pablo de santis - rey secreto

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LC REY SECRETO ¥ Pablo De Santis Ministerio de Educación Presidencia de la Nación LOS LIBROS DE EDICIONES COUHUE

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LC

REY SECRETO¥

Pablo De Santis

Ministerio de EducaciónPresidencia de la Nación

LOS LIBROS DE

EDICIONES COUHUE

S ) i existiera algún tipo de examen cuyo resultado nos perm itiera ca­lificar a ta l o cual como “Escritor”, p ropondría que co n sta ra de tre s pruebas: el aspirante debe ser capaz, a lo largo de un relato con principio, desarrollo y final, de 1) hacer reír o sorprender al lector; 2) emocionar o asustar al lector y, 3) presentarle al lector un modo de percibir el mundo que, an tes de leer el libro, nunca había considerado.De Santis es un escritor.Algunos de estos escritos parecen inspirados por sueños, otros semejan poemas; pero todos son relatos. En eso consiste el talento de un n a rra ­dor: preservar los restos diurnos y la belleza de las imágenes, sin perder la coherencia narrativa.Este libro es, a mi entender, la obra cumbre de Pablo De Santis, y uno de los mejores libros de relatos escritos en español en la últim a década.De Santis no puede dejar de notar el perm anente viaje de los seres vivos, y de sus objetos amados, hacia la m uerte o el olvido. Pero en el p re­sente, m ientras ese ser o ese objeto existen, el autor les rinde homenaje contándolos en una historia inventa­da. Por momentos, esta inteligencia deslum brante puede confundirnos y hacernos creer que asoma el cinismo. Pero el desencanto y la h ilaridad de estos relatos coexisten, en verdad, con un rechazo por lo inanimado y una invitación a vivir. Y aunque vivir sea sobreactuar, como reflexiona uno de sus personajes, el in s tan te del transcurso es aceptado y valorado. Tal vez me estoy yendo muy lejos en mis conclusiones; pero no quiero quedarm e corto, cuando un libro me ha divertido, me ha emocionado y me ha perm itido nuevas percepciones del mundo. El rey secreto de este libro es el lector. Cada lector.

Marcelo Birmajer

De Santis, PabloRey secreto : Edición especial para el Ministerio de Educación de

la Nación / Pablo De Santis ; ilustrado por Max Cachimba. - I a ed. - Buenos Aires : Colihue, 2013.

128 p. : il. ; 24x17 cm. - (Los libros de Boris)

ISBN 978-987-684-954-8

1. N arrativa Infantil Argentina. I. Cachimba, Max, ilus. II. Título CDD A863.928 2

Diseño de colección: Raúl Pane

Foto de solapa: Juan E. Mabromata

Ilustración de tapa e interiores: Max Cachimba

Todos los derechos reserv ados .Esta publi cac ión no puede ser r ep rod u c id a , total o p a rc ia lm en te , ni re g is t rada en, o tr ansm it ida por, un s is tema de recuperación de in fo rm ac ió n , en n ing u na fo rm a ni por n ingún medio, sea mecánic o , fo toquímic o , el ec trónico , magnéti co , elec troópt ico , por fotocop ia o cua lq u ie r otro, sin pe rm iso previo por escr ito de la editor ia l.Solo se au tor iza la reproducc ión de la tapa, co n tra tapa , pág ina de lega les e índice , com ple tos , de la presen te obra exc lu s iv am ente para f ines p romocionales o de regist ro b ib liográf ico.

I a ediciónEdición especial para el Ministerio de Educación de la Nación

© Ediciones Colihue S.R.L.Av. Díaz Vélez 5125 (C1405DCG) Buenos Aires - Argentina [email protected]. ar www.colihue.com.ar

ISBN 978-987-684-954-8

Hecho el depósito que marca la ley 11.723IMPRESO EN LA ARGENTINA - PRINTED IN ARGENTINA

LA FOTOCOPIA MATA AL LIBRO Y E S UN DELITO

É

L a cabeza de Servac

FN LA PRIMAVERA DE 1870 los diarios de París

M____ _ anunciaron que el museo de cera de madame Xorahabía sumado una nueva pieza a su colección de casi mil obras: la cabeza de Servac.

El público llenó las siete salas del museo (donde se exhi­bían los más célebres criminales de la historia esculpidos en cera) para desfilar ante la famosa cabeza. Cada visitan­te se detenía frente a ella sólo algunos segundos: de inme­diato lo empujaban los de atrás. En los días anteriores los diarios sólo habían hablado de los crímenes de Servac y de su muerte en la guillotina. Había envenenado con arsénico a sus tres esposas para poder mantener a flote su peque­ño comercio de cigarros y pipas.

Los diarios, que siempre habían alabado las piezas de cera de madam e Xora, se ensañaron con la cabeza de Servac. Dijeron que era una copia descolorida, que pare­cía la cabeza arrancada de una marioneta, que todo el vi­gor de la artista se había perdido.

Los críticos hicieron notar que el público, acostumbrado a temblar frente a las otras creaciones de madame Xora, contemplaba la cabeza del envenenador sin emoción, sin miedo, sin fe.

Madame Xora se disculpó de su fracaso a través de una carta que publicó en tres periódicos de París. Confesó que la culpa de su derrota la tenían la imprevisión y la falta de tiempo; por primera vez en su carrera había apurado las

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Pablo De Santis

cosas, para abrir la muestra antes de que el olvido se tra ­gara a Servac. Por eso, el día antes de la inauguración se dio por vencida, dejó que las llamas deshicieran su fraca­sada escultura, y decidió exponer el modelo que le había comprado al verdugo: la verdadera cabeza de Servac.

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Pablo De Santis

Los frascos

I A MUJER ME HIZO ENTRAR a su dormitorio ____ porque tenía algo para mostrarme. Miré los fras­cos color ámbar y las botellas azules cerradas con lacre; había recipientes con forma de sirena, de araña, de uni­cornio. La mayoría eran de cristal, pero también había de

m adera y de hierro oxidado. En alguno flotaba polvo de oro; en otro, un escarabajo atigrado.

-Siempre quise conocer su colección de perfumes -dije-. ¿Me permite abrir alguno?

No esperé a que me respondiera y abrí un frasco verde. La fragancia me hizo ver sombras, destellos, pozos sin fin. Lo cerré de inmediato.

-No son perfumes -dijo Lucrecia-. Son mis venenos.

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Rey secreto

La estatua

TRAJERON AL MUSEO una estatua de bronce. Es

■ pesada y tiene un brazo extendido, como señalan­do algún lugar. Cuando me quedo solo, le rezo. Estuvo tan ­to tiempo bajo el mar que las algas la ciegan. No sabe to­davía quién soy.

Material de distribución gratuita. 11

Pablo De Santis

El tapiz

F NTRÉ EN LA TIENDA del anticuario Espinosa B para mirar el tapiz del que tanto me habían ha­blado. Estaba colgado en una pared, entre una armadura japonesa y una muñeca de porcelana.

La escena parecía vista a través de la lluvia o de la niebla.

Contra un cielo gris, una mujer de cabellos dorados sos­tenía una ram a de olivo. Hubiera dado cualquier cosa por conocer a la mujer que había inspirado aquel tapiz.

-E s hermoso -dije. Lamenté de inmediato haberlo ala­bado, lo que aumentaría el precio-. ¿Cuánto cuesta?

-No está en venta -respondió Espinosa-. Pero... ¿cómo sabe si es hermoso si lo está mirando al revés? Lo dejo así para que no se llene de polvo.

Espinosa dio vuelta la tela. Del otro lado de la tram a la mujer era un cadáver de ojos hundidos y piel amarillenta.

Sostenía una vara retorcida llena de espinas que gotea­ban sangre y su cabello era un manojo de serpientes.

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Rey secreto

Los cuervos de Roma

O PRIMERO QUE HIZO Septimio V al ser consa­grado Papa, fue dar de comer a los cuervos. Los

pájaros venían a golpear su ventana todas las mañanas atraí­dos por las fuentes de fruta, y el Papa les cedía los alimen­tos. Sus asistentes intentaron que dejara de lado esa cos­tumbre, pero fracasaron: el Papa amaba a esos pájaros sólo por el hecho de que todos los demás los despreciaban.

Septimio V murió un día antes del Sínodo de Obispos. Como habrían de tratarse temas que no toleraban demora (las últimas batallas entre las órdenes), el círculo papal decidió ocultar la noticia de la muerte. Se justificó la au­sencia del Papa con el pretexto de su larga enfermedad y se inauguró la reunión. Ante la insistencia de algunos obis­pos, y para despejar rumores y sospechas, el papa fue con­ducido al enorme salón, donde permaneció en un rincón lejano. Sus asistentes cuidaban de que nadie se acercara lo suficiente como para percibir el engaño. Septimio V era de costumbre tan callado que a nadie pareció inusual su silencio.

Los cuervos, ajenos a la política de Roma, golpearon con insistencia el cristal, y luego, cambiando de estrategia, buscaron una ventana abierta. Volaron veloces por los co­rredores hasta entrar en el salón de los obispos. Los viejos sacerdotes huyeron espantados. Sólo quedó en el salón el Papa, la cabeza caída y los ojos abiertos. Lo primero que había hecho al llegar a Roma fue dar de comer a los cuer­vos, y fue también lo último.

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IPablo De Santis

Calles perdidas

H| ACE MAS DE DIEZ AÑOS encontré en una ca- M I He oscura una librería de viejo llamada “El cen­tauro”. En una de las mesas del fondo descubrí un libro que me entusiasmó. En la primera página estaba el nombre de su antiguo dueño, y el sello de la librería, con el dibujo de un centauro. Como estaba apurado, lo dejé para otra vez. Sin embargo, nunca volví a encontrar esa librería.

La misma experiencia he tenido otras veces, y he oído de otros que también la tuvieron. Vemos en medio de una calle un restaurante, un negocio, un edificio, un árbol que nos llama la atención, pero que dejamos pasar de largo; cuando volvemos a buscarlo, ya no está. Uno cree que co­noce la ciudad, y camina por sus calles en medio de una creciente distracción, pensando que todo paseo puede ser repetido, toda vereda nuevamente encontrada. Pero la ciu­dad, desafiante, nos esconde librerías, estatuas, cafés, a veces plazas enteras. Así, por descuido, vamos perdiendo pedazos enteros de ciudad, con las que vamos formando, con los años, otra ciudad hecha sólo de ausencias, y de las que somos los únicos testigos.

En cuanto a aquel libro, lo encontré años después, en otra librería. Todavía conservaba el sello, algo desteñido, con el dibujo del centauro. De todo naufragio, de toda Atlántida hundida, siempre llega hasta la costa algún res­to, dibujo o palabra.

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Rey secreto

Un olvido

NI APOLEÓN CONOCÍA el nombre de cada uno deI los soldados de su ejército. Una m añana vio a

veinte metros sobre la nieve a uno de sus hombres. Era un oficial de caballería. Intentó recordar su nombre, pero su memoria le falló. Al instante, una bala enemiga se hundió en el pecho del oficial. Napoleón comprendió de inmediato la razón de su olvido.

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Pablo De Santis

Museo de Ciencias Naturales

FN UNA ENTREVISTA PRIVADA que mantuve con

B el Director del Museo de Ciencias N aturales lemanifesté mi preocupación por el deplorable estado de al­gunas salas, en particular la de animales embalsamados. Le dije, además, que la visión de aquellos animales que sim ulaban e s ta r vivos, con la boca ab ierta , a lgunas apolillados, otros sin ojos o sin cabeza, inspiraba pesadi­llas antes que amor al conocimiento y a la naturaleza.

-Usted no entiende nada de nada -m e dijo entonces el Director, mientras me mostraba un papel amarillento. Leí, en el borde superior: Circular secreta 3.128 del Ministerio de Educación-. Ahí, como ve, mi querido amigo, aquí dice con toda claridad que la sagrada misión de los museos no es otra que la de llenar de horror el corazón de los niños.

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Rey secreto

El jinete Hueco

cy UANDO ERA TENIENTE del ejército patrio utilicé con frecuencia la estrategia de enviar

un jinete al frente, para ver si estaba el enemigo. Como no quería que este peligroso ejercicio me hiciera perder hom­bres, se me ocurrió reemplazar al jinete por un muñeco de trapo relleno con paja y sostenido con varillas de madera, al que dimos el nombre de Soldado Hueco.

En su primera misión, Hueco recibió algunos balazos. Como su presencia nos ayudó a salvar varias vidas, orde­né que lo remendaran de inmediato para usarlo de nuevo.

Pronto nos acompañó en otras batallas, siempre en su puesto de vanguardia. Un gracioso prendió de su pecho una moneda a modo de medalla; no castigué la broma, por­que creí que el muñeco bien se merecía algún honor. A la noche, en las charlas de los soldados alrededor del fuego, se hizo común oír el nombre del Sargento Hueco, a propó­sito de hazañas más o menos imaginarias.

Después de algunas heridas y de una derrota que pesó más que las victorias anteriores, abandoné el ejército y me dediqué al comercio de telas. Viajé por Holanda y por Italia para aprender las reglas del negocio, y regresé al cabo de años con telas baratas que vendí como si fueran las mejores.

En el tiempo libre que me dejaba el negocio, leía la his­toria de los años recientes; así me enteré de que Hueco fue nombrado General, que venció al enemigo en la batalla

Pablo De Santis

de Lema, que fue condecorado por esa victoria y que poco después cayó en una infame emboscada. Un testigo dice haber visto su cabeza en una pica; otro su cuerpo colgado. Sea como sea su cuerpo se perdió entre los escombros de la guerra. El escultor que debía hacer su estatua fúnebre todavía no ha conseguido una imagen del General Hueco, y el pedestal, con su nombre, instalado en una plaza, bajo un jacarandá, aún permanece vacío.

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Pablo De Santis

El hallazgo del grial

\ 0 FUI UNO DE LOS QUE PARTIERON en busca del grial. Prefiero no hablar de los pueblos y ciu­dades por los que pasé, los años desperdiciados, las doce traiciones que cometí. Nadie creía en el grial. “Pertenece a la leyenda, no a la realidad”, intentaron disuadirme.

“También yo pertenezco a la leyenda”, les respondía.Siempre que estaba a punto de abandonar la búsqueda,

encontraba en la cima de una montaña, o en un altar en medio de un bosque, o en el fondo de una gruta, un manojo de papeles amarillentos. Esos papeles contaban la leyenda del grial y describían minuciosamente la copa sagrada. Esas páginas confusas me daban fuerzas para seguir.

Viejo y enfermo, llegué a un bosque quemado. Vagué entre los árboles negros hasta encontrar la capilla de piedra. No se oía el canto de un pájaro. Ennegrecidas osam entas -vacas, lobos, bueyes, lagartos erizados de espinas— permanecían de pie, custodiando aquella deso­lación.

El antiguo fuego no había tocado los muros de la capilla.Las puertas cedieron a mi impulso e hicieron un ruido

semejante a una palabra. Ya no comprendía el lenguaje de los hombres, pero lo inanimado me hablaba.

En el fondo de la capilla estaba el viejo monje. Reconocí en la caligrafía de los papeles que lo rodeaban al autor de todas las leyendas por las que había malgastado mi vida.

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Rey secreto

No levantó la vista. Me puse a su lado para leer lo que escribía. Había algo familiar en esa leyenda que el viejo agregaba a las anteriores. Tardé en reconocerme en el triste héroe del relato.

El monje hundió la pluma en la copa sagrada y con la últim a gota de líquido terminó la historia del hallazgo. Cuando tomé el grial en mis manos, estaba vacío.

Material de distribución gratuita. 21

El viejo actor

Pablo De Santis

TUVE QUE INTERPRETAR grandes personajes.■ Y arrastrar la capa, la corona, la espada de utilería.

Dicen que grito demasiado y sobreactúo.No comprenden: tengo que hacerme oír, tengo que si­

mular que hay alguien ahí arriba, bajo el telón, la capa y la corona.

Además, vivir es sobreactuar.

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Rey secreto

Titanic

A OPERACIÓN PARA REFLOTAR el Titanic fue■ ____ un éxito. No contentos con arrancarlo de las aguas,las empresarios que lograron la hazaña se propusieron res­tau ra r cada centímetro del barco, para dejarlo tal como era en sus años de esplendor. Para conmemorar un nuevo aniversario de la botadura del trasatlántico, llenaron el barco con más de tres mil personas vestidas con ropa de época, uno por cada uno de los antiguos pasajeros. Poco después de la partida, el trasatlántico embistió a un ice­berg especialmente ubicado en su camino, que rasgó lim­piamente el costado del casco. La reconstrucción, que has­ta ese momento había sido perfecta, aquí falló: no hubo tiempo de echar al agua ni un solo bote salvavidas. Todos se ahogaron. Transcurrido un tiempo prudencial, ya se está hablando de un nuevo rescate.

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Pablo De Santis

Encuentro con el verdugo

TUVE QUE VIAJAR por motivos de trabajo a una ciudad del norte. Llegué a la caída del sol y caminé en busca de alojamiento. En todas partes me decían lo mismo: no había lugar para mí. Entré en la calle más an­gosta y oscura de la ciudad, confiado en que nadie más que

yo buscaría una habitación entre aquellas paredes. La dueña de una de aquellas cuevas miró con sus único ojo mis mo­nedas y aceptó darme una habitación. El precio fue alto.

—El único inconveniente es que tiene que compartirla.No me importó: había dormido con las peores compa­

ñías. Me tendí en un catre de madera, junto a la ventana. En el fondo de la habitación, en una cama de madera, al­guien dormía.

Al despertar encontré, al pie del catre, a un hombre gigantesco. Había empezado a hablar antes de que yo abrie­ra los ojos.

-Los dos somos forasteros. Este no es un buen sitio para forasteros.

Me contó el largo viaje que lo había llevado hasta allí. Lo escuché con paciencia. Después de su relato dijo:

-No sabes quién soy, sino no hubieras hablado conmigo. Soy ex verdugo.

Esperaba que me alejara de un salto.-U n oficio como cualquiera -dije.-Aquí nadie me habla.

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Pablo De Santis

Buscó entre sus cosas una varilla de madera, atada a una correa de cuero.

-Cuando voy al mercado tengo que señalar los alimen­tos con esta vara. Nadie quiere comer una manzana que ha sido tocada por la mano del verdugo.

-Veo que es un pueblo de gente ignorante y supersticio­sa -dije con desgano.

-Vienes de afuera y dices no creer en estas cosas. ¿Pero acaso serías capaz de darme la mano?

Me tendió una enorme mano roja, llena de cicatrices: heridas y marcas dibujadas por el roce de las sogas y el filo de las hachas.

Apreté su mano, menos fría que la mía.-E s la primera vez que alguien le tiende la mano al ver­

dugo. ¿Quién eres, que no le tienes miedo a nada?-Soy el nuevo verdugo -respondí-. He venido a reem­

plazarte.

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Rey secreto

El sótano de la biblioteca

PARA CAMINAR POR LOS TÚNELES, usamos li­bros como antorchas.

Cuando la luz está por apagarse, damos vuelta la pá­gina.

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Pablo De Santis

Arcim boldo

LOS ESTUDIOSOS DE LA OBRA del pintor milanés Giuseppe Arcimboldo difieren en sus opiniones sobre el origen de sus fantasmagóricos retratos. La pa­sión por las ciencias naturales, los terrores infantiles y su amor por las máscaras (Arcimboldo era el encargado

de diseñar los disfraces de la corte de Praga) son algunos de los motivos que se expusieron a lo largo de los años para explicar esos rostros formados por la acumulación de libros, de moluscos, animales de caza, ramas y raíceso pájaros muertos.

Giorgo Bassi -e l tercer biógrafo de Arcimboldo- encon­tró en los archivos de la catedral de Milán el relato de un discípulo del pintor, que confirmaría que la inspiración de Arcimboldo fue el Gabinete de las maravillas del empera dor. Tal gabinete existía desde muchos años antes que el italiano lo visitara y era la principal atracción del palacio.

En 1562 Arcimboldo viajó a Praga contratado por el em­perador Fernando I como re tra tis ta de la corte. Apenas llegó al palacio, el antiguo retratista -u n alemán a quien la llegada de Arcimboldo relegaba a un segundo lugar- se ofreció a enseñarle al italiano el Gabinete de las maravi­llas del emperador.

El gabinete estaba formado por varias salas de difícil ac­ceso -algunas subterráneas- que el emperador mostraba sólo a sus mejores invitados. Periódicamente Fernando I enviaba viajeros para que trajeran rarezas desde los confi­nes de la Tierra.

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Pablo De Santis

Cuando llegaron a la puerta del gabinete el retratista alemán le dio un empujón a Arcimboldo y lo dejó encerra­do en el intrincado museo. Era de noche: la luz de la luna, al atravesar las letras, las sirenas y los dragones de los vitrales, dibujaba formas caprichosas sobre los objetos ex­hibidos.

No sabemos qué sintió Arcimboldo al pasar una noche entera encerrado en un lugar semejante. No dejó una sola línea escrita sobre su experiencia, pero sabemos, por los catálogos que se conservan del gabinete, que esa noche lo acompañaron pájaros disecados, máquinas de movimiento perpetuo, peces espada, un demonio en un frasco de vi­drio, un cordero con dos cabezas, cadáveres convertidos en piedra por la erupción de un volcán.

Nada dijo Arcimboldo al Emperador sobre esa noche transcurrida entre horrores. Pero a la m añana siguiente comenzó a pintar rostros formados por otras cosas, como si el horror le hubiera dictado un secreto al oído.

Un cuarto de siglo después de su llegada a P raga Arcimboldo regresó a Milán, donde vivió hasta su muerte.

Cuando cayó enfermo, uno de sus discípulos le pregun­tó qué había sentido esa mañana al abandonar el Gabinete de las maravillas. En un susurro, Arcimboldo respondió: “Es un error. Yo nunca abandoné el Gabinete de las m ara­villas del emperador”.

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Rey secreto

La conquista del mundo

EN EL SIGLO X los chinos iniciaron la conquista del mundo. Pero decidieron no hacerlo con gran­des ejércitos - ta n difíciles de mantener y de disciplinar- sino a través de un sutil cambio de costumbres. Durante siglos se infiltraron de a poco en la corte de los reyes, en

las cocinas de los palacios, en la jerarquía de la Iglesia. Con magistral astucia cambiaron el gusto de la comidas, las opiniones sobre política, el concepto de arte. De vez en cuando se vieron obligados a hacer enormes manifestacio­nes, que requirieron millones de actores: la revolución chi­na fue el más espectacular de estos fingimientos. Así, lo­graron m antener oculta la figura de su emperador, que vive rodeado de diecisiete servidores -nueve de ellos oc­togenarios- en un palacio secreto. Allí se toman las deci­siones que alteran el mundo, pero cuyos resultados ta r ­dan en verse. Los chinos detestan los apuros.

Pero esta lenta conquista no acabó del todo con occiden­te. Dejaron una especie de núcleo -que los chinos trabajan duramente por m antener- de manera que los pueblos in­vadidos, abrumados por este falso occidente, sintieran la nostalgia por el oriente. Ese oriente que creen remoto, y que está en ellos desde hace siglos.

Hay un ideograma que sólo figura en los documentos ci­frados de la corte, y que significa, a la vez, China y Mundo.

Material de distribución gratuita. 31

Pablo De Santis

Atlas

A TLAS ESTABA CANSADO de sostener elmundo. No era un cansancio físico; era, sobre

todo, aburrimiento. Atlas sostenía el mundo no sólo con su espalda sino, fundamentalmente, con su memoria. Rete­nía cada detalle de la Tierra, aun los lugares que ningún hombre había pisado jamás. El gigante sospechaba que si dejaba caer los brazos (pero nunca se hubiera atrevido a hacerlo) el mundo no se caería, ya que su memoria sola bastaría para soportarlo.

A veces Atlas parecía decidido a dejar el mundo librado a su suerte. Nada le impedía hacerlo. ¿Pero cuál sería el siguiente paso? Conocía el reglamento: quien deja de sos­tener el mundo debe entrar en él. Entonces estaría obliga­do a ser un hombre o un dios, y no podía cumplir con natu­ralidad ni un papel ni otro. El sabía lo que dioses y hom­bres ignoraban (en distinto grado y por distintas razones): que el mundo era pequeño y limitado, apenas un peso inerte en la espalda de un gigante, o, si el gigante cambiaba de idea, un juguete olvidado en el suelo. Además, si seguía recordando todo, aun dentro del mundo, seguiría soste­niendo todo también.

Para dejar el mundo solo y librarse de él, Atlas debería aprender a olvidar. Pero como no había quién pudiera en­señarle a hacerlo, Atlas continuaba con su trabajo. Lo cum­plía con voluntad y rigor, sin saber que no era su memoria ni su espalda lo que sostenía el peso del mundo, sino sus cavilaciones.

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Rey secreto

Último piso

L HOMBRE, CANSADO, sube al ascensor. Es una * vieja jaula de hierro. El ascensorista viste un uni­forme rojo. Aunque lo ha cuidado tanto como ha podido, se notan los remiendos, la tela gastada, el brillo perdido de los botones.

-Último piso -indica el pasajero. El ascensorista se ha­bía adelantado a sus palabras, y ya había hecho arrancar el ascensor.

-¿Cómo andan las cosas allá afuera? ¿Llueve? -pregun­ta el ascensorista.

El pasajero mira su impermeable, como si ya no le per­teneciera del todo.

-Sí, llovió en algún momento del día.-Extraño la lluvia.-¿Hace mucho que trabaja aquí?-Desde siempre.-¿No es un trabajo aburrido?-No tanto. Hablo con los pasajeros. Me cuentan sus vi­

das. Es como si viviera un poco yo también.-E l viaje es corto. No hay tiempo para hablar mucho.-Con una frase, o una palabra, a veces basta. Otros se

quedan callados, y también eso es suficiente para mí.Los dos hombres guardan silencio por algunos segun­

dos. Apenas se oye el zumbido del ascensor.

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Pablo De Santis

-Déjeme un recuerdo, si no es una impertinencia.%

El hombre busca en los bolsillos. Encuentra un reloj al que se le ha roto la correa de cuero.

-Gracias. Lo conservaré, aunque no miro nunca la hora.El pasajero siente alivio por haberse sacado el reloj de

encima.-Estam os por llegar -dice el ascensorista-. Ah, le aviso,

el timbre no funciona. Verá una puerta grande, de bronce. Golpee hasta que le abran.

El pasajero se aleja de la puerta de reja del ascensor. Ahora no parece ta n convencido de querer bajar. El ascensorista reconoce, por el ruido de la máquina, que se acercan al último piso. Se despide:

-No se desanime si tiene que esperar. Siempre term i­nan por abrir.

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Pablo De Santis

E l silencio de los mongoles

r^ J UANDO LOS GUERREROS mongoles regre-

^ saban de la batalla -en una de tantas disputas entre clanes- lo hacían en silencio. Nunca decían de quién había sido la victoria, ni cuántos guerreros habían muerto, ni narraban las hazañas: silencio. En los pueblos y en las ciudades sólo conocían el resultado a través del número de muertos tendidos en el campo de batalla o las palabras de testigos.

Si los guerreros callaban, no era porque consideraran que lo que habían vivido no podía contarse, sino que consi­deraban que la guerra misma era una representación siem­pre renovada de un hecho anterior a ellos y a sus ancestros, un hecho enigmático, que repetían sin comprender el sig­nificado. Y que contarlo era prestar atención a aspectos verdaderamente irrelevantes del asunto -quién ganó, quién perdió, cuántos muertos quedaron- de manera que el ver­dadero sentido de la representación se perdía. La repre­sentación de una representación es algo que no tiene sen­tido, decían. Además, separar a los combatientes entre facciones rivales sólo servía para complicar las cosas y dis­traer del asunto principal, porque si había algo que la gue­rra enseñaba era que sólo había dos bandos verdaderos: los vivos y los muertos.

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Rey secreto

Comer papel

A — _/ te anécdota sobre su esposa, la em peratrizJosefina. Durante los años del Terror, el nombre de Josefina fue incluido en una acusación. En esa época el sistema judicial funcionaba con toda celeridad, y todas las acusa­ciones term inaban en sentencias de muerte. Josefina, ya encarcelada y a punto de ser guillotinada, se salvó a causa de un actor que trabajaba como escribiente en el tribunal. Su trabajo consistía en pasar en limpio los nombres de los condenados. Los historiadores ignoran si lo que lo convir­tió en salvador fue su sentido de la humanidad, o su com­pulsión por comer papel. Pero durante los días más san­grientos del Terror el actor evitó que cientos murieran a través del simple método de masticar y tragar las listas de los condenados. Así comenzó a ser llamado: el mascador.

Ya en tiempos de Napoleón, el actor quedó sin medios de subsistencia. Los actores que conocían su fama hicie­ron una representación para recaudar fondos para su ve­jez. Como recompensa por su salvación, la emperatriz com­pró el palco más caro.

Pero aun en su noche de gloria, y en la fiesta que siguió al homenaje, el actor permaneció silencioso e infeliz. Que­ría librarse de su leyenda y de su mote. No debería haber salvado a nadie, murmuraba el actor. Cada vez que actúo, siempre están pendientes de mis mandíbulas. Siempre están mirando si hay papel en mi boca. Y cuanto más cre­

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Pablo De Santis

cía su angustia, mayores eran sus impulsos por comer pa­pel. Y así devoró los programas que lo anunciaban, y las páginas de los periódicos, y todo otro papel donde apare­ciera ese mote indigno que había salvado vidas y arruina­do su carrera: el mascador.

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Rey secreto

Una moneda

DESDE LA PROA DE UN BARCO un marineroarrojó una moneda al mar, tan lejos como pudo.

Nunca supo que la moneda había caído sobre la cúpula de una de las mil torres de la perdida Atlántida.

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Pablo De Santis

La mano de Vax

FN EL MUSEO LITERARIO de nuestra ciudad se

I ____ conservan varias reliquias del poeta Gregorio Vax.La más curiosa de estas piezas es una mano momificada que sostiene una pluma. En su testamento Vax pidió que se le cortase a su cadáver la mano que tantos poemas ha­bía escrito y se la exhibiera en público. Vax aseguraba que después de muerto su espíritu iba a poseer la mano y que así term inaría su largo poema inconcluso El canto de las sirenas.

El público pasea frente a la vitrina con la esperanza de que la pequeña mano ennegrecida anote aunque más no sea un garabato, un acento, el punto de una i. Inútil. La causa de este fracaso es que el médico encargado de la delicada tarea cortó la mano derecha, a pesar de que todo el mundo sabía que Vax era zurdo. ¿Y cómo puede una mano que no escribió en vida una sola palabra, hacerlo ahora, en la muerte?

Los visitantes dejan caer en la vitrina papeles en blan­co; todas las tardes las hojas term inan por sepultar a la mano equivocada.

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Material de distribución gratuita.

Pablo De Santis

La sombra de la princesa

FL PINTOR HAN-LI fue invitado a re tra ta r a la

■ princesa Lai-Tsi, pero sólo a su sombra. La prin­cesa Lai-Tsi era tan hermosa que vivía recluida en las ha­bitaciones más profundas del palacio imperial, por temor a que la mirada de sus súbditos pudiera gastar su belleza. Nadie tenía derecho a mirarla.

Han-Li fue conducido a una sala donde la princesa lo esperaba junto a su gato amarillo, que nunca se separaba de ella. La princesa estaba a espaldas del pintor, de modo que el artista sólo pudiera contemplar su sombra. Han-Li se sentía tentado a darse vuelta y comprobar si existía belleza semejante, pero temía que los guardianes ciegos que la custodiaban adivinaran su movimiento y lo decapi­taran.

Han-Li trabajó una semana en bocetos que destruyó y al final mostró a los sabios del palacio el retrato impreciso de una sombra. Los sabios pagaron la suma prometida, y nada volvieron a saber de Han-Li.

Durante años, visitantes ilustres fueron conducidos a la cámara subterránea donde contemplaban el retrato. Era la sombra de una sombra, pero todavía guardaba, decían los sabios, un resto de la luz original.

Todos los expertos en pintura habían sido invitados a contemplar el retrato, menos el gran Lieng, que vivía ale­jado, y que fue traído a costa de grandes promesas y vela­das amenazas. Lieng miró el retrato sin interés, y antes

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Rey secreto

de volverse a su aldea, preguntó malhumorado: “¿Me han hecho viajar tantos días, sólo para mostrarme la sombra de un gato?”.

Pablo De Santis

El árbol

UESTROS ANTEPASADOS plantaron el árbol a la entrada del pueblo. Siempre estuvo afuera de

la aldea y en el centro a la vez. No llamaba la atención por su pobre follaje ni por su tronco retorcido, sino por sus frutos. Nunca se sabía cuándo iba a ocurrir, si en primave­ra o en invierno, dentro de quince días o dos años.

Yo mismo he visto una manzana, y al año siguiente un racimo de uvas, y luego una naranja casi amarilla. Tam­bién aparecieron frutos que no sabíamos cómo llamar, y que tal vez en otras regiones fueran habituales. Algunos estaban cubiertos de espinas, otros eran grises y de olor nauseabundo. Nadie se atrevió a probarlos.

Pero llegó el día en que el árbol agotó las formas y los colores. Este esfuerzo retorció aún más sus ramas y le dio a su tronco un aspecto de fósil. El último invierno, antes de quebrarse en la tormenta, antes de que nosotros hicié­ramos una hoguera con sus ramas, para que no quedara ni una sola huella del árbol, dio su último fruto: un ahorcado.

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Pablo De Santis

El sueño del emperador

ABÍA UNA VEZ UN EMPERADOR que al des­pertar cada mañana olvidaba por completo lo que

había soñado. Consultó al sabio de la corte. ¿Por qué en su ciudad todos podían contar sus sueños y él, en cambio, despertaba vacío de historias? ¿Era posible que él, por ser el emperador, no soñara nada?

Por supuesto que usted también sueña, dijo el sabio. Y como es un emperador, sus sueños son más nobles y más hermosos que los del resto de sus ciudadanos. Si ponemos en su habitación a alguien que escuche las palabras que pronuncia dormido, tal vez tengamos algún indicio sobre la verdadera naturaleza de sus sueños.

El sabio ordenó a uno de sus escribientes que permane­ciera toda la noche junto al lecho del emperador, atento a cada palabra. En mitad de la noche, cuando todo el palacio estaba dormido y el secretario cabeceaba peligrosamente, el emperador empezó a hablar. El calígrafo esperaba au­ténticos sueños imperiales: tierras conquistadas, exten­sión de las fronteras, aniquilamiento de las naciones ene­migas, el fantasma de los antepasados señalando el porve­nir. Pero he aquí que el emperador sólo mencionaba a mu­chachas: hablaba del cabello de una sirvienta, de la piel blanca de una campesina, del cuello de la esposa de uno de los grandes señores. El escribiente prefirió no anotar nada, y declaró que el emperador no había abierto la boca en toda la noche.

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Rey secreto

-Eso es mentira -dijo el sabio-. Que lo echen al desier­to, con agua para tres días.

A la siguiente noche el sabio de la corte buscó a otro escribiente. Este, que conocía la suerte del anterior, se preocupó por tomar nota de cada una de las palabras del emperador. Completó siete hojas en las que se alteraban los nombres de las mujeres, y la descripción de sus cabe­lleras y los brazos desnudos brillando a la luz de la luna. El sabio leyó las siete hojas en silencio, y luego dijo:

-E ste canalla pretende que el emperador sueña con obs­cenidades. Que lo echen al desierto con agua para dos días.

El tercer escribiente entró temblando a la cámara im­perial, y recibió entre temblores las instrucciones. Luego, quedó solo junto al emperador, que murmuraba en sueños palabras casi idénticas a las anteriores, y sumaba, a esas mujeres, un regimiento entero de criadas. El escribiente se preguntaba qué hacer. El primero, por callar, había sido entregado al desierto; el segundo, por hablar, había sido entregado al desierto. Dejó que las horas pasaran. Poco antes del amanecer, tomó una decisión, y anotó los sueños que se esperaban del emperador: tierras conquistadas, expansión de las fronteras, el fantasma de los antepasa­dos señalando el porvenir. Envalentonado con su hallazgo, el escribiente mostró al sabio su transcripción.

-Por fin un hombre que escribe la verdad -dijo el sabio. Y le mostró las páginas al emperador, que sonrió satisfecho.

Tanto se aficionó el emperador a la lectura de sus pro­pios sueños, que hizo que cada día el escribiente estuviera atento a las palabras que dictaba. Cada mañana, en el de­sayuno, se entregaba a la lectura de esas páginas de glo­ria. El sabio de la corte empezó a recelar de esta afición, y a tem er que el emperador quisiera reemplazarlo por el escribiente. Entonces susurró al emperador:

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Pablo De Santis

-Estoy seguro de que el escribiente miente, y que todo lo que escribe se lo inventa. Esta noche todos los sabios de la corte asistiremos a sus sueños, para ver si son reales las palabras que transcribe. Si pruebo que miente, el es­cribiente morirá en el desierto.

El emperador estuvo de acuerdo. Y esa noche todos los sabios de la corte rodearon la magnífica cama imperial. Eran tantos que estaban amontonados y casi asfixiados. Las horas pasaban y los sabios, que ya no podían estar en pie, escucharon las palabras del emperador: tierras con­quistadas, expansión de las fronteras, el fantasma de los antepasados señalando el porvenir. El escribiente, a su lado, tomaba nota de todo.

Esta vez el sabio fue entregado al desierto, con agua para un día. No había comprendido que el emperador no necesitaba que le anotaran los sueños, sino que le escribie­ran el argumento.

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Rey secreto

L a colección

ADA NOCHE, AL VOLVER A CASA, vacío mis bolsillos. Hay cosas que me dan por la calle y

otras que recojo del suelo: volantes de propaganda, bole­tos de colectivo, un lápiz azul, una pieza de hierro oxida­da, una llave, una moneda falsa de cincuenta centavos. Al mirar los objetos me parece descubrir un orden, una cons­telación. Pero si esa forma escondida no aparece con clari­dad es porque algo falta. Y esa cosa que falta, ¿qué es sino la señal del sitio donde no estuve, del acto que no llevé a cabo? Miro largamente mi colección tratando de adivinar la forma del objeto ausente, hasta que se hace tarde y me quedo dormido.

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Oído absoluto

M cial de artillería llamado Gracq que tenía en m a­teria de proyectiles lo que se da en llamar oído absoluto. Podía diferenciar, por el silbido con que cortaba el aire, la clase de bala que había sido disparada, de qué tipo de ca­ñón provenía, y desde qué distancia se había efectuado el disparo.

El oficial murió en Austerlitz cuando una bala de cañón cayó sobre su batallón. Sus hombres lograron huir, pero él se detuvo a escuchar el zumbido asesino. Alcanzó a definir la distancia y la clase del proyectil antes de morir.

Enterado Napoleón del hecho, comentó: “El capitán Gracq entendía mucho de proyectiles, pero no sabía lo esen­cial. Hay sólo dos clases de balas en el mundo: las que nos buscan y las que nos ignoran”.

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Rey secreto

La otra ciudad

. j UPONGAMOS QUE un hombre espera en un bar a una mujer. Es una historia conocida: la mujer

se demora. Para no aburrirse, el hombre mira una guía de la ciudad, mientras piensa en los lugares donde nunca es­tuvo. Se da cuenta entonces de que dos ciudades posibles lo acechan. En una, la mujer, nerviosa, atraviesa calles atestadas, sufre en un taxi atascado, o corre por los pasi­llos del subte, sin atreverse a m irar los relojes que cuel­gan de lo alto. En la otra ciudad, la mujer, encerrada en su departamento, ensaya una excusa cuya verosimilitud no le importa, porque la excusa es una aproximación a la men­tira que hace la verdad.

Como un viajero perdido, el hombre tra ta de reconocer en duál de las dos ciudades está. Mira su reloj, que no funciona. Alguna vez estuvo por tirarlo, pero terminó con­vertido en amuleto. En el cuadrante del reloj muerto la oscuridad avanza: aunque no funcione, igual marca el paso del tiempo. Comprende que habita la segunda ciudad, el escenario de la mujer imposible. ¿Cómo se dejó engañar? ¿Acaso no vio las grietas en los edificios, las caras gasta­das por la indiferencia y el cansancio?

El pocilio, el vaso de agua y la ja rra de metal le parecen objetos horribles que están allí para atormentarlo. En el momento en que decide irse, entra la mujer. Dice Hola, lo besa, se sienta y le sonríe; le pregunta por qué la mira con esa cara del que está perdido en una ciudad extranjera. El

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Pablo De Santis

improvisa una excusa -que es la aproximación a la verdad que hace la m entira- mientras oye un estruendo lejano: el derrumbe de la ciudad aborrecida.

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B I B L I O T E C A

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Lo indescifrable

r% y UANDO CHAMPOLLION descifró, después

de quince siglos de oscuridad, los jeroglíficos egipcios, notó que a medida que entraba en ese mundo desconocido una sombra de incomprensión caía sobre su vida cotidiana. Cerca del fin de su vida escribió una serie de pensamientos en un cuaderno de tapas azules, en cuya primera página había una serie de jeroglíficos que nadie supo interpretar, y que seguramente habían sido inventa­dos por él. Descifrar una lengua olvidada -escribió en una de las últimas páginas del cuaderno- no es tanto poner al descubierto algo que antes estaba escondido, como dejar que el misterio, a la manera de una noche repentina, caiga con su carga de sombras aún sobre lo más familiar y lo más claro, hasta volverlo indescifrable.

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Rey secreto

El plazo

FL ARCHIDUQUE DE RAVENBURGO, cuya fama

■ ____ _ de nigromante nunca fue comprobada ni olvida­da, tomó la decisión de construir, en el centro de su pe­queña ciudad, una torre. Contrató para el trabajo al arqui­tecto Nagelius, le prometió una fortuna, y le dio instruc­ciones precisas. La construcción se llam aría Torre de Cronos, y su arquitectura debería corresponder a ciertas nociones temporales: el edificio contaría con doce lados y su número de escalones sería igual al de los días del año.

Entregó al arquitecto un reloj de arena que marchaba con lentitud. “Ahora me iré de la ciudad por un tiempo, pero, cuando el último grano caiga, estaré aquí para recla­mar los planos.”

El arquitecto Nagelius trabajó una semana tratando de volcar las instrucciones del archiduque sobre el plano, pero no podía resolver la correspondencia entre el tiempo y el espacio. El lento pero infatigable proceso del reloj, pare­cía recordarle que no había logrado conectar horas, meses y días con la arquitectura de la torre. Pasaba las tardes mirando el reloj, pensando si acaso no sería mejor cons­truir, en lugar de una torre, un gigantesco reloj de arena, tan lento que serían necesarios siglos para que el caudal de arena term inara de caer. Cansado de la presencia del reloj, lo arrojó con fuerza al suelo.

El cristal estalló y la arena se desparramó por el piso. Cuando el último grano quedó quieto, Nagelius oyó los gol­

Pablo De Santis

pes en la puerta. El archiduque estaba de regreso para reclamar lo acordado.

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El nombre del gato

TRAJIMOS A CASA UNA GATITA blanca y gris, que vivía en un baldío. Al principio temblaba, pero a las pocas horas aceptó el nuevo mundo.

Había que ponerle un nombre. Discutimos durante días.Algunos sonaban complicados, otros imperfectos o poco

adecuados para un gato; otros decididamente estúpidos. ¿Qué nombre se pondrían a sí mismos los gatos, si pudie­ran hablar?

Un año después nos decidimos, porque la gata no podía seguir sin nombre. Repetimos la palabra elegida una y otra vez. Ella nos miraba, parecía aceptar aquel sonido que aho­ra le pertenecía.

Esa misma noche - la noche del nombre- la gata se fue por los tejados y no volvió. Había estado esperando esa palabra; nada más podíamos ofrecerle.

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Teatro de sombras

ME ENCARGARON IR A VER al maestro Lenga la feria de atracciones donde trabajaba.

Leng era famoso por sus sombras, que parecían despren­didas de todo soporte humano, y que representaban, en el pequeño teatro, nuestras historias más antiguas. Leng no se había dejado ver en los últimos años, y eso había alenta­do toda clase de sospechas. Sus enemigos, los hermanos Lao, decían que habían pactado con los demonios del leja­no lago Azul, y que a ese trato maligno debía su habilidad.

Entré en la tienda. Hacía un frío de hielo. Leng no se había preocupado por encender el fuego. La única luz pro­venía de un farol rojo.

-Honorable Leng -comencé, antes de verlo-. Los sabios del Teatro Central me han enviado a averiguar cómo ha conseguido su extraordinaria habilidad, que todo el mun­do admira. Quieren saber si sólo es fruto de su aprendiza­je con el maestro Fu, que ya no está entre nosotros, o si es cierto que hizo un pacto con los demonios del Lago Azul.

Durante unos minutos creí que no había nadie en la tien­da. Pero de pronto oí la voz de Leng:

-¿Eso se comenta, que he hecho un pacto? ¿Y qué clase de pacto podría ser ese?

Me costaba decirlo sin que pasara por una falta de res­peto hacia Leng, pero había aceptado una misión.

-Dicen que ha conseguido su habilidad a cambio de su sombra.

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Pablo De Santis

Oí la risa amarga de Leng. Mis sospechas quedaron anu­ladas de inmediato cuando vi, dibujada contra una tela blanca, a la luz del farol rojo, la sombra inconfundible de Leng.

-Dile a los sabios del Teatro central que no es ese el pacto al que debo mi arrepentimiento.

La sombra estaba, pero faltaba Leng.

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Santa Elena

FNCERRADO EN LA ISLA de S an ta E lena,

■ ____ Napoleón se preocupó por memorizar cada rin ­cón de las habitaciones que le habían tocado como prisión. Al principio los espacios parecían sencillos y fáciles de me­morizar, pero pronto se revelaban llenos de detalles. Y cuanto más aguzaba su vista para memorizar mejor, más cosas nuevas descubría, de ta l m anera que ese reducido espacio le parecía inabarcable.

Que yo, que no puedo abarcar con la mirada y la memo­ria este miserable lugar, mi prisión, haya pretendido ser el emperador no de una casa ni de un palacio, sino de muchos países, cada uno con millones de espacios exten­diéndose sin fin, es un pensamiento que da vértigo, decía Napoléon.

Su fiel ayudante se quedó impresionado ante esas pala­bras. E ra la prim era vez que oía de labios de Napoleón algo que se pudiera confundir con humildad.

-Entonces, emperador, si le dieran una nueva oportuni­dad, ¿renunciaría a conquistarlo todo? Si tuviera en sus manos la posibilidad del Imperio, ¿renunciaría al Imperio?

-E n absoluto -respondió Napoleón-. Es para huir del infinito que esconden los espacios cerrados que conquista­mos imperios.

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Telarañas

MI CASA ERA INMENSA. A todas partes lle­gaba la luz del día, excepto a un salón angos­to, decorado con tapices apolillados.

En el fondo del salón había una puerta baja, de madera oscura.

Mis padres me habían advertido que nunca, por ningu­na razón, abriera esa puerta.

Durante toda mi infancia respeté esa orden. Sin embar­go, cuando me cansaba de jugar, visitaba el salón para ver una vez más la puerta prohibida.

Llegó un día en que me decidí a buscar la llave y llegó otro día (mucho después) en que la encontré. Abrí la puerta .

Del otro lado había un cuarto de ocho paredes; mi lin­terna iluminó, en el fondo, a una araña enorme.

Cerré la puerta y corrí a contarles a mis padres mi des­cubrimiento.

No parecieron sorprendidos.-L a araña es la dueña de todo. Es ella la que nos permi­

te vivir aquí. Ella nos dice qué tenemos que hacer. Nunca vuelvas a abrir esa puerta -m e ordenaron.

Pero yo era joven y no quería vivir en el miedo. Volví al cuarto de las ocho paredes con una piedra que apenas po­día sostener y la dejé caer sobre la cabeza del monstruo.

Antes de morir, la araña habló; su voz se parecía a los

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Rey' secreto

crujidos de los muebles viejos. Dijo: “Perdiste todo”.Inmediatamente la casa empezó a deshacerse. Las pa­

redes y los techos, los libros y las letras de los libros, las mesas y las sillas, los roperos enormes como habitaciones: todo se convirtió en telaraña. No me importó: sabía que el pacto que en tiempos remotos habían firmado mis padres estaba roto. En alguna parte, bajo la montaña de tela vis­cosa, yacía el cadáver de la araña.

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Objetos perdidos

LO QUE HABITUALMENTE se conoce como Ofici­na de Objetos perdidos es una institución que tie­ne su origen en el Japón del siglo XII. En aquella época los guerreros acostumbraban a ir a las batallas con algunos objetos muy preciados: pañuelos, joyas, manuscritos. Cuan­

do los guerreros morían, sus amuletos quedaban abando­nados en el campo de batalla.

Surgió entonces un pequeño grupo de asistentes de cam­po, que se ocupaba de rastrear los campos de batalla, en busca de los objetos de los muertos. Luego intentaban de­volverlos a las familias. Desde luego, era tal la confusión que reinaba en un campo de batalla, con tantos cadáveres de hombres y de bestias diseminados en el terreno, que saber quién era el verdadero dueño de un objeto era una ta rea imposible. Estos “buscadores de objetos perdidos” llevaban las cosas casi siempre a los lugares equivocados: un castillo del sur en lugar de un castillo del norte, una isla en lugar de una montaña.

Era tan tas las distancias que debían recorrer, y tan re­glamentadas las costumbres japonesas, que los familiares de los guerreros muertos no se animaban a advertirles de su error a los mensajeros. Si un pariente ofuscado llegaba a devolver el objeto, el mensajero, avergonzado, se abría el vientre de inmediato. Pero en los registros de la institu­ción figuran muy pocos casos semejantes.

De manera que los familiares aceptaban los objetos y se

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iban haciendo a la idea de que efectivamente habían per­tenecido a los guerreros muertos. Alteraban sus recuer­dos para adaptarlos a los objetos que acababan de recibir. Si los familiares de un guerrero brutal y hosco, que jamás se había interesado en la lectura, recibían un grupo de poemas sobre las cigarras y los jazmines, comenzaban a introducir en sus conversaciones cotidianas ligeros cam­bios, hasta que lograban recordar al guerrero sentado, al atardecer, con los instrumentos de caligrafía en sus m a­nos, en el intento de atrapar un pensamiento fugitivo.

A medida que los recuerdos se transformaban para dar lugar a los nuevos objetos, los guerreros, antes familiares, parecían más y más remotos, echados del mundo por to­das esas ensangrentadas reliquias.

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El vitral

FN UN PUEBLO DE LA TOSCANA vivió en el si-

H ------- glo XVI el fabricante de vitrales Guido Bradi, elmás célebre de su tiempo. Se lo recuerda como un precur­sor en el uso de elementos naturales en el vidrio: piedras, hojas y flores, que maceraba primero en azufre y alcohol. Esta técnica le permitió desde muy joven hacer frente a la escuela veneciana, que entonces acaparaba todos los en­cargos eclesiásticos.

A partir de su trabajo en la iglesia de Santa Genoveva comenzó a incluir pájaros disecados. Con una técnica que ni a sus ayudantes revelaba, convertía a cardenales, palomas, jilgueros y aun colibríes en delgadas láminas que encerraba en el vidrio, sin que perdieran la apariencia de vida.

En su obra magna, La tentación de Eva (1629), rodeó a una imagen de mujer de pájaros reales. Un campesino de la Toscana que estaba de paso por la ciudad donde se exhi­bía la obra denunció que la figura de la mujer era extraor­dinariamente parecida a una muchacha que había desapa­recido del pueblo seis años antes.

La acusación de que Bradi podía saber algo sobre el des­tino de la mujer no pasó de un rumor insistente, y nadie de la justicia se animó a pedir al fabricante de vitrales declaración alguna. Sin embargo, sus enemigos venecianos se ocuparon por recordar el interés de Bradi por el her­metismo y la hechicería, y pidieron a la Iglesia que, antes de encargarle al toscano un nuevo trabajo , rev isase exhaustivamente su biblioteca.

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Antes de que la Inquisición lo importunase, Bradi se deshizo de papeles comprometedores y se mudó a París, donde continuó trabajando sin pausa. Allí dio un impulso definitivo a la escuela francesa, a la que aportó su gustó por jugar con la luz con el fin de que los personajes del cristal parecieran vivos. En 1625, el plomo con el que unía los cristales, y que había comenzado a intoxicarlo medio siglo antes, acabó por vencerlo. En el delirio de sus últi­mos días, pedía a sus ayudantes que lo conservaran en vidrio.

Muchos años después de la muerte de Bradi, un tem ­blor afectó los muros de Santa Genoveva y rajó de arriba a abajo el vitral llamado La tentación de Eva. Un líquido oscuro comenzó a gotear desde la herida y la imagen de Eva fue perdiendo el color hasta desvanecerse. Mientras los feligreses se acercaban en masa a la iglesia para ver el prodigio, un nuevo temblor terminó por deshacer por com­pleto el vitral.

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Inscripción

E l mensajero que nos enviaron no llevaba ningún mensaje.No hay peor mensajeroque aquel que no lleva ningún mensaje.Lo ahorcamos en la plazacomo una señal.

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El tenor que perdió la voz

EL ESTRENO DE la ópera Las esclavas estaba previsto para el 5 de agosto de 1921 en el teatro La Scala de Milán. La función, sin embargo, estuvo a pun­to de suspenderse, porque el tenor Raimundo Lisi sufrió, un día antes, un enfriamiento que lo dejó completamente

mudo.El médico que lo atendió dijo que no podía hacer nada

en tan poco tiempo. El director del teatro no quería sus­pender la función por nada del mundo. Los ensayos lleva­ban más de dos años y tantas veces se había pospuesto el estreno que en la ciudad había circulado el rumor de que la ópera en realidad ni siquiera había sido escrita.

En el teatro no había ningún suplente ya que el público no hubiera tolerado ver en escena a otro que no fuera el gran Raimundo Lisi. A último momento al director de La Scala se le ocurrió una arriesgada solución. Cuando la pro­puso, Lisi puso la mano en la frente del director, para comprobar que no era una idea dictada por la fiebre. Pero como ni siquiera podía gritar “No”, aceptó.

La idea del director consistía en dejar a Lisi en escena, mientras se reemplazaba su voz por la de Umberto Ñero. Este era un diminuto acomodador del teatro que había fracasado como tenor porque su físico no servía para nin­gún papel importante. Sin embargo, era un excelente te­nor, y tenía un timbre semejante al de Lisi. A menudo, ya terminada la función, sus compañeros de trabajo lo obliga-

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ban a subir a escena y a imitar al gran tenor. Ñero acepta­ba con fingido mal humor y una pizca de orgullo.

Las esclavas se estrenó en la noche prevista. Umberto Ñero, escondido detrás de unas olas de yeso, interpretó a la perfección su papel. Lisi, libre de la obligación de can­tar, pudo darle más expresión que nunca a su personaje. La ópera fue un éxito.

Raimundo Lisi nunca recuperó del todo la voz. Junto a su socio secreto recorrió el mundo. Lisi y Ñero se tra ta ­ban con respeto, pero nunca se hablaban; les ocurría un poco como a los viejos matrimonios, en los que cada uno repite sin darse cuenta gestos del otro. En 1936 visitaron el teatro Colón de Buenos Aires y allí Lisi anunció su retiro.

Umberto Ñero volvió, rico y anónimo, al pueblo de Sicilia donde había nacido. Nunca volvió a encontrarse con Lisi. El tenor, por su parte, derrochó su fortuna en los casinos de Montecarlo y Baden-Baden, hasta que no le quedó una sola lira. Entonces regresó a Milán y pidió que lo acepta­ran como acomodador en La Scala. Cuando alguien lo re­conocía, él respondía con desprecio: “No sé quién es Lisi; llámeme signore Ñero”.

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La catedral

FN 1341 EL ARQUITECTO Thomas De Varens co-

m____ menzó a trazar los planos de una iglesia que su­peraría en altura y magnificencia a todos sus anteriores trabajos. Aun sin haber terminado el diseño de la estruc­tu ra se preocupó por la forma del campanario, y por los m ateriales que se deberían trae r del extranjero. Por la noche redactaba listas interminables de mármoles, tapi­ces, estatuas, candelabros de oro, mosaicos venecianos. Estatuas y vitrales estarían inspirados en la idea funda­mental de la construcción: el hombre es por completo in­digno de entrar en la casa de Dios.

De Varens no consiguió la autorización del obispo para su proyecto, pero la Biblioteca Vaticana conserva los pla­nos y los cuadernos del arquitecto. A través de ellos se descubre con facilidad el plan de la obra. Una vez colocada la última campana, elevados los vitrales y dispuestos en filas los bancos de madera, se tapiaría toda entrada, y la catedral quedaría cerrada para siempre.

B I B L I O T E C AC. E. M. N° 18

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El violín

TODAS LAS NOCHES mi padre sacaba de lo altodel armario un violín que había comprado en su

juventud. El estuche estaba roto y conservaba las iniciales de algún antiguo dueño, escritas en dorado. Mi padre se sentaba en el sillón, con el violín en una mano y el arco en la otra. Pero no tocaba. Jamás le oí una sola nota.

Todas las noches, después de la cena, se servía una copa de guindado, de una botella polvorienta que parecía inago­table, y sacaba de su estuche el violín. Lo miraba un largo rato, m ientras llevaba, de vez en cuando, la copa a sus labios. Si sobraba un poco de licor, lo devolvía a la botella.

Nosotros esperábamos el momento en que el violín so­nara, y cualquier chirrido espantoso nos hubiera parecido música celestial comparado con ese silencio. Pero el arco nunca llegó a rozar las cuerdas.

Todavía no estoy preparado, decía mi padre. Tampoco ustedes estarán preparados para nada nunca.

Y guardaba en su estuche el violín.

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Botánica oculta

EN LA BIBLIOTECA del Jardín Botánico se con­servaba hasta hace poco tiempo un ejemplar de De botanica occulta, de Paracelso, en una edición alemana de 1770. La obra estaba en uno de los anaqueles más altos, y nadie la consultaba jamás, ya que los únicos visitantes

de la biblioteca eran estudiantes de jardinería a los que poco le interesaban los tratados herméticos.

Una violenta tormenta de verano venció la resistencia del viejo edificio y la biblioteca se inundó. Las goteras arrui­naron muchos libros y humedecieron por completo aquel ejemplar de Paracelso. Su antiguo dueño, cuyo nombre no se conserva, había perdido entre sus páginas toda clase de semillas diminutas, que germinaron y se expandieron en largos tallos y hojas que pronto comenzaron a crecer hacia abajo, invadiendo toda la biblioteca, atrapando a los libros en la enredadera. Fue necesario hacer una poda profunda y sacar todos los libros de la biblioteca. Como la biblioteca era una dependencia municipal, pasaron años hasta que la sala fue reparada y los libros regresaron a su sitio.

La plaga, sin embargo, continuó, y a menudo los esporá­dicos lectores encuentran entre las páginas de las Enciclo­pedias largos tallos de enredadera o flores azules, y más de un jardinero, al tomar un libro de un estante elevado, se ha clavado una espina.

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Exterm inador

UNA VEZ POR MES visita nuestro edificio el ex­terminador de insectos. Antes dejaba una gota de veneno en cada rincón, pero ahora, dice, ha compren­dido que lo del veneno es una práctica totalmente inade­cuada.

Le pregunto cómo hay que hacer para convertirse en exterminador, porque me gusta la seguridad con la que se maneja en el mundo.

“Hay que pasar por pruebas atroces”, responde. “Dor­mir cubierto de hormigas. Hasta que uno no pierde todo miedo a cucarachas, ratas o murciélagos no está prepa­rado”.

“En el proceso nuestra naturaleza se transforma hasta tal punto que, como ve, ya no necesitamos veneno. Mi sola presencia aniquila a las plagas”, dice el exterminador. “El ruido de mis zapatos lleva el espanto y la m uerte a los últimos rincones”.

Parece tan seguro de sus palabras que no me atrevo a sacarlo del engaño. Sería como quebrar la ilusión de un niño. Dejo que se marche con sus pasos seguros, que ha­cen temblar el pasillo entero, sin decirle nada de los rui­dos que se oyen al acercar el oído a las paredes, nada de las noches en vela y al acecho, nada del zumbido enloque­cedor que nos impide dormir.

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E l sacrificio

í UN RUIDO EN LA CALLE y me asomé a la ventana. Unos chicos arrastraban un caballo

viejo. Tres de ellos lo iluminaban con linternas. El más alto del grupo alzó una la ta oxidada y la volcó sobre la cabeza del caballo. Me pareció que la lata estaba llena de cenizas. Noté entonces que un quinto muchacho -quizás no tan joven-, vestido con un raído saco negro, esperaba a un lado. Tenía un caño de plomo en la mano derecha, y daba ligeros golpes sobre la palma izquierda.

Abrí la ventana, les pregunté si era una ceremonia, si tenía algún significado.

El del saco dio un paso adelante. Habló:-Que usted lo mire; ese es el sentido del sacrificio.Las tres linternas iluminaron la cabeza del caballo.

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Los faros

. y I DE ALGO ESTÁ ORGULLOSA nuestra isla, es ^ ---- S del mantenimiento de nuestros faros. Para evi­ta r que la corrosión marina atacara los muros y llenara de herrumbre las piezas de hierro, se trasladaron los faros al interior de la isla, bien lejos del mar. Ahí llevamos a nues­tros hijos durante las noches para m ostrarles cómo las lámparas iluminan nuestros campos. Sólo muy de vez en cuando visitamos las costas y respiramos aliviados al ver que nuestros faros están bien lejos de esas olas enormes y de esos vientos imposibles. Antes de volver a la ciudad nos aventuramos entre las rocas para llevarnos de recuerdo los restos de algún naufragio.

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El bufón

JUAN MANUEL DE ROSAS mantenía en su quin­ta de Palermo a varios bufones que alegraban sus tardes con sus ocurrencias y lo aliviaban de las presiones del gobierno. Como Rosas no quería que hubiera una ba­rrera insalvable entre el trabajo y el entretenimiento, le

encomendaba a los bufones misiones políticas. Los pre­sentaba a los visitantes como embajadores o como obis­pos, y los visitantes se veían obligados a tra ta r como per­sonajes importantes a esa galería de fenómenos: uno con la cabeza gigantesca, otro con orejas descomunales, casi siempre enanos, casi siempre cubiertos de cicatrices. Ro­sas disfrutaba enormemente de esas escenas que lo ilumi­naban sobre los próximos pasos a dar.

Uno de esos bufones, Tadeo, cumplió con tantas misio­nes que empezó a interesarse realmente en el arte de go­bierno. Aprendió a leer y a escribir y pronto dominó por completo la materia. Entre una misión y otra, se animaba a darle consejos a Rosas, como si fuera uno de sus muchos asesores; Rosas term inaba siempre por reír, lo que era terrible, porque todos sabían que la risa del Restaurador significaba que estaba planeando alguna crueldad. Y aun­que Tadeo pagaba con terribles castigos cada uno de sus consejos -lo estaqueaban al sol en los peores días del vera­no, le administraban purgantes o lo sentaban en un hormi­guero-, no se amedrentaba. Creía que tenía una misión y que debía advertir a Rosas contra sus enemigos, aun con­tra la voluntad del Restaurador.

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A medida de que sus conocimientos políticos aumenta­ban, sus gracias perdían su efecto. Sus ocurrencias eran menos ocurrentes, sus pantomimas no hacían reír a nadie y sólo sus castigos agradaban al Restaurador.

Después de la batalla de Caseros, Tadeo quedó librado a su suerte, y encontró asilo en una iglesia. Hasta el fin de su vida siguió enviándole consejos a Rosas, que se había exiliado en Inglaterra. Los consejos constaban de listas de nombres: aquellos que Rosas debió m atar y no había m ata­do. Rosas le respondió sólo una vez, para darle la razón en todo; dicen que nunca en su vida dio otra señal de arre­pentimiento.

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Pablo De Santis

C ristal

FL ARTE DE NUESTRA CIUDAD, del que se ha-

■ ____ bla aún en regiones distantes, consiste en la cons­trucción de delicadas torres y palacios y catedrales de cris­tal. Estas construcciones se m uestran sólo un día en el año: las colocamos en la palma de la mano de jóvenes de quince años, que las sostienen con pulso firme y las mues­tran a los visitantes. Este modo de mostrar las obras no es un capricho, sino que forma parte de la tradición. Nos pa­rece importante que las construcciones estén en un lugar inseguro, siempre a punto de caer; la cercanía del desas­tre aumenta la belleza del conjunto.

Elegimos cuidadosamente a las jóvenes encargadas de sostener las torres, los palacios y las catedrales. Tienen que hacerlo con delicadeza, sin mostrar esfuerzo, pero tam ­bién sin una exagerada m uestra de dominio. De vez en cuando nos gusta que vacilen, como si estuvieran a punto de abandonarse a la fatiga.

Esto ocurre durante el día. Cuando llega la noche, cuan­do todos los visitantes se han ido, comienza el verdadero arte, el que los forasteros no podrían comprender. Apenas reciben la señal, la muchachas cierran los puños y ahogan­do un grito de dolor dejan que los aguzados cristales les hieran las palmas de las manos.

Los visitantes se dejan deslumbrar por los resplando­res de los edificios diminutos, pero la verdadera naturale­za de nuestra arquitectura se advierte sólo en esas cica-

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trices delicadas, que las niñas han de llevar en las palmas para siempre, y que acaso cambien su destino.

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Valdivieso

DURANTE DIECISIETE AÑOS trabajé como via­jan te de comercio recorriendo la zona sur del país. Vendía repuestos de maquinarias Thompson: partes de tractores, inyectores, bombas de agua, grúas. Llevaba conmigo catálogos de mil doscientas páginas que mostra­

ba con orgullo a mis clientes: me sentía parte de la gran familia Thompson.

A pesar de que cuanto más al sur iba, menos clientes encontraba, prefería seguir avanzando con mi Rambler en esa dirección. Ningún otro viajante se aventuraba hasta allá abajo. Yo quería llegar hasta el fondo del mapa, hasta la misma Valdivieso.

Seguí con cuidado las indicaciones del camino hasta un páramo donde encontré, por fin, el cartel con el nombre del pueblo. Pero no había ningún pueblo. Unas ovejas pas­taban cerca de una osamenta; un perro me ladró sin ganas y después se perdió en la gruta que llevaba hacia la mina de carbón.

Decepcionado, inicié el camino de regreso. A unos trein­ta kilómetros encontré un hotelito construido en medio de la nada. En la barra de estaño un camionero tomaba una cerveza. Supuse que conocería bien la zona. Le hablé del cartel, del pueblo evaporado. Se rió.

-U sted llegó hasta las puertas de Valdivieso, pero no miró bien.

-¿Detrás de los cerros?

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-No. Bajo sus pies.Me explicó que las minas eran tan profundas que los

mineros, para no perder tiempo en volver a la superficie, se habían instalado bajo tierra. Pronto se agregaron ofici­nas, una sala de primeros auxilios y una capilla.

-Son gente rara -dijo el camionero-. Salen muy de vez en cuando. Están muy orgullosos de su pueblito y por eso no les gusta el exterior.

Se acercó el dueño del hotel:-Dicen que Valdivieso ha crecido mucho. Que es una

verdadera ciudad.El camionero terminó su cerveza.-Yo por las dudas sigo de largo. Mucha gente, que visitó

el pueblo por curiosidad, se quedó a vivir allí.-Como Ramón -recordó el del hotel-. Como el cabo Luna,

como el médico. De ninguno volvimos a tener noticias.-Como si se los hubiera tragado la tierra -dijo el camio­

nero antes de seguir su camino.Pedí un cuarto y me fui a dormir con la decisión de

visitar el pueblo el día siguiente. Podría venderle algunos de los cien modelos de linternas Thompson. Pero apenas desperté abandoné la región y nunca volví a Valdivieso.

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Un director de orquesta

OS AFICIONADOS A LA MÚSICA que llenan nues-I ____ tros teatros ignoran por completo las ocupacionesque debe enfrentar un director de orquesta. Piensan que nuestro trabajo empieza y termina ahí mismo, en la fun­ción; y sin embargo, para controlar a cientos de músicos no bastan las horas del día. Lo mínimo corrompe a lo gran­de, y un pequeño desajuste en la vida privada del músico puede hacer vacilar su actuación, y a partir de allí, arrui­nar toda la obra. Debo entonces controlar sus vidas por completo. ¿Pero alguien tiene idea del trabajo que exige el control de cientos de vidas, la cantidad de información que debo procesar, las conversaciones telefónicas interve­nidas, la correspondencia abierta? Los músicos sólo ad­vierten un atisbo de mi trabajo; piensan que soy un viejo director chapado a la antigua y un poco maniático, incapaz de tomar las decisiones adecuadas para manejar una or­questa. ¿Y si supieran que yo fui el que eligió a la mujer con la que se casaron? ¿Y si supieran que yo los destiné a la casa donde viven, y que los libré de ese amigo que no les convenía? Recibo los aplausos con una sonrisa de aparente humildad, pero son mendrugos; mi verdadero trabajo ja ­más será recompensado. La ejecución de las obras es la parte más superficial de mi labor; el eco insuficiente de la obra m aestra escondida.

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Filatelia

ACE UN MES MURIÓ un primo segundo de mi padre, que era dueño de un hotel en Necochea.

Me enteré por el diario; nunca leo la sección necrológicas, pero justo ese día la leí y encontré su nombre. Esa casuali­dad me produjo la amarga impresión de que todos los días muere alguien que conocemos, y que no nos enteramos porque evitamos esa sección del diario. Personas que mue­ren, personas que mueren todos los días: no hay en el dia­rio una noticia más verdadera y más inútil.

No había visto al primo de mi padre en veinticinco años. El último recuerdo que me quedaba de él fue el momento en que me regaló su álbum de estampillas, durante unas vacaciones en Necochea. Yo tenía diez años, y era dueño de unas pocas estampillas que pegaba en un cuaderno fo­rrado en papel araña rojo. Y de pronto recibí aquel álbum de muchas páginas, con estampillas de la década del cin­cuenta organizadas por países. Italia, España y Argentina contaban con varias páginas con cientos de estampillas; otros países con diez o quince y algunos con una sola. En­tre ellos estaba Zibara. Muchos países (sobre todo los de Africa y Europa del Este) cambiaron de nombre desde en­tonces, en medio de guerras y muertes. El mundo está en cambio constante, pero cuando uno lo veía reflejado en aquel álbum de estampillas no prometía otra cosa que equi­librio y calma. Un mundo donde se pueden enviar cartas no puede ser tan malo.

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Cuidaba mucho mis estampillas y siempre las pegaba con esos papelitos engomados que aseguran la integridad del sello. Para quitarlas de los sobres usaba vapor y una pinza de acero. Las que ya estaban selladas valían más que las nuevas. Uno podía imaginar la estampilla viajando en sacos de lona a través de los continentes, en las oscuras bodegas de barcos y aviones.

A pesar de mis cuidados, perdí una estampilla. Estaba sola en una página y simplemente desapareció. Era posi­ble que se hubiera caído en algún viaje al parque Rivadavia, un domingo a la mañana, cuando iba a comprar nuevas estampillas, único momento en que sacaba a pasear el ál­bum. Quién no ha tenido la experiencia de esos objetos que desaparecen: estaban allí, luego no están, y nadie pudo haberlos tocado. Se desintegraron. La realidad hace ma­gia pero olvida la segunda parte del truco: que las cosas aparezcan.

Se me ocurrió la idea de reemplazarla, y fui a una lóbre­ga galería que conectaba Lavalle con Esmeralda. Las vi­drieras que no mostraban estampillas ofrecían rezagos de guerra, soldados de plomo, viejas espadas, insignias nazis. Los filatelistas se quedaban perplejos con el nombre del país, Zibara, y me preguntaban si no me habría confundi­do. Nadie había oído hablar de Zibara.

Busqué en atlas antiguos, por si había sido alguna de esas viejas posesiones coloniales que al independizarse cambiaban de nombre, pero no encontré nada. La figura de la estampilla tampoco daba pistas: era una flor azul, parecida a una nomeolvides.

Ese país, Zibara, si existió alguna vez, desapareció, como la estampilla de mi álbum. Quizás la estampilla fue un ex­perimento, una conspiración de filatelistas: hacer un sello sin necesidad de un país real que lo sostenga. En lo alto de

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la página cuadriculada estaba el nombre del país, escrito con tinta azul lavable y cursiva inglesa. Hace muchos años regalé el álbum, pero conservo todavía esa página vacía.

Durante días planée llamar por teléfono al antiguo due­ño del álbum. Una noche me animé a hacerlo, pero cuando atendieron -Buenas noches, Hotel Anselmi- corté. Pensa­ría que estaba loco: alguien que llama luego de tantos años, sólo para preguntar por una estampilla entre muchas, para sumar un testigo a una causa perdida.

Veinte centavos, una flor azul, la filigrana intacta. La única huella de un país desconocido. Y la perdí.

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La gloria

A RRASTRÁBAMOS un enorme peso por el des­filadero, bajo la lluvia. Pensábamos que eran piezas de artillería, que detendrían el paso del enemigo. Al dejar caer las lonas, descubrimos las estatuas de már­mol. “General, ¿detendrán estas estatuas al enemigo?” pre­

guntamos. “No, respondió, ni tampoco nosotros. Pero an­tes de morir instalaremos nuestro monumento fúnebre”.

Las estatuas eran tan hermosas que nos lanzamos al combate con alegría.

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Ruidos nocturnos

TENGO EL SUEÑO intranquilo. Apenas oigo un rui­do me levanto en medio de la noche y recorro la casa para ver si todo está en orden. Tomo un vaso de agua, la cañería resuena como el vientre de un monstruo. Mis pasos despiertan a mi vecino, que se inquieta y se levanta, despertando a otro, que a su vez molesta el sueño de al­

guien más, provocándole una pesadilla de la que despierta con un grito. En casas alejadas oyen ese grito, y los nuevos movimientos despiertan a otros vecinos de más lejos aún.

Finalm ente, después de recorrer la casa me vuelvo a dormir. Pero la ola de alarma y de miedo ya alcanza los rincones últimos de la ciudad.

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La derrota

QUIZÁS PARA SOBREVIVIR, quizás por abu­rrimiento, los dragones aceptaron la forma humana.

H asta ta l punto se confundieron con los hombres que hasta olvidaron su antigua naturaleza. Dejaron las cuevas y los bosques, se afincaron en las ciudades, consiguieron trabajos decentes. Pero de pronto, luego de años de pacífi­ca existencia, aparece frente a ellos el héroe, que ha logra­do reconocerlos por señales ínfimas, y les corta la cabeza. Los dragones mueren en calma, como si no fuera la prime­ra vez. Quien acepta transformarse, ya está muerto.

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La ventana de Turner

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ACE MUCHOS AÑOS leí en un libro de arte una anécdota sobre la vida del pintor inglés

Joseph Turner.El relato -apenas unas líneas d istraídas- sirve acaso

como una metáfora de la vida de Turner, pero también de su pintura: esas escenas marinas con barcos que se alejan,o se pierden en la noche, naufragan o se incendian.

Hacia el final de su vida (murió en 1851), Turner solía desaparecer duran te cortos períodos. De regreso a su hogar, nadie podía arrancarle una palabra sobre sus au­sencias.

Una mañana uno de sus amigos lo siguió. Cruzó a pie, sin dejarse ver, media ciudad, hasta que Turner, al llegar a un barrio comercial y ruidoso, entró en una casa de depar­tamentos. El otro se alejó, pensando que el viejo artista escondía una mujer. Cuando, días después, el amigo le pi­dió que contara la verdad, el pintor al fin confesó.

Desde hacía algunos meses alquilaba un par de habita­ciones. Allí se encerraba durante días enteros, en la oscu­ridad. Sellaba con estopa las rendijas, como se hace con los cascos de los barcos, para que no entrara ni un hilo de luz. Esperaba hasta que sus ojos se hubieran acostumbra­do por completo a la oscuridad. Calculaba el momento más brillante del día para abrir de golpe las ventanas.

El amigo creyó entender. Turner quería m irar la luz como si la viera por primera vez. Era un pintor que experimen­

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taba con sus ojos para llegar más lejos de lo que nunca antes había llegado. Había probado con naufragios, con barcos que se quemaban a lo lejos: ahora era él el naufra­gio y el incendio.

Pero las fugas continuaron, y al amigo ya no lo conven­ció esa respuesta. Comenzó a pensar que a Turner lo atraía algo más que sus juegos con la luz: hacer algo que nadie esperaba. Quería ver la luz como si fuera la primera vez, pero también quería ser visto bajo una luz nueva. Quería traicionar lo que los otros sabían de él. No sólo quería que el mundo fuera nuevo para él, estaba viejo para eso. Que­ría una ilusión aún más difícil: ser nuevo a los ojos del mundo.

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El depósito de equipajes

EN LOS PASILLOS, roperos y ascensores de los grandes hoteles suelen aparecer valijas que nadie reclama. Pero en ningún hotel ocurre esto con más fre­cuencia que en el Rex de Baden-Baden. Algunos de sus cuartos dan a un patio interno que, debido a esas refaccio­

nes que comenzaron nadie recuerda cuándo, y que no ter­m inarán jamás, se pierde en un oscuro pozo lleno de es­combros. Cada mes, algún pasajero (en general alguien que perdió todo en el casino) se arroja al vacío. La admi­nistración del hotel, para evitar la mala publicidad, anota la partida de los pasajeros sin especificar el medio que eligió para dejar el hotel, y guarda sus pertenencias en el depósito. (Los suicidas rara vez dejan sus cosas dispersas en la habitación: hacen su equipaje, y abandonan su valija en algún rincón.) El reglamente del hotel Rex de Baden- Baden dispone que después de dos años de espera, la vali­ja debe ser entregada a la asistencia pública. Cumplido el plazo, la valija es arrancada del fondo del depósito, limpia­da de polvo y telarañas, y una nueva valija (enorme y casi vacía, como todas las de quienes desean partir) ocupa su lugar.

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El desencanto

R ECOGIMOS DE LA CALLE un baúl gigantesco y nos preguntamos quién podía haber abando­nado algo tan hermoso. Quizás había hecho largos viajes; lo imaginamos en la bodega de un transatlántico, el cuero lleno de etiquetas de los grandes hoteles de Europa.

Después lo llevamos a la terraza y mientras hacíamos planes sobre su futuro lo dejamos allí, sin limpiarlo ni to­carlo, castigado por la lluvia y el sol, hasta que nos cansa­mos de ese horrible bulto negro y, aliviados, volvimos a dejarlo en la calle.

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Las olas

EL PINTOR SE-DANG vivía apartado, pintando las olas del mar. Dos veces al año lo visitaba un en­viado del Palacio, para comprarle algunas pinturas. Du­rante mucho tiempo el emisario había sido el mismo, pero en el último invierno había enfermado y un joven funcio­

nario había ocupado su lugar. Le habían informado que Se-Dang buscaba desde hacía muchos años la pintura per­fecta.

Cuando el joven funcionario llegó hasta la casa, ubicada al borde de un acantilado, el pintor lo condujo a su estudio y le mostró su última obra. El recién llegado miró larga­mente la pintura, bebió un vaso de agua, y después habló:

-Sé que usted es un gran artista, y aunque no he visto obras suyas, he oído cada uno de los poemas que le han dedicado. Pero en esta pintura las olas apenas se ven. Ha estado trabajando con tinta muy aguada. No puedo permi­tir que el palacio gaste dinero en esta obra.

-¿Las olas apenas se ven? Qué lejos estoy entonces de mi meta -Se-Dang estaba desconsolado-. La pintura será perfecta cuando sea transparente.

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La Historia

A MENUDO NUESTROS historiadores, entre­gados a la ta rea de reconstruir vidas pasa­

das, son invadidos por la angustia de sentir que toda esa gente -que term ina por resultarle tan fam iliar- ha muerto, y que todos somos, de hecho, ru inas y cenizas para el

futuro. Se lo llama el Síndrome de Pompeya. Los histo­riadores que sufren este mal ven el presente como si ya hubiera pasado: máscaras de lava, fósiles, inscripciones en una lengua muerta. Todo pasó, todo dejó de ser real. Todo lo ven amenazado por el Volcán.

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Equipaje

. 1 E HABIA ACOSTUMBRADO al ritmo del hotel.En esa época del año las noches eran tranquilas,

porque no había turismo y los viajantes llegaban siempre durante el día. A la mañana, en cambio, prefería refugiar­se en una de las habitaciones vacías, para no oír las voces de los clientes, que entre medialuna y medialuna comen­taban el estado de los caminos o el éxito de sus negocios. Se sentía muy alejado de la vida de los viajantes, siempre en camino, siempre con la ilusión de que en la próxima ciudad, o en el próximo pueblo, los esperaba la suerte que hasta ahora se les había negado. A él ya no le interesaba viajar; quería un lugar donde afincarse.

Aprovechaba las noches para pasear por el hotel. Reco­rría los pasillos desiertos, subía y bajaba en el ascensor. Si algún cliente se había mostrado impaciente o maleducado, él se encargaba de perturbar su sueño a través de ligeros golpes a su puerta.

Pero la tranquilidad se interrumpió cuando apareció la valija. Ya la primera vez que la vio -sola, en medio de un pasillo- le produjo un inexplicable desasosiego. Esa vez pensó que alguien la había dejado olvidada. Dos semanas después volvió a encontrarla, abajo, en el hall, junto a uno de los sillones verdes. Estuvo tentado de abrirla, pero se contuvo.

Era una valija de cuero, algo ajada. La manija se había roto, y la habían reparado con hilo sisal. No sabía si estaba

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llena o vacía, porque ni siquiera la había tocado. Como la mayoría de los pasajeros del hotel eran hombres, supuso que era la valija de un hombre.

Mientras miraba, por la ventana del hotel, el camino que llevaba a la ciudad, pensaba en la valija. Tal vez la había olvidado alguien mucho tiempo atrás, y los mucha­chos del hotel la habían sacado del sótano para hacer una broma. No encontraba otra explicación. A veces se sor­prendía pensando en el dueño. Le imaginaba una cara, un oficio, algunas circunstancias. Quizás bastaba abrir la vali­ja para saber cómo era. Las cosas que uno pone en una valija son como el resumen de una vida. Ahí está todo lo que uno puede decir de sí mismo. Ahí está todo lo que uno puede esconder.

Una noche oyó el ascensor que bajaba hacia él. Cuando abrió la puerta, no había nadie, pero allí estaba, por terce­ra vez, la valija. Volvió a sentir el desasosiego, el temor. Ya era hora de abrirla. No sentía curiosidad; pero quería sa­carse de encima el peso de la duda. Soltó las dos trabas y la abrió.

Revisó con cuidado su contenido, como un empleado de aduana que busca en los repliegues una mercancía prohi­bida.

Había una navaja de afeitar, una novela policial, un frasco azul, vacío. Entre la ropa, encontró una bolsita de lavan­da. Fue ese olor lo que le hizo recordar. Entonces recono­ció la navaja con la que se había afeitado por última vez, la novela que no había terminado de leer, sus tres camisas, que siempre doblaba con esmero. Reconoció su nombre al pie de una carta en la que se despedía de una mujer que ya, por su cuenta, se había despedido. Reconoció el frasco azul, y recordó el sabor del veneno que había tomado de un trago, por motivos que ahora le parecían ajenos.

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Los hoteles son lugares de paso y él necesitaba un lugar definitivo. Salió a la madrugada, a la hora que eligen los viajantes cuando tienen mucho camino por recorrer. Y aun­que le pareció que no lo iba a necesitar, llevó consigo el equipaje.

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Un pañuelo, una piedra, un puñal(una variación de Objetos perdidos)

FN EL SIGLO XII las guerras entre los grandes

I ____ señores asolaban todo el país. El señor de Isa,dueño de uno de los más poderosos castillos del sur, se lam entaba de que valientes guerreros yacieran a campo abierto sin que nadie regresara a sus familias las reliquias que los habían acompañado en el último combate. Era una costumbre que los combatientes llevaran consigo una car­ta, un pincel de caligrafía, tal vez un mechón de cabellos de mujer, como recuerdo de su lejano hogar.

El señor de Isa organizó entonces un singular cuerpo de soldados que tenían la misión de buscar entre los caídos estos objetos queridos y regresarlos a los castillos y a las montañas y a las aldeas de donde provenían. El señor de Isa no podía arm ar este cuerpo de Buscadores de Reli­quias con buenos guerreros, porque los necesitaba para los combates. Aprovechó entonces a todos los hombres que habían sido heridos y que no podían sostener la espada.

Los Buscadores se tomaban muy en serio su trabajo, porque era una manera de seguir participando de la gue­rra. Pronto desarrollaron un código de honor muy estric­to: si cometían el error de entregar la reliquia a un desti­no equivocado, se daban muerte frente a los decepciona­dos deudos.

Uno de estos Buscadores, Imashi, había sido en el pasa­do un gran guerrero de una familia noble, pero en una

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batalla quedó tan malherido que sus enemigos lo dieron por muerto. Había perdido una mano, la mitad de una ore­ja, y buena parte de la memoria. El golpe recibido en la cabeza al caer del caballo había sido tan fuerte que no re­cordaba quién era, y a menudo tampoco dónde estaba. Pero aceptó con obediencia su inscripción entre los Buscadores.

En realidad el jefe de los Buscadores, el temible Mobaru, había tenido en el pasado gran inquina por este guerrero. Antes de enviarlo en una misión estudió atentam ente el caso, para estar seguro de que Imashi no pudiera regre­sar. Eligió un destino lejano, eligió caminos llenos de asaltantes, eligió la temporada de las lluvias.

Imashi partió llevando una serie de objetos envueltos en un paño de lino: un pañuelo de mujer, una piedra volcá­nica, un puñal con hoja en forma de serpiente. Y cabalgó durante días y noches, sin esperanza ni desesperanza, a tra­vesando los bosques y la niebla, los caminos peligrosos y los senderos de montaña. La lluvia pronto borró las tem­blorosas inscripciones del mapa.

Agotado y hambriento, Imashi llegó a un castillo que parecía el último y pidió ver a la señora de la casa, que resultó ser una mujer triste y hermosa. El rostro de la mujer se iluminó cuando Imashi dijo que traía noticias de su marido, y se apagó al ver que Imashi desplegaba a sus pies el paño de lino y dejaba ver el pañuelo, la piedra, el puñal. Imashi creyó comprender que se había equivocado de castillo. La mujer, en lugar de arrojarse llorando sobre aquellos objetos tan queridos, como hacían siempre las viu­das, permanecía muda, mordiéndose la lengua.

Imashi quedó admirado por la bondad de aquella mujer. Sin duda sabía que eran las reliquias de otro, pero no que­ría decirlo, para evitar que él, avergonzado por su error, se m atara delante de ella. Pero Imashi era demasiado or-

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gulloso para aceptar esa piedad. Sacó su espada y la le­vantó, dirigiendo el filo hacia su vientre, y le exigió que dijera de inmediato si esos objetos eran o no eran de su esposo. Los sirvientes habían abandonado las cocinas y las salas para asistir en silencio a ese combate inmóvil entre el guerrero maltrecho y la viuda desolada. Las lágrimas que la mujer contenía, las vertían los sirvientes.

Después de un largo rato Imashi repitió la pregunta:-¿Hay aquí algo que le sea familiar? Si sigue en silencio,

daré por descontado que la respuesta es no, y acabaré con mi vida.

-Jam ás vi esos objetos -dijo por fin la mujer-. Pero algo me es familiar.

-¿Reconoce el pañuelo, la piedra, el puñal?-Sólo a ti te reconozco, esposo mío. Todos te daban por

muerto. Yo seguía esperando.

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Un último invento

A PESAR DE LOS CIENTOS de cosas que ha­bía inventado, Thomas Alva Edison comenzó a

sentir, al final de su vida, que había dejado algo sin hacer. Sus inventos habían cambiado la fisonomía del mundo y la vida de millones de personas, pero Edison lamentaba que

todas sus creaciones exigieran cables, cristales, bobinas, gases encerrados en vidrios, válvulas... Quería construir un invento más simple, que bastara con un dibujo o con pronunciar unas palabras en voz baja; un invento sin dis­positivos, sin conexiones, sin electricidad, sin utilidad al­guna; una idea que se bastara a sí misma, libre por fin de esos complicados aparatos que habían agobiado su vida...

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E l apuntador

L _ .I des actores durante los años treinta, llevaba siempre a sus giras a su apuntador personal, sin el cual era incapaz de pronunciar en el escenario una sola línea. Las giras duraban meses y a veces años, y eso obligaba a las compa­ñías teatrales a una convivencia que a menudo terminaba en romances o en odios. El apuntador, sin embargo, nunca se mezclaba con nadie. Los periodistas que entrevistaban a Giraudo en las ciudades que recorría notaban que el apun­tador lo seguía a todas partes, casi como si fuera un agen­te secreto, y que cuando Giraudo debía responder a sus preguntas, el apuntador, desde una mesa vecina, murmu­raba algo que solo era inteligible para Giraudo, pero que le ayudaba a responder a las preguntas. Si alguien intentaba entrevistar al apuntador, este desaparecía de inmediato. Fuera de este murmullo. Giraudo y el apuntador nunca se hablaban.

Con los años, Giraudo tomó la costumbre de aprovechar los susurros del apuntador hasta para las conversaciones más banales. Si se le pedía una opinión sobre política o arte, Giraudo inclinaba ligeramente su cabeza y recibía el murmullo que sólo él podía comprender, y daba una res­puesta nunca audaz, pero siempre atinada. Quien creía sorprender a Giraudo con una pregunta inesperada, al encontrarlo de pronto en un pasillo del teatro, no tardaba en darse cuenta de que no había forma de romper la alian­

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za, porque Giraudo inclinaba la cabeza y desde algún es­condite recibía la voz del apuntador.

Cuando el apuntador (del que no conservamos el nom­bre) murió, Giraudo se volvió menos locuaz en sus entre­vistas y en sus conversaciones privadas. Pero hasta el fin de sus días siguió inclinando la cabeza ligeramente, esfor­zándose por oír el antiguo susurro, cada vez más ligero y lejano.

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Circo Thule

UNA DE LAS LEYENDAS más difundidas sobreHitler cuenta que a la entrada del Ejército Rojo

en Berlín, huyó de la ciudad ya destruida cumpliendo cui­dadosamente un plan que había trazado hacía tiempo. Al principio de la guerra había ordenado detener a los miem­bros de un circo, el circo Thule, y los había mantenido con todas sus comodidades en una casa apartada. El circo no estaba formado por animales y acróbatas, sino por una serie de artistas que eran fenómenos físicos o mentales: gigantes, enanos, telépatas, una mujer con piel de corde­ro, un hipnotizador, una actriz que podía mover objetos a distancia...

Hacia el final de la guerra, cuando Berlín estaba amena­zada por los rusos, Hitler construyó la escena de su invo­luntario suicidio y decidió practicar su plan de fuga. A los integrantes del circo se les devolvieron sus coloridos ca­rros y se los autorizó a partir hacia la zona que ocupaban los ejércitos occidentales. Hitler se sumó al grupo como actor de un nuevo número: el ascenso de Adolf Hitler.

Se detenían en los pueblos arrasados, ejecutaban sus hazañas mentales, exhibían sus cuerpos monstruosos y al final Hitler hacía una parodia de sí mismo en sus años de esplendor. Para evitar que descubrieran la verdad, tra ta ­ba de imitar una película de Chaplin que había visto en su cine privado, y que luego había quemado. Imitándose a sí mismo, Hitler pudo abandonar la Alemania derrotada, y

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recorrer Italia y Francia, y finalmente viajar a Sudamérica, donde sus huellas se perdieron.

¿Sabían los otros integrantes del grupo que él era el verdadero Hitler? Eso nunca se supo. A veces, cuando sen­tía que los del grupo -por esas envidias y enconos que existen en todo grupo de a rtis tas- no lo respetaban y se burlaban de él, Hitler abandonaba su reserva, les gritaba que era el verdadero Adolf Hitler y no un actor muerto de hambre, y se ponía a dar órdenes, amenazándolos con eje­cuciones inmediatas. Sus compañeros simulaban obede­cer, pero de inmediato estallaban en carcajadas. La esce­na resultaba tan cómica que finalmente también formó parte de la representación. Y de todos los números del circo fue éste el más aplaudido. Cuando Hitler se marchó rumbo a un destino desconocido, el circo Thule languideció hasta desaparecer.

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La expectativa

cJ UANDO LLEGUE AL CIRCO para actuar por X . y / primera vez, con una galera prestada y con

una enana como asistente, la joven ecuyére se sintió en la obligación de advertirme: “El público aplaude nuestros números, pero sólo siguen viniendo en espera de la gran noche, que tal vez nunca podamos cumplir”. Pregunté qué esperaba el público de esa gran noche. “Que el trapecista se caiga, el equilibrista tropiece y el león se coma al do­m ador”.

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El palco

F L FILÓSOFO DANÉS Soren Kierkegaard estabaI ____ entregado a una labor intelectual tan profundaque el reconocimiento y la fama no podían sino alterarlo e interrumpirlo. Pero no le bastaba con encerrarse y cortar así los lazos con el mundo; si se escondía, llamaría la aten­ción de los conciudadanos de Copenhague, que creyéndolo entregado a una obra definitiva y destinada a cambiar la historia de la filosofía occidental, no cesarían de espiar sus movimientos, a la espera de que algún detalle en sus gestos, sus hábitos o su vestimenta revelara los avances de su proyecto. Si se ocultaba, llamaría la atención; si se mostraba, también.

Después de pensar largamente en el problema, el filó­sofo comprendió que debía mostrarse pero sólo un poco, lo suficiente como para quedar incorporado a los hábitos de la ciudad, y así hacer desaparecer todo rasgo extraordina­rio en su conducta.

Decidido a ejecutar su plan, tomó la costumbre de ir al teatro todos los viernes. Pensaba: si la gente me ve aquí, me olvidará, form aré parte de los hechos cotidianos, intrascendentes. Alquilaba un palco; llegaba siempre justo antes del comienzo de la obra, cuando el resto del público había ocupado sus lugares, para que todos pudieran verlo; en el intervalo se retiraba, ya que el teatro no le interesa­ba en lo más mínimo. Durante meses cumplió con su plan de dejarse ver para pasar inadvertido, y hasta el fin de su vida creyó que había dado resultado.

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Pablo De Santis

Pero lo que no sabía Kierkegaard era que la ciudad en­tera estaba pendiente de él, y que si no lo miraban en el teatro, era sólo con un gran esfuerzo. Los espectadores, los miembros del elenco, los acomodadores, las chicas del coro, vivían pendientes de sus menores movimientos, y si evitaban mirarlo era gracias a un gran esfuerzo y a una es tu d iad a rep resen tac ión . Su trab a jo dio resu ltado: Kierkegaard jamás se dio cuenta de la representación que lo envolvía. Y jamás supo que cuando se iba en mitad del espectáculo, todos, luego de unos minutos, se marchaban también. El único actor era él y su partida señalaba que la representación había terminado y que era hora de volver a casa.

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Rey secreto

Vidas pasadas

FN EL ULTIMO CONGRESO sobre Vidas Pasadas,

B se hizo en el teatro una sesión pública. Varias per­sonas sometidas a hipnosis exploraron con éxito su remo­to pasado. Un visitador médico había sido uno de los ofi­ciales de Alejandro Magno, la secretaria de un abogado recordaba su muerte en la hoguera, un hombre bajo, de saco raído, había dado la orden de destruir Cartago. Ante cada revelación, el público estallaba en aplausos y nuevos voluntarios se ofrecían para el experimento. Finalmente, un hombre bajo, y de aspecto totalmente insignificante, proclamó, en medio de su trance, que había sido un cam­pesino chino del siglo XVII, y que en toda su vida no había hecho otra cosa que cultivar arroz. Describió con precisión la azada, el cuenco de madera, las lluvias de la primavera. No pudo terminar. El público, enardecido, lo acusó de im­postor, comenzaron a arrojarle cosas sobre el escenario, y los organizadores se vieron obligados a sacarlo de la sala por la puerta de incendios.

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Un sueño

MI ESPOSA ME DESPIERTA porque oye un ruido. Al principio me parece que no se oye nada, pero después distingo, a lo lejos, un golpe monóto­no. Parece una canilla que pierde. Busco por toda la casa, pero no encuentro nada. Bajo al sótano -en el sueño, la casa tiene sótano- y paso del sótano a un túnel, y luego a

los subsuelos de otras casas, sin encontrar el goteo. Al final llego a un salón enorme, de techos altísimos. En el centro cuelga un pez muerto, cabeza abajo. Está atado a una soga cuyo cabo se pierde en las alturas. Comprendo la naturaleza del ruido: es la sangre del pescado que cae gota a gota sobre una fuente de metal.

De pronto entran servidores al salón, me visten con un traje de gala, y ponen documentos frente a mí para fir­mar. Comprendo de inmediato que el pez muerto ha sido puesto allí para atraer mi atención y hacerme llegar a tra ­vés de túneles y sótanos hasta ese gran salón. Comienzo a firmar los papeles: sentencias de muerte.

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Un dibujante de historietas

UNO DE MIS PRIMEROS encargos de la edito­rial H. consistió en visitar a uno de nuestros grandes dibujantes de historietas, a quien debía pedirle unos viejos originales para su publicación. Había leído sus historietas en mi infancia, y me emocionaba pensar que iba a tener en mis manos aquellas páginas donde el héroe,

a golpes de puño, combatía a los sabios locos y a los ejérci­tos de las sombras que trataban de apoderarse del mundo. Viajé en tren, y durante todo el trayecto pensé cómo se­rían esas páginas originales, a las que imaginaba gigantes­cas, e incluso me preocupaba el hecho de no haber traído una carpeta para transportarlas, en el caso en que me las diera en ese mismo momento.

Cuando el dibujante me recibió, declaré mi admiración por sus viejos trabajos y le pedí que me los mostrara. El me llevó a su estudio, pero en lugar de m ostrarm e sus historietas me mostró una colección de cráneos de pájaros y de monos. Este lo compré en Brasil, explicaba, aquel otro es una rareza. Aquel en Misiones: el cuerpo del mono se pudría junto a un árbol, ya estaba reseco cuando lo en­contré. Cada vez que le mencionaba las historietas, des­viaba la conversación hacia su colección de cráneos. Pero tanto insistí que al final me señaló con fastidio un rincón del jardín. Parecía interesado en que yo descubriera el punto exacto que me señalaba, al lado de un limonero. Hace veinte años llevé todas mis viejas páginas a ese rin­cón y las quemé. No se salvó ni una sola.

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Rey secreto

El comienzo de la obra

FL TEATRO HA SIDO remodelado y ya está listo

■ ____ para la función. Pero el primer actor es el mismode las viejas épocas. Permaneció escondido durante los años de abandono, la inundación y las malezas, e irrumpe ahora, andrajoso y con la cabeza cubierta de escombros y telarañas, para repetir parlamentos a medias olvidados. Quisiéramos echarlo, pero sólo cuando él aparece y echa todo a perder, la obra parece empezar.

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La tumba del emperador

TODOS LOS 15 DE AGOSTO -aniversario de su na-

I cim iento- se acostum braba a abrir el ataúd de Napoleón, que está dentro del palacio conocido como Los inválidos. Se seleccionaba a un grupo de niños de 13 años -los mejores alumnos, aquellos en quienes Francia deposi­taba sus mayores esperanzas- y se los conducía al sepul­cro abierto. Allí contemplaban, uno por uno, durante algu­nos segundos, el rostro de Napoleón. Luego el grupo se retiraba en silencio.

A pesar de que el propósito de aquella exhibición consis­tía en incentivar a los niños, estos no parecían incentivados en absoluto. Sus estudios, durante el resto del curso, em­peoraban; a algunos los atacaban violentos accesos de fie­bre. En el delirio repetían: “Napoleón”.

De estos niños que desfilaron por centenares frente al cuerpo de Napoleón sólo uno llegó a destacarse. Hizo una carrera brillante como diplomático en Oriente. En 1895 consiguió una banca de diputado. Sus partidarios lo ado­raban, sus adversarios lo respetaban. Los periodistas ya escribían su futuro: senador, ministro, presidente.

Presentó un único proyecto de ley, y cuando éste fue aprobado abandonó la política y se dedicó al cultivo de tulipanes. El proyecto consistía en sellar para siempre el féretro de Napoleón Bonaparte. Estuvo presente en la ce­remonia y fue el último que se asomó al interior del ataúd para m irar el rostro del emperador. Nadie, hasta ahora, ha vuelto a verlo.

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Rey secreto

Señalador

UN LIBRERO ACOSTUMBRADO a comprar bi­bliotecas enteras -en un 99 por ciento de los casos, a causa de la muerte de sus dueños- me comentó que nunca dejaba de sorprenderse por las cosas que la gente guardaba en los libros. Les saco el polvo y los reviso antes de venderlos, así que me veo obligado a revisarlos,

dijo. En una gran caja, guardaba las cosas que había halla­do a lo largo de los años: cartas, dinero fuera de circula­ción, boletos de colectivo, fotografías. El librero sentía un inexplicable abatimiento cada vez que encontraba una de esas cosas; le parecían mensajes enviados con desespera­ción y hallados demasiado tarde. Y sin embargo no podía dejar de conservarlos. Eran señaladores, habían dejado de marcar las páginas, y ahora señalaban algo más, que él no alcanzaba a comprender.

Material de distribución gratuita. 121

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Un caballo blanco

D] ESPUES DE HABER conseguido el favor del M — palacio, el poeta Tsu Lin se retiró a vivir con su esposa en una cabaña, en un bosque. Una m añana en­trevio, en la niebla, un caballo blanco. Hacía mucho que no escribía, y la imagen del animal lo obligó a tomar el pincel de caligrafía. Muy pronto consiguió los dos prime­ros versos (Hoy la niebla vino a visitarme! con forma de caballo) pero no pudo seguir. Pasaron semanas, y antes de que hallara la continuación, el caballo blanco apareció de pronto, esta vez sin niebla. Tsu Lin se acercó para darle a comer su propio poema inconcluso. ¿Qué haces? preguntó su esposa, alarmada. Ya lo he visto, respondió Tsu Lin. ¿Cómo podría escribir ahora?

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Rey secreto

Rey secreto

FN LA CIUDAD HAY un rey secreto. Nadie -excepto

H ____ los guardianes- sabe quién es. Ni él mismo lo sabe.Puede ser un barrendero, un abogado criminalista, el

jefe de estación del ferrocarril.Sus decisiones mínimas son consideradas decisiones de

estado. Sus palabras casuales se convierten en sentencias. Sin saberlo, ordena castigos y ejecuciones.

Imaginemos: enciende un fósforo y ordena un incendio. Acaricia a un gato y es liberado un prisionero. Tira una piedra y derrumban una torre. Pero son ejemplos que ima­ginamos sin certeza alguna. Quizás no hay ninguna rela­ción entre sus actos casuales y sus consecuencias: encien­de un fósforo y derrumban una torre.

Cada siete años la conspiración triunfa y el rey es asesi­nado. Entonces se elige al azar otro rey cualquiera: un médico, un equilibrista, un nombre raro en la guía telefó­nica, alguien que pasa, el que escribe esto, el que lee esta página.

AIndice

La cabeza de Seruac.............................................................. 7Los frascos.............................................................................10La estatua ..............................................................................11El tapiz................................................................................... 12Los cuervos de Rom a ...........................................................13Calles perd idas .................................................................... 14Un olvido ...............................................................................15Museo de Ciencias Naturales............................................ 16El jinete Hueco..................................................................... 17El hallazgo del grial............................................................20El viejo actor.........................................................................22Titanic .................................................................................... 23Encuentro con el verdugo....................................................24El sótano de la biblioteca....................................................27Arcim boldo ............................................................................28La conquista del m undo ......................................................31A tla s ....................................................................................... 32Ultimo p iso ............................................................................33El silencio de los mongoles................................................ 36

Comer p a p e l ..........................................................................37Una m oneda ..........................................................................39La mano de Vax.................................................................... 40La sombra de la princesa ...................................................42El árbol.................................................................................. 44El sueño del emperador......................................................46La colección...........................................................................49Oído absoluto .............................................. .........................50La otra ciudad.......................................................................51Lo indescifrable................................................................... 54El p lazo .................................................................................. 55El nombre del gato ............................................................... 57Teatro de som bras............................................................... 58Santa E lena ...........................................................................61Telarañas...............................................................................62Objetos perdidos................................................................... 64El v itra l ................................................................................. 67Inscripción .............................................................................69El tenor que perdió la voz...................................................70La catedral............................................................................73El vio lín ................................................................................. 74Botánica oculta .................................................................... 75Exterm inador................................................. ......................76El sacrificio ...........................................................................78Los fa ros ................................................................................ 79El bufón.................................................................................. 80C rista l.................................................................................... 82Valdivieso ..............................................................................84Un director de orquesta ......................................................86

F ila te lia ................................................................................. 87La g loria ................................................................................ 90Ruidos nocturnos................................................................. 91La derrota..............................................................................92La ventana de Turner..........................................................94El depósito de equipajes......................................................96El desencanto ........................................................................97Las olas.................................................................................. 98La H istoria ............................................................................99Equipaje...............................................................................100Un pañuelo, una piedra, un puñal..................................103Un último invento..............................................................106El apuntador...................................................................... 108Circo Thule .............................................................. ...........110La expectativa .................................................................... 112El palco ................................................................................113Vidas pasadas .................................................................... 115Un sueño ..............................................................................116Un dibujante de historietas............................................. 118El comienzo de la obra......................................................119La tumba del emperador.................................................. 120Señalador ............................................................................121Un caballo blanco..............................................................122Rey secreto...........................................................................123

LOS UBROS DE

U,'n a colección que lleva el nom ­b re de Boris Spivacow, el m ás grande de los editores argentinos, pionero en la difusión m asiva de la m ejor l i te ra tu ra p a ra niños y jóvenes. E n su hom enaje, libros que con seguridad hubiera elegido.

VEl Corsario Negro

Em ilio Salgari Traducción de Alma Maritano

¥Voces de infancia

Poesía argentina para los chicos

Las Mil y Una Noches Argentinas (Selección)

Juan Draghi LuceroN¿

Hans Grillo y otros cuentos

Enrique Wernicke *

Los sueños del sapo Javier Villafañe

j c

Caminos de la fábula Antología

\El Gallo Pinto y otros poemas Javier Villafañe

LOS LIBROS DE

REY SECRETOy

Pablo De Santis

“En la ciudad hay un rey secreto. Nadie -excepto los guardianes- sabe quién es. Ni él mismo lo sabe. Puede ser un barrendero, un abogado crim inalista,

el jefe de estación del ferrocarril.Sus decisiones mínimas son consideradas

decisiones de estado. Sus palabras casuales se convierten en sentencias. Sin saberlo, ordena castigos y ejecuciones. Imaginemos: enciende un fósforo y ordena un incendio. Acaricia a un gato y es liberado un prisionero. Tira una piedra y derrum ban una torre. Pero son ejemplos que

imaginamos sin certeza alguna. Quizás no hay ninguna relación entre sus actos casuales y sus consecuencias:

enciende un fósforo y derrum ban una torre...”

E9 EDICIONES COLIHUE

ISBN 978-987-684-954-8

9 789876 849548www.col¡hue.com.ar