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Guillermo Lockhart – Diego Moraes

VOCES ANÓNIMASHistorias y leyendas del universo mágico

2008

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ISBN 978-9974-96+++++++

Primera edición: 2008.Tiraje: 5000 ejemplares.

ilusTraciones: Marco Vera.FoTograFía y diseño de PorTada: Daniel Maidana.

© Copyright by Guillermo Lockhart & Diego Moraes conTacTo: vocesanonimas@teledoce. com.uy

Queda hecho el depósito que ordena la leyImpreso en Montevideo - Uruguay - 2008

Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publi-cación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún me-dio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o fotocopia, sin el permiso previo y por escrito de los autores.

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dedicado con mucho cariño a la memoria de Elena Quintana Guillermo Lockhart

para Lady Marian

Diego Moraes

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Prólogo

El presente libro contiene una recopilación de relatos, historias y leyendas mágicas recogidas de la tradición oral de diversas partes del mundo. Se trata de una adaptación al formato literario de algunas de las más destacadas narraciones salidas al aire en el programa de televisión Voces Anónimas, emitido a través de la pantalla de Teledoce (Canal 12 - Montevideo - Uruguay).

La idea original del programa –y también del libro- se debe al conductor, productor y director televisivo del mismo, Guillermo Lockhart, quien desde muy temprana edad se convenció de lo buena que sería la idea de poder llevar alguna vez a la pantalla chica una reconstrucción de los mitos, las leyendas y los relatos históricos que pueblan el imaginario de la tradición oral. Tiempo más tarde, cuando comenzó a trabajar en los medios de comunicación de Montevideo, las circunstancias le permitieron comunicar su sueño al editor Daniel Savio. Daniel se entusiasmó inmediatamente con la idea, y sin más trámite pusieron manos a la obra para llevar a cabo el proyecto del programa. Corría por entonces el año de 2004, y hacia mediados del 2005 ambos dieron inicio a los trabajos de la etapa de pre- producción.

Cuando el proyecto televisivo era ya casi un hecho, surgió la necesidad de ponerle un nombre. Luego de discutir otras alternativas Guillermo y Daniel se decidieron por Voces Anónimas, pues éste parecía ser el más acorde con el espíritu del programa: dejar constancia de historias mágicas de la tradición oral no documentadas (o parcialmente documentadas) que permitieran realizar un viaje a través del tiempo y del espacio en unos pocos segundos. El programa fue presentado con el subtítulo: “Mensajes de una ciudad enigmática”, pues todas las historias tenían como escenario la capital del país.

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La presentación pública del programa, ocurrida en abril del 2006, fue todo un éxito, y esto por varios motivos. Principalmente, por el interés cultural de su temática, pues gracias a Voces Anónimas muchas de las historias salidas al aire, en su mayoría desconocidas para el gran público, se atesoran hoy como uno de los patrimonios más valiosos de los barrios de Montevideo en que ocurrieron.

La respuesta del público ante el programa fue muy buena. De hecho, la gente lo recibió con tanto entusiasmo que se llegaron a generar algunos fenómenos un poco curiosos a su alrededor. Por ejemplo, se organizó todo un movimiento de fans de Voces Anónimas, transformándose en una serie de “culto” para un amplio sector de la audiencia. Tan grande fue esta respuesta del público que apenas los primeros capítulos aparecieron al aire, Eugenio Restano -Gerente de Programación de Teledoce- solicitó a la producción del programa la posibilidad de que se estirara el ciclo con algunos capítulos extras. Lamentablemente, esta posibilidad tuvo en su momento que ser desechada en virtud del tiempo excesivo que insumían los trabajos de edición, pero igual quedó firme el compromiso de realizar un segundo ciclo con nuevas historias. Fue así que nació la idea de ponerse a trabajar en el proyecto Voces Anónimas 2.

El desafío de la realización de un segundo ciclo consistía en superar la apuesta inicial. Sobre todo en lo que tiene que ver con las cuestiones técnicas, tratando de mejorar la calidad de las narraciones, del sonido, de la iluminación, de los efectos especiales y, en general, procurando consolidar el formato del programa. Pero también en una ampliación del horizonte de referencia, ya que el nuevo ciclo no sólo trataría de recoger historias mágicas de Montevideo sino también de otras partes del interior y del exterior del país. En consecuencia, la producción de Voces Anónimas, luego de más de un año de trabajo y miles de kilómetros recorridos, se hizo presente en muchas importantes ciudades del mundo –como Paris, Londres, Nueva York, Barcelona, Madrid, Málaga, Bogotá y Buenos

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Aires- captando imágenes, informaciones y testimonios de sus leyendas más representativas. De allí precisamente que este segundo ciclo haya cambiado el subtítulo a “Historias y leyendas del universo mágico”.

Ahora bien, el hecho es que raíz del interés despertado desde el primer ciclo, la gente comenzó a demandar la escritura de un libro del programa, que pudiera dar un soporte más duradero a muchas de esas historias que se perdían luego de su efímera aparición al aire. Fue esta inquietud la que llevó a Guillermo Lockhart a ponerse en contacto con Diego Moraes. Por entonces, Diego se encontraba en la etapa de organización de la presentación pública en la ciudad de Salto de su libro Bestiario del Salto Oriental (2007), volumen que recoge ficciones de similar naturaleza que las registradas en Voces Anónimas, con la única diferencia de que las suyas tienen como escenario las tierras y los habitantes de aquel departamento. Y como a Guillermo le interesó el trabajo, pues presentaba ciertas características formales semejantes a las que él entreveía debería respetar un libro del programa, trató de discutir la posibilidad con el autor de esas páginas.

Apenas se conocieron, Diego y Guillermo encontraron muchas afinidades: el gusto por las historias mágicas y las leyendas urbanas, una visión general bastante parecida de tales fenómenos y la certeza de que se trata de un material con un potencial documental y artístico enorme. Además, por supuesto, de la curiosa coincidencia de que hacia la misma época, sin conocerse entre sí ni conocer sus respectivos trabajos, estaban los dos con la cabeza en cosas semejantes. Poco después, ya estaba en pie el proyecto de escribir juntos el libro de Voces Anónimas, tarea en la que se pusieron a trabajar hacia los primeros meses de 2007.

Antes de escribir una sola línea de texto, se establecieron algunos criterios de trabajo, tratando de que el libro fuera en verdad representativo del programa:

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En primer lugar, se decidió que el “tono” de la escritura de los textos debería ser lo más ajustado posible al formato audiovisual. La idea básica es que el libro debía parecerse al programa y que quienes leyeran el libro lo reconocieran inmediatamente como una extensión de aquel. Entre las historias que se decidió redactar se encontraban no sólo las del ciclo 2006 de Voces Anónimas, sino también algunas del segundo que todavía no habían salido al aire.

También se fijaron algunos criterios para la selección de las historias que hay en el libro. Se buscó, por ejemplo, incluir aquellas que tuvieron mayor repercusión en la audiencia y que fueran emblemáticas del programa. Asimismo, se buscó que fuera un libro con equilibrio, procurando en la selección una armonía a la vez temporal (incluyendo leyendas antiguas y modernas), de contenidos (pues hay historias de terror, emotivas, de misterio, mágicas y paranormales, entre otras), de géneros (con mitos populares, leyendas urbanas, supersticiones criollas y relatos históricos) y espaciales (recogiendo vivencias del Uruguay –capital e interior- y del exterior del país).

Finalmente, se trató también de establecer una estricta posición de la voz autoral ante el tema. Así, pues, siguiendo también en esto el espíritu del programa, la idea básica de la escritura del libro de Voces Anónimas pasó por no problematizar en absoluto la veracidad de las historias recogidas. Es decir, los autores no trataron de afirmar o refutar ninguna de las informaciones presentadas, no fueron ni escépticos ni creyentes ante ellas, ya que si bien es cierto que muchas de las historias que se incluyen son reales, lo único que trataron de hacer fue de contarlas y dejaron el resto librado a la decisión de los lectores. Este punto, por supuesto, tampoco fue objeto de discusión, ya que tanto Guillermo como Diego estaban de acuerdo en que el debate sobre si estas historias son o no ciertas es en realidad un problema sin importancia, y que el verdadero valor de las mismas se encuentra en el atractivo intrínseco que contienen.

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El proyecto de la publicación del libro de Voces Anónimas se completó cuando sobre la etapa de corrección, tanto el dibujante Marco Vera (que ya había trabajado en el programa durante el ciclo 2006 ilustrando algunas de las historias que salieron al aire) como el fotógrafo y diseñador Daniel Maidana (responsable de los aspectos gráficos del libro, y que actualmente tiene a su cargo la creación de los afiches publicitarios del programa) fueran convocados a aportar su talento para darle al volumen su diseño definitivo.

Esta es, a grandes rasgos, la génesis de presente libro, fruto de casi un año de intenso trabajo de Diego y de Guillermo, y testimonio del cultivo de una ahora ya consolidada amistad entre ambos. El mismo es el resultado del pedido de muchos televidentes de Voces Anónimas, que ven con él realizados sus deseos de poder revivir en cualquier momento que les plazca algunas de las fascinantes historias registradas en un programa inigualable en su género en la televisión uruguaya.

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El lobizón

El mito del lobizón –o lobisón- es uno de los más difundidos a través de los tiempos. Son innumerables las culturas que han asimilado la creencia en un hombre que, en virtud de algún maleficio, se transforma en una fiera terrible. Y en Latinoamérica esta creencia es muy popular.

En el Río de la Plata existe una superstición que asegura que el hermano menor de una serie ininterrumpida de siete hijos varones nace inexorablemente con la maldición de transformarse en una bestia feroz. Aunque en diversos sitios de la campaña la forma de la bestia varía (ya que puede ser indistintamente un chancho, un perro salvaje, un gato de monte o todo eso junto a la vez) se admite que el lobizón se parece mucho al lobo. En gran parte esto se debe a que la cara del lobo tiene un magnetismo muy especial del que carecen otros animales, y es tal vez por esto que la imagen de esta fiera sobrevive en el imaginario latinoamericano, a pesar de su carácter foráneo en la fauna de la región.

En las leyendas más antiguas de las que se tiene noticia -sobre todo en las de las culturas animistas que consideraban a la luna un energizante de espíritus- esa facultad de transformación era concedida por la luna llena. Pero esta convención fue modificada con el advenimiento del cristianismo, en especial con la significación sagrada del Viernes Santo, momento en que según las Escrituras (Mateo, 27:45) es propicia la aparición de los seres del mal. Por esta razón, en la actualidad los criollos admiten que el lobizón se transforma los días viernes de luna llena. Según se cuenta, una vez transformado en bestia el lobizón es muy cuidadoso de que no lo hieran, pues de lo contrario la herida se transmitiría al cuerpo humano y su identidad sería revelada. Por esta razón, una de las mejores

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maneras de ahuyentarlo es presentarle a la vista cualquier objeto cortante, como un cuchillo o una botella rota. Para liberar definitivamente a un lobizón de su maldición el único método conocido consiste en hacer apadrinar a la criatura por el mayor de sus hermanos.1

Por lo demás, hay acuerdo en admitir que el hombre que padece la maldición de ser un lobizón es conciente de su naturaleza, circunstancia que suele provocarle hondas preocupaciones. Si es un hombre bueno, cuando llega la tarde de los viernes trata de replegarse o de encerrarse, como una forma de proteger a sus seres queridos. Si no procediera así, el lobizón sería un peligro para cualquiera, pues mientras tiene forma de bestia no posee recuerdos de su vida humana.

Se conocen muchas leyendas sobre lobizones en diferentes rincones del Uruguay, sobre todo en las estancias del norte; basta recorrer el país y conversar con su gente para comprobarlo. Pero hay una que es sin dudas la más impactante de todas. Ocurrió hace ya algún tiempo en la histórica localidad de Masoller, en el departamento de Rivera.

Por entonces Masoller no se parecía en nada al pintoresco pueblito que hoy conocemos. En realidad, apenas si se trataba de un puñado de ranchos de paja y barro endeblemente apilados en el medio del campo. En aquel desamparo, rodeado de estancias por los cuatro costados, perdido casi en cualquier lugar de la inagotable campaña, compartían algunos pocos vecinos con sus animales una vida elemental, agreste y rutinaria. 1 Esto llevó a que hacia el año de 1973 el Presidente Juan Domingo Perón creara un decreto, el famoso decreto Nº 848, que concede a los padres de los séptimos hijos varones la posibilidad de optar por el padrinazgo moral del Presidente de la Nación. Este decreto, que permitió en su momento salvar la vida de muchos niños, todavía sigue vigente y es así que cuando nace en la Argentina un séptimo hijo varón la División de Padrinazgos de la casa de Gobierno le da al chico una medalla, un diploma y una beca para cursar estudios primarios y secundarios.

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En aquel establecimiento había una joven, nacida allí mismo, muy querida por los lugareños. Nadie recuerda su nombre, pero aseguran que además de muy bonita era reservada, introvertida y casi enojosamente tímida, como muchas jovencitas del campo. Vivía pobremente con su familia, atendiendo las tareas del hogar y colaborando también en las duras tareas del campo, cumpliendo de sol a sol jornadas demasiado pesadas incluso para las fuerzas de un hombre.

Un buen día, esta jovencita se puso de amoríos con un muchacho que trabajaba en las inmediaciones del pueblo. Había opiniones un poco encontradas acerca de este candidato. Nadie dudaba de que se tratara de un sujeto honrado y trabajador, pero se decía también que era demasiado taciturno, de pocas palabras y a veces malhumorado. Un poco raro en general, y no sólo porque así suelen ser en realidad algunos rudos paisanos del campo, sino porque además había trascendido que este muchacho era un séptimo hijo varón y todas las miradas de Masoller recaían inquisidoramente sobre él señalando, por lo bajo, que era un lobizón.

Cuando al cumplir los diecinueve años de edad la moza anunció que se iba a casar con éste joven, la gente del pueblo recibió la noticia con una mezcla de regocijo y de inquietud. La mayoría de los vecinos se alegraron con sinceridad por aquella boda, pero muchos no dejaron de recordarle a la joven en cada ocasión que podían los rumores que versaban sobre su enamorado y de rogarle por todos los cielos que no tomara una decisión apresurada. Pero ella, a pesar de las francas advertencias recibidas persistió firme en sus convicciones, porque quería al muchacho. Y un buen día éste se la llevó a vivir a su rancho.

Los primeros días de convivencia de la feliz pareja transcurrieron con absoluta normalidad. El rancho en que vivían, ubicado en un claro del monte, era oscuro, desamueblado y sumido en la precariedad, pero a los jóvenes no les importaba en lo más mínimo porque se tenían el uno al otro y eso les parecía suficiente.

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Sin embargo, dicen que no pasó mucho tiempo antes de que la joven comenzara a sentirse perturbada por algunos comportamientos extraños de su marido. En especial, la desconcertaba la costumbre del hombre de pasarse largas horas hacia el atardecer de los días jueves mirando como hipnotizado a través de una ventana que daba hacia el este. En tales circunstancias, si ella le preguntaba acerca del motivo de su silencio él no le contestaba y continuaba con los ojos perdidos en el vacío, mateando despacio. Peor aún se ponía los días viernes de luna llena, cuando era dominado por una especie de desesperación. Caminaba de un lado al otro de la casa como un animal enjaulado, muy inquieto. En estas ocasiones, no era extraño que los perros rondaran las postrimerías del rancho ladrando alterados.

La gota que colmó el vaso ocurrió una cierta noche de Viernes Santo. En mitad de la madrugada, mientras la joven dormía, el hombre abandonó en silencio la cama y salió a caminar por el campo. No regresó sino hasta poco antes del primer canto del gallo y jamás cruzó con su mujer siquiera una sola palabra sobre el incidente. Con el tiempo, éste enigmático comportamiento del hombre comenzó a hacerse periódico. La joven al principio se lo permitía porque estaba ya bastante acostumbrada a ese tipo de extravagancias y simulaba dormir cuando su marido se levantaba y permanecía despierta hasta que regresaba. Pero poco a poco la curiosidad comenzó a hacer su trabajo, hasta que al final la muchacha se dijo que lo mejor sería seguir en secreto a su marido para averiguar a que suerte de actividades se dedicaba en aquellas misteriosas peregrinaciones nocturnas.

Fue así que al viernes siguiente, cuando su marido se levantó, ella se hizo la dormida como en tantas otras ocasiones. Pero luego de unos momentos se levantó a su vez de la cama decidida a seguir el rumbo de sus pasos. Muy sigilosamente, para no ser notada, avanzó hasta la puerta del rancho y desde allí pudo comprobar que su marido se internaba hasta una

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arboleda que distaba a unos cuántos metros y se perdía a paso lento en la oscuridad de una noche fría y estrellada. Ella esperó todavía unos segundos a que su marido se alejara y luego salió procurando con disimulo darle alcance.

Mientras lo seguía a escondidas, a escasos metros detrás de él, una de las cosas que le llamó más poderosamente la atención fue la extraña manera en que avanzaba su esposo. Lo hacía con los ojos abiertos y la mirada perdida, hipnotizando, como si estuviera respondiendo a un secreto llamado que proviniera del interior del monte. Pero lo más raro de todo es que su andar se iba haciendo cada vez más extravagante. Caminaba encorvado hacia adelante, como si lo aquejara un dolor muy agudo en el vientre, y tanto se arrollaba que de vez en cuando utilizaba alguna de sus manos para ayudarse en el desplazamiento. Finalmente, al llegar a un sitio dominado por gruesos pastizales, el hombre se dejó caer al suelo en medio de penetrantes gruñidos.

Su cuerpo comenzó entonces a sufrir la más bizarra de las metamorfosis. Los colmillos le crecieron de golpe, un pelaje muy abundante comenzó a ganar todos los rincones de su piel y sus ojos se enrojecieron al fuego de una furia intensa. Las ropas que llevaba rasgaron por el aumento del tamaño de los músculos. Luego la bestia se incorporó, por fin, y la mujer pudo comprobar aterrada que lo que antes fuera su marido de pronto era una especie de lobo que parado sobre las dos patas traseras alzaba su hocico y aullaba al cielo. Arriba, la luna llena recortaba su blanca silueta sobre la negrura de la noche.

Al presenciar aquel espectáculo, la moza optó por alejarse lo más silenciosamente posible de allí. Pero tan nerviosa se encontraba que al intentar retroceder pisó sin querer una rama seca, la cual al romperse emitió un crujido sordo que convocó la atención de la fiera. Aquel terrible animal dirigió entonces sus ojos llenos de rabia hacia la joven y luego comenzó a correr enfurecida hacia donde ésta se hallaba, dando saltos y describiendo movimientos imposibles de realizar para un ser humano.

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Cuando la joven tuvo la certeza de que este animal no podía reconocerla como su diurna esposa y que se acercaba hacia ella con firmes propósitos de hacerla pedazos, decidió partir en una desaforada carrera hacia la seguridad del rancho, temiendo no poder llegar nunca. De hecho, los pasos de la fiera eran mucho más grandes que los de ella y por más que obligó a sus piernas en la persecución llegó a sentir en un momento la respiración caliente de sus fauces humedeciéndole la nuca. Creyéndose perdida, la joven no tuvo más remedio que treparse al árbol más cercano con la velocidad de un rayo y desde las alturas asistir al modo en que el animal tiraba tarascones al aire y saltaba con todas sus fuerzas alrededor del tronco tratando de subir. Tan cerca estuvo la fiera de devorarla que con una de sus feroces dentelladas había logrado rasgar el vestido de la desventurada criatura.

Como pudo, la joven se acurrucó contra una horqueta del árbol y desde allí comenzó a tratar de apaciguar la ira de la bestia. Le solicitaba que no le hiciera daño, alentándola con cariñosas palabras a que se acordara de quién era ella. Sin embargo, el animal seguía furioso, dando terribles gruñidos con el lomo erizado. En determinado momento se paró en sus patas traseras y quedó con su rostro a pocos centímetros de la moza. Ella, por supuesto, pensaba que había llegado ya su hora, pues a la fiera le bastaba estirar una de sus garras para destrozarla. Sin embargo el animal no lo hizo, y se quedó mirando a la joven directamente a los ojos. Fue como si de pronto se reconocieran, o como si ambos estuvieran tratando de buscar en sus miradas algo familiar. Paulatinamente el animal comenzó a declinar en su furia y luego de unos instantes de inmovilidad en aquella mutua contemplación rompió a dar aullidos y, todavía con un pedazo del vestido colgando entre los dientes, huyó despavorido al interior del monte.

Cuando las cosas parecieron ponerse un poco más tranquilas la joven decidió bajarse del árbol y tratar de regresar al rancho. Así lo hizo, todavía llorando de miedo, no sin antes

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tropezar una o dos veces en el camino de la desesperación que la dominaba. Una vez adentro, cerró la puerta estrepitosamente tras de sí, y se mantuvo en alerta unos cuantos minutos con temor a que la fiera regresara.

Segura de que aquel terrible animal se había marchado para siempre, decidió meterse en la cama para tratar de relajarse. No esperaba dormirse, ya que estaba muy alterada, pero pensaba que esa sería la mejor manera de conseguir que las horas pasaran rápido y aprovechar la primera luz del amanecer para abandonar el rancho. Sin embargo, el sueño y el cansancio pronto la vencieron y casi sin querer se quedó profundamente dormida.

A la mañana siguiente, muy temprano, unos ruidos en la cocina la despertaron. La joven se levantó entonces muy despacito, todavía temerosa de lo ocurrido hacía muy pocas horas, y fue hasta allí a averiguar de qué se trataba. Abrió la puerta y entonces vio, junto a la estufa de leña encendida, a su marido que, sentado muy tranquilo en una silla, se cebaba un mate con la caldera como si no hubiera pasado nada.

La moza, con mucha delicadeza, se acercó al hombre y le dijo algunas palabras, intentado averiguar si recordaba algo. Pero él, por supuesto, no recordaba nada. Y más todavía, cuando la joven le refirió en medio de un mar de lágrimas la extraña situación de la noche anterior, él le replicó que aquello no había sido más que un mal sueño y se rió de lo que le contaban con una carcajada grande, por lo absurdo que le parecía. Lo verdaderamente horrible del caso es que cuando esto ocurrió, la moza, con un sobresalto, logró advertir entre los dientes de su marido una hilacha de tela, una hilacha del vestido que aquella terrible fiera le había rasgado en el ataque.

La joven armó de apuro entonces un atado con sus pocas pertenencias y le comunicó a su marido que no sería capaz de seguir viviendo con él. Luego se fue del rancho, y también del pueblo y nunca más se supo nada de ella. Dicen

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que el joven hizo lo propio poco tiempo después, incapaz de asimilar la situación.

Pero aseguran los vecinos más viejos de Masoller que todavía hoy, ciertos viernes a la noche, un perro demasiado grande ronda maliciosamente los caseríos, aullándole a la luna, más solitario que nunca.

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El diablo en la discoteca

Si una cosa está fuera de toda duda, es que el fantástico mundo de las leyendas urbanas siempre puede sorprender de alguna manera. Es que en el universo mágico de la tradición oral todo es posible; ningún personaje o escenario, por excéntricos que parezcan, están excluidos de ella. Sin embargo, cuesta creer que uno de estos cuentos inexplicables, que por lo general ocurren en ambientes solitarios, pueda suceder en una discoteca, ante los ojos de muchos testigos que podrían corroborar su veracidad. Y más increíble aún puede parecer que el protagonista de la misma no sea un personaje cualquiera, sino el mismísimo Diablo, el Príncipe de las Tinieblas. Con todo, esta misteriosa combinación no sólo aconteció, sino que acontece periódicamente, desde hace ya un buen tiempo, en Colombia.

Cuentan que el primer caso registrado de la visita del Diablo a las discotecas de ese país sucedió en Bogotá, hacia la noche del Viernes Santo del año de 2003.

El hecho tuvo por escenario un sitio llamado “La Calera”, que no se encuentra ubicado exactamente dentro de la ciudad de Bogotá, sino a unos treinta minutos al norte de este distrito. Se trata de un lugar muy pintoresco cuya arquitectura responde a las exigencias de la diversión nocturna, y en el que hay emplazados infinidad de bares, pubs y discotecas. En este sitio se concentra lo más importante de la movida y de la rumba de la ciudad, constituyendo el lugar de encuentro preferido no sólo de la anónima gente del pueblo, sino también de conocidos publicistas, actores y políticos.2 Además, al estar 2 Esto se debe al imperio de una ley en el centro de Bogotá a la que se llama la “Ley Zanahoria”, impuesta por un antiguo alcalde la ciudad. Esta ley, para evitar que los jóvenes manejen alcoholizados en medio del tráfico, estipula que las discotecas no pueden tener sus puertas abiertas más allá

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este sitio ubicado en las postrimerías urbanas, donde el terreno es más elevado, por las noches se asiste desde él una maravillosa vista de la ciudad, que con sus luces encendidas completa un paisaje cercano a lo paradisíaco.

Aquella noche de Viernes Santo en particular la movida en “La Calera” estaba agitadísima, pues es una de las fechas que los colombianos prefieren especialmente para salir a divertirse. La libertad carnavalesca era casi ilimitada y el corazón de la vida latía locamente. Una copiosa multitud, entre la que se encontraba gente de la más diversa naturaleza de la ciudad de Bogotá, abarrotaba las discotecas y danzaba con alegría al son de las rumbas. Pero había también gente de otras ciudades y de otros países, y por todas partes predominaban las risas, el alcohol y las hermosas mujeres colombianas.

De pronto, sin cortarse pero llamando la atención, hizo su entrada en una de las discotecas del lugar un misterioso caballero cuya presencia hasta entonces no había sido notada. Nadie sabía ni de dónde había llegado ni a través de qué camino; nadie sabía siquiera su nombre. Pero lo cierto es que entró como un ladrón en la noche, cuando menos se lo esperaba, y que súbitamente se convirtió en el centro de atención por excelencia de todas las chicas de la disco.

A juzgar por los numerosos testimonios que días después comenzaron a circular en todos los medios de comunicación de Colombia –en su gran mayoría aportados por mujeres-se trataba de un individuo alto, muy elegante, atractivo y por sobre todo seductor. Estaba vestido con un tapado largo de color negro que llegaba hasta sus pies, luciendo un desconcertante aspecto. Sus ojos eran hermosos y llamaba la atención la profunda penetración de su mirada. Además, iba como rodeado de un aura mágica que hipnotizaba y destilaba a su paso una ofensiva

de las once y media de la noche. En cambio, en “La Calera”, la diversión se acaba mucho más tarde, a veces hacia el amanecer, razón por la cual los colombianos se desplazan masivamente hacia ese otro circuito para ir a bailar.

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vitalidad. Aún en su aspecto de irreprochable caballero inglés, aquel sujeto tenía algo de siniestro.

Lo primero que hizo este enigmático visitante apenas se encontró en la discoteca, fue ponerse a caminar de un lado para el otro, como si estuviera tratando de reconocer el terreno o como si, literalmente, estuviera buscando a alguien. A medida que dirigía sus pasos hacia el interior de la pista de baile el tiempo quedaba como suspendido a su alrededor. Todos quienes lo veían quedaban sometidos a lo exótico de los aires y de las maneras del desconocido. Las miradas de todas las mujeres, en especial, lo seguían de arriba abajo y él extraño avanzaba con suficiencia sobre aquella alfombra de miradas.

Dicen que anduvo un buen rato caminando por entre medio de la gente, sin cruzar una palabra con nadie, indiferente a las tentadoras miradas que le arrojaban mujeres de Colombia. Evidentemente, no cualquiera estaba a su altura, y aquel majestuoso personaje se estaba tomando su tiempo antes de decidirse por una compañera con quien compartir la alegría de la noche. Finalmente, y luego de un prolongado deambular, se acercó con decisión hacia una cuya suerte fue inmediatamente envidiada. Cuentan que era la mujer más hermosa que había aquella noche, la que, al tratarse de una colombiana, es casi como decir que era una de las mujeres más hermosas del mundo. Le preguntó con un gesto de la cabeza si quería bailar y ella, por supuesto, aceptó.

Su pusieron, pues, a bailar muy apretados, el misterioso caballero y la hermosa joven. Ella lo miraba como extasiada, embriagada por la belleza y la penetrante fascinación que entrevía en su rostro, mientras lo sujetaba con los dos brazos por detrás de la nuca. Él, en cambio, apenas sujetaba con una de sus manos la cintura de la muchacha, mientras con la otra, indiferente, sostenía una bebida. De a ratos, el caballero le decía alguna cosa en el oído a la joven y ella sonreía. Mientras tanto, las demás mujeres llegaron a olvidar por un segundo a sus compañeros de baile para mirar, siquiera de reojo, a aquel hombre que entendían tan atractivo.

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Ahora bien, el caso es que mientras estaban bailando, aquel misterioso personaje le pidió a la joven un favor extraño: que no le mirara los pies. Articuló como excusa cualquier argumento; tal vez dijo que se ponía nervioso o que perdía el ritmo o le que fuera, pero insistía una y otra vez en la imperiosa necesidad de que, mientras estuvieran juntos, se abstuviera de mirarle los pies. Ella, por su puesto, como estaba encantada con él, no tuvo al principio el menor inconveniente en acceder a sus peticiones, y siguió bailando como si nada.

Pero dicen también en Colombia que, como suele ocurrirle al ser humano toda vez que le imponen una prohibición absurda, la mujer no aguantó la curiosidad de averiguar la razón de ese pedido y que “la curiosidad mató al gato”. Poco a poco, comenzó a bajar la cabeza hacia el piso para mirarle los pies a su compañero, mientras éste –tal vez como un gesto de triunfo- sonreía entre dientes. Y al encontrarse con un inesperado espectáculo, la joven se desvaneció, cayendo pesadamente al piso de la discoteca.

De inmediato el ambiente se conmocionó; la gente dejó de bailar e improvisó una especie de rueda alrededor de la chica para intentar socorrerla. Alguien aplicó algunas maniobras de primeros auxilios, pero sin éxito alguno, pues la joven continuaba inconciente. Otros le dieron a oler perfumes y alcohol con idéntico resultado. Al ver escandalizados que incluso su respiración se volvía entrecortada, y que el pulso se hacía notar en forma cada vez más débil, todos acabaron por admitir la necesidad de llamar a un servicio de emergencia. Así se hizo, en definitiva, y poco tiempo más tarde la joven era trasladada a toda velocidad en una ambulancia hacia un hospital del centro de Bogotá. Lo raro del caso es que en todo este trance el excéntrico caballero no había participado en absoluto y que, más aún, cuando quisieron encontrarlo para que acompañara a la joven en la ambulancia, se encontraron con la mayúscula sorpresa de que había desaparecido.

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Lo que ocurrió a continuación pertenece enteramente al universo de la tragedia. La joven fue ingresada al hospital en un estado muy grave, casi en coma profundo. Luego de un par de horas, en las que su cuerpo no manifestó otra señal de vitalidad que un par de violentas convulsiones, dejó de vivir. Los médicos que la atendieron estaban desconcertados; aún hoy, parece imposible proporcionar una explicación satisfactoria acerca de las causas de su defunción. Pero lo más impactante de todo, es que cuando quisieron hacer la autopsia del cuerpo, se encontraron con que éste presentaba extrañas quemaduras y marcas en la zona de la espalda y en el cuello. Además, como si esto fuera poco, los ojos de la víctima estaban inyectados en sangre. Uno de los médicos que la atendió agregó que, antes de perder el sentido, la joven deliraba y decía algunas confusas palabras acerca de unas horribles patas de cabra.

Ante tan extravagante panorama, los padres de la chica, quienes la habían estado acompañando durante las pocas horas que duró su internación, decidieron tomar cartas en el asunto. No era posible que nadie pudiera aportar algún dato de lo ocurrido; no era posible que aquel caballero con el que su hija había bailado toda la noche –y principal sospechoso de lo ocurrido- hubiera desaparecido como tragado por la tierra; y no era posible, finalmente, que una agresión tan aberrante hubiese podido suceder con tanta impunidad enfrente de tantos testigos. Fue entonces que decidieron pedirles a las autoridades policiales que ordenaran revisaran las cámaras de seguridad de la discoteca para tratar de hallar alguna pista. Por supuesto, así se hizo, pero aunque todos esperaban que las grabaciones proporcionaran alguna luz sobre lo acontecido aquella noche, lo que vieron, por el contrario, antes que apaciguar su alma, los paralizó de miedo por segunda vez.

Las cámaras mostraban a la joven bailando, sí, pero bailando sola. El misterioso compañero, el seductor caballero que ejerció el centro de gravedad de la atención de la gente en aquel baile el día de Viernes Santo, no apareció jamás junto a

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ella en las grabaciones. La imagen que se veía mostraba a la joven con sus dos brazos elevados y los dedos entrelazados, tal que si estuviese tomando por detrás de la nuca a un hombre imaginario. Las cintas, además, mostraban que la gente que estaba alrededor de la chica ocasionalmente la miraban a ella, como así también –a juzgar por la dirección de las miradas- hacia algo que debería estar allí, pero que por increíble que fuera no estaba.

Poco tiempo debió pasar ante que aquel extraño suceso tomara estado público. El hecho fue tan notorio que todas las revistas, los diarios, las radios y los noticieros de la TV de Bogotá dieran a conocer entrevistas y testimonios de gente que había estado aquella noche en la discoteca en la que todo ocurrió. Entonces comenzaron a surgir otros detalles escabrosos. Un medio de comunicación presentó la noticia bajo el título: “El Diablo en la discoteca”, y fue así que desde entonces pasó a llamarse esta leyenda. El impacto de la misma no puede menospreciarse si se tiene en cuenta que el colombiano es muy religioso y que la idea de un Diablo peregrinando en las calles de su país le resulta problemática.

Hasta aquí, a grandes rasgos, los misteriosos sucesos ocurridos en Bogotá tal y como lo recuerdan algunos de sus testigos más memoriosos. Pero lo inquietante es que, a partir de esta historia, comenzaron a circular en toda Colombia una serie de testimonios similares, refiriendo también sobre la presencia del Diablo en otras discotecas de otros lugares del país.

Tal vez uno de los casos más discutidos fue el ocurrido en una discoteca de Medellín, en forma casi contemporánea al de Bogotá. Los sucesos de ambas historias son casi idénticos, con la diferencia de que en Medellín el Diablo no sólo apareció en una disco y bailó toda la noche con una mujer que finalmente acabó muerta, sino que además, y como prueba material de su paso por el país, dejó escrito en el baño con caracteres de sangre el siguiente mensaje:

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Viernes Santomuerte de CristoViernes Santo

yo revivoy riego sangre

y marco a los humanos

Hay quienes cuentan que el propósito del Diablo al redactar esta leyenda fue conseguir que los colombianos se dieran cuenta de que no había sido la suya una visita casual, sino que, por el contrario, tenía ya un plan bien orquestado para visitar periódicamente el país y llevarse algunas almas al Infierno.

Desde entonces, dicen, la movida nocturna en Colombia ya no es la misma. Mucha gente, atemorizada por la leyenda, dejó de asistir por un tiempo a las discotecas del país. Y en Bogotá el suceso tuvo un especial impacto. Incluso hoy en día, durante las noches de Viernes Santo, todos caminan entre la multitud de la pista de baile mirándose a los ojos, como tratando de adivinar si alguno de ellos no podría ser el Diablo. No sería raro verlo deambulando por ahí, siempre rodeado de mujeres, bailando al ritmo de las rumbas y de las voces anónimas.

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Alicia del Buceo

Hacia 1950, una época mágica de la historia de Montevideo que parece evocar imágenes de viejas películas y fotos en blanco y negro, el Cementerio del Buceo era una cosa muy diferente a lo que hoy conocemos. No tenía muros hacia la Rambla y casi no era otra cosa que una extensa zona despoblada y mal iluminada que por las noches se tornaba un poco tenebrosa. Apenas si dos o tres casas se contaban en los alrededores. Allí cerca, y más específicamente en las postrimerías de la hoy llamada “Curva de la Muerte”, había una parada del tranvía. En ella, todas las noches, al regresar de su trabajo, se bajaba un joven periodista de un diario de la capital llamado Germán.

Cierta vez, al descender como todas las noches del tranvía, Germán vio parada allí a una joven, muy bella, de larga cabellera negra que ondeaba al ritmo del viento, cubierta con un vestido de color blanco. Tenía una apariencia muy tímida y en sus manos llevaba una carpeta repleta de partituras musicales. A Germán le llamó poderosamente la atención sorprenderla a esas horas caminando en solitario por la Rambla sin otra compañía que el sonido del mar. Y como sintió por la chica una atracción irresistible, decidió hablarle. Se acercó entonces inventando cualquier excusa y le dijo lo que suele decirse en esos casos.

La muchacha, dicen, le respondió con cortesía y en seguida los dos se pusieron a conversar animosamente. En aquel diálogo, Germán pudo enterarse de que la joven se llamaba Alicia, que estaba aprendiendo a tocar el piano y que casi todas las noches iba a estudiar a un conservatorio que quedaba por allí cerca. El joven también le dejó saber a Alicia algunos detalles de su vida. Estuvieron charlando durante un rato bastante largo hasta que por fin la joven dijo que ya se estaba haciendo un poco tarde y que debía regresar a su

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casa. Germán se ofreció a acompañarla. Alicia, luego de unos instantes de indecisión, estuvo de acuerdo.

Los dos jóvenes caminaron juntos amigablemente por la Rambla, bajo una noche cargada de estrellas, hasta que por fin llegaron a la puerta de entrada a un viejo caserón. Se trataba de un edificio de arquitectura majestuosa, la lujosa mansión de una familia de clase media-alta, distinguido y ostentoso como los de casi todas las que habitaban el barrio del Buceo por entonces. Allí los dos jóvenes se despidieron con cariño estrechando sus manos y de paso acordaron encontrarse al día siguiente en el mismo sitio y a la misma hora.

Así lo hicieron, y así también al día siguiente y al siguiente, y cuentan las voces anónimas de Montevideo que pronto aquellos encuentros nocturnos en la Rambla del Buceo entre Germán y Alicia se transformaron en un hábito. Fue como si cada noche repitieran una y otra vez la misma cita, salvo ligeras variantes. Se dice que Alicia nunca fue impuntual en ninguno de estos encuentros y que para cuando Germán se bajaba con ansiedad del tranvía, ya hacía un rato que ella lo estaba esperando.

Las cosas marchaban a la perfección, y hubieran podido seguir a así quién sabe por cuánto tiempo, pero ocurrió que un buen día Germán, tratando de avanzar en la relación, tuvo la idea de invitar a Alicia a concurrir juntos a un baile. El compromiso, que Alicia aceptó, consistía en asistir juntos un cierto sábado de abril a la noche a un sitio al que llamaban “El Cabaret de la Muerte”.3

3 Mucha gente cree, erróneamente, que la llamada Curva de la Muerte del Buceo se llama así en virtud de los innumerables accidentes automovilísti-cos que ocurren en ella, pero en realidad recibe su nombre, precisamente, de este baile nocturno fundado por un francés hacia 1930. Desde hace ya algunos años en ese edificio funciona el Museo Oceanográfico y poco an-tes fue también la sede de la Morgue del Cementerio del Buceo, pero por aquel tiempo era una especie de salón en el que indistintamente se celebra-ban fiestas, espectáculos, bailes y reuniones de todo tipo. Según se cuenta, el sitio fue clausurado definitivamente hacia mediados de la década de los

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Durante el transcurso del baile, los dos enamorados se sintieron como solo pueden sentirse dos enamorados al comienzo de un romance. Alicia, según se recuerda, se mostró aquella noche particularmente alegre y divertida. Estaba radiante con su vestido blanco, dominando con encantadoras contorsiones de su cuerpo la pista de baile. Germán, al lado suyo, se sentía el hombre más feliz del mundo.

Cuando el baile concluyó, Germán acompañó a Alicia hasta su casa como lo hacía cada noche. Pero esta vez no fue él quien se ofreció, sino que fue la joven quien le solicitó ese favor. Alicia sentía mucho frío ya que el vestido que llevaba, aunque en verdad hermoso, era también demasiado ligero para la brisa que soplaba en la Rambla y entonces le explicó a Germán que si los dos caminaban abrazados les sería más fácil calentarse recíprocamente. Germán, por supuesto, accedió encantado y para consolidar aquel gesto paternal le ofreció con caballerosidad a Alicia su propio saco para que se protegiera del frío. Él mismo -cuenta la leyenda- lo depositó con suavidad sobre los hombros de la joven, que agradeció este gesto con palabras de cariño.

Al llegar al umbral de la puerta de la casa de Alicia Germán le preguntó a la joven si le parecía bien que se encontraran otra vez al día siguiente. Pero no a la noche, sino hacia el mediodía. Al escuchar esto, Alicia experimentó un notorio cambio en su actitud. Fue como si de pronto se transformara en otra persona. La invitación pareció ponerla muy incómoda, y de hecho ella se negó al principio, articulando algunas excusas. No obstante, la insistencia de Germán pudo más que su terquedad y al final accedió.

Al otro día Germán llegó a la cita antes de la hora convenida, pero aunque esperó y esperó por un rato largo, Alicia jamás apareció. Mil escenas se le cruzaron en la cabeza;

40 porque algunos suicidas habían llegado a poner de moda el hábito de arrojarse al vacío desde las alturas de la torre panorámica y del mirador que domina su arquitectura.

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el intrigante comportamiento de su enamorada la noche anterior, sin lugar a dudas, trabajaba su mente sin piedad. Pensaba, por ejemplo, que como ambos pertenecían a clases sociales diferentes, tal vez ella acabó por decidirse que él no era un candidato a su altura. Pero por más que pensaba en ésta y otras posibilidades, no encontraba ninguna explicación. Para despejar todas aquellas dudas, y como la impaciencia comenzaba también a ganarlo, Germán decidió ir hasta la casa en que se despedían cada noche a preguntar por Alicia.

Cuentan que Germán llegó hasta aquella casa que le era tan familiar y que tocó el timbre con una mezcla de ansiedad y de temor. Como nadie respondió, luego de unos instantes volvió a llamar. Poco después, una mucama de aspecto desganado vino a abrir la puerta. Germán, sin más trámite, preguntó por Alicia. La mucama, con expresión fría, invitó muy amablemente al joven a pasar, y luego le pidió que aguardara en el living de la casa por un momento mientras la señora bajaba a recibirlo.

Mientras esperaba Germán comenzó a repasar con la vista, para distraerse, los objetos que poblaban aquella habitación. Era aquella por cierto una casa muy lujosa, llena de objetos que denotaban un gusto exquisito y sofisticado de su propietario. Entre otras muchas curiosidades, había por allí un piano abierto, algunas partituras musicales desparramadas y un retrato de Alicia sobre el escritorio. Éste objeto acaparó poderosamente la atención de Germán. El joven lo tomó en sus manos y quedó contemplándolo un buen rato, como hipnotizado. Alicia estaba preciosa en aquella foto, irradiaba una belleza un poco vertiginosa, que enceguecía. En esa magia estaba cuando la voz de una señora bastante entrada en años, que bajaba de las escaleras, lo devolvió abruptamente a la realidad.

- Joven, ¿qué se le ofrece? –preguntó aquella mujer.-Estoy buscando a Alicia –respondió Germán, compren-

diendo de inmediato que se trataba de la madre de su enamo-rada - ¿Se encuentra?

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-¿A quién? –replicó la anciana, visiblemente contrariada.- A Alicia –insistió Germán- ¿Está? A la mujer se le llenaron los ojos de lágrimas, tragó saliva

con dificultad y luego continuó con timidez: - Joven, ella… murió –y dicho esto se llevó las manos al

rostro y rompió a llorar, presa de honda amargura.Germán quedó como petrificado. No entendía absolu-

tamente nada. Sentía que las piernas se le aflojaban y que iba a perder el conocimiento. Luego de unos instantes de parálisis por fin pudo decir:

- Disculpe usted, señora, pero tiene que ser un malentendido. Juro por Dios que ayer a la noche acompañé a una joven que se llama Alicia hasta esta casa y que la vi atravesar la puerta con mis propios ojos. ¿Se-guro que estamos hablando de la misma persona?

La anciana, entonces, sin dejar de sollozar un segundo, caminó los pasos que la separaban del escritorio y tomó en sus manos el portarretratos que había llamado la atención de Germán.

-¿Es esta la chica que usted dice haber acompañado hasta aquí?Germán, consternado, asintió.La anciana otra vez se puso a llorar. Cuando pudo, con-

tinuó:- Mi hija, Alicia… -balbuceaba con dificultad- murió hace

ya muchos años en un accidente, al ser arrollada en la Rambla por un auto cuando volvía de sus clases de piano en el Conservatorio. Si usted no me cree, puede ir hasta el Cementerio y comprobarlo. Allí fue sepultada. No le resultará difícil encontrar su tumba.

Germán sintió que un escalofrío le recorría la médula. Creía estar soñando, tan descabellada, tan inverosímil la noticia que acababa de recibir. Pero a pesar de todo, y tal vez con la esperanza de comprobar que todo era un error, decidió dirigirse al Cementerio del Buceo a comprobar aquellas informaciones. No dejó pasar un segundo, y luego de atravesar corriendo a toda velocidad la distancia que separaba aquella casa del camposanto, camino que tantas veces había transitado

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en compañía de su amada, se internó con decisión en él. Poco más tarde, estaba ya deambulando por el laberinto de nichos y lápidas en busca de la tumba indicada.

A medida que avanzaba, tratando de contener en su pecho la agitación provocada por la alocada carrera, Germán miraba nerviosamente en todas direcciones. El cementerio estaba en absoluto silencio, y sólo su respiración interrumpía la perfecta serenidad de la tarde. De pronto, una ráfaga de viento muy gélida, que hacía perfecto contrapunto con la perplejidad de su alma, pasó con furia entre los mármoles, erizándole los pelos hasta la raíz. Pero Germán no dejó de buscar, sino que por el contrario siguió avanzando, en la certidumbre de que si las indicaciones de la mujer eran correctas no debería hallarse muy lejos de la tumba indicada. Poco después, luego de unos instantes de desesperación, pudo encontrarla.

Con un nudo en la garganta, con el corazón al borde del infarto, pudo comprobar una tumba, y sobre la tumba una lápida, y en lápida una leyenda que destacaba en gruesos caracteres el nombre “Alicia”, y sobre la leyenda el saco que aquella noche le había prestado a su enamorada de ultratumba para que se protegiera del frío.4

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4 Una variante muy popular de la historia de Alicia del Buceo involucra ya no un saco, sino antes bien una bufanda de color rojo. En diversas zonas urbanas y rurales del interior del país, ficciones de semejante estructura narrativa culminan con el hallazgo sobre la tumba de camperas y abrigos de piel.

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El castillo Pittamiglio

Existe en la punta de Trouville de la Rambla Gandhi de Montevideo un castillo lleno de encanto y misterio. Se trata, sin lugar a dudas, de una de las construcciones más enigmáticas de la ciudad y ha dado lugar a una gran cantidad de leyendas mágicas.

Su propietario y constructor, don Humberto Pittamiglio, nació en Montevideo hacia el año de 1887, y llegó a hacerse un personaje muy famoso en el país en las décadas del veinte y el treinta, cuando el Uruguay era todavía muy provinciano. Se lo recuerda como una persona muy inteligente que desarrolló una admirable carrera política y que cosechó el respeto y la admiración de muchos compatriotas. Se dice también que poseía un espíritu muy sensible a todas las expresiones del arte, del paisajismo y de la arquitectura, y de hecho él fue propietario de una empresa de construcción que se colocó entre las más importantes de aquellos años. Pero no hay dudas de que, por sobre toda otra cosa, los habitantes de la ciudad lo recuerden por su notoria vinculación al arte milenario de la alquimia.

De ahí que su biografía haya dado lugar a numerosas leyendas sobre la materia, tales como su casi milagroso ascenso económico y social (su padre fue un humilde zapatero remendón y él a los veintiocho años era edil, a los veintinueve Presidente de la Comisión Departamental de Educación, y a los treinta y uno Ministro de Obras Públicas del gobierno de Baltasar Brum), su cambio de nombre (pues el nombre de pila original de Pittamiglio era “Umberto” y sólo más tarde se transformó en “Humberto”, logrando de este modo que el mismo incluyera la letra “H” –que se encuentra en el nombre de Hermes, referente de los grandes alquimistas de todos los tiempos- y que estuviera conformado con ocho letras -cifra que posee un destacado lugar en la simbología de la alquimia-), la interpretación de

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algunos de sus libros (en especial “La iluminación en la ciudad de Montevideo”, de 1915, que si bien superficialmente parece hablar de la red lumínica de la capital en todo momento hace también referencia a otra luz: la luz del conocimiento, como si fuera una especie de mensaje en clave propio de un iniciado), su amistad con algunos reconocidos alquimistas (sobre todo con don Francisco Piria, probablemente su Maestro e iniciador en el arte y la disciplina de la Alquimia) y algunas cláusulas extrañas de su testamento (como por ejemplo, aquella que estipula que su patrimonio sería donado como propiedad municipal hasta el momento en que él vuelva reencarnado).5 Sin embargo, parece no haber dudas de que el testimonio más visible de esta faceta sea, precisamente, el castillo Pittamiglio, acaso su obra más importante.

Este castillo comenzó a construirse hacia 1911, y siguió construyéndose durante cincuenta y cinco años, sumando cada vez nuevos elementos a su arquitectura. Esto ocurrió hasta el año de 1966, cuando don Humberto falleció y el edificio fue declarado “obra inconclusa”. Se trata de una réplica casi exacta de muchos otros castillos construidos por

5 De hecho, todo el testamento de Humberto Pittamiglio, quien murió soltero y sin hijos en setiembre del año de 1966, está minado de cláusulas extrañas. Por ejemplo, el dejó su panteón –una construcción de mármol negro que está ubicada en el Cementerio Central con la leyenda: “Juan Pittamiglio y Familia”- a las hermanitas del Huerto, con la condición de que cubrieran al cajón con una tela negra traída de Italia al cajón y que lo pusie-ran frente a una imagen del Sagrado Corazón de un metro de alto. Y dejó establecido también qué clase de flores debían adornar la tumba y cada cuanto tiempo había que cambiarlas, cosas que las hermanitas por décadas siguieron haciendo. Pero además, donó absolutamente todos sus bienes. El castillo, en especial, se lo dejó a los sirvientes con una pequeña pensión, y aclaró que una vez que esos sirvientes estuvieran muertos el castillo debería pasar a manos de la Intendencia. Precisamente, es allí que la letra del testamento estipula que el castillo seguirá siendo propiedad municipal hasta que él vuelva reencarnado en una vida futura.

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los Caballeros Templarios que existen desperdigados a lo largo y ancho de toda la campiña francesa. Sus instalaciones son muy poco convencionales, y al espectador puede no gustarle el diseño del castillo, conforme los parámetros de la arquitectura contemporánea. Aún así, el mismo repite un plan que se encuentra en infinidad de construcciones templarias: la edificación de una casa cuya propia arquitectura es pensada para que sea un espejo y un testimonio eterno del propio proceso de aprendizaje del iniciado en la alquimia.

En primer lugar, llama poderosamente la atención la gran cantidad de símbolos alquímicos que hay desperdigados en él. No en vano hay quienes lo definen como una especie de libro de cuatrocientas páginas, pues posee cuatrocientas paredes, o al menos esto era así en un principio, antes de las refacciones que se le han realizado contemporáneamente. En el interior de este sitio circula una energía muy especial, que uno puede percibir desde el momento en que ingresa, y dentro de la casa hay sitios que concentran más energía que otros. Uno de ellos es el lugar en dónde se encontraba el laboratorio particular de don Humberto. Otro, es una cámara llamada el “octógono”, figura que construye todo alquimista en su casa, pues su casa es un templo, y que Humberto utilizaba para estudiar y meditar. Dentro de la simbología de la alquimia el octógono es importante, pues remite a la cuadratura del círculo, que a su vez representa la unión sagrada entre el círculo (el Cielo) y el cuadrado (la Tierra). Aunque también es cierto que en otras instancias del castillo se ve la constante repetición de figuras y grupos de ocho elementos.

Además de estos símbolos, el castillo posee en sí mismo una estructura alegórica, pues su propia morfología interna es una especie de mensaje en lenguaje cifrado. Está lleno de recovecos y cámaras ocultas -que han ido disminuyendo con el tiempo, pues muchas se han ido sacando- como así también de muchas puertas y ventanas ciegas. Y todo ese laberinto de falsas cámaras, galerías, pasadizos y habitaciones lo que

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quieren significar es la idea de que el camino del aprendizaje de la sabiduría de la Alquimia no es un camino recto y fácil. A veces, incluso, el visitante elige un sendero y se da cuenta que termina en un callejón sin salida, y entonces debe volver sobre sus pasos hasta lograr encontrar el sendero correcto. El ejemplo más claro es una escalera que hay en la parte de atrás del castillo a la que se accede por una bifurcación del recorrido en dos sentidos opuestos: si uno elige uno de los lados, el correcto, se encuentra el camino y puede proseguir; en cambio, si se elige el otro, puede comprobar de que modo la escalera muere en el aire, a una peligrosa altura del piso. Y esa necesidad constante que provoca el castillo de volver hacia atrás una y otra vez, de aprender de los errores para volver a empezar, es ya un símbolo de la Alquimia. En esta disciplina hay también muchos caminos falsos, y no es raro perderse en ellos, y el castillo Pittamiglio, con su estructura laberíntica, quiere ser a su manera un símbolo de este peligro.

Otro elemento simbólico de la Alquimia de gran importancia que hay en el castillo es la forma general del mismo, que remite al método escogido por don Humberto Pittamiglio para llevar a cabo sus trabajos alquímicos. Según se sabe, existen dos caminos que los alquimistas, desde hace muchísimos siglos, pueden elegir para desarrollar su aprendizaje: la “Vía Seca”, que es la más intensa, difícil y peligrosa; y la “Vía Húmeda”, que es más lenta y lleva años de aprendizaje, pero promete beneficios más seguros. Pues bien, don Humberto eligió la llamada Vía Húmeda y la simbolizó en la casa de una manera bien visible: le dio a todo el castillo la forma de un barco, forma que comienza ya desde la entrada por la calle Francisco Vidal y que termina con la Victoria de Samotracia asomándose en la Rambla. No es por casualidad que Pittamiglio la ubicó allí. La victoria de Samotracia era una figura que se ponía habitualmente en los mascarones de los barcos, y entonces parece lógico que en la parte de adelante de una casa con forma de barco esté presente. Todo es en buena medida el testimonio visible de

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la victoria del alquimista en la salida por la Vía Húmeda, y se cuenta que si uno realiza en sus instalaciones todo el periplo que marca la Alquimia (es decir, si pasa por las tres cámaras de la reflexión, el laboratorio y la meditación) puede acceder a una potenciación de energía.

Por lo demás, la vida de don Humberto en este sitio fue un poco excéntrica y ha dado lugar a un montón de leyendas. Por ejemplo, se dice que al caer la tarde Pittamiglio le ordenaba a sus sirvientes que se retiraran a las habitaciones y se ponía a recorrer en solitario por los pasajes de la casa, en especial uno que se dirigía a la Rambla y otro que culminaba en su cámara de reflexión y en el laboratorio, sitio en él que nunca se dejaba ver por ojos ajenos. Otras veces los vecinos lo veían caminar por las noches por las torres del castillo envuelto en una capa negra con forro carmesí, que ondeaba misteriosamente cuando sopla el viento.6 Cuentan también que se organizaban allí unas fiestas fabulosas que duraban días enteros y que eran muy conocidas en el barrio, y que en los días de Navidad y Año Nuevo la Torre principal del castillo se iluminaba. En tales ocasiones, la torre se destacaba desde lejos pues por entonces en el barrio de Pocitos no había edificios altos.

Pero sin dudas, el relato más impactante sobre el castillo Pittamiglio que se conserva en la tradición oral de Montevideo dice relación con la posibilidad de que en su seno estuviera alojada la reliquia más importante de la historia de la humanidad: el Santo Grial.

¿Qué es el Grial? Existe una gran controversia sobre este punto. Hay quienes dicen que es un manto sagrado y hay quienes dicen que es un tesoro. La mayoría de las representaciones, sin embargo, hablan de una copa (simbólica o material) que habría utilizado Jesús de Nazareth en la última cena, mientras

6 Incluso hay quienes aseguran que hoy en día, en los alrededores del castillo Pittamiglio, puede verse en ocasiones merodeando una misteriosa sombra envuelta en una capa.

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explicaba a sus apóstoles que quien bebiera del vino estaría bebiendo de su sangre. Dicen también que el sólo hecho de proponerse la quimérica aventura de buscarlo es ya en sí misma un camino de transformación que hace de uno un ser mucho más perfecto y más cercano al reino espiritual.

Sea lo que fuere el Santo Grial, lo cierto es que la ruta que ha seguido desde aquellos primeros años de la era cristiana a nuestros días es un misterio. En todo occidente hay historias que dan cuenta del paso del Grial; en España se habla del Cádiz de Valencia y el Cádiz de Oviedo, como así también en otros sitios de los EEUU, Inglaterra y Francia. De todos modos, parece haber consenso en que uno de los últimos lugares de Europa en el que estuvo depositado, fue en los subsuelos de una abadía ubicada en las afueras de Cassino, un pequeño pueblo al noroeste de Nápoles, dónde también se hallaban otras reliquias de la Iglesia Católica. De hecho, si uno se fija en las banderas de esta abadía en las épocas anteriores a la Segunda Guerra Mundial, verá en ellas dibujada una cruz, y en el centro de la misma la imagen de una copa con una piedra preciosa incrustada. En efecto, el Santo Grial estaba custodiado por los Templarios en esta abadía, y estuvo en este sitio hasta poco antes de la invasión de Normandía, momento en que fue retirado de allí.

El epicentro de este traslado tuvo como marco una célebre batalla de la Segunda Guerra Mundial ocurrida hacia febrero de 1944 en la zona, conocida como la batalla de Montecassino. Se trató, cuentan, de un enfrentamiento extremadamente cruel, que duró varias semanas y que cobró cientos de vidas. Puesto que Cassino no tenía otro valor que su monasterio, para muchos aquella batalla carecía de sentido; sin embargo, su peso estratégico en el desarrollo de la guerra era enorme, ya que se trataba del último reducto de las tropas alemanas que se interponía entre el paso de los aliados y el camino que los conducía directamente a Roma, es decir, al corazón mismo de una de las capitales del Eje. Los alemanes,

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entonces, estaban atrincherados en Montecassino, y los aliados tenían la orden de destruir el sitio. Así lo hicieron tiempo más tarde, en definitiva, y lograron derrotar a los nazis, pero cuenta la historia que antes que esto ocurriera se produjo una misteriosa tregua entre ambos ejércitos que duró cuarenta y ocho horas, y que fue en ese lapso, que los monjes de la abadía –a instancias de Monseñor Pacelli, que ya era el Papa Pio XII- aprovecharon para sacar por los subsuelos todas las reliquias de la Iglesia que estaban ocultas allí. Entre ellas, naturalmente, el Santo Grial. Muchas de esas reliquias fueron esparcidas por el mundo para salvarlas de la destrucción y hoy no se sabe muy bien dónde están. Ahora bien, lo que sí parece cierto es que una vez que se alejó de Montecassino el Santo Grial atravesó el océano y fue traído a América del Sur, más exactamente a Montevideo, al Castillo Pittamiglio.

El hecho no fue casual. A decir verdad, Humberto Pittamiglio era Rosacruz, y como tal tenía una relación muy estrecha con esta fraternidad cuya sede estaba en la abadía de Montecassino. Pero además, cabe recordar que Monseñor Pacelli, desde antes de ser Papa, tenía una gran amistad con Pittamiglio, a quien habría visitado en su castillo en más de una oportunidad cuando viajaba a Montevideo. Más aún, se cuenta que en determinado momento de la guerra, cuando Mussolini amenazó con invadir el territorio del Vaticano, Pitamiglio le mandó una carta a Pio XII invitándolo a refugiarse en su castillo. El Papa, es cierto, nunca aceptó esa invitación, pero aprovechó la relación que tenía con el alquimista uruguayo para poner a salvo el Grial. Los hechos parece que ocurrieron así: un buen día, un auto de la Iglesia fue a buscar a Pitamiglio a su casa y lo condujo a Piriápolis. Una vez allí, un emisario le entregó dos cajas de madera a diciéndole que eran de parte del Papa Pio XII y le pidió que no las abriera hasta que estuviera de vuelta en Montevideo. Humberto cumplió con lo estipulado, y una vez de regreso en su castillo abrió las dos cajas. Cuentan que en la primera se encontraba una caja de habanos marca

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“Montecristo”, que el Papa le hacía llegar a Pittamiglio en señal de agradecimiento.7 Y que en la segunda estaba el Santo Grial.

Cuando Pittamiglio tuvo el Santo Grial en sus manos, ya hacía un rato que había comenzado a sospechar que algo así podría ocurrir. Por esta razón, había acondicionado su castillo para recibir a tan ilustre visitante. En primer lugar, ordenó hacer arreglos en una de las habitaciones, construyendo en ella una especie de santuario para la reliquia. Pero además, hizo quitar de las instalaciones una gran cantidad de estatuas y vitraux con figuras lascivas y eróticas, y las remplazó con símbolos de carácter religioso. Incluso aún hoy, cuando el visitante recorre el castillo, puede leer en los mármoles y en las paredes la gran cantidad de símbolos alquímicos que dejó Pittamiglio para testimoniar el paso del Grial por el sitio,8 como así también ciertos huecos en las paredes del edificio en dónde supuestamente habían estado alojad esa y otras reliquias que fueron quitadas en la década del ochenta.

Según cuentan las voces anónimas, el Santo Grial estuvo ubicado en el castillo Pittamiglio hasta el siete de mayo del año de 1988, cuando el papa Juan Pablo II visitó nuestras tierras. Se dice que ese mismo día, el Sumo Pontífice envió un emisario al castillo Pittamiglio con una extraña condición: que lo dejaran a solas por algunas horas. Muchos creen que fue entonces cuando el Santo Grial abandonó ese lugar, y que cuando la comitiva del Papa se fue de Montevideo la reliquia también se fue con ellos.

7 El restaurante que se encuentra en la actualidad ubicado en el Castillo Pittamiglio lleva el nombre de “Montecristo”, precisamente, en recuerdo de ésta anécdota. 8 Otras versiones refieren que durante ese lapso el Santo Grial fue tras-ladado temporalmente a otro castillo que Pitamiglio hizo construir en el exacto límite entre los balnearios “Las Flores” y “Bella Vista”, en el depar-tamento de Maldonado, poco antes de Piriápolis.

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Desde entonces, el rastro del Grial se ha perdido y no hay un testimonio seguro del lugar en el que podría estar. Aunque no faltan, por supuesto, quienes aseguran que todavía se encuentra en el Uruguay.

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Los aparecidos

Lamentablemente, y por un sinfín de razones que ahora se busca corregir, las rutas han sido, son y serán escenario de accidentes fatales. Cientos de vidas quedaron en el camino por culpa de errores, distracciones, irresponsabilidades o mala suerte de los conductores. Y dice cierta sabiduría popular que en ciertas ocasiones muy traumáticas las almas de algunos de esos difuntos continúan durante mucho tiempo deambulando el sitio en que se produjo el accidente que les costó la vida. Presos en este mundo de pesadilla, a veces se aparecen a los costados de las carreteras con el propósito de advertir algo a quienes transitan por allí. Como si quisieran hacerles llegar, de alguna extraña manera, un importante mensaje.

De hecho, alrededor del mundo existen una gran cantidad de historias y leyendas mágicas protagonizadas por algún espíritu misterioso que se aparece al costado de los caminos. En general, todas giran en torno a la anécdota de un conductor que detiene su auto durante las horas de la noche para llevar o prestar auxilio a una joven que le hace dedo al costado de la ruta, y que al acercarse a ella comprueba que en realidad se trata de un horrible espanto femenino de aspecto desagradable. Pero también hay en otros países de América Latina testimonios de apariciones masculinas o que involucran un número mayor de espíritus.

Uruguay, por supuesto, no es la excepción a la regla y es así que a lo largo y ancho de todo su territorio se registran testimonios semejantes. Entre ellos, cabe destacar, por sus características singulares, algunos que tienen que ver con unas misteriosas visiones que esporádicamente ocurren sobre la ruta 9, en el departamento de Maldonado, que han llegado a hacerse muy conocidas entre la gente que habita el sur del país.

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Según deja saber la tradición oral, hacia el kilómetro 78 de la ruta 9, sobre la mano derecha de quien va circulando rumbo a la ciudad de Montevideo, suelen hacer acto de presencia las figuras espectrales de una familia completa de personas: un hombre, una mujer y un niño. Se cuenta que aparecen muy seguido por allí, inmóviles, parados los tres en fila mirando hacia la ruta con los ojos perdidos, sin pestañear una sola vez, como desafiando con indiferentes actitud aquellos solitarios vehículos que desfilan por la oscuridad de la carretera. Algunos testimonios refieren que visten atuendos de color blanco. Pero lo más extraño que sobre ellos se cuenta es que su anatomía no es precisamente compacta, sino que está dominada por una cierta transparencia, tal que si estuvieran hechos de hielo o de niebla, dejando traslucir parte del paisaje del campo a través de sus cuerpos. Los vecinos de la zona, que conocen de memoria estas visiones que inquietan a los viajeros, refieren que son los tristes fantasmas de los integrantes de una familia que, mientras regresaba de unas vacaciones en el auto, murieron en un terrible accidente de tránsito ocurrido en las cercanías del lugar.

Si uno se pone a examinar con atención los múltiples testimonios conocidos sobre estos fantasmas que se registran en el universo mágico de la tradición oral del Uruguay, lo primero que descubre es que los mismos son de una naturaleza muy variada, que va desde el simple avistamiento hasta contactos mucho más cercanos y directos con ellos y el funesto mensaje que, según parece, quieren hacernos llegar. En los párrafos que siguen vamos a proponer la descripción de uno de estos casos, si no el más conocidos, al menos de los más impactantes que se conocen:

Esta anécdota tuvo lugar hace no muchos años, muy cerca del sitio en que según los testimonios suelen presentarse los referidos fantasmas, más o menos hacia el kilómetro 77 de la ruta 9. Sus protagonistas son tres jóvenes amigos que

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una noche de verano se dirigían en un auto desde Montevideo hacia los balnearios de Rocha, con el propósito de pasar allí lo que esperaban unas divertidas vacaciones.

Según refiere la leyenda, aquellos muchachos venían haciendo mucho escándalo dentro del auto. Realizaban todo tipo de bromas, hablaban a los gritos y escuchaban música con el volumen muy alto. Estaban excitados de emoción al encontrarse lejos de la autoridad y del control de los padres, del ruido de la ciudad y del aburrimiento de las jornadas cotidianas.

Uno de los amigos, muy aficionado al video, llevaba en sus manos una pequeña cámara digital. Con ella iba registrando absolutamente todo lo que estaba ocurriendo en el interior del auto, y tenía también el firme deseo de utilizarla durante todo el desarrollo de las vacaciones para dejar así un recuerdo en imágenes de cualquier circunstancia curiosa que pudiera suceder en la aventura. Este joven iba ubicado en solitario en los asientos traseros del vehículo, por detrás del conductor.

En eso estaban cuando en determinado momento vieron pasar al costado de una de las ventanillas del coche, como quien ve un poste o un árbol, a una muchacha que se encontraba parada al costado del camino. Esta visión les llamó mucho la atención y tardaron un segundo en reaccionar, ya que en aquel tramo la zona está muy poco iluminada y las imágenes del paisaje no se ven sino por unos segundos, violentamente arrancadas del anonimato por las luces de los autos. Sin embargo, como parecía claro que sus sentidos no los engañaban, se decidieron a detener el auto. Cuando miraron hacia atrás, comprobaron sus sospechas. Efectivamente, a veinte metros del sitio en el que habían frenado, se encontraba una mujer que gesticulaba solicitando ayuda.

El conductor puso la posición de reversa en la caja de cambios y comenzó a retroceder lentamente, mientras por los espejos retrovisores veía a aquella misteriosa mujer que, percatada de la maniobra, avanzaba a su vez en dirección al

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auto. El corazón de los tres estaba en suspenso, pues aquella joven tenía un aspecto nervioso y extraño. Su rostro parecía dominado por una gran angustia y su mirada parecía perdida en alguna otra parte, como si no fuera del todo consciente de lo que estaba ocurriendo. Además, no llevaba puesta encima otra vestimenta que un trajecito muy ligero, cosa casi inconcebible, ya que la noche se presentaba bastante fría.

Cuando aquella misteriosa mujer llegó hasta la ventanilla del auto los tres amigos mantuvieron con ella un diálogo muy breve y del que no abundan los detalles. En dos palabras, jadeante, y con una voz melancólica que producía escalofríos, la joven explicó que acababa de ocurrir un terrible accidente apenas a unos cuántos kilómetros más adelante de allí, y que ella venía del lugar para intentar dar noticia de lo ocurrido. Dicho esto, los tres amigos, impactados por la información, abrieron con premura la puerta del auto y sin salir de su asombro, permitieron que la mujer se subiera. Le dejaron un sitio en los asientos traseros, junto al que llevaba la cámara, mientras la máquina aceleraba con toda velocidad.

Durante aquel viaje rumbo al lugar del accidente la joven permaneció sumida en una especie de trance hipnótico. Iba poco menos que inmóvil, con las manos colgando pesadamente al costado del cuerpo. No habló casi nunca por mucho que la interrogaron, y cuando lo hizo no fue sino para repetir una y otra vez, con insistencia, que el accidente había ocurrido más adelante, y que si continuaban la marcha no tardarían en encontrarse con él. Hablaba con un cierto temblor convulsivo, como si estuviese dominada por un excesivo terror. Mientras tanto, el conductor avanzaba por la carretera tan rápido como le era posible.

De pronto, el comportamiento de la joven sufrió un cambio severo. Empezó a ponerse muy nerviosa, víctima de un estremecimiento general del ánimo y del cuerpo que provocó la inquietud de los tres amigos. Con un ademán exagerado, levantó la mano por sobre el hombro del acompañante del

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chofer y estirando el dedo índice comenzó a señalar el punto exacto en el que supuestamente el accidente había tenido lugar. Lo señalaba en la naciente de una curva ubicada justo enfrente de ellos. Lo paradójico del caso es que en el sitio señalado por la joven no había indicio alguno de que hubiera ocurrido ningún accidente.

Extrañado por este hecho, el joven que se encontraba junto a ella en el asiento trasero del auto encendió su cámara digital y con pulso tembloroso comenzó a registrar todo lo que estaba ocurriendo. En primer lugar, hizo un paneo en perspectiva de la carretera que se abría enfrente de ellos, captando con nitidez un extenso panorama en que no se veía nada, absolutamente nada, salvo la monótona desolación del campo. Y también realizó algunas tomas del interior del auto, dejando así constancia del estado de ánimo tan alterado que tenían estos muchachos al acercarse al sitio indicado por la misteriosa pasajera. Precisamente, mientras realizaba esas tomas del interior del auto, el joven enfocó en primer plano a la mujer, que lo miró con un rostro aterrador.

Un terrible cambio se había producido en el rostro de la joven. Fue víctima de una especie de metamorfosis, adquirió un tono bizarro y extravagante en sus proporciones. Una especie de desorganización atacó los músculos de su cara, una cara estirada, desencajada, en que la apertura desmesurada de los ojos y la boca eran la nota dominante. Acompañaba a esta espantosa expresión un grito corto, estrangulado de agonía, con un timbre tan fino que los ensordeció a todos. Por un segundo, aquella pasajera se asemejó a uno de esos espantos salidos de las más atroces de las pesadillas.

Tan desagradable fue la visión de este rostro que todos los amigos lanzaron al unísono un estridente grito de horror. Pero además, el conductor del auto, en un movimiento instintivo provocado por el susto, dio un volantazo. Como resultado de esta abrupta maniobra, el auto describió un extraño trompo sobre el pavimento y comenzó a dar muchas vueltas

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sobre la carretera. Se detuvo a varios metros de la banquina, totalmente destrozado por los golpes. En definitiva, en aquel sitio señalado por la muchacha a los amigos, en aquel lugar augurado por la joven a estos incautos como el escenario de una terrible catástrofe, si hubo un accidente: el del propio auto que conducían.

La historia se cierra con la información de que en aquel accidente murieron los tres amigos y que, por inverosímil que parezca, nunca se encontró el cuerpo de aquella misteriosa mujer entre los hierros retorcidos del auto. Pero lo que sí encontraron fue la cámara que llevaba uno de ellos, que a pesar de algunos daños se hallaba todavía en perfectas condiciones operativas. Cuando las autoridades procedieron al examen del material audiovisual contenido en ese video casero pudieron comprobar que en éste sí se registraban todos los pormenores del misterioso accidente. No obstante, parece que los familiares de las víctimas nunca vieron con buenos ojos la idea de que el mismo tomara estado público, y por esta razón no existe al presente otro testimonio del suceso que el que proporcionan las voces anónimas del país.

Cada tanto, en alguna parte, surge algún nuevo testimonio acerca de estos espíritus en esa interminable espera al borde de las rutas en medio de la noche vacía y triste. Y en todos los casos, siempre parece que ellos quisieran decir a los conductores algún mensaje. Este mensaje tiene que ver con una advertencia sobre el peligro que suponen las rutas, el constante riesgo que es inherente a la actividad de manejar un vehículo y la gran responsabilidad que les toca asumir a quienes se les presenta la oportunidad de estar enfrente de un volante.

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El chat del infierno9

Cada día, alrededor del mundo, millones de personas navegan en Internet. Sin embargo son muy pocas las que al hacerlo se detienen a reflexionar sobre la misteriosa naturaleza de esta tecnología. En efecto, pues ¿qué es Internet? ¿dónde se encuentra ubicado? y ¿cómo es el espacio en que se inscribe?

Una respuesta posible es afirmar que Internet se encuentra ubicado en el ciberespacio, es decir en un lugar que no es físico sino virtual –lo cual no quiere decir inexistente- y que por consiguiente los ordenadores no son sino ventanas o terminales hacia un universo diferente al de nuestra realidad cotidiana, como si se tratara de los tentáculos de un pulpo invisible. No obstante, parece casi tan difícil explicar qué es el ciberespacio en términos racionales como el intentar siquiera imaginárselo. Y si además se tiene en cuenta que a este lugar virtual puede acceder cualquier persona, que en él se puede adquirir cualquier objeto y que por lo tanto es fuente de todo tipo de tentaciones, entonces no sería exagerado decir que, en el fondo, tiene algo de “satánico”.

De allí, tal vez, la existencia de muchos mitos y leyendas urbanas que relacionan a Internet con el demonio.

Hay una muy popular, por ejemplo, que explica que Internet es de hecho una invención del mismo Lucifer. Según cuenta esta leyenda, poco después de culminada la batalla entre el Bien y el Mal que se desencadenó en el Cielo hacia el principio de los tiempos, y una vez que las fuerzas de la luz

9 Informaciones generales a propósito del presente mito pueden cote-jarse en el libro Buenos Aires es leyenda 2, de Guillermo Barrantes y Víctor Coviello (Bs. As., Planeta, 2006), en especial el capítulo titulado: “El chat diabólico”. Fue precisamente investigando sobre esta leyenda urbana, ges-tada en el barrio de Colegiales de la referida ciudad de Argentina, que la producción de Voces Anónimas llegó a conocer la anécdota que transcribi-mos a continuación.

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derrotaran a las de las sombras, Dios castigó al Diablo por su osadía encarcelándolo en el infierno. Y para evitar que pudiera a cometer maldades sobre la faz de la tierra lo sujetó con cadenas eternas. Incapaz de la posibilidad del movimiento, el Diablo tuvo que ingeniar algún método para continuar sus fechorías. Fue así que se le ocurrió inspirar a los hombres la creación de Internet, un sitio que opera sin la necesidad del espacio. Desde entonces es este el modo predilecto que utiliza el Demonio para tentar a los mortales y llevarse sus almas al Infierno.

Pero quizás la más impactante leyenda de éste género que se registra en las voces anónimas es una que tiene que ver con la existencia de un chat diabólico conocido como: “El chat del infierno”.

Según se dice, el Chat del Infierno es un chat de características muy especiales que hay en algún lugar de la web. En gran medida, se asemeja bastante a otros muchos sitios de contacto entre seguidores del Diablo que existen en internet: hay en él un foro para intercambiar ideas entre los satánicos y adoradores de las tinieblas, se puede acceder al conocimiento de los dibujos y la simbología infernal y, en general, a toda suerte de informaciones sobre materias satánicas. Sin embargo, hay un punto en que este sitio se diferencia de todos los demás: él es el primero, y acaso el único, que puede conectar directamente con el Reino de Lucifer.

La estructura y el funcionamiento interno del Chat del Infierno tiene por matriz rectora el número seiscientos sesenta y seis, que es el número de Satán.

En primer lugar, porque el chat no posee una dirección fija e inmóvil en la red que los seguidores de Satán pueden visitar un día y regresar al día siguiente si así lo desean, sino que está cambiando todo el tiempo de ubicación. Por esta razón, resulta sumamente difícil seguirle la pista. Pero además –y esto sí es en verdad tenebroso- se cuenta que no cualquier persona pueden tener acceso a él, sino que sólo pueden hacerlo unos pocos

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escogidos y que quienes escogen a los participantes del chat son los mismos demonios de las sombras. El método funciona del siguiente modo: si uno es el usuario numeró seiscientos sesenta y seis de una página de internet que se relacione con el satanismo, recibe por e-mail un mensaje que contiene una invitación a participar en el Chat del Infierno y la dirección en la red del mismo. Luego, el usuario sólo tiene que ir a la dirección indicada y tal parece que es ésta la única posibilidad de acceder a él.

En segundo lugar, porque el chat se distribuye en seiscientos sesenta y seis niveles en total. Cada uno de esos niveles es regido por un demonio diferente. A medida que los usuarios van avanzando de nivel, los demonios con los que se encuentra son más terribles. El nivel uno es el menos peligroso de todos, y en él apenas es posible chatear con arcángeles y demonios que la mayor parte del tiempo se divierten haciendo bromas a los usuarios o exigiéndole el cumplimiento de ciertas pruebas; en el último nivel, el número seiscientos sesenta y seis, el encuentro virtual se produce directamente con Lucifer. Y agrega también la leyenda urbana que cuando sean seiscientas sesenta y seis las personas que logren por fin chatear mano a mano con Lucifer, en ese momento acontecerá el Apocalipsis, y entonces la ira de Dios se desencadenará sobre el género humano.

Como es de rigor con todo mito urbano, el del Chat del Infierno ha dado lugar a un montón de leyendas alrededor del mundo que, como las del Tablero Ouija, el Juego de la Copa y otros análogos, también posibilitan el encuentro con los seres de la oscuridad. En el Uruguay existe una muy asombrosa, ocurrida en la ciudad de Montevideo, más exactamente en el barrio de Punta Carretas, y que tuvo como principal protagonista a un adolescente llamado Sebastián.

Según ha trascendido, Sebastián es un muchacho común y corriente que hacia el tiempo de esta anécdota vivía en el barrio

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de Pocitos (Montevideo). Compartía el hogar junto a su madre en un apartamento que daba sobre calle 21 de Setiembre, muy cerca de la Rambla. Se cuenta que siempre fue un muchacho bastante reservado, introvertido, que sale muy poco. Cierta vez, cuando iba al colegio, Sebastián oyó por casualidad que dos amigos hablaban sobre un chat en el que uno podría, si así lo quisiera, conversar con el mismísimo Lucifer. Eso alimentó su curiosidad por averiguar qué había de falso y qué de verdadero en semejante rumor.

Fue así que un fin de semana a la noche en que su madre tuvo que desplazarse hacia la ciudad de Bs. As. por razones de trabajo, Sebastián decidió aprovechar el momento para conectarse a Internet e intentar rastrear los pasos del misterioso chat. El entorno parecía por cierto ideal; la casa, amplia, oscura y solitaria, prometía absoluta comodidad y Sebastián se instaló a sus anchas frente a la computadora disponiéndose a disfrutar de una aventura que entrevía por lo menos interesante, con la tranquilidad que le brindaba carecer de la presencia de su madre dando vuelta todo el tiempo por ahí.

Al principio, los intentos de Sebastián por ubicar el supuesto Chat del Infierno no fueron muy exitosos. Pasó casi un par de horas navegando en internet, pero no encontraba nada. Mientras tanto mataba las horas chateando con amigos, bajando música de Internet o simplemente contestando correos electrónicos.

Todo siguió así hasta que en determinado momento un titileo en la pantalla le indicó que acababa de llegarle un nuevo mensaje. Cuando esto ocurrió, Sebastián estaba con la mente en otra cosa, por lo que no le prestó mayor importancia y leyó el mensaje casi sin interés. No obstante, su sorpresa fue mayúscula al comprobar que aquel mensaje contenía una invitación para participar en el chat que él estaba buscando y que allí se indicaba también la dirección secreta en la web dónde podría encontrarlo. El mensaje decía: «“Bienvenido. Eres el usuario 666”. Sin dejar pasar un instante, el joven hizo click

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sobre el mismo e inmediatamente accedió a un sitio bastante lúgubre en que destacaba con caracteres de sangre la leyenda “Chat del Infierno”.

En parte contento de haber logrado casi de milagro su propósito, y en parte también un poco impactado por ello, Sebastián cerró las restantes ventanas de la pantalla y se dedicó única y exclusivamente a prestar atención a lo que ocurría en el chat. Lo primer que llamó su atención fue el hecho de que las conversaciones entre los participantes estaban muy avanzadas, que todas ellas versaban sobre temas y motivos insólitos y que además había mucha gente participando. Pero lo más curioso de todo es que los nombres con los que se identificaban estos participantes se correspondían con nombres con los que se conoció al Demonio en diferentes culturas, como Abadón, Zigurat, Asmodeo, Bafomet, Astaroth y Belcebú. Ya absolutamente cautivado por aquello y bien dispuesto a participar en las conversaciones, Sebastián eligió un nombre que entendía adecuado a la situación: “Darkseba”. Luego lo introdujo en el cuadro de diálogo, pulsó la tecla “Intro”, y se dispuso a esperar un rato a ver quién le contestaba.

No debió esperar mucho tiempo Sebastián antes de que un participante del chat diera una respuesta a sus palabras. El nombre con el que este usuario se identificó fue Sorath. Algo de misterioso y también de exótico había en el término. Sebastián creyó haberlo escuchado en alguna otra ocasión, pero como no estaba muy seguro se precipitó al buscador de Internet para averiguar más informaciones. Allí pudo saber, entre otras cosas inquietantes, que Sorath es el nombre de una entidad infernal que rige el número seiscientos sesenta y seis y que su lugar es uno de los más altos dentro de la jerarquía de las huestes infernales. Profundamente intrigado, Sebastián se desentendió por completo del curso de las demás conversaciones y se puso a conversar en un diálogo mano a mano con este misterioso personaje.

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Al principio, la conversación se desarrolló según los parámetros establecidos por Sebastián; era él quien hacía las preguntas y Sorath, invariablemente, quien las contestaba. Hay que decir que la participación de Sebastián en este momento de la historia no era demasiado comprometida. Él estaba muy interesado por todo aquello, es cierto, pero como en realidad no creía estar conversando con un “demonio” casi todas sus intervenciones eran en tono de broma y versaban sobre los mismos temas: la arquitectura y duración del Infierno, la tipología de los castigos ultraterrenos, la esencia de la muerte, del pecado y del dolor, la fecha del fin del mundo y muchas otras dudas por el estilo. En todo este tiempo, Sorath contestaba con la mayor seriedad del caso y todas sus respuestas eran minuciosas y bien desarrolladas.

Luego de un par de horas de intensa conversación con Sorath, Sebastián decidió suspender momentáneamente la sesión para tomarse un descanso. Aquel diálogo, tan atrapante, lo había agotado en extremo, y sus ojos estaban rojos de tanto mirar el monitor. Sin avisarle una sola palabra a Sorath, Sebastián se levantó de la silla de la máquina, encendió la lámpara de pie que había en un rincón de la habitación y se fue hasta la cocina. Una vez allí, abrió la heladera y comenzó a prepararse un sándwich, mientras repasaba en su mente algunas de las extravagantes informaciones que había recibido y acaso entrevía algunas otras posibles preguntas. Una vez concluida la tarea, ubicó el sándwich en un plato, se sirvió un vaso de refresco y se llevó todo eso consigo a la habitación. Lo que nunca hubiera imaginado es que durante su ausencia Sorath escribió una pregunta que le hizo correr un escalofrío por la espalda. En resumidas cuentas, lo que Sorath le preguntaba al joven es si tenía hambre y si se había ausentado nada más que para procurarse algo de comer.

Desde entonces, las conversaciones entre Sebastián y Sorath tomaron un giro inesperado. Sin saber muy bien cómo, y con la constante inquietud de sospecharse observado por un

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hacker muy sagaz, Sebastián se encontró con que de pronto era él quien tendría que responder y que Sorath, en cambio, era quién hacía las preguntas. No importaba cuántas veces Sebastián intentó restablecer los antiguos roles y tomar las riendas de la conversación; una y otra vez, con astucia, Sorath se daba mañas para dirigir los hilos del discurso, y una y otra vez encontraba formas para evitar responder a Sebastián y justificar la intrusión de nuevas preguntas. Pero lo que finalmente logró desubicar al joven por completo fue una serie de informaciones que Sorath le proporcionó sobre su propia vida. Informaciones, por supuesto, que nadie más que él –y acaso un círculo demasiado estrecho de amistades- podría llegar a conocer. ¿Cómo sería posible que un mero bromista hubiese llegado a tener acceso a todos estos datos?

A esta altura de los acontecimientos el escepticismo de Sebastián había desaparecido por completo y el joven tenía la plena certidumbre de que se encontraba ante un hecho imposible. Como aquella situación le resultaba ya emocionalmente insostenible, y como además se encontraba exhausto y con mucho sueño –eran cerca de las cuatro o cinco de la mañana- Sebastián le dijo a Sorath que quería desconectarse de la máquina. Esperó unos momentos, con el corazón latiéndole locamente, por una respuesta, pero el demonio no le contestaba.

De pronto, la luz de la lámpara de pie de la habitación comenzó prenderse y a apagarse en forma reiterada. Sebastián recordó entonces que el tomacorriente de la pared estaba roto, e intentó tranquilizarse pensando que era esa la causa de su mal funcionamiento. Sin embargo, tan sugestionado estaba por esta increíble coincidencia, y era tanto el miedo que poco a poco iba ganándole, que decidió que lo mejor sería suspender definitivamente la conversación. Decidido, tomó el mouse para cerrar la ventana y dar por clausurado aquel martirio. Y fue allí, precisamente, cuando pudo entrever escrito en la pantalla, con una mueca de horror, un nuevo mensaje de Sorath en que el

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demonio le pedía con mucha amabilidad disculpas por haber causado el incidente de la lámpara...

Apenas leyó el mensaje en la pantalla, Sebastián cerró la ventana del Chat. Luego apagó la computadora y la desenchufó. Posteriormente, con el propósito de romper con aquel clima de misterio que lo sugestionaba, encendió todas las luces de la casa y también la televisión, con la esperanza de que la ausencia de la oscuridad y del silencio bastara para que recuperara el control de sus emociones. Este remedio, por supuesto, sólo hubiera sido eficaz si las cosas hubiesen permanecido en aquel estado por un tiempo más prolongado, pero por increíble que parezca, y todavía en medio de semejante angustia, un violento apagón se precipitó sobre la casa y otra vez la misma quedó envuelta en la más lúgubre de las penumbras.

A pesar del gran nerviosismo que lo dominaba, Sebastián se obligó a pensar que nada ganaba con perder el juicio y que lo más prudente sería intentar llegar hasta la caja de la corriente para comprobar si había ocurrido algún cortocircuito. Tanteando, pues, con la yema de los dedos las paredes, y orientándose nada más que con su memoria, el joven comenzó a avanzar en medio de la penumbra. Y estaba ya a unos pocos pasos de su objetivo cuando notó que al final del pasillo se insinuaba un débil resplandor que se iba haciendo progresivamente más intenso, en medio de un mar de sombras. Prestando mayor atención, pudo comprobar también que la luz provenía de la habitación en que se encontraba la computadora. Y, lo que es peor, que aquella luz emanaba del monitor de la misma, que aún desenchufada y con apagón de corriente en la casa, continuaba prendida. Cuando se armó del suficiente coraje como para acercarse, Sebastián pudo ver también que en la pantalla la página principal del “Chat del Infierno” destacaba otra vez, como desafiante.

Nada más. Sebastián lanzó un estridente alarido, salió a toda velocidad del apartamento, bajó de un salto las escaleras

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que daban la calle, y una vez afuera del edificio comenzó a correr desenfrenadamente tratando de alejarse del lugar. Arriba, despuntaba ya el amanecer. Cuentan que luego de una maratónica fuga sus pasos lo dirigieron a la casa de sus abuelos, a quienes refirió lo ocurrido, fuera de sí. Desde entonces el espantado joven nunca más entró a un chat, ni siquiera para comunicarse con sus amigos más cercanos.

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El destino de Artagaveytia

Entre todas las dimensiones que gobiernan la existencia humana, ninguna hay tan preocupante como el tiempo, esa inevitable dictadura del reloj que nos acerca cada día a nuestro inevitable destino final. Existen misteriosos ejemplos, sin embargo, que parecen transgredir la idea de una existencia regida por leyes implacables. Tal es el caso de la asombrosa biografía de Ramón Artagaveytia, que tiene el interés adicional de aproximar al Uruguay a una de las grandes tragedias de la historia del siglo XX.

Don Ramón Artagaveytia nació en Montevideo hacia julio de 1840, en el seno de una familia de clase media-alta, tan distinguida como casi todas las de la aristocracia de aquellos años. Su madre se llamaba María Josefa Gómez y Calvo; su padre, Fermín Artagaveytia, fue un prestigioso comerciante de la época y también un respetado militar que llegó a ser Jefe de los Voluntarios del ex Presidente constitucional Manuel Oribe. En ese ambiente, tan estricto, se crió Ramón y allí comenzó a atesorar dos rasgos fundamentales de su carácter, que no lo abandonarían un sólo instante de su vida. En primer lugar, el amor por el agua, los viajes y las travesías marítimas, que aprendió a querer desde niño cuando acompañaba a su padre en los viajes de negocios.10 En segundo lugar, la posesión de un temperamento heroico, firme y valeroso en las difíciles. Además de guapo era de porte viril, muy apuesto y un codiciado solterón. Y también un poco dandy, ya que si bien

10 De hecho, el amor de Ramón Artagaveytia por el mar bien puede consi-derarse hereditario. Según una difundida leyenda familiar, cuando su padre Fermín era muy joven recibió, de manos de su propio padre, que agoniza-ba, un remo para bote dedicado con estas palabras: “Si aprendes a utilizarlo, nunca tendrás penurias. Tus ancestros han logrado sobrevivir gracias al mar. Ese es tu destino. ¡Síguelo!”.

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logró amasar una fortuna en negocios e inversiones tuvo al mismo tiempo un sentido muy poético de la vida, razón por la cual hizo de la búsqueda de aventuras un ingrediente esencial del enriquecimiento de su espíritu.

Hacia 1871, cuando ya estaba radicado en Bs. As. por cuestiones de negocios –aunque viajaba seguido al Uruguay- Ramón Artagaveytia, decidió pasar la Navidad con su familia en Montevideo. A tales efectos, sacó los pasajes respectivos y se embarcó el 23 de diciembre de ese año, a las 18 hs., en un vapor llamado “América”.

Se trataba de un barco muy conocido en el país. Según se sabe, en aquellos años apenas había dos o tres compañías que prestaban el servicio entre Bs. As. y Montevideo. Y entre ellas existía una gran rivalidad. Por esta razón, se sometían constantemente a todo tipo de disputas publicitarias con el propósito de ganar clientes. Una de las más famosas fue la de prometer la realización del trayecto hasta la bahía de Montevideo en un tiempo más corto que la competencia. Fue así que con el pretexto de ofrecer un mejor servicio, estas compañías habían llegado organizar entre sí verdaderas “carreras” a través del Río de la Plata. De ahí también, en consecuencia, que para designar a cualquiera de sus embarcaciones la gente hablara indistintamente del “Vapor de la Carrera”. Pues bien, el vapor “América”, en el que se había embarcado Ramón era por entonces, junto con otro llamado “Villa del Salto”, uno de los considerados más veloces.

Aquella tarde de diciembre el “América” y “Villa del Salto” zarparon al unísono hacia el puerto de Montevideo. Pocos datos se registran sobre el último de esos barcos. Del “América”, dónde viajaba Artagaveytia, se sabe que llevaba ciento catorce pasajeros de primera clase, veinte de segunda y treinta de clase popular, además de la tripulación. Se sabe también que era un barco chico pero muy lujoso y que tenía como capitán a un italiano llamado Bartolomé Bossi, un hombre que aquella vez,

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por alguna enigmática razón, estaba dispuesto a todo con tal de ganar la carrera.

A punto de entrar a la bahía de Montevideo, los dos buques iban cabeza a cabeza. Intentando forzar una ventaja, el capitán Bossi le ordenó a su fogonero que aumentara la provisión de carbón en la caldera. El fogonero, más prudente que su capitán, advirtió que las máquinas estaban trabajando al rojo vivo y que aquello podría ser peligroso. Pero Bossi permaneció inflexible. Entonces la orden fue cumplida y como era tristemente predecible, hacia la una de la madrugada -mientras la mayoría de los pasajeros dormía- la caldera explotó por los aires, provocando que el América se partiera en dos mitades y que pronto el buque comenzara a hundirse a unas pocas millas de Punta Espinillo, sobre la costa uruguaya.

Cuando comprendió que el buque se iba a pique, Artagaveytia no lo dudó un instante y luego de quitarse la camisa se arrojó a las ennegrecidas aguas del río, dispuesto a luchar por su vida. Lo primero que hizo fue sujetarse a una silla de cubierta que andaba a la deriva. Pensaba permanecer a flote sujetado a ella hasta que alguien viniera a rescatarlo, pero el tiempo pasaba y nadie acudía a socorrerlo. Para colmo, un obstáculo imprevisto le dificultó la tarea: de pronto otro náufrago, que ya comenzaba a ahogarse, lo atrapó de una pierna y, en su afán de salvarse, comenzó a arrastrarlo hacia abajo. Como la silla no aguantaba el peso de los dos, Ramón no tuvo más remedio que sacarse los pantalones y dejar que el otro desventurado se ahogara. Repuesto de esta dificultad, y convencido de que nadie vendría a rescatarlo, decidió nadar valerosamente hacia la costa y pocos minutos más tarde se encontraba sano y salvo en tierra firme. De esta forma, Ramón Artagaveytia eludió por primera vez lo que parecía ser una muerte segura en las aguas del Río de la Plata.

Otra especie inquietante de esta historia es que cuando el América se hundía, el Villa del Salto, que pasaba muy cerca, ni se detuvo un sólo segundo, ni aminoró su marcha, ni prestó ningún tipo de socorro a los náufragos de la compañía rival. Y

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eso que el América, como los pitos de vapor no funcionaban porque la caldera estaba rota, había izado dos luces de auxilio en el mástil. Apenas sesenta y cinco personas lograron sobrevivir a aquella tragedia, entre cuyos muertos figuraban incluso dos pequeños hermanitos parientes de Ramón.

El hundimiento del América conmocionó a toda la sociedad uruguaya. Pero el accidente fue especialmente significativo para Ramón, quien, según se dice, ya no volvió a ser el mismo. El recuerdo de aquella tragedia lo atormentó y lo persiguió durante toda su vida. Casi perdió la razón por lo ocurrido en ese viaje. Años más tarde, en una de sus cartas, y refiriéndose a aquella catástrofe, escribió lo siguiente:

“…el hundimiento del América fue terrible. Las pesadillas siguen atormentándome. Aun en los viajes más tranquilos, me despierto en mitad de la noche con horribles pesadillas y siempre oyendo las mismas funestas palabras: ¡fuego!, ¡fuego!, ¡fuego! He llegado al punto en que me encuentro a mí mismo parado en cubierta con el salvavidas puesto”.

A tal punto quedó marcado por este accidente que Artagaveytia llegó prácticamente a retirarse de la escena pública del Uruguay, pese a que era un personaje muy conocido en el país por aquellos años. Pero además -y esto es quizás lo más significativo en el caso de un hombre como él- comenzó también a experimentar un cierto temor por el agua en general y por los viajes marítimos en particular. Vale decir: un forzado rechazo hacia lo más adorado de su vida. Síntoma de esta profunda transformación es el hecho de que hacia 1905 ya hacía un buen tiempo que Ramón casi había abandonado sus actividades comerciales marítimas y manejaba sus negocios desde tierra firme, retirado a una estancia propiedad de su familia en Guaminí, en la Pampa de Argentina.11 11 Aquel exilio en la Argentina no le impidió a Ramón Artagaveytia ejercer el cargo de Presidente del Directorio del Partido Nacional.

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El tiempo transcurrió, sin embargo, y cuando contaba sesenta y cinco años de edad Ramón Artagaveytia decidió que ya había trabajado e invertido lo suficiente a lo largo de su vida y que había llegado el momento de pasarla bien, tan lujosamente bien como podía pasarla un aristócrata en aquellos felices días del novecientos. Tenía muchas ganas, en especial, de viajar a Europa. El único problema era que para llevar a cabo éste propósito no tenía más remedio que embarcarse en una travesía marítima, posibilidad que lo sumía en un profundo nerviosismo. Es que, a pesar de que el transcurso del tiempo había logrado disipar algunos de sus malos recuerdos, su miedo al mar no había desaparecido por completo.

Este miedo se disipó como por arte de magia un buen día del año de 1912, cuando Ramón contaba ya setenta y dos años de edad y estaba planificando un viaje para visitar a un sobrino suyo que era el líder del Consulado uruguayo en Berlín. Entonces, unos amigos le dejaron saber la noticia acerca de un modernísimo navío de lujo que acababa de ser construido con infalibles medidas de seguridad y que se aprestaba a inaugurar sus servicios. Ramón ya tenía pasajes comprados en otro buque cualquiera, pero como la novedad de subirse a un buque creado exclusivamente para–no-hundirse era para él poco menos que un sueño hecho realidad (además de la cuota de snobismo que involucraba realizar una travesía en una máquina de aquellas características, en que habría de codearse con lo más selecto de la aristocracia mundial) sacó también pasajes de primera clase en éste barco, feliz de la vida.

Tan entusiasmado estaba con la posibilidad de volver a navegar sin necesidad de sentir miedo que poco tiempo más tarde, desde la cubierta de aquel barco, Ramón escribió una carta a su primo Enrique Artagaveytia que vivía en Montevideo en dónde explicaba, precisamente, que en este viaje por fin no iría con temores, sino muy tranquilo, con todas las garantías de subirse a una máquina que había sido construido con la mejor tecnología del momento. En aquella carta, Ramón celebraba,

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por sobre todo, una maravilla de la embarcación: el telégrafo, que permitiría mandar mensajes de auxilio con rapidez en caso de que algo ocurriera:

“No te puedes imaginar, Enrique, la seguridad que da el telégrafo. Cuando el América se hundió justo delante de Montevideo, nadie contestó las señales de luces solicitando ayuda. Ni siquiera el barco Villa del Salto respondió a nuestras señales de luces. Ahora, con un telégrafo a bordo, eso no volverá a suceder. Podemos comunicarnos instantáneamente con cualquier lugar del mundo…”.

Éste barco, que inició sus servicios con un viaje inaugural entre Londres y Nueva York, y en el que también se embarcaron otros dos uruguayos menores que Artagaveytia: don Francisco Carrau y su sobrino José Pedro Carrau, llevaba un nombre que ha llegado a hacerse inmortal: el “Titanic”.

Según hay constancia en registros oficiales, el Titanic se hundió el 15 de abril de 1912, a las 02: 20 hs. de la madrugada, al quinto día de zarpar. Y allí otra vez, en el medio del mar, como si estuviera empecinada en un oscuro propósito, la muerte volvió para llevarse a Ramón Artagaveytia en las aguas del Océano Atlántico. Pero también otra vez, casi cincuenta años después del hundimiento del vapor América, y por increíble que parezca, el desarrollo de las circunstancias le brindaron a aquel hombre la posibilidad de eludir por segunda vez los dictados del destino. En efecto, pues justo en el momento en el que él y muchas otras personas empezaban a enfrentar apesadumbradas el trágico final que les esperaba, un tripulante de a bordo le recordó a Ramón que, como pasajero de primera clase, tenía derecho a un asiento en uno de los botes salvavidas.

Con seguridad, si Ramón Artagaveytia hubiera aceptado aquel ofrecimiento hubiera podido disfrutar de algunos años más de vida. Inexplicablemente, sin embargo, decidió no subirse

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al bote y dejar su lugar a otro pasajero, sellando de este modo su suerte ¿Por qué lo hizo? Caben aquí múltiples conjeturas. Es probable creer, por ejemplo, que no intentó salvarse ya que en lo más íntimo de su corazón estaba la certidumbre de que aquel barco, aquella formidable maravilla de la tecnología humana, no llegaría a hundirse y que a pesar de las apariencias lograría mantenerse a flote. Otra hipótesis probable es que Artagaveytia, recordando los traumas posteriores que le había ocasionado la mala experiencia del hundimiento del América, hubiese querido evitar más instantes de dolor y de pesar, y simplemente se dejara morir. Lo más seguro, sin embargo, es creer que Artagaveytia acabó por comprender resignado que no tenía sentido intentar escapar a su inexorable destino y que en algún lado debía estar escrito que tenía que morir en el agua. Por eso optó por quedarse con los hermanos Carrau en la cubierta, escuchando los últimos acordes de una orquesta que, a pesar de todo, no cesaba de tocar.

Pero la increíble historia de vida de Ramón Artagaveytia se cierra todavía con un misterio adicional:

El hundimiento del Titanic cobró más de mil quinientas muertes; de los tres uruguayos que componen esa cifra, fue Artagaveytia el único cuyo cuerpo fue encontrado por el “MacKay- Bennett”, una nave de rescate que rastreaba la zona del desastre en busca de víctimas. Apareció casi una semana más tarde, flotando en el Atlántico Norte. Cuando estaban identificando su cuerpo, y revisaban los objetos que había en sus ropas, se halló un conjunto muy curioso: varias monedas de oro, libras esterlinas, cheques, un cortaplumas, algunas letras de cambio, un estuche de lentes y un reloj, un lujoso reloj de bolsillo con cadena de oro. Ahora bien, lo curioso del caso es que la hora en que la máquina de ese reloj se había detenido marcaba dos horas de diferencias respecto de la hora en la que, según se sabe, se produjo el hundimiento del Titanic. Este hecho demuestra que Artagaveytia no murió ahogado, sino de

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frío, y que de alguna extraña manera había logrado mantenerse a flote por un buen rato después que se produjo la catástrofe.

Posteriormente el cuerpo de Don Ramón Artagaveytia fue enviado a Nueva York, de allí embarcado hacia Montevideo -gestión del Cónsul uruguayo en los EEUU mediante- para luego ser enterrado en la tumba familiar del Cementerio Central, el 18 de junio de 1912. Allí está en la actualidad, y su sueño es protegido por la esfinge de una virgen muy hermosa que él mismo, cuentan, había comprado en una exposición en París.

El cuadro, para aquellos que sepan leer el mensaje cifrado de las voces anónimas de la ciudad de Montevideo, señala el broche perfecto de la fascinante biografía de un hombre que tuvo la sabiduría de reconocer y de aceptar su destino, pero también la grandeza de defender hasta el final su derecho a la vida y de no hacerle fácil el trabajo a la muerte.

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La Santa Compaña

Existe una antiquísima leyenda popular conocida en toda España, principalmente en Galicia y Asturias, que lleva por nombre la Santa Compaña. En ella interactúan la vida, la muerte y un ejército de almas en pena que acompaña a un ser humano en un viaje muy triste y con un final aparentemente inevitable.

Según cuenta la leyenda, la Santa Compaña –o la Huestia, como se la conoce en las aldeas- es una procesión de fantasmas que avanza por las noches en fila a través de los caminos de tierra, siguiendo los pasos de un condenado.

Siete son los espectros de la procesión en total. Seis se agrupan en dos filas de tres integrantes cada una, y al final del grupo marcha el restante, más alto y poderoso que los demás, tal vez el líder, a quien se reconoce como la Estadea. De modo unánime los siete fantasmas están vestidos con largas capas de un color entre blanco y amarillento que les cubren todo el cuerpo, y calzan sendas capuchas monásticas que ocultan gran parte de sus rostros. Cada uno de ellos lleva en sus manos una vela encendida. Se asegura que La Santa Compaña aparece sólo por las noches, con preferencia en las encrucijadas de caminos y que es precedida por un viento fuerte y frío, como así también por un penetrante olor a velas

Delante del grupo avanza la víctima de la procesión, una desventurada persona cuya maldición consiste en tener la obligación de salir todas las noches a servir como esclavo de los espectros. Tiene la cara muy pálida y avanza con la mirada ausente, como si en realidad no fuera consciente de lo que le está ocurriendo. En una de sus manos lleva una cruz de madera y un caldero con agua bendita en la otra. Dicen que esta persona, durante el día, no recuerda lo que le ocurre por las noches y que sólo se la puede reconocer por su extrema flacura

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y palidez. Puesto que los fantasmas no le permiten una sola noche de descanso el único modo que tiene el condenado para salvarse de ese tormento es encontrarse en su camino a otra persona y pasarle como relevo la cruz y el caldero, pues en ese caso se produce un reemplazo en la identidad del condenado. Si esto no ocurre, la debilidad de la persona irá en aumento, poco a poco su salud va a ir empeorando y finalmente acabará por morir.

El sentido de su presencia es objeto de controversias. En general se admite que esta procesión es profecía inequívoca de la llegada de la muerte, pero hay discordia sobre la de quién. Algunos dicen que cuando aparece puede tenerse la certeza de que la persona que va encabezando la procesión de almas es la que pronto habrá de morir. Es decir que, según esta versión, la procesión se hace presente para reclamar el alma de un moribundo o para acompañarlo en su viaje a la muerte. De ahí el nombre: “Santa Compaña”, ya que “acompaña” a la víctima en su travesía al Reino Tenebroso. Si otra persona releva al condenado de su tormento, tomando en sus manos la cruz y el caldero, en este caso la muerte que se anuncia como inminente es la suya.

Si uno tiene la mala suerte de encontrarse a esta procesión y desea salvarse de su encantamiento, tiene varios métodos para escoger. El más simple consiste en apartarse del camino de la Santa Compaña y bajar los ojos a su paso, como si no se la viera. Otro método consiste en tirarse boca abajo en el piso y rezar. Otro, en trazar un círculo en el camino de tierra y permanecer inmóvil en su interior mientras pasa la procesión.

En algunas versiones, la Santa Compaña en lugar de acompañar a pie al condenado carga en un ataúd el cuerpo moribundo de un familiar de la persona que se encuentra con ella. En este último caso, si la persona dentro del ataúd no es relevada fallece rápidamente y por eso el avistamiento de las ánimas pone al ocasional testigo en una incómoda encrucijada: si decide suplantar al condenado de su castigo, se transformará

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a su vez en un condenado, pero si no lo hace será culpable directo de la muerte de un ser querido.

La leyenda de la Santa Compaña tiene mucha fuerza en la tradición oral española. Se trata de una creencia muy arraigada y la gente le tiene un gran respeto. Existen muchas anécdotas mágicas sobre ella y en las aldeas siempre se encuentra alguna persona que o bien se encontró con la fantasmagórica procesión o bien que conoce a alguna persona que lo hizo. A continuación, vamos a contar un caso que le ocurrió un cierto día del mes de marzo del año 1982 a un joven llamado Bruno Alabau mientras pasaba un fin de semana de campamento con tres amigos en un bosque de Gisamo (La Coruña).

Según cuenta la historia, Bruno y sus tres amigos se internaron por los caminos de tierra del bosque cuando todavía el sol estaba alto, y caminaron un largo rato con sus mochilas en la espalda antes de dar con un sitio donde acampar. Hacia el atardecer, por fin encontraron uno que parecía ideal, coronando la cima de una colina, rodeado de altos árboles y con un arroyo corriendo cerca, no demasiado alejado de los caminos principales. Allí mismo armaron sus tiendas, encendieron un fogata y se pusieron a conversar en un clima de camaradería.

Estuvieron así hasta ya bien entrada la noche, hasta que en determinado momento uno de ellos propuso a los demás una distracción que se estila en circunstancias semejantes: contar historias de terror. Naturalmente, todos aceptaron en seguida, pues es sabido que no hay lugar y momento más indicado para contar historias inquietantes que reunido con un grupo de amigos alrededor de una fogata en medio de un bosque. El crepitar del fuego rompiendo el silencio de la noche y las sombras apenas insinuándose en las penumbras, envuelven el entorno de una química muy especial, y esto conspira para que todos quienes se reúnen de este modo comiencen a experimentar el temor de transformarse, de súbito, en uno de

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los protagonistas de sus propias historias. De tanto hablar de muertos, fantasmas y aparecidos, poco a poco esta inquietud comenzó a ganar el espíritu de aquellos amigos.

Una vez que ya todos estaban con los pelos de punta y con un constante escalofrío recorriéndoles la espalda, a Bruno se le ocurrió la idea de aprovechar el momento de sugestión para gastarle una broma a sus compañeros. Dijo que tenía que hacer sus necesidades y se marchó. El plan que estaba tramando era sumamente sencillo: buscar un buen escondite, esperar allí un largo rato sin dar noticias para que sus compañeros comenzaran a sentirse nerviosos por su ausencia y, cuando se vieran forzados a salir a buscarlo pensando que tal vez le había ocurrido algo malo, aparecerles de pronto al paso, dando un fuerte grito, y provocándoles un susto que jamás olvidarían. Mientras así reflexionaba, con tanta malicia, Bruno rodeó el campamento, bajó de la colina, llegó casi hasta uno de los caminos de tierra que atraviesa la espesura del bosque y se escondió detrás de uno de los altos árboles que los acompañan en su camino. Se reía entre dientes, imaginando la cara de susto que pondrían sus amigos si la broma llegaba a buen resultado.

Ahora bien, el hecho es que tanto tiempo estuvo Bruno esperando el momento oportuno en la soledad de aquel bosque envuelto en sombras y sin otra compañía que el jadeo de su propia respiración, que muy pronto él mismo comenzó a ser víctima de su propia broma. La imaginación lo traicionaba. Las siluetas de los altos árboles recortados por la luz de la luna y sus largas sombras proyectadas como brazos a la vera del camino, comenzaban a tornarse amenazantes. Y todo eso le hizo abrigar la sospecha de que había algo oculto por allí, acechando, con la intención de atacarlo en cualquier momento.

Este pensamiento lo sumió en un miedo muy profundo y Bruno estaba ya por decidirse a regresar al campamento dejando su broma en el olvido cuando súbitamente sintió el ruido de unos pasos que se acercaban a lo lejos por el camino de tierra. Aquello fue como si el alma le volviera al cuerpo.

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Aliviado, creyó que se trataba de sus amigos y se puso muy contento pensando que por fin iba poder terminar con aquella tonta idea que tan caro le estaba saliendo. Dio entonces unos pasos con mucho sigilo escondido entre las ramas hacia el sitio desde donde provenían los ruidos y se aprontó para salir al paso de los caminantes cuando éstos estuvieran casi a su lado. Pero a medida que el grupo se acercaba sus sensaciones comenzaron a tomar un giro muy diferente. En primer lugar, porque a juzgar por el ruido de los pasos quienes fueran que venían caminando eran más de tres, por lo que no podía tratarse de sus amigos. Segundo, porque desde donde venían los pasos comenzaba a despuntar un luminoso resplandor, provocado por un desfile de velas que despedían un olor penetrante. Una ráfaga de viento gélido pasó silbando entre los árboles. Entonces el joven gallego, sin pensarlo un segundo, se tiró boca abajo al piso y oculto entre unas ramas asistió de reojo al paso de un espectáculo que sólo puede ser real en los cuentos de fantasmas.

Se trataba, en resumidas cuentas, de una extraña procesión de figuras que caminaban con las cabezas gachas como ensimismadas, encapuchadas y portando velas encendidas en sus manos. Esta siniestra comitiva iba organizada en dos filas de tres individuos cada una y atrás de todas avanzaba un séptimo, mucho más alto. Pero lo más extraño de todo es que delante del grupo avanzaba también un individuo que se parecía lejanamente a un ser humano. Avanzaba como un sonámbulo, con la mirada perdida, como si no tuviera conciencia de lo que le estaba ocurriendo. En una de sus manos llevaba una cruz de madera y en la otra un caldero. No había ninguna duda: era la “Santa Compaña”.

Afortunadamente para Bruno, la procesión continuó su rumbo por el camino de tierra sin percatarse de su presencia. Pero tal vez confiado por éste efímero triunfo, el joven tuvo el suficiente coraje de atreverse a alzar un poco la vista tratando de ver con mayor claridad por la espalda a aquella extraña

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aparición que antes no se había animado a mirar directamente. ¡Ojalá nunca lo hubiera hecho! La más alta de las ánimas, la que cerraba la procesión, detuvo de golpe la marcha y dejó que el resto del grupo avanzara unos cuántos pasos sin su presencia. Hecho esto, comenzó a girar con lentitud la cabeza hacia el lugar en que se encontraba Bruno y se quedó un instante contemplándolo. Mientras lo hacía, se incorporó todavía otro poco y entonces dejó percibir una cara terrible, antes apenas iluminada bajo la capucha por el resplandor de las velas.

Ciertamente, el rostro que Bruno Alabau vio entonces no era el de un ser humano. Se parecía un poco a una calavera, aunque mil veces más aterrador. La piel de la cara del espectro, en general, estaba como descompuesta. No tenía ojos y dejaba al descubierto dos cavidades vacías, negras y amenazantes. Llevaba la boca un poco entreabierta y de sus fauces, de donde asomaba una dentadura deteriorada, emergía un vapor que se recortaba como si fuera sólido en el frío de la noche. Tan impresionante le pareció esta visión que Bruno sintió al contemplarla que la voluntad lo abandonaba. En ella se podía advertir la misma muerte, era capaz de detener el tiempo con la sola fuerza de su expresión.

Desde la lejanía, Bruno pudo advertir que el aparecido lo miró con fijeza a los ojos durante un largísimo segundo, como indicándole algo. El joven estaba como paralizado por el espanto, pero aún así no se atrevía a retirar la mirada. Curiosamente, sin embargo, a pesar de la osadía del muchacho y de la inminencia de la tragedia, nada ocurrió, pues al poco rato el espectro, como si no le prestara atención al asunto, se dio media vuelta y se unió al resto de la procesión. Todos continuaron su marcha por el camino del bosque perdiéndose para siempre en el anonimato de la noche.

Lo que sigue casi no tiene importancia. Bruno regresó corriendo al campamento y se encerró en su tienda, paralizado del miedo. Sus tres amigos estaban durmiendo, como si nada. Dicen que se encontraba tan aturdido por lo acontecido que

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por un momento casi cedió a la tentación de despertarlos a todos y contarles allí mismo el suceso tan extraño que había presenciado, pero que de inmediato desechó esa idea por temor a que no le creyeran. Sin embargo, a la mañana siguiente, y ya un poco más tranquilo, sí se los contó, y sus amigos se lo contaron a otros amigos, y así sucesivamente hasta que la leyenda se transformó en una de las ficciones más populares del folklore oral europeo.

Desde entonces muchas otras personas han sido involuntarias testigos de las escalofriantes peregrinaciones de la Santa Compaña. Tal vez ahora mismo, en algún camino de Galicia, esta fantasmagórica procesión sea motivo del espanto y de la angustia de algún otro desdichado que -al igual que le ocurriera a Bruno Alabau- tenga la mala suerte de cruzarse en su camino.

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El perro Gaucho

Tal vez no hay una persona que no conozca el dicho popular: “El perro es el mejor amigo del hombre”. Pero lo que no todos saben es que en la ciudad de Durazno, en el centro mismo del Uruguay, hay una leyenda urbana que resulta útil como ninguna otra para cerciorar la absoluta validez de dicho enunciado. Es esta una historia muy emotiva, que llega de cerca al corazón y que es muy conocida entre los vecinos más viejos del departamento.

Esta historia comenzó a gestarse hacia fines de la década del sesenta, en un pequeño centro poblado del departamento de Durazno llamado “Carmen”. Se trata de un hermoso paraje que dista a unos cincuenta kilómetros de la ciudad capital y que ya ha cumplido sus primeros cien años de vida. En la plaza principal de esta localidad hay un cartel con una leyenda que reza: “Villa del Carmen. Tierra del mejor pan y del mejor vino”. El último de estos datos es rigurosamente cierto, ya que, en efecto, los vinicultores más afamados de Durazno han instalado allí sus bodegas, debido a que la tierra del sitio es una de las mejores para la alimentación de la viña.

Por aquel tiempo, vivía en el pueblo un hombre bueno y trabajador que era muy querido por todos los vecinos, llamado Facundo Ferro. Este hombre, aunque ya estaba muy anciano, se desempeñaba sacrificadamente como peón rural en una estancia de la zona y vivía solo en un rancho, sin otra compañía en el mundo que su perro. Era éste un animal de tamaño mediano, de pelaje negro con manchas grises y amarillas, resultado de la cruza de un ovejero alemán con un perro callejero. El hombre le tenía un profundo cariño al perro y como este sentimiento era correspondido con sinceridad por el animal los dos se trataban entre sí con el mismo afecto con que lo harían dos entrañables amigos.

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Un buen día, Facundo cayó enfermo. Tenía fiebre y le dolía todo el cuerpo. Se quejaba de un constante dolor en el pecho y la sed le quemaba la garganta. Después no pudo levantarse más. Un médico rural llegó a revisarlo en su rancho y al comprobar que padecía de un mal bastante grave aconsejó que el enfermo fuera trasladado de inmediato a Durazno para que lo sometieran allí a cuidados más rigurosos. Entonces uno de los vecinos de Villa del Carmen puso a disposición su camioneta y entre todos trasladaron al hombre para internarlo de urgencia en la ciudad capital.

El animal, que no quería quedarse solo por nada del mundo, emprendió también el viaje por la Ruta 14 desde Villa del Carmen hasta la ciudad de Durazno para tratar de acompañar a su amo. Fue aquel el primer encuentro entre el perro y su futuro destino de vagabundo peregrino. Caminó sin otra brújula que su instinto y su inquebrantable amor por el amo. Atravesó montes, fatigó caminos, cruzó lagunas a nado y afrontó los peligros de los autos, de la ruta, de los alambrados, del hambre y de la sed. Finalmente, después de una rigurosa travesía, pudo llegar –aún no se sabe muy bien cómo- hasta las puertas mismas del Hospital Dr. Emilio Penza.

Al arribar al edificio en el que estaba internado su dueño, flaco y cansado por el tremendo esfuerzo, el perro se acomodó junto a la ventana de su habitación por el lado de afuera y allí se puso a gemir lastimosamente. Su aullido de dolor llegaba a tocar las cuerdas más íntimas del alma de todos quienes lo escuchaban. Era aquel el espectáculo más triste del mundo; no había quien no sintiera lástima, profunda lástima por el dolor que debería sentir aquel pobre animal. Muchos internos, conmovidos, les solicitaron a las autoridades del Hospital de Durazno que trataran de ayudarlo.

Tantas ganas tenía aquel perro de estar junto a su amo, que incluso a veces, aprovechando una distracción de los empleados, se colaba por alguna de las puertas laterales y

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entraba en clandestino al interior del Hospital. Los empleados lo encontraron muchas veces deambulando por los pasillos y trataron de hacerle entender por las buenas que los animales no suelen tener permitida la entrada a sitios como ese. Entonces el perro se iba con la cabeza gacha y meneando la cola. Pero como regresaba con insistencia una y otra vez los empleados acabaron por comprender que no quería molestar a nadie, y fue así que al final lo dejaron hacer libremente su voluntad.

Desde entonces, y durante todo el tiempo de agonía del amo, el perro Gaucho permaneció echado al costado de la cama, en un rincón de la habitación. Pasó allí días y días esperando sin moverse y el amo no lo sabía porque estaba semiinconsciente y porque además la fiebre lo hacía delirar. Los enfermeros se encariñaron con él y le daban alimentos. Como no sabían su nombre, y se daban cuenta que era un perro bueno, lo llamaron “Gaucho”, término que en el interior del Uruguay es sinónimo de “bueno” o de “bondadoso”.

Y estuvo haciendo el Gaucho las veces de ángel de la guarda de su amo durante varios días hasta que finalmente hacia un amanecer, y luego de una noche de terribles espasmos, Facundo falleció. Un puñado de amigos y familiares organizó una breve ceremonia velatoria y luego llevó el cuerpo del infortunado hombre en un ataúd hasta el cementerio de la ciudad de Durazno, dónde fue sepultado. En todo este trance, el perro Gaucho no se apartó siquiera un sólo segundo del cuerpo de su amo, pues estuvo primero echado junto al cajón en la casa de familia en que lo velaron, luego acompañó el cortejo fúnebre durante todo el camino como queriendo rendirle también él su público tributo al muerto y estuvo también presente, finalmente, en la hora del entierro.

Luego de que su amo fuera enterrado, el perro Gaucho no se retiró del cementerio como los otros familiares, sino que se quedó haciendo vigilia al lado de la tumba, sin moverse. Los vecinos de Durazno afirman que esto fue así porque el animal no lograba asimilar por completo la idea de que nunca más

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vería a su amigo. Y no era raro que esperara su regreso, porque si para el amo la única compañía había sido el perro, también para el perro la única compañía había sido el amo. De hecho, si no fuera por los funcionarios municipales que trabajan en la necrópolis de la ciudad, que lo cuidaron durante todo este tiempo –dándole comida, alcanzándole agua, arropándolo las noches de frío o directamente obligándolo a refugiarse bajo techo cuando llovía –el perro Gaucho hubiera muerto, pues por propia decisión no quiso alejarse de la tumba por casi cuarenta días.

Pero cuentan también los vecinos que una vez pasado ese tiempo el perro Gaucho pudo asumir la tragedia ocurrida. Ya hecho el duelo, ya asumida la dura realidad de las cosas, comenzó paulatinamente a alejar sus pasos de las cercanías del cementerio y a retirarse más hacia las calles del centro de la ciudad de Durazno. Se transformó definitivamente en un perro andariego, que deambulando de un lado para otro de Durazno conoció muchos hogares, pero que en ninguno se quedó, y eso que siempre hubo vecinos que quisieron adoptarlo. Así comenzó a escribir las páginas de una leyenda que los habitantes de la ciudad no se resignarán a olvidar.

Se dice que a partir de entonces el perro Gaucho se transformó en una especie de héroe urbano de Durazno. Fue un defensor de los niños y de los ancianos, un guardián que espantaba a los ladrones cuando merodeaban las casas, y la compañía perfecta de cualquier vagabundo solitario en las noches de frío. En todas las aventuras que se le conocen jamás peleó con ningún otro perro ni hizo con ellos manada, siendo un vagabundo que hacía solitariamente el bien.

Quienes lo conocieron afirman que esa humanidad de su carácter se trasladaba incluso a su físico. Visto de cuerpo entero era apenas un perro bastante viejo y medio enclenque, pero ese cuerpo de animal dejaba entrever con claridad el corazón, el sentimiento y el espíritu de un exquisito ser

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humano. Esto se veía especialmente en su mirada. Era la suya una mirada humana, que transmitía amor. Dicen también que tenía una especie de sintonía con las almas bondadosas. A veces, el Gaucho estaba tranquilamente durmiendo en una vereda y de pronto salía a ladrarle como loco a los autos que pasaban. Sorprendentemente, todos los autos a los que le ladraba pertenecían a personas no queridas en Durazno.

Sus lugares preferidos para merodear eran las inmediaciones de la ex tienda París-Londres, de la Iglesia San Pedro y del viejo edificio de la Onda. Era también común verlo por las calles Rivera y 18 de Julio y por la Plaza Artigas, como así también en todos los bares, clubes, oficinas y espectáculos públicos de la ciudad. Tan acostumbrados a verlo como a un familiar estaban los habitantes de Durazno que incluso el mismo Intendente departamental Iturria había dado la orden de que el Gaucho, a quien le gustaba dormir echado en un sofá de su oficina particular, no fuera molestado por ningún concepto, ni aunque se presentara el mismo Presidente de la República. De tanto en tanto, sin embargo, el animal regresaba con melancolía al cementerio a visitar la tumba de su amo.

Por lo demás, el Gaucho era un perro muy querido en Durazno. Los vecinos lo protegían de todo mal. Le alcanzaba recorrer algunos metros para que la gente le diera lo necesario para su sustento. Hay una anécdota que ilustra la medida de este cariño: cierta vez el Gaucho estaba durmiendo tranquilamente debajo de una de las mesas del restaurante “El Grillo”, cuando llegó una excursión de Rivera, compuesta por cerca de cincuenta personas. Entonces uno de los excursionistas, que quiso ocupar la mesa en que estaba el Gaucho, no tuvo mejor idea que espantarlo con un insulto y una patada, agresión que hizo gemir de dolor al animal. Acto seguido, uno de los vecinos de Durazno le propinó al agresor un puñetazo que le quitó en un segundo las ganas de repetir la hazaña. Y los demás tal vez le hubieran dado una paliza si éste no hubiera optado

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por huir a toda velocidad del lugar. El Gaucho era un amigo de todos y ningún duraznense iba a dejar que se lo agrediera gratuitamente.

No obstante, y a pesar del enorme cariño que le tenían en Durazno al perro Gaucho, éste padeció una muerte bastante trágica por obra de la maldad de uno de sus más ingratos habitantes. Como dijimos, este perro tenía la costumbre de recorrer la ciudad como vagabundo, y quiso el destino que un mal día se dirigiera hacia una zona de la ciudad en que la presencia de perros callejeros, precisamente, era un problema. Había sobreabundancia de ellos, que descuidados por sus dueños cometían toda suerte de destrozos y a veces atacaban a la gente, razón por la cual a alguien se le ocurrió la idea de dejar desperdigadas por allí bolsas con comida envenenada, para exterminarlos. Pues bien, un día el perro Gaucho se abalanzó hacia una de esas carnadas mortales y se intoxicó, y fue la suya una conducta bastante inexplicable porque como todo el mundo le daba comida no tenía porqué sentir hambre. Agonizó en silencio algunas horas y luego dejó de respirar. Desde entonces todo el pueblo de Durazno lo extraña.

Para intentar apaciguar en algo el dolor provocado por su inesperada ausencia, los habitantes de la ciudad le han rendido al perro Gaucho, a través del tiempo, diferentes homenajes. Algunos de los poetas más importantes de Durazno –como Ruben “Tony” Cabrera y Manuel Demetrio Souza- escribieron composiciones en su memoria, ejemplo que fue seguido por otros muchos periodistas y hombres de letras de la ciudad. Uno de los más importantes, en virtud del espíritu solidario que trascendió su ejecución, es una llamativa estatua de bronce que reproduce en cuerpo entero la figura del perro que se encuentra ubicada en la entrada del cementerio de Durazno, el mismo cementerio en el que, años atrás, había sido enterrado su dueño. A sus pies hay una placa conmemorativa que se

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presenta como el epílogo perfecto con que coronar el recuerdo de uno de los personajes más tiernos que registran las leyendas de la tradición oral de la campaña del Uruguay:

LOS DURAZNENSES A“EL GAUCHO”

POR TU INIGUALABLE LEALTADPOR HABER SIDO NUESTROPOR DARNOS TU LEYENDA.

Durazno, Mayo, 1999.

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El mensaje de la fuente

La fuente de la Plaza Matriz, ubicada en plena Ciudad Vieja de Montevideo, es una de las obras de arte más características del paisaje público de la ciudad. Se trata de una réplica casi exacta de una fuente de Florencia (Italia) que data del siglo XIII, y fue inaugurada hacia 1870, cuando se inició el servicio de Aguas Corrientes en el país. Con seguridad no hay un sólo habitante de la capital que no haya puesto alguna vez sus ojos sobre ella. Sin embargo muy pocos saben que en ella hay escrito, en lenguaje cifrado, un importante mensaje perteneciente a la sabiduría de la Alquimia.12

De hecho, toda la fuente es un sorprendente compendio de filosofía alquímica:

En la base de la escultura, por ejemplo, hay una serie de querubines que están montados sobre delfines. Los ángeles, en la nomenclatura de la alquimia, son símbolos de lo espiritual; y los delfines, por su parte, símbolos del ser humano puesto que, al igual que éste, necesitan salir a la superficie para respirar aire.

En cada uno de los ángulos del pilar central de la fuente hay la imagen de una quimera. Se trata de un animal fabuloso compuesto con fragmentos de varios animales que, en su conjunto, simbolizan los cuatro elementos primordiales de la creación: cuerpo de león (tierra), cabeza de dragón (fuego), alas de águila (aire) y cola de pez (agua).

La fuente tiene también, en la parte superior, una cascada de rosas. La rosa es un símbolo de los deseos. Pero también del trabajo de la alquimia, ya que la rosa, tal como hoy 12 Puesto que en una de las caras de la fuente hay tallada la imagen de una escuadra y un compás se ha generalizado la creencia de que la fuente es masónica. No lo es. Lo que ocurre es que la masonería utiliza también símbolos que son de la alquimia.

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la conocemos no existe naturalmente sino que fue inventada por los alquimistas. Lo que existe sí es la rosa silvestre, pero es una florcita que ni siquiera tiene aroma.

Y en la parte superior hay la imagen de un antropos –un ser humano en gestación- con las piernas empotradas en una piedra cúbica, haciendo sonar una caracola. La caracola es un instrumento que desde el tiempo de los fenicios se utiliza para comunicarse a largas distancias, para llamar la atención sobre algo que está pasando; y tanto la piedra como el cuadrado son elementos que simbolizan lo material. El conjunto, en buena medida, nos muestra un hombre en formación que está anunciando a los cuatro vientos un mensaje que tiene que ver con la posibilidad de abandonar esa piedra cúbica, es decir, de trascender la dimensión terrenal de la existencia.

De allí que pueda decirse que la fuente es una especie de “libro hecho de piedra”, pues todos esos símbolos articulan un mensaje. Este mensaje tiene que ver con la profecía de un terrible cataclismo de proporciones gigantescas que podría ocurrir en el territorio del Uruguay.

Para comprender en que consiste este mensaje hay que comenzar hablando de la persona que donó esa fuente a la ciudad de Montevideo: don Francisco Piria (1847-¿1933?), sin dudas uno de los personajes más importantes de la historia pública del Uruguay. Con un espíritu carismático y extrovertido que acaricia el límite de lo irreal, pero con los pies en la tierra y el pensamiento puesto en un ideal que alcanzó, Piria dejó su huella en las ciudades, barrios y balnearios del país, y se ganó un lugar en el corazón de cada uruguayo.

Se lo recuerda, en primer lugar, como un exitoso empresario. Sus orígenes fueron muy humildes. Comenzó vendiendo baratijas en la Plaza Independencia en una cajita -caramelos, chucherías, etc.- y así, poco a poco, se fue haciendo popular. Con el tiempo pudo inaugurar su propio negocio. Era famoso este comercio, un remate que estaba

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abierto prácticamente de sol a sol que se llamaba la “Exposición Nacional”, luego rebautizado la “Exposición Universal”. Se vendían allí cosas de la más insólita naturaleza13 y Piria le agregó un toque personal. Por ejemplo, alquilaba una serie de tranvías para llevar a la gente allí gratis. Pero también llevaba una banda de música, y regalaba comida y cigarros, y montaba, en general, todo un espectáculo. Eran un show realmente estos remates y la gente concurría a ellos masivamente.

Se lo recuerda también como uno de los precursores del marketing en el Uruguay. Hay a propósito algunas anécdotas muy curiosas. En uno de sus comercios, ya consolidados, Piria puso a la venta una yerba que había importado en cuyo envase se leía la siguiente leyenda: “Esta yerba no posee ARENILLA ROJUM PRESIPITATUM”. La apreciación, por supuesto, es absurda, ya que una yerba no tiene porqué contener ese producto, y él no decía ni que fuera malo ni que fuera bueno. Pero la gente, cuando leía eso pensaba que si aquella yerba no tenía ese producto, con seguridad otra lo debería tener y, como a juzgar por el nombre no debería ser bueno, acto continuo elegían la yerba de don Francisco. Otros, cuentan que estas estrategias Piria las ensayó desde muy temprano. Entre las baratijas que vendía en Plaza Independencia prometía joyas: “garantidamente falsas” y relojes que “marchan hasta que se paran”. Él hizo de las debilidades de sus productos una broma y esta publicidad los fortalecía, y a él le resultaba muy efectiva. No en vano, hay muchos libros de publicidad que lo señalan como uno de los pioneros del ejercicio de este arte en el país.

Asimismo, hay quienes quieren recordarlo como uno de los más importantes creadores del paisaje urbano de la ciudad. Se dice que fundó alrededor del 83% de los barrios con que cuenta hoy Montevideo y se sabe que donó, además, muchos espacios y paseos públicos. La “Plaza Gomensoro”, por ejemplo, es una donación de Piria a la ciudad, como así también el 13 Vendía, por ejemplo, perros de colores. Así como se lee: agarraba un perro, lo pintaba de un color llamativo y lo vendía.

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“Club de Golf ”, que dejó al Municipio con la condición de que nunca se construyera allí casas de habitaciones. El quería que ese espacio verde quedara para siempre como una especie de pulmón para toda la ciudad de Montevideo, y el contrato estipula con claridad que si algún día cambian su destino pasará automáticamente a los descendientes.

Pero a pesar de todo lo anterior, parece indudable que la mayoría de la gente lo conoce por su notoria vinculación al arte milenario de la Alquimia, y de hecho hay constancia de que don Francisco Piria es el único maestro alquimista nacido en América Latina.

Según surge del repaso de la biografía de este excéntrico personaje, esta vinculación a la alquimia tiene una génesis familiar. Cuando a poco de llegar al Uruguay con su familia el padre de Francisco falleció, su madre, como no lo podía mantener, envió al niño a Italia para que fuera criado por un monje jesuita que era tío suyo. En tal sentido, cabe recordar que los jesuitas ocupan un lugar muy especial entre las órdenes de la Iglesia, pues tienen un conocimiento extra que las otras no: el conocimiento de los Caballeros Templarios, que recibieron de éstos cuando el Papa Clemente V, en confabulación con el rey Felipe IV de Francia, excomulgó a los miembros de la Orden. Y como los Templarios, a su vez, tenían el conocimiento de la alquimia, los jesuitas se convirtieron en los custodios de esa sabiduría oculta. Pues bien, se cree que fue precisamente este tío jesuita el que introdujo a Francisco en los primeros elementos de la alquimia, dando así origen a un sinfín de leyendas e historias mágicas que la tradición oral repite por doquier.

Algunas de las más asombrosas tienen que ver con una especie de sensibilidad muy especial que tenía Piria para percibir el transcurso del tiempo, que en más de una ocasión le permitió anticipar el futuro.

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En uno de sus viajes a Europa, Piria llevó a sus hijos y a un nieto a Italia para que conocieran Dianomarino, el sitio en el que él se había criado. Estaban todos en la estación de Génova a punto de partir en tren hacia Roma y ya habían subido todos los equipajes en el vagón de carga cuando en determinado momento Piria se quedó absolutamente inmóvil, como si hubiera entrado en una especie de trance. Acto seguido, ordenó alarmado que descargaran los equipajes y que todo el mundo volviera al hotel. Al principio nadie entendía nada, pero al otro día el dueño del hotel anunció sorprendido que el tren que iban a tomar el día anterior había descarrilado y que en el accidente murieron muchas personas. De este modo, la capacidad de vidente de Piria le había permitido salvar su vida y la de toda su familia.

Es también muy curioso lo que surge de la lectura de uno de los libros que Piria escribió: El socialismo triunfante. Lo que será mi país dentro de 200 años (1898). Se trata de una novela precursora del género de ciencia ficción que, a grandes rasgos, refiere el viaje de un personaje al Uruguay del futuro. Lo que llama la atención es que hay cosas que Piria describe del Uruguay del año 2098 que, aunque no existían en la época, son efectivamente muy comunes en el presente, como el aire acondicionado, la música funcional, el fax y el Hovercraft, un vehículo acuático que se desplaza sobre un colchón de aire. Piria, en su camino de aprendizaje, logró ver más allá de lo evidente, don que se refleja en un pensamiento que él utilizaba con frecuencia: “No basta ver; hay que ser vidente”.

Igualmente, existe una difundida leyenda urbana a propósito de la muerte de Piria que también se relaciona con las profecías y la alquimia. Hay quienes aseguran, en efecto, que don Francisco no murió, sino que en verdad simuló su muerte. Piria, se sabe, era un Maestro alquimista, que dominó el secreto de la Piedra Filosofal, y que como tal poseía el elixir de la larga vida que le permitía hasta triplicar sus años sobre la Tierra. Pero como Piria era un personaje público y notorio, a

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quien le hubiera generado muchos problemas el no morirse, se vio en la obligación de simular su muerte. Supuestamente está enterrado en el Cementerio del Buceo. Pero el caso es que antes de morir dio la extraña orden de que su cuerpo fuera sepultado en una tumba egipcia que tiene la particularidad de que al cerrarse no puede volver a abrirse, o sea que no hay modo de comprobar su defunción. Para colmo, la tumba –en que reza la inscripción: “YO Y ELLA”- está adornada con la figura de un Uroboros: una serpiente mordiéndose la cola y que es el símbolo alquímico de la eternidad, profetizando, de cierto modo, su regreso.14

No obstante, parece no haber dudas de que la más curiosa profecía de las muchas que involucran la figura de Piria, tiene que ver con una muy difundida entre los iniciados de la sabiduría alquímica que anuncia la inminente llegada del fin del mundo.

Entre los alquimistas existen una serie de profecías que anuncian que en algún momento de la historia de la humanidad, acaso no muy lejano, habrá una gran catástrofe. Un inmenso cataclismo de proporciones universales que borrará casi toda huella de vida sobre la faz de la Tierra.

Este cataclismo ocurrirá por un fenómeno estrictamente cosmológico. Según explica la topología cósmica de la filosofía alquímica, la tierra gira alrededor del sol en el sistema solar. Pero a su vez el sistema solar se desplaza en la galaxia. La galaxia, para los alquimistas, tiene forma elíptica o de huevo. Es decir que el sistema solar periódicamente –se cree que cada doce mil años más o menos-15 llega al extremo opuesto de la galaxia y realiza un giro. Un giro violento, en forma de sacudón, y es allí que ocurre el cataclismo.

14 Hay quienes aseguran que Piria también utilizó el elixir de la larga vida con su perro “Conde”, animal que llegó a vivir, según se cuenta, más de cuarenta años.15 Se cree que el hundimiento de la Atlántida data de hace doce mil años atrás.

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Las consecuencias del desastre final serán terribles. Entre otras calamidades, el eje de la tierra va a cambiar su posición y los puntos cardinales quedarán invertidos. Esto acarreará un cambio en la configuración de los continentes; algunos se van a hundir, otros van a emerger y todos, en conjunto, serán irreconocibles a los ojos del hombre actual. Dicen las profecías que en este cataclismo los elementos tendrán una participación diferente, ya que: “El Norte sucumbirá por el fuego y el Sur sucumbirá por el agua”.

Existen muchos lugares en que se puede acceder al conocimiento de esta profecía. Pero existe uno que es el más importante de todos, referido por el adepto Fulcanelli, considerado el último de los alquimistas, en su libro El misterio de las catedrales (1929). Allí, se asegura que este mensaje está escrito en una escultura que hay ubicada en un pequeño pueblito del lado francés del País Vasco, llamada la Cruz Cíclica de Hendaya. A simple vista, es nada más que una modesta cruz de piedra estilo griego montada sobre un pedestal de forma prismática, cuya simbología refiere sobre los cuatro ciclos de la tierra y del no lejano fin de uno de esos ciclos provocado por la acción del fuego. Pero para algunos de los más grandes alquimistas de todos los tiempos, esta cruz guarda el mayor secreto del universo.

Según se ha llegado a saber, don Francisco Piria visitó este pequeño pueblo francés hacia fines del siglo XIX, y tuvo allí conocimiento de la profecía del fin del mundo. Y se cree que se basó en las enseñanzas de la Cruz Cíclica de Hendaya para diseñar una de sus creaciones más enigmáticas: el “Triángulo de seguridad”, una suerte de conjuro alquímico delimitado por tres señales claramente identificables en el mapa del Uruguay que tienen como propósito proteger a los habitantes del país ante un inminente cataclismo en el territorio

El primero de esos puntos, el vértice del triángulo, es el más simple y a la vez el más misterioso de los tres. Consiste en

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una especie de obelisco de piedra gris que está en el medio del campo, sin otra compañía que las ovejas, las vacas y los caballos, en una desolada estancia en el departamento de Rivera que era de su propiedad. Esta suerte de monolito tiene entre dos y tres metros de altura y en su base puede leerse con nítidos caracteres el nombre: PIRIA

El segundo vértice del triángulo lo constituye el llamado “Castillo Piria”, ubicado en Piriápolis. Se trata de una réplica casi exacta de una encomienda templaria, y fue la primera obra de magnitud que hubo en el balneario. Para marcar este vértice del triángulo, Piria comenzó por comprar hacia 1890 unas dos mil hectáreas de terreno en los alrededores del Cerro Pan de Azúcar, en el departamento de Maldonado. Allí, fundó un establecimiento agronómico que con el tiempo habría de constituirse en el primer balneario turístico del Uruguay, hecho a imagen y semejanza de los balnearios de la rivera francesa que el maestro había tenido la oportunidad de visitar en sus viajes. El originalmente la llamó “Heliópolis”, la ciudad que mira al sol, pero como hubo algunos periodistas que se burlaron de sus pretensiones tan desmedidas este sitio pasó a denominarse “Piriápolis”, como hoy se lo conoce.

Con el propósito de que su sentido esotérico no se perdiera, Piria dejó desperdigados en el balneario una gran cantidad de motivos y símbolos alquímicos. Así, por ejemplo, el Grifo que hay a la entrada del Argentino Hotel, o la fuente de Venus, o la fuente del Toro, o la Iglesia de Piriápolis, enteramente construida en base a las leyes de indias y tan repleta de motivos profanos que la Iglesia no la reconoció y nunca se oficiaron misas en ella.

Algunos de esos símbolos se relacionan directamente con la profecía alquímica del cataclismo. Uno de los más importantes es una hilera de columnas de piedra que se extienden a lo largo de toda la Rambla de los Argentinos. Esas columnas, como puede comprobarlo cualquier visitante, están rematadas en lo

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alto por un globo terráqueo. Hoy esto se ha borrado, pero hace tiempo esas esferas tenían el dibujo de los continentes. Pero este dibujo no representaba a los continentes tal como hoy los conocemos, sino totalmente desorganizados, vale decir, con la forma que habrán de asumir luego del cataclismo.

Además, hay muchas alusiones alquímicas que se encuentran alrededor del propio castillo. Así, por ejemplo, la figura de unos galgos que entre sus patas tienen una liebre. Se trata de un inequívoco símbolo alquímico: en la alquimia hay una materia que se llama el Mercurio, una materia difícil de manipular -técnicamente se llama “fijar el mercurio”- porque es un metal líquido. Y en alquimia al mercurio se le llama la liebre. Los galgos atrapando la liebre es todo un símbolo de la victoria del espíritu sobre el mundo de los elementos.

Igualmente, se distinguen en la entrada del castillo la figura de unos dragones con los brazos cruzados formando una “X”. Esta letra es símbolo del fuego, y en la alquimia el fuego es fundamental porque es lo que permite “coser” la materia para lograr la piedra filosofal. Además, cuentan que había también por allí una serie de estatuas que representaban los planetas, hoy destruidas.

En este castillo, dicho sea de paso, se encontraba uno de los laboratorios de Piria,16 que hoy está clausurado pero que antes el maestro usaba con mucha frecuencia para realizar sus ejercicios prácticos.

Y finalmente, para marcar el tercer punto del triángulo de protección ante el inminente cataclismo, Piria escogió el sitio referido con anterioridad: la fuente de la Plaza Matriz, en plena Ciudad Vieja de Montevideo.

El símbolo más importante para profetizar la llegada del cataclismo que hay en la fuente es el dibujo de un óvalo

16 El otro laboratorio se ubicaba en el llamado Palacio Piria, en Montevi-deo, que era su casa particular y donde actualmente funciona la Suprema Corte de Justicia.

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dividido en cuatro sectores que se encuentra en una de las caras del pilar central de la fuente, figura que también se encuentra en la Cruz Cíclica de Hendaya. A simple vista, la figura parece una reproducción exacta de uno de los símbolos de la patria: el Escudo Nacional. Pero entre ellos existen algunas diferencias. En el sector superior derecho del Escudo Nacional se halla la Fortaleza del Cerro de Montevideo; en cambio, en la de la Fuente de la Plaza Matriz, no hay un cerro sino una llanura apenas sobresaliendo de las aguas. Es la imagen del monte Sión del que hablan las Escrituras, el sitio que recibirá a los elegidos que sobrevivan al Apocalipsis.

Allí esta aún hoy la fuente de la Plaza Matriz, y cada día cientos de personas transitan frente a ella sin prestar mayor atención al importante mensaje que don Francisco Piria, el alquimista, dejó escrito para advertirnos sobre el inminente peligro que se aproxima. Pero seguirá siendo así un mensaje ciego, sordo y mudo para todos en la medida en que nos neguemos a escuchar las enseñanzas de las voces anónimas.

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Jugando a la escondida

Hacia principios del año de 1900, en la esquina de las calles Bulevar Artigas y Rodó de Montevideo (Uruguay) –sitio en que actualmente se encuentra la Torre de los Caudillos y dónde alguna vez funcionara la Feria de Libros y Grabados- había una casa majestuosa, todo un icono de la época. Estaba construida según un cierto estilo colonial inglés y poseía tres pisos, dos altillos elevadísimos que asemejaban torres, un sótano en que funcionaba la bodega, y también un desván en que se amontonaban los objetos más estrafalarios. Nada cuesta imaginarla también repleta de rincones, de amplias habitaciones, de infinitos pasillos y puertas, de escaleras con descanso y arañas de candelabros y de muebles antiguos. Una casa, en general, espaciosa, pero que envuelta en las sombras de la noche adquiría un matiz levemente siniestro. Pues bien, esta casa fue demolida, aunque permanece viva en la memoria de las voces anónimas de Montevideo unida a un relato mágico que los habitantes de la ciudad no se resignarán a olvidar.

Dicen que durante muchos años vivió en este edificio una familia de aquella vieja burguesía montevideana sobresaliente, elegante, de la que hablan con orgullo nuestros abuelos. Estaba compuesta por un matrimonio y su hijo. Se cuenta que esta familia poseía mucho dinero y que estaba conectada con los más selectos círculos sociales de la época. El hijo, en especial, parecía tocado por la vara del destino. Era una verdadera promesa, el preferido de la familia. Por ser sumamente talentoso y emprendedor era la mano derecha de su padre en los negocios, como así también el futuro heredero del imperio que estaba ayudando a construir. Y como además de lo anterior era también muy apuesto, se trataba de uno de los solteros más codiciados de la ciudad.

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Curiosamente, sin embargo, el muchacho eligió como compañera de su corazón a una joven sobre la que versaba alguna polémica. Cierto es que se trataba también de una joven aristócrata, hija de una familia adinerada y bien ubicada en la sociedad y que tenía además a su favor el ser verdaderamente hermosa, alegre y extrovertida. No obstante, algunos rumores aseguraban también su justa fama de bohemia, y se encargaban de señalar que había realizado algunas acciones un poco reñidas con la conducta inmaculada que se esperaba de una mujer en aquella época. Incluso llegó a comentarse que tenía un amante o, en todo caso, un hombre con el que guardaba una relación demasiado cercana. Un trotamundo o un muchacho un poco más pobre, que la jovencita frecuentaba en secreto.

Nunca se supo del todo si el muchacho en verdad estaba enamorado de aquella mujer o si sólo lo hizo para generar lazos y vínculos con otras familias poderosas, pero lo cierto es que, más allá de los rumores de supuestas traiciones que circulaban, decidió tomarla como su esposa. Y como ella, por su parte, no podía rehusar el casamiento con el rico aristócrata a cambio de un perfecto don nadie, no tuvo más remedio que aceptar las nupcias por conveniencia y adoptar el apellido que le imponían. El casamiento se llevó a cabo, en definitiva, y para celebrarlo como la ocasión merecía, los respectivos parientes de la pareja organizaron en las instalaciones de la casa del novio una fiesta.

Fue una fiesta majestuosa. La casa, ya de por sí formidable, se vistió aquella vez con sus mejores galas para recibir a las más selectas y prominentes familias de la aristocracia de Montevideo. Los invitados concurrieron a la ocasión portando sus mejores atuendos, los hombres con trajes elegantes y las señoras con costosísimos vestidos de fiesta. Bailaron toda la noche al son de los acordes de la música, y brindaron por la felicidad de la pareja, siempre en un clima muy animado.

En determinado momento de la noche a alguno de los invitados se le ocurrió que no sería mala idea jugar a “La

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Escondida”. El hecho no tiene nada de sorprendente; muy por el contrario, era común en aquellas fiestas de sociedad que, además de orquestas en vivo y bailes colectivos, se organizara algún tipo de juego entre los más jóvenes, sobre todo entre las jovencitas solteras. En tal sentido, jugar a la escondida era una de las diversiones más frecuentes. Hay que agregar a esto que, dadas las características de la casa, en aquella ocasión el juego no sólo podría haberse desarrollado sin molestar a nadie, sino que también habría ganado en emoción. Era aquella, en efecto, una casa muy grande, donde no era difícil perderse, y con seguridad los sitios para ocultarse que había en ella se multiplicaban tanto como las posibilidades de diversión. Ocurrió lo de siempre: alguien cerró sus ojos y se puso a contar, mientras los demás corrieron a buscar sus respectivos escondites.

Estuvieron un buen rato divirtiéndose de aquella manera, hasta que ocurrió un acontecimiento muy extraño: la novia desapareció. Al principio nadie tomó ese hecho muy en serio pues se creyó que la joven simplemente había hallado un buen sitio para ocultarse y que si persistía en él por un tiempo un poco más largo de lo acostumbrado no lo hacía sino como una forma de broma. Pero como el tiempo siguió pasando y por mucho que la buscaron esta joven seguía sin aparecer, la inquietud comenzó a ganar el ambiente. La fiesta fue interrumpida, y pronto comenzaron a buscar a aquella mujer no sólo los jóvenes que en principio estaban involucrados en el juego, sino también el resto de los invitados. Todas las luces fueron encendidas, y la gente deambulaba por los pasillos de la casa repitiendo el nombre de la novia a los gritos, tratando de llamar su atención. Pero a pesar de los afanosos esfuerzos, siguieron buscándola toda la noche, y cuando ya comenzaba a despuntar el sol todavía no la encontraban.

Cuando por fin se llegó a la conclusión de que la muchacha había desaparecido, las peores sospechas comenzaron a tejerse en torno de la situación. Entre otros rumores maliciosos, corrió la noticia de que la muchacha había esperado precisamente la

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noche de bodas para huir con su amante, dejando poco menos que plantado a su esposo en el altar y escapando con impunidad a la vista de toda la sociedad montevideana, para hacer aún más notorio el escándalo. Una forma terrible de venganza contra aquella unión a la que estaba siendo forzada y que en el fondo no había deseado. Pero éste y otros rumores quedaron en el campo de las conjeturas, pues a decir verdad no se encontró ningún rastro de la joven ni mucho menos de aquel supuesto amante del que se hablaba.

Luego de un lapso de tiempo prudencial, los rumores comenzaron a acallarse y casi nadie volvió a ocuparse del asunto. Pero la familia del muchacho continuó experimentando una vergüenza muy dolorosa. Todas las miradas de la alta sociedad de Montevideo recaían inquisidoramente sobre ellos. Para el muchacho fue especialmente dura de sobrellevar. Dicen que casi llegó a perder el juicio por lo ocurrido, y que como la situación se presentaba tan traumática su familia decidió costearle estudios en Europa, con el propósito de alejarlo de un entorno que sólo podría traerle recuerdos desagradables y estimular más aún su melancolía. El muchacho, todavía muy contrariado, aceptó el convenio, y permaneció en Europa por varios años. Y como terminó allí su carrera y comenzó también allí a dar sus primeros pasos como profesional, a la postre se quedó a vivir en el Viejo Continente.

Pero en determinado momento las vueltas del destino quisieron que aquel muchacho, ya todo un hombre, tuviera que regresar al Uruguay. Su padre había fallecido hacía poco rato, y él tenía que encargarse de los trámites de sucesión hereditaria de su patrimonio.

Aquello fue para el joven como regresar al sitio de un largo sueño. El dolor profundo que anidaba en su alma por toda la vergüenza sentida un poco había aflojado; pero también es cierto que en cualquier sitio a dónde dirigiera sus ojos se le presentaba la ocasión de revivir muchos momentos

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amargos. La contemplación de cualquier objeto lo sumía en una profunda tristeza. Particularmente emotivo para él, en tal sentido, debió haber sido el verse en la necesidad de regresar a la casona en que se había celebrado la fiesta de su fallido matrimonio.

Mientras algunos obreros contratados comenzaban a cargar en el camión de la mudanza todos los objetos que había en aquella casa para trasladarlos hacia una nueva residencia, el hombre repasaba con su mente, uno a uno, los recuerdos que atesoraban aquellas viejas paredes y aquellos viejos muebles. Muchas imágenes se cruzaron en su mente, en especial las del momento de la fiesta en que todavía creía que el futuro lo encontraría feliz junto a la mujer que amaba. Y estuvo así ensimismado durante mucho rato, hasta que por fin uno de los obreros que llegó a pedirle que vaciara el contenido de un baúl que se encontraba en el altillo de la casa, y cuyo peso desmesurado dificultaba el descenso por las escaleras, lo sacó abruptamente de sus pensamientos

El muchacho subió en forma desganada al altillo, pensando que con ello daría por finalizada una larga jornada de malos recuerdos. Ahora bien, lo que nunca hubiera podido llegar a imaginarse, siquiera en sus sueños más atroces, fue que al abrir la tapa del baúl la sorpresa iba a ser más grande que el horror: dentro del mismo, y hecha ya un esqueleto, estaba aquella joven que alguna vez fuera su novia, todavía portando su vestido de fiesta y todavía esperando que alguien la encontrase.

Tal parece que la mujer, jugando a “la escondida”, se había ocultado en un baúl que trancaba automáticamente al cerrar y que, al no poder salir de él por sus propios medios, había muerto por asfixia.

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La niñera

Ejemplos de leyendas urbanas relacionadas con llamadas telefónicas, ya sea a través de teléfonos celulares o de línea, pueden encontrarse en cualquier rincón del planeta. Hay algunas muy famosas, como las que involucran mensajes provenientes desde el más allá, popularmente conocidas como “llamadas fantasmas”. Pero nadie podría dudar que la más popular de todas es una gestada en la ciudad de Nueva York (EEUU), y que constituye el primer caso conocido. A pesar del paso de los años, esta leyenda no ha perdido nada de su vigencia y sigue siendo una de las más escalofriantes que se registran en folklore urbano norteamericano.17

Por aquella época, había en las afueras de la ciudad de Nueva York una casa típica de la clase media-alta americana en la que vivían un matrimonio joven con sus tres pequeños hijos. Este matrimonio, al igual que muchas parejas neoyorquinas, tenía durante el día una agenda muy agitada que les provocaba grandes cantidades de estrés y que en muchas ocasiones los obligaba a mantenerse fuera del hogar durante las horas de la noche. De ahí que para que los niños no quedaran solos cuando ellos tenían que salir habían adoptado el recurso de contratar los servicios de una niñera.

Esto no tiene nada de raro; de hecho, ya desde principios de la década del sesenta, cuando los adolescentes de EEUU, y especialmente las mujeres, comenzaron a asumir mayores responsabilidades sociales, llegó a hacerse muy común en el país la costumbre de que los padres dejaran sus hijos pequeños a cargo de una niñera (baby-sitter) cuando por algún compromiso

17 Esta historia ha sido referida, entre otros, por el folklorista norteame-ricano Jan Harold Brunvard en su libro: “El fantástico mundo de las leyendas urbanas” (...), donde se recopilan una gran cantidad de narraciones orales que la gente le hizo llegar a su diario y a su programa de radio.

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no podían cuidarlos. Desde entonces esta costumbre, sobre todo en Nueva York, se ha generalizado. Pues bien, cuenta la leyenda que esta familia también tenía una niñera de cabecera que los ayudaba en esos casos, y que confiaban en ella porque vivía en la misma zona, porque conocían a sus padres y porque además llevaba más de un año cuidando a sus hijos, dando sobradas muestras de responsabilidad.

Cierta noche, como tantas otras, el matrimonio decidió salir a divertirse a algún sitio cualquiera, y se puso en contacto con la niñera para que cuidara a sus hijos. La niñera –una muchacha que rondaba los veinte años de edad- llegó poco antes de que los padres se fueran, y luego de recibir las últimas instrucciones se quedó a solas con los hijos en la casa. Como los niños ya la conocían, y se sentían a gusto con ella, no le provocaron el menor problema y en todo momento siguieron sus órdenes. La niñera jugó con ellos por un rato, les dio de cenar y luego, alrededor de las diez de la noche, los llevó al dormitorio, ubicado en el piso superior de la casa, para acostarlos a dormir. Hecho esto, apagó las luces del cuarto, bajó las escaleras y se puso a mirar tranquilamente una película en el living de la casa mientras tomaba un té, como solía hacerlo.

Todo transcurría con absoluta normalidad cuando, alrededor de la medianoche, el teléfono comenzó a sonar. La niñera se levantó a contestar con velocidad, para evitar que la reiterada estridencia del timbre despertara a los niños. Pero curiosamente, al descolgar el tubo, no encontró respuesta alguna. Al otro lado del teléfono no se escuchaba nada. Pensando que con seguridad sería un error en el discado, o tal vez algún amigo de la familia que, al no reconocer su voz, creía haberse equivocado, ella también colgó, no dándole importancia al asunto. Luego volvió al sofá y siguió mirando la película, como si nada hubiera ocurrido.

Quince minutos más tarde el teléfono empezó nuevamente a sonar. La niñera contestó otra vez con rapidez, para evitar el escándalo, pero recordando la anterior experiencia dijo en primer lugar el apellido de la familia para que quien

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estuviera del otro lado del tubo se asegurara de haber marcado bien. Pero también en esa ocasión, como en la anterior, todo seguía en silencio. Aunque con una diferencia: que esa vez el silencio no era total sino que podía escucharse, aunque muy débilmente, una respiración. O más bien algo así como un jadeo. Era evidente, pues, que había alguien en la línea y que si no se comunicaba era o porque no escuchaba las palabras de la niñera o porque no quería hablar. La niñera se sorprendió mucho con esto, y aunque se tranquilizó pensando que se trataba de una broma de algunos de sus amigos, creía también que la broma era de muy mal gusto, porque la verdad es que comenzaba a asustarse. Poco después colgó, y así otra vez, ahora un poco más nerviosa, volvió a su lugar.

No debió esperar esta vez tanto tiempo antes de que el teléfono volviera a sonar. La niñera contestó casi enojada, y desde el principio intentó presionar al extraño diciéndole que sabía que era un amigo suyo que le estaba gastando una broma, y que ya no tenía sentido seguir con este comportamiento. Pero apenas acabó de decir esto, comenzó a despertar en ella un mal presentimiento, pues al otro lado de la línea, además de la consabida respiración, se escuchaba también una risa extraña. Se insinuaba de un modo muy bajo, casi imperceptible, pero dejaba entrever un tono muy sarcástico, propio de alguien que se entretiene haciendo una maldad. Esto llenó de inquietud a la niñera, quien profundamente atemorizada colgó el teléfono. Estaba ya en la certeza de que no se trataba de una broma, y en su mente juvenil comenzó a ganar fuerza la sospecha de que una especie de loco o de depravado estaba tratando de molestarla.

La niñera no sabía qué hacer. Nunca antes se había encontrado en un problema semejante. No tenía miedo de estar sola, pues sabía que la familia regresaría a la casa poco tiempo más tarde, pero hasta entonces era responsable de la situación. Sin dudarlo un segundo más, tomó el teléfono y marcó el 911, para llamar a la policía. Pronto le respondió una operadora y la niñera le explicó en dos palabras su angustiosa situación. Luego

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de escucharla con atención, la operadora le dijo a la niñera que intentara tranquilizarse, pues no había pruebas suficientes de que verdaderamente se encontrara en peligro, y que perdiera cuidado que ellos estarían atentos. Y también le dijo que si aquel extraño volvía a comunicarse lo que ella debería hacer sería tratar de retener la llamada el mayor tiempo posible para que de este modo pudieran rastrearla y averiguar así el lugar desde dónde se hacía. Más calmada luego de esta conversación, pero también temerosa de que la historia no terminase allí, la niñera colgó el teléfono y se quedó en el sofá, aunque para ese punto ya estaba tan angustiada que no podía concentrarse en la película. Si el teléfono volvía a sonar, capaz que se moría de puro susto.

Pocos minutos más tarde, como lo temía, el teléfono volvió a sonar. La niñera dudaba si descolgar el tubo o no. Ella sabía que si quería desenmascarar al intruso, y averiguar si aquello se trataba de una broma o de algo más serio, debía contestar. Pero también estaba espantada ante la posibilidad de escuchar de nuevo aquella macabra presencia que tanto la inquietaba. Y como era seguro de que quien fuera que estuviera tratando de comunicarse no se daría por vencido, pues el teléfono sonaba y sonaba con persistencia, finalmente se decidió a contestar. Sólo para ganar tiempo, comenzó a hacerle a su interlocutor toda suerte de preguntas: ¿quién era?, ¿por qué quería molestarla? ¿y por qué a ella, precisamente? De golpe, volvió a escuchar la risa. Pero esta vez no en forma débil y entrecortada, sino mucho más fuerte, como si el extraño, luego de estar conteniéndola durante todo este tiempo, la hubiese soltado de pronto desaforadamente. La niñera no pudo soportar más la tensión de sus nervios y colgó.

Bastó que la niñera soltara el tubo de sus manos para que pocos segundos más tarde otra vez el teléfono, por quinta y última vez en la noche, volviera a sonar. La niñera lloraba ya de miedo, pero aún sin salir de su estupor descolgó el tubo con decisión, gritándole al extraño que la dejara tranquila, que terminara de una vez con aquello y que ya había dado aviso a la

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policía. Y con tanta precipitación dijo todo esto que ni siquiera pudo advertir que quien la llamaba esta vez no era el extraño sino, precisamente, la policía. La operadora tuvo que gritarle a la niñera para que se callara, y cuando por fin lo hizo, le dejó saber la más terrible de las noticias. En términos sencillos, pero que denotaban mucha urgencia, le dijo que debía conservar la calma, pero que también tratara de salir corriendo lo más rápido posible de la casa porque luego de rastrear la llamada habían comprobado que la misma se estaba realizando desde allí. El extraño, en efecto, se encontraba en el interior de esa misma casa, y estaba llamando a la niñera desde otra línea, ubicada en otra habitación.

Al escuchar semejante noticia la joven quedó blanca, paralizada del miedo. Con un resto de voz, alcanzó a informarle a la operadora de que en el piso superior se encontraban tres niños pequeños y que debía asegurarse que estuvieran bien. Pero la policía se lo impidió rotundamente: era imperioso que abandonara de inmediato la casa, y que esperara por ayuda. La niñera no se hizo rogar y comenzó a correr desesperadamente, tratando de salir a la calle. Iba despavorida, atropellada, chocando con todo en su camino. Y estaba ya por alcanzar la puerta cuando volvió a escuchar aquella risa terrible. Pero no a lo lejos ni a través del teléfono, sino viniendo en vivo y en directo desde arriba, desde los peldaños superiores de la escalera.

La niñera, en su alocada carrera, giró entonces su cabeza hacia el sitio de dónde provenían las risas y pudo ver allí una imagen que, con seguridad, nunca más pudo borrar de su memoria. La visión no era muy nítida, pues en el piso superior las luces estaban apagadas y dominaba una oscuridad muy profunda, pero era seguro que recortándose entre las sombras se encontraba de pie una figura humana. Más aún, cuando ésta comenzó a descender con lentitud los peldaños de la escalera, y la luz del piso de abajo permitió observarla de mejor modo, la niñera comprobó que se trataba de un hombre joven que llevaba un cuchillo de gran porte en sus manos. Estaba vestido

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con un uniforme de la construcción, y en el mismo podían observarse manchas de todos los colores. En especial, las vestiduras de aquel extraño estaban salpicadas con manchas rojas, rojas como la sangre...

Apenas vio a este hombre la niñera lanzó un terrible grito de horror, abrió la puerta y salió a la calle. Al encontrarse a la intemperie comenzó a correr tan rápido como le permitían sus fuerzas, mirando de a ratos hacia atrás para ver si estaba siendo perseguida. Sin embargo, el intruso no salió tras sus pasos. Poco tiempo después llegó a la casa una patrulla de la policía, que había sido enviada al lugar ni bien pudieron rastrear la llamada. Al ingresar a la casa, los agentes de la ley detuvieron sin dificultad al intruso, que no había tratado de escapar. Estaba sentado en la escalera con el cuchillo en sus manos, riendo desquiciadamente, mientras la sangre seguía goteando a su alrededor.

Según cuenta la leyenda, luego de consumada esta masacre, la joven pareja abandonó de una vez y para siempre el edificio en que vivían. Es que con seguridad fue muy grande el trauma que ambos debieron padecer al encontrarse, al regreso de su habitual salida nocturna, con la presencia de la policía en la puerta de la casa, las manchas de sangre por todos lados y la terrible noticia de que sus tres hijos habían sido brutalmente asesinados. Pero no menos impactante debió ser el suceso para la niñera. Por supuesto que ella fue muy afortunada de poder escapar y de salvar su vida de las manos de aquel criminal. Aunque por mucho tiempo la acompañó el escalofrío y el sentimiento de culpa de saber que mientras ella se encontraba en el living, el asesino estaba a pocos metros, dando muerte a los niños en los cuartos superiores de la casa.

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El mito del zorzal18

para Guillermo Barrantes y Víctor Coviello

Es por todos conocido que la figura de Carlos Gardel –también llamado el Zorzal Criollo, el Morocho del Abasto, el Mudo, el Troesma o el Mago- es una de las más poderosas del imaginario rioplatense. Y también del mundo, pues en el año 2003 la UNESCO declaró a su voz patrimonio histórico de la humanidad. Algunos han llamado a Gardel “el mito de los mitos” o el “mega-mito”, ya que muchos aspectos de su biografía han dado lugar a un sinfín de historias que la tradición oral de ambas orillas del Plata no cesa ni cesará de repetir. ¿Era uruguayo, francés o argentino? ¿En verdad falleció el cantante en el trágico accidente en Medellín del 24 de junio de 1935? ¿Y qué hay de cierto en algunas desconcertantes historias que circulan hoy en día en Bs. As., que lo tienen como protagonista?

El nacimiento de Carlos Gardel, en primer lugar, está sujeto a un montón de leyendas. Una de ellas, la que defiende la nacionalidad oriental del cantante, posee aspectos muy curiosos para todos los uruguayos, en especial para los oriundos del departamento de Tacuarembó.

Según cuenta esta historia, su padre fue don Carlos Escayola, un personaje turbulento y uno de los vecinos más importantes del lugar. Se lo recuerda como un hombre autoritario, prepotente, poseedor de mucho dinero que utilizó para consolidar una posición dominante en el ambiente. Nunca hizo una carrera militar, pero el Presidente Máximo Santos le entregó un título de “Coronel” que le permitió abrirse varias 18 Algunas de las informaciones vertidas en este capítulo fueron extraídas del capítulo: “El mito del zorzal” del libro de Guillermo Barrantes y Víc-tor Coviello: Buenos Aires es leyenda (Bs. As., Planeta, 2004). Los referidos autores también dejaron de saber algunos pormenores de las historias en el programa correspondiente del ciclo Voces Anónimas 2.

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puertas en su actividad pública. Con apenas treinta y seis años ya era jefe político de Tacuarembó, y fue también Coronel del Ejército y Jefe de Policía. En su patrimonio se contaban dos estancias y una mina de oro, cuya administración Escayola dejó en manos de su hermano mientras él se entregaba algunas de sus pasiones fundamentales. Entre éstas se destacaba su amor por el teatro, y de hecho él fue el creador del Teatro Escayola de Tacuarembó -más tarde rebautizado Teatro Uruguay- un edificio de características tan inusuales que llegó a competir en su momento con el Solís de Montevideo.

A pesar de que era muy autoritario con su familia y sus semejantes en el ámbito público, dicen que Escayola se entregó en su vida privada a los libertinajes más escandalosos. Tenía, literalmente, dos vidas paralelas. Hay rumores que lo retratan como un seductor empedernido, que tenía a las mujeres como una de sus principales aficiones, y al que se le atribuyen una gran cantidad de hijos naturales. Su cuñado, el general De Souza Neto, solía decir que el coronel había engendrado más de cincuenta hijos, con mujeres de diferentes condiciones sociales.

Tan desenfrenado era su amor hacia las mujeres que, a despecho de todo comentario, Escayola se casó sucesivamente con tres hermanas, todas ellas hijas del matrimonio del cónsul de Italia en Tacuarembó, un Sr. de apellido Oliva, y de su esposa, Juana Sghirla. Primero se casó con Clara Oliva; cuando ésta, a punto de tener su segunda hija, falleció, se casó con Blanca. Y poco tiempo más tarde lo hizo también con la menor de las hermanas Oliva, una jovencita llamada María Lelia.

La relación del coronel Escayola con la última de sus esposas está envuelta en otro problema. Ocurre que aún desde antes de que la jovencita naciera, había mucha gente que aseguraba que esa hija que iba a nacer del vientre de Juana Sghirla no sería de su marido, el Sr. Oliva, sino de su amante, es decir, de Escayola. El coronel, pues, no sólo había sido esposo en forma pública y sucesiva de las tres hijas del cónsul

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italiano, sino que también mantuvo en secreto una relación con su esposa. Si todo esto es cierto, estaríamos en presencia de una relación incestuosa entre Escayola y su propia hija, María Lelia.

El escándalo fue mayor aún el día que María Lelia, con apenas trece años de edad, quedó embarazada. Cuando esto ocurrió, Escayola decidió esconderla en una de sus estancias en Santa Blanca, pues el embarazo ponía en riesgo su carrera militar y política. No se volvió a hablar del asunto, como si jamás hubiese ocurrido. Cuando María Lelia regresó un tiempo después a Tacuarembó lo hizo sin su hijo, sin prueba alguna de lo acontecido. De inmediato, todo el pueblo entró en una situación de silencio sobre los acontecimientos, código de conducta muy común en una sociedad cerrada como aquella. Hay quienes aseguran que como el coronel era masón fueron de hecho los integrantes de esta cofradía quienes impusieron a Escayola ocultar el problema y a su familia guardar silencio sobre la situación. Y la familia, por supuesto, lo hizo.

Pero ¿qué pasó con el niño, el hijo de Escayola y María Lelia? Según se cuenta, al poco tiempo de que naciera, Escayola se puso en contacto con una planchadora francesa llamada Bertha Gardes, con quien llevó a cabo un siniestro acuerdo. La mujer aceptó entonces cobrar tres mil pesos de la época para llevarse bien lejos al bebé y prometió darle crianza. Para simular su identidad y poder así cruzar la frontera, dijo a las autoridades que el niño era su hijo: Charles Romuald Gardes, a quien en realidad había dejado en Francia. Luego, Bertha llevó consigo al hijo de Escayola a Bs. As, y se instalaron juntos en el barrio El Abasto. El niño se crió allí, adaptándose con velocidad a la vida del nuevo ambiente. Los vecinos lo llamaron “el francesito”, y el mundo lo conocería, tiempo más tarde, con el nombre de Carlos Gardel.

No menos intrigante que la anterior son algunas leyendas orales que versan sobre la muerte del Zorzal.

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Gardel falleció justo en el cenit de su fama. Su nombre era reconocido en todas partes. Poco antes de morir, el cantante había llevado a cabo una gira muy exitosa por los Estados Unidos, especialmente en Nueva York, dando conciertos y grabando películas tales como “Cuesta abajo” y “El día que me quieras”. Y en seguida se embarcó en otra no menos ambiciosa por algunas de las capitales más importantes de Centroamérica y América del Sur, que debería haber terminado en Cuba. Estaba trabajando a destajo, y muchos se asombraban al ver de qué prodigiosa manera el célebre intérprete lograba cumplir con tantos agotadores compromisos.

Pues bien, precisamente aquel mediodía del veinticuatro de junio de 1935, Gardel y su comitiva se encontraban en plena gira latinoamericana. El grupo había hecho escala en Medellín luego de visitar otras ciudades. En la ocasión, el pueblo colombiano le tributó al cantante un homenaje fabuloso. Fueron más de veinte mil las personas que se dieron cita en el aeropuerto de la ciudad para despedirlo, y por todas partes se respiraba un clima de fiesta por la presencia de semejante celebridad en el país. Cuentan que Gardel se encontraba muy emocionado y muchas de las imágenes y fotografías que le tomaron en la pista en el momento en que se aprestaba a abordar un avión Ford 31 lo muestran sonriente y feliz.

Enorme fue la sorpresa de esa multitud al comprobar que, apenas sus ruedas se alzaron unos pocos metros del suelo, el avión en el que acababa de despegar Gardel describió una extraña curva e inmediatamente chocó contra otro avión que esperaba pista. Aún hoy, circulan diferentes versiones sobre como sucedieron los hechos.

Hay quienes dicen, por ejemplo, que todo ocurrió por culpa de la negligencia de los operadores de pista, pues la máquina estaba sobrecargada de peso por una gran cantidad de valijas, razón por la cual el piloto no la pudo dominar. Otros, por el contrario, cuentan que el accidente tuvo lugar por una imprudencia de este piloto, ya que como él era asimismo el

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propietario de la firma “Aerolíneas Aéreas” a la que pertenecía el avión que llevaba a Gardel, y esta firma a su vez tenía una vieja disputa comercial con otra a la que pertenecía el avión contra el que finalmente colisionó el Ford 31, al momento de partir el hombre decidió hacer lo que podríamos llamar una maniobra de “toreo”, tratando de demostrar a la otra máquina quien era el ilustre pasajero que llevaba, con el conocido resultado. Sea como fuere, lo cierto es que el avión cayó envuelto en llamas y que fueron muy pocos los que lograron salir de allí para contarlo. Aquella terrible tragedia ocurrió exactamente a las 14 horas con 56 minutos.

Desencadenado el desastre, comenzaron a circular las primeras leyendas. Entre las más impactantes, hay una que asegura que la muerte de Carlos Gardel, aun cuando el accidente de todos modos se hubiese producido, podría haberse evitado y que esto no ocurrió de milagro.

En tal sentido, es decisivo el testimonio aportado por uno de los sobrevivientes del accidente, el guitarrista José María Aguilar, quien una vez recuperado, no sólo dejó saber algunos detalles macabros del accidente -por ejemplo, la manera en que un ala del avión de la pista se incrustó en el Ford 31 y en un segundo un chorro de combustible encendido en fuego bañó a todos los pasajeros- sino que además dio noticia de una misteriosa casualidad. Gardel, según ha trascendido, tenía pánico a volar, odiaba los aviones. Por esta razón, Aguilar siempre le aconsejaba que se sentara al lado suyo, junto a la ventanilla, para que se tranquilizara contemplando el paisaje. Gardel siempre aceptaba el ofrecimiento. Pero justo ese día, por alguna razón, no lo hizo y entonces fue el guitarrista quien ocupó el asiento junto a la ventanilla. Debió ser Gardel quien sobreviviera al accidente, no Aguilar, y por eso el hombre siempre recordó la catástrofe con un poco de culpa.

Más impactantes todavía son aquellas leyendas que refieren que, a pesar de la contundente evidencia, Gardel no murió en el accidente:

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Señalan algunos rumores que en la confusión del momento los heridos que se iban siendo rescatados de la pista eran trasladados con premura a los hospitales cercanos en las ambulancias, donde se les aplicaba los primeros auxilios. Sin embargo, fueron tan grandes los esfuerzos que debieron hacerse para sofocar las llamas, y era tal la gran cantidad de gente que había en las inmediaciones, que se hacía muy dificultoso el desarrollo de aquella tarea. Muchos cuerpos calcinados fueron retirados de la escena del accidente sin investigar su identidad y parece que esto habría pasado con el cuerpo de Gardel. El cantante, desfigurado por las quemaduras, fue envuelto en unos vendajes y derivado con otros que corrieron su misma suerte a una institución de salud. Tiempo después, cuando por fin pudo dominar otra vez sus sentidos, el cantante se habría escapado de allí en secreto. Luego se alejó sin que nadie lo advirtiera de Colombia y regresó a Bs. As., y desde entonces vagó en secreto por las calles de la capital porteña sin revelar su verdadera identidad.

Pero sin lugar a dudas, la versión más extraordinaria a propósito de la muerte de Gardel, y que nunca pudo desmentirse del todo, es una que asegura que el cuerpo que se encontró entre los hierros del avión, y creyeron era el del Zorzal Criollo, no era en realidad el suyo sino... ¡el de un doble!

La existencia del doble de Gardel tiene un origen muy curioso. Según ha podido saberse, Carlitos tuvo una importante gresca callejera hacia el año de 1915 en la que recibió un disparo en el pecho. Se salvó por poco, pero la bala le quedó alojada en el pulmón. Y como los médicos creyeron que intentar sacársela de allí podía ser muy arriesgado, el cantante tuvo que acostumbrarse a vivir su vida con aquel pedazo de metal incrustado en su cuerpo. Todo parecía marchar bien al principio, pero con los años la incorregible afición de Gardel por el cigarrillo hizo que aquella herida derivara en una terrible infección y desde entonces los problemas respiratorios no dejaron de aquejarle. Fue así que antes de emprender la gira

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por Latinoamérica a su amigo, representante y letrista Alfredo Le Pera se le ocurrió la idea de buscar a alguna persona que pudiera suplantarlo en las interminables fiestas, eventos y agasajos a los que sin duda lo convocarían, para que Gardel se dedicara única y exclusivamente a cantar.

Por supuesto, la tarea de encontrar un doble de Carlos Gardel no era tarea fácil. Como se trataba de un personaje célebre en todo el mundo, las posibilidades de advertir el engaño eran numerosas. No obstante, ellos tuvieron la oportunidad de conocer a un candidato que parecía indicado en uno de sus viajes a Montevideo. Se trataba de un oriental nacido en el departamento de Canelones, de apellido Tabárez, que se ganaba la vida imitando en eventos públicos a Gardel. Quienes recuerdan sus actuaciones juran que era verdaderamente idéntico al Zorzal -aunque un poco más joven y más alto, únicos rasgos que permitían distinguirlo- y que incluso su modo de cantar se parecía al del modelo. De este modo, Gardel y Le Pera, mientras estaban en Nueva York, ordenaron que se llevara a Tabárez a los EEUU y le propusieron viajar con ellos de incógnito en la gira por Latinoamérica. El plan se llevó a cabo con buen resultado, a tal punto que fueron muchos los comentarios de asombro que se suscitaron en los medios de comunicación acerca de la increíble habilidad de Gardel de encontrarse en varios lugares al mismo tiempo.

Pues bien, cuenta la leyenda que cuando ocurrió el accidente en Colombia fue Tabárez, el doble de Gardel, y no el Zorzal Criollo, quien murió. Fue aquel quien se subió al avión, mientras que Gardel, que odiaba volar, en realidad se encontraba en otra parte viajando tranquilamente en un medio de transporte diferente. Sin embargo, fue tal el impacto que la calamidad produjo en el espíritu del cantante que éste nunca quiso revelar la verdad de lo acontecido. No sólo para evitar el escándalo, sino también para sobrellevar mejor el hondo sentimiento de culpa que lo acosaba, decidió retornar en secreto a Nueva York, y vivir allí en clandestino.

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Contra esta segunda teoría se imponen algunas objeciones. Ocurre que cuando por fin se pudo rescatar el cuerpo de Gardel de entre los hierros retorcidos del avión, y procedieron a registrarlo, surgieron varios elementos que atestiguaban incontrastablemente su identidad. Por ejemplo, era obvio que eran suyas las ropas y algunos documentos personales. Pero además se encontró una cadenita de oro que el cantante siempre llevaba consigo, y que sus amigos reconocían como una especie de marca de identidad. Es aquí que surgen nuevas leyendas que dicen relación con una posible broma ideada por el cantante.

Gardel, según quienes lo conocieron, era una persona sumamente chistosa, alegre y juguetona. Existen muchas graciosas anécdotas que podrían ilustrarlo, y parecería que el hallazgo de la cadena de oro es el resultado inesperado de una de ellas. Según cuenta una leyenda, Gardel había acordado en aquella ocasión con su comitiva que los acompañaría en el avión. Sin embargo, poco antes de partir, le solicitó en secreto a Tabárez que lo suplantara. El propósito del cantante, por supuesto, era jugar una broma a sus amigos más cercanos para ver si éstos eran capaces de darse cuenta del cambio. Y para hacer aún más verosímil la jugada, le habría entregado a su doble su cadenita personal. Por esta razón, una vez ocurrido el accidente, la presencia de la cadenita de oro en el cuerpo de la víctima llevó a que nadie dudara de que se tratara del verdadero Gardel.

Pero las leyendas que dan cuerpo al mito del Zorzal Criollo no se acabaron con la supuesta muerte del cantante. Por increíble que parezca, en Bs. As. (Argentina) circulan actualmente unas cuántas más.

Una de las más populares entre los habitantes de la ciudad tiene como escenario una vieja casona ubicada en la calle Jean Jeaurés 735, en el barrio El Abasto en el que el cantante se había criado. Hace muchos años atrás, Carlos

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Gardel compró esta propiedad y se fue a vivir en ella con su madre, Bertha Gardes. Según hay constancia, esta mujer siguió viviendo allí en solitario por mucho tiempo luego de la muerte de su hijo, sumida en profunda tristeza. Se pasaba las horas escuchando sus discos y viendo sus películas, no ausentándose sino para visitar la tumba del cementerio de la Chacarita donde oficialmente están sepultados los restos del Zorzal.

Ahora bien, lo curioso del caso es que, según se cuenta, hoy en día ocurren en esa casa toda suerte de sucesos extraños, manifestaciones que se resisten a cualquier tipo de interpretación racional. Se escuchan ruidos, pasos, voces y desplazamientos de sombras extrañas. También se escuchan las risas de Gardel y hasta sus ensayos: guitarras mágicas que pueblan los salones de la casa, acompañadas de la inimitable voz del maestro del tango. Cuando algunos obreros quisieron refaccionar la casa para ponerla tal como está hoy fueron incluso testigos del llanto quejumbroso de una mujer vieja que los espantó tanto que, en cierto momento, se negaron a continuar con los trabajos.

La casa todavía está abierta al público, y cualquier visitante tan sólo con llegar al lugar y conversar de primera mano con los actuales propietarios estaría en condiciones de conocer alguna de estas misteriosas informaciones.

La tradición oral de Bs. As. refiere también que el espectro del cantante se manifiesta de ordinario en el barrio El Abasto. Con mayor precisión, esto ocurre en las instalaciones de un elegante centro comercial que se construyó en el sitio en que antes estaba ubicado un famoso mercado.

En algún lugar de este edificio, por ejemplo, existe una sala de control desde donde se distribuye una música funcional por altoparlantes a todo el shopping. Según han referido los dos funcionarios que se encargan de transmitirla, muchas veces, sin que ellos lo hubiesen provocado, en las pistas de música que se están pasando inexplicablemente se “cuela”, por así decirlo, algún tango de Gardel. Dicen, además, que esa grabación se

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deja escuchar de una manera muy extraña. Suena como si la voz del Zorzal Criollo llegara de ultratumba, como una especie de confuso eco que hace interferencia con la música funcional.

Otras veces, las cámaras de seguridad del shopping han captado la imagen de una sombra de traje y sombrero. Cierta madrugada, uno de los empleados de seguridad del lugar llegó a verla directamente, a pocos metros de él, mientras realizaba una ronda. Parecía -asegura- una persona común y corriente, pero con la particularidad de que estaba flotando a algunos centímetros del piso. Ni bien la vio le ordenó que se identificara y como la imagen no lo hizo llamó por el handy a su compañero. Cuando éste llegó quedó como petrificado. Ambos comprobaron que se trataba, sin posibilidad de confusión, de la figura de Carlos Gardel, que luego de unos instantes se dio media vuelta y desapareció como por arte de magia, atravesando paredes y vidrios, hacia la calle Anchorena.

Pero no hay duda de que, entre los fanáticos de Gardel, la más entrañable de las leyendas urbanas que circulan en Bs. As. es una que tiene que ver con el sepulcro del cantante.

La tumba de Gardel, según se sabe, se encuentra en la intersección de las calles 6 y 33 del Cementerio de la Chacarita, sitio que es visitado diariamente por decenas de admiradores que llegan a dejarle toda suerte de flores, regalos y ofrendas. En el lugar se encuentra una estatua que reproduce en tamaño natural la imagen del cantante. Y es precisamente con esta escultura que se relaciona una muy difundida costumbre popular. Según es regla, ningún visitante puede abandonar el camposanto sin dejar un cigarrillo encendido en la mano derecha de esa estatua. Gardel, según se recordará, era un fumador empedernido, y la convención de ponerle un cigarro en la mano es una manera que ha encontrado la sabiduría de la gente para mantener encendida la llama que alimenta el mito del Zorzal.

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Esta leyenda, como otras que circulan en las voces anónimas de ambas orillas del Río de la Plata, configuran la historia secreta de Carlos Gardel, una que muchos conocen pero que muy pocos se atreven a contar.

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La ciudad de los muertos

París no ha sido llamada en vano “La ciudad luz”. La elegancia de su arquitectura, de sus paseos públicos, de sus calles y de su gente configura la imagen de una ciudad que invita a conocer y a experimentar. Por esta razón, resulta difícil creer que justo debajo de ella hay otra ciudad por completo diferente, con dos particularidades que llaman poderosamente la atención: la primera es que se trata de una ciudad subterránea, hecha de varios kilómetros de túneles oscuros ubicados a unos veinte metros de la superficie; la segunda, es que los habitantes de la misma no pertenecen al mundo de los vivos. Hablamos de las Catacumbas de París, también conocidas como la “Ciudad de los Muertos”, un lugar misterioso y repleto de historias del más allá.

Según algunos registros históricos este asombroso distrito comenzó a construirse hacia fines del sigo XVIII. Por entonces había un cementerio en las inmediaciones de París, llamado de los Santos Inocentes (Les Halles), en el que en determinado momento se pusieron tantos y tantos cuerpos que su capacidad fue desbordada. Tal era el amontonamiento de cadáveres en este camposanto que se decidió suspender los enterramientos y comenzaron a ubicar los muertos que llegaban en un edificio de cuatro pisos construido especialmente.19 Todo marchó bien por un tiempo, pero ocurrió que poco después las epidemias invadieron la ciudad, y entonces se generalizó el temor de que los cuerpos en descomposición apilados en este edificio comenzaran a propagar enfermedades. Y puesto

19 Reinaba en este edificio la más siniestra de las jerarquías: en el piso su-perior se disponían los cuerpos de las personas adineradas, ubicadas no en ataúdes sino en pequeñas cajas de madera; los cadáveres de las personas pobres, en cambio, eran apilados unos sobre otros en interminables capas en los tres primeros niveles.

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que también los otros cementerios de la ciudad estaban repletos de huesos, por lo que no era posible ubicar en ellos el excedente de Les Halles, hacia 1785 se tuvo la idea de trasladar todos los restos a una serie de canteras excavadas en la época galo-romana que se encuentran en la base de tres colinas: Montparnasse, Mountrouge y Montsorius. Así, entre 1785 y 1787 la escena macabra del traslado en carruajes de los huesos desde el cementerio de Los Santos Inocentes a este lugar –ya por entonces conocido como Las Catacumbas- se transformó en uno de los espectáculos nocturnos más característicos.

Al principio, los cuerpos se distribuyeron en esas cuevas sin orden alguno, acomodados con desinterés a los costados de los pasadizos por los funcionarios encargados de llevar a cargo aquella bizarra tarea. Pero en un momento dado el Inspector General de Canteras decidió aprovechar aquellas instalaciones y aquellos inacabables cargamentos de huesos para llevar a cabo una realización “artística”. De este modo, ordenó colocar estratégicamente los huesos al ras de la superficie de los túneles, configurando con ellos paredes perfectas. De ahí, pues, el aspecto que presenta este sitio hoy en día: una especie de complejo laberinto, cuyos muros están hechos con los huesos (fémures, tibias, cráneos, etc.) de casi seis millones de muertos. Y de ahí también el nombre con el que se conoce hoy a este distrito: la “Ciudad de los Muertos”.

En virtud de las inusuales características de estas instalaciones, como así también por su impactante desarrollo histórico, con el tiempo las mismas llegaron a transformarse en un sitio de gran interés turístico. Por esta razón, las catacumbas fueron divididas por el gobierno de París en dos sectores claramente distinguibles:

En primer lugar, hay un sector del lugar que ha sido acondicionado por las autoridades de la ciudad para recibir a los visitantes de todo el mundo. La entrada oficial a esta parte del laberinto se encuentra en las inmediaciones de la plaza

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Denfert-Rocheau, un barrio residencial de la zona sur de París, sobre la parte Este de la avenida del general Leclerc. Los turistas que llegan hasta allí, luego de leer un cartel que reza: “No sigas. Aquí está el imperio de la muerte”, pueden acceder a un recorrido que abarca unos setecientos ochenta metros de túneles.

Pero lo más curioso del caso es que además de este recorrido permitido existe también un área prohibida de las catacumbas. En esa parte el acceso no está permitido porque el tránsito resulta muy peligroso; no existe ningún mapa preciso del lugar y para evitar que la gente ingrese las autoridades instalaron en el perímetro un sistema de rejas, más allá del cual comienza un abismo insondable. Resulta sorprendente la enorme magnitud de esta parte del laberinto, constituida de unos trescientos kilómetros de túneles, más o menos. De hecho, si se examina al París intramuros en un mapa, y se lo corta horizontalmente a la mitad con una línea imaginaria, se podría comprobar que toda la parte sur de la misma, como así también los suburbios, corresponden con el trazado de la Ciudad de los Muertos. Esto quiere decir que si uno baja sólo al área permitida de las catacumbas no llega a ver ni siquiera la vigésima parte de su dimensión total. Esta circunstancia, por supuesto, suele provocar un hondo sentimiento de insatisfacción en algunos visitantes, razón por la cual muchos de ellos se atreven a violentar las rejas y acceden furtivamente a la zona no permitida.20

20 Incluso hoy en día el sitio no autorizado sigue siendo utilizado clandes-tinamente por estudiantes que bajan a realizar allí fiestas prohibidas. En el 2004, por ejemplo, salió un artículo en la prensa parisina que informaba que la policía había arrestado a un grupo numeroso de personas en una zona cercana a los subsuelos de la Torre Eiffel, sitio en que había ubicada una sala de cine. En esta área, que abarcaba unos cuatrocientos metros cuadrados, no sólo se realizaban proyecciones de cine under, sino que tam-bién había una especie de bar en cuyo alrededor se juntaba toda una sub-cultura artística, hecha de muchachos que trataban de evadirse y crear su nuevas experiencias. Pero las catacumbas de París son también hoy el sitio secreto de enamorados, de pintores de graffiti, de vagabundos, de delin-cuentes y de exploradores urbanos en busca de emociones fuertes.

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La impresión principal que provoca recorrer este sector no autorizado es el asombro. Los primeros túneles son ya muy oscuros, y a medida que uno se interna en el laberinto los pasadizos se hacen progresivamente más estrechos. Reina allí un silencio sepulcral, y el visitante se siente observado durante la mayor parte del trayecto. Además, como sobre el techo de las galerías se encuentran las viejas cañerías de París, hay mucha humedad en el ambiente y sectores del recorrido en que el piso está inundado. Como allí no entra el sol, reina un desagradable olor a encierro y a agua descompuesta. Pero acaso lo más perturbador de todo el macabro espectáculo que la Ciudad de los Muertos es capaz de ofrecer es la posibilidad de imaginar que cada uno de los infinitos huesos que revisten sus paredes guarda una íntima historia personal, invitando al visitante a pensar acerca de la omnipotencia de la muerte, la insignificancia del hombre en el universo y otras ideas por el estilo.

Con el correr de los años, la Ciudad de los Muertos ha dado lugar a un sinfín de leyendas e historias mágicas.

Una de ellas, que suele contarse a los turistas, tiene como protagonista a Philibert Aspairt, un aventurero que hacia mediados del siglo XVIII bajó a las catacumbas en busca del tesoro de “Charteux”. Se dice que el tesoro nunca fue encontrado y que este hombre tampoco volvió a ver la luz del sol. Once años después de su expedición, unos excursionistas que recorrían el laberinto lo encontraron amurallado, con la cabeza cortada y acompañado de un perro muerto. Su mujer, consternada, decidió entonces mandar a construir una lápida sepulcral y ubicarla en las catacumbas, que todavía se conserva. De hecho, hay leyendas que aseguran que el fantasma de Aspairt deambula hoy en día por los corredores del laberinto, como una especie de Ángel de la Guarda de quienes en ellos se internan, y por eso se lo conoce como “El Santo Protector de las Catacumbas”.

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Pero esta leyenda no es la única. Hay quienes aseguran, por ejemplo, que en otras épocas deambulaba en las catacumbas el célebre Fantasma de la Ópera, inmortalizado en la novela de Gastón Leroux; otros, que allí fue también recluido clandestinamente el hermano gemelo de Luis XIV, conocido como “El Hombre de la Máscara de Hierro”; otros cuentan que el conde Artois, futuro Carlos X, tenía por costumbre organizar fiestas negras en ese macabro recinto a la luz de las antorchas en la época anterior a la revolución; y otros, que durante la Segunda Guerra Mundial la Resistencia francesa se refugió en estos subterráneos insalubres para escapar del acoso de los nazis.

Pero indudablemente, la leyenda más conocida de todas entre la juventud parisina es una que narra los misteriosos sucesos que involucraron a una serie de jóvenes turistas y a un guía que, cierta vez, se animaron a transgredir los límites permitidos de las catacumbas, siendo protagonistas de una aterradora aventura en la zona prohibida de la Ciudad de los Muertos.

El guía de la anécdota se llamaba Luka, un señor que al igual que muchos otros en la actualidad se ganaba la vida acompañando a los turistas en un recorrido por las catacumbas de París. Pero Luka no era un guía común y corriente, sino el único que según se dice se animaba a ofrecer en su momento un recorrido por el sector prohibido de Ciudad de los Muertos a todos aquellos que lo desearan. Además, aprovechando las fascinantes condiciones del lugar, solía montar una especie de espectáculo en que la curiosidad, la sugestión y el miedo eran los platos principales. Para llamar la atención de la gente, este excéntrico personaje se hacía llamar “El Paseador de la Muerte” o “El Paseador de la Casa de la Muerte”.

Antes de iniciar sus recorridos, Luka tenía el hábito de reunir a los integrantes del grupo y acto seguido les recomendaba llevar tres cosas imprescindibles: agua, algo de comida y una

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linterna. Estas recomendaciones en parte las hacía sólo para agregar un toque de misterio a su personaje, pero también para asegurarse de que todos los miembros de la expedición estuvieran preparados en caso de que algo malo ocurriera. Las linternas, por ejemplo, tenían mucha utilidad, ya que si bien la zona permitida de las catacumbas está iluminada, y señalados sus recorridos con carteles, el trayecto que proponía Luka –al otro lado de las rejas que cierran el perímetro permitido- la luz no llega, por lo que los pasillos están sumidos en una oscuridad que dura las veinticuatro horas del día. Es muy fácil perderse en el laberinto, pues cada pasillo se bifurca en otros, y éstos en otros a su vez y algunos incluso se cruzan entre sí.

Una vez, cuatro jóvenes decidieron contratar los servicios de Luka para que los acompañara al interior de la Ciudad de los Muertos. Se ignora el nombre de estos jóvenes, pero la leyenda recuerda que la aventura los llenaba de emoción, no sólo porque deseaban fervientemente conocer aquel insólito lugar sino también porque tenían las mejores referencias acerca de las excursiones organizados por aquel guía tan extravagante. Se encontraron todos en un sitio determinado cerca de la medianoche, y una vez que comprobaron que cargaban todos los implementos necesarios, se internaron por fin en las catacumbas. Se dice que estuvieron deambulando por el laberinto durante al menos un par de horas, tiempo que les permitió conocer algunos de los senderos más sinuosos y algunas de las cámaras más inaccesibles de aquella casa inacabable.

Cuando estaban ya por regresar, Luka decidió poner en marcha uno de sus números favoritos. Según trascendió, este guía tenía la costumbre de aprovechar algún momento de distracción de los visitantes y se escondía sorpresivamente en algún vericueto del recorrido, de modo tal que cuando el grupo comprobaba que estaba marchado sin un líder por la Ciudad de los Muertos, y que acaso podrían estar perdidos, llegaban a ponerse muy nerviosos. Y de hecho uno de los aspectos más divertidos del trabajo de el guía era el de poder apreciar

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el gracioso contraste entre el rostro de terror que asumían los aventureros mientras él permanecía en su escondite y el rostro de alivio que le regalaban cuando al cabo de un rato, y ya satisfecho con su broma, decidía regresar. Esperó entonces que los jóvenes olvidaran por un segundo su presencia, ensimismados en la contemplación de las maravillas del sitio, y paulatinamente se fue retirando de ellos en silencio, para no ser advertido.

Lo raro del caso es que cuando Luka llevaba a cabo este tipo de desapariciones, apenas lo hacía durante el tiempo suficiente para conseguir que los visitantes llegaran a inquietarse por su ausencia. Pero nunca de un modo tan prolongado que permitiera provocar algún tipo de desorden o de descontrol en la expedición, pues es tan sinuoso el recorrido que si algún visitante entra en pánico lo más probable es que se pierda realmente. Sin embargo, por alguna extraña razón, aquella vez el guía se demoró en su escondite mucho más tiempo de lo habitual, logrando que los cuatro turistas que lo acompañaban no sólo se pusieran inquietos sino al borde mismo de la histeria.

Cuando los exploradores por fin se dieron cuenta que el guía se había separado de ellos, ya habían transcurrido más de veinte minutos. Uno de ellos, tratando de ponerle paños fríos a la situación, propuso que lo más prudente sería permanecer en el sitio sin moverse esperando que alguien viniera a rescatarlos, pues si intentaban encontrar la salida por sí mismos sólo lograrían perderse más aún en el laberinto. Al principio todos le hicieron caso, pero en virtud del temor que les infundía la lúgubre soledad que reinaba en aquellas tétricas instalaciones, al rato otra vez la agitación hizo presa de sus almas, y la razón escapó por completo a su control. Comenzaron a gritar a todo pulmón: ¡Luka! ¡Luka! y entrecruzaban los haces de luz de las linternas en los oscuros pasadizos tratando de hallar algún rastro. Alguno de ellos, incluso, al borde mismo de un ataque de desesperación, comenzó a llorar con amargura.

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De pronto, el corazón de los cuatro quedó en suspenso. A lo lejos, comenzó a escucharse algo así como una risa macabra que retumbaba por todos los pasillos. Aquella risa se apagó de súbito, pero pocos segundos después pudieron escuchar también un golpe muy seco y pesado, como si una gigantesca pared de huesos se hubiera desplomado a lo lejos, en algún recóndito rincón del gigantesco laberinto. Pero lo que más los perturbó, lo que llegó en verdad a erizarles la piel del miedo, fue un estridente alarido de horror que se dejó percibir con una fuerza sobrehumana, con un timbre lastimoso y merecedor de la más profunda de las penas. Alguien del grupo, blanco de miedo, refirió que, a juzgar por el recuerdo de su voz, aquel grito sin lugar a dudas había sido emitido por el propio Luka…

Los jóvenes, con un esfuerzo de serenidad, lograron reaccionar y se acercaron al lugar desde el que creyeron venían los ruidos y alumbraron con sus linternas. Pero no pudieron ver absolutamente nada. Poco tiempo después, casi por milagro, pudieron salir del laberinto. Pero no así el guía, de quien nunca más se tuvo noticias y cuyo cuerpo jamás fue encontrado.

Desde entonces, la historia de este guía y los exploradores es recordada toda vez que alguien intenta adentrarse en los perímetros prohibidos del laberinto, y la misma sirve de juiciosa advertencia acerca del peligro al que se exponen todos aquellos que osen aventurarse en la Ciudad de los Muertos.

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Solas en la oscuridad

Entre todas las formas del miedo, ninguna hay tan terrible como la “escotofobia”, el temor a la oscuridad. Ella ataca directamente una de las fuentes principales del sentimiento de seguridad, que es la visión. Si uno puede ver el mundo que lo rodea, experimenta una sensación de dominio y de control sobre cierto espacio, estableciendo en su mente límites previsibles de seguridad. Pero si alguien no puede ver bien lo que sucede a su alrededor –porque está enceguecido, por que se encuentra de espaldas o en un sitio mal iluminado- de inmediato se siente desprotegido. Es, además, un miedo muy difícil de espantar, pues si uno cierra los ojos, impulso defensivo natural ante cualquier circunstancia intimidante, sólo logrará que las cosas empeoren.

Por esa razón, la oscuridad ha dado lugar, en diversas regiones del planeta, a una serie de historias y leyendas orales que la tienen como protagonista principal. En los párrafos que siguen, vamos a presentar una muy escalofriante que se cuenta en diferentes sitios del interior del Uruguay.

Había una vez, hace ya unos cuantos años, una vieja cabaña de campo ubicada en algún lugar no determinado de la campaña oriental. Se trataba de una confortable estructura de madera prefabricada de dos pisos, algo apartada de las carreteras principales, cerca de un precioso lago y rodeada por un espeso bosque de árboles muy altos. Esta casa era propiedad de una familia que vivía en una ciudad cercana que usualmente la utilizaba para pasar las vacaciones o algún fin de semana de descanso, buscando hallar en ese entorno casi paradisíaco un refugio que les permitiera distenderse de sus agotadoras jornadas cotidianas. La familia estaba compuesta por el padre, la madre y dos hermanitas, de once y nueve años respectivamente.

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Todo comenzó una mañana en que, como tantas otras veces, la familia llegó a esta cabaña en su auto con el propósito de pasar allí el fin de semana. La jornada se presentaba espléndida, dominada por un sol muy intenso y un cielo completamente celeste, sin una sola nube. Todos los miembros de la familia estaban muy contentos, en especial las niñas, que se ya se disponía así a dar comienzo a lo que esperaban unas agradables jornadas veraniegas.

Entonces sobrevino una dificultad imprevista. Es que, con seguridad por culpa del apuro de los preparativos, la familia se había olvidado de cargar en la valija del coche unas provisiones indispensables para su estancia en el lugar. No quedaba más alternativa que ir a comprarlas a un poblado cercano. Esta idea no agradó demasiado a las niñas, que enseguida hicieron saber a sus padres su deseo de quedarse solas en la casa, mientras ellos realizaban la diligencia. Dijeron que estaban un poco cansadas del viaje, y que como sólo tendrían que estar solas por unas pocas horas podrían aprovechar este tiempo para ir adelantando algunos preparativos. Los padres estuvieron de acuerdo y cerca del mediodía se fueron en el auto con la promesa de regresar con puntualidad al caer el atardecer.

Las cosas iban saliendo tan bien como lo habían previsto. Pero el humor de las niñas poco a poco comenzó a tomar una dirección diferente cuando se dieron cuenta que en el horizonte comenzaba a organizarse lo que parecía ser una típica tormenta de verano. La temperatura había subido muchísimo, el cielo se había cubierto con negros nubarrones, el viento había dejado de soplar, una humedad general impregnaba la atmósfera y se podía oler también ese gusto a hierba tan característico del campo que es profecía inequívoca de la llegada de las lluvias. Pronto comenzaron a divisarse los primeros relámpagos y a escucharse el lejano ronquido de los truenos. Poco después, las primeras gotas se hicieron sentir sobre los vidrios de las ventanas, las paredes y los techos de la casa. Y segundos más tarde un copioso diluvio se había desencadenado ya definitivamente.

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Fuera de la desazón que les provocaba el desmejoramiento del clima, las niñas no se afligieron demasiado. Lo que las molestaba era que aquello que en principio creían una ligera tormenta de verano, estaba tomando en realidad una dimensión más importante. El agua se precipitaba en cantidades asombrosas, el viento agitaba con desmesurada violencia la copa de los árboles, silbando con furia al pasar entre sus ramas, y objetos de la más variada naturaleza golpeaban contra las paredes de la casa. Tanta era el agua caída que en el camino de entrada a la cabaña se formaron hondos charcos de barro, intransitables. Verdaderamente, más que una tormenta aquello era una tempestad. Para colmo el día comenzó a oscurecer antes de la hora acostumbrada.

Las dos niñas empezaron a desear que sus padres regresaran de una buena vez. No obstante, ellas eran conscientes de que no podrían hacerlo, pues como conocían casi de memoria el terreno, y sabían que la cantidad casi milagrosa de agua caída en esas pocas horas habría desbordado todos los ríos y arroyos de la zona, el camino de acceso a la cabaña estaría cortado por una poderosa inundación. En el mejor de los casos, pensaban, sus padres sólo podrían regresar hacia la noche, aunque dadas las características de la lluvia lo más probable sería que debieran aprontarse para pasar la madrugada en soledad.

Enfrentadas a este panorama, las dos hermanitas se pusieron a deliberar sobre lo que debían hacer para sobrellevar del mejor modo posible la situación. Optaron por escoger alguna actividad que las distrajera y que las obligara a ocupar la mente, para no tener que pensar en la delicada situación en que se hallaban. Afuera la lluvia arreciaba.

De pronto, un rayo de colosal potencia cayó en las cercanías de la cabaña, iluminando la noche por un largo segundo. Y como resultado de su furiosa descarga el suministro de energía eléctrica fue interrumpido. Las luces de la casa se apagaron al unísono y todo fue dominado por la más oscura de las penumbras.

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Difícil es imaginar lo que habrán sentido las dos niñas en aquel momento cuando, al borde ya de un ataque de nervios, se encontraron a solas en aquella absoluta oscuridad. Estaban muy atemorizadas. Sentían ruidos y pasos extraños en diferentes rincones de la casa, adivinaban desde las ventanas sospechosas figuras que merodeaban con sigilo entre los árboles del bosque, y reconocían extrañas formas en la sombra de los árboles que esporádicamente, con la llegada de un rayo, se recortaban sobre las paredes de la casa. De tan espantadas, comenzaron incluso a sospechar que había “algo” por allí, agazapado en lo profundo del bosque rumoroso. Las dos hermanitas se abrazaron entre sí, tratando de protegerse y de darse ánimos.

La mayor de ellas recordó entonces un viejo farol de combustible que se encontraba en uno de los cajones de la cocina y en seguida decidieron ir a buscarlo. Es que era ya muy tarde, y las dos pensaban que lo mejor sería ir a acostarse, no sin antes asegurarse de que todas las cerraduras y postigos de la cabaña estuvieran cerrados, desechando así la posibilidad de una irrupción clandestina. Así lo hicieron, en definitiva, y una vez que dieron con el farol y recorrieron la casa, cerciorándose de que todo estaba herméticamente clausurado, subieron a los pisos superiores, donde se encontraba el cuarto de dormir.

La habitación no era demasiado grande y en ella sólo se encontraban, como único mobiliario, las camas de las niñas. Ubicaron el farol justo en el medio de la habitación, en un lugar que permitía iluminar todo el ambiente y visualizar con facilidad cualquier circunstancia extraña que pudiera presentarse. Luego, se metieron cada una en sus respectivas camas y se arroparon bien, no tanto por frío sino por miedo. En realidad, por más que ninguna se animara a reconocerlo en voz alta, las dos hermanas en el fondo presentían que no estaban completamente solas.

Este temor llegó a su máxima intensidad cuando las niñas se dieron cuenta de que la luz del farol iría a apagarse irremediablemente pocos minutos más tarde. El combustible

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del mismo se estaba consumiendo a una velocidad acelerada, por lo que la luz se hacía cada vez más débil, y hasta llegaba a titilar en ocasiones, de tan endeble que era la energía que la alimentaba. Era imposible determinar de antemano cuánto más podría llegar a durar aquella moribunda claridad, pero seguro que no demasiado, pues a cada instante que pasaba la lámpara perdía algo de su fuerza. Hacia el final, no lograba iluminar sino unos pocos centímetros a su alrededor. Las dos niñas estaban aterrorizadas. Por esta razón, una de ellas, creyendo que con esto ambas podrían sentirse más seguras, le propuso a la otra que estirara su mano tratando de sujetar la suya en la oscuridad. Indudablemente, cuando la lámpara terminó de apagarse del todo, ya no hubo modo de que las niñas se vieran, pero ambas estuvieron de acuerdo en que si se mantenían tomadas de las manos cada una continuara consciente en todo momento de la cercana presencia de la otra. En consecuencia, las dos sacaron sus manos desde abajo de las sábanas y las estiraron en el aire, tratando de estrecharlas entre sí, presas de gran tensión.

Ninguna supo muy bien como lo consiguió, pero lo cierto es que pronto las dos hermanas lograron dormirse y cuando pudieron despertar ya hacía largo rato que había despuntado el alba. Una gran claridad se insinuaba en el exterior. El temporal se había retirado como por arte de magia, y las niñas, al abrir las ventanas, vieron entrar por ella los destellos de un día radiante, hermoso. Y como todo esto era un signo inequívoco de que pronto sus padres regresarían a la cabaña, las dos suspiraron aliviadas.

Cuando comenzaron a repasar en voz alta lo ocurrido se sintieron un poco tontas por haber tenido miedo sin motivo alguno. Llegaron a la conclusión de que todo había sido, en realidad, producto de la sugestión. Con seguridad, el viento, el ruido de la lluvia, las sombras de los árboles y el temor a la soledad y a la oscuridad que sentían fue lo que las animó a considerar todo aquello como eventos sobrenaturales. De modo

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que al ver que las cosas estaban en orden, una amplia sonrisa se les dibujó en el rostro. Y así, bromeando, jugaron a tomarse otra vez de la mano, como habían hecho la noche anterior, como una forma de reírse de sí mismas y de su desmedida predisposición a asustarse por nada.

Ahora bien, lo extraño del caso es que cuando las hermanas intentaron repetir la experiencia de la noche anterior, no lo consiguieron. Cada una estiró una de sus manos intentando alcanzar la de la otra, y entrelazar así sus dedos en el hueco vacío comprendido entre las dos camas. Pero por inconcebible que pareciera, las manos no llegaban a alcanzarse. No había, a propósito, ninguna duda: las dos camas estaban tan separadas una de la otra, y el espacio que quedaba entre ellas era tan extenso, que resultaba imposible que pudiera ser recorrida por la longitud de los brazos de las niñas. Las sonrisas de ambas se transformaron entonces en muecas de horror.

¿Quién se encontraba en aquella habitación, en el medio de las dos camas, sujetando las manos de las dos hermanas? ¿Qué extraña presencia acechaba allí aquella noche, cuando ambas creyeron hallarse a solas en la oscuridad? La historia no lo dice, y de hecho es éste uno de sus grandes atractivos: posee un final abierto, permitiendo que cada uno imagine lo que mejor le plazca y que le de a esta impactante leyenda popular el desenlace que mejor se corresponda con los dictados de su imaginación.

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El monstruo de Margat

“Margat” es una pequeña localidad ubicada al noroeste de Canelones (Uruguay), equidistante a cinco kilómetros de la capital del departamento y de la ciudad de Santa Lucía. En otra época fue bastante popular debido a su estación de trenes, y de hecho todo el pueblo nació y creció en torno a la actividad de esta estación. En la actualidad se desarrolla en la zona una versátil actividad comercial que va de desde apuestas horti-frutícolas y criaderos de pollos hasta una industria de aceite de semilla de zapallo. Por esta razón es en ocasiones visitada por muchos turistas que llegan desde lejos a conocer tales emprendimientos y a llevarse sus productos. La mayor parte del tiempo, sin embargo, se desarrolla en Margat una vida muy apacible, en la que se mezclan sin alboroto las tradiciones criollas con las de los italianos y españoles.

No obstante, el día dieciocho de octubre de 1993 este silencioso paraje se vio drásticamente conmocionado por un episodio que lo convirtió en el centro de la atención mediática del país.

La noche de aquel día, don Guillermo Delgado, un vecino de la zona ya entrado en años -a quien se recuerda recio, de pocas palabras y de carácter noble y humilde- dio público testimonio de un suceso extraordinario que le había tocado vivir:

Según dejó saber este señor en sus declaraciones, iba aquella vez cerca de la medianoche transitando tranquilamente en su caballo por las cercanías del arroyo Canelón Grande cuando en determinado momento, justo antes de llegar al puente sobre el arroyo Melgarejo, comenzó a escuchar unos sonidos extraños que provenían de la espesura del monte. Al principio pensó que podía ser el lamento de algún gato perdido que maullaba de hambre o de miedo en la soledad.

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No obstante, le bastó prestar un poco más de atención para comenzar a albergar la sospecha de que en realidad se trataba de algo diferente. Más aún, Delgado podría jurar que en el momento que lo sintió por primera vez aquello se parecía a una queja velada y entrecortada, como si se tratara de los sollozos de un pequeño bebé.

Preso de un sentimiento de profundo asombro, don Guillermo Delgado detuvo su caballo y luego de bajarse del mismo lo sujetó contra una de las estacas del alambrado. No podía ver muy bien de dónde procedían los ruidos, pero como era un hombre de campo, y por ende sumamente diestro en el arte de seguir un rastro en la oscuridad, no tuvo inconvenientes en internarse entre los pastizales que bordeaban el camino de tierra en procura del origen del misterio. Orientándose en la penumbra llegó hasta un montón de matas entre las que se encontraba un envoltorio de trapos sucios, que se movía vagamente. El hallazgo parecía no dejar lugar a dudas: aquel bulto de color blanco cobijaba a un niño en su más tierna infancia, casi un bebé, que lloraba bajito.

Desde lo más recóndito del alma le sobrevino a Delgado una gran bronca ante el pensamiento de que aquel indefenso bebé, con frío y tal vez también enfermo, hubiera sido abandonado allí, en pleno chircal. Ninguna criatura en su sano juicio, pensó, sería capaz de semejante barbaridad. Y como parecía obvio que una pena muy profunda lo aquejaba, pues el bebé lloraba con insistencia, y él no tenía idea de qué hacer para calmarlo, se dijo que lo mejor sería llevarlo lo más pronto posible ante alguna autoridad que pudiera hacerse cargo. Sin más trámite, y con el corazón todavía estremecido por el descubrimiento, tomó la criatura en sus brazos, se subió con ella al caballo y comenzó a trotar hacia la localidad de Margat.

En el camino, Delgado comenzó a advertir algunas cosas raras. De hecho ya al levantar al bulto del suelo le había llamado un poco la atención que el peso del mismo era muy débil y su consistencia demasiado blanda, como si no se tratara exactamente

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del cuerpo de un niño. Pero lo que más le impresionó, sin duda, fue escuchar que el llanto del bebé comenzó a desaparecer poco a poco, y que dio paso a otro de una naturaleza diferente. No es fácil describirlos con precisión, pero a grandes rasgos el anciano dejó saber que consistían en una suerte de ronquidos de garganta completamente inhumanos, semejantes a los que producen algunas bestias enfurecidas.

Al darse cuenta de esto, y aún negándose a aceptar la evidencia que le presentaban sus sentidos, el anciano cedió al impulso instintivo de retirar un poco los trapos para ver el hallazgo con mayor claridad, cosa que hasta entonces no había hecho por temor de exponer al niño a los rigores del frío. Abrió un poco el envoltorio entonces, pero no pudo advertir casi nada, pues aunque la noche estaba coronada por una gran luna llena, en aquel lugar el monte es muy cerrado y las ramas de los árboles no dejaban pasar la luz con facilidad. En consecuencia, pensó que lo más conveniente sería salir de esas tinieblas y llevar consigo el bulto hasta la otra orilla, donde el panorama se presentaba más despejado. Así lo hizo, y durante todo el camino, mientras los cascos del caballo tronaban sobre el hierro y la madera del puente, don Guillermo Delgado continuaba escuchando aquellos ruidos desagradables.

Cuando por fin llegó a su destino, y quiso otra vez separar un poco los trapos mugrientos y arrugados para liberar al bebé, el anciano fue testigo de un cuadro que jamás hubiese podido imaginar. Según dio testimonio Delgado, aquello que llevaba en sus brazos presentaba notorias diferencias con cualquier otra criatura en su más tierna infancia. La cabeza, por ejemplo, era demasiado grande para el tamaño del cuerpo, como si el cráneo padeciera algún tipo de malformación. Su piel era dominada por una tonalidad blanquecina, y estaba impregnada de una sustancia gelatinosa. Su boca estaba un poco descolocada, y dejaba entrever unos dientes agudos y afilados. Y las uñas de sus manos y de sus pies eran desmesuradamente largas, como garras. Pero lo más terrible de todo eran los ojos de la criatura:

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un par de ojos rojos, semejantes a los de un gato, de aspecto siniestro y que centelleaban como candelas en la oscuridad.

Ni bien terminó de abrir el envoltorio la extraña criatura atacó con ferocidad a don Guillermo Delgado. Se abalanzó sobre él con sus garras y con sus dientes, provocándole algunas heridas en el rostro que el anciano conservaría por mucho tiempo. Ante esto, Delgado solo atinó a arrojar aquella diabólica criatura con sus trapos y todo muy lejos, tan lejos como le dieron las fuerzas. Luego, apuró las ancas de su caballo y salió disparando a todo galope en una dirección cualquiera, tratando de alejarse lo más pronto posible del lugar. Poco más tarde, ya un poco más calmado, contó por fin lo sucedido a las autoridades de Margat, para que tomaran cartas en el asunto. De este modo, su aterradora experiencia tomó estado público.

La historia corrió como reguero de pólvora en Margat. No había por entonces un sólo habitante del pueblo que no conociera la leyenda. Tal fue la repercusión que muchos medios de prensa del país se hicieron eco de ella. Las radios y los diarios de Santa Lucía, Canelones y Las Piedras llegaron hasta la localidad a realizar todo tipo de investigaciones periodísticas de lo ocurrido. E incluso se dieron cita también varios medios de prensa de Montevideo, que hicieron circular el relato de los extraños sucesos en primera plana por varios días. Fue precisamente a raíz de esta conmoción que comenzaron a saberse una gran cantidad de datos sobre esta criatura, bautizada de una vez y para siempre como el “Monstruo de Margat”. Muchas de ellas, en su momento, fueron divulgadas en los medios pero también hay otras menos difundidas que puede conocer cualquiera que se tome el trabajo de conversar mano a mano con los vecinos del lugar.

Entre las historias más conocidas se cuentan aquellas que tratan de explicar qué o quién sería el monstruo, y cómo habría llegado allí.

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Una de ellas refiere que el monstruo de Margat es en realidad el misterioso sobreviviente de un extraño accidente ocurrido poco tiempo atrás. Según cuenta esta leyenda, cierta vez un matrimonio viajaba en su auto por la ruta 11 junto con su pequeño hijo, que por entonces tenía apenas un par de meses de edad, cuando en determinado momento, y por causas que se ignoran, fueron víctimas de un accidente de tránsito. Los dos adultos murieron en la ocasión, pero a pesar de múltiples investigaciones el cuerpo del niño jamás apareció. Según dicen algunos vecinos, este niño logró sobrevivir en el monte y es precisamente él, deformado por las heridas, el terrible monstruo del que hablan los habitantes del pueblo.

Otras hipótesis proponen la posibilidad de una broma. En efecto, pues como allí cerca –a unos 7 kms., más o menos- se encuentra un internado psiquiátrico conocido como “Colonia Echepare”, hay quienes dicen que el monstruo de Margat podría ser en realidad una suerte de impostura montada por algún paciente con una deficiencia mental que logró escapar de la institución. Probablemente este interno escuchó en algún lado la historia del monstruo y esto lo motivó a dar con el hábito de disfrazarse y esconderse al acecho en la oscuridad del monte a la espera de que pase la gente, y luego los asusta saliéndoles de imprevisto en su camino.

Pero más allá de los sentimientos encontrados de escépticos y creyentes, lo indudable es que hay muchos otros testimonios de gente en Margat que aseguran que el monstruo todavía anda dando vueltas por allí.

Entre los testigos más frecuentes de la presencia del monstruo se cuentan aquellas personas que durante las horas de la noche transitan ya sea por el puente Melgarejo o por el llamado “Puente Viejo”, ubicado a pocos metros del anterior, como así también aquellas que circulan caminando y en bicicleta por las inmediaciones de la zona. Muchos de estos vecinos aseguran que en reiteradas ocasiones –como le pasó a don Guillermo-

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han sido atacados por la bestia, que los ha arañado o mordido en las piernas al salirles al paso. Otros, cuentan que al oscurecer se pueden advertir por ahí toda suerte de pasos, gritos y ruidos extraños. Asimismo, hay quienes juran que a veces también se ve, aunque no con mucha claridad, a una extraña figura de baja estatura deambulando entre las chircas y moviéndose en secreto entre los pastizales. E incluso también hay testigos que afirman que en ciertas noches se puede advertir centelleando en la oscuridad el fulgor de sus amenazantes ojos rojos.

Por lo demás, la relación que se estableció entre el monstruo y los habitantes de Margat ha ido cambiando con los años. Al principio, por supuesto, la gente del pueblo asimiló con cierto escándalo la idea de que a su alrededor estuviera viviendo esa aterradora criatura. Más aún, hay quienes cuentan que cuando se hizo conocida por primera vez, la historia provocó cierta alarma o preocupación entre ellos. Un buen ejemplo de esto el caso del propio Guillermo Delgado, pues es sabido que aquel encuentro produjo un impacto emocional tan fuerte en el anciano que, desde entonces, éste debió ser internado en un geriátrico o en una casa de salud de Canelones, donde ahora vive con más de ochenta años.

Entre los habitantes del pueblo, quienes resultaron especialmente impresionados y casi alterados por la historia fueron los niños. Tal fue así que cierta vez, en la escuela pública del lugar, las maestras decidieron utilizar como excusa la leyenda del monstruo para que los niños hicieran algunos dibujos, con el propósito de que se liberaran así de sus miedos. Aquella actividad sirvió para constituir un valioso archivo acerca de la imagen de la bestia que había en el imaginario de la gente de Margat. Estos dibujos todavía se conservan, la TV los ha mostrado en varias oportunidades y si uno los mira con atención verá que en todos ellos el monstruo, siempre de aspecto amenazante, se parece bastante a la descripción que aportara don Guillermo.

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Pero ahora las cosas son muy diferentes. Al margen de lo terrible que podría parecer el tener que acostumbrarse a vivir con la presencia de un monstruo rondando los alrededores, todos en Margat acabaron por aceptar la idea de que un nuevo visitante había llegado a ese pequeño pueblo y que tal vez no se irá jamás. Se ha convertido incluso en una especie de referente para toda la gente de la zona, un atractivo turístico y una marca de identidad. Tal es así que, por ejemplo, en las despedidas de curso de fin de año de las escuelas, se suelen llevar a cabo algunas reconstrucciones de varias de las leyendas que lo involucran. En estas ocasiones, los niños se disfrazan, montan escenas y juegan reviviendo aquella época en que, gracias a las voces anónimas, Margat estuvo por un buen rato en el centro del mapa del Uruguay.

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El altillo de Clara

El Museo Juan Manuel Blanes, ubicado en el barrio El Prado de Montevideo, es todo un símbolo de una de las épocas más esplendorosas de la historia del Uruguay. Pero también es uno de los edificios más emblemáticos del universo mágico de la tradición oral de la ciudad. Según se refiere, en sus instalaciones deambula desde hace años el espíritu de Clara García de Zúñiga, protagonista de una fascinante historia de ordinario silenciada por la memoria oficial.

Clara García de Zúñiga –o Clarita, como se hizo costumbre llamarla- fue una joven muy conocida en el ambiente montevideano del siglo XIX. Pertenecía a una de las familias más respetadas y poderosas del joven país, pariente de los Anchorena y con presencia de algunos de sus integrantes en el Cabildo de Montevideo. Su padre, don Mateo García de Zúñiga, era un acaudalado comerciante de Entre Ríos (Argentina) con gran colocación social en el Uruguay.

En determinado momento don Mateo de Zúñiga, especulador sin escrúpulos, realizó un acuerdo con un caballero también muy importante y adinerado de la época, llamado Jesús María Zubiría, con quien se comprometió a entregarle la mano de su hija a cambio del acceso a su selecto círculo de contacto y amistades. El casamiento fue arreglado cuando la niña apenas contaba nueve años de edad. Incapaz de oponerse al acuerdo, y privada incluso de la posibilidad de opinar al respecto, a Clarita no le quedó más opción que contraer matrimonio. Tenía apenas catorce años; su esposo, Jesús María, treinta y seis.

Al principio las cosas marcharon por los carriles normales. Jesús María se hacía acompañar sumisamente por su flamante y bella esposa Clara a todas las reuniones y bailes sociales. Sin embargo, una vez que la joven atravesó los años de la adolescencia, y empezó a definir su carácter de

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mujer, comenzó a manifestar una personalidad mucho más independiente y también menos recatada que antes.

Uno de los primeros desplantes de Clarita fue comenzar a asistir cada vez con mayor frecuencia a las reuniones sociales a que era invitada sin la compañía de su esposo, circunstancia que generó una serie de comentarios indiscretos sobre las relaciones de la pareja. Más adelante, sus costumbres liberales se extendieron todavía otro poco, lo cual llevó a que se la mirara como una persona demasiado ligera y cultivadora de un estilo de vida muy poco acorde a lo esperable para una mujer de la época. Algo así como una feminista fuera de contexto. Como no podía ser de otra manera, comenzó a correr el rumor de que tenía amantes.

Entre los amoríos clandestinos más recordados de Clarita se cuenta el que mantuvo con el aristócrata Ernesto de las Carreras. Tan apasionado fue el vínculo establecido entre ambos que aún a despecho de los seguros comentarios que habrían de suscitarse en la ciudad, Clara decidió convivir con él. Se fueron a vivir juntos a una lujosa casona ubicada en las afueras de San Felipe y Santiago de Montevideo, conocida como “Villa Paladiana”, que la familia de Clarita utilizaba para descanso y para proteger a los suyos en caso de que, como ocurría a menudo, las enfermedades asolaran la ciudad. Esta casona esta hoy ubicada sobre la calle Millán, y en ella funciona desde el año 1933 el Museo Municipal de Bellas Artes Juan Manuel Blanes.

Apenas la pareja se instaló en este lujoso edificio las cosas empezaron a complicarse. A pesar de que Clarita intentó sobrellevar una vida mucho más austera, los rumores acerca de su casi natural inclinación a la infidelidad continuaban. Incluso cuando ella quedó embarazada, luego de tres años de convivencia con Ernesto, hubo quienes dudaron acerca de la identidad del padre. Aunque en el fondo algo sugestionado por los rumores, y no completamente seguro de su paternidad, el Sr. De las Carreras, procurando evitar el escándalo, decidió

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reconocerlo. El hijo, nacido en 1875, se llamó Roberto de las Carreras, quien con el tiempo habría de transformarse en uno de los poetas más carismáticos del Uruguay. Este niño vivió ocho años en la casa y poco después Clarita depositó la crianza del mismo en manos de una de sus tías paternas.

Al conocer de primera mano esta serie de sucesos bochornosos, la familia de Clarita, convencida de que la joven había perdido el uso de la razón, decidió movilizar los trámites legales para declararla incapaz y poder así administrar su considerable fortuna. Para tejer la artimaña, decidieron utilizar como cómplice a un médico que vivía en Bs. As. (Argentina), yerno de Clarita, a quien Zubiría trajo a Montevideo con el propósito de que certificara el “poder” que, presentado ante la justicia, serviría para darle estado legal a la locura de su esposa. Así se hizo, en definitiva, y en 1886 la ley decretó que Clara García de Zúñiga era demente, incapaz de convivir con las personas y, por supuesto, de administrar sus bienes. En consecuencia, un miembro de la familia fue declarado representante de los bienes de Clarita y desde entonces el control absoluto de la fortuna de la joven quedó en manos de los Zubiría.

Pero los planes de la familia de Clarita no terminaron allí. Tomando como modelo los estilos arquitectónicos del edificio, de modo tal de no despertar sospechas, ordenó construir un altillo en la casona para encerrar en él a Clara García de Zúñiga. Este altillo era en realidad una especie de prisión disimulada, pues carecía de salidas al exterior. Las celosías del mismo simulaban ventanas, pero el altillo no las tenía y apenas si presentaba unas pocas hendijas por dónde la luz pasaba con dificultad. No la dejaba salir ni participar en la vida de la familia, y sólo le abrían la puerta para hacerle llegar los alimentos. De hecho, el camino que había que tomar para llegar al altillo era casi secreto, pues para acceder a él había que subir por una escalera que se encontraba disimulada tras una puerta ubicada en la parte de la casa destinada al servicio. Clarita, encerrada como un animal en el altillo, pasó allí hasta

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sus últimos días, mientras la familia disfrutaba del goce de su considerable fortuna.

Desde entonces, según cuenta la tradición oral, el espíritu de Clarita quedó prisionero en el edificio en que la joven fue recluida. Tal vez a raíz del maltrato recibido, el ánima o la “energía” de esta mujer deambula de aquí para allá en las instalaciones de la casa. Por esta razón, el Museo de Bellas Artes Juan Manuel Blanes es en la actualidad el escenario de una serie de fenómenos misteriosos.

Algunas veces, el fantasma de Clarita se aparece en las inmediaciones del Museo. No es difícil, dicen muchos testigos, sorprender durante los atardeceres y las noches a su aparición deambulando por el florido Jardín de los Artistas, lugar predilecto de sus travesías de ultratumba. En todas las ocasiones, Clarita aparece vestida con los mismos atuendos de fiesta de color blanco que portaba durante el tiempo de reclusión en el altillo. Este dato ha sido corroborado por muchos vecinos del barrio El Prado, testigos frecuentes de la visión de esta fantasmagórica figura.

Más comunes todavía son las manifestaciones del espíritu de Clarita en el interior mismo del museo. A este respecto, los testimonios recogidos se cuentan por decenas.

Los serenos y el personal de seguridad del edificio, por ejemplo, aseguran que durante las noches se producen allí una gran cantidad de hechos inexplicables. Entre otras rarezas, hablan de puertas y ventanas que se abren y se cierran solas, como por arte de magia; de luces que se encienden y se apagan a su antojo en lugares insólitos; de ruidos de pasos en las escaleras; y hasta directamente de la manifestación de la sombra o la silueta de la joven deambulando en los rincones más sinuosos del museo. No siempre se ve a Clarita, es cierto, pero su presencia se adivina todo el tiempo rondando por allí.

Son también muy raras las cosas que ocurren en la llamada “Sala Figari”. Según explican los funcionarios del museo,

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durante las noches alguna presencia se dedica a desorganizar los cuadros que hay allí colgados. Por esta razón, algunas veces, al abrir las puertas, estos funcionarios deben empezar por poner en orden todas esas obras alguien misteriosamente ha movido de lugar o ha torcido en su orientación.

Algo similar ocurre también en la “Sala Itinerante”, donde hay una pared en la que parece imposible sostener los cuadros. En efecto, pues cuadro que se pone allí, invariablemente se cae y se rompe. No existe una explicación lógica para estos fenómenos, pero es indudable que ocurren. A tal punto esto es así que las autoridades del museo decidieron que en ese rincón no se debía tener en cuenta para las exposiciones. Desde hace tiempo las exposiciones artísticas se diseñan excluyendo esos rincones, con el propósito de proteger a las obras de un daño seguro.

Otro lugar donde se adivina bastante seguido el fantasma de Clarita es en el altillo en que la joven fue recluida. A cualquier hora del día y de la noche se escuchan allí movimientos y ruidos extraños. Pero cuando los funcionarios o el personal de seguridad del museo concurren al lugar para ver que ocurre, siempre descubren lo mismo: que está vacío.

Entre todos los lugares del edificio hay uno en el que el fantasma de la joven también se presenta con mucha frecuencia. Se trata del sótano, sitio que según el Director Gabriel Peluffo -como lo declarara en una nota publicada en el diario “El País”- constituye el “inconciente” del museo, ya que en él no sólo se guardan las obras que no están en exhibición, sino también muchos de los recuerdos personales de Clarita. En este sitio, las manifestaciones son sobre todo auditivas: se escuchan pasos en las escaleras, susurros misteriosos o ruidos de cadenas arrastrándose. Un buen ejemplo de esto es el testimonio de muchas camareras que han llegado al Museo a hacer una pasantía, a veces de tan sólo un fin de semana, quienes aseguran que de tan atemorizadas que estaban por la presencia del fantasma no querían bajar solas cuando querían ir al baño,

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solicitando siempre a otro funcionario que las acompañara. No obstante, entre todos los misterios que se refieren

sobre el fantasma de Clara García de Zúñiga hay uno que posee una especial importancia y del que poco se ha comentado. Se trata de un retrato de Clarita, pintado por Blanes cuando la niña tenía ocho años de edad, que se encuentra ubicado en la entrada misma del museo. Consiste en la representación a medio cuerpo de la joven, vestida con un atuendo de color rosa. A grandes rasgos, lo que refieren las voces anónimas de Montevideo es que si alguna persona entabla algún tipo de contacto físico con el cuadro –si lo saca de lugar, si intenta reorientar su posición, o si posa siquiera un dedo clandestinamente sobre él para sentir su textura- habrá de sobrevenirle algún tipo de accidente.21 Y hay también quienes aseguran que en ciertas ocasiones muy favorables, sobro todo cuando la oscuridad predomina en las instalaciones del museo, el cuadro “cobra vida”, y el rostro de Clarita sigue a los espectadores con la mirada o esboza una tímida sonrisa ante el espanto de sus ocasionales testigos. Las autoridades del museo, en el fondo un poco atemorizadas por estos fenómenos, han optado por no mover jamás el cuadro del sitio en que hoy está.

Por estos y otros misterios aún más inexplicables, el Museo de Bellas Artes Juan Manuel Blanes, como así también el espíritu de Clara García de Zúñiga que habita en su interior, se cuentan entre los protagonistas más famosos y a la vez más entrañables del imaginario fantástico de los habitantes del barrio El Prado y, ¿por qué no?, de todo Montevideo.

ص21 Una interesante anécdota acerca de los fatídicos efectos producidos por el contacto directo con el cuadro de Clarita puede cotejarse en el apéndice de este libro: “Creer o reventar”.

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Bienvenido al nuevo mundo

Las leyendas urbanas son narraciones orales que se repiten en forma más o menos similar en diversos lugares y edades del mundo, y que dan cuenta de todo tipo de enseñanzas. Tal lo que ocurre con la siguiente, gestada hacia la década de los ochenta en los EEUU. Seguramente, quienes la escuchen con atención, podrían descifrar en ella un importante mensaje.

Cierta vez, un grupo de jóvenes amigos que realizaba una excursión turística por varias ciudades de Europa, arribó a la ciudad de Madrid (España), un sitio muy frecuentado por los viajeros de todo el mundo. También en esta ciudad, como en otras del Viejo Continente en la que habían estado, aquellos jóvenes decidieron conocer un sinfín de paseos públicos que son de rigor en el derrotero de cualquier visitante. Pero como Madrid es también un sitio conocido en todo el mundo por la agitación de su movida nocturna, no quisieron dejar pasar la oportunidad de encontrar diversión. Así, decidieron concurrir una noche a una discoteca con el propósito de tomar algunos tragos, escuchar un poco de música y conocer algunas mujeres.

Luego de escoger una renombrada discoteca madrileña, los jóvenes se adentraron en ella para dar inicio a lo que esperaban una noche fantástica. Adentro, la movida estaba agitadísima. Una multitud compuesta de gente de todas partes del mundo colmaba las instalaciones y bailaba en perfecta comunidad en medio del estrépito de la música y el colorido de las luces. Pero los jóvenes, antes de dirigirse a la pista, decidieron ir a la barra.

De pronto, a uno de ellos comenzó a llamarle la atención la avasalladora presencia de una mujer que, sentada al otro extremo de la barra, lo miraba con fijeza desde hacía un buen rato. Se trataba de una mujer hermosísima, encantadora,

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que llevaba puesto un vestido de color rojo muy escotado. La sobrevolaba un aire sumamente seductor, y su presencia no podría aunque quisiera pasar desapercibida para nadie. Al joven, obvio, también le gustó. Y como además aquella mujer no le apartaba la vista un sólo segundo, y su mirada parecía traducir intenciones bastante obvias, el joven creyó que lo más razonable sería acercársele. Entonces dio un par de tragos más a su bebida, para sentirse más seguro, y apartándose de sus amigos comenzó a caminar en dirección a ella.

Cuando por fin estuvo a su lado, el joven pudo comprobar que, en verdad, aquella mujer tenía fuego. Irradiaba algo así como un aura mágica que hipnotizaba, una belleza de una fuerza tan poderosa que ante ella llegaba a perderse el control y el dominio de los sentidos. Al iniciar la conversación, el joven intentó ensayar las maniobras de acercamiento que son de rigor en esos casos, pero lo hizo sin plena conciencia de lo que decía pues en su mente albergaba un sólo pensamiento: terminar en la cama con esa mujer. Mayúscula fue entonces su alegría cuando pudo comprobar que, al cabo de un breve diálogo, ella le allanó el camino de su deseo con facilidad, invitándolo a retirarse juntos del lugar en busca de un sitio de mayor intimidad. Salieron ambos, pues, de la discoteca y luego de subirse con a un taxi se fueron juntos a un hotel madrileño.

Los dos jóvenes, ya bastante borrachos, entraron atropelladamente a la habitación del hotel y en seguida comenzaron a besarse, a tocarse y a sentirse. No mediaron sino apenas unas pocas palabras, ya que no había necesidad de ellas. Arrojaron sus ropas por los aires con desenfreno y comenzaron a tener sexo. El joven creía que se encontraba en el Paraíso. Su suerte no podría ser mejor: en una ciudad alucinante, con una mujer increíble, coronando una noche perfecta.

Una vez que los dos amantes terminaron de dar rienda suelta a su lujuria, y que lograron tranquilizar los demonios interiores, se pusieron a dormir juntos, muy abrazados. El

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cansancio, mezclado con los efectos de unas cuántas copas de alcohol, acabó por rendirlos. Entonces en aquella habitación del hotel sobrevinieron la oscuridad y el silencio.

Lo raro del caso es que a la mañana siguiente, cuando el joven se despertó, lo hizo en solitario. La mujer que había conocido en la discoteca, y que le había regalado uno de los recuerdos más poderosos de su vida, no se encontraba. El muchacho estaba perplejo. Al principio pensó que tal vez ella se encontraba en el baño, y siguió aguardándola en la cama con tranquilidad. Pero como el tiempo pasaba y su compañera seguía sin aparecer, empezó a preocuparse. Sin comprender del todo lo que estaba pasando, y todavía algo mareado por los vapores del alcohol que nublaban las ideas en su cabeza, decidió entonces levantarse y llegar hasta el baño a comprobar en qué estaba su compañera. Y cuentan que fue allí, precisamente, que el joven no sólo comprobó que su compañera había desaparecido, sino que también comprendió que su vida ya no volvería a ser la misma y que ahora se encontraba, literalmente, a las puertas de un nuevo mundo.

En el espejo, y escrito con lápiz labial de color rojo, el muchacho encontró trazadas cinco palabras de puño y letra de aquella mujer fatal que, en su conjunto, configuraban la más terrible de las noticias. La leyenda decía: “Bienvenido al mundo del SIDA”.22

22 Esta historia –también conocida como “Bienvenido al mundo del SIDA”- a veces se repite con algunas modificaciones. Una de ellas, por ejemplo, refiere que el joven, al despertarse por la mañana, en lugar de encontrarse con las palabras de la mujer escritas en el espejo, lo que recibe es una caja negra con forma de ataúd olvidada a los pies de la cama en cuyo interior se encuentran una rosa negra y una carta en que reza el mismo mensaje trascripto anteriormente. Otra versión, agrega que el joven se encuentra con una cafetera en la que se encuentre simbolizada la intención de consti-tuirse en compañía suya en todas las noches que, a partir de entonces, iría a pasar en soledad.

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Como se ve, en esta leyenda urbana insiste un mensaje muy claro. En tal sentido, resulta muy curioso comprobar que en ciertos momentos cruciales, en los hay pocos segundos para tomar una decisión, pueda ser precisamente el recuerdo de esta leyenda lo que marque el límite entre dos mundos completamente diferentes. El importante mensaje en este caso es que todos debemos cuidarnos y cuidar al que tenemos al lado al momento de tener relaciones sexuales. Y de no olvidar nunca, por supuesto, de tener siempre a mano un preservativo.

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El héroe de arroyo El Oro

Uruguay tiene un héroe que sigue vivo en la memoria colectiva de sus habitantes. Y no se trata de ningún prócer de la patria, sino de un niño con un corazón inmenso, quien fuera protagonista de un acto de amor increíble en medio de una famosa tragedia. Más aún, para la gente de Treinta y Tres es hoy una especie de ángel que cayó del cielo para transformarse en uno de los santos más venerados del departamento y del país entero.

Esta historia tiene su comienzo hacia fines de la década del veinte, en una pequeña localidad ubicada en las Sierras de Dionisio,23 a cinco kilómetros de “El Oro”, en el departamento de Treinta y Tres (Uruguay). Allí, en el medio del campo, había por entonces un puñado de ranchos de fajina, hecho de terrón de barro o de caña retobada con barro y piso de tierra. En uno de ellos, vivía junto a su familia un niño de casi nueve años llamado Dionisio Díaz.

La tradición oral de la campaña aporta una descripción física muy precisa de este niño. Dicen que tenía la piel del color de la tierra, el pelito rubio y el cuerpo esbelto. Se lo recuerda también vestido con una camisa hecha jirones, un pantalón muy corto y siempre descalzo. Un niñito, en suma, humilde, típico del campo uruguayo, hecho a imagen y semejanza de otros que ahora mismo retozan por la campaña oriental. La familia que vivía con él estaba compuesta por María (su madre), Juan Díaz (su abuelo, padre de María), Eduardo (su tío, hermano de María, lisiado con una pierna de madera) y Marina (su hermana, de pocos meses de edad). 23 Hay quienes creen que la Sierra de Dionisio se llama así en homenaje del niño Dionisio Díaz, pero esto es un error. En realidad fue al revés: fue al niño a quien le pusieron ese nombre en virtud de un amor localista por aquel pago, que se llamaba así desde antes. Prueba de ello es que el nombre “Sierras de Dionisio” aparece ya en mapas de fecha anterior a los hechos.

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Según refiere la historia oficial, la noche del día 9 de mayo de 1929, justo cuando se celebraba la fiesta de cumpleaños del niño Dionisio, el abuelo de la casa, Juan Díaz, fue arrebatado por una especie de locura que lo llevó a atacar ferozmente a todos los integrantes de su familia. El motivo que desencadenó semejante acto de barbarie es objeto de polémicas. Una primera versión refiere que se trató de una forma terrible que encontró el anciano de manifestar su desacuerdo hacia la relación que mantenía María con un señor llamado Luis Ramos, poseedor de algunos antecedentes tan sospechosos que Juan consideraba insoportable la idea de que fuera el compañero de su hija. Pero como a pesar del descontento de su padre María no sólo se casó con Ramos, sino que tuvo además una hija con él, esto habría generado un estado de rencor permanente en el viejo que aquella vez explotó de un modo terrible. Otros arguyen que pudo tratarse de una drástica mezcla de alcohol y soledad. Sea como fuere, lo cierto es que mientras todos festejaban, Juan se encontraba algo raro, sentado en la cama con la mirada perdida sin cruzar una palabra con nadie, hasta que en determinado momento perdió el dominio de sus actos y empuñando un cuchillo comenzó a dar muerte a todo aquel que se le cruzaba en el camino.

La primera víctima de la tragedia fue su hija María, a quien Juan Díaz dio muerte hiriéndola de varias puñaladas. Cuando el niño Dionisio, casi instintivamente, se interpuso para proteger a su madre al grito de “¡A mamita no!”, el abuelo le dio también a él una feroz puñalada en el vientre que lo puso a un paso de la muerte. Luego de esto, ya fuera de sí, atacó también a Eduardo, su otro hijo. Luego de consumada la matanza, y no sin antes buscar desesperadamente durante casi toda la noche al niño Dionisio Díaz para terminar el trabajo, se alejó del rancho. Apareció muerto tiempo más tarde de un disparo de arma de fuego a mucha distancia del lugar.

Ahora bien, lo más interesante de todo es el papel que asumió el niño durante el desarrollo de aquella pesadilla. Lejos

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de intentar atacar a su abuelo para vengar la muerte de su madre o siquiera de intentar escapar para salvarse a sí mismo, Dionisio se entregó en cuerpo y alma a una tarea que consideraba todavía más importante: proteger la vida de su pequeña hermana Marina. Así, pues, una vez herido en el vientre por su abuelo, corrió hacia la cuna en que se encontraba Marina y la tomó en sus brazos. Luego, fue con ella hacia el cuarto de su tío y allí se escondió en silencio. Estuvo escondido así durante toda la noche, cobijando a su hermana mientras la matanza se desarrollaba a su alrededor.

Al despuntar la mañana siguiente, cuando Dionisio por fin pudo comprobar que su abuelo ya se había retirado del lugar, y que podría salir de su escondite sin riesgo, decidió poner manos a la obra para dejar a buen resguardo la salud de su pequeña hermana. No es posible imaginar lo que debería pasar entonces por la mente de aquel niño de nueve años al contemplar el macabro espectáculo del cuerpo sin vida de su madre y de su tío Eduardo todavía agonizando en el piso mientras le rogaba que tratara de salvar a su hermana. Y él, encima, herido y cargando sobre sus hombros semejante responsabilidad. Sin embargo, las circunstancias no amedrentaron a Dionisio Díaz, y fue así que se decidió a recorrer valerosamente los kilómetros que separaban su rancho de la localidad de El Oro, para tratar de encontrar ayuda, dando inicio a una de las gestas de sacrificio más increíbles que registra la historia del Uruguay.

La tarea no era nada fácil. En primer lugar porque el camino entre aquel rancho y El Oro es aún hoy difícilmente transitable. Está lleno de pastizales, alambrados y trechos de agua. Pero además, y por sobre todo, porque la herida que tenía Dionisio era muy grave. Según hay constancia, fue tal la dimensión de la puñalada que le dio su abuelo que la misma casi le destruyó el peritoneo, y por la presión del propio cuerpo los intestinos salieran hacia afuera de la piel. Cualquier otro en semejante situación hubiese perdido el juicio de puro miedo. Pero Dionisio, a pesar de su terrible dolor, tomó su camisa, la

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rasgó, y con un pedazo de tela se fajó. Y así vendado, perdiendo mucha sangre, transitó todo el camino con su hermana en brazos. La gente del campo recuerda este rasgo con una frase: “Caminó con el triperío afuera –dicen- agarrándoselo a gatas”.

Sea como fuere que lo logró, lo cierto es que Dionisio Díaz recorrió los cinco kilómetros y llegó hasta la localidad de El Oro con su hermana Marina en brazos. Allí, golpeó la puerta de la primera casa que divisó y les rogó a los habitantes de la misma que la cuidaran. Lo hizo con palabras que todavía se recuerdan, como si se tratara del momento más importantes de la historia: “Cuiden a mi hermanita porque yo me estoy muriendo”. Después, ya sin fuerzas, pero con la conciencia tranquila de haber cumplido su deber, siguió su caminata rumbo a la comisaría.

Llegó así a la Seccional 2º de Policía, a eso de las diez de la mañana, y cayó allí tendido, prácticamente sin fuerzas. Con un resto de voz, sin embargo, y poco antes de perder el conocimiento, llegó a proponer una breve descripción de los hechos al funcionario Carlos Yelós, que se encontraba en el lugar. Este, luego de escucharlo, redactó un parte que todavía se conserva en la Jefatura de Policía de Treinta y Tres. Dice así:

Oro, mayo 10 de 1929,

Sr. Jefe de Policía de Treinta y Tres:

Llegó a conocimiento de nuestra Señoría que a la hora 10 del día de hoy se presentó a esta comisaría el menor de nueve años Dionisio Díaz, herido de una puñalada en el vientre, manifestando que el autor era su abuelo de nombre Juan Díaz, quien a su vez habría dado muerte a sus hijos Eduardo y María, ésta última madre del nombrado menor. Solicito presencia inmediata del médico de Policía debido a la gravedad del menor. Salgo para el lugar del hecho, no tengo más datos”

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Y saluda, acto seguido, el funcionario de la 2º Sección.Poco después se hizo presente en el lugar el médico de

la localidad de Vergara, quien le aplicó al niño Dionisio una cura bastante precaria. Sin utilizar ningún tipo de anestesia, le abrió la herida con un cuchillo para que así los intestinos, que estaban muy hinchados por el esfuerzo, pudieran seguir funcionando y luego se los recogió con una venda. Esto fue todo. Lo dejó ahí nomás, sin ningún tipo de asistencia adicional. En éstas condiciones pasó todo el resto del día el niño Dionisio, moribundo, hasta que recién a la mañana del día siguiente un señor apellidado Pérez, propietario de un coche de alquiler, lo llevó hasta la ciudad de Treinta y Tres a pedido de la policía. Con él viajó también el escribiente Yelós con el propósito de dar constancia del desarrollo de los hechos. Lamentablemente, todos los esfuerzos fueron inútiles, pues Dionisio Díaz falleció a unos pocos kilómetros del destino.

Lo primero que de alguna manera surge de lo anterior es la certidumbre de que si las cosas se hubieran hecho correctamente, tal vez Dionisio podría haberse salvado. Este punto ha provocado hondos desvelos al hermano por parte de padre del héroe de arroyo El Oro, Nelson Núñez, un señor que todavía está vivo y que vivió con Dionisio hasta los seis años de edad. Según recuerda este anciano, la autopsia que se le realizó a su cuerpo demostró que el niño no murió porque la puñalada haya afectado alguno de sus órganos vitales, sino de peritonitis. Esto quiere decir, obviamente, que hubo todo un proceso infeccioso para llegar a ella. Y si uno se pone a pensar que el niño fue herido a las nueve de la noche del día nueve de mayo, que a las diez de la mañana del día diez llegó el caso a conocimiento de las autoridades, y que murió recién a las once de la mañana del día once, con la herida abierta y cosida por el médico así como al paso, de inmediato se llega a la conclusión de que tal vez se podría haber hecho algo más. Por supuesto que eran otros tiempos y que por entonces los medios de transporte y de comunicación no eran demasiado ágiles, y menos aún en

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un paraje de tierra adentro de la campaña. Sin embargo, una vez que estuvo en manos de las autoridades, dice Núñez, se lo podría haber llevado antes a Treinta y Tres aunque fuera a caballo o en sulky.

Luego de ocurrida su muerte, se le realizó al cuerpo de Dionisio una autopsia que dio fe de las informaciones anteriores. Posteriormente, le dieron sepultura en un lugar lateral, sin importancia, donde se acostumbraba enterrar a la gente pobre. Poco después, el padre biológico del niño lo desenterró sin permiso de nadie y lo llevó consigo a un cementerio de campo. Ante este hecho, que había tomado estado público, las autoridades intervinieron. Volvieron, así, a desenterrar el cuerpo de Dionisio Díaz y lo llevaron al cementerio de Treinta y Tres, para darle su definitiva sepultura. Pocos años más tarde, como homenaje a su sacrificio, las fuerzas vivas le dieron al niño el estatuto de “héroe” y le erigieron una especie de panteón conmemorativo en el lugar que todavía se conserva.

Hasta aquí lo que podría llamarse la “historia oficial” de lo ocurrido, la misma que se contó por décadas en las escuelas públicas del país, y en la que víctimas y victimarios se complementan y mueren todos, cerrando un círculo perfecto. No obstante, existen en la tradición oral de la campaña oriental algunos rumores que si no llegan a ponerla en entredicho al menos aportan algunos elementos que permiten acceder a una dimensión algo diferente de ella. Variantes y modificaciones, en suma, del discurso oficial, que mucha gente preferiría no salieran a la luz.

Una de las más impactantes de todas, muy comentada en Treinta y Tres y sus alrededores, refiere la posibilidad de que el asesino de la familia no haya sido Juan Díaz, el abuelo de Dionisio, sino alguna persona diferente. Según se dijo, la versión oficial cuenta que una vez completada la masacre el cuerpo del anciano apareció bastante lejos del lugar, muerto de un disparo. Las pesquisas desarrolladas llevaron a la certidumbre

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de que él mismo se había quitado la vida. No obstante, cabe la posibilidad de que el asesino no fuera otro, tal vez una de esas personas alucinadas que siempre hubo en el campo, y que al abuelo de Dionisio sólo se le endosara el crimen por un tema de comodidad administrativa. Y como la muerte de Juan Díaz, además, permitía hacerle cargar al viejo con la culpa del crimen –cometido sin riesgo alguno, ya que éste no tenía modo de declarar en contrario, así se hizo. Esta impostura, pues, puso punto final a lo ocurrido.

Con todo, fue tanto el misterio que sobrevoló en torno al hecho que de inmediato se impuso entre los habitantes de El Oro y de Treinta y Tres una especie de código de silencio muy estricto respecto de lo ocurrido. Este tipo de cosas también ocurrían bastante seguido en el campo en aquella época, una en la que en el país se “tapaban” toda suerte de eventos comprometedores. Parecería que el de la muerte de Dionisio también pertenece a ese género, y es por eso que aún hoy, casi ochenta años después, resulta bastante difícil decir con certeza qué fue lo que en verdad ocurrió aquella noche del 9 de mayo de 1929.

Pero más allá de todas las versiones que se desprenden de la historia de Dionisio, quizás la prueba más hermosa de la hazaña es doña Marina Ramos, la hermanita por la que el niño sacrificó su propia vida. Por entonces ella era apenas un bebé, pero aunque muchos no lo sepan Marina es hoy una persona adulta que vive en el departamento de Treinta y Tres. A diario decenas de curiosos la visitan y se enternecen hasta las lágrimas tan sólo de mirar a los ojos a la sobreviviente de aquella tragedia y saber de sus propios labios los pormenores del milagro. Dice Marina que cuando llega la víspera de los días nueve de mayo se pone un poco triste y le entra algo de nostalgia. Pero siempre recuerda a Dionisio con cariño, siente por él un profundo orgullo y todos los días le reza a Dios para agradecerle por el hermano que le tocó en suerte. Ella –dice- le debe todo, le debe la vida.

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No obstante, el sacrificio de vida del niño Dionisio Díaz no fue significativo sólo para su hermana Marina. Por el contrario, caló tan profundo en el alma y el sentimiento de quienes conocieron su hazaña, que la gente de la Sierra de Dionisio, y de Treinta y Tres en general, comenzó a gestar con el tiempo una especie de sentimiento religioso en torno a su persona. Se lo ha llamado en campaña de diversas maneras, como el Niño Mártir o el Niño Gaucho, ambos términos cargados de connotaciones positivas y casi sublimes. Y personas de muchas otras partes del país han llegado también a considerarlo una especie de santo, a quien se tributan toda suerte de cultos.

Existen dos lugares preferidos por la gente para dar rienda suelta e este sentimiento religioso. El primero es una estatua conmemorativa del sacrificio de Dionisio que se encuentra ubicada en la rotonda de la salida de Treinta y Tres hacia la ruta 8. La misma reproduce en cuerpo entero la imagen del niño sosteniendo en brazos a su hermanita, una estampa que ha llegado a hacerse muy famosa entre los visitantes del lugar y que con seguridad cualquier uruguayo ha visto alguna vez. El segundo, se constituye en las inmediaciones del busto que hay ubicado en el cementerio de Treinta y Tres. En los alrededores de estos lugares, los feligreses dieron con el hábito de dejar todo tipo de ofrendas, flores, placas, cartas (sobre todo de los niños) y regalos, como una muestra de respeto y agradecimiento por algún favor recibido. Y durante todos los días del año son el escenario del tránsito de personas de diversos lugares que llegan a demostrar de muchas maneras su devoción y su fe hacia el ángel milagroso.

La concurrencia de fieles a estos sitios encuentra su punto más alto durante los meses de mayo. En tales épocas, la gente llega masivamente a Treinta y Tres, algunos caminando, otros de rodillas o en bicicleta, y de lugares tan lejanos como Montevideo o Lavalleja, en procesión de fe. No son pocos y con cada año que pasa el número va en aumento. La Intendencia departamental está hoy realizando gestiones para que el mes

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de mayo sea indicado como el mes de Dionisio, ya que los más importantes hechos de la biografía del niño Santo ocurren en este mes. En efecto, pues Dionisio nació, fue herido y murió durante los meses de mayo.

Tan fuerte es el sentimiento religioso de la gente hacia Dionisio que la historia llegó incluso a oídos de las autoridades de la Iglesia. Hace mucho tiempo, un grupo de fieles inició una especie de campaña para lograr que el Vaticano se pronunciara acerca de la posibilidad de canonizar al niño Dionisio. En tal sentido, se han dado todos los pasos correspondientes. Sin embargo, no se ha conseguido el propósito y esto por una extraña particularidad. Ocurre que dentro de las actas que se labraron cuando la investigación de los hechos consta que cuando el médico de Vergara estaba tratando de curar la herida del niño con el cuchillo, éste, en un impulso de dolor, dijo: “¡Duele, carajo!”. Y según la Iglesia, esta declaración no sería aceptable en un espíritu beato. Así pues, y aunque se sabe que el mismo Papa Juan Pablo II tuvo en sus manos el expediente, y que lo consideró con atención, esta fugaz expresión de Dionisio fue la culpable de que no fuera canonizado.

No obstante, cabe agregar que el expediente continúa, y que todavía la gente de Treinta y Tres trata intensamente de que la Iglesia reconozca su pedido ante el sacrificio de amor de Dionisio. Es que, al menos de hecho, y teniendo en cuenta el sentir de la gente, el de Dionisio podría sumarse sin dificultad a otros casos que se registran en Latinoamérica de personajes que en virtud de un acto de fe se transforman en santos y cuya alma continúa obrando milagros, como la Difunta Correa, Lázaro Blanco o el Gauchito Gil.

Sea como fuere, si hay algo que es indudable es que la historia de Dionisio Díaz no sólo constituye una de las hazañas más conmovedoras que registra la tradición oral de la campaña oriental, sino que es también un símbolo perfecto de lo mejor de la naturaleza humana. Y precisamente, en un mundo violento,

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olvidadizo y enfermo como el que habitamos hoy en día, parece imprescindible prestar atención a esa historia que nos dejan saber las voces anónimas, y que nos recuerda la importancia de los valores, del amor al prójimo y de la generosidad.

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El juego prohibido

Para la mayoría de la gente un juego no es otra cosa que un instrumento que sirve para divertirse o para matar el aburrimiento. Pero evidentemente no todos los juegos son así. Hay algunos, por el contrario, que involucran cuestiones más complejas que las que aparecen a simple vista. Tal es lo que ocurre con el llamado “Juego de la Copa” –o “Juego de la Ouija”- que es en realidad una antiquísima práctica espiritista para invocar a los difuntos.24

Como cualquiera sabe, alrededor del mundo son innumerables las historias que tienen como motivo este misterioso juego. En Uruguay, por supuesto, también hay unas cuantas. Una de las más impactantes que se registran en las voces anónimas del país, ocurrió en la ciudad de Montevideo, una vez que tres amigos decidieron practicarlo en una lúgubre casona abandonada ubicada en el corazón mismo del barrio El Prado, dando así origen a algunos difundidos rumores urbanos que versan sobre este enigmático edificio del paisaje urbano de la capital.

La característica principal de esta singular construcción –ubicada exactamente en la esquina de las calles Agraciada y Joaquín Pereira- parece residir en su antigüedad. Abandonada

24 Muchas voces se han elevado para denunciar esta peligrosa práctica esotérica. La primera de todas fue la de la Iglesia Católica, argumentando que el Juego de la Copa puede perturban el merecido descanso de las almas. Algunos escépticos también lo censuran, asegurando que puede alterar la psiquis de la gente, pues se ha comprobado que muchas personas que alguna vez jugaron al juego han intentado suicidarse o atacar a otra persona. Finalmente, los espiritistas también lo prohíben, pero no a todo el mundo, sino sólo a aquellos que se lo toman a broma y no le tributan el respeto y la seriedad que se merece. Por todos estos argumentos, se ha dado también en llamarlo: “El juego prohibido”.

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desde hace ya muchos años, y casi por demolerse alguna vez, presenta todas las señales de los edificios que carecen de habitantes permanentes que los mantengan en buenas condiciones: maderas podridas de puertas y ventanas, paredes carcomidas por la humedad, hierros herrumbrados en las rejas y una espesa vegetación. Desde el exterior se puede comprobar también que hay sitios en que el revoque se ha caído y en que quedan al descubierto los ladrillos de las paredes, la mayoría de ellas cubiertas por gruesas enredaderas. Pero además que por su aspecto decadente, que en las noches adquiere un matiz siniestro, la casa destaca por su constante evocación de un pasado de esplendor. En efecto, pues aunque los años se han llevado consigo todo su esplendor, la propia arquitectura de la casa –con dos pisos, pórtico con columnas y un espacioso jardín- parece recordar un pasado glorioso, mezcla de grandeza y de melancolía.25

Los tres amigos, que se llamaban Damián, Mauricio y Federico, llegaron a esta casa abandonada un viernes poco antes de la medianoche. No les fue difícil acceder al interior del perímetro de la misma atravesando la reja que la rodea, pues hay partes en que faltan los barrotes. Pero con seguridad sí les fue mucho más complicado atravesar el intrincado jardín que precede el edificio. Este distrito, que en realidad fue en otro tiempo un jardín, es hoy un conjunto bizarro de pastizales en el que habitan toda suerte de alimañas, y que se extiende como veinte metros antes de llegar a la entrada.

Uno de los amigos llevaba en sus manos una cámara portátil con la que iba recogiendo imágenes de todo lo que ocurría en aquella excursión sobrenatural. De no haberla llevado –pensaban los amigos- nadie les iba a creer que habían tenido el coraje suficiente de internarse en un edificio que, según todos los rumores está asombrado.

25 De hecho tuvo algunos inquilinos famosos, como por ejemplo el maes-tro Pedro Figari, quien según parece vivió allí durante varios años.

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Al acceder al interior de la casa, dominados por una sensación de constante estupor, lo primero que hicieron los jóvenes fue ponerse a reconocer la casa. Pudieron comprobar entonces que estaba tan deteriorada por dentro como parecía estarlo por afuera. Una atmósfera de tristeza circulaba en aquel lugar, como así también la oscuridad más profunda y el más perfecto de los silencios. Apenas si de modo muy esporádico aquella calma era perturbada por la lejana estridencia del motor o la bocina de un auto que circulaba por la avenida Agraciada.

Cuando por fin encontraron una habitación que parecía indicada para llevar adelante el desarrollo del juego, con gran visibilidad del resto de las habitaciones de la casa y provisto de varias posibilidades de escape en caso de que algo extraño aconteciera, Federico, Damián y Mauricio se acomodaron en el piso y comenzaron a realizar los preparativos que exige la sesión de espiritismo. Abrieron sus mochilas y sacaron de ellas una copa, un par de velas, un grabador –que habían llevado también con el propósito de dejar testimonio de cualquier suceso anormal- y una tabla Ouija. Se trata de una lámina rectangular en cuyos extremos superiores se encuentran las palabras “SI” y “NO”, en el centro las letras del abecedario en su orden de sucesión tradicional, un poco más abajo el dibujo de los números del cero al nueve, y más abajo de todo, sobre el borde, la palabra “ADIOS”.

Los muchachos encendieron la grabadora y la cámara portátil y se sentaron formando un círculo alrededor de la tabla y se tomaron de las manos, tratando de invocar a los seres de las sombras. Luego, pusieron sus respectivos dedos índices sobre la copa invertida y comenzaron a hacer invocaciones como: “¿Hay alguien allí?” o “Si hay aquí un espíritu, por favor ¡que se manifieste!”. Lo hicieron de un modo un poco caótico, ya que si bien el rito estipula que el diálogo debe ser dirigido por uno de los participantes –a quien se denomina “medium”- los jóvenes realizaban las preguntas entre todos, alternándose en el discurso. Es probable que, precisamente por este desorden,

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no hayan recibido de entrada ninguna respuesta del más allá, y que por largo tiempo las cosas marcharan sin novedad alguna. La copa no se movía para nada.

Estuvieron así durante un buen rato, en una mezcla de ansiedad e inquietud, cuando de pronto una brisa muy fría, aunque no demasiado fuerte, se coló por una de las ventanas de la casa, helándoles por un segundo los huesos a los jóvenes y cortando de forma abrupta aquella tensa monotonía. Por supuesto, los tres amigos sintieron un poco de miedo y comenzaron a albergar el convencimiento de que habían logrado convocar algún espíritu. Este convencimiento se reforzó cuando la copa, aunque muy vagamente, comenzó a temblar. Sin dudas, alguien estaba con ellos y quería comunicarse.

Fue entonces que uno de los participantes, Damián, hizo al espíritu que los acompañaba una pregunta muy directa: “¿Sos alguien bueno?”. Pasaron unos segundos sin que la copa se moviera. Mientras tanto, los amigos se miraban entre sí con nerviosismo, queriendo comunicarse con la presencia, pero también temiendo en el fondo de su alma recibir una respuesta. Poco más tarde, una nueva ráfaga, esta vez mucho más fría y duradera que la anterior, se coló por los balcones de la casa, apagando a su paso una o dos de las velas que habían encendido. El panorama no quedó completamente a oscuras, pero lo iluminaba una claridad tan tenue que no dejaba adivinar lo que ocurría más allá de dos metros de la órbita de los ojos.

A esta altura de los hechos los tres amigos estaban alteradísimos. Damián, menos por decir algo que por romper aquel incómodo silencio, preguntó en voz alta: “¿Quién anda ahí?”. La respuesta no se hizo esperar: la copa comenzó a moverse con insistencia en dirección al número “6”. Los muchachos no entendieron, pero estaban tan intranquilos que por todos los medios a su alcance intentaron explicarle a la presencia que ellos no querían molestar, que sólo estaban buscando un poco de diversión. Y también le pidieron, del modo más respetuoso posible, que por favor se retirara, que se

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alejara de la casa, porque ya no tenían interés en seguir adelante con el diálogo. Esto seguramente hizo enfurecer al espíritu, pues inmediatamente la copa se movió hasta el casillero con la palabra: “NO” y acto seguido una tercera ráfaga de viento, todavía más violenta que las anteriores, apagó las velas que todavía estaban encendidas y dejó la habitación a oscuras.

Cuando esto ocurrió, lo único que aquellos muchachos atinaron a hacer fue a juntar todas las cosas que pudieron y a salir corriendo de allí, tratando de alejarse lo más rápido posible de la casa. Tan repentina fue esta fuga que ni siquiera se preocuparon de hacerlo en silencio, como lo haría cualquier intruso. En el apuro aquellos entrometidos se olvidaron incluso de recoger copa.

Ahora bien, lo que los amigos ignoraban es que al huir de ese modo tan abrupto de la casa incurrieron en una falta muy grave. En efecto, pues existe un requisito muy importante del Juego de la Copa que explica que si los participantes no se despiden correctamente del espíritu convocado antes de dar por terminada la sesión, éste se irá con ellos, acompañándolos a dónde se dirijan. Pues bien, Damián, Federico y Mauricio, de tanto miedo, se olvidaron de despedirse, y dieron así origen a una serie de sucesos misteriosos que comenzaron a manifestarse poco tiempo más tarde, cuando los tres llegaron a la casa del último de los jóvenes.

El primero tuvo lugar cuando los amigos decidieron registrar la cinta de la grabadora. Por espacio de cinco minutos, la misma no mostró nada anormal, y lo que en ella se escuchaba guardaba una relación muy exacta con los recuerdos que cada uno tenía de lo acontecido. Pero al rato comenzó a oírse un persistente sonido, que llegaba como desde muy lejos. El ruido era casi imperceptible, pero al subirle el volumen a la grabadora comprobaron que lo que se escuchaba, a pesar de la interferencia, era una voz. Prestando mayor atención, los tres amigos llegaron a convencerse que aquella voz era la de una niña.

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La voz decía entre sollozos la siguiente frase: “¿Qué hacemos aquí?”. Dos o tres veces se escuchó el mismo mensaje. Luego hubo una pausa de unos cuantos segundos, al cabo de los cuales se escuchó el siguiente diálogo: -“¿Ha muerto?”, - “Si, ha muerto”, seguido de llantos. Como no podían dar crédito a lo que estaban presenciando los amigos retrocedieron varias veces la cinta, pero siempre se repetía el mismo resultado. La evidencia, aunque inverosímil, era contundente: sin proponérselo del todo, aquellos muchachos habían conseguido lo que los expertos llaman una “psicofonía”, es decir, el registro de la voz de un ser del más allá sostenida en un soporte auditivo.

Todavía no repuestos del todo de este extraño testimonio se decidieron a revisar el contenido de la cámara de video, para averiguar si también ella registraba algún testimonio de similar naturaleza. Al igual que había ocurrido con la grabación de audio, tampoco en la imagen se vio al principio nada raro, salvo el hecho de que el diálogo registrado en la psicofonía no se recogía en el momento correspondiente. Pero en un momento a Mauricio le pareció, sin estar por completo seguro de ello, que en el instante en que la tercera brisa apagó las velas en la habitación de la casa una forma luminosa apareció y desapareció con fugacidad. Sugeridos por él, los otros rebobinaron la cinta y al detenerla en el momento oportuno se vio con claridad algo impactante.

Lo que la cámara revelaba era la figura de una niña, que se cruzó por detrás de la espalda de los tres amigos. La imagen duró lo que un destello, pero el examen cuadro a cuadro demostró que, efectivamente, se veía allí la silueta de una criatura, de pie, con los brazos colgando al costado del cuerpo, y con el rostro revelando una expresión triste y melancólica. De este modo, y otra vez de pura casualidad, los jóvenes habían recogido lo que los espiritistas llaman una “psico-imagen”, el registro de un habitante de las sombras por algún medio visual o audiovisual.

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Pero como si todos lo anteriores sucesos no fueran suficientes, reza la leyenda urbana que hubo todavía otro más que le tocó vivir a Mauricio al final de esa misma noche, poco después de que sus dos amigos se retiraran a sus respectivos hogares. Según dejó saber al otro día este joven, apenas se quedó a solas se fue a su cuarto y se acostó a dormir, tratando de terminar de una buena vez con aquella jornada para el infarto. Sin embargo, estaba tan sugestionado que no conseguía conciliar el sueño, y conforme pasaban las horas se iba sintiendo más y más atemorizado. En medio de esa especie de duermevela, quiso incorporarse sobre las almohadas y entonces vio, parada a los pies de la cama, a una manifestación femenina, exactamente igual a la que registraba la cámara. La imagen duró otra vez pocos instantes, pero era seguro –dijo Mauricio- que se trataba de la misma niña, con su pelo lacio, su vestido de tul, su rostro al borde del llanto, expresando amarga tristeza. Luego la imagen comenzó a desdibujarse en el aire y Mauricio quedó otra vez a solas en su cuarto, aunque por mucho tiempo el recuerdo de la visión le provocó pesadillas.

Según cuentan las voces anónimas de la ciudad de Montevideo, la vieja casona abandonada de El Prado en que los tres amigos jugaron al juego prohibido está cargada con una suerte de energía muy especial. Los vecinos del barrio aseguran que a pesar de las apariencias esta construcción no está completamente deshabitada, sino que algún tipo de presencia sobrenatural ronda sus instalaciones, a la espera de nuevos visitantes. No en vano, cada vez que los transeúntes pasan frente a ella, incluso durante las horas del sol, se sienten arrastrados por una especie de influjo magnético, como si hubiese allí adentro una fuerza muy poderosa que los invitara a entrar.

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Allí está todavía esa vieja casa, a la espera de quien se atreva a acercarse, custodiando una memoria que quiere advertir, entre otras cosas, que hay ciertas actividades que no conviene tomarse a la ligera, sino siempre con mucha seriedad y respeto.

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El tesoro de las Masilotti

Corría el otoño de 1951 cuando una mujer italiana, radicada en los EEUU junto a su hermana, desembarcó en el puerto de la ciudad de Montevideo (Uruguay). Su nombre era Clara Masilotti, una señora morocha, de mediana estatura, de rasgos duros, recia, discreta, tendiendo a callada. Una comitiva de periodistas y curiosos la esperaba a su llegada, pues todos sabían que venía a dar cumplimiento con una misión de características tan inusuales que sacudirían la opinión pública del momento. Nadie, sin embargo, podría sospechar que durante veinte años aquella mujer sería la protagonista principal de una de las aventuras más intrigantes que se registran en la memoria colectiva del país.

El propósito que perseguía Clara Masilotti, en nombre suyo y de su hermana Laura, era muy concreto: movilizar los trámites correspondientes para conseguir que las autoridades uruguayas le permitieran excavar en un sitio de la ciudad de Montevideo en el que estaba escondido, aseguraban, un formidable tesoro. En su poder tenía un mapa de papel muy arrugado diseñado por su padre muchos años atrás en el que se detallaban las instrucciones precisas sobre el lugar en que se encontraba. Lo problemático del caso es que el sitio en el que supuestamente se hallaba escondido el tesoro –indicado con caracteres manuscritos en que destacaban el dibujo de las calles “Yaguarón”, “Ejido” y “Gonzalo Ramírez”- quedaba justo en medio de un camposanto: el corazón mismo del Cementerio Central. Esta dificultad, sin embargo, no amedrentó el deseo de las hermanas Masilotti, y fue así que con el apoyo legal de prestigiosos abogados de la época dieron inicio a los trámites judiciales correspondientes.

Bastó que la noticia tomara estado público para que se desencadenara una acalorada polémica. La primera en poner

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el grito en el cielo fue la Iglesia Católica, que consideró una verdadera profanación toda tentativa de incursión en suelo sagrado, opinión que gozó de gran popularidad entre la gente. Pero entre el público y la clase política también había quienes veían con buenos ojos la idea y hasta la prensa misma estaba dividida al respecto. Esta polémica quedó zanjada cuando, en medio de esa conmoción mediática, la justicia se pronunció a favor del pedido de las hermanas. Y fue así que el día lunes 21 de mayo de 1951, en medio de una ceremonia a la que concurrieron algunas destacadas autoridades políticas –como el Intendente Germán Barbato y el ex Presidente Dr. J. José de Amézaga- se dio inicio a la primera excavación en busca del tesoro sobre el costado oeste del Panteón Nacional del Cementerio Central, que se prolongó por espacio de doce días.

Una característica sobresaliente de esta primera excavación fue el desorden. La gran cantidad de gente que se aglomeraba en las instalaciones del cementerio hacía imposible el normal desarrollo de los trabajos. Una de las mayores dificultades era constituía la muchedumbre de periodistas que se habían dado cita para informar sobre el suceso, ya que al ser el Uruguay por aquellos años la “Suiza de América” la búsqueda de las Masilotti gozaba de interés mundial. Además, en las inmediaciones del lugar se apiñaban infinidad de curiosos que no tenían escrúpulos en subirse a los muros del cementerio o en pararse sobre otras tumbas. Y si sumamos a esto el desconcierto que provocaban en un lugar habitualmente tranquilo el ruido de las máquinas perforadoras, el griterío de los obreros, las carretillas con tierra, y las montañas de baldosas, bastará para hacerse una idea de la locura del momento.

Tal congestionamiento de gente provocó algunos accidentes que generaron el descontento de un sector muy preciso de la población: los familiares de los muertos sepultados en el cementerio. Cierta vez, por ejemplo, un muchacho que andaba curioseando por allí se sentó sin notarlo sobre una loza rajada y, al quebrarse ésta, se cayó adentro de una tumba.

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No se hizo gran daño, pero la profanación del lugar no pasó inadvertida. Otra vez, un amontonamiento un poco violento tras los muros hizo que la Policía y los Coraceros tuvieran que intervenir. Para evitar tales escándalos, se tomó la decisión de cerrar al público el cementerio mientras se realizaban los trabajos, permitiendo que sólo los obreros y las autoridades estuvieran en el lugar. Sin embargo, esto no bastó para tranquilizar los ánimos, ya que el movimiento de los obreros y el ruido de las máquinas no permitían visitar las tumbas con el necesario grado de intimidad que el caso amerita. Por esta razón, una nueva decisión judicial obligó que los trabajos de búsqueda del tesoro se realizaran durante las horas de la noche, dándole de este modo un tinte macabro y sombrío a la historia.

Mientras se realizaban estos trabajos, y a la espera de resultados, la noticia del desarrollo de las excavaciones desplazó a otras del centro de la atención mediática del país. Los periódicos más importantes de la época, como “El País”, “El Día” y “El orden público”, como así también las radios y la televisión, dejaron conocer con grandes titulares el transcurso de los hechos. La gente quedó muy enganchada con la noticia: el país entero se hizo hincha de las Masilotti, y en el corazón de cada uruguayo ardía con furia el deseo de que algún misterio fuera develado en los perímetros del Cementerio Central. Justamente, a raíz de este general interés, fue que comenzaron a circular en los medios de comunicación de todo el mundo una gran cantidad de informaciones, rumores y conjeturas acerca de todo lo concerniente al supuesto tesoro.

Los primeros datos tenían que ver con la naturaleza del sitio en que se lo encontraría. Según explicaba el mapa de las hermanas Masilotti, por debajo del suelo del Cementerio Central se extendía –y se extiende- una intrincada galería de túneles subterráneos, cuyos brazos alcanzan incluso mucho más allá de los perímetros del camposanto. Justo debajo del sitio en el que se encuentra el Panteón Nacional debería situarse un tramo de la galería en la que el suelo desciende levemente

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por una escalinata de tres o cuatro peldaños antes de morir en una especie de pared de loza. Y precisamente, detrás de esa loza, a 3,95 mts. por debajo de la superficie, se decía que estaba oculto el tesoro. Esta información parecería haber hallado consenso con la realidad, ya que en determinado momento de las pesquisas, mientras los obreros perforaban con una mecha hidráulica, llegaron a encontrar el túnel y la pared de loza. Prueba de este hallazgo son algunas mechas enterradas en el pasto que todavía existen en ciertos sectores aledaños al Panteón Nacional, y que brillan como testimonio de aquel momento en que las esperanzas de encontrar el tesoro de las Masilotti cobraron fuerza.

Muchas versiones comenzaron a circular también acerca del valor de ese tesoro. Los primeros que comenzaron a proporcionar informaciones sobre el punto fueron dos “radiestesistas” que se convocaron en la ocasión, esos personajes que son capaces de encontrar cosas tales como agua, metales preciosos y restos humanos enterrados valiéndose nada más que de una horqueta o un péndulo y de ciertos poderes extra-sensoriales. En tal sentido, el vaticinio del alemán Kuno Tessman fue fundamental, ya que en su primera inspección del terreno aseguró que detectaba la presencia de diamantes mezclados con oro en las inmediaciones del Panteón Nacional. Este dato fue corroborado por un colega suyo de nacionalidad peruana. Algo sobre el particular surgió también de la letra de la segunda denuncia presentada por las hermanas Masilotti ante la justicia, donde se explica que el tesoro estaba compuesto por arcones repletos de monedas de oro, coronas de reyes, piedras preciosas, alhajas, joyas, obras de arte (sobre todo pinturas) y documentos con informaciones secretas y clasificadas.

Otro punto que reclamó la atención del público fue el del camino recorrido por aquel misterioso tesoro antes de llegar al Cementerio Central: ¿cómo entró al Uruguay?, ¿quién o quiénes lo enterraron? y ¿por qué? En tal sentido, sobresalieron dos grandes hipótesis:

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La primera de ellas, sobre la que no existen informaciones adicionales, fue divulgada hacia diciembre del año de 1956 en las páginas del diario “Acción”, que a su vez reproducía algunos datos publicados en un artículo de “El País”. La misma tenía la curiosidad de involucrar en ella al Papa Pio IX, a quien se señalaba como el gran responsable de la llegada del tesoro al Uruguay. Según dejaba constancia aquella noticia, allá por 1820, cuando todavía era conocido como José María Mastai Ferreti, Pio IX anduvo por Montevideo y tuvo amoríos con una jovencita criolla. De esta relación surgió un hijo, que nació justo antes de que volviera a Italia. El tiempo pasó, y aunque el hecho no fue conocido sino hasta después de que fuera investido como el Sumo Pontífice, se asegura sin embargo que él nunca olvidó su descendencia en la lejana Montevideo. Y que tal vez en parte como reconocimiento hacia su hijo, y en parte también para aliviar su sentimiento de culpa, le envío a su hijo en forma anónima aquel fabuloso tesoro para que pudiera sobrellevar junto a su madre una vida digna.

La segunda versión sobre el origen del tesoro posee más datos y ha adquirido mayor conocimiento entre la gente. Según refiere la misma, su principal protagonista fue un Cardenal italiano que hacia el año de 1750 fue excomulgado por la Iglesia Católica. Nunca quedó claro el motivo de este castigo, pero lo que si se sabe es que una vez que ya había dejado los hábitos, este ex-Cardenal comenzó a recorrer varios lugares de Europa solicitando, en nombre del Vaticano y de la Iglesia, fondos y colaboraciones entre los fieles, apropiándose así en forma fraudulenta de una gran cantidad de riquezas. Por supuesto, la impostura fue a la larga descubierta, pero para cuando esto ocurrió ya hacía un buen rato que el falso Cardenal se había marchado de Europa en un barco hacia el Uruguay, es decir, hacia un rincón del planeta en el que con seguridad nadie lo buscaría. Afirma la leyenda que este personaje, que traía consigo en el barco ese fabuloso tesoro, era el abuelo de Clara y Laura Masilotti, quien para evitar sospechas se alistó al llegar al país en la Legión Italiana de José Garibaldi.

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Dicen que este señor mantuvo aquí muy buenas relaciones con Garibaldi, y que por esta razón al llegar al Uruguay el tesoro quedó provisoriamente alojado en la casa del patriota italiano, que por entonces estaba ubicada sobre la calle 25 de Mayo. Según se sabe, luego de terminada la Guerra Grande, Garibaldi se quedó a vivir un buen tiempo en el Uruguay, dándole cuatro hijos a la patria, hasta que finalmente regresó a Italia a pelear en otras batallas. Durante todos estos años, pues, el tesoro permaneció oculto en su casa, y la situación siguió así hasta por lo menos el año de 1845, cuando la más pequeña de sus hijas, Rosita, falleció. La mujer fue sepultada en la Capilla Vieja del Cementerio Central. Y según cuentan algunos rumores urbanos, precisamente en aquel ataúd –con o sin permiso de Garibaldi, no se sabe- iba disimulado el tesoro, siendo así como llegó al cementerio. Los testimonios más importantes en este sentido fueron proporcionados por los dos operarios que en su momento tuvieron a su cargo la tarea de conducir el sarcófago con el cuerpo de la niña hacia su sepultura, quienes aseguraron que el mismo tenía un peso descomunal para un cuerpo tan chico.

Lo que ocurrió después con el tesoro es un misterio, aunque hay constancia de que mientras Garibaldi estaba en el exilio el mismo fue movido de su sitio original. Según se recordará, justamente por aquellos años los restos del Gral. José Gervasio Artigas se estaban por repatriar desde el Paraguay, y para recibirlos se había comenzado a construir en el Cementerio Central el Panteón Nacional. Esta arquitectura, de gran factura artística, fue ubicada muy cerca del lugar en que se hallaba la Capilla Vieja y, por esta razón, hubo la necesidad de trasladar a ésta última de lugar y con ella los restos de todos aquellos difuntos que allí se alojaban. Pues bien, uno de los sarcófagos que se movieron en la oportunidad fue el de Rosita Garibaldi, y con ella el tesoro tomó un rumbo mucho más incierto. Se sabe también que este traslado provocó la ira de José Garibaldi, quien a su regreso al país montó un verdadero escándalo.

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Otra interrogante que solían presentar los diarios de la época a sus lectores fue la siguiente: si el mapa que el padre de las hermanas Masilotti le había entregado a sus nietas era verdadero ¿por qué razón no vino él mismo a buscarlo al Uruguay en persona? La cuestión quedó dilucidada cuando se supo que él, de hecho, había venido al país en dos oportunidades diferentes, en ambas con mucha mala suerte y eligiendo incorrectamente las fechas. En la primera, hacia 1874, cuando Ellauri era presidente y un clima de gran inestabilidad política dominaba al país, terminó preso por sospechoso. En la segunda, hacia 1904, en plena Guerra Grande, su nacionalidad italiana generaba tanta incertidumbre para ambos bandos que acabó recibiendo un balazo, infortunio que lo decidió alejarse rápidamente del país antes de que fuera herido de mayor gravedad. Tales razones lo llevaron a la necesidad de armarse de paciencia, y una vez que el tiempo pasó y las aguas se calmaron, sus hijas decidieron terminar la tarea que el padre había empezado.

Mientras los medios de prensa continuaban haciendo circular a diario éstas y otras no menos reveladoras informaciones, la búsqueda del tesoro continuaba. Pero sin éxito alguno, ya que por más empeño que en ello se pusiera, no aparecía por ningún lado. Tal fue así que el día sábado 2 de junio de 1951, a las 11:30 de la mañana, se dio por finalizada la excavación, coronada oficialmente con un rotundo fracaso. Una especie de desazón general dominaba el ambiente. Con posterioridad a esta fecha las hermanas Masilotti consiguieron el permiso de las autoridades para realizar dos incursiones más, la primera en 1956 y la segunda, no en el interior del Cementerio Central sino en las inmediaciones del mismo, en 1971. Sin embargo, el tesoro siguió sin aparecer, y pese a la gran expectativa suscitada no se halló ni siquiera un vestigio importante de su presencia.

Ante esta evidencia se suscitaron las opiniones más encontradas. Los escépticos vieron en él una confirmación irrefutable: nunca hubo un tesoro, el mapa era falso, y por

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ende la búsqueda de las hermanas Masilotti se sostenía en una mentira. Otros creían en la existencia del tesoro, y explicaban que si no se lo había encontrado era porque había un error de escritura en el mapa que tenían en su poder las hermanas Masilotti, en el que figuraban cambiadas de sitio las calles “Ejido” y “Yaguarón”, situando así el entierro en un lugar equivocado. Otros –entre quienes se cuentan los funcionarios actuales del Cementerio Central, que saben bastante de estas cosas- explican que el error de las excavaciones es hijo de una ignorancia sobre la operativa del camposanto durante los años en que el mapa fue redactado. El mapa marcaba, sí, una posición del tesoro cercano a una entrada principal, pero por entonces la entrada al cementerio no quedaba por Gonzalo Ramírez, como ahora, sino sobre una calle lateral. Pero como en el momento esta confusión pasó inadvertida, el tesoro todavía debería estar oculto en alguna parte del terreno. Finalmente, hay quienes dicen que la historia del tesoro es cierta, pero que si no se lo encontró no fue sino porque para 1951, cuando Clara Masilotti llegó al Uruguay, ya hacía un buen rato que el tesoro había sido desenterrado y movido del lugar.

Es aquí que se dio a conocer la siguiente historia, muy conocida en los barrios Sur y Palermo. Según hay constancia en fotos de la época, por allí cerca del Cementerio se encontraba una fábrica de carbón muy importante que abastecía a gran parte de Montevideo, ciudad que hacia principios de siglo funcionaba casi exclusivamente a base de ese material. El dueño de ese lugar era un conocido y modesto empresario de la zona, quien a su vez tenía un hermano que era joyero. Cuenta la leyenda que en determinado momento, y sin causa aparente, estos dos hermanos viajaron a Europa dejando el comercio cerrado y que, al regresar tiempo más tarde lo hicieron transformados en millonarios. Ellos nunca dieron explicaciones acerca del modo en que accedieron a amasar en tan poco tiempo semejante fortuna, pero para las leyendas urbanas no hay duda de que esos dos hermanos hallaron por azar el tesoro de las Masilotti.

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En efecto, puesto que debajo de la referida fábrica pasaban algunos tramos de la red de galerías y túneles que también atraviesan el Cementerio Central, se dice que un día, mientras excavaba allí para agrandar el depósito de la fábrica, el empresario se topó con el tesoro por casualidad. Maravillado por el descubrimiento, contó el secreto a su hermano joyero. Éste le aconsejó comercializarlo en Europa, para evitar así entregar al Estado la parte que le correspondía. Para blanquear definitivamente el hallazgo, decidieron también convertir la vieja carbonería en una muy exitosa fábrica de creolina y jabón. Esta fábrica funcionó hasta hace no muchos años y el nombre que llevaba: “La Buena Estrella”, es una especie de solapada referencia que los dueños quisieron hacer para indicar el milagroso hallazgo. Este edificio todavía existe, y en él funciona actualmente una empresa propiedad de la familia Strauch.

El tesoro de las Masilotti, es cierto, jamás fue encontrado. Pero es indudable que a estas alturas la existencia empírica de dicho tesoro es un problema sin importancia. Es que de hecho, por más que no se lo hallara, tal vez sin darnos cuenta a través de su historia los uruguayos accedimos a un tesoro mucho más valioso que cualquier piedra o moneda preciosa: el hecho de saber que su leyenda existe y nos pertenece, y que constituye uno de los capitales culturales más valiosos que registran las voces anónimas de la capital del país.

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La Llorona

El mito de “La Llorona” es uno de los más populares en el mundo entero. Sus antecedentes se remontan a las más antiguas tradiciones de la humanidad, y en Latinoamérica está tan extendido que casi no hay un sólo país de habla hispana, desde México a Tierra del Fuego, que no registre algún testimonio sobre este espanto femenino. En el Uruguay también es muy famoso, sobre todo en el interior, donde sobresalen casos como el de la “Llorona de la cancha de Rampla” (Durazno) y la “Llorona del Cementerio Central” (Salto). No obstante, es probable que en virtud de ciertas características inusuales el ejemplo más destacado en el país se presenta con frecuencia en uno de los paseos públicos más representativos de la capital: la Llorona del Parque Rivera.

Según cuentan muchos vecinos de Montevideo, desde hace ya un largo tiempo la escalofriante aparición de una desventurada mujer, bajo la forma de un alma en pena, se deja percibir deambulando entre los árboles o emergiendo de las aguas del lago del Parque Rivera. Las descripciones físicas que hay sobre ella son todas muy parecidas. En términos generales, se habla de una mujer alta, extremadamente delgada y casi cadavérica en su flacura, que anda arropada con un vestido de color blanco, harapiento y salpicado con algunas manchas del barro del lugar. Luce una larga cabellera negra, suelta y enmarañada que le oculta gran parte del rostro y que ondea al ritmo del viento. Su piel es arrugada, pálida y dominada por una leve tonalidad blanquecina. Y sus ojos, de atemorizante expresión, centellan al fuego de un rojo intenso. Como manifestación de sus penurias este fantasma emite un alarido agudo y quejumbroso en forma de llanto que al escucharse a lo lejos en las noches serenas, llega a poner los pelos de punta.26

26 Según refieren las voces anónimas de Montevideo, la Llorona del Par-

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Muchas son las historias y las anécdotas que involucran a este personaje, y de hecho casi no es posible dar en Montevideo con alguna persona que, si no vio a la Llorona, al menos conozca a alguien que sí lo hizo.

Se dice, por ejemplo, que tiene el hábito de aparecerse de imprevisto a los desprevenidos conductores que circulan en sus coches por las inmediaciones del parque, que insinúa su sombra sobre la corteza de los árboles ante las miradas de los paseantes o que, simplemente, dejar escuchar su canto triste y melancólico hacia el declinar monótono de las tardes. En su gran mayoría estos testimonios han sido aportados por niños, tal vez porque las criaturas poseen una especie de sexto sentido que les permite ver ciertas cosas y adivinar ciertos seres que pasan desapercibidos para las personas adultas.

Pero hay una historia que es sin duda la más conocida y emblemática de todas las que se tenga noticia, marcada a fuego en la memoria colectiva de los habitantes de la capital.

Cierta tarde de otoño, hace ya algunos cuántos años, una pareja de enamorados cuyos nombres han sido devorados por el olvido, llegó en una camioneta al Parque Rivera. El día se presentaba lluvioso, gélido y algo envuelto en brumas. Se estacionaron en un descampado cerca del lago, no muy apartado de la tupida arboleda que lo rodea, y apagaron completamente las luces del vehículo con el firme propósito de observar la caída del atardecer.

que Rivera es en realidad el ánima de una mujer que vivía junto a su esposo y sus dos hijos en una casa ubicada en las inmediaciones del barrio. Un buen día, en un confuso episodio, unos asesinos dieron muerte a todos los integrantes de la familia y ocultaron sus cuerpos en las aguas del lago del parque. Tiempo más tarde, los cadáveres de la mujer y su esposo fueron encontrados por un transeúnte, pero no así el de las dos criaturas. Desde entonces –aseguran- el alma de aquella mujer se aparece a quienes transi-tan por el parque para manifestarle el inmenso dolor por la pérdida de sus dos hijos.

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Aquella velada romántica se desarrollaba con absoluta normalidad, hasta que en determinado momento, justo después de que las sombras ganaran por completo los recovecos del parque, los jóvenes comenzaron a escuchar unos ruidos confusos que llegaban de los alrededores a intervalos regulares. Poco después, comenzaron a oír también un llanto quejumbroso, amargo, que denotaba un hondo dolor. Como aquellos fatídicos lamentos no cesaban los dos comenzaron a ponerse muy nerviosos y a preguntarse si sería en realidad una buena idea permanecer otro segundo en aquel sitio.

De pronto, el joven creyó advertir a la distancia a una mujer que se encontraba arrodillada en las aguas del lago, a escasos metros de la orilla. No podía ver bien, ya que la visión estaba entorpecida por una densa neblina, pero estaba seguro de que sus ojos no lo engañaban. Luego de indicarle a su novia el sitio en el que se encontraba, ella también la pudo ver. Allí había una mujer, sin duda, y aunque se encontraba de espaldas, parecía evidente que necesitaba algún tipo de ayuda, ya que sus hombros sea agitaban rítmicamente, como los de alguien que está llorando. La escena era extraña, pero aún así el novio, en parte por sus deseos de hacer el bien y en parte también picado por la curiosidad, creyó conveniente salir del auto a prestarle auxilio.

Se produjo entonces una estridente discusión entre los dos enamorados. A la chica, dominada por la inquietud desde hacía ya un buen rato, la ocurrencia de su novio no le agradó demasiado y trató de disuadirlo por todos los medios a su alcance. Pero la persistencia del joven era inflexible, y al ver que no podía convencerlo su novia terminó resignándose, aunque le aclaró muy enérgicamente que por nada del mundo se animaría a acompañarlo. El joven estuvo de acuerdo, y luego de jurarle a su enamorada que regresaría en seguida abrió la puerta del coche, se bajó del mismo y comenzó a caminar lentamente hacia aquella misteriosa mujer que.

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La mujer, hay que decirlo, en ningún momento pareció percatarse de que el muchacho se acercaba a ella, ensimismada como parecía en sus propios pensamientos, mirando con fijeza hacia el fondo de las aguas del lago. Pero cuando el joven se encontraba apenas a unos pocos pasos, ella súbitamente se incorporó y, sin descubrir su rostro ni mediar palabra comenzó a caminar con gravedad hacia la espesura de los árboles. El muchacho le gritó entonces algunas palabras tratando de llamar su atención, pero la mujer siguió caminando imperturbable. Cualquiera, en el lugar de este joven, habría dado media vuelta allí mismo y regresado al auto con su novia. Pero por algún extraño motivo aquella aparición ejercía sobre él una fascinación poderosa, y fue así que como hipnotizado por su influjo, decidió seguirla hasta el interior de las penumbras del bosque. Tanto se internó procurando darle alcance que la chica desde la seguridad del vehículo los perdió de vista a ambos.

Dentro del bosque del parque la penumbra era todavía más cerrada y la niebla más densa que en los caminos principales del parque, de modo que el joven no podía ver con claridad sino unos pocos metros delante de él. De todos modos, se las ingenió para perseguir a la mujer durante un buen trecho todavía, manteniendo prudente distancia y sin atreverse del todo a alcanzarla. En todo este tiempo, le hablaba a la mujer tratando de llamar su atención. Pero como al cabo de algunos minutos comprendió que esta no iría a responderle, y que aquello se prolongaba tal vez demasiado, en un arrebato de voluntad aceleró el paso y cuando estuvo al lado de ella extendió una de sus manos tratando de tomarla por el hombro. No llegó a hacerlo, sin embargo, pues cuando la mano estaba a pocos centímetros la mujer, como si recién se hubiese enterado de que la estaban siguiendo, se dio vuelta de golpe. Y entonces el joven pudo percibir por fin, horrorizado, una visión espantosa, que no podría olvidar jamás.

El rostro que el muchacho percibió fue el de una joven muy bonita, aunque tan deteriorado y enflaquecido que parecía

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más viejo. Su piel estaba dominada por esa tonalidad a la vez pálida y violácea que es tan característica de los cadáveres. De sus ojos goteaban gruesos lagrimones de angustia que le humedecían las puntas del cabello y la naciente del vestido. Y su boca parecía cosida. De inmediato esta mujer emitió un terrible alarido, de una tonalidad aguda, altísima, que ensordeció al muchacho y le hizo doler los tímpanos. El llanto no era exactamente de furia o de amenaza, sino más bien de dolor, pero tenía un timbre tan sobrenatural que horrorizaba.

El joven, agónico del espanto, comenzó entonces a correr lo más rápido que pudo tratando de alejarse del corazón del bosque. Sin embargo, por más que lo intentaba no lo conseguía, pues cada vez que giraba su cabeza hacia atrás se daba cuenta de que aquel espanto perseguía el rumbo de sus pasos, abalanzándose sobre él a través de los árboles apenas recortados en la neblina. Avanzaba flotando en el aire, con los pies suspendidos a ras del piso, y su vestido blanco iba dejando un surco entre las hojas del camino. Los ojos rojos del fantasma brillaban como candelas en la oscuridad, y cada instante se acercaba un poco más. En un determinado punto de la persecución el joven llegó incluso a sentir el amargo llanto del fantasma casi susurrándole en los oídos.

No se sabe muy bien cómo lo hizo, pero lo cierto es que por algún azar el joven logró deshacerse un momento de su perseguidor. Entonces ocurrió que en el medio de su atropellada carrera se tropezó con su novia, que venía a su vez en la dirección contraria, dando gritos desgarradores. Casi no podía hablar; estaba blanca de terror, histérica, totalmente fuera de sí. Cuando el muchacho, casi sin voz, le preguntó qué le había ocurrido, ella le refirió, en medio de amargos sollozos, un hecho no menos espantoso que el que a él le había tocado vivir casi al mismo tiempo:

Estaba mirando por el parabrisas del auto –dijo la joven- hacia el trecho del bosque en que había visto a su novio internarse mientras trataba de dar alcance a la misteriosa mujer,

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cuando de pronto sintió una especie de angustioso gemido que llegaba desde la ventanilla del pasajero. Al girar la cabeza, advirtió que una mujer de aspecto aborrecible la observaba con los ojos enrojecidos de furia. Estaba vestida con unos atuendos de color blanco y una abundante y desarreglada cabellera negra caía sobre su rostro. Y el aliento frío que salió de su boca al emitir un agudo alarido empañó los cristales de la camioneta. Una vez percatada de esta presencia, no tuvo más remedio que salir del auto a toda prisa y comenzar a huir tan rápido como se lo permitieron sus fuerzas.

Apenas terminó de decirle esto a su novio, los dos jóvenes comenzaron a correr juntos a través de los desolados caminos del parque. Al final lograron salir sanos y salvos por calle Bolivia, pero cuando ya estaban por abandonar el lugar escucharon otra vez, a lo lejos, el gemido de aquella espantosa aparición. Un aullido lejano, sordo y prolongado. Los dos enamorados, aterrados por esta experiencia, no tuvieron siquiera el suficiente coraje para atreverse a volver a buscar el auto, que abandonaron a su suerte. Desde entonces –aseguran los vecinos del barrio- no quisieron ni pasar por el Parque Rivera.

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La gruta del ermitaño

“Caracoles” es el nombre de una estancia ubicada veinte kilómetros hacia el sur de la ciudad de Fray Bentos, capital departamental de Río Negro, sobre el litoral oeste del Uruguay. Se trata de una tierra de paisajes hermosos, dominada por vastísimas praderas que se extienden de horizonte a horizonte y en la que el aire, el sol y el sentimiento de libertad de la naturaleza no encuentran igual. En los campos de esa estancia se halla una gruta de piedra color gris de muchos años de antigüedad. Esta gruta se relaciona con una leyenda muy conocida por los habitantes del departamento y que tiene como protagonista a uno de los personajes más misteriosos del folklore rural del país.

Todo comenzó hacia 1850, cuando un señor de nacionalidad irlandesa de apellido Mooney, que vivía en la Argentina, se radicó en las tierras del actual territorio de Fray Bentos huyendo de la persecución del tirano Rosas. Mientras esperaba que las aguas se calmaran en su país, Mooney se integró al pago con suma naturalidad, como un vecino más. Años más tarde, luego de acontecida la muerte de Rosas, este hombre regresó a la Argentina. Pero dicen que quedó tan encantado por las virtudes del lugar de su exilio que no perdió ocasión de contarles a sus amigos lo hermosos que eran los paisajes que había conocido al otro lado del Río Uruguay.

Entre las personas que accedieron a estas informaciones figuraba su hermana Margarita, casada con Eduardo Morgan, un acaudalado señor de Entre Ríos. Morgan, entusiasmado con los relatos que escuchó decir a su cuñado, decidió entonces organizar un viaje al Uruguay para indagar la posibilidad de establecer en esas tierras algún emprendimiento ganadero. Corría el año de 1860.

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Apenas don Eduardo Morgan puso un pie en la costa uruguaya, quedó enamorado del lugar. Los relatos de su cuñado no le parecieron exagerados y por todas partes aquellos parajes presentaban para él suculentos atractivos. Le interesó en especial una inmensa estancia de casi veinte mil hectáreas recostada sobre la margen del Río Uruguay que ya por entonces se llamaba “Caracoles”. Esto fue así por varias razones. Primero, porque aquellos campos, muy fértiles, eran ideales para el pastoreo. Segundo, por su sobresaliente posición estratégica, pues como en aquellos años no había carreteras el acceso a la vía fluvial era decisivo para el desarrollo de los negocios. Y tercero por los grandes atractivos naturales que presentaba el lugar, que ejercieron sobre él una poderosa fascinación. Inmediatamente, don Eduardo Morgan se decidió a adquirir aquella estancia y sin más preámbulo, se puso en contacto con los representantes legales de la viuda de un señor de apellido Rivarola, propietaria del lugar, para negociar los términos del acuerdo.

Cuando la compra de la estancia era ya casi un hecho, el representante del dueño de la estancia, luego de dudar unos segundos, le hizo una advertencia muy extraña al comprador, que puso en suspenso por unos momentos su decisión. Se trataba de una pequeñez, por supuesto, y el vendedor estaba completamente seguro de que el dato no iba a alterar el acuerdo, pero un cierto honor caballeresco lo obligaba a confesarlo. Luego de señalarle en el mapa un lugar apenas algo alejado del casco de la estancia dónde predominaban unas lomas de difícil acceso y una aglomeración bastante tupida de árboles, el vendedor le dijo a Morgan que en ese lugar había ubicada una gruta. Y que en ella vivía desde hacia muchos años un señor solitario, un ermitaño, que había decidido romper todo vínculo con los hombres y la sociedad. El vendedor dijo también que era muy poco lo que se sabía sobre él pues este hombre casi no se dejaba ver, ya que ni bien se percataba de la presencia de alguien se escondía en su gruta o se perdía entre los árboles. También puso énfasis en que el ermitaño era absolutamente

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inofensivo y que jamás había molestado a nadie, por la cual podría convivir con él sin problemas.

Morgan, al oír esto, quedó entre asombrado e incrédulo. Pese a las tranquilizadoras explicaciones del comerciante dudó unos instantes si sería una buena idea comprar la estancia. Pero al final se terminó convenciendo, en parte por la insistencia del vendedor en que este hombre no hacía daño a nadie, pero por sobre todo por las bellezas y los atractivos del lugar, a los que no estaba dispuesto a renunciar. Pocas semanas más tarde, Morgan, su mujer y sus ocho hijos abandonaron la Argentina y se instalaron a vivir en la estancia “Caracoles”.

Durante los primeros días de su llegada al lugar la familia vivió sin preocuparse en absoluto de la presencia del ermitaño o de su gruta. Si bien jamás olvidaron que aquel extraño habitante compartía con ellos el hogar, jamás quisieron buscarlo o llamar de ningún modo su atención. Incluso llegaron a comentar con desdén que aquello seguramente debería ser una superstición popular con la que los lugareños solían asustar a los recién llegados. Sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de que don Eduardo Morgan, a quien la curiosidad estaba trabajando desde hacía largo rato, tomara la decisión de dirigirse a la gruta para comprobar con sus propios ojos qué había de cierto y qué de falso en todos aquellos rumores.

Fue así que una mañana, cerca del mediodía, atravesó caminando las tierras de su propiedad y llegó hasta la entrada de la famosa gruta. La construcción estaba como enclavada en el corazón de un oasis de árboles en medio del descampado, provisto de unos pastizales tan cerrados que aún la luz del sol en alto penetraba en ellos con dificultad. Morgan, con mucho respeto, trató de convocar la atención de quien pudiera hallarse palmeando con fuerza las manos y saludando a los gritos. Pero como luego de llamar dos o tres veces sin encontrar respuesta alguna se convenció de que el lugar estaba abandonado, decidió internarse sin permiso en la gruta. Iba a tientas, paso a paso, porque la oscuridad era intensa. Naturalmente, él no esperaba

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hallar otra cosa que el vacío en el interior de aquel sitio. Pero a medida que sus ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad, y comenzó a vislumbrar mejor los recovecos de la gruta, descubrió una serie de imágenes que lo dejaron petrificado.

Lo primero que Morgan vio fue una cama de piedra tallada sobre la roca misma, ubicada contra una de las paredes de la cámara. Es seguro que se trataba de una cama, ya que no consistía en una simple superficie plana sino que tenía también esculpida, sobre la cabecera, el relieve de la propia almohada. Más al costado de esta cama de piedra se hallaba una mesa de noche, de un metro de altura más o menos, cubierta de polvo. De hecho, todo el aire que circulaba en el interior de la gruta, que era muy estrecha, estaba impregnado de tierra, lo cual además de multiplicar el sentimiento de opresión dificultaba bastante la respiración. En el piso había algunas hojas de los árboles desparramadas. El conjunto parecía no dar lugar a dudas: era evidente que allí en realidad vivía una persona, y que la leyenda del ermitaño debería ser verdad. El interior de esta gruta –dicho sea de paso- todavía se conserva tal cual Morgan la encontró, ya que solamente la parte externa de la misma ha sido reacondicionado para recibir a los turistas.

Dicen en Río Negro que una vez que don Eduardo Morgan tuvo la oportunidad de comprobar con sus propios ojos aquellas evidencias, se sentó en el interior de la gruta y se puso a esperar que el ermitaño regresara. Quería conocerlo a toda costa, estaba intrigadísimo. Pasaron así muchas horas, y sólo cuando el sol comenzó a caer en el horizonte y el dueño de la estancia fue doblegado por el aburrimiento, acabó por comprender que aquella espera sería inútil. Sin embargo, no dudó un sólo segundo en la existencia del ermitaño. Por esta razón, se decidió a proseguir sus investigaciones por otros medios, y fue así que salió a recorrer las tierras del departamento para preguntarle a la gente de la campaña qué sabían sobre aquel misterioso ermitaño. Y la tradición oral no lo defraudó:

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Según pudo informarse Morgan a partir de los comentarios de la gente, aquel ermitaño que vivía en su estancia era en realidad un fraile franciscano, muy querido por viejos lugareños. Su nacionalidad es objeto de polémica; hay quienes dicen que era español, otros que era portugués y otros que era italiano, pero la hipótesis española es la que halla más consenso. Lo que sí se sabe es que este fraile habría llegado a las tierras del actual departamento de Río Negro con el propósito de fundar un pueblo en ese lugar. No obstante, jamás pudo conseguir su propósito, pues tuvo que renunciar por dos veces ante las violentas incursiones indígenas encabezadas por el cacique Iramundi. Años después, tal vez frustrado en su deseo, o tal vez por los dictados e un sincero llamado espiritual, aquel fraile decidió romper con la sociedad y recluirse para siempre en la gruta de la estancia “Caracoles”.

Desde entonces, vivió enteramente como un ermitaño. Se pasaba las horas del día deambulando en el interior del monte, escondiéndose de las miradas de la gente. Apenas si, cada tanto, algunos cazadores o pescadores llegaban a verlo caminando por allí, envuelto en atuendos capuchinos: saco color marrón tierra, cinturón de cuerda, y un palo largo de madera que utilizaba como bastón. Dicen también que era extremadamente flaco y que caminaba algo encorvado, como si lo doblaran los muchos años acumulados. Jamás probó carne y sólo se alimentaba de pastos, frutas y raíces silvestres. Nunca molestó a nadie, y cuando veía que alguien se acercaba, corría a ocultarse en el interior de la gruta o desaparecía como una flecha entre la espesura de los árboles. Ha trascendido su nombre: fraile Bento, o “Bentos”, como se lo conoce en otras versiones.

Tal es la fuerza que este personaje ha cobrado con el andar de los años en el imaginario de la gente de Río Negro que su recuerdo ha llegado a consolidarse en una especie de marca de “identidad” del departamento. La nomenclatura del

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mismo ha sido muy hospitalaria con él. Existen algunos mapas que datan del año de 1650 en que las zonas de la capital ya son denominadas como las “Barrancas del Fraile Bentos”. En otros, de 1865, se lee: “Villa Independencia (Fray Bentos)”, cosa que siguió así hasta el 14 de julio de 1890, cuando la ciudad pasó definitivamente a llamarse “Fray Bentos”. Se cree, en efecto, que fue en homenaje a este fraile que se le puso el nombre a la capital departamental, y en varios lugares de la misma se encuentran otras referencias a su figura.

En tal sentido, destaca una estatua que hay ubicada junto al río que reproduce en cuerpo completo al fraile, sentado y mirando con toda tranquilidad hacia las aguas. Junto a ella hay una placa en que puede verse la importancia que tiene para los pobladores de la localidad lo que ella representa: “Fraile Bentos. Personaje legendario vinculado al origen del nombre de nuestra ciudad”.

Lo de “legendario” no es una exageración. De hecho, lo más asombroso del caso es que si bien se asegura que el Fraile Bentos dejó de existir hace ya mucho tiempo, su leyenda no sólo sigue viva, sino que a diario se ve enriquecida con nuevos ejemplos que la hacen más poderosa todavía. No son pocas las personas que en la actualidad aseguran haber visto al fraile deambulando por las noches en los montes de la estancia, desplazándose sinuosamente como una sombra entre la oscuridad de los árboles. Otros juran que en ciertas ocasiones muy propicias, sobre todo cuando se instala un silencio perfecto, se puede advertir su desplazamiento, delatado por el lejano crujir de unas hojas rotas bajos sus pasos. Y aunque ningún testigo ha tenido un encuentro directo y cara a cara con este personaje, ni se ha detenido jamás a conversar con él, la gente de la zona no duda que se trata del fraile, que por las noches sale a recorrer lo que fueron sus dominios. Incluso hay quienes aseguran que si no es él es al menos su “ánima” la que anda deambulando por allí.

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Desde hace mucho tiempo, el enigma más grande que se registra en las voces anónimas de Fray Bentos tiene que ver con los datos biográficos del fraile, problema que ha ocupado la atención de los historiadores locales. Esta circunstancia, sin embargo, parece importarles más bien poco a los pobladores estables del departamento. A ellos les basta con pensar que el fraile existió, que fue una persona muy buena y así, a través de la leyenda, mantienen viva su esencia.

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Emi... mi mejor amigo

Seguramente todos nosotros, en algún instante de la niñez, hemos tenido algún juguete preferido. Como es también muy probable que todos recordemos con cariño a ese compañero ideal, capaz de alegrarnos cuando estábamos aburridos, de consolarnos si estábamos tristes o de protegernos si nos sentíamos en peligro. Pero, ¿qué pasaría si este juguete no hubiese resultado tan amigable como pensábamos?, ¿qué tal si, de pronto, nuestro mejor amigo se hubiera transformado en nuestra peor pesadilla? Este problema es el sustrato de la siguiente anécdota ocurrida a un joven español llamado David, quien comentó su experiencia a la producción de Voces Anónimas a través del correo electrónico. Quienes le presten atención, coincidirán en que se trata de una de las anécdotas más escalofriantes que se registran en el universo mágico de la tradición oral.

La historia tuvo como escenario uno de los lugares más increíbles y encantadores del globo. Bastaría pensar un segundo en este sitio para que de inmediato acudieran a la mente una serie de imágenes fantásticas, que adornan los catálogos de viajeros de todas partes del mundo: el Barrio Gótico, hecho de calles tan estrechas que provocan en el caminante una sensación de opresión; una deslumbrante arquitectura urbana, en la que lo vigoroso y lo sofisticado se alternan en exactas proporciones; una Rambla perfecta, promesa de un paseo marítimo rico en aromas y colores; y hasta tal vez algunas estampas del Paseo de Gracia, de la Diagonal o de una estatua en cuerpo completo de Cristóbal Colón señalando hacia América con su dedo índice. Estamos hablando de Barcelona, una de las ciudades más importantes de España.

Según dejó saber David en su e-mail, gran parte de su infancia la pasó en Madrid. Pero hacia mediados del año 1987,

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cuando él apenas contaba nueve años de edad, una tía suya que vivía en Barcelona falleció y le dejó a su familia, como herencia, la casa que habitaba en la capital catalana. Y como por razones que no vienen al caso él y los suyos ya hacía un buen rato que estaba buscando la oportunidad de iniciar una nueva vida, no lo dudaron demasiado y poco después el niño, su padre y su madre se mudaron a Barcelona. La casa quedaba ubicada en el corazón mismo del barrio L´Hospitalet.

Uno de los grandes atractivos que encontró la familia de David para instalarse en aquella casa, un edificio grande y con aires antiguos, fue que la misma estaba completamente amueblada. De hecho, habían desparramados por allí una gran cantidad de objetos personales de la difunta tía. Entre todas, hubo una que convocó poderosamente la atención del niño David: una colección de viejos juguetes que se encontraba en una de las habitaciones, compuesta por algunas piezas que harían las delicias de cualquier coleccionista. Había allí trompos, un caballito de madera, un hombre-orquesta de hojalata, soldaditos de plomo y una cajita de música con una bailarina de porcelana. Algunos de los juguetes no estaban en buen estado, otros estaban rotos u oxidados, pero todos, sin excepción, estaban impregnados de esa especie de aura a la vez mágica y nostálgica que suelen tener las cosas perdidas.

David se encariñó en seguida con uno de los objetos que había en aquella colección. Se trataba de un muñeco de madera, un payaso de unos cincuenta centímetros de altura más o menos, vestido con un disfraz de seda de colores blanco y violeta. Tenía la cara pintada de color blanco y el pelo de un rojo furioso. Era impresionante la expresividad del rostro del payaso. Sus ojos, sus cejas y sus pestañas, como así también el dibujo de su sonrisa, parecían tan reales que transmitían vida, como si en verdad fueran los rasgos de un ser humano. Además, el muñeco tenía instalado un mecanismo manual que le permitía mover diferentes partes de la cara, como los ojos, el cuello y la boca. En la parte de atrás de la cabeza, cerca de la

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nuca casi escondida entre el pelo, estaba bordada una etiqueta con las letras: “EM”. Como a David le llamó la atención esta leyenda, bautizó al muñeco con el nombre “Emi”.

Inmediatamente, David y Emi estrecharon una entrañable relación de amistad. Pasaron juntos muchas horas de aquella primera jornada de la familia en el nuevo hogar, como dos inseparables compañeros de aventuras. Por jugar con su muñeco, el niño ni ayudó a sus padres con los preparativos de la mudanza, ni salió a la calle a conocer a sus nuevos vecinos, ni exploró los rincones de la casa. Emi absorbió por completo su atención.

Al llegar la noche, el niño decidió llevarse consigo al payaso a la cama y arroparlo contra su cuerpo. El hecho es que aquella noche se sentía un poco raro. Tal vez fuera debido al sentimiento de extrañeza que le provocaban la casa y el cuarto nuevos, o la nunca amigable presencia de la oscuridad, o quizás debido a los primeros estallidos de una tormenta que comenzaba a despuntar en la ciudad, pero lo cierto es que el niño se sentía muy inquieto, temeroso de algo que no podía entender muy bien pero que presentía. Sin embargo, esta decisión no contó con la aceptación del padre, quien alegó, un poco en broma que Emi había jugado todo el día y que era justo que se lo dejara descansar, y también, un poco más en serio, que David ya era bastante grande como para andar con juguetes a la hora de dormir. Así, por más que el niño repetía que quería-dormir-con-Emi, el padre le quitó el muñeco de las manos y lo recostó contra un mueble ubicado en el otro extremo de la habitación. Luego apagó la luz, y no sin antes despedirse de su hijo, se fue a su vez a dormir.

Apenas el padre de David terminó de apagar la luz del dormitorio, el niño comenzó a sentir un mal presentimiento. No sabía muy bien porqué, pero estaba seguro de hallarse en peligro, y adivinaba la presencia de algo inquietante en el interior de la habitación. Para mayor calamidad, la tormenta se iba haciendo cada vez más fuerte, con truenos y relámpagos

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espantosos. Lo único que tranquilizaba al niño era saber que Emi, su mejor amigo, estaba por allí cerca para cuidarlo. Cada vez que un rayo descargaba su furia sobre el horizonte, el pensamiento de esta cercana compañía era lo único que le proporcionaba un poco de consuelo.

De pronto, a David le pareció que una sombra pasaba a toda velocidad junto a los pies de la cama. Sobresaltado, el niño se incorporó de golpe en la oscuridad y trató de alcanzar el interruptor de una lámpara de luz que había junto a la cama. Pero ésta, por una misteriosa razón, no funcionaba. El niño quedó entonces en silencio, tratando de escuchar algo. Y como no pudo soportar más la tensión de sus nervios, comenzó a llamar en voz alta a su padre.

Tanto ruido hizo que, poco después, el padre de David irrumpió violentamente en la habitación. Desconcertado, y todavía medio dormido, le preguntó a su hijo que estaba ocurriendo. El niño entonces, presa de gran agitación, le explicó a su padre que algo se movía en el cuarto, que algún tipo de presencia andaba rondando cerca de la cama. Pero el padre no le dio importancia a estas palabras porque creía que su hijo había sufrido una pesadilla. Además, no se percibía por allí nada extraño. Entonces el hombre le explicó a David que no había nada que temer, y luego de hacerle una caricia para que se tranquilizara, se fue otra vez a su cuarto.

Bastó que el padre de David pusiera un sólo pie fuera de la habitación para que de inmediato el niño, contradiciendo sus órdenes, se decidiera a bajarse de la cama para ir a buscar a su mejor amigo. Necesitaba tenerlo cerca, quería abrazarlo para sentirse protegido. Así, tanteando a ciegas en la oscuridad, comenzó a caminar hacia el otro extremo de la habitación, donde según recordaba el padre había dejado el muñeco. Pero su sorpresa fue mayúscula al comprobar, al llegar allí, que el payaso no estaba. Emi, misteriosamente, no se encontraba en el lugar. David pensó que con seguridad el padre, al salir de la habitación, se lo había llevado consigo o que al menos lo

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había ubicado en un lugar diferente al que él creía. Pero como la ausencia de luz no le permitía buscarlo, al final se dijo que lo mejor sería olvidar el asunto y regresar a la cama.

Estaba ya en la mitad de su camino cuando David sintió que algo le rozaba un talón. Tal vez fuera sólo uno de los juguetes que había tirados en el piso, pero el niño no veía nada pues la oscuridad era absoluta. Como si esto fuera poco, un extraño sonido comenzó a llegar desde algún rincón de la habitación. Se trataba de una especie de risita entrecortada, impregnada de un timbre algo “electrónico”, similar al de esas risas grabadas que emiten algunos muñecos de juguete cuando se les aprieta un botón. Esto provocó el estupor de David que, sin esperar en segundo, aceleró el paso.

El niño se metió en la cama y se arropó hasta las orejas, dejando nada más que los ojos al descubierto, que giraban ansiosamente de derecha a izquierda en la oscuridad tratando de ver algo. Nada se podía ver, sin embargo, pero sí se podía escuchar que aquella macabra risita metálica no había desaparecido. David casi no lo podía creer, pero poco a poco comenzó a sospechar, horrorizado, que la risa provenía del muñeco Emi, su mejor amigo. Y poco después pudo estar seguro de ello, pues el muñeco no sólo continuó riéndose, sino que además –y esto es lo peor de todo- se incorporó como si nada y comenzó a avanzar en medio de las sombras, acercándose lentamente.

Al acercarse a ella, Emi, apoyándose con una de las manos sobre el respaldo, trató de alcanzar a David. El rostro del muñeco, iluminado por el resplandor de un relámpago que llenó por un segundo la habitación, se cubrió con una tonalidad azulada inquietante, y sus ojos demostraban la más amenazante de las expresiones. El niño, horrorizado y sin poder dar crédito a lo que estaba presenciando, comenzó entonces a gritar escandalosamente, mientras su mejor amigo se acercaba más y más.

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En medio de este ensordecedor griterío, el padre de David apareció y entonces Emi cayó desplomado al piso, inerte. Sin lugar a dudas, el payaso estaba esperando que David se encontrara a solas para manifestarse. Todavía sin entender muy bien qué pasaba, el padre le preguntó a David qué lo atemorizaba, pero no lograba entender las explicaciones de su hijo, ya que a este el miedo le cerraba la garganta. A pesar de las dificultades, el padre alcanzó de todos modos a comprender que era el muñeco lo que lo angustiaba, y para tranquilizarlo tomó al payaso en sus manos y lo ubicó de nuevo en su sitio. Mientras lo hacía, retó a David por haber desobedecido sus órdenes. Luego, un poco enojado ya por lo absurdo que le parecía todo aquello, anunció a David que iría hasta la cocina a buscar una vela para iluminar el cuarto, desoyendo las palabras del niño que le rogaba que por favor no lo dejara solo.

Al no tener más remedio que quedarse otra vez en solitario con aquel macabro payaso, David sintió como una llamarada de pánico. Quería salir corriendo del cuarto, pero estaba tan paralizado del terror que apenas atinó a quedarse mirando al muñeco fijamente a los ojos y temiendo que éste, en cualquier momento, volviera a cobrar vida. Y no tenía un miedo infundado ya que, en efecto, luego de unos instantes de tensa expectativa, Emi comenzó a girar lentamente su cabeza en dirección a David. Su movimiento era lento, pausado, y mientras giraba la cabeza el muñeco abría los ojos y la boca, y el relieve de sus cejas dejaba entrever una maligna expresión. Además, era obvio que su mirada buscaba encontrarse con la del niño, que buscaba transmitirle una amenaza directa de muerte. Hecho esto, Emi se incorporó y otra vez comenzó a caminar. Segundos más tarde, comenzó a agredir a David arrojándose violentamente sobre el niño, sin que éste tuviera ni el tiempo ni el coraje suficiente para defenderse.

Al escuchar otra vez los gritos de su hijo el padre entró por tercera vez en la noche en la habitación con una vela

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encendida en sus manos, y esa vez no encontró razones para dudar. El panorama con el que se encontró, aunque absurdo, era concluyente. Con sorpresa, con estupor, vio a David tirado en el suelo llorando de dolor, y vio sobre él al muñeco Emi que lo atacaba con furia. Le daba golpes, le tiraba del pelo y trataba de estrangularlo con sus pequeños brazos de madera. Y tan ensimismado estaba en consumar este ataque que ni siquiera intentó disimularlo ante la presencia del adulto. Al ver esto, el padre de David, sin mediar palabra, sujetó al muñeco Emi con una mano, abrió la ventana y lo arrojó a la calle con todas las fuerzas que disponía, sin preocuparse siquiera de mirar hacia el sitio en que había caído.

Nada más. Cuenta David que la noche del incidente quedó tan alterado que le pidió a su padre que le permitiera dormir con él en su cama. El padre, que aún no acababa de creer lo que había sucedido, se lo permitió, pero con la condición de que no le dijera nada a la madre, pues ella pensaría que le estaban haciendo una broma de mal gusto. Por eso mismo tampoco contaron lo ocurrido a la policía, pues aunque aquel muñeco era una amenaza no tenía sentido contar una historia tan descabellada sin poseer ningún tipo de pruebas sólo para que creyeran que estaban locos. Optaron, pues, por mantener el secreto, pero de todos modos, como querían llegar al fondo de aquel misterio, decidieron salir al día siguiente a recorrer el barrio para tratar de averiguar con los vecinos más viejos alguna pista. Encontraron respuestas, por supuesto, y de paso llegaron a conocer una historia muy particular que involucraba a un personaje casi mitológico de la ciudad de Barcelona.

Todo comenzó con el nombre de una mujer: doña Enriqueta Martí. Según se sabe, fue una poderosa dama de noble estirpe que vivió en Barcelona hacia finales del siglo XIX y principios del XX, perteneciente al estrecho círculo de las familias aristocráticas de la ciudad y que en su vida privada llevó a cabo algunas prácticas escandalosas que sembraron de

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horror la ciudad catalana en 1912. Algunos de estos excesos dieron lugar a que fuera conocida por la gente, y en especial por los vecinos del barrio L´Hospitalet, como la “Vampira de Barcelona”.27

Se cuenta que esta mujer sentía una sed irresistible por la sangre humana, donde ella, obsesionada por su propia belleza, creía que se encontraba el secreto de la eterna juventud. Le gustaba en especial la sangre de los niños y de hecho hay constancia de que Enriqueta Martí secuestró y asesinó despiadadamente a un número indefinido de criaturas, todas huérfanas, indigentes o abandonadas. Según se dice, esta mujer les extraía a estos niños la sangre y se bañaba en ella, en la certidumbre de que con este sortilegio lograba quitarse años de encima. Hay quienes dicen también que en ocasiones la Vampira de Barcelona llegó a beber la sangre de algunas de estas criaturas, pero lo más aberrante del caso es que también realizó perversos negocios con las entrañas de sus víctimas. Por ejemplo, con las grasas y el tuétano de los huesos, fabricaba pócimas mágicas que vendía durante las horas de la noche a familias de la alta sociedad. Sus clientes no siempre eran ignorantes de sus artimañas y a veces llegaban a ocultar a Enriqueta cuando la policía sospechaba de ella por la desaparición de algún niño.

Pero sin lugar a dudas de todos los rumores que David y su padre lograron escuchar sobre aquella desquiciada mujer, el que más les llamó la atención fue uno que tenía que ver con los métodos que escogía para procurarse a sus víctimas. Como se trataba de una señora con un poder adquisitivo muy alto, y por entonces en Cataluña tener dinero significaba pertenecer a un círculo social no sólo muy reducido sino también extremadamente hermético, doña Enriqueta Martí solía disfrazarse de pordiosera y salía a deambular en secreto

27 Resultan sorprendentes las analogías entre la biografía de Enriqueta Martí, la Vampira de Barcelona, y la de otro monstruo femenino no menos famoso que llevó a cabo infamias atroces hacia el 1600 en Transilvania: Erzsébet Báthory, conocida como “La Condesa Sangrienta”.

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las calles de la ciudad. Simulando que pedía limosna, convocaba la atención de los niños, ganándose su confianza con una serie de juguetes que llevaba consigo. En especial, se dice que la Vampira de Barcelona solía utilizar como carnada a un muñeco, un precioso payaso que, por su gran capacidad de movimiento, y por su extraordinaria semejanza con un ser humano, atraía inmediatamente la atención de los niños, siendo el instrumento con el que perpetró la gran mayoría de sus crímenes.

Bastó que David escuchara esta noticia para que al punto recordara las dos letras que estaban bordadas en la espalda de su muñeco: “EM”. Entonces comprendió: eran las iniciales del nombre de la Vampira de Barcelona, Enriqueta Martí. Es decir que el muñeco, de alguna manera, tenía algo que ver con aquella horrible mujer. Y si las historias que se contaban por ahí eran ciertas, entonces Emi, su mejor amigo, tenía las manos manchadas con la sangre de decenas de inocentes. Es probable incluso que aquel payaso macabro, como puede ocurrir si se celebran ciertos rituales mágicos, albergara el espíritu de su propietario. Sea como fuere, lo cierto es que al saber esto David decidió olvidar el asunto, y nunca más quiso saber nada de juguetes. E incluso hoy en día, ya con treinta años de edad, tiene especial cuidado en qué le da a sus hijos para jugar.

Pocas historias hay en el imaginario mágico de la tradición oral tan impactantes como la que le ocurrió a David. Y no sólo por el recuerdo de de la sanguinaria Enriqueta Martí, de su diabólico payaso o incluso también de la espectacular ciudad de Barcelona en la que tuvo lugar, sino también, al mismo tiempo, por el signo de alerta que quiere dejar sobre la misma. El mensaje -¿será preciso decirlo?-es que no todo lo que brilla es oro en el universo mágico de las voces anónimas.

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Apéndice: Creer o reventarpor Guillermo Lockhart

Desde que con mi amigo y socio Daniel Savio comenzamos a trabajar en el proyecto Voces Anónimas, a fines de abril del año 2005, un de las preguntas que con más frecuencia nos hicimos fue si al profundizar en temas ocultos o al visitar lugares encantados, como cementerios y casas abandonadas, podría llegar a sucedernos algo extraño, si nosotros mismos no podríamos ser los protagonistas de una de las historias o leyendas que investigábamos. Y así fue. Durante las grabaciones fuimos testigos de muchos acontecimientos sorprendentes. Tratando de ser fieles al espíritu del programa nunca intentamos buscarle alguna explicación. Pero a pedido de muchos televidentes quiero compartir, a continuación, un par de casos.

I

Ocurrió una fría madrugada de invierno del año 2005, mientras trabajábamos en la historia “Alicia del Buceo”.

Para que entiendan mejor la situación, antes que nada debo que aclarar que durante las jornadas de edición de las historias de Voces Anónimas mi socio Daniel Savio y yo solíamos elegir los horarios de la madrugada. Incluso montamos una isla de edición en la casa de Daniel, en un cuarto apartado y silencioso, que al caer la noche se transformaba en un sitio perfecto para editar ese tipo de programas. Allí reinaba un clima acorde al misterio y suspenso que provocan estos relatos, lo que nos permitía trabajar en armonía, sumidos en una profunda oscuridad. Sin embargo, aquella noche nos encontrábamos cada uno en nuestras respectivas casas trabajando en la historia referida.

Eran aproximadamente las dos de la mañana y mientras estaba mirando algunas de las escenas de ésta emblemática

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leyenda urbana de Montevideo –en especial aquellas en que aparece el fantasma de Alicia- sentí un fuerte portazo que casi me paralizó el corazón. Fui entonces a cerrar las ventanas de mi apartamento, pero no pude hacerlo, porque ya estaban cerradas.

Mientras buscaba explicaciones a todo esto sonó mi celular, rompiendo inmediatamente aquel silencio incómodo que se había generado. Era Daniel. Un frío recorrió mi cuerpo, me quedé helado cuando escuché lo que le había sucedido...

El se encontraba –me dijo- frente al monitor, cuando de pronto, mientras editaba esas escenas que yo también estaba viendo, comenzó a sentir un ruido que de a poco se colaba en su casa, como si estuviera entrando y acercándose a él por la espalda. Pensó que todo era producto de su imaginación, pero aún así aquel sonido seguía acercándose y se hacía cada vez más claro. Era como el lamento de una mujer joven, una voz muy dulce. Daniel optó por quedarse quieto, completamente atento, como esperando que el extraño sonido se fuera de la misma manera en la que apareció. Pero no fue así. De pronto, sintió una suave tonada impregnada de un aire melancólico que sonaba sobre su oído derecho.

Daniel giró la silla lentamente, como si no estuviera del todo decidido a hacerlo. Aquella tonada se detuvo con este movimiento. El silencio una vez más se apoderó del lugar, y lo único que el pudo ver fue la negrura de la noche, interrumpida por algunos destellos que se desprendían de su monitor. Giró nuevamente su silla para continuar con su trabajo, y con su corazón ya más acelerado volvió a fijar su vista en la pantalla. Aunque miraba de reojo a sus costados como si esperara que algo fuera a aparecer en cualquier momento.

Tan sólo unos pocos minutos después se hizo presente de nuevo aquella voz. La funesta tonada llegaba sobre su oído derecho. Pero esta vez el canto era más claro y a la vez más fuerte. Casi de un salto, Daniel giró su silla; sentía los latidos fuertes y acelerados de su corazón. Al igual que la primera vez,

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él y la oscuridad se encontraban frente a frente, pero ahora el sabía que algo o alguien estaba escondido allí, en las sombras. Así que lo primero que se le ocurrió fue tratar de ser amable... y dirigiéndose a la nada hizo una pregunta: - ¿Querés cantar? Dale te escucho…

Esas fueron exactamente sus palabras. Un silencio sepulcral se encargó de contestarle. Daniel esperó por algunos interminables segundos y cuando ya era obvio que no se iba a presentar, volvió a girar su silla. Por unos instantes, pensó en apagar todo y acostarse ya que evidentemente el miedo no lo dejaba concentrarse. A pesar de todo esto, decidió no abandonar sus tareas ya que lo que estaba logrando con aquella historia era algo realmente sorprendente.

Pero ese amor por su trabajo lo traicionó, porque lo que sucedería a continuación sería algo capaz de paralizarle el corazón a cualquiera. De golpe, fuerte y rápido como el rugir de un rayo, volvió la melodía. Pero a diferencia de las otras veces sintió incluso el aire de su aliento, un aliento gélido, como cuando una persona nos habla de cerca, que le erizó la piel. Inmediatamente, Daniel encendió las luces, apago las computadoras y decidió llamarme por teléfono.

Con la boca abierta yo escuchaba todo lo que le había sucedido, y a la vez pensaba en el portazo de mi cuarto, justo en el mismo momento en el que él vivía esta experiencia inexplicable.

A la mañana siguiente Daniel intrigado, habló con su mujer. Le preguntó si había escuchado algo. Ella le dijo que mientras dormía la despertó un ruido. Era la voz de una mujer. Creyó que era alguna vecina así que siguió durmiendo plácidamente.

II

Muchas veces creí que al investigar sobre leyendas en lugares enigmáticos y tenebrosos, iba a correr el riesgo de llegar

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a ver algo que mis ojos no podrían explicar. Pero jamás pensé que iba a poner en riesgo mi propia vida.…

Sucedió el 7 de febrero del año 2006, cuando la producción de Voces Anónimas se dirigió al Museo de Bellas Artes Juan Manuel Blanes a fin de investigar y recrear la historia “El Altillo de Clara”, que forma parte de este libro.

Llegamos con mi socio y camarógrafo Daniel cuando el Museo ya había cerrado las puertas al público. Un guardia de seguridad, la única persona que se encontraba en el museo, nos recibió. Era un hombre serio, de pocas palabras, que amablemente comenzó a guiarnos por las instalaciones y nos mostró los escenarios donde transcurrían muchas de las leyendas que hoy conocemos. Debo reconocer que mientras recorría los desolados pasillos del Museo pude sentir flotando en el aire una profunda tristeza.

En determinado momento, el guardia nos señaló una puerta cerrada. Era la puerta –dijo- que comunicaba con el altillo en el que Clara García De Zúñiga fue encerrada por sus propios familiares. Creo que en aquellos interminables segundos, ella me comunicó algo de su propio dolor.

Continuamos recorriendo los fríos y oscuros pasillos del museo, mientras registrábamos todo con la cámara de video. De pronto, tuve ganas de ir al baño. Le pregunte al guardia donde quedaban los sanitarios y él me indico que se encontraban en los subsuelos, ese lugar en el que cuentan que suceden todo tipo de situaciones extrañas.

Fue una gran sorpresa. Inmediatamente se me vinieron a la cabeza las palabras de la dueña de la cafetería del lugar, quien unos días antes me había confesado que las camareras no se animaban a ir solas al baño, y que siempre buscaban a alguien las acompañara.

Así que allí estaba yo, un poco nervioso, lavándome las manos en el baño y de golpe sentí un chistido a mis espaldas. Miré por el espejo, e inmediatamente sentí una sensación muy extraña, como si hubiese algo detrás de mí que no se podía

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ver. Me quedé con los ojos fijos en el espejo, por nada del mundo iba a bajar la mirada. Apenas unos segundos después, la puerta del baño comenzó a cerrarse lentamente. La verdad es que el miedo que sentí en ese momento no me permitió realizar ningún movimiento. Me quedé duro, preguntándome que seguiría a continuación.

Se me ocurrió que tal vez se trataba de una broma de mi socio. Grité: “Dale Daniel, ya te vi! ¡Salí”. Pero nadie salió. Fui entonces hacia la puerta y comprobé que detrás de ella no había nadie.

Salí bastante rápido y confundido y pocos instantes después regresé a dónde estaban el guardia de seguridad y Daniel. Les pregunté si ellos habían bajado. Me respondieron que no. Y lo que es peor, el guardia me recordó que allí no había nadie más que nosotros tres.

Continuamos grabando, y todo marchaba perfectamente hasta que llegó la hora de filmar el retrato de Clara García de Zúñiga. Ese cuadro es protagonista de muchas leyendas. La más popular cuenta que no se lo puede tocar o cambiar de lugar, ya que si no algo extraño sucederá; algo inexplicable, algún tipo de accidente.

Mientras Daniel realizaba tomas de esta pintura, me dijo que un brillo proveniente del marco lo molestaba. Yo quise girar el cuadro para solucionar el problema. Daniel, recordando la leyenda, me advirtió que no lo moviera. Pero yo le dije que se quedara tranquilo, que nada iba a suceder. Así que lo tomé con mis manos, ignorando que al hacer esto estaba poniendo a prueba la veracidad de una leyenda que, según muchos afirman, es real.

Cuando terminamos de grabar las imágenes del retrato, decidimos realizar un corte de algunos minutos para comprar algo de comer. Nos vimos entonces en la obligación de salir del edificio ya que la cafetería del Museo estaba cerrada. Todavía nos quedaba realizar la recreación de la historia con una actriz

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que estaba a punto de llegar. Casualmente, ella tenía a su cargo la tarea de interpretar a la misma Clarita.

Subimos Daniel y yo a mi auto y nos dirigimos a una panadería que hay por ahí cerca. Entonces sucedió que cuando justo cuando nos encontrábamos a la salida del museo, sobre la avenida Millán, una moto con dos pasajeros impactó con el vehículo. Las dos personas pasaron volando por delante del parabrisas y cayeron de manera violenta sobre la parada de ómnibus de la avenida, varios metros más adelante. En una fracción de segundo temimos el peor de los desenlaces.

Con una profunda sensación de tristeza y aún en estado de shock bajé del vehículo. Gracias a Dios, nada les había sucedido. Parece increíble, pero luego de ver aquel accidente, cuesta creer que no se hayan hecho ni un rasguño. Minutos más tarde, llegó al lugar una ambulancia, que se fue luego de examinar a los accidentados y asegurarse de que estaban ilesos. Finalmente y luego de cambiar el neumático delantero de mi auto, que había explotado por el impacto, nos dirigimos a la seccional de Policía para realizar las declaraciones correspondientes.

Sinceramente no puedo asegurar que todo lo que pasó tenga que ver con la leyenda de Clarita, aunque me advirtieron acerca del peligro que corren aquellos que tocan su retrato. Yo no creí que algo extraño fuera a sucederme, pero lo cierto es que luego de mover de lugar a la pintura, fui protagonista de un accidente que pudo haber costado la vida de alguna persona, incluyendo la mía. Creer o reventar.

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Índice

Prólogo....................................................................................000El lobizón...............................................................................000El Diablo en la discoteca......................................................000Alicia del Buceo.....................................................................000El castillo Pittamiglio............................................................000Los aparecidos........................................................................000El chat del infierno................................................................000El destino de Artagaveytia...................................................000La Santa Compaña................................................................000El perro Gaucho....................................................................000El mensaje de la fuente.........................................................000Jugando a la escondida.........................................................000La niñera.................................................................................000El mito del Zorzal.................................................................000La ciudad de los muertos.....................................................000Solas en la oscuridad............................................................000El monstruo de Margat........................................................000El altillo de Clara...................................................................000Bienvenido al nuevo mundo................................................000El héroe de arroyo El Oro...................................................000El juego prohibido................................................................000El tesoro de las Masilotti.....................................................000La Llorona..............................................................................000La gruta del ermitaño...........................................................000Emi, mi mejor amigo............................................................000Apéndice: Creer o reventar..................................................000

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Se terminó de imprimir en los talleres gráfi cos de Tradinco S.A.

Minas 1367 - Montevideo - Uruguay - Tel. 409 44 63Impreso en marzo de 2008 - D.L. 344-625 / 08

Edición amparada en el decreto 218/996 (Comisión del Papel)