Con la mano bajo la servilleta, Lascuráin movió la cabeza a uno y otro lado: “puta madre”, dijo, con voz muy queda. So-llozó en forma más controlada que la vez anterior, sin dejar dedecir “puta madre”.

–Fui al acupunturista por culpa de tus hijos –comentó JuanJesús para restarle importancia a la conversación. Los niños se habían encaramado en su espalda y lo aferraron con sus pequeños brazos hasta torcerle algo. Sí, también había sido unaballena.

–Estás jodido pero ahí la llevas –Lascuráin sonrió al fin.La comida fue emocionante y desastrosa. Su amigo apenas

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probó bocado porque los calmantes le inhibían el apetito. JuanJesús insistió en pagar la cuenta, lo menos que podía hacer poralguien que trabajaba para los secuestradores. Se preguntó si habría una red que incorporara más víctimas al chantaje; tal vezsin saberlo el Tornillo facilitaba nuevas presas. Tan sólo por pen-sar esto Juan Jesús calificaba como pésima persona, pero el otroinsistía en su paz interior, no la calma chicha y bobalicona delque sólo se alimenta de lechuga e ignora las emociones, sino laentereza del que se jode y ahí está, tragándose la vida y los años.

–Carajo, maestro: ¡eres el único normal!Además de contradictorio, el elogio resultaba insultante,

pero no iba a refutar a alguien tan desequilibrado.–No sé cómo no engordas –comentó el Tornillo cuando él

pidió un pastel de moka, como si su voracidad sin consecuenciasfuera admirable.

Después de repetir que estaba “igualito”, Lascuráin comentóde pasada que Nuria había vuelto a México. Vivía ahí muy cerca,en la calle de Amsterdam.

–¿Por qué no le hablas? –preguntó.Su amigo sacó una agenda arrugadísima, mil veces doblada

y revisada por sus secuestradores. Juan Jesús sintió un escalofríoal pensar que el teléfono de Nuria estaba ahí.

Tomó dictado, apuntó el teléfono y la dirección de Nuria,firmó el voucher de su tarjeta, abrazó al Tornillo, sintió las vértebras en la espalda, emblemas de la mala postura, la falta de apetito, la vida encorvada de su amigo. Pensó que igual la llamaba, igual no, se quedó con la pluma del mesero y la chupó

hasta sentir tinta en la lengua, llegó a su casa con la boca azul.Era el único normal al que conocía el Tornillo, el que se las arre-gló para fracasar bien con Nuria y la pintura, y cargó a sus hijosuna mañana de sol, cuando ellos no sabían nadar y confiabanen la ballena que podía sostenerlos.

Una noche cedió al azar y la facilidad de las correspondencias.Nuria vivía en la calle de Amsterdam, el óvalo que recorría lacolonia Condesa siguiendo el trazo del antiguo hipódromo. Encontró un teléfono público, justo frente al edificio de ella. Violos matorrales bajos del camellón, donde los caballos decidie-ron la fortuna, y sacó el papel con el número de teléfono. La hoja había adquirido una consistencia extraña, rugosa, de tantoestar guardada. Marcó y casi fue un alivio saber que Nuria habíasalido. Escuchó su voz en la contestadora, el tono fresco y opti-mista con que la conoció. No dejó mensaje. Fumó un cigarroviendo el edificio de los años treinta donde ella vivía, el vestí-bulo renovado con alto presupuesto (pequeños reflectores dehalógeno bañaban una escultura tubular, más un pájaro que unproyectil).

Trató de recordar otra calle circular. Tal vez en el Pedregal o en Ciudad Satélite hubiera circuitos que volvían sobre sí mismos, pero sólo ése evocaba a los apostadores que triunfarono se arruinaron en las carreras de caballos. Volvió a marcar, unpoco para concederse un derby personal, la posibilidad de que ella sí estuviera en casa y decidiera tomar el auricular, otro

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poco para oír la voz entusiasta de quien regala sus palabras.No había terminado de oír el mensaje cuando la vio llegar al

edificio. Llevaba un ramo de flores moradas, los iris que le gustaban tanto.

Nuria encendió la luz del tercer piso en el momento en quela grabadora giraba con un rumor parejo, en espera de una voz.Juan Jesús colgó antes de que ella pudiera alcanzar el aparato.¿Tendría localizador de llamadas? De ser así, ¿los teléfonos públicos eran localizables?

Dos días después, desde el mismo sitio, comprobó que Nuria no tenía localizador.

–Qué milagro –dijo ella, con una amabilidad sin énfasis–.¿Dónde estás?

–En Amsterdam.–Sí, te oyes pésimo. Bueno, tú no, la línea –agregó con

distracción, como si pusiera la mesa mientras hablaba con él;luego vino una pausa, el tiempo necesario para doblar una servilleta–. ¿O sea que sí te fuiste?

Así cristalizó su viaje. Juan Jesús estaba al otro lado, en la tierra barrida por el viento y la neblina. Él habló de trenes, unático en total desorden, las putas en vitrinas de luz morada, losbares donde el hashish era legal, una exposición en puertas. Pintaba campos. Campos metafísicos, a veces recorridos por una sombra.

–¿Campos para vacas locas? –Nuria estaba de buen humor–.¿Eres asquerosamente famoso y millonario? ¿Me bateaste paradisfrutar a solas tu fortuna? Dime que no es cierto.

–No es cierto.–Pero estás bien, ¿verdad?–Claro.–Es que como hablas tan de repente… allá deben ser las

cuatro o las cinco de la mañana. ¿De veras estás bien? ¿Qué horas son?

–No tengo reloj. Se me rompió ayer.–¿Y para eso me hablaste? ¿Necesitas un relojero mexicano?

Eso es patriotismo.–Quería oírte.–¿Y cómo sueno?–Rara.–Rara cómo.Juan Jesús vio a un hombre en bicicleta a unos diez metros.

Un vapor espeso salía de su remolque. Escuchó la monocordeletanía que salía de su grabadora: “tamales… oaxaqueños… calientitos”.

–Tengo que irme –le dijo a Nuria.–¿A las cuatro de la mañana? ¿Estás bien?–Te hablo luego.–Y yo sueno rara.–Chao –Juan Jesús colgó apenas a tiempo para impedir que

el vendedor de tamales fuera audible para Nuria.Al cabo de unos días, coincidió con Lascuráin en el funeral

de Cristóbal Santander, el único crítico literario que habló biende Juan Jesús, un dipsómano perdido y generoso. Tal vez por-

que la muerte marca una diferencia decisiva, el Tornillo no mencionó sus problemas. Por lo demás, lucía recuperado; habíaaumentado de peso, la mano ya no le temblaba. Era un signopositivo que estuviera ahí. Apenas conocía a Cristóbal Santander;había ido por el morbo social con que sustituía su abandono delos reportajes. El Tornillo volvía a ser el mismo.

El féretro estaba abierto. Juan Jesús vio un rostro sacerdotal,de nariz enfática, pulido por la enfermedad. En vida, el rasgodistintivo de Cristóbal Santander fue la mirada acuosa, azul clara, entre las cejas espesas y las ojeras abultadas y oliváceas dequien sufre del hígado. Esos ojos líquidos confundían las cosascon intensidad y una vez decidieron que los cuadros de Juan Jesús valían la pena. Cristóbal Santander hizo lo que pudo porapoyarlo mientras se desmoronaba, tuvo la cortesía de citar aBaudelaire en su favor cuando ya apenas escribía para los perió-dicos. El elogio importaba porque Juan Jesús no siguió con lapintura; no era el enésimo empujón de una carrera ascendente,sino la solitaria prueba de confianza que él no supo aquilatar, la mano que podía subirlo a la balsa y que tocó sin retener, hundiéndose en un mar negro y silencioso.

Le dolió que tan poca gente fuera al velatorio. Juan Jesús es-taba decidido a sentirse un fracaso histórico cuando el TornilloLascuráin se le acercó, impidiendo que perfeccionara la dimen-sión de su desplome.

–Acabo de hablar con Nuria –Lascuráin bajó el tono de suvoz, como si se refiriera a las virtudes del muerto–. Me dijo queno le has hablado. ¿No me digas que no te atreviste?

Le gustó que Nuria le mintiera a Lascuráin y más aún que senegara a oír lo que su amigo quería decirle:

–Traté de contarle que nos habíamos visto, pero me paró enseco. No quiere oír una palabra sobre ti. Te odia a fondo. Es obvio que sigue clavada contigo –concluyó con impecable lógi-ca primaria.

Por lo visto, el Tornillo Lascuráin trataba de recuperarse marcando números de la agenda que tanto revisaron sus se-cuestradores. Tal vez por haber sufrido amenazas, o por tomarpastillas que ahora lo descompensaban de otro modo, buscabaasociaciones absurdas entre números mágicos, las sombras dequienes eran o habían sido sus amigos.

Juan Jesús salió del funeral con una alegría que no llegó a darle vergüenza, como si las buenas noticias tuvieran que vercon aquel crítico que se hundió pacientemente en el alcohol. No podía pensar que Nuria lo amaba. Le bastaba saber que le mintió al Tornillo.

Al día siguiente estaba en el teléfono, frente al edificio deAmsterdam, a sus presuntas cuatro de la mañana.

Ella debía tener un aparato inalámbrico porque se movía mucho al hablar. Su silueta entraba de pronto en el onduladoresplandor de las cortinas, se disipaba rumbo a otro punto deldepartamento, volvía como una silueta larga que se doblaba enla ventana y subía en escalón al techo.

Esta vez Juan Jesús advirtió una segunda sombra en el depar-tamento.

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–Ah, eres tú –dijo ella con normalidad, tal vez por estar acompañada.

–¿Podemos hablar ahora?–¿Por qué no? Si eres tú el que debería estar dormido. ¿Te

volviste insomne? ¿Estás enfermo?Insomnio. Enfermedad. Locura. Razones para hablar de

lejos.–Un momentito –Nuria se dirigió a otro sitio; Juan Jesús de-

seó un cuarto apartado, la puerta cerrada con seguro–. Perdón,esta pausa te va a salir carísima. A ver, cuéntame, ¿ya tienes otraex esposa?

–No.–¿Y esposa? ¿Está ahí dormida y no habla español? Dime

cómo es.–Es sorda, y además no existe.–Me lo supuse. Tienes novias de veinte años, asquerosamente

guapas.Juan Jesús no respondió.–¿Y tú? –dijo luego de una pausa en la que temió que el

Cougar de junto tocara el claxon.–¿Yo qué?–¿Estás casada?–Con Andrew.–¿Lo conozco?–Idiota –Nuria se rió–. ¿Crees que sólo conozco gente de tu

pasado?–Sí. ¿Y cómo estás?–Bien, aunque supongo que no tanto como tú. Oye, esta

llamada te va a salir ardiendo.–No hay bronca, de veras.–¿En Holanda hay tarifas especiales para vagos insomnes?

¡Qué país!Juan Jesús vio una ambulancia al fondo de la calle. Tal vez

Nuria escuchó la sirena porque dijo:–Esta ciudad es una mierda, apuñalan a alguien cada minuto.

¿Te acuerdas lo que me dijiste una vez?–No.–Es cierto. Nunca dijiste nada una vez, todo lo repetías.Una camioneta Suburban bloqueaba el paso de la ambulan-

cia y se negaba a moverse. ¿Podía escuchar ella que la sirenatambién salía de su llamada?

Se despidió como pudo. El resplandor rojizo de la ambulan-cia se aproximó al edificio de Nuria. Las cortinas adquirieronun tono rosáceo.

Se persignó maquinalmente ante el paso de la ambulancia,un gesto aprendido desde niño, su última creencia religiosa. “Tusiglesias son las ambulancias”, le había dicho Nuria alguna vez,“sólo tienes fe en las emergencias”. ¿Era eso lo que quería re-cordarle? La mano de Juan Jesús se había detenido en un botónde la camisa. ¿Podía pensar en algo más ingenuo que ese gestopara salvar a un herido? Una apuesta tan vaga como las que sedecidían con el tropel de los caballos. Caminó por la calle circu-lar. Le llegaron frases de Nuria que no sabía que recordaba:

“Cuando ya no me quieras voy a rentar una ambulancia para pasar frente a tu casa y arruinarte tus encuentros con las golfasque vendrán después de mí”.

Entendió el significado de hablar hacia las ocho de la noche ala cuarta o quinta llamada. Su vida paralela cobraba un atracti-vo irregular, intrigante. Empezó a disfrutar el misterio de estardespierto en Holanda, a las cuatro de la mañana. Hablaban poco;él debía evitar que los ruidos de la calle llegaran al aparato, y notenía mucho que decir. Hubiera sido más sencillo hablarle de su casa, pero eso hubiera significado romper el pacto con esaesquina, los matorrales bajos, las desaparecidas huellas de loscaballos, la silueta de Nuria, la verdad de estar en Amsterdam,Distrito Federal.

¿Qué pensaba ella? ¿Era capaz de sentir nostalgia por “Ho-landa”, los días sin compromisos, muebles, efectos personales,la pausa en la que no tuvieron trabajo, amigos o familiares, yexistieron por excepción, como los que eran en el fondo, al margen de la costumbre y sus redes de araña? ¿Soñaba Nuriacon él, recuperaba las cosas que tuvieron, las reparaba o limpia-ba o escondía en su memoria?

Ella parecía divertirse con las llamadas, hablaba más que él,era locuaz en todo lo que significara atribuirle mujeres, éxito,viajes, y bajaba el tono al referirse a sí misma, como si no quisiera ofenderlo con una vida estable, posiblemente feliz, al margen de él.

Podían pasar tres o cuatro días entre una llamada y otra. Ellageneralmente estaba en casa. “Tengo que hacer aquí”, aclarabaen forma difusa.

No llevó la cuenta de las llamadas y perdió la oportunidadde saber si la séptima fue, como en el hipódromo, la cabalística.Le contestó una voz desesperada:

–¡Qué bueno que habla! ¿Por qué no ha llegado? –Andrewtenía acento pero hablaba con irritante fluidez–. Perdón, es elfumigador, ¿verdad?

–Sí –contestó Juan Jesús.–Quedó de venir orita; garantizaron que hoy comenzarían el

servicio.–Me perdí. No me pasaron bien la dirección.–¿Dónde está?–En Amsterdam.Andrew le dio la dirección. Juan Jesús dio una vuelta a la

manzana para perder tiempo.El corazón le latía de modo insoportable en el elevador.

¿Estaría Nuria ahí? Casi deseó que fuera así para acabar con latensión extrema que hasta unos segundos atrás lo tenía feliz.

O Andrew era mal fisonomista o ella no le había enseñadofotos (Juan Jesús estaba seguro de no haber envejecido tanto).

–Pásele –el tono mexicano significaba urgencia.Sólo entonces Juan Jesús advirtió que el manchado gabán

que llevaba puesto, reliquia de sus tiempos de expresionismoabstracto, era perfecto para un fumigador.

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–¿Dónde tiene los insectos? –preguntó en tono firme.–Por todas partes. ¿No trae equipo?–Primero tenemos que supervisar el área –Juan José habló

en un tono que le pareció eficaz, pensando que el verdadero fu-migador podía llegar en cualquier momento.

Andrew llevaba el pelo cortado casi a rape y un diminutoarete en el lóbulo izquierdo. Sus antebrazos, musculosos, cubiertos de vellos rubios, eran recorridos por venas gruesas. Sucara parecía incapaz de gesticular mucho. Un tipo atlético, contenido, seguramente atractivo, capaz de mirar con pacienciainfinita al fumigador clavado en la estancia.

El departamento parecía aguardar que lo fotografiaran; había un aire de sobredecoración. Todo era acogedor pero cui-dado en exceso, al menos así le parecieron los sillones blancoscon cojines color salmón, los floreros con alcatraces, las cajone-ras para los discos compactos, los libros de arte en la mesa decristal, las duelas de madera interrumpidas por tapetes afganos,seguramente comprados en Nueva York.

Juan Jesús se demoró en cada rincón, mientras Andrew de-cía con calma obsesiva “cucarachas”, “arañas”, “caras de niño”.

–¿Caras de niño? –Juan Jesús pensó en esos bichos en formade hormiga gigante. De niño le habían dicho que era imposibleaplastarlos, si los partías a la mitad revivían o se reproducían osaltaban como bestias de ciencia ficción; había que quemarloscon alcohol. Recuperó una escena en el jardín de sus primos.Dos caras de niño se retorcían deliciosamente entre las llamas.

Conocía la admirativa atención con que los fumigadores estudiaban las casas, orgullosos de tener enemigos con hábitostan formidables. Se asomó a un cubo de luz:

–¿Tiene Cablevisión? –preguntó, como si las alimañas pudieran llegar por ahí.

–Sí.La cocina, abierta, separada de la estancia por una mesa oblon-

ga y bancos de bar, estaba bañada por una luz ámbar, el sitio máscostoso del departamento. Las manos cuadradas de Andrew parecían ideales para filetear verduras con los seis cuchillos que pendían de una barra imantada. Sobre la estufa eléctrica, el extractor colgaba como la campana de una religión futura.

Juan Jesús hizo toda clase de preguntas sobre las condicionesde vida en el departamento. Andrew respondió puntualmente,como si hablar con un fumigador fuera una molestia inesca-pable.

–¿Dónde se bañan? –preguntó Juan Jesús.Esculcó el botiquín y el pequeño armario de madera. Abrió

envases de medicinas, reconoció cremas y perfumes olvidados,y atestiguó el inevitable avance de la tecnología: la nueva depiladora de Nuria parecía un teléfono celular.

Jaló el excusado, abrió la regadera, probó los niveles del masaje de agua.

Al volver al pasillo, le llamó la atención una puerta de la quesalía un tenue vapor.

–El cuarto del niño –explicó Andrew.Juan Jesús avanzó con pasos maquinales.

–Por eso nos importan tanto los insectos –añadió Andrew.–¿Puedo? –preguntó, cuando ya empujaba la puerta.–Claro.El bebé dormía en una cuna. El cuarto estaba en penumbra,

salvo por una lámpara tenue, que sólo se iluminaba a sí misma,un cono en el que flotaban lunas y estrellas. Un móvil de colo-res pendía del techo. A pesar de la profusión de muñecos de pe-luche, el cuarto conservaba el orden del resto de la casa. Habíaun agradable olor a talco. El vaporizador producía un ronroneoconstante.

Juan Jesús se asomó a la cuna. Vio las facciones redondas, el pelo de Beatle, el movimiento reflejo de los labios, succio-nando un pezón imaginario, la piel morena, un triángulo casimorado en la frente.

–¿Cómo se llama? –preguntó al volver al pasillo.–Isidro. Lo acabamos de adoptar en Oaxaca.Andrew lo acompañó al cuarto de lavado y miró con pacien-

cia cómo él movía todos esos frascos cuyos efectos ignoraba. Devez en cuando, Andrew decía “órele” para apresurarlo, como siesa palabra existiera para hablar de usted.

Juan Jesús supervisó sin prisa el vestidor de Nuria y no pu-do recordar una sola prenda. En cambio, todo lo que él llevabaencima era de diez años atrás.

En el buró había varias fotografías: Felipe Benavides con susbinoculares al cuello, bajo el sol del hipódromo; una foto del bebé, todavía sin marco, sostenida con un clip; Andrew ante eledificio neogótico de algún campus norteamericano; Nuria enla plaza de Taxco, frente a la iglesia de Santa Prisca, joven, conuna sonrisa exultante, retratada por Juan Jesús.

El último sitio que visitó fue el estudio de Nuria. Al fondohabía una pared de ladrillos translúcidos, como un lucernariovertical. Revisó la mesa con dos computadoras, papeles en atrac-tivo desorden, como si Nuria trabajara mucho ahí y las cosas lesalieran bien. Reparó en un corcho lleno de ideas sueltas, men-sajes cariñosos para Andrew, recortes de revistas, teléfonos depizzerías, comida china, cerrajeros, taxis. Al ver ese itinerariode una vida ajena, la envidia pudo más que la curiosidad; incluso le dio envidia el luchador de plástico que él le había regalado a Nuria y lo miraba desde la repisa con sus ojos torpes.Reconoció un florero azul, de barro, que llegó intacto de “Holanda”. Envidió que pudiera estar ahí, quieto, color añil, sinpedir cuentas, insinuar desastres, traer malas vibraciones.

El teléfono sonó pero Andrew no fue a contestar. Quizá temía que él se robara el luchador de plástico en su ausencia. Posiblemente, el auténtico fumigador hablaba para decir queestaba perdido. Por suerte, el volumen de la contestadora estabaal mínimo. No se oyó el mensaje.

–¿Es su última visita? –preguntó Andrew.–¿Por qué?–Son casi las nueve.–Los fumigadores somos raros –Juan Jesús ya no tenía

muchas ganas de ser verosímil, aunque tal vez decir esa rarezaera la mejor forma de serlo–. Isidro es un nombre raro, ¿no?

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–Era el segundo nombre del padre de mi compañera. Ya mu-rió. Ella lo idolatraba.

–¿Y por qué no le puso el primer nombre?–No quiso. Demasiado obvio, supongo –Andrew lo vio de

frente; no tenía ninguna obligación de discutir el nombre de suhijo con un fumigador; de cualquier forma, agregó, movido porun impulso–: era un cabronazo –sonrió–, un cabrón de la granputa, por eso le puso el segundo nombre. ¿Cuándo regresa?

–¿Quién?–Usted, a fumigar. Queremos tener mucho cuidado con el

niño.–No se preocupe. Le hago un presupuesto y le llamo.–Órele.Juan Jesús bajó por la escalera. En la calle comenzaba a

lloviznar.■

Curiosa la forma en que la gente entra y sale de la vida. El Tornillo Lascuráin pasó de una periferia más o menos grata aocupar una centralidad tensa y en cierta forma necesaria. El se-cuestro, y la rara idea que tenía de Juan Jesús, los acercó mucho.Cuando el viento sopló en contra de su amigo, él emergió comoel cachalote leal que había sostenido a sus hijos. También a JuanJesús le gustaba esa proximidad, ahora que hurgaba en su pasa-do. Lascuráin siempre tenía un dato inquietante que agregar a las historias de los otros. Había sido un buen periodista y conservaba el instinto de denuncia. Le faltaron vocación y disciplina para sufrir en las redacciones y prefirió medrar en oficios cómodos que le permitían creer que aún tenía que vercon la noticia: portales de Internet, asesorías de comunicación,la organización de coloquios sobre la verdad y los derechos humanos. Compensaba su falta de reportajes reales prestandodesmedida atención a sus conocidos, en espera de un chismeque pudiera devolverle la pasión de una exclusiva. Conservabaintactas sus facultades para cubrir golpes de Estado, pero se había sometido a una blanda voluntad. Nuria siempre lo habíaevitado y por eso mismo Lascuráin se interesaba en ella. En suparanoica concepción de los temperamentos ajenos, consi-deraba que sólo se es discreto o renuente para ocultar algo. No presionaba mucho porque a fin de cuentas era el Tornillo, elamigo capaz de hurgar sin herir gran cosa.

Juan Jesús le pidió que hablaran. Lascuráin había recupera-do el tono anterior a su secuestro; sugirió un nuevo restorán enLa Condesa, insistió en pagar la cuenta. El sitio era tan horrendocomo su nombre, La Tehuana Oyster Bar, un enclave parayuppies deseosos de sentirse en un México visto desde NuevaYork. Los muros estaban cubiertos con versiones pop de FridaKahlo y las langostas del acuario llevaban el caparazón pintadode verde fluorescente. El Tornillo parecía ansioso de mostrar surecién recuperada afluencia, ya libre de la ordeña de sus secues-tradores. Ganaba mucho en las empresas de comunicación donde traicionaba el periodismo de batalla. Gastar era una for-ma de revelar que estaba de regreso, pero no quería que nadielo acusara de burgués. Para protegerse de críticas al respecto,

despotricaba contra cualquier asomo de miserabilismo. Lo primero que hizo fue señalar el gastado gabán de su amigo.

En su fantasiosa concepción de sí mismo, Juan Jesús se ves-tía con las camisas de mezclilla de la Generación de la Rupturay el pesado gabán del expresionismo abstracto norteamericano.Pero hacía mucho que no iba al mercado de Oaxaca o a las baratas de Acapulco Joe. Esto dio pie a que el Tornillo relacio-nara sus ropas con el estado de la pintura nacional.

Juan Jesús desvió el tema. Habló de Felipe Isidro Benavides,antiguo suegro de ambos. El Tornillo salió apenas unos mesescon la hermana de Nuria, y eso acicateaba su sed de datos. Había investigado lo necesario para superar a Juan Jesús.

La vida los había mantenido en proximidad sin reunirlos deveras, sólo las fracturas –su separación, el secuestro de Lascu-ráin, la muerte de Cristóbal Santander– les daban motivos dereunión. Antes de esa comida, Juan Jesús pensó en el Tornillocomo un amigo injustamente tardío. A partir de las primeras ostras, se arrepintió tanto de buscarlo como de ver esas caras de Frida, pintadas por alguien que durante quince minutos sesintió Andy Warhol.

Lascuráin miró a Juan Jesús con desapego, como si pertene-ciera a la sección menos interesante de un bufet:

–Siempre fuiste un resentido. Te fascinó que Nuria fuera unaniña rica y lo odiaste cuando te dejó. Te jodió la envidia. Es laplaga de este pinche país. No puedes comer algo sin que a otrole duela la panza.

Las langostas pintadas de verde fluorescente en el acuario sevolvieron perfectamente naturales. Lo único raro era estar ahícon el Tornillo. Meses atrás, Lascuráin se sentía tan vencido quequiso tener un amigo “normal”. Cuando la mano le temblaba y vivía en función de sus secuestradores, la normalidad signifi-caba optimismo; ahora significaba fracaso, resentimiento, ¡nor-malidad!

Lascuráin suministraba datos que nadie le solicitaba con lacortesía de quien hace favores. La situación actual era distinta.Por primera vez Juan Jesús lo llamaba en calidad de experto, para interrogarlo sobre Felipe Benavides. Lascuráin estaba a sus anchas; podía improvisar un artículo de opinión sobre loscomplejos del peor pintor que había conocido.

Juan Jesús lo paró en seco, le tiró la servilleta a la cara, con-centró las miradas de las mesas circundantes, desvió la vista a una admonitoria Frida con cejas violetas, volvió a sentarse, dijo, con voz temblorosa por la ira, que no estaban ahí para queLascuráin justificara sus andanzas empresariales después de haber cubierto la guerra en Centroamérica, era un yuppie con glamour porque traicionaba a diario su juventud, el “misterio” delTornillo, si alguno tenía, era haber sido; había gente con suficien-te dinero para contratarlo por eso.

–Eres un resentido, ¡no te digo! –sonrió el Tornillo.Era el momento de largarse, pero algo lo retuvo. Hacía siglos

que no se peleaba con nadie y sintió un extraño desahogo. Elotro, en cambio, soportaba bien que lo putearan, pedía otra bo-tanita entre dos mentadas de madre, sin que se le desordenara

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el fleco peinado con mousse. El secuestro habíasido una escuela de resistencia o de cinismo(o los nuevos calmantes, que además le per-mitían beber tequila, eran estupendos).

–Tienes razón –sonrió el Tornillo Lascu-ráin–: yo me jodí, y lo sé. Es lo que vendo. Enla oficina se sienten de poca madre por tener-me ahí: los hice mierda en el periódico y aho-ra los promuevo. Los traidores se cotizan alto.

Juan Jesús pensó que vendría una nueva andanada, pero el otro detuvo el psicodrama,guardó un silencio magnánimo, recomendó unpostre, pidió un coñac excesivo, untó man-tequilla a un pan en forma de caracol con uncuidado extremo, como si probara que pudoser neurocirujano pero reservaba su destrezapara la mantequilla.

Finalmente habló de Felipe Benavides (“nosabía que se llamara Isidro”). Como siempre,tenía los datos en orden; su mente conserva-ba miles de carpetas agraviantes que podíanser citadas sin necesidad de repasar nombreso circunstancias. El padre de Nuria sirvió alPRI con lealtad, no tanto como senador sino ensu despacho de abogado, un especialista en sal-var la reputación de la familia revolucionaria;cualquier tema le podía ser confiado: un di-vorcio o un matrimonio al vapor, la desapari-ción del pandillero muerto en la recámara dela hija, la salida de un bebé del país sin per-miso de uno de los padres, la supresión de unescándalo con la apropiada red de sobornos yamenazas, la repatriación forzada de la ado-lescente fugada a una comuna en Colorado.Poco a poco, en esas palabras Juan Jesús reco-noció las anécdotas del senador, la picarescade los tribunales donde se incluía como testi-go, alguien enterado pero al margen. En rea-lidad, Benavides conocía las tramas porque lashabía urdido y ejecutado de principio a fin; lastertulias con sus hijas sirvieron para restarleimportancia a esas intrigas impunes, para des-plazarlo a un rincón de la historia, donde mi-raba sin juzgar, para que los demás se rieran de un país horriblepero divertido, cómo chingados no.

De algún modo, Juan Jesús sabía o suponía todo eso. FelipeBenavides siempre le pareció un embaucador; a lo que no podíasobreponerse era a su triunfo sobre Nuria, al niño que ahora sellamaba como él, así fuera con su segundo nombre, no muy fácilde llevar (¡qué sencillo parecía llamarse Felipe!), a la naturali-dad con que Andrew lo llamaba un cabronazo, un ser queridopero chocante, ya inofensivo, cuyos defectos podían airearse conun insulto que casi era un trofeo. Un cabrón perfecto. ¿Hasta

dónde se atrevió Nuria a ver la ruina que era su padre? Juan Jesúsrecordó la noche en que olvidó el paraguas en casa de sus sue-gros y Nuria salió en camiseta del cuarto de Felipe Benavides.También pensó en lo que ella dijo mientras él miraba un gatoamarillo en la calle: “no sabes lo difícil que es”, como si se acu-sara de algo, no de salvarlo sino de estar con él. Mil veces JuanJesús imaginó y descartó el incesto; necesitaba desdibujar esaescena del mismo modo en que ella necesitaba desdibujar a supadre para preservar su idolatría. Era el recurso que compar-tían, la ignorancia elegida, lo lamentable es que funcionara bien

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para ella y mal para él. “No puedes competir con el llamado dela sangre”, le dijo en alguna ocasión una amiga melodramáticaa la que él le gustaba sin que eso fuera un consuelo. Nuria es-taría siempre atada a ese vínculo que dependía de algo indesci-frable, una línea traspasada, pasos que no debían estar ahí. Lascinco hijas compitieron por los favores del viejo, y ella las supe-ró a todas, tal vez por venir del extremo inesperado, por ser lamás pequeña, la que no tenía un papel asignado ni se desgastóen batallas previas; sólo en el combate final fue invencible, cuando debía vigilar la agonía y mitigar el dolor de quien tanminuciosamente decidió por ella. Entonces, al recordar el pasi-llo oscuro, el clóset con medicinas, las manos hábiles de Nuria,acostumbradas a los remedios, creía advertir una ampolleta quetal vez no estuvo ahí ni él habría reconocido, la droga que podíaapaciguar al paciente, mantenerlo a raya hasta el momento justo, permitirle lo que nunca había hecho, renunciar a su voluntad y que eso fuera deseable, imponerle suavemente el tránsito definitivo, sostenerlo así, a merced de esas manos delga-das y jóvenes, como un cadáver agradecido y aplazado. Acaso loinsoportable para Nuria no tuviera que ver con las imposicionesde su padre sino con las de ella, no la humillante sumisión sinola fuerza de la que a veces se avergonzaba, la jeringa en sus manos,la dosis exacta para lo que ella sentía. Al llegar a esta suposiciónya estaba perfectamente borracho. El Tornillo lo miraba consonrisa ecuánime. Jamás entendería a Nuria en el pasillo de sombra, en la extraña intimidad que decidió la suya.

Desvió la vista a una pequeña ventana, muy elevada, que enmarcaba el cielo gris de la ciudad. Pensó en el estudio de Nuria, repasó los detalles, el florero azul, las dos computadoras,el luchador que él le había dado, los papeles en el corcho quetrazaban sus rutas, sus horarios, sus afanes, y ahí, en un rincónsuperior, un óleo acuchillado de su época “holandesa”, un marde fondo, o una textura que eso sugería, y dos navajazos parale-los. Sus títulos casi siempre tenían una palabra; le parecía que

eso les daba contundencia: “Infinito”, las rayas paralelas se to-carían fuera del lienzo. “Hacia el infinito” hubiera sido más exac-to, pero sonaba a disco de rock progresivo. “Infinito” resultabatrillado, pero tenía una palabra.

La pequeña ventana le trajo aquel cuadro, de formato menora los que solía hacer. En el mareo de la borrachera, se preguntósi en verdad lo había visto en el estudio de Nuria o lo agregabaahora. Su memoria visual era absoluta, lo único de lo que podíaestar orgulloso y por desgracia sólo servía para corregir a los queno eran tan atentos o participar en concursos de televisión. Aldía siguiente recordaría en detalle los rostros multicolores deFrida Kahlo, los muros que lo rodeaban y empezaban a girardespacio, muy despacio, como una bruma donde distinguía unascejas moradas, nítidas, acusatorias, antes de que todo el restofuera negro.

Pasaron semanas sin que volviera a Amsterdam. Pospuso las lla-madas, con tal deliberación que sus días no fueron otra cosa queconversaciones virtuales con Nuria, formas de llegar a lo quenunca sabría. Ensayaba frases, asociaciones que sirvieran de sal-voconducto y lo llevaran a un descubrimiento, la razón detrásde las razones conocidas que les impidió largarse a Holanda ylos llevó a la plaza de Coyoacán, a esa tarde de palomas en la quesacrificó sus últimos colores. Recordó la campana del camión dela basura, disminuida por el repique posterior de la iglesia deSan Juan Bautista, los guantes negro-amarillos del barrenderoque tomó su caja de pinturas, el olor a podrido en el que sin embargo se destacaba la fragancia fermentada de cáscaras y pulpas de naranja.

Una tarde, al volver de la oficina donde diseñaba la revistapara las salas móviles del aeropuerto, caminó por una ruta imprevista y llegó a una rotonda donde las plantas crecían condescuido. Al otro lado, reconoció el barrio de casas bajas don-

de había vivido Cristóbal Santander. Logródar con su casa, de muros redondeados yblancos, tal vez diseñada por un escultor, que hacía pensar en una jaula para osos polares. En vez de timbre, había una cam-pana, como la del camión de la basura.

Se preguntó si habría llamado en caso deque el crítico siguiera vivo. Su aparición enesa puerta hubiera significado el retorno dequien una vez tuvo futuro. Aunque Juan Je-sús asombraba poco; no tenía las pústulas nilas manos atrozmente despellejadas con lasque los muertos regresan en las películas deterror; se tragaba los años, según asegurabaLascuráin, y de algún modo eso era peor; nisiquiera permitió que la vida lo desgastaracon provecho, merecía su “edad indefinida”.

Tocó la campana, con fuerza, tranqui-lizado por el hecho de que el crítico no

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podía abrirle. Cristóbal Santander había sido un solitario ejemplar, pero tal vez su hermana, la sirvienta, alguna amante estaba en la casa. Siguió tocando hasta que la vecina de enfrentesalió a un balcón y le preguntó si tenía alguna relación con el difunto.

Juan Jesús soltó la cadena de la campana. Se fue de ahí sinresponder.

Tal vez por tocar esa campana, en la noche soñó con el cuadro que adornaba la esquina superior del estudio de Nuria,un sitio francamente raro para un óleo, aunque no tanto parauno que se llamara “Infinito”. Era una de las cosas que queríapreguntarle a ella. ¿Conservaba el cuadro? ¿Y qué pasaba si ellale mentía? Podía decirle que sí por piedad o que no por rencor.

Varias veces recorrió la pista del antiguo hipódromo, ima-ginando el cansancio de los caballos, tratando de deducir el principio y el fin de ese trayecto. No pensó, ni por un segundo,en la posibilidad de que Nuria pasara por ahí y lo viera mur-murando palabras, gesticulando, concentrado en su misión deavanzar sin rumbo, pensando en la llamada a la compañía fumigadora, la paranoia ante el intruso, las estadísticas de secuestros infantiles que Andrew conocería de memoria.

Durante semanas, le dio oportunidad a Nuria de verlo en lacalle de Amsterdam, con el gabán manchado de otros años y la expresión desencajada que él miraba en las vidrieras de los comercios, el rostro del que tiene demasiado frío y no está enHolanda, el pelo revuelto por un viento que no sopla.

Una noche se detuvo en la esquina elegida y marcó con elpulso de quien hace una apuesta fuerte, el lance que puede serbueno o malo pero tranquiliza por el hecho mismo de ser definitivo, la zona donde el apostador acepta la frase que llega una sola vez y confunde la resignación con la esperanza: “va mi resto”.

–¿Eres tú? –le preguntó Nuria.–Te oyes rara.–Han pasado mil cosas. ¿Por qué no habías hablado? Un ti-

po se metió a la casa, a hacer toda clase de preguntas. Andrewdice que es un ladrón o un secuestrador. Aunque no parecía ninguna de las dos cosas.

–¿Qué parecía?–Era igualito a ti. ¡Qué loco, ¿no?! ¿Tienes un fantasma que

fumigue casas?–¿Y levantaron un acta o algo?–¿Para qué? Ya le expliqué a Andrew cómo es México. Tal

vez el tipo dejó de trabajar con los fumigadores y ellos se niegan a aceptar que ya tienen el estudio para venir con los venenos, no sé, aquí todo es confuso. ¿Y tú cómo andas?

–Bien, hasta donde se puede –dijo en tono reticente.Nuria habló de su trabajo extenuante, lo insoportable que es-

taba la ciudad. Había visto una exposición de dibujos infantilesdonde los niños no usaban el azul para el aire sino el gris o elcafé celeste. Como en los cuadros que él pintaba antes.

Era el momento de referirse a su “Infinito”. ¿Todavía lo conservaba? En cambio preguntó:

–¿Tienes hijos?–No –la palabra salió en tono vacilante, como si ella pensa-

ra en aclararla después (“te dije que no tengo hijos míos; Isidroes adoptado”), una mentira que, de modo técnico, significabauna verdad.

Un coche se estacionó junto a él y tocó el claxon, una intrin-cada melodía, las primeras notas de Rocky. ¿Podía existir en Holanda un coche semejante?

–A veces pienso que me hablas de la esquina –dijo Nuria.Juan José vio su silueta, recortada en el ventanal del depar-

tamento. ¿Podía verlo? ¿Podía ver el coche color cremoso queirrumpía en la madrugada de Holanda?

–Te oigo bien –dijo Nuria, sin que él supiera si se refería a laacústica o a su destino.

Entonces supo que iba a ser incapaz de llevarla a los vericue-tos que había planeado, las frases engañosas, tentativas, para queella le revelara algo, una frase afilada como un puñal, capaz dejustificar para siempre su ruptura. No, ni siquiera pudo llegar al tema del hijo que no tuvieron y ahora había adoptado con Andrew.

–¿Sigues ahí, fantasma? –Nuria quiso recuperar el tono bromista, pero no pudo, sus palabras sonaban densas, cargadasde tensión–. ¿Estás bien? –la misma frase de antes llegaba rota,vencida.

Juan Jesús supo en qué parte estaba de la pista de carreras.Entendió al fin lo que sintió al bajar los escalones del edificiode Nuria: un deseo irrefrenable de conocerla ahora, cuando yano requería del episodio previo que fue él, lejos del viaje que no hicieron, las esclavitudes a una familia ya atenuadas por las pérdidas, descubrir el cuerpo y la entrega de Nuria sin los sobresaltos, las huidas, las noches fracturadas en las que debíasalir, ocuparse del padre, pensar en tantas cosas; eliminar lo quesirvió para que ella llegara a ese ventanal y mirara caer la nochey existiera de ese modo, con él, que ya había borrado el futuroque no tuvo.

–Los fumigadores son muy raros –dijo ella. –¿Qué?–Eso dijo el fantasma. ¿Te acuerdas del veneno que le po-

níamos a las hormigas? Parecía azúcar y sólo las engordaba. Supongo que hay venenos que engordan.

Un relámpago abrió el cielo.–¿También ahí está lloviendo?–Sí, apenas empieza.–También aquí.Nuria hizo una pausa larga. Luego dijo:–Cuídate, no te vayas a mojar.Juan Jesús colgó con suavidad. La luz se apagó en la sala de

Nuria.Vio el óvalo donde una vez corrieron los caballos, los mato-

rrales que recibían la lluvia, oyó un trueno como un tropel decascos en la arena.

Sintió la lluvia en la nuca, una caricia fría. “Amsterdam”, pensó, mientras cruzaba hacia otra calle. ~