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Mussolini sin máscara – Raquel Mussolini 1

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Page 1: Raquel Mussolini (Mussolini Sin Máscara)

Mussolini sin máscara – Raquel Mussolini

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Mussolini sin máscara – Raquel Mussolini

RAQUEL MUSSOLINI ALBERT ZARCA

MUSSOLINI SIN MÁSCARA

1976 Raquel Mussolini, viuda del Duce de Italia, Benito Mussolini, ha decidido revelar los

grandes y pequeños secretos del fascismo y del que fue su jefe. Con realismo, pero también con humor, explica acontecimientos que extrañaron al mundo entero. Raquel Mussolini, que permaneció siempre en la sombra, cediendo muy a menudo la primera línea a las amantes de su marido, se revela sin embargo como un testigo de peso. Cuenta lo que ha visto, lo que ha vivido, sencilla e inteligentemente.

Digitalizado por Triplecruz (15 de diciembre de 2011)

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ÍNDICE

1. MUSSOLINI, ROOSEVELT Y EL RAYO DE LA MUERTE. ...............................................................................4

2. MUSSOLINI OBTIENE MI MANO A PUNTA DE REVOLVER........................................................................12

3. ME PROHIBE DAR A LUZ EN SU AUSENCIA ...................................................................................................19

4. COMO MUSSOLINI SE HIZO FASCISTA ...........................................................................................................23

5. COMO MUSSOLINI LLEGO AL PODER.............................................................................................................28

6. LOS PRIMEROS PASOS DEL DICTADOR MUSSOLINI ..................................................................................39

7. MUSSOLINI Y LAS MUJERES...............................................................................................................................46

8. MUSSOLÍNI Y EL DINERO ....................................................................................................................................54

9. LOS PEQUEÑOS SECRETOS DE UN DICTADOR.............................................................................................59

10. NUNCA TRECE A LA MESA................................................................................................................................65

11. MUSSOLINI Y GANDHI........................................................................................................................................68

12. LOS SECRETOS DE LOS ACUERDOS DE LETRAN.......................................................................................75

13. MUSSOLINI Y HITLER.........................................................................................................................................82

14. MUSSOLINI Y EL REY DE ITALIA....................................................................................................................89

15. LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL PUDO SER EVITADA ...........................................................................95

16. POR QUE MUSSOLINI SE ALIÓ A HITLER...................................................................................................100

17. POR QUE MUSSOLINI ATACÓ A FRANCIA..................................................................................................104

18. YO ERA EL AGENTE SECRETO DEL DUCE .................................................................................................112

19. EL DICTADOR SIN MASCARA.........................................................................................................................120

20. LA ERA DE LOS COMPLOTS............................................................................................................................127

21. COMO MUSSOLINI FUE APARTADO DEL PODER.....................................................................................136

22. DIEZ MINUTOS PARA BORRAR VEINTE AÑOS DE PODER ....................................................................142

23. LA INCREÍBLE LIBERACIÓN DE MUSSOLINI CONTADA POR ÉL MISMO ........................................146

24. EL SUEÑO SECRETO DE MI MARIDO ...........................................................................................................151

25. LA HORA DEL SACRIFICIO .............................................................................................................................157

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1. MUSSOLINI, ROOSEVELT Y EL RAYO DE LA MUERTE. —Acuérdate de Napoleón, Benito, tú que tanto le admiras. Era poderoso; reinaba como

dueño absoluto sobre Europa e incluso más allá. Pero ¿qué hizo? Tras las victorias, buscó más victorias. Tras las conquistas, quiso extender su imperio. ¿Y qué es lo que le ocurrió, Benito? Lo perdió todo. Todo se derrumbó bajo sus pies. No hagas como él. ¿Recuerdas aquella canción que cantábamos cuando éramos jóvenes:? «Napoleón, con toda su gloria... ha terminado en la isla de Elba.»

—¿Y qué quieres que haga? ¿Que dimita? ¿Que me dedique a la cría de gallinas en la Romagna? ¡No hablas en serio, Raquel!

—No, no quiero que críes gallinas en la Romagna; quiero que te detengas a tiempo; que entres en la historia, ¡pero en vida! Quiero también que consagres a tu mujer y tus hijos diez o quince años de tu vida, después de haberle dado treinta a la política. La política es demasiado baja como para no tener más que buenos aspectos. Tú has tenido la suerte de conocerlos todos hasta ahora, pero atención a lo que viene después.

Estas palabras se las dije a Benito Mussolini, mi marido, en mayo de 1936, en Rocca delle Caminate, en nuestra casa de la Romagna.

Algunos días antes, desde el balcón del Palacio Venecia, él había anunciado a la masa delirante la creación del Imperio, después de la conquista de Abisinia. Estábamos solos y ningún testigo había asistido a esta conversación, en el curso de la cual le había pedido que dejara el poder.

De hecho, nada justificaba tal actitud. En esta época Benito, que aún no había cumplido los cincuenta y tres años —había nacido el 29 de julio de 1883— gozaba de una salud perfecta. Políticamente, nunca había tenido una posición tan sólida, tanto en Italia como en el extranjero. La guerra de Abisinia había acabado con la victoria total de nuestros ejércitos. La lira, floreciente, era una de las monedas más sólidas en Europa, y las sanciones decididas por la Sociedad de Naciones como consecuencia de la conquista de Abisinia habían acabado en fracaso. Los italianos, en un gran impulso patriótico habían contribuido a ello dando su oro para ayudar al gobierno. En Roma, por ejemplo, la reina y yo misma nos encontramos entre las doscientas cincuenta mil romanas que arrojaron su alianza en una hoguera, sobre la plataforma de mármol del monumento al soldado desconocido. Millones de italianos instalados en los Estados Unidos habían enviado, gracias a una hábil estratagema, toneladas de cobre, necesario a Italia: se inventaron una carta postal original, hecha de una hoja de cobre con su felicitación grabada para la Navidad de 1935. Millones de cartas de este género llegaron a Italia. Incluso adversarios célebres, como el filósofo Benedetto Croce o el antiguo presidente del Consejo Vittorio Emmanuele Orlando, se alinearon del lado de mi marido. El Duce mismo era considerado, según los países extranjeros, como un jefe de gobierno «realista», «prestigioso» o «genial».

Ninguna sombra, pues, ensombrecía el horizonte, pero más que nunca sentía la necesidad de intentar convencer a mi marido para que se retirase de la vida política, gracias al clima eufórico de vacaciones en el que pasábamos estos pocos días en familia, en Rocca della Camínate. Eramos tanto más felices cuanto que dos de mis hijos, Vittorio y Bruno, que eran pilotos, habían vuelto sanos y salvos de los combates en Etiopía.

La ocasión la tuve una tarde, a la vuelta de un largo paseo en automóvil por la campaña romana. Habíamos salido, nada más comer, en nuestro spider Alfa-Romeo. Nadie nos acom-pañaba: ni secretario, ni prefecto, ni policías del servicio de seguridad. El, con una boina hundida hasta las orejas, y yo, con un pañuelo anudado en torno a la cabeza, nos divertíamos como jóvenes de veinte años.

Por el camino nos habíamos detenido en varias ocasiones delante de las casas de algunos campesinos, como a Benito le gustaba hacer cada vez que se encontraba en la Romagna. Y como siempre, pasados los primeros instantes de sorpresa y emoción, Benito y las gentes del lugar habían hablado de todo: de la cosecha, de las vacas, de la casa y de los hijos. Para los

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romagnoles no era entonces más que el «Muslén» —Mussolini en patois1—, el hijo de Alejandro, el «fabbroferraio», es decir, el herrero. Yo había tenido que tirarle de la manga para recordarle la hora.

En aquel momento, él estaba conmigo en el jardín y, brazos arremangados, cortaba leña. Yo me ocupaba de un macizo de rosas. De cuando en cuando le observaba y, viéndole así, moreno, con un no sé qué de ternura en la mirada, adquirido con la edad, casi llegaba a comprender a las mujeres que se echaban al cuello, a sus pies o al agua cuando se bañaba.

Una vez cortada la leña, Benito me llamó: —Oye, Raquel, ¿sabes lo que me ha propuesto el rey hace dos días? Ha querido hacerme

príncipe. —¡Espero que no habrás aceptado! —¿Tú me imaginas llegando a algún sitio y con el ordenanza anunciando: «Su Excelencia, el

Príncipe Mussolini»? —Y yo, ¡princesa Raquel Mussolini! ¡Virgen Santa! ¡Qué ocurrencia!.. —No te preocupes. Yo me he contenido, porque me daban ganas de reír nada más que de

imaginarme disfrazado de príncipe, y le he respondido: «Majestad, agradezco muchísimo este gesto, pero no puedo aceptarlo. Nací Mussolini y moriré Mussolini, sin el menor añadido...»

—¿Y el rey no te ha dicho nada? —¡Sí! Me ha dicho: «Aceptad por lo menos el título de duque.» Pero también lo he rechazado. Entonces, adoptando un aire como de embarazo, Benito añadió: —Tú no serás ni princesa Mussolini, ni duquesa de Rocca delle Camínate. Seguirás siendo

Raquel Mussolini... Y dicho esto, nos echamos a reír. Me costaba creer lo que me acababa de decir sobre los

títulos y le fué preciso jurarme que era verdad. Pero añadió: —Conozco a uno al que le hubiera gustado que le hicieran duque, tu «primo», el marqués de

Sabotino. —¿Badoglio? ¿Es que no tiene bastante con tener el cordón de la «Anunciada» y ser

marqués? —Pues no. Para nosotros ya es mucho el cordón de la «Anunciata» , pero hay quien quiere

siempre más. Debo señalar que el cordón de la «Anunciata» era la condecoración real suprema. Mi marido

la había recibido desde hacía varios años y nos otorgaba el título de «primos» del rey. De forma que éramos también «primos» del, mariscal Badoglio, titular igualmente del cordón de la «Anunciata».

Esta conversación tan franca con Benito era una oportunidad tendida por el azar. La agarré inmediatamente:

—Oye, Benito. ¿Y si hicieras aún mejor? Si le dijeras al rey: «Majestad, me llamasteis al gobierno cuando Italia estaba en el caos, he restablecido la paz y la prosperidad en el interior, la he hecho grande y poderosa hacia el exterior. Ahora, los italianos no son ya «Macaroni»; se sienten orgullosos de su país. Antes de mí, erais el rey de Italia, hoy sois el emperador. Todo está en orden. Vuelvo a poner Italia en vuestras manos y me voy...»

—En fin, que quieres hacer de mí un jubilado. —No, Benito. Escribirás artículos, tus memorias. Tienes un periódico en Milán. Marcha muy

bien. Puede darnos incluso para vivir. No te pido que te jubiles. Pero piensa en todo lo que has hecho ya por Italia. ¿Qué más quieres hacer? Jamás nuestro país ha sido tan grande ni tan respetado. Mira quince años atrás. Era la guerra civil. ¿Y ahora?

Mi marido no decía nada. El ceño fruncido, me escuchaba más extrañado que irritado por 1 N. del T.: dialecto italiano.

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esta andanada. Debo decir que en ese momento estuve a punto de pararme, frenada por el temor de haber ido demasiado lejos. Pero la predicción que me había hecho una gitana, cuando yo tenía dieciséis años, me vino a la mente. «Conocerás los honores más grandes —me había dicho—. Serás la igual de la reina. Después, todo se derrumbará a tus pies y habrá duelos...»

Me daba cuenta, de pronto, que la primera parte de esta predicción se había realizado. Estaba llena de honores y era la «prima» de la reina... ¿Qué iba a ocurrir con la segunda parte?

—Reflexiona, Benito. Nuestros hijos son ya mayores. Nosotros somos felices, pero podemos serlo aún más. ¡Ya sé! ¡Soy egoísta! Pero pienso también en ti. Cuando saliste para el palacio real en 1922 y me telefoneaste para contarme todo lo que había pasado, ¿qué te dije yo? Te dije que desde entonces ibas a ser servidor de los italianos, mientras que hasta entonces tú eras tu propio dueño y señor. Hoy te digo: Benito, puedes volver a ser lo que eras antes, ahora además, con el peso del éxito. Podrás ser el árbitro a quien se consulte cuando un problema se plantee al país. Entrarás vivo en la Historia.

»Se acabaron las decisiones, las firmas, las trampas a evitar, esta vida de tensiones y recelos para ti y para los niños. Corta la hierba bajo los pies de aquellos que esperan tu primer paso en falso para mofarse diciendo: «Mussolini se ha equivocado...

Me detuve, sofocada. Lo había puesto todo en este ruego; el peso de veintiséis años de inquietudes, de lágrimas, de alegrías, pero también de amor. Por primera vez, había dejado que hablara mi corazón.

Benito me tomó por el brazo, afectuosamente, como para protegerme. Su mirada se había hecho lejana, midiendo quizás el camino recorrido. Tuve el sentimiento de que podía ganar, de que mi sueño tenía al menos una pequeña posibilidad de concretizarse. En aquel momento, puse mi mano sobre la suya y le murmuré:

—Inténtalo, Benito, ¡por favor! —Ya veremos —me respondió con el mismo tono de voz que le oí nueve años más tarde, a la

hora de la tragedia final, cuando, por teléfono, me pidió que cuidara de los hijos: una voz ensordecida por la emoción—. Pensaré en ello. No te preocupes, Raquel.

Luego regresamos a la casa. En los peldaños de la escalinata me volví. El olor de la leña que ardía se mezclaba a los perfumes de los pinos y de las flores del parque; el campo se preparaba a dormir. Nunca me había parecido tan bella la puesta de sol sobre las colinas brumosas de nuestra Romagna natal...

Algunos días después, mi marido partió para Roma. No habíamos vuelto a hablar de esta dimisión. Yo aguardaba a las vacaciones de verano, en Riccione, para hacerlo. Sabía además que estaba muy ocupado y hubiera sido una mala táctica apresurarle.

Pero esta vez el tiempo jugó contra mí, y fui víctima del éxito de mi gestión. Desde su llegada a Roma, Benito habló de ello a Achule Starace, secretario del partido nacional fascista, pidiéndole incluso que estudiara las modalidades prácticas de su marcha.

Starace, loco con la sola idea de ver a Mussolini abandonar el poder, alertó a ciertos dignatarios del régimen. Para él mismo, como para varios otros fíeles puristas, el Duce no había terminado su obra; debía continuar dirigiendo el país. Pero también estaban los oportunistas, aquellos a los que Mussolini había sacado de las tinieblas, que confundían el interés del país con el de su cartera, y que, en el momento de la prueba, fueron los primeros en traicionarle. En fin, todos fueron de la misma opinión: había que impedir a toda costa que Mussolini partiera. Los argumentos, lo reconozco, no faltaban, y entre ellos, la penetración del comunismo en España, que había, por otra parte, motivado la decisión del Duce de enviar ayuda al general Franco.

Finalmente mi marido se dejó convencer y renunció a abandonar el poder. Además de las razones políticas, varios elementos actuaron contra mí. Primeramente el hecho de que el proyecto hubiera sido desvelado tan rápidamente por Benito: yo no estaba allí y no podía ya añadir el peso de mi intervención sobre el otro platillo de la balanza. Por si fuera poco, había olvidado que un hombre renuncia difícilmente a lo que ha conseguido con duro esfuerzo. Pasados los años de adversidad, Benito Mussolini saboreaba ahora las delicias del triunfo y se dejaba mecer por la gloria. Días antes, sobre el balcón del Palacio Venecia, había contemplado a la muchedumbre

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enardecida, vociferando a pleno pulmón: «Duce! Duce!», en testimonio del apoyo sin reservas del pueblo italiano. ¿Cómo había podido olvidarlo si yo misma, llevando cogidos de la mano a mis dos hijos, Romano y Ana María, había escuchado, anónima y perdida entre la masa, su discurso retransmitido por los altavoces? Con un nudo en la garganta por causa de la emoción, me había dejado invadir por la dicha diciéndome simplemente: «Si todas estas gentes supieran que tú eres la esposa del mismo que habla y al que ellos aclaman... Que esta noche, en el hogar, te preguntará: «Bueno, ¿y tú qué piensas de mi discurso?..»

Hacia fines de junio del mismo año, Benito Mussolini tuvo de nuevo la posibilidad de cambiar el curso de los acontecimientos: el célebre físico italiano Guillermo Marconi había puesto a punto un invento revolucionario. Sirviéndose de un rayo, podía interrumpir el circuito eléctrico de los motores de todos los tipos de vehículos que funcionaban con una magneto. En una palabra, podía detener a distancia los automóviles, las motocicletas e incluso abatir aviones. Una experiencia realizada algunas semanas después de la aventura que viví personalmente había permitido incendiar dos aparatos que volaban a dos mil metros de altura.

A propósito he escrito «la aventura que viví personalmente» porque, sin quererlo, asistí a una prueba de ese rayo estando en mi automóvil.

Aquel día, durante la comida, le había dicho a Benito que por la tarde iría a Ostia, la célebre playa de los alrededores de Roma, para controlar los trabajos que habíamos hecho realizar en una pequeña propiedad rural. Mi marido había sonreído y me había respondido:

—Procurar estar entre las quince y las quince treinta horas en la carretera Roma-Ostia. Verás algo sorprendente.

Hacia las quince horas, como estaba previsto, abandonaba la Villa Torlonia, nuestra residencia en la capital para ir en coche hasta Ostia. Iba sola con mi chófer, un policía civil de los servicios de seguridad. Durante la primera parte del recorrido todo fue bien. En la carretera, en servicio ya desde hacía varios años —1929 ó 1930, creo—, no había mucha circulación; los coches no estaban aún al alcance de todos.

A mitad de camino aproximadamente, entre Roma y Ostia, el motor se detuvo. Gruñendo, el chófer descendió y desapareció bajo el capot. Removió, atornilló, desatornilló, reatornilló; sopló en los tubos como si nada. El motor no quería volver a arrancar. De pronto, un automóvil que rodaba en el mismo sentido se detuvo un poco más lejos. Su conductor se zambulló también en su motor. Después, como ocurre en todas partes en una situación semejante, cambió impresiones con su compañero de infortunio, es decir, mi chófer.

A centenares de metros, pero más adelante y en sentido contrario, se veían otros coches y motocicletas detenidos. Estaba tanto más intrigada cuanto que volvía a pensar en lo que me había dicho mi marido en la comida. Miré la hora: eran las 15,10 horas. Benito me había dicho: «Procura estar entre las 15 y las 15,30 en la carretera, verás algo sorprendente...»

A decir verdad, no entendía nada, pero algo era indudable: todo a nuestro alrededor en los dos sentidos de la autopista Roma-Ostia, en un perímetro de algunos centenares de metros, todo lo que funcionaba con un motor estaba averiado. Había cerca de treinta vehículos de todas clases. Llamé a mi chófer y le dije:

—Vamos a esperar hasta las 15,30 horas. Si el coche no quiere ponerse en marcha, pediremos ayuda.

—Pero, excelencia, son apenas las 15,15 horas. ¿Por qué debemos esperar hasta las 15,30 si yo puedo encontrar antes la causa de la avería?

—Bueno, bueno... A las 15,35, le pedí $ue lo intentara de nuevo. Por supuesto, el motor arrancó al primer golpe

de acelerador. Los otros conductores que estaban cerca de nosotros nos imitaron al oír nuestro coche. Todo iba como si no hubiera ocurrido absolutamente nada.

—¿Por qué me ha dicho que esperase hasta las 15,30? —me preguntó, intrigado, mi chófer. —Porque sí...

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No insistí, pero noté cómo se hacía muchas preguntas. Después de todo, un policía está hecho para hacerlas a los demás habitualmente. Por una vez, sería distinto. Sin embargo, no era el único. Yo también tenía ganas de saber. Decidí someter a Benito a un interrogatorio en toda regla.

Al regreso, el chófer me dijo mientras sujetaba la puerta del coche: —Voy a hacer un informe. Esta historia de coches parados en seco y que vuelven a arrancar

de golpe es muy extraña. ¿Hablará al Duce de ello, excelencia? —¡Desde luego! Por la noche, durante la cena, las cosas no se hicieron esperar. Tan pronto como estuve

sentada, noté que mi marido me observaba con una pequeña sonrisa maliciosa: —Dime, Benito —le ataqué en seguida— ¿Sabías lo que iba a ocurrir esta tarde? Hemos

sufrido una avería durante media hora en la autopista desde las 15 horas hasta las 15,30. Y no éramos los únicos. Había una treintena de vehículos en ambos sentidos de la carretera.

De todos los rincones de la mesa llovieron las preguntas. Vittorio y Bruno, al ser pilotos, reflexionaban como técnicos, sobre todo Vittorio, que era

experto en motores. Pero para Romano y Ana María, yo había soñado o les contaba historietas. Nadie encontraba explicación al misterio. Por fin, el Duce dijo:

—Es cierto. Mamá tiene razón. Esta tarde ha tenido lugar un experimento en las cercanías de la autopista Roma-Ostia. Ella misma ha podido apreciar los resultados. Creo que han sido muy interesantes.

Dicho esto, se calló y no quiso responder a ninguna cuestión. Después de la cena asistimos, como casi todas las noches, a la proyección de los noticiarios

de actualidad y de una película en el salón principal, en la planta baja de la Villa Torlonia. Como otras veces, después de haber visto el comienzo de la película, mi marido abandonó discretamente el salón haciéndome signos para que le siguiese. Subimos juntos a su despacho.

Cuando no tenía trabajo, teníamos la costumbre de pasar allí una media hora antes de ir a acostarnos. Benito me hablaba de su jornada, de las gentes que había recibido, de los problemas que le preocupaban. En cuanto a mí, yo le contaba las últimas tonterías de los niños, que se apresuraba a disculpar, y algunas veces le refería los últimos ecos de la calle sobre la situación, sobre los ministros e incluso sobre él mismo.

Aquella noche mi marido no abordó ninguna de estas cuestiones. En cuanto nos hallamos solos me dijo:

—¿Sabes, Raquel? Lo que has presenciado esta tarde era una experiencia ultrasecreta. Es un invento de Marconi que puede dar a Italia una potencia militar superior a la de todos los países del mundo.

Y me contó, a grosso modo, en qué consistía este rayo que algunos, añadió Benito, habían llamado el «rayo de la muerte».

—Sin embargo —precisó—, este rayo no está todavía más que en su fase experimental. Marconi va a continuar sus investigaciones, y se pregunta si no puede ser eficaz sobre el hombre. Si, en suma, no se podría paralizar a seres vivos momentáneamente gracias a este invento. Lo que hace —añadió— que en caso de guerra Italia dispondrá de un arma secreta para ese día, que podría permitirle bloquear al enemigo, ahorrando millares de vidas humanas. ¿Te imaginas la potencia que podríamos tener?

Estaba sofocada porque me imaginaba de todo lo que era capaz Guillermo Marconi. Edda, mi hija mayor, había asistido, e incluso participado, a dos de sus experiencias. Me había contado lo que había visto. Una primera vez, desde su barco-laboratorio, el Electra, Marconi había encendido las luces de la ciudad de Sidney con la ayuda de una impulsión eléctrica. En otra ocasión, encontrándose ella en Shanghai, había podido conversar con su padre, que se encontraba a bordo del Electra, estableciendo así la primera comunicación de radio a gran distancia.

—Marconi va a construir muy pronto en serie los aparatos para emitir este rayo —añadió mi

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marido—, y entonces Italia será casi invencible, por lo menos hasta que otro invento venga a oponerse al nuestro...

Cuatro años más tarde, Italia estaba en guerra. El rayo de la muerte, según mi marido, hubiera podido cambiar la faz de los acontecimientos... si mi país hubiera dispuesto de él.

Pero el Papa Pío XI, aterrorizado por este descubrimiento y por el alcance que podía tener, pidió a Marconi que no lo divulgara, que suspendiera sus investigaciones y destruyera los resultados adquiridos. El sabio, que estaba muy unido a Benito, había venido fielmente a referirle la entrevista que había mantenido con el Papa, y a preguntarle lo que debía hacer ante el caso de conciencia que se le planteaba. Benito no quiso en absoluto comprometer a un hombre que venía a confiarse a él, y sus escrúpulos ganaron sobre la razón de Estado: autorizó a Marconi a abandonar sus investigaciones sobre el «rayo de la muerte».

Al año siguiente moría el sabio, y sus colaboradores no se volvieron a ocupar de este invento. Incluso los alemanes intentaron saber a continuación lo que era el «rayo de la muerte». No lo

consiguieron nunca. Todas las huellas de los trabajos habían desaparecido. Un día pregunté al Duce por qué Guillermo Marconi había ido a contar su historia a Pío XI. Me respondió que el físico mantenía relaciones muy estrechas con el Vaticano. No solamente

había instalado la estación de radio de la Santa Sede, sino que también había obtenido de la Santa Rota, en 1929, la anulación de su matrimonio. La decisión había causado sensación en la época, pues Marconi tenía hijos. Desde entonces, había quedado muy receptivo a todo lo que le era sugerido por el Papa.

Creo que si el Duce le hubiera pedido que escogiera entre el interés de Italia y sus relaciones con la Santa Sede, no habría dudado. Pero Benito Mussolini quiso demostrar su grandeza de alma.

Aproximadamente un año después de las historias de la demisión y del «rayo de la muerte», mi marido tuvo, por tercera vez, la posibilidad de cambiar su destino y el de Italia. Fue en octubre de 1937.

Por aquella época mi hijo Vittorio era productor de películas y estimaba que el mercado americano, el más importante del mundo, según explicó a su padre, era una salida muy interesante para la industria cinematográfica italiana. Por otro lado, capitales que provenían de la explotación en Italia de filmes americanos estaban bloqueados en los bancos italianos. Su proyecto era con esos capitales realizar en Italia películas sobre temas líricos, por ejemplo, y después difundirlos por los Estados Unidos. Cosa que hubiera permitido a las firmas americanas el recuperar sus fondos, exportando, al mismo tiempo, la cultura italiana y desarrollando la industria cinematográfica de nuestro país. Como resultado de los contactos preliminares con los americanos, fue proyectado un viaje a los Estados Unidos.

Vittorio temía que su padre se opusiera, pues el clima entre los dos países no era el más adecuado. Italia ayudaba al general Franco a combatir a los comunistas en España, y los americanos, por lo menos su gobierno, lo criticaba muy duramente.

Benito se mostró, sin embargo, encantado por el proyecto; dio su acuerdo a mi hijo y éste se embarcó para América. Una vez allí mantuvo entrevistas, visitó estudios, en fin, hizo su trabajo. Poco antes de su vuelta a Italia fue informado de que el presidente de los Estados Unidos y la señora Roosevelt deseaban recibirle en la Casa Blanca. En sí, la invitación de Roosevelt no era sorprendente, pues algunos meses antes mi marido había recibido en el Palacio Venecia a su hijo John, de paso por Roma. Vittorio pensaba que el presidente americano hacía lo mismo por cortesía.

La entrevista tuvo lugar el 13 de octubre de 1937. También asistían a ella Fulvio Sulvich, el embajador de Italia en Washington, y Philips, su homólogo americano en Roma. Mi hijo fue recibido en el salón de la «Chimenea», célebre porque —me contó— Roosevelt se dirigía desde allí por radio al pueblo americano para hablarle de la situación del país. La señora Eleonor Roosevelt sirvió el té, y la conversación, banal y muy cortés, transcurrió sobre el viaje de Vittorio a los Estados Unidos y el de su hijo a Italia. Después vino a participar en ella Roosevelt que, según mi hijo, estuvo muy cordial. Le pidió que prolongara su estancia en América y habló bien de Italia.

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En un momento dado, declinando todas sus cortesías, declaro a Vittorio: —Le ruego transmita al premier de Italia mi mejor recuerdo y le diga que desearía vivamente

saludarle personalmente. Me gustaría tener con él una entrevista con el fin de conocer mejor los problemas de nuestros dos países. Italia es el único país con el que, sin faltar a sus tradiciones democráticas, los Estados Unidos pueden mantener las mejores relaciones. Y esto en razón de su historia, de su posición geográfica y de la sede de la Iglesia católica que está en su territorio. Míster Mussolini —prosiguió Roosevelt— es el único que puede mantener el equilibrio europeo. Alemania y Rusia se sitúan en los polos extremos a América, y nada puede hacerse con estos dos países.

Para terminar el presidente americano añadió a Vittorio: —Sé que míster Mussolini no puede ausentarse largo tiempo de su país. Podría decirle

también que le propongo que nos encontremos en aguas neutrales, sobre una embarcación en alta mar, por ejemplo. Y me gustaría tener este encuentro lo más tarde en la primavera próxima.

Una vez en Roma, Vittorio habló la misma noche de su llegada a Villa Torlonia de esta sorprendente conversación que había tenido lugar en Washington. Precisó incluso que Roosevelt le había dicho que había preferido utilizar vías menos tradicionales para encaminar su proposición porque estimaba que era mejor así, pero que, una vez de acuerdo, los diplomáticos podrían encargarse de los detalles.

Mi marido hubiera querido dar continuidad a este proyecto de encuentro, aun a pesar de encontrarle cierto «perfume» de aventura a la americana. Sin embargo, dijo que no creía del todo en la sinceridad de Roosevelt, y que hubiera preferido entrevistarse con otro presidente americano. A sus ojos, Roosevelt, bajo apariencias de democracia, ejercía de hecho una verdadera dictadura. Por otro lado, siempre según Benito, cometía los mismos errores que su predecesor a propósito de Europa. Recuerdo que en 1919, cuando regresaba de un banquete ofrecido a Wilson, en Milán, al que había sido invitado como director de El Pueblo de Italia, Benito me había dicho que se había sentido muy decepcionado por el presidente de los Estados Unidos y por su política egoísta.

Por si fuera poco, esta invitación llegaba con un mes de retraso, puesto que Benito había vuelto, al final de septiembre, de un viaje triunfal de cinco días en Alemania y las relaciones con el Führer eran ahora demasiado estrechas como para volverle la espalda.

Sin embargo, si Roosevelt no hubiera atacado tan violentamente a Italia por su ayuda a Franco, si no hubiera situado en un mismo plano tres «azotes», es decir, el comunismo, el nazismo y el fascismo, rechazando así todo papel moderador de Mussolini, quizás se hubiera conseguido algo. Con mayor razón, puesto que Benito mantenía excelentes relaciones con la prensa americana y era muy apreciado en los Estados Unidos.

Un día, incluso mucho antes, en 1910, un semanario socialista le había pedido que se instalara en los Estados Unidos para dirigir la edición diaria del periódico. Estuvimos a punto de partir, pero Benito renunció al viaje porque yo esperaba a Edda. Tuvo miedo de que yo cayera enferma.

Estando en un campo de concentración al final de la guerra contaba a un oficial americano que mi marido había tenido la posibilidad de vivir en América.

—Os dais cuenta, excelencia; hubiéramos podido tener a Benito Mussolini como presidente —me había dicho entonces aquel oficial.

De hecho, Benito Mussolini ha tenido otras ocasiones de cambiar el curso de los acontecimientos, de modificar quizás la Historia. Pero a menudo, como ocurrió más tarde, su destino estuvo ligado a la suerte de las armas, al azar.

En cambio, en los tres casos que acabo de citar mi marido tenía todas las cartas en la mano; podía tomar su decisión sin depender de nadie.

Y en ese momento, el jefe de gobierno desapareció ante el hombre. Son las cualidades y defectos del hombre las que primaron sobre las consideraciones políticas.

Obrando así, Mussolini se habrá equivocado o no, yo no voy a entrar en juicios, pero he

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pensado que merecía la pena que se diera a conocer. Y si debiera referir otro acontecimiento en el que el hombre, en una hora particularmente

crucial de su vida, ha obrado en perfecta armonía consigo mismo, es decir, pensando primero en los demás, diría simplemente que el 25 de abril de 1945, tres días antes de su muerte, mi marido tuvo la posibilidad de salvarse refugiándose en España, y así quizás hubiera conocido un destino diferente al que fue el suyo.

Es Vittorio quien me ha contado esto varios años después de acabada la guerra. Y es él quien había concebido el proyecto al que no le faltaba más que un detalle, pero de importancia: la conformidad de su padre. El 25 abril Vittorio había tenido una larga entrevista con el general de aviación Bonomi. Le había expuesto su idea de hacer huir a su marido a España. El general Bonomi se había informado y le había asegurado que sobre el aeródromo de Ghedi, cerca de Brescia, había aparatos trimotores en estado de volar. Aseguraba que podía hacer partir a Benito a bordo de uno de ellos hasta España, pero que había que obrar rápidamente.

Benito se encontraba ese 25 de abril en Milán. Se había instalado en la prefectura y las reuniones se sucedían unas a otras para decidir el cambio a seguir. Volveré más tarde sobre esos acontecimientos; pero, por el momento, subrayaré, como me lo ha confirmado mi hijo, que mi marido mostraba la indiferencia más grande en cuanto a su propia suerte.

Vittorio llegó, pues, por la mañana al despacho de mi marido. Este se encontraba solo. Fuera, en el patio, en los pasillos, había un alboroto inaudito; a todo el mundo se le ocurría algo, todo el mundo buscaba una solución inencontrable. Benito preguntó a Vittorio qué quería. Mi hijo le expuso entonces su proyecto a toda velocidad, por puro temor a verse interrumpido. Le afirmó que una vez a salvo podía negociar, tratar con los aliados, ya que podía resultar un interlocutor válido y, así, ayudar a Italia a pasar este punto difícil. Intentó en fin, mostrarse tan convincente como le era posible, como cuando yo le había aconsejado que dimitiera durante el tiempo de gloria.

Benito le escuchó sin la más mínima reacción hasta el final. Cuando Vittorio hubo acabado, sonrió y, tendiendo los brazos hacia la puerta a través de la cual pasaban los murmullos, le preguntó:

—¿Tú crees que es la mejor solución? Muy bien. Entonces, ¿en que avión pondrás a todos esos fascistas que están fuera? ¿Y a los que se encuentran por todo el Norte?...

Y como quiera que había prometido nueve años atrás que seguiría en el poder porque pensaba que convenía a Italia, al final, fiel a sí mismo, en la hora en la que el destino le había marcado ya, creía que no debía abandonar a aquellos a los que había arrastrado con él. No creo que pensara nunca en heroísmo, pero —habíamos hablado de ello algunos días antes— él encontraba que su Romagna sencillamente lógica.

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2. MUSSOLINI OBTIENE MI MANO A PUNTA DE REVOLVER Cuando se supo que yo iba a escribir Mussolini sin máscara, tanto en Italia como en el

extranjero las reacciones fueron numerosas. Algunos han dicho y escrito que no dejaría de presentar a Mussolini bajo un aspecto favorable, intentar justificar sus errores, hacerle perdonar.

Esas gentes no me conocen. La prueba de mi reputación como particularmente objetiva y no marcada por la política la dio en 1945, cuando mi marido estaba ya muerto y yo en prisión, un partisano que vino a encontrarme y me dijo secretamente:

—Doña Raquel, no tenga inquietud ninguna. Hemos recibido órdenes formales de Moscú de no tocar ni uno solo de sus cabellos...

Mientras Benito estaba en el poder, no dudé en amenazarle con ir sola hasta la Plaza Venecia y empezar a gritar, bajo sus ventanas: «Abajo Mussolini», porque yo no admitía que se pudiera confiar en colaboradores de los cuales tenía las pruebas de su traición.

Ño, nunca he pretendido hacer perdonar a Mussolini, pues no veo qué es lo que hay que perdonarle. ¡Ha hecho la guerra! ¿Acaso es el único jefe de gobierno que la ha hecho? La única cosa que se le puede reprochar es haberla perdido. Pero sobre ese punto, que ciertos jefes militares de esta época, ministros, todavía vivos, hagan su examen de conciencia. Verán si en un momento dado no «pecaron» ¿Su alianza con Hitler? Que se saquen los archivos secretos y se verá si Mussolini no lo hizo todo para salvar la paz.

Así, pues, no pido perdón ni piedad, ni para él ni para mí. Se ha dicho que yo era una pobre mujer abandonada, engañada, sumisa y resignada. A los ochenta y tres años puedo afirmar que no he sido nada de todas esas cosas. He llevado la vida que he querido, nunca estuve sometida o resignada. Incluso he sido la esposa mejor informada de Italia. Más al corriente que ciertas policías oficiales, gracias a mis servicios particulares de información. En cuanto a las conquistas femeninas de mi marido, era problema mío. Reconozco que tres de ellas me han hecho daño: Ida Dalser, Margarita Sarfati y Clara Petacci. Pero ¿qué hombre no ha engañado un día u otro a su esposa? Mussolini era el Duce. Era lógico que se le prestara aún mayor atención...

Pero si me dejara llevar por un acceso de orgullo, diría que de todas las mujeres que ha tenido Benito en sus brazos soy la única que le ha conocido realmente. La única que puede hablar de «Mussolini sin máscara», porque yo le he descubierto a la edad de siete años.

Fue en 1900. Yo tenía diez años y Benito diecisiete. Era el mayor de los tres hijos de la familia Mussolini. En la misma medida en que su madre, mi maestra, Rosa Maltoni, era dulce y discreta, su padre, Alejandro Mussolini, era un personaje célebre en la Romagne e incluso en el extranjero. La familia Mussolini vivía en Dovia, una aldea dependiente de la comuna de Predappio, en plena Romagna, en donde Alejandro tenía una herrería. Sin embargo, era sobre todo como socialista revolucionario como era conocido Alejandro, y el relato de sus hazañas alimentaba las veladas de la campiña romagna. Se contaba, por ejemplo, que no había nadie como él para saquear los despachos electorales, y que era el terror de los guardias reales, quienes, por su parte, no perdían ocasión de conducirle a prisión, bien encadenado y escoltado por guardias a caballo. Desde su más tierna infancia, Benito había empezado a dar preocupaciones a su madre: habló muy tarde.

Un día lo hizo examinar por el médico, quien la tranquilizó en seguida: —No se preocupe. Hablará e incluso demasiado. Alejandro había educado a su hijo de manera dura, no vacilando en unir el gesto a la palabra

cuando quería convencerle. Y Benito descubrió las realidades de la vida tanto en la forja como escuchando las conversaciones de su padre, de las que no comprendía gran cosa todavía.

Al mismo tiempo que le inculcaba desde una temprana edad los rudimentos de la revolución socialista —incluso le habían dado los nombre de Benito, Amílcar, Andrea, en memoria de los héroes revolucionarios el mejicano Benito Juárez y los italianos Amílcar Cipriano y Andrea Costa—, Alejandro no quería hacer de él un palurdo. Benito fue, pues, enviado a la escuela primaria de Predappio, en la que dejó recuerdos' indelebles sobre la cara de sus cornpañeros que no querían aceptarle.

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Después, a los nueve años, sus padres le ingresaron interno en Faenza, con los padres salesianos. Allí, según lo que me contó más tarde mi marido, el resultado fue deplorable, pues no admitió ser colocado, en el refectorio, en la parte correspondiente a la clase inferior, la de 30 liras, mientras que había otra reservada a la clase media, a 45 liras, y la primera para los nobles, a 60 liras.

Su temperamento de luchador no hizo más que afirmarse. Por cada golpe devolvía dos, y el director del colegio se vio obligado a enviarle a su casa.

En octubre de 1895 tuvo una nueva experiencia, esta vez en la Escuela Normal Real de Forlimpopoli. Allí todo fue bien, a excepción de algunas extravagancias. En el transcurso de los últimos años en la Escuela Normal Superior comenzó a mantener algunas reuniones políticas con cierto éxito. Escribió incluso a los diecisiete años artículos para periódicos de Forli y de Rávena. Como también tenía una buena voz, el director le encargó un día que hablara en el teatro municipal con ocasión de la conmemoración de la obra de Verdi. Ante la sorpresa general, pronunció un discurso sobre la situación social de la época y Avanti, el periódico socialista, que dirigiría doce o trece años más tarde, le consagró algunas líneas.

En cuanto a mí, yo estaba en esta época en el segundo año de la escuela primaria, en Dovia. Aunque la tierra fuera soleada y fértil, los campesinos romagnos se rebelaban sin cesar contra el orden establecido, es decir, entre otros, la realeza y la Iglesia; y no era extraño ver a un conductor de tren detener un convoy en el momento en que veía montar a un sacerdote. En conjunto, a excepción de los grandes propietarios de tierras, los campesinos no eran ricos. Mis padres trabajaban en uno de esos grandes dominios cuyas tierras, cortadas a pico, se extendían desde Salto, donde vivíamos, hasta las primeras casas de Predappio Alto. Eramos cinco hermanas en la familia, tan vivarachas unas como las otras. Yo era, creo, la más despierta de todas. Pequeñita, con cabellos de un rubio muy pálido y pequeños ojos azules, vivos y maliciosos. Me llamaban «la sin miedo». No tenía igual en cuestión de subir a los árboles o atrapar pajarillos.

Pero cuando llegó la vuelta a la escuela, la única de todas que decidió ir a clase fui yo. Quería aprender, instruirme, saberlo todo. Mis padres, que hubieran preferido guardarme con ellos, debieron ceder ante mi obstinación y mis llantos. Ni los ocho kilómetros que debía hacer cada día para ir a la escuela me echaron atrás.

Como quiera que Rosa Maltoni, su madre, que era mi maestra, estuviera un día enferma, Benito vino a reemplazarla. Desde el primer día me vio. No por las mismas razones que le impulsaron diez años más tarde a amenazarme con tirarse bajo un tranvía, sino porque yo era insoportable en clase y no cesaba de agitarme: un verdadero rabo de lagartija. Estando ocupada en hacer no sé qué diablura, no vi venir el regletazo sobre mis dedos. Setenta y cinco años más tarde, si ya no siento el dolor, sí recuerdo que me hizo daño. Dudando entre las lágrimas y la cólera, me llevé la mano a la boca, y fue en ese momento cuando reclamaron mi atención dos ojos negros, inmensos, profundos, de los que emanaba una tal voluntad que, sin comprender lo que me decía el maestro, me calmé de inmediato. Acto seguido encontré un adjetivo para esos ojos: eran fosforescentes.

Después de esta demostración de fuerza, perdí de vista a Benito durante cerca de nueve años. Sin embargo, oí siempre hablar de Mussolini. Era de su padre de quien se trataba, y a la larga, una especie de aureola envolvió en mi espíritu el nombre de Mussolini.

En 1903, mi padre murió bruscamente. Entonces conocimos la miseria y tuvimos, mi madre, mis dos hermanas y yo que mudarnos a Forli. No teníamos ni un real. La familia se dispersó: mi madre se hizo contratar como criada y nosotras fuimos colocadas en casas de patronos.

A los ocho años ganaba mi primer sueldo: tres liras por mes. Pero fue un calvario. Mis patrones, comerciantes de frutos, eran odiosos. Me habían dado, a manera de cama, un saco de paja, viejo y desfondado, tirado en un cuartito en el que se guardaban las botellas de vino por causa de su humedad.

Antes que yo, había dormido sobre ese saco una joven tuberculosa. Pero lo que más me apenó era ver a los demás niños de la familia, alrededor de una misma mesa, comiendo en medio del regocijo general, mientras que yo era rechazada a un terrazo, con un plato roto y una cuchara de latón: no era más que la criada. Con lágrimas contenidas a menudo, descubrí, siendo aún

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niña, la injusticia social. Después de los comerciantes de legumbres, que abandoné con gusto, tuve por patrono un

profesor de esgrima. Su hija y yo nos divertíamos mucho siguiendo las sesiones, y en más de una ocasión, con bastones, habíamos intentado hacer de «mosqueteros». Sin embargo, tuve que marcharme en seguida, pues su mujer, de costumbres ligeras, daba, ella también, lecciones particulares.

Mis nuevos amos, los Chiedini, fueron los mejores. Incluso sin dejar de ser unos «conservadores», como llamábamos a los ricos en la Romagna, se mostraban muy amables y me trataban bien.

El futuro me parecía entonces menos sombrío. Mi madre había finalmente encontrado un empleo estable en el pequeño caserío de Alejandro Mussolini, que había abandonado > -su anterior oficio de herrero después de la muerte de su mujer en 1905. Además, yo tenía dieciséis años y a esta edad se tiene tendencia a ver la vida de color de rosa, tanto más cuanto que yo era bonita y que los cumplidos no me faltaban. Tenía demasiado sentido común como para perder la cabeza, pero me gustaba.

Incluso fui pedida en matrimonio por un guapo joven, hijo de un vecino de los Chiedini. De paso por sus tierras, me juró que haría mi felicidad si aceptaba casarme con él.

Para convencerme añadió que yo era demasiado hermosa para ser criada; debía ser princesa. Yo en las viñas y él a caballo, esperaba que me izara hasta él, pero no lo hizo. Entonces rechacé su mano.

Días más tarde una gitana me hizo una extraña predicción —que ya he evocado— que quedó impresa en mi memoria. Se la recordaría a Benito, aunque mucho más tarde, cuando le pedí que dimitiera. Viendo mi emoción, ella me había puesto una piedrecita en la mano y había añadido: «Guárdala, y dame un saco de harina» No pude por menos que dárselo. Se lo di y me hice tirar de las orejas por mis patrones... Pero me daba igual: había sido casi princesa y un día sería la igual de la reina...

Estábamos en 1908. Un domingo, al salir de la iglesia de Forli, con la pequeña de mis señores, oí que me llamaban. Era Benito Mussplini. Llevaba bigote y barbita, un traje negro raído, una corbata y un sombrero igualmente negro, calado sobre la cabeza. De sus bolsillos sobresalían los periódicos.

Pero me fijé sobre todo en sus ojos, todavía más grandes, me pareció, pero con los mismos fulgores atravesándolos. Para ser el orador que llegaría a ser más tarde, la entrada en materia no fue muy original que digamos: «Hola, Chiletta —era el diminutivo de Raquel—, has crecido. Ya eres una señorita.» Debí responder con no importa qué otra memez del mismo género. Pero yo, al menos, tenía la excusa de estar turbada por su mirada.

Hacía un buen día; la plaza del Domo estaba inundada de sol; caminábamos. Estaba muy contenta de ver cómo las gentes saludaban a Benito con una cierta deferencia. Tenía la impresión que este respeto resbalaba un poco sobre mí. Benito me acompañó hasta la casa de los Chiedini. Me guardé muy bien de hablarles de este encuentro, pues recordaba la satisfacción que había mostrado M. Chiedini algunos días antes describiendo la detención —una entre otras muchas— de Benito Mussolini, las manos esposadas, escoltado por guardias a caballo.

—¿Por qué no vienes nunca a ver a tu madre en el caserío de mi padre? —me dijo Benito antes de marcharse.

—Porque los Chiedini me prohiben frecuentar la casa de un revolucionario. Pero voy a pedir la autorización a la señora Chiedini —le respondí.

Nos vimos varios domingos después de esto; nuestras relaciones se hacían cada vez más íntimas. No es que Benito hiciera prueba de un romanticismo exagerado, pero su sola presencia me bastaba. íbamos a pasearmos por el campo, caminando largo tiempo en silencio. De vez en cuando daba un puntapié a una piedra, como para librarse de una idea o de un adversario. Después, tomándome de las manos, Benito ponía sus ojos en los míos y me decía:

—Raquel, acabaremos por echar fuera a esos burgueses, esos ricos que viven en la molicie y en la indolencia de sus tierras, sin ni siquiera darse el trabajo de cultivarlas...

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Yo escuchaba ya medio revolucionaria, pero inquieta aún ante semejante ardor. —Te meterán en la cárcel, Benito; lo han hecho en otras ocasiones. —¿Y qué? —respondía—. No me da vergüenza ir a la cárcel por semejantes motivos. Me

sentiría orgulloso. No he matado ni robado. Un domingo, la señora Chiedini me dio permiso para ir al caserío de los Mussolini. Pasé allí la

mañana entera, ayudé a la mesa y, después de comer, Benito y yo fuimos a bailar antes de que yo regresara a la granja. ¡Qué bien bailaba!

—¿Por qué sigues en casa de los Chiedini? ^-me dijo al dejarme—. Tu sitio no está allí, sino entre tu madre y mi padre. Escucha, Raquel; dentro de ocho días me voy a Trento. Voy a trabajar en el periódico de Cesare Battisti. Me gustaría que te instalaras en el caserío antes de mi marcha.

—Ya veré —le respondí. Pero ya estaba todo visto. Tres días más tarde llamaba a la puerta del restaurante. Alejandro

Mussolini tenía una nueva criada. No se arrepintió, pues muy pronto los clientes no quisieron ser servidos más que por la «rubita».

El día antes de la marcha de Benito para Trento su padre abrió algunas botellas de vino para celebrar el acontecimiento. Benito tocó el violín y nosotros danzamos. Descubrí con este motivo que era un excelente músico.

Cuando se hubieron ido los amigos, me cogió aparte y me dijo: —Cuando vuelva nos casaremos, Raquel. Esto no era una petición, un proyecto o idea para el que solicitaba acuerdo; era una decisión

tomada por los dos. No era cuestión de responder nada: en su ánimo estaba ya hecho. Pero id a pedir a una jovencita de dieciséis años que espere. «Habla, habla —me dije—. De momento tú te vas, después ya veremos...» Y en cuanto apoyé la cabeza sobre la almohada, ya ni me acordaba de estos proyectos matrimoniales.

Los aspirantes reanudaron su ballet a mi alrededor, mientras que, más despreocupada que nunca, me consagraba al albergue de Alejandro Mussolini. Sobresalía, según me decían, en servir con destreza inmensos platos de pescado del Adriático. Una vez más fui pedida en matrimonio: por un joven matemático de Rávena, un tal Oliveri, creo. Era la tercera proposición de este género en algunos meses, después de las del hijo del terrateniente y de Mussolini. Rechacé, con gran fastidio de mi madre y sobre todo de Alejandro Mussolini, que se había dado cuenta de que yo tenía una inclinación marcada por su hijo. Tanto más preocupado por mis disposiciones sentimentales cuanto que conocía bien a Benito, habiéndole formado políticamente, y sabía que yo no sería feliz.

Dos meses más tarde, una postal llegó de Trento. Bajo la firma, Benito había añadido para su padre: «Transmite mi mejor recuerdo para Raquel y recuérdale que no olvide lo que le he dicho.» ¡Era pertinaz en las ideas! El mismo Alejandro me desaconsejó de esperar.

—Mi propia mujer ha sido ya una víctima de la política —me confesó—. Benito no Nte hará feliz, Raquel; no le esperes. En cuanto encuentres tu media naranja, no lo dudes más.

Yo me acordaba de Rosa Maltoni y de sus ojos llenos de lágrimas cuando su marido había sido aherrojado en prisión. Semejante vida no me atraía, pero no llegaba a decidirme.

Ocho meses después de su partida, Mussolini volvió a Forli, expulsado de Trento por las autoridades austríacas, nos dijo, por haber querido despertar el nacionalismo italiano y escrito, en un violento artículo publicado en El Popolo, el diario de Cesare Battisti, que la frontera italiana no se detenía en Ala, una pequeña ciudad situada en los confínes de Austria y de Italia. Nos contó, muy orgulloso, que los socialistas trentinos habían desencadenado una huelga general para protestar contra su expulsión.

Había conservado el bigote, pero había perdido la barbita. Llevaba, como siempre, los bolsillos llenos de periódicos, y su eterno violín bajo el brazo. La fama que se había ganado en Trento le había seguido a Forli. Fue inmediatamente nombrado secretario de la federación local del partido socialista.

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Paralelamente a sus actividades políticas, Benito emprendió el poner orden a su vida íntima. Primero hizo cuenta nueva; habiéndose enterado de que yo tenía un amigo, me obligó a quemar todas las cartas. Aún más, en una nota muy seca le instó a dejarme en paz, porque él, Benito, había ocupado su lugar.

Todo esto no me llenaba de alegría, precisamente. La verdad era que sentía una inclinación clara hacia Benito, pero de ahí a encontrarme bajo secuestro... Reaccioné comenzando en principio por rechazar el casarme con Mussolini. El único argumento que yo tenía era la política. Le repetía sin cesar que no aceptaría nunca por marido a un hombre que repartía su tiempo entre manifestaciones y estancias en la cárcel.

—Chiletta tiene razón —rezongaba Alejandro, su padre—. Déjala tranquila. No son precisamente mujeres lo que falta.

De momento, yo estaba internada en el albergue. Ni hablar de ir a bailar —cosa que no me gustaba— ni de atender a los clientes —lo que me atraía aún menos—, porque estaba condenada a quedarme en mi habitación. En cuanto a Benito, no dudaba en reemplazarme en la sala del restaurante antes de irse a dormir a la habitación que ocupaba en Forli, pues él no vivía con sus padres.

Lavaba los platos y servía a los clientes. Estos no se sentían muy felices que digamos: una rubita es más agradable de ver que un señor con bigotes, pero lo que perdían en gracia conmigo lo ganaban en música con Benito, que les tocaba el violín en el salón. En su cocina, su padre se quejaba:

—¡Qué lástima! ¡Un «profesor» que atiende a un restaurante ! Pero el tal «profesor» no tenía remedio. —Ningún oficio es despreciable —le respondía él. Su temperamento acaparador le hubiera empujado a hacer no importa qué por aislarme de la

gente. Los acontecimientos se precipitaron a causa de un baile. Era durante el otoño de 1909.

Alejandro me dijo una tarde: —Benito anima una reunión socialista. ¿Quieres venir conmigo? Le oiremos y después te

llevaré a bailar. Me sentía muy tentada, pero inquieta también, pues de un solo golpe iba a infringir dos

prohibiciones de Benito: ir al baile y asistir a una reunión política. El pretendía que mi presencia le paralizaba.

—No puedo seguir hablando cuando sé que estás ahí —me había explicado un día. Acepté, sin embargo, la invitación y conseguimos escuchar a Mussolini sin hacernos ver.

Estaba orgullosa de oír a los socialistas aplaudirle y gritar «¡Viva Benito!», «¡Viva Muslén!» Llegamos al salón de baile en el mismo momento en que «Bandeira Rosa» (Bandera Roja), el

himno socialista, abría la sesión de la tarde. La primera melodía era un vals; un joven me invitó rápidamente. Y ahí sobrevino la catástrofe. Apenas habíamos esbozado algunos pasos, fui a dar de bruces contra Benito. Me fulminó con la mirada. Con un gesto rabioso me arrancó de los brazos de mi pareja. Me tomó en los suyos y me hizo terminar el vals de una forma endiablada, comiéndome con los ojos. Después me arrastró fuera, llamó a un cochero y regresamos al albergue de su padre. Este, por otra parte, no se había dado cuenta de nada y no tuvo ni siquiera el tiempo de intervenir. Durante el regreso, ni una sola palabra. Yo trataba de hacerme diminuta en mi rincón, y él no cesaba de martirizarme el brazo. Uno de sus amigos, el abogado Gino Giommi, que iba con nosotros en el coche, intentó calmarle un poco, pero le hizo callar ásperamente.

Una vez ya en el albergue fue el gran número* Benito reprochó a mi madre y a su padre, que se había reunido con nosotros ya, el haberme dejado ir al baile y no quiso oír ninguna explicación. Desde hacía algunas semanas ya había cambiado de método y había pasado de las escenas de persuasión por la simpatía y la suavidad a las amenazas con bravatas del género de: «Si no quieres saber de mí, me tiro bajo un tranvía.» O «Si me rechazas, te arrastro conmigo bajo las

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ruedas de un tranvía.» Esta vez mi madre, mujer dulce y paciente, decidió intervenir. Estábamos en la cocina y, recuerdo que yo estaba cerca de mi madre, a un lado de la mesa.

Benito estaba sentado frente a nosotras del otro lado. —Se lo advierto; Raquel aún es menor de edad. Si no la deja tranquila, presentaré una

denuncia, y será usted encarcelado —dijo mi madre. —Bien —respondió Benito, y salió. Volvió instantes más tarde, puso el revólver de su padre bajo las narices de mi madre y dejó

caer fríamente: —Pues yo también la prevengo. ¿Ve usted este revólver, señora Guidi? Guarda seis balas. Si

Raquel me rechaza todavía, habrá una bala para ella y cinco para mí. ¡Escoja! En dos minutos se decidió todo: yo acepté prometerme a Benito. Y debo decir que era feliz,

pues desde que tenía diez años creo que estaba enamorada de él. Simplemente me hacía falta un pequeño empujón para superar mis indecisiones.

Visto lo cual, Benito nos dejó y regresó a la habitación que tenía en el centro de Forli. Pero desde el día siguiente volvió al albergue y nos anunció su decisión: me exiliaba en casa de mi hermana Pina, en Villa Carpena, a ocho kilómetros de Forli aproximadamente, con orden de no moverme.

Venía a verme cada noche. Los dieciséis kilómetros que se hacía, unas veces a pie y otras en bicicleta, le permitían meditar, me decía.

Cuando llegaba, sacaba de sus bolsillos un paquete de diarios y hojas emborronadas con su escritura nerviosa. Después de haber leído los artículos del día siguiente al suegro de mi hermana, «Chinchín», un simpático campesino romagno, salíamos a pasear por el campo.

Desde luego que nos cogíamos de la mano y nos besábamos, pero estábamos lejos de ser los enamorados traspuestos que se miran a los ojos durante horas, o esos otros que ruedan por la hierba, como yo misma vi hacerlo el otro día, no lejos de mi casa. Y además, aunque hubiéramos querido, no hubiéramos podido hacerlo, porque estábamos en diciembre. Hacía frío y verdaderas trombas de agua caían del cielo.

Dotado de un temperamento muy práctico, Benito se dio cuenta rápidamente de que esta situación no podía durar. Así, una tarde de enero de 1910 vino más temprano que de costumbre. A mi hermana Pina, que salió a recibirle, le anunció tranquilamente:

—He encontrado un apartamento para Raquel. Quiero que venga a vivir conmigo y que sea la madre de mis hijos... Dile que aligere porque tengo otras cosas que hacer...

Y mientras que Pina toda llorosa subía a mi habitación a anunciarme la catástrofe, Benito, bien seguro de sí, esperaba pacientemente leyendo al suegro de mi hermana el artículo que publicaría al día siguiente. En cuestión de cinco minutos tomé una decisión.

—Vamos allá —dije. Mi ajuar era un pobre hatillo que contenía un par de zapatos viejos de hacía tres años, dos

pañuelos, una camisa, un delantal y tres reales. Bajo una lluvia de diluvio recorrimos los ocho kilómetros a pie, por supuesto, y los perros nos acompañaron ladrando como reprochándonos por lo que hacíamos.

En Forli, Benito me había preparado una agradable sorpresa: había reservado dos habitaciones comunicantes en el mejor hotel, y al recepcionista le lanzó en gran señor:

—Que preparen un baño para la señora. —Creí que ya lo había tomado —respondió éste, recogiendo el agua del charco que se

extendía a mis pies. Al día siguiente, Benito me llevó ante un viejo inmueble de la vía Merenda, en Forli, que en

otro tiempo había debido ser hermoso. —Es ahí —me dijo.

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Nuestro apartamento se encontraba en el último piso, al fondo de un oscuro pasillo. Para llegar a él, había que subir por una escalera tan estrecha que difícilmente pude pasar cuando estuve embarazada de Edda, nuestro primer hijo, meses más tarde.

Benito había ya puesto algunos muebles: una cama, una mesa, dos sillas y un hornillo de carbón. Me procuré el resto en casa de mi madre, y así empezamos nuestros treinta y seis años de vida en común.

Debo precisar antes de nada que no fuimos de inmediato y ante los ojos de la ley el señor y la señora Mussolini. Oficialmente, no estábamos unidos por los lazos del matrimonio, pues la doctrina socialista prohibía en aquella época el conformarse a las reglas establecidas y a las costumbres «burguesas». Todo miembro del partido socialista que se casaba civil o religiosamente era muy mal visto. Benito y yo no pasamos ni ante el señor alcalde ni ante el cura párroco. No lo hicimos hasta mucho más tarde, por causa de los acontecimientos. El matrimonio civil tuvo lugar al cabo de cinco años de vida común, en 1915, porque una amante vindicativa de Benito, Ida Dalser, se hacía pasar por mí y me causaba desaires. Esperamos quince años para la ceremonia religiosa, que tuvo lugar el 29 diciembre de 1925 en Milán, esta vez, para dar gusto al Papa Pío XI. Y no hicimos nuestro viaje de novios hasta veinte años más tarde.

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3. ME PROHIBE DAR A LUZ EN SU AUSENCIA Durante el tiempo que estuvo en el poder, Benito probó apenas los vasos de vino que se

hallaban ante él. A veces humedecía los labios, pues hubiera sido inconcebible que el jefe de gobierno de un país que producía vino no apreciara la bebida nacional. Así nació la leyenda de la sobriedad del Duce. Era sobrio, es cierto, pero lo que se conoce menos es que esta cualidad, hecha célebre, tuvo por origen un episodio que todas las familias han conocido por lo menos una vez: una borrachera memorable.

Era en 1911. Vivíamos juntos desde hacía un año y no éramos ricos. Disponíamos de ciento veinte liras al mes que ganaba Benito como secretario de la federación local del partido socialista y después como responsable del semanario del partido Lotta di Classe, que había creado en enero del mismo año. De su retribución daba veinte liras al partido y me devolvía íntegramente el resto. Después de haber separado quince para el alquiler, no nos quedaba gran cosa para vivir.

Nuestros bienes se limitaban a algunos muebles que él había comprado, y Benito tenía por todo guardarropa un traje negro que yo le conocía desde hacía dos años, un sombrero de ala ancha a la usanza romagna y una corbata negra muy raída, dos camisas que perdían su blancura con el paso de los años y un par de zapatos. En cuanto a mí, poseía lo que había llevado conmigo en mi hatillo.

Desde los primeros días Benito había adquirido costumbres fijas. Por la mañana se levantaba temprano, se lavaba, se afeitaba, tomaba su desayuno —café con leche y pan— y salía. Todo ello le ocupaba apenas de quince a veinte minutos. Una vez fuera hacía una primera parada en el quiosco de periódicos que se encontraba en la plaza Saffi. A velocidad de vértigo recorría los artículos de todos los periódicos. El dueño del quiosco no le hacía pagar, no solamente porque le conocía, sino porque cada mañana contemplaba este maratón. Acto seguido, Benito se trasladaba a la sede del diario, o mantenía largas conversaciones, con abundante gesticulación, en la misma plaza.

Hacia mediodía, volvía para comer, cosa que despachaba en pocos minutos. Un diario apoyado contra una botella, lo leía entero mientras comía; pero pronto perdió esta costumbre. Benito no prestaba atención a lo que tenía en su plato: «tagliatelli» —pastas anchas como se hacen en la Romagna—, verduras que le gustaban mucho, y fruta. Cuando le animaba a comer más, me respondía que en su niñez no le habían acostumbrado a hacer grandes comidas.

—En casa tejíamos sopa para comer y achicoria por las noches, durante la semana. Y el domingo mi madre hacía un caldo con una libra de carne para cinco: mi padre, mi madre, mi hermano Arnaldo, mi hermana Eduvigis y yo.

A veces, por la tarde, escribía sus artículos en casa. Con una escritura fina y rápida, llenaba hojas y hojas de papel. Cuando ciertos trozos no le gustaban, arrugaba bruscamente la página y la tiraba al suelo, o bien se levantaba y recorría la habitación hasta que le volvía la inspiración.

Por la noche, su cuartel general se desplazaba al «Macaron», el principal café de Forli, en la esquina del inmueble Serrughi, en la plaza Aurelio Saffí. Allí se reunían los socialistas, los amigos de mi marido, y a veces también la policía, que se dejaba caer para hacer pesquisas o detencio-nes. A menudo venían jóvenes a pedirle ayuda para sus deberes de clase, pues a los ojos de todos había quedado como «el profesor». Tenía un diploma de maestro y otro de francés. Benito se instalaba entonces ante una mesa, cogía un lápiz y, sobre el mismo mármol, anotaba las explicaciones. Luego, cuando la superficie de la mesa estaba repleta de trazos, cambiaba de mesa para seguir.

Estas reuniones terminaban muy entrada la noche, sobre todo los lunes y viernes. En el curso de esos dos días de feria, la tensión subía, y no era raro ver a los carabineros cargar a caballo y porra en mano, pues Benito disponía de un auditorio importante e improvisaba discursos que enardecían a los campesinos venidos de las comunas vecinas. Yo le veía regresar con las ropas destrozadas, manchado de barro, con hematomas por todas partes. Resplandecía de felicidad.

—jCómo nos hemos puesto, Raquel!— exclamaba. Cuando no era con las fuerzas del orden, los encontronazos tenían lugar contra los miembros

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del partido republicano o incluso entre socialistas de otras ciudades, pues las federaciones del partido socialista de las otras ciudades, más moderadas, no apreciaban las posiciones extremistas de Benito, que quería abolirlo todo: la monarquía, la Iglesia y el orden establecido. Los dos años que vivimos en Forli fueron fértiles en acontecimientos, y no sentí pasar el tiempo. No contaba las horas más que durante la noche, cuando, aguzando el oído trataba de percibir el ruido de sus pasos el sonido de su voz. Estaba convencida de que acabarían trayéndomelo ensangrentado o que no volvería a verle.

Es justamente lo que creí una noche: le había esperado hasta el alba. La cabeza entre las manos, yo sollozaba, segura de que ya estaría en la cárcel o en la «morgue», cuando oí un estrépito en la escalera. Temblando abrí la puerta y vi el espectáculo: dos desconocidos sostenían a mi marido, pálido, los ojos extraviados.

—No se inquiete, señora, no es nada. Ha hablado mucho esta noche y sin darse cuenta la bebido una cantidad increíble de vasos de café y coñac.

Dicho esto, me lo entregaron y volvieron a partir. Intenté desnudar a Benito, cuya mirada vacía se posaba sobre mí sin reconocerme. Y de golpe fue el estallido. Se puso a destrozarlo todo como un loco: los muebles, la escasa vajilla..., hasta el espejo. Asustada, desperté a una vecina y llamamos al médico, el doctor Boffondi, cuyo hijo fue, hacia 1940, prefecto de Forli (todavía lo era en 1943 cuando mi marido fue detenido). Este nos ayudó a atarle sobre la cama y poco a poco se calmó. Por la tarde, cuando se despertó, estaba asustado. Benito no quería creer lo que le había ocurrido.

—¡Mira! —le grité, empujando hacia él un montón de escombros—. Lo has roto todo. Me costará una fortuna comprarlo otra vez.

El no decía nada; miraba fijamente los trozos de madera, de vidrio y de porcelana. —Métete bien en la cabeza una cosa —concluí—. Nunca aceptaré tener un alcohólico por

marido. He tenido ya una tía que bebía, cuando era niña, y ya he sufrido bastante. Yo sé que tienes grandes cualidades y estoy incluso dispuesta a pasar por alto el asunto de otras mujeres, pero si vuelves a regresar una vez más en este estado, te mato.

Benito me escuchó sin despegar los labios. Finalmente, me cogió la mano y me llevó hasta la cama, en la que Edda, que tenía apenas un año, dormía.

—Te juro sobre su cabeza que no volverá ocurrir. Sabía que respetaría su juramento, puesto que Edda lo era todo para él. La mecía, la miraba

dormir durante horas y a veces, para despertarla, tocaba el violín sobre su cama. Y de hecho, salvo en algunas ocasiones en las que debió mojar los labios en un vaso de vino

porque no podía hacer de otra manera, Benito no volvió jamás a beber alcohol. Esa noche memorable fue el origen de la legendaria sobriedad del Duce.

El efecto que mi marido ha manifestado siempre por los niños admiró incluso a su propio padre, que nunca hubiera creído que su hijo se sentiría un día animado por semejantes sentimientos.

Con Edda, la primogénita, era terrible. Cuando nació, quiso comprar él mismo su camita, mientras que habitual-mente no se ocupaba tanto de los problemas domésticos. Y una vez que la hubo pagado, quiso llevarla a hombros. Por la noche, como todos los bebés, Edda se despertaba a veces y lloraba. Entonces fuera cual fuera la hora, cogía su violín y tocaba. No se detenía hasta que ella volvía a dormirse.

Más tarde, desde que tuvo apenas tres años, la llevaba con él incluso hasta en el periódico, lo que hizo que ya a los cuatro años ella conociera el alfabeto y escribiera, muy orgullosa, con un trozo de tiza en el suelo de la cocina. Benito, no menos orgulloso, no quería borrarlo...

En esta época también a Benito se le había metido en la cabeza que los cabellos cortados al rape volvían a crecer con más fuerza y más hermosos. Hizo cortar los de Edda. Pero desde la primera noche fue la catástrofe, pues la pequeña tenía la costumbre de retorcer una mecha de sus cabellos alrededor de un dedo en el momento de ir a dormirse. A falta de mecha, se acabó el sueño, y más llantos. Ni el violín hizo efecto. Entonces, tan práctico como siempre, Benito compró

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al día siguiente una madeja de hilo de lino. Los desentramó y los ató a la cama, tras de su cabeza. Así, cuando ella tenía sueño, no tenía más que coger la pelota de lino.

Después, cuando nació Vittorio, fue la misma vida en Milán. Los vecinos tenían concierto cada vez que se despertaba por la noche.

A propósito de nacimiento, cuando fueron ya mayores, mis hijos se divertían comparando las fechas en que habían nacido; excepto Bruno, nacido un 22 de abril, todos habían visto la luz en septiembre: Edda, Vittorio, Romano y Ana María. Y cada vez que volvían a hablar de ello me ganaba la misma pregunta insidiosa que me sacaba fuera de mí:

—Mamá, di, ¿no es verdad que somos los hijos de la Navidad? Para Edda y Vittorio fue la fiesta, pero para Bruno fue peor. Vivíamos en Milán y Benito dirigía

El Pueblo de Italia, un diario de su creación que se vendía muy bien. El 22 de abril de 1918, Benito debía ir a Genova. Antes de coger el tren me dijo, poniendo cara de enfado:

—Espero que no aproveches mi ausencia para dar a luz al pequeño (pues en su ánimo se trataba ya de un niño). Estoy harto de ser el último que se entera del nacimiento de mis hijos, como ocurrió con Vittorio.

—No te preocupes, puedes irte tranquilo —le respondí, mientras fregaba el suelo de la casa—. Estarás presente cuando nazca.

La misma noche, al recibirle en la estación, Morgagni, que era el administrador de El Pueblo de Italia, le dijo con una gran sonrisa:

—¡Es un niño! Raquel está bien. Benito saltó a un taxi, trepó por la escalera a toda velocidad y antes incluso de mirar a la

criatura, me dijo severamente,: —Te dije que me esperases. ¿Por qué no lo has hecho? Los hombres son así. Quieren ser los dueños las veinticuatro horas del día. Para participar en este nacimiento quiso a toda costa reemplazar a mi madre en los días

siguientes y hacerme la comida. Desde la alcoba, que comunicaba con la cocina, yo le daba consejos, pero rápidamente me di cuenta de que era inútil: Benito había quemado todos los utensilios y no podía incluso ni cocer un huevo. Por otra parte, en dos días había gastado todo el dinero que guardaba para el mes. Así que al cabo de cuarenta y ocho horas me levanté para impedir mayores pérdidas.

Poco más de nueve años más tarde —para el nacimiento de Romano, el 26 septiembre de 1927— rozamos la catástrofe. Paso por alto las precauciones que rodearon este parto, pues yo era esta vez la esposa del jefe de gobierno. Se me impuso una comadrona y un ginecólogo célebre que me sacaba de quicio con sus nuevos métodos recordándome que yo era la mujer del Duce, hasta el punto de que un día estallé:

—¿Sabe usted? Cuando una mujer trae al mundo una criatura, los dolores no son distintos según la categoría social. Una mujer de origen modesto o una reina los sienten igual.

Un día, pues, mi marido, que estaba en Roma, fue informado de que yo estaba a punto de dar a luz. Como él estaba seguro una vez más de que sería un niño, dejó publicar la información por la agencia de prensa Stefani, según la cual yo había traído al mundo un niño, al que se le había dado el nombre de Romano, en honor de Roma. Pero llegando a Villa Carpena, donde vivo actualmente, hacia las diecisiete horas, después de un viaje ultrarrápido en coche, Benito descubrió con estupor que yo no había alumbrado todavía.

—Entonces, ¿qué vamos a hacer? —me dijo—. La agencia Stefani ha anunciado ya el nacimiento con todos los detalles.

—¿Y yo qué quieres que haga? Vete a dormir —le dije—. Ya te avisaré. ¡No estaba orgulloso precisamente! Hacia medianoche, Ciña, nuestra ama de llaves, llamó a su puerta: —¡Duce, ya está! ¡Es un niño!

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Mi marido se puso una camisa al revés y se lanzó hacia la habitación. Cogió al niño en sus brazos, me besó y después se puso a gritar, él que hablaba siempre suavemente:

—¡Bien, Raquel! ¡Muy bien! ¡Esta vez has hecho lo que yo quería! Nunca supe si estuvo más feliz por haber tenido un niño o por haber tenido la confirmación de

la información difundida demasiado pronto por el mundo. Para el nacimiento de mi último hijo, Ana María, el 3 de septiembre de 1929 —otro hijo de la

Navidad— nos llevamos sorpresa los dos, Benito y yo. Escarmentada por la experiencia de Romano, le dije que el parto estaba previsto para más tarde que para la fecha real. Así, sin el ginecólogo, que había suplicado que apareciera su nombre en el comunicado de prensa, sin la comadrona, que había pedido lo mismo porque estimaba que debía ser así después de haber participado en el alumbramiento, me hice todo el trabajo yo sola, y después llamé a Benito a Roma:

—Ha nacido ya —le dije tranquilamente. —¿Quién? —Pues la pequeña. —¿Qué pequeña? —La nuestra. Ahora búscale nombre. Y le colgué el teléfono, muy contenta de haberle hecho esta jugada. Yo esperaba que me

llamara otra vez para decirme cómo quería que la llamáramos. Al día siguiente abrí los periódicos y me enteré que había hecho nacer a una pequeña Ana María. Benito me había cogido la vez, pero me gustó: Ana María era el nombre de mi madre...

Cuando fuimos abuelo y abuela, Benito fue feliz jugando con los niños. La única cosa que les pedía era no hacer ruido porque esto le daba dolor de cabeza. Pero, ¡qué juegos con los chicos! Duce o no, mi marido yacía sobre la alfombra haciendo de caballo o armando alboroto por el suelo. Se conducía, en fin, como todos los padres y abuelos. Un día que habíamos sido invitados a comer en casa de Edda y Galeazzo Ciano, Benito había desaparecido con los niños antes de sentarse a la mesa. De pronto, una sirvienta oyó gritos tras la puerta del salón. Abrió y, asombrada, vio al Duce en el suelo. Pensó que estaba enfermo o que se había herido. No se trataba más que de un juego con Dindina y Cicino, los dos hijos de Edda, que se llamaban en realidad Fabrizio y Raimonda.

Una de sus preocupaciones con respecto a los niños era la de la elección de sus zapatos. Exigía que fueran de un número superior a la talla normal.

—¿Comprendes? —me decía—. Yo he sufrido mucho cuando era pequeño. Tenía que llevar mis zapatos, aunque no me sirvieran ya, porque mis padres no podían comprarme otros. Y después yo mismo no podía pagármelos. Ahora, pues, no quiero que mis hijos sufran los mismos tormentos. Que estén a gusto en sus zapatos.

A propósito de los niños, siempre recuerdo una anécdota: Benito tenía en la cabeza, a la altura de la nuca, una verruga. Un médico amigo nuestro, el conde Pulle, quiso un día convencerle para que se la quitase.

—Si no es nada, Duce; es sólo cuestión de algunos minutos. No es estético, hágasela quitar. —Estético o no, me da igual. Porque esta verruga es la alegría de mis hijos y de mis nietos.

Mis bisnietos la encontrarán también porque se quedará donde está. Efectivamente, el juego favorito de los niños, y sobre todo de Guido, el hijo mayor de Vittorio,

consistía en montar sobre los hombros de mi marido y apretar la verruga con el dedo índice. Entonces, con una voz de falsete, el Duce hacia «dring-dring» y rompía a reír, como un niño.

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4. COMO MUSSOLINI SE HIZO FASCISTA Vivíamos en Milán desde hacía dos años ya, es decir, desde diciembre de 1912, cuando mi

marido había sido nombrado director de Avanti, el principal diario del partido socialista italiano. Una noche del mes de octubre de 1914 —creo que era el 19— Benito regresaba de Bolonia, amargado y deprimido:

—Raquel, tenemos que volver a empezar desde cero. Me han echado a la calle los del periódico.

—Pero ¿qué ha pasado? —El partido socialista no está en absoluto de acuerdo con mi campaña a favor de la

intervención de Italia al lado de los aliados en la guerra actual; han estimado en el comité ejecutivo que la toma de posición del periódico era contraria a la política del partido. Así que me han despedido.

—Y ¿qué vamos a hacer ahora? —Primero nos va a hacer falta encontrar dinero para vivir, después, para crear otro periódico.

Soy hombre perdido si no puedo expresarme. Tengo que tener mi propio periódico. —Pero te pagarán una indemnización, lo que te deben. —Sí, claro, pero lo he rechazado todo. No quiero nada de esa gente. Les he dicho que me

haría obrero si era preciso, pero que no aceptaría su dinero. Estaba hundida. Primero por Benito, que se había matado trabajando durante estos dos

últimos años. Cuando sucedió a Claudio Través como director de Avanti, el periódico no vendía más de veinte mil ejemplares por día. En menos de dos años habían hecho subir la cifra a cien mil ejemplares. Yo le había visto escribir sus artículos, sus editoriales hasta avanzadas horas de la noche. A veces, esperando las galeradas, para poder controlar las copias, íbamos al teatro y a la vuelta Benito pasaba varias horas en el periódico.

Yo era tanto más infeliz cuanto que con su desinterés habitual se había negado a percibir su salario completo cuando cogió la dirección del periódico. Había quienes tenían un salario mensual de mil liras y él , por no sobrecargar los gastos de Avanti, no había querido más de quinientas. Por otra parte, esto me había encolerizado cuando vino a decírmelo en Forli. Yo había estallado:

—¿Y por qué vas a dejar a otros lo que es mérito tuyo? ¿Quién eres tú para juzgar si te es bastante o no? ¿Quién hace las compras y quién conoce los precios?

A Benito le fue difícil calmarme y nos fuimos a Milán, después de vender todo lo que teníamos para poder pagar el viaje y los primeros días de pensión.

Pero con el paso de los meses la situación pareció que se arreglaba. Habíamos arreglado nuestro apartamento, 19, vía Castel Morrone, en un barrio popular de Milán, y yo pensaba que los días sombríos habían desaparecido para siempre.

No quería agravar las preocupaciones de mi marido, pero me preguntaba también cómo íbamos a pagar las ochenta liras de alquiler del mes, y cómo íbamos a comer, pues no nos quedaba ni un real. Benito, que siempre tuvo el reflejo maravilloso de pensar primero en nosotros, incluso en los últimos momentos de su vida, se había dado cuenta de ello. Pidió un préstamo para que pudiéramos, al menos, vivir.

Nos quedaba el encontrar fondos para crear un periódico. Benito reunió en casa un consejo de guerra con algunos amigos políticos y gentes que estaban interesadas en la creación de un diario con Mussolini como director. Entre ellos, se encontraba Filoppo Naldi, el director de Resto de Canino, de Bolonia. Nicolás Bonservizi, Sandro Giuliani, Lido Caiani, Gino Rocca, Giacomo Di Belsito. Fillipo Naldi tenía doscientas liras en el bolsillo y ése fue el primer capital del periódico.

Morgagni logró encontrar un primer contrato de publicidad que se hizo pagar con antelación, lo que significó cuatro mil liras más. Seguidamente, se lanzó una suscripción y yo tuve el papel de tesorero, pues era yo quien guardaba las cantidades que llegaban y quien extendía los recibos. Además, Benito y sus amigos se pusieron a recorrer Italia para encontrar fondos y gracias a la

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ayuda de Naldi se constituyó un equipo de un técnico para la tirada y dos redactores. Conseguimos descuento de dinero con letras avaladas en contrapartida. Los «Messageria italiana» debían asegurar el lanzamiento y la venta del periódico. Posteriormente, una nueva agencia se consideró feliz de poder tomar a su cargo el diario para la publicidad.

Mi marido por fin llegó a sacar el primer número de El Pueblo de Italia. Para él creo que fue una victoria inmensa sobre los socialistas reformistas, que estaban en mayoría, sobre aquellos que habían intentado hundirle y sobre él mismo, que había dudado de su triunfo. El 15 noviembre de 1914 fue un gran día para él y durante toda la noche anterior no vi a Benito. Había permanecido en la imprenta, comprobando línea por línea, palabra por palabra, todo el periódico. Bajo el título había hecho poner, para mostrar claramente que seguía siendo socialista: «diario socialista».

Lívido, sin afeitar, agotado, era, sin embargo, feliz. Pero él sabía que lo más duro quedaba por hacer, pues los socialistas lo intentarían todo para destruir el diario El Pueblo de Italia. De manera que todas: mi madre, yo, amigas mías, fuimos requeridas para hacer diariamente una ronda por los quioscos y ver si El Pueblo de Italia estaba bien a la vista y si se vendía bien.

En casa era un no parar permanente. Entraban y salían sin cesar gentes que yo no conocía ni siquiera de vista. Procedentes de todos los rincones de Italia llegaban pequeñas aportaciones, de cuatro o cinco liras algunas veces. Los italianos se suscribían como podían, pero recibíamos también sumas de quinientas o mil liras. Pronto Morgagni asumió la dirección de la publicidad del periódico y los contratos empezaron a llover.

Un domingo, Benito y yo paseábamos a Edda. Nos paramos ante un quiosco de periódicos y mi marido, como si tal cosa, perguntó:

—¿Qué tal va este periódico? —No va mal —respondió el vendedor—, pero si El Pueblo de Italia llevara cada día un

artículo de este cerebro, de Mussolini, se vendería aún cien veces mejor. Mi marido continuó impasible. Se han dicho muchas cosas sobre Benito y el nacimiento de El Pueblo de Italia. Se ha dicho

que había recibido dinero del extranjero, que se había hecho subvencionar para empujar al gobierno y al pueblo italiano a entrar en guerra al lado de los aliados, contra Alemania y Austria. Puedo precisar que Mussolini me ha afirmado siempre que al principio de la Primera Guerra Mundial él creía que Italia debía permanecer en la neutralidad. Pero después de la batalla del Mame juzgó que quedar fuera del conflicto no aportaría nada a Italia y que a la hora del reparto, al desenlace de la guerra, no conseguiría ningún adelanto.

Mi marido me explicó que no había olvidado nunca las razones por las que fue expulsado de Trento en 1908. Y que no había que perder la oportunidad de rectificar las fronteras italianas comunes con la Austria de los Habsburgo. Además Benito estaba convencido de que le hacía falta una guerra al pueblo italiano para que tomara conciencia de la necesidad de una gran transformación social. Para él, la guerra era una puerta entreabierta a la revolución social. Es, por otra parte, lo que ocurrió más tarde.

Poco después, en el curso de una reunión tumultuosa en Milán, mi marido expuso a los socialistas de la ciudad y de la región los motivos de su cambio de actitud con respecto a la guerra. Les dijo que no había tomado su decisión en un arrebato, sino después de haber reflexionado ¡largamente y constatado que no había otra elección. Me acuerdo de haber retenido dos frases que me citó de regreso en casa:

«Me odian porque aún me aprecian. No es sólo rompiendo mi carnet como van a privarme de mi fe socialista, y no me impedirán luchar por la causa del socialismo y de la revolución.»

En cuanto a esos capitales venidos del extranjero puedo asegurar que no los he visto jamás, tanto más cuanto que era yo quien tenía que guardarlos en casa durante una cierta época. Añadiré también que si hubiéramos dispuesto de semejantes fondos, los colaboradores y la imprenta hubieran sido pagados más a menudo, los pobres. Más tarde, en 1915, Marcel Cachin, que era un comunista francés, vino efectiva mente a casa, en Milán. Me acuerdo bien de él, pues ni comprendía ni hablaba el italiano, y era todo un número el entendernos cuando Benito no

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estaba allí. Cachin tuvo varias conversaciones con mi marido, pero que yo sepa no trajo dinero como se

ha dejado insinuar. Además, Cachin no fue el único socialista y comunista extranjero que mantuvo contactos con Mussolini. Había conocido varios más y Lenin en persona vino a verle a Milán.

Esto ocurrió poco tiempo después de la creación de El Pueblo de Italia. Lenin, que había llegado procedente de Suiza, quería convencerle de que se reintegrara a las filas del partido socialista. Pero Benito no quiso ni oír hablar de ello. Y, sin embargo, le era muy simpático Lenin, a quien había conocido en Suiza cuando trabajaba y estudiaba allí. Yo le encontré muy amable y gentil con su barbita y sus gafas de profesor. Permaneció algunas horas en Milán, y después regresó a Suiza. Mucho más tarde, mi marido me dijo:

—Lenin ha tenido una gran suerte en su vida: ha muerto antes de que lo hiciera asesinar Stalin.

Después de la experiencia apasionante de la creación de un periódico, que yo viví, vino la de los duelos. Viviendo con Benito Mussolini las sorpresas no se terminaban nunca.

Cuando preparó su primer combate, durante toda una noche creí morir de miedo, y cuando le vi partir, de madrugada, acompañado de sus testigos, estaba convencida de que no volvería a verle vivo, habida cuenta de que su adversario era un oficial, el coronel Cristóbal Baseggio, desviacionista del partido, pero que debía saber manejar la espada. Benito, por su parte, estaba tranquilo y seguro de sí:

—No te inquietes, Raquel; he tomado algunas lecciones con Camilo Ridolfi —me dijo para tranquilizarme.

Pero estaba segura de que no bastarían ni para evitar lo peor, incluso aunque Rodolfí fuera un excelente profesor.

El día antes me había dado orden de comprarle una camisa, y una buena parte de la noche les había oído a él y a su profesor de armas y los testigos discutir en voz baja en la habitación de al lado. El entrechocar de las espadas era tan siniestro que me tapaba los oídos, convencida de que Benito vivía sus últimas horas. De madrugada los vi desaparecer, como si fueran enterradores, vestidos todo de negro, con la chistera en la mano.

A su vuelta creía encontrarme frente a un hombre bañado en sangre, pero no hubo nada de esto. Benito regresaba entero, con un gatito en los brazos.

—Le he encontrado sobre la carretera al ir. Me ha dado suerte. Lo guardaremos. Creo que este gatito debió tener trabajo a partir de entonces, pues los duelos se multiplicaron:

cada vez que Benito no estaba de acuerdo con alguien —adversario político o incluso amigo— lo solucionaba sobre el campo de honor, según las reglas más estrictas.

Mi marido se batió una docena de veces, entre otras contra un socialista, un anarquista e incluso contra Claudio Treves, su antecesor en la dirección de Avanti. Este duelo fue, por otra parte, de los más duros, pues Benito volvió con un trozo de oreja menos y la camisa ensangrentada. Treves estaba peor que él, con una herida profunda en el sobaco.

Fue este duelo el que provocó una reacción en mí. Como quiera que empezaba a estar habituada a verle regresar a casa sano y salvo, las inquietudes que me daba por su vida habían dado paso a una irritación creciente ante el coste de estos combates. Benito debía pagar el juez de armas, el médico que le acompañaba, y tenía que indemnizar a los testigos que asistían —aunque fuera con un simple regalo—; todo eran gastos. Sin olvidar a los centinelas, cuya misión consistía en vigilar los alrededores para señalar la llegada de la policía, pues los decretos reales reprimían severamente los duelos. Mi marido tuvo, por otra parte, varios procesos por este motivo.

Viéndole llegar, pues, con una camisa nueva empapada de sangre, monté en cólera ante la idea de verle sacrificar, de una sola vez, esta camisa. Intenté lavarla, quitar las manchas de sangre, pero en vano. Entonces le dije a Benito:

—Esta vez se acabó. Esta camisa quedará como está y será reservada para los duelos. ¿O es que te figuras que voy a tirar el dinero por la ventana cada vez que el señor Mussolini no está

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de acuerdo con alguien? O dejas de batirte en duelo, o vas con esta misma camisa... Mi marido optó por la segunda solución y conservó la camisa. A la larga, los duelos se

convirtieron hasta tal punto en moneda corriente que adoptamos un código para no inquietar más a mi madre. Ella no se acostumbró jamás. Por la mañana al despertar, Benito me decía:

—Hoy hacemos «spaghetti». Y acto seguido yo ponía sus cosas en un maletín. Después del combate me telefoneaba, y

para anunciarme que todo iba bien me lanzaba: —Puedes echar los «spaghetti». Por la noche, para festejar el acontecimiento, íbamos a ver las marionetas, espectáculo que le

complacía particularmente. Mi marido me contaba a menudo sus duelos y debo decir que yo me distraía mucho, tanto

más cuanto que no le faltaba el humor y tenía un modo de contar las peripecias que daba a la aventura todo su sabor.

Un día, por ejemplo, Benito y su adversario estaban por completo entregados al combate, cuando oyeron gritos. Se trataba de algunas mujeres que habían ido a lavar su ropa al río, encontrándose, sin esperarlo, con un duelo. Asustadas echaron a correr gritando:

—¡Socorro, socorro, se matan! Tuvieron que detenerse y cambiar de lugar. Creo que fueron bajo un puente. En otra ocasión

habían alquilado una habitación y se habían cerrado bajo llave para estar tranquilos. Habían empujado los muebles a un rincón y habían empezado. En lo más encarnizado del combate', su centinela les avisó de que se acercaba la policía. La chistera en una mano y la espada en la otra, se habían precipitado fuera para encontrar otro sitio. Pero los policías les siguieron, y entonces, como en los filmes de gangsters, habían saltado sobre un tren de mercancías para terminar en un pueblecito este duelo empezado en una habitación.

Mucho más tarde me acordaba de que utilizábamos un lenguaje en código para hablar de duelos y quise hacer lo mismo cuando Benito fue detenido el 25 de julio de 1943.

Podía escribirle, pero como ignoraba el lugar en que se encontraba, debía entregar mis cartas a los carabineros que se las transmitían. Yo sabía que mi correspondencia estaba controlada, y un día, para hacerle comprender que todo el mundo esperaba su regreso a la Romagna, le escribí: «Aquí todos esperan que el agua venga al río.» El me respondió: «Siento, Raquel, que la Romagna sufra sequía...» Desde entonces no volví a utilizar más el código...

De nuestra estancia en Milán he guardado también recuerdos divertidos, como los de nuestra salida por las noches al teatro.

Una noche, Benito volvió a casa con entradas que habían regalado al diario. —Esta noche vamos al teatro. Tengo que verificar las pruebas antes de la tirada del diario. Te

acompañaré a casa después del espectáculo e iré a la imprenta. Pasados los primeros minutos empecé a sentir el haberme dejado arrastrar. A cada trozo que

no era de su gusto, Benito rompía a reír con una risa estridente, criticando en voz alta el texto y los intérpretes. Todas las miradas se volvían hacia nosotros. Yo me sentía molesta y me hundía en mi sillón. A él le daba completamente igual; además, se sabía la pieza casi de memoria, pues había escrito en 1911 una novela titulada Claudia Particella, la amante del cardenal. En esta época, el Pueblo, diario de Trento, en el que había colaborado en 1908, había visto aumentar su tirada sensiblemente gracias a la publicación de este folletín.

No me privaba de hacerle notar su actitud, pero Benito pensaba que no había derecho a aburrir así al público con semejantes obras.

—Pues escríbelo en el periódico, pero no te hagas notar así. —¿Y por qué piensas que no debo hacerme notar de este modo? Yo voy al teatro para pasar

un buen rato. Si no me divierto, lo hago saber. Y eso es todo. El espectáculo siguiente era una ópera, Parsifal creo. Esperaba estar más tranquila y así fue,

pues Benito se durmió desde el comienzo hasta el final.

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En más de una ocasión estuvo somnoliento durante toda una representación teatral, tan cansado estaba. Cuando se convirtió en jefe del gobierno y no podía sustraerse a una obligación de este género, o más simplemente porque el programa le gustaba, iba al teatro, pero una vez instalado en su sillón, sentía venirle el sueño. Entonces Benito se hundía en su asiento y dormía a pierna suelta hasta el final.

No creo que fuera el único en encontrarse así. Muchas personalidades obran de la misma manera, pero duermen más discretamente. Y al final tienen la satisfacción al menos de haberse hecho ver. Puedo afirmar, sin embargo, que para mi marido el teatro y la música eran una fuente de descanso.

Los primeros tiempos, cuando estuvo en el poder, iba con frecuencia a los espectáculos. Pero por causa de las manifestaciones histéricas del gentío pronto debió reducir sus salidas. Entonces se hacía organizar recitales en Villa Torlonia. Mis hijos lo recuerdan muy bien, pues ellos debían asistir, y era un verdadero suplicio que les imponía su padre.

Pero volvamos a nuestras salidas en Milán. Si bien es cierto que no se le podía llevar a las representaciones teatrales, Benito era el espectador ideal cuando se trataba de variedades, números de prestidigitación o incluso comedias. Se portaba entonces como un niño: entusiasta y tan atento que se le podía hacer o decir lo que fuera que no provocaba en él la más mínima reacción.

Siempre fue así hasta el último día de su existencia. Cuando teníamos sesión de cine, por la noche, en Villa Torlonia o en Gargagno, yo sabía, según el título del filme, si Benito iba a quedarse hasta el final. Si era un filme triste, lírico o romántico, estaba segura de que no se quedaría hasta el final.

Si era una película histórica o un buen «Laurel y Hardy», Benito no se movía del sillón, expresando su alegría a cada golpe y acompañando de un «¡bien, bravo!» cada tarta de crema que daba en el blanco.

Habiendo comprendido bien cuáles eran las representaciones peligrosas, yo había hecho mi elección y decidido que me acompañaría Benito a ciertos espectáculos. Entonces le tocó el turno a mi madre. Ella aceptó, la pobre, pero después de la primera noche juró que no volvería a repetir. Debo reconocer que esta vez le tocó un buen plato: para manifestar su desaprobación, Benito simplemente se quitó el zapato y lo tiró a la escena. Mi madre fue presa del pánico. De regreso a casa, tartamudeaba de emoción, en tanto que Benito se partía de risa.

Como era de esperar, desde entonces se acogió a todos los pretextos posibles e imaginables para no tener que ir al teatro con él. Y como él jamás quería ir solo, hubo que buscar una solución.

Tomé a nuestro servicio una joven a la que confíe la delicada misión de hacer de «señorita de compañía».

No duró mucho porque prudentemente yo la había escogido más bien fea. Benito se hartó, y prefirió ir solo al teatro. Así, por fin, nos dejó tranquilos.

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5. COMO MUSSOLINI LLEGO AL PODER Un día, hojeando un manual de Historia de mi hija Edda, leí que mi marido había pronunciado

una frase muy bonita cuando fue recibido por el rey Víctor Manuel III, el 30 octubre de 1922, en el Palacio del Quirinal. Benito había declarado al soberano:

—Majestad, os traigo la Italia de Vittorio Venetto. Pienso que los autores de ese libro querían significar con esto que Mussolini entregaba una

Italia victoriosa, como lo fue en Vittorio Venetto, después de la derrota de Caporetto, durante la Primera Guerra Mundial. Ocurría lo mismo en 1922: los desórdenes y el caos que habían precedido y provocado la marcha sobre Roma habían sido vencidos, Italia había recuperado su unidad en la victoria.

Dije a mi marido que esas palabras tenían la resonancia de un toque de diana y que correspondían muy bien a las circunstancias, pero me sorprendió oírle decir que él no había pronunciado nunca esas palabras. Así, pues, y con permiso de la Historia, debo precisar que Mussolini nunca dijo: «Majestad, os traigo la Italia de Vittorio Venetto.»

Lo que en nada resta importancia al acontecimiento, pues si nunca hubiera habido la marcha sobre Roma, nuestro destino quizás hubiera sido distinto. De todas maneras, mi marido estaba lejos de pensar en 1919 que él sería tres años más tarde jefe del gobierno.

1919 ha sido para nosotros un año a marcar con una piedra negra, y si yo hubiera tenido que formular un deseo en la vigilia del año 1920 —quizás lo hice incluso— hubiera sido el de vivir un año distinto.

Conocimos todas las preocupaciones en 1919: políticas y familiares. En el plano familiar, yo cogí la gripe española, mientras todavía estaba dando de mamar a Bruno. En esta época, esta enfermedad causó en Italia más de quinientos mil muertos, cifra superior a la de las víctimas de la Primera Guerra Mundial.

Después, y siempre en 1919, fue Bruno quien tuvo la difteria, y para Benito esta enfermedad tuvo más importancia que no importa qué derrota o triunfo político. Yo hablaría más bien de derrota, pues acababa de pasar momentos difíciles en ese sentido. Mi marido y yo habíamos pasado días enteros a la cabecera de nuestro hijo, vigilando su respiración, el menor gesto, el más leve signo de mejoría o de agravación de su estado de salud. En la mesa, Benito apenas tocaba los platos y no abandonaba la casa más que el tiempo necesario para la confección del periódico. Y aun incluso me telefoneaba desde el despacho para preguntarme cómo iba nuestro hijo. No pensábamos más que en su curación y durante horas le tenía en mis brazos, llorando en silencio.

Finalmente, los médicos le declararon fuera de peligro, y cuando anuncié la noticia a mi marido vi cómo sus ojos se llenaban de lágrimas de alegría.

Pero tan pronto como se curó, Bruno fue víctima de graves complicaciones bronquiopulmonares y, cuando se restableció, no pesaba más que siete kilos. Benito y yo estábamos destrozados por esta lucha escocesa; mi marido más que yo, porque no solamente no soportaba las enfermedades, ni suyas ni de los demás, sino que el ver a los niños enfermos le trastornaba por completo. Sentía como una especie de impotencia tal, que hubiera hecho venir a los médicos del mundo entero si hubiera sabido que esto habría aumentado las posibilidades de curación.

Políticamente, las cosas no fueron mucho mejor. El 23 marzo de 1919 creó las «Falanges de combate», es decir, el movimiento fascista. Y de regreso a casa no se sentía particularmente contento. A pesar del anuncio difundido por El Pueblo de Italia, informando a los simpatizantes de que un nuevo movimiento iba a nacer y que podían adherirse a él inscribiéndose para la reunión que debía celebrarse en el Dal Verme, un teatro de Milán, no hubo apenas más de ciento cuarenta y siete personas. Mi marido tuvo incluso que cambiar de sala para no hacer un excesivo ridículo con una asistencia tan débil, y la reunión tuvo lugar finalmente en una sala de la plaza del Santo Sepulcro, más pequeña que la inicialmente prevista.

Al momento de ir a elegir el comité ejecutivo, Benito me dijo que había escogido al azar, entre

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los entusiastas de la primera fila. Algunos meses más tarde, en noviembre de 1919, tuvieron lugar las elecciones legislativas.

Mi marido se presentó a ellas con otros candidatos, entre los que figuraban dos personalidades muy conocidas: Filippo Marinetti, iniciador del movimiento futurista, y Arturo Toscanini, el célebre compositor de orquesta.

La noche de los resultados —debían ser alrededor de las once— Benito me telefoneó —Es un fracaso total —me anunció—. No tenemos ningún estrado. En la Galería (el cuartel

central de Milán) el gentío está desencadenado contra nosotros, sobre todos los socialistas. Temo que incluso algunos se acerquen hasta la casa. No te inquietes, pero por medida de prudencia pon los chicos a salvo.

Asustadas, mi madre y yo dábamos vueltas en círculo. Finalmente no encontré más que un solo sitio seguro: el desván, al que teníamos acceso por una escalera interior. Abrigué a Edda, Vittorio y Bruno, mal que bien, en unas mantas allí arriba. Vittorio, que iba a hacer ya sus tres años, me preguntó:

—¿Qué ocurre, mamá? ¿Es que arde la casa? Y Edda, que acababa de cumplir nueve años, respondió: —¡Cállate! Si te oyen te cortan el cuello... Después volví a bajar a nuestro apartamento y me puse a montar guardia tras las cortinas.

Vivíamos desde el verano en una nueva casa, en el 38 foro Bonaparte, en el último piso de un inmueble agradable, no lejos de un parque, pero tampoco lejos de la sede del partido socialista. Era de ahí de donde venía el peligro, pues oía los rumores de gritos que nos llegaban desde la calle y de los locales ocupados por nuestros adversarios.

Al cabo de una hora o dos, vi un cortejo, en medio del cual me pareció percibir féretros llevados a hombros. En la oscuridad, la luz de los faroles penetraba difícilmente la bruma, y los cirios que llevaba la gente en el cortejo daban a la escena un aspecto todavía más siniestro. Cuando el gentío se halló bajo mis ventanas, distinguí netamente los féretros y las caras de los que blandían el puño hacia la casa vociferando:

—¡Mussolini ha muerto! ¡Mussolini ha muerto! He aquí su cadáver y el de sus amigos. Fui presa del pánico y creí que me volvía loca. Porque, de una parte, yo creía que mi marido

estaba muerto realmente; de otra parte, quería correr hacia aquellas gentes para arrancarles sus restos. Pero no podía abandonar a mi madre y a mis tres hijos.

Mucho más tarde, en 1945, sentiría el mismo terror cuando oí los disparos y vi caer a jóvenes, fascistas o no, perseguidos por los partisanos.

Esta angustia intolerable duró hasta el amanecer. Durante toda la noche mi marido no me había llamado ni una sola vez, cosa que era contraria a sus costumbres; y parecía confirmar la mascarada que había presenciado. Aún peor, la portera, turbada, me anunció, a la mañana siguiente, que Avanti, el diario socialista que mi marido había dirigido, había informado de que un cadáver, identificado como el de Benito, había sido retirado del río.

Finalmente, un policía, impulsado por la compasión, puso fin a mis tormentos pidiendo a la portera que me previniera de que mi marido estaba sano y salvo, que había sido detenido en el curso de una manifestación durante la noche y que se encontraba por el momento en la prisión de San Víctor. Según este hombre, debía ser liberado dentro de poco. Cosa que se produjo durante el transcurso del día.

Cuando volví a ver a Benito, me lo contó todo en detalle y me dijo que era Toscanini y Luigi Albertini, el director del Corriere della Sera, el periódico más importante de Italia, encarnizadamente opuesto a mi marido, quienes habían intervenido para hacer salir a Benito. Este gesto del director del Correo fue quien salvó la vida del diario tres años más tarde.

Benito aprendió para los suyos, cuando le conté la escena de la noche antes bajo nuestras ventanas. Me recordó que yo tenía bombas de mano que me había traído del frente con ocasión de un permiso durante la primera guerra mundial. Me explicó su funcionamiento, y yo, más tranquila, los puse en lo alto de un armario.

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—Así —le dije— se llevarán algunas entre los dientes antes de hacernos daño. Completé mi arsenal con un revólver que mi marido me trajo. Durante el día lo guardaba en el

bolso y por la noche lo ponía bajo la cama de Vittorio, que dormía en nuestra habitación. A Benito no le gustaron nunca demasiado las armas, pero yo vendería muy cara la vida de mis hijos, tanto más cuanto que siempre me gustó la caza y el tiro. Creo que de los dos era yo la que menos hubiera vacilado si la ocasión de hacer fuego le hubiera presentado.

Felizmente para nosotros no tuve necesidad de utilizar el revólver, y 1919 se terminó para nosotros simplemente con algunos incidentes sin gravedad, de los que uno, sin embargo, pudo costarle la vida a mi marido.

Era al regreso de un congreso nacional fascista y Benito iba en coche con uno de sus ayudantes, Leandro Arpinati, que conducía. Al instante de ir a pasar un paso a nivel, la barrera bajó de golpe. El coche se detuvo bruscamente y mi marido se encontró haciendo un magnífico salto por los aires de una decena de metros. Se levantó con algunos rasguños y un miedo fenomenal.

Arpinati recibió una herida más seria... Escribir que 1919 se terminó sin otros acontecimientos a señalar sería de hecho un grave

error, pues tuvo lugar en septiembre de este mismo año la aventura de Gabriele D'Annunzio en Fiume.

Fiume era una ciudad en el Adriático que, como resultado de los tratados firmados al final de la Primera Guerra Mundial, no figuraba en la zona que debía ser ocupada por los italianos.

Estos no habían tomado la cosa muy bien, y desde hacía meses los incidentes se multiplicaban entre italianos y franceses, sensibilizando la opinión pública de mi país y reani-mando el nacionalismo italiano.

Mientras que una comisión internacional estudiaba la situación, D'Annunzio decidió obrar por su cuenta: con hombres que le eran fíeles, se apoderó pura y simplemente de Fiume.

Una noche, el 11 de septiembre, mi marido y yo fuimos al teatro cuando un hombre nos abordó y le entregó un billete. Era un mensaje de D'Annunzio: «La suerte está echada —escribía—. Salgo en este momento. Mañana por la mañana tomaré Fiume por las armas. Que el Dios de Italia me ayude.»

Semejante operación, muy propia del estilo del poeta, insultaba abiertamente a las autoridades italianas y extranjeras. Es lo que más molestó a mi marido, que, sin embargo, estaba acuerdo en que Fiume debía ser una ciudad italiana.

Ayudó, pues, a D'Annunzio, pero no pensó un solo instante que su empresa pudiera ser coronada por el éxito.

Que fue justamente lo que ocurrió. Cansados de manifestaciones y grandes maniobras espectaculares con las que D'Annunzio alimentaba a los habitantes de Fiume, sus amigos le tomaron cada vez menos en serio, y en la vigilia de la Navidad de 1920 una unidad de la marina italiana bombardeó Fiume. Cuatro días más tarde D'Annuncio abandonaba la ciudad.

Sin embargo, mi marido no le abandonó. Se había dado cuenta de que ocupando Fiume, D'Annunzio había dado un latigazo al nacionalismo italiano. Semejante sentimiento existía siempre y podía ser reanimado. D'Annunzio lo había probado.

Por otra parte, casi todos los hombres que el poeta había reunido a su alrededor, los «Osados», es decir, los legionarios que D'Annunzio había armado, se volvieron hacia mi marido y aportaron savia nueva al fascismo.

Todo el aparato tan caro a D'Annunzio —al menos lo que no resultaba demasiado exagerado— inspiró mucho a quienes tenían la misión de organizar las manifestaciones fascistas.

Por todo ello, Benito quedó agradecido hacia D'Annunzio, y cuando se halló a la cabeza del gobierno no le olvidó nunca. Tanto más cuanto que más allá de sus cualidades de líder —algunos incluso habían pensado en hacerle Duce de Italia en lugar de a mi marido— Benito admiraba en D'Annunzio al poeta. Estuvieron, pues, muy unidos.

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Por mi parte, no siempre fui de la misma opinión. Sobre todo después de 1922, cuando vi a D'Annunzio conducirse, usando y abusando de la admiración y amistad de Benito Mussolini.

Lo que me irritaba era su manera de vivir. No mandaba, por ejemplo, ninguna carta por correo. Si escribía a alguien que se encontraba en otra ciudad, enviaba su correspondencia por un mensajero. Si el destinatario se encontraba en el extranjero, le enviaba un telegrama. Y como los telegramas eran tan largos como las cartas, esto costaba sumas enormes que él, desde luego, no pagaba nunca. Hasta tal punto que mi marido tuvo un día que dar instrucciones al Ministerio de Correos para que no se cobraran a D'Annunzio los telegramas. Benito estimaba que esto costaba al Estado menos caro que si hubiera tenido que aumentar la pensión que le otorgaba.

—¿Cómo puedes admirar a semejante persona? —le pregunté más de una vez—. Tú que has pagado siempre tus deudas hasta el último céntimo, ¿no te choca ver su negligencia?

Sonriente, Benito trataba de calmarme. —Calíate, —me decía con una sonrisa—; el talento no se mide en función de las deudas... Recuerdo que con motivo del matrimonio de mi hija Edda, D'Annunzio nos hizo reír a base de

bien. Había enviado a un «correo alado» que tenía por misión entregar el regalo del comandante a la hija del Duce. Traía una presentación tal que Edda y yo estábamos seguras de tratarse de un tesoro. Nuestra sorpresa fue grande al descubrir un pijama rojo, con dragones y flores de loto, como los que los vendedores ambulantes ofrecen a los turistas con la etiqueta «hecho en China». Me hice un conjunto, camiseta y pantalón, para montar en bicicleta.

Debo decir que Benito empezó a apreciar menos las rarezas de su ilustre amigo después de haber pasado algunos días de vacaciones en su villa del lago de Garda.

El, que esperaba poder descansar, volvió todavía más agotado que antes de irse y más bien harto de lo que vio.

Me contó, por ejemplo, que las sirvientas llevaban todas nombres míticos, sacados de poesías de D'Annunzio. Además, cada vez que encontraban a su señor debían inclinarse profundamente, cruzando los brazos. Bien entendido que para esto se veían obligadas a dejar caer todo lo que llevasen, lo que producía abundantes destrozos.

Además, Benito no pudo nunca habituarse a los cañonazos que tiraba cada mañana, a las cinco horas, la Redipuglia, un pequeño navio de guerra que D'Annunzio había hecho poner en su parque.

—Fíjate —añadió Benito— que casi me sentía feliz de salir de esa cama a cuyos pies velaban dos arcángeles de piedra, tan grandes que parecían vivos.

En cuanto a D'Annunzio mismo, mi marido quedó estupefacto al enterarse de que dormía en esa época en un féretro: para habituarse, le había dicho, en previsión de una próxima muerte. Poco tiempo después, en efecto, D'Annunzio murió. Pero debo precisar antes de cerrar este capítulo que nos asombró incluso después de muerto.

Falleció el 1 de marzo de 1938. Mi marido fue a su residencia para rendirle un postrero homenaje y a su vuelta me refirió la extraña aventura que acababa de vivir.

Después de haberse recogido largo tiempo ante el despojo mortal» de D'Annunzio iba a retirarse cuando fue informado de que en el testamento que había dejado el célebre difunto una cláusula le concernía personalmente a él, el Duce, y que exigía una ejecución inmediata.

Llegado aquí, solemnemente, un cirujano presentó a mi marido una hoja afilada puesta sobre un cojín de terciopelo. Era para cortar una oreja del poeta, pues éste legaba al Duce, en testimonio de su amistad, «la parte más bella y pura de su cuerpo». Y Benito debía llevar esta herencia consigo. Me confesó que jamás se había encontrado en situación más embarazosa.

Estábamos sentados a la mesa, durante su relato, con Romano y Ana María. Bruno, oficial en el ejército del aire, estaba en el aeródromo de Guidonia y Vittorio, ya casado, no vivía ya en la Villa Torlonia.

Vi a Romano y Ana María dejar su tenedor, pararse y con un gesto de asco dejar de comer, y Romano, que tenía entonces once años, presentó a su padre:

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—¿Y tú la has cortado, papá? Tenía una expresión tan asustada que temí por la respuesta de su padre. No hubo ninguna.

Benito se me limitó a meter la mano en su bolsillo y a sacar, con lentitud calculada, su enorme pañuelo.

Romano lanzó un pequeño grito ahogado y Ana María se llevó las manos ante los ojos cuando mi marido abrió el pañuelo. En cuanto a mí, estaba sofocada.

No nos relajamos hasta que se sonó estrepitosamente, como hacía cuando estaba constipado...

—¿Me tomáis por un caníbal? —gruñó entonces—. Me ha costado mucho hacerles admitir que yo no podía aceptar este legado. Pero —prosiguió con una sonrisa, como para hacerse perdonar su historia del pañuelo (estaba segura de que sólo quiso asustarnos)— he debido enfriarme en Gardona...

Aparte de estos resfriados, el año 1920 se desenvolvió en calma, comparándolo con 1919 y 1921-1922. Llevábamos una vida burguesa y, políticamente, la suerte comenzaba a volverse en favor de mi marido.

Ocurrió también un acontecimiento importante en la familia: Benito compró nuestro primer coche, un «Bianchi», modelo torpedo, con cuatro asientos y transportín. Era blanco o gris, no me acuerdo, pero de lo que estoy bien cierta es de que fuimos muy felices de tenerlo. El domingo dábamos largos paseos con los niños detrás. Benito y yo delante, hacíamos para la época una hermosa pareja. Benito, muy elegante —desde que regresara del frente en 1917— en un traje negro o gris, pues siempre se vestía de oscuro, con una camisa de cuello duro y una hermosa corbata. Yo seguía la moda y tenía bonitos vestidos anchos por abajo y de talla muy apretados. Me gustaban mucho los botines que daban, como a las elegantes de 1800, mucho aire.

Más tarde tuvimos un chófer y nada nos distinguió del resto de los burgueses de Milán. Por la noche íbamos a menudo a ver operetas en el teatro Forsati, que se hallaba no lejos de

casa, y yo había incluso llegado a un acuerdo con Benito: reaccionaba menos cuando el espectáculo no le agradaba. Creo que fue en esta época cuando me sentí más «cogida» por Milán.

Eramos felices. Mis hijos crecían con sus amiguitos. Edda iba a la escuela, y como todo padre que ha frustrado su vocación, mi marido se metió en la cabeza el hacer recibir clases de violín —cuántos niños han sufrido la misma contrariedad—, pero éramos dos contra él: Edda, que no quería en absoluto, y yo, porque esto me costaba diez liras por lección.

Veía a mi marido menos que antes, en el sentido de que llevaba una vida casi normal... para un hombre activo, un director de periódico o un político.

Viajaba mucho, pero cuando residía en Milán, su cuartel general estaba instalado en la «cueva»2, un despacho que se había apañado en la sede central de El Pueblo de Italia, vía Paolo de Cannobio. Durante el curso de los dos años que siguieron, llegaron y partieron muy a menudo de casa comunicaciones telefónicas, como la de la investidura real en 1922, pero creo que el verdadero centro neurálgico de lo que debía ser la marcha sobre Roma fue el «cuchitril» de la vía Paolo de Cannobio.

Pero, como siempre, en Italia, la «Galería», es decir, ese cuartel general de Milán, no lejos de la Scala, con establecimientos célebres y que existen todavía, como Boffi y el restaurante Savini, era también uno de los polos de actividad política. Mi marido tomaba allí su café discutiendo largamente con amigos. En suma, llevaba a otra escala la misma vida que en Forli cuando trabajaba en el Lotta di Classe y el Macaron. En esta época, era, sin embargo, el patrón de un gran periódico y el jefe de un partido que había creado y que subía.

Fue también en 1920 cuando el fascismo pareció ir viento en popa. En las elecciones municipales que tuvieron lugar en otoño, los fascistas ganaron cuatro asientos3 en la fortaleza socialista de Bolonia y los socialistas mismos no llegaron a mantenerse en Milán más que con 2 O «tugurio, cuchitril». (TV. del T.) 3 Estrados parlamentarios. (N. del T.).

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una muy débil mayoría. Es probablemente a partir de este período cuando se desencadenó el proceso de la marcha

hacia el poder con un incidente muy grave que marcó la sesión inaugural del consejo municipal de Bolonia, el 21 noviembre de 1920: hubo un amotinamiento y uno de los consejeros fascistas, Giulio Giordani, fue asesinado de un tiro.

Vi volver a Benito a casa con la cabeza entre las manos, dominado por una cólera violenta. Me contó lo que había ocurrido y en cuanto acabó la cena salió. Sentí confusamente que íbamos a vivir de nuevo horas difíciles.

A partir de este momento, la lucha fue sin piedad entre los fascistas y los «rojos», más numerosos que ellos. No había ya solistas, republicanos, populistas, etc.; no había más que «rojos». Mi marido dio su consentimiento para las represalias organizadas, pero al mismo tiempo recuerdo que había escrito un artículo muy duro en El Pueblo de Italia, advirtiendo públicamente a sus adversarios que tenía la intención de responder por la fuerza a las violencias de los extremistas, aunque desaprobaba todas las guerras personalmente, y aún más la guerra civil.

Desde este período igualmente, los pequeños propietarios rurales e industriales, inquietos por causa de la Revolución de octubre de 1917 en Rusia, y por los desórdenes que estallaban un poco por todas partes en Italia, se unieron a los antiguos combatientes y a todos aquellos que conocían ya a Mussolini. Se produjo entonces un cambio en él y en su política.

El hombre que en 1908-1912 e incluso en 1920 quería modificar con violencia las estructuras de la sociedad, se convirtió en un defensor del orden. Digamos que los «rojos» y los comunistas, de los que Mussolini constataba cada vez más su penetración en Europa, se habían convertido en los creadores del desorden, y él, que había incitado en otro tiempo a las masas a rebelarse, aunque continuaba deseando esta revolución socialista, deseaba que se hiciera en una cierta legalidad. El combate se libraba sobre dos frentes: contra los rojos y contra la debilidad del gobierno.

Además se había dado cuenta de que prácticamente nada podía realizarse sin un mínimo apoyo del ejército. Y es en ese punto donde yo he visto hacerse al jefe, es decir, el hombre que debía llegar a atemperar a sus amigos, manteniendo al mismo tiempo el entusiasmo de las tropas. A partir de este momento, algunos han reprochado a mi marido lo que ellos han llamado su doble juego. Les responderé que era mucho más difícil para Mussolini frenar a los hombres que dejarlos desbocarse, pues si les hubiera dado libertad total, hubiera quizás suprimido la mitad de las preocupaciones que debía encontrarse como consecuencia con el rey y sus acólitos: desde octubre de 1922 no hubiera habido rey.

En casa había decidido desembarazarme de las bombas de mano, en previsión de eventuales registros de la policía. Un día, pues, las confié a mi hermana Pina, la cual, enferma y frágil, estaba de paso en Milán, donde ella había venido a descansar. Supe, por otro lado, que Benito le enviaba dinero sin decírmelo. La pobre mujer creyó llegada su última hora cuando transportó esas bombas en su corsé para tirarlas en un foso del parque Sforzesco que estaba cerca de allí. A cada momento se imaginaba que iba a ser detenida por un policía, pues tenía todo el aire de una ladrona, avanzando a pasos contados, de puro miedo a que le estallaran las bombas.

Tal como había previsto el año 1921 fue más agitado, tanto en el plano familiar como en el de la política. En marzo de 1921 tuve un sueño premonitorio: hacía algún tiempo que mi marido tomaba lecciones para piloto con un excelente monitor, Cesare Redaelli. Una noche soñé con mi marido envuelto en llamas en la carlinga del avión. Cuando me desperté, le conté mi sueño y le pedí que no volara.

—No te preocupes, Raquel. Te lo prometo —me dijo. Y para probarme que me había oído, dejó en casa la chaqueta de cuero que llevaba cuando

pilotaba. Horas más tarde, el teléfono sonaba y, antes incluso de descolgar, dije a mi madre: —Estoy segura de que es Benito. Ha tenido un accidente. No ha querido escuchar mi

consejo. No me había equivocado. Al despegar del aeródromo de Bresso, el aparato había sufrido una

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avería de motor y se había estrellado contra el suelo. Mi marido tenía la rodilla fracturada y le llevaron hasta casa. Cuando vi desde la ventana pararse el coche ante la puerta, me precipité a las escaleras. Benito subía penosamente, sostenido por un médico que conocíamos, el doctor Binda. No me molesté siquiera en preguntarle si le dolía; le lancé, encolerizada:

—[Bien hecho, me alegro mucho! Después me eché a llorar, mientras él, suavemente, me murmuraba: —Cálmate, Raquel, no es nada. Voy incluso a tener que quedarme en casa tranquilo... La tranquilidad se tradujo en una fiebre de 41°, pero lo tuve conmigo durante veinte días. El 15 de mayo de 1921, Benito Mussolini fue por vez primera «onerevole», es decir, diputado.

Fue elegido por Bolonia-Ferrara-Rávena-Forli y Milán-Pavía. Fueron sobre todo los resultados de Milán los que le gustaron, pues había recogido 124.918 votos contra 4.064 en 1919. Fue en esta época cuando se anudaron los lazos entre él y los que debían, más tarde, ser los «quadrumvires» de la marcha sobre Roma y ciertos colaboradores, como ítalo Balbo, Michele Bianchi, De Vecchi, De Bono.

Durante todo este período, nunca vi a Benito desplegar mayores esfuerzos para evitar la violencia. En julio de 1921 se batió en el seno de su propio partido durante el curso de una reunión del Consejo Nacional Fascista para hacer aceptar un proyecto del presidente del consejo Bonomi que apuntaba a la conclusión de un acuerdo entre socialistas y fascistas para una tregua. A su pesar y contra sus propios partidarios, firmó este acuerdo en Roma el 2 de agosto de 1921, lo que le valió encontrarse en minoría en el seno del movimiento el 16 de agosto de 1921, durante un congreso fascista de Emilia, Romagna, Mantua, Cremona y Venecia. Aquellos que más tarde deberían ayudarle votaron esta vez contra él; y entre ellos, ítalo Balbo y Fariaci.

Esta vez también fue el hombre quien tomó la ventaja sobre el político. Como había hecho en 1914 y 1943, al aceptar la decisión tomada a un nivel superior, Benito aceptó retirarse. Dimitió del comité ejecutivo fascista. Ese día declaró, y me acuerdo de sus palabras porque me pregunté si no íbamos una vez más a partir de cero:

—Cuestión acabada. El vencido debe abandonar. Dejo la primera fila. Sigo siendo y espero que se me permitirá seguir siendo un simple soldado en el Fascio de Milán.

Felizmente, las cosas se arreglaron el 7 de noviembre de 1921 durante el curso de una reunión de cuatro mil delegados fascistas venidos de todos los puntos de Italia. Hay que decir también que la situación de Benito se revelaba diferente de la que había sido la suya en el partido socialista cuando fue expulsado de él. Esta vez tenía su propio diario y, por tanto, no dependía de nadie. En otro sentido, aunque había sido miembro del comité ejecutivo, en 1921, no abandonó el partido, y numerosos dirigentes, entre ellos Cesare Rossi, secretario adjunto, permanecieron fieles, lo que explica que los puentes nunca fueran cortados, con mayor motivo, me decía Benito, cuanto que el fascismo era su «hijo».

Como los problemas nunca vienen solos, a las preocupaciones políticas vino a añadirse una nueva inquietud de la que había perdido ya la costumbre hacía algunos meses: un nuevo duelo. Su adversario era un antiguo amigo socialista, Francesco Ciccoti, editor de un periódico, el Paese. Había provocado a mi marido por un ataque contra él, aparecido en El Pueblo de Italia. Por supuesto, a causa de la policía, que le vigilaba continuamente, Benito tuvo que utilizar la astucia de un sioux para batirse. Finalmente, el combate tuvo lugar en un villa en Livorno, y no se acabó hasta el catorzavo asalto, cuando los médicos, inquietos por el corazón de Ciccoti, le ordenaron detenerse.

Fue el 22 noviembre de 1921, en un artículo publicado en El Pueblo de Italia, cuando mi marido dejó oír por primera vez que se produciría un cambio de régimen. Pero lo veía para mucho más tarde, no antes de una decena de años.

No insistiré sobre la organización y el aspecto político de la marcha sobre Roma. Dejo esta tarea a los historiadores y creo que hasta hoy ya se han ocupado ampliamente. Se han escrito miles de obras sobre Mussolini. Me pregunto si actualmente no habrá más que cuando estaba en el poder. Es lo que se llama, creo, la prohibición de hacer la apología del fascismo, castigada por una ley todavía en vigor en Italia.

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Lo que sé y he vivido me permite escribir que nosotros no llegamos a hacer muchas partidas de cartas en casa. Primero, Benito estaba un poco por todas partes a la vez, por toda Italia, pues quería evitar choques demasiado graves y generalizados. Con el fin de estar más rápidamente en los lugares en cuestión, utilizaba un avión de caza de la guerra 1914-1918, lo que acrecentaba mis preocupaciones. Creo a este propósito que fue el primer político que empleó para sus desplazamientos, en 1922, un avión particular.

Recuerdo que fue ítalo Balbo quien desencadenó las primeras operaciones importantes que amenazaron la autoridad del Estado.

En abril de 1922 había proyectado secuestrar a un ministro, el de Agricultura, que visitaba la provincia de Ferrara, en compañía del prefecto de Bolonia. Balbo había sido recibido por el ministro, al que había presentado una memoria sobre la situación de la agricultura local. Durante la audiencia cogió aparte al prefecto de Ferrara y le declaró fríamente que había decidido secuestrar al ministro si varios fascistas, recientemente detenidos en Bolonia, no eran inme-diatamente liberados. El prefecto le aseguró que esos hombres habían sido detenidos por medidas de seguridad preventiva y que iban a ser puestos en libertad en dos días. Intercedió ante su colega de Bolonia y mantuvo su promesa.

En agosto, por primera vez, los fascistas llegaron a hacer ejecutar sus propias órdenes por el ejército gubernamental, al que obligaron a obedecer.

El episodio en el que estoy pensando acaeció en Parma con ítalo Balbo, a quien los responsables locales del partido habían pedido que viniera a ocuparse de la ciudad porque la situación no era nada satisfactoria y los «rojos» estaban bien implantados en ella. Una vez allí, ítalo Balbo hizo venir las «escuadras», es decir, los destacamentos fascistas de varias ciudades, y al día siguiente se trasladó a casa del prefecto. Este le recibió en presencia del general Lodomez, que mandaba la guarnición. ítalo Balbo reprochó violentamente al prefecto su complacencia con respecto a los «rojos» y declaró que si en las doce horas siguientes las tropas gubernamentales no habían destruido las barricadas y desarmado a los socialistas, él, Balbo, asumiría con sus tropas la autoridad del Estado. En una palabra, por primera vez, un jefe fascista amenazaba con sustituir al Estado incapaz de mantener el origen público.

El prefecto pidió un tiempo de dos horas y a su término las tropas destruyeron las barricadas, pero no desarmaron a los socialistas.

Balbo volvió entonces donde el prefecto para informarle que en ese caso se veía obligado a emplear la fuerza. Michele Bianchi, secretario del partido en esa época, intervino para pedir a Balbo que evitara los enfrentamientos. Este exigió del prefecto que el poder fuera confiado al ejército. El obispo de Parma se ofreció como intermediario entre socialistas y fascistas, pero su oferta fue rechazada, lo cual no impidió que fuera tratado con el mayor respeto y que una guardia de honor fuese puesta a su disposición.

En la medianoche del 5 de agosto, el general Lodomez llegó en persona al hotel en el que ítalo Balbo había establecido su cuartel general, para anunciarle que había sido decretado el estado de sitio y que el poder que detentaba el prefecto se hallaba desde entonces en las manos del ejército.

En septiembre, casi dos meses antes de la marcha sobre Roma, una acción similar se desarrolló en Bolzano esta vez, en el Alto Adigio. Reinaba allí una situación absurda a los ojos de los fascistas, que había hecho que esta provincia constituyera un Estado dentro del Estado..Las señales de la autoridad italiana eran tan discretas que se podía uno preguntar si la soberanía de nuestro país no era provisoria. Los uniformes del ejército databan del imperio austríaco, el Alto Adigio tenía sus propias leyes, etc. Uno de los precedentes presidentes de Consejo, Bonomi, había incluso tolerado que el alcalde de Bolzano, Perathoner, dirigiera al rey un discurso en alemán con motivo de su paso por la villa.

De Stefani, Starace y Giunta, de acuerdo con las altas personalidades del partido fascista, arreglaron rápidamente la cuestión. Con las escuadras de Trentino, de Venecia y de Lombardía, ocuparon la alcaldía y las escuelas alemanas, mucho más agradables y hermosas que las reservadas a los italianos y después impusieron sus condiciones: dimisión inmediata del alcalde, disolución de la guardia civil que llevaba uniforme austríaco y traslado de las escuelas italianas a

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los locales alemanes. El gobierno de Roma, después de haber vacilado durante largo tiempo, acabó por aprobar estas medidas confirmando hasta la dimisión del alcalde, exigida por los fascistas.

Después de Bolzano, fue en Trento donde intervinieron los fascistas. Un tal Credaro, que era el comisario para la Venetia y el Trentino, fue instado a dimitir porque no cumplía su misión de manera satisfactoria a sus ojos. El gobierno se opuso, pero una vez más dio ejecución a las exigencias de los fascistas y la dimisión de Credaro fue aceptada.

Todas esas acciones, llevadas con éxito por los colaboradores de mi marido, incitaban cada vez más a los italianos a creer que había una fuerza organizada en el país para oponerse a los desórdenes y asegurar el buen funcionamiento de los engranajes del Estado. Y con el paso de los meses se vieron establecidas dos autoridades en Italia: una oficial detentada por el gobierno de Roma; la otra, de hecho, que era ejercida por los fascistas en provincias.

Esto no podía durar mucho tiempo, pues a medida que la primera se debilitaba, se fortalecía la segunda.

Puedo incluso decir que Mussolini hubiera podido coger el poder desde el mes de agosto de 1922. Las guarniciones se unían a él; los generales le daban su apoyo cada vez más abiertamente. Los medios no le faltaban. Hubiera bastado un golpe de fuerza.

Pero ¡como si nada! Mussolini quería desde luego tomar el poder, pero deseaba que esto se basara en la legalidad, con el apoyo del ejército y el acuerdo de la opinión pública, que en esta época no podía hacerse más que con el ejército y no contra él.

Yo no seguí en la capital el resultado de la marcha sobre Roma. Me hubiera gustado estar allí para ver llegar a mi marido el 29, a las 17,30 horas, a la estación. Por teléfono me dijo que había sido formidable; cuando se encontró al lado del rey en el balcón del Quirinal para asistir al desfile de las camisas negras, había cerrado los ojos durante algunos instantes. Cuando los volvió a abrir se dio cuenta de que no era un sueño; él, Benito Mussolini, era realmente el jefe de gobierno de Italia.

Yo me mantuve tras las bambalinas hasta en la marcha de Benito para Roma, en la noche del 29 de octubre de 1922. Mi misión consistía en recibir y transmitir a mi marido las comunicaciones telefónicas que llegaban de todas partes de Italia.

Desde el 1 de octubre el proceso estaba en marcha. Los jefes del partido fascista se reunieron en Milán, vía San Marco, para estudiar la situación bajo la presidencia de mi marido. Es ahí donde se constituyó un quadrumvirato, compuesto por De Bono. De Vecchi, Balbo y Michele Bianchi. Recuerdo que dimos a De Vecchi el apodo de «tamborilero», y que De Bono llevaba ya barba blanca. Más tarde pude apreciar igualmente la honestidad de Bianchi.

Veía llegar continuamente gente a casa. Los había de todas las edades; algunos con una como especie de uniforme, otros simplemente de civil, transportaban un hatillo sobre la espalda, con pan, jamón, morcilla, queso y patatas, así como la madera y el petróleo para el fuego en el campo, pues para no ser cogidos por la policía tenían que dormir al raso.

Algunos de ellos dormían sobre el techo de nuestra casa para velar por la seguridad de mi marido cuando venía a descansar algunas horas. Temíamos que hubiera incidentes de un momento a otro, tanto del lado de la policía como de los «rojos». Un apartamento frente al nuestro había sido alquilado por fascistas para evitar que elementos peligrosos lo ocuparan y para poder vigilar mejor la calle tras las ventanas.

Cada vez que un posible peligro se presentaba, nos alertaban cantando una canción con la que me sorprendo en los labios todavía, de cuando en cuando:

«El osado» es guapo, el «osado» es fuerte, gusta a las hembras, no conoce el miedo...» Desde mi apartamento tampoco perdíamos de vista, un árbol que había en el patio.

Temíamos que alguien fuera a subir por el tronco para lanzar algo en la casa. El 22 de octubre, Benito salió para Roma. Temiendo que algunos jefes del partido fueran

arrastrados por su deseo de echar abajo todo y coger el poder, quiso estar él mismo sobre el terreno y vigilar. Nunca antes le había visto así de tenso, pues una vez más refrenaba la corriente

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Mussolini sin máscara – Raquel Mussolini

en un intento de quedar lo más posible dentro de la legalidad. Desde Roma, Benito fue a Nápoles, donde se celebraba el congreso del Partido. La marcha

sobre Roma hubiera podido partir de Nápoles y mi marido estuvo a punto de dar luz verde a los cuarenta mil entusiastas fascistas que no esperaban otra cosa. Pero se contentó con poner simplemente a punto los últimos detalles de la marcha sobre Roma: movilización secreta el 27 de octubre, ocupación de prefecturas, etc; el 28, por la mañana, tres columnas debían converger hacia la capital. Los choques con el ejército debían ser evitados y las ciudades estarían engalanadas con los colores nacionales.

De vuelta a Milán, Benito seguía por teléfono las conversaciones que llevaban a cabo sus representantes con eventuales jefes de gobierno. Hasta el último minuto no se trató más que de una participación fascista en un gobierno, y no de un gobierno dirigido por Benito Mussolini.

En la noche del 27 de octubre, Benito me propuso ir a ver en el teatro Manzoni La viuda alegre. Me sentí irritada.

—¿Cómo puedes ir a ver La viuda alegre con lo que tienes en la cabeza? —le dije. Al principio no respondió. Pero, abotonándose el cuello de la camisa, se puso a silbar. Yo

estaba todavía más confusa al oírle, pues le horrorizaba eso, y pobres de los niños o de la criada si les sorprendía silbando. Fue camino del teatro cuando me explicó el porqué de la cosa.

—Todo está preparado para la marcha a Roma —me dijo—. Pero mi presencia en el teatro servirá para engañar mejor a la policía, que pensará que no hay acontecimiento inminente si me ve en el espectáculo.

Y de hecho, después de habernos dejado ver, él, Edda y yo, como una familia de bien, abandonamos discretamente el Manzoni al cabo de unos veinte minutos.

Benito me explicó al día siguiente que había temido que el presidente del Consejo de aquel entonces, Luigi Facta, dimisionario, pero partidario de la proclamación del estado de sitio, desencadenara una prueba de fuerza si hubiera sabido que Mussolini estaba a punto de pasar a la acción.

En ese caso, enfrentamientos entre fascistas y elementos del ejército fíeles al gobierno hubieran sido inevitables.

Es la razón por la que mi marido quiso aparecer tan relajado el día antes en el teatro para engañar a la policía.

El 28 de octubre, la primera etapa estaba ganada: el rey, táctico hábil, había rechazado decretar el estado de sitio.

Durante toda esta jornada del 28 de octubre, mi marido observó una calma olímpica, como siempre hizo después de haber tomado una decisión. Tanto en la «cueva» como en casa, no dejaban de llegar las llamadas telefónicas de sus colaboradores de Roma. Salandra, un antiguo presidente de Consejo, le ofrecía cinco carteras del gobierno que trataba de constituir. Se negó secamente. Sabía que el poder estaba al alcance de su mano, que no era más que una cuestión de horas. Por supuesto, en casa la animación no cesaba de aumentar, pero mi marido vino a comer y cenar como si nada pasara, tomándose incluso el tiempo de echar un vistazo a los deberes de Edda como si nada ocurriera. Después de la cena volvió al periódico para preparar la edición del día siguiente por la mañana que contenía su último artículo como periodista.

Recuerdo algunas frases que releí recientemente: «Una inmensa victoria se acerca, con la aprobación casi unánime de la nación. El gobierno

debe ser netamente fascista. No abusará de su victoria, pero está decidido a que ésta no sea disminuida. El fascismo quiere el poder y lo tendrá.»

Con la lectura del periódico, el 29 fue el delirio. En casa, mientras que Benito dormía aún, Cirilo, su chófer, que le esperaba, tocaba el piano cantando: «Hemos tomado el poder...», como si lo hubiera hecho todo él solo... Los niños, Edda y Vittorio, aprovecharon para no ir a la escuela.

Desde que se levantó, Benito se encerró en nuestra habitación conmigo: Me ordenó decir a los fascistas de Milán que a ningún precio debían incendiar el Corriere della Sera.

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Al director de este periódico, que telefoneó algunos instantes más tarde, le di todas las garantías. Después mi marido salió para ir a El Pueblo de Italia.

Eran alrededor de las diez cuando recibí una llamada de Roma. Era una voz masculina que me dijo:

—Queremos hablar a Mussolini en persona. —No está aquí. Le encontrará en El Pueblo de Italia. —No está allí, ya hemos llamado. Media hora más tarde, nuevo golpe de teléfono, siempre desde Roma, y esta vez supe de

dónde venía: —Es muy urgente, queremos saber dónde encontrarle. Es del palacio real. Efectivamente, era el ayuda de campo del rey a quien yo tenía al otro extremo del hilo; me

explicó que el rey había decidido confiar a Mussolini la formación de nuevo gobierno. «Ojalá lleguen a encontrarle», pensé entonces para mí. Minutos más tarde me llamó mi marido. —Benito, el palacio real te busca por todas partes —le dije—. ¿Dónde estás? —Ya sé, ya sé; ya he hablado con el Quirinal. Debo partir para Roma. Prepárame una maleta

con un traje y algunos efectos personales. Pero no digas nada. Antes de abandonar Milán, Benito había decidido esperar un telegrama oficial confirmándole

que el rey le encargaba constituir el nuevo gobierno. Poco antes de mediodía llegó un primer telegrama, firmado por el general Citadini, pidiendo a mi marido que fuera a Roma para tener consulta con el rey sobre la formación del nuevo gobierno. Benito se negó a responder. Exigía un telegrama muy claro, informándole que era encargado de constituir el nuevo gobierno. Este llegó hacia mediodía, siempre firmado por el general Citadini y con el texto deseado por mi marido.

Fue en ese momento cuando pronunció una frase, histórica quizás, pero seguramente verídica: «¡Ojalá nuestro padre viviera todavía!», dijo a su hermano Arnaldo, tendiéndole el telegrama que hacía de él, Benito Mussolini, presidente de Consejo.

Como no había tren para Roma, Benito pasó la tarde en el diario. Ordenó sus cosas, preparó una edición especial de El Pueblo de Italia, organizó su sucesión en la dirección del periódico, que confío a su hermano Arnaldo; después tuvo una reunión con Cesare Rossi, e hizo transmitir la noticia a todas las unidades de la milicia fascista, así como al cuartel general, en Perusa, pidiendo que el entusiasmo no hiciera olvidar la disciplina.

Por la noche vino a casa, donde reinaba una atmósfera delirante. Cogió su maleta, me dijo brevemente adiós —siempre fuimos poco expansivos en familia—, besó a los niños y salió para la estación, no sin haberme recordado que velara por que el Corriere della Sera no fuera quemado.

Había gentío en la estación y supe por Cirillo, que le llevaba la maleta, que había dicho al jefe de estación: «Deseo que salgamos exactamente a la hora. Todo debe estar en orden...»

En casa, la calma volvía poco a poco. Para relajarme, después de tantas emociones, salí algunos instantes y me sorprendí entrando en una iglesia. De rodillas, hice entonces una oración que guardé durante largo tiempo para mí sola:

«Señor —pedí—, haz que no cambiemos. Que mi marido siga como es y que yo no ceda ni al orgullo ni a la vanidad.»

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6. LOS PRIMEROS PASOS DEL DICTADOR MUSSOLINI Es inaudita la cantidad de amistades que descubrimos; gentes que decían habernos hecho un

favor y que, más o menos discretamente, se han acordado de nuestra situación cuando mi marido se convirtió en jefe del gobierno.

Vi llegar un día a Milán a un buen hombre que pretendía haber prestado a mi padre Alejandro un utensilio de arar y que éste no se lo había devuelto nunca. Alejandro había muerto hacía doce años y, al hacer muestra de extrañeza, este personaje me dijo que la cosa remontaba a veintisiete años aproximadamente. Reembolsé, pues, la herramienta en cuestión.

Otra persona me había hecho llegar un enorme ramo de flores acompañado de una nota por la que me solicitaba una entrevista. Le recibí. Era para afirmarme que era un fascista ferviente y que Mussolini podía contar con él. Recordé quién era este visitante: lo había encontrado dos años antes en el tren entre Forli y Milán. En el curso de una conversación, cuyo objeto era la política, había pasado todo el tiempo explicando a los otros viajeros del mismo compartimiento que Mussolini era menos que nada. Yo le había plantado cara, rebatiendo todos sus argumentos, lo que había tenido por resultado ponerle fuera de sí.

—¿Es que acaso conoce usted a Mussolini como para poder hablar así de él?— acabé por preguntarle.

—Claro que le conozco muy bien, y no solamente a él, sino a su mujer también. —Eso me gusta —dejé caer entonces irónicamente—, porque yo soy su mujer, la señora

Mussolini. Él joven perdió momentáneamente el uso de la palabra; no lo volvió a recuperar hasta dos

años más tarde, cuando mi marido llegó al poder. En Roma, Benito conocía igualmente una masa de gentes a las que les debía siempre alguna

cosa. Según habíamos convenido en el instante de su partida para la capital, nos llamaba cada

noche, nos contábamos regularmente nuestras jornadas y cambiábamos impresiones. —¿Sabes? —me dijo una noche—. Encuentro una barbaridad de antiguos combatientes de la

última guerra. Hoy, por ejemplo, he recibido a una persona que había ayudado a trasladarme a la enfermería cuando me hirieron en 1917.

—Espero que se lo habrás recompensado debidamente— le respondí. —¡Claro! Pero hay un problema: es la enésima vez que he recibido por este motivo. Cuando

fui herido, debían ser seis u ocho a llevarme, no más. Otro día me contó que en la misma tarde había concedido dos entrevistas. El primer visitante,

que había insistido para obtener esta audiencia, no había podido más que murmurar, una vez en su despacho:

—¡Quería verle!, ¡quería verle!— y se había derrumbado desvanecido. El segundo, un sargento de carabineros, le había llevado una porra. Quería hacerse perdonar

por Benito porque lo había detenido un día en Forli, en el curso de una manifestación, y quería ofrecerle la porra con la que le había golpeado.

—He perdonado y aceptado la porra —había concluido filosóficamente mi marido. Nos volvimos a ver al cabo de cuarenta días. Mi marido había venido de incógnito a Milán,

pero la noticia de su llegada se supo inmediatamente. Sin embargo, conseguimos estar en familia durante algo más de una semana, del 16 al 22 ó

23 de diciembre. Como podíamos hablar más y más largamente que por teléfono, no dejé de interrogarle por

su nueva vida, sobre sus actividades de jefe de gobierno, sobre sus impresiones. Me contó así su primera entrevista con el rey Víctor Manuel III.

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Mussolini sin máscara – Raquel Mussolini

Me dijo que había sido un poco decepcionante la apariencia del rey. —He tenido la impresión —añadió— que en la corte real las maletas estaban dispuestas para

el caso en que la insurrección estallara. Pero creo que Víctor Manuel fue rápidamente tranquilizado por mis objetivos y por lo que le dije. Pienso que desde ahora tengo su confianza y que podré contar con su apoyo.

Abro un paréntesis para señalar que las reacciones del rey que me habían sido referidas después de su entrevista con mi marido, afirmaban las impresiones de Benito.

—Es un chico que durará —había declarado entonces—. Yo me había hecho otra idea de él antes de recibirle.

A propósito de ciertos fascistas, más ambiciosos que otros, mi marido me contó que había tenido que encararse a sus exigencias desde el mismo día siguiente a la victoria: habían venido reclamando recompensas y honores.

Uno de los principales responsables de la marcha sobre Roma había querido, por ejemplo, ser nombrado mariscal inmediatamente.

Benito había tenido incluso que detener a algunos de sus partidarios que se habían negado a pagar en los restaurantes o en los cafés.

—La victoria se les ha subido a la cabeza y están ebrios —me dijo—. Se convierten en arrogantes, tienen pretensiones y, por la menor divergencia, quieren hacer partido aparte. Se pelean incluso entre ellos, y no llegan a imaginarse que después de la conquista del poder hay que volver a entrar en la legalidad, convirtiéndose incluso en los defensores de los vencidos. Esto no lo comprenden y, en lugar de poder inclinarme sobre los problemas internacionales y nacionales importantes, varias de esas personas, que deberían ayudarme, me obligan a perder un tiempo enorme en arreglar sus pequeñas disputas.

Es la razón por la que se apresuró a despedir a sus casas a todos los que habían participado en la marcha sobre Roma, para evitar desórdenes. Después cerró lo más rápidamente posible las milicias voluntarias de la seguridad nacional a fin de integrar a todos los antiguos combatientes y a aquellos fascistas en la policía de fronteras, bosques, aduanas, etc.

Felizmente, todos esos problemas fueron rápidamente resueltos y los pequeños «Duce» repuestos en su sitio.

Lo más importante quedaba por hacer: volver a poner en marcha la mecánica averiada del Estado. Al principio, mi marido había instalado la Presidencia del Consejo en la sede del Ministerio del Interior, en el Palacio del Vinimale; después lo transfirió al palacio Chigi. Pero si los muros seguían siempre en pie, nada ya funcionaba en el interior.

—He heredado una barca que hace agua por todas partes y he encontrado en los funcionarios un dejar hacer inimaginable, sobre todo en el escalafón superior. Son ellos, más particularmente, los que llegan por la mañana más tarde de las diez.

—Un día —me contó— yo subía las escaleras del ministerio y me encontré con alguien que bajaba. Era un poco más de las ocho horas.

—¿No hay nadie ahí arriba? —le pregunté. —Debe estar ese loco de Mussolini. El está siempre ahí desde las ocho —me respondió—.

Después me reconoció y, de golpe, no sabía dónde meterse. «Hay que formar parte del cuerpo diplomático para saber cómo es tratada Italia», había dicho

un día un diplomático italiano que había añadido que una Italia unificada era menos respetada que cuando estaba dividida por porciones. De forma que desde las primeras semanas de poder mi marido se preocupó de devolver a su país el sitio que estimaba que debía corresponderle en la escena internacional.

No tengo competencia para analizar las conferencias de Lausana y Londres. Pero así como vino satisfecho de su viaje a Lausana, tanto más decepcionado vino de su viaje a Londres.

—Es una ciudad espantosa, cubierta de una polvareda grisácea que penetra por todas partes, en las habitaciones, los trajes, las maletas. Es peor que la arena del desierto. No estoy dispuesto

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a volver a poner los pies allí. En cuanto a los ingleses, no comprenden nuestros problemas, o no quieren comprenderlos. Para ellos, Italia es algo muy pequeño... Pero verás, vamos a cambiar todo eso.

Algunos se han preguntado por qué Mussolini no ha viajado mucho durante cerca de veinte años, salvo para desplazarse a Alemania. Creo que, de hecho, se sentía mal en el extranjero, y la impresión que trajo de Londres tuvo buena parte en el poco gusto que manifestó por los desplazamientos fuera de nuestras fronteras.

En el plano estrictamente personal, decir que el ejercicio del poder no tuvo ningún efecto sobre mi marido sería una mentira. Había dejado Milán con un pantalón negro y una americana azul, y regresaba con trajes bien cortados, de los que algunos eran en tejido inglés, camisas de cuello duro y corbatas sobrias y bonitas. Traía también consigo sombreros que divertían mucho a los niños, sobre todo un canotier y un sombrero alto que había llevado ya alguna vez. No quería separarse de él, aunque ya no estaba de moda, porque le traía buenos recuerdos, decía. «Aunque no seamos más que tres en el mundo en llevarlo: Stan Laurel, Oliver Hardy y yo, este sombrero me ha protegido en más de una ocasión de los porrazos.»

Siempre a propósito de este sombrero, recuerdo una anécdota que nos hizo reír mucho, pero que divirtió menos a nuestro buen chófer Cirilo, el «camarada» de mis hijos. Había quedado en Milán y no se había habituado todavía a todas esas novedades.

Un día, Benito, que acababa de llegar de Roma, le envió a buscar su chaleco que se había dejado olvidado en el coche.

—Ve a buscarme el chaleco —le dijo—; está abajo. Grillo descendió. Al cabo de algunos minutos no había regresado aún. Ni al cabo de una hora.

Benito se impacientaba. Finalmente me envió a mí a ver qué pasaba. Encontré a Cirillo en la calle, pegado al coche.

—Cirillo, ¿qué haces? —Espero, doña Raquel. —Pero ¿qué es lo que esperas? —M. Gibus. El presidente me ha dicho que vaya a buscarle abajo; quizás se retrasa. En otra ocasión, Benito me contó riendo, por teléfono, que uno de sus amigos, un periodista

de El Pueblo de Italia, le había llamado para preguntar cómo debía desde entonces dirigirse a él, si había que tratarle de presidente o si se le podía tutear aún.

—¿Te imaginas? ¿Por quién me toma éste? Me sigo llamando como siempre, Benito Mussolini, y no he cambiado de cabeza, que yo sepa. ¿He cambiado, Raquel?

—No creo, a juzgar por lo que he visto la última semana, pero estás más elegante. Pareces más burgués.

—Es que el estar en Roma me obliga a estar así. Soy el jefe del gobierno. Y debo dar ejemplo y estar correcto cuando recibo extranjeros. ¿Qué me dirías si te contara que en la corte toman lecciones de buenas maneras?

—Entonces sería yo quien las tomara para ir a Roma. —¡Sólo faltaría eso! —Y, dime Benito, ¿yo cómo tengo que llamarte? —Tonta, no irás a repetirme el número de Forli, ¿no? Y nos echamos a reír. La historia de Forli era célebre en la familia, pues Benito se complacía en contarla para

pincharme. Databa de 1910, cuando decidimos vivir juntos. Como todo el mundo en Forli, yo le llamaba «profesor» porque tenía diplomas y había dado clases. Por otra parte ésa es la costumbre en Italia. Una vez instalados, seguí dándole el tratamiento de «profesor» al dirigirme a él. Incluso me costaba mucho el tutearle. Hasta el punto de que un día me preguntó si es que yo esperaba a que tuviéramos cuatro hijos para que me decidiera a llamarle Benito y tutearle.

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Mussolini sin máscara – Raquel Mussolini

No lo conseguí hasta la noche famosa de la célebre borrachera. La cólera me había hecho franquear las barreras de la timidez. Pero el problema del tratamiento se replanteó, si no para mí, sí al menos para los demás, por ejemplo con Cirillo. En 1912, Benito se convertía en director de periódico; entonces tuvo derecho al tratamiento de «director». En 1921 fue elegido diputado, fue entonces «onerevole», y un año después era presidente del Consejo, es decir, «presidente».

—Yo le llamo Duce —me dijo Cirillo—, puesto que es el Duce y es el único título que no cambia para nosotros.

En realidad, tenía razón, pues el título de Duce le había sido otorgado desde 1912. ¡Y por si fuera poco, por los socialistas! Cierto es que por aquella época era un personaje de los más célebres del partido. Fue durante el curso de un banquete, después que fuera liberado de prisión, cuando uno de los veteranos, Olindo Vernocchi, le dijo:

—Desde hoy, Benito, no eres sólo el representante de los socialistas romanos; eres el Duce de todos los socialistas revolucionarios de Italia.

Así es como Benito Mussolini ha pasado a la Historia, como jefe del fascismo, con un título que le habían dado los socialistas. Bien es verdad que en el fondo de sí mismo nunca dejó de ser socialista. Pero sobre esto volveremos a hablar más adelante.

Entre las gentes que quizás han lamentado que Mussolini llegara al poder, hubo un sacerdote: don Ciro Damiani. Este sacerdote, amigo de toda la vida de la familia Mussolini, tenía, entre otras cualidades, la de ser un innovador, un inventor. Había puesto a punto un sistema ingenioso de ventilación para las chimeneas domésticas, una especie de cañón de varios tubos, que los rusos patentaron a continuación y que se llamó (como puede ver más tarde) katioushka.

Don Ciro, pues, mantenía relación epistolar con mi marido en 1922, a propósito de un nuevo procedimiento de guardabarros luminoso para coches. Benito le había escrito el 26 enero de 1922 para decirle que se ocuparía en persona de este invento en el mes de marzo del próximo año. Y le había precisado: «Todo lo nuevo me atrae, cuanto más que acabo de participar en la instalación de un taller para fabricar nuevos guardabarros. También he ayudado a un joven a poner a punto una nueva bujía para coche, y el proyecto en cuestión me interesa en sumo grado.»

Desafortunadamente, la partida de mi esposo para Roma echaba por tierra todos los planes de don Ciro. ¡Cuántas veces hablamos de ello más tarde!

Habida cuenta del cambio de situación, en cuanto mi marido se hubo instalado en Roma, vi lloverme cantidad de invitaciones. Se me pidió que fuera la madrina de criaturas y de una buena cantidad de asociaciones. Amablemente, pero con firmeza, rechazaba todas estas invitaciones, pero no podía negarme, sin embargo, a acompañar a mi marido a ciertas manifestaciones, sobre todo cuando tenían lugar en nuestra Romagna natal.

Referir todas aquellas a las que he asistido o he presidido sería demasiado largo, pues hubo bastantes. Pero recuerdo particularmente mi primera salida oficial durante el curso del verano de 1923.

Por vez primera me encontraba sobic la tribuna de honor en el lugar en que había conocido la miseria, es decir, en Forli y Predappio, las dos ciudades de mi infancia y de mi juventud.

Negar que estuviera orgullosa y emocionada hubiera sido una mentira, y Benito experimentaba los mismos sentimientos que yo.

En el vagón especial del tren de Milán que nos estaba reservado esperábamos los dos la llegada a Forli.

—¿Te das cuenta, Raquel, de que entre los policías que van a saludarnos algunos me han puesto las esposas, me han arrastrado hasta la cárcel, me han vapuleado e insultado? ¿Qué les hago?

—Dales un buen puntapié —le respondí, pues yo seguía en mi idea. —¿Tú crees? Esas gentes han cumplido con su deber. Ahora lo harán aún mejor, porque

tendrán miedo de que yo me acuerde. Y además, ¿de qué sirve la venganza? Incluso he hecho que se prohibiera el aceite de ricino.

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—Te equivocas. ¡Ya me darás la razón! Abro un paréntesis para explicar lo que era el tratamiento a base de aceite de ricino para los

fascistas. Era un procedimiento de castigo empleado por las escuadras en el curso de las operaciones de represalias, pero reservado a las personalidades, a la gente de un cierto nivel social. Los fascistas llegaban a casa de un abogado o funcionario, por ejemplo, que había manifestado opiniones antifascistas o ayudado a oponentes. Se apoderaban de él y le hacían tragar una cierta cantidad de aceite de ricino, no tan fuerte como para poner en peligro su salud, pero suficiente para retenerle en su domicilio, pues el aceite de ricino producía su efecto durante algunos días y la víctima no debía alejarse demasiado de un cierto sitio...

A raíz de esto se han dicho que los fascistas utilizaban procedimientos brutales. No los apruebo especialmente, pero me digo que es preferible quedarse bloqueado en un W.C. que sobre una cama de hospital con una pierna rota o peor, como ocurre ahora con otros medios más modernos, como las cadenas, piedras, cócteles Molotov, etc.

De todas maneras, la primera medida adoptada por Mussolini después de su subida al poder fue la de prohibir el aceite de ricino y los que no siguieron las órdenes fueron severamente castigados.

No era cuestión, pues, de aplicar este castigo a los policías de Forli. Cuando el tren entró en la estación quedé impresionada por el espectáculo. Era una marea

humana lo que teníamos bajo los ojos. Yo, que era la primera vez que veía semejante cosa, estaba particularmente impresionada.

El servicio de orden no existía ya. Fuimos transportados hasta el coche y ahí quise ponerme el bonito sombrero de flores que había llevado para esa ocasión. No quedaba de él más que un despojo que sujetaba entre mis manos. Acababa de descubrir otro inconveniente del éxito.Benito, más hbituado ya, discutía en patois4 romagno con la gente, mientras que el coche avanzaba al paso.

Durante el curso de una ceremonia en la prefectura, me encontré con la condesa Merenda, la misma que había sido nuestra propietaria cuando nos instalamos en Forli en 1910, en el pequeño apartamento al fondo de un oscuro pasillo. Era el momento de arreglar cuentas con ella, pues no me había olvidado de lo que había dicho dé nosotros, trece años antes, cuando mi marido no desempeñaba más que modestas funciones. De paso por el inmueble, ella había subido hasta nuestro piso y yo le había oído soltar a su administrador: «¿Cómo es posible que tenga en mi casa a semejantes piojosos?»

Al día siguiente, mientras Benito se afeitábanle conté las palabras de la condesa Merenda. No me dejó acabar, y con la cara todavía llena de jabón se había lanzado sobre una hoja de papel y había escrito:

«Recuerde, condesa, que mi señora es más noble que usted...» La cosa no pasó de ahí. Pero yo no había olvidado esta frase, y delante de todo el mundo los

piojosos iban a darle respuesta. Así, cuando, yo no sé por qué, alguien emitió el deseo de que yo tomara la palabra, acepté con gusto. Y ataqué rápidamente:

—Cuando se convierte uñó en alguien de importancia, todo el mundo quiere verle, todo el mundo te hace fiestas. Pero cuando se es pobre, entonces,... Nunca olvidaré a cierta condesa, por cierto, aquí presente...

No pude acabar. Excusándose, Benito, que se veía venir la tormenta, me llamó a su lado y pidió que continuara el desarrollo de la ceremonia. Desde entonces debo reconocer que la condesa Merenda fue muy gentil conmigo. Su afabilidad me ha hecho olvidar lo sucedido en 1910.

Desgraciadamente, no todos los años, o incluso todos los meses, fueron tan felices. A mi marido siempre le tocaron en suerte ceremonias fastuosas.

Después de haber recuperado su aliento, la oposición le atacó todavía con mayor violencia que antes de su llegada al poder. Las rivalidades fueron sangrientas y el asesinato del diputado 4 Dialecto.

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Mussolini sin máscara – Raquel Mussolini

socialista Giacomo Mateotti hizo temblar al fascismo sobre sus cimientos. Ni mi marido escapó, incluso habiéndose probado que algunos fascistas tuvieron parte en ello. Creo que fue una de las pocas veces en las que llegué a verle decepcionado, herido y abatido. Hizo todo por encontrar a los asesinos.

Cuando fueron capturados, se les castigó severamente y nadie fue protegido, ni siquiera los que eran miembros del partido fascista.

Pero Benito no se contentó con esto: veló personalmente porque la familia Mateotti no fuera abandonada y se preocupó incluso de los estudios de los niños. En fin, se dio cuenta por vez primera de que sus propios amigos podían representar un peligro. Más de una vez me repitió que desde entonces no se fiaría de nadie: «Si mi propia madre volviera a la vida, creo que no volvería ni siquiera a tener confianza en ella.»

Yo, que le conocía bien, sabía que no pasaría nada, pues con Benito Mussolini la confianza llegaba a la ingenuidad. El futuro me lo probaría...

En diez años creí aprenderlo todo de la vida: el temor de los duelos, de las detenciones, de la guerra; la incertidumbre del mañana; la embriaguez del éxito. He conocido todo eso y he conocido igualmente otro Mussolini.

No haré la lista de los atentados perpetrados contra mi marido; no fueron numerosos. La única cosa que puedo decir es que han tenido, con el asesinato de Mateotti, el setenta por ciento, de la culpa de la instauración de la dictadura en Italia. Los parlamentarios de la oposición han hecho el resto, retirándose a su torre de marfil del Aventino. Más de una vez me explicó mi marido que al asumir él todos los poderes se convertía en el único jefe, aunque sólo fuera para no permitir las intrigas a todos, amigos y adversarios.

Dos atentados me afectaron particularmente. No digo que los otros no me hicieran nada. Ninguna mujer puede permanecer insensible ante el riesgo de ver regresar a su marido destrozado o gravemente herido, pero esos dos episodios quedaron grabados en mi memoria.

El primero —se trataba, en realidad, del segundo atentado cometido contra Mussolini— tuvo lugar en abril de 1926. Mi marido acababa de presidir un congreso médico en el Capitolio de Roma. Al salir, una inglesa, Violet Gibson, disparó sobre él cinco tiros. Una sola bala le alcanzó, pero por milagro, en el mismo instante, Benito volvió la cabeza, levantándola hacia un balcón. No fue herido más que en la nariz. Me vinieron a contar el comentario que hizo a continuación: «¡Y ha sido una mujer la autora de esto!»

Cuando me refirió el acontecimiento, le encontré casi divertido: —¿Sabes, Raquel? No ha sido la inglesa quien ha estado a punto de matarme, sino los

médicos. No he tenido suerte. Era un congreso médico y han sido una veintena a querer ocuparse de mí, cada uno queriendo tener el honor de haber salvado a Mussolini. He temido no salir vivo de la algarabía y no he podido escaparme de ellos más que a base de puñetazos.

El 31 de octubre del mismo año en Bolonia, vi por mí misma cómo se perpetraba un atentado y cuáles eran sus consecuencias. Tuve la prueba de que mi marido no había exagerado cuando lo de Violet Gibson.

Nos encontrábamos en esta ciudad con ocasión de la inauguración, de un complejo' deportivo. En la comida, como quiera que éramos trece mujeres, Benito exclamó: «¡Es un mal presagio!»

Por la tarde esperábamos a mi marido en la estación, a la vuelta de las manifestaciones. De pronto vi llegar al marqués Paolucci, que con el rostro ensombrecido apenas encontró fuerzas para decirme: «¡Animo, excelencia! ¡Valor!»

Esta vez no tuve tiempo ni de asustarme, pues Benito le seguía acompañado de la muchedumbre. Me contó que a poca distancia de nosotros, mientras iba en coche, un joven, del que había podido observar la palidez del rostro atormentado, había disparado sobre él y había errado el tiro. Pero antes de que la policía hubiera podido intervenir, la muchedumbre le había linchado sobre el lugar.

—Es demencial hacer de un joven así el instrumento de un asesinato —me dijo, más

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Mussolini sin máscara – Raquel Mussolini

impresionado por la suerte que había sido destinada a su asesino que por la suya propia. Sólo ya camino de casa se dio cuenta de que su americana estaba quemada y en Villa

Carpena vi su camisa y su tricot manchados de sangre. La bala había rozado la piel a la altura del corazón. Había sido desviada por una agenda.

Algunos minutos después de nuestra llegada, mientras los demás se reponían de sus emociones, él tocaba el violín en la habitación, no deteniéndose más que para decirme:

—Es una cobardía actuar así. ¡Dar un arma a un chiquillo! Quizás tiene una madre que le aguarda esta noche.

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7. MUSSOLINI Y LAS MUJERES Las prefería bien rellenas. Rubias, morenas o pelirrojas, poco le importaba. Pero que

estuvieran perfumadas. El era Benito Mussolini; ellas eran las hembras. Las mujeres y su alianza con Hitler fueron, creo, de los temas preferidos por la gran prensa a

partir de un cierto período. Puedo escribir hoy que, en cuestión de cantidad, el cuadro de caza de Mussolini ha estado

tan repleto como el de un italiano medio que gusta a las mujeres. No busco, por despecho, el minimizar la importancia, pero sin tener necesidad de pensar en ello largamente quiero establecer la verdad: mi marido siempre pasó la noche en casa, excepto cuando estuvo de viaje. Salía de casa hacia las ocho de la mañana; volvía hacia las trece horas; volvía a salir a las dieciséis y regresaba hacia las veinte. Cada vez que abandonaba el Palacio Venecia, el teléfono sonaba en Villa Torlonia, donde vivíamos. Se me indicaba: «Va a tal sitio.»

Entonces, yo pregunto: ¿Dónde y cuándo hacía él todas esas cosas? ¿Dónde? Creo poder decirlo: en su despacho, donde había arreglado un saloncito sin cama,

con un canapé para descansar. ¿Cuándo? Entre dos audiencias. He aquí lo que fue la gran vida amorosa de Mussolini. ¿Quién no hace lo mismo? ¿Quién no

puede hacer lo mismo? ¿Poder ir al hotel, decir a su mujer que va a tomar una copa con amigos o que tiene una reunión de consejo de administración?

Dicho esto, otra cosa también es cierta: Mussolini no hizo munca la corte a una mujer. Eran las mujeres las que se echaban a su cuello, porque les gustaba, porque esperaban aprovecharse sacando ventajas, o más simplemente, porque creían asombrar a sus amigas diciendo: «Soy la amante del Duce.»

Puedo contar dos anécdotas: un día, el Duce había recibido en su despacho en el Palacio Venecia a una jovencita cuyo marido, aviador, había encontrado una muerte heroica en combate. Se hallaba diciéndole palabras de aliento, habiéndole de la nobleza y de la grandeza del sacrificio de su marido, cuando se dio cuenta de que en el instante mismo de estar con el nombre de este hombre en los labios, su mujer —su viuda— le miraba a él con ojos hambrientos que en nada evidenciaban su pesar. Acabó lo más pronto posible la entrevista.

Por la noche, cuando me describió la escena, estaba tan asqueado que no puse en duda ni un solo instante lo que me contaba.

En otra ocasión me dio una carta que acababa de recibir, de una princesa real, que todavía vive. Ella le escribía cosas particularmente desagradables porque él no le había querido hacer caso. Esta vez dudé. Y entonces, arremangándose, Benito me dijo:

—Mira, Raquel, sólo de pensarlo se me pone la carne de gallina. Si me encontrara en un bosque con esta mujer y un mono, escogería el mono, no porque no me gusten las mujeres, sino porque no me gusta. Así que ella se venga como puede.

Después de la muerte de Benito he encontrado al marido de esta mujer, le dije lo que pensaba de ella y por qué. Le dije que me parecía deplorable su actitud. Espero todavía que me desmienta.

Y, sin embargo, mi marido no fue un santo. Prácticamente nunca ignoré nada. No reaccioné cuando se me indicó que Magda Fontanges clamaba por todas partes que ella era su amante, hasta el punto que tuvo que prohibirle la residencia en territorio italiano por mediación del embajador de Francia en Roma, Chambrun, sobre el que ella disparó un tiro para vengarse. Conservé la sangre fría cuando me enteré que Cecilia Sorel había salido sonrojada, turbada y resplandeciente del despacho de mi marido, etc. Le conocía mejor que nadie. Sabía que cuando era joven, él cogía un poco de dinero del monedero de su hermana Eduvigis para ofrecer helados a las jovencitas y las llevaba a bailar. Ella tenía a continuación que consolarlas cuando venían a llorar en sus faldas porque él las había abandonado. Antes de que le encontrara yo había roto corazones por todas partes, en Predappio, en Forli, después en Tolmezo, Oneglia, Gualtieri, en Suiza; en fin, por todas partes por donde pasó. Admás, él nunca ha negado que le gustaran las

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mujeres, con una única reserva. Me dijo un día: «Tu serás la única mujer bonita que habrá en mi vida porque es preciso desconfiar de la belleza: hace perder la cabeza.»

De hecho, creo que él nunca perdió la suya. Cuando le gustaba una de ellas, o viceversa, la unión era tempestuosa, violenta, pero corta. Después Mussolini no se molestaba más por la mujer que había tenido en los brazos.

Creo que lo que atraía de él a las mujeres era primero su mirada, esa misma mirada de la que yo había sido víctima en mi tierna infancia. Después, la prestancia y la voz, que él tenía grave, melodiosa, «hechicera», según la opinión de algunas. Pero una vez conquistadas, lo que las retenía a continuación era su rudeza. Como todo italiano, estimaba que e! sexo femenino no debía pasar de una cierta escala social y que su papel debía detenerse en el mismo umbral del hogar. Fiel a esos principios, no se comprometía nunca y no dejaba de tratar a esas pobres desgraciadas como a objetos.

Sin embargo, tres mujeres me han hecho sufrir. Contra cada una de ellas he luchado con todas mis fuerzas. Fueron Ida Dalser, Margarita Sarfatti y Clara Petacci.

La primera vez que me preocupé realmente fue después de haber recibido una carta anónima informándome de que mi marido se había lanzado en una aventura que podía arruinar su carrera política. Entonces decidí meter la nariz en sus asuntos, pero no tuve ni siquiera tiempo, pues los acontecimientos se precipitaron.

Un día que él se había desplazado hasta Rennes para tomar dinero prestado a un amigo, responsable de los sindicatos marítimos, el capitán Giuletti, una mujer vino a buscarme a casa. Era fea, más vieja que yo y espantosamente maquillada. Se negó a darme su nombre, pero, en cambio, exigió saber cómo vivíamos, lo que hacía mi marido, etc. Tuvo la cara dura incluso de preguntar a Edda si su padre quería a su madre y si se entendían bien.

Me fastidió mucho esta visita y cuando Benito volvió se lo conté. —Es la austríaca. Es Ida Dalser —me dijo, muy molesto. Me contó entonces sus relaciones, que yo había ignorado hasta entonces. Me dijo que la

había conocido en Trento, luego que había vuelto a encontrarla en Milán y que después ella le perseguía incluso hasta en el diario, donde todo el mundo sabía que había que responderle que Mussolini no estaba cuando ella se presentaba.

—Es peligrosa, es una exaltada —concluyó. Cuando le anunció que había tenido un hijo suyo no dudó en reconocer al niño, al que Ida

Dalser había dado los nombres de Benito Albino. Pensábamos que las cosas se quedarían así. Pero un día de diciembre de 1915, mientras yo hacía unas compras, unos policías fueron a casa, donde estaba mi madre para decirle que tenían la orden de llevarse todos nuestros muebles. Asustada, y no comprendiendo lo que ocurría, mi pobre madre dejó hacer. Cuando estuve de regreso me contó la historia y, a mi vez, no comprendí nada, tanto más que yo había recibido algunos días antes una carta de Benito que estaba en el frente y que me decía que todo iba bien.

No tardé en quedarme boquiabierta, pues durante la jornada los policías volvieron a casa para detenerme y llevarme al comisariado.

—¿Es usted o no la señora Mussolini? —Sí —respondí. —Entonces, no hay duda, ¡es usted la culpable! Yo caí de las nubes. Les pregunté lo que había hecho, de qué podía ser culpable. Con mucha

ironía, el funcionario me «recordó» que yo había prendido fuego a una habitación en el hotel Milano, de Milán.

—¡Pero si nunca he ido a ese hotel! No he abandonado la casa, como no fuera para hacer compras en la ciudad. ¿Cómo quieren ustedes que haya podido incendiar un hotel? ¿Y por qué lo hubiera hecho yo?

Estaba llena de indignación. El comisario me pidió además otras precisiones sobre mi estado civil: nombre, apellidos, fecha y lugar de nacimiento, nombre de los padres, etc. Descubrió

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entonces que se trataba de otra «señora Mussolini». Hizo verificar mis indicaciones y las informaciones que tenía sobre esta mujer misteriosa y descubrimos que no era otra que Ida Dalser.

Entonces fui informada de que mi marido tenía una fiebre paratifoidea y estaba hospitalizado en Cividale. Hice el viaje —en un furgón de ganado— y le conté mi desventura.

—No hay más que una sola solución —me dijo entonces— para impedir a Ida Dalser que cuente por todas partes que ella es la señora Mussolini: vamos a casarnos.

—Lo pensaré —le dije, decidida a hacerme rogar para vengarme de mis tribulaciones—. Pero te prevengo que seré muy capaz de decir no en el último momento.

—Y lo peor es que lo harías —suspiró él con un aire de indefensión, cogiéndome la mano. Por supuesto, yo aceptaba que nos casáramos por lo civil, y la ceremonia se desarrolló poco

más tarde en una sala del hospital de Treviglio. Benito estaba en la cama, atacado por una hepatitis, con un gorro de lana metido hasta las orejas y tenía aspecto muy nervioso. Cuando llegó el momento de pronunciar el sí ritual, el suyo fue claro y neto, dicho con una voz alegre. Yo no respondí, simulando estar distraída, pero observándole por el rabillo del ojo. El oficial me preguntó por mi estado civil por segunda vez; seguí igual dé callada. Desde su lecho, Benito miraba hacia mí, abrumado, retorciéndose las manos de ansiedad. Finalmente, a la tercera, dije a mi vez que sí. Le vi suspirar profundamente y abandonar la cabeza sobre la almohada, como agotado por esta prueba.

—¿Has tenido miedo? —le dije irónicamente. Se contentó con fulminarme con la mirada. Creía la historia de Ida Dalser definitivamente enterrada. Me equivocaba. En 1917, Benito fue gravemente herido. Había recibido cuarenta y tres trozos de metralla de

una granada que había estallado en medio de un grupo de soldados durante el ejercicio. Se libró por poco de la amputación y, después de varias semanas de angustia, fue llevado al hospital militar de Milán.

Una mañana, cuando iba a verle, vi una mujer morena y seca. «¡Qué desagradable es!», pensé para mis adentros, no habiendo reconocido, sin embargo, a Ida Dalser, la incendiaria austríaca. Pero ella se acordaba de mí. En la sala donde se encontraba mi marido se me lanzó encima, insultándome y gritándome en la cara:

—¡Yo soy la mujer de Mussolini! Sólo yo tengo derecho a estar cerca de él... Los soldados que estaban presentes se hacían los distraídos. Entonces, desatada a mi vez,

me lancé contra ella, la llené de puñetazos y de patadas. Acabé incluso por echarle las manos al cuello y comencé a apretar. Desde su cama, como una momia bajo los vendajes que le impedían hacer el más mínimo movimiento, Benito trataba de intervenir. Incluso se lanzó fuera de la cama para detenernos. Felizmente, unos médicos y enfermeras intervinieron antes que yo acabara de estrangularla. Ida Dalser huyó, y yo me deshice en llanto.

Después, Ida Dalser intentó una acción judicial contra mi marido que le hizo entregar, a partir de 1918, una pensión de 200 liras por mes para el niño. Y en 1926 hizo atribuir a este último una suma de 100.000 liras que le fue entregada a su mayoría de edad.

Ida Dalser tuvo un triste final. Murió en el asilo de enajenados mentales de San Clemente, en Venecia, en diciembre de 1937. Su hijo cursó estudios de radiotelegrafista en La Spezia, pero murió, el 25 de julio de 1942, en Mombello.

Con Margarita Sarfatti estaba decidida a no dejar pasar las cosas. Pero la lucha fue más áspera, más insidiosa, pues ella se mostró más peligrosa y más inteligente.

Era una periodista que llevaba la crónica literaria y artística de Avanti; después, y a continuación, en El Pueblo de Italia. Desde hacía largo tiempo yo estaba al corriente de estas relaciones, pero cada vez que le hablaba de ello Benito me afirmaba que esa mujer era demasiado «intelectual», demasiado cultivada para que él se comprometiera. Sin embargo, después de la experiencia Ida Dalser, yo vigilaba porque me había dado cuenta de que con Benito el peligro en tales relaciones no venía de él, sino de las mujeres que le agarraban y no

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querían ya dejarle. Creo que hasta 1918 no hubo nada entre ellos, pero después fue diferente. Poseía

informaciones cada vez más precisas que me hacían pensar que el peligro era grande. Un día, en 1921, Margarita Sarfatti vino a verle a casa por cuestiones profesionales, mientras

que se recuperaba aún del accidente de avión que había tenido con Redaelli. Hice como si no estuviera al corriente de nada. Ella, por su lado, se comportó de manera irreprochable, pero yo estaba irritada de que se hubiera atrevido a venir a nuestra casa. De forma que, mientras reacomodaba a Benito en su cama, después de que se hubiera marchado la otra, dejé caer sin darle importancia:

—Desde luego hay gente con una cara de cuidado. Lo menos que se merecen es que les arrojen por la ventana.

Benito, que no tenía la conciencia tranquila, no insistió mucho y se contentó con decirme, con una voz no muy firme, que me figuraba cosas.

De hecho, de 1922 a 1926, mi marido proseguía sus relaciones con Margarita Sarfatti, en Roma.

Cuando los rumores se hicieron más insistentes decidí actuar. En 1925, informada de que sufría una úlcera de estómago, quise ir a Roma. Se me impidió, en la estación de Milán, por el investigador de la policía en persona que me hizo un gran discurso, explicándome que mi presencia a la cabecera del Duce podía ser interpretada como una agravación de la enfermedad y provocar reacciones políticas. En interés del país yo debía continuar en Milán. Acepté, pero no estaba del todo convencida. No era más que una tregua con Margarita Sarfatti.

En 1926 fuimos mis hijos y yo a Roma, para Navidad. Benito se mostró encantador y el más delicado de los padres y de los maridos. Los niños guardaron un recuerdo maravilloso de esta estancia. Yo era tanto más feliz cuanto que mi marido había jurado que las cosas no irían más lejos con la periodista. Y, efectivamente, los puentes fueron rotos. Incluso fue despedida del periódico, con indemnización.

Una vez más pensé que tendría calma, con mayor motivo, puesto que mi marido había quemado en presencia mía, en Villa Torlonia, todas las cartas de esta mujer. Pero un día de 1931, creo, abrí El Pueblo de Italia y cuál no fue mi sorpresa cuando vi la firma de Margarita Sarfatti al pie de un artículo perdido en una página interior. Se me agolpó la sangre en las venas. «¡Ya vuelve ésta! —me dije—. ¡Bueno, pues vamos a ver lo que pasa!»

Como estaba en Merano para seguir un tratamiento contra un eczema y también para una investigación discreta sobre el papel de las autoridades italianas en el Alto Adigio, no podía intervenir directamente cerca de mi marido para pedirle explicaciones. Pero me quedaba el telegrama. Carolina Ciano, la madre de mi yerno, me acompañaba en esta época. Viéndome coger el abrigo, el bolso y salir como una flecha, comprendió que iba a organizar un escándalo. Me siguió temiendo lo peor, pues conocía mis cóleras.

En correos cogí un formulario de telegrama y lo llené entero, sin reparar en gastos. La empleada tuvo un sobresalto leyendo no solamente el texto, sino sobre todo el nombre y la dirección del destinatario. Carolina Ciano había leído por encima de mi hombro; estaba lívida.

—Raquel, no irás a mandarlo —exclamó. —Y ¿por qué no? La funcionaría estaba horrorizada. —No puedo transmitir semejante telegrama. ¡Me niego a aceptarlo! —gritó en el colmo de la

indignación. Después de tantos años ya no me acuerdo del texto, pero toda.s las mujeres que se han

enfrentado a este género de situación debe saber lo que se dice a su marido cuando se está harta.

—Va usted a hacerme el favor de cogerlo y enviarlo de inmediato —respondí secamente—. Si quiere usted otras precisiones, sepa simplemente que me llamo Raquel Musso-lini y que este señor a quien escribo es mi marido.

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Después, no satisfecha aún, cogí un segundo formulario, lo llené como el otro y lo dirigí a Arnaldo, el director de El Pueblo de Italia.

La misma noche me telefoneó Benito: —¿Qué es esta historia? —me preguntó encolerizado e inquieto a la vez—. No veo de qué

artículo de Margarita Safatti me hablas. Lo que sé es que me he separado de ella y no quiero ni oír hablar de esa mujer.

Por el tono de su voz comprendí que mi marido decía la verdad. Pero no me tranquilizaba esto tampoco y quería aprovechar la ocasión mientras fuera tiempo.

—De acuerdo —le dije—, pero toma buena nota de una vez por todas y dile a Arnaldo que si veo una vez más el nombre de Sarfatti en el periódico, voy a Milán, me procuro una bomba y hago saltar El Pueblo de Italia. Y tú lo sabes, Benito, que soy muy capaz de poner por obra mis amenazas. Tanto más —le añadí— cuanto que El Pueblo de Italia no gusta a nadie, se ha vuelto indigesto...

La amenaza fue eficaz: el nombre de Margarita Sarfatti desapareció para siempre de El Pueblo de Italia. No lo perdió todo, pues supe que había vendido las cartas que había recibido de mi marido. Si yo hubiera hecho lo mismo con todas las que le habían escrito todas las mujeres que le pedían cosas inauditas, nadaría en oro. Tanto más cuanto que algunas estaban firmadas por mujeres conocidas, mujeres de mundo.

La tercera y última aventura femenina —la que me hizo sufrir más— fue la que el Duce tuvo con Clara Petacci. Debo decir que desde que murió mi marido, cuando hago una oración por el reposo de su alma, pienso también en Clara Petacci, pues creo que hay que saber perdonar, sobre todo cuando la muerte ha hecho su obra. De todas las mujeres que se han echado al cuello de mi marido, una sola ha pagado con su vida esta unión, mientras que hubiera podido marcharse al extranjero y sacar provecho de lo que había recibido de Mussolini, como Margarita Sarfatti. Por esta razón no queda rencor en mi corazón cuando escribo estas líneas. Hay dolor y una inmensa piedad.

Durante mucho tiempo lo ignoré todo de la relación de mi marido y de Clara Petacci. Todo el mundo estaba al corriente, mis hijos, el personal... Un muro de silencio se había hecho en torno a esta aventura, sobre todo por evitarme el disgusto, más que por complicidad, y las pocas veces en las que estuve a punto de descubrir algo, gracias a mi mini-policía privada, me encontré con esa pared. Tanto que no fui informada de ello hasta el 26 de julio de 1943, leyendo los periódicos, después de la detención de mi marido. Como cada vez que un ídolo es destronado, todo era lanzado como pasto para el público, comprendidas sus relaciones con Clara Petacci.

Irma, nuestra criada, se acuerda aún de la cólera que se apoderó de mí leyendo esas «revelaciones», aunque la angustia que yo sentía por la vida de Benito no arreglaba las cosas.

Volviendo a Clara Petacci, creo que mi marido la conoció hacia 1936. Había salido de una muy buena familia: su padre era uno de los médicos de Pío XI.

Se han referido cantidad de cosas sobre esta unión, pero estoy segura que tuvo lugar en una época en la que la propaganda enemiga buscaba material para sus campañas contra Mussolini. Por otra parte, todo lo que supe de ella después, es decir, a partir de 1942, me probó que siempre fue puesta por Benito en el mismo plano, igual que el resto de las mujeres que conoció.

Sin embargo, los errores que cometió con ella debían costarle caros, pues la prensa contraria se apoderó del asunto Mussolini-Petacci y lo explotó contra él. Es así como descubrí, e Irma me lo confirmó, que mi marido había hecho instalar en los últimos tiempos una línea directa entre la Villa Torlonia y el apartamento donde su amante vivía con su familia. No se había dado cuenta de que todas sus conversaciones eran registradas, pues su línea, que creía segura, había sido colocada en realidad bajo su control.

Pero, como ya he dicho, durante todo el tiempo que ha durado esta relación, Benito no pasó una sola noche fuera de casa; nunca presentó a Clara Petacci a nadie y jamás se mostró en público con ella. Estaban condenados uno y otro a breves encuentros, la mayor parte del tiempo, en el pequeño apartamento que se había hecho arreglar —lo supe más tarde— en Palacio Venecia.

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Fue en 1944 cuando me decidí a intervenir y, de todos los problemas que tuve que arreglar, fue uno de los dos o tres que me fueron más penosos.

En aquella época vivíamos desde hacía meses en Gargagno, sobre el lago de Garda. Clara Petacci había igualmente venido a habitar allí, en una ciudad que se encontraba a algunos kilómetros de la Villa Feltrinelli —los padres del editor—, en donde nosotros habíamos elegido domicilio, Benito, los niños y yo.

Supe que ciertas personas querían servirse de su presencia en Gargagno para echar un poco más de descrédito sobre mi marido, pero sabía también que algunos fascistas, que estaban molestos por esta situación y por la confusión que arrojaba en los espíritus, quisieron jugarle una pasada.

Entonces decidí hablarle yo misma, encontrarla y avisarla de todo lo que pudiera ocurriría. Antes de ir a la villa donde habitaba Clara Petacci, telefoneé a Benito para decirle que salía para encontrarme con Clara Petacci. «Haz como gustes», me respondió. Cogí el coche y, además del chófer, pedí a dos amigos del lugar que me siguieran en otro auto.

De paso, me detuve un instante en el Ministerio del Interior de la República socialista de Saló, pues quería que Guido Buffarini, el ministro, me acompañara. Sabía que estaba al corriente de toda las intrigas y que estaba en contacto con Clara Petacci. Por todas estas razones no le apreciaba demasiado y quería que asistiese a la entrevista que iba a tener con ella.

Pedí a la secretaria de Buffarini que le llamara. Vino de inmediato, inquieto por mi presencia. Ni siquiera se había puesto la americana para presentarse ante mí.

—Termine de vestirse y venga conmigo —le dije. —¿Adonde vamos? —Se lo diré cuando lo juzgue necesario. ¡Vamos! ¡Venga pronto! Me siguió sin rechistar y nos fuimos. Cuando llegamos ante el portal de la villa de Clara

Petacci, nos detuvimos y llamé. Buffarini hubiera querido alejar a mis amigos, pero ellos, como yo, se negaron. Llovía a cántaros y el grupo que se agitaba ante la puerta tenía un aspecto bastante siniestro.

Después de varios timbrazos un oficial alemán vino hacia nosotros y, sin abrir la entrada, me hizo comprender que yo no podía entrar, que era inútil insistir. Me agarré a la verja y traté de pasar por encima. Así durante más de una hora, sin conseguirlo. Finalmente, mis amigos rodearon a Buffarini y pasaron a las amenazas. Era un buen método, pues sudaba de miedo. Estaba empapado como una sopa y, nervioso, se puso a hacer señales hacia la ventana para que alguien viniera a abrir. Lo que ocurrió seguidamente.

—¿Va usted armada? —me preguntó el oficial alemán viendo mi apariencia belicosa. —Jamás llevo armas cuando hago una visita a alguien —le repliqué. Fui introducida en una pequeña estancia. Buffarini, el oficial alemán y otro soldado se

quedaron de pie, pero yo me senté en un sillón e intenté en vano calmarme. Al cabo de algunos minutos vi una especie de fantasma desde donde yo estaba y que bajaba la escalera. Era Clara Petacci, frágil y titubeante, apretando entre las manos un pañuelo de organdí. No sé por qué, pero este andar tímido, un poco fantasmal, y este pañuelo me desarmaron. A pesar de toda la cólera que experimentaba, conseguí hablar tranquilamente, evitando mirarla para no dejar aparecer mis sentimientos, que ella adivinaría.

—¿Señora o señorita? —le pregunté. —Señora —me respondió con una voz débil, ligeramente ronca, que contrastaba con su

aparente fragilidad física. —Señora —le dije entonces—, voy a intentar seguir estando tranquila. No he venido a verla

ejnpujada por los celos, para insultarla y aún menos para amenazarla. Nuestro país vive actualmente horas dramáticas y nuestros sentimientos personales no tienen nada que hacer en esta situación. Le pido, pues, un sacrificio. Mi marido debe tener el ánimo tranquilo para trabajar, pero, sobre todo, quiero poner término a este escándalo que suscita su presencia en las orillas de este lago, apenas unos kilómetros de mi casa. Cuando se ama a una persona, se tiene que poder

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aceptar el sacrificarse por ella. Yo, que soy la esposa de Benito, estoy dispuesta a irme, aislarme lejos de él, en un castillo o en lo alto de una montaña, si mi marcha pudiera ayudar a salvarle. Usted, que cree amarle, renuncie a verle. Déjele vivir en paz. No se lo pido para tenerle sólo para mí; se lo pido por él.

Clara Petacci, encogida en su sillón, me escuchaba en silencio. Proseguí: —Usted sabe que mi marido tiene hijos que adora. Usted sabe que ha tenido cinco y que no

le quedan más que cuatro después de la muerte de Bruno. Por ello se lo pido, por sus hijos también; vayase, no perturbe más la tranquilidad de una familia. Abandone el lago de Garda.

Hubiera querido verla reaccionar, defenderse, rechazar. Nada hizo. Lloraba convulsivamente, sacudiendo la cabeza como para decirme que no podía escucharme. Exasperada por esta escena, estallé. Le dije todo lo que llevaba encima: que no soportaba a las mujeres que creen resolver los problemas con lágrimas, que encontraba inadmisible que ella hubiera hecho fotografiar cartas comprometedoras que mi marido le había enviado y haber hecho poner a salvo estos documentos en Suiza y Alemania, que no hubiera debido aceptar nunca dejarse poner una línea directa entre su casa y la nuestra, puesto que las conversara eran registradas por los alemanes y enviadas a Berlín; y en fin, que no guardaba la más mínima prudencia, encontrándose con personas sospechosas.

Clara Petacci no decía una palabra. La cogí por el brazo y la zarandeé hasta que habló: —El Duce os ama, señora —dijo—. Nunca he pronunciado una palabra descortés hacia

usted. El no lo hubiera admitido porque os ama y os respeta. Sentí piedad por ella, viéndola así, perdida en medio de todos estos acontecimientos y

empujada solamente por el amor hacia un hombre del que ni siquiera encontraba eco, puesto que ella reconocía que era a mí a quien Benito quería. Mi cólera desapareció de golpe y recordé que ella había tenido una actitud animosa cuando la detención de Benito, el 25 de julio. Badoglio, convertido en nuestro enemigo común, le había incluso enviado a la prisión de Novara. Le supliqué entonces:

—Si es así, señora, ¿por qué no tratamos juntas de hacer algo por ayudar a mi marido en un momento tan difícil?

Se levantó de su sillón y subió al primer piso. Al cabo de algunos instantes regresó con un fajo de cartas que me tendió:

—Son las treinta y dos cartas que su marido me ha enviado. Me bastó una ojeada para darme cuenta de que no eran más que copias mecanografiadas. Entonces no me contuve más. Le arrojé en el rostro todo lo que sabía sobre ella, le dije hasta

qué punto causaba daño a Mussolini con todas sus conversaciones escuchadas por los alemanes; cómo era manejada por los partisanos y los espías aliados.

Clara Petacci se callaba siempre, contentándose con salir de un desvanecimiento para recaer en otro. Buffarini no sabía qué hacer con una botella de coñac en la mano. No tuvo apenas fuerzas para murmurar que mi marido no podía vivir sin ella.

—¡Falso! —grité yo—. Mi marido sabe que estoy aquí. Llámele y pregúnteselo. Ella le llamó y oyó que le respondía: —Sí, ya sé que mi mujer está ahí, pero tiene razón. Hay que acabar. Me levanté con la cabeza ardiendo, y al ir a salir le dije: —Usted acabará mal, señora; la pondrán sobre la plaza Lo reto. Le repetía así una frase que me había escrito un partisano, en una carta de amenaza,

diciéndome que seríamos todos puestos en esta plaza de Milán, en la que los alemanes habían masacrado italianos en represalia por un atentado.

Fuera estaba oscuro y llovía. Mis amigos romanos me esperaban. Regresé a la Villa Feltrinelli. Mi marido seguía estando en su despacho de la Villa Orsolina. Le hice avisar de que había vuelto y que no había perjudicado a Clara Petacci. Después me encerré en mi habitación y, por primera vez, tuve ganas de quitarme la vida.

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Supe más tarde que Benito había telefoneado varias veces. Finalmente me hizo llegar una nota en la que me pedía si yo aceptaba recibirle.

Trató de calmarme durante horas, cogiéndome de la mano, abrazándome tiernamente, suplicándome que le perdonara. Una vez más había reconquistado a mi marido y estaba segura de que se daba cuenta de que habíamos rozado la catástrofe.

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8. MUSSOLÍNI Y EL DINERO Leí hace mucho en un periódico que la mujer de Mussolini coleccionaba las joyas y los

abrigos de pieles. Esto me divirtió mucho, pues durante toda mi vida no poseí más que un bracelete como toda joya, y aún eso, en 1931, debimos venderlo para poder reembolsar un préstamo al banco. Incluso fue por un azar por lo que yo recibí este regalo, pues no teníamos en la familia esa costumbre. Algunas corbatas a mi marido, de parte de los niños; Benito me traía en las grandes ocasiones una foto suya dedicada. Esta vez, sin embargo, mi cuñado Arnaldo había comprado un brazalete a su mujer y mi marido, que tenía igualmente que ofrecerme algo, había escogido lo mismo.

En cuanto a los abrigos de pieles, nunca los tuve. Cuando debía hacer salidas «mundanas», tomaba uno de mi hija Edda. El único problema era que los suyos me estaban un poco largos, pero me arreglaba.

¡Qué no se habrá dicho después de la guerra sobre la fortuna de Mussolini! No puedo responder más que una cosa: si hubiéramos tenido dinero, nunca habríamos

conocido los problemas que hemos tenido después de la muerte de mi marido. Y cuando he vuelto a ver los muros demolidos, los suelos levantados, las vigas destrozadas, en Rocca della Camínate, me di cuenta hasta dónde había llegado esta leyenda.

Por eso, a todos aquellos que han creído o creen todavía que Mussolini escondió un tesoro en algún sitio, les digo: «No busquéis más. No existe el tesoro de Mussolini, ni enterrado ni arrojado al lago de Garda.»

Incluso la República socialista de Saló, que dirigió durante más de dos años el Duce, tenía sus organismos bancarios, sus instituciones y funcionaba normalmente. Los ministros no se paseaban con fajos de billetes en los bolsillos y mi marido no llevaba consigo las joyas de la Corona.

Más aún: para acabar de una vez por todas con esta cuestión, puedo afirmar que Mussolini no ha cobrado un céntimo por su puesto de presidente del Consejo durante veinte años, seis meses y no sé cuantos días. Abandonó incluso, en beneficio de la caja de gastos de representación de la Cámara de Diputados, su renta de parlamentario.

No hacía todo esto por demagogia, del mismo modo que no vivíamos del aire. Mi marido poseía un diario, El Pueblo de Italia, que se vendía bien, escribía artículos para la prensa extranjera, y sobre todo para la prensa americana, que cobraba muy bien. Además, percibía importantes derechos de autor por sus libros, de los cuales incluso algunos fueron traducidos al chino.

Lo que significa que teníamos con que vivir confortablemente, tanto más cuanto que no pagábamos alquiler en Roma porque el príncipe Torlonia, propietario de la Villa Torlonia, donde habitábamos, lo había fijado, en contra de la opinión de Benito, en una lira simbólica por año. Los coches, en fin, eran proporcionados por el gobierno. Aparte de los que mis hijos y yo habíamos adquirido para nuestro uso personal. Poseíamos incluso algunos ahorros con los que compramos unas tierras en la Romagna y en Ostia, así como una villa en Riccione. Para revelarlo todo, puedo decir que varias villas le fueron ofrecidas a mi marido, entre ellas una en Nápoles, la Villa Rosebery, residencia actual de verano del presidente de la República, donación de una familia inglesa. Otra en Roma, la Villa Chiara, convertida en jardín público ahora, y Rocca della Camínate. Es el único regalo importante que Benito ha conservado, porque los habitantes de Rávena y de Forli habían dado una lira por persona en el curso de una suscripción popular para ofrecérsela. Todas las demás las regaló al Estado.

En cuanto a los regalos o herencias que le llegaban, eran automáticamente enviados a obras de beneficiencia o congregaciones. Tomó incluso la decisión desde 1924 de donar a esas obras las sumas importantes que pagaban muchas personalidades por adquirir un título nobiliario, mientras que hasta entonces sólo algunos individuos «especialistas» y «bajo cuerda» beneficiábanse de ello. Desde entonces fue mi marido quien presentaba la petición a la aquiescencia del rey, pues él sólo podía atribuir un título.

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Todo esto puede parecer mentira. Hasta tal punto, que al final de la Segunda Guerra Mundial varias comisiones fueron designadas para investigar sobre la gestión del dinero público de Benito Mussolini. Este antiguo presidente del Consejo italiano, Ciulio Andretti, comunicó el resultado de sus investigaciones. En una entrevista publicada por un semanario de izquierdas, El Expreso, declaró que en ese terreno no podía reprocharse nada a Mussolini durante todo el tiempo que estuvo en el poder.

¿Por qué mi marido obraba así? ¿Era un santo? ¡Desde luego que no! Pero pensaba simplemente que el dinero no podía servirle más que para adquirir el objetivo que se había marcado. Alcanzado éste, estimaba inútil embarazarse con lo superfluo...

Debo decir que este estado de espíritu creaba fricciones entre nosotros, pues yo he dicho siempre que todo trabajador merece salario y no podía admitir que él pudiera rechazar el suyo. Pero era así y nunca conseguí cambiarle. Incluso durante su juventud, siempre manifestó el mismo desinterés, llegando incluso a confundir las monedas.

Un ejemplo: buscando trabajo en Suiza, hacia 1901, si mis recuerdos son exactos, se encontró sin un real. Recordó que había guardado una última moneda como emergencia. Entró en una panadería, cogió un pan y tendió la moneda. La panadera cogió el dinero, pero la rechazó inmediatamente gruñendo que no le tomara el pelo. Esta moneda, en la que Benito Mussolini había puesto tantas esperanzas, no era en realidad más que una medalla en níquel de Karl Marx.

—No pude comer hasta dos días más tarde —terminó riéndose mi marido cuando me contó esta desventura—. Después conseguí que me contrataran en una obra para transportar piedras en una carretilla.

Más tarde, hacía 1909, cuando fue llamado por Cesare Batistti para dirigir su diario en Trento, le fue propuesto un salario de 75 liras por mes. Encontró el medio de responder que 50 liras le bastarían para vivir, y cedió 25 al diario.

Después de haber fundado un hogar, me jugó la misma faena dos veces seguidas. La primera vez cuando dirigió en Forli la Lucha de Clases; su sueldo era de 120 liras al mes, pero cedió 20 al partido. La segunda vez —ya lo he escrito— en Avanti, donde rechazó las 1.000 liras por mes que percibía su predecesor en este puesto, Claudio Treves. No aceptó más que 500.

Nombrado jefe de gobierno, vino contándome toda una historia según la cual había de creer que las funciones de presidente del Consejo eran puramente honoríficas. Como yo no era tonta, adiviné inmediatamente que había rechazado lo que le correspondía por derecho propio. Entonces, con prudencia, le dije:

—Todo esto está muy bien. Puedes hacer lo que quieras. Pero yo tengo una casa que mantener, hijos que alimentar y sé que algunos, en tu diario, se cuidan mucho, mientras yo me veo obligada a hacer números para llegar a fin de mes. Cuando vivías en Milán no tenía ninguna inquietud porque estabas allí, pero ahora que vamos a separarnos quiero que tomes disposiciones con el periódico para que yo reciba regularmente una cantidad fija para los gastos de la casa.

Cosa que se hizo de inmediato. Una suma de 6.000 liras por mes me fue concedida y el diario se ocupaba del alquiler de la casa, el coche y el sueldo del chófer. Así iba bien servida...

Y con razón, pues el primer viaje que había hecho a Roma, en 1926, me había preocupado. Por aquella época, como ya he dicho, mi marido vivía solo en la capital desde hacía cuatro años y yo en Milán, con los niños. Cuando venía era un severo y apacible padre de familia... Pero en Roma descubrí un verdadero play-boy: elegantísimo, coche deportivo, lazo para impresionar a sus damas... Y cuando, abriendo el cajón de su mesilla de dormir, encontré 11 ó 12.000 liras como si tal cosa, no puede contenerme y estallé. En realidad no era más que el dinero que dejaba allí de cuando en cuando al recibirlo y no tener dónde meterlo, puesto que no podía dármelo.

Pero esta escena había al menos servido y fue, creo, el origen de la intervención de Arnaldo cerca de su hermano para convencerle de que llevara desde entonces una vida más ordenada.

Para acabar con este asunto precisaré que cuando nos instalamos en Roma mi marido me daba cada mes un sobre con los fondos para la casa. Era, ere, del orden de 10.000 liras al mes, pero cuando me hacía falta más, no tenía más que decírselo. Lo único que nunca llegué a saber

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era lo que ganaba exactamente. Como buen italiano, no me decía nada. A propósito de nuestra vida en Roma, recuerdo que al día siguiente al del arresto del Duce,

es decir, el 26 de julio de 1943, vi llegar un oficial a la Villa Torlonia, en la que aún vivía. Volvía del jardín con huevos y verduras en el mandil y me tomó por la criada.

—Quisiera visitar la casa de Mussolini —me preguntó—. ¿Puedo pasar? —Por supuesto —le respondí—. Le acompañaré. Dejé los huevos y la verdura y empecé a hacer de guía preguntándole al mismo tiempo sobre

la situación. Así es como me enteré de que la mujer de Mussolini había sido detenida en Milán, con una maleta llena de billetes de banco y joyas. No reaccioné y continuamos la visita. En una habitación había una foto de mi hijo Bruno. Le vi esbozar una sonrisa de simpatía al mirarla.

—Era un muchacho estupendo —murmuró—. ¡Qué sencillo y amable era! Fuimos juntos a la escuela.

—Sí —suspiré yo, a mi vez—. Era un chico formidable. No sé si el tono de mi voz me traicionó, pero el oficial se detuvo bruscamente. Me contempló

largo tiempo y después me dijo: —Pero, ¿usted quién es? ¿Es usted de la familia? —Sí, soy la madre de Bruno. Soy la señora Mussolini. Me cogió de las manos, las besó pidiéndome perdón por lo que me acababa de comentar

minutos antes sobre mi detención en Milán. —Nunca me hubiera imaginado que encontraría a la esposa del Duce con un mandil

alrededor del cuello... Si me lo hubieran dicho, no lo hubiera creído —no dejaba de repetir. Después añadió: —También estaba convencido de que la casa de Mussolini era un palacio lujosamente

amueblado. En todo cuanto acabo de ver no hay nada de lujoso. Es una casa como todas las demás.

Le habrían dicho tantas cosas a este pobre muchacho que ahora estaba casi decepcionado de su visita. Pero quizás se iba contento de haber descubierto la verdad. Así, cuando se despidió, me pidió permiso para abrazarme y vi lágrimas en sus ojos.

Este ejemplo no es más que uno entre cien. No podíamos organizar visitas colectivas a nuestra casa, abrir los armarios, los cajones y decir a los italianos, a los extranjeros:

«Venid a ver cómo vivimos, sencillamente. Nosotros no somos nuevos ricos.» Pues para nosotros, para la familia Mussolini, tanto para mi marido como para mí misma, esta

vida no tenía nada de excepcional. Era la nuestra. La que habíamos llevado siempre desde nuestra juventud.

Si yo dijera que el mayor placer de Mussolini, ya jefe de gobierno, fue poder hacerse cambiar la ropa de cama cada dos o tres días, difícilmente se me creería. Sin embargo, es la verdad.

—Y si pudiéramos cambiarlas todos los días, sería aún mejor —le confió a Irma, nuestra criada, una mañana.

Exteriormente, la Villa Torlonia tenía presencia, aunque pareciese, no obstante, un poco vulgar. Estaba situada en el barrio residencial de la vía Nomentana. El jardín era inmenso, con una vegetación tan variada y abundante que nos hubiéramos creído en un bosque. Había además espacios cubiertos y un pequeño teatro antiguo que no estaba desprovisto de encanto.

El interior de la casa, al contrario, me había decepcionado. Era grande, sí, pero ¡cuánto espacio perdido! Esquinas y rincones, con saloncitos y corredores un poco por todas partes, que no servían para nada. Cada vez que iba a una habitación me tropezaba con columnas. En cuanto a los muebles, eran pesados y sombríos; los de la habitación de Benito, francamente negros y feos. Sin embargo, mi marido no quería tocarlos porque no estábamos en nuestra casa y no había que molestar al príncipe Torlonia. Poco a poco llegué a cambiar muchas cosas. Empecé por las sillas, pues estaba harta de ver a uno de mis nietos, Germano, romper las que habíamos

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encontrado, cada vez que venía a vernos. Después, durante uno o dos meses, con amigos y parientes de Romagna nos transformamos

en obreros, fontaneros, pintores y lo reinstalamos todo: cuartos de baño, la cocina —que estaba en el subsuelo y que no tenía nada de funcional—, las habitaciones de los niños y del personal. Finalmente, la Villa Torlonia se convertía en algo agradable y acogedor.

En la planta baja se encontraba el gran salón, donde teníamos las sesiones de cine por la noche. Era realmente hermoso, con un techo muy alto. Había dos grandes escaleras en el primer piso. Estas escaleras eran particularmente útiles a los niños cuando los perseguían para ajustar cuentas con ellos después de una faena, pues así podían disponer de dos vías de huida.

Siempre al mismo nivel se hallaban saloncitos con lámparas colgadas del techo, y las habitaciones de las que los jóvenes habían hecho sus cuartos de estudio. Allí era donde Vittorio había fabricado su primer diario. Todas las habitaciones tenían de agradable que daban sobre el jardín, con grandes vitrales y puertas translúcidas.

En el primer piso teníamos el comedor oval y nuestras habitaciones. La de mi marido, en el ala derecha, dando a un cuarto de baño y a un despacho; la mía, en el ala izquierda, pero comunicando con la suya por una galería.

En el piso superior estaban los dormitorios de los niños en el ala izquierda, y al otro lado el ropero y las habitaciones del personal.

Nuestro modo de vida había cambiado en comparación al que teníamos en Milán. Primero, Vittorio y Bruno habían crecido; eran muchachos ahora. Edda era una jovencita que nos daba ya preocupaciones con sus amoríos. Después de un idilio con un joven judío al que ella salvó la vida y la de su padre durante la guerra, estuvo a punto de prometerse con un joven conde muy rico, de Forli, Orsi Margelli. Pero el proyecto se quedó en nada como resultado de una conversación con mi marido:

—Duce —preguntó—, quisiera hablarle de la dote. —¿Qué dote? —La de su hija, Duce. —Pero si ella no tiene, igual que su madre tampoco la tuvo. El muchacho desapareció de la vida de Edda y el 24 de abril de 1930 se casó con Galearzzo

Ciano, cuyo padre, Costanzo Ciano, almirante de brillante historial, fue uno de los mejores amigos e incluso el único sucesor oficial de mi marido.

Debía ocuparme de una casa más grande, y mientras que en Milán pude vivir separada de la vida pública, en Roma tenía que tomar buena nota de que yo era la esposa del jefe de gobierno. Era distinto y era menos dueña de mis movimientos. Lo que no me había impedido instalarme en el jardín de mi pequeña Romagna con mis gallineros, mis conejeras e incluso crías de cerdo.

Mi marido también había cambiado de ritmo. A partir de 1929 llevó la vida de un padre de familia, y todas las pequeñas excentricidades de los siete primeros años en la capital desaparecieron. El domingo eran las salidas en familia, en coche hasta Ostia, en la montaña; durante la semana íbamos a veces al teatro, a la ópera. Pero contrariamente a nuestros hijos, que eran mucho más libres, no podíamos ir al cine aunque quisiéramos. Primero estaban los policías del servicio de seguridad que nos seguían por todas partes; después, desde que mi marido aparecía en público, era el delirio. Al principio, desde luego, esto le había gustado, pero a la larga le cansaba.

Recuerdo varias anécdotas a este respecto. Una vez camino de su despacho en el Palacio Venecia, hizo parar su coche al principio de la vía Nacional. Antes que los policías de su escolta —eran en principio tres y seguían en un segundo auto— hubieran podido reaccionar, él estaba ya sobre la calzada y bajaba tranquilamente la calle, feliz de sentirse libre. Tras él, sus ángeles guardianes no sabían qué hacer: no podían obligarle a subir al auto y no se atrevían a seguirle muy de cerca. El seguía su camino como si tal cosa. Esto duró algunas decenas de metros. Después, las gentes empezaron a preguntarse si no veían visiones; otros, más audaces, le llamaron y le estrecharon la mano. Benito no iba a escapar.

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Tuvo que detenerse. Entonces se acumuló el gentío. La masa se precipitó sobre él para tocarle, abrazarle, aclamarle. Cuando me contó este episodio, vi que había pasado realmente miedo. No de un atentado, sino de esta masa fuera de control que nada podía contener.

Si los policías no hubieran intervenido, no sé cómo se hubiera librado. No ha vuelto a repetir la experiencia.

Dos veces durante las vacaciones intentamos escapar a los policías. Un día, hacia 1933, habíamos salido los dos solos a la Fratta, una pequeña región entre Forlimpopoli y Bertinoro. Había unas termas y mi marido quería ver cómo iban los trabajos de reparación. Eran las 13,30 horas aproximadamente cuando aparcamos el coche y proseguimos nuestro camino a pie. Ni un solo policía vino con nosotros. En el hotel de las termas hablamos tranquilamente con el director del restaurante y del bar, Godoli, esperando que llegara el profesor Colliti, director de la estación. Mi marido estaba particularmente irritado por la fachada del teatro, que encontraba muy mal hecha. De pronto, entre un gran alboroto, la policía llegó y se puso a crear un desorden que antes de su llegada no existía.

—Ya está, ya nos han encontrado —suspiró mi marido—. Ven, Raquel; se acabó el paseo. Algunos días más tarde, en Ricciones, yo le había propuesto dar un pequeño paseo de

enamorados por el dique. No habíamos todavía recorrido unos metros cuando oímos ya, tras nosotros, el «clap, clap» de los pasos de los policías que nos seguían.

—Ya ves —me dijo entonces—, es inútil intentarlo. Siempre los tendremos a nuestros talones. No puedo sentirme tranquilo sabiendo que hay alguien que no me quita el ojo de encima. Me pregunto si están ahí para protegerme o espiarme.

—Para espiarte, puedes estar seguro —le afirmé. Así, poco a poco, para los pequeños placeres de la vida de cada día, nos habíamos

replegado sobre nosotros mismos. Mi marido no se relajaba verdaderamente, ni volvía a ser el mismo más que en casa. Y había levantado un muro infranqueable entre su vida privada y la publica.

Así, en catorce años que pasamos en la Villa Torlonia, no vi ni una sola vez un extraño en nuestra mesa. Es decir, ni ministros, ni amigos de mi marido, ni personalidades extranjeras. Las únicas personas toleradas eran amigos de mis hijos. Incluso los periodistas y los fotógrafos eran expulsados de casa. Las raras ocasiones en que vi a cineastas filmar nuestro interior —y Benito los había aceptado porque eran americanos—, mi marido no se mostraba particularmente contento con su presencia.

—Cuando regreso a casa y cuelgo mi sombrero, me vuelvo «señor Mussolini» y nada más. El Duce, el jefe de gobierno, se ha quedado en el Palacio Venecia.

Recuerdo que un día alguien, Galeazzo Ciano, creo, le había preguntado por qué no recibía en Villa Torlonia. Mi marido había respondido:

—Todo el mundo se piensa ya que soy Duce las veinticuatro horas del día. Si yo también me lo creyera, me volvería loco. Necesito un mínimo de descanso, de tranquilidad para recuperar, para conservar mi personalidad. No soy una máquina, no estoy casado con Italia, como Hitler me ha dicho que ha hecho con Alemania cuando le pregunté por qué no se casaba con una de esas maravillosas mujeres que dan vueltas a su alrededor. Yo soy un hombre normal, pero quiero que se respete mi intimidad. En el fondo —había añadido—, los ingleses tienen razón cuando no quieren que un extranjero meta la nariz en su casa porque es el símbolo de su vida privada. Tienen razón y yo soy como ellos.

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9. LOS PEQUEÑOS SECRETOS DE UN DICTADOR La jornada de mi marido empezaba hacia las 6,30 horas, cuando Irma le despertaba abriendo

las cortinas. No se hacía rogar, mientras ellas le preparaba sus vestidos, se afeitaba y después bebía un jugo de naranja o de uvas. Todo ello no le ocupaba más de diez minutos. Acto seguido bajaba a los salones, y después de una rápida sesión de gimnasia se encontraba en el jardín con Camillo Ridolfi, que era a la vez su profesor de esgrima desde la época de los duelos, el asistente y también su secretario privado: una especie de hombre de confianza. Cada mañana, Ridolfi venía a la Villa Torlonia con tres o cuatro caballos y, según su humor, Benito hacía un recorrido de obstáculos o un paseo por el parque. Esto no llevaba más de media hora.

Eran alrededor de las 7,30 cuando en su cuarto de baño tomaba una ducha, se frotaba bien con agua de colonia, se ponía el traje preparado por Irma y pasaba al comedor para tomar su desayuno, que se componía de un pan integral, leche con un poco de café y frutas. A menudo decía a Irma que me preguntara si quería acompañarle, pero debo reconocer que raramente le di satisfacción, pues, ocupada como estaba por los trabajos de la casa, le respondía que no tenía tiempo.

Recuerdo que un día, después de una respuesta de este género, había visto regresar a Irma un poco turbada. Benito le había dicho, en tono confidencial:

—¿Sabe usted, Irma? Mi mujer es así. Pero bajo esa apariencia de rudeza es formidable. Es como un libro con una maravillosa historia; el problema es que no quiere abrirse para que no se pueda leer la historia que lleva dentro.

Yo me había conformado con gruñir cuando me había referido esto, pero estaba conmovida en el fondo de mí misma porque tenía razón. Y para ser franca del todo, creo que si él me causó preocupaciones, tampoco yo fui una mujer fácil.

A propósito de trajes y cuidados corporales de mi marido, debo revelar algunas anécdotas y algunos detalles para respetar la regla de juego y tener realmente un Mussolini sin máscara.

Primero, los trajes. Mi marido nunca ha prestado atención a lo que vestía. Era Irma quien tenía todos los poderes en este dominio. El secretario particular de Benito le comunicaba cada noche lista de entrevistas que tenía al día siguiente y las manifestaciones a las que debía asistir, así como el uniforme, las condecoraciones, los trajes de calle que debía llevar para la circunstancia. Si Irma se equivocaba un día, hubiera podido fácilmente presentarse a una ceremonia militar en traje gris o recibir a una personalidad extranjera en uniforme, lo que no hubiera dejado de producir sensación. Pero tanto Benito como yo, teníamos entera confianza en ella y no nos arrepentimos nunca. ¡Cuántas veces hablamos aún de los sudores fríos que pasaba cuando debía escoger entre los cincuenta uniformes y trajes de ceremonia que poseía mi marido!

Por lo único que se interesaba más particularmente era por los zapatos y los guantes. En los primeros tiempos también por los sombreros, Benito era célebre a causa de los originales sombreros que se ponía y que a menudo no guardaban ninguna relación con el resto de la vestimenta. Era su toque personal, su reacción particular contra las normas establecidas. Podía así salir con un sombrero de copa sobre un traje de montar a caballo o con una boina vasca sobre un traje gris con cuello duro. Pero con el paso de los años se había vuelto más respetuoso de las convenciones, y los sombreros que tanto divertían a los niños fueron desde entonces reservados para las vacaciones en Rocca della Camínate.

Desaparecieron también las botas blancas que tanto le gustaban y que tenían su historia. En enero de 1922, mi marido había ido a Cannes para seguir una conferencia internacional como director de El Pueblo de Italia. En esta ocasión fue recibido por Aristide Briand, por quien sentía una gran admiración. Sin embargo, en el momento de ir a encontrarse con el jefe del Estado francés, se dio cuenta de que sus zapatos no estaban limpios, y como había visto gente que llevaba botines, pues estaban entonces de moda, hizo comprar un par que se calzó para la entrevista en cuestión, a fin de ocultar una parte de sus zapatos. Habiéndolos encontrado muy prácticos, los adoptó a continuación y no fue fácil convencerle de que renunciara a ellos en ciertas ocasiones.

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A propósito de zapatos, Benito los llevaba sin lazos, «con el fin de perder menos tiempo calzándolos», decía él, y de un número mayor para estar cómodo. Más tarde adoptó botas con cierre de cremallera a causa de una antigua herida en la pierna derecha que databa de la Primera Guerra Mundial y que le hacía sufrir. Una de esas botas que llevaba se encuentra encima de su tumba. Los partisanos abrieron el tacón para ver si ocultaba algo dentro.

Siempre fue muy práctico. Cuando un par le gustaba, no quería perderlo de vista. Creo que fue en 1930, cuando tuve que hacer poner suelas a los mismos zapatos cuatro veces porque se sentía bien con ellos.

También los guantes han sido siempre su punto flaco. Tenía toda una colección que le ofrecían comerciantes italianos, de Milán y de Roma sobre todo, pero los que él prefería eran los guantes de ante y piel. Los otros, en pécari, en lana, etc., dormían durante años en los cajones.

Entre otras cosas inverosímiles, se ha dicho que Mussolini echaba litros de colonia en su bañera. Primero, raramente se bañaba. Siempre o casi siempre se duchaba. Y sobre todo, nunca se ha permitido ese género de excentricidades porque tenía la cabeza sobre los hombros más firmemente de lo que han pretendido algunos en un momento dado.

No obstante, lo cierto era que cuidaba particularmente su cuerpo por razón de higiene y también por coquetería, aunque el término me parece un poco fuerte. Iba regularmente al dentista, y cada semana, el jueves, se daba a los cuidados de una manicura y de un pedicuro. Decía siempre que no podía soportar un hombre que tuviera manos descuidadas, y una simple uña encarnada hacía necesaria la intervención regular de la manicura. Cada mañana se friccio-naba con agua de colonia. Cuando me burlaba alegremente de él, me respondía que si no conservaba su cuerpo en perfecto estado las mujeres no le amarían, y un hombre que no gustaba a las mujeres no vale nada. Lo que no contribuía a añadir buen humor para el resto de la jornada.

Debo decir la verdad sobre dos puntos que se han hecho históricos: se ha hablado mucho sobre el cráneo romano de mi marido y sobre el placer malsano que experimentaba en subir las escaleras de cuatro en cuatro, arrastrando tras de sí todo un cortejo de generales y otros dignatarios, shi aliento.

De hecho, el cráneo afeitado tuvo por origen la caída de cabellos de mi marido, debida —según él— a haber llevado casco durante la Primera Guerra Mundial. Durante un cierto período se había convencido de que el empleo de ciertas lociones detendría esta caída, e incluso que los harían rebrotar. Cada mañana observaba los efectos de esas lociones con ojo crítico, pero al cabo de algunas semanas, no viendo ningún resultado positivo, había optado por una solución radical: afeitarse completamente la cabeza. Así nació la imagen del Duce, con cráneo de emperador romano. Reconozco que le sentaba bastante bien, pero los más felices fueron nuestros hijos, que habían encontrado su pasatiempo favorito: jugar con la verruga de mi marido, como ya he contado.

En cuanto a las carreras por las escaleras, se debían a que un día Benito se había quedado bloqueado en un ascensor. Desde esta desventura no utilizaba este género de aparato más que con una cierta reticencia, prefiriendo subir las escaleras a pie. Y como quienes le acompañaban no se atrevían a hacerlo de otra manera, todo el mundo le seguía. Debo decir que experimentaba bastante placer en verles resoplar, él que hubiera querido hacer practicar el deporte a toda la nación.

Volviendo a su programa diario: hacia las ocho horas Benito salía de la Villa Torlonia. Un solo coche de los servicios de seguridad le seguía, con dos o tres inspectores a bordo. Su chófer, que fue durante largo tiempo Ercole Boratto, sobre el que volveré después, llegaba en pocos minutos al Palacio Venecia, pues los policías que controlaban la circulación ponían inmediatamente los discos en verde desde que veían su coche.

Cuando llegaba al Palacio Venecia, mi marido encontraba sobre su mesa los informes de los carabineros, de la policía, de los prefectos y del partido. Los estudiaba muy rápidamente y, con un grueso lápiz rojo o azul que utilizaba hasta acabarlo, los anotaba. Si tenía que escribir alguna cosa, utilizaba a menudo sobres de las cartas que recibía, los desplegaba y escribía en el reverso.

A continuación tenía lugar la reunión cotidiana con el ministro del Interior, el de Asuntos

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Exteriores, el Director General de la Policía y el Jefe del Estado Mayor de los Ejércitos, esto durante la guerra. En principio, la mañana estaba reservada a las audiencias importantes, tales como recepción de personalidades gubernamentales extranjeras, embajadores, etc. Por la tarde se consagraba más bien a los visitantes de menor importancia: grupos, estudiantes, turistas destacados o gentes de la provincia.

El jueves y el lunes eran los únicos días en los que mi marido no llegaba el primero a su despacho: iba a las 10 horas al Palacio del Quirinal.

Hacia las 14 horas estaba de regreso en la Villa Torlonia. Cuando salía del Palacio Venecia llamaban a nuestra portera. Al llegar el coche ante la reja, avisaba a la casa con un timbre que desencadenaba todo un proceso: la cocinera ponía las patatas a hervir, y un policía que estaba en una antecámara, a la entrada, bajaba las escaleras para abrir la puerta y tomar el portafolios del que mi marido no se separaba jamás. Lo llevaba con él cuando fue asesinado el 28 de abril de 1945.

Salvo el jueves y el sábado, en que comíamos juntos, los otros días de la semana los niños y yo habíamos acabado ya cuando llegaba mi marido. No le dejábamos solo tampoco y le acompañábamos durante la comida.

Antes de pasar a la mesa, Benito recorría los diarios en su despacho durante algunos minutos. Leía correctamente el francés, el inglés, el alemán y el español, que había tratado de enseñarme. Esta revista de prensa la hacía siempre a la misma velocidad que cuando estaba en Forli. Armado de los mismos lápices rojo y azul, —que nadie tenía el derecho de tocar en la casa «porque pertenecían aí Estado»— enmarcaba o subrayaba los pasajes que le interesaban. Conservaba los periódicos anotados y tiraba los otros, a la derecha de su sillón, lo que significaba que no los quería ya.

Una vez por semana, mi marido ayunaba. Encontraba que era muy bueno para el organismo quedar un poco en reposo. Ha practicado este régimen durante varios años, y cuando comía, su comida no duraba nunca más de algunos minutos.

En razón de la úlcera que le hacía sufrir de cuando en cuando, y del tratamiento impuesto por los médicos, Benito no bebía más que agua mineral y leche. No comía ni platos con salsas ni mucha carne. Su menú se componía de pastas, algunos huevos, pollo, muchas legumbres y frutas. Las legumbres, que prefería crudas, las tomaba de una manera muy original: en gran cantidad, de todas clases, en una enorme ensaladera. «Al lado había una salsera imponente, en la que mojaba las habas y las cebollas antes de comerlas.

Recuerdo que cuando Benito debía ir a una comida oficial, venía a «picar» en nuestros platos antes de salir para tener menos hambre cuando estuviera a la mesa.

—No puedo comer con un tipo que espía mis más mínimos gestos, que me retire el plato antes de que yo haya acabado —decía—. Esto me quita el apetito.

Un día nos contó que había causado una impresión nefasta en la comida con el rey porque se había puesto la servilleta al cuello.

—A mí, cuando como, me gusta estar cómodo. Con todas sus buenas maneras, hacen de esos pocos minutos su trabajo. Y luego, ¡lo que duran!

Veo todavía la cara que puso cuando vio por primera vez en casa a Franco, el maitre que habíamos contratado, aguardar, con mucha prosapia y vestido de blanco, para servir.

—Acabaré comiéndome un sandwich en mi habitación —gruñó, lanzando una mirada aviesa a este pobre muchacho.

Felizmente, se habituó pronto y durante más de diez años tuvimos nuestro propio maitre. Hasta las 16 horas era el descanso en familia. Cuando hacía mal tiempo, mis hijos

arrastraban a su padre á las partidas de billar, o bien nos íbamos a su despacho para charlar. Era el momento ideal para hacerse perdonar una mala nota, defender un capricho o arrancar una autorización. El más joven de los chicos, Romano, tenía que superarse no poco, pues sus resultados en la escuela no eran siempre brillantes. Sus hermanos tenían también sus problemas, principalmente cuando regresaban con una mala nota en matemáticas, pues ahí Benito era

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intransigente. Pero todo acababa por arreglarse, incluso el día en que Romano, para no enseñar su carnet, había tenido la idea luminosa de imitar la firma de su padre. Como no había logrado la «M» de Mussolini, había preferido tacharla para recomenzar al lado.

—¿Acaso cree usted que el Duce se equivoca cuando firma? —le había preguntado con un tono burlón su profesor, que no se había tragado la farsa.

Si hacía buen tiempo, mi marido gustaba de pasear por el jardín. Se ponía entonces una hoja de menta tras de la oreja y se iba a través de los paseos. En el jardín cogía guisantes, judías, nabos, y se los comía así, después de haberlos limpiado. O bien visitaba nuestra cuadra, pues teníamos a menudo animales salvajes que nos regalaban. Felizmente no los albergábamos todos a la vez. No se quedaban con nosotros más que algunas semanas, dos o tres meses como máximo, antes de ser enviados al zoo de Roma o al de Milán. Los únicos animales que guardamos siempre han sido perros y gatos.

Así es como, además de Pitini, un perro traído de Abisinia por Vittorio, tuvimos durante diecisiete años, creo, a Charlot, un maravilloso bastardo que tenía la inteligencia de no ladrar porque esto molestaba a mi marido. Charlot era célebre en toda la familia desde un día en que, estando nosotros por entonces todavía en Milán, Vittorio y Bruno le habían atribuido una raza de su invención cuando un vecino les había preguntado su origen.

—Es una especie palmeada —había respondido Bruno. —¡Ya veo! —había exclamado el pobre hombre—. Es una raza formidable el palmeado. Nunca supimos quién se había reído de quién. También tuvimos a Brock, otro perro danés, y a algunos gatos. Uno de ellos nos fue ofrecido

por una admiradora de mi marido, esposa de un lord distinguido y decadente. En cuanto a las bestias saivajes, tuvimos sucesivamente una pareja de leones, Italia y Ras,

particularmente afectuosos con el Duce, y que nos dieron la alegría de tres pequeños leones adorables. Después un jaguar, un águila real, el mono Coco, que se quedó algún tiempo; un ciervo, dos gacelas, un halcón, cotorras, algunos canarios y dos adorables poneys venidos directamente de Inglaterra.

A veces, en revancha, esas horas de descanso no eran de mi gusto, en absoluto. Particularmente cuando la «época football», período en el que Vittorio, Bruno y su padre jugaban al fútbol después de la comida. Desde que veía a mi marido quitarse la americana, temblaba por los cristales, pues, muy a menudo, Benito llegaba todo compungido precedido de un estruendo de vidrios rotos:

—Oye, Raquel, no lo he hecho expresamente; he apuntado a Bruno y ha salido torcido. Pero no te preocupes, el cristalero va a venir. Ya le hemos avisado.

Después, como para hacerme sonreír, añadía: —Este cristalero nos aprecia mucho. Trabaja con nosotros. Además, hay que estimular la

economía del país. Los cristaleros deben trabajar como cualquier otro. —Un día iré a romper los ventanales de tu Palacio Venecia, ya verás. —¡De acuerdo! Pero atención a las ventanas de la derecha, son las mías. Más tarde, me sentí más tranquila.. El tenis reemplazó al fútbol. Pero, a pesar de todo, el

balón permaneció como uno de los deportes favoritos de la familia. Hasta tal punto que Vittorio organizaba partidos entre clases en un campo con sus camaradas de colegio. Una vez más los servicios de seguridad fueron sometidos a una ruda prueba, pero mi marido no quiso volverse atrás. Los amigos de mis hijos podían venir a casa, incluso tratándose de la residencia del Duce.

No hay que pensar que la distensión en la familia Mussolini estaba únicamente consagrada al deporte. Teníamos también nuestros momentos de intimidad mi marido y yo durante el día. Y era precisamente después de la comida; como dos colegiales, nos gustaba refugiarnos en las escaleras de la escalinata —al sol, porque Benito era friolero—, cerca de una vieja higuera que había escogido el crecer ahí y de la que habíamos hecho nuestra confidente. Si pudiera hablar esta higuera, creo que contaría muchas cosas. Allí arreglamos nuestras cuentas matrimoniales. Benito me anunciaba buenas y malas noticias, y yo le comentaba a menudo los rumores

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alarmantes sobre los manipulaciones de ciertos fascistas, ministros o no. Pues en la familia, era sabido: el agente secreto, el superpolicía, era yo.

Un día, por ejemplo, los niños nos oyeron reír. Nos preguntaron por qué no habíamos querido responder. No podíamos decirles, por temor a que hablasen con sus amigos, que Benito Mussolini acababa de imitar durante unos instantes a un ministro japonés de paso por Roma a la cabeza de una delegación. Mi marido le había recibido aquella misma mañana, y me había contado la entrevista:

—¿Te imaginas? Durante más de media hora he tenido que contenerme para no echarme a reír. En varios momentos durante su alocución me he sobresaltado. El ministro repetía a cada instante con una voz aguda: «¡Kokodé! ¡Kokodé!» o algo así. Y no sé por qué se me metió en la cabeza oyendo esta exclamación que iba a poner un huevo. Es estúpido, pero cuanto más lo razonaba, más sentía que me invadía la risa...

Otro día me describió el alboroto que había causado el niño prodigio americano Jackey Coogan, el célebre Kid de las películas de Charlie Chaplin:

—Al final de la entrevista me ha pedido una foto dedicada, entonces he cogido una y he escrito encima: «Benito Mussolini, al más grande de los hombrecitos.» El me ha prometido que me enviará la suya para los pequeños.

Fue bajo este árbol donde mi marido me anunció que era preciso aceptar el separarnos de los hijos durante la guerra de Abisinia, después de Bruno durante la de España. Allí fue también donde confrontamos las esperanzas de ver a nuestra hija Ana María escapar a la muerte, cuando estuvo gravemente enferma en 1935; allí me comunicó también sus temores en vísperas de la Segunda Guerra Mundial...

Hacia las 16 horas Benito volvía a salir para el Palacio Venecia. Un poco más tarde, Irma le hacía llevar un vaso de leche, que a él le gustaba tomar por la tarde. Como ya he dicho, su programa era menos cargado y, a veces, le gustaba mirar la circulación, oculto tras las ventanas de su despacho, al mismo tiempo que se comía una fruta. Le fascinaba el espectáculo de ese policía con guante blanco domando con un solo gesto centenares de coches sobre la plaza Venecia.

—Si supieras, Raquel; es realmente formidable. A veces hace grandes gestos por encima de la cabeza, como un robot, y en ciertos momentos se crea una especie de complicidad silenciosa entre él y los automovilistas. Con un pequeño gesto discreto, tras la espalda, les hace señal de avanzar, de pasar, de esperar. A esos niveles, esto se convierte en un arte.

Las altas esferas policiales, habiendo sabido que el Duce se interesaba a veces por la circulación de la plaza Venecia, se apresuraron a poner en dicho puesto agentes particularmente eficaces y de un cierto aire marcial. Todo el mundo salió ganando: el tráfico, los automovilistas, los turistas que admiraban el espectáculo y... mi marido.

A las 21 horas estaba de regreso en la Villa Torlonia. La cena era despachada tan rápidamente como el desayuno. Benito tomaba un potaje de legumbres, a veces un poco de carne, pollo o huevos, legumbres y fruta. Por la noche nos entreteníamos un poco más en la mesa y nos quedábamos algunos minutos hablando mientras se instalaba el proyector en el salón.

En catorce años de vida en Villa Torlonia no he visto cambiar esta distribución del tiempo más que una decena de veces. Hacía falta que hubiera una razón válida, como el casamiento de Edda —a resultas del cual decidí que los próximos se harían en otra parte, pero no en mi casa, por la agitación primero y después por el mayor vacío que se siente con la marcha del hijo— o una visita importante, como las de Gandhi, Chamberlain, Hitler, Laval o la guerra.

Era inmutable: después de la cena asistíamos a la proyección. Esta tenía lugar en el gran salón donde nos encontrábamos todos, incluida la servidumbre. Ningún protocolo regía estas veladas, y mi marido, instalado en un sillón al fondo de la sala, hablaba con, unos y con otros con toda la sencillez del mundo. Recuerdo que teníamos dos familiares que no se apreciaban en absoluto, y la gran broma de Benito había consistido en invitarles una noche y ponerles uno al lado de otro. En varias ocasiones, durante el filme, me dio codazos para mostrarme cómo se espiaban y hacían muecas. Acabaron, sin embargo, por hacerse amigos.

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Como primera parte, mi marido veía los documentales de actualidad. Los que venían del extranjero le interesaban mucho y se hizo proyectar documentales que había podido procurarse, por Vittorio u otras personas, sobre los ejércitos rusos y la ocupación de Polonia. Pienso que fue en el curso de esas sesiones cuando se decidió en parte la participación de Italia en la guerra al lado de Alemania, en junio de 1940.

Igualmente daba mucha importancia a los documentales realizados en Italia para el extranjero, con el fin de controlar por sí mismo la imagen que se iba a dar de nuestro país, y en más de una ocasión se opuso a la exportación de algunos.

Acto seguido había una película, en cuya elección no participaba. Si era una película histórica o cómica, era seguro que se quedaría hasta el final. Lo mismo ocurría si el filme tenía a Greta Garbo por vedette. Entonces se convertía en un espectador atento que no vacilaba en manifestar su satisfacción. Pero si el espectáculo no le agradaba, no tiraba su zapato contra la pantalla, no la emprendía contra el operador del Instituto Luce; se levantaba y se retiraba sin hacer ruido.

Mientras que Irma ordenaba sus vestidos, él bebía un vaso de leche o de tila, se metía en la cama y en dos minutos se dormía. Desde entonces, nada podía despertarle hasta la mañana, ni siquiera los bombardeos, como pude verificar más tarde en Gargagno. Para decirlo todo, puedo incluso decir que Mussolini no roncaba.

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10. NUNCA TRECE A LA MESA Como todo el mundo, Benito Mussolini tenía sus pequeñas manías. No podía soportar, por

ejemplo, las enfermedades. Ni las suyas ni las de los demás. Una criada se puso a toser un día. Le vi fruncir el ceño y no tardó en decirme: —Que vaya a descansar, no quiero oírla toser en casa. Me costó horrores convencerle de que no era grave, pero la pobre mujer evitó durante varios

días encontrarse a su paso, pues cada vez que la veía la fulminaba con la mirada. Hacía igual con los niños cuando él mismo tenía un constipado. Se encerraba en su

habitación y les prohibía formalmente el acceso. —¡No quiero veros! —les gritaba—. Si tenéis algo que decirme, habladme a través de la

puerta. Por el contrario, si lo que tenía no era contagioso, tenían la orden de estar haciéndole

compañía para leer los periódicos. ¡Y pobre del que se equivocaba en un nombre!... La única persona que escapaba a esas disposiciones era yo. Cuando estaba enferma, hacía

poner una mesa en mi habitación y tomaba todas sus comidas conmigo para no dejarme sola, fuera o no contagiosa la enfermedad.

A pesar de todo lo dictador que fuera, mi marido se mostraba el hombre más obediente en las manos de los médicos.

Ya podía decir pestes contra ellos y contra sus remedios; cuando estaba en su presencia aceptaba todo sin rechistar, e incluso cambiaba la camisa de noche que llevaba habitual-mente por un pijama.

Aparte de la medicina, había otro poder que respetaba: el de los jettatore, es decir, los magos. Pues, como todo buen mediterráneo, Benito Mussolini era suspersticioso.

Jamás se hubiera sentado a la mesa si, contándole a él, el número de los comensales era trece. El domingo, en casa, controlaba por sí mismo cuántos éramos. Y muy a menudo, uno de los niños, la mayor parte del tiempo Romano o Ana María, pasaba a comer a la cocina cuando había doce invitados para comer.

Del mismo modo no hubiera empezado nunca nada en viernes, y no era extraño verle llevar su mano derecha incluso en público a cierta parte del cuerpo para conjurar la mala suerte.

Como he dicho más arriba, temía particularmente las personas que tenían «mal de ojo». Uno de sus colaboradores de El Pueblo de Italia tenía esta reputación. Benito le apreciaba. Sin embargo, acabó por hacerle comprender con tacto que prefería no verle muy a menudo.

Yo me burlaba de él, pero debo reconocer que hubo coincidencias bastante inquietantes; varias veces se produjeron incidentes encontrándose este hombre en casa: lámparas que estallaban, una cafetera explotó, se rompieron platos sin que nadie los hubiera tocado...

—¡Ves! —exclamaba entonces mi marido—. Ya te lo he dicho. ¡Tiene el mal de ojo! Numerosas eran las personalidades que aceptaba ver sólo porque no podía hacer otra cosa. Un día, por ejemplo, rindió visita al rey de España, Alfonso XIII, de paso por Roma. El caso es

que el soberano tenía también fama de jettatore. Se contaba que por todas partes por donde pasaba se producían catástrofes: se derrumbaban puentes, caían lámparas...

Después de haberle dejado, Benito recomendó a su chófer que fuera particularmente cauto y no se relajó hasta el día siguiente, cuando pensó que los efectos del mal de ojo de Alfonso XIII no se harían ya sentir.

Los chicos se reían de todo hasta que un día Romano, el más supersticioso de la familia, encontró, no sé dónde, un trozo de porcelana dorada en forma de luna creciente. Se metió en la cabeza que era un talismán de la felicidad y cada vez que jugaba a las cartas con Vittorio o Bruno lo tenía en la mano. Y regularmente perdía. Entonces se lo dio a uno de sus amigos, el cual,

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después de haberlo intentado, con resultados igualmente negativos, lo dio a otro camarada. Después de haber dado la vuelta a toda la clase, el talismán volvió a Romano. Este propuso a su vez a sus hermanos hacer una experiencia. Durante el curso de una partida de cartas tomarían por turno el pedazo de porcelana. Y con gran estupor, cada vez que uno de ellos lo tenía, perdía. Convinieron en que forzosamente pasaba algo raro...

Aparte de su superstición, mi marido creía en los espíritus, y yo era como él. Por otra parte, todavía creo, y estoy segura que a veces se tienen premoniciones. Por mi parte diré que las he tenido y siempre se realizaron.

Mis hijos se burlaban de mí cuando les contaba que, siendo niña, había visto una noche fantasmas en Salto.

Habíamos oído cantar mis hermanas y yo y nos habíamos levantado. La nariz pegada contra el cristal, habíamos visto hombres con larga barba y una camisa blanca que nos miraban. No nos asustamos, pues no parecían tener intenciones hostiles, pero escuchamos durante algunos instantes una extraña música que venía del patio. Me quedé convencida de que eran espíritus.

Con un gesto de cabeza, Benito asentía cuando yo decía que los espíritus existían, y a veces, en Romagna o en Roma, asistíamos a sesiones de espiritismo. Una noche se había paseado por la estancia una mesa, empujándolo todo a su paso, y en otra ocasión, en Villa Torlonia, fuimos testigos de algo sorprendente: el príncipe Giovanni Torlonia había llamado al espíritu de su madre y éste le había dicho:

—En cuanto desaparezca, Giovanni, florecerán violetas sobre la mesa. Y acto seguido un perfume de violetas cubrió la mesa que se hallaba ante nosotros. En Romagna son abundantes las casas que se dice frecuentadas por los espíritus. Una de

ellas, la que se encuentra en la carretera entre Forli y Predappio, ha estado sin habitar durante mucho tiempo. Cada inquilino la dejaba después de haber oído a un misterioso músico tocar el violín durante la noche.

Rocca della Camínate tenía igualmente cierta reputación, y Benito me admiraba mucho porque no tenía miedo de dormir allí sola.

—¿Cómo lo haces? —me decía— ¿No tienes miedo? Yo no lo haría jamás. —Bueno, pero si los espíritus son muy amables —le respondía el guarda—. Yo también oigo

a menudo música por la noche, me siento sobre las escaleras y me pongo a escuchar... Nunca me han molestado.

Así es como se produjo un día un alboroto de los buenos en Rocca della Camínate. Ocurría hacia 1927, con ocasión del arreglo de nuestra casa. El Ministerio de Marina hacía instalar un faro en la cima de la torre que debía alumbrarla cada noche. Algunos militares, bajo la dirección de un oficial, iban a trabajar allí.

También ellos habían oído hablar de los espíritus, y se les había dicho que una casa que se encontraba a algunos centenares de metros de allí estaba encantada. Entonces hicieron venir a una campesina, que les dijo que para ahuyentar a los espíritus debían hacer calentar un caldero de agua y zambullirse en él un gato negro y después echar esta agua alrededor de la casa.

Entonces cogieron un caldero, lo llenaron de agua y la hicieron hervir. Cuando estuvo preparada, metieron un pobre gato negro que habían cogido. Como se puede imaginar, el gato no había apreciado la broma. Pegó un salto formidable y desapareció maullando como gato escaldado —nunca mejor dicho—.

Los soldados desaparecieron también, persuadidos de que los espíritus se vengarían igualmente. Hasta días más tarde no vinieron otros, evidentemente menos supersticiosos, puesto que se quedaron hasta el final de los trabajos.

Había otro aspecto del carácter de Mussolini que podía resultar sorprendente: estaba convencido de que una empresa mal comenzada no podía enderezarse. Así, por ejemplo, quedó muy impresionado cuando el 30 de junio de 1940 el avión en el que se encontraba ítalo Balbo fue abatido, por error, por una ráfaga de cañones antiaéreos del navio italiano Sangiorgio. Consideró esto como un mal augurio y pensó en ello después con frecuencia.

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Mucho más tarde, en la vigilia del 25 de julio de 1943 y del 28 de abril de 1945, cuando Vittorio, Romano o yo le exhortábamos a reaccionar contra sus enemigos, y finalmente a refugiarse en algún sitio, nos respondió invariablamente con una sonrisa trastornada:

—No hay nada que hacer. Debo seguir mi destino hasta el final.

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11. MUSSOLINI Y GANDHI Mi marido tenía una concepción poco ortodoxa quizás, pero ciertamente muy eficaz, del

gobierno de un país. A sus ojos, sólo contaba la acción y el resultado. Los métodos podían salir de lo ordinario, poco le importaba. Sus armas eran el teléfono, el avión, el contacto directo con el público y su presencia en el lugar, incluso aunque tuviese que pasar dos horas en un campo haciendo la recolección, pecho al aire, entre los campesinos. Su pragmatismo chocaba a veces a ciertos eminentes arqueólogos de Roma, pero no tenía remedio.

Se desesperaron, por ejemplo, con motivo de los trabajos de la primera línea de «metro» de Roma. Mi marido había dado órdenes para que fueran rápidos, pues él quería crear una ciudad nueva en la periferia de la ciudad, la EUR. Contaba con organizar en ella una exposición inmensa en 1942 para conmemorar los veinte años del fascismo en Italia. Sin embargo, los obreros fueron parados por el descubrimiento de algunas ruinas romanas, y desde entonces todo se detuvo. Todo eran reuniones tras reuniones entre técnicos y arqueólogos para decidir lo que había que hacer.

Finalmente, mi marido se adueñó del asunto, exigió que no se reparase en esos vestigios y que prosiguieran las obras. Explicó a los aterrados arqueólogos que el respeto del pasado era un sentimiento honorable, pero que la evolución de un país debía exigir ciertos sacrificios.

—Se me reprocha que no amo los museos —me dijo un día—. No es cierto; pero me sentiría más feliz si viera más estandartes tomados al enemigo que estatuas antiguas. ¡Queremos vivir siempre sobre nuestro pasado! ¿Por qué no hacernos uno nosotros también para las generaciones venideras? O somos capaces o no lo somos. No lo sabremos hasta que no lo intentemos.

Incluso en el plano personal era el mismo pragmatismo el que le guiaba. Recuerdo que una vez, siendo él ya jefe de gobierno, y estando yo todavía en Milán había querido convencerme de que la moda en Roma era llevar los pelos a lo garqonne, es decir, muy cortos. Yo no estaba del todo entusiasmada por la idea y me obstinaba en la idea de peinármelos en moño o con trenzas a un lado. Un día pasaba ante la tienda del peluquero en el que él se afeitaba y vi que me llamaba. Benito estaba sentado en el sillón, la cara llena de espuma. Entré y me pidió que me acercara más, porque quería decirme algo al oído. Me incliné sin la menor desconfianza. De pronto, mientras me murmuraba no sé qué tontería, me cortó una trenza de un tijeretazo. No me quedaba otra alternativa que hacer lo mismo con la otra. Estaba furiosa, pero él había obtenido lo que quería.

Una mañana le llegó al gobierno un informe según el cual la leche que una cooperativa proporcionaba a escuelas, hospitales y guarderías estaba pasada. Ordenó de inmediato una investigación para descubrir a los culpables. Como las cosas duraban y no se veían resultados, tomó una decisión que asombró al mundo, pero no a mí, que le conocía: puesto que nadie quería denunciar, hizo poner en la calle a todo el personal de esta cooperativa, desde el portero al director...

En casa, ya he contado cómo me había obligado a hacer poner suelas varias veces al mismo par de zapatos, porque se encontraba bien con ellos. Con la ropa ocurría prácticamente lo mismo: cuando algunos trajes ya no le iban, pero estaban aún en buen estado, no comprendía por qué no hacíamos trajes para los niños. Irma, que era también una costurera particularmente hábil, ha arreglado así durante años trajes a mis hijos de los trajes de su padre.

Pasaba igual con el sastre de mi marido: Galeazzo Ciano le había dicho un buen día que cambiara a otro, porque el jefe de gobierno debía tener un sastre de categoría. Benito le atajó diciendo que el que tenía le había vestido muy bien y que no veía por qué tenía que cambiarle.

—Cuando salgo, no me paseo con un cartel en la espalda diciendo dónde me visto— le había respondido.

Siempre le ganaba lo más práctico. Se había dado cuenta de que su presencia atizaba la realización de los trabajos. Por eso iba personalmente a todas partes donde pensaba que su personalidad podía ser estimulante.

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En 1933, por ejemplo, se acabó la famosa «batalla del trigo». Italia siempre había importado demasiado arroz y tenía un superávit que los italianos de algunas regiones y particularmente de la Baja Italia no consumían. Había decidido, pues, aumentar la producción de trigo y de consumir así la de arroz.

Durante el último año, lo puso en práctica. En los campos recuperados de los pantanos Pontinos pasó a veces cuatro y cinco horas diarias con el torso al aire trabajando con los campesinos. Por la noche recibía su salario como los demás obreros, tres liras, creo. Lo más sorprendente era que se le veía verdaderamente feliz cuando regresaba con sus liras. Creó condecoraciones especiales, concursos. Bailaba con las campesinas que habían trabajado especialmente bien.

Todos estos procedimientos pueden ahora parecer pueriles, pero eran eficaces en aquella época. Y al final de 1933 la «batalla del trigo» estaba ganada: este año sólo fueron importados 179.805 quintales de cereales, contra 1.091.866 del año precedente. Estas cifras las he encontrado en los periódicos.

A continuación hacía falta absorber la superproducción de arroz y hacer que los italianos adoptaran este alimento. Comenzó por la parte oficial: una campaña en la prensa y cerca de los médicos, pues sabía que la palabra de un doctor era escuchada. En el curso de un congreso de médicos fascistas que se celebró en Roma en 1932 explicó, tomando por ejemplo el éxito de la campaña en favor de la uva de postre, que el arroz no era, como se pensaba, el producto reservado a los pobres, sino un alimento completo y energético que había permitido a los soldados italianos mantenerse durante la Primera Guerra Mundial. Pidió a los médicos que transmitieran la noticia a los hogares y —aprovechando la ocasión, ya que estaba en ello— que explicaran a las mujeres embarazadas que su estado no las afeaba como ellas temían, sino todo lo contrario.

Paralelamente, Benito organizó una inmensa campaña de demostración a través de Italia para explicar las diferentes maneras de consumir el arroz. Hizo construir treinta coches equipados como cocinas, con azafatas a bordo, que en las ciudades preparaban el arroz en público y lo ofrecían para la degustación gratuitamente. El mismo declaró que si cada familia comiera una pequeña cantidad, la superproducción sería rápidamente absorbida. Es lo que ocurrió. En algunas semanas, todo fue liquidado. Son precisamente esas regiones, refractarias en aquella época al arroz, las que todavía ahora lo consumen más.

A veces, por el contrario, sus iniciativas, siempre de inspiración pragmática, no tenían resultados felices. Así pasó cuando quiso instaurar un sentido único en las calzadas para peatones. Desde su ventana del Palacio Venecia había visto los empujones en las calles a las horas punta. Consideraba que esos esfuerzos para abrirse paso eran una pérdida de tiempo y decidió crear un sentido único sobre las calzadas, de forma que pudiera haber un flujo más rápido del tráfico. Fue un fracaso, y un día le referí algunas observaciones que esta medida había ocasionado.

«Fíjate —decían las gentes—, ahora quiere hacernos caminar en fila india como los patos...» No se sintió más contento cuando empujado por la preocupación de desarrollar la familia y de

crear un ambiente propio a su expansión, adoptó disposiciones oficiales castigando legalmente a los hombres que pegaban a sus esposas. Mis misiones de «agente secreto» me permitieron recoger igualmente impresiones negativas en Predappio.

«Ese chiflado que está en el gobierno —había oído— quiere privarnos de todo: si ahora no se puede pegar a la propia mujer, ¿qué es lo que nos queda?»

Benito rompió a reír cuando le conté estos comentarios. Por el contrario, fue él quien creó prácticamente todas las competiciones automovilísticas que

existen hoy en Italia. No dudó en hacer él mismo una vuelta al circuito al volante de un coche de carreras. Esto le encantaba, tanto más cuanto que unía lo útil a lo agradable. Como el día que inauguró el primer auto-raíl entre Roma y Riccione para dar un impulso al ferrocarril. Era en 1930. El día antes me había anunciado:

—No me he olvidado de lo que te prometí, hace tiempo, de hacer un día nuestro viaje de novios. Pues mira, lo haremos mañana.

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Y ante mi extrañeza añadió: —Vendrás conmigo sobre el primer auto-tren del mundo; iremos a Riccione. No solamente

será gratis, sino que tendrás un conductor especial para ti: tu marido. Y así ocurrió al día siguiente. Hizo bajar a todo el mundo, ordenó al conductor oficial que se

sentara en otro asiento, se puso una gorra y cogió los mandos que no soltó hasta Riccione. No pienso que muchos jefes de gobierno puedan enorgullecerse de haber conducido un auto-

tren. Mi marido lo hizo y los resultados fueron muy positivos. Podría escribir todo un libro con anécdotas como ésta, pero creo que sería un poco fastidioso

contar demasiadas. Quisiera decir, sin embargo, que las estaciones italianas de deportes de invierno, la playa de Ostia, las de la costa adriática y más particularmente Riccione, así como las estaciones termales italianas, han sido lanzadas o desarrolladas por mi marido.

En Terminillo, estación de esquí que descubrimos en el sentido propio del término, mi marido y yo ¡cuantas sesiones inenarrables hemos tenido! ¡Qué importaba! Mussolini se había metido en la cabeza que promocionaría el esquí y así lo hizo.

En Ostia hizo igual, pagando esta vez con su propia persona más que nunca, pues las gentes se precipitaron para ver bañarse al Duce. En Riccione, por ejemplo, adonde íbamos de vacaciones en familia, mis hijos y yo sabíamos si Benito se había echado al agua en función del griterío que se oía. Hasta tal punto que mi marido había tenido que hacer acordonar una playa privada para tener, en principio, algo de calma. Y una vez que estaba en el agua se alejaba lo más posible de la orilla con el fin de eliminar al menos a aquellos que no sabían nadar. Esto no le impedía volver con marcas de rojo de labios en los brazos, en el cuello. He visto incluso mujeres que se echaban al agua vestidas. Esto parece inverosímil, pero los que han asistido a escenas de delirio de masas pueden comprender cómo Mussolini podía dar impulso con su sola presencia a una empresa.

En otra ocasión tomó una decisión también poco ortodoxa, pero muy lógica y sobre todo práctica. Era a propósito de una vieja rivalidad que enfrentaba dos comunas de Romagna: Castrocaro y Terra del Solé. Castrocaro tenía termas que no eran frecuentadas ya, con la agravante de que el centro de actividades económicas y administrativas se encontraba en Tierra del Solé. Las disputas duraban desde hacía más de tres siglos. Un día, mi marido se presentó personalmente en el lugar. Hizo venir expertos y les ordenó que situaran un punto preciso, entre las dos comunas, a igual distancia de una y de otra. Cuando se hizo esto, indicó este punto y dio a conocer su decisión: ahí sería edificado el nuevo municipio común a las dos ciudades. El cementerio y la iglesia seguirían estando en el territorio de Terra del Solé, al lado de la alcaldía, exactamente opuesto al salón de bodas, situado a su vez sobre el territorio de Castrocaro.

—Así —dijo— aquí se casa la gente y allí se terminan los días. Desde entonces siempre ha sido así. Y cuando mi marido me comunicaba el éxito del

lanzamiento de una campaña, o de una ciudad, me decía siempre lo mismo: «Y ahora hay que encontrar otra cosa.»

Antes de terminar con este capítulo hay dos episodios interesantes que quisiera contar. Uno es de orden privado, evidencia el poco interés que Benito tenía por los recuerdos y los regalos; el otro da una idea de su manera de ayudar a la gente. En este último caso, el sentido práctico del Duce fue batido por el de una religiosa, la madre superiora de un convento. El primer episodio se sitúa en 1931. Algún tiempo antes, mi marido y yo habíamos visitado las casas de campesinos que trabajaban en las tierras que habíamos comprado después de nuestra instalación en Rocca della Camínate.

Le habían chocado las condiciones de vida de esas gentes y me había dicho que había que hacer algo por mejorarlas. Encargó a don Camilo Ridolfi de las gestiones para la obtención de un préstamo bancario que permitiera construir nuevos hogares. El préstamo fue concedido sin problemas. Era de 300.000 liras, suma bastante importante para la época.

Hecho esto, Benito olvidó por completo el término del préstamo, y cuando llegó el momento no disponía de los fondos para responder. Hubiera podido procurárselos escribiendo algún artículo semanal para la prensa extranjera y sobre todo americana, que le pagaba con largueza;

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pero no pensó en ello o no tuvo tiempo de hacerlo. Además, como presidente del consejo y director de un diario importante que imprimía seis o siete publicaciones semanales, hubiera podido conseguir esta cantidad en cualquier sitio. ¡Pero no! Mi marido consideraba que era una cuestión privada y tenía que arreglarla privadamente.

Un día, después de haber reflexionado durante horas, tomamos la decisión de vender algunos de los numerosos regalos que recibíamos de todas partes y que apilábamos en un inmenso salón de Rocca della Camínate, bautizado por Benito el «museo de los horrores».

Había de todo: jarrones, cerámicas, cuadros, etc. Estábamos convencidos de que sacaríamos las 300.000 liras.

Esa misma noche un joyero de Forli vino a la casa y nos encerramos en el «museo de los horrores». La escena no debía de dejar de ser pintoresca: como si fuéramos vendedores de alfombras, el Duce, su mujer y un joyero comerciaban, sopesaban, evaluaban hasta la más pequeña cucharilla de café o miniatura de porcelana. No se consiguió nada: no llegábamos a las 300.000 liras. Incluso un hermoso plato ofrecido por la ciudad de Genes, que —pensábamos nosotros— sería de oro, se reveló que era de metal dorado.

—¡También falso! —dijo Benito riendo—. ¿Te das cuenta, Raquel? Cuando pienso en todo el tiempo que se ha perdido en discursos con estos regalos, ¿Y qué es lo que descubro? ¡Que se trata de latón!

Se divertía realmente a cada descubrimiento, mientras que, por mi parte, no tomaba las cosas por el lado agradable. Sin embargo, habrá que encontrar una solución.

—¡Ahora que lo pienso! ¡El brazalete que me regalaste! Benito me miró apenado: —¡Es el único regalo que te he hecho! —Bueno, pues ya me harás otros. De todas maneras, éste no me gusta y Augusta tiene el

mismo. —Entonces, ¡vamos allá! Así pudimos completar la suma ya alcanzada con las maravillas del «museo de los horrores»,

y el préstamo fue reembolsado. El segundo episodio se desarrolló en 1935. Tuvo por cuadro esta vez un convento de clarisas. Antes de ir más lejos, debo precisar que cuando mi marido visitaba distritos populares en

Romagna tenía por costumbre decirme que, cuando le acompañaba, deslizara discretamente algunos billetes a las gentes que se hallaban particularmente necesitadas.

Siempre tan práctico, estimaba que un gesto semejante era más útil que las buenas palabras. Y cuando no estaba yo, era su secretario o el comisario de policía de su escolta quien hacía esas funciones.

Esta vez la cosa pasó en una pequeña comuna cerca de Rimini, donde Benito y yo habíamos ido en compañía del prefecto de la provincia para inspeccionar los trabajos de conducción de aguas.

Mientras Benito discutía con los ingenieros, yo había ido a un convento de clarisas que recogían a las criaturas necesitadas. No había olvidado jamás la miseria de mi infancia y, a mi vez, trataba de consolar la de los demás. Creo que si todos aquellos que se han convertido en ricos se acordaran, aunque sólo fuera de cuando en cuando, de los malos momentos de su vida —y todo el mundo ha pasado por alguno—, no habría más desgracias sobre la tierra.

En el momento de abandonar el convento, la madre superiora me cogió por el brazo y me dijo:

—Excelencia, ¿no podría usted pedir al Duce que viniera a vernos antes de dejar la ciudad? —Pero, madre, no' puede. ¡Vuestra orden prohibe recibir hombres en su convento! —¡Vamos, vamos!... Lo que está prohibido a los demás no lo está para el Duce. Pídale que

venga; seremos felices recibiéndole.

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Era tan categórico que cedí y al encontrarme con mi marido le transmití la invitación. —Bromeas, Raquel —me dijo—. Tú sabes muy bien que un hombre no puede entrar en un

convento de clarisas. No quiero por nada del mundo tener problemas con el Vaticano ahora que todo marcha bien. Me gustaría ir para contentarlas, porque se toman muchas molestias por las criaturas, pero no iré más allá de la entrada.

Llegamos, pues, ante el convento. El portal estaba abierto y la superiora nos esperaba. Benito y el prefecto no volvían en sí. Más aún: en el patio había unos refrescos preparados.

Al final de la visita, el Duce pidió a la madre superiora si tenía necesidad de ayuda. Ante la respuesta afirmativa, se volvió hacia el prefecto y le dio orden de hacer llegar una donación al convento. En ese instante, nueva sorpresa: la madre superiora murmuró al Duce que sería mucho mejor si pudiera tener la donación en ese mismo momento.

—Pero, madre, no llevamos semejante suma encima. —Duce, ¿entonces no podría darnos un cheque? —Tampoco llevo cheques encima. —¿Y el señor prefecto? Mi marido se volvió hacia el prefecto. Este se llevó la mano al bolsillo y sacó un carnet de

cheques. El Duce le indicó la suma, el prefecto firmó el cheque y lo remitió a la superiora. —Podría decirme ahora, ¿por qué habéis insistido tanto si no podéis cobrarlo? —preguntó

con un tono ligeramente ácido mi marido. —Primero, Duce, no os inquietéis por el cobro, ya nos arreglaremos. En cuanto a las razones

de mi insistencia, son sencillas. Con vos estamos seguras de tener este dinero, pero con la administración nunca se sabe...

—Y luego se piensa que esas santas mujeres no tienen contacto con la vida de todos los días y no saben lo que es la administración —comentó distraído mi marido lanzando una mirada con el rabillo del ojo al prefecto, que todavía sostenía el talonario de cheques en la mano.

A fuerza de hablar de él, y también gracias a sus iniciativas, que gustaban o no, pero que tenían el mérito de ser suyas, mi marido había llegado a lo que buscaba desde 1922, cuando, a la vuelta de su primero y último viaje a Londres, me había dicho:

—Ahora, si quieren verme, no tienen más que venir a Roma. Debo reconocer que ha triunfado porque el otro día hice un pequeño cálculo. En veinte años

de poder recibió a 229.000 personas, a las que estrechó la mano, con las que habló, bien sea individualmente o en grupo. Lo que hace alrededor de cuarenta personas por día.

Ahora es muy fácil decir que Mussolini fue un loco, un dictador, un hombre que no valía nada. Yo no digo nada. Pero en tal caso no ha sido el único: el cuarenta o cincuenta por ciento de esas 229.000 personas lo estarían como él, pues no eran italianas y, por lo tanto, no hubieran tenido interés en alabarle después de haberle encontrado.

No tengo todos los nombres de esa gente en la cabeza, pero entre ellos hubo también turistas extranjeros que visitaban a Mussolini como visitaban el Coliseo o San Pedro, personalidades semipolíticas, como el hijo de Roosevelt, o el conde de París, del que mi marido me dijo en seguida;

—No me parece muy inteligente, pero tiene unos ojos imponentes... Artistas en los dominios más diversos, tanto en la pintura como en la novelística, cineastas —

Walt Disney, por ejemplo, que había traído para Ana María un Mickey de tamaño natural que andaba—. En cuanto a los políticos, bastará con tomar como base que todos los jefes de gobierno o los jefes de Estado de la época, sin hablar de los ministros, se vieron con él: entre otros, Haile Selassie, emperador de Etiopía. El Duce le había ofrecido un avión y había incluso estudiado la posibilidad —puedo revelarlo hoy— de mantenerlo en el trono después de la victoria italiana en Etiopía.

—Pondré a su lado un gobernador. Como hacen los ingleses —me había dicho entonces.

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Después, cuando el emperador hubo abandonado su país, había añadido: —Son los ingleses quienes le han empujado a huir. Quieren hacer de él un medio de

propaganda en el mundo porque temen que apuntemos a su Imperio en África. No es Etiopía lo que les interesa, sino lo que hay alrededor.

Estuvo también el mahatma Gandhi, que vino a Roma en 1931 para asistir a un concierto. Mi marido —cosa extraña— organizó una recepción en su honor, precisamente en el gran salón en el que tenían lugar nuestras sesiones de cine. He guardado el recuerdo de esta visita no solamente porque Gandhi era un personaje de los que no se olvidan, sino porque además fue uno de los hombres que más impresionaron al Duce.

Veo todavía la flor y nata del «gran mundo» que también había sido invitada. Cuando Gandhi entró en el salón, llevando de un lazo su cabritilla, le acogió un gran silencio. Todas las personas quedaron boquiabiertas. Primero, por la escasez de ropa del mahatma y, seguidamente, por la cabra.

Durante los pocos días que pasó en Italia, Gandhi y su cabra estuvieron en las primeras páginas de la actualidad. Igualmente en casa eran el centro de las conversaciones, sobre todo de los niños, las aventuras de Gandhi visitando el Coliseo, con la cabra que tiraba de él; los problemas de protocolo con la cabra, que había que vigilar para cuidar las alfombras —era muy educada—; la sorpresa de las gentes recibiendo a Gandhi por primera vez y viendo aparecer un señor bajito medio desnudo acompañado de una cabritilla; todo esto les distraía mucho y hacían grandes comentarios. Hasta el punto que un día su padre les respondió secamente:

—Quiero que terminéis vuestras bromas —ordenó—. ¿No sabéis que ese hombrecillo y su cabra están sacudiendo solos todo el Imperio británico? Gandhi es un santo, un genio que utiliza en política un arma hasta ahora desconocida: la bondad.

Por su parte, Gandhi no ahorró los elogios sobre mi marido. A la larga, a fuerza de oír cantar los elogios de Mussolini, yo me preguntaba cómo hacía para coger en sus redes a todas esas gentes, extranjeros y compatriotas. Incluso llegué un día a esconderme tras una puerta entreabierta, en Rocca della Camínate, y seguir la entrevista que tenía con un visitante, para descubrir el «truco». Así se desenvolvía la acción psicológica de mi marido:

La persona que debía recibir esperaba en un salón. Una vez introducida, Benito se levantaba y permanecía detrás de su mesa o avanzaba para acogerla, según los casos. Durante esos segundos no dejaba de mirar a su visitante. Se entregaba a una verdadera exploración. Inmediatamente, el interlocutor se sentía turbado, perdía el dominio de sí. En ese momento, Benito empezaba a hablar. Generalmente decía algunas palabras de bienvenida, pero muy de prisa, y llegaba al objeto de la entrevista, dejando explicarse seguidamente a su visitante.

Mientras que éste hablaba, no manifestaba ninguna impaciencia. No jugueteaba con un lápiz ni cortaplumas, ni trituraba el cuello de su camisa. Muy relajado, los antebrazos apoyados sobre la mesa, escuchaba con la cabeza ligeramente inclinada a la izquierda, las cejas fruncidas, sin dejar de mirarle a los ojos.

Cuando a su vez tomaba la palabra, mi marido se hacía convincente, tranquilizador, severo según los casos, pero su voz permanecía siempre igual, muy cálida, bastante grave e incluso algo tímida.

Y al final de la conversación venía el golpe de gracia, con un apretón de manos cálido, una sonrisa y una última mirada «persuasiva».

Todos los comentarios que he podido leer, realizados después de alguna entrevista, daban la misma impresión: sus interlocutores sucumbían bajo su encanto. Incluso Churchill había reconocido que Mussolini le había inspirado simpatía y respeto. En uno de sus libros, La Segunda Guerra Mundial, había escrito: «Las dos veces que encontré a Mussolini en 1927, nuestras relaciones personales fueron amistosas y fáciles...»

Hitler no era de la misma opinión; prefería la expresión de la fuerza a la de la persuasión. Había dicho un día:

—¡Qué lástima que el Duce pierda toda la fuerza que tiene cuando pronuncia un discurso público al mantener una conversación privada! Se transforma en un hombre encantador...

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En público, mi marido era muy distinto. Su voz grave, bien modulada, se hacía áspera, con un ritmo sincopado. Debo reconocer que para alguien que le conociera bien era más agradable escucharle en privado que en público.

Se ha dicho que Mussolini se entrenaba ante un espejo, como Hitler, antes de pronunciar un discurso. Es absolutamente falso. Empezó muy pronto a hablar en público —tenía apenas dieciséis años—, de forma que conocía todas las argucias de la oratoria cuando se convirtió en jefe de gobierno. Sentía a la masa mejor que nadie y podía desencadenar a placer sus aclamaciones, sus vociferaciones, su delirio.

Sabía exactamente cuándo debía detenerse, echar la cabeza hacia atrás, avanzar el mentón, poner las manos en las caderas o cruzarse de brazos. Pienso que era un don y que creaba una especie de lazo invisible entre las masas y él. Me di cuenta todavía más cuando, el 18 de septiembre de 1943, se dirigió al pueblo italiano por las ondas de radio Munich desde un estudio dispuesto en la planta baja del hotel Karls Palast.

Recuerdo que me había colocado cerca de él y trataba de captar su mirada mientras hablaba por el micrófono. Yo sabía que el hecho de expresarse en el vacío, es decir, sin el contacto con las masas, le quitaba sus recursos. A fuerza de fijarle con la mirada y solamente entonces recobró su aplomo.

Sé que han criticado mucho todos los procedimientos oratorios de Mussolini, la aparatosidad de las manifestaciones, el estilo que había dado a su régimen. De acuerdo. Pero no hay más que mirar la televisión y las manifestaciones oficiales en todos los países democráticos, en los Estados Unidos, en Francia, en Inglaterra, e incluso en la Unión Soviética, con todo lo que de fastuoso tienen las apariciones en público de los dirigentes, para descubrir a fin de cuentas que la ornamentación mussoliniana no era una gran cosa.

En el fondo, quizás Mussolini ha sido uno dé los primeros en crear lo que hoy se llama relaciones públicas...

Para la pequeña historia puedo revelar que el éxito de Mussolini tuvo consecuencias insospechadas: sus libros fueron traducidos en chino bajo las órdenes de Chang-Kai-chek y fue nombrado presidente de la liga contra la blasfemia y presidente honorario de la Mark Twain Society de Kirkwood, como André Maurois, Massaryk, Kennedy, etc.

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12. LOS SECRETOS DE LOS ACUERDOS DE LETRAN Hablando del régimen en Italia, Benito Mussolini había dicho un día: «Es una cama de

matrimonio de dos plazas.» Hubiera debido decir más bien «de tres plazas», pues estaba también el Vaticano desde el 11

de febrero de 1929, fecha en la que fueron firmados los acuerdos de Letrán entre la Santa Sede y el Estado italiano.

Para mí, es decir, desde el punto de vista personal y familiar, esta fase importante de la historia de mi país ha comenzado el 29 de diciembre de 1925, cuando nos casamos religiosamente. Ya en 1924, nuestros tres hijos, Edda, Vittorio y Bruno, habían recibido la comunión de manos del cardenal Vannutell, en un viejo convento de franciscanos, en Camaldoli, pequeña localidad de los Apeninos, donde pasábamos nuestras vacaciones en esa época.

Después, un día, en Milán, mientras yo estaba en la cocina preparando unas pastas, entró Ciña, nuestra criada:

—El señor presidente ha llegado —me dijo— con el señor director, un sacerdote y el marqués Paolucci. El señor presidente quiere que vaya en seguida al salón.

Respondí que estaba ocupada y que iría en cuanto pudiera. Al cabo de algunos minutos vino él.

—Vamos, Raquel, no te hagas rogar. Y como hiciera que no le oía, desató él mismo el mandil y me empujó hacia la pila para

lavarme las manos. Después me arrastró hasta el salón. Y allí, en esa habitación transformada en capilla para la circunstancia, se celebró nuestra ceremonia religiosa de matrimonio por monseñor Magnaghi, rector de la iglesia de San Pedro de Sales, con mi cuñado Arnaldo y el marqués Paolucci di Calboli por testigos.

Cuando la ceremonia terminó y Benito me besó la mano, recuerdo haberle dicho irónicamente:

—Y ahora espero que hayamos terminado de casarnos... Y no era para menos: estábamos en el tercer episodio de nuestra unión. Por mi parte, no me había sentido muy emocionada por la idea de casarnos religiosamente y

había eludido la cuestión cada vez que Benito me había hablado de ello. Pero para él esta ceremonia revestía toda su importancia en el cuadro de sus proyectos y tratados con la Santa Sede y de normalización de una situación. Además estaba Arnaldo, que empujaba a su vez para que el matrimonio del presidente del Consejo tuviera, finalmente, el rostro que debía tener ante la Iglesia.

De hecho, en 1921, cuando no era todavía más que diputado, mi marido había dejado entrever sus disposiciones con respecto al Vaticano y en uno de sus primeros discursos en la Cámara había llamado la atención por los términos amistosos que empleó hablando de la Santa Sede y de la necesidad de llegar a un acuerdo.

El 5 de febrero de 1922, en vísperas de la elección de Pío XI, se había trasladado a la plaza de San Pedro en compañía de Costanzo Ciano y de Acerbo, en la esperanza de ver el humo blanco que anunciaría el final del cónclave. Ese día, es decir, dieciocho meses antes de convertirse en presidente del Consejo, había dicho:

-¡Es increíble! Los gobiernos liberales no han comprendido que la universalidad del papado es la herencia de la universalidad del Imperio romano y representa la gloria más grande de la historia y de la tradición italianas.

De manera que, desde su llegada al poder, se dispuso a este proyecto inmenso de reconciliación de la Iglesia y el Estado.

No creo que haya obrado por clericalismo. Mi marido ha conservado siempre hasta los últimos años de su vida un fondo irreligoso. Pero semejante empresa entraba de lleno en su línea de acción de hombre que quiere ordenarlo todo, y de persona dotada de un sentido práctico. Me

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explico: durante años, Mussolini ha sido un revolucionario. Después, ante la avalancha de los «rojos», los desórdenes en Italia y la debilidad del gobierno, se convirtió en un defensor del orden que él estimaba necesario para el triunfo de una revolución social. Esta última no podía hacerse más que en la legalidad, según él.

Una vez jefe de Estado, emprendió el levantamiento de Italia. Las reformas sociales llevían, el poder se consolidaba, él mismo había estabilizado su vida familiar. Quedaba la Iglesia, cuya situación había que arreglar llenando el foso que la separaba del Estado desde 1870. A esto se añadían las consideraciones prácticas: el Vaticano era el polo de atracción de católicos del mundo entero. Luego, ¿por qué no contar con este interés? ¿Por qué no oficializar esta situación y hacer que Roma se beneficiara de esta universalidad? Con tanto mayor motivo cuanto que no se trataría de una innovación, sino de una vuelta a la Roma antigua en la que el Duce se inspiraba para la edificación del régimen fascista.

Esto era el marco psicológico. Quedaba pasar a la acción, echar un puente sobre las dos orillas de ese medio siglo de ruptura. Ahí intervinieron factores humanos y personales que fueron determinantes.

Primero, los caracteres: Pío XI y Mussolini eran los dos de origen modesto y campesino. Podían comprenderse mejor que otros. Recuerdo que Benito había dicho un día, hablando del Papa:

—En el fondo, lo que arregla mucho las cosas es que ambos tenemos una mentalidad campesina.

Después vinieron los intermediarios: Arnaldo, que jugó un papel importantísimo; el abogado Francesco Pacelli, el hermano del que debía ser más tarde Pío XII en 1939, y el cardenal Pietro Gaspari, secretario de Estado de Pío XI, que firmó los acuerdos de Letrán con mi marido. Iba a olvidar al profesor Barone, consejero de Estado, que había comenzado las negociaciones.

Según lo que me contaba Benito, las negociaciones no fueron siempre fáciles, pues, de una y otra parte, no todo el mundo era favorable al proyecto. Mi marido debía contar con la antigua tradición republicana que había simbolizado él mismo. Estaba, además el rey, que no se encontraba muy animado; varios fascistas, que no lo estaban más, y los otros cultos, sin contar con los francmasones y el partido popular de aquella época, ahora democracia cristiana, que dirigía el célebre Dom Sturzo; mi marido lo había definido en 1919 como un «un preboste siciliano de nariz predominante, que podía hablar del paraíso, pero que no conseguiría nada sobre la tierra». Había en el seno mismo del Vaticano gentes que tampoco eran mucho más favorables. En el extranjero ciertos gobiernos hubieran deseado que tales acuerdos no llegaran a firmarse.

Digamos que, a partir de 1922, hubo un intento más o menos decidido hacia una normalización de relaciones. Mi marido dio los primeros pasos, ordenando que se volviera a colocar el crucifijo en las escuelas, reforzando las disposiciones legales contra la blasfemia. A continuación, la enseñanza religiosa fue impartida en las escuelas primarias; se estableció una igualdad de trato entre las escuelas del Estado y las escuelas confesionales privadas. Por ejemplo, en 1924 y 1925, el gobierno había fijado un presupuesto de 6.500.000 liras para subvencionar las iglesias católicas situadas en las nuevas provincias italianas, como el Trentino, y las de África. Después, la Universidad Católica de Milán fue reconocida oficialmente y las autoridades participaron en las ceremonias religiosas. Aún más: se designaron capellanes para el ejército, y el clero se vio dispensado del servicio militar. En 1925 fue votada una ley atribuyendo a los sacerdotes una pensión. Rápidamente, 30.000 miembros del clero habían de beneficiarse de ella.

Todavía en 1925 se produjo otro acontecimiento: una ley declaró ilegal la francmasonería. Mussolini debería sufrir las consecuencias mucho más tarde, pues se ganó así la enemistad de esta sociedad secreta que tenía ramificaciones por todas partes, incluso en la persona misma del rey y del mariscal Badoglio.

Después nos casamos religiosamente y hubo un jubileo. Con esto, todo el mundo hizo un buen negocio: millones de turistas vinieron del mundo entero aportando divisas y pudiendo descubrir el nuevo régimen italiano. El gobierno les dio toda clase de facilidades.

La Iglesia pudo así beneficiarse de esas atenciones del Estado, pues eso incitó a los católicos

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a venir en mayor número, y Pío XI no dejó de manifestar su satisfacción en una alocución que pronunció ante el Consistorio.

El camino estaba marcado. No quedaba más que recorrer la última etapa. Todo eso pertenece ya a la Historia, pero añadiré un pequeño detalle diciendo que la mayor parte de las negociaciones no tuvieron lugar, como se podría creer, en solemnes salones, bajo lámparas de araña y faroles relucientes, sino simplemente en el apartamento de mi marido, es decir, vía Rasella, en Roma. Para mayor discreción el abogado Pacelli venía hacia las 21 horas y volvía a marcharse aproximadamente a la una de la madrugada. Algunas horas más tarde, el Papa era informado de la evolución de las conversaciones.

Esto duró así meses enteros. En cuanto al cardenal Gaspari, Benito se encontraba con él en un convento de los alrededores de Roma. Frecuentemente, El Pueblo de Italia, para Mussolini, y el Osservatore Romano, para Pío XI, mantenían el clima vis a vis ante el público y recalentaban la atmósfera cuando era necesario.

Finalmente llegó el 11 de febrero de 1929. Mi marido, por Italia, y el cardenal Gaspari, por la Santa Sede, firmaron los dos tratados en el Palacio de Letrán. El Duce hizo un discurso de cuarenta y cinco minutos en el curso del cual —me contó luego— el cardenal Gaspari asintió con la cabeza en varias ocasiones en signo de aprobación.

Esa noche yo estaba ocupándome de los niños cuando vi llegar al padre Fachinetti, un monje de la orden franciscana que era desde hacía largo tiempo un amigo de la familia. Mi marido le dio una primera gran alegría instituyendo en 1925 a San Francisco de Asís como patrono de Italia.

Pero ese 11 de febrero, el rostro del padre Fachinetti estaba resplandeciente de felicidad. —¿Qué es lo que le pasa, padre? —le dije—. ¿Ha encontrado usted algunos millones para

sus pobres? —¡Todavía más hermoso, doña Raquel! Mientras hablaba, sacó de su sotana un pan de campaña y dos botellas de champán que

depositó religiosamente en medio de la mesa. —¿Dónde ha encontrado todo esto, padre? —le pregunté yo. No me respondió al instante y yo continuaba dando su papilla a Romano, que tenía entonces

quince meses y que organizaba un jaleo enorme cada vez que me paraba. Levantando los ojos, vi entonces al padre Fachinetti que abrazaba a todo el mundo, los niños,

Ciña y Pina, las dos criadas. —Pero, ¿qué es lo que le pasa? —¡Está hecho! —exclamó con temblores en la voz—. El acuerdo ha sido firmado entre el

gobierno y el Vaticano. El Duce ha triunfado donde hombres como Cavour o santos como Juan Bosco han fracasado. ¡Puede estar orgullosa, doña Raquel! ¿No podríamos telefonearle? Yo quisiera felicitarle.

Quería darle gusto, pero tenía miedo de molestar a mi marido, al que ni siquiera yo misma llamaba más que en los casos graves, pues era él quien telefoneaba en todo caso. Siempre fue así, incluso en sus desplazamientos oficiales. Era la misma cosa, para todo el mundo, tanto para mí como para los ministros.

En ese mismo instante sonó el teléfono. Era Benito, que me anunciaba la noticia. —¡Raquel, la edad de oro del fascismo ha comenzado hoy! —me proclamó. Después me contó cómo había transcurrido todo y no se quedó corto en elogios para Pió XI,

«simple y cordial en sus maneras, ¡y tan inteligente!» Pensando en todo esto me digo que quienes inventaron la sórdida historia del asesinato de

Pío XI por Mussolini no conocían a mi marido. Hubieran hecho mejor en inventar otra cosa; él nunca hubiera atentado contra la vida de quien le había procurado tan gran alegría.

En fin, le felicité, y como veía saltar ante mí al padre Fachinetti, que me hacía grandes señales para indicarme que quería hablarle, le pasé el aparato.

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No veía la cara que ponía Benito, a quien no le gustaban las largas conversaciones por teléfono, pero comprendía la alegría de este sacerdote y no osaba pedirle que se parara. ¡Querido padre Fachinetti! Era la imagen misma del sacerdote tal como se le desea: espiritual, cultivado, bueno, capaz de daros un anticipo del paraíso del más allá.

Prefiero no recordar demasiado. Tendría también que acordarme de los doce años sin sepultura cristiana que ha tenido mi marido —él que tanto había hecho por la Iglesia— y estropearía así la dicha del padre Fachinetti.

Después se ha especulado mucho sobre estos acuerdos de Letrán, diciendo particularmente que Mussolini había sido el único en beneficiarse. Es falso. Hubo varios beneficiarios: mi marido desde luego, aunque tuvo no pocos problemas que superar entre sus propios amigos, hasta el punto de poner los puntos sobre las íes, declarando un día:

—Sólo me congratulo cuando hago algo útil para Italia. Otro fue el rey, quien veía reconocerse como tal por el Papa, y sobre todo el más beneficiado

fue el Vaticano. Si quisiera ser malévola, diría que el Papa no hubiera firmado semejantes acuerdos si no

hubiera visto en ellos utilidad. Cierto que abandonaba oficialmente Roma y pasaba a convertirse a los ojos de la Iglesia en capital del Estado italiano, cosa que el Vaticano se había negado siempre a reconocer desde 1870. Pero no salía perdiendo en el cambio.

No soy una especialista. Nada más lejos de mí. Pero tampoco soy la mujer que se ha pretendido que fuera. Yo tenía ojos en la cara, oídos para oír y una cabeza para reflexionar.

Pondré un solo ejemplo: al principio, una de las misiones esenciales de la Iglesia era la evangelización, me parece. No hay más que pensar en todas esas iglesias abiertas por todas partes, donde se realizaba la penetración italiana. Cuando los soldados italianos llegaban a algún sitio, les seguían los sacerdotes. En África, en el Dodecaneso, hasta en Rusia, cuando nuestras tropas combatían en Ucrania con los alemanes, no tenían mucho aprecio por los sacerdotes.

Hay que añadir a esto todo el apoyo financiero que recibió a continuación el Vaticano, pues no todo se hizo simplemente intercambiando sonrisas. Y, en definitiva, ¿qué ha hecho la Santa Sede desde 1929? Participar, cada vez más, del poder en Italia. No digo que siempre que había un acuerdo que firmar un cardenal u obispo se sentara a la mesa. Pero, gracias a los acuerdos de Letrán, el Vaticano ha podido beneficiarse de medios oficiales de penetración hasta en los rincones más alejados de Italia. Se ha convertido en una fuerza no solamente espiritual, sino también temporal, capaz de inclinar en tal o cual sentido la política italiana y de influir en los acontecimientos. Por eso digo que el poder en Italia se convirtió desde 1929 no en una cama de matrimonio de dos plazas, que compartían el rey y Mussolini, sino de tres. Me limitaré ahora a dar un segundo ejemplo de la potencia que representaba el Vaticano.

A partir de 1937-1938, desde que Mussolini comenzó a acercarse a Hitler, el Vaticano se distanció con respecto al fascismo, no dudando en ponerlo al mismo nivel que al nazismo cuando condenaba a éste.

Muy bien. Después de todo, la Iglesia jugaba su papel de defensora de los ideales cristianos y del respeto a las libertades de los pueblos. Pero, ¿por qué permitió el Vaticano que los americanos, con los que Italia se encontraba oficialmente en guerra, pudieran tener informaciones sobre nosotros, los italianos? Que la Santa Sede haya jugado un papel humanitario, lo admito. Pero que haya intervenido en favor de un país —que tenía quizás a sus ojos papel de bueno— y contra el hombre que había levantado hasta lo más alto los colores del trono de San Pedro, es ir demasiado lejos.

Ciertamente, siempre se podrá contestar que acuso sin pruebas, que calumnio o invento. Respondo simplemente que son deducciones lógicas, y que me gustaría saber qué es lo que vino a hacer al Vaticano el enviado especial del presidente Roosevelt, Myron Taylor, que desembarcó en Roma el 20 de septiembre de 1942, si no me equivoco, volviéndose a marchar el 28 de septiembre, después de haber pasado una semana en el Vaticano.

Porque hay un punto que pocas gentes conocen: durante el último conflicto mundial, Italia estaba oficialmente en guerra contra varios países, los cuales tenían siempre embajadores en el

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Vaticano. Pero como la Santa Sede no tenía aeropuerto, ¿por dónde llegaban y de dónde partían esas personalidades? Pues bien, de Roma. Es decir, que se les dejaba atravesar impunemente la capital de un país en guerra contra el suyo.

Por otra parte, ¿dónde estaba el Vaticano? Donde ha estado siempre, en sus 480.000 m2 de superficie, en el mismo centro de Roma. ¿Quién era la persona mejor informada de Italia? El Papa, con sus cerca de treinta mil sacerdotes diseminados por todo el territorio.

Aquí peso mis palabras: no digo que esos sacerdotes fueran espías enemigos. ¡En absoluto! Pero sí que en el recinto de la Santa Sede hubiera sido muy difícil que no se filtrasen algunas informaciones. Estas, por insignificantes que fueran, eran explotadas por gentes cuyo oficio era ése, y que sabían sacar conclusiones de cosas sin importancia para el resto de los mortales.

Eso es lo que hizo el querido señor Myron Taylor. De regreso a los Estados Unidos, señaló a Roosevelt que los italianos empezaban a cansarse de la guerra y que forzándoles un poco se les podría poner de rodillas. Es lo que se produjo y los que lo dudan no tienen más que recordar cuándo fueron intensificados los bombardeos aliados: después de septiembre de 1942.

Como nosotros también teníamos servicios de inteligencia, mi marido fue rápidamente informado del papel que había jugado Myron Taylor en Italia. Tuvo una reacción violenta y dio instrucciones muy precisas a Galeazzo Ciano, que era por esa época ministro de Asuntos Extranjeros.

—Ese listo de Taylor ha ido a contar a Roosevelt que los italianos están hartos de la guerra y que basta con intensificar los bombardeos para romper su resistencia. Pues diles bien claro a los del Vaticano que, con concordato o no, si Myron Taylor vuelve a poner los pies en Italia, le hago arrestar en el acto.

Inútil añadir que Taylor no volvió jamás a Italia; por lo menos, mientras mi marido estuvo en el poder.

A menudo me han preguntado por qué el Duce permitía a embajadores de países con los que Italia estaba en guerra pasearse libremente por Roma. Primero, no circulaban por toda la capital, sino solamente por el recinto del Vaticano. Además, si no podían abandonar el territorio de la Santa Sede, otras gentes podían penetrar en él. Mi marido lo sabía, pero en cierta medida dejaba hacer porque no podía actuar de otro modo: hubiera provocado una crisis. Además, no ignoraba que el Vaticano albergaba a judíos y personalidades importantes que querían escapar a los alemanes. Prefería que estuvieran allí que por todo el territorio italiano, pues eso no hubiera hecho más que hacer aún más tensas las relaciones con los alemanes, que ya lo eran bastante a causa del poco entusiasmo de mi marido para proceder a las persecuciones raciales.

Y tercera razón, la imposibilidad práctica de impedir a esos embajadores enemigos atravesar Roma: desde el 11 de febrero de 1929, los acuerdos de Letrán garantizaban al Vaticano el estatuto de Estado independiente con relación a Italia. Incluso aunque el territorio de la Santa Sede se encontrase geográficamente en el de Italia, era muy libre de mantener relaciones diplomáticas con no importa qué países. El mismo gobierno italiano tenía su embajador cerca de la Santa Sede. El primero fue precisamente uno de los miembros del cuadnunvirato, Cesare de Vecchi. El Duce le había colocado en ese puesto para mostrar claramente que daba una especial importancia a las relaciones entre los dos Estados. No era cuestión, pues, de expulsar a esos embajadores.

Sé que estas explicaciones pueden parecer pueriles, que son inútiles para los especialistas, pero muchas gentes ignoran la situación particular que existía entre el gobierno italiano y el Vaticano. El uno no podía ir muy lejos porque no podía inmiscuirse en el papel espiritual de la Iglesia, el otro tenía ramificaciones en todos los países en razón de ese mismo papel espiritual, al que el gobierno del Duce no podía oponerse, puesto que había garantizado que la religión católica era la religión del Estado italiano.

Quiero precisar que Mussolini jamás intentó tomar contacto con países en guerra por intermedio de su embajador en la Santa Sede; consideraba que no tenía por qué hacerle jugar otro papel que no fuera el religioso.

Únicamente en este sentido había aceptado mantener conversaciones con el Comité de Liberación Nacional, en abril de 1945, por intermedio del cardenal Schuster, arzobispo de Milán,

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para ceder al partido socialista italiano el poder detentado por la República socialista. Un primer proyecto en este sentido había sido rechazado por Sandro Petrini, actual presidente de la Cámara de Diputados y, en su época, miembro del Comité Nacional de Liberación.

En el ánimo de mi marido entraba también salvar millares de vidas humanas, puesto que todo había terminado, y encontrar una salida legal para la República. No lo hacía por su propia vida, pues no hubiera aceptado nunca caer vivo en manos de los aliados.

—Jamás iré a la Torre de Londres o a Madison Square Garden para que me expongan los ingleses y los americanos como un espectáculo de circo, después de haberme capturado —me había dicho—. ¡Eso, nunca!

Pero volvamos a esta entrevista con el cardenal Schuster. La historia de este encuentro es conocida: en uno de los salones del arzobispado de Milán, el

cardenal Schuster y mi marido se habían sentado en un canapé. Frente a ellos, por un lado, los representantes del Comité Nacional de Liberación, entre los cuales estaba Cadorna, el hijo del generalísimo de la Primera Guerra Mundial, que había apoyado sin reserva a Mussolini cuando la constitución de su primer gobierno, y Marazzo. Por otro lado, se encontraban los delegados fascistas que habían acompañado al Duce, entre ellos, el mariscal Graziani, ministro de Defensa de la República social italiana. Las conversaciones habían empezado y el mariscal Graziani estaba explicando que era imposible firmar la rendición militar que reclamaban los miembros del C.N.L. Entonces el prefecto de Milán, Ugo Bassi, que acababa de entrar, le murmuró al oído que acababa de saber de labios del abad Bicchierai, secretario del cardenal, que los alemanes negociaban desde hacía dos meses su rendición y que se esperaba en otra sala al general Wolff para firmarla.

Mi marido suspendió la sesión de inmediato diciendo que había sido traicionado, tanto por el cardenal Schuster como por los alemanes:

—¡Es un nuevo 25 de julio y aún más grave! —exclamó—. Los alemanes nos han devuelto la moneda de nuestro 8 de septiembre de 1943.

Ingenuamente se cargaba con la firma del armisticio con los aliados por Badoglio. En su ánimo, aunque se le hubiera detenido, Badoglio era el jefe del gobierno legal de Italia.

Este mismo cardenal Schuster había dicho a mi hijo Vittorio veinte días antes: —Su padre ha estado casi siempre mal secundado, pero su nombre quedará grabado en la

historia de Italia. Con la conciliación, no solamente ha franqueado las diferencias que existían entre Italia y el Papado, sino que también ha resuelto definitivamente el problema del poder temporal de la Iglesia de Roma que duraba desde el 754 hasta nuestros días. El Papado —había añadido Schuster— ha reconquistado, con los acuerdos de Letrán, la libertad de elevarse siempre más alto en los espíritus. Nadie podrá arrebatar a Benito Mussolini este mérito excepcional.

¿Por qué no reveló a mi marido la rendición de los alemanes cuando ya todo había terminado? Hubiera podido hacerlo, aunque no fuera más que en recuerdo de lo que había hecho el Duce por. la Iglesia, y eso no hubiera cambiado en nada la situación.

Creo más bien que, aparte de su papel como religioso, el cardenal Schuster había escogido su campo: el de los aliados. Los partisanos eran vencedores, había que estar de su parte y entregarles a Mussolini. Es lo que no admitió el Duce, máxime que el cardenal Schuster había oído sin reaccionar las palabras del mariscal Graziani sobre la imposibilidad de firmar una rendición militar sin consultar a los alemanes, Pensaba de hecho que no se sabría nunca.

Recuerdo haber dicho hace algunos años a un abogado francés, M. Jacques Isorni, por quien siento una gran estima, que el diablo había debido comerse al cardenal Schuster después de su muerte y que si un día me enteraba de que había sido canonizado, iría yo misma a poner una bomba en el Vaticano. Ya no tengo edad para hacerlo y finalmente he encontrado la paz. Pero no puedo dejar de experimentar una cierta amargura cuando pienso que mi marido, que tanto había dado a la Iglesia —no dudo en repetirlo—, ha permanecido doce años en una caja —digo bien, una caja— sin sepultura cristiana, y que desde que ha sido enterrado en el cementerio de San Cassiano, en Predap-pio, cerca de los suyos, conozco a varios sacerdotes que no han querido nunca decir una misa por el descanso de su alma. Cierto que habían sido capellanes de los

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partisanos. No puedo tampoco dejar de sentir una profunda tristeza cuando pienso en dos episodios de

mi vida, distantes uno del otro una treintena de años. El primero tuvo por marco un convento de Predappio, en la época en que el Duce estaba en

la cima de su gloria. Un día, sentada en el asiento trasero de la motocicleta de uno de los agentes de mi servicio de seguridad, me había metido en ese convento para pedir al superior que recogiera a los campesinos del valle de Rabbi, cuyas casas habían sido devastadas por la crecida del río. Yo misma había hecho restaurar y agrandar el convento, pero el superior no me conocía.

Se precipitó ante la motocicleta gritando: —¡Salga! ¡Salga inmediatamente! Las mujeres no tienen derecho a entrar aquí. Intentamos explicarle quién era yo, por qué venía, pero no quiso oír nada. Finalmente, para

desembarazarse de mí, dijo: —Escriba al Papa. El le dará el permiso para utilizar este convento. La rabia se apoderó de mí y le dejé allí plantado, diciéndole: —¡Es una buena idea! ¡Voy a hacerlo y ya veremos! Siempre a lomos de la motocicleta, me había lanzado al puesto de correos de Forli y desde

allí había llamado al Duce a Roma. Le expliqué la situación y me respondió que inmediatamente haría lo necesario. Dos horas más tarde, el superior, anonadado, ponía el convento a la disposición de los campesinos damnificados...

Fue en 1959 ó 1960 cuando viví el segundo episodio. Había querido ir al Vaticano para ver a Juan XXIII. Conocía bien a sus hermanos, que me habían dicho lo bueno que era. Me habían contado, entre otras cosas, que Juan XXIII no estaba muy contento con ser Papa, pues no podía ya beber el buen vino que le gustaba, ni podía salir libremente; en fin, que se sentía preso. Se había creado en mi espíritu la imagen de un sacerdote diferente a los demás, a quien podría abrir mi corazón y, quizás también, confesarme. Quería ir como lo que era, la viuda de Mussolini, una mujer con secretos importantes para revelar y que no podía hacerlo más que a un Papa, ya que, además de ser el jefe de la Iglesia, era también un hombre de Estado que podía comprender el alcance de ciertas palabras y ciertos secretos.

Estaba tanto más convencida de que sería recibida cuanto que, desde la muerte de mi marido, intercambiaba regularmente telegramas con la Santa Sede con ocasión del aniversario de la firma de los acuerdos de Letrán.

Para esta visita había preparado un traje negro y una mantilla, igualmente negra, que me habían ofrecido en el curso de un viaje a España y que llevaré cuando sea enterrada. Sin embargo, un día un obispo vino a verme: muy incómodo, me explicó que el Santo Padre no podía recibirme porque «políticamente no era factible».

Me quedé estupefacta. Yo jamás había utilizado el nombre de mi marido ni usado de su poder en mi interés, o en el de otras personas, sino para hacer el bien. ¡Cómo podía imaginar el Papa que quince años después de su muerte iba a sacar alguna gloria de una recepción en el Vaticano por razones políticas u otras! Siempre me habían asegurado que la Santa Sede no hacía política, y ahora tenía la prueba. Antes, con un simple golpe de teléfono, las puertas se abrían. Ahora permanecían herméticamente cerradas..

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13. MUSSOLINI Y HITLER Cuando cambió el curso de los acontecimientos durante la Segunda Guerra Mundial se

apresuraron, tanto en Italia como en el extranjero, a reprochar a Mussolini su alianza con Hitler. Realmente era lo más cómodo. Pero a todos estos seudopatriotas que cantaban victoria una vez que el peligro había pasado y a los jefes militares y políticos extranjeros les hago una sola pregunta: ¿Por qué no se ha juzgado a Mussolini en la plaza pública, tal como se hubiera querido hacer con Hitler? Los aliados tenían a Mussolini entre sus manos porque los partisanos italianos le habían detenido. El resultado de la guerra no ofrecía ya dudas. Hubiera sido un final del fascismo a bombo y platillo en la medida en que mi marido hubiera permitido a sus vencedores juzgarle.

En lugar de esto, ¿qué se hizo? Se prefirió liquidar a Mussolini a toda velocidad. ¿Por qué este asesinato misterioso y clandestino? Sobre todo porque no se quería darle ocasión de explicar y desvelar los documentos que poseía y que hubieran comprometido a buen número de sus adversarios italianos y de sus enemigos extranjeros. Hubiera sido molesto para los vencedores saber que, mientras la amistad de Mussolini con Hitler había sido útil, en todas partes se había servido de mi marido como habían querido. En Francia, en Inglaterra, en América, etc., Mr. Churchill —igual que tantos otros— hubiera estado muy preocupado si el jefe del fascismo hubiera aireado las cartas que había intercambiado con él, incluso después del comienzo de la guerra, es decir, cuando, teóricamente, eran enemigos.

Resultaba más práctico impedirle hablar y reprocharle su alianza con Hitler; no permitirle revelar por qué había aceptado esta alianza. Esto hubiera turbado el idilio que Roosevelt y Churchill habían estrechado con Stalin en Yalta, cuando se repartieron el mundo como lo hacen los compadres de un botín.

De hecho, Mussolini no se lanzó al cuello de Hitler como la propaganda aliada ha intentado hacer creer. Al principio había, por parte de mi marido, una profunda admiración por Alemania. No por la del III Reich, sino por el país que había dado al mundo a Beethoven y Wagner, Kant y Nietzsche, Federico II y Bismarck, Goethe y Schiller, Lutero, Marx y tantos otros. Son ellos quienes le habían formado espiritualmen-te, quienes contribuyeron a modelar su manera de pensar.

En el espíritu de mi marido, Alemania era la «nación» por excelencia, el país con el que, en el plano de las ideas, la alianza no podía por ser más que enriquecedora y provechosa para Europa, para la edificación en Occidente de un muro de contención sólido contra el comunismo.

Pero a los ojos de Mussolini, Alemania era, junto con Austria, el país contra el cual él había incitado a Italia a luchar y contra el que él mismo había luchado durante la Primera Guerra Mundial.

Así pensaba cuando se encontró por primera vez con Adolf Hitler, el 14 de junio de 1934, en Venecia. Entre los dos hombres habían muchas diferencias: Hitler daba sus primeros pasos de hombre de Estado; Mussolini estaba en el poder desde hacía cerca de doce años.

Recuerdo que a su vuelta a Roma, Benito me comunicó sus impresiones sobre el Führer. —Es un ser violento —me dijo—, incapaz de controlarse. Es más cabezota que inteligente, y

nuestras conversaciones no han alcanzado más que un solo resultado positivo: él renuncia al Anchluss.

Quince días más tarde volvió a casa, por la noche, con un fajo de periódicos bajo el brazo. Los tiró sobre la mesa de su despacho y subrayó en mi presencia los titulares con grandes trazos de lápiz rojo, exclamando:

—Mira, ¡este individuo me hace pensar en Atila! ¡Estos hombres que ha hecho matar eran sus más íntimos colaboradores! Los mismos que le han llevado al poder. Es como si yo asesinara con mis propias manos a Federzoni, Grandi, Bottai y los otros.

Cogiendo un periódico vi que Rochm y numerosos políticos habían sido ejecutados por Hitler. Pensando en esas ejecuciones he escrito un poco más arriba que lo que faltaba a Mussolini para ser un verdadero dictador era tener las manos manchadas de sangre.

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Si los ingleses y los americanos hubieran sido más perspicaces en el curso de los dos meses que han seguido al primer encuentro entre Hitler y mi marido, no hubiera habido quizás Segunda Guerra Mundial. Pues después de sus primeras impresiones sobre el Führer, mi marido no hubiera perdido la ocasión de desencadenar una guerra contra Alemania. Sobre todo después del asesinato del canciller austríaco Dollfuss.

Fue para el Duce la gota que hizo desbordar el vaso. Consideró ese crimen como una afrenta personal después de la entrevista en Venecia; justamente en el curso de ella había obtenido de Hitler que renunciara al Anschluss. Además, Dollfuss era un amigo al que mi marido estaba muy unido.

Recuerdo el día en que supimos que había muerto: era el 26 de julio de 1934. Desde hacía varios días, la señora Dollfuss, la esposa del canciller, había llegado a Riccione con sus dos hijos. Nosotros le habíamos hecho reservar la villa; su marido debía reunirse con ella el mismo día en que fue asesinado, es decir, el 25, mientras se preparaba para salir hacia Italia.

La noticia le llegó a mi marido por la tarde del día siguiente, mientras se disponía a visitar unas obras públicas cerca de Forli. Le vi volver precipitadamente a Riccione. Estaba pálido y muy agitado.

—Han asesinado a Dollfuss —me lanzó desde la puerta—. Ven conmigo, hay que decírselo a la pobre mujer e intentar ayudarla.

Fuimos de inmediato a la villa. Ella descansaba mientras sus hijos jugaban en la playa. Benito no le dijo todo de golpe, pero la pobre mujer estaba anonadada. Inclinado sobre ella, le hablaba en voz baja en alemán, explicándole que su esposo estaba gravemente herido y que tenía necesidad de ella. Le sujetaba la mano, tratando de reconfortarla como podía. Pero siempre es en esos momentos cuando se es más inepto. Tanto más conociendo la verdad.

La misma noche el Duce hacía poner un avión especial a la disposición de la señora Dollfuss para regresar a Viena. Cuando se encontraba en el aparato se enteró de que su marido estaba muerto de una manera odiosa: la criada de sus hijos, que era en realidad una espía nazi, les soltó la verdad, teniendo así el triste privilegio de decírselo a su madre.

Regresando a casa, Benito me reveló otros detalles, como, por ejemplo, el hecho de que Dollfuss probablemente hubiera podido salvarse, pero que los asesinos le habían dejado desangrarse en su despacho. Desde Riccione, aquella noche dio instrucciones por teléfono para que se desencadenara una violenta campaña contra los nazis en la prensa y para que las tropas y la aviación estuvieran concentradas en la frontera austríaca.

Esta simple medida bastó para detener a Hitler, pero mi marido descubrió también con este motivo que no podía contar con las grandes potencias, como Francia e Inglaterra. Recuerdo que entonces me dijo, y me repitió a menudo después sobre todo desde la anexión de Austria por Alemania:

—Me han decepcionado los países amigos del Oeste; había esperado más vigor. ¿Te das cuenta de cuántas cosas hubiéramos podido evitar si no hubieran dado pruebas de tanta apatía? Ha bastado que enseñe los dientes para que Hitler desautorice a los asesinos de Dollfuss, pero no soy tonto. Quiere Austria y la tendrá, sobre todo siendo yo el único en seguir marchando sobre el Brennero. Los otros también deberían mostrar un poco de interés por Austria y el enclave del Danubio...

Poco tiempo después, la señora Dollfuss volvió a Roma, trayendo con ella la llave de Venecia que las tropas austríacas se habían llevado a Viena después de la conquista del Véneto, juguetes que su marido había comprado para los niños y una carta suya pidiendo a Benito que velara por su familia si le ocurría cualquier cosa. El Duce fue fiel a esta amistad hasta el fin y se apresuró a mandar a los Estados Unidos a la señora Dollfuss y a sus hijos, cuando las tropas alemanas penetraron en Austria.

En ese momento, los aliados acababan de perder la ocasión de aplastar el nazismo en el huevo. Después fue diferente. Pero, incluso cuando se presentaron otras posibilidades, Francia o Inglaterra no supieron aprovecharlas, cegadas por la inconsciencia o los prejuicios de sus gobiernos. Quizás también los ingleses, al igual que los franceses, pensaban que la Italia de Mussolini se hubiera lanzado sola en una guerra contra Alemania, debilitándose así ambos

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países. Durante más de tres años después de estos acontecimientos, mi marido y Hitler no se

volvieron a ver. La segunda vez que se encontraron fue en Alemania. Todo el mundo lo sabe. Pero lo que no se sabe tanto es que Hitler se había dado cuenta de lo que representaba Mussolini y el fascismo. Cuando la Sociedad de Naciones había votado sanciones contra Italia a consecuencia de la campaña de Abisinia, había sido el único en ayudar económica y políticamente a nuestro país. Fue incluso el primero en reconocer el Imperio italiano. Obrando así, el Führer hacía una inversión que pesó mucho cuando Italia tomó la decisión de ailiarse con Alemania.

El Duce recordó este apoyo cuando tuvo que responder a las proposiciones de alianza de Hitler. Puedo decir que este elemento fue determinante. Representaba la unión de los dos países contra el comunismo, concretada por la intervención de Italia y de Alemania en la guerra de España al lado de Franco.

El clima era bueno cuando, el 23 de septiembre de 1937, mi marido dejó Roma para ir a Alemania. Esperaba recibir una calurosa acogida, pero estaba lejos de imaginarse lo que iba a suceder. Volvió deslumbrado.

Durante los cinco días que duró la visita, Hitler no le abandonó ni un solo momento. Le mimaba. Sabiendo, por ejemplo, que al Duce le gustaba tener cojines duros para dormir, veló personalmente por que los tuviera cada noche.

Igualmente había hecho tomar precauciones para que mi marido no pasara frío, porque le habían dicho que era friolero. El jefe de protocolo era asaltado continuamente a preguntas por el mismo Hitler: si las cortinas le gustaban demasiado oscuras o no, si se había quitado un cuadro que podía no gustar a su visitante, si era preciso poner flores en la habitación del Duce, si las paradas del tren eran suficientemente suaves para no molestarle, y qué sé yo más...

La primera noche, al telefonearme como de costumbre, Benito me transmitió su sorpresa ante la acogida delirante que se le había reservado. En Munich, el desfile que tuvo lugar sobre la Kónigsplatz no dejó de impresionarle.

El broche de esta estancia fue en Berlín. Las manifestaciones se sucedieron, a cual más impresionante. Mi marido pronunció un discurso en alemán y acto seguido me telefoneó para preguntarle si le había escuchado y lo que yo pensaba. Antes de colgar añadió:

—Es inaudito lo que he visto aquí. La organización es inimaginable y el pueblo es de un temple extraordinario. Con todos estos triunfos, Hitler puede atreverse a lo que quiera.

Aprovechando la ocasión que se le presentaba, Hitler, que había notado el impacto que estas demostraciones habían hecho en el Duce, trazó las bases de los acuerdos que seguidamente se transformarían en el Pacto de Acero. Pero todo eso pertenece ya a la Historia.

A su .vuelta a Roma, mi marido me contó su estancia hasta en los más mínimos detalles. Me sorprendió sobre todo la impresión que había guardado de la maquinaria de guerra alemana:

—Si supieras, Raquel... ¡Es increíble! Jamás he visto una máquina cuyos engranajes funcionen tan perfectamente.

Estaba claro que el hombre que había acogido al Duce, en 1937, no era ya ese personaje tímido, embutido en un impermeable plástico demasiado grande y no sabiendo qué hacer con su sombrero gris, que había bajado del avión en Venecia y que un periodista francés habia descrito como «un pequeño fontanero que parecía sujetar un orinal (su sombrero) delante de su abdomen». Mi marido se había reído con ganas en esa época. Pero esta vez regresaba desfondado. Había encontrado un jefe con todo un pueblo detrás de él, con una máquina de guerra en perfecto estado a su disposición.

Esta impresión, añadida a la primera, le incitó a pensar que si algo había que intentar contra Hitler, Italia no podría actuar sola. Era una nueva etapa en la evolución psicológica del Duce. Nunca había pensado en un casamiento por amor, pero veía la posibilidad de un matrimonio de conveniencias. Especialmente en el marco de un pacto antiKomitern.

—Estamos tratando de crear —me dijo Benito— un frente anticomunista en Europa que iría

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desde el mar del Norte hasta el Mediterráneo. El Führer y yo tenemos los mismos puntos de vista sobre el empuje del comunismo en España. Por así decirlo, estamos de acuerdo sobre el mismo plan de defensa contra el comunismo. Vamos a esforzarnos en ensanchar este sistema de defensa y de reforzarlo.

Mi marido había añadido, sin embargo, una opinión que no debía abandonar hasta 1940, es decir, hasta que Italia entró en guerra:

—Por mi parte, veo este plan desde un punto de vista únicamente defensivo, sin ningún objetivo militar inmediato, sin ninguna idea de agresión. Si no triunfamos en conseguir un bloque de naciones verdaderamente poderosa, será fácil convencer a Moscú que limite su campo de acción a su territorio nacional. Italia y Alemania representan el mundo latino y el mundo germánico. Su misión es la de defender la civilización cristiana y europea de toda infiltración comunista y atea.

No eran más que palabras, pero lo repito: Mussolini consideraba, desde 1937, que Alemania era una potencia de la que más valía ser amigo que enemigo. Desde entonces intentaba evitar lo peor, es decir, la guerra, sin que, por otra parte, Italia tuviera que soportar las consecuencias de una no beligerancia. Cuando vio que esto no era posible, en razón de la actitud absurda de Francia e Inglaterra, Benito Mussolini se tiró al agua a su vez. Empujado, es cierto, por otros sentimientos. Ya lo veremos más adelante.

Un detalle había sorprendido a mi marido durante su viaje a Alemania: el sentido del humor de Hitler.

Durante el desfile en Berlín, el bastón que servía al soldado para cubrir la medida de la fanfarria se le escapó de las manos y fue a caer sobre la cabeza de uno de sus camaradas. Esté tuvo un movimiento brusco que sorprendió a un caballo, el cual se embaló hasta justo la altura de la tribuna donde se encontraban mi marido y el Führer. Durante algunos instantes, Hitler, muy molesto por el incidente, puso una cara muy rara. Pero viendo que mi marido tomaba la cosa por el lado del humor, se relajó a su vez.

«Le dije que semejantes incidentes se producían también entre nosotros. »Entonces se inclinó hacia mí y me dijo al oído: »—Vaya a saber cómo va a terminar esto para ese pobre militar. Es ahora cuando va a

ponerse en marcha la perfecta organización a la alemana: el general pondrá una sanción contra el coronel, éste hará lo mismo contra el comandante, quien repercutirá la misma medida disciplinaria contra el capitán. A su vez, el capitán castigará al teniente, que castigará al ayudante. El ayudante no perdonará al sargento, quien se resarcirá sobre el cabo, el cabo... ¡pobre soldado!»

Recuerdo que ocho años más tarde, en una situación más crítica, Hitler haría prueba del mismo humor cuando, en junio de 1944, mostró a mi marido y a Vittorio, que le acompañaba, los estropicios provocados por la bomba de la que debió ser víctima.

—¿Os dais cuenta? —les dijo; tenía el pantalón destrozado—. Afortunadamente, no hay mujeres por los alrededores. Si no, hubieran visto un espectáculo bastante curioso...

Fue en mayo de 1938 cuando vi a Hitler por primera vez. Desde bastante lejos, es cierto, puesto que me encontraba en el primer piso del Palacio Venecia, pero esto no me bastaba. Por una parte, no me gustaba exhibirme en público; por otra, nunca había experimentado simpatía por el Führer, aunque no me hubiera causado ningún mal, al contrario. Cada vez que se presentaba la ocasión me llenaba de regalos y era objeto de sus más vivas atenciones.

Por ejemplo, a la salida de ese mismo viaje de 1938, me había mandado una cesta de flores tan enorme que no había podido pasar por el portal de Villa Torlonia. Hubo que desmontarla. La había comparado maquinalmente con la que me había hecho llegar el rey con ocasión de la proclamación del Imperio un año antes, y con mi malicia habitual pensé que el Imperio le había salido muy barato.

Cuando me reuní con mi marido en Alemania, en 1943, después de que hubo sido liberado del Gran Sasso, no pasaba un día sin que el Führer me hiciera llegar flores y regalos de todas clases.

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Para traerme a Rocca della Camínate, cuando mi marido volvió a Italia, antes de crear la República socialista de Saló, Hitler se manifestó una vez más poniendo cortésmente a mi disposición su coche personal. Hasta el punto que un destacamento S.S. de guardia en Rocca della Camínate tuvo un buen susto, creyendo que era Hitler en persona quien bajaba del auto.

Volviendo al acercamiento italo-alemán, me acuerdo que el Duce había dicho en Villa Torlonia que todo el mundo debía ir al Palacio Venecia, incluso el personal de servicio. «Será un espectáculo digno de verse», había añadido.

No volveré a contar otra vez esta visita; se ha hecho ya muchas veces. Pero sí diré que la paciencia y la diplomacia de mi marido fueron puestas a ruda prueba durante los seis días que duró la estancia del Führer en Roma.

El responsable de esta tensión fue el protocolo, pues, a causa de él, el anfitrión del Führer debía ser el rey de Italia. Pero como Hitler no estimaba a Víctor Manuel, que le devolvía la moneda, surgieron toda una serie de observaciones que se hicieron los dos jefes de Estado por medio del Duce.

Esto empezó desde la llegada del Führer, el 3 de mayo de 1938, a la estación de San Pablo, de Roma. Al bajar del tren fue acogido por un reyezuelo rodeado de generales fachendosos y estirados. Mi marido, por respeto al protocolo, se mantenía ligeramente apartado. De golpe, Hitler no comprendía nada. En su ánimo, el hombre que dirigía Italia, al que él había recibido con fasto en Alemania, era Mussolini. ¿Por qué era recibido por un rey menudo, rodeado de generales ostentosos, mientras su amigo el Duce esperaba a un lado? Este detalle le indispuso contra el rey.

Una vez fuera de la estación preguntó dónde estaba Mussolini. Se le respondió que por razón del protocolo se había marchado por su lado, porque él, el Führer, debía ir al Palacio del Quirinal, donde iba a residir.

La ira de Hitler no hizo más que aumentar. Rezongó contra todo discretamente —tenía el sentido de las conveniencias—, pero rezongó bien. Contra la carroza que le había llevado, preguntando si la casa de Saboya había oído hablar del automóvil; contra el palacio del Quirinal, que calificó de museo de antigüedades; contra la corte real, que juzgó reaccionaria y antinazi.

Criticó incluso severamente el servicio de mesa del rey, pues consideró que «deja mucho que desear» y que los platos «eran más bien escasos».

Cuando Benito me comentó estas cosas, debo confesar que las compartí un poco, pero ni siquiera me dejó el tiempo de exponer mi opinión.

—Si tú también te pones de su parte —exclamó—, no sé qué voy a hacer con el rey. Por su parte, Víctor Manuel hacía también agrias observaciones contra su ilustre visitante. Repetía a sus íntimos que Hitler era un «degenerado psicosomático» y contó que el Führer

había exigido una criada para rehacer la cama ante sus ojos. En fin, mi marido debía velar permanentemente para que todos estos cambios de humor no acabasen en incidente diplomático.

Hitler no recobró su sonrisa hasta el 9 de mayo: salió de Roma ese día para Florencia y se encontró desde entonces solo con Mussolini. El resto del viaje transcurrió en la distensión más completa. En Florencia, por ejemplo, el Führer estuvo tan entusiasmado por las riquezas artísticas de la ciudad que declaró que si debía reposar algún día vendría a hacerlo en Florencia.

Cuando mi marido me comunicó que Hitler estaba exultante de admiración ante todo lo que veía, volvía a pensar en la desventura que estuvo a punto de ocurrirle una de las primeras noches de su estancia en Roma, mientras visitaba la ciudad en compañía de mi marido. Ante el Coliseo se entusiasmó de tal manera por ei espectáculo del monumento, admirablemente iluminado, que se inclinó fuera del coche hasta el punto de perder el equilibrio.

Benito me contó al volver que si no le hubiera agarrado por el pantalón, el Führer se hubiera caído.

Jamás he leído que entre los lazos que habían podido unir a Hitler y Mussolini figuraba un cinturón de pantalón. ¡Nota para todos aquellos a los que les gusta descubrir el refajo de la Historia!

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Volviendo a cosas más serias, supe por mi marido, al término de este viaje, que el Führer se había ido una vez más convencido —y ahora más que nunca— que Italia y el Duce estarían en su campo, sobre todo después de haber visto la impresionante revista naval que se había desarrollado el 5 de mayo en Nápoles. Ese día, Hitler dijo al Duce, viendo todos esos submarinos, esos destructores y esos acorazados, que el papel de Italia podía ser preponderante sobre el mar y más particularmente sobre el Mediterráneo. Ese espectáculo que vio el 5 mayo fue probablemente una de las razones que le hicieron admirar a Mussolini. Debía tener razón, pues los ingleses se apresuraron a echar a pique tres de los más hermosos buques de guerra italianos en los primeros meses de la entrada en guerra de Italia, en el mismo puerto de Tarento.

Algo sorprendente en las relaciones que existían entre Hitler y Mussolini fueron los sentimientos que les animaron a uno y a otro.

Para Hitler, el Duce era su maestro. En su despacho de la Casa Bruñe, en Munich, no tenía más que un retrato de Federico II y un busto de Mussolini. El Führer tenía una verdadera veneración por mi marido. Cada vez que hablaba de él, tanto a sus propios colaboradores como a los del Duce, manifestaba una profunda emoción. Fue ese el caso un día en el transcurso de una entrevista con Ciano. Mi marido se dio cuenta también que Hitler casi lloraba cuando dejó Italia, al final de su viaje, en mayo de 1938. En 1943, cuando mi hija Edda llegó a Alemania después que su padre fuera detenido, tuvo una entrevista con el Führer, en el curso de la cual temblaba de emoción al contarle mi hija los acontecimientos.

—Pero, ¿por qué no me ha prevenido? —no cesaba de repetir. ¿Cómo ha podido hacer eso? ¿Por qué se ha arrojado en la boca del lobo yendo a la villa del rey? Yo, sin embargo, le había dicho siempre que debía desconfiar de ese falso personaje.

Algunas semanas más tarde, mi hijo Vittorio, que estaba también en Alemania, tuvo la misma experiencia. Los ojos empañados en lágrimas, la voz vibrante de alegría, Hitler le anunció que el Duce había sido liberado por Skorzeny e iba a llegar. Y cuando estuvo allí, el Führer no hizo ningún esfuerzo para ocultar su emoción. Mientras todos los dignataríos nazis saludaban, tiesos como palos de escoba, él apretaba calurosamente las manos del Duce, le cogía por el brazo, se hacía a un lado en seguida para hacer señas a Vittorio de venir a besar a su padre.

A menudo he preguntado a Benito el porqué de esta actitud. Siempre me respondía que era debido al hecho de que, al llegar al poder, Hitler había descubierto en Italia un régimen tal y como él había imaginado. Mussolini fue, pues, su maestro, del que tomó varias de sus ideas y al que imitó la mayor parte de las realizaciones. La teoría del espacio vital fue de Mussolini, que quería dar a los italianos territorios para vivir y trabajar. Para mi marido, era la continuación lógica de las experiencias que había vivido cuando era joven, y de lo que había descubierto una vez en el poder: los millones de italianos que se expatriaban para poder vivir. Para Hitler, esto se convirtió en un expansionismo excesivo, aplastando la personalidad de las naciones ocupadas, mientras que los italianos se adaptaban a ellas.

Los «Balilla» fascistas dieron las Juventudes hitlerianas nazis; el saludo fascista, que mi marido había instaurado, esencialmente por medida de higiene, para no tener que apretar centenares de manos, fue el origen del saludo hitleriano; los «Camisas pardas» nazis eran la transposición, en Alemania, de los «Camisas negras» fascistas. Y sólo son algunos ejemplos.

En suma, por parte de Hitler, fue una atracción instantánea. Por el contrario, por parte de mi marido, era diferente: estaba desde luego impresionado por las atenciones del Führer; admiraba la potencia militar alemana y la homogeneidad del pueblo que había conducido a Hitler al poder, pero no podía dejar de sentir un cierto temor ante esta transformación de Alemania.

Digamos que cuando se alió a Hitler fue, para Benito Mussolini, un matrimonio de conveniencia.

El drama está en que, a partir de 1940, el Duce perdió poco a poco el control de esta alianza y pronto no fue ya él quien daba las cartas, sino Hitler.

¿Por qué ese cambio? Porque uno era dictador y el otro no lo era; porque el uno tenía tras de sí a todo un pueblo guerrero y el otro había olvidado que en septiembre de 1938 había sido acogido como un héroe a su regreso de la conferencia de Munich porque había salvado la paz; porque los generales de Hitler no tenían más jefes supremo que él, y los generales italianos

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tenían al rey por encima del Duce, lo que constituyó una excusa cuando llegó el momento de la disidencia. Si quisiera ser severa, diría también que los jefes del ejército alemán eran militares hasta lo más profundo de ellos mismos, mientras que ciertos jefes del ejército italiano no tenían de militar más que el uniforme.

Aun más, según mi marido, el ejército italiano hubiera sido apartado del teatro de operaciones, el rey hubiera sido expedido yo no sé adonde e Italia hubiera sido sometida al capricho de un Gauletier, como lo fueron Polonia, Checoslovaquia y tantos otros países, si el estado mayor alemán hubiera sido el único dueño de las decisiones.

Sólo la amistad y estima que tenía Hitler por el Duce habían permitido evitar esta suerte a mi país.

Yo misma tuve la prueba de este estado de ánimo de los alemanes, cuando llegué el 3 de noviembre de 1943 a Rocca della Camínate. Regresaba de Alemania y mi marido había llegado antes que yo para poner en pie el gobierno de la República socialista italiana.

Cuando llegué a casa hice un descubrimiento que me puso fuera de mí; Benito se había recogido para trabajar en una habitación —estando como estaba en su casa—, mientras que los oficiales alemanes, que estaban a su disposición y que tenían la responsabilidad de velar por él, se habían instalado como en su propia casa. Sus brillantes botas se alineaban ante las puertas de las habitaciones que se les habían asignado, todas las provisiones había sido devoradas y nuestra pobre criada no sabía dónde meterse.

Mi reacción no se hizo esperar. Expliqué al coronel que mi casa no era un hotel y menos todavía un cuartel. Tenían, pues, que levantar el campo y alojarse en otro sitio, lo que fue ejecutado inmediatamente.

Llegué a la conclusión de que los alemanes, pueblo disciplinado por excelencia, respetaban a quienes les hacía frente... o los aplastaban. Por aquella vez obedecieron. Creo que hubiera sido igual entre Hitler y el Duce, si éste hubiera sido el único dueño de Italia y si no hubiera tenido que compartir con otras dos partes el lecho matrimonial del poder.

En apoyo de esta opinión puedo revelar que, muy a menudo, mi marido reprochó al Führer no tenerle informado de ciertas decisiones militares y políticas antes de su aplicación.

Hitler replicó siempre que si Mussolini hubiera sido el único en dirigir Italia le hubiera tenido al corriente. Pero como no tenía confianza en el estado mayor italiano, cuyo jefe supremo era Víctor Manuel, prefería no desvelar sus proyectos.

Y, sin embargo, ningún miembro del estado mayor alemán tenía la menor duda sobre la lealtad de Mussolini. La situación era paradójica: mi marido dirigía un país y, según eso, tenía que vérselas con un aliado que le admiraba profundamente. Todo hubiera debido marchar sobre ruedas; pero como Mussolini era respetuoso de las instituciones, se encontraba obligado a no hacer nada contra el estado mayor italiano, dependiente de un rey que constituía el principal obstáculo para una mejor cooperación con Alemania.

Debo reconocer que los acontecimientos dieron desgraciadamente la razón a Hitler, sobre todo a propósito de la lealtad del rey con respecto a mi marido.

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14. MUSSOLINI Y EL REY DE ITALIA Víctor Manuel III y Benito Mussolini eran casi viejos amigos cuando se encontraron el 30 de

octubre de 1922 en el Palacio del Quirinal. Se habían visto ya en dos ocasiones antes de este encuentro histórico. Una primera vez, en

el hospital de Cividale, durante la Primera Guerra Mundial. Mi marido, que era militar por aquel entonces, se encontraba en este hospital cuando el rey vino en visita de inspección.

Esta vez no se habían dicho nada, pero, en cambio, cuando se volvieron a ver seis meses más tarde —siempre en un hospital, esta vez el de Ronchi— conversaron durante algunos instantes.

Mi marido estaba atado a la cama, entre la vida y la muerte, devorado por la fiebre. Los médicos acababan de retirarle los cuarenta y tres trozos de metralla de un obús que había explotado durante un ejercicio, del que ya hablé.

Víctor Manuel III pidió ver al sargento Mussolini. ¿Por qué? Porque, ciertamente, no perdía de vista que en la vida civil Mussolini era director de un periódico que adquiría peso y que hasta ahora había profesado un antimonarquismo feroz. Sin embargo, Mussolini estaba solo, no tenía partido ya. ¿Qué camino iba a tomar? El soberano agitaba quizás todas estas ideas en su cabeza dirigiéndose hacia la cama que le acababan de indicar. Pálido, los ojos desorbitados, Benito Mussolini reposaba en ella.

—¿Le duele, Mussolini? —dijo el rey. —Es un suplicio, Majestad, pero hay que aguantar. —¿Recuerda usted? Le he visto ya hace seis meses en el hospital de Cividale. El general M.

me ha hablado muy bien de usted. —Gracias, Majestad. No he hecho más que cumplir con mi deber, como todos los demás

soldados. —Ya sé, ya sé. Está muy bien, Mussolini... Y la conversación, pese a hacerse histórica más tarde, se detendría ahí. El 30 de octubre de 1922 —cinco años más tjarde— el rey y mi marido debían encontrarse en

el palacio real del Quirinal. Uno era vencedor, el otro acababa de encajar una semiderrota y no había llamado a Mussolini más que bajo la presión de los acontecimientos, por miedo a perder su trono. Le era necesario a Víctor Manuel III dar pruebas de amistad y jugar el juego. Mussolini quería dirigir el país, hacer de Italia una gran potencia y volver a poner la máquina sobre los raíles. Con o sin rey, poco le importaba. Pero puesto que el soberano estaba ahí, quería colaborar lealmente, ¿por qué no? Podía incluso ser un centro a cuyo alrededor se hiciera la unidad del pueblo italiano con Mussolini como jefe de gobierno y no como jefe de partido.

El rey no hacía un mal negocio, porque Mussolini constituía una barrera eficaz contra la progresión del comunismo, que si hubiera vencido habría hecho sufrir a la casa de Saboya la misma suerte que la que le había sido reservada al zar Nicolás II. Además, matando dos pájaros de un tiro, Víctor Manuel se desembarazó al mismo tiempo de toda la camarilla de políticos con la que estaba obligado a contar como monarca constitucional y que ahora no le servía ya de nada.

Mi marido hacía también un buen negocio. Había evitado una revolución sangrienta al tomar el poder y, respetando las formas democráticas, quedar como vencedor. Comentando este acontecimiento, había dicho un poco más tarde:

—La casa de Saboya ha entrado en Roma por segunda vez a remolque. Primero ha venido a rastras de Garibaldi y después del fascismo.

Desde los primeros instantes del encuentro del 30 de octubre de 1922, las cosas habían quedado claras: el rey estaba en uniforme y demostraba, por consiguiente, que seguiría siendo jefe de los ejércitos. Mi marido había abandonado la camisa negra fascista y vestía una blanca, de cuello duro, y una pechera prestada, como mandaba la etiqueta. Quería significar así que quería hacerse cargo de la autoridad constituida.

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Así es como el poder fue compartido entre los dos hombres: el rey reinaba y guardaba la suma decisión sobre el ejército; el jefe de gobierno gobernaba.

Mussolini tenía por sede del gobierno el Palacio Chigi; después, en 1929, el Palacio Venecia. Todos los lunes y jueves, hasta que estalló la guerra, mi marido se ponía su pechera y su sombrero de copa e iba al Quirinal para hacer confirmar las leyes, decretos, nombramientos de ministros, de jefes militares. El rey los estudiaba de cerca y mascullaba a veces antes de firmar. Pero siempre lo hacía.

En conjunto, se estableció una colaboración bastante franca entre el rey y mi marido, con altos y bajos, un fondo de desconfianza por parte del soberano, pero sin ninguna reserva mental por parte de su presidente del Consejo. A decir verdad, creo que el Duce ha sentido siempre no tener un soberano de mayor estatura, de más fuerte envergadura, a imagen de los países nórdicos. Cuando estaba enfadado con él decía:

—Es un personaje demasiado pequeño para una Italia en el camino de la grandeza. Y fue justamente a propósito de esta grandeza por lo que se produjeron los verdaderos

agarrones. Mi marido quería hacer de Italia un gran país, poderoso y respetado. En el plano político, social y diplomático lo estaba consiguiendo. El rey le dejaba hacer. Por ese lado no había ningún problema.

Las únicas observaciones que formulaba partían, por el contrario, de un buen sentimiento cuando reprochaba al Duce por utilizar demasiado el avión:

—Si continúa impidiéndome hacer lo que yo quiero, me haré republicano. Pero también ahí era más una pantomima que otra cosa. Cuando ocurrió el asunto Mateotti,

Víctor Manuel III, siguiendo el juego, se negó a seguir los consejos de ciertos políticos que le sugerían liquidar a Mussolini. Poco después, el 11 de febrero de 1929, Mussolini le ofrecía, en regalo, la reconciliación de la casa de Saboya y del trono de San Pedro. Preciso a este respecto que mi marido había sido expresamente dispensado de besar el anillo del Papa cuando Pío XI le concedió audiencia. Quería así señalar públicamente su independencia como jefe de gobierno ante el Papa.

Las diferencias serias surgieron cuando el Duce quiso tocar uno de los últimos factores de la grandeza de Italia: el ejército.

No era más que con la idea de mejorar el ejército, pero en seguida Víctor Manuel se rebeló: todo lo que fuera militar formaba parte de las prerrogativas de la Corona, siendo así coto reservado.

Por ejemplo, un día Benito quiso hacer adoptar un nuevo uniforme. Hasta entonces los soldados italianos llevaban camisolas con un cuello abotonado muy apretado y en cuanto podían se lo desabrochaban, lo que hacía que pareciesen abandonados. Con su sentido práctico mi marido se dijo que si hacía poner un cuello distinto, los militares no se desabrocharían más.

Fue un verdadero drama, e hizo falta meses enteros de explicaciones, de estudios, de reuniones de comisiones, para que el rey se decidiera a firmar las nuevas disposiciones.

En otra ocasión, mi marido decidió suprimir la tiras perneras, que databan de la Primera Guerra Mundial. El mismo las había llevado y consideraba que eran perjudiciales a los soldados en dos planos: el tiempo y la salud. El tiempo, pues para enrollarlas había que perder varios minutos y a menudo se despegaban, lo que no hacía precisamente muy decoroso. La salud, que interesaba más a Benito, se veía comprometida por esas bandas porque bloqueaban la circula-ción de la misma manera que se revelaban como foco de infección. Nueva tensión, nuevas reuniones y nuevas explicaciones. El rey firmó una vez más y las botas fueron adoptadas por el ejército italiano.

La verdadera primera gran crisis entre Víctor Manuel III y Mussolini, en 1928, estalló a continuación de la votación de la ley electoral que hacía del Gran Consejo fascista, que presidía mi marido, un órgano constitucional.

Por esas nuevas disposiciones, el Gran Consejo se convertía en el principal engranaje del Estado, puesto que desde entonces su opinión debía ser solicitada para todas las cuestiones

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constitucionales, entre las que figuraban la sucesión al trono, las prerrogativas de la Corona, etc. Para tomar un ejemplo, el rey no podía ya despedir a su presidente de Consejo sin haber pedido antes la opinión del Gran Consejo. Quince años más tarde, Víctor Manuel III se sirvió de esta ley para eliminar a mi marido, pero, de hecho, no lo apreció mucho en el momento.

Furioso, dijo al Duce que los fascistas no tenían que mezclarse en los asuntos de la Corona. La sucesión, según él, estaba regulada por la Constitución y si un partido se inmiscuía en las cuestiones de sucesión en el seno de una monarquía, se había terminado con ésta, etc.

Las cosas no fueron más lejos. De hecho, según los comentarios de mi marido, Víctor Manuel III tenía miedo de que los fascistas fueran a dar el trono, después de su muerte, al duque de Aosta, su sobrino, cuyas simpatías por el fascismo eran bien conocidas. Había participado en el desfile de los «Camisas negras» ante el Quirinal el 31 de octubre de 1938, Y como debía hacer acto de presencia en el balcón, tras su tía, tuvo que subir por una escalera disimulada y apretar bien el cuello de su americana con la mano para que el rey no se diera cuenta de que llevaba la camisa negra.

Después, de 1928 a 1939, no hubo prácticamente problemas. Cada lunes y cada jueves, «el señor presidente», como le llamaba protocolariamente el rey, se veía con «Su Majestad» en el Quirinal. Relaciones más personales parecían establecerse. Un día, Benito había ido a la cabecera de Víctor Manuel III que estaba enfermo y éste le preguntó a quemarropa:

—Dígame, mi querido Mussolini, ¿qué hace usted para tener manzanas tan hermosas de postre? Las que me sirven a mí son pequeñas a más no poder. No sé por qué.

El Duce hizo una discreta investigación y descubrió inmediatamente que el rey, estimando que los gastos en palacio eran demasiado elevados, había decidido establecer un presupuesto para las compras. Había olvidado, sin embargo, tener en cuenta las fluctuaciones de los precios, de las cantidades y categorías de los productos. El personal se veía a veces obligado a escoger los artículos menos caros para poder comprar el resto.

Cuando Benito me habló de ello no tuve ninguna dificultad en creerlo; había oído rumores sobre cierto aspecto «tacaño» del soberano.

Además, no experimentaba mucha simpatía por él, y en varias ocasiones me había interrumpido cuando comenzaba a contarle que el rey de Italia utilizaba un taburete para montar a caballo.

En cambio, tenía mucho aprecio por la reina y había sentido afecto por la reina madre Margarita de Saboya. La había conocido en 1926, en Milán, donde vivía en aquella época con motivo de una representación de la Pasión de Cristo, en el Palacio de los Deportes.

Recuerdo que estaba a punto de indicar en voz baja a mis hijos Edda, Vittorio y Bruno dónde se encontraba ella cuando un ayuda de cámara se acercó a mí.

—Su Majestad, la reina madre le ruega que venga a verla a su palco —me dijo—. Desea conocerla a usted y a sus hijos.

Primero me había negado: —No tengo costumbre de verme en compañía de reinas —le respondí—. Presente mis

excusas a Su Majestad, pero no puedo ni quiero molestarla. El asistente insistió tanto y tan acertadamente que acabé por aceptar la invitación y

empujando delante de mí a mis hijos me trasladé al palco de la reina madre. Esta estuvo muy amable y todavía hoy no he olvidado las palabras con que me acogió:

—Quería conocer a la esposa del Duce para decirle que la casa de Saboya deberá siempre mostrar su reconocimiento hacia su marido por todo lo que ha hecho y sigue haciendo por nuestro país...

Supe, cuando murió algunos meses más tarde, que había hecho de mi marido su ejecutor testamentario. Le había legado igualmente una pequeña medallita de San Antonio que Benito ha llevado siempre hasta su muerte. Fue robada, junto con todo lo que llevaba consigo.

En la primavera de 1930, durante la época apacible de las relaciones entre el rey y el Duce, conocí a Víctor Manuel y a su esposa, la reina Elena. Fue durante una recepción en el Palacio del

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Quirinal. Estaba aburriéndome a conciencia entre unas damas de punta en blanco que hacían mohines, cuando el rey vino hacía mí. Señalando un grupo de mujeres de cierta edad que comadreaban, me dijo, burlón:

—¡Se creería uno en un gallinero! Fueron las únicas palabras humorísticas que le oí y las encontré de un realismo simpático. Algunas semanas más tarde, la reina Elena me invitó a asistir a un espectáculo en honor a su

hija, la princesa María de Saboya. La reina había insistido cerca de mi marido para que yo aceptara la invitación. Fui, pero estaba preocupada porque tenía que dar el pecho a Ana María, mi última hija, que no tenía más que algunos meses, y temía olvidarme de la hora.

De hecho, fue la reina misma la que me tranquilizó. De cuando en cuando miraba su reloj y cuando llegó el momento me liberó, ofreciéndome una rosa preciosa. Me agradó mucho tanta gentileza y sencillez.

Más tarde, y como continuación a este suceso, la reina madre hizo poner a disposición del Duce un apartamento en la residencia de caza de Castelporziano, en los alrededores de Roma, para que pudiera descansar allí cuando le viniera en gana. Todo iba, pues, a pedir de boca.

Entre 1937 y 1938 se produjeron dos incidentes; de ellos, el segundo provocó una verdadera crisis entre el rey y Mussolini. Víctor Manuel nunca lo olvidó.

El primer encuentro violento fue del tipo «jarreteras» y chaqueta de uniforme. Esta vez era a propósito del paso de desfile. Mi marido se había extrañado siempre de ver desfilar a los soldados italianos.

—Con su fusil al extremo del brazo dan la impresión de que llevaran una maleta y fueran a coger el tren —rezongaba él.

Añadía que el ejército italiano era el único en el mundo que no tenía un «paso de desfile», y cuando fue a Alemania en 1937 volvió entusiasmado por la prestancia de los soldados alemanes. Su manera de desfilar le había chocado y decidió hacer adoptar por nuestros soldados el «paso romano», que era una especie de «paso de la oca» menos rígido. En su ánimo, esta medida debía dar un aire más marcial a los soldados, pero en el del rey era un nuevo atentado contra las prerrogativas de la Corona, entre las que figuraba el mando supremo de los ejércitos y, por lo tanto, el derecho de decidir cómo debían desfilar los militares italianos.

Por más que mi marido le explicara que todos los ejércitos del mundo tenían un paso de desfile, Víctor Manuel III y su estado mayor no quisieron oír nada. Ese paso quizás era vistoso, pero seguía siendo el «paso de los alemanes».

Fue una de las raras veces en que Benito salió de su reserva ante mí e hizo comentarios agrios sobre el rey:

—¡No es culpa mía que el rey sea tan poca cosa! —exclamó un día—. El no podrá, naturalmente, hacer el paso de desfile sin verse ridículo... Pero la estatura de un soberano no es razón para encoger al ejército de una gran nación.

Finalmente, las cosas se arreglaron una vez más y el soberano aceptó firmar nuevas disposiciones. ¡Pero cuántos problemas por cuestiones de detalle!

Fue peor aún cuando el Duce, que no se preocupaba solamente de jarreteras y chaquetas, quiso reestructurar enteramente el ejército italiano y modificar su armamento y su disciplina.

En marzo de 1938 estalló la verdadera crisis, que de hecho no conoció su epílogo hasta julio de 1943.

Ese día Benito hizo en la Cámara el elogio del ejército. Al término de su discurso, Constanzo Ciano, presidente de la Cámara, propuso que la dignidad de «mariscal del Imperio» fuera creada y conferida simultáneamente al rey y al Duce. La ley fue adoptada por aclamación y el Senado la aprobó el mismo día.

Fue todo un drama cuando mi marido se presentó en el Palacio del Quirinal para hacer ratificar esas disposiciones por el rey. Encontró un hombre particularmente irritado:

—Esta ley es un nuevo golpe de muerte a mis prerrogativas soberanas. Hubiera podido

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otorgaros no importa qué otra distinción en testimonio de mi admiración, pero ponerme en un mismo plano me coloca en una situación imposible. Si no hubiera una crisis internacional inminente, hubiera abdicado antes de sufrir semejante afrenta...

Mi marido no quiso envenenar las cosas. Pero declaró a Ciano: —Lo que he tenido que tragar. Yo hago el trabajo y él firma. Ese título —que importaba poco a Benito, pero que tuvo forzosamente que gustarle, aunque

sólo fuera porque le ponía a la misma altura que el rey— era particularmente desagradable al soberano porque temía además que, por efecto de esta ley, el Duce instaurase un control fascista del ejército, cosa que deseaban desde hacía mucho tiempo los veteranos del fascismo.

Sin embargo, con el fin de no herir la susceptibilidad de Víctor Manuel III, el Duce evitó llevar el uniforme de mariscal del Imperio ante él.

Algún tiempo más tarde, después del viaje que hizo Hitler a Italia en 1938, Víctor Manuel III dijo a mi marido que le gustaría visitar Rocca della Camínate, donde ya había venido, en 1936, el príncipe heredero Umberto.

Esta visita se había desarrollado, por otra parte, en un ambiente muy caluroso y Umberto se había recogido ante las tumbas de los padres del Duce después de haber visitado su casa natal.

Benito, a pesar de sus viejas ideas revolucionarias, se sentía honrado por esta visita del rey, con mayor motivo aún, puesto que venía a nuestra casa y a nuestra provincia, lo que la diferenciaba a sus ojos de una visita protocolaria en los locales oficiales.

El primer disgusto se lo di yo a mi marido. Algunos días antes me había dicho: —Habrá que preparar alguna cosa buena; no olvides que es el rey quien viene a casa. El 8 junio me preguntó: —Entonces, Raquel, ¿todo está listo? ¿Has organizado bien las cosas? ¿Has previsto las

bebidas? Y como me ponía nerviosa verle agitándose así a mi alrededor, me irrité a mi vez: —¡Sí! He pensado en las bebidas. He pensado en todo. He pedido al café de la estación de

Forli que nos preparen naranjada y sandwiches. ¿Estás contento? El pobre se quedó atontado. —Pero, ¿eso es todo? ¿No hay otra cosa? ¡Raquel, se trata del rey! —¡Rey o no, me deja Fría! Para mí es lo mismo que sea el rey o Minghinin (un labrador amigo

de la familia) el que venga. Durante esta conversación, el rey hacía la visita tradicional a Predappio, con discurso del

«podestá» Bacanelli, calles adoquinadas, población que le aclamaba. Debo decir que desde, Rocca della Caminate, por un hermoso sol de junio, espectáculo que se veía no dejaba de tener una belleza real, con el paisaje todo verde, las banderas a lo largo de la carretera y las campesinas romagnas vestidas con los trajes de domingo.

Finalmente, el rey puso fin a las preocupaciones de mi marido franqueando con todo su séquito la entrada principal de Rocca della Caminate. Llevaba un gran ramo de rosas en la mano, que me tendió diciendo:

—Os lo ofrezco de parte de la reina, pero siento mucho que se hayan secado un poco a causa del sol de la Romagna.

Cogí las rosas, con el acto de agradecimiento al uso, y entonces ocurrió algo divertido que hubiera perturbado un poco más a mi marido si se hubiera dado cuenta: di las rosas que acababa de ofrecerme el rey a mi sobrino Germano para que se cuidara de ellas. El, no queriendo perder un solo instante de esta visita, las pasó a Armando, el guarda. Pero Armando quería también verlo todo; se apresuró a dejarlas en una vasija que servía para lavar la ropa y no se preocupó más de ellas.

El rey visitó la casa, me hizo cumplidos por el decoro de Rocca della Caminate, por la sala del Gran Consejo, que, efectivamente, no carecía de empaque, y sobre todo por un cuadro de su

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persona que había sido pintado cuando tenía treinta años. Muy caballeroso, Víctor Manuel III hizo notar que yo no había cambiado y esas palabras tan galantes me fueron directas al corazón, como a toda mujer que tiene cuarenta y cinco años y a la que se dice que no aparenta más de treinta.

Después de haber reposado y haber bebido un vaso de la excelente naranjada del café de la estación, el rey se despidió, no sin haber manifestado a mi marido su satisfacción ante la calurosa acogida que le había reservado la población romagna. Nos contó que ningún soberano había sido acogido así en Romagna. Y que apreciaba tanto más cuanto que una vez, atravesando nuestra región, fue saludado por los silbidos de las gentes, lo que le había vuelto muy prudente, hasta el punto de que en sus viajes prefería dar un rodeo.

Una vez que se, hubo ido el rey, Benito quiso las flores que me había traído para llevarlas sobre la tumba de sus padres. Armando fue a buscarlas y oímos entonces algunos gritos:

—¡Qué desgracia! Señor, ¡qué desgracia! Pensaba que se trataba de un accidente o de alguna cosa grave. Nos precipitamos: era

Armando, que se lamentaba ante la vasija; había jabón en el agua y, cuando dejó las rosas, la cinta azul había desteñido bajo los efectos del jabón, que había quemado además los pétalos y destruidos las hojas. No era muy .agradable de ver y mi marido se entristeció.

—Por lo menos —me dijo—, haz poner una placa sobre la fachada de la casa con el día y la hora exacta de la visita.

—De acuerdo —le respondí, pero no hice nada... Este episodio podría revestir solamente un valor anecdótico y, quizás, mostrar algunos

aspectos desconocidos de la Historia de la que los pueblos no conocen más que la versión oficial. Pero, a los ojos de mi marido, la visita real a Rocca della Camínate tuvo mucha importancia. Para él era un test.

El mismo Víctor Manuel había propuesto a Benito venir a Rocca della Camínate. No era mi marido quien había lanzado la invitación. Además, por real que fuera, la visita no era menos particular, pues Rocca della Camínate era nuestro hogar. Esto significaba, para Benito, que las relaciones personales entre él y el rey se habían puesto bien de nuevo y que el soberano había olvidado los dos incidentes importantes que habían sido provocados por los poderes constitucionales atribuidos al Gran Consejo fascista y sobre todo por la creación del título de mariscal del Imperio.

De hecho, era falso. Pero hasta cinco años más tarde no descubrimos que el rey de Italia tenía un rencor tenaz. E incluso cuanto tuvo todas las pruebas en la mano, Benito Mussolini no quiso creer que Víctor Manuel III era capaz de autorizar un complot contra su presidente del Consejo o de participar en su ejecución.

Le hubiera hecho falta ser detenido con desprecio de todas las reglas de la hospitalidad y ser secuestrado por hombres a sueldo del rey, para convencerse de que todas las advertencias no eran fruto de una imaginación desbocada.

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15. LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL PUDO SER EVITADA En más de una ocasión se me ha preguntado: «¿Por qué Mussolini quiso la guerra de 1940?»

Siempre he respondido, y todavía hoy afirmo, que no la quiso. Por el contrario, lo intentó todo para evitarla.

Yo, que he compartido los menores instantes de su vida durante este período, puedo decir que le he visto desesperarse más de una vez con la sola idea de ver estallar un conflicto entre países europeos y descubrir que esta alianza italo-alemana, de la que tanto pudo esperar y que no aceptó firmar más que en el marco de una lucha antibolchevique, iba a hacer de Italia la enemiga de sus antiguos aliados.

Además, el asesinato de Dollfuss y el Anschluss le habían mostrado que los responsables del Reich no retrocederían ante nada para alcanzar sus fines. La debilidad o la inconsciencia de las potencias de Occidente en esa época, de las que había tenido pruebas suficientes, le hacían temer ver a Italia invadida, saqueada, si se ponía en el campo de los que no habían comprendido ni reaccionado a tiempo, es decir, Francia e Inglaterra.

Había visto por sí mismo la potencia militar alemana. Hitler le había puesto bajo la nariz lo que los hombres de Estado francés e inglés ni siquiera podían imaginar: las fábricas Krupp trabajando a pleno rendimiento, las fuentes de esta gigantesca empresa enteramente consagradas a la producción de cañones, de carros, de todo el material de guerra imaginable. Tenía en sus manos la prueba concreta de que, si estallaba un conflicto, las fronteras desaparecerían como montones de paja; que Europa entera no sería más que un inmenso horno.

Es la razón por la que desplegó todos sus esfuerzos para evitar que la crisis de los Sudetes desencadenara un conflicto mundial en 1938, pues estaba seguro que Hitler no se echaría atrás por nada.

Todo se hizo el 28 de septiembre de ese año. Ese día mi marido salvó la paz a base de telefonazos. Había pasado toda la jornada en el Palacio Venecia y no había incluso ni regresado para comer. Por la noche yo le había esperado y cuando volvió, muy tarde, tenía el aspecto sombrío. Ansiosa, le había preguntado cómo estaban las cosas.

—Hay una esperanza —me dijo—, pero fina como un hilo de seda. Lo he intentado todo hoy, pero no sé si voy a poder obtener de las otras potencias una discusión pacífica. Me pregunto incluso si aún hay tiempo para montar una conferencia. ¡Raquel, los dirigentes franceses e ingleses son unos inconscientes! No han comprendido todavía que Hitler quiere los países Sudetes y que está dispuesto a desencadenar la guerra para tenerlos. Mañana iba a comenzar las hostilidades. No he conseguido más que de milagro convencerle que acepte una Conferencia. Es la última esperanza.

Mi marido me contó entonces esta verdadera carrera contra reloj que había librado: —Hacia las 10 horas de esta mañana, Ciano ha llegado en tromba al Palacio Venecia.

Acababa de ver al embajador de Inglaterra, que le había pedido de parte de Chamberlain, el primer ministro inglés, que yo interviniera ante Hitler. A las 11 horas, he llamado a Attolico —embajador de Italia en Berlín— y le he dicho que encontrara a Hitler por encima de todo y le transmitiera que yo deseaba el retraso de la apertura de hostilidades en Checoslovaquia veinticuatro horas. Attolico se ha lanzado hacia la cancillería, donde me comunicó en seguida que reinaba la mayor agitación. Se le contestó que el Führer estaba encerrado en su despacho con el embajador de Francia. Attolico se las apañó como un diablo y pudo enviar a un oficial para decirle a Hitler que tenía un mensaje del Duce para él. El Führer salió inmediatamente al «hall» y Attolico le ha explicado que yo había recibido una demanda de mediación de los ingleses. Ha reflexionado unos instantes y después ha respondido:

—Diga al Duce que acepto su proposición. »Attolico me ha transmitido inmediatamente la noticia, pero minutos más tarde he recibido un

mensaje de Chamberlain informándome que estaba de acuerdo para trasladarse de inmediato a Berlín y discutir el problema de los Sudetes con nosotros, los franceses, los alemanes y los checos. He vuelto a llamar a Attolico pidiéndole que volviera a ver a Hitler, para decirle que yo

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deseaba que reservase una acogida favorable a la proposición de Chamberlain, que yo apoyaba. Pero no he mencionado a los checos porque Hitler no lo hubiera aceptado.

Mientras mi marido me hablaba, yo pensaba que en decenas de millones de hogares de Europa reinaban, como en el nuestro, la paz y la tranquilidad. Pero, ¿por cuánto tiempo aún?

—Attolico ha llegado a la Cancillería en el mismo momento en que Hitler recibía a Neville Henderson, ha dado su acuerdo a Attolico diciendo que tenía interés en que yo participe en esta Conferencia. Incluso ha aceptado que yo eligiese el lugar, entre Francfort y Munich. Attolico me ha vuelto a telefonear. Le he respondido que escogía Munich y le he vuelto a enviar con Hitler para que se lo dijera. Las invitaciones oficiales han salido esta misma tarde para Londres, París y Roma. Todo va a jugarse en los tres días siguientes. Pero la paz no pende más que de un hilo. ¡De un hilo, Raquel! El menor incidente puede hacer saltar todo, pues los ejércitos alemanes están dispuestas a atacar.

En toda la noche no pude pegar ojo. Me temía una llamada de Galeazzo Ciano, que era a la sazón ministro de Asuntos Extranjeros, informando a mi marido de un acontecimiento grave, de un cambio de opinión de Hitler o de una de las otras dos potencias. Felizmente no pasó nada.

Benito sí había podido dormir. Al despertarse estaba más reposado y contemplada el desarrollo de los acontecimientos con menos pesimismo. Partió muy temprano para el Palacio Venecia, negándose incluso a montar a caballo.

Durante la mañana me llamó: —Ya está, Raquel; por fin he logrado arreglar un encuentro con Hitler, Chamberlain y Daladier

—me dijo con una voz vibrante de emoción—. Salgo ahora mismo para Munich. Prepárame algunos efectos personales; llego en cuestión de minutos.

Nunca había hecho una maleta con tanta alegría. Me sentía cien veces más feliz que cuando él había salido para Roma en octubre de 1922.

Cuando Benito llegó a Villa Torlonia estaba resplandeciente. Todo el personal quería decirle adiós, conociendo la trascendencia de la partida que iba a celebrarse en Munich. Sólo Romano, que había cumplido once años el 26 septiembre, reprochó a su padre, abrazándole, haber olvidado su aniversario.

—Si todo va bien —le prometió Benito, tomándole en brazos—, te traeré un maravilloso regalo de regreso ¿Sabes? ¡La paz que permite a los niños crecer en la felicidad!

—¡Bah! lo preferisco un treno elettríco tedesco (yo prefieran un tren eléctrico alemán) —respondió Romano, muy decepcionado.

Aún no conocía el gusto amargo de la guerra. Desde Munich, mi marido me telefoneó brevemente para anunciarme: —El peligro está ahuyentado. No habrá guerra. No volveré sobre las escenas delirantes que se produjeron a su regreso. Lo que puedo decir

es que Benito las encontró fuera de lugar porque, conociendo a Hitler y sabiendo que no respetaba más que la fuerza, temía que pudieran tener consecuencias en la estima del Führer sobre Italia.

En casa le ahogué a preguntas, por supuesto. Me resumió simplemente la atmósfera de las conversaciones:

—El resultado sobrepasó mis previsiones. Y, sin embargo, Chamberlain había llegado muy escéptico sobre el resultado de este encuentro. Dudaba sobre todo de nuestras buenas intenciones y ha hecho falta que yo hablase con él largamente para convencerle. Cuando se convenció, su actitud cambió completamente: ha cooperado hasta el final. En cuanto a Hitler, estaba muy orgulloso de ver a Francia e Inglaterra pendientes de su decisión, pero no ha estado menos tranquilo ni comprensivo.

»Daladier, por su parte, ha estado conciliador. Era evidente que Francia no estaba en absoluto preparada para un conflicto, ni psicológicamente ni militarmente. Cuando ha visto que se apuntaba una solución pacífica, estaba transfigurado. No ha podido reprimir una explosión de

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alegría. Creo incluso que ha sido el único en hacerlo. «Yo he hecho también de intérprete y, al mismo tiempo, he tratado suavizar las aristas al

traducir, pues Hitler no conoce más que el alemán, Chamberlain el francés y Daladier un poco de italiano.

Así es como, entre cuatro hombres, fue salvada la paz en 1938. Mi marido la había prometido como regalo de aniversario a nuestro hijo Romano, pero no le había dicho que este juguete era muy frágil. De hecho no duró mucho. Apenas un año, durante el cual vivimos días felices, que para Benito fueron todavía más hermosos cuando, en enero de 1939, el primer ministro británico Chamberlain y su ministro de Asuntos Extranjeros, Halifax, vinieron en visita oficial a Roma. Consagraban así el reconocimiento del Imperio italiano por el gobierno inglés, cuyo representante sobre el suelo italiano había presentado nuevas cartas credenciales dirigidas al «rey-emperador» y no solamente al rey de Italia.

Por esta época, Halifax hizo todavía más por mostrar al Duce que Inglaterra apreciaba la amistad de Italia: había hecho transmitir a mi marido, por medio de lord Perth, embajador de Gran Bretaña en Roma, el texto del discurso que iba a pronunciar en el Parlamento sobre las relaciones anglo-italianas.

Según lo que me había explicado entonces Benito, ese gesto era particularmente importante, porque incluso se salía del marco de los usos diplomáticos. No creo que ningún gobierno haya comunicado a otro el texto que uno de sus ministros iba a leer en una tributa. Eso nunca se ha visto, y, sin embargo, Halifax lo hizo de la manera más oficial. Pienso que deben quedar huellas en los archivos.

He insistido sobre este punto para hacer comprender la satisfacción experimentada por el Duce al recibir en Roma los dos hombres de Estado británicos. Creo que fue el apogeo de su carrera política en el plano internacional y la última gran manifestación pacífica antes de la Segunda Guerra Mundial. La apoteosis de este viaje fue por la noche, en la Opera, donde mi marido, en traje de gala —no se lo ponía desde hacía algún tiempo—, asistió al espectáculo con Chamberlain y Halifax a su lado.

Mi marido me dijo al término de este viaje que estaba contento de los resultados, pues quería mantener relaciones amistosas con Inglaterra, aunque existiesen intereses contrarios en ciertos aspectos.

—La única cosa que lamento un poco es que los romanos no se mostraran más calurosos. Tienen buena memoria y no han olvidado las sanciones cuando la guerra de Abisinia. Incluso Chamberlain se había dado cuenta, pero esto no enturbió la atmósfera.

Como ocurría cada vez que se daba un acontecimiento importante, o manifestación bien organizada, el viaje de Chamberlain a Roma tuvo por supuesto su «incidente». No fue grave, pero conmovió a la policía: el paraguas del primer ministro de Su Majestad el rey Jorge VI había desaparecido.

Yo sabía ya que Chamberlain tenía un paraguas, así como que el sombrero de hongo y ese instrumento son las marcas distintivas de todo británico que se respete.

Por otra parte, cuando mi marido me había anunciado la visita de los hombres de Estado inglés, me había dicho bromeando:

—Chamberlain y su paraguas llegan a Roma el 11 enero. Cuando me hablaba del primer ministro, durante su estancia, se las arreglaba siempre para

poner la expresión «Chamberlain y su paraguas» en el relato. En el Capitolio, el día de la recepción, Benito me telefoneó:

—Raquel —me dijo muy serio—, ha sucedido. —¿Qué? ¿Es grave? —¡Sí! ¡Chamberlain ha perdido su paraguas! Alguien se lo ha robado y la policía está que

muerde. Después colgó. Horas más tarde me volvió a llamar. Esta vez reía:

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—Ya sé que te preocupabas por el paraguas de Chamberlain. No te inquietes; se ha encontrado. No lo habían robado, sino que se había puesto por error entre los preparados para caso de mal tiempo.

Volviendo a cosas más serias, recuerdo que mi marido ha experimentado siempre mucho respeto y simpatía por Chamberlain y por todos los jefes de Estado de su época. El único que nunca le gustó fue Roosevelt, del que decía que era un falso idealista que atizaba el fuego para hacer estallar la guerra y que, como todos los americanos, no tenía la menor idea de los problemas de Europa.

—Pero ya verá usted —dijo un día a un periodista—, cuando los americanos pongan los pies en Europa, no será fácil echarlos.

Estimaba a Churchill, a quien él consideraba como un adversario de talla. —Es un auténtico John Bull... Tenaz como amigo y enemigo. Uno de los grandes políticos

contemporáneos que conoce las necesidades de la Europa de mañana, incluso si no puede, como inglés, contribuir a hacer frente.

Benito había escrito en 1945 a su hermana Edwige que si debía buscar apoyo, no tenía más que entrar en contacto con Churchill, que estaba prevenido.

Sé, porque me lo había dicho en varias ocasiones, que el Duce ha mantenido una correspondencia secreta con Churchill durante la guerra. Recuerdo que un día, hacia 1943, me había asegurado que esperaba tranquilo a los aliados en caso de que fueran los vencedores.

—Tengo bastantes documentos para probar que me han empujado a la guerra y que incluso después de que hubiera comenzado he intentado salvar la paz. Tengo pruebas con-cluyentes.

Todos esos documentos se encontraban en una cartera que llevaba con él cuando fue detenido en Dongo. Han desaparecido, desde luego, cuando fue asesinado. Cincuenta hipótesis se lanzaron a propósito de su ejecución «a toda velocidad», como ya he dicho. Por mi parte, siempre me he preguntado si los hombres que abatieron a Mussolini no tenían órdenes precisas de Moscú o de Londres para impedirle caer en manos de los americanos, y también para eliminar al enemigo número uno del comunismo.

Por lo mismo, siempre he encontrado extraño que, después de la muerte de mi marido, Churchill haya venido a pasar quince días de «vacaciones» en Italia del Norte. Oficialmente venía a pintar. Sé que Churchill tenía bastante imaginación para recibir a sus colaboradores en su bañera, un cigarro en una mano y un vaso de whisky en la otra, o para pintar en plena guerra. Pero entonces, ¿por qué ha ido a escoger únicamente las orillas del lago de Como? ¿Por qué este período? Y en fin, ¿por qué esos agentes de la Inte-ligence Service que le acompañaban? ¡Sin duda para sujetarle los pinceles!

Creo más bien que quería recuperar los documentos que le concernían y que, como he dicho más arriba, le hubieran molestado considerablemente si hubieran caído en poder de los aliados.

Oficialmente, esos documentos han desaparecido. Si no han sido destruidos, deben estar en alguna parte. Así, yo digo a los vencedores de Mussolini:

—El Duce está muerto desde hace veinte años. No puede volver para morder. ¿Por qué no sacáis a la luz los documentos que le conciernen? Si ha sido ese hombre odioso, el traidor de sus amistades que se pretende que fue, esas pruebas no podrán más que confirmar lo que se ha dicho hasta ahora.

Ingenuamente, mi marido creía que un país que ha hecho la guerra y que no ha faltado al honor y cuyos dirigentes han respetado las leyes internacionales y los principios humanitarios, no podía ser aplastado, una vez vencido. Los antiguos enemigos de la Primera Guerra Mundial o de la Segunda se abrazaban ahora. Mussolini pensaba que Europa se encontraría unida después de la prueba para evitar las convulsiones que hoy conoce. Debo decir que se equivocó.

Un día había respondido a Vittorio que le preguntaba por qué después de haber salvado la paz en Munich una primera vez, discutiendo entre hombres alrededor de una mesa, no volvía a intentar una reunión en la cumbre:

—Y ¿qué? ¿Qué es lo que daría? Hitler nos hará un discurso de dos horas con todas las

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ideas nebulosas del Mein Kampf; Roosevelt intentará pasar por un santo que quiere defender la paz, mientras que en realidad empuja por debajo la guerra por interés; Stalin nos explicará que sólo la voluntad del pueblo triunfa, como si no hubiera puesto a su pueblo bajo la bota, y Churchill nos escuchará sin hacer nada porque no podrá hacer nada. ¡No, Vittorio! Las posibilidades de éxito de tal reunión son nulas esta vez. América no comprende nada de Europa y no quiere comprender nada. Rusia no aspira más que a extender el comunismo-. En cuanto a nosotros, europeos, nuestra única posibilidad hubiera sido constituir los Estados Unidos de Europa. No lo hemos hecho después de Stresa y pagaremos caro este error.

Benito se había callado durante unos instantes; después, entornando los ojos con una sonrisa, había añadido:

—Y si quieres que sea menos serio, te diré que Stalin, Churchill, Roosevelt, Hitler y Mussolini tienen pocas posibilidades de entenderse porque Hitler no fuma ni bebe; yo, tampoco; Stalin y Churchill fuman como chimeneas y beben como agujeros; Roosevelt fuma, pero no bebe más que té o café...

Y puesto que estamos en los juicios que el Duce hacía sobre los protagonistas de la Segunda Guerra Mundial, diré que todos los jefes militares a los que admiraba más fueron Eisenhower, en el campo americano; von Rundstedt, entre los alemanes; Montgomery, entre los ingleses, y Kesselring, porque había conseguido detener a los aliados durante seiscientos días; y en fin, a Mannerheim, el célebre mariscal finlandés, por su lucha heroica contra los rusos en 1939-1940.

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16. POR QUE MUSSOLINI SE ALIÓ A HITLER Cuando se dio cuenta de que no podía hacer nada por evitar la guerra mundial, mi marido

intentó mantener aparte a Italia el mayor tiempo posible. Pero, por otro lado, se sentía obligado por acuerdos pasados, siguiendo esa misma línea de conducta que le había hecho vender regalos para reembolsar un préstamo y respetar así un compromiso.

Me di cuenta de que algo se preparaba, al coger al vuelo una frase pronunciada «n el mes de junio de 1939, en Villa Torlonia. Ese día Benito se detuvo ante un cuadro ofrecido por un pintor húngaro y que estaba colgado en una antecama-ra. En la parte baja del cuadro había una frase: «Los tratados no son eternos.» Recuerdo que Benito la leyó varias veces en voz baja; después murmuró:

—El tiempo de vals se ha terminado. Por primera vez en su historia, Italia deberá respetar sus acuerdos.

Y no dijo más, pero pronto lo comprendí. Según pasaban los días, las informaciones se hacían más alarmantes. Tanto Attolico, nuestro embajador en Berlín, como Ciano, ministro de Asuntos Exteriores de Italia, daban a entender claramente que los nazis querían la guerra, poniendo como pretexto la negativa de los polacos a ceder Dantzig a Alemania. El Duce sabía que ese país, es decir, Polonia no sería esta vez más que un primer paso.

Primero intentó, gracias al Pacto de Acero, atraer al Führer a una actitud menos belicosa, pero pronto se dio cuenta que serían vanos sus esfuerzos.

Entonces buscó no mezclar a Italia en esta guerra. Hizo saber a Hitler por medio de Attolico que la situación militar y la falta de materias primas de nuestro país, ya agotado por las campañas de Abisinia y de España, no le permitirían apoyar eficazmente a las tropas alemanas.

—Espero poder frenar el ardor del Führer gracias a mi franqueza —dijo—. Italia no está preparada para un largo conflicto, que en mi opinión no será local. Las guerras son como las avalanchas: no se pueden prever ni su duración ni su dirección. Ha habido incluso guerras de cien años, Raquel, pero voy a intentarlo todo por parar ésta.

Según mi marido, el golpe de gracia a la paz lo había dado el pacto de no agresión que Alemania había firmado con Rusia. El mismo se sorprendió, no porque se firmara —siempre había sostenido con el Führer la idea de un modus vivendi entre Europa del Oeste y la Unión Soviética—, sino porque Hitler no había firmado justamente en ese momento, sin prevenir a Italia.

—Estoy seguro —había dicho a Ciano— de que este acuerdo no es más que una medida de precaución que toma Hitler para evitar reacciones de los rusos. Eso quiere decir que cuenta con actuar en Polonia.

A partir de ese día la actividad diplomática entre las capitales europeas, Roma y Berlín, conoció una intensidad que nunca había tenido. Una vez más, las otras potencias se volvieron hacia mi marido para pedirle que provocara un nuevo Munich. Y puedo asegurar que Mussolini estuvo a dos dedos de llegar a ello, incluso aunque ya no creía en eso. Fueron los ingleses y los franceses quienes, una vez más, por su inconsciencia, perdieron su oportunidad y dieron involun-tariamente la luz verde a Hitler, empujando a Italia en los brazos de Alemania.

La suerte de la paz se había decidido entre el 25 y el 31 de agosto por la noche. El 25 de agosto ya no quedaba duda: Alemania quería la guerra. Ribbentrop se lo había dicho

claramente a Ciano en el curso de un viaje que había hecho algunos días antes a Salzburgo. Al ir a sentarse para cenar, Ciano preguntó a Ribbentrop: —Bueno, Ribbentrop, ¿qué quiere usted? ¿El corredor de Dantzig? —No, más que eso; queremos la guerra. En la jornada del 25, Hitler envió un largo mensaje a mi marido por medio del embajador de

Alemania en Roma, von Mackensen. Le explicaba al Duce cómo se presentaba la situación después de los acuerdos realizados

con Rusia. Terminaba su carta —mi marido se había traído los mensajes a casa para tenerlos a

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mano— apelando a la ayuda de Italia en virtud del Pacto de Acero y a su comprensión. Comprensión: es la única palabra a la que se ha agarrado el Duce para intentar retardar el

acontecimiento y si no había ninguna otra solución pacífica, dejar al menos a Italia alejada del conflicto.

Respondió inmediatamente al Führer con un mensaje «contemporizador», informándole que si quería que Italia estuviera al lado de Alemania le hacían falta materias primas y material de guerra. El mensaje partió por la tarde. Attolico lo llevó hacia las 18 horas a Hitler, al que encontró nervioso e impaciente por conocer la posición de Italia.

Igual que hizo en Munich, el Führer, una vez leído el texto, tomó una decisión inmediata. Attolico refirió a mi marido que en el momento mismo en que salía del despacho de Hitler, el general Keitel entró en él para volver a salir en seguida gritando a su ayuda de campo:

—¡La orden de movilización debe ser retrasada! Eran las 22 horas cuando mi marido recibió en Villa Torlonia el último mensaje de Attolico.

Una vez más se retrasaba la fatalidad. Pero ¿por cuánto tiempo? A menudo durante la guerra, Benito me había hablado de esta suerte que se ofreció a los aliados: Hitler, en el último momento, tuvo miedo de perder a Italia. Si no hubiera sido por el estado mayor alemán, quizás el Duce hubiera podido obtener más utilizando la amistad que tenía con el Führer.

Tuvo la prueba al día siguiente, cuando llegó al Palacio Venecia un nuevo mensaje de Hitler. Pedía a Mussolini algunas cantidades de armamento y de materias primas que necesitaba para preparar la guerra.

—Esto durará quizás días, semanas o meses —me había dicho mi marido—; ya veremos. Su objetivo era permanecer neutral hasta 1942, fecha en que —pensaba— Italia estaría

dispuesta para entrar a su vez en guerra. Como muestra hacía seguir los trabajos de edificación de esta ciudad nueva a las puertas de Roma, la EUR, donde pensaba organizar inmensas manifestaciones para celebrar los veinte años del fascismo.

Nuevo mensaje a Hitler, con las cantidades aumentadas, a fin de impedir que le pudiera proporcionar todo. En la jornada del 28 agosto, Hitler responde tal como esperaba el Duce: no puede enviar inmediatamente a Italia todo lo que pide, pero acepta su neutralidad con tres condiciones que deben quedar secretas. Insisto sobre la palabra «secretas» porque después tendrían graves consecuencias. Esas condiciones son las siguientes: Italia no debe revelar su neutralidad antes de la apertura de hostilidades, con el fin de fijar ante ella a más fuerzas francesas e inglesas; debe proseguir ostensiblemente sus preparativos militares con idéntico fin; el gobierno italiano debe enviar obreros a Alemania a fin de reemplazar así a los alemanes que van a partir al combate.

El mismo 28, mi marido informa a Hitler que acepta las condiciones, y por la noche la suerte de Italia parece echada: será neutral en este conflicto que no va a tardar en estallar. Como cada vez que ha tomado una decisión, el Duce está particularmente sereno cuando regresa a Villa Torlonia.

Mientras lee un periódico, le miro y me doy cuenta de que echo de menos las buenas y viejas manifestaciones de Forli. Esta vez la paz mundial está en juego y siento una indecible angustia pensando que de él, de él sólo, depende la vida de millones dé italianos. Hay que ser mujer y encontrarse en tal situación para comprender lo que yo sentí en aquellos momentos.

El 29 de agosto, mi marido se entera por Ciano que Hitler ha tomado contacto con el gobierno de Londres proponiéndole garantizar el imperio británico a cambio de su neutralidad. Ciano, que ha sido informado de esta propuesta, tiene una conversación telefónica con Halifax, el ministro de Asuntos Extranjeros, que se lo confirma. Lo refiere inmediatamente al Duce, que se molesta por no haber sido puesto al corriente. Pero para no estropear una posibilidad no manifiesta su mal humor. Sigue siendo escéptico sobre la voluntad de paz de Hitler. Según él, el Führer no sería sensible más que a un bloque de potencias, es decir, de Francia, Inglaterra e Italia. Se da cuenta de que está desacreditado ante Francia e Inglaterra al proseguir oficialmente los preparativos de guerra. Este último sentimiento se confirma por los acontecimientos que se precipitan a partir del 30 de agosto.

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Ese día Hitler recibe la respuesta inglesa a sus proposiciones. No le satisface. Por otro lado; se decreta la movilización general en Varsovia. Está encendida la mecha; al otro extremo está el barril de pólvora.

El 31 de agosto, Attolico señala a las nueve de la mañana que la situación es desesperada. Mi marido intenta un último esfuerzo: propone a Halifax intervenir cerca del Führer en el sentido de que Polonia acepte la cesión de Dantzig a Alemania. Halifax responde que la proposición de ceder Dantzig es inaceptable. Mi marido intenta otra cosa: propone por la tarde a Francia e Inglaterra una conferencia para el 5 septiembre a fin de reconsiderar el tratado de Versalles. Si esos países daban su conformidad, el Duce podría frenar a Hitler una vez más.

Pero la noche misma, a las 20,30, mientras el gobierno italiano espera la respuesta de Londres y París, Ciano se entera de que las comunicaciones telefónicas están cortadas entre Italia e Inglaterra. La estratagema puesta a punto por mi marido y Hitler para dar la impresión de una Italia beligerante, ha tenido un éxito por encima de todas las esperanzas del Führer: los ingleses ni siquiera tienen confianza en mi marido y están convencidos de que les engaña. Para probar entonces la buena fe de los italianos, Ciano revela a Perey Lorraine, embajador británico en Roma, que Italia será neutral en el conflicto. Mi marido hace más: ordena que sean encendidas todas las luces de Roma.

Resultado: el 31 de agosto, por haber querido ayudar a Francia e Inglaterra, que no lo habían comprendido, Italia había llegado a no respetar un acuerdo secreto con Alemania,

Después de haber quedado mal con los aliados para agradar a Hitler, mi marido se encontraba en la misma situación con respecto al Reich. Y después de haberse arriesgado a ser atacado por Francia e Inglaterra, nuestro país corría el peligro de serlo ahora por Alemania.

Es lo que Hitler hizo saber al Duce de manera sobradamente explícita meses más tarde. Debo añadir que ese gesto de Ciano el 31 de agosto, revelando la neutralidad de Italia, fue

una de las razones de la venganza de Ribbentrop contra él. En 1943 sólo le autorizó a abandonar el territorio alemán —en el que, por error de cálculo, mi yerno se había refugiado— para tomar el avión con destino a Italia, donde fue detenido en cuanto puso pie en tierra. Mi hija Edda defendió en vano la causa de su marido ante el propio Hitler. El Duce perdonó; el Führer, no.

Ante este nuevo aspecto de la situación, mi marido se empeñó en salvar la paz. Sin embargo, antes de hacer una nueva proposición quiso asegurarse la retaguardia: en la mañana del 20 de septiembre pidió a Attolico que obtuviera de Hitler un telegrama liberándole provisionalmente de las obligaciones de la alianza. El telegrama llega inmediatamente. Pero es seguido de otro, del Führer, haciendo comprender que está decidido a ir adelante, es decir, a la guerra.

A pesar de este mensaje, el 2 de septiembre mi marido provoca una última esperanza, proponiendo nuevas negociaciones. Hitler, sorprendentemente, está conciliador. Por la tarde, Ciano telefonea a Halifax y Bonnet, los ministros inglés y francés de Asuntos Extranjeros, en presencia de sus embajadores en Roma, Percy Lorraine y André Francos-Poncet-Transmite la propuesta del Duce.

A las 19 horas, Halifax vuelve a llamar para decir que ésta no sería aceptada si las tropas alemanas no evacuaban el territorio polaco que habían empezado a ocupar el día antes.

Ribbentropp no responde ni siquiera al telegrama que Ciano le hace llegar para informarle de las condiciones de Londres. Como es casi obligado en una situación tan grave, se produce un detalle cómico. Es Georges Bonnet quien lo proporciona: en la noche del 2 al 3 de septiembre pide al embajador de Italia en París que «las tropas alemanas efectúen un retroceso simbólico» en Polonia.

El 3 de septiembre, por la mañana, Francia e Inglaterra declaran la guerra a Alemania. La misma noche, Benito me dice:

—A partir de ahora es imposible no entrar en guerra y todavía más imposible y peligroso no hacerlo al lado de Alemania.

Desde la hostilidad con Hitler, Mussolini había optado por la prudencia. La última etapa de esta evolución fue el matrimonio de conveniencia, para lo mejor y lo peor. El Duce tardó nueve meses en decidirse, pero si un día se desvelaran los archivos que son secretos, porque son incó-

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modos y molestos, se vería —y la Historia podría juzgar— quién atizó el fuego y quién intentó apagarlo.

Y, a propósito de los acuerdos de unir Italia y Alemania —punto que se le ha reprochado más de una vez a Mussolini—, no veo por qué Francia e Inglaterra podían correr el riesgo de declarar la guerra a Alemania, conforme a los acuerdos que les ligaban a Polonia, mientras Mussolini no iba a tener derecho a respetar los que había firmado con Alemania.

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17. POR QUE MUSSOLINI ATACÓ A FRANCIA Decir que Benito Mussolini no pensó nunca en la eventualidad de una guerra sería una

mentira. A partir de 1940 estimó que Italia podía entrar en el conflicto por varias razones: primero, por respeto a los acuerdos firmados con Alemania; después, porque esto entraba dentro de la política de grandeza y de conquista del Duce. Alemania e Italia, no hay que olvidarlo, se consideraban como países pobres en relación con las grandes potencias occidentales dirigidas por regímenes calificados de «plutócratas». Mi marido consideraba, pues, la guerra como una etapa necesaria que debía permitirle completar la edificación del Imperio italiano, comenzado con la conquista de Abisinia, con los territorios bajo tutela francesa o formando parte integrante de Francia.

En 1939, en el curso de una reunión del Gran Consejo fascista, el Duce había expuesto las reivindicaciones de Italia: todo lo que estaba más acá de los Alpes debía ser italiano, y lo que estaba más allá, francés. De hecho, esto no era gran cosa para Italia. Creo que la frontera se habría situado, en ese caso, hacia Menton-Niza, y la Saboya no figuraba entre las regiones reivindicadas por el gobierno italiano, lo que no había dejado de irritar a Víctor Manuel III. El soberano deseaba, como jefe de la casa de Saboya, que Saboya fuera al menos anexionada a Italia.

En cambio, el Duce, en el curso de esta reunión del Gran Consejo, había reclamado Túnez, que debía pasar a ser protectorado italiano, Djibouti y Córcega. Sobre Córcega consideraba que, de hecho, se encontraba unida a Francia sólo desde el tiempo de Napoleón. Pero no podía dejar un territorio francés tan cerca de la costa italiana porque constituían un gran peligro desde el punto de vista estratégico.

Esas reivindicaciones no habían sido nunca desveladas y las palabras del Duce habían quedado en secreto. De forma que no le gustó la manifestación que tuvo lugar en la Cámara, cuando, a continuación de un discurso que había pronunciado Ciano, se habían oido gritos de «¡Túnez, Córcega, Niza, Saboya!»

—Esa es una manera no muy inteligente de poner la cuestión sobre el tapete y agitar al pueblo —había comenta- irritado, irritado, saliendo de la Cámara.

Teniendo en cuenta que en 1940 el Duce consideraba que había llegado el momento de tomar posesión de esos territorios para asegurar a los italianos un campo de acción y un espacio vital.

A estas miras territoriales se añadían otras fuentes de disputas contra los franceses en general, contra los partidos políticos de izquierda y contra los gobiernos sucesivos que procedieron a la declaración de guerra. En esta época sólo tres hombres encontraron gracia a sus ojos: el mariscal Pétain, por el que sentía un gran respeto; el general Wey-gand, que él había creído capaz de remontar la situación militar en 1940, y Pierre Laval, al que apreciaba mucho y con el que conversó varias veces. Yo misma le había recibido en Villa Torlonia y me habían impresionado su gentileza, su deseo de dar la paz a Francia seguía la situación de entonces. Me acuerdo que en el curso de su primer encuentro mi marido estaba irritado por la manía que tenía de dar golpeci-tos con la punta de su bastón en las estatuas.

Contra los gobiernos que se habían sucedido hasta entonces, el gran reproche de mi marido era que fuesen de izquierdas y que no hubieran tomado nunca conciencia del nazismo en sus orígenes. El Duce no les perdonaba haberle abandonado cuando el asesinato de Dollfuss y del asunto del Anschluss; tampoco había olvidado las recientes peripecias que habían precedido al desencadenamiento de la Segunda Guerra Mundial a propósito de Polonia.

En fin, la actitud de la prensa francesa, voluntariamente sensacionalista cuando se trataba de criticar, incluso erróneamente, al cuerpo expedicionario italiano en España, le había molestado profundamente. Estaba seguro de que tales críticas estaban visiblemente inspiradas por el gobierno' del Frente Popular que dirigía Francia.

Y, sin embargo, esta necesidad de volverse contra Francia le preocupaba, incluso estando convencido de que era preciso pasar por ahí, pues siempre había experimentado un cierto afecto

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por ese país. Recuerdo incluso que había dado el nombre de Vittorio a mi hijo mayor, en recuerdo de una victoria francesa durante la Primera Guerra Mundial.

Otro motivo de discordia: el desprecio que los franceses manifestaban hacia los italianos. Esto se remontaba a muy lejos, a la época en la que él mismo trataba de encontrar trabajo en el extranjero. En 1923 había dicho a Rossi, secretario por entonces del partido fascista:

—No tenemos amigos en Francia. Todos están contra nosotros. A los ojos de cada francés no somos más que «sucios macaroni».

Recuerdo su satisfacción cuando supo que, en junio de 1938, el equipo de fútbol italiano, que jugaba en Marsella contra el de Hungría en final de la Copa del Mundo, había hecho el saludo fascista al entrar en el estadio, desencadenando un hermoso escándalo.

—Al menos —había exclamado— les hemos enseñado que los italianos no tienen ya miedo. Los «macaroni» van a probarles de lo que son capaces.

A todo esto venían a añadirse los reproches que formulaba sin cesar contra los partidos de la izquierda francesa, que no solamente acogían a los refugiados políticos italianos, sino que además tomaban parte activa en las campañas antifascistas. Hombres como Pietro Nenni, antiguo compañero de cárcel de Benito cuando estaban ambos en el partido socialista, se habían refugiado en Francia y seguían actuando desde allí. Por esta razón pocos socialistas franceses gozaban de la estima de mi marido. De Léon Blum, por ejemplo, había dicho: «Ese es más justo que socialista.»

En este principio de 1940, los boletines de victoria que le dirigía regularmente Hitler le hacían tomar conciencia de que debía actuar con rapidez si quería sentarse como vencedor a la mesa de negociaciones.

—Nos habremos quedado sin hacer nada —había dicho—, mientras que nuestro principal aliado habrá conseguido la victoria. ¿Cómo podemos pretender una parte de los territorios conquistados si Italia se queda mirando por la ventana? Es un lujo que no puede permitirse en razón de su prestigio y de su posición en el mundo. Y sobre todo no veo que Hitler sea el único interlocutor de ingleses y franceses, en su propio interés.

Por razón de todo esto, mi marido se encontraba nervioso y preocupado. No dejaba de apresurar al estado mayor para acelerar los preparativos. Pero como todos los estados mayores, el nuestro no estaba evidentemente dispuesto. Fue preciso que los acontecimientos precipitaran las cosas: los alemanes se pusieron a volar de victoria en victoria; las presiones sobre el Duce se multiplicaron, tanto aliadas como alemanas. Los unos le pedían que quedara fuera del conflicto, los otros le presionaban para que tomara parte. Hitler, que había liberado al Duce de sus compromisos en 1939, mientras que la guerra se limitaba a Polonia, le hizo comprender claramente que ahora las fronteras italianas no le detendrían si nuestro país permanecía neutral. En una palabra, amenazaba con invadir pura y simplemente Italia. Era lo que temía el Duce desde el primer día.

Esta nueva preocupación había nacido después de la visita que había hecho al Palacio Venecia Summer Welles, un enviado especial de Roosevelt. Desde que puso pie en suelo italiano se encerró en el despacho de mi marido y tuvo con él una larga conversación, pero sobre todo «muy franca», según la opinión del Duce.

—Es un coronel House moderno —me comentó—. Como él y por las mismas razones, su misión está destinada al fracaso.

La réplica de esta visita americana no debía tardar. En cuanto fue informado, Hitler envió a su vez un mensajero de peso: von Ribbentrop, su ministro de Asuntos Extranjeros, del que Ciano había podido apreciar ya su arte en decir las cosas sin preocuparse de las fórmulas. Esta vez reveló sin rodeos a Ciano que las tropas alemanas no vacilarían en ocupar militarmente Italia, en el caso de que no respetara las cláusulas del Pacto de Acero que la ligaba a Alemania.

A partir de ese día, el Duce quedó convencido de que la no beligerancia de Italia no duraría mucho.

En un sentido, si hubiera tenido a los militares, hubiera estado contento de abandonar esta posición, que había calificado una vez de «equilibrio inestable en el límite del incendio».

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Trataba de aguantar, sin embargo, lo más posible. En marzo y abril, Hitler intensificó su acción psicológica: en el Brennero primero, donde

encontró a mi marido y donde le expuso sus planes seguidamente, el 9 de abril, anunciando el ataque contra Noruega y Dinamarca. El 11 de abril, con un mensaje de amistad seguido de otro el 20 y cartas anunciando victorias el 28 de abril y el 4 de mayo.

El 10 de mayo fue el gran golpe. Ciano, que había cenado en la embajada de Alemania, previno al Duce de que von Mackensen, el embajador, le había dicho que quizás tuviese que molestarle durante la noche por una comunicación urgente que esperaba de Berlín. A las cuatro de la mañana, los dos llegaron a Villa Torlonia. Fue Irma quien les hizo entrar en un salón, donde el Duce se reunió con ellos más tarde. Von Mackensen le entregó una carta timbrada del Führer, en la que éste le anunciaba su decisión de atacar Holanda y Bélgica. Pedía igualmente a mi marido que tomara las disposiciones que estimase necesarias para el futuro de Italia. En realidad, esto quería decir: «Ahora espero a ver qué haces. Te toca jugar a ti...»

—¿Te das cuenta, Raquel? —me dijo—. Estarán pronto a nuestras puertas. ¿Qué podían hacer los mensajes más bien tibios que no dejaban de afluir desde América,

Francia, Inglaterra? El 24 abril, Paul Reynaud había escrito a mi marido para afirmarle su convicción de que Francia e Italia no podían batirse antes de que sus jefes hubieran discutido.

—Antes había que haber discutido, no ahora —había comentado amargamente Benito—. ¡No son buenas palabras lo que hoy se necesita, sino buenos cañones!

Le había enviado un mensaje en el que le confirmaba su decisión de quedar como aliado político y militar de Alemania. Digamos que en abril los franceses sabían a qué atenerse con respecto a los italianos.

Apenas algunos días después del requerimiento de Hitler, fue Churchill quien escribió al Duce. Recuerdo una frase: «Declaro que nunca he sido un enemigo de la grandeza italiana, ni en el fondo de mi corazón un adversario del que hace la ley en Italia...»

—No es el momento de escribirme esto —había dicho Benito—. Si en 1935 los ingleses no hubieran hecho votar las sanciones por la Sociedad de Naciones hubiéramos podido constituir ese bloque europeo.

Y a propósito de otra frase de Churchill que ponía en guardia al Duce contra la ayuda que no dejaría de recibir Inglaterra por parte americana, si se decidía a entrar a su vez en el conflicto, mi marido había estimado que eso no serviría de nada:

—Inglaterra no puede oponerse hoy a la máquina de guerra alemana. Los americanos están demasiado lejos, y aunque se decidan a intervenir, los alemanes habrán logrado la victoria antes que hayan tenido tiempo de hacer nada.

Cada día llegaban a Roma informaciones sobre el avance fulgurante de las tropas del Reich. Era una verdadera marcha triunfal que tenía ahora ecos no solamente en el partido fascista, sino también en el seno del ejército y el pueblo italianos. Decenas de miles de cartas llegaban cada mañana al Palacio Venecia, todas con el leitmotiv: «Como de costumbre, Italia llegará la última; los alemanes cogerán todo.»

Una noche, Benito nos dijo: —Esta vez, los italianos no quieren contentarse con llevar las maletas como hacen los

«scugnizzi» napolitanos. Quieren ocupar colonias como los ingleses... El 26 de mayo, Bélgica capitulaba y la evacuación de Dunquerque alcanzaba su apogeo.

Hitler, una vez más, dirigió a mi marido boletines de victoria. El 30 de mayo de 1940, la tensión alcanzó su punto culminante. Ese día el presidente

Roosevelt hizo llegar un mensaje personal al Duce, exhortándole a quedarse fuera del conflicto. Mi marido estuvo bastante impresionado, y por la noche llegó a Villa Torlonia con un paquete de fotos y filmes, de los cuales algunos le habían sido procurados por Vittorio gracias a sus relaciones en el mundo del cine.

Eran documentales sobre las operaciones militares en Polonia, y después de la cena los hicimos proyectar en el salón, donde habíamos pasado veladas tan agradables. Esa noche fue el

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infierno. Estábamos aterrorizados ante aquella avalancha de hierro y de fuego, ante esos monstruos de acero, atacando y aplastando todo a su paso, mientras en el cielo daban vueltas los Stukas, cuyas sirenas emitían un ruido ensordecedor.

Para ser franca, debo confesar que no pude asistir hasta el final a este espectáculo dantesco, dividida entre la admiración al coraje de los soldados polacos y el horror de la guerra, con todo lo que engendra de ruinas, muertes y lágrimas. Me había refugiado en mi habitación y, a través de la ventana, miraba la masa sombría del parque, como si fuera a incendiarse de un momento a otro.

La puerta se abrió. Me sobresalté; era Benito, que había venido a reunirse conmigo. Estaba pálido y una emoción intensa alteraba su voz:

—¿Has visto? Todas esas tropas, todo ese formidable material no están lejos. Pronto estarán en nuestras fronteras e incluso, si lo desean, los alemanes no necesitan atravesar Francia, puesto que tenemos fronteras comunes. En unas horas pueden invadir Italia. Pero hay también otra cosa que está fuera de duda, Raquel: entremos en guerra o no, los alemanes ocuparán Europa. Si no estamos a su lado, ellos solos dictarán a la Europa de mañana sus condiciones, y éstas significarán el fin de la civilización latina.

Puso la mano sobre mi espalda, me miró a los ojos y dijo: —Raquel, nosotros también tenemos hijos. Nosotros también vamos a temblar por ellos,

como van a hacerlo millones de italianos. Pero no puedo echarme atrás. No solamente por el interés de Italia, sino también para evitar que no sufra la misma suerte de Polonia, Holanda y tantos otros países. Dios es testigo de que haré todo por salvar la paz, pero no puedo perder el tiempo en poner en el fuego castañas que se comerán otros.

Yo no decía nada. Viendo que tenía lágrimas en los ojos, Benito me cogió la mano y añadió en un tono que él quería animoso:

—No te preocupes; trataremos de hacerlo tan rápidamente como en Abisinia. Estábamos a 30 de mayo de 1940. El 10 de junio, desde el balcón del Palacio Venecia,

Mussolini anunciaba al pueblo italiano y al mundo que Italia entraba en guerra al lado de Alemania. El mariscal Badoglio, jefe de estado mayor, a quien el Duce había pedido que desencadenara en seguida las operaciones, había objetado que le hacían falta varios días para reunir las divisiones. El resto es conocido: al cabo de cuatro días, los franceses pedían el armisticio. Lo que mi marido había presentido se realizaba: las tropas italianas debieron detenerse.

—¡Vaya! Hubieran podido continuar batiéndose un poco más de tiempo —había rezongado hablando de los soldados franceses—. ¡El ejército italiano apenas ha tenido tiempo de hacer maniobras!

También otro punto había impresionado al Duce: la rapidez con que se había hundido el frente francés.

—¿Cómo un ejército que ha sido vencedor en Verdún puede ser batido tan rápidamente? —había exclamado al saber la petición de armisticio de Francia—. Y la célebre línea Maginot, ¿de qué ha servido?

De hecho, aunque deseaba la victoria de Alemania, aliada de Italia, el Duce pensaba que las tropas de Hitler perderían aliento en la conquista de los territorios franceses para interés de Europa. No ocurrió así.

No se acabaron ahí las sorpresas: Hitler no veía la necesidad de ocupar militarmente toda Francia y las colonias francesas.

—Les ha bastado a los alemanes entrar en París y contemplar la Torre Eiffel para estimar que han ganado la guerra —me había dicho al regreso de las negociaciones de Munich—. Con esta zona libre que quieren mantener van a tener sorpresas de las buenas.

Después, comentando la negativa del Führer de ocupar militarmente las colonias francesas en África, Benito añadió:

—Representan un peligro, mientras la victoria no sea completa. Hitler ha cometido un grave error estratégico, pues las colonias africanas pueden constituir una reserva en hombres y en

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material para los franceses que querrán todavía luchar. En fin, esperemos sólo que mis temores no se realicen.

Puesto que hablo de errores, hubo uno que, según mi marido, fue el origen de la derrota del Eje: fue el conflicto ruso-finlandés.

Sin entrar en detalles, pues no escribo un libro de estrategia militar, es preciso remontarse hasta el fin del año 1939. En esta época, las tropas finlandesas habían resistido admirablemente los asaltos del ejército soviético, suscitando la admiración del mundo entero. Esto es conocido, pero lo que se sabe menos es que la aparente incapacidad del ejército soviético para hacer una guerra moderna dio la idea a Hitler de lanzarse a una rápida conquista de Rusia. Mi marido tenía un punto de vista muy distinto. Estaba convencido de que las operaciones rusas contra Finlandia «no eran más que una trampa para imbéciles». «Rusia —según el Duce— hubiera podido tragarse a Finlandia en pocos días, si Stalin lo hubiera querido realmente.» Dirigió una carta a Hitler, por medio del embajador de Italia en Berlín, pues sospechaba ya que el Führer, agradablemente sorprendido por la fragilidad del ejército ruso, comenzaba a ver la posibilidad de hacer un revés al pacto de no agresión germano-soviético. Explicaba que había que desconfiar de los rusos y que éstos eran más poderosos de lo que parecía. De manera que no se sorprendió más que a medias cuando el 22 de junio de 1941 Hitler le informó de la invasión de Rusia. Pero por el momento estamos todavía en 1940.

Como todas las madres, yo temblaba por la vida de tres de mis hijos enviados a los teatros de operaciones: Vittorio y Bruno, oficiales del ejército del aire, eran pilotos, y Edda era enfermera de la Cruz Roja. Por ella pasé mi primer gran miedo desde el principio de la guerra.

Estábamos en marzo de 1941, durante la campaña de Grecia, que mi marido juzgaba un fracaso y que había costado su puesto de jefe de estado mayor al mariscal Badoglio.

Aquella mañana me había despertado después de haber tenido un sueño raro que me atormentaba, pues veía en él con una especie de premonición, la inminencia de una catástrofe. Estaba contándoselo a Ernestina, mi asistenta, cuando sonó el teléfono. Era mi marido. Con el tacto que le caracterizaba para anunciar malas noticias, me dijo:

—Edda ha caído al mar. Ha aguantado durante cinco horas, pero está sana y salva. Cojo el avión para ir a verla.

—¿Cómo ha ocurrido? —Te lo contaré al regreso. Dicho esto, la comunicación fue interrumpida. Me llamó más tarde para contarme lo que había

ocurrido: el barco-hospital en el que se encontraba Edda, a lo largo de las costas griegas, había sido tocado por siete bombas inglesas y había hecho agua rápidamente. Haciendo prueba de una sangre fría admirable, Edda había conseguido subir a una embarcación, no sin haber cogido una lámpara de bolsillo, su capa y su gorro de enfermera, mientras su compañera de cabina encontraba una muerte horrible en el agua. Mi hija fue recogida cinco horas más tarde.

El 7 de agosto de 1941 debía sentir por primera vez el dolor que tantas madres han experimentado al enterarse de la muerte de uno de sus hijos.

Había visto a Bruno por primera vez en Villa Torlonia el 30 de julio. Había venido a abrazarme antes de reintegrarse a su base. Fue más expansivo que de costumbre, y llegando a recomendarme que guardara conmigo a su mujer y su hija Marina. Al día siguiente, por la mañana, había vuelto a pasar a casa en el momento de irse, y yo le vuelvo a ver todavía en el umbral de la puerta, grande, fuerte, con esa mirada pura de niño que ha crecido de prisa.

He perdido otros miembros de mi familia, una hija que adoraba, pero he podido medir por mí misma la desesperación de los padres a los que se les acaba de ser arrebatado un hijo y que no pueden rebelarse, pues ese sacrificio es el don más grande que una madre pueda hacer a su patria.

Aunque esta obra no sea la más indicada para hacerlo, quisiera decir a todas las madres que lean estas líneas, sea cual sea su nacionalidad, que estén convencidas de que la mujer de Mussolini y Mussolini mismo han sentido siempre, hasta ló más profundo de ellos mismos, el dolor que conocieron otros por un hijo muerto en la guerra.

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Aparte de mis hijos, fueron numerosos los ministros, jerarquías y otras que vistieron el uniforme gris-verde, por algunos meses solamente, como si se tratara de un paréntesis en su carrera. Al menos durante los primeros tiempos. Después fue diferente y más duro, en el curso de las campañas en África del Norte, en Etiopía, en Rusia y, en fin, en suelo italiano.

Como en todos los países en guerra, la vida cotidiana en Italia no era fácil. Pero en relación a lo que vi yo misma en Alemania, nosotros, los italianos, habíamos sufrido poco. Los partidos de fútbol, por ejemplo, tuvieron lugar cada domingo hasta en 1943; los cines y teatros funcionaban; los conciertos proseguían y había gente por todas partes. Ciertamente, conocíamos las restricciones, las cartillas de racionamiento y las penurias de gasolina.

Nosotros mismos, los Mussolini, estábamos sometidos al mismo régimen y puedo asegurar que ni mi marido ni yo estábamos dispuestos a violar la ley ni a que fuera transgredida. Recuerdo que habíamos recibido un día en Villa Torlonia no sé cuántos quintales de café ofrecidos por los italianos residentes en Brasil. El Duce decidió distribuirlo por los hospitales y, cada vez que pasábamos por la proximidad de la habitación donde estaba el café, el olor que salía de allí nos hacía desfallecer de ganas. ¡Café al alcance de gentes que tienen como bebida nacional el «express», sin que pudieran tocarlo, era un verdadero martirio!

Es difícil imaginar hasta qué punto fueron severas las restricciones que mi marido impuso a nuestra familia. Desde los primeros días de la guerra tuvimos que renunciar a los paseos en coche; Benito mismo no utilizaba el suyo más que para ir de Villa Torlonia al Palacio Venecia, o para otros desplazamientos de carácter oficial. En cuanto a mí, había abandonado el que tenía a mi disposición y los niños iban a la escuela en autobús. Incluso Ana María, aunque impedida por la poliomielitis que había tenido y aunque llevaba un pesado corsé, hacía como todo el mundo.

Recuerdo que tenía la costumbre de visitar niños albergados en una institución de Monte Mario, a los que llevaba alimentos y vestidos. A pesar de las dificultades de transporte, no renuncié a esas visitas. Las hacía en autobús. Hasta el día en que una religiosa se lo contó al cardenal Pizardo. Entonces el prelado hizo poner a mi disposición su coche particular, que se beneficiaba de las ventajas reservadas al Vaticano.

El 11 de marzo de 1942 se celebró una misa en Roma por el descanso del alma del duque de Aosta, virrey de Etiopía, que había muerto en una clínica de Nairobi, prisionero de los ingleses. A la ceremonia asistían los soberanos de Italia y las más altas personalidades del Estado, entre las que figuraban los titulares del collar de la Anunciata. Yo había ido en autobús con mi hija política Gina. A la salida de la misa, todo el mundo fue a asistir a la partida de la pareja real. Cuando se marcharon, me di cuenta de que nadie se movía mientras un ordenanza buscaba por todas partes mi coche. Había que hacer pronto algo, pues por las funciones de mi marido, que estaba ausente aquel día, la segunda persona que debía abandonar la iglesia después de la pareja real era yo, y las gentes me esperaban. Galeazzo Ciano estaba allí. Se ofreció a acompañarme, no comprendiendo cómo yo no había ido en auto. Le enseñé entonces mi billete de autobús y tranquilamente regresé como había venido.

Es uno de los ejemplos de la vida que llevamos durante la Segunda Guerra Mundial. Faltaría a la verdad si no dijera que, felizmente para nosotros, tenía en Villa Torlonia mis gallinas, mis conejos y mis cerditos, traídos de Romagna, que me permitían variar los menús y añadir algún suplemento a lo que recibíamos con nuestras cartillas de racionamiento. Para los curiosos, la de mi marido tenía —es fácil suponerlo— el número 1.

Para volver a las operaciones militares, diré simplemente que el gran error de Italia —no sé si de mi marido, del estado mayor italiano, o de los dos a la vez— fue llevar una guerra paralela a la de los alemanes. En África, entre otros casos, nuestro estado mayor montaba sus operaciones sin buscar la mayoría de las veces la cooperación de los alemanes. De ello surgió toda una serie de problemas, de susceptibilidades entre los dos ejércitos. Así, por ejemplo, en el frente africano la dignidad de mariscal fue concedida a los generales Cavallero y Bastico, respectivamente jefe de estado mayor general y comandante en jefe de las tropas italianas, cuando Rommel fue hecho mariscal por Hitler. Esto con el fin de impedirle la preferencia sobre los generales italianos. Hay que decir también que los generales alemanes tampoco arreglaban las cosas, pues no dejaban pasar la ocasión de mostrar su superioridad en las narices de sus colegas italianos. Cuando las fuerzas italo-alemanas hubieron conquistado Tobruk y llegaron a las puertas de Alejandría, en

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Egipto, el Duce pasó un mes en el frente africano, del 20 de junio al 21 de julio de 1942. Aprovechó para tratar de poner aceite en los engranajes e insuflar entusiasmo con su presencia. Volvió a Roma sufriendo atrozmente del estómago a causa de la tensión nerviosa que tuvo durante este viaje. Este año de 1942 fue clave, pues después del éxito en África los repliegues empezaron. En Rusia, el ejército rojo tomaba la iniciativa.

A propósito de la guerra en Rusia, debo precisar que lo que pasó en 1942 y 1943 había sido previsto por mi marido desde el mismo instante en que fue informado, una vez más a posteriori, del ataque alemán contra la Unión Soviética.

Era el 22 de junio de 1941. Estábamos en Riccione, cuando el teléfono sonó hacia las tres de la mañana. Como el aparato estaba cerca de mi cama, descolgué. Al otro extremo del hilo tenía al agregado militar de la embajada de Alemania, que quería a toda costa hablar con el Duce. Le pregunté si no podría llamarle más tarde para no tener que despertar a Benito. Se negó y, para convencerme de la urgencia, teminó por decirme:

—Debo anunciar al Duce que Alemania acaba de declarar la guerra a Rusia. Corrí a la habitación de Benito y le desperté. Vino al teléfono y no se contentó con escuchar lo

que le decía su interlocutor. Con un tono irritado habló largo rato en alemán y, cuando hubo colgado, me dijo, furioso:

—¡Es una locura! Por encima de todo no había que haber atacado a Rusia. Alemania sabe hacer la guerra, pero no la política.

Inmediatamente puso en pie un cuerpo expedicionario italiano, del que confió el mando al general Messe, precisándole:

—Lo que hace falta es una victoria relámpago. El «Eje» debe batir a los rusos en algunos meses.

Entre los fascistas, el entusiasmo fue inmenso. Todavía más grande por esta guerra que por las otras, pues ésta significaba la batalla contra el marxismo mismo. Es una de las razones por las que las tropas del C.S.I.R., es decir, del Cuerpo expedicionario italiano en Rusia, se batieron mejor que en los otros frentes.

—¿Ves? —me decía a veces mi marido—. ¡Incluso allí tienen necesidad de nosotros! Podemos así mostrar al mundo que no son sólo los alemanes quienes saben luchar y vencer.

Poco tiempo después, en octubre de 1941, el Duce me anunció que el Führer le había llamado para informarle en persona de la conquista de la ciudad de Orel.

—¡Está bien eso! —exclamó—. Orel está a las puertas de Moscú —pero añadió—: Deben, sin embargo, tener cuidado y apresurarse en cerrar el cerco. El invierno no está lejos.

Y, de hecho, los rigores del frío fueron terribles este año. No se habían conocido semejantes en Rusia desde hacía veinte o treinta años.

El Duce se había dado cuenta de los aspectos particulares del frente ruso, cuando había ido para visitar las divisiones del Cuerpo expedicionario italiano de Ucrania. Vittorio le había acompañado y habían viajado en avión con Hitler. A su vuelta, mi marido me contó que el Führer había tenido mucho miedo cuando le vio coger los mandos del avión, pero no se había atrevido a decir nada.

—¿Te das cuenta? —había añadido mi marido—. El negocio que hubieran podido hacer los rusos si hubieran abatido nuestro avión. ¡De un solo golpe hubieran liquidado a Hitler y Mussolini!

Como el vuelo sobre el territorio soviético ocupado por los alemanes se había desarrollado en pleno verano, el Duce había podido ver las inmensas extensiones de cereales. Le habían maravillado, pero también volvió extrañado por la actitud de ciertas unidades del ejército del Reich.

—Son demasiado duras con las poblaciones locales —me había contado—. No se aprovisionan sobre el terreno más que bajó la forma de «razzia». Es un error, pues los vencedores deben siempre comportarse humanitariamente hacia los habitantes de los países vencidos.

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Los pocos meses que el Duce había señalado para destruir Rusia habían transcurrido sin que el objetivo fuera alcanzado. Desde entonces estuvo convencido más que nunca de que la tragedia del «Eje» sería provocada por una catástrofe en Rusia.

Y puedo revelar hoy que mi marido ha tratado durante meses de convencer a Hitler para que negociara con los rusos, sobre todo después de la entrada en guerra de los Estados Unidos. Lo hizo tanto por escrito como de viva voz. Puedo incluso decir que tomó contacto con los rusos por mediación de Japón, pero no resultó nada concreto. Hitler no quiso jamás oír hablar de paz con la Unión Soviética.

Antes de acabar el capítulo, hay una cosa que quiero precisar: mi marido no ha dudado nunca del valor de los italianos. El único obstáculo que tuvo concernía a algunos jefes de nuestro ejército, que habían olvidado sin duda que la guerra no se hace en el confort y con barreras infranqueables levantadas por la jerarquía. Había constatado este estado de cosas en el frente africano particularmente, y no había dejado de decirlo abiertamente a los responsables. Cuando fue al frente ruso le habían chocado las relaciones existentes entre oficiales y soldados. Hitler y él mismo habían comido juntos en un refectorio con militares sin graduación y habían podido degustar el mismo menú...

Se habló mucho en la prensa extranjera de soldados italianos que se rendían sin combatir o que huían durante la Segunda Guerra Mundial. Es completamente falso. Por una parte, el número de los desertores no ha sido nunca tan débil como en el curso de esta guerra. De otra parte, los militares que han depuesto las armas lo han hecho por orden de sus jefes, como fue el caso de Amba Alagi, en Túnez, en Pantelleria o en Augusta, dos bases navales italianas de primera importancia. Si hubiera sido de otra forma, no hubiera cambiado tampoco gran cosa, pues las fuerzas angloamericanas eran mucho más poderosas, pero el ejército italiano hubiera terminado los combates con más honor. Tanto más cuanto que los italianos que se encontraban en las filas del ejército alemán después del 8 de septiembre de 1943, o los que estaban con los partisanos y ciertas unidades de nuestro propio ejército, se batieron admirablemente.

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18. YO ERA EL AGENTE SECRETO DEL DUCE —¿Puedes explicarme qué haces para saber ciertas cosas, al menos varias semanas antes

de que yo me entere? El día en que mi marido me hizo esta pregunta me sentí muy orgullosa, pues era la primera

vez que reconocía abiertamente que yo le aportaba informaciones de un cierto valor. Acababa, por así decirlo, de adquirir mis credenciales como superagente secreto de Mussolini, una de mis numerosas actividades que muy poca gente conoce hoy día.

De hecho, nunca he estado a la cabeza de ningún servicio de policía. Simplemente, con mi instinto de mujer y mi sentido común de campesina, me había dado cuenta desde 1926, cuando estuve instalada en Roma por primera vez, que el Duce tenía a su alrededor algunas personas que no me habían inspirado confianza. Y desde entonces había decidido tener los ojos abiertos.

Más tarde, es decir, en 1929, cuando la familia estuvo reunida en Villa Torlonia, me había enfrentado a un problema de protocolo: era la esposa del jefe de gobierno y como tal no podía llevar la vida que había llevado hasta entonces, incluso en Milán, después de que mi marido hubiera tomado el poder.

No podía, por ejemplo, acompañar los niños a la escuela, ir a los almacenes para comprarles zapatos o, más simplemente, instalarme ante mis cacharros, hacer la limpieza de la casa o ir al mercado. Estas prohibiciones no me agradaban en absoluto, pues nunca había estado habituada a la molicie y soportaba mal los impedimentos.

En cambio, descubriría pronto que era muy poco conocida: mi foto había aparecido en la prensa una o dos veces, y raros eran los personajes que podían decir cuáles eran los rasgos de Raquel Mussolini, tanto más cuanto que no se me había visto nunca durante el transcurso de las manifestaciones oficiales.

Recuerdo que en la boda de mi hija Edda los periodistas se habían sorprendido al descubrirme tal como era, y día más tarde, Benito me había traído varios periódicos extranjeros, particularmente ingleses y americanos, diciéndome:

—Les has entrado por los ojos a los periodistas, Raquel. Te han encontrado formidable. Se han extrañado aún más por cuanto te creían vieja y fea.

Al instante me había sentido adulada, pero eso no me incitó a salir de la sombra en que había decidido vivir.

En Villa Torlonia, o en ciertas ceremonias que no podía evitar, era Su Excelencia Raquel Mussolini, esposa del jefe de gobierno; el resto del tiempo me llamaba Raquel Guidi, mi nombre de soltera, y tenía plena libertad de movimiento.

Sin embargo, había un obstáculo: Raquel Guidi o Raquel Mussolini no dejaba de ser la esposa del Duce y se planteaban problemas de seguridad. Tenía, pues, tres o cuatro policías que me habían sido asignados como guardia de seguridad. Como no me podía desembarazar de ellos, les hice mis agentes de información. Así los tenía ocupados y no me molestaban.

Además, gracias a los pequeños servicios que hacía a unos y otros, como hacen todas las esposas de personalidades que quieren ser útiles y que no buscan únicamente los honores, no tardé en crear una red de informadores cuyas ramificaciones se extendían por toda Italia. Añádase a esto los millares de cartas que recibía cada semana y se comprende fácilmente que me convertí en la persona más al corriente de lo que pasaba en el país.

Mi marido se dio cuenta a su vez que podía sacar ventaja de esta situación y, de vez en cuando, me enviaba a «tomar la temperatura» de la calle o a ejecutar una misión particular, como fue el caso, hacia 1931, del Alto Adigio.

En esta época, el secretario federal del partido fascista había señalado que las autoridades oficiales, es decir, el representante del gobierno en esta provincia, no estaba a la altura de su tarea. El prefecto rechazaba esas acusaciones y reprochaba al secretario federal el mezclarse en lo que no le concernía.

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El caso era tanto más delicado cuanto que, desde su llegada al poder, mi marido se había esforzado en separar el partido del Estado, a fin de que el partido fascista no se identificara con el Estado. Quería así evitar abusos y salvaguardar el respeto de las instituciones. Hasta tal punto que entre el representante del partido y el del gobierno daba razón casi siempre al prefecto. Lo que no dejaba de provocar rencores.

En el Alto Adigio, sin embargo, los errores parecían repartidos y el Duce había sido convencido por los argumentos del secretario federal fascista. Entonces, como yo debía ir a Merano para seguir una cura, me había pedido que «husmeara» por allí. Me quedé allí un mes, y cuando volví a Roma pudo disponer de informaciones completamente objetivas: tarfto el prefecto como el secretario federal no se habían ocupado convenientemente de su misión. Uno y otro fueron cambiados.

Fue una de las raras misiones «extramuros» que realicé para el Duce. En su ánimo, y en función del papel que él estimaba que debía ser el de las mujeres, debía limitarme a recoger los ecos y transmitírselos. En fin, hacía falta que no se tratara de simple «rumores», pues entonces lo que yo le aportaba le molestaba en lugar de interesarle.

Por mi parte, no quería a ningún precio quedarme ahí. Estaba convencida, según lo que me contaba Benito y según mis propias informaciones, que no se le decía siempre todo. Algunas personas en las que había puesto su confianza le hacían creer que todo iba bien, mientras que era imposible que no hubiera problemas. Cuando las cosas iban bien, semejante actitud no era grave, pero me preguntaba qué harían esas gentes el día en que el país atravesara una crisis o conociera la guerra.

Esta preocupación era tanto mayor cuanto que yo no ignoraba ninguno de los aspectos más secretos del carácter de mi marido. Sabía, por ejemplo, que era influenciable, es decir, que a menudo el último que hablaba tenía razón, que se confiaba hasta el punto de ser ingenuo en la medida en que pensaba que los que habían aceptado ser sus colaboradores no podían traicionarle; que era profundamente bueno y que no le gustaba hacer mal. Siempre encontraba pretextos para perdonar, tanto a sus hijos como a sus ministros. Su filosofía del hombre era tal que se sentía más cerca de un Gandhi o de un San Francisco de Asís, a quien veneraba y que hizo patrono de Italia, que de un Stalin o de un Hitler, a los que admiraba en ciertos aspectos, pero cuyos métodos había reprobado siempre por brutales y sangrientos.

Sin anticiparme a los acontecimientos, diré incluso que este Mussolini es prácticamente desconocido. El mundo se ha quedado con la imagen falsa del dictador, del tirano. Son numerosos los que, sinceramente o no, gritarán mentira leyendo estas líneas, pero puedo dar como pruebas dos hechos históricos oficiales.

El primero guarda relación con la lista de criminales de guerra que los aliados habían establecido al final del segundo conflicto mundial: el nombre de Mussolini no figuraba. Ni el de ningún otro italiano, militar u hombre político. Para el principal aliado de Adolfo Hitler, llegar a no ser acusado de ningún crimen respecto a la moral internacional no está nada mal.

El segundo es un juicio realizado por Hitler personalmente en septiembre de 1943. Cuando mi marido había sido liberado por Otto Skorzeny del Gran Sasso, donde lo había enviado su sucesor, el mariscal Badoglio, el Führer le había recibido en su cuartel general de Rastenburg. En el curso de una de esas entrevistas le había dicho, resumiendo así en una frase el verdadero drama de Benito Mussolini:

—Duce, ¡usted es demasiado bueno! No podrá ser nunca un dictador. Hoy semejantes palabras son para mí algo que me reconforta, por cuanto más que no pasa

un día sin que alguien me diga: —¿Se acuerda usted, doña Raquel, qué bueno era el Duce? Hizo esto, hizo aquello... Pero en esa época todas esas bellas cualidades eran a mis ojos los peores defectos que

podía tener un dictador, por una razón: coged un hombre poderoso, fuerte, sólidamente instalado en el poder; poned entre sus manos todos los controles del poder: haréis un dictador. ¿Puede este hombre gobernar todo por sí solo? Es materialmente imposible.

¿Qué hizo? Escogió algunos colaboradores de confianza que le juraron fidelidad hasta la

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muerte y que habían incluso probado su vinculación a la causa que les unía, incluso antes de estar en el apogeo de su gloria.

Admitamos que ese dictador se haya equivocado o que sus colaboradores empujados por la ambición, corrompidos por la atracción del lucro, riquezas u honores, decidan traicionar al que ha puesto en ellos su confianza. Pero prudentes, o mejor, astutos, no quieren decirle que ya no son lo que eran y que él cree todavía que son. ¿Qué pueden hacer? Tejer a su alrededor una trama de mentiras en la que van a esforzarse por encerrarle. Así van a ocultarle la realidad: la que les concierne, porque no es agradable, y la del mundo exterior, pues puede estorbar su quietud.

Después, al filo de los acontecimientos, no dudarán en pasar de las «omisiones» a las infidelidades y de las infidelidades a las traiciones. Todo eso se podía perdonar mientras las cosas van bien, pero yo pensaba que debían ser castigadas cuando llegase la hora de la verdad.

Imaginad, en fin, que el dictador sea más bien del género «padrazo» que del «papá hueso». ¿Qué ocurrirá? Un día u otro perderá el control de la situación y, cuando se dé cuenta de que ha sido engañado, será demasiado tarde.

Esto es lo que yo he temido siempre y lo que he querido evitar abriéndole los ojos sobre las actividades de algunos «fieles» que no tenían de fieles más que el nombre. Lo que yo descubría era cada vez más grave, pero el resultado era siempre el mismo: mi marido reemplazaba al que había «faltado», destinándole simplemente a otro puesto o alejándole de él. Pero estábamos lejos, e incluso muy lejos, de las liquidaciones y purgas sangrientas como las de Stalin.

En ese sentido, mis actividades de «James Bond» con faldas fueron muy a menudo útiles, y no les faltó gracia.

Un día supe que mi marido iba en coche cada semana muy temprano a una granja de los alrededores de Roma. En ese instante había manifestado el mayor escepticismo, pero por la descripción que me hacían los amigos que me hablaban de ello, del coche, del chófer y del pasajero, tuve que aceptarlo: se trataba del Duce.

Decidí, pues, pedirle explicaciones. Una tarde, mientras paseábamos por el jardín de Villa Torlonia, como hacíamos a menudo después de comer, le pregunté a quemarropa lo que iba a hacer en esta granja. Estaba picando algunos guisantes que acababa de recoger. Se quedó boquiabierto, la vaina en la mano, y me miró con los ojos abiertos, como si de pronto me hubiera vuelto loca. No insistí. Era otra parte donde había que buscar la clave del misterio.

Puse entonces mi «policía privada» en funcionamiento y no tardé en descubrir el cuerpo del delito: el coche era ciertamente el de mi marido; el chófer era Ercole, es decir, el nuestro, pero el Duce no era el Duce. Me explico: como el país estaba en guerra e Italia conocía restricciones, nuestro chófer había puesto a punto una astuta estratagema para hacer mercado negro sin ser descubierto.

Había encontrado un cómplice de la misma talla que mi marido y calvo, como él. Este hacía un perfecto «sosias» y se instalaba atrás en el coche. En el portamaletas se encontraban los productos que Ercole pasaba gracias a este espantapájaros con toda tranquilidad.

Consideré la cosa como suficientemente grave para ser comunicada Benito. ¿Qué hizo? Pues bien, riñó, tiró de las orejas a su chófer, pero no fue más lejos. Tenía a Ercole Borato mucho afecto, pues había estado con él en momento muy difíciles. Por esta razón le perdonó y cuando le dijo que quizás sería capaz de hacer algo peor otro día, se echó a reír. Hizo mal, pero yo no tuve la prueba de lo que podía hacer Ercole Borato hasta mucho más tarde, cuando mi marido estaba ya muerto.

Muy a menudo, en la época en la que Benito se encontraba todavía a la cabeza del gobierno, había visto que Borato anotaba ciertas cosas en un pequeño cuaderno, cuando íbamos en coche. Conté este detalle a mi marido y le hice parte de mi temor de ver reveladas las conversaciones que mantenía con los que le acompañaban.

—Mientras no se trate más que de nosotros dos —le dije— no tendrá consecuencias, pero una indiscreción concerniente a una conversación política podría ser más incómoda.

—¡No, mujer! —había exclamado entonces—. Ves el mal por todas partes, Raquel. Este buen muchacho no hace más que anotar el kilometraje recorrido por el coche. ¡Eso es todo!

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Algunos años más tarde, al final de la guerra, apareció un libro. Su autor era Ercole Borato. El «buen» chófer relacionaba en él las frases que afirmaba haber oído y que mi marido había intercambiado con altas personalidades. Era justamente lo que me había temido.

Pero estoy segura que este Borato no había actuado solo, pues no se trataba sólo de revelaciones sobre las conversaciones en el coche del Duce. Dirigido por ciertas personas, se había prestado a operaciones de denigración de Mussolini. Era normal para esas gentes arrastrar por el barro a mi marido.

De otro, esto no me hubiera sorprendido, pero viniendo de Borato, que había tenido la confianza de mi marido durante veinte años, me entristeció, pues descubría, una vez más, que el reconocimiento es un sentimiento que pocas gentes poseen y que es preciso ser profundamente honesto para experimentarlo. Yo sabía que Borato no era irreprochable en este aspecto, pero había ido demasiado lejos en la mentira. Como hizo de nuevo hace dos o tres años, escribiendo otro libro que contenía otra serie de mentiras tan malolientes como las otras.

Si las infidelidades se hubieran limitado a los chóferes, el relato de mis «éxitos» no hubiera presentado ningún interés. Hubo cosas peores que las que cometió Borato.

En 1935, durante la guerra de Etiopía, la Villa Torlonia estaba en relación permanente telefónicamente con el cuartel general de las fuerzas italianas. Mi marido podía así seguir las operaciones hora por hora, recibir los informes y dar órdenes.

Una noche, mientras hablaba, sintió claramente que alguien entraba en línea sin manifestarse abiertamente. No hay que olvidar que en esa época las escuchas telefónicas no estaban tan perfeccionadas como hoy. La interferencia duró mientras se desarrollaba la conversación. Se reprodujo regularmente tanto y tan bien que una vez el Duce arrancó los hilos del teléfono en un gesto de cólera.

—¡Es el colmo! ¡Me pregunto quién tiene la cara de escucharme! —explotó. Ordenó una investigación, pero el misterio seguía. Decidí entonces intervenir. Sin decir nada a mi marido, encargué a uno o dos de mis agentes,

expertos en telefonía, que hicieran investigaciones. No tardaron mucho: nuestra línea telefónica era pura y simplemente escuchada por orden del mariscal Badoglio, comandante en jefe de las tropas italianas en Etiopía. Es decir, por quien, desde el punto de vista militar, gozaba de toda la confianza de mi marido.

Y lo que es inaudito es que ese mariscal llegó a escuchar las conversaciones del Duce incluso cuando ya no era jefe de estado mayor. Fue preciso que Stroveglia, uno de mis agentes particulares, interviniera de nuevo para que cesaran las escuchas.

Me costó cinco mil liras —lo que era mucho para la época—, pero la línea de Badaglio que le permitía escuchar la nuestra fue cortada por mis hombres, que sobornaron a algunos de sus agentes.

Puesto que estoy en el capítulo Badoglio, debo decir que podría hablar de él durante horas. Resumiendo, fue —pienso— el ejemplo típico del hombre que no retrocede ante nada para satisfacer su sed de honores y títulos. Cuando en 1925 mi marido le había designado como jefe de Estado Mayor, fueron numerosos los que le desaconsejaron tal elección. Badoglio era poco seguro, según ellos. Durante la Primera Guerra Mundial no se hizo notar por sus acciones brillantes, singularmente en Caporetto; además, era francmasón y célebre por no haberse preocupado hasta entonces más que de sus propios intereses.

El Duce creía, sin embargo, que alguien que ha comprometido su honor aceptando la responsabilidad de cargas importantes no podía traicionar. Apoyado en este principio, había desechado los consejos concernientes a Badoglio.

Hubiera hecho mejor en seguirlos, pues Badoglio tuvo tiempo de cometer varios errores antes de que en 1940 se apercibiera el Duce de su equivocación. Entre los «errores» no citaré como recordatorio más que aquel que consistió en retrasar sin descanso el desencadenamiento de las operaciones militares contra Francia en 1940, bajo pretexto de que el ejército no estaba dispuesto todavía.

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Pero hubo dos casos más graves y que en otros países hubiera valido a su autor la corte marcial: primero, Badoglio no puso jamás el corriente al Duce de la situación exacta del ejército italiano antes de la entrada en guerra de nuestro país. No lo hizo ni con ocasión de la campaña de Francia ni con la de Grecia.

Sé que es difícil mantener tales acusaciones treinta años después, habiendo desaparecido los archivos, al menos algunos, y que los dos principales interesados, es decir, Mussolini y Badoglio, no están ya con vida. Pero tratando de razonar lógicamente, me digo que si Badoglio hubiera efectivamente puesto en guardia al Duce contra la falta de preparación del ejército y este último no hubiera tenido en cuenta para nada su punto de vista, ¿por qué garantizó una decisión de tan graves consecuencias?

Badoglio, como jefe de Estado Mayor General, podía entonces dimitir o pedir el arbitraje del rey, jefe supremo de las fuerzas armadas. ¿Por qué no hizo nada?

Todavía más claro es el segundo caso: a tres meses de la entrada de Italia en guerra, las fábricas Fiat habían puesto a punto un carro medio de treinta toneladas. Mientras que desde hacía varias semanas el mundo entero había descubierto que la potencia de las tropas alemanas residía esencialmente en ese tipo de arma blindada, Badoglio dio la orden de reducir el peso del tanque a veintisiete toneladas.

Los ingenieros de Fiat se las arreglaron tan bien que pronto el carro de veintisiete toneladas estuvo dispuesto. ¿Qué hizo entonces el jefe de Estado Mayor?

Pues bien, exigió una nueva modificación: había que reducir una vez más el peso del carro. Semejante estupidez, suponiendo que lo fuera, hubiera valido a su autor, en otros países, al menos el consejo de guerra.

No sola/nente Badoglio no fue sancionado, sino que continuó pidiendo honores y prebendas. Hasta el día en que, desengañado por fin, el Duce le relevó de sus funciones en el curso de la campaña de Grecia.

Para la pequeña historia contaré simplemente que un día un telegrafista hizo llegar secretamente a mi marido la copia de un cable del general Ubaldo Sodu, comandante en jefe de Albania, que señalaba al estado mayor que la situación era alarmante. Pero precisaba en el mensaje que no había que poner al Duce al corriente. Ubaldo fue depuesto del mando.

Puesto que estamos con las traiciones, diré que comenzaron desde la entrada en guerra de Italia. Preciso este punto porque se podría imaginar que los jefes, ante los fracasos y las perspectivas de catástrofe, cambiaban de camisa. Esto no era muy hermoso, pero en fin... De hecho, las traiciones comenzaron desde el principio, mientras Italia era poderosa y su aliada Alemania iba de victoria en victoria.

Entonces, ¿por qué no se intentó en ese momento eliminar pura y simplemente a Mussolini? ¿Por qué el rey Víctor Manuel III aceptó firmar la declaración de guerra de Italia contra Inglaterra y Francia si estaba en contra? ¿Qué arriesgaba? ¿El exilio, la cárcel? ¿Esto no formaba parte de sus responsabilidades?

La verdad es mucho más triste, mucho más nauseabunda. El rey, ciertos jefes militares y ciertos fascistas han jugado sobre todos los frentes a la vez, sirviéndose de Mussolini mientras era útil, pero asegurando sus espaldas incluso traicionando, en previsión del porvenir.

Olvidaban simplemente que antes de destruir a Mussolini era a soldados italianos a quienes destruían. Jóvenes que sonreían a la vida, que tenían confianza en ellos y que creían caer víctimas del enemigo, mientras que de hecho eran compatriotas los que causaban su ruina. ¡Y que no vengan a decirme que esos individuos obraban por idealismo!

Si hubiera habido uno que les mandaba combatir el fascismo, ¿por qué no asesinaron a Mussolini? Esto hubiera sido más eficaz, pero también más peligroso.

La única tentativa que fue hecha contra mi marido se sitúa en Albania, en 1941. Un día se había trasladado a primera línea para asistir a una ofensiva de nuestras tropas que no llegó nunca. Mientras su coche rodaba tranquilamente hacia la cima de una colina, donde se había instalado un puesto de observación para permitirle seguir el desarrollo de las operaciones, oyó una voz que le decía en romagno:

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—¡No vaya ahí arriba, Duce! ¡No vaya! ¡Quieren asesinarle!'Le hablo en patois para que nadie comprenda.

Benito me contó que no había prestado atención al aviso, por cuanto que no podía anular la ofensiva. Se contentó con buscar con la mirada de dónde venía esa voz, aunque sólo fuera para manifestar su placer por haber oído hablar en romagno, pero nadie se dejó ver.

Llegó, pues, al puesto de observación, se quedó cierto tiempo, pero lo abandonó pocos minutos antes de lo previsto. Apenas se había alejado, cuando una granada cayó justamente encima y explotó en el lugar donde se encontraba antes. Una metralla se incrustó incluso en las gafas de las que se había servido. La guardó como recuerdo.

¿Era una casualidad? ¿El soldado que había lanzado esta advertencia tenía razón? No lo supimos nunca.

Lo más terrible es que, a partir de cierta época, Benito se daba perfectamente cuenta de las traiciones. Pero por más que hiciera investigaciones, no conseguía nunca resultados. Era como si irresistiblemente hubiera sido puesto fuera de circulación por una fuerza invisible. -De hecho, eran ciertos jefes influyentes del ejército que operaban por oposición a lo que ellos llamaban la «guerra de Mussolini», por ciego fanatismo o simplemente porque el Duce había querido cambiar algunas costumbres sacrosantas que tenían fuerza de ley en el ejército.

Recuerdo que un día, en 1933, Benito y yo habíamos hecho la ronda del distrito donde vivían los oficiales superiores y había descubierto con estupefacción el uso que hacían de los ordenanzas. Mientras que normalmente éstos no estaban previstos más que para asistirles en el ejercicio de sus funciones, mi marido vio que estaban siendo empleados como criadas para todo: los pobres soldados, «escogidos» como ordenanzas, ayudaban a la señora a hacer la compra, hacían la limpieza, vestían a los niños, etc.

El Duce había armado un buen escándalo, pero es inútil decir que el resultado fue nulo. A veces ironizaba a propósito de todos esos sabotajes. Me dijo un día, hablando de la guerra

de Abisinia: —Hemos ido tan de prisa que incluso los traidoras no han tenido tiempo de traicionar... Pero la mayor parte del tiempo se mostraba dolorosa-mente afectado por lo que descubría. —¿De quién puedo fiarme? —se lamentaba. Hasta tal punto que cuando los primeros informes de los servicios secretos italianos

señalaron en mayo de 1943 que un desembarco anglo-americano podría tener lugar en Sicilia en el curso de los meses siguientes, el Duce me dijo una noche:

—Estoy seguro que no podrán desembarcar, a menos —añadió— que no sea traicionado por todo el mundo. Estoy seguro de los soldados, pero en cuanto a algunos...

Desgraciadamente era lo que yo temía, pues tenía también mis propios informadores. Mi policía privada no me proporcionaba más que informaciones alarmantes.

Por ejemplo, en el curso del invierno de 1942, un carabinero me había traído un cohete fabricado en nuestras fábricas de armamento de Terni: en el interior no había pólvora. Era serrín.

Mi marido había ordenado, una vez más, una investigación. Los resultados incontestables habían sido consignados netamente y las verificaciones depositadas en su despacho. Nadie las encontró. Se habían volatilizado.

Igual ocurría en África, nadie había podido explicar cómo los buques italianos cargados de carburante explotaban en cuanto abandonaban el puerto. El mariscal Rommel se quejaba sin cesar de que la gasolina que llegaba finalmente a las tropas a veces contenía agua.

Todavía más: un día, yendo a la estación de deportes de invernó de Terminillo, donde íbamos a veces, el Duce había hecho una visita imprevista a una base aérea en la que debían encontrarse normalmente escuadrillas de aviones de combate que figuraban sobre los cuadros proporcionados por el estado mayor. Quedó estupefacto al comprobar que la realfdad era muy distinta: no había aviones.

Se le habían dado cifras y, para mantenerle en el error, un general había tenido la idea de

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pasear de base en base escuadrillas en función de esas inspecciones. Felizmente se dio cuenta a tiempo. Recuerdo que fue tal mi cólera que estuve enferma durante varios días.

En otra ocasión, el subsecretario de Aviación había sido convocado en Rocca della Camínate. Había recibido como instrucciones visitar la fábrica Caproni, que fabricaba nuevos aviones. Esta fábrica se encontraba cerca de Predappio, para desarrollar la economía de la región, lo que nos permitió descubrir la superchería.

El secretario hizo inspección, anotó las necesidades de material y prometió las entregas de varios centenares de aparatos. Algún tiempo más tarde mi marido fue informado de que efectivamente centenares de ese nuevo prototipo eran equipados.

Yo debía descubrir pronto que en realidad el material recibido no correspondía más que al equipo de dos aparatos. He dicho bien: dos aparatos, ni uno más.

Comuniqué a Benito este «maravilloso» descubrimiento y debo confesar que raramente le he visto ponerse en semejante estado. Fueron adoptadas muy severas sanciones, pero, como he escrito ya, hubiera sido preciso depurar yo no sé cuántos servicios para arreglar la situación. Una vez más merecí un comentario que en otros tiempos me hubiera complacido:

—Mamá tiene razón en un noventa por ciento de las veces. Lo más penoso era que a esas traiciones deliberadas venía a añadirse la pasividad de

algunos y, a partir de las primeras derrotas, la culpable costumbre de ocultar al Duce la verdad, hasta el punto de que aquellos que tenían el coraje de hacerlo eran en seguida apartados para impedirles reincidir. Un día, mi propio hijo Vittorio, oficial del ejército del aire, había venido a ver a su padre. Le había señalado, entre otras cosas, que los escuchas de radio no funcionaban a bordo de los aparatos.

Los pilotos se encontraban reducidos a comunicarse entre ellos por señas, lo que en combate no era muy fácil.

Benito convocó al subsecretario del Ministerio del Aire, no sé a cuántos generales y exigió explicaciones. Las obtuvo: los auriculares funcionaban perfectamente... Era para darse contra las paredes...

Incluso hice preguntas en el caso de la muerte de mi propio hijo Bruno. El 7 de agosto de 1941 su aparato (un cuatrimotor) se había estrellado contra el suelo, al borde de la pista del aeródromo de Pisa, por una razón que quedó desconocida. Bruno era un piloto experimentado que totalizaba un número impresionante de horas de vuelo. Incluso en el último instante había logrado evitar distritos habitados, a pesar de pilotar un aparato ya sin control.

No se me quitará la idea de que Bruno, que había tenido él también la posibilidad de descubrir cosas y que había hablado a su padre de ello, había pagado con la vida su clarividencia. Ya pueden afirmar lo contrario; yo he sido testigo de demasiadas bajezas para creer que sólo era un accidente.

De la misma manera que no era por azar cómo tres de los más hermosos acorazados de la marina italiana, el Duilio, el Cavour y el Littorio, habían sido hundidos por las bombas inglesas en pleno puerto de Tarento, en noviembre de 1940. Cuatro meses después de la entrada en guerra a Italia.

¿Y qué decir de los submarinos que eran hundidos al salir de sus bases? —Sin una traición es imposible obtener estos resultados —había debido admitir el Ducé.

Incluso en esa época, es decir, en 1940, la conjuración había ya empezado su obra. También, contrariamente a lo que esperaba mi marido, yo tenía inquietudes sobre las

posibilidades de rechazar un desembarco en Sicilia. Pero yo misma —célebre, sin embargo, por mi pesimismo— nunca hubiera pensado que la resistencia italiana en esta región sería tan débil.

Cuando el almirante Pavesi, comandante en jefe de la fortaleza de Pantelleria, exigió a bombo y platillo al Duce la autorización de rendirse, porque —afirmaba— la isla no tenía ya ni una sola gota de agua y se encontraba en una situación imposible, mi marido siguió escéptico. Concedió, sin embargo, esta autorización a Pavesi por deseo de salvar vidas humanas.

Días más tarde le vi llegar a casa ebrio de cólera. Tenía un manojo de papeles en la mano

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que lanzó sobre la mesa del despacho, diciéndome: —¡Lee, Raquel! Son los mensajes de radio que nuestros servicios de escucha han

interceptado. Puede decirse que se ha portado maravillosamente ese Pavesi. No ha perdido un solo hombre. ¡Se ha bajado los pantalones, simplemente! Es lo que dicen los ingleses.

Era, desgraciadamente, la verdad. Los ingleses señalaban a su estado mayor en sus mensajes que la base de Pantelleria se había rendido sin haber deplorado la menor pérdida de vidas humanas. Así como Augusta, base naval de ultramar, cuyo comandante en jefe no había disparado un solo tiro. En cuanto vio al enemigo hizo saltar sus piezas y abrió las puertas para acogerlo.

Así, pues, ¿qué podía yo responder a ese oficial americano que en 1945, cuando todo había terminado y me encontraba en un campo de concentración; me preguntó:

—¿Cómo puede explicarse, excelencia, que los millones de italianos que han venerado a Mussolini durante veinte años hayan podido dar un giro tan grande?

Pude responderle que el pueblo italiano no había dado ese giro y que no había traicionado. Cuando entró en guerra mi país, los soldados habían cumplido su deber con entusiasmo. A la hora de los reveses y sacrificios, la población civil había dado prueba de abnegación y de coraje. La conducta de las gentes había sido irreprochable, aunque deseaban la paz en 1943.

El pueblo italiano no había intervenido para nada en la caída de Mussolini. Ni tampoco, por otra parte, los antifascistas que se glorificaron después de hecha la cosa.

No podía confesar a este oficial, que había sido nuestro enemigo, que el régimen fascista se había destruido a sí mismo; que ciertas jerarquías habían cedido por miedo del mañana o por ambición. Se ha hecho creer, a partir de 1943 y en el cuadro de una propaganda bien orquestada, que la media vuelta de esas jerarquías había sido orientada contra Mussolini.

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19. EL DICTADOR SIN MASCARA Un día, en Rocca della Camínate, durante la Segunda Guerra Mundial —me siento obligada

cada vez a precisar cuál, porque he conocido tantas—, yo había sido el origen de un buen escándalo.

Me había situado detrás de algunos dignatarios fascistas que mi marido recibía en su despacho. Cuando el Duce había entrado a su vez en la habitación, como de costumbre, le habían saludado, brazo en alto, exclamando:

—A sus órdenes. Entonces yo, desde mi rincón, había hecho eco, dejando caer: —¡Sí, para traicionarle! Buena me la gané. Benito no había dejado de pedirme desde entonces que no me alejara

cuando tenía que discutir con uno de esos brillantes personajes. Y yo me instalaba sobre una de las banquetas de madera recubiertas de cojines que se

encontraban bajo cada una de las ventanas del salón y seguía en silencio las conversaciones. Una vez, siempre en Rocca della Caminate, el Duce tuvo una conversación con el por

entonces ministro de Agricultura. Este había llegado con hojas llenas de cifras y de gráficos para justificar a los ojos de mi

marido las cuotas de trigo que deseaba fijar a los campesinos. Estábamos en guerra, no hay que olvidarlo, y debían imponerse restricciones a las

poblaciones urbanas, así como a las rurales. Había hablado largamente y explicado que estimaba que las cotas debían ser limitadas a cien

kilos de trigo para los adultos y cincuenta para los niños. —Tú, que conoces esas cuestiones —me había entonces pedido Benito—, ¿qué piensas? Algunos minutos antes, uno de mis agentes había venido a informarme que ese ministro

había llegado en vagón especial a Forli, con un cocinero particular y una reserva personal de bizcochos. A la hora de las restricciones, no dejaba de tener gracia.

Por eso, desde las primeras palabras, mirando al ministro a los ojos, le dije: —Para usted, cien kilos de trigo son incluso demasiado, puesto que usted no necesita pan.

¡Usted toma bizcochos! Pero ¿sabe usted que para los campesinos el pan lo es todo? Los romagnos lo besan antes de ponerlo en la mesa. Los niños en el campo lo comen dos veces más que los mayores porque siempre se quedan con hambre.

Y, dirigiéndome al Duce, concluí reclamando ciento cincuenta kilos de trigo para los adultos y doscientos kilos para los niños.

Es falso. Incluso entre los que han votado contra mi marido cuando la sesión del Gran Consejo que precedió a su eliminación del poder, varios fascistas, queriendo siempre la paz, no deseaban la partida del Duce.

Pero eso no podía decirlo aún. Había respondido a su pregunta con el silencio y encogiéndome de hombros.

Tras su mesa de trabajo aprobaba con la cabeza, mientras el ministro, repentinamente «sentado sobre agujas», hubiera aceptado no importa qué. No tenía más que una sola preocupación: irse. Así es cómo, gracias a los bizcochos y a mis informadores, los campesinos italianos tuvieron un poco más de trigo durante la guerra.

No podía, sin embargo, realizar esto más que en Rocca della Camínate, pues en Roma no tenía por costumbre ir al Palacio Venecia. La atmósfera era totalmente diferente en la capital, mientras que en Romagna incluso los asuntos de Estado se arreglaban de una manera menos protocolaria.

No abandoné, sin embargo, la misión que me había atribuido, es decir, vigilar las operaciones

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de ciertas jerarquías y altos funcionarios, a fin de impedirles «adormecer» al Duce. Por otro lado, aventuras como la del ministro de Agricultura acababan por conocerse y había

personas que sin cesar se dirigían a mí para restablecer una justicia que algunos no hacían. Esto presentó a veces un peligro, pues nada es más engañoso que «el qué dirán». De diez

informaciones que me llegaban, sólo una o dos estaban fundadas; a veces, ninguna. Tenía que ser prudente con mayor motivo, puesto que si una información llegaba a los oídos del Duce y no era confirmada, el bastonazo no se hacía esperar

Estaba obligada a verificarlo todo meticulosamente, sobre todo en este período, y, cuando estimaba que la cosa era seria, no dudaba en ir al lugar en cuestión.

Es lo que hice cuando se me indicó que una personalidad había mandado hacer la fachada de su establo a imagen de la villa del Duce en Riccione. Necesité tiempo para creer que capricho tan estúpido pudiera ser cierto. Y, sin embargo, lo verifiqué: era exacto.

Un día supe que un ministro había hecho pavimentar la carretera que llevaba a su propiedad y que incluso había hecho erigir su propia estatua en la plaza de su pueblo. Entonces lo vi todo rojo. No podía admitir que personas asumiendo responsabilidades importantes ante el pueblo se comportasen así. Tal vanidad me sacaba fuera de mí, tanto más cuanto que mi marido se había negado siempre a asfaltar la porción de carretera que conducía hasta la Villa Carpetana. Y, sin embargo, no era ni de un kilómetro.

Había, pues, ido a verlo, descubriendo que todo lo que se me había dicho era rigurosamente cierto. Las medidas no se hicieron esperar, puedo asegurarlo.

Igual pasó cuando supe que uno de los dos secretarios de mi marido se hacía construir una espléndida villa en las afueras de Roma, en Roca del Papa. Se decía por entonces que era Mussolini quien se la había ofrecido a Clara Petacci, pero afortunadamente esos falsos rumores no llegaron a mis oídos. El propietario de esa lujosa residencia era, para mí, el secretario. Pero hacían falta pruebas.

Fui con mi criada Irma y uno de mis policías al lugar para confirmar los rumores. Las obras existían. Hablé entonces de ello al Duce, quien a su vez exigió explicaciones a su secretario. Este, con la mano en el corazón, juró que era falso y, para probar su buena fe, mostró la foto de una modesta casa de campo que le pertenecía. Decidida a saber más, me disfracé de campesina y volví a la villa en construcción.

Fingiendo ser una pobre viuda con seis niños a mi cargo, conté al guarda que buscaba trabajo. Durante la conversación me informé sobre el propietario de esta construcción, mani-festando mi admiración, así como mi indignación, ante obras tan caras. Romano, que me había acompañado, filmaba la escena. He conservado el documento.

Y una semana más tarde propuse a Benito que viera un pequeño filme hecho por los niños. La estratagema funcionó de maravilla y me siguió al salón, dispuesto a admirar la obra de los niños. Habíamos respetado la veracidad hasta el punto de que yo figuraba vestida de campesina hablando con el guarda.

Benito no salía de su asombro. De hecho, no sé si estaba sorprendido por la revelación de la mentira de su secretario o por mis procedimientos de investigación.

Ante tales pruebas volvió a pedir aclaraciones a su secretario, quien esta vez le contó que su mujer había tenido una herencia... Mi marido se libró de él.

Después de estas investigaciones, Bochini, el director general de la policía, me dijo un día: —Si no fuera usted la esposa del Duce, excelencia, la tomaría a mi servicio. Agentes tan

delicados como usted no se encuentran muchos. Romano tenía una opinión muy diferente. Viendo que su padre perdonaba más a menudo que

castigaba, declaró con su espontaneidad de niño: —Daremos un golpe de estado y te pondremos a ti de dictador, mamá. Antes de continuar, quiero hacer una precisión: algunos gritarán sacrilegio y encontrarán

inmoral que cuente estas historias; otros creerán que exagero y que trato de hacer de Benito

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Mussolini un buen hombre, engañado por todo el mundo, sermoneado por su mujer de vez en cuando y llevado del hocico por Hitler.

Lo repetiré, a riesgo de parecer pesada, que no es ésa mi intención. Hasta ahora todo lo escrito sobre el Duce era pro o contra. Nunca han sido objetivas.

Mussolini, desde el día en que yo le conocí hasta el día en que me dijo adiós por teléfono, es decir, cuarenta años más tarde, no ha dejado nunca de ser humano, en el sentido propio del término: un hombre con sus defectos y sus virtudes.

Es demasiado fácil decir que Mussolini fue vencido porque fue el aliado de Hitler; afirmar que tuvo la suerte que merecen los tiranos; cargarle con todos los pecados de la tierra.

No quiero que salga engrandecido de este libro. Deseo simplemente que encuentre su verdadera dimensión, su verdadero rostro.

Y, puesto que estamos en ello, está muy bien reprochar a mi marido el haber perdonado a sus «fíeles». ¿Acaso se sabe que el hombre que lo asesinó el 28 de abril de 1945 le debía la vida, o cuando menos la libertad a él, a Mussolini?

Walter Audisio clama por todas partes que hizo justicia cuando, bajo el seudónimo de coronel Valerio, asesinó a Benito Mussolini, como se abate un animal, a lo largo de un muro.

¿Por qué no cuenta cómo en 1934 recobró la libertad, cuando fue detenido e internado porque era comunista?

Simplemente escribió una carta al Duce en la que le pedía gracia porque su familia se hallaba en la necesidad.

¿Y qué decidió Mussolini? Hizo liberar a Walter Audisio y le autorizó incluso a trabajar en una cooperativa agrícola fascista. ¡El dinero de los fascistas no tenía olor en aquella época!

Se cuenta que los judíos han sido víctimas de persecuciones raciales en Italia. Antes de hablar de ello, que se piense en la suerte de los negros y de los indios en América y que se preste atención a la vida de los judíos en Rusia. Después se podrá criticar la actitud de Mussolini.

No quiero decir que no se haya hecho nada contra los judíos en la época del régimen fascista. Pero existe una gran diferencia entre lo que se cuenta y lo que se hizo realmente.

Una cosa es cierta: Benito Mussolini no ha sido nunca hostil a los judíos. Era contrario al sionismo porque consideraba que podía crear problemas de lealtad al país. Me explico: un judío italiano no podía ser enteramente italiano, en la medida en que, siendo sionista, podía sentirse tentado de dar fondos a movimientos sionistas, fondos que saldrían de la economía italiana. Por otra parte, si un día debían definir su actitud, es decir, elegir, no estaba seguro de que no elegirían el sionismo. Ocupando funciones importantes en el seno de su país de origen, nada permitía afirmar que no perjudicarían a Italia.

En este sentido la actitud del Duce hacía el sionismo era más defensiva que enteramente agresiva.

Pero en cuanto a los judíos, tanto italianos como extranjeros, puedo dar un ejemplo de su manera de ser.

Primero debo decir que en 1940 los judíos italianos no constituían un problema en el sentido propio del término, pues no eran más que alrededor de cincuenta mi, si mi memoria es fiel.

Dicho esto, volvamos a los ejemplos: el primero que me viene a la mente es el del dentista de mi marido. Se llamaba Piperno y era de confesión israelita. El Duce hubiera podido confiar el cuidado de sus dientes a un dentista de otra confesión. Ni pensó en ello. Por otra parte, mis hijos tenían un camarada judío. Nuestra puerta no se les había cerrado jamás y, que yo sepa, nunca se les ha hecho sentir en nuestra casa que eran judíos.

Otro ejemplo muy personal: dos de las conquistas de mi marido eran judías: Angélica Balabanoff, de la que algunos han dicho que era la verdadera madre de mi hija Edda, cosa que nos ha divertido siempre porque, mejor que nadie, sé yo si es mi hija o no. Margarita Sarfati era judía también...

Entre los fundadores del partido fascista había judíos, así como en el Parlamento bajo el

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régimen de Mussolini. Aldo Finzi, uno de los miembros de su primer gobierno, era judío, del mismo modo que Guido Jungi, que fue ministro de Finanzas con mi marido durante largo tiempo.

En cambio, después de 1938, mientras que el Duce no había emprendido nada contra los judíos, varios antifascistas notables eran judíos. ¿Acaso no es lógico que recibieran sanciones? ¿Quién había empezado a mostrarse hostil? Mussolini había sido uno de los primeros, e incluso el único, en reprochar a Hitler su política racista. ¿Qué autoridad moral o política lo ha hecho, en marzo de 1933, apenas llegado Hitler al poder? Mussolini en persona había encargado al embajador de Italia en Berlín que hiciera llegar su protesta al nuevo canciller a propósito de su actitud hacia los judíos alemanes. ¡Y esto, a menos de dos meses de la accesión de éste al poder! Tiene que haber documentos sobre este asunto, pues se hizo de lo más oficialmente del mundo. Pues bien, que se muestren.

En junio de 1934, cuando mi marido encontró a Hitler en Venecia, se obstinó en decirle claramente que estaba contra toda forma de persecución racial. E incluso si el Führer nunca le tomó en consideración, siempre se esforzó en mejorar la situación de los judíos alemanes, no vacilando, a veces, en favorecer su salida del III Reich en gran escala, con Italia como primera etapa hacia la libertad.

Lo reconozco: medidas contra los judíos fueron decididas en 1938 por el gobierno fascista de Roma. Por ejemplo, el acceso a las escuelas italianas fue prohibido a los judíos extranjeros; digo bien a los judíos extranjeros, y no italianos.

En septiembre de ese mismo año un decreto prohibió a los judíos extranjeros que se instalaran en Italia, en Libia o en el Dodecaneso.

¿Por qué esas dos medidas? Porque Hitler quería vengarse de los judíos que habían huido del régimen nazi. Pero ¿acaso los italianos han enviado judíos a Alemania a una muerte cierta? Nunca. Diré más aún: mi marido ha informado a mis hijos en casa sobre la inminencia de esas disposiciones para que previnieran a sus camaradas judíos.

Así se explica que muchos abandonaran Italia. Uno de los amigos de Vittorio vive ahora en Australia. Una nueva emigración era penosa, desde luego. Pero ¿no era mejor eso que los campos de concentración, que la muerte? Como ocurrió en Alemania, en Polonia, en Holanda, en Francia, en todas partes.

Puesto que cito a Francia, hay otro punto que poca gente conoce: por escrito, el Duce dio instrucciones para que las autoridades italianas de ocupación en Francia no comunicasen a los alemanes las informaciones sobre los judíos residentes en la zona que controlaban. Yendo aún más lejos, ordenó a esas autoridades que dejaran penetrar y circular libremente no solamente a los judíos italianos que querían huir de la Francia ocupada por los alemanes, sino también a los judíos franceses y extranjeros.

Yo misma vi en esa época una carta de la prefectura de Niza, firmada por un cierto señor Goirand o Goirán —no recuerdo la ortografía— acusando recibo de esas instrucciones y diciendo que se había hecho lo necesario.

Puedo añadir que tales medidas no habían sido del gusto del gobierno de Vichy, y Laval había protestado incluso, estimando que los italianos tenían derecho a ocuparse de sus ciudadanos judíos, pero no de los demás.

A este respecto deben quedar documentos. ¿Por qué no sacarlos a la luz? Yo sé que esto no eximirá a Mussolini, pero al menos la verdad será respetada.

Y si quisiera divagar como una buena anciana que soy, formularía la siguiente hipótesis: admitamos que un día la Historia juzgue que el fascismo no tenía nada de fascismo y de su extremismo, que era una doctrina política y social como tantas otras y lo limpie de todos los crímenes que se le han achacado. ¿Qué harán los que gritan: «El fascismo no pasará»? ¿Qué vocablo utilizarán entonces? Pero volvamos al punto en el que estábamos. ¿Qué hizo Mussolini contra los judíos italianos?

Efectivamente, adoptó medidas contra ellos a partir de la conclusión del Pacto de Acero. Sin embargo, como en el caso de los judíos extranjeros, éstas no tuvieron nunca la amplitud y la gravedad de las tomadas por otros regímenes.

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Fueron casi siempre disposiciones «a la italiana», en el sentido de que existían leyes, periódicos, como Tevere o Difensa della Razza, que daban el tono por la violencia de sus artículos, pero las aplicaciones concretas eran raras.

Oficialmente se prohibió a los judíos italianos casarse con compatriotas de otra confesión, poseer o dirigir empresas empleando más de cien personas, ser propietario de más de cincuenta hectáreas y servir en el ejército. Eso fue todo. Esas medidas no entraron en vigor —y entonces, ¡cómo fueron aplicadas!— hasta 1938, como he dicho ya. Para no dar más que un ejemplo familiar sobre el rigor con el que se observaron, diré que en abril de 1938 Vittorio participó en la carrera automovilista de las Mil Millas con un judio italiano como copiloto que no ocultaba sus orígenes. Incluso si hubiera querido hacerlo, no lo hubiera conseguido con el nombre que llevaba.

Aún mejor: yo misma, esposa del Duce, estuve en el origen de un incidente que puede dar una idea de la opinión de los Mussolini sobre el racismo.

Era en julio de 1942. La derrota no se anunciaba aún en el horizonte, lo que significa que no actué con un fin demagógico, pues el fascismo era todavía poderoso.

El Duce se encontraba en esta época en África septentrional y yo pasaba las vacaciones en Riccione con parte de mi familia.

La víspera del incidente, Farinacci, que había sido uno de los primeros secretarios del partido fascista, pero que no ocupaba ya puesto oficial, había dado una conferencia en Milán, en el curso de la cual había sido más violento y extremista que de costumbre, que no es decir poco.

Abriendo El Pueblo de Italia descubrí con cólera que un espacio importante se había consagrado a esta conferencia. Era estúpido, pues todo el mundo sabía que este periódico era de mi marido y semejante espacio reservado a las declaraciones de Farinacci significaba que Mussolini las aprobaba, lo que no era exacto.

Descolgué el teléfono, llamé yo misma al redactor-jefe u otro responsable de El Pueblo de Italia, y puedo afirmar que se me oyó bien. La persona que tuve al extremo del hilo aguantó hasta la saciedad.

¿Por qué obré así? Porque estimé que el diario del Duce no podía ni aplaudir las llamadas a la violencia ni apoyar en sus columnas la expresión de un extremismo, cualquiera que fuese.

No creo que sea posible encontrar muchos ejemplos de intervenciones de ese género en mujeres de jefes de gobierno, y todavía menos de dictadores. Yo no dudé en reaccionar violentamente porque sabía que mi marido hubiera hecho igual.

Los moralistas —y siempre los hay después de las cosas— dirán que lo poco que se hizo contra los judíos en Italia era suficiente para atraer sobre Mussolini el probio de los países llamados democráticos. Que esté de acuerdo o no, no cambiará nada y, repito, no es una apología lo que escribo. Trato de dar el justo valor a las cosas y explicar el porqué y el cómo de ciertos acontecimientos. Eso es todo.

Sin embargo, bastaría con pensar en todas las persecuciones racistas que realizaron los nazis contra los judíos, tanto en Alemania como en los países que ocupaban, para darse cuenta que no era un pequeño asunto para Mussolini, principal aliado de Hitler, solidarizarse con él en ese plano.

Y si los judíos leen estas páginas, comprenderán hasta qué punto hubo una protección eficaz para ellos mientras estuvo en el poder. Desde 1943, después que hubo sido separado por el rey y la camarilla Badoglio, y hasta 1945, es decir, hasta el final de la guerra, los alemanes han puesto en práctica hasta el final de la guerra en Italia los planes que habían aplicado en otras partes contra los judíos. Incluso entonces, aunque no era bastante poderoso para oponerse a las persecuciones, mi marido consiguió salvar a muchos judíos.

Para acabar con este capítulo de la política racista de Mussolini hay dos puntos que quiero precisar, de los que uno es poco conocido por el mundo.

Nadie ha revelado hasta ahora que Mussolini había estado a punto de crear el Estado de Israel después de la conquista de Etiopía. Se encontró en varias ocasiones, y en secreto, con Chaim Weizman, quien debía ser luego el primer presidente del Estado judío. Las conversaciones

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estaban a punto de finalizar y pasar al estadio de las realizaciones concretas —Weizman y mi marido estaban de acuerdo—, cuando chocaron contra una cuestión financiera. Los judíos americanos se negaron a financiar semejante empresa. ¿Por qué? Dios y los capitalistas americanos lo saben, quizás.

Además, no se ha revelado jamás que un campo de entrenamiento para judíos había sido instalado, por orden de mi marido, cerca de Roma. Ahí fueron formados algunos de los que llegarían a ser más tarde los jefes de las organizaciones terroristas judías contra la ocupación inglesa de Palestina. ¡Jefes del Irgún entrenados por los instructores de Mussolini! ¿Acaso esto no les sirvió de nada después?

¿No hay en Israel, por otra parte, un almirante israelita que ha sido uno de los oficiales superiores de la marina italiana bajo el régimen de Mussolini? ¿Acaso fue menospreciado porque era judío?

Realmente, podrán decir algunos, Mussolini hacía todo esto contra los ingleses. De acuerdo. Pero hubiera podido también simplemente volverse por completo contra los árabes.

Creo que obraba así no solamente por táctica, sino también por respeto a los pueblos, como había dado orden de obrar a las tropas italianas en Ucrania, en Grecia y un poco por todas partes en el frente de guerra italiano.

El segundo punto que quiero poner de relieve es la actitud del rey Víctor Manuel III y de los principales responsables italianos durante todo este tiempo.

Puesto que estaba en desacuerdo con Mussolini a propósito de la política racista, ¿por qué el rey no ha rechazado jamás ratificar las disposiciones legales que se tomaban contra los judíos en Italia? Todos los decretos o leyes debían, sin embargo, ser firmados por él antes de su entrada en vigor.

Si hubiera estimado que esos textos eran contrarios a la moral, o por lo menos a su moral, ¿por qué puso su firma? Podía muy bien decir a mi marido:

—Mi querido Duce, no estoy de acuerdo con esto; no firmaré. Que yo sepa, Mussolini no se presentaba dos veces por semana en el Palacio del Quirinal,

revólver en mano, para arrancar al rey su firma. ¿Qué hubiese arriesgado entonces el soberano? ¿Su deposición? ¡Quizás! ¿Pero acaso no debía él también tomar sus responsabilidades?

E incluso, después de la firma del rey, los ministros habían aplicado esas disposiciones. ¿Por qué ninguno de ellos había dimitido jamás al no estar de acuerdo con Mussolini? ¿Por qué la Cámara ha aprobado todos los textos?

Quisiera creer que Mussolini tenía sus hombres fieles, pero son precisamente éstos los que han gritado más fuerte* después contra él. Los que había dicho siempre amar a Mussolini, comprendido el rey, lo habían hecho mientras les convenía.

Olvidaba otra cosa sobre la que quiero que no haya error: los campos nazis de exterminio. Que yo sepa, puedo afirmar que mi marido ha ignorado siempre la existencia de esos

campos. Sabía solamente que existían en Alemania campos de concentración, donde fueron encerrados, desde septiembre de 1943, es decir, después del armisticio firmado por el gobierno Badoglio, numerosos italianos que habían ido a trabajar a Alemania, y que se encontraron presos, puesto que su gobierno se había convertido en enemigo del Reich. Debo decir que Badoglio abandonó a seiscientos mil italianos que se encontraban por todas partes en los territorios controlados por los alemanes. Eran italianos que mi marido se esforzó en traer durante la República social italiana.

No fue hasta después del regreso de ciertos prisioneros italianos, en 1944, cuando le llegaron rumores de la existencia de ciertos campos de tipo un poco particular. Pero no tuvo jamás la menor prueba ni el menor indicio.

Decía antes que mi marido respetaba a los pueblos. Puedo decir que respetaba igualmente a las personas. Nitti, Pietro Nenni, Bruno Buozzi (jefe de los sindicatos comunistas italianos), la familia Mateotti, etc. Todas esas gentes lo sabían bien, ellos que se refugiaron en el extranjero o pudieron aguantar gracias a la ayuda discreta de Mussolini, como fue el caso de los hijos de

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Mateotti. Hubiera sido fácil para Mussolini detener a sus adversarios, incluso a los que se encontraban

en Francia, pues su dueño en 1940 era Alemania, su aliada. Al contrario, cuando los alemanes detuvieron a Pietro Nenni y le entregaron a las autoridades italianas, hubiera podido reservarle una suerte más penosa que la de la residencia vigilada en Ponza. Ciertamente, no era la libertad, pero no era tampoco el campo de concentración ni la muerte horrible que tuvo mi marido.

Viendo cómo fue asesinado, me digo que todas esas bellas cualidades humanas fueron, de hecho, defectos: un verdadero dictador, como Stalin, abate a sus enemigos.

¡Los que mataron a Mussolini en abril de 1945, ellos sí sabían lo que hacían!

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20. LA ERA DE LOS COMPLOTS Antes de entrar en detalles, es bueno —pienso— ver en qué clima se había preparado y

desarrollado el complot contra Mussolini. Primero, el mismo Duce. ¿En qué estado psicológico y físico estaba en 1943? Sicológicamente, era dueño de todos sus recursos, lúcido, realista y consciente«de sus

posibilidades. Físicamente, no era muy brillante la cosa. La úlcera de origen nervioso que le había hecho

sufrir particularmente en 1925, cuando yo habitaba en Milán y él en Roma, era de nuevo la causa de atroces dolores.

A veces eran tan inaguantables que se tiraba por el suelo para tratar de mitigarlos. La mayor parte del tiempo se sentaba en el borde del sillón, se echaba hacia atrás, al mismo

tiempo que subía las rodillas hacia el mentón, sujetándolas con las manos. Esta extraña postura le descansaba, me aseguró.

A su vuelta del frente de África septentrional en julio de 1942, los sufrimientos se habían agudizado, y para un hombre habituado a no tener más que dos catarros por año, uno entre el invierno y la primavera y el otro entre el verano y el invierno, la prueba era particularmente penosa.

Primero, trataba de cuidarle suprimiendo las materias grasas en las comidas, siguiendo así las prescripciones del profesor Bastianelli, su médico. Pero tuve que hacer venir pronto a otros médicos, entre ellos a los profesores Castelani, Frugoni, Cesabianchi.

Entonces hubo una ronda infernal de médicos y todos los diagnósticos posibles e imaginables fueron establecidos: úlcera, cáncer, amebas, inflamación de origen nervioso, y qué sé yo...

Por eso, en 1943, mi marido encajaba muy mal las informaciones, tan dramáticas unas y otras, que le llegaban de todos los frentes.

Militarmente, no era todavía el desastre, pero se anunciaba en el horizonte. En África, todas las esperanzas de restablecimiento que mi marido había acariciado se habían volatilizado con el humo de los buques saboteados, los ataques ingleses y americanos y la incomprensión de los estados mayores, tanto italiano como alemán, que se obstinaban en hacer cada uno la guerra por su cuenta.

África del Norte caía en mayo de 1943 y el frente del Eje se encogía como una piel de carnero.

Ya desde el mes de abril los informes de los servicios secretos italianos señalaban la inminencia de un desembarco aliado en Sicilia, y mi marido no podía levantar la situación militar más que con el apoyo de los alemanes, que únicamente podían suministrarle el material que Italia necesitaba para oponerse a los anglo-americanos cuando pusieran pie sobre suelo italiano.

Pero, por una parte, Hitler tenía que enfrentarse él mismo con graves problemas en Rusia; por otra parte, el estado mayor alemán, que desconfiaba del alto mando italiano y de nuestra administración, no quería correr el riesgo de bloquear fuerzas en Italia, sin perder totalmente el control de nuestro país. Lo que el Führer no podía hacer en razón de la confianza que tenía en Mussolini y de la estima que le profesaba. Mi marido no hubiera, por sí mismo, aceptado nunca tal cosa.

Era, pues, un statu quo que no hacía más que dar juego a los anglo-americanos y a los traidores. Por otro lado, numerosos jefes fascistas querían luchar o poner término a esta guerra, pero no quedarse así.

¡Luchar, muy bien! Pero ¿dónde quedaba la moral? Separarse de Alemania y poner fin a la guerra era una solución en la que el Duce había pensado en el curso de esos últimos meses; pero, como en 1940, el espectro de la ocupación pura y simple de Italia por las tropas del mariscal Kesselring estaba ahí.

Era el temor que tenía Mussolini: hacer padecer aún más al pueblo italiano. Eso hizo decir a

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algunos que Mussolini era un débil y un indeciso. Y ante la catástrofe que se avecinaba, las voluntades flaqueaban, las pasiones se

despertaban y los responsables perdían cada vez más el sentido de sus responsabilidades. El 25 de febrero de 1943 habíamos regresado a Roma. Ante las noticias cada vez más

alarmantes, el Duce no había querido permanecer más tiempo en la Romagna, como su estado de salud exigía.

Le vi, a partir de ese día, pasar horas al teléfono, tanto de día como de noche, dirigiendo los socorros a las poblaciones civiles de Milán, Torino, Nápoles, víctimas de los bombardeos. Esto además de las responsabilidades militares.

No había cesado hasta que supo que se habían tomado todas las disposiciones para albergar a los que no tenían alojamiento.

Yo, por mi parte, hacía paquetes de vestidos y de víveres que podía procurarme para enviarlos a los prefectos. En cuanto a él, creyendo ingenuamente que todos los que tenían un papel que cumplir en la defensa del país estaban en la brecha, me decía:

—Será preciso que pida el máximo de informaciones sobre las ciudades que han soportado moralmente el golpe, para recompensar a los responsables. Es magnífico ver cómo la población napolitana resiste y aguarda. Es en esos momentos cuando siento que no estoy solo...

Pero recuerdo su cólera y su amargura cuando una noche, después de la explosión de un navío cargado de municiones en un puerto, tuvo que dirigir él solo —digo bien, él solo, el Duce— los socorros, pues el prefecto estaba ausente.

Una noche incluso le he visto llamar más de una veintena de veces a dos ministros a su domicilio para resolver casos urgentes, sin conseguir encontrarlos. Habían llegado a tener la osadía de decir que no estaban allí...

En ese clima de abandono se debatía mi marido. Hubiera podido preocuparse un poco de su futuro político, entregarse a la depuración de sus oponentes, atender a las informaciones que yo le traía, señalándole que en Roma se urdía un complot.

—No son las intrigas lo que me inquieta, Raquel, sino los tanques americanos —me respondía.

Y, sin embargo, las intrigas iban a toda velocidad. Desde enero de 1943, es decir, desde que los verdaderos primeros fracasos se habían producido, varios centros de revolucionarios se habían formado. Pero tres conjuraciones fueron más serias: la del Estado Mayor con Cavallero, Ambrosio, Roatta Vercellino; otra con Badoglio, Acquarone, apoyada por la corte real, y en fin, la de ciertos jerarcas fascistas. Es esta última la que triunfó con la eliminación del Duce, aunque sólo fuera porque respondía a normas constitucionales en razón del papel que jugó el Gran Consejo.

Me explico: hay que recordar que uno de los incidentes que se produjeron entre el rey Víctor Manuel III y mi marido tuvo por causa la atribución de prerrogativas constitucionales al Gran Consejo fascista. El rey de Italia, que tenía los pies sobre la tierra, se acordó muy oportunamente de esas prerrogativas y cogió la ocasión al vuelo cuando el Duce fue puesto en minoría por los consejeros el 24 de julio de 1943.

Se había encontrado el pretexto para dar luz verde al plan del complot para arrestar a Mussolini.

En suma, así como el Duce tomó el poder con toda legalidad, lo perdió en parte de la misma manera.

Pero aún no hemos llegado ahí. Había sido informado del complot de Acquarone por una dama de la corte real, particularmente bien situada. Yo no tardada en enterarme de que Víctor Manuel había dado su beneplácito a los conjurados.

Entre los miembros de la conjuración montada por los jerarcas fascistas, el más dinámico era Diño Grandi, presidente de la Cámara y antiguo ministro de Justicia, después de haber sido embajador en Londres y ministro de Asuntos Extranjeros. Para dar una idea de la rapacidad de este personaje, puedo decir que, por ejemplo, Grandi, que era un conjurado contra el Duce, no

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tenía, sin embargo, ningún escrúpulo en pedirle su apoyo para obtener del rey el collar de la Anunciata...

Estaba Giuseppe Bottai, fascista de los primeros días, ministro de Educación, el mismo que mi marido había citado cuando fue ultrajado por la matanza de Rohem en la «noche de las bayonetas»:

—Es como si yo hubiera asesinado con mis propias manos a Bottai, Federzoni, etc. Luigi Federzoni, presidente de la Academia de Italia, formaba parte también del grupo, así

como Bastiabini, subsecretario de Estado para Asuntos Exteriores. Yo sabía que esos personajes poco brillantes no estaban solos, pero no me hubiera esperado

nunca encontrarme con que mi yerno Galeazzo Ciano figurase entre ellos. De forma que cuando fui informada no pude creerlo, hasta haberme hecho confirmar tal

información por diferentes fuentes. Un día, estupefacta de saber tantas cosas y de ver que la policía no se movía, decidí tener

una conversación con Carmine Senise, jefe de la policía. La entrevista, que yo quise mantener en secreto, se desenvolvió en Villa Torlonia y fue más bien viva.

—¿Cómo la policía puede ignorar todo lo que he sabido sin hacer grandes esfuerzos? —le había preguntado.

Siguió sin hacer mucho caso hasta el momento en que le puse ante las narices un número impresionante de documentos y fotos. Me pareció entonces bastante impresionado, pero no sabía si era sincero o fingía.

—¿Es usted amigo o enemigo? —había insistido para empujarle hasta el último reducto. Por supuesto, me juró que era fiel al Duce y al fascismo, pero que no sabía prácticamente

nada de todo lo que yo le había revelado, lo que provocó una crítica acerba por mi parte sobre la eficacia de sus servicios:

—Semejante ignorancia no hacer honor especialmente ni a su servicio ni a su valor profesional —concluí.

E intentado un último esfuerzo para convencerle de que era el destino del país el que estaba en juego, había añadido:

—Me he dirigido a usted como una madre, como una italiana que ha dado un hijo a la patria, no como una fascista o como la esposa de Mussolini. Piense simplemente que la caída del Duce en la situación actual no puede provocar más que el derrumbamiento de toda Italia...

Era inútil decir más. Desde las primeras palabras, Senise había evitado mi mirada y buscado escapatorias.

Estaba al corriente de todo, y más aún, formaba parte de los conjurados. En cuanto a la población, daba pruebas no solamente de coraje y paciencia, sino también de

abnegación, aceptando las pruebas y los sufrimientos sin rechistar. Puedo afirmar que no hubo nunca manifestación de masas en Italia contra el régimen antes del 25 de julio de 1943. E incluso después no fueron movimientos de muchedumbres, sino más bien explosiones localizadas y sabiamente orquestadas.

En suma, la base resistía mejor que los jefes, como en el ejército. Pero no podía pagar las privaciones, mientras se enriquecían los responsables. Teniendo que escoger entre la guerra y la paz, la Italia de la calle prefería la paz en 1943, pero si tenía que soportar la guerra quería que fuera para todos igual.

Todo esto lo sabía el Duce. Cada mañana le llegaban informes al Palacio Venecia. No le decían todo, pero yo podía llenar los agujeros y completarlos con lo que sabía, lo que no daba un conjunto muy alegre, por cierto.

Finalmente, el 5 de febrero se decidió a dar un gran golpe: reorganizó de arriba abajo el gobierno, tomando él mismo algunos ministerios claves, como ya había hecho en circunstancias difíciles. Llamaba a esta gran transformación el «cambio de guardia».

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Era un ministerio de guerra lo que constituía el Duce. Entraron hombres más jóvenes y dinámicos, simbolizando a los ojos de la opinión su decisión de no abandonar.

Al mismo tiempo, sin darse cuenta, desmantelaba uno de los minicomplots en preparación, el del mariscal Cavallero, dando al mismo tiempo a otros hombres, como Ambrosio, nuevo jefe de estado mayor, y Casllano y otros generales, más posibilidades para realizar otra conjura. Aquello fue decisivo.

Así ocurrió que varios ministros se enteraron que habían perdido su cartera escuchando la radio o abriendo el periódico.

Entonces fue el pánico. Entre los conjurados primero, pues creyéndose descubiertos, esperaban ver caer sobre ellos la reacción de Mussolini y me asediaban a golpes de teléfono para afirmar su fidelidad.

Los que no conjuraban no estaban menos asustados, pues no era bueno ser cogido en un torbellino político en esa época. También ellos se colgaban del teléfono para estar bien seguros de no sufrir un golpe de rechazo.

Hay que haber conocido Roma en 1943 para comprender hasta qué punto todo era posible. La capital era un gigantesco laboratorio, donde las combinaciones más sorprendentes se gestaban, donde todo el mundo se conjuraba contra todo el mundo. Además, el clima, la naturaleza de la ciudad y el ambiente tenían un efecto demoledor sobre los caracteres más templados. Era difícil ver claro en todo esto, hasta el punto de que los mejores agentes de la Gestapo tampoco podían hacer gran cosa. Estimaban simplemente que todo podía arreglarse «a la italiana», si es que ellos mismos no estaban también tramando alguna cosa.

En conclusión, los alemanes, sin embargo, al acecho del menor gesto de debilitamiento del régimen italiano, no tomaron conciencia nunca de que el fascismo corría grave peligro y estaba llegando a su fin.

Recuerdo que el 16 de julio había tenido una conversación con el coronel S. S. Dolmann, hombre de confianza de Himmler en Italia, y le había hablado de la situación con el corazón en la mano. Tuve la sensación de que, aunque me afirmase que compartía mi opinión, no era tan leal como decía, y se reía tanto de la suerte del Duce como de la del Führer.

No fue ese cambio de gobierno el que debía permitir modificar el curso de los acontecimientos, hacia abril de 1943, y todavía más en el curso del mes siguiente, es decir, a partir de la pérdida de Túnez, las intrigas se multiplicaron.

Cada uno tenía su solución. El único punto común a todas las combinaciones era la necesidad de apartar a Mussolini. Aún más grave: cada vez más, jerarquías fascistas se adherían de buena fe a la idea de pedir al Duce que se apartase él mismo y dejara el poder al rey, a fin de que éste tratara de sacar a Italia del bache, sin que él, Mussolini, tuviera que sufrir en su dignidad. Eran víctimas de la propaganda de Radio Londres y de la Voz de América, que no dejaban de afirmar en sus emisiones que los aliados no hacían la guerra a Italia, sino a Mussolini y al fascismo.

En el espíritu de esas jerarquías, la paz estaba al alcance de la mano con tal de que Mussolini quisiera irse.

Estimo que es importante precisar ese punto, pues a continuación se intentó hacer creer que la actitud de todos los fascistas que habían contribuido a hacer caer a Mussolini estaba realmente orientada contra el Duce. Es en parte inexacto. Y Acquarone, Grandi y Badoglio, las almas del complot, que querían resueltamente eliminar a Mussolini por ambición personal, han jugado sobre este equívoco y han inducido a error a la mayor parte de los otros destacados fascistas.

El equívoco era tanto más criminal cuanto que no tenía en cuenta la situación real de Italia en esa época.

Mi marido, que podía tener otros defectos, pero no el de ser imbécil, se había "dado cuenta perfectamente de que todo giraba en torno a su persona. Si esto no se hubiera limitado más que a él, y si hubiera estado seguro de que su marcha hubiera permitido a Italia evitar el caos, se habría depuesto él mismo. Había declarado un día, en privado, que cuando las armas no pueden ya decidir la suerte del conflicto, hay que volverse hacia la diplomacia. Pero el Duce sabía

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también que nadie mejor que él podía estar en disposición de discutir con los aliados. —Esos señores se precipitan hablando de paz —había dicho pensando en los que

conjuraban—, pero no saben que es la rendición sin condiciones lo que quieren los anglo-americanos. Lo que le hace falta a Italia, incluso ahora, es bloquear el avance aliado, conseguir una victoria, y entonces yo conozco al único hombre capaz de tratar con ellos y con los alemanes. Con Mussolini depuesto será el caos; de una manera o de otra, aunque la guerra continúe o se detenga, será el drama. Si la guerra continúa, los que han soñado con la paz no comprenderán qué puede cambiar la partida de Mussolini; si la guerra se detiene, ¿qué harán los alemanes? Pondrán pura y simplemente a Italia bajo su bota. Casi todo lo que he hecho hasta ahora ha sido para evitar esta situación.

El Duce no olvidaba que Kesselring era todavía poderoso con las tropas alemanas. Además, estaban esos seiscientos mil italianos desparramados por todas partes en los territorios controlados por las autoridades alemanas. Esos italianos habían salido fiados de la palabra del Duce que les enviaba con un aliado. Se convertirían así en víctimas, prisioneros, como resultado del abandono de su propio gobierno.

Es lo que ocurrió, desgraciadamente, después del 8 de septiembre de 1943, como ya he dicho.

Siempre es fácil decir: «Había que haber hecho esto o aquello.» Es la estrategia de café, de jugadores de «scopa», y no de gente seria que tiene conciencia de que centenares de millares de vidas humanas dependen de sus actos.

¿Cuál es el objetivo primordial del Duce en este período? Rechazar lo más posible el avance aliado y para ello obtener del Führer el máximo de refuerzos posible, retirando tropas alemanas del frente ruso, pronto a firmar un acuerdo con Rusia.

Por otro lado, ¿qué hacían los conjurados, los que se tomaban por los salvadores del país y que, de hecho, contribuían a preparar la tragedia final? El equipo Badoglio-Acquarone-Grandi esperaba la hora propicia para actuar. A ellos se habían juntado, ya lo he dicho, Bottai, Federzonni, Ciano, De Bono y Ambrosio, que por su parte habían estudiado un plan en relación con el Palacio Real para una «solución militar».

En cuanto al rey, escondido en la sombra de su palacio como un gato que acecha su presa, esperaba también la ocasión más favorable y segura. Dudó hasta el 15 de julio, pero el 16 dio luz verde a la conjuración, una vez que tuvo la seguridad de que el Gran Consejo se reuniría. Como Poncio Pilato, podía luego lavarse las manos y decir que no había hecho más que seguir la voluntad del Gran Consejo fascista, organizado por Mussolini en persona.

Las reuniones, que se celebraban a menudo en Castelporzano, en el recinto mismo de la propiedad real, se multiplicaban con el paso de los días. Yo era informada de ello regularmente y cada indicación que me llegaba no hacía más que aumentar mis temores. Con mayor razón, puesto que yo sabía a quién hacía frente.

Víctor Manuel III se había desprendido de los políticos con los que maniobraba, en 1922, cuando había visto que el trono iba a escapársele de las manos si no se aliaba con Mussolini. Se apresuró, pues, esta vez a enganchar la monarquía a remolque de Mussolini. Ahora que sentía que el motor tenía fallos se daba prisa en buscar otro tractor para salvar la casa de Saboya. Por ese lado estaban bien fundadas mis inquietudes.

El duque Pietro d"Acquarone, jefe de la casa real, alma maldita del soberano en esta siniestra empresa —no por el apartamiento de Mussolini, sino por la manera como el asunto se llevó—, soñaba con alcanzar las cimas de la gloria. ¡El pobre! ¡Uno más que se hacía ilusiones!

Badoglio, coleccionista de estatuas, y más particularmente de las suyas, había sabido siempre sacarse las castañas del fuego, robando al mariscal Grazziani los méritos de la victoria de Abisinia y —según ciertos ecos— los cubiertos de plata del emperador Haile Selasie. Badoglio no podía encontrar sitio más que en el seno de semejante equipo. El también se veía en buena posición con honores e investido de las más grandes responsabilidades para su mayor bien. El de Italia venía luego.

Grandi, abogado que mi marido había sacado de la sombra, del que había hecho un

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embajador después de haberle enseñado a guardar su puesto en el mundo, el eterno cazador de títulos y de honores, se hubiera puesto malo si no hubiera participado en tal empresa, esperando ser el sucesor de Mussolini.

Digo y repito que gracias al concurso de circunstancias, a una convergencia de intereses diversos a la buena fe de algunos, el Duce se encontraba particularmente aislado en el mes de julio de 1943.

Sabía que esas gentes se conjuraban, pero si había un hombre del que él estuviera seguro, alguien en el que hubiera puesto sus últimas esperanzas, éste era el rey.

Creo que si Benito hubiera estado seguro de no poder contar con Víctor Manuel III, las cosas se hubieran presentado diferentemente el 25 de julio, en el sentido de que no hubiera habido un 25 de julio de 1943.

He escrito al principio del capítulo que fue mi marido quien empujó a los conjurados. De hecho, no hizo más que ir más allá de sus deseos, pues cuando fue instado por ciertas jerarquías para que reuniera el Gran Consejo aceptó inmediatamente e incluso fijó la fecha de la reunión en el 24 de julio.

Para los conjurados era demasiado pronto. No estaban aún preparados. Entonces Grande intervino ante el Duce para modificar la fecha, pero éste no quiso saber nada.

Recuerdo que el 22 de julio parecía más preocupado que de costumbre. No eran precisamente las preocupaciones lo que faltaban, por lo que respeté su silencio. Pero al cabo de algunos minutos se había dirigido a mí y como si hubiera llegado a una conclusión, después de un largo debate interior, me había dicho, comentando la intervención de Grandi para informar al Gran Consejo:

—Quieren esta reunión del Gran Consejo; pues bien, la tendrán. Ahora cada uno debe tomar sus responsabilidades. Esta historia del Gran Consejo es un hallazgo de Grandi y de Federzonni: cuando hay una conjuración, están siempre ellos a la cabeza.

El 18 de julio, el azar quiso que los conjurados tuvieran una última emoción: Hitler había hecho saber al Duce que deseaba hablar con él. Se fijó una cita en seguida en Feltre, cerca de Venecia.

Esta entrevista presentaba un peligro, pues si mi marido mostraba al Führer las dudas que tenía sobre la fidelidad de algunos, éste podría tomar medidas para la seguridad de su amigo e impedir la ejecución del complot. De otra parte, si llegaba a convencer a Hitler que proporcionara medios militares más importantes, el Duce sería menos maleable en la reunión del Gran Consejo.

Una sola idea se impuso entonces a los conjurados: impedir, costara lo que costara, que Mussolini y Hitler estuvieran juntos mucho tiempo.

Y así fue como se saboteó la última entrevista del Führer con el Duce. ¿Cómo? Pues de la manera más simple y que podía dar menos que hablar: la seguridad de

los dos hombres exigía disposiciones particulares. Los desplazamientos fueron hechos en tren, después en coche hasta la ciudad donde estaba previsto el encuentro.

Con todos esos retrasos imprevistos, una parte importante del horario fue sustituida, antes incluso de que la reunión hubiera comenzado.

Nadie se ha preguntado por qué en un período tan grave Mussolini y Hitler se habían entretenido en tomar el avión, después el tren y finalmente el coche para ir a reunirse en Feltre, mientras que al despedirse se fueron simplemente al aeródromo de Trevisano. Hubieran podido entrevistarse en Trevisano.

Todas esas complicaciones las quisieron los conjurados. Quizás incluso el bombardeo de Roma que fue anunciado al Duce hacia mediodía, o sea, una hora más tarde de haber comenzado la reunión, fue efectuado por los aliados con los que estaban en contacto para ayudarles.

En suma, los dos hombres no dispusieron más que de cuatro horas como máximo, mientras que Hitler estaba dispuesto a seguir cuanto tiempo fuera preciso para ordenar la cuestión de la defensa de Italia.

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Ese día los conjurados aseguraron no solamente el éxito de su empresa, sino que prepararon todavía mejor las horas trágicas que iban a vivir los italianos.

Para la pequeña historia puedo añadir que mi marido había telefoneado a Roma para verificar si se habían organizado los socorros.

Le dieron todo tipo de garantías al respecto, pero, una vez de regreso en la capital, tuvo que rendirse a la evidencia: nada o prácticamente nada de lo que se le había prometido se había hecho.

Desde entonces, a partir de ese 20 de julio de 1943, la vía estaba libre para eliminar a Mussolini.

Aquella noche se produjo un incidente en Villa Torlonia entre el Duce y yo. Estaba vistiéndose e Irma le abrochaba su cuello cuando quise ponerle al corriente de las informaciones que había recibido el mismo día sobre los proyectos de Badoglio, Grandi y compañía.

Era claro y preciso: no retrocederían ante nada, incluso el asesinato. Sabía, por ejemplo, que yo debía ser eliminada antes que mi marido porque era molesta; que él mismo debía ser entregado a los aliados o abatido si trataba de huir o de rebelarse; que la reunión del Gran Consejo sería el pretexto constitucional esperado por el rey.

Acababa igualmente de saber que nuestras líneas telefónicas estaban desde entonces bajo control permanente del estado mayor del ejército, incluido en el golpe la persona de su jefe, Ambrosio, que había sucedido a Cavallero. En fin, tenía las pruebas formales de que Giuseppe Batistini había entregado once pasaportes a personas implicadas en el complot Cavallero.

Era grave, porque Batistini era subsecretario de Estado para Asuntos Extranjeros, del que mi marido había cogido la cartera en febrero. Eso significaba que Batistini tampoco era un hombre seguro. En esa época yo había informado ya a Benito de la historia de los pasaportes. El mismo había exigido explicaciones, de Batistini, que las había rechazado formalmente.

Esa noche volví a poner la cuestión sobre el tapete. Una vez más, el Duce me respondió con la misma frase:

—Raquel, te repito que son los tanques americanos los que me preocupan. No los controles de Badoglio, ni las intrigas de los otros.

Después, al hablar del asunto Batistini, me cortó secamente, diciéndome que era yo la que intrigaba.

Entonces, molesta agarré el teléfono y llamé sin contemplaciones a Batistini. Le dijo todo lo que pensaba; le di los nombres de los beneficiarios de pasaportes que él había hecho extender y añadí que era yo misma quien había informado a Mussolini.

Mi marido estaba fuera de sí ante esta escena. Cortó la comunicación, pues estaba harto de oírme volcar ese río de verdades.

Estábamos apenas a cuatro días de la reunión del Gran Consejo. Yo sabía que ese sería el día «J», pero no llegaba a convencer al Duce para que actuara rápidamente, aprovechando que acababa de disponer de un último respiro acelerando los planes de los conjurados cuando había fijado la fecha del Gran Consejo en el 24 de julio. Inicialmente, las jerarquías y los militares comprometidos habían tomado sus disposiciones para el 7 de agosto, creyendo que la reunión se celebraría ese día. Si el Duce no hubiera vacilado en aplastarlos, aprovechándose de este contratiempo que obligaba a los conjurados a cambiarlo todo, quizás los acontecimientos se hubieran desarrollado de otra manera.

Pero no quiso oír nada. Había tomado su decisión y no se echaba atrás. En su ánimo, esta reunión del Gran Consejo no podía más que aclarar la situación: cada uno sería enfrentado a sus responsabilidades. Además, a los ojos de mi marido, si una intervención del rey era necesaria, no dudaba que sería en su favor. Yo estaba segura de lo contrario, pero él no quería saber nada. Había puesto su confianza en la persona del rey porque nada por parte suya podía justificar una traición.

Ni mi hija Edda, que había tratado en vano de poner en guardia a su padre contra Grandi; ni Cario Sforza, el nuevo secretario del partido socialista, que en palabras veladas le había hablado

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de «posibles sorpresas», ni yo pudimos hacerle cambiar de opinión. Ahora yo no contaba ya los días; contaba las horas. El 24 por la mañana recuerdo que me

había levantado todavía más pronto que de costumbre. En toda la noche no había podido pegar ojo. Incluso ni había podido charlar con uno de mis hijos y expresar mi angustia, pues Vittorio había partido en misión, y Romano y Ana María se encontraban con mis nietos en Riccione.

Fuera hacía un sol radiante, cuyos rayos se harían inaguantables en pocas horas. Empujé la puerta de la habitación de Benito. Estaba levantado también.

—La convocatoria de esta tarde ¿es verdaderamente necesaria? —le pregunté de improviso. Me miró sorprendido: —¿Y por qué no? No será más que una explicación entre camaradas, por lo menos así lo

creo. No veo por qué no debería tener lugar. A la palabra de «camaradas» estallé: —¡Camaradas! ¿Es así como llamas a ese grupo de traidores que te engañan, empezando

por Grandi? ¿Sabes que a Grandi no se le encuentra desde hace días? Al nombre de Grandi tuvo una vacilación, como si recordara súbitamente algo; después,

tranquilamente, se esforzó en explicarme que no sería grave. Nos despedimos esa mañana cada uno en su sitio, pero yo estaba hundida; sabía que en

pocas horas todo estaría resuelto y que mi marido me había dicho aquellas palabras de consuelo sólo para mitigar mi angustia.

Estaba segura igualmente de que los hombres que habían jurado su pérdida no tendrían compasión. No podían tenerla. Aunque sólo fuera porque, algunos días antes de las conver-saciones de Feltre, había llegado un informe detallado de los carabineros sobre una reunión entre Ciano y otros miembros del Gran Consejo.

Benito había telefoneado a Ciano para preguntarle si se había reunido efectivamente con esas gentes. Este admitió el hecho, precisando que era para cuestiones privadas.

Entonces, a pesar de mis consejos, convocó a Sforza en Villa Torlonia y le había remitido el documento, pidiéndole que exigiera explicaciones a Ciano. Mi yerno había ido a ver al Duce para reafirmarle su fidelidad.

Pero la equivocación estaba hecha y las máscaras no eran necesarias: los conjurados sabían que Mussolini sabía.

Varias veces en el curso de la mañana me había sorprendido pensando en lo que mi marido estaría haciendo en ese instante: «En este momento, tiene tal reunión», pensé. Tenía la impresión de vivir una pesadilla y que al día siguiente, como había ocurrido en más de una ocasión, Benito me diría: «¿Ves? ¡Te has equivocado!»

Deseé de todo corazón que fuera así, pero en el fondo de mí misma estaba segura de lo contrario.

En la comida no había manifestado un nerviosismo especial; sin 'embargo, en la palidez de su rostro y en la manera de llevarse de cuando en cuando la mano al estómago, vi que su úlcera le hacía sufrir. ¿Cómo hubiera podido ser de otra manera, con la vida que había llevado desde hacía un año?

Aunque normalmente las reuniones del Gran Consejo comenzaban a las 22 horas, la del 24 de julio había sido fijada para las 17 horas, en previsión de una larga discusión.

Una veintena de minutos antes, Benito había salido de Villa Torlonia con su maletín bajo el brazo, conteniendo los documentos que había cogido de su despacho.

Le acompañé hasta la escalinata y mientras subía al coche no pude dejar de decirle: —¡Hazles detener a todos, Benito! ¡Hazlo incluso antes de empezar! Me había hecho un signo con la mano como para decirme que lo haría... o que era

demasiado tarde.

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A Irma, que le había preguntado si debía enviarle un termo de leche, como cada tarde, le había respondido que no se moviera, a menos que la llamara personalmente.

Siempre para la pequeña historia, puedo revelar que el Duce liberó voluntariamente la milicia ese día y rechazó el reforzar la guardia en el Palacio Venecia.

Una vez más, el hombre ganaba sobre el dictador: Mussolini no quería forzar la mano a nadie.

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21. COMO MUSSOLINI FUE APARTADO DEL PODER ¿Para qué contar una vez más la sesión del Gran Consejo? Primero, pertenece ya a la

Historia. Y segundo, los que han participado, todos o casi todos han dado su versión con interpretaciones diversas según los casos y las épocas. En fin, yo no asistí y no seré útil a nadie, contentándome con referir lo que he oído o leído a ese respecto.

Lo que puedo decir es que en ningún momento la persona o la autoridad de Mussolini fueron puestas en tela de juicio. El sistema político, la alianza con Alemania, los últimos acontecimientos podían ser objeto de crítica, pero en el ánimo de varios de los diecinueve consejeros que votaron la moción Grandi (de los que, entre paréntesis, catorce eran francmasones) no se trataba más que de aliviar al Duce de ciertas atribuciones, con el fin de permitirle preocuparse más de la política general.

En cuanto a los que tenían por objetivo abatir a Mussolini, los Grandi, Albini, Bastianini, Bottai, Ciano, Federzoni, no dejaron de estar correctos con mi marido durante las ocho horas de reunión.

Incluso en minoría, Mussolini continuaba inspirando respeto. Aún más: la actitud democrática del Duce confundió incluso a uno de los consejeros y le incitó

a votar la moción Grandi: era Gottardi, quien se sentaba por primera vez en el Gran Consejo. Había creído que Mussolini estaba de acuerdo con Grandi, desde el momento en que había permitido que su moción fuera puesta a votación.

Otro elemento debe tomarse en consideración: dos horas antes del comienzo de la reunión, mi marido había experimentado violentos dolores de estómago, mientras que trabajaba en su despacho de Villa Torlonia. No me había dicho nada para no darme una preocupación suplementaria. Pero a lo largo de los debates —me confesó a continuación— había flotado en una especie de bruma.

¿Qué habría hecho si hubiera gozado de buena salud? No mucho más, en realidad. Pues Benito quería abrir el quiste de una vez por todas y estaba seguro de que en esta nueva prueba tendría al rey como aliado.

Y a los treinta años de aquello creo que, incluso si hubiera sabido que Víctor Manuel III le abandonaría, no hubiera intentado nada para oponerse a la votación del Gran Consejo. Este no tenía más que un papel de consulta ciertamente, pero el Duce no quería minimizarlo.

En fin, pienso al escribir estas líneas que Benito quizás pensaba que no había nada que hacer. No era desesperación, era convicción. Muchas veces había manifestado que lo que empieza mal no se puede arreglar al final.

A medianoche empecé a inquietarme. Telefoneé a De Cesare, el secretario del Duce. Me respondió que la reunión no había terminado.

Volví a llamar al Palacio Venecia a la una de la madrugada, a la una y media, y a las dos: la reunión proseguía. Sabía que estaban demasiadas cosas en juego y no esperaba verle de regreso al cabo de una hora o dos, pero no podía dominar mi ansiedad.

Me asaltaban los más extraños pensamientos —como siempre me ocurría en casos graves— y llegaba a echar de menos los años difíciles de los comienzos de nuestra vida común. A fin de cuentas, ¿acaso no fueron los más felices?

En el silencio de la casa, como para conjurar el destino, me decía que cuando se hubiera acabado esta pesadilla me llevaría a Benito conmigo incluso por la fuerza si fuera preciso, pero le haría abandonar el poder.

Descubrí también que los sencillos, los humildes, son a veces muy felices. Quizás no suben tan alto, pero tampoco bajan tanto.

Estamos hechos así. Siempre queremos más y estamos dispuestos a abandonarlo todo cuando algo va mal. No podía, sin embargo, dejar de ser amargo. En veinte años de poder, los esfuerzos y sacrificios habían sido mayores que la gloria. ¿Y por quién había hecho Mussolini todo eso? ¿Por él sólo? ¡En absoluto! Quiso hacer de Italia un gran país, fuerte y respetado. Y

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todo iba a ser quizás barrido de un papirotazo por algunos que pensaban más en ellos que en Italia.

En este instante yo pensaba ciertamente en el destino de mi marido, de todos nosotros, pero pensaba sobre todo en la suerte de mi país, que iba a encontrarse vapuleado por las más sórdidas ambiciones y conveniencias. Los hombres que iban a morir víctimas del egoísmo de algunos serían sacrificados por nada. ¿Para qué habían servido también todas esas cruces, anónimas o no, que marcaban por todas partes, en el mundo y en Italia, el sacrificio de nuestros hijos? Tenía miedo de que sus padres no tuvieran ni siquiera el consuelo de haberlos perdido por el honor de su patria.

Hacia las tres de la mañana, desde el Palacio Venecia me indicaron que el Duce acababa de salir para Villa Torlonia. Por fin iba a saberlo.

Eran las cuatro aproximadamente cuando oí el ruido del motor del coche. Corrí al encuentro de Benito en la escalera.

Venía con Sforza. Sobre su rostro marcado por la fatiga y la tensión de esas últimas horas pude leer cómo había ido todo, y antes incluso de que hubiera abierto la boca exclamé:

—¡Espero que los habrás hecho detener a todos! Sforza me miró, sorprendido. Mi marido me respondió en voz baja: —No, no lo he hecho todavía, pero lo haré mañana por la mañana. —Mañana será demasiado tarde —añadí con desesperación—. ¡Grandi debe estar ya lejos! Tuvo un gesto maquinal, despidió a Sforza y me tendió la cartera que llevaba en la mano. Subimos hasta su despacho y se dejó caer en un sillón. Cogiéndose la cabeza entre las

manos, me contempló largamente en silencio, como para tomarme como testigo de que no estaba soñando. Después, tendiéndome el teléfono, me pidió:

—Llama al Estado Mayor general, por favor. Quiero saber si ha habido alertas y bombardeos. Yo conocía ya los acontecimientos de la noche. Mientras le aguardaba, había llamado a

varias personas en diferentes ciudades y había sabido que Bolonia, Milán y otras ciudades habían sufrido bombardeos y alertas.

Sin embargo, telefoneé al Estado Mayor general esperando oír las mismas informaciones y le pasé la comunicación.

—Todo está en calma, Duce —oí entonces—. Sin novedad en el territorio nacional. Ante esas palabras arranqué el aparato de las manos de Benito y grité: —¡Miente! ¡Toda Italia, o casi, está en estado de alerta! Bolonia ha sido bombardeada. ¿Por

qué quiere traicionar al Duce también en eso, y hasta cuándo? Fue Benito quien colgó. —Cálmate, Raquel; todo esto es inútil ya —murmuró—. No hay nada que hacer. Quieren a

cualquier precio la catástrofe. Temo que mi propia voluntad no sirva incluso para nada. Se puso entonces a contarme cómo se había desarrollado la sesión del Consejo. Sentí que

tenía necesidad de liberarse, de forma que le dejé hablar durante veinte minutos sin interrumpirle más que una sola vez, cuando me dijo que Galeazzo Ciano había votado a favor de la moción de Grandi.

—También él —exclamé dolorosamente. Se tiene siempre la impresión de haberlo pasado todo en la vida, pero parece como si por un

placer mezquino el destino tuviera siempre en reserva una nueva prueba ,que saca de su caja de sorpresas en el momento en que estamos menos preparados para soportar el choque. El voto de £iano era una de estas pruebas.

Eran cerca de las cinco de la mañana cuando Benito y yo nos separamos. El «buenas noches» que nos dimos no era más que una fórmula desprovista de sentido; sabíamos uno y otro que no podríamos conciliar el sueño.

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Antes de acostarme, vi amanecer por encima del jardín de Villa Torlonia. Un amanecer que hubiera podido ser como los otros. Y, una vez en mi cama, me sorprendí descubriendo mi habitación como si la viese por primera vez.

—¿Cuántas noches vamos a pasar todavía aquí? —me pregunté antes de caer en un sueño profundo, pero agitado.

Cuando me levanté, encontré a mi marido ya en pie, completamente vestido. El doctor Pozzin, asistente del profesor Frugoni, llegó para la inyección diaria, pero esta vez Benito no quiso.

—Hoy tengo la sangre en demasiada ebullición —le dio como explicación. De hecho tenía prisa por partir, y a las nueve estaba en su despacho. En seguida, Carlos Sforza llamó para decir que Cianetti, que había votado por la moción

Grandi, se retractaba. Había incluso escrito una carta al Duce para pedirle perdón y la había entregado a Sforza. Este la hizo llegar inmediatamente al Duce.

Después Benito hizo buscar a Grandi. Pero éste era inencontrable. De momento, mi marido pensó que no se atrevía a dar la cara, avergonzado de su actitud.

Llamó entonces a su secretario particular, De Cesare, y le dijo que pidiera una audiencia al rey. Cosa sorprendente, la respuesta tardó en venir. Más tarde supe que esta solicitud de audiencia había retrasado una vez más los planes de los conjurados, pues en tiempo normal era el lunes y el jueves cuando el Duce era recibido en el palacio real. Ese día era domingo y Víctor Manuel III se encontraba en su residencia privada de Saboya.

Antes de aceptar la cita, el rey debió cambiar con Ambrosio y Acquarone todo el dispositivo previsto para la detención y secuestro de Mussolini. Esto planteaba además a la reina un pequeño problema moral: el Duce sería detenido bajo su propio techo; era una falta contra las reglas del honor. Mi marido ignoraba evidentemente todo esto.

La respuesta real llegó por fín: la audiencia con el soberano estaba fijada para las diecisiete horas, y el jefe del protocolo rogó al Duce que fuera de civil. Este último detalle llamó la atención de Benito, pero otras preocupaciones le hicieron olvidarlo.

A las once, Albini, subsecretario de Estado para el Interior, entró en el despacho de mi marido para el informe diario. Nótese que Albini la noche antes había votado contra el Duce en el Gran Consejo. Hubiera podido presentar su dimisión al no estar ya de acuerdo con la política de su presidente del Consejo y ministro del Interior, puesto que mi marido ostentaba esa cartera, junto con la de Asuntos Exteriores. Sin el menor escrúpulo, y como si no ocurriese nada, continuó presentándose al Duce.

Benito le preguntó en tono irónico si creía haber hecho buen uso de su voz votando por primera vez en el Gran Consejo.

—Tanto más cuando que es usted miembro del Gran Consejo por las funciones que le he dado. No es usted miembro titular.

Rojo de vergüenza, Albini le respondió entonces que si había cometido un error de juicio votando por la moción Grandi, nadie podía poner en duda su entrega al Duce.

Cuando en la comida mi marido contó esta escena añadió: —Cuando salió, su rostro revelaba el traidor que se traiciona a sí mismo. Yo sabía quién era Albini. Desde los primeros días en que había sido nombrado subsecretario

de Estado para el Interior llegaron a mis oídos los ecos de las irregularidades que había cometido cuando era prefecto de Nápoles. Y Albini sabía que yo estaba informada. Entonces me pidió audiencia.

Había pasado todo el tiempo de la audiencia reiterándome las fórmulas estereotipadas de alto funcionario chupatintas:

—¡Pero, excelencia, para nosotros, el Duce lo es todo! ¡Excelencia, estoy dispuesto a dar mi vida por él!

Estaba dispuesto a todo, me había dicho. Incluso a traicionar a Mussolini, hubiera debido

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añadir. Esta entrevista me había confirmado en mi opinión y, una vez concluida había expuesto mis

dudas a Benito sobre la fidelidad de Albini. Pero una vez más choqué contra el principio que había hecho suyo y la filosofía que tenía acerca de la naturaleza humana:

—Ya lo sé, Raquel. Los hombres son como las manzanas. De varias buenas hay una o dos podridas. Si éste es el caso de este muchacho, esperemos que sus nuevas funciones harán de él un excelente ministro.

Desde el 24 de julio, el Duce estaba definitivamente convencido. ¿Tendría la reacción de suspenderle, de hacerle detener, a él como a tantos otros? Ni siquiera lo había pensado...

Hacía las once recibí una llamada telefónica. Era Guido Bufarini-Guidi, antiguo subsecretario de Estado para el Interior, el predecesor de Albini, que me pedía en términos misteriosos que le recibiera. Le fijé cita a las 17 horas.

A mediodía, como si nada hubiera pasado el día anterior, el Duce recibió en el Palacio Venecia a Shinrokuro Idaka, embajador de Japón en Roma, en presencia de Bastianini, subsecretario de Estado para Asuntos Exteriores —uno de los que habían votado contra mi marido— y que venía a trabajar normalmente, sin temer ser arrestado.

El embajador japonés solicitó, en nombre de su primer ministro, informes sobre la situación militar en Europa, y el Duce le esbozó un cuadro claro y preciso de los acontecimientos. Insistió particularmente para que el gobierno japonés interviniera ante Hitler con el fin de convencerle de que tratara con Rusia.

—Cuando las armas no constituyen ya un medio suficiente para afrontar una situación, hay que recurrir a una solución política.

Esta frase, que he vuelto a oír después, es, por así decirlo, la última que pronunció Mussolini sobre la guerra como jefe de gobierno. Esto significa que era perfectamente lúcido y se daba cuenta de la situación.

No sé si este diplomático vive todavía. Si así fuera, y como estas memorias deben aparecer en Japón, quizás lea estas líneas. Recordará entonces que Mussolini no daba la impresión de ser un hombre acorralado que vive sus últimas horas de libertad, sino que conservaba más que nunca el sentido de la realidad.

Hacia las 14 horas fui prevenida, como de costumbre, que el Duce abandonaba el Palacio Venecia. Media hora más tarde no había llegado todavía a Villa Torlonia. Comencé a preocuparme.

Llegó a las 15 horas. Había visitado varios distritos bombardeados de Roma con el general Galbiati para darse cuenta, me dijo, de la extensión de los destrozos. Había hecho distribuir dinero a los pobres desposeídos. Todo lo que Galbiati y los policías llevaban en el bolsillo fue entregado.

Así, mientras hubiera podido ocuparse de su propia seguridad, el Duce prefirió ocuparse de la suerte de los italianos víctimas del enemigo.

Entretanto, Badoglio ponía el champán a refrescar, pues desde el final de la mañana se sabía jefe del gobierno italiano, y la muchedumbre que había acogido calurosamente a mi marido en San Lorenzo, durante su visita, no podía imaginarse que ya no era nadie.

Benito no se lo imaginaba tampoco. Y fue así como Italia tuvo, por unas horas, dos jefes de gobierno.

Como ya he dicho, sólo en Roma pasan estas cosas. Me gustaría añadir para los curiosos que Víctor Manuel III había ido algunos días antes a ese

distrito de San Lorenzo y había recibido una acogida diferente. Y cuando digo «diferente» es únicamente por cortesía.

No retuve nada de este programa de la mañana. Una sola frase me había chocado: «Iré a ver al rey a las cinco de la tarde», me dijo. Como si me hubiera picado una avispa, salté en ese momento:

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—No vayas —le dije—. Te lo suplico, ¡no vayas! Estábamos sentados a la mesa cuando pronuncié estas palabras. De hecho, nos habíamos

sentado maquinalmente. Benito no quería comer nada. Apenas había probado un poco de caldo. —Tengo que ir a ver al rey —me respondió—. Tenemos un tratado que nos une a Alemania y

debemos respetarlo. El rey y yo lo hemos firmado y debemos discutirlo juntos. Si es preciso, seguiré con las riendas para no faltar a nuestros compromisos. O en caso contrario le devuelvo mis poderes. ¿Sabes, Raquel? —concluyó—. Atravesamos momentos penosos, como en Caporetto, pero una vez más saldremos adelante.

No pensaba en sí mismo, no hablaba de su caso, era de Italia de quien hablaba. Era en Italia en quien pensaba.

Mientras hablábamos, el teléfono sonó tres veces: era la corte, que llamaba para precisar que el soberano deseaba que el Duce viniera a Villa Saboya, la residencia privada del rey, de civil y no de militar.

Esta insistencia reanimó mi angustia. Estaba cada vez más segura de que el Víctor Manuel III no quería plantearse un problema moral haciendo detener al comandante en jefe de las fuerzas italianas, el mismo en el que había delegado sus propios poderes a causa de la guerra.

Me reuní con Benito que estaba en su habitación y se vestía. —¿Qué traje debo ponerme? —me preguntó al verme entrar. No respondí. Retorciéndome las manos, la garganta ahogada por la angustia, me esforcé de

nuevo, durante largos minutos, en disuadirle para que no fuera a la cita. Comencé por contarle lo que él mismo me había contado un día riendo: había recibido una

carta de uno de los guardias de la casa de caza real de Castelporziano, donde se reunían los conjurados, en la que éste le aconsejaba desconfiar del rey: «Es desconfiado y de mala fe», escribía. Y después de algunas expresiones más bien pintorescas respecto al soberano, este guardia había concluido: «Su Majestad tiene miedo que usted alcance demasiado poder, porque el pueblo le ama...»

Benito había olvidado esta advertencia. Yo no, porque recordaba un informe confidencial que me había hecho una dama de la corte el 8 de mayo, es decir, un poco más de dos meses antes. Me había indicado dónde era el complot y el papel de cada uno: el de Acquarone, alma de la traición; el de Ambrosio, que debía detener a mi marido; el de Badoglio, etc.

Repetí una vez más todo esto a mi marido mientras se vestía. Me escuchó en silencio. Añadí que tenía todas las razones para creer que la familia real, exceptuada la reina, le eran

hostiles; particularmente, la princesa María José, desde que ésta le había dirigido ardientes cartas después de haberle encontrado en Castelporziano, cuando la creación del Imperio.

En cuanto al príncipe heredero, Umberto, no sería precisamente porque hacia 1930 el Duce hubiera ahogado un pequeño escándalo de orden íntimo, por lo que estuviera mejor dispuesto; al contrario.

El rey mismo no había olvidado nunca los diferentes ataques a sus prerrogativas que constituían las medidas tomadas por el Duce, rencor atizado por el hecho de saber que mi marido había dado orden de cerrar los- ojos sobre las transferencias de fondos y de títulos en el extranjero, en el mismo momento en que Italia libraba batalla, en Etiopía contra el Negus y en Ginebra contra la Sociedad de Naciones.

Pero para Benito eso no podía destruir veinte años de colaboración leal con el rey. —Además —me dijo, para concluir—, no es posible, Raquel, que el rey se ponga contra mí.

Obrando así, no es solamente a él a quien destruiría, sino también la monarquía italiana. Una vez dispuesto, cogió de la mesa el paquete de documentos entre los que figuraba el

texto constitucional fijando las prerrogativas del Gran Consejo y retiró la carta que Sforza le había hecho llegar por la mañana de parte de Cianeíti. Me la confió y así fue cómo Cianetti pudo salvar su cabeza en el proceso de Verona.

Eran cerca de las 16,30 horas cuando De Cesare llegó a su vez. Como secretario particular

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del Duce, debía acompañarle a Villa Saboya. —Temo que no pueda usted volver a su casa esta noche —le dije al recibirle. Pero él, igual que mi marido, encontraba exagerada mi inquietud. En el momento en que

Benito iba a partir, Sforza le llamó al teléfono para decirle que el mariscal Graziani se ponía a su disposición para el caso en que tuviera necesidad de él. Benito le respondió que recibiría a Graziani después de su entrevista con el rey.

Doy este detalle para mostrar claramente que, ni una sola vez, se le había pasado a mi marido por la cabeza que se iba a meter en la boca del lobo. Para él, esta entrevista, por importante que fuera, no acabaría en una catástrofe.

Eran poco menos de las 17 horas cuando en traje azul Benito Mussolini subió en su coche. Ercole Boratto iba al volante. Hasta después de su partida no me di cuenta de que ni siquiera nos habíamos dicho adiós...

A las 17 horas llegó Buffarini, como estaba previsto, todavía agitado por la reunión del Gran Consejo. Mientras me daba su versión de los acontecimientos del día anterior, me tendió una hoja de papel en el que mi marido había hecho pequeños dibujos durante los debates como cuando se aburría.

Estábamos hablando de Sforza, cuando sonó el teléfono. Salté literalmente encima. Al otro lado del hilo, una voz ahogada, que apenas podía oír,

murmuró: —Acaban de detener al Duce... Yo me quedé allí petrificada, con el aparato en la mano, sin escuchar siquiera a esa persona

que repetía: «¡Oiga! ¡oiga!» Buffarini, que se había acercado a mí, cogió el auricular y preguntó: —¿Quién es usted? ¡Dígame quién es usted! Y la voz alterada por la emoción no hacía más que decir: —No puedo añadir nada. Es todo lo que sé. ¡Rápido! ¡Poned a salvo a sus hijos! Después la comunicación se cortó. Menos de una media hora después de haber suplicado a mi marido que no fuera a ver al rey

porque se haría detener, acababa de tener la prueba de que no me había equivocado. Mussolini estaba preso.

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22. DIEZ MINUTOS PARA BORRAR VEINTE AÑOS DE PODER Estábamos a 25 de julio de 1943. Debía esperar hasta el 13 de septiembre para conocer, por

boca de mi marido, las circunstancias exactas de su detención. Pero ese día yo estaba lejos de pensar que le volvería a ver de nuevo. Inmediatamente después de la comunicación telefónica, empleé varios minutos en

comprender lo que había ocurrido. Sin embargo, había advertido tan a menudo a Benito de su detención que, lógicamente, no

hubiera debido sentirme desamparada al enterarme que habían acabado por realizarse mis temores.

¡Pero no! Estaba allí, de pie en el salón, mirando a Buffarini, Irma y el guardián sin verlos. Una sola idea se imponía en mí, hiriente: Benito ya no estaba conmigo. No sabía siquiera dónde lo habían llevado.

En Forli, en Milán, sabía que estaba en prisión. Alguien venía siempre a informarme, trayéndome una nota escrita a toda velocidad. Esta vez no se daban las mismas circunstancias. El golpe venía de la cima; no podía llamar a nadie.

Y de la manera más estúpida del mundo no pensaba más que en una sola cosa en esos instantes: si estaba vivo, ¿tomaría sus medicamentos? ¿Pensarían en prepararle comidas sin materias grasas?

Superados los primeros momentos de pánico, comencé a reaccionar. Llamé al cuartel general de la milicia, a la embajada de Alemania, al Palacio Venecia y al general Galbiati, que había dejado a mi marido a las 15 horas.

Pero por todas partes recibía la misma respuesta: «Le han mentido, doña Raquel; no ha ocurrido nada.»

Estaba ya casi preguntándome si no había sido una broma de mal gusto, cuando oí ruido de motores. Acercándome a la ventana vi camiones que se detenían ante el portal y descender carabineros.

Rápidamente cogí el teléfono. Al otro extremo del hilo no había más que silencio. Incluso el portero no respondía.

Si aún hubiera tenido la menor duda, ahora debía aceptarlo por lo que veía: los carabineros hacían marcharse a los agentes encargados de nuestra seguridad. Algunos hicieron intención de venir hacia la casa para despedirse de mí, pero vi al oficial de carabineros cerrarles el camino.

Todo el mundo acabó por irse, abandonando Villa Torlonia a la guardia de dos agentes y un telefonista sin armas. Me encontraba a merced del primer fanático que hubiera querido atentar contra mi vida.

Agotada, salí al jardín y me derrumbé sobre un banco. A mi lado, Buffarini, que no se despegaba de mí porque yo era su única posibilidad de salvación, bebía coñac tras coñac para mantener la moral.

Descubrí entonces que la Historia tiene a menudo extraños capítulos: menos de una hora después de su detención, había alertado yo misma a todos los organismos que hubieran podido liberar a Benito reaccionando inmediatamente, aunque fuera la embajada de Alemania. Y a todos les había parecido la información tan extravagante que nadie había reaccionado.

De pronto, pensé en Vittorio. Había tenido vuelo la noche anterior y dormía tranquilamente en la casa que ocupaba al fondo del parque de Villa Torlonia. Le hice llamar. Llegó con los ojos cargados de sueño, silbando con despreocupación:

—¿Qué pasa, mamá? ¿Hay fuego? —¡Han detenido a tu padre! ¡Ponte el abrigo! Vittorio no perdió tiempo. Saltó en su coche y abandonó sin el menor problema Villa Torlonia

por una puerta que daba sobre la vía Spallanzani y que él utilizaba habitualmente.

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Algunos instantes más tarde sonó el teléfono: era Romano, que me llamaba desde Riccione para pedirme autorización para ir al cine. Mi hija política Gina —la viuda de Bruno—, que estaba con él, y Ana María se lo habían prohibido por temor de un bombardeo.

Yo sabía que nuestro teléfono estaba vigilado, de manera que no podía ponerle al corriente. Por otra parte, no quería asustar a los niños. Romano, ante mis respuestas evasivas, creyó que le negaba la autorización que me pedía. Entonces, como cada vez que yo le negaba algo, reclamó a su padre, de quien pensaba arrancar el sí.

¿Acaso podía yo gritarle que su padre estaba preso? ¿que había sido secuestrado? Ni siquiera estaba cerca de mi hijo para reconfortarle. Con la muerte en el alma decidí no decirle nada.

Después de Romano le tocó el turno de llamar a Vittorio. Lo hizo varias veces para tener noticias mías. Estas llamadas eran los únicos lazos que me quedaban con el exterior. Y Vittorio me confesó más tarde que estaba convencido de que su padre había sido ejecutado ya.

Hasta las 22 horas no pude mantener una conversación con el investigador Agnesina, que estaba encargado hasta ese día de la seguridad del Duce, y con el prefecto Stracca, que desempeñaba las mismas funciones.

No pude saber gran cosa, salvo que el Duce, según Agnesiana, había llegado a Villa Saboya a las 17 horas y había sido arrestado poco después. Su coche había quedado en el parque de la residencia real hasta la noche, lo que hizo decir

al investigador que Benito se encontraba todavía en Villa Saboya. Poco después de que se fueran los dos funcionarios escuché el boletín de información y oí

por primera vez el anuncio del reemplazo de Mussolini por Badoglio. Aquella noche tuve un invitado: aterrorizado por la idea de lo que podía ocurrir si caía entre

las manos de algún exaltado, Buffarini me pidió que le albergara. Yo no tenía demasiada estima por este hombre y más tarde se lo habría de manifestar, pero en aquel instante estábamos todos embarcados en el mismo barco y yo hubiera tenido poco acierto en despedirle, puesto que había venido a traerme un poco de tranquilidad.

Como si una prueba por día no bastara, el destino me infligió otra ese 25 de julio. Irma, cuyos nervios se habían roto, me reveló la unión que mantenía desde hacía varios años Benito con Clara Petacci. Las ediciones especiales de los periódicos, que anunciaban la dimisión del Duce, hablaban de ello.

Esta pobre Irma, que había velado por nosotros con tanto cariño, sufrió inmediatamente la reacción de su confesión: su marido la abofeteó delante de mí.

En la calle se formaban grupos ante el portal gritando: «¡La guerra ha acabado!» —pronto iban a quedar decepcionados— y «slogans» hostiles a

Mussolini. Un antifascista —¿quién no lo era aquella noche?— al que un guardia había prohibido un día

tocar el claxon en las cercanías de Villa Torlonia, se vengaba a su manera: se había instalado justo a la entrada y había bloqueado totalmente el claxon.

Dos días más tarde, en la* mañana del 27 de julio, el guarda vino a prevenirme de que alguien quería hablarme.

Era la camarera de la princesa Mafalda de Saboya, que me traía una carta de su ama en la que ésta me aseguraba que el Duce estaba vivo y no corría peligro.

«¡Alabado sea Dios!», murmuré cerrando los ojos durante algunos segundos, para poner todo mi corazón y toda mi alma en esas palabras de agradecimiento.

Esta camarera me contó que, según la princesa Mafalda, una viva tensión reinaba entre el rey Víctor Manuel y la reina. Esta no había admitido la detención del Duce bajo su techo, gesto que consideraba no solamente como una traición, sino además como una falta contra las reglas más elementales de la hospitalidad.

En otros momentos hubiera tomado posición violentamente contra este rapto, pero ese día

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poco me importaba lo que se podía contar sobre el rey, la reina o no importa qué personaje; el mundo podía pararse, me daba igual. Sabía que Benito estaba vivo.

De todos los acontecimientos que viví durante este agitado período, sólo algunos quedaron vivos en mi memoria, como si se hubieran producido ayer. La primera carta de mi marido, por ejemplo, que un cierto general Polito me trajo a Villa Torlonia, ceremoniosamente escoltado por dos oficiales superiores de los carabineros.

Cuando me la dio, la leí primero en diagonal, saltando de la primera a la última línea, tratando de «tragar» el contenido de un solo golpe.

«Querida Raquel —me escribía—. El portador de esta carta te dirá lo que me ha ocurrido. Tú sabes lo que mi estado de salud me permite comer, pero no envíes muchas cosas: simplemente algunos vestidos que no tengo, y libros. No puedo decirte dónde estoy, pero puedo asegurarte que estoy bien. Estáte tranquila y abraza a los niños Benito.»

El general Polito me hizo igualmente leer otra carta, firmada ésta por el mariscal Bodoglio. Pero me la retiró de las manos una vez que la hube recorrido con la vista.

En suma, Badoglio me pedía que enviara a mi marido ropa y dinero. De otro modo —tenía la audacia de precisar— no lé sería posible darle de comer.

Me indigné: —Durante veinte años —lancé a la cara de Polito—, Mussolini ha renunciado a todos los

títulos e incluso a sus emolumentos. Ha dado todos los regalos que le han hecho los italianos y extranjeros. Que ahora Badoglio, con los bolsillos llenos de millones ganados con el régimen de mi marido, ose negar un pedazo de pan a un prisionero como Mussolini, es repugnante.

Oyéndome, nadie se hubiera imaginado que yo era la esposa de un hombre en manos de sus enemigos. Pero el dolor y la cólera hacían caer las barreras de la prudencia. Yo me veía poniendo a Polito en la puerta de la calle.

Los oficiales que le acompañaban se habían dado cuenta de mi estado y uno de ellos, un coronel, me llevó hacia un lado para decirme:

—Señora, tiene usted toda la razón. Desgraciadamente, yo no puedo hacer gran cosa para ayudarla, pero puede usted contar con mi fidelidad. No obstante, conserve la calma; esas gentes están dispuestas a lo que sea.

Y al pronunciar las últimas palabras me enseñó, prendida en el revés de su solapa, la insignia fascista.

Recobré, pues, el control de mis nervios y preparé un paquete con algunos regalos para su aniversario —estábamos a 29 de julio—, pañuelos, un par de zapatos y una corbata.

Después añadí lo que había tenido costumbre de enviarle a la prisión durante el tiempo en que vivimos en Forli: un pollo, tomates bien frescos, frutas y pastas. Deslicé igualmente una botella de aceite, porque los médicos le habían prohibido todo lo cocinado con mantequilla.(supe más tarde que esta botella no le había llegado nunca) y un libro que encontré sobre su mesilla de noche con anotaciones en los márgenes, cuyo título era Vida de Jesús, de Ricciotti.

En el instante en que Polito se despidió, no pude contenerme de enviarle un último dardo, al ver en su sombrero estrellas nuevas de general:

—Mis felicitaciones —le dije—. Veo que el 25 de julio ha sido útil a más de una persona. Por la mirada llena de odio que me lanzó comprendí que no me había ganado un amigo. Yo me burlaba como una loca porque acababa de recordar quién era ese brillante «general»

Polito. Lo había conocido en Bolonia, en el tiempo en que mi marido era poderoso. El mismo era aspirante y no dejó ni una sola vez de clamar su admiración por Mussolini y su fe ardiente de fascista dispuesto a lanzarse al fuego por el Duce.

Mientras llegaba ese momento se contentó con tener el insigne honor de llevar la maleta de «doña Raquel». Era menos peligroso que morir en las llamas.

El 2 de agosto yo dejé para siempre Villa Torlonia. Polito, siempre él, había venido a buscarme para conducirme a Rocca della Camínate, donde —me había afirmado— encontraría a

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mis hijos. Quise hacer mi maleta ante sus ojos, para mostrarle que no me llevaba nada de importancia.

Abandoné todo y no cogí más que el cofrecillo que contenía las condecoraciones de Benito. Apreté los dientes para no dejar transparentarse mi turbación, pero en el momento en que di una vuelta rápida por las habitaciones no pude contener algunas lágrimas que nadie vio.

Tenía la impresión de los muebles tomaban una forma humana y que todos los objetos me miraban con ternura, como para decirme: «Vete tranquila, que protegeremos lo que nos has confiado».

Al pasar, acaricié, aquí y allí, un respaldo de silla, una mesa, y creí sentir cierto calor en mi mano.

En algunos minutos dejé lo que había tardado en edificar catorce años. Incluso los animales, silenciosos de pronto, parecían murmurarme: «Y nosotros ¿qué vamos a hacer?»

Me dominaba: «No te dejes llevar por la emoción, tú estás todavía libre. Benito está preso:. Eran las 23 horas aproximadamente cuando subí en el coche. Por la ventana abierta apreté

las manos de algunas gentes que nos habían servido durante años. No intercambiamos palabra, pero sentí que el corazón estaba allí.

Si hubiera dudado de la animosidad de Polito, el viaje que hice en su compañía hasta Rocca della Camínate me hubiera quitado toda duda. Fue un calvario. Física y moralmente.

Físicamente, porque ese viaje, que pudimos hacer en seis o siete horas duró más de doce. Al lado del chófer se había sentado el coronel de carabineros y, detrás, Polito se había acomodado cerca de mí.

Había hecho cerrar herméticamente ventanas y portezuelas, volviéndose todavía menos soportable la atmósfera, que apestaba a los cigarros que encendía uno tras otro.

Incluso cuando nos deteníamos, me encerraba en el coche como a una leprosa. Cuando le hice notar que las desviaciones que hacía tomar al chófer no hacían más que aumentar el consumo de gasolina, rompió a reír de manera grosera e insolente:

—No se inquiete por eso. Tenemos bastante gasolina. Siempre hemos tenido... para nosotros.

Odioso hasta el máximo, añadía al desagrado físico que su presencia me inspiraba, la tortura moral de la humillación.

Se acabaron los «doña Raquel» murmurados con trémolos de respeto en la voz. Este carcamal me tuteaba ahora. Abusaba de las circunstancias, no dudaba en hacerme comprender que la suerte de mi marido no dependía más que de él y que mi actitud condicionaría la suya a este respecto.

Osó incluso ponerme la mano sobre la rodilla, y quiso ir más lejos, pero ante mi brutal reacción detuvo su gesto. Creo que si hubiera ido más allá, lo hubiera matado. No sé cómo, pero lo hubiera hecho.

Finalmente juzgó más prudente darme su tarjeta de visita con el fin de que supiera donde encontrarle, convencido de que no tardaría en echarme a sus pies.

Eran las 11 horas de la mañana cuando vi perfilarse a lo lejos la torre de Rocca della Camínate. Suspiré de alivio; iba, al fin, a librarme de este siniestro individuo. A pesar de todo lo que había soportado, el viaje me había dado una satisfacción: vanidoso hasta el fin; Polito me había contado con detalle todas las intrigas de la policía, de las cuales algunas hubieran quedado siempre en la sombra si él no se hubiera mostrado tan locuaz. Ya el coche parado, oí las voces de mis hijos. Eran los sonidos más puros que percibía desde hacía nueve días.

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23. LA INCREÍBLE LIBERACIÓN DE MUSSOLINI CONTADA POR ÉL MISMO

«Cuando llegué en coche al parque de Villa Saboya, vi una ambulancia estacionada no lejos de la puerta e, inocentemente, creí que había alguien enfermo en la familia real. "Ojalá no sea grave", me dije.»

Nadie como mi marido para pensar semejante cosa, mientras el rey le esperaba en el umbral embutido en un uniforme impecable, preparándose para interpretar el último acto del complot.

Era el 13 de septiembre de 1943. Hacia las 14 horas había vuelto a ver a Benito por primera vez desde el 25 de julio. Había llegado a Munich a bordo de un aparato puesto a su disposición por Hitler, y cuando, pálido y acerado, le vi bajar del avión, con el sombrero romagno de alas anchas y como si nadara dentro de su abrigo negro demasiado amplio —tanto había adelgazado—, experimenté una punzada en el corazón

«No pensé volver a verte», me había dicho abrazándome, pero los pocos instantes durante los que nos habíamos mirado en silencio fueron más elocuentes que todas las efusiones.

De momento, estábamos en mi habitación del Karls Palast, uno de los más hermosos hoteles de Munich. Normalmente, mi marido hubiera debido proseguir su viaje hasta Rastenburg para encontrarse con Hitler, pero un temporal inesperado le había obligado a pasar la noche en Munich.

Yo aproveché para prepararle un baño, del que tenía buena necesidad. Sus calcetines, llenos de agujeros, se le pegaban a los pies, su camisa estaba sucia y arrugada; el calzón, demasiado largo y ancho, cerrado por un grueso botón negro, me habían hecho lanzar un grito de estupor.

—¿Quién te ha dado eso? —le pregunté. —Un marino de la Persefone, la corbeta a bordo de la que me han paseado de puerto en

puerto, para sustraerme a las búsquedas alemanas —me dijo—. Mientras navegábamos hacia la isla de Ponza, algunos marinos se han acercado a mí y me han preguntado si tenía necesidad de algo. Uno de ellos me ha ofrecido cuatrocientas liras y el otro un calzón. He aceptado todo porque no tenía nada.

En el momento de acostarse, Benito había venido a mi habitación. —Duermo contigo —me dijo—. Mi cama es demasiado grande y estoy harto de estar solo. No sé cuál de los dos fue más feliz. Mi marido aprovechó para contarme su desventura: —El rey estaba fuera de sí cuando me recibió, hablaba de una manera alterada y no cesaba

de agitarse. Desde que entramos en su despacho exclamó: «Mi querido Duce, nada funciona, Italia está arrodillada, el ejército ha perdido la moral y los soldados no quieren ya batirse por usted. Los. cazadores alpinos cantan incluso una canción que dice así.» Y pasando por alto la gravedad de la situación —siguió Benito—, el rey se puso a canturrear algunas palabras en dialecto piamontés Después, comiéndose nerviosamente las uñas, me recordó la sesión del Gran Consejo: «Usted es en este momento el hombre más odiado de Italia. No tiene más que un solo amigo, Duce. Sólo un hombre ha seguido siendo su amigo: yo. Así es que no tiene que preocuparse por su seguridad. He decidido confiar la dirección del gobierno al mariscal Bado-glio. Constituirán un equipo de funcionarios, y administrará el país continuando la guerra.»

—¿Y tú qué le has dicho? —Poca cosa. Intenté sobre todo seguir tranquilo y digno, pero el golpe era duro. Admití que

no se podía gobernar durante veinte años y hacer la guerra sin soportar el rechazo. Deseé' buena suerte al que iba a sucederme, pero añadí igualmente: «Majestad, estáis a punto de tomar una decisión muy grave y de consecuencias enormes. La crisis que vais a provocar inducirá a error al pueblo italiano, y quizás incluso provocará una tragedia. Pues en su espíritu, si elimináis al hombre que ha desencadenado la guerra, es porque la paz está a la vista. Si engañáis al pueblo, la reacción será terrible. La moral del ejército se resentirá. Que los soldados no quieran batirse por Mussolini lo acepto. Pero ¿aceptarán ir a combatir por vos? Majestad —concluí—, la crisis

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que inauguráis será, de hecho, la victoria de Churchill y de Stalin.» Mi marido añadió: —Todo esto había durado apenas unos veinte minutos. Nos dirigimos entonces hacia la

puerta y, atravesando la antecámara, el rey me dijo, en tono mundano: «Hace calor hoy. —Sí, hace más calor que de costumbre», le respondí. En el paso de la puerta se presentó De Cesare, al que veía por primera y también última vez; después, en el momento de estrecharme la mano, Víctor Manuel III me preguntó: «¿Dónde quiere ir ahora, Duce? —No tengo más que una casa, Majestad; es Rocca della Caminate y allí es donde quiero retirarme.»

Lo que siguió se desarrolló muy de prisa. Cuando mi marido quiso acercarse a su coche, después de que el rey hubiera entrado en la villa, un capitán de carabineros, el capitán Vigneri, se acercó a él y le dijo:

—Su Majestad me ha encargado asegurar su protección. Hemos sabido que corre usted peligro. Tengo orden de escoltarle.

—No tengo necesidad de escolta, tengo la mía —replicó Benito. —No, es necesario que le escolte yo mismo. —En tal caso monte en mi coche. —Eso es imposible. Para mayor seguridad hemos previsto una ambulancia. —¡Bromea usted! ¿Qué es esta historia? ¡Esto es exagerado!. —Lo siento, Duce; pero es orden del rey. Entonces, para poner fin a esta conversación estúpida, y por respeto a la autoridad real, el

Duce se dirigió hacia la ambulancia. —Estaba rodeado de hombres en armas —me contó—. De Cesare estaba sentado en el

asiento delantero, al lado del chófer. En ese momento pensé que esta medida había sido tomada efectivamente por mi seguridad y no me inquieté. En la calle, estaba la animación del domingo. Las orquestas daban conciertos, 1as gentes se paseaban, entraban o salían de los cines. La ambulancia rodaba tan de prisa y oscilaba tanto que no pude dejar de decir al oficial de carabineros: "Si tratan ustedes siempre de la misma manera a sus enfermos, deben ustedes simplificar la tarea a los médicos." El chófer, ante estas palabras, aminoró la marcha.

A Benito, el viaje y la noche pasada en la escuela de carabineros no le habían dado la impresión de que estaba prisionero. Fue a la mañana siguiente, viendo centinelas en el pasillo sobre el que daba su habitación, cuando comenzó a darse cuenta de que había sido engañado.

En cuanto a mí, lo que me interesaba más, ahora que lo tenía conmigo, era su salud. —¿Y tu estómago? ¿Quién te ha cuidado? —Una vez que llegamos a la escuela de carabineros, esa misma noche recibí la visita del

médico mayor Santillo. Rechacé hacerme examinar y no quise comer. Acordándose de un detalle, Benito interrumpió su relato para exclamar: —¡Ah! Ahora que me acuerdo, Raquel; debo un afeitado a un peluquero que vino a

arreglarme. No pude darle nada, pues no llevaba dinero encima; pero tengo que saber su nombre para darle las gracias.

Después, volviendo a lo que me estaba contando, llegó a lo que había pasado en el curso de esta primera noche de cautividad:

—Hacia la una de la mañana vi llegar al general Ferone, al que ya había encontrado en Albania; tenía en los labios una sonrisa de satisfacción como si se deleitara en el espectáculo que veía. El texto de la carta estaba escrito por la mano de Badoglio. En suma, venía a decir:

«El jefe del gobierno que suscribe quiere hacer saber a Vuestra Excelencia que todas las medidas tomadas son únicamente por el interés debido a vuestra persona. Hemos reunido de varias fuentes informaciones precisas sobre un grave complot contra vuestra persona. Lamento esto, pero quiero informaros que estoy a vuestra disposición para dar las órdenes a fin de que seáis conducido con toda seguridad y con el respeto que se os debe hasta el lugar de residencia

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que hayáis escogido.» Y —terminó Benito— estaba firmado: el jefe del gobierno, mariscal Badoglio.

—¿Y tú creíste lo que te escribió ese traidor? —no pude dejar de decirle. —¿Por qué no debería creerle? Por una parte, había sabido que una proclamación del rey y

otra de Badoglio habían sido hechas, afirmando que los combates continuarían. Por otra parte, a los ojos del mundo entero, es decir, tanto para los fascistas como para nuestros enemigos, Badoglio era uno de los fascistas más conocidos, inscrito él mismo con su familia en el partido.

—Pero también inscrito en la francmasonería —añadí yo entonces—, y es además uno de sus dignatarios.

—Es el único. ¿Sabes? Pero no podía pensar que un hombre que ha sacado toda su gloria, títulos y riquezas del fascismo, podía traicionarme de una manera tan vil. Incluso había aceptado el puesto de presidente del Consejo Nacional de Investigación Científica. ¿Te acuerdas, Raquel? Es verdad que no ponía los pies allí más que de cuando en cuando, para leer su periódico. Pero, te lo repito, en ese instante realmente creí que Badoglio, sin dejar de modificar el gobierno, estaba decidido a no cambiar la política general de Italia. Y, sobre todo, pensaba que aplicaba así las instrucciones del rey concernientes a mi seguridad. Si hubiera creído que era de otra manera, puedes estar segura, Raquel, que no hubiera nunca dictado al general Ferone una carta a Badoglio en la que le hacía saber que estaba dispuesto a irme inmediatamente a Rocca della Camínate. Y sobre todo yo, Mussolini, no hubiera nunca escrito a Badoglio que le garantizaba mi apoyo y que le deseaba buena suerte si me hubiera imaginado por un solo instante que no estaba decidido a continuar la guerra al lado de nuestros aliados, es decir, los alemanes. En mi espíritu obraba así, respetando los compromisos tomados. Lo cual honraba a Italia.

Al día siguiente, a pesar de los ruegos del mayor Santillo, mi marido no quiso comer nada. Finalmente aceptó comer un huevo duro, un poco de pan y una fruta.

En la noche del 27 de julio, si había tenido dudas sobre su suerte, Benito se desengañó viendo desembarcar al general Polito —este tipo se encontraba en todas partes—, que venía a buscarle para llevarle a Rocca della Camínate.

«Apartando las cortinas del coche, vi que no tomábamos la dirección del norte, sino más bien la del sur.

—¿No vamos hacia Rocca della Camínate? —pregunté entonces a Polito. —No, ha habido un «cambio» —se contentó con responderme. »Primera etapa del viaje: Gaete. »—Me hacéis demasiado honor —hizo notar Benito—. Es ahí donde ha sido exiliado

Giuseppe Mazzini, el célebre patriota. Realmente me llenáis de satisfacción. »Pero no era más que un descanso. »Entonces embarqué en una corbeta, la Persefone, que me condujo a la isla de Ponza, donde

pasé una decena de días en el aislamiento más completo. Aproveché para traducir al alemán las Odas bárbaras, de Cardicci, y para terminar la Vida de Jesús que tú me habías enviado.»

Lo que chocó a Benito durante este período y le reconfortó fueron las manifestaciones de simpatía y de respeto de las que fue objeto un poco por todas partes. En la Persefonde los marinos le preguntaron si tenía necesidad de algo. ¡Eso le valió la orden de regresar a su cabina! En Ponza sucedió lo mismo cuando desembarcó, y en La Magdalena, donde permaneció una veintena de días.

—Cuando llegué —me contó—, dos carabineros se me presentaron. Me dieron sus nombres, Avallone y Marini, Tenían los ojos llenos de lágrimas y Marini corrió el riesgo de saludarme a lo fascista,, diciéndome que él hubiera querido encontrarme mucho antes para contarme todo lo que veía y oía. «Su deseo se realiza ahora —le respondí—, pero en circunstancias muy extrañas...»

Durante algunos instantes, mi marido se calló, fijando la mirada en un punto de la pared; después, como hablando consigo mismo, prosiguió:

—Lo que es sorprendente es que el pueblo, del que yo no debía esperar, según los Badoglio,

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Politos y otros compadres, nada bueno, se mostró al máximo gentil conmigo. Por ejemplo, cuando echamos pie a tierra en La Magdalena, esos señores almirantes y generales se fueron a cenar tranquilamente sin preocuparse lo más mínimo por mi persona. Me abandonaron en una habitación en la que no había por todo mobiliario más que una mesa sucia y tambaleante, una silla y un sommier metálico, sin manta ni colchón. Doblé mi americana bajo la cabeza, como hacía cuando volvía cansado de las reuniones en la Romagna en 1909 para descansar en una zanja al borde de la carretera, y me dormí. Fueron los habitantes de la isla y los carabineros los que me despertaron. Los unos me habían llevado pescado, los otros frutas y los carabineros me habían hecho preparar por sus esposas caldo y huevos. Así es como se portaron conmigo las gentes que querían vengarse. El 1 de agosto recibí por fin noticias tuyas. Encontré las diez mil liras que me habías enviado, el paquete de trajes y la foto de Bruno, la carta de Edda y la tuya. Entonces empecé a pensar que ya no estaba solo.

El 28 agosto, mi marido dejó La Magdalena a bordo de un hidroavión que se posó sobre el lago de Braciano, a sesenta kilómetros aproximadamente de Roma. Siempre en ambulancia —no había subido en una desde la Primera Guerra Mundial, pero se apañaba bien a pesar suyo—, Benito llegó a un pequeño pueblo, Assergi, cerca de Aquila. Ahí pasó tres días, en una villa requisada para él.

Sus carceleros no sabían ya qué hacer para evitar que los alemanes, que habían recibido desde el 26 de julio la orden personal de Hitler de liberarle, no encontrasen la pista de Mussolini.

Al fin, el 31 de agosto, fue el Gran Sasso la última etapa. —No te imaginas —me dijo irónicamente mi marido— hasta qué punto Badoglio, que no

podía encerrarme en otra parte que no fuera la prisión, había hecho bien las cosas. Encontró la prisión más alta del mundo, a 3.000 metros de altura.

Debo añadir que si nuestro «primo Badoglio» había hecho bien las cosas, no se había andado con escrúpulos tampoco en cuanto a las medidas de seguridad: los hombres que guardaban a mi marido, así como los que aseguraban nuestra vigilancia en Rocca della Camínate, tenían orden de disparar si alguno de nosotros trataba de alejarse.

—Una sola vez —me dijo Benito— logré salir del hotel en el Gran Sasso. Un guarda me acompañaba, pero tenía bastantes dificultades en sujetar los cuatro perros lobos que tiraban como energúmenos de su lazo. También estaban encargados de la vigilancia del «prisionero». En un momento dado, el guarda, arrastrado por los perros, se apartó algunos pasos. Vi en esos momentos un anciano pastor acercarse, con una apariencia altiva en aquel paisaje grandioso, vistiendo una chaqueta de piel, un pantalón de pana y larga barba.

»—Así, pues, es cierto que estáis aquí, Duce —me dijo—. Los alemanes le buscan por todas partes para liberarle. ¡Voy a avisarles, no os preocupéis! Cuando le diga a mi mujer que os he visto, no querrá creerme. Y —acabó mi marido—, antes de desaparecer, tomó mi mano y la besó.»

Puedo hoy afirmar una cosa: Benito Mussolini no hubiera nunca permitido que Badoglio le entregara a los aliados.

Así, cuando supo por radio, hacia el 10 de septiembre, que una de las cláusulas del armisticio firmado por Italia preveía su entrega a los anglo-americanos, tomó la decisión de suicidarse.

—A pesar del juramento que me había hecho el teniente Faiola de no entregarme nunca a los ingleses, Faiola me dijo llorando que él mismo había sido prisionero de los ingleses; que sabía lo que era y como italiano no les entregaría jamás a un compatriota. Si Skorzeny no hubiera llegado el 12 de septiembre, me hubiera dado muerte.

No veo el interés de contar otra vez más la liberación de Mussolini. Fue una de las hazañas de los últimos años de la Segunda Guerra Mundial.

Quizás sería interesante decir que, asistiendo desde la ventana de su habitación a su propia liberación, se preocupó más de los soldados italianos, a los que no quería ver caer bajo el fuego de los comandos de Skorzeny. Desde la ventana gritó a los carabineros que se preparaban a tirar:

—No abráis fuego. Hay un general italiano que está ahí. ¡Todo está en orden!

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No era una artimaña: los alemanes habían cogido al general Soleti como rehén, pero creo que lo hubiera sido por su propia voluntad.

—De todas las aventuras que he vivido hasta ahora —terminó Benito—, el despegue del Gran Sasso a bordo de un «Cigüeña», es decir, un Fieseler Torch, es lo que me ha dado mayor emoción. Imagina un avión con exceso de peso que rueda, se balancea, llega al borde de una montaña. Por debajo está el abismo. El aparato parece como aspirado. Nos inclinamos de proa, pero el piloto —un as ese Gherlac— logra dominarlo. En cuanto a Skorzeny, antes que presentarse al Führer sin mí, hubiera preferido no abandonarme, aun a riesgo de romperse el cuello él también.

—¿Y qué vas a hacer ahora? —le pregunté yo sin disimular mi angustia. —Volver a partir el acero —me respondió con una especie de amargura en la voz, después

de haber guardado algunos minutos de silencio. —¡No queda nada, Benito! Todo está perdido. Todo lo que has construido en años ha sido

destruido en mes y medio. ¿Acaso iba yo a ocultarle la verdad? ¿Revelarle que todos aquellos que le habían jurado

fidelidad se habían apresurado a olvidarle, a pisotearle después de haberle adorado? ¿Acaso tenía yo derecho a decírselo todo de golpe? Por una vez mentí por omisión. Le dejé comprender simplemente que encontraría una Italia muy cambiada.

Como si hubiera adivinado mis pensamientos, Benito me dijo entonces: —Sé que esto me costará quizás la vida, pero debo respetar, a no importa qué precio, los

acuerdos que nos unen a Alemania. Es la única manera de evitar a los italianos que paguen por el armisticio del 8 de septiembre. Si no sigo a su lado para amortiguar el choque, la venganza de los alemanes será terrible. De todas maneras, debo discutir con Hitler. Ya veremos.

Una vez más, el 13 de septiembre de 1943, Benito acababa de sellar su destino. ¿Qué podía sacar él como ventajas de semejante actitud? Los aliados serán vencedores a

corto o largo plazo; nadie lo ponía en duda ya. Mussolini tenía a su familia a su alrededor, en lugar seguro. Hubiera podido pasar a un país

neutral y los mismos aliados hubieran aplaudido semejante decisión. Pero quedaban los italianos, en Alemania y en Italia, cogidos entre los aliados y los alemanes. Como en 1936 y en 1937, mientras se le ofrecían varias vías, mi marido escogió la más

difícil... ¿Quién puede afirmar que era con otras miras que no fueran las de salvar cientos de miles de vidas humanas? ¿Los miembros del Comité de Liberación? ¡Qué ironía!

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24. EL SUEÑO SECRETO DE MI MARIDO —¡Tenías razón! ¡No queda nada! ¡Es como si un huracán lo hubiera devastado todo a su

paso! Fue el primer comentario que me hizo Benito a mi vuelta a Italia, a finales de noviembre.

Había tomado la decisión de volver más pronto, en septiembre, desde que tuvo conocimiento de la declaración de guerra contra Alemania decidida por el gobierno Badoglio.

—Lo que acaba de hacer Badoglio es absurdo —me dijo—, va a ser la causa de un enfrentamiento entre italianos y alemanes.

Mi marido hubiera querido volver a instalarse en Roma, pero por parte alemana no estaban muy entusiasmados particularmente porque la capital había sido declarada ciudad abierta y difícilmente podía ser defendida. Además, por su posición geográfica, Roma quedaba alejada desde aquel momento de la parte de Italia bajo control de la República social.

Milán no había sido retenida tampoco para evitarle bombardeos aéreos suplementarios que hubieran aumentado las dificultades para sus habitantes, como parece ser que sucedió en el mes de agosto, es decir, mientras Badoglio estaba en el poder.

Finalmente se decidió instalar los ministerios en pequeños pueblecitos, en los que había inmuebles disponibles a lo largo del lago Garda.

Así fue cómo la República social italiana fue conocida más tarde bajo el nombre de República social de Saló: el ministerio de Asuntos Exteriores estaba, en efecto, implantado en la comunidad de Saló.

Constituir nuevo gobierno no había sido tarea fácil, pues mi marido quería hombres nuevos, dignos de confianza —al menos lo esperábamos— y expertos en los asuntos de Estado. A fin lo logró y estuvo contento de tener al mariscal Grazziani como ministro de la Guerra. Este mismo mariscal Grazziani que había hecho saber, instantes antes de la salida del Duce hacia Villa Saboya, el 25 de julio de 1943, que estaba a su disposición. Era igualmente él quien había sido, como ya he dicho, el verdadero vencedor de la campaña de Etiopía. Su presencia en el seno del gobierno de la República social italiana tenía una enorme importancia.

Como elementos de enlace con Hitler, el Duce disponía del embajador de Alemania Rhan, para los asuntos políticos; del general Wolff, que mandaba las S. S. en el norte de Italia, para las cuestiones de seguridad, y de Keselring, que debería revelarse como un valeroso mariscal, para las operaciones militares.

En una tarde soleada de noviembre de 1943 yo llegaba a Gargano, junto al lago Garda. Mi marido había llegado antes. Al paisaje no le faltaba nobleza con ese lago, cuya superficie brillante apareció ante mis ojos a una vuelta de la carretera, con el monte Baldo todo nevado dominándolo.

La residencia escogida para nosotros era Villa Feltrinelli, perteneciente a la familia del editor de extrema izquierda Giacomo Feltrinelli. El alquiler había sido fijado en ocho mil liras por mes, lo que quiere decir que el Duce no se instalaba como en territorio conquistado, sin respetar la propiedad ajena.

Era una bella residencia, con olivos en el parque, y en el interior, bellas columnas y un suelo de mármol rosa. A pesar de todo, resultaba fría y triste y, como en Villa Torlonia, me apresuré a darle un aspecto más acogedor y más cálido. Con la ayuda de Pierina, que nos había seguido, y de algunos fieles romagnoles que no me hubieran abandonado ni siquiera en el umbral del infierno, Villa Feltrinelli se convirtió pronto en una verdadera casa, lo que necesitaba justamente Benito para su equilibrio.

Si el problema de la decoración y de los arreglos interiores no había presentado ninguna dificultad, no fue lo mismo para convencer a los funcionarios y militares de que evacuaran los lugares.

Debo decir en su descargo que Villa Feltrinelli había estado inicialmente prevista para albergar, no solamente la residencia privada del Duce, sino también los despachos del jefe de

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gobierno y del jefe de Estado, puesto que Mussolini era a la vez jefe de Estado y jefe de gobierno de la República social italiana. Además, después de la experiencia del 25 de julio, las órdenes de Hitler habían sido draconianas: a ningún precio el Duce debía correr el riesgo de ser secuestrado o ser víctima de un atentado.

Lo que hacía que Villa Feltrinelli pareciera más un cuartel y un ministerio, con todas las idas y venidas de militares y de funcionarios, que una casa.

No duraron mucho las cosas. Tuve una gran ayuda en mi marido, que no apreciaba todas esas medidas tomadas para su seguridad.

En menos de un mes, los despachos fueron transferidos a otra residencia, Villa della Orsolini; después les tocó su vez a los oficiales S. S. y a sus hombres, y fueron a instalarse a otra parte. Pronto no quedó más que una treintena de hombres de la «guardia del Duce», formada por los mejores elementos de la Romagna, así como una pequeña unidad S. S., que rápidamente fue alejada también, pues Benito hacía cuestión de honor estar protegido sólo por italianos.

Los únicos de los que no pude desembarazarme fácilmente fueron algunos oficiales S. S., cuya misión era la protección de la persona misma del Duce. Se mostraban siempre muy corteses, con una corrección sin fallo hacia mi familia, pero su desconfianza no tenía límites. Más de una vez nuestra criada, María, se asustó sintiendo alguien tras de ella: era uno de esos oficiales S. S. que la seguía como una sombra y no la dejaba más que cuando entraba en nuestras habitaciones privadas o en la cocina. Fue preciso que, a petición mía, el Duce pidiera al general Wolff que dejara en paz a nuestro personal, en quien él tenía entera confianza, para que esta vigilancia acabara.

Y así, poco a poco, se organizó nuestra vida de todos los días en Gargano. Mi marido había recobrado el mismo ritmo de trabajo que en Roma, tan preciso y organizado. Su empleo del tiempo estaba siempre igual de cargado.

Su jornada se repartía entre Villa Feltrinelli, donde residíamos —la Villa Torlonia de Roma— y Villa della Orsolini —el Palacio Venecia de la capital—, donde estaban definitivamente instalados todos los despachos de la presidencia de la República social italiana, un Estado a crear en todas sus partes y que partió de cero.

Sin entrar en detalles, diré que mi marido tuvo primero que poner en pie todos los mecanismos de este Estado, reducido ciertamente a dimensiones más pequeñas que cuando dirigía Italia entera desde Roma, pero que conservaba una importancia quizás más grande aún que sobre los territorios que controlaba la República social italiana. Hasta el 8 de septiembre de 1943, Roma estaba igualmente bajo su administración, teniendo las más grandes producciones industriales y las actividades económicas vitales para Italia entera.

Pero la República social italiana no tenía bandera, ni uniforme, ni infraestructura constitucional. Hubo que crearlo todo.

La nueva bandera fue inventada y dibujada por Vittorio, sus primos Vito y Vanni y algunos amigos: los colores eran siempre el verde, blanco y rojo, pero en lugar de las armas de la casa de Saboya, que habían figurado hasta entonces sobre el blanco, se veía ahora un águila sosteniendo entre sus garras los haces. Durante los primeros meses los militares escogieron ellos mismos sus uniformes y, así dieron al ejército de la República social italiana un cierto colorido al tiempo que una gran variedad, pues las inspiraciones y el sentido artístico encontraban libre curso. Pero todo eso entró también en orden y el ejército pronto fue dotado de un uniforme común, teniendo en cuenta la especialidad de las unidades.

Había también que poner a punto la parte política. Desde el principio fue admitida la necesidad de una Asamblea constituyente, pero mi marido aplazó sine die su reunión, estimando que la República social de Saló debía primero recobrar de una manera efectiva y eficaz su sitio sobre el teatro de operaciones.

—Necesitamos menos palabras y más actos y debemos combatir más que hablar —había dicho un día a uno de sus interlocutores.

Un ejército de 500.000 hombres fue puesto en marcha, y en septiembre de 1944 el esfuerzo de guerra de Italia al lado de los alemanes podía cifrarse en 786.000 hombres, comprendidos los

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soldados en armas y los obreros paramilitares a disposición de la organización Todt. A esto se añadían varias escuadrillas de caza y aviones torpedos, así como la base submarina de Burdeos que la marina italiana había conservado. Además de lanchas rápidas, muy eficaces para las operaciones de caza y ataque por sorpresa, que venían a completar nuestro arsenal. La «Décima MAS», célebre por sus acciones de sabotaje, dirigida por Valerio Borghese, preocupó a menudo a los estados mayores aliados. Olvidaría un elemento importante si no dijera que las fábricas de camiones, como la Fiat, continuaban funcionando y proporcionando vehículos, de los que los alemanes sacaban el mayor provecho.

Todo esto prueba que la República social italiana de Saló no era el estado fantoche que la propaganda enemiga se complacía en criticar. Si hubiera sido así, el frente de Italia no hubiera aguantado seiscientos días.

Mi marido se había afanado tanto más en recrear este ejército cuanto que había conservado en la memoria una frase hiriente del mariscal Keitel, quien dijo un día:

—El único ejército italiano que no puede traicionar al Reich no existe. Pero el Duce se encontraba en una situación paradójica: mientras que hasta 1943 había

tenido que luchar contra el estado mayor real italiano para imponer sus ideas sobre la reestructuración y la modernización del ejército, ahora que no tenía ya este estado mayor entre las piernas, tenía que hacerlo contra el estado mayor alemán que, escarmentado por la experiencia de las traiciones de julio de 1943, no quería tener que vérselas con un ejército italiano importante...

Este estado mayor no ocultaba su desconfianza y su voluntad de obrar solo sin preocuparse de la soberanía italiana, y más de una vez el Duce fue obligado a intervenir personalmente para evitar que los italianos soportasen el peso de la presencia de las tropas del Reich.

Puedo decir que a partir de septiembre de 1943 hasta 1945, Benito Mussolini plantó cara, él solo, a los generales, a los diplomáticos en el ámbito mismo del Führer, para imponer su punto de vista y evitar la ruptura que no hubiera dejado de estallar entre fuerzas italianas de la República social y los alemanes. Felizmente la amistad y la estima de Hitler, así como el respeto y la confianza de que gozaba el Duce a título personal ante los generales alemanes, le permitieron más de una vez evitar lo peor.

En suma, Mussolini estaba obligado a pagar los platos rotos, después de este armisticio desprovisto de sentido y este abandono de sus responsabilidades de que el rey y Badoglio habían hecho gala, sin preocuparse un solo instante por aquellos que no les habían acompañado a ponerse bajo el abrigo de los cañones de Eisenhower.

Mi marido —y estoy orgullosa de decirlo— pudo arreglar las cosas tan bien que hasta el fin se evitó el ambiente de ocupación en los territorios controlados por la República social, mientras las «Amliras», es decir, las liras americanas, eran distribuidas profusamente por los americanos en las zonas que ocupaban. Aún más, no hubo ninguna inflación, los productos eran menos caros en el norte que en el lado «liberado», y el gobierno de la República social italiana pudo devolver un préstamo importante contraído por el gobierno anterior en julio de 1943. Fiel a sus principios, mi marido pagaba sus deudas, incluso cuando ya no le concernían.

A todos los que puedan dudar de lo que digo, les respondo que no tienen más que consultar los archivos, si es que no han sido puestos a buen recaudo por aquellos que no tenían interés en mostrar un Mussolini útil hasta el fin.

En cuanto a nuestra vida familiar de todos esos días, ¿cómo transcurría? Llevaba un ritmo también, menos frenético y más íntimo que en Roma, aunque sólo fuera porque estábamos física y moraímente más cerca unos de otros.

Por mi parte, había instalado mi gallinero, como en Villa Torlonia, y mi conejera. Tenía incluso una vaca que me permitía dar leche a los que querían, y no sólo a mi familia. Nuestros hijos y nuestros nietos no tardaron en reunirse con nosotros para la mayor alegría de Benito, que tenía más necesidad que nunca de este núcleo familiar.

Mi marido había cambiado: se había repuesto muy mal del choque causado por su detención o su secuestro. No era tanto el haber sido apartado del poder lo que le había herido, sino esa

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especie de odio con que le habían tratado generales y ciertas jerarquías, a los que él precisamente había encumbrado.

Recuerdo que había dicho a uno de ellos mientras le arrastraba por todos lados entre julio y septiembre de 1943:

—¿Por qué obra así? Yo he respetado hasta a mis adversarios, he hecho de ellos senadores, o he continuado testimoniándoles mi estima. Nunca los he despreciado o envilecido...

A estos penosos recuerdos se habían venido a añadir los temores sobre la suerte que los alemanes reservarían a Italia.

Además, y sobre todo desde julio de 1943, Benito Mussolini se consideraba como un hombre acabado; no hablaba de él sino como de «Mussolini defunto», es decir, «Mussolini difunto». Sabía que lo que hacía ahora a la cabeza de la República social italiana no tenía otro objetivo que salvar a los italianos de la venganza de los alemanes. Estaba decidido a vivir su calvario hasta el fin, y después de su desaparición dejar al menos algo de positivo a los que le sucedieran.

En suma, ¿acaso no fue él quien comenzó a redactar el acta de nacimiento de la República italiana actual? Cuando el 15 de noviembre de 1943 fueron establecidas una serie de medidas sociales en dieciocho puntos (el manifiesto de Vero na) a los que mi marido había aportado toda su atención, y que después se llamó las «minas sociales», ¿no habían sido hechas también por él?

Soñaba como en los primeros tiempos, cuando afirmaba su fe socialista, con crear un Estado popular y socialista, pero de un socialismo diferente del camaleón que se conoce hoy.

Y ¿el periodismo? Vendió su diario, la obra que había construido con sus manos y que le había permitido acceder al poder. Lo hizo porque nunca hubiera soportado que lo que fue la bandera de Mussolini pasara bajo control de los alemanes. Igual que Mussolini estimaba que había llegado al final de su viaje, El Pueblo de Italia debía cerrar sus puertas.

No supe la venta del diario hasta después de realizada. Benito sabía que mi tristeza sería igual que la suya y no quiso hablarme de ello. El dinero que sacó fue distribuido a los hijos, a la familia y sobre todo sirvió para pagar hasta el último céntimo a todos aquellos que habían colaborado en El Pueblo de Italia.

Hecho esto, Benito se puso a escribir Storia di un anno, el libro que contaba un año de historia, desde noviembre de 1942 a noviembre de 1943. Colaboró igualmente con otros periódicos. Hacia el final de su vida, mi marido volvía a sus primeros amores.

En casa, su gran distración consistía en dar paseos en bicicleta, leer, jugar al tenis con los niños. Incluso el ruido que hacían y que le molestaba antes era ahora para él una fuente de descanso. En suma, alejándose poco a poco de las contingencias materiales de este mundo, se volvía aún más sociable, más humano que antes, manifestando más su bondad en los contactos que tenía con quienes recibía.

Paralelamente a esta necesidad de calor humano se había desarrollado la inclinación natural, que ya tenía, de perdonar. Recuerdo que una noche había regresado con un «dossier» en la mano.

—Mira —me dijo hojeándolo—, aquí está la vida de un hombre. Basta que ponga o no mi firma para que este joven desertor sea ejecutado.

Debo reconocer que no le incité a la clemencia. Estábamos en guerra y no se debía tolerar ninguna debilidad.

Reflexionó durante toda la noche, pero al día siguiente, cuando volvió para comer, comprendí que lo había perdonado: estaba sonriente y relajado.

No he guardado en mi memoria más que algunos acontecimientos notables de este período agitado: el proceso de Verona, en el curso del cual fueron juzgados los jerarcas mi marido en Milán y el fin.

Que nadie espere de mí opinión alguna sobre el proceso de Verona, den el curso del cual fueron juzgados los jerarcas fascistas que habían votado contra el Duce en la noche del 24 al 25 de julio de 1943.

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Para Italia como para el mundo, el único centro de interés era la presencia de Galeazzo Ciano entre los condenados.

Los diecinueve conjurados fueron todos condenados a muerte, pero sólo cinco de ellos estaban en el banquillo. Entre ellos, Ciano fue el único acusado sobre cuya suerte todos los jueces fueron unánimes en la sentencia: la muerte. Para los fascistas y los alemanes la pregunta era: ¿Iba a dejar Mussolini ejecutar a Ciano? Puedo precisar que los responsables del partido y del gobierno no- presentaron a Benito un recurso de gracia con el fin de no imponerle una prueba suplementaria. Cosa que fue el origen de numerosos comentarios.

Puedo también afirmar que poco después del 4 de enero, es decir, después de la ejecución de los condenados de Verona, me confió:

—Raquel, desde esa mañana he empezado a morir. La noche precedente a la ejecución, ni él ni yo habíamos conseguido conciliar el sueño. En

varias ocasiones me había levantado y había ido hasta su habitación. Bajo la puerta se filtraba la luz y le oía andar por la habitación. Pero no me atreví a entrar.

Hacia las nueve de la mañana, dos oficiales —uno italiano y otro alemán— habían llegado, pidiendo ser recibidos con urgencia: traían la horrible noticia de la ejecución de Ciano y de otros condenados.

Durante toda la mañana no abandonó su despacho. No comió ni bebió, y cuando pude convencerle de que se sentara a la mesa, fue para verle levantarse rápidamente sin decir palabra.

Supe después que los alemanes habían establecido una vigilancia particular de los acusados hasta el momento de la ejecución. Temían que otro fuera fusilado en el lugar de Galeazzo Ciano.

¿Hubiera podido mi marido evitar el proceso y la muerte de Ciano? Francamente, no lo creo, tanto más cuanto que Galeazzo había ido a meterse en la boca del lobo él mismo.

Pienso más bien que Benito consideraba ese proceso como inútil en el sentido de que los culpables más importantes no se hallaban en el banquillo de los acusados; pero, a pesar de su deseo, su mansedumbre no podía ir hasta poderlo anular.

El segundo acontecimiento que he conservado en mi memoria es la tragedia de Milán, en agosto de 1944.

Como continuación a los atentados cometidos por partisanos y que habían costado la vida a soldados alemanes, las autoridades militares del Reich habían cogido y ejecutado a quince rehenes italianos; después los expusieron en la plaza Loreto en Milán, por supuesto sin hablar al Duce de ello.

Cuando supo la masacre, mi marido montó en cólera contra los alemanes: —Si quieren hacer con los italianos lo que han hecho con los polacos se equivocan —me

dijo—. No se puede infligir a una ciudad como Miián el espectáculo de una justicia tan sumaria. Esta vez se dirigió a Hitler personalmente y le dijo con firmeza que prohibía desde entonces a

los alemanes la menor represalia contra italianos sin el consentimiento de él, de Mussolini... Este episodio sangriento pesó mucho en la balanza al final de la guerra en el curso de las luchas entre fascistas y partisanos.

El 20 de julio de 1944 es en sí una fecha memorable en razón del atentado contra Hitler, pero para mi marido revistió una importancia particular por tres razones: primero, porque si hubiera llegado media hora antes a la cita que tenía con el Führer en el cuartel general, hubiera podido ser víctima de la explosión de la bomba; segundo porque, aprovechándose del desorden que reinaba, arrancó a Hitler y a su estado mayor las concesiones de un año de esfuerzos, aunque sólo fuera el reenvío de gran número de italianos que vivían en Alemania en semicautividad; y tercero, porque, como le dijo a Vittorio, que le acompañaba, no sólo traicionaban los oficiales italianos: «Los alemanes también tienen sus propios traidores.»

Si el 16 de diciembre de 1944 se me hubiera asegurado que algunos meses más tarde mi marido sería asesinado, creo que hubiera respondido que era una broma siniestra, pues la acogida de los milaneses a Benito ese día fue delirante.

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Por eso cuando oí a los antiguos partisanos hablar de sus acciones, no puedo dejar de preguntar:

«¿Por qué no habéis hecho nada en Milán el 16 de diciembre contra Mussolini?»

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25. LA HORA DEL SACRIFICIO Era nuestra última Navidad juntos, pero ni él ni yo teníamos preocupaciones. Pesaba sobre

nosotros el mitin de Milán. Lo cierto es que Benito parecía particularmente distendido. Cuatro meses más tarde se produjo lo inesperado. No sé por qué, pero cuando vi partir a mi

marido para Milán el 17 de abril, sentí que esta separación no sería como las otras. Había insistido ante él para que se quedara en Gargano, apoyada por un oficial S.S., pero no quiso volverse atrás en su decisión.

—Estaré de vuelta dentro de dos o tres días —me había dicho para tranquilizarme. Añadió que debía tomar en Milán decisiones muy importantes y me había hablado del

cardenal Schuster. Recuerdo aún su partida: era el 17 de abril, al comienzo de la tarde. Estábamos cerca de su

coche, pintado para el «camuflaje», e iba a subir en él. De pronto se volvió, me miró fijamente y se dirigió hacia la casa. Desde lo alto de la escalinata abarcó con la mirada el jardín, las aguas azules y tranquilas del lago Garda, levantó la cabeza hacia la ventana de su habitación, escuchó durante algunos instantes a Romano, que tocaba el piano en un salón. Y como si sintiera haberse dejado abandonar a un momento de debilidad, se dirigió a grandes pasos hacia el coche, cerró la puerta con fuerza y dijo al chófer:

—Vámonos, que llegamos tarde. Tras él partieron al instante los dos vehículos de escolta. Era la última vez que vería a mi marido vivo. Para mí, el final de Benito Mussolini es una carta

de pocas líneas, un torbellino de acontecimientos que ha durado cuatro días y, la víspera de su muerte, una voz emocionada —la suya— diciéndome: «Debo seguir mi destino, Raquel; tú tienes que rehacer tu vida.»

Después de su partida, el 17 de abril, seguí sin noticias hasta el 23. Ese día me llamó para decirme que estaría de regreso hacia las 19 horas. Algunas horas más tarde me telefoneó de nuevo para anunciarme que le era imposible volver, pues la carretera de Milán a Gargano estaba cortada: los aliados habían ocupado Mantua.

—¡No es verdad —grité al aparato—, te engañan una vez más, Benito! Un camión militar acaba de llegar de Milán. Yo misma he hablado con los soldados; no han encontrado ningún obstáculo en su camino.

Me interrumpió para ordenarme que fuera inmediatamente a Monza, en donde se habían tomado disposiciones para nuestra seguridad.

En Monza encontré a Gatti, su secretario, que no había comido desde hacía dos días y al que di un poco de pollo y un caldo.

Benito me telefoneó dos veces. Primero para preguntarme cómo íbamos, después para anunciarme que no podía reunirse con nosotros y que debíamos partir para Como. Era el 24 de abril.

Pasé las jornadas del 25 y del 26 intentando encontrarle, sin conseguirlo. Estaba sola, con Romano y Ana María, acechando el menor ruido tras la puerta o saltando a las ventanas en cuanto sonaba una sirena.

En la noche del 26 al 27 de abril oí golpear la puerta de entrada de la villa donde nos habíamos refugiado. Era un soldado.

—Tengo una carta del Duce para usted —me dijo. Abrí precipitadamente y cogí el sobre. Reconocí su escritura. —¿Quién te la ha dado? —Su excelencia Buffarini. ¡Buffarini! ¿Qué venía a hacer aquí ahora? Desde mi visita a Clara Petacci me había negado

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obstinadamente a recibirle y ya no era ministro. Me preguntaba cómo había podido tener esta carta entre sus manos.

Desperté a los niños y nos pusimos a leer las pocas líneas que me había escrito. Pero desde las primeras palabras sentí que me invadía un gran frío:

«Querida Raquel —me decía—: He llegado a la última etapa de mi vida, a la última página de mi libro. Quizás no nos volveremos a ver nunca más. Por eso te envío esta carta. Te pido perdón por todo el mal que te he causado involuntariamente. Pero tú sabes que has sido la única mujer a la que he amado de verdad. Te lo juro ante Dios y ante nuestro Bruno en este instante supremo. Sabes que debo ir a la Valtellina. Tú trata de alcanzar la frontera suiza con los niños. Allí podréis rehacer vuestra vida. Creo que no te negarán el paso, pues siempre les he ayudado y vosotros nunca habéis hecho política. Si no podéis hacerlo, presentaos a los aliados. Ellos serán quizás más generosos que los italianos. Te encomiendo a Ana y Romano, sobre todo a Ana, que tiene tanta necesidad de afecto. Sabes cómo la amo. Bruno, desde arriba, os ayudará. Te abrazo a ti y a los niños. Tu Benito.»

No he podido conservar esta carta, pero recuerdo cada palabra, cada coma. Estaba escrita en lápiz azul y la firma en rojo.

Era el fin. En menos de dos minutos, treinta y cinco años de vida encontraban su epílogo. Lo que yo sentí nadie podría comprenderlo. Y yo no podría explicarlo.

¡Hubiera querido oír su voz por última vez! Era demasiado estúpido separarnos para siempre de ese modo, tan próximos y tan lejos uno de otro.

Esperando un milagro, descolgué el teléfono que estaba cortado desde hacía dos días. La línea estaba restablecida. Durante media hora me esforcé en intentar encontrarle; finalmente, oí su voz.

—Haz lo que te he escrito, Raquel. Vale más que no sigas hasta la Valtellina. ¡Sálvate y salva a los niños!

Las lágrimas que yo sentía subir me impedían hablar. Pasé el aparato a Romano. —Por lo menos, ¿os organizáis para defenderos? —preguntó—. ¿Quién está cerca de ti? —No hay nadie, Romano; estoy solo. Todo está perdido. —Pero ¿dónde están los soldados? ¿Tu guardia personal? —No sé nada. No he visto a nadie aún. Incluso Cesarotti, el chófer, me ha abandonado. Dile

a la mamá que tenía razón en desconfiar de él. Romano se echó a llorar, comprendiendo bruscamente que no volvería a ver a su padre. Cogí

el aparato de sus manos. Hubiera querido continuar hablando durante horas, pensando que hubiéramos ganado eso a la fatalidad.

—Reharéis vuestra vida, Raquel. Yo debo seguir mi destino —murmuró co.n una voz sorda—. ¡Pronto!

Y cortó la comunicación. ¿Para qué volver a contar las circunstancias de su muerte? El mundo entero las conoce y no

pasa un mes, desde hace veinte años, sin que nuevas revelaciones le maten de nuevo. ¿Qué queda de Mussolini? Un esqueleto envuelto en una sábana, en una caja de pino

blanco, y que tiene, para vigilar su último sueño, el afecto de cientos de miles de personas que en todo el mundo no le han olvidado.

Puesto que debo decirlo todo, revelaré que durante años, no sólo no he tenido la posibilidad de rezar sobre la tumba de Benito, porque su cuerpo había desaparecido, sino que, cuando me fue devuelto, hice un horrible descubrimiento: la mitad de su cerebro había sido cogido por los americanos. ¡Sin duda querían saber cómo estaba hecho un dictador!

Tuve que dirigirme al embajador de los Estados Unidos en Roma para recuperar esa parte de mi marido que, incluso más allá de la muerte, no había podido encontrar la paz.

Hoy, a los ochenta y tres años, la paz reina en mi corazón y en mi alma. He reunido a mi

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familia alrededor de mí, y los que, por sus ocupaciones no pueden vivir bajo mi techo, vienen a menudo a verme. Soy, pues, una madre, una abuela y una bisabuela lograda.

Pero a mi edad aguardo cada día a que se produzca lo irremediable. Por eso, cuando alguien me pide una entrevista, respondo que no puedo concederla más que para el día mismo, pues no sé si mañana estaré aún en este mundo.

Sin embargo, no es ésta la opinión de mi buen doctor Luca Gentile, que me encuentra buena cara y siempre el mismo carácter. Dios haga que sea así durante algunos años todavía. No por los placeres que yo pueda tener en la vida —a mi edad no veo lo que pueda esperar en ese dominio—, sino porque no pasa un día sin que tenga una prueba más de que mi marido no se equivocó del todo.

Su obra, en las piedras de los edificios o en el corazón de las gentes, está todavía ahí y cada vez son más las personas que descubren que, en el fondo, Mussolini ha hecho más por su país que todos los que le han sucedido. Es, pues, un consuelo que reconforta mi vejez.

¿Hablo como fascista? Ciertamente que no, pues incluso cuando Benito estaba en la cumbre de su gloria me consideré ante todo como italiana. Y así sigo considerándome hoy.

Entonces, ¿qué puede desear una italiana? Vivir los más posible para ver su patria fuerte, feliz y en paz.

Hubiera deseado tanto que después de la Segunda Guerra Mundial los italianos y sus responsables se dijeran:

«Bien, todo esto está acabado ahora. Respetemos los muertos, pero obremos de manera que los vivos se beneficien de su ejemplo en todo lo que hubo de bueno y generoso.»

En lugar de esto, los partidos políticos han preferido continuar ahondando el foso que separaba a los italianos. En lugar de hacer carreteras, de construir casas, de poner en marcha la economía del país, se ha dejado pudrir la situación y que la demagogia lo saqueara todo. Hasta el punto de que en 1973 estamos obligados a veces a servirnos de mensajeros privados, como en tiempos de la Edad Media, para enviar una carta, antes que confiarla al correo, porque tiene una posibilidad entre cien de llegar a su destino si estallara una huelga.

Por eso, a todos los que vienen a verme para pedirme consejo, para quejarse de la situación actual, para manifestar su nostalgia, les digo: «Pensad primero en vuestra patria. Amad a Italia como a vuestra madre, porque se queja uno fácilmente de su propio país, pero cuando se está lejos, se le echa de menos y se le encuentra más hermoso que todos los demás.»

A todas esas gentes, a los jóvenes animados de ideas generosas e impetuosas, yo, la mujer de Mussolini, les digo: «No olvidéis que todo lo que hacéis lo tenéis que hacer por vuestro país, porque vuestro país es vuestra familia, vosotros mismos.»

A los que dirigen Italia, que se llaman Andreotti, Leone, Fanfani, etc., a los que he conocido en su juventud, les digo: «Sed generosos, sabed perdonar. Unid a los italianos y no les dejéis destrozarse mutuamente. El italiano es un niño grande, ingenuo y bueno; pero que no desea ser engañado.»

A los dirigentes de partidos políticos, bien sean de izquierda, de extrema izquierda, de derecha o del centro, les pido que piensen un poco más en Italia, que tiene necesidad de todas sus fuerzas vivas para afrontar un mundo que ha perdido toda moral y todo respeto por el ser humano.

En cuanto a los padres, les suplico que no abdiquen. Son la base, el sostén de los primeros pasos de sus hijos. Si no tienen tutor, crecerán torcidos, como los árboles abandonados.

Si quiero vivir un poco más es para ver realizado un día ese sueño maravilloso, que fue también el de Benito Mussolini, mi marido. Por eso no lamento la vida que tuve a su lado.

¿Tendrá algún día Mussolini una estatua en su país? ¿Para qué? Hay algo mejor que una estatua: el recuerdo que permanece en el corazón de los hombres.

Y si pensara que todas esas gentes, anónimas o conocidas, vienen al pequeño cementerio de San Cassiano, en Predappio, por curiosidad, la aventura que viví hace algunos años me probaría lo contrario.

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Era en 1969, un domingo. Había ido a comer con amigos a un restaurante de Milano-Marítima, una pequeña playa del Adriático. En la mesa vecina a la nuestra, una decena de hombres festejaban ruidosamente, entonando de cuando en cuando cantos que no dejaban lugar a duda sobre sus ideas políticas: eran comunistas. Conociendo mi temperamento bastante vivo, las personas que me acompañaban buscaban ya otro lugar, pero les tranquilicé: hacía buen tiempo, yo estaba serena, no pasaría nada.

Estábamos en los postres, cuando uno de ios hombres de la mesa de al lado dijo en voz alta: —A pesar de los que han matado, los fascistas siguen siendo numerosos. Veréis cómo pronto

se levantarán estatuas a la gloria de Mussolini. A fin de cuentas hemos sido nosotros los imbéciles.

Me puse tensa al oír estas palabras. ¿Sabía él quién era yo? ¿Buscaba provocar un incidente? En 1946 esto hubiera sido inconcebible; en 1969 era una provocación idiota y gratuita. El chico que nos servía, molesto, fue hacia donde se hallaban los ruidosos vecinos y les explicó con diplomacia quién era yo. Se hizo un gran silencio. Y mientras que todos los ojos estaban fijos en mí, un hombre abandonó la mesa y vino hacia nosotros. K

—¿Es usted la señora Mussolini? —me preguntó. —Sí, ¿por qué? —Porque yo soy un viejo partisano. —¿Y qué? ¿Qué quiere usted? ¿No sabe que la guerra acabó? —Lo sé, pero quería conocer a la mujer de Benito Mussolini. —Ya está hecho. Ahora le ruego me deje seguir comiendo con mis amigos, por favor. —No pretendo molestarla, señora. Al contrario, vengo a pedirle perdón. Yo formaba parte de

la 52 brigada Garibaldi. —¡Ah! ¿Usted era uno de esos hombres que bajo la disculpa de una depuración han

asesinado a mujeres y niños? ¿No le da vergüenza lo que hicieron? ¡Y se atreve usted a presentarse ante mí, la mujer de Mussolini!

Había gritado estas últimas palabras a pesar mío. Temblaba de cólera contenida, revivía las escenas horribles que había vivido en 1945, después de la muerte de mi marido. Volvía a ver a ese joven herido, huir gritando de un hospital y al que yo vi abatir como una bestia. Por todo el oro del mundo no hubiera querido volver a pensar en esa época.

El hombre se inclinó hacia mí, me cogió la mano, la llevó a sus labios y me dijo mirándome fijamente a los ojos:

—«Signora», en la resistencia me llamaban Bill. Soy yo quien reconoció a su marido en el camión alemán en Dongo. Soy yo quien le hizo bajar, quien le cacheó, quien le hizo detener.

Mi corazón latía desbocado. Tenía frente a mí, cogiéndome la mano, al hombre que había hecho dar a mi marido los primeros pasos hacia la muerte. ¡Qué extraño destino! Encontrar a este hombre veinticuatro años más tarde. Debía ser muy joven en aquel tiempo.

Como si hubiera adivinado mis pensamientos, Bill proseguía, aliviando su alma: —Yo pregunté a Mussolini si llevaba dinero encima. Entonces me miró de frente y me

respondió con una voz extrañamente tranquila: «Puede usted registrarme, no tengo nada. En el camión hay una cartera que tampoco contiene dinero, sino documentos.» Señora, fui a verificarlo y era verdad. Su esposo fue detenido. Desde 1945 no he vuelto a recobrar la paz. Oigo todavía su voz y tengo ante mí esa mirada. Señora Mussolini, yo tenía dieciocho años, ahora soy un hombre, pero no podré vivir hasta que usted me haya perdonado. El azar ha querido que nos encontráramos. Es quizás un signo del destino. Por favor, señora...

Entonces en silencio, en esta sala de restaurante de Milano-Marítima, veinticuatro años después de la tragedia, hice el signo de la cruz en la frente que se inclinaba hacia mí y perdoné al que había detenido a Benito Mussolini la víspera de su ejecución. ¿Para qué vivir en el odio? El tenía sólo dieciocho años...

Villa Carpena

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Septiembre 1972-Abril 1973