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En viaje Miguel Cané

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En viajeMiguel Cané

Biblioteca Ayacucho es una de las experien-cias editoriales más importantes de la cultu-ra latinoamericana nacidas en el siglo XX.Creada en 1974, en el momento del auge deuna literatura innovadora y exitosa, ha esta-do llamando constantemente la atenciónacerca de la necesidad de entablar un con-tacto dinámico entre lo contemporáneo y elpasado a fin de revalorarlo críticamente des-de la perspectiva de nuestros días.La Colección La Expresión Americana estádestinada a completar y ampliar el espectrode las obras publicadas por Biblioteca Aya-cucho mediante la edición de estos librosde relieve memorialista, biográfico, autobio-gráfico y ensayístico en los que priva el pla-cer de la lectura sobre cualquier otra inten-ción. Son los maestros de Latinoaméricapresentados como peripecia vital y suscita-ción de imágenes.

ÚLTIMOS TÍTULOS PUBLICADOS

Mariano Picón-SalasMeditación de Europa (vol. 23)

Miguel de UnamunoAmericanidad (vol. 24)

José MartíEscenas norteamericanas (vol. 25)

Manuel Gutiérrez NájeraLa música y el instante.Crónicas (vol. 26)

Rufino Blanco FombonaHombres y libros (vol. 27)

Domingo Faustino SarmientoViaje a Francia (vol. 28)

Portada:Miguel Cané (1851-1905).Colección Archivo General de la Nación,Buenos Aires, Argentina.

En viaje es un libro preferido por los lecto-res hispanoamericanos que han conocidoJuvenilia, las deliciosas memorias escola-res escritas por el argentino Miguel Cané(1851-1905). Hombre de mundo, cosmopoli-ta, francófilo, embajador de su país en Eu-ropa y América, fue enviado en 1881 enmisión diplomática ante Venezuela y Co-lombia. Pero antes pasó por las costas bra-sileñas y africanas, irremediablemente sedetuvo en París y Londres para luego bajara las Antillas, de cuya negra sensualidad losorprende; finalmente recala en su destino.Si en los recorridos por Europa luce toda laelegancia chic de la belle époque, en las difi-cultades de un extranjero que remonta elpeligroso río Magdalena y llega a la cultaBogotá, asoman las sorpresas del observa-dor, los prejuicios del hombre blanco, ysobre todo, las siempre buenas cualidadesde una prosa inteligente.

Colección La Expresión Americana

En

viaj

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ISBN 980-276-393-4

En viajeMiguel Cané

Biblioteca Ayacucho es una de las experien-cias editoriales más importantes de la cultu-ra latinoamericana nacidas en el siglo XX.Creada en 1974, en el momento del auge deuna literatura innovadora y exitosa, ha esta-do llamando constantemente la atenciónacerca de la necesidad de entablar un con-tacto dinámico entre lo contemporáneo y elpasado a fin de revalorarlo críticamente des-de la perspectiva de nuestros días.La Colección La Expresión Americana estádestinada a completar y ampliar el espectrode las obras publicadas por Biblioteca Aya-cucho mediante la edición de estos librosde relieve memorialista, biográfico, autobio-gráfico y ensayístico en los que priva el pla-cer de la lectura sobre cualquier otra inten-ción. Son los maestros de Latinoaméricapresentados como peripecia vital y suscita-ción de imágenes.

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Rufino Blanco FombonaHombres y libros (vol. 27)

Domingo Faustino SarmientoViaje a Francia (vol. 28)

Portada:Miguel Cané (1851-1905).Colección Archivo General de la Nación,Buenos Aires, Argentina.

En viaje es un libro preferido por los lecto-res hispanoamericanos que han conocidoJuvenilia, las deliciosas memorias escola-res escritas por el argentino Miguel Cané(1851-1905). Hombre de mundo, cosmopoli-ta, francófilo, embajador de su país en Eu-ropa y América, fue enviado en 1881 enmisión diplomática ante Venezuela y Co-lombia. Pero antes pasó por las costas bra-sileñas y africanas, irremediablemente sedetuvo en París y Londres para luego bajara las Antillas, de cuya negra sensualidad losorprende; finalmente recala en su destino.Si en los recorridos por Europa luce toda laelegancia chic de la belle époque, en las difi-cultades de un extranjero que remonta elpeligroso río Magdalena y llega a la cultaBogotá, asoman las sorpresas del observa-dor, los prejuicios del hombre blanco, ysobre todo, las siempre buenas cualidadesde una prosa inteligente.

Colección La Expresión Americana

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ISBN 980-276-393-4

Colección La Expresión Americana

En viaje

En viajeMiguel Cané

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Presentación

Oscar Rodríguez Ortiz

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CONSEJO DIRECTIVO

Humberto MataPresidente (E)

Luis Britto GarcíaFreddy Castillo CastellanosLuis Alberto CrespoGustavo PereiraManuel Quintana Castillo

© Fundación Biblioteca Ayacucho, 2005Colección La Expresión Americana, No 29Hecho Depósito de LeyDepósito Legal: lf50120058003377ISBN: 980-276-393-4Apartado Postal 14413Caracas 1010 - Venezuelawww.bibliotecaayacucho.com

Dirección Editorial: Julio BolívarAsistente Dirección Editorial: Gladys García RieraJefa Departamento Editorial: Clara Rey de GuidoEditor: Edgar PáezEdición al cuidado de: Clara Rey de Guido y Edgardo Mondolfi GudatJefa Departamento de Producción: Elizabeth CoronadoAsistencia de Producción: Henry ArrayagoAuxiliar de Producción: Nabaida MataCorrección: Giuliano Salvatore y Beatriz Cortés

Concepto gráfico de colección: Blanca StrepponiActualización gráfica de colección: Pedro MancillaDiagramación: Ediplus producciónPre-prensa: Soluciones Gráficas | Editorial ArteImpreso en Venezuela / Printed in Venezuela

BIBLIOTECA AYACUCHO 9

PRESENTACIÓN

CON MUCHA RAZÓN, Juvenilia, las memorias escolaresdel argentino Miguel Cané (1851-1905), son preferidas yrecordadas respecto a sus otros libros fragmentarios decrónicas, notas y ensayos. De hecho, los lectores hispano-americanos modernos tienen otra razón: no son frecuen-tes los bellos libros memoriosos en su literatura y es másescasa aún la evocación gozosa de los años verdes puestoque a lo mejor se prefiere la “realidad”: la escuela poética,la educación como método de violencia institucional ymanera de sociabilizar para lo peor. Los lectores de másedad recuerdan, por ejemplo, las tristes evocaciones delperuano González Prada en su tétrico internado; los lecto-res más contemporáneos no olvidan, sin duda, las mazmo-rras morales que pintó Vargas Llosa.

No así Miguel Cané. Extrañamente, su colegio es fe-liz y el joven que protagoniza las memorias es un ser sano,sin “traumas” como se dice ahora. Tampoco es un niño dela picaresca española –modelo de los relatos infantiles his-panos– o el sufrido expósito, preferido por la narrativasocial y de denuncia a la hora de presentar la vida de losmenorcitos.

Esta felicidad escolar pareció extenderse al resto dela vida de Cané. Los historiadores de la literatura argenti-na encuentran una causa en su procedencia social acomo-dada y en la generación intelectual a la que perteneció.Nacido en Uruguay porque su padre era exiliado del dic-tador Rosas, formado en uno de los mejores colegios ar-

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gentinos, luego docente, parlamentario, ministro, diplo-mático, su vida transcurrió entre lo seguro y el “buen gus-to”. Hombre de mundo, cosmopolita, francófilo, embaja-dor en Viena y París, no es de extrañar que su otro libromás apreciado por los lectores hispanoamericanos fuerade Argentina sea el de sus peregrinajes de observador delmundo.

Enviado en misión diplomática a Venezuela y Colom-bia, antes hizo, vía marítima, una peregrinación costanerapor Brasil y ciertas playas africanas para subir a Francia ydetenerse en París. Desde luego, asiste a un acaloradodebate en el Senado galo y observa el parlamento británi-co; sus descripciones de la Ciudad Luz o de la culta Bogo-tá tienen algo así como las propiedades de una atmósferade la belle époque –son los años ochenta del siglo XIX consu apoteosis de lo burgués hermoso, sus oropeles, corti-najes, palmeras en los salones y sillas vienesas. De Fran-cia pasa a Inglaterra y siempre en barco baja a los trópicospara detenerse en las islas francesas. Acaso este intelec-tual que se ha sentido como pez en el agua en Europa ten-ga la experiencia de ser extranjero, blanco, ajeno, occi-dental ante los negros antillanos, y el hombre liberal y delos principios altruistas sufre así algún prejuicio ante lanegrada sudorosa. Su extrañeza lo lleva a redactar unabrillante descripción de la sensual danza orgiástica de losazabaches caribeños. En 1881 está en Caracas, sometidaa la dictadura afrancesada de Antonio Guzmán Blanco, elmismo año en que José Martí conmueve con su verbo elambiente de la capital venezolana. Como dice que sientenostalgia de su patria, acaso fastidio en una ciudad tran-quila, redacta su famosa Juvenilia. Pero tuvo que seguirhacia Bogotá en función diplomática y para llegar a esa

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cumbre en la montaña, remonta el monstruoso río Mag-dalena. Sus descripciones del clima caluroso, achicha-rrante, los asesinos mosquitos vespertinos y las enormescomo peligrosas bocas abiertas de los caimanes, así comolas incomodidades pasadas en pensiones o “ventas” casimedievales, hacen algunos de los momentos más brillan-tes de su relación. Ante esa naturaleza salvaje –contemplaextasiado el salto Tequendama– y ante una cultura tanpoco urbana se revelan las convicciones de Cané: un deci-dido partidario del “progreso” pues los males que ve a supaso se compensan porque llegará un día en que esos paí-ses, accidentalmente retrasados, serán prósperos. Ni quedecir que Cané, en medio de las calamidades, no sólo gus-ta del confort de lo “civilizado” sino que echa siempre demenos lo chic y en la mejor compañía de Bogotá tiene lasmejores tertulias, los vinos más selectos y platos exquisi-tos. Además, el libro En viaje, publicado en 1883, estandocomo embajador en Austria, muestra los sentimientos la-tinoamericanistas de una generación que percibió el con-tinente como conjunto y patria grande.

Oscar Rodríguez Ortiz

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DOS PALABRASAl pueblo colombiano, en estos

momentos de amargura,dedica la reedición de este libro, como

homenaje de respeto y cariño,

Miguel Cané

LAS PÁGINAS DE ESTE LIBRO han sido escritas a medidaque he ido recorriendo los países a que se refieren. No ten-go, por lo tanto, la pretensión de presentar una obra rigu-rosamente sujeta a un plan de unidad, sino una sucesiónde cuadros tomados en el momento de reflejarse en mi es-píritu por la impresión. Habiéndome el gobierno de mipaís hecho el honor de nombrarme su representante cer-ca de los de Colombia y Venezuela, pensé que una simplenarración de mi viaje ofrecía algún interés a los lectoresamericanos, más al cabo generalmente de lo que sucedeen cualquier rincón de Europa, que de los acontecimien-tos que se desenvuelven en las capitales de la América es-pañola. Puedo hoy asegurar que las molestias y sufrimien-tos del viaje han sido compensados con usura por losadmirables panoramas que me ha sido dado contemplar,así como por los puros goces intelectuales que he encon-trado en el seno de sociedades cultas e ilustradas, a lasque el aislamiento material a que las condena la naturale-za del suelo que habitan, las impulsa a aplicar toda su acti-vidad al levantamiento del espíritu.

He procurado contar, y contar ligeramente; piensoque un libro de viajes debe marchar con paso igual y suel-to, sin bagajes pesados, con buen humor para contrarres-tar las inevitables molestias de la travesía; con cultura,porque se trata de hablar de aquellos que nos dieron hos-pitalidad, y, sobre todo, sin más luz fija, sin más guía que

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la verdad. Cuando la pintura exacta de ciertas cosas me hasido imposible por altísimas consideraciones que tocan ala delicadeza, he preferido omitir los hechos antes quearreglarlos a las exigencias de mi situación. Rara vez seme ha ofrecido ese caso; por el contrario, ha sido con vivoplacer que he llenado estas páginas que me recordaránsiempre una época que por tantos motivos ha determina-do una transición definitiva de mi vida.

En esta reedición, única que se ha hecho desde lapublicación de En viaje, en 1883, se ha suprimido bastan-te en los primeros capítulos de los que sólo se han conser-vado algunos contornos trazados al pasar, que, como losde Gambetta, Gladstone y Renan, pueden interesar aún.El autor no ha agregado una sola palabra a su primera re-dacción. El lector podrá ver así si el tiempo ha sancionadoo corregido los juicios que los hombres y las cosas deaquel tiempo y en aquella parte de América sugirieron alautor.

Diciembre, 1903.

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INTRODUCCIÓN

CREO PODER ASEGURAR que el número total de argenti-nos que han llegado a la ciudad de Bogotá desde el sigloXVI hasta la fecha, no excederá de diez, inclusive el perso-nal de la legación que iba por primera vez en 1881 a saludaral pueblo en cuyo seno se desenvolvió la acción de Bolívar.Este aislamiento terrible, consecuencia de las dificultadesde la comunicación y causa principal, tal vez, de los tristesdías por que ha pasado la América española antes de su or-ganización definitiva, no ha sido tenido en cuenta por laEuropa al formular sobre nuestro desgraciado continenteel juicio severo que aún no ha cesado de pesar sobre noso-tros. Nos ha faltado la solidaridad, la gravitación recíproca,que une a los pueblos europeos en una responsabilidad co-lectiva, que los mantiene en un diapasón político casi uni-forme, y que alienta y sostiene de una manera indirecta, enlos momentos de prueba, al que flaquea en la ruta. Las le-yes históricas que presiden la formación de las sociedadesse han desenvuelto en todo su rigor en nuestras vastas co-marcas. El esfuerzo del grupo intelectual se ha estrelladoestérilmente durante largos años contra la masa bárbara,representando el número y la fuerza. La anarquía, esa cás-cara amarga que envuelve la semilla fecunda de la libertad,ha reinado de una manera uniforme en toda la América ypor procedimientos análogos en cada uno de los pueblosque la componen, porque las causas originarias eran lasmismas. Para algunos países americanos, esos años som-bríos son hoy un mal sueño, una pesadilla que no volverá,

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porque ha desaparecido el estado enfermizo que la produ-cía. ¿Qué extranjero podrá creer, al encontrarse en el senode la culta Buenos Aires, en medio de la actividad febril delcomercio y de todos los halagos del arte, que en 1820 loscaudillos semibárbaros ataban sus potros en las rejas de laplaza de Mayo, o que en 1840 nuestras madres eran vil-mente insultadas al salir de las iglesias? Si el camino mate-rial que hemos hecho es enorme, nuestra marcha moral esinaudita. A mis ojos, el progreso en las ideas de la sociedadargentina es uno de los fenómenos intelectuales más cu-riosos de nuestro siglo. Y al hablar de las ideas argentinas,me refiero a las de toda la América, aunque el fenómeno,por causas que responden a la situación geográfica, a la na-turaleza del suelo y a la poderosa corriente de emigracióneuropea, no presenta en ninguna parte el grado de intensi-dad que en el Plata.

Los americanos del norte recibieron por herencia unmundo moral hecho de todas las piezas: el más perfectoque la inteligencia humana haya creado. En religión, el li-bre examen; en política, el parlamentarismo; en organiza-ción municipal, la comuna; en legislación, el habeas corpusy el jurado; en ciencias, en industria, en comercio… el ge-nio inglés. En el Sur, la herencia fatal para cuyo repudiohemos necesitado medio siglo, fue la teología de Felipe II,con sus aplicaciones temporales, la política de Carlos V yaquel curioso sistema comercial que, dejando inerte alfecundo suelo americano, trajo la decadencia de España,ese descenso sin ejemplo que puede encerrarse en dosnombres: de Pavía al Trocadero. Así, cuando en 1810 laAmérica se levantaba, no ya tan sólo contra la dominaciónespañola, sino contra el absurdo, contra la inmovilidadcadavérica impuesta por un régimen cuya primera vícti-

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ma fue la madre patria misma, se encontró sin tradicio-nes, sin esa conciencia latente de las cosas de gobiernoque fueron el lote feliz de los pueblos que la habían prece-dido en la ruta de la emancipación. De los americanos delNorte hemos hablado ya; hicieron una revolución “ingle-sa” fundados en el derecho inglés. Por menos de las veja-ciones sufridas, Carlos I murió en el cadalso y GuillermoIII subió al trono en 1688. Los habitantes de los PaísesBajos, al emprender su revolución gigantesca contra laEspaña absolutista y claustral, al trazar en la historia delmundo la página que honra más tal vez a la especie huma-na, tenían precedentes, se apoyaban en tradiciones, en laJoyeuse entrée, en las viejas cartas de Borgoña. La Francia,en 1789 tenía mil años de existencia nacional, y si biendestruyó un régimen político absurdo, conservaba los ci-mientos del organismo social –1793 fue un momento defiebre–; vuelta la calma, la libertad conquistada se apoyóen el orden tradicional.

Nosotros, ¿qué sabíamos? Difícil es hoy al espíritudarse cuenta de la situación intelectual de una sociedadsuramericana hasta principios de nuestro siglo. No tenía-mos la tradición monárquica, que implica por lo menos unideal, un respeto, algo arriba de la controversia minadorade la vida real. Jamás un rey de España pisó el suelo deAmérica para mostrar en su persona el símbolo, la formaencarnada del derecho divino. ¡Virreyes ridículos, ávidos,sin valor a veces para ponerse al frente de los pueblos en-tusiastas por la dinastía, acabaron de borrar en la concien-cia americana el último vestigio de la veneración por elpersonaje fabuloso que reinaba más allá de los mares des-conocidos, que pedía siempre oro y que negaba hasta lalibertad del trabajo!

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No sabíamos nada, ni cómo se gobierna un pueblo, nicómo se organiza la libertad, más aún, la masa popularconcebía la libertad como una vuelta al estado natural,como la cesación del impuesto, la abolición de la culturaintelectual, el campo abierto a la satisfacción de todos losapetitos, sin más límite que la fuerza del que marcha allado, esto es, del antagonista.

La revolución americana fue hecha por el grupo dehombres que había conseguido levantarse sobre el nivelde profunda ignorancia de sus compatriotas. Las masaslos siguieron para destruir, y en el impulso recibido pasa-ron todos los límites. Al día siguiente de la revolución,nada quedó en pie y los hombres de pensamiento que ha-bían precedido a la acción, fueron quedando tendidos a lolargo del camino, impotentes para detener el huracán quehabían desencadenado en su generoso impulso. Enton-ces, aparecieron el gobierno primitivo, la fuerza, el presti-gio, la audacia, reivindicando todos los derechos. ¿For-mas, tradiciones, respetos humanos? La lanza de Quiroga,la influencia del comandante de campaña, la astucia gau-cha de Rosas. Y así, con simples diferencias de estilo e in-tensidad, del Plata al Caribe. Recibimos un mundo nuevo,bárbaro, despoblado, sin el menor síntoma de organiza-ción racional1 ¡mírese la América de hoy, cuéntese los cen-tenares de millares de extranjeros que viven felices en susuelo, nuestra industria, la explotación de nuestras rique-

1. La generosa tentativa de Carlos III y sus ministros, en el sentido dedotar a la América de instituciones que favorecieran su desenvolvimien-to, desapareció con la muerte del ilustre monarca. Bajo Carlos IV, laAmérica y la España misma habían vuelto a caer en la tristísima situaciónen que se encontraban bajo el reinado del último de los Habsburgos. Eldoctor Vicente F. López, en su magistral introducción a la Historia argen-tina, nos ha sabido trazar un cuadro brillante de la elevada política de

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zas, el refinamiento de nuestros gustos, las formas defini-tivas de nuestro organismo político, y dígasenos qué peda-zo del mundo ha hecho una evolución semejante en mediosiglo!

¿Quiere decir esto que todo está hecho? ¡Ah! No. Co-menzamos. Pero las conquistas alcanzadas no son de ca-rácter transitorio, porque determinan modos humanos,cuya excelencia, aprobada por la razón y sustentada por elbienestar común, tiende a hacerlos perpetuos.

El primer escollo ha sido para nosotros, no ya la for-ma de gobierno que fue fatalmente determinada por lahistoria y las ideas predominantes de la revolución, sinola naturaleza del gobierno republicano, su aplicaciónpráctica. La absurda concepción de la libertad en los pri-meros tiempos originó la constitución de gobiernos débi-les, sin medios legales para defenderse contra las explo-siones de pueblos sin educación política, habituados a verla autoridad bajo el prisma exclusivo del gendarme. Esadebilidad produjo la anarquía, hasta que la reacción con-tra ideas falsas y disolventes, ayudada por el cansancio delas eternas luchas intestinas, trajo por consecuencia in-mediata los gobiernos fuertes, esto es, las dictaduras. Yasí han vivido la mayor parte de los pueblos americanos,de la dictadura a la anarquía, de la agitación incesante al

Aranda y Floridablanca bajo Carlos III; pero él mismo se ha encargadode probarnos, con su incontestable autoridad que las leyes que nos re-gían eran simples mecanismos administrativos, cuya acción se concre-taba a las ciudades, cuando no eran abortos impracticables, como la fa-mosa “Ordenanza de Intendentes”, cuyos ensayos de aplicación fueronun desastre. No es mi ánimo, ni lo fue nunca, vilipendiar a España, quenos dio lo que podía darnos. El “motín de Esquilache”, que es una pági-na de la historia de Rusia bajo Pedro el Grande, nos da la nota del estadointelectual del pueblo español a fines del siglo pasado. Puede juzgarsecuál sería el de la más humilde de las colonias americanas.

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marasmo sombrío. Es hoy tan sólo, cuando empieza a in-crustarse en la conciencia popular la concepción exactadel gobierno, que se dota a los poderes organizados detodos los medios de hacer imposible la anarquía, conser-vando en manos del pueblo las garantías necesarias paraalejar todo temor de dictadura. En ese sentido, la Américaha dado ya pasos definitivos en una vía inmejorable, aban-donando tanto al viejo gusto por los prestigios personales,como por las utopías generosas pero efímeras de una or-ganización política basada en teorías seductoras al espíri-tu, pero en completa oposición con las exigencias positi-vas de la naturaleza humana. Sólo así podremos salvarnosy asegurar el progreso en el orden político. Soñar con laimplantación de una edad de oro desconocida en la histo-ria, consagrar en las instituciones el ideal de los poetas yde los filósofos publicistas de la escuela de Clarke, queescribía en su gabinete una Constitución para un puebloque no conocía, es simplemente pretender sustraernos ala ley que determina la acción constante de nuestro orga-nismo moral, idéntico en Europa y en América. Reformarlentamente, evitar las sacudidas de las innovaciones brus-cas e impremeditadas, conservar todo lo que no sea in-compatible con las exigencias del espíritu moderno: heahí el único programa posible para los americanos.

Puede hoy decirse con razón que el triste empleo deintendente de finanzas, en las viejas monarquías, se haconvertido en el primer cargo del gobierno en nuestrasjóvenes sociedades. El estudio de las necesidades del co-mercio, la solicitud previsora que ayuda al desarrollo de laindustria, la economía y la pureza administrativas, sonhoy las fuentes vivas de la política de un país. “Hacedmebuena política y yo os haré buenas finanzas”, decía el ba-

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rón Louis a Napoleón. En el mundo actual, una inversiónde la frase debiera constituir el verdadero catecismo gu-bernamental.

En cuanto a la situación de América en el momentoque escribo estas líneas, puede decirse en general que,salvo algunos países como la República Argentina y Méxi-co, que marchan abiertamente en la vía del progreso, estápasando por una crisis seria, cuyas consecuencias tendránindiscutible influencia sobre sus destinos. Una guerra de-plorable, por un lado, cuyo término no se entrevé aún, hallevado la desolación a las costas del Pacífico hasta el Ecua-dor. La patria de Olmedo es hoy el teatro de una de esas in-terminables guerras civiles cuya responsabilidad solidariaarroja el espíritu europeo sobre la América entera.

La guerra del Pacífico fue el primero de los graveserrores cometidos por Chile en los últimos cuatro años.No es éste el momento, ni entra en mi propósito estudiarlas causas que la originaron ni establecer las responsabili-dades respectivas; pero no cabe duda que la influenciairresistible de Chile, la lenta invasión de su comercio y desu industria a lo largo de las costas del océano, desde An-tofagasta a Panamá, se habría ejercido de una manera fa-tal, dando por resultado la prosperidad chilena, más segu-ramente que por la victoria alcanzada. En 1879, el queestas líneas escribe visitó los países que habían iniciadoya la larga contienda. Recorriendo mis apuntes de esaépoca, algunos de los que han sido publicados, veo quelos acontecimientos han justificado mis previsiones, cuan-do auguraba la victoria de Chile y no veía más medio deponer término a la lucha que la interposición amistosa delos países que se encontraban en situación de ser oídospor los beligerantes.

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Chile, por la gravedad de sus exigencias, perdió dosocasiones admirables de arribar a la paz: después de latoma de Arica y después de la ocupación de Lima. La vic-toria no había podido ser más completa. Bolivia, en el he-cho, se había retirado de la lucha, y el Perú estaba exáni-me a sus pies, desquiciado, sin formas orgánicas, sin go-bierno. La desmembración exigida, el vilipendio de unvasallaje disfrazado, la dura actitud del vencedor, hicieronimposible la formación de un gobierno capaz de aceptartales imposiciones. Actitudes semejantes traen obligacio-nes gravísimas; se necesita, para hacerlas fecundas, unarapidez de acción y una cantidad de elementos de queChile no podía disponer. Después de Chorrillos, era nece-sario marchar sobre Arequipa, ocupar firmemente el Perúentero, esto es, proceder a la prusiana. Chile se ha estre-llado contra esa imposibilidad material; sólo es dueño dela tierra que pisan sus soldados, pero sus soldados no sonnumerosos y en cada encuentro, aunque la victoria lesquede fiel, sus filas clarean y no es ya posible reemplazarlas bajas. Si se piensa que Chile no tiene inmigración quetrabaje mientras sus hijos se baten, se comprenderá la pe-nosa situación de la agricultura y de la minería, los dosprincipales ramos de la industria chilena. Luego, la crea-ción de un elemento militar, cuyos males están aún sinconocerse por Chile, el desenvolvimiento de una inmensaburocracia por las necesidades de la ocupación, los gastosenormes que ésta importa, la corrupción, que es una con-secuencia fatal de tales situaciones, el decaimiento del co-mercio, son razones más que suficientes para preocupar alos chilenos que aman a su país y miran al porvenir.

Chile, inspirado por un orgullo nacional mal entendi-do, ha dificultado la acción de los gobiernos que en nom-

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bre de los sentimientos de humanidad y alta política hu-bieran deseado ofrecer sus buenos oficios para prepararuna solución. Fue un error cuyas consecuencias sufre eneste momento.

En cuanto al Perú, su situación es tan deplorable queno se concibe que la prolongación de la lucha pueda em-peorarla. Rara vez se ha visto en la historia la desapariciónmás completa de un país, en sus formas ostensibles.

Pero esta larga y terrible crisis ha puesto de manifies-to la profunda debilidad de su organización y los vicios quela minaban. Cuando la paz se haga, y algún día se hará, elPerú saldrá lentamente de su tumba, pensando en hacervida nueva, en la paz, en el orden y el trabajo. Maldecirá losraudales de oro del guano y el salitre, y sólo se ocupará decultivar su suelo admirable. La lección ha sido sangrienta;pero la vida de los pueblos no es de un día, y pronto lasamargas horas pasadas aparecerán a los peruanos comoel punto de partida de una época de prosperidad.

En las páginas que van a leerse, dedicadas en su ma-yor parte a Colombia y Venezuela, se verá cuál es la situa-ción de ambos países. He sido relativamente parco en miapreciación de la actualidad de Venezuela, porque se en-cuentra en un momento de plena evolución. El hombreque hoy la gobierna, el general Guzmán Blanco, repre-senta sin duda un régimen al que los argentinos tenemosel derecho histórico de negar nuestras simpatías. Perosería una torpeza confundirlo con los vulgares dictadoresque han ensangrentado el suelo de la América. El progre-so material de Venezuela bajo su gobierno es indiscutible,y la paz, que ha sabido conservar, en un país donde la gue-rra hasta hace diez años era el estado normal, le será con-tada como uno de sus mejores títulos por el juicio de la

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posteridad. Pero, lo repito, no es éste el momento de for-mular una opinión de Venezuela; ensaya sus nuevas insti-tuciones, tantea la adaptación de nuevas industrias a susuelo maravilloso y pasarán algunos diez años antes quesu reciente organización tome caracteres definitivos.

Los países americanos situados sobre el Atlánticohan sentido más rápida e intensamente la acción de Euro-pa, fuente indudable de todo progreso, y han conseguidoemanciparse más pronto de la rémora colonial. Es con le-gítimo orgullo como un argentino puede hablar hoy de supaís, porque no hay espectáculo que levante y consuelemás el corazón de un hombre, que el de un pueblo laborio-so, inteligente y ávido de desenvolvimiento, marchandocon firmeza, al amparo del orden y de la libertad, en elcamino de sus grandes destinos. El ejemplo de prudenciaadmirable que en sus relaciones internacionales ha dadola República Argentina, no será infecundo para la Améri-ca. Con tradiciones guerreras, con un pueblo habituado ala lucha constante, para el que los combates, como paralos viejos germanos, tienen atractivos irresistibles, soste-niendo causas consagradas por un derecho palmario, he-mos sabido acallar los enérgicos ímpetus del patriotismoentusiasta para encerrarnos y perseverar en una políticacorrecta y prudente que al fin, honorablemente, nos hadado la más grande de las victorias que puede alcanzar unpueblo americano: la paz.

Erigido el principio de arbitraje en invariable línea deconducta, resolvimos por ese medio las cuestiones quehabía suscitado la guerra con el Paraguay, a la que tan bár-baramente se nos provocó en 1865. Más tarde, la largacontroversia de límites con Chile fue resuelta por unatransacción directa que no sólo satisfizo el honor de am-

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bas naciones, sino que aseguró al comercio universal lalibre navegación y la neutralidad del estrecho de Magalla-nes. Sólo tenemos pendiente en el día la fijación definitivade nuestras fronteras con el Brasil. En documentos quehan visto la luz pública, el gobierno argentino ha propues-to ya al gabinete de San Cristóbal la adopción del arbitra-je. Sea por ese medio, sea por la transacción directa, hayel derecho de esperar que la cuestión será resuelta sinnecesidad de apelar a la guerra, cuyos resultados seríanfatales seguramente a aquel de los dos pueblos cuya obs-tinación la haga imprescindible.

La era de las discordias civiles se ha cerrado tambiénen el suelo argentino, porque las causas que la producíanhan cesado, con la organización definitiva de la nación.Desde los extremos de la Patagonia a los límites con Boli-via, desde las márgenes del Plata al pie de los Andes, no seoye hoy sino el ruido alentador de la industria humana, nose ven sino movimientos de tierra, colocación de rieles,canalizaciones, instalaciones de máquinas, cambios diorá-micos de suelos vírgenes en campos labrados. Las ciuda-des se transforman ante los ojos de sus propios hijos quemiran absortos el fenómeno; las rentas públicas se dupli-can; el oro europeo acude a raudales, para convertirse enobras de progreso; el crédito se extiende y se afirma; laemigración aumenta. Tenemos motivos de pura satisfac-ción, pero al mismo tiempo graves responsabilidades. Esnecesario conservar la paz interna a todo trance y haceruna verdad constante de nuestras instituciones; en unapalabra: seguir la ruta en que marchamos.

Si hay algún país americano en estos momentoscuya situación requiera calma, prudencia sabia, en unapalabra, es indudablemente el Brasil; gobernado por un

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príncipe que ha sabido conquistar el cariño de sus súbdi-tos y el respeto del mundo, tiene elementos en su senopara conjurar los graves peligros que lo amenazan. Su si-tuación financiera no es tranquilizadora; el aumento delos gastos sin una progresión análoga en los ingresos, losempréstitos sucesivos en vista de la adquisición de ele-mentos de guerra y las deficiencias dolorosamente com-probadas en el sistema gubernativo: he ahí las causasprincipales de una crisis que no tardará en tomar propor-ciones alarmantes. Por otro lado, pronto desaparecerá –ypara siempre– de la Constitución brasileña la triste som-bra de la esclavitud. Sea falta de previsión en el gobierno,sea enceguecimiento sistemático de los propietarios rura-les, el hecho es que, si bien esa liberación será un honorpara el Brasil, su industria va a pasar un momento angus-tioso cuando sea necesario acudir al trabajo libre para re-emplazar al trabajo esclavo. La aparición de la cuestión desalarios, de las huelgas, la escasez de brazos por la insig-nificante inmigración, la difícil vigilancia policial sobre elmillón y medio de negros que de la noche a la mañana vana recuperar su libertad, muchos de ellos lleno el corazónde odios, todas las dificultades de un cambio radical van aconstituir una crisis económica formidable.

Por otro lado, la situación política amenaza perturba-ciones, el espíritu democrático gana camino cada día, asícomo los síntomas de segregación en un porvenir no leja-no. Falta homogeneidad en ese vasto y despoblado terri-torio; las aspiraciones de los tres grupos del Norte, Cen-tro y Sur, no siguen rutas paralelas. Una agitación sordatrabaja las provincias del Imperio, y la dinastía, personifi-cada en absoluto en el emperador dignísimo que rige losdestinos de ese pueblo, corre grandes riesgos de desapa-

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recer el día, que Dios aleje, de la muerte de don Pedro II.Pueden fácilmente adivinarse el resultado y las conse-cuencias para el Brasil, si su mala estrella lo lleva en lasactuales circunstancias a suscitar una guerra americana.Hay, indudablemente, un partido que la desea, sea guiadopor sentimientos de un egoísmo antipatriótico, sea en laesperanza de romper el nudo de dificultades por el siste-ma de Alejandro. Bueno es no olvidar que el instrumentoindispensable para esa operación es, ante todo, la espadadel héroe macedonio.

El Brasil, lo repito, puede conjurar sus peligros conuna política internacional franca y pacífica, con reformasradicales en su sistema financiero, y con una aplicaciónmás práctica y verdadera del régimen parlamentario. Deél, exclusivamente de él, depende vivir en paz con todoslos pueblos de América, que aplaudirán sus progresos,pero que opondrían una muralla de acero a todo acto ins-pirado por ambición de engrandecimiento territorial.

El Uruguay no ha salido aún de la época difícil; el mi-litarismo impera allí y el elemento inteligente ha sido diez-mado en el esfuerzo generoso por implantar la libertad.Los destinos de ese pedazo de tierra maravillosamentedotado, constituyen hoy uno de los problemas más gravesde la América. Antigua provincia del virreinato del Río dela Plata, el pueblo oriental tiene la misma sangre, las mis-mas tradiciones, el mismo idioma, que el que a su ladomarcha al progreso a pasos de gigante. Las leyes históri-cas de atracción parecen dibujar una solución mirada conojos simpáticos a ambas márgenes del inmenso estuariocomún, pero que ningún gobierno argentino provocarápor medios violentos. El día que los orientales pidan, porla voz de un congreso, volver a ocupar su puesto en el

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seno de la gran familia, serán recibidos con los brazosabiertos y ocuparán un sitio de honor en la marcha delprogreso, como lo ocuparon siempre en las batallas, don-de corrió mezclada su sangre con la argentina. Entretan-to, el que atribuya al gabinete de Buenos Aires propósitosanexionistas, se engaña por completo. En primer lugar,nuestro sistema federal no permite sino incorporacionesde estados federativos, y en segundo término, la políticaargentina tiene por base inmutable el respeto a la volun-tad popular. Jamás, por la violencia, se aumentará en unpalmo el territorio argentino.

Amo mi buena tierra americana sobre todas las regio-nes de la tierra. ¿Es porque en ella se extienden los cam-pos de mi patria, de la que mi alma vive cerca, aunque delejos mi cerebro se consuma por ella en el anhelo ardien-te de servirla? ¿Es porque en la colectividad moral de loshombres que la habitan, veo brillar la altura del carácter,la abnegación de la vida, la lealtad y el honor? No lo sé;pero en mis momentos de duda amarga, cuando mis farossimpáticos se oscurecen, cuando la corrupción yanquime subleva el corazón o la demagogia de media calle meenluta el espíritu en París, reposo en una confianza sere-na y me dejo adormecer por la suave visión del porvenirde la América del Sur. ¡Paréceme que allí brillará de nue-vo el genio latino rejuvenecido, el que recogió la herenciadel arte en Grecia, del gobierno en Roma, del que tantascosas grandes ha hecho en el mundo, que ha fatigado lahistoria!

Si es una ilusión, perseveremos en ella y hagámonosdignos de que nos visite con frecuencia; sólo pensando encosas grandes se prepara el alma a ejecutarlas. Que unamericano descienda a lo más íntimo de su ser, donde pal-

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pita un átomo del alma de su pueblo, que la consulte y lue-go de comprobadas sus pulsaciones vigorosas, se atreva anegar que está pronto a todas las evoluciones que puedanllevar a la cumbre. Los hombres no son nada, las ideas loson todo. Las rencillas locales son ínfimas miserias queenferman y esterilizan el espíritu de aquel que de ellas seocupa; hay algo más arriba: es el porvenir, es la suerte denuestros hijos, es el honor de nuestra raza. Al trabajo,pues; el tiempo vuela y a su amparo las transformacionesse operan como si la mano de Dios las produjera.

Septiembre, 1883.

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CAPÍTULO I

DE BUENOS AIRES A BURDEOS

De nuevo en el mar. La bahía de Río de Janeiro.La rada y la ciudad. Tijuca. Las costas de África.La hermana de caridad. El Tajo. La cuarentena.

La “Gironde”. Burdeos.

Once more upon the waters!Yet once more!

Byron, Ch. H. III.

¡ETERNAMENTE BELLO ese arco triunfal del suelo ameri-cano! Parece que el mar hubiera sido atraído a aquellaensenada por un canto irresistible y que, al besar el pie deesas montañas cubiertas de bosques, al reflejar en susaguas los árboles del trópico y los elegantes contornos delos cerros, cuyas cimas dibujan sobre un cielo profundo ypuro, líneas de una delicadeza exquisita, el mismo océanohubiera sonreído desarmado, perdiendo su ceño adusto,para caer adormecido en el seno de la armonía que lo ro-deaba. Jamás se contempla sin emoción ese cuadro, y nose concibe cómo los hombres que viven constantementecon ese espectáculo al frente, no tengan el espíritu mode-lado para expresar en altas ideas todas las cosas grandesdel cielo y de la tierra. Tal así, la naturaleza helénica, consus montañas armoniosas y serenas, como la marcha deun astro, su cielo azul y transparente, las aguas generosasde sus golfos que revelan los secretos todos de su seno,arrojó en el alma de los griegos ese sentimiento inefabledel ideal, esa concepción sin igual de la belleza, que respi-ra en las estrofas de sus poetas y se estremece en las lí-

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neas de sus mármoles esculpidos. Pero el suelo de la Gre-cia está envuelto, en un manto cariñoso, por una atmósfe-ra templada y sana, que excita las fuerzas físicas y da acti-vidad al cerebro. Sobre las costas que baña la bahía de Ríode Janeiro, el sol cae a plomo en capas de fuego, el airecorre abrasado, los despojos de una vegetación lujuriosafermentan sin reposo y la savia de la vida se empobrece enel organismo animal.

Así, bajad del barco que se mece en las aguas de la ba-hía; habéis visto en la tierra los cocoteros y las palmeras,los bananos y los dátiles, toda esa flora característica de lostrópicos, que hace entrar por los ojos la sensación de unmundo nuevo; creéis encontrar en la ciudad una atmósfe-ra de flores y perfumes, algo como lo que se siente alaproximarse a Tucumán, por entre bosques de laureles ynaranjales, o al pisar el suelo de la bendecida isla de Tahi-tí… Y bien, ¡quedaos siempre en el puerto! ¡Saciad vues-tras miradas con ese cuadro incomparable y no bajéis aperder la ilusión en la aglomeración confusa de casas ra-quíticas, calles estrechas y sucias, olores nauseabundos yatmósfera de plomo!… Pronto, cruzad el lago, trepad loscerros, y a Petrópolis. Si no, a Tijuca. Petrópolis es másgrandiosa y los cuadros que se desenvuelven en la magní-fica ascensión no tienen igual en la Suiza o en los Pirineos.Pero prefiero aquel punto perdido en el declive de dosmontañas que se recuestan perezosamente una en brazosde la otra, prefiero Tijuca con su silencio delicioso, susbrisas frescas, sus cascadas cantando entre los árboles yaquellos rápidos golpes de vista que de pronto surgen en-tre la solución de los cerros, en los que pasa rápidamentecomo en un diorama gigantesco, la bahía entera con susondas de un azul intenso, la cadena caprichosa de la ribe-

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ra izquierda, las islas verdes y elegantes, la ciudad entera,bellísima desde la altura. No llega allí ruido humano, y esacalma callada hace que el corazón busque instintivamen-te algo que allí falta: el espíritu simpático que goce, a la parnuestra, la voz que acaricie el oído con su timbre delicado,la cabeza querida que busque en nuestro seno un refugiocontra la melancolía íntima de la soledad…

¡Proa al norte, proa al norte!Una que otra bella noche de luna a la altura de los tró-

picos. El mar tranquilo arrastra con pereza sus olas pe-queñas y numerosas; los horizontes se ensanchan bajo uncielo sereno. La soledad por todas partes y un silenciogrande y solemne, que interrumpe sólo la eterna hélice oel fatigado respirar de la máquina. A proa, cantan los ma-rineros; a popa, aislados, algunos hombres que piensan,sufren y recuerdan, hablando con la noche, fijos los ojosen el espacio abierto, y siguiendo sin conciencia el arcomaravilloso de un meteoro de incomparable brillo que, alo lejos, parece sumergirse en las calladas aguas del océa-no. Abajo, en el comedor, el rechinar de un piano agrio ydestemplado, la sonora y brutal carcajada de un jugadorde órdago, el ruido de botellas que se destapan, la voceríainsípida de un juego de prendas. Sobre el puente, el jovenoficial de guardia, inmóvil, recostado sobre la baranda,meciéndose en los infinitos sueños del marino y reposan-do en la calma segura de los vientos dormidos. De pronto,cuatro pipas encendidas como hogueras, aparecen segui-das de sus propietarios. Hablan todos a la vez: cueros, la-nas, géneros o aceites…

El encanto está roto; en vano la luna los baña cariño-sa, los envuelve en su encaje, como pidiéndoles decoroante la simple majestad de su belleza. Hay que dar un

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adiós al fantaseo solitario e ir a hundirse en la infame pri-sión del camarote…

He aquí las costas de África: Goroa, con su vulgar as-pecto europeo; Dakar, con sus arenales de un brillo inso-portable, sus palmas raquíticas, su aire de miseria y triste-za infinita, sus negrillos en sus piraguas primitivas o na-dando alrededor del buque como cetáceos. La falange dea bordo aumenta: todos esos “pioneers” del África vienenquebrantados, macilentos, exhaustos. Las mujeres, trans-parentes, deshechas, y aun las más jóvenes con el sello dela muerte prematura. Así subió en 1874 aquella dulce ytriste criatura, aquella hermana de caridad de veinte años,que volvía a Francia después de haber cumplido su tiem-po en los hospitales del Senegal. Silenciosa y tímida, qui-so marchar sola al pisar la cubierta; sus fuerzas flaquea-ron, vaciló y todas las señoras que a bordo se encontra-ban, corrieron a sostenerla. Todos los días era conducidaal puente, para respirar y absorber el aire vivificante delocéano; los niños la rodeaban, se echaban a sus pies y per-manecían quietecitos, mientras ella les hablaba con vozdébil como un soplo e impregnada de ese eco íntimo yprofundo que anuncia ya la liberación. ¡Jamás mujer algu-na me ha inspirado un sentimiento más complejo que esajoven desgraciada; mezcla de lástima, respeto, cariño,irritación por los que la lanzaron a esa vida de dolor, indig-nación contra ese destino miserable! Parecía confundidapor los cuidados que le prodigaban; hablaba, con los ojoshúmedos, de los seres queridos que iba a volver a ver, siDios lo permitía… A la caída de una tarde serena se abrióante nuestras miradas ávidas el bello cuadro de la “Giron-de”, rodeado de encantos por las sensaciones de la llega-da. La alegría reinaba a bordo; se cambiaban apretones

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de manos, había sonrisas hasta para los indiferentes.Cuando salvamos la barra y aparecieron las risueñas ribe-ras de Pauillac, con sus castillos bañados por el últimorayo de sol, sus viñedos trepando alegres las colinas… lahermana de caridad llevaba sus dos manos al pecho, opri-mía la cruz y levantando los ojos al cielo, rendía la vida enuna suprema y muda oración… Cuando la noticia, quecorrió a bordo apagando todos los ruidos y extinguiendotodas las alegrías, llegó a mis oídos, sentí el corazón opri-mido, y mis ojos cayeron sobre estas palabras de un librode Dickens, que, por una coincidencia admirable, acaba-ba de leer en ese mismo instante: “No es sobre el suelodónde concluye la justicia del cielo. Pensad en lo que es latierra, comparada al mundo hacia el cual esa alma angeli-cal acaba de remontar su vuelo prematuro, y decidme, sios fuere posible, por el ardor de un voto solemne, pronun-ciado sobre ese cadáver, llamarlo de nuevo a la vida, de-cidme si alguno de vosotros se atrevería a hacerlo oír…”

¡Salud al Tajo mezo-evale! ¡Qué orillas encantadas! Esuna perspectiva como la de esos juguetes de Nuremberg,con sus campos verdes y cultivados, sus casitas capricho-sas en las cimas y los millares de molinos de viento que,agitando sus brazos ingenuos, dan movimiento y vida alpaisaje. He ahí la torre de Belén, que saludo por la quintavez. ¿Cómo es posible filigranar la piedra a la par del oro yla plata? ¿De dónde sacaban los algarves el ideal de esaarquitectura esbelta, transparente, impalpable? Hemosperdido el secreto; el espíritu moderno va a la utilidad y laobra maestra es hoy el cubo macizo y pesado de RegentStreet o de la avenida de la Ópera. Un albañil árabe ideabay construía un corredor de la Alhambra o del Generalife,con sus pilares invisibles, sus arcos calados; todos los in-

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genieros de Francia se reúnen en concurso, y el triunfa-dor, el representante del arte moderno, construye el tea-tro de la Ópera, esto es, ¡un aerolito pesado, informe, do-rado en todas las costuras!

El ancla cae; una lancha se aproxima, dentro de lacual hay dos o tres hombres éticos y sórdidos; se les alar-gan unos papeles en la punta de una tenaza. Apruebo latenaza, que garantiza la salud de a bordo, probablementecomprometida con el contacto de aquellos caballeros.Estamos en cuarentena. Los viajeros flamantes se irritany blasfeman; los veteranos nos limitamos a citarles elcaso de aquel barco de vela salido de San Francisco deCalifornia con patente limpia y llegado a Lisboa, habien-do doblado el cabo de Hornos después de nueve mesesde navegación, sin hacer una sola escala, y que fue pues-to gravemente en cuarentena, a causa de haber arribadoen mala estación. Porque es necesario saber que en Lis-boa la cuarentena se impone durante los primeros nuevemeses del año y se abre el puerto en los últimos tres,haya o no epidemias en los puntos de donde vinieron losbuques que arriban a esa rada hospitalaria. Esta suspen-sión de hostilidades tiene por objeto sacar a licitación laempresa del lazareto, fuente principal de las rentas dePortugal ¿Estamos?

Bajan veinte personas; cada una pagará en el lazaretodos pesos fuertes diarios, es decir, todas, en diez días, dosmil francos. Venimos a bordo más de trescientos pasaje-ros, que descenderíamos todos si no hubiese cuarentena,pasaríamos medio día y una noche en Lisboa, gastandocada uno, término medio, en hotel, teatro, carruaje, com-pras, etcétera, 15 pesos fuertes: total, unos cuatro mil pe-sos aproximadamente, de los que mil, o mil doscientos,

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entrarían por derechos, impuestos, alcabalas, patentes ydemás, en las arcas fiscales. Economía portuguesa.

¡Qué rápida y curiosa decadencia la de Portugal! Lanaturaleza parece haber designado a Lisboa para ser lapuerta de todo el comercio europeo con la América. Susuelo es admirablemente fértil y sus productos buscadospor el mundo entero: en los grandes días tuvo el sol cons-tantemente sobre sus posesiones. Sus hazañas en Asiafueron útiles a la Inglaterra. Vasco dobló el cabo para losingleses, y los esfuerzos para colonizar las costas africa-nas tuvieron igual resultado. La independencia de Brasilfue el golpe de gracia, y en el día… ¡nadie lee a Camoëns!

El golfo de Vizcaya nos ha recibido bien y la “Giron-de” agita sus flancos, cruje, vuela, para echar su anclafrente a Pauillac antes de anochecer. A lo lejos, entre lasmárgenes del río que empiezan a borrarse envueltas en lasombra, vemos venir dos lanchas a vapor. Desde hacedos horas, la mitad de los pasajeros está con su saco en lamano y cubierto con el sombrero alto, al que un mes delicencia ha hecho recuperar la forma circular y que, al vol-ver al servicio, deja en la frente aquella raya cruel, rojiza,que el famoso capitán Cutler, de Dombey and Son, osten-taba eternamente. Una lancha es la agencia. Pero, ¿laotra? Para nosotros, ¡oh!, infelices, que hemos hecho untelegrama desde Lisboa pidiéndola, a fin de proporcio-narnos dos placeres inefables: primero, evitar ir con to-dos ustedes, sus baúles enormes, sus loros, sus pipas, et-cétera, y segundo, para pisar tierra veinte horas antesque el común de los mortales. El patrón del vaporcito lan-za un nombre, respondo, reúno los compañeros, me acer-co a algunas señoras para ofrecerles un sitio en mi nave,que rehúsan pesarosas; un apretón de manos a algunos

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oficiales de la “Gironde” que han hecho grata la travesía,y en viaje.

Es un sensualismo animal, si se quiere, pero no vivoen las alturas etéreas de la inmaterialidad y aquella camaancha, vasta, las sábanas de un hilo suave y fresco, el si-lencio de las calles, el suelo inmóvil, me dan una sensa-ción delicada. Al abrir los ojos a la mañana, entra mi secre-tario. Conoce Burdeos al revés y al derecho; ha visto elteatro, los Quinconces, ha trepado a las torres, ha bajadoa las criptas y visitado las momias, ha estado en la aduanay sabe qué función se da esa noche en todos los teatros. Yentretanto, ¡yo dormía! Él no lo concibe, pero yo sí. A latarde, le anuncio que me quedaré a reposar un par de díasen Burdeos y una nube cubre su cara juvenil. Tiene la ob-sesión de París; le parece que lo van a sacar de donde está,que va a llegar tarde, que es mentira, un sueño de conven-ción, ajustado entre los hombres para dar la vuelta la cabe-za a media humanidad… Así, ¡qué brillo en aquellos ojos,cuando le propongo que se vaya a París esa misma noche,con algunos compañeros, y que me espere allí! Titubea unmomento; yendo de noche, no verá las campiñas de laTurena, Angulema, Poitiers, Blois, ¡pero París! ¡Y vibran-te, ardoroso como un pájaro a quien dan la libertad, seembarca con el alma rebosando llena de himnos!

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CAPÍTULO II

EN PARÍS

En viaje a París. De Bolivia a Río de Janeiro en mula.La Turena. En París. El Louvre y el Luxemburgo.

Cómo debe visitarse un museo. La Cámara deDiputados: Gambetta. El Senado: Simón y Pelletán.El 14 de julio en París. La revista militar: M. Grévy.Las plazas y las calles por la noche. La Marsellesa.

La sesión anual del Instituto. M. Renan.

A MI VEZ, pero con toda tranquilidad, tomo el tren una lin-da mañana y empezamos a correr por aquellos campos ad-mirables. Los viajeros americanos conocemos ya la Fran-cia, París y una que otra gran ciudad del litoral. La vida dela campiña nos es completamente desconocida. Es uno delos inconvenientes del ferrocarril, cuya rapidez y comodi-dad ha destruido para siempre el carácter pintoresco delas travesías. Mi padre viajó todo el Mediodía de la Franciay la Italia entera en una pequeña calesa, proveyéndose decaballos en las postas. Sólo de esa manera se hace conoci-miento íntimo con el país que se recorre, se pueden estu-diar sus costumbres y encontrar curiosidades a cada paso.Pero entre los extremos, el romanticismo no puede llegarnunca a preferir una mula a un express. Uno de mis tíos, elcoronel don Antonio Cané, después de la muerte del ge-neral Lavalle, en Jujuy, acompañó el cuerpo de su generalhasta la frontera de Bolivia, junto con los Ramos Mejía,Madero, Frías, etcétera. Quedó enfermo en uno de lospueblos fronterizos, y cuando sus compañeros se disper-saron, unos para tomar servicio en el ejército boliviano,otros en dirección a Chile o Montevideo, él tomó una

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mula y se dirigió al Brasil, que atravesó de oeste a este, lle-gando a Río de Janeiro después de seis u ocho meses, ha-biendo recorrido no menos de 600 leguas. Más tarde, sucuñado don Florencio Varela, le interrogaba sin cesar,deplorando que la educación y los gustos del viajero no lehubieran permitido anotar sus impresiones. Cané habíarealizado ese viaje estupendo, deteniéndose en todos lospuntos en que encontraba buena acogida… y buenas mo-zas. Pasado el capricho, volvía a montar su mula, y así, deetapa en etapa, fue a parar a las costas del Atlántico. Admi-ro, pero prefiero la línea de Orleáns, sobre la que volamosen este momento, desenvolviéndose a ambos lados delcamino los campos luminosos de la Turena, admirable-mente cultivados y revelando, en un sólo aspecto, el se-creto de la prosperidad extraordinaria de la Francia. Loscanales de irrigación, caprichosos y alegres como arro-yos naturales, se suceden sin interrupción. De pronto cae-mos a un valle profundo que serpea entre dos elevadascolinas cubiertas de bosques; por entre los árboles, apare-ce en la altura un castillo feudal, de toscas piedras grises,cuya vetustez característica contrasta con la blancura delhumilde hameau que duerme a su sombra; las perspecti-vas cambian constantemente, y los nombres que van lle-gando al oído, Angulema, Blois, Amboise, Chatellerault,Poitiers, etcétera, hacen revivir los cuadros soberbios dela vieja historia de Francia.

Ya las aldeas y villorrios aumentan a cada instante, seaglomeran y precipitan, con sus calles estrechas y lim-pias, sus casas de ladrillo quemado, sus techos de pizarray teja. Los caminos carreteros son anchos, y el pavimentoduro y compacto resuena al paso de la pesada carreta, ti-rada por el majestuoso percherón, que arrastra sin esfuer-

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zo cuatro grandes piedras de construcción, con sus nú-meros rojizos. Luego, túneles, puentes, viaductos, callesanchas, aireadas, multitud de obreros, movimiento y vida.Estamos en París.

A mediodía, una visita a los viejos amigos queridos,que esperan dulce y pacientemente y que, para recibiros,toman la sonrisa de la Gioconda, se envuelven en los tulesluminosos de la Concepción, o despojándose de sus ropas,ostentan las carnes deslumbrantes de Rubens. Al Louvre,al Luxemburgo; un día el mármol, otro el color, un día a laGrecia, otro al Renacimiento, otro a nuestro siglo sober-bio. Pero lentamente, mis amigos; no como un condena-do, que empieza con la “Balsa de la Medusa” y acaba conlos “Monjes” de Lesueur y sale del museo con la retina fa-tigada, sin saber a punto fijo si el Españoleto pintaba vírge-nes: Murillo, batallas; Rafael, paisajes, o Miguel Ángel,pastorales. Dulce, suavemente; ¿te gusta un cuadro? Na-die te apura; gozarás más confundiendo voluptuosamentetus ojos en sus líneas y color, que en la frenética y bullicio-sa carrera que te impone el guía de una sala a otra. El catá-logo, en la mano, pero cerrado; camina lentamente por elcentro de los salones; de pronto una cara angélica te son-ríe. La miras despacio; tiene cabellos de oro y cuyo perfu-me parece sentirse; los ojos, claros y profundos, dejan veren el fondo los latidos tranquilos de una alma armoniosa.Si te retiene, quédate; piensa en el autor, en el estado de suespíritu cuando pintó esa figura celeste, el ideal flotante desu época, y luego, vuelve los ojos a lo íntimo de tu propioser, anima los recuerdos tímidos que al amparo de unavaga semejanza asoman sus cabecitas y temiendo ser im-portunos, no se yerguen por entero. Luego, olvídate delcuadro, del arte, y mientras la mirada se pase inconscien-

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te por la tela, cruza los mares, remonta el tiempo, da rien-da suelta a la fantasía, sueña con la riqueza, la gloria o elpoder, siente en tus labios la vibración del último beso,habla con fantasmas. Sólo así puede producir la pintura lasensación profunda de la música; sólo así, las líneas escul-turales, ondeando en la gradación inimitable de las formashumanas, en el esbozo de un cuello de mujer, en las cur-vas purísimas y entre los griegos, castas, del seno; en loshombros contorneados de una virgen de mármol o en elvigor armónico de un efebo; sólo así, da la piedra el placerdel ritmo y la melodía. Naturalmente, la materialidad de lacausa limita el campo; una cabeza de Ticiano, una bacanalde Rubens, un interior de Rembrandt, un monje de Zurba-rán, darán una serie de impresiones definidas, vinculadasal asunto de la tela. He ahí por qué el mármol y el lienzoson inferiores a la música, que abre horizontes infinitos,dibuja catedrales medievales, envuelve en nubes de blan-ca luz sideral, lleva en sus ondas invisibles mujeres de unabelleza soñada, os convierte en héroes, trae lágrimas a losojos, pensamientos serenos al cerebro, recorre, en fin, lafama entera e infinita de la imaginación…

A las dos de la tarde, a la Cámara o al Senado. En laprimera preside Gambetta, con su eterno espíritu chis-peante, levantando un debate de los bajos fondos del fasti-dio con una palabra que trae sonrisas hasta a los labioslegitimistas. Un ruido infernal, una democracia viva y pal-pitante, un movimiento extraordinario; en la tribuna, elo-cuencia de mala ley, verbosa y vacía unas veces, metódicay abrumadora otras. He aquí que la trepa una nueva edi-ción de los Ministros de Guerra argentinos, de antes de laexpedición al Río Negro; oigámosle: “La razón por la queno ha sido posible batir hasta ahora a Aboumena, es sim-

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plemente la falta de caballos. El árabe, veloz, ligero, sin losútiles que la vida civilizada hace indispensables al soldadofrancés, vuela sobre las llanuras, mientras el pesado jine-te europeo lo persigue inútilmente”. Conozco, conozco elrefrán. He aquí un comunista melenudo que acaba de des-peñarse desde la cúspide de la extrema izquierda para to-mar la tribuna por asalto, donde gesticula y vocifera pi-diendo la abolición del presupuesto de cultos. Las izquier-das aplauden: el centro escribe, lee, conversa, se pasea,perfectamente indiferente: la derecha atruena el aire coninterrupciones. Un hombre delgado reemplaza al fanáti-co y lo sucede con la misma intemperancia, intransigen-cia, procacidad vulgar: es el obispo de Angers. Las iz-quierdas ríen a carcajadas, el centro sonríe, la derechaprotesta, aplaude con frenesí. Gambetta lee tranquila-mente, de tiempo en tiempo, sin apartar los ojos del libro,estira la mano y busca a tanteo la campanita y la hace vi-brar: Silence, messieurs, s’il vous plaît! repiten cuatro ujie-res, con voz desde soprano hasta bajo subterráneo. Nadiehace caso; el ruido aumenta, se hace tormenta, luego elcaos. El orador se detiene y la ausencia de su letanía llamaa la vida real a Gambetta, que levanta la cabeza, ve las olasalborotadas, destroza una regla contra la mesa, da uncampanilleo de cinco minutos, adopta un aire furibun-do, se pone de pie y grita: Mais c’est intolerable! Veuillezécouter, messieurs! Luego toma el anteojo de teatro, reco-rre las tribunas pobladas de señoras, hace sus saludoscon la mano, recibe veinte cartas, habla con cuarenta di-putados que suben a su asiento para apretarle la mano; ymientras lee, mira, habla, escribe o bosteza, agita sin re-poso la incansable regla contra la mesa, y repite, de ratoen rato, como para satisfacción de conciencia, su eterno

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Veuillez écouter, messieurs!, que los ujieres, como un eco,propagan por los cuatro ámbitos del semicírculo.

Entretanto, abajo se desenvuelven escenas de un có-mico acabado: el intransigente Raspail da de tiempo entiempo un grito y Gambetta lo invita a acercarse a la tribu-na a fin de poder ser oído en sus interrupciones sin sacri-ficio de su garganta. Baudry d’Asson, un nulo de la dere-cha, cuyo faldón izquierdo está en manos del obispo deAngers, lanza improperios a cada instante, a pesar de losreiterados tirones de su mentor; a despecho del orador setraban diálogos particulares insoportables; los ministros,en los bancos centrales, conversan con animación mien-tras son vehemente y personalmente interpelados en latribuna, y sobre toda aquella vocería, movimiento, exas-peraciones, risas, gritos y denuestos, las tribunas silencio-sas, graves, inmóviles en su perfecto decoro.

En el Senado, el ideal de Sarmiento. Desde las altastribunas, la Cámara parece un campo de nieve. Cabezasblancas por todas partes. Preside León Say, con su inso-portable voz de tiple, gangosa y nasal. Ancianos que en-tran apoyándose en sus bastones y cuyos nombres vuelanpor la barra. Son las viejas ilustraciones de la Francia, enlas letras, en las artes, en la industria, en la ciencia y en lapolítica. Bulliciosos también los viejecitos; los años no lespueden hacer olvidar que son franceses. La regla y la cam-panilla del presidente están en continuo movimiento. Elespectador tiene ganas de exclamar: Fi donc, messieurs; àvotre âge! Nadie escucha al orador, hasta que la orden deldía llama a la discusión de la ley de imprenta, en revisiónde la Cámara de Diputados. Por un artículo se impone alos funcionarios públicos la acusación de calumnia. JulioSimón se dirige a la tribuna; distinguidísima figura de an-

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ciano, cara inteligente, voz débil y una habilidad parla-mentaria portentosa. Protesta contra el espíritu del artícu-lo; a su juicio, los funcionarios tienen el derecho de sercalumniados; su única acción, la única defensa a que de-ben acudir, es su conducta, irreprochable, sin sombras.En cuestiones de prensa quiere la libertad hasta la licen-cia. Se le oye con atención y respeto; pero los republica-nos de la situación creen que el propósito del adversariode Gambetta es destruir la bondad de la ley, llevando lasconcesiones hasta los últimos límites y haciéndola odiosaa las clases conservadoras. Simón está en pleno triunfo;hace pocos días con motivo de la ley de educación, haconseguido introducir por asalto el nombre de Dios en lacola de un artículo. Por el momento, desenvuelve una ló-gica de hierro, y ocupando audazmente el terreno de suscontrarios, hace flamear con más vigor su propio estan-darte. La derecha aplaude y vota con él. Un hombre de fi-sonomía adusta, entrecano, voz fuerte, sucede en la tribu-na al eminente filósofo. Es Pelletán, el riguroso contendordel Imperio, el compañero de Simón en el cuerpo legisla-tivo, el autor de aquellos panfletos candescentes de Laprofesión de fe del siglo XIX, El mundo marcha, etcétera. Nohabla, pontifica; no arguye, declama. Se agita como sobreun trípode y sus palabras se arrastran o retumban conacentos proféticos. Destruye, no obstante, la sofística deSimón, y sin injuriarlo por su intención, hace ver el caosque sobrevendría a la prensa sin ningún género de mode-rador. El voto le da el triunfo.

Luego, la sesión se arrastra, levántome y tomo misombrero para trasladarme al palacio Borbón. En el Sena-do encuentro siempre vacía la tribuna diplomática; en laCámara, tengo que llegar temprano para obtener un buen

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sitio. Es que aquí, Gambetta por sí solo es un espectáculo,y todos los extranjeros de distinción que llegan a París,obtienen tarjetas de sus ministros respectivos, se instalanen la tribuna diplomática y se hacen insoportables por suspreguntas en inglés, alemán, turco, italiano, o griego, so-bre quién es el que habla, si Gambetta hablará, cuál esPaul de Cassagnac, cuál Clemenceau, dónde está Ferry,por qué se ríen, cuál es la derecha, etcétera.

Estaba en París el 14 de julio y presencié la fiesta na-cional. La revista militar en Longchamps fue pequeña:15.000 hombres a lo sumo.

He ahí los altos dignatarios del Estado. El aspecto deM. Grèvy me trae a la memoria un pensamiento de LaBruyère, que él sin duda ha meditado: “Los francesesaman la seriedad en sus príncipes”. Aquel rostro es de pie-dra; las facciones tienen una inmovilidad de ídolo, los ojosno expresan nada y miran siempre a lo lejos, los labios notienen color ni expresión. Movimientos de una culturaglacial, de una rigidez automática, aunque sin afectación.Es el tipo de la severa seriedad republicana, como LuisXIV lo fue de la pomposa seriedad monárquica. El directorPosadas decía en 1814: “No conseguiremos vivir tranqui-lamente y en orden mientras seamos gobernados por per-sonas con quienes nos familiaricemos”. Es una verdadprofunda que puede aplicarse a todos los pueblos; el po-der requiere formas exteriores, graves, serenas, y el quelo ejerce debe rodearse no ya de la majestad deslumbra-dora de una corte real, pero sí de cierto decoro que im-ponga a las masas. M. Grèvy no sólo es querido y respeta-do hoy por todos los republicanos franceses, sino que lospartidos extremos, hasta las irascibles duquesas del viejorégimen, tienen por él alta consideración.

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Gambetta, casi obeso, rubicundo, entrecano, loacompaña, así como León Say y los ministros. Todos losanteojos se clavan en el grupo, pero la primera mirada espara Gambetta. El prestigio del poder atrae y fascina.¡Qué fuertes son los hombres que consiguen sobreponer-se a esa atmósfera de embriaguez en que viene envuelta lapopularidad!…

Llega la noche; la circulación de carruajes se ha pro-hibido en las arterias principales. Por calles traviesas mehago conducir hasta la altura del Arco de Triunfo, echopie a tierra, enciendo un buen cigarro, trabajo por la mo-ral pública ocultando mi reloj para evitar tentaciones a lospatriotas callejeros y heme al pie del monumento, tenien-do por delante la avenida de los Campos Elíseos, con subellísima ondulación, literalmente cuajada de gente e ilu-minada a giorno por millares de picos de gas y haces deluz eléctrica. Me pongo en marcha entre el tumulto. Dellado del bosque, el cielo está cubierto de miríadas de lu-ces de colores, cohetes, bombas que estallan en las altu-ras y caen en lluvias chispeantes, violetas, rojizas, azules,blancas, anaranjadas. Al frente, en el extremo, sobre lamultitud que culebrea en la avenida, la plaza de la Concor-dia parece un incendio. A mi lado, por delante, hacia atrás,el grupo constante, eternamente reproducido, aquel gru-po admirable de Gautier, en su monografía del bourgeoisparisiense, el padre, empeñoso y lleno de empuje, remol-cando a su legítima con un brazo, mientras del otro pendeel heredero cuyos pies tocan en el suelo de tarde en tarde.La mamá arrastra a otro como una fragata a un bote. Seextasían, abren la boca, riñen los muchachos, alejan conceño adusto al marchand de coco, al de pain d’épices, quepasa su mercancía por las narices infantiles tentándolas

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desesperadamente. Un movimiento se hace al frente; uncordón de obreros, blusa azul, casquette sobre la oreja, seha formado de lado a lado de la avenida. Avanzan en co-lumna cerrada cantando en coro La Marsellesa. Algunosllevan banderas nacionales en la gorra o en la mano. Cho-can con un grupo de soldados, éstos, más circunspectos,pero cantando la Marsellesa. Una colisión es inevitable;espero ver trompadas, bastonazos y coups de savate. Por elcontrario, fraternizan, se abrazan, Vive la République! yvuelta a La Marsellesa. Más adelante, un grupo de obre-ros, blusa blanca, del brazo, dos a dos, cantan La Marselle-sa y pasan sin fraternizar junto a los de blusa azul. Algunosómnibus y carruajes desembocan por las calles laterales;el cochero, que no trae bandera, es interpelado, saludadocon los epítetos de mauvais citoyen, de réac, etcétera. Medetengo con fruición debajo de un árbol, porque esperoque aquel cochero va a ser triturado, lo que será para míun espectáculo de incomparable dulzura, una venganzaligera contra toda la especie infame de los cocheros deParís. Pero aquél es un engueuleur de primera fuerza. Ha-bla al pueblo con acento vinoso, dice mil gracejos insolen-tes, en el argot más puro del voyou más canalla, y por fin…canta La Marsellesa. La muchedumbre se hace más com-pacta a cada momento y empiezo a respirar con dificultad.Llegamos a la plaza de la Concordia: el cuadro es maravi-lloso. Al frente, la rue Royale, deslumbrando y bañada porlas ondas de un poderoso foco de luz eléctrica que irradiadesde la esquina de la Magdalena. A la derecha, los jardi-nes de las Tullerías, claros como en medio del día, con susjuegos de agua y las estatuas con animación vital bajo elreflejo. Un muchacho se me acerca: Pour un sou, mon-sieur, la Marseillaise, avec des nouveaux couplets. Compro

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el papel, leo la primera copla de circunstancias y lo arrojocon asco. Más tarde otro y otro. Todos tienen versos obs-cenos. Achetez le Boulevardier, vingt centimes! Compro elBoulevardier; las aventuras de ces dames de Mabille y delBosque, con sus nombres y apellidos, sus calles y núme-ros, sobre todo, los actos y gestos de la Baronne d’Ange…¡Indigno, innoble! Entro un instante en el jardín; ¡imposi-ble caminar! Regreso, y, paso a paso, consigo tomar la lí-nea de los bulevares. La misma animación, el mismo gen-tío, con más bullicio, porque los cafés han extendido susmesas hasta el medio de la calle. La Marsellesa atruena elaire. ¡Adiós mi pasión por ese canto de guerra palpitantede entusiasmo, símbolo de la más profunda sacudida delrebaño humano! ¡Me persigue, me aturde, me penetra,me desespera! Tomo la primera calle lateral y marcho du-rante diez minutos con rapidez. El ruido se va alejando, lacalma vuelve, hay un calor sofocante, pero respiro libre-mente bajo el silencio. Dejo pasar una hora, porque mesería imposible dormir: ¡mi cuarto da sobre el bulevar! Alfin decido y vuelvo al bullicio: las doce de la noche hansonado y no queda ya en las anchas veredas, desde el bu-levar Montmartre hasta la plaza de la Ópera, sino uno queotro grupo de retardatarios, y aquellas sombras lívidas,flacas y míseras que corren a lo largo del muro y os detie-nen con la falsa sonrisa que inspira una piedad profun-da… Todo ha pasado, el pueblo se ha divertido y M. Prud-homme, calándose el gorro de noche, dice a su esposa:Madame Prudhomme, on a beau dire: nous sommes dans ladécadence. Sous sa Majesté Louis Philippe!

Otro aspecto de ese mundo infinito de París, en el quese confunden todas las grandezas y miserias de la vida,desde las alturas intelectuales que los hombres veneran,

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hasta los íntimos fondos de corrupción cuyos miasmas seesparcen por la superficie entera de la tierra, es la sesiónanual del Instituto para la distribución de premios. Renanno sólo debe presidir, lo que es ya un atractivo inmenso,sino que pronunciará el discurso, sobre el premio Month-yon, destinado a recompensar la virtud.

El pequeño semicírculo está rebosando de gente, pe-ro la concurrencia no es selecta. Falta el atractivo picantede una recepción; sólo se ven las familias de aquellos quela Academia ha sido bastante indiscreta para designar a laopinión como los futuros laureados. Pero reina en aquelrecinto un aire tal de serenidad, se respira una atmósferaintelectual tan suave y tranquila, que es necesario hacerun esfuerzo para persuadirse de que se está en pleno Pa-rís y en la sala de sesiones del cuerpo que agita al mundocon sus ideas y progresos. Los ujieres son políticos, afa-bles, hablan gramaticalmente, como corresponde a cere-bros académicos, y cuando el extranjero les pregunta elnombre de alguno de los inmortales cuya fisonomía le hallamado la atención, responden con suma familiaridad,como si se tratara de un amigo íntimo: Mais c’est Simón,monsieur! —Pardon; et celui-là? —Ah! Celui-là Labiche:drôle de tête, hein?

A las dos en punto de la tarde, las bancas se llenan ylos miembros del Instituto llegan con trabajo a sus asien-tos, invadidos por las señoras, que obstruyen los pasadi-zos con sus colas y crinolinas. M. Renan ocupa la presi-dencia teniendo a su derecha a M. Gastón Boissier, y a suizquierda a M. Camille Doucet, uno que agitará poco laposteridad. Los tres ostentan la clásica casaca de palmasverdes, que les da cierto aspecto de loros, aquella casacatan anhelada por de Vigny, que el día de su recepción, en-

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contrando en los corredores de la Academia a Spontini,con palmas hasta en la franja del pantalón, se echó en susbrazos exclamando: Ah! Mon cher Spontini, l’uniforme estdans la nature!

Dejemos pasar un largo y correcto discurso de M.Doucet, que el anciano lee en voz tan baja, que es penosoalcanzarla. Un gran movimiento se hace, el silencio se res-tablece y una voz fuerte, ligeramente áspera, empieza así:“Hay un día en el año, señores, en que la virtud es recom-pensada”. Es M. Renan quien habla.

Un vago enjambre de recuerdos viene a mi memoriay agita mi corazón. La influencia de aquel hombre sobremis ideas juveniles, la transformación completa operadaen mi ideal del arte literario por sus libros maravillosos, lamúsica inefable de su prosa serena y radiante, aquellaVida de Jesús, libro demoledor que envuelve más poesíacristiana que los Mártires de Chateaubriand, libro de pa-negírico; sus narraciones de historia, sus fantasías, susdiscursos filosóficos, toda su labor gigante, había forjadoen mi imaginación un tipo físico característico.

Ese hombre tan odiado, contra el cual truena la vozde millares de frailes, desde millares de púlpitos, debíatener algo del aspecto satánico de Dante cruzando solita-rio y sombrío las calles de Ravena; alto, delgado, grave ysevero, con ojos de mirar intenso, cuerpo consumido porla constante excitación intelectual… ¡Era un prior de con-vento del siglo XV el que hablaba! Su ancha silla no podíacontener aquellos miembros voluminosos repletos; untronco obeso y prosaico, un vientre enorme, pantagruéli-co… y la risa rabelesiana, franca, sonora, que sacude todoel cuerpo. La cara ancha, sin barba, reposando sobre uncuello robusto, con una triple papada, la mirada viva y

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maliciosa, los ademanes sueltos y cómodos. ¡Qué espíri-tu, qué chispa! Habló dos horas sobre la virtud, sencilla yalegremente, con elevación, con irresistible elocuenciapor momentos. Pero cada diez minutos asomaba su cabe-za juguetona le mot pour rire; él daba el ejemplo, dejaba elmanuscrito, comenzaba a sonreír, miraba a Julio Simón,que se retorcía a carcajadas en un banco próximo, sobretodo cuando el trait había rozado de cerca la política y to-do el voluminoso cuerpo de Renan se agitaba como siMomo le hiciese cosquillas. Reíamos todos a la par y losujieres mismos se unían al gozoso coro. Cuando conclu-yó, dándonos las gracias por haber ido a oírlo bajo aquellatemperatura, lo que constituía un acto de verdadera vir-tud, cuando se disipó la triple salva de nutridos aplausos yme encontré en la calle, tenía todavía en el oído la voz jo-cosa y en los ojos las ondulaciones tumultuosas de aquelvientre que se agitaba con el último soplo de la risa, galadel cura de Meudón, más franca y comunicativa que elinextinguible reír de los dioses de Homero.

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CAPÍTULO III

QUINCE DÍAS EN LONDRES

De París a Londres. Merry England. La llegada.Impresiones en Covent Garden. El foyer. Mi vecina.

Westminster. La Cámara de los Comunes. Las sombrasdel pasado. El último romano. Gladstone orador. Unaojeada al British Museum. El “Brown” en Greenyde.

¡OH PORTENTOSA COMODIDAD de la vida europea! Lue-go, en el hotel, paso un momento al salón de lectura, tomoel Times para buscar si hay telegramas de Buenos Aires,leo la buena noticia de la organización definitiva de lacompañía del ferrocarril Andino y me pongo de buen hu-mor, pensando que en breve la dulce y querida Mendozaestará ligada al Plata por la arteria de hierro. Antes de de-jar el diario, echo una mirada a los anuncios de teatro:Covent Garden: sábado, última representación del Demo-nio, de Rubinstein, con la Albini, Lasalle, etcétera; lunes,Don Juan; miércoles, Dinorah; viernes, Etoile du Nord,por la Patti. Dispongo de quince días libres antes de tomarel vapor de América; he leído el anuncio el viernes a la tar-de; tengo hambre de música; París está insoportable…Un telegrama a Londres a un amigo para que me retengalocalidades y a la mañana siguiente, heme volando en eltren del Norte en dirección a Calais. Mis únicos compañe-ros de vagón son dos jóvenes franceses de Marsella, re-cién casados, que van a pasar una semana en Londres,como viaje de boda. No hablan palabra de inglés, no tie-nen la menor idea de lo que es Londres, ni dónde irán aparar, ni qué harán. Víctimas predestinadas del guía, suporvenir me horroriza. Henos en Calais; aquel mar infa-

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me, que en 1870, en una larga travesía entre Dóver y Os-tende, me hizo conocer por primera y última vez el mareo,parece un lago de la Suiza. Piloteo a mis amigos del tren,atravesamos el canal en una hora y tres cuartos, sobre unsoberbio vapor, y tomamos de nuevo el tren en Dóver.Bellísimas las campiñas de aquel suelo que en los buenostiempos del pasado, aun en medio de la salvaje tragedia delas dos Rosas, se llamó Merry England, tiempo de que losalegres cuentos de Chaucer dan un reflejo brillante y quedesaparecieron para siempre bajo la atmósfera glacial delos puritanos. Los alrededores de Chatham son admira-bles, y la ciudad, coquetamente tendida sobre las márge-nes del río, levanta su fresca cabeza sobre los raudales deesmeralda que la rodean. Todos los campos cultivados;bosques, colinas, canales. Un verde más claro que en lascampiñas de la Normandía que acabo de atravesar. Esta-ciones a cada paso, que adivinamos por el ruido al cruzarcomo el rayo su frente, sin distinguir más que una masainforme. El tren ondea, y a favor de la curva, vemos a lolejos una mole inmensa, coronada de humo opaco. Empe-zamos a entrar en Londres, estamos ya en ella y la máqui-na no disminuye su velocidad; a nuestros pies, millares decasas, idénticas, rojizas; vemos venir un tren contra noso-tros; pasa rugiendo bajo el viaducto, sobre el que corre-mos. Otro cruza encima de nuestras cabezas, todos coninmensa velocidad. Y andamos, cruzamos un río, nos de-tenemos un momento en una estación, volvemos a poner-nos en camino, atravesamos de nuevo el mismo río sobreotro puente. La francesita, atónita, se estrecha contra elmarido, que a su vez tiene la fisonomía inquieta y preocu-pada. Es la inevitable y primera sensación que causa Lon-dres; la inmensidad, el ruido, el tumulto, producen los

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efectos del desierto; uno se siente solo, abandonado, enaquel momento adusto y de un aspecto severo… ¡CharingCross! Al fin; me despido de los compañeros, un abrazo alamigo que espera en la estación, un salto al cab, que salecomo una saeta, cruzamos doscientas calles serpentean-do entre millares de carruajes, saludo al pasar WaterlooPlace y compruebo que el pobre Nelson tiene aún, en loalto de su columna, aquel deplorable rollo de cuerdas quehace tan equívoca la ocupación a que se entrega; enfi-lamos Regent Street, veo el eterno Morning House deOxford Corner, que me orienta, y un momento despuésme detengo en la puerta del Langham-Hotel. Son las seisy media de la tarde; a las siete y media se alza el telón en elCovent Garden.

Covent Garden, en los grandes días de la season, tieneun aspecto especial. El mundo que allí se reúne pertenecea las clases elevadas de la sociedad, por su nombre, su ta-lento o su riqueza. Dos mil personas elegidas entre loscuatro millones de habitantes de Londres, un centenar deextranjeros distinguidos, venidos de todos los puntos de latierra: he ahí la concurrencia. Se nota una comodidad in-comparable; la animación discreta del gran mundo, tem-perada aún por la corrección nativa del carácter inglés;una civilidad serena, sin las bulliciosas manifestacionesde los latinos; la tranquila conciencia de estar in the rightplace… Corren por la sala, más que los nombres, rápidasmiradas que indican la presencia de una persona que ocu-pa las alturas de la vida; en aquel palco a la derecha, se ve ala princesa de Gales con su fisonomía fina y pensativa;aquí y allí los grandes nombres de Inglaterra, que al sonaren el oído, despiertan recuerdos de glorias pasadas, gene-raciones de hombres famosos en las luchas de la inteli-

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gencia y de la acción. No hay un murmullo más fuerte queotro; los aplausos son sinceros, pero amortiguados por elbuen gusto. El aspecto de la platea es admirable; más de lamitad está ocupada por señoras cuyos trajes de coloresrompen aquella desesperante monotonía del frac negroen los teatros del continente. Pero lo que arrastra mis ojosy los detienen, son aquellas deliciosas cabezas de muje-res; no hablo aún de los rostros, que pueden ser bellos eirregulares. Me refiero a la cabeza, levantándose, suelta,desprendida, el pelo partido al medio, cayendo en dos on-das tupidas que se recogen sobre la nuca, jamás lisa, comoen aquellos largos pescuezos de las vírgenes alemanas. Elcabello rubio, castaño, negro, tiene reflejos encantadores;pueden contarse sus hilos uno a uno, y la sencillez severay elegante del peinado, saliendo de la rueda trivial y capri-chosa que cambia a cada instante, hace pensar que el de-monio del arte no tiene límites en lo creado.

Henos en el foyer. ¿Qué vale más, este espectáculo demedia hora, o el encanto de la música, intenso y soberano,bajo una interpretación maravillosa? Quedémonos en es-te rincón, y veamos desfilar todas esas mujeres de unabelleza sorprendente. Marchan con firmeza; la estaturaelevada, el aire de una distinción suprema, los trajes de ungusto exquisito y simple. Pero sobre todo, ¡qué color in-comparable en aquellos rostros, en cuyo cutis parece ha-berse “disuelto la luz del día”; con qué tranquilidad pasanmostrando los hombros torneados, el seno firme, los bra-zos de un tejido blanco y unido, la mirada serena, los la-bios rosados, la frescura de una boca húmeda y un tantoaltiva!… Tengo a mi lado, en el stall contiguo, una señoraque no me deja oír la música con el recogimiento necesa-rio. Debe tener treinta años y el correcto gentleman que la

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acompaña es indudablemente su marido. Han cambiadopocas, pero afectuosas palabras durante la noche. Por miparte, tengo clavado el anteojo en la escena… pero losojos en las manos de mi vecina, largas, blancas, transpa-rentes, de uñas arqueadas y color de rosa. Sostiene sobresus rodillas una pequeña partitura de Don Juan, deliciosa-mente encuadernada. La lee sin cesar, y sus pestañas ne-gras y largas proyectan una sombra impalpable sobre elpárpado inferior. El pelo es de aquel rubio oscuro con re-flejos de caoba que tiene perfumes para la mirada… LaPatti acaba de cantar su dúo con Mazzetto; aplaudimostodos, incluso mi vecina, que deja caer su Don Juan. Alinclinarme a tomarlo, al mismo tiempo que ella, rozo casicon mis labios su cabello… Recojo el libro, se lo entrego yobtengo en premio una sonrisa silenciosa. Cotogni estácantando con inefable dulzura la serenata, mientras en laorquesta los violines ríen a mezza voce, como les lutins enla sombra de los bosques… ¡Pero el inglés que acompañaa mi vecina, debe ser un hombre feliz!

De nuevo en el foyer; he ahí el lado bello e incompara-ble de la aristocracia, cuando es sinónimo de suprema dis-tinción, de belleza y de cultura, cuando crea esta atmósfe-ra delicada, en la que el espíritu y la forma se armonizande una manera perfecta. La tradición de raza, la selecciónsecular, la conciencia de una alta posición social que esnecesario mantener irreprochable, la fortuna que aleja delas pequeñas miserias que marchitan el cuerpo y el alma,he ahí los elementos que se combinan para producir lasmujeres que pasan ante mis ojos y aquellos hombres fuer-tes, esbeltos, correctos, que admiraba ayer en Hyde ParkCorner. La aristocracia, bajo ese prisma, es una eleganciade la naturaleza.

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El sentimiento predominante en el viajero que pene-tra en las ruinas de los templos védicos de la India, paseasus ojos por las soberbias reliquias de Saqqarah o de Bu-laq, más aún que visita los restos del Coliseo de Roma, esuna mezcla de recogimiento y de asombro, una sensaciónobjetiva, si puedo expresarme así. Nuestra naturalezamoral no está comprometida en la impresión, porque losmundos aquellos se han desvanecido por completo y suinfluencia es imperceptible en los modos humanos delpresente. No así cuando se marcha bajo las bóvedas deWestminster; no así cuando se asciende silenciosamentea ocupar un sitio en la barra de aquella Cámara de los Co-munes cuyas paredes conservan el eco de los acentosmás generosos y más altos que hayan salido de boca delos hombres en beneficio de la especie entera. En vanoadvierte el espíritu, alarmado por la emoción intensa, quela memoria despierta en el corazón ofuscando el juicio; envano advierte que la historia inglesa no es sino el desen-volvimiento del egoísmo inglés, que esas libertades públi-cas, tan caramente conquistadas, eran sólo para el puebloinglés, que por siglos enteros vivieron amuralladas en laisla británica, sin influencia ninguna sobre los destinos dela Europa y del mundo. El pensamiento se levanta sobreese criterio estrecho y aparta con resolución el detallepara contemplar el conjunto. Entonces se ve claro que lalenta elaboración de las instituciones libres se ha efectua-do en aquel recinto y que la palabra de luz ha salido de suseno en el momento preciso, para iluminar a todos loshombres…

Penetra la claridad por el techo de cristal; la sala espequeña e incómoda, con cierto aire de templo y de cole-gio. Los diputados se sientan en largos bancos estrechos,

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sin divisiones ni mesas por delante. El speaker está meti-do en un nicho análogo a aquellos en cuyo fondo brilla unadivinidad mongólica. A su derecha, en el primer banco,los ministros… Miro con profunda atención ese escañohumilde. ¡Cuántos hombres grandes lo han ocupado entodos los tiempos! ¡Cuántos espíritus poderosos, inquie-tos, sutiles, hábiles, han brillado desde allí! Me parece verla sonrisa sardónica de Walpole, mirando con sus ojosmaliciosos a aquel mundo que domina degradándolo; elaire elegante de Bolingbroke, la majestad teatral de Cha-tham, la inquietud, la insuficiencia de Addington, la indife-rencia de gran tono de North, la cara pensativa y fatigadade Pitt, la noble fisonomía de Fox, la rigidez de un Perce-val o de un Castlereagh, la viril figura de Canning, la ho-nesta y grave de Poel, el rostro fino y audaz de Palmers-ton, la astuta cara de Disraeli, y tantos, tantos otros cuyosnombres vienen a millares, cada uno con su séquito pro-pio. En ese otro banco estaba sentado Burke, el día som-brío para Fox, en que el huracán de la Revolución France-sa, salvando el estrecho, rompió para siempre los vínculosde amistad sagrada que unían a los dos tribunos. Allí caíaSheridan, rendido, con la mirada opaca, el rostro lívidopor los excesos de la orgía, y allí se levantaba para gritar aPitt, para azotarle el rostro con esta frase que cimbracomo un látigo: “¡Sí, no ha corrido sangre inglesa en Qui-beron, pero el honor inglés ha corrido por todos los po-ros!”. Allí Wilberforce, más allá Mackintosch… ¿Cómorecordar a todos? Pero ahí están; su espíritu flota sobreesa reunión de hombres, y el extranjero que no tiene elhábito de ese espectáculo, cree verlos, cree oírlos aún consus voces humanas. En el banco de los ministros, Glads-tone, Bright, Forster… Pero el último romano domina a

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todos. En él concluye por el momento la larga serie de losgrandes hombres de Estado en Inglaterra. La herencia deBeaconsfield está aún vacante entre los tories: ¿cuál es elwhig que va a cubrirse con la armadura del anciano Glads-tone, que se inclina ya sobre la tumba? ¿Cuál es el brazoque va a mover esa espada abrumadora? No lo hay en elsuelo británico, como no hay en la casa de Brunswick unpríncipe capaz de levantar el escudo de un Plantagenet. LaInglaterra lo sabe y sigue con pasión los últimos años, losúltimos relámpagos de ese espíritu de incomparable in-tensidad, los últimos esfuerzos de esa inteligencia ex-traordinaria que ha salvado los límites marcados por lanaturaleza. Helo ahí: ha trabajado en su despacho docehoras consecutivas, en las finanzas, en la política externa,teniendo los ojos fijos en el interior del Asia, donde el pro-tegido de la Inglaterra cede en este momento el campo aun rival afortunado; en el extremo austral del África, don-de los toscos paisanos holandeses desafían de nuevo elpoder inglés; una hora para comer, y en seguida a la Cá-mara. Su cabeza de águila está reclinada sobre el pecho.

¿Reposa? ¿Medita? No; escucha al adversario que im-pugna su obra magna, su testamento político, ese “bill deIrlanda” con el que ha querido contrarrestar el torrenteenriquecido por tres siglos de dolores y amarguras, el billcon que quiere modificar en un día el régimen petrificadoya, como el generoso Turgot quería modificar el antiguorégimen en Francia, con sus “asambleas provinciales”…De pronto, un estremecimiento agita su cuerpo; levanta lacabeza, mira a todos lados, y al fin, inclina el cuerpo, paraponerse rápidamente de pie, así que el impugnador hayaconcluido. Un soplo nervioso corre por la asamblea. Hear,hear! Gladstone! M. Gladstone, dice a su vez el speaker. El

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primer ministro toma el primer sombrero que tiene a ma-no, pues nadie puede hablar descubierto y se pone de pie.¡Cómo se apiñan los irlandeses en su escaso grupo de laizquierda! La pequeña figura de Biggar, una especie dePope, se hace notar por su movilidad. Parnell está allí: hahablado ya. Si la herencia política de O’Connell es pesada,la tradición de su elocuencia es abrumadora… Oigamos aGladstone: ante todo, la autoridad moral, incontrastablede aquel hombre sobre la asamblea. Liberales, conserva-dores, radicales, independientes, irlandeses, todo el mun-do escucha con respeto. Habla claro y alto: su exordio tie-ne corte griego y el sarcasmo va envuelto en la amargurasombría de haber vivido tantos años para alcanzar lostiempos en que bajo las bóvedas de Westminster se oyenlas palabras que acaban de herir dolorosamente su oído.Poco a poco, su tono va descendiendo, y por fin toma cuer-po a cuerpo a su adversario, lo estrecha, lo hostiliza, lomodela entre sus manos, y dándole una figura deforme yraquítica, lo presenta a la burla de la Cámara, como Gulli-ver a un liliputiense. La víctima lucha; interrumpe con unsarcasmo acerado; Gladstone, en señal de acceder a la in-terrupción, toma asiento rápidamente; pero al ver caer eldardo a sus pies, como si hubiese sido arrojado por lamano cansada del viejo Príamo, lo toma a su vez, y, con elbrazo de Aquiles, lo lanza contra aquel que deja clavado einmóvil por muchas horas. ¡Oh! ¡la palabra! ¡Sublime ma-nifestación de la fuerza humana, único elemento capaz desacudir, guiar, enloquecer, los rebaños de hombres sobreel polvo de la tierra! Tiene la armonía del verso, la influen-cia penetrante del ritmo musical, la forma de los mármo-les artísticos, el color de los lienzos divinos. ¡Y entre losraudales de su luz, las olas de melodía, las formas armo-

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niosas como el metro griego, van el sarcasmo de Juvenal,la flecha de Marcial, la punta incisiva de Swift, o el golpecontundente de Junnius, el sublime anónimo!…

Hay más profunda diferencia entre la vida social y losaspectos urbanos de París y Londres, que entre Lima yTeherán. Parece increíble que baste una hora y media denavegación, el espacio que un hombre atraviesa a nado,para operar una transformación tan completa. Salir de unacalle de París para entrar diez horas después en una deLondres, observar el aspecto, la fisonomía moral del Tá-mesis, después de haber pasado un par de horas estudian-do el movimiento del Sena, da la sensación de habersetransportado en el hipogrifo de Ariosto a la región de losantípodas.

Nunca me ha fatigado la flânerie en las calles de Lon-dres; no hay libro más elocuente e instructivo sobre la or-ganización política y social del pueblo inglés. No intentohacer una descripción de lo que en ellas he visto, sentido,porque las páginas se suceden a medida que los recuer-dos se agolpan, y tengo ya prisa por dejar la Europa y hun-dirme en las regiones lejanas de los trópicos.

Pero aún tengo presente aquella rápida recorrida delBritish Museum, en que empleamos tres o cuatro horascon Emilio Mitre, cuya ilustración excepcional e inteli-gencia elevada, hacen de él un compañero admirable paraexcursiones. ¡Qué lucha aquélla, de uno contra otro, perocasi siempre de ambos contra nosotros mismos! Metidosen Nínive y Babilonia, el tiempo corría insensible, mien-tras el Egipto, a dos pasos, nos miraba gravemente con losgrandes ojos de sus esfinges de piedra o nos parecía oírpiafar los caballos del Partenón en los mármoles de lordElguin… ¡Qué impresión causan, no ya la inscripción

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grandiosa que conserva en pomposo estilo la memoria delos gloriosos hechos de un Ramsés o de un Senaquerib,sino esos simples ladrillos rojizos, donde, hace quince oveinte mil años, un asirio humilde consignó en caracterescuneiformes las cláusulas de un oscuro contrato de ventao la escritura de una hipoteca! Los detalles de la vida hu-mana en aquellos tiempos en que los hombres tenían has-ta una configuración de cráneo distinta a la nuestra, y porlo tanto, movían su espíritu dentro de diversa atmósfera,nos llamaban más la atención que las narraciones del dilu-vio, que los sabios han desterrado de los viejos muros deNínive con gritos de entusiasmo. Luego, la Grecia inimita-ble, y en ella, el inimitable Fidias. Abajo, los soberanos tro-zos del Partenón; arriba las aéreas figurinas de terracotaencontradas en Tangará. No tienen más que diez o docecentímetros de altura; pero ¡qué perfección, qué delicade-za exquisita! ¡Cómo, bajo aquellos velos que las cubrencomo manto de vestal, se ve, se siente el movimiento ar-mónico del cuerpo! Unas, encogidas; otras, en marcha, yaquéllas… ¿recuerdas, Emilio, la ráfaga criolla que nosenvolvió?… ¡jugando a la taba! Sí; encorvada, una delicio-sa estatuita sigue con avidez los giros del pequeño hueso,mientras su partner espera paciente el turno. Miramoscon atención y pudimos comprobar que la taba habíaechado lo contrario a suerte. ¿Y los autógrafos? ¿Cómodesprenderse de las vidrieras que los contienen, cómoarrancar los ojos de ese vivo retrato de los grandes hom-bres, cuya mano parece palpitar aún en el trazo de esas lí-neas incorrectas pero firmes?… ¡Y todo ese museo por-tentoso, centro, núcleo, panorama, del espíritu humanoen el tiempo y el espacio! No hay una fuente de sensaciónmás pura, más alta, que la contemplación de esas riquezas

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artísticas y científicas; penetra en el alma, es cierto, unhondo desconsuelo, cuando la deficiencia de la prepara-ción intelectual hace que un mármol sea mudo para noso-tros; pero, sin duda alguna, los horizontes de la inteligen-cia se ensanchan en cada visita a un mundo semejante.

Una visita al “Brown”, que se mece gallardamente enlas aguas del Támesis, a la altura de Greenyde. Uno de losobjetos de mi viaje a Inglaterra ha sido ver la gran naveargentina. El pabellón flotando en la popa me llenó de in-decible emoción, que se aumentó por la cordial acogidaque recibí de la oficialidad argentina, con su digno como-doro a la cabeza. Visitamos el buque en todas direcciones,se me explican sus maravillas, se me narra la curiosidadeuropea que ha despertado por su nueva construcción ymientras contemplo sus cañones poderosos, sus flancosde acero, su lanzatorpedos, sus ametralladoras, todos bár-baros elementos de destrucción, recuerdo con alegríaque, hace ya muchos años, buques de guerra argentinossurcan los mares, sin que la paz, que es nuestra aspiracióny nuestra riqueza, haya sido turbada. ¡Sea igual el destinodel “Brown”; que sus cañones no truenen sino los días deejercicio, que su bandera, respetada y amada por todoslos pueblos de la tierra, no se ice jamás a su mástil en sonde guerra, y si la agresión lo hace inevitable, que el pe-cho de los hombres que lo dirijan sea tan fuerte como susescamas de hierro, que lo sepulten en el Océano antes dearriar el pabellón blanco y celeste!

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CAPÍTULO IV

LAS ANTILLAS FRANCESAS

Adiós a París. La Vendée. Saint-Nazaire. El “Villede Brest”. Las islas Azores. El bautismo en los trópicos.

La Guadalupe. Pointe-à-Pitre. Las frutas tropicales.Basse-Terre y Saint-Pierre. La Martinica. Fort-de-

France. Una fiesta en la sabane. Las negras. Las huríesde ébano. El embarque del carbón. El tambor alentador.

La bamboula a la luz eléctrica. La danza lasciva.El azote de la Martinica. Una opinión cruda.

El antagonismo de raza. Triste porvenir.

PASÉ UNOS POCOS DÍAS en París preparándome para lalarga travesía y despidiéndome de las comodidades deaquella vida que, una vez que se ha probado, con todas susdelicadezas intelectuales y con su confort material, apare-ce como la única existencia lógica para el hombre sobre latierra. ¡Qué error, qué triste error el de aquellos que noven a París sino bajo el prisma de sus placeres brutales yenervantes! Lo que tiene precisamente de irresistible esecentro, es su atmósfera elevada y purísima, donde el espí-ritu respira el aire vigoroso de las alturas. La ciencia, lasartes, las letras, tienen allí sus más nobles representantes,y una hora en la Sorbona, en el Colegio de Francia o en laEscuela Normal hacen más por nuestra educación inte-lectual que un mes de lectura…

Volamos sobre los campos de la Vendée, la patria deLa Rochefoucauld y d’Elbée, de Cadoudal y Stofflet, la tie-rra de los chouans, donde Marceau hizo sus primeras ar-mas, donde Hoche se cubrió de gloria. Se nos ha hechocambiar de tren dos o tres veces, lo que nos pone de un

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humor infernal, y en la mañana llegábamos a Nantes, queel tren atraviesa a lento paso. He ahí las paisanas bretonascon sus características tocas blancas, con sus talles espe-sos; he ahí el río famoso, teatro de las noyades de Carrier,recuerdo bárbaro que horroriza a través del tiempo. So-mos aves de paso, y por mi parte, lamento no tener un parde días que dedicar a Nantes; pero, como no he hechosino cruzarlo, desisto de ir a pedir fastidiosos datos a unaguía cualquiera y me apresuro a llegar al antipático puer-to de Saint-Nazaire, la Guayra francesa, como le llamó elsecretario cuando hubo conocido el símil en las costas delmar Caribe. En la línea de Orleáns, habríamos llegado alas cinco de la mañana; en la del Oeste, después de un fas-tidiosísimo viaje, llegamos a las diez. Perdimos más dedos horas en obtener nuestros equipajes, y por fin, todoen regla, nos trasladamos al vapor “Ville de Brest”, que es-peraba, amarrado al dock y con las calderas calientes, elmomento de la partida.

Siento el placer aún en recordar aquel mundo de abordo, tan heterogéneo, tan complejo y tan diferente delque estaba habituado a encontrar en los mares que bañanla parte oriental de la América.

La travesía es larga, pues de Saint-Nazaire a la Pointe-à-Pitre, en la Guadalupe, no se emplean menos de quincedías. Pero durante esas dos semanas la animación no des-mayó un momento en el “Ville de Brest”, y el buen humorsupo convertir en motivo de broma hasta la detestablecomida que se nos daba.

He ahí las Azores, últimas perlas vacilantes en la anti-gua y espléndida corona portuguesa. El capitán, por unagalantería, se aparta ligeramente de la ruta y lanza el bu-que entre dos islas, cuyo aspecto verde, alegre, rompien-

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do la matadora monotonía del océano, encanta la mirada ylevanta el corazón. Ambas están cultivadas prolijamente,y el esfuerzo humano se ostenta en todas las faldas de lamontaña. Aspiramos un momento con delicia la atmósfe-ra cargada de emanaciones vegetales, y luego el grupo deislas empieza a perderse en el horizonte, desvaneciéndo-se como una ilusión.

Estamos en los trópicos; el calor comienza a ser sofo-cante y las largas horas que se extienden del almuerzo ala comida, son realmente insoportables. La mayor partede los pasajeros, aun el nuevo gobernador de la Martini-ca, cruzan el mar por primera vez, y la tripulación, con elpermiso del comandante, organiza la clásica función delbautismo tropical.

No he podido averiguar de dónde viene esa fiesta ca-racterística; algunos suponen que fue un recurso emplea-do por Colón para distraer el conturbado espíritu de suscompañeros. El hecho es que alegra el ánimo decaído porla monotonía de la navegación.

Relatarla sería muy largo, desde el momento en que,trepado en lo alto del cordaje, un mensajero del padreTrópico dirige sus preguntas al comandante, hasta el díasiguiente en que la función se desenvuelve y aparece elmencionado personaje cabalgando sobre dos marinerosencorvados, cubiertos con una piel de toro, que se man-tienen en esa actitud durante horas enteras. Los discur-sos son originales y chispean de la gruesa sal gala; luegoviene el bautismo que consiste en recibir sobre la cabezaun poco de agua sacada de una enorme pila de goma ysufrir un simulacro de afeite. Pero en seguida la cubiertase convierte en la azotea de nuestros antiguos cantonesde carnaval. El agua corre a torrentes, los golpes se suce-

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den, la algazara llega a su colmo. En mi calidad de viejomarino, me abstuve por completo y di mis poderes al aba-te Mazdel, que, en un traje ligerísimo y con unos enormesbigotes pintados con betún, se debatía denodadamentecontra los infinitos agresores que lo cubrían de agua yharina. El comandante no puede recuperar el mando delbuque hasta el momento en que hace dar con la campanala señal de haber terminado la fiesta. Como por encantotodo desaparece y le père Tropique, le père Neptune y de-más personajes fabulosos, despojados de sus atributosfantásticos, se dedican con resignación a lavar el puente yfrotar los bronces…

Después de una larga travesía de quince días, avista-mos las pintorescas costas de la Guadalupe y el vaporarroja el ancla en la bahía de la Pointe-à-Pitre. El efectoóptico es admirable; la lujuriosa vegetación de los trópi-cos, tan característica siempre, se ostenta ante los ojosextáticos de los europeos, que contemplan en silenciosaadmiración los elegantes cocoteros con sus frutos apiña-dos en la altura y los bananos de anchas y perezosas ra-mas, lentamente mecidas por el viento.

El calor es violento y todos anhelamos saltar a tierra,cuando se nos anuncia que la Pointe-à-Pitre está en cua-rentena porque hace allí estragos la fiebre amarilla. Paranosotros no habría inconveniente en descender, por cuan-to en los puertos de la costa del Caribe, adonde nos dirigi-mos, habita con tanta frecuencia ese huésped temible,que lo consideran ya como de la casa. Pero, como de laGuadalupe sale el anexo que debe conducir a sus destinosa los pasajeros para Cayena y en este punto serían sujeta-dos a cuarentena, se evita el contacto en su obsequio. Esteaislamiento no impide –lo que me hace sonreír sobre la

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eficacia de las cuarentenas en todas partes del mundo–que nos proveamos de víveres en abundancia, especial-mente de frutas. Vuelvo a ver el sabroso aguacate, que losfranceses llaman avocat, los peruanos palta, que varía dedenominación en cada estado de Colombia y que Hum-boldt llamó tan exactamente manteca vegetal. Aparece lachirimoya, el clásico fruto tropical, con su gusto a poma-da, y el mango indigesto, que trasciende desde lejos aesencia de trementina. Los miramos con ojos ávidos, por-que el calor incita, pero la prudencia vence y, absteniéndo-nos, nos evitamos una fiebre segura.

Por la tarde levamos anclas nuevamente, y dos horasdespués nos detenemos en la Basse-Terre, en el costadoopuesto de la isla. El aspecto es menos brillante que el dela Pointe-à-Pitre, y tampoco nos es posible bajar a tierra.Al caer la noche continuamos viaje, y al alba tocamos porbreves momentos en Saint-Pierre, la capital comercial dela Martinica, como Fort-de-France es su capital política.Apenas clareaba, seguimos la marcha, de manera que mesería imposible dar la menor idea de ese puerto, que ase-guran ofrece un bellísimo cuadro a la mirada.

Por fin, henos en Fort-de-France, el antiguo Fort-Ro-yal, el teatro de tantas y tenaces luchas entre ingleses yfranceses, la patria de la dulce Josefina Beauharnais, cuyaestatua, en el lascivo traje del Directorio, se levanta en laplaza; he ahí el punto donde pasó su juventud aquellamademoiselle d’Aubigné, que debía casarse en primerasnupcias con un rimador paralítico y mendicante y en se-gundas con un señor Borbón, que reinó sesenta años enFrancia bajo el nombre de Luis XIV.

De un lado de la bahía, el viejo fuerte Real, grave aúncon el equívoco reflejo de su importancia pasada, pues

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rara vez consiguió detener los desembarcos ingleses. Delotro, inmensos depósitos de carbón. Atrás, montañas ári-das y tristes. Es del otro lado de la isla, en la tierra alta,donde se vuelven a ver los extensos cafetales y las llanu-ras verdeadas por la robusta caña de azúcar. Allí la natura-leza es tan bella como fecunda y sustenta la reputaciónadmirable de la soberbia Antilla francesa.

Los pasajeros para las Guayanas nos han dejado ya, yestamos en completa libertad para bajar o no a tierra. Pre-guntamos si hay fiebre, deseando secretamente una res-puesta negativa; pero, a pesar de cerciorarnos de que laenfermedad fatal reina en Fort-de-France, nos resolve-mos a descender, persuadidos de que el buque inmóvil ypegado a tierra, bajo un calor de 37º, no es el refugio másseguro para evitar el contagio. El nuevo gobernador habajado pomposamente hace dos horas.

No olvidaré nunca el aspecto de la plaza, la sabane,como allí le llaman, en el momento que penetramos enella, después de ascender una ligera cuesta. Toda la pobla-ción baja, el soberano pueblo, está reunida, con motivo dela recepción del gobernador, que en ese momento pasabaen un landó, vestido de toda etiqueta, con un funcionario,negro como las penas, a su lado, y otro no más rubio alfrente. ¡Cómo comprendí aquella mirada que me dirigió,aquel saludo cortés, pero tan impregnado de profundadesolación! Me saqué el sombrero y saludé con respeto aaquel mártir, que salía de los salones de París, para ir areinar sobre la isla tropical.

Las fantasías más atrevidas de Goya, las audacias co-loristas de Fortuny o de Díaz, no podrían dar una idea deaquel curiosísimo cuadro. El joven pintor venezolano, queiba conmigo, se cubría con frecuencia los ojos y me soste-

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nía que no podría recuperar por mucho tiempo la percep-ción dei rapporti, esto es, de las medias tintas y las grada-ciones insensibles de la luz, por el deslumbramiento deaquella brutal crudeza. Había en la plaza unas quinientasnegras, casi todas jóvenes, vestidas con trajes de percal delos colores más chillones: rojos, rosados, blancos. Todasescotadas y con los robustos brazos al aire; los talles, fija-dos debajo del axila y oprimiendo el saliente pecho, recor-daban el aspecto de las merveilleuses del Directorio. Lacabeza cubierta con un pañuelo de seda, cuyas dos pun-tas, traídas sobre la frente, formaban como dos pequeñoscuernos. Esos pañuelos eran precisamente los que heríanlos ojos; todos eran de diversos colores, pero predomi-nando siempre aquel rojo lacre ardiente, más intenso aúnque el llamado en Europa lava del Vesuvio; luego, un ama-rillo rugiente, un violeta tornasolado, ¡qué se yo! En lasorejas, unas gruesas arracadas de oro, en forma de tubosde órgano, que caen hasta la mitad de la mejilla. Los vesti-dos de larga cola y cortos por delante, dejando ver lospies… siempre desnudos. Puedo asegurar que, a pesar dela distancia que separa ese tipo de nuestro ideal estético,no podía menos de detenerme por momentos a contem-plar la elegancia nativa, el andar gracioso y salvaje de lasnegras martiniqueñas. Pero cuando esas condiciones so-bresalen realmente, es cuando se las ve despojadas de suslujos y cubiertas con el corto y sucio traje del trabajo, ba-lancearse sobre la tabla que une al buque con la tierra,bajo el peso de la enorme canasta de carbón que traen enla cabeza… Una noche de las que permanecimos en Fort-de-France, encontré mi lecho en el hotel tan inhabitable otan habitado, que me vestí en silencio, gané la calle, y ariesgo de perderme, me puse en camino hacia el vapor.

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Declaro que hay que resistir menos asaltos desde la Por-te Saint-Martin hasta la avenida de la Ópera, a las 11 de lanoche en los bulevares de París, o de 11 a 12 en la veredadel Criterium en Londres, que en aquella marcha inciertabajo una noche oscura.

Las huríes africanas se suceden unas a otras y en unfrancés imposible, grotesco, os invitan a pasar el puentedel Sirat; basta, para no sucumbir, recordar el procedi-miento de Ulises y taparse, no ya los oídos, sino las nari-ces, lo que es más eficaz. Pululan, salen de todas partes,hasta que es necesario apartarlas con violencia. Por fin lle-gué a bordo, guiado por una luz eléctrica, colocada sobreel puente… Así que subí, el oficial de guardia me llamó yme mostró el cuadro más original que es posible concebir.Al pie del buque y sobre la ribera, hormigueaba una mu-chedumbre confusa y negra, iluminada por las ondas delfanal eléctrico. Eran mujeres que traían carbón a bordo,trepando sobre una plancha inclinada las que venían car-gadas, mientras las que habían depositado su carbón, des-cendían por otra tabla contigua, haciendo el efecto de esasinterminables filas de hormigas que se cruzan en silencio.Pero aquí todas cantaban el mismo canto plañidero, áspe-ro, de melodía entrecortada. En tierra, sentado sobre untrozo de carbón, un negro viejo, sobre cuyo rostro en éx-tasis caía un rayo de luz, movía la cabeza, como en un de-leite indecible, mientras batía, con ambas manos y de unamanera vertiginosa, el parche de un tambor que oprimíaentre las piernas colocadas horizontalmente. Era un redo-ble permanente, monótono, idéntico, a cuyo compás setrabajaba. Aquél hombre, retorciéndose de placer, insen-sible al cansancio, me pareció loco. “Es simplemente unempleado de la compañía, a sueldo como cualquiera de

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nosotros –me dijo el joven oficial–; hace cuatro horas queestá tocando y tocará hasta el alba con brevísimos momen-tos de reposo. Una vez quisimos suprimirlo; pero cuandollegó el día, no se había hecho la mitad de la faena de cos-tumbre. Por otra parte, usted mismo va a advertirlo”. Lla-mó a un marinero, le dio una orden, y éste descendió endirección al negro del tambor. “¿Ve usted el movimiento,el entusiasmo con que todas esas negras trabajan? Mireaquella especialmente: tiene 18 años y pasa, no sólo poruna de las más bellas, sino de las más altivas y pendencie-ras. Véala usted mecer las caderas lascivamente mientrassube; ha bebido un poco de chacolí, pero lo que más laembriaga es su propio canto, al compás del eterno redo-blar”. En esto se hizo silencio; las negras todas se miraronunas a otras, los cantos empezaron a morir en sus labios;algunas se detenían, colocaban el canasto en tierra, sesentaban sobre él y cruzando sus piernas, inclinaban lacabeza como perdidas en una melancolía nostálgica. Lashormigas que viajaban sobre las tablas se hacían raras; elmovimiento cesaba en tierra, cuando por uno de los bo-quetes de la cubierta apareció la cara sudorosa y ennegre-cida de uno de los contramaestres, quien, levantando enalto un candil, gritó con voz de trueno: Du carbón, sang-Dieu! Et toi, crè nom d’un fainéant, fais donc rouler ton ma-chin! El oficial sonrió, el tambor se hizo oír de nuevo y eltrabajo empezó a recuperar su animación anterior.

Un momento después se dio la señal de reposo, quedebía durar media hora. Por indicación del oficial, tiré unamoneda al negro del tambor y grité recio: “¡Vamos, mu-chachas, una bamboula endemoniada!”. Me será difícil ol-vidar el cuadro característico de aquel montón informe denegros cubiertos de carbón, harapientos, sudorosos, bai-

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lando con un entusiasmo febril bajo los rayos de la luzeléctrica. El tambor ha cambiado ligeramente de ritmo ybajo él, los presentes que no bailan entonan una melopealasciva. Las mujeres se colocan frente a los hombres ycada pareja empieza a hacer contorsiones lúbricas, movi-mientos ondeantes, en los que la cabeza queda inmóvil;culebrean sin cesar. La música y la propia animación losembriaga; el negro del tambor se agita como bajo un pa-roxismo más intenso aún y las mujeres, enloquecidas,pierden todo pudor. Cada oscilación es una invitación a lasensualidad, que aparece allí bajo la forma más brutal quehe visto en mi vida; se acercan al compañero, se estre-chan, se restregan contra él, y el negro, como los anima-les enardecidos, levanta la cabeza al aire y echándola a laespalda, muestra su doble fila de dientes blancos y agu-dos. No hay cansancio; parece increíble que esas mujereslleven diez horas de un rudo trabajo. La bamboula las hatransfigurado. Gritan, gruñen, se estremecen y por mo-mentos se cree que esas fieras van a tomarse a mordiscos.Es la bacanal más bestial que es posible idear, porque fal-ta aquel elemento que purificaba hasta las más inmundasorgías de las fiestas griegas: la belleza. No he visto nadamás feo, más repulsivo, que esos negros sudorosos: medaban la idea de orangutanes bramando de lascivia…

Por fin, a un nuevo grito del contramaestre el baile ce-só, restableciéndose el silencio como por encanto, y lashormigas volvieron, un momento después, a trepar labo-riosamente las tablas, cargadas con sus pesados canastosy proyectando, bajo las ondas de luz, las negras figuras desus cuerpos sobre la vaga sombra que cubría el suelo.

¡Los negros!, he ahí el mal terrible de la Martinica.Explotada por los valerosos plantadores del pasado, no

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tardó, como todas las Antillas, como las dos Américas, enser uno de los principales mercados para el comercio deébano animal; las costas de la Senegambia, de la Guinea ydel Cabo, suministraban esclavos en abundancia a losatrevidos corsarios de las interminables guerras de lossiglos XVI, XVII y XVIII. Estos, cuando las presas faltaban,ponían rumbo al África y volvían con las bodegas repletasde la negra mercancía… Recuerdo que una noche, a bor-do del “Ville-de-Brest”, conversaba con un médico que sedirigía a Panamá, contratado para el servicio sanitario delos trabajos del Canal. Era un escéptico absoluto, un hom-bre de teorías hechas e intransigentes. Hablamos de laesclavitud, y sin ascender a la región suprema de la moral,manifesté simplemente la repugnancia estética que mecausaba la explotación del hombre por el hombre. Su ré-plica fue característica: comenzó declarándome que, sijuzgaba la cuestión desde el punto de vista de la filosofíareligiosa, nada tendría que objetarme, porque todo seríainútil. Pero que si, por el contrario, era yo positivista con-vencido, creyendo en la evolución constante y por lo tantoen el encadenamiento de los seres organizados, tendríaque ser lógico admitiendo que el negro, como el caballo,como el toro o las aves se encontraba a un nivel bien infe-rior al nuestro y podíamos, en consecuencia, utilizarlo le-gítimamente en la satisfacción de nuestras necesidades.—¡Pero a ese paso, usted aceptaría hasta la práctica de co-mernos a los negros! —¡No, porque la carne de vaca esmejor y las vacas no pueden cortar la caña ni recoger eltabaco! ¡Aquel hombre era un socialista en absoluto y nocaían de sus labios sino planes de reforma con vistas a lafelicidad humana sobre la tierra!…

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Fue en 1848, a favor de la revolución de febrero y porlos esfuerzos de M. Schelder, director de colonias enton-ces y actual senador inamovible, cuando los negros de laMartinica y de la Guadalupe se emanciparon. Pero el ver-dadero antagonismo, la lucha terrible entre los blancos,reducidos a un número insignificante, y la gente de color,estalló en 1870, cuando la revolución del 4 de septiembrefijó el sufragio universal como base del nuevo organismopolítico de la Francia. Los blancos, descendientes de losseñores feudales del pasado, dueños de las capitales, dela fuerza inicial, de la cultura, pretendieron dirigir lamasa oscura y tratarla, poco más o menos, como en nues-tras pampas trata el estanciero a los gauchos, en todo loque a política se refiere. Pero fue entonces cuando apare-ció el gremio terrible de los mulatos, zambos y cuartero-nes, herederos de los malos instintos de las dos razasque representan, y habiendo bebido en las escuelas elbarniz de ilustración necesaria para fundar periódicos in-cendiarios y proclamar en las plazas públicas, delante deun auditorio imbécil y fanático, el exterminio de los anti-guos señores. En la actualidad, todos los diputados a lascámaras francesas por la Martinica, Guadalupe y la Gua-yana, son mulatos; pero la lucha social se ha circunscrip-to a la Martinica. Es a muerte: el blanco no tiene más ga-rantías que la guarnición militar, enviada de la metrópoli,y su valor personal, que lo hace respetable. Hace diezaños que los blancos, únicos propietarios territoriales,únicos industriales, únicos hombres de progreso en laisla, no se acercan a las urnas. No tienen voz ni voto,como durante veinte años no lo tuvieron los hombreshonrados en la circunscripción de Nueva York. Se ven-gan con su altivez, con su orgullo desmedido. El jefe de

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uno de los buques de estación naval en las Antillas, era uncompleto caballero, estimado, inteligente y bravo, perohombre de color; jamás pisó un salón de Fort-de-Franceo de Saint-Pierre. Ese mismo oficial francés, encontrán-dose en La Habana, fue expulsado, en un café, del puntodestinado exclusivamente a los blancos. Sus oficiales hi-cieron propia la causa y estuvo a punto de estallar un de-plorable conflicto…

Este antagonismo entre los hombres de progreso y laraza, que no ha hecho, no hace, ni podrá hacer jamás nadaen ese sentido, es la principal causa de la decadencia ac-tual de la Martinica. Como se ha agitado en las cámarasfrancesas la idea de imponer el servicio militar obligatorioa las colonias, pues estaban exentas hasta ahora, los blan-cos de la Martinica temen que los contingentes que allí selevanten, se empleen en la guarnición de la isla, en cuyocaso perderán la última garantía que les quedaba en lossoldados europeos. Ahora bien; no hay negro que no seacomunista, como no hay canónigo que no sea conserva-dor. El día que suceda lo que se teme, habrá una invasióna las propiedades de los blancos que, reprimida o no, trae-rá seguramente la ruina.

En esa expectativa, los grandes propietarios de losingenios han tomado la determinación de deshacerse delos mismos, organizando en Francia sociedades anóni-mas con un capital tres o cuatro veces mayor que aquelque representaba el ingenio para su propietario primitivo.Por lo tanto, debiendo la finca rendir un interés triple alanterior, no sólo los salarios disminuyen en relación, sinotambién la riqueza pública.

Tal es la situación de esa antigua y rica colonia; loshombres de Estado empiezan a preocuparse seriamente

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de ella; pero, dada la naturaleza de las causas que determi-nan el malestar, es bien difícil encontrar el remedio sin ircontra las ideas absolutas de igualdad que hoy imperan enFrancia.

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CAPÍTULO V

EN VENEZUELA

La despedida. Costa firme. La Guaira. Detenciónforzosa. La cara de Venezuela. De La Guaira a Caracas.

La montaña. Una necesidad suprema. Ojeda sobreVenezuela. Su situación y productos. El coloniaje.

La guerra de la independencia. El decreto de Trujillo.La anarquía. ¡Gente de paz! La lección del pasado.La ciudad de Caracas. Los temblores. El Calvario.

La plaza de toros. El pueblo soberano.La cultura venezolana.

PASAMOS TRES DÍAS en la Martinica dándonos el inefableplacer de pisar tierra y respirar otra atmósfera que la de abordo. La fiebre amarilla reinaba, aunque no con violen-cia, y debo declarar que se condujo con nosotros de unamanera bastante decorosa, pues, despreciando los sanosconsejos de la experiencia, no sólo tomamos algunas fru-tas, sino que pasamos los tres días bebiendo licores y re-frescos helados.

Por fin, al caer la tarde del 21 de agosto, levamos an-clas, y después de despedirnos a cañonazos del goberna-dor, que desde la linda eminencia en que está situada sucasa, agitaba el pabellón, nos pusimos en viaje, rumbo acosta firme. Navegamos esa noche, todo el día siguiente yen la mañana del tercero apareció la lista negruzca de latierra. Pronto fondeamos frente al puerto de La Guaira,pequeña ciudad recostada sobre los últimos tramos de lamontaña y que, a lo lejos, con sus cocoteros y palmas va-riadas, presenta un aspecto simpático a la mirada.

Allí nos despedimos de aquellos que habían conclui-

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do su viaje, cuando un viejo amigo de Buenos Aires, eldoctor Dubreil, se me presentó a bordo, junto con el cón-sul general de la República Argentina en Venezuela, donCarlos R. Röhl, uno de los jóvenes más simpáticos que esposible encontrar.

Es difícil formarse una idea del placer con que se veuna cara conocida en regiones de cuya vida social no sepuede formar concepto. Una sola fisonomía es una evoca-ción de multitud de recuerdos…

Les comuniqué mi proyecto de continuar viaje hastaSabanilla, en las costas de Colombia, remontar el Magda-lena y luego dirigirme a Bogotá, por donde debiera darprincipio a mi misión. A una voz me informaron que eseplan era irrealizable, por cuanto el río Magdalena no teníaagua en ese momento. Si seguía viaje, o me veía obligadoa retroceder desde Barranquilla, en la boca del río, o sipersistía en remontarlo, corría el riesgo de quedar varadoen él, sabe Dios qué tiempo, bajo un calor infernal y unaplaga de mosquitos capaz de dar fiebre en cinco minutos.Resolví, en consecuencia, descender en La Guaira y co-menzar mi tarea por Caracas.

El mar estaba como una balsa de aceite, lo que llama-ba la atención de los venezolanos, poco habituados a esamansedumbre, tan insólita en aquella rada de detestablereputación. Bajamos, pues, y una vez en tierra, todo el en-canto fantasmagórico de la ciudad, vista desde el mar, sedesvaneció para dar lugar a una impresión penosa. “Vene-zuela tiene la cara muy fea”, me decía un caraqueño, alu-diendo al aspecto sombrío, desaseado, triste, mortal, deaquel hacinamiento de casas en estrechísimas calles queparecen oprimidas entre la montaña y el mar.

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El calor era insoportable. La Guaira semeja una mar-mita dentro de la cual cayeran, derretidos, los rayos delsol. Nos sofocábamos materialmente dentro de aquel infa-me hotel Neptuno, en el que, en época no lejana, debíapasar tan atroces momentos. Contengo mi indignaciónpara entonces y prometo no escasearla, en la seguridadde que todos los venezolanos han de unir su voz a la míaen un coro expresivo.

A las dos de la tarde tomamos un carruaje, pasamospor la aldea de Maiquetía, situada a pocas cuadras de LaGuaira, a orillas del mar, y comenzamos la ascensión de lamontaña. El camino, en el que se emplean seis horas, esrealmente pintoresco. El eterno aspecto de la montaña,pero realzado aquí por la vegetación, los cafetales cu-briendo las laderas, y aquellas gigantescas escalinatas ta-lladas en el cerro a fin de obtener planos para la cultura,que recuerdan los curiosos sistemas de los indios perua-nos bajo la monarquía incásica. Se sube, se baja, se vuelvea subir, y a cada momento una nueva perspectiva se pre-senta a la mirada. Todo ese camino de La Guaira a Caracasestá regado por sangre venezolana, derramada alguna enla larga lucha de la independencia, pero la más en las terri-bles guerras civiles que han asolado ese hermoso país,impidiéndole tomar el puesto que corresponde a la ex-traordinaria riqueza de su suelo.

Nada más delicioso que el cambio de temperatura amedida que se asciende. Desde la línea tropical venimosrespirando una atmósfera abrasadora que se ha hecho enLa Guaira casi candescente. En la montaña, el aire puro re-fresca a cada instante y los pulmones, no habituados a esasensación exquisita, respiran acelerados, con la mismaalegría con que los pájaros baten las alas en la montaña.

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El viaje en coche es pesado y mortificante, por lascontinuas sacudidas del camino que está destruido cons-tantemente por las lluvias y la frecuencia del tránsito.Miro al porvenir con envidia observando los trabajos quese hacen en medio de tantas dificultades, para trazar unalínea férrea. ¿Se llevará ésta a cabo? Por lo menos, meconsta que es una aspiración colectiva en Venezuela, por-que de ella, como de algunas otras no muy extensas, de-pende la transformación de aquel país1.

A las ocho y media de la noche llegamos por fin aaquel valle delicioso tantas veces regado por sangre y encuyo seno se ostenta Caracas, la noble ciudad que fuecuna y es tumba de Bolívar.

Antes de pasar adelante, conviene arrojar una miradade conjunto sobre el maravilloso país que acabo de pisar,asombrado por las mil circunstancias especiales que ha-cen de él una de las regiones más favorecidas del sueloamericano. El océano baña las costas de Venezuela en unaextensión inmensa y sus entrañas están regadas por ríoscolosales como el Orinoco, el Meta y demás afluentes,que cruzan territorios que, como el de la Guayana, tieneaún más oro en su seno que el que buscaban los conquis-tadores en las vetas fabulosas de El Dorado…

¿Qué productos de aquellos que la necesidad huma-na ha hecho precisos no brotan abundantes de esa tierrafecundada por el sol de los trópicos? El café, el cacao, elañil, el tabaco, la vainilla, cereales de toda clase, y en los

1. En el momento de poner en prensa este libro se inaugura el ferroca-rril de La Guaira a Caracas. La decisión y actividad del general GuzmánBlanco han hecho milagros. No será por cierto éste uno de sus menorestítulos a la gratitud de sus compatriotas. Esa línea férrea va a transfor-mar la ciudad de Caracas, convirtiéndola en una de las más brillantes dela América (1883).

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dilatados llanos ganados en tanta abundancia como ennuestras pampas. Añadid su proximidad providencial delos Estados Unidos y de Europa, los dos últimos focos enla evolución del progreso humano sobre la tierra, puertosnaturales, estupendos, como el de Puerto Cabello y el fu-turo de Carenero, y miraréis con el asombro del viajero lapostración actual de ese país, no comprendiendo cómola obra de los hombres ha podido contrarrestar hasta talpunto la acción vigorosa de las fuerzas naturales.

Una vez más tenemos los argentinos que bendecir laaridez aparente de nuestras llanuras, el abandono colonialen que se nos dejó, el aislamiento completo en que vivi-mos durante siglos y que dio lugar a la formación de unasociedad democrática, pobre pero activa, humilde perolaboriosa. Entre todos los pueblos suramericanos, somosel único que ha tenido remotas afinidades con las coloniasdel Norte, fundadas por los puritanos del siglo XVII. Tam-poco había oro allí y la vida se obtenía por la labor diaria yconstante. Entretanto el Perú, cuya jurisdicción alcanzabahasta las provincias septentrionales de la Argentina, Qui-to, el virreinato de Santa Fe, la capitanía general de Vene-zuela, eran teatro de las horribles escenas suscitadas porla codicia gigante de los reyes de España, tan ferozmentesecundada por sus agentes.

La suerte de Venezuela fue más triste aún que la delPerú: vendida esa región por Carlos V, en un apuro de di-nero, a una compañía alemana, viéronse aparecer sobre elsuelo americano aquellos bárbaros germanos que se lla-maron Alfinger, Séller, Spira, Féderman, Urre; y que noencontrando oro a montones, según soñaban, vendían alos indios como esclavos para Cuba y Costa Rica, llegandoAlfinger hasta alimentar a sus soldados con la carne del in-

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feliz indígena. En aquellas bárbaras correrías que durabancuatro y cinco años, desde las orillas del mar Caribe a lasmás altas mesetas andinas, la marcha de los conquistado-res quedaba grabada por huellas de incendio y de sangre.Fue en una de esas excursiones gigantescas que el viajeromoderno, recorriendo las mismas regiones con todos loselementos necesarios, apenas alcanza a comprender: don-de Féderman –partiendo de Maracaibo y recorriendo lasllanuras de Cúcuta y Casanare, mortales aún en el día–apareció en lo alto de la sabana de Bogotá, a 2.700 metrossobre el nivel del mar; al tiempo que Benalcázar –salido deQuito– plantaba sus reales en la parte opuesta de la plani-cie, formando simultáneamente el triángulo Quesada que–después de remontar el Magdalena– había trepado, conun puñado de hombres, las tres gradas gigantes que se le-vantan entre el río y la altiplanicie. ¡Cómo tenderían ávidoslos ojos los tres conquistadores sobre la sabana maravillo-sa donde pululan millares de chibchas, entregados a la agri-cultura, tan desarrollada como en el Perú!…

Fue en Venezuela, en aquella costa de Cumaná, dehorrible memoria, donde se levantó la voz de Las Casas,llena del sentimiento de humanidad más profundo. El quehaya leído el libro del sublime fraile, que es el comentariomás noble del Evangelio que se haya hecho sobre la tie-rra, sabe que ningún pueblo de la América ha sufridocomo aquél.

Más tarde, la independencia, pero la independencia ala manera del Alto Perú, con sus desolaciones intermiten-tes, con su Goyeneche, con su Cochabamba, con los ca-dalsos de Padilla, de Warnes, etcétera.

Es aquí donde la lucha tomó sus caracteres más som-bríos y salvajes; es aquí donde Monteverde, Boves, el

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asombroso Boves, aquella mezcla de valor indomable, detenacidad de hierro y de inaudita crueldad, Morales, y alfin Morillo, el émulo de Bolívar, arrasaban, como en lasescenas bíblicas, los pueblos y los campos y pasaban alfilo de la espada hombres, mujeres, niños y ancianos. Esaquí donde El Libertador lanzó el decreto de Trujillo, laguerra a muerte, sin piedad, sin cuartel, sin ley. Leer esahistoria es un vértigo; cada batalla, en que brilla la lanzade Páez, de Piar, Cedeño y mil otros, es un canto de Home-ro; cada entrada de ciudad es una página de Moisés. Cara-cas es saqueada varias veces, y en medio de la lucha sederrumba sobre sí misma, al golpe del terremoto de 1812.Sus hijos más selectos están en los ejércitos o en la tumba;pocos de los que se inmortalizaron en la cumbre de SanMateo, alcanzaron a ver el día glorioso de Carabobo.

Si alguna vez ha podido decirse con razón que la lu-cha de la independencia fue una guerra civil, es refirién-dose a Venezuela y Colombia. De llaneros se componíanlas hordas de Boves y Morales, así como las de Páez y Sa-raza. El empuje es igual, idéntica la resistencia. La discipli-na, los elementos bélicos, están del lado de España; perolos americanos tienen, además de entusiasmo, además delos hábitos de vida dura, jefes como Bolívar, Piar, Urdane-ta, Páez, y más tarde Sucre, Santander, etcétera. ¿Cruel-dad? Idéntica también, pese a nosotros. Al degüello res-pondía el degüello, a la piedad, rara, rara vez la piedad. Elbatallar continuo, la vista de la sangre, la irritación por elhermano muerto, inerme, exaltaban esos organismosmorales hasta la locura. Bolívar hace sus tres campañasfabulosas y a lomo de mula recorre Venezuela en todasdirecciones, hace varias veces el viaje de Caracas a Bogo-tá, de Bogotá a Quito, al Perú, ¡a los confines de Bolivia!

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Veinte veces ha visto la muerte, ya en la batalla, ya en elbrazo de un asesino. Páez combate como combatía Páez,en primera fila, enrojecida la lanza hasta la cuja, en ¡cientotrece batallas! ¿Qué soldado de César o de Napoleón po-dría decir otro tanto?…

Como resultado de una guerra semejante, la destruc-ción de todas las instituciones coloniales, más o menoscompletas, pero instituciones al fin, el abandono absolutode la industria agrícola y ganadera, el enrarecimiento dela población, la ruina de los archivos públicos, la desapa-rición de las fortunas particulares, la debilitación profun-da de todas las fuerzas sociales. Recuérdese nuestra lu-cha de la independencia; jamás un ejército español pasó alsur de Tucumán; jamás en nuestros campos reclutaronhombres los realistas. Más aún: en medio de la lucha seobservaban las leyes de la guerra, y después de nuestrosdesastres, como después de nuestros triunfos, el respetopor la vida del vencido era una ley sagrada. Ni las matan-zas de Monteverde y Boves se han visto en tierra argenti-na, ni sobre ella ha lanzado sus fúnebres resplandores eldecreto de Trujillo.

Después… la triste noche de la anarquía cayó sobrenosotros. La guerra civil con todos sus horrores, Artigas,Carreras, Ramírez, López; más tarde, Quiroga, Rosas,Oribe, acabaron de postrarnos. Pero Venezuela tomó tam-bién su parte en ese amargo lote de los pueblos que seemancipan. Nuestros dolores terminaron en 1852 y pudi-mos aprovechar la mitad de este siglo de movimiento y devida para ingresar con energía en la línea de marcha de lasnaciones civilizadas. Hasta 1870 Venezuela ha sido presade las discordias intestinas. ¡Y qué guerras! La lucha de laindependencia hizo escuela; en las contiendas fratricidas,

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el partidario vivió sobre el bien del enemigo, y al fin, la ri-queza pública entera desapareció en la vorágine de san-gre y fuego. Llegad a una habitación de las campañas ve-nezolanas y llamad: en la voz que os responde, notáis aúnel ligero temblor de la inquietud vaga, secreta, y sólo girala puerta para daros entrada, cuando habéis contestadocon tranquilo acento: “¡Gente de paz!”2.

¡Gente de paz! He ahí la necesidad suprema de Vene-zuela. El suelo está virgen aún: sus montañas repletas deoro, sus valles húmedos de savia vigorosa, las faldas de suscerros ostentan al pie el plátano y el cocotero, el rubiomaíz en sus declives y el robusto café en las cumbres.

¡Gente de paz! El pueblo es laborioso, manso, dócil,honrado proverbialmente. ¡Dejadle trabajar, no lo concer-néis con el cañón o con la espada, hacedlo simpático a laEuropa, para que la emigración venga espontáneamente amezclarse con él, a enseñarle la industria, a vigorizar susangre!

¡Gente de paz para los pueblos de América!Aquellos tiempos pasaron: pasó la conquista, pasó la

independencia, y la América y la España se tienden hoylos brazos a través de los mares, porque ambas marchanpor la misma senda, en pos de la libertad y del progreso.Tomo dos frases en los Opúsculos, de Bello, la primerasobre la conquista, la segunda sobre la independencia,que, en mi opinión, concretan y formulan el juicio definiti-vo de los americanos que piensan y meditan sobre esosdos graves acontecimientos:

2. Este cuadro, escrito hace veinte años como un reflejo del pasado deVenezuela, es tristemente una pintura concreta de su estado actual(1903).

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“No tenemos la menor inclinación a vituperar la con-quista. Atroz o no atroz, a ella debemos el origen de nues-tros derechos y de nuestra existencia, y mediante ellavino a nuestro suelo aquella parte de la civilización euro-pea que pudo pasar por el tamiz de las preocupaciones yde la tiranía de España”3.

“Jamás un pueblo profundamente envilecido ha sidocapaz de ejecutar los grandes hechos que ilustraron lascampañas de los patriotas. El que observe con ojos filosó-ficos la historia de nuestra lucha con la metrópoli, recono-cerá sin dificultad que lo que nos ha hecho prevalecer enella, es cabalmente el elemento ibérico. Los capitanes ylas legiones veteranas de la Iberia transatlántica fueronvencidos por los caudillos y los ejércitos improvisados deotra Iberia joven que, abjurando el nombre, conservaba elaliento indomable de la antigua. La constancia españolase ha estrellado contra sí misma”4.

He ahí cómo debemos pensar respecto a la España,abandonando los temas retóricos, las declamaciones am-pulosas sobre la tiranía de la metrópoli, sobre su absurdosistema comercial, que le fue más perjudicial que a noso-tros mismos, y recordando sólo que la historia humanagravita sobre la solidaridad humana. El pasado es una lec-ción y no una fuente de eterno encono.

La ciudad de Caracas está situada en el valle que llevasu nombre y que es uno de los más bellos que se encuen-tran en aquellas regiones. Bajo un clima templado y sua-

3. Repertorio Americano, tomo III, página 191. Tomo esta cita y la si-guiente de la admirable introducción de don Manuel A. Caro, honor delas letras americanas, a la Historia general de la conquista del nuevo Rei-no de Granada, del obispo Piedrahita. Edición de Bogotá, 1881.4. Bello, Opúsculos.

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ve, la naturaleza toma un aire tal de lozanía, que el viajeroque despunta por la cumbre del Ávila, cree siempre ha-llarse en el seno de una eterna primavera. El verde ondu-lante de los vastos plantíos de caña, claro y luminoso, con-trasta con los reflejos intensos de los cafetales que crecenen la altura. Dos o tres imperceptibles hilos de agua cru-zan la estrecha llanura, y aunque el corte de los cerrossobre el horizonte es algo monótono, hay tal profusión deárboles en sus declives, la baja vegetación es tan espesa ycompacta, que la mirada encuentra siempre nuevas yagradables sensaciones ante el cuadro.

La ciudad, como todas las americanas fundadas porlos españoles, es de calles estrechas y rectangulares. Se-ría en vano buscar en ellas los suntuosos edificios de Bue-nos Aires o Santiago de Chile; al mismo tiempo que lasconmociones humanas han impedido el desarrollo mate-rial, los sacudimientos intermitentes de la tierra, temblan-do a cada borrasca que agita las venas de la montaña, ha-cen imposible las construcciones vastas y sólidas. Todoes allí ligero, como en Lima, y el aspecto interior de lascasas, sus paredes delgadas, sus tabiques tenues, revelanconstantemente la temida expectativa de un terremoto.Durante mi permanencia en Caracas, tuve ocasión de ob-servar uno de esos fenómenos a los que el hombre nopuede nunca habituarse y que hacen temblar los corazo-nes mejor puestos. Leía, tendido en un sofá de mi escrito-rio y en el momento en que García Mérou se inclinaba amostrarme un pasaje del libro que recorría, se lo vi vacilarentre las manos, mientras sentía en todo mi cuerpo unestremecimiento curioso. Nos miramos un momento, sincomprender, el tiempo suficiente para que los techos, ca-yendo sobre nosotros, nos hubieran reducido a una forma

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meramente superficial. Cuando notamos que la tierratemblaba, corrimos, primero al jardín, pero venciendo lacuriosidad, salimos a la calle y observamos a todo el mun-do en las puertas de sus casas; caras llenas de espanto,gente que corría, mujeres arrodilladas, un pavor desaten-tado vibrando en la atmósfera. Una o dos paredes de nues-tra casa se rajaron, y aunque sin peligro para nosotros, noasí para aquellos que la habiten en el momento de la repe-tición del fenómeno.

La ciudad, en sí misma, tiene un aspecto sumamentetriste, sobre todo para aquellos que hemos nacido en lasllanuras y que no podemos habituarnos a vivir rodeadosde montañas que limitan el horizonte en todos sentidos yparecen enrarecer el aire. Hay, sin embargo, dos puntosque podrían figurar con honor en cualquier ciudad euro-pea: la plaza Bolívar, perfectamente enlosada, con la esta-tua de El Libertador en el centro, llena de árboles corpu-lentos, limpia, bien tenida, delicioso sitio de recreo parapasar un par de horas oyendo la música de la retreta, y elCalvario.

El Calvario es un cerro pintoresco y poco elevado, acuyo pie se extiende Caracas. En todas las guerras civilespasadas, la fracción que ha conseguido hacerse dueña delCalvario, lo ha sido inmediatamente de la ciudad. De allíse domina Caracas por completo, y ni un pájaro podría jac-tarse de contemplarla más cómodamente que el que seencuentra en el lindo cerro.

Se sube en carruaje o a pie, por numerosos caminosen zigzag, muy bien tenidos, rodeados de árboles y plan-tas tropicales, hasta llegar a la meseta de la altura, donde,en el centro de un jardín frondoso, se levanta la estatua delgeneral Guzmán Blanco, actual presidente de los Estados

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Unidos de Venezuela. Se nota en todos los trabajos delCalvario la ausencia completa de un plan preconcebido;parece que se han ido trazando caminos a medida que lasdesigualdades del terreno lo permitan. Aquí una fuente,más adelante un banco cubierto de bambúes rumorosos,allí una gruta, y por todas partes flores, agua corriendocon ruido apagado, silencio delicioso, vistas admirables yun ambiente fresco y perfumado. A pesar del cansanciode la subida, pocos han sido los días que he dejado de ha-cer mi paseo al pintoresco cerro. Siempre solo, como elSanta Lucía en Santiago de Chile, como la Exposición enLima, como el Botánico en Río, como el Prado en Monte-video, como Palermo en Buenos Aires. Sólo los domin-gos, los atroces y antipáticos domingos, se llenaba aque-llo de gente paqueta, prendida con cuatro alfileres, olien-do a pomada y suspirando por la hora de volver a casa ysacarse el botín ajustado. Nunca fui un domingo; pero lastardes serenas de entre semana, la quieta y callada sole-dad, el sol tras el Ávila, sonriente en la promesa del retor-no, las mujeres del pueblo trepando lentamente a buscarel agua pura de la fuente, para bajar más tarde con el cán-taro en la cabeza como las hijas del país de Canaán, lospájaros armoniosos, buscando a prisa sus nidos al caer lanoche, el camino a La Guaira, esto es, la senda por dondese va a la luz y al amor, a Europa y a la patria, perdiéndoseen la montaña, cruzada por la silenciosa y paciente recuacuya marcha glacial, indiferente, parece ser un reprochecontra las vagas agitaciones del alma humana; todo esecuadro delicado persiste en mi memoria en el marco ri-sueño de los recuerdos simpáticos.

La ciudad tiene algunos edificios notables, como elteatro, el palacio federal del Capitolio, etcétera.

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Me llamó mucho la atención la limpieza de la gentedel pueblo bajo, cuya elegancia dominguera consiste envestirse de blanco irreprochable. Es humilde, respetuosoy honesto. En Venezuela es proverbial la seguridad de lascampiñas, por las que transitan frecuentemente arriasconductoras de fuertes sumas de dinero, sin que hayanoticia de haber sido jamás asaltadas.

La diversión característica del pueblo de Caracas esla plaza de toros, que funciona todos los domingos. El po-bre caraqueño –me refiero al low people–, que no tiene losreales suficientes para pagar la función, se considera másdesgraciado que si le faltara qué comer. Mis sirvientes,haraganes y perezosos, adquirían cierta actividad a con-tar del viernes, y cuando quería hacerles andar listos enun mandado, me bastaba anunciarles que a la primera tar-danza no habría toros, para verlos volar.

En la plaza, que no es mala, se aglomeran, gritan, pa-tean, juzgan los golpes, hacen espíritu, gozan como losespañoles en idéntico caso, atestiguando su filiación máscon su algarabía que con su idioma. Pero las corridas detoros en Venezuela se diferencian en dos puntos esencia-les de las de España. En el primer punto, el toro, de malaraza, medio atontado por los golpes con que lo martirizanuna hora en el toril, antes de entrar a la plaza, trae los cuer-nos despuntados. Toda la lucha consiste en capearlo yponerle banderillas, de fuego para los poltrones, sencillaspara los bravos. Una vez que el “bicho” ha cumplido más omenos bien su deber, sea pegando serios sustos a los to-readores, sea huyendo sin cesar con aire imbécil, se abreun portón y es arrojado a un potrero contiguo. En cuantoa los “artistas” que tuve ocasión de ver, todos ellos crio-llos, eran, aunque de valor extraordinario, deplorable-

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mente chambones. Cada vez que el toro se fastidiaba yarremetía a uno de ellos, era seguro ver al pobre capeadorpor los aires o hecho tortilla contra las barandas, lo que nocausa mucho placer que digamos. Cuando el toro es bra-vo y el hombre hábil y valeroso, las simpatías se inclinansiempre al hombre; a mi me sucedía lo contrario.

La verdadera diversión consiste, pues, en la observa-ción del público, ingenuo, alegre, bullicioso como los ni-ños de un colegio en la hora del recreo. Venía de Londres,donde, aun en las grandes aglomeraciones de pueblo, senota ese aire acompasado, frío, metódico, del carácter in-glés; la tumultuosa espontaneidad de los caraqueños con-trastaba curiosamente con ese recuerdo, pintando la razade una manera enérgica, así como la varonil arrogancia delos muchachos corriendo con sus diminutas ruanas elnovillo de postre.

Fuera de los toros, no hay otra diversión pública enCaracas, salvo los meses de ópera, al alcance sólo de lasaltas clases. Pero el pueblo no pide más, y si no escasearatanto el panem, sería completamente feliz con el circenses.

Desde la época colonial, Caracas fue renombrada porsu cultura intelectual y citada como uno de los centrossociales más brillantes de la América Española. Su univer-sidad famosa ha producido más de un ilustre ingenio cuyaacción ha salvado los límites de Venezuela. Aun en el díaposee distinguidos hombres de letras, historiadores, poe-tas y jurisconsultos, algunos de los cuales, arrastradosdesgraciadamente por la vorágine política, han vivido ale-jados de su país, privándolo así de la gloria que sus traba-jos le hubieran reportado.

El tono general de la cultura venezolana es de unadelicadeza exquisita. Nunca olvidaré la generosa hospita-

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lidad recibida en el seno de algunas familias que conser-van la vieja y honrosa tradición de la sociedad caraqueña.Pago aquí mi deuda de agradecimiento, no sólo personal,sino también como argentino. El nombre de mi patria,querido y respetado, fue el origen de la viva simpatía conque se me recibió. Nada impone más la gratitud que elafecto y consideración manifestados por la patria lejana.

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CAPÍTULO VI

EN EL MAR CARIBE

Mal presagio. El Ávila. De nuevo en La Guaira. El HotelNeptuno. Cómo se come y cómo se duerme. Cinco díasmortales. La rada de La Guaira. El embarco. Macuto.

Una compañía de ópera. El “Saint Simón”. PuertoCabello. La fortaleza. Las bóvedas. El general Miranda.Una sombra sobre Bolívar. Las bocas del Magdalena.

Salgar. La hospitalidad colombiana.

SALÍ DE CARACAS el martes 13 de diciembre; el día y lafecha no podían ser más lúgubres. Pero, como en cada díade la semana y en cada uno de los del mes he tenido mo-mentos amargos, he perdido por completo la preocupa-ción que aconseja no ponerse en viaje el martes, ni iniciarnada en 13. En esta ocasión, sin embargo, he estado a pun-to de volver a creer en brujas, tantas y tan repetidas fue-ron las contrariedades que encontré en el camino.

Una vez más volví a cruzar el Ávila, buscando el marpor las laderas de las montañas, desiguales, abruptas, ca-prichosas en sus direcciones, con sus valles estrechos yprofundos. Los trabajos del ferrocarril se proseguían,pero sin actividad; es una obra gigante que me trajo a lamemoria los esfuerzos de Wheelright para unir a Santia-go de Chile con Valparaíso, los de Meiggs para trepar has-ta la Oroya, y los que esperan en un futuro próximo a losingenieros que se encarguen de cruzar los Andes con elriel y unir Mendoza con Santa Rosa. El ferrocarril de LaGuaira a Caracas es, a mi juicio, obra de trascendencia vi-tal para el porvenir de Venezuela, así como el de la magní-fica bahía de Puerto Cabello a Valencia. La nación entera

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debía endeudarse para dar fin a esas dos vías que se paga-rían por sí mismas en poco tiempo.

Al fin llegamos a La Guaira, después de seis horas decoche realmente agobiadoras, por las continuas ascensio-nes y descensos, como por el deplorable estado del cami-no. Apenas divisamos la rada, tendimos, ávidos, la mirada,buscando en ella el vapor francés que debía conducirnosa Sabanilla y que era esperado el referido día 13. Me entrófrío mortal, porque al notar la ausencia del ansiado “Saint-Simón”, pensé en el Hotel Neptuno, en el que tenía forzo-samente que descender por la sencilla razón de que nohay otro en La Guaira. Allí nos empujó nuestro negro des-tino y allí quedamos varados durante cinco días, cuyo re-cuerdo opera aún sobre mi diafragma como en el momen-to en que respiraba su atmósfera.

Los venezolanos dicen, y con razón, que Venezuelatiene la cara muy fea, refiriéndose a la impresión que reci-be el extranjero al desembarcar en La Guaira. En efecto,la pobreza, la suciedad de aquel pueblo, su insoportablecalor, pues el sol, reflejándose sobre la montaña, reverbe-rando en las aguas y cayendo a plomo, eleva la temperatu-ra hasta 36 y 38 grados, y el abandono completo en que seencuentra, hacen de la permanencia en él un martirio ver-dadero. Pero todo, todo le perdono a La Guaira, menos elHotel Neptuno.

Creo tener una vigorosa experiencia de hoteles y po-sadas; conozco en la materia, desde los palacios que bajoese nombre se encuentran en Nueva York, hasta las cho-zas miserables que en los desiertos argentinos se disfra-zan con esa denominación. Me he alojado en los hotelesde nuestra campaña, en cuyos cuartos los himnos de lanoche son entonados por animales microscópicos y carní-

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voros; he llegado, en medio de la Cordillera, camino deChile, a posadas en cuya puerta el dueño, compadecidosin duda de mi juventud, me ha dado el consejo de dormira cielo abierto, en vez de ocupar una pieza en su morada;he dormido algunas noches en las postas esparcidas en lalarga travesía entre Villa Mercedes y Mendoza; he per-noctado en Consuelo, comido en Villeta y almorzado enChimbe, camino de Bogotá… Pero nada, nada puedecompararse con aquel Hotel Neptuno que, como una ven-ganza, enclavaron las potencias infernales en la tétricaGuaira. ¿Describirlo? Imposible; necesitaría, más que lapluma, el estómago de Zola, y al lado de mi narración, la úl-tima página de Naná tendría perfumes de azahar. Bastedecir que el moblaje de cada cuarto consiste en un apara-to sobre el que jinetea una palangana –que en Venezuelase llama ponchera–, con una media naranja de mugre in-vertida en el fondo. Luego, una silla, y por fin, un catre.Pero un catre pelado, sin colchón, sin sábanas, sin cober-tores y con una almohada que, en un apuro, podría servirpara cerrar una carta en vez de oblea. El piso está alfom-brado… ¡de arena! No penséis en aquella arenilla blanca ydulce a la mirada, que tapiza los cuartos en las aldeas ale-manas y flamencas, perfectamente cuidada, el piso en quese marcaba el paso furtivo de Fausto al penetrar en la ha-bitación de Margarita; el piso hollado por los pies de Her-mann y Dorotea. No; una arena negra, impalpable y abun-dante, que se anida presurosa en los pliegues de nuestrasropas, en el cabello y que espía el instante en que el párpa-do se levanta para entrar en son de guerra a irritar la pupi-la. Allí se duerme. El comedor es un largo salón, inmenso,con una sola mesa, cubierta con un mantel indescriptible.Si el perdón penetrara en mi alma, compararía ese mantel

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con un mapa mal pintado, en el que los colores se hubie-ran confundido en tintas opacas y confusas; pero, como nopuedo, no quiero perdonar, diré la verdad; las manchas devino, de un rojo pálido, alternan con los rastros de las sal-sas; las placas de aceite suceden a los vestigios graso-sos… Basta. Sobre esa mesa se coloca un gran número deplatos: carne salada en diversas formas, carne a la llanera,cocido y plátanos, plátanos fritos, plátanos asados, cocidos,en rebanadas, rellenos, en sopa, en guiso y en dulce. Lue-go que todos esos elementos están sobre la mesa, se espe-ra religiosamente a que se enfríen, y cuando todo se hapuesto al diapasón termométrico de la atmósfera, se tocauna campana y todo el mundo toma asiento. Así se come.

Así pasamos cinco días, fijos los ojos en el vigía quedesde la altura anuncia por medio de señales la aproxima-ción de los vapores. De pronto, al tercer día, suena la cam-pana de alarma. ¡Un vapor a la vista! ¡Viene de Oriente!…¡Francés! ¡Qué sonrisas! ¡Qué apretones de manos! ¡Quémeter a prisa y con fórceps todos los efectos en la valijarepleta, que se resiste bajo pretexto de que no caben! Unparedón maldito frente al hotel quita la vista del mar; espe-ramos pacientemente y sólo vemos el buque cuando estáa punto de fondear… ¡No es el nuestro!

Pasábamos el día entero en el muelle, presenciandoun espectáculo que no cansa, produciendo la punzanteimpresión de los combates de toros. El puerto de La Guai-ra no es un puerto, ni cosa que se le parezca; es una radaabierta, batida furiosamente por las olas, que al llegar alos bajos fondos de la costa, adquieren una impetuosidady violencia increíbles. Hay días, muy frecuentes, en quetodo el tráfico marítimo se interrumpe, porque no es ma-terialmente posible embarcarse. Por lo regular, el embar-

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co no se hace nunca sin peligro. En vano se han construi-do extensos tajamares: la ola toma la dirección que se ledeja libre y avanza irresistible. ¡Ay de aquel bote o canoaque al entrar o salir al espacio comprendido entre el mue-lle y la muralla de piedra, es alcanzado por una ola que re-vienta bajo él! Nunca me ha sido dado observar mejoresos curiosos movimientos del agua, que parecen dirigi-dos por un espíritu consciente y libre. Qué fuerzas for-man, impulsan, guían la onda, es aún cuestión ardua; peroaquel avance mecánico de esa faja líquida que viene ro-dando en la llanura y que, al sentir la proximidad de la are-na, gira sobre sí misma como un cilindro alrededor de uneje, es un fenómeno admirable. Al reventar, un mar de es-puma se desprende de su cúspide y cae bullicioso y revuel-to como el caudal de una catarata. Si en ese momento unaembarcación flota sobre la ola, es irremisiblemente su-mergida. Así, durante días enteros, hemos presenciado elcuadro conmovedor de aquellos robustos pescadores, vol-viendo de su tarea ennoblecida por el peligro y zozobran-do al tocar la orilla. Saltan al mar así que comprenden la in-mensidad de la catástrofe y nadan con vigor a pisar tierra,huyendo de los tiburones y tintoreras que abundan enesas costas. El embarco de pasajeros es más terrible aún:hay que esperar el momento preciso, cuando, después deuna serie de olas formidables, aquellos que desde la alturadel muelle dominan el mar, anuncian el instante de reposoy con gritos de aliento impulsan al que trata de zarpar.¡Qué emoción cuando los vigorosos marineros, tendidoscomo un arco sobre el remo, huyen delante de la ola quelos persigue bramando! ¡Es inútil; llega, los envuelve, le-vanta el bote en alto, lo sacude frenética, lo tumba y pasarugiendo a estrellarse impotente contra las peñas!

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Consigno un recuerdo al lindo pueblo de Macuto, si-tuado a un cuarto de hora de La Guaira, perdido entre ár-boles colosales, adormecido a rumor de un arroyo crista-lino que baja de la montaña inmediata. Es un sitio derecreo, donde las familias de Caracas van a tomar baños,pero no tiene más atractivo que su belleza natural. El lujode las moradas de campaña, tan común en Buenos Aires,Lima y Santiago, no ha entrado aún en Venezuela ni enColombia. Siempre que nos encontramos con estas defi-ciencias del progreso material, es un deber traer a la me-moria, no sólo las dificultades que ofrece la naturaleza,sino también la terrible historia de esos pueblos desgra-ciados, presa hasta hace poco de sangrientas e intermina-bles guerras civiles.

Al fin del quinto día el vigía anunció nuevamente unvapor que asomaba en el horizonte oriental; esta vez nofuimos chasqueados. Pero como el “Saint-Simón” no de-bía partir hasta el día siguiente, empleamos la tarde, enunión con la casi totalidad de la población de La Guaira, enpresenciar el desembarco de la compañía lírica que debíafuncionar en el lindo teatro de Caracas. El mar estaba agi-tado, “venía mucha agua”, según la expresión de los viejosmarinos de la playa, y los conductores de las lanchas ocu-padas por los ruiseñores exóticos iban a poner a prueba suhabilidad. Al menor descuido la ola estrellaba la embarca-ción contra las rocas o el muelle y el mundo perdía algu-nos millares de sis bemoles. En el fondo de la primera lan-cha vi a un hombre de elevada estatura, con calañés, enposición de Conde de Luna cuando pregunta desde cuán-do acá los muertos vuelven a la tierra; era el barítono, se-guramente. A su lado, una mujer rubia, y buena moza,apretaba un perrito contra el seno y tenía los ojos agitados

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por el terror. ¿Perrito? Contralto. En el segundo bote, laprima donna, gruesa, ancha, robusta, nariz trágica, tallede campesina suiza; junto a ella, el primo donno, su esposoo algo así, ese utilísimo mueble de las divas, que firma loscontratos, regatea, busca alojamiento y presenta a la Sig-nora los habitués distinguidos. Por último, tras el formida-ble bajo, que tenía todo el aire de Leporello, en el últimoacto de Don Juan, el tenor, el sublime tenor, que el empre-sario, según anunció en los diarios de Caracas, había arre-batado a fuerza de oro al Real de Madrid. El referido em-presario venía a su lado, sosteniéndolo a cada vaivén,interponiéndose entre su armonioso cuerpo y el agua im-prudente que penetraba sin reparo, mensajera del resfrío.

¡Cuál no sería mi sorpresa al reconocer en el melodio-so artista, que se dejaba cuidar con un aplomo regio, anuestro antiguo conocido el tenor Abrugnedo! Miré conjúbilo al “Saint-Simón”, que se mecía sobre las aguas yque debía partir al día siguiente. Más tarde, vi toda la com-pañía reunida, comiendo, los desgraciados, en la mesa delHotel Neptuno. El plátano proteiforme, la yuca, el ñame ydemás manjares indígenas, les llamaban la atención, y elbajo italiano que se hallaba entre bastidores sonaba enagudezas de carbonero, mientras algunos jóvenes de Ca-racas, casualmente allí analizaban los contornos de la con-tralto con una detención que revelaba, o afición a la anato-mía o designios menos científicos. Yo, entretanto, dejabami espíritu flotar en el recuerdo de un delicioso romancede George Sand, aquel Pierre qui roule, en el que el artis-ta sin igual pinta la vida vagabunda y caprichosa de unacompañía de cómicos de la legua, para detenerme anteesta ligera insinuación de mi conciencia: ¡En cuanto a va-gabundo!…

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Al día siguiente, por fin, procedimos al embarco.Cuestión seria; una de las lanchas que nos precedían yque, como la nuestra, espiaba el instante propicio paraecharse afuera, no quiso oír los gritos del muelle ¡vieneagua!, e intentando salir, fue tomada por una ola que laarrojó con violencia contra los pilotes. La lancha resistiófelizmente; pero iban señoras y niños dentro, cuyos gri-tos de terror me llegaron al alma. “—No se asuste; blan-co” –me dijo uno de mis marineros, negro viejo que nohacía nada, mientras sus compañeros se encorvaban so-bre el remo. Sonrío hoy al recordar la cólera pueril queme causó esa observación, y creo que me propasé en lamanera de manifestársela al pobre negro. Fuimos másfelices que nuestros precursores y llegamos con felici-dad a bordo del vapor en que debíamos continuar la pe-regrinación a los lejanos pueblos cuyas costas baña elmar Caribe.

¿Encontraré piedad en las almas ideales que viven deilusiones, si hago la confesión sincera de haber sentido unplacer inefable, en unión con mi joven secretario, cuandonos sentamos a la mesa del “Saint-Simón”, que se nos diouna servilleta blanca como la nieve y recorrí con compla-cidos ojos un menú delicado, cuya perfección radicaba enel exiguo número de pasajeros? Creo que es la primeravez, en mis largas travesías, que he deseado una ligeraprolongación en el viaje. La oficialidad de a bordo, distin-guida, el joven médico que no creía en la eficacia de laquinina contra la fiebre y que me indicaba preservativospara la malaria de Magdalena, que me hacían preferir elmal al remedio; un distinguido caballero de la Martinicaque me daba los datos sobre la situación social de la islaque he consignado anteriormente, su linda y amable mu-

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jer, y por fin un joven suizo de 22 años, que se dirigía aBogotá, contratado por el gobierno de Colombia para dic-tar una cátedra de historia general y que, no hablando elespañol, se sonrojaba de alegría cuando supo que debía-mos ser compañeros de viaje. Inspectores de la CompañíaTransatlántica que iban a México y Centro América, gua-temaltecos, costarriqueños [sic], peruanos, todo esemundo del norte, tan diferente del nuestro, que no noshace el honor de conocernos y a quienes pagamos conreligiosa reciprocidad.

A la mañana siguiente de la salida de La Guaira, llega-mos a Puerto Cabello, cuya rada me hizo suspirar de envi-dia. El mar forma allí una profunda ensenada, que se pro-longa muy adentro en la tierra y los buques de mayorcalado atracan a sus orillas. Hay una comodidad inmensapara el comercio, y ese puerto está destinado, no sólo aengrandecer a Valencia, la ciudad interior a que corres-ponde, como La Guaira a Caracas y el Callao a Lima, sinoque por la fuerza de las cosas se convertirá en breve en elprincipal emporio de la riqueza venezolana. Las cantida-des de café y cacao que se exportan por Puerto Cabello,son ya inmensas, y una vez que el cultivo se difunda en elestado de Carabobo y limítrofes, su importancia creceránotablemente.

Frente al puerto, se levanta la maciza fortaleza, elcuadrilátero de piedra que ha desempeñado un papel tanimportante en la historia de la colonia, en la lucha de laindependencia y en todas las guerras civiles que se hansucedido desde entonces. En sus bóvedas, como en las deLa Guaira, han pasado largos años muchos hombres ge-nerosos, actores principales en el drama de la revolución.De allí salió, viejo, enfermo, quebrado, el famoso general

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Miranda, aquel curioso tipo histórico que vemos brillar enla corte de Catalina II, sensible a su gallarda apostura yque lo recomienda a su partida, a todas las cortes de Eu-ropa; que encontramos ligado con los principales hom-bres de Estado del continente, que acepta con júbilo losprincipios de 1789, ofrece su espada a Francia, manda a laderecha del ejército de Dumouriez en la funesta jornadade Neerwinde, cuyo resultado es la pérdida de la Bélgicay el desamparo de las fronteras del norte; que volvemos aencontrar en el banco de los acusados, frente a aquel terri-ble tribunal donde acusa a Fouquier-Tinville y que acabade voltear las cabezas de Custine y de Houdard, el vence-dor de Hoscote. Con una maravillosa presencia de espíri-tu, Miranda logra ser absuelto –el único tal vez de los ge-nerales de esa época, porque Hoche debió la vida al treceVendimiario– por medio de un sistema de defensa origi-nal, consistente en formar de cada cargo un proceso sepa-rado y no pasar a uno nuevo antes de destruir por comple-to la importancia del anterior en el ánimo de los jueces.Salvado, Miranda se alejó de Francia, pero lleno ya de laidea de la independencia americana. Hasta 1810, se acer-ca a todos los gobiernos que las oscilaciones de la políticaeuropea ponen en pugna con la España. Los Estados Uni-dos lo alientan, pero su concurso se limita a promesas. LaInglaterra lo acoge un día con calor, después de la paz deBâle, lo trata con indiferencia después de la de Amiens, leescucha a su ruptura, y el incansable Miranda persiguecon admirable perseverancia su obra. Arma dos o tres ex-pediciones en las Antillas contra Venezuela, sin resultado,y por fin, cuando Caracas lanza el grito de independencia,vuela a su patria, es recibido en triunfo y se pone al frentedel ejército patriota. Nunca fue Miranda un militar afortu-

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nado; debilitadas sus facultades por los años, amargadopor rencillas internas, su papel como general en esta lu-cha es deplorable, y vencido, abandonado, cae prisionerode los españoles, que lo encierran en Puerto Cabello, dedonde se le saca para ser trasladado a España, entregadopor Bolívar. Esta es una de las negras páginas del Liberta-dor, a mi juicio, que nunca debió olvidar los servicios y lasdesgracias de ese hombre abnegado. Miranda murió pri-sionero en la Carraca, frente a Cádiz, y todos los esfuerzosque ha hecho el gobierno de Venezuela para encontrarsus restos y darles un hogar eterno en el panteón patrio,han sido inútiles…

Pero mientras se me ha ido la pluma hablando de Mi-randa, el buque avanza, y al fin, dos días después de haberdejado Puerto Cabello, notamos que las aguas del mar,verdes y cristalinas en el Caribe, han tomado un tinte opa-co, más terroso aún que el de las del Plata. Es que cruza-mos frente a la desembocadura del Magdalena, que vienearrastrando arenas, troncos, hojas, detritus de toda espe-cie, durante centenares de leguas y que se precipita alocéano con vehemencia. Henos al fin en el pequeño des-embarcadero de Salgar, donde debemos tomar tierra. Nohay más que cuatro o seis casas, entre ellas la estación delferrocarril que debe conducirnos a Barranquilla. Se meanuncia que el vapor “Victoria” debe salir para Honda, enel alto Magdalena, dentro de una hora, y sólo entoncescomprendo las graves consecuencias que va a tener paramí el retardo del “Saint-Simón”, al que ya debo los atrocesdías de La Guaira. Todo el mundo nos recibe bien en Sal-gar y el himno de gratitud a la tierra colombiana empiezaen mi alma.

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CAPÍTULO VII

EL RÍO MAGDALENA

De Salgar a Barranquilla. La vegetación.El manzanillo. Cabras y yanquis. La fiebre. Barranquilla.

La “brisa”. La atmósfera enervante. El fatal retardo.Preparativos. El río Magdalena. Su navegación.

Regaderos y chorros. Los “champanes”.Cómo se navegaba en el pasado. El “Antioquia”.

“Júpiter dementat…”. Los vapores del Magdalena.La voluntad. Cómo se come y cómo se bebe.

Las bogas del Magdalena. Samarios y cartageneros.El embarque de la leña. El “burro”. Las costas desiertas.

Mompox. Mangangé. Colombia y el Plata.

UN FERROCARRIL de corta extensión –veintitantas mi-llas– une a Salgar con Barranquilla. Es de trocha angostay su solo aspecto me trae a la memoria aquella nuestra lí-nea argentina que, partiendo de Córdoba, va buscando lasentrañas de la América meridional, que dentro de pocoestará en Bolivia, y en la que, viejos, hemos de llegar has-ta el Perú.

El breve trayecto de Salgar a Barranquilla es pinto-resco, no sólo por los espectáculos inesperados que pre-senta el mar que penetra audazmente al interior forman-do lagunas cuya poca profundidad no las hace benéficaspara el comercio, sino también por la naturaleza de la flo-ra de aquellas regiones. A ambos lados de la vía se extien-den bosques de árboles vigorosos, cuyo desenvolvimien-to mayor veremos más tarde en las maravillosas riberasdel Magdalena. Pero la especie que más abunda es elmanzanillo, que la naturaleza, pródiga en cariños supre-

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mos para todo lo que se agita bajo la vida animal, ha plan-tado al borde de los mares, colocando así el antídoto juntoal veneno. El manzanillo es aquel mismo árbol de la Indiacuya influencia mortal es el tema de más de una leyendapoética de Oriente. Su más popular reflejo en el mundoeuropeo es el disparatado poema de Scribe, que Meyer-beer ha fijado para siempre en la memoria de los hom-bres, adornándolo con el lujo de su inspiración poderosa.Debo decir desde luego que, desde el momento en quepisé estas tierras queridas del sol, La Africana suena enmis oídos a todo momento, sea en las quejas de Selika alpie de los árboles matadores, sea en sus cantos adormece-dores, sea en el cuadro opulento de aquel Indostán sagra-do donde el sol abrillanta la tierra.

Es un hecho positivo que el manzanillo tiene propieda-des fatales para el hombre. Sus frutas atraen por su perfu-me exquisito, sus flores embalsaman la atmósfera, y susombra, fresca y aromática, invita al reposo, como las sire-nas fascinaban a los vagabundos de la Odisea. Los anima-les, especialmente las cabras, resisten rara vez a esa dulcey enervante atracción, se acogen al suave cariño de sus ho-jas tupidas y comen del fruto embalsamado. Allí se ador-mecen, y cuando, al despertar, sienten venir la muerte enlos primeros efectos del tósigo, reúnen sus fuerzas, searrastran hasta la orilla del mar y absorben con avidez lasondas saladas que les devuelven la vida. Se conserva el re-cuerdo de unos jóvenes norteamericanos que, echándoseel fusil al hombro, resolvieron hacer a pie el camino de Sal-gar a Barranquilla. El sol quema en esos parajes y el man-zanillo incita con su sombra voluptuosa, cargada de perfu-mes. Los jóvenes yanquis se acogieron a ella, unos porignorancia de sus efectos funestos, otros porque, en su ca-

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lidad de hombres positivos, creían puramente legendariala reputación del árbol. No sólo durmieron a su sombra,sino que aspiraron sus flores y comieron sus frutos prema-turos. Llegaron a Barranquilla completamente envenena-dos, y si bien lograron salvar la vida, no fue sin quedar suje-tos por mucho tiempo a fiebres intermitentes tenacísimas.

He aquí el enemigo contra el que tenemos que luchara cada instante: la fiebre. La riqueza vegetal de aquellascostas, bañadas por un sol de fuego que hace fomentar losinfinitos detritus de los bosques, la abundancia de las fru-tas tropicales, a las que el estómago del hombre de Occi-dente no está habituado, los cambios rápidos de la tempe-ratura, la falta forzosa de precaución, la sed inextinguibleque origina una transpiración de la que aquel que vive enregiones templadas no tiene idea, la imprudencia naturalal extranjero, son otros tantos elementos de probabilidadde caer bajo las terribles fiebres palúdicas de las orillasdel Magdalena. Y lo más triste es que los preservativostoman todos, en aquel clima, caracteres de insoportablesprivaciones. Las frutas, el agua, las bebidas frías, todo loque puede ser agradable al desgraciado que se derrite enuna atmósfera semejante, es estrictamente prohibido porel amistoso consejo nativo.

Llegamos a Barranquilla, pequeña ciudad de unasveinte mil almas, a la izquierda del Magdalena y sobre unode sus brazos o caños, como allí llaman a las bifurcacionesinferiores del gran río. Barranquilla ha adquirido impor-tancia hace poco tiempo, desde que, construido el ferro-carril que la liga con el mar, se ha hecho la vía obligadapara penetrar en Colombia por el Atlántico, quitando, porconsiguiente, todo el comercio y el tránsito a la vieja y co-lonial Cartagena y a Santa María. No tiene nada de parti-

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cular su edificación, pues la mayor parte, casi la totalidadde sus casas, tienen techo de paja y ofrecen la forma de loque en nuestra tierra llamamos ranchos. Pero indudable-mente ese pequeño centro progresa a la par de Colombiaentera. Las calles todas son de una arena finísima y espe-sa, que levanta en torbellinos lo que allí llaman la brisa delmar y que frecuentemente toma las proporciones de unverdadero vendaval. En cuanto a la temperatura, es inso-portable. Un francés, M. Andrieux, que ha escrito para LeTour du Monde una prolija descripción de sus viajes enColombia, asegura que desde las nueve de la mañana has-ta las cinco de la tarde no se ve en las calles de Barranqui-lla, sino perros y alguno que otro francés, que persiste ensostener la reputación de la salamandra, que se les hadado en el Cairo. Es un poco exagerado, pero el hecho esque se necesita una apremiante necesidad o una impru-dencia infantil para aventurarse bajo aquel sol canicularque, reverberando en la arena blanda y ardiente, quemalos ojos, tuesta el cutis y derrama plomo en el cerebro. Seespera la brisa con ansia, a pesar de los inconvenientes delpolvo impalpable que se levanta en nubes. Todo el mundoanda en coche cuando se ve obligado a salir, y el pueblotiene por vehículo un burrito microscópico, sobre el cualel jinete va sentado, con los pies apoyados en el pescuezoy animándolo con un pequeño palo cuya punta, ligeramen-te afilada, se insinúa con frecuencia en el anca escuálidadel bravo y paciente cuadrúpedo.

El aspecto de la ciudad es análogo al de las coloniaseuropeas en las costas africanas; pesa sobre el espírituuna influencia enervante, agobiadora, y para la menor ac-ción es necesario un esfuerzo poderoso. Desde que he pi-sado las costas de Colombia, he comprendido la anoma-

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lía de haber concentrado la civilización nacional en las al-tiplanicies andinas, a trescientas leguas del mar. La razaeuropea necesita tiempo para aclimatarse en las orillasdel Magdalena y en las riberas que bañan el Caribe y elPacífico.

Llegué a Barranquilla el 20 de diciembre a las tres ymedia de la tarde, en momentos en que partía para el altoMagdalena el vapor “Victoria”, el mejor que surca lasaguas del río. Fue entonces cuando comprendí todo elmal que me había hecho el retardo de cuatro días del“Saint-Simón”, sin contar con la permanencia en La Guai-ra, que, en calidad de sufrimiento pasado, empezaba a de-bilitarse en la memoria, sobre todo, ante la expectativa delos que me reservaba el porvenir. Si el “Saint-Simón” hu-biera llegado a Salgar en el día de su itinerario, habríamostenido tiempo sobrado de hacer en Barranquilla todos lospreparativos necesarios, y embarcándonos en el “Victo-ria”, nos hubiéramos librado de las amarguras sufridas enel Magdalena.

Porque los preparativos son una cuestión seria, queexigen un cuidado extremo. Desde luego, es necesarioproveerse de ropas impalpables, además de una buenacantidad de vino y algunos comestibles, porque en las de-siertas orillas del río no hay recursos de ningún género, ypor fin, que es lo principal, de un petate y un mosquitero.Petate significa estera, y el doble objeto de ese mueble es,en primer lugar, colocarlo sobre la lona del catre, por suscondiciones de frescura, y en seguida, sujetar bajo él loscuatro lados del mosquitero, para evitar la irrupción dezancudos y jejenes.

Perdido el “Victoria”, tenía que esperar hasta el próxi-mo vapor-correo, que sólo salía el 30; es decir, diez días

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inútiles en Barranquilla. Supe entonces que el 24 salía unvapor extraordinario, pero cuyas condiciones lo hacíantemible para los viajeros. Es necesario explicar ligera-mente lo que es la navegación del río Magdalena, paradarse cuenta de las precauciones que es indispensabletomar para emprenderla. Como no hago un libro de geo-grafía ni pretendo escribir un viaje científico, siendo miúnico y exclusivo objeto consignar simplemente mis re-cuerdos e impresiones en estas páginas ligeras, me basta-rá decir que el Magdalena, junto con el Cauca, forman unode los cuatro grandes sistemas fluviales de la América delSur, determinados por las diversas bifurcaciones de lacordillera de los Andes; los otros tres son: el Orinoco ysus afluentes, el Amazonas y los suyos, y por fin el Plata,donde se derraman el Uruguay y el Paraná. Todos los de-más sistemas son secundarios. Los españoles, al descu-brir los dos ríos que nacían juntos y se apartaban luegopara regar inmensas y feraces regiones y volvían a unirsepoco antes de llegar al mar para entregarle sus aguas con-fundidas, les llamaron Marta y Magdalena, en recuerdode las dos hermanas del Evangelio; sólo predominó elnombre del segundo, mientras el primero conservó el be-llo y eufónico de Cauca, que los indios le habían dado. Deambos, el Magdalena es más navegable; pero aunque sucaudal de agua es inmenso, sólo en las épocas de grandeslluvias no ofrece dificultad. La naturaleza de su lecho are-noso y movible que forma bancos con asombrosa rapidezsobre los troncos inmensos que arrastra en su curso,arrebatados por la corriente a sus orillas socavadas; suanchura extraordinaria en algunos puntos, que hace ex-tender las aguas, en lo que se llama regaderos, sin profun-didad ninguna, pues rara vez tienen más de cuatro pies; la

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variación constante de la dirección de los canales, deter-minada por el movimiento de las arenas de que he habla-do antes; los rápidos, violentos, llamados chorros, dondela corriente alcanza hasta catorce y quince millas; he ahí,y sólo consigno los principales, los inconvenientes conque se ha tenido que luchar para establecer de una mane-ra regular la navegación del Magdalena, única vía parapenetrar al interior. Hasta hace treinta años, el río se re-montaba por medio de champanes, esto es, grandes ca-noas sobre cuya cubierta pajiza los negros bogas, tendi-dos sobre los largos botadores que empujaban con elpecho, conducían la embarcación por la orilla, en mediode gritos, denuestos y obscenidades con que se animabanal trabajo. El viaje, de esta manera, duraba en general tresmeses, al fin de los cuales el paciente llegaba a Honda; contreinta libras menos de peso, hecho pedazos por los mos-quitos, hambriento y paralizado por la inmovilidad en unapostura de ídolo azteca. El general Zárraga, uno de losancianos más honorables que he conocido, y padre deldoctor Simón Zárraga, que ha hecho de la tierra argenti-na su segunda patria, me contaba en Caracas, que en1826, siendo ayudante de Bolívar, fue enviado por El Li-bertador a la costa para conducir a Bogotá a dos caballe-ros franceses que venían en misión diplomática cerca deél. Uno de ellos era el hijo del famoso duque de Montebe-llo. Cuando supieron que era necesario entrar al cham-pán, tenderse en el fondo, en la misma actitud de un cadá-ver y permanecer así durante dos o tres meses, uno de losdiplomáticos inició una enérgica resistencia, que Monte-bello sólo pudo vencer recordando el deber y la necesi-dad. Después de haber hecho ese viaje, cada vez que unanciano me refiere haberlo llevado a cabo en su juventud

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y no pocas veces en champán, lo miro con el respeto y laveneración con que los italianos jóvenes de 1831 debíansaludar a Maroncelli, cruzando las calles sobre su piernade palo, o al pálido Silvio Pellico con el sello de sus diezaños de Spielberg grabado en la frente.

Ahora será fácil comprender la importancia que tienela elección del vapor en que se debe tentar la aventura. Senecesita un buque de poco calado, para no vararse, y demucha fuerza para vencer los chorros. El “Victoria” teníatodas esas condiciones, pero… el que salía el 24 era nadamenos que el “Antioquia”, el barco más pesado, más gran-de y de mayor calado que hay en el río. Todo el mundo nosaconsejaba no tomarlo, hasta que se supo, y me lo garanti-zó el empresario, que el “Antioquia” sólo remontaría elMagdalena durante cuatro días, siendo transbordadossus pasajeros al “Roberto Calixto”, vapor microscópico ymuy veloz, que nos permitiría llegar a Honda en el térmi-no de todo viaje normal, esto es, ocho o nueve días. Conestas seguridades, reforzadas con la orden que llevaba el“Victoria” de que así llegase a Honda volviese en nuestrabusca, y animado por la ventaja de ganar los cinco díasque me habría sido necesario esperar para tomar el vapordel 30, resolví bravamente el embarco en el “Antioquia”.Júpiter quería perderme sin duda, y me enloqueció en esemomento. Dos pasajeros tan sólo se animaron a seguir-nos: un joven de Bogotá y el profesor suizo que hacía suestreno en América de tan peregrina manera.

Es necesario no olvidar que, cuando hablo de los va-pores del Magdalena, me refiero a una clase de buques deque no se tiene idea en nuestro país, donde los ríos nave-gables son profundos. En primer lugar, no tienen quilla, ysu fondo presenta el mismo aspecto que el de las canoas;

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luego tienen tres pisos, abiertos a todos vientos y sosteni-dos en pilares. El primero forma la cubierta propiamentedicha y es donde están todos los aparejos del buque: lamáquina, la cocina, la tripulación y sobre todo, la leña.Arriba, viene el sitio destinado a los pasajeros, los camaro-tes que nadie ocupa sino las señoras, quienes, para evitar-se dormir al aire libre, al lado de los masculinos, se asanvivas en las cabinas; el comedor, etcétera. En el techo deesta sección, la cámara del capitán, con vista en todas di-recciones y arriba, allá en la cúspide, como un mangrullode nuestra frontera, como un nido en la copa de un álamo,la casucha del timonel, donde el práctico, fijos los ojos enlas aguas, para adivinar el fondo de sus arrugas, dirige elbarco y tiene en sus manos la suerte de los que van den-tro. Toda esta máquina se mueve por medio de un propul-sor que sale de los sistemas conocidos de la hélice y de lasruedas laterales; las ruedas van atrás del buque, girandosobre un eje fijo a un metro de la popa: así, el barco conclu-ye, en su parte posterior, en una pared lisa, perpendiculara las aguas, donde éstas se estrellan ruidosas, cuando laspotentes paletas las agitan.

El “Antioquia”, además de los inconvenientes que an-tes mencioné, tiene el de llevar sus ruedas a los costados;éstas, además de producir un fragor que haría creer se vanavegando en una catarata movible, impiden, por las osci-laciones que imprimen al buque en los pasajes difíciles,que éste se sobe en los regaderos, esto es, que se deslicesobre las arenas. Además, la mitad de la enorme calderallega a la cubierta de pasajeros y el comedor está situadoprecisamente arriba de las hornallas. Agréguese que elvapor es de carga, que no hay baño a bordo, que el servi-cio es detestable, y se tendrá una idea del simpático esqui-

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fe que se deslizaba por el caño de Barranquilla en buscadel ancho Magdalena.

Debo decir, en honor de mi profético corazón, comodiría Hamlet, que la primera impresión me hizo entreverel negro porvenir. Pero la suerte estaba echada y la volun-tad, serena y persistente, velaba para impedir todo desfa-llecimiento. Apenas salimos del caño y entramos en elbrazo principal del río, ancho, correntoso, soberbio, nosamarramos a la orilla, para esperar las últimas órdenes dela agencia.

Fue allí durante aquellas seis o siete horas, cuandocomprendí la necesidad de echar llave a mi estómago, yolvidar mis gustos gastronómicos hasta nueva orden. Lacomida que se sirve en esos vapores es muy mala para uncolombiano, pero para un extranjero es realmente inso-portable. En primer lugar, se sirve todo a un tiempo,incluso la sopa, esto es, un plato de carne, generalmentesalada, y cuando es fresca, dura como la piel de un hipopó-tamo; una fuente de lentejas o fréjoles, plátanos, cocidos,asados, fritos, en rebanadas… véase el Hotel Neptuno.Cuando todo se ha enfriado, la campana llama a la mesa, yentonces empieza la lucha más terrible por la existenciade las que ofrece el vasto cuadro de la creación animal. Deun lado, la necesidad imperiosa, brutal, de comer; delotro, el estómago, que se resiste, implora, se debate, auxi-liado por el reflejo de la caldera que eleva la temperaturahasta el punto de asar un ave que se atreviese a cruzar esaatmósfera. Los sirvientes parecen salidos de las aguas yno enjugados; las ruedas, que están contiguas, hacen unruido infernal, que impide oír una palabra, la sed devora-dora sólo puede aplacarse con el agua tibia o el vino máscaliente aún… ¡Imposible! Se abandona la empresa, y

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cuando la debilidad empieza a producir calambres en elestómago, se acude al brandy, que engaña por el momen-to, pero al que se vuelve a apelar así que ese momento hapasado.

Allí también empecé a estudiar la curiosa organiza-ción de los bogas del Magdalena, que sirven de marine-ros en los vapores, contratados especialmente para cadaviaje. La mayor parte son negros o mulatos, pero los haytambién catires (blancos) cuya tez cobriza, sombreadapor la fuerza de aquel sol, es más oscura que la de nues-tros gauchos. Así que se embarcan, son divididos en dossecciones, samarios y cartageneros, esto es, de SantaMarta y de Cartagena, no respondiendo al punto origina-rio de cada uno, sino por las mismas razones que en losbuques de ultramar, en obsequio del servicio interior, ha-cen separar a la tripulación en la banda de babor y en la deestribor. La resistencia de aquellos hombres para los tra-bajos agobiadores que se les impone, especialmente bajoese clima, su frugalidad increíble, la manera cómo duer-men, desnudos, tirados sobre la cubierta, insensibles alos millares de mosquitos que los cubren; su alegría cons-tante, su espontaneidad para el trabajo, me causaba unaadmiración a cada instante creciente. La más dura de sustareas es el embarque de la leña. Ningún vapor del Mag-dalena navega a carbón; los bosques inmensos de sus ori-llas dan abundante combustible desde hace treinta años,y la mina está lejos de agotarse. La leña se coloca en lasorillas desiertas, el buque se acerca, amarra a la costa ytoma el número de “burros” que necesita. El burro es launidad de medida y consiste en una columna de astillas, ala altura de un hombre, que contiene, poco más o menos,setenta trozos de madera de setenta y cinco centímetros

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de largo. Me llamó la atención que cada burro costase unpeso fuerte, pero me expliqué ese precio exorbitante don-de la leña no vale nada, por la escasez de brazo. Aquellastierras espléndidas, que hacen brotar a raudales de suseno cuanto la fantasía humana ha soñado en los cuadrosideales de los trópicos, podrían ser llamadas, en antítesisa la frase de Alfieri, el suelo donde el hombre nace másdébil y escaso. Todo a lo largo del río no se encuentra sinopequeñas y miserables poblaciones, donde las gentes vi-ven en chozas abiertas, sin más recurso que un árbol deplátanos que los alimenta, una totuma, cuyas frutas, espe-cie de calabazas, les suministra todos los utensilios nece-sarios para la vida, y uno o dos cocoteros. Los niños, des-nudos, tienen el vientre prominente, por la costumbre decomer tierra. El pescado es raro, el baño desconocido, portemor a los feroces caimanes; la vida, en una palabra, im-posible de comprender para un europeo. Los pocos blan-cos que he observado en la costa tienen un color lívido,terroso y parecen espectros ambulantes. Las fiebres loshan consumido. Los pueblos que hay sobre el río, aun losmás importantes: Mompox, famoso en la vida colonialcomo en las luchas de la independencia; Mangangé, cu-yas célebres ferias extienden su fama a lo lejos, están es-tacionarios eternamente, mientras el río carcome la tierrasobre que se apoyan. ¿Qué vale esa feracidad maravillosa,si el clima no permite el desenvolvimiento de la raza hu-mana que debe explotarla? Mientras mis ojos miran conasombro el cuadro deslumbrante de aquel suelo, el espíri-tu observa tristemente que esa grandeza no es más queuna mortaja tropical. Así, Colombia se refugia en las altu-ras, lejos, muy lejos del mar y de la Europa, tras los riscosescarpados que dificultan el acceso y trata de hacer allí su

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centro de civilización. La poesía la ha bañado con su luz,en el momento de la última formación geológica del mun-do, mientras las tierras que baña el Plata parecen habersurgido bajo el golpe del caduceo de Mercurio. Allí, las lla-nuras, la templanza del clima, la proximidad al mar, el con-tacto casi inmediato con los centros de civilización; aquí,la muerte en las costas, el aislamiento en las alturas. Ben-digamos el azar que tan benéfico nos fue en el repartoamericano, que nos dio las regiones cálidas donde el soldora el café y empapa las fibras de la caña, los camposdonde el trigo brota robusto y abundante, las faldas andi-nas que la vid trepa juguetona y vigorosa, los cerros quetienen venas de oro y carne de mármol, y por fin, las pam-pas fecundas que se extienden hasta el último punto al surdel mundo que el hombre habita. Bendigamos esa fortu-na, pero que el orgullo de nuestro progreso no nos impidamirar con respeto profundo los esfuerzos generosos quehacen nuestros hermanos del norte por alcanzarlo, ven-ciendo a la naturaleza, espléndida y terrible como una vir-gen salvaje.

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CAPÍTULO VIII

CUADROS DE VIAJE

¡Una hipótesis filológica! La vida del boga y sus peligros.Principio del viaje. Consejos e instrucciones. Los

vapores. Las chozas. Aspecto de la naturaleza.Las tardes del Magdalena. Calma soberana.

Los mosquitos. La confección del lecho. Baño ruso.El sondaje. Días horribles. Los compañeros de a bordo.

¡Un vapor! Decepción. Agonía lenta. ¡Por fin!El “Montoya”. Los caimanes. Sus costumbres.

La plaga del Magdalena. Combates. Madres sensibles.Guerra al caimán.

ME INCLINO A CREER que el nombre de “burro” dado a launidad de medida de la leña, respondía al principio a la can-tidad de la misma que uno de esos simpáticos animales po-día cargar. En cuanto a hoy, no hay burro que pudiera mo-verse bajo uno de sus homónimos.

Un vapor cualquiera en el Magdalena gasta de cua-renta a cincuenta burros de leña diarios; el “Antioquia”consume el doble, pero en cambio anda la mitad menosque los demás. Es, pues, muy dura la vida de los marine-ros a bordo del insaciable vapor, que cada dos horas searrima a la orilla, se amarra fuertemente para poder resis-tir a la corriente que lo arrastra y empieza a absorber leñacon una voracidad increíble. Cuando la operación se prac-tica en las deliciosas horas de la mañana, los pobres bogassaltan de contento; pero, repetida durante el día con fre-cuencia, en aquella atmósfera candescente, bajo un sol deque en nuestras regiones es difícil formar idea, constituyeun martirio real. Una larga plancha une al buque con la

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orilla, a guisa de puente. Los marineros, desnudos de me-dio cuerpo, con una bolsa sujeta en la cabeza, cayéndolessobre la espalda como un inmenso capuchón, bajan a tie-rra, reciben en el espacio comprendido entre el cuello, elhombro y el brazo izquierdo, una cantidad increíble deastillas, las sujetan con una cuerda amarrada en la muñe-ca de la mano libre, y cediendo bajo el peso, trepan labo-riosamente al vapor y arrojan su carga junto a las horna-llas. Los que alimentan éstas se llaman candeleros, poruna curiosa analogía.

A veces el río ha crecido y los depósitos de leña seencuentran bajo las aguas, teniendo los bogas que traba-jar con la mitad del cuerpo sumergido. Rara es la ocasión,cuando trabajan en seco, que no se interrumpan para ma-tar las víboras sumamente venenosas que se ocultan en-tre la leña. Pero, cuando ésta se encuentra bajo el agua, notienen defensa, estando además expuestos a las picadurasde las rayas…

Por fin, despachados, nos pusimos en movimiento.Empezaba el duro viaje bajo una sensación compleja quemantenía mi espíritu en esa inquietud nerviosa que prece-de a un examen en la adolescencia, a un duelo en la juven-tud, a un momento largamente esperado, en todas las eda-des. En primer lugar, una curiosidad vivaz y ardiente;luego, la idea de que cada hora de marcha me alejaba tresde la patria; y arriba de los estremecimientos del cuerpopor los martirios físicos que entreveía, graves preocupa-ciones que respondían a mi posición oficial, que no tienennada que ver con estas páginas íntimas.

Así que supieron nuestra posición y destino, algunospasajeros que iban a puntos próximos, me dejaron ver unafranca y sincera conmiseración. Uno de ellos, caballero

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colombiano, perfectamente culto y cortés, como todos losque he encontrado en mi camino, me preguntó, inquieto,si yo tenía noticias de lo que era la navegación del Magda-lena, y cómo, en caso afirmativo había cometido la cham-bonada de embarcarme en el “Antioquia”. “Porque ha desaber usted –prosiguió– que cada uno de los vapores querecorren el río, desde Barranquilla a Honda, tiene su re-putación particular, sus condiciones propias, perfecta-mente conocidas de todo el mundo. Así, yo no me embar-caría en el “Antioquia” ni en el “Mosquera” por nada delmundo, si tuviera que hacer un viaje largo. Para eso tene-mos el “Victoria”, el “Montoya”, el “Inés Clarece”, el “Ste-phenson Clarke”cuyo silbato le ha merecido el popularapodo de Qui-qui-ri-quí, el “Roberto Calixto”, etcétera.Esos pasan siempre, aun sobre los regaderos más temi-bles, a causa de su poco calado; y en los chorros, con unsimple cable están del otro lado. En cuanto al trasbordoque les han prometido, le confieso que no tengo esperan-zas, porque aquí los directores proponen y el río dispone.Ya está usted embarcado y no hay remedio: prepárese apasar días muy duros, no tome agua pura, no coma fruta,no abuse del brandy y trate de tener el espíritu sereno”.

Las últimas recomendaciones, especialmente aque-lla que debía apartarme del brandy, mi único alimento, y laque me imponía la serenidad intelectual, eran tan difícilesde cumplir como fáciles de hacer. Me preparé lo mejorque pude a afrontar el porvenir y puse en juego todos losresortes de mi energía.

No me fatigaré recordando, uno a uno, los puntosdonde el vapor se detuvo durante los tres primeros días,fuese para tomar la eterna leña, fuese para pasar allí lanoche. He dicho ya, y lo repito, que las orillas del Magda-

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lena presentan un aspecto esencialmente primitivo; lospequeños caseríos que se encuentran, no dan la más lige-ra idea de la vida civilizada. En chozas abiertas a todos losvientos, viven hacinados, padres, hijos, mujeres, hombresy animales muchas veces. Los niños, corriendo por lasmárgenes, completamente desnudos, tienen un aspectosalvaje. No hay allí recursos de ninguna clase; muchasveces he bajado, y viendo huevos frescos, he querido ad-quirirlos a cualquier precio. Con una calma desesperante,con apatía increíble, contestan: “No son para vender”, y esnecesario renunciar a toda resistencia, porque el dinerono tiene atractivo para esa gente sin necesidades.

La naturaleza cambia lentamente, a medida que avan-zamos: al principio, el río, ancho y majestuoso, corre en-tre orillas de un verde intenso, pero la vegetación, si bientupida y exuberante, no alcanza las proporciones con queempieza a presentarse a nuestros ojos. A la izquierda, ve-mos el cuadro inimitable de la Sierra Nevada, que, cru-zando el estado de Magdalena, va a extinguirse cerca delmar. Sus picos, de un blanco intenso e inmaculado, se en-vuelven al caer la tarde en una nube rosada, de indeciblepureza. Al occidente, el espacio, libre de montañas, nosdeja ver las puestas del sol más maravillosas que he con-templado en mi vida. Imposible describir ese grupo denubes incandescentes y atormentadas, con sus franjas lu-minosas como una hoguera, su fondo de un dorado páli-do, inmóviles sobre el horizonte, disolviendo su forma ysu color con una lentitud que hace soñar. Todos los tonosdel iris se reproducen allí, desde el violeta profundo, quearroja su nota con vigor sobre el amarillo transparente,hasta el blanco que hiere la pupila interrumpiendo la sere-nidad del azul intenso de los cielos. Nunca, lo repito, me

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fue dado contemplar cuadro tan soberanamente bello, niaun en medio del océano, cuando se sigue al sol en su des-censo, formando uno de los vértices de aquel triánguloglorioso de Chateaubriand, ni aun entre las gargantas delos Andes, sobre las que cae la noche con asombrosa rapi-dez y que quedan envueltas en la sombra, mientras lascumbres vecinas brillan bajo los rayos del sol, lejos aun dedar su adiós a nuestro hemisferio.

¡Qué calma admirable la que sucede a ese instante so-lemne! La naturaleza parece recogerse para entrar en laregión serena del sueño. El río sigue corriendo silenciosa-mente; en los bosques impenetrables de la orilla, donde elbuque acaba de detenerse, no se oyen sino los apagadossilbidos melódicos del turpial que llama a sus compañe-ros; hasta los enormes y vistosos guacamayos, con su plu-maje irisado, llegan en silencio y buscan entre las ramas elnido que pende de la copa de un inmenso caracolí, meci-do por las lianas que lo sujetan. De tiempo en tiempo, elrumor de un eco en el interior de la selva, y luego de nue-vo la paz callada extendiendo su imperio sobre todo locreado…

La suave y deliciosa quietud dura poco; un ejércitoinvisible avanza en silencio, y un instante después se sien-ten picaduras intensas en las manos, la cara, en el cuerpomismo a través de las ropas. Son los terribles mosquitosdel Magdalena que hacen su temida aparición. No correun hálito de aire, y es necesario buscar un refugio, a ries-go de sofocarse, contra aquellos animales, que en mediahora más os postrarían bajo la fiebre. He ahí uno de losmomentos de mayor sufrimiento. Se tiene el catre en cu-bierta, y sobre él, un espeso mosquitero, cuyos bordes sesujetan bajo la estera que sirve de colchón. En seguida,

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con precauciones infinitas, se desliza uno dentro de aquelhorno, teniendo cuidado de ser el único habitante de laregión comprendida entre el petate y el ligero lienzo pro-tector. Luego, se enciende una paneleta de puro Ambale-ma, cigarro de una forma análoga a los de pajita y hechodel exquisito tabaco que se encuentra en el punto indica-do, y que, en la categoría jerárquica viene inmediatamen-te después de La Habana. Allí empieza un indescriptiblebaño ruso; el calor sofocante, pesado, mortal, aleja el sue-ño e impide a la imaginación esos viajes maravillosos quesuelen compensar el insomnio y a los que excita allí la be-lla y serena majestad de la noche.

A la mañana siguiente, apenas apunta el alba, de nue-vo en camino. A la hora de marchar se oye la campana delpráctico, la máquina se detiene y los contramaestres aproa comienzan a sondear. El “Antioquia” necesita parapasar cinco pies y medio por lo menos. Nos precipitamostodos ansiosos a proa y tendemos ávidamente el oído a losgritos de los sondeadores: “¡No hay fondo!” ¡Nueve pies!¡Ocho escasos! ¡Seis largos! Las fisonomías empiezan aoscurecerse. ¡Seis fallos! ¡Malo, malo! ¡Cinco pies y me-dio! El buque empieza a sobarse, esto es a deslizarse len-tamente sobre la arena y de pronto se detiene. ¡Para atrás!Desandamos lo andado, hacemos una, dos, tres nuevastentativas: ¡inútil! El río se ha cegado de una manera ex-traordinaria y el canal debe haber variado de direccióncon el movimiento de las arenas. De nuevo a la costa y aamarrar. El práctico toma una canoa y se lanza a buscarpacientemente el paso por medio de sondajes.

¡Qué días horribles aquellos en que, arrimados a laorilla, con el sol tropical cayendo a plomo, sin el más levemovimiento del aire y bajo una temperatura que a la som-

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bra alcanzaba a 38 y 39 grados centígrados, vagábamosdesesperados, sin un sitio donde ampararnos, tostadospor la irradiación de la caldera, transpirando a raudales,con el rostro candescente, los ojos saltados, la sangre agi-tada… y sin más recurso que un vaso de agua tibia conuna panela1 o brandy! Nunca se me borrará el recuerdo deaquellas horas que no creía que pudiera soportar el cuer-po humano…

Los días se sucedían en esa agradable existencia, sinque el pequeño vapor que debía trasbordarnos y arran-carnos de aquel infierno, dejase ver sus humos en el hori-zonte. Habíamos avanzado algo, gracias a la habilidad delpráctico que logró encontrar un pequeño paso, pero fuepara detenernos un poco más arriba de Barranca Berme-jo, donde definitivamente nos amarramos con cadenas alos troncos enormes de la orilla, se apagaron los fuegos yquedamos a la gracia de Dios. Así estuvimos tres días. Lospocos pasajeros a quienes tan ruda jornada había tocado,éramos, como creo haberlo dicho ya, el profesor suizo, unjoven de Bogotá, García Mérou y yo. Además venía unararísima mujer, colombiana, de buena familia, pero que enFrancia habría pasado por tener una colección de arañasau plafond. No salía para nada de su camarote, y a vecesentreveíamos su cara, horrible y roja por el calor, asomar-se a la puerta, respirar un momento y volver al antro. Vol-ví a encontrarla más tarde a poca distancia de Honda; ha-bía emprendido a pie el camino de Bogotá, y me costó untriunfo el hacerle aceptar lo necesario para procurarseuna mula.

1. “Panela”, el azúcar sin clarificar, una masa negra, algo como nuestro“masacote”, y uno de los principales alimentos en la costa.

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—¡Un vapor, un vapor! –gritó azorado un muchacho,señalando, detrás de un recodo del río, una débil colum-na de humo que se dibujaba en el azul transparente delcielo–. Fue una revolución a bordo; en vano procuré dete-ner al suizo, explicándole que, aun cuando el buque anun-ciado fuera el que con tanta ansia esperábamos, tendría-mos un día y medio o dos que pasar en aquel punto,mientras se hacía el transbordo de las mercaderías. ¡Envano! El suizo se había precipitado a su camarote y hacíasus maletas con una velocidad terrible… El vapor apare-ció, pero como todos tienen un corte igual, es necesarioesperar a oír el silbato para distinguirlos.

¿Sería el “Victoria”? ¿Sería el “Calixto”? En ambos ca-sos estábamos salvados. Algo como la tos prolongada deun gigante resfriado, algo como debe ser el quejido deuna foca a la que arrebatan sus chicuelos, llegó a nuestrosoídos, y todos los muchachos del servicio de a bordo gri-taron en coro: “¡El ‘Montoya’!”. Es necesario saber que,siendo el “Montoya” de la misma compañía y teniendonosotros la bandera a media asta en popa, lo que era pedir-le que se detuviera, éranos lícito regocijarnos en la espe-ranza del trasbordo.

En un instante, el “Montoya”, ya deslizándose sobrelas aguas a favor de la corriente, con una velocidad dequince o dieciséis millas por hora, llegó a nuestro lado, ymanteniéndose sobre la máquina, entabló corresponden-cia. “Trasbordo imposible. Cargado hasta el tope de bul-tos de quina. ‘Victoria’ viene atrás”. Y de nuevo en mar-cha, perdiéndose en el primer recodo del río, haciéndomeoír como una carcajada su antipático silbido. Nos mira-mos a las caras: nunca he visto la desesperación más pro-fundamente marcada en rostros humanos.

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¿A qué insistir en la agonía de aquellos días como nohe pasado, como no volveré a pasar jamás semejantes enla vida? Hacía dos semanas que estábamos en el “Antio-quia” con la mirada invariable al norte, esperando, espe-rando siempre, cuando la misma tos de gigante resfriado,el mismo quejido de foca desolada, se hizo oír al sur. Era el“Montoya”, que había tenido tiempo de llegar hasta cercade Barranquilla, dejar su carga en un puerto y tomar lospasajeros del “Confianza” que, temeroso de la suerte del“Antioquia”, no se atrevía a remontar el río. Esta vez respi-ramos libremente; y una hora después estábamos en la cu-bierta del “Montoya”, en cuyo centro una gran mesa, car-gada de rifles, escopetas, rémingtons, anteojos y rodeadade cómodas sillas, nos produjo la sensación de encontrar-nos en el seno del más refinado sibaritismo.

Los grandes sufrimientos del viaje habían pasado. El“Montoya” era un vapor chico, pero limpio, más frescoque el “Antioquia”, y aunque el inmenso número de pasa-jeros que venía en él nos impidió tener camarotes, esto es,un sitio donde lavarnos y mudarnos, era tal la satisfacciónde poder continuar el viaje, que no nos hizo mayor extor-sión la toilette obligada al aire libre y un poco en común.

Había una colección completa de pasajeros, genteagradable en su mayor parte. Senadores y diputados queiban a Bogotá a la apertura del Congreso; jóvenes ingenie-ros americanos, a los trabajos de los ferrocarriles de laAntioquia, uno de los cuales, hombre robusto, sin embar-go, venía doblado por la fiebre palúdica contraída en el via-je; negociantes franceses e ingleses; touristes de vuelta ypor fin, la familia del ministro inglés, compuesta de su se-ñora, tres niños, dos jóvenes maids inglesas, chef, maîtred’hotel, ¡qué se yo! La armonía, las buenas amistades, se

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entablaron pronto, y sólo entonces empecé realmente agozar de las bellezas indescriptibles de aquella naturalezaestupenda.

Pasábamos el día guerreando a muerte con los cai-manes. No he hablado aún de esos huéspedes caracterís-ticos del Magdalena, porque, durante mi inolvidable per-manencia en el “Antioquia”, creo no haberles dispensadouna mirada.

Es el aligator, el cocodrilo del Nilo y de algunos ríosde la India, el yacaré de los nuestros, pero de dimensionescolosales. Parecíame una exageración la longitud de cin-co a seis metros que asigna a algunos un viajero francés,M. André; pero, después de haber observado millares decaimanes, puedo asegurar que, en realidad, hay no pocosque alcanzan ese enorme tamaño. He visto a algunos cru-zar lentamente las aguas del río; vienen precedidos de unanube constante de pescados saltando, fuera del agua,como en el mar, a la aproximación de un tiburón o de unatintorera. Pero en general sólo se les ve en las playas are-nosas que deja el río en descubierto cuando desciende.

Están tendidos en gran número: he contado hasta se-senta en un pedazo de playa que no tendría más de cienmetros cuadrados. Inmóviles como si se hubieran des-prendido de la cornisa de un templo egipcio, mantienen laboca abierta cuan grande es, hacia arriba. En esa posiciónla boca forma un ángulo cuyos lados no tienen menos demedio metro. Los he visto permanecer así durante horasenteras; el olor nauseabundo de su aliento atrae a los mos-quitos que se aglomeran por millones sobre la lengua;cuando una fournée está completa, el caimán cierra lasfauces con rapidez, absorbe los inocentes visitantes, y denuevo presenta al espacio el temible e inmundo ángulo.

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El caimán es la plaga del Magdalena; cuando algúndesgraciado boga, bañándose o cayendo de su canoa, hapermitido a uno de esos monstruos probar el perfume dela carne humana, la comarca entera tiembla ante el cai-mán cebado; anfibio como es, salta a la playa, se deslizapor las arenas con las que confunde su piel escamosa ypasa horas enteras acechando a un niño o a una mujer.¡Cuántas historias terribles me contaban en el Magdalenade las luchas feroces contra el caimán, del valor salvaje delos bogas que, semejantes a nuestros indios correntinos,se arrojan al río con un puñal y cuerpo a cuerpo lo vencen!A su vez el caimán suele ser sorprendido en sus siestas dela playa por los tigres y pumas de los bosques vecinos.Entonces se traba una lucha admirable, como aquellasque los romanos, los hombres que han gozado más sobrela tierra, contemplaban en sus circos. El caimán es gene-ralmente vencedor, pues su piel paquidérmica lo hace in-vulnerable a la garra y al diente del agresor. Pero lo queun tigre no puede, lo consigue una vaca o un novillo: cuan-do éstos atraviesan a nado el río, pasando, en el bajo Mag-dalena, del estado de Bolívar al que lleva el nombre del ríoy que ocupa la margen derecha o viceversa, si el caimánlos ataca, levantan un poco la parte anterior del cuerpo yhacen llover sobre el agresor una lluvia de “puñetazos”con sus córneas pezuñas, que lo detiene, lo atonta y acabapor ponerlo en fuga…

Se ha hecho el cálculo que si todos los huevos de ba-calao que anualmente ponen las hembras de esos antipá-ticos animales se consiguieran, la sección entera del At-lántico comprendida entre la América del Norte y laEuropa, se convertiría en una masa sólida. Otro tanto po-dría suceder en el Magdalena con los caimanes.

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El caimán es ovíparo, la hembra pone una inmensacantidad de huevos, grandes y duros como piedras, queentierra entre la arena. Llegada la época conveniente, lasensible madre se coloca con la enorme boca abierta allado del sitio que empieza a escarbar; los pequeñuelosque ya han abandonado la cáscara, saltan a medida que sedespeja la arena que los cubría. Unos dan el brinco direc-tamente al río; otros, pergeños ignorantes de las costum-bres de su raza, saltan del lado de la enorme boca mater-na que los recibe y engulle en un segundo. Se calcula quela caimana se come la mitad de sus hijos. Luego, la piedadmaternal la invade, y semejante a la Niobe antigua, dejacorrer dos lágrimas por sus hijos tan prematuramentemuertos. ¡Una vez en el agua, reúne la prole salvada y nohay madre más cariñosa!2.

¡Qué odio por el caimán! ¡Con qué alegría los bogasmarineros, descubriendo con su mirada avezada una tur-ba de cocodrilos sobre un arenal lejano, nos daban el gri-to de alerta! Cada uno toma su fusil, elige su blanco y a untiempo se hace fuego. Las armas que se emplean son ca-rabinas Rémington, Spencer, Winchester, etcétera. Nadaresiste a la bala; el caimán herido, abre la boca más gran-de aún, si es posible, que cuando se ocupa en cazar mos-quitos, levanta la cabeza, la sacude frenético, y se arrastra,muchas veces moribundo y cubierto de heridas –pues lalentitud de sus movimientos permite hacerle fuego repe-tidas veces–, para ir a morir en el seno de las aguas o en sucueva misteriosa.

2. Esta es la leyenda local; hay que confesar que los naturalistas no estánmuy de acuerdo con ella.

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CAPÍTULO IX

CUADROS DE VIAJE(Continuación)

Angostura. La naturaleza salvaje y espléndida.Los bosques vírgenes. Aves y micos. Nare. Aspectos.

Los chorros. El Guarinó. Cómo se pasa un chorro.El capitán Maal. Su teoría. El Mesuno. La cosa apura.

Cabo a tierra. Pasamos. Bodegas de Bogotá. La cuestiónmulas. Recepción afectuosa. Dificultades con que lucha

Colombia. La aventura de M. André.

¡QUÉ ESPECTÁCULO ADMIRABLE! Entramos en la sec-ción del río llamada Angostura. El enorme caudal delagua, esparcido antes en extensos regaderos, corre, si-lencioso y rápido, entre las dos orillas que se han aproxi-mado como aspirando a que las flotantes cabelleras delos árboles que las adornan confundan sus perfumes. Ja-más aquel “espejo de plata, corriendo entre marcos deesmeralda” del poeta, tuvo más espléndido reflejo gráfi-co. Se olvidan las fatigas del viaje, se olvidan los caimanesy se cae absorto en la contemplación de aquella escenamaravillosa que el alma absorbe, mientras el cuerpo gozacon delicia de la temperatura que por momentos se va ha-ciendo menos intensa.

Sobre las orillas, casi a flor de agua, se levanta unavegetación gigantesca. Para formarse idea de aquel tejidovigoroso de troncos, parásitos, lianas, enredaderas, todoese mundo anónimo que brota del suelo de los trópicoscon la misma profusión que los pensamientos e ideas con-fusas en un cerebro bajo la acción del opio, es necesariotraer a la memoria, no ya los bosques seculares del Para-

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guay o del norte de la Argentina, no ya la India misma consus eternas galas, sino aquellas riberas estupendas delAmazonas, que los compañeros de Orellana miraban es-tupefactos como el reflejo del otro mundo desconocido alos sentidos humanos.

¿Qué hay adentro? ¿Qué vida misteriosa y activa sedesenvuelve tras esa cortina de cedros seculares, de cara-colíes, de palmeras enhiestas y perezosas, inclinándosepara dar lugar a que las guaduas gigantescas levanten susflexibles tallos entretejidos por delgados bejuquillos cu-biertos de flores? ¡Qué velo nupcial para los amores secre-tos de la selva! ¡Sobre el oscuro tejido se yergue de prontola gallarda melena del cocotero, con sus frutos apiñadosen la cumbre, buscando al padre sol para dorarse: el man-go presenta su follaje redondo y amplio, dando sombra almamey, que crece a su lado; por todas partes cactos mul-tiformes; la atrevida liana que se aferra al coloso, jugue-teando, las mil fibrillas audaces que unen en un lazo deamor a los hijos todos del bosque, el ámbar amarillo, lapequeña palma que da la tagua, ese maravilloso marfil ve-getal, tan blanco, unido y grave, como la enorme defensadel rey de las selvas indias!

¡He ahí por fin los bosques vírgenes de la América,cuyo perfume viene, desde la época de la conquista, em-balsamando las estrofas de los poetas y exaltando la soña-dora fantasía de los hijos del Norte! ¡Helos ahí en todo suesplendor! En su seno, los zainos, los tapires, los papua-res, hacen oír de tiempo en tiempo sus gritos de guerra osus quejidos de amor. Junto a la orilla, bandadas de micossaltan de árbol en árbol, y suspendidos de la cola, en pos-turas imposibles, miran, con sus pequeños ojos candes-centes, el vapor que vence la corriente con fatiga. Los ai-

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res están poblados de mosaicos animados. Son los peri-cos, los papagayos, los guacamayos, la torcaz, el turpial,las aves enormes y pintadas cuyo nombre cambia de le-gua en legua, bulliciosas todas, alegres, tranquilas, en laseguridad de su invulnerable independencia.

La impresión ante el cuadro no tiene aquella intensi-dad soberana de la que nace bajo el espectáculo de la mon-taña; el clima, las aguas, la verdura constante, el muellecolumpiar de los árboles, dan un desfallecimiento volup-tuoso, lánguido y secreto, como el que se siente en las fan-tasías de las noches de verano, cuando todos los sensua-lismos de la tierra vienen a acariciarnos los párpadosentreabiertos…

Henos en la pequeña población de Nare, punto finalde los compañeros de viaje que se dirigen hacia Medellín,la capital del estado de Antioquia. Allí nos despedimos alcaer la tarde, después de haberlos depositado en un sitiollamado Bodegas, para llegar al cual hemos tenido queremontar por algunas cuadras el pintoresco río Nare,afluente del Magdalena. Nos saludan haciendo descargasal aire con sus revólveres, y luego trepan la cuesta silen-ciosos, pensando sin duda en los ocho días de mula queles faltan para llegar a su destino.

El aspecto de la naturaleza cambia visiblemente, re-velando que nos acercamos a la región de las montañas.La roca eruptiva presenta sus lineamientos rojizos o gri-ses en los cortes de la orilla y la vegetación se hace mástosca. Las riberas se alzan poco a poco, y pronto, navegan-do en lechos profundamente encajonados, nos damoscuenta, por la extraordinaria velocidad de la corriente, deque las aguas corren hacia el mar sobre un plano inclina-do. Estamos en la región de los chorros o rápidos.

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Para explicarse las dificultades de la ascensión, bastarecordar que la ciudad de Honda, de la que estamos a po-cas horas, situada en la orilla izquierda del Magdalena,está a doscientos diez metros sobre el nivel del mar. Tal esla inclinación del lecho del río, inclinación que no es regu-lar y constante, pues en el punto en que nos encontramosel descenso de las aguas es tan violento que su curso al-canza a veces a dieciséis y dieciocho millas por hora.

He aquí el chorro de Guarinó, el más temido de todospor su impetuosidad. Se hacen los preparativos a bordo, yel capitán Maal, nuestro simpático jefe, redobla su activi-dad, si es posible. Es un viejo marino, natural de Curazao;tiene en el cuerpo treinta años de navegación del Magda-lena. Está en todas partes, siempre de un humor encanta-dor; habla con las damas, tiene una palabra agradablepara todo el mundo, echa pie a tierra para activar el em-barque de la leña, está al alba al lado del observatorio delpráctico, anima a todo el mundo, confía en su estrella felizy se ríe un poco de los chorros y demás espantajos de losnoveles. ¡Guarinó! ¡Guarinó! Nos precipitamos todos a laproa, temiendo que las aguas se rompiesen con estruen-do en el filo del buque, como hemos notado en puntosdonde la corriente era menor. Nos chasqueamos; no hayfenómeno exterior, a no ser la lentitud de la marcha, querevela encontrarnos en el seno de aquel torbellino.

—¡Bah!, ¡cuestión de treinta o cuarenta libras más devapor! –dice el capitán.

Me voy a la máquina; las calderas empiezan a rugir ylas válvulas de seguridad dejan ya escapar, silbando unhilo de vapor poco tranquilizador.

—¿Estamos aún en el terreno legal?, –pregunto al jo-ven maquinista, que no quita sus ojos del medidor.

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—Tenemos aún cincuenta libras para hacer calavera-das, señor; pero no quisiera emplearlas. El capitán Maaltiene horror a echar cabo a tierra, y pretende a toda fuer-za pasar sólo con el auxilio de la máquina.

Y así diciendo, tocaba desesperadamente una campa-na aguda pidiendo leña, más leña, en las hornallas. Loscandeleros (fogoneros) se habían duplicado y aquello eraun infierno de calor.

Subí a cubierta; tomando como mira un punto cual-quiera de la costa y otro del buque, distinguíamos queéste avanzaba con la misma lentitud que el minutero so-bre el cuadrante de un reloj; pero avanzaba, lo que era lacuestión. Desde la altura, el capitán Maal pedía vapor, másvapor. Miré a mi alrededor; muchos pasajeros habían em-palidecido y observaban silenciosos, pero con la miradaun tanto extraviada, los estremecimientos del barco, bajoel jadeante batir de la rueda… De pronto, un hondo suspi-ro de satisfacción salió de todos los pechos: habíamosvencido, en media hora de esfuerzos, al temido chorro yavanzábamos francamente.

Subí donde se encontraba el capitán y lo felicité.—Tiene razón, capitán; es una ignominia sirgar al

“Montoya” desde la orilla, como si fuera un champán car-gado de harina o de taguas. El vapor se ha inventado paravencer dificultades y el elemento de un buque es el agua yno la tierra.

—Usted me comprende; además, el cabo, a mi juicio,es de un auxilio dudoso. Pero mi maquinista es muy pru-dente. No crea usted que hemos salvado todas las dificul-tades. Cuando el Guarinó está tan manso, tengo miedo delMesuno. ¡Pero con unas libras más de vapor!…

—¿Y no hay peligro de volar?…

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—¿Quién piensa en eso, señor?Declaro que yo empezaba a pensar, porque me pare-

ció que el buen capitán se había forjado un ideal respectoa la capacidad de resistencia de las calderas de su “Mon-toya”, muy superior a la garantizada por los ingenierosconstructores.

Pronto estuvimos en el Mesuno; los semblantes, quehabían recobrado los rosados colores de la vida, volvierona cubrirse de un tinte mortuorio. De nuevo el buque seestremeció, de nuevo se oyó la estridente campana delmaquinista pidiendo leña, y de nuevo Maal, desde la altu-ra, exigió vapor, vapor, más vapor. Inútil esta vez. Nos di-mos cuenta que, en vez de avanzar, retrocedíamos, lo queimportaba el más serio de los peligros, pues si la corrien-te conseguía tomar al barco cruzado, los estrellaba segu-ramente contra las peñas de la orilla.

—¡Dos hombres más al timón! ¡Vapor, vapor!Hice una rápida reflexión: “Si esto vuela, participaré

de ese agradable fenómeno, sea estando sobre cubierta,sea al lado de la máquina. Además, allí la cosa será másrápida”. Miré en torno; había un miedo tan francamenterepugnante en algunas caras, que resolví ceder a la curio-sidad, y después de haberme cerciorado de que, si bienno avanzábamos, no retrocedíamos ya, descendí a la re-gión infernal.

Las hornallas estaban rojas y las calderas gemíancomo Encélado bajo la tierra. El maquinista se resistió adar más presión, la rueda giraba con esfuerzos estupen-dos… Aquello se ponía feo, muy feo, cuando oí la voz deMaal que, con el acento desesperado de un oficial de Tris-tán rindiendo su espada en Salta, gritaba: ¡Cabo!

Subí al lado de Maal; había tenido que ceder triste-

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mente a la insinuación de algunos pasajeros y a la pruden-cia del maquinista que no le daba la cantidad de vapor queél pedía. Me indigné con él, ¡oh vanitas!, pero confiesoque contemplé con cierto contento íntimo el desembarcode diez o doce bogas que se lanzaron a tierra con un enor-me calabrote –nuevecito, como me hizo notar Maal conindecible orgullo por no haberlo empleado antes–, y tre-paron por las breñas de la orilla como cabras, y por fin, auna cuadra de distancia, fueron a amarrarlo en el troncode un soberbio caracolí. Fue entonces cuando empezó afuncionar un potente cabrestante movido a vapor –lo quehice notar a Maal para su consuelo–, enroscando en supoderoso cilindro la enorme cuerda que tres hombreshumedecían sin reposo, para que no se inflamase con elroce. Fuese la acción del cabo, lo que me inclino a creer,aunque participando ostensiblemente de la opinión con-traria del capitán, fuese, como éste lo creía, que por lossimples esfuerzos de la máquina hubiésemos salido delatolladero, el hecho fue que el buque se puso en movi-miento, y en breve, habiendo salvado todos los chorrossecundarios, como el Perico, avistamos las dos o tres ca-sas de un lugar situado en la margen derecha del río, fren-te a Caracolí, poco antes de Honda, llamado Bodegas deBogotá, punto final de nuestro viaje marítimo.

Eran las dos de la tarde del 8 de enero de 1882, y ha-bíamos empleado quince días desde Barranquilla, remon-tando el Magdalena.

De la orilla del río, donde el vapor se detuvo, se subepor una cuesta sumamente pendiente al punto llamadoBodegas, compuesto de dos o tres casas. No hay allí re-cursos de ningún género, y bien triste momento pasa eldesgraciado que no ha tomado sus precauciones de ante-

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mano. Por mi parte, no sólo había pedido mis mulas porcarta desde Caracas, sino que, al llegar a Puerto Nacional,lugar sobre el Magdalena, de donde arranca el telégrafopara Bogotá, puse un despacho recomendando la inme-diata remisión de las bestias a Honda. Cuando descendi-mos a Bodegas y pedí noticias de mis elementos de trans-porte, se me contestó que probablemente estarían en lospotreros de Río Seco, pues a orillas del río no había puntodonde hacerlas pastar. Despaché inmediatamente un pro-pio, que dos horas más tarde volvió diciéndome que nohabía mulas de ningún género para “mi excelencia”. Lacuestión se ponía ardua, no porque me fuera imposibleencontrarlas allí, sino porque, como decía Molière, qu’il ya fagots et fagots, hay mulas y mulas. Las que yo esperaba,pedidas a un amigo, que después supe fue engañado porun chalán que le aseguró haberlas remitido, debían serbestias escogidas, de buen paso, liberales y seguras,mientras que aquellas que podría conseguir en Hondaeran entidades desconocidas, y en estos casos la incógni-ta se resuelve generalmente de una manera deplorable.

Pronto llegaron al vapor tres o cuatro caballeros deHonda, el señor Hallam, el señor Montero y varios otros,que se pusieron en el acto a nuestra disposición con unafineza y buena voluntad que agradezco aquí públicamen-te, animado de la esperanza de que estas líneas tengan lasuerte feliz de caer bajo sus ojos.

Por otra parte, digo aquí lo que tendré que repetir uncentenar de veces: en tierra colombiana, todos los obstá-culos que la topografía de aquel país ofrece al viajero, seme han hecho leves por la incansable amabilidad de cuan-tas personas he encontrado, desde la gente culta hasta elindio miserable, que en medio del camino me ha propor-

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cionado un caballo para reemplazar mi mula cansada, sinpretender explotarme y dejando a mi voluntad la remune-ración del servicio. Se sufre, sí, se sufre mucho, pero espor las cosas y no por los hombres. Colombia ha nacidoayer y se forma valientemente luchando contra las dificul-tades infinitas de su naturaleza, abrupta, caprichosa, rica,pero salvaje. En sus montañas, una milla de camino deherradura vale tanto como una milla de ferrocarril ennuestras pampas. No nos quejemos, pues, y adelante.

Gracias a la obsequiosidad del señor Hallam, obtuvemulas que me fueron prometidas para la mañana del díasiguiente. Todo ese día, pasado en angustiosa expectativabajo una temperatura de fuego, fue realmente insoporta-ble. Los pasajeros, numerosos, como he dicho antes, seocupaban en los preparativos de viaje, unos con sus mulasa la mano, otros tratándolas con los arrieros. Recordé en-tonces lo que cuenta M. André, en su interesante descrip-ción de este mismo viaje, publicado en Le Tour du Monde.Parece que fue explotado o creyó serlo por aquel que lealquiló las mulas, y al trazar sus recuerdos de viaje, lo ana-tematizó, lanzando su nombre a la execración humana.Pero he aquí que el caballero, tan duramente tratado, eraun hombre de honor que aprovechó su primer viaje a Eu-ropa para obtener de M. André, que no contaba segura-mente con la huéspeda, una explicación completa, pocoen consonancia con la altivez del insulto.

Entretanto, el ministro inglés, con su numerosa fami-lia y servidumbre, hacía también sus preparativos parapartir al día siguiente. Contaba hacer el viaje con lentitud;y como yo, por el contrario, tenía la idea de volar por lamontaña, resolvimos despedirnos en la mañana.

Las cosas debían pasar de otro modo.

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CAPÍTULO X

LA NOCHE DE CONSUELO

En camino. El orden de la marcha. Mimí y Dizzy.Los compañeros. Little Georgy. They are gone!

La noche cae. Los peligros. “Consuelo”. El dormitoriocomún. El cuadro. Viena y París. El grillo. La alpargata.

El gallo de mi vecino. “La noche de Consuelo”.La mañana. La naturaleza. La temperatura.

El guarapo. El valle de Guaduas. El café. Los indiosportadores. El eterno piano. El porquero.

Las indias viajeras. La chicha.

PASARON LAS PRIMERAS HORAS de la mañana y las se-gundas y las terceras, sin que las mulas apareciesen. Porfin, después de momentos en que no brilló la pacienciacristiana, vimos aparecer nuestras bestias, que bien pron-to ensilladas, nos permitieron emprender viaje. Partimostodos juntos. Rompían la marcha las dos hijas del ministroinglés: Mimí, de seis años, y Dizzy, de cinco, dos de aque-llas criaturas ideales que justifican el nombre de “Nido decisnes” que el poeta dio a la isla británica. Nada más deli-cioso que esas caritas blancas, puras, sonrosadas, con susojitos azules, profundos como el cielo y limpios como él,los cabellos rubios cayendo en ondas a los lados, la bocagraciosa e inmaculada, mostrando los dientecitos, son-rientes. Nada más suave, nada más dulce. Jamás una que-ja, siempre alegres y obedientes a bordo; cada vez queposaba mis labios sobre una de esas frentecitas delicadas,se me serenaba el alma, al resplandor del recuerdo de misniños queridos, que habían quedado en la patria, lejosbien lejos de mi cuerpo, cerca, bien cerca de mi corazón…

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Mimí y Dizzy, con sus grandes sombreros de paja ysus trajecitos de percal rosado, sentaditas en un sillón ar-mado en parihuela y conducido a hombros por cuatro in-dios, parecían dos ángeles en el fondo de un altar. Habíantomado la delantera al paso vigoroso de los portadores ymuy pronto las perdimos de vista. Venía en seguida la se-ñora del ministro, joven, elegante, y respirando aún la at-mósfera aristocrática de los salones de Viena, última delas residencias diplomáticas de su marido. Pocas mujereshe visto en mi vida más valerosas y serenas; jamás unaqueja, y en aquellos momentos que hacen perder la calmaal hombre de temperamento más tranquilo, una leve son-risa siempre o una palabra de aliento. Recuerdo que enmomentos de llegar a Consuelo, en las circunstancias quedentro de poco diré, hablábamos de Viena y ella me con-taba alguna de las anécdotas características de la prince-sa de Metternich… Luego seguía la marcha el ministroinglés, plácido, tranquilo, culto y resignado, llevando alittle Georgy en los brazos. Porque little Georgy se habíaresistido con una tenacidad británica, increíble en sus dosaños de edad, a aceptar todos los medios racionales detransporte que se le habían indicado, tales como los bra-zos de un indio a pie, una canasta sobre una mula, a la queharía contrapeso una piedra del otro costado, un catre lle-vado a hombros y sobre el cual lo acompañaría su bonne,los brazos del maître d’hotel… Nada; little Georgy queríair con su padre, y con su padre fue casi todo el camino, sinque éste, bueno, bondadoso, tuviera una palabra agriacontra el niño. Sólo un momento little Georgy consintió enir conmigo, seducido por mi poncho mendocino, que mefue necesario apenas llegamos a las alturas.

Luego, el servicio; el maître d’hotel inglés, tan rígido

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sobre su mula como cuando más tarde murmuraba a mioído: “Margaux, 1868”, el chef francés, riendo y dándosecada golpe que las piedras se estremecían de compasión,y por fin, las dos pobres muchachas inglesas, que jamáshabían montado a caballo y que miraban el porvenir conhorror.

Habríamos andado una hora charlando amigable-mente, en medio de las dificultades de un camino espan-toso, descendiendo casi a pico por gradas imposibles en lamontaña, donde las mulas hacían prodigios de estabili-dad, cuando comprendí que a aquel paso, no sólo no llega-ríamos a Consuelo, sino que jamás a Bogotá. Mis compa-ñeros personales habían tomado la delantera ya; veía yo ami colega con el cónsul inglés de Holanda; tranquilo so-bre su suerte, me despedí, piqué mi mula, y emprendísolo y rápidamente la marcha hacia delante.

Después de media hora de camino, al doblar un reco-do de la senda, veo el palanquín donde iban Mimí y Dizzy,solo, abandonado en medio del camino, y las dos dulcísi-mas criaturas dentro, sonriendo al verme y tomaditas delas manos. Eché pie a tierra, y abrazándolas, les preguntépor los conductores. They are gone! me dijeron simple-mente. Miré alrededor y vi una especie de choza que teníaaspecto de venta; los indios habían abandonado allí a lasniñas para irse a tomar guarapo. ¡Y el sol rajante caía so-bre ellas y sus ojitos empezaban a tener la fosforescenciade la fiebre! Até mi mula, saqué del horno a las pobrescriaturas, las coloqué a la sombra de una roca saliente ytomando el látigo por la sotera, me entré a la venta con lasana intención de pegar una tunda a aquella canalla a lamenor observación… Pero en la humildad con que mecontestaron, en los ojos llenos de asombro que clavaban

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en mí, me di cuenta bien pronto de que no sospechaban niremotamente la causa de mi enojo, pareciéndoles lo másnatural que los niños pasaran su vida entera bajo los rayosdel sol. Evité discusiones, les hice salir, coloqué a mis an-gelitos en el palanquín, y ordenando la marcha, compren-dí que me sería más fácil arrojarme a un despeñadero auno de los lados del camino, antes que dejar solitas a Mimíy a Dizzy. En el primer punto a propósito hice hacer alto, yallí esperamos la reunión de la caravana que tan atrás ha-bía quedado. Entretanto, la noche comenzaba a venir, yjuzgué que por mayores esfuerzos que hiciéramos no nossería materialmente posible llegar a Guaduas, como era elprograma. Lo comuniqué así apenas llegaron los amigos,de quienes se había separado ya el cónsul inglés, y de co-mún acuerdo resolvimos seguir adelante hasta donde fue-ra posible. Bien pronto las sombras cayeron por comple-to, el camino se nos hizo invisible y las subidas y bajadasabruptas, rígidas, capaces de dar vértigo, más frecuentes.Las mulas marchaban lenta, lentamente, fijando el pie conprofunda prudencia, pero destrozándonos a veces las ro-dillas contra las rocas que no veíamos en la intensidad os-cura. El ministro inglés pretendía echar pie a tierra por elpeligro que corría su hijo; le hice observar que las piernasde la mula eran más seguras que las suyas y no se des-montó. Puse un mozo de pie a la brida de la señora y meencargué personalmente de mis amiguitas del palanquín.Un ligero ruido a la espalda de la columna y algunas risasahogadas me hicieron saber que el chef acababa de caer,pero con felicidad. Acordándome de un consejo de nues-tros gauchos cuando marchan por la pampa en las tinie-blas de la noche, encargué a Mounsey no fumar y sobretodo no encender fósforos.

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Así marchamos hasta las nueve de la noche; las mu-las, trabajando en la oscuridad, comenzaban a fatigarse, yel riesgo de una caída se hacía por momentos más inmi-nente. Debíamos haber subido algunos centenares depies, porque el frío comenzaba a hacerse sentir, así comoel hambre, que no olvida jamás sus derechos. La situa-ción, en una palabra, se hacía tan insostenible, que yo mis-mo creía oír un vago y bajo humor de reproche por mi sa-crificio en el fondo de mi egoísmo, cuando una voz de losportadores del palanquín, se hizo oír en el silencio del can-sancio, diciendo simplemente: “¡Aquí es Consuelo!”.

Dudo que la dulce palabra haya jamás llegado a oídoshumanos más impregnada de promesas. Todos hablarona un tiempo, sin oírse, porque el tono elevado del coro eradominado por un enorme perro, que nos ladraba de unamanera desaforada y que dividía mi inspiración entre losdeseos de atraerlo con buenas palabras o el de pegarle untiro. Echamos pie a tierra, dimos, en medio de la oscuri-dad, con una puerta que se abrió a fuerza de golpes y pe-netramos todos en una pieza cuadrada, débilmente ilumi-nada por algunos candiles y dentro de la cual había unasquince personas, algunas preparando sus lechos y otrasalrededor de una mesa, huérfana aún de comestibles.

¡Aquella avalancha puso perplejo al dueño de casa,que nos declaró le era imposible darnos comodidades,pero que si hubiéramos avisado!…

La gran pieza comunicaba por una puerta, a la dere-cha, con una especie de pulpería donde una mujer, con lamejor voluntad del mundo, despachaba una cantidad in-concebible de tragos. A la izquierda se presentaba otrapuertita, que daba a un cuarto de dos metros de ancho portres de largo. La tomé por asalto, desalojando a dos o tres

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viajeros que estaban allí y que la cedieron gentilmente einstalamos en ella a miss Mounsey, los tres niños y las dosmaids. Luego, tratamos de buscar algo que cenar; habíahuevos y chocolate, y aunque un “rosbif” habría venidomejor, aquello nos supo a cielo, condimentado con la sal-sa de Eurotas.

Una vez arregladas la señora y la gente menuda, pen-samos un momento en nosotros. No había más pieza quela que ocupábamos, y en ella dentro de aquella atmósferasaturada de comida y humo de tabaco, debíamos dormirno menos de veinte personas. Conseguimos con Moun-sey dos catres, atrancamos con ellos la puerta del cuarti-to, nos tomamos un enorme trago de brandy, y envolvién-donos en nuestras mantas, y sin sacarnos la corbata, nostendimos sobre la lona dura y desnivelada.

Aquí comenzaron las aventuras de aquella nochememorable, que recuerdo siempre como una ironía bajoel nombre de “la noche de Consuelo”, y cuyas peripeciasquiero consignar, porque persisten siempre en mi memo-ria y no de una manera ingrata.

El cuadro era característico: los cohabitantes de la pie-za eran de todas las jerarquías sociales. Algunos compañe-ros de viaje, comerciantes, diputados, arrieros, sirvientes,cocineros, ministros, diplomáticos, etcétera. Unos en elsuelo, otros en catres, dos o tres hamacas pendientes deltecho, aquí un desvelado, allí un hombre feliz, dormido yacomo una piedra, aquel que prolongaba su toilette de no-che a la luz de un candil mortecino por cuya extinciónsuspirábamos, y a través de la puerta de la pulpería, elconfuso ruido de nuestros portadores y sirvientes, quepretendían matar la noche alegremente.

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Nos mirábamos con Mounsey y no podíamos menosque reírnos.

—¿Dónde vivía usted en Europa antes de embarcar-se? –me preguntaba.

—En el Grand Hotel, en París.—¿Dónde cenó por última vez?—Chez Bignon, avenue de l’Opera.—A ver el menú.Le narraba una de esas pequeñas cenas deliciosas en

que todo es delicado, y luego, en venganza, le hacía con-tar una soirée en casa de algún embajador en Viena.

Al fin se hizo la oscuridad, nos dimos las buenasnoches, todo quedó en silencio y mientras, con los ojosabiertos como ascuas, mirábamos el techo invisible, elespíritu comenzó a vagar por mundos lejanos, a recordar,a esperar, a echar globos, según la frase característica delos colombianos.

Fue en ese momento cuando, precisamente bajo lacama de Mounsey, que estaba pegada a la mía, empezó ahacerse oír el grillo más atenorado que he escuchado enmi vida; el falsete atroz y monótono me crispaba el alma.Lo sufrimos cinco minutos; pero, como el miserable anun-ciaba en la valentía de su entonación el propósito de conti-nuar la noche entera, organizamos una caza que no dioresultado. Un vecino, declarándose competente en la ma-teria, pidió permiso para echar su cuarto a espadas, tomóel candil, y aunque también dio un fiasco absoluto, me per-mitió ver vagando por el cuarto de una venta, en las mon-tañas andinas, la vera efigie de Don Quijote, cuando aban-donaba el lecho a altas horas de la noche y paseaba suescueta figura, gesticulando a la lectura de las famosas ha-zañas de Galaor. Por fin, el dueño de casa entreabrió la

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puerta de la pulpería, tendió el oído, y como hombre habi-tuado a esos pequeños incidentes de la vida, se dio vueltatranquilamente, y dijo a la mujer que despachaba en elmostrador:

—Ruperta, dame la alpargata.Si aquel hombre hubiera dicho: “dame una alparga-

ta”, no me habría llamado la atención. Pero aquel la, esaespecificación concreta de un individuo de la especie mehizo incorporar del lecho y mirar por la puerta entreabier-ta. Ruperta se dirigió a un rincón, que estaba al alcance demi mirada, y descolgó de un clavo un aparato chato, queun ligero examen posterior reveló ser una, mejor dicho, laalpargata. El ventero la tomó, se armó de un candil, vinorecto a la cama de Mounsey y tendió el oído. El infamegrillo, por una intuición del genio, como se llaman en lavida las casualidades, había callado un momento. ¡Nada levalió! Al primer gorjeo, rápido, enérgico, sin vacilación,como el memorista que hace un cálculo ante la concu-rrencia absorta, el ventero, de un golpe, lo aplastó contrala pared.

Ruperta tomó la alpargata.Y el instrumento de muerte, terrible a los coleópte-

ros en manos de aquel hombre, volvió a reposar suspen-dido en el clavo tradicional.

Las horas pasaban lentas en el insomnio, rebelde alcansancio. Al través de la puerta oía el respirar puro y se-reno de los niños, y lejano, el ruido de un cencerro en elcuello de una mula, que me traía el recuerdo de aquellasnoches pasadas entre las gargantas de los Andes argenti-nos. Si el que lea estas líneas ha pasado alguna noche se-mejante lejos de su patria, bajo las mil circunstancias queexcitan el espíritu, sabrá que es uno de los únicos momen-

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tos de la vida en que el insomnio no es una amargura inso-portable. ¡Se piensa en tantas cosas! ¡Pasan éstas tan rápi-das y encantadoras! Y así, la imaginación mece al alma yel cuerpo en silencio como el carcelero, conmovido antelos juegos inocentes de los niños que custodia, acepta lavigilia para contemplar las rondas armoniosas de sushuéspedes sublimes…

Por fin la honda lasitud venció. El sueño impalpablecomenzaba a bajar sobre mis párpados, cuando al pie mis-mo de mi cama, casi a mi oído, resonó el canto del gallomás histérico y estridente que me haya rasgado el tímpa-no sobre la tierra. ¡Quedé aniquilado! Además de com-prender que la alpargata sería inocua contra semejanteenemigo, vi que todos dormían. Tres minutos después,nueva edición, más áspera aún, si es posible. ¿Qué hacer?Me incorporé en el lecho, me orienté un momento y lancéel brazo a vagar por la oscuridad en la esperanza de quechocase con el cuello del maldecido animal, lo que mepermitiría convertir mis dedos en un garrote vil.

—¿Qué busca, doctor? –dijo una voz a mi izquierda,que reconocí por la de uno de mis compañeros de viaje.

—¡Psit! Trato de echar mano a este maldito gallo queno nos deja dormir y retorcerle el pescuezo.

—Pido a usted mil perdones, señor; pero la culpa latiene mi muchacho, a quien encargué anoche me coloca-se el gallo en sitio seguro; el animal lo ha traído aquí.

—¡Ah!, ¿conque es suyo?—Y de mucho mérito, señor. Lo traigo desde Panamá

y espero ganar mucho con él en la gallera de Bogotá. Pidogracia.

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Y en obsequio a los intereses de mi vecino, pasamosel resto de la noche en blanco, con los oídos destrozadosy esperando ansiosos el alba, que al fin apareció.

Tal fue “la noche de Consuelo”.

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CAPÍTULO XI

LAS ÚLTIMAS JORNADAS

El hotel del Valle. De Guaduas a Villeta. Ruda jornada.La mula. El hotel de Villeta. Hospitalidad cariñosa.

Parlamento con un indio. Consigo un caballo. Chimbe.La eterna ascensión. Un recuerdo de Schiller.

El frío avanza. Despedida. Un recuerdo al que partió.Agua Larga. La calzada. El “Alto del Roble”. La sabana

de Bogotá. Manzanos. Facatativá. En Bogotá.

NO FUE POCO TRABAJO por la mañana reunir todos loselementos de viaje, desde las mulas a los indios portado-res. Pero no nos dábamos prisa, porque habíamos resuel-to hacer ese día una jornada corta, para dar descanso a lasseñoras y a los niños. No me olvidaré de una niñita de sie-te años, de Panamá, que un caballero llevaba a Bogotápara entregarla a sus padres. Silenciosa, sonriendo siem-pre, trepadita en una mula caprichosa, hizo toda la marchasin manifestar el menor cansancio. En la cabeza sólo lleva-ba un sombrerito de paja, de alas estrechas. En los durosmomentos del mediodía, cuando el sol caía a plomo, abra-sándome el cráneo protegido por el helmuth, solía acercar-me a ella. “—¿Qué tal vamos, amiguita? —Muy bien señor.—¿No está cansada, no quiere un quitasol? —No señor;gracias. La mulita tiene buen paso”. ¡Y yo veía a la pobrecriatura sacudirse sobre la silla a impulso del endemonia-do trote mular! “Pueden las desventuras de la vida caersobre esa niña, me decía; encontrarán con quién hablar”.

Fue a la salida de Consuelo cuando nos dimos cuentadel sitio en que nos encontrábamos y de su estupenda be-lleza. Nuestro albergue nocturno estaba situado en la cús-

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pide de la primera cadena montañosa que hay que atrave-sar para llegar a Bogotá. A todos lados, valles profundoscuyo fondo se entreveía a través de la bruma flotante quese columpiaba a nuestros pies. A la espalda, la cinta anchay brillante del Magdalena, extendiéndose hasta donde lavista alcanzaba; al frente, una serie de montañas imponen-tes y sombrías. ¡Cuántas veces al traspasar esos cerrosmonumentales y al aparecer a lo lejos otros más altos aún,miraba mi mula, cuyas orejas batían monótonas y caden-ciosas, preguntándome si esa tortuga me llevaría a la re-gión de las águilas!

La marcha era lenta, porque no podíamos despren-der nuestras miradas de la vegetación soberana que selevantaba, como una sinfonía poderosa, en la falda de lamontaña. ¿Qué árboles eran aquéllos? ¿Qué nombres lle-van en la clasificación de Linneo esas infinitas fibrillas queentrelazan sus troncos, defendiéndolos del sol y conser-vándoles una atmósfera de eterna frescura? ¿Cómo nom-brar esas mil flores, ostentando los colores del iris, que seinclinan sobre la senda estrecha y mecen sus racimos so-bre la frente del viajero? No lo sabré nunca. ¿Se necesitaacaso conocer las leyes físicas que terminan la tempestadpara gozar de su aspecto soberbio? Aquello era una mez-cla de la violenta vegetación alpina y de la exuberante flo-rescencia tropical. Costeábamos la montaña por una es-trecha senda practicada en su flanco. A la izquierda, elabismo, adivinado por la razón, más que visto por los ojos.Los árboles, que arraigaban sus troncos allá en el perdidofondo, levantaban sus copas hasta nosotros, las confun-dían y formaban un amplio toldo unido e impenetrable.De pronto, una cascada juguetona bajaba de la montaña eiba a alimentar el hilo de agua imperceptible que serpea-

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ba en el valle. Esa sección del camino es tal vez la más có-moda; salvo unas cuantas pendientes sumamente inclina-das y que fatigan en extremo por la penosa posición quehay que conservar sobre la mula, la mayor parte de la rutaestá bien conservada. Desde las once de la mañana, el solcomenzó a molestarnos vivamente; las bestias se hacenreacias, la vista se fatiga con la lejana y constante reverbe-ración y una sed implacable empieza a devorarnos. Nosacercamos a una o dos chozas encontradas en el tránsito;pero las buenas mujeres que las ocupaban, nos invitarona no tomar el agua que pedíamos y que nos sería nociva.Fue entonces cuando acudimos al guarapo, el jugo de lacaña, ligeramente fermentado, que constituye una bebidasana y fortificante.

A la una y media de la tarde estuvimos en la cumbre deuna montaña que trepábamos desde temprano y que nosparecía inacabable. Desde allí dominamos el precioso vallede Guaduas (cañas), el más pintoresco de los que he en-contrado en mi camino y en cuyo centro brilla por su blan-cura la aldea que lleva su nombre. Es ésa una de las regio-nes más privilegiadas de Colombia para el cultivo del café,cuyo grano rojo, destacándose de entre el verde follaje delos extensos cafetales que nos rodeaban, daba animaciónal paisaje. El café de Guaduas, como el de otros puntos deColombia, igualmente reputados, es infinitamente supe-rior a las marcas mejor cotizadas en el comercio. Lo distin-gue, como al Yungas, un sabor incomparable, aunque notiene el perfume sin igual del Moca. Creo que una mezclade tres partes de Guaduas y una de Moca haría una bebidacapaz de estremecer al viejo Voltaire en su tumba.

Otra particularidad del valle son las cañas que le handado el nombre. Algunas alcanzan a muchos metros de al-

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tura, con un diámetro de veinte a veinticinco centímetros.Los indios las emplean, por su resistencia y poco peso,para hacer las parihuelas en que transportan a hombrostodo aquello que no puede ser conducido por una mula,como pianos, espejos, maquinarias, muebles, etcétera.

Vamos encontrando a cada paso caravanas de indiosportadores, conduciendo el eterno piano. Rara es la casade Bogotá que no lo tiene, aun las más humildes. Las fami-lias hacen sacrificios de todo género para comprar el ins-trumento, que les cuesta tres veces más que en toda otraparte del mundo. ¡Figuraos el recargo de flete que pesasobre un piano: transporte de la fábrica a Saint-Nazaire,de allí a Barranquilla, veinte o treinta días, de allí a Honda,quince o veinte, si el Magdalena lo permite; luego, ocho odiez hombres para llevarlo a hombros durante dos o tressemanas! Encorvados, sudorosos, apoyándose en losgrandes bastones que les sirven para sostener el piano ensus momentos de descanso, esos pobres indios trepandeclives de una inclinación casi imposible para la mula.En esos casos, el peso cae sobre los cuatro de atrás, quees necesario relevar cada cinco minutos. A veces las fuer-zas se agotan, el piano se viene al suelo y queda en mediodel camino. Así hemos encontrado calderas para motoresfijos, muebles pesados, etcétera. Nadie los toca, y no hayejemplo que se haya perdido uno sólo de esos depósitosentregados a la buena fe general.

Muchas veces oíamos el grito gutural de un conduc-tor de cerdos que empujaba su manada hacia delante. Contodos trababa conversación; rasgo curioso: van general-mente descalzos, pero llevan en la cintura, a guisa de pu-ñal, un par de alpargatas nuevecitas. Además, al flanco laeterna peinilla, el facón de nuestros gauchos, hoja larga,

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chata y filosa. El aspecto de esos hombres, cubiertos depolvo y sudor, medio desnudos, desgreñados, enronque-cidos por la producción continua de un grito gutural áspe-ro e intenso, es realmente salvaje. Son humildes y pacien-tes. —Buen día, amigo. —Buenos días, su merced. —¿Dequé parte viene?—Del Tolima (o de Antioquia). —¿Cuán-tos días trae de viaje? —Treinta (o cuarenta). —¿Por dón-de pasó el Magdalena? —Frente a Ambalema (o a Nare),etcétera. Nunca deja de pedir el cuartillo, que, una vez ensu poder, se convierte inmediatamente en chicha o guara-po, sobre todo en chicha –el azote de Colombia– en lapróxima parada.

¡Se encuentran a centenares indias encorvadas bajoel peso y el volumen de las ollas, cántaros y hornallas debarro cocido que llevan a la espalda; vienen solas, de máslejos aún que los porqueros, y después de dos o tres me-ses de marcha, vuelven a su pueblo con un beneficio de unpar de pesos fuertes! Pueblo rudo, trabajador, paciente,con aquel fatalismo indio, más intenso y callado que el ára-be, será un elemento de rápido progreso para Colombia eldía que se implanten en su suelo las industrias europeas.Pero ante todo hay que desarraigar en los indios el hábitode la chicha, funesta fermentación del maíz, cuyo usoconstante acaba por atrofiar el cerebro. En Bogotá he no-tado con asombro la viveza chispeante de los cachifos dela calle (pilluelos), cuyas respuestas en nada desmerecíande la ocurrencia de un gamín del bulevar. Entretanto, losniños adultos tienen la fisonomía muerta y el espíritu em-botado. Los estragos de la chicha son terribles, sobretodo en las mujeres, aglomeradas siempre en las puertasde los inmundos almacenes donde se expende la bebidafatal. Abotagadas, sucias, vacilantes en la marcha, hasta

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las más jóvenes presentan el aspecto de una decrepitudprematura. El ajenjo, veneno lento, da por lo menos ciertaexcitación artificial; la chicha embrutece como el opio…

Henos por fin en el bonito Hotel del Valle, situado a laentrada del pueblo de Guaduas y único albergue decenteen todo el camino de Honda a Bogotá. Hay, sin embargo,mucha gente y es necesario contentarse con poco. Allípasamos todo ese día, porque resueltamente había decidi-do no separarme de mis compañeros de viaje. Ya somosbuenos amigos con Mimí y Dizzy, y little Georgy empiezaa tenderme los bracitos.

La tercera jornada, que emprendemos, como siem-pre, a las ocho de la mañana, habiéndonos dado cita paralas seis, será también muy corta, pues pensamos detener-nos en Villeta, adonde llegaremos a las tres de la tarde.Fue, sin embargo, sumamente dura, porque la temperatu-ra, que en Guaduas era deliciosa, se elevaba constante-mente a medida que descendíamos al fondo del embudoen que está situada Villeta. Ese descenso interminable,por un camino que la calzada de piedra, destruida, haceimposible, el sol que caía a plomo, la mula cansada, afir-mando el pie lentamente en las puntas de los guijarrossueltos, todo empezaba a darnos fiebre. Además, veíamosa Villeta allí en el fondo, casi al alcance de la mano, tal erael efecto de perspectiva, y marchábamos tras la aldea queparecía alejarse a medida que avanzábamos.

Como la senda es estrecha, no hay ni aun el recursode la conversación, pues es necesario marchar uno a uno.Tan pronto atrás, tan pronto adelante, en todas partesmal. En el momento en que escribo estas líneas, aunquebien lejos de mi tierra, no veo ya mulas en el porvenir demi vida. Sólo el cielo sabe las peregrinaciones que aún me

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esperan, pero no será jamás por un acto espontáneo de mivoluntad el volver a treparme en una mula. Cada vez queen mis largos viajes de ferrocarril, cuando después de vein-te o treinta horas de inmovilidad, no se tiene ya postura,entra en mi espíritu aquel mal humor que todos conocen,no tengo más que acordarme de la mula… para sentirmefresco, alegre y dispuesto. La que yo llevaba en ese mo-mento era detestable, reacia, lerda, con una cojera ende-moniada. Además, con una costumbre de las más amenas.Como la senda es estrecha, según he dicho, cada vez queviene en dirección contraria una arria de mulas cargadas,hay que tomar precauciones infinitas, a fin de no destrozar-se las rodillas contra los costales o no ir a dar al abismo.Pues mi mula tenía la manía de acercarse, de estrecharsecontra todos los congéneres que encontraba en su paso.No le escaseaba reprimendas; pero la víctima era yo, quetenía las piernas y los brazos dislocados. Las mulas de car-ga, rendidas por una ascensión penosa, se echan al sueloinmediatamente que los arrieros que las guían, a pie y agritos, dan la voz de alto. Así, cuando mi amigo el poetachileno Soffia, que representa a su país en Colombia, lle-gó a Honda, visto su volumen considerable y para mayorseguridad, se le dio una robusta mula de carga, que sin elmenor discernimiento entre un cajón de loza y un diplo-mático, se echaba al suelo en el acto que el jinete la dete-nía, lo que no contribuía, para éste, a aumentar los encan-tos del viaje.

Las autoridades locales de Villeta, con algunos ama-bles vecinos que se habían unido, salieron a recibirnos y aconducirnos al hotel. ¡Ah hotel! Un bogotano se pone páli-do al oír mencionar el hotel Villeta: ¡qué haríamos noso-tros cuando contemplamos la realidad! Felizmente para

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mí, se me avisó que un amigo me había hecho prepararalojamiento en una casa particular. Fui allí y recibí la máscariñosa acogida de parte de la señora Mauri, que, juntocon las aguas termales y un inmenso árbol de la plaza,constituye lo único bueno que hay en Villeta, según ase-guran las malas lenguas de Bogotá. ¡Qué delicioso me pa-reció aquel cuartito, limpio como un ampo, sereno, silen-cioso! ¡Había una cama! ¡Una cama, con almohada, sába-nas y cobijas! Hacía un mes que no conocía ese lujoasiático. La dulce anciana, cariñosa, rodeándome de todaslas imaginables atenciones, me traía a la memoria el ho-gar lejano y otra cabeza blanqueada como la suya, hacien-do el bien sobre la tierra.

Cuando a la mañana siguiente llegué al hotel, fresco,bañado, rozagante, mi colega inglés me miró con unosojos feroces. ¡Habían pasado una noche infernal, compar-tiendo las camas con una cantidad tal de bichos descono-cidos, que las dos o tres cajas de polvo insecticida que ha-bían esparcido por precaución, sólo habían servido paraabrirles el apetito!

Partí adelante, solo, para hacer preparar el almuerzoen Chimbe. A la hora de camino, la mula se me cansó defi-nitivamente; ni la espuela ni el látigo eran suficientes. Meencontraba aislado, en un terreno desconocido, al pie deuna cuesta de una inclinación absurda. ¿Qué hacer? Bus-qué la sombra de un árbol, me tendí, encendí filosófica-mente un cigarro y esperé, mientras los grillos cantaban ami alrededor y el sol se levantaba ardiente como una as-cua en un cielo de una pureza profunda. Un cuarto dehora después, algunas piedras pequeñas que rodaban, meindicaron que alguien bajaba la cuesta. No tardó en apare-cer un indio montado en un caballito alazán, flaco, pero de

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piernas delgadas y nerviosas. Me paré en medio del cami-no y a veinte pasos mi hombre se detuvo intrigado, sinduda, por mi traje exótico en aquellos parajes. Aún no lle-vaba el traje colombiano de viaje, que más tarde adoptépor comodidad. Un casco de los que los oficiales inglesesusan en la India, un poncho largo de guanaco –el cariñosocompañero que me acompañó de Mendoza a Chile y quehoy ha descendido a las humildes funciones de couvre-pieds en los ferrocarriles–, y unas botas granaderas cons-tituían mi toilette del momento. El indio abrió tamañosojos cuando oyó salir del fondo de aquella aparición unavoz que hablaba español con claridad bastante para hacer-le comprender que mi modesto deseo era cambiar mimula cansada por su caballo fresco. No sé si habría llega-do hasta el crimen, si aquel hombre se resiste; pero, por lomenos, estaba dispuesto a todos los sacrificios. El indiomeditó largamente, echó pie a tierra, hizo un trueque demonturas y me encargó que entregase el caballo a Fulano,en Agua Larga. Mi criado, que venía atrás, al pie de lamula que llevaba a una de las niñitas, se encargaría de miexhausta montura. “Ahora, amigo, arreglamos el alqui-ler”. Daba vueltas al sombrero de paja, sacaba y volvía ameter en la cintura el inevitable par de alpargatas nuevas,me hablaba largamente de las condiciones de su alazán,que tenía galope, cosa rara en los caballos de montaña,etcétera. Por fin reventó: ¡quería tres pesos fuertes! ¡Ohindio ingenuo, descendiente del que daba al español unpuñado de oro por una cuenta de vidrio! Fui magnánimo yle di cinco, lo que me valió algunos consejos sobre la ma-nera de acelerar la marcha del alazán.

Por fin llegué a Chimbe, después de trasponer mon-tañas y montañas. Cuando, vencida una cumbre, se me

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presentaba otra más elevada aún, solía detenerme y pre-guntarme si no era juguete de alguna travesura colosal.¿A dónde voy? ¿Cómo es posible que allá, tras esos cerrosgigantes, en esas cimas que se pierden en las nubes, habi-te un pueblo, exista una ciudad, una sociedad civilizada?Sólo me rendía ante el piano eterno que pasaba a mi ladosobre el hombro adolorido de diez indios jadeantes. Arri-ba, pues. No sé si a alguno de los hijos de Buenos Aires,nacidos y educados con el espectáculo de la pampa siem-pre abierta, le habría ocurrido en su primer viaje en paísesmontañosos el mismo fenómeno que a mí, esto es, sermenecesario un esfuerzo para persuadirme de que en los es-trechos viajes, en las cuestas inclinadas, vive un pueblo,de hábitos sedentarios y con un organismo social análogoal nuestro. Recuerdo que viajando en Suiza por primeravez –venía de las llanuras lombardas–, me preguntabacómo los hombres podían apegarse a las rocas frías y es-tériles, en vez de ir a sentar sus reales en las tierras fecun-das y generosas, donde la azada se pierde sin esfuerzo.Esa misma noche, Schiller me contestaba en este diálogo,admirablemente, entre Tell y su hijo:

Walther, mostrando el Bannberg.—Padre, ¿es cierto que sobre esta montaña los árbo-

les sangran cuando se les hiere con el hacha?Tell. —¿Quién te ha dicho eso, niño?Walther. —El pastor cuenta que hay una magia en

esos árboles, y que cuando un hombre los ha maltratado,su mano sale de la fosa después de su muerte.

Tell. —Hay una magia en esos árboles, es cierto. ¿Vesallá, a lo lejos, esas altas montañas cuya punta blanca selevanta hasta el cielo?

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Walther. —Son los nevados que durante la noche re-suenan como el trueno y de donde caen las avalanchas.

Tell. —Sí, hijo mío; hace mucho tiempo que las ava-lanchas habrían enterrado la aldea de Altdorf, si la selvaque está ahí, arriba de nosotros, no le sirviera de baluarte.

Walther, después de un momento de reflexión. —Pa-dre, ¿hay comarcas donde no se ven montañas?

Tell. —Cuando se desciende de nuestras montañas yse va siempre hacia abajo siguiendo el curso del río, se lle-ga a una vasta comarca abierta, donde los torrentes noespuman, donde los ríos corren lentos y tranquilos. Allí,de todos lados, el trigo crece libremente en bellas llanurasy el país es como un jardín.

Walther. —Y bien, padre mío, ¿por qué no descende-mos a prisa hacia ese bello país, en vez de vivir aquí en eltormento y en la ansiedad?

Tell. —¡Ese país es bueno y bello como el cielo, perolos que lo cultivan no gozan de la cosecha que han sem-brado!1.

Y Tell explica a su hijo lo que es la libertad. No falta,por cierto, en Colombia.

¡Cómo comprendo hoy el afecto tenaz y duro de losmontañeses por su patria! Hay allí, indudablemente, unacomunidad más íntima y constante entre el hombre y lanaturaleza que en nuestras pampas dilatadas, solemnes ymonótonas, llenas de vigor al alba, deslumbrantes al me-diodía, tristes al caer la tarde, jamás íntimas y comunicati-vas. La montaña suele sonreír y consolar; la pampa lloracon nosotros, pero llora como por un dolor gigante y so-lemne, arriba de nuestras pequeñeces humanas. ¡La mon-

1. Schiller, Guillermo Tell, acto III, escena III.

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taña es forma, es color; da el placer de la pintura, de la es-tatuaria o de la arquitectura, concreto siempre; la pampaempapa el alma en la sensación vaga y profunda de la mú-sica, infinita, pero informe!… También se ama la llanura,también en ella, ¡oh, poeta!, echa su raíz vivaz y vigorosael árbol de la libertad…

Chimbe es un punto del camino donde se levantandos o tres casas, en una de las cuales hay algo a manera dehostería, en la que, después de un largo parlamento con ladueña, se obtiene un almuerzo compuesto de un caldocon papas, las papas duras y el caldo flaco, seguido por untrozo de carne salada, el trozo chico y la carne paquidér-mica. Es otra de las regiones privilegiadas para el café. Latemperatura, determinada no ya por la latitud, sino por laelevación, empieza a variar; la transpiración se detiene,ráfagas frescas comienzan a acariciar el rostro, y la pre-sión atmosférica, haciéndose más leve, dificulta un tantola respiración para el pulmón habituado al aire compactode la tierra caliente.

Allí me despedí de la familia de mi colega, el ministroinglés, que pensaba pasar la noche algo más adelante, enAgua Larga, mientras yo, gracias a mi alazán, tenía la es-peranza de arribar a la sabana, avanzar hasta Facatativá ytomar allí el carruaje, que según mis cálculos, me estaríaesperando desde la víspera.

Nunca hubiera sospechado que aquel hombre robus-to a quien estrechaba la mano con cariño y que me contes-taba lleno de gratitud, sucumbiría tres meses después,casi en mis brazos, derribado por un soplo helado que fuea paralizar la vida en sus pulmones. ¡No me olvidaré jamásla profunda y callada desesperación de aquella mujer jo-ven, bella y elegante, que se había sacrificado buscando

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un avance en la carrera de su marido, sola, rodeada de sushijitos, en el punto más lejano casi del mundo, empren-diendo la triste ruta del regreso, mientras el cuerpo delcompañero dormía el sueño de la muerte, allá en la remo-ta altura! Teníamos el alma sombría delante de aquel ca-dáver, pensando cada uno en la patria, en el hogar tan le-jos y en las vicisitudes de esta carrera vagabunda…¡Reposa el amigo en el seno de un pueblo hospitalario quemezcló sus lágrimas a las de los suyos, y según la bella fra-se de Soffia, el mismo cielo que habría cubierto sus restosen suelo inglés, los cubre en tierra colombiana!

Emprendí la marcha, llevando conmigo un mucha-cho montado, pues en Chimbe despedí al mozo a pie, cuyautilidad durante el viaje había sido bastante problemática.Los equipajes iban delante, y según mi cálculo, debían yaencontrarse en Bogotá. Sólo llevaba una valija con mispapeles y valores.

El camino ascendente hasta Agua Larga es encanta-dor; mi alazán marchaba noblemente, trepando con la se-guridad de una mula, pero sin su andar infernal. Serían lascuatro de la tarde cuando llegué a Agua Larga, punto dedonde parte una excelente calzada hasta la sabana, transi-table aún para carruajes. Como no encontrase allí ni noti-cias del mío, ordené a mi infantil escudero siguiese ade-lante, para esperarme en Manzanos, primer punto de lasabana, mientras yo conversaba un rato con algunos dis-tinguidos caballeros de la localidad que habían venido asaludarme.

Cuando seguí viaje, sentía un frío intenso. Agua Lar-ga tiene reputación de ser el sitio más glacial de la monta-ña. La altura contribuye mucho, pero sobre todo, su expo-sición a los vientos que entran silbando por dos o tres

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aberturas de los cerros circunvecinos. ¡Con qué placerlancé mi caballo al galope por la extensa calzada! Es unafruición sin igual para el que viene deshecho por el pasode la mula. Pero, una hora después, ni sombra de mi mu-chacho, al que hacía mucho tiempo debía haber alcanza-do. ¿Se lo había tragado la tierra? No me convenía, porquellevaba todo lo que me interesaba. Desanduve mi camino,pregunté en todas partes; nadie lo había visto; realmenteinquieto, me detuve a meditar sobre el partido que debíatomar, cuando un indio que pasaba me sugirió la probabi-lidad de que el “cachifo” hubiese tomado el camino deabajo, que acortaba mucho la distancia. Tranquilo, conti-nué. Subía, subía constantemente, y de nuevo me pregun-taba cuándo concluiría aquella ascensión interminabledonde se encontraba la tierra prometida. La naturalezahabía variado, y ahora se extendían a mi vista extensos yfrondosos bosques de variados pinos. Al frente, altos pi-cos inaccesibles. ¿Habría también que transponerlos? Depronto un grito de asombro se me escapó del pecho. Aldoblar un recodo, una anchura llana, plana, bañada por elsol, se dilató ante mis ojos. Estaba en el Alto del Roble, lasoberbia puerta que da ingreso a la sabana de Bogotá.Miraba a mi espalda y veía escalonarse a lo lejos la seriede montañas que había transpuesto para llegar a aquellaaltura: ¡estaba a 2.700 metros sobre el nivel del mar!

¿Qué capricho de la naturaleza tendió esa pampa enlas cumbres? ¡Cómo ve el ojo más ignorante que aquellodebió ser en los tiempos primitivos el lecho de un inmen-so lago superior! La impresión es profunda por el contras-te; en vano viene el espíritu preparado, el hecho ultrapasatoda expectativa.

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La sabana presenta a la entrada el aspecto de una in-mensa circunferencia limitada por una cadena circular decerros de poca elevación. Es una planicie sin atractivospintorescos, y al entrar en ella, es necesario despedirse delas vistas encantadoras que he dejado atrás.

En Manzanos, al acercarme al hotel para averiguaralgo de mi carruaje, vi… ¡mis pobres equipajes, abando-nados bajo un corredor! Me fueron necesarios algo másque ruegos para determinar a los arrieros a conducirloshasta la próxima aldea de Facatativá, a la que llegué tardeya, encontrando en la puerta del hotel al secretario, que,a pesar de sus dos días de avance, no había conseguidoaún el carruaje para llegar a Bogotá. Pasamos allí la no-che en un detestable hotel, frío como una tumba, y al díasiguiente, después de cinco horas de marcha por la saba-na, entramos por fin en la capital de los Estados Unidos deColombia.

¡Era el 13 de enero de 1882, y hacía justo un mes quenos habíamos puesto en viaje de Caracas!

¡De Viena a París se va en veintiocho horas! Verdadque, cuando yo tenía diez años, empleaba con mi familiaun día en hacer las dos leguas de pantanos que separabana Flores de Buenos Aires. También… ¡empieza a hacerrato que yo tenía diez años!

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CAPÍTULO XII

UNA OJEADA SOBRE COLOMBIA

El país. Su configuración. Ríos y montañas. Clima.División política. Plano intelectual. El Cauca. Porvenir

de Colombia. Organización política. La capital.La Constitución. Libertades absolutas. La prensa.

La palabra. En el Senado. El elemento militar.Los conatos de dictadura. Bolívar. Melo. Los partidos.

Conservadores. Radicales. Independientes.Ideas extremas. La Asamblea Constituyente.

HA LLEGADO EL MOMENTO de echar una mirada de con-junto sobre esta inmensa región de la América Meridionalque se extiende desde el istmo de Panamá a las tierras vír-genes e inexploradas donde comienza a correr el Amazo-nas, que se llamó virreinato de Santa Fe, bajo la domina-ción española; Nueva Granada más tarde, y que hoy hareivindicado para sí el glorioso nombre de Colombia, quecobijó la reunión de tres repúblicas del norte, confedera-das bajo la inspiración de Bolívar, separadas al día siguien-te de su muerte.

El suelo colombiano se extiende entre los grados 73y 84 de longitud occidental y 12 de latitud norte, 5 de lati-tud sur (meridiano de París), cubriendo una superficie de13.300 miriámetros cuadrados, sobre la que vive una po-blación de poco más de tres millones de almas.

La nación está dividida políticamente en nueve esta-dos soberanos, que son: Antioquia (capital Medellín),Bolívar (Cartagena), Boyacá (Tunja), Cauca (Popayán),Cundinamarca (Bogotá, capital de la Unión, pero no fede-

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ralizada), Magdalena (Santa Marta), Panamá (Panamá),Santander (Socorro), Tolima (Neiva).

A partir del Ecuador, los Andes, dividiéndose en tresgrandes brazos, determinan el sistema orográfico de Co-lombia, formando tres extensos valles: el del Magdalena,el del Atrato y el del Cauca, regados por los tres ríos quele dan su nombre. El clima, ardiente y malsano en las tie-rras bajas, sobre todo a inmediaciones de los cursos deagua, fresco y saludable en las alturas…

No es mi intención hacer una descripción geográficade Colombia, que fácilmente puede encontrarse en cual-quier tratado.

Por una coincidencia que viene a corroborar las leyeshistóricas de Vico, Montesquieu y Herder, se podría fácil-mente levantar el plano topográfico de Colombia estu-diando el carácter de los hijos de sus distintas secciones.Aquí, inquietos, vagabundos, aventureros; allí sedenta-rios, rudos para la labor, económicos y perseverantes.Más allá, sombríos, desconfiados, tétricos; en el Cauca,poetas, soñadores, vibrantes; en Bogotá, cultos, eruditos,decidores, eminentemente sociales. Y sobre el conjunto,un lazo de unión íntima que les comunica el carácter devigorosa personalidad que distingue más a un colombia-no de un hijo de Venezuela o del Ecuador, que a un rusode un persa.

¿Qué hay dentro de esos millares de leguas? En laexigua parte conocida, todo lo que la imaginación másambiciosa puede pedir a la corteza de la tierra: desde losproductos tropicales más valiosos hasta los frutos de laszonas templadas. El Cauca, ese territorio tan análogo anuestro Chaco por su misteriosa oscuridad; el Cauca, quelinda al noroeste con el istmo de Panamá y va a confinar

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con los desiertos del Brasil en el extremo sudeste, sólo esconocido, y no totalmente, en la parte que se extiende pa-ralela al Pacífico; el inmenso y vago territorio del sur estan fértil, que los escasos datos traídos por raros viajeros,semejan leyendas; es y será por mucho tiempo una incóg-nita.

El porvenir de Colombia es inmenso, pero desgracia-damente remoto. Será necesario que el exceso de la po-blación europea llene primero las vastas regiones ame-ricanas aún despobladas, que atraen la emigración en pri-mer término, por la analogía del clima y las facilidades detransporte, para que la corriente tome el rumbo de Co-lombia. ¿Cuántos años pasarán antes que se llene el far-west del norte o las dilatadas pampas argentinas, sin con-tar con la Australia y el norte de África? Pero, si ese porve-nir es remoto en el sentido de una transformación defini-tiva, no lo es respecto a los progresos inmediatos que loacelerarán. Colombia, después de sus largas y sangrien-tas luchas, aspira hoy a la paz, cuyo sentimiento empiezaa arraigarse de una manera profunda en el corazón delpueblo. Los gobiernos se preocupan ya de la necesidad dehacer todo género de sacrificios para dotar al país de unsistema regular de vías de comunicación, sin las cuales lasriquezas nacionales serán eternamente desconocidas.

La organización política actual de Colombia es suma-mente defectuosa; y esta opinión que avanzo después deun estudio detenido, con cuyos detalles no recargaré es-tas páginas, es compartida hoy por muchos colombianosilustrados. El sistema republicano, representativo, fede-ral, es allí llevado a sus extremos. Cada estado es sobera-no, con una autonomía legal incompatible con el desen-volvimiento de la idea nacional. Mientras entre nosotros

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no hay más soberano que el pueblo argentino, que los go-bernadores de provincia son agentes naturales del PoderEjecutivo Nacional, que la autoridad del Congreso estáarriba de todas, sin más limitación que la determinada porla Constitución, atribuyendo a los ciudadanos el recursode inconstitucionalidad ante la Corte Suprema de Justicia,en Colombia, como he dicho, cada estado es soberano,gobernado por un presidente y participando del gobiernogeneral por medio de dos plenipotenciarios que delega alSenado. Las leyes del Congreso pueden ser vetadas por lamayoría de las legislaturas de los estados y no tienen fuer-za ejecutiva hasta tanto hayan merecido la aprobación delas mismas. Añadid que el presidente de la Unión durasólo dos años, mientras el período presidencial en algu-nos estados es mucho mayor; pensad en la incomunica-ción constante de las diversas secciones de ese organis-mo tan vasto y decid si es posible que se desarrolle y echeraíces el sentimiento nacional.

Luego, la falta de una capital federal, símbolo vivo dela unión, que irradie sobre la nación entera, Bogotá, capi-tal de Colombia y del estado de Cundinamarca, hospedaen su seno a las autoridades locales y a las de la nación. Noes a los argentinos a quienes hay que recordar los incon-venientes y los peligros de esa coexistencia; ellos sabenque basta en esos casos la mala digestión de un goberna-dor para traer conflictos que pueden poner en cuestióntodo lo que hay de más grave, la existencia nacional mis-ma. Así, en Bogotá, el Congreso se ha visto escarnecido,insultado, apedreado por las barras iracundas… y segu-ras de la impunidad. ¡Tenemos también entre nosotrostristes y análogos recuerdos!

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Comprendo que la rivalidad determinada por el pru-rito de soberanía y autonomismo absoluto entre los esta-dos de Colombia, haga necesaria por mucho tiempo lacapital en Bogotá aceptada y preferida precisamente porla debilidad de su acción lejana. Pero, fuera de su posicióntopográfica, defecto que una vía férrea, difícil pero posi-ble, puede salvar, Bogotá reúne las condiciones todaspara, una vez federalizada, ser la capital de un pueblo co-mo Colombia. Tiene el clima, tiene la tradición de la con-quista, la ilustración, el brillo intelectual; pero los hijos delCauca y de Boyacá son allí huéspedes. En la nación no hayun centro nacional.

Lo repito: feliz Colombia si consiguiera levantar sucapital en las orillas del mar, el eterno vehículo de la civili-zación, en vez de mantenerla perdida en la región de lasnubes, sin contacto con el mundo y sin acción directa so-bre su progreso colectivo. Pero, en tanto que eso es impo-sible, y lo será por muchos años, necesario es que los co-lombianos se persuadan de la necesidad de dar fuerza ycohesión al sentimiento nacional, de convertir esa espe-cie de liga que un soplo puede hacer periclitar en unaagrupación humana compacta, con un ideal, con una con-cepción idéntica al patriotismo. Tal ha sido la labor de losargentinos en los últimos treinta años, y todos los hom-bres que han gobernado, surgiendo de partidos diferen-tes, han seguido la misma senda. Ese progreso nacional,esa obliteración de las pasiones localistas, antes tan viva-ces, se ve claro y neto en el abandono casi completo quehemos hecho de la denominación Confederación Argen-tina para designar a nuestro país. Hoy decimos RepúblicaArgentina, y muy pronto diremos, como ya lo hacen loschilenos y peruanos, la Argentina, esto es, la unidad, la

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patria, el pueblo uno. El sistema federal es excelente porsu descentralización administrativa, por las facilidadesque da al progreso local, trazándole rutas en armonía conlas condiciones propias al clima, al carácter, a la tradicióny a la costumbre, por la ponderación constante de los po-deres políticos, que la alternativa completa; pero, entendi-do como en Colombia, no tengo embarazo en declararque es un germen de muerte. No, la federación no puede,no es, no debe ser un contrato civil, susceptible de liqui-darse como una sociedad comercial; no es un tratado paracuya cesación basta la denuncia de una de las altas partescontratantes, como en las prácticas internacionales: es unhecho, un hecho único y solemne, emanado, no ya de lavoluntad de dos o tres agrupaciones, sino de la del únicosoberano: el pueblo…

Colombia, como la Argentina, se regirá siempre porel sistema federal, porque así lo exige la naturaleza de lascosas: pero sus esfuerzos deben tender sin descanso acombatir los excesos del sistema, a habilitar a sus hijospara dar una forma concreta a mi pensamiento, a decirColombia, en vez de los Estados Unidos de Colombia.

La lectura de la Constitución de Colombia hace soñar.Nunca ha producido la mente humana una obra más ideal-mente generosa. Todo a cuanto los poetas y los filósofos,los publicistas y los tribunos han aspirado para aumentarla libertad del hombre en sociedad, está allí consignado yamparado por la ley. No hay pena de muerte, y el términomayor de presidio a que los jueces pueden condenar a uncriminal es el de ocho años. Derecho de reunión absolutoy absoluta libertad de la palabra escrita y oral. Absoluto,¿entendéis? Si mañana un hombre me dice que yo, funcio-nario público o general del ejército, he sustraído los fon-

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dos de la caja o vendido al enemigo el estado de las fuer-zas nacionales; si en una hoja suelta o en un diario se meacusa de haber asesinado a mi hermano o de negar ali-mentos a mis hijos, la ley no me da acción ninguna contrael que así me infama. No hay ley de imprenta. Parece aprimera vista inconcebible la posibilidad de la permanen-cia de un Estado semejante; pero el exceso ha llevado ensí mismo su propio remedio, y puedo asegurar hoy que laprensa de Colombia no es ni más ni menos culta que la deFrancia, la de los Estados Unidos o la nuestra. El que es-cribe una línea sabe bien que el asunto no irá a los tribu-nales, eternizándose en el procedimiento o dando motivoante el jurado a interminables discursos retóricos; leconsta que el damnificado se echará un revólver al bolsi-llo y buscará el medio de hacerse justicia por su mano.Lejos de mí la idea de aplaudir semejante sistema; hagoconstar simplemente el hecho de que el grave peso de laresponsabilidad individual ha generalizado la prudencia yla cultura. ¡Qué no dicen aquellos muros de Bogotá! Elobrero, el estudiante, el “cachifo” de media calle que tie-ne que vengarse del policiano, como el aspirante, del pre-sidente o de un ministro, tienen en las paredes su prensalibre. A veces la ortografía padece, y en la forma de la letrase descubre la ruda mano de un hombre del pueblo. ¡Peroqué lujo de expresiones, qué cantidad de insultos! El pre-sidente es ladrón, asesino, inmoral, cobarde, cuanto hayen el mundo de detestable y bajo… Al lado, un carbón, nomenos robusto y convencido, establece que el mismo fun-cionario es un dechado de virtudes. De tiempo en tiempo,los policianos borran esas expresiones gráficas del inge-nio popular, operación que no da más resultado que pre-parar nuevamente los lienzos a los pintores anónimos.

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Nadie, por otra parte, hace caso. ¿Acaso en París no atrue-na por la noche en los bulevares una nube de muchachosque venden boletines con la noticia del asesinato de Gam-betta o el accouchement de M. Grevy, como lo he oído fre-cuentes veces?

No es raro oír en Bogotá: “Fulano me ha echado lahoja”. Es decir, Fulano ha escrito contra mí una hoja suel-ta, que ha hecho imprimir y fijar en las esquinas. Si con-tiene insultos graves, el procedimiento es terrible, comodiré más adelante. Si no, el damnificado se contenta a suvez con echarle hoja a su adversario, para mayor conten-to de los impresores, que realizan buenos beneficios, ysolaz de los vagos, que se pasan las horas muertas en lasesquinas con la nariz al aire. La libertad de la palabra notiene límites, y en el Parlamento mismo no tiene ni aun laslimitaciones económicas del reglamento. Las funcionesdel presidente se limitan a concederla al que la ha solici-tado, a abrir y cerrar la sesión, a firmar las actas y a hacerde tiempo en tiempo desalojar la barra, prima hermanade la nuestra. Por lo demás, es una esfinge silenciosa, quejamás despliega sus labios para llamar a la cuestión o alorden.

El colombiano es orador; la frase sale elegante, convida propia, llena de movimiento y garbo. En teatros másvastos, Esguerra, Becerra, Galindo, Arosemena, tendríanuna reputación universal. La fluidez, la abundancia es ini-mitable; suben, se ciernen en las alturas de la elocuenciay allí se mueven con la facilidad del águila en las nubes…Puede concebirse el uso que harán esos hombres, paraquienes hablar es una fruición, del derecho ilimitado deexpresar sus ideas. Más de una vez he asistido a sesionesdel Senado de plenipotenciarios, he oído durante tres ho-

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ras a un ciudadano que tenía la palabra, que quedaba conella al levantarse la sesión, sin poder darme cuenta delasunto que se discutía. Cada orador tiene el derecho, siasí le conviene, de relatar las campañas de Alejandro, apropósito del establecimiento de una herrería en Boyacá.Muchos lo hacen; se les oye con gusto, pero se deplora eltiempo perdido para la tramitación de los asuntos de inte-rés general.

La comprobación de estos hechos y las críticas quehago, inspiradas en mi educación cívica, tan distinta dela que impera en Colombia, fueron más de una vez com-partidas en Bogotá por hombres ilustres que veían conmás claridad que yo los inconvenientes de esas prácticasviciosas.

Pero dejemos de lado esas irregularidades que noson sino consecuencias extremas de ideas sanas y fecun-das, y podremos afirmar que pocos pueblos viven al ampa-ro de instituciones más liberales que Colombia. El caudi-llaje militar ha muerto hace mucho tiempo; hay algo querecuerda los tiempos libres de la Grecia en la práctica delSenado de elegir anualmente un número determinado deciudadanos, militares o no, de entre los que el presidentedebe nombrar los generales necesarios para el comandodel ejército. En una tierra donde de la noche a la mañanaun hombre es general, durante un año, los generales notienen el prestigio que puede convertirlos en una amena-za para las libertades públicas.

No faltan, por cierto, militares de carrera, como losgenerales Trujillo, Salgar, Camargo, Sarmiento, etcétera,que han hecho sus pruebas y que en la presidencia hansido los primeros en respetar la constitución; pero va des-

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apareciendo el general de barrio, el cacique de charrete-ras, que es un azote en otras secciones de América.

Los dictadores gozan comúnmente de la mala saluden Colombia; Bolívar lo fue… o pretendió serlo, y aun semuestra en el palacio de Gobierno, en Bogotá, el balcónpor donde saltó escapando al grupo de jóvenes que, faná-ticos por la libertad, como los romanos del tiempo de Bru-to, creían acción santa matar al tirano. Entre ellos estabaFlorentino González, cuyos restos reposan hoy en sueloargentino. La intrepidez de la soberbia Manuela, la queri-da de Bolívar, cerrando con su cuerpo el paso a los conju-rados, y las ideas caballerescas de éstos, que les impedíanmatar a una mujer, salvaron la vida del Libertador. Me fi-guro con repugnancia a Bolívar saltando por el balcón, ysobre todo, pasando la noche bajo el arco de aquel puenteraquítico, entre barro e inmundicias, para salir por la ma-ñana, pálido, desencajado y sucio. Vale más la espléndidafigura de Pizarro, arrojando en su impaciencia la coraza,cuyos broches no ajustan, para salir al encuentro de susasesinos y combatir hasta el último aliento y morir trazan-do en el suelo la señal de la cruz con su propia sangre. Esmuy probable que cualquiera de nosotros, en caso seme-jante, se hubiese felicitado de encontrar el puente salva-dor… Pero no somos Bolívar. Cuando se me vuela el som-brero en la calle, corro tras él, como un simple M.Pickwick; ¿os figuráis a Napoleón desalado tras su som-brero de dos picos, que el viento arrebata y cubre de pol-vo? El empleo de héroe tiene exigencias que es necesariorespetar.

El segundo conato de dictadura en Colombia fue eldel general Melo, que sucumbió en breve ante los esfuer-zos aunados de liberales y conservadores, que es el rasgo

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más profundo de amor a la libertad que puede encontrar-se, conociendo las ideas de esos dos partidos extremos.

Las divisiones políticas fundamentales de Colom-bia son hoy tres: conservadores, liberales e indepen-dientes. Los últimos forman un partido nuevo, que pug-na por crearse adeptos a favor de las ideas sanas y mo-deradas que sostiene. Es indispensable olvidar latradición de nuestros partidos argentinos desde 1852 ala fecha, para formarse un idea exacta de los de Colom-bia. Un demagogo de los nuestros pasa allí por un con-servador y un conservador argentino es un comunistapara los colombianos de este tinte. No creo que hoy seencuentren frente a frente, en parte alguna del mundo,principios más radicalmente opuestos, opiniones másencontradas, creencias más antagónicas.

El partido conservador que estuvo en el gobiernohasta 1860, siendo entonces derribado por una revoluciónliberal que conserva hasta hoy el poder, cuenta en sus fi-las, según confesión de los mismos liberales, más de lastres cuartas partes de la población de Colombia. ¿Por quéno ha triunfado en las urnas o cuando el acceso a éstas leha sido negado, en los campos de batalla donde frecuen-temente ha sido batido por las huestes liberales? Porqueel exceso mismo de sus ideas, que envuelven la negaciónmás absoluta del progreso, les quita esa fuerza, ese ímpe-tu que la violenta aspiración a la libertad, a la emancipa-ción de la conciencia humana comunica a sus adversarios.“Se lee mal, cuando se lee de rodillas”, ha dicho Renan,refiriéndose a la interpretación de los textos bíblicos; secombate mal, cuando se combate de rodillas, diremos anuestro turno.

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Los conservadores puros de Colombia –y apelo a ladeclaración de sus hombres de letras, que son los másdistinguidos del país– parece que, como Luis XVIII, no hanaprendido ni olvidado nada… desde el siglo XVI. Fanáti-cos, intransigentes en materia de religión, no ocultan enpolítica su preferencia por la monarquía, y aun creo queno son muy ardientes partidarios de aquellas que tienenpor base el régimen parlamentario. Más de una vez he vis-to procesiones insignificantes en Bogotá, a propósito defiestas secundarias de la iglesia; el pendón era siempre lle-vado por miembros conspicuos del partido conservador,por hombres cuyo apellido, no sólo recuerda las tradicio-nes de los buenos tiempos, sino que están vinculados a lahistoria nacional: los Mallarino, los Arboleda, etcétera.Para ellos la palabra bíblica es una sentencia que no pue-de ni debe cambiar el tiempo: “fuera de la Iglesia no haysalvación”. Viven en el seno de ella, que costean noble-mente con sus sacrificios, que honran con el cumplimien-to de las prácticas religiosas, pudiendo estar legítimamen-te orgullosos del clero colombiano que es puro, ilustradoy digno, en su difícil situación.

¿Conservaría el partido conservador sus ideas actua-les si llegase a gobernar? El poder es una experiencia pe-ligrosa para la lógica de los principios. Pero la oposicióntiene también el inconveniente de presentar un plano in-clinado por el que éstos se deslizan insensiblemente. Lasexigencias de la polémica, el talento desplegado por una yotra parte en Colombia, la buena fe recíproca, han llevadoa conservadores y liberales a aceptar las consecuenciasmás forzadas de sus sistemas y a hacer declaraciones queenvuelven de ambos lados, las unas por su absolutismo,las otras por su tendencia anárquica, la negación más

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completa de los buenos principios de gobierno que impe-ran hoy en el mundo civilizado.

Empujados por la gravitación conservadora que sehunde en lo pasado, los liberales se lanzan al porvenir conuna vehemencia terrible. No contentos con la separaciónde la Iglesia del Estado, que a mi juicio es un beneficiopara el Estado y para la Iglesia, la mayor parte son indivi-dualmente ateos. Más de una vez he comprobado conasombro y tristeza los extremos a que los ha conducido lalógica impecable de sus adversarios y que ellos han acep-tado con lealtad y entereza.

En el centro de ese campo donde combaten huestestan opuestas, los independientes, antiguos liberales, sehan segregado de la masa, procurando encontrar, al abri-go de la moderación en las ideas, un modus vivendi razo-nable para la colectividad. De un liberalismo templado,manifiestan públicamente un serio respeto por la religión,y en materia política trabajan por introducir cierta regla-mentación indispensable para hacer fecundas las liberta-des y derechos garantizados por la Constitución. Pero porel momento, el partido independiente no sólo es poco nu-meroso en Colombia, sino que carece de autoridad moral,a pesar de las condiciones, realmente distinguidas, de al-gunos de sus miembros. Partido nuevo, ha tenido queechar mano de todos los elementos que se le ofrecían;cuando se busca la cantidad, la percepción de la calidad seembota.

Frecuentemente, al contemplar la lucha de esas tresentidades, me ha venido a la memoria la Asamblea Legis-lativa francesa en 1790; de un lado, la intransigencia delantiguo régimen, los restos del feudalismo señorial y ecle-siástico, representado por la alta nobleza y el clero de cas-

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ta; en frente, el grupo de los innovadores, con los terriblescuadernos de quejas en las manos, el espíritu nutrido deRousseau, grupo encarnado en esos oscuros abogados deprovincia, sin la menor noción de gobierno, y con la mi-sión única y fatal de derribar. En el centro, Mirabeau, Bar-nabe, los Lameth, Lafayette, Lally-Tollendal… queriendounir en un abrazo de conciliación el pasado y el porvenir,regenerar la monarquía por medio de la libertad, ponde-rar la libertad por medio de la institución monárquica…

¿No es, acaso, ese juego de los partidos colombianosla marcha constante de las sociedades humanas hacia elprogreso, y no está revelando la existencia de un pueblolibre y enérgico en la defensa de sus derechos1.

1. En los veinte años transcurridos desde la publicación de este libro, laConstitución de Colombia ha sido profunda y frecuentemente modifica-da, y la guerra civil ha ensangrentado y desolado al país; el último golpe,el más rudo y terrible, ha sido la separación de Panamá, debida tanto a ladescabellada política del gobierno de Colombia, como a la violenta pre-potencia de la del gobierno de Washington. Las consecuencias de esteacto no pueden aún medirse en el momento en que se pone en prensaesta edición; pero pienso que afectarán no sólo a Colombia, sino a todaaquella parte de América (diciembre, 1903).

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CAPÍTULO XIII

BOGOTÁ

Primera impresión. La plazuela de San Victorino.El mercado de Bogotá. La España de Cervantes. El caño.

La higiene. Las literas. Las serenatas. Las plazas.Población. La elefantiasis. El doctor Vargas. Las iglesias.

Un cura colorista. El Capitolio. El pueblo es religioso.Las procesiones. El Altozano. Los políticos. Algunos

nombres. La crónica social. La nostalgia del Altozano.

LA PRIMERA IMPRESIÓN que recibí de la ciudad de Bogo-tá fue más curiosa que desagradable. Naturalmente, nome era permitida la esperanza de encontrar en aquellasalturas, a centenares de leguas del mar, un centro huma-no de primer orden. Iba con el ánimo hecho a todos loscontrastes, a todas las aberraciones imaginables, y con ladecidida voluntad de sobrellevar con energía los inconve-nientes que se me presentasen en mi nueva vida. Por unaevolución curiosa de mi espíritu, mi primer pensamiento,cuando el carruaje comenzó a rodar en las calles de la ciu-dad, fue para el regreso. ¡Qué lejos me encontraba de todolo mío! Atrás quedaban las duras jornadas de mula, lossofocantes días del Magdalena y la pasada travesía en elmar. ¡Habría que rehacer esa larga ruta nuevamente! Con-fieso que esa idea me hacía desfallecer.

La calle por donde el carruaje avanzaba con dificul-tad, estaba materialmente cuajada de indios. Acababa decruzar la plazuela de San Victorino, donde había encon-trado un cuadro que no se me borrará nunca. En el centro,una fuente tosa, arrojando el agua por numerosos conduc-tos colocados circularmente. Sobre una grada, un gran

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número de mujeres del pueblo armadas de una caña hue-ca, en cuya punta había un trozo de cuerno que ajustabanal pico del agua, que corría por el caño así formado, sien-do recogida en un ánfora tosca de tierra cocida. Todasesas mujeres tenían el tipo indio marcado en la fisonomía;su traje era una camisa, dejando libres el tostado seno ylos brazos, y una saya de un paño burdo y oscuro. En lacabeza un pequeño sombrero de paja; todas descalzas.

Los indios, que impedían el tránsito del carruaje, talera su número, presentaban el mismo aspecto. Mirar uno,es mirar a todos. El eterno sombrero de paja, el ponchocorto, hasta la cintura, pantalones anchos, a media piernay descalzos. Algunos, con el par de alpargatas nuevas yamencionado, cruzado a la cintura. Una inmensa cantidadde pequeños burros cargados de frutas y legumbres… yuna atmósfera pesada y de equívoco perfume.

Los bogotanos se reían más tarde cuando les narrabala impresión de mi entrada y me explicaban la razón. Ha-bía llegado en viernes, que es día de mercado. Aunqueéste está abierto toda la semana, es en los jueves y viernescuando los indios agricultores de la sabana, de la tierracaliente y de los pequeños valles allende la montaña queabriga a Bogotá, vienen con sus productos a la capital. Elmercado de Bogotá, por donde paso en este momento ydel que diré algunas palabras para no ocuparme más de él,es seguramente único en el mundo por la variedad de losproductos que allí se encuentra todo el año. Figuran, allado de las frutas de las zonas templadas, la naranja, elmelocotón, la manzana, la pera, uvas, melones, sandías,albaricoques, toda la infinita variedad de las frutas tropica-les, la guanábana, el mango, el aguacate, la chirimoya, lagranadilla, el plátano… y doscientas más cuyo nombre no

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me es posible recordar. Las primeras crecen en la sabanay en los valles elevados, cuya temperatura constante (de13 a 15 grados centígrados) es análoga a la de Europa y ala nuestra. Las segundas brotan en la tierra caliente, parallegar a la cual no hay más que descender de la sabanaunas pocas horas. Así, todas las frutas de la tierra ofreci-das simultáneamente, todas frescas, deliciosas y casi sinvalor nominal. ¿No es un fenómeno único en el mundo? Unindio de la sabana puede darse en su comida el lujo a quesólo alcanzan los más poderosos magnates rusos a costade sumas inmensas, y más completo aún…

Al fin llego a las piezas que me han sido retenidas enel Jockey Club y tomo posesión de aquella sala desnuda, ala que me ligan hoy tantos recuerdos y que no entreveo enmi memoria sin una emoción de cariño y gratitud por losque me hicieron tan grata la vida en el suelo colombiano.

La ciudad… Me está saltando la pluma en la mano porhacer un cuadro engañador, mentir a boca llena y decirdespués a los que no me crean: allez y voir! Pero es nece-sario vencer el afecto que conservo a Bogotá y decir todolo malo, sobre todo, lo curioso que tiene.

En los primeros días me creí transportado a la Espa-ña del tiempo de Cervantes. Las calles estrechas y rectascomo las de todas las ciudades americanas, por lo demás;las casas bajas y de tejas, con aquellos balcones de made-ra que aún se ven en nuestra Córdoba, salientes, como ex-crecencias del muro, pero muchos labrados primorosa-mente, como los de la casa solariega de los marqueses deTorretagle, en Lima; las puertas, enormes, de maderatosca, cerradas por adentro en virtud de un mecanismo,en el que una piedra atada al extremo de una cuerda, haceel primer papel; el pavimento de las calles, de piedra no

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pulida, y por fin, el arroyo que corre por el centro, que vie-ne de la montaña y cruza la ciudad con su eterno ruidomonótono, triste y adormecedor. Más de un momento demelancolía debo al caño desolado, que parece murmuraruna queja constante; es algo como el rumor del aire en losmeandros de un caracol aplicado al oído.

Aunque de poca profundidad, el caño basta para difi-cultar en extremo el uso de los carruajes en las calles deBogotá. Al mismo tiempo, comparte con los chulos (losgallinazos del Perú) las importantes funciones de limpie-za e higiene pública, que la Municipalidad le entrega conun desprendimiento deplorable. El día que, por una obs-trucción momentánea (y son desgraciadamente frecuen-tes), el caño cesa de correr en una calle, la alarma cundeen las familias que la habitan, porque todos los residuosdomésticos que las aguas generosas arrastraban, se aglo-meran, se descomponen bajo la acción del sol, sin que suplácida fermentación sea interrumpida por la acción mu-nicipal, deslumbrante en su eterna ausencia. El vecino deBogotá, como todos los vecinos de las ciudades america-nas, y de algunas europeas, paga un fuerte impuesto delimpieza, que en su totalidad no da menos de 150.000 pe-sos fuertes, cantidad que bastaría para mantener a Bogotáen inmejorable condición higiénica. Pero, ¿desde cuándoacá los impuestos municipales se emplean entre nosotros,nobles hijos de los españoles, en el objeto que determinasu percepción? ¿Cuánto pagaba hasta hace poco un honra-do vecino de los suburbios de Buenos Aires por impuestode empedrado, luz y seguridad, para tener el derecho dellegar a su casa sin un peso en el bolsillo, tropezando en lastinieblas y con el barro a las rodillas?

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Sí, la España del siglo XVII… En las esquinas, de ladoa lado, la cuerda que sujeta por la noche, el farol de luzmortecina que una piedra reemplaza durante el día. Alcaer la tarde, el sereno lo enciende y con pausado brazo loeleva hasta su triste posición de ahorcado. ¡Cuántas ve-ces, cuando las sombras cubrían el suelo, me he echado avagar por las calles! Un silencio absoluto, algo como laapagada calma veneciana, sin el grito gutural y monótonode los gondoleros que se dan la voz de alerta. A veces, a lolejos, un farol cuyo reflejo va dibujando caprichosos ara-bescos en el suelo, alumbra y precede… una silla de ma-nos, que oscila cadenciosa al andar de los hombres que lallevan. Es una señora que va a una fiesta. Me detengo ybusco en mi ilusión los pajes con antorchas o el escuderoarmado que cierra la marcha. Ha pasado; mis ojos sigueninconscientes al farol que se va alejando; su incierto res-plandor oscila aún, disminuye, se disipa… Una sombra,algo que no he oído llegar, pasa a mi lado, pegándose a lapared y produciendo el ruido especial de las plantas des-nudas batiendo presurosas la vereda; si la detenéis, osdirá siempre que va muy apurada a la botica, porque laseñora o la prima está enferma… Esas aves que cruzan ala sombra y que uno mira con atención para descubrir sivan montadas en un palo de escoba, rumbo al sabbat, lle-van en Bogotá el característico nombre de nocheras. Elnochiero llama el Dante al sombrío pasante de las almasperdidas… Siento un rumor lejano, un apagado murmu-rar, el tenue choque de maderas contra las piedras. Avan-cemos; al doblar una esquina, aparecen unos quince oveinte hombres, ocupados en colocar los atriles de unaorquesta frente a los balcones desiertos de una casa en-vuelta en la oscuridad. Hablan quedo; un hombre, cuya

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juventud vibra en su andar firme y erguido, da sus últimasinstrucciones en voz baja y va a perderse en la sombra deun portal, frente al balcón que devora con los ojos. Lo imi-to y observo.

¡Qué efecto profundo y penetrante el de los primerosacordes, y cómo esas notas han de ir dulcemente a acari-ciar a la virgen que duerme y que despierta continuandoel sueño en que creía oír una voz impregnada de ternura,hablándole con el acento de los cielos, de los amores de latierra!

¿Qué tocan? ¡Oh, el bogotano es hombre de buengusto y conoce a los maestros divinos que han trazado lasrutas más seguras para llegar al corazón de la mujer! Es elAdiós o la Serenata de Schubert, el preludio de La Tra-viata, que, surgiendo en el silencio con su acento tenue yvago, produce un efecto admirable; son, sobre todo, lostristes, los desolados bambucos colombianos, con toda lapoesía de la música errante de nuestras pampas. Luego, alconcluir, un vals brillante de Strauss, para recordar sinduda algún momento pasado, cuando, los cuerpos unidosy los brazos entrelazados en el rápido girar, el labio derra-mó al oído la primera palabra del poema que la músicaestá interpretando… Al principio, la casa duerme; cuandoempieza la segunda pieza, un postigo se entreabre de unamanera casi invisible en el balcón desierto, y un rayo im-perceptible de luz, brotando de la oscura fachada, anunciadiscretamente que hay un oído atento y un pecho agitado.Luego, nada más. Los músicos han partido, los pocostranseúntes atraídos se alejan, el silencio y las sombrasrecuperan su dominio y sólo queda allí el guardián de no-che que ha gozado de la serenata, pensando tal vez en sunido calentito.

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¿No es la España del pasado?, ¿lo repito? ¡Id a dar unaserenata en Buenos Aires, bajo la luz eléctrica, en mediode un millar de transeúntes y en combinación con las cor-netas de los tranvías!

Uno de mis amigos de Bogotá, queriendo organizaruna serenata para la noche siguiente, llamó a un directorde orquesta especialista y le pidió su presupuesto. Éste in-dicó un precio respetable, algo así como cien pesos fuer-tes; mi amigo le observó que era muy caro, que así no po-dría repetirlas. El artista, con la convicción de un zapaterode bulevar, diciendo al cliente reacio: “Fíjese en la suela”,contestó imperturbable:

—¡Oh!, ¡de las que yo doy, con una basta!A diferencia de Caracas, que ostenta su Calvario y su

linda plaza Bolívar, Bogotá no tiene paseos de ningún gé-nero. La plaza principal es un cuadrado de una manzana,sin un árbol, sin bancos, frío y desierto, algo como nues-tra antigua plaza Once de Septiembre. En el centro se le-vanta una pequeña estatua de El Libertador, de pie, de unmérito artístico excepcional en esa clase de monumentos.Fue regalada al Congreso de Colombia por el general Pa-rís, que la encargó a uno de los artistas italianos más fa-mosos de la época.

Hay el pequeño square Santander, muy bien cuidado,lleno de árboles y en cuyo centro se encuentra la estatuadel célebre general, pero que, en valor artístico, está muypor debajo de la de su ilustre amigo y jefe. Desgraciada-mente, ese punto que podría ser un agradable sitio de re-unión, está generalmente desierto, como sucede con laancha calle de las Nieves y plazuela de San Diego, que enlo futuro serán un desahogo para Bogotá, cuya población

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aumenta sin cesar, sin que la edificación progrese en lamisma relación.

Los libros en general dan 60.000 almas a Bogotá. Pue-do afirmar que hoy la capital de Colombia tiene segura-mente más de 100.000. Me ha bastado ver las enormesmasas de gente aglomerada con motivo de festividadesreligiosas o civiles, para fijar el número que avanzo comomínimo. Pero, como he dicho, la ciudad no se extiende amedida que la población acrece, lo que empeora grave-mente las condiciones higiénicas. Así, la gente baja vivede una manera deplorable. Hay cuartos estrechos en queduermen cinco o seis personas por tierra; la bondad deaquel clima, fuerte y sano, salva sólo a la ciudad de unaepidemia. Colombia tiene, sin embargo, su azote terrible,cuyo rápido desenvolvimiento en los últimos tiempos hahecho que muchos hombres generosos hayan dado la vozde alerta, obligando a los poderes públicos a ocuparse detan grave asunto. Es la espantosa elefantiasis de los grie-gos, cuya marcha fatal nada detiene; la lepra temida, queaísla al hombre de la sociedad, lo convierte en un espectá-culo de horror aun para los suyos y pesa sobre ciertas fa-milias como una maldición bíblica. Los estados de Boyacáy Santander son los más azotados, pero el mal, favorecidopor la ausencia absoluta de limpieza en el indio, comienzaa propagarse en la sabana. No es sólo en las clases mise-rables donde se ceba; más de una familia distinguida tie-ne la herencia terrible, sin que jamás las pobres criaturasque la componen conozcan los goces del hogar, porque elhombre que quiere formarlo se aleja con horror de suumbral. ¡Qué fuerza de voluntad se necesita para lucharcontra el mal! En algunas páginas que producen una emo-ción profunda, el doctor Vargas, que hoy ha dedicado su

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vida al alivio de esa desventura, ha contado cómo fue ata-cado por el mal en plena juventud, al terminar sus estu-dios de medicina. Abandonó la vida social, la ciudad, ysolo, errante en los cálidos valles de Tocaima, o cerca delas riberas del Magdalena, él combatió al enemigo, horapor hora, sin un momento de desaliento. El cielo le sonrióy encontró una mujer generosa que quiso compartir sumiseria. Al leer ese relato, que parece una página arranca-da al Infierno de Dante, la mano busca inconsciente elpuño de un revólver. ¡Oh! Es ahí donde Schopenhauerhabría podido maldecir la voluntad persistente y obstina-da de vivir, que amarra al hombre a tales miserias. Laenergía indomable del doctor Vargas lo salvó; pero, cuan-do salió de la lucha, la juventud había pasado, y sólo que-daba en el alma un cariño inmenso por los que sufrían loque él había sufrido.

Siempre he mirado con un supremo respeto al distin-guido escritor colombiano que tiene, como Prometeo, lacadena que lo aferra y el buitre que lo devora, sin que suespíritu decaiga un instante. En su soledad, vive la vidaintelectual del mundo entero, y con el cuerpo marchitadopara siempre, conserva la frescura de la inteligencia.¡Benditas sean las lepras que así suavizan los dolores de laexistencia!

El gobierno de Colombia, como lo he dicho, se pre-ocupa seriamente de ese mal que amenaza comprometerel porvenir del país. Es de esperar que sus progresos se-rán detenidos y que al fin cederá a los esfuerzos perseve-rantes de la ciencia.

De las capitales suramericanas que conozco –y la úni-ca que me falta es Quito–, Buenos Aires es la menos biendotada respecto a la arquitectura de los templos, que da-

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tan de la dominación española. San Francisco y Santo Do-mingo son deplorables y nuestra Catedral, a pesar de susreformas modernas, me hace el efecto de un galpón deferrocarril al que se hubiera puesto un frontispicio seudo-griego. Nunca he podido comprender tampoco por quélas iglesias que se construyen actualmente se hacen pesa-das, sin majestad y sin gracia, cuando se tienen modeloscomo esa maravillosa iglesia votiva de Viena, a la que eldesgraciado Maximiliano ha vinculado su nombre.

Las iglesias de Bogotá son superiores a las nuestrasde la misma época, si no en tamaño, seguramente en ar-quitectura. La Catedral es severa y elegante; pero, a mi jui-cio, se lleva la palma el frente de la pequeña capilla que tie-ne al lado, sencillo, desnudo casi, con sus dos pequeñoscampanarios en la altura, que acentúan la inimitable armo-nía del conjunto. En el camino a las Nieves hay una iglesia,cuyo nombre no recuerdo, totalmente cubierta al interiorde madera labrada. Se cree entrar en la Catedral de Bur-gos, donde el Berruguete ha prodigado los tesoros de sucincel maravilloso, filigranando el tosco palo y dándole laexpresión y la vida del mármol o del bronce. Sólo una vezfui allí y salí indignado, jurando no volver. ¡Figuraos quehan pintado de azul el admirable artesonado del techo! Unhombre con alma de artista ha pasado muchos años tallan-do esas maderas, el tiempo cariñoso ha venido a comple-tar su obra, comunicándole el tinte opaco y lustroso, el as-pecto de vetusto que las hace inimitables… ¡para que uncura imbécil y colorista arroje sobre ellas un tarro de añildiluido, encontrado en un rincón de la sacristía!

Otro de los monumentos de Bogotá, el más importan-te por su tamaño, es el Capitolio, o Palacio Federal. Fueempezado hace diez años, ha tragado ya cerca de un mi-

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llón de pesos fuertes, y no sólo no está concluido, sino quecreo que no se concluirá jamás. El autor del plano debehaber tenido por ideal un dado gigantesco. Algo cuadra-do, informe, plantado allí como un monolito de la época delos cataclismos siderales. A la entrada, pero dentro de lalínea de edificación, una docena de enormes columnasque concluyen truncas… en el vacío. No sostienen nada,no tienen misión de sostener nada, no sostendrán jamásnada. Mi amigo Rafael Pombo, uno de los primeros poetasdel habla española, pasa su vida mirando al Capitolio yhaciendo proyectos de reformas. Los ministros le tiem-blan cuando lo ven aparecer en el despacho con su rollobajo el brazo. Pombo quiere sacar las columnas a la calle,hacer un peristilo, algo razonable y elegante. Un joven ar-quitecto, italiano, que el gobierno ha contratado para con-cluir la obra, se ha comido ya todas las uñas y el bigotemirando la esfinge. Mi humilde opinión es que ha llegadoel momento de llamar al homeópata, para satisfacción dela familia, porque el Capitolio está muy enfermo y no leveo mejoría posible.

Puesto que de iglesias he hablado antes, diré que elpueblo de Bogotá es sumamente religioso y practicante.El clero, cuyos bienes han sido secularizados, vive bien,como en los Estados Unidos, con los subsidios de los cre-yentes. ¡Cuántas y cuán serias ventajas ofrece ese sistemasobre el de la subvención oficial! ¡La iglesia adquiere ma-yor autoridad moral, realzada por la espontaneidad de laofrenda, y no se viola el principio de justicia que exige elempleo del impuesto común, en beneficio común. Las se-ñoras, aunque pertenezcan a familias radicales acérri-mas, son de una devoción ejemplar y hacen a veces la reli-gión amable para los más indiferentes. Recuerdo haber

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hecho, bajo una lluvia torrencial, un gran número de esta-ciones un Viernes Santo, en adorable compañía; el para-guas era una farsa, el viento nos azotaba la cara… pero¡con qué delicia hundía mi pie en los numerosos charcosde la vereda! Jamás adquirí un resfrío con más títulos a mirespeto y consideración.

No es raro saber en Bogotá que tal caballero, liberalexaltado, ateo y casi anarquista, tiene sus hijos en la es-cuela de Carrasquilla o en la de Mallarino, dos conserva-dores marca Felipe II. “¡Qué quiere usted! ¡Las muje-res!…”, dicen. Y un poquito ellos mismos agregaré; siem-pre es bueno tener amigos que estén bien con el cielo,porque… ¿si por casualidad todas esas paparruchas fue-ran ciertas? ¡Se han visto tantas cosas en este pícaromundo!

El bajo pueblo es fanático; los días de las grandes fies-tas la puerta de la Catedral está sitiada por grupos inmen-sos, que ondean impacientes. Por fin la puerta se abre y esentonces una de hombreo y codo para ganar los buenossitios, que permite a los más robustos ponerse al alcancede la voz del predicador. Aunque de algún tiempo a estaparte se han suprimido muchísimos detalles grotescos delas antiguas procesiones, aun he visto figurar la represen-tación plástica de las escenas de La Pasión, el Señor bajola cruz, las santas doloridas… y el judío, el pícaro judío,vestido a la romana, de nariz encorvada, frente estrecha,gran abundancia de pelo y ojos torvos, a quien el puebloenseña el puño y que pasaría por cierto un mal rato, si losguardianes, vestidos como los penitentes de la Santa Her-mandad, con el sombrero de pico y el rostro cubierto, noestuvieran prontos a la defensa.

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Pero, me diréis, ¿los bogotanos no pasean, no tienenun punto de reunión, un club, una calle predilecta, algocomo los bulevares, nuestra calle Florida, el Ring de Vie-na, el Unter den Linden de Berlín, el Corso de Roma, elBroadway de Nueva York o el Park Corner de Londres?Sí, pero todo en uno: tienen el Altozano. Altozano es unapalabra bogotana para designar simplemente el atrio de laCatedral, que ocupa todo un lado de la plaza Bolívar, colo-cado sobre cinco o seis gradas y de un ancho de diez aquince metros. Allí, por la mañana, tomando el sol, cuyoardor mitiga la fresca atmósfera de la altura; por la tarde,de las seis a las siete después de comer –el bogotanocome a las cuatro–, todo cuanto la ciudad tiene de notable,en política, en letras o en posición, se reúne diariamente.La prensa, que es periódica, tiene poco alimento para elreportaje en la vida regular y monótona de Bogotá; confrecuencia el Magdalena se ha rezagado con exceso, losvapores que traen la correspondencia se varan y se pasandos o tres semanas sin tener noticias del mundo. ¿Dóndeir a tomar la nota del momento, el chisme corriente, la pro-bable evolución política, el comentario de la sesión delSenado donde el “macho” Álvarez ha dicho incendios con-tra el presidente Núñez, que Becerra ha defendido convalor y elocuencia? ¿Dónde ir a saber si Restrepo está enAntioquia de buena fe con los independientes, o lo queWilches piensa hacer en Santander? Al Altozano. Todo elmundo se pasea de lado a lado. Allí un grupo de políticosdiscutiendo inflamados. El Comité de Salud Pública (unaasociación política de tinte radical) se ha reunido por latarde, ha habido discursos incendiarios. Felipe Zapataprepara un folleto formidable contra el último empréstitoenajenando las rentas del ferrocarril de Panamá; ¿es aca-

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so posible que Núñez se vindique? Parece que en Popa-yán no están contentos con el gobierno, lo que ha deter-minado, por antagonismo, la adhesión de Cali; ¿qué hayde Cipaquirá? Dicen que los peones de las salinas se estánmoviendo… Pasemos. ¿Quién es ese hombre que cruzael Altozano, apurado, mirando eternamente el reloj, con elsombrero alto a la nuca, delgado, moreno, con unos ojosbrillantes como carbunclos, saludando a todo el mundo ypor todos saludado con cariño? Lo sigo con mirada afec-tuosa y llena de respeto, porque en ese cráneo se anidauna de las fuerzas poéticas más vigorosas que han brota-do en el suelo americano… Es Diego Fallon1, el inimitablecantor de la luna vaga y misteriosa, de quien más adelantehablaré. Va a dar una lección de inglés; hay que comer y eltiempo es oro. ¿Quién tiene la palabra, o más bien dicho,quién continúa con la palabra en el seno de aquel grupo?Es José María Samper, que está hablando un volumen, loque no impide que escriba otro apenas entre en su casa.Allí viene un cuervo enjuto, una cara que no deja ver sinoun bigote rubio, una perilla y un par de anteojos… Es unhombre que ha hecho soñar a todas las mujeres america-nas con unas cuantas cuartetas vibrantes como la quejade Safo… es Rafael Pombo. Y Camacho Roldán y Zapata,Manuel A. Caro y Silva, Carrasquilla y Marroquín, Salgary Trujillo, Esguerra y Escobar… todo cuanto la ciudad en-cierra de ilustraciones en la política, las letras y las armas.Más allá, un grupo de jóvenes, la crème de la crème, segúnla expresión vienesa que han adoptado. ¿Hay programapara esta noche? Y los mil comentarios de la vida social,los últimos ecos de lo que se ha dicho o hecho durante el

1. Exijo que pronuncien Falan.

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día en la calle Florián o en la calle Real, cómo están lospapeles, si es cierto que se vende tal hato en la sabana,que Fulano ha vuelto de Fusagasugá, donde están vera-neando, que Zutano se va mañana a pasar un mes en To-caima, y por qué será, y que a Pedro lo han partido con lahoja suelta, que le han echado; se la atribuyen a Diego;mañana hay una rifa en tal parte; ¡qué buena la última ca-ricatura de Alberto Urdaneta! ¿Cuándo acabará de escri-bir X vidas de próceres? Se está organizando un paseo alSalto, de ambos sexos. ¿Quién lo da? ¿Saben la descresta-da de Fulano?…

Una Bolsa, un círculo literario, un areópago, una cote-rie, un salón de solterones, una coulisse de teatro, un fo-rum, toda la actividad de Bogotá en un centenar de metroscuadrados: tal es el Altozano. Si los muros silenciosos deesa iglesia pudieran hablar, ¡qué bien contarían la histo-ria de Colombia, desde las luchas de precedencia y eti-queta de los oidores y obispos de la colonia, desde lascrónicas del Carnero bogotano, hasta las últimas conspi-raciones y levantamientos! Más de una vez también lasangre ha manchado esas losas, más de una vez han sidoteatro de luchas salvajes. El bogotano tiene apego a suAltozano por la atmósfera intelectual que allí se respira,porque allí encuentra mil oídos capaces de saborear unaocurrencia espiritual y de darle curso a los cuatro vien-tos. Madame de Staël en Coppet, suspirando por el sucioarroyo de la rue du Bac o Frou-frou en Venecia, soñandocon el bulevar, no son más desgraciados que el bogotanoque la suerte aleja de su ciudad natal y sobre todo… elAltozano.

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CAPÍTULO XIV

LA SOCIEDAD

Cordialidad. La primera comida. La juventud. Su corteintelectual. El “cachaco” bogotano. Las casas por fuera y

por dentro. La vida social. Un “asalto”. Las mujeresamericanas. Las bogotanas. “Donde” el señor Suárez.La música. Las señoritas de Caicedo Rojas y de Tanco.

El “bambuco”. Carácter del pueblo. El duelo de América.Encuentros a mano armada. Lances de muerte.

Virilidad. Ricardo Becerra y Carlos Holguín.Una respuesta de Holguín. Resumen.

PARA EL VIAJERO en general, nada es más difícil que vivirla vida de la sociedad en cuyo seno se encuentra. ¡Cuántosde nosotros hemos visitado la Europa entera –no hablo deaquellos a quienes una posición excepcional facilita todo–sin conocer, de los países que recorríamos, más que losteatros, los hoteles y el mundo equívoco de las calles! Asíson también las ideas que se forman. Algunas veces sonlos escritores del país mismo los encargados de pintar lasociedad con los colores más repugnantes. ¿Quién se re-solvería a llevar a su familia a Francia, si los cuadros socia-les del Pot-Bouille de Zola fueran exactos, si la bourgeoisiefrancesa fuera el modelo de podredumbre que pinta vili-pendiando y calumniando a su patria?

En América se abren las puertas con más facilidad.A los dos o tres días de mi llegada, después de haber

sido visitado por un gran número de caballeros y cuandovolvía de la afectuosa recepción oficial, donde se me habíaensanchado el corazón ante la manifestación de viva sim-patía por mi país, me encontré con una atenta invitación a

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comer del señor don Carlos Sáenz. Fue en esa primera einolvidable comida donde empecé a conocer lo que era lasociedad bogotana. Pocos momentos más difíciles y másgratos al mismo tiempo. La reunión era selecta, y cadauno, en su amabilidad y alegría, se esforzaba en darme labienvenida. Estaba allí bien representada la juventud deColombia en aquellos hombres cultos, de una correcciónsocial perfecta, de maneras sueltas y elegantes.

El corte intelectual del bogotano joven es característi-co. Desde luego, una viveza de inteligencia sorprendente,eléctrica en su rapidez de percepción. Además, sólida-mente ilustrados, sobre todo con aquel barniz incompara-ble que dan el cultivo de las letras y el amor a las artes. Flo-tando siempre en las ideas extremas del partido a quepertenecen, nada más curioso que las discusiones humo-rísticas que se traban entre ellos sobre política. Las divisio-nes de partido, terribles, salvajes durante la lucha, se disi-pan al día siguiente y no salvan nunca los límites de la vidasocial. ¡Y las cosas que se dicen y la manera cómo un con-servador me presentaba a un radical, su amigo íntimo, quele oía plácidamente decir iniquidades para, a su vez, pintar-me a los godos a través de sus pasiones! El sprit chispea enla conversación; una mesa es un fuego de artificio constan-te; el chiste, la ocurrencia, la observación fina, la cuartetaimprovisada, la décima escrita al dorso del menú, el aplas-tamiento de un tipo de frase, la maravillosa facilidad depalabra… no tienen igual en ninguna otra agrupaciónamericana. El bogotano es esencialmente escéptico; ca-paz de todos los entusiasmos, tiene cierto desdén de hom-bre de mundo por la declamación patriotera de media ca-lle. A un colombiano pur sang se le crispan los nervioscuando se traba ante él una discusión sobre próceres, so-

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bre si Bolívar hizo esto o Santander aquello, si Ricaurte enSan Mateo, etcétera, cuando se cae, en fin, en el eternodado americano, de la independencia, del yugo español.Tiene sobre eso frases excelentes. Una noche, despuésde una cena, en un baile, acompañé a una señora que nohabía tenido inactivo el tenedor, a su asiento, donde seacomodó con voluptuosidad, saboreando una exquisitataza de café. “—¿Se encuentra usted bien, señora? —Per-fectamente; ¡para eso pelearon nuestros padres!”. La re-pública es bogotana pura.

El fondo de escepticismo abraza también las cuestio-nes religiosas; raro es el bogotano del buen mundo que selance en una declamación contra los frailes. Tiene la epi-dermis intelectual nerviosa y cualquier rasgo de mal gus-to los irrita. Pero al mismo tiempo, hiperbólicos, exagera-dos, extremosos en todo. ¿Tienen una antipatía? El infeliz,que a veces no sospechaba haberla inspirado es “un pillo,un canalla, un ladrón, un asesino, un…”, el diccionario en-tero de denuestos. “Ya sé lo que quiere decir, habría dichoP.L. Courrier: es que tenemos opiniones diferentes”.

Lo que los españoles y nosotros llamamos calavera,se llama cachaco en Bogotá. El cachaco es el calavera debuen tono, alegre, decidor, con entusiasmo comunicativo,capaz de hacer bailar una ronda infernal a diez esfingesegipcias, organizador de las cuadrillas de a caballo en laplaza el día nacional, dispuesto a hacer trepar su caballo aun balcón para alcanzar una sonrisa, jugador de altura,dejando hasta el último peso en una mesa de juego a pro-pósito de una rifa, pronto a tomarse a tiros con el que lobusque, bravo hasta la temeridad… y concluye general-mente, después de uno o dos viajes a Europa, desencanta-do de la vida, en alguna hacienda de la sabana, de donde

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sólo hace raras apariciones en Bogotá. El cachaco es eltipo simpático, popular, bien nacido –como en todas lasrepúblicas, hay allí mucha preocupación de casta–, con suligero tinte de soberbia, mano y corazón abiertos. Pero elcachaco se va; ya los de la generación actual reconocenestar muy lejos de la cachaquería clásica del tiempo desus padres, pero se consuelan pensando en que las gene-raciones que vienen tras ellos, valen mucho menos.

La vida social no es muy activa respecto a fiestas. Vie-ne por ráfagas. De pronto, sin razón ostensible, cinco oseis familias fijan su día de recepción, donde se baila, seconversa, se pasan noches deliciosas. De tiempo en tiem-po, un gran baile, tan lujoso y brillante como en cualquiercapital europea, o entre nosotros. Mis primeras impresio-nes al aceptar invitaciones de ese género o pagar visitas,fueron realmente curiosas. Llegaba al frente de una casa,de pobre y triste aspecto, en una calle mal empedrada, porcuyo centro corre el eterno caño; salvado el umbral, ¡quétransformación! Miraba aquel mobiliario lujoso, los espe-sos tapices, el piano de cola de Erhard o Chickering, y so-bre todo, los inmensos espejos, de lujosos marcos dora-dos, que tapizaban las paredes, y pensaba en el camino deHonda a Bogotá, en los indios portadores, en la cargaabandonada en la montaña, bajo la intemperie y la lluvia,en los golpes a que estaban expuestos todos esos objetostan frágiles. En Bogotá, para obtener un espejo, si bien sepide un marco, hay que encargar cuatro lunas, de las quesólo una llega sana. Se comprende hasta dónde debenhaberse desenvuelto las necesidades de comodidad por lacultura social, para que las familias se resuelvan a los sa-crificios que instalaciones semejantes imponen.

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En las reuniones, una cordialidad, una aisance debuen tono, inimitables. Se baila bien, con esa gracia delas mujeres americanas que no tiene igual en el mundo;las mujeres bailan mejor que los hombres. Me recorda-ban la limeña flexible como una palmera, con sus ojosresplandecientes y su ondulación enloquecedora. Cuan-do la reunión es íntima, una linda criatura toma un tiple(especie de guitarra, pero más penetrante), tres o cuatrola rodean para hacer la segunda voz, y como un murmu-llo impregnado de quejidos se levanta la triste melodía deun bambuco.

Se comprende fácilmente que los jóvenes se resistana conformarse con la privación de esas fiestas tan gratas.Cuando llega una época de calma –que viene y se va sinsaber por qué, puesto que las estaciones del año se suce-den insensiblemente, sin variación notable en la tempera-tura–, ¡qué combinaciones de genio para determinar a unpatricio reacio a abrir sus salones! La intriga se arma en lacalle Florián, preguntando a éste y a aquél si están invita-dos a la tertulia en casa de X… y cuando llega la hora delAltozano, toda la cachaquería no habla de otra cosa. Al fin,la especie llega a oídos de la víctima elegida, que, si eshombre de buen gusto, sonríe e invita.

Cuando la maquinaria no da resultado, entra a funcio-nar la gruesa artillería, y se organiza un asalto. Se eligeuna casa de confianza, se pasa la voz entre diez o doce fa-milias, y todo el mundo cae de visita, a la misma hora, porcasualidad. Mientras la dueña de casa se toma la cabezaentre las manos, éste ha abierto el piano, aquéllos hanapartado la mesa del centro, uno, trepado en una silla, seocupa de encender las velas de la araña superior, bienpronto suena un vals, la animación cunde, y cuando el

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dueño de casa vuelve de su partida de tresillo en lo de Sil-va o el Jockey, se le sale al encuentro agradeciéndole laamable fiesta que ha dado sin saberlo. En los últimostiempos se ha introducido una ligera reforma al sistemade asaltos: se avisa un par de horas antes al propietario o ala señora de la casa designada, no para darle tiempo dedefenderse, sino por pura cuestión de sibaritismo: es paraque el champaña esté helado y los sandwiches frescos.

¡Cómo comprendo hoy que el extranjero se enloquez-ca con nuestras mujeres americanas, del Caribe al Plata!Es un ser distinto a la mujer europea; lo reúnen todo: elaire elegante y distinguido de la francesa, el cuerpo mode-lado a la griega de la hija de Nueva York o de Viena, la gra-cia española, el vigor de alma italiano, las líneas correctasde una fisonomía inglesa… ¡Pero tienen la indecible movi-lidad de espíritu que les es propia, esa música en la vozque embriaga, los acentos profundos inspirados por la pa-sión, y cuando aman, se dan con el olvido del pasado, conla non curanza suprema del porvenir, absorbidas, confun-didas en el amor soberbio que las exalta! ¡Qué agitaciónmisteriosa, intensa, debe hacer latir como una ola el cora-zón del alemán que se siente entrelazado por dos brazosque hablan en su presión suave, en su contacto tibio y es-tremecido! ¡Todo lo que ha soñado bajo la influencia de unlieder de Heine, cuanto ha podido vislumbrar en el mundodelicioso que crea la imaginación, bañada el alma de unamelodía de Mendelssohn lo ve palpitante ante sus ojosirradiando la santa voluptuosidad que atrae los cuerpos enla tierra, bajo la ley constante del amor!…

Estas condiciones que nos distinguen entre la razahumana, y que el día en que la América ocupe su sitio defi-nitivo en la tierra brillarán ante el mundo, la altivez, el des-

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prendimiento, el valor, la planta firme para alcanzar la ab-negación, el desprecio profundo por las cosas bajas y ras-treras, todo nos viene de la mujer americana, todo nos loha dado en germen la madre, todo lo desarrolla la mujerquerida con la pureza serena de su mirada. No le habléisde dinero, no pretendáis ofuscarla con el brillo vano de laposición; buscad el camino del alma, si queréis llegar aella; sed digno, generoso y bravo… ¡Sólo así se llega a lapuerta del templo, pero cuando ésta se abre, cerrad losojos y pedid la muerte en ese instante, porque habéis res-pirado una atmósfera sobrehumana, porque todo lo demásque la vida os guarde, será raquítico ante ese recuerdo!…

Las mujeres bogotanas no desmerecen, por cierto,de sus hermanas de América. Son generalmente peque-ñas, muy bien formadas, atrayentes por la pureza de sucolor, y sobre todo, para uno de nosotros, por el encantoirresistible de la manera de hablar. Tienen una músicacadenciosa en la voz, menos pronunciada que la que seobserva en nuestras provincias del norte. El idioma, porotra parte, tan distinto del nuestro en sus giros y locucio-nes, produce en aquellos labios frescos una impresión in-decible. Hay entre ellas tipos de belleza completos, peroen la colectividad, es la gracia la condición primordial, elsuave fuego de los ojos, la elegante ondulación de la cabe-za, el movimiento, el entrain continuo, lo que convierteuna pequeña sala en un foco de vida y animación.

Casi todas las familias principales han viajado, y alentrar en un salón y contemplar las toilettes que parecensalidas la víspera del reputado taller de una modista deParís, nadie creería que se encontrara en la cumbre de uncerro perdido en las entrañas de la América.

No me olvidaré nunca de aquellas deliciosas comidas

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en casa de don Diego Suárez, cuyo hogar hospitalario mefue abierto con tanto cariño. Nunca éramos menos dequince o veinte, y desde el primer plato, la mesa era unaarena para el espíritu de los concurrentes. ¡Qué anima-ción! ¡Cómo se cruzaban las ocurrencias más originales einesperadas! También, ¡cómo esperar que en Bogotá en-contraría una obra maestra como la bodega del señor Suá-rez! Los vinos, elegidos por él en Europa, habían triplicadode valor en su larga travesía, y cuando los degustábamos,sentíamos que aquel chisporroteo de espíritus nos impe-día entregarnos a esa grave tarea con la seriedad necesa-ria. Pero, ¿cómo hacer? Los postres servidos, todo el mun-do saltaba por dejar la mesa. Cuando llegábamos al salón,una joven estaba ya sentada al piano –¿cuál de ellas no esmúsica?–, los balcones abiertos nos invitaban a gozar de lacaída de una de esas tardes frescas y serenas de la sabana,los grupos se organizaban, llegaba el momento de lascharlitas íntimas y deliciosas, y cuando las sombras ve-nían, comenzaba la sauterie improvisada, el bambuco encoro, la buena música, todos los encantos sociales, en unaatmósfera delicada de cordialidad y buen tono.

¡Y los recibos donde1 Bengoechea, Restrepo, Tanco,Koppel, Soffia, Mier, Samper, etcétera!

He dicho ya la afición inmensa que hay en Bogotá porla música. No hay casi una niña que no toque bien el pia-no, y recuerdo entre ellas a dos de la naturaleza más pro-fundamente artística que he encontrado en mi vida. Encualquier parte del mundo habrían llamado la atención.Una de ellas, la señorita de Caicedo Rojas, tiene la intui-ción maravillosa de los grandes maestros.

1. Locución común a toda la América española, excepto el Plata, y quereemplaza nuestro antigramatical “en lo de”.

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La intuición, porque nunca ha salido de Bogotá y noha podido, por consiguiente, asimilarse la tradición de losconservatorios europeos respecto a la interpretación delos clásicos. Es indudable: se necesita nacer con un orga-nismo musical para distinguir en los tintes del estilo lasobras de los poetas clásicos del sonido. ¡Con qué solemnemajestad traducía a Beethoven! ¡Qué ligereza elegante ydelicada adquiría su mano para bordar sobre el tecladouno de esos tejidos aéreos de Mozart, tan tenues como loshilos invisibles con que dirigía su carro la reina Mah! So-lloza con Schubert, canta y sueña con Rubinstein, conser-vando siempre, arriba de todo, el carácter expresivo de supersonalidad. ¿Me perdonará estas líneas la suave y mo-desta criatura a quien debo un momento inolvidable?

¿Me perdonará la señorita Teresa Tanco, mi simpáti-ca compañera del Magdalena, si le repito en estas páginaslo que tantas veces leyó en mis ojos, esto es, que tienenrazón los bogotanos de estar orgullosos de ella por su es-píritu, la altura de su carácter y su talento musical incom-parable? Sentada al piano, moviendo el arco de su violín,haciendo gemir un oboe o las cuerdas del arpa o del tiple,cantando bambucos con su voz delicada y justa, compo-niendo trozos como el Alba, que es una perla, siempreestá en la región superior del arte.

No conoce la poesía sencilla e íntima de nuestra natu-raleza americana aquel que no ha oído cantar a dúo unbambuco colombiano a las señoritas Tanco.

El bambuco es el triste de nuestra campaña, pero másmusical, más artístico. La misma melodía primitiva, elmismo acento de tristeza y queja, porque la música, entodas las regiones sociales, es el eterno consolador de lasamarguras humanas. A ella acuden las sociedades cultas

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para alcanzar un reflejo de ese ideal que va muriendo bajoel pie de hierro del positivismo actual, a ella, el habitantede los campos y de las montañas, para traducir las penasque turban su corazón simple, pero corazón de hombre.

Transcribo aquí dos bambucos2. Como se verá, elverso en sí mismo no vale nada; es la música que lo acom-paña, la expresión con que se dice, lo que constituye todosu mérito. Tal triste, oído una noche en un pobre ranchode nuestros campos con profunda emoción, que no resis-te a la tentativa de trasladarlo a una orquesta como motivode sinfonía.

Los ensayos que se han hecho en ese sentido, no handado nunca resultado…

Flor la más bellaDe entre mis flores,Lucero hermosoDe un cielo azul,Precioso emblemaDe mis amores,Nuncio queridoDe horas mejores…Esa eres tú.

Ave que gimeLejos del nido,Lejos del bosqueDonde nació,Pájaro erranteQue sorprendido

2. Debo la transcripción de estos dos bambucos, que es imposible en-contrar escritos en Colombia, a la amabilidad y al talento de la señoritaTeresa Tanco.

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Por las tinieblasVaga perdido…Ese soy yo…

Cruzo la sendaSola y oscura,Dame un destelloDe tu alba luz.Soy árbol mustio,Quiero frescura,Soy desgraciado,Quiero ventura…Dámela tú.

Como se ve, son simples cantares populares, ecosmelancólicos y tristes, como si ese tinte del espíritu fuerael único rasgo que identifica a la especie humana bajo to-dos los climas y en todas las latitudes. Repito, una vezmás, que el encanto está en la música y en la suavidad dela expresión al cantarla.

Es muy frecuente, por las noches oír, en los sitios delos suburbios donde el pueblo se reúne, bambucos encoro, cantados con voces toscas, pero con un acento detristeza que hace soñar. Si no fuera la influencia terriblede la chicha, que ya he mencionado, el pueblo colombia-no –hablo de la masa proletaria y errante–, con su maravi-llosa predisposición artística, se elevaría rápidamente enla escala de la civilización. Como raza indígena, la conside-ro superior, no sólo a la nuestra, que es la primera en bar-barie y atrofia intelectual3 sino también a la del Perú, queno tiene los instintos de dignidad que caracterizan a la

3. Me refiero al indio puro.

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colombiana. El valor de los indios de Colombia, sobre to-do de aquellos que viven en regiones montañosas –puesel clima terrible de la tierra caliente enerva a los que na-cen y se forman dentro de esa atmósfera de fuego–, es hoytradicional en aquella parte de América. En la guerra de laindependencia, como en las largas y cruentas luchas civi-les que se han sucedido hasta 1876, cada batalla ha sidouna hecatombe. En una de las últimas, después de un díaentero de batallar, con las mortíferas armas modernas, lavictoria quedó indecisa y perdió cada uno de los ejércitosmás del cincuenta por ciento de su efectivo.

Tengo la seguridad de que, si alguna vez la indepen-dencia de Colombia es amenazada o su honor ultrajado,podrá contar para defenderse con un ejército de más de100.000 hombres, bravo, paciente y entusiasta.

De todos los países de la América del Sur, sólo en lasregiones que baña el Plata se ha desenvuelto y reina sobe-rana la institución social del duelo. En Chile y el Perú sontan raros los encuentros individuales, que se citan y re-cuerdan los pocos que han tenido lugar. ¿Es la influenciade la sociabilidad francesa la que, haciéndose sentir entrenosotros por medio de su literatura corriente, ha hechopersistir en nuestros hábitos la manía del duelo? ¿Respon-de acaso esa práctica a una vaga presión etnográfica, sipuedo expresarme así, puesto que la vemos imperar ennuestros campos, convertida en una ley ineludible para elgaucho? Tenemos, es cierto, la sangre ardiente, el puntode honor de una susceptibilidad a veces excesiva, la vani-dad del valor llevada a la altura de la pasión; pero sería ri-dículo pretender que esos caracteres no distinguían tam-bién a los demás pueblos americanos.

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En Colombia, el duelo, aunque más frecuente que enChile y el Perú, no es común. En cambio, reina desgracia-damente una costumbre que los mismos colombianos ca-lifican de salvaje. A pesar de toda mi simpatía y cariño porellos, no puedo desmentirlos.

Un hombre insultado en su honor, o en su reputación,hace lealmente decir a su enemigo que se arme, porque loatacará donde lo encuentre. Ahora bien, en Bogotá, lagente de cierta clase social –porque es, desgraciadamen-te, entre el alto mundo donde tienen lugar esas escenasdeplorables– sólo se encuentra durante el día en las callesFlorián o Real, y por la mañana y a la tarde en el Altozano.Yo mismo he presenciado, en la primera de las calles men-cionadas, a las cuatro de la tarde, hora en que se agrupaallí una numerosa concurrencia, un encuentro de ese gé-nero entre dos hombres pertenecientes a la más alta so-ciedad bogotana. Revólver en mano, separados sólo por elcaño, se atacaron con violencia, disparando uno sobre elotro casi todas las balas de su arma. ¿Cómo no se hirie-ron? La excitación natural, el movimiento recíproco lo ex-plican suficientemente. Lo que me llamó la atención fueque ninguno de los circunstantes –la mayor parte de loscuales, la verdad sea dicha, tomaron una prudente y pre-cipitada retirada–, no saliera con un balazo en el cuerpo.Los proyectiles se habían enterrado a la altura de un hom-bre en las dos paredes opuestas a los combatientes, queconcluyeron por venirse a las manos, siendo entonces se-parados por algunas personas.

Por desgracia, raro es el incidente de ese género quese termina de una manera tan feliz. Más de un joven bri-llante, más de un hombre de mérito ha muerto en uno deesos combates, leales, es cierto, porque no hay jamás trai-

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ción ni sorpresa, pero, lo repito, no por eso menos salva-jes. No citaré ninguno de esos casos; pero, ¿quién no re-cuerda en Bogotá la historia terrible de aquel anciano quehabiendo ofendido involuntariamente a un hombre joveny de pasiones profundas, le pidió públicamente perdón, searrodilló a los pies del arzobispo para que éste evitara elencuentro a que su adversario lo incitaba de una maneraimplacable; hizo, en una palabra, cuanto es dado hacer aun hombre para aplacar a otro? Todo fue inútil y un día elanciano se vio atacado bajo el portal de una iglesia; mar-chó recto a su enemigo, sufriendo el fuego continuo de surevólver; llegó junto a él, lo tendió de un balazo, y luego leenterró una daga en el corazón hasta la empuñadura…¡No lancéis la primera piedra contra ese hombre de cabe-llos blancos, débil, creyente y devoto, que se había humi-llado, hundido la frente entre el polvo a los pies de su ad-versario y que había vivido la vida amarga y angustiosa delpeligro a todas horas y en todos los momentos! Ese ancia-no vive aún, legítimamente rodeado del respeto colectivo,pero sus labios no han vuelto a sonreír.

¿Y aquel joven deslumbrante, que en un encuentro,tal vez suscitado por él, muere entre los brazos de unamujer abnegada, que quiere defenderlo con su cuerpocontra los golpes de su matador implacable?… Y el mata-dor, poco después, cae en una plaza pública, bajo las pri-meras balas de un motín insignificante…

Sí, bárbara, esa tradición de otros tiempos, persistien-do como un fenómeno en nuestros días, dentro de la cul-tura de nuestra atmósfera social; bárbara, pero que revelala virilidad de ese pueblo. Nada más vulgar y común queel valor necesario para un duelo; pero esa expectativa detodos los instantes, esa sobreexcitación continua de los

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sentidos, olfateando, como la bestia, un peligro en cadasombra, un enemigo en cada hombre que avanza, requie-re una firmeza inquebrantable.

Hay también los duelos famosos, entre otros el de Ri-cardo Becerra y Carlos Holguín, dos de las cabezas másbrillantes y dos de los corazones más generosos que tieneColombia; la política los llevó al terreno, la sangre co-rrió… pero el rencor no penetró en esas almas tan hechaspara comprenderse. Holguín, jefe de una de las seccionesmás importantes del partido conservador, acaba de repre-sentar a su país en varias cortes europeas, con dignidad,brillo y talento. Será siempre un timbre de honor para elgobierno del doctor Núñez haber destruido la barrera dela intransigencia política, llamando a los altos puestos di-plomáticos a conservadores de la talla de Holguín… Ver-dad es, y esto sea dicho aquí entre nosotros, que Holguínfue uno de los cachacos más queridos de Bogotá, que leha conservado siempre el viejo cariño. Tiene un espíritu yuna sangre fría incomparables. Después de la revoluciónde 1876, los conservadores, cuyas propiedades habíansoportado todo el peso de la dura ley de la guerra, queda-ron vencidos, agobiados, más aún, achatados. Una tarde,Holguín se paseaba melancólicamente en Bogotá, cuandodel seno del grupo liberal, salió el grito de “¡Abajo los con-servadores!” Holguín se dio vuelta tranquilamente y enca-rándose con el gritón, le dijo con su acento más culto:“¿Tendría usted la bondad de indicarme cómo es posiblecolocarnos más abajo aún de lo que estamos?” Los rieursse pusieron de su lado y siguió plácidamente su camino.

Resumiendo: una sociedad culta, inteligente, instrui-da y característica. He dicho antes que Colombia se harefugiado en las alturas, huyendo de la penosa vida de las

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costas, indemnizándose, por una cultura intelectual in-comparable, de la falta completa de progresos materiales.Es, por cierto, curioso llegar sobre una mula, por sendasprimitivas en la montaña, durmiendo en posadas de laEdad Media, a una ciudad de refinado gusto literario, deexquisita civilidad social y donde se habla de los últimosprogresos de la ciencia como en el seno de una academiaeuropea. No se figuran por cierto en España, cuando sushombres de letras más distinguidos aplauden sin reservalos grandes trabajos de un Caro o de un Cuervo, que susautores viven en la región del cóndor, en las entrañas de laAmérica, a veces, y por largos días, sin comunicación conel mundo civilizado…

El extranjero vive mal en Bogotá, sobre todo cuandosu permanencia es transitoria. Los hoteles son deplora-bles y no pueden ser de otra manera. Bogotá no es puntode tránsito para ninguna parte. El que llega allí, es porqueviene a Bogotá, y los que a Bogotá van, no son tan nume-rosos que puedan sostener un buen establecimiento deese género.

Pero, ¡cómo se allanan las dificultades materiales dela vida en el seno de aquella cultura simpática y hospitala-ria! ¡Cómo os abren los brazos y el corazón aquellos hom-bres inteligentes, varoniles y despreocupados! He pasadoseis meses en Bogotá; no sé si una vez más volveré a re-montar el Magdalena y a cruzar los Andes al monótonopaso de la mula; ¡pero, si el destino me reserva esa nuevaperegrinación, siempre veré con júbilo los puntos de laruta que conduce a la ciudad querida, cuyo recuerdo estáiluminado por la gratitud de mi alma!

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CAPÍTULO XV

EL SALTO DE TEQUENDAMA

La partida. Los compañeros. Los caballos de la sabana.El traje de viaje. Rosa. Soacha. La hacienda

de San Benito. Una noche toledana. La leyendadel Tequendama. El mito chibcha. Humboldt.

El brazo de Neuquetheba. El río Funza. Formacióndel salto. La hacienda de Cincha. Paisajes. La cascada

vista de frente. Impresión serena. En busca de otroaspecto. Cara a cara con el salto. El torrente. Impresiónviolenta. La muerte bajo esa faz. La hazaña de Bolívar.

La altura del salto. Una opinión de Humboldt. Discusión.El salto al pie. El doctor Cuervo. Regreso.

AL FIN LLEGÓ EL DÍA tan deseado del paseo clásico deColombia, la visita al salto de Tequendama, la maravillanatural más estupenda que es posible encontrar en la cor-teza de la tierra. Desde que he puesto el pie en la altiplani-cie andina, sueño con la catarata, y cuando, al cansadopaso de mi mula, llegué a aquel punto admirable que sellama el Alto de Robe, desde el cual vi desenvolverse a misojos atónitos la inmensa sabana, parecióme oír ya “delTequendama el retemblar profundo”.

Ha llegado el momento de ponernos en marcha; eldía está claro y sereno, lo que nos promete una atmósferatransparente al borde del salto. A las tres de la tarde, lacaravana se pone en movimiento. Somos ocho amigos,sanos, contentos, jóvenes y respirando alegremente elaire de los campos, viendo la vida en esos momentos co-lor rosa, bajo la impresión de la profunda cordialidad queimpera y ante la perspectiva de las hondas emociones del

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día siguiente. Son Emilio Pardo, tan culto, tan alegre ysimpático; Eugenio Umaña, el señor feudal del Tequenda-ma, en una de cuyas haciendas vamos a dormir, caballero-so, con todos los refinamientos de la vida europea por laque suspira sin cesar, músico consumado; Emilio del Pe-rojo, encargado de negocios de España, jinete, decidor,pronto para toda empresa, con un cuerpo de hierro contrael que se embota la fatiga; Roberto Suárez, varonil, utópi-co, trepado eternamente en los extremos, exagerado, pin-toresco en sus arranques, incapaz de concebir la vida bajosu chata y positiva monotonía, apasionado, inteligente einstruido; Carlos Sáenz, poeta de una galanura exquisita yde una facilidad vertiginosa, chispeante, sereno, igual enel carácter a un cielo sin nubes; Julio Mallarino, hijo deldignísimo hombre de Estado que fue presidente de Co-lombia, espiritual, hábil, emprendedor, literato en sus ra-tos perdidos; Martín García Mérou, meditando su odaobligada al salto, y por fin, yo, en uno de los mejores ins-tantes de mi espíritu, nadando en la conciencia de un bien-estar profundo, con buenas cartas de mi tierra recibidasen el momento de partir y con la tranquilidad que comuni-can los pequeños éxitos de la vida.

Volábamos sobre la tendida sabana, gozando deaquella indecible fruición física que se siente cuando secorre por los campos sobre un caballo de fuego y sangre,estremeciéndose al menor ademán que adivina en el jine-te, la boca llena de espuma, el cuello encorvado y pidien-do libertad, para correr, volar, saltar en el espacio comoun pájaro.

No he montado en mi vida un animal más noble y ge-neroso que aquel bayo soberbio que mi amigo J.M. deFrancisco tuvo la amabilidad de enviarme a la puerta de

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mi casa, aparejado a la orejón, como si dijéramos a la gau-cha. Verdad que el caballo de la sabana de Bogotá es unaespecialidad; todos ellos son de paseo, y es imposible for-marse una idea de la comodidad de aquel andar sereno,cuya suavidad de movimiento no se pierde, ni aun en losinstantes de mayor agitación del animal. No tienen aquelridículo braceo de los caballos chilenos, tan contrarios a lanaturaleza, pero su brío elegante es incomparable. Encor-van la cabeza, levantan el pecho, pisan con sus férreoscascos con una firmeza que parte la piedra y fatigan el bra-zo del jinete que tiene que llevarlos con la rienda rígida. Laespuela o el látigo son inútiles; basta una ligera inclina-ción del cuerpo para que el animal salte, y como dicennuestros paisanos, pida rienda. Y así marchan días ente-ros; después de un violento viaje de dieciséis leguas, consus carreras, saltos, etcétera, he entrado en Bogotá conlos brazos muertos y casi sin poder contener mi caballo,que, embriagándose con el resonar de sus cascos herra-dos sobre las piedras, aumentaba su brío, saltaba el arro-yo como en un circo y daba muestras inequívocas de tenerveleidades de treparse a los balcones. Todos los animalesque montábamos, eran por el estilo; en el camino llanoque va a Soacha, sólo una nube de polvo revelaba nuestrapresencia. Volábamos por él, y los caballos, excitándosemutuamente, tascaban frenéticos los frenos, y cuando al-gún jinete los precipitaba contra una pared baja de adobeso contra un foso, salvaban el obstáculo con indecible ele-gancia.

El traje que llevábamos es también digno de men-ción, porque era el que usa todo colombiano en viaje. Enla cabeza, el enorme sombrero “suaza”, de paja, de anchasalas que protegen contra el sol, y de elevada copa que

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mantiene fresco el cráneo. Al cuello, un amplio pañuelo deseda que abriga la garganta contra la fría atmósfera de lasabana al caer la noche; luego, nuestro poncho, la ruanacolombiana, de paño azul e impermeable, corta, llegandopor ambos lados sólo hasta la cintura. Por fin, los zama-rros nacionales, indispensables, sin los cuales nadie mon-ta, que yo creía, antes de ensayarlos, el aparato más inútilque los hombres hubieran inventado para mortificaciónpropia, opinión sobre la que, más tarde, hice enmiendahonorable. Los zamarros son dos piernas de calzón, demedia vara de ancho, cerradas a lo largo, pero abiertas ensu punto de unión, de manera que sólo protegen las extre-midades. Cayendo sobre el pie metido en el estribo moris-co que semeja un escarpín, dan al jinete un aire elegante yseguro sobre la silla. Son generalmente de caucho, perolos orejones verdaderos, la gente de campo, los usan decuero de vaca con pelo, simplemente sobado1. Si se tieneen cuenta que en aquellas regiones los aguaceros torren-ciales persisten las tres cuartas partes del año, se com-prenderá que estas precauciones son indispensables paralos viajes en la montaña, en climas donde una mojadurapuede costar la vida.

Pronto estuvimos en Bosa, distrito del departamentode Bogotá, antiquísimo pueblo chibcha, que fue el cuartelgeneral de Gonzalo Jiménez de Quesada antes de la fun-dación de Bogotá, y lugar de recreo del virrey Solís, quepodía allí dar rienda suelta a su pasión por la caza de patos.

Una hora más tarde cruzábamos bulliciosamente lasmuertas calles de la triste aldea de Soacha, de 2.500 habi-tantes y con 1 metro de elevación sobre el nivel del mar

1. Los elegantes de Bogotá los usan de cuero de león.

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por habitante. En las inmediaciones de Soacha, y a 2.260metros de elevación, dice Humboldt que encontró huesosde mastodonte. ¡Deben esos restos de un mundo desva-necido haber reposado allí muchos millares de años antesde ser hollados por la planta del viajero alemán!

Los visitantes comunes del salto hacen noche en Soa-cha, para madrugar al día siguiente y llegar a la catarataantes de que las nieblas la hagan invisible. Pero nosotrosíbamos con el señor de la comarca, pues la región del Te-quendama pertenece a la familia Umaña, por conce-sión del rey de España, otorgada hace doscientos y tantosaños. Nos dirigíamos a una de las numerosas haciendasen que está subdividida, la de San Benito, a la que llega-mos cuando la noche caía y el viento fresco de la sabanaabierta empezaba a hacernos bendecir los zamarros y laruana cariñosa. Allí nos esperaba una verdadera sorpresa,en la mesa luculiana que presentó el anfitrión, con unmenú digno del Café Anglais, y unos vinos, especialmen-te un oporto feudal, que habría hecho honor a las bodegasde Rothschild.

Allí pasamos la noche, es decir, allí la pasaron los que,como Pardo, Perojo y yo, tuvimos la buena idea de dar unlargo paseo después de comer. Mientras, tendidos en eldeclive de una parva, hablábamos de la patria ausente ycontemplábamos la sabana, débilmente iluminada por laclaridad de la noche y las cimas caprichosas de las peque-ñas montañas que la limitan, llegaban a nuestros oídosruidos confusos desde el interior de la casa, rumor deduro batallar, gritos de victoria, imprecaciones, himnos.Cuando dos horas más tarde entramos en demanda denuestros lechos, los campos de la Moscovia, de Eylau o deSedán, eran idilios al lado del cuadro que se nos ofreció a

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la vista. Aún recuerdo una almohada que era un poema.Como aquellos sables que en el furor del combate se con-vierten en tirabuzones, la almohada, abierta de par en par,dejaba escapar la lana por las anchas heridas, mientrasque un débil pedazo de funda procuraba retenerla en suforma prístina. Mesas derribadas, sillas desvencijadas,botines solitarios en medio del cuarto y en los rincones,sobre los revueltos lechos, los combatientes inertes, ex-haustos. El cuarto diplomático había sido respetado, yganamos nuestras camas con la sensación deliciosa delpeligro evitado.

Como al amanecer debemos ponernos en camino delsalto, ha llegado el momento de explicar su formaciónbuscando previamente su fe de bautismo, su filiación en lateogonía chibcha. La imaginación de los americanos pri-mitivos, que ha creado las leyendas originarias de Méxicoy del Perú, tiene que brillar también en estas alturas, don-de la proximidad de los cielos debe haberle comunicadomayor intensidad y esplendor.

No fatigaré exponiendo aquí toda la mitología chib-cha, raza principal de las que poblaban las alturas de loque hoy se llama Colombia, cuando en 1535 llegaban portres rumbos distintos los conquistadores españoles. En-tre éstos, Quesada, el más notable, recogió las principalesleyendas, y aunque desgraciadamente su manuscrito seperdió, los historiadores del nuevo reino de Granada lashan conservado salvándolas del olvido.

Humboldt, refiriéndose a las tradiciones religiosasde los indios respecto al origen del salto de Tequendama,dice así:

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Según ellas, en los más remotos tiempos, antes que la Lunaacompañase a la Tierra, los habitantes de la meseta de Bo-gotá vivían como bárbaros, desnudos y sin agricultura, nileyes, ni culto alguno, según la mitología de los indios muis-cas o moscas. De improviso se aparece entre ellos un ancia-no que venía de las llanuras situadas al este de la cordillerade Chingasa, cuya barba, larga y espesa, le hacía raza distin-ta de la de los indígenas. Conocíase a este anciano por lostres nombres de Bochica, Neuquetheba y Zuhé, y asemejá-base a Manco Capac. Enseñó a los hombres el modo devestirse, a construir cabañas, a cultivar la tierra y reunirseen sociedad; acompañábalo una mujer a quien también latradición da tres nombres: Chia, Yuvecahiguava y Huitaca.De rara belleza, aunque de una excesiva malignidad, con-trarió esta mujer a su esposo de cuanto él emprendía parafavorecer la dicha de los hombres. A su arte mágico sedebe el crecimiento del río Funza, cuyas aguas inundarontodo el valle de Bogotá, pereciendo en este diluvio la mayo-ría de los habitantes, de los que se salvaron unos pocos so-bre la cima de las montañas cercanas. Irritado el anciano,arrojó a la hermosa Huitaca lejos de la Tierra, convirtióseen Luna entonces, comenzando a iluminar nuestro planetadurante la noche. Bochica, después, movido a piedad de lasituación de los hombres dispersos por las montañas, rom-pió con mano potente las rocas que cerraban el valle por ellado de Canoas y Tequendama, haciendo que por esta aber-tura corrieran las aguas del lago de Funza, reuniendo nue-vamente a los pueblos en el valle de Bogotá. Construyó ciu-dades, introdujo el culto al Sol y nombró dos jefes a quienesconfió el poder eclesiástico y secular, retirándose luego,bajo el nombre de Idacanzas, al valle santo de Iraca, cercade Tunja, donde vivió en los ejercicios de la más austera pe-nitencia, por espacio de 2.000 años.

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Es necesario haber visto aquella solución de la mon-taña por donde el Funza penetra bullicioso y violento,aquellas rocas enormes, suspendidas sobre el camino,como si hubieran sido demasiado pesadas para el brazode los titanes en su lucha con los dioses, para apreciar elmito chibcha en todo su valor. Hay allí algo como el rastrode una voluntad inteligente y de la tutela eterna y profun-da de la naturaleza sobre el hombre, tiene que haber sidopersonificada por el indio cándido en la fuerza sobrehu-mana de uno de esos personajes que aparecen en el alborde las teogonías indígenas como emanaciones directas dela divinidad.

La mañana estaba bellísima, y el aire fresco y puro delos campos exalta la energía de los animales que nos lle-van a escape por la sabana. Pronto llegamos a la haciendade Tequendama, situada al pie del cerro, en una posiciónsumamente pintoresca. Pasamos sin detenernos, entra-mos en las gargantas y pronto costeamos el Funza, quecomo el hilo de la virgen griega, nos guía por entre aquellaberinto de rocas, piedras sueltas ciclópeas, desfiladerosy riscos.

El río Funza o Bogotá se forma en la sabana del mis-mo nombre de las vertientes de las montañas, y tomapronto caudal con la infinidad de afluentes que arrojan enél sus aguas. Después de haber atravesado las aldeas deFontibón y Cipaquirá, tiene, al acercarse a Canoas, unaanchura de 44 metros. Pero, a medida que se aproxima alsalto se van encajonando y, por lo tanto, su ancho se redu-ce hasta 12 y 10 metros. Desde que abandona la sabana,corre por un violento plano inclinado, estrellándose con-tra las rocas y guijarros que le salen al paso como paradetenerlo y advertirle que a cierta distancia está el temido

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despeñadero. El río parece enfurecerse, aumenta su rapi-dez, brama, bate las riberas, y de pronto la inmensa molese enrosca sobre sí misma y se precipita furiosa en el va-cío, cayendo a la profundidad de un llano que se extiendea lo lejos, a 200 metros2 del cauce primitivo. Tal es la for-mación del salto de Tequendama.

Luego de haber seguido el río por espacio de mediahora, gozando de los panoramas más variados y grandio-sos que puedan soñarse, nos apartamos de la senda y co-menzamos a trepar la montaña. El ruido de la cascada,que empezábamos ya a oír distintamente, se fue debilitan-do poco a poco. No había duda que nos alejábamos delsalto. Era simplemente una nueva galantería de Umaña,que quería mostrarnos la maravilla, primero, bajo su as-pecto puramente artístico, idealmente bello, para más tar-de llevarnos al punto donde ese sentimiento de suave ar-monía que despierta el cuadro incomparable, cediera elpaso a la profunda impresión de terror que invade el alma,la sacude, se fija allí y persiste por largo tiempo. ¡Oh!, ¡porlargo tiempo! Han pasado algunos meses desde que misojos y mi espíritu contemplaron aquel espectáculo estu-pendo y aún, durante la noche, suelo despertarme so-bresaltado con la sensación del vértigo, creyéndome des-peñado al profundo abismo…

De improviso apareció, en una altura, la poética ha-cienda de Cincha, desde la que se distingue una vista her-mosísima. A la izquierda, la curiosa altiplanicie llamada laMesa, que se levanta sobre la tierra caliente. A la derecha,Canoas, con las faldas de sus cerros, verdes y lisas, dondese corre el venado, soberbio y abundante allí. Abajo, San

2. Como se verá más adelante, no hay dato exacto a este respecto.

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Antonio de Tena, medio perdido entre las sombras de lallanura y las luminosas ondas solares. Todo esto, contem-plado por entre la abertura de un bosque y al borde de unprecipicio, donde el caballo se detiene estremecido, pre-para el alma dignamente para las poderosas sensacionesque le esperan.

Empezamos el descenso por sendas imposibles y enmedio de la vigorosa vegetación de la tierra fría, pues res-piramos una atmósfera de 13 grados centígrados. Prontodejamos los caballos y continuamos a pie, guiados porentre la maleza, las lianas y los parásitos que obstruyen elpaso, por dos o tres muchachos de la hacienda que vansaltando sobre las rocas gregarias y los troncos enormestendidos en el suelo, con tanta soltura y elegancia comolas cabras del Tirol.

Así marchamos un cuarto de hora, conmovidos yapor un ruido profundo, solemne, imponente, que suena ala distancia. Es un himno grave y monótono, algo como elcoro de titanes imponentes al pie de la roca de Prometeo,levantando sus cantos de dolor para consolar el alma delvencido…

¡Preparad el alma, amigo!Quedamos extáticos, inmóviles, y la palabra, humilde

ante la idea, se refugió en el silencio. Silencio imprescin-dible, fecundo, porque a su amparo el espíritu tiende susalas calladas y vuela, vuela lejos de la tierra, lejos de losmundos, a esas regiones, vagas y desconocidas, que seatraviesan sin conciencia y de las que se retorna sin re-cuerdo.

¿Cómo pintar el cuadro que teníamos delante?¿Cómo dar la sensación de aquella grandeza sin igual

sobre la tierra? ¡Oh! ¡cuántas veces he estado a punto de

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romper estas pálidas y frías páginas, en las que no puedo,en las que no sé traducir este mundo de sentimientos le-vantados bajo la evocación de ese espectáculo a que loshombres no estamos habituados!

Figuraos un inmenso semicírculo casi completo, cu-yos dos lados reposan sobre la cuerda formada por lalínea de la cascada. Nos encontrábamos en el vérticeopuesto, a mucha distancia, por consiguiente. Las pare-des graníticas, de una altura de 180 metros, están corta-das a pico y ostentan mil colores diferentes, por la varie-dad de capas que el ojo descubre a la simple vista. De susintersticios, a la par que brotan chorros de agua formadospor vertientes naturales y por la condensación de la enor-me masa de vapores que se desprenden del salto, arran-can árboles de diversas clases, creciendo sobre el abismocon tranquila serenidad. En la altura, pinos y robles, lasplantas todas de la región andina: en el fondo, allá en elvalle que se descubre entre el vértigo, la lujosa vegetaciónde los trópicos, la savia generosa de la tierra caliente, lapalmera, la caña, y revoloteando en los aires que miramosdesde lo alto, como el águila las nubes, bandadas de lorosy guacamayos que juguetean entre los vapores irisados,salen, desaparecen y dan la nota de las regiones cálidas alque los mira desde las regiones frías. Figuraos que desdela cumbre del Monte Blanco tendéis la mirada buscandola eterna mar de hielo, como un sudario de las aguasmuertas y que veis de pronto surgir un valle tropical, rien-te, lujoso, lascivo, frente a frente a aquella naturaleza seve-ra, rígida e imperturbable.

Quitad de allí el salto si queréis, suprimid el mito, de-jad en reposo el brazo potente de Neuquetheba: siempreaquellas murallas profundas y rectas, aquel abismo abier-

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to, insaciable en el vértigo que causa, siempre aquella lla-nura que la mirada contempla y que el espíritu persiste encreer una ficción, siempre ese espectáculo será uno de losmás bellos creados por Dios sobre la cáscara de la tierra.

Ahora, apartad los ojos de cuanto os rodea; y mirad alfrente, con fuerza, con avidez, para grabar esa visión ypoder evocarla en lo futuro. La mañana, clara y luminosa,nos ha sido propicia y el sol, elevándose soberano en uncielo sin nubes, derrama sus capas de oro sobre la regiónde los que en otro tiempo lo adoraron. Las temibles nie-blas del salto se disipan ante él y las brumas cándidas setornasolan en los infinitos cambiantes de un iris vívido yesplendoroso. Las aguas del salto caen a lo lejos, desde laaltura en que nos encontramos, hasta el valle que se ex-tiende en la profundidad, en una ancha cinta de una blan-cura inmaculada, impalpable. Todo es vapor y espuma,nítida, nívea. Hay una armonía celeste en la pureza delcolor, en la elegancia suprema de los copos que jugueteanun instante ante los reflejos dorados del sol y se disuelvenluego en un vapor tenue, transparente, que se eleva en losaires, acoge el iris en su seno y se disipa como un sueñoen las alturas. Por fin, de la nube que se forma al chocarlas espumas en el fondo, se ve salir, alegre y sonriente,como gozoso de la aventura, el río que empieza a fecun-dar, en su paso caprichoso, tierras para él desconocidas,en medio de la templada atmósfera que suaviza la crude-za de sus aguas.

Nada de espanto ni de ese profundo sobrecogimien-to que causan los espectáculos de una grave intensidad;nada de bullicio en el alma tampoco, como el que se levan-ta ante un cuadro de las llanuras lombardas. Una sensa-ción armoniosa, la impresión de la belleza pura. No es po-

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sible apartar los ojos de la blanca franja que lleva disueltoslos mil colores del prisma; una calma deliciosa; una quietasuavidad que aferra, al punto que lo hace olvidar todo. Laóptica produce aquí un fenómeno puramente musical, laatracción, el olvido de las cosas inmediatas de la vida, eltenue empuje hacia las fantasías interminables. El ruidomismo, sordo y sereno, acompaña con su nota, profunday velada, el himno interior. Es entonces cuando se aman laluz, los cielos, los campos, los aspectos todos de la natura-leza. Y por una reacción generosa e inconsciente, se pien-sa en aquellos que viven en la eterna sombra, sin más poe-sía en el alma que la que allí se condensa en el sueñoíntimo, sin esos momentos que serenan, sin esos cuadrosque ensanchan la inteligencia, y al pasar fugitivos en sugrandeza, ante el espíritu tendido y ávido, le comunicanalgo de su esencia.

Así permanecimos largo rato sin cambiar más pala-bras que las necesarias para indicarnos un nuevo aspectodel paisaje, cuando sonó la voz tranquila de Umaña, invi-tándonos a desprendernos del cuadro, porque el día avan-zaba y nos faltaba aún ver el salto.

—Pero no es posible, amigo, encontrar un punto demira más propio que éste –le dije con el acento suave delque pide un instante más.

—Usted ha visto un panorama maravilloso; pero lefalta aún la visita íntima, cara a cara con el torrente, la visi-ta que hicieron Bolívar, Humboldt, Gros, Zea, Caldas, unode los Napoleones, y en el remoto pasado Gonzalo Jimé-nez de Quesada y los conquistadores, atónitos.

Nos pusimos en marcha, trepando a pie la misma sen-da que con tanta dificultad habíamos descendido. Una vezmontados, recorrimos de nuevo el camino hecho, pero en

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vez de subir a Cincha, bajamos nuevamente por una sen-da más abrupta aún que la anterior. La vegetación era for-midable, como la de todo el suelo que se avecina al salto,fecundado eternamente por la enorme cantidad de vapo-res que se desprenden de la cascada, se condensan en elaire y caen en forma de finísima e impalpable lluvia. Elruido era atronador, la nota grave y solemne de que hehablado antes, había desaparecido en las vibraciones deun alarido salvaje y profundo, el quejido de las aguas ator-mentadas, el chocar violento contra las peñas y el grito deangustia al abandonar el álveo y precipitarse en el vacío.Marchábamos con el corazón agitado, abriéndonos pasopor entre los troncos tendidos, verdaderas barreras de unmetro de altura que nos era forzoso trepar. No habituadoaún el oído al rumor colosal, las palabras cambiadas eranperdidas.

De improviso caímos en una pequeña explanada y di-mos un grito: las aguas del salto nos salpicaban el rostro.Estábamos al lado de la caída, en su seno mismo, envuel-tos en los leves vapores que subían del abismo, frente afrente al río tumultuoso que rugía. La apertura de la casca-da, formando la cuerda que uniría los dos extremos de lainmensa herradura o semicírculo de que antes hablé, tie-ne una extensión de 20 metros. Las aguas del río se enca-jonan, en su mayor parte, en un canal de 4 o 5 metros, prac-ticado en el centro, y por él se precipitan sobre un escalónde todo el ancho de la catarata, a 5 o 6 metros más abajo,donde rebotan con una violencia indecible y caen al abis-mo profundo con un fragor horrible.

Sobre el salto mismo existe una piedra pulida e incli-nada, que uno trepa con facilidad, y dejando todo el cuer-po reposando en su declive, asoma la cabeza por el borde.

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Así, dominábamos el río, el salto, gran parte de la proyec-ción de la masa de agua, el hondo valle inferior y de nuevoel Funza, serpeando entre las palmas, en las felices regio-nes de la tierra templada.

Aquél que penetra en los inmensos y silenciososclaustros de San Pedro, de Roma, en uno de esos tristesdías sin luz en los cielos y sin movimiento en la tierra,siente que se infiltra lentamente en su alma un sentimien-to nuevo, por lo menos en su intensidad. El de la nada, elde la pequeñez humana, al lado de la idea grandiosa queaquellos muros colosales, esas cúpulas que parecen con-tener el espacio, representan sobre el mundo. Puedo hoyasegurar que no hay templo, no hay obra salida de manosde los hombres, ideada por aquellos cerebros que hon-ran la especie, que pueda compararse a uno de estos es-pectáculos de la naturaleza. Para aquellos que viviendotristemente alejados del beneficio inefable de la fe, y nosrefugiamos en las horas amargas en el seno de ese senti-miento vago de religiosidad, que en todos nosotros duer-me o sueña, estas sensaciones profundas toman los ca-racteres de la oración.

¡Qué estupor inmenso! ¡Qué agitación creciente en elfondo del ser moral, mientras el cuerpo se estremece,tiembla y aspira, mudo y angustioso, a separarse de la fas-cinación del abismo!

Las aguas toman vida; aquel que una vez tan sólo lasha visto venir rugiendo por el declive violento del río, en-roscarse sobre sí mismas, caer atormentadas y frenéticasal peldaño gigante, y de allí lanzarse al abismo, en mediodel estertor que resuena en la montaña y va a herir el oídodel viajero que cruza silencioso las cumbres, aquel que havisto ese cuadro, no lo olvida jamás aunque vuelva a habi-

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tar las llanuras serenas, los campos sonrientes o las vegasllenas de flores.

Las olas se precipitan unas sobre otras, blancas y va-porosas ya: al caer al vacío, la transformación es comple-ta. Una nube tenue, impalpable, se levanta, el iris la esmal-ta, brilla un segundo, y de nuevo otra nube de diversaforma, caprichosa, cubriendo como un velo los tormentosde la caída, la reemplaza para desaparecer a su vez un ins-tante después.

¡Qué triste palidez en mi palabra! ¡Qué desaliento elde aquel que siente y no alcanza a expresar! Veo el cuadroentero, vivo, palpitante, ahí, delante de mis ojos; retornocon el alma a la sensación del momento, al terror vago queme invadió, a aquel grito de amenaza y ruego con que hiceretirar a un niño que se inclinaba curioso a mirar el abis-mo y que quedó absorto contemplándome sin compren-der ni mi angustia ni su peligro; veo el hondo valle allábajo, llega aún a mis oídos el romper de las aguas contralas rocas de la llanura, escena terrible que se desenvuelvemisteriosa, sin que el ojo humano jamás la observe, en-vuelta en la nube diáfana de los vapores irisados; veo lasciclópeas murallas de granito, severas en su inmovilidad,sus florescencias gigantescas, el agua que parece brotarde sus entrañas pletóricas de savia en chorros violentos,como la sangre saltando de una ancha herida… ¡y me re-vuelvo en la impotencia para pintar ese espectáculo sinigual en esta ínfima porción de lo creado que nos fue dadoa conocer!

Cuando nos dejamos deslizar por la suave pendientede la piedra y nos reunimos alrededor del almuerzo queestaba ya preparado allí mismo, nos notamos los rostrospálidos y el respirar fatigoso. Una grave pesadez nos inva-

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día, un deseo imperioso de dejarnos caer al suelo y dor-mir, dormir largas horas. Es el fenómeno constante des-pués de toda emoción profunda, consejo instintivo de lanaturaleza, que exige la reparación de la enorme cantidadde fuerza gastada.

El almuerzo fue sereno, casi severo; la alegría habíadesaparecido en su forma bulliciosa, y algo como una so-lemnidad inquieta reinaba en los espíritus. Por momen-tos, alguno de los compañeros bebía una copa de vino, selevantaba en silencio e iba de nuevo a tenderse sobre lapeña y hundirse en la muda contemplación. Así quedé lar-go rato; las voces humanas que sonaban a mi espalda,apartaban de mí la sensación de soledad que habría sidoterrible en ese momento. Creo que pocos hombres sobrela tierra tendrán una atrofia tan absoluta del sistema ner-vioso, un dominio tan completo sobre su imaginación yuna firmeza tal de cabeza, que les permita pasar impasi-bles una noche solo al lado del salto. Por mi parte, declarocon toda sinceridad que, si tal cosa me pasara, habría unloco más sobre el mundo a la mañana siguiente…

—Desde que los conquistadores pisaron la sabana deBogotá hasta la fecha –decía Roberto Suárez con voz gra-ve–, se habrán suicidado en estas inmediaciones no me-nos de diez mil personas. Entre ese número infinito decausas que hacen la vida imposible, ¡cuántas, radicandoen la imaginación, la exaltan, la enloquecen! Y, sin embar-go, hasta hoy, no se sabe de un solo hombre que, dandoun grito de orgullo satánico, se haya arrojado desde esapeña al abismo. ¡Al fin, morir así o partido el cráneo de unbalazo, todo es morir!

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Pero cuando se está frente al salto; viviendo en su at-mósfera, contemplando su grandeza soberbia, se com-prende que la cantidad de valor necesaria para pegarseun tiro o hundirse un puñal en el corazón, es un átomo in-significante, al lado de la resolución soberbia e impasibleque animaba a Manfredo en la cumbre del Jungfrau, yque se desvanecía ante la grandiosa serenidad de la muer-te bajo esa forma. Sólo en aquel momento pude compren-der la verdad profunda del poema de Byron; el cazadorque detiene a Manfredo cuando tiene ya un pie en el va-cío, es el instinto miserable del cuerpo, es la debilidad in-génita de nuestra naturaleza, que nos aferra al lodo de latierra en el instante en que el alma, bajo una impresiónalta y vigorosa, quiere mostrar que en vano pretende unapatria celeste…

No habría a mis ojos héroe mayor en el tiempo, en elespacio, que aquél que, sereno y consciente, de pie en elborde del abismo mirara un instante sin vértigo el vacíoextendido a sus pies, y luego…

—¿Cuál de ustedes renovaría la hazaña de Bolívar,mis amigos? –dijo una voz.

El Libertador, en una de sus visitas al salto, encon-trándose con numerosa comitiva, precisamente frente afrente del punto en que nos hallábamos del lado opuestodel torrente, oyó que uno de los circunstantes decía:“¿Dónde iría, general, si vinieran los españoles?”

—¡Aquí! –dijo Bolívar–, y antes de que pudieran dete-nerlo, ni aun lanzar un grito, dio un salto y quedó de pie, apico sobre el abismo, sobre una piedra de dos metros cua-drados, por cuyo costado pasaba vertiginoso y fascinante,el enorme caudal de agua que, medio segundo después,cae al vacío.

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La piedra se encuentra aún en su mismo sitio; dar unsalto hasta ella, desde la orilla opuesta, no requiere porcierto un esfuerzo extraordinario; cualquier hombre quetrace sobre una llanura una senda de un pie de ancho, ca-minaría por ella sin dificultad; pero colocad una tabla deidéntica dimensión a 100 metros de altura, y os ruego queensayéis…

Después de una leve discusión, quedamos todos sin-ceramente de acuerdo en que, para llevar a cabo ese ras-go, se requiere una organización especial, una ausenciade nervios o un dominio sobre la materia, de que ningunode los humildes presentes estábamos dotados3.

Nos consolamos pensando en que los Bolívar son ra-ros, y en que, si ninguno de nosotros lo era, no había moti-vos plausibles para imponernos la responsabilidad de esaomisión.

La cuestión de la altura del salto no está aún definiti-vamente resuelta, tal es la dificultad que hay en medir ladistancia que separa el valle inferior del punto en que lasaguas abandonan el lecho del río y tal también la autori-dad de los hombres de ciencia que han dado cada uno unacifra arbitraria.

La primera dimensión que encuentro consignada esla del buen obispo Piedrahita, que, después de narrar la

3. En 1826, el general Bolívar, entusiasmado con tan magnífica escena,no pudo contenerse y saltó a una piedra, de dos metros cuadrados, queforma como un diente en la horrorosa boca del abismo. A la misma pie-dra salté yo en una de mis excursiones, pero con esta diferencia: que elLibertador llevaba botas con el tacón herrado, y yo tuve la precaución dedescalzarme previamente; yo estaba en la fuerza de mis 18 años y estoexcusa en parte mi temeridad. Un paso en falso, un resbalón, habríanbastado para que no estuviese contando el cuento. Veces hay en que seme erizan los cabellos al pensar en aquella barbaridad. –Juan FranciscoOrtiz.

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leyenda del Bochica, que ya he transcrito, según Hum-boldt, agrega con aquel acento de sinceridad que hace ini-mitable a nuestro Barco de Centenera, el M. Prudhommede la Conquista:

…El salto de Tequendama, tan celebrado por una de lasmaravillas del mundo, que lo hace el río Funza, cayendo dela canal que se forma entre dos peñascos de más de medialegua de alto, hasta lo profundo de otras peñas que lo reci-ben con tan violento curso, que el ruido del golpe se oye asiete leguas de distancia.4

¡Cuánta razón tenía Voltaire para criticar en El Dora-do las funestas exageraciones de los viajeros de Américaque abultaban desde las cascadas hasta los yacimientosde oro, produciendo aquellas decepciones que se tradu-cían en crueldades de todo género sobre el pobre indio!No hay tal media legua de altura, lo que no permitiría laformación del río inferior por la evaporación completa delas aguas. No hay tal ruido que se perciba desde 7 leguas,porque, en ese caso, la proximidad inmediata del saltoharía estallar todo tímpano humano.

Humboldt, que es necesario citar siempre que uno loencuentre en su camino, dice que el río se precipita a 175metros de profundidad, agregando al terminar su des-cripción:

Acaban de dejarse campos labrados y abundantes en trigoy cebada; míranse por todos lados aralia, alstonía theofor-mis, begonia y cinchona cordifolia y también encinas y ála-

4. Piedrahita. Historia general de la conquista del Nuevo Reino de Grana-da, libro II, capítulo I, p. 13. Edición de 1881.

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mos y multitud de plantas que recuerdan por su parte lavegetación europea, y de repente se descubre, desde un si-tio elevado, a los pies, puede decirse, un hermoso país don-de crecen la palmera, el plátano y la caña de azúcar. Y comoel abismo en que se arroja el río Bogotá comunica con lasllanuras de la tierra caliente, alguna palmera se adelantahasta la cascada misma, circunstancia que permite decir alos habitantes de Santa Fe que la cascada de Tequendamaes tan alta, que el agua salta de la tierra fría a la caliente.Compréndese fácilmente que una diferencia de altura de175 metros no es suficiente para influir de una manera sen-sible en la temperatura del aire.

He ahí, precisamente, lo que no comprendo, ni aún fá-cilmente, con la aserción del ilustre viajero. Él mismohace constar la presencia de palmeras, plátanos y caña deazúcar en el valle inferior, y afirma que una que otra palme-ra avanza hasta el pie del abismo. ¿No son acaso esas plan-tas esencialmente características de la tierra caliente? ¿Nonecesitan para crecer, como los loros y guacamayos querevolotean a su alrededor, para vivir, de una temperaturasuperior a 25 grados centígrados? Indudablemente que175 metros de diferencia en la altura, no bastan para deter-minar esta variación de clima; pero encontrándose el he-cho brutal, indiscutible y patente, no hay más recurso quecreer en algún error por parte del señor barón en la opera-ción que le dio por resultado la cifra indicada. Pido perdónpor esta audacia, tratándose de una opinión del más gran-de de los naturalistas, pero el sentido común tiene sus exi-gencias y es necesario satisfacerlas.

El ingeniero don Domingo Esquiaqui, citado por elseñor Ortiz, midió la catarata con la sondaleza y el baró-metro, y halló que su altura, desde el nivel del río hasta las

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piedras que sirven de recipiente a sus aguas, es de 264varas castellanas o 792 pies. Tenemos ya una opinión cien-tífica que aumenta en un tercio la cifra de Humboldt.

El señor Esguerra5 da la cifra de 139 metros de alturaperpendicular. El señor Felipe Pérez6 da 146. Ninguno deellos cita su autoridad.

Se asegura que, descendiendo de la sabana y buscan-do por San Antonio de Tena la entrada al valle por dondecorre el Funza, después de su derrumbamiento, es posi-ble llegar al pie de la cascada y contemplarla como ciertospedazos del Niágara o de Pissenvache, en Suiza, detrás dela enorme cortina de agua. Formamos el proyecto de ha-cer esa excursión penosa, pero mucha gente conocedorade la localidad nos hizo desistir de la idea, persuadiéndo-nos de que aquella enorme masa de vapores desprendi-dos del choque hacía la tierra tan sumamente permeabley pantanosa que corríamos riesgo de hundirnos, o entodo caso, de no llegar al punto deseado.

Entre las tradiciones del salto se cuenta aquel rasgode maravillosa sangre fría del doctor Cuervo, que, atadoal extremo de un cable, se hizo descender al abismo pormedio de un torno, diz que depositó una botella con undocumento a unos sesenta metros más abajo del nivel dela catarata, y luego de gozar largo rato del espectáculo so-berano de las aguas en medio de su caída, volvió a subir,llegando a la altura sano y salvo. Cuando, a orillas del mis-mo salto, me narraron la hazaña, cerré los ojos bajo unsecreto terror y sentí algo como antipatía por dicho señorCuervo, a quien no reconozco el derecho de humillar deesa manera a sus semejantes.

5. Diccionario geográfico de Colombia.6. Geografía Física y Política de Cundinamarca.

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Llegó el momento del regreso y emprendimos lavuelta con un cansancio extremo. Las sensaciones inten-sas que nos habían dominado por algunas horas, el pro-fundo asombro que aún estremecía el alma por instantes,nos dieron una laxitud tal, que al llegar a la hacienda deTequendama, nos desmontamos, y encontrando en uncorredor algunas pieles, nos tendimos sobre ellas, que-dándonos casi instantáneamente dormidos.

Un tanto reposados, nos pusimos en camino, entran-do en Bogotá al caer la tarde. Durante muchos días tuvefijo en el espíritu el cuadro soberano que acababa de con-templar, tan bello, como creo no me será dado ver otrosobre la tierra.

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CAPÍTULO XVI

LA INTELIGENCIA

Desarrollo intelectual. La tierra de la poesía. GregorioGutiérrez González. La facilidad. Improvisaciones.Rafael Pombo. Edda la Bogotana. “Impromptus”.

El tresillo. Un trance amargo. El volumen. Diego Fallon.Su charla. El verso fácil. “Clair de lune”. El canto

“A la luna”. Don José M. Marroquín. Carrasquilla.José M. Samper. Los mosaicos. Miguel A. Caro.

Su traducción de Virgilio. El pasado. Rufino Cuervo.Su diccionario. Resumen.

HE DICHO YA que el desenvolvimiento intelectual de lasociedad bogotana es de una superioridad incontestable.No es por cierto mi intención trazar aquí un bosquejo his-tórico de la literatura colombiana, bien conocida en Amé-rica y apreciada en alto grado por los críticos más ilustra-dos de la madre patria. Colombia ha producido, desde losprimeros días de su vida independiente hasta hoy, poetasgalanos, prosistas pensadores y hombres de ciencia, delos que con justo título está orgullosa. Hay allí un granrespeto por la altura intelectual; la primera queja que for-mula un colombiano, aun en el día, contra las crueldadesde la España y los horrores de la lucha de la independen-cia, ¿creéis que se refiere a la secular dominación colo-nial? No; es la muerte de Caldas, lo que no se perdona, delsabio Caldas, de ese Humboldt americano que, sin ele-mentos, sin recursos, sin guía ni modelo, había emprendi-do la obra inmensa de clasificar la flora y la fauna infinitade su patria y explorar su cielo cubierto de astros innume-rables…

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Es la tierra de la poesía; desde el hombre del mundo,el político, el militar, hasta el humilde campesino, todostienen un verso en los labios, todos saben de memoria lascomposiciones poéticas de los poetas populares. Entreellos, el dulce “cisne antioquino”, Gutiérrez González, selleva la palma. Es en sus versos donde la criatura que en-treabre su alma a las primeras emociones de la vida, en-cuentra la fórmula que expresa la vaguedad de sus aspira-ciones. En ellos vibra la nota melancólica y profunda deesas dulces noches de la tierra caliente que exaltan la ima-ginación, turban el alma y adormecen los dolores huma-nos. A Gutiérrez González no se discute, y es una graveimpresión de respeto por ese hombre la que siente el ex-tranjero al contemplar la adoración serena de un pueblopor el intérprete armónico de sus cosas más íntimas… Asírecitaba la Francia las primeras meditaciones de Lamarti-ne; así suena aún en los hogares de Escocia el eco tiernode Burns… nacido en tierra americana, respirando la at-mósfera de nuestra época, enfermo de las mismas nostal-gias mortales que sombrean el espíritu de casi todosnuestros poetas, cantando en nuestra lengua… ¿en quépuede fundarse un colombiano para sostenernos que,sólo para ellos, Gutiérrez González es un gran poeta? ¿Enqué se fundaba la generación anterior a la nuestra paraencontrar las imprecaciones de Mármol contra Rosas,dignas de Juvenal o de Hugo, o para extasiarse ante laslaboriosas estrofas de Indarte? Cuando hoy leemos esosversos, la monotonía del ritmo, la violencia de las imáge-nes, la exaltación continua y cierta ingenuidad chocantecon nuestro intelecto refinado, nos hacen admirar el entu-siasmo de nuestros padres y atribuirlo simplemente a lascircunstancias. Algo así sucede con Gutiérrez González,

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aunque sus versos se leen hoy y se leerán siempre conplacer. Es sensible y real: ve las bellezas de la naturalezacon una claridad incomparable y las refleja en estrofas fe-lices, fáciles y armoniosas.

¡Fáciles!… He ahí el rasgo característico intelectualde los colombianos. No es posible imaginarse una espon-taneidad semejante. Aturden, confunden. En una mesa,cuando, a los postres, el vino aviva la inteligencia y la ale-gría común hace chispear el cerebro, ¡qué irrupción aque-lla de cuartetas, décimas, quintillas! Se dan pies forzados,eligiendo voces extrañas, que envuelven siempre antíte-sis inconciliables. El tiempo material de llenar los renglo-nes, y he ahí una composición completa, llena de chispa,sabrosa de oportunidad. Uno la recita, y al concluir, ya seha puesto otro de pie y comienza la suya tomando las ri-mas forzadas en el orden contrario. En los primeros días,acudí a mi secretario, Martín García Mérou, el más distin-guido de los poetas argentinos de su edad y cuya fácil es-pontaneidad es bien conocida entre nosotros, pidiéndoleque supliera mi inhabilidad absoluta en la métrica, hacien-do frente a aquella avalancha. Lo intentó; tomó sus rimasobligadas, e inclinó la frente sobre el dorso del menú. Nohabía aún concluido el primer verso, cuando cinco o seislevantaban en alto la décima completa. “¡Es imposible,son unos bárbaros!”… –decía Martín. Bien pronto dejan aun lado el lápiz y empieza la improvisación oral, vertigino-sa, inacabable. Al fin todos hablan en verso, y es tal su fa-cilidad de ritmo y consonante, que he oído a Carlos Sáenzhacer versos durante un cuarto de hora, sin detenerse uninstante. Disparates sin sentido, con frecuencia, pero ja-más un verso cojo ni una rima pobre. En general, el espíri-

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tu corre a raudales; una palabra, una frase, dan el pie a unaimprovisación admirable…

Si eso es la generalidad, es fácil concebir la altura delos grandes poetas colombianos. No quiero hablar del pa-sado; pero no puedo resistir al deseo de recordar aquí doshombres cuya mano he estrechado con respeto y cariño:Rafael Pombo y Diego Fallon.

Un día, en su salón de Nueva York, una dama argenti-na, que tiene un sitio elevado y merecido en la jerarquíaintelectual de nuestro país, recibía una numerosa socie-dad suramericana. Rafael Pombo estaba allí. ¿Qué hacíaen los Estados unidos? Había ido como cónsul, creo; uncambio de política lo dejó sin el empleo, que era su únicorecurso, y como no quería volver a Colombia, donde im-peraban ideas diametralmente opuestas a las suyas, tuvoque ingeniarse para encontrar medios de vivir. ¡Vivir, unpoeta, en Nueva York! ¡Me figuro a Carlos Guido en Man-chester! Pombo, como Guido, nunca ha tenido la nocióndel negocio, y tengo para mí, que allá en el fondo de suespíritu, ha de haber una sólida admiración por esos per-sonajes opacos que logran, tras un mostrador, labrarse,con la fortuna, la deseada independencia de la vida. ¿Quéhacer? Hombre de pluma, vivió de la pluma. No creáis quecomo periodista o corresponsal. Con más suerte que Pé-rez Bonalde, el admirable poeta venezolano, el único queha vertido a Heine dignamente al español y que hoy re-dacta con toda tranquilidad en Nueva York los avisos de lacasa Lanman y Kemp en siete idiomas, Pombo se puso alhabla con los editores Appleton & Co., que entonces pu-blicaban esos cuadernos ilustrados, con cuentos morales,que todos hemos visto en manos de los niños de la Améri-

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ca entera. Antes de ir a Bogotá, no sabía yo por cierto queaquel gracioso e ingenuo cuentecito:

Érase una viejecita,sin nadita que comer,

que mi hijita de cuatro años me recitaba, era nada me-nos que del inmortal autor del canto al “¡Niágara!” Más deuna vez, al pasar, había admirado la maravillosa facilidadde esas composiciones puras y cándidas como los espíri-tus angelicales que debían entretener; más de una vezpensé vagamente en el caudal de ternura que debía exis-tir en el alma de ese dulce y familiar poeta anónimo, ilumi-nando, desde la sombra, millares de rostros infantiles…Era Pombo, era uno de los más grandes poetas que hayanescrito en español…

Pombo, pues, como la mejor parte de los sudamerica-nos residentes en Nueva York, iba con frecuencia a gozarde la charla elegante y erudita de nuestra compatriota, quesostenía con éxito las más difíciles cuestiones literarias.Una noche se encaró con Pombo y le preguntó quién eraesa poetisa desconocida, esa famosa Edda la Bogotana, cu-yos versos, impregnados de una pasión profunda y absor-bente, le recordaban los inimitables acentos de Safo, lla-mando con el ímpetu del alma y el estremecimiento de lacarne al hombre de sus sueños y de sus deseos.

Era mi vida el lóbrego vacío,Era mi corazón la estéril nada…Pero me viste tú, dulce bien mío,Y creóme un universo tu mirada…

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—¿Encuentra usted esos versos dignos de atención,señora? –dijo Pombo.

—¿Esos versos, en que vibra un alma apasionada,esos versos tan de mujer, envueltos en la adoración, en elmisticismo misterioso de Santa Teresa?… ¡He ahí loshombres! ¿Cuál de ustedes sería capaz de escribirlos?…

—Pues Edda está actualmente en Nueva York, y siusted quiere conocerla…

—¿Qué si quiero conocerla? –dijo nuestra compatrio-ta con su ímpetu característico–. Ahora mismo me diceusted dónde vive, cómo se llama, y mañana sin falta la visi-to. ¡Me la voy a comer a besos!

—Pues empiece usted, señora… Edda … ¡soy yo!Si Byron cruzara hoy las calles con el traje estrecho

de brin, polainas y anteojos verdes, con que nos lo pintalady Blessinghton, que lo vio en Venecia, no sería mayornuestro desencanto que el de nuestra compatriota, que notuvo más recurso que dar un adiós a Edda, desvanecida…en la forma de una palmada en la mejilla de Pombo…

Pombo es feo, atrozmente feo. Una cabecita pequeña,boca gruesa, bigote y perilla rubios, ojos saltones y mio-pes, tras unas enormes gafas… Feo, muy feo. Él lo sabe yle importa un pito. Brilla en su cerebro la eterna, la incom-parable belleza intelectual, y podría contestar como Ricar-do Gutiérrez, un día, en Italia, a un amigo que le criticabasu indiferencia por el corte de una levita… “Yo soy paque-te por dentro”. Pombo es bello por dentro, por la elevaciónsuprema de su espíritu y la dulzura de su carácter…

He ahí la inspirada bogotana cuyos versos sabe laAmérica entera de memoria… ¡Un capricho hizo a Pombotomar el nombre de Edda, y Edda es hoy inmortal!…“Muchas veces, me decía sonriendo, he tenido la idea de

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reunir en un volumen –que no sería pequeño– todos loscantos de amor, los ecos de simpatía, los gritos apasiona-dos de confraternidad en el dolor, que han sido dedicadosa Edda desde la Argentina a México, y publicarlo… ¡conmi retrato al frente!”

Una tarde encuentro a Pombo en la calle Florián y,entre la charla, le digo que padezco de insomnio, que nosé si el aire de la altura me quita el sueño… “—Yo he teni-do un amigo, el señor Guerra, que sufría también de eso;pero se curó… ¿con qué? No me acuerdo. Mañana lo sa-bré y se lo diré; mire que me ha prometido ir a ver mis cua-dros, no lo olvide”. Al día siguiente, al entrar en casa, supeque Pombo acababa de salir; sobre el escritorio encontréuna hoja de papel suelta, un viejo borrador mío, con esteverso:

Cumplo, amigo, mi palabra;Cúmplala usted como yo.Ramón Guerra se curóTomando leche de cabra.

Eso es bogotano puro. La facilidad, la precisión, lasoltura del verso… Por ejemplo, los que sepan jugar al tre-sillo, el rey de los juegos y el juego de los reyes, aprecia-rán la extraordinaria exactitud de los siguientes, tomadosde una composición de Gutiérrez González, la Visita:

Yo perdí este solo de oros,El más grande que se ve:Seis de cuatro matadoresRey de copas, cuatro y tres;Por consiguiente, dos fallos…

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—¡Pero hombre, no puede ser!¿Lo perdiste?… —Lo perdí.—¿Por mal jugado? —¡Tal vez!Me recomieron los triunfosQue en los dos fallos jugué,Me sentaron los chiquitosY me fallaron el rey.

¿Y esta discusión gráfica, después de que el entradorse la lleva?:

…¡Si yo he podidoAgachármele a sus tres!—No, señor, con un triunfitoDe los míos que tenga usted!—¡O que usted vuelva sus bastos!—¡O que no vuelva a oros él!—¡Es puesta! —¡Le doy codillo!…—¡Si era más grande! —Da, Andrés.

Un paréntesis, ya que de tresillo he hablado. Es el jue-go favorito de Bogotá; pero, a diferencia del Perú, sólo lojuegan los hombres. Sabido es que en Lima, todas las no-ches hay, en una o en otra casa, la clásica partida de ro-cambole (tresillo), en que toman parte las señoras. En lostiempo de opulencia, durante la estación de baños en Cho-rrillos, se ha llegado a jugar hasta… a chino la ficha. Elcontrato de un chino, por tres o cuatro años, importaba300 a 400 pesos fuertes. El que perdía, generalmente ha-cendado, pasaba al día siguiente a la hacienda de su gana-dor, el número de fichas-chinos que había perdido la vís-pera… En Bogotá no se hila tan grueso… y en el Perúpasaron también esos tiempos. Pero los bogotanos son fa-

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mosos por su habilidad en el tresillo. Martín, Holguín, DeFrancisco… no tienen rivales. Carlos Holguín, durante supermanencia en España, donde no son mancos, ha asom-brado a los más fuertes espadas del Veloz… No he podidomenos de sonreír al encontrar, en el admirable estudio delseñor Camacho Roldán, uno de los hombres más sabios ydistinguidos de Colombia, sobre el poeta Gutiérrez Gon-zález, este característico comentario a los versos sobre eltresillo que he transcrito en primer término:

La exposición de la partida es tan clara y la explicación delos azares que determinaron la pérdida de ella tan comple-ta, que cualquier aficionado, sin ser un Miguel Ángel en esearte divino, puede comprender en el acto que se perdió depuesta en la que el pie, que indudablemente tenía caballo, ysiete de copas, hizo las cuatro bazas, y el mano el fallo delrey, habiendo sido atravesado el hombre.1

¿No es un maestro al que habla?Esa facilidad de Gutiérrez González no se desmentía

un solo momento. Un día, su amigo Vicente X… lo en-cuentra a medianoche, inclinado sobre el caño, expiandoduramente las numerosas libaciones de una comida dedonde salía. El que ha pasado por ese trance, sabe que noes el más a propósito para entregarse a la improvisaciónpoética… Sin darse cuenta de lo que Gutiérrez Gonzálezhacía, pero reconociéndolo, el amigo se le acerca y le pre-gunta naturalmente:

—¿Qué estás haciendo, Gregorio?—Déjame, por Dios, Vicente,

1. Gregorio Gutiérrez González, por S. Roldán. (Repertorio colombiano).

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¡Que estoy pasando actualmente / Las penas del Purga-torio! –contesta en el acto el incorregible poeta.

Rafael Pombo, a pesar de las reiteradas instancias desus amigos y de ventajosas propuestas de editores, nuncaha querido publicar sus versos coleccionados. Tiene ho-rror por la masa, y cree que pocos son los poetas que re-sisten a un análisis del conjunto de sus obras.

En cambio, Diego Fallon acaba de publicar sus poe-sías en un volumen (Bogotá, 1882). ¿Sabéis cuántas son?¡Dos! Un canto a “Las ruinas de Suesca” y otro “A la luna”.He ahí todo su bilan como composiciones de aliento.

Figuraos una cabeza correcta, con dos grandes ojosnegros, deux trous qui lui vont jusqu’à l’âme, pelo negro,largo, echado hacia atrás, nariz y labios finos, un rostro deaquellos tantas veces reproducidos por el pincel de VanDyck. Un cuerpo delgado, siempre en movimiento, sal-tando sobre la silla en sus rápidos momentos de descan-so. Oídlo, porque es difícil hablar con él, y bien tonto es elque lo pretende, cuando tiene la incomparable suerte dever desenvolverse en la charla del poeta el más maravillo-so caleidoscopio que los ojos de la inteligencia puedancontemplar. ¿De qué habla? De todo lo que hay en la tierray en los cielos, de todas esas cosas más de que Hamlethabla a Horacio y que sólo los poetas ven. ¡Qué lujo, quéprodigalidad! Yo no sé con qué ojos ese diablo de hombremira los aspectos de la vida, pero el hecho es que jamásuno ha observado el lado curioso, la faz bella o grotescaque él señala. Aquello es una orgía intelectual, un torren-te, una avalancha… hasta que el reloj da una hora y el vi-sionario, el poeta, el inimitable colorista, baja de un saltode la nube dorada donde estaba a punto de creerse rey, ytoma lastimosamente su Ollendorff para ir a dar su clase

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de inglés, en la Universidad, en tres o cuatro colegios yqué sé yo dónde más. ¡Fallon es hijo de inglés y lo educa-ron en Inglaterra para ingeniero!

Ese calavera, ese despilfarrador de su savia íntima,ha escrito en su vida, lo repito, dos composiciones. ¿Impo-tencia? Hablaría en verso un día entero. ¿Desidia? Necesi-ta más actividad moral para una charla de una hora quepara un poema. No; una concepción altísima y respetuosadel arte, la idea de que el poeta debe cuidar su obra hastallevarla al grado de perfección que es dado alcanzar alhombre. Fallon confiesa que hay cuarteta que le ha costa-do meses; quería encerrar en cuatro versos una idea, y, oel ritmo la desfiguraba o el verso reventaba. Así, ¡qué júbi-los íntimos, qué francas y abiertas alegrías, cuando, al fin,al último golpe de cincel, la estatua aparecía pura, talcomo la soñó el maestro!

Si hay un arte en el que la espontaneidad, la facilidadde la forma importa un grave peligro, es la poesía. Hay oí-dos musicales de nacimiento, como hay retinas que venmás hondo que el ojo humano común. Estos privilegiosson portentos hasta los quince años, vulgaridades hastalos veinticinco, cero después. La labor fácil les ha hechoperder el sentimiento de lo bello, de lo concluido, de loverdadero y expresivo. ¡Cuántas noches ha costado aByron cierta estrofa que hoy vemos desenvolverse conuna soltura y elegancia tal, que parece haber nacido deuna pieza, como la Minerva griega! ¡Un manuscrito deGoethe o Schiller impone un gran respeto! ¡Qué esfuerzo,qué tenacidad en la lucha contra la forma rebelde que noexpresa, que no quiere expresar el pensamiento! ¡Quiéncreería que el maestro típico de la espontaneidad, el can-tor de Vauclusa, el divino Petrarca, que ha escrito más so-

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netos que estrellas tiene el cielo, labrase el verso comoGioberti el bronce!2.

¿Y Musset y Hugo mismo? Y Manzoni y Leopardi…¿y todo lo que vale y todo lo que queda?… Hacía quincedías que Béranger estaba preso, cuando un amigo que lovisitaba le preguntó cuántas canciones había hecho enese tiempo: “Aún no he concluido la primera; ¿creéis queuna canción se hace como un poema épico?”

La prosa vulgar se traga como el pan común; pero unacrème fouettée, insípida… no. Detesto el mal verso, y mees una fatiga enorme la lectura de esos volúmenes rima-dos que no dejan preocupación ni agitación; prefiero lasdos composiciones de Fallon a la mayor parte de los grue-sos tomos de versos que han hecho gemir las prensas dela América española y de la España misma…

¿Quién de entre nosotros no tiene perdida en la me-moria la sensación deliciosa de una noche de luna, cuan-do con el espíritu tranquilo, bajo la plácida influencia deesas horas silenciosas, se sigue el rayo de luz entre losárboles, en los campos y en los cerros, poblándolo, comoel haz luminoso sobre la cuna de Belén bajo el místico pin-cel de Dürer, de visiones tenues y flotantes, de sueños yrecuerdos?… ¿Cuál es aquél que, impotente para crear,no ha pedido al arte un reflejo, en el verso o en el color, en-contrándolo a veces en la música, de esos diálogos ínti-mos entre el alma y las escenas de la noche, bajo la blanca

2. “He empezado este soneto con la ayuda de Dios, el 10 de septiembre,desde el alba, después de mis oraciones matinales. Será necesario reha-cer estos dos versos, cantándolos, e invertir el orden. – Tres de la maña-na, 19 de octubre. –Esto me agrada, 30 de octubre, 10 de la mañana. –No,esto no me agrada. –20 de diciembre, a la tarde. –Será necesario volversobre esto; me llaman a comer. –18 de febrero, hacia las 9: Ahora va bien:será preciso volver a ver aún…”. Manuscrito de Petrarca, citado por J.Klaczko, Causeries Florentines.

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luz de la luna? He ahí el motivo de mi predilección por ladulce poesía de Fallon; nadie como él, hasta ahora, me hahecho leer con mayor claridad dentro de mí mismo, dan-do forma y vida a las ideas y sensaciones confusas que enotro tiempo, en los días de entusiasmo, la luna serena ha-cía brotar en mi alma… Oíd, quiero citar algunas estrofas.Reclinad la cabeza sobre el cómodo respaldo del sillón,allí, bajo el corredor, frente a los árboles que una brisaimperceptible mueve apenas, a favor de ese silencio pro-fundo e íntimo de las noches en el campo; dejad venir losrecuerdos, cantar las esperanzas… Pero, con los ojos en-treabiertos, bajo el párpado que la quietud adormece, mi-rad el cuadro…

Ya del Oriente en el confín profundoLa luna aparta el nebuloso vetoY leve sienta, en el dormido mundo,Su casto pie con virginal recelo…

Absorta allí la inmensidad saluda,En faz humilde al cielo levantadaY el hondo azul con elocuencia mudaOrbes sin fin ofrece a su mirada.Un lucero, no más, lleva por guía;Por himno funeral silencio santo;Por sólo rumbo la región vacíaY la insondable soledad por manto.

De allí desciende tu callada lumbreY en argentinas gasas se despliegaDe la nevada sierra por la cumbreY por los senos de la umbrosa vega.Con sesgo rayo por la falda oscura

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A largos trechos el follaje tocas.Y tu albo resplandor sobre la alturaEn mármol torna las desnudas rocas.

Y yo en tu lumbre difundido ¡oh luna!Vuelvo al través de solitarias breñasA los lejanos valles, do en su cunaDe umbrosos bosques y encumbradas peñasEl lago del desierto reverberaAdormecido, nítido, sereno,Sus montañas pintando en la riberaY el lujo de los cielos en su seno.¡Oh! y éstas son tus mágicas regionesDonde la humana voz jamás se escucha,Laberintos de selvas y peñonesEn que tu rayo con las sombras lucha.Porque las sombras odian tu mirada;Hijas del Caos, por el mundo errantes,Náufragos restos de la antigua Nada,Que en el mar de la luz vagan flotantes.

A tu mirada suspendido el viento,Ni árbol ni flor en el desierto agita;No hay en los seres voz ni movimiento…El corazón del mundo no palpita…¡Se acerca el centinela de la muerte!¡He aquí el silencio! Sólo en su presenciaSu propia desnudez el alma advierte,Su propia voz escucha la conciencia.¡Y pienso aún y con pavor meditoQue del Silencio la insondable calma,De los sepulcros es tremendo gritoQue no oye el cuerpo y estremece el alma!

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El que vistió de nieve la alta sierra,De oscuridad las selvas seculares,De hielo el polo, de verdor la tierra,De fondo azul los cielos y los mares,Echó también sobre tu faz un velo,Templando tu fulgor para que el hombrePueda los orbes numerar del cieloTiemble ante Dios y su poder le asombre.Cruzo perdido el vasto firmamento,A sumergirme torno entre mí mismoY se pierde otra vez mi pensamientoDe mi propia existencia en el abismo…Delirios siento que mi mente aterran:Los Andes, a lo lejos, enlutados,Pienso que son las tumbas do se encierranLas cenizas de mundos ya juzgados…

El último lucero en el LevanteAsoma y triste tu partida llora:Cayó de tu diadema ese diamanteY adornará la frente de la Aurora.¡Oh luna, adiós! Quisiera en mi despecho,El vil lenguaje maldecir del hombre,Que tantas emociones en su pechoDeja que broten y les niega un nombre.Se agita mi alma, desespera y gime.Sintiéndose en la carne prisionera;Recuerda al verte su misión sublimeY el frágil polvo sacudir quisiera.¡Más si del polvo libre se lanzara,Ésta que siento, imagen de Dios mismo,Para tender su vuelo no bastaraDel firmamento el infinito abismo!¡Porque esos astros, cuya luz desmaya,

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ante el brillo del alma, hija del CieloNo son siquiera arenas de la playa,Del mar que se abre a su futuro vuelo!

No he podido rendir un homenaje más digno a las le-tras de Colombia que la transcripción de esos versos deDiego Fallon.

Vencer las mayores dificultades del verso, sea en laforma, en la transposición o en la rima, derramar la gracia,el chiste, la fina ironía de sus composiciones, es un juegopara don José M. Marroquín. Ha hecho una glosa rimadade los primeros libros de Tito Livio, que no vacilo en con-siderar como uno de los trabajos más perfectos que enese género se hayan escrito en nuestro idioma. Castizo,correcto, parece que buscara los trances más difíciles dela sintaxis, como para probar que los tesoros del españolson inagotables. ¡Qué galana facilidad y qué felicidad depincel! Sus versos quedan en la memoria, y siempre surecuerdo trae una sonrisa. Quien no haya leído El Caza-dor y La Perrilla, no verá siempre aquella perra enteca, fla-ca que

Era, otrosí, derrengada,La derribaba un resuello…Puede decirse que aquelloNo era perra ni era nada.

Don Ricardo Carrasquilla tiene también composicio-nes felicísimas de ese género, sobre todo, a mi juicio, uncuriosísimo diálogo, con el salto de Tequendama, a quienpresenta un literato español, de paso por Colombia. Sien-to no poder transcribirlo aquí; pero, si fuera a reproducir

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todo lo bueno que ha producido la literatura colombianacontemporánea, no me bastaría por cierto un volumen.

José María Samper ha escrito seis u ocho tomos dehistoria, tres o cuatro de versos, diez o doce de novelas,otros tantos de viajes, de discursos, estudios políticos,memorias, polémicas… ¡qué sé yo! Es una de esas facili-dades que asombran por su incansable actividad. Jamásun instante de reposo para el espíritu; cuando la pluma noestá en movimiento, lo está la lengua. Sale del Congreso,donde ha hablado tres horas, continúa la perorata en elAltozano hasta que cae la noche, y luego a casa, a escribirhasta el alba. Y eso todos los días, desde hace largos años.Ha sido periodista en el Perú, ha viajado por toda la Euro-pa, ha producido más que un centenar de hombres… yaún es joven y lo alienta un vigor más intenso que nunca.Naturalmente, en esa mole de libros sería inútil buscar elpulimento del artista, la corrección de líneas y de tonos.Es un río americano que corre tumultuoso, arrastrandotroncos, detritus, arenas y peñascos, pero también partí-culas de oro, como dice Marius Topín refiriéndose al viejoDumas.

En Bogotá hay mucha afición por las veladas litera-rias, que allí llaman mosaicos, tal vez por la variedad detemas que se tratan. Los jóvenes bogotanos comparan unmosaico a un concierto clásico a puerta cerrada… y soncapaces de montar a caballo y largarse a la hacienda almenor anuncio de un festival semejante. Pero ya he dichoque los jóvenes allí son unos escépticos empedernidos,que no creen en nada ni aun en las dulzuras de la rima conté. Por mi parte, no tuve el placer de asistir a ninguna deesas reuniones; pero poco antes de mi llegada, el señorSoffia, ministro de Chile, que es un poeta distinguidísimo,

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había invitado a un mosaico, en un soneto esdrújulo deuna dificultad de factura agobiadora. Al día siguiente teníacuarenta sonetos, con las mismas rimas, aceptando la in-vitación. La lectura debía constituir el mosaico. ¡Sampermandó cuatro, disminuyendo una sílaba en cada uno!…

Puede Colombia, a justo título, estar orgullosa de doshombres, jóvenes aún, pero cuya reputación de sabios yprofundos literatos ha salvado los mares y extendídose enla península española. El primero es don Miguel AntonioCaro, hijo del inspirado poeta don José E. Caro, cuyas no-bles estrofas En boca del último Inca, son conocidas portodos los americanos.

M.A. Caro es el autor de la soberbia traducción deVirgilio, en verso español, de una fidelidad aterradora: sesiente frío al pensar en la labor perseverante que ha sidonecesaria para encerrar cada verso latino, de la rica len-gua virgiliana, en el correspondiente español. Así, los queleen la traducción de Caro, encuentran en ella el mismosabor delicioso que se desprende de la lira del cisne deMantua, la misma fuerza y aquella suavidad exquisita einsuperable que ha hecho de Virgilio el príncipe de lospoetas latinos. Ese trabajo ha sido ya juzgado por la críticaeminente de España, y el nombre de su autor se pronun-cia hoy en la Academia Real con el mismo respeto que elde los más grandes peninsulares…3.

Las introducciones de Caro a la Historia General…de Piedrahita, a las Poesías de Bello, etcétera, son simple-mente obras maestras, en las que se encuentra, a la par deuna riqueza y galanura de lenguaje a que estamos poco

3. Menéndez Pelayo en su obra Traductores españoles de la Eneida, juz-ga la traducción de Caro como “la mejor que existe en español”. Madrid,1879.

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habituados en nuestra América, la vasta y sólida erudi-ción de un filólogo que no ignora uno solo de los progre-sos de esa ciencia nueva en el mundo moderno.

Los trabajos del señor Caro imponen respeto y esprecisamente en nombre de ese sentimiento por qué,después del elogio sincero y altísimo, quiero consignar laimpresión ingrata que me han dejado algunas de sus pá-ginas.

El señor Caro es en política, en religión y en literatu-ra el tipo más acabado del conservador, dando a esa pala-bra toda la extensión de que es susceptible. Nada tengoque ver con sus ideas sobre la marcha de las cosas en Co-lombia, ni con las respetabilísimas inspiraciones de suconciencia; pero cae bajo el dominio de la crítica su apa-sionamiento ilimitado por las cosas que fueron la glorifica-ción constante del pasado, del pasado español, contra to-das las aspiraciones del presente, aun del presenteespañol. Si la casualidad ha hecho que el cuerpo del señorCaro haya venido a aumentar la falange humana en suelocolombiano, su espíritu ha nacido, se ha formado y vive enpleno Madrid del siglo XVI. Allí respira, allí se reconoceentre los suyos, allí se apasiona y discute. Hay hombresque se detienen en un momento de la historia y por nadapasan el límite marcado por su predilección, casi diría porsu monomanía. No leen ya, releen, como decía Royer Col-lard. En ellos es disculpable esa obstinación apasionada;no conocen sino ese mundo, y por tanto, no pueden com-pararlo al presente. Pero el señor Caro ha leído cuanto esposible leer en treinta años de vida intelectual; su alta in-teligencia ha entrado a fondo en la literatura moderna ypocos como él podrían hablar con tal autoridad de lo queen materia de ciencias y letras se ha hecho en el mundo en

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los últimos cien años. Esa riña inconciliable con el presen-te, es, pues, un fenómeno curioso en un espíritu de esa al-tura, y nos sería lícito esperar que la influencia de talesideas se limitase al respeto de la forma y no alcanzase aobrar sobre la percepción de las cosas. ¡Qué acentos deindignación encuentra Caro para increpar a Quintana sugrito generoso, humano, cuando, reconociendo las cruel-dades de la conquista, quiere alejar de su patria la maldi-ción de un mundo y echar la responsabilidad sobre la épo-ca! Un monje fanático, apoderado de Valverde en la cortede España, no habría hablado con mayor vehemencia niencono... Comprendo, y soy el primero en seguir al señorCaro en ese camino, que es tiempo de poner término a laestéril declamación contra la conquista, que ha dado ali-mento sin vigor a la literatura americana durante veinti-cinco años. Pero eso de llegar a la santificación del pasa-do, comprendiendo la Inquisición y el régimen colonial,paréceme que es un prurito retrospectivo inconciliablecon la luz natural de esta alta inteligencia…

Rufino Cuervo es el autor de ese libro tan popularhoy: Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano. Esotro sacerdote del pasado, aunque menos inflexible que elseñor Caro, por el que profesa, con razón, una admiraciónsin límites.

La ciencia, los largos años de estudio que ese volu-men de Cuervo revela, prueban que también en Américatenemos nuestros benedictinos infatigables. Todas las lo-cuciones vulgares, todas las adulteraciones que el puebloamericano, bajo la influencia de las cosas y de su propiaestructura intelectual, ha introducido en el español, sonallí prolijamente estudiadas, corregidas y… limpiadas.(¡Limpia y fija!) Actualmente Cuervo se encuentra en Pa-

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rís, metido en su nicho de cartujo, levantando, piedra apiedra, el monumento más vasto que en todos los tiemposse haya emprendido para honor de la lengua castellana.Es un Diccionario de regímenes, filológico, etimológico…¡Qué sé yo! Aquello asusta; cuando Cuervo me mostrabaen Bogotá las enormes pilas de paquetes, cada uno conte-niendo centenares de hojas sueltas, cada una con la histo-ria, la filiación y el rastro de una palabra en los autoresantiguos y modernos… sentía un vivo deseo de bendecira la naturaleza por no haberme inculcado en el alma, al na-cer, tendencias filológicas. “Ya están reunidos casi todoslos ejemplos –me decía Cuervo–; ahora falta lo menos, laredacción”. Redactar cuatro, o diez, o sabe Dios cuántosvolúmenes de diccionarios… ¡lo menos! ¡Y cómo redactaCuervo, con una sobriedad, una precisión y elegancia queobligan a cincelar la frase! Si uno de nosotros, después detres horas de redacción suelta, incorrecta, à la diable, tirala pluma con disgusto, ¿qué sería si se levantara antenuestros ojos, como en una pesadilla, la columna de papelblanco que hay que llenar para concluir el diccionario deCuervo?… ¿Y sabéis dónde han sido concebidas, medita-das y escritas esas obras? En una cervecería. Rufino yÁngel Cuervo son hijos de un distinguido hombre de Es-tado, que fue presidente de Colombia. Quedaron sin for-tuna. ¿Qué harían? ¿Politiquear, chicanear en el foro, mo-rirse de hambre declamando en el jurado?… ¡Puah!Fundaron una cervecería en Bogotá, sin recursos, sin ele-mentos, y lo peor, sin probabilidades de éxito, porque ha-bía que luchar con la chicha, predilecta del indio. “¡Yo mis-mo he embotellado y tapado!” –me decía Rufino. “En seisaños no he tenido un día de reposo, ni aun los domingos”–me decía Ángel. En diez años lograron fortuna y la inde-

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pendencia… ¿Para qué? ¿Para gozar, para vivir en París,en el bulevar, perdiendo la vida, la savia intelectual en elcafé y en el boudoir? No; ¡simplemente para trabajar contranquilidad, sin interrumpirse sino para despachar uncajón de cerveza, para adquirir el derecho de perder elpelo y la vista sobre viejos infolios cuyo aspecto da frío!…

Pero la obra de Rufino Cuervo será un timbre de ho-nor para su patria y para nuestra raza.

Repito que no es mi propósito –ni sería éste el sitioadecuado– hacer un resumen de la historia literaria deColombia. Si he consignado algunos nombres, si me hedetenido en algunas de las personalidades más notablesen la actualidad, es porque, habiendo tenido la suerte detratarlas, entran en mi cuadro de recuerdos. De todasmaneras, basta con lo que he dicho para hacer compren-der la altura intelectual en que se encuentra Colombia yjustificar la reputación que tiene en la América entera.País de libertad, país de tolerancia, país ilustrado, tienefelizmente la iniciativa y la fuerza perseverante necesariapara vencer las dificultades de su topografía y corregir lasdirecciones viciosas que su historia le ha impuesto.

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CAPÍTULO XVII

EL REGRESO

Simpatía de Colombia por la Argentina. Sus causas.Rivalidades de argentinos y colombianos en el Perú.

Carácter de los oficiales de la Independencia.La conferencia de Guayaquil. Bolívar y San Martín.

Una hipótesis. El recuerdo recíproco. Analogías entrecolombianos y argentinos. Caracteres y tipos.

La partida. En Manzanos. Las mulas de Piquillo.El almuerzo. El tuerto sabanero. Una gran lluvia

en los trópicos. En Guaduas. Encuentros. En buscade mi tuerto. Un entierro. Recuerdo de los Andes.Viajando en la montaña. El viajero de la armadura

de oro. Don Salvador. Su historia. Su famosa aventura.¡Pobre don Juan! Una costumbre quichua.

MI PERMANENCIA EN COLOMBIA había concluido, de-biendo pasar, por disposición de mi gobierno, a ocuparuna de las legaciones argentinas en Europa. Fue enton-ces, en medio de la agitación que siempre producen lasnuevas perspectivas, los cambios radicales en el curso dela vida, cuando me di cuenta de mi cariño por el puebloque tan abierta y generosa hospitalidad me había dado. Yno era por cierto el sentimiento exclusivo de mi gratitudpersonal: era algo más alto, era el afecto profundo poraquella sociedad que hablaba de mi patria con una predi-lección marcada sobre todas las naciones del continente yque había querido honrar en mí al representante de la tie-rra argentina.

Es la primera y última vez que hago una referencia ami posición oficial en Colombia; pero quiero que si algún

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argentino lee este libro, sepa que en Bogotá, desde los al-tos poderes públicos hasta el pueblo mismo en sus inge-nuas manifestaciones, no han dejado un momento de de-mostrarme su viva simpatía por nuestra patria, el contentogeneroso por sus progresos y el deseo de estrechar conella relaciones íntimas y cordiales, en beneficio del pro-greso y de la paz americanos.

Esa simpatía responde a varias causas. En primer lu-gar, los recuerdos de la lucha de la independencia. Todosconocemos aquella rivalidad caballerosa, que tenía porteatro la vieja Lima, entre los oficiales colombianos y losargentinos, entre los vencedores de Boyacá y los vence-dores de Chacabuco. Antagonismo de héroes, combatesde cortesía, como habría dicho un heraldo de armas delsiglo XV. Los colombianos tenían por jefe a Bolívar, los ar-gentinos a San Martín, y todos comprendían que esas dosglorias no cabían en el continente. Los colombianos traíanmarcadas en las heridas de la carne, y muchos en las delcorazón, las huellas del largo batallar en las llanuras deVenezuela y en los cerros granadinos, contra la fuerza, laarrogancia y el valor españoles. Los argentinos recorda-ban la incomparable hazaña del paso de los Andes, cuan-do, en las alturas donde mora el cóndor, habían libradocombates inmortales. Unos y otros miraban al Perú comotierra conquistada, propia; unos y otros hacían resonarsus espuelas en el pavimento de la ciudad de los reyes conla altivez de triunfadores, y tal vez con la conciencia de lasuperioridad sobre los que acababan de libertar. ¡Y quéhombres! Sucre, Córdoba… de un lado; Lavalle, Neco-chea… del otro. ¡Nubes en presencia, cargadas de electri-cidad! No estalló el rayo, pero el relámpago iluminó másde una vez los varoniles rostros.

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Tanto los oficiales de Bolívar como los de San Martín,pertenecían a la clase más elevada de las sociedades deColombia y del Río de la Plata. La altivez nativa se unía a lajactancia castellana del valor. Habituados a jugar la vida acada instante, a los triunfos fáciles en amor, al amparo desu maravilloso prestigio en América, el antagonismo nose concretaba a la reputación militar, sino que revestía susformas más irritantes en el estrado donde la limeña hacíabrillar sus ojos tras el abanico de encaje. Allí, la voz debronce de la disciplina tuvo que sonar más de una vez paraimpedir que el rápido cruzar de palabras irónicas en elsalón se convirtiese, en la calle, en el centellear de las es-padas.

Antagonismo de cabezas ligeras y corazones calien-tes, como fueron todos esos oficiales de la guerra de laindependencia, aristocráticos hasta la médula, desprendi-dos, generosos, con el sentimiento más que con la razónde la causa, por eso jugaban la vida, enardecidos por lalucha y siguiendo la bandera de su jefe con la ciega obsti-nación de un oficial de Wallenstein en la guerra de treintaaños. El largo alejamiento de la patria, la tenaz persisten-cia de la lucha, la efímera ocupación del suelo que reducíacon frecuencia esa misma patria a los límites del campa-mento y en los días de batalla a la tierra del combate, lainfluencia, por fin, de la vida militar prolongada, habíanhecho de los oficiales argentinos y colombianos el proto-tipo de los hombres ligeros en el pensamiento y en la ac-ción, brillantes en la despreocupación del porvenir, vi-viendo au jour le jour, sabiendo que con valor pagaban, yseguros de que el caudal no concluiría.

Al fin, uno cedió. ¿El más patriota, el más razonable?¡Cuánto se ha dicho sobre esa entrevista de Guayaquil,

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que algunos historiadores, para quienes las cosas de laindependencia están siempre al diapasón de la tragedia,han querido cubrir con un velo misterioso y levantar alnivel de los grandes problemas históricos! Al norte delEcuador, el acto de San Martín no fue sino el acatamientorespetuoso del genio y del derecho de su rival; al sur, laabnegación suprema de un gran corazón, la inspiracióndel patriotismo, en generoso sacrificio de sí mismo enobsequio de la causa americana. A mis ojos –y bien osadome encuentro para hablar de estas cosas, después de vo-ces tan altas y autorizadas– no hubo sacrificio personal enel retiro del general San Martín. Todo es cuestión de orga-nización moral: Bolívar, retirándose a la vida privada, oSan Martín, manteniendo a sangre y fuego su primacía enel Perú, habrían sido hechos tan fuera de la lógica, tan con-trarios a su carácter, como naturales fueron los papeles di-versos que les tocaron en el drama. Bolívar… se me ocu-rre suponer a Bolívar nacido en suelo argentino, miembrode la logia Lautaro –allí Alvear habría encontrado su maes-tro–, vencedor en San Lorenzo, general transitorio delejército del Norte, organizador, en fin, del ejército de losAndes. ¿Cuál habría sido su actitud ante la situación inter-na del país bajo el directorio de Rondeau? ¿Habría, comoSan Martín, desobedecido, cruzado la montaña, y dandola espalda a la anarquía, más aún, a la agonía de la patrianueva, ido a libertar al Perú? ¿Habría, una vez vencedor enel Perú, cedido el puesto a San Martín viniendo del norte,embarcándose, y al llegar frente a las playas de su tierra,negándose a pisarlas porque la guerra civil la asolaba,para ir a terminar en la vida de un bourgeois meditabundo,su carrera de acción y de luz? Y allí, en la casita de los arra-bales de Bruselas, Bolívar, en 1830, cuando un pueblo gol-

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peaba a su puerta, pidiéndole que se pusiera al frente dela insurrección contra un opresor tan odiado como el es-pañol… ¿habría contestado a los belgas con la seca lógicade San Martín?

A mi juicio, los rumbos de la historia americana ha-brían cambiado profundamente; el espíritu se pierde en laconjetura, pero el estudio de los caracteres de esos doshombres permite asegurar que su acción, en medios idén-ticos, habría sido diversa. Bolívar ansiaba algo más que lagloria militar, que lo era todo para San Martín –me refieroa las ambiciones y no a los sentimientos patrióticos de losdos libertadores. Bolívar veía más alto y más lejos, peroSan Martín veía más recto. El uno había nacido para domi-nar, el otro para vencer. Bolívar tenía la tela de aquellosgenerales romanos que se hacían proclamar emperado-res por las legiones que marchaban en el fondo de la Ger-mania o en las montañas de Hispania. San Martín era ungeneral del tiempo de la república: habría cavado gustosola tierra… pero después de vencer. Para Bolívar la tareaempezaba después de la batalla; para San Martín con-cluía. En 1826 Bolívar pedía aún una coalición americanacontra el Brasil, más aún, la ofrecía… con tal que se le die-ra el mando supremo. San Martín quedaba silencioso enBoulogne. Insaciable el uno, por temperamento, por vi-bración intelectual, por el correr violento de la sangre;frío, sereno, reposado el otro, por la glacial y predominan-te fuerza de la razón. Caudillo, tribuno, ora cacique de ba-rrio, ora diplomático de alto vuelo el primero; el segundo,soldado. ¿Soldado, con la religión del deber; el primero,bajo la disciplina, soldado, según la idea moderna y exac-ta? No lo sé; pero, sí, soldado en su corte moral, en suspropósitos, en sus ambiciones, en el ideal de su vida, tra-

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zada de antemano, como la trayectoria de una bala de ca-ñón. ¿Qué tenía que hacer semejante hombre en el Perú,después de la victoria? La independencia era un hecho yay su consagración definitiva, Junín, Ayacucho, cuestiónde días más. ¿Y luego? ¿Ser dictador del Perú, crear, porun movimiento de orgullo, ese absurdo de Bolivia, rotu-lándolo con su nombre, volver a Buenos Aires, hacersedictador en el hecho, saltar una tarde por la ventana antela conspiración que avanza, salvado por su querida, para ira pasar la noche bajo el arco de un puente miserable y sa-lir al alba con el rostro lívido y el traje maculado?… No,San Martín no era el hombre de ese corte. Había conclui-do su misión. ¿Lo invadió, además, el desencanto profun-do de los que llegan a la meta, y allí, fría el alma, repiten eltriste gemido del salmista? Tal vez… Pero el hecho es queera un hombre concluido. ¿Volver a su patria, hundirse enla estéril abnegación de Belgrano, deshojar uno a uno suslaureles, luchando, como el vencedor de Tucumán, con-tra oscuros gauchos que lo vencían… o verse, en un con-sejo militar, burlado por un Moldes o un Dorrego, petu-lantes, irritables y escépticos, Bolívares pequeños, turbu-lentos e implacables por trepar al poder? No era ése sucorte, lo repito, y eso, felizmente para su gloria.

Tengo, pues, para mí, que San Martín, al embarcarseen el Callao para Guayaquil, y al sentarse en aquel sofá allado de Bolívar, dominándolo con su alta talla, tenía ya re-suelto en el fondo de su espíritu todo el problema. Nohubo misterio, no hubo la abnegación desgarradora quese dice; hablaron un cuarto de hora sobre el tema; unahora sobre sí mismos… y todo quedó arreglado. Un fisió-logo hubiera previsto el retiro de San Martín, como unastrónomo el regreso de tal o cual cometa, siguiendo am-

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bos las leyes de la naturaleza, inmutables en los cieloscomo el microcosmo humano…

Después de la partida de San Martín, el antagonismoentre colombianos y argentinos se acentuó más aún; laarrogancia recíproca dio origen a la triste página de Are-quito, lo que no impidió más tarde las heroicidades de losgranadinos y de los hijos del Plata en los campos de Juníny Ayacucho. Pero, cuando sonó la hora del regreso paravolver a la patria, a morir, casi todos ellos, en las oscurasguerras civiles, salvo los elegidos que hallaron tumba glo-riosa en Ituzaingó… ¡cómo se tendieron y se estrecharonesas manos varoniles encallecidas por la espada y cómose humedecieron esos ojos iluminados siempre en la ba-talla! Trepando en la áspera senda de la gloria, llegaronsimultáneamente a la cumbre, y allí, con la cara torva, semiraron como debieron hacerlo Jiménez de Quesada yBenalcázar, al encontrarse frente a frente en la sabana deBogotá, partidos, el uno del norte y el otro del sur, des-pués de largos meses de martirio… Más tarde, los colom-bianos contaban a sus hijos el duro batallar de la indepen-dencia, la figura de Necochea, del Murat argentino,abriéndose camino con su sable entre el muro español…y a su vez, los argentinos, los pocos que vegetaban aún enlas largas y tristes veladas de la tiranía, narraban en vozbaja las hazañas pasadas, cuando Córdoba avanzaba co-mo un héroe legendario, a la voz de “¡Paso de vencedo-res!”. Y los dos pueblos que habían dado libertad a laAmérica y confundido su sangre en la batalla, dejaban a lageneración que les seguía ese legado de cariño, de simpá-tico respeto que hoy muestra Colombia para la Argentinay la Argentina para Colombia.

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No nos volvimos a encontrar en las rutas de la histo-ria. Harto que hacer teníamos con nosotros mismos, ocu-pados en sangrarnos hasta la extenuación, como si hubié-ramos querido fecundar la tierra patria con el jugo denuestras venas. Pasaron los años, y un día, día feliz paramí, me toca en suerte ir a decir a Colombia que el puebloargentino no se había olvidado del pasado y que le tendíasu mano, no ya para batallar, sino para avanzar unidos enla paz y en el progreso. Cómo fue recibida esa palabra, nolo olvidaré nunca, como tampoco la sensación inefable,grave y profunda, que se siente cuando el destino nos lla-ma, en uno de esos momentos, a representar a la patria enel extranjero.

¿En el extranjero?… Debía tener nuestro idioma otrapalabra para designar los pueblos idénticos a nosotros.No puedo habituarme a designar con la misma voz a unuruguayo o a un colombiano, que a un alemán o a un ruso.En el corte moral somos iguales, como en el tipo físico, enlas maneras, en el calor de los cariños, en la rapidez delentusiasmo, y ¿lo diré?, en la ligereza con que nos forma-mos opinión sobre las cosas y sobre los hombres. Conce-bimos bajo la mismas leyes intelectuales, como aspira-mos a la fortuna con idéntico propósito, así como conigual desenfado la echamos por la ventana, una vez conse-guida. Un bogotano, un cachaco exquisito, pobre comoAdán, había tenido la suerte de ser designado por el go-bierno para conducir a Quito no sé qué piedra conmemo-rativa de la independencia. Como es natural, recibió deantemano su viático, suma bastante redonda. Cuando lle-gué, era tal su cariño por la República Argentina y tal sudeseo de manifestármelo, ¡que supe estaba resuelto a em-plear todo su viático en darme un baile! Me costó un triun-

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fo disuadirlo por medio de un amigo. Es el mismo cacha-co que decía, no sé en qué ocasión solemne en que habíade celebrar algo grande: “¡Vamos a calaverear la repúbli-ca!”… ¿No os parece oír hablar a un compatriota?

Luego, la sociabilidad, las mujeres… ¡Idénticas, misamigos! Caprichosas, dominantes, ocupando en la socie-dad aquel puesto de la argentina que asombraba al escri-tor brasileño Quintino Bocayuva y le hacía atribuir, engran parte, nuestro desenvolvimiento. ¿Y la historia? Unanoche, el doctor Núñez, a quien había pedido me explica-se la filiación de algunas aberraciones en la organizaciónpolítica de Colombia, lo hacía de tal manera, que me obli-gó a preguntarle: ¿Pero dónde ha aprendido usted tan afondo la historia argentina? Las mismas luchas entre lasideas y las cosas, entre las teorías y los hechos fatales,nacidos del estado social; las mismas aspiraciones vagasdel núcleo inteligente, estrellándose contra la atonía de lamasa, como entre nosotros, contra el empuje semibárba-ro del caudillaje. Agregad la identidad de origen, la petu-lancia andaluza, que no perdió nada al pasar el mar, unidaal vago fatalismo árabe que empuja al abandono; recordadque jamás argentinos y colombianos discutieron un pal-mo de tierra, ni cambiaron una nota agria por las mil fúti-les causas que la diplomacia desocupada inventa, y com-prenderéis por qué vive vigorosa y creciente esa simpatíaentre los dos pueblos, que nada puede cambiar y que lle-vada a la acción será un día la garantía más firme, la únicade la anhelada paz del continente suramericano.

Hay que partir; el carruaje espera a la puerta, y losbuenos amigos que van a acompañarme hasta el confín dela sabana, están listos. Rueda el coche por las angostascalles, pasamos la plaza de San Victorino, y en las últimas

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casas de la ciudad me vuelvo para darle la mirada deadiós. Siempre he dejado un sitio con la seguridad de vol-ver… ¡pero Bogotá!

Las cinco horas que empleamos hasta llegar a Manza-nos fueron para mí tristes, a pesar de la charla animada yespiritual de Roberto Suárez, Carlos Sáenz y Julio Malla-rino, que me acompañaban. Una vez en la posada, dondedebíamos pasar la noche, nos preocupamos de la forzosarestauración de dessous le nez, como dice Rabelais. Malla-rino había sostenido que en Manzanos había vino, lo quehacía inútil el trabajo de llevarlo desde Bogotá. Una vez enla mesa, supimos que no había más que cerveza de Cuer-vo –a quien respeto como filólogo, como sabio, comotodo, menos como cervecero– y… ¡champaña! Pero, ¡quéchampaña, mis amigos! Suárez sostenía que era de la casade Mallarino, y éste lo amenazaba con un juicio por difa-mación, olvidando que en Colombia no los hay. Al fin, nostendimos en unas camas flacas como las vacas de Faraón,pobladas de magros insectos que bien pronto entraron encampaña. No pude dormir; al alba me levanté, hice ensi-llar tranquilamente mi mula; mi compañero de viaje, unsimpático y respetable caballero establecido en Honda,hizo otro tanto y antes de partir, entré en el cuarto de misamigos para darles el abrazo del estribo. Dormían y respe-té su sueño.

Al bajar, encontré a Sáenz, con quien me indemnicé.Me arreglo mis zamarros y unas espuelas orejonas demedia vara que me había regalado él mismo, me envuelvobien en mi ruana, y apretando por última vez la mano aaquel amigo, que sabe el cielo si lo volveré a encontrar enlos azares de la vida, nos pusimos en marcha. Eran las seisy media de la mañana.

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Con decir que las bestias que llevábamos eran de Pi-quillo, he dicho su calidad superior. Del mismo modo queM. André, en la Tour du monde, como creo que ya he con-tado, entregó a la execración universal al que le alquilómulas en Honda, a mi vez, impulsado por un sentimientohumanitario y cumpliendo un acto de justicia, recomien-do a todo el que hacia aquellos mundos se lance, emplearlas mulas de Piquillo. Mulitas valerosas, hechas a la tarea,firmes y voluntarias, trepando la cuesta empinada con supasito menudo pero incansable, nos hicieron el viaje deli-cioso. Marchar por la montaña en las primeras horas de lamañana, sanos de cuerpo y espíritu, bien montados y enmedio de los cuadros de una naturaleza que va cambian-do lentamente sus perspectivas, es una sensación de lasmás gratas que conozco.

Al llegar al Alto del Roble, nos detuvimos un instantey miré largo e intenso la tendida sabana rodeada de mon-tes; y allá en el perdido foso, entre las nubes de la mañana,el Monserrat, a cuyo pie duerme Bogotá… Y en marcha.

Descendíamos de la sabana hacia la tierra caliente; heahí Agua Larga. Una mirada al pasar, y adelante. A amboslados del camino, entre la espesa vegetación que cubre lafalda de la montaña, y allá en el fondo del profundo vallehacia el que bajamos en ziszás, empieza a oírse esa sinfo-nía peculiar de la región tórrida, a la que nuestros oídos sehabían deshabituado en la altura. Eran los grillos, las chi-charras, ¡qué sé yo de los nombres que llevan las estriden-tes tribus que cantan al sol entre el tupido follaje de la tie-rra cálida! Los abrigos se hacían pesados, y –¡fenómenocurioso del que se me había advertido!– los oídos comen-zaban a zumbarme ligeramente. Parece que es efecto delrápido cambio de temperatura, pero pasa pronto.

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A poco se nos agregó un hermano del poeta Pombo,librero en Bogotá, amateur botánico, que saludaba por sunombre, como antiguos conocidos, a los yuyos del cami-no. Iba a Chimbe, no sé a qué. Costábale trabajo seguir-nos, porque nuestras mulitas devoraban la ruta. Con supaso igual y parejo, bajaban, subían, avanzando siemprecon una rapidez que me asombraba. No las economizába-mos porque, más previsor que a la venida, había hechopreparar, como el compañero, bestias de repuesto en Vi-lleta. La sola idea de pasar ligero por aquel horno me ale-graba el alma.

¡Hola!, he ahí a Chimbe, donde nos calafatearon el al-muerzo famoso de la venida; ahí está el árbol a cuyo pie,tendido, con la rienda de mi mula cansada en la mano, seme apareció la Providencia bajo la forma de un indio mon-tado en un alazán, y allá en el fondo de su eterno embudo,Villeta, la dulce al dejarla. Hace rato que nos ha dejadoPombo; miramos el reloj. Son apenas las 11; hemos mar-chado más rápidamente que el correo. Nos detenemos uninstante en un caserío, donde mi compañero tiene rela-ción, y parlamentamos hasta conseguir un almuerzo quenos evita detenernos en Villeta. ¡Qué apetito aquél! Labuena sopa de papas y el duro trozo de carne salada des-aparecieron en el acto. ¡Quién nos hubiera dado, más tar-de, esa fourchette en Nueva York o en París, para hacerhonor a Delmónico o Bignon, o a los renombrados chefsde Mme. B… o de Mme. S…! Y de nuevo en camino. Pocoantes de llegar a Villeta, nos detenemos en algo que debíaser casa de Piquillo, porque allí cambiamos de bestias…Me he olvidado de dos personajes importantes que nosseguían o pretendían seguirnos en nuestra marcha verti-ginosa: nuestros sirvientes, montados como tales. El mío,

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un rubio, tuerto, sabanero, como lo indicaba su tipo, espe-cie de letrero para la gente del camino, de la que me infor-maba más tarde sobre su destino, pues acabó por perdér-seme; mi sirviente, repito, montaba una mulita baja,escueta, regañona, canalla, ¡y el sabanero no llevaba es-puelas! El espectáculo de aquel taloneo angustioso e ince-sante me hacía mal, porque me recordaba las peripeciasde la venida, y me veía, no bajo un prisma halagador, muyhelmuth y de poncho de guanaco, blasfemando contra mibestia reacia.

Resolvimos dejarlos atrás y seguimos la marcha, cru-zando Villeta como una tromba. Me habían dado un exce-lente caballo, habituado a la montaña, y el compañeromontaba una mula escogida. Cada vez que divisábamosun camino medianamente plano, galopábamos hasta quela subida sofocaba a la bestia o el descenso nos advertíaque no estaba lejano el momento de rompernos la nuca.

¡Qué cuesta aquella para salir del valle profundo de laVilleta y transponer la montaña que lo rodea! Parece im-posible conseguirlo sin alas; el camino es malísimo, pocomás o menos como el nuestro de Mendoza a Uspallata, enlos Andes argentinos; pero en cambio, el lujo salvaje de lavegetación reposa la vista, y los hilos de agua que descien-den entre las flores y follaje, alegran el paisaje. El diferen-te andar de los animales nos había hecho separar unoscincuenta metros del compañero, cuando éste me alcanzórápidamente y dándome la voz de alarma, me mostró undenso nubarrón que avanzaba cubriendo el cielo, pocosmomentos antes sereno y deslumbrador como una placareflectora. No tuvimos tiempo más que para desprenderla inmensa capa de caucho que, arrollada, llevábamos a lagrupa y envolvernos en ella, levantando el capuchón. La

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lluvia se descolgó, una de esas lluvias torrenciales de lostrópicos que dan una idea de lo que debió ser el formida-ble cataclismo que inundó el mundo primitivo. Avanzába-mos siempre, las bestias con la cabeza entre las patas, ynosotros, silenciosos, inclinados sobre la cruz, encegue-cidos por el agua que nos batía el rostro como por bandascompactas, y mecidos, más que aturdidos, por el chocarde la lluvia contra los árboles. No eran gotas, era un cau-dal seguido y espeso; las piedras del camino, lavadas ypulidas, se hacían resbalosas y las bestias marchaban conuna prudencia infinita. El diluvio duró un cuarto de hora;de pronto, el sol brilló de nuevo, los árboles sacudieronlas últimas perlas suspendidas en su cabellera, el azul delcielo apareció más intenso, y el coro de los insectos ento-nó da capo su eterna sinfonía…

Eran las tres y cuarto de la tarde cuando llegamos a laplaza de Guaduas, que aún aguarda la estatua de Pola1, lamás noble entre las hijas del valle. En media jornada ha-bíamos hecho el camino en que yo empleara dos a la veni-da; verdad que habíamos andado como chasqui y que lagente a quien comunicábamos la hora de nuestra salidade Manzanos, no podía creernos. Mi compañero me pro-puso llevar a cabo la hazaña de ponernos en un día desdela sabana en Honda, lo que haría nuestro viaje legendario.Acepté por pura botaratería, porque no sólo me era igualsino preferible llegar al Magdalena un día después, paratomar inmediatamente el vapor, evitándome así una no-che en Bodegas de Bogotá, noche que se me presentababajo un aspecto poco risueño.

1. Policaparpa Salavarrieta.

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Pero en el momento de resolverlo, alcanzamos unanumerosa caravana que, en orden de uno por fila, camina-ba lenta y pausadamente bajo aquel sol de fuego que im-pulsaba a acelerar la marcha. Eran los señores Cuervo, deuno de los que he hablado ya, que iban a tomar el vapor,acompañados de varios amigos. Pensaban pasar la nocheen Guaduas. Además, al llegar al bonito Hotel del Valle,del único que tenía buenos recuerdos de todos los de laruta, vi en la puerta a las señoritas Tanco que tambiéniban a Europa. Ante la perspectiva de una buena noche enagradable compañía, renuncié a mi inútil y quijotesco pro-pósito de llegar a Honda en el mismo día. Mi compañero,que iba a reunirse con su familia, insistió y siguió viaje.Después supe que había tenido que hacer noche en unachoza próxima al Magdalena, pues la oscuridad lo habíaobligado a detenerse.

Entretanto, pasó el día, llegó la tarde y mi rubio tuer-to, mi sabanero, portador de mi maleta más importante,no aparecía. Cuando a la mañana siguiente, todo el mun-do en pie, después de una noche de reposo, se preparabapara montar a caballo, comprobé con una cólera indecibleque mi tuerto maldecido brillaba aún por su ausencia.Resolví continuar el viaje, porque retroceder era inútil, yademás de indagar en el camino si me había precedido,hacer jugar el telégrafo, una vez llegado a Honda.

Mientras marchábamos por los duros despeñaderos,no podía menos de admirar la resolución y la voluntad deaquellas tres criaturas delicadas, habituadas a todas lascomodidades de la vida, que iban a mi lado sonrientes yconservadoras, bajo un sol de fuego, al insoportable mo-vimiento de la mula. El señor Tanco sonreía y me recorda-ba que en su juventud salir a la costa era una cuestión

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mucho más grave que hoy. En vez del vapor que íbamos aencontrar en Honda, había que meterse bajo el toldo depaja de un champán, toldo de media vara de alto, que sólopermitía la posición horizontal. Los negros bogas corríansobre él, medio desnudos, soeces, salvajes en sus costum-bres… ¡y esa vida, sobre todo cuando se trataba de subirel río, duraba meses enteros!

Cada cuarto de hora me detenía en la puerta de ran-chos extendidos sobre el camino y comenzaba mi eternacantilena: “¿Ha visto pasar un mozo rubio sobre una mulabaya?”. En una de esas tentativas, una buena mujer mecontestó que en la tarde del día anterior había pasado unsabanero, tuerto, con la mula cansada. No cabía duda, erael mío. Pero, para mayor tranquilidad –tenía todo mi dine-ro y papeles en la maleta que llevaba mi sirviente, lo quecreo explicará mi inquietud–, resolví adelantarme solo ypiqué mi caballo. El sol caía a plomo, y próximos ya al va-lle del Magdalena, el calor se hacía insoportable. A pesarde sus excelentes condiciones, mi caballo empezaba a fa-tigarse y me detuve un cuarto de hora bajo un árbol. Allí vipasar un entierro de las campiñas colombianas, cuyo re-cuerdo aún me hace mal. El muerto, descubierto, con lacara al sol, era llevado sobre una tabla, a hombros de cua-tro indios. En Bogotá había visto ya entierros de niños eniguales condiciones, cuadro que deja una impresión ne-gra y persistente… Pero ya que estoy descansando bajoeste árbol de grata sombra, voy a contar a ustedes uno delos recuerdos de los Andes argentinos, que cierta corre-lación de ideas me trae a la memoria. Es la historia famo-sa de don Salvador, el correo. Si es algo larga, cúlpese a lamarcha lenta en la montaña que da tiempo para narrar.

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Viajaba en la cordillera; hacía tres días que estaba se-parado de los últimos vestigios de civilización, y, montadoen mi mula, de paso igual y firme, atenta al peligro, ajena ala fatiga, avanzaba entre las gargantas de los Andes argen-tinos, ya trepando un cerro en cuya cumbre rugían losvientos de los páramos, ya siguiendo lentamente el cauceseco de un río que esperaba el deshielo para convertirseen torrente. La senda era única e inerrable; la brújula, con-sultada con frecuencia por mera curiosidad, me hacía verlas caprichosas direcciones del camino. Tan pronto la bes-tia marchaba al norte, tan pronto al sur, y casi nunca aloeste, que era el objetivo. Avanzábamos derivando. Comoal levantar el campamento antes de llegar el alba mi mulaera la primera que estaba lista, tomaba siempre la delan-tera, mientras el guía y el mozo de mano arreglaban loscargueros. Así marchaba hasta la mitad del día, solo, per-dido en mis pensamientos y dejando a veces escapar ex-clamaciones de sorpresa ante un cuadro cuya salvajegrandeza me hacía detener a mi pesar. Era un cerro des-nudo y esbelto, brillando al sol como una placa de metalbruñido; una garganta, estrecha y sombría como una pro-funda herida de estilete en el corazón de la montaña; unacascada cayendo de golpe de una altura enorme, sin gra-cia y sin majestad, con una brutalidad feroz; un río co-rriendo silencioso y libre a cien metros bajo mis pies, enel seno de un cauce inmenso, de orillas torturadas por eltorrente pasado, o por fin, un valle muerto y helado, sinuna planta, sin un arbusto, sin un eco. Cuando el calor sehacía insoportable, me detenía a la sombra de un peñascosaliente que nos abrigaba amenazando, y esperaba allí alos peones. Una hora después sentía a lo lejos el rumor delcencerro de las bestias de carga, que no tardaban en apa-

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recer en la cumbre vecina que yo mismo venía de cruzar,detenían allí un momento su paso cansado, levantaban lacabeza al viento y volvían a emprender la marcha resigna-das. En un instante el almuerzo estaba pronto; salían a luzel charqui y los fiambres, el buen vino de Mendoza, elmate hacía los honores de postres, y luego de pasadas lasfuertes horas de sol, emprendíamos nuevamente la mar-cha de la tarde. Los guías hablaban poco; de tiempo entiempo una observación sobre tal mula que se iba hacien-do vieja, o una consulta para arreglar los sobornos de uncarguero. A veces un canto plañidero y monótono, unatriste vidalita, pero en general, un silencio completo.

Una tarde, el sol acababa de desaparecer detrás deuna cumbre, y a pesar de que la noche estaba lejos, lassombras caían rápidamente sobre el valle profundo enque marchaba. No había hasta entonces encontrado unsolo viajero viniendo de Chile, y, como estaba completa-mente separado de la vida activa de los hombres, deseabasaber las cosas que habían ocurrido en el mundo durantemi secuestro voluntario. Así, con viva satisfacción vi apa-recer en la cumbre de un cerro un tanto alejado del puntoen que me encontraba, un hombre que me pareció cubier-to de una armadura de oro y jinete en un caballo resplan-deciente. Yo lo miraba desde la oscuridad, que a cada ins-tante se hacía más densa, y él recibía, en ese momento dereposo en la altura, los rayos vivos del sol que lo ilumina-ban, dándole la apariencia que producía esa viva ilusión amis ojos. Aceleré cuanto pude el paso de mi cabalgadura,asombrado de aquella trasgresión de nuestro contrato, enla esperanza de unirme cuanto antes al viajero que debíadarme las noticias tan deseadas. Pero el cerro estaba lejosy él lo descendía lentamente al paso mesurado de la mula

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prudente que afianzaba su pie con firmeza para reconocerla solidez de la senda. Los que viajan en las montañas tie-nen siempre un sentimiento de gratitud a la mula, cuyoesfuerzo y vigilancia atribuyen, en su vanidad, al respetoy cariño por la vida del hombre que conducen. No podríala mula contestarles, como el marinero de Shakespeare:None that I love more than myself 2.

Había llegado al término de mi jornada de aquel día yal punto que mi guía había designado para pasar la noche,pues de común acuerdo habíamos resuelto evitar las de-testables casuchas llenas de insectos que a largas distan-cias figuran como posadas en la cordillera. De todas ma-neras, como el camino era único, mi hombre de Chiletenía forzosamente que pasar por él. Primero llegaron misguías, descargaron las bestias, las aseguraron bien y conlas tablas de un cajón de comestibles, al que diéramos finesa tarde, hicieron un buen fuego. Nos preparábamos acenar, yo un tanto retirado de los peones, que nunca pu-dieron vencer su humildad y cenar junto conmigo, a pesarde mi invitación, cuando desembocó por un recodo micaballero de la ardiente armadura. Los arrieros se levan-taron inmediatamente y saludando al recién venido por elnombre de don Salvador, salieron a su encuentro. Nadade transportes; se dieron sencillamente la mano, a la ma-nera gaucha, casi sin oprimirla, contentándose con uncontacto fugitivo. Por las miradas de don Salvador, com-prendí que el guía hacía mi presentación y narraba las cir-cunstancias por las cuales había sido él mi acompañanteprincipal. A mi vez, yo estudiaba un poco al don Salvadorque acababa de echar pie a tierra, aunque conservando

2. “Nada que ame más que a mí mismo”. Tempest. I, sec. I. (N. del E.).

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aún en la mano las riendas de su mula, pequeña, fuerte, deun color casi negro y vuelta ya a la vulgaridad de su espe-cie, después de los pasajeros resplandores de la cumbre.Era don Salvador un hombre alto, delgado, con toda labarba canosa y representando unos cincuenta años, loque servía de base para calcularle diez o quince más. Te-nía los ojos grandes y claros; su traje era el que usa gene-ralmente el arriero de los Andes, un fuerte poncho, botas,un pañuelo al cuello y otro cubriendo la cabeza y parte delrostro, y sobre él un sombrero de paja.

Se acercó a mí, me saludó descubriéndose, me diotodas las noticias que conocía, y me dijo que era correoentre Mendoza y Santa Rosa de los Andes. Siempre mehan inspirado una simpatía profunda esos hombres vale-rosos cuyas filas clarea cada rudo invierno de la cordille-ra. Sus sueldos son mezquinos, y hasta ahora han sidoacusados de una sola infidelidad, llevando generalmenteserios valores en sus valijas. Durante los largos mesesque la cordillera está cerrada por las nieves, emprendensu viaje a pie; algunos, después de quince días de luchastenaces, llegan a su destino, extenuados, sin voz, hechospedazos y desnudos. Se han abierto camino a fuerza deperseverancia, desplegando ese valor solitario contra loselementos, que es el timbre más alto del hombre, evitan-do los ventisqueros, guareciéndose tras una roca contrala avalancha, que cae rugiendo, pasando a veces la nochebajo una mortaja de nieve. Otros quedaban sepultados enlas cumbres lívidas y al primer deshielo, sus compañerosentierran piadosamente los restos de aquél que les mues-tra cómo acaba la triste ruta de la vida.

Don Salvador era uno de esos hombres; su voz, lige-ramente ronca, revelaba que había pasado más de una

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noche terrible entre los hielos. Lo invité a cenar y a pasarla noche con nosotros, puesto que su jornada había con-cluido también. Al alba nos separaríamos y yo le daría car-tas para mi tierra. Aceptó gustoso, desensilló su mula, queunió a las nuestras, puso las valijas en un punto seguro,junto al cual tendió su cama, y en seguida se acercó al fo-gón y sentado en una piedra empezó a charlar, siguiendoatentamente los progresos del fuego.

Entretanto, mi lecho de campaña había sido tambiénpreparado; después de cenar me tendí en él, vestido,como tenía por costumbre, y encendiendo un buen ciga-rro, placer inefable en la cordillera como en todos los si-tios salvajes donde las delicadezas de la civilización ad-quieren un mérito extraordinario, dejé vagar la miradapor los cielos y el alma por el inmenso mundo moral, másgrande aún que esa bóveda que me cubría. Pocas nochesde mi vida recuerdo más serenas y más bellas. Era un por-tento de calma; no corría el menor viento y el silencio so-lemne sólo se interrumpía a momentos por uno de esosruidos misteriosos y lejanos de la montaña, que el eco sua-ve reviste del acento de una queja apagada. A pocos me-tros corría con imperceptible rumor un hilo de agua. Lasestrellas tenían una claridad inmensa, y el ojo se deteníaextasiado ante su rápido y fugitivo fulgor. Los recuerdosvenían y el sueño se alejaba…

El guía se me acercó y me dijo: —¿No puede dormir,señor? —No, pero no lo siento. La noche está muy linda.—¿Por qué no toma un mate y hace hablar a don Salva-dor? Es un viejo que conoce medio mundo y sabe más queLicurgo. Ha andado por Chile, Bolivia y el Perú y conocepalmo a palmo el terreno donde a estas horas han de estarpeleando los ejércitos.

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Me picó la curiosidad; me incorporé en la cama y dijeen voz alta: —Don Salvador, si no tiene mucho sueño,¿quiere acercarse un poco? Tomaremos un mate y charla-remos. –Don Salvador se levantó inmediatamente, hizorodar la piedra en que se sentaba hasta cerca de mí, y son-riendo se sentó nuevamente.

—Figúrese, don Salvador, que hace tres días largosque ando entre los cerros, solo y sin desplegar los labios,porque los otros se quedan siempre atrás.

—Nosotros estamos acostumbrados, señor. Pero unavez, hace ya muchos años, yo también, en un viaje largo,me fastidié de andar solo, encontré un compañero ¡quemás valiera no lo hubiese encontrado!, y me puso en uncaso del que no me he de olvidar nunca.

—¿Era un bandido?—No, señor; pero si tiene paciencia, le contaré cómo

fue aquello, para que después usted lo cuente, aunque nose lo crean. Pero le juro que es cierto, y si no, pregúnteloen el Perú, adonde dicen los amigos que usted va.

Fue entonces cuando don Salvador me narró la curio-sa aventura, que a mi vez puse por escrito apenas me fueposible, en mi estilo llano y simple, no atreviéndome aimitar el lenguaje especial y pintoresco con que el narra-dor lo adornó.

Don Salvador era de San Juan; en su juventud, comopeón, había recorrido casi todo el territorio de la repúbli-ca conduciendo mulas de un punto a otro, a las órdenes deun capataz. Fue así como se encontró en Salta, donde en-tró a servir a un arriero viejo y conocido. Allí se quedó al-gunos años, y luego, siempre en su oficio, pasó al Perú, sehizo un pequeño capital que bien pronto el juego disipó;obligado a volver al trabajo, tomó la profesión de chasqui

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o propio, para la que lo hacía idóneo su fuerza infatigablepara andar a caballo, o más propiamente, en mula. Peroese oficio, en una tierra donde el indio marcha más rápida-mente que la bestia y puede pasar por sitios donde aque-lla no se arriesga, no era por cierto muy lucrativo. No esmi objeto narrar las peripecias de la vida de don Salvador,cómo del interior del Perú pasó a la costa, cómo se hizomás tarde minero en Copiapó, pasando luego de nuevo ala República Argentina y ocupando por fin el honrosopuesto de correo que desempeñaba hacía diez años.

Fue en uno de esos viajes como chasqui cuando leocurrió el caso a que él se refería. Estaba en la provinciade Cuzco y volvía de un pequeño lugar, al norte, cerca dela raya de Junín, que se llama Inchacate. El camino es ge-neralmente desigual hasta llegar a la vieja capital de losIncas, pero no ofrece dificultades de ningún género. Esuna senda seguida y angosta, que trepa los cerros, se hun-de en los valles y costea los montes altos. Hay pocos ríos ytorrentes que atravesar. El clima es dulce y la naturalezapródiga en esas regiones predilectas de la vieja raza.

Una mañana, al romper el día, don Salvador, que ha-bía hecho noche entre Santa Ana y Chinche, después dehaber dejado a su izquierda una pequeña población llama-da Buenos Aires, cerca de Chancamayo, la que, según medecía, le había hecho acordarse de los porteños; una ma-ñana, pues, se puso nuevamente en camino, con el espíri-tu alegre, la mula descansada y caliente el estómago conun trago de aguardiente. Don Salvador silbaba, cantabavidalitas, pero se aburría porque don Salvador era hom-bre social y le gustaba en extremo echar su párrafo. A esode las ocho de la mañana, le pareció distinguir bastantelejos, como a una legua larga, a un viajero que, montado

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como él en una mula, trepaba una cuesta. Aunque el des-conocido marchaba a paso vivo y le llevaba bastante de-lantera, don Salvador no desesperó de alcanzarlo, y con talobjeto, empezó a apurar su mulita. De tiempo en tiempo elviajero desaparecía a sus ojos, para reaparecer más tarde,según lo desigual del camino, sin que don Salvador gana-se sensiblemente terreno.

Así marchó hasta la parada del mediodía, que no du-daba haría también su hombre, pues sólo un loco podíaseguir viaje bajo aquel sol abrasador. A eso de las tres sepuso de nuevo en camino, y fuese que el desconocido hu-biese prolongado más su regreso o que su mula empeza-se a fatigarse, el hecho fue que, poco después de las cinco,al caer a un valle, vio al viajero como unas dos cuadrasdelante de él. Don Salvador ahuecó la voz, hizo bocina consus manos y empezó a gritar lo más fuerte que pudo: “¡Pá-rese, amigo!”. El amigo seguía impertérrito su marcha,pero la distancia que los separaba disminuía rápidamente.Don Salvador gritaba, silbaba, producía todos los ruidosimaginables sin éxito alguno. Era imposible que aquelhombre, por más sordo que fuese, no hubiera oído el tu-multo que se hacía a su espalda. Don Salvador comenzó aenojarse, y dejando de gritar, consideró al altivo viajerocon atención.

Montaba una mulita baya, pobremente ensillada, a loque podía ver, y que marchaba con su paso monótono, lle-vando la cabeza casi entre las patas. El jinete, que don Sal-vador sólo distinguía de espaldas, era un hombre suma-mente alto y erguido; llevaba un pesado poncho azuloscuro que le cubría todo el cuerpo y que descendía hastamás abajo de las rodillas. La cabeza, además de un som-brero de fieltro y de anchas alas caídas, estaba cubierta

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por un pañuelo colorado. Unas grandes botas completa-ban el traje.

Don Salvador consiguió alcanzarlo, porque la mulitabaya había aflojado considerablemente el paso. Cuandoestuvo cerca de él, vio que traía la cara casi completamen-te cubierta con el pañuelo, como quien busca ocultarse.Aunque a don Salvador le pareció que el que así viajaba nodebía andar en cosas buenas, como estaba caliente por suronquera adquirida, inútilmente, al pasar a su lado, le dijo:“Buenas tardes le de Dios. ¿Sabe que había sido sordo?”.El viajero no contestó una palabra. “Cuando un cristianohabla, se le contesta”, añadió don Salvador, sin obtenerrespuesta alguna. Un momento titubeó entre armarla,como él decía, o seguir tranquilamente su viaje. Su buensentido triunfó, y lanzando, de paso, al viajero su flecha enun sarcasmo, picó su mula y siguió adelante. Al caer lanoche llegó a Huiro, un pueblito miserable, y se detuvo enuna posada muy pobre que había a la entrada, tenida porun indio viejo.

Después que desensilló la mula, se sentó en la puertacon el indio y se pusieron a charlar, cuando apareció,como a una cuadra, el viajero silencioso.

—Ahí viene don Juan en la baya –dijo el indio viejo.—¿Y quién es ese don Juan? –preguntó don Salvador

con una curiosidad mezclada de ironía.—Don Juan Amachi, mi compadre, un indio viejo de

Paucartambo. Allí tiene su familia y siempre que va al nor-te, pasa la noche en casa.

—¿Y qué tal hombre es?—Excelente y servicial con todo el mundo.Don Salvador se mascó el bigote y puso una cara alta-

nera, porque don Juan llegaba en ese momento. Su mula,

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fatigada, se detuvo a la puerta, y el indio posadero salió arecibirlo.

Llegado junto al viajero, le habló, lo tocó, y dándosevuelta, dijo sencillamente a don Salvador:

—¡Pobre don Juan, viene difunto!Más tarde en el Perú, pude verificar la exactitud de la

narración de don Salvador. Hasta no ha mucho, se encon-traban en los caminos del interior algunas mulas llevandola fúnebre carga. La huella es única, la mucha marcha a suvoluntad, no había otro medio de transporte, y el indio,que durante la monarquía incásica vivía y moría en el mis-mo pedazo de suelo, como el siervo feudal, encargabasiempre, por la tradición de su raza, que en caso de muer-te lo confiasen a su mula fiel, que lo llevaría a reposar en-tre los suyos.

Don Salvador ensilló de nuevo su mula y se puso enmarcha sin demora. Desde entonces, jamás hace esfuer-zos por alcanzar a los viajeros que le preceden en las rutasde la tierra.

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CAPÍTULO XVIII

AGUAS ABAJO-COLÓN

El álbum de Consuelo. Una ruda jornada.Los paticos del sabanero. El “Confianza”. La bajada

del Magdalena. Otra vez los cuadros soberbios.Los caimanes. Las tardes. La música en la noche.

En Barranquilla. Cambio de itinerario. “La Ville deParís”. La travesía. Colón. Un puerto franco.

Bar-rooms y hoteles. Un día ingrato. Aspectos porla noche. El juego al aire libre. Bacanal. Resolución.

ME DETUVE UN INSTANTE a almorzar en Consuelo, volvía ver el famoso cuarto en que habíamos pasado la noche ala venida, con los Mounsey y la numerosa y heterogéneacompañía de que hablé. En el mismo sitio, la mesa a cuyopie habían atado el gallo del panameño en su clavo invaria-ble, la alpargata no menos renombrada, instrumento desuplicio de grillos y cucarachas. ¡Oh vanidad humana,idéntica en la cumbre de los desiertos cerros de Américacomo en lo alto de los campanarios de Italia! En Consuelose me presentó… ¡un álbum! Para que consignase un re-cuerdo o por lo menos dejase mi nombre. Había composi-ciones de seis páginas. ¡Para lo que cuesta a un colombia-no hacer versos una vez que tiene la pluma en la mano! Noera aquello por cierto un manual de trozos selectos, y enmás de un ditirambo a la Montaña o al Magdalena, la orto-grafía se cubría el rostro en su abandono, cuando no era elsentido común… Pero el dueño de Consuelo no se fija enesas pequeñeces; tiene su álbum y eso le basta.

El trayecto entre Consuelo y Bodegas me fue tanduro como los peores momentos de la subida. El calor era

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sofocante, y el sol, brillando insoportable, me recordabala exclamación de aquel pobre oficial prisionero que hacíatres días marchaba amarrado a una mula y que en un mo-mento desesperado miró al sol y dijo con un acento indefi-nible: “¡Parece que lo espabilan!”. Algo le hacía, de segu-ro, la mano oculta que alimentaba las lámparas de loscielos, porque, a medida que me alejaba de él, puesto quedescendía, redoblaba su fuerza penetrante. No es posibleformarse idea de esos calores sin haberlos sufrido; las ro-cas parecen inflamadas, la tierra enrojecida calienta elaire que abrasa la cara, irrita los ojos, turba el cerebro. Sesiente una sed desesperada que nada aplaca, y se avanza,se avanza viendo el Magdalena a los pies, casi al alcancede la mano, alejarse indefinidamente entre las vueltas yrevueltas del camino. Mi cabalgadura no podía más, la ra-pidez de la marcha y la atmósfera sofocante la habían ago-tado. Por fin, a las tres de la tarde, deshecho, llegué a unade las casuchas de Bodegas, me dejé caer, abandonandola bestia a su destino y pedí agua, más agua. La pulpera meobligó a tomar panela, que me pareció, por primera y últi-ma vez, una bebida deliciosa. Frente a mí, con la cara rojacomo una amapola, con los ojos alzados, estaba una ingle-sa, algo como una nodriza o sirvienta de alguna familiainglesa de Bogotá; trabó en el acto conversación conmigo,y aunque yo, fastidiado, irritado en ese instante, no le con-testaba una palabra, encontró medio de contarme que ha-bía hecho sola todo el camino de Bogotá a Bodegas por-que, como los peones que la acompañaban le causabanmás aprensión que confianza, les daba plata para que sefueran a beber chicha o guarapo en todas las botillerías dela ruta, sistema cuyo resultado fue que quedasen tendidosen el camino.

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Un tanto reposado, pasé a la orilla del río para ver quévapores había. ¿Sabías cuál fue mi primer encuentro? Mituerto sabanero, sentado melancólicamente en una pie-dra, con mi maleta terciada a la espalda, al rayo del sol yentregado a la plácida tarea de hacer patitos en el aguacon guijarros que elegía cuidadosamente.

¡Oh, santa paciencia! Tú haces trepar a los hombresla áspera ruta de la vida, tú apartas el obstáculo, tú acercasel éxito, tú sostienes en la lucha y haces fecunda la victo-ria, tú consuelas en la caída… ¡y tú salvas la vida a los tuer-tos sabaneros que hacen patitos a orillas de los ríos cauda-losos!

¿Qué decir a aquel desgraciado que me contaba có-mo, a media noche y con la mula casi en hombros, pues niaun cabestrear quería, había llegado a Bodegas? La vistade mi maleta, abierta por mi descuido y de la que no falta-ba ni un papel ni un peso, me predispuso, por otra parte, ala clemencia.

Sólo a la tarde llegaron la familia Tanco y los señoresCuervo. Las niñas no habían podido resistir aquel sol defuego y se habían refugiado varias horas bajo un árbol.¡Con qué desaliento profundo se dejaron caer de la mula!¡Cuántas impresiones gratas les debía la Europa para in-demnizarlas de esas horas de martirio! Además, el dulcenido no estaba allá, tras los mares, entre el estruendo deParís, sino a la espalda, en la tendida sabana, al pie delMonserrat.

El “Confianza”, el más rápido de los vapores del Mag-dalena, partía a la mañana siguiente. Esa misma tarde nosinstalamos todos a bordo. Éramos veinte o treinta pasaje-ros, la mayor parte conocidos, gente fina, culta, que pro-metía un viaje delicioso.

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Bajar el Magdalena es una bendición en comparacióna la subida; el descenso, sobre todo en el “Confianza” ycon la cantidad de agua que tenía el río, no dura más quecuatro días, mientras yo había empleado quince o dieci-séis a la venida. Esa misma rapidez de la marcha estable-ce una corriente de aire cuya frescura suaviza los rigoresde aquella temperatura de hoguera. Los bogas, que vuel-ven a Barranquilla, su cuartel general, están alegres, re-doblan la actividad y la leña se embarca en un instante. Sibien aguas abajo las consecuencias de una varadura sonmás graves que a la subida, no temíamos tal aventura enese momento, porque la creciente era extraordinaria.Además, y para colmo de contento, como sólo dos nochespasaríamos amarrados a la orilla, los mosquitos no ten-drían sino la última para entrar en campaña. Y al fin delrío, no nos esperaba ya la mula sino un cómodo trasatlán-tico y más allá… ¡la Europa! Vamos, la situación era lleva-dera.

Así, las caras estaban alegres en la mañana siguiente,cuando, soltando los cables, el vapor se puso en movi-miento. Sólo unos ojos, llenos de lágrimas, seguían la mar-cha oblicua de una pequeña canoa que acababa de sepa-rarse del “Confianza” y en la que iba un hombre joven, conel corazón no más sereno que aquél que asomaba a los llo-rosos ojos y se difundía en la última mirada…

No repetiré la narración del viaje, tan diferente, sinembargo, del primero. ¡Cómo bajábamos aquellos cho-rros temidos, Perico, Mesuno, Guarinó, que tantas difi-cultades presentaron a la subida! El “Confianza” se desli-zaba como una exhalación por la rápida pendiente; larueda apenas batía las aguas y volábamos sobre ellas;mientras allá arriba, en la casucha del timonel, seis manos

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robustas mantenían la dirección del barco. Un aire frescoy grato nos batía el rostro, y el espíritu, ligero bajo el ayu-no –la comida es la misma –, se entregaba con delicia agozar de aquellos cuadros estupendos del Magdalena,que a la venida había entrevisto bajo el prisma ingrato delos sufrimientos físicos.

¡De nuevo ante mis ojos el incomparable espectáculode los bosques vírgenes, con sus árboles inmaculados dela herida del hacha, sus flotantes cabelleras de bejucos,sus lianas mecedoras, llevando el ritmo de la sinfonía pro-funda de la selva, perfumando sus fibras con la savia de latierra generosa o aspirando la fresca humedad en el vasode un cacto que vive en la altura, guardando como un te-soro en su seno el rocío fecundo de las noches tropicales!

¡De nuevo los enhiestos cocoteros, lisos en su troncocoronado por la diadema de apiñados frutos; el banano,cuyas ramas ceden al grave peso del racimo; el frondosocaracolí, cubriendo con su ramaje dilatado el mundo anó-nimo que crece a sus pies, se ampara de él y duerme tran-quilo a su sombra, como las humildes aldeas bajo la guar-da del castillo feudal que clava la garra de sus cimientosen la roca y resiste inmutable al empuje de los hombres yal embate del huracán!

De nuevo, por fin, las pintadas aves que cubren loscielos, tendiendo en el espacio sin nubes sus rojas alas ful-gurantes bajo el sol, o agitando el prismático penacho conque la naturaleza las dotó. Y de rama en rama, con sus ca-ras de ingenua malicia, sus pequeños ojos brillantes y cu-riosos, suspendidos de la cola mientras devoran, aun en lafuga, el sabroso y amarillo mango que la mano tenaz nosuelta, millares de micos, monos, macacos, titíes, que des-

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aparecen en las profundidades del bosque, para mostrar-se de nuevo en el primer clareo de la espesura.

Duermen los caimanes a lo largo de la playa, sobrelas blancas arenas doradas por el sol, tendidos, las faucesabiertas, inmutables como aquellos que ahora quince milaños reinaban, seres divinos, sobre la crédula imagina-ción de los egipcios. Son el reflejo vivo del arte primitivodel pueblo del Nilo; ¡he ahí la inmovilidad de las cariáti-des, el aplomo bestial de la esfinge, la línea grosera delcuerpo, la escama saliente y áspera de la piel, la garra ten-dida, fija, cimiento del grave peso que soporta, el ojo en-trecerrado como si el alma que palpita dentro de la inmun-da mole, estuviera embargada por la visión del más allá!No me explico ese constante fenómeno de mi espíritu;pero un buitre, con las alas abiertas, cerniéndose sobre elpico de un peñasco, hace siempre surgir en mi memoriael mito soberbio de Prometeo, como un caimán durmien-do en las arenas rehace para mí el mundo faraónico…

Cae la tarde; la cumbre del firmamento empieza aoscurecerse, mientras las nubes errantes que se han in-clinado al horizonte, franjan su contorno en el iris rosadodel adiós del día, cubren el disco solar en su descenso ma-jestuoso y quedan impregnadas de su reflejo soberanocuando, concluida su tarea, se hunde tras la línea de la tie-rra que los ojos alcanzan, para ser fiel a la eterna cita delos que en el otro hemisferio lo esperan como al alto dis-pensador de la vida. Nada, nada se sobrepone a esa sensa-ción poderosa a que el cuerpo cede en la dulce quietud dela tarde y que el espíritu sigue anhelante, porque le abrelas regiones indefinibles de la fantasía, donde la persona-lidad se agiganta en el sueño de todas las grandezas y en

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la concepción de destinos maravillosos superiores a todarealidad.

¡Suaves y bellísimas tardes! ¡La selva contigua, in-mensa arpa eólica cuyas cuerdas bate el viento con ternu-ra, arrancando esa melodía profunda e indecisa, con susnotas ásperas de lucha y sus murientes cadencias deamor, que se levanta ante el oído del alma como una nubearmoniosa; la selva íntima se extiende a nuestro lado,mientras todos, a bordo, desde el que deja la patria atrás omarcha hacia ella, hasta el boga que vive en la indiferen-cia suprema de la bestia que gime en el bosque, todoscaen bajo la influencia invencible de la hora solemne enque las agrias cuitas del día callan, para dar paso al cortejoceleste de los recuerdos!

No olvidaré nunca la primera noche que pasamos,amarrado el buque a la costa. Aún no habíamos llegado ala región del Magdalena, donde, bajo un calor insoporta-ble, los mosquitos hacen su temida aparición. Una frescabrisa, en la que creíamos sentir ya tenuemente las emana-ciones del océano, corría sobre las aguas del río, rozandosu superficie que jugueteaba bajo el blanco clarear de laluna. La suave corriente sin rumor arrastraba enormestroncos de árboles, que avanzaban en silencio, mecidospor el imperceptible oleaje, atravesaban rápidamente lafaja luminosa sobre la placa del río e iban a perderse denuevo en la oscuridad, viajeros errantes que nos prece-dían en la ruta. Nos habíamos reunido sobre la tolda, ha-blábamos todos en voz baja, como si temiéramos romperel prisma delicioso tras el que veíamos la naturaleza y lascosas del espíritu. Así, uno de nosotros, casi murmurán-dola, recitó la melodía de Fallon a la luna, que en ese ins-tante se levantaba bajo un cielo de incomparable pureza.

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Jamás los versos del dulce poeta fueron a herir corazonesmás abiertos e indefensos contra el encanto de la poesía.Al concluir, ni una palabra de comentario sino el tímido es-tremecimiento de un acorde musical, y pronto, a dos vo-ces delicadas, imperceptibles en su exquisita dulzura, losrecuerdos de la patria que atrás quedaba, en un bambucoque también traía para mi alma la nota de la errante músi-ca de mis pampas argentinas. Y otro, y diez más, y lasmelodías de los grandes maestros más cariñosos al oído,y por fin, el vagar poético de una mano de artista sobre lastristes cuerdas de una guitarra, que responden a la cariciaacariciando… Y la noche avanzaba, el silencio del bosquese hacía más profundo, las estrellas palidecían, sin quenos diésemos cuenta del rápido correr de las horas…¿Dónde, dónde encontrar en esta vida sin reposo, ni aunen las cumbres del arte humano, algo que iguale la impre-sión soberana de la naturaleza, en los instantes en que seentreabre y deja, como la Diana griega, caer sus velos asus pies y se muestra en toda su belleza?…

Empleamos sólo cuatro días entre Honda y Barran-quilla; en los dos últimos, el calor se hizo sumamente in-tenso, aunque no como a la subida, porque la rapidez mis-ma de la marcha avivaba la corriente de aire que veníafresca aún de su contacto con el mar.

¡Con qué indecible placer, al llegar a la costa, regalémagnánimamente a uno de los muchachos de a bordo mipetate, mi almohada y mi mosquitero! Pero en la mismalona encerada en que había hecho envolver mi traje de via-je de la montaña, conservo religiosamente el suaza, la rua-na y los zamarros que me acompañaron en la dura trave-sía. No olvidaré la cara de un joven diplomático que vino averme en Viena, habiendo sido nombrado en Bogotá, y a

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quien mostraba esos pertrechos indispensables en losAndes colombianos. Clavaba su lorgnon en los zamarros,sobre todo, como si tuviera delante una momia fresca-mente salida de su hipogeo. Se los puso y no podía dar unpaso; trabajo me costó hacerle comprender su utilidad,una vez a caballo. Oui, mais vous êtes américain!, me con-testaba, tal vez con razón en el fondo.

Era mi proyecto tomar en Barranquilla un vapor espa-ñol del marqués de Campo, pasar a La Habana y de allí aNueva York. Pero lo avanzado de la estación, que me au-guraba días terribles en Cuba y el deseo de visitar el istmode Panamá, me hicieron desistir. Además, habiendo llega-do a la tarde, supe que a la mañana siguiente salía el trasa-tlántico francés “La Ville de París”, de Salgar para Colón,y resolví embarcarme en él. Me despedí de los compañe-ros a quienes más tarde encontraría en Europa y heme enviaje para Salgar, acompañado del excelente cónsul ar-gentino en Barranquilla, señor Conn. Pronto estuvimosen Salgar, y a poco a bordo, llegando precisamente en elmomento en que desembarcaba un nuevo obispo paraCartagena. Saludé respetuosamente al prelado, que veníadel fondo del Asia, como a un colega en peregrinación yen breve el barco, bastante malo por cierto, surcaba lasaguas del mar Caribe, siguiendo el derrotero tantas vecescruzado por las naves españolas en los tiempos en que lascostas del Pacífico despoblaban a España, atrayendo a sushijos con el imán del oro.

Pocos pasajeros a bordo, signo constante de buenacomida. No puedo ocultar la viva satisfacción con que mesenté delante del blanco mantel, cubierto de los milhorsd’oeuvre que nadie toma, pero que la culinaria france-sa califica con razón de aperitivos plásticos.

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Comerciantes en viaje para Guayaquil y Costa Rica,commis-voyageurs, y sobre todo, empleados para los traba-jos del canal de Panamá: he ahí el mundo de a bordo. Treso cuatro francesas, unidas morganáticamente a subins-pectores e ingenieros de séptima clase, que iban al istmoa tentar bravamente la fortuna, porque sabían que proba-blemente sólo encontrarían la muerte. Miraba a esas mu-jeres alegres, cantando todo el día, apasionadas en el ba-cará de la noche, con un sentimiento de real compasiónsimpática. No iban al infierno de Panamá arrastrados porla sed del oro, porque, si sus amantes hubieran tenido di-nero, no habrían por cierto dejado la Francia; no ignora-ban los peligros que corrían, porque M. Blanchet, el inge-niero en jefe del canal, acababa de morir. Las guiaba elcariño por sus hombres, que a veces las trataban con unarudeza que tal vez explique el afecto que inspiraban a esaspobres criaturas. Más de una ha de dormir hoy el sueñoeterno en el poblado cementerio de la compañía del canal;pero ¡bah!, entre morir a los veinticinco años en el deliriode la fiebre, o sobre un colchón de hospital a los cuarenta,¿qué es preferible?…

Empleamos treinta y seis horas entre Salgar y Colón,pero cuando llegamos, era ya tan entrada la noche, quenos vimos obligados a esperar a la mañana siguiente parael desembarco.

En efecto, al otro día, poco después de las diez, pisétierra del istmo, o para ser más exacto, el barro del istmo.

¿Os habéis alguna vez forjado la idea de lo que debie-ron ser aquellas ciudades de Levante en el siglo XVI, don-de se aglomeraba el comercio de dos mundos? ¿Os figu-ráis el aspecto de los bajos barrios de Shangai en el día?Algo confuso, las razas de los cuatro vientos aglomeradas,

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multitud de idiomas que se entrechocan en sus términosmás soeces, los vicios de Oriente codeando a los de Occi-dente y asombrándose tal vez de su analogía, la vida bru-tal del que quiere indemnizarse en diez días del largo se-cuestro de la travesía, las innobles mujeres, únicas capa-ces de sonreír a los hombres que allí vienen a caer detodos los rumbos, como en un profundo égout… He ahí laimpresión que me hizo Colón.

Los americanos y los ingleses designan este punto ensus cartas y obras geográficas con el nombre de Aspinwall,como si el vulgar yanqui que construyó la línea férrea através del istmo, fuera capaz de oscurecer el nombre delilustre genovés y tuviera más título a la gloria póstuma.

Colón es un hacinamiento de casas sin orden ni plan;su simple aspecto acusa su naturaleza de ciudad transito-ria, plantada allí por una necesidad geográfica, pero sinporvenir propio de ningún género. El clima es mortíferopara el europeo, que escapa difícilmente a las fiebres pa-lúdicas formadas por las emanaciones continuas que unsol de fuego hace brotar de las aguas estancadas en todoel trayecto de Colón a Panamá. La villa se formó durantela construcción del camino de hierro que atraviesa el ist-mo; los yanquis derramaron el oro en grande, pero, comolos franceses de hoy, poblaron también los cementerios.Al primer golpe de vista se ve la intención de sus habitan-tes, el deseo de lucro rápido, flotar ante los ojos. Toda esagente vive allí en la condena de la necesidad, sin apego alsuelo, detenida, en su mayor parte, por el hábito que em-bota y es capaz de ligar al hombre hasta con la prisión.

Colón, como Panamá, son puertos francos, a la mane-ra de Hamburgo o Trieste. Por allí pasa el inmenso comer-cio de tránsito que se dirige a las costas occidentales de

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Colombia: al Perú, al Ecuador, a Chile, a California y anumerosas islas del Pacífico. Por allí pasan también losretornos, los minerales de Chile y California, los azúca-res, guanos y salitres del Perú, las taguas del Ecuador, losescasos productos colombianos que encuentran salidapor Buenaventura. De uno y otro lado del istmo hay unaselva de mástiles; los buques, apiñados, se estrechan, sechocan; sus tripulaciones, venidas de los cuatro ángulosdel mundo, se miran con antagonismo en el primer mo-mento, las cuchillas de a bordo relucen con frecuencia ypor fin se amalgaman en la baja e inmunda vida colectiva.

Mi impresión, al descender a tierra, solo, sin conocera nadie, en medio de aquella atmósfera pestilencial, fue lamás desagradable que he sentido en todos mis viajes. Alos diez minutos tuve el ímpetu de volverme a bordo, ins-talarme de nuevo en mi cabina y seguir a los pocos días deviaje para Europa. Reaccioné recordando el deber de es-tudiar de cerca el canal de Panamá para informar a quiencorrespondía, y seguí adelante. Una sola calle habitable; acada dos pasos, un bar-room americano, los mostradoresde estaño, las llaves de cerveza, botellas, vasos de todaforma, manojos de canutos pajizos y la lista interminablede las bebidas heladas inventadas por los yanquis. Todasesas casas, cuajadas de marineros ebrios, soeces, tamba-leándose. Aquí, un hotel: entro y a los pocos instantes sal-go a la calle asfixiado.

Adelante; he ahí el mejor de Colón. Entro en el bar-room que ocupa toda la sala baja; hay dos billares dondejuegan marineros en mangas de camisa y mascando taba-co. Me dirijo al mulatillo de cara canalla que está fabrican-do un whisky-cocktail y le pregunto con quién me entiendopara obtener cuarto. El infame zambo, sin quitarse el pu-

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cho de la jeta, me contesta, en inglés, a pesar de ser pana-meño, que arriba está la dueña y que con ella me entende-ré. Fue en vano buscarla: una negra vieja, inmunda, casidesnuda, que me parecía esperar ansiosa la noche paraenhorquetársele al palo de escoba, tuvo compasión de míy me llevó a un cuarto… ¡Qué cuarto aquél! La única ven-tana daba a un pantano pestífero; la cerré. La cama teníaesas sábanas crudas, frías, húmedas, que dan un asco su-premo. A los cinco minutos de entrar sentía ya una pica-zón, un malestar nervioso, insoportable… Vamos, coraje.Tu l’as voulu, Georges Dandín! En peores me he visto ysabe el cielo si en peores no me veré aún. Almorcemos.Paso sobre el menú por decoro. ¿Y ahora? Son las 12 deldía, ¿qué hacer? El distinguido señor Céspedes, cónsul ar-gentino en Colón, que está allí labrando su fortuna con unheroísmo incomparable, se encuentra, por mi desgracia,en cama. ¿Qué hacer? ¿Visitar la ciudad? Veinte minutos yc’est fait. Barro y casas de madera; nada. Ponerme aleer… ¿en mi cuarto? ¡Prefiero la muerte! Y aquí me tie-nen ustedes, tal como lo oyen, instalado en una mesa delbar-room de mi hotel, con un cocktail pro forma por delan-te, estudiando durante seis horas consecutivas, a los ma-rineros que jugaban al billar y a los numerosos parroquia-nos del mostrador. Uno de ellos, un capitán mercanteyanqui, entró a la una, ligeramente punteado, y se absor-bió medio vaso de una bebida cuyo contacto era tan ar-diente, que se hacía necesario embadurnar con azúcarquemado los bordes del vaso, para evitar que los labios seposaran en ellos. Durante cuatro horas, el yanqui entró re-gularmente cada veinte minutos y se ingurgitó una dosisde idénticas proporciones. Bajo el insoportable calor deldía y en la lucha con los vapores internos que estaban a

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punto de hacerle estallar, los ojos del yanqui saltaban ro-jos… A las cuatro de la tarde cayó ebrio, muerto; dos ma-rineros lo arrastraron a un rincón y allí quedó.

En una de las esquinas de la pieza, ocupando a losumo un espacio de metro y medio cuadrado, un jovensuizo había instalado su vidriera y su mesita de relojero.Lo tenía frente a mí; durante media hora frotó con una ga-muza un resorte de reloj; luego dejó caer la cabeza entrelas manos, y cuando al final del día lo observé –¡no habíallegado un solo cliente!–, vi correr dos grandes lágrimaspor sus mejillas. Más de una vez tuve el impulso de ir aconversar con el pobre relojero; pero a mi vez, estaba tannervioso e irascible, que acabé por fastidiarme hasta delinfeliz que tenía delante.

Los que no han viajado o los que sólo lo han hecho enlos grandes centros europeos, no pueden darse cuentaexacta de una situación de ánimo como aquella en que meencontraba. El espíritu se forma la quimera de que es im-posible salir de ella, que ese martirio se va a prolongar in-definidamente. A cada instante, y para cobrar valor, esnecesario echar mano a la cartera –nunca la he cuidadocomo allí–, decirse que hay medios para partir en cual-quier momento, que los vapores esperan, y en fin, que, siuno se encuentra en ese centro, es por un acto libre y pre-meditado de la voluntad.

Por fin vino la noche, y cuando la recuerdo, declaroque siento una viva satisfacción por haber contempladoese cuadro único y característico. He dicho ya que Colónse compone casi en su totalidad de una sola calle, pero heolvidado mencionar que a lo largo de la misma corre unaespecie de recova para proteger las entradas contra laslluvias frecuentes. Me paseaba bajo ella al caer las prime-

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ras sombras y me llamó la atención que delante de cadahotel, de cada bar-room, de cada puerta, un individuo sa-caba una pequeña mesa de tijera, se instalaba ante ella,encendía un farol, arreglaba en un semicírculo artísticoalgunas docenas de pesos fuertes en plata, y comenzaba abatir con estruendo un enorme cuerno provisto de dados.De los buques amarrados a la orilla, una vez que dieronlas siete, empezó a salir una nube de marineros y oficiales,contramaestres, etcétera, que pronto obstruyeron la vía,formando grupos compactos delante de cada mesa.Como si un soplo hubiera animado el barro y formado conél cuerpos de mujeres, brotaron del suelo en un instantecentenares de negras, mulatas, cuarteronas lívidas, des-calzas en su mayor parte, ebrias, inmundas, que a su vez,atraídas por la fascinación del juego, se agolpaban alrede-dor de las mesas, rechinaban los dientes cuando perdíany asaltaban a los marineros tambaleantes, pidiéndoles enun idioma que no era inglés ni francés, ni español, ni nadaconocido, una de esas monedas de a real que los america-nos llaman a dime.

Los bar-rooms estaban llenos; no se oía más que la vozronca y gutural de los negros de Jamaica, la eterna blasfe-mia del marinero inglés y el hablar soez de algunos gadi-tanos. Salían y en la primera mesa arrojaban una moneda,luego otra y, una vez exhaustos, la emprendían con el ve-cino, las navajas relucían y sólo con esfuerzo era posiblesepararlos. Uno rodaba en el barro, dos o tres mujeresebrias bailaban al son de un órgano en el que un italiano,con cara de mártir tocaba un cancán desenfrenado. Uncalor sofocante y una atmósfera insoportable, como el rui-do, las maldiciones, el sarcasmo, la eterna pelea con elbanquero que iba más a prisa a medida que veía a sus pa-

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rroquianos más a punto… y yo, reclinado en mi pilar, pre-guntándome qué hacía entre aquel mundo, verdadero sa-bat moderno y tanteándome para persuadirme que no so-ñaba. He ahí Colón; una licencia, una libertad absolutapara todos los vicios y las degradaciones humanas. El quepaga un pequeño impuesto tiene el derecho de establecersu tapete al aire libre, ¡y qué tapete! La explotación, elrobo más escandaloso al marinero ignorante como unabestia y que, bajo los vapores del aguardiente, se deja des-pojar del premio de un año de labor, jugando su vida en lastormentas. ¡Esas mujeres, sobre todo, esas mujeres, as-querosas arpías, negras y angulosas, esparciendo a su al-rededor la mezcla de su olor ingénito y de un pacholí quehace dar vuelta al estómago!… ¡Puah!…

Llegado a mi cuarto, sofocándome, sin poderme des-nudar por asco a la cama, me senté en un sillón y me llaméa cuentas. Había resuelto pasar diez días en el istmo y esemismo día había casi retenido mi pasaje en el “City ofPara”, que salía para Nueva York en el término indicado.Allí mismo, con toda solemnidad, me impuse el juramentode dejar Colón, renunciando a Panamá, al canal, al mundoentero, en el primer barco que zarpase, sin importarmepara adónde. Cómo pasé esa noche, ¿a qué decirlo? Al albaestaba en pie, me ponía en campaña y sabía que dos díasdespués partía para Nueva York el vapor “Alene”, de lacompañía Atlas. Tomé en el acto mi billete e hice transpor-tar a bordo mi equipaje, felicitándome de tener el tiemposuficiente para ir a una de las próximas estaciones del canaly poder apreciar por mis ojos la marcha de las obras y elporvenir de la empresa. Pagué mi cuenta al infame mulati-llo, y cuando me encontré a bordo, en un vapor pequeño eincómodo, creí que estaba solemnemente en el paraíso.

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CAPÍTULO XIX

EL CANAL DE PANAMÁ

Corinto, Suez y Panamá. Las viejas rutas.Importancia geográfica de Panamá. Resultados

económicos del canal. Dificultades de su ejecución.La mortalidad. El clima. Europeos, chinos y nativos.Fuerzas mecánicas. ¿Se hará el canal? La oposición

norteamericana. M. Blaine. ¿Qué representa?El tratado Clayton-Bulwer. La cuestión de la garantía.

Opinión de Colombia. La doctrina Monroe.Qué significa en la actualidad. Las ideas de la Europa.

Cuál debe ser la política suramericana. Eficacia delas garantías. La garantía colectiva de la América.

Nuestro interés. Conclusión. El principal comerciode Panamá. Los plátanos. Cifra enorme. El porvenir.

UNA SIMPLE MIRADA a la carta geográfica de la tierra hahecho nacer en el espíritu de los hombres la idea de corre-gir ciertos caprichos de la naturaleza en el momento de laformación geológica del mundo. Los istmos de Corinto,de Suez y de Panamá han sido sucesivamente, en el tiem-po y en el espacio, objetos de preocupación para todosaquellos que buscaban los medios de aumentar el bienes-tar de la raza humana.

Los griegos, con sus ideas religiosas que los impulsa-ban a la personificación de todos los elementos, conside-raban un sacrilegio el solo intento de modificar los aspec-tos del mundo conocido, y Esquilo atribuye el desastre deJerjes a la venganza divina, por la altiva manera con que elmonarca persa trató al Helesponto. Los romanos, poconavegadores, ni aun fijaron su mirada en el istmo de Suez,

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porque sus legiones estaban habituadas a recorrer la tie-rra entera con su paso marcial.

Ha sido necesario el portentoso desenvolvimientocomercial del mundo de Occidente, para que el sueño deabrir rutas marítimas nuevas y económicas se convirtieseen realidad. La vieja vía terrestre que conducía al Oriente,fue abandonada cuando Vasco de Gama dobló el cabo delas Tempestades, y a su vez el itinerario del ilustre portu-gués cedió el paso al que trazó el ingenio moderno tan ad-mirablemente personificado en el “Gran Francés” comose ha llamado a M. De Lesseps. Lo que impone respeto enla obra de este hombre, no es la concepción de la idea, quecorría hacía ya muchos años en el campo intelectual. Es laperseverancia para habituar el espíritu público a encararuna empresa de tal magnitud con serenidad, con las vistaspositivas de un negocio fácil y rápido; es la tenacidad de sulucha contra Inglaterra, que cree ver en ella comprometi-dos sus intereses. ¡La experiencia de Suez se ha embota-do contra la implacable resistencia británica, y dentro dediez años se leerá con indecible asombro el libro que aca-ba de publicarse, en el que los hombres más notables deInglaterra declaran un peligro para su independencia laperforación del túnel de la Mancha! ¡Tal, así, vemos hoy elartículo sarcástico del Times, burlándose de Stephensonque pretendía recorrer con su locomotora una distanciade veinte millas por hora!

El istmo de Panamá es uno de esos puntos geográfi-cos que, como Constantinopla, están llamados a una im-portancia de todos los tiempos. Punto céntrico de doscontinentes, paso obligado para el comercio de Europacon cinco o seis naciones americanas, natural es que hayallamado la atención del gran perforador. Los americanos,

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construyendo el ferrocarril que lo atraviesa y establecien-do las tarifas más leoninas que se conocen en la tierra1,creyeron innecesaria la excavación del canal, que, dignoshijos de los ingleses, nunca miraron con buenos ojos. Laperseverancia de Lesseps triunfó una vez más, y la nuevaruta recibió su trazo elemental2.

¿Cuál sería el resultado económico del canal de Pana-má? Desde luego, la aproximación, por la baratura deltransporte, de todas las tierras que baña el Pacífico, des-de el estrecho de Behring hasta Chile mismo, con losgrandes centros europeos. La ruta de Magallanes seráabandonada por la misma e idéntica causa que se abando-nó la de Vasco de Gama, y la importancia comercial de eseestrecho que ha estado a punto de encender la guerra enel extremo sur de la América habrá desaparecido porcompleto.

Aún en el día, el comercio entero del Perú y el movi-miento de pasajeros se hace por Panamá, a pesar de lasincomodidades y retardos del trasbordo y la enormidaddel flete del ferrocarril istmeño. Los chilenos mismos sue-

1. La línea de Colón a Panamá tiene setenta y cinco kilómetros y el pasa-je de primera clase cuesta 5 libras esterlinas, ¡oro! La empresa del canalse ha visto obligada a adquirir la mayor parte de las acciones de la víaférrea, lo que le ha permitido imponer una rebaja de un 80% para el trans-porte de los materiales de excavación y del personal.2. La política y la opinión en Estados Unidos, respecto al canal de Pana-má, variaron por completo después de la guerra con España, que leshizo ver el peligro que podrían correr en una lucha internacional, por elretardo en reunir sus elementos navales, obligados a doblar la punta surde América para venir del Pacífico al Atlántico. Si se agrega a esto la per-suasión adquirida de que la ejecución del canal interoceánico por Nica-ragua es impracticable, fácilmente se explicarán los sucesos ocurridosúltimamente en el istmo. Pero en 1883 los americanos eran opuestos alcanal de Panamá, como los ingleses lo habían sido al de Suez hasta des-pués de iniciados los trabajos de éste.

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len preferir esa vía, que les evita los rudos mares del sur yel cansancio de esa navegación monótona, mientras laruta del norte presenta mares tranquilos y las frecuentesescalas que aligeran la pesadez del viaje. Una vez abiertoel canal, raro será, pues, el buque que vaya a buscar el es-trecho de Magallanes para entrar en el Pacífico. Para loschilenos, y tal vez para los peruanos, sólo un camino lu-chará con ventaje contra la vía de Panamá: será el ferroca-rril que una a Buenos Aires con Chile. Esa será la rutaobligada de la mayor parte de los americanos del Pacífico,en tránsito para Europa, porque será más corta, más rápi-da y más agradable.

Ahora bien, ¿se hará el canal, con el presupuesto san-cionado y en el tiempo indicado en el programa de M. deLesseps? Avanzo con profunda convicción mi opinión ne-gativa. No se trata aquí, y M. de Lesseps empieza a com-prenderlo ya, de una obra como la de Suez. Falta el Jedive,faltan los centenares de miles de fellahs, que morían en latarea como sus antepasados de ahora cuarenta siglos enla construcción de las pirámides que quedan fijas sobrelas arenas, como monumentos de esas insensatas heca-tombes humanas.

El pasajero que hoy cruza el canal de Suez, bostezan-do ante el monótono paisaje de arenas y palos de telégra-fo, no piensa nunca –y hace bien, porque no hay motivopara agitarse la sangre en un sentimentalismo retrospec-tivo– en los cadáveres que quedaron tendidos a lo largode esos áridos malecones. Eran fellahs, esclavos sin voz niderecho, y nadie habló de ellos.

Pero en Panamá no hay jedives ni fellahs y las condi-ciones generales de salubridad son aún inferiores a las deSuez. Basta conocer el nombre de algunos puntos del tra-

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yecto del istmo, nombres que vienen de la conquista,como el de “Mata cristianos”, para darse cuenta del ame-no clima de esas localidades. No resiste el europeo a esesol abrasador que inflama el cráneo, no puede luchar con-tra la emanación que exhala la tierra removida, tierra hú-meda, pantanosa, lacustre. ¿Cuántos han muerto hastahoy de los que fueron contratados, desde el comienzo dela empresa? No los busquéis en las estadísticas oficiales,que ocultan esas cosas, sin duda para no turbar la diges-tión de los accionistas europeos. Buscadlos en las crucesde los cementerios, en las fosas comunes repletas, y for-maos una idea del número de bajas en ese pequeño ejérci-to de trabajadores, recordando que muchos ingenieros,con el principal a la cabeza, gente toda cuya higiene perso-nal les servía de preservativo, han sido de los primeros encaer bajo las fiebres del istmo.

Se ha detenido ya la corriente de europeos, y un mo-mento se ha pensado en los chinos. Pero, como éstos sonmás hábiles que fuertes y como, a pesar de chinos sonmortales, creo que se ha desistido de ese proyecto. Hayademás una razón económica en todas esas grandes em-presas: el dinero de los peones, en sus tres cuartas partes,reingresa en la caja, por conducta de las cantinas numero-sas y provisiones de todo género que se establecen sobreel terreno. Los chinos no consumen nada, lo que no loshace por cierto muy simpáticos a la empresa.

Por fin, se ha echado mano, de los nativos, eso es, delos que, estando habituados al clima, podrían resistirlo, yse ha contratado un gran número de panameños, sama-rios, cartageneros, costarriquenses [sic], buscando reclu-tas hasta en las Antillas próximas. Pero toda esa gente sinnecesidades, habituada a vivir un día con un plátano, no es

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ni fuerte, ni laboriosa, ni se somete a la disciplina militarindispensable en compañías de esa magnitud.

Falto de hombres, M. de Lesseps apeló a la industriay contrató la construcción en Estados Unidos de enormesmáquinas de excavación, cuyos dientes de hierro debíanreemplazar el brazo humano. Es necesario ver trabajaresos monstruos para saber hasta dónde puede llegar lapotencia mecánica. El ingeniero constructor del motorfijo que daba movimiento a las infinitas poleas de la Expo-sición Universal de Filadelfia, decía que si tuviera un pun-to fuera del mundo para colocar su máquina, sacaría a laTierra de su órbita.

Tenía razón, como la tenía Arquímedes.Pero no hay máquina que pueda luchar contra las

lluvias torrenciales que en Panamá se suceden casi sininterrupción durante nueve meses del año. Abierto unfoso, en cualquier punto de la línea, cavado hasta 3 y 4metros de profundidad, viene un aguacero, lo colma yderrumba dentro la tierra laboriosamente extraída unmomento antes.

Es inútil pensar en agotarlo, porque cinco minutosdespués estará de nuevo lleno. Viene el sol al día siguien-te, abrasador, inflamado, se remueve el barro para conti-nuar los trabajos y los miasmas deletéreos infeccionan laatmósfera.

¿Se hará el canal? Sin duda alguna, porque no es unaobra imposible y los recursos con que hoy cuenta la indus-tria humana, son inagotables. Pero, en vista de las dificul-tades que he apuntado y que me es permitido creer no setuvieron en vista al plantear los lineamientos generales dela obra, me es lícito pensar, de acuerdo con todas las per-sonas que han visitado los trabajos, observando impar-

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cialmente, que el canal no estará abierto al comercio uni-versal antes de 10 años y después de haber consumidoalgo más del doble de la suma presupuesta: un millón dos-cientos mil pesos fuertes.

No veo sino a M. de Lesseps capaz de llevar a cabo laempresa que tan dignamente coronará su vida. ¡Quiera elcielo prolongar los días del ilustre anciano para su gloriapropia y para el beneficio del mundo entero!

Son conocidas las dificultades suscitadas por los Es-tados Unidos a la empresa del canal de Panamá, los ar-dientes debates a que esta cuestión dio origen en el Con-greso de Washington y la idea, un momento acariciada, deproteger con todo el poder de la gran nación, el proyectorival de practicar el canal interoceánico a través de Nica-ragua. La entereza y tenacidad de Mr. de Lesseps triunfa-ron una vez más contra el nuevo inconveniente; pero losEstados Unidos, lejos de declararse vencidos, reanima-ron la cuestión bajo la forma diplomática, tocando el papelprimordial en el memorable debate –que en el momentode escribir estas líneas aún no se ha agotado–, a Mr. Blai-ne, cuyo rápido paso por el gobierno de la Unión ha mar-cado una huella tan profunda, y cuya reputación, despuésde la caída, ha sido desgarrada tan sin piedad por sus ad-versarios. Para éstos, Mr. Blaine no ha sido sino un políti-co aventurero e impuro, que ha pretendido variar la co-rriente de vida internacional que durante un siglo habíaconducido sin tropiezo la nave de la Unión. Los asuntosdel Pacífico, el engaño inexcusable de un pueblo en ago-nía que tiende sus brazos desesperados a una promesafalaz, los misterios de la Peruvian Guano Company, la pa-linodia vergonzosa de los señores Trescoit y Blaine enSantiago de Chile, han suministrado no escasos elemen-

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tos de acusación contra el primer ministro del presidenteGardfiel. Paréceme, sin embargo, que si un extranjeroimparcial estudia un poco el pueblo americano actual, en-contrará que es muy posible que el juicio del momentosobre M. Blaine no sea corroborado por la opinión públi-ca dentro de diez años. Es innegable que hay hoy en Esta-dos Unidos una corriente de poderosa reacción contra lapolítica de aislamiento, que ha sido la base del sistemaamericano y tal vez de su prosperidad. Sueños y ambicio-nes patrióticas de un lado, vistas profundas sobre el por-venir, del otro, y en el centro, la ponderación, siempre gra-ve, de intereses mezquinos, de lucro rápido y fácil, handeterminado la iniciación de la propaganda de que M.Blaine se hizo eco en el gobierno. Una nación compactade más de cincuenta millones de almas, con elementos deriqueza, ingenio, cultura, iguales por lo menos a las prime-ras naciones de Europa, no puede ni debe –dicen– perma-necer indiferente a la política europea.

Por de pronto, los asuntos todos de la América debenser de su exclusivo resorte, ejerciendo la legítima hege-monía a que su importancia le da derecho. Desde el Cabode Hornos a los límites del Canadá no debe existir otrainfluencia que la de los Estados Unidos, ni escucharseotra voz que la que se levante en Washington.

Tal es la idea fundamental que pronto dará vida y ser-virá de lábaro a un partido, a cuyo frente no dudo ver aúna Mr. Blaine, a pesar del estruendo de su caída. Y tal es lainfluencia que ejerce sobre el espíritu colectivo, que a ellase debe el último recrudecimiento de la doctrina de Mon-roe, que en estos momentos sostiene Mr. Frelinghysencon igual perseverancia que su antecesor. El debate inicia-do entre Lord Grenville y Mr. Blaine se continúa en el día,

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sin que se vea hasta ahora probabilidad de que ninguna delas dos partes ceda.

No historiaré el tratado Clayton-Bulwer, conocidopor todos los que en estas cuestiones se interesan; recor-daré solamente que fue una transacción, un modus viven-di mejor dicho, que permitiese extender las influenciasinglesa y americana en las Antillas y las costas de CentroAmérica, de una manera paralela que no diese lugar a con-flictos.

Pero, si los americanos encontraban cómodo el trata-do cuando se trataba de factorías insignificantes o islotesdiminutos, no juzgaron lo mismo respecto al futuro canalde Panamá y denunciaron lisamente el tratado, reclaman-do la garantía exclusiva de la libre navegación y neutrali-dad del istmo para sí mismos. Los ingleses, como es natu-ral, rechazaron la denuncia y propusieron, en vez de esagarantía exclusiva, la de todas las potencias de Europa, enunión con los Estados Unidos. Tal es la cuestión; volúme-nes de notas se han cambiado, sin que aún se vea un pasopositivo.

Entretanto, ¿cuál es la opinión de Colombia, que al finy al cabo, teniendo la soberanía territorial y la jurisdiccióndirecta, paréceme que puede reclamar algún derecho aser oída? Desde luego, es bueno recordar que Colombiaha tenido más de una vez que interponer reclamacionesserias contra los avances de los Estados Unidos en las cos-tas atlánticas del istmo. A veces ha necesitado gritar muyfuerte para ser oída en Europa, y sólo así, los americanoshan largado la presa de que perentoriamente, con el dere-cho del león, se habían apoderado, saltando sobre el trata-do Clayton-Bulwer mismo. Pero un ministro colombiano,de paso para Europa, pues ni aun en Washington estaba

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acreditado, tuvo la ocurrencia de firmar con el gabineteamericano un protocolo, por el cual Colombia declarabasatisfacerse y preferir la garantía exclusiva de los EstadosUnidos. Esa convención fue solemnemente desaprobadaen Bogotá; pero Colombia, comprendiendo, a mi juiciobien, sus conveniencias, tira son épingle du jeu, y dejófrente a frente a Inglaterra y a la Unión, manifestando, porlo demás, merced a la voz de su prensa y a la palabra desus oradores en el Congreso, sus simpatías indudablespor la garantía unida, propuesta por la Inglaterra.

En el fondo, la doctrina Monroe no es sino una opi-nión, un desiderátum, el anhelo de un pueblo que formulaasí sus intereses generales. Pero de ahí a convertir esaopinión en un principio de derecho público, hay distanciay mucha. Además de que los principios de derecho, nosólo en nuestro siglo, sino en todos los tiempos, han influi-do muy débilmente en la solución de las cuestiones dehecho, los americanos ni aun pueden pretender que ladoctrina Monroe sea admitida por el consenso universal.Lejos de eso; desde el presidente que le dio su nombrehasta el actual, ninguno la ha formulado, con sus variantesen el tiempo, sin que la Inglaterra, y en muchos casos laEuropa, haya dejado de protestar. ¡El pobre Monroe hahecho muchas veces el papel de lobo!, ¡el lobo! de la fábu-la; pero, como los americanos jamás mostraron la garra,ni cuando la expedición de México, ni cuando el bombar-deo de Valparaíso, en el que las balas españolas pasabancasi sobre buques que llevaban la bandera estrellada, na-die cree ya en ese espantajo.

Inglaterra contesta que teniendo indiscutibles intere-ses en el Pacífico, y siendo el canal de Panamá una rutapara la India, es natural que quiera tomar parte en la ga-

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rantía. Entonces reclamo mi parte también –contestan losEstados Unidos– en la garantía del canal de Suez. Inglate-rra sonríe… e insiste.

Es seguro que la intención de M. Blaine, al convocarel Congreso americano, que debía reunirse en Washing-ton en noviembre de 1882, con el pretexto de buscar me-dios para evitar la guerra entre las naciones americanas(sic), era simplemente echar sobre el tapete la cuestión dela garantía del istmo, y tal vez, ante la perseverancia de laInglaterra, que no cede, proponer en lugar de su garantíaexclusiva, la de todos los Estados que componen ambasAméricas. ¿Qué actitud aconsejaba a éstas la inteligenciaclara de sus intereses? ¿Qué habría dicho la Europa a se-mejante proposición?

Vamos por partes. Noto que salgo por un momentodel tono general de este libro de impresiones, en el quesólo he querido consignar lo que he visto y sentido en paí-ses casi desconocidos para nosotros. Pero como la cues-tión, en primer lugar, refiriéndose a Colombia, entra en micuadro, y toca por otra parte no ya a un interés del mo-mento, sino a la marcha constante de la política america-na, no creo inoportuno consignar aquí las ideas que unestudio detenido me permite considerar como las mássanas y convenientes para todos.

“América para los americanos”; he ahí la fórmula pre-cisa y clara de Monroe. Si por ella se entiende que la Eu-ropa debe renunciar para siempre a todo predominio polí-tico en las regiones que se emanciparon de las coronasbritánica, española y portuguesa, respetando eternamen-te, no sólo la fe de los tratados públicos, sino también lavoluntad libremente manifestada de los pueblos america-nos, si es ése el alcance de la doctrina, estamos perfecta-

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mente de acuerdo, y ningún hombre nacido en nuestromundo dejará de repetir con igual convicción que Mon-roe: America for the americans. Pero… ¿se trata de eso?¿Piensa hoy seriamente algún gobierno europeo en rei-vindicar sus viejos títulos coloniales, pasa por la imagina-ción de algún estadista español, por más visionario quesea, la reconstrucción de los antiguos virreinatos y capita-nías generales de la América?

¿Puede Gran Bretaña acariciar la idea de volver aatraer las colonias emancipadas en 1776? Portugal, unpigmeo, ¿absorbe al Brasil, gigante a su lado? Seamos sin-ceros y prácticos reposando en la convicción de que, nosólo la independencia americana es un hecho y un dere-cho, sino que nadie tiene la idea de atentar contra las co-sas consumadas. España se reorganiza y aún tiene muchoque hacer para recuperar una sombra de su importanciaen el siglo XVI. La Francia, desgarrada, fijos sus ojos en elRin, mantiene a duras penas sus posesiones del África…y sus mismos límites europeos. La Inglaterra mira crecercon zozobra la India, desenvolverse el Canadá, y avanzarsordamente la democracia, que considera una amenazade disolución. La Alemania se forma, endurece sus ci-mientos, trata de homogeneizarse mientras Austria, per-dido su viejo prestigio europeo, comprende, bajo la expe-riencia de la desgracia, que la verdadera ruta de sugrandeza es hacia Oriente, a la cabecera del “hombre en-fermo”. ¡Portugal!… Seamos serios, lo repito; nadie aten-ta contra la independencia de América, y para los más des-atinados aventureros o ilusos está vivo aún el recuerdo deMaximiliano, que pagó con su vida una concepción absur-da y un negocio indigno, ignorado de su espíritu caballe-roso. Puede la América inflamarse en una guerra conti-

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nental, comprometiendo graves intereses europeos comolos que tanto han sufrido en la inacabable guerra del Pací-fico; la Europa no desprenderá un soldado de sus cuadrosni un buque de su reserva. Pasaron los tiempos de la inter-vención anglofrancesa en el Plata o en México, y la Euro-pa podía, y esta vez con razón, variar la fórmula de Mon-roe repitiendo: Europe for the europeans!

¿Qué significado actual, real, positivo, tiene hoy,pues, la famosa doctrina?

Simplemente éste: la influencia norteamericana envez de la influencia europea, el comercio americano envez del europeo, la industria americana en vez de la deEuropa. ¿Es ése un deseo legítimo? Indudablemente,que es una simple aspiración nacional, egoísta en su pa-triotismo, exclusiva en su ambición, pero que no está re-vestida, como antes dije, de los caracteres de un princi-pio de justicia, de derecho natural, que sea capaz de im-ponerse a la América entera. Que dentro de cinco años eldesenvolvimiento pasmoso de la República Argentina,su industria desbordante, los inagotables recursos de susuelo, inspiren a nuestros hombres de Estado la resu-rrección de la doctrina Monroe en beneficio del puebloargentino, nada más natural. Pero ¿qué contestarán en-tonces las nacionalidades americanas que no hayan al-canzado su grado de progreso, más aún, que la geografíacoloque fuera de la órbita de influencia argentina? Preci-samente lo que debemos contestar hoy a los EstadosUnidos franca y abiertamente, sea en la mesa de un con-greso americano, sea por la discreta voz de las cancille-rías, y eso no sólo nosotros sino todos los países desdePanamá a Buenos Aires:

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No debemos, no queremos, no nos conviene romper con laEuropa en beneficio de una teoría sin sentido político en elmomento actual; de la Europa nos vienen la vida intelectualy la vida material. Ella y sólo ella puebla nuestros desiertos,compra y consume nuestros productos, reemplaza las defi-ciencias de nuestra industria, nos presta su dinero, su genioy su ciencia; es, en una palabra, el artífice de nuestro pro-greso. En cambio, ¿qué recibimos de ustedes, señores? Lajurisprudencia institucional, que en medio de sus ventajas,nos trae la fuente de todos nuestros conflictos instituciona-les, porque imitamos sin discernimiento, y el mal resultado,que allí se pierde bajo la imponente ponderación de la masa,nos desequilibra y nos arroja en sendas funestas. ¿Respec-to a industria? Maderas de pino y balas de algodón. Venid acomprar nuestras lanas y nuestros cueros; vendednos aprecios más bajos que la Europa, tejidos y artefactos; abrid-nos vuestros mercados monetarios; ayudadnos a hacer fe-rrocarriles y canales; estableced, en una palabra, el inter-cambio comercial e intelectual que hoy mantenemos con elViejo Mundo, desbancadlo, ¡qué diablos!, bajo las leyes querigen la economía de las naciones, y entonces… ¡oh!, enton-ces no tendríamos, ni ustedes ni nosotros, necesidad dedesgañitarnos gritando: America for the americans, sinoque la fórmula sería un hecho indestructible por la fuerzamisma de las cosas. Tales son las ideas que impone la másligera observación de nuestro estado actual; la más levedesviación sólo podría ser momentánea, y el retorno a labuena vía costará tal vez a nuestros hermanos de México(vecinos, sin embargo), no pocos sacrificios.

Ahora bien, ¿cuál debe ser nuestra actitud surameri-cana respecto a la cuestión de la garantía del canal de Pa-namá? Se desprende claramente de las premisas anterio-res: la preferencia indiscutible de la garantía colectiva de

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la Europa y la América sobre la garantía exclusiva de laUnión. Debo declarar, sin merecer a mi juicio el reprochede escéptico, que fundo hoy poca importancia en estacuestión de garantías, tratados que se lleva el viento cuan-do hincha la vela de los intereses3. Y en ese rumbo de po-sitivismo marcha hoy el espíritu humano; los publicistasgritan, pero la Europa se encoge de hombros cuandoWolseley echa mano del canal de Suez, y en obsequio deuna operación militar interrumpe el tránsito, no a la ban-dera insurreccional de Arabí, sino al comercio universal.Echar mano y luego cambiar notas, he ahí toda la política.¿Es la buena, es la moral, es la justa? No lo sé, pero es laúnica que da resultados, y por lo tanto, todo hombre deEstado, gimiendo por la depravación de las ideas, la segui-rá siempre que ame a su patria, tenga el corazón bienpuesto y vea un poco claro.

Con todas las garantías de la tierra o con la suya pro-pia, los Estados Unidos, en el momento preciso, han deapoderarse del canal de Panamá. Lo devolverán sin duda;sí, después de la paz y de mucho cambio de notas.

La importancia de la cuestión para los países surame-ricanos radica por consiguiente, en rechazar indirecta-mente, por medio de su adhesión a la garantía colectiva,toda solidaridad con la doctrina de Monroe, tal cual la en-tienden y practican los americanos. No habría razón, nijusticia, ni sentido común, en seguir estúpidamente a losEstados Unidos, que pretenden dictar una nueva bula deAlejandro VI, dividiendo los dos mundos en provecho pro-pio. Nuestro porvenir está en Europa y con ella debemos

3. ¡Los Estados Unidos, por tratado, garantizaron la integridad territorialde Colombia! (1903).

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estrechar cada día nuestras relaciones, confundir, si esposible, nuestra vida con la suya, más aún, aspirar a susideas de orden, de conservación, de pureza administrati-va, que han de fecundar nuestra democracia vigorosa…

Me he preguntado qué contestaría Inglaterra si losEstados Unidos le propusieran la sustitución de su garan-tía exclusiva por la garantía colectiva de todos los paísesde ambas Américas. Se reiría simplemente; ¿qué podría-mos hacer nosotros en el caso probable de que a nuestroenorme aliado se le ocurriese hacer lo que se le diera lagana?

La verdadera política suramericana, pues, en el casode la convocación del Congreso proyectado por los Esta-dos Unidos, o en toda ocasión propicia, es manifestar fir-memente sus deseos de no apartarse de la Europa, tratan-do al mismo tiempo de insinuarse en el concierto general,reclamando un modesto asiento en toda conferencia enque de intereses americanos se trate. El conde de Cavourmetió 15.000 hombres por una rendija en Crimea, y luegolos maniobró tan bien, que hizo la unidad italiana. Nues-tros nacientes países no tienen hoy un propósito tan vitalque perseguir; pero los resultados de una aproximacióngeneral y las ventajas de marchar en la misma línea de lasgrandes naciones, tan sólo sea una vez, pueden ser de in-calculable importancia…

Pido ahora perdón por estas últimas páginas; pero,como el fin de la jornada se acerca y pronto vamos a sepa-rarnos, cuento con que serán leídas con aquella paciencia,llena de vagas esperanzas, con que se oye el último párra-fo de un fastidioso que tiene el sombrero en una mano y laotra en el picaporte.

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Cuando me dirigí al “Alene”, que debía partir a lamañana siguiente, encontré un sinnúmero de hombres ymujeres descargando cerca de cincuenta vagones queuna locomotora acababa de dejar al costado del vapor, alque trasbordaban el contenido. ¿Sabéis lo que era? ¡Pláta-nos! Jamás he visto una cantidad semejante de bananas.Millares, millones de racimos se apilaban en las vastasbodegas de tres vapores que cargaban simultáneamente.Ha tomado tal desenvolvimiento esa industria en el istmo,que se han fundado compañías de vapores exclusivamen-te destinadas al transporte de plátanos. Más tarde, enNueva York, me expliqué ese consumo extraordinario.Las calles están plagadas de vendedores de frutas, y raroes el yanqui que al pasar no compra un par de bananas,que pela bravamente con los dientes y engulle sin dismi-nuir su paso gimnástico. Ha llegado hasta tal punto la cosaque ha sido necesario un edicto de policía penando conuna fuerte multa a los que arrojan cáscaras de banana enla calle, suministrando así ocasión a más de un desgracia-do para romperse la crisma.

Ahora, ¿sabéis a cuánto ha ascendido el valor de laexportación de plátanos por el puerto de Colón en el año1881? A un millón doscientos mil pesos fuertes, esto es,seis millones de pesos moneda corriente (Buenos Aires).Doy la cifra en varios tipos monetarios para que su enor-midad no se atribuya a un error4.

¿Os figuráis la pirámide de racimos de plátanos quese necesita, pagados a ínfimo precio, para alcanzar esasuma? Y, sin embargo, uno de los más fuertes exportado-res, el iniciador de la idea, cuenta con doblar la exporta-

4. Ese comercio es hoy diez veces mayor (1903).

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ción en dos años más, habituando a la banana a toda la re-gión central de los Estados Unidos que aún no ha mordi-do la blanda fruta. Es bueno advertir que el plátano dePanamá, que es el mejor del mundo, se da todo el año.Pero, como al principio las plantas existentes estaban le-jos de bastar a las necesidades de la exportación, los pro-pietarios han contratado inmensos plantíos, y en el día nose ven sino bananeros repletos de fruta a lo largo del fe-rrocarril de Colón a Panamá. El plátano se embarca ver-de, empieza a dorarse a los cuatro o cinco días, y llega encompleta sazón a Nueva York, donde pronto desapareceante el formidable consumo.

Si, como se espera, los cincuenta millones de habitan-tes de los Estados Unidos se habitúan a comer bananas enla proporción que hoy lo hacen los neoyorquinos y en ge-neral la gente del litoral, el porvenir de Panamá está ase-gurado. Dejando a la savia tropical trepar gozosa a la pal-ma e hinchar el dorado fruto, puede convertirse ese es-tado en el más rico de Colombia.

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CAPÍTULO XX

EN NUEVA YORK

El “Alene”. El turpial. El práctico. El puerto de NuevaYork. Primera impresión. Los reyes de Nueva York.Las mujeres. Los hombres. El prurito aristocrático.

La industria y el arte. Un mundo “sui géneris”.Mrs. X… La prensa. Hoffmann House. Los teatros.Los hoteles. El lujo. La calle. Tipos. La vida galante.

Una tumba. Confesión.

ERA EL “ALENE” un pequeño vapor construido en Glas-gow, fuerte, sólido y marinero. Encontré a su bordo algu-nas familias colombianas que se dirigían a Nueva York, asícomo numerosos americanos e ingleses procedentes deCalifornia o de los puertos del Pacífico suramericano.

Cruzamos a la vista de la isla de Cuba, enfrentamoslas Bahamas y nos detuvimos a tomar carbón en una delas islas Barbadas: tales fueron todos los accidentes delviaje. Mi único entretenimiento a bordo era cuidar un tur-pial que traía una niña de Colombia. El ave melodiosa mepagaba mis atenciones con su silbo de una dulzura melan-cólica y profunda. La garganta del turpial no posee esa vir-tuosité extraordinaria del ruiseñor o del canario; la agili-dad le es desconocida. Pero su canto, igual y monótono,es como esos trozos delicados de música que siempredespiertan sensaciones nuevas… Concluí por tomar ver-dadero cariño al turpial, lo que fue para mí una fuente deamargura. Cuando fondeamos, un marinero a quien la jau-la incomodaba para alguna maniobra, la colocó impensa-damente sobre la parte de la caldera que sobresalía en lacubierta. En el momento de bajar a tierra, la pobre niña,

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con la alegría expansiva de la llegada, vino corriendo, to-mada de mi mano a buscar el turpial… El pobre animalagonizaba; medio asado por el calor de la caldera, habíatenido el instinto de refugiarse dentro del receptáculo delagua que todas las mañanas se le colocaba en la jaula. Des-de dos médicos que venían a bordo, hasta el último pasa-jero, todos ideamos veinte remedios diferentes, sin resul-tado. El pobre pájaro murió un instante después. La niñitalloraba sin consuelo y no podía desprenderse del turpial,que tenía apretado contra el seno, como queriendo darlesu vida… Yo me paseaba como un imbécil en el puente,renegando contra mí mismo y mi estúpido sentimentalis-mo que me hacía pasar un mal rato por la muerte de unturpial, cuando actualmente me absorbía un sinnúmerode aves, muertas para mi uso particular, con la más per-fecta tranquilidad de conciencia. Hago una salvedad, sinembargo, aunque no se refiera a un ave. Hace cerca dedos años que no como tortuga. He aquí por qué: una ma-ñana, remontando el Magdalena, los bogas habían cazadouna tortuga inmensa, cuya caparazón, a lo largo, no ten-dría menos de medio metro. Por una casualidad habíadescendido a la cocina, cuando me encontré a uno de losayudantes en vías de matar a la tortuga, pero aquel bárba-ro, a fuerza de hacha y machete, trataba de separar elcuerpo de su cáscara, sin pensar en matar previamente alpobre animal, cuya cabeza pendía y cuyos ojos se entrece-rraban a cada golpe de hacha… ¡Se la quité de entre lasmanos, lo obligué a matarla en el acto, pero no he vuelto aprobar tortuga!

En la mañana del octavo día vimos, lejos aún, cinco oseis pequeñas velas al norte y al oeste. Eran los prácticos,en sus pequeños y veloces yates, con los que se aventuran

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a veces hasta doscientas y trescientas millas de NuevaYork, corriendo un verdadero steeple-chase en busca denavíos que conducir al puerto. Hay dos compañías rivales,felizmente, lo que explica esa solicitud. En realidad, elpuerto de Nueva York es tan conocido y está tan bien bali-zado, que los capitanes no necesitan del auxilio del pilotopara entrar con seguridad. Pero, como en caso de un con-traste, siempre posible, las compañías de seguros no pa-gan si no se han tomado todas las precauciones, el per-sonaje se hace indispensable. Como el viento les eracontrario, pasamos un buen rato observando las habilísi-mas maniobras, las maravillosas bordadas que hacíanpara ganar terreno, aproximándose al vapor. Por fin, unode los yates, cuando su rival estaba sólo a veinte brazas,logró tomar una amarra que se le echó por babor; el otroviró de bordo en el acto, sin hacer la menor observación ypuso la proa a un punto negro que se divisaba en el hori-zonte, algún buque sin duda, que seguía nuestra ruta. Unhombre, con toda la barba, pero sin bigote, de levita ysombrero alto, grave y solemne, apareció en la cubiertadel yate, con un diario en la mano. Es el último número delNew York Herald que han tomado antes de partir, paraobsequiar al capitán. El que olvida ese requisito está segu-ro de ser evitado por el capitán en el próximo viaje, pormedio de una simple maniobra, si el número de su yate–pintado en la vela– se ve entre los candidatos probables.

La llegada del práctico es siempre un acontecimientoa bordo; parece tener un aire de ciudad, cierto aspecto atierra que alegra el espíritu. Viene de entre los vivos, sabelo que ha pasado en el mundo, es la encarnación de esaesperanza de la llegada que en los últimos días se haceáspera y violenta… Estábamos todos apiñados en la esca-

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lera. El práctico saludó gravemente. ¿Qué hay de nuevo?–preguntó alguno. Garibaldi is dead. Así tuve la primeranoticia de la muerte del héroe de San Antonio. No sé quéme hizo más impresión, si la noticia en sí misma o la ma-nera como la recibí. En 1870, al subir a bordo el prácticoque debía introducirnos en el puerto de Southampton,nos dijo, al ser interrogado sobre las novedades: “CarlosDickens ha muerto”. A mi regreso, en 1871, supe tambiénpor un práctico, en un puerto de tránsito, la muerte deAlejandro Dumas. Esas curiosas coincidencias me impre-sionaron de una manera inexplicable, y desde entoncesmiro a los prácticos como aves de mal agüero.

Ahora bien, ¿quién obtendría el New York Herald,después del capitán? Cuestión grave. El lobo se encerróen su cuarto y creo que, no sólo leyó hasta los avisos elmuy miserable, sino que corrigió hasta las faltas tipográfi-cas. Cuando lo conseguimos, no encontramos nada capazde satisfacer nuestra curiosidad. Parece mentira que lascosas humanas marchen de una manera tan monótona,que haya tan pocos choques de ferrocarriles, dada la ex-tensión de líneas férreas y tan raros crímenes horribles,dadas las condiciones de nuestra amable especie.

He ahí, por fin, el famoso puerto de Nueva York. Indu-dablemente, esa ensenada profunda, bordeada por coli-nas caprichosas, salpicadas de montes, chalets relucien-tes, aldeas y castillos modernos, presenta un aspectoencantador. Pero no, no es la bahía de Río de Janeiro, eseorgullo de la zona tropical, con su cielo de un azul intensocomo sus aguas, sus montañas, sus palmares y cocoteros,sus islas sonrientes. No es tampoco la calma poética y se-rena del golfo de Nápoles, reflejo del alma de Virgilio, quese impregnó de ese cuadro de celeste tranquilidad. Pero,

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a la verdad, la bahía de Nueva York sorprende gratamen-te al que pisa el suelo de la gran nación americana con elespíritu dispuesto sólo a la contemplación del lado positi-vo de la vida humana, a los espectáculos estupendos de laindustria, y no a las bellezas naturales…

Todo nuevo, todo fresco y rozagante. Los techos y lasparedes de los elegantes chalets relucen como si los lim-piaran cada mañana. En las construcciones de piedra, imi-tando lo antiguo, el tono gris oscuro de la pintura, no con-sigue engañar la mirada, como las artistas jóvenes quecreen hacerse viejas en las tablas blanqueándose el cabe-llo y conservando la lozanía del cutis, no alcanza a produ-cirnos la ilusión buscada… A lo lejos, en el confuso dibujode la ciudad, algo inmenso que se extiende entre dos pila-res colosales, casi perdidos en la bruma: es el puente deBrooklyn. Pero el ojo ávido no descubre una torre de for-ma arcaica, un monumento, una columna, algo que habledel pasado… Es que ese pueblo ha confundido en una lastres edades históricas; no busquemos el arte en esas cos-tas, sino lo que en ellas hay…

Pero, lo repito, la bahía es realmente bella. Mil vapo-res la cruzan en todas direcciones, ostentando sus formaspoco esbeltas de palacios flotantes, que traen a mi memo-ria el triste recuerdo del “América” y la catástrofe en quesucumbió.

Los primeros elementos del juicio que formé en Nue-va York, después de una corta permanencia, al calificar lainmensa ciudad de “paraíso de las mujeres y de los niños”,fueron recogidos en la mañana de mi desembarco. Man-dé mi equipaje, anticipadamente al hotel, es decir, lo en-tregué a una de esas agencias comodísimas que reempla-zan en todo lo que es molesto la acción individual, y me

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eché a vagar por las calles. Eran las ocho de la mañana deun espléndido día de julio. El sol iluminaba las anchas ave-nidas, y ya numerosos grupos de hombres fatigados bus-caban reposo a la sombra de los árboles corpulentos quebordan las aceras y pueblan los squares. Por todas partes,mujeres y niños, solos, tranquilos, con su cartera de cole-giales a la espalda, rosados, rozagantes de vigor. Marchancon el paso firme de soberanos. Al llegar a una esquina,donde la afluencia de tráfico hace imposible el tránsito, sedetienen y miran simplemente al policeman, que de pie enmedio de la calle, con la gravedad de una estatua, vigilacon ojo activo cuanto pasa a su alrededor, y rodeado de labulliciosa tribu, se lanza al piélago, levantando en la dies-tra el bastón, símbolo de la autoridad. Tranvías, carros,fiacres, carruajes de lujo, todo vehículo se detiene en elacto y los niños atraviesan tranquilos y sin peligro la calza-da, guiados por el amor del pueblo, representado en esemomento por el correcto funcionario. Llegados a buenpuerto, el policeman deposita en tierra su graciosa carga,sonríe a sus diminutos clientes que se despiden de élcomo de un amigo y rehace el camino andado al frente deuna expedición análoga.

Más de una vez me he detenido por largo rato a con-templar ese cuadro. Es la única ciudad del mundo en quehe visto esa vigilante tutela de la autoridad sobre los débi-les y los enfermos. ¿Quién no recuerda las angustias delas madres, teniendo a sus hijos convulsivamente de lamano y tratando de salvar estos torrentes de OxfordStreet, de la City, de los bulevares, de la plaza de la Ópera,o de la avenida de los Campos Elíseos? A cada instante, losdiarios de Londres, París o Vietnam, anuncian desgraciasocurridas a niños derribados por vehículos. En Nueva

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York la infancia es sagrada. Para ella los parques dilata-dos, cubiertos de árboles, tapizados de césped, no son desimple ornamentación sino para que el niño corra sobre élsin peligro, pruebe sus fuerzas y las desenvuelva. Para élun square en cada esquina, donde las niñeras se instalancon el alegre escuadrón, armado de palos, picos y azadas,para remover la arena, hacer fosos y murallas, cubrirse detierra hasta los ojos, moverse, agitarse, jugar, en una pala-bra, que es la vida de los niños, como el vuelo es la vida delos pájaros.

¡Cuántas veces, al atravesar Mádison Square o losespacios sin fin del Central Park, al verme rodeado de in-numerables criaturas rubias, rosadas, respirando a plenopulmón ese aire vivificante, encarnizadas en todos los jue-gos infantiles conocidos, he pensado en nuestros hijos,metidos entre los cuatro muros de la casa, creciendo sincolor, como flores de invernáculo, sin más recurso que ira sentarse sobre un triste banco de plaza, para ser retadopor el gendarme apenas su piececito travieso pisa el cés-ped amarillo y sediento! ¡Cuántas veces he envidiado esaeducación física, desenvuelta a favor de las garantías yseguridad que arraigan la conciencia del derecho y comu-nican la confianza en la propia fuerza! Es ese, indudable-mente, el principal secreto de la fabulosa prosperidadamericana; el cuerpo se desarrolla en toda la intensidadde que es susceptible, el espíritu toma el aplomo y equili-brio característico de los yanquis, y cuando llegan a la vi-rilidad, hace largo tiempo que son hombres.

En cuanto a la mujer, no hay parte alguna del mundoen que sea más respetada. Esas costumbres de indepen-dencia femenil, que nos asombran a los latinos y que enlos últimos tiempos han empezado a ser fuente de preocu-

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pación para los mismos yanquis, han dado por resultadola confianza tranquila que sostiene a las mujeres en todoslos sitios públicos. La moral neoyorquina no es ni más se-vera ni menos laxa que la de cualquier centro europeo,pero es un hecho que cualquier extranjero habrá podidoobservar, que, ni aun en las horas de la noche, en el senode las grandes corrientes de Broadway o de la calle 18 ode la Tercera Avenida, se notan esas solicitaciones repug-nantes que hacen imposible a las familias el acceso a losbulevares de París o de ciertas calles de Londres. La tenuede las mujeres, aun en aquellas que un no sé qué vago re-vela a ojos experimentados pertenecer al gremio tan ca-racterísticamente llamado en Francia de las horizontales,es siempre correcta y digna. La máscara caerá al pisar lapuerta de la calle; pero todo hombre puede pasearse consu mujer o sus hijas sin temor de presenciar escenas es-candalosas. Nada más brillante que los puntos de reuniónen las calles de Nueva York a las horas de tono. La bellezade las mujeres asombra; las correctas líneas británicas,templadas por una gracia indecible, la elegancia de los tra-jes, el aire suelto y fácil con que son llevados, hacen de laneoyorquina un tipo especial. Dicen los que han vividomucho tiempo en el seno de esa sociedad, que la atraccióninvencible del exterior nada es al lado de los encantos delespíritu y de la dulzura exquisita del corazón. No lo sé, avede paso, extranjero, he pasado más de una hora en la inter-sección de la Quinta Avenida y Broadway, con ese aireimbécil que tiene un huésped instalado en la puerta delhotel que habita, saciando mis ojos con el cuadro encanta-dor que se renovaba sin cesar. No puedo decir que loshombres me hayan seducido tan francamente; el tipo ge-neral es de una vulgaridad aplastadora. Parece faltarles el

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pulimento final de la educación, las formas cultas que sóloadquieren por un largo comercio con ideas ajenas a la pre-ocupación de la vida positiva. No critico ni exalto el modode civilización yanqui; me limito a hacer constar que, fue-ra de las mujeres, se puede recorrer la gran ciudad entodo sentido sin encontrar nada que despierte las ideasaltas que el aspecto del arte suscita. Calles espaciosas,cómodas, muy bellas algunas, como Broadway o la Terce-ra Avenida, parques suntuosos, iglesias monumentales,de todos los estilos conocidos, pero nuevecitas, en hoja,acabadas de salir de la caja, edificios soberbios, regulares,todos los progresos de la edilidad moderna, teatros pe-queños pero elegantes, ferrocarriles y tranvías en todasdirecciones… pero jamás aquellas encrucijadas de París,de Viena y de las ciudades italianas, en las que un viejobalcón saliente detiene la mirada, o un mármol ennegre-cido por el tiempo serena el espíritu con la armonía de suslíneas.

¿Puede haber nada más abominable que ese ferroca-rril elevado que corre sobre un puente tendido en todo elancho de la calle, de tercer a tercer piso? Debajo, un cre-púsculo constante, la falta eterna del sol. ¡Ay de los infeli-ces que allí viven! ¡Pero se va más ligero! Ninguna policíaeuropea permitiría el embarco de los pasajeros en el trenelevado de la manera que se hace; pero aquí cada uno secuida a sí mismo, y si hay alguna desgracia, las compañíaspagan. Transporte democrático, símbolo perfecto de laigualdad, convenido. Entretanto, en la aristocrática Terce-ra Avenida no hay elevado, ni tranvías, y al Central Parkno entran los humildes fiacres que estamos habituados aver en el Bois de Boulogne. No critico la medida perohago constar la falta de lógica. Puedo asegurar que no hay

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pueblo sobre la tierra que apegue más importancia a laspreocupaciones humanas que radican en la vanidad. Eneso, todas nuestras repúblicas se parecen, pero ningunaultrapasa la de los buenos yanquis. El prurito de la aristo-cracia de raza; me refiero al norte, a ese mundo de finan-cistas, industriales y comerciantes. Es curiosa la influen-cia que tiene entre ellos un título nobiliario; en el centena-rio de Yorkstown los miembros de la comisión francesa,casi todos titulados, eran objeto de un estudio detenidopara todo el mundo. Una cinta, una condecoración, unbotón multicolor con que hacer florecer el ojal de la levita,es su sueño constante. Hay algo de ingenua puerilidad eneso. ¡Ay, mis amigos! ¡Si aristocracia quiere decir distin-ción, delicadeza, tacto exquisito, preparación intelectualpara apreciar los tintes vagos en las relaciones de la vida,fuerza moral para elevarse sobre el utilitarismo, pasaránaún muchos siglos antes que la correcta huésped descien-da sobre el suelo americano! Contentaos con lote conquis-tado, con ese admirable sentido práctico que os distingueentre los hombres; multiplicad los productos de Chicagoy las balas de algodón; vivid libres y felices bajo el amparode la Constitución que os rige; poblad, edificad, trazadrutas nuevas; pero no olvidéis nunca a aquel general ro-mano que amenazaba a los encargados de llevar una esta-tua de Fidias, de Atenas a Roma, con hacérsela rehacer sillegaban a destruirla. La concepción de la vida, tal cual losamericanos del norte la comprenden, puede proporcio-nar quizá la mayor suma de bienestar material sobre la tie-rra. Pero las naciones son como los hombres: para brillarincomparablemente en la historia, necesitan desgarrarseel seno en una gestación dolorosa; para crear el arte, esindispensable esa actividad intelectual, lírica, fantástica,

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reñida con la práctica, que trae las fatales confusiones en-tre el sueño y la realidad, que determinan la guerra delPeloponeso, el torbellino italiano del siglo XVI o la mons-truosa sacudida de 1789. Rousseau no ha sido ni es posi-ble en los Estados Unidos; ese pueblo seguirá a un hom-bre que le muestre el becerro de oro como la meta supre-ma; jamás el estilo, la teoría, el calor del sentimiento, elarte, en sus formas más elevadas, estremecerán esa masaflemática, embotada por una educación tradicional.

Mi permanencia en Norteamérica fue muy corta; cir-cunstancias especiales me hicieron abreviar el tiempoque pensé consagrar a la gran república. No me es, pues,posible hablar con detalle de un país que he visitado tanrápidamente. La impresión predominante es que uno seencuentra en un mundo nuevo, extraño, diferente a aquelen que estamos acostumbrados a vivir. Juzgo que para unlatino cuya vida ha pasado en el seno de sociedades cultasy educadas será difícil connaturalizarse con el modo deser yanqui, áspero y egoísta en sus formas. La preocupa-ción del dinero predomina sobre todas; el público sabecasi diariamente, por la publicidad de los periódicos, elestado de fortuna de un Vanderbilt, o de un Stewart, loque gastan en su mesa, la materia de que se componen losutensilios más insignificantes o característicos del hogar.Aquellos que gimen sobre los abusos de la prensa en SurAmérica o en Francia, podrían difícilmente citarnos elejemplo de los Estados Unidos. No he visto jamás una in-juria más sangrienta lanzada a la faz de una sociedad ente-ra, que una caricatura que se me mostró. Hay un espléndi-do palacio en la Tercera Avenida, que es el FaubourgSaint-Germain de Nueva York, que fue construido por unafamosa partera, cuya habilidad y discreción le había vali-

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do esa opulenta clientela. Las malas lenguas aseguranque los procedimientos secretos de Missis X han impedi-do de una manera notable el aumento de la población neo-yorquina. Muerta la dama, un diario de caricaturas publi-có un dibujo representando la Tercera Avenida llena deniños, que corrían de un lado a otro jugueteando. Al pie,esta leyenda: “La Tercera Avenida, dos años después de lamuerte de Missis X”. Paréceme que en cualquier otro paísdel mundo las costillas del caricaturista no habrían queda-do intactas.

Si en alguna parte el aforismo de Girardin sobre laimpotencia de la prensa tiene aplicación, es en NorteAmérica. Los diarios se tiran a centenares de millares yconstituyen uno de los géneros de empresa industrial quereportan más beneficio. Pero es el anuncio y la informa-ción lo que les da vida y no la opinión política. ¿Qué le im-porta a un yanqui lo que piensa un diario? Lo compra, leelos telegramas y luego los avisos.

La verdad es que en el día la prensa universal tiende atomar ese carácter. El valor e importancia del Times con-siste en su preocupación incesante de reflejar la opinión,con todas sus aberraciones y cambios, en vez de preten-der dirigirla.

Uno de los establecimientos más característicamenteyanquis que he visto es el opulento bar-room llamadoHoffmann House y situado frente a Madison Square. Seme ha asegurado que su propietario pasó diez años en unapenitenciaría por haber dado muerte a un hombre en unmomento de celos. Tiempo tuvo para madurar su idea,que en realidad le salió excelente. Debe haber empleadosumas enormes en construir aquellos lujosísimos salo-nes, cuyas paredes están tapizadas de obras maestras de

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la pintura moderna. Sólo “Las ninfas sorprendidas por fau-nos”, de Bouguereau, le ha costado diez mil dólares, ypoco menos la “Visión de Fausto” y otras telas de un méri-to igualmente excepcional. Estatuas, bustos, autómatas,todo lo que puede atraer la mirada humana. Salas de lec-tura, de correspondencia, posta, telégrafo, y en un vestí-bulo especial, tres aparatos de ese maravilloso telégrafoautomático que va desenvolviendo constantemente la cin-ta de papel en que están consignadas, minuto por minuto,las noticias políticas, el movimiento de la Bolsa y la oscila-ción en el precio de los cereales, algodones, etcétera. Enel fondo del bar-room, un inmenso mostrador, cubierto detodo lo que un buen gastrónomo puede apetecer para ha-cer un lunch delicado y suculento. Entráis allí como enuna plaza pública, leéis los diarios, los telegramas, escri-bís vuestra correspondencia, y si os sentís con apetito,elegís lo que se os antoje, que os es servido inmediata-mente con toda civilidad. Todo absolutamente gratuito.¿Pero dónde está el negocio, diréis? Simplemente en lasbebidas. No es obligatorio pedirlas, ni son más caras queen otras partes. Pero es tal la cantidad de gente que sesucede sin cesar, que el pequeño beneficio de cada whis-ky-cocktail o de cada vaso de cerveza, no sólo cubre losgastos de las vituallas que se dan gratis, sino que al fin deldía dejan una ganancia considerable. Preguntando a unode los directores del establecimiento cómo se explicabaque el bajo pueblo no hiciese irrupción y se instalase a al-morzar, comer y cenar diariamente y de balde, me contes-tó que M. Hoffmann conocía mucho el corazón humano,que sabía que en los centros lujosos y brillantes sólo seencuentra cómoda la gente de las clases elevadas, aquellaque, si pellizca un sándwich, se cree moralmente obligada

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a tomarse tres cocktails, sacrificio a que se resigna conbastante facilidad.

Estuve en dos o tres teatros. Son de estilo inglés, ge-neralmente pequeños y bonitos. En uno de ellos vi la fa-mosa opereta Patience, crítica acerba de la última plagade la literatura inglesa, el estetismo, esto es, la lánguidaaspiración al ideal, traducida en maneras vaporosas, enposturas de virgen rosácea, en grupos de un helenismorococó. La música es trivial y agradable, pero como come-dia, la pieza se arrastra de una manera matadora. El jefede la escuela estética viajaba entonces en los Estados Uni-dos, contratado por un empresario como un simple tenory obligado a producir frases estéticas bien limadas, en si-tios como Mount-Vernon, el Niágara, el Capitolio, etcéte-ra. Su presencia en el suelo americano daba sabor de ac-tualidad a la crítica.

En otro teatro, la eterna Mascotte, en inglés, arreglada,como hacen los directores en Londres, al gusto británico.Aquí era al gusto yanqui. Los calembours, los coq-à-l’âne, sereferían siempre a incidentes locales. Naturalmente, Lo-renzo XVII y Rocco se convierten en irlandeses en el últimoacto y hablan con el rudo acento de los hijos de la verdeErín, según la designación que ha prevalecido, como si laInglaterra fuera amarilla y la Escocia violeta. Un gigante deseis pies que hacía el papel de Pippo, había tomado la cosaa lo serio, y en el balido del gracioso dúo creía oír el esten-tóreo aullar de un cuadrúpedo antediluviano. En farsasamericanas, prefiero las dislocaciones y el bango de losminsreis a todas las imitaciones francesas.

Oí también una vez al célebre trágico Edwin Booth,de la familia del asesino de Lincoln; más tarde tuve oca-sión de seguir sus interpretaciones de Shakespeare en

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Berlín, donde trabajaba con una compañía que le daba laréplica en alemán. La analogía de idiomas evitaba aqueldefecto deplorable que desgarraba los oídos de mi queri-do Rossi, cuando en Londres daba el Hamlet en italianocon una compañía inglesa. Encuentro a Booth inferior aRossi y a Salvini en sus grandes papeles shakesperianos.¡Su cuerpo se presta admirablemente para el Hamlet, peroel estetismo lo preocupa demasiado!, ¡y yo venía de verPatience!

Viajeros latinos, no descendáis jamás en Nueva Yorken un hotel de los llamados de plan americano, esto es, enlos que es obligatorio pagar la comida junto con el depar-tamento. Se está bien, los cuartos son cómodos, limpios,el agua sale, en todos los tonos de la temperatura, de unsinnúmero de bitoques; hay profusión de campanillaseléctricas… pero la mesa es deplorable. Salmón cocido yrosbif crudo; he ahí el menú. Si queréis un cambio, tomadprimero el rosbif y luego el salmón, si es que no preferísprincipiar por la eterna compota que cierra la marcha yque hasta ahora no he podido averiguar si pertenece a lafamilia de las sopas o a la de los postres. En cambio, tenéisel restaurante Delmónico o el Brunswick, que no le cedenen nada a Bignon, al Londres House, de Niza o al Brístolde Londres. Delmónico está lleno siempre y sus preciosson exorbitantes. Quisieron los propietarios disminuir-los, pero la clientela yanqui declaró que el día que un cote-lette valiera menos de un dólar, o una botella de Mummextra dry menos de diez fuertes, abandonarían la casa.Obligados por la ley a sufrir la presencia de la gente decolor en los tranvías y paseos, no tienen más valía que opo-ner a la invasión democrática que el bolsillo. Y lo empleanlargamente. Hay que hacer justicia, y plena, a los yanquis

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a este respecto. No hay un punto de la tierra más gastador,más generoso, más abierto. El oro rueda a rodos: paraellos, lo más caro de la Europa: sus vinos más exquisitos,sus ingenios más brillantes, sus artistas más aplaudidos.El lujo es inaudito; en ninguna parte del mundo la impre-sión de la pobreza se siente con más intensidad. Pero unhombre de gusto, con la mirada habituada a la percep-ción de las delicadezas europeas, nota al instante ciertotinte especial: el sello del advenedizo, que no ha tenidotiempo de completar esa dificilísima educación del hom-bre de mundo de nuestro tiempo, capaz de distinguir, algolpe de vista, un bronce japonés de uno chino, un Sèvresde un Saxe, una vieja tapicería de una moderna. Hay uninexplicable rococó aun en los centros mejor frecuenta-dos. Un francés del buen mundo, con treinta mil francosde renta, hace maravillas, a las que un yanqui con dos-cientos mil no alcanzaría.

La calle, un museo de artes incoherentes. ¡Qué tiposmaravillosos exhibiéndose con una tranquilidad y un aplo-mo inconcebibles! ¡Qué sombreros piramidales, vastoscomo necrópolis, unos invisibles, otros izados a lo alto deun cráneo puntiagudo por un milagro de equilibrio! ¡Quécorbatas! El pueblo que usa esas corbatas no producirá ja-más un colorista de genio. Debe haber un daltonismo he-reditario en la masa. Es imposible que vean el rojo con elmismo tinte que se nos ofrece. El verde los seduce; es ne-cesario haber vivido un año entre cotorras para habituar-se a aquellos plastrons imposibles. En cambio, el grupo delos swell se viste con una elegancia sólo comparable a laalta clase inglesa. Los dandys de Broadway no les ceden ennada a los de Hyde Park Corner… Pero de pronto pasa unpantalón al tobillo, a cuadros habana, con un jacquet invi-

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sible, a manera de cornisa, que os arroja en la más profun-da desolación. En general, los hombres parecen de viaje,camino de la estación, con cierto temor vago de perder eltren. Cada uno lleva lo que ha comprado: un cacho de ba-nanas, un conejo, un salmón, una canasta de frutas, uncuadro o un baño de asiento. El beg your pardon es menoscomún aún que en Inglaterra. No piden ni dan cuartel; ospisan y empujan con la misma calma que sufren la recípro-ca. No se levantan para ceder su asiento a una señora, por-que sostienen que una señora no debe entrar en un tran-vía donde no hay asiento. Pero que un hombre insulte auna mujer, que un niño pida auxilio, y veréis toda esa indi-ferencia desaparecer en el acto. Poco político, si queréis,pero, una vez amigos, podéis contar con ellos como un in-glés que os ha estrechado la mano.

¿Morales? Ni más ni menos que el común de los mor-tales. La vida galante de Nueva York no es por cierto loque ofrece menos encantos en este triste mundo dondeese culto tiene tantos adeptos. En general, los países don-de se bebe mucho champaña dejan bastante que deseardesde el punto de vista de la austeridad de costumbres.Ahora bien, en ninguna parte se bebe más champaña queen Norte América. La Francia entera, desde Cherburgo aMentón y desde Bayona a Belfort, cubierta de viñas, nobastaría para el consumo de un año. Así, fuera, natural-mente, de los grandes centros, nada más fantástico quelas bebidas que allí se expenden bajo el nombre de cham-paña.

Sí, les gustan las mujeres, como les gustan a los ingle-ses, aun los domingos. Cerrado el escritorio, preparado elespíritu para una pequeña sesión, suelen armar algunas…al lado de las que las exposiciones latinas son idilios. Es

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que también para un hombre joven y aficionado, el teatrono puede ser más agradable. La contribución a la floraneoyorquina es universal, desde los productos francesesde serre-chaude, hasta esas rosas robustas que sólo brotanen la tierra de los manglares.

En el alto mundo, el flirt, el abominable, el odioso flirt,inventado por alguna americana sin temperamento, la va-nidad disfrazada de Cupido, el ridículo, en vez del placer,la vanagloria en vez de la pasión, el flirt, mezcla del viejopatitismo italiano y del cant británico, gimnasia del creti-nismo social, obliteración de la naturaleza, traducción gro-tesca de un canto divino. La única justificación del flirt,como la del Dios de Stendhal, es que en general no existe.Empiezan las cosas por ahí, porque de algún modo hayque empezar; pero pronto la naturaleza hace oír su voz, yla mano, que atrae furtivamente la mano, el pie que roza elzapato de raso… semejan esas flores que brotan en los ár-boles, precediendo en la vida a la fruta que las reemplaza.

Son yanquis, pero son hombres.Las obras de arte, maravillosas; High Bridge recuer-

da los trabajos romanos y el puente suspendido de Bro-oklyn parece una fantasía de cuento árabe. El cementeriode Brooklyn es la necrópolis más lujosa que he visto en mivida. No vale el de Pisa como arte, ni los muertos surgena vuestro paso con todo su cortejo de gloria como en el dePère-Lachaise. Sin embargo, un simple monumento, le-vantado por una subscripción pública, me hizo latir el co-razón más a prisa que el aspecto de todas las grandes tum-bas de la tierra. Es el de un bombero; ni aun su nombrerecuerdo, pero en su alma brilló un instante la única chis-pa que puede llamarse un reflejo divino. En un incendioterrible, un niño de cuatro años, hijo de obreros, había

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quedado solo en una pieza del cuarto piso. Las llamas ro-deaban el edificio entero; el bombero toma una escalera ydespués de esfuerzos inauditos, medio abrasado, alcanzala ventana desde la que el niño, enloquecido por el terror,pedía auxilio. Pero el fuego consumió la escala. El bombe-ro tomó al niño en sus brazos y lanzó una mirada ansiosa atodos lados; las llamas entraban ya por la ventana. Enton-ces, delante de una muchedumbre que presenciaba lahorrible escena con el corazón apretado, algo como unaluz divina inundó el alma de aquel hombre, grande en eseinstante como la del Cristo en la cruz. Besó al niño en lafrente, lo levantó en alto en sus brazos, se puso de pie so-bre el borde de la ventana y se dejó caer de una altura decuarenta metros. Su cuerpo se estrelló contra las piedras;el niño, sostenido en sus brazos, no había tocado el suelo,cuando fue recogido por los asistentes. No conozco unamuerte más bella en los anales de la historia humana, niuna tumba que merezca descubrirse ante ella con másprofunda veneración.

No cerraré estas líneas, trazadas a la ligera, sin haceruna confesión que no se refiere sólo a Nueva York, sino almundo americano todo que he conocido: mi impresión haquedado más debajo de la ilusión formada por el dato re-cogido. Mirado de cerca, el organismo norteamericanopresenta los mismos síntomas de enfermedades que el delas más viejas sociedades europeas. Su régimen políticoha sido fuente de progreso, indudablemente; pero lasideas republicanas están lejos de practicarse con la pure-za que generalmente se les atribuye. La corrupción admi-nistrativa es mayor que la de cualquier país europeo y aúnsuramericano, medianamente organizado. El fraude elec-toral se practica en una escala que asombraría a la misma

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Inglaterra y de la que no hay remotos rasgos en Francia,único país en el mundo actual donde el sufragio universalse aproxima a la verdad.

El espíritu de secta, la anarquía religiosa, si bien seejerce fuera de los límites del gobierno, no produce me-nos serias perturbaciones sociales.

En una palabra, si yo buscara en el mundo un idealpolítico, correría aún tras él.

Cincuenta millones de hombres en el afán de la pro-ducción son una masa tan imponente, que puede ser bati-da sin peligro por los vicios de una organización incorrec-ta. Pero los Estados Unidos tienen sólo un poco más de unsiglo de existencia, y eso es un instante en la vida de lasnaciones. ¿Qué guarda el porvenir? Tal vez una potenciamonstruo, pero no espero una luz que esparza sus rauda-les de claridad sobre la humanidad entera.

Una fragmentación del imperio americano es proba-ble en época no lejana, o las leyes históricas fallarán. Seráel momento de prueba; en cuanto a la libertad, formandohoy la base de la concepción humana de la vida, no peli-grará la desaparición del modo yanqui. Si un faro hay, per-siste aún bajo las bóvedas de Westminster y el egoísmoinglés es su mejor guardián.

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CAPÍTULO XXI

EN EL NIÁGARA

La excursión obligada. El palace-car.La compañera de viaje. Costumbres americanas.Una opinión yanqui. Niágara Falls. La catarata.

Al pie de la cascada. La profanación del Niágara.El Niágara y el Tequendama. Regreso.

El Hudson. Conclusión.

NO ME ERA POSIBLE PENSAR en excursiones; el tiempome faltaba. Pero hay una que se impone moralmente a todoel que pisa el suelo de los Estados Unidos: la visita al Niá-gara. Tenía indudablemente vivos deseos de contemplar lainmensa catarata pero una mezcla de cansancio físico y delasitud moral me quitaban el entusiasmo que en otros tiem-pos me hacía andar centenares de leguas por gozar de unnuevo aspecto de la naturaleza. Además, el raudal del Te-quendama vivía en mi memoria, y mi alma le era fiel. Meparecía imposible que la impresión grabada se desvanecie-se ante ninguna otra. El Niágara, por otra parte, con su no-toriedad, con su fácil acceso, con la consagración universalde su belleza, tiene algo de esos lieux communs de las lite-raturas clásicas, que, admirados por los hombres de todoslos tiempos, concluyen por convertirse en estribillos. Enfin, estaba a una noche de distancia y tenía aún por delantecinco o seis días: me puse en camino. Resolví irme por lalínea del Erie que va a Búffalo y a Niágara Falls, correr traslas fronteras del Canadá hasta Albany, y luego de allí des-cender a Nueva York por el Hudson.

A las siete y media de la noche entré en uno de esossoberbios palace-car, que sólo se encuentran en las líneas

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americanas y tomé posesión del compartimiento reserva-do de antemano. Los sleeping-car americanos, arregladoscon más lujo que los europeos, son incontestablementemás cómodos. Un corredor al centro, y a ambos lados,pequeñas divisiones que se aíslan fácilmente por mediode cortinas y tabiques ligeros; las camas están colocadasen el sentido del vagón. Anchas, limpias y abrigadas. Encada compartimiento hay dos, una abajo y otra arriba;pero mientras no se tienden, los dos sofás, vis-à-vis, pue-den contener cuatro personas. Yo había retenido el lechode abajo; así, me llamó la atención, al llegar a la divisiónque me correspondía, ver instaladas ya dos personas.Eran un hombre de barba blanca, de unos 60 años deedad, y una niña de 20, esbelta, de facciones agradables yfinas. Faltaba aún un cuarto de hora para la partida deltren, y yo empezaba a alarmarme por la noche que meesperaba en caso de que hubiera habido error en la asig-nación de las plazas.

—Perdón, señor –dije en mi mal inglés–; en este com-partimiento no hay más que dos camas, y yo tengo el bille-te de una de ellas. Como calculo que habrá error, seríabueno corregirlo antes de que el tren se ponga en marcha.

—No, señor –me contestó el yanqui–; yo desciendo.Mi hija va sola hasta Utica.

Me incliné en silencio, ligeramente intrigado. Padre ehija continuaron conversando, sin cuidarse de mi presen-cia, sobre asuntos del hogar, recomendaciones para la sa-lud, recuerdos de familia, etcétera. Un hombre que ha co-rrido un poco el mundo se engaña difícilmente; aquellacriatura era pura y honesta. Dos fuertes besos, un largoabrazo, un saludo para mí y el padre descendió, mientras eltren se ponía en movimiento, tomando pronto aquella mar-

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cha vertiginosa que sólo en las líneas americanas se ve. Lanoche había caído y cada una de las veinte o treinta perso-nas que ocupaba el sleeping, comenzó a hacer lentamentesus preparativos. Sin poder leer, me puse naturalmente acontemplar a la que tan íntimamente iba a ser mi compañe-ra de viaje. Era indudablemente bonita, grandes ojos par-dos, pelo castaño, un cuerpo modelado y un pie fino y biencalzado asomaba la puntita por debajo del vestido. No pudevencer mi curiosidad; en Europa me habría abstenido dedirigirle la palabra; extranjero y en América… ¡bah!

Su itinerario cayó; el pretexto estaba encontrado.Aquí de mi inglés –me dije–, y comencé:

—Señorita, según lo que he oído al caballero que aca-ba de bajar, y que creo es el padre de usted, usted tiene elbillete de una de las dos camas de esta división. Ahorabien; como yo tengo el de la de abajo, que por muchosmotivos es la más cómoda, suplico a usted quiera permi-tirme que le proponga un cambio. En el momento en queusted desee recogerse, me retiraré, y le prometo –añadísonriendo– incomodarla lo menos posible.

—Mil gracias, señor. El conductor ha prometido a mipadre darme un low bed, si queda alguno vacante. En casocontrario, acepto agradecida su amable invitación. Tengoel sueño plácido y podrá usted dormir tranquilo.

Declaro que, a pesar de toda mi buena voluntad, nopude encontrar un átomo de malicia en la expresión conque fue dicha la frase. Pero tenía ya bastante para llegar ami objeto, y proseguí:

—Mi deplorable acento le habrá hecho comprenderhace rato que soy extranjero. Con ese título, ¿me permiteusted que le haga una pregunta y que hablemos como dosbuenos amigos para matar una o dos horas?

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—With pleasure, sir.—Conozco un poco las costumbres americanas; pero

no puedo habituarme a ellas, porque me parecen, en cier-tos casos, contrarias a la naturaleza. ¿No se encuentra us-ted incómoda entre toda esa gente desconocida, que pue-de ser educada o grosera al azar, en este dormitoriocomún, en el que cada uno se conduce según sus hábitosmás o menos discretos? En una palabra, ¿no tiene ustedmiedo?

—¿Miedo? ¿Y de qué?—De viajar sola, expuesta a que algún individuo ordi-

nario le falte el respeto.—¿Sola? –Y sonreía, mirándome con asombro–. ¿Qué

haría usted si uno de esos caballeros me dijera algo imper-tinente? ¿No tomaría usted mi defensa?

—Naturalmente.—Esté usted seguro de que si yo diese una voz, todas

las personas que ocupan el vagón, se lanzarían a un tiem-po y harían pasar un mal rato al cobarde que pretendieseinsultar a una mujer.

—Perfectamente; pero lo que me admira es ese triun-fo admirable de la razón sobre el instinto. Las mujeres sonmiedosas, pusilánimes por naturaleza. Si razonaran, se-rían tan bravas como nosotros, que a veces afrontamospeligros serios únicamente sostenidos por la voluntad.

—La educación lo hace todo. Ustedes los europeos–me creía español– educan mal a las mujeres. Las costum-bres americanas…

Y aquí todos los argumentos conocidos a favor de laemancipación social de la mujer, expuestos con un ordenque revelaba la frecuencia de ese género de disertacio-nes. Luego, empezó a hacerme preguntas sobre la Euro-

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pa, hasta que el conductor vino a decirle que la cama bajadel compartimiento frente al mío, separado simplementepor el corredor de una vara, estaba a su disposición.

Le deseé buenas noches y me fui a recorrer el tren deun extremo al otro. Nada más cómodo que esa facilidadque permite estirar las piernas y distraerse con el cambiode aspectos. ¡Cómo volaba aquel monstruo para cuya ca-rrera la tierra parecía ser pequeña! Vista desde el últimovagón, la vía daba vértigo. La claridad de la noche permi-tía ver las llanuras cultivadas, los bosques y colinas, loscanales que rayaban el paisaje con sus líneas blancas ycaprichosas. Fumé un cigarrillo, me puse a “echar glo-bos”, como llaman en Bogotá al fantaseo indefinido delespíritu, y volví en busca de mi cama.

Mi vecina acababa de desaparecer tras las cortinasde la suya; al sentir mis pasos, sacó la cabecita y me largóun good evening, sir!, que esta vez no me pareció del todoexento de picardía. ¿Qué mujer no tiene un grano de mali-cia, a veces inconsciente, esparcido en la sangre?

Yo creí que se recostaría simplemente vestida comoestaba. Me había engañado, porque, a poco rato, la corti-na se entreabrió de nuevo, y una mano apareció soste-niendo dos botines largos y delgados, que dejó caer sobreel piso. Luego, una o dos vueltas, la inmovilidad y el respi-rar sereno e igual. Buenas noches.

Más tarde contaba en Nueva York la aventura a unamigo mío, americano, y el buen yanqui movía tristemen-te la cabeza.

—No tengo la menor duda –me decía–, que su com-pañera era una mujer honesta. Pero, para ella, era ustedun hombre cualquiera, un desconocido. Figúrese que unmuchacho audaz que hubiese sabido encontrar el camino

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de su corazón, se hubiera arreglado de manera para re-servarse… el sitio de usted. ¿Cree usted que las cosashubieran pasado de la misma manera? Es necesario tenersiempre en cuenta la materia de que somos formados y lapoca influencia que tienen sobre ella, en momentos espe-ciales, los hábitos y convenciones nacionales. Nuestrascostumbres de independencia femenil eran perfectamen-te aceptables hace cincuenta años; pero, créame, la vidaeuropea que conquista terreno diariamente entre noso-tros, los espectáculos teatrales que enseñan más de lo quese cree, las novelas francesas, leídas hoy con avidez, lasgacetas de los tribunales, las revistas de policía con susilustraciones iconográficas, han abierto nuevos rumbosen el espíritu de las mujeres americanas. No creo que hoysea un timbre de honor para las costumbres de nuestropaís esa independencia social de la mujer, sino una causade decadencia en el nivel moral. Es muy cómodo conveniren que nunca se abusa; pero la realidad empieza a des-alentar a los más obstinados sostenedores de tal régimen.

Más de un hombre piensa hoy como mi amigo yanquien los Estados Unidos. Por mi parte, no he tenido prue-bas… personales.

Sea porque hacía largo tiempo que no viajaba en fe-rrocarril, sea porque el ir y venir de los compañeros devagón me incomodaba, sea, en fin, porque la lucha eternaentre el sentido común y el sentido… a secas, hubieraconvertido mi cabeza en un campo de batalla, el hecho esque el sueño huyó de mí. Me envolví en mi manta, vesti-do, corrí las cortinas que cubrían los cristales, la lunainundó mi cuartujo, y en compañía de un punch organiza-do a la ligera y de una serie de cigarros, esperé tranquilola mañana.

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A las cinco, mi vecina se levantó, humedeció una es-ponja diminuta, se refrescó la cara, sacó el reloj, consultósu itinerario, arregló sus maletas, y como yo hiciera miaparición en ese momento, me tendió la mano, dándomeun gracioso good morning. Nos salimos a la plataforma;media hora después –el día empezaba a clarear–, el trense detenía en Utica; mi compañera me daba el últimoadiós, en la vida tal vez, y descendía en una estación solita-ria, con un paso tan firme y sereno como si fuese acompa-ñada por toda su familia. Cuando el tren se puso en mar-cha nuevamente, volvió la cabeza y me hizo un saludo conla mano. Me volví al vagón de mal humor.

Niágara Falls es una aldea que vive exclusivamentede la atracción del torrente. Eternamente mecida por elruido atronador de la cascada paréceme que, si una manoomnipotente detuviera un instante las aguas en su caída,el silencio haría levantar hasta los muertos de sus tumbas.Desde la llegada, se oye a lo lejos el rumor inmenso, comoun eco de la catástrofe suprema, que sin cesar se reprodu-ce en el despeñadero salvaje. En el estado de mi espírituhubiera dado un mundo por poder entregarme a mí mis-mo, llegar a la catarata sin más guía que su gemido ince-sante, y solo, en medio de la naturaleza, detenerme depronto frente a frente y entregarme sinceramente a la im-presión… ¡Veinte, cuarenta ómnibus, estaban alineadosen la estación, y otros tantos individuos gritaban a voz encuello el nombre de sus hoteles, encomiando sus golpesde vista, la maravilla de sus panoramas exclusivos, la ba-ratura de sus precios! Cinco o seis empleados me pedíanel boleto de mi equipaje, otros me metían tarjetas de casasde comercio, aquél me incitaba a no olvidar el BurningSpring, éste los rápidos, etcétera. Aquí y allí, una chime-

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nea, la fatigosa actividad de una fábrica, tráfico por todaspartes, mercerías, bar-rooms, tiendas, la calle moderna,con sus enormes anuncios, sus letreros, sus reclames, uninmenso cuadro de madera Take the Erye Railroad!, elhormigueo humano en el afán del lucro… ¡y el Niágarabramando a lo lejos!

¡Oh, mi soberbio Tequendama, dónde estás, con tuacceso difícil, tus bosques vírgenes, tus sendas abruptas,tus rocas salvajes!

Heme instalado en un hotel trivial, el más próximo ala caída. Consulto mis instrucciones y recuerdos y hagomi plan. Me echo a la calle, contrato un carruaje para den-tro de una hora, por verme libre del asedio de los coche-ros, me guío por el estruendo, y de improviso, heme fren-te a la catarata.

¿Quedé absorto? No, no comprendí. Aquello es in-menso, inaudito. Todo el esfuerzo de la imaginación noalcanza a dar una imagen de la realidad, una vez que laserena y lenta contemplación ha dado tiempo a que el es-píritu se sature de la belleza del cuadro.

En centenares de guías y en millares de libros correla descripción del Niágara: su formación, su origen, sudestino, el volumen de sus aguas, su bifurcación en elmomento de la caída, etcétera. No intentaré, ni es mi pro-pósito, rehacerla; cuento mi impresión y basta. Si en elTequendama he sido más prolijo, es porque el gran salto,perdido en las entrañas de la América, es casi desconoci-do por las dificultades que hay para llegar hasta él.

Cada segundo, cada momento de contemplación au-menta en mí el asombro, la fascinación irresistible. Comograndeza, no hay nada igual. Aquella masa de agua colo-sal que se arrastra rugiendo por un plano ligeramente in-

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clinado, que confluye en dos raudales anchos y profun-dos, para caer de pronto, con indecible majestad, en elcauce inferior, produce la impresión de un dislocamientogeneral del orden creado. No es la altura de la caída –80 a100 pies– lo que impone; es el volumen de las aguas, el es-pesor titánico de la curva enorme que se forma al bordede la catarata. Del lado del Canadá –pues el río determinala línea divisoria con los Estados Unidos–, la caída se ex-tiende a todo el ancho del curso, formando una herraduracuya parte cóncava queda al centro; en tierra de la Unión,el brazo es mucho más angosto, y la caída, sin la imponen-te solemnidad de la canadiense, tiene cierta gracia esbel-ta, una armonía de formas que seduce la mirada.

He dicho que las aguas, al precipitarse, proyectan unacurva que se quiebra en el plano horizontal, unido y espe-so, especie de cortina que cubre eternamente el corte ver-tical de la roca. Uno de los aspectos recomendados es alpie de la catarata, en el abismo de fragor y tinieblas queexiste entre la base de la roca y la columna de agua que caerugiendo.

Preferiría mil veces el aspecto grandioso y soberbiode la cascada, desenvolviendo su fuerza salvaje bajo loscielos. Pero es necesario verlo todo, y así, sin entusiasmo,sin convicción, tomé el ferrocarril hidráulico que condu-ce al pie de la catarata, del lado de la Unión. Excusado esdecir que ya había pagado al entrar en el parque generalque rodea al Niágara, que a cada paso que daba para mi-rar de un lado a otro, se me aparecían empleados con sustickets y talones, etcétera: ¡Con cuánto placer habría dadouna suma redonda, superior al monto de las pequeñas ysucesivas contribuciones con que me incomodaban sincesar!

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Una vez en el fondo, a orillas del río que se forma des-pués de la caída y cuyas aguas tranquilas parecen aún ab-sortas de la catástrofe reciente, manifesté mi deseo, meindicaron un cuarto y procedieron a envolverme, pies,cuerpo y cabeza, en zapatos, traje y sombrero de caucho,con el objeto de preservarme de una mojadura. Sofocabaallí dentro, y estaba a punto de desistir, cuando mi compa-ñero desconocido, pues el guía toma dos personas, una decada mano, salió de su cuarto vestido con un ligerísimotraje de baño. Su idea me sedujo y a mi vez me coloqué encondiciones de desear el agua en vez de temerla. Nos hi-cimos un saludo cordial y nos lanzamos.

Para llegar al pie de la roca detrás de la espléndidatapicería líquida que en ese instante brillaba bajo el solcon mil reflejos irisados que jamás alcanzaron las más ri-cas telas de Persia o la China, era necesario marchar pasoa paso, saltando de piedra en piedra o pasando por peque-ños puentes de madera que se deshacen con frecuencia.Estamos aún a un centenar de varas de la caída, y las espu-mas nos azotan el rostro mientras el ruido nos aturde. Elguía nos habla a gritos. Pero yo me limitaba a aferrarmefirmemente a su mano. A cada paso, la marcha se hacíamás difícil; pero en los momentos en que el vapor de agua,los torbellinos de espuma y los cambiantes prismáticos,sucediéndose con una rapidez eléctrica, no nos encegue-cían, el cuadro que teníamos por delante, el reventar de lamole inmensa contra la roca, el torbellino níveo que se le-vantaba, el fragor de ese trueno constante, eran compen-saciones más que suficientes a las angustias de la marcha.Un instante nos concertamos con el compañero, un jovenalemán, para detenernos; nos bastó un minuto de reposodando la espalda al torrente y con el corazón inquieto se-

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guimos avanzando. Henos detrás de las aguas. Un ruidoinfernal atruena mis oídos, algo así como cien mil caño-nes disparados a un tiempo y sin discontinuar, y una hon-da y densa oscuridad me rodea. El alemán repite a cadainstante el clásico Donnerwetter! con voz apagada y otrasinterjecciones que empiezan o terminan con teufel! Yoprocuro entreabrir los ojos, hago un esfuerzo y veo unmomento, un duodécimo, la profunda pared líquida, ve-teada por fugitivos rayos de luz. Un instante más y nos as-fixiábamos. ¡Con qué delicia respiramos a la salida! Tenía-mos las caras rojas, candescentes y los ojos saltados. Nostendimos con deleite entre las mansas ondas del río, de-jando reposar el cuerpo y teniendo por delante el más es-tupendo cuadro de la naturaleza.

He visto el Niágara desde todos sus aspectos oficia-les, he descendido a los rápidos, allí donde el capitánWebb, ese suicida sublime, con un corazón digno de latumba que encierra, acaba de caer vencido en su luchainsensata con el gigante americano. Lo repito: a cada ins-tante la impresión crece. Se opera en el espíritu un fenó-meno análogo al que produce la contemplación de las bó-vedas de San Pedro, que van creciendo lentamente amedida que la mirada se habitúa a la percepción de la in-mensidad. Pero los americanos han echado a perder esamaravilla que la naturaleza arrojó en su suelo. Arrancadde la Capilla Sixtina la figura de Isaías y ponedle un marcoesculpido por Doré, pequeños amores trepando gozosospor la viña ensortijada, faunos diminutos persiguiendo aninfas cocottes y tendréis una idea del efecto que produceese Niágara inmenso, severo, rugiendo como un titán en-furecido, y rodeado de pequeñas villas coquetas, chaletssuizos en ladrillo rojo, surcados por puentes de ferroca-

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rril, rodeado de molinos, bar-rooms, albergues cubiertosde anuncios de Lanman y Kemp, de la Marfilina, de la Al-mohadilla de Parry, ultrajado, profanado, como el Coliseoromano por las lápidas de mármol blanco y letras doradasque pretenden consagrar glorias efímeras y raquíticas.

Otra vez, ¿dónde está mi Tequendama? El volumende sus aguas es infinitamente inferior al del Niágara, perose precipita de una altura ocho veces mayor. Su voz pode-rosa reina solitaria y altiva entre las gargantas de la mon-taña, sin confundirse con el rechinar de las máquinas avapor o con el crujir de las ruedas de molino. En el salto,el espíritu ve palpitante una escena de la formación primiti-va del mundo, y la visión, por largo tiempo, reproduce elvértigo. Su acceso está defendido vigorosamente por la na-turaleza, y la transición de la flora de las cumbres a la luju-ria tropical del hondo valle, no tiene igual sobre la tierra. ElNiágara es mil veces más grande, más imponente: para mí,la palma de la belleza queda al Tequendama.

¿Qué sería el Niágara cuando por primera vez lo con-templaron los ojos atónitos de los conquistadores? La le-yenda dice que los grandes jefes indios, después de la ba-talla suprema en que caía la tribu entera, se echaban ensus canoas que abandonaban al rápido correr del río, y, fi-jos los ojos en el sol, desaparecían en el abismo. ¡Los pri-meros europeos que hayan contemplado ese cuadro ne-cesitan haber tenido el corazón de acero para no caerfulminados por la violencia de la impresión!

Quedé sólo un día en el Niágara. A la noche tomé el fe-rrocarril y amanecí en Albany, de donde descendí el Hud-son hasta medio camino de Nueva York, haciendo el restode la ruta en un drawing-car, en el delicioso ferrocarril quecorre sobre las aguas mismas del río. El Hudson tiene un

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aspecto especial; sin el encanto poderoso de los grandesríos americanos de orillas desiertas, sin la belleza melan-cólica que la historia da al Rin, como cubriéndolo de unencaje de recuerdos, los panoramas del Hudson, en la es-tación estival, tienen una gracia fresca y suave que serenala mirada. Pero los palacios, las villas y los chalets que cu-bren sus bordes, no tienen carácter alguno… y no haycuadro que resista cuando hacen su aparición esos como-dísimos y horribles vapores, blancos y cuadrados, tortu-gas rápidas, símbolo del arte americano.

En Nueva York permanecí aún una semana, y por fin,a bordo del Labrador, después de una viaje agradable, lle-gué al Havre, pisando tierra europea, justo un año des-pués de haberme embarcado en Saint-Nazaire con rumboa las costas septentrionales del continente suramericano.

En mi larga narración he tenido que describir países,costumbres y aspectos sociales. Desde el punto de vistaliterario, la crítica me dirá el mérito de mi trabajo; pero, enlo que se refiere a la veracidad de los hechos, afirmo unavez más que no he tenido otro guía fijo y constante en mirelato. La descripción característica de mi viaje por Co-lombia habría sido sumamente difícil tratándose de otropueblo; pero la inteligencia clara y elevada de los granadi-nos sabrá apreciar el conjunto de mi impresión, la másgrata que haya recibido hasta hoy en tierra extranjera.

Cierro estas páginas saludando con gratitud a aquelque hasta aquí me haya acompañado. ¿Quién sabe si aúnno haremos otro viaje juntos? Mi destino, por mil combi-naciones diversas, parece imponerme el movimiento con-tinuo; y mi pasión por la pluma es incorregible.

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ÍNDICE

Presentación por Oscar Rodríguez Ortiz ........... 9

En viajeDos palabras........................................................ 13Introducción ........................................................ 15Capítulo I. De Buenos Aires a Burdeos ............ 31Capítulo II. En París ........................................... 39Capítulo III. Quince días en Londres ................ 53Capítulo IV. Las Antillas francesas .................... 65Capítulo V. En Venezuela ................................... 79Capítulo VI. En el mar Caribe ............................ 95Capítulo VII. El río Magdalena ........................ 106Capítulo VIII. Cuadros de viaje ........................ 119Capítulo IX. Cuadros de viaje (continuación) 131Capítulo X. La noche de Consuelo .................. 140Capítulo XI. Las últimas jornadas .................... 150Capítulo XII. Una ojeada sobre Colombia ...... 165Capítulo XIII. Bogotá ........................................ 179Capítulo XIV. La sociedad ................................ 194Capítulo XV. El salto de Tequendama ............. 212Capítulo XVI. La inteligencia ........................... 235Capítulo XVII. El regreso ................................. 257Capítulo XVIII. Aguas Abajo-Colón ................. 283Capítulo XIX. El canal de Panamá ................... 299Capítulo XX. En Nueva York ............................ 317Capítulo XXI. En el Niágara ............................. 337

Este volumen de la Fundación Biblioteca Ayacucho,se terminó de imprimir en octubre de 2005,

en los talleres de Editorial Arte, Caracas, Venezuela.En su diseño se utilizaron caracteres roman, negra y cursiva

de la familia tipográfica Century Old Style tamaños 8, 9, 10 y 11.En su impresión se usó papel Hansmate 60 g.

La edición consta de 1.500 ejemplares.

Gobierno Bolivariano

En viajeMiguel Cané

Biblioteca Ayacucho es una de las experien-cias editoriales más importantes de la cultu-ra latinoamericana nacidas en el siglo XX.Creada en 1974, en el momento del auge deuna literatura innovadora y exitosa, ha esta-do llamando constantemente la atenciónacerca de la necesidad de entablar un con-tacto dinámico entre lo contemporáneo y elpasado a fin de revalorarlo críticamente des-de la perspectiva de nuestros días.La Colección La Expresión Americana estádestinada a completar y ampliar el espectrode las obras publicadas por Biblioteca Aya-cucho mediante la edición de estos librosde relieve memorialista, biográfico, autobio-gráfico y ensayístico en los que priva el pla-cer de la lectura sobre cualquier otra inten-ción. Son los maestros de Latinoaméricapresentados como peripecia vital y suscita-ción de imágenes.

ÚLTIMOS TÍTULOS PUBLICADOS

Mariano Picón-SalasMeditación de Europa (vol. 23)

Miguel de UnamunoAmericanidad (vol. 24)

José MartíEscenas norteamericanas (vol. 25)

Manuel Gutiérrez NájeraLa música y el instante.Crónicas (vol. 26)

Rufino Blanco FombonaHombres y libros (vol. 27)

Domingo Faustino SarmientoViaje a Francia (vol. 28)

Portada:Miguel Cané (1851-1905).Colección Archivo General de la Nación,Buenos Aires, Argentina.

En viaje es un libro preferido por los lecto-res hispanoamericanos que han conocidoJuvenilia, las deliciosas memorias escola-res escritas por el argentino Miguel Cané(1851-1905). Hombre de mundo, cosmopoli-ta, francófilo, embajador de su país en Eu-ropa y América, fue enviado en 1881 enmisión diplomática ante Venezuela y Co-lombia. Pero antes pasó por las costas bra-sileñas y africanas, irremediablemente sedetuvo en París y Londres para luego bajara las Antillas, de cuya negra sensualidad losorprende; finalmente recala en su destino.Si en los recorridos por Europa luce toda laelegancia chic de la belle époque, en las difi-cultades de un extranjero que remonta elpeligroso río Magdalena y llega a la cultaBogotá, asoman las sorpresas del observa-dor, los prejuicios del hombre blanco, ysobre todo, las siempre buenas cualidadesde una prosa inteligente.

Colección La Expresión Americana

En

viaj

eM

igue

l Can

é

29

ISBN 980-276-393-4

En viajeMiguel Cané

Biblioteca Ayacucho es una de las experien-cias editoriales más importantes de la cultu-ra latinoamericana nacidas en el siglo XX.Creada en 1974, en el momento del auge deuna literatura innovadora y exitosa, ha esta-do llamando constantemente la atenciónacerca de la necesidad de entablar un con-tacto dinámico entre lo contemporáneo y elpasado a fin de revalorarlo críticamente des-de la perspectiva de nuestros días.La Colección La Expresión Americana estádestinada a completar y ampliar el espectrode las obras publicadas por Biblioteca Aya-cucho mediante la edición de estos librosde relieve memorialista, biográfico, autobio-gráfico y ensayístico en los que priva el pla-cer de la lectura sobre cualquier otra inten-ción. Son los maestros de Latinoaméricapresentados como peripecia vital y suscita-ción de imágenes.

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