primeras paginas cuerpo delito

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PATRICIA D. CORNWELL El cuerpo del delito Traducción de Mercedes Núñez www.puntodelectura.com/es/

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Page 1: Primeras Paginas Cuerpo Delito

PATRICIA D. CORNWELL

El cuerpo del delitoTraducción de Mercedes Núñez

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Título: El cuerpo del delitoTítulo original: Body of Evidence© 1991, Patricia D. Cornwell© Traducción: Mercedes Núñez© De esta edición: mayo 2006, Punto de Lectura, S.L.Torrelaguna, 60. 28043 Madrid (España) www.puntodelectura.com

ISBN: 84-663-1832-1Depósito legal: B-12.852-2006Impreso en España – Printed in Spain

Diseño de cubierta: PdlIlustración de cubierta: © Filippo Ioco / Age FotostockDiseño de colección: Punto de Lectura

Impreso por Litografía Rosés, S.A.

Todos los derechos reservados. Esta publicaciónno puede ser reproducida, ni en todo ni en parte,ni registrada en o transmitida por, un sistema derecuperación de información, en ninguna formani por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico,electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia,o cualquier otro, sin el permiso previo por escritode la editorial.

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Para Ed, agente especial y amigo especial

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Prólogo

CAYO OESTE

13 de agosto

Querido D:

Han pasado treinta días de sutiles matices de coloriluminados por el sol y cambios en el viento. Pienso de-masiado, y no sueño.

Paso casi todas las tardes en Louie’s; escribo en el por-che y observo el mar. El agua moteada de esmeralda cubreel mosaico de bancos de arena; en las zonas más profundasadquiere un intenso tono verde. El cielo se extiende hastael infinito. Las rachas de nubes blancas avanzan sin cesar,como si de humo se tratara. La constante brisa ahoga elruido de los bañistas y el de las embarcaciones, ancladasjusto detrás del arrecife. El porche está cubierto, y cuandose levanta una tormenta repentina, como es habitual a me-dia tarde, permanezco sentada a mi mesa oliendo la lluvia ycontemplando el agua, que se encrespa como cuando seacaricia a contrapelo el pelaje de un animal. A veces,cae una cortina de lluvia al tiempo que brilla el sol.

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Nadie me molesta. Ya formo parte de la familia delrestaurante, al igual que Zulú, el labrador negro que per-sigue los discos voladores a la orilla del agua; o como losgatos vagabundos que se acercan en silencio y aguardan,educadamente, la llegada de las sobras. Los protegidosde cuatro patas de Louie’s se alimentan mejor que mu-chos seres humanos. Resulta reconfortante observar queel mundo trata con bondad a estas criaturas.

No puedo quejarme de mis días; lo que temo sonlas noches.

Cuando mis pensamientos regresan lentamente a susoscuros resquicios y comienzan a tejer sus redes espanto-sas, me lanzo a las calles abarrotadas del casco antiguo,donde los ruidosos bares me atraen como la luz a las poli-llas. Walt y P. J. han perfeccionado mis hábitos nocturnoshasta convertirlos en todo un arte. Walt es el primero enregresar a casa, al atardecer, porque en su negocio de joyasde plata de Mallory Square cesa la actividad una vez queha oscurecido. Abrimos botellas de cerveza y esperamos aP. J. Entonces, nos lanzamos a la calle y vamos de bar enbar; por lo general acabamos en Sloppy Joe’s. Nos estamosvolviendo inseparables. Albergo la esperanza de que ellosdos siempre sean inseparables. El amor que sienten el unopor el otro ya no me parece extraño. Ya nada resulta fue-ra de lo habitual, excepto la muerte de la que soy testigo.

Veo hombres pálidos y demacrados, cuyos ojos sonventanas a través de las que observo almas atormentadas.El sida es un holocausto que consume esta pequeña isla.Resulta extraño, pero entre los exiliados y los moribundosme encuentro como en casa. Tal vez todos ellos me so-brevivan. Cuando por la noche permanezco despierta

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sobre la cama y escucho el zumbido del ventilador situa-do junto a la ventana, me asedian las imágenes de cómosucederá.

Cada vez que escucho el timbre del teléfono, meacuerdo. Cada vez que oigo los pasos de alguien trasde mí, me doy la vuelta. Por la noche miro dentro delarmario, detrás de las cortinas y debajo de la cama;después, apoyo el respaldo de una silla contra la puerta.

Dios mío, no quiero volver a casa.

Beryl

CAYO OESTE

30 de septiembre

Querido D:

Ayer, en Louie’s, Brent salió al porche para decir-me que había una llamada telefónica para mí. El cora-zón se me aceleró mientras me dirigía al interior, dondepor toda respuesta obtuve las interferencias estáticaspropias de las conferencias de larga distancia antes deque colgaran el auricular.

¡Me sentí morir! Me repito a mí misma que me es-toy volviendo paranoica. De haber sido él, habría dichoalgo, se habría deleitado con mi angustia. Es imposibleque sepa dónde me encuentro, no puede haber seguidomi rastro hasta aquí. Uno de los camareros se llamaStu. Hace poco rompió con un amigo del norte, y des-pués se mudó aquí, a Cayo Oeste. Tal vez fuera su ami-go quien llamara y no lograra establecer la conexión.

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Quizá preguntó por «Straw», en lugar de «Stu», ycuando yo contesté colgó el teléfono. Ojalá no le hu-biera dicho a nadie mi apodo. Soy Beryl. Soy Straw. Es-toy asustada.

No he terminado el libro; el dinero se me está aca-bando. El tiempo ha cambiado. Esta mañana está oscuroy sopla un viento feroz. Me he quedado en mi habitación,porque si intentara trabajar en Louie’s las páginas saldríanvolando hasta acabar en el mar. Las farolas de la callealumbran de forma intermitente. Las palmeras luchancontra el viento, y sus ramas recuerdan a paraguas inver-tidos. Al otro lado de mi ventana el mundo gime como siestuviera herido, y cuando la lluvia golpea el cristal se di-ría que un oscuro ejército hubiera invadido Cayo Oeste ynos encontráramos en estado de sitio.

Tengo que marcharme de aquí pronto. Sentiré nos-talgia de la isla. Añoraré a Walt y a P. J. Con ellos me hesentido protegida, a salvo. No sé qué haré cuando regre-se a Richmond. Tal vez debería mudarme de inmediato;pero no sé adónde ir.

Beryl

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Introduje las cartas de Cayo Oeste en su sobre depapel marrón, cogí un paquete de guantes de látex, lometí en mi maletín médico de color negro y tomé el as-censor que me llevaría al depósito de cadáveres, unaplanta más abajo.

Las baldosas del pasillo estaban húmedas, reciénfregadas; la sala de autopsias se encontraba cerrada conllave y fuera de servicio. En diagonal al ascensor se veíala cámara de refrigeración de acero inoxidable. Cuandoabrí la enorme puerta aislante, me asaltó la habitual ra-cha de aire frío y nauseabundo. Localicé la camilla enel interior sin pararme a leer las etiquetas atadas al de-do gordo de los cadáveres, pues en seguida reconocí elesbelto pie que asomaba bajo una sábana blanca. Yaconocía cada centímetro del cuerpo de Beryl Madison.

Sus ojos azul humo miraban inexpresivos a travésde los párpados rasgados; su rostro se veía flácido y des-trozado por pálidas incisiones abiertas, casi todas en lamejilla izquierda. Tenía el cuello rajado hasta la columnavertebral y los músculos estriados estaban seccionados.En el lado izquierdo del torso y sobre el pecho izquierdohabía nueve puñaladas abiertas como enormes ojales

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rojos, muy cerca unas de otras y en línea vertical casiperfecta. Se habían asestado en rápida sucesión, una de-trás de otra, con tanta fuerza y violencia que en la piel seapreciaban marcas de la empuñadura del arma. Los cor-tes en los antebrazos y las manos variaban de uno a oncecentímetros en longitud. Contando dos en la espalda, yexceptuando las nueve puñaladas y la garganta secciona-da, existían un total de veintisiete incisiones, todas pro-ducidas mientras ella intentaba defenderse del ataque deuna hoja ancha y afilada.

No necesitaría yo fotografías ni diagramas del ca-dáver. Cuando cerraba los ojos veía el rostro de BerylMadison. Podía percibir con espantoso detalle la vio-lencia a la que su cuerpo había sido sometido. El pul-món izquierdo había sido perforado cuatro veces. Lasarterias carótidas estaban prácticamente escindidas ensentido transversal. El arco aórtico, la arteria pulmo-nar, el corazón y el saco pericárdico también mostra-ban daños. Casi con seguridad, para cuando el dementeagresor estuvo a punto de decapitar a Beryl, ésta ya habíafallecido.

Yo me esforzaba por encontrar una explicación. Al-guien la amenaza de muerte. Ella huye a Cayo Oeste.Está aterrorizada a más no poder. No desea morir. Lanoche que regresa a Richmond es asesinada.

«¿Por qué le permitiste entrar en tu casa? ¿Por qué,Dios mío?»

Volví a colocar la sábana y deposité la camilla juntoa la pared posterior de la cámara de refrigeración, allado de los demás cadáveres. Para cuando llegase esamisma hora del día siguiente, el cuerpo sería incinerado

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y sus cenizas partirían rumbo a California. Beryl Madi-son habría cumplido treinta y cuatro años el mes próxi-mo. Al parecer no tenía parientes vivos, a nadie en estemundo, excepto una hermanastra en Fresno. La pesadapuerta se cerró con un zumbido.

El asfalto del aparcamiento situado a espaldas delcentro forense me resultaba cálido y reconfortante bajolos pies. Se podía oler la creosota de los caballetes de lacercana vía férrea, que se caldeaba bajo un sol inusual-mente cálido para la época. Era Halloween.

La puerta que conducía al aparcamiento se encon-traba abierta de par en par, y uno de mis ayudantes deldepósito de cadáveres regaba el cemento con una man-guera. Con actitud bromista, se puso a trazar arcos conel agua, que dejaba caer lo bastante cerca de mí comopara que me salpicara en los tobillos.

—¡Eh, doctora Scarpetta! ¿Es que ahora sigue elhorario de los empleados de banca? —preguntó elevan-do la voz.

Eran poco más de las cuatro y media. Yo apenasabandonaba la oficina antes de las seis.

—¿Quiere que la acerque en coche a algún sitio?—añadió.

—Vienen a buscarme. Gracias —respondí.Yo había nacido en Miami. Conocía la zona don-

de Beryl se había ocultado durante el verano. Al cerrarlos ojos, podía ver los colores de Cayo Oeste. Veía losbrillantes verdes y los azules, así como aquellas pues-tas de sol de colores imposibles que sólo Dios podríahaber creado. Beryl Madison no debería haber vueltoa casa.

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Un flamante Crown Victoria Ltd., reluciente comoel cristal negro, frenó lentamente en el aparcamiento.Yo esperaba el familiar Plymouth destartalado, y me so-bresalté cuando la ventanilla del impecable Ford seabrió con un suave zumbido.

—¿Esperas el autobús, o qué?La pulida superficie del vehículo reflejó como un

espejo mi rostro atónito. El teniente Pete Marino inten-taba aparentar un aire de indiferencia al tiempo que loscerrojos electrónicos se abrían con un firme chasquido.

—Estoy impresionada —dije yo, acomodándomeen el lujoso interior.

—Me lo han dado con la promoción —pisó el ace-lerador con fuerza—. No está mal, ¿eh?

Tras años de modestos caballos de tiro, Marino porfin había conseguido todo un semental.

Al sacar mi paquete de cigarrillos, reparé en unagujero en el salpicadero del coche.

—¿Has estado enchufando tu linterna de juguete o,simplemente, la maquinilla de afeitar?

—¡Mierda! —protestó—. Algún imbécil me robóel mechero. En el taller de lavado. Había tenido el co-che un solo día, ¿puedes creértelo? Lo metí en el túnel.Me distraje un momento; los muy estúpidos habían ro-to la antena con los cepillos y les estaba echando unbuen rapapolvo…

A veces, Marino me recordaba a mi madre.—… no me di cuenta de que faltaba el maldito en-

cendedor hasta más tarde. —Hizo una pausa y se metióla mano en el bolsillo mientras yo registraba mi bolso enbusca de cerillas.

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—Eh, Doc, creía que ibas a dejar de fumar —dijoél con sarcasmo, dejando caer un mechero Bic sobre miregazo.

—Voy a dejarlo —mascullé—. Mañana.

La noche en la que Beryl Madison había sido asesi-nada yo no estaba en casa. Había tenido que soportar unapomposa ópera, seguida por varias copas en un lujosopub inglés en compañía de un honorable juez retiradoque conforme avanzaba la velada iba haciéndose menoshonorable. No llevaba el busca. Incapaz de contactarconmigo, la policía había llamado a Fielding, jefe adjuntodel centro forense, al lugar del crimen. Era la primera vezque yo iba a entrar en la vivienda de la escritora asesinada.

Windsor Farms no era la clase de vecindario dondeuno espera que ocurra un suceso tan terrible. Las casaseran grandes, apartadas de la calle y rodeadas por jardi-nes de diseño impecable. La mayoría de ellas tenía alar-ma de seguridad, y todas contaban con sistema de venti-lación central, por lo que no era necesario abrir lasventanas. El dinero no puede comprar la eternidad; perosí aporta cierto grado de protección. Yo nunca habíatenido un caso de homicidio en aquella zona residencial.

—Está claro que la víctima tenía dinero, le venía dealgún sitio —apunté mientras Marino se paraba ante unaseñal de stop.

Una mujer con el cabello blanco como la nieve quepaseaba con su blanco maltés nos miró de soslayo mien-tras el perro olisqueaba un penacho de hierba, tras locual siguió lo inevitable.

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—Menuda bola de pelusa inútil —farfulló Marino,clavando la vista con desdén en la mujer y el perro, queproseguían su recorrido—. Odio a los chuchos como ése.No paran de ladrar y se hacen pis por todas partes. Si unova a comprar un perro, que al menos tenga buenos dientes.

—Hay quien sólo busca compañía —indiqué yo.—Sí, es verdad —Marino hizo una pausa; entonces,

retomó mi comentario anterior—. Beryl Madison teníadinero, casi todo le venía de familia. Parece que agotótodos sus ahorros, que se fundió la pasta allí, en CayoOeste. Aún estamos organizando sus papeles.

—¿Los había revisado el asesino?—No da esa impresión —respondió Marino—.

Averiguamos que no le iba mal como escritora, en lo quea ganancias se refiere. Parece ser que empleaba variosseudónimos: Adair Wilds, Emily Stratton y Edith Mon-tague —las gafas de sol con cristales de espejo se volvie-ron de nuevo en mi dirección.

Ninguno de los nombres me resultaba familiar, conla excepción del de Stratton.

—Su segundo nombre es Stratton —comenté.—A lo mejor el apodo de Straw, «paja», viene de ahí.—De ahí y de su pelo rubio —señalé yo.El cabello de Beryl era rubio, color miel, con me-

chas doradas por el sol. Ella era pequeña, de rasgos uni-formes y refinados. Tal vez en vida hubiera sido una be-lleza. Era difícil de asegurar. La única fotografía que yohabía visto fue la de su carné de conducir.

—Cuando hablé con su hermanastra —explicabaMarino— averigüé que los más cercanos a Beryl la lla-maban Straw. La persona a la que ella escribió esas cartas

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desde Cayo Oeste, quienquiera que sea, estaba al tanto desu apodo. Ésa es la impresión que tengo —ajustó el es-pejo retrovisor—. Lo que no me imagino es por qué fo-tocopió las cartas. No paro de darle vueltas. A ver, ¿acasoconoces a alguien que haga fotocopias de las cartas per-sonales que escribe?

—Tú mismo has dicho que tenía obsesión por ar-chivar toda clase de pruebas y documentos —le recordé.

—Exacto. Eso también me preocupa. Se suponeque el asesino la ha estado amenazando durante meses.¿Qué hacía él? ¿Qué decía? No lo sabemos, porqueBeryl no grabó sus llamadas ni escribió nada al respecto.La dama hace fotocopias de sus cartas personales, perono lleva un registro cuando alguien amenaza con matarla.Dime si eso tiene sentido.

—No todo el mundo piensa igual que nosotros.—Bueno, algunas personas ni siquiera piensan,

porque están metidas en algo que no quieren que se sepa—argumentó él.

Marino giró el volante al llegar a un camino particu-lar y aparcó frente a la puerta del garaje. La hierba estabademasiado crecida y salpicada de altos dientes de león quese mecían en la brisa. Junto al buzón de la casa había uncartel de SE VENDE. La puerta de entrada, de color gris,aún estaba precintada con cinta amarilla de la policía.

—El coche de la víctima está en el garaje —indicóMarino cuando bajamos de su vehículo—. Un HondaAccord EX de color negro que no está nada mal. Hay al-gunos detalles que podrían resultarte interesantes.

Nos quedamos parados en el camino particular ymiramos a nuestro alrededor. Los sesgados rayos de sol

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me calentaban los hombros y el cuello. El aire era fresco,y el único sonido que se escuchaba era el penetrantezumbido de los insectos de otoño. Hice una lenta yprofunda inspiración. De repente, me sentí muy cansada.

La casa de Beryl era de estilo internacional. Mo-derna y de líneas simples, con fachada horizontal ygrandes ventanas apoyadas en pilares que partían delsuelo, traía a la mente la imagen de un barco con unacubierta inferior abierta. Estaba construida de piedra yde madera teñida de gris, y era la clase de vivienda quepodría construir una pareja joven y con dinero: estan-cias amplias, techos altos, gran cantidad de espacio ca-ro y desperdiciado. Windham Drive era un callejón sinsalida que terminaba en la propiedad de Beryl, lo queexplicaba que nadie hubiera escuchado o visto nadahasta que fue demasiado tarde. La casa estaba rodeada derobles y pinos por dos de los lados, parapetos verdesque separaban a la dueña de sus vecinos más cercanos.En la parte posterior, el patio caía en pronunciada pen-diente hasta un barranco de matorrales y rocas, dondecomenzaba un terreno de bosques que se dilataba hastadonde la vista se perdía.

—Madre mía. Apuesto que tenía hasta ciervos —co-mentó Marino mientras volvíamos sobre nuestros pa-sos—. No está mal, ¿eh? Miras por la ventana y tienes laimpresión de que el mundo entero te pertenece. Conla nieve, las vistas deben de ser impresionantes. Me en-cantaría tener algo así. Enciendes la chimenea en invier-no, te sirves un poco de bourbon y contemplas los bos-ques. Ser rico debe de ser fantástico.

—Sobre todo si vives para disfrutarlo.

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—¡Y que lo digas! —convino él.Las hojas de otoño crujían bajo nuestros pies mientas

rodeábamos el lado oeste de la casa. La puerta principalse encontraba al nivel del patio, y me fijé en la mirilla,que me observaba como un diminuto ojo vacío. Marinolanzó al aire la colilla de su cigarrillo, que fue a caer so-bre el césped; entonces, metió la mano en el bolsillo desus pantalones azulados. Se había quitado la chaqueta yla barriga le desbordaba el cinturón; su camisa blanca demanga corta estaba abierta por el cuello y arrugada alre-dedor de la pistolera que llevaba al hombro.

Sacó una llave atada a una etiqueta amarilla, ymientras le observaba abrir el cerrojo de seguridad mesorprendí una vez más por el tamaño de sus manos.Fuertes y bronceadas, me recordaban a guantes de béis-bol. Marino nunca podría haber sido músico, ni dentista.Rondaba los cincuenta años, tenía escaso pelo de colorgris y un rostro tan estropeado como sus trajes, pero aúnconservaba una presencia suficientemente formidablecomo para impresionar a la mayoría de la gente. Los po-licías fornidos como él no suelen enzarzarse en peleas.Con echarles una ojeada, los delincuentes callejeros seguardan sus fanfarronadas.

Nos detuvimos en el interior del vestíbulo, en unrectángulo iluminado por el sol, y nos enfundamos losguantes. La casa despedía un olor rancio y polvoriento,como si llevara cerrada mucho tiempo. Aunque la Uni-dad de Identificación, o UI, del departamento de policíade Richmond había examinado la escena del crimen enprofundidad, nada se había movido de lugar. Marino mehabía asegurado que la casa tendría exactamente el mismo

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aspecto que cuando el cadáver de Beryl fue encontradodos noches antes. Cerró la puerta y encendió una luz.

—Como ves —su voz resonaba por el eco—, ella tuvoque dejar pasar a ese tipo. No hay señales de acceso violen-to, y el sistema de seguridad tiene una alarma triple contrarobos —Marino dirigió mi atención al panel de botones si-tuado junto a la puerta y añadió—: En este momento seencuentra desactivada, pero estaba en funcionamientocuando llegamos, anunciando a gritos el asesinato. Poreso encontramos el cuerpo tan rápidamente, para empezar.

Marino procedió a recordarme que el homicidio fueen un primer momento conocido gracias al sonido de laalarma. Poco después de las once de la noche, uno de losvecinos de Beryl llamó al 911 después de que la sirenahubiera estado sonando durante casi treinta minutos.Una patrulla respondió al aviso y el agente encontró lapuerta principal abierta de par en par. Minutos más tardepidió refuerzos por radio.

En la sala de estar reinaba el desorden; la mesa baja decristal estaba tumbada de lado. Sobre la alfombra de ori-gen indio había un cenicero de cristal, varios cuencos artdéco, un florero y una serie de revistas. Un sillón de ore-jas de color azul pálido se encontraba patas arriba, y juntoa éste estaba tirado uno de los cojines del sofá de móduloscon tapicería a juego. Sobre la pared blanca, a la izquierdade la puerta, se veían oscuras salpicaduras de sangre seca.

—¿Dispone el sistema de alarma de tiempo de re-tardo? —pregunté.

—Sí. Abres la puerta y la alarma zumba unos quin-ce segundos, el tiempo suficiente para pulsar el códigoantes de que salte la sirena.

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—Entonces, Beryl debió de abrir la puerta, desacti-var la alarma, dejar entrar a la persona y después volver aactivar el sistema mientras el asesino aún se encontrabaallí. De otra forma, nunca habría sonado más tarde,cuando él se marchó. Interesante.

—Sí —repuso Marino—; de lo más interesante.Estábamos en el interior de la sala de estar, al lado

de la mesa baja volcada. Estaba cubierta de polvo. Lasrevistas del suelo eran publicaciones literarias; tambiénhabía periódicos, todos ellos con varios meses de anti-güedad.

—¿Encontrasteis prensa o revistas recientes? —pre-gunté—. Si ella compraba el periódico por los alrede-dores, podría ser un dato importante. Merece la penacomprobar cualquier sitio al que pudiera haber ido des-pués de bajarse del avión.

Noté cómo Marino tensaba los músculos de lamandíbula. Él odiaba las situaciones en las que daba porhecho que yo le indicaba cómo hacer su trabajo.

—Había un par de cosas en su habitación, en el pi-so de arriba, donde estaban sus maletas y su maletín. UnMiami Herald y algo llamado Keynoter, que contiene so-bre todo anuncios de propiedades en venta en los Cayosde Florida. Puede que estuviera pensando en mudarseallí. Las dos publicaciones salieron el lunes. Debió decomprarlas ella misma; a lo mejor en el aeropuerto,cuando regresaba a Richmond.

—Me gustaría saber qué tiene que decir su agenteinmobiliario…

—Nada, no tiene nada que decir —me interrumpióMarino—. No tiene ni idea de dónde estaba Beryl y sólo

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enseñó su casa una vez mientras ella estaba fuera. A unapareja joven. El precio les pareció demasiado alto. Berylpedía trescientos de los grandes por la casa —miró a sualrededor, con rostro impenetrable—. Me imagino queahora se podría conseguir una ganga.

—La noche que llegó, Beryl tomó un taxi a casadesde el aeropuerto —continué yo, persiguiendo los de-talles con obstinación.

Marino sacó un cigarrillo y señaló con él hacia elvestíbulo.

—Encontramos el recibo allí, sobre la mesita quehay junto a puerta. Ya hemos investigado al taxista, un talWoodrow Hunnel. Torpe como un cerrojo. Dijo que es-taba esperando en la parada de taxis del aeropuerto. Ellale llamó. Eran cerca de las ocho y llovía a cántaros. Ladejó aquí, frente a la casa, unos cuarenta minutos mástarde. Dice que llevó dos maletas a la puerta y luego selargó. El trayecto costó veintiséis pavos, propina inclui-da. Una media hora más tarde, estaba de vuelta en el ae-ropuerto recogiendo a otro pasajero.

—¿Estás convencido, o eso es lo que te contó?—Tan convencido como que estoy aquí de pie —Ma-

rino golpeó el cigarrillo sobre sus nudillos y empezó amanosear el filtro con el pulgar—. Comprobamos la his-toria. Hunnel nos dijo la verdad. No le puso la mano enci-ma a la mujer. No tuvo tiempo.

Yo seguí la mirada de Marino hasta las oscuras sal-picaduras cercanas a la puerta. Las ropas del agresor ten-drían que estar manchadas de sangre. No parecía proba-ble que un taxista con ropa ensangrentada se dedicara arecoger pasajeros.

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—No llevaba mucho tiempo en casa —dije yo—.Llegó hacia las nueve, y un vecino llamó para avisar de laalarma a las once. Llevaba sonando una media hora, lo quesignifica que el asesino vino alrededor de las diez y media.

—Sí —coincidió Marino—. Eso es lo más difícil deimaginar. Por lo que se ve en esas cartas, Beryl estabaaterrorizada. Vuelve de incógnito a la ciudad, se encierraen su casa, tiene incluso su pistola sobre la encimera dela cocina (te la enseñaré cuando lleguemos allí). Enton-ces, ¡zas! Suena el timbre. Acto seguido, ella deja entraral asesino y vuelve a accionar la alarma una vez que él haentrado. Tenía que ser alguien a quien conociera.

—Yo no descartaría a un desconocido —objeté—. Situviera aspecto inofensivo, puede que Beryl se hubierafiado, que le hubiera dejado entrar por alguna otra razón.

—¿A esa hora? —los ojos de Marino dejaron de re-correr la habitación y se clavaron en mí—. ¿Acaso vendíasuscripciones a revistas, o quizá bombones helados, a lasdiez de la noche?

Yo no respondí. No sabía qué decir.Nos detuvimos junto a la puerta abierta que condu-

cía al vestíbulo.—Éste es el primer rastro de sangre —dijo Marino,

mirando las salpicaduras secas de la pared—. Justo aquíle asestaron la primera puñalada. Me imagino que inten-taría huir a toda velocidad y él la perseguiría sin dejar deatacarla.

Me vino la imagen de los cortes en el rostro, losbrazos y las manos de Beryl.

—Mi suposición —prosiguió Marino— es que él leclavó el arma en el brazo izquierdo, o en la espalda, o en

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la cara, justo en este lugar. La sangre que manchó la pa-red se proyectó desde la hoja misma. Él ya se la habíaclavado al menos una vez. La hoja estaba empapada desangre, y al moverla de nuevo, los goterones salieron vo-lando y fueron a dar a la pared.

Las manchas, de unos seis milímetros de diáme-tro, formaban una elipse. Cuanto más se apartaban delmarco izquierdo de la puerta, más alargadas aparecían.La extensión total de las gotas abarcaba al menos tresmetros. El asaltante había estado moviendo el brazocon la fuerza de un vigoroso jugador de squash. Lo te-rrible del crimen me produjo una intensa emoción. Nose trataba de furia; era algo peor. «¿Por qué le dejó ellaentrar?»

—Teniendo en cuenta la distribución de las man-chas, puede que el maníaco se encontrara aquí —dijoMarino, colocándose a varios metros de la puerta, unpoco a la izquierda—. Se balancea, la ataca otra vez, ymientras la hoja se clava, la sangre sale por los aires y sal-pica la pared. Como ves, el patrón empieza en este pun-to —señaló con un gesto las salpicaduras más altas, casi ala altura de su cabeza—. Entonces, baja rápidamente, yse para a varios centímetros del suelo —hizo una pausa,y me desafió con la mirada—. Tú examinaste el cadáver.¿Qué opinas? ¿Es el asesino diestro o zurdo?

Los policías siempre quieren conocer esa informa-ción. No importa cuántas veces yo les repita que sólo seríauna suposición. Siguen preguntando.

—No se puede decir por las manchas de sangre —res-pondí, mientras en la boca reseca notaba un sabor a pol-vo—. Depende por completo de cuál fuera su posición en

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ese momento con relación a Beryl. Y en cuanto a las inci-siones del torso, están ligeramente inclinadas de izquierdaa derecha. Eso podría indicar que es zurdo. Pero insisto,depende de dónde se encontrara con relación a su víctima.

»Me resulta interesante que casi todas las heridasque recibió al defenderse estén localizadas en la parte iz-quierda de su cuerpo. Ya sabes, va corriendo. Él la atacapor la izquierda en lugar de por la derecha. Me hace sos-pechar que es zurdo.

»Todo depende de las posiciones respectivas de lavíctima y el agresor —repetí con impaciencia.

—Ya —se limitó a decir Marino—. Todo dependesiempre de otra cosa.

A través de la puerta se veía un suelo de madera. Al-guien había marcado un sendero con tiza para rodear lasgotas de sangre que conducían a unas escaleras situadas aunos tres metros a nuestra izquierda. Beryl había huidopor allí y subido por los escalones. La conmoción y el te-rror que la embargaban eran más fuertes que su dolor. Enla pared izquierda, casi a cada paso, había una mancha desangre marcada por sus dedos heridos, que intentabanmantener el equilibrio del cuerpo y se arrastraban por elpanel de revestimiento.

Había manchas negras en el suelo, en las paredes,en el techo. Beryl había llegado corriendo hasta el finaldel distribuidor de la planta superior, donde quedó aco-rralada momentáneamente. En aquella zona se aprecia-ba una gran cantidad de sangre. La persecución conti-nuó después de que, aparentemente, ella escapara del

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extremo del distribuidor hasta su dormitorio, donde po-dría haber eludido a su agresor al subirse a la cama doblemientras él la rodeaba. En este punto, o bien ella le arro-jó su maletín a él o, lo que es más probable, éste se en-contraba encima de la cama y se desplomó. La policía loencontró sobre la alfombra, abierto y boca abajo, comouna tienda de campaña, con documentos esparcidos a sualrededor, incluidas las fotocopias de las cartas que habíaescrito en Cayo Oeste.

—¿Qué otros papeles se encontraron aquí? —pre-gunté.

—Recibos, un par de guías de turismo, además deun folleto con un plano de calles —respondió Marino—.Te haré copias, si quieres.

—Sí, por favor —repuse yo.—También encontramos un fajo de páginas meca-

nografiadas sobre el tocador, allí —Marino señaló elmueble—. Probablemente lo que estuvo escribiendo enCayo Oeste. En los márgenes aparecen muchas notasgarabateadas en lápiz. No hay impresiones digitales dig-nas de mención; unos cuantos borrones y varias huellasparciales de la víctima.

La cama había sido despojada y el colchón queda-ba al descubierto. El edredón y las sábanas, cubiertosde sangre, se habían enviado al laboratorio. Beryl habíaaminorado la velocidad de sus movimientos, perdiendoel control motor, al sentirse cada vez más débil. Habíaregresado a trompicones al distribuidor, donde se des-plomó sobre una alfombrilla oriental que yo recordabahaber visto en las fotografías del lugar del crimen. Enel suelo había rastros de sangre esparcida y huellas de

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manos. Beryl había llegado gateando hasta la habita-ción de invitados, más allá del baño, y allí fue dondepor fin murió.

—Lo que yo creo —dijo Marino— es que el asesinose divertía persiguiéndola. Podría haberla agarrado ymatado allí abajo, en el cuarto de estar; pero eso habríaarruinado la emoción de la caza. Lo más probable es queel maníaco no dejara de sonreír mientras su víctima sedesangraba, lloraba y suplicaba. Cuando por fin llegaaquí, se derrumba. La fiesta se ha terminado. No haymás diversión. Él la remata.

La habitación de invitados, decorada en un amari-llo tan pálido como el sol de enero, tenía un ambienteinvernal. El suelo de madera mostraba manchas oscurascerca de las camas gemelas, y había marcas y salpicadu-ras negras en la pared blanca. En las fotografías de lapolicía, Beryl se hallaba tumbada sobre la espalda, conlas piernas estiradas, los brazos hacia arriba rodeando lacabeza, la cara girada hacia la ventana cubierta con cor-tinas. Estaba desnuda. Cuando examiné las fotografíaspor vez primera no pude distinguir su aspecto, ni si-quiera el color de su cabello. Todo se veía rojo. Losagentes habían encontrado un par de pantalones caquimanchados de sangre cerca del cadáver. La blusa y la ro-pa interior habían desaparecido.

—El taxista que mencionaste, Hunnel, o como sellame, ¿se acordaba de la ropa que vestía Beryl cuando larecogió en el aeropuerto? —pregunté.

—Estaba oscuro —respondió Marino—. Hunnel noestaba seguro, pero creía recordar que ella llevaba panta-lones y una chaqueta. Sabemos que llevaba pantalones

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cuando fue atacada, los de color caqui que encontramosaquí. Había una chaqueta a juego sobre una silla de sudormitorio. No creo que se cambiara de ropa al llegar acasa; se limitó a arrojar la chaqueta sobre la silla. El asesi-no se marchó con todo lo demás que la víctima llevabapuesto: la blusa y la ropa interior.

—A modo de recuerdo —pensé yo en alto.Marino tenía la vista clavada en el suelo con man-

chas oscuras, donde el cuerpo había sido encontrado.—Tal y como yo lo veo —dijo—, él la tiene aquí en

el suelo, le quita la ropa, la viola o al menos lo intenta.Entonces, la apuñala y prácticamente le secciona la ca-beza. Una maldita lástima lo de su SRPF —añadió, enreferencia al Sistema de Recuperación de Pruebas Físi-cas practicado a la víctima, cuyos frotis eran negativos encuanto a esperma—. Imagino que podemos despedirnosdel ADN del asesino.

—A no ser que parte de la sangre que estamos anali-zando le pertenezca —precisé yo—. De no ser así, tienesrazón. Ya podemos olvidarnos del ADN.

—Tampoco hay cabellos —añadió él.—Ninguno, excepto varios de ella.La casa estaba tan silenciosa que nuestras voces

sonaban enervantemente altas. Dondequiera que yomirase, veía las horribles manchas. Las imágenes mevolvieron a la mente: las cuchilladas, las marcas de laempuñadura, la salvaje herida del cuello que se abríacomo el bostezo de una boca roja. Salí al distribuidor.El polvo me irritaba los pulmones. Me costaba respirar.

—Enséñame dónde se encontró la pistola de Beryl—le pedí a Marino. Cuando aquella noche la policía

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llegó al lugar del crimen, había encontrado la automá-tica .380 de Beryl sobre la encimera de la cocina, cercadel horno microondas. La pistola estaba cargada, con latraba de seguridad en posición cerrada. Las únicas hue-llas parciales que el laboratorio pudo identificar perte-necían a la dueña.

—Beryl tenía una caja de balas en un cajón de sumesilla de noche —explicó Marino—. Es posible quetambién guardase el arma allí. Me figuro que llevó susmaletas al piso de arriba, deshizo el equipaje y echó casitoda la ropa a la cesta del cuarto de baño. Después, colo-có las maletas en el armario del dormitorio. En algúnmomento, sacó la pistola del cajón, señal de que tenía unmiedo de mil demonios. Apuesto que comprobó cada unode los cuartos, arma en mano, antes de bajar las escaleras.

—Eso habría hecho yo —comenté.Marino paseó la vista por la cocina.—De modo que puede que bajase aquí para comer

algo.—Quizá pensara tomar un tentempié, pero no lo

hizo. Su contenido gástrico era de unos cincuenta milili-tros, alrededor de cincuenta gramos, de fluido marrónoscuro. Lo último que comió había sido digerido porcompleto para cuando murió o, mejor dicho, para cuan-do fue asesinada. En caso de estrés o miedo agudos, ladigestión se interrumpe. Si hubiera acabado de comeralgo cuando el agresor la atacó, la comida habría per-manecido en su estómago.

—No hay mucho donde elegir, de todas formas—comentó Marino mientras abría la puerta de la ne-vera, como si fuera un punto importante que resaltar.

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Dentro había un limón medio seco, dos paquetesde mantequilla, un bloque de queso Havarti enmoheci-do, algunos botes de salsa y una botella de tónica. Elcongelador resultaba algo más prometedor, pero nomucho. Contenía varios paquetes de pechugas de po-llo, alimentos precocinados Le Menus y carne de vacapicada. Al parecer, para Beryl el hecho de preparar unacomida no suponía un placer, sino una actividad utilita-ria. En comparación con mi propia cocina, ésta me re-sultaba deprimentemente estéril. En la pálida luz queentraba por las ranuras de los estores grises de diseño,que cubrían la ventana situada sobre el fregadero, seapreciaban motas de polvo. El escurridor y el fregaderoestaban vacíos y secos. Los electrodomésticos parecíanmodernos y apenas sin usar.

—Otra posibilidad es que viniera a beber algo —es-peculó Marino.

—El análisis de alcohol en la sangre ha dado nega-tivo —apunté yo.

—Eso no implica que no pensara en ello.Marino abrió un armario colocado sobre el frega-

dero. No había un solo centímetro libre en las tres bal-das. Estaba atestado de botellas de Jack Daniel’s, Chi-vas Regal, Tanqueray, licores y algo más que llamó miatención. Delante de una botella de coñac de la baldasuperior había una botella de ron haitiano Barban-court, de quince años de antigüedad y tan caro como elwhisky de malta pura.

Lo levanté con una mano enguantada y lo coloquésobre la encimera. Carecía de etiqueta de cuello, y el selloque rodeaba el tapón dorado estaba intacto.

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—No creo que consiguiera esto por aquí cerca —lecomenté a Marino—. Imagino que lo compró en Miami,en Cayo Oeste.

—¿Así que crees que lo trajo de Florida?—Es posible. Está claro que era una gourmet en

cuanto a bebidas alcohólicas de calidad. El Barbancourtes exquisito.

—Supongo que tendré que empezar a llamarte doc-tora gourmet —repuso él con sarcasmo.

La botella de ron no estaba cubierta de polvo, alcontrario que muchas otras a su alrededor.

—Esto podría explicar qué hacía en la cocina —pro-seguí—. Tal vez bajó a este piso para colocar el ron en susitio. Puede que estuviera pensando en tomar una copacuando alguien llegó a su puerta.

—Sí, pero eso no explica por qué dejó la pistolaaquí, sobre la encimera, cuando fue a abrir. Se suponeque estaba aterrada, ¿no? Sigo pensando que esperaba aalguien, que conocía al asesino. Mira, tiene todas estasbotellas caras. ¿Es que se dedicaba a beber en soledad?No tiene sentido. Parece más probable que recibiera agente de vez en cuando, que invitara a algún amigo a sucasa. Maldita sea, puede que fuera ese tal «D» al que es-tuvo escribiendo desde Cayo Oeste. A lo mejor era aquien esperaba la noche que la rajaron.

—¿Acaso crees que «D» podría ser el asesino? —pre-gunté yo.

—¿Y tú no?Marino se estaba poniendo agresivo, y el modo en

el que jugueteaba con el cigarrillo sin encender empeza-ba a atacarme los nervios.

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—Yo contemplaría cualquier posibilidad —repu-se—. Por ejemplo, la de que no estuviese esperando anadie. Estaba en la cocina guardando la botella de ron yquizá pensando en servirse una copa. Estaba inquieta,tenía la pistola automática cerca, sobre la encimera. Sesobresaltó cuando sonó el timbre o alguien empezó a lla-mar a la puerta con los nudillos…

—De acuerdo —interrumpió—. Está alarmada,nerviosa. Entonces, ¿por qué deja el arma aquí, en la co-cina, cuando va a abrir la dichosa puerta?

—¿Sabes si practicaba?—¿Que si practicaba? —preguntó Marino mientras

nuestras miradas se encontraban—. ¿A qué te refieres?—Al tiro.—Joder… No lo sé…—Si no lo hacía, el hecho de coger el arma no fue

un reflejo natural, sino una decisión consciente. Mu-chas mujeres llevan en el bolso pulverizadores de defen-sa Mace. Las asaltan, pero el pulverizador no les viene ala mente hasta después de la agresión, porque el hechode defenderse no es para ellas un acto reflejo instintivo.

—No sé…Yo sí que sabía. Tenía un Ruger del calibre .38 car-

gado con Silvertips, una de las balas más destructivas quese pueden encontrar. La única razón por la que se meocurriría armarme con la pistola era que yo practicabacon ella, la llevaba varias veces al mes a la galería de tiroque había en mi edificio. Cuando estaba en casa sola, mesentía más cómoda con el revólver que sin él.

Había algo más. Pensé en el cuarto de estar, en losutensilios de chimenea colocados pulcramente en el

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pedestal de bronce colocado junto al hogar. Beryl habíaforcejeado con su agresor en aquella habitación y no sele ocurrió armarse con el atizador o el badil. No teníael reflejo de defenderse. Su único acto instintivo era sa-lir huyendo, ya fuera escaleras arriba o hacia Cayo Oeste.

—Puede que la pistola le resultara un objeto extraño—le expliqué a Marino—. Suena el timbre de la puerta.Ella está nerviosa, confundida. Va al cuarto de estar y seasoma por la mirilla. Confía en la persona, quienquieraque sea, lo suficiente como para abrir la puerta. Ha olvi-dado la pistola por completo.

—O quizá estaba esperando la visita —insistióMarino.

—Es perfectamente posible. Siempre que alguiensupiera que Beryl había regresado a la ciudad.

—De modo que puede que él lo supiera —concluyóMarino.

—Y quizá él sea «D» —le dije lo que deseaba oírmientras yo colocaba en la balda la botella de ron.

—¡Bingo! Ahora tiene más sentido, ¿no es así?Cerré la puerta del armario.—Estuvo sometida a amenazas, aterrorizada duran-

te meses. Me cuesta creer que se tratara de un amigo ín-timo y que Beryl no tuviera la menor sospecha.

Marino mostraba un gesto contrariado cuando mi-ró el reloj y sacó otra llave de un bolsillo. No tenía nin-gún sentido que ella hubiera abierto la puerta a un des-conocido. Pero tenía menos sentido aún el hecho de quealguien en quien Beryl confiara pudiera haberla atacadode tal forma. «¿Por qué le permitió entrar?» La pregun-ta no dejaba de asaltarme.

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Un pasadizo cubierto unía la casa con el garaje. Elsol se había ocultado tras los árboles.

—Te lo digo directamente —dijo Marino al tiempoque abría la puerta con la llave—. Entré aquí por prime-ra vez justo antes de llamarte. Podría haber derribado lapuerta la noche del asesinato, pero no le encontré senti-do —Marino encogió sus enormes hombros como paraasegurarse de que yo entendiera que realmente era capazde abatir una puerta, un árbol, o un contenedor para es-combros si se sintiera inclinado a ello—. Beryl no habíaestado aquí dentro desde que se marchó a Florida. Tarda-mos un buen rato en encontrar la puñetera llave.

Era el único garaje revestido con paneles de maderaque yo había visto jamás, y el suelo estaba embaldosadocon preciosa cerámica italiana de color rojo cuyo diseñoimitaba la piel de serpiente.

—¿Crees que esto se construyó con la intención deque fuera un garaje? —pregunté.

—Tiene una puerta de garaje, ¿no es verdad? —Ma-rino estaba sacando del bolsillo varias llaves más—.No está mal para resguardarse de la lluvia, ¿eh?

La estancia estaba falta de ventilación y olía a polvo,pero se encontraba en perfecto orden. Con la excepciónde un rastrillo y una escoba apoyados en una esquina, nohabía señal alguna de las habituales herramientas, corta-doras de césped, u otros bártulos que uno esperaría en-contrar. El garaje parecía más bien una sala de exhibi-ción y venta de automóviles. El Honda negro estabaaparcado en el centro del suelo embaldosado. El cochese veía tan limpio y brillante que podría haber pasadopor nuevo, sin estrenar.

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Marino abrió con llave la puerta del conductor.—Venga. Es todo tuyo —me dijo.Durante unos momentos me recosté sobre el asien-

to de suave piel color marfil y miré a través del parabri-sas a la pared forrada de madera.

Marino dio un paso atrás para alejarse del coche yañadió:

—Quédate ahí sentada. Siéntelo, observa el inte-rior, dime qué te viene a la mente.

—¿Quieres que lo arranque?Marino me entregó la llave.—Entonces, abre la puerta del garaje para que no

nos asfixiemos —añadí.Él frunció el ceño y miró a su alrededor; encontró

el botón correspondiente y abrió la puerta.El coche arrancó a la primera, el motor bajó varios

octavos y ronroneó suavemente. La radio y el aireacondicionado estaban encendidos. El depósito de ga-solina estaba a un cuarto de capacidad, el cuentakilóme-tros marcaba poco más de diez mil, el techo corredizose encontraba a medio abrir. En el salpicadero había unticket de tintorería fechado el once de julio, un jueves,cuando Beryl llevó una falda y un traje de chaqueta,prendas que, obviamente, nunca recogió. Sobre el asientodel copiloto descansaba un ticket de la tienda de comesti-bles con fecha del doce de julio, a las once menos veintede la mañana, cuando ella compró una lechuga, tomates,pepinos, carne picada, queso, zumo de naranja y un pa-quete de caramelos de menta. El total ascendía a nuevedólares y trece centavos y Beryl pagó al encargado con unbillete de diez.

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Junto al ticket había un sobre blanco delgado, vacío,de los que entregan en los bancos. Al lado de éste, unafunda de gafas de sol Ray Ban, de piel granulada y tam-bién vacía.

En el asiento trasero vi una raqueta de tenis Wim-bledon, así como una toalla blanca y arrugada que alcan-cé estirando el brazo por encima de mi asiento. Estam-padas en pequeñas letras azules sobre el borde de rizo seencontraban las palabras WESTWOOD RACQUET CLUB,las mismas que yo había visto impresas en una bolsa rojade vinilo en la planta de arriba, en el armario de Beryl.

Marino había reservado su puesta en escena para elfinal. Yo sabía que él ya había visto todos aquellos obje-tos y deseaba que yo los viera in situ. No aportaban prue-bas. El asesino no entró al garaje. Marino me estaba po-niendo un cebo. Llevaba haciéndolo desde el instante enque pusimos pie en aquella casa. Era una costumbre su-ya que me irritaba a más no poder.

Apagando el motor, salí del coche y la puerta secerró con un sonido sólido y amortiguado.

Marino me miró de forma inquisitiva.—Un par de preguntas —dije yo.—Dispara.—Westwood es un club de tenis exclusivo. ¿Era

Beryl socia del club?Él asintió con un gesto.—¿Comprobaste cuándo reservó pista por última

vez?—Viernes, doce de julio, a las nueve de la mañana.

Tenía clase con un profesor. Tomaba clases una vez porsemana, eso era todo lo que practicaba.

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—Según recuerdo, Beryl salió en avión de Rich-mond a primera hora, el sábado por la mañana, el tre-ce de julio, y llegó a Miami poco después del mediodía.

Marino volvió a asentir en silencio.De modo que dio su clase de tenis, y acto seguido se

fue a la tienda de comestibles. A continuación, puedeque fuera al banco. En cualquier caso, en algún momen-to después de hacer sus compras, tomó la decisión de sa-lir de la ciudad. Si hubiera sabido que iba a marcharse aldía siguiente, no se habría preocupado de ir a comprarcomida. No tenía tiempo para consumir todo lo que ha-bía comprado, y no dejó la comida en la nevera. Pareceser que lo tiró todo excepto la carne picada, el queso y,posiblemente, los caramelos de menta.

—Suena razonable —repuso Marino con voz inex-presiva.

—Olvidó la funda de gafas y otros objetos sobreel asiento —continué—. Además, dejó encendidos elaire acondicionado y la radio. El techo corredizo que-dó abierto parcialmente. Parece como si hubiera metidoel coche en el garaje, y después de apagar el motor, hu-biese entrado a la casa a toda velocidad, con las gafas desol puestas. Me hace preguntarme si sucedió algo mien-tras ella estaba fuera, mientras volvía a casa después de laclase de tenis y de hacer los recados…

—Sí. Estoy convencido de que algo pasó. Da unavuelta alrededor del coche, echa una ojeada al otro lado,en concreto a la puerta del copiloto.

Obedecí.Lo que descubrí hizo que mis pensamientos se dis-

persasen como canicas. Grabado con un objeto punzante

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sobre la brillante pintura negra, justo debajo de la mani-lla, se veía el nombre de Beryl rodeado por un corazón.

—Pone la carne de gallina, ¿a que sí? —dijo Marino.—Si el asesino hizo esto mientras el coche estaba

aparcado a las puertas del club o de la tienda de co-mestibles —razoné yo—, alguien tendría que haberlovisto.

—Eso es. Por lo que tal vez lo hizo más tarde —Ma-rino hizo una pausa, y examinó la inscripción de formacasual—. ¿Cuándo miraste por última vez la puerta delcopiloto de tu coche?

Podrían haber pasado días. Tal vez una semana.—Beryl fue a comprar comida —por fin, Marino

encendió el dichoso cigarrillo—. No compró gran cosa—dio una calada ávida y profunda—. Y posiblementetodo cabía en una sola bolsa, ¿estás de acuerdo? Cuan-do mi mujer compra sólo una o dos bolsas, siempre lascoloca en la parte de delante, sobre la alfombrilla, a ve-ces en el asiento. Así que tal vez Beryl se dirigió a lapuerta del copiloto para colocar la compra dentro delcoche. Fue entonces cuando se fijó en la inscripciónmarcada sobre la pintura. Tal vez ella supiera que te-nían que haberla hecho ese mismo día. O tal vez no. Daigual. El caso es que se lleva un susto de muerte, ya noaguanta más. Vuelve a casa, o quizá acude al banco apor dinero en efectivo. Reserva billete para el primervuelo que sale de Richmond y huye a Florida.

Seguí a Marino fuera del garaje y de regreso a sucoche. La noche caía a toda velocidad, y el aire se nota-ba gélido. Arrancó el motor mientras yo miraba en si-lencio la casa de Beryl por la ventanilla. Los pronunciados

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ángulos de la vivienda se suavizaban bajo las sombras;las ventanas se veían oscuras. De repente, las luces delporche y del cuarto de estar se encendieron.

—¡Vaya! —masculló Marino—. Eso sí que es bueno.—Un temporizador —expliqué yo.—Estás de broma.

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