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TU PRESENCIA DE HECATOMBE Vicente González Navarro Ediciones

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Un extracto para los amigos

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TU PRESENCIA DE HECATOMBE

Vicente González Navarro

Ediciones

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Tu presencia de hecatombe, de Vicente González Navarro

De esta edición, reservados todos los derechos© Vicente González [email protected]

Partida registral Nº 00714-2008 Asiento 01Oficina de Derechos de Autor — INDECOPI

© Alejo Ediciones (de Mammalia Comunicación & Cultura) Teléfono: 566-2017 Correo eléctrónico: [email protected]

Edición al cuidado de Santiago RissoDiagramación: Consuelo Manrique

Tiraje: 500 ejemplares

Hecho el Depósito Legalen la Biblioteca Nacional del Perú: 2008-13297

Lima, PerúDiciembre de 2008

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Para esa gente fabulosa que predica con el ejemplo

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«Todo esto ocurrió, hasta el último verso, en Lima, durante los horrorosos años noventa, únicos dignos de cantarse,

cuando aparece una raza de insurgentes delirantes que felizmente ya se extinguió».

El Comercio, edición especial de fin de año

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LA VOZ CANTANTE

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Después De la masacre, la policía revisó sus efectos personales. Solo yo estuve para recibirlos, Laura prefirió que fuera así. Eran algunas pocas cosas: un portadocumentos con su libreta electoral, una foto carné de una muchacha con uniforme escolar que no era Laura y nada más. La ropa manchada de sangre se quedó como evidencia. ¡Ah! dentro de la libreta de tres cuerpos descubrí un papel recorta-do a tijera que limitaba exactamente con los bordes del poema que contenía. Aún así, era un trozo de papel doblado una y otra vez. El poema llevaba como título «De amanecida.» El último verso había sido tachado, pero aún legible el verso original decía «… porque hasta la noche alegre va muriendo, cuando tiendes su mesa de blan-co». Sin embargo, por respeto a la minuciosidad del autor trans-cribiré la versión final: «Siempre te persignas con el mismo rezo/ como si explicarse debiera el verso/ La penitencia: dos avemarías y una riña/ serás madre tú casi una niña/ tú, el timbre del recreo, la magia/ el más inocente de los misterios/ Así la poesía afirma su procedi—miento:/ seducción, secuestro, duelo: es el viento/ como un sueño que se zafa de otro/ es el sueño que se ha desprendido/ Otro sueño, mi amor ¿has comprendido?/ porque te abrazo y mil niños pobres/ conmigo cierran filas, porque la Tierra/ te precisa para amanecer más temprano».

Lo conocí durante una víspera de navidades, hace varios años cuan-do, urgido de un lugar donde vivir, se posesionó de un descampado al lado de mi casa, donde en apenas una noche improvisamos su vivienda (pese a mi deplorable estado de salud era lo menos que podía hacer por él). Quién diría que entonces conocí a mi mejor ami-go. El mismo amigo que acabo de perder. Poeta, temible decidor de verdades. También un repentista como yo, que, de pronto, se desata-ba recitando canciones con esa voz cavernosa fruto del cigarrillo,

I

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que, apretado en la mano derecha, le acompañaba durante el verso. El gesto digno como la forma de mirar, medio animal, medio hé-roe, completaba esa primera visión de Buenaventura, nombre que lo identificaba, o más bien lo perseguía como un remordimiento, a decir de él.

Ambos coincidimos luego por el jirón de La Unión disfrazados de Papá Noel. Su elevada estatura se prestaba para cumplir ese pa-pel. Era el Papá Noel más destacado del grupo, por su tamaño, por su risa estentórea, por el afecto espontáneo que demostraba con los niños. El disfraz era exacto para él. En tanto yo, con una estatu-ra promedio, la almohadilla en la panza, gafas y una cojera que se pronunciaba más cuanto más avanzaba, parecía la copia bizarra de Buenaventura. Ambos, como todos entonces, animados por un ca-chuelo en diciembre. Sin embargo, la tienda de regalos que nos con-trató no solo no nos pagó lo ofrecido, sino que nos denunció ante las autoridades por amenazar el orden público. Por último, nos dijeron que nos cobráramos con los juguetes de plástico que cargábamos. ¡Ah no! Esto no se iba a quedar así, Buenaventura y yo encabezamos una manifestación singular. Treinta y tres hombres vestidos de Papá Noel tomando la avenida. Las barbas blancas desprendidas y los falsos vientres también. Más que una marcha de protesta parecía un carnaval al que se sumaron niños y sus madres que no nos tomaban en serio, pese a nuestros esfuerzos. Exigíamos nuestra paga antes de que dieran las doce. Luego, todo sucedió muy rápido. La estafa no era tal, la marcha blanquirroja no era pacífica según la policía y si era justa eso no era parte de la discusión. Que soliviantábamos a la multitud, que tuviéramos cuidado porque eran tiempos de cuida-do. Siete horas en el calabozo de Monserrate fue nuestro merecido escarmiento. Hasta que llegó ella, Laura, la mujer de Buenaventura (¡otra aparición!) «Es Navidad, hágalo por las niñas»; le dijo al ofi-cial. ¡Cómo no aceptar sus razones! ¡Cómo resistirse a Laura! Nos dejaron libres, conservamos los disfraces, pasamos la Nochebuena en paz, convirtiendo el cerro en el lugar más alegre de la Tierra. Aquel día recibí la primera clase de anarquismo. Que el Estado debe desaparecer, que está cerca el advenimiento de una raza solidaria. Que la anarquía no es el desorden gratuito sino la base para una

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sociedad fraternal. Una comunidad feliz como aquella que alguna vez pobló París. Una libertad sin ataduras a la propiedad ni a la he-rencia. Que la única autoridad, fuera la que dicte nuestra conciencia. Toda una canción de libertad en medio de la borrachera navideña. Que el Estado es una creación de la Iglesia que aprovechan ahora los comunistas, esos traficantes de ideas. Ese era el evangelio según Buenaventura. Llegará el momento, decía, cuando la moral bastará para respetar al prójimo, y las leyes con toda su carga de represión y amenaza resultarán innecesarias. Un grito de la naturaleza nos re-prochaba desde el fondo qué habíamos hecho reprimiendo nuestros deseos. Por eso la desilusión, la infelicidad. ¿Conjura? ¿Revolución? ¡Nada de eso! solo unas ganas incontenibles de cantar. Versos perse-guidos los suyos, revelados. El idealismo más furioso, más poético, más indefenso, tanto que le costó la vida.

Decidí conservar la foto y el poema, catorce versos, el último con dos alternativas. Sospecho que debe de ser uno de esos poemas que se leen con voz entrecortada; ahí estaba, siempre a la mano del poe-ta, en el bolsillo de la camisa. Listos los versos para conmover, para sorprender con dos remates distintos. Si a él nunca lo abandona-ron a mí tampoco. Acaso recitarlos como rezando en la Taberna de los Escribanos me permita ganarme dos cervezas más a cuenta del dueño del negocio. Sigamos bebiendo. Yo no escribo, ya no. Otros escriben. Yo canto. Yo soy la voz cantante.

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Ventana pequeñita y redonda cuya luz mortecina consiente la tarde. Ese es el paisaje y también una inacabable escalera a la intemperie, para alcanzarlo. Ahí vivo, desde hace tanto tiempo que no recuerdo otro lugar. Cordeles y cordeles que sortear, llenos de ropa puesta a secar. Luego, una fila para ocupar el baño de todos, en fin la patria, vista mejor desde estas alturas. Empero, el crepúsculo se convier-te, de manera excluyente, en la fijación de la ventana, deslumbrón alarido, un cilindro de luz buscando mi cara, revisando los filos, despidiéndose en mis ojos, va muriendo de a pocos, por grados cada vez más tenues, hasta desmoronarse en las tinieblas de aquella habitación que como otras tres, de otras tantas familias, tugurizan, esta improvisada y enorme azotea de la ciudad. Repito, no recuerdo cómo vine a dar aquí, pero tengo sospechas. Una es mi nombre, otra, los acontecimientos que mi memoria privilegia, empecinada-mente, cada tarde al morir.

A propósito, más digno hubiera sido morir arrollado por algún auto, en tanto escribía algún poema inédito sobre el empolvado de las lunas de los parabrisas. Un verso por cada auto estacionado en paralelo formando fila. «Versos que nunca serán mercancía» rezaba el título del poema estampado sobre el Ford plateado que presidía la fila de vehículos, de modo que al avanzar por la avenida el peatón recorría todo el poema hasta llegar al último verso antes de doblar la esquina o comenzar la próxima cuadra (... en ese estado de gracia andaba ¡gulp!).

Otro ensayo poético cuyo recuerdo a menudo me asalta, son aquellos nueve poemas en círculo perdidos hace tiempo, cuando sostenía que ni la hoja de papel cuadriculaba el arrebato, el desenfreno de esos poemas sin comienzo ni final. Era como la vida, todo da vueltas.

II

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Escribir poemas en círculo significaba pocos versos y muy cortos, casi de una o dos palabras, comenzar desde la izquierda hacia abajo y luego subir para voltear a la izquierda de nuevo y coincidir en el mismo verso del inicio. Un remolino del cual solo recuerdo el nú-mero de círculos: nueve.

Otro recuerdo, me espanta. Llego a un cruce donde acaba la ave-nida, escapo de alguien con un limpiaparabrisas en la mano. Los semáforos no funcionan. El tráfico es insoportable y la policía no aparece para dirigir el tránsito. Llevo una vida esperando cruzar. Decido voltear a la izquierda, avanzo pero no puedo seguir. Un edi-ficio demolido lo impide. Una señal sobre la única pared en pie que la obra conserva, me indica que debo regresar por una paralela a la avenida a través de un pasaje estrecho que la corta, para voltear a la izquierda de nuevo y, de repente, estoy en el mismo lugar, a unos pasos de ese cruce infernal otra vez. Estoy sitiado. Debo caminar ¿pero adónde?

Subo rengo, pero subo, como quien no teme por su vida, apenas una cojera para toda la vida, la gente aquí me respeta. De pronto, la ventana… que ahora sintoniza otra escena, una persecución, la policía municipal acometiendo contra vendedores ambulantes aco-rralados como yo. Decomiso, saqueo, desalojo, rapiña, mercancías pateadas, frutas pisoteadas, esparcidas por el pavimento. Mentadas de madre. Alguien cruza por el fuego cruzado, transeúnte distraído, ahora por entre la avalancha de carretillas y la turba en retirada, que le pasan por encima. Por entre las ruedas del tropel, un gigante que se arriesga, otro peatón que al caído salva, mientras las carretillas siguen pasando: celestes, verdes, amarillas.

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Bajar a pie a la avenida para ahorrarse un pasaje. Tomar por asalto el primer ómnibus que pase. Para no pagar, avisarle al cobrador la suerte, la gracia que se ofrece, el poema. «Déjame trabajar her-manito, no seas malo». Empujado, empujar. Solicitar entonces la atención del pasajero y su paciencia, delirar delante de todos a viva voz los propios versos. ¿Explicarlos? ¡No faltaba más! Por úl-timo, invocar una colaboración a favor del arte, un reconocimiento, «una voluntad». ¿Vender versos? ¡Nunca! Solo una colaboración a favor del arte. Luego un largo cuchicheo y por fin algún sencillo que cae en la gorra y una promesa que el público me arranca: que no vuelva más. Hasta que entendí que esos versos, los míos, servían para todo menos para recitarlos, eran y son irrecitables (¿versos o reversos? —me espetaba el conductor). Es así que decidí recitar versos ajenos. Yo no escribo, ya no. Otros escriben. Yo canto. Yo soy la voz cantante.

Un buen día acabé en un contrapunto de tangos a capella con un ve-nerable anciano, compañero del arte, que como tantos desemplea-dos compiten por la «voluntad» de los pasajeros en los vehículos de transporte público de la ciudad. Por unos centavos daba igual vender caramelos, canciones.

El duelo fue espectacular. Sombrero de hongo, zapatos que ha-blan, registro quebrado y acento argentino. Mi rival: un octo-genario de do sostenido, que hinchaba el pecho en cada altura como un gallo despertando al mundo, recreando el viaje o vol-viéndolo más insoportable aún. ¡Basta de inútil poesía!, ¡llegó la hora del tango y el lunfardo! —trataba de convencerme. Casi lo consigue.

III

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«Cantando yo le di mi corazón, mi amor… cantando la encontré, cantando la perdí, porque no sé llorar, cantando he de morir…»�, predecía el viejo. A lo que repliqué enseguida «Canta y no llores, porque cantando se alegra, cielito lindo, los corazones…»�. Aquel día mi asombro coronó de imaginario laurel la testa del anciano. Nadie miraba al cielo como ese viejo por la ventana ¿Quién era el poeta? Yo no sé si ganó la poesía o el tango. Solo sé que entre dos alucinados ganó uno por abandono. Perdí.

Luego de abrazar al ganador, apuradamente, me lancé del estribo. Sí, salté, pese a que el vehículo se encontraba en marcha, porque sino la multitud me iba a arrojar por la ventana a puntapiés como al ganador dos minutos antes, cuando pasaba con el sombrero a re-coger la colaboración del público. «Ladrón de mierda, hijo de puta, viejo ratero! ¡más sabe el diablo por viejo que por diablo!» —alcancé a escuchar entre gritos. ¡Bah! La gente de ese ómnibus no sabe apre-ciar el arte (No saben lo que hacen, pensé, pero que no los perdone nadie). Ya sobre el asfalto, presa de mi despiste, medio descalabra-do todavía, iba remedando al viejo.

No debo resignarme, debo averiguarme, recuperar mis recuerdos, me repetía a mí mismo como dándome ánimos luego de lo ocurrido. De pronto una extraña organiza mi ruta, otra extraña de un tiempo a esta parte. Me alejo de mi destino, de la programación del día asal-tando otro ómnibus (la sesenta eme o la veintidós che) para repetir la escena del recitado a capella y hartar al público que se aparta, que mira a otro lado, que se desentiende.

La ruta se vuelve sinuosa a este paso rengo. Persigo a una mucha-cha, sí persigo el peligro, más bien persigo un rostro, un rostro que-rido. Entonces, la ruta cambia hacia una calle muy estrecha por el centro de la ciudad, que a su vez me lanza hacia cinco esquinas que emergen no sé cómo. En una esquina se refugia la muchacha que sigo, junto a otras mujeres no tan jóvenes más curtidas, eso creía.

1. Tango Cantando de Mercedes Simone.2. Cielito lindo ranchera que cantaba Pedro Infante.

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La joven perseguida me increpa, no tengo qué explicación ensayar. Su cara hasta entonces querida, que en la confusión creí reconocer, ahora es un conjunto de gestos obscenos que delatan su oficio. ¡No tengo plata!, le digo, es la verdad. ¡Tampoco tengo!, repito indigna-do, cuando me pide un reloj u otro objeto robado y le muestro mis bolsillos vacíos. Ella vocifera, amenaza, hago un último esfuerzo por recordar ese rostro ahora iracundo, pero tampoco su ira me resulta familiar. ¡Cojo de mierda!, ¡lárgate!, me grita, y las demás putas le hacen coro, mientras me arrancha las gafas. ¡Para algo servirá!, dice resignada, enseñando sus uñas negras como sus pestañas atroces. No, no es ella, ¡qué alivio!

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caDa tarDe tiene su propia música. Hoy por ejemplo me dejo llevar por un único sonido de flauta, que trato de imitar silbando, como siempre voy camino hacia la noche. Me escondo otra vez. Queda-mos en vernos precisamente antes de que anochezca, en la esquina de Colón con Wilson. Laura y yo sincronizamos nuestros relojes, nadie debe llegar antes, es una forma de demostrar nuestro amor. No ama más el que más se impacienta, el amor no siempre es un desespero, dice Laura (pero yo desde que la conocí siempre estoy desesperado por verla). Otra coincidencia que nos imponemos es la noche, debemos vernos en el instante preciso que anochece. Sabe-mos que nos siguen, otra razón que justifica estas casi precauciones y, sin embargo, el recuerdo perenne de Laura siempre es el mismo: la misma esquina, pero Laura entonces esperando, fue un martes de hace años. Me hicieron demorar al salir del trabajo, debía catalogar nuevos libros en la biblioteca, entonces odié como nunca los libros. El camino hacia ella distaba tres cuadras, cruzar una avenida de do-ble vía. Corrí y resbalé, la caída destrozó el codo de la manga derecha de mi camisa, me incorporé, la tarde se esfumaba y yo no alcanzaba la avenida Wilson, empujé a un peatón desprevenido, me disculpé, no aceptó mis disculpas, me escupió y me mentó la madre. Arremetí por la pista en sentido contrario a los carros, traté de cortar camino. Fue en vano, no coincidimos, ella había llegado mucho antes. No temí que no estuviera, sabía que me esperaría, había un canon sin promesas entre nosotros que ambos profesábamos. Éramos uno, ¿no es cierto, Laura? Siempre seríamos uno. Emergió de pronto, ape-nas a unos metros de mis pasos, presidía el encuentro de dos calles como dos piernas. Anulaba el paisaje, ella era todo el paisaje. Hasta el tráfico tupido se descongestionaba entonces como escarmentado por una menta. Ya era de noche y su presencia sonaba como una batería redoblando en mi cabeza, percutiendo en mi corazón, en mis

IV

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entrañas. Alta esperándome, indefensa esperándome, sin repro-ches, enternecida por el pequeño drama que yo acababa de vivir y que sospechaba por mi facha, por esta avidez… y qué hago si en vez de preguntar por mi tardanza, me come a besos. Descubrí así que la ternura era la hermana menor de la compasión, que Laura sentía compasión por mí y yo... yo la amaba como ama un gigante. Hoy nos volveremos a ver, como siempre.

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una noche, mientras hacíamos tiempo para hacer el amor, es decir esperar a que se durmiera la última de las niñas, yo le servía un café y le contaba lo que se decía de Dimas. Los días de la invasión por los años sesenta, cuando se sospechaba que Cerro Colorado, un denuncio minero de un antiguo ministro de Educación o hijo de un antiguo ministro de Educación, da igual, se encontraba disponible y sobretodo cerca de la zona industrial de la ciudad. Por entonces, Dimas convocó a los maestros sindicalizados primero y no sindica-lizados después, y por fin a quienes tuvieran agallas para invadir la cuesta. La mayoría de los invasores fueron maestros de escuela pú-blica, pero los más facciosos y violentos eran los obreros textiles. La cuesta quedó dorada de un día para otro por las esteras y luego roja por las calaminas que justificarían el nombre de Cerro Colorado, no obstante eso vendría luego, antes solo esteras y paredes empapela-das con La Prensa o El Comercio; cuando casi de inmediato a la toma del cerro vino la represión más salvaje�, buscaban escarmentar a los cabecillas. Perdieron la vida dos maestros. El gobierno no reconoció las muertes. Pero ahí estaban Dimas y los suyos a pie firme.

Sin embargo el proyecto era más ambicioso, iba más allá. Había na-cido de la solidaridad y así debía mantenerse, no necesitarían títulos de propiedad los vecinos de Cerro Colorado, ni nada que los separa-ra. Por eso, luego de dos años sin represión, volvieron las amenazas, cuando llegaron, ahora los agentes municipales, para registrarlos. Cerro Colorado había nacido del rechazo total a la autoridad y de la fraternidad de trescientas cuarenta y tres familias unidas por la

3. Los medios informaron que intervinieron fuerzas combinadas de la Policía y el Ejército.

V

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epopeya. Hazaña que debía ser contada a las generaciones venide-ras para que conocieran del pacto que las une. Por ocurrencia de Dimas todo era de todos y nada era de nadie. Como un inmenso local comunal.

En la distribución de los lotes, la mayoría prefería la parte de abajo, colindante con la avenida, sin embargo ese privilegio fue para los mutilados producto de la invasión y las madres solteras, que ha-bían luchado sin un hombre al lado y creado las ollas comunes que luego dieron paso a los comedores populares esparcidos por todo el cerro. Hasta que intervino el gobierno que todo lo contamina. ¡Todo!

Quién iba a creerlo —interrumpió Laura—, así que las madres de Cerro Colorado crearon los comedores populares y de seguro las polladas.

La organización de la vida en el cerro la planificó Dimas —eso dicen y así lo reconoce la gente—, por ejemplo no había lote de menos de quinientos metros cuadrados, ¡sí, señor! No más hacinamiento. Si los ricos establecen esas dimensiones como mínimo para sus mansiones por qué no nosotros —me contaba ayer Demetrio lleno de emoción—. Casas grandes con jardines, y como era un cerro, mejor de un piso con huerta, una, dentro de su casa y otra, la gran chacra de todos, que era el real origen de esa propiedad; nada de denuncio minero que era el cuento del ministro aquel, para que no se tocara su feudo. Calles con seis metros de ancho, trazadas para el tránsito liviano, es decir, los triciclos, las bicicletas y hasta para los animales. ¡Nada de gasolina! Cada casa con puerta a la calle y de preferencia abiertas siempre para los amigos.

Se había decretado un servicio comunal de jardinería no solo por el placer que le da al espíritu trabajar la tierra, sino por obligación. Dos años de servicio rural obligatorio para jóvenes de quince a diecisiete años, y a los ancianos que lo quisieran también; pero todo por consenso, nada por ley. Pues ¿qué era de lo que se acusa-ba a los pioneros de esa utopía?: Precisamente no respetar la ley.

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«¡Bah!: leyes en manos del gobierno: inmensas redes de pescar»�, sentenció Buenaventura y siguió contando.

Las grandes decisiones se tomaban en asambleas porque era ese el otro servicio comunal: la participación organizada de los vecinos en el gobierno del lugar, para evitar desalojos y rapiña. Era la li-bertad pura, Laura, la libertad espontánea que se busca en el fondo del individuo. Porque reside en la inconciencia, en ese mar que nos recuerda cómo antes fuimos felices sin otra autoridad que no fuera nuestra incondicional fraternidad. Bueno —dijo Laura—, pero ese ya es un discurso tuyo, vamos a dormir. Además hoy en Cerro Co-lorado no hay jardines, solo tierra y polvo por todos lados, la gente se dedica al comercio de baratijas, a la reparación de autos viejos, por último a la venta de artículos para rezos y brujería, como nues-tra vecina de al lado. Le desbarataron el programa a Dimas, qué bueno que de eso él no se acuerda.

No más calles de doce casas por cuadra, ni pavimento, ni asfalto en las pistas, hoy todo es tierra de nuevo y restos de lo que alguna vez fue. Si de nada vale lustrarse los zapatos como tú hacías hasta hace poco, hasta que te convenciste que igual llegabas a la avenida con los zapatos llenos de polvo… y luego dejaste de afeitarte a diario… y cortarte el pelo de vez en cuando.

Como siempre, en algún momento llegaron los malos y organiza-ron todo conforme a ley: la policía corrupta, los alcaldes repentinos, el mercadeo político no el bien común… y la nueva generación, la siguiente de Dimas, la que necesitaba dividir la casa de papá o de la suegra, la que no reconoce héroes pero sí motivos para celebrar y emborracharse y reproducirse a punta de polladas y chicha. ¡Y cómo no! Sendero, ofreciendo rencor más armas (¡que los pobres deben morirse para que no sufran!). Dimas no hablaba mucho de política pero su influencia sobre la gente era suficiente, todos lo tra-taban de don Dimas. Sin ideario, más bien cantando, conseguía mu-cho más que otros dirigentes con millones de palabras, con miles de

4. Cita de Proudhon que siempre repetía.

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ideas. Por eso el escarmiento que no le propinó el gobierno se lo dio Sendero, porque Dimas era la otra alternativa, la alternativa frater-na. Sendero buscaba afianzar su espacio en Cerro Colorado y Dimas era incómodo (como ocurre ahora contigo, mi amor, pensó Laura sobrecogida…) Pero la utopía se quebró con él, a punta de patadas le vaciaron la memoria y acabaron con sus planes; por último, le achacaron su trayectoria sindical y lo entregaron a la policía y ¡qué miedo! al Poder Judicial del Perú.

Miedo fue lo que nunca tuvo ni tendrá —volví a la carga yo. Si bien el verso acudía a él vertiginosamente, el rugido era valiente, cambiarlo todo, no tomar de ejemplo a ninguna otra invasión. Que Cerro Colorado no fuera otra villa carbón, llena de ruido, fierros y carros desarmados, otro desván más de Lima. Pero los profesores de escuela no hacen revoluciones…

Solamente fundan ciudades —interrumpió Laura.

Es verdad, proseguí, ayer conversando con gente del barrio, de los antiguos, me contaron que precisamente el día que Dimas salió a escribir versos en las lunas de los carros, casi alucinado, luego de la paliza horrorosa, quedó registrado en uno de los parabrisas: «¡Y a ti qué mierda te importa!».

Y luego lo conocimos —dijo Laura—, y el destino lo convirtió en el gran amigo que conocemos, mi amor; ya basta, vamos a dormir. Sí, ya voy, Laura, repliqué entre mí, solo buscaba el origen de esa voz cantante.

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Decía schopenhauer que el sufrimiento mental violento se vuelve insoportable en la medida que reside en la memoria. Ahora bien, si esa pena, ese pensamiento, son tan horrorosos, entonces la na-turaleza alarmada se vale de la demencia como último medio para salvar la vida. La vida hasta tales extremos atormentada destruye los hilos de la memoria, rellena la brecha con ficciones y busca en la demencia el refugio para el sufrimiento que excede su propia forta-leza, como un miembro afectado por la gangrena que es amputado y sustituido por otro de madera. En esas divagaciones me encon-traba cuando un olor familiar me arrancó de ellas y me devolvió a la realidad insustituible. Era un olor que no me desagradaba, era el humor que despedía mi propio cuerpo cubierto no con la camisa a cuadros manchada de sangre y la manga derecha destrozada de Buenaventura, sino una blanca que se había puesto una noche an-tes, durante la manifestación en la colina, descartada por él el día de su muerte hacía veintitrés horas, cuando por fin decidió cambiarse de camisa. Y hace veintitrés horas que veo la televisión sin ver, con solo su camisa puesta. Las niñas están con la abuela.

El olfato ese último refugio que la naturaleza ha dejado en la na-riz del hombre para que éste evoque, se esmeró en distinguir en el olor que la camisa conservaba, no su olor solamente sino el olor de ambos, de ambos haciendo el amor. Habré lavado cientos de veces sus camisas, su ropa interior; sin embargo, hasta entonces recién me percataba con impudicia y fruición de que las ropas así mezcladas y sucias como estaban, nos conservaban todavía juntos.

Así que tú eres la que rayas los libros sin remordimiento —me reprochó el día que cruzamos por fin unas palabras. Nos conocimos

VI

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un día antes, el lunes, cuando llegó saltando en un pie (como llega la alegría) debido a un accidente con la puerta cuando entró violento a marcar su tarjeta de asistencia. En fin, siguió con la reprimenda, porque eran libros catalogados, rematando con que no volvería a prestarme libros. Me encogí de hombros con la contundencia de un ¡No jodas! ¡Tan grande y tan cojudo!, reprimido en los labios.

Éramos compañeros de trabajo en una biblioteca pública y él sin reconocerlo con la moralina aquella de que hay que predicar con el ejemplo y si trabajas aquí con más razón. Cuando yo, lejos de hacerle caso, aprovechaba esa privilegiada condición de empleada administrativa de una biblioteca, para leer lo que me diera la gana sin llenar ficha alguna de préstamo ni tramitar nada que se le pa-rezca. Que con él todo iba a cambiar y de qué modo cambió. Así la discusión que terminó en pleito y el pleito que terminó en rencor, y el rencor que terminó en las paces luego, para volvernos a pelear y la pelea en reconciliación y el amor sin papeles y los hijos: nuestros hijos. Mejor dicho, hijas, dos hijas. Todo inolvidable, incontrolable como incontrolables estas ganas de morir mirando televisión, casi desnuda esperando sus ojos.

Hasta los diarios hablaron de su muerte gota a gota. Cuestionaban los métodos empleados, la ferocidad de los asesinos, pero dejaban entrever que la víctima era un violento agitador profesional (ade-más, el trozo de oreja hallado en su boca). El único expediente abier-to, parece uno en su contra, como si no fuera él la víctima. Indicios razonables de insurgencia habitan los treinta y un poemas encontra-dos, dijo la policía (entonces críticos literarios), así obra en el Expe-diente Buenaventura. Buscan cómplices, pero de la víctima.

No, no quiero volver a pensar en eso, no esta vez, pero ese olor, este olor. Me estoy oliendo con su olor. Si algo persigo es oler siempre a él, será posible que de tanto estar juntos… Pero, por qué no estuve entonces, por qué no estaba él ahora, por qué estoy así. ¡Ah las pala-bras! ¡Qué esconden, carajo! Si algo deseo es apestar siempre a él, apestar a sus ganas… y también a las otras ganas, sus putas ganas de morir.

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—Además, ¿para qué sirven los libros en un país donde nadie lee?— le discutí antes de dejarlo con la palabra en la boca encogiéndome de hombros—. ¿Para llevarlos bajo el sobaco o para guardar una flor dentro? ¡No! ¡Solo sirven para cargar un condón entre las páginas veintiséis y veintisiete! —agregué, y por fin me largué, segura de haberlo sorprendido.

No obstante, el recién ascendido empleado de la Biblioteca de Le-tras, aconsejaba cuidar los libros. Hombre ordenado como todo li-brero, pero estudioso de los anarquistas (otra paradoja). ¡Bah!, todo menos cuidarlos. Estos libros se han hecho para rayarlos, escribir al margen o debajo, apasionadamente, en fin volver al lector un lector macho como decía Cortázar; de modo que otro lector, cuando repa-se sus páginas, lea la intensidad, la lisura, el trance padecidos. Pero mi gran amor era un hombre de convicciones. Modelo «pobre pero honrado», parecía dueño de esa frase, y de otras «cada cosa en su lu-gar y un lugar para cada cosa» (bibliotecario tenía que ser) o aquella «… entonces, entre godivas y gorriones ¡asaltamos la ciudad!» ¡Qué ironía!, más frases como sentencias inapelables, ¿cuántas veces al día las aclaraciones?… Y la patria explicada en una metáfora (de la cual vivía orgulloso): «La patria se me figura un niño rubio en bra-zos de su sirvienta chola». Y sus versos, deshaciéndose con él.

Una Navidad, Dimas, un vecino que vive al lado, el mismo que nos avisó de este lugar donde vivimos apretados, le pasó la voz de un cachuelito, un trabajo propio de la fecha, que al cabo le traería más problemas que satisfacciones. Aprovechando su elevada estatura le ofrecieron disfrazarse de Papá Noel y salir a las calles a tomarse fo-tos con los niños, y divertirlos de paso con su carcajada estentórea. Nunca le pagaron lo prometido, tampoco a Dimas. Entonces ambos decidieron presidir la única marcha hasta entonces conocida de pa-panoeles. Una turba roja queriendo reivindicar los derechos de los clauns. Y así vestidos tomaron la avenida, se adueñaron del local donde los contrataron, y a él, por supuesto, lo sindicaron como el cabecilla, y fue a dar con su disfraz al calabozo de la comisaría de Monserrate por pegarle al empresario que los defraudó. Bien valió la pena, dijo desatando toda su mirada. Se quedó con el disfraz y

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aquella Navidad fue Papá Noel para nuestras hijas y todos los hijos de los vecinos del cerro, y las fotos para el recuerdo conmigo a su lado, con las niñas, con Dimas, con los hijos de los vecinos, los tres solos, yo entre dos papanoeles; en fin, una promoción tratando de salir adelante en plena época de la república corrupta.

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laDrillos amontonaDos con cierto orden bordeaban parte de la zan-ja. Añicos de ladrillos, ocres y anaranjados la completaban; cerca, un laguito de orines oscurecían los restos de calamina. Ya habría dinero para hacer un cerco, un cerco de verdad. La casa del vecino miraba, inevitablemente, al espontáneo patio formado de lo poco sin construir que dejaban libre los vecinos. No podía ser de otra manera, es un cerro, tanto más empinado que otros. La escalera de Don Macho pasa por el techo de la Albina, y dos metros más arriba ya no es la escalera de Don Macho sino Pancho el que sube y baja, divisando el abismo, y de paso a la Albina. El paso se desarrolla hasta el cielo, a quien quiera pasar se le permite el tránsito, basta que diga que va de visita o viene de rezarle al santito, ubicado sobre una ruma de piedras en la parte más alta del cerro. Aquí sí mi casa es tu casa y la casa de todos; no obstante la otra noche nadie miraba al patio, nadie correteaba por entre el barro, el lugar estaba solo. De noche cortar camino por estos lados es peligroso; la familia: dos mujercitas más lindas que la virgen María y de apenas cinco años la mayor, tenían permiso para quedarse con mamá en la casa de la abuela. Por cierto, esperábamos... ojalá un varoncito (sí, estaba em-barazada de nuevo).

Cuando niña comencé a coleccionar miradas tristes en las revistas, formas de mirar tristemente en fotos, ojos melancólicos, me intri-gaban. Contra lo que se piensa no son frecuentes, pasa inadvertido para quienes ven con ellos, taladran con ellos, acaso porque no son solo de ellos sino de quienes los miramos; yo me calcaba en una mi-rada de esas todos los días y cada vez más reaparecía de sus chapo-teadas aguas, inocente, desnuda. Hay un niño que arrullo, que mira así desahogándose parece. (¡Han pasado cuatro meses!).

VII

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El andar desgarbado, pese a su estatura, el desaliño, mezclados con la parada grave y la mirada… definitivamente no hacían juego, pues resultaba como juntar la indiferencia y la protesta, lo trivial y el arrebato; pero con urgencia era eso: el arrebato y yo la pacien-cia. «Nada hay más nuestro que el cielo —es de todos— en cambio la tierra es de algunos solamente, por eso soporta que le dibujen mapas, límites, territorios, vamos a ver si alguien hace mapas del cielo». Luego, alzaba la cara confiado, mirando al infinito, asentía como administrando lo suyo, lo que veía era de él y mío también. El recoveco nos protegía de la intemperie, podíamos mantenerlo con nuestros sueldos de empleados públicos venidos a menos. Sin em-bargo, cada vez más numerosos los habitantes del patio: vecinos, hijos de vecinos… en fin, habría sitio hasta que se acabe (además nosotros llegamos al último, gracias a la gestión de Dimas, pionero de la invasión de Cerro Colorado). Hasta que ocurra lo que ocurrió la otra noche, cuando él volvía del trabajo a casa y no había nadie, cuando no estaba yo para resistir a su lado hasta el final; para que no fuera lo que Dios quiera de nuevo; cuando sigilosamente llegaron a matarlo, a acabar con el problema, con la prédica monótona en el cerro, con los volantes iracundos en la plaza, con Tu Presencia de Hecatombe, bajando y subiendo. ¡Malditos! ¡Hijos de puta! ¡Ellos y los poderosos que pagan por matar! ¡Mierdas! ¡Mierdas! ¡Mierdas! ¡Mierdas! ¡Mierdas! ¡Mierdas! ¡Mierdas! ¡Mierdas! ¡Mierdas! ¡Mier-das! ¡Mierdas! ¡Mierdas! ¡Mierdas...!!

Dónde estuve que no pude evitar el ataque desigual, a traición, de dos, tres, cuatro sicarios que lo enfrentaron. Armados ellos con machetes, él solo con sus brazos, con sus pies, con sus dientes, con su valor entre las piernas… hasta soportar el desglose violento y animal del brazo derecho. Bastó para que se desangrara como se desangran las fieras cuando luchan entre ellas. Como un duelo de uno contra todos donde aquél pierde su espada y muestra el pecho, así fue muriendo, en esa cumbre donde fuimos felices rugiendo, mordiendo, jodiendo y jodiendo. De él la inacabable hemorragia, de él, la furia, el alarido.

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el lugar De reunión con Laura, siempre es alguno de los bares ale-daños a la berma de la avenida Grau, hoy convertida en una gran biblioteca de Alejandría donde se venden y se compran libros viejos, revistas antiguas y casetes anarquistas con trova mucha trova. Músi-ca de protesta en el lenguaje antiguo, propaganda comunista según la policía. Alrededor de Grau todo es pobreza y promiscuidad; en la noche pueblan la avenida borrachos y toda suerte de putas, viejas trajinadas, gordas inmundas, jóvenes avezadas y lo peor niñas que a veces antes de caer la tarde por ganar la esquina ya transitan medio desnudas, enanas con tetas. No obstante muy cerca queda el Pala-cio de Justicia y más cerca todavía la vieja casona de dos pisos con balcones abandonados, donde llevamos poemas de Buenaventura, que no logramos vender ni en el micro ni en la plaza, y fumamos, fu-mamos mucho, y hablamos de política, queremos cambiar el mundo a punta de versos ¡Vivan los poetas! ¡Vivan los anarkos!�, pero que vivan bien lejos, como nosotros en Cerro Colorado.

Soy la persona en quien más confía Laura, además ella me recuerda una parte de mi pasado, ella es la memoria que se empeña en recu-perar para mí; la otra parte quedó por rescatar a punta de versos que repito y repito, de paporreta, para no olvidarme de lo que fui y porque Laura me los pide.

En esa niebla baja ando siempre, pero no estoy loco, aún no. Por ejemplo sé que fui profesor de literatura de cuarto de secundaria de un colegio en Cerro Colorado, el Nº 3939, me conocen y reconocen al-gunos alumnos («... en este día de clases no puedo sorprenderte con

5. Así eran reconocidos los anarquistas por esa época.

VIII

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ningún verso memorable, no hay lección que seguir, no tengo nada más que decir; hoy, querido alumno, quiero ser el último de la fila mirando desde ahí a tu compañera, alborotando el salón, armando el caos para que repare en mí», Dimas, profesor de Literatura). No tengo remedio, mi piel tiene los hoyos de los perdigones soportados a pie firme —dicen— en una manifestación donde perseguían al sin-dicato de maestros, buscaban a los maestros (¡maestro te buscan!). También luzco algunas marcas de latigazos en las piernas, desnudo soy un desastre dice Laura. Esos latigazos cuentan, son los recibidos en la época de la invasión a Cerro Colorado cuando era la chacra de un ministro. Ni los potentes chorros de agua helada aplicados luego lograron disimularlos. Mi piel recuerda más que Laura.

Quiero saber de mi familia, por qué ando solo, ¿qué ocurrió?, todos callan, Laura se desespera. Bueno, por ahora mejor andar solo, sé que me buscan, sé que preguntan por mí y mis actividades. Dicen que es el gobierno, yo creo que es Sendero. ¡En fin! Solo sé que me buscan.

Resulta cómico ir descubriendo nuestra biografía, Buenaventura me contaba una historia épica de marchas y protestas, de tomas de la avenida y salvajes grescas, que según él ocurrieron entonces. Los vecinos sin embargo me creen un alucinado, pero algo esconde la gente, algo saben pero tienen miedo. Me da la impresión que perder parte de mi pasado me ha devuelto a la horda, soy de nuevo el itine-rante mono que anda desnudo buscando comida. Vamos de caza.

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la noche está hecha harapos. De pronto una tonada «… que te pasa estás llorando tienes alma de papel»�. Ahora la noche se me figura frágil, el día tierno, no sé quién me reprocha algo desde el fondo. Es un niño y ya está enfrentándome con la mano extendida, supli-cando una caridad. No tengo ni para el pasaje de vuelta, le dije ca-tegórico. Súbitamente se cuelga de mi corbata, como quien baja la palanca de un retrete. Gira. Me obliga a dar vueltas tirando de mi corbata. No opongo resistencia. No contesto la agresión, es un niño; por fin me zafo.

Otra vez la canción desde la cantina «… qué te pasa estás llorando, tienes alma de papel». ¡Bah! (¿Tendrá que ver con lo que pasa? ¿Qué pasa?). Me desentiendo. Como en un sueño que se deshace, así camino hacia la luz del día por las calles de la ciudad, apenas antes del amane-cer. Al pasar la siguiente cuadra será de día, lo tengo medido...

Es de día. Avanzo sin convicción como quien se aleja expulsado. Llego al parque, yo entre desconocidos que atraviesan el parque. Parece que son forasteros que recién arriban de alguna ciudad y buscan hospedaje en horas tan tempranas. De pronto el fogonazo de una cámara. Una foto para el recuerdo, yo que sin querer cruzo dis-traído y formo parte contra mi voluntad del recuerdo de otra gente; con mi cara de tonto, con mis lentes de tonto y una sonrisa furtiva como de disculpa. Trashumante de parques que al pasar desplaza a alguien en la toma (acaso al papá, ojalá al tío). Otro absurdo… como vivir cada día, cada noche, cada minuto, con la foto de un gran amor en el bolsillo.

6. Periódico de ayer salsa que cantaba Héctor Lavoe.

IX

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Pese a que recién ha amanecido los habitantes del parque son los mismos de cualquier ciudad: el inmigrante recién llegado a la capital,los vagos que durmieron en sus bancas buscando un pucho por el suelo y los árboles como siempre pintados de blanco hasta la cin-tura. ¿Qué hora es? («Nuestro amor no es una amor convencional —le dediqué— no se para en la vereda siquiera a conversar, nuestro amor es un nudo en la garganta, el llamamiento telépata, fisiológico, nervioso, animal; la respuesta sonámbula. Es aquel que se acuclilla tras los matorrales…». —No le gustó, más bien le daba ganas de ir al baño). El «catre, ropa, periódico, botellas…» me suena como a las nueve de la mañana.

Abreviemos, salgo de una situación confusa que me ocupó la noche. Estoy en la resaca de una borrachera inesperada. Solo recuerdo que salí a caminar ya avanzada la noche, como quien busca algo distin-to; a medida que me aproximaba al centro de la ciudad, un tumulto me toma de sorpresa. El problema es en la calle. Me refugio en la cantina más próxima donde bebo con los parroquianos para justifi-carme. ¡Invito yo! Súbitamente… ¡otra redada! Ingresa la policía al bar, revisión de papeles que no tengo. Pago por un escondrijo. Voy a dar a un cuarto maloliente ¡Qué importa! Bebo con una extraña, a quien le dedico unos versos y le pido que cambie de vida en tanto pugno por un último trago, pago por un último beso en esa habita-ción en tinieblas.

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a partir Del meDioDía de hoy lunes veinte de octubre, soy un desem-pleado más que no se desespera. Sucede que en mi país es muy fre-cuente que eso ocurra. Lo raro es que me arrojarán de la manera que lo hicieron. Tenía razón el dueño del negocio, no puedo concentrar-me en el trabajo, soy un peligro, siempre presa de la ensoñación y el delirio (… con estocadas fallidas, seguimientos infructuosos, aco-rralamientos salvados, tiempo perdido matutinamente, ¡sin poder matar una maldita mosca!, ¡hija de otra maldita mosca!).

El caso es que luego del accidente no pude volver a enseñar Litera-tura. Diagnosticaron que parte del hemisferio occipital del cráneo quedó dañado, entonces la cojera era irreversible. El nombre cien-tífico es paramnesia. La memoria remota iba ir apareciendo pero por ahora se encuentran desdibujados los recuerdos como un pa-limpsesto donde los recientes sucesos borran el recuerdo anterior. Es cuestión de tiempo, ya volveré al tiempo lineal, en tanto asumo mi historia como quien recién comienza la vida. Laura forma parte de este presente como Buenaventura hasta que murió. Pero olvi-daba decir, estoy en una cantina, he pedido una cerveza y espero a Laura, que ya se enteró de todo y tiene pena. ¡Llegó Laura!

Laura se preocupa por mí, yo me preocupó por ella. Insiste en escu-char los versos de Buenaventura, que ya me aprendí. Por ejemplo me pide la «Nueva versión de Romeo y Julieta». Me cuesta recordar, pero el estribillo lo resuelve todo, la tonada, la rima, ¡qué sé yo!

X

«A desmembrar la palabra paz. A comenzar de nuevo: a …» Laura

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Había un tiempo, poco después del atropello, que solo la barba me recordaba que otro día había comenzado, rozaba mis cachetes y si raspaba, era que otro día había pasado (luego llegaba el enferme-ro que nos rasuraba a todos como quien pelaba pollos, inclusive la cabeza). La luz de los cuartos del Hospital Loayza con un solo fluorescente apenas alumbraba, pero quedaba encendida siempre, noche y día. Había un reloj, pegado en la pared, pero había olvi-dado cómo interpretar la hora. A partir de entonces hasta ahora, todo asunto relacionado con el tiempo se vuelve confuso y luego se aclara, y vuelve a confundirse y aclararse gradualmente. Lau-ra ha cambiado, antes hubiera rechazado la cantina y las cervezas, ahora no; inclusive se junta con otra gente, gente peligrosa, gente perseguida, no anarkos sino más bien gente vinculada a Socorro Po-pular, el ala más extrema de Sendero. Fuma sin cesar con la misma gravedad que lo hacía Buenaventura, sus dedos amarillos y la cara demacrada, más su dulzura, cambian de pronto cuando se acuerda de sus encargos con la humanidad, «conviene ahora la táctica sen-derista de alcanzar el poder, después veremos». Laura es hermosa, siempre lo supo, Buenaventura se lo dijo en todos los idiomas y la gente también. Laura, víctima de su delirio, arremete ahora, está en la parte más inflamada de su discurso, la gente le hace rueda, es un espectáculo que una mujer hermosa hable de esa manera. Laura percute y repercute los tambores de guerra, de venganza, de justi-cia, de victoria. Laura dispara.

La verdad tengo miedo de decirle que sospecho de sus nuevas jun-tas, esas juntas no me aceptan, se refieren a mí como el cojo, el loco. ¡Como si no lo supiera! Un loco que sospecha que los asesinos de Buenaventura han sido precisamente ellos. Nadie sabe de dónde vinieron las balas o, más bien, los machetazos. Nadie reivindicó su muerte.

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Voy BajanDo las escaleras… veintidós, veintitrés, veinticuatro, lle-gué (aun cuando debía ser una cuenta regresiva: cuatro, tres, dos, uno). El cerro se presenta más plano que de costumbre. La cuesta siempre empinada, hoy parece como si tuviera un cartoncito dobla-do en una de las patas, de modo que la empareja, que vuelve amable la ruta. Me dejo seducir por esa señal prometedora, yo también ca-mino como tantos otros que no tienen cómo pagar un colectivo que los lleve hacia otro colectivo que va —ese sí— hacia el centro de la ciudad. (La inocencia es una mañana temprano, una mañana por la mañana).

¡Vaya! Basta con bajar luego a la calle para sufrir lo que pasa. Y lo que pasa es que todo el mundo vende en este lugar. Ya me habían contado cómo había cambiado todo en Cerro Colorado, de un tiem-po a esta parte. Ahora no hay reparo en vender la calle para que ahí, a su vez, se venda. Todo es comercio. Comercio entre pobres. Para pasar de una calle a la otra debo abrirme paso entre dos carre-tillas color pastel y cajones de esos con listones de madera. Venden y compran. Venden la carrocería de un auto abandonado o lo que queda de él, en plena puerta de una casa. Mi vecino vende al otro vecino que se resiste y regatea; una anciana humilde vende sobre su falda de franela, caramelos y chicles, interrumpiendo el paso por la vereda. Ya abrió Demetrio su ventana, desde ahí ofrece cerveza. El policía vende a escondidas una rifa «Pro Navidad de los Hijos de los Policías», pese a que aún es octubre. Y la mezcla de música a todo volumen de los que venden en carretillas, discos y casetes. Sin embargo, hoy no me desagrada este mercado persa que se im-provisa todas las mañanas frente a mi casa. Hoy no. Inclusive yo también participé de las compras. He adquirido una lámina insólita:

XI

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un amanecer, sí, sin duda un amanecer delirante, y un hombre con las manos en los bolsillos, saliendo a la calle. (Aquí percibo las li-mitaciones de nuestro lenguaje lineal tratando de describir la rea-lidad más abrumadora, intentando captar la simultánea ocurrencia de eventos. Para muestra lo que ocurre ya: una perrita preñada que desprevenida cruza la calle mientras un loco desnudo hace obsceni-dades frente al escaparate. Y para completar la escena en la esquina, colgado en un quiosco amarillo, el titular de un periódico: «Menor embarazada sale a orinar y se cuelga de un árbol». Todo en un vis-tazo, una misma secuencia. No acaba de pasar).

De toda la susodicha lámina hay una imagen que destaca de las otras: Es el hombre que espera al fulano que baja con las manos en los bolsillos. Fulano éste que se encuentra elementalmente desnudo. Bien, hasta aquí la bendita lámina, la enrollo y al hombro, o para golpear la rodilla de vez en cuando; aunque la verdad ya me estor-ba, somete a la intemperie una parte más de mí.

Este día que no se parece a otros y en cuya parsimonia floto no oca-siona problemas. ¿Terminará desmoronado también? Casi no me preocupa, tampoco el frío que me va desvistiendo y que ingresa por las manos. Decido no ir al trabajo. Más bien me impongo el deber de averiguar lo de la embarazada suicida. Compro el diario, reconozco su nombre, fue anoche y es verdad, no tienen baño ni agua, ni ganas de ir al baño por estos lugares recónditos. Perderse entonces por ahí para orinar era un buen pretexto para salir.

El matutino señala como causa del suicidio, el pánico de la mucha-cha al castigo que le impondría su madre al enterarse de su preñez, cada día más difícil de ocultar.

Pretendo olvidar que la conocí, esto no forma parte de este día, de los presentes mil cuatrocientos cuarenta minutos que no terminan. Recién ahora recuerdo no haber desayunado, tampoco haberme afeitado, pero la barba está detenida y mi apetito también. Pareciera que estoy en suspenso. Observo al loco y me devuelve a la lámina. Ya la entiendo mejor, esa salida a la calle, por ejemplo, es un umbral

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como un aro encendido que… ¡No puede ser! Debo estar más con-fundido que de costumbre… porque el de las manos en los bolsillos ya no simula tener las manos en los bolsillos inexistentes, sino figu-ra más bien con los brazos abiertos y en intención de impulso, como si fuera a zambullirse. Al frente, cada vez más cerca uno del otro, el desnudo lo imita al pie de la letra, aunque ya no sé quién imita a quién. Alguien quiere echar a perder el día. Ahora sí, veintitrés, veinticuatro, leo un aviso pegado en una puerta que debe ser la mía: «Se venden marcianos». Casi no tengo cobija y subo de mentira, caigo sobre mi propia cama, está por amanecer, debo apurarme. Soy un cobarde, siempre lo fui, y éste es un legañoso día más que co-mienza arrancado de mis sueños.

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yo tenía unos liBros de versos y unas revistas en una caja de leche «Gloria», dibujos a lápiz que amaba, tenía una mesa de madera, tenía también una colección de discos de vinilo, en otra caja de leche «Gloria» y más libros rojos sobre la pila de revistas al lado de mi cama; y en el cajón de la cómoda, también de madera, guardaba treinta y nueve poemas y otros versos muy breves en círculo que corregía y corregía; tenía varias camisas blancas para el trabajo que mi madre zurció hasta morir de pena, una corbata que conservo, y otra camisa roja. Tenía una casa con una sola habitación grande, todavía sin dividir, en la cumbre de Cerro Colorado. Una máquina de escribir con la que dormía la siesta de la tarde, escribiendo mientras miraba a la ventana hasta que se hacía de noche, y con las luces de la ciudad alucinar como reaparecía el paisaje de la ventana, convertidas las sombras de la máquina en un castillo con una torre a cada lado, a su vez sombras de mis pies sobre la mesa, mitad tinieblas mitad borrachera. Tenía la tarde, como ya dije, hasta que moría. Tenía la noche alevosa y violenta. Tenía una familia que rogué me abandonara porque era peligrosa mi compañía, de la familia asesinaron a mi hermano al confundirlo conmigo en un jirón de Barrios Altos. También tuve un amor adolescente que moría por mí, y esperaba tiernamente mis versos al empezar la clase, tuve su foto. Tenía una hoja de afeitar entre los tres cuerpos de mi libreta electoral que, lo juro por mi hermano muerto como un héroe, yo nunca usé; sin embargo, la libreta le sirvió a Buenaventura para cambiar de identidad hasta su muerte cruel. Tenía unos versos borrosos que volvieron a mí inesperadamente, tenía amigos feroces, tenía vestido, piel, animales alrededor que ya no me hablan. Rosas que no me devuelven el saludo, soy peligroso, dicen. Muy peligroso.

XII

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EL EXPEDIENTE BUENAVENTURA*

* «Es posible que todos los versos no pertenezcan a un mismo puño caligráfico, por ello, su autoría no resulta atribuible sólo a la víctima. Es más, al registrar su vivienda, los poemas fueron hallados encima de un viejo televisor de antena de conejo, dentro de un fólder rojo, que al caerse echó a perder el orden de los versos. En suma, el orden en que aparecen a continuación no corresponde al deseo del autor o autores, sino más bien a la voluntad del perito consultado por el juzgado quien para justificar su labor, improvisó un orden según su real parecer y entender. Por tanto, la mujer de la víctima y el hombre que recogió sus efectos personales, resultan sospechosos de sedición». Extraído del dictamen fiscal a fojas 39.

EL EXPEDIENTE BUENAVENTURA*

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LOS HECHOS

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EL CHARCO IRIS

¡Charc! ¡Snif! ¡Gulp! ¡Puf! Mala suerte peatón no fue mierda lo que pisaste Fue un charquito dibujado como una Ese antes del canto de la vereda al fin del jardín ¡Pobre charco! El arco iris aparecido sobre sus aguas descompuestas (la fiestecita humilde) acabó desbaratado para siempre ¡bajo la suela de este mal paso!

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PERSPECTIVA

La avenida tiene cien árbolesa cada lado; viéndola en perspectivasin embargo, se juntan en uno allá arribaque no aparece ni a las finales

Pues no se sabe de ilusiones talesque la realidad construya y pervivanSe sabe de cien sueños y otros cien, la masiva toma de la avenida, sin lados a las finales

INDICIOS RAZONABLES

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� OJOS QUE NO VEN

No podía ver, en vanotrataba de asirse a una manotomar del brazo a alguienpara cruzar la densa calle; quienlo advertía, se apuraba, lo evadía. Un enanoal cabo, otro peatón pasando, del tamañode un bastón, se percata, rescatadescalabrado al extraño… a lo lejos parecen uno¡Parecen un regaño!

BUSCANDO A RIMBAUD

Poeta, al cabo peregrino, Jean Arthur Rimbaud, un verano del siglo XIX

se marchó de París. Salí tras sus pasos, mojones tenía el camino.

Irrumpí en sus delirios, me sumergí en el infiernoque él había buscado: paisaje silvestre, bambú,

insectos, alucinaciones, iluminacionestribus, tambores.

Entre la maleza africana lo hallé:

Adornado con una guirnalda, sin variar la posición,sin volver la mirada, ocupaba un trono.

Alrededor le rendían culto, un mono y hombres salvajes como

el sacrificio que le ofrendaban. Reverentes y obscenos como se adora un talismán

Rimbaud, lisiado y ciego, cantaba:«… Yo soy el poeta de la alegría,

los árboles, un camino, el sol entre los cerros, una casita sin puertas, la petrificada ironía»

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� ADLÁTERES

Por una misma avenidaal borde de una tardeen dirección al parqueo a la nochedos vehículos pasan por la vereda

Una silla de ruedas conducidacon destreza, con cuidado, filialmentea una anciana transporta y sus achaques casi en paralelo, a mínima distanciaun cochecito compite, inadvertidamente,al final de una rutinacon una criatura a bordoy una madre que guíay con el mañana sueña

Al cruzar la calzada coinciden exactosYa obedecen una seña

INVENTARIO

Ella tiende la ropaSe apura, sacude el polvoLava los trastos ¡cómo se acumula la rutina!Recoge la basura, busca algo en el tacho:

Vamos a ver…… Una envoltura de jabónun cojín, vasos y botellasdescartables, una etiquetacon una palabra en inglés:water closet que denominaun adminículo que desocupa…añicos, carambas, trizas,una sandalia sin pareja

un permiso, perdón, graciasun chisguete estranguladouna chapa sin premioabracadabra: programaciones de televisión, boletosfilas para comprar, para pagar, ¡para todo! Entonces ¡otra bolsa!:

Propaganda de dulces, de pólizas, una hoja de almanaque marcadacon aspas en lunes, en martes,puchos de cigarrillos, una tazasin asa, un abrazo, otro, la familiano acaba uno de conocerla…Un billete de lotería,un arete de fantasíaun frasco, dos frascos

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� GERENTE GENERAL

Clip:si a tu nombre o bromale sumáramos un cero a la derecha, rimarías con hipo…pero se dice clipy usas slipy te embriagas ¡hip!con whiskyy mientras no dejas de hipar,juntar, clasificar,discriminandolo útilde lonotanto…

Eficaz juntapapelesEres una piezaa removerpor una grapa,estimado clip o

Gerente General

una receta descartadauna sonrisa perfecta adorna la etiquetade tus últimastoallas higiénicas…

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� SOCIEDAD DE CONSUMO

¡Ah, socio!¡No hay negocioque se te escape!

¡Compraste todo y todo lo vendiste!

…Acabo de vertedoblado en la madera

atormentado por la canga1

consumido por la cianosis…

¡Rifando las manos !¡Subastando la cabeza !

¡quién da más!

1. Canga: tortura china que consiste en dejar cabeza y manos aprisionadas en un madero. (Diccionario Sopena)

LA MIRADA PERDIDA

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� ILUSIÓN ÓPTICA

Planteo la siguiente hipótesis: Si encerramos la palabra hombre

entre sucesivos y concéntricos paréntesispercibiremos una curiosa figura: (((hombre)))

semeja el símbolo acosado de la humana desesperación

Propongo otra mirada, la refutación:un sustantivo tirado al agua

cual piedra, cual migacual pubescente niña que con pudor

se baña y va formandograciosas ondas a su alrededor

TU PRESENCIA DE HECATOMBE

Ahí me encontraba… reclamando un lugar

en el desván junto a todo lo inútil

que amontonando van

fosa común de cosasy más cosas

reprobadas con oncevanas, groseras cosas

y aparatosasreservadas acaso

para la acumulación el desorden, el olvido

en apariencia muertas solo en apariencia…porque, la verdad,algo maquinan …

Cosas que brillan a mi paso torpe

caen alucinantes de los rincones vienen de las tinieblas

«…Y el paisaje que brota de

tu presencia cuando la ciudad no era no podía ser sino el reflejo inútil de tu presencia de hecatombe!».

César Moro

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se precipitan contra míestallan empolvadas

convertidas en cosas más pequeñasse desparraman por el suelo

ora piezas, ora añicoscosas hace tiempo descartadas

se estorban, sin molestar a nadie

tras la puerta

confinadas en esa habitación Nadie las recuerda

Nadie las requiere ¡Salvo yo!Desde entonces ¡su compañero!

Desde entonces ¡a cargo de su rescate! … porque a más tardar mañana

¡Tomaremos la avenida! ¡Libres y felices sin remedio vamos!

Remotos, sucios, delirantes,Ese caos que va desnudo adelanterapada la cabeza y luenga la barba

soy yo, mírame por las callesgobernando la marcha

¡agitando alegre una campana!

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� LA VÍSPERA Y EL DÍA SIGUIENTE

Oh! ¡Todo esto, mi ensueño lo he perseguido ansiososin descanso, a través de mil demoras vanas

impaciente de meses, furioso de semanas!Paul Verlaine

El que libra ¡sabe Dios! ¡qué impaciencia!tensa, sigilosamente… él la amaÉl alista para ella porque la amauna fiesta hecha toda de su ausencia

Él se apura, para mañana es la urgencia La fatalidad largamente esperada, la trama en vano postergada, el último recurso, el drama … empero el día pasa con violencia

¡Viva la fiesta! De pronto una cadencia… alguien al fondo canta la verdad, se desmiente, clamaella busca al anfitrión ¡él busca otra coartada!

Que a través de las cortinas, declara, la ama Por los bordes la voz —atiéndela— te ama, ¡devastada por otras voces, te ama!

HECHO UNA TRAZA

Sin querer las lunas del escaparatearrojaron una imagen al pasar

… hecho una traza, un disparatede carne y hueso; sin repararsiquiera, en el mayor asesinode moscas, la más acabadamirada al cielo ¡embrujada

casa atisbo mi rostro!Entonces, como una bragueta que se abre impúdicamente,

¡mi carcajada!

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Acompáñame traviesa a tocar timbres de madrugada, bailemos sobre el asfalto la última pieza y que vaya de corneta mi nariz resfriada…

Acompáñame, no temas. No maldigas más tu naturaleza delirante, es tan fiel que aparece ¡Apenas pierdo la cabeza!

� LA ANARQUÍATRADICIÓN

Un poeta de piedra transpira conmigopersigue a las bestias, se asombra con el fuego

recita sus sueños me sopla la respuesta

¡El dato! ¡La idea! ¡El colmo esperado!El mensaje agazapado

tras una formade nombre

¡Entrañable deseo de cantar!Parto en tu busca

todas las noches…

Padre de todos los poetasDesátate y cuenta:

¿Cómo era el hombrecuando era mono?¿Cómo las tortugas

cuando eran piedras?

Anónima tribu, siempre en tranceQue camina y camina

incansable por el mapa de la memoria

Siendo instinto, son rabia, ganas, cosquillascorazonada, fantasía

… Una costumbre degenerada, ¡Otra piedra! ¡Quién sabe, poeta, acabó tu vida!

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�0 YIN Y YANG

Acabas de llegarotra vez quedo sorprendido

tú entre la multitudyo de nuevo una campana

¡qué poca cosa soy!

El asombrode tus ojos

hace el resto

¡Allá voy!Es mía la mano que lanza la piedra

Yo el manifestante que declara su alegríarompiendo los vidrios

del segundo piso del Palacio de Justicia

Tú que gritas y brotas del gentío Que marchas a mi lado

Que tomas mi manoQue compartes mi suerte

…Un secreto les voy a confiaruna mitad del universo busca la otra

una saga es la ruta hasta lo más simple: la unidad

¡La razón lo mismo del tuétano que de la eternidad!

Y no hay compañero del sacrificio

referenciaTu ejercicio

es nuestra íntima correspondencia

Pero estás, retorcida mi boca te reconoce, el alarido me impone

de un brinco salvo el himnoque cantabas ¡una piedra! ¡los tambores!

reflejada en el charcola estrella de tus amores

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�� SIN CONTEMPLACIONES

Soy ese hilo atado al dedo y la brisafresca, cuyo ingrávido paso cuidasSoy esa arruga que no disimulaspor temor a perder la sonrisa

A tu alrededor ¡Oh mujer! el espacio se apaga se incendia eres la decisiva, yo una cadencia, un hilo, una brisa, un tiempo que perder…

CADENA PERPETUA

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QUÍMICA

Lo ocurrido un instante condena inapelable la vida…

y Dios no te convidade su eternidad, un instante

Entonces, ¿por qué internarse,sin esperanza alguna,

en la insondable intimidadde los elementos

a contemplar una laguna?

Dogmas, filosofías copiaron redimidaa la criatura: imperfección por la Perfección creada

humano por culpa humana¡un buen polvo de madrugada!

De la contradicción somos la pruebaHeredando ganas y reproches

en esta caminata silbando que no acaba que no acaba

Pujando entre dos piernasdel Paraíso nos expulsaron

¡Una vida, dos vidas!¡Cuánto dura el castigo!

—¡Yo la llevo!— (¡Qué sueños traerá la agonía!La muerte no es el enemigo…

… Luego seremos ceniza,polvo, una nada al cosmos luego

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la especie reúne, puja, puja¡Ay! otro quebranto, otro juego…)

¡Filósofo basta!... que no hay otra forma¡Ya tienes del zapato, la horma!

¡Mira, la Verdad desnuda al borde de la laguna!

¡Oh no! Ahora soy un ciervo Ya me arrojan los perros

Devoran ¡Ay! mi carne¡Ay! el hocico escarbando la herida

La tragedia reapareceesta mirada no la olvida

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INCONSCIENTE COLECTIVO

¡Grrr! ¡Crash! ¡Zummmm! ¡Chistsss! ¡Mendam!¡Cuántos nombres para mí!

Acaso vuelva la cabezasi me llaman ¡Nadie!

Empero…

¡Qué si al final de otra rutina, una tarde hostil como ésta

me lleva a un cementerio desvanecidoa descargar mi conciencia!

¡Qué si una lápida borrosa como todo ahí

lanza mi nombre, la fecha!

(Única es la genealogía que nos unea todos los hombres alrededor del fuego)

¡Qué más da un nombre! Cuesta aceptar que ese que llamandoloridos unos labios extenuados

¡sea yo! una inscripción, un registro…

…de Ser o No Ser, el auténtico No Ser,una carga de impresiones remotas

antes del individuo,ocupando su lugar dentro de mí

Iracundo, ancestral, gobierna este sitio como gobernó la horda

Se agazapa a esperar al otro, al bueno(Son enemigos, sospecho)

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Buscando un destino apropiadoentre la fe y aquel sueño derribado

El viaje nos ha dado un hijo que desde hoy prolijo

habitará tu sonrisa a destiempo

mas como tú como agua hirviendoserá vapor que cantando

se va deshaciendo

�� ELLA LE VATICINÓ AL POETAPlacer, si no fueras tan breve no serías placer

Eres las ganas mi No Ser,Ciego placer en busca

de más placer ¡Libre te quiero ver!

Pero, llega el otro, el bueno,el necesario (¡uf! ¡ya era tiempo!)

el que tiene nombrese reclama heredero de todos los pactos

¡Los frenos del caballo!¡Cómo debe ser!

Demasiado tarde ¡Rechazado!Mi No Ser ocupa su lugar

Alegre, satisfecho,fatal

¿Quién eres mi No Ser?¿O de verdad no eres?

¡Qué importa!

Solo sé que se desbaratala cadena de causas

Trasciendo al despertaren nuevos sueños

¡Si estoy muerto me da igual!