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Me dan envidia los escritores que lo maduran todo, situaciones, personajes, mensaje, sentido de la vida; que, cuando escriben, lo dan todo hecho, confor-mado, con sus elementos bien trabados, sin unas par-tes más capitales o más sentidas que otras, unas esenciales y otras triviales, unas sustanciosas y otras prescindibles. Pero en realidad no sé si me dan en-vidia.

Inmediatamente pienso en un interlocutor: me gustaría hablar con alguien; ¿pero si ese interlocu-tor se aburre con mis divagaciones, con mis ins-trucciones, con mis ensueños? No, mejor no. Mejor no imaginar ningún interlocutor, aunque de hecho sí lo haya; mejor hablar conmigo mismo, como si yo fuera otro, un “otro” que no va a aburrirse.

Se me ha ocurrido un pasaje del libro que quiero escribir. Me ha venido al recuerdo —a la fantasía, más bien— un pasaje de mi vida, un pasaje que pue-de ser dramático y patético, o simplemente tierno, provocador de lástima, un pasaje que puede ser mu-

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chas cosas, signifi car muchas cosas; esto depende del lector, o más bien depende de mí, es decir, de la manera como ahora lo siento, de la manera de decir lo, de la “escritura” que resulte. Hasta podrá signifi car todas esas cosas, el patetismo, el drama, la conmiseración, y también la futilidad, el vacío, el ridículo. Se me ha ocurrido ese pasaje tal como a un músico se le ocurre un pasaje dentro del movi-miento de una sonata, tal como a un pintor se le ocurre un… (pero basta; a veces mi lenguaje retoza demasiado por cuenta propia, y es tan fácil ensartar comparaciones: como esto, como aquello, como lo de más allá). Se me ha ocurrido un pasaje y no me lanzo a contarlo como esos escritores que lo madu-ran todo, y que no sé si me dan envidia.

No me lanzo a contarlo, sino que antes de con-tarlo (y durante la narración misma; lo sé, aunque en este momento siento que el comienzo está toda-vía lejos) necesito hablar del momento actual, el momento en que decidí, ahora mismo, poner por escrito mi fantasía. Es un momento como todos los momentos, una confl uencia, una coyuntura, con la diferencia de que esta coyuntura tiene no sé qué de dinámico, no sé qué de explosivo. Porque a prime-ra vista, por así decir, las partes constitutivas de ese momento son perfectamente triviales: la lectura del original de un artículo sobre Roberto Arlt que hace unos días me enviaron para la revista: un artículo sobre el primer intento novelístico de Arlt; y luego,

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un estar tendido boca arriba en el césped para reci-bir un sol al que la bruma va velando poco a poco (la lectura del artículo ha quedado a medias); pero, aunque algo brumoso, el sol me estorba; me prote-jo entonces los ojos cubriéndomelos con el brazo izquierdo, y esto me produce una ilusión óptica que me tiene embebecido, profundamente concen-trado, de tal manera que cuando Celia sale al jardín para ofrecerme un gin and tonic, que yo encuentro oportunísimo, debe de haber sentido esa concen-tración, y me pregunta: “¿Estabas dormido?” (y no, no estaba dormido: estaba tan en silencio, tan in-tensamente activo, que mi inmovilidad podía dar la apariencia del sueño).

¿Eran éstas las partes constitutivas del momento? No, qué va. La lectura del artículo sobre Roberto Arlt, la interrupción de la lectura, el tenderme sobre el césped, el protegerme del sol, no eran sino el co-mienzo. Después vino la ilusión óptica, de la cual me sacó el ofrecimiento del gin and tonic. Pero al regre-sar Celia a la sala continué yo entregado a la ilu sión, y la ilusión cuajó en una de esas alucinaciones que todos tenemos, y que obedece a leyes físicas perfec-tamente conocidas, y la alucinación me tenía absor-to, alucinado.

(¡Complicaciones! En estos momentos estoy arriba, en mi cuarto, escribiendo y al mismo tiempo oyendo la obertura de Egmont. En días pasados es-tuve leyendo las cartas que le mandé a Celia duran-

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te veinticinco años, y me llamó la atención la fre-cuencia con que le hablo de la música que estoy oyendo en el momento mismo de escribirlas. Esta obertura de Egmont que en estos momentos me está gritando su impulso casi desesperado, su ansia de libertad, su afán de expresión, habrá determinado o encauzado quizá algún giro, alguna idea, algún ad-jetivo del párrafo anterior. Y seguramente también cuenta el hecho de que ese sol, todavía agresivo en el momento de protegerme la cara con el brazo iz-quierdo, está ahora tan velado de brumas, que ha dejado el día hundido en sombras, y las sombras parecen anunciar, para esta tarde, un chubasco como el de ayer. Pero si en mi escribir cuenta tam-bién el tiempo que está haciendo, debo aclarar que este velarse del sol a mí no me hunde en una fácil y obvia melancolía. Al contrario, cuenta como un es-tímulo más. ¿Y por qué cuento esto? Ya lo dije: no soy yo el escritor que todo lo tiene madurado. Me siento lanzado al mar de la vida, a todos sus aconte-ceres, y la música de Beethoven y el tibio bochorno del día nebuloso son ingredientes que cuentan. “Cuando el día se nubla —le escribí a Celia hace muchos años—, entonces el alma se me despeja.”)

El “momento” del jardín ocurrió bajo un sol to-davía fuerte, que se clavaba en los ojos, de manera que tenía que defendérmelos con el brazo. (Vaga imagen homérica: guerrero caído, sobre el cual el rubicundo Apolo lanza una tras otra sus agudas sae-

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tas, contra las cuales nada puede el escudo.) Placer de la evocación, del acto de evocar, que retarda el momento del verdadero placer, el momento en que confl uyen el sentido y la palabra, el sentimiento de algo ocurrido hace treinta y cinco años, eso que la palabra va a decir y que yo retardo para que el pla-cer sea mayor, como en los preliminares del amor.

¿Y miedo de la impotencia? Tal vez. Pero enton-ces habré convertido el placer del evocar en el pla-cer esencial, el placer en sí. Por eso todo cuenta. Puedo deleitarme durante páginas y páginas con el paladeo de las partes que han constituido un mo-mento. Si me lanzo, a una velocidad mayor que la de la luz, hasta un episodio de hace treinta y cinco años; si me meto, intrépido astronauta, de una vez por todas en la máquina del tiempo, entonces habré sacrifi cado mi momento, este momento, y segura-mente acabaré llorándolo. Por eso quiero salvarlo.

Lo que pasa, Guillermo, es que no tienes pasta de novelista. Decididamente no. Y lo más sensato es borrar todo eso de la envidia que me dan los que al escribir lo tienen todo estructurado y compacto. La envidia está fuera de lugar, pues no pertenezco a la misma especie que ellos. Pertenezco más bien a la especie de los memorialistas, los que se ponen a es-cribir a los setenta años y hablan de su madre, o de su padre, o de alguien que conocieron a los dieciséis años, y al hacerlo comprueban que están melancóli-cos o alegres por dentro. Entre el Guillermo de hace

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treinta y cinco años y el Guillermo que hace unos momentos, llevado por una conjunción tenuísima de minúsculos aconteceres, evocó cierto episodio de hace mucho tiempo, no hay la desconexión brutal de la máquina del tiempo. Lo vivido por aquel Gui-llermo semidesconocido de hace treinta y cinco años era actual en el Guillermo tendido boca arriba en el jardín, junto a la higuera, cara al sol, y es el Guillermo que en este momento escribe, movido ahora por un cuarteto de Mozart. El recuerdo de aquel día en que me despedí de Autlán, mi pueblo, puede hacer que en estos momentos se humedezcan mis ojos con lágrimas que podrían dejar su hume-dad en este pañuelo cuidadosamente lavado y plan-chado que esta mañana me he puesto en el bolsillo.

El memorialista es el escritor que menos se inte-resa en el pasado: es una madeja de antenas para el momento presente, y el pasado no es sino la mate-ria sonora captada por las antenas, materia cam-biante, infi nitamente sustituible. ¿O estaré hablan-do de más? ¿No será simplemente que aún no sé lo que voy a hacer? Me viene a la cabeza tantas veces esta pregunta, que me tiene inmovilizado. Acepto la duda. Avanzo a partir de la duda, desde ella, a base de ella. He leído muchos libros, y en mis cla-ses suelo hablar de la “necesidad” que tiene el artis-ta de objetivar sus emociones, de desligarse de sí mismo, y pongo el consabido ejemplo de Flaubert y Madame Bovary.

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