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www.planetalector.com PRIMERAS PÁGINAS “EKKI DOMINA LAS TINIEBLAS”

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PRIMERAS PÁGINAS“EkkI doMINA lAS tINIEblAS”

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Primeras páginas: “Ekki domina las tinieblas”

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Una noche de nieve

para hacer descubrimientos

El día en que cumplía ocho años, Ekki se desper-tó más temprano que de costumbre por culpa de unosruidos que venían del exterior. Procurando no armarescándalo, se encaramó a la litera superior —quesiempre estaba vacía— y apartó un poco la cortina delventanuco para mirar fuera. Sólo la levantó una es-quina, para que no le vieran.

Junto a la entrada de su casa estaba Hans, suhermano mayor, en compañía de un grupo de hom-bres. Todos iban armados con escopetas y muyabrigados; tanto que era imposible verles la cara,pero a Ekki no le hacía falta: los conocía a todos.Además, en su pueblo, Siorapaluk, de la región deQaanaaq, sólo vivían sesenta personas. No es muydifícil conocer a todos los vecinos cuando se vive enun lugar así. Del mismo modo, es casi imposible te-ner un poco de intimidad o algún secreto, por pe-

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queño que sea. Todo eso le parecía un fastidio aEkki.

Los que estaban fuera procuraban no quedarsequietos para no congelarse. A esas horas y en esa es-tación, el frío era muy intenso. Se notaba ya en susropas: algunos ni siquiera podían moverse con liber-tad, y recordaban por su forma a un gran oso de tra-po. Proveniente del otro lado de la plazoleta, Ekkivio que uno de los vecinos se acercaba corriendo. Alparecer, los demás le estaban esperando, porque nadamás verle alguien dijo:

—Ya estamos todos.Ekki era uno de los 32 habitantes menores de

doce años de Siorapaluk. Por supuesto, ninguno delos otros 31 formaba parte del grupo al que estabaespiando. No era normal que dejaran salir a los ni-ños tan temprano, y menos en esta época. Durantelos meses de más frío, lo normal era vivir dentro delas casas y salir al exterior sólo si no quedaba másremedio y únicamente para recorrer distancias cor-tas, como la que separaba la puerta de casa de laiglesia —donde también se celebraban reuniones devecinos, fiestas y todo tipo de celebraciones— o delúnico supermercado que había en la zona. Por todoeso, si le hubieran preguntado a Ekki qué clase de

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lugar era aquel en el que vivía, no habría dudado niun instante:

—La región de Qaanaaq es la más aburrida delmundo —hubiera respondido, con expresión de enor-me fastidio.

Y puede que no se equivocara demasiado. EnQaanaaq, la verdad, no hay una gran variedad de cosas que hacer. Para empezar, es de noche duranteseis meses al año. Menos en verano —una época ex-traordinariamente corta, que apenas abarca julio yagosto—, siempre hace un frío extremo, por debajode los veinte grados bajo cero. Sólo en los dos mesesmás calurosos las temperaturas suben por encima delos cero grados y eso hace que el ambiente sea unpoco más agradable: el hielo se funde, el mar deja deparecerse a un pedazo de roca y puede que hastabroten plantas en algunos sitios, y que una de ellasllegue a atreverse a abrir una flor de vivos colores.Los niños aprovechan para tomar el sol y jugar alaire libre antes de que todo vuelva a teñirse de blan-co y los colores desaparezcan hasta diez meses des-pués.

Los hombres de Siorapaluk, el pueblo dondevivía Ekki, viven de cazar osos y focas y de la pesca,en los meses en que las condiciones atmosféricas lo

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permiten. La mayor parte del año apenas salen desus casas. Una o dos veces al año les visita un médicoque viaja desde la ciudad en helicóptero. Para losniños más pequeños es todo un espectáculo ver ba-jar del cielo a esa especie de enorme libélula moto-rizada. También los productos que se venden en elsupermercado tienen que ser llevados de esa formahasta Siorapaluk, de modo que la variedad que pue-de comprarse allí no es muy grande.

Por lo demás, las únicas distracciones de los ha-bitantes de la región consisten en permanecer en suscasas viendo la televisión o contándose historias losunos a los otros y esperar a que llegue el buen tiem-po para poder salir un poco, aunque sea sólo paraver turistas, que tampoco son muy numerosos en esaparte del mundo, ni siquiera en verano.

Para aquellos que no tengan un mapa a mano,aclararemos que Siorapaluk está en el Polo Norte,al noroeste de una enorme isla blanca que se llamaGroenlandia. De todos los pueblos habitados que seconocen en el mundo, éste es el que está más al norte.Allí llegaron, hace muchos siglos, sus primeros ha-bitantes, pertenecientes a una tribu llamada inuit,una palabra que en su idioma significa «el pueblo».Y también pasaron por allí los vikingos, capitanea-

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dos por el valiente Erik el Rojo. Los descendientesde todos ellos son los actuales habitantes del lugar,que conservan en sus genes la valentía de los vikin-gos y el amor a su tierra de los inuit.

Regresemos al ventanuco desde el cual Ekki es-taba espiando la salida de los hombres. Después dereconocer a su hermano Hans, y a Erik y a Lars, dosde sus vecinos, se dio cuenta de que, con ellos, ibantambién aquellos periodistas que en los últimos díashabían estado filmándolo todo y haciendo preguntasbobas, siempre con su cámara al hombro y su sonrisaempalagosa. Ekki odiaba a los periodistas que se ha-cían los simpáticos. La mayoría de los turistas que vi-sitaban Siorapaluk eran en realidad periodistas quequerían hacer un reportaje sobre una de las zonas másalejadas de la Tierra, además de una de las más ame-nazadas. Se acercaban con sus cámaras y su sonrisa yhacían preguntas estúpidas, como por ejemplo:

—¿Crees que va a afectarte de algún modo el des-hielo que sufre tu país a causa del cambio climático?

A Ekki le daban ganas de contestar:—¿Te parece que a un salmón le afecta que le sa-

quen del agua y lo pongan sobre una plancha al rojovivo, idiota?

Allí estaban, de nuevo, los periodistas, dispues-

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tos a terminar su reportaje sobre las tierras polaresque se deshacían un poco cada año. Seguro que ve-nían de algún lugar fantástico, como Nueva York oSydney, uno de esos sitios donde no dejaban de ocu-rrir cosas todo el tiempo y el aburrimiento era im-pensable. Llevaban sus cámaras de televisión alhombro, y uno de ellos cargaba con un trípode. Ha-blaban muy animadamente en un idioma que él noentendía. Erik, que era muy listo para aprender len-guas, les traducía todo lo que decían los hombresdel pueblo. Desde donde estaba, Ekki sólo podíaescuchar una parte de la conversación, pero habla-ban de la distancia a la que quedaba algo.

—¡Los trineos ya están preparados! —gritó al-guien.

Era la señal que, al parecer, todos estaban espe-rando. El grupo se movilizó, y alguno parecía muycontento, como Erik, a quien se le escapó una frasecargada de entusiasmo:

—¡Vámonos a cazar osos, yujuuuuu!«¿Osos? ¿Había oído osos? ¿Desde cuándo se iban

los hombres a cazar osos, y más a esas horas de la ma-drugada?», se dijo Ekki, consultando el reloj: eran lascinco y media. Por supuesto, era de noche, pero eso noera ninguna novedad en Siorapaluk: aún lo sería du-

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rante los próximos tres meses. Además, soplaba unaventisca helada con la que no apetecía mucho dar pa-seos al aire libre. Incluso creía que estaba comenzandoa nevar, pero los copos eran tan pequeños que parecíanpartículas de polvo esparcidas por el aire.

El grupo ya había desaparecido de su vista cuan-do escuchó que su hermano decía algo a otro de losmiembros de la expedición:

—El lugar donde encontré al pobre Koko no estálejos. Llegaremos en seguida.

Los latidos del corazón de Ekki se dispararon.Koko era su perro, un husky siberiano que había naci-do con una pequeña cojera. Como no era bueno paratirar del trineo, porque retrasaba a todo el grupo, Hansdecidió sacrificarlo nada más nacer.

—¿Vas a matarlo sólo porque no te es útil? —lepreguntó Ekki, para quien había sido su primer na-cimiento de perritos.

—Lo mejor es sacrificarlo. Sólo nos va a traergastos.

—¡Pero puede vigilar la casa! —protestó Ekki,con mucha rabia, mientras veía que su hermano sellevaba al pequeño cachorrito a la parte de atrás dela casa, donde guardaba el hacha.

—Cualquiera puede hacer eso. Todos los perros

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lo hacen. No necesitamos a uno que sólo nos ocasio-ne problemas.

—¡Pero yo lo quiero! ¡No quiero que lo mates!¡Regálamelo!

Hans le miró con una sombra de duda reflejadaen su cara:

—Vamos, ¡no te pongas ecologista ahora...! Unperro necesita cuidados —dijo.

—¡Yo lo cuidaré! —contestó Ekki, pensando queiba a defender a los animales, ahora y siempre, si eranecesario. Aunque su hermano mayor le llamara aeso «ponerse ecologista».

Hans no estaba en absoluto convencido.—Es demasiada responsabilidad. Y tú te pasas

el día solo en casa.—¡Precisamente! —saltó Ekki, viendo una posi-

bilidad de convencer a su hermano—. ¡Me hará com-pañía cuando tú no estés!

—No quiero que lo ensucie todo.—Yo me ocuparé de que no lo haga. Y cuando

me aburra saldremos a jugar. Por favor, déjame queme lo quede, me gusta mucho...

Intentó poner cara de niño que nunca ha roto unplato y, como pensaba, funcionó. Su hermano mayoraccedió a que se saliera con la suya.

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De modo que Koko se convirtió en su mascota yen su mejor amigo. Una manera como otra de pagar-le por haberle salvado la vida.

De todo esto hacía un par de años. En ese tiempo,su husky siberiano se había convertido en su amigomás inseparable. Dormía a los pies de su cama, jamássalía sin él y lo recibía a su llegada con sonoros ladri-dos de alegría. Hasta que, dos días atrás, había desa-parecido. A la hora de acostarse no estaba junto a sulitera. Tampoco estaba allí por la mañana, y Ekki co-menzó a temerse lo peor. Le preguntó a su hermano sisabía dónde estaba el perro.

—¿No está contigo? —respondió, con un tono devoz sospechoso.

Hans no sabía fingir. Cuando mentía se le nota-ba demasiado. Ekki se dio cuenta en seguida de quesu hermano sabía algo de Koko que no quería decirle,y se prometió a sí mismo que lo averiguaría cuantoantes. Pero al día siguiente se fue muy temprano yllegó muy tarde. Cuando lo volvió a ver, fue ya a tra-vés del ventanuco, con la escopeta en la mano y apunto de marcharse con el grupo de hombres. Y lue-go estaba aquella frase que acababa de escucharle(«El lugar donde encontré al pobre Koko no está le-jos...»), que no le daba motivos para sentirse muy

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optimista. Aunque él sabía que Hans, y los demás,cometerían un tremendo error si mataban a un oso,aunque sólo fuera uno. Eso tampoco podía consen-tirlo.

Decidió que no podía perder ni un segundo más.De un salto, Ekki bajó de la litera (lo había hechomuchas veces y nunca se caía), se quitó el pijama yabrió el armario en busca de su ropa de más abrigo:calcetines muy gruesos, pantalones térmicos e imper-meables, forro polar, un par de suéteres y las botas depiel de foca. Se cubrió la cara con un pasamontañas yse anudó la bufanda. Los guantes, el anorak, la cape-ruza... y ya estaba listo para salir. Como no queríallevar las manos vacías, cogió la linterna mientras co-rría hacia la puerta. Pensó que igual le serviría dealgo.

El frío era muy intenso. El viento le calaba loshuesos y los copos de nieve ya no eran como partícu-las de polvo, sino que ahora parecían más bien gra-nos de arroz. Sin pensarlo dos veces, decidido comosólo puede serlo un aventurero, echó a andar en di-rección al cobertizo de los trineos. Por un momento,temió que se los hubieran llevado todos, por lo quese alegró al ver que quedaban varios, y que uno deellos era de los más rápidos, de los que servían para

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llevar a una sola persona. Además, era el de Hans.Su hermano le mataría si se lo estropeaba, pero, apesar de todo, lo cogió.

Ekki había ayudado muchas veces a preparartrineos, pero nunca lo había hecho tan de prisa comoaquel día. Por suerte, los animales colaboraronmientras los amarraba al tiro, como si entendieranque todo aquello era para tratar de averiguar qué lehabía ocurrido a Koko. Después de echar un últi-mo vistazo, Ekki chasqueó la lengua, empujó unpoco el trineo y los cuatro animales se pusieron encamino.

El corazón le latía muy de prisa. Algunas veceshabía guiado a los perros del trineo en distanciascortas, pero nunca lo había hecho en un recorridotan largo como el que le esperaba. El viento le gol-peaba la cara con furia y la tormenta parecía estararreciando: ahora los copos de nieve eran del tama-ño de almendras con cáscara. Menos mal que la no-che era clara. Debía de ser la Luna, escondida detrásde alguna nube.

En seguida se dio cuenta de que nada iba a sertan fácil como le había parecido en un principio. Losperros corrían con muchas ganas: seguramente, tam-bién ellos estaban sorprendidos de que el trineo pe-

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sara tan poco. A pesar de que el chico se agarrabacon todas sus fuerzas, no podía evitar sufrir cadauno de los saltos y socavones del camino. No habíacontado con que sus veinticinco kilos de peso opon-drían muy poca resistencia a unos animales tan acos-tumbrados a tirar del gordo de Erik o del gigantónde Hans. Intentó que se detuvieran, pero los perrosestaban entusiasmados y no obedecían sus órdenes.

«No debería haber cogido el trineo», pensó Ekki,adelantándose a las palabras que le diría su herma-no en cuanto se enterara.

Estaba concentrado en estos pensamientos cuan-do, de pronto, el trineo tomó una curva inesperada.A pesar de que intentó agarrarse fuerte, la velocidadque llevaba hizo que se levantara un poco del sue-lo. Llegó a la siguiente curva por los pelos, y nadamás entrar en ella, ya había volcado. Salió despedi-do y se revolcó por el hielo, pero los perros ni si-quiera se dieron cuenta de ello y continuaron co-rriendo como si una voz se lo estuviera ordenando.Ekki rodó por el suelo y dio varias volteretas; lalinterna se le escapó de la mano y el pasamontañas sele caló hasta la nariz. Cuando dejó de dar vueltaspor el suelo y consiguió abrir los ojos, apartar el pa-samontañas y mirar a su alrededor, se dio cuenta,

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muy asustado, de que los perros y el trineo se aleja-ban de él a toda prisa. Ya sólo eran un punto en ladistancia que se hacía cada vez más pequeño, hastaconfundirse con los copos de nieve.

A su alrededor, sólo había hielo y silencio.Palpó el suelo y no encontró la linterna. Los lati-

dos de su corazón se dispararon de repente. ¿Qué po-sibilidades de sobrevivir tenía un niño de ocho añosen mitad de un desierto de hielo? No quería pensaren la respuesta, que no era precisamente optimista.

En ese momento, se le ocurrió una idea: la lin-terna no podía estar muy lejos. La buscaría. Se pusoa cuatro patas, se frotó un poco las magulladuras, ycomenzó a gatear por el suelo helado. La encontróallí mismo, apenas a un par de metros de donde esta-ba. Además, por suerte, no parecía rota. La bombillaestaba entera, y la carcasa también: casi parecía nue-va. Pero cuando fue a encenderla se dio cuenta deque no funcionaba.

Abrió el compartimento de las pilas, llevadopor un presentimiento, y entonces advirtió que ha-bía cometido un terrible descuido: con las prisas,había olvidado mirar si la linterna tenía baterías. Yacababa de descubrir lo peor: no tenía.

Durante algunos segundos, se quedó allí senta-

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do, reflexionando. «Hans siempre dice que el miedono deja pensar.» Cerró los ojos, y pensó que debía li-brarse del miedo. Respiró muy profundamente va-rias veces y trató de buscar una solución. En seguidase aclararon sus ideas y volvió a abrir los ojos. Ha-bía descubierto algo. Si había sabido que la linternano estaba rota, significaba que no la necesitaba, ¿noes cierto? Esta vez miró a su alrededor intentandomantener la calma y se dio cuenta de que veía perfec-

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tamente. No sólo era capaz de ver lo que estaba máscerca, sino también lo que quedaba a una buena dis-tancia. Era increíble.

Levantó la cara hacia el cielo: no había Luna. ¿Quéocurría, entonces? En la lejanía descubrió huellas detrineo sobre el hielo. Seguían una dirección distinta aaquella por la que habían desaparecido sus perros.Se puso en pie, se sacudió la nieve de sus ropas y sedispuso a seguirlas. Sólo podían ser de Hans y losdemás.

Fue así como Ekki, el nictálope, descubrió queera capaz de ver en la oscuridad.

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