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J O S E F I N A P L A Española de América, como frecuen-

el 9 de noviembre de 1903 en la Isla de Lobos (Fuertevenlura. Islas Canarias-España). En 1908 la familia abandona derinilivamenie las islas para establecerse en la Península, donde transcurrirá parte de su niñez yde su adolescencia. En Villajoyosa. Alicante, pasando unas vacaciones familiares, conoce al ceramista paraguayo Andrés Campos Cervera. Julián de la Herrería (1887-19.17). Tras una breve boda por poderes, celebrada en Almería. Josefina Plá llega a Paraguay en 1927. A partir de este momento adopta como patria de su "destino" a este país y a él le dedicará toda su vida. Casi no hay un sector de la cultura en el que no haya incursionado. Su prolífica labor creativa abarca el teatro, la narrativa, la poesía, las artes plásticas, el periodismo escrito y radiofónico, la crítica de arte, la investigación histórica, el ensayo, la enseñan/a. la creación de centros artísticos y cenáculos literarios.... en dctuiiliva. no puede entenderse la cultura paraguaya contemporánea si no hacemos hincapié en la figura y obra de esta escritora. Josefina Plá muere el 11 de enero de 1999 en Asunción. Con ella se cierra un siglo y se abre un camino a la esperan/a. Aquella que nos dice que la autora seguirá viviendo en todas y cada una de sus creaciones. .Su producción narrativa incluye una novela. Alguien niiicrc en San Oiiojiv de Cuaninü (1984) y los libros de cuentos Ui numo^ en la tierra 19fi.3). El espejo y el canasto (1981). /,(/ pierna de Severina (198.'^) y /.(( mural la rabada (1989). Tan solo un volumen corresponde a cuentos infantiles Maravdlas de mías villas (1988).

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Josefina Plá

L o s ANIMALES BLANCOS Y

OTROS CUENTOS

(CON UN PREFACIO DE AUGUSTO ROA BASTOS)

Edición, introducción, notas y bibliografía de Ángeles Mateo del Pirto

*„•»

H' Copia J^JiHlM

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L O M PALABRA DE LA LENGUA YÁMANA QUE SIGNIFICA SOL

@ De la edición, introducción, notas y bibliografía. Angeles Mateo dd Pino

0 De los cuoitos, heredero de Josefina Pl l © LOM Edidumes, Primera Edición, abril de 20Q2

I.S.B.N: 956-282-422-5

Motivo de la cubierta: Xos dragones de colorines" de Amanda Josefina Gringa Mateo.

Disefio, Conqiosición y Diagramación: Editorial LOM Concha y Toro 23, Santiago Fono: 688 52 73 Fax: 696 63 88 web: www.lom£l e-mail: [email protected]

Imixiego en los talleres de LOM Maturana 9, Santiago Fbno: 67222 36Fax: 6730915 - i;

Bn Bumos Aires Eáitons bidept^l^imti (EDIN) Baldomcro Fernández Moreno 1 ^ Fono: 5411-44322840

Impreso en Santiago de Gúle.

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A Josefina Plá, porque tras sus sombras hallé la estela de mis sueños.

Para Amanda y Leandro, mis cuentos más mágicos, mis fantasías más reales.

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Introducción

De Canarias al corazón de América

Josefina Plá, española de América como frecuente­mente la califica la crítica, nació el 9 de noviembre de 1903 en la Isla de Lobos (Fuerteventura, Islas Canarias-España). El destino quiso que su padre, un torrero de faros procedente de Alicante, fuese destinado a Canarias y que Josefina Plá viese la luz por primera vez en esta isla, "ve­rruga en el mar de la epopeya"^, como poéticamente la ha denominado la propia autora.

Son, por tanto, los primeros años de ii\f ancia los que vinculan a Josefina Plá con el espacio canario, pues en 1908 la familia abandona definitivamente las islas para estable­cerse en la Península -Guipúzcoa, Almería, Murcia, Alicante, Valencia...-, donde transcurrirá parte de su ni­ñez y de su adolescencia.

De esta manera, Canarias deviene, con el paso del tiempo, imagen creada y recreada a través de retazos que se van fvmdiendo en la memoria. Por un lado, el recuer­do indeleble de la niña en el que se adivina la huella intacta del paisaje isleño:

"Un par de camellos, terror de esa párvula; unas plemtas de hojitas como dedos de ángeles, de diversos colores; un toro, invisible monstruo furioso del cual huía­mos mi madre y yo a través de un campo sembrado cuyas plantas eran más altas que yo..."^.

Por otro lado, las imágenes que le dibujaron "aje­nos labios nostálgicos":

' PLA, JOSEFINA, "Si puede llamarse prólogo", en Latido y tortura. Selec­ción poética. JOSEFINA PLA, Servicio de Publicaciones del Exctno. Cabildo Insíilar de Fuerteventura, Puerto del Rosario, 1995, pág. 25. Edición, selección, introducción y notas de ÁNGELES MATEO DEL PINO.

^ PLA, JOSEFINA, ífcíiiem.

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"Como la de la tormenta que fue orquesta en el nacimiento, o la del charco con los pececillos 'impesca-bles' que pasó, con el tiempo, a ser para mí el símbolo del ser, perseguido y constantemente fugitivo en la poe-

Por último, algunas estampas que le ofrecieron los libros:

"Los valles, paraísos de la fertilidad; las rocas como hongos telúricos moldeados por el fuego y el viento; el volcán señorial superviviente... De la historia de estas is­las, la primera noticia, fabulada, la tuve a través de Calderón"*.

Y aunque Josefiria Plá abandona definitivamente las islas y no regresa a ellas, salvo la recalada brevísima que hacían los barcos transatlánticos en su viaje del Plata a Espafla -"si ver a distancia es ver"^-, nuestra autora se atreve a afirmar: "Nunca olvidé que era caiuiria y, para más, majorera"*.

Pero en la Península el destino le acechaba con vma nueva sorpresa. En Vülajoyosa -Alicante-, pasando imas vacaciones familiares, conoce al ceramista paraguayo Andrés Campos Cervera -Julián de la Herrería (1887-1937)- y Cupido hará el resto.

"Casi inmediatamente cometí otro disparate: me eiiamoré. La casa retumbó de truenos premonitorios. El novio sin embargo, tras seis días de cortejo se ausentó rumbo al Paraguay nada menos; y mi padre, olvidándo­se de sus éxitos históricos ante el prodigio de las Misiones Jesuíticas, predijo el receso y evaporación del malhada­do doncel. Sin embargo, veinte meses más tarde me llegó la petición de mano, aquello fue trágico. No sé cómo mis padres cortsintieron. Supcmgo que llegaron a la conclusión de que el hombre que había sido capaz de permanecer

PLA, JOSEFINA, ibídem. PLA, JOSEFINA, ibídem. JOSEFINA PLA hace i3e£eienda a cuatro viajes que realiza en los aflos 1929,1934,1^5 y 1970. Aunque pasó por Cananas no llegó a pisar sudo. PLA, JOSEFINA, ibUem. Bl término majorerp hace referencia al habitante de la isla de Fuerteventura, antiguamente denominada Maxorata.

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fiel, rodeado de todos los hechizos tropicales, era capaz detodo"^

Tras ima breve boda por poderes, celebrada en Al­mería, Josefina Plá llega a Paraguay en 1927*. A partir de este momento adopta como patria de su "destino" a este país y a él le dedicará toda su vida, con pasión, con fervor. Al hacer im balance de este hecho, la propia autora dirá:

"Me vi abocada, sin buscarlo ni pretenderlo -fe­menino Colón en microscópica miniatura- a descubrir por mi cuenta y riesgo y en compañía, 'otro mundo al otro lado del mar'.

Y crucé el océano, como Colón, con ese sueño a cues­tas. Sueño grande como puede serlo una tierra nueva para ima mujer; sueño identificado con el de un mvindo de amor inagotable. Ahora bien, avmque este país nuevo figurase en los mapas y tuviese nombre e historia, para mí era ám­bito desconocido: existía, pero yo debía descubrirlo. Era yo muy joven, y mi predisposición a las aventuras, imagina­rias o reales, se exacerbó en presencia de una tierra con rezagos paradisíacos. La llamada colonia le había labrado

7 PLA, JOSEFINA, " Autosemblanza escrita a pedido de un periodista ex­tranjero", enero de 1968. Recogida por BORDOLI DOLCI, RAMÓN, La problemática del tiempo y la soledad en la obra de Josefina Plá (Facsímil de Tesis Doctoral), Universidad Complutense de Madrid, 1984, pág. 517. Algimos autores, como MIGUEL ÁNGEL FERNÁNDEZ, dan como fecha de llegada al país el año de 1926, probablemente llevados por el hecho de que en este mismo año la revista paraguaya Juventud pu­blica algunos cuentos de JOSEFINA PLÁ, tales como "El arbolito" Juventud, n" 69,28 de febrero de 1926) y "La sombra del maestro" Juventud, n° 70,15 de marzo de 1926). Vid. FERNÁNDEZ, MIGUEL ÁN­GEL, "Introducción", en JOSEFINA PLÁ. Cuentos completos, Ed. El Lector, Asunción, 1996, pág. 7. Por otro lado, esta hipótesis parece reforzar­se si atendemos también a las palabras de Francisco Pérez Maricevich quien establece que Josefina Plá, entre otros novicios, "conforman el cuerpo de narradores de Juventud", máxime cuando esta revista solo se publicó entre 1923 y 1926. Vid. PÉREZ MARICEVICH, FRANCISCO, "El cuento paraguayo", en Diccionario de la Literatura Paraguaya (I parte). Biblioteca Colorados Contemporáneos, Asunción, 1983, pág. 198: Sin embargo, nuestra autora señala que se casa por poderes, en Almería, el 17 de diciembre de 1926, embarca rumbo a Paraguay el 6 de enero y pisa tierra americana el día 1 de febrero de 1927. Vid. PLÁ, JOSEFINA, E espíritu del fuego. Biogntfía de Julián de la Herrería, Imprenta Alborada, Asunción, 1977, pág. 95.

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perfil étnico y tradiciones de una magia ingenua; su inde­pendencia no costó una sola vida, pero una inverosímil guerra entre hermanos le costó las tres quintas partes de su población. Tenía -si tiene- el lugar del corazón en el mapa de América del Sur, y yo sentí ese corazón latir fuer­temente, hamacado entre sueños épicos y realidades ingenuamente líricas, al unísono del mío.

Un proverbio antiguo dice que quien ama la flor ama las hojas del alrededor. El hombre que yo amaba era paraguayo, y yo amé el país cuya identidad parecía tras­vasarme a sorbos su voz y su mirada'".

Una vez establecida en Asunción, Josefina Plá co­mienza una labor culhiral sin parangón. Aun cuando, en pnmera instancia, se adentra junto a su marido en el arte de la cerámica, pronto surgirá su verdadera vocación, la literaria. Se interesa por las actividades teatrales; forma parte de la directiva de la Sociedad de Autores locales; desempeña la función de redactora en periódicos; corres­ponsal de revistas argentinas; locutora cultural en la radio; realiza exposiciones....

El trabajo que lleva a cabo en Asunción junto al marido solo se verá interrumpido en dos ocasiones por los viajes que ambos realizan a España. Una primera es­tancia, entre 1929-1932, alegre, porque supone el reencuentro con la familia. Una segunda, 1934-1938, fatí­dica, porque conlleva la muerte del esposo -"Son las once y media del domingo 11 de juÜo de 1937. Un domingo espléndido de sol"'".

Tras diversas vicisitudes, entre ellas el ser confina­da en Clorinda (Argentina)", Josefina Plá regresa sola a Paraguay en 1938. Si, como comentábamos anteriormen­te, el trabajo de nuestra autora había sido prolífico en los años anteriores, a partir de este momento emprende, de manera frenética, vota inmensa labor de renovación ar­tística y literaria.

' PLÁ, JOSBHNA, "a puede llamarse prólogo", en op. cU., págs. 25-26. " PLA, JCSBHNA, El espíritu dd fuego, en op. dt, pág. 148. " A su vuelta a Paraguay el gobierno detersiina confinarla en aorin-

da, suponiendo hzos de la artista ccm la República española. JOSEFINA PLA apela a SUS credoidales de corresponsal y periodista y, poco después, letoma a Asunción.

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Sería imposible, por lo inabarcable, tratar de hacer vin recuento en estas págiiuis de cada \xna de las obras que debemos a Josefina Plá. Casi no hay un sector de la cultura en el que nuestra escritora no haya incursionado: "he co­metido todos los pecados que se puedan cometer con las palabras"". Porque esta autora ha tenido la enorme capa­cidad de saber compaginar creación, investigación y enseñanza, asumiendo todo ello como compromiso vital:

"Amaba también el trabajo intenso y absorbente, y para él encontré cauce; y he trabajado durante más de 65 años, sin esperar rú pedir otra cosa que la alegría de las potencias retozando en el trabajo. No le faltó varie­dad a esa labor. Me ocuparon, por épocas y tumos, la literatura como la plástica. Hice periodismo escrito y ra­dial; escribí e inculqué teatro; hice y enseñé cerámica; tomé parte en cuanto movimiento constructivo en plásti­ca o literatura tuvimos en el país en esos años y, hasta hace poco, escarmené largamente archivos para sacar a la luz algo de lo mucho que se había hecho y se había olvidado... solo la poesía fue fragua constante, más o menos urgente según las épocas, pero activa siempre"".

De esta manera, con denuedo y sin descanso, Jose­fina Plá ha trabajado en pro de la cultura paraguaya durante más de siete décadas. Si alguna vez conoció la fatiga, ésta, sin lugar a dudas, no coartó su titánica labor. Y aunque, en alguna ocasión, se definió como una crea­dora de carácter cíclico, que elige, según las temporadas, diferentes vertientes para expresarse, sean estas la cerá­mica, la poesía, la narrativa..., nunca cejó en su empeño de conocer y dar a conocer a otros su instinto creativo. Tal es lo que se desprende de sus palabras:

"Podría decirse que tengo fases como la lima, sin por eso ser más limática que cualquier otro escritor que se respete. Porque creo en realidad que en todo escritor se da esa tendencia cíclica: el que menos tiene dos fases:

'* PLA, JOSEFINA, Carta personal dirigida a ÁNGELES MATEO DEL PINO, Asunción, abril de 1989.

" PLA, JOSEUNA, "Si puede llanvarse prólogo", en op. cit., pág. 26

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la activa y la del dolcefar niente. Yo, ésta, por desgracia para mí y para otros, no la conocí nunca"".

Por todo ello, debemos concluir que no puede en­tenderse la cultura paraguaya contemporánea si no hacemos hincapié en la figura y obra de Josefina Plá. En­tendiendo por cultura el ejercicio de las facultades intelectuales y artísticas que, como en su caso, se mani­fiesta en una extensa y compleja obra que abarca el teatro, la narrativa, la poesía, las artes plásticas, el periodismo escrito y radiofónico, la crítica de arte, la investigación histórica, el ensayo, la enseñanza, la creación de centiros artísticos y cenáculos literarios... A propósito, el crítico paraguayo Francisco Pérez Maricevich nos plantea que si alguien quisiese eliminar de la historia paraguaya el nombre de nuestra autora, esto es lo que ocurriría:

"Una de dos: o deleb^eará una fantástica e incohe­rente fabulación, o no enconhrará modo de armar el rompecabezas, hallándose por doquier con hilos sueltos pero sin jamás dar con la punta del ovillo. Entonces no tendrá más alternativa -en caso de que prosiga con su in­tento- que inventar al personaje. Inevitablemente, este asumirá el papel de Josefina Plá, aunque nuestro imagina­tivo historiador le conceda graciosamente otro nombre"".

Josefina Plá muere el 11 de enero de 1999 en Asun­ción, "ya su frío no es de este mundo y de esta came"i*. Con ella se cierra un siglo y se abre un camino a la espe­ranza. Aquella que nos dice que la autora seguirá viviendo en todas y cada una de sus obras. Desde la Isla de Lobos hasta Asvmción tremola ui\a bandera que dice "Para Siem­pre". Si por ella supimos que se pueden cambiar sueños por sombras, por ella hemos sabido que, a veces, siguien­do las sombras hallaremos la estela de los sueños.

" PLA, JOSEFINA, 'Talabras de la autora", en El espejo y el canasto, Edi-dones Napa (n" 5), A8und<ta, 1981, pág. 10.

" PÉREZ MARICEVICH, FRANCISCO, "Comentario", en El espejo y el canasto, op. dt., pág, 5.

" Palabras cmilasqueJosEnNAPU refirió la muerte de ANDRÉS CAMPOS CERVERA -JUUAÑ DE LA HERRERÍA-. Vid. PU, Joseflna, El espíritu del fue­go, etiop.tíí.,ipá^\4S.

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Tramando historias

La obra narrativa de Josefina Plá resulta ser menos conocida y difundida si la comparamos con otras parcelas de su creación literaria, sobre todo con la poesía. Sin em­bargo, no por ello debe considerarse vma producción menor. Al contrario, como ya hemos afirmado en anterio­res ocasiones, la calidad literaria y el valor histórico de sus cuentos le aseguran un lugar destacado en el panorama de las letras^''. Como señala el poeta chileno Javier Bello, alguinos de sus relatos "deberían figurar en cualquier an­tología fundamental del cuento latinoamericano contemporáneo"^*. O bien, subraya y añade el escritor cu­bano Manuel Díaz Martínez, el nombre de Josefina Plá se debe incluir "en la lista donde destacan los de sus contem­poráneos Rómulo Gallegos, José Eustasio Rivera, Jorge Icaza, Baldomero Lillo, Mariano Azuela, Jorge Amado y Augusto Roa Bastos, entre otros con tanto talento como ella pero con mejor fortuna"".

En total Josefina Plá publicó una novela^ -Alguien muere en San Onofre de Cuarumí (1984)- y varios volúme­nes de cuentos -La mano en la tierra (1963), El espejo y el canasto (1981), La pierna de Severina (1983) y La muralla robada

" Véase la "Introducción" a JOSEFINA PLA. Sueños para contar. Cuentos para soñar, Servicio de Publicaciones del Excmo. Cabildo Insular de Fuerteventura, Puerto del Rosario, 2000, págs. 11-36. En esta intro­ducción incluimos un estudio más detíülado y exhaustivo de la narrativa de JOSEFINA PLA, en general, y de sus cuentos, en particular.

" BELLO, JAVIER, "A propósito de Sueños y de Cuentos: JOSEFINA PLA", en Tebeto, n° XIV. Anuario del Archivo Histórico Insular de Fuerteven-tura. Servicio de Publicaciones del Excmo. Cabildo Insular de Fuerteventura, Puerto del Rosario, 2001 (en prensa).

" DfAz MARTÍNEZ, MANUEL, "Sueños y cuentos de JOSEFINA PLA" (Rese­ña), en Revista de literatura Hispáiüca Inti, N°54, Providence, Rhode Island (U.S.A.), Spring 2002.

^ Esta obra fue escrita en colaboración con ÁNGEL PÉREZ PARDELLA. JOSEFINA PLA considera que más que de una novela se trata de un relato configurado en una serie de episodios. De tal manera señala que "si la novela es intriga, argumento,.deseiüace no previsto, las páginas que siguen no podrán nvmca llamarse novela. Son solo una narración sin otra lógica que la asociación de recuerdos en los acto­res de un pasado". Vid. PLA, JOSEFINA, "Preámbulo", en Alguien muere en San Onofre de Cuarumí, Ed. Zenda, Asunción, 1984, pág. 8.

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(1989) -. Tan solo im volumen corresponde a cuentos infan­tiles -Maravillas de unas villas (1988)-^.

Aunque, en general, han sido escasos los relatos que han visto la luz, ya sean en volumen bajo única autoría de nuestra escritora o bien en antologías en las que compar­ten edición junto a otros narradores, ima parte de ellos se ha dado a conocer en diversas medios de comimicación, sean estos revistas, periódicos, semanarios o programas de radio. En este sentido cabe citar, entre otras, las revistas paraguayas Juventud, Alcor, Guaran o la del PEN Club. Re­vistas internacionales como Américas, Europas y otras. Los diarios locales El Orden, La Tribuna, ABC y ABC Color, su­plemento cultural de este último periódico, o La Nación de Buenos Aires y el semanario Comunidad. En cuanto a las ondas, algunos de sus cuentos infantiles fueron leídos en 'Radio La Capital', 'Radio Uvieres' y 'Radio Nacional', en programas como Cuentos de ayer y de hoy o El abuetito. A propósito, Ramón Bordoli Dold apunta lo siguiente:

"En 1947 por ausencia del titular, el 'Grupo Norte­americano' de Asunción la designó encargada de la serie radial 'Cuentos de ayer y de h o / que se transmitía de lunes a viernes por ZR9 Radio el Orden. En ese espacio Josefina Plá desarrolló, hasta 1951, una programación que no con­sistía en crear cuentos sino en recrear los ya existentes y que pertenetían a los tiempos y las geografías más variados. En 1949, y dwante dos años, se hace cargo de la serie radiofó­nica titulada ISi dnielito', en la cual un abuelo dialogaba con su nieto de edad escolar explicándole todo lo que en el mundo acontece: cómo se formó la órbita de los planetas; por qué el agua del jabón soplada produce pompas; el por^ qué de los edips^, etc."".

" Todas las obras han sido editadas en Asunción -Paraguay- por edi­toriales locales. No hemos citado aquí ni la Editorial ni el lugar de publiiadán porque la referencia completa se ofrece en la bibliogra­fía que se adjunta a esta edidóiL

^ BoRDou Doun, RAMÓN, 'Tntnxiucd6n", en /osBm>i PU. Qmto y Cuen­to, Arca Edttoria], Montevideo, 1993, pá^. 34. Intnjducdón y antología de RAMÓN BOROOU DOLO. En documeittadán cedida por la propia JO­SEFINA PLA -Ftcfat bío-hib¡iogr0ai (úmtíiMh figura que su actividad tí» la radio se mida ccm carácter intensivo y continutí en 1943, con varias audiciones lasta un total de trece- del G r t ^ Norteamerica­no de AscoKión. Aun cuamio la ma3nnte de estas desaparecen en 1946, queda una audid^ diaria, 'Cueitios de ayer y de hoy' (1943-1950).

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Si la no publicación de la obra de Josefina Plá re­sulta un gran impedimento a la hora de analizar en conjimto su producción narrativa, otro de los inconve­nientes con el que nos encontramos es el de la publicación tardía de sus cuentos. Lo cual ha imposibilitado que se les haya otorgado el justo lugar que debieron cumplir en su día. De esta manera, el reconocimiento que hoy ad­quieren es más bien testimonial, o como señala Josefina Plá, "publicados a su hora esos cuentos se habrían ubica­do en su corriente. Hoy, su publicación tiene para mí (¿y cómo no habría de tenerla para otros?) un valor más bien documental"^.

Es por ello que al revisar su corpus narrativo obser­vamos que la obra editada corresponde mayoritariamente a la década del 80. Tanto su novela-relato como cuatro de los cinco volúmenes de cuentos se han publicado entre 1981-1989. Sin embargo, la data de escritura de los textos se sitúa en otras fechas muy alejadas en el tiempo. De esta manera, comprobamos que su producción narrativa abai> ca tm período de sesenta años, desde mediados de la década del veinte a fines de la década del ochenta^.

Por otro lado, es pertinente señalar que no todas la épocas fueron igualmente propicias para la narrativa. En este sentido, como ya hemos indicado, Josefina Plá se considera ima creadora de carácter cíclico, lo que la lleva a escoger por temporadas el género en el que mejor ver­ter sus sentimientos. Así nos dice:

"La narrativa es uno de mis modos de expresar­me; no tina vertiente exclusiva. Escribo cuentos cuando necesito hacerlo (hace diez años que no los escribo). Es­cribo cuentos por temporadas, como necesito por temporadas escribir versos o hacer cerámica"^.

^ PLÁ, JOSEFINA, "Palabras de la autora", en op. cit., pág. 11. " Con estas fechas estamos haciendo referencia a los primeros y últi­

mos cuentos publicados en libros: "La sombra del maestro" (1926) y "La muralla robada" (1984). Los cuentos infantiles, como veremos posteriormente, aunque también aparecen en la prensa de Asun­ción en la década del 20, solo algunos' de ellos se recogen en un volumen en la década del 80.

' PLA, JOSEFINA, "Palabras de la autora", en op. cit., pág. 10.

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De lo anterior se deduce que existen varias fases de creación en nuestra autora. Lo que, además, se obser­va al revisar el corpus. Aunque Josefina Plá advierte que su producción narrativa se remite a "tiempo inmemorial. Testigos, revistas y diarios locales y de afuera, desde 1927"^, cabe recordar que ya deade 1926 nos enconti-a-mos con cuentos suyos recogidos en la revista paraguaya Juventud. Además, debemos precisar que esta revista solo se pubUcó enh« 1923 y 1926 y que Josefina Plá figura U-gada a ella como narradora. Tal es lo que se desprende de las palabras de Francisco Pérez Maricevich:

"Andrés Labrano, Lucio Mendonca, Barrios, Jose­fina Plá, Carlos Codas, etc., entre los novicios, conforman el cuerpo de narradores de Juventud, del que solo Josefi­na Plá y, en cierto sentido, Carlos Zubizarreta alcanzarán logradas creaciones muy posteriormente y bajo otras de­terminaciones estéticas"^.

Partiendo de esta fecha, y si nos remitimos a los cuentos publicados, se percibe ima preferencia por la cuentística en la década del cincuenta y en la del ochen­ta, sin que esto quiera decir que tal predilección desaparezca por completo en las otras décadas. Avmque, en comparación, esta producción narrativa resulte más escasa y con menor continuidad que diurante los perío­dos anteriormente citados.

Por otax» lado, durante la década del ochenta Jose­fina Plá dedica gran parte de su creatividad a la cuentística infantil, algunos de sus textos aparecen pubUcados en la prensa local, sobre todo en el diario ABC de Asunción. Pese a que la misma autora sostiene que este género es "producto de otra fase tardía"», ello no es inconveniente para que se la considere uno de los más destacados escri­tores especialistas en esta materia con que cuenta la literatura paraguaya*.

^ PLA, JOSEHNA, iMdem.

" KREzMAIacEVKHFRA^KBCD,'^acuentopa^glwyo^ení)p.dt.,pág.l98. " PLA, JOSBFINA, "Palabras de la mxtma", en op. cU., pág. 10. » Vid. la presentación que hace el editor de la antología infantil Leyen­

do cuentos en k plaza, Ed. El Lector Asunción, s/f,, pág. 6. En esta obra se incluyen dos cuentos infantiles de JOSEFINA PLA: "Cuatro bu­rros y cuatro coles" y "El gigante invisible".

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Sin embargo, la incursión de Josefina Plá en la cuen-tística infantil es anterior a esta fecha, pues, como ya hemos comentado, durante los años cuarenta se encargó de una serie radiofónica. Cuentos de ayer y de hoy, en la que re­creaba cuentos ya existentes, pertenecientes a diferentes épocas y geografías, y dio a conocer sus creaciones infan­tiles en el programa El abuelito. Pero su verdadera producción literaria comieiu;a a partir de 1975, y esto se produce a raíz de vina vivencia personal:

"En 1975 tuve ima crisis de flebitis, me quedé cla­vada en un sillón tres meses; quería que mis nietos (cinco y tres años) me acompañasen, y para ello eché mano como cebo de los cuentos que se me ocurrían, improvisando. •N endo que los entendían y les gustaban, pensé en darles forma escrita. El resultado está ahí"^.

Durante los años siguientes, Josefina Plá escribe con ahínco numerosos cuentos infantiles, aimque solo una parte verá la luz en la prensa de Asunción. Hasta el mo­mento solo contamos con un volumen publicado, í^s maravillas de unas villas (1988). Al respecto, en 1980, afir­maba la propia autora: "Tengo unos cien cuentos infantiles, escritos en los últimos cinco años. De ellos publicados más de la mitad. No en libro hasta ahora"'^.

A pesar de los inconvenientes que se derivan de la poca publicación y escasa difusión de la narrativa de Josefina Plá, sobre todo en el momento en el que se ges­taron sus relatos, podemos convenir que, de manera general, nuestra autora se vale de esta prosa literaria para indagar en la historia paraguaya, explorar el alma y el pensamiento del pueblo, captando los ambientes locales y los modelos de conducta que se encuentran insertos en esta sociedad. Realidad que a veces va más allá de la pu­ramente terrenal -y que acaso no hace más que completar a ésta-, al develar la visión mítica y cosmogónica que sub-yace en la conciencia de identidad y, por ende, de nación

" PLA, JCMBPINA, en Correspondencia persoiwl con Ramón Bordoli Dol-ci, Asunción, 7 de septiembre de 1981. Recogido por BORDOLI DOLCI, RAMÓN, "Introducción", en Jos^na Plá. Canto y cuento, op. cit., pág. 35.

" PLÁ, JOSEFINA, "Cosquillas en el alma", en ABC, Asunción, 30 de no­viembre de 1980.

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paraguaya. Esto último resulta especialmente ejemplifi-cador en los cuentos en que nuestra autora recrea el folklore, las leyendas o anécdotas que emanan de la tra­dición'^ .

Pero, sin lugar a dudas, la gran protagonista de los relatos de Josefina Plá resulta ser la mujer paraguaya. Nada de particular tiene esto si recordamos que en Para­guay la mujer ha desempeñado un importante papel histórico en la construcción y reconstrucción del país, ya que este ha visto mermada, casi exterminada, su pobla­ción masculiiw debido a las sucesivas guerras en las que se ha visto envuelto. Quizá el más feroz de estos proce­sos bélicos sea la Guerra de la Triple Alianza (1865-1870) que enfrentó al qérdto paraguayo con Argentina, Brasil y Uruguay. Las consecuencias de esta contienda fueron desastrosas para Paraguay, ya que su población quedó reducida a menos de im tercio y compuesta mayoritaria-mente por mujeres. El segundo conflicto importante -la Guerra del Chaco (1932-1935)- enemistará a Paraguay y Bolivia, aparentemente por motivos territoriales, realmen­te por imperativos ec(Hiómicos. Atmque la excusa era la posesión del Chaco Boreal, ambos países pretendían la totalidad de este espacio debido a la supuesta existencia de petróleo en su subsuelo. El tercer enfrentamiento, atm­que no comparable en pérdidas a los anteriores, es la Guerra Civil (1947), lucha fratícida que enfrenta a her­manos contra hermanos.

De esta forma, Josefina Plá evidencia la realidad paraguaya a partir del papel desempeñado por la mu­jer. De ahí que en sus cuentos las féminas recobren el

' JcsmNA PU ha clasificado a estos cuentos como "Anécdotas del fo­lklore naciente" -vid. U pierna de Seoerim, Ed. El Lector, Asunción, 1983, págs. 99-140- o bien como "Anécdotas" o "Folklóricos" -cirf. La muralla robada, Universidad Católica de Asunción (Biblioteca de Estudios Paraguayos, voL 28), Asunción, 1989, págs. 105-1^. Al tra­tar de definirlos, la autora anota lo sigmente: "Los cuentos casi folklóricos son 'sucedidos', escudiados a más de una persona, como las anécdotas de Las Avispas, El canto del gallo, etc., corrientes ya hace cincuenta años". Vid. "Acotaciones temporales", en La pierna de Seoerina, op. cit., pág. 6.

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verdadero protagonismo que históricamente les corres­ponden^'. Es precisamente esta reivindicación, junto a la profundización en la conciencia ante situaciones con-flictivas, lo que en alguna ocasión ha sido señalado por la crítica como imo de los rasgos "afortunados" de la narrativa de nuestra autora**. De esta forma, la ficción se reviste de un nuevo valor crítico-realista, al ser docu­mento o testimonio de la condición de la mujer y, por ende, de la sociedad en la que ésta vive.

Dos han sido los rasgos "estimables", al decir de la crítica, que Josefina Plá, como narradora, aporta a la lite­ratura paraguaya de ficción. Uno, ya comentado anteriormente, la utilización del personaje femenino para evidenciar la condición de la mujer paraguaya. Otro, el uso de ima lengua narrativa en la que se conjuga el léxico y la sintaxis del castellano y del guaraní^. Todo ello mar­cado por una voluntad de estilo que, como observa Javier Bello, hace su aparición a cada trecho de la narración:

"Los cuentos de Josefina Plá no solo revelan im mundo transido por identidades étnicas diversas, y en constante fricción, sino que esta recuperación histórica, inevitable para la existencia de estas narraciones, se ex­trapola de manera sintomática y cabal al lenguaje de los

" A propósito del personaje femenino, véanse los artículos de MATEO DEL PINO, ÁNGELES, "En la piel de la mujer: Un recorrido por la cuentistica de JOSEFINA PLA", en Phüologica Camrimsia (n" 0), Facultad de Filología, Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, primavera de 1994, págs. 281-299. "La mujer paraguaya -¿realidad o ficción?- en los cuentos de JOSEFINA PLA", en Actas del X Coloquio de Historia Canario-Americam, Edi­ciones del Cabildo Insular de Gran Canaria, Las Palmas, 1994, págs. 1275-1292 y "Sellando itinerarios: Género y nación en JOSEFINA PLA", en Más allá de la ciudad letrada. Escritoras de nuestra América, ISIS Intemado-ruil, Santiago de Chile, 2001, págs. 65-74. Edición de Eliana Ortega.

" Vid. PÉREZ MARICEVICH, FRANCISCO, "La narrativa paraguaya de 1940 a la fecha", en Crónicas del Paraguay, JORGE ÁLVAREZ Editor, Buenos Ai­res, 1969, pág. 12.

^ Vid. PÉREZ MARICEVICH, FRANCISCO, ibídem. Recordemos que Paraguay es un país bilingüe que se expresa en español y en guaraní. Del con­tacto entre ambas lenguas surge la mezcla. Así encontramos un guaraní paraguayo o yopará -jopará en guaraní significa 'mezcla'-muchos de cuyos elementos se usan en el español paraguayo colo­quial Vid. KRIVOSHEIN DE CANESB, NATALIA & CORVALAN, GRAZIELLA, El espafU)l del Paraguay. En contacto con él guaraní. Centro Paraguayo de Estudios Sociológicos, Asunción, 1987, págs. 9-19.

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textos. La 'lengua española' de Josefina Plá se encuentra constantemente -en alguna narración menos que en la tota­lidad de los cuentos-transida por el guaraní, la lengua nativa del Paraguay, o -en algunos casos, al menos- poblada de los modismos que la interacd^ de ambas produjo, confi­gurando im documento vivo, un cuerpo de lenguaje híbrido que en ninguno de los cuentos demuestra un esfuerzo por ocultar las junturas de las hablas presentes, sino que revela un habla amalgamada que se dqa oír 'naturalmente' en boca de narradores y personajes"*.

Sin duda, estos y otros valores literarios e históricos -documental y testimonial- son los que avalan el hecho de que Josefina Plá deba ocupar, por méritos propios, un puesto señero en el panorama de la narrativa contempo­ránea, en general, y paraguaya, en particular. Si determinados condicioiuimientos del pasado han imposi­bilitado la edición de gran parte de su obra, sean estos cuentos infantiles o no, y, por extensión, esto ha hecho que su creación todavía sea desconocida para el gran público, es hora ya de que se subsane este agravio. Solo así se po­drá conocer la exacta dimensión narrativa de nuestra autora que en nada desmerece, aun cuando la situemos junto a "claros y fuertes disputantes" de este género, sean estos Gabriel Casacda o Augusto Roa Bastos^'.

Solo así podremos lograr que no se hagan reali­dad las palabras premonitorias de Josefina Plá, quien, con im cierto regusto de amargura, astune el hecho de que algunos de sus cuentos, aún rezagados, queden por ahí en dormidos legajos. Y presagia: "Quizá algún día

" BELLO, JAVIER, "A propósito de Surilos y de Cuentos: JOSEFINA PLA", en op. cit.

" En el comentario que FuANcaso) PÉREZ MARICEVICH hace al volumen de cuentos de JosEimA PLA, H espqo y el canasto, se elogia el talento poético de primer oiden de esta autora, pero al referirse a otras par­celas creativas señala: "mi apredadón personal de su obra se contiene en una no disimulada preferencia por su poesía y su ensayo. Lo que no quiete decir que descrea de algún modo del alto valor de su apor­tación en los otros campos. Solo que en estos -aun cuando no en todos ellos- tiene claros y fuertes disputantes, que no nombraré por muy sabidos". Creemos que, sin duda, está haciendo referencia a CASACCIA Y ROA BASTOS. Vti. "Comentario", en El espejo y el canasto, op. cit, pág. 5.

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les toque el tumo de salir a la luz. Y si no, será porque ese fue su destino: morir sin rostro"**. Que esto último no ocurra.

Tejiendo cuentos

Los cuentos infantiles de Josefina Plá o "relatos para la humanidad joven", como prefiere denominarlos Augusto Roa Bastos, es quizá, junto a su novela-relato, la parcela menos conocida de la narrativa de nuestra auto­ra. No solo porque, como hemos comentado, pertenecen a una fase tardía de su producción -mayoritariamente se gestaron en la década del ochenta- sino porque, parafra­seando a la propia escritora, han permanecido dormidos, si no en legajos, sí en periódicos, suplementos culturales y revistas paraguayas**, cuando no su destino fue trartsi-tar por las ondas de los espacios radiofónicos*". Tal vez estos cuentos estén a la espera de recuperar im "rostro" y una entidad bajo la forma de libro. Esto último tan solo le ha ocurrido a una serie de relatos que con el título de Maravillas de unas villas se publicó en 1988* .

" PLA, JOSEFINA, "Acotaciones temporales", en op. cit, pág. 5. ^ Aunque hemos encontrado algunos cuentos inÍEantiles de JOSEFINA PLA

publicados en la década del 20 y del 30 en el diario local £1 Orden y en la Revista Guaran, la gran mayoría de ellos se da a conocer a partir de 1979 en el periódico ABC y ABC Color, suplemento cultural de este último. Durante la década del 80, por tanto, es cuando ve la luz tma gran cantidad de relatos infantiles en la piensa de Asunción.

*' Como señalamos anteriormente, a fines de la década del treinta y du­rante cuatro años, sus cuentos infantiles fueron leídos en 'Radio La Capital'. A partir de 1943 inicia sus actividades radiofónicas con carác­ter continuo. El 'Grupo Norteamericaiu' en Asunción patrocina la lectura de sus cuentos. Cuentos de ayer y de hoy. Aparte de estas audicio­nes de carácter institucional, tiene a su cargo los libretos de otras audiciones más personales dedicadas a los niños, como la de El abueli-to, cuyos actores son ROQUE CENTURIÓN MIRANDA y SARITA RIVAS CROVATO.

" PLA, JOSEFINA, Maravillas de unas niííos. Casa de la Cultura, Asunción, 1988. Este volumen recoge tm total de doce cuentos infantiles, acom­pañados de otros tantos dibujos hechos pior niños paraguayos con edades comprendidas entre los ocho y los doce años.

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Aunque, como manifíesta la propia autora, sus cuentos infantiles toman forma escrita a partir de una vivencia personal -ima crisis de flebitis- y un pretexto -que sus nietos la acompañasen-, Josefiíia Plá logra, una vez más, dominar el lenguaje y hacer que la prosa, ali­mentada de poesía, fino humor, ironía, reflexión... devenga materia para ser contada, es decir, escuchada, recuperando así la oralidad que está en el origen de todo cuento, sea infantil o no.

El objetivo de estos relatos es el de comunicar y en­tretener, hacer de lo cotidiano im elemento lúdico, axmque esto implique una ruptura de la razón más elemental, pues la fantasía lo ocupa todo. Pero, como toda fantasía, estas historias también presentan una lógica, aquella que se sus­tenta en la noción mágica de la verdad. De esta manera, se instaura una nueva realidad que atenta contra las leyes naturales. O, más bien, se crea un mundo que parece fuera de la realidad o, indiviso, hace olvidarse de ella.

No se trata, por tanto, de unos cuentos en los que la única finalidad se centra en el mensaje o en la senten­cia, al contrario, aunque podamos inferir una enseñanza ello no implica que ésta sea el principal propósito, acaso un pretexto que acompaña al goce, fin verdadero. Al res­pecto, apunta la propia escritora:

"Porque aunque esta literatura, si no es, como la adulta, madurez emocional y acción decisiva, ella no deja de ser por eso un paralelo de la vida; y en ella, como en la otra, cada hecho es de por sí ejemplar, es decir tiene tm sigitíficado propio para el peisonaje que lo realiza, y lo tiene también, por tanto, para el lector. Debe pues operar ese hecho por sí mismo, sin necesidad de moralejas ni de inyecciones didácticas"**.

Josefina Plá nos ofrece a través de estas historias un mundo cambiante, lleno de transformaciones prodi­giosas, en el que, sin embargo, prevalece de manera inalterable la dimensión mágica que se nos presenta como verdad y que, tan solo, adquiaae cuerpo en los asombra­dos oídos/ojos del espectador/lector. De esta forma, lo maravilloso se vuelve natural.

^ PLA, JOSEFINA, "Cosquillas en el alma", op. cit,

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"Ante la verdad mágica solo se puede creer. Por eso, los personajes del cuento son seres crédulos (...) En el cuen­to se ponen a prueba las creencias, mediante extrañas situaciones cotidianas -accidentes, hechos casuales, etc.- es decir, todo lo que al superar las escasas fuerzas humanas pone de manifiesto el choque entre lo divino y lo humano. De ahí, esa curiosa combinación de creencias, lo natural co­tidiano y lo milagroso, lo inesperado. El cuento pone en contacto lo natural cotidiano con la tradición, y en ello radi­ca su función esencial"^.

Esta reivindicación de la imagiiración creadora, y del disfrute que ella conlleva, es, precisamente, lo que hace que estos cuentos, como obra estética, no estén destinados ex­clusivamente a un público infantil, aimque sí a tm lector de espíritu "joven", capaz de conmoverse de forma espontá­nea y reflexiva con el lartíverso fantástico que nos ofrece esta autora. Augusto Roa Bastos, de manera magistral, sintetiza esta idea en las siguientes palabras:

"He preferido llamarlos relatos para la humanidad joven. Esos cuentos, esas parábolas, esas alegorías de una extrema musicalidad y transparencia pueden ser leídos, entendidos y vividos con la misma intensidad por niños, por adultos, por todos los que guardan en su es­píritu ese mágico rescoldo de candor y la capacidad de asombro que habita en el corazón henchido por la ma­teria luminosa de la fábula"**.

Los grandes protagonistas de las narraciones in­fantiles de Josefina Plá suelen ser, con frecuencia, los animales. Aunque la estructura de los cuentos varíe y se presente bajo la forma dialogada de las entrevistas, en este caso son dos niños los que ejercen de reporteros -acaso como una suerte de proyección de la labor pe­riodística de Josefina Plá-, la "noticia" se centra siempre en informar sobre el mundo animal. A través de estos

" BELTRAN ALMERÍA, LUIS, "El cuento como género literario", en FROHLI-CHER, PETER Y GÜNTBRT, GEORGES (eds.). Teoría e interpretación del cuento, PETER LANG (col. Perspectivas Hispánicas), Bem, 1995, pág. 29.

** ROA BASTOS, AUGUSTO, "JOSEFINA PLÁ, autora de relatos para la huma­nidad joven". Incluido en esta edición.

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reportajes podemos saber cómo "piensan" y actúan ti­gres, jirafas, tortugas, camellos, tucanes...** Otras veces la estrategia discursiva cambia, pues va a ser im na­rrador el que dé a conocer las cualidades físicas y "morales" de diversas especies: el cuervo, el camaleón, la vaca, el gato, la cucaradha, la mariposa...** Pero existe también una serie de historias en las que, aim cuando los protagonistas son los habiterntes específicos y con­cretos de imas villas, ciudades, burgos o castels, siempre hay ima alusión a los animales que pueblan esos para­jes: "Los caracoles de Villacaracoles", "Las maravillas de Ciudadlacustre", "Las blancuras de Negriburgo", "Los perros de Castelcanes"...*' Lo cual no quiere de­cir que no haya lugar para lo humano -el rey, el negrito, el marinero- y para lo divino -el ángel, el diablito, im genio-, pero, por lo general, en estos cuentos se pone de manifiesto el carácter absurdo e intolerante de cier­tas actitudes humanas y, por el contrario, se hace hincapié en el aspecto más "racional" de los animales.

Con todo, los protagonistas de estos cuentos -hombres, animales o seres divinos-no hacen más que reflejar las tenues fronteras que existen entre irnos y otros si nos limitamos a observar el comportamiento de cada uno de ellos. Por tanto, las conductas modéli­cas o no y, por consiguiente, las denuncias que hay implícitas en estas historias solo cobran significación desde la particular perspectiva del personaje que par­ticipa en la acción o del lector que se enfrenta a ella. Porque, parafraseando a Josefina Plá, si los hechos na­rrados resultan o no ejemplares es porque ellos no dejan de ser im paralelo de la vida^.

Por lo general, la prosa de estos cuentos se ali­menta de la poesía, lo que debe considerarse como una

*^ Mayoritariamente estos "Reportajes" se publicaron en el periódico ABC de Asunción en el año 1980.

^ Al igual que los cuentos anteriores, estos también se publicaron en la prensada Asundón, en particular en él diark>i4BCa lo largo de 1989.

" Una parte de estos relatos ha sido recogida en MaraviUas de unas vilUm (1988), aunque estos cuoitos comenzaron a aparecer en el pe-riódko ABC de Asunción a partir de 1979.

* PLA, JOSEFINA, "Cosquillas en el ahna", 1 . cií.

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estrategia discursiva** y, a la vez, un gran acierto, pues las imágenes poéticas, lejos de emerger en el texto de manera forzada, se manifiestan de forma espontánea, casi como sin querer. Josefina Plá, tal vez consciente de este hecho, parece confirmar la evidencia cuando, al hacer recuento de su producción, afirma: "solo la poesía fue fragua cons­tante, más o menos urgente, pero activa siempre"*.

El estilo de estos relatos, llano, breve, conciso y musical, como ha señalado la crítica^^, se enriquece siem­pre con un toque de humor, una fina ironía, que, en la mayoría de los casos, se utiliza para contrarrestar -y, sin duda, torcer- tma realidad, unas circimstancias, que de por sí no resultan optimistas. Pero esta "suave risa", esta capacidad de distender el discurso, "no mengua la inten­ción reflexiva que subyace en los relatos" -tal y como advierte Ramón Bordoli Dolci^*-, muy al contrario, el humor sirve para comprender mejor y evidenciar qué absurdos resultan a veces determinados comportamien­tos, sin por ello caer en el pesimismo, ni en el fatalismo^', aunque Josefina Plá reconozca una cierta inclinación a lo dramático^. Nadie mejor para expresar esta idea que la propia escritora:

^ A propósito, creemos conveniente recordar que MARIANO BAQUERO GoYANES, consciente de la permeabilidad de los géneros, definía el cuento como im género intermedio entre poesía y novela: "(Este) matiz semipoético, seminovelesco, solo es expresable en las dimen­siones del cuento". Vid. BAQUERO GOYANES, MARIANO, Qué es el cuento, Ed. Columba, Buenos Aires, 1967, pág. 57.

*• PLA, JOSEFINA, "Si puede llamarse prólogo", en op. cit, pág. 26. *' Vid. BORDOLI DOLCI, RAMÓN, "JOSEHNA PLA: El cuento infantil", en Re­

vista Zurgai, Bilbao, diciembre de 1999, pág. 119 y ROA BASTOS, AUGUSTO, "Josefina Plá, autora de relatos para la humanidad joven", op. cit.

* BORDOLI DOLCI, RAMÓN, ibídem, pág. 118. ^ JOSÉ LUIS AFPLEYARD, al deiuür la cuentística de JOSEFINA PLA, subraya

como rasgo destacado la humanidad que late en cada uno de los perso­najes. "Humanidad en el sentido de enfrentar la vida y sus embates con una suerte de res p:uición que no llega a ser entrega sin luchas, pero que sí entraña una actitud de aceptar con derto fotalismo la rude­za de los acontecimientos que llega con Una fuerza tal, a veces, que culmina en la muerte". Vid. APPLBYABD, JOSÉ LUIS, "Breve pórtico", en FLA, JOSEFINA, La pierna de Severina, Ed. El Lector, Asunción, 1983, pág. 5.

" PLA, JOSEFINA, "Palabras de la autora", en op. cit., pág. 10.

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"Pero debo dedr, en mi descargo al menos, que son asimtos tomados todo a lo circundante (y esto no es atri­buirles mérito alguno, ya que en literatura no sirve lo que figura, sino lo que transfigura) y que esa realidad no es más compasiva que yo. Ciertamente hay realidades opti­mistas; por eso tengo también algunos cuentos humorísticos, y creo que en mis cuentos infantiles, pro­ducto de otra fase tardía, no falta el optimismo. Pero es menester resignarse a quedar con la curiosidad y aceptar que en este terreno actúa im mecanismo selector a cuyo funcionamiento soy ajena, aimque yo sea su canal"^.

Si, como sefíalamos anteriormente, la poesía, el hu­mor, la reflexión, son elementos a destacar en la cuentística infantil de Josefina Plá, no débanos dejar de mencionar otro aspecto: la capacidad de universalidad que presentan estos relatos. Porque estas historias, estas aventuras y des­venturas, pueden ocurrir en cualquier tiempo y en cualquier espacio, en ello estriba su cualidad de tuüversal. Y aun cuando, como maiüfiesta la propia autora, la inspi­ración de sus cuentos se halle en la atmósfera y el ambiente paraguayo, esto no implica que la "raíz local" imposibilite una lectura más universal de ellos^. De esta forma, en los cuentos infantiles -aunque menos frecuente que en el res­to de su narrativa- nos tropezamos con términos en guaratü, giros semánticos, referencias locales concretas, o bien con algún que otro animal o vegetal del paisaje para­guayo. Gracias a esta asociación se enriquece la prosa: "Y esto es también un logro admirable: la tmiversalidad flo­reciendo en la raíz local, en el árbol de la vida del lugar"^'.

^ PLÁ, JOSERNA, üridem. 5* En más de una ocasión JOSEFINA PLA ha hecho reíérencia a que sus

cuentos tienen su punto de arranque directo en la realidad paragua­ya, todos ellos son 'rebotes de vivencias locales" -vid. "Acotaciones temporales", en op. cU, pág. 5-. Por ello, no es de extrañar que afirme que la inspiradán -expiración desintoxicante- la encuentre en el en­torno paraguayo -WÍÍ. "Palabras de la autora", en op. cit, pág. 9. Pero ello no invalida que, igualmente, reconozca el carácter universal de sus cuentos, pues "cambiando nombres, paisajes y fal cual circuns­tancia, pueden darse, se dan/en cualquier otra parte del mundo" -púí. "Acotaciones temporaks", en op. cit., pág. 3.

^ BOA BASTOS, AUGUSTO, "JOSEHNA PLA, autora de relatos para la huma­nidad joven", op. ctf.

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Ahora bien, de igual manera esta universalidad se aviene bien con la conciencia mítica y legendaria que, en todo momento, prevalece en los cuentos. Un tiempo y un espacio que no son de este mvmdo sino que pertenecen a la imaginación creadora de Josefina Plá, quien, por otro lado, al brindárnosla nos hace participe de su viniverso fan­tástico. Por ello, estas narraciones devienen fábulas, alegorías, parábolas, pues al ahondar en los domirüos del simbolismo se gesta una nueva realidad fundada en la noción mágica de la verdad^. Una verdad que se constru­ye con los mismos ingredientes que hallamos en los relatos populares -claridad, concisión y verosimilitud^-, lo que no hace más que evidenciar el carácter de oralidad vigen­te en estos cuentos infantiles.

Sinfonía en blanco mayor

Estos cuentos, casi inmateriales como el alma de la música, forman una pequeña sinfonía en blan­co mayor. Son todos una fábula moral que dan esparcimiento a grandes y chicos. Pero también los hacen pensar en los significados ocultos de la vida, en el otro lado de las cosas, en ese pedazo de som­bra pequeíUta que se esconde debajo de los pies cuando caminamos, obnubilados, bajo la luz ceni­tal del mediodía. (Augusto Roa Bastos, 1989)

Los relatos infantiles de Josefina Plá que incluimos en esta edición. Los animales blancos y otros cuentos, han permanecido con carácter inédito hasta la fecha, aunque,

™ Algo parecido hemos observado en los relatos que Josefina Plá agrupa bajo los epígrafes de "Cuentos oníricos", "Cuentos simbólicos y fantás­ticos" y "Cuentos fantásticos u oníricos". Vid. "Introducción", en JOSEFINA PiA. Sueños para contar. Cuentos para soñar, op. di., págs. 30-32.

^ A propósito, véase lo apuntado por Luis BELTRAN ALMERÍA, quien es­tablece que el cuento -popular y llterario-ée ha forjado en la oralidad y, por ello, es esta esencia oral la que va-a definir el canon expositivo del cuento. BBLITRAN ALMERIA, LUIS, "El cuento como género litera­rio", en op. cit., pág. 29.

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como excepción, alguno haya visto la luz en la prensa de Asunción o figure recogido en antologías o en apéndi­ces". Sin embargo, la mayoría de ellos ntmca se han publicado en forma de libro y menos como serie de cuen­tos infantiles".

Hemos manejado para esta edición los cuentos in­fantiles que nos cediera la propia autora, una copia mecanografiada que bajo el título de Los animales blancos reunía un total de treinta y dos relatos. En el índice, que igualmente nos brindó la escritora, figuraba una división de estos cuentos b ^ los qpígrafes siguientes: Cuentos de "Los animaks blancm". Cuentos mágicos. Las villas de Maravilla y Cuentos diversos. Junto a ellos se incluía im prefacio de Au­gusto Roa Bastos, 'Josefina Plá, autora de relatos para la humaitídad joven" -fechado en Toulouse (Franda), mayo de 1989- y un encargo, que en la edidón aparedera la si­guiente dedicatoria: "A mi madre, que desde la cuna nos hizo viajar en la alfombra mágica de sus cuentos".

Aunque hemos respetado, en todo momento, la vo­luntad de Josefina Plá, hemos optado por hacer im cambio en el título. E>e tal manera, preferimos nominar a estas narradones como Los animal^ blancos y otros cuentos, pues si bien es verdad que el epígrafe de "Animales blancos" inaugura el volumen, y que la mayoría de los cuentos per­tenecen a esta denominadón -un total de once cuentos

" Segtki nuestros datos, los cuentos que han visto la luz son los si­guientes: "El rey sin sombia", recogido por RAM(^ BORDOU DOLCI en el capítulo "Apéndice: inéditos" de su Tfetó Doctoral -oid. op. cit, págs. 541-542-. "Los caracoles de llacaracoles", en ABC, Asunción, 1 de junio de 1980. "Los canastos de \^l]acanastos", en Maravillas de ums villas, op. di, págs. 22 27. "H ángel aventurero", en ABC, Asun­ción, 3 de íÁieto de 1980. "Cuatro buinos y cuatro coles", en Leyendo cuentos en la plaza, Ed. El Lector, Asundón, s/f., págs. 105-112. Como se puede otoervar, estos relatos, aunque aparecidos en medios dis­tintos -Tesis, prensa o antología-, se dan a conocer en la década del ochenta. Cuando hemos constatado alguna variante, entre los cuen­tos recogidos en esta edición y los citados anteriormente, la hemos consignado a pie de página de cada relato.

'' RAMÓN BC»DOU DOLO advierte que I4 editorial Hus Ultra de Buenos Aires anunció en 1^0 la publicación de seis cuentos bajo el título de ElMbro de los tminudes blancos, pero esto nunca se llevó a cabo. Vid. BcMDOu DÓLCí, RAM(M4, "JofflHNA FU: El cuento infantil", en op. cit., pág. 118.

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fíente a siete que presentan cada tina de las restantes se­ries-, sin olvidar que casi todos los relatos aluden al color blanco, no es menos cierto que junto a ellos figuran otros cuentos que, en espíritu y temática, nada tienen que ver rü con la blancvira ni con los aiümales.

Por otro lado, nos preocupaba igualmente que se pudiera confundir esta edición con la que en su día pre­tendía publicar la editorial argentina Plus Ultra (1980). En aquella ocasión, se trataba de recoger seis cuentos bajo el título de El libro de los animales blancos, hecho este que, además, nos lleva a pensar que se trataba tan solo de al­gunos de los cuentos que, con el motivo de animales y blancos, Josefina Plá tenía ya escritos a fines de la década del setenta.

Por último, hemos tenido en cuenta tsimbién las palabras de Augusto Roa Bastos, quien en el "Prefacio" señala que en su regreso a Paraguay, tras muchos años de exilio^, Josefina Plá le pasó irnos papeles: "eran ocho cuen­tos para niños". Aunque este autor no hace mención a cuáles son esos cuentos, salvo la alusión explícita a "El rey sin sombra", observa que "predomina en ellos el albo color de la nieve. Relatan aventuras de personajes, de co­sas, de animales^^, que tienen en el blanco su color heráldico". Por lo cual, deducimos que está haciendo re­ferencia a unos cuentos que no son necesariamente los pertenecientes a "Los animales blancos", ya que "El rey sin sombra" forma parte de la serie que la propia Josefi­na Plá denominó, no sabemos si posteriormente, "Cuentos mágicos". Y esto nos llevó, \ma vez más, a op­tar por nuestro título: Los animales blancos y otros cuentos.

" ROA BASTOS, AUGUSTO, "JOSEHNA PLA, autora de relatos para la huma­nidad joven", op. cit. Por los datos que ofrece AUGUSTO ROA BASTOS parece referirse al año de 1982, fecha en la que regresa a Paraguay en compañía de Iris, su pareja, y el primogénito de ambos. Si en marzo viajó a Paraguay, a fines de abril es expulsado del país y puesto en la frontera argentina, cerca de la localidad de Clorinda. Para co­nocer algo más de este autor y de esta época, véase BAREIRO SAGUIER, RUBÉN, "Pasos de peregrino son, errante..:", en AUGUSTO ROA BASTOS, Ediciones THlce/Editions Caríbéennes, Montevideo, Uruguay, 1989, págs. 160-163.

" La cursiva es nuestra.

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Todos los cuentos que aquí se presentan tienen como punto de arranque o pretexto el color blanco, de ahí que hayamos tomado prestadas las palabras de Roa Bastos para dar nombre a este apartado: "Sinfonía en blan­co mayor". Va a ser precisamente este "no color" el que se erige como "diferencia", pues para bien o para mal -más lo segundo que lo primero-, el aspecto albo es lo que distingue y hasta discrimina a animales, personas y cosas: "la blancura como pecado o como reproche"". De ahí que se produzca una transformación, a veces mágica y otras no tanto, donde lo blanco se esconde o metamor-fosea para pasar desapercibido, dejando de ser así el elemento de la discordia.

Bajo el epígrafe de "Los animales blancos" se in­cluye im total de once cuentos, todo ellos ceiracterizados por presentar como protagonistas a los animales y, a su vez, ser todos ellos blancos. Aimque esta blancura pueda ser congénita, encontrándonos así animales blancos de nacimiento, tales como el burro, el perro, el cordero, el yacaré, el tatú, la liebre..., hay otros animales en los que este no-<x>lor se revela como una tara. Esto es lo que su­cede en el cuento que tiene como protagonista al león* . Sin embargo, tanto en tin caso como en otro, estos seres manifiestan siempre una animadversión a su naturaleza alba, ya que los hace ser ex-céntricos.

De esta manera, un burro blanco no es aceptado por ser diferente. Es el suyo un "color sospechoso" que genera la desconfianza de sus congéneres:

"Hasta se reunió un c<»is^o de familia, para decidir si se le debía considerar miembro de la comimidad asnal o no. Por cincuenta y im votos contra cuarenta y nueve se acordó que si Pero seguían mirándolo de través. El burri­to se sentía cada día más exferat ero entre los suyos"",

En la trama de esta historia, el biuro, por determi­nadas circunstancias, es encerrado en una celda y

" PLÁ, JOSEFINA, "La maxifxxa. en blanco". En este apartado dtaremos siempre por el nombre del cuento cuando se teñoe a los que apare­cen recogidos en esta edidto.

«"El león blanco". « "El bmto blanco".

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obligado a mirar a través de una ventana, por lo que ter­mina teniendo un cuello largo, con las patas de atrás más cortas que las de adelante. Una vez liberado se escapa a la selva y vive feliz, confundido entre xma bandada de jirafas. No obstante, los que conjuraron en su contra para que fuera encarcelado reciben su castigo: Alcalde, Sheriff y Juez fueron destituidos, "por haber cometido tremen­da equivocación como es la de confundir jirafa con burro".

Algo parecido le ocurre a un perro blanco*', tan blanco que incluso se veía en la sombra y era la diana de todos los perreros, de los cuales no podía escapar. Por ello, decide teñirse en ima carbonera, aimque ni de esta forma se libra de su mala suerte. Atrapado otra vez, en el trayecto a la perrera y gracias a la lluvia, se vuelve blan­co. Este perro "mágico" genera desconcierto, pero ayudado por su ingerüo y su buen corazón, al evitar que im ladrón desvalije a una familia, consigue vivir feliz con las personas.

En casi todos los cuentos los animales se caracteri­zan por gozar de un gran ingenio, pero también por poseer una extrema ingenuidad, una candidez y una ino­cencia que los hacen ser más "humanos". Esto es lo que sucede con el cordero Pascualito, blanco, muy blanco "como im alma pura". Su ingenuidad lo lleva a creer que la cebra y la jirafa son familia, a causa de sus trajes raya­dos, o que la trompa del elefante es en realidad una serpiente adosada a tma nariz. Todo ello le genera mil y ima desventtiras, de las cuales, gracias a su buen cora­zón, siempre sale bien parado. Al final, Pascualito desaparece de una forma mágica: "Hay quien cuenta que un día que hubo niebla, se metió en ella, y con la niebla se desvaneció"**.

Pero si la ingenuidad toma más "humano" al ani­mal, la tozudez también. Esto es lo que le ocurre a un yacaré, igualmente blanco que es discriminado por t aP . Sus hermanos yacarés, ante el miedo de despertar a su rey para decirle que hay un congénere blanco, optan por

""El perro blanco". ""El cordero blanco". " "El yacaré blanco".

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informarle de que hay un yacaré sin ropa. Esto provoca una situación cómica, en la que cada animal se despren­de de su piel para cubrir al "otro", con lo cual siempre hay im yacaré desnudo. Al final, se mete en el río, co­rriente cd ajo, y llega hasta una comunidad de yacarés que han perdido a su jefe. De esta manera, lo proclaman rey a él y vive feliz y desnudo el resto de sus días.

A veces, es la misma morfología del aiúmal, jimto al color blanco, lo que lo hace ser dÜeiente y, así, poder escapar a los end^ates de otros animales. Tal es lo que le pasa a un tatú de ciudad, quien es zarandeado por un pe­rro -collie- que no puede hincarle el diente. La clave de este relato, como en la mayoría de los cuentos, estriba en el siguiente razonamiento: "Los animales, como las perso­nas, juzgan también a menudo por las apariencias"''. Solo que al final comprobamos que, en realidad, el tatú blanco de ciudad no era más que una figura de yeso.

Pero, como señalamos anteriormente, no todos los animales son blancos de luidntiento. Algunos de ellos han llegado a tener este color por diversas circunstancias. De esta forma, una tigra que de vieja se vuelve blanca opta por irse a vivir a una aldea, peitsando que de esta manera la vida le sería más fádL Así se hace pasar por ima "gata blanca, viuda y sin hijos"", pero su naturaleza la delata. Primero desaparece im cordero, luego ima temerita, más tarde un potrillo, un gato, vma oveja -rescatada a tiempo-, y, por último, un perro. La tigra, antes de ser descubierta, decide marcharse del lugac La astuda del animal no fue suficiente, y del relato podemos extraer la siguiente lec­ción: aunque la tigra se vista de gata, tigra se qu^da.

Algo similar le acontece a un grillo negro que igual­mente se vuelve blanco, aunque en este caso el motivo no haya sido la vejez sino un susto^. Este insecto es apre­sado por im niño, metido en una jaula y alimentado a base de lechuga, por lo cual deja de cantar y está a ptmto de morir de tristeza. Sin embargo, al final es liberado y recupera su canto.

'O "El tatú blanco". " "U tigra blanca". " "mgiaio blanco".

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En otros casos, la cualidad de blanco se adquiere de forma fortuita. Así, una tortuga que cae en un pozo de cal sufre la discriminación por parte de sus amigas''. Tras diversas vicisitudes, entre las que se encuentra haber sido encerrada en un jardín por im joven pintor que recrea sobre su caparazón, primero, la cara de su amada y, lue­go, un manojo de dólares. O haber sido recogida por un pobre con ingenio que la usa para ganar dinero: "La tor­tuga que vale ocho mil quirüentos dólares y más! A diez centavos la vista!". Después de tres meses regresa al lu­gar de su partida, pero ¿tora su caparazón de un marrón verdoso no despierta el recelo de sus compañeras. De este cuento podemos inferir varios mensajes o llamadas de atención sobre la discriminación por el color, la desconsi­deración de los hombres, la ambición y el poder del dinero y, por último, el ingenio y la astucia de los seres.

Pero hallamos también en estos cuentos un blanco "artificial", es decir, aquel que resulta de pintar al animal del color de la nieve para obtener así más beneficios. Esta es la trama del cuento en el que tm árabe pinta a su came­llo "Simbad" de blanco. Dicha estrategia no resulta del todo favorable, pues tm Emir que coleccionaba animales raros le obliga a venderle a Simbad. En palacio el came­llo es bañado por los sirvientes, por lo que este recupera su aspecto natural y huye junto a su amo. Su dueño será entonces el que va a sufrir tma transformación, utilizan­do, una vez más, el color: "se pintó la cara de blanco; y así nadie nvmca lo pudo reconocer"'*.

No siempre el blanco va a ser el verdadero prota­gonista del relato, como ya apuntamos, a veces este color no es más que un pretexto. Esto es lo que ocurre en "La liebre blanca", ya que el eje sobre el que se vertebra el cuento es el deseo de alcanzar la luna que tienen cuatro animales -cuervo, mono, araña y liebre-. De esta forma, el cuervo se sube a una nube, pero se cae. La mona se agarra a las patas de una cigüeña, pero ésta la hace desis­tir de su empresa. La araña se trepó a una pandorga

" "La tortuga blanca" " "El camello blanco"

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-cometa-, pero igualmente cae. NdüLentras tanto, la liebre se encuentra con un peregrino desfallecido y se le ofrece para darle de beber y ser la comida de este. El peregrino en recompensa a su actitud de sacrificio le dice que mire la luna que se refleja en el íirroyo, de esta manera, "allí en la luna, redonda y plateada, se veía la figura de una lie­bre blanca'"'.

Por último, nos encontramos también en estos cuentos el color blanco que se concibe como una tara ge­nética. Tal es lo que le sucede a Krikimba, un león blanco con melena verde, rugido como canto de cigarra, y pe­queño, sin embcirgo era im excelente cazador que salva a la manada de ser cazada por los hombres. Al final, sus congéneres reconocen su valía y lo nombran rey.

Por lo expresado anteriormente, podemos concluir que en los cuentos pertenecientes a la serie de "Los ani­males blancos" existe tma intencionalidad por querer mostrar lo que es y resulta distinto, por evidenciar la di­ferencia y la diversidad, ejemplificado todo ello con el color blanco, sea este, como ya apimtamos, un color na­tural -de nacimiento-, un color que se adopta o bien un color al que se Uega por diversas circunstancias. Pero esta, en cierta manera, "reivindicación de lo diferente" no se nos ofrece como una moraleja o inyección didáctica, al con­trario, de forma sutil se nos va revelando im mundo en el que cabe, como en la vida misma, la fidelidad -"El came­llo blanco"-, la camaradería y el sacrificio personal -"La liebre blanca"-, la astucia y el ingenio -"La tigra blan­ca"-, la ambición y el poder del dinero -"La tortuga blanca"-, la inocencia -"El cordero blanco"-, la envidia -"El tatú blanco"-, la tozudez -"El yacaré blanco"-, la intolerancia -"El burro blanco"-, los buenos senticnien-tos -"El perro blanco"-, la valentía -"El león blanco"-, y el ansia de libertad -"El grillo blanco"-...

Y liada mejor para resaltar estos comportamien­tos -ejemplares o no- que el humor y la fina ironía, quizá sea ésta la forma más idónea para llegar a entender aque­llo que sucede al contrario de cómo lo esperábamos, de

^ "La liebre blanca".

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lo inadecuado y fallido y, sobre todo, de lo que siendo absurdo se nos presenta como razonable. Un humoris­mo con el que enfrentar una nueva realidad, la de estos cuentos, que deviene siempre sorpresa.

La serie de relatos que se recoge bajo la denomina­ción de "Cuentos mágicos" agrupa a un total de siete cuentos. Todos ellos hablan de transformación y magia, hecho este que, por otro lado, no difiere en mucho a los de la serie anterior. Igualmente, el color blanco estará presente en casi todos los cuentos, pero ahora el protago­nismo no solo lo tienen animales sino también seres humanos y divinos.

El cuento que inaugura esta serie, "El rey sin som­bra", es quizá el más diferente de todos ellos y, además, a él es al único al que se refiere Augusto Roa Bastos en el prefacio que incluimos en esta edición. Por otro lado, re­cordemos que también Ramón Bordoli Dolci menciona este cuento e incluso lo incluye en el "Apéndice: inédi­tos" de su Tesis Doctoral (1984) *.

En este relato se nos narra la historia de tm prínci­pe preocupado por conocer cuáles son las tres cosas que no proyectan sombras. Tras mucho buscar y pregvmtar descubre, a través de un chico pobre, qué cosas no la ha­cen: el agua derramada, el aire y el cristal. Descubierto el enigma, el príncipe hará levantar una estatua de cristal a su padre en la plaza más grande de la capital, así el rey no hará sombra, al revés, "destellaba, echaba luz". De esta forma, se pone de relieve, por un lado, la poesía que se esconde tras las cosas, lo que se hace patente cuando nues­tra autora pone en boca del rey esta definición: "La sombra es el pedacito de noche que se queda con noso­tros para acompañamos durante el día"^. Por otro lado, la curiosidad por hallar tma explicación a cosas que, sien­do tan normales, nos reservan algunas sorpresas. Tal vez por ello Augusto Roa Bastos añade lo siguiente:

" BORDOLI Doin, RAMÓN, "Apéndices: inéditos", en op. cit., págs. 541-542. Contrastado el cuento que recoge RAMÓN BORDOLI DOLCI y el que incluimos en esta edición no se aprecia ninguna variante.

" "El rey sin sombra".

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"La alegoría prodigiosa alude a otro elemento que tampoco produce sombra y que se insinúa en el relato como la presencia de algo llevado a su extrema ausencia; algo que podría ser la nada, o acaso el intenso resplandor que se ciega a sí mismo"'*.

Cuentos estos en los que siempre el desenlace será fruto de ima explicación que se sustenta en la noción mágica de verdad, como lo que ocurre en "El pollito blan­co". Un fruto de samuhú que se vuelve pollito, im pollito que se vuelve fruto de samixhú...", solo la dimensión fantástica del relato hará posible una nueva realidad que atenta contra las leyes naturales o, como señalamos ante­riormente, se crea im mundo que parece fuera de la realidad e incluso hace olvidarse de ella.

Esto es también lo que sucede en "El negrito que fue blanco", donde nuestra autora nos ofrece un país en el que todo es albo. Sin embargo, una vez al año, duran­te "el verartíllo de los colores" -desde el amanecer del día de San Juan, 24 de junio, hasta la medianoche del día de Santiago, 25 de julio- las cosas, animales y perso­nas recuperan su color. Para que todo vuelva a ser blanco el día de Santa Ana -26 de julio- se requiere de ima úni­ca condición, que todos estén acostados y tapados en la m^edianoche de Santiago. Pero el negrito incumple la ley y, por ello, seguirá siendo negro el resto del año: "ne­gro, negro, vestido de negro, en la total blancura del País Blanco. Qué desastre!"". Para no ser discriminado de­cide irse, acompañado de una rana y luego de una niña, al País de los Cromos, donde la fiesta del "Veranillo" dura todo el año.

™ ROA BASTOS, AUGUSTO, '7OSEFINA PLA, autora de relatos para la huma­nidad joven", op. cit.

" "El pollito blanco". El samuhú, también conocido como 'palo borra­cho rosado', sobre todo en Argentina, es un árbol cuyo nombre dentífíco es Chorisia Spedosa. Se caracteriza por tener un tronco en­sanchado, como la forma de una botella. Sus flores son rosas, amarillas, blancas o lüas. Su fruto es una vaina más grande que una nuez y, al madurar, se abre y brota de él una cantidad de semillas y copos de a%odón suave.

^ "Ú negrito que fue blanco".

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Una vez más, Josefina Plá utiliza el color, ahora el blanco contrapuesto al negro, para evidenciar la dis­criminación. Para ello, además, ha sabido aprovechar lo que se conoce con el nombre del "Veranillo de San Juan", expresión popular que se usa en América Cen­tral para referirse al intervalo seco que tiene lugar durante las épocas de lluvia y que suele coincidir con la festividad del santo: días de calor en junio. Solo que en su cuento en lugar de a un período de calor asisti­mos a uno de color.

Pero la discriminación no solo responde a razones motivadas por el color, también puede ocurrir que se deba al nombre. Carecer de este, implica, en cierta manera, no tener identidad. De esta forma, im marinerito blanco se enrola en un barco blanco al que no dejan acercar a puer­to* . La rwve no puede entrar porque no tiene nombre y no tiene nombre porque no tiene carga, que es la que con­fiere "personalidad". El marinero, en una suerte de hechicería, consigue que, a través de su canto y tras fun­dirse con una paloma blanca, el barco obtenga un nombre, siempre nuevo y diferente para quienes lo lean en cada puerto donde lleguen: "Unos leerán Ilusión, otros Recuer­do, otros Esperanza, otros Fortuna, otros Amor".

En el cuento de "Míster Odín" la historia que se nos relata es la de un ser fabuloso, un animal hijo de vina yegua marina y de un caballo blanco. Bigotes, posteriormente no­minado como Odín, después de muchos años de vivir como un caballo en la tierra, vuelve al mar como su madre. De esta manera, Josefina Plá, parece recoger la esencia de la leyenda nórdica, en la que Odín representa el principio de todos los conocimientos sobrenaturales y de toda ciencia superior. Las fuerzas de la iiaturaleza, encamada ahora en la fígura de este caballo, responden a uita ley básica, la del retomo al origen materno.

Sobre la base, vn tanto maniquea del bien contra el mal, nuestra autora consigue presentamos una narra­ción en la que ambas fuerzas, encarnadas en ángel y demonio, se eivfrentan para conseguir arrastrar, cada vmo

" "El marinero blanco"

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a su camino -diestra y siniestra-, a un muchacho. Al fi­nal triimfa el mal y el muchacho va a parar de cabeza a los Altos Hornos del Infierno. De esta manera, ima vez más recurriendo al humor, se extrae el siguiente mensa­je: el que quiere ir por mal camino irá, por mucho que se haga en su favor.

Más alegre parece ser el mensaje del cuento "La mariposa en blanco". En esta ocasión, como en tantas otras, se alude al color blanco como elemento de discri­minación. Una mariposa, llamada por su blancura la "descolorida", es capaz de llevar alegría a las personas, pues un preso, más desgraciado que ella al estar privado de libertad, grafía en sus alas un mensaje, con lo cual la convierte en un medio de comunicación, algo así como tma carta que lleva buenas noticias. Hay también en este relato una gran carga poética que, la mayoría de las ve­ces, se materializa en las imágenes que se dan de la mariposa:

"Cuando volaba, parecía im plieguecillo de papel de seda, llevado a saltitos por el viento. Entre tanta mari­posa resplandeciente crano pieza de pedrería, ella cruzaba como ima penitente, como ima monjita, como una pobre de solemnidad. Unxetacito de gasa arrastrado suavemen­te sobre las ramas por la respiración del día dormido"*^.

Con respecto a los siete cuentos que componen la serie de "Las villas de numwiUa"^, cabe señalar que en ellos se establece una lógica que solo se aviene bien con el medio. El ámbito donde se desarrollan las tramas es siem­pre elde las villas o castek, entendiendo por tal, un lugar fuera del mundo conocido, pero también del tiempo. En este sentido, las historias nos remiten a un chronos imne-morial, remoto, muy antiguo... No caben las precisiones, solo la indeterminación espacio-temporal. De esta forma.

" "La mariposa en blanco". " Como hemos señalado, los cuentos de esta serie son muy similares

a los publicados en ManajÜlas de unas vilks, solo que en esa ocasión se recogieron doce cuentos que hadatt alusión, además de a las vi­llas y castds, a las ciudades y buigos: Ciudadsueftos, Ciudadlacustie y Negribui^.'Por lo demás, el espíritu que inspira a ambas series es el mismo.

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aun cuando la verdadera protagonista sea la geografía, pueblos perdidos en mitad de la nada, serán sus habitan­tes, seres excéntricos -villaenojados, villabrillosos, villadistraídos, villacaracoletes, villatranquilinos, villaca-nasteros y castelventosos- los que les confieran una particular y atractiva fisonomía a estas aldeas.

Por otro lado, en los cuentos de este grupo está más presente, si aún cabe, el humor. Un humor que a veces de­viene disparate, pues como hemos apuntado, los habitantes de estos lugares hacen uso de un ingenio absurdo, de desvarios y equívocos. Tal es lo que apreciamos en "Los humos de Villaenojos", un pueblo de malhumorados que deciden hacerse una chimenea en la cabeza para expul­sar el aire del enojo. Los vecinos reunidos se oponen a que por su villa pase tm ferrocarril, porque para "humos el de ellos". De esta forma, deciden levantar el pueblo en otro lugar donde no hubiese trenes. Con el tiempo, olvi­dados por todos, en los mapas colocaron tma nota que decía: "Por las cercartías, un volcancito viejo"**.

Algo similar ocurre en "Los brillos de Villabrillos", tin pueblo en el que sus habitantes, llevados de cierta va­nidad y envidia, y para diferenciarse del resto, deciden recubrirse con pinturas fluorescentes para "brillar" más que nadie. Al final del relato, sin saber cómo ni porqué, todo comenzó a perder su brillo.

Más absurdo resulta el cuento de "Las distraccio­nes de Villadistraída", pues en él se evidencia ima serie de despistes que, llevados al extremo, originan la risa, lo cómico y hasta lo farsesco.

La magia recobra su importancia en "Los caraco­les de Villacaracoles", xm espacio en el que hasta en las costumbres y la psicología de la gente habían empezado a influir los caracoles. De a poco, cada domingo, las casas iban cambiado de sitio, por lo que los villacaroletes deci­den entonces mudarse e irse a vivir al otro lado de las colinas, alejados por siempre de estos animales. Sin em­bargo, el lugar abandonado se convierte en un vergel, lleno de árboles frutales y casas lindas. Y en todas partes

"Los humos de Villaenojos".

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tinos carteles que decían: "Compre en este valle donde Aladino levantó su palacio. Disfrute del privilegio de cambiar de vecino cada mañana. Alégrese teniendo cada día im paisaje distinto frente a su casa. Viaje sin moverse de su sillón"**.

En Villatranquila, por el contrario, los vecinos con­viven pacíficamente con las tortugas -tantas tortugas como familias había-, sin embargo, al terminar el cuento, y sin saber cómo, aparecieron ocho tortugas más, por lo que los villatranquilinos decidieron asignarlas a la comuni­dad por tumos: "pensionistas cada ocho días de ocho familias diferentes".

En Villacanastos toda la vida gira en tomo a los canastos, hasta que un día llega a esta villa una "Cigüeña Grande" -un avión- que les informa de los "tiempos mo­dernos". Llevado por la curiosidad, im villacanastero opta por viajar a la ciudad, lo que implica dejar atrás su men­talidad, tan propia del siglo XVü, para ingresar en la modernidad del siglo XX. Pero arrastrado por el consu-mismo compra un sinfín de objetos con la finalidad de llevárselos a sus vecinos: televisores, zapatillas de baile, focos eléctricos, ajedrez, corbatas, colonias, medias, aba­nicos, abrelatas, pitos, xma pareja de ovejas, im gallo blanco y unas gallinas. Sin embargo, la ingenuidad e ig­norancia hacen que no sepan darle el uso correcto a las cosas adquiridas. De esta manera, Villacanastos se va quedando "sin canastos y sin billetes verdes, pero con más variedad en su menú"".

En Castelvientos el único problema era el viento reiiiante, siempre soplando y ntmca en la misma direc­ción. Esto generaba tm desconcierto, pues nadie podía salir de casa, ni hacer planes, por temor a no volver. Los castelventosos resuelven entonces hacer varios túneles por debajo del pueblo, así consiguen que el viento mja de un lado a otro, pero dentro del pueblo todo era silen­cio y tranquilidad, con ello se recuperó la paz.

Como hemos podido observar, en estos relatos de villas y casfefa impera siempre ima lógica, más bien vma

• "Los caracotes de Villacaracoles" " "Los canastos de villacanastos".

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i-lógica, que solo adquiere signifícación gracias a la geo­grafía, sobre todo humaixa, que es la que le imprime el verdadero carácter al lugar. La dimensión fantástica se convierte así en vma nueva realidad que se rige por sus propias leyes, aunque a primera vista, y desde los mara­villados ojos del foráneo, en este caso el lector, parezca operar la sinrazón.

Por último, solo queda referimos a la serie de na­rraciones -un total de siete- que se incluyen bajo el epígrafe de "Cuentos diversos" que, como su nombre in­dica, aluden a temáticas, que no estilos, bastante diferenciadas.

En primer lugar, nos encontramos con "Los arü-males poetas", im cuento en el que se nos relata la historia de los Señores Leónez, quienes, para celebrar su aniver­sario, tienen la ocurrencia de ofrecer una fiesta literaria en la que cada animal invitado debe recitar irnos versos improvisados. De esta forma, se pone a prueba el inge­nio, la irorüa y la picardía, de cada especie. Uno a uno van desfilando los poetas repentistas: la zorra, el oso, el lobo, la tortuga, la jirafa, el elefante, la mona, el rinoce­ronte, la pantera, el chancho, el onagro y el tigre. Pero el sarao termina mal y los invitados huyen.

Totalmente diferente resulta la temática y el espí­ritu que gravita sobre la historia de "El ángel aventurero". El protagoTüsta en esta ocasión es im ángel soñador que anhela darse una vuelta por el "Paraíso terrenal". Al fin lo consigue pero, tras diversas desventuras propiciadas por la maldad de los hombres, descubre que la tierra no es el espacio idílico que él esperaba. Por ello, apesadum­brado, regresa de nuevo al cielo.

Resulta curioso comprobar en este cuento la refe­rencia -explícita- a la maldad, al pecado de los hombres, a la pérdida del Paraíso..., aspectos estos que de igual manera están presentes en otros relatos. Recordemos a propósito el inicio de "La liebre blanca":

"Por entonces los hombres no hacía tanto que ha­bían salido del Paredso y los animales, aunque lúnguno de ellos había comido la manzana, habían tenido que salir también. Solo que el hombre, y la mujer por supuesto, se estaban acordando a cada momento del Paraíso perdido.

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en tanto que los animales no se acordaban gran cosa de él, porque ya sabéis que los animales tienen poca memoria"*''.

Lucha del bien contra el mal que también aprecia­mos en "Blanco y negro", en este caso es un diablito el que se enfrenta a im ángel para poder obtener su presa: im muchacho. De esta manera, al referirse al hombre y a la tierra en que este habita, el ttarrador pone en boca de mamá diablo las siguientes palabras: "El mtmdo donde viven los hombres, esos pollos pechugones que ves ahí asándose". O bien: "Si tu papá hubiese sido diablo tenta­dor, que es como decir diablo viajante, estarías todo el día afuera, ofreciendo la mercadería del pecado que tan­to gusta a los hombres"». En los tres cuentos se pone de manifiesto, por im lado, la debilidad humana y, por otro, el poder de las fuerzas delmal, ya que la mayoría de las veces triunfan estas sobre el bien.

Pero, tal vez, de todos los "pecados" el que más presencia manifiesta en estas narraciones sea la tozudez, que afecta tanto a humanos como a animales. Tal es lo que observamos en "Cuatro burros y un asno". Maraña, un asno muy altivo y orgulloso, se siente diferente de sus hermanos los burros. Por esta r a z ^ , se empefta en no trabajar ni obedecer a su amo, solo desea ser libre e ir donde él quiera. Por fin logra escaparse y adentrarse en la selva, pero su ansia de libertad y su orgullo acaban mal, pues solo consigue ser devorado por un leopardo.

Ser diferente no es igual que sentirse diferente, pues si el asno asumía su diferencia con altivez y gallardía, no es lo mismo lo que le ocurre a "El caracol verde". En esta ocasión, Josefina Plá, jugando de nuevo a evidenciar la discriminación, hace uso del color, no ya el blanco, como en anteriores relatos, smo el verde. Así nos presenta a un caracol de un verde precioso, pero "tan poco caracoli, (que) le sucedieron cosas que se las habría ahorrado se­guramente de ser como todo el mundo; quiero decir, como todos los caracoles"". Tras diversas vicisitudes, nuestro

" " U liebre blanca". " "Blanco y iwgro"-" "El caracol vente".

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caracol se vuelve pardo y eritonces pudo vivir "normal" como el resto de su especie.

Y de nuevo la curiosidad, la ingenuidad y el inge­nio se alian en una historia. A partir del dicho "donde el año se acaba", vin niño decide ir en busca de ese lugar. Para ello elige la noche del 31 de diciembre y tm globo que le sirva de medio de transporte, pero solo consigue dar con sus huesos en tierra. De mayor, intentando bus­car una explicación o un camino que lo lleve a donde termina el año, se hizo filósofo.

De igual manera se evidencia el ingenio y la astu­cia de los animales. Esto es lo que podemos hallar en el cuento de "El perro que fue tatú", ya que un perro abandonado por sus dueños, carente de identidad -con el abandono pierde también su nombre. Chiquito- y ayu­dado por un amigo canino utilizará el caparazón vacío de im tatú no solo para resguardarse sino también para sobrevivir, pues la gente al encontrarlo original y simpá­tico le da de comer. Este a su vez, de manera solidaria, reparte la comida con su socio, así ambos viven felices y sin amo.

El hombre es el úrüco animal que miente, eso es lo que podemos extraer como mensaje de la historia "Cua­tro burros y cuatro coles". En este caso, un burro llamado Grisel no puede sucumbir a la tentación de comerse las coles de la huerta de un vecino, tan solo deja cuatro. El sheriff entonces inicia vma investigación, tras la cual se descubre que fue Grisel quien se comió las hortalizas. Enfadado el dueño, el animal responde: "Yo no soy hom­bre, y no sé mentir, mi amo. Fue la única vez que Grisel habló"*».

Con todo podemos concluir que con estos cuentos Josefina Piá nos ha ofrecido un mundo lleno de fantasía donde el protagorúsmo, sin lugar a dudas, lo adquieren los arümales. De esta forma, y a través de un lenguaje sencillo, con tm estilo coloquial y directo, nuestra autora nos va re­velando la dimertóión mágica de la verdad, aquella que partiendo de la realidad se construye a base de sueños.

* "Cuatro burros y cuatro coles".

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Cuentos iiniversales "floreciendo en la raíz lo­cal" pues, como apuntaba Augusto Roa Bastos", hay determinados elementos en ellos, una palabra, un giro, una expresión, que delatan que estos cuentos fueron so­ñados en el corazón de América. Tal es lo que apreciamos cuando, junto a animales como el peno, el gato, el burro, las ovejas, el grillo, la paloma, el caballo... nos encontra­mos con el yacaré, el tatú, los carpinchos, los tucanes, el coatí, el sapo cururú, los múas... Ó con árboles o plantas como el samuhú, los yuyos, la yerba mate... O bien con expresiones o americaiüsmos como escueleros, boliche­ro, piyama, bife, tacho, nafta, pucho, guaraníes, im platal... Raíz local que convive en armonía con la xmiversalidad. Tal vez ello no sea más que la evidencia de que estos cuen­tos han sido elaborados con 1(» mismos ingredientes con los que se fabrican los sueños. Y los sueños, avmque no procedan de los mismos lugares, pueden compartirse.

" ROA BASTOS, AUGUSTO, "JOSEFINA PLÁ, autora de relatos para la huma­nidad joven", op. cit.

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Esta edición

Como ya hemos señalado en otros apartados, la colección de cuentos infantiles que ahora presentamos ha dormido durante largo tiempo xm espeso sueño. Tal vez, torciendo el destino que les auguraba Josefina Plá, ahora puedan vivir con rostro. Un rostro y una identidad diseñados por nuestra autora, por lo cual no hemos que­rido hacer ningún cambio en ellos y ofrecerlos tal y como, en su día, me fueron entregados personalmente por la escritora. Por esta razón, solo hemos introducido algvma variación que mínimamente, por no decir en nada, altera el estilo de los relatos. Solo cuando hemos estimado ne­cesario poner o quitar una coma o subsanar algún error tipográfico, lo que por otro lado ocurre raramente, lo he­mos hecho y, en la mayoría de los casos, lo hemos consignado. Esta voluntad de mantener intacto el corpus es lo que ha motivado que junto a los cuentos aparezca también el prefacio que, en 1989, hiciera Augusto Roa Bas­tos, ya que este texto sirve como una puerta de entrada o presentación de los relatos. Por lo mismo, llevados por esta fidelidad, las narraciones se abren con vma dedicato­ria de Josefina Plá, encargo que ella misma me hiciera en caso de que algún día, como por fin ahora lo hacen, se publicaran estas historias. En este sentido, los cuentos que aquí aparecen son y seguirán siendo aquellos mismos.

En la introducción que acompaña a esta edición hemos creído oportvmo dar cuenta, a través de tana pe­queña semblanza, de la azarosa vida de nuestra autora. Una existencia marcada por la fuerza del destino, por los cambios, que la lleva a nacer en la pequeña Isla de Lobos y que, igualmente, la hace vivir, amar y morir en el cora­zón de América: Paraguay. Y a este país dedicó toda su

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vida, con fervor, con pasión, no podía ser de otra manera tratándose de Josefina Plá. La inmensa labor de renova­ción cultural que realiza es solo una muestra del amor que siente hada esa patria de su destino y es también tma forma de integración en el país que la acoge.

Imposible hubiera sido en estas páginas dejar cons­tancia de la proMca obra de esta escritora, por ello solo hemos hecho referencia, bajo el epígrafe de "Tramando historias", a su narrativa. Valga esto como un muestrario que si algo demuestra es el lugar señero que en el pano­rama de la narrativa contemporánea en general, y paraguaya, en particular, debe ocupar, por méritos pro­pios, Josefina Plá.

En el apartado que hemos llamado 'Tejiendo cuen­tos" damos tan solo uiuis pinceladas, un pequeño esbozo, de la importancia que la cuentística tiene para Josefina Plá, especialmente la destinada a un público "más joven". Por ello hemos hecho hincapié en la particular significa­ción de los cuentos infantiles que aquí presentamos. "Sinfortía en blanco mayor", como los calificara Augusto Roa Bastos, cuentos que nos hablan de lo humano y lo divino, sobre todo de esto último, ya que nos revelan la dimensión mágica que siempre está aguardando a la vuel­ta de la esquina de estos sueños, de estos cuentos.

Por último, y pensando que podría ser de ayuda, hemos incluido xma bibliografía de la narrativa de Josefi­na Plá. En ella hemos consignado no solo las primeras ediciones de nuestra autora sino, también, obras comple­tas, antologías y otras publicaciones en las que igualmente se recogen sus cuentos. Este capítulo se cierra con algu­nos de los estudios que sobre la narrativa de Josefina Plá se han ido dado a conocer a lo largo de los años.

Bibliografía que, por otro lado, no hace más que resaltar una de las parcelas creativas de Josefina Plá, pues solo aludimos a la narrativa y, especialmente, a su cuen­tística, infantil o no. Por este motivo, no hemos considerado oportuno dar tma bibliografía ihás amplia sobre la literatura paraguaya, solo de aquellas obras que hacen hincapié én la creación de esta autora. Sin embar­go, sí recogemos lo que de y sobre su producción narrativa

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se ha ido publicando en Canarias y, particularmente, en Fuerteventura, lugar de origen de Josefina Plá.

No se trata, por tanto, de una bibliografía acabada y cerrada, si por tal se entiende una recopilación exhaus­tiva que dé cuenta de todo lo escrito sobre la narrativa de Josefina Plá, somos conscientes de que siempre se escapa algo, sobre todo en los últimos tiempos, ya que gracias a los adelantos informáticos las referencias se han visto in­crementadas. De esta manera, al revisar las páginas que figuran en la red nos encontramos con algo más de 3090 entradas para nuestra autora. Imposible materializar en estas páginas tanta información. Sirva esta bibliografía "abierta" como mera ayuda, ese es su espíritu.

Con todo, creemos haber cumplido con nuestra promesa, que estos cuentos salieran a la luz con la enti­dad que, sin duda, corvfiere siempre el libro. Los animales blancos y otros cuentos pueden ahora libremente vivir con rostro.

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Josefina Plá

L o s ANIMALES BLANCOS Y

OTROS CUENTOS

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Josefina Plá, autora de relatos para la humanidad joven

Prefacio de AUGUSTO ROA BASTOS

Suelo decir que entre los españoles venidos a nues­tra tierra y que "adoptaron el dolor paraguayo", a tres de ellos debemos particular gratitud y reconocimiento por méritos muy especiales de su vida y de su obra, identifi­cadas plenamente con el destino de nuestro país: al primero de ellos, Viriato Díaz-Pérez, el polígrafo inago­table, por haber sido el descubridor de nuestra realidad histórico-cultural; a Rafael Barrett, descubridor de nues­tra realidad social, y a Josefina Plá, descubridora de la realidad artística paraguaya en relación con la vida his­tórica y cotidiana de nuestra colectividad. Maestra ejemplar, ella misma, en las artes y en las letras, de quien muchos de nosotros -entre ellos, yo mismo- nos honra­mos de haber sido sus discípulos.

No es ésta, ruituralmente, la ocasión de hacer un parangón entre estos tres seres de excepción y sus respec­tivas obras; parangón que no tendría un sentido iluminador más neto que el que cada vida y obra ofrece por sí misma, las tres significativamente diferentes y complementarias. Por otra parte, Josefina Plá sigue viviendo y trabajando incansablemente, ejerciendo su magisterio en la plenitud de su talento, de su austeridad y su rigor, después de más de medio siglo de ima vida totalmente dedicada a develar en libros y ensayos memorables los enigmas, las carencias, los destellos solitarios y fugaces, las zonas de sombra, los presentimientos y las prefiguraciones de ese gran espejo roto que es el arte paraguayo. Dedicada, con igual pasión y rigor, a adelantar su obra de creación en la poesía y la narrativa, otro espacio igualmente fecundo y revelador de ese espejo roto, pero fundamentalmente del universo íntimo de la autora.

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Quisiera referinne aquí a un aspecto acaso menos conocido, pero no por ello menos valioso, de su trabajo creativo: el de autora de cuentos para niños. He preferido llamarlos relatos para la humanidad joven. Esos cuentos, esas parábolas, esas alegorías de tma extrema musicalidad y transparencia pueden ser leídos, entendidos y vividos con la misma intensidad por rúños, por adultos, por todos los que guardan en su espíritu ese inágico rescoldo de candor y la capacidad de asombro que habitan el corazón henchi­do por la materia luminosa de la fábula.

En im viaje de regreso al Paraguay, después de muchos años de exilio, visité a mi antigvia y siempre jo­ven amiga Josefina, en compaííía de Iris, mi mujer. La vi en el mismo sitio de su huniilde espacio de trabajo, como casi cincuenta años atrás cuando comenzó nuestra amis­tad. Figvura viva y activa, como tallada en vm bloque de tiempo que gira como im halo alrededor de ese ser incan­descente pero incombustible. En ese rincón del corredor de su casa, lleno de libros, de manuscritos, de gatos soño­lientos y roivoneantes, Josefina me pasó unos papeles, algtmos de ellos tostados por la resolana que invade siem­pre, a todas horas, ese rincón de su cenobio o ermita. Eran ocho cuentos para niños de todas las edades. Se los pedí para leerlos porque sentí que ellos iban a darme, como siempre, algún ángulo nuevo y sorprendente de ese mim-do, siempre el mismo pero también siempre cambiante, en perpetua transformación, que es el universo creativo de Josefina.

Ahora se los devuelvo con estas líneas que no tie­nen la más múúma intención de esos prólogos, siempre infatuados e inoportunos, cuando se trata de libros que se presentan por sí mismos con el ábrete-sés^no del nombre del autor. Solo quiero agradecerle la felicidad que esos relatos me dieran con sus personajes mágicos y al mismo tiempo hiunanos que se mueven en ellos como recortados contra horizontes diversamente coloreados, como sucede con la música que tiene la virtud de crear sus propios hori­zontes, sus luces, su penumbra, sus melodías. Hay en esos cuentos uim nostalgia de tierras desconocidas y que sin embargo habitan patnanentemente nuestros su^os; de hedtos aparentemente imposibles pero que la entonación

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del relato los vuelve reales y cercanos como si se estuvie­ran produciendo delante de nuestros ojos y pudiéramos tocarlos con las manos en alguna esquina del universo, sin que se desvanezcan o deshagan como el polvillo irisado del ala de las mariposas.

Todos estos cuentos aparecen hechos con esa ma­teria de suma transparencia que es el tema del primero de ellos, El rey sin sombra. Se relata en él la historia de un joven príncipe obsesionado por la presencia de ese cono de sombra que proyectan los seres y las cosas. El prínci­pe quiere a toda costa encontrar algo que no dé sombra. Alguien, im niño como él, pero im niño pobre, salido de las entrañas del pueblo, que tiene la vieja sabiduría de la memoria colectiva, le revela el enigma: las tres cosas que no dan sombra son el agua derramada, el aire, el cristal.

La alegoría prodigiosa alude a otro elemento que tampoco produce sombra y que se insinúa en el relato como la presencia de algo llevado a su extrema ausencia; algo que podría ser la nada, o acaso el intenso resplandor que se ciega a sí mismo.

Estos son matices bordados con hilos invisibles en el revés de la trama de los cuentos. No se ven pero están allí. En esos matices hay como una historia secreta que cada uno de los lectores se cuenta a sí mismo de ima manera diferente. La estatua de cristal purísimo levanta­da por el príncipe en memoria de su complaciente padre, brilla sin la más tenue mancha de sombra en medio de la gran plaza de la capital del reino, siempre vacía. En me­dio de la luz la estatua es invisible. Nadie podía mirarla ni admirarla porque se parecía a la nada. La gente del reino se alejó de la estatua.

Estos cuentos de Josefina, breves, concisos, musi­cales, parecen tallados como en filigrana sobre el metal coloreado de los escudos de los antiguos reinos de la fan­tasía. Predomina en ellos el albo color de la nieve. Relatan aventuras de personajes, de cosas, de animales, que tie­nen en el blanco su color heráldico, su naturaleza opuesta a la parte en sombras del mundo y de la vida. Son cuen­tos de sentido universal. Pueden ocurrir en cualquier parte del mvmdo y también fuera del mundo. Pero algún leve giro semántico, una palabra, ima tenuísima inflexión

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de nuestra lengua coloqiüal, delatan que estos cuentos han sido pensadc^ a partir de los niños paraguayos. Y esto es también un logro admirable: la universalidad flo­reciendo en la raíz local, en el áibol de la vida del lugar.

Estos cuentos, casi inmateriales como el alma de la música, forman una pequeña sinfonía en blanco mayor. Son todos ima fábula moral que dan espardnüento a gran­des y chicos. Pero también los hacen pensar en los significados ocultos de la vida, en el otro lado de las co­sas, en ese pedazo de sombra pequeñita que se esconde debajo de los pies cuando caminamos, obnubilados, bajo la luz cenital del mediodía.

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Augusto Roa Bastos Toulouse (Francia), mayo 1989

A mi madre, que desde la cuna nos hizo viajar en la alfombra mágica de sus cuentos.

JOSEFINA PLÁ

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LOS ANIMALES BLANCOS

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El huiro blanco

Todos conocéis a ese animalito simpático y traba­jador, de orejas largas, que llamamos burro. O creéis conocerlo, porque lo veis a menudo. Pero las cosas que se ven mucho, termina imo por acostumbrarse y olvidar­se de cómo son.

Si yo os pregunto de qué color son los burros, se­guramente que todos o casi todos me diréis que son grises o pardos.

Pero si pregunto de qué gris o de qué pardo, seguro que no lo sabéis. No sabéis que hay burros de todos los grises, desde el claro, casi plateado, al gris oscuro de plo­mo. Y que los hay de todos los pardos: pardos osairos y pardos claros, tan claros, que hay algunos que son bayos. Pero nvmca hubo im burro negro. Ni un burro blanco.

Sin embargo, esto no es del todo cierto. Hubo una vez un burro blanco. Pero hace tanto tiempo, que nadie se acuerda. O casi nadie.

(Porque si nadie, lo que se dice nadie, se acorda­se, no podríamos saber hoy que existió ese burro, y no podría yo contaros ahora su historia)

Ese burro nació blanco en una familia decentísi­ma de burros pardos; por consiguiente fue un verdadero escándalo. Para peor, tenia las orejas más cortas que el común de los burros.

Pasaron los días y el burrito fue creciendo, cada vez más blanco y las orejas más cortas.

Fue inútil que el burrito procurase perfeccionar su rebuzno, pensando que con esto se haría más acep­table. Hasta se reunió un consejo de familia, para decidir si se le debía considerar miembro de la comtmi-dad asnal o no. Por cincuenta y un votos contra cuarenta

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y nueve se acordó que sí. Pero seguían mirándolo de través. El burrito se sentía cada día más extranjero en­tre los suyos. Y un día resolvió irse por ahí pensando que encontraría otros burros más comprensivos.

Así fue recorriendo el mundo que le era permiti­do recorrer a im burro; es decir, el mundo donde había yerba y agua; porque la otra parte del mundo, la parte seca y sin pastos, no era propia para visitarla burros que tienen que viajar a pie, y sin plata.

Y en todas partes encontraba burros pardos y gri­ses; pero ninguno blanco con el cual conversar amigablemente. En todas partes su visita provocaba ex-trañeza y desconfianza: ningún bturo parecía convencerse de que ese ejemplar blanco fuese su congénere.

El burrito blanco era muy optimista y no perdía la esperanza de que su problema hallaría alguna vez solución.

Pero entre tanto, hay que confesar que había tem­poradas que las pasaba mal: los burros pardos y grises, conveiicidos de que fuera de esos dos colores no existía opción decente para un biuro, no gustaban en general de compartir sus pastos con él y le recibían con rebuznos descorteses; otras veces era aún peor; le sédudaban a co­ces, ahuyentándole. En esas ocasiones, le costaba encontrar algo que comer, y no se sentía muy feliz.

Así las cosas, un día en que llevaba ya más de tres sin comer, porque era ima comarca toda cubierta de cul­tivos, y los pocos cuadritos de pasto estaban ya ocupados por burros pardos y grises poco cordiales, el burro blan­co hambriento no pudo resistir la tentación.

Se metió en un melonar y empezó a comerse vm melón. Pero no pudo terminado: el dueño, que de lejos lo había visto, acudió furibimdo: lo tundió a palos y para peor, le ató una cuerda al cuello y lo llevó ante el Sherifií.

Lo enjuiciaron, y lo condenaron a cárcel perpetua. El juez dijo que la pena era tan severa, no tanto por co­merse el melón, cuanto porque el reo era blanco, y por consigmotte, provocaba legítima desccmfianza; todo el mundo sabía lo que era capaz de hacer tm burro pardo o tin burro gris; pero lo que fuese capaz de hacer im burro ée un color tan fuera de lo común, nadie podía preverlo.

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Así pues lo encerraron en iina celda hecha como para cincuenta burros, pero en la cual estaba él solo. En la celda, a pesar de ser tan grande, no había, aparte de la puerta, otra abertura que una ventana, muy ancha, pero situada muy alto, muy alto. Esta ventana había estado tapada con una plancha de zinc; pero hacía de eso mu­cho tiempo, y la plancha, de tan vieja, estaba llena de grandes agujeros, de todos los tamaños: desde una hoja de parra a una hoja de mamón. Por supuesto, había tam­bién una trampilla por la cual le echaban al burro blanco comida y agua. Pero nadie entraba a verle nunca.

Durante los largos inviernos, sin paja donde echar­se, acostado en el duro piso, el burro blanco pasaba frío. Afortunadamente, por las roturas de la plancha en la ven­tana entraba siempre el sol, cuando había sol, que era casi todos los días, porque el país era muy seco. El burro blan­co se echaba sobre la sábema de agujeros amarillos que caía desde la ventana; se calentaba en invierno, y se tostaba en verano, a pedacitos, por supuesto. Era su única alegría.

El burro blanco se moría de deseos de ver el cam­po: el verde de los pastos, el agua de los arroyos. Y queriendo verlos, estiraba el cuello, incansable, a veces por horas, buscando alcanzar con los ojos más allá de la ventana im retacito de verde, aunque fuese la última ra-mita de tm árbol... Pero no lo conseguía.

Así pasó mucho tiempo. Meses, primero, luego años. El pobre burro blanco, a pesar de ser tan optimista ya empezaba a pensar que nunca más vería eso que se llama color verde, lü a trotar por los senderitos de coli­nas y de valles.

De pronto, algo extraordinario sucedió. Los Reyes de ese país, que estaban casados hada tiem­

po (desde antes que naciera el burro blanco) sin tener hijos, tuvieron por fin un heredero. Un lindísimo principito.

Naturalmente, se hicieron grandes celebraciones. Festivales con fuegos artificiales; carreras de sorti­

jas, reparto de caramelos a los niños pequeños, de libros a los escolares, de leche y masitas para los viejitos. Y como celebración extraordinaria se ordenó poner en libertad a los presos que llevasen en la cárcel tantos años como ha­bían estado los Reyes sin tener hijos.

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Al pueblo en donde estaba preso el burro blanco llegó también el decreto. Lo trajo un Mensajero que llegó a caballo porque entonces no había telégrafos ni teléfo­nos. El Alcade, el Sheriff y el Juez del pueblo acompañaron al Mensajero a la cárcel para poner solemnemente en li­bertad a los presos.

Al llegar a la celda donde estaba el biuro preguntó el Mensajero:

-Quién está encerrado aquí en esta celda tan gran­de y severa?

-Señor, im burro que, además de ladrón de melo­nes, es blanco.

-Blanco? -Sí, señor. -Extraordinario! Realmente un color sospechoso.

Pero el Decreto Real no especifica colores. El burro blan­co tiene derecho a ser libre como otro preso cualquiera. Abran la puerta.

Abrieron la puerta. El Mensajero metió la cabeza, miró bieri, y se volvió hacia el Alcalde, muy sorprendido.

-Lo que tienen ustedes aquí encerrado no es im burro -dijo.

-Cómo que no? Fue un burro el que juzgamos, sentenciamos y encerramos -dijo el Juez.

-Pues lo que yo veo no es im burro. Gendarme! Sacad al preso.

Los gendarmes entraron y sacaron al burro. Es de­cir, lo que creían que era tm burro. Porque lo que salió de la celda, y todos pudienm vei fue vm animal, blanquecino, es cierto, pero con el cuerpo cubierto de manchas oscu­ras; con vn cuello largo, largo; C(HI las patas de atrás más cortas y las de adelante más largas, y que apenas se vio en la puerta salió de estampía cedle abajo y desapareció en im periquete sin saludar a nadie.

Al burro blanco, a fuerza de tostsurse al sol, se le habían calcado en el cuerpo las formas de las aberturas de la plancha en la ventana; a fuerza de estirarse hacia la ven­tana queriendo ver los campos verdes, el cuello se le había alai^ado el doble. En stuna: se había convertido en jirafa.

Por lo demás, niinca ya nadie, rtí persona ni burro gris o pardo, lo volvió a ver.

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Dicen que se metió en la selva y se unió a una ban­da de jirafas. Y dicen también que aunque los leones persiguen a las jirafas y se las comen cuando pueden, a ésta nunca le hicieron nada. Pues aunque en todo parecía jirafa, al oírla rebuznar, pensaban que emimal con voz tan rara es posible tuviese escondida algún arma secreta, que las otras jirafas no tenían: se desconcertaban, y renuncia­ban a atacarlo.

Por su parte, las jirafas, aunque bien oían que no hablaba su idioma, lo veían tan parecido a ellas, que nvmca lo rechazaron. Pensaban simplemente que era una jirafa analfabeta.

Y así encontró por fin el burro blanco su compañía. En cuanto el Alcalde, el Sheriff y el Juez de aquel

pueblo, fueron destituidos a vuelta de correo, por haber cometido tan tremenda equivocación como es la de con­fundir jirafa con burro.

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El perro blanco

Un perro blanco? Pero un perro blanco es cosa que se ve todos los días'.

Es derto. Nada más común que un perro blanco. En la calle hay perros amarillos, grises, negros, pero hay tam­bién perros pardos que son perros pardos y otros también pardos que son perros blaiux»: solamente que de sucios no lo parecen. También hay algún perro que parece blaiKo y es blanco: pero son pocos.

El perro blanco del que voy a hablar no era por tanto im caso raro: era simplemente imo cualquiera de los perros' blancos que andan por ahí. Pero lo que a él le sucedió no le había sucedido antes a ningún perro blan­co en el mxmdo, ni le pasó tampoco a ningún otro perro blanco después. Y por eso creo que vale la pena contarlo.

Para comenzar, este perro blimco era uno de los pocos perros blancos callejeros que son blancos y ade­más lo parecen. No era grande ni chico; era bastante inteligente y tenía -fijaos bien, porque es importante- te­nía una oreja más grande que la otra, porque de la derecha le faltaba un pedazo en fonna de t r^ol que le había arran­cado de im mordisco una vez otro perro que no era blanco, pero que tenía unos dtentes blanquísimos y agudos.

Era, os digo, muy blanco, de modo que de lejos ya se le veía. Cuando se juntaban de noche varios perros a hurgar en un tacho de basura, volcaban el recipiente y el dueño salía con un garrote o una escopeta cargada de sal, y todos huían, el perro blanco era el único al cual el hom­bre veía en la sombra. Enojado, deda:

-Ya está ahí ese perro blanco del diablo! Y sdbte el perro blanco caían los palos o la grani­

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Y cuando aparecía la perrera, los perros pardos, rojizos, grises, negros, encontraban siempre una forma de esconderse o disimularse detrás de un tacho de basu­ra, un cajón o un montón de ladrillos; pero él no podía, y sudaba tinta china para escapar de los perreros.

Así, entre tanto perro amarillo y rojo y pardo y negro, el perro blanco era siempre el más lleno de mata­duras y el más hambriento.

Una vez se estaba quejando de su suerte a un perro gris muy aristocrático: un galgo ruso, que era, entre todos los perros del barrio, el más amigo suyo, porque era, des­pués de él, el que más mataduras tenía, y el que más hambre pasaba, porque de tan educado a nadie le dispu­taba la comida.

-Qué vida más terrible la mía! Cómo quisiera ha­ber nacido gris, o amarillo, o pardo o negro; y no blanco.

-Yo nací gris y ya ves que no lo paso mejor -dijo el galgo.

-No digo que no. Pero tú no peleas tanto como yo y no te muerden tanto.

-Porque no les disputo el hueso -dijo el galgo-. Y al cabo de tm rato añadió:

-Si crees que por ser blanco te pasa lo que te pasa, por qué no te tiñes?

-Teñirme? -dijo pasmado el perro blanco. -Sí. Teñirte. -Pero con qué? -No sé cómo podrías tefiirte de pardo o amarillo.

Pero de negro es fácil. Busca una carbonera que quede abierta de noche, duerme en ella, y sales negro para todo el día.

-Sabes que es una buena idea? -dijo el perro blanco. Por suerte conocía una carbonera como la que su

amigo decía; y se fue a dormir allí esa noche. Se revolcó vm poco en su cama y cuando salió a la calle al día si­guiente era el más negro de los perros negros. Se topó con algimos compinches, y no lo reconocieron. Se le ocu­rrió visitar un barrio que hacía tiempo no visitaba, y donde topó con un hueso que era ima delicia. Pero cuan­do estaba en lo mejor del roer pasó la perrera, y lo pilló desprevenido.

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El perrero echó la red y allí cayó el perro negro que era blanco.

-Ay! Aquí se acaba mi vida -pensó el perro blan­co que ahora era negro-. Qué negra mi suerte!...

En el camión no había otro perro que él. El tiempo para entonces amenazaba lluvia. Y antes que llegasen al corralón empezó a llover. Un diluvio. Como el camión no teiiía techo, al perro negro le cayó tanta agua encima que cuando llegaron no había en el mundo perro más blanco que él. El perrero más viejo se le quedó mirando.

-De dónde salió este perro blanco? Si el que yo agarré era negro!

-Te lo habrá hecho la vista -dqo el perrero joven. -Qué esperanza. Te digo que el perro que yo agarré

era negro. Este perro no es el mismo. Este perro no es im perro corriente. Quien no lo conozca, que lo compre.

Y lo soltó. El perro blanco que fue negro salió corrien­do como árdma que se lleva el diablo y no paró hasta llegar a su barrio. Pero el trecho era largo y cuando llegó era ya de noche. Se fue a la carbonera, se acostó y se durmió.

Por la mañana salió a la calle más negro que nim-ca, porque se había acostado mojado todavía, y así el polvo de carbón se le adhirió mucho más. Ni el galgo ruso que le había dado el consejo lo reconoció.

E>espués de esto, y siempre durmiendo en la car­bonera para renovar el teílido, anduvo tranquilo unas semanas. Pero vm día de nuevo la perrera se le cruzó en el camino.

El perrero iba a echarle la red; pero fijándose un poco en él, vio el detalle de la oreja cortada, y dio dos pasos atrás.

-Qué haces, que no agarras ese perro? -pregtmtó el compañero.

-Qué Dios me salve -dijo el perrero viejo-. Es el mismo perro de la otra vez, que de negro se me volvió blanco. Fíjate en la oreja. Ahora es negro otra vez.

El perrero joven miró y dijo: -Pues tienes razón! ]& el mismo. Este perro es má­

gico! Y metió pie al acelerador.

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Y aunque en el curso de los días que siguieron el perro negro tuvo otros encuentros con la perrera, los pe­rreros le terüan miedo, y hacían como que no le veían. Él siguió haciendo su vida sin olvidarse por supuesto de dormir cada noche en la carbonera y de no exponerse a la lluvia para no estropear el teñido.

Ahora bien, la carbonera tenía, como todas las car­boneras, además de la entrada por afuera, su puertecita en la cocina.

Esta puertecita había perdido su pequeño pestillo, de modo que aunque se cerrara nunca estaba asegurada.

Por ella podía entrar perfectamente un perro. Y si nuestro perro lo hubiese querido lo habría hecho, y hu­biese comido de vez en cuando algo rico, porque siempre quedaba algo olvidado sobre la mesa.

Él no quería hacerlo, sin embargo, aunque estu­viese muy hambriento; porque sabía que buscando al ladrón, descubrirían lo de la carbonera, y él perdería su convertíencia.

Pero ima noche cuando dormía lo más tranquilo, le despertó de pronto un ruido en la cocina. Miró por una rendija de la puertecita y vio a vin hombre mal traza­do que andaba por allí de pimtillas recogiendo todo lo que veía -cubiertos, vasos de plata, manteles finos- y echándolo todo en vma bolsa. Después vio que abría la heladera y empezaba a cargar en la bolsa salchichas, sal­chichones, jamón cocido, quesos.

Al perro blanco que ahora era muy negro le entró una gran indignación; porque él había respetado siem­pre la cocina y nunca se le había ocurrido abrir la heladera. Y sin decir este hocico es mío se coló por la puertecita, saltó y se prendió a las pantorrillas del ratero, ladrando entre mordisco y mordisco.

El ladrón quería escapar pero el perro no le soltaba. A los ladridos y chillidos acudieron los dueños de

casa. Vieron al ladrón en el suelo y al perro negro mor­diéndole los talones. Agarraron al ratero, llamaron a la policía y se lo entregaron.

Entre tanto la señora decía: -Ay, bendito sea este perro que así nos avisó.

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-Pobrecito! -deda la criada-. Tiene cara de hambre. -Dale esas salchichas -dijo la dueña de casa- y este

salame. Y este pedazo de queso. El perro negro, que era blanco, se dio el gran ban­

quete, sin olvidarse entre bocado y bocado de mover la cola que es como los perros numifíestan buen humor y gratitud.

El hijo de los dueños, que era un niño, le acarició; y él dejó de comer para ladrarle cariñosamente; porque ya sabéis que los perros son educados y nunca ladran con la boca lleiui.

-Qué perro más simpático -decía el niño-. Quedé­monos con él.

-Pero está muy sucio -dijo el papá. -Yo le bañaré -dijo el niño. £1 perro negro, que era blaiKO, al oír esto se asustó

tanto que la salchicha que estaba comiendo se le cayó al suelo. Pensó escapar; pero el chico ya le había echado una correíta al cuello y lo llevaba a ponerlo debajo de la canilla del jardín.

Apenas le cayó el chorro oicima, el perro comen­zó a desteñirse.

El chico que se había distraído mirando a otra par­te, volvió los ojos, y al ver que llevaba de la correíta un perro blanco en vez de uno negro, se asustó tanto que a su vez cayó al suelo sentado. Por suerte tenía la arülla de la correa pasada por la muñeca, y así no la soltó.

£1 perro negro que ahora era de veras blanco em­pezó a lamerle las manos y nunca en su vida sintió tanto no poder hablar para explicar lo sucedido.

El chico volvió con el perro todo mojado a la coci­na. La mamá se los quedó mirando.

-Pero no era un perro negro lo que llevaste a bañar? -Sí, mamá; pero al caerle encima el agua se puso

blanco. -No es posible -dijo la mamá-. Tú cambiaste el

perro. -No miamá -contestó el niño- el perro negro tenía

un corte en forma de trébol en la oreja y este tiene el mis­mo corte. Ves?

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-Dónde está el secreto entonces? -preguntó la mamá.

-No sé, mamá -dijo el chico. En tm descuido el perro escapó y se metió en la

carbonera. El chico creyó que había huido y se quedó desconsolado. Pero dos minutos después allí estaba otra vez el perro blanco, todo negro otra vez.

-Guau, guau! -dijo-; y traía im pedazo de carbón en los dientes para mejor testimonio.

La mamá y el chico se echaron a reír. -Era polvo de carbón! -dijeron a una. Y desde ese momiento ya no hubo problema. Bañaron otra vez al perro y como además el niño

le preparó una buena alfombra para dormir y le daban de comer tres veces al día, el perro blanco no necesitó de más tinturas.

Solo se acordaba a veces con tristeza de su amigo el galgo gris. Y dicen que no paró hasta encontrarlo y traerlo a dormir en la carbonera, adonde le llevaba siem­pre algún hueso bien surtido o una salchicha de las que a él le obsequiaban.

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El cordero blanco

Érase que se era un país muy lindo, muy pintores­co, con valles verdes y montes blancos y lagos azules. Y érase en ese país im cordero blanco. Blanco como ningún otro cordero blanco en el mvmdo. Tan blanco, que duran­te su vida y mucho tiempo después, en ese país no se dijo "blanco como la leche" o "blanco como la nieve" o "blan­co como el algodón". Se decía "blanco como el cordero Pascualito". Porque el cordero se llamaba así. Nadie sa­bía quién le había puesto ese nombre.

Este cordero blanco era rizado como todos los corde­ros; pero más rizado que ningún cordero lo ha sido jamás, antes ni después. Tan rizado, que mientras vivió y por mu­cho tiempo luego, no se deda en ese país "rizado como una escarola" o "rizado como tin clavel", o "rizado como la es­puma", sino: "rizado como el cordero Pascualito".

La gente no sabía cómo se podía conservar tan blan­co y rizado. Sin embargo, se ludria dado cuenta de una cosa: de vez en cuando, a Pascualito, que era muy casero, le daba por salir a la calle. Deda:

-iengo que lavarme. Y en efecto, vez que Pascualito salía al campo, tan

rizado y blanco, vez que a poco se juntaban nubes, y llovía. Y además de rizado y blanco, Pascualito era ino­

cente. Tan inocente que mientras vivió y por mucho tiempo después, nadie en aquel país dijo: "inocente como im lirio" o "inocente como el rotío" o "inocente como un recién naddo". Decían "inocente como el cordero Pas­cualito".

Ya dije que por ser blanco y rizado como ningún cordero antes, durante m después, todo el mundo lo ad­miraba y pcmía como ejemplo. Pero también por ser más

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inocente que ningún otro cordero antes ni después que él, le pasaron muchas cosas que seguramente no le ha­brían pasado si hubiese sido un poco menos candido.

Como era tan inocente, creía, por ejemplo, que los gatos blancos son más bondadosos que los gatos negros; que las flores de mayor tamaño tienen que tener más perfxime; que los frutos más grandes tienen que crecer en los árboles y los pequeños en plantitas. Y era para él ima sorpresa enorme cuando veía que el nogal, que es un árbol regular, producía unas frutas chicas que para más eran duras como sus pezuñitas, mientras que una enredadera que no se levantaba del suelo se daba el lujo de engordar sandías de diez kilos blandas como su co­razón.

Y aún creía otras cosas de más peligrosas conse­cuencias.

Por ejemplo, creía que todo lo verde era pasto. Y como lo creía a pie jxmtillas, un día se comió una billete­ra de gamuza verde.

Como resultado, primero, tuvo una indigestión fenomenal; y luego, cuando aún le duraba el dolor de barriga, la dueña de la billetera, enojada, le persiguió por más de tm kilómetro, enarbolando su sombrilla, con la sana intención de desrizarle el lomo por xma temporada.

En otra oportunidad, visitando el Zoológico, vio la cebra. Le encantó su traje rayado, e hizo gran amistad con ella; porque encontró que tenían muchos gustos co­munes: entre ellos el trébol, y las hojitas de espinaca.

Pero un día, al ir a visitarla, tuvo que entrar en el Zoo por otra puerta; y se encontró frente a la jaula del tigre de Bengala. Lo vio acostado, entrecerrados los ojos, y luciendo unas rayas idénticas a las de su amiga la ce­bra. Se acercó, y con su voz más dulce e inocente le preguntó:

-Señor... me permite ima pregunta? El tigre levantó la cabeza, abrió un poco más los

ojos amarillos y miró a Pascualito como los tigres miran a los corderos. Es decir, como vosotros miráis un pedazo de torta a la hora del desayuno.

-Qué es lo que quieres saber? -Es usted por casualidad primo o tío de Ceferina?

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-Quién es Ceferina? -preguntó el tigre. Y se levan­tó, despacio, relamiéndose un poquito.

-Mi amiga. Vive por aquí cerca, llene un traje a rayas, como el suyo. Es muy buena.

El tigre, que veía la cara de inocentón de Pascuali-to, se movió, despacito siempre, sin que él se diera cuenta, acercándose a los barrotes.

-Ceferina... Ceferina... -decía el tigre, como quien trata como de recordar algo que tiene en la punta de la lengua.

Y de pronto lanzó im zarpazo entre dos barrotes. Y si no está allí el celador para tirar a tiempo a Pascualito de la cola, os aseguro que el tigre se queda con la cabeza de Pascualito entre las uñas. Y qué puede hacer im. cor­dero, por blanco y rizado que sea, sin cabeza?

Cuando Pascualito le contó su aventura a la cebra, ella le dijo:

-En efecto, el tigre y yo nos vestimos en el mismo sastre; pero eso no nos hace parientes.

Pero Pascualito necesitaba más de un chasco y dos para perder la inocencia; y así le sucedieron muchas otras cosas.

Un día vino a pasar junto a un elefante acostado que dormía tomando el sol. La trompa del elef2mte se enroscaba y desenroscaba por tumos, porque el elefante soñaba que estaba subiendo por tm palo enjabonado. Pascualito que vio aquello, creyó que el elefante dormi­do corría peligro, y gritó:

-Señor! Por favor, señor, despierte! El elefante despertó, se puso en pie de golpe; y fue

como si de pronto se alzase del suelo ima colina. -Qué pasa, qué pasa? -Uita serpiente se le quiere meter por la nariz! -gri­

tó Pascualito. El elefante quedó pasmado. Miró alrededor: no vio

nada. -IDónde está la serpiente? -Ahí, agarrada a sus narices! Ctiando el elefante se dio cuenta de lo que quería

decir Pascualito, lanzó un barrito que hizo temblar los rascacielos de la ciudad a dnco millas de distancia.

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-Te estás burlando de mí, desgraciado borrego aiial-fabeto? -vociferó. Y avanzó hacia Pascualito ondeando la trompa como ion cow-boy que se dispone a lanzar el lazo.

-Yo... yo creí... -dijo Pascualito, que no se pudo poner más blanco, del susto, porque ya os dije que era lo más blanco que se puede ser-. Yo... yo pensé...

-Esto que ves es mi trompa, y es lo mejor de mi persona! Es lo que más me elefantiza! Qué se te meta en la mollera! Y aprende a distinguir mejor una serpiente cuando la veas! Porque a ti la serpiente no se te meterá dentro, sino que te meterá a ti dentro de ella.

Pascualito metió la cola entre las piernas más aún de lo que suelen llevarla metida los corderos, y se fue corriendo como nunca había corrido en su vida.

Aún tuvo Pascualito muchos desengaños más. Pero en general, como ya dije, la gente lo quería y lo trataba amablemente. Y un día los niños de la ciudad lo nombra­ron su mascota; con lo cual aún lo pasó mejor.

Dicen que vivió mucho, aunque nadie recuerda cómo o cuándo murió. Hay quien cuenta que im día que hubo niebla se metió en ella, y con la niebla se desvaneció.

Pero una cosa es cierta: desde entonces, en aquel país, cuando en las tardes de verano el cielo se cubre de nubes pequeñitas, redonditas, blancas, la gente dice:

-Ahí están los rizos de Pascualito. Va a llover. (Solo que en vez de decir rizos, pronuncian mal y

dicen cirros). Y llueve.

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El yacaré blanco

Ustedes saben lo que es un yacaré. Un lagarto muy grande, de color oscuro, que nada en los ríos y corre por tierra, y come pescados. Cuando hace sol en invierno, sale a la playa y duerme la siesta. A veces se juntan cien o dos­cientos de eUos, y la playa parece un secadero de rollizos.

D^de que el mundo es mvmdo, los yacarés son oscuros. Pero im día, en una playa lejana de un río leja­no, apareció vai yacaré blanco. Ño me pregimten cómo fue la cosa: sencillamente, apareció. Y como era natural, causó sensación. Los yacarés oscuros, al verle comenza­ron a entrechocar de prisa los dientes, que es su modo de reír. Y el Rey Yacaré, que era un yacaré igual a todos, so­lamente que más grande y con solo medía cola, porque la otra mitad se la había comido el Rey Yacaré anterior en una pelea, se despertó y preguntó, muy enojado:

-Qué quiere decir este bochinche? -Es que apareció un yacaré blanco. Majestad. -Los yacarés blancos no existen -dijo el Rey. Y se

durmió otra vez. Pero los yacarés siguieron riendo, el Rey se des­

pertó de nuevo, y esta vez sí, vio al yacaré blanco. -Qué es eso que veo? Nadie quiso dedr "tm yacaré blanco". Tenían mie­

do. Dijeron: -Un yacaré desnudo. Majestad. -Pues vístanlo inmediatamente. -Y cómo vamos a vestirlo. Majestad? -Que tmo de ustedes le ceda su traje. Hay que ser

buenos hennanos. Y se durmió por tercera vez.

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Los yacarés se miraron unos a otros, consternados. Porque cada yacaré tiene un traje solo, y ninguno quería quedarse sin él. Comenzaron a discutir. El Rey se des­pertó de nuevo.

-Qué es lo que pasa ahora? -Majestad: es que si le ponemos el traje de uno de

nosotros, él se vestirá, pero el que le dé su traje se queda­rá desnudo.

-Y qué? Pónganle a ese el traje de otro. No me ha­gan problemas.

Los yacarés lo hicieron así, y por supuesto, suce­dió lo que habían temido: el yacaré blanco se vistió, pero el otro quedó desnudo; le pusieron a este el traje de vm tercero, y este se quedó al aire... Siguieron la faena de vestir a vino desvistiendo al otro, y lógicamente, el resul­tado era siempre el mismo: un yacaré desnudo sin remedio. Cada vez que el Rey se despertaba, veía a vm yacaré pelado, se eno>jaba, y gritaba que lo vistiesen, que no quería ver a im subdito suyo desnudo. Los pobres ya­carés se daban toda la prisa que podían a cambiar de traje, pero no lo podían evitar; al terminar cada serie de cam­bios, había siempre un yacaré desnudo. Lo malo es que con tanto cambio ya nadie sabía cuál de ellos era el verdadero yacaré blanco.

El Rey Yacaré se despertó por centésima vez hirioso; vio al yacaré de tumo desnudo, y gritó:

-Si para cuando me despierto la próxima vez no es­tán todos ustedes vestidos, esta noche ceno cola de yacaré.

Entonces los yacarés desesperados le rogaron de rodillas al último yacaré desnudo:

-Por favor, hermano, escóndete; que el Rey no te vea; si no, cuando se despierte, al primero que agarra para su cena es a ti, que ya estás pelado.

El yacaré desnudo, muerto de miedo y lleno de pena, se tiró al río, y se fue corriente abajo. Como iba llorando, a medida que bajaba por el río, este crecía. El Rey se despertó, no vio ningún yacaré desnudo y dijo:

-Ven cómo era fácil resolver el problema? -Y se dur­mió hasta el día siguiente.

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En tanto el río iba creciendo hasta que ya no cupo más en las márgenes, y echó al yacaré a tierra. Al emba­rrancar el yacaré todo aturdido vio en la playa una muchedumbre de yacarés muy tristes, que cantaban a coro:

-Nuestro Rey ha muerto. E>ónde encontramos otro Rey?

Entonces vieron al yacaré desnudo que salía del agua, y empezaron todos a gritar entusiasmados, tam­bién a coro:

-Un yacaré blanco! -Qué prodigio. -Qué maravilla! -Qué mejor que un yacaré blanco para Rey? -Viva nuestro nuevo Rey! Y el yacaré desnudo se vio de la noche a la mañana

Rey, con una enormidad de subditos. Y vivió muchos años muy querido y respetado por ellos. Pero siempre desnu­do, porque aunque era Rey y podía sacarle el traje a cualquiera de sus subditos, taiía miedo de que al ver a otro yacaré blanco los demás se entusiasmasen y lo pro­clamasen Rey y él se quedara sin trono.

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El tatú blanco

Érase que se era un tatú blanco. Ya sabéis que los tatús nunca son blancos. Son de

un color entre marrón y gris viniendo del verde y yendo hacia el beige. Pero blancos nunca.

Y sin embargo, aquel tatú era, fuera de toda duda, blanco. Blanquísimo.

Vivía en un rincón de una casa que no era ni rica ni pobre, ití vieja ni nueva, pero estaba llena de cosas lin­das, porque el dueño trabajaba mucho.

Y en esa casa entraba y salía continuamente gente, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, para verle trabajar.

El tatú no parecía hallar nada extraño en el hecho de vivir en esa casa, en plena ciudad/en vez de andar por ahí, libre, recorriendo la maraña y excavando la tie­rra para hacerse un refugio.

Era un tatú muy tranquilo, muy bien educado, que no molestaba a nadie lü se ponía al paso de ninguna visi­ta. Casi todos sin embargo se fijaban en él, porque era muy hermoso; axmque nadie preguntaba jamás al dueño cómo aquel tatú blanco había llegado ahí: era como si todo el mundo lo supiese y no necesitara preguntarlo.

Algtmos no hacían más que fijarse: se acercaban a él, le pasaban suavemente los dedos por el lomo; inclusi­ve alguno se arriesgaba a tomarlo en las manos y levantarlo para mirarlo mejor, sin que él se incomodase por eso lo más mínimo.

-Qué precioso tatú! -decían. -No 68 cierto? -contestaba, el dueño de casa-. De

todo lo que tengo en mi casa es lo que más estimo. -No querría venderlo? -preguntaban algunos.

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-De ninguna manera -contestaba el dueño-. Lo aprecio demasiado. Difícilmente podría coiiseguir otro como él.

Y le pasaba también la mano por el lomo, cariño­samente. Ya os he dicho que el tatú era muy tranquilo y educado. IDonde lo ponía el dueño allí se quedaba.

Un día el amo, como de costumbre, salió un ratito a mediodía, para comer, porque vivía solo y no tenía quien le cocinase. Al salir, olvidó cerrar xma de las ventanas del salón. Mientras estaba afuera, acertó a pasar por allí el perro de un vecino: un hermoso perro collie -con un co­llarín como ima princesa rusa y un hocico largo como im Colt 38- que era muy curioso y se llamaba Nauta.

El perro entró saltando por la ventana. Olisqueó alfombras, muebles, estatuas, objetos chicos y grandes. Cuando terminó a nivel de piso, empezó a husmear las paredes, los estantes y cosas colgadas. Y así fue como vio al tatú, que también lo había vist» a él entrar, sin que se le moviera, no digo un pelo, porque los tatús no los tienen, sino que ni un milímetro de un pliegue de su coraza.

-Guau, guau!... -dijo el collie, no muy seguro de que aquel tatú blanco fuese verdaderamente tm tatú. Si se hubiese tratado de im tatú salviqe lo habría comprobado por el olor; pero tratándose de un tatú de dudad, y además blanco, se sentía desorientado. Los animales como las per­sonas, juzgan también a menudo por las apariencias.

-Guau, guati!... -septíió, con un poco de impaciencia. El tatú, muy digno, no contestó al saludo porque

le pararlo demasiado familiar en un desconocido. -Qué ha<£s ahí, encarado en el estante?-pregtmtó

el collie, con un tonillo un tanto despreciativo. -Aquí me puso mi amo y aquí me quedo -contestó

reposadamente el tatú- O acaso tú no obedeces a tu dueño? -Claro que sí -contestó el collie-. Pero no me deja­

ría poner en un estante. -Sin embargo te dejas poner collar y correa al cue­

llo -dijo desdeñoso el tatú. -Grnr... -dijo el collie, que por lo visto acusó la

indirecta-. Da gradas a Dios que tetigo buen carácter: que si no, te hago sentir sus dientes.

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-Es que tienes buen carácter, o es que no puedes saltar hasta aquí?... -dijo irónico el tatú-. Además, te pre­vengo que soy duro de roer.

-Grrrrrrrr...!!! -dijo furioso el collie. Y dio un salto estupendo. Por poco topeta el fluorescente del techo; alcan­zó, por supuesto el estante, e hincó los dientes en el lomo del tatú. Es decir quiso hacerlo. Pero lo único que consiguió fue hacer tambalear el estante: el tatú se vino abajo; aunque no cayó al suelo, sino encima de vn sofá que había debajo del estante. Y allí se quedó, muy tranquilo.

-Guaiii!!! -clamaba entre tanto el collie. -Ya te dije que soy duro de roer -dijo el tatú-. Anda,

muerde otra vez. -Grrrrü!... -contestó el collie, chupándose im diente

que se le movía. -Anda; no seas tímido. -No; con una vez basta. -Y sosteniéndose el diente con la lengua, tomó la

carrera, saltó por la ventana y desapareció. En eso entró el dueño y vio al tatú sobre el sofá. -Cómo se habrá caído? No, no se ha caído; es que

alguien ha querido llevárselo. Claro: dejé la ventana abier­ta. Por suerte llegué a tiempo.

Alzó al tatú, lo acarició y lo puso otra vez en el estante. Y el tatú se quedó allí muy quietito.

Ya habréis comprendido -estoy segura- que el tatú blanco era im tatú modelado y vaciado por el dueño de casa. Un tatú de yeso. De yeso muy fino, claro. Pero de yeso al fin y al cabo. Porque de otro modo, imposible con­seguir en el mundo un tatú blanco.

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La tigra blanca

Érase que se era una tigra, manchada como todos los tigres. Mienti:as fue joven y fuerte fue ima cazadora feroz. Cazó venados, antas, carpinchos, monos -po-brecitos- y hasta, tma vez, im jabalí.

Pero pasaron los años, y la tigra se puso vieja. No podía ya correr ni saltar como antes; por tanto le era difí­cil cazar; y pasaba hambre. Además, al hacerse vieja le pasó a esta tigra algo que nunca le pasa a los de su espe­cie: se volvió blanca. Toda blanca, desde el bigote a la ptmta de la cola.

La'tigra había teiüdo muchísimos hijos y parien­tes, pero todos se habían ido lejos, y se encontró sola. Así fue como se le ocurrió acercarse a las casas de los hom­bres, peiTsando que allí la vida sería más fácil. Y tm día se puso im pañuelo negro en la cabeza, tomó tma canasta con sus cosas y se vino a instalar cerca de una aldea, en tm ranchito abandonado.

La primera que la vio fue tma veciita que iba a la­var ropa al arroyo y que se pegó tm susto bárbaro al topársela a la vtiella de tm yuyal.

-No se asuste señora -d^o la tigra con voz de miel-Solo soy tma gata. Una pobre gata blanca, viuda y sin hijos.

-Nunca vi tma gata tan grande -dijo la señora. -Mi mamá me dio muchas vitaminas y crecí mu­

cho -dijo la tigra-. Así que ya lo sabe. Soy su vecina. A sus órdenes.

-Lo mismo le digo -contestó la señora-. Si tiene ropa para lavar...

-Yo misma lavo mi ropa -dijo la tigra-. Pero quién s^be. A lo mejor...

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Y así empezó a trabar buenas relaciones con la vecindad. Iba de vin lado a otro con su pañuelo negro a la cabeza, muy educada, invitando a las vecinas a tomar el té y haciendo regalos a los niños que cumplían años. Las vecinas la invitaban también a tomar el té, o un refresco. Y a sus cumpleaños.

Un día se desapareció im cordero de im rancho próximo y no se le encontró más. Al mes siguiente cum­plía años la dueña del cordero. La tigra regaló a la señora im hermoso chai de lana blanca tejido al crochet.

-Qué lindo -dijo la señora-. Pero trabajó usted mu­cho.

-Se lo debía, señora -contestó la tigra. Poco después se desapareció una preciosa temeri-

ta blanca, casi recién nacida. Tampoco se la pudo encontrar. Unos meses más tarde, cuando cumplía años los mellizos hijos del dueño del animalito, la tigra obse­quió a cada uno un par de botitas de piel blanca, lindísimas.

-Qué preciosas botitas -dijo la mamá-. No debió usted molestarse.

-Es lo menos que podía hacer señora -contestó la tigra.

Unos meses más y desapareció un potrillo negro de pocos días. Buscando, buscando, encontraron cerca del arroyo los cuatro cascos del potrillo.

-Seguramente tenía tanta prisa que se le olvidó lle­várselos al irse -comentó la tigra.

Ese invierno la tigra al asistir a los tés lució un sa-quito corto de piel negra, precioso.

Siguieron las desapariciones. La más comentada fue la de im hermosísimo gato angora blanco. Al otoño siguiente la tigra estrenó un lindo manguito. Por esos mis­mos días dio un té a varias señoras, entre ellas la dueña del gato. Ésta se sentó cerca de una mesa sobre la cual estaba el manguito. Sin darse cuenta empezó a pasar la mano por la piel. Y de pronto el manguito se puso a ron­ronear. La vecina dio vm salto gritando:

-Es mi angora. Es mi angora. Se armó un escándalo. La tigra dijo que la pobre

señora había tenido un ataque de locura y todos dijeron

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que así debía de ser; pero algunas se quedaron pensando. Y un muchacho pariente de la dueña del angora se dedicó a vigilar a la tigra. Hasta que un día vio como ésta, con muchas precauciones al parecer, se acercaba a unas ove­jas que pastaban, alzaba una, tiemecita, y se la llevaba como quien se lleva una bolsita de algodón.

El muchacho empezó a gritar. La tigra siguió an­dando como si tal cosa. Acudieron hombres con garrotes siguiendo las huellas de la tigra. Al fin la alcanzaron cuan­do estaba empinada tocando el aldabón de una casa y la oveja a su lado en el suelo.

-Traía esta pobre ovejita a casa del veterinario -explicó la tigra a los hombres- porque está herida.

Y en efecto la oveja estaba herida en el cuello y la tigra había llamado a la puerta del veterinario.

Los que habían pensado mal se arrepintieron mu­cho.

Después de esto, pasó mucho tiempo sin que ningún at\imal desapareciese. La tigra entraba y salía, daba tés. Pero se notó que estaba más flaca. Hasta que un día cayó enfer­ma. Las vecinas la atendieran. Le llevaban caldos sabrosos de carne. La tigra cerraba los ojos dolientes, y decía:

-No puedo tomarlos. Soy vegetariana. -Vamos señora, haga un esfuercito. Por su salud. La tigra resignadamente tomaba los caldos. Como las vecinas no podían quedarse a cuidarla

de noche, dejaron a su lado de guardia im perro muy entrenado. Si necesitaba algo, la tigra le daría al perro un pañuelo; el perro lo llevaría a su duefla y ésta, entonces, acudiría. Durante varios días todo fue bien. Pero al quin­to día, aundo la dueña fue a ver a la tigra de mañana, el perro no estaba.

-Adonde se habrá ido mi León? -se preguntaba la dueña.

-Seguro quede paseo por ahí con algvma perrita linda-dijo la tigra.

El perro no apareció más. La tigra al día siguiente dijo que se sentía mejor. Se

levantó de la camia. Dio un té a las vecinas que la habían cuidado y esftrenó una alfombra de piel leonada muy bien hecha.

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-Para mis pies. Paso frío en invierno. Pero pasado un tiempo cayó otra vez enferma. Esta

vez, como ya no había im perro inteligente para velarla, se quedó con ella de noche el muchacho hijo de la dueña del angora.

-Llévate vm buen garrote -le dijo la madre-. Debe haber una bestia por ahí que se come hasta los perros.

El joven vigiló ocho noches seguidas. Entre tanto la tigra a pesar de los caldos estaba ya hecha vin esquele­to. Al amanecer el octavo día, le dijo al mozo:

-Por qué no te vas a tu casa a descansar? Si te en­fermas quién me va a velar?

El mozo se fue. Cuando la madre llegó al medio­día, trayendo tm enorme bol de caldo, la tigra había desaparecido, sin llevarse otra cosa que el pañuelo a la cabeza. La esperaron muchos días y semanas; pero no volvió. Una vecina se quedó con el saco de piel, la dueña del perro con la alfombra, y la del angora con el man­guito. Decía que le recordaba a su gato. Y que cada vez que le pasaba la mano encima acariciándolo ronroneaba.

-Pobre Gata Blanca -decían las señoras de la aldea al reunirse a tomar el té-. Tan viuda y tan blanca y tan buena persona. Qué habría sido de ella?

-A lo mejor se la llevó la misma bestia que se llevó al potrillo, al ternero y a mi angora.

-Y a mi perro -dijo la dueña del can. En todo caso, jamás se volvió a ver por allí a la

tigra blanca. Y tampoco volvió a desaparecer ningún ani­mal.

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El grillo blanco

Hay grillos grises o pardos o moteaditos. Todos cantan escondidos debajo de las piedras o ladrillos o montoncitos de tablas o en agujeritos de los muros. Pero el verdadero grillo cantor es negro como im grano de café bien tostado: vive en los prados y tiene como vivienda un tunelcito en tierra, entre los pastos, donde apenas en­tra un dedo de muchacho. Cuando llega el verano el prado parece hervir con el canto de los grillos. El tunelci­to es corto, y el grillo entra siempre en él de cara como nosotros entramos en nuestra casa. Hay animalitos que entran eñ su nido a reculones, de modo que el que entre en su nido los encuentre siempre con los dientes o las zarpas por delante, dispuestos a defenderse; pero el gri­llo entra de fíente; y lo hace seguramente porque como su canto lo produce con los élitros o alas de forro necesita que estas queden hacia afuera, para que se le oiga mejor.

Así, metido en su madriguera, el grillo a ciertas horas se pone a ceintar. Los chicos que se acercem al nido saben que el grillo al sentirlos cesa de cantar, y procuran no hacer ruido. Entonces, el grillo canta de nuevo; y así pueden descubrir en dónde está. Para agarrarlo, meten con cuidado tma pajita en el tüdo, y rascan la barriga del grillo. Él, entonces, sale a reculones. Lo agarran y lo me­ten en una jaulita; le echan lechuga, y el pobre grillo come la lechuga y canta, aimque Dios sabe que no es feliz, por­que no es libre.

Aquel grillito simpático y negrito, negrito, tenía su nido en tin prado de pasto corto y muy verde. El pradito quedaba entre dos árboles y la seílora de la casa más cer­cana tendía entre los dos árboles su piola para colgar la ropa lavada. La cuerda llevaba allí atada hacía años. Pero

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un día la cuerda se soltó y cayó sobre el pasto. Al caer, un pedazo de ella quedó cerca de la cuevita del grillo.

Me olvidaba contarles que hay serpientes que co­men grillos, y los grillos lo saben, y heredan de padres a hijos y sin escuelas el saber necesario. Cuando la señora fue a recoger la piola, a media siesta, lo hizo, natural­mente, tirando de un extremo; y la cuerda corrió sobre el pasto. El grillo, que oyó el rumor de la cuerda al arras­trarse, creyó que era una serpiente: la serpiente más larga que jamás ha visto ni oído ton grillo, pues tardó en pasar un minuto largo. Del susto que se llevó, al pobre grillo se le pegaron las alas al cuerpo como con plasticola; pero no fue eso lo peor, sino que del susto se volvió blanco. Blan­co como hecho de plástico blanco. Y no hubo forma de volver a ponerse negro, a pesar de las vitaminas que le recetó tm buen Doctor Grillo, que cobraba media lechu­ga por consulta.

Pero el grillo aunque todo pálido como hecho de cera y enfermo de palpitaciones, sobrevivió al susto, y pasadas unas semanas empezó a cantar otra vez aunque con muchas precauciones. Sin embargo no pudo evitar que im día el chico de aquella misma casa, que le había oído cantar y había fabricado una jaulita de alemibre do­rado, preciosa, lo cazara. Metió la pajita en el tunelcito, le rascó la barriguita y el pobre grillo tuvo que salir, porque no aguantaba las cosquillas. El chico al verlo salir, se que­dó estupefacto.

-Un grillo blanco! Y casi se le escapó pero lo agarró a tiempo. Lo me­

tió en su linda jaula dorada y el grillo comer\zó a comer mucha lechuga y briznas tiemitas de pasto. Cantaba, pero echaba de menos su libertad.

Así pasó mucho tiempo. El grillo blanco llamaba la atención de todo el mundo pues era algo completa­mente fuera de lo común. Hasta vino de no sé dónde un señor naturalista que lo estudió pero no pudo llegar a decidir si se trataba de un grillo blanco que con el tiempo sería negro, o si era un grillo negro que había llegado a blanco.

Así el griUo siguió comiendo lechuga y cantando. Pero estaba cada vez más triste y llegó un instante en que

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ya no quería cantar ni aijn en los días más lindos. La mamá del niño le dijo:

-llenes que soltar al grillo. O si no se va a morir de tristeza.

El niño no quería soltarlo, porque le gustaba mu­cho tenerlo en su jaulita dorada; pero comprendió que su mamá tenía razón. Y soltó al grillo justito cerca de allí donde lo había tomado. Se divirtió mucho viendo cómo el grillo elegía el sitio debajo de irnos pastitos y luego se poiüa a escarbar echando la tierra por debajo de la barri­ga y ahondando poco a poco. Hasta que desapareció dentro del tuneldto y al poco rato se lo oyó cantar. Ahora sí, su cantar era fuerte y alegre.

El lúño le ponía todos los días ima hojita de lechu­ga jimto al nido. A veces el grillo lo comía y otras no, porque le gustaba variar el menú. Y así siguieron las co­sas mucho tiempo. Tanto tiempo que ya me olvidé cuánto.

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La tortuga blanca

Aquella tortuga era como cualquier otra tortuga de su raza en forma, tamaño y color. Solo era un poco más viajera y curiosa que la mayoría. Una noche se metió en la aldea y recorrió sus calles. En vina de estas estaban colocando ima vereda y habían hecho un pozo para apa­gar la cal. La tortuga cayó en el pozo de espaldas. Como la tortuga cuando cae así no puede ya volverse ella sola a su posición natural, de espaldas quedó sobre la cal; hasta que al día siguiente de mañana el primer albaful que lle­gó a la obra la vio y compadecido de ella la puso sobre sus patitas en un baldío próximo.

La tortuga estaba cansada y no se movió. Vino una lluvia fuerte y lavó la cal que la tortuga tenía encima. La tortuga se sintió mejor y echó a caminar en busca de sus compañeras. Cuando llegó donde estas se hallaban se produjo un gran revuelo:

-Qué clase de tortuga es ésta? -preguntaban unas. -Qué adefesio! -decían otras. -Yo no sabía que había tortugas blancas -dijo una

tortuga con anteojos que era bióloga. Y todas metieron la cabeza debajo de la nuca, de

vergüenza de ver a una tortuga blanca. La tortuga no se había dado cuenta porque las tor­

tugas nunca se pueden ver la propia espalda; pero la cal viva la había decolorado y ahora era totalmente blanca por encima. Resultaba muy linda, pero cornpletamente distinta de las otras tortugas. Estas sacaron al cabo la ca­beza, pero le negaron el saludo y huían de ella, por lo cual la tortuga andaba muy triste.

Dio como nvinca en vagar por ahí y así fue como im día cayó en manos de un joven que paseaba. El joven la

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encontró rara y bonita; se la llevó a su casa y la soltó en un jardín, que tenía una valla bien cerrada. Allí había de todo lo que una tortuga puede desear: pasto verde, árboles con frutas y hasta un pequeño estanque con plantas exóticas. Todo menos la compañía de sus amigas. Y ella las echaba de menos a pesar de que los últimos tiempos no se ha­bían mostrado gentiles con ella.

El joven era pintoi^ y im día, mirando desde la venta­na cómo la tortuguita vagaba por el jardín toda redonda y blanca como un platito de porcelana vuelto del revés, le vino una idea: pintar algo sobre el caparazón de la tortuga.

Estuvo varios días pensando qué pintaría. Y al cabo pintó sobre él el retrato de la amada que quería tener: una niña rubia, de ojos azules y con una sonrisa preciosa. Así al asomarse a la ventana la vería pasar por debajo como visitándole, despacito y soiuiente.

Y era cosa de ver la forma en que aquel retrato de muchacha linda vagaba por el jardín, se metía en el agua, desaparecía entre las matas, sonriendo siempre.

Un día el joven dejó abierta la puerta del jardín y la tortuga escapó. Un chico que viendo aquel retrato lin­do corriendo por la vereda se agachó a recogerlo; pero al sentir las patas de la tortuga debajo dio im chülido y la soltó en el aire. El joven pintor que venía corriendo a bus­car la tortuga la recogió medio despachurrada y la llevó otra vez al jardín. La pobre tortuga tardó en recuperarse del golpe pero al fin sanó.

Al cabo de xm tiempo sin embargo la lluvia y el sol y el calor empezaron a descascarar la púiüira y la sonrisa se hizo tan ancha que dejó de verse. Entonces el joven pintor, que era un poco bromista, decidió pintar en el ca­parazón de la tortuga unos billetes norteamericanos entremezclados; varios de mil, algunos de quinientos, algunos de den. En tx>tal los billetes sumaban ocho mil quinientos dólares. Los pintó tan exactos y tan bien que parecen veidíideros; y como el caparazón de la tortuga es anabado, pateda que debajo de esos billetes había mtichos más. A él mismo le engañaban. Esto le dio la idea de divertirse im poco gastándole bromas al prójimo.

Así iba con la tortuga al parque y la dejaba en el sitio más solitario atada con un piolín color de tierra a

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la pata de un banco. Siempre caía por allí alguien que al ver ese montón de billetes abría los ojos como platillos, miraba a derecha e izquierda para ver si había alguien a la vista y se agachaba para echar mano a los dólares. Sen­tir el peso de la tortuga ya era ima sorpresa; pero cuando, al alzarla, el cordón tiraba, y le sacaba aqueÜo de las ma­nos, echaba a correr chillando de miedo y el pintor se moría de risa. La tortuga sin embargo no hallaba nada divertido el juego porque se llevaba unos batacazos bár­baros.

Terminó sin embargo el joven por aburrirse de la broma siempre igual y estaba ya pensando en cambiar la pintura cuando una noche hubo una tormenta tremen­da, se desquició la puerta del jardín y la tortuga escapó entre el viento, la lluvia y los relámpagos. Emprendió a ciegas el camino de regreso adonde estaban sus amigas; pero ese lugar estaba muy lejos. Solo alcanzó a llegar a orillas de un río y allí se quedó por im tiempo.

Aunque el sitio era un poco en las afueras había por allí un puente viejo donde a veces alguien iba a pasear. Un día, un pescador que hacía rato estaba echándola caña sin pescar nada, y miraba aquí y allá, para hacer paciencia, vio algo qtde parecía un montoncito de billetes, en el repecho cerca del puente. Tiró la caña y corrió; pero como tenía que dar una vuelta un poco grande para llegar, cuando llegó él montoncito de billetes ya no estaba allí. Miró a su alrededor, no vio nada, y se volvió a su lugar en el puente, decepcionado. Al poco rato algo se movió en la playita: el pescador volvió a ver el montoncito de billetes, diez metros más allá cerca del río. Tiró otra vez la caña y co­rrió: pero cuando llegó, el montoncito de billetes caía al agua. El hombre se tiró al río con ropa y todo. Nadó, buceó pero no encontró nada. Salió del agua chorreando y muerto de frío. Para colmo, mientras buscaba los billetes, un pez había picado, ha­bía tirado y se había llevado la caña al río. Se fue a su casa tiritando y muy mohíno y no salió de ella en ocho días; tan grande fue él resfrío.

Un tiempo después, un pobre que pasaba cerca del puente una siesta, vio cerca del camino la tortuga, vuelta otra vez de espaldas. La levantó, y sorprendido vio los billetes que llevaba pintados en el lomo. El pobre se estu­vo riendo un rato. Luego como tenía hambre, pensó

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comerse asada la tortuga; pero le daba lástima. Sentado a la orilla del camino con la tortuga en las rodillas, pensó. Y se le ocurrió que con aquellos billetes pintados podría él ganar dinero, y comerían la tortuga y él.

Se levantó, y con la tortuga envuelta en su saco, entró en la ciudad. Fue derecho al mercado. Pidió a una señora de un puesto al lado ima servilleta prestada y su­biéndose a un montoncito de ladrillos pregonó:

-La tortuga que vale ocho mil quinientos dólares y más! La tortuga que vale ocho mil quinientos dólares y más! A diez centavos la vista!

Todo el mundo acudió a ver tortuga tan valiosa. Pero el pobre decía:

-Uno a vmo, y metiendo la cabeza debajo de la servilleta.

Así lo hicieron. Pagaban los diez centavos, metían la cabeza debajo de la servilleta, veían la tortuga pinta­da, miraban al pobre y se morían de risa.

Los que esperaban tumo preguntaban a los que ya la habían visto:

-De veras vede esa tortuga ocho mil quinientos dó­lares?

-Y más! -contestaban ellos. Y se iban riendo. Entonces los que esperaban pagaban sus diez cen­

tavos, miraban la tortuga, y contestaban lo mismo a los que seguían.

El pobre juntó bastantes dólares, se hie a un hotel y comió bien; y también comió la tortuga, que tenia ham­bre atrasada. Fueron a otro pueblo e hicieron lo mismo, con igual resultado.

Ast la tortuga, aunque le gustaba la libertad, se hallaba con el pobre, porque nunca le faltaban bananas, manzanas o uvas según el tiempo.

Cuando dormían en el campo el pobre ponía la tor­tuga en una canasta. Una vez irnos ladrcñies sorprendieron al hombre durmiendo; miraron la canasta y vieron vin mon­tón de billetes: sin averiguar más salieron corriendo llevándose la canasta. Llegados a la ciudad dejaron la ca­nasta en su habit%ián d d > ^ de la cama y se fueron a comer. Cuando volvieron a la pieza la canasta estaba vacía. No se

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les ocurrió pensar sino que alguien se había robado los bi­lletes y salieron gritando:

-Al ladrón, al ladrón! Entre tanto, la tortuga, que había salido del cuarto

despacito, y arrimándose a las paredes encontró por allí una bolsa de heno medio llena, y se metió dentro. Vino el dueño del heno, cerró la bolsa, la echó en su carro, y salió de viaje.

Camino de su casa, de noche ya, porque vivía le­jos, se detuvo a descansar. Abrió la bolsa para dar un poco de heno a su muía. Lo primero que tocó fue la tortuga. Como era oscuro no se fijó en lo que llevaba pintado en el lomo. Simplemente se dio cuenta que era una tortuga, por el tacto.

-Cómo se habrá metido este bicho en mi bolsa de heno? Seguramente me han querido gastar ima broma.

Y sin fijarse en más, la tiró a un costado del camino. La tortuga por suerte cayó de pies y aunque aton­

tada del golpe, se repuso, y siguió caminando. Y al día siguiente de mañana, qué maravilla! se dio cuenta de que estaba cerca de su casa. Y entonces, por primera vez en mucho tiempo, se echó a dormir tranquila en tm rincon-cito bien oculto.

Durmió tres meses seguidos. Y mientras dormía la pintura de los billetes se fue descascarando. Solo que la caparazón que aparecía por debajo de la pintura ya no era blanca. Los óxidos de la pintura, la intemperie, el tiem­po, habían hecho su efecto, y ahora esa caparazón era de vm marrón verdoso; en total no demasiado diferente de las de otras tortugas. Cuando por fin llegó jvmto a sus compañeras ellas no mostraron extrañeza.

Y no volvió a correr más aventuras, aimque des­pués de lo que he contado vivió muchos, muchísimos años.

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El camello blanco

Érase un árabe que tenía un camello. Ustedes sa­ben que el camello es un animal con joroba, es decir con un montecito en el lomo. Ese montecito le sirve al came­llo para muchas cosas. Cuando atraviesa im desierto muy grande le sirve para subirse encima y ver si por ahí no hay im oasis. Cuando no llueve, lo lleiui de agua y de allí va bebiendo. La joroba es la Corposai\a del camello. Hay camellos con dos jorobas, lo cual es ya jorobar demasia­do; pero el camello de mi cuento no tenía más que una. El amo se gaitaba la vida vendiendo cacharros y el came­llo andaba siempre debajo de una montaña de cántaros. Un día se asustó, corrió, los cántaros empezaron a chocar unos con otros y cuando se detuvo tres cuadras más allá, el camello ya no tenia ningún cántaro encima. Por eso el amo le hacia andar siempre lo más despacio posible.

El amo era tan pobre que no teiüa ni siquiera nom­bre; el camello sí: se llamaba Simbad; y al dueño lo llamaban "el amo de Simbad". El amo de Simbad quería mucho a su camello. No tenía otra cosa en el mundo.

Un día el amo de Simbad, caminando, caminando con su camello, encontró im gran cajón de tiza para cham-piones. La quiso vender, pero como los árabes van descalzos, i\adie se la compró. Entonces se le ocurrió pin­tar a su camello. Pintó a Simbad de blanco. Quedó precioso. Ustedes saben que los camellos blancos son tan raros como los elefantes blancos. A los que le pregunta­ron, intrigados al ver cambiado su camello, contestaba:

-Vendí a Simbad y me compré este. Es más lindo. -llenes razón. Tu camello se ve muy bien. -Me servirá de propaganda.

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-Cómo se llama? -Simbad, como el otro -contestó el amo de Sim-

bad-. Para qué cambiar de nombre? -Claro, claro -dijeron los otros. Todo el mimdo miraba y admiraba a Simbad. Cla­

ro que el dueño tenía mucho cuidado en no dejarlo fuera cuando amenazaba lluvia. Un día Simbad y su amo, yen­do a comprar cántaros se cruzaron en el camino con la comitiva de im Emir, el más poderoso Emir de por allí. Este Emir colecciot\aba animales raros. Tenía ya tm caba­llo de cinco patas, un burro de tres, vm camello de tres jorobas al cual llamaban Cordillera, vin gallo con las patas para atrás, tres palomas blancas con vm ala negra, uina serpiente con dos cabezas y otra con dos colas y la cabe­za en medio; y otros animalitos igualmente elegantes. El Emir se enamoró a primera vista del camello blanco y ordenó a su secretario:

-Inmediatamente, cómprame ese camello. -Oíste? -dijo el secretario al amo de Simbad-. Vén­

deme tu camello. -No lo quiero vender, señor -dijo el amo de Sim­

bad-. Este camello es mi corazón. -Tonterías -dijo el secretario-. Nadie tiene corazón

en forma de camello. -Me ayuda a ganarme la vida. -Con lo que el Emir nuestro Señor te dará, te po­

drás comprar tres camellos pardos. El amo de Simbad se resistía; pero el Emir empezó

a fruncir el ceño, y el amo de Simbad tuvo miedo. -Te daremos diez piezas de oro -dijo el secretario-.

El precio de cuatro camellos corrientes. Pero tienes que veiür a Palacio a cobrar. Nuestro Señor el Emir se olvidó la chequera en casa.

El amo de Simbad se quedó sin su camello; pero no se animaba a ir a cobrar; el cielo estaba un poco nubla­do, y pensaba que podía llover antes que él llegara a Palacio, y si llovía todos iban a darse cuenta de que Sim­bad era pardo. En vez de dirigirse a Palacio echó pues a caminar en sentido opuesto, llorando amargamente.

Apenas llegados a Palacio, el Emir se metió en el baño, porque en el desierto se había llenado de polvo; y

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ordenó que bañasen también a todos los emimales: came­llos, caballos y burros de la comitiva. Los sirvientes metieron a todas la bestias en el patio y empezaron a re­garlos con ima manguera. Como es lógico, Simbad apenas le cayó encima el agua se destiñó todo. Cuando los sir­vientes terminaron de bañar a los camellos buscaron a Simbad; pero como este se había vuelto pardo se había corifundido con los demás camellos y no lo encontraron. Los sirvientes contaban, recontaban y volvían a contar los camellos: el número estaba justo, pero Simbad no apa­recía. Los sirvientes se volvían locos.

Simbad en el primer momento de descuido echó a correr, salió de Palacio y se volvió por el camino que había hecho con su amo. Corría como nimca había co­rrido en su vida. Por fin encontró a su amo que ceiminaba alejándose de la ciudad y llorando. Al principio no reco­noció a Simbad. Después, al ver que eslaba mojado se dio cuenta de lo sucedido. De pura alegría el amo de Simbad seguía llorando hasta que Simbad le dijo:

-No te daría lo mismo llorar montado? Porque nos vienen siguiendo.

Todavía no sabemos en qué idioma habló Simbad; pero el caso es que el amo entendió. Montó en Simbad, este salió galopando, y no paró hasta tres o cuatro fronte­ras más allá donde no conocían lü de nombre al Emir aquel.

El amo de Simbad nunca más pintó de blanco a su camello. Pero como tenía miedo que a él lo reconocieran, fue él quien se pintó la cara de blanco; y así riadie nunca lo pudo reconocer.

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La liebre blanca

Esta liebre blanca nadó y vivió en una época tan antigua, que dicen que entonces todas las liebres eran blan­cas. Por tanto no era nada extraordinario. Lo extraordinario entonces era una liebre gris. Lo extraordinario en este lie­bre no es por tanto su color, sino el ser la única liebre de aquel tiempo de la cual ha quedado noticia.

Por entonces los hombres no hacía tanto que habían salido del Paraíso y los animales, aunque ninguno de ellos había comido la manzana, habían tenido que salir tam­bién. Solo que el hombre, y la mujer por supuesto, se estaban acordando a cada momento del Paraíso perdido, en tanto que los animales no se acordaban gran cosa de él, porque ya sabéis que los animales tienen poca memoria.

Todavía sin embargo se conservaba entre algunas especies la camaradería aquella que hacía que el Paraíso fuera Paraíso: es decir que todavía de cuando en cuando el ratón le daba las buenas tardes al gato y viceversa, o el lobo le llevaba unos caramelos a la oveja. Había especial­mente cuatro aiümales que quizá por ser muy diferentes entre sí eran más amigos que el resto. Eran el cuervo, la mona, la araña y la liebre.

Conversaban a menudo y nvmca discutían, porque como cada vmo de estos animales tiene hábitos de alimen­tación diferentes, y ocupaciones también distintas, no había razón para conflicto entre ellos. Y su conversación era siem­pre sobre temas completamente cotidianos. Por ejemplo: la lluvia del día anterior, el viento de aquella mañana o la luna. La Ivina, sobre todo, era tema frecuente.

Y así el cuervo decía: -Estoy seguro de que esa luna no es sino un hermo­

sísimo queso.

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La mona por su parte opinaba. -A mí me parece que es un lindo pandero. Cómo

me gustaría tocarlo!... En tanto que la araña decía: -Me dejo cortar una pata si no es una araña que

está allá arriba tejiendo encaje de Tenerife. La liebre oía estos pareceres y replicaba: -Pues yo creo que es un jardín muy lindo donde

abunda la hierba y hay por todas partes arroyitos. Como veis, las opiniones eran muy diferentes en­

tre sí. La úiüca cosa en la cual los cuatro coincidían, era el deseo que todos tenían de alcanzarla. Y im buen día con­versando por la milésima vez sobre el asunto, el cuervo dijo:

-De esta semana no pasa que yo no trate de ver de cerca la luna.

La mona confesó: -Yo iba a decir lo mismo. Mañana sin falta pongo

manos a la obra. La araña murmuró: -Pues yo, aunque pequeña, no me quedo atrás. La liebre fue la última en hablar; pero fue del mis­

mo parecer: -Sí. Yo creo tand>ién que es mejor que salgamos de

una vez de dudas. Al separarse aquel lunes los cuatro, no se dijeron

hasta mañana como siempre, sino hasta el sábado que vie­ne; porque esa semana la iban a dedicar a las investigaciones necesarias para resolver la cuestión. Cada cual las inició por su cuenta.

El cuervo se echó a volar. Subió al árbol más alto que encontró. De allí, a un cerro que estaba cerca. Del cerro aquel a otro más alto, a otro después; y así sucesi­vamente, hasta que no encontró ninguno más alto.

Se quedó allí un rato, posado, pensando qué haría: porque la luna no había aumentado ni un milímetro de tamaño, es decir que estaba siempre lejos.

Entonces vio pasar ima nube. No lo pensó ni un momento; voló y se subió a la nube. La nube viajaba muy deprisá y parecía que iba subiendo; pero de repen­te, sin que el cuervo se diera cuenta, la nube empezó a

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derretírsele encima, sintióse como debajo de una ducha, y envuelto en agua se vino abajo hasta caer en una char­ca de donde apenas si pudo salir, hecho una sopa y muerto de frío. Por supuesto, se puso en camino para casa, pero estornudó durante todo el viaje, y al llegar a casa tuvo que meterse en cama y tomar dos aspirinas.

La mona, después de pensarlo mucho, se había en­caramado también a un árbol, el más alto que por allí había. Miró alrededor, pero no vio nada que hiese más alto que el árbol en que estaba. Solo, allá lejos, muy lejos, ima iglesia, y en ella un campanario, que era más alto que el árbol.

La mona pensó: -Me subo al campanario y ya allá veremos. Bajó del árbol, caminó un buen trecho, llegó hasta

la iglesia y se subió por la paredes de la torre hasta la cruz del campanario. Estaba muy alto, pero de todos modos seguía estando muy lejos de la Ivma, y tampoco, desde allí, veía lugar más alto. Sin embargo, se acvirrucó allí, pensando:

-Dicen que a los audaces les ayuda la fortuna. Esperó ese día y la mitad del siguiente. Y por fin

vio pasar a una cigüeña que volaba majestuosamente por encima del campanario. Dio un salto y se agarró a las patas del ave. Ésta sintió el estirón, miró, y no le agradó en absoluto aquel polizón; pero era pájaro de conciencia, y no lo quiso picotear. Lo único que hizo fue dibujar ima majestuosa curva en el aire, retroceder e ir a posarse jus­to en la cruz del campeinario.

-Eso no vale -dijo la mona. -Qué es lo que no vale? -pregxmtó la cigüeña. -Tú ibas a algima parte. Yo quería ir contigo. -Yo iba a mi nido -dijo la cigüeña-. Y alÜ nunca

llevé a nadie, y a ima mona, menos. No quiero traumati­zar a mis hijos.

-Y no hay esperanza de que me lleves a algún otro lado? -preguntó la mona compvingida.

-Puedo dejarte en el camino. -No me conviene -dijo la mona-. Yo quiero ir a la

lima.

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-Yo también quería ir a la luna, en un tiempo -con­testó la cigüeña- Pero hace rato que abandoné la empresa. Gasté im platal en nafta y nunca pude llegar.

La mona sintió vina vaga aprensión. -Pues si tú con tus hermosas alas no puedes llegar,

quién va a llegar? -Nadie, tonta -contestó la cigüeña- La luna está tan

lejos de nosotros ahora como el Paraíso que perdimos por culpa de esos dos que tienen dos pies como nosotros pero no tienen plimias.

-Tú te acuerdas de eso? -preguntó la mona. -Cómo no me voy a acordar; si me ha caído la ganga

de tener que llevarles a sus casas sus hijitos cuando nacen; y cada vez que hago un vi^e de esos gasto lan dineral en ja­bón para quitarme el hollín de la chimenea que se me pega al cuerpo.

La mona dio un suspiro y dijo: -Bueno, entonces llévame y déjame en el camino,

porque estoy cansada. La cigüeña lo hizo así, y la mona muy melancólica se

marchó a su casa y se preparó urta ensalada de frutas para consolarse.

Entre tanto la araña, con mucho trabajo, porque tie­ne los sesos chicos, había pensado:

-Por ahí estoy viendo volar imas hermosísimas pan­dorgas. No pmeden volar más alto poique desde abajo las mantienai siqetas por un hilo; pero si yo consigo subirme a una pandorga y soltar el hilo estoy segura de que la pan­dorga suelta suibe, sube, y llega dmide yo quiera.

Dicho y hecho. Despacito, despacito se fue acercan­do adonde los chicos hacían volar las pandorgas. En un tiu>mentito que imo de los chicos dejó su paiulorga atada a una rama, la araña trepó por el hilo de moido que cuando el chico volvió a hacer revolar la paiuiorga, la araña ya estaba tocándola. Por fin, se acomodó en una de las orillas.

-Qué hermosa pandorga. Estoy segura que se va de-ledüto a la luna.

Se dedicó a serrucha^ con sus patas, d hilo, y lo con­siguió. Lapandorga se soltó, pero en vez de seguir subiendo, como pensaba la araña, empezó a dar tumbos en el aire, subierudo imas veces y bajando otras, pero bajando más que

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subiendo cada vez; hasta que por fin cayó sobre un árbol y se desgarró, quedando presa entre las ramas.

La araña asustada y muy mohína salió como pudo de entre las tiras de papel y bajó por las ramas primero y el tronco luego, hasta el suelo, y se echó a caminar; mal, porque se había torcido tres tobillos.

-Para volver a casa necesito andar por lo menos tres días -pensaba, mientras arrastraba los pies que le quedaban sanos.

Por su lado, la liebre había echado a andar camino adelante, preguntando a la gente que encontraba si sa­bían la manera de llegar a la luna. Pregvmtaba lo mismo siempre:

-Podrían decirme algo que me ayude para llegar hasta la lima?

Naturalmente, todos se reían de ella. Pero ella no se daba por vencida. Seguía pregun­

tando. Hasta que caminando, caminando, y ya anocheciendo, tropezó con un Peregrino viejo, peliblan­co, vestido de blanco, con un báculo blanco. Estaba sentado a la orilla del camino y parecía desfallecido. Jvm-to a él vio vma hoguera encendida.

La liebre se acercó al viejecito y pregxmtó: -Qué te sucede. Señor Peregrino? -Voy de viaje al Santuario de los Milagros. Pero no

puedo seguir. Me muero de sed. -El Santuario está muy lejos Señor Peregrino. Es me­

jor que descanses. Yo te traeré agua aimque sea en mi oreja. Y así lo hizo. Fue hasta el arroyo; metió las orejas

en el agua, volvió con ellas llenas hasta el Peregrino. Tuvo que hacer tres viajes, porque el Peregrino tenía mucha sed. Cuando hubo bebido, el Peregrino dijo:

-Tengo también hambre. La liebre se rascó una oreja que le zumbaba, por el

agua que le quedó dentro. -Ahí sí que no sé cómo remediarte; porque yo no

como más que hierba. -Me gustan las liebres asadas -dijo el Peregrino. -Dios mío -dijo la liebre-. Cómo podría yo conse­

guirte ima liebre asada?

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-Podrías ponerte a asar tu misma -dijo el Peregri­no-. El fuego ya está encendido.

-No te parece que es mucho pedirme? -dijo la po­bre liebre, desfallecida.

-Te parece mucho dar una liebre para salvar a un Peregrino tan viejecito, tan cansado, tan hambriento, como yo?

-Oh no. Señor Peregrino -dijo la liebre-. Me pare­ce muy poco. Solamente que mi propia liebre es lo único que tengo.

-Querida liebre mía: Dar lo que a uno le sobra no tiene mérito.

-Si pudiera agarrar otra liebre -dijo la liebre. -Y a tí te parece bien sacarle a esa otra liebre lo

único que tiene? La liebre se quedó pensando un rato. -Tienes razón. Me asaré. Acuérdate de mí cuando

llegues a tu casa... Y la liebre, cerrando los ojos, se tiró de cabeza a la

hoguera. Pero... no sintió absolutamente nada. Pasados vmos instantes, abrió los ojos y se encontró acostada en el pasto al lado del Peregrino. Como no tenía espejo no pudo saber si estaba viva todavía o era su lomo asado el que miraba al Peregrino. Por de pronto, ya no le zimibaban las orejas. El Peregrino la miraba soiuiendo.

-Estás entera y en perfecta salud. Has demostrado que eres capaz de sacrificarte por el que lo pasa mal; y esto es lo que se quería saber. Pídeme ahora lo que de­sees y yo te lo daré.

A la liebre le pareció que se le abría el cielo. -Señor Peregrino, si es posible, yo qmsiera ir a la

luna! El Peregrino lo pensó un rato. -Yo podría satisfacer tu deseo. Pero escucha: si vas

allí, morirás de hambre y de sed. La Itma no es un sitio delicioso como tú piensas. Es el esqueleto de un Paraíso.

-De veras no hay pasto ni agua en la luna? -No hay pasto ni agua. Pero si tú qiúeres yo te pon­

dré en la luna, sin necesidad de que vayas allí. -Cómo?

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-Muy sencillo. Ahí tienes ese arroyo. La luna está alta y se refleja en el agua. Anda y mírate en esa luna. Cuenta hasta diez con los ojos cerrados, y vuelve aquí con los ojos cerrados siempre.

La liebre lo hizo así. Cuando estuvo otra vez al lado del Peregrino, este

le dijo: -Ahora mira la lima. La liebre miró la luna y... Qué maravilla!!! Allí en

la luna, redonda y plateada, se veía la figura de una lie­bre blanca.

-Has visto? No has ido a la lima; pero estarás en la luna para siempre.

La liebre miraba extasiada la luna con aquel retra­to suyo tan perfecto dentro del círculo de plata. Cuando volvió los ojos un momento para mirar a su lado, el Pere­grino había desaparecido.

Pasado un rato la liebre se puso en camino, con­tentísima. Pero no volvió con sus amigos. Porque cómo explicar que estuviese en la luna y allí a la vez?

Mientras tanto, en el rincón preferido del bosque, ya el cuervo, la mona y la araña estaban reunidos, con­tándose muy desilusionados sus experiencias. De pronto el cuervo miró a la luna y se quedó con el pico abierto como una tijera de sastre.

-Qué pasa? -preguntó la mona. -La... la... la... la liebre está en la luna -dijo el cuervo. -Pue... pue... pue... pues es cierto -dijo la mona. -Cómo ha... ha... ha... habrá hecho para llegar? -

dijo la araña. Y hasta ahora se lo están preguntando el cuervo, la

mona, la araña, todos los animales del monte y mucha gente que ve la liebre en la luna y no sabe cómo pudo llegar allí.

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El león blanco

En trn rincón lejano del más lejano país del África lejana, vivía una manada de cincuenta leones. Desde hacía siglos, siglos, siglos, los leones de esa manada habían sido del modelo fijado para los auténticos leones: leonados, con melena los caballeros y sin melena las señoras; pero con bi­gotes todos, y con un borlón en la punta de la cola. La manada vivía feliz Ig'os de los hombres: solo de cuando en cuando veía cruzar allá a lo lejos algún cazador negro.

Pero un día, y sin que se supiese nunca cómo, en el seno de esa familia tan luüforme en color, melenas y bi­gotes, nació un león blanco. Blanco, blanco, tan blanco, que parecía pelado. Y no fue eso lo peor. Como era ma-dio, tenia melena; pero esa melena, fíjense ustedes bien, era verde. Un león blanco entre cincuenta leonados era ya bastante malo; pero una melena verde era más de lo que podían soportar ios den ojos de los cincuenta leones.

Pero aún hay más. El leoncito no creció sino a la mitad de im león corriente. Y cuando empezó a rugir, se comprobó que no rugía como debía hacerlo un león cons­ciente de su raza sino que su rugido se parecía al canto de una cigarra. Aquello fue el colmo. La madre de Kri-kimba tuvo que hacer milagros para que su hijo no fuese arrojado al desierto como león infiltrado y espía.

Sin embargo, increíblemente, Krikimba, de gran­de, resultó un estupendo cazador, y eso precisamente por lo que no tenía de león corriente. Las gacelas, venados, cebréis y demás bestias de la selva, sabían que el león, persona decente, cuando sale de caza, ruge, avisando como OÍOS manda:

-AÜá voy yo con todo. Conque a ponerse a salvo. Si después de esto cazo algimo no será por mi culpa.

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Y desde luego, todo el mundo en la selva sabía cómo era vm león. Leonado, grandote, melenudo o no, pero con imas zarpas que una vez encima no te largan más. Y conocían bien su rugido, que se oía tan a menudo como ciertas propagandas de radio o de T. V. Naturalmen­te no estaban preparados para Krikimba. Este, al empezar la caza, rugía como todo león bien enseñado; pero como su rugido se parecía al canto de una cigarra, a nadie se le movía tm pelo. Y luego, cuando aparecía agazapándose para saltar, todo el mundo, sorprendido, se quedaba pre­guntándose qué sería aquello que parecía un enorme mazo de cebolla de hoja. Y los segundos preciosos que empleaban en hacerse la pregunta, eran fatales. Krikim­ba saltaba, y no fallaba ima.

Debido a esto, y al cabo de im tiempo, Krikimba recuperó el aprecio de la manada, y se le tuvo muy en cuenta, pues entre leones, ya es sabido, la única profe­sión conocida y honorable es la de cazador.

Así las cosas, ima mañana tmo de los leones más jóvenes que había ido de excursión por su cuenta y había llegado lejos, volvió a la manada a toda carrera, con la melena edxando chispas, y se fue derechito al jefe.

-Jefe... -dijo resollando apenas- han llegado ene­migos. Están detrás del bosque, junto a la lagima.

-Qué enemigos son esos? -preguntó, muy en su papel, el león jefe.

-Un león, jefe. Un león enorme, hembra, porque no tiene melena. Tampoco tiene cola. Pero lo peor es que su vientre se abre, y salen hombres. Esos hombres llevan pedazos de caña negros. Los apoyan en un hombro, les arriman la mejilla, y esas cañas negras hacen pum. Y la gacela que está bebiendo en un charco a trescientas colas de león de distancia, cae muerta.

Un murmvdlo de incredulidad corrió por la manada. -Eres vm mentiroso, Kalvmga -dijo el león jefe con

voz cavernosa- creo que estás queriendo labrarte un pres­tigio a mi costa. Confiesa que mientes con mala intención.

El pobre Kalunga, ante la ira apocalíptica del jefe y la actitud poco amistosa de la manada, sintió miedo.

-Confieso que mentí-dijo, contrito.

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-Eso está mejor -dijo el león jefe-. Pero de todos modos creo que convendrá dar una miradita. Lumba! Date una vuelta por ahí, a ver qué hay.

Lumba obedeció. Pero cuando llegó al lugar, los hombres no estaban allí: solo el jeep. Lvunba se acercó, lo observó, lo olió; regresó y se presentó al jefe.

-Es cierto que hay un león, señor -dijo-. Es enorme, sin melena ni cola. Sus ojos son como los de una gacela muerta, pero enormes. Y está hueca. Llena de ropas, segu­ramente de los hombres que se ha comido. Y no huele a selva lü a tierra, ni a río. Huele mal No me gustaría co­merla aimque la matásemos.

Un murmullo incrédulo corrió por la manada. -Qué bípedo eres... -dijo el león jefe-. Estás min­

tiendo con todos tus bigotes. Eres como Kaltmga: quieres hacerte un prestigio a mi costa. Di que estás drogado y te perdonaré.

-Sí., sí, jefe... tomé marihuana-dijo Lumba, viendo bailar en los ojos del león jefe imas lucedtas peligrosas.

-Eso está mejor,., -dijo el jefe león-. Pero por si acaso, ceidorémonos. Kakunga; date un paseíto y observa un poco.

Rakunga obedeció y volvió más pronto que los otros. -No pude llegar hasta el león ese-dijo-. Me topé antes

con unos cazadores. No los vi bien porque estaban entre los árboles. Empezaron a hacer pum antes de verme, y lui vena­do que pasó en ese instante cerca de mí cayó muerto. Yo lo vi sangrar. No esperé más y me vine corriendo.

Un murmullo de terror corrió por la manada. -Qué empeño tienen todos ustedes en mentir -dijo

el león jefe, apretatulo las garras-. Esto es una verdadera conjuración. Vamos, confiesa que estás borracho y seré indulgente contigo.

-Sí... jefe -contestó humilde el leoncito-. Estoy bo­rracho.

-Eso está mejor -dijo el jefe león-. Pero está visto: enviaremos a Krikimba en descubierta.

Krikimba fue. \^o de lejos a los cazadores. Antes de que le viesen, se subió a un árbol. Cuando pasaban cayó sobre ellos. Los cazadores sorprendidos ante aque­llo que pairecía un eiu>rme mazo de cebolla de hoja, caído del cielo, tardaron en reaccionar. Krikimba tomó ima de

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las cañas negras y una gorra caídas en el suelo, y salió corriendo. Los cazadores dispararon agujereándole una oreja; pero él corrió más. Se presentó al león jefe llevando la gorra sobre la cabeza para ocultar la oreja herida.

-Qué llevas en la cabeza? Preguntó el jefe león. -Es el caparazón de una tortuga -contestó Krikim-

ba-. No he visto al león, pero he visto a los hombres. Son cuatro. Son blancos como yo. Su pelo es del color del sol, y largo: sus ojos azules como el cielo.

-Estás mintiendo tanto como tus tres compañeros jimtos -dijo el león jefe con el hocico lleno de dientes-. Todos los hombres son negros, de ojos negros y pelo ne­gro y corto. Ningún hombre tiene melenas. Por eso no son tan valientes como nosotros. Confiesa que soñaste y no te lo tomaré a mal.

-Sí, jefe, soñé -dijo Krikimba-. Y soñando, me mor­dí la oreja y me hice este agujero. Y se quitó la gorra.

Un murmullo de temor corrió por la manada. -Y soñando -añadió Krikimba- peleé con esos

hombres y les quité este caña negra que hace pum. El león jefe le miró fijo, y rugió: -Quieres hacerme creer que esta caña hace pum y

mata? -No siempre mata -dijo Krikimba. Pero hace agu­

jeros. El león jefe tomó la caña en las zarpas, la sopesó,

palpó, miró el cañón. -Está vacío -dijo-. Pero si tiene algo dentro, yo lo

haré salir. Y siempre mirando el interior del caño, siguió ma­

niobrando. Dio con el gatillo. Lo movió. Y no pudo ya decir más nada, porque el pum lo tumbó en tierra por el resto de su vida.

La manada alzó vm tremendo clamor. Pero no lle­gó a terminarlo, porque de pronto se oyeron varios pumpumes y a otros tantos leones se les prendió fuego la melena. Todos los cuarenta y nueve leones vivos, enca­bezados por Krikimba, salieron de estampía. Y no pararon hasta leguas y leguas de allí, montañas aden­tro. Pasado el susto, celebraron asamblea general y eligieron jefe por unanimidad a Krikimba. Y mientras él vivió, no volvió la manada a sufrir percance alguno.

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CUENTOS MÁGICOS

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El rey sin sombra

Érase un Rey muy poderoso, que tenía un hijo pe­queño. Este príncipe era un niñito muy inteligente y curioso. Salía de Palacio y se paseaba por las calles y pla­zas y observaba todo. Pronto se dio cuenta de que por donde quiera que iba, la gente y él también, llevaba de­trás algo negro que se arrastraba por el suelo, aunque algunas veces tomaba la delantera, y otras trepaba por las paredes. Además crecía o disminuía según las horas. Preguntó a su padre el Rey:

-Padre y Señor: qué es eso negro que se ve pero no se puede agarrar, que nos acompaña siempre, camina cuando caminamos, se queda quieta cuando nos senta­mos, que es larga de mañana y de tarde a mediodía se esconde bajo los pies?

-Eso se llama sombra -contestó el Rey. -Pero qué es la sombra? El Rey lo pensó xm poco. Luego dijo: -La sombra es el pedacito de noche que se queda

con nosotros para acompañamos durante el día. -Y qué es la noche? -La noche es cuando las sombras quedan libres, y

se juntan en familia. Cada cosa que le contestaban, dejaba al Principito

pensando. Pronto averiguó por su cuenta que su sombra era la única cosa que le seguía gratis y sin tener que man­dárselo. Que las sombras de los árboles viyían presas, como ellos, sin poder ir a ninguna parte. Que todo el mundo tiene una sombra; hasta el más pobre tiene la suya. Y puede perderlo todo, todo, menos su sombra.

Finalmente en sus paseos por la ciudad, conoció ima plaza donde se levantaba una estatua de su abuelo.

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Una estatua enonne, de mármol, que tenía, por supues­to, su sombra. Una sombra descomunal que cubría media plaza. A esa sombra se arrimaban en verano personas y arümales: niños que jugaban, obreros que descansaban, viejitos que salían a tomar el aire, perros cansados. Todo el mimdo iba a esa plaza. Era ima plaza muy alegre. Pero siempre había por el suelo papeles, latas, cajitas vacías, basura. Eso le molestaba mudio al Principito. Se lo dijo al Rey y este promulgó muchas leyes sobre el particular: pero nimca se coi\seguía que la plaza estuviese limpia.

Así, siempre pensando, el Principito se hizo mozo, y le llegó la hora de casarse. Pero cuando el Rey le dijo que tenía que elegir esposa, el Príncipe dijo:

-Padre y Señor: no me casaré mientras no descu­bra una cosa o un material que en el mimdo no dé sombra.

El Rey se escandalizó: -Quiere decir que no te casarás nunca? -No dije eso. Dije que solo me casaré después que

encuentre ese material. -Pero si lo encuentras te casarás? -Irimediatamente -prometió el Príncipe. -Pues echaré bandos por los cuatro puntos cardi­

nales para ver si lo hallan. Pondré vm premio crecido. Los bandos prometiendo cinco mil monedas de oro al

que trajese noticia de cosas que no hicieran sombra, llegaron a los confines del mundo.

Y empezaron a presentarse candidatos trayendo las más raras o las más tontas soluciones. Un hombre barba­do de trazas muy sabias dijo:

-Una cosa que no haga sombra? Un queso dentro de tma alacena.

Naturcilmente, le echaron a la calle. Otro dijo: -Una cosa que no hace sombra? La leche antes de

ordeñarla. Por supuesto, no tuvo éxito. A otros se les ocurrió: -Algo que no hace sombra? Un hombre en su cama

de noche con la luz apagada. -Una cosa qtie no hace sombra? La raíz de un árbol. Tampoco aceptaron estas respuestas. Otros querían hacerse los ingeniosos y decían:

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-Una cosa que no haga sombra? La risa. -O: -Una cosa sin sombra? El estornudo. -O: -Una cosa que no tenga sombra? El pensamiento. Como comprenderéis, estas contestaciones no sa­

tisfacían al Príncipe. Y el Rey se desesperaba, porque ya estaba viendo que su hijo no se iba a casar nimca, y nun­ca habría nietos ni, por tanto, herederos al trono.

Un día llegó a Palacio un chico vestido pobremen­te, descalzo, pero de cara inteligente y preguntó al portero:

-Es verdad que el Rey da cinco mil monedas de oro a quien le diga de alguna cosa que no haga sombra?

-Es cierto -dijo el guardia, ceñudo-. Y qué sabes tú de todo esto?

-Yo sé de tres cosas que no hacen sombra, señor guardia.

El Rey había ordenado que cualquiera que dijese traer una respuesta fuese recibido; así que el guardia, aunque de mala gana, hizo pasar al chico pobre.

-Señor, este chiquitín dice que conoce tres cosas que no hacen sombras.

-Habla -dijo el Príncipe. -Señor, las tres cosas son: Primera: el agua derra­

mada. Segvmda: el aire. Tercera: el cristal. El Príncipe se quedó estupefacto. -Pues es verdad! Cómo nadie pensó en eso antes?... Mandó que le diesen al chico las cinco mil mone­

das de oro, y enseguida le dijo al Rey. -Señor y padre, me casaré cuando queráis. -Gracias a Dios, -dijo el Rey. El Príncipe se casó, tuvo hijos. El Rey se hizo viejo

y murió, y su hijo el Príncipe fue coronado. Lo primero que hizo fue levantar tma estatua a su padre en la plaza más grande de la capital. La estatua era enorme, bellísi­ma. Estaba rodeada de vm hermoso jardín, y había bancos muy cómodos por todas partes. Todo el mundo la admi­raba. Esa estatua era de cristal y no hacía sombra, al contrario, destellaba, echaba luz, ella misma. La plaza es­taba siempre limpia, muy limpia, porque nadie n\mca se acercó a descansar o tomar el fresco en los bancos. Nunca había nadie en ella.

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El pollito blanco

En el corral aquel, justo en su centro, había brota­do un samuhú. Había creddo, y ese año daba sus primeras flores y frutos.

Todo el mundo conoce el samuhú. Es como tm her­moso candelero de luces blancas. Luego pierde la flor, y aparece la hoja. Desaparece la hoja y es entonces como tm árbol cualquiera. Y cuando asoma la fruta, solo la tie­ne ya a ella, y es el árbol más feo del mimdo, con ese tronco como vma botella, erizado de púas, y aquellos bul­tos que parecen salchichas o petardos, colgando de las ramas peladas. Unos días más y los frutos estallan y caen. Y cada imo deja ver dentro algo así como un precioso peluquín blanco y sedoso para tm muñeco. O como un pollito recién nacido.

Pues bien, en ese corral, y cerca del samuhú, habían construido im gallinero. Y en ese g¿illinero había gallii\as y gallos. Gallinas coloradas, n^ras, grises, batarazas y gallos negros y colorados, bataraces y grises; pero ningún gaJlo ni gallina blanca.

Y las gallinas decían cococó y los gallos Mkirikí como en todos los gallineros decentes.

La dueña del gallinero había puesto, como muchas veces antes, a empollar una clueca con doce huevos. Y el samuhú dejaba caer sus últimos frutos, justo el día en que iban a saUr los pollos. La dueña, avisada por el pío, pío, hie corriendo a contar los pollitos. Alzó a la clueca, miró debajo. No quedaba ningún huevo entero. Todos habían dado poll^. Pero al contar los pollos resultaron trece.

-taposible -pensó la buena m\^et-. Debe ser im peluquín de samuhú que se metió debajo de la clueca.

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Contó los pollitos otra vez. Seis colorados, seis ne­gros. Y uno blanco.

-Extraordinario! -dijo la mujer-. Esta es la docena del fraile. Para más, uno blanco. Y en mi gallinero no hay gallina ni gallo blanco desde hace diez generaciones. Vaya que es raro!

Pero como se trataba al fin y al cabo de un pollo más y no de un pollo menos, la mujer no se molestó en hacer más averiguaciones.

Los trece pollitos crecieron todos muy bien. Seis resultaron gallinas, y quedaron para avimentar el galli­nero. Siete, incluyendo el pollo blímco, eran gallos, y la mujer los llevó imo a uno al mercado para venderlos.

Dejó para lo último el gallo blanco; porque, la ver­dad, había días en que no estaba tan segura de que aquello hiese gallo, a pesar de su enorme cresta y sus preciosas barbas.

Aquel animalito era muy raro. Todo lo hacía al revés. Cuando llovía, las demás aves se guarecían: él sa­

lía a la lluvia y se duchaba. Cuando las otras se ponían a escarbar, él se subía a

una rama. Cuando las otras corrían, él se acostaba. Era el primero en subir al dormidero y el último

en bajar. Además, cuando las gallinas cantaban cococó, él

contestaba kíkirikí y cuando otro gallo cantaba kikirikí, él contestaba cococó.

Pero ya he dicho que tenía una cresta que relum­braba como vn rubí y imas barbas que ningún otro gallo allí le gaiuiba; en fin, se parecía a un gallo lo necesario para que la dueña se decidiese al cabo a llevarlo al mercado.

Un día por fin se resolvió: lo agarró y encerró en un canasto de esos con tapa mientras iba a buscar su bol­so. Cuando volvió y sacó el gallo de las patas para llevarlo, vio que en el fondo del canasto había un huevo. Un estu­pendo huevo blanco, doble del tamaño corriente.

La señora, llena de sorpresa, soltó al gallo, que sa­lió corriendo muy orgulloso cantando cocococó: tomó el huevo y se fue a consultar con el marido.

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-Mira lo que ha pasado -dijo-. Ya decía yo que ese gallo era raro. No solamente confunde cocococó con kiki-ríkí sino que además pone huevos. Tú que piensas?

-Lo del cocococó y kikirikí no me dice mucho -con­testó el meirido-. Lo del huevo me parece mucho más probatorio.

-Tú crees? -Claro mujer. Cualquiera podría decir cocococó o

kikirikí a volimtad; pero no por eso podría poner un huevo.

-Tienes razón -contestó la mujer-. Pero en resu­men, qué opinas?

-Que no debes por ahora llevarlo al mercado. Ob­sérvalo. Ese huevo merece toda consideración.

La mujer hizo lo que el marido le decía. Observó al gallo. Por mucho tiempo, el gallo no puso más huevos. Y se fue aproximando poco a poco otra vez la temporada del samuhú. Al cabo, la dueña pensó que ya había espe­rado bastante y se decidió a llevar al gaUo al mercado antes que se hiciese viejo para venderlo. Pero cuando quiso agarrarlo, el gallo corrió, y corriendo, corriendo, dejó caer im huevo, un estupendo huevo.

La dueña desistió de nuevo de venderlo; pero dio en perseguirlo todos los días; y el gallo cada vez que lo persegtiía, soltaba un huevo.

Al cabo de unos pocos días sin embargo el gallo se puso tan flaco, que la duefia temió que se miuiese, y dejó de perseguirle. Pero entonces el gaÚo se puso tan clueca como la más gallina de las galliiias...

-Ves? -le dijo la dueña a su marido-. Este gallo, con toda su barba y su cresta, no es sino una gallina como otta cualquiera. Aquí tengo una doceiia de huevos su­yos. Qué tal si se los hago empolkr?

-Nada cuesta probar, no te parece? -dijo el marido. La señora preparó el nido. El gallo se echó sobre los

huevos como si en toda su vida no hubiera hecho otra cosa. Eso sí, cada madru^da, el más estruendoso kMrHá del ga­llinero era el suyo.

Al cumplkse los veintidós días, el mismo día final de la caída de los frutos del samuhú, cuando al árbol no le quedaba más que un fruto allá en la pimta, la dueña

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fue a ver los pollitos. Al acercársele, el gallo salió corrien­do; pero súi dejar caer esta vez ningún huevo. La dueña miró al nido y gritó:

-Qué belleza de pollitos! Doce!... Todos blancos, blancos!

Pero cuando se puso en cuclillas y quiso agarrar uno, se le deshizo en la mano. Agarró otro, y lo mismo.

Eran solamente doce peluquines de samuhú, se­dosos, rizados, blancos.

Sin embargo los doce huevos estaban allí todos abiertos: no faltaba ni una cascara.

La dueña entonces buscó al gallo. Pero no lo en­contraba. Era como si se lo hubiese tragado la tierra.

Al cabo, una gallina asustada de las carreras de la dueña dijo cocococó; y entonces, en alguna parte se oyó vin kikirild un poco descolorido. La dueña alzó la cabeza y vio el gallo blanco subido al samuhú.

Saltaba de rama en rama, y como las gallinas asus­tadas no paraban ahora de decir cocococó, él tampoco paraba de decir kikirikí; pero cada vez más apagado.

La dueña no sabía si se lo hacía la vista; pero le parecía que a cada kikirikí él gallo se hacía más chico.

Por fin el gallo se posó en la rama más alta. Y allí fue disminuyendo rápidamente de volumen.

Cuando era ya del tamaño de un pollito, voló al suelo.

La dueña acudió a recogerlo. Pero en el suelo solo había un peluquín blanco de

samuhú: el último de la temporada.

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El negrito que fue blanco

En el país Blanco, todo era blanco. El paisaje con sus árboles y sus rocas; las flores, los animales. La gente toda. Hasta un negrito, que no se sabe cómo había caído allí siendo niño. Todo blanco como la harina. Los muebles, cortinas y alfombras; los edificios. Hasta las letras de los libros se veían blancas; motivo por el cual se leía muy poco, y la gente de ese país andaba siempre un poco analfabeta. Solo conservaban su color dos cosas: la mar y el délo, azu­les los dos siempre, pero los crepúsculos -la aurora como el ocaso- habían también perdido su colores, y el sol salía y se ponía en un cielo invariablemente azul.

Y en aquel reino donde todas las cosas eran blan­cas, el Rey no iba a ser tma excepción. Todo lo contrario. El Rey Blanco era blanco, blanco como la nieve. Tenía el pelo y los ojos y los labios de color plata; y hasta su coro­na era blanca. Era a manera de im hermosísimo fantasma.

En el país Blanco había sin embargo una época del año que se llamaba el Veranillo de los Colores, en que todas las cosas recuperaban su color; es decir el que ha­bría sido su color fuera del País Blanco: las rocas volvían a ser rojas, o grises, o pardas; los árboles verdes, las flo­res rojas, amarillas, azules, lilas; y la gente morocha o trigueña blanca, segijn; las auroras eran rosadas, y los crepúsculos se adornaban con nubes rojas y amarillas. Y hasta la corona del Rey se volvía dorada.

El Veranillo de los Colores duraba desde el amane­cer del d^ de San Juan hasta la medianoche de Santiago. Al sonar las doce de la noche de ese día, el último del Ve­ranillo, los habitantes del Pa& Blanco debían, por ley, estar cada cual en su cama, tapados cabeza y todo con la sába­na, para que pudiese tener lugar la transformación. Y al

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día siguiente, día de Santa Ana, amanecían todos blan­cos y descoloridos; pelos, cejas, barbas, bigotes y ojos todos blancos, hasta el día de San Juan del año siguiente.

En conjunto, sin embargo la vida en ese país no había sido ntmca demasiado desagradable. Salvo que como las cosas, animales y frutas no tenían color, se ha­cía difícil cazar y pescar; e inclusive distinguir el vino de la leche, los huevos de las ciruelas, el pasto de la paja, el betún de la manteca; y así por el estilo. Pero nxmca se había dado el caso de tm subdito del País Blanco que hubiese tenido la cabeza fuera de la sábana al sonar las doce de la noche del 25 de julio.

Sin embargo, para todo hay una primera vez. Y para el País Blanco la hubo también. Ese año, el Veranillo de los Colores había sido más colorido y alegre que nun­ca. La gente se divertía horrores, sacando al sol los vestidos de colores que habían permanecido descolori­dos todo el año en el fondo de los armarios; poniendo en fila todas las botellas de licores que durante aquellos meses habían parecido llenas de leche; apilando las fru­tas de diversos matices; juntando ramos de flores. Se les despertó el apetito a la vista de tanto color, y comíem, bebían, bailaban. Todo el mundo se divertía. Todos, me­nos el negrito.

Este negrito era un muchachito todavía. Aunque hacia varios años que estaba en el país, siempre al apare­cer en esa fecha en mitad de la calle, llamaba la atención, por diferente, y se reían de él. El pobre negrito vivía cada Veranillo sus peores días, y deseaba que llegase pronto el final para volver a ser blanco como todos.

Este año le venía siendo particularmente triste, porque una niña que durante los otros meses del año había jugado algunas veces con él, desde el mismo ama­necer de San Juan empezó a esquivar su compañía; y solo tm par de veces consintió en hablarle, o aceptarle una manzana.

Al llegar por fin la noche de Santiago, el negrito no esperó a que tocasen las doce. Apenas oscureció, se metió en su cuarto, se acostó, lloró hasta cansarse, y lue­go se tapó. Y se durmió, mucho antes de las doce. Soñó que corría por los campos, alegre, tomado de la mano de

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aquella niña rubia. Dunniendo, se movió en la cama, cayó al suelo y siguió durmiendo. Y cuando tocaron las doce de la noche el negrito no estaba en la cama, ni tenía la cabeza tapada con la sábai\a.

Así, al amanecer el día de Santa Ana, se encontró negro, negro, vestido de negro, en la total blancura del País Blanco. Qué desastre!

En las calles blancas, de fachadas blancas; en las veredas blancas y en el asfalto blanco, su figura negra se recortaba terriblemente. Era como im gato negro trepan­do por unía pantalla de cine o como ima mosca nadando en la leche. A su paso, oía gritos de alarma, carreras; oía; pero ver, no veía mucho; apenas como cuando el viento levanta un remolino de nieve en el campo. El pobre ne­grito fue de aquí para allá unos cuantos días, como atontado; no oicontraba qué comer, y si hallaba algo le sentaba mal, porque eran cosas sin color que solo senta­ban bien a la gente descolorida.

Por fin el Rey Blanco, enterado del asvmto, ordenó que lo trajeran a su presencia. Y allí estaba el negrito, en­tre cuatro guardias blancos, ante el trono blanco en la inmensa sala blanca. No alcanzaba a ver más que una cabellera, dos ojos y ima larga barba blanca, todos color plata, suspendidos en el aire blanco.

-Qué puedes decir para disculpar tu grave falta? -dijo desde lo alto una voz, la del Rey.

-No sé. Señor -contato el negrito-. Me dormí con la cabeza tapada, lo aseguro, antes de las doce. Amanecí en el suelo. No sé cómo.

-Conque te dormiste antes de las doce, eh?... Y ama­neciste en el suelo, eh?... Y no sabes cómo, eh?... Puedes decirme qué es lo que podemos hacer contigo?...

-No lo sé. Señor -contestó atribulado el negrito. -No sabes nada -dijo el Rey. Y se acarició la barba;

el pelo se movió, pero no se vio la mano-. Qué opináis vosotros? -preguntó dirigiéndose en el vacío de lo blanco a sus invisibles Miiüstros blancos.

-No pódanos matarlo -se oyó decir a uno-. Las le-yra del País Blanco lo impiden. Unsúbdlto blanco no puede ser cffitigadó: si es blanro, es porque obedece la ley. Y tm subdito negro castigado mandiaiia nuestra blaiKura.

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-No podemos desterrarlo -dijo otro-. Donde quie­ra que fuese, llevaría el secreto de nuestra mágica blancura. Sería un peligro.

-Qué hacemos con él?... -repitió el Rey. Y se rascó una oreja. (Ahora el negrito no vio nada)

-Podríamos esperar a la próxima temporada del VeraiüUo de los Colores -dijo un tercero e invisible Minis­tro-. Es lógico que si al final del Veranillo se acuesta y se cubre debidamente, recupere la blancura reglamentaria.

-Seguro -dijo el Rey-. Pero entre tanto, qué hace­mos con él? Dejarle vagar asustando a los niños, adultos y ancianos respetablemente blancos?... Encerrarlo en una cár­cel?... Coserlo en una sábana?... Blanquearle con pintura?... Prohibirle que salga de su casa?...

-Dejarlo vagar es lo más higiérüco -dijo un Minis­tro-. Pero como dice S. M. asustaría a la gente.

-Encerrarle en una cárcel sería prudente -dijo otro-. Pero quizá injusto.

-Coserle en vma sábana sería bueno para nuestra vista, pero malo para su respiración -dijo un tercero.

-Pintarlo sería lo más práctico. Pero según sabemos, la pintura contiene ciertos venenos. Podríamos matarle sin querer -dijo un cuarto.

-Muy bien -dijo el Rey-. Lo dejaremos vagar, pero fuera de la ciudad. No se acercará a ella hasta el próximo 24 de jimio.

Se oyeron aplausos celebrando la magnanimidad real; los guardias blancos llevaron al negrito fuera de la ciudad y le dejaron jimto a un bosque blanco, a orillas de un arroyo azul.

El negrito se sentó a orillas del arroyo y lloró un buen rato. De pronto le pareció oír un pucherito en el agua. Miró y vio asomar en el arroyo la cabecita de ima ranita verde.

-Hola, negrito -dijo la ranita. -Cómo? Tampoco tú te transformaste? -preguntó

el negrito. -Me fui demasiado lejos del arroyo el último día

del Verarúllo, y no volví a tiempo |)ara meterme en casa -contestó la rana-. Aquí me tienes verde que te quiero verde por el resto del Año Blanco. Pero no me apuro.

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Como el canto no tiene color, cantaré lo mismo procu­rando no dejarme ver ni de mi familia. Vamos, negrito, no estés tan triste. Vamos a pasarlo lo mejor posible. Yo te haré compañía y te diré dónde hay peces para comer.

Dicho y hecho. Iban de una péirte a otra, buscaban su comida. Y no lo pasaban tan mal. Plasta que tm día la rana dijo:

-Sabes?... Anoche estuve pensando. Y se me ocu­rrió que a lo mejor nos podríamos divertir mucho pasando la frontera.

-Pasar la frontera? -dijo el negrito, que casi se vol­vió blanco del susto-. Sabes lo que te dices?...

-Claro que sí! En el otro país no chocaremos a na­die, porque hay muchos negritos y muchas ranas verdes. Nos estaremos allí hasta el día de Santa Ana' del año que viene, vísperas de empezar el Veranillo de los Colores. Entonces regresamos; tomamos parte en la fíesta y a las doce del día de Santiago nos acostamos y tapamos lo mejor posible para amanecer como todos.

-Sabes que no me parece mal tu plan? -contestó el negrito.

Pasaron pues la frontera, y el negrito pronto se con­venció de que allí nadie se daba vuelta para mirarlo, porque había por allí muchos como él. Solo que la rana tuvo que refugiarse muchas veces en su bolsillo, porque de otro modo la habrían pisado o simplemente querido agarrar, Y el negrito hasta encontró im empleo de carreti-íleio; ganó plata y se compró un traje a rayas azules y amarillas.

-Así pasaron los días, y las semanas, y los meses. Se divirtieron mucho, e hicieran amigos; pero no les con­taron nada del País Blanco, poique no se lo habrían creído.

Así pasó el £iño, y llegó otra vez la víspera de San Juan; pasaron la frontera, y llegaron casi al empezar el Veranillo de los Colores. El negrito se puso el traje a ra-yaS/ que había guardado para la ocasión.

1 Aunque en el cuento ñgaia el dfa de Santa Ana, creemos que se trata de un enoi^pues, a principio del relato se dice que el Veranillo de los Colores comienza desde d amanecer del día de San Juan -24 de junio- y acaba la medianoche de Santiago '25 de julio-. El dia de Santa Ana-26 de julio-todo vuelve a ser blanco.

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El negrito y la reina se despidieron. -Ya sabes dónde puedes encontrarme -dijo la ra-

nita-. Vas allí, y yo acudiré a tu lado. Y estando en eso, tocaron las doce de la noche del

23, y todo el País Blanco recuperó su color. El negrito con su traje a rayas, entró en la Fiesta de los Colores, se acer­có a la niña que le gustaba. Ella quedó encantada con el traje del negrito. Hablaron de muchas cosas ese día y otros días, durante el VeranUlo. La niña decía:

-Sabes que eres inteligente?... Lástima que la Fies­ta de los Colores dure tan poco!

-En otros países estas fiestas duran todo el año -dijo él.

-Quién estuviera allá -dijo la niña. -Si quieres, yo te llevo -dijo él-. Hoy mismo, si a

las doce de la noche te juntas conmigo en el arroyo de Las Piedras, nos vamos jtmtos.

-Y no nos acostaremos y taparemos la cabeza? -preguntó ella horrorizada.

-Claro que no! Cómo vas a tomar parte en la fíesta de colores de otro país si te vuelves descolorida como un cubito de hielo?

La niña se dejó convencer, y mucho antes de las doce de la noche estaba en el lugar señalado.

Allí esperaban el negrito y la rana. Hacía una bella luna, y se veía a lo lejos muy bien el campanario, donde en vin reloj enorme las saetas se iban acercando a las doce. La niña temblaba.

-No tengas miedo... dijo el negrito. No pasará nada. Al tocar las doce, el paisaje todo cambió. Todo se

volvió blanco. Todo, menos el negrito, la niña y la rana. El negrito tomó a la niña de la mano, y echó a correr la rana detrás dando saltos. Llegaron a la frontera, la pasa­ron y entraron en el País de los Cromos.

Allí corrieron muchas aventuras que quizá les cuente alguna vez. Dicen, sin embargo, que llevados de la nostalgia, negrito, niña y rana volvían de cuando en cuando al País Blanco para tomar parte en la fíesta del Veranillo de los Colores. Pero nunca se decidieron a que­darse después de las doce en la noche del día de Santiago.

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El marinero blanco

Un marineñto blanco recorría los muelles de aquel puerto lejano llevando una guitarra. Miraba llegar los bar­cos, cada uno con su nombre en la proa. Se llamaba uno: TRIGO, y braía trigo. Ob»: MIEL, y braía miel. Y oteo: FRU­TA, y traía todas las frutas del- mundo. El marinerito se acercaba a la escala de cada barco que llegaba y pregun­taba:

-Señor Capitán no precisa usted un marinerito blanco?

El capitán le contestaba. -En este beirco solo van marineritos azules. O bien: -En este barco solo navegan marineritos negros. O si no: -En este barco solo acepto marineritos rojos. Un día el marinerito blanco vio llegar un barco, al

cual no lo dejaban entrar en el puerto. Quedó lejos, en la escollera, sin arriar velas. El marinerito se fue hasta allá. Acercó las manos en embudo, a la boca, y gritó:

-Señor Capitán: No precisa usted im marinerito blanco?

El capitán le contestó: -Hace demasiado tiempo que iiavego y mis mari­

neros están tan sucios que ya me olvidé de qué color son. Espera que se laven y te lo diré.

-Por qué no dejan que tu barco entre en el puerto? -preguntó el marinerito.

-Poique mi barco no tiene nombre -contestó el capi­tán-. Por eso siempre nos de^an afuera. Y volvemos siempre al mar wique es en el mar donde se le dan los nombres a los barcos y a nosotros nadie nos lo ha dado todavía.

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-No traes carga? -preguntó el marinerito. -No la traigo, rd la podré traer mientras no tenga

nombre -contestó el capitán. Entretanto, los marineros se habían lavado. Todos

eran blancos. El barco también era todo blanco. Qué ale­gría para el marinerito!

-Señor Capitán -no hay lugar para un marinerito blanco en su barco tan blanco?

-No sé si necesito o no un marinero -dijo el capitán-porqué nunca sé cuántos marineros tengo. Pero no impoi^ ta, sube.

Y el marinerito se embarcó con su guitarra. Cuando el barco levó otra vez anclas, tan blanco con

sus velas blancas y su marinería blanca y siempre sin nom­bre, el capitán repartió el trabajo. Al marinerito le dijo:

-Tu trabajo será subirte ahí en la cofa; tocar la gui­tarra y cantar.

El marinerito lo hizo así, y tocaba la guitarra y can­taba, mientras los otros marineros trabajaban. Pero ahora todos lo hacían al compás de la música; y hasta el timo­nel en su caseta, a veces quería seguir el compás, y el barco daba unos saltitos de delfín y todo el mimdo esta­ba contento.

El timonel llevaba a bordo una paloma, en una jau­la. Cuando estuvieron en alta mar, y tuvo la seguridad de que la paloma no escaparía, el timonel la soltó, y la palo­ma volaba y revoloteaba, entre las velas y jarcias, de proa a popa, sin abandonar el barco. Y se encariñó con el mari­nerito blanco. Al cabo de un tiempo, le tomó tanto afecto que cuando él tocaba y cantaba, la paloma se le posaba sobre el hombro, y parecía seguir el compás con el piquito amarillo.

El tiempo pasaba, y el barco navegaba siempre por mares solitarios, azules, verdes, grises, pálidos. Por debajo de nubes blancas, rojas, negras. Por entre diluvios de sol o por entre témpanos grandes como catedrales del mar; por calmas chichas, brisas o vientos de tormenta. Y el marineri­to blanco seguía siempre tocando la guitarra y cantando.

-Por qué navegamos así siempre por mares desier­tos y viendo solo tierras sin puerto? -preguntó una vez al timonel.

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-No te lo dijo el capitán? Buscamos el nombre que nuestro barco ha de llevar para poder entrar como todos en un puerto -contestó el timonel-. Si no nos dan nom­bre, no sabremos nunca qué debemos trar\sportar.

Asi fueron pasando los días y la paloma cada vez se encariñaba más con el marinerito. A su vez, este em­pezó a bajar menos a cubierta, y en vez de comer, comenzó a masticar granitos que la paloma le traía en el pico. Los marineros le gastaban bromas y se reían; pero él no hacía caso. Su canto era cada vez más dvdce y se deslizaba en los oídos de los marineros como una gotita de miel; pero cada vez también cantaba más bajito. Los marineros em­pezaron a pensar que el canto no les venía de él, sino que ellos lo llevaban ya en los c^dos.

Un día, al levantar los ojos a la cofa, el capitán no vio al marinerito blanco. Solo su guitarra colgada del borde de la cofa.

-Eh marineros! -gritó-. Dónde está el marinerito de la guitarra?

Nadie lo había visto. Entonces se oyó gritar al ti­monel:

-Mi paloma tampoco está. Un marinero subió a la cofa, palpó la guitarra. La

guitarra estaba tibia como el pecho del marinero; y al mirar por el ojo, el marinero vio dentro un nido y en ese nido dos palomas blancas.

Aturdido, bajó y le d^o al capitán lo que pasaba. El capitán, ordenó:

-Que nadie toque esa guitarra! Déjenla donde está. Y tú, timonel, ponle radón doble de grano a tu paloma.

-A la orden señor Capitán! Oegado el tiempo, dos palominos revolotearon jun­

to con los padres, alrededor de la cofa, primero y luego entre jardas y velas, de popa a proa. Los marineros oían el arríiUo de las palomas y se sentían felices porque lo que oían eran los cantos del marinerito blanco.

El barco seguía navegando por mares desiertos y frente a tierras sin puerto. De la guitarra colgada en la cofa seguían salkndo parejas de palomas, que luego ha­cían nido en los sitios menos esperados... En un canastito colgado del techo de la cocina; en un cajón del despacho

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del capitán; en el nudo de tona amura; en una gorra de un marinero. Eréin ya una nube. Y un día, un marinero que se inclinó mucho por encima de la borda gritó:

-Señor Capitán! El barco tiene nombre! -Qué nombre? -Preguntó el capitán. -No sé, mi Capitán. Parece ser vin idioma extranjero. Uno a vmo, todos los marineros, y hasta el timonel

y el Capitán se inclinaron fuera de la borda para leer el nombre. Pero ninguno pudo entenderlo. El capitán dijo:

-Bueno. Allá en el puerto lo sabrán leer. El barco navegó muchos días aún en busca del

puerto, a través de mares cada vez más azules y a la vista de costas cada vez más verdes. Llegó al puerto y esta vez sí entró. El nombre en la proa parecía arder. Y entró coro­nado por una nube de palomas blancas. Era como un gran florero lleno de corolas blancas, que se agitasen con la brisa. Cada pétalo era un ala de paloma. El jefe del puer­to dijo:

-El nombre del barco será diferente para quienes lo lean en cada puerto donde lleguen. Unos leerán Ilu­sión otros Recuerdo, otros Esperanza, otros Fortuna, otros Amor. Tu barco. Capitán, navegará por todos los mares y tocará en todos los puertos. Y cada vez que llegue a uno, algunas de sus palomas volarán y harán nido en tierra. Buena suerte Capitán!...

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Mtster Odtn

Había una vez un hombre pobre, que se ganaba la vida recogiendo algas en la playa a orillas del mar y ven­diéndolas a los campesinos para abonar las tierras. Se ajmdaba en su tarea con van caballito chiquito como un burro, blanco, blanco; auiu^ue no lo parecía tanto por lo sucio que estaba siempre del trabajo; y que tenía -cosa rara- tm bigotito, también blanco; por lo cual la gente le había puesto de nombre Bigotes.

Un día Bigotes estaba en la playa, las árganas so­bre el lomo, metido en las algas hasta el corvejón. Esperaba que volviese su dueño, que se había ido a su casita un momento para buscar su pulóver, porque hacía frío. Bigotes, quietito y paciente, miraba al mar y aguan­taba. I>e vez en cuando se comía \xn manojito de algas, que le gustaban. Al comerlas, siempre le parecía querer recordar algo, no sabía qué. A poca distancia de él, el mar, todavía verde porque el sol estaba bajo, susurraba muy manso.

De pronto, entre la espumita. Bigotes vio aparecer algo. Una cabeza riegra, algo parecida, no mucho, a la de un caballo sin orejas; con unos dientes largos y \m bigote negro.

-No te eisustes. Bigotes -dijo la aparición-. No soy un fantasma tü un monstruo. Soy un caballo marino. Me­jor dicho, una yegua marina; porque soy hembra. Yo soy tu madre.

-Mi madre? -relinchó Bigotes sorprendido. -Así es. Bigotes. Tu padre fue un hermoso caballo

blanco. Su dueño era tm señor que vive todavía en aque­lla casa espléndida, esa tone que se ve al otro lado de la playa; allí donde no hay algas. Tú no sabes que hubo vm

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tiempo en que los caballos andaban en el agua y bajaban a las grutas marinas? Tú naciste en la Isla de los Caballos Marinos, allá lejos, muy lejos. Pero yo te traje aquí ense­guida al lado de tu padre, creyendo que tu vida sería más fácil. Te gusta esta vida Bigotes?

-Siempre desde que recuerdo viví así -dijo Bigo­tes-. De modo que no puedo hacer comparaciones.

-Es buena cosa acostumbrarse a lo que uno tiene -dijo el caballo marino-. Pero yo vine a decirte que pronto tu suerte va a cambiar. Vas a vivir mejor. Acuérdate de mí. Bigotes!... Volveré a visitarte.

Y el caballo marino desapareció. Bigotes relinchó otra vez de puro desconcertado y se quedó muy pensati­vo. Aquel día trabajó distraído. Y no supo, porque no podía saberlo, que allá en la casa hermosa de la playa limpia, dos niños lo habían estado miraindo con vm cata­lejo desde la torre, y se habían enamorado de él porque era chiquito, blanquito y tenía bigotes.

Los niños esperaron que su padre llegase, y cuan­do llegó le contaron la maravilla que era ese caballo.

-Cómpranoslo, papá. Sabes, se parece al caballo bleinco que teníeimos antes y que se murió.

-Mañana -dijo el padre-. No ven que es tarde? -Qué va a ser tarde! -dijeron los diicos-. No son

más que las doce de la noche! Seguro que el caballo aún no se durmió.

El padre se puso el sombrero de copa; acompaña­do de los dos niños subió a su automóvil, y llegó a la casita del dueño de Bigotes. Llamó muy fuerte con su bastón muchas veces. Por fin, le contestó una voz malhu­morada:

-Quién viene a despertar a estas horas a un hom­bre cansado?

-Alguien que te trae buenas noticias -dijo el señor. El amo de Bigotes se levantó y abrió la puerta. -Qué buena noticia es esa? -Te compro tu caballo blanco -dijo el señor. -Lo necesito para mi trabajo. -Te voy a pagar doble. No; triple de lo que vale.

Asi podrás comprar dos caballos en vez de imo, y aún te sobrará algo para ti.

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El amo de Bigotes se dejó persuadir y lo vendió. El señor y los chicos muy contentos subieron a Bigotes en el techo del auto y se lo llevaron a su casa.

Allí comenzó uita vida distinta para Bigotes. Todo el día lo tenían bien aseado, le daban de comer de lo me­jor que puede comer im caballo, y solo tetüa que pasearse llevando a los chicos en el lomo un ratito por las maña­nas y im ratito por las tardes. El resto del tiempo se lo pasaba echado en el pasto o en la arena limpia de la playa. Con tanto cuidado y el buen alimento, se había puesto muy hermoso, y sus bigotes habían crecido mucho. Con esos bi­gotes y con su bellísima crin blanca que se le dividía en dos crenchas en lo alto de la cerviz, parecía un vikingo. Los chi­cos, que habían leído muchos cuentos de guerreros escandinavos, le pusieran de nombre Míster Odüi.

Así pasó bastante tiempo. Míster Od&i no supo cuán­to, porque no sabía de calendarios y además el tiempo no le importaba. Y una siesta que descansaba en la playa miran­do el mar -azul, porque el sol estaba alto- y a la espuma mansa que lamía la orUla, vio aparecer entre los pellizcos de espuma la misma cabeza aqudla de caballo marino.

-Hola, hqito, -d^o-. B^ás espléndido! Te pareces mu­cho a tu papá; aunque él no tenía esos bellos bigotes, que los heredaste de mí.

-Tardaste mucho en volver-dijo quejoso el caballito. -No pudo ser antes -dqo la madre-. Tengo que espe­

rar a que la manada viíqe; ninguno de nosotros viaja solo. Y solamente abandonamos la Isla de los Caballos Marinos cada cincuenta Itinas.

-Si es así-contestó el h i ^ comprendo. -Pero apenas nos aproximamos aquí, me separé de

la manada para verte. Ahora tengo que apresurarme para no quedar sola y perderme en la inmensidad del mar... Has­ta doitro de cincuenta lunas, hijo!

-Adiós mamá. El caballo -o la yegua marina- se sumergió y des­

apareció. E)esde aqud día Míster Od&i dio en pasar en la playa todo el tiempo que podía. En la playa había ima sola roca; una roca grande, negra, (te dma plana, como una mesa. Míster ÓdM se subía a ella, se acostaba, y allí se quedaba mirando al man Sus bigotes y su crin seguían creciendo; y

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cuando estaba acostado en la roca, erguida la cabeza, con aquella melena y aquellos bigotes, se parecía más que nun­ca a un vikingo.

Pasadas otras cincuenta Ivinas, ya los chicos no mon­taban a Míster Odín, porque eran mozos; y el caballito pasaba más tiempo que nunca sobre la roca. Hasta que vma noche, en que el mar estaba un poco movido, entre relám­pagos de luna en el agua gris, vio aparecer la cabeza del caballo marino...

-Hola, hijo -gritó la madre, porque el mar tronaba y se precisaba alzar la voz-. Aquí estoy otra vez. Cada vez te veo más bello. Estoy orgullosa de ti...

-Quédate un rato, madre, dijo el caballito, que co­rría de vm lado a otro sobre la playa, siguiendo el vaivén de las olas, palpitándole el corazón.

-No puedo, hijito -contestó la madre, y su voz le llegaba apenas entre el trueno del mar-. Hoy menos que nunca. La mar esta picada, y se hace difícil nadar. Si no me doy prisa, me extraviaré de la manada. Ya no soy jo­ven, y me canso. Pero soy feliz al verte tan bello. Hasta dentro de cincuenta Ivinas!...

Y el caballo marino se sumergió y desapareció. Míster Odín volvió a su vida de siempre. Sentado

en la roca oteaba el mar. Pero cuando pasaron las cin­cuenta lunas, y llegó la hora de la cita, el caballo marino no apareció. Míster Odín esperó en vano.

Entonces, cuando ya la lima caía tras los montes y la torre de la casa era un dedo negro contra vm cielo gris, Míster Odín dejó la roca, caminó hacia el mar, entró en él. Y cuando el agua le llegó al cuello, nadó. Nadó, y tal vez algún pescador pudo ver todavía su bella cabeza so­bre las olas; pero la luna se puso del todo, la noche envolvió al mar, y nadie vio ya más a Míster Odín.

Sin embargo, pasados unos años, marineros que habían viajado por las latitudes australes, trajeron noti­cias de un bellísimo caballo marino, blanco y extraño: tan parecido a un caballo, que hasta terüa patas en vez de aletas. Un caballo marino blanco que era como ui\a esta­tua de marfíl entre la muchedumbiie oscura de los otros caballos marinos que le rodeaban reverentes, y le ofre­cían, en el hocico, manojos de algas verdes.

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Blanco y negro

Érase que se era un diablo pequeño. Un diablito más o menos de la edad en que entran en la escuela los niños. Vosotros sabéis que los diablos nacen chiquitos pero los ángeles no. Los ángeles nacen ya de la edad que tienen que tener.

Este diablito era muy curioso. Veía aquellos seres que se parecían tanto a los diablos, solamente que eran blancos y no tenían cuernos ni colas, asándose en las pa­rrillas con gran grita y desconsuelo y sin terminarse nunca de asar; veía llegar todos los días muchos de ellos, y las parrillas se multiplicaban y las salas parrilleras crecían; y eso no le extrañaba: era como si desde antes de nacer lo hubiese sabido.

Pero a veces, por las lendijitas que tienen los Altos Hornos del Infíemo veía algo verde o algo celeste y a veces algo de otros colores, y le intrigaba; porque en el Inñemo todo era negro, negro; menos el blanco del ojo y los dien­tes, que los diablos los tienen muy blancos.

Bien; el diablito, que era negrito azabache como todos los diablos; pero que aún no toiía cuemitos ni muy larga la cola, querk saber qué era aquello que por las ren­dijas se veía.

-Es el mundo, hijito -le decía la mamá-. El mundo donde viven los hombres, esos pollos pechugones que ves ahí asándose.

-Quiero ir allá, mamá. -No será posible -dijo la mamá-. Tu papá es fogo­

nero aquí abajo y tú tienes que serlo también. Y por tanto no podías moverte de aquL Si tu papá hubiese sido dia­blo tentador, que es como decir diablo viajante, estarías todo el día afuera, ofreciendo la mercadería del pecado

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que tanto gusta a los hombres: pero en el Infierno cada uno debe cumplir su obligación.

Pero un día alguien probó no sé dónde una bomba atómica; y la explosión fue tal que abrió una rendija enor­me en la bóveda del Infierno. Los diablos huyeron gritando y varios emparrillados se salieron de su sitio. Al diablito le pareció buena la ocasión para escapar. Y esca­pó sin miedo a las radiaciones; primero, porque ni el Diablo Mayor sabía de las radiaciones; y segundo por­que los diablos son los únicos seres a los cuales las radiaciones no les hacen daño. Y después de atravesar una nube de humo muy feo se encontró en mitad del miindo.

-Qué cosa linda. Arriba azul con motas blancas, abajo verde con motas coloradas, amarillas, violetas...

El diablito se moría de gusto. Anduvo entre aque­llas que él no sabía que eran flores: se pinchó en un rosal, y dejó en una rosa una manchita de sangre negra. Luego encontró un laguito, y como no sabía qué cosa era el agua, porque en el Infierno beben plomo derretido, quiso pa­sar caminando, y se himdió hasta el cuello: gracias a que el charco no era más hondo. Siguió caminando; y de pron­to vio por allí alguien que se parecía a él, solo que era blanquísimo, y no tenía cuernos ni cola. Era un hombre joven, casi im chico; y tras él ceiminaba algo que el diabli­to no pudo identificar porque los diablos nunca han visto por allá tm ángel: ángeles y diablos no se visitan recípro­camente nunca. Úiücamente una vez el Arcángel Miguel al frente de una brigada celestial le pegó el gran susto a la diablada; pero desde entonces no apareció más por ahí.

El muchacho iba seguido del Ángel que lo pasto­reaba como los niños a un cordero; pero este cordero era travieso y daba mucho que hacer al Ángel. El diablito se acercó al Ángel y preguntó:

-Quién eres tú? El Ángel le miró, le encontró bastante oscuro pero

no vio la cola metida en el pantalón. -Yo soy un Ángel de la Guarda -contestó el Ángel,

a la vez que agarraba por la or^a al chico porque se salía otra vez del camino derecho.

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-Y qué haces con esta criatura? -Es un muchacho -contestó el Ángel tapándose la

nariz porque sentía un fuerte olor de azufre que le mo­lestaba-. Un hombre, pero jovencito. Ntmca viste uno?

-Sí muchos -contestó el diabUto- pero no como este, tan blanco. Y hacia dónde vais?

-Yo procuro llevarlo por buen camino, pero se me rebela a cada iiistante y no puedo atajarle -dijo el Ángel.

-Por qué? -preguntó el diablito. -Es él quien debe elegir su camino. Si él decide

perderse nadie puede impedirlo. Yo lo puedo atajar has­ta cierto pxmto; pero de ahí no puedo pasar.

-Y si yo te ayudo a detenerlo? -dijo el diablito con la mejor voluntad del mundo-. Tengo mucha fuerza sa­bes?

El Ángel vaciló; pero luego dijo: -Está bien, probemos. Así lo hideron. La próxima vez cuando el hombre

quiso irse hacia la izquierda el tirón que entre los dos le dieron fue tan bárbaro que se fue media legua a la derecha.

-No tires tanto a la derecha -dijo el Ángel-. El jus­to medio es lo que manda Dios.

Así caminaron varios días siempre siguiendo al hombre que a pesar de lo que procuraban Ángel y Dia­blo juntos, nunca aprendía el camino justo. Siempre tendía a desviarse; y los dos compañeros, el blanco y el negro, las pasaban igualmente negras para que siguiera más o menos derecho. Hasta que un día el diablito cansado dijo:

-Por qué no lo dejamos ir? -No puedo -dijo el Ángel-. Tengo que seguir a su

lado hasta la muerte. El Señor no me perdonaría si lo aban­donase.

El diablito no quedó muy convencido, pero siguió ayudando. Un día por fin llegaron a un terreno tan esca­broso que el Ángel tenía que andar equilibrándose con las alas para no caer al abismo, y el diablito sacaba de cuando en cuando su cola del pantalón para aprehender^ se a un arbolito. El muchacho hacía prodigios de equilibrio; pero había que t a r constantemente agarrán­dole del pelo, de las orejas, de una manga, o del fondillo del pantalón, para que no se fuese de cabeza.

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Hasta que sucedió lo que tenía que suceder. En el paso más peligroso el hombre se inclino tanto a la izquier­da que de cabeza se fue. El Ángel quiso detenerlo pero no pudo, y el muchacho se hie al fondo llevándose un puñado de pltmias del Ángel. Además, con la otra mano arrastró al diablito, que se fue con él dando volteretas en el aire. Se levantaron maltrechos. El diablito se tocó la frente, notó dos chichones; pero no eran chichones: eran los cuemitos que le nacían.

-Viste lo que te pasó? -dijo-. Ahora no hay cami­no para volver y el Ángel se quedó arriba.

-Para ir donde yo quiero, el Ángel me molesta -dijo el muchacho; y poniéndose de pie empezó a bajar todavía más por el cañón aquel.

-Adonde vas? -gritó el diablito corriendo tras él -Allá, allá -contestó el muchacho, que cada vez

corría más. Y llegó por fin a un sitio donde la tierra se abría, se oía im ruido extraño, y salían de vez en cuando bufaradas de un humo feo.

-Ahí quiero ir! -gritó el muchacho. -Pero si esa es mi casa! -exclamó el diablito que

había reconocido la brecha por la cual él había salido. -Pues a tu casa voy! -gritó el muchacho. Y se tiró de cabeza por el agujero; y el diablito tras

él. El muchacho no llegó al suelo porque lo atajaron cua­tro diablos adultos armados de estupendos tenedores de acero inoxidable.

-Este llegó antes de hora! -gritó uno. La madre del diablito acudió. -Y lo ha traído mi hijo. Ah hijo mío. Que Satanás te

dé todas las dichas del Infierno! -gritó la madre, loca de alegría.

Satanás condecoró al diablito, lo trasladó al Oepar-tamento de Viajantes Infernales y allí quedó como el más diestro cazador de todos los diablos del Infierno.

Del Ángel nadie supo más nada. El muchacho se está asando desde entonces, y hace rato.

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La mariposa en blanco

En aquel jardín del Sultán de Egipto, lleno de ño­res, abtindaban las mariposas. Preciosas mariposas. De todos los tamaños y colores. Azules, rojas, amarillas, marrones, negras, blancas; todas con dibujos: manchas, círculos, ojos, triángulos, flechas, rombos. Estaban todas las mariposas de los libros y otras muchas que no están en los libros y que son las más bonitas. Grandes como pañuelitos y pequeñas como confetti. Doradas, plateadas, iridiscentes, nacaradas.

Y entre tantas mariposas maravillosas, una, muy grande, pero toda blanca. Completamente, sosamente blanca. Sin el más mínimo diseño de ningtma clase. Cuan­do volaba, parecía un plieguecillo de papel de seda, llevado a saltitos por el viento. Entre tanta mariposa res­plandeciente como pieza de pedrería, ella cruzaba como una peiütente, como una monjita, como una pobre de solemnidad. Un retacito de gasa arrastrado suavemente sobre las ramas por la lespiracián del día dormido.

La mariposa blanca se sentía huérfana de belleza. Nadie abría la boca al verla sino para decir cosas des­agradables.

-Ya está ahí otra vez la descolorida. -La mariposa que se olvidó de vestirse de mariposa. - ^ o es mariposa. Es la pandorga de las mariposeis. -Mariposa en blanco! Quién vio jamás cosa seme­

jante? Y la pobre mariposa volaba, volaba, llevando su

blancura como un pecado, como un reproche. Cerca del jardín del Sultán estaban sus cárceles.

Hechas de piedra maciza, ancha de ima brazada; con

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rejas de hierro gruesas como el brazo. Y detrás de cada ventana enrejada, un preso.

Todos estos presos tenían sus familias cerca, y las veían alguna vez, aunque fuese a distancia, por encima de un muro, entre las ramas de un árbol. Solo había uno que era extranjero y tenía su familia lejos, y no la veía nunca. Hacía años que estaba encerrado y sufría mucho.

Las mariposas azules, y rojas, y negras, y amari­llas, en sus vuelos infiíütamente repetidos, pasaban por delante de la ventana del preso; a veces se posaban quién sabe por qué, en el vano; el preso las veía y le parecía que todos los colores del mvmdo se juntaban en aquellas alas de mariposa.

Un día la mariposa blanca voló rasando los muros de la cárcel. Cruzó frente a la ventaiw. Volvió, se posó, pren­dida con los ganchitos ásperos de sus patitas a la reja. Vio al preso encadenado sentado en su poyo de piedra; y le pareció que veía a un ser aún más privado de colores que ella, más digno de lástima que ella.

El preso levantó los ojos y la vio: sonrió, y su sonri­sa era descolorida como las alas de la mariposa.

-Mariposa, qué noticias me traes? -Es primavera -dijo la mariposa. Y enseguida, si

hubiese tenido dientes, se habría mordido la lengua, por­que comprendió que esa noticia no es la que debe darse a un preso que no ve el mvmdo. Aleteó un poco, suavemen­te, y dijo tratando de encaminar mejor la conversación:

-Te sientes muy desgraciado? -Cómo te sentirías tú si te encerraran en un cajón?

-preguntó el preso. -Mal -contestó la mariposa. -Tú eres feliz. Tienes algo que yo no tengo. La li­

bertad. -Sí, pero no tengo los colores. No ves mis alas des­

coloridas, sin un dibujo que las anime? Mis alas no llevan mensaje alguno. No dicen nada a nadie. Nadie se acor­dará de mí cuando deje de volar y caiga para confundirme con las hojas secas.

El preso pensó un poco y dijo: -Mariposa: no querrías prestarme tus alas? Quie­

ro volar con ellas.

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-Cómo puede ser eso? -dijo la mariposa-. Si mis alas apenas me sostienen a mí.

-Préstame tus alas y yo te pintaré en ellas algo. Algo distinto a lo de todas las otras mariposas.

-Me harás bonita? -Todo el mimdo se quedará mirándote. La mariposa entró en el sótano, se posó en la pal­

ma de la mano del preso, y él dibujó en sus alas, con su propia sangre y ima espina traída por el viento, ima serie de signos extraños: unos signos nunca vistos pero que a la mariposa le pareció que tenían forma de corazón, de flor, de sol, de lutia, de pájaro, de hoja, de fruta.

Cuando terminó, las alas de la mariposa estaban todas cubiertas de signos rojos que formaban curiosos adornos. El preso alzó a la mariposa delicadamente so­bre la palma de su mano, en el aire:

-Vuela!-le dijo-. Vuela!... La mariposa voló: voló a través de la reja; voló por

encima de los arbustos y las enredaderas; por encima del pasto y de los muios. Las otras mariposas, sorprendidas, la vieron pasar, y no la reconocieron. Porque aquellas alas blancas llenas de extraños dibtqos en rojo brillante, era algo jamás visto en el mundo de las mariposas. Muchas relum­brantes mariposas rc^as y azules y amarillas sintieron que aquella mariposa era mucho más extraña y seductora que ellas.

-Cómo te llamas? -le preguntó un orgulloso pa­vón diurno, con su glorioso color azul y sus dibujos blancos y rajos.

La mariposa contestó, sin que ella misma supiera porqué ni cómo:

-Me llamo carta -dqo. Y voló; y volando, entró por una ventana. Y toda

la familia en tomo a ima mesa la vio posarse en un apa­rador. Y la mujer se acercó a mirarla, y cuando se volvió a los hijos, soiueía.

Y volando entró en la habitación de un viejito en­fermo y solo, y se posó en su almohada. Y el viejito abrió los ojos y la miró y despu^ de mirairla un rato, se dejó caer sobre la almohada sonriendo y se durmió por pri­mera vez tranquilo.

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Y volando, volando, entró en un aula de colegio y se posó en el pupitre de un niño solitario que miraba su libro sin ver. Y el niño la miró y cuando la hubo mirado un rato abrió su libro y se puso a estudiar alegre su lec­ción.

Y entró por otras y otras ventanas: entró también por la mía. Y luego de verla, he escrito este cuento para vosotros, mis nietos del mvmdo.

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LAS VILLAS DE MARAVILLA

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Los humos de Villaenojos

Había una vez un pueblo Ueimado Villaenojos, por­que sus habitantes andaban siempre enfadados. No eran malos: simplemente tenían poca paciencia, y como no te­nían paciencia, todo les sentaba mal. Por ejemplo, si cuando llegaba la temporada de los mangos a un villaenojado el primer mango que arrancaba le resultaba verde, se ponía furioso, echaba al suelo todos los demás mangos del ár­bol, y se quedaba sin fruta. Si ui\a señora quería hacer puchero de gallina y la gallina le costaba mucho de aga­rrar, abría el gallineto, echaba fuera todas las gallinas, y se ponía a criar otra vez pollos desde el huevo. Y si a un se­ñor le faltaba una mañana el azúcar en el café se vengaba tomando el resto del año el café sin azúcair. Y así por el estilo.

Lo malo era que, en Villaenojos, nadie podía pre­ver ni adivinar cuándo eilguien iba a enojarse. Nadie sabía con qué cara le iba a recibir esa mañana el vecino del cual se había despedido hecho vma miel la noche anterior. A veces uno veía a vm pariente muy amable mientras to­maba la sopa y al llegar a los postres estaba ya furibundo contra él, sin haber hablado siquiera. Una vecina le pedía a la otra prestado tm pocilio de azúcar, la vecina entraba para buscarlo, y volvía gritando como uita energúmena:

-No te presto azúcarl... Tú no mereces que te pres­te otra cosa que sal.

No, la vida en Villaenojos no era fácil. Además, como el enojo es malo para la salud, la gente andaba siem­pre con dolor de cabeza.

Una vez pasó por el pueblo un médico: le consul­taron y él dijo que no veía el remedio, si ellos mismos no lo procuraban; pero les aconsejó hacerse unos agujeritos

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en lo alto de la cabeza, para que por allí saliera el humo del enojo, y disminuyera la presión y con la presión la jaqueca. Cada villaenojado se fabricó entonces su aguje-rito; y era cosa digna de verse cómo la gente iba por la calle lo más tranquila y de pronto empezaba a echar humo por la coronilla. Lo peor fue que algunas veces la presión era tan grande que tras el humo venía una llemüta, y como los techos de \^llaenojos eran todos de paja, a cada rato había un incendio.

Los villaenojados sin embargo estaban muy con­tentos con la invención del agujerito, y comenzaron a pensar que sería lindo adornar esas chimeneas individua­les de modo que reflejasen la personalidad de cada cual. Y así uno le dio forma de pimpollo de rosa, otro de cabe­za de tucancito o de coatí; otro de orquídea, o de mazorca de maíz. Y \mo muy original le dio forma de sapo enoja­do. Ahora bien, imas chimeneas tenían, como es natural, mas éxito que otras, y cuando una chimenea no era sufi­cientemente celebrada, el dueño de ella echaba una barbaridad de humo; y así llegó a formarse sobre el pue­blo una nube oscura y muy fea que algimas veces no dejaba ver el sol.

Esta nube se hizo tan pesada e incomoda que al cabo los villaenojados pensaron sería bueno remediarlo. Llamaron a junta a los vecinos, y se leyó una propuesta en que se les pedía que procurasen enojarse un poco menos a menudo. Pero apetias empezó a discutirse la propuesta, empezaron también todos a echar humo en cantidades increíbles, y al cabo de un rato casi no se veían irnos a otros. Creció la discusión, entre el humo aparecie­ron llamiti^, y aquello comenzó a parecerse a ima reunión de Pentecostés, de esas que habréis visto en las estam­pas. Por fin llegaron a la conclusión de que había que instalar xm. vaitilador colgándolo encima del pueblo para disipar el humo. La resolución fue muy aplaudida. Cuan­do se cansaron de aplaudir, un vecino preguntó:

-Y de dónde colgaremos el ventilador?... Nadie supo contestar a esta pregunta. Y natural-

mratte el ventilador no se colgó y la nube siguió como antes o peor.

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Un buen día corrió de pronto por Villaenojos una noticia; por allí iba a pasar el ferrocarril.

-Qué cosa es el ferrocarril? -preguntaron muchos villaenojados que nunca habían visto vino.

-Un ferrocarril es una serie de carros enganchados los unos a los otros y que corre sin caballos ni bueyes.

-Eso es imposible. -Pues pronto lo vamos a ver. -Y corre mucho?... -Corre una barbaridad. Como las nubes cuando

las persigue el huracán. A los pocos días, vieron a lo lejos ir acercándose

las cuadrillas de obreros y pronto quedaron echados fren­te al pueblo los rieles, que continuaron, continuaron hasta perderse allá lejos. Los villaenojados andaban muy pen­sativos, y durante muchos días apenas si hubo humo en el pueblo. De pronto, una mañana alguien dio una gran voz:

-Ya viene el ferrocarril!... Los villaenojados salieron corriendo a las puertas

para ver cómo se acercaba una cosa enorme, larga, ne­gra, que armaba un ruido infernal, peor que una estampida de mil vacas, y que se venía derechito a ellos. Pero lo peor era que aquella cosa echaba humo, im tron­co de humo gordo alto y retorcido como un pino viejo; y entonces sí que reaccionaron los villaenojados. Porque allí nadie terüa derecho a echar humo sino ellos. Todos se pusieron a una a gritar:

-Fuera, fuera!... El tren entró en la estación, la llenó toda con su

humo maloliente y como además echaba chispas, pren­dió fuego a media docena de techos de Villaenojos. El tren era largo y parecía que no iba a pasar nimca. Pero al cabo pasó. Pasó mientras los villaenojados que no esta­ban echando agua para apagar el fuego de los techos le mostraban el puño y le gritaban:

-Fuera, fuera!... La locomotora se alejó, desapareció y los villaeno­

jados se quedaron echando humó todo el resto del día. Pero a la mañana siguiente, a la misma hora, la tenían allí. Y así los otros días de la semana. Fue inútil que le

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mostraran el puño y le gritaran/uera! Entonces los villae-nojados hicieron su equipaje y se fueron a levantar su pueblo al otro lado de los montes, donde no pasaba el tren. Porque como decían ellos:

-Para humo, ya tenemos nosotros el suficiente. Y allí se quedaron los villaenojados, encerrados

entre montes, hasta que todo el mundo los olvidó. Pero como de vez en cuando por encima de las montfiñas se veía humo, en aquel sitio los mapas del país pusieron: 'Tor las cercanías, un volcancito viejo".

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Los brillos de Villahrillos

Villabrillos era xin pueblo muy brilloso. Estaba si­tuado en un valle precioso, rodeado de cerros que brillaban todos ellos, como si estuviesen hechos de vi­drio. Las casas eran todas como de nácar y de plata. Los árboles parecían todos árboles de Navidad, porque hojas y frutos resplandecían. Los pájaros eran como alhajas de fantasía, las mariposas como zafiros y rubíes volando. Los perros y gatos parecían forrados de papel de plata. Y las gentes, por supuesto, brillaban también. Brillaban tanto, que algunas lastimaban los ojos de otros al cruzarse en la calle. Por este motivo había a menudo peleas en público; porque, como decían, estaba bien querer brillar, porque para eso eran todos villabrillosos; pero no había razón para andar refregando sus resplandores por los ojos de los demás. En las familias también había sus discusio­nes, porque cada familia quería que sus hijos brillasen más que los de las otras, y esto creaba conflictos.

Algunos de los menos brillosos, que no se resigna­ban, buscaron una solución a su problema. Escribieron a la capital pidiendo les enviasen pintura fluorescente. Se pintaban con ella, y salían a la calle echando destellos que hasta al sol le lastimaban el ojo. El sol, allá arriba, arrugaba la nariz y preguntaba:

-Qué es eso que anda por allá abajo en el planeta Tierra, que parece vm espejito que me quiere hacer señas?

-Es vm bicho de esos que se llaman Hombres, que quiere brillar y se pintó con una pintura que resplande­ce. Señor.

-Qué tonto -decía el sol-. El brillo verdadero vie­ne de adentro. Si lo sabré yo. Brillo prestado no es práctico.

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Cuando más seguro te crees, te quedas sin él. Mira si no la luna.

Tenía razón el sol. Porque a los tipos que se pinta­ban con fluorescente no les duraba mucho. En el momento menos pensado la pintura se descascaraba, y se queda­ban todos opacos, y tenían que repintarse aprisa. Todo el mundo sabía que el brillo era postizo, pero hacían como si no lo supiesen.

Pero aún sucedían otras cosas notables con los bri­llos de \^llabrillos. Y era que esos brillos eran algo que solamente se producía en el pueblo y en su valle. En cuan­to cosas, animales y personas se alejaban del pueblo, empezaban a perder su esplendor. Se apagaban como se apaga el carbón encendido en el agua. El más maravillo­so pájaro de Wlabrillos, en cuanto volaba a media legua del pueblo, se convertía en un vulgar chingólo. El más resplandeciente perro villabrilloso se tomaba insignifi­cante pichicho callejero. Y gentes que cuando paseaba por Villabrillos parecían emperadores chinos cuajados de pedrería, en cuanto se alejaban del pueblo se convertían en gentes como las que imo ve en la calle cualquier día de trabajo...

Nadie sabía en qué consistía el secreto. Unos de­cían que era cosa del aire, otros que cosa del agua, y otros que cosa de la tierra. Pero el caso es que así era. Una vez un villabrilloso codicioso cargó ima muía con piedras brillantes del cerro. Quería hacer negocio en la ciudad. Pero al llegar a ésta se encontró con las árganas llenas de guijarros que no servían ni para empedrado. Como no entendió lo que había pasado, le echó la culpa a las adua-nas, y comenzó un pleito que dicen que dura hasta hoy.

Los villabrillosos sin embargo, tenían su amor pro­pio; y así sucedía que cuando de afuera venía alguien trayendo algo brillante y quería venderlo o simplemente trataba de explicar su valor, los villabrillosos se sonreían como diciendo:

-Qué quiere decimos con eso de im diamante de diez kilates?... Nosotros acá en el cerro de Alí Baba tene­mos piedras preciosas de diez kilos.

Pero en este mvmdo i\ada dura mucho excepto la tierra, el sol, las estrellas y la luna. Y llegó para ^^llabrillos

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el día en que, sin saber cómo ni porqué, todo empezó a perder su brillo. Nadie se dio cuenta al principio; fue como el sol después de mediodía, que empieza ya a bajar, pero nadie se apercibe de ello, hasta mucho después. Y un día los villabrillosos de pronto vieron que todo -cerro, casas, cosas, personas y animales-brillaban menos. Perdían su resplandor, se apagaban poco a poco. Y uria mañana, al levantarse, se encontraron con que Villabrillos era un pue­blo como otro cualquiera. Salieron a la calle, y la gente también era como la de otras partes, y los cerros y árboles, verdes y nada más como cualesquiera otros. Cierto que todavía andaban por ahí algunos villabrillosos, los pintados con pintura fluorescente, que pasaban echando relámpa­gos. Pero la gente ahora se reía de ellos.

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Las distracciones de Villadistraída

Villadisttaída era un pueblo donde quienquiera que iba allí se divertía enormemente, porque la gente era tan distraída que a cada momento ocurrían cosas graciosas. Solamente que los villadistraídos eran tan distraídos que no se divertían en absoluto con las propias distracciones; porque para divertirse con una distracción se precisa dar­se cuenta de la distracción; pero si uno no se da cuenta no hay diversión ninguna y esto les pasaba a los villadistraí­dos. De tan distraídos que eran ni siquiera se daban cuenta de que los que no eran del pueblo se reían de ellos.

No había villadistraído que no cometiese media docena de distracciones al día, algxmas más divertidas que otras. Lo más corriente era ir de compras, charlan tm poco con el dueño de la despensa y al salir el comprador dis­traído se olvidaba sobre el mostrador su compra y el bolichero igualmente distraído le entregaba el importe como si fuera él quien había comprado; se decían hasta luego encantados, y el cliente se iba sin su compra pero con plata dd^le en la cartera. Al cabo el bolichero tenía sus estantes siempre bien surtidos, pero el cajón vado, mien­tras los clientes pcmían plata en aqa de ahorros.

Y al poco tiempo el tendero quebraba y alguno de los clientes se quedaba con la tienda, y hada lo mismo que el tendero anterior.

Naturalmente no paraba ahí la distracción. Se encontraban dos villadistraídos en la calle; se sa­

ludaban, conversaban media hora, y al cabo alguno de ellos se daba cuenta de que el otro no era el que él creía que era.

-Ahora que me doy cuenta, tú no eres Juan López. -No, es verdad. Pero tú tampoco eres Pedrito Pérez.

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Se separaban y se iban cada cual por su lado, y decían, al llegar a casa:

-Me encontré con alguien que creía que era Fula­no, hablé con él y luego me di cuenta de que no era.

-Y quién era? -No sé: me olvidé pregvmtárselo. En una ocasión, un villadistraído fue a vm ban­

quete; al llegar a los postres, metió la mano en el budín y se embadurnó el cabello. El mozo, horrorizado le dijo:

-Señor, qué está haciendo? -Ay, es verdad, perdoné -dijo el distraído- creí

que era la mayonesa. Cuando iba al cine, un villadistraído a menudo

compraba la entrada; luego se iba a tomar una gaseosa; y mientras se pasaba la entrada por los labios, porque en Villadistraída no había servilletas, pensaba:

-Qué lástima. Si hubiese tenido cien guaraníes, me habría ido al cine.

En el bar, por otra parte, siempre distraídos, a la hora de pagar le daban al mozo la tapa de la gaseosa en vez de una moneda de cincuenta guaraníes. El mozo no se daba cuenta y se la metía en el bolsillo; distraído a su vez se la daba a otro cliente quien, para no ser menos distraído, la tomaba también y se iba a su casa sin dine­ro, y con media docena de tapas en la cartera.

En el mercado las señoras villadistraídas se pasa­ban una hora para decidir si iban a comprar pollo, conejo o pescado; por fin se decidían, compraban lo que fuera, se iban a casa y al abrir la canasta se encontraban con que lo que había dentro era un gato muy gordo. Y era que mientras estaban pagando el pollo o el pescado o el conejo, el gato se había colado en el canasto y se había estado tranquilamente comiendo el pescado, el conejo o el pollo.

Sería interminable contar las distracciones de la gente de Villadistraída al cabo del año. El correo era un desastre; porque al poner las cartas en los sobres, se equi­vocaban las tres cuartas partes de las veces. Una carta en la cual contaban a Pedro horrores de Juan, la ponían en el sobre de Juan, y la carta de Juan en que decía que Pedro era muy mal amigo se la mandaban a este; de

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modo que Juan se ponía hecho una fiera y Pedro un ener­gúmeno y cada día había alguna pelea fenomenal.

Hacían pedidos a la capital y al sastre le pedían sardinas y quesos y al almacenero tela para un traje. Y nunca recibían los pedidos a tiempo porque se perdían semanas en rectificaciones.

En fin cómo habrán sido de distraídos que hasta los animales empezaron a contagiarse de las distraccio­nes. La cigüeña tma vez dejó trillizos en la cama de un señor solterón de noventa años y en el convento de Car­melitas descsilzas dejó un lote de libros sobre danzas modernas.

Las galliiias se equivocaban de dormidero y a ve­ces un gallinero entero se iba a dormir en otro corral y hasta un pollo cayó en la olla tres días antes del fijado para el arroz que tenía que presidir; los ratones de vma tranquila bodega se aposentaban en la casa de tma solte­rona con diez y siete gatos; y tma colmena entera de avispas anidó en el baúl del usurero del pueblo quien, por rara distracción, increíble en vm avaro, se lo había dejado abierto. Para qué les voy a contar cómo le quedó la cara al usurero.

Decidieron pedir auxilio a un psiquiatra; y este, después de no sé cuántas sesiones, encontró que la causa de la distracción la tenía im yuyito que crecía muy abim-dante en los campos vecinos, y que ellos agregaban a la yerba del mate... Probanm a suprimirlo, les fue bien; y allí se acabaron las distracciones, con lo cual Yiüadisttaí-da resultó en adelante mucho más juiciosa pero mucho menos divertida.

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Los caracoles de Villacaracoles

Por qué Wlacaracoles se llamaba así?... Era un her­moso puebUto con lindas casas, todas de madera. Solo la iglesia era de ladrillo: también la espadaña era de madera. Pero en él y alrededor de él había más caracoles de los que tuidie en el mundo puede aguantar. De ahí el nombre. Siem­pre había habido por allí caracoles, decían; pero en los últimos tiempos se habían multiplicado tanto, que la gente más acostumbrada se sentía ahora incómoda. Hasta los pá­jaros que suelen comer caracoles chicos se habían aburrido del menú y se habían ido en busca de otro más variado.

De tanto ver caracoles a todas horas todos los días todos los meses del año, a los villacaracoletes se les ha­bían enrulado la barba, los cabellos, el bigotes, y hasta las cejas; a los sin pelos se les dibujaban caracolitos en la calva. Hasta en las costumbres y la psicología de la gente habían empezado a influir los caracoles. Temiendo pisar­los, todo el mundo por la calle caminaba haciendo espirales, y las amas de casa tardaban el doble en ir y volver del mercado: los chicos en la escuela no podían hacer palotes rectos sino espiralados y su escritura pare­cía esos resortes elásticos de los colchones pullman.

Me olvidaba decirles que los caracoles estos no eran, en la forma, como otro caracol cualquiera en el ta­maño: eran como puños, y los cuernos parecían antenas de televisión. Sin embargo, no comían las plantas sino hasta irnos diez centímetros del suelo; de modo que si la planta era más alta no pasaba nada: los árboles y arbus­tos quedaban intocados; pero los villacaracoletes no podían cultivar ningtma hortaliza.

A pesar de todas las molestias que les causaban los caracoles, los villacaracoletes lo iban pasando mal que

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bien, cuando una noche sin luna en la cual no se veía gota porque a Villacaracoles no había llegado aún la luz eléctri­ca, sucedió algo terrible.

Al amanecer de ese día que era domingo, los villa-caracoletes esperaban oír la campana de la iglesia para ir a misa: pero muchos no la oyeron y otros la oyeron tan apagada, que penscuon que era de otro pueblo. Al fín algu­nos se asomaron a la ventana, y vieron que la espadaña no estaba en su sitio. Miraron por todos lados, y al cabo la divisaron allá lejos, medio trepada a ima colina a me­dio kilómetro del pueblo.

A los villacaracoletes, del susto, el pelo, la barba y los bigotes se les desenrularon siquiera por unos momentos, aunque luego se les enrularon aún más apretados. Corrie­ron hada la espadaña. Ésta no había sufrido desperfecto algimo. Estaba hecha, como todas las casas de "Villacaraco­les, de madera, con un hramoso zócalo y balaustres muy bien tmneados. Los villacaracoletes acudieron con cuerdas y palas, y tirando todos los 1358 vecinos adultos, en reata, de ella, consiguieron ponerla, tras dos (Uas de trabajo, en su lugar. Excuso deciros lo que se habló del suceso durante ocho días sin que nadie lo pudiese explicar.

Pasó el siguiente domingo sin novedades, a pesar de las aprensiones; pero el limes de mañana ima de las casas que daba a la plaza amaneció varios metros fuera de su lugar, como si htdñese querido irse a platicar con la igle­sia. Otro susto mayúsculo, y otro alboroto. Ningún vecino había visto ni oído nada durante la noche; ni siquiera los de la casa sonámbula. Trabajaron otra vez 1357 vecinos (uno menos porque tenia gripe) y la casa volvió a su sitio. Pasaron tres semanas sin novedad: y a la cuarta fue el sus­to mayúsculo. Todas las casas del pueblo, imas cincuenta, habían cambiado de ubicación durante la noche, en com­pañía de la espadaña. Todas las casas, cual más cual menos, se iban coliiui arriba, y la iglesia quedaba sola en el llano.

Los vecinos hsd^an oído durante la noche algvmos ruidos y crtqidos: pero como había sido ima noche de vien­to, no habüm hecho caso. Por supuesto, el campo en una legua a la redonda estaba cubierto de caracoles. Los villa-caracoleteis tuvieron que convetv»rse de que los autores de la mudanza no habían sido otros que los caracoles, que

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durante la noche, metidos debajo de las plataformas de las casas, las habían hecho deslizar fuera de sus respecti­vos sitios.

Así es como los caracoles se convirtieron definitiva­mente en la pesadilla de los villacaracoletes, quienes el sábado no sabían de quién iban a ser vecinos el domingo. Y como cada día había más caracoles, las casas se iban des­parramando cada día más, y algimos vecinos tuvieron que comprar burros o muías para ir de compras y perder un tiempo precioso preguntémdo dónde caía el almacén hoy.

Por fin, aburridos, decidieron mudarse. Vendieron svis terrenos, cada vmo tomó su platita y sus pilchas y se fueron a ubicar en un sitio lindo, al otro lado de las coli­nas. Allí no había ni sombra de caracoles y los villacaracoletes descansaron. Durante años ni se les ocu­rrió mirar por encima de IM colinas lo que había sido del lugar y de la iglesia aquella que habían férvido que dejar. No querían ni pensar en el camino, de miedo que se les pegara al zapato un caracol.

Con el tiempo, Villacaracoles se convirtió en ima es­pecie de leyenda para los villacaracoletes, quienes ya sentían que el pelo se les deseiurulaba y que los escueleros hacían palotes más o menos derechos. Pero un día se les antojó a im grupo de los más viejos echarle una miradita a su anti­guo lugar. Subieron a las colinas y se pusieron a mirar con lai^avista. Y se Uevaron la sorpresa del siglo. La llanura aque­lla era vm paraíso de árboles frutales. Debajo, por supuesto caracoles y más caracoles. Más que antes, quizá. Entre los árboles, casas de madera muy boiütas y muy bien pintadas de todos los colores. Y aquí y allá unos enormes carteles que decían:

COMPRE EN ESTE VALLE DONDE ALADINO LEVANTÓ su PA­LACIO. DISFRUTE DEL PRIVILEGIO DE CAMBIAR DE VECINO CADA MAÑANA. ALÉGRESE TENIENDO CADA DÍA UN PAISAJE DISTINTO FRENTE A SU CASA. VIAJE SIN MOVERSE DE su SILLÓN.

Los villacaracoletes se volvieron a sus casas cabiz­bajos sin decir palabra. No sabemos si alguna vez se consolaron de la oportunidad que habían perdido. Lo único que sabemos es que los ex caracoletes todos tie­nen, hasta hoy, cabellos, barbas, bigotes y cejas lacios.

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La tranquilidad de Villatranquila

Érase que se era un pueblo donde había muchas tortugas, exactamente tantas tortugas como familias, ni una más ni una menos. Cómo podía ser esto, nadie lo sabía; pero cuando se formaba una nueva familia, auto­máticamente aparecía tma nueva tortuga. En el momento de empezar el cuento, las tortugas eran 558.

Pero no vayan a creer que estas tortugas eran de las que entran seis en libra, como las manzanas. Eran enormes, como las de las Islas Galápagos. Grandes casi ccnno burros. Sus cuerpos eran como baúles antiguos: sus patas torcidas y amadas; sus cabezas, como cabeza de iñuja sin cabe­llos. No eran nada bonitas. Pero eran muy pacíficas, a nadie molestaban, y se mantenían solas. Cómo, nadie lo sabía tam­poco. Algunos dedan que cada día ponían un huevo enorme y ens^uida se lo comían; pero nadie lo había visto nunca. El pu^lo quería mucho a sus tortugas. A lo que recorda­ban, nunca se había muerto nii^una, lo cual no tiene nada de raro, pues como caminan siempre tan despacio, es lógi­co que lleguen tarde al fin de sus días. Por otra parte, la ^nte del púdolo que dicen que siglos atrás era muy nervio­sa, ahora era muy sosegada; además a fuerza de vivir sin berrinches, la vida media había aumentado al doble. Todo esto lo atribuían a las influencias benéficas de las tortugas. Y el pvébio se había bautizado a sí mismo Wlatranquila.

Aquellas tortugas, como todas, eran de un pobre co­lor pardusco: por eso los viUatranquilinos habían decidido mucho tiempo atrás pintarlas de colotes vivos variando además el color de cuando en cuando. I>esde tiempo inme­morial tambiái habían tomado las tortugas la costumbre de alinearse alrededor de la plaza los domii^os y feriados, formando un man» doble al p»to, y dejar que 1(» niños se

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les sentasen encima. No eran de asiento muy cómodo, pero eran seguras, porque ninguna se desbocaba; y a los niños les encantaba sentarse en ellas. Cuando ya tenía cada una su criatura encima, se ponían a dar vueltas a la plaza hasta que el último reloj de Villatranquila que tam­bién caminaba despacio, daba las doce y cada criatura se iba a su casa.

Un vecino ingenioso pensó en hacer con ellas unas calesitas para variar la diversión: pero ello parece no fue del agrado de las tortugas, que se negaron unánimemen­te a colaborar, no moviéndose cuando las quisieron hacer andar. Y no se habló más de ello.

Por entonces también, cayó por el pueblo vin señor periodista, que quería hacer vin reportaje sensacional a base de tortugas. Pero los villatranquilos se negaron to­dos a ima a contestar pregtmtas, y las tortugas metieron todas la cabeza en su estuche y no hubo forma de que ni una asomase la nariz. El periodista sin embargo tomó una serie de fotos en colores, porque los villatranquilinos no lo pudieron impedir. Y a los pocos días cayó sobre Villa-tranquila ima avalancha de turistas, ansiosos de ver las tortugas multicolores.

Las tortugas, al oír ya de lejos el estrépito de las bocinas y de los escapes libres de las motocicletas, salieron todas lo más deprisa que pudieron a esconderse en sus cuevas respectivas. Los visitantes preguntaron por ellas, y los villatranquilinos contestaron con mucha tranquilidad:

-Nosotros no nos metemos en la vida ajena. -Pero ustedes las ven cada día, no?... Dígarmos

cómo son. -Pues miren: \mas son así, otras son asá, y otras de

otro modo. Distintas todas. -Es verdad que son de colores?... -Bueno, sí; pero cambian tanto de color, que nunca

se sabe cuál es el color verdadero de cada una. -Y cómo distinguen ustedes a las unas de las otras? -No tenemos necesidad de distinguirlas. Son todas

distinguidas. -Qué podemos hacer para que algunas de ellas se

nos deje ver?...

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-Pues... irse despacio y a pie hasta la ciudad. Cuan­do ustedes lleguen allí, seguro que ya alguna de ellas habrá salido de su escondite.

Como la ciudad estaba lo menos a setenta kiló­metros, los visitantes comprendieron que los villatranquilos les estaban tomando el pelo, volvieron la espalda, salieron zumbando coches y motocicletas, y no se les vio más. Al llegar a la ciudad, algtmos enoja­dos dijeron que nunca habían visto tortugas más mal educadas: pero vosotros sabéis que mentían, porque no habían visto tortuga alguna, y por tanto no podían de­cir si eran bien educadas o no.

De todo esto vino la leyenda de que en Villatran-quila había luias enormes tortugas invisibles, que cambiaban de color como los camaleones; y se quiso constituir una sociedad para buscarlas, con radar y lá­ser inclusive; pero la empresa no prosperó.

Y aquí termina el cuento. -Cómo -diréis- y no se pudo hacer un cuento me­

jor con 558 tortugas? -Para comenzar, rectificaré: al terminar el cuento,

y sin que se sepa cómo, aparecieron ocho tortugas más. Eran 566 tortugas ya. Y las familias seguían siendo 558... Cómo repartirlas? No sabían cómo solucionar el proble­ma, y estaban a pimto de perder la tranquilidad... Al fín decidienm declararlas asignadas a la comtmidad por tui> no: pensionistas cada ocho días de ocho familias diferentes. No les parece una buena solución?...

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Los canastos de Villacanastos^

Por qué aquel pueblito se llamaba Villacanastos es fácil imaginarlo: por los muchos canastos que allí había. En cada casa se veían canastos y más canastos, colgados de las paredes, del techo, de las puertas. Pero no eran vinos canastos cualquiera. Eran caiiastos pequeños, de mil formas diferentes: forma de bol, de copa, de cajita, de sopera, de sombrero, de luna creciente. Y tejidos primorosamente como si fueran de encaje: transparen­tes, con figuritas de flores y de animales y de estrellas y de pájaros. Una maravilla.

Más sorprendente todavía era que esos canastos preciosos no fuesen nuevos. Los villacanasteros no sa­bían cuándo habían sido tejidos: ni los más viejos lo recordaban.' Y ellos no sabían tejer canastos. Y avmque hubiesen querido tejerlos, no habrían tenido con qué, porque en diez leguas a la redonda no había paja de arroz, que era aquella^ con la cual se habían tejido los canastos.

En un tiempo muy antiguo, parece que hubo por allí cerca agua, y mucho arroz*; pero ahora ni siquiera agua había casi. Apenas para beber y cocinar, lavarse la

Este cuento fbnna parte de Maravillas de unas villas. Cuentos de JOSEÍINA PLA, Casa de la Cultura, Asunción (Paraguay), 1988, págs. 22-27. Con­trastando el manuscrito cedido por la autora con la versión de "Los canastos de Wlacanastos" recogida en Maravillas de unas villas se aprecia que JOSEFINA PLA hizo algunas correcciones después de que este fuera publicado. De manera que nosotros hemos optado por publicar el cuento revisado y corregido por la propia autora. En Maravillas de... figura "Los villacanasteros no sabían cuándo ha­bían sido tejidos. Ni los más viejos lo recordaron", pág. 23. En Maravillas de... aparece "no habfai-paja de anoz que, e n aque­lla...", pág. 23. En Maravillas de... se lee "agua y mucho arroz;...", pág. 23.

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cara los domingos y bañarse por Pascua Florida. Alrede­dor de \^acaiiastos todo era suelo seco; aperias unos pastos ralos. Por eso eran pobres. Solo podían criar ca­bras. Y así comían carne de cabrito, bebían leche de cabra y se vestían de pieles de cabra. Los canastos eran solo una vieja herencia que conservaban con mucho cuidado.

Ya os habréis dado cuenta de que Villacanastos, además de pobre, era un pueblo muy aislado e ignoran­te. Los villacanasteros nunca sabían nada del mundo ni de cómo andaban en él las cosas. Algunas veces veían cruzar a gran altura sobre la villa tmos pájaros enormes que brillaban al sol y hacían mucho ruido: no sabían que eran aviones. Como ellos no tenísm ni xm burro creían que en el mvmdo todo el mundo andaba a pie; por tanto ni se les octirría* que nadie pudiese volar, si no era pája­ro. Y como no conocían otros pájaros que vmas urracas viejas y malhumoradas, y una cigüeña que desde hacía mucho tiempo tenía su nido en ima torre vieja del pue­blo, llamaban a los aviones Cigüeñas Grandes.^

Y los villacanasteros nacían, vivían y morían cui­dando cabras, comiendo carne de cabra, y conservando sus canastos; limpiándolos con mucho esmero cada sá­bado, aunque ellos no sabían que era sábado porque hacia siglos que no tenían almanaque.

Pero un día, el menos esperado, sucedió que cuan­do estaban mirando pasar uno de aquellos pájaros brillantes que rugían como leones, de repente el pájaro comenzó a bajar, a bajar; revoloteó un poco sobre Villaca­nastos, dando im susto de muerte a los vecinos que querían hacerse pequeños para poderse esconder en tm canasto; y terminó por posarse en el suelo a una cuadra del pueblo.

Como se posó suavemente, no le pasó nada. Cuan­do ya no se le oyó rugir*, los villacanasteros salieron de sus escondites; y vieron que de él bajaban gentes vestidas

' En MamoUlm de... figura "andaba a pie por tanto ni se les ocurría...", pág.23.

' En Maravillas de... aparece "Y como no conocían otros pájaros que una dgfiefia que dñde hada mucho tiempo tenía su nido en una tone vieja áá pu^lo, llamaban a los aviones Cigüeñas Itonado-ras.", pág. 23.

' En A Annntias ife... se lee "no se lo oyó...", pág. 24.

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en una forma un poco rara; para ellos al menos, que aún vestían como en tiempos de E)on Quijote. Esas personas se acercaron y les hablaron en vm idioma que ellos no enten­dían; solo cuando dijeron ñam, ñam, ñant^, y ademán de meter algo en la boca, entendieron que querían comer y beber. Les trajeron cabrito asado y agua, y comieron, y be­bieron.^" Luego empezaron a recorrer el pueblo. Los villacanasteros estaban muertos de miedo, pero no pudie­ron evitar que aquella gente gritando alegremente y hablando ese idioma que no lo entendían ni las urracas de Villacanastos, entrase en las casas.

Cuando vieron los canastos se volvieron locos. Los tocaban, los descolgaban, los miraban al trasluz. Y co­menzaron a sacar del bolsillo tmos papeles verdes y azules y hacer señas con ellos como con un telégrafo de bande­ras. Al cabo todo terminó llevándose cada uno de aquellos señores y señoras diez canastos, y dejando en manos de cada villacanastero diez billetes verdes,

Y allí se quedaron los villacanasteros, mirando al­ternativamente las paredes casi desnudas, sus manos llenas de papeles verdes y el avión que remontaba el vue­lo, porque ya habían reparado la avería. Y angustiados porque los viajeros se habían bebido la mitad del agua que guardaban para lavarse la cara el sábado."

No sabían qué hacer con aquellos papeles verdes porque jamás habían sabido qué eran billetes ni lo que podían valer. Al cabo terminaron guardándolos en los pocos canastos que les quedaban.

Pero unas semanas después otro pájaro de aquellos apareció revoloteando sobre Villacanastos y se posó en el mismo lugar que el otro. Esta vez venía adrede a buscar más canastos. Entonces el alcalde quiso conversar con aquella gente y sacar algo en claro; atmque tuviese que hablar tres meses haciendo signos, seflas, guiños, muecas, contorsiones; moviendo la cabeza, las manos y los pies.

' Aun cuando en el manuscrito cedido por la autora la expresión ñam, ñam, ñam aparece subrayada, nosotros hemos optado por la cursi­va. En Maruvüks de... figura en negrita, pág. 24.

"• En Maravillas de... aparece "y comieron y bebieron.", pág. 24. " En Maravühs de... se lee "para lavarse la cara el domingo.", pág. 24.

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Al final llegó más o menos a entender que aque­llos billetes eran cosa valiosa; que con ellos se podía comprar muchas cosas.

-Qué cosas? -preguntaron los villacanasteros. Tras ima hora de señas, muecas, guiños, gestos y

ademanes, el alcalde pudo responderles: -No entiendo muy bien lo que me dicen, pero pa­

rece que se trata de cosas nuevas, sorprendentes, útiles, que se han ido descubriendo en los trescientos años que hace que estamos aislados del mundo.

Un joven muy animoso que había estado todo el tiempo viendo hablar por señas y gestos a los turistas y al alcalde, dijo:

-Me gustaría conocer ese mimdo. No quiere, se­ñor alcalde, que yo vaya a echarle una mirada? La Cigüeña Grande me podría llevar.'^

El alcalde dijo que sí. El muchacho hizo im millón y medio de muecas, gestos y guiños para hacer entender a los viajeros que quería ir con ellos. EHjeron que sí:

-Podría comprar alguna de esas cosas maravillo­sas con estos papeles verdes?

-Claro! Con esos billetes verdes compras cualquier cosa que te guste.

Entonces todo el mundo dio en entregar al mucha­cho sus billetes verdes, iiu:lusive los que ahora recibieron por los canastos que quedaban, para que les comprase alguiu de esas cosas nuevas, sorprendentes, maravillo­sas. El muchacho metió todo dentro de una gran bolsa, se metió él a su vez muy decidido en el avión y el avión se lo Uevó a la ciudad.

Los villacanasteros se quedaron paplejos; soñan­do, unos que el muchacho volvería cargado de maravillas; y temiendo, otros, que no lo volverían a ver.

En la ciudad lejana, al muchacho le dieron un guía para que no se perdiera, y que le acoruejara. No se per­dió; pero en cuanto a los coivsejos, fueron inútiles. Se volvía loco ante cada cosa que veía. Terminó comprando seis televisores en color, diez docenas de zapatillas de

" En Maravitlas de... figuta "La Cigüeña Tronadora me podría llevar.", pág.25.

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baile, cien focos eléctricos de colores, diez juegos de aje­drez, 333 frasquitos de colorüa, 333 corbatas, 333 pares de medias de todos los colores; porque eran 333 los habi­tantes de Villacanastos. El guía le decía que si compraba medias tendría que comprar zapatos.

-No -dijo él- los zapatos son muy duros. Y siguió comprando: 333 abanicos dorados; 333

abrelatas; tres mil pitos. Por último, una pareja de cabras que le parecieron muy lindas porque no tenían cuernos ni barbas. (Ya habréis entendido que no eran cabras, sino ovejas; pero el gxiía ya no se animó a llevarle la contra). Y vm gallo blanco porque le hacía gracia su cresta colorada. El guía le dijo que comprase tina gallina también; y no sabría decirles por cuál milagro el muchacho le hizo caso.

Un avión especial enviado por el gobernador lle­vó a Villacanastos al muchacho y sus compras, pero ningún papel verde. Se los había gastado todos.

Toda Villacanastos se precipitó para recibir al via­jero y sus maravillas. Ya en la plaza del pueblo", las sacó de sus cajas y comenzó a exponer sus virtudes, empe­zando por los televisores en colores.

-En estos aparatos" se ve todo lo que pasa en el mimdo. A la gente de todos los países, que se mueve y habla, con sus colores y todo.

Pero por más que movió botones y sactidió los aparatos como si fuesen latas de conserva, nada se vio en la pantalla; porque como ustedes se habrán dado cuenta a Villacanastos no había llegado aún el tendido del Acaray. Lo mismo pasó cuan­do colgó los focos de colores de un alambre. Ninguno se prendió.

Las medias gustaron; pero como se las pusieron sin zapatos no duraron nada.^^

Las corbatas fueron muy bien recibidas: se las po­nían cuando tenían amigdalitis."

" En Maravillas de... aparece "Y en la plaza del pueblo,...", pág. 26. " En Maravillas de... se lee sin guión: "En estos aparatos...", pág. 26. " En Maravillas de... figura, al final, un punto y seguido, pág. 26. >' En MaraviUas de... aparece "se las ponían mucho cuando..." y, al fi­

nal, un punto y seguido, pág. 26.

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Las zapatillas de baile, como nadie sabía para qué servían, acabanm usándolas como manijas para mover los cacharros calientes, sin quemarse las manos.

Los abi^latas, sin latas que abrir, no servían para nada^^, pero algimas villacaitasteras coquetas se los col­garon del cuello con cintas o cordones."

Los abanicos no fueron muy estimados al princi­pio porque aquello de tener tma mano ocupada para hacerse aire era un engorro: termiiiaron las señoras po-lüéndoselos abiertos como adorno en el moño; entonces sí, fueron muy apreciados; y los caballeros guardaron^' los suyos para obsequiarlos a las novias. Claro que las villacanasteras tuvieron sus dificultades para lucirlos los días de viento: entonces idearon lucirlos cerrados.

En cuanto a la colonia, fue la locvura. Algunos se la bebían; otros se empapaban la cabeza con ella: los más serisatos mojaban un piquito de toalla^ y se lavaban la cara los domingos. A estos, claro, les duró más. Pero de todos modos, no duró mucho. Y por mucho tiempo, des­consolados por no tener más, se olían unos a otros buscando un rastro de aquel rico olor.

Quedaban los pitos, el par de ovejas, la gallina y el gallo, y el ajedrez. ^

Los pitos duraron mucho y convirtieron a Villaca-nastos en tm infierno durante meses y años. Hasta hoy suena de cuando en cuando alguno^, aunque oxidado. Las ovejas fueron objeto de viva curiosidad; luego vie­ron que comían lo mismo que las cabras^^, y las encontraron simpáticas; y cuando tuvieron corderos, \^-llacanastos varió un poco su menú.

" En Marmrillas de... se lee "no servían para nada;..." pág. 26. " En Maravillas de... figura "pero algunas villacanasteros coquetas se

las colgaban...", pág. 26. " En MaruoiUas de... aparece "fueron muy apreciados, y los caballeros

guardaban...", pág. 26. " En ManañUas de... se lee "otros se empapaban la cabeza con ella; los

más sensatos mojd>an un poquito la toalla...", pág. 26. " En MamoiUas de... figura, A final, un punto y seguido, pág. 27. ^ En NkramUas de... aparece "de oíando ea cuanto alguno,...", pág. 27. ° En Mamvülas de... se lee "lo mismo que las cabras;...", pág. 27.

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El gallo y la gallina fueron celebrados y bien trata­dos. Cuando la gallina puso un huevo, fue noticia en Villacanastos, donde nadie había visto nunca un huevo. Recogieron los que iba poniendo, y los guardaban en caji-tas. Lo que pasó con la gallina y sus huevos, es cosa larga de contar: quede para otro día.

En cuanto al ajedrez, hasta ahora están estudiándo­lo, pero no dan** en el secreto, porque ningún villacanastero sabe leer, y menos el idioma de las instrucciones.

Y así fue como Villacanastos se quedó sin canastos y sin billetes verdes, pero con más variedad en su menú.

^ feí Maravillas de... "pero aún no dan...", pág. 27.

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El túnel de Castelvientos

Castelvientos era un lugar muy ventilado. Siempre estaba allí soplando el viento y nunca por lo regular en el mismo cuadrante mucho tiempo. A veces le daba por so­plar en la misma dirección tres o cuatro días pero otras cambiaba de rumbos diez veces en un día y los árboles de la plaza parecían estar siempre haciendo gimnasia.

Nunca se podía recoger tma uva ni im mango, por­que el viento se llevaba todas las flores. De noche el viento se dedicaba a girar hasta marearse alrededor del campa­nario o se divertía haciendo que las nubes diesen la vuelta en redondo al pueblo.

En tales condiciones transitar por Castelvientos se hacía difícil. La gente sabía cuándo salía de casa pero no sabía cuando volvería, porque tenían que esperar a que el viento cambiase de cuadrante. Esto naturalmente no era posible a menudo, cuando al viento le daba por so­plar seguido del mismo lado.

Gente había que salía de casa a buscar carne para el puchero el lunes y volvía recién el jueves.

Y un señor que se fue a la capital un día, tardó seis meses en volver, porque cuando emprendía el viaje de vuelta y llevaba camiricmdo vmas leguas, el viento venía otra vez de frente y él tetúa que retroceder y así pasaba el tiempo sin poder hacer el camino de regreso.

Por eso en Castelvientos no era costumbre prome­ter visitas ni celebrar los cumpleaños en el día preciso; porque nadie sabia de qué lado iba soplar el viento tal día o tal hora.

Un vecino ingenioso propuso tma vez que Castel­vientos se edificase bajo tierra para evitar el aire; pero objetaron que con lo mal intencionado que el viento era.

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capaz que se colara también por allí y Dios sabe lo que pasaría.

Otro gran inconverüente del viento era que metía de cabeza en Castelvientos una cantidad de cosas que hallaba al paso por donde soplaba y que no todas eran buenas. Por Castelvientos caían viajeros que iban a otro sitios, golondrinas que volvían a la fuerza al invierno, vacas y burros extraviados. Una vez, una valija Uena de zapatos del lado izquierdo solamente.

Y en una ocasión una bolsa de alcachofas que en Castelvientos no sabían qué cosa eran porque nunca ha­bían visto una. Ni siquiera en revistas, porque no las leían. Creyeron que eran rosas verdes y los caballeros se las pusieron en el ojal.

Otra vez fue peor, porque cayeron dos ladrones que acababan de desvalijar un Banco, y el viento que los trajo los dejó a ellos colgados de un balcón de la plaza, aun­que los billetes siguieron viaje.

Por una larga temporada no se pudieron ver libres de los ladrones, porque el viento cambiaba cada dos ho­ras, y aunque ellos querían huir del pueblo, el viento los volvía a traer.

La policía que venía para agarrarlos llegaba a una legua del pueblo y allá el viento la llevaba zumbando otra vez a la capital.

Hasta que el viento se estabilizó dos días y los la­drones salieron corriendo y la policía tras ellos, y los castelventosos celebraron una misa de acción de gracias.

Con todo eso los castelventosos estaban aburridos y hasta hablaban ya de abandonar el pueblo e irse a otra parte a vivir, axmque les dolía mucho porque llevaban en Castelvientos desde hacía más de cien generaciones.

Un día el vecino aquel de las calles subterráneas, que no había dejado de pensar en ello, a pesar de todo, propuso:

-Vosotros decís que el viento es mal intenciona­do y que si edificamos bajo tierra se meterá también allí. Miiy bien. Yo también lo creo. Pero eso mismo me da una idea estupenda. Vamos a abrir un túnel por debajo del pueblo. El viento entrará por él, saldrá por el otro lado, y nos dejará en paz.

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Hicieron pues un túnel por debajo de las casas con una boca bien ancha, aprovechando que el viento en aque­llos días soplaba de otro lado.

Pero cuando faltaba un poquito para terminar el túnel, el viento cambió, se metió por él y se llevó por de­lante unos metros cúbicos de tierra que faltaba sacar, y a todos los obreros que estaban cavando.

Claro que ahorró bastante trabajo, pero luego cos­tó una enormidad sacar a los pobres castelventosos de entre la tierra y los pedruscos.

El viento estuvo entrando por vm lado y saliendo por otro toda la tarde, rugiendo como im león que tuvie­se el tamaño de ima catedral; pero en Castelvientos los árboles de la plaza se estuvieron tranquilitos como para­guas por la primera vez desde hacía siglos.

Los castelventosos ya sabían ahora el remedio. Mien­tras el viento rugía en el túnel, ellos cavaron otro cruzando el primero. Y pasó lo mismo que antes: el viento cambió, entró furioso, arrambló con irnos metros cúbicos de tierra y aventó a los trabajadores además de siete perros, una cabra y media docena de cururús que ya traía consigo.

Pero tampoco hubo desgracias, y el viento dejó en paz durante cinco días a los castelventosos.

Mientras el viento soplaba por otro lado, los castel­ventosos hicieron otros dos túneles, en cruz también, o sea uno a cada costado. Y entonces sí que fue la paz. Alrede­dor del pueblo el viento rugía de tm lado o de otro como un centenar de leones; pero dentro del pueblo todo era silerudo y tranquilidad. Los árboles descansaban y por fin se pudo recoger mangos en Castelvientos.

Y no hubo ya más visitantes indeseables, porque los que el viento traía atravesaban como un bólido el túnel y salían por el otixy lado y no paraban hasta leguas de allí.

Verdad que los vecinos del pueblo se resolvieron a no salir de él nunca, porque sabían que si salían no iban a volver más. Solamente salían de noche y volvían tam­bién de noche cuando el viento subía al campanario.

Con eso perdieron la costiunbre de ver su pueblo de lejc» que r^ultaba muy bonito. Pero no se puede te­ner todo en rate mtmdo; y mejor no ver Castelvientos de lejos que correr el riesgo de no verlo nunca más de cerca.

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CUENTOS DIVERSOS

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Los animales poetas

Ya saben ustedes que Doña Leona y su marido, ella especialmente, acostvmibraban celebrar sus aniversarios de boda con algima fiesta de campanillas: banquete, bai­le, concurso de disfraces, etc. Cierta vez a Doña Leona, que soñaba con algo nuevo, se le ocurrió:

-Qué te parece Leoní de mi alma, si esta vez reali­zamos una fiesta literaria?...

Al León se le pusieron de punta todos los pelos del bigote, y miró a la esposa con dos ojos como dos fo­cos de auto.

-Tú quieres que nos enemistemos con medio mun­do?...

-Pero no, querido esposo -dijo Doña Leona-. No se trata de nada competitivo. Simplemente una diversión. Nada de premios. Cada invitado, a los postres, hace su propia semblanza o retrato en prosa o verso. Mejor en verso. Tres o cuatro versos. Hasta seis si el animal es gran­de. Y a divertirse todos...

-Sí es así -dijo el León, mientras los bigotes vol­vían poco a poco a la horizontal- bien.

Doña Leona tomó sus medidas como siempre paira que todo resultase bien: repartió a los animales más im­portantes tarjetas labradas a golpe de pico en corteza por un pájaro carpintero, y a los demás, invitación general me­diante loros y cotorras. Iluminó la casa con diez mil múas^^

^ Máa (= ysoindy): gusano de luz, luciérnaga, cocuyo. Vid. GUASCH, ANTONIO y ORTIZ, DIEGO, Diccionario Castellano-Guaraní. Guaraní-Cas­tellano. Sintáctico-fraseológico-ideoiógico, Centro de Estudios Paraguayos "ANTONIO GUASCH" (C.E.P.A.G.), Asunción, Paraguay, 1986, (6* ed. Grafía actualizada), págs. 640 y 105.

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estratégicamente colocados, e mstaló un micrófono estu­pendo y altavoces con la colaboración de ciento y un loros.

Llegó la noche fijada, y la casa de los señores Leó-nez resplandecía. Los invitados llegaron puntuales. El menú era exquisito. Asado para los que comen solo car­ne, y ensaladas de todos los colores para los que gustan de las veiduritas. Jugo de carne para beber aquellos, y jugo de frutas para los otros. Hubo felicitaciones infinitas, comieron todos y todos bebieron. Y llegó el momento del recitado. Nadie quería ser el primero, sin embargo, a pe­sar de que el animador animaba a los animales menos animados a animarse y decir sus versitos.

-Vamos, vamos, sursum corda, que solo se trata de divertirse:

Por fin se decidió a salir la zorra, la más descarada:

Yo soy la Ziorra. Si hay aquí alguna gallina, que corra!...

La aplaudieron con ganas porque lo dijo con gra­cia. Vino enseguida el Oso, medio dormido, porque había comido mucho.

Yo soy el Oso. Cuanto más feo, soy más hermoso.

Hubo pocos aplausos, y muchos le criticaron, di­ciendo que lU) había sido original. El Lobo entonces recitó, un poco ronco:

Yo soy el Lobo. Si no me dan la oveja, me la robo!...

Lo celebraron mucho por su franqueza; pero ya se acercaba la Tortuga mareada como siempre y diciendo:

Soy la Tortuga. Dios me dio cuatro patas pero de oruga.

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Se rieron mucho, mientras adelantaba la Jirafa, enganchándose como siempre un cuemito en las lámparas:

Soy la Jirafa! Quizá el úiüco caso que escucho en que el darle a uno mucho se le estafa.

La aplaudieron a rabiar, mientras avanzaba majes­tuoso el Elefante:

Señores! Soy el Elefante!! No soy delgado ni sutil pero mis dientes son marfil y mi trompa muy elegante. Y si alguien me desmiente le desafío incontinente.

Nadie se aiúmó a desmentirle, aunque no fue el más aplaudido. Tras él vino la Morm haciendo morisquetas:

Yo soy la Mona. Cuando me visto de seda, quedo más mona.

La verdad que la Mona tuvo poco éxito, porque fue aún menos original que el Oso. Pero he aquí que avan­zaba el Rinoceronte:

Yo soy el Rinoceronte. Soy tan grande como un monte. Alguien cometió el desliz de ponerme los cuernos en la nariz.

Le aplaudieron tanto como a la Tortuga, por lo menos. Enseguida se presentó muy ágil la Pantera:

Soy la Pantera. Aunque me vista de rosa siempre soy fiera.

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Hubo filgunos aplausos. El Camello y el Chancho casi se atropellaron, porque querían recitar los dos a la vez. El Camello se enojó y se fue. El Chancho recitó:

Yo soy el Chancho chanchilónü Nadie me quiere por pariente pero cómo se le afila el diente cuando me convierto en jamón!

Todo el mundo le aplaudió mucho. Sin embargo entre tanto algimos habían echado de menos a la Cebra, que no aparecía por ningún lado. Alguien lo dijo en voz dta. Entonces se adelantó el Onagro; anunció que traía el encargo de hablar por ella y dijo:

Yo vengo en nombre de la Cebra. Una razón recitar no la deja: y es que la han puesto en la bandeja con que el banquete se celebra.

-Ay, pobrecitaü -dijeron a una los que comen yer­ba mirando la bandeja donde apenas quedaban unos huesitos. Mientreis el Leopardo se relfunía. Hubo cuchi­cheos y eligimos dijeron que por una vez al menos podía haberse servido pescado en el banquete para evitar ma­los recuerdos.

Algunos dijeron que el Onagro debía recitar tam­bién por su cuenta. El Onagro no quería; pero tanto se lo pidieron que dqo:

Soy el Onagro. Iba con la Cebra difunta y me salvé por un milagro porque iba atrás y no en la punta.

Le aplaudieron mucho, sobre todo los herbívoros. Hasta que se adelantó el Tigce, relampagueándole los ojos amarillos y diciendo.

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Yo soy el Tigre. Aquel que del menú proteste Mejor emigre!!...

Y se produjo im desbande general de invita­dos, no solo de los del bando del pasto, sino también de los otros, excepto el Elefante, el Hipopótamo, el Rinoce­ronte y otros pocos de los más fuertes, que no se dieron por aludidos. Doña Leona se desesperaba al ver termi­nar tan mal su sarao, y Don León mientras miraba de reojo a su pariente más peligroso, el Tigre, se juraba que nunca más iba a permitir que Doña Leona diese otra fies­ta de esta clase, avmque fuese en sus bodas de oro. Máxime que como luego le dijo a la esposa, la mayoría de los ver­sos eran mala propaganda.

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El ángel aventurero

Érase que se era un Ángel soñador. Los ángeles no suelen serlo, porque solo sueñan los que no tienen lo que desean; y los ángeles lo tienen todo. Pero aquel Ángel había estado de guardia en el Paraíso terrestre, cuando estaban con él Adán y Eva: y el Ángel se acordaba del Edén y a veces se le ocurría que era más lindo que el Pa­raíso en el cual estaba ahora. A cada momento importuixaba a San Pedro pidiéndole que le dejase ir a darse una vuelta por la Tierra.

-Si fueras un Ángel de la Guarda, no habría inconve­niente -deda San Pedro-. Pero ya no lo eres. Y sin permiso del Señor, imposible. Dudo además que Él te lo dé.

Pero el Ángel era porfiado, y no sé cómo consi­guió el permiso. Y una maflana o uiia tarde -no lo puedo decir con exactitud porque en el Paraíso siempre es la misma hora- el Ángel se dispuso a darse el paseo. Al des­pedirse preguntó a San Pedro:

-Por dónde cae ahora el Paraíso Terrenal? -Me parece que es muy poco lo que queda de él -

contestó San Pedro-. Y yo no puedo decirte nada, porque no es de mi tiempo. Pero dicen que quedaba más o me­nos por allá.

Y San Pedro señaló un sitio en el lejano espejo re­dondo de la Tierra.

-Pues allá voy yo -dijo el Ángel. Como los ángeles viajan a velocidad de pensa­

miento, enseguida estuvo donde quería. Pero por más que dio vueltas en cien leguas a la redonda, no vio ab­solutamente nada. Solo se tuvo que tapar la nariz, porque había por allí un olor ii\soportable. El Ángel no sabía que aquel olor era de petróleo; pero le molestaba

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terriblemente, acostumbrado como estaba al incienso y mirra del Paraíso. Amplió el radio de su vuelo, y seguía oliendo mal. Decepcionado se alejó, sin darse cuenta se halló en plena selva.

-Esto sí que debe ser el Paraíso -se dijo alboroza­do-. Árboles y flores y bestias.

Se entusiasmó con los tigres, gacelas, osos, tuca­nes, pavos reales. Pero de pronto vio a un león saltar sobre una gacela, y se quedó horripilado. Se volvió, y avistó una boa tragándose un jabalí. Salió huyendo, y se topó con im cocodrilo que se comía a alguien que se parecía a Adán, pero era negro. Corrió, sollozando, olvidándose de volar, se sentó a orillas de vm arroyuelo. En los árboles cantaban mil lindos pajarillos.

-Estos inocentes seres me reconcilian con la Tierra -pensó.

En ese momento un gran avechucho negro apare- . ció no supo por dónde, cayó sobre los pajarillos y se merendó un par de ellos en un abre y cierra los ojos.

-El Ángel espantado escapó de allí volando. Ha­bía en ese momento en el cielo unas nubes blancas rizaditas. El Ángel dio un aletazo y cayó encima de una de ellas. Había una brisa suave que lo despeinaba, y eso le hizo gracia porque en el Paraíso no hay viento alguno, y todo el mimdo anda bien peinado. Tendido en la nube como en el más mullido colchón, se, dejaba llevar por el vientecillo. La nube subía y bajaba como una hamaca. Y el Ángel se adormeció. Pero pronto se despertó con una sensación desagradable. Abrió los ojos y vio que estaba oscuro. Mientras dormía, las nubes se habían amontona­do y formado un techo tapando el cielo con un desagradable color gris oscuro.

-Brrrr -dijo el Ángel con un calofrío. El cielo se puso más oscuro aún, de un gris de bu­

rro muy burro, y de pronto el Ángel se dio cuenta de que en su colchón se abrían grandes agujeros como en alfom­bra vieja. La nube se le iba escapando de debajo del cuerpo. Y en menos que canta im gallo el Ángel se quedó sin nube. Y gracias a que tenía alas no se dio una costala­da en tierra. Pero había quedado mojado como tina sopa.

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Por fin poco a poco las nubes fueron desaparecien­do y solo quedaba una que otra y ssilió de nuevo el sol. £1 Ángel saltó encima de una bien blanquita. Había un vien­to fuerte y la nube volaba. No tanto como el Ángel, pero volaba. I>e pronto, este oyó un ruido bárbaro. Miró hacia abajo y a su derecha, y vio que por allí avanzaba a grsin velocidad una bestia enorme como larga serpiente, que rugía como un dragón infemaL El Ángel sintió que el p>elo se le ponía tieso. Miraba avanzar aquel monstruo de ojos de fuego y cabellera de himio salpicado de chispas que dejaba tras sí, o al menos así le pareció al Ángel, una hue­lla brillante parecida a la que deja el caracol.

Pero aún quedaba lo peor. Al pasar por debajo de la nube, el dragón ii\femal la envolvió a ella y al Ángel en su humo maloliente y quedaron los dos tan negros como bolsas de carbón. Hasta los ojos se le llenaron de hollín.

-Vade retro, Satanás -gritó el Ángel. Maldito el caso que hizo de él aquella infernal ser­

piente; seguía corriendo suelta al aire la cabellera negra que olía como dos mil diablos jtmtos. Y para peor una chispa de aquellas se prendió a un árbol, y el árbol empe­zó a arder...

El Ángel temblaba como im azogado. -Debí traer conmigo una guía de turismo -dijo-.

Me parece que en vez de ir a dar en la Tierra he dado en el Infierno.

Todos sabemos que el iitfiemo no es un lugar a cie­lo abierto: que desde él no se ve el sol,ni las nubes, ni los árboles. Pero el Ángel no había estudiado geografía. Sa­bía solamente que el infierno andaba por acá abajo: pero esto no es indicación muy precisa, aunque muy signifi­cativa.

Desaparecido en algún pimto del horizonte el dra­gón negro ya no se veía otro humo que el del árbol quemado. Pero de pronto el Ángel sintió a su izquierda un ruido que crecía: miró al délo, y vio que por allí venía acercándose algo grande y tronando como el carro de Elias; pero mucho más ruidoso, y que se le venía encima ajodá marcha. Un ave enorme con cincuenta ojos por

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lado, y la lengua adelante que se le revolvía como la de un demonio exorcizado. El Ángel cerró los ojos y dijo:

-Señor, hágase tu volvmtad! El ruido se hizo tan grande que el Ángel pensó que

iba a quedarse sordo. Poco a poco sin embargo, dismi­nuyó. El Ángel abrió otra vez los ojos y vio que el carro de EUas se hallaba ya en la parte opuesta del horizonte, chiquito como ima golondrina y ya no se le oía. (Os ha­bréis dado cuenta de que el carro de Elias era un avión de pasajeros, no?)

El Ángel se apeó de la nube y siguió su camino a pie. Tomó una senda y luego otra. Al doblar un recodo se encontró a dos sujetos que por la traza se parecían a los sayones que maltrataron a Cristo, que habían tomado por su cuenta a un pobre hombre y le aporreaban mientras le sacaban toda su ropa dejándole desnudo. Después mon­taron a caballo y se fueron riendo. El Ángel quiso ayudar al hombre, pero no tenía nada con que remediarle y lo único que pudo hacer fue cargar sobre sus hombros y llevarle hasta la puerta del hospital.

Pero enseguida se encontró con un campesino que llevaba por delante un burro tan cargado que casi no se veía. Apenas podía caminar, pero el hombre le pegaba sin cesar.

-Por qué castigas así al pobre animal?... -preguntó el Ángel.

-Porque es un perezoso y no quiere correr. -Cómo va a correr llevando tanto peso encima?...

-preguntó el Ángel. -Tiene que correr porque es vin burro y un burro

puede con cualquier carga. -Quién te dijo eso?... El burro es una criatura de Dios. -El burro no es de Dios, es mío -dijo el campesino-.

Yo lo compré y hago lo que quiero con él. El Ángel se indignó, pero tampoco podía hacer

nada. Solo dijo: -Si yo te cargase como al burro y te pegase para

hacerte correr, qué dirías? -Tú no puedes cargarme ni pegarme pues no eres

mi amo dijo el campesino. Y si a pegar vamos, seré yo quien te pegue a ti porque soy más fuerte.

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Y se fue muy ufano mientras el Ángel, afligido, veía venir hacia él unos niños, unos niños muy lindos.

-Oh qué lindos niños!... -decía-. Parecen ángeles. Pero enseguida vio que seguían a im perro flaco al

que tiraban piedrsis. Y el perro desesperado, aullaba de dolor, y corría.

-Por qué tiran piedras al pobre perro?... -atinó a decir, en su congqa, el Ángel.

Y los niños muy alegres; respondieron: -Es im perro sin amo. Para qué sirve un perro sin

amo?... El Ángel se tapó los ojos con las msmos porque las

alas las necesitaba para volar. Y voló en efecto lo más deprísa que pudo para llegar pronto al cielo.

-No tardaste mucho allá abajo -dijo San Pedro-. Qué tal el viaje?...

El Ángel no contestó. Lloraba. Los otros ángeles le veían llorar y no sabían por qué. Solo dos o tres que eran Ángeles de la Guarda en vacaciones, le comprendían porque andan detrás de los hombres y ven a veces cosas muy penosas. Cristo Nuestro Señor le miró y sonrió dul­cemente, con tristeza.

No hay noticia de que el Ángel haya pedido per­miso para visitar otra vez la Tierra. Solo se sabe que sigue teniendo el pelo lado.

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Cinco hunos y un asno

Érase que se era vin hombre muy trabajador que realizaba trabajos de acarreo de pedregullo y arena y de cal para construcciones. Era una comarca muy montaño­sa con cuestas empinadas donde no funcionaban carros ni carretas y había que emplear burros para esos menes­teres. El hombre de que hablamos tenía cinco burros todos ellos rucios, o sea pardos; muy dóciles; y trabajaba muy . bien con ellos.

Un día que había ido a la ciudad a recoger mate­rial, el dueño del negocio le dijo:

-Tengo un burro gris muy fuerte, hermoso, que ya no necesito. No quieres comprarlo? Se lo doy barato.

El hombre dijo que sí porque el precio era muy conveniente, y se llevó el burro. Cuando llegó a su esta­blo, donde estaban acomodados sus cinco burros, el burro gris entró con la cabeza tan alta que se golpeó la cerviz contra el dintel. Se echó sobre la paja resoplando sin de­cir buenas noches a los otros cinco burros, que le miraban.

-Cómo te llamas? -se decidió a preguntarle uno de los cinco, en vista de que el recién llegado no decía nada.

-Me llamo Maraña- contestó muy altivo el burro gris-. Y no soy burro.

-Pues qué eres? -preguntó otro de los burros. -Soy vm asno -contestó orgullosamente. Los cinco burros se miraron tmos a otros porque

nunca se habían oído llamar asnos: solo burros o borri­cos, toda la vida. Algimas veces, jumento.Feto asno era para ellos nombre desconocido.-

Al otro día había que ir á trabajar. Entró el dueño en el establo. Los cinco burros pardos se dejaron poner

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las árganas documente. Pero el asno gris se negó a dejár­selas poner, con no poca sorpresa del dueño. Cada vez que intentaba ponérselas el burro gris hacía un extraño. Y las dejaba caer al suelo. El dueño se enojó a la postre y le encajó un varetazo. El burro le correspondió con una coz que le despellejó una canilla; y tuvo suerte que no se la rompió.

-Ya veo por qué tu amo te vendió tan barato -dijo el hombre masajeándose la pierna-. No eres lo que se dice un burro dócil.

-Por qué no obedeces a tu amo? -preguntó imo de los rucios.

-Yo no soy un burro; soy un asno -contestó el gris. -Yo no veo que seas diferente de nosotros -dijo otro

burro. -Vosotros sois burros y nacisteis para el trabajo.

Yo soy asno y no nací para eso. -Para qué naciste entonces? -preguntó im tercer

burro. -Para ser libre como el aire e ir donde yo quiero!... -Y quién te va a dar de comer? -preguntó el cuarto

burro. -Acaso falta comida por ahí? Hay cada campo de

trébol y avena!... -Sí. Pero tienen dueño -dijo el quinto burro-. Y si

los tocas te darán de palos o algo peor. -Yo no tengo entonces derecho a comer? -Claro que sí -contestaron los cinco burros a coro-.

Para comer hay que trabajar. -Yo quiero ser libre -repitió tozudo el burro gris. -Si hiésemos libres, adonde iríamos? -dijo el quinto

rucio-. No hay un lugar en el mimdo para un burro libre. El hombre lo llena todo.

-Puedo escaparme a la selva -dijo el asno gris. Los cinco burros movieron a ui\a la cabeza, des­

aprobando. -Me parece que no piensas bien lo que dices, her­

mano -dijo el tercer burro-. En fin cada uno hace lo que quiere o lo que sabe o lo que puede.

El buño gris que vio por el rabo del ojo que el due­ño iba buscando otra vez tas árganas para endosárselas,

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salió más que al trote, camino adelante, rumbo adonde allá lejos se veía la selva. El dueño corría tras él llamán­dole. Más le llamaba el dueño y más corría él. Hasta que tomando la gran delantera se metió en la selva y se echó a la sombra de los árboles.

-Uf! Esto sí que es vida -decía revolcándose en el yuyal.

Y se dedicó a buscar en el monte im claro en don­de brotase tierno el pasto. Lo encontró y se puso a pastar rebuznando de placer. No se dio cuenta de que su rebuz­no había atraído a un leopardo que también tenía hambre. Y cuando más descuidado estaba el burro, el leopardo le cayó encima. Yo no le diré a ustedes lo que hizo el leopar­do; lo único que les digo es que nunca nadie más volvió a oír rebuznar al asno gris.

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El caracol verde

Los caracoles de mar suelen ser de formas muy gra­ciosas y a veces estrambóticas; además, aunque no varían mucho sus colores son lustrosos, duros, y a veces tienen manchas elegantes. Los de tierra, en cambio, son humil­des con sus formas de cucuruchos, y monótonos en el colorido. Son grises, o pardos, y ni siquiera de un gris o pardo definidos: son siempre opacos, terrosos; y si tienen manchas no se lucen mucho con ellas.

En fin, que no son tan lindos como los de mar, aun­que no hay caracol que no sea ima obra maravillosa de arquitectura e ingeniería. Y si no lo creéis, probad voso­tros a hacer algo parecido. Por de pronto, ya sabréis que la torre de Babel tenia forma de caracol.

Pues bien: entre los millones de caracoles de tie­rra, de colores terrosos opacos, apareció vma vez uno verde. De im precioso veide: del color de la arveja más verde, del color de la yerba más verde, de la más verde lechuga y el más verde limón.

Y como consecuencia de este color tan poco caraco­li, le sucedieron cosas que se las habría ahorrado seguramente de ser como todo el mundo; quiero decir, como todos los caracoles. De esas cosas, no todas fueron malas, por supuesto. La vida, aunque sea la de un caracol verde, es una mezcla de cosas buenas y malas; y todo el mundo, es decir, todo caracol, verde o no, tiene que saber tomarla como viene.

Por de pronto, ese caracol verde, por su color, se confund&i con las hojas y el pasto; y esto era tma enorme ventjqa para él, cuando la gente llegaba por ahí en busca de caracoles para cocinarlos. Los cocinan con ajos y toma­tes y ají y laurel. Una salsa que resulta tan rica que quiai

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los come no se entera de que el pobre caracol no sabe a nada: si acaso a pioUta de plástico; solamente que blanda.

La gente arreaba con todos los caracoles menos con él, porque no lo veían; o si lo veían, desconfiaban de su aspecto, porque no era el corriente. Una vez, un mucha­cho, al recoger los caracoles con quienes el verde compartía una apacible y silenciosa comilona de acelgas silvestres, lo recogió también a él. Al llegar a su casa, la mamá revolvió la cestilla de la cosecha, vio el caracol ver­de, y dijo:

-A quién si no a ti, se le ocurriría recoger este caracol. -Qué le pasa? -pregimtó el muchacho. -No ves lo verde que está? Es un caracol enfermo. Y sin perder tiempo lo laruió fuera, lejos, por la ven­

tara. Suerte que cayó en im montón de hojas secas; si no, se espachurra; porque ya sabéis que los caracoles de tierra tie­nen la cascara muy blanda. Pero se salvó de ser cocinado.

A muchos pájaros les agradan los caracoles. Y cuan­do estos pájaros, sobre todo en primavera, caían sobre el pasto buscando qué comer, tampoco se daban cuenta ja­más de que aquello era un caracol: creían que era una frutilla verde, y lo dejaban de lado. No quedaba en el campo caracol pardo para contarlo, pero el caracol verde allí seguía sano y salvo.

Entre tanto, enti:e susto y susto, el caracol verde crecía; de a poco, pero crecía. Y llegó la hora de casarse. No digo formar hogar, porque como cada caracol tiene su casa, donde solo cabe él, cuando se casan no se van a vivir en ima casa sino que cada cual sigue en la suya; solamente que se arriman mucho el uno al otro, y donde van, van juntitos. (De ahí viene la idea de las casitas ge­melas). Y al llegar esa hora, empezaron las verdaderas penas para el pobre caracol verde.

Las señoritas caracolas casaderas, como la mayo­ría de las gentes, juzgaban por las apariencias; y como sabéis, las apariencias de este caracol no eran las comu­nes y corrientes enti:e caracoles. Le muraban, y al verle tan verde, erweguida se hacían malas ideas acerca de él; pensando qué infracciones graves a las leyes de los cara­coles habría cometido para ir vestido de ese color. Y le

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rehuían, con lo ctial el caracol sufría mucho y las antenas se le quedaban a media asta por irnos días.

Así pasó un tiempo. Un día un chico colegial que andaba buscando animalitos para observólos topó con él. Lo agarró y se lo llevó a casa. Lo puso dentro de una caja grande, con los cuatro lados y el techo de cristal, pero sin fondo; de modo que el csuracol podía pasearse por el pedacito de pasto que el fondo de la caja dejaba libre; y el chico lo cambiaba de lugar cada día.

Pero cuando iba a cambiarlo de lugar, siempre te­nía problemas, porque le costaba dar con él entre las hojas verdes. Al cabo, para distinguirlo decidió pintarlo con unas pintitas anarai^adas, con lo cual quedó muy visto­so. Al caracol verde no le agradó mucho la cosa. Se sentía muy incomodo y triste, aunque no se le conocía mucho porque nadie ha visto nunca un caracol alegre.

Un día que se encontraba comiendo con desgano ima hojita tierna vio que un congénere del más silvestre pardo, que había trepado pe»* el vidrio, le miraba curioso.

-Pareces im caracol, pero no eres im caracol -dijo el miróit

-Soy caracol, aunque no lo parezco -contestó mal­humorado el preso.

-Qué te pasa entoitces que te vestiste de ese modo tan estrafalario?

-Podría contestarte que soy un caracol de Saturno -respondió más malhumorado aún el ceiracol verde-. Pero prefiero decirte la verdad. Tengo la viruela.

-U)^yyyyy!... -dtílló el caracol pardo. Y salió de es­tampía todo lo deprisa que pueden k» caracoles, que son dnco centímetros por hora; aunque se asegura que en este caso alcanzó los siete.

El caracol verde, del disgusto, perdió defirütiva-mente el poco apetito que le quedaba. Como los caracoles tienen cascara, no es fácil darse cuenta cuando adelga­zan. Pero el caracol verde adelgazó tmtto, que un día, al trepar por un tallito, se esctuñó de la cascara. Ésta cayó al suelo, y el caracol descaracolado, que parecía vma vi­ruta de lombriz, se pegó debajo de tuiá hoja.

Bl chico retiró de tarde la caja y la cascara cieyen> do que el caracol estaba dentro dormido, y tardó algunos

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días en darse cuenta de que el caracol había abandonado el domicilio habitual. Solo que pensó entonces que algún bicho se lo habría comido; y lo sintió mucho.

Entre tanto, el caracol que ya no era verde m ver­dadero caracol se acurrucaba bajo la hoja muerto de frío. Pero el instinto de conservación le hizo comer y como era primavera, no acabó muriendo helado. A los pocos días sintió que le picaba la punta del cuerpo más alejada de la cabeza y que no les puedo decir cómo se llama por­que los caracoles no tienen cola, y además esa punta a veces está más alta que la cabeza. Esa punta se iba endu­reciendo. Y poco a poco una cascara nueva se fue formando alrededor de su cuerpo siempre siguiendo la espiral aunque un poco abollada. Hasta que fue de nue­vo auténtico caracol con domicilio fijo. Pero ya no era verde. Era un caracol pardo vulgar y silvestre.

Y saUó al campo como todos, igual a cualquiera de. los otiros caracoles pardos. Y seguramente encontró por fin novia y se casó y tuvo caracolitos. Pero no puedo de­cirles nada seguro sobre este particular, porque como ahora era pardo se confundió con los demás y no era po­sible seguirle los pasos de un día al otro y ni siquiera de una hora a oti:a. Es posible que viva todavía, y es posible también que hace tiempo se lo haya zampado algimo de los avechuchos caracoleros o algún cliente del guiso de caracoles. Lo único que puedo darles como cierto es que hasta ahora no hemos tenido noticia de otto caso de cara­col verde.

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Donde el uño se CLcahcL

Érase que se era un pueblo agradable y de buenos vecinos donde vivía un señor llamado Don Bemabastro. Este señor estaba siempre de buen humor, y le gustaba hacer chistes. Además, tenía una serie de dichos o frases hechas que solía repetir, de modo que la gente sabía ya muchos de ellos de memoria. Uno de los que más gusta­ba de repetir era "Allí donde se acaba el año". Lo aplicaba a ima porción de cosas, porque decía que "pegaba bien" como la plasticola. Así, cuando le invitaban para algo que no le agradaba:

-Espérenme allí donde se acaba el año!!! Si veía a los chicos hacer travesuras: -Allí donde se acaba el año todos los chicos son

iguales!!! O si se despedía de im amigo olvidadizo: -Nos veremos otra vez allí donde se acaba el año!!! Y así por el estilo. A la gente le hacía gracia este dicho. Y era natural.

Sabían que el 31 de diciembre se da por terminado el año; pero nunca se les había ocurrido pensar dónde se escon­dería el año para acabar. Porque el dicho de Don Bemabastro se refería a im lugar, y no a una fecha. Un día por fin alguien se aimnó a preguntarle:

-Señor Don Bemabastro: estuvo usted algvina vez allí donde el año se acaba?

Y Don Bemabastro respondió: -Sí: dos o tres veces por lo menos. -Y cómo es ese lugar?... Es lindo?... -Nfaravillosoüt... Allí se reúnen todos los años que

acabaron, en piyama y pantuflas, disfrutando de im me­recido descanso y reponiéndose del mareo.

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-Del mareo?... -Claro. Acaso no saben ustedes que el año se lo

pasa dando vueltas alrededor del sol?... -Es verdad. Y qué hacen?... -Descansan, ya lo dije. Y se cuentan los unos a los

otros lo que hicieron. Y juegan al ajedrez. —Son ricos? -Cada uno tiene su capital. Una moneda de oro

por cada día de sol que hubo ese año en el desierto de Sahara. Así que casi todos tienen el mismo dinero. Jue­gan pero está prohibido guardarse las ganancias. Asi nadie se hace más rico ni más pobre.

-Cómo me gustaría ir allí!!!... Por dónde se va?... -Eso sí que no lo puedo decir. Yo llegué allí siem­

pre la noche de Año Viejo agarrado a uno de esos globos que sueltan esa noche. Cuando subí al globo, sonaba la primera campanada de las doce. Cuando bajé allá, sona­ba la última. Pero volver tuve que hacerlo a pie, caminando solo de noche, y tardé un año en volver.

El vecino se hie con los detalles a otros vecmos, y todos se morían de ganas de ir allá, pero no se atrevían. Al cabo un chico travieso Uamado Pedrito se dijo para sí:

-Yo este año me voy a ver ese país donde el año se acaba!!!

Y la noche de Año Viejo, después de cenar bien y cuando ya se aceK:aban las doce, Pedrito se apartó a es­condidas de la gente, se metió en el huerto de un vecmo que había dejado su casa sola para ir a cenar en otra; se subió a un árbol bien alto, y esperó que pasara por delan­te de él alguno de aquellos hermosos globos que flotaban a diversas alturas. Cuando pasó uno que le pareció ade­cuado, dio un salto y se abrazó a él.

Al recibir el peso de Pedrito, el globo bajó mucho, a vara y media o poco más del suelo. Y siguió navegando a esa altura como atontado, yendo y viniendo entre los árboles, sin salir de la espesura. En esos momentos se puso la luna y quedó la noche negra a más no poder. Pe­drito, con la Uusión de llegar al país donde el año se acaba, seguía prendido al globo con todas sus fuerzas, los ojos cerrados. Tenía la impresión de que llevaba navegando

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horas, y con el estrépito de los cohetes ni siquiera oyó tocar las doce en el campanario.

AI fin el globo se fue a meter derecho por algo que a Pedrito le pareció un túnel, y pensó que ya estaba en el buen camino, cuando de pronto su cabeza tropezó con algo, hubo un estallido bárbaro. Se encontró sin globo entre los brazos y quedó en el suelo sin sentido, antes de que pudiera oír el escándalo que se desataba en un idio­ma fantástico todo hecho de kkkk y de rrrr, sobre su cabeza.

IDespertó con una cantidad de gente a su alrede­dor llevando todos faroles: eran los padres, abuelos, tíos, primos y demás deudos de Pedrito que habían acudido al ruido.

-Vosotros también vinisteis a ver el lugar donde el año se acaba? -preguntó Pedrito, que parecía tener dos cabezas: tan grande era el chichón que se había fabricado.

-Calla, tonto -dijo su papá-. No ves dónde estás?... Pedrito abrió bien los ojos y se dio cuenta de que

estaba en el gallineio del vedno. Los gallos y gallinas, bastcinte disminuidos en número por los entusiasmos de Navidad y Año Nuevo, cacareaban desesperadamente, seguros de que aquella concentración humana a destiem­po no auguraba nada bueno para su promedio de vida.

-Yo quería ir al país donde se acaba el año!!! -llori­queó Pedrito.

Y el papá le contestó: -No te das cuenta de que el año se está acabando

desde que empieza?... Cada día que pasa. Y la noche de San Silvestae no es sino el último pudüto.

Pero Pedrito no se convencía. -Tuve mala suerte -se d^o para sí-. Eso es todo. El

año que viene me ptepaio con más tiempo y cuidado. Nadie nos ha podido decir si realmente Pedrito

intentó de nuevo el viaje. Años después, alguien me dijo que había estudiado mucho y era un gran filósofo. Pero tampoco me pudieron decir si su filosofía le a)nidó a en­contrar el camino del país donde el año se acaba.

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El perro que fue tatú

Érase que se era un perrito pequeño con man­chas negras, la cola y las orejas tiesas, vivo y cariñoso: ya habréis entendido que se trata de un terrier. El perrito tenía su dueño que le quería mucho; pero un día el due­ño se fue lejos, la casa amaneció cerrada, y el perrito quedó solo a vivir en la calle. Este perrito cuando su dueño vi­vía se llamaba Chiquito; pero cuando el dueño, desapareció. Chiquito se quedó sin nombre, porque no había nadie que lo llamara así.

Y así Chiquito vagaba por las calles y plazas; co­mía lo que encontraba por ahí y a veces no encontraba nada; bebía en los charcos, y los charcos a veces estaban secos; dormía donde podía. Siempre iba huyendo, por­que siempre había alguien a quien le parecía mal lo que él hacía. Si buscaba comida en los tachos de basura, mal; si bebía en una lata abandonada, mal; mal si andaba por la vereda y mal si andaba por la calzada; mal si corría y mal si se quedaba quieto. Cuando el tiempo era bueno todavía se aguantaba, porque se podía dormir en cual­quier parte; pero cuando el tiempo era frío o cuando llovía, comenzaban los problemas. Chiquito iba de una parte a otra mojado y tiritando.

Así pasaba el tiempo y Chiquito se veía sucio, fla­co; pasaba resfríos, y al verle así con los ojos llorosos la gente decía:

-Uy, llévense de aquí a este chucho que está enfer­mo y nos va a pegar algo.

Un día que hacía mucho viento y frío y lloviznaba. Chiquito andaba de un lado aótro sin saber dónde me­terse. Como era tan pequeño y estaba flaco, el viento a veces lo arrastraba; y dos o tres veces el raudal estuvo a

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punto de llevárselo. Chiquito se sentía muy desgraciado. Así llegó al suburbio, y al cruzar un baldío tropezó con algo que sonó sordo y hueco, como una bota grande. Chiquito miró, olió y comprendió que era la cascara de un tatú. Chiquito la reconoció porque había vivido con su dueño en el campo y había visto tatús y tortugas de sobra.

En ese momento empezó a llover más fuerte. Chi­quito, sin pensarlo, se metió dentro de la cascara del tatú; como ésta era grande y él tan pequeño, cabía bien dentro; solo quedaban fuera la cabeza, la cola, y las patas, por su­puesto. Así cubierto con el caparazón, echó a andar. La lluvia le caía encima, pero ya no le mojaba el cuerpo. Se acurrucó en una esquina del baldío, y aguantó a pata fir­me. Cuando amaneció, ya no llovía, y él estaba seco. Chiquito escondió entre unas ramas el caparazón, y en adelante, cuando llovía se iba en busca de él y se metía dentro.

Una noche durmió demasiado y se demoró en sa­lir del caparazón. Sintió cerquita un gruñido feroz. Abrió los ojos y vio jimto a él un enorme perro que le miraba ahora con ojos sorprendidos.

-Disculpa, compañero: creí que eras un tatú, y me parecía raro que hubiese por aquí tatús. Así que tú duer­mes ahí dentro?...

-Sí señor-contestó Chiquito-. Me sirve de imper­meable cuando llueve. Me queda bien, verdad?

El peno grande lo pensó im rato. Luego dijo: -Es muy interesante. Sab^ que me parece que sin

saberlo tienes entre las patas la c^x^tunidad de tu vida?... -Cómo?... -pregimtó extrañado Chiquito. -Si anduvieras así como estás por la calle, la gente

te encontraría original y simpático y todo el mundo te daría de comer.

-Tú lo crees?... -preguntó esperanzado Chiquito. -Nada cuesta probarlo. -Pero si les resulto de veras gracidso, me querrán

a^rrar para ji:^ar conmigo, y me meterán en alguna parte contra mi gusto y me tendrán encerrado.

-'lienes razón -concedió el perro grande. Lo pensó tm poco más, y dijo:

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-Vamos a hacer una cosa. Iremos juntos. Yo iré como guardaespaldas. Yendo conmigo, nadie se animará a agarrarte. De lo que te den de comer, porque les harás gracia, no querrás darme la mitad?

-No te daré la mitad -dijo Chiquito-. Te daré un poco más, porque tú eres más grande.

-De acuerdo. Vamos. Chiquito, Uevando encima la cascara de tatú, se hie

calles adelante con su amigo, que era un enorme danés. La gente que veía a Chiquito en su cascara de tatú oscu­ra, asomando cabeza, patas y cola blancas con manchitas negras, se moría de risa y le echaba salchichas, restos de bife, croquetas, pasteles, cualquier cosa, con tal de que se quedará cerca un rato. Chiquito le daba a su amigo la parte mayor, con mucho gusto, porque le era muy útil. Si él no hubiese estado allí, seguramente alguien se hubiese llevado a Chiquito, al verlo tan simpático, y quién sabe si al cabo de un tiempo se hubiesen cansado de él y lo hu­biesen largado, esta vez sin cascara y entonces sí que lo habría pasado mal. Pero cuando lo tocaban, el perro gran­de se ponía a gruñir, y les imponía respeto.

Así Chiquito y su socio vivieron mucho tiempo todo lo felices que pueden ser dos perros sin amo. Co­mían bien, la gente los conocía y los acogía con palabras simpáticas, y hasta venían turistas de lejos para verlos.

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Cuatro burros y cuatro coles 26

Érase un trabajador que tenía un burro precioso. Era color dorado y tenía el hocico, los cascos, las orejas, la crin y la cola, de un marrón oscuro; pero con su poqui­to de dorado también. Era algo así como el gato siamés de los burros. Y le llamaban Dorado.

IDorado no sabía que era lindo, porque no se mira­ba al espejo; el único espejo que tenía era el agua del tacho donde su amo le daba de beber y allí solo podía verse los cuatro dientes de adelante.

Pero la gente en la calle lo elogiaba, y Dorado, por muy burro que fuese, sabía cuándo la gente decía algo agradable y cuándo insultaba.

A Dorado le gustaban mucho las coles. Pero su due­ño no se las daba para comer, porque resultaban caras. El duefío de la casa a la derecha de la del amo de Dorado tenía una huerta, y en ella muchas coles; pero Dorado las miraba con mucho respeto. Además entre las dos casas había un alambrado de púas^ y Dorado no tenía tijeras para cortarlo; y si las hubiese tenido no las habría sabido manejar. Los burros solo tienen un dedo en el pie; y qué

' Este cuento fue incluido en AA.W., Leyendo cuentos en la plaza, ed. El Lector, Asunción (Paraguay), s.f., págs. 105-112. También forma parte del Programa de Animación a la Lectura (PAL), publicación del Excmo. Cabildo Insular de Fuerteventura, 1997. Cuento selec­cionado por Angeles Mateo del Pino. Puesto que no existe ninguna variación entre estas dos ediciones, solo haremos referencia a las variantes que hemos encontrado contrastando el manuscrito cedido por la autora y el cuento recogido en Leyendo cuentos en la plaza.

' En et volumen Leyendo cuentos en la plaza fígura "Además entre ha­bía un alambrado de púas...", pág. 107. Cieemt» que en realidad se trata de un error por omisión sin más.

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podrían hacer ustedes con un dedo solo? y para más, tan gordo que parece un martiUo. Y aunque hubiese podido usar su casco, no lo habría hecho, porque Dorado era un burro honrado.

En la casa de la derecha, el amo tenía también un burro. Un burro gris, vulgar, vulgar pero tenía fama de burrito inteligente. Trabajaba mucho; y también le gusta­ban las coles. Su dueño era el que tenía la huerta con coles. Pero tampoco se las daba. El burro se llamaba Grisel, porque era hembra.

El dueño de la casa situada a espaldas de la del amo de Dorado tenía otro burro. Un burro pardo y chiquito, muy voluntarioso. Nadie le llamaba lindo ni inteligente, pero le llamaban el burrito trabajador. Su nombre era Castaño. Era loco por las coles; pero jamás las probaba, porque ya les dije que las coles eran caras.

Y finalmente, el dueño de la casa de enfrente del amo de Grisel tenía también un burro. Era blanco, es decir, de un gris claro, muy claro; con la crin y las patas y la cola casi negras. Era vin burrito gracioso, muy bueno, que dejaba que los niños se le subiesen encima cuando querían. Le llama­ban Caramelo, y le gustaban muchísimo las coles, pero tampoco las comía nimca.

Ya sabemos que el único que tenía coles era el dueño de Grisel. Y el dueño de Grisel vendía muy caras sus coles.

Un día Grisel, hambrienta, rompió el cabestro, se metió en el huerto de su amo y se comió todas las coles; menos cuatro, poique ya no pudo más. El dueño al volver tuvo un disgvisto bárbaro; pero no se le ocurrió pensar en su burro como autor del desastre. Se fue a ver al dueño de Castaño, acusando a este de haberse comido sus coles.

-Mi burro es un burro honrado y no come coles -contestó su amo.

-Qué tiene que ver la honradez con las coles -gritó el dueño de Grisel.

-Castaño no puede saltar la cerca. -Es lo bastante inteligente para eáo -replicó el amo

de Grisel. -Por inteligente que sea, una cerca es una cerca -

contestó el otro-. Así que deja en paz a Castaño, que no se comió tus coles.

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El dueño de Grisel se enojó con el dueño de Casta­ño. Se fue a ver al dueño de Caramelo. Este le recibió muymaL

-Caramelo es un burrito buenísimo -le dijo-. Cómo puedes atribuirle ese desacato?

-Qué tiene que ver la bondad con las coles? -dijo el dueño de Grisel-. Por bueno que sea im burro, pueden gustarle las coles.

-Y cómo podría haber saltado la cerca? -dijo el due­ño.

-Es pequeño y ligero -d^o el dueño de Grisel-. Pue­de volar como tm pájaro.

El dueño de Caramelo se enojó con el de Grisel y le negó el saludo. El dueño de Grisel se fue a ver al due­ño de Dorado.

-Cómo puedes acusar a mi burro tan hermoso de comerse tus miserables coles? -dijo orgullosamente el dueño de IDorado.

-Qué tiene que ver la hermosura con las coles? -contestó indignado el amo de Grisel.

Y se fue enojado^ con el dueño de Dorado. Tan furioso estaba, que marchó a ver al sheriff.^ -En qué te fundas para acusar a los burros de tus

vecinos? -preguntó el sheriff. -Me fundo en que había más de diez coles, y es

imposible que un solo burro se las coma todas. -Es un buen argumento -dijo el sheriff-. Pero no

del todo convincente. Hay mucha gente en el mundo, aparte los burros, a quienes les gustan las coles.

-Pero mis vecinos son buenas personas -protestó el dueño de Grisel-. Son incapaces de llevarse una col sin pagarla.

-Eso es im buen argtmiento -dijo el sheriff- pero no del todo conviiKsnte. Hay mucha gente en el mundo además de tus vecinos.

-No va a hacer nada/ sheriff? -gritó el dueño de las coles, más furioso que nunca.

" En LofmJo cuaOOs en... aparece 'Y se fue muy enojado...", pág. 110. ^ En leyendo cuentas en... 'iheáSf figura siempie con mayúscula.

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-Ya lo creo -dijo el sheriff-. Voy a iniciar una in­vestigación. Alguacil, anda y tráeme aquí a los burros acusados y también al de este hombre. Y tú, el dueño de Grisel, tráeme cuatro coles.™

-Justamente las cuatro únicas que me han queda­do -rezongó el dueño de Grisel.

-Pues tienes suerte que sean cuatro -dijo el sheriff. El dueño se fue a buscar las cuatro coles. El algua­

cil trajo los cuatro burros. Y la gente acudió, ansiosa de presenciar el juicio.

-Alguacil -dijo el sheriff- arrímale una col a cada uno de estos simpáticos burros.

Castaño, Caramelo y Dorado se abalanzaron a las coles y las devoraron en un periquete. Grisel olió la col, miró a un lado y otro, retrocedió un paso, y rebuznó como diciendo:

-En lo que toca a coles, ya he terüdo suficientes hoy. -Lo siento mucho, amigo -dijo el sheriff al dueño

de Grisel-. Ya ves que estos burros son inocentes. Si se hubiesen comido tus coles no tendrían tanta hambre atra­sada. Tu burro es quien se las comió; porque es el único que le hace ascos a la suya. Es natural, ya que tú mismo dices que se comieron muchas.

El dueño de Grisel se fue, avergonzado. Ya en el camino, mirjmdo de través a su burro, dijo:

-Y es este el burro inteligente? Si lo fuera, se ha­bría comido la col.

Y de repente oyó que Grisel le contestaba: -Yo no soy hombre, y no sé mentir, mi amo. Fue la única vez que Grisel habló.

" En Leyendo cuentos en... se lee "Alguacil, anda y tráeme a los burros acusados y también al de este hombre. Y tú el dueño de Grisel, tráe­me cuatro coles.", pág. 111.

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Bibliografía sobre la narrativa de Josefina Plá

Primeras ediciones

La mano en la tierra (Cuentos), Ed. Alcor, Asunción, 1963. El espejo y el canasto (Cuentos), Ediciones NAPA

(n° 5), Asunción, 1981. La pierna de Severina (Cuentos), Ed. El Lector, Asunción,

1983. Alguien muere en San Onofre de Cuarumí Novela), Ed. Zen-

da, Asunción, 1984. Escrita en colaboración con Ángel Pérez Pardella.

Maravillas de unas villas (Cuentos infantiles). Edición de la Casa de la Cultura, Asunción, 1988.

La muralla robada (Cuentos), Urüversidad Católica (Biblio­teca de Estudios Paraguayos, vol. 28), Asunción, 1989.

Otras ediciones

Crónicas del Paraguay (Antologfa), Jorge Álvarez Editor, Bue­nos Aires, 1969. Selección de Josefina Plá y prólogo de Francisco Pérez Maricevich. (Incluye dos cuentos de Josefina Plá).

Los narradores. Revista del PEN Club del Paraguay (Antolo­gía), Ediciones Comuneros, Asunción, 1979. (Incluye un cuento de Josefina Plá).

Leyendo cuentos en la plaza (Antología), Ed. El Lector, Asunción, s/f. (Incluye dos cuentos infantiles de Josefina Plá).

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Panorama del Cuento Paraguayo (Antología), Tiempo Edi­tora, Asunción, 1988. Edición de Francisco Pérez Maricevich. (Incluye dos cuentos de Josefina Plá).

Jos^na PU. Canto y cuento (Antología), Arca Editorial, Mon­tevideo, 1993. Introducción y selección de Ramón Bordoli Dolci. (Incluye nueve cuentos de Josefina Plá).

Las gorduras de Villaflacos (Cuento infantil), Excmo. Cabil­do Insular de Fuerteventura (Programa de Animación a la Lectura [PAL]), Puerto del Rosa­rio, 1995. Selección de Ángeles Mateo del Pino.

Los olvidos de VUlaolvidos (Cuento infantil), Excmo. Cabil­do Insular de Fuerteventura (Programa de Animación a la Lectura [PAL]), Puerto del Rosa­rio, 1996. Selección de Ángeles Mateo del Pino.

Josefina Plá. Cuentos completos, Ed. El Lector, Asvmción, 1996. Edición, introducción y bibliografía de Mi­guel Ángel Fernández.

Josefina Plá y el periodismo paraguayo, EDIPAR S.R.L., Asim-ción, 1996. Edición de Ubaldo Centurión Morínigo. (Incluye dos cuentos de Josefina Plá aparecidos en la piensa de Asunción en el año 1929).

Los pensamientos de Villapienso (Cuento infantil), Excmo. Cabildo Insular de Fuerteventura (Programa de Animación a la Lectura [PAL]), Puerto del Rosa­rio, 1997. Selección de Ángeles Mateo del Pino.

El gigante invisible (Cuento infantil), Excmo. Cabildo In­sular de Fuerteventura (Programa de Animación a la Lectura [PAL]), Puerto del Rosario, 1997. Selec­ción de Ángeles Mateo del Pino.

Las maravillas de Ciudadíacustre (Cuento infantil), Excmo. Cabildo Insular de Fuerteven;iu:a (Programa de Animación a la Lectura [PAL]), Puerto del Rosa­rio, 1997. Selección de Ángeles Mateo del Pino.

Cuatro burros y cuatro coles (Cuento infantil), Excmo. Ca­bildo ¿isular de Fuerteventura (Programa de Animación a la Lectura [PAL]), Puerto del Rosa­rio, 1997. Selección de Ángeles Mateo del Pino.

El gato (Cuento infantil), Excmo. Cabildo Insular de Fuer­teventura (Programa de Animación a la Lectura

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[PAL]), Puerto del Rosario, 1999. Selección de Án­geles Mateo del Pino.

La mariposa (Cuento infantil), Excmo. Cabildo Insular de Fuerteventura (Programa de Animación a la Lec­tura [PAL]), Puerto del Rosario, 1999. Selección de Ángeles Mateo del Fino.

La cucaracha (Cuento infantil), Excmo. Cabildo Insular de Fuerteventura (Programa de Animación a la Lec­tura [PAL]), Puerto del Rosario, 1999. Selección de Ángeles Mateo del Pino.

Narradoras paraguayas, Expo-Libro, Sociedad de Escrito­res del Paraguay, Asunción, 1999. Edición de José Vicente Peiró y Guido Rodríguez Alcalá. (Incluye un cuento de Josefina Plá).

Revista de Literatura y Arte. Espejo de paciencia, n° 5, Servi­cio de publicaciones de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, Las Palmas, 2000. (Inclu­ye dos cuentos de Josefina Plá).

Josefina Plá. Sueños para contar. Cuentos para soñar (Anto­logía), Servicio de Publicaciones del ExcmO. Cabildo Insular de Fuerteventura, Puerto del Ro­sario, 2000. Selección, introducción y bibliografía de Ángeles Mateo del Pino. (Incluye treinta cuen­tos de Josefina Plá).

Fuerteventura, la palabra y el testimonio (CD Rom), Centro de Desarrollo Curricular, Consejería de Educación, Gobierno de Canarias, 2001. Coordinadores Fran­cisco Quevedo García y Ernesto Gil López. (Incluye im cuento de Josefina Plá).

Revista Cyber Humanitatis, N^IS, Facultad de Füosofía y Humanidades, Universidad de Chile, Santiago de Chile, otoño 2001. http://www.uchile.Gl/Faculta-des/filosofía/publicaciones/cyberl8/creal5.html

(Incluye cinco cuentos de Josefina Plá).

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rina, Ed. El Lector, Asunción, 1983, pág. 3.

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índice

Introducción De Canarias al corazón de América Tramando historias Tejiendo cuentos Sinfonía en blanco mayor

Esta edición

7 7

13 21 27

45

Los animales blancos y otros cuentos

Josefína Plá, autora de relatos para la humanidad joven

49

51

Los animales blancos y otros cuentos El burro blanco El perro blanco El cordero blanco El yacaré blanco El tatú blanco La tigra blanca El grillo blanco La tortuga blemca El camello blanco La liebre blanca El león blanco

Cuentos mágicos El rey sin sombra El pollito blanco El negrito que fue blanco El marinero blanco

57 59 64 70 74 77 80 84 87 92 95

102

107 109 112 116 122

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Blanco y negro La mariposa en blanco

Las villas de Maravilla Los humos de >^llaenojos Los brillos de \^llabrillos Las distracciones de \^lladistraída Los caracoles de Villacaracoles La tranquilidad de Villatranquila Los canastos de Villacanastos El túnel de Castelvientos

Cuentos diversos Los animales poetas El ángel aventurero Cinco burros y un asno El caracol verde Donde el año se acaba El perro que fue tatú Cuatro burros y cuatro coles

130 134

138 141 145 148 151 154 157 164

167 169 174 179 182 186 189 192

Bibliografía sobre la narrativa de Josefina Plá 197

Primeras ediciones 197 Otras ediciones 197 Estudios sobre la narrativa de Josefiíia Plá 199

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Comité Editorial Silvia Aguilera, Juan Aguilera, Mauricio Ahumad^ Nfarío Gaicés, Luis Alberto Mansilla, Tomás Moulian, Na&i Nómez, Julio Pinto, Paulo Slachevsky Relaciones Póblicas Ménica Benavides Diseño y Diagramadrái Editorial Hugo Oitiz de Pinedo, Marcos Ribeiro Exportadón Ximena Galleguillos Página web Edgardo Prieto Producción Eugenio Cerda, Jorge Slachevsky Impresión Digital Carlos Aguilera, Joi;ge Ávila, Marcelo Díaz Pieprensa Di^tal Daniel Vejar, Ingríd Rivas Impresión Offset Héctor García, Luis Palominos, Rodrigo Veliz, Francisco Villaseca Corte Enrique Arce, Eugraio Espiíidoia Encuademación Carlos Campos, Gonzalo Concha, Sergio Fuentes, Marcelo Moiw), Carios Muiioz, G M e l Mufioz, Miguel Orellana, Marcelo Toledo Diseño y Diagraffladón Compulacional Carolina Araya, Jessica Ibaceta, Oaudio Mateos, Ricardo Pérez, NanyaEsi^Senrido d CGenteElizardo Aguilera, Caiios Bruit, Fabiola Hurtado, José Uzana En la Difiísión y JKgttSiadÓB Jaime Aid, Mary Cannen Astudillo, Elba Blamey, IMbicos Biuit, Alejandra Bustos, Luis Re, Carlos Jara, Nelson Montoya, Pedio Morales, Cristian Pinto Librerüís Georgina Canifrú, Nora Cartefio, Ernesto Qkdova, Manud Madatiaga, Soledad Martínez, Área de Administnición Miiüía Ávila, Diego Cbonchol, Eduardo Ganetón, Marco SqXSveda. Se bm quedado en nosotros Adriana Vargas, Anne Duattis y Jorge Gutiérrez.

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JOSEHNA PLA

Los animales blancos y otros cuentos

Estos relatos son pura alegoría del hombre y su espíritu; una reivindicación de las diferen­cias que conviven dentro del ser humano -la fidelidad, la bondad, la ambición, la envidia, la intolerancia- y que se ven reflejadas a tra­vés del humor y la fina ironía, con un lenguaje sencillo, un estilo coloquial y directo. Diferentes aventuras les ocurren a estos animales, para los cuales el hecho de ser blancos resulta ser tanto un producto de la mala suerte -el perro blanco que no logra esconderse de los hombres en la calle- como algo que puede traer beneficios -el yacaré que termina siendo rey. Qué mejor descripción de estos cuentos, que la de Augusto Roa Bastos: "Estos cuentos, casi inmateriales como el alma de la música, forman una pequeña sinfonía en blanco mayor. Son todos una fábula moral que da espar­cimiento a grandes y chicos. Pero también nos hace pensar en los significados ocultos de la vida, en el otro lado de las cosas, en ese pedazo de sombra pequeñita que se esconde debajo de los pies cuando caminamos, obnubilados bajo la luz cenital del mediodía".

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JME UForocopu MATAALUIRO