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MARIANO JOSÉ DE LARRA VUELVA USTED MAÑANA Y OTROS ARTÍCULOS POLÍTICOS Selección, prólogo y notas Xavier Fähndrich Richon 1

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aRTÍCULOS DE LARRA

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MARIANO JOSÉ DE LARRA

VUELVAUSTED

MAÑANAY OTROS ARTÍCULOS POLÍTICOS

Selección, prólogo y notasXavier Fähndrich Richon

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Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente,sin el previo permiso escrito del editor. Todos los derechosreservados.

Edición no venal.Diciembre de 2002.

ª de la edición: Estrategia Local, S.A.ª del prólogo y notas: Xavier Fähndrich RichonTranscripción del texto: Victoria Gándara Martínez Diseño y maquetación: Frédéric Wolf MontesImpreso en: Alsograf, S.A.Depósito Legal: B-29.009-2002

Estrategia Local, S.A.Plaça de Castella, 3, 1er.08001 Barcelona

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OTROS TÍTULOS DE ESTA COLECCIÓN:

- “El Héroe”. Baltasar Gracián (1637). Prólogo y comentarios, XavierFähndrich Richon, 2001 (128 páginas).

- “Espejo de Príncipes”. Pedro Belluga Tous (1441). Selección, prólogo y notas,Albert Calderó Cabré, 2000 (119 páginas).

- “Regiment de la cosa pública”. Francesc Eiximenis (1383). Selección, prólogo y notas,Albert Calderó Cabré, 1999 (120 páginas).

- “El Concejo y Consejeros del Príncipe”. Fadrique Furió Ceriol (1559). Prólogo y notas para gober-nantes del siglo XXI, Albert Calderó Cabré, 1998 (128 pági-nas).

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ÍNDICE

Introducción ........................................................... 7Prólogo ................................................................... 9

Artículos:

Vuelva usted mañana ........................................... 15El ministerial ......................................................... 35¿Quién es el público y dónde se le encuentra? .. 45Jardines públicos .................................................. 61Los calaveras I ...................................................... 69Los calaveras II ..................................................... 79La diligencia .......................................................... 95En este país ............................................................ 111

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INTRODUCCIÓN

La obra periodística de Mariano José deLarra sigue teniendo una gran vigencia a pesarde tener más de 160 años. Aunque la mayoría desus artículos son conocidos y están sobradamen-te divulgados, este volumen presenta una selec-ción de aquellos que a pesar del paso del tiemposiguen siendo de tremenda actualidad, desde elpunto de vista del arte de gobernar y de las cau-sas que convierten a éste en una función ardua ycompleja para los responsables de la cosa públi-ca.

El objetivo principal de nuestra colección esla divulgación de nuestros clásicos sobre gobier-no y gestión pública. La prolífica obra de Larra

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y su compromiso con las nacientes ideas libera-les y de progreso permiten encontrar en sus artí-culos finas observaciones del ayer que invitan areflexionar sobre la gestión pública de hoy.

“Vuelva usted mañana y otros artículos políti-cos” reúne 7 de los artículos menos conocidosde Larra (a excepción tal vez del que da título ala obra). La selección obedece criterios deactualidad, de proximidad, y de relación contemas de gestión pública, especialmente en elámbito local. No se han tenido en cuenta otroscriterios, como la calidad literaria o de valorhistórico de los artículos, ya que éste no es ni elproceder ni la finalidad de esta colección.

Esta edición presenta la versión íntegra de losartículos y ha respetado totalmente la ortografíay sintaxis del autor. Las notas que acompañan altexto original son breves invitaciones al debate ya la reflexión sobre algunos retos de la gestiónpública del siglo XXI que ya fueron objeto deinterés periodístico e intelectual en el siglo XIX.

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PRÓLOGO

Mariano José de Larra y Sánchez de Castro(1809-1837) fue probablemente la primera“estrella” del periodismo de España. Su carrerafue breve, pero su actividad periodística y litera-ria fue intensa y prolífica. Se hizo famoso porsus artículos: la mayoría sumamente satíricos,mordaces, muy críticos con la sociedad deentonces. Trabajó en las mejores publicacionesperiódicas madrileñas y llegó a cobrar un suel-do de 40.000 reales (una buena suma entonces).Fundó los periódicos El Duende Satírico delDía (1828) y El Pobrecito Hablador (1832) ycolaboró en La Revista Española (despuésMensajero), El Observador, El Redactor Gene-ral y El Mundo, entre otras.

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Mariano José de Larra fue un romántico. Suvida es una copia casi exacta de la imagen tópi-ca de los escritores y poetas románticos: unalma angustiada por su extrema sensibilidad ylucidez frente a un mundo hostil que obliga allevar una existencia monótona, lejos de unavida ideal soñada como la perfecta armonía delindividuo y la sociedad. La insatisfacción produ-cida por el choque entre el mundo deseado y larealidad está presente en la vida y obra deLarra. No obstante, este talante romántico queinfluyó patente en su actitud vital y su obra lite-raria, aparece más atenuado en su trabajoperiodístico (a excepción tal vez de sus dos últi-mos artículos: El Día de difuntos y LaNochebuena). Como periodista, Larra es toda-vía un hijo y seguidor de la ilustración y de losenciclopedistas franceses. Sus artículos sonfruto de la observación directa, de la formula-ción de leyes y modelos para explicar la reali-dad, así como de la voluntad reformista ymodernizadora de la sociedad.

Mariano José de Larra fue un político liberal.Sus escritos periodísticos están elaborados a

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partir de una profunda convicción política endefensa de la libertad, los derechos individualesy el progreso. Su temperamento apasionado, suespíritu crítico y su compromiso con los princi-pios de la verdad y la razón hicieron que siem-pre se encontrara en la oposición, incluso enaquellos períodos con gobiernos liberales. Larrano soportaba la dejadez, la necedad, la falta decivismo, la incultura, la holgazanería... y tantosotros vicios que describió e intentó combatirtanto a través de su actividad intelectual comodesde la política. Llegó a ser elegido diputadopor Ávila en 1836 en las filas del partido pro-gresista, pero el Motín de la Granja acabó consu carrera política a los pocos meses.

Entre 1836 y 1837, Larra cosechó una seriede fuertes desengaños. En poco más de un año,a su creciente desilusión intelectual tuvo quesumar la muerte de su mejor amigo, el fracasoliberal y la ruptura con su amante. Éste últimogolpe fue la gota que colmó el vaso y provocó susuicidio. Tenía 28 años. La muralla que Larracreó a través de su alter ego Fígaro –su pseudó-nimo preferido- se redujo a cero. Su personajede periodista cínico y burlón, que durante un

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tiempo, le permitió crear un distanciamiento crí-tico suficiente para vivir la contradicción entredeseo y realidad, no resistió tantos fracasos y lotransformó al final en una persona alienada ysin confianza en el futuro.

Larra fue reivindicado 60 años después porlos escritores de la Generación del 98, seduci-dos seguramente por el inconformismo reformis-ta, la lucidez crítica y la contundencia de supluma. Más de cien años después, los artículosde Larra, siguen interesando a quienes compar-ten el espíritu progresista y transformador deeste intelectual comprometido de principios delsiglo XIX.

Se ha destacado demasiado la vertiente mora-lista y costumbrista de los artículos de Larra.Los más populares hoy en día son los que ridi-culizan algunas de las costumbres de los espa-ñoles y que han llegado a formar imágenes tópi-cas del carácter de la sociedad (El café, ¿Quécosa es por acá el autor de una comedia?, ElCastellano viejo, Los calaveras, etc.). Y esmenos frecuente, una lectura más política. Lacrítica de la moral, las tradiciones y las costum-

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bres es un intento real de despertar las concien-cias de sus compatriotas frente a los obstáculosque suponen para el advenimiento de una socie-dad más culta, más justa y más libre. Los escri-tos periodísticos de Larra defienden personas,actitudes e ideas liberales en una sociedad delAntiguo Régimen todavía muy apegada a la tra-dición, a la religión y a las costumbres. Eso levalió más de un problema con la censura.

Vuelva Usted mañana es tal vez el artículomás conocido y citado de Larra. La crítica queen él se hace de la holgazanería y la falta decivismo coincide con la percepción actual demuchos ciudadanos de cómo funcionan lascosas en nuestro país. Encontramos la mismaagudeza, mordacidad y actualidad en el resto deartículos seleccionados: El ministerial, Quién esel público y dónde se le encuentra, JardinesPúblicos, Los calaveras, La diligencia y En estepaís.

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VUELVA USTED MAÑANAEl Pobrecito Hablador, nº 11, enero de 1833

Gran persona debió de ser el primero quellamó pecado mortal a la pereza; nosotros, queya en uno de nuestros artículos anteriores estuvi-mos más serios de lo que nunca nos habíamospropuesto, no entraremos ahora en largas y pro-fundas investigaciones acerca de la historia deeste pecado, por más que conozcamos que haypecados que pican en historia, y que la historiade los pecados sería un tanto cuanto divertida.Convengamos solamente en que esta instituciónha cerrado y cerrará las puertas del cielo a másde un cristiano.

Estas reflexiones hacía yo casualmente nohace muchos días, cuando se presentó en micasa un extranjero de estos que en buena o enmala parte han de tener siempre de nuestro paísuna idea exagerada e hiperbólica, de estos que ocreen que los hombres aquí son todavía losespléndidos, francos, generosos y caballerescosseres de hace dos siglos, o que son aún las tribusnómadas del otro lado del Atlante: en el primercaso vienen imaginando que nuestro carácter se

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conserva tan intacto como nuestra ruina; en elsegundo vienen temblando por esos caminos, ypreguntan si son los ladrones que los han de des-pojar los individuos de algún cuerpo de guardiaestablecido precisamente para defenderlos de losazares de un camino, comunes a todos los paí-ses.

Verdad es que nuestro país no es de aquellosque se conocen a primera ni segunda vista, y sino temiéramos que nos llamasen atrevidos, locompararíamos de buena gana a esos juegos demanos sorprendentes e inescrutables para el queignora su artificio, que estribando en una grandí-sima bagatela, suelen, después de sabidos dejarasombrado de su poca perspicacia al mismo quese devanó los sesos por buscarles causasextrañas. Muchas veces la falta de una causadeterminante en las cosas nos hace creer quedebe de haberlas profundas para mantenerlas alabrigo de nuestra penetración. Tal es el orgullodel hombre, que más quiere declarar en alta vozque las cosas son incomprensibles cuando no lascomprende él, que confesar que el ignorarlaspuede depender de su torpeza.

Esto no obstante, como quiera que entre

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nosotros mismos se hallen muchos en esta igno-rancia de los verdaderos resortes que nos mue-ven, no tendremos derecho para extrañar que losextranjeros no las puedan tan fácilmente pene-trar.

Un extranjero de éstos fue el que se pre-sento en mi casa, provisto de competentes cartasde recomendación para mi persona. Asuntosintrincados de familia, reclamaciones futuras, yaún proyectos vastos concebidos en París deinvertir aquí sus cuantiosos caudales en tal cualespeculación industrial o mercantil, eran losmotivos que a nuestra patria le conducían.

Acostumbrado a la actividad en que vivennuestros vecinos, me aseguró formalmente quepensaba permanecer aquí muy poco tiempo,sobre todo si no encontraba pronto objeto seguroen que invertir su capital. Parecióme el extranje-ro digno de alguna consideración, trabé prestoamistad con él y lleno de lástima traté de persua-dirle a que se volviese a su casa cuanto antes,siempre que seriamente trajese otro fin que nofuese el de pasearse. Admiróle la proposición, yfue preciso explicarme más claro. «Mirad, ledije Mr. Sans-délai, que así se llamaba; vos

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venís decidido a pasar quince días, y a solventaren ellos vuestros asuntos. —Ciertamente, mecontestó. Quince días, y es mucho. Mañana porla mañana buscamos un genealogista para misasuntos de familia; por la tarde revuelve suslibros, busca mis ascendientes, y por la noche yasé quién soy. En cuanto a mis reclamaciones,pasado mañana las presento fundadas en losdatos que aquél me dé, legalizadas en debidaforma; y como será una cosa clara y de justiciainnegable (pues solo en este caso haré valer misderechos), al tercer día se juzga el caso y soydueño de lo mío. En cuanto a mis especulacio-nes, en que pienso invertir mis caudales, al cuar-to día ya habré presentado mis proposiciones.Serán buenas o malas, y admitidas o desechadasen el acto, y son cinco días; en el sexto, séptimoy octavo, veo lo que hay que ver en Madrid;descanso el noveno; el décimo tomo mi asientoen la diligencia, si no me conviene estar mástiempo aquí, y me vuelvo a mi casa; aún mesobran de los quince, cinco días.»

Al llegar aquí Mr. Sans-délai traté dereprimir una carcajada que me andaba retozandoya hacía rato en el cuerpo, y si mi educación

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logró sofocar mi inoportuna jovialidad, no fuebastante a impedir que se asomase a mis labiosuna suave sonrisa de asombro y de lástima quesus planes ejecutivos me sacaban al rostro, malde mi grado. «Permitidme, Mr. Sans-délai, ledije entre socarrón y formal, permitidme que osconvide a comer para el día en que llevéis quin-ce meses de estancia en Madrid. —¿Cómo? —Dentro de quince meses estáis aquí todavía.—¿Os burláis? —No por cierto. —¿No mepodré marchar cuando quiera? ¡Cierto que laidea es graciosa! —Sabed que no estáis en vues-tro país activo y trabajador. — ¡Oh!, los españo-les que han viajado por el extranjero han adqui-rido la costumbre de hablar mal de su país porhacerse superiores a sus compatriotas. —Os ase-guro que en los quince días con que contáis nohabréis podido hablar siquiera a una sola de laspersonas cuya cooperación necesitáis. —¡Hipérboles! Yo les comunicaré a todos miactividad. —Todos os comunicarán su inercia.»

Conocí que no estaba el señor de Sans-délai muy dispuesto a dejarse convencer sinopor la experiencia, y callé por entonces, bienseguro de que no tardarían mucho los hechos en

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hablar por mí.Amaneció el día siguiente, y salimos

entrambos a buscar un genealogista, lo cual sólose pudo hacer preguntando de amigo en amigo yde conocido en conocido: encontrámosle por fin,y el buen señor, aturdido de ver nuestra precipi-tación, declaró francamente que necesitabatomarse algún tiempo; instósele, y por muchofavor nos dijo definitivamente que nos diéramosuna vuelta por allí dentro de unos días. Sonreímey marchámonos. Pasaron tres días; fuimos.«Vuelva usted mañana, nos respondió la criada,porque el señor no se ha levantado todavía. —Vuelva usted mañana, nos dijo al siguiente día,porque el amo acaba de salir. —Vuelva ustedmañana, nos respondió el otro, porque el amoestá durmiendo la siesta. —Vuelva usted maña-na, nos respondió el lunes siguiente, porque hoyha ido a los toros.» ¿Qué día, a qué hora se ve aun español? Vímosle por fin, y «Vuelva ustedmañana, nos dijo porque se me ha olvidado.Vuelva usted mañana, porque no está en lim-pio.» A los quince días ya estuvo; pero mi amigole había pedido una noticia del apellido Díez, yél había entendido Díaz, y la noticia no servía.

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Esperando nuevas pruebas, nada dije a miamigo, desesperado ya de dar jamás con susabuelos.

Es claro que faltando este principio notuvieron lugar las reclamaciones.

Para las proposiciones que acerca devarios establecimientos y empresas utilísimaspensaba hacer, había sido preciso buscar un tra-ductor; de mañana en mañana nos llevó hasta elfin del mes. Averiguamos que necesitaba dinerodiariamente para comer, con la mayor urgencia;sin embargo, nunca encontraba momento oportu-no para trabajar. El escribiente hizo después otrotanto con las copias, sobre llenarlas de mentiras,porque un escribiente que sepa escribir no le hayen este país.

No paró aquí; un sastre tardó veinte díasen hacerle un frac que le había mandado llevarleen veinticuatro horas; el zapatero le obligó consu tardanza a comprar botas hechas; la plancha-dora necesitó quince días para plancharle unacamisola; y el sombrerero a quien le habíaenviado su sombrero a variar el ala, le tuvo dosdías con la cabeza al aire y sin salir de casa.

Sus conocidos y amigos no le asistían a

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una sola cita, ni avisaban cuando faltaban, nirespondían a sus esquelas. ¡Qué formalidad yqué exactitud!

«¿Qué os parece de esta tierra, Mr. Sans-délai?, le dije al llegar a estas pruebas. —Meparece que son hombres singulares... —Pues asíson todos. No comerán por no llevar la comida ala boca.»

Presentóse con todo, yendo y viniendodías, una proposición de mejoras para un ramoque no citaré, quedando recomendada eficacísi-mamente.

A los cuatro días volvimos a saber el éxitode nuestra pretensión. «Vuelva usted mañana,nos dijo el portero. El oficial de la mesa no havenido hoy. —Grande causa le habrá detenido»dije yo entre mí. Fuímonos a dar un paseo, y nosencontramos, ¡qué casualidad!, al oficial de lamesa en el Retiro, ocupadísimo en dar una vuel-ta con su señora al hermoso sol de los inviernosclaros de Madrid.

Martes era al día siguiente, y nos dijo elportero: «Vuelva usted mañana, porque el señoroficial de la mesa no da audiencia hoy. —Grandes negocios habrán cargado sobre él», dije

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yo. Como soy el diablo y aún he sido duende,busqué ocasión de echar una ojeada por el agu-jero de una cerradura. Su señoría estaba echandoun cigarrito al brasero, y con una charada delCorreo entre manos que le debía costar trabajoel acertar. «Es imposible verle hoy, le dije a micompañero; su señoría está en efecto ocupadísi-mo.»

Dionos audiencia el miércoles inmediato,y, ¡qué fatalidad!, el expediente había pasado ainforme, por desgracia a la única persona enemi-ga indispensable de monsieur y de su plan, por-que era quien debía salir en él perjudicado.Vivió el expediente dos meses en informe, yvino tan informado como era de esperar. Verdades que nosotros no habíamos podido encontrarempeño para una persona muy amiga del infor-mante. Esta persona tenía unos ojos muy hermo-sos, los cuales sin duda alguna le hubieran con-vencido en sus ratos perdidos de la justicia denuestra causa.

Vuelto de informe se cayó en la cuenta enla sección de nuestra bendita oficina de que eltal expediente no correspondía a aquel ramo; erapreciso rectificar este pequeño error; pasóse al

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ramo establecimiento y mesa correspondientes, yhétenos caminando después de tres meses a lacola siempre de nuestro expediente, como hurónque busca el conejo, y sin poderlo sacar muertoni vivo de la huronera. Fue el caso al llegar aquíque el expediente salió del primer establecimien-to y nunca llegó al otro. «De aquí se remitió confecha tantos, decían en uno. —Aquí no ha llega-do nada, decían en otro. —¡Voto va!, dije yo aMr. Sans-délai; ¿sabéis que nuestro expedientese ha quedado en el aire como el alma deGaribay, y que debe de estar ahora posado comouna paloma sobre algún tejado de esta activapoblación?»

Hubo que hacer otro. ¡Vuelta a los empe-ños! ¡Vuelta a la prisa! ¡Qué delirio! «Esindispensable, dijo el oficial con voz campanu-da, que esas cosas vayan por sus trámites regula-res.» Es decir, que el toque estaba como el toquedel ejercicio militar, en llevar nuestro expedientetantos o cuantos años de servicio.

Por último, después de cerca de medioaño de subir y bajar, y estar a la firma, o alinforme, o a la aprobación, o al despacho, odebajo de la mesa, y de volver siempre mañana,

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salió con una notita al margen que decía: «Apesar de la justicia y utilidad del plan delexponente, negado.» —«¡Ah, ah! Mr. Sans-délai,exclamé riéndome a carcajadas; éste es nuestronegocio.» Pero Mr. Sans-délai se daba a todoslos oficinistas, que es como si dijéramos a todoslos diablos. «¿Para esto he echado yo mi viajetan largo? ¿Después de seis meses no habré con-seguido sino que me digan en todas partes dia-riamente: Vuelva usted mañana, y cuando estedichoso mañana llega en fin, nos dicen redonda-mente que no? ¿Y vengo a darles dinero? ¿Yvengo a hacerles favor? Preciso es que la intrigamás enredada se haya fraguado para oponerse anuestras miras. —¿Intriga, Mr. Sans-délai? Nohay hombre capaz de seguir dos horas una intri-ga. La pereza es la verdadera intriga; os juro queno hay otra: ésa es la eran causa oculta: es másfácil negar las cosas que enterarse de ellas.»

Al llegar aquí, no quiero pasar en silencioalgunas razones de las que me dieron para laanterior negativa, aunque sea una pequeña digre-sión.

«Ese hombre se va a perder, me decía unpersonaje muy grave y muy patriótico. —Esa no

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es una razón, le repuse: si él se arruina, nada sehabrá perdido en concederle lo que pide; él lle-vará el castigo de su osadía o de su ignorancia.—¿Cómo ha de salir con su intención? —Ysuponga usted que quiere tirar su dinero y per-derse; ¿no puede uno aquí morirse siquiera sintener un empeño para el oficial de la mesa? —Puede perjudicar a los que hasta ahora hanhecho de otra manera eso mismo que ese señorextranjero quiere. ¿A los que lo han hecho deotra manera, es decir, peor? —Sí, pero lo hanhecho. —Sería lástima que se acabara el modode hacer mal las cosas. ¿Conque, porque siem-pre se han hecho las cosas del modo peor posi-ble, será preciso tener consideraciones con losperpetuadores del mal? Antes se debiera mirar sipodrían perjudicar los antiguos al moderno. —Así está establecido ; así se ha hecho hasta aquí;así lo seguiremos haciendo. —Por esa razóndeberían darle a usted papilla todavía comocuando nació. —En fin, señor Fígaro, es unextranjero. —¿Y por qué no lo hacen los natu-rales del país? —Con esas socaliñas vienen asacarnos la sangre. —Señor mío, exclamé, sinllevar más adelante mi paciencia; está usted en

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un error harto general. Usted es como muchosque tienen la diabólica manía de empezar siem-pre por poner obstáculos a todo lo bueno, y elque pueda que los venza. Aquí tenemos el locoorgullo de no saber nada, de quererlo adivinartodo y no reconocer maestros. Las naciones quehan tenido, ya que no el saber, deseos de él, nohan encontrado otro remedio que el de recurrir alos que sabían más que ellas.»

Un extranjero, seguí, que corre a un paísque le es desconocido, para arriesgar en él suscaudales, pone en circulación un capital nuevo,contribuye a la sociedad, a quien hace uninmenso beneficio con su talento y su dinero. Sipierde, es un héroe; si gana es muy justo quelogre el premio de su trabajo, pues nos propor-ciona ventajas que no podíamos acarrearnossolos. Este extranjero que se establece en estepaís no viene a sacar de él el dinero, como ustedsupone; necesariamente se establece y se arraigaen él, y a la vuelta de media docena de años, nies extranjero ya, ni puede serlo; sus más carosintereses y su familia le ligan al nuevo país queha adoptado; toma cariño al suelo donde hahecho su fortuna, al pueblo donde ha escogido

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una compañera; sus hijos son españoles, y susnietos lo serán; en vez de extraer el dinero, havenido a dejar un capital suyo que traía, invir-tiéndole y haciéndole producir; ha dejado otrocapital de talento, que vale por lo menos tantocomo el del dinero; ha dado de comer a lospocos o muchos naturales de quien ha tenidonecesariamente que valerse; ha hecho una mejo-ra, y hasta ha contribuido al aumento de lapoblación con su nueva familia. Convencidos deestas importantes verdades, todos los Gobiernossabios y prudentes han llamado a sí a los extran-jeros: a su grande hospitalidad ha debido siem-pre la Francia su alto grado de esplendor; a losextranjeros de todo el mundo que ha llamado laRusia ha debido el llegar a ser una de las prime-ras naciones en muchísimo menos tiempo que elque han tardado otras en llegar a ser las últimas;a los extranjeros han debido los EstadosUnidos..., pero veo por sus gestos de usted, con-cluí interrumpiéndome oportunamente a mímismo, que es muy difícil convencer al que estápersuadido de que no se debe convencer. ¡Porcierto si usted mandara podríamos fundir enusted grandes esperanzas!»

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Concluida esta filípica, fuime en busca demi Sans-délai. «Me marcho, señor Fígaro, medijo: en este país no hay tiempo para hacer nada;sólo me limitaré a ver lo que haya en la capitalde más notable.

—¡Ay!, mi amigo, le dije, idos en paz, yno queráis acabar con vuestra poca paciencia;mirad que la mayor parte de nuestras cosas nose ven. —¿Es posible? —¿Nunca me habéisde creer? Acordaos de los quince días...» Ungesto de Mr. Sans-délai me indicó que no lehabía gustado el recuerdo.

«Vuelva usted mañana, nos decían entodas partes, porque hoy no se ve. —Pongausted un memorialito para que le den a usted unpermiso especial.» Era cosa de ver la cara de miamigo al oír lo del memorialito: representábaseleen la imaginación el informe, y el empeño, y losseis meses, y... Contentóse con decir: Soyextranjero. ¡Buena recomendación entre losamables compatriotas míos! Aturdíase mi amigocada vez más, y cada vez nos comprendíamenos. Días y días tardamos en ver las pocasrarezas que tenemos guardadas. Finalmente, des-pués de medio año largo, si es que puede haber

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un medio año más largo que otro, se restituyó mirecomendado a su patria maldiciendo de esta tie-rra, y dándome la razón que yo ya antes metenía, y llevando al extranjero noticias excelen-tes de nuestras costumbres; diciendo sobre todo,que en seis meses no había podido hacer otracosa sino volver siempre mañana, y que a lavuelta de tanto mañana, enteramente futuro, lomejor o más bien lo único que había podidohacer bueno había sido marcharse.

¿Tendrá razón, perezoso lector (si es quehas llegado ya a esto que estoy escribiendo), ten-drá razón el buen Mr. Sans-délai en hablar malde nosotros y de nuestra pereza? ¿Será cosa deque vuelva el día de mañana con gusto a visitarnuestros hogares? Dejemos esta cuestión paramañana, porque ya estarás cansado de leer hoy:si mañana u otro día no tienes, como sueles,pereza de volver a la librería, pereza de sacar tubolsillo, y pereza de abrir los ojos para ojear lashojas que tengo que darte todavía, te contarécómo a mí mismo que todo esto veo y conozcoy callo mucho más, me ha sucedido muchasveces, llevado de esta influencia, hija del climay de otras causas, perder de pereza más de una

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conquista amorosa: abandonar más de una pre-tensión empezada, y las esperanzas de más deun empleo, que me hubiera sido acaso, conmás actividad, poco menos que asequible;renunciar, en fin, por pereza de hacer una visitajusta o necesaria, a relaciones sociales quehubieran podido valerme de mucho en el trans-curso de mi vida; te confesaré que no hay nego-cio que no pueda hacer hoy que no deje paramañana; te referiré que me levanto a las once, yduermo siesta; que paso haciendo quinto pie dela mesa de un café hablando o roncando, comobuen español, las siete y las ocho horas segui-das; te añadiré que cuando cierran el café mearrastro lentamente a mi tertulia diaria (porquede pereza no tengo más que una), y un cigarritotras otro me alcanzan clavado en un sitial, y bos-tezando sin cesar, las doce o la una de la madru-gada; que muchas noches no ceno de pereza, yde pereza no me acuesto; en fin, lector de mialma, te declaré que de tantas veces como estuveen esta vida desesperado, ninguna me ahorqué ysiempre fue de pereza.

Y concluyo por hoy confesándote que hamás de tres meses que tengo, como la primera

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entre mis apuntaciones, el título de este artículo,que llamé Vuelva usted mañana; que todas lasnoches y muchas tardes he querido durante todoeste tiempo escribir algo en él, y todas lasnoches apagaba mi luz, diciéndome a mí mismocon la más pueril credulidad en mis propiasresoluciones: ¡Eh, mañana le escribiré! Da gra-cias a que llegó por fin este mañana, que no esdel todo malo; pero ¡ay de aquel mañana que noha de llegar jamás! 1

1 A pesar del aumento de eficacia de la administraciónpública respecto a la de hace 169 años, la imagen del "empleadopúblico ocioso" y de la "burocracia inoperante" sigue muy arrai-gada en nuestro subconsciente colectivo. En la era de los trámitespor internet, de las gestiones por teléfono y del pago domiciliado(por mencionar sólo algunas comodidades modernas), siguelamentablemente existiendo el "vuelva usted mañana". Las expec-tativas previas de los ciudadanos antes de usar un servicio públicosiguen siendo pesimistas. Aún es motivo de sorpresa el trámiteadministrativo que se resuelve en pocos minutos, pocas horas opocos días. Cuando esa interacción positiva se produce, el ciuda-dano lo atribuye a la "suerte", a una "casualidad" o a la "diligen-cia" particular del empleado público que lo ha atendido, pero casinunca a una mejora generalizada de la calidad de los serviciosdesde un punto de vista organizativo y de marketing. Esta imagennegativa, tan bien sintetizada por Larra en la frase "vuelva ustedmañana", sigue muy viva en nuestra sociedad y no solamente aso-ciada a la administración pública, puesto que muchos serviciospúblicos de titularidad y / o gestión privada son vistos de la

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misma manera. Es una percepción profundamente asumida, muyinteriorizada y tan poco cuestionada que adquiere casi el rango deseña de identidad perenne para propios y ajenos. No obstante, losresponsables y los profesionales del sector público no deberíamosdejarnos llevar por el pesimismo y redoblar, si cabe, los esfuerzospor ofrecer servicios de calidad. Veámoslo desde un punto devista positivo, en una primera instancia no es tan difícil conse-guirlo; o al menos no debería serlo, si el punto de partida es unasituación como la descrita, con unas expectativas previas muymodestas por parte de los ciudadanos y si se tiene en cuenta que ajuicio de los expertos buena parte del secreto del éxito está enigualarlas o superarlas.

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EL MINISTERIALRevista Española, nº 332, 16 de septiembre de 1834

¿Qué me importa a mí que Locke exprimasu exquisito ingenio para defender que no hayideas innatas, ni que sea la divisa de su escuela:Nihil est intellectu quod prius non fuerit insensu? Nada. Locke pudiera muy bien ser unvisionario, y en ese caso ni sería el primero ni elúltimo. En efecto, no debía de andar Locke muyderecho: ¡figúrese el lector que siempre ha sidoautor prohibido en nuestra patria!... Y no se mediga que ha sido mal mirado como cosa revolu-cionaria, porque, sea dicho entre nosotros, ni fuenunca Locke emigrado, ni tuvo parte en la cons-titución del año 12, ni empleo el año 20, ni fuenunca periodista, ni tampoco urbano. Ni menosfue perseguido por liberal; porque en sus tiem-pos no se sabia lo que era haber en Españaministros liberales. Sin embargo, por más que élno escribiese de ideas para España, en lo cualanduvo acertado, y por más que se le hubiesedado un bledo de que todos los padres censoresde la Merced y de la Victoria condenasen alfuego sus peregrinos silogismos, bien empleadole estuvo. Yo quisiera ver al señor Locke en

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Madrid en el día y entonces veríamos si segui-ría sosteniendo que porque un hombre sea ciegoy sordo desde que nació, no ha de tener por esoideas de cosa alguna que a esos sentidos ataña ypertenezca. Es cosa probada que el que no ve nioye claro a cierta edad, ni ha visto nunca ni verá.Pues bien, hombres conozco yo en Madrid decierta edad y no uno ni dos, sino lo menoscinco, que así ven y oyen claro como yo vuelo.Hábleles usted, sin embargo, de ideas; no sólolas tienen, sino que ¡ojalá no las tuvieran! Y deque estas ideas son innatas, así me queda lamenor duda, como pienso en ser nunca minis-terial; porque si no nacen precisamente con elhombre, nacen con el empleo, y sabido se estáque el hombre, en tanto es hombre, en cuantotiene empleo.

Podría haber algo de confusión en lo quellevo dicho, porque los ideólogos más famosos,los Condillac y Destut-Tracy, hablan sólo delhombre, de ese animal privilegiado de la crea-ción, y yo me ciño a hablar del ministerial, eseser privilegiado de la gobernación. Saber ahoralo que va de ministerial a hombres, es cuestiónpara más despacio, sobre todo cuando creo ser elprimer naturalista que se ocupa de este ente,

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en ninguna zoología clasificado. Los antiguospor supuesto no le conocieron; así es que ningu-no de sus autores le mienta para nada entre lascuriosidades del mundo antiguo, ni se ha descu-bierto ninguno en las excavaciones deHerculano, ni Colón encontró uno solo entretodos los indios que descubrió; y entre losmodernos, ni Buffon le echó de ver entre losracionales, ni Valmont de Baumare le reconoce;ni entre las plantas le coloca Jussieu, Tournefort,ni de Candolle, ni entre los fósiles le clasificaCuvier; ni el barón de Humboldt, en suslargos viajes, hace la cita más pequeña quepueda a su existencia referirse. Pues decir queno existe, sin embargo, sería negar la fe, y viveDios que mejor quiero pasar que la fe y elministerialismo sean cosas para renegadas quepara negadas, por más que pueda haber en elmundo más de un ministerial completamentenegado.

El ministerial podrá no ser hombre; perose le parece mucho, por de fuera sobre todo: lamisma fachada, el exterior mismo. Por supuesto,no es planta, porque no se cría ni se coge; másbien pertenecería al reino mineral, lo uno porqueel ministerialismo tiene algo de mina, y lo otro

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porque se forma y crece por superposición decapas: lo que son las diversas capas superpues-tas en el reino mineral, son los empleos aglome-rados en él: a fuerza de capas medra un mineral;a fuerza de empleos crece un ministerial, pero enrigor tampoco pertenece a este reino. Con res-pecto al reino animal, somos harto urbanos, seadicho con terror suyo, para colocar al ministerialen él. En realidad, el ministerial más tiene deartefacto que de otra cosa. No se cría, sino quese hace, se confecciona. La primera materia, lamasa, es un hombre. Coja usted un hombre (sies usted ministro, se entiende, porque si no, nosale nada): sonríasele usted un rato, y le veráusted ir tomando forma, como el pintor ve salirdel lienzo la figura con una sola pincelada. Deleusted un toque de esperanza, derecho al corazón,un ligero barniz de nombramiento, y un colorpronunciado de empleo, y le ve usted irsedoblando en la mano como una hoja sensitiva,encorvar la espalda, hacer atrás un pie, inclinarla frente, reír a todo lo que diga: y ya tiene ustedhecho un ministerial. Por aquí se ve que la con-fección del ministerial tiene mucho de sublime,como lo entiende Longino. Dios dijo: Fíat lux,et lux facía fuit. Se sonrió un ministro, y quedó

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hecho un ministerial. Dios hizo al hombre a susemejanza, por más que diga Voltaire que fue alrevés: así también un ministro hace un ministe-rial a imitación suya. Una vez hecho, le sucedelo que al famoso escultor griego que se enamoróde su hechura, o lo que al Supremo Hacedor, dequien dice la Biblia a cada creación concluida:Et vidit Deus quod erat bonum. Hizo el ministrosu ministerial, y vió lo que era bueno.

Aquí entra el confesar que soy un sí es noes materialista, si no tanto que no pueda pasarentre las gentes del día lo bastante para habermuerto emparedado en la difunta que murió dehecho ha catorce años, y que mató no ha muchode derecho el ministerio de Gracia y Justicia,que fue matarla muerta. Dígolo, porque soy delos que opinan en los ratos que estoy de opinaralgo sobre algo con muchos fisiólogos y conGall, sobre todo, que el alma se adapta a laforma del cuerpo, y que la materia en forma dehombre da ideas y pasiones, así como da naran-jas en forma de naranjo —La materia que enforma sólo de procurador producía un discursoracional, unas ideas intérpretes de su provincia,se seca, se adultera en forma ministerial: y aquíentran las ideas innatas esto es, las que nacen

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con el empleo, que son las que yo sostengo, malque les pese a los ideólogos. Aquí es dondeempieza el ministerial a participar de todos losreinos de la naturaleza. Es mona por una partede suyo imitadora; vive de remedo. Mira al amode hito en hito: ¿hace este un gesto?; miradlereproducido como en un espejo en la fisonomíadel ministerial. ¿Se levanta el amo? La mona alpunto monta a caballo. ¿Se sienta el amo?Abajo la mona —Es papagayo por otra parte;palabra soltada por el que le enseña, palabrarepetida; Sucédese así lo que a aquel loro, dequien cuenta Jouy que habiendo escapado convida de una batalla naval, a que se halló casual-mente, quedó para toda su vida repitiendo, llenode terror, el cañoneo que había oído: ¡pum!,¡pum!, ¡pum!, sin nunca salir de esto. El minis-terial no sabe más que este cañoneo. «La Españano está madura. —No es oportuno. —Pido lapalabra en contra. —No se crea que al tomar lapalabra lo hago para impugnar la petición, sinosólo sí para hacer algunas observaciones», etcé-tera. Y todo ¿por qué? Porque le suena siempreen los oídos el cañoneo del año 23. No ve másque el Zurriago, no oye más que a Angulema.

Es cangrejo porque se vuelve atrás de sus

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mismas opiniones francamente: abeja en el chu-par; reptil en el serpentear: mimbre en lo flexi-ble: aire en el colarse: agua en seguir la corrien-te: espino en agarrarse a todo: aguja imantada engirar siempre hacia su norte: girasol en mirar alque alumbra: muy buen cristiano en no votar: yseméjase en fin, por lo mismo al camello enpoder pasar largos días de abstinencia; así es queen la votación más decidida alzase el ministerialy exclama: «Me abstengo», pero, como aquelanimal, sin perjuicio de desquitarse de la largaabstinencia a la primera ocasión.

El ministerial anda a paso de reforma; esdecir, que más parece que se columpia, sinmoverse de un sitio, que no que anda.

Es por último el ministerial de suyo tími-do y miedoso. Su coco es el urbano: no se sabepor qué le ha tomado miedo; pero que se lo tienees evidente: semejante a aquel loco célebre queveía siempre la mosca en sus narices, tiene decontinuo entre ceja y ceja la anarquía: y así laanda buscando por todas partes, como buscaGuzmán en La Pata de cabra los fantasmas porentre las rendijas de las sillas. El ministerial,para concluir, es ser que dará chasco a cualquie-ra, ni más ni menos que su amo. Todas las espe-

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ranzas anteriores, sus antecedentes todos seestrellan al llegar al sillón; a cuyo propósitoquiero contar un cuento a mis lectores.

Era año de calamidad para un pueblo deCastilla, cuyo nombre callaré; reunióse elAyuntamiento, y decidió recurrir a otro puebloinmediato, en el cual se veneraba el cuerpo deun santo muy milagroso, según las más acor-des tradiciones, en petición de la sagradareliquia y de algunas semillas de granos para lanueva cosecha. Hízose el pedido, que fue alpunto mismo otorgado. Al año siguiente pasabael alcalde del pueblo sano por el afligido: es deadvertir que contra todas las esperanzas, si bienla cosecha era abundante, el cielo, que ocultasiempre al hombre débil sus altos fines, nohabía querido terminar la plaga, sin duda porqueal pueblo no le debía de convenir. —¿Cómo haido por ésta?, le preguntaba el uno al otro alcal-de. —Amigo, le respondió el preguntado, conexpresión doliente y afligido, la semilla asom-brosa....pero... no quisiera decírselo a usted. —¡Hombre! ¿qué? —Nada: la semilla, como digo,asombrosa, pero el santo salió flojillo.

Los ministeriales, efectivamente, amigolector, no quisiera decirlo, pero salieron también

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flojillos. 2

2 Afortunadamente, el spoil system no existe en nuestroordenamiento democrático o por lo menos sólo afecta a unapequeña parte de los empleados de la cosa pública: al personal deconfianza. Se trata de una cantidad de profesionales modesta res-pecto a la totalidad, pero también en comparación a la cantidad depersonal de confianza existente en la organización de otrosgobiernos democráticos occidentales. El personal de confianzaintegrado en gabinetes técnicos de apoyo al gobierno es un temamal resuelto en nuestro país. Tiene muy mala imagen entre losformadores de opinión pública. Una mala imagen que ha hechomella entre los políticos y que, consciente o inconscientemente,les impide rodearse del equipo técnico-político que necesitan paradesarrollar su trabajo con más garantías de éxito. Los gobiernoslocales y autonómicos actuales prácticamente no cuentan contecno-estructuras o estados mayores de apoyo suficientes. Todo lomás se limita a un jefe de gabinete (sin equipo) y / o un jefe deprensa (sin equipo) y / o un responsable de protocolo. Insuficienteen la inmensa mayoría de los casos. Un responsable político nodebería estar tan solo a la hora de tomar decisiones y poder contarcon el criterio técnico de un equipo de personas de su confianzacontratadas por su preparación su experiencia y, ¿porqué no?, suproximidad a la persona o personas y al proyecto del gobierno.

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¿QUIÉN ES EL PÚBLICO Y DÓNDE SE LEENCUENTRA?

El Pobrecito Hablador, nº 1, 18 de agosto de 1832El doctor tú te lo pones,

El Montalván no le tienes,Conque, quitándote el don,

Vienes a quedar Juan Pérez.

Epigrama antiguo contra el doctor don Juan Pérez de Montalván.

Yo vengo a ser lo que se llama en el mundo unbuen hombre, un infeliz, un pobrecillo, como yase echará de ver en mis escritos; no tengo másdefecto, o llámese sobre si se quiere que hablarmucho, las más veces sin que nadie me preguntemi opinión; váyase porque otros tienen el nohablar nada, aunque se les pregunte la suya.Entremétome en todas partes como un pobrecito,y formo mi opinión y la digo, venga o no alcaso, como un pobrecito. Dada esta primeraidea de mi carácter pueril e inocentón, nadieextrañará que me halle hoy en mi bufete congana de hablar, y sin saber qué decir; empeñadoen escribir para el público, y sin saber quién esel público. Esta idea, pues, que me ocurre al sen-

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tir tal comezón de escribir será el objeto de miprimer articulo. Efectivamente, antes de dedicar-le nuestras vigilias y tareas quisiéramos sabercon quién nos las habemos.

Esa voz público que todos traen en boca,siempre en apoyo de sus opiniones, ese comodínde todos los partidos, de todos los pareceres,¿es una palabra vacía de sentido o es un entereal y efectivo? Según lo mucho que se habla deél según el papelón que se hace en el mundo,según los epítetos que se le prodigan y las consi-deraciones que se le guardan, parece que debede ser alguien. El público es ilustrado, el públi-co es indulgente, el publico es imparcial, elpúblico es respetable: no hay duda, pues, en queexiste el público. En este supuesto, ¿quién es elpúblico y dónde se le encuentra?

Sálgome de casa con mi cara infantil ybobalicona a buscar al público por esas calles, aobservarle, y a tomar apuntaciones en mi regis-tro acerca del carácter, por mejor decir, de loscaracteres distintivos de ese respetable señor.Paréceme, a primera vista, según el sentido enque se usa generalmente esta palabra, que tengode encontrarle en los días y parajes en que suele

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reunirse más gente. Elijo un domingo, y donde-quiera que veo un número grande de personasllámolo público a imitación de los demás. Estedía un sinnúmero de oficinistas y de gentes ocu-padas o no ocupadas el resto de la semana, seafeita, se muda, se viste y se perfila; veo que aprimera hora llenan las iglesias la mayor partepor ver y ser visto; observa a la salida las carasinteresantes, los talles esbeltos, los pies delica-dos de las bellezas devotas, las hace señas, lassigue, y reparo que a segunda hora va de casa encasa haciendo una infinidad de visitas; aquí dejaun cartoncito con su nombre cuando los visita-dos no están o no quieren estar en casa; allíentra, habla del tiempo que no interesa, de laópera que no entiende, etc. Y escribo en milibro: «El público oye misa, el público coquetea(permítase la expresión mientras no tengamosotra mejor), el público hace visitas, la mayorparte inútiles, recorriendo casas, adonde va sinobjeto, de donde sale sin motivo, donde por loregular ni es esperado antes de ir, ni es echadode menos después de salir; y el público en con-secuencia (sea dicho con perdón suyo) pierde eltiempo, y se ocupa en futesas»: idea que confir-

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ma al pasar por la Puerta del Sol.Entróme a comer en una fonda, y no sé

por qué me encuentro llenas las mesas de unconcurso que, juzgando por las facultades queparece tener para comer de fonda, tendrá proba-blemente en su casa una comida sabrosa, limpia,bien servida, etc., y me lo hallo comiendo volun-tariamente, y con el mayor placer, apiñado en unlocal incómodo (hablo de cualquier fonda deMadrid), obstruido, mal decorado, en mesasestrechas, sobre manteles comunes a todos, lim-piándose las babas con las del que comió mediahora antes en servilletas sucias sobre toscas, ser-vidas diez, doce, veinte mesas, en cada una delas cuales comen cuatro, seis, ocho personas, poruno o solos dos mozos mugrientos mal encara-dos y con el menor agrado posible: repitiendoeste día los mismos platos, los mismos guisosdel pasado, del anterior y de toda la vida; siem-pre puercos, siempre mal aderezados; sin poderhablar libremente por respetos al vecino; bebien-do vino, o por mejor decir agua teñida o coci-miento de campeche abominable. Digo para micapote: «¿Qué alicientes traen al público acomer en las fondas de Madrid?» Y me contesto:

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«El público gusta de comer mal, de beber peor,y aborrece el agrado, el aseo y la hermosura dellocal.»

Salgo a paseo, y ya en materia de paseosme parece difícil decidir acerca del gusto delpúblico, porque si bien un concurso numeroso,lleno de pretensiones, obstruye las calles y elsalón del Prado, o pasea a lo largo del Retiro,otro más llano visita la casa de las fieras, se diri-ge hacia el río, o da la vuelta a la población porlas rondas. No sé cuál es el mejor, pero sí escri-bo: «Un público sale por la tarde a ver y servisto; a seguir sus intrigas amorosas ya empeza-das, o enredar otras nuevas; a hacer el importan-te junto a los coches; a darse pisotones, y a aho-garse en polvo; otro público sale a distraerse,otro a pasearse, sin contar con otro no menosinteresante que asiste a las novenas y cuarentahoras, y con otro no menos ilustrado atendidoslos carteles, que concurre al teatro, a los novi-llos, al fantasmagórico Mantillo y al Circo olím-pico.»

Pero ya bajan las sombras de los altosmontes, y precipitándose sobre esos paseos hete-rogéneos arrojan de ellos a la gente; yo me retiro

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el primero, huyendo del público que va en cocheo a caballo, y que es el más peligroso de todoslos públicos; y como mi observación hace faltaen otra parte, me apresuro a examinar el gustodel público en materias de cafés. Reparo consingular extrañeza que el público tiene gustosinfundados; le veo llenar los más feos, los másoscuros y estrechos, los peores, y reconozco ami público de las fondas. ¿Por qué se apiña en elreducido, puerco y opaco café del Príncipe, y elmal servido de Venecia, y ha dejado arruinarseel espacioso y magnífico de Santa Catalina, yanteriormente el lindo del Tívoli, acaso mejorsituados? De aquí infiero que el público escaprichoso.

Empero aquí un momento de observación.En esta mesa cuatro militares disputan, como sipelearan, acerca del mérito de Montes y deLeón, del volapié y del pasatoro; ninguno sabede tauromaquia ; sin embargo se van a matar, sedesafían, se matan en efecto por defender su opi-nión, que en rigor no lo es.

En otra cuatro leguleyos que no entiendende poesía se arrojan a la cara en forma de alega-tos y pedimentos mil dicterios disputando acerca

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del género clásico y del romántico, del versoantiguo y de la prosa moderna.

Aquí cuatro poetas que no han saludado eldiapasón se disparan mil epigramas envenena-dos, ilustrando el punto poco tratado de la dife-rencia de la Tossi y de la Lalande, y no se tiranlas sillas por respeto al sagrado del café.

Allí cuatro viejos en quienes ha agotadola fuente del sentimiento, avaros, digámoslo así,de su época, convienen en que los jóvenes deldía están perdidos, opinan que no saben sentircomo se sentía en su tiempo, y echan abajosus ensayos, sin haberlos querido leersiquiera.

Acullá un periodista sin período, y otroperiodista con períodos interminables, que noaciertan a escribir artículos que se vendan, con-vienen en la manera indisputable de redactar unpapel que llene con su fama sus gavetas, y en laimportancia de los resultados que tal o cual artí-culo, tal o cual vindicación debe tener en elmundo que no los lee.

Y en todas partes muchos majaderos, queno entienden de nada disputan de todo.

Todo lo veo, todo lo escucho, y apunto

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con mi sonrisa, propia de un pobre hombre, ycon perdón de mi examinando: «El ilustradopúblico gusta de hablar de lo que no entiende.»

Salgo del café, recorro las calles, y nopuedo menos de entrar en las hosterías y otrascasas públicas; un concurso crecido de parro-quianos de domingo las alborota merendando obebiendo, y las conmueve con su bulliciosaalgazara; todas están llenas: en todas el Yepesy el Valdepeñas mueven las lenguas de la concu-rrencia, como el aire la veleta, y como el agua lapiedra del molino ; ya los densos vapores deBaco comienzan a subirse a la cabeza del públi-co, que no se entiende a sí mismo. Casi voy aescribir en mi libro de memorias: «El respetablepúblico se emborracha»; pero felizmente rómpe-se la punta de mi lápiz en tal mala coyuntura, yno siendo aquel lugar propio para afilarle, qué-dase in pectore mi observación y mi habladuría.

Otra clase de gente entre tanto mete ruidoen los billares, y pasa las noches empujando lasbolas, de lo cual no hablaré, porque este es detodos los públicos el que me parece más tonto.

Ábrese el teatro, y a esta hora creo quevoy a salir para siempre de dudas, y conocer de

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una vez al público por su indulgencia ponderada,su gusto ilustrado, sus fallos respetables. Éstaparece ser su casa, el templo donde emitesus oráculos sin apelación. Represéntase unacomedia nueva; una parte del publico la aplaudecon furor: es sublime, divina; nada se ha hechomejor de Moratín acá: Otra la silba despiadada-mente; es una porquería, es un sainete, nada seha hecho peor desde Comella hasta nuestrotiempo. Uno dice: «Está en prosa, y me gustasólo por eso; las comedias son la imitación dela vida; deben escribirse en prosa.» Otro: «Estáen prosa y la comedia debe escribirse en verso,porque no es más que una ficción para agradar alos sentidos; las comedias en prosa son cuente-citos caseros, y si muchos las escriben así, esporque no saben versificarlas.» Este grita:«¿Dónde está el verso, la imaginación, la chis-pa de nuestros antiguos dramáticos? Todoeso es frío, moral insípida, lenguaje helado; elclasicismo es la muerte del genio.» Aquél clama:«¡Gracias a Dios que vemos comedias arregla-das y morales! La imaginación de nuestros anti-guos era desarreglada: ¿qué tenían? Escondidos,tapadas, enredos interminables y monótonos,

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cuchilladas, graciosos pesados, confusión de cla-ses, de géneros; el romanticismo es la perdicióndel teatro: sólo puede ser hijo de una imagina-ción enferma y delirante.» Oído esto, vista estadiscordancia de pareceres, ¿a qué me canso ennuevas indagaciones? Recuerdo que Latorretiene un partido considerable, y que Luna, sinembargo, es también aplaudido sobre esas mis-mas tablas donde busco un gusto fijo; que enaquella misma escena los detractores de laLalande arrojaron coronas a la Tossi, y que losapasionados de la Tossi despreciaron, destroza-ron a la Lalande, y entonces ya renuncio a misesperanzas. ¡Dios mío!, ¿dónde está ese públi-co tan indulgente, tan ilustrado, tan imparcial,tan justo, tan respetable, eterno dispensador dela fama, de que tanto me han hablado; cuyo falloes irrecusable, constante, dirigido por un buengusto invariable, que no conoce más norma nimás leyes que las del sentido común, que tanpocos tienen? Sin duda el público no ha venidoal teatro esta noche; acaso no concurre a losespectáculos.

Reúno mis notas, y más confuso que antesacerca del objeto de mis pesquisas, llego a infor-

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marme de personas más ilustradas que yo. Unautor silbado me dice cuando le pregunto:¿quién es el público? «Preguntadme más biencuántos necios se necesitan para componer unpúblico.» Un autor aplaudido me responde: «Esla reunión de personas ilustradas, que deciden enel teatro del mérito de las producciones litera-rias.»

Un escritor cuando le silban dice que elpúblico no le silbó, sino que fue una intriga desus enemigos, sus envidiosos, y éste ciertamenteno es el público, pero si le critican los defectosde su comedia aplaudida llama al público en sudefensa; el público le ha aplaudido; el públicono puede ser injusto; luego es buena su comedia.

Un periodista presume que el público estáreducido a sus suscriptores, y en este caso no esgrande el público de los periodistas españoles.Un abogado cree que el público se componede sus clientes. A un médico se le figura que nohay más público que sus enfermos, y gracias asu ciencia este público se disminuye todos losdías; y así de los demás: de modo que concluyola noche sin que nadie me dé una razón exactade lo que busco.

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¿Será el público el que compra la Galeríafúnebre de espectros y sombras ensangrentadas,y las poesías de Salas, o el que deja en la libreríalas Vidas de los españoles célebres y la traduc-ción de La llíada? ¿El que se da de cachetes porcoger billetes para oír a una cantatriz pinturera,o el que los revende? ¿El que en las épocastumultuosas quema, asesina y arrastra, o el queen tiempos pacíficos sufre y adula?

Y esa opinión pública tan respetable, hijasuya sin duda, ¿será acaso la misma que tantasveces suele estar en contradicción hasta con lasleyes y con la justicia? ¿Será la que condena avilipendio eterno al hombre juicioso que rehúsasalir al campo a verter su sangre por el caprichoo la imprudencia de otro, que acaso vale menosque él? ¿Será la que en el teatro y en la sociedadse mofa de los acreedores en obsequio de lostramposos, y marca con oprobio la existencia yel nombre del marido que tiene la desgracia detener una loca u otra cosa peor por mujer? ¿Serála que acata y ensalza al que roba mucho con losnombres de señor o de héroe, y sanciona lamuerte infamante del que roba poco? ¿Será laque fija el crimen en la cantidad, la que pone el

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honor del hombre en el temperamento de suconsorte, y la razón en la punta incierta de unhierro afilado?

¿En qué consiste, pues, que para granjearla opinión de ese público se quema las cejastoda su vida sobre su bufete el estudioso e infati-gable escritor, y pasa sus días manoteando ygesticulando el actor incansable? ¿En qué con-siste que se expone a la muerte por merecer suselogios el militar arrojado? ¿En qué se fundantantos sacrificios que se hacen por la fama quede él se espera? Sólo concibo, y me explico per-fectamente, el trabajo, el estudio que se empleanen sacarle los cuartos.

Llega empero la hora de acostarse, y meretiro a coordinar mis notas del día: leólas denuevo, reúno mis ideas, y de mis observacionesconcluyo:

En primer lugar, que el público es el pre-texto, el tapador de los fines particulares decada uno. El escritor dice que emborrona papel,y saca el dinero al público por su bien y lleno derespeto hacia él. El médico cobra sus curasequivocadas, y el abogado sus pleitos perdidospor el bien del público. El juez sentencia equivo-

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cadamente al inocente por el bien delpúblico. El sastre, el librero, el impresor, cortan,imprimen y roban por el mismo motivo; y enfin, hasta el... ¿Pero a qué me canso? Yo mismohabré de confesar que escribo para el público,so pena de tener que confesar que escribo paramí.

Y en segundo lugar concluyo: que noexiste un público único, invariable, juez impar-cial, como se pretende; que cada clase de lasociedad tiene su público particular, de cuyosrasgos y caracteres diversos y aun heterogéneosse compone la fisonomía monstruosa del que lla-mamos público; que éste es caprichoso, y casisiempre tan injusto y parcial como la mayorparte de los hombres que le componen; que esintolerante al mismo tiempo que sufrido, y ruti-nero al mismo tiempo que novelero, aunqueparezcan dos paradojas; que prefiere sin razón,y se decide sin motivo fundado; que se deja lle-var de impresiones pasajeras; que ama con ido-latría sin por qué, y aborrece de muerte sincausa; que es maligno y mal pensado, y serecrea con la mordacidad; que por lo regularsiente en masa y reunido de una manera muy

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distinta que cada uno de sus individuos en parti-cular; que suele ser su favorita la medianía intri-gante y charlatana, y el objeto de su olvido o desu desprecio el mérito modesto; que olvida confacilidad e ingratitud los servicios más impor-tantes, y premia con usura a quien le lisonjea yle engaña; y por último, que con gran sinrazónqueremos confundirle con la posteridad, que casisiempre revoca sus fallos interesados. 3

3 Larra ya aplica aquí lo que en muchos diseños de polí-ticas públicas de hoy brilla por su ausencia. La eficacia de laspolíticas públicas depende actualmente de la capacidad de com-prender lo que Larra observó en 1832: que más allá de ser todos“ciudadanos” (iguales en derechos y en deberes ante la sociedad)o “contribuyentes” (iguales en el deber de contribuir a la comuni-dad) o “administrados” (iguales ante la ley), pertenecemos a cate-gorías diferentes en función del objetivo de la política o del servi-cio que se pone en marcha. Sorprende ver que aún hoy el diseñode políticas o de servicios públicos sigue trabajando sobre unaconcepción uniformista o idealizada de la sociedad: se diseña“para todo el mundo”, se diseña porqué “la gente debería ser ohacer de tal manera”... No es así en todas partes. Muchos respon-sables políticos y técnicos de la administración pública han llega-do intuitivamente –y algunos con éxito- a lo que las técnicas desegmentación de mercados permiten hacer con notable precisión:desde los años 40 del siglo pasado esta técnica del marketing per-mite descubrir grupos homogéneos de personas en función denecesidades, deseos y/o preferencias, respecto al producto o servi-cio que se pretende poner a la venta. La aplicación de estas técni-cas “modernas” contribuiría a mejorar la eficacia de muchas polí-ticas públicas actuales.

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JARDINES PÚBLICOSRevista Española, nº 20, junio de 1834

He aquí una clase de establecimientosplanteados varias veces en nuestro país a imita-ción de los extranjeros, y que sin embargo raravez han prosperado. Los filósofos, moralistas,observadores, pudieran muy bien deducir extra-ñas consecuencias acerca de un pueblo que pare-ce huir de toda pública diversión. ¿Tan grave yensimismado es el carácter de este pueblo, quese avergüence de abandonarse al regocijo cara acara consigo mismo? Bien pudiera ser. ¿Nossería licito, a propósito de esto, hacer una obser-vación singular, que acaso podrá no ser cierta, sibien no faltará quien la halle ben trovata? Pareceque en los climas ardientes del mediodía el hom-bre vive todo dentro de sí: su imaginación fogo-sa emanación del astro que le abrasa, le circuns-cribe a un estrecho círculo de goces y placeresmás profundos y más sentidos: sus pasiones másvehementes le hacen menos social: el italiano,sibarita, necesita aislarse con una careta enmedio de la general alegría; al andaluz enamo-rado bástanle, no un libro y un amigo, comodecía Rioja, sino unos ojos hermosos en que

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reflejar los suyos, y una guitarra que tañer; elárabe impetuoso es feliz arrebatando por eldesierto el ídolo de su alma a las ancas de sucorcel; el voluptuoso asiático para distraerse seencierra en el harem. Los placeres grandes seofenden de la publicidad, se deslíen; parece queante ésta hay que repartir con los espectadores lasensación que se disfruta. Nótese la índole de losbailes nacionales. En el norte de Europa y en losclimas templados, se hallarán los bailes genera-les casi. Acerquémonos al mediodía; veremosaminorarse el número de los danzantes en cadabaile. La mayor parte de los nuestros no hanmenester sino una o dos parejas: no bailan paralos demás, bailan uno para otro. Bajo este puntode vista, el teatro es apenas una pública diver-sión, supuesto que cada espectador de por sí noestá en comunicación con el resto del público,sino con el escenario. Cada uno puede indivi-dualmente figurarse que para él y para él solo serepresenta.

Otra causa puede contribuir, si ésa nofuese bastante, a la dificultad que encuentran enprosperar entre nosotros semejantes estableci-mientos. La manía del buen tono ha invadidotodas las clases de la sociedad: apenas tenemos

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una clase media, numerosa y resignada con suverdadera posición; si hay en España clasemedia, industrial, fabril y comercial, no se bus-que en Madrid, sino en Barcelona, en Cádiz,etc., aquí no hay más que clase alta y clase baja:aquella, aristocrática hasta en sus diversiones,parece huir de toda ocasión de rozarse con ciertagente: una señora tiene su jardín público, susociedad, su todo, en su cajón de madera, tiradode dos brutos normandos, y no hay miedo que sise toma la molestia de hollar el suelo con susdelicados pies algunos minutos, vaya a confun-dirse en el Prado con la multitud que costea lafuente de Apolo: al pie de su carruaje tiene unacalle suya, estrecha, peculiar, aristocrática. Laclase media, compuesta de empleados o proleta-rios decentes, sacada de su quicio y lanzada enmedio de la aristocrática por la confusión de cla-ses, a la merced de un frac, nivelador universalde los hombres del siglo XIX, se cree en la clasealta, precisamente como aquel que se creye-se en una habitación, sólo porque metiese enella la cabeza por una alta ventana a fuerza deelevarse en puntillas. Pero ésta, más afectadatodavía, no hará cosa que deje de hacer la aristo-cracia que se propone por modelo. En la clase

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baja, nuestras costumbres, por mucho que hayanvariado, están todavía muy distantes de los jardi-nes públicos. Para ésta es todavía monadas exó-ticas y extranjeriles, lo que es ya para aquéllacomún y demasiado poco extranjero. He aquí larazón por qué hay público para la ópera y paralos toros, y no para los jardines públicos.

Por otra parte, demasiado poco despreocu-pados aún, en realidad, nos da cierta vergüenzainexplicable de comer, de reír, de vivir en públi-co: parece que se descompone y pierde su pres-tigio el que baila en un jardín al aire libre, a lavista de todos. No nos persuadimos de que bastaindagar y conocer las causas de esta verdad paradesvanecer sus efectos. Solamente el tiempo, lasinstituciones, el olvido completo de nuestrascostumbres antiguas, pueden variar nuestrooscuro carácter. ¡Qué tiene éste de particular enun país, en que le ha formado tal una larga suce-sión de siglos en que se creía que el hombrevivía para hacer penitencia! Que después de tan-tos años de Gobierno inquisitorial, después detan larga esclavitud es difícil saber ser libre.Deseamos serlo, lo repetimos a cada momento;sin embargo, lo seremos de derecho muchotiempo antes de que reine en nuestras costum-

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bres, en nuestras ideas, en nuestro modo de very de vivir la verdadera libertad. Y las costum-bres no se verían en un día, desgraciadamente enun día, ni con un decreto, y más desgraciada-mente aún, un pueblo no es verdaderamentelibre mientras que la libertad no está arraigadaen sus costumbres e identificada con ellas.

No era nuestro propósito ahondar tanto enmateria tan delicada: volvamos, pues, al objetode nuestro artículo. El establecimiento de los dosjardines públicos que acaban de abrirse enMadrid, indica de todos modos la tendenciaenteramente nueva que comenzamos a tomar. Eljardín de las Delicias, abierto ha más de un mesen el paseo de Recoletos, presenta por su situa-ción topográfica un punto de recreo lleno deamenidad; es pequeño, pero bonito: un segundojardín más elevado, con un estanque y dos grutasa propósito para comer, y una huerta en el pisotercero, si nos es permitido decirlo así, formanun establecimiento muy digno del público deMadrid. Para nada consideramos más útil estejardín que para almorzar en las mañanas delicio-sas de la estación en que estamos, respirando elsuave ambiente embalsamado por las flores, ydistrayendo la vista por la bonita perspectiva que

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presenta, sobre todo, desde la gruta más alta; ypara pasear en él las noches de verano.

El jardín de Apolo, sito en el extremo dela calle de Fuencarral, no goza de una posicióntan ventajosa, pero una vez allí el curioso reco-noce en él un verdadero establecimiento derecreo y diversión. Domina a todo Madrid, y suespaciosidad, el esmero con que se ven ordena-dos sus árboles nacientes, los muchos bosquetesenramados, llenos por todas partes de mesas rús-ticas para beber, y que parecen nichos de verdu-ra o verdaderos gabinetes de Flora; sus estrechascalles y el misterio que promete el laberinto desu espesura, hacen deplorar la larga distancia delcentro de Madrid a que se halla colocado el jar-dín, que será verdaderamente delicioso en cre-ciendo sus árboles y dando mayor espesura yfrondosidad.

En nuestro entender, cada uno de estosjardines merece una concurrencia sostenida; lasreflexiones con que hemos encabezado este artí-culo deben probar a sus respectivos empresa-rios, que si hay algún medio de hacer prosperarsus establecimientos en Madrid es recurrir atodos los alicientes imaginables, a todas lasmejoras posibles. De esta manera nos lisonjea-

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mos de que el público tomará afición a los jardi-nes públicos, que tanta influencia pueden teneren la mayor civilización y sociabilidad del país,y cuya conservación y multiplicidad exigeincontestablemente una capital culta como lanuestra. 4

4 En este aspecto Larra no reconocería hoy su país. Laocupación del espacio público para la diversión, que en su épocasuponía un ejercicio de libertad individual difícil de ver y necesi-tado de su estímulo, se ha convertido hoy en una de las políticassocioculturales punteras en casi todos los pueblos y ciudades deEspaña. Larra en unas fiestas patronales de hoy calificaría segura-mente la sociedad española de “libérrima” o tal vez criticaría losexcesos de algunas políticas socioculturales municipales. Hoy sebaila, se bebe, se corre y se realiza todo tipo de actividades lúdi-cas al aire libre hasta niveles inconcebibles hace pocos años atrás.En poco tiempo las fiestas mayores han pasado de ser un sencillodía festivo a convertirse en un tupido programa de actividades desemanas de duración. Los gobiernos municipales más avanzadosde nuestro país están abandonando esta concepción puramentelúdica de las políticas socioculturales y priman, cada vez más, lasque incentivan el empleo del tiempo en actividades educativas yformativas. Incluso las que pueden parecer simplemente unadiversión –bailar, correr- pueden ser empleadas como reclamopara fomentar el ocio socializador y educativo.

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LOS CALAVERAS IRevista Mensajero, n.º 94, 2 de junio de 1835

Es cosa que daría que hacer a los etimolo-gistas y a los anatómicos de lenguas el averiguarel origen de la voz calavera en su acepción figu-rada, puesto que la propia no puede tener otrosentido que la designación del cráneo de unmuerto, ya vacío y descarnado. Yo no recuerdohaber visto empleada esta voz, como sustantivomasculino, en ninguno de nuestros autores anti-guos, y esto prueba que esta acepción picarescaes de uso moderno. La especie, sin embargo, deseres a que se aplica ha sido de todos los tiem-pos. El famoso Alcibíades era el calavera másperfecto de Atenas; el célebre filósofo que arrojósus tesoros al mar no hizo en eso más que unacalaverada, a mi entender de muy mal gusto;César, marido de todas las mujeres de Roma,hubiera pasado en el día por un excelente cala-vera; Marco Antonio echando a Cleopatra porcontrapeso en la balanza del destino del Imperio,no podía ser más que un calavera; en una pala-bra, la suerte de más de un pueblo se ha decidi-do a veces por una simple calaverada. Si la his-toria, en vez de escribirse como un índice de los

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crímenes de los reyes y una crónica de unascuantas familias, se escribiera con esta especiede filosofía, como un cuadro de costumbres pri-vadas, se vería probada aquella verdad; ymuchos de los importantes trastornos que hancambiado la faz del mundo, a los cuales hansolido achacar grandes causas los políticos,encontrarían una clave de muy verosímil y sen-cilla explicación en las calaveradas.

Dejando aparte la antigüedad (por másmérito que les añada, puesto que hay muchasgentes que no tienen otro), y volviendo a la eti-mología de la voz, confieso que no encuentroqué relación puede existir entre un calavera yuna calavera. ¡Cuánto exceso de vida no suponeel primero! ¡Cuánta ausencia de ella no suponela segunda! Si se quiere decir que hay un puntode similitud entre el vacío del uno y de la otra,no tardaremos en demostrar que es un error. Aunconcediendo que las cabezas se dividan en vací-as y en llenas, y que la ausencia del talento y deljuicio se refiera a la primera clase, espero quepor mi artículo se convencerá cualquiera de quepara pocas cosas se necesita más talento y buenjuicio que para ser calavera.

Por tanto, el haber querido dar un aire de

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apodo y de vilipendio a los «calaveras» es unainjusticia de la lengua y de los hombres queacertaron a darle los primeros ese giro malicio-so: yo por mí rehúso esa voz; confieso que qui-siera darle una nobleza, un sentido favorable, uncarácter de dignidad que desgraciadamente notiene, y así sólo la usaré porque no teniendo otraa mano, y encontrando ésa establecida, aquellosmismos cuya causa defiendo se harán cargo delo difícil que me sería darme a entender valién-dome para designarlos de una palabra nueva;ellos mismos no se reconocerían, y no recono-ciéndolos seguramente el público tampoco, ven-dría a ser inútil la descripción que de ellos voy ahacer.

Todos tenemos algo de «calaveras», máso menos. ¿Quién no hace locuras y disparatesalguna vez en su vida? ¿Quién no ha hecho ver-sos, quién no ha creído en alguna mujer, quiénno se ha dado malos ratos algún día por ella,quién no ha prestado dinero, quién no lo hadebido, quién no ha abandonado alguna cosa quele importase por otra que le gustase? ¿Quién nose casa, en fin?... Todos lo somos; pero así comono se llama locos sino a aquellos cuya locura noestá en armonía con la de los más, así sólo se

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llama «calaveras» a aquellos cuya serie deacciones continuadas son diferentes de las quelos otros tuvieran en iguales casos.

El calavera se divide y subdivide hasta loinfinito, y es difícil encontrar en la naturalezauna especie que presente al observador mayornúmero de castas distintas; tienen todas, empero,un tipo común de donde parten, y en rigor sólodos son las calidades esenciales que determinansu ser, y que las reúnen en una sola especie; enellas se reconoce al calavera, de cualquier castaque sea.

1.º El calavera debe tener por base de suser lo que se llama talento natural por unos, des-pejo por otros, viveza por los más. Entiéndaseesto bien: talento natural, es decir, no cultivado.Esto se explica: toda clase de estudio profundo,o de extensa instrucción, sería lastre demasiadopesado que se opondría a esa ligereza, que esuna de sus más amables cualidades.

2.º El calavera debe tener lo que se llamaen el mundo poca aprensión. No se interpreteesto tampoco en mal sentido. Todo lo contrario.Esta poca aprensión es aquella indiferencia filo-sófica con que considera el qué dirán el que nohace más que cosas naturales, el que no hace

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cosas vergonzosas. Se reduce a arrostrar entodas nuestras acciones la publicidad, a vivirante los otros, más para ellos que para unomismo. El calavera es un hombre público cuyosactos todos pasan por el tamiz de la opinión,saliendo de él más depurados. Es un espectáculocuyo telón está siempre descorrido; quítenselolos espectadores, y adiós teatro. Sabido es quecon mucha aprensión no hay teatro.

El talento natural, pues, y la poca apren-sión son las dos cualidades distintivas de laespecie: sin ellas no se da calavera. Un tonto, untimorato del qué dirán, no lo serán jamás. Seríatiempo perdido.

El calavera se divide en silvestre ydoméstico.

El calavera silvestre es hombre de laplebe, sin educación ninguna y sin modales; esel capataz del barrio, tiene honores de jaque,habla andaluz; su conversación va salpicada dechistes; enciende un cigarro en otro, escupe porel colmillo; convida siempre y nadie paga dondeestá él; es chulo nato; dos cosas son indispensa-bles a su existencia: la querida, que es manola,condición sine qua non, y la navaja, que es gran-de; por un quítame allá esas pajas le da honrosa

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sepultura en un cuerpo humano. Sus manossiempre están ocupadas: o empaqueta el cigarro,o saca la navaja, o tercia la capa, o se cala elchapeo, o se aprieta la faja, o vibra el garrote:siempre está haciendo algo. Se le conoce a largadistancia, y es bueno dejarle pasar como al jaba-lí. ¡Ay del que mire a su Dulcinea! ¡Ay del quela tropiece! Si es hombre de levita, sobre todo, sies señorito delicado, más le valiera no habernacido. Con esa especie está a matar, y la mayorparte de sus calaveradas recaen sobre ella; seperece por asustar a uno, por desplumar a otro.El calavera silvestre es el gato del lechuguino,así es que éste le ve con terror; de quimera enquimera, de «qué se me da a mí» en «qué se meda a mí», para en la cárcel; a veces en presidio,pero esto último es raro; se diferencia esencial-mente del ladrón en su condición generosa: da yno recibe; puede ser homicida, nunca asesino.Este calavera es esencialmente español.

El calavera doméstico admite diferentesgrados de civilización, y su cuna, su edad, suprofesión, su dinero le subdividen después endiversas castas. Las principales son las siguien-tes:

El calavera lampiño tiene catorce o quin-

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ce años, lo más dieciocho. Sus padres no pudie-ron nunca hacer carrera con él: le metieron en elcolegio para quitársele de encima y hubieron desacarle porque no dejaba allí cosa con cosa.Mientras que sus compañeros más laboriososdevoraban los libros para entenderlos, él los des-pedazaba para hacer bolitas de papel, las cualesarrojaba disimuladamente y con singular tino alas narices del maestro. A pesar de eso, el día deexamen, el talento profundo y tímido se cortaba,y nuestro audaz muchacho repetía con osadía lascuatro voces tercas que había recogido aquí yallí y se llevaba el premio. Su carácter resueltoejercía predominio sobre la multitud, y capitane-aba por lo regular las pandillas y los partidos.Despreciador de los bienes mundanos, su som-brero, que le servía de blanco o de pelota, se dis-tinguía de los demás sombreros como él de losdemás jóvenes.

En carnaval era el que ponía las mazas atodo el mundo, y aun las manos encima si teníanla torpeza de enfadarse; si era descubierto hacíapasar a otro por el culpable, o sufría en el últimocaso la pena con valor y riéndose todavía delfeliz éxito de su travesura. Es decir, que el cala-vera, como todo el que ha de ser algo en el

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mundo, comienza a descubrir desde su más tier-na edad el germen que encierra. El número desus hazañas era infinito. Un maestro había perdi-do unos anteojos que se habían encontrado en sufaltriquera; el rapé de otro había pasado al cho-colate de sus compañeros, o a las narices de losgatos, que recorrían bufando los corredores congran risa de los más juiciosos; la peluca delmaestro de matemáticas había quedado un díaenganchada en un sillón, al levantarse el pobreEuclides, con notable perturbación de un proble-ma que estaba por resolver. Aquel día no se des-pejó más incógnita que la calva del buen señor.

Fuera ya del colegio, se trató de sujetarleen casa y se le puso bajo llave, pero a la mañanasiguiente se encontraron colgadas las sábanas dela ventana; el pájaro había volado, y como suspadres se convencieron de que no había formade contenerle, convinieron en que era precisodejarle. De aquí fecha la libertad del lampiño. Esel más pesado, el más incómodo; careciendotodavía de barba y de reputación, necesita hacerdobles esfuerzos para llamar la pública atención;privado él de los medios, le es forzoso afectar-los. Es risa oírle hablar de las mujeres como unhombre ya maduro; sacar el reloj como si tuvie-

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ra que hacer; contar todas sus acciones del díacomo si pudieran importarle a alguien, pero condespejo, con soltura, con aire cansado y corrido.

Por la mañana madrugó porque tenía unacita; a las diez se vino a encargar el billete parala ópera, porque hoy daría cien onzas por unbillete; no puede faltar. ¡Estas mujeres le hacen auno hacer tantos disparates! A media mañana sefue al billar; aunque hijo de familia no comenunca en casa; entra en el café metiendo muchoruido, su duro es el que más suena; sus bienes sereducen a algunas monedas que debe de vez encuando a la generosidad de su mamá o de suhermana, pero las luce sobremanera. El billar essu elemento; los intervalos que le deja libres eljuego suéleselos ocupar cierta clase de mujeres,únicas que pueden hacerle cara todavía, y encuyo trato toma sus peregrinos conocimientosacerca del corazón femenino. A veces el calave-ra lampiño se finge malo para darse importan-cia; y si puede estarlo de veras, mejor; entoncesestá de enhorabuena. Empieza asimismo afumar, es más cigarro que hombre, jura y perjuray habla detestablemente; su boca es una sentina,si bien tal vez con chiste. Va por la calle desean-do que alguien le tropiece, y cuando no lo hace

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nadie, tropieza él a alguno; su honor entoncesestá comprometido, y hay de fijo un desafío; siéste acaba mal, y si mete ruido, en aquel mismopunto empieza a tomar importancia, y entrandoen otra casta, como la oruga que se torna mari-posa, deja de ser calavera lampiño. Sus padres,que ven por fin decididamente que no hay formade hacerle abogado, le hacen meritorio; perocomo no asiste a la oficina, como bosqueja enella las caricaturas de los jefes, porque tiene elinstinto del dibujo, se muda de bisiesto y se tratade hacerlo militar; en cuanto está declarado irre-misiblemente mala cabeza se le busca una cha-rretera, y, si se encuentra, ya es un hombrehecho.

Aquí empieza el calavera temerón, que esel gran calavera. Pero nuestro artículo ha creci-do debajo de la pluma más de lo que hubiéramosquerido, y de aquello que para un periódico con-vendría, ¡tan fecunda es la materia! Por tantonuestros lectores nos concederán algún ligerodescanso, y remitirán al número siguiente sucuriosidad, si alguna tienen.

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LOS CALAVERAS IIRevista Mensajero, n.º 97, 5 de junio de 1835

Quedábamos al fin de nuestro artículoanterior en el calavera temerón. Éste se divideen paisano y militar; si el influjo no fue bastantepara lograr su charretera (porque alguna vezocurre que las charreteras se dan por influjo),entonces es paisano, pero no existe entre uno yotro más que la diferencia del uniforme. Verdades que es muy esencial, y más importante de loque parece. Es decir, que el paisano necesitahacer dobles esfuerzos para darse a conocer; esuna casa pública sin muestra; es preciso saberque existe para entrar en ella. Pero por un con-traste singular el calavera temerón, una vezmilitar, afecta no llevar el uniforme, viste de pai-sano, salvo el bigote; sin embargo, si se examinael modo suelto que tiene de llevar el frac o lalevita, se puede decir que hasta este traje es uni-forme en él. Falta la plata y el oro, pero queda eldespejo y la marcialidad, y eso se trasluce siem-pre; no hay paño bastante negro ni tupido que leahogue.

El calavera temerón tiene indispensable-mente, o ha tenido alguna temporada, una cerba-

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tana, en la cual adquiere singular tino. Colocadoen alguna tienda de la calle de la Montera, separapeta detrás de dos o tres amigos, que fingendiscurrir seriamente.

–Aquel viejo que viene allí. ¡Mírale quéserio viene!

–Sí; al de la casaca verde, ¡va bueno! –Dejad, dejad. ¡Pum!, en el sombrero. Se-

guid hablando y no miréis. Efectivamente, el sombrero del buen

hombre produjo un sonido seco; el acometido separa, se quita el sombrero, lo examina.

–¡Ahora! –dice la turba.–¡Pum!, otra en la calva.El viejo da un salto y echa una mano a la

calva; mira a todas partes... nada. –¡Está bueno! –dice por fin, poniéndose el

sombrero–. Algún pillastre... bien podía irse adivertir...

–¡Pobre señor! –dice entonces elcalavera, acercándosele–. ¿Le han dado a usted?Es una desvergüenza... pero ¿le han hecho austed mal...?

–No, señor, felizmente.–¿Quiere usted algo?–Tantas gracias.

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Después de haber dado gracias, el hombrese va alejando, volviendo poco a poco la cabezaa ver si descubría... pero entonces el calavera leasesta su último tiro, que acierta a darle enmedio de las narices, y el hombre derrotadoaprieta el paso, sin tratar ya de averiguar dedónde procede el fuego; ya no piensa más queen alejarse. Suéltase entonces la carcajada en elcorrillo, y empiezan los comentarios sobre elviejo, sobre el sombrero, sobre la calva, sobre elfrac verde. Nada causa más risa que la extrañezay el enfado del pobre; sin embargo, nada másnatural.

El calavera temerón escoge a veces parasu centro de operaciones la parte interior de unapersiana; este medio permite más abandono enla risa de los amigos, y es el más oculto; el cala-vera fino le desdeña por poco expuesto.

A veces se dispara la cerbatana en guerri-lla; entonces se escoge por blanco el farolillo deun escarolero, el fanal de un confitero, las bote-llas de una tienda; objetos todos en que produceel barro cocido un sonido sonoro y argentino.¡Pim!: las ansias mortales, las agonías y losvotos del gallego y del fabricante de merenguesson el alimento del calavera.

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Otras veces el calavera se coloca en elconfín de la acera y, fingiendo buscar el númerode una casa, ve venir a uno, y andando con lacabeza alta, arriba, abajo, a un lado, a otro, sor-tea todos los movimientos del transeúnte, cerrán-dole por todas partes el paso a su camino.Cuando quiere poner término a la escena, fingetropezar con él y le da un pisotón; el otro enton-ces le dice: «perdone usted»; y el calavera seincorpora con su gente.

A los pocos pasos se va con los brazosabiertos a un hombre muy formal, y ahogándoleentre ellos:

–Pepe –exclama–, ¿cuándo has vuelto?¡Sí, tú eres! –Y lo mira.

–El hombre, todo aturdido, duda si es unconocimiento antiguo... y tartamudea...Fingiendo entonces la mayor sorpresa:

–¡Ah!, usted perdone –dice retirándose elcalavera–, creí que era usted amigo mío...

–No hay de qué.–Usted perdone. ¡Qué diantre! No he

visto cosa más parecida. Si se retira a la una o las dos de su tertu-

lia, y pasa por una botica, llama; el mancebo,medio dormido, se asoma a la ventanilla.

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–¿Quién es?–Dígame usted –pregunta el calavera–,

¿tendría usted espolines? Cualquiera puede figurarse la respuesta;

feliz el mancebo, si en vez de hacerle esa senci-lla pregunta, no le ocurre al calavera asirle delas narices al través de la rejilla, diciéndole:

–Retírese usted; la noche está muy frescay puede usted atrapar un constipado.

Otra noche llama a deshoras a una puerta. –¿Quién? –pregunta de allí a un rato un

hombre que sale al balcón medio desnudo. –Nada –contesta–; soy yo, a quien no

conoce; no quería irme a mi casa sin darle austed las buenas noches.

–¡Bribón! ¡Insolente! Si bajo... –A ver cómo baja usted; baje usted: usted

perdería más; figúrese usted dónde estaré yocuando usted llegue a la calle. Conque buenasnoches; sosiéguese usted, y que usted descanse.

Claro está que el calavera necesita espec-tadores para todas estas escenas: los placeressólo lo son en cuanto pueden comunicarse; portanto el calavera cría a su alrededor constante-mente una pequeña corte de aprendices, o demeros curiosos, que no teniendo valor o gracia

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bastante para serlo ellos mismos, se contentancon el papel de cómplices y partícipes; éstos lemiran con envidia, y son las trompetas de sufama.

El calavera langosta se forma del ante-rior, y tiene el aire más decidido, el sombreromás ladeado, la corbata más negligé; sus haza-ñas son más serias; éste es aquel que se reúne enpandillas; semejante a la langosta, de que tomanombre, tala el campo donde cae; pero, comoella, no es de todos los años, tiene temporadas, ycomo en el día no es de lo más en boga, pasare-mos muy rápidamente sobre él. Concurre a losbailes llamados «de candil», donde entra sin quenadie le presente, y donde su sola presenciadifunde el terror; arma camorra, apaga las luces,y se escurre antes de la llegada de la policía, ydespués de haber dado unos cuantos palos aderecha e izquierda; en las máscaras suelemover también su zipizape; en viendo una figuraantipática, dice: «aquel hombre me carga»; se vapara él, y le aplica un bofetón; de diez hombresque reciban bofetón, los nueve se quedan tran-quilamente con él, pero si alguno quiere devol-verle, hay desafío; la suerte decide entonces,porque el calavera es valiente; éste es el difícil

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de mirar: tiene un duelo hoy con uno que lemiró de frente, mañana con uno que le miró desoslayo, y al día siguiente lo tendrá con otro queno le mire; éste es el que suele ir a las casaspúblicas con ánimo de no pagar; éste es el quetalla y apunta con furor; es jugador, griego nato,y gran billarista además. En una palabra, éste esel venenoso, el calavera plaga; los demásdivierten; éste mata.

Dos líneas más allá de éste está otra castaque nosotros rehusaremos desde luego; el cala-vera tramposo, o trapalón, el que hace deudas, elparásito, el que comete a veces picardías, el queempresta para no devolver, el que vive a costade todo el mundo, etc., etcétera; pero éstos noson verdaderamente calaveras; son indignos deeste nombre; ésos son los que desacreditan eloficio, y por ellos pierden los demás. No losreconocemos.

Sólo tres clases hemos conocido másdetestables que ésta; la primera es común en eldía, y como al describirla habríamos de rozarnoscon materias muy delicadas, y para nosotros res-petables, no haremos más que indicarla.Queremos hablar del calavera cura. Vuelvo apedir perdón; pero ¿quién no conoce en el día

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algún sacerdote de esos que queriendo pasar porhombres despreocupados, y limpiarse de la famade carlistas, dan en el extremo opuesto; de esosque para exagerar su liberalismo y su ilustraciónempiezan por llorar su ministerio; a quienes seve siempre alrededor del tapete y de las bellasen bailes y en teatros, y en todo paraje profano,vestidos siempre y hablando mundanamente;que hacen alarde de...? Pero nuestros lectoresnos comprenden. Este calavera es detestable,porque el cura liberal y despreocupado debe serel más timorato de Dios, y el mejor morigerado.No creer en Dios y decirse su ministro, o creeren él y faltarle descaradamente, son la hipocresíao el crimen más hediondos. Vale más ser curacarlista de buena fe.

La segunda de esas aborrecibles castas esel viejo calavera, planta como la caña, hueca yárida con hojas verdes. No necesitamos descri-birla, ni dar las razones de nuestro fallo.Recuerde el lector esos viejos que conocerá, undecrépito que persigue a las bellas, y se rozaentre ellas como se arrastra un caracol entre lasflores, llenándolas de baba; un viejo sin orden,sin casa, sin método... el joven, al fin, tienedelante de sí tiempo para la enmienda y disculpa

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en la sangre ardiente que corre por sus venas; elviejo calavera es la torre antigua y cuarteadaque amenaza sepultar en su ruina la planta ino-cente que nace a sus pies; sin embargo, éste es elúnico a quien cuadraría el nombre de calavera.

La tercera, en fin, es la mujer calavera.La mujer con poca aprensión, y que prescindedel primer mérito de su sexo, de ese miedo atodo, que tanto la hermosea, cesa de ser mujerpara ser hombre; es la confusión de los sexos, elúnico hermafrodita de la naturaleza; ¿qué dejapara nosotros? La mujer, reprimiendo sus pasio-nes, puede ser desgraciada, pero no le es lícitoser calavera. Cuanto es interesante la primera,tanto es despreciable la segunda.

Después del calavera temerón hablaremosdel seudocalavera. Éste es aquel que sin gracia,sin ingenio, sin viveza y sin valor verdadero, seesfuerza para pasar por calavera; es género bas-tardo, y pudiérasele llamar por lo pesado y loenfadoso el calavera mosca. Rien n’est beau quele vrai, ha dicho Boileau, y en esta sentencia seencierra toda la crítica de esa apócrifa casta.

Dejando por fin a un lado otras varias,cuyas diferencias estriban principalmente enmatices y en medias tintas, pero que en realidad

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se refieren a las castas madres de que hemoshablado, concluiremos nuestro cuadro en unligero bosquejo de la más delicada y exquisita,es decir, del calavera de buen tono.

El calavera de buen tono es el tipo de lacivilización, el emblema del siglo XIX.Perteneciendo a la primera clase de la sociedad,o debiendo a su mérito y a su carácter la intro-ducción en ella, ha recibido una educaciónesmerada; dibuja con primor y toca un instru-mento; filarmónico nato, dirige el aplauso en laópera, y le dirige siempre a la más graciosa o ala más sentimental; más de una mala cantatriz lees deudora de su boga; se ríe de los actores espa-ñoles y acaudilla las silbas contra el verso; suscarcajadas se oyen en el teatro a larga distancia;por el sonido se le encuentra; reside en la lunetaal principio del espectáculo, donde entra tarde enel paso más crítico y del cual se va temprano;reconoce los palcos, donde habla muy alto, yrara noche se olvida de aparecer un momentopor la tertulia a asestar su doble anteojo a labanda opuesta. Maneja bien las armas y se batea menudo, semejante en eso al temerón, perosiempre con fortuna y a primera sangre; sus due-los rematan en almuerzo, y son siempre por poca

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cosa. Monta a caballo y atropella con gracia a lagente de a pie; habla el francés, el inglés y el ita-liano; saluda en una lengua, contesta en otra,cita en las tres; sabe casi de memoria a Paul deKock, ha leído a Walter Scott, a D’Arlincourt, aCooper, no ignora a Voltaire, cita a Pigault-Lebrun, mienta a Ariosto y habla con desenfadode los poetas y del teatro. Baila bien y bailasiempre. Cuenta anécdotas picantes, le sucedencosas raras, habla deprisa y tiene «salidas». Todoel mundo sabe lo que es tener «salidas». Lassuyas se cuentan por todas partes; siempre sonoriginales; en los casos en que él se ha visto sóloél hubiera hecho, hubiera respondido aquello.Cuando ha dicho una gracia tiene el singulartino de marcharse inmediatamente; esto pruebagran conocimiento; la última impresión es lamejor de esta suerte, y todos pueden quedarriendo y diciendo además de él: «¡Qué cabeza!¡Es mucho Fulano!».

No tiene formalidad, ni vuelve visitas, nicumple palabras; pero de él es de quien se dice:«¡Cosas de Fulano!». Y el hombre que llega atener «cosas» es libre, es independiente.Niéguesenos, pues, ahora que se necesita talentoy buen juicio para ser calavera. Cuando otro

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falta a una mujer, cuando otro es insolente, él essólo atrevido, amable; las bellas que se enfadarí-an con otro, se contentan con decirle a él: «¡Nosea usted loco! ¡Qué calavera! ¿Cuándo ha desentar usted la cabeza?»

Cuando se concede que un hombre estáloco, ¿cómo es posible enfadarse con él? Seríapreciso ser más loca todavía.

Dichoso aquel a quien llaman las mujerescalavera, porque el bello sexo gusta sobremane-ra de toda especie de fama; es preciso conocerle,fijarle, probar a sentarle, es una obra de caridad.El calavera de buen tono es, pues, el adorno pri-mero del siglo, el que anima un círculo, el cupi-do de las damas, l’enfant gâté de la sociedad yde las hermosas.

Es el único que ve el mundo y sus cosasen su verdadero punto de vista; desprecia eldinero, le juega, le pierde, le debe, pero siemprenoblemente y en gran cantidad; trata, frecuenta,quiere a alguna bailarina o a alguna operista;pero amores volanderos. Mariposa ligera, vuelade flor en flor. Tiene algún amor sentimental yno está nunca sin intrigas, pero intrigas de peli-gro y consecuencias; es el terror de los padres yde los maridos. Sabe que, semejante a la mone-

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da, sólo toma su valor de su curso y circulación,y por consiguiente no se adhiere a una mujersino el tiempo necesario para que se sepa. Unavez satisfecha la vanidad, ¿qué podría hacer deella? El estancarse sería perecer; se creería faltade recursos o de mérito su constancia. Cuandosu boga decae, la reanima con algún escándaloligero; un escándalo es para la fama y la fortunadel calavera un leño seco en la lumbre; una her-mosa ligeramente comprometida, un maridobatido en duelo son sus despachos y su pasapor-te; todas le obsequian, le pretenden, se le dispu-tan. Una mujer arruinada por él es un méritocontraído para con las demás. El hombre nocalavera, el hombre de talento y juicio se ena-mora, y por consiguiente es víctima de las muje-res; por el contrario las mujeres son las víctimasdel calavera. Dígasenos ahora si el hombre detalento y juicio no es un necio a su lado.

El fin de éste es la edad misma; una posi-ción social nueva, un empleo distinguido, unaboda ventajosa, ponen término honroso a susinocentes travesuras. Semejante entonces al solen su ocaso, se retira majestuosamente, dejando,si se casa, su puesto a otros, que vengan en él ala sociedad ofendida, y cobran en el nuevo mari-

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do, a veces con crecidos intereses, las letras queél contra sus antecesores girara.

Sólo una observación general haremosantes de concluir nuestro artículo acerca de loque se llama en el mundo vulgarmente calavera-das. Nos parece que éstas se juzgan siempre porlos resultados; por consiguiente a veces unalínea imperceptible divide únicamente al calave-ra del genio, y la suerte caprichosa los separa olos confunde en una para siempre. Supóngaseque Cristóbal Colón perece víctima del furor desu gente antes de encontrar el nuevo mundo, yque Napoleón es fusilado de vuelta de Egipto,como acaso merecía; la intentona de aquél y lainsubordinación de éste hubieran pasado por doscalaveradas, y ellos no hubieran sido más quedos calaveras. Por el contrario, en el día estánsentados en el gran libro como dos grandeshombres, dos genios.

Tal es el modo de juzgar de los hombres;sin embargo, eso se aprecia, eso sirve muchasveces de regla. ¿Y por qué?... Porque tal es laopinión pública. 5

5 El trabajo de Larra estableciendo tipos y categoríassociales rebasa lo estrictamente periodístico y se aproxima a loque hoy conocemos por sociología o por psicología, dos ciencias

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que se desarrollaron más al final del siglo XIX y, sobre tododurante el siglo XX. Actualmente, los periodistas y los medios decomunicación contribuyen a crear estereotipos sociales que influ-yen en la percepción final que se tiene de la realidad en la quenos desenvolvemos. Su trabajo consiste en explicar hechos realesenormemente complejos en pocas líneas escritas o en pocossegundos de imágenes y / o sonidos. En ese proceso de simplifi-cación de la realidad, intervienen también las leyes que deciden loque es noticia de lo que no es, y que tienden a primar algunosaspectos de la realidad sobre otros, a exagerar unos, a obviarotros... Los medios de comunicación son una fuente de informa-ción importante para políticos y para técnicos de la administra-ción pública, pero no debería ser la única o la más importante,algo que ocurre a menudo. Hoy en día, en la mayoría de las admi-nistraciones locales y autonómicas faltan sistemas permanentes desondeo e interrogación de la realidad que ayuden, desde una lógi-ca de decisión making y de diseño de políticas, a cotejar la ima-gen ofrecida por los medios de comunicación. La inexistencia desistemas objetivos de recogida y explotación de informaciónsocio-económica contribuye a perpetuar la influencia de losmedios en la formación de la agenda política. Aún ahora es sor-prendente la influencia de la prensa en la percepción de la reali-dad, en la formación de opinión y en la toma de decisiones de losresponsables políticos municipales, y en cambio es increíblementedébil el aprovechamiento de la influencia de éstos en la forma-ción de la agenda de actualidad de los medios, cuando más del 60o 70 % de las informaciones de los medios son generadas porgabinetes de comunicación institucionales y el resto por agenciasy por la propia redacción del medio.

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LA DILIGENCIARevista Mensajero, nº 47, 16 de abril de 1835

Cuando nos quejamos de que «esto nomarcha», y de que la España no progresa, nohacemos más que enunciar una idea relativa;generalizada la proposición de esa suerte, es evi-dentemente falsa; reducida a sus límites verda-deros, hay un gran fondo de verdad en ella.

Así como no notamos el movimiento dela tierra, porque todos vamos envueltos en él, asíno echamos de ver tampoco nuestros progresos.Sin embargo, ciñéndonos al objeto de este artí-culo, recordaremos a nuestros lectores que nohace tantos años carecíamos de multitud de ven-tajas, que han ido naciendo por sí solas y colo-cándose en su respectivo lugar; hijas de laépoca, secuelas indispensables del adelantogeneral del mundo. Entre ellas, es acaso la másimportante la facilitación de las comunicacionesentre los pueblos apartados; los tiranos, general-mente cortos de vista, no han considerado en lasdiligencias más que un medio de transportarpaquetes y personas de un pueblo a otro; segurosde alcanzar con su brazo de hierro a todas par-tes, se han sonreído imbécilmente al ver mudar

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de sitio a sus esclavos; no han considerado quelas ideas se agarran como el polvo a los paque-tes y viajan también en diligencia. Sin diligen-cias, sin navíos, la libertad estaría todavía proba-blemente encerrada en los Estados Unidos. Lanavegación la trajo a Europa; las diligencias hancoronado la obra; la rapidez de las comunicacio-nes ha sido el vínculo que ha reunido a los hom-bres de todos los países; verdad es que ese lazode los liberales lo es también de sus contrarios;pero ¿qué importa? La lucha es así general ysimultánea; sólo así puede ser decisiva.

Hace pocos años, si le ocurría a ustedhacer un viaje, empresa que se acometía enton-ces sólo por motivos muy poderosos, era forzosorecorrer todo Madrid, preguntando de posada enposada por medios de transporte. Éstos se dividí-an entonces en coches de colleras, en galeras, encarromatos, tal cual tartana y acémilas. En laceleridad no había diferencia ninguna; no seconcebía cómo podía un hombre apartarse de unpunto en un solo día más de seis o siete leguas;aun así era preciso contar con el tiempo y con lacolocación de las ventas; esto, más que viajar,era irse asomando al país, como quien teme quese le acabe el mundo al dar un paso más de lo

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absolutamente indispensable. En los coches via-jaban sólo los poderosos; las galeras eran elcarruaje de la clase acomodada; viajaban enellas los empleados que iban a tomar posesiónde su destino, los corregidores que mudaban devara; los carromatos y las acémilas estabanreservadas a las mujeres de militares, a los estu-diantes, a los predicadores cuyo convento no lesproporcionaba mula propia. Las demás gentes noviajaban; y semejantes los hombres a los tron-cos, allí donde nacían, allí morían. Cada cualsabía que había otros pueblos que el suyo en elmundo, a fuerza de fe; pero viajar por instruc-ción y por curiosidad, ir a París sobre todo, esoya suponía un hombre superior, extraordinario,osado, capaz de todo; la marcha era una hazaña,la vuelta una solemnidad; y el viajero, al divisarla venta del Espíritu Santo, exclamaba estupe-facto: «¡Qué grande es el mundo!». Al llegar aParís, después de dos meses de medir la tierracon los pies, hubiera podido exclamar con másrazón: «¡Qué corto es el año!».

A su vuelta, ¡qué de gentes le esperaban,y se apiñaban a su alrededor para cerciorarse desi había efectivamente París, de si se iba y sevenía, de si era, en fin, aquel mismo el que había

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ido, y no su ánima que volvía sola! Se mirabacon admiración el sombrero, los anteojos, elbaúl, los guantes, la cosa más diminuta quevenía de París. Se tocaba, se manoseaba, y toda-vía parecía imposible. ¡Ha ido a París! ¡Ha vuel-to de París! ¡Jesús!

Los tiempos han cambiado extraordinaria-mente; dos emigraciones numerosas han enseña-do a todo el mundo el camino de París yLondres. Como quien hace lo más hace lomenos, ya el viaje por el interior es una purabagatela, y hemos dado en el extremo opuesto;en el día se mira con asombro el que no ha esta-do en París; es un punto menos que ridículo.¿Quién será él, se dice, cuando no ha estado enninguna parte? Y efectivamente, por poco liberalque uno sea, o está uno en la emigración, o devuelta de ella, o disponiéndose para otra; el libe-ral es el símbolo del movimiento perpetuo, es elmar con su eterno flujo y reflujo. Yo no sé cómose lo componen los absolutistas; pero para ellosno se han establecido las diligencias; ellos espe-ran siempre a pie firme la vuelta de su Mesías;en una palabra, siempre son de casa; este partidono tiene más inconveniente que el del caracol;toda la diferencia está en tener la cabeza fuera o

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dentro de la concha. A propósito, ¿la tiene ahoradentro o fuera?

Volviendo empero a nuestras diligencias,no entraré en la explicación minuciosa y pocoimportante para el público de las causas que mehicieron estar no hace muchos días en el patiode la casa de postas, donde se efectúa la salidade las diligencias llamadas «reales», sin dudapor lo que tienen de efectivas. No sé qué tienenlas diligencias de común con Su Majestad; unaempresa particular las dirige, el público las llenay las sostiene. La misma duda tengo con respec-to a los billares; pero como si hubiera yo deextender ahora en el papel todas mis dudas noharía gran diligencia en el artículo de hoy, pres-cindiré de digresiones, y diré en último resulta-do, que ora fuese a despedir a un amigo, orafuese a recibirle, ora, en fin, con cualquier otroobjeto, yo me hallaba en el patio de las diligen-cias.

No es fácil imaginar qué multitud deideas sugiere el patio de las diligencias; yo pormi parte me he convencido que es uno de losteatros más vastos que puede presentar la socie-dad moderna al escritor de costumbres.

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Todo es allí materiales, pero hechos ya y elabo-rados; no hay sino ver y coger. A la entrada lellama a usted ya la atención un pequeño avisoque advierte, pegado en un poste, que nadiepuede entrar en el establecimiento público sinolos viajeros, los mozos que traen sus fardos, losdependientes y las personas que vienen a despe-dir o recibir a los viajeros; es decir, que allí sólopuede entrar todo el mundo. Al lado numerosasy largas tarifas indican las líneas, los itinerarios,los precios; aconsejaremos sin embargo a cual-quiera, que reproduzca, al ver las listas impresas,la pregunta de aquel palurdo que iba a entraraños pasados en el Botánico con chaqueta ypalo, y a quien un dependiente decía:

–No se puede pasar con ese traje; ¿no veel cartel puesto de ayer?

–Sí, señor –contestó el palurdo–, pero...¿eso rige todavía?

Lea, pues, el curioso las tarifas y pregunteluego: verá cómo no hay carruajes para muchasde las líneas indicadas; pero no se desconsuele,le dirán la razón.

–¡Como los facciosos están por ahí, y porallí, y por más allá!

Esto siempre satisface; verá además cómo

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los precios no son los mismos que cita el aviso;en una palabra, si el curioso quiere proceder pororden, pregunte y lea después, y si quiere atajar,pregunte y no lea. La mejor tarifa es un depen-diente; podrá suceder que no haya quien dérazón; pero en ese caso puede volver a otra hora,o no volver si no quiere.

El patio comienza a llenarse de viajeros yde sus familias y amigos; los unos se distinguenfácilmente de los otros. Los viajeros entran des-pacio; como muy enterados de la hora, están yacomo en su casa; los que vienen a despedirles, sino han venido con ellos, entran deprisa y pre-guntando:

–¿Ha marchado ya la diligencia? ¡Ah, no;aquí está todavía!

Los primeros tienen capa o capote, aun-que haga calor; echarpe al cuello y gorro griegoo gorra si son hombres; si son mujeres, gorro opapalina, y un enorme ridículo; allí va el pañue-lo, el abanico, el dinero, el pasaporte, el vaso decamino, las llaves, ¡qué más sé yo!

Los acompañantes, portadores de menosaparato, se presentan vestidos de ciudad, a laligera.

A la derecha del patio se divisa una

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pequeña habitación; agrupados allí los viajerosal lado de sus equipajes, piensan el últimomomento de su estancia en la población; mediahora falta sólo; una niña –¡qué joven, qué intere-sante!–, apoyada la mejilla en la mano, pareceexhalar la vida por los ojos cuajados en lágri-mas; a su lado el objeto de sus miradas procuraconsolarla, oprimiendo acaso por última vez sulindo pie, su trémula mano...

–Vamos, niña –dice la madre, robusta eimpávida matrona, a quien nadie oprime nada, ycuya despedida no es la primera ni la última–, ¿aqué vienen esos llantos? No parece sino que nosvamos del mundo.

Un militar que va solo examina curiosa-mente las compañeras de viaje; en su aire deter-minado se conoce que ha viajado y conoce afondo todas las ventajas de la presión de unadiligencia. Sabe que en diligencia el amor sobretodo hace mucho camino en pocas horas. Lanaturaleza, en los viajes, desnuda de las conside-raciones de la sociedad, y muchas veces delpudor, hijo del conocimiento de las personas,queda sola y triunfa por lo regular. ¿Cómo noadherirse a la persona a quien nunca se ha visto,a quien nunca se volverá acaso a ver, que no le

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conoce a uno, que no vive en su círculo, que nopuede hablar ni desacreditar, y con quien se vaencerrado dentro de un cajón dos, tres días consus noches? Luego parece que la sociedad noestá allí; una diligencia viene a ser para los dossexos una isla desierta; y en las islas desiertas nosería precisamente donde tendríamos que sufrirmás desaires de la belleza. Por otra parte, ¡quéfranqueza tan natural no tiene que establecerseentre los viajeros! ¡Qué multitud de ocasiones deprestarse mutuos servicios! ¡Cuántas veces al díase pierde un guante, se cae un pañuelo, se dejaolvidado algo en el coche o en la posada!¡Cuántas veces hay que dar la mano para bajar osubir! Hasta el rápido movimiento de la diligen-cia parece un aviso secreto de lo rápida que pasala vida, de lo precioso que es el tiempo; tododebe ir deprisa en diligencia. Una salida de unpueblo deja siempre cierta tristeza que no esnatural al hombre; sabido es que nunca está elcorazón más dispuesto a recibir impresiones quecuando está triste: los amigos, los parientes quequedan atrás dejan un vacío inmenso. ¡Ah! ¡Lanaturaleza es enemiga del vacío!

Nuestro militar sabe todo esto; pero sabetambién que toda regla tiene excepciones, y que

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la edad de quince años es la edad de las excep-ciones; pasa, pues, rápidamente al lado de laniña con una sonrisa, mitad burlesca, mitadcompasiva.

–¡Pobre niña! –dice entre dientes–; ¡loque es la poca edad! ¡Si pensará que no se apre-cian las caras bonitas más que en Madrid! Eltiempo le enseñará que es moneda corriente entodos los países.

Una bella parece despedirse de un hombrede unos cuarenta años; el militar fija el lente;ella es la que parte; hay lágrimas, sí; pero ¿cuán-do no lloran las mujeres? Las lágrimas por sísolas no quieren decir nada; luego hay ciertadiferencia entre éstas y las de la niña; una sonri-sa de satisfacción se dibuja en los labios delmilitar. Entre las ternezas de despedida se desli-zan algunas frases, que no son reñir enteramen-te, pero poco menos: hay cierta frialdad, ciertodominio en el hombre. ¡Ah, es su marido!

«Se puede querer mucho a su marido–dice el militar para sí– y hacer un viaje diverti-do.

–¡Voto va!, ya ha marchado –entra gritan-do un original cuyos bolsillos vienen llenos desalchichón para el camino, de frasquetes ensoga-

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dos, de petacas, de gorros de dormir, de pañue-los, de chismes de encender... ¡Ah!, ¡ah!, éste esun verdadero viajero; su mujer le acosa a pre-guntas:

–¿Se ha olvidado el pastel?.–No, aquí le traigo.–¿Tabaco?–No, aquí está.–¿El gorro?–En este bolsillo.–¿El pasaporte?–En este otro.Su exclamación al entrar no carece de

fundamento, faltan sólo minutos, y no se divisadisposición alguna de viaje. La calma de losmayorales y zagales contrasta singularmente conla prisa y la impaciencia que se nota en lasmenores acciones de los viajeros; pero es deadvertir que éstos, al ponerse en camino, alteranel orden de su vida para hacer una cosa extraor-dinaria; el mayoral y el zagal por el contrariohacen lo de todos los días.

Por fin, se adelanta la diligencia, se aplicala escalera a sus costados, y la baca recibe en suseno los paquetes; en menos de un minuto estádispuesta la carga, y salen los caballos lentamen-

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te a colocarse en su puesto. Es de ver la impasi-bilidad del conductor a las repetidas solicitudesde los viajeros.

–A ver, esa maleta; que vaya donde sepueda sacar.

–Que no se moje ese baúl.–Encima ese saco de noche.–Cuidado con la sombrerera.–Ese paquete, que es cosa delicada.Todo lo oye, lo toma, lo encajona, a nadie

responde; es un tirano en sus dominios. –La hoja, señores, ¿tienen ustedes todos

sus pasaportes? ¿Están todos? Al coche, alcoche.

El patio de las diligencias es a un cemen-terio lo que el sueño a la muerte, no hay másdiferencia que la ausencia y el sueño pueden noser para siempre; no les comprende el terriblevoi ch’intrate lasciate ogni speranza, de Dante.

Se suceden los últimos abrazos, se renue-van los últimos apretones de manos; los hom-bres tienen vergüenza de llorar y se reprimen, ylas mujeres lloran sin vergüenza.

–Vamos, señores –repite el conductor; ytodo el mundo se coloca.

La niña, anegada en lágrimas, cae entre su

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madre y un viejo achacoso que va a tomar lasaguas; la bella casada entre una actriz que va alas provincias, y que lleva sobre las rodillas unagran caja de cartón con sus preciosidades dereina y princesa, y una vieja monstruosa quelleva encima un perro faldero, que ladra y muer-de por el pronto como si viese al aguador, y quehará probablemente algunas otras gracias por elcamino. El militar se arroja de mal humor en elcabriolé, entre un francés que le pregunta:«¿Tendremos ladrones?» y un fraile corpulento,que con arreglo a su voto de humildad y depenitencia, va a viajar en estos carruajes tanincómodos. La rotonda va ocupada por el hom-bre de las provisiones; una robusta señora quelleva un niño de pecho, y un bambino de cuatroaños, que salta sobre sus piernas para asomarsede continuo a la ventanilla; una vieja verde,llena de años y de lazos, que arregla entre laspiernas del suculento viajero una caja de un loro,e hinca el codo, para colocarse, en el costado deun abogado, el cual hace un gesto, y vista lamala compañía en que va, trata de acomodarsepara dormir, como si fuera ya juez.Empaquetado todo el mundo se confunden en elaire los ladridos del perrito, la tos del fraile, el

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llanto de la criatura; las preguntas del francés,los chillidos del bambino, que arrea los caballosdesde la ventanilla, los sollozos de la niña, losjuramentos del militar, las palabras enseñadasdel loro, y multitud de frases de despedida.

–Adiós.–Hasta la vuelta.–Tantas cosas a Pepe.–Envíame el papel que se ha olvidado. –Que escribas en llegando.–Buen viaje.Por fin suena el agudo rechinido del láti-

go, la mole inmensa se conmueve y, estreme-ciendo el empedrado, se emprende el viaje,semejante en la calle a una casa que se despren-diese de las demás con todos sus trastos e inqui-linos a buscar otra ciudad en donde empotrarsede nuevo. 6

6 En materia de servicios todo es comunicación. Todocontribuye a formar una imagen en la mente del cliente: la presta-ción del servicio, el trato personal, la información suministrada–escrita o verbal-, etc. pueden contribuir a mejorar o empeorar lasexpectativas previas. ¿Porqué será que todavía hoy, a pesar de lacantidad de recursos y esfuerzos invertidos en comunicar los ser-vicios por escrito, muchas personas siguen prefiriendo preguntardirectamente al personal de frontera? Probablemente también,como hace 167 años, “por si rige todavía”... La lógica de marke-

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ting aplicada al diseño y rediseño de los servicios públicos (esoincluye la comunicación) permite evitar estas situaciones. De loque se trata hoy en día es de orientar el servicio al cliente, de pre-guntar al cliente. Aunque deberíamos hablar de orientarlo hacialos clientes, hacia los diferentes segmentos de clientes de cadaservicio. Descubriríamos seguramente que hay un segmento signi-ficativo de ciudadanos que no se desenvuelven bien con la infor-mación escrita (por razones culturales, de baja instrucción, dehábito, de preferencias, etc.) y otro en cambio que sí; lo que exigede entrada dos estrategias diferentes de comunicación si desea-mos ofrecer un servicio de calidad.En materia de servicios todo es comunicación. Todo contribuye a

formar una imagen en la mente del cliente: la prestación del ser-vicio, el trato personal, la información suministrada –escrita overbal-, etc. pueden contribuir a mejorar o empeorar las expectati-vas previas. ¿Porqué será que todavía hoy, a pesar de la cantidadde recursos y esfuerzos invertidos en comunicar los servicios porescrito, muchas personas siguen prefiriendo preguntar directa-mente al personal de frontera? Probablemente también, comohace 167 años, “por si rige todavía”... La lógica de marketingaplicada al diseño y rediseño de los servicios públicos (eso inclu-ye la comunicación) permite evitar estas situaciones. De lo que setrata hoy en día es de orientar el servicio al cliente, de preguntaral cliente. Aunque deberíamos hablar de orientarlo hacia los clien-tes, hacia los diferentes segmentos de clientes de cada servicio.Descubriríamos seguramente que hay un segmento significativode ciudadanos que no se desenvuelven bien con la informaciónescrita (por razones culturales, de baja instrucción, de hábito, depreferencias, etc.) y otro en cambio que sí; lo que exige de entra-da dos estrategias diferentes de comunicación si deseamos ofrecerun servicio de calidad.

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EN ESTE PAÍSRevista Española, nº 51, 30 de abril de 1833

Hay en el lenguaje vulgar frases afortu-nadas que nacen en buena hora y que se derra-man por toda una nación, así como se propaganhasta los términos de un estanque las ondas pro-ducidas por la caída de una piedra en medio delagua. Muchas de este género pudiéramos citar,en el vocabulario político, sobre todo; de estaclase son aquellas que, halagando las pasionesde los partidos, han resonado tan funestamenteen nuestros oídos en los años que van pasandode este siglo, tan fecundo en mutaciones deescenas y en cambios de decoraciones. Cae unapalabra de los labios de un perorador en unpequeño círculo, y un gran pueblo ansioso depalabras la recoge, la pasa de boca en boca, ycon la rapidez del golpe eléctrico un crecidonúmero de máquinas vivientes la repite y la con-sagra, las más veces sin entenderla y siempre sincalcular que una palabra sola es a veces palancasuficiente a levantar la muchedumbre, inflamarlos ánimos y causar en las cosas una revolución.

Estas voces favoritas han solido siempredesaparecer con las circunstancias que las pro-

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dujeron. Su destino es, efectivamente, comosonido vago, que son, perderse en lontananza,conforme se apartan de la causa que las hizonacer. Una frase empero sobrevive siempre entrenosotros, cuya existencia es tanto más difícil deconcebir cuanto que no es de la naturaleza deesas de que acabamos de hablar; éstas sirven enlas revoluciones para lisonjear a los partidos, y ahumillar a los caídos, objeto que se entiende per-fectamente, una vez conocida la generosa condi-ción del hombre; pero la frase que forma elobjeto de este artículo se perpetúa entre noso-tros, siendo solo un funesto padrón de ignominiapara los que la oyen y para los mismos que ladicen; así la repiten los vencidos como los ven-cedores, los que pueden como los que no quie-ren extirparla, los propios, en fin, como losextraños.

En este país ..., ésta es la frase que todosrepetimos a porfía, frase que sirve de clave paratoda clase de explicaciones, cualquiera que seala cosa que a nuestros ojos choque en mal senti-do. ¿Qué quiere usted?, decimos, ¡en este país!Cualquier acontecimiento desagradable que nossuceda, creemos explicarle perfectamente con lafrasecilla: ¡cosas de este país!, que con vanidad

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pronunciamos, y sin pudor alguno repetimos.¿Nace esta frase de un atraso reconocido

en toda la nación? No creo que pueda ser éste suorigen, porque sólo puede conocer la carencia deuna cosa el que la misma cosa conoce, de dondese infiere que si todos los individuos de un pue-blo conociesen su atraso, no estarían realmenteatrasados. ¿Es la pereza de imaginación o deraciocinio que nos impide investigar la verdade-ra razón de cuanto nos sucede, y que se goza entener una muletilla siempre a mano con que res-ponderse a sus propios argumentos, haciéndosecada uno la ilusión de no creerse cómplice de unmal, cuya responsabilidad descarga sobre elestado del país en general? Esto parece másingenioso que cierto.

Creo entrever la causa verdadera de estahumillante expresión. Cuando se halla un país enaquel crítico momento en que se acerca a unatransición, y en que saliendo de las tinieblascomienza a brillar a sus ojos un ligero res-plandor, no conoce todavía el bien empero yaconoce el mal de donde pretende salir para pro-bar cualquiera otra cosa que no sea lo que hastaentonces ha tenido. Sucédele lo que a una jovenbella que sale de la adolescencia; no conoce el

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amor todavía ni sus goces; su corazón, sinembargo, o la naturaleza por mejor decir, leempieza a revelar una necesidad que pronto seráurgente para ella, y cuyo germen y cuyos mediosde satisfacción tiene en sí misma, si bien losdesconoce todavía; la vaga inquietud de su alma,que busca y ansia, sin saber qué, la atormenta yla disgusta de su estado actual y del anterior enque vivía; y vesela despreciar y romper aquellosmismos sencillos juguetes que formaban pocoantes el encanto de su ignorante existencia.

Este es acaso nuestro estado, y éste anuestro entender el origen de la fatuidad que ennuestra juventud se observa: el medio saberreina entre nosotros; no conocemos el bien, perosabemos que existe y que podemos llegar aposeerle, si bien sin imaginar aún el cómo.Afectamos, pues, hacer ascos de lo que tenemospara dar a entender a los que nos oyen que cono-cemos cosas mejores, y nos queremos engañarmiserablemente unos a otros, estando todos en elmismo caso.

Este medio saber nos impide gozar de lobueno que realmente tenemos, y aun nuestraansia de obtenerlo todo de una vez nos ciegasobre los mismos progresos que vamos insensi-

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blemente haciendo. Estamos en el caso del queteniendo apetito desprecia un sabroso almuerzocon la esperanza de un suntuoso convite incierto,que se verificará o no se verificará más tarde.Sustituyamos sabiamente a la esperanza demañana el recuerdo de ayer, y veamos si tene-mos razón en decir a propósito de todo: ¡Cosasde este país!

Sólo con el auxilio de las anteriores refle-xiones puedo comprender el carácter de donPeriquito, ese petulante joven, cuya instrucciónestá reducida al poco latín que le quisieron ense-ñar y que el no quiso aprender; cuyos viajes nohan pasado de Carabanchel; que no lee sino enlos ojos de sus queridas, los cuales no son cierta-mente los libros más filosóficos; que no conoce,en fin, más ilustración que la suya, máshombres que sus amigos, cortados por lamisma tijera que él, ni más mundo que el salóndel Prado, ni más país que el suyo. Este fielrepresentante de gran parte de nuestra juventuddesdeñosa de su país, fue no ha mucho tiempoobjeto de una de mis visitas.

Encontréle en una habitación mal amue-blada y peor dispuesta, como de hombre solo;reinaba en sus muebles y sus ropas, tiradas aquí

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y allí, un espantoso desorden de que hubo deavergonzarse al verme entrar.

—Este cuarto está hecho una leonera—medijo—. ¿Qué quiere usted? En este país...—Yquedó muy satisfecho de la excusa que a sunatural descuido había encontrado.

Empeñóse en que había de almorzar conél, y no pude resistir a sus instancias; un malalmuerzo mal servido reclamaba indispensable-mente algún nuevo achaque, y no tardó muchoen decirme: «Amigo, en este país no se puededar un almuerzo a nadie; hay que recurrir a losplatos comunes y al chocolate.»

«Vive Dios—dije yo para mí—que cuan-do en este país se tiene un buen cocinero y unexquisito servicio y los criados necesarios, sepuede almorzar un excelente beefstek con todoslos adherentes de un almuerzo a la fourchette; yque en París los que pagan ocho o diez realespor un appartement garni, o una mezquina habi-tación en una casa de huéspedes, como miamigo don Periquito, no se desayunan conpavos trufados ni con champagne.»

Mi amigo Periquito es hombre pesadocomo los hay en todos los países, y me instó aque pasase el día con él; y yo, que había empe-

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zado ya a estudiar sobre aquella máquina, comoun anatómico sobre un cadáver, acepté inmedia-tamente.

Don Periquito es pretendiente a pesar desu notoria inutilidad. Llevóme, pues, de ministe-rio en ministerio; de dos empleos con los cualescontaba, habíase llevado el uno otro candidatoque había tenido más empeños que él. —¡Cosasde España!, me salió diciendo, al referirme sudesgracia. —Ciertamente, le respondí, sonrién-dome de su injusticia, porque en Francia y enInglaterra no hay intrigas; puede usted estarseguro de que allá todos son santos varones, ylos hombres ni son hombres.

El segundo empleo que pretendía habíasido dado a un hombre de más luces que él. —¡Cosas de España!, me repitió.

«Sí, porque en otras partes colocan losnecios», dije yo para mí. Llevóme en seguida auna librería, después de haberme confesado quehabía publicado un folleto, llevado del malejemplo. Preguntó cuántos ejemplares se habíanvendido de su peregrino folleto, y el librero res-pondió: «Ni uno.»

—¿Lo ve usted, Fígaro?—me dijo—. ¿Love usted? En este país no se puede escribir. En

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España no se puede escribir. En París hubieravendido diez ediciones.

—Ciertamente—le contesté yo—, porquelos hombres como usted venden en París susediciones.

En París no habrá libros malos que no selean, ni autores necios que se mueran de ham-bre.

—Desengáñese usted: en este país no selee—prosiguió diciendo.

«Y usted que de eso se queja, señor donPeriquito, usted, ¿qué lee? —le hubiera podidopreguntar—. Todos nos quejamos de que no selee, y ninguno leemos.»

—¿Lee usted los periódicos?—le preguntésin embargo.

—No, señor; en este país no se sabe escri-bir periódicos. ¡Lea usted ese Diario de losDebates, ese Times!

Es de advertir que don Periquito no sabefrancés ni inglés, y que en cuanto a periódicos,buenos o malos, en fin, los hay, y muchos añosno los ha habido.

Pasábamos al lado de una obra de esasque hermosean continuamente este país, y cla-maba: «¡ Qué basura! En este país no hay poli-

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cía. En París las cosas que se destruyen y reedi-fican no producen polvo.»

Metía el pie torpemente en un charco«¡ No hay limpieza en España! —exclamaba—.En el extranjero no hay lodo.»

Se hablaba de un robo. « ¡ Ah!, ¡ país deladrones! — vociferaba indignado—. Porque enLondres no se roba.» En Londres, donde en lacalle acometen los malhechores a la mitad de undía de niebla a los transeúntes.

Nos pedía limosna un pobre. «¡En estepaís no hay más que miseria! — exclamabahorripilado —. Porque en el extranjero no hayinfeliz que no arrastre coche.»

Íbamos al teatro. «¡ Oh, qué horror! —decía mi don Periquito con compasión, sinhaberlos visto mejores en su vida—. ¡Aquí nohay teatros!»

Pasábamos por un café. «No entremos.¡Qué cafés los de este país!», gritaba.

Se hablaba de viajes. «¡Oh, Dios me libre!¡En España no se puede viajar! ¡Qué posadas!,¡qué caminos! »

¡Oh infernal comezón de vilipendiar estepaís que adelanta y progresa de algunos años aesta parte más rápidamente que adelantaron esos

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países modelos para llegar al punto de ventajaen que se han puesto!

¿Por qué los don Periquitos que todo lodesprecian en el año 33, no vuelven los ojos amirar atrás, o no preguntan a sus papás acercadel tiempo, que no está tan distante de nosotros,en que no se conocía en la corte más botilleríaque la de Canosa, ni más bebida que la lechehelada; en que no había más caminos en Españaque el del cielo; en que no existían más posadasque las descritas por Moratín en El sí de lasniñas, con las sillas desvencijadas y las estampasdel Hijo Pródigo, o las malhadadas ventas paracaminantes asendereados; en que no corríanmás carruajes que las galeras y carromatoscatalanes; en que los chorizos y polacosrepartían a naranjazos los premios al talento dra-mático, y llevaba el público al teatro la bota y lamerienda para pasar a tragos la representaciónde las comedias de figurón y dramas deComella; en que no se conocía más ópera que elMarlborough (o Mambruc, como dice el vulgo)cantando a la guitarra; en que no se leía másperiódico que el Diario de Avisos, y en fin...,en que...?

Pero acabemos este artículo, demasiado

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largo para nuestro propósito: no vuelven a miraratrás porque habría de poner un término a sumaledicencia, y llamar prodigiosa la casi repen-tina mudanza que en este país se ha verificadoen tan breve espacio.

Concluyamos sin embargo de explicarnuestra idea claramente más que a los donPeriquitos que nos rodean pese y avergüence.

Cuando oímos a un extranjero que tiene lafortuna de pertenecer a un país donde las venta-jas de la ilustración se han hecho conocer conmucha anterioridad que en el nuestro, por causasque no es de nuestra inspección examinar, nadaextrañamos en su boca, sino es la falta de consi-deración y aun de gratitud que reclama la hospi-talidad de todo hombre honrado que la recibe;pero cuando oímos la expresión despreciativaque hoy merece nuestra sátira en bocas de espa-ñoles, y de españoles sobre todo que no conocenmás país que este mismo suyo que tan injusta-mente dilaceran, apenas reconoce nuestra indig-nación limites en qué contenerse.

Borremos, pues, de nuestro lenguaje lahumillante expresión que no nombra a este paíssino para denigrarle; volvamos los ojos atrás,comparemos, y nos creeremos felices. Si alguna

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vez miramos adelante y nos comparamos con elextranjero, sea para prepararnos un porvenirmejor que el presente, y para rivalizar en nues-tros adelantos con los de nuestros vecinos;sólo en este sentido opondremos nosotros enalgunos de nuestros artículos el bien de fuera almal de dentro.

Olvidemos, lo repetimos, esa funestaexpresión que contribuye a aumentar la injustadesconfianza que de nuestras propias fuerzastenemos. Hagamos más favor o justicia a nuestropaís, y creámosle capaz de esfuerzos y felicida-des. Cumpla cada español con sus deberes debuen patricio, y en vez de alimentar nuestrainacción con la expresión de desaliento: ¡Cosasde España!, contribuya cada cual a las mejorasposibles; entonces este país dejará de ser tanmal tratado de los extranjeros, a cuyo desprecionada podemos oponer, si de él les damos noso-tros mismos el vergonzoso ejemplo.

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