pizzeria kamikaze - etgar keret

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literatura contemporanea

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En este nuevo libro de relatos deEtgar Keret, el lector se verásacudido por un lenguaje fresco,atrevido, irónico y sorprendente, enboca de un aluvión de personajesque, en un constante ir y venir,provocan situaciones chocantes ydivertidas, a la vez queconmovedoramente trágicas. Nosencontraremos con un conductor deautobús que quería ser Dios, con

Ana, propietaria de una tienda deultramarinos situada a las puertasdel Infierno, con Haim y su mundode suicidas, que tanto se parece almundo de los vivos... Todos estosseres se mueven entre la realidadmás cruda y la ficción másdisparatada, que acabamezclándose en una sola realidadde irrealidades.

ETGAR KERET

Pizzeria Kamikaze

Traducción de Ana MaríaBejarano

Siruela

Sinopsis

En este nuevo libro derelatos de Etgar Keret, ellector se verá sacudidopor un lenguaje fresco,atrevido, irónico ysorprendente, en boca deun aluvión de personajesque, en un constante ir yvenir, provocansituaciones chocantes y

divertidas, a la vez queconmovedoramentetrágicas. Nosencontraremos con unconductor de autobús quequería ser Dios, con Ana,propietaria de una tiendade ultramarinos situada alas puertas del Infierno,con Haim y su mundo desuicidas, que tanto separece al mundo de losvivos... Todos estosseres se mueven entre la

realidad más cruda y laficción más disparatada,que acaba mezclándoseen una sola realidad deirrealidades.

Título Original: Ha-qaitana ́shelkneller Traductor: Bejarano, Ana María Autor: Keret, Etgar ©2007, Siruela ISBN: 9788498417241

Generado con: QualityEbookv0.72

PizzeríaKamikaze

y otros relatos

Etgar Keret Índice Cubierta Pizzería Kamikaze y otros relatos La historia del conductor deautobús que quería ser Dios La chaladura de Nimrod El cóctel del Infierno Útero Pizzería Kamikaze Capítulo primero

Capítulo segundo Capítulo tercero Capítulo cuarto Capítulo quinto Capítulo sexto Capítulo séptimo Capítulo octavo Capítulo noveno Capítulo décimo Capítulo undécimo Capítulo duodécimo Capítulo decimotercero Capítulo decimocuarto Capítulo decimoquinto

Capítulo decimosexto Capítulo decimoséptimo Capítulo decimoctavo Capítulo decimonoveno Capítulo vigésimo Capítulo vigésimo primero Capítulo vigésimo segundo Capítulo vigésimo tercero Capítulo vigésimo cuarto Capítulo vigésimo quinto Capítulo vigésimo sexto Notas Créditos

A Eyal, a Shlomoh y a todos losque hayan estado en un campamentode verano.

La historia delconductor deautobús quequería ser Dios ÉSTA es la historia de unconductor de autobús que nunca seavenía a abrir la puerta a los quellegaban tarde. Este chófer noestaba dispuesto a abrirle la puertaa nadie: ni a los introvertidoschicos del instituto que corrían en

paralelo lanzándole unas miradasde lo más tristes ni tampoco, porsupuesto, a las personas nerviosasque, envueltas en bastos anoraks,golpeaban enérgicamente la puertacomo si hubieran llegado a tiempo yfuera él quien se estuvieracomportando inadecuadamente, nitan siquiera a las viejas cargadascon bolsas de papel marrón llenas areventar de víveres que agitabanuna mano temblorosa haciéndoleseñas. Y no era por maldad por loque no les abría la puerta, porque

en ese conductor no había ni el másmínimo atisbo de maldad, sino porideología. La ideología delconductor decía que si,supongamos, el retraso sufrido pordejar montar a alguien era deaproximadamente medio minuto y lapersona que se quedaba en tierrafuera del autobús perdía por eso uncuarto de hora de su vida, a pesarde todo seguía siendo más justopara la sociedad no abrirle lapuerta, porque ese medio minuto loperdía cada uno de los pasajeros

del autobús; y si, supongamos, en elautobús había sesenta personas queno le habían hecho nada a nadie yque habían llegado a su parada atiempo, en conjunto perderíanmedia hora, que es el doble de uncuarto. Ésa era la única razón por laque nunca abría la puerta. Sabía quelos pasajeros no tenían ni idea deque ésa fuera la razón, y quetampoco la conocían los quecorrían tras de él haciéndole señaspara que les abriera. Sabía tambiénque la mayoría se limitaba a

considerarlo un tarado, y lo ciertoera que para él habría sido pero quemuchísimo más fácil dejarlosmontar y recibir de ellosagradecimientos y sonrisas. Sóloque, si tenía que elegir entre unosagradecimientos, unas sonrisas y elbien común, al conductor no lecabía la menor duda de que preferíael bien común. La persona que supuestamentemás debía sufrir la ideología delconductor se llamaba Adi, sólo queél, al contrario que las demás

personas de esta historia, nisiquiera intentaba correr tras elautobús, de puro vago que era y delo desesperado que estaba. El talAdi era ayudante de cocina en unpub-restaurante llamado Boca-Dos,el juego de palabras más logradoque su estúpido propietario habíasido capaz de encontrar. La comidade aquel sitio no era nada del otromundo, pero lo cierto es que Adiera una persona muy maja, tan majaque, a veces, cuando le salía unplato especialmente poco logrado,

lo servía él en persona a la mesaque correspondiera y pedíadisculpas. Fue durante una de esasdisculpas cuando encontró lafelicidad, o, por lo menos, laposibilidad de ser feliz, en la formade una chica tan encantadora queintentó terminarse hasta el últimotrozo del rosbif que Adi le habíapreparado para que él no se sintieramal. Y eso que la chica no quisodecirle cómo se llamaba ni darle sunúmero de teléfono, aunque fue losuficientemente dulce como para

acceder a quedar con él al díasiguiente, a las cinco, en un lugarfijado de antemano, en el delfinario,para ser más exactos. Adi tenía una enfermedad, unaenfermedad que le había hechoperderse varias cosas en la vida.No era esa clase de enfermedadesque hacen que se te inflamen lasamígdalas o cosas por el estilo,pero aun así le había causado a Adimucho daño. La enfermedad esahacía que Adi durmiera siemprediez minutos de más, y no había

despertador que pudiera con ello.Por su culpa también llegaba todoslos días tarde al trabajo en el Boca-Dos, por su culpa y por culpa denuestro conductor, ese que preferíael bien común a los elogios y lasbuenas palabras que pudierandedicarle. Sólo que en esta ocasión,como se trataba de la felicidad, Adidecidió vencer la enfermedad y, enlugar de dormir la siesta,permanecer despierto viendo latele. Para más seguridad, esta vezquiso ser tajante y se puso no un

reloj sino tres, y además llamó alservicio de despertador telefónico.Pero la enfermedad esa eraincurable, y Adi se quedó dormidocomo un bebé frente al canalinfantil para despertarsecompletamente bañado en sudor enmedio del ensordecedor alarido deun trillón de relojes con diezminutos de retraso. Adi salió a lacalle con la ropa con la que habíadormido y echó a correr endirección a la parada del autobús.Ya no recordaba lo que era correr,

así que los pies se armaban un pocode lío cada vez que dejaban laacera. La última vez que habíacorrido en su vida había sido antesde descubrir que uno se podíaescapar de la clase de gimnasia, yeso fue más o menos en sexto, sóloque, al contrario que en aquellasclases de gimnasia, esta vez corríacon todas sus fuerzas, porque ahoratenía algo que perder, de maneraque tanto los dolores que sentía enel pecho como los pitidos debidos alos cigarrillos Noblesse le parecían

una nimiedad en medio de sucarrera en pos de la felicidad. Enrealidad, todo le parecía unanimiedad, excepto nuestroconductor, que acababa de cerrar lapuerta y empezaba a alejarse de laparada. El conductor vio a Adi porel espejo retrovisor, pero, como yase ha dicho, tenía una ideología; unaideología muy lógica que más quenada se basaba en la búsqueda de lajusticia y la equidad más simples.Sólo que a Adi poco le importabaesa equidad la primera vez en la

vida en que de verdad quería llegara tiempo a un sitio, y por eso siguiócorriendo tras el autobús, a pesarde que no tenía posibilidad algunade alcanzarlo. Pero,repentinamente, la suerte de Adidecidió acudir en su ayuda, aunquesólo a medias, porque cien metrosdespués de la parada había unsemáforo, y éste, un segundo antesde que el autobús llegara, se pusoen rojo. Adi consiguió alcanzar elautobús y arrastrarse hasta la puertadel conductor. Ni siquiera golpeó el

cristal, por falta de fuerzas, sinoque se limitó a mirar al conductorcon los ojos húmedos y se hincó derodillas, resollando en medio de suasfixia. Eso le recordó al conductoralgo de hacía mucho tiempo, cuandotodavía no quería ser conductor deautobús sino que quería ser Dios.Ese recuerdo era un poco triste,porque al final el conductor nopudo ser Dios, aunque también eraalegre, porque había llegado a serconductor de autobús, que era lasegunda cosa que más deseaba ser.

Y de repente el conductor se acordóde aquel tiempo en que se habíaprometido que, si finalmentellegaba a ser Dios, sería clemente ymisericordioso y escucharía a todassus criaturas, así que, cuando desdelas alturas de su asiento-trono dechófer vio a Adi arrodillado en elasfalto, ya no pudo más y, a pesarde todas sus ideologías y de susansias de equidad, le abrió lapuerta. Entonces Adi subió y nisiquiera le dio las gracias porqueestaba sin aliento.

Llegados a este punto, lo mejorque se podría hacer sería dejar deseguir leyendo esta historia, porque,a pesar de que Adi llegó a tiempoal delfinario, al final no pudoalcanzar la felicidad, por la sencillarazón de que la chica ya teníanovio. Sólo que, como era tan maja,no le había parecido correctodecírselo a Adi, y había preferidodarle plantón. Adi la estuvoesperando durante casi dos horas enel banco donde habían quedado. Enel tiempo que estuvo allí sentado le

pasaron por la mente todo tipo depensamientos deprimentes sobre lavida y después se quedó mirando lapuesta de sol, que resultórelativamente bonita, mientras seimaginaba las agujetas que tendríaal cabo de un rato. En el camino devuelta, cuando realmente se moríaya de ganas de llegar a casa, vio alo lejos el autobús que se detenía enla parada para soltar a un grupo depasajeros, y supo que, aunquetodavía le quedaran fuerzas y ganas,jamás conseguiría alcanzarlo. Así

que siguió andando despacio,sintiendo un millón de músculoscansados a cada paso, y, cuandofinalmente llegó a la parada, vioque el autobús seguía allí,esperándolo. Porque el conductor, apesar de los murmullos de enojo yde las quejas airadas de lospasajeros, esperó a que Adimontara y no pisó el pedal delacelerador hasta que aquél huboencontrado asiento. Y, cuandoarrancaron, le guiñó el ojo a Adicon tristeza a través del espejo

retrovisor, haciendo que todo aquelasunto se convirtiera para él en algocasi soportable.

La chaladura deNimrod Miron pierde el juicio En todo lo que concierne alproblema de Miron hay división deopiniones, como suele decirse. Losmédicos creen que se trata de untrauma de la época del serviciomilitar que ha vuelto a aflorar de

repente en su cerebro, como cuandoun zurullo reflota de repente en lataza del váter mucho después dehaber tirado uno de la cadena. Suspadres están empeñados en quetodo le viene de los hongosalucinógenos que comió cuandoviajó por la India y que leconvirtieron los sesos en puragelatina. El chico que lo encontróallí y lo volvió a llevar a casa diceque todo es por culpa de una chicaholandesa que conoció enDharamsala y le rompió el corazón.

Pero Miron tiene su propia versión,según la cual el que lo ha metido entodo ese lío es Dios. Porque lotiene pegado al cerebro como unmurciélago, diciéndole esto,diciéndole lo otro, sea lo que seacon tal de discutir. Según Miron,tras la creación, Dios se pasó unoscuantos millones de años de lo mástranquilo hasta que de prontoapareció Miron cuestionándose unmontón de cosas y Dios empezó aponerse nervioso. Porque Diosenseguida se dio cuenta de que, a

diferencia del resto de lahumanidad, Miron no era ningúnpringao. Y es que bastaba con quese le dejara una rendija para queéste aprovechara para darle, y aDios, como bien es sabido, leencanta dar, pero no que le den, y loúltimo que se podía permitir eraque alguien le diera por saco, ymucho menos alguien como Miron,así que desde el instante en que sepercató no dejó de joder a Mironenviándole un auténtico batallón dedesgracias, desde pesadillas

nocturnas hasta chicas de lo másestrechas, y todo por ver si sederrumbaba. Los médicos nos han pedido a Uziy a mí que les ayudemos un pococon los antecedentes de Miron, yaque los tres nos conocemos desdeque nacimos. Nos han hecho todotipo de preguntas sobre el serviciomilitar, sobre cómo lo pasó allíMiron. Pero de la mayoría de lascosas ni nos acordamos, y de lopoco que sí, no se lo hemos contadoporque la verdad es que no

parecían muy simpáticos quedigamos, y le hemos oído a Mironunas historias realmente increíblessobre ellos. Después, en una de lasvisitas, Miron nos suplicó que lelleváramos hummus del restaurantedel malvado de Kerem, porque loque peor lleva es lo de la comidade ese sitio. —Hace ya tres semanas que estoyaquí —echó cuentas—, y con loscuatro meses de la India llevo casimedio año sin hummus. Os juro queno se lo deseo ni a mi peor

enemigo. Así que fuimos a buscárselo, peroel malvado no quiso ponérnoslo enuna pita para llevar. —Tiene que ser en plato —soltóentre dientes con su satánicamaldad y un tono indolente—, estono es un puesto callejero. Así que lo pedimos en plato y selo preparamos nosotros en una pita.Cuando volvimos, la madre deMiron estaba allí. A Uzi lo saludó,pero a mí no. Hace años que no medirige la palabra, por eso de que

cree que he sido yo el que haarrastrado a su hijo a las drogas.No le dimos el hummus mientrasella estuvo allí, porque temimosque se lo fuera a decir a losmédicos o algo así. De manera quenos quedamos esperando hasta quese marchó. Entretanto, las alubiasse enfriaron, pero a Miron leimportó un pimiento y se abalanzósobre la pita. Tres días después deeso le dieron el alta. Los médicosdijeron que había respondidosorprendentemente bien a la

medicación. Miron sigue empeñadoen que fue el hummus. Uzi también lo pierde En junio bajamos Miron y yo alSinaí. También Uzi tenía que haberido, pero en el último momento nosdejó plantados por no sé quéentrevista con un alemán de unacompañía dedicada a la altatecnología de Düsseldorf que podíallegar a conseguirle a su empresa un

proyecto millonario. Aquel viajedebía haber sido algo especial, unaespecie de acto solemne paracelebrar que a Miron ya no lotenían por loco, así que Uzi sesintió un poco incómodo pormostrarse tan infantilmenteinteresado en unas posiblesganancias, y nos prometió quedespués de la entrevista iría areunirse con nosotros. —Te apuesto lo que quieras a queno viene —me dijo Miron—. Esmás, te hago una apuesta doble: una,

que no va a venir, y dos, que dentrode tres meses se casa con laPatatona. No quise apostarme nada conMiron, porque lo que decía sonabadeprimente pero cierto. La Patatonaera el apodo secreto que lehabíamos puesto a la pelmaza noviade Uzi, que era además un hacha entodos los negocios de altatecnología que a Uzi le gustabatocar. Recuerdo que en una ocasiónnos preguntó por qué la llamábamosPatatona, y Miron le dijo algo

parecido a que tenía como unacáscara, pero que por dentroparecía comestible. Uzi no se loacabó de tragar, pero desdeentonces no volvió a preguntar. Si la vida es una fiesta, el Sinaí,no se puede negar, es lo másparecido a un chill out. E inclusoMiron y yo, que a diario nohacíamos prácticamente nada,advertíamos la tranquilidad mediozombi del lugar. En nuestra playahabía muchos chalados con los queMiron trataba de entrar en contacto

todo el rato con la pose del que haestado mucho tiempo por Oriente, yhasta funcionó un poco. Yo no teníafuerzas para eso, ni era ya capaz decoordinar mis movimientos, así queno hacía más que fumar y fumarmontones de hierba mirandofijamente el mar y dudando acercade si para comer pediría unpanqueque o me arriesgaría con unpescado. También seguía un pocodesde lejos lo que Miron hacía,para comprobar si de verdad secomportaba con normalidad.

Porque todavía tenía alguna salidaextraña, como cuando se le ocurrióempeñarse en cagar al lado delbungaló porque le daba pereza irhasta el restaurante. Aunque laverdad es que esas cosas tambiénlas hacía antes de que la locura loasaltara. —Creo que voy a enrollarme conaquella bajita del pirsin —me dijopor la noche, después devolver delrestaurante de la playa—. No medigas que no está buena. Los dos estábamos ahora allí

sentados, absolutamente flipaos ymirando el mar. —Para que lo sepas —le dije—,en todo este asunto de tu ingresoUzi y yo nos hemos hecho los duros,pero teníamos el culo encogido. Miron se quedó pensativo. —Es que fue todo muy raro, derepente empecé a oír voces,conversaciones, canciones. Comouna radio estropeada que no sabescómo apagar. Acabas por volverteloco, no tienes ni un segundo delucidez. Te lo juro, era como si

alguien estuviera intentandovolverme loco. Hasta que derepente todo paró —Miron dio laúltima calada y apagó la colilla enla arena—. Y te diré algo más —añadió—, sé que puede sonardemencial, pero creo que fueNimrod. Contra todo pronóstico, Uzi llegóal día siguiente. Lástima no haberaceptado la apuesta de Miron. Encuanto Uzi dejó la mochila en elbungaló, nos llevó a rastras alrestaurante, engulló unos calamares

y nos contó cómo el alemán, a finde cuentas, había resultado sermucho más primo de lo que habíaesperado, y que se sentía feliz deestar allí con nosotros, sus mejoresamigos, en el Sinaí, el lugar quemás amaba en el mundo. Despuésanduvo recorriendo la playa muyexcitado, llamando «¡hermano!» acualquier cosa que se moviera yabrazando a todo beduino o egipcioque no fuera lo bastante rápidocomo para zafarse de él. Cuandotambién se cansó de eso, se empeñó

en que jugáramos con él albackgammon, y después dehabernos ganado a los dos ganótambién a un beduino, a quien paraque purgara su vergonzosa derrotaobligó a arrastrarse por la playatras su calvo contrincante gritando: —¡Cuidado, chicas, que Abu-Calvo es imbatible! Miron intentó tranquilizarlo conuna calada, pero eso lo exaltó aúnmás. Intentó ligarse de una maneramuy agresiva a una turistaamericana cuarentona, se cansó al

cabo de un segundo, devoró trescrepes, nos dijo a Miron y a mí quele encantaba la paz que allí reinaba,pidió unos pinchitos y propuso quenos fuéramos los tres con su nuevoamigo beduino, que había resultadoser taxista, a jugar al casino deTaba. Miron estaba absolutamenteen contra, porque creía tenerposibilidades con la del pirsin,pero contra la plomífera insistenciade Uzi la calentura de Miron notenía forma de salirse con la suya. —Sí, sí, mucha broma —me dijo

mientras nos montábamos en el taxi—, pero se ha vueltocompletamente loco. En Taba, Abu-Calvo y el beduinoarrasaron el casino. Pasaban de unamesa a otra dejando tras de sícrupieres destrozados y tierracalcinada. Entre una jugada y laotra, Uzi se echaba al gaznategigantescos pedazos de pudin demanzana y tarta de nata. Miron y yoestábamos sentados pacientementeen un rincón, esperando a que secansara. Pero la verdad es que cada

vez estaba más animado. Despuésde que Uzi y el beduino hubieranacabado de humillar a todo elcasino y de repartirse las ganancias,nos fuimos en el taxi hasta el puestofronterizo. Miron y yo lerecordamos a Uzi que teníamos quevolver a los bungalós, pero él noquería ni oír hablar de ello. Para él,la noche no había hecho más quecomenzar, y aún podíamos haceruna parada en un par de localesnocturnos de Elat antes de regresar.Al despedirse del beduino le

entregó su tarjeta de visita y le diomás de ochenta besos. Mirontodavía intentó engatusar al beduinopara que nos devolviera a la playamientras Uzi continuaba su aventuraen solitario. Pero el beduino nosriñó porque le parecía que dejar aun amigo tan maravilloso comoAbu-Calvo en plena diversión erauna verdadera vergüenza, y aseguróque él se moría de ganas de seguircon nosotros, sólo que le estabaprohibido cruzar la frontera. Dichoesto nos besó también a nosotros, se

subió al taxi y desapareció. CuandoUzi se cansó de El Espiral nosfuimos al pub El Yate, y de allí a unhotel que se llamaba Blue algo, ysolamente entonces, después de queMiron y yo nos negáramos dosveces firmemente a llamar a lahabitación a unas chicas decompañía, solamente entonces Uzise echó boca abajo y se puso aroncar. Desde esa salida que hicimos alSinaí la empresa de Uzi empezó aprosperar cada vez más. Aparte del

pringao del alemán, Uzi encontródos primos más, un norteamericanoy un indio, y se diría que iba acomerse el mundo. Miron dijo queaquello no hacía más que demostrarlo locos que estaban todos aquelloshombres de negocios. Porqueprueba de ello era que, desde que aUzi se le había ido la olla, no habíadejado de ser cada día máspoderoso y competente. A veces todavía intentamosarrastrarlo a la playa o al billar,pero cuando lo conseguimos se

empeña tanto en repetirnos lo bienque se lo está pasando y lo muchoque nos divertimos juntos, y pasatanto tiempo leyendo mensajes en elmóvil, que cuando llevas una horacon él se te han quitado hasta lasganas de vivir. —No te preocupes, se le pasará—digo por intentar tranquilizar aMiron, mientras Uzi se encuentraabsorto en una conversacióntransatlántica justo cuando le toca aél darle a la bola. —Claro —dice Miron con el tono

de quien sabe de qué va la cosa,como ex loco que es—, y si esto dela locura va por turnos, después deél vas tú. El menda se descontrola Esta mañana me he despertadoterriblemente asustado. Como nosabía por qué, he pegado la espaldaal colchón y he procurado movermelo menos posible, intentandocomprender qué es lo que me daba

tantísimo miedo. Pero, a medidaque el tiempo pasaba y no lograbaaveriguar la causa, el temor nohacía más que aumentar. Así quetodavía continúo petrificado en lacama, diciéndome a mí mismo, ensegunda persona y en el tono mássosegado de que soy capaz:«Cálmate, tío, cálmate. Esto no esreal, todo está en tu cabeza». Peroel solo pensamiento de que esacosa, sea lo que sea, esté dentro demi cabeza me horroriza todavía milveces más. Decido pronunciar mi

nombre unas cuantas vecesseguidas. Seguro que metranquiliza. Sólo que, de pronto, minombre tampoco está. Y eso ya mesaca de mis casillas. Me arrastropor la casa en busca de algúnrecibo, de una carta, de algo en loque pueda aparecer mi nombre.Abro la puerta principal, la miropor fuera y veo una pegatina decolor naranja en la que pone: «¡Quetengas una vida delirantementefantástica!». En la escalera se oyenrisas de niños y el ruido de unos

pasos que se acercan; cierro lapuerta y me quedo apoyado en ella.No hay que ponerse nervioso,dentro de un momento me acordaré,o puede que no, quizá nunca hetenido un nombre. Sea como sea,ésa no es la razón por la que estoysudando tanto, por la que el pulsoparece estar a punto de hacermeestallar la cabeza, no es eso, setrata de otra cosa. «Cálmate»,vuelvo a susurrarme, «cálmate, tellames como te llames. Esto nopuede durar mucho, enseguida

acabará». Cuando me tranquilizo un pocollamo a Uzi y a Miron y quedo conellos en la playa. Como mucho haycuatrocientos metros desde mi casa,y me acuerdo perfectamente delcamino, aunque de repente todas lascalles me parecen otras y tengo queir mirando cómo se llaman paraasegurarme de que realmente setrata de ellas. Y no son sólo lascalles, todo me parece diferente,hasta el cielo está como arrugado ybajo.

—Ya te lo dije, que llegaría elmomento en que a ti también tepasaría —dice Miron, y chupa lafranja roja de su polo Pirulo—.Primero me volví loco yo y luegoUzi. —Yo no he estado nunca loco —protestó Uzi—, sólo perdí un pocoel norte. —Llámalo como quieras —continúa Miron—, ahora te hatocado a ti. —Ran tampoco está loco —empieza Uzi a calentarse—, ¿por

qué le metes esas cosas en lacabeza? —¿Ran? —pregunto—, ¿así escomo me llamo? —¿Sabes qué? —reconoce Uzi—,puede que sí esté algo loco, dameun poco. Miron le pasa el polo con laabsoluta seguridad de que ya no lovolverá a ver más. —Dime —pregunta—, ¿cuandoempezó no notaste como si tuvierasa otra persona en la cabeza? —No lo sé —vacilo—, puede

que sí. —Te lo digo —me susurra Miron,como si fuera un secreto—, yo sí lonoté y además me dijo unas cosasque sólo él sabía. Estoy seguro deque es Nimrod. La chaladura de Nimrod Hasta los doce años Nimrod fueuna mierda de persona. Un niñollorica al que, si no hubiese sido tumejor amigo, ya haría tiempo que le

habrías partido la cara. Pero unbuen día, un poco antes del BarMitzvah, le pusieron plantillas y, derepente, cambió por completo. Laverdad es que Miron, Uzi y yoéramos amigos de Nimrod desdehacía mucho, pero, desde quetambién era majo, hasta habíaempezado a resultar agradable estarcon él. Después, en el instituto, Uzi y yohicimos el bachillerato normal yMiron y Nimrod el nocturno, y conmucha playa. Después de eso vino

el ejército. A Miron lo reclutaronmedio año antes que a nosotros, asíque cuando llegamos él ya estaba losuficientemente maleado como paraconseguir que todos sirviéramos enla misma unidad de la Kiriah.Nimrod llamaba a aquello«CLUB»: «Cerca de La UbreBuena». La mayor parte del tiempo nohacíamos nada, fuera deholgazanear en la cantina, amenazara nuestros comandantes con que nosiríamos a quejar al defensor del

soldado y marcharnos a casa a lascinco. Aparte de eso, Uzi iba ahacer surf a la playa del Sheraton,yo me masturbabacompulsivamente, Miron hacía unoscursos en la universidad a distanciay Nimrod tenía novia. La novia deNimrod estaba buenísima y, comoexcepto él todos éramos vírgenes, anosotros nos parecía que estaba eltriple de buena. Recuerdo que unavez le pregunté a Miron,hipotéticamente, que haría si ellafuera a su casa y le pidiera que se

la metiera. Miron dijo que no losabía, pero que, lo hiciera o no, selamentaría de por vida, lo cual esuna respuesta muy bonita, aunque,como lo conozco, seguro que sehabría decidido por la opción deecharle un polvo y lamentarlodespués. Pero en el caso de Nimrod nisiquiera es que estuviera encoñado,sino que sencillamente se habíaenamorado de ella. Se llamabaNetta, que es un nombre que megusta hasta el día de hoy, y era

enfermera en el ambulatorio.Nimrod me dijo una vez que podíapasarse horas tendido en la camajunto a ella sin aburrirse y que elpunto que más placer le dabacuando ella le tocaba era ese lugarde la planta del pie donde todostienen un callo y él, sin embargo, lotenía completamente liso. En la Kiriah hacíamos guardiados veces al mes, y una vez cadados meses nos tocaba en sábado.Nimrod siempre se las arreglabapara que su turno cayera cuando

Netta estaba de guardia en elambulatorio, de manera que hastaen esos momentos estaban juntos.Al cabo de un año y medio ella lodejó. Fue una de esas separacionesraras, tanto que ella ni siquierapudo explicar el motivo y a Nimrodle empezó a dejar de importarcuándo le tocaban las guardias. Unsábado nos quedamos juntos en labase Miron, Nimrod y yo. Uzi sehabía escabullido falsificando unpermiso. Hacíamos guardia en lamisma patrulla, Miron la primera,

Nimrod la segunda y yo la tercera,y, antes de que me diera tiempo arelevarlo, entró en la habitación unhorrorizado comandante diciendoque el que estaba de guardia sehabía metido un balazo en lacabeza. Segunda vuelta La segunda vez que Mironenloqueció resultó ya mucho másagradable. No le dijimos una

palabra a sus padres, y yo me fui avivir con él hasta que se le pasó. Lamayor parte del tiempo estuvo ensilencio, sentado en un rincón yescribiendo para sí una especie delibro que, a largo plazo, deberíareemplazar a la Biblia. A veces,cuando se terminaban las cervezasde la nevera o los cigarrillos, meinsultaba un poco, con rabia, y medecía que yo era un demonio que lehabían enviado en forma de amigopara atormentarlo. Pero, aparte deeso, era perfectamente soportable.

Uzi, por el contrario, se tomó sularga temporada de cordura muy apecho. Aunque no lo quisierareconocer, parecía como si laboyante empresa internacional quetenía le rezumara por todos losporos. Por el motivo que fuera,cuando le atacaba la chaladura teníamucha más capacidad para escribirtodo tipo de documentos formales yasistir a reuniones aburridas, asíque, ahora que estaba un poco másequilibrado, todo ese asunto de serun hombre de negocios le molaba

menos. A pesar de ello, parecía quesu empresa cotizaría en bolsa encualquier momento, y él arañaríaunos cuantos millones en un abrir ycerrar de ojos. A mí medespidieron de otro trabajo más, yMiron, en uno de sus momentos delucidez por falta de cervezas ycigarrillos Noblesse, me dijo queera él quien se había encargado deque me despidieran utilizando susinfalibles poderes mentales. No losé, puede que sea verdad que todosesos trabajos no sean lo mío, y que

lo que sencillamente tengo quehacer es esperar pacientemente aque Uzi haga fortuna y me dé unpoco de dinero. La segunda vez que Uzi empezó aperder el juicio fue para mí laprueba definitiva de que se tratabade una especie de rueda, y entoncesempecé ya a ponerme nervioso,porque sabía que el próximo seríayo. Miron, que había vuelto atranquilizarse, seguía insistiendo enque todo aquello tenía algo que vercon Nimrod.

—No sé qué es lo que quiereexactamente, quizá que lovenguemos o algo así. En cualquiercaso, hasta que no hagamos lo quesea no creo que nos deje en paz. —¿Vengar qué? —le espeté aMiron—, si Nimrod se suicidó. —¿De dónde te has sacado túeso? —insistió Miron—. ¿Y si loasesinaron? Además, puede que nosea exactamente vengarlo, sinosimplemente algo que quiere quehagamos para que él puedafinalmente descansar. Ya sabes,

como en las películas de terror, quealguien pone un puesto de pipasencima de la tumba de otro y hastaque no lo quitan de allí su espírituno encuentra descanso. Al final la cosa acabó con queMiron y yo fuimos a Kiriat-Shaul acomprobar que ningún listilloestuviera por casualidad vendiendoagua mineral y Coca-Cola sobre latumba de Nimrod. La única razónpor la que accedí a ir allí conMiron fue porque me ponía muynervioso pensar que el próximo iba

a ser yo. Y la verdad es que, de lostres, a mí me tocó comerme lachaladura más desagradable. La tumba de Nimrod estabaexactamente igual que siempre.Hacía ya seis años que no habíamosido. Al principio, para losaniversarios, su madre todavía nosllamaba. Pero, con todos esosrabinos militares y esas estúpidasviejas que venían año tras año, nonos hacía precisamente muchagracia volver. Siempre nosdecíamos que iríamos otro día, en

una especie de aniversario de losamigos, pero luego lo íbamosdejando. La última vez quehablamos de ello, Uzi dijo que, enrealidad, cada vez que íbamosjuntos al billar, al cine osimplemente a un bar, también eracomo recordar a Nimrod, porquecuando los tres estábamos juntos,aunque no pensáramos en él, élestaba allí. A Miron y a mí nos costó por lomenos una hora encontrar la tumba,y nos pareció que estaba muy

cuidada, limpia, con unas cuantaspiedrecitas colocadas encima comoprueba de que alguien la habíavisitado no hacía mucho. Miré lasfechas de la lápida y pensé en queyo, uf, estaba a punto de cumplir lostreinta y Nimrod no tenía nidiecinueve. Me resultó muyextraño, porque por alguna razónsiempre que pienso en él lo veocomo de mi edad, cuando enrealidad yo ya me estoy quedandocalvo y él es todavía casi un niño.Al salir echamos las kipás de

cartón en la caja*, que estaba juntoa la verja, y Miron me dijo que nose le ocurría nada más, pero queaún podíamos hacer una sesión deespiritismo. Fuera del cementerio,al otro lado de la valla, había ungato gordo y peludo masticando unpedazo de carne. Lo miré y élpareció darse cuenta, porque apartóla vista de la carne y me mirósonriente. La sonrisa era perversa,llena de maldad, y después volvió aponerse a masticar la carne sinquitarme los ojos de encima. Noté

cómo el miedo empezaba a fluir pormi cuerpo, desde la parte más duradel cerebro hasta la más blanda delos huesos. Miron ni siquieraadvirtió que algo me pasaba, asíque seguía hablando.«Tranquilízate, Ran», me dije, y elhecho de acordarme de cómo mellamaba me puso tan contento quecasi se me saltan las lágrimas,«respira hondo, no te vengas abajo.Sea lo que sea, enseguida se tepasará». En ese mismo instante, enel apestoso despacho de un bufete

de abogados de Petah-Tikva, Uzi seacobardó y no se atrevió a estamparsu firma en un contrato que lehabría reportado a un desconocidogrupo de inversores polaco eltreinta por ciento de las acciones desu empresa a cambio de un millón ymedio de dólares. Sólo con quehubiera seguido estando chalado uncuarto de hora más, nos habríapodido llevar a nosotros y a suPatatona a un crucero por el Caribe,pero en lugar de eso volvió dePetah-Tikva a casa en un taxi

colectivo de la línea 54 con untaxista demente que no quería ponerel aire acondicionado. Tralarí, tralará Cuando Uzi nos comunicó que seiba a casar con la Patatona, nisiquiera intentamos discutir. Poralguna razón sabíamos que acabaríapor ocurrir. Uzi nos mintió diciendoque había sido idea suya y que lohacía, sobre todo, para que en el

banco le concedieran la hipotecapara el piso que tenía pensadocomprarse de todos modos en unmoshav* cerca de Natania. —Pero ¿cómo puedes casarte conella? —intentó Miron hacerle ver,aunque sin demasiado entusiasmo—, si ni siquiera la quieres. —¿Por qué dices que no laquiero? —protestó Uzi—.Llevamos ya tres años juntos, y¿sabes que nunca le he sido infiel? —Pero no es porque la ames —dijo Miron—, sino porque no te lo

has sabido montar bien. Precisamente estábamos jugandoal billar, y Uzi nos dio una paliza alos dos con unos golpes fabulososde pura chorra, como si hubieradecidido sacar el máximo provechode la poca suerte que le quedaba,deprisa, antes de que se le agotaradel todo. En la mesa no quedabamás que la bola negra, y le tocaba aUzi. —Vamos a hacer una apuesta —le propuse a la desesperada—, siahora metes la negra, Miron y yo

dejaremos para siempre de llamarla«Patatona», pero si fallas, dejastoda esa historia de la boda por unaño. —No estoy dispuesto a apostarmenada por algo que tenga que ver conlos sentimientos —dijo Uzi, e hizorodar la bola negra por el agujeromás cercano con un certero golpe—. Además —sonrió—, ya esimposible, porque hemos hechoimprimir las invitaciones. —¿Cómo se te ocurre proponerleuna apuesta como ésa? —me echó

después la bronca Miron—, pero¡si era un tiro de lo más fácil! Hasta que llegó el día señalado, aUzi le dio tiempo de estar loco dosveces, y las dos dijo que iba aanularlo todo, pero enseguida searrepentía. Yo, entretanto, me quedéa vivir en el piso de Miron. Ahora,como la mayor parte del tiempoestábamos chalados, era mucho másagradable vivir juntos. Además,tampoco es que yo tuviera dinerocomo para mantener un piso. Mironle robó a Uzi un paquete gigantesco

de invitaciones de boda, y con ellasnos hacíamos los filtros para losporros. —¿Cómo te puedes casar conalguien que tiene una madre que sellama Tirtsa? —le decía a Uzi cadavez que nos sentábamos a fumarjuntos, y Uzi se limitaba a mirarfijamente el techo y a reírse con surisa de colgado. La verdad es quehasta yo, que en ese asunto estabade parte de Miron, me daba cuentade que aquello no era realmente unbuen argumento.

Tres días antes de la bodahicimos una sesión de espiritismo.Compramos un hule de colorceleste, escribí en él con unrotulador negro todas las letras yMiron trajo de la cocina un vaso decafé de cristal, de esos corrientes, ydijo que lo tenía desde hacíamuchísimo tiempo, de casa de suspadres, y que seguro que Nimrodhabía bebido de él. Apagamostodas las luces de la casa ycolocamos el vaso en medio de lagüija. Todos pusimos un dedo en el

vaso y esperamos. Al cabo de cincominutos Uzi dijo que estaba harto yque se estaba cagando; encendió lasluces del salón, encontró unperiódico deportivo de hacía unasemana y se encerró con él en elváter. Mientras, Miron y yo nosfumamos un cigarrillo. Le preguntéa Miron qué pensaba que habríasucedido si aquello hubierafuncionado y el vaso se hubieramovido. Pero Miron se enfadó ydijo que de momento no habíapasado nada porque Uzi enseguida

se aburría de todo, pero que eso noquería decir que no fuera a pasarnada. Después de que Uzi salierapor fin del váter, Miron volvió aapagar las luces y nos pidió que nosconcentráramos. Volvimos a ponerel dedo y esperamos. No pasabanada. Miron se empeñaba en que losiguiéramos intentando, y nosotrosno estábamos dispuestos a discutircon él. Al cabo de unos cuantosminutos el vaso empezó a moverse.Al principio despacito, perodespués de unos segundos tomó

impulso y empezó a bailaralocadamente por toda la güija.Miron dejó el dedo sobre élmientras anotaba con la otra manolas letras en las que se ibadeteniendo. «T-r-a-l-a-r-í T-r-a-l-a-r-á», balbucía el vaso, paradespués detenerse tranquilamenteen el signo de exclamación queestaba en el extremo derecho delhule. Nos quedamos esperando unpoco más, pero no pasó nada. Uziencendió la luz. —¿Conque T-r-a-l-a-r-í T-r-a-l-

a-r-á, eh? —dijo furioso—. Pero¿dónde estamos?, ¿en el parvulario?Has sido tú el que lo ha movido,Miron, así que no te las quieras darahora de agente Mulder. ¿T-r-a-l-a-r-í T-r-al-a-r-á? ¡La puta que teparió! Bueno, estoy muerto decansancio, me he levantado a lassiete. Me voy a dormir a casa deLiraz. Liraz era como se llamaba laPatatona, y vivía muy cerca. Mironseguía observando fijamente lasletras que estaban apuntadas en la

hoja incluso cuando Uzi ya se habíaido y yo me había puesto a leer elperiódico deportivo que Uzi sehabía llevado al váter, y cuando melo leí entero le dije a Miron que meiba a la piltra. Miron dijo queestupendo, pero que antes queríaque volviéramos a intentar lo delvaso, porque por más vueltas que ledaba, eso del T-r-a-l-a-r-í T-r-a-l-a-r-á no le decía nada. Así queapagamos la luz otra vez y pusimosel dedo. En esta ocasión empezó amoverse de inmediato y Miron

apuntó las letras. «N-o-m-e-d-e-j-é-is-s-o-l-o», dijo el vaso, y despuésvolvió a detenerse. Parabienes La boda en sí resultó impactante,con un rabino que se creía unshowman y un pinchadiscos queponía a Bryan Ferry y a DavidDaor. Miron conoció a una chicacon una voz un poco estridente peroque tenía un cuerpazo. Tras la

ceremonia, hasta consiguió ponernervioso a Uzi por un momentocuando le dijo que el vaso queacababa de romper era el vaso dela güija de Nimrod. A mí,entretanto, me asaltó uno de misataques de pánico y vomité en elváter unos dos kilos deempanadillas de espinacas. Esa misma noche Uzi y suPatatona se fueron de luna de miel alas islas Seychelles. Miron y yo nosquedamos en la terraza tomandocafé. Ahora Miron hacía otro

numerito, y es que, cuandopreparaba café, siempre lepreparaba un nescafé a Nimrod enel vaso de la sesión de espiritismoy lo ponía en la mesa, como si de lacopa de Elías se tratara, y, despuésde que nosotros hubiéramosacabado de tomarnos el café, el deNimrod lo tiraba por el fregadero.Miron imitaba al pinchadiscos y yome reía. Aunque la verdad era quelos dos estábamos tristísimos. Senos podía acusar de chauvinistas,interesados, egocéntricos, muchas

cosas, pero lo cierto era que lamovida de la boda nos pesabacomo si nos hubieran echadoencima veinte toneladas. Le pedí aMiron que me leyera algún capítulode ese libro suyo, el que escribecuando está loco y se supone que vaa sustituir a la Biblia. La verdad esque ya se lo había pedido un millónde veces y él nunca había queridoleérmelo. Cuando está loco tienemiedo de que le roben las ideas, y,cuando está cuerdo, simplemente leda vergüenza.

—Joder —le dije—, léeme sóloun trocito, como si me leyeras uncuento antes de dormir. Y, de puro deprimido que estaba,Miron accedió y sacó del cajón delos zapatos aquellos folios suyostodos garabateados. Antes deponerse a leer, me miró y dijo: —Ya sabes que ahora sóloquedamos dos. Es decir, Uziseguirá siendo amigo nuestro y todoeso, pero ya no estará en lo delrollo de Nimrod. —¿Y tú cómo lo sabes? —

protesté yo, a pesar de que en mifuero interno sabía que tenía razón. —Escucha lo que te voy a decir—dijo Miron—, hasta Nimrod sabeque no está bien atacar así a alguienque está casado. Tampoco estásiempre bien que nos estévolviendo locos a nosotros, pero élno vendría a visitarnos si noestuviera seguro de que a nosotrosno nos importa que lo haga. No haynada que hacer, nos hemos quedadosolos, Ran, y sólo estaremos tú yyo, semana tras semana, como

custodios. Miron cogió los papeles y seaclaró la garganta, como un locutorque se hubiera atragantado a mitadde una noticia. —¿Y si de repente se fuera unode nosotros? —le pregunté. —¿Irse? —alzó confuso la cabezade sus folios—, ¿adónde? —¡Y yo qué sé! —le sonreí—, lohe dicho por decir. Imagina quemañana me tira los tejos por lacalle el chocho de mi vida, nosenamoramos y me caso con ella.

Entonces te quedarías con Nimrod ysu chaladura a tiempo completo,solo. —¡Jo! —dijo Miron terminándosede un trago lo que le quedaba delcafé—, menos mal que eresfeísimo.

El cóctel delInfierno HAY un pueblo en Uzbekistán quefue construido justo a las puertasdel Infierno. Allí, la tierra espésima para la agricultura, lascanteras tampoco es que sean grancosa, y el poco dinero que la genteconsigue arañar proviene,principalmente, del turismo. Ycuando digo turismo no me refiero aamericanos ricos con camisas

hawaianas, ni a sonrientesjaponeses fotografiando todoaquello que se mueve. ¿Qué iban aquerer buscar ellos en un lugarperdido como Uzbekistán? Elturismo al que me refiero es unturismo interior. Pero de lo másinterior. Las personas que salen delInfierno son muy diferentes entre sí,de manera que resulta difícilcaracterizarlas. Gordos / flacos,con bigote / sin bigote, un públicomuy variado. Si hay algo en común

entre ellos es precisamente sucomportamiento. Son todos muytranquilos, educadísimos. Muylegales con el dinero. Nuncaintentan regatear en el precio. Ysiempre saben exactamente lo quequieren, sin apenas titubeos. Entrany preguntan cuánto. Me lo llevo / nome lo llevo, y ya está. Son turistasde paso. Se quedan sólo un día ydespués regresan al Infierno. Ynunca verás al mismo huésped dosveces, porque no salen más que unavez cada siglo. Así es, ésa es su

norma. Al igual que en lainstrucción militar se libra unsábado de cada tres y en la guardiale está permitido a uno sentarsecinco minutos cada hora, a loshabitantes del Infierno se lesconcede un día de fiesta cada cienaños. Si en su momento existió unarazón para ello, hoy ya nadie larecuerda, y se ha convertido másbien en una especie de statu quo. Ana ya ni podía recordar desdecuándo trabajaba en el ultramarinosde su abuelo. Aparte de los

lugareños del pueblo, no habíamuchos clientes, pero cada ciertotiempo entraba alguien quedesprendía olor a azufre y pedíauna cajetilla de cigarrillos,chocolate o lo que fuera. Algunosde ellos pedían cosas que por lovisto nunca habían conocido, peroque habían oído nombrar a otraalma pecadora. Y así era como losveía luchar con una lata de Coca-Cola, intentar comerse el queso conel plástico y cosas parecidas. Aveces intentaba hablar con ellos,

entablar cierta amistad, pero ellosnunca sabían uzbeco o comoquieraque se llame la lengua que ellahablaba. Al final, la cosa siempreterminaba con que se apuntaba a símisma con el dedo y decía: «Ana»,y ellos hacían lo mismo,murmurando: «Klaus», o «SoYung» o «Nisim»; pagaban yseguían su camino. A veces los veíamás tarde, por la noche, dandovueltas por la calle o sentados en laacera, mirando fijamente laoscuridad que se les iba echando

encima demasiado deprisa, y al díasiguiente ya no los volvía a ver. Suabuelo, que padecía una raraenfermedad que no le dejaba dormirmás de una hora por noche, lecontaba cómo los veía bajar deregreso hacia la puerta del Infierno,que estaba pero que muy cerca de laterraza de ellos. Desde esa terrazael abuelo había visto al padre deAna, que fue un tipo aborrecibledonde los haya, bajando tambiénhacia la entrada, completamenteborracho y cantando una canción

particularmente obscena. Dentro denoventa años y pico también élvolvería por un día. Da risa, pero podría decirse queesas personas eran lo másinteresante de la vida de Ana. Susrostros, esas divertidas ropas, susintentos por adivinar qué cosaespantosa habrían hecho para haberacabado en el Infierno. Porque laverdad es que, aparte de eso, allí noocurría nada de nada. A veces,cuando estaba aburrida en la tienda,se ponía a adivinar cómo sería el

siguiente pecador que entraría porla puerta. Siempre intentabaimaginárselos muy guapos ychistosos. Y lo cierto es que unavez cada equis semanas entrabaalgún tío bueno de los que quitan elhipo o alguien que se empeñaba encomerse una lata de conservas sinabrirla antes, y su abuelo y ellatenían de que hablar durante días. En una ocasión llegó un chico tanguapo que Ana habría podidotirárselo allí mismo. El chico esecompró vino blanco, gaseosa y todo

tipo de especias picantes, y Ana, enlugar de hacerle la cuenta, loarrastró de la mano hacia su casa, yél, sin entender palabra, la siguió ylo intentó todo lo que pudo, perollegados al punto en que ambostenían ya claro que sencillamente nolo iba a conseguir, Ana lo abrazó yle brindó su mayor sonrisa para quecomprendiera que no importabademasiado. Pero de nada sirvió,porque él siguió llorando hasta porla mañana. Desde el momento enque él se fue, Ana rezó todas las

noches para que regresara y todofuera diferente. Rezaba más por élque por ella. Cuando se lo contó asu abuelo, éste sonrió y le dijo quetenía muy buen corazón. Dos meses después de haberseido, el chico regresó. Entró en latienda y compró un bocadillo desalchichas, y cuando Ana le sonrióél le devolvió la sonrisa. Su abuelole dijo que no podía ser el mismo,porque sabido era que salían depermiso solamente una vez cadacien años, así que probablemente se

trataba de un hermano gemelo oalgo así, y ella tampoco estabasegura de que fuera la mismapersona. De cualquier forma,cuando hicieron el amor todo fuemuy bien, se le veía muy feliz y aella también. De repente Anacomprendió que quizá no habíaestado rezando sólo por él.Después, el chico entró en lacocina, encontró la bolsa que habíadejado allí con la gaseosa, lasespecias y el vino, lo cogió todo ypreparó para los dos una especie de

bebida a la vez efervescente,picante, fría y con sabor a vino,como un cóctel del Infierno. Al final de la noche, cuando sevistió para marcharse, ella le pidióque no lo hiciera, pero él abrió losbrazos como para hacerle entenderque no tenía otra alternativa.Después de haberse ido, Ana rezópara que volviera por tercera vez,si es que realmente era él, y, si no,que regresara alguien losuficientemente parecido como paraque ella pudiera confundirlo de

nuevo. Y al cabo de unas pocassemanas, cuando Ana empezó avomitar, se puso a rezar para quefuera un niño. Pero resultó ser sóloun virus. Por aquel tiempo lasgentes del pueblo habían empezadoa hablar de que se planeaba cerrarla puerta del Infierno, sellarla,desde dentro. A Ana la asustaronmucho todos esos comentarios, peroel abuelo le dijo que aquello noeran más que habladurías de unagente que se aburría. —No tienes por qué preocuparte

—le sonrió—, esa puerta hace yatantísimo tiempo que existe que nohay diablo ni ángel que vaya aatreverse a cerrarla. Ana le creyó, excepto una noche,recordaba, cuando tuvo lasensación, y eso que no dormía, deque la puerta ya no estaba, por loque salió corriendo afuera encamisón y se alegró al descubrirque seguía allí. Y en ese momento,lo recordaba muy bien, hubo uninstante en el que quiso entrar porella. Notó como si la aspiraran,

quizá por amor a aquel muchacho, opor nostalgia de su padre, que habíasido un canalla, o puede que, sobretodo, porque no quería quedarsesola en aquel aburridísmo pueblo.Pegó la oreja contra el frío vientoque golpeaba la puerta. A lo lejospodía oír el eco de gente gritando ode agua borboteando, no podíasaberse exactamente qué era. Elruido parecía venir de muy lejos.Al final se volvió a la cama adormir, y unos días después lapuerta realmente desapareció. El

Infierno seguía estando allí debajo,pero ya nadie salía de él. Después de que la puertadesapareciera fue más difícilganarse la vida y todo se hizo máscansino e indolente. Ana se casócon el hijo de los dueños de lapescadería y los dos negocios sefundieron en uno. Tuvo varios hijosy le gustaba contarles cuentos,sobre todo acerca de aquellasgentes que antes llegaban a la tiendacon olor a azufre. Esos cuentos lesdaban tanto miedo que los niños se

echaban a llorar, pero, a pesar deello, y quién sabe por qué, ella seempeñaba en seguir contándoselos.

Útero EL día de mi quinto cumpleañosle detectaron a mi madre un cáncery los médicos dijeron que le teníanque extirpar el útero. Fue un díamuy triste. Nos fuimos todos alhospital en el Subaru de papá y nosquedamos esperando hasta que elmédico salió del quirófano conlágrimas en los ojos. —En mi vida había visto un úterotan bello —dijo, al tiempo que se

retiraba la mascarilla blanca de lacara—, me siento como si fuera unasesino. Y es que mi madre teníarealmente un útero precioso. Tanprecioso que el hospital lo donó aun museo. Así que un sábado nosfuimos todos a visitarlo y mi tío noshizo una foto junto a él. Paraentonces mi padre ya no estaba enel país. Se había divorciado de mimadre el día después de laoperación. —Una mujer sin útero no es una

mujer, y un hombre que se quedacon una mujer que no es una mujerdeja de ser un hombre —nos dijo ami hermano y a mí un segundo antesde coger un avión para Alaska—.Cuando seáis mayores, loentenderéis. La sala en la que estaba expuestoel útero de mamá se encontrabacompletamente a oscuras. La únicafuente de luz provenía del propioútero, que desprendía una claridaddifusa, como el interior de un aviónen un vuelo nocturno. En las fotos

no parecía gran cosa, a causa delflas, pero cuando lo vi al naturalcomprendí perfectamente por quéhabía llorado el médico. —Vosotros habéis salido de ahí—dijo mi tío señalándolo—, comounos príncipes vivíais ahí dentro,creedme. ¡Qué madre tenéis, quémadre! Al final mi madre murió, y es queal final todas las madres mueren. Ymi padre se convirtió en un famosoestudioso del Polo Norte y un grancazador de ballenas. Las chicas con

las que yo salía siempre se ofendíancuando les examinaba la matriz,porque les parecía que estaban enla consulta del ginecólogo, que noes precisamente de lo másromántico. Pero una de ellas, unaque estaba muy bien formada,accedió a casarse conmigo. Yo lespegaba mucho a nuestros hijos,desde bebés, porque su llanto meponía de los nervios. Y la verdades que ellos aprendían la lección ydejaban de llorar para siempre apartir de los nueve meses, e incluso

antes. Al principio los llevaba eldía de su cumpleaños al museo paraenseñarles el útero de su abuela,pero como no parecíaimpresionarles demasiado y mimujer se ponía frenética, poco apoco me fui inclinando porllevarlos a ver películas dobladas. Cierto día, la grúa se llevó micoche y, como el depósito de lapolicía municipal estaba al lado delmuseo, decidí entrar. El útero noestaba en su lugar habitual, sino quelo habían trasladado a una sala

secundaria llena de cuadrosantiguos, y al observarlo de cercavi que estaba totalmente recubiertode puntitos verdes. Le pregunté alvigilante por qué nadie lo limpiaba,pero él se limitó a encogerse dehombros. Le supliqué alconservador del museo que mepermitiera limpiarlo a mí, si notenía personal suficiente parahacerlo. Pero él, malévolamente, senegó a ello y me recordó que yo nopodía tocar ningún objeto porque notrabajaba allí. Mi mujer dijo que el

museo tenía toda la razón y queademás le parecía demencial tenerexpuesto un útero en una instituciónpública, y encima en un lugar por elque pasaban niños. Yo, por elcontrario, no podía pensar en otracosa. En mi interior sabía que, si noforzaba la puerta del museo, robabael útero y me ocupaba de él, dejaríade ser el que era. Como mi padreaquella noche en la escalerilla delavión, supe exactamente lo quetenía que hacer. Dos días despuéscogí la camioneta de la empresa

donde trabajo y llegué al museocuando iban a cerrar. Las salas seencontraban desiertas, pero aunqueme hubiera encontrado con alguienno me habría preocupado lo másmínimo. En esta ocasión ibaarmado, aparte de que tenía un planexcelente. El único problema con elque me topé fue con que el úteropropiamente dicho habíadesaparecido. El conservador delmuseo se sorprendió bastante alverme, pero cuando le metí elcañón de mi nuevo revólver Jericó

bien hondo en el gaznate seapresuró a informarme de milamores. El útero había sidovendido un día antes a un filántropojudío que había pedido que se loenviaran a uno de los centros de lacomunidad judía de Alaska. Por elcamino había sido robado en altamar por algunos miembros de unaorganización ecologista local. Estaorganización había emitido uncomunicado a la prensa en el quedeclaraba que no era justo que elútero permaneciera en cautiverio y

por ello había decidido liberarlo enel seno de la naturaleza. Esaorganización ecologista, según laagencia Reuters, estaba consideradacomo muy extremista y peligrosa yoperaba desde un buque pirata almando de un cazador de ballenasredimido. Le di las gracias alencargado y devolví la pistola a sufunda. Durante todo el camino deregreso a casa me encontré con lossemáforos en rojo. Navegué entrelos carriles sin hacer uso de losretrovisores y esforzándome por

hacer desaparecer el nudo quehabía decidido instalarse en migarganta. Intenté imaginarme elútero de mi madre en medio de uncampo verde cubierto de rocío, onadando en el océano rodeado dedelfines y de atunes.

PizzeríaKamikaze CREO que ella lloró en mientierro; no es que quiera dármelasde listo pero estoy casi seguro deello. A veces hasta consigoimaginarme cómo le habla de mí, demi muerte, a alguien cercano a ella.De cómo me bajaron a la tumba, tanmenudo y desamparado, como unatableta de chocolate rancio. Decómo, en realidad, nunca llegamos

a hacerlo del todo. Y después deeso él se la folla brindándole unpolvazo que es todo consuelo.

Capítulo primero En el que Haim encuentra trabajoy un pub como Dios manda DOS días después de habermesuicidado he encontrado trabajo enuna pizzería que se llama Kamikazey que forma parte de una cadena. Elencargado de los turnos se haportado muy bien conmigo y me haayudado además a encontrar un pisocompartido con un alemán que

trabaja en el mismo sitio. El trabajono es gran cosa, pero comoocupación temporal no está nadamal, y en cuanto a este lugar, nosé... Siempre que se hablaba de lavida después de la muerte, de loque habría, de lo que no, y de cosaspor el estilo, yo nunca tenía unaopinión clara. Lo que sí es seguroes que cuando pensaba que sí habíaalgo, siempre me imaginaba quehabría unos sonidos como los de unsónar, y personas flotando por elespacio, mientras que esto, no sé

cómo expresarlo, a lo que más merecuerda es a la calle Allenby. Micompañero de piso, el alemán, meha dicho que este lugar es exactito aFráncfort. Fráncfort, por lo visto,también debe de ser un sitio demala muerte. Por la noche encontréun pub, bastante guay por cierto, elFiambre Bar. Ponen una música queno está nada mal. Puede que no a laúltima, pero tiene estilo, y muchastías van allí solas. De algunaspuedes saber exactamente cómoacabaron, porque tienen cicatrices

en las muñecas y cosas así, perootras están estupendas. La verdades que en mi primera noche aquíuna me tiró los tejos, una que símerecía la pena, sólo que tenía lapiel un poco floja, suelta, como sihubiera terminado ahogada, perotenía un cuerpazo diez, y los ojostambién. Sin embargo, no me lancé.Para mis adentros me dije que erapor Ergá, a la que con todo esteasunto de mi muerte no había hechootra cosa que amar más, pero vete asaber, puede que tan sólo sea un

cortao.

Capítulo segundo En el que Haim encuentra unverdadero amigo y pierde jugandocon él al billar CONOCÍ a Ari Galfend en elFiambre Bar casi por equivocación.Él estuvo de lo más amigable y meinvitó a una cerveza, cosa que a míme puso muy nervioso. Estabaconvencido de que quería follarconmigo o algo así, pero enseguida

comprendí que no iba de ese rollo,que sencillamente se aburría. Eraunos cuantos años mayor que yo yun poquito calvo, lo que hacía quese le viera más la pequeña cicatrizque tenía junto a la sien derecha, ladel orificio de entrada de la bala, ytambién la del orificio de salidajunto a la sien izquierda, que eramucho más grande. —Una bala expansiva Dum-Dum—les dijo Galfend guiñándoles unojo a dos chicas muy jóvenes queestaban en la barra justo a nuestro

lado tomándose una coca-cola light—, ¡ya que lo hacía fui a por todas! Solamente después de queaquellas dos se hubieran marchadoa la mesa de un rubio con coleta,reconoció que se había puesto ahablar conmigo exclusivamenteporque creyó que estaba con ellas. —No es que la cosa cambiemucho —dijo Ari golpeando labarra con la frente, en una especiede cabezazo que expresabaconsuelo y desesperación—,porque, aunque me las hubieras

presentado, al final habríanterminado por marcharse concualquier rubio. Así es, a todas laschicas que conocí las estabaesperando siempre algún rubio.Pero no vayas a creer que eso mehizo un amargado, un pocodesesperado quizá, pero deamargado nada. Después de cuatro cervezas másnos pusimos a jugar al billar y Arime habló de él. Resultó que vivíacerca de mí, en casa de sus padres,algo muy poco corriente. La

mayoría de las personas viven solasaquí, como mucho con la novia ocon un compañero de piso. Lospadres de Ari se habían suicidadocinco años antes que él. Su madreestaba enferma de no sé qué y supadre no quería quedarse solo siella ya no estaba. También suhermano pequeño vivía con ellos;hacía muy poco que había llegado:se había pegado un tiro durante elperiodo de instrucción que precedea la mili. —No está bien decirlo —dijo Ari

metiendo la bola negra en elagujero de la izquierda—, pero note puedes ni imaginar lo que nosalegramos cuando vino. Tendríasque haber visto a mi padre, un tipoal que si le descargaras un martillode cinco kilos en el pie nipestañearía, abrazando a mihermano pequeño y te juro quellorando como un niño.

Capítulo tercero En el que Kurt empieza alloriquear y Haim a cansarse DESDE el día en que conocí aAri, todas las noches hacemos laronda por los bares. Aquí apenashay tres, pero invariablementesiempre pasamos por los tres paraestar bien seguros de no habernosperdido nada. Siempre terminamosrecalando en el Fiambre Bar, que es

con diferencia el más guay y el queabre hasta más tarde. Ayer lavelada resultó un verdaderomuermo, porque Ari llevó a eseamigo suyo, Kurt. Ari estácolgadísimo de él porque era elcantante del grupo Nirvana y todoeso, pero la verdad es que es unverdadero pelmazo. Yo tampocoestoy demasiado contento aquí,pero es que él no deja de joder atodos con sus lamentos, y desde elmomento en que empieza no tienesla más mínima posibilidad de

pararlo. Cualquier cosa de la que sehabla le recuerda siempre a algunacanción que escribió, y siempreacaba por recitarla y los demástenemos que admirar la letra, y aveces hasta se acerca al camarero yle pide que ponga uno de sus temas,y entonces ya no sabes dóndemeterte. La verdad es que no soysolamente yo, sino que todos,menos Ari, lo odian. Creo que tieneque ver con el rollo de que despuésde haberte suicidado, con todo eldolor que eso conlleva —porque,

sinceramente, no tenéis ni idea delo que duele—, la última cosa quepuede impresionarte es alguien quede lo único que va es de cantar lodesgraciado que es. Si esas cosasno te importaran un huevo, todavíaseguirías vivo con un pósterdeprimente de Nick Cave junto a tucama en lugar de haber venido aquí.Pero la verdad es que no es sólo acausa de Kurt, sino que ayer mesentía especialmente asqueado. Eltrabajo con la pizza y todas estassalidas nocturnas están empezando

a hartarme. Ver todas las noches ala misma gente bebiendo Coca-Colasin gas, a esas personas que, aunqueparecen estar mirándotedirectamente a los ojos, en realidadsólo están mirando al vacío. No sé,puede que yo sea muy negativo,pero, cuando los miras, hasta en losmomentos más espontáneos, cuandose están besando, cuando bailan ocuando se ríen contigo, no sé muybien por qué siempre tienen esaexpresión. Como si estuvieran devuelta de todo y ya nada les

importara realmente.

Capítulo cuarto En el que vamos a cenar a casa delos Galfend EL viernes, Ari me invitó a cenara casa de sus padres. —A las ocho —me dijo—, y nollegues tarde. Habrá chulent*. El piso de los Galfend era comocualquier otro piso de un inmigrantepolaco normal y corriente, con unasestanterías de madera que el padre

de Ari había hecho él solo y unasparedes con un estucado infernal.La verdad es que a mí no meapetecía demasiado ir. Los padressiempre me achacan malasinfluencias sobre sus hijos, no sépor qué. Me acuerdo de la primeravez que fui a cenar a casa de lafamilia de Ergá. Durante toda lacomida el padre me estuvo mirandocomo un examinador que fuera asuspenderme y después, a lospostres, intentó averiguar, como porcasualidad, si yo no estaría

arrastrando a su hija hacia lasdrogas. —Conozco muy bien ese mundo—me dijo, sonriendo como unagente de la policía secreta uninstante antes de efectuar ladetención—, yo también he sidojoven. Vais a una fiesta, bailáis un poco,el ambiente se va caldeando yentonces tú te la llevas a unahabitación y le propones fumar uncanutillo. —Un porro —quise corregirlo.

—Bueno, lo que sea, como sellame... Quiero que sepas, Haim,que puede que yo te parezca uningenuo, pero me las sé todas. La suerte que yo tenía con losGalfend se basaba en que sus hijoseran tan degenerados que los padresya no tenían nada que temer. Sealegraron mucho de que fuera y sepasaron el tiempo atiborrándome decomida. Hay algo agradable en lacomida casera, es difícil deexplicar, pero tiene algo de único,como un sentimiento. Como si tu

estómago supiera apreciar lacomida que no has pagado y quealguien ha preparado con ciertocariño. Y mi estómago, después detantas pizzas, tanta comida china yplatos preparados como habíatriturado desde que llegué aquí,supo valorar el gesto y lo manifestócon unas oleadas de calor queenviaba intermitentemente hacia elpecho. —Esta mamaíta nuestra estáhecha una fiera —dijo Ariabrazando a su diminuta madre sin

tan siquiera haber soltado loscubiertos. La madre de Ari se reía y nospreguntó si queríamos un poco másde menudillos, y su padreaprovechó la ocasión para soltarotro de sus pésimos chistesimprovisados, y en ese momento, derepente, eché de menos a mispadres y el agobio con el que meatosigaban, que antes de que todoterminara tanto me había sacado demis casillas.

Capítulo quinto En el que Haim y el hermanopequeño de Galfend friegan losplatos DESPUÉS de haber cenado mesenté con la familia Galfend en elsalón. El padre de Ari encendió latele y escogió un programa deentrevistas pesadísimo, aunque nodejaba de insultar a todos los queiban desfilando por él. Ari, que se

había liquidado una botella de vinoentera durante la cena, dormitaba asu lado en el sofá. Aquello eraaburridísimo, y Raanán, el hermanopequeño de Ari, y yo nos ofrecimosvoluntarios para fregar los platos apesar de las protestas de la madrede Ari. Raanán fregaba y yo secaba.Le pregunté cómo se las arreglabaaquí, porque sabía que habíaacabado con su vida hacía poco, ylas personas que aterrizan aquí, lamayoría, sufren una especie deshock, por lo menos al principio.

Raanán se encogió de hombros ydijo que creía que bien. —Si no hubiera sido por Ari,habría llegado aquí hace ya tiempo. Habíamos terminado de fregar yde secar y empezamos a meterlotodo en los armarios. Raanán mecontó una historia muy extraña: unavez, cuando no tenía más de diezaños, se había ido solo en taxi a verel derbi de Petah Tikva. Entoncesera un hincha del Maccabi, congorra, bufanda y todo lo demás, ylos del Maccabi se pasaron el

partido pegados a la portería delHapoel, que no consiguió dar ni unsolo pase. Pero, a ocho minutos delfinal, el Hapoel, en su únicaofensiva de todo el partido, metióun gol en fuera de juego. Nadadudoso. De esos clarísimos fuerasde juego que después en la tele sontema de discusión. Los jugadoresdel Maccabi todavía intentaronprotestar, pero el árbitro lo dio porbueno al instante. El Hapoel vencióy Raanán volvió a casaconmocionado y deprimido. Por

aquella época Ari se pasaba el díahaciendo músculos porque queríaque lo reclutaran en una unidad decombate, y Raanán, que loadmiraba, cogió la comba de saltarde Ari, le hizo un lazo corredizo yla sujetó a la barra que Ari habíafijado en el patio. Después llamó aAri, que en ese momento estabaintentando estudiar para elbachillerato o la reválida, o lo quefuera, y le contó toda la historia delpartido, el gol y la gran injusticiaque se había cometido. A

continuación le enseñó a Ari lasoga de ahorcado que había atado ala barra y le explicó que no teníaganas de seguir viviendo en unmundo tan poco justo en el que elequipo que a uno le gustaba podíallegar a perder así, sin merecerlo.Y que se lo contaba a Ari porquequizá era la persona más inteligenteque Raanán conocía, por lo que, siAri no conseguía encontrar ahorauna buena razón para que siguieraviviendo, pensaba terminar de unavez por todas y ya está. Mientras

Raanán hablaba, Ari no dijo ni unasola palabra, e incluso al final,cuando se suponía que tenía quedecir algo, siguió callado y en lugarde hablar dio un paso adelante y lepropinó a Raanán tal bofetada quelo lanzó a dos metros de distancia,hecho lo cual se volvió a suhabitación y siguió estudiando parael examen. Raanán contó que tardóun poco en recuperarse del golpe,pero que después de levantarse delsuelo soltó la comba de la barra, ladejó donde la había encontrado y se

fue a duchar, y desde entonces novolvió a hablar con Ari del sentidode la vida. —No sé muy bien lo que mequiso decir con esa bofetada —serió Raanán al tiempo que se secabalas manos con el paño de cocina—,pero fuera lo que fuera funcionómuy bien hasta el momento de lainstrucción.

Capítulo sexto De cuando Haim deja de salir yempieza a perder el juicio HACE ya casi dos semanas queno salgo por la noche. Y eso queAri me llama todos los díasprometiéndome tías buenas,diversión y que no va a llevar aKurt, pero de momento no me hedejado tentar. Una vez cada tresdías me aparece por aquí a eso de

las tres de la mañana, se tomaconmigo una cerveza y me habla dealgo gracioso que me he perdido enel bar, o de una camarera con la quecasi ha conseguido ligar, y tododándome los más mínimos detalles,como un niño que le lleva a suamigo enfermo los deberes, y alfinal, antes de irse, intentaconvencerme para que baje con él atomarme un café de despedida.Ayer le expliqué que ya no meapetecen todas esas salidas. Que,con todas esas tías buenas, al final

nunca pasa nada y vuelvo a casadestrozado. —¿Y así no estás destrozado? —me espetó Ari—, mírate,dormitando toda la madrugadadelante de la tele como unhipopótamo. Haim, tienes queentender que el hecho de que nosuceda nunca nada es pura lógica.Pero ya que no sucede, no está malpasar un buen rato con unas tíasbuenas y un poco de música, ¿no? Cuando se fue, intenté volver aleer el libro que le había cogido

prestado a mi compañero de piso,el alemán. Algo muy deprimentesobre un tuberculoso que se marchaa agonizar a no sé qué sitio deItalia. En la página veintitrés me dipor vencido y puse la tele. Echabanun programa de encontrar pareja enel que presentaban a personas quehabían acabado con su vida en lamisma fecha, y cada uno contabapor qué lo había hecho, pero de unamanera divertida, y después lo queharía con el primer premio, si loganaba. Entonces pensé para mis

adentros que Ari tenía razón, quequedarse así en casa tampoco esque fuera ninguna bicoca, y que sino pasaba algo, y deprisa, iba avolverme loco.

Capítulo séptimo En el que Haim,involuntariamente, frustra un intentode robo y gana un premio TODO empezó a cambiar el díaen que impedí que se produjera unrobo. Ya sé que suena un pocodemencial, pero eso fue lo quepasó. Acababa de terminar de hacerla compra en el súper cuando ungordo, un pelirrojo con una gruesa

cicatriz en el cuello, chocó contramí y de su abrigo cayeron unosveinte platos preparados paradescongelar en el microondas. Nosquedamos plantados el uno frente alotro completamente petrificados.Creo que, de los dos, yo era el quesentía un poco más de apuro. —¡Tsadok! ¡Ven corriendo! ¡Unladrón, un ladrón! —se puso agritar Linda, la cajera. Quise pedirle perdón al gordo,decirle que me alegraba por él deque no fuera un gordo de verdad,

que eran los platos preparados quellevaba debajo del abrigo lo que mehabía hecho creerlo, y que lapróxima vez que birlara algo sedecidiera más bien por lasverduras, porque la carne, ¿cómodescribirlo?, siempre queda todafloja y húmeda en el microondas.Pero en lugar de eso me limité aencogerme de hombros. Y el gordo,que ahora parecía todavía másflaco, también se encogió dehombros, como sólo puede hacerloquien antes se haya desnucado, y se

largó de allí. Un instante despuésllegó Tsadok con un palo y sequedó mirando tristemente lacomida desparramada por el suelo. —¿Cómo es posible? —dijorodilla en tierra, en medio de unsusurro que iba dirigido en parte amí y en parte a los guisantescongelados que habían salidorodando—, ¿cómo es posible quealguien haga algo así? Robar,todavía, pero pisotear la musaka,¿qué sentido tiene? Antes de que me diera tiempo a

escapar, la cajera vino hacia mí yme abrazó. —¡Qué suerte! —me dijo—, Quésuerte que estuvieras aquí. Mira,Tsadok, ha sido él quien hadetenido al ladrón. —Estupendo —dijo Tsadok sinlevantar la vista de la musakapisoteada—, estupendo, la cadenaSúper-Ganga le da las gracias; sime acompaña a las oficinas y me dasus datos... —Merece la pena —lointerrumpió la cajera a media frase

—, dan un premio. Entretanto, Tsadok había recogidola comida y calibraba los daños.Yo le devolví la sonrisa a la cajeray le dije que de verdad muchasgracias pero que no hacía falta yque además tenía muchísima prisa. —¿Estás seguro? —me preguntódecepcionada—, se trata de unpremio que merece mucho la pena.Un fin de semana para dos en unhotel. Cuando después se lo conté aGalfend casi se muere de risa.

—Conque un fin de semana parados en un hotel, ¿eh? —repitiómientras pelaba un plátano—,¡menuda ironía! Lo que le pasa aesa chica es que está coladita por ti. —¡De colada nada! —le dije yo—, es la política de esa cadena desupermercados. —¿Qué pinta tiene? —mepreguntó Galfend sin hacerme caso—, ¿está buena? —Sí, no está mal, pero... —Nada de peros —insistióGalfend—, desembucha, ¿qué edad

crees que puede tener? —Unos veinticinco —le dije,dejándome vencer. —¿Con cicatrices muy a la vista?¿Las venas cortadas, orificios debala o similares? —No le he visto nada. —Una «impecable» —dijoGalfend, soltando un silbido deadmiración. «Impecables» es como llamanaquí a los que se han suicidado conpastillas o veneno, como yo, a losque llegan aquí sin ningún tipo de

cicatriz. —Joven, impecable, tía buena...Lo tiene todo. —Yo no he dicho que esté buena—protesté. —Ven —me dijo Galfend,haciendo caso omiso de mispalabras, mientras se ponía su feoabrigo de piloto. —¿Adónde? —le pregunté, porintentar ganar un poco de tiempo. —Al Súper-Ganga —merespondió él muy decidido—, a porel premio que nos corresponde.

—¿Nos corresponde? —lepregunté. —Cállate y ven —me ordenóGalfend, sumido de lleno en su faseasertiva. Así que me quedé callado y loseguí. En el SúperGanga, entretanto,habían cambiado de turno. Allí yano estaban ni Tsadok, ni la cajera, ylos demás trabajadores no sabíannada de todo aquello. Galfendintentó iniciar una discusión, ycuando la cosa empezaba ya aponerse realmente embarazosa fui a

buscar unas cervezas. Junto alacuario de las carpas me encontrécon Tsiki, mi compañero de piso decuando yo todavía estaba con vida.Me resultó bastante sorprendentetoparme aquí con él. Tsiki era unade las personas más asquerosas queyo haya conocido nunca, de ese tipode compañero de piso que es capazde armártela porque has dejadopelos en la bañera o te has comidosu queso blanco, pero también erala última persona del mundo de laque yo habría pensado que se

suicidaría. Hice como si no lohubiera visto y seguí andando, peroél se percató de mi presencia y medetuvo con un grito: —¡Haim!, sabía que tarde otemprano nos encontraríamos. —¡Vaya! —dije forzando unasonrisa—, Tsiki, ¿qué tal?, ¿quéestás haciendo aquí? —Lo que todos —murmuró Tsiki—, lo que todos. Hasta tiene unpoco que ver contigo. —¿Qué pasó? —le pregunté—.¿Dejé la cocina hecha una mierda

antes de acabar conmigo o algoparecido? —¡Uf! —sonrió Tsiki—, siemprefuiste un bromista —y me contó contodo lujo de detalles cómo se habíatirado por la ventana de nuestropiso compartido, un cuarto piso, ycómo había deseado durante todo eltrayecto que su final fuerainmediato, pero había aterrizadomal, la mitad sobre el coche de unvecino y la otra sobre el seto, asíque la cosa se alargó durante unascuantas horas hasta que todo acabó.

Le dije que seguía sin entenderqué tenía eso que ver conmigo y merespondió que no es que tuviera quever mucho, pero algo sí. —Ya sabes —dijo, combando lacolumna vertebral hacia atrás yapoyando la nuca en el estante delos cereales—, hay una especie dedicho según el cual los suicidiossiempre vienen de tres en tres. Yhay algo de verdad en eso. Laspersonas que te rodean mueren y túempiezas a pensar en ti, en qué eslo que te hace diferente a ellos, en

qué será lo que realmente siguemanteniéndote vivo. A mí todo esose me vino encima como una lluviade proyectiles, y simplemente notenía respuestas. Tu suicidio no meinfluyó tanto, fue más el de Ergá... —¿Ergá? —le preguntécortándolo en seco. —Sí, Ergá. Más o menos un mesdespués de tu entierro. No sé porqué estaba convencido de que losabías. Al otro lado del mostrador, unode los empleados del Súper-Ganga

le dio un martillazo en la cabeza auna carpa mientras yo notaba cómolas lágrimas me resbalaban por lasmejillas. Desde mi llegada aquí nohabía llorado ni una sola vez. —No te pongas triste —me dijoTsiki, tocándome con su sudorosamano—, los médicos dijeron que nohabía sufrido nada, ¿sabes?, quehabía sido inmediato. —¿Quién está triste aquí? ¡Estásloco! —añadí, dándole un beso enla frente—. Ella está aquí, ¿no loentiendes? Lo único que tengo que

hacer ahora es encontrarla. Desde lejos podía ver alencargado de los turnosexplicándole algo a Galfend, que selimitaba a asentir con la cabeza conaire aburrido. Quizá ya se habíadado cuenta de que no nos iban adar el premio.

Capítulo octavo En el que Ari pretende enseñarlea Haim alguna cosa sobre la vidapero enseguida desespera -JAMÁS la encontrarás —dijoGalfend, y cogió una cerveza de lanevera—, te apuesto lo que quieras. —Una cerveza —le sonreí, yseguí preparando la bolsa. —Una cerveza —repitió Galfendimitándome la voz—. Pedazo de

idiota, ¿sabes cuántos cadávereshay aquí? No tienes ni idea. Tú y yollevamos ya no sé cuánto tiempodando vueltas en media baldosa deapenas un metro cuadrado y todavíano conocemos ni a la mitad de lagente. Así que ¿dónde la vas abuscar?, ¿en el infierno? Puede quela Nofar esa viva en el piso dearriba. —Ergá —le corregí. —Ergá, Nofar, Coral. ¡Qué másda! —le restó importancia Galfend,y abrió la cerveza contra el borde

de la mesa—, seguro que es unapija. No le hice caso y seguí guardandomis cosas en la bolsa. —¿Porque qué significa enrealidad Ergá? —sonrió Galfend—,es como orgasmo, sólo que enhebreo, ¿no? —Algo parecido —le dije,porque no tenía ganas de discutircon él. —¿Qué clase de padresdegenerados pueden ser capaces deponerle ese nombre a su hija? ¿Me

oyes, Haim?, cuando la encuentrestienes que presentarme a su madre. —Te lo prometo —le dijelevantando tres dedos de la manoderecha—, juramento de colega. —¿Y por dónde piensas empezar? Me encogí de hombros. —Ergá siempre decía que odiabala ciudad, que quería vivir en unsitio más despejado. Tener unperro, un jardín, ya sabes. —Eso no quiere decir nada —protestó Galfend—, las chicassiempre dicen lo mismo, y después

alquilan una habitación en RamatAviv con un estudiante que sólo hahecho el campamento de lasmilicias universitarias. Te lo estoydiciendo, puede que viva a cienmetros de aquí. —No lo sé, pero estoy casiseguro de que no vive en la ciudad—insistí, y le di un trago a sucerveza—. Es por pura intuición.Como mucho habremos hecho unaexcursión. —¿Habremos hecho? —mepreguntó Galfend con recelo.

—Sólo era una forma de hablar—lo tranquilicé—, ni por unmomento se me ha pasado por lacabeza que vengas conmigo por unasimple pija. Además, soy muyconsciente de que eres una personacon muchas obligaciones. —Anda, tío —se enfadó Galfend—, no te pases. —Al contrario —le dije—, perosi te lo acabo de explicar. Nisiquiera espero que me acompañes. —Dame una buena razón e irécontigo, porque no es por joderte o

algo parecido. —La amo —probé suerte. —Tú no la amas —dijo Galfendnegando con la cabeza—. Eso esexactamente igual que lo de tuestúpido suicidio. Lo único quesabes hacer es llenarte el coco depalabras. —¿Por qué? ¿Tu suicidio fue másinteligente? —No quiero discutir contigo,Haim. Sólo estoy intentando decirtealgo, no sé..., ni siquiera sé lo quees —añadió Galfend sentándose a

mi lado—, pero vamos a formularlode la siguiente manera: desde quellegaste aquí, ¿con cuántas chicashas follado? —¿Por qué? —Por saberlo. —Lo que se dice follar follar, meparece que con ninguna. —¿Sólo te parece? —Con ninguna —cedí—, pero¿qué tiene que ver eso? —Tiene mucho que ver, porque tucuerpo está que explota de semenen estos momentos, ¿lo entiendes?

Abres los ojos y lo ves todo gris.La cosa ha llegado a tal punto quete está presionando el cerebrocontra el cráneo lo suficientementefuerte como para que creas queestás pasando por una experienciasentimental que nadie más en eluniverso ha experimentado antesque tú. Una experiencia tan grandeque merece la pena morir por ella,dejarlo todo, marcharte a vivir aGalilea. ¿Has vivido alguna vez enGalilea? ¿Sabías que...? —Déjalo, Ari, ahora no tengo

fuerzas para eso —le corté—, mellevo el coche, ¿vale?, y sincomeduras de coco por lo delseguro. Si jodo algo, yo lo pago. —Ahora no te hagas el ofendido—me dijo Galfend tocándome elhombro—, sólo te he dicho que nome parece una buena razón. Nisiquiera he dicho que no te vaya aacompañar. Puede que tengas razón,que hablo por hablar y que esaNofar sea algo fuera de serie... —Ergá —le corregí de nuevo. —Es verdad —sonrió Galfend—,

perdona. —¿Sabes qué? Déjate de pijas, deamor y de memeces —le dijecambiando de táctica—, tengo otrarazón que quizá te convenza paraacompañarme. —¿Sí? —Galfend intentó parecerinteresado, mientras encestaba elbotellín de cerveza vacío en lapapelera. —¿Tienes algo mejor que hacer?

Capítulo noveno En el que los dos amigos salen enbusca de Ergá y en lugar deencontrarla se encuentran con unosárabes GALFEND le prometió a suspadres que los llamaría porteléfono todos los días, y desde elprimer kilómetro empezó ya abuscar un teléfono. —Tío, tranquilízate —le dije—,

has estado en Sudamérica, en laIndia, te has metido una bala en elcerebro sin pestañear. No te pegacomportarte ahora como siestuvieras en un campamento deBoy Scouts. —Haim, te lo advierto, no meprovoques —dejó escapar Galfendentre dientes mientras seguíaconduciendo—, mira los tipos quehay por aquí. Si quieres que te digala verdad, no sé por qué he venidocontigo. Fuera había unos tipos muy

parecidos a los que pululaban pornuestro barrio, con los ojos un pocoapagados y arrastrando los pies. Laúnica diferencia era que Galfend nolos conocía, y eso le bastaba paraponerse paranoico. —No es paranoia, ¿no loentiendes? Aquí todos son árabes.Ya te he dicho que teníamos quehaber ido hacia el norte. Todas lastías buenas están en el norte, eso esmás que sabido. Si vas haciaoriente no te encuentras más que aorientales.

—¿Y qué que sean árabes? —ledije—, ¿pasa algo? —No sé, árabes, suicidas..., ¿note preocupa? ¿Ni siquiera un poco?¿Y si se dan cuenta de que somosisraelíes? —Pues nos volverán a matar. ¿Note das cuenta de que les importa uncarajo? Están muertos, nosotrosestamos muertos. C’est tout. —No sé —masculló Galfend—, amí no me gustan los árabes. No esuna cuestión política, es algoétnico.

—Dime, Ari, ¿no tienes yabastantes defectos como paraencima tener que ser racista sinnecesidad? —Yo no soy racista —se rebotóGalfend—, es sólo que... Bueno,puede que sí sea un poco racista.Pero sólo un poco. Empezaba a oscurecer y hacíatiempo que Galfend no tenía lucesen su viejo y jodido Prinz, demanera que tuvimos que detenernosa hacer noche. Cerró lasportezuelas por dentro y se empeñó

en que nos quedáramos a dormir enel coche. Reclinamos los asientoshacia atrás y fingimos, ohmaravilla, que nos quedábamosdormidos, y cada pocos minutos Ariescenificaba unos cuantos bostezosy hacía como si se estirara, aunqueel resultado fue realmente patético.Al cabo de una hora hasta él estabaharto. Enderezó el asiento y dijo: —Hala, vamos a ver siencontramos algún bar. —¿Y los árabes? —Al carajo con los árabes —

respondió él—. Si es necesario, lesdaremos una lección, como en lamili. —Tú no has hecho la mili —lerecordé—, te dejaron quedarte encasa por problemas psicológicos, ycon razón. —No hace falta haber estado —me dijo mientras se apeaba delPrinz y lo cerraba con un violentoportazo—, lo he visto por la tele.

Capítulo décimo En el que Ari se arrepiente de nohaber hecho el servicio militar ydescubre lo difícil que es sacar alos muertos de su indiferencia AL final resultó que Ari teníarazón y que aquello era un barrioárabe. Pero también yo tenía razón,porque la verdad es que a nadie leinteresaba allí lo que ponía ennuestro pasaporte antes de que nos

suicidáramos. Su bar se llamabaGin, que es a la vez el genio queAladino liberó de su lámparamaravillosa y esa bebida que laschicas y los gilipollas que tienenmiedo del whisky mezclan contónica. Ari dijo que ese juego depalabras no le parecía gran cosa,pero la verdad es que, comparadocon el Fiambre Bar, cualquier cosasonaba bien. Nos sentamos en labarra; el barman tenía el aspecto dealguien que había acabado pero quemuy mal, hecho trizas. Ari intentó

hablar con él en inglés, pero el tipoenseguida se percató del acento y lecontestó en hebreo con absolutaindiferencia. —No tenemos cerveza enbotellín, sólo de barril —murmuró. Su cara parecía un puzle quealguien hubiera dejado a medias,con medio bigote al lado izquierdode la nariz y nada en el derecho. —Pues que sea de barril,hermano —le dijo Ari dándole unapalmadita en el hombro—, nostomaremos una a la salud de la

unidad de apoyo, Ahmed. —Nasser —le corrigió el barmanmuy educadamente, al tiempo queempezaba a llenar los vasos—.¿Qué es eso de la unidad deapoyo?, ¿estuviste en la mili? —lepreguntó mientras servía la bebida. —Sí —mintió Ari—, en la unidadde infiltrados árabes, hasta el finaldel servicio... ¡Joder, la mierda quehe llegado a tragarme! —¡Vaya! —dijo Nasser mientrasle ponía delante la cerveza a Ari, ycuando me dio a mí la mía susurró

—: Este amigo tuyo está un pocopirao, ¿no? —¿Un poco? —le sonreí. —Deja, deja —quisotranquilizarme Nasser—, comodecís vosotros, ahí está su encanto. —¡Claro! —y Ari se tomó mediovaso de cerveza de un trago—. Esmi encanto. —Cuando estaba vivo no hizo lamili, y eso lo reconcome —leexpliqué. —Sí que la hice —insistió Ari—,hasta me quedé más tiempo. La

pistola —y se señaló la sienagujereada mientras imitaba elsonido de un disparo— la paguécon los cupones que me dieron en lasección de deportes del economato.Dime, ¿cómo te suicidaste? Estaba más que claro que Aribuscaba pelea, porque si hay algoque aquí no se le debe preguntar aalguien es cómo puso fin a su vida.Pero el tal Nasser parecía estar tanacabado que ni siquiera Ari tenía lamás mínima posibilidad de pelearsecon él.

—¡Bum! —respondió con unasonrisa fatigada haciendo bailotearsu reventado cadáver—, ¿no medigas que no se me nota? —¡Joder! —dijo Ari—, ¡bum! ¿Acuántos mataste? Nasser meneó la cabeza y sesirvió un poco de vodka. —¿Y cómo voy a saberlo? —Pero ¿cómo? ¿No se lo haspreguntado aquí a nadie? Seguroque después de ti habrán llegadounos cuantos. —Eso no es algo que se suela

preguntar —dijo Nasser tomándoseel vodka de un solo trago. —Dime cuándo y dónde —sepuso pesado Ari—, porque si mesuicidé después que tú, a lo mejorte puedo decir cuántos... —Déjalo —le dijo Nasserrepentinamente muy serio—, ¿paraqué? —Pues qué bien, ¿no? —dije yointentando cambiar de tema—,cuánta gente hay aquí esta noche. —A tope —sonrió Nasser—,todas las noches está así. Pero ¿y

qué? Casi todo son tíos. Muy de vezen cuando vienen un par de tías. Aveces alguna guiri, pero casi nunca. —Dime —le preguntó Ari—, ¿escierto eso que cuentan de que antesde que salgas para alguna misión teprometen que en el mundo veniderotendrás setenta vírgenes que estaránbuenísimas y serán unasninfómanas? ¿Y para ti solito? —Sí, eso es lo que nos prometen—dijo Nasser—, y mira cómo heterminado, completamentealcoholizado.

—Así que al final te tomaron elpelo, Nasser —le dijo Ari,alegrándose de su desgracia. —¡Anda!, pues puede que sí —asintió Nasser—, ¿y a ti?, ¿qué eslo que te prometieron a ti?

Capítuloundécimo En el que Haim sueña que él yErgá se compran un sofá pero acabadespertando a la triste realidad POR la noche, en el coche, sueñoque Ergá y yo nos vamos a comprarun sofá y que el dependiente de latienda es el árabe del bar al que Ariha intentado incordiar. Nos enseña

un montón de modelos, tantos quenos resulta muy difícil ponernos deacuerdo. Ergá se empeña en unoespantoso con una funda rojamientras que yo quiero otra cosa, norecuerdo exactamente qué. Nosponemos a discutirlo en medio de latienda, pero no civilizadamente,sino a gritos. La discusión se ponecada vez más fea, hasta el punto deque empezamos a jodernosmutuamente y a decirnos cosashirientes, cuando de repente me doycuenta de lo que estoy haciendo, me

paro y le digo: —Dejémoslo, ¿qué importanciatiene? Total, sólo es un sofá. Loimportante es que estamos juntos. Y al decírselo ella me sonríe.Pero entonces, en lugar dedevolverle la sonrisa, me despiertoen el coche. En el asiento de al lado Ari serevolvía dormido, insultando a losque debían de estar molestándoloen sueños. —Tú te callas —le decía a unoque por lo visto se había pasado—,

una sola palabra más y te revientola cabeza. Ese uno debió de seguir en sustrece, porque Ari intentóincorporarse y se clavó el volanteen las costillas. Después dedespertarse él también, abrimos lasventanillas y nos fumamos uncigarrillo. —Mañana nos compramos unacaravana, o un iglú, o como sellame esa mierda que venden en lastiendas de deportes —sentencióAri.

—Una tienda de campaña —ledije. —Sí, una tienda. Ésta es la últimavez que dormimos en el coche —prosiguió dándole una calada dedespedida al cigarrillo yarrojándolo por la ventanilla—.Pues el árabe del bar ha resultadoser un buen tío. La birra asquerosa,pero el tal Nasser muy agudo.¿Sabes lo que he soñado? —Sí —le dije, aspirando el humodel último pedacito de la colilla—,que le cagabas en la cabeza.

Capítuloduodécimo En el que los dos amigos recogena una tía buena que hacía autoestope intentan entablar conversacióncon ella POR la mañana Ari y yorecogimos a una tía que estabahaciendo autoestop, cosa bastanteextraña porque aquí nadie suele

hacer autoestop. Ari la vio ya desdelejos. —Mira a ésa —dejó escaparentre dientes—, ¡qué tía más buena,mamma mia! —¿Una «impecable»? —lepregunté aguzando la vista. —Más que eso —se relamió Ari—, una impecable-bombón. Te lojuro, si no estuviéramos aquí nuncahabría creído que alguien asíacabaría suicidándose. La lascivia, por lo general,llevaba a Ari a exagerarlo todo,

pero en esta ocasión tenía toda larazón. La chica tenía en los ojos unavivacidad con la que pocas veces teencontrabas aquí. Cuando lapasamos de largo seguí mirándolapor el retrovisor, con su largamelena negra y una mochila de lasque llevan los escaladores, y depronto vi que levantaba la mano.Ari también lo vio y clavó losfrenos. El coche que venía detráscasi nos machaca los sesos, pero enel último instante consiguióesquivarnos. Ari dio marcha atrás y

se detuvo a su lado. —Sube, hermana —le dijo conuna voz que intentaba sonarindiferente, aunque sin éxito. —¿Hacia dónde vais? —preguntóella con cierta suspicacia. —Hacia el este —le dije. —¿Hacia dónde del este? —siguió preguntando ella, al tiempoque empujaba la mochila y entrabatras ella en el coche. Me encogí de hombros. —¿Tenéis la más mínima idea deadónde os dirigís?

—Tú no llevas demasiado tiempoaquí, ¿verdad? —se rió Ari. —¿Por qué? —respondió ellamolesta. —Porque, si no, ya sabrías queninguno de los que estamos aquítiene mucha idea de adónde va.Vete tú a saber, puede que si losupiéramos no hubiéramosterminado así. Se llamaba Lihi y nos contó que,efectivamente, hacía poco que habíallegado y que desde entoncesandaba vagando de un lado para

otro en autoestop en busca de laspersonas encargadas de aquel lugar. —¿Las personas encargadas deeste lugar? —se rió Ari—. Pero ¿túqué te crees, que esto es un club decampo y vas a encontrar lasoficinas de la dirección? Este lugares exactamente igual al que dejasteantes de suicidarte, pero un pocopeor. Dime, cuando todavía vivías,¿intentaste alguna vez encontrar aDios? —No —dijo Lihi, y me ofreció unchicle—, pero entonces no tenía

ningún motivo para hacerlo. —¿Y se puede saber qué motivoexactamente tienes ahora? —se rióAri, cogiendo también él un chicle—. ¿Te has arrepentido? Porquetendrías que saber que si ésa es lacuestión y andas ya con la mochilaa la espalda buscando a alguien quete consiga un visado para regresar... —Dime —lo interrumpí antes deque empezara a ofenderla de verdad—, ¿por qué has levantado la manocuando ya te habíamos pasado delargo?

—No lo sé —dijo Lihiencogiéndose de hombros—, es queno estaba muy segura de querermontarme con vosotros. Desdelejos me habéis parecido, ummm,un poco... —¿Sospechosos? —intentóadivinar Ari. —No —sonrió Lihi algo confusa—, unos pelmazos.

Capítulodecimotercero En el que Haim no pierde lasesperanzas, Ari no deja de quejarsey Lihi sigue en manga larga HAN pasado ya cinco días desdeque recogimos a Lihi. Ari no hacemás que juntar calderilla y buscarconstantemente un teléfono. No haydía en que no hable con sus padres

durante al menos una hora, y cuandoLihi o yo pretendemos burlarnos deél por ello, enseguida se ofende. Loque sí es verdad es que ya no nosda la lata con lo del seguro delcoche, por lo que los tres nosvamos turnando al volante. Nollevamos mal ritmo, a pesar de quepor lo de las luces del Prinz nopodemos conducir de noche. Anuestro alrededor la ciudadempieza a desvanecerse y haymenos gente y más cielo, más casasbajas con jardín, pero por algún

motivo todo está siempre marchito.La tienda de campaña que hemoscomprado es relativamente cómoday estamos empezando aacostumbrarnos a ella. Todas lasnoches sueño ese estúpido sueño dela discusión con Ergá y todas lasnoches terminamos por hacer laspaces. Después, cuando medespierto, Ari me dice que nunca laencontraré, pero que no le importaacompañarme hasta que me harte deseguir buscándola. Siempre seempeña en hablar de Ergá cuando

Lihi está presente. A Lihi, sinembargo, sí le parece que tengoposibilidades, pero Ari no está deacuerdo con ella en eso. Ayer,cuando bajamos del coche paramear, empezó a quejarse de que,desde que ella está con nosotros, lasituación se ha puesto un pocopesada. —De follárnosla, nada de nada—me dijo, mientras se la sacudía—, porque no nos la vamos a follarlos dos. Por lo menos cuandoestábamos solos podíamos hablar

de cosas guarras. —Pues habla de cosas guarrasahora también —le dije—,libremente, ¿quién te lo impide? Los dos habíamos terminado yade mear, pero nos quedamos allí depie en la misma postura para poderseguir hablando. —En principio tienes razón —tuvo que reconocer Ari—, pero laverdad es que los dos sabemos quedesembuchar todo eso delante deuna tía no es exactamente lo mismo.Con ella delante todo suena menos

espontáneo y más provocativo. Después de eso volvimos alcoche y relevé a Ari al volante.Entretanto, Lihi dormitaba con suchándal en el asiento de atrás.Desde que la habíamos recogido nola había visto en manga corta. Aridecía que estaba dispuesto aapostarse su Prinz a que se habíaabierto las venas, pero ninguno delos dos nos atrevíamos apreguntarle cómo se habíasuicidado y por qué, aunquetampoco es que fuera tan

importante. Es tan encantadoracuando duerme, tan tranquila, y,fuera de la historia esa de quererencontrar a los encargados dellugar, que, la verdad, resulta unpoco chocante, es una tía estupenda.A pesar de todo lo que se queja,creo que Ari se ha enamorado unpoco de ella y puede que seaprecisamente por eso por lo que sequeja tanto, para que yo no me décuenta. Lo cierto es que a vecestambién a mí me asaltan esospensamientos, que realmente no voy

a encontrar a Ergá y que puede queLihi esté un poco enamorada de mí,pero al instante me los quito de lacabeza. Además noto que Ergá yaestá muy cerca. Ari me dice que esono son más que tonterías, queseguramente se encuentra en la otrapunta, y que esté donde esté ya tienea alguien, seguro que a un negro quese suicidó colgándose de la polla.Pero mi olfato me dice que estoymuy cerca de ella, que la voy aencontrar, y el hecho de que mimejor amigo de aquí esté

desesperanzado y destrozado nosignifica que también yo tenga queestarlo.

Capítulodecimocuarto En el que lo que empieza con unmilagro acaba casi en desgracia HACIA el atardecer, cuando yanos habíamos puesto a buscar unsitio donde acampar, sucedió algoextraño. Lihi se encontrabaconduciendo cuando un camiónquiso adelantarnos y se puso a tocar

el claxon con un ruido espantoso,tanto que Lihi se apartó hacia elarcén para dejarlo pasar, y al ponerel intermitente para regresar a sucarril, las luces del Prinz, derepente, se encendieron. Ari, queestaba sentado detrás, se quedórealmente extasiado. —Eres una maga, un genio —ledijo a Lihi, besándola con tantoentusiasmo que ella casi perdió elcontrol del vehículo—. Eres laFlorence Nightingale del volante,¿qué digo la Nightingale? ¡Eres

Marie Curie!, ¡Mania Shohat! —Ari, cálmate —se rió Lihi—,que sólo son unas luces. —¿Sólo unas luces? —la miróAri con indulgencia—, ¡quéinocente eres! Tan genial comoinocente. ¿Sabes cuántos mecánicoshan buceado bajo la tapa del motorde este viejo Prinz? Déjate demecánicos, ¡ingenieros nucleares!,los mayores gurús de la mecánicapesada, personas que desmontan ymontan motores de MAC diésel enveinte segundos con los ojos

vendados no han conseguidorepararlo, hasta que has llegado tú—le dijo masajeándole el cuello—,mi ángel genial. Desde donde yo los observaba sediría que el entusiasmo espontáneode Ari se había apagado ya un pocoy que seguía forzándolo solamentecomo excusa para toquetear un pocomás a Lihi. —¿Sabes lo que eso significa? —le dije—, que ahora también vamosa poder viajar de noche. —Genial —exclamó Ari—, y lo

primero que haremos esta noche,con nuestras más que preciosísimasluces, es ir a colocarnos biencolocados. Seguimos, pues, avanzando enbusca de algún bar. Fuera de laciudad todo estaba bastantedesierto. Cada media horapasábamos por delante de unaflecha que anunciaba unahamburguesería o una pizzería. Alcabo de cuatro horas, Ari se rindióy nos detuvimos en un sitio dondevendían helados y granizado de

yogur. Ari les preguntó qué era lacosa más parecida al alcohol quetenían y la camarera le dijo que elhelado de licor de cerezas. —Dime, Sandra —le dijo Arimirando de reojo el nombre quellevaba la empleada en la chapa—,¿cuántos cucuruchos te parece quehay que meterse en el cuerpo paracogerse un pedo? Debajo del nombre en la placa,aparecía el logo de la cadena deestablecimientos, una foca con unsombrero de payaso montada en un

monociclo al pie del cual figurabael lema: «Mucho sabor por pocodinero». —No lo sé —dijo Sandraencogiéndose de hombros. —Pues tráenos cuatro kilos —leordenó Ari—, así iremos sobreseguro. Sandra llenó las tarrinas conmano experta. El cuerpo parecíaalgo fatigado, pero mantenía losojos constantemente abiertos, casisorprendidos. Se hubiera suicidadocomo se hubiera suicidado, seguro

que se había tratado de algorepentino. De camino hacia elcoche, Lihi se detuvo junto a una deesas hojas en las que constan lasnormas que deben cumplir losempleados del lugar: hablar coneducación a los clientes, lavarse lasmanos al salir del váter y cosassimilares. Cuando trabajaba en lapizzería Kamikaze tambiénteníamos una hoja de ésas colgadaal lado de los lavabos, pero cuandocagaba allí nunca me lavaba lasmanos, por nada en especial, puede

que para sentirme másindependiente. —Hay algo entre decepcionante ydeprimente en esta clase de sitios—dijo Lihi cuando ya nosestábamos comiendo el helado en elcoche—, siempre que entro en unlugar así tengo la esperanza de quesuceda algo fuera de lo común.Aunque sea algo pequeño. Que elvendedor lleve la placa con sunombre boca abajo, que se le hayaolvidado ponerse el gorro, o quediga simplemente: «Más vale que

no pidas nada, porque la comida deaquí está asquerosa», pero esonunca ocurre. ¿Entendéis lo quequiero decir? —Para serte sincero —le dijoAri, arrebatándole la tarrina dehelado—, no del todo. ¿Nosturnamos un poco? Nos dimos cuenta de que se moríapor conducir con las luces nuevas.Apenas un kilómetro después deque se dieran el relevo había unaespecie de curva a la derecha einmediatamente después de ella

yacía en medio de la carretera,adormilado, un hombre alto ydelgado con gafas, que no dejó deroncar ni siquiera cuando Ari sesalió de la calzada y fue a chocarcontra un árbol. Salimos del coche;ninguno de nosotros parecía habersufrido daños graves, pero el Prinzestaba completamente abollado. —Dime —dijo Ari corriendohacia el hombre que yacía en lacarretera, para después zarandearlo—, ¿estás loco? —Al contrario —exclamó el alto

despertándose y levantándosesorprendentemente deprisa, altiempo que le tendía la mano a Ari—, soy Rafael, Rafael Kneller.Pero podéis llamarme Rafi. Y cuando se dio cuenta de queAri no le estrechaba la mano que élle había tendido, entrecerró los ojosy se quedó observándolo. —¿Qué olor es ése, como dehelado? —e inmediatamentedespués, sin esperar respuesta—.Decidme, ¿no habréis visto por aquíun perro, por casualidad?

Capítulodecimoquinto En el que Kneller da muestras deuna gran hospitalidad y un poco deparanoia y explica por qué su casano es en realidad un campamento deverano DESPUÉS de que Ari setranquilizara un poco, nos pusimostodos a examinar el coche y vimos

que no merecía la pena seguirperdiendo el tiempo. Kneller sesintió tremendamente incómodocuando comprendió lo que habíasucedido y que todo había sido porsu culpa, por lo que nos ofreció quefuéramos a dormir a su casa. Por elcamino no dejó de hablar, y, a cadapaso que daba, el cuerpo se ledescoyuntaba en todas direcciones,como si quisiera ir a un montón desitios a la vez y le costara decidiradónde. La verdad es que el talKneller parecía un verdadero loco,

aunque completamente inofensivo.Hasta despedía un olor de lo másinocente, como a culito de bebé. Meresultaba difícil imaginar cómo sehabría suicidado alguien como él. —Normalmente no ando por ahífuera a estas horas, pero justo habíasalido a buscar a mi perro Fredi,que se me ha perdido, ¿no lohabréis visto, verdad? Ha sidoentonces cuando todo este ambientetan pastoral ha podido conmigo.Aunque eso es algo completamentenormal, porque ¿a quién no le gusta

echar una cabezadita entre losárboles, ya sabéis, en el seno de lanaturaleza? —nos dijo Kneller,gesticulando mucho, en un intentopor explicar los acontecimientos—.Pero ¿así, en medio de la carretera?¡Por favor! ¡Eso es una enormeirresponsabilidad! ¡Demasiadasdrogas blandas! —añadióguiñándonos un ojo, pero, al darsecuenta de que Ari permanecía muyserio y mostraba un aireamenazador, se apresuró a decir—,drogas como metáfora, quiere

decirse, porque aquí nadie fumanada. La casa de Kneller teníaexactamente la misma pinta que lastorpes casitas que pintábamos en elparvulario, con un tejado de tejas,una chimenea, un frondoso árbol enel jardín y una especie de luzamarillenta en las ventanas. En laentrada de la casa había un enormecartel que rezaba en letra deimprenta: «En alquiler», y sobreestas dos palabras alguien habíagarabateado en color azul: «El

campamento de verano de Kneller».Kneller nos explicó que no era deltodo cierto que la casa estuviera enalquiler, es decir, que lo habíaestado, pero que entonces habíallegado él y la había alquilado, ytampoco era verdad que tuviera uncampamento de verano, sino queera una broma con no demasiadagracia de un amigo suyo que yallevaba viviendo con él bastantetiempo y había decidido que, contantos huéspedes y todas lasactividades que Kneller les

organizaba, aquel sitio parecía unaespecie de campamento de verano. —Esperad a que vean el helado—sonrió mientras señalaba latarrina de plástico que Lihi llevabaen la mano—, se van a volvercompletamente locos.

Capítulodecimosexto En el que Lihi hace un pequeñomilagro y Ari se enamora de unaesquimal LLEVAMOS aquí casi un mes yKneller ha empezado a hacerse a laidea de que Fredi, su perro, no tieneintención alguna de volver, ytampoco parece que la grúa que

Galfend llamó en su momento vayaa llegar jamás. Durante la primerasemana aquí Ari siguió haciéndonosla vida imposible e intentó llamar aun montón de números de teléfonoen busca de un modo de regresar acasa, pero después conoció a unaesquimal de lo más macanuda, quees demasiado guiri como paracaptar cómo es Ari, y desde queestán juntos a él ya le urge menoslargarse. Aunque sigue hablandocon sus padres por teléfono una vezal día, y ahora el tema es, sobre

todo, ella. Al principio, este lugartambién me ponía muy nervioso amí, porque está lleno de personaspositivas de todo el mundo, de esasque después de suicidarse handescubierto el lado guay del asunto.Una especie de mezcla entre losanuncios de Benetton y unas islasperdidas. Sólo que las personas quehay aquí son realmente agradables,bastante apagadas, aunque intentansacar el máximo de lo poco quetienen. Y entre ellas, como undirector de orquesta, anda dando

vueltas Kneller gesticulandoconstantemente con los brazos. Lehe contado a Lihi que, cuando yoestudiaba bachillerato, había en ellibro de física un problema sobreun hombre milagroso —así es comolo llamaban en el libro— que secae del tejado de un edificio ycomprueba el tiempo de su caídacon un cronómetro. No se hablabade su aspecto, pero yo me lo habíaimaginado muy parecido a Kneller,un ser de otro mundo. Lihi mepreguntó qué pasaba al final del

problema de física y yo le dije queno me acordaba muy bien pero queseguro que el hombre milagrosoganaba al final, porque era un librode física para chicos debachillerato. Ella me comentó que,si eso era así, seguro que se tratabade Kneller, porque podíaimaginárselo a la perfecciónsaltando del tejado de un edificiopero no era del todo capaz deimaginárselo chocando contra elsuelo. Por la mañana íbamos con éla trabajar un poco en el jardín, en el

que hasta el momento no habíaconseguido cultivar otra cosa queno fuera marihuana. Mientrasestábamos trabajando, Lihi abrió elgrifo para beber agua, y en su lugarsalió gaseosa. Lihi y yo estábamosentusiasmados, pero Kneller noparecía demasiado impresionado. —No hagáis ni caso —dijo condesdén—, eso aquí es normal. —¿Cómo? —dije sorprendido. —Que sucedan cosas como ésta—prosiguió Kneller labrando losarriates.

—¿Quieres decir milagros? —lepregunté—, porque, date cuenta,Rafi, no es que Lihi haya convertidoel agua en vino, pero le ha faltadopoco. —Lo suficiente —dijo Kneller—.Si quieres puedes llamarlo milagro,pero se trata de un milagroinsignificante, porque aquí se dancomo setas. Me extraña que oshayáis dado cuenta siquiera, porquela mayoría de la gente ni se fija. Lihi y yo no terminábamos deentenderlo. Pero Kneller nos

explicó que era una de lascaracterísticas más notables deaquella zona, que las personas erancapaces de hacer allí cosas bastantesorprendentes, como convertirpiedras en plantas, cambiar el colorde los animales, y hasta levitar unpoco en el aire, pero sólo mientraseso no supusiera un cambiofundamental para nadie. Le dije quese trataba de algo bastantesorprendente y que si realmentesucedía allí con tanta frecuencia sepodía pensar en organizar un

espectáculo de magia e inclusotransmitirlo por la tele. —Pero si estoy intentandoexplicártelo —insistió Knellermientras arañaba enérgicamente latierra—. Que no se puede, porqueen el momento en el que vinieragente con el propósito concreto deverlo, ya no funcionaría. Estascosas suceden solamente si se lasignora. Es como si, por ejemplo, teencontraras de repente caminandosobre el agua, cosa que aquí sucedede vez en cuando, pero sólo con la

condición de que nada ni nadie teespere en la otra orilla ni haya porlos alrededores algún histérico quevaya a armarla por eso. Lihi le comentó lo de las lucesdel Prinz la noche que lo habíamosconocido y Kneller le dijo que setrataba de un caso clásico. —Pues reparar las luces de uncoche me parece bastantesignificativo y útil —lo reté. —Depende de hacia dónde vayas—dijo Kneller sonriendo—, sicinco minutos después te cochas

contra un árbol, pues no tanto.

Capítulodecimoséptimo En el que Lihi revela a Haim unasunto íntimo y Ari insiste en queno son más que bobadas TRAS mi conversación conKneller empecé a ser másconsciente de todos aquellosmilagros. Ayer, Lihi y yo estábamospaseando por los alrededores de la

casa. Lihi se detuvo un momentopara atarse el cordón del zapato yde pronto vimos cómo la roca en laque hacía un segundo habíaapoyado el pie giraba sobre símisma hasta ponerse boca arriba ydesaparecía, así, sin más, sinexplicación alguna. Y el día antes,cuando Ari se disponía a colocarlas bolas en la mesa de billar, vicómo de repente una se convertía enun huevo. La verdad es que memuero por obrar mi primer milagro,sin que me importe demasiado cuál,

aunque sea la cosa más tonta.Kneller dice que el hecho de que yolo desee tanto me lo pone difícil, yque por eso nunca lo conseguiré.Puede que tenga razón, pero hayalgo en sus explicaciones que meparece confuso y poco consistente.Kneller me dice que no es laexplicación sino este lugar lo queresulta confuso y poco consistente.¡De repente uno se suicida y, pam,un segundo después ya está aquí consus cicatrices y su hipoteca! Yademás ¿por qué se suicidará uno

en lugar de morirse sin más? Sediría que tampoco eso tienedemasiada lógica. Las cosas soncomo son y punto. Puede que no seanada del otro mundo, pero podríaser mucho peor. Por su parte, Ari sepasa el día con su nueva amiga. Hayun río cerca y ella le estáenseñando a llevar un kayak y apescar, cosa bastante extraña,porque por lo menos yo casi nuncahe oído ni visto por aquí ningúnanimal, excepto quizá el perro deKneller, que tampoco estoy muy

seguro de que exista. Ari no tienemucho que ofrecerle a cambio, peropara no quedar como unaprovechado le está enseñandonombres de antiguos futbolistas ypalabrotas en árabe. Yo me paso lamayor parte del tiempo con Lihi.Kneller tiene unas cuantasbicicletas en el trastero, así que nosdedicamos a hacer un sinfín deexcursiones. Me ha contado cómoterminaron sus días. Resulta que nose suicidó, que murió de unasobredosis. Un tipo le propuso

inyectarse algo, y como era laprimera vez que los dos lo hacían,según parece no lo prepararon bien.Por eso, está convencida de que hallegado a este lugar por error y deque, si encontrara a alguien a quienpoder explicárselo, la sacarían deaquí de inmediato. La verdad es queno creo que tenga la más mínimaposibilidad de encontrar a esealguien, pero también creo que esmejor no decírselo. Lihi me hapedido que no se lo cuente a nadie,pero se lo he dicho a Ari, quien

opina que eso no son más quebobadas, que nadie llega hasta aquípor equivocación. Le he contado loque Kneller dice, que todo estelugar no es más que un enormeerror, y que si este sitio es losuficientemente raro como para queuna bola de billar se convierta enun huevo, es posible que tambiénLihi haya llegado hasta aquí porerror. —¿Sabes a lo que me recuerda?—me dijo Ari, al tiempo que sellenaba la boca con un mordisco de

su bocata caliente—, a las películasesas en las que el protagonista entraen la cárcel y algunos internos se leacercan para contarle que están allípor error y que son inocentes,aunque tú estés viendo por la pintaque tienen que son los másculpables de todos. Sabes que meencanta Lihi, pero ¿qué tontería esesa de la sobredosis? ¿Has vistoalguna vez a alguien inyectándoseen Tel Aviv? Pero si en Israel lagente tiene pánico hasta de laantitetánica, si en cuanto ven una

aguja se desmayan. —No es que sea una drogadicta oalgo así —le dije—, era la primeravez que lo hacía. —La primera vez —repitió Aritomando un sorbo de café—,créeme, Haim, nadie se muere laprimera vez, no importa lo que sehaya metido, a menos que hayapuesto mucho empeño en ello.

Capítulodecimoctavo En el que Haim sueña que está enuna película de presos que acabamal, y todo por falta de carácter ESA misma noche soñé que Ari,Lihi y yo nos fugábamos de unacárcel. Primero nos escapábamosde la celda, algo que resultórelativamente fácil, pero después,

al llegar al patio de la cárcel,empezaron a sonar las sirenas y acaernos encima los focos. Al otrolado del muro nos esperaba unacamioneta, y yo serví de apoyo aAri y a Lihi para saltarlo. Despuésquise saltar yo, pero ya no habíaquien me ayudara, y entonces, derepente, veo a Kneller a mi ladoque se eleva por el aire y pasavolando al otro lado. Ahora todosestán fuera, incluida Ergá, sentadaal volante de la camioneta, y todosestán esperando a que llegue yo.

Oigo a mis espaldas las sirenas ylos perros que se acercan, y todosesos ruidos que se oyen siempre enlas películas sobre cárceles. Desdeel otro lado del muro, Ari me grita: —¡Venga, Haim! ¿Qué te pasa?¡Levanta el vuelo de una vez! Y, como para fastidiarme, Knellerse eleva por encima de lacamioneta y hace todo tipo depiruetas y monerías. Yo también lointento, pero no consigo nada. Yentonces todos se van, o quizá esque la familia de Ari ha llegado de

repente, porque, la verdad, de esaparte ya no me acuerdo muy bien. —¿Sabes lo que ese sueñosignifica? —me dice Ari—, ¡queeres un fracasado! Un tipo que sedeja influir con facilidad, un tarado,porque basta con que yo diga unasola vez la palabra «cárcel» paraque vayas directo a soñar con eso.Lo que viene a decir tu sueño esque eres una desgracia. Ari y yo estamos sentados a laorilla del río sujetando con la manounas cuerdas de tender la ropa con

las que intentamos pescar según unmétodo que su amiguita le haenseñado. Llevamos aquí más dedos horas y ni siquiera hemospescado un zapato, por lo que Arise vuelve muy cruel. —Piénsalo bien, en el sueñotodos consiguen ponerse a salvoporque se toman su existencia a laligera. Y solamente tú, que siemprete estás comiendo el coco, tequedas atrapado. Se trata de unsueño muy simple, casi diría que demanual.

Ya empieza a hacer fresco y mepregunto cuándo se hartará Ari deesta estupidez de la pesca, porquehace rato que me he cansado, y estámás que claro que no hay peces. —Y te diré aún más —continúaAri—, no es solamente en el sueñodonde eso se demuestra, sino en elhecho de que lo recuerdes ydespués lo cuentes. Muchaspersonas sueñan, pero no todashacen de ello un problema.También yo tengo sueños, peronunca me empeño en contártelos, y

por eso mismo soy una persona másfeliz —y, como para probarlo, tirade la cuerda y saca un pez. Aunquese trata de un pez pequeño y feo, aAri le basta para alimentar su ya depor sí inflado ego—. A ver si algúndía le haces caso a tu amigo:olvídate por un momento de tussueños y de todos esos milagros taninfantiloides y céntrate en Lihi.Vive el momento, ¿qué hay de maloen eso? La chica está muy bien, unpoco descentrada, pero es positivay seguro que está por ti. Entre

nosotros, nunca va a encontrar aDios para presentarle sus quejas ytú no vas a encontrar el cadáver detu pija, de manera que, como losdos estáis atrapados aquí, solos, lomejor es que por lo menos saquéisprovecho el uno del otro. Mientras conversamos, el feísimopez que se retuerce en la mano deAri se convierte en otro pez, rojo yun poco más grande, aunque no poreso menos feo. Ari lo aplasta contrael suelo y le machaca la cabeza conuna piedra hasta que deja de

agitarse, otro truco de losesquimales. Ni siquiera se ha dadocuenta de que el pez ha cambiadode aspecto, y, para ser sinceros,puede que hasta tenga razón y nohaya que dar tanta importancia a lascosas. Pero, en cuanto a lo de Ergá,siento sin ningún género de dudasque ella está aquí, que, llegado elmomento, bastará con que me dé lavuelta y ella estará ahí, detrás demí. Además, todo el cinismo de Arime importa un comino porque séque la voy a encontrar.

—Sólo dime una cosa —me pideAri de camino a casa—, ¿el Knellerese de qué va? Eso de que siempreesté alegre y vaya abrazando a todoel mundo... ¿Es que es maricón oqué?

Capítulodecimonoveno En el que Kneller celebra sucumpleaños y Haim y Lihi decidencontinuar viaje SON muchos los que estánllegando aquí estos últimos días,porque va a ser el cumpleaños deKneller y todos están entusiasmadoshaciendo tartas o pensando en

alguna idea original para hacerle unbuen regalo. La mayoría de los quese mueven por aquí no tienensiquiera la coordinación suficientepara respirar, y Lihi dice que seráuna gran suerte si toda esta locuracreativa no acaba en tragedia. Hastael momento ya hay dos que se hancortado, y otro que se ha pinchadocasi todos los dedos al intentarhacerle un bolso a Kneller. Apartede eso está también Ian, un holandésde lo más volado que ayer salió deaquí con un cazamariposas, dijo que

se iba al bosque a buscarle aKneller un perro nuevo y desdeentonces no hemos vuelto a saberde él. El propio Kneller tambiénparece estar muy emocionado. Porla noche, cuando pusimos la mesapara la cena de cumpleaños lepregunté cuántos cumplía y se pusoa balbucear hasta que reconocióque, de pronto, ya no se acordaba.Después de la cena y de los regalospusimos música y todos empezarona bailar como locos, igual que enlas fiestas del instituto. Hasta yo

bailé un lento con Lihi. A eso de lascuatro de la mañana alguienrecordó que Kneller habíaestudiado violín y que había unoviejo abandonado en el trastero. Alprincipio Kneller no quiso tocar,pero enseguida dejó de resistirse ytocó «Para un millón deequivocados». La verdad es que nosoy un gran entendido en música,pero en mi vida había oído aalguien tocar de esa manera. No esque no desafinara, porque la verdades que un poco sí lo hacía, pero

sentías con cada nota que ponía enello toda su alma. Y no fuiúnicamente yo el que sintió eso,sino que todos nos pusimos de pie ynos quedamos en silencio, comocuando suena la sirena en recuerdode nuestros muertos. Incluso Ari, alque siempre le gusta incordiar enesos momentos, se calló la boca ytenía los ojos llenos de lágrimas.Después me dijo que era de alergia,pero está claro que lo decía pordecir. Cuando Kneller terminó detocar, ya nadie tuvo ganas de hacer

nada en especial. La mayoría se fuea dormir y Lihi y yo ayudamos unpoco a recoger. Cuando estábamosen la cocina me preguntó si noechaba de menos todas las cosasque había tenido antes desuicidarme. Le dije la verdad, queno me moría por volver allí y queno me acordaba mucho de mipasado, excepto de Ergá, pero,como ella ahora estaba aquí, ya nohabía nada que yo echara de menos. —Puede que me eche de menosun poco a mí mismo —le dije—, a

mí mismo tal y como era antes deacabar con mi vida. Puede que melo esté inventando, pero, no sé porqué, me recuerdo a mí mismo más...más algo. Ni siquiera de eso meacuerdo ya. Lihi me dijo que ella lo echaba demenos todo, hasta las cosas quehabía odiado, y que le parecía queal día siguiente debía marcharse deallí, porque, si quería encontrar aalguien que la ayudara, necesitabaseguir buscando. Le dije que teníarazón, y que yo también debería

seguir mi camino si de verdadquería encontrar a Ergá.Terminamos de meter los cacharrosen el fregadero, pero ninguno de losdos teníamos ganas de irnos adormir. En el salón, Kneller estabasentado en el suelo jugando con susregalos, como un niño, cuando derepente Ian irrumpió en la estanciamuy alborotado, con su estúpidocazamariposas en la mano, y dijoque al otro lado del bosque vivía elrey Mesías, y que tenía secuestradoal perro de Kneller.

Capítulo vigésimo En el que Fredi engulleshawarmas bajo una falsa identidad IAN nos miraba jadeante. Teníala cara muy roja. Lo hicimossentarse en el salón, le llevamos unvaso de agua y nos contó cómo sehabía perdido en el bosque mientrasbuscaba un perro nuevo paraKneller y cómo, finalmente, cuandosalió por el lado opuesto, vio una

mansión con piscina y quisopedirles a las personas que allívivían que le permitieran telefonearal campamento para que alguienfuera a buscarlo. Pero en la casa notenían teléfono, sólo mucha músicay mucho ruido; todos llevabancoleta y estaban muy bronceados,tanto que parecían australianos,excepto las tías, que andaban porallí en tanga. Habían sido muyamables, lo habían atiborrado decomida y le contaron que aquellamansión era la casa del rey Mesías,

que ellos eran sus amigos, que alrey Mesías sólo le gustaba lamúsica trans y que por eso la teníanpuesta todo el tiempo a todovolumen. También le contaron queel rey Mesías se llamaba Gib’ónpero que todos lo llamaban Gib,porque así había empezado allamarlo una chica y la cosa cuajóenseguida, y que Gib era de unasentamiento de Galilea pero hacíaya mucho tiempo que estaba allí, ydentro de una semana, a contardesde ese mismo día, iba a hacer un

milagro muy importante, consentido, no algo corriente hechocomo por casualidad; teníanprohibido revelar de qué se tratabapero sería algo realmente sonado yél podía quedarse a verlo. Ian, porsu parte, como se ibaacostumbrando a la música, seentusiasmó con la idea del milagro,pero sobre todo con las tíasdesnudas. Le prepararon unahabitación en la casa junto con unsimpático surfista que antes desuicidarse había sido director del

Hard Rock Cafe de Edmonton,Nueva Zelanda. Por la noche, todosfueron a la piscina a nadardesnudos, y como a Ian le daba unpoco de vergüenza se quedó fuera yde repente vio a Fredi, el perro deKneller, que estaba comiendoshawarma en un cuenco de plásticojunto a la piscina. Ian les explicóque Fredi era el perro de un buenamigo suyo y que se había perdidohacía unas semanas. Todos sequedaron perplejos, porque el reyMesías había adoptado a aquel

perro y les había dicho que era ungenio y hasta le había enseñado ahablar. Ian sabía muy bien que elperro de Kneller era capaz de deciralgunas palabras, aunque sinentenderlas del todo, pero tambiénsabía que, excepto por ese detalle,era un perro tontísimo. Esto, sinembargo, no quiso decirlo por noofender al rey Mesías, que acababade llegar en ese momento. El tal reyMesías, Gib, era un rubio muy alto,con los ojos azules y el pelo largo,y tenía una novia un poco jorobada

pero muy guapa. Los dosescucharon pacientemente lahistoria de Ian, hasta que al finalGib dijo que, si aquél era realmenteel perro que se había perdido, lealegraría mucho poderlo devolver,y que había una manera muysencilla de averiguarlo. Le preguntóa Ian cómo se llamaba el perro, yentonces Ian le dijo que Fredi. Gibllamó a Fredi, que justo acababa determinar de comer, y le preguntócómo se llamaba, y el tonto delperro movió la cola y dijo:

«Nasser», una broma muy mala queKneller había copiado de uno delos paracaidistas más retrasados dela mili y que le había enseñado agastar a Fredi cuando era uncachorro. Ian intentó explicarlestambién eso, pero Gib, por lo visto,estaba ya convencido de que setrataba de otro perro, y el propioFredi no parecía dispuesto amarcharse con Ian, porque en casade Kneller jamás le habían dadoshawarma. Entonces a Ian lepareció que lo mejor sería regresar

aquí cuanto antes para podercontárnoslo todo. —El rey Mesías, milagros consentido, música trans —dijoKneller furioso—, toda esa historiame suena a puro cuento. La únicacosa que no me sorprende es queFredi no quiera volver, porquesiempre dije que era un perro muydesagradecido.

Capítulo vigésimoprimero En el que Haim y Lihi salen enbusca del rey Mesías y, porequivocación, dan con el mar A las siete de la mañana, cuandola mayoría de los invitados a lafiesta todavía dormían tirados porla alfombra, Kneller se plantó enmedio del salón con una mochila y

dijo que se le había terminado lapaciencia y que quería ver a Frediya mismo. Lihi y yo nos ofrecimos aacompañarlo. Lihi, a pesar de queno se había creído demasiado todaesa historia del rey Mesías, dijoque no tenía nada que perder y queaprovecharía para preguntarle porlos responsables de aquel lugar ycómo encontrarlos, y yo, por miparte, pensé que, si era cierto queallí había tantísimas personas —como había dicho Ian—, podía serun buen lugar donde buscar a Ergá.

Además, en vista de la falta decoordinación de Kneller y de Ian,seguro que no estaría de más quealguien les echara una mano.Kneller quería que fuéramos en elcoche de un amigo suyo, pero Ian ledijo que sólo sabía ir a aquel sitio apie. Así fue como lo seguimosdurante más de diez horas por elbosque, hasta que empezó aoscurecer y él mismo reconoció quese había perdido. Kneller dijo queeso era muy buena señal, porquetambién la vez anterior Ian se había

perdido, y para celebrarlo sacó desu mochila una cachimba. Ian y éldieron cuatro caladas cada uno yquedaron agotados. Lihi y yodecidimos recoger algunas ramitassecas para intentar encender unahoguera. Nuestra única luz era elmechero que le habíamos cogido aKneller, que ahora dormía como unniño. Cuando nos alejamos un pocode él y de Ian, que roncaba a sulado, empezamos a oír otro ruido,un poco lejano, como de algo quese rompía pero que a la vez

resultaba sedante, y Lihi dijo quesonaba como el mar. Avanzamoshacia allí y, efectivamente, a unoscientos de metros estaba el mar. Eramuy extraño, pero nadie en elcampamento, incluido el mismoKneller, había mencionado nuncaque estuviéramos cerca del mar;posiblemente no lo sabían, puedeque excepto nosotros nadie losupiera. Nos quitamos los zapatos ycaminamos un poco por la playa.Antes de poner fin a mi vida ibamucho a la playa, casi a diario.

Cuando lo recordé comprendímejor lo que Lihi había comentadoel día anterior sobre las añoranzasy entendí por qué deseaba regresar.Le conté a Lihi que el padre de Arillama a este lugar «El país de lastinieblas», porque las personas quese encuentran aquí ya no deseannada y uno siempre tiene lasensación de que todo está bien,aunque en realidad estás ya mediomuerto. Lihi se rió y dijo que lamayoría de las personas a las quehabía conocido antes de suicidarse

también estaban medio muertas omuertas del todo, de manera que misituación era todavía relativamentebuena, y al decirlo me tocó comopor casualidad, pero no. Siempre había tenido la esperanzade que, si algún día le era infiel aErgá, lo sería con una chicarealmente guapa, para después,cuando me arrepintiera, poderconsolarme diciéndome que era tanguapa que nadie habría podidoresistirse. Y, en realidad, Lihi eraexactamente así. Esa noche,

además, cuando me rozó, me dicuenta de que ella tenía razón y deque mi situación era todavíarelativamente buena.

Capítulo vigésimosegundo En el que Kneller le echa en carala verdad a Fredi LIHI y yo nos despertamos con elamanecer, o mejor dicho, con losgritos de Kneller. Abrimos los ojos,y la playa que nos rodeaba ya noera sólo nuestra. No es que hubieraalguien, pero ahora, a la luz del sol,

podíamos ver que estaba toda llenade condones usados. Flotaban en elagua poco profunda como medusas,se hundían en la arena alrededor denosotros como conchas marinas, ytodo se llenó de pronto de un olor agoma usada que, por algún motivo,había permanecido oculto por elaroma del mar. Me esforcé por novomitar, por Lihi, y la estrechéentre mis brazos con fuerza. Asípermanecimos tendidos, sinmovernos, no sé durante cuántotiempo, como una pareja de turistas

que, atrapados en un campo minado,esperan a ser rescatados. —Aquí estáis —asomó de prontoKneller entre los árboles—, yaestaba preocupado. ¿Por qué nocontestáis cuando se os llama? Nos condujo hasta el lugar en elque habían dormido Ian y él, y porel camino nos contó que esa playahabía sido una vez la de las putas ylos yonquis, sólo que con el tiempose había vuelto tan repugnante quehasta ellos habían dejado defrecuentarla.

—No me digáis que habéisdormido ahí —nos dijo haciendouna mueca, al tiempo que Lihi y yonos sacudíamos de encima la arenay todo lo que se nos había pegado ala ropa—. ¿Para qué? —Eso es lo que nos pasa a losque nos gusta el mar —le respondióLihi con media sonrisa. —Eso es lo que les pasa a los queles gustan las enfermedades —lacorrigió Kneller, y continuó suenérgica marcha—. Sólo espero nohaberle perdido la pista a Ian.

Pero Ian había desaparecido,aunque antes de que nos dieratiempo a empezar a preocuparnospor él apareció corriendo muycontento y nos dijo que habíaconseguido encontrar la casa delrey Mesías y que estaba allí mismo.La casa del rey Mesías erarealmente enorme, como esas casasque Ergá siempre me enseñabacuando íbamos a visitar a sus tíos aCesarea, de esos sitios en los queaparte de piscina, pista de squash yyacusi, siempre hay un refugio

nuclear en el sótano. Cuandollegamos, junto a la piscina habíamás de cien personas en unaespecie de cóctel o bufé que, por lovisto, duraba ya desde el díaanterior. Muchos parecían friquis,pero había también surfistas, pijos,todo tipo de gente y todos muyalterados. Y entre aquellosinvitados andaba Fredi poniendocara de pobrecito y obligando atodo el mundo a darle comida.Cuando Kneller lo vio, perdió losestribos. Se plantó delante de Fredi

y empezó a gritarle que cómo seatrevía a portarse así con él, yencima el día de su cumpleaños,que era un ingrato, y se puso arecordarle todo tipo de detallesembarazosos de cuando Fredi eraun cachorro. Entretanto, Fredi lomiraba muy sereno, masticandodespacito un trozo de sushi, comoun viejo yemenita masticando hojasde qat. Los que se encontraban allícerca trataban de calmar a Knellery le decían que Gib lo arreglaríatodo enseguida. Pero, cuando

vieron que de nada servían suspalabras, intentaron que seinteresara por el milagro tanimportante que el tal Gib iba ahacer, aunque sólo consiguieron queKneller se pusiera aún más furioso.Mientras tanto, Lihi y yo nosmanteníamos al margen y comíamostodo tipo de manjares, porquellevábamos un día entero sin probarbocado. Había muchas cosas quequeríamos decir, pero no lo hicimospor el jaleo y el ruido que allíhabía, aunque no fue sólo por eso.

Y entonces, de repente, llegó Ian ydijo que Gib y su novia llamaban aKneller y a Fredi a su salón paraintentar entender qué es lo queestaba pasando, y que era mejor quetambién fuéramos nosotros porqueKneller pensaba armarla. Antes deentrar oímos ya los gritos deKneller y una voz perruna que devez en cuando decía muy bajito: —Tranqui, tío, no pierdas losnervios. Y yo pude distinguir también lavoz de Ergá.

Capítulo vigésimotercero En el que Haim se encuentrafinalmente con Ergá NO sé cuántas veces me habíaimaginado este encuentro, al menosun millón. En todas ellas había unfinal feliz, y no es que no hubierapensado en todo tipo decomplicaciones posibles, porque

las había imaginado todas, paraque, sucediera lo que sucediera,dijera ella lo que dijera, poderestar preparado. Ergá me reconocióal instante, corrió hacia mí, meabrazó y se echó a llorar. Despuésme presentó a Gib, que me estrechóla mano, me dijo que había oídohablar mucho de mí y parecía unbuen tipo. Yo le presenté a Ergá aLihi, lo que resultó un pocoembarazoso. Lihi no dijo nada, perome di cuenta de que, a pesar de locomplicado que todo aquello era

para ella, se alegraba por mí. Ergáy yo dejamos a todos a nuestrasespaldas y salimos a la terraza. Através de la puerta podíamos oír eldiscurso de Kneller, y a Gib, quepor lo visto hacía rato que habíarenunciado a Fredi, murmurandounas palabras de conformidad. Ergáme contó lo que había sucedidodespués de que yo me suicidara,que no había sabido ya qué hacercon su vida y se había sentido tanculpable que tan sólo había deseadomorir. Mientras ella hablaba, yo la

miraba y comprobaba que seguíasiendo idéntica a como larecordaba, que llevaba incluso elmismo corte de pelo. Sólo suequilibrio había cambiado de unamanera extraña, porque se habíasuicidado saltando desde la azoteadel hospital Poriah. Ergá me contóque después de mi entierro se fue aGalilea y se pasó todo el viajellorando sin parar, y que cuandollegó a Mitspé al primero que viofue a Gib’ón, y en cuanto lo viotodo se calmó en ella y dejó de

llorar. No es que hubiera dejado desentir pena, pero ya no se trataba deuna tristeza histérica, sino que seconvirtió en otra cosa no menosprofunda, pero que podíasobrellevarse. Gib’ón opinaba quetodos estábamos atrapados en elmundo de los vivos y que había unmundo superior al que se podíallegar. En Mitspé había otros quecreían en sus poderes. Dos semanasdespués de que Gib’ón y ella sehubieran conocido, él tenía previstocortar el vínculo existente entre su

cuerpo y su alma, pasar al otromundo y regresar después a sucuerpo para mostrarles a todos elcamino, sólo que algo se jodió y sualma jamás regresó. En el hospital,cuando certificaron su muerte, ellanotó que la llamaba desde el lugaral que había llegado, así que cogióel ascensor hasta la azotea y desdeallí saltó al vacío para poder estarcon él. Ahora volvían a estar juntosy Gib’on iba a hacer de nuevo loque había intentado hacer enGalilea. Sólo que esta vez estaba

convencida de que lo conseguiría,que encontraría el camino quellevaba a ese mundo y regresaríapara mostrárselo a todos. Despuésde eso volvió a decirme loimportante que yo era para ella, quesolamente después de que yoacabara con mi vida habíacomprendido de verdad cuánto mehabía herido y que se alegraba devolverme a ver para poder pedirmeperdón. Durante todo ese rato yo nohice más que sonreír y asentir conla cabeza. Muchas veces, cuando

fantaseaba con aquellos encuentros,la imaginé con otro, pero siempreluchaba contra esa idea y le decíacuánto la amaba, que nadie la iba aquerer como yo, la acariciaba, latocaba, hasta que ella cedía. Ahoraen la terraza, cuando finalmente lahabía encontrado, lo único que yodeseaba es que llegara el momentoen que ella me diera un beso deamigos en la mejilla y todoterminara de una vez. Pero en miauxilio sonó de repente un gong yErgá me explicó que teníamos que

volver, porque eso quería decir queGib’ón estaba a punto de empezar,de manera que en lugar de darme unbeso se limitó a abrazarme.

Capítulo vigésimocuarto En el que Gib promete hacer unmilagro importante CUANDO volvimos a la sala,Lihi y Kneller ya no estaban allí.Gib, que ahora vestía una túnicabordada, dijo que ya estaban abajo,y cuando fui a buscarlos vi que lagente congregada en torno a la

piscina se había dividido en dosgrupos: hombres y mujeres. AKneller lo encontré enseguida y a lolejos pude ver a Lihi, que me hacíaun gesto con la mano como parapreguntarme cómo había ido todo.No conseguí encontrar ningún gestoque explicara lo que había sucedidocon Ergá; quise decirle desde lejosque la amaba, pero tuve laimpresión de que habría resultadodemasiado de película, así que melimité a sonreír y mediante gestos leindiqué que hablaríamos más tarde.

Kneller me dijo que Lihi le habíapreguntado algo a Gib, algo sobrecómo regresar al mundo de losvivos, y Gib le había dicho que noperdiera más el tiempo, que élmostraría a todos el camino haciaun mundo mucho mejor, y cuandosalieron fuera Lihi le dijo a Knellerque el Gib ese le parecía unauténtico gilipollas. La músicaestaba tan alta que apenas podía oíra Kneller. Él se rió un poco de mí yde Lihi y me dijo que era la primeravez que conocía a unas personas

todavía más ingenuas que él, yo conmis milagros y ella con sus sueños. —En lugar de suicidaros,tendríais que haberos marchado aCalifornia —me dijo. Vi que acariciaba a Fredi, lo quesignificaba que todas susdesavenencias eran agua pasada.Gib subió al estrado vestido con latúnica, Ergá subió tras él con unalfanje en la mano, de esos queaparecen en las ilustraciones delsacrificio de Isaac en la «Bibliapara niños». Se lo pasó a Gib’on y

la música se interrumpió con un«bum». —¿Qué estupideces son éstas? —murmuró Kneller a mi lado—, perosi este tío ya está muerto. ¿Quéquerrá ahora?, ¿ser un muerto alcuadrado? Las personas que teníamosdelante se volvieron hacia nosotrospidiendo silencio y yo me sentí muyincómodo, pero Kneller ni seinmutó y siguió diciendo que estabadispuesto a apostarse lo que fuera aque Gib nunca lo haría, porque

quien se ha suicidado una vez ysabe los dolores que comportamorir no lo vuelve a intentar. Y enel instante en que terminó dedecirlo, Gib cogió el alfanje y se loclavó en el corazón.

Capítulo vigésimoquinto En el que llega una furgonetablanca y empieza todo el jaleo RESULTA extraño, pero pormucho que todas las personas queestábamos alrededor de la piscinasupiéramos en todo momento lo queiba a suceder, nos sentimossorprendidos. Se hizo un silencio

muy raro y luego se oyó un suavemurmullo. Desde el estrado, Ergános gritaba a todos quemantuviéramos la calma porque encualquier momento Gib regresaría asu cuerpo, pero el murmullo entre elpúblico no cesó. Entretanto, vi queKneller le susurraba algo a Fredi yque después le hablaba al mechero;en unos segundos llegó unafurgoneta blanca que se detuvojunto a la mansión y de ella salierondos hombres altos y delgadosvestidos con unos monos blancos.

Uno de ellos llevaba un megáfono.Kneller corrió hacia ellos y se pusoa hablarles gesticulando mucho,según su costumbre. Empecé adesplazarme a empujones endirección a las mujeres para buscara Lihi, pero no conseguía verla porningún sitio. El hombre delmegáfono nos pidió a todos que nosdispersáramos en silencio. En elestrado, Ergá se había sentado juntoal cadáver de Gib y lloraba. Vi queintentaba llegar al cuchillo, pero elotro hombre del mono blanco se le

adelantó. Lo cogió, se cargó elcadáver de Gib a la espalda y lehizo una señal a Kneller para queacompañara a Ergá al vehículo. Elhombre del megáfono volvió apedir que nos dispersáramos.Algunos empezaron a moverse,pero muchos seguían petrificados.Junto al hombre del megáfono vi enese momento a Lihi; ella tambiénme vio e intentó ir hacia mí, pero elconductor de la furgoneta, quetambién vestía un mono y hablabapor una especie de walkie talkie, le

dijo que se acercara. Lihi me hizoseñas de que enseguida vendríaconmigo y yo empecé a avanzarhacia el vehículo, apartando aempujones a todo el que encontrabaen mi camino. Pero, hasta queconseguí acercarme, Kneller, quellevaba a Fredi bajo el brazo, y eldel mono con el megáfono montaronen la furgoneta y ésta se marchó deallí. En la ventanilla pude ver a Lihique intentaba gritarme algo, pero nologré entender qué. Ésa fue laúltima vez que la vi.

Capítulo vigésimosexto Con un espíritu optimista ME quedé allí esperando unascuantas horas, porque al principiocreí que la furgoneta se había idosolamente para dejar a Gib y a Ergáen algún lugar, y que Lihi enseguidavolvería. Hubo más personas que sequedaron, todas con el aspecto de

estar completamente aturdidas y deno haber entendido del todo lo quehabía sucedido. Todos nossentamos en las tumbonas querodeaban la piscina, sin pronunciaruna sola palabra. Poco a poco lagente se fue marchando, y al final,al ver que me había quedado solo,empecé a andar en dirección a lacasa de Kneller. Cuando llegué ya era de noche.Ari me contó que Kneller habíairrumpido en la casa para cogerunas cuantas cosas y que les había

dicho a todos que se podían quedarallí todo el tiempo que quisieran;después quiso hablar sólo con Ari yle pidió que cuidara de Fredi. Lereveló a Ari que en realidad élnunca se había suicidado de verdady que todo ese tiempo había sido unángel de incógnito, pero que ahora,con todo el lío del rey Mesías,había sido descubierto, por lo queal parecer tendría que volver a serun ángel corriente. Sobre Gib ledijo a Ari que no lo envidiaba,porque si este lugar podía parecer

una mierda, el sitio al que van losque se han suicidado dos veces esmil veces más asqueroso, porqueallí hay muy poca gente y todos sonmuy raros. Le pregunté a Ari siKneller había comentado algo deLihi, y al principio Ari me dijo queno, pero después me contó queKneller le había dicho que durantetodo aquel jaleo Lihi se habíaacercado a uno de los empleados deKneller y le había pedido querevisara su expediente, y que, pormuy demencial que pudiera sonar,

resultó que había sido un error;nadie sabía muy bien qué hacer conella, pero tenía muchasposibilidades de que se la llevarande aquí y la devolvieran a la vida.Ari me confesó que al principio nome lo había querido decir para noentristecerme, pero que en realidadse trataba de una buena noticiaporque Lihi había llegado al sitioen el que quería estar. Ari decidió quedarse con sunovia en casa de Kneller y yoregresé solo a la ciudad. Por el

camino hasta conseguí hacer unmilagro, por casualidad, y fue sóloentonces cuando comprendí lo queKneller había intentado explicarmecuando decía que aquello no teníaimportancia. Ari me habíaentregado un paquete para que se lollevara a sus padres y ellos sealegraron mucho de verme y mepidieron que se lo contara todo,sobre todo lo de la novia de Ari. Supadre me dijo que Ari parecíacompletamente feliz por teléfono yque toda la familia pensaba ir a

visitarlo al mes siguiente.Entretanto, me invitaban a cenar asu casa los viernes por la noche ytambién entre semana, o cuando yoquisiera. En la pizzería Kamikazetambién se alegraron de mi vuelta yenseguida me encontraron un turno. Por las noches no sueño con ella,pero sí pienso mucho en ella. Aridice que ése es mi carácter,colgarme de las tías con las que notengo la más mínima posibilidad.Puede que tenga razón, porque lasprobabilidades son muy bajas.

Pero, por otro lado, en una ocasiónLihi me dijo que un medio muertoera lo suficientemente bueno paraella, y cuando se montó en lafurgoneta me hizo señas de queenseguida volvería, así que vete túa saber. Por si acaso, cada vez queempiezo mi turno en la pizzeríahago algo insignificante, como, porejemplo, ponerme la placa delnombre al revés o atarme mal eldelantal, algo que sirva para que, sia pesar de todo un buen día vuelve,no se sienta triste.

* En la entrada de sinagogas,cementerios y otros lugares en losque los varones judíos debencubrirse la cabeza, hay una caja consolideos o kipás. (N. de la T.) * Asentamiento agrícola cuyosmiembros venden en cooperativa laproducción de sus campos. (N. dela T.) * Plato tradicional del sábadocuya base son las patatas y la carne,y que ha sido cocinado previamente

a fuego lento durante unas 18 horas.(N. de la T.) Título original: Ha-qaitaná shelkneller Edición en formato digital: mayode 2012 © Etgar Keret. Published by

arrangement with The Institute forthe Translation of HebrewLiterature © De la traducción, Ana MaríaBejarano, 2008 © Ediciones Siruela, S. A., 2008,2012 c/ Almagro 25, ppal. dcha.28010 Madrid. Diseño de la cubierta: EdicionesSiruela

Todos los derechos reservados.Cualquier forma de reproducción,distribución, comunicación públicao transformación de esta obra sólopuede ser realizada con laautorización de sus titulares, salvoexcepción prevista por la ley.Diríjase a CEDRO (Centro Españolde Derechos Reprográficos,www.cedro.org) si necesitafotocopiar o escanear algúnfragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-9841-724-1 Conversión a formato digital:Newcomlab, S.L. www.siruela.com