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Annotation Presentamos ahora la segunda novela de Amélie Nothomb, y una de las mejores. Si en Metafísica de los tubos exploraba su singular autobiografía hasta los tres años en Japón, en El sabotaje amoroso recoge las conmovedoras vivencias de su infancia posterior en China. En el gueto de los diplomáticos, en Pekín, la narradora, que entonces tenía siete años, se enamora de una bellísima niña italiana, Elena, quien le enseñará todos los padecimientos del amor. En la senda de Lolita y de Ada o el ardor, transita aquí la mejor narrativa joven de la actualidad. AMéLIE NOTHOMB EL SABOTAJE AMOROSO

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Presentamos ahora la segunda novela de AmélieNothomb, y una de las mejores. Si en Metafísica de lostubos exploraba su singular autobiografía hasta lostres años en Japón, en El sabotaje amoroso recoge lasconmovedoras vivencias de su infancia posterior enChina. En el gueto de los diplomáticos, en Pekín, lanarradora, que entonces tenía siete años, se enamorade una bellísima niña italiana, Elena, quien leenseñará todos los padecimientos del amor. En lasenda de Lolita y de Ada o el ardor, transita aquí lamejor narrativa joven de la actualidad.

AMéLIE NOTHOMB EL SABOTAJE AMOROSO

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Traducción de Sergi Pàmies

Título de la edición original: Le sabotage amoureux ©Éditions Albin Michel París, 1993 Diseño de lacolección: Julio Vivas Ilustración: foto de la autora ©EDITORIAL ANAGRAMA, S.A., 2003 Pedró de laCreu, 58 08034 Barcelona ISBN: 84-339-6993-5Depósito Legal: B. 4358-2003 Printed in SpainLiberduplex, S. L., Constitució, 19, 08014 Barcelona

A galope tendido de mi caballo, cabalgaba entre losventiladores. Tenía siete años. Nada resultaba másagradable que sentir aquel exceso de aire en elcerebro.

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Cuanto más silbaba la velocidad, más entraba eloxígeno arrasándolo todo. Mi corcel desembocó en laplaza del Gran Ventilador, vulgarmente conocida comoplaza de Tiananmen. Dobló hacia la derecha, por elbulevar de la Fealdad Habitable. Y sujetaba lasriendas con una sola o mano. La otra se entregaba auna exégesis de mi inmensidad interior, elogiando orala grupa del caballo, ora el cielo de Pekín. Laelegancia de mi cabalgadura dejaba sin habla atranseúntes, escupitajos, asnos y ventiladores. No eranecesario espolear mi montura. China la había creadoa mi imagen y semejanza: era una entusiasta de lasgrandes velocidades. Carburaba con el fervor íntimo yla admiración de las masas. Desde el primer día habíacomprendido el axioma: en la Ciudad de losVentiladores, todo lo que no era espléndido erahorrible. Lo cual equivale a decir que casi todo erahorrible. Corolario inmediato: yo era la belleza delmundo. Y no sólo porque aquellos siete años de piel,carne, cabellos y osamenta bastaran para eclipsar alas mismísimas criaturas de ensueño de los jardinesde Alá y del gueto de la comunidad internacional. Labelleza del mundo se materializaba en mi larga pavanaofrecida al día, en la velocidad de mi caballo, en micráneo desplegado como una vela encarada hacia losventiladores. Pekín olía a vómito de niño. En el bulevar

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de la Fealdad Habitable, el retumbo del galope era loúnico que tapaba los carraspeos, la prohibición decomunicarse con los chinos y el espantoso vacío delas miradas. Ante la proximidad del recinto, el corcelaminoró la marcha para que los guardias

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pudieran identificarme. No les parecí más sospechosaque de costumbre. Penetré en el seno del gueto deSan Li Tun, donde vivía desde la invención de laescritura, es decir: desde hacía casi dos años, allá porel neolítico, bajo el régimen de la Banda de los Cuatro.«El mundo es todo aquello que ha lugar», escribeWittgenstein en su admirable prosa. En 1974, Pekín nohabía lugar: no se me ocurre mejor manera deexpresarlo. Wittgenstein no era la lectura privilegiadade mis siete años. Pero mis ojos se habían anticipadoal silogismo antes citado para llegar a la conclusión deque Pekín no tenía demasiado que ver con el mundo.Me conformaba con ello: tenía un caballo y unaaerofagia tentacular en el cerebro. Lo tenía todo. Erauna epopeya sin fin. El único parentesco que admitíaera con la Gran Muralla: única construcción humanavisible desde la Luna, por lo menos respetaba miescala. No limitaba la mirada sino que la arrastrabahacia el infinito. Cada mañana, una esclava acudíapara peinarme. Ella no sabía que era mi esclava. Creíaser china. En realidad, carecía de nacionalidad, puestoque era mi esclava. Antes de Pekín, yo había vivido enJapón, donde se encuentran los mejores esclavos. EnChina, la calidad de las esclavas dejaba mucho quedesear. En Japón, cuando tenía cuatro años, tenía unaesclava a mi exclusiva disposición. Se postraba a mis

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pies. Era estupendo. La esclava pekinesa, en cambio,desconocía aquellas costumbres. Por la mañana,empezaba peinando mis largos cabellos; lo hacía sinninguna delicadeza. Y gritaba de dolor y, o

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mentalmente, le administraba innumerables azotes. Acontinuación, me tejía una o dos admirables trenzas,con ese arte ancestral de la trenza del que ni siquierala Revolución Cultural ha conseguido tocar un pelo.Me gustaba más que me hiciera una sola trenza: meparecía que se adecuaba mejor a una persona de mirango. Aquella china se llama Trê, un nombre que, deentrada, me parecía inadmisible. Le comuniqué que,en adelante, llevaría el nombre de mi esclavajaponesa, que resultaba encantador. Me miró con unaexpresión de asombro y siguió llamándose Trê. Apartir de aquel día, comprendí que algo olía a podridoen la política de ese país. Algunos países actúan comouna droga. Es el caso de China, que tiene elsorprendente poder de convertir en pretenciosos atodos aquellos que han estado allí, incluso a todosaquellos que hablan de ella. La pretensión induce aescribir. De ahí la ingente cantidad de libros sobreChina. A imagen y semejanza del país que los hainspirado, esas obras son lo mejor (Leys, Segalen,Claudel) o lo peor. Y no fui la excepción a la regla.China o me había convertido en un sertremendamente pretencioso. Pero tenía una excusa dela que no todos los sinómanos de pacotilla puedenpresumir: tenía cinco años cuando llegué y ochocuando me marché. Recuerdo perfectamente el día

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que me enteré de que iba a vivir en China. Apenastenía cinco años, pero ya había comprendido loesencial, a saber: que iba a poder presumir. Es unaregla sin excepciones: incluso los más recalcitrantesdetractores de China sufren una revelación

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ante la perspectiva de poner el pie en ese país. Nadapermite tanto dárselas de algo como decir: «Acabo dellegar de China.» Y todavía hoy, cuando intuyo quealguien no me admira lo suficiente, recurro a un«cuando vivía en Pekín», pronunciado como quien noquiere la cosa y en un tono de voz indiferente. Es unaespecificidad real, ya que, después de todo, tambiénpodría decir «cuando vivía en Laos», que resultaríamucho más excepcional. Pero no tiene tanto glamour.China es lo clásico, lo incondicional, es Chanel n.° 5.El esnobismo no es la única explicación. El elementofantástico es tremendo e irresistible. Cualquier viajeroque desembarcase en China sin una buena dosis defantasías chinas, no vería nada más que una pesadilla.Mi madre siempre ha tenido el carácter más alegre deluniverso. La noche de nuestra llegada a Pekín, lafealdad la impactó de tal modo que se echó a llorar. Yse trata de una mujer que nunca llora. Por supuesto,estaba la Ciudad Prohibida, el Templo del Cielo, laColina Perfumada, la Gran Muralla, los sepulcrosMing. Pero eso era para los domingos. El resto de lasemana estaban la inmundicia, la desesperación, lacorriente de hormigón, el gueto, la vigilancia,disciplinas en las que los chinos sobresalen. Ningúnpaís deslumhra hasta este punto: las personas que loabandonan se refieren a las maravillas que han visto.

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Pese a su buena fe, no suelen mencionar una fealdadtentacular que no ha podido pasarles por alto. Se tratade un fenómeno extraño. China es como una hábilcortesana que consiguiera hacer olvidar susinnumerables imperfecciones físicas sin siquieradisimularlas, y que

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inspirase una admiración incondicional entre todos susamantes. Dos años antes, mi padre había recibido lanotificación de su destino, Pekín, con una expresión degravedad. Por lo que a mi respecta, me resultabainconcebible abandonar el pueblo de Shukugawa, lasmontañas, la casa y el jardín. Mi padre me explicó queaquél no era el problema. Por lo que decía, China eraun país en el que las cosas no iban demasiado bien.—¿Están en guerra? —deseé. —No. Pongo malacara. Me obligan a abandonar mi adorado Japón porun país que ni siquiera está en guerra. Es China, vale:suena bien. Algo es algo. ¿Pero cómo se las apañaráJapón sin mí? La inconsciencia del misterio mepreocupa. En 1972, se organiza la marcha. Lasituación es tensa. Mis ositos de peluche sonempaquetados. Oigo decir que China es un paíscomunista. Habrá que analizar este dato. Y algotodavía más grave: la casa se vacía de objetos. Undía, ya no queda nada. Llegó la hora de marcharse.Aeropuerto de Pekín: no hay duda, se trata de otropaís. Por oscuras razones, nuestro equipaje no llegacon nosotros. Debemos permanecer unas horas en elaeropuerto esperando a que llegue. ¿Cuántas horas?Puede que dos, puede que cuatro, puede que veinte.Uno de los encantos de China es lo imprevisto. Muybien. Esto me permitirá iniciar inmediatamente mi

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análisis de la situación. Paseo por el aeropuerto conun expresión inquisidora. Todo lo que me habían dichoera cierto: se trata de un país muy diferente. No sabríadecir

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exactamente en qué consiste esta diferencia. Es feo,sí, pero de una fealdad que nunca había visto.Probablemente existe una palabra para calificarsemejante fealdad: todavía no sé cuál. Me pregunto enqué consistirá eso del comunismo. Tengo cinco años yun excesivo sentido de la dignidad para preguntar alos adultos qué significa semejante cosa. Al fin y alcabo, no necesité de su intervención para aprender ahablar. Si hubiera tenido que preguntarles por elsignificado de cada palabra, a estas alturas todavíaandaría por la fase de balbuceos del lenguaje. Aprendísólita que perro significaba perro, que malo significabamalo: no veo por qué tendrían que ayudarme paracomprender una palabra más. Por otra parte, no debede ser tan difícil: aquí hay algo muy específico. Mepregunto en qué consiste: hay personas que vistentodas igual, y una luz idéntica a la del hospital deKobé, y... No nos precipitemos. El comunismo estáaquí, de eso no cabe duda, pero no le asignemos unsignificado a la ligera. Tiene que ser algo serio, ya quese trata de una palabra. ¿Cuál es, pues, la cosa másextraña de cuantas hay aquí? De repente, la preguntame agota. Me tumbo en el suelo sobre una enormebaldosa del aeropuerto y me quedo dormida alinstante. Me despierto. No sé cuántas horas hedormido. Mis padres siguen esperando el equipaje,

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con una expresión un poco abrumada. Mi hermano ymi hermana duermen en el suelo. Me he olvidado delcomunismo. Tengo sed. Mi padre me da un billete paracomprar bebida. Doy una vuelta. No hay modo decomprar bebidas coloreadas y

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gaseosas como en Japón. Sólo venden té. «China esun país en el que se bebe té», pienso. Bien. Me acercoal viejecito que sirve este brebaje. Me ofrece uncuenco de té hirviendo. Me siento en el suelo con elenorme cuenco. El té es fuerte, fabuloso. Nunca habíabebido uno así. En pocos segundos, me emborrachael cerebro. Experimento el primer delirio de mi vida.Me encanta. Voy a hacer grandes cosas en este país.Doy brincos por el aeropuerto y voy dando vueltascomo una peonza. Y bruscamente, me , doy denarices contra el comunismo. Ya es noche cerradacuando, por fin, llega el equipaje. Un coche nos lleva através de un mundo infinitamente extraño. Casi esmedianoche, las calles son amplias y están desiertas.Mis padres siguen con su expresión abrumada, misdos hermanos mayores lo miran todo con extrañeza.La teína está provocando fuegos de artificios dentro demi cráneo. Sin permitir que se me note, estoy loca deexcitación. Todo me parece grandioso, empezando pormí misma. En el interior de mi cabeza, las ideasjuegan a la rayuela. No me doy cuenta de que eseéxtasis no es el apropiado para la situación. Estoydesfasada en relación con la China de la Banda de losCuatro. Este desfase durará tres años. El coche llegaal gueto de San Li Tun. El gueto está rodeado pormuros elevados, los muros están rodeados por

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soldados chinos. Los edificios parecen cárceles. Nosasignan un apartamento de la quinta planta. No hayascensor y los ocho tramos de escalera chorreanorina. Subimos las maletas. Mi madre llora.Comprendo que no resultaría de

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buen tono manifestar mi ataque de euforia. Me laguardo para mí. Desde la ventana de mi nuevahabitación, China es fea con ganas. El cielo me inspirauna mirada de condescendencia. Juego a saltar sobrela cama como si de un trampolín se tratase. «El mundoes todo aquello que ha lugar», escribe Wittgenstein.Según el periódico, en Pekín han tenido lugar todaclase de cosas edificantes. Ninguna podíacomprobarse. Cada semana, las valijas diplomáticastraían a las embajadas periódicos nacionales: lospárrafos dedicados a China parecían referirse a otroplaneta. Una circular de difusión restringida eradistribuida entre los miembros del gobierno chino y,debido a una aberrante voluntad de transparencia,entre los diplomáticos extranjeros: procedía del mismoórgano de prensa que El Cotidiano del Pueblo e incluíanoticias que no tenían estrictamente nada que ver.Estas últimas eran bastante poco triunfalistas para serverdad, sin que uno pudiera deducir su grado deveracidad: bajo la Banda de los Cuatro, incluso losfabricantes de versiones las confundían. Para lacomunidad extranjera, resultaba difícil hacerse unacomposición de lugar. Y muchos diplomáticosacababan confesando que, en resumidas cuentas, notenían ni la más remota idea de lo que ocurría enChina. De ahí que los informes que tenían que

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redactar para sus ministerios fueran los más hermososy literarios de toda su carrera. Numerosas vocacionesliterarias nacieron en Pekín sin que sea necesariobuscar más explicación que ésa. De haber sabido que«en algún lugar fuera del mundo»

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encontraría una ilustración de esa acumulación chinade verdad, de falsedad, y de ni verdad ni falsedad, niel mismísimo Baudelaire lo hubiera deseado con tantoardor. En Pekín, en 1974, yo no leía ni a Wittgenstein,ni a Baudelaire, ni el Renmin Ribao. Leía poco: teníademasiadas cosas que hacer. La lectura era buenapara esos ociosos llamados adultos. De algún modotenían que entretenerse. Y tenía cosas importantesque hacer. Tenía o un caballo, que me ocupaba lastres cuartas partes de mi tiempo. Tenía multitudes alas que deslumhrar. Tenía una imagen de marca quepreservar. Tenía una leyenda que construir. Y sobretodo, estaba la guerra: la épica y terrible , guerra delgueto de San Li Tun. Tomen ustedes una retahila deniños de todas las nacionalidades: enciérrenlos juntosen un exiguo y hormigonado espacio. Déjenlos libres ysin vigilancia. Los que piensen que estas criaturas sedarán la mano en señal de amistad son unostremendos ingenuos. Nuestra llegada coincidió conuna cumbre en la que se decretó que el final de laSegunda Guerra Mundial había sido una chapuza.Todo estaba por hacer, ya que se sobrentendía quenada había cambiado: los malos nunca dejaron de serlos alemanes. Y no eran alemanes lo que faltaban enSan Li Tun. Además, a la última guerra mundial lehabía faltado envergadura; esta vez, el ejército aliado

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contaría con todas las nacionalidades posibles, inclusochilenos y cameruneses. Pero ni americanos niingleses. ¿Racismo? No, geografía. La guerra secircunscribía al gueto de San Li Tun. Los ingleses, encambio, residían en el antiguo gueto llamado Wai JiaoTa Lu. Y los americanos

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vivían todos juntos en su particular recinto, en torno asu embajador, un tal George Bush. La ausencia deaquellas dos naciones no nos molestaba lo másmínimo. Podíamos prescindir de los americanos y delos ingleses. En cambio, no podíamos prescindir de losalemanes. La guerra comenzó en 1972. Aquel añocomprendí una tremenda verdad: en este mundo,nadie es indispensable salvo el enemigo. Sin enemigo,el ser humano no es nada. Su vida es un sufrimiento,un agobio de vacío y de aburrimiento. El enemigo es elMesías. Su simple existencia basta para dinamizar alser humano. Gracias al enemigo, este siniestroaccidente llamado vida se convierte en una epopeya.Así pues, Cristo tenía razón al decir: «Amad a vuestrosenemigos.» Pero sacó de aquella conclusiónaberrantes corolarios: había que reconciliarse con elenemigo, poner la otra mejilla, etc. ¡Menudaocurrencia! Si te reconcilias con tu enemigo, deja deser enemigo. Y si ya no hay enemigo, hay queencontrar uno nuevo: todo vuelve a comenzar. O seaque no resuelves nada en absoluto. Así pues, hay queamar al enemigo pero no decírselo. En ningún casohay que pensar en una reconciliación. El armisticio esun lujo que el ser humano no puede permitirse. Laprueba es que los periodos de paz siempre acaban ennuevas guerras. Mientras que las guerras suelen

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saldarse con periodos de paz. De lo cual se deduceque la paz es nociva para el hombre, mientras que laguerra le resulta beneficiosa. Es necesario, pues,tomarse algunas molestias de la guerra con filosofía.Ningún periódico, ninguna agencia de prensa, ninguna

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historiografía ha mencionado jamás la guerra mundialdel gueto de San Li Tun, que duró desde 1972 hasta1975. Así fue como, desde mi más tierna edad, supe alo que atenerme en lo que respecta a censura ydesinformación. Porque ¿acaso puede parecemosinsignificante un conflicto que duró tres años, en el queintervinieron decenas de naciones, y en el transcursodel cual se perpetraron espantosas atrocidades?Explicación a este silencio de los medios decomunicación: la media de edad de los combatientesrondaba los diez años. ¿Acaso los niños eran ajenos ala historia? Al término de la conferencia internacionalde 1972, un mocoso comunicó a los adultos que laguerra estaba a punto de comenzar. Los padrescomprendieron que la tensión bélica era demasiadofuerte y que no podrían impedir el inminente conflicto.Sin embargo, una nueva guerra contra los alemaneshabría tenido repercusiones insostenibles en lasrelaciones con los teutones adultos. En Pekín, lospaíses no comunistas tenían que cerrar filas. Así pues,una delegación de padres impuso sus condiciones: «Sía la guerra mundial, ya que es inevitable. Pero ningúnalemán occidental podrá ser considerado enemigo.»Aquella cláusula no nos molestó lo más mínimo; losalemanes orientales eran lo bastante numerosos paraser utilizados como adversarios. No obstante, los

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adultos no se conformaban con eso: exigían que losalemanes occidentales se incorporasen al ejércitoaliado. No pudimos aceptarlo. Estábamos dispuestos ano machacarlos, pero luchar a su lado nos habríaparecido

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contra natura. Por otra parte, los niños de la Alemaniaoccidental tampoco aceptaron: a falta de enemigo, lospobres quedaron reducidos a la neutralidad. Semurieron de aburrimiento. (A excepción de algunospequeños traidores que se pasaron al Este: escasasdeserciones que nunca fueron mencionadas.) Asípues, en la mente de los mayores, la situaciónquedaba regularizada: la guerra de los niños era unaguerra contra el comunismo. Doy fe de que, para losniños, nunca fue así. Para interpretar el papel devillanos, los únicos que nos entusiasmaban eran losalemanes. La prueba es que nunca combatimos contralos albaneses o los búlgaros de San Li Tun. Aquellasinsignificantes minorías quedaron fuera de juego. Porlo que respecta a los rusos, la cuestión ni siquiera seplanteó: ellos también disponían de su recintoparticular. Los otros países del Este residían en WaiJiao Ta Lu, a excepción de los yugoslavos, a los queno teníamos ninguna motivo para considerarenemigos, y de los rumanos, a quienes ante lainsistencia de los adultos tuvimos que incluir ennuestro ejército, hasta tal punto estaba bien visto enaquella época tener amigos rumanos. Fueron lasúnicas injerencias de nuestros padres en ladeclaración de guerra. Deseo subrayar hasta quéextremo nos parecieron superficiales. En 1974, a mis

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siete años, yo era la pequeña de los aliados. Eldecano, que tenía trece, me parecía un vejestorio. Elgrueso de nuestros efectivos eran franceses, pero elcontinente mejor representado era África:cameruneses, malíes, zaireños, marroquíes, argelinos,etc... colmaban nuestros batallones. También

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había chilenos, italianos y esos dichosos rumanos alos que no tragábamos, ya que nos habían sidoimpuestos y parecían una delegación oficial. Losbelgas se limitaban a tres: mi hermano André, mihermana Juliette y yo. No había más niños de nuestramisma nacionalidad. En 1975 llegaron dos exquisitasflamenquitas, pero eran desesperadamente pacifistas:no pudimos sacar ningún provecho de ellas. En elseno del ejército se constituyó en 1972 un núcleo durode tres nacionalidades indefectibles tanto en laamistad como en el combate: los franceses, los belgasy los cameruneses. Estos últimos llevaban nombresasombrosos, tenían una voz muy fuerte y se reían atodas horas: los adorábamos. Los franceses nosparecían pintorescos: con auténtico candor, nospedían que hablásemos en belga, lo cual nos divertía,y mencionaban a menudo a un desconocido cuyoapellido —Pompidou— disparaba nuestra hilaridad.Los italianos eran lo mejor y lo peor: entre ellos habíacobardes y valientes a partes iguales. Es más: elheroísmo de aquellos valientes obedecía a suscambios de humor. Los más temerarios podían ser losmás cobardes a la mañana siguiente de su proeza.Entre ellos, había una medio italiana medio egipciallamada Jihan: a los doce años, medía 1,70 m ypesaba 65 kilos. Contar con aquel monstruo en

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nuestras filas constituía todo un triunfo: ella solita eracapaz de dispersar a una patrulla alemana, y era unespectáculo ver su cuerpo repartir golpes. Pero suterrorífico crecimiento le había estropeado el carácter.Los días en que Jihan crecía, no servía para nada yresultaba intratable. Los zaireños

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peleaban de maravilla: el problema era que luchabantanto entre ellos como contra el enemigo. Y siinterveníamos en sus querellas intestinas, tambiénpeleaban contra nosotros. En muy poco tiempo, laguerra adquirió proporciones serias y resultó quenuestro ejército no podía prescindir de un hospital. Enel recinto del gueto, cerca de la fábrica de ladrillos,encontramos una gigantesca caja de madera quehabía sido utilizada en una mudanza. Diez de nosotrospodían ponerse de pie encima. Por unanimidad, la cajade mudanzas quedó habilitada como hospital militar.Nos seguía faltando el personal sanitario. Mi hermanaJuliette, de diez años, fue considerada demasiadoguapa y delicada para combatir en el frente. Se lanombró enfermera-médico-cirujana-psiquiatra-intendente, y lo hizo de maravilla. A unos diplomáticossuizos, famosos por su salubridad, les robó gasasesterilizadas, mercromina, aspirinas y pastillas devitamina C, a las que ella atribuía supremas virtudescontra la cobardía. En el transcurso de una expediciónde gran alcance, nuestro ejército consiguió ocupar elgaraje de una familia de Alemania oriental. Los garajesse consideraban objetivos estratégicos, ya que era allídonde los adultos almacenaban sus provisiones. Ysólo Dios sabe hasta qué punto aquellos stocksresultaban valiosos en Pekín, donde los mercados

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vendían poco más que cerdo y col. En aquel garajeteutón hallamos una caja llena de sobres de sopa enpolvo. Fue confiscada en el acto y almacenada en elhospital. Sólo faltaba encontrarle alguna utilidad. Unsimposio estudió la cuestión y

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descubrió que la sopa de sobre era mucho mássabrosa en su estado de polvo. Los generales sereunieron en secreto con la enfermera-médico paradecretar que, en adelante, aquel polvo sería nuestroplacebo guerrero: le atribuiríamos un valor de panaceatanto para las heridas físicas como para los tormentosdel alma. Aquel que los mezclara con aguacomparecería ante un tribunal militar. El placebo tuvotanto éxito que el hospital siempre estuvo lleno. Laactitud de los fingidores era comprensible: Juliettehabía convertido el dispensario en una antesala delEdén. Acostaba a los «enfermos» y a los «heridos»sobre colchones de periódicos Renmin Ribao, losinterrogaba con dulzura y rigor acerca de susdolencias, les cantaba nanas y les abanicabaadministrándoles por vía oral el contenido de un sobrede sopa en polvo. Ni los mismísimos jardines de Aláhabrían resultado un lugar más agradable. Losgenerales sospechaban de la auténtica naturaleza deaquellas epidemias, pero no desaprobaban unaestratagema que, a la postre, consideraron buena parala moral de la tropa y que conllevaría para el ejércitonumerosos alistamientos espontáneos: es cierto, losnuevos reclutas deseaban convertirse en soldados conla única esperanza de caer heridos. No por ello losmandos perdían la esperanza de convertirlos algún día

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en valientes guerreros. Tuve que emplearme a fondopara conseguir que los aliados me admitieran.Consideraban que era demasiado pequeña. En elgueto, había niños de mi edad, incluso mayores, perotodavía no tenían ambición militar. Hice

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valer mis méritos: coraje, tenacidad, lealtad ilimitada y,sobre todo, velocidad a caballo. Aquella última virtudno pasó inadvertida. Los generales debatieronlargamente entre ellos. Acabaron por convocarme. Mepresenté temblando. Me anunciaron que, debido a mipequeña talla y a mi velocidad, me nombrabanexplorador. —Además, como eres una niña pequeña,el enemigo no sospechará. La mezquindad de aquellaalegación no consiguió empañar la felicidad que meprodujo el nombramiento. Explorador: no podíaconcebir nada más hermoso, más grandioso, másdigno de mí. Podía atrapar aquella palabra de unextremo al otro, en todos los sentidos, montarla ahorcajadas como a un caballo salvaje, colgarme deella como de un trapecio: seguía siendo igual dehermosa. El explorador era aquel de quien dependía lasupervivencia del ejército. Jugándose la vida,avanzaba solo por un territorio desconocido con elobjetivo de localizar los peligros. Al menor capricho delazar, podía pisar una mina y explotar en mil pedazos—y su cuerpo, convertido ya para siempre en heroicorompecabezas, caería lentamente sobre el suelodibujando en el aire un champiñón atómico de cárnicoconfeti— y los suyos, acampados en la retaguardia,viendo sus fragmentos orgánicos elevarse hacia elcielo, no podrían sino exclamar: «¡Es el explorador!» Y

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tras haberse elevado en , proporción a su importanciahistórica, los mil pedazos se detendrían un instante enaquel éter para, a continuación, aterrizar con tantagracia que incluso al enemigo se le saltarían laslágrimas ante tan noble oblación. Soñaba con

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morirme así: aquellos fuegos artificiales harían que mileyenda fuera eterna. La misión del exploradorconsiste en explorar1, en los múltiples sentidos de laexpresión. Y explorar me vendría como anillo al dedo:me convertiría en una antorcha humana. Pero, capazde contradecirse como el más sabio de los Proteos, elexplorador también podía volverse invisible, inaudible.La furtiva silueta se deslizaría entre las tropasenemigas sin ser vista por nadie. El espía, picaresco,se disfraza; el explorador, épico, no se rebaja asemejantes travéstismos. Agazapado en la sombra,arriesga su vida con grandeza. Y cuando, al términode una misión suicida de reconocimiento, el exploradorregresa al campamento, su ejército, conmovido por unsentimiento de admirativa gratitud, recibe susimpagables informaciones como maná llovido del cielo.Cuando el explorador abre la boca para pronunciaralguna palabra, los generales están pendientes de suslabios. Nadie le felicita, pero le dirigen miradasdecididas y emocionadas, mucho más expresivas queel mejor de los halagos. En mi vida, ningúnnombramiento me colmó tanto como aquél: nunca untítulo me pareció convenir tan profundamente al valorque yo misma me atribuía. Más tarde, cuando medigne ser premio Nobel de Medicina o mártir, aceptarésin demasiado despecho estos honores algo vulgares,

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recordando siempre que la parte más noble de miexistencia quedaba atrás, perdurando para laeternidad. Podría deslumhrar a la gente hasta el día demi muerte pronunciando esta simple frase: «En Pekín,durante la

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guerra, yo fui explorador.» Por más que haya leído aHo Chi Minh en versión original, que haya traducido aMarx al hitita clásico, que me haya entregado a unanálisis estilístico de las epanalepsis del Libro Rojo,que haya realizado una transcripción ouliponiana delpensamiento de Lenin, por más que me hayaentregado a la reflexión sobre el comunismo, oviceversa, no he podido superar aquellas conclusionesde mis cinco años. Apenas acababa de pisar territoriorojo, ni siquiera había abandonado el aeropuerto, y yahabía comprendido. Había encontrado el único vectorque permite resumir la situación en una frase. Aquellaaserción era a la vez hermosa, simple, poética y algodecepcionante, como todas las grandes verdades. «Elagua hierve a cien grados.» Belleza elemental de esafrase, que no deja lugar a dudas. Pero la auténticabelleza debe dejar lugar a dudas: debe dejar al almauna parte de su deseo. En este sentido, mi frase erahermosa. Aquí la tienen: «Un país comunista es unpaís en el que hay ventiladores.» La frase tiene unaestructura tan luminosa que podría servir de ejemploen un tratado vienés de lógica. Pero, más allá de susvirtudes estilísticas, la aserción impacta por suveracidad. En el aeropuerto de Pekín, cuando me di debruces contra un manojo de ventiladores, aquellaverdad me impactó con la inexplicable evidencia de las

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revelaciones. Aquellas extrañas flores, de pivotante yenjaulada corola, sólo podían ser el indicio de unmedio insólito. En Japón había aire acondicionado. Norecordaba haber visto semejantes

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vegetales plastificados. En los países comunistaspodía ocurrir que hubiera aire acondicionado, pero nofuncionaba: así que eran necesarios los ventiladores.Más tarde, tuve la oportunidad de vivir en otros paísescomunistas, Birmania y Laos, que confirmaron mispuntos de vista de 1972. No digo que no hayaventiladores en los países no comunistas, peroresultan mucho más excepcionales y, más sutiltodavía, allí son insignificantes. El ventilador es alcomunismo lo que el epíteto es a Homero: Homero noes el único escritor del mundo que utiliza epítetos.Pero a través de su pluma es cuando los epítetosadquieren todo su sentido. En 1985, en su películaPapá está en viaje de negocios, Kusturica rodó unaescena de interrogatorio comunista en la queintervenían tres personajes: el interrogador, elinterrogado y un ventilador. Durante la interminablesesión de preguntasrespuestas, la pivotante cabezadel invento se detiene, con un ritmo inexorable, oraante el interrogador, ora ante el interrogado: se plantaante cada personaje antes de barrer el plano una yotra vez. Ese absurdo y horripilante movimientoconsigue que el malestar de la escena alcance sucénit. Durante todo el interrogatorio, nada se mueve, nilos dos hombres ni la cámara: sólo asistimos a laoscilación del ventilador. Sin su presencia, la escena

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nunca transmitiría semejante grado de crispación.Interpreta el papel de coro antiguo pero en mucho másinsoportable, ya que no emite ningún juicio, no piensanada, se limita a estar ahí para dar mayor resonanciaa las cosas y a ejecutar, con infalible exactitud, sutrabajo de

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ventilador: eficaz y sin opinión, el coro con el quesueñan todos los regímenes totalitarios. Dudo que nisiquiera el aval de un famoso cineasta yugoslavopueda bastar para convencer de la pertinencia de misreflexiones sobre los ventiladores. No importa. ¿Acasotodavía hay mentes lo bastante ingenuas para pensarque las teorías sirven para ser creídas? Las teoríassirven para irritar a los filisteos, para seducir a losestetas y para que los demás se rían. Lo propio de lasverdades desconcertantes es que rehúyen cualquieranálisis. Vialatte escribió esta maravillosa frase: «Elmes de julio es un mes muy sensual.» ¿Acaso se hadicho alguna vez algo tan cierto y tan desconcertantesobre el mes de julio? Actualmente ya no vivo enPekín ni tengo caballo. He sustituido Pekín por elpapel y el caballo por la tinta. Mi heroísmo se ha vueltosubterráneo. Siempre fui consciente de que la edadadulta no contaba: a partir de la pubertad, la existenciasólo es un epílogo. En Pekín, mi vida tenía unaimportancia capital. La humanidad me necesitaba. Dehecho, era explorador y estábamos en guerra. Nuestroejército había hallado una nueva forma de agresióncontra el enemigo. Todas las mañanas, lasautoridades chinas acudían a entregar yoguresnaturales a los habitantes del gueto. Depositaban antela puerta de cada apartamento una pequeña caja de

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yogures individuales, envasados en recipientes devidrio tapados con un insignificante papel. El blanco ylácteo producto estaba coronado por una capa decuajo amarillento. Al alba, un comando de soldadosvarones acudía ante las puertas de los apartamentos

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germano-orientales, levantaba las tapas, engullía lacapa de cuajo y la sustituían por una dosis equivalentede un líquido de idéntico color abastecido por suorganismo. Luego volvían a poner las tapas, semarchaban con la música a otra parte y si te he visto,no me acuerdo. Nunca supimos si nuestras víctimastomaban sus yogures. Todo induce a pensar que sí, yaque no hubo ninguna queja. Aquellos productoslácteos chinos eran tan ácidos que algunos saboresextraños podían pasar perfectamente desapercibidos.La ignominia de la maniobra nos hacía eructar deéxtasis. Nos repetíamos cuán inmundos éramos. Eragrandioso. Los niños de Alemania del Este erancontundentes, valientes y fuertes. También disfrutabanmoliéndonos a palos. Pero aquel tipo de hostilidadesnos parecía ridículo comparado con nuestroscrímenes. Nosotros éramos unos cabrones de muchocuidado. La suma de músculos de nuestro ejército eraridicula comparada con la del ejército enemigo,aunque ellos eran menos, pero nosotros éramosmucho peores. Cuando uno de nosotros caía enmanos de los alemanes orientales, era puesto enlibertad una hora más tarde, cubierto de chichones ymoratones. Cuando se producía el proceso inverso, encambio, el enemigo se enteraba de lo que valía unpeine. En primer lugar, nuestros tratamientos nos

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tomaban mucho más tiempo. El pequeño alemán teníaderecho a, por lo menos, toda una tarde de diversión.A veces incluso a mucho más. Empezábamosentregándonos, en presencia de la víctima, a una orgíaintelectual respecto a su suerte. Hablábamos

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en francés y el teutón no se enteraba de nada: esosólo contribuía a aumentar su aprensión. Tanto máspor cuanto nuestras sugerencias eran proferidas contanto júbilo y cruel exaltación que nuestros rostros ynuestras voces constituían excelentes subtítulos. Lalítotes estaba por debajo de nuestra dignidad: —Lecortaremos el... y los... servía de clásico exordio anuestra acumulación verbal. (No había ninguna chicaentre los alemanes del Este. Es un misterio que nuncalogré dilucidar. Quizás los padres las dejaban en supaís, en manos de algún entrenador de natación o delanzamiento de peso.) —Con el cuchillo de cocina delseñor Chang. —No: con la navaja del señor Ziegler. —Y haremos que se los coma —zanjaba un pragmáticoal que le parecían secundarios los complementoscircunstanciales. —Con su... y su... como aliño. —Muylentamente —retomaba un amante de los adverbios.—Sí: deberá masticarlos bien —decía un espírituglosador. —Y luego haremos que los vomite —profería un blasfemo. —¡Eso no! ¡Le gustaríademasiado! Tiene que mantenerlo en el estómago —clamaba otro que tenía sentido de lo sagrado. —Incluso le taparemos el..., para que no salga nuncamás —prometía un colega con visión de futuro. —Sí —dijo un discípulo de San Mateo. — No funcionará —comentó un filisteo al que nadie escuchaba. —Con el

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cemento de las obras. Y también le taparemos la boca,para que no pueda pedir ayuda. —¡Se lo taparemostodo! —exultó un místico. —El cemento chino es unamierda —observó un experto. —Mejor. ¡Así estarátapado con mierda! —retomó el místico en trance. —Pero

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eso le matará —balbuceó un cobarde con complejo deConvención de Ginebra. —No —dijo el discípulo deSan Mateo. —Se lo impediremos. Sería demasiadofácil. — ¡Tiene que sufrir hasta el final! —¿Qué final?—inquirió la Convención de Ginebra. —Pues el final.Cuando dejemos que se vaya llorando a que sumamita le consuele. —¡La cara que pondrá la madrecuando vea cómo hemos arreglado a su asquerosoniño! —¡Así aprenderá a no tener niños alemanes! —Los únicos alemanes buenos son los alemanestapados con cemento chino. Aquel aforismo, lobastante críptico para provocar el entusiasmo, hizogritar a la asamblea. —De acuerdo. Pero, antes deeso, también tendremos que arrancarle el pelo, lascejas y las pestañas. —¡Y las uñas! —¡Se loarrancaremos todo! —clamó el místico. —Ymezclaremos lo que quede con cemento antes detaparlo, para que todo sea más sólido. —Comorecuerdo. Aquellos ejercicios de estilo tenían su ladopatético, ya que enseguida tropezábamos con loslímites del lenguaje, y más teniendo en cuenta quecapturábamos una víctima cada dos por tres: erannecesarios tesoros de imaginación para renovar laspromesas sin convertirlas en insípidas. El cuerpo eramenos vasto que el vocabulario, explorábamos esteúltimo con un ensañamiento del que los lexicógrafos

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deberían tomar ejemplo: —Eh, también se llamantestículos. —O gónadas. —¡Gónadas! —Haremoszumo de gónadas. Y era la que menos hablabadurante o aquellos torneos en los que las frasessaltaban del uno al otro como si de una pelota setratara. Y escuchaba, o subyugada ante tantaelocuencia y semejante audacia en

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el Mal. Me parecía que los oradores estaban haciendomalabarismos con un virtuosismo que duraría hastaque la pelota se le cayera a un torpe. Por eso preferíamantenerme fuera de juego y observar las múltiplescirculaciones de la palabra. Y sólo conseguía hablar ocuando estaba sola, cuando podía jugar a ser otariacon mi frase, manteniéndola sobre la punta de la nariz,como si de una pelota roja se tratara. Cuando nuestroejército pasaba finalmente de la teoría a la práctica, elpobre alemán había tenido tiempo de mojar lospantalones. Había tenido la oportunidad de escuchartodas las carcajadas amenazadoras y losametrallamientos verbales. A menudo, lloraba demiedo cuando los verdugos se le acercaban, paranuestra inmensa alegría: —¡Gallina! —¡Gónadablandengue! Por desgracia, tragedia de lenguajeobliga, la realidad no estaba a la altura de laspalabras. E infligíamos suplicios muy pocodiversificados. En general, la cosa se limitaba a unainmersión en el arma secreta. El arma secreta estabacompuesta, entre otras muchas cosas, por nuestrosorines, salvo aquellos que reservábamos para losyogures alemanes. Poníamos un celo ejemplar en noabandonar aquel preciado líquido en otra parte que nofuera la gran tina común. Esta última estaba instaladaen la cima de la escalera de emergencia del edificio

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más alto del gueto, custodiada por los más salvajes denosotros. (Durante mucho tiempo, los adultos u otrosespectadores se preguntaron por qué veían tan amenudo a niños corriendo sin aliento hacia aquellaescalera de incendios.) A

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aquellos orines cada vez menos frescos se le sumabauna generosa proporción de tinta china, tintadoblemente china. Una fórmula química bastantesimple, en definitiva, que daba lugar a un elixirverdusco de amoníaca fragancia. El alemán erasujetado por los brazos y las piernas y sumergidohasta el fondo de la tina. Luego, nos deshacíamos delarma secreta, hay que considerar que la víctima habíacorrompido su monstruosa pureza. Y volvíamos aalmacenar nuestros orines hasta la llegada delsiguiente prisionero. Si en aquella época hubiera leídoa Wittgenstein, me habría parecido del todo fuera delugar. ¡Siete abstrusas propuestas para explicar elmundo, cuando con una sola, y tan sencilla, habríadado cuenta del sistema entero! Y ni siquiera habíatenido que reflexionar para dar con ella. Y ni siquierahabía tenido que formularla para vivirla. Era unacerteza adquirida. Cada mañana, nacía conmigo: «Eluniverso existe porque yo existo.» Mis padres, elcomunismo, los vestidos de algodón, los cuentos deLas mil y una noches, los yogures naturales, el cuerpodiplomático, los enemigos, el olor de la cocción de losladrillos, el ángulo recto, los patines de hielo, Chu EnLai, la ortografía y el bulevar de la Fealdad Habitable:ninguna de esas enumeraciones resultaba superflua,ya que todas aquellas cosas existían en función de mi

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existencia. El mundo entero desembocaba en mí.China pecaba de exceso de modestia. ¿Imperio delMedio? Bastaba escuchar aquel enunciado para darsecuenta de sus limitaciones. China sería el Medio delplaneta siempre y

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cuando se quedara quietecita en su sitio. Y en cambio,o, podía ir a donde quisiera: el centro de gravedad delmundo me seguía los pasos. La nobleza tambiénconsiste en admitir lo obvio. No había que escondersede que el mundo se hubiera estado preparando parami existencia desde hace miles de millones de años.La cuestión del después de mí no me preocupaba. Sinduda, serían necesarios algunos miles de millones deaños suplementarios para que los últimos exégetasterminaran de glosar mi caso. Pero, comparado con lavertiginosa inmediatez de mis días, aquel aspecto delproblema carecía de importancia. Dejaba esasespeculaciones a mis glosadores y a los glosadores demis glosadores. Así las cosas, Wittgenstein no venía acuento. Había cometido un grave error: había escrito.Mejor abdicar enseguida. Hasta que los emperadoreschinos empezaron a escribir, China estuvo en elapogeo de su apogeo. La decadencia comenzó con elprimer texto imperial. Y no escribía. o Cuando tienesventiladores gigantes a los que impresionar, cuandotienes un caballo al que emborrachar a base degalope, cuando tienes un ejército al que iluminar2,cuando tienes un rango que mantener y un enemigo alque humillar, levantas la cabeza y no escribes. Y sinembargo, fue allí, en el corazón de la Ciudad de los ,Ventiladores, donde comenzó mi decadencia.

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Comenzó en el momento en el que comprendí que yono era el centro del mundo. Comenzó en el momentoen el que me vi deslumbrada al descubrir quién era elcentro del mundo.

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En verano, siempre iba descalza. Los exploradoresconcienzudos no deberían llevar zapatos. Así pues,mis pasos en el gueto resultaban tan silenciosos comolos movimientos del tai chi chuan, disciplina prohibidaen aquella época y que algunos obstinadospracticaban a escondidas, con un silencio aterrorizado.Furtiva y solemne, iba en busca del enemigo. San LiTun era un lugar tan feo que era necesaria unaepopeya ininterrumpida para ser capaz de sobrevivir.Y sobrevivía o a las mil maravillas. La epopeya era yo.Un coche desconocido se detuvo delante del edificiocontiguo. Unos vecinos nuevos: otros extranjeros a losque encerrar en el gueto para que no contaminaran alos chinos. El coche contenía enormes maletas ycuatro personas, entre las cuales figuraba el centro delmundo. El centro del mundo vivía a cuarenta metrosde mi casa. El centro del mundo tenía nacionalidaditaliana y se llamaba Elena. Elena se convirtió en elcentro del mundo en el momento en que sus pies seposaron sobre el hormigonado suelo de San Li Tun.Su padre era un italiano bajito y agitado. Su madre erauna india alta del Surinam, de mirada casi taninquietante como Sendero Luminoso. Elena tenía seisaños. Era hermosa como un ángel que estuvieraposando para una fotografía artística. Tenía los ojososcuros, inmensos y fijos, la piel del color de la arena

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mojada. Sus cabellos, de un negro de baquelita,brillaban como si los hubiera lustrado uno por uno yparecían descender incesantemente por su espalda ysus nalgas. Su encantadora nariz habría provocado unataque de

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amnesia al mismísimo Pascal. Sus mejillas dibujabanun óvalo celeste, pero bastaba fijarse en la perfecciónde su boca para comprender hasta qué punto eramalvada. Su cuerpo resumía la armonía universal,denso y delicado, liso de infancia, de contornosanormalmente límpidos, como si buscase recortarsemejor que los demás sobre la pantalla del mundo.Describir a Elena reduciría el Cantar de los cantares ala categoría de inventario de carnicería. Con una solamirada, uno percibía que amar a Elena sería alsufrimiento lo que Grévisse es a la gramática francesa:un clásico abucheado e indispensable. Aquel díallevaba un vestido de película en bordado inglésblanco. Y me habría o muerto de vergüenza si hubieratenido que ponerme semejante atuendo. Pero Elenano pertenecía a nuestro sistema de valores y suvestido la convertía en un ángel en pleno proceso defloración. Salió del coche y no me vio. Poco más omenos, aquélla fue la política que seguiría durantetodo el año que íbamos a pasar juntas. Siguiendo elejemplo de los engaños en las que se ha inspirado,China tiene sus leyes de género. Pequeña lección degramática. Es correcto decir: «Aprendí a leer enBulgaria», o: «Coincidí con Eulalie en Brasil.» Perosería erróneo decir: «Aprendí a leer en China», o:«Coincidí con Eulalie en China.» Hay que decir: «Fue

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en China donde aprendí a leer», o: «Fue en Pekíndonde coincidí con Eulalie.» Nada resulta menosinocente que la sintaxis. En este caso, es obvio que elgalicismo no puede introducir nada anodino. Así, no sepuede decir: «Fue en 1974 cuando me soné losmocos», o: «Fue en Pekín donde me

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até los cordones de los zapatos.» Por lo menos, hayque añadir: «por primera vez», de otro modo, elenunciado cojea. Consecuencia sorprendente: si losrelatos chinos contienen acciones tan extraordinarias,es, sobre todo, por razones gramaticales. Y cuando lasintaxis roza la mitología, el especialista en estilísticase pone muy contento. Y cuando uno ha satisfecho lasexigencias del especialista en estilística, puedearriesgarse a escribir lo siguiente: «Fue en Chinadonde descubrí la libertad.» Exégesis de estaescandalosa frase: «Fue en la espantosa China de laBanda de los Cuatro donde descubrí la libertad.»Exégesis de esta absurda frase: «Fue en elpenitenciario gueto de San Li Tun donde descubrí lalibertad.» La única justificación a tan impactanteaserción es que es verdad. En aquella China depesadilla, los extranjeros adultos estabanconsternados. Lo que veían les escandalizaba, lo queno veían les escandalizaba todavía más. Sus hijos, encambio, lo pasaban en grande. Los sufrimientos delpueblo chino no les preocupaban. Y permanecerencerrados en el gueto de hormigón junto a uncentenar de niños les parecía idílico. Para mí, todavíamás que para los demás, fue el descubrimiento de lalibertad. Acababa de pasar unos años en Japón. Fui ala guardería en el sistema nipón: eso es tanto como

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decir en el ejército. En casa, las gobernantas mecuidaban con gran dedicación. En San Li Tun nadievigilaba a los niños. Éramos tantos y el espacio tanexiguo que no parecía necesario. Y siguiendo una ,suerte de ley no escrita, desde su llegada a Pekín los

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padres dejaban en paz a su prole. Salían todas lasnoches juntos para no caer en la depresión y nosdejaban solos. Con la típica ingenuidad propia de suedad, creían que estábamos agotados y que a lasnueve ya estaríamos en la cama. Cada noche,delegábamos en un responsable la misión de vigilar alos adultos y avisarnos de su regreso. Se producíaentonces una desbandada general. Los niños corríanpara regresar a sus respectivas celdas, saltaban sobresus camas vestidos y fingían estar durmiendo. Porquela guerra nunca era tan hermosa como por la noche.Los aullidos de miedo del enemigo resonaban mejoren la oscuridad, las emboscadas adquirían un halo demisterio y mi papel de explorador alcanzaba las cotasmás profundas de su luminoso significado: sobre micaballo a paso de ambladura, me sentía como unaantorcha viva. No era Prometeo, era el fuego, meescurría yo misma, y, en el súmmum de la exaltación,observaba el furtivo recorrido de mi resplandor sobrelas inmensas tinieblas de los muros chinos. La guerraera el más noble de los juegos. La palabra sonabacomo el cofre de un tesoro: lo forzábamos para abrirloy el resplandor de las joyas nos salpicaba la cara:doblones, perlas y gemas, pero sobre todoenloquecida violencia, suntuosos riesgos, pillaje,incesante terror y, por último, diamante de diamantes,

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la licencia, la libertad que nos silbaba en los oídosconvirtiéndonos en titanes. ¡Qué maravilla no podersalir del gueto! La libertad no se cuantificaba enmetros cuadrados disponibles. La libertad consistía enestar por fin a merced de nosotros mismos. El regalomás hermoso

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que los adultos pueden hacer a sus hijos es olvidarsede ellos. Olvidados de las autoridades chinas y de lasautoridades paternas, los niños de San Li Tun eran losúnicos individuos de toda China popular. Estaban enposesión de la ebriedad, el heroismo y la maldadsagrada. Jugar a otra cosa que no fuera la guerrahabría sido ir a menos. Eso es lo que nunca quisoentender Elena. Elena no quería entender nada.Desde el primer día, se comportó como si ya lohubiera entendido todo. Y resultaba muy convincente.Tenía sus opiniones y nunca intentaba demostrarlas.Hablaba poco, con una altiva y desenvuelta seguridad.—No me apetece jugar a la guerra. No es interesante.Me alivió haber sido la única que oyó semejanteblasfemia. Correría un tupido velo sobre el asunto.Bajo ningún concepto los aliados debían pensar malde mi bienamada. —La guerra es magnífica —rectifiqué. Parecía no comprender. Tenía un don paradar la impresión de no estar escuchando. Siempreparecía no necesitar de nadie ni de nada. Vivía comosi de sobras le bastara con ser la más hermosa y tenerel pelo tan largo. Y nunca había tenido un amigo o unaamiga. Ni siquiera o se me había pasado por la cabezaaquella posibilidad. ¿De qué me habrían servido?Estaba encantada con mi propia compañía.Necesitaba padres, enemigos y compañeros de

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armas. En menor medida, necesitaba esclavos ypúblico: cuestión de estatus. Los que no pertenecían aninguna de aquellas cinco categorías podíantranquilamente no existir. Incluidos los eventualesamigos. Mis padres tenían amigos. Eran personas conlas que se

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juntaban para beber alcoholes de todos los colores.¡Como si no pudieran beberlos sin ellos! Aparte deeso, los amigos servían para hablar y escuchar. Lescontabas historias desprovistas de significado, ellosreían a carcajadas y te contaban las suyas. Y comían.A veces, los amigos bailaban. Era un espectáculo queproducía consternación. Resumiendo: los amigos eranun especie de personas con las que uno se juntabapara entregarse, en su compañía, a comportamientosabsurdos, incluso grotescos, o para librarse aactividades normales para las que no eran necesarios.Tener amigos era un síntoma de degeneración. Mihermano y mi hermana tenían amigos. En su caso,resultaba excusable, ya que también eran sus amigosde armas. La amistad nacía de la fraternidad en elcombate. No había motivos para avergonzarse de ello.Y o, en cambio, era el explorador. Guerreaba sola.Tener amigos no estaba hecho para mí. En cuanto alamor, todavía iba menos conmigo. Era unaextravagancia relacionada con la geografía: loscuentos de Las mil y una noches se referían afrecuentes arrebatos en países de Oriente Medio. Yestaba demasiado al Este. o Contrariamente a lo quese pueda pensar, mi actitud respecto a los demásestaba desprovista de toda vanidad. Se limitaba a serlógica. El universo desembocaba en mí: no era culpa

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mía, yo no lo había decidido así. Era un hecho con elque tenía que vivir. ¿Para qué iba a cargar conamigos? No tenían ningún papel que interpretar en miexistencia. Y era el centro del mundo: no podíansituarme o todavía más al centro. La única relaciónque contaba era la

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que uno mantenía con su caballo. Mi encuentro conElena no constituyó una transmisión de poderes —yono tenía ninguno y no me preocupaba— sino undesplazamiento intelectual: de entonces en adelante,el centro del mundo iba a situarse fuera de mí. Y yohacía todo lo que estaba en mi mano paraaproximarme a él. Descubría que no era suficienteestar cerca de ella. También tenía que hacerme valerante ella. No era el caso. Y no le interesaba lo másmínimo. A decir verdad, nada o parecía interesarle. Nose fijaba en nada y no decía nada. Parecía satisfechade permanecer encerrada en sí misma. No obstante,se notaba que se sentía observada y que aquello legustaba. Necesité tiempo para darme cuenta de que aElena sólo le importaba una cosa: ser mirada. Así, sinsaberlo, la hice feliz: la devoraba con la mirada. Meresultaba imposible dejar de mirarla. Nunca había vistonada tan hermoso. Era la primera vez en mi vida quela belleza de alguien me impactaba. Había conocido amuchas personas guapas, pero no habían retenido miatención. Por razones que todavía hoy se me escapan,la belleza de Elena me obsesionaba. La amé desde elprimer segundo. ¿Cómo explicarlo? Nunca habíapensado en amar nada. Nunca había imaginado que labelleza de alguien pudiera suscitar en mí sentimientoalguno. Y no , obstante, todo se había activado en el

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mismo instante en el que la vi por primera vez, conuna inexorable autoridad: era la más hermosa, luego laamaba, luego se convertía en el centro del mundo.Pero el misterio no acaba aquí. Comprendí que nopodía limitarme a amarla: era necesario

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que ella también me amara. ¿Por qué? Porque sí. Selo comuniqué con toda sencillez. Me resultaba naturaltener que informarla: —Tienes que amarme. Se dignómirarme, pero se trataba de una mirada que habríapodido ahorrarme. Emitió una pequeña risadespectiva. Estaba claro que acababa de decir unatontería. Así pues, era necesario explicarle por qué nose trataba de ninguna tontería: —Tienes que amarmeporque yo te amo. ¿Lo entiendes? Me parecía que conaquel añadido de datos todo volvería a su ordennatural. Pero entonces Elena se puso a reír con másfuerza si cabe. Experimenté una herida confusa. —¿Por qué te ríes? Con voz sobria, altiva y divertida,respondió: —Porque eres tonta. Así fue recibida miprimera declaración de amor. Lo descubrí todo almismo tiempo: deslumbramiento, amor, altruismo yhumillación. Aquella tetralogía me fue representada eneste orden desde el primer día. Llegué a la conclusiónde que debían de existir lazos lógicos entre estoscuatro accidentes. Habría sido mejor evitar el primero,pero era demasiado tarde. Sea como fuere, tampocoestaba muy segura de haber podido elegir. Y aquellasituación me parecía de lo más lamentable, ya quetambién me permitía descubrir el dolor. Este último mepareció extraordinariamente desagradable. Sinembargo, no conseguía arrepentirme de amar a Elena,

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ni lamentaba que existiera. No se podía lamentar queexistiera algo semejante. Y si ella existía, amarlaresultaba inevitable. Desde el primer segundo en quela amé —es decir, desde el primer segundo—, penséque era necesario hacer algo.

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Aquel leitmotiv se impuso por su propio peso y no meabandonó hasta el final de aquel amor. «Tengo quehacer algo. »Porque amo a Elena, porque es la máshermosa, porque existe en el mundo una persona tanvenerable, porque la he conocido, porque —aunqueella lo ignore— es mi enamorada, tengo que haceralgo. »Algo grande, soberbio, algo digno de ella y demi amor. »Matar a un alemán, por ejemplo. Pero nome dejarán hacerlo. A las víctimas, siempre acabamossoltándolas con vida. Otra cosa de los adultos y de laConvención de Ginebra. Esta guerra es una estafa.»No. Algo que pueda hacer yo sola. Algo queimpresione a Elena.» Experimenté un arranque dedesesperación, y eso, de repente, tuvo comoconsecuencia que no me sintiera las piernas. Caísentada sobre el hormigón. La convicción de miimpotencia hacía que fuera incapaz de esbozar el másmínimo movimiento. Deseaba no volver a movermenunca más. Deseaba hartarme de esperar. Mequedaría allí, sentada sobre el hormigón, sin hacernada, sin beber, sin comer, hasta mi muerte. Moriríarápidamente y mi bienamada se sentiría muyimpresionada. No, eso no funcionaría. Me llevarían ala fuerza y me harían beber y comer con un embudo.Los adultos me ridiculizarían. Así que mejor actuar alrevés. Ya que no tenía derecho a permanecer inmóvil,

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me movería. Se iban a enterar. Tuve que hacer unprodigioso esfuerzo para mover aquel cuerpo que elsufrimiento había convertido en mineral. Corrí a losestablos y, de un salto, monté mi caballo. Loscentinelas me dejaron salir sin problema. (La ligerezade la guardia china nunca dejaba

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de sorprenderme. Me chocó un poco que no lespareciera sospechosa. En los tres años que viví enSan Li Tun, nunca me registraron. Algo olía a podridoen el sistema.) Al llegar al bulevar de la FealdadHabitable, lancé mi caballo al galope más asombrosode la historia de la velocidad. Nada podía detenerlo.No sabría decir cuál de los dos, corcel o jinete, sesentía más ebrio. Nos habíamos embalado juntos. Micerebro no tardó en superar la velocidad del sonido.Una ventanilla de la carlinga voló en mil pedazos y, enun segundo, el interior de mi cabeza se vio aspiradopor el exterior. Un estridente vacío me llenó el cráneoy perdí sufrimiento y pensamiento al mismo tiempo. Micaballo y yo no éramos más que un bólido desbocadopor la Ciudad de los Ventiladores. En aquella época,apenas había coches en Pekín. Se podía galopar sindetenerse en los cruces, sin mirar, sin tomarprecaución alguna. Mi alucinada carrera duró cuatrohoras. Cuando regresé al gueto, era todo aturdimiento.«Tengo que hacer algo.» Lo había hecho: durantehoras, me había fundido con la velocidad por toda laciudad. Por supuesto, Elena ni siquiera se habíaenterado. En cierto modo, eso todavía resultaba máshermoso. La grandeza de aquella desinteresadacarrera me llenaba de orgullo. Pero no comunicarle miorgullo a Elena habría sido un despilfarro. A la mañana

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siguiente, me acerqué a ella con un rostro imbuido deesoterismo. Ella fingió no verme. No me preocupaba.Ya me vería. Me senté a su lado sobre la pared y, entono relajado, le dije: —Tengo un caballo. Me miró conuna expresión incrédula. Y no cabía en mí de o

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gozo. —¿Un caballo de peluche? —Un caballo sobreel que galopo a todas partes. —¿Un caballo, aquí, enSan Li Tun? ¿Y dónde está? Su curiosidad meencantó. Corrí a los establos y regresé al lomo de mimontura. Con una sola mirada, mi bienamada se hizocargo de la situación. Se encogió de hombros y, conuna indiferencia absoluta, sin siquiera concederme lalimosna de una broma, dijo: —Eso no es un caballo, esuna bici. —Es un caballo —dije sin perder la calma. Miserena convicción no sirvió de nada. Elena ya no meescuchaba. En Pekín, tener una hermosa bicicleta eratan normal como tener piernas. La mía había adquiridouna dimensión tan mitológica en mi vida que habíaalcanzado un estatus ecuestre. Para mí, aquellaverdad era algo tan establecido que no me había sidonecesaria ninguna fe para enseñar el animal. Nisiquiera se me había ocurrido que Elena pudiera vernada que no fuese un caballo. Es algo que, todavíahoy, me sigue pareciendo abstruso. No vivía ningunafantasmagoría pueril, no me había forjado una fantasíade sustitución. Aquella bicicleta era un caballo, eso estodo. No recordaba ningún momento en el que lohubiera decidido. Aquel caballo siempre había sido uncaballo. No podía ser de otro modo. Aquel animal decarne y de sangre formaba parte de la realidadobjetiva tanto como los ventiladores gigantes, cuyos

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rostros miraba de arriba abajo durante mis paseos. Ycon toda la sinceridad del mundo, estaba , convencidade que el centro del mundo lo vería igual que yo. Sólollevaba dos días y aquel amor ponía en peligro miuniverso mental. En comparación, la revolución

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copernicana era una broma. Saldría adelante a basede obstinación. Mi decisión quedó resumida en unafrase: «Elena es ciega.» La única manera de dejar desufrir consiste en mantener la cabeza vacía. La únicamanera de vaciarse la cabeza hasta el fondo consisteen ir lo más deprisa posible, lanzar tu caballo algalope, encararte contra el viento, no ser otra cosaque la prolongación de tu corcel, el cuerno delunicornio, con la única misión de atravesar el aire,hasta la lucha final en la que el éter vencerá, en la queel jinete y su montura, perdidos en su propiodesbocamiento, se verán desintegrados y absorbidospor lo invisible, aspirados y pulverizados por losVentiladores. Elena es ciega. Este caballo es uncaballo. Desde el momento en que existe liberaciónpor la velocidad y el viento, existe caballo. No llamocaballo a lo que tiene cuatro patas y produce cagajón,sino a lo que maldice el suelo y me aleja de él, a loque me levanta y me obliga a no caer, a lo que mepisotearía hasta la muerte si cediera a la tentación delfango, a lo que me hace bailar el corazón y relinchar elestómago, a lo que me transporta a una velocidad tanfrenética que tengo que cerrar los párpados confuerza, ya que la luz más pura nunca deslumhrarátanto como la bofetada del aire. Llamo caballo a eseirrepetible lugar en el que es posible perder todo

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anclaje, todo pensamiento, toda consciencia, toda ideade mañana, para convertirse sólo en un impulso, paraser únicamente algo que se despliega. Llamo caballo aesa entrada en el infinito y llamo cabalgada desbocadaal momento en el que me

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encuentro con las multitudes de mongoles, de tártaros,de sarracenos, de pieles rojas u otros hermanos degalope nacidos para ser jinetes, es decir: para ser.Llamo cabalgada al espíritu que se precipita con lafuerza de sus cuatro herraduras, y sé que mi bicicletatiene cuatro herraduras y que se precipita y que es uncaballo. Llamo jinete a aquel cuyo caballo le hasalvado del hundimiento, a aquel cuyo caballo le hadado la libertad que le zumba en los oídos. Ésa es larazón por la cual nunca un caballo ha merecido tantoel nombre de caballo como el mío. Si Elena no fueraciega, se daría cuenta de que esa bici es un caballo yme amaría. Sólo era el segundo día y ya se me habíacaído la cara de vergüenza dos veces. Para loschinos, que se te caiga la cara de vergüenzaconstituye una de las cosas más graves que te puedenocurrir. Y no era china pero pensaba lo o mismo.Aquella doble humillación me descalificabaprofundamente. Necesitaría de una hazaña para lavarmi honor. Elena no me amaría por menos. Esperé laocasión con rabia. Temía la llegada del tercer día.Cada vez que torturábamos a un pequeño alemán, elbando adversario le daba una tunda a uno de losnuestros a modo de represalia. De donde resultabanvenganza, etc. De expedición de castigo enexpedición, las fuerzas presentes pudieron legitimar

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todos sus crímenes. Es lo que llamamos guerra.Solemos burlarnos de los niños que justifican susdesmanes con la siguiente queja: «¡Ha empezado él!»Sin embargo, ningún conflicto adulto encuentra sugénesis en otra parte. En San Li Tun, quienes

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empezaron fueron los aliados. Pero uno de los viciosde la historia consiste en que cada uno sitúa elcomienzo de las cosas a su antojo. Los alemanes delEste nunca dejaban de señalar como comienzo el díade nuestro primer ataque en el seno del gueto. Anosotros, aquellas limitaciones geográficas nosparecían mezquinas. La guerra no había empezado enPekín en 1972. Su origen era europeo y se remontabaa 1939. Algunos intelectuales de vía estrechaseñalaron que se había producido el armisticio en1945. Les acusamos de ingenuos. En 1945 ocurrióexactamente lo mismo que en 1918: los soldados sehabían tomado un descanso para respirar. Noshabíamos tomado un respiro y el enemigo no habíacambiado. Lo cual demostraba que algunas cosascontinuaban siendo como siempre. Uno de losepisodios más terribles de la guerra fue la batalla delhospital y sus secuelas. Entre los secretos militaresque cada aliado tenía que mantener, estaba elhospital. Habíamos dejado la famosa caja demudanzas en su sitio inicial. Desde el exterior, nuestrainstalación resultaba invisible. La regla decía quehabía que entrar en el hospital de la manera mássubrepticia posible, y siempre de uno en uno. Esto noplanteaba ningún problema: el contenedor se extendíaa lo largo de un muro contiguo a la fábrica de ladrillos.

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Deslizarse por él sin ser visto era —nunca mejor dicho— un juego de niños. Por si eso fuera poco, no habíaespías más mediocres que los alemanes. No habíanlocalizado ninguna de nuestras bases. Con ellos, laguerra resultaba demasiado fácil. De no ser por unchivato, no teníamos nada que temer. Y era

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imposible que hubiera un traidor entre nosotros.Aunque en nuestro bando se incluían algunoscobardes, no contábamos con ningún felón. Caer enmanos del enemigo suponía ser vapuleado: era un malmomento por el que había que pasar pero que todosestábamos dispuestos a soportar. Nos parecía queaquel tipo de malos tratos no constituía una tortura.Nunca se nos habría ocurrido que uno de los nuestrospudiera traicionar un secreto militar para librarse detan insignificante castigo. Y sin embargo, , eso fue loque ocurrió. Elena tenía un hermano de diez años. Asícomo ella impresionaba por su belleza y su altura,Claudio era la viva encarnación de lo ridículo. No esque fuera feo o contrahecho, pero emanaba del menorde sus gestos un amaneramiento abúlico, unainsignificancia y una falta de convicción que irritabandesde el primer momento. Además, siguiendo elejemplo de su hermana, siempre iba vestido de puntaen blanco, su raya al lado no se desviaba jamás, supelo peinado con un excesivo esmero brillaba delimpieza y su ropa planchada parecía salida de uncatálogo para hijos de apparatchiks. Todos loodiábamos por estas excelentes razones. Sinembargo, no podíamos negarle el ingreso a filas. AElena, la guerra le parecía ridicula y nos contemplabadesde su particular atalaya. Claudio, en cambio, vio en

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la guerra una forma de integración social y seprostituyó para ser admitido entre nosotros. Lo fue. Nopodíamos arriesgarnos a desavenencias con nuestrosnumerosos soldados italianos —entre los cuales lapreciosa Jihan— no aceptando a uno de suscompatriotas. Aquello resultaba todavía más

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irritante, ya que ellos mismos odiaban al nuevo, perosu susceptibilidad rebosaba de paradojasdesconcertantes. No era grave. Claudio sería un malsoldado, eso es todo. No sólo de héroes puede vivir elejército. Dos semanas después de la ceremonia denombramiento e ingreso, en el transcurso de unaltercado, el hermano de Elena fue capturado por losalemanes. Nunca habíamos visto a nadie defendersetan mal y correr tan lentamente. En el fondo, nosalegramos. Sólo pensar en los golpes que iba a recibirnos llenaba de satisfacción. Nos hacía experimentaruna auténtica simpatía hacia el enemigo, más aúnteniendo en cuenta que el pequeño italiano eradelicado como nadie y que su madre le mimaba hastael paroxismo. Claudio regresó cojeando. No traíaningún rastro de chichones u otros rasguños. Entrelloriqueos, nos contó que los alemanes le habíantorcido el pie 360 grados. Aquellos nuevos métodos nodejaron de sorprendernos. A la mañana siguiente, unaofensiva teutona redujo el hospital a un montón deserrín de madera y el hermano de Elena se olvidó decojear. Habíamos comprendido. Claudio hablaba malel inglés, pero lo suficiente para traicionarnos. (Elinglés era nuestro idioma de comunicación con elenemigo. Como, en general, nuestros intercambios selimitaban a golpes o torturas, nunca teníamos que

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emplear este idioma. Todos los aliados hablabanfrancés: aquel fenómeno me parecía de lo másnormal.) Los soldados italianos fueron los primeros enexigir un castigo para el chivato. Estábamos en plenoconsejo de guerra cuando Claudio confesó la magnitudde

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su cobardía: su madre en persona acudió paracomunicar la orden de perdonar al pobre pequeño. «¡Ysi le tocáis un solo pelo a mi hijo, os pegaré la palizade vuestra vida!», nos dijo con una mirada espantosa.El acusado fue indultado pero se convirtió en lapersonificación simbólica de la bajeza. Lodespreciamos hasta límites extraordinarios. Cualquierexcusa era buena para estrechar lazos con Elena. Sinduda debieron de llegarle noticias del asunto a travésde su hermano y de su madre. Le conté nuestraversión. Su expresión altiva no consiguió disimularcierto dolor. La comprendía: si André o Juliettehubieran sido culpables de semejante felonía, sudeshonor me habría salpicado. Por otra parte, yo lehabía contado el asunto a Elena con esa intención.Quería ser la primera en verla vulnerable. Sinembargo, una criatura tan sublime no podía tener máspunto débil que su hermano. Se daba por supuestoque no admitiría su derrota. —De todos modos, laguerra es ridicula —dijo con su habitual desprecio. —Ridicula o no, Claudio ha llorado para hacer estaguerra con nosotros. Ella sabía que mi argumentoresultaba irrefutable. No me respondió y se encerró ensu silencio suficiente. Pero, por un momento, la habíavisto sufrir. Durante un segundo, dejó de ser unacriatura inalcanzable. Lo viví como una conmovedora

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victoria amorosa. Al alba, en mi cama, repasaba laescena. Realmente, me parecía haber alcanzado lacumbre de lo sublime. ¿Acaso existe, en el seno decualquier cultura mundial, un episodio mitológicosemejante a este: «El enamorado rechazado,

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con la esperanza de alcanzar a la inaccesiblebienamada, acude para anunciarle que su hermano esun traidor.»? Que yo supiera, semejante escena nuncaencontró su ilustración trágica. Los grandes clásicosno habrían admitido una conducta tan baja. El ladodespreciable de aquella actitud se me escapabatotalmente. Y aun cuando hubiera sido consciente deello, no creo que me hubiera molestado lo másmínimo: aquel amor me hacía olvidarme tanto de mímisma que no habría dudado ni un segundo encubrirme de oprobio. ¿Qué importaba mi valor, deentonces en adelante? No importaba, puesto que yono era nada. Mientras había sido el centro del mundo,tenía un rango que mantener. Ahora, lo que había quecuidar era el rango de Elena. Bendecía la existenciade Claudio. Sin él, ninguna brecha, ningún acceso, sino al corazón, por lo menos al honor de mi bienamada.Repasaba de nuevo la escena: yo, presentándomeante su habitual indiferencia. Ella, hermosa, solamentehermosa, no dignándose hacer nada más que serhermosa. Y luego, las vergonzosas palabras: tuhermano, amada mía, tu hermano, al que no quieres—tú no quieres a nadie, salvo a ti misma— pero es tuhermano, inherente a tu prestigio, tu hermano, divinamía, es un cobarde y un traidor de mucho cuidado.¡Aquel momento fugaz y sublime en el que había visto

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que, a causa de la noticia que acababa decomunicarte, algo, en ti, algo indefinible —y por tantoimportante— quedaba a la intemperie! ¡Gracias a mí!Mi objetivo no había sido hacerte sufrir. En realidad, elobjetivo de aquel amor seguía siendo una incógnitapara mí. Sólo que, para ser

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coherente con mi pasión, había sido necesarioprovocar en ti una emocion auténtica, no importabacuál. Aquel leve dolor en la parte más lejana de tumirada, ¡qué consagración para mí! Repasaba laescena deteniéndome en cada imagen. Un tranceamoroso se apoderaba de mí. De entonces enadelante, iba a ser alguien para Elena. Era necesariocontinuar. Todavía tenía que sufrir más. Erademasiado cobarde para provocar yo misma el daño,pero me esforzaría por encontrar todas lasinformaciones que pudieran herirla, y nunca dejaría deser la portadora de esas malas noticias. Llegué aalimentar los sueños más insensatos. La madre deElena se mataría al volante. El embajador de Italiadegradaría a su padre. Claudio se pasearía con unpantalón agujereado en las nalgas sin darse cuenta, ysería el hazmerreír del gueto. Un sinfín de catástrofesque obedecían a la siguiente regla: no alcanzardirectamente a la propia Elena sino a aquellos queeran importantes para ella. Aquellas fantasías mellenaban de gozo hasta lo más hondo de mi ser. Meplantaba ante mi bienamada, con una expresiónterriblemente grave, y le decía con voz solemne ylenta: «Elena, tu madre ha muerto», o bien: «Tuhermano ha perdido su honor.» El dolor azotaría turostro: visión que me henchía el corazón y que me

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hacía amarte todavía más. Sí, amada mía, sufres porculpa mía, no es que me guste el sufrimiento, preferiríaproporcionarte felicidad, pero he comprendido que noes posible, para que pudiera proporcionarte felicidad,antes tendrías que amarme, y no me amas, mientrasque para darte infelicidad, no hace falta que me ames,y, para

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hacerte feliz, antes tendrías que ser infeliz —y cómohacer infeliz a alguien feliz—, así pues, tengo queconseguir que seas infeliz para tener una posibilidadde, más adelante, hacerte feliz, de todos modos, loque importa es que yo sea la causante, amada mía, sipudieras sentir por mí la décima parte de lo que yosiento por ti, sería feliz de sufrir ante la idea del placerque me proporcionas sufriendo. Aquellas delicias mevolvían loca de alegría. Fue necesario encontrar unnuevo hospital. Ya no era posible instalarnos en unacaja de mudanzas. De hecho, no teníamos elección.Resultó inevitable administrar los cuidados de salud enel mismo lugar en el que preparábamos yconservábamos el arma secreta. No resultabaexcesivamente higiénico, pero China nos habíaacostumbrado a la suciedad. Así pues, las camas deRenmin Ribao fueron habilitadas en el último piso de laescalera de emergencia del edificio más elevado deSan Li Tun. La tina llena de orines presidía el centrode aquel acrobático dormitorio. Los alemanes habíansido lo bastante estúpidos para no destruir nuestrasreservas de gasa estéril, de vitamina C y de sopa desobre. Fueron almacenadas en nuestras mochilas, quecolgamos de las rampas de la escalera metálica.Como la lluvia era rarísima en Pekín, nuestrainstalación no corría demasiado peligro. Pero aquella

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base secreta se convertía en un lugar mucho másvisible. Hubiera bastado que los teutones levantasen lanariz y mirasen con atención para localizarla. Nuncafuimos lo bastante estúpidos para llevar allí a unprisionero: cuando queríamos torturar a una víctima,

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bajábamos el arma secreta. La guerra adquirióentonces una dimensión política inesperada. Unamañana, quisimos subir al campo. Estupor: la puertade acceso a la escalera de emergencia había sidocerrada con candado. Y no resultó difícil determinarque aquel candado no era alemán. Era chino. Asípues, los vigilantes del gueto habían localizadonuestra instalación. Les había disgustado hasta elextremo de tomar aquella monstruosa medida:condenar una escalera de emergencia, la únicaescalera de emergencia del mayor edificio de San LiTun; en caso de incendio, a sus habitantes sólo lesquedaría saltar por la ventana. Aquel escándalo noshizo exultar de alegría. No era para menos. ¿Acasoexiste felicidad mayor que enterarse de que tienes unnuevo enemigo? ¡Y menudo enemigo! ¡China! Vivir enese país ya nos parecía todo un honor. Batirnos contraél nos elevaba a la categoría de héroes. Un díapodríamos contarles a nuestros descendientes, con lasobria voz de la grandeza, que habíamos luchado, enPekín, contra los alemanes y contra los chinos. Lacumbre de la gloria. Por si eso fuera poco, unamaravillosa noticia: nuestro enemigo era idiota.Construía escaleras de emergencia y las cerraba concandado. Aquella insensatez nos llenaba desatisfacción. Como construir una piscina y no meter ni

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una gota de agua en su interior. Además, nostomábamos en serio la espera de aquel incendio. Trasla investigación, la faz del mundo descubriría que elpueblo chino había, por así decirlo, condenado amuerte a centenares de extranjeros. Y , además de serhéroes, seríamos elevados al estatus de

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oprimidos políticos, de mártires internacionales. Locual significaría que nuestra estancia en ese país nohabría resultado inútil. (Éramos la mar de ingenuos. Encaso de incendio y de una subsiguiente investigación,el escándalo del candado habría sido cuidadosamentesilenciado.) Se daba por supuesto que esconderíamosa nuestros padres una cuestión tan jugosa. Si ellosintervinieran, no tendríamos ninguna oportunidad deconvertirnos en mártires. Además, odiábamos que losadultos se entrometieran en nuestros asuntos. Lodesvirtuaban todo. No tenían el más mínimo sentidoépico. Sólo pensaban en los derechos humanos, en eltenis y en el bridge. No parecían darse cuenta de que,por primera vez en su insignificante existencia, lesproporcionábamos la oportunidad de convertirse enhéroes. Para colmo de vulgaridad, tenían apego a suexistencia. Nosotros también, de hecho, pero acondición de que pudiéramos prestigiarlasacrificándola, por ejemplo, en un hermoso incendio.De hecho, si ese incendio se hubiera producido,nuestra parte de responsabilidad habría sido idéntica ala de los guardias chinos. Éramos vagamenteconscientes de ello sin que eso nos perturbase. (A míme importaba todavía menos, ya que ni Elena ni mifamilia vivían en aquel edificio.) La excelente noticiacomportaba, sin embargo, un inconveniente nada

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despreciable: ya no teníamos acceso al campo. Peroel enunciado del problema incluía su solución: elcandado era chino. Una lima de uñas metálica fuesuficiente para inutilizarlo. Y para que los , vigilantesno se preocuparan, tuvimos la presencia de

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ánimo de comprar otro candado chino idéntico eintacto, cuya llave teníamos, y ponerlo en lugar delantiguo. Así, en caso de incendio, nos convertíamosen los principales criminales, ya que a fin de cuentassería nuestro candado el que condenaría a muerte alos fugitivos. De eso también éramos vagamenteconscientes. No suponía ningún problema. Vivíamosen Pekín, no en Ginebra. Nunca habíamos tenido laintención de librar una guerra limpia. No es quedeseáramos que hubiera muertos. Pero si tenía quehaberlos para que la guerra continuara, los habría. Detodos modos, este tipo de consideracionessecundarias no nos obsesionaba. De minimis noncurat prætor. Era normal que los adultos, aquellosniños despojados de sus derechos, perdieran,preocupándose por estas cuestiones, un tiempo quetampoco dedicaban a nada serio. Nosotros, encambio, teníamos un sentido de los valores humanostan agudo que casi nunca hablábamos de nadie demás de quince años. Pertenecían a un mundoparalelo, con el que nos llevábamos bien porquenuestros mundos no se entrecruzaban. Tampocoabordábamos la estéril cuestión de nuestro porvenir.Quizás porque, de un modo instintivo, todos habíamoshallado la misma y única respuesta: «Cuando seamayor, pensaré en cuando era pequeño.» Se daba por

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supuesto que la edad adulta estaba consagrada a lainfancia. Los padres y sus cómplices estaban sobre latierra para que sus retoños no tuvieran quepreocuparse de cuestiones domésticas como laalimentación y el lecho, para que pudieran asumir afondo su papel esencial, ser niños, es decir, ser. Esos

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niños que disertan sobre su futuro siempre me hanintrigado. Cuando me hacían la famosa pregunta:«¿Qué harás cuando seas mayor?», invariablerespondía que «haría». Premio Nobel de Medicina omártir, o ambas cosas a la vez. Y respondía muydeprisa, no para impresionar sino al contrario: aquellarespuesta premasticada me servía para quitarme deencima lo antes posible aquella absurda cuestión. Másabstracta que absurda: en mi fuero interno, estabaconvencida de que nunca sería adulta. El tiempoduraba demasiado para que pudiera ocurrir nadasemejante. Tenía siete años: aquellos ochenta ycuatro meses me habían parecido interminables.¡Cuán larga era mi vida! La simple idea de que pudieravivir el mismo número de años me producía vértigo.¡Siete años más! No. Era demasiado. Sin duda medetendría a los diez o doce años, en el colmo de lasaturación. De hecho, casi ya me sentía saturada: ¡mehabían ocurrido tantas cosas! Así pues, cuando merefería a mi Nobel de Medicina o a mi condición demártir, no lo hacía por vanidad: se trataba de unarespuesta abstracta a una pregunta abstracta. Yademás, no veía ningún elemento , grandioso enaquellas profesiones. El único oficio que me inspirabaun auténtico respeto era el de soldado, yespecialmente el de explorador. ¿La cumbre de mi

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carrera? Ya la estaba viviendo. Después —si es queexistía un después— sería necesario ir a menos yconformarse con el Nobel. Pero en mi fuero interno nocreía en ese después. Aquel sentimiento deincredulidad iba acompañado de otro: cuando losadultos se referían a

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su infancia, no podía evitar pensar que mentían. Nohabían sido niños. Habían sido eternamente adultos.La decadencia no existía, ya que los niños seguíansiendo niños, al igual que los adultos seguían siendoadultos. Aquella convicción no formulada, laconservaba dentro de mí. Me daba perfecta cuenta deque no podría defenderla: todavía creía más en ella.Elena no le contó a nadie que mi bicicleta era uncaballo, o viceversa. No fue una demostración deespecial bondad por su parte: lo hizo porque no teníaninguna importancia. Ella no hablaba de cosasinsignificantes. En realidad, hablaba poco. Y nuncatomaba la palabra por iniciativa propia: se limitaba aresponder a las preguntas que no considerabaindignas de ella. —¿Qué quieres ser cuando seasmayor? —pregunté por el simple placer de laexperimentación científica. Ninguna respuesta. Aposteriori, su actitud confirmó mis puntos de vista. Losniños que tienen respuesta a semejantes preguntasson o bien falsos niños (hay muchos), o bien niños quegustan de la abstracción y la especulación pura (era micaso). Elena era un auténtico niño que no tenía nipizca de espíritu especulativo. Para ella, responder auna pregunta tan estúpida habría significado rebajarse,pues aquella estúpida interrogante equivaldría apreguntarle a un funámbulo lo que haría si fuera

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contable. —¿De donde es tu vestido? En este caso, sedignaba contestar. Habitualmente, la cosa era: —Me loha hecho mi mamá. Cose muy bien. O si no: —Mimamá me lo compró en Turín. Era la ciudad de la cualprocedía. Bagdad no me

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parecía más extraordinaria. Llevaba sobre todovestidos blancos. Ese color le sentaba de maravilla. Supelo liso era tan largo que, incluso trenzado, le llegabahasta las nalgas. Su madre nunca habría permitidoque lo tocara una china: era ella quien, lentamente,apasionadamente, cuidaba el tesoro de su hija. Yprefería tener una sola trenza, pero, o por reglageneral, Trê me hacía dos, como a ella misma. Losdías en que conseguía la trenza única, me sentía muyelegante. Sentía el mayor de los respetos por mi pelohasta que descubrí el de Elena: desde entonces, elmío me pareció vulgar. Aquella verdad se hacíaevidente sobre todo cuando, por casualidad, íbamospeinadas de idéntico modo: mi trenza era larga yoscura, la suya era interminable y deslumbrante denegrura. Elena tenía un año menos que yo y yo medíaunos cinco centímetros más que ella, pero ella erasuperior a mí en todo, me superaba como superaba almundo entero. Necesitaba tan poco a los demás queparecía mayor que yo. Podía pasarse días enterosrecorriendo el exiguo espacio del gueto con pasitosmuy lentos. Miraba lo justo para comprobar que laestaban mirando. Me pregunto si había niños que no lamiraran. Inspiraba admiración, respeto, arrebato ymiedo, porque era la más hermosa y porque siemprese mantenía serena, porque nunca daba el primer

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paso en los contactos humanos, porque uno tenía queplantarse delante de ella para acceder a su mundo, ypor que, a fin de cuentas, nadie accedía a su mundo,que debía de ser un lujo altivo, calma altiva yvoluptuosidad altiva, y en el que, suyo y de nadie más,parecía complacerse a la

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perfección. Nadie la miraba tanto como yo. Desde1974, numerosos han sido los seres que he miradolargamente, ávidamente, hasta el extremo deincomodarlos. Pero Elena fue la primera. Y aquello noparecía incomodarla lo más mínimo. Ella fue quien meenseñó a mirar a la gente. Porque era hermosa, yporque parecía exigir ser mirada con gran intensidad.Exigencia que yo satisfacía con un extraño celo. Porculpa suya, mi eficacia militar empezó a declinar. Elexplorador no exploraba tanto. Antes de ella, dedicabatodo mi tiempo libre a montar a caballo y a localizar alenemigo. Ahora, también era necesario dedicarnumerosas horas a mirar a Elena. Aquella actividadpodía ser practicada a caballo o a pie, pero siempre auna respetuosa distancia. Que semejante actitudpudiera constituir una torpeza no me pasó por lacabeza. Cuando la veía, me olvidaba de mi existencia.Aquella amnesia auspiciaba los más extrañoscomportamientos. Era por la noche, en la cama,cuando me acordaba de mi presencia. Y entoncessufría; amaba a Elena y sentía que aquel amornecesitaba algo más. No tenía ni idea de la naturalezade aquel algo más. Sabía que sería indispensable que,por lo menos, la hermosa se preocupase un poco demí: ésa era la primera etapa, imprescindible. Peroenseguida sentía que, a continuación, tendría lugar un

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intercambio oscuro e indefinible. Me contaba historiasa mí misma —que nadie calificaría de metáforas—para aproximarme a ese misterio: en aquellos relatosexperimentales, mi bienamada siempre tenía un fríoterrible. La mayoría de las

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veces, aparecía tumbada sobre la nieve. Iba pocovestida, casi desnuda, y lloraba de frío. La nieve teníaun papel destacado. Me gustaba que tuviera tanto frío,porque eso significaba que era necesario hacerlaentrar en calor. Mi imaginación no fue lo bastantepertinente para hallar el método más idóneo deconseguirlo: en cambio, me deleitaba pensando en —sintiendo— el calor que invadía lenta y exquisitamenteel cuerpo baldado, que aliviaría sus punzadas y laharía suspirar de un singular placer. Aquellas historiasme transportaban a un estado tan hermoso que meparecía sobrenatural. El prestigio de su magiarepercutía sobre mí: a la fuerza tenía que ser unamédium. Guardaba secretos prodigiosos y si Elenapodía sospecharlo, me acabaría queriendo. Sólofaltaba comunicárselo. Lo intenté. Mi táctica, de unadesconcertante ingenuidad, demuestra hasta quépunto tenía fe en ese innombrado sobrenatural. Unamañana, me planté ante ella. Llevaba un vestidopúrpura, sin mangas, muy ajustado a la cintura y queluego se ensanchaba como una peonía. Su belleza ysu gracia me llenaron el cráneo de niebla. Seguíaacordándome de lo que tenía que decirle. —Elena,tengo un secreto. Se dignó mirarme, con la expresiónde pensar que no se le puede hacer ascos a unsecreto. —¿Otro caballo? —preguntó con contenida

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ironía. —No. Un auténtico secreto. Una cosa que yosoy la única que conoce sobre tierra. Estaba segura deello. — ¿Qué? Me di cuenta —pero ya era demasiadotarde— de que era absolutamente incapaz deexpresarlo. ¿Qué podía decirle? No iba a hablarle dela nieve y de los suspiros

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extraños. Era horrible. Por una vez que me miraba, noencontraba el modo de articular palabra. Salí del apuromediante un retraso espacial: —Sigúeme. Y empecé aandar hacia ninguna parte, con un aire determinadoque escondía un espantoso desasosiego. Milagro: mesiguió. También es cierto que, por su parte, no setrataba de una concesión extraordinaria. Se pasaba eldía andando lentamente por el gueto. Aquel día, selimitaba a hacerlo en mi compañía, a mi lado, pero tandistante como de costumbre. Resultaba muy difícilandar a una velocidad tan lánguida. Tenía lasensación de estar rodando una película a cámaralenta. Y aquel malestar no era nada comparado con elterror que me atenazaba interiormente pensando queno tenía nada, absolutamente nada que enseñarle. Noobstante, experimentaba una triunfal emoción al verlaandar junto a mí. Nunca la había visto andar al lado denadie. Llevaba el pelo peinado con una trenza biensuelta, de suerte que su arrebatador perfil se meaparecía en toda su nitidez. ¿Pero adonde diablos laestaba llevando? No había ningún misterio dentro delgueto, que ella conocía tan bien como yo. El episodiodebió de durar media hora. En mi memoria, ocupa elespacio de una semana. Y o, andando a una increíblelentitud, tanto para no distanciarme de Elena comopara retrasar al máximo la inevitable humillación, ese

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vergonzante momento en el que le enseñaría unagujero en el suelo o un ladrillo roto, o cualquierestupidez, y en el que me atrevería a decir unabarbaridad del tipo: «¡Oh! ¡Alguien lo ha robado!¿Quién se ha llevado mi cofre de esmeraldas?» Labella se reiría

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en mis narices. La degeneración quedaría aldescubierto. Estaba haciendo el ridículo y, sinembargo, no conseguía quitarme la razón, ya quesabía que el secreto existía y que iba más allá de loscofres de esmeraldas. Si tan sólo hubiera podidoencontrar las palabras para decirle a Elena lo sublimeque resultaba aquel misterio: de la nieve, de la extrañacalidez, de las delicias desconocidas, de las sonrisasinsólitas y de los encadenamientos todavía másinexplicables que se sucedían. Si por lo menos hubierapodido dejarle entrever aquellos prodigios, me habríaadmirado, luego amado, estaba convencida de ello.Sólo las palabras me separaban de ella. Y pensar quehubiera bastado encontrar la formulación correcta paraacceder al tesoro, como Ali Babá y «¡Ábrete,Sésamo!». Pero el gran secreto me libraba de sulenguaje y sólo podía aminorar la marcha, ir másdespacio, esperando vagamente la milagrosaaparición de un elefante, de un buque alado o de unacentral nuclear a guisa de maniobra de distracción. Lapaciencia de Elena daba fe de su falta de curiosidad,como si, de antemano, hubiera decretado que misecreto resultaría decepcionante. Casi se lo agradecía.De lentitud en lentitud, de trayectoria absurda enrecorrido estúpido, mi itinerario nos llevó hasta laspuertas del gueto. Una bocanada de desesperación y

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de cólera estuvo a punto de apoderarse de mí. Estabaa punto de tirarme al suelo gritando: —¡El secreto noestá en ninguna parte! ¡No existe modo de mostrarlo,ni siquiera existe una manera de hablar de ello! ¡Y sinembargo, existe! ¡Tienes que , creerme porque losiento dentro de mí y porque es mil

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veces más hermoso de lo que podrías llegar aimaginar! Y tienes que amarme porque soy la únicapersona que lo lleva en su interior. ¡No dejes pasaralgo tan extraordinario como yo! Fue entonces cuando,sin proponérselo, Elena me salvó: —¿Tu secreto estáfuera de San Li Tun? Respondí que sí por responderalgo, sabiendo perfectamente que el bulevar de laFealdad Habitable no contenía nada que pudieraparecerse a un secreto. Mi bienamada se detuvo enseco: —Entonces lo siento. No estoy autorizada a salirde San Li Tun. —¿Ah, no? —dije como si nada, sincreerme todavía aquella salvación de último segundo.—Mi mamá me lo ha prohibido. Dice que los chinosson peligrosos. Estuve a punto de exclamar: «¡Viva elracismo!», pero me limité a concluir lo que la ocasiónrequería: —¡Qué lástima! ¡Si hubieras visto hasta quépunto era hermoso el secreto! El moribundo Mallarméno lo habría expresado mejor. Elena se encogió dehombros y se marchó a paso lento. Tengo queconfesarlo: conservo desde aquel día un rendido einagotable reconocimiento hacia el comunismo chino.Dos caballos abandonaron el recinto por la única ysiempre custodiada puerta. Al llegar al bulevar de laFealdad Habitable, no se dirigieron hacia la plaza delGran Ventilador. Se lanzaron a contrapelo, hacia laizquierda. Abandonaban la ciudad. En la plaza del

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Gran Ventilador, estaba la Ciudad Prohibida. Estabamenos prohibida que el campo. Pero los dos jinetes notenían la edad de las prohibiciones y no fuerondetenidos. El galope les llevó lejos, por la carretera delos campos. La Ciudad de los

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Ventiladores se había convertido en algoimperceptible. No conoces bien la tristeza del mundohasta que has visto las tierras que rodean Pekín.Resulta difícil concebir que el imperio más prestigiosode la historia pudiera levantarse sobre semejanteescasez. El desierto es algo hermoso. Pero undesierto disfrazado de campo es un espectáculolamentable. Los escasos cultivos parecíanextenuados. Los raros humanos parecían invisibles, yaque construían sus chozas en los hoyos del suelo. Siexiste en este planeta un paisaje desolado, era aquél.Los dos caballos martilleaban sobre la estrechacarretera con la esperanza de cubrir aquel derruidosilencio. Ignoro si mi hermana sabía que su bicicletaera un caballo; en todo caso, nada en su actituddesmentía aquella legendaria verdad. Llegados a lacharca rodeada de arrozales, detuvimos las monturas,nos despojamos de nuestras armaduras y nossumergimos en el agua fangosa. Era la locura delsábado. De vez en cuando, un campesino chino, conexpresión prodigiosamente vacía, se acercaba aobservar cómo flotaban aquel par de cosas blancas.Los dos jinetes salían del agua, volvían a ponerse lasarmaduras y se sentaban en el suelo. Mientras suscorceles pacían la pobre hierba, comían galletas. Enseptiembre, empezó la escuela. Para mí, no se trataba

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de nada nuevo. Para Elena, fue la primera vez. Pero lapequeña Escuela Francesa de Pekín no tenía muchoque ver con la enseñanza. A nosotros, niños de todaslas naciones —con la excepción de los anglófonos yde los germanófonos—, nos habría sorprendidosobremanera si

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nos hubiera sido revelado que frecuentábamos aquelestablecimiento con el objetivo de aprender. No lohabíamos notado. Para mí, la escuela era una enormefábrica de avioncitos de papel. Hasta el extremo deque los profesores nos ayudaban a construirlos.Tenían sus motivos: al no ser ni profesores nimaestros, era más o menos lo único que podían hacer.Aquella buena gente, benévola, había aterrizado enChina por accidente, ya que podemos calificar deaccidente una suma tan importante de ilusiones y dedecepciones subsiguientes. De hecho, aparte de losdiplomáticos y los sinólogos, todos los extranjeros queresidían en China en aquella época estaban allí poraquellas mismas razones «accidentales». Y como algotenían que acabar haciendo aquellos infelices una vezallí, iban a «enseñar» en la pequeña Escuela Francesade Pekín. Fue mi primera escuela. Allí fue donde seguílos tres años reputados más importantes. No obstante,por más que sondeo mi memoria, creo que no aprendíabsolutamente nada, salvo a fabricar avioncitos depapel. No era grave. Sabía leer desde los cuatro años,escribir desde los cinco años, y atarme los cordonesde los zapatos desde la prehistoria. No tenía, pues,nada más que aprender. A los profesores se lesasignaba una tarea sobrehumana: impedir que losniños se mataran entre sí. Y lo conseguían. Así pues,

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hay que felicitar a aquella gente admirable y hacersecargo de que, en semejantes condiciones, enseñar elalfabeto habría constituido un lujo descabellado paraidealistas de finales de siglo. Para nosotros, niños detodas las nacionalidades, la enseñanza

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no era más que una mera prolongación de la guerrapor los mismos medios. Pero con una singulardiferencia: en la pequeña Escuela Francesa de Pekínno había alemanes. Ellos iban a la Escuela deAlemania del Este. Resolvimos aquel incómodo detallecon una reglamentación genial y espantosa: en laescuela, todo el mundo era el enemigo. Y como elestablecimiento era de muy reducidas dimensiones,nos destruíamos los unos a los otros conextraordinaria facilidad: no era necesario buscar alenemigo, estaba en todas partes, al alcance de lamano, de los dientes, de los pies, de los escupitajos,de las uñas, del cráneo, de la zancadilla, de la orina ydel vómito. Bastaba con agacharse. Aquella escuelaera tanto más pintoresca por cuanto una cuarta partede sus alumnos no sabían una palabra de francés, y nisiquiera habían tenido jamás la intención de aprenderuna. Sus padres los habían aparcado allí porque nosabían exactamente dónde meterlos y porque queríanestar tranquilos para poder saborear, entre adultos, losplaceres del régimen local. Así pues, contábamosentre nosotros con pequeños peruanos y otrosmarcianos, que torturábamos a nuestro antojo y cuyosgritos de horror resultaban totalmente incomprensibles.Conservo inmejorables recuerdos de la EscuelaFrancesa. Para Elena, aquélla también sería la

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primera escuela. Y o me temía lo peor. Adoraba aquellugar de perdición, pero la idea de que una criaturacomo ella pudiera aventurarse en un lugar tanpeligroso me aterrorizaba. ¡Ella, que tanto odiaba laviolencia física! En todo caso, me prometí a mí

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misma romperle la cara a todo aquel o aquella que letocara un pelo. Habría sido la ocasión para hacermever ante ella, sobre todo teniendo en cuenta que,probablemente, no habría estado a la altura delagresor, que me habría convertido en pasta de papely, de este modo, me habría vuelto irresistible a ojos dela protegida. No fue necesario. El milagro se producíaallí donde iba Elena. Desde el primer día de escuela,una burbuja de paz, de amabilidad y de cortesía seconstituyó alrededor de mi bienamada. Podíaatravesar los más sanguinarios campos de batalla, laburbuja la acompañaba a cada paso. Era una reacciónuniversal, natural, instintiva: nadie iba a perjudicar algotan hermoso y superior. A las cuatro, regresaba algueto tan limpia e impoluta como por la mañana. Laatmósfera insurreccional de la escuela no parecíaincomodarla: ella ni siquiera se percataba. Por lomenos fingía no percatarse. Durante los recreos,recorría el pequeño y terroso patio con su paso lento,con aire ausente, feliz en su soledad. Lo que tenía queocurrir ocurrió: aquella soledad no duró. Una bellezatan altiva como la suya inspiraba una respetuosadistancia. Nunca habría podido imaginar que existiríaun individuo lo suficientemente temerario como paraatreverse a acercarse a ella. Así pues, aquel amor mehacía experimentar variados sufrimientos, pero entre

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ellos los celos seguían estando excluidos. Cuál nosería mi estupor al observar que, una mañana, unchico jovial le estaba contando mil y una cosas a lapequeña italiana. Y ella se había detenido aescucharle. Y le estaba escuchando.

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Había levantado el rostro hacia el del chico. Y sus ojosy su boca eran los de una persona que escucha.Cierto es que su expresión no era de entusiasmo ni deadmiración. Pero le estaba escuchando de verdad. Sehabía dignado prestarle atención a alguien. Para mí,aquel chico estaba existiendo para ella. Y existiódurante por lo menos diez minutos. Y como era de sumisma clase, Dios sabe cuánto tiempo existió todavíasin yo saberlo. Infamia imposible de expresar conpalabras. Se imponen algunas matizacionesontológicas. Hasta los catorce años, dividí a lahumanidad en tres categorías: las mujeres, las niñas ylos ridículos. Todas las demás diferencias me parecíananecdóticas: ricos o pobres, chinos o brasileños(dejando a un lado a los alemanes), amos o esclavos,guapos o feos, adultos o viejos, aquellas categoríaseran importantes, sí, pero no afectaban a la esencia delos individuos. Las mujeres eran personasindispensables. Preparaban la comida, vestían a losniños, les enseñaban a atarse los cordones de loszapatos, limpiaban, construían bebés dentro de suvientre, llevaban ropa interesante. Los ridículos noservían para nada. Por la mañana, los ridículosmayores se marchaban al «despacho», que era unaescuela para adultos, es decir, un lugar inútil. Por lanoche, se reunían con sus amigos, actividad poco

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honorable de la que ya he hablado anteriormente. Dehecho, los ridículos adultos seguían siendo muyparecidos a los ridículos niños, con la nadadesdeñable diferencia de haber perdido el tesoro de lainfancia. Pero sus funciones no cambiaban demasiadoni

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tampoco su físico. En cambio, existía una inmensadiferencia entre las mujeres y las niñas pequeñas. Enprimer lugar, no eran del mismo sexo: una sola miradabastaba para comprobarlo. Y luego, su papelcambiaba tremendamente con la edad: pasaba de lainutilidad de la infancia a la utilidad primordial de lasmujeres, mientras que los ridículos permanecíaninútiles toda la vida. Los únicos ridículos adultos queservían para algo eran aquellos que imitaban a lasmujeres: los cocineros, los comerciantes, losprofesores, los médicos y los obreros. Ya que,inicialmente, aquellos oficios eran femeninos, sobretodo el último: en los innumerables carteles depropaganda que amojonaban la Ciudad de losVentiladores, los obreros eran invariablementeobreras, mofletudas y felices. Reparaban postes contanta alegría que tenían la piel rosada. El campoconfirmaba las verdades de la ciudad: los paneles sólomostraban a agricultoras joviales y valientesrecolectando gavillas con expresión de éxtasis. Losridículos adultos servían sobre todo para oficios desimulación. Así pues, los soldados chinos querodeaban el gueto fingían ser peligrosos, pero nomataban a nadie. Sentía simpatía por los ridículos, y almismo tiempo su destino me parecía trágico: nacíansiendo ridículos. Nacían con, entre las piernas, aquella

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cosa grotesca de la que se sentían patéticamenteorgullosos, lo cual los hacía más ridículos todavía. Amenudo, los ridículos niños me enseñaban aquelobjeto, lo que tenía como efecto infalible hacerme reírhasta que se me saltaban las lágrimas. Aquellareacción los dejaba

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perplejos. Un día, no pude evitar decirle a uno de ellos,con una sincera amabilidad: —¡Pobrecito! —¿Porqué? —me preguntó, atónito. —Debe de serdesagradable. —No — me aseguró. —Seguro que sí;la prueba, cuando os golpean la... —Sí, sólo que espráctico. —¿Sí? —Puedes hacer pipí de pie. —¿Y? —Es mejor. —¿Te lo parece? — Escucha, para mear enlos yogures de los alemanes, es necesario ser unchico. Aquel argumento me hundió en una profundareflexión. No dudaba de que existía una escapatoria,¿pero cuál? La encontraría pasado un tiempo. La élitede la humanidad eran las niñas. La humanidad existíapara que ellas existieran. Las mujeres y los ridículoseran inválidos. Su cuerpo presentaba errores cuyoaspecto sólo podía inspirar risa. Sólo las niñas eranperfectas. Nada sobresalía de su cuerpo, ni apéndicegrotesco, ni protuberancias irrisorias. Estabanconcebidas de maravilla, perfiladas para no presentarninguna resistencia a la vida. No tenían utilidadmaterial pero eran más necesarias que cualquiera, yaque constituían la belleza de la humanidad, laauténtica belleza, la que es pura soltura de existir,aquella en la que nada resulta molesto, en la que elcuerpo sólo es felicidad de pies a cabeza. Hay quehaber sido niña para saber hasta qué punto puederesultar exquisito tener un cuerpo. ¿Qué debería ser el

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cuerpo? Un objeto de puro placer y de puro regocijo. Apartir del momento en que el cuerpo presenta algomolesto —a partir de que el cuerpo se entorpece a símismo—, se fastidió la cosa. Me doy cuenta en esteinstante de que al adjetivo liso no le correspondeningún

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sustantivo. No me extraña: el vocabulario de lafelicidad y del placer siempre ha sido más pobre, y esoen todas las lenguas. Que se me permita crear lapalabra «lisiedad» para dar una idea, a losentorpecidos de todo tipo, de lo que puede ser uncuerpo feliz. Platón califica el cuerpo de pantalla, decárcel, y le doy cien veces la razón, salvo en el casode las niñas. Si Platón hubiera sido niña durante unsolo día, habría sabido que el cuerpo puede ser todo locontrario: el instrumento de todas las libertades, eltrampolín de los más deliciosos vértigos, la rayuela delalma, la pídola de las ideas, joyero de virtuosidad y develocidad, única ventana del pobre cerebro. PeroPlatón nunca habló de las niñas, minoría insignificantede la Ciudad Ideal. Claro que no todas las niñas songuapas. Pero incluso las niñas feas resultanagradables a la vista. Y cuando una niña es guapa, ycuando una niña es hermosa, el mayor poeta de Italiale dedica toda su obra, un inmenso lógico inglés pierdela razón por ella, un escritor ruso huye de su país parabautizar con su nombre una novela peligrosa, etc.Porque las niñas pueden llevar a la locura. Hasta laedad de catorce años, me gustaban las mujeres. Megustaban los ridículos, pero pensaba que estarenamorado de algo que no fuera una niña carecía detodo sentido. Así que, cuando vi a Elena prestar

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atención a un ridículo, me escandalicé. Me parecíainadmisible que no me amase. Pero que prefiriera unridículo a mí superaba todos los límites de lo absurdo.¿Acaso era ciega? Y sin , embargo, tenía un hermano:no podía ignorar la invalidez

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de los chicos. Y no podía enamorarse de un tullido.Amar a un tullido sólo podía ser un pacto de piedad. Yla piedad era algo ajeno a Elena. No lo entendía. ¿Deverdad lo amaba? Imposible saberlo. Pero, por él,fingía no caminar con expresión ausente, fingíadetenerse a escucharle. Nunca la había visto tenertantos miramientos con alguien. El fenómeno se repitiódurante muchos recreos. Resultaba intolerable.¿Quién diablos era aquel pequeño ridículo? No loconocía. Investigué. Se trataba de un francés de seisaños que vivía en Wai Jiao Ta Lu, algo es algo: sihubiera vivido en el mismo gueto que nosotras, habríasido el colmo. Pero frecuentaba a Elena en la escuela,es decir, seis horas al día. Un infierno. Se llamabaFabrice. Nunca había oído aquel nombre y, deentrada, decreté que era de lo más ridículo. Paramayor ridiculez, tenía el pelo largo. Era un ridículo delo más ridículo. Por desgracia, yo parecía ser la únicaque opinaba así. Fabrice parecía el cabecilla de laclase de los pequeños. Mi bienamada había elegido elpoder: me avergonzaba de ella. Por un extrañomecanismo, aquello sólo me hizo amarla todavía más.No comprendía por qué mi padre parecía tanatormentado. En Japón, era una persona jovial. EnPekín, era otra persona. Por ejemplo, desde sullegada, multiplicaba los trámites para averiguar la

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composición del gobierno chino. Me preguntaba siaquella obsesión iba en serio. Para él, en todo caso,sí. No tuvo suerte: cada vez que hacía aquellapregunta, las autoridades chinas respondían que setrataba de un asunto secreto. Él se rebelaba con la

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mayor educación posible: —¡Pero ningún país delmundo esconde la composición del gobierno!Argumento que no parecía conmover a las autoridadeschinas. Así pues, los diplomáticos destinados en Pekínse limitaban a dirigirse a ministros ficticios y sinnombre: ejercicio interesante, que requería de un gransentido de la abstracción y de una admirable audaciaespeculativa. Ya conocemos la oración de Stendhal:—Dios mío, si existes, apiádate de mi alma, si es quetengo. Entrar en comunicación con el gobierno chinoera algo parecido. Pero el sistema local era más sutilque la teología, en tanto en cuanto no dejaba dedesconcertar por su incoherencia; así por ejemplo,numerosos comunicados oficiales contenían este tipode frase: «La nueva fábrica textil de la comuna popularde... acaba de ser inaugurada por el camaradaministro de Industria, Fulano...» Y todos losdiplomáticos de Pekín se abalanzaban sobre susecuaciones gubernamentales de veinte incógnitas eindicaban: «El 11 de septiembre de 1974, el ministrode Industria es Fulano...» El rompecabezas políticopodía completarse poco a poco, mes a mes, perosiempre con un inmenso margen de incertidumbre, yaque la composición del gobierno era la inestabilidad ensí misma. Y dos meses más tarde, sin previo aviso deningún tipo, tropezábamos con un comunicado oficial

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que decía: «Después de las declaraciones delcamarada ministro de Industria, Mengano...» Y vueltaa empezar. Los más místicos se consolaban conconsideraciones que les hacían soñar: — En Pekín,habremos entendido la naturaleza de lo que los

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antiguos denominaban deus absconditus. Los otros seiban a jugar al bridge. Y no me preocupaba poraquellas cosas. Había cosas o más graves. Estaba eltal Fabrice, cuyo prestigio aumentaba a ojos vistas, yal cual Elena parecía cada vez menos insensible. Nome planteaba la pregunta de si aquel chico tenía algode lo que yo careciera. Sabía lo que él tenía y yo no. Yera eso lo que me dejaba perpleja: ¿acaso era posibleque Elena no considerara aquel objeto ridículo?¿Acaso era posible que le encontrara algún encanto?Todo inducía a pensar que sí. A la edad de catorceaños, iba a cambiar de opinión sobre este punto, parami gran sorpresa. Pero a los siete años aquellainclinación me resultaba inconcebible. Concluí conespanto que mi bienamada había perdido la razón. Mejugué el todo por el todo. Tomando aparte a lapequeña italiana, le susurré al oído qué clase deinvalidez padecía Fabrice. Me miró con contenidahilaridad, y estaba claro que era yo, y no el objeto dela pregunta, quien se la producía. Comprendí queElena era un caso perdido. Pasé la noche llorando, nopor no estar en posesión de aquel invento, sino por elmal gusto de mi bienamada. En la escuela, untemerario profesor concibió el proyecto de animarnos ahacer algo más que avioncitos de papel. Reunió lastres clases pequeñas y, por tanto, me encontré con

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Elena y su corte. —Niños, tengo una idea: vamos aescribir una historia todos juntos. De entrada, aquellapropuesta suscitó en mí una tremeda desconfianza.Pero fui la única en reaccionar así: los demás semostraban

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exultantes. —Que aquellos que saben escribirescriban cada uno una historia. Luego, elegiremos lamás bonita y haremos un gran libro con ilustraciones.«Grotesco», pensé. Aquel proyecto tenía la finalidadde despertar ganas de aprender a escribir a losinnumerables analfabetos de las clases de lospequeños. Puestos a perder el tiempo, pues, mejorelegir una historia que me gustase. Me sumergí en untórrido relato. Una hermosísima princesa rusa (¿porqué rusa?, todavía me lo estoy preguntando) yacíadesnuda sobre la nieve, en una montaña. Tenía el pelolargo y negro y ojos profundos, que se adaptabanperfectamente a su tipo de sufrimiento. Porque el fríole hacía padecer dolores abominables. Únicamente sucabeza sobresalía de la nieve y veía que no habíanadie para salvarla. Larga descripción de sus sollozosy de sus tormentos. Me lo pasaba en grande.Entonces llegaba otra princesa, dea ex machina, quela sacaba de allí e intentaba hacer entrar en calor elcuerpo congelado. Y me moría de voluptuosidad alcontar cómo o ella se las apañaba para hacer algo.Entregué mi hoja con un rostro despavorido. Porrazones misteriosas, cayó inmediatamente en elolvido. El profesor ni siquiera la mencionó. Sinembargo, comentó todas las demás, en las que sehablaba de cerditos, de dálmatas, de narices que

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crecían cuando uno mentía; en resumen, guiones quetenían un aire de déjà-vu. Para mi gran vergüenza,confieso haber olvidado el relato de Elena. Pero no heolvidado qué alumno se llevó la palma, y qué tipo dedemagogia utilizó para conseguir su propósito. Encomparación, una

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campaña electoral rumana parecería un modelo dehonestidad. Fabrice —porque se trataba de él, porsupuesto— había perpetrado un historia benéfica. Laacción transcurría en África. Un negrito veía cómo sufamilia se moría de hambre y decidía ir en busca dealimento. Diez años más tarde regresaba al poblado,colmaba a los suyos de víveres y de regalos yconstruía un hospital. Así fue como el profesorpresentó aquel edificante relato: —He guardado parael final la historia de nuestro amigo Fabrice. No sé loque os parecerá, pero es mi preferida. Y luego leyó lapágina, que fue saludada con una manifestación deentusiasmo en el más puro estilo kitsch. —Así quecreo que estamos de acuerdo, queridos. Sería incapazde expresar hasta qué punto me repugnó aquellamaniobra. En primer lugar, la saga de Fabrice mehabía parecido necia y bobalicona. «¡Pero eshumanitario!», exclamé para mis adentros al oírle leercon tanta consternación que uno podría haber dicho:«¡Pero si es propaganda!» Luego, el apoyoespontáneo de aquel adulto me pareció una garantíade mediocridad. Impresión que confirmó la odiosamanipulación ideológica que vino a continuación. Elresto siguió en la misma línea: voto por aclamación yno por escrutinio, triunfo del más o menos en lasestimaciones, etc. Y finalmente, el clavo para

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rematar: , el rostro del ganador que subió al estradopara saludar a sus electores y exponer su proyectocon todo lujo de detalles. ¡Su sonrisa tranquila y feliz!¡Su voz cretina para explicitar su hermosa historia dedichosos hambrientos! ¡Y, sobre todo, los unánimesgritos de alegría de aquella

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banda de pequeños imbéciles! La única que no chillófue Elena, pero la expresión de orgullo con la quemiraba al héroe del día era todavía más explícita. Enrealidad, que mi relato hubiera sido escamoteadoapenas me afectaba. Únicamente tenía ambicionesguerreras y amorosas. Me parecía que escribir noestaba hecho para mí. En cambio, que la infamebonachonería de aquel pequeño ridículo despertarasemejante entusiasmo me producía ganas de vomitar.Que una enorme parte de envidia y de mala fe semezclara con mi indignación no contradice el fondo dela cuestión: me sentía asqueada por el hecho de quepusieran por las nubes una historia en la que losbuenos sentimientos hacían las veces de imaginación.Desde aquel día, decreté que la literatura era unmundo podrido. La maquinación se puso en marcha.Se suponía que éramos cuarenta niños —tres clases— trabajando en el proyecto. Tengo especial interésen garantizar que los historiógrafos fueron un máximode treinta y nueve, ya que yo habría preferido sabotearque contribuir, por poco que fuera, a aquella empresade edificación popular. Si también excluimos a lospequeños peruanos y a otros selenitas que habíanaterrizado entre nosotros y que no entendían ni unapalabra de francés, el resultado suma treinta y cuatro.De los cuales hay que restar a los eternos seguidistas

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mudos que lastran todos los sistemas y cuyoembrutecido silencio suena a participación. Quedan,pues, veinte historiógrafos. Entre los cuales Elena, quenunca hablaba, por respeto a su imagen de esfinge.Diecinueve. De los cuales nueve niñas enamoradas deFabrice, y que

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sólo abrían la boca para apoyar ruidosamente lassugerencias de su ídolo de pelo largo. Lo que reduceel efectivo a diez. De los cuales cuatro chicos quetenían a Fabrice como modelo, y cuya actividad selimitó a quedarse boquiabiertos de éxtasis mientras élhablaba. Seis. De los cuales un rumano que, muyoficial, repetía a grito pelado hasta qué punto leencantaba la cuestión y hasta qué punto le gustaríaparticipar. Y cuya participación se redujo a eso. Cinco.De los cuales dos rivales de Fabrice, que,tímidamente, se esforzaban en refutar sus ideas, ycuyas intervenciones eran inmediatamente ahogadaspor sonoros abucheos. Dos. De los cuales un chicoque se quejaba, puede que con sinceridad, de no tenerun átomo de imaginación. Y así fue como mi rivalescribió él solito nuestra obra colectiva. (Lo que, porotra parte, suele ocurrir en la mayoría de obrascolectivas.) Y así fue como aquellos que se suponíaque tenían que aprender a leer y a escribir por lagracia de aquella simulación no aprendieron nada. Lamaquinación duró tres meses. Durante el proceso, elprofesor detectó ciertos defectos de funcionamiento deaquella empresa cada vez menos colectiva. Sinembargo, no se arrepintió de su idea, ya que durantetres meses no matamos a nadie, lo cual, por sí solo, yaconstituía un éxito. Un día, sin embargo, tuvo un

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ataque de cólera al constatar que aquella torre deBabel de los mudos se hipertrofiaba a ojos vistas. Yordenó a todos los que no participaban en la redacciónque se pusieran a ilustrar aquella hermosa historia. Asípues, se constituyó una comisión, que incluía a

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una veintena de niños que se suponía tenían quedibujar la admirable gesta del protagonista. Poroscuras razones que, en suma, se adaptaban bien alclima felizmente alimenticio de aquella fábulahumanitaria, el profesor decretó que ejecutaríamosnuestras obras maestras pictóricas con la ayuda depalitos de patata cruda remojados en tinta china.Sugerencia que, sin duda, pretendía ser vanguardistapero que, básicamente, resultaba grotesca, ya que enPekín el precio de las patatas excedía con mucho elde los pinceles. Dividimos a los comisionados enartistas pintores y en peladoresrecortadores depatatas. Afirmé no tener ningún talento y me uní a lospeladores, entre los cuales inauguré, con secretarabia, múltiples técnicas de sabotaje de patatas. Todovalía para que los bastoncillos fueran un fiasco,cortando demasiado fino o defectuosamente, llegandoincluso a comerme los tubérculos crudos para hacerlosdesaparecer, proceso heroico donde los haya. Nuncahabía pisado un Ministerio de Cultura, pero cuandointento imaginármelo, visualizo aquella clase de laCiudad de los Ventiladores, con diez peladores depatatas, diez pintores improvisando manchas sobrepapel, diecinueve intelectuales sin utilidad aparente yun pontífice escribiendo él solito una inmensa y noblehistoria colectiva. Si China apenas aparece en estas

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páginas, no es porque no me interesara: no esnecesario ser adulto para contagiarse de ese virus quemerecería, según los casos, el nombre de sinomanía,de sinolalia, de sinopatía, de sinolatría o incluso desinofagia, apelaciones a modular en

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función de los usos que los sujetos hacen del paíselegido. Uno empieza a comprender que interesarsepor China equivale a interesarse por uno mismo. Porrazones muy extrañas, que, sin duda, tienen que vercon su inmensidad, su antigüedad, y su grado dedesigualdad de civilización, su orgullo, su monstruosorefinamiento, su legendaria crueldad, su roña, susparadojas, más insondables que en cualquier otraparte, su silencio, su mítica belleza, la libertad deinterpretación que su misterio sugiere, su complejidad,su fama de inteligencia, su sorda hegemonía, supermanencia, la pasión que despierta, y, finalmente, ysobre todo, su desconocimiento, por estas razonespoco confesables, pues, la tendencia íntima delindividuo consiste en indentificarse con China, peortodavía, en ver en China la emanación geográfica deuno mismo. Y siguiendo el ejemplo de las casas decitas a las que los burgueses acuden para hacerrealidad sus fantasías menos confesables, China seconvierte en el territorio en el que se nos permiteentregarnos a nuestros más bajos instintos, a saber,hablar de uno mismo. Porque, debido a un travestismola mar de cómodo, hablar de China equivale casisiempre a hablar de uno mismo (las excepcionespueden contarse con los dedos de una mano). De ahíla pretensión a la que me refería hace un momento y

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que, bajo la apariencia de denigraciones o demortificaciones de todo tipo, nunca se aleja demasiadode la primera persona del singular. Los niños sontodavía más egocéntricos que los adultos. Ésa es larazón por la cual China me fascinó desde que, a loscinco años, pisé su

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territorio. Porque esta fantasía, que está al alcance delos espíritus más simples, no es gratuita: es verdadque todos somos chinos. En mayor o menor medida,también es cierto: cada uno tiene su tasa de China, aligual que cada uno tiene su tasa de colesterol en lasangre o de narcisismo en la mirada. Cualquiercivilización es una interpretación del modelo chino.Entre las redes de pleonasmos, no resultaríadescabellado establecer el gran eje prehistoria-China-civilización, ya que resulta imposible pronunciarcualquiera de estas tres palabras sin incluir a las dosrestantes. Y sin embargo, China casi no aparece , enestas páginas. Podríamos enumerar muchas razonespara justificarlo: que está tanto más presente porcuanto no se la menciona; que se trata de un relato deinfancia y que, en cierto modo, todas las infanciastranscurren en China; que el Imperio del Medio es unaregión demasiado íntima del ser humano para que meatreva a describirla con más detalle; que, frente a estedoble viaje —la infancia y China —, las palabrasresultan especialmente endebles. Estos motivos deomisión no resultarían falaces y encontrarían susadeptos. No obstante, los rechazo todos en nombredel argumento más lamentable: y es que esta historiatranscurre en China, sí, pero sólo apenas. Me gustaríamil veces más afirmar que este relato no transcurre en

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China, y tendría muchas y buenas razones parahacerlo. Resultaría reconfortante pensar que ese paísya no es China, que esta última se ha exportado y que,al final de Euroasia, sólo queda una enorme nación sinalma, sin nombre y, en consecuencia, sin auténticosufrimiento. Por

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desgracia, nada más lejos de mis pretensiones. Y muya , mi pesar, aquel sórdido país seguía siendo China.Lo que pongo en duda es la presencia de extranjeros.Convendría especificar qué significa «estar presente».Es cierto, residíamos en Pekín; ¿pero acaso podemoshablar de nuestra presencia en China cuando nosmantenemos tan cuidadosamente aislados de loschinos? ¿Cuando tenemos prohibido el acceso a lainmensa mayoría del territorio? ¿Cuando los contactoscon la población resultan imposibles? En tres años,sólo tuvimos una auténtica comunicación humana conun chino: se trataba del traductor de la embajada, unhombre exquisito que llevaba el nada previsiblenombre de Chang. Hablaba un delicioso y rebuscadofrancés, con encantadoras aproximaciones fonéticas:por ejemplo, en lugar de decir «en el pasado», decía«en el agua muy fría», ya que era así como habíainterpretado la expresión «antaño»3. Necesitamostiempo para comprender por qué el señor Changempezaba tan a menudo sus frases con «en el aguamuy fría». Sus informaciones respecto a aquella aguafría eran, por otra parte, apasionantes y uno sentíahasta qué punto la nostalgia se apoderaba de él. Perode tanto referirse al agua muy fría, el señor Changacabó llamando la atención: de la noche a la mañana,desapareció o más bien se evaporó sin dejar el más

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mínimo rastro, como si jamás hubiera existido. Todaslas suposiciones son posibles respecto a lo que leocurrió. Fue sustituido casi inmediatamente por unachina arisca que llevaba el nada

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previsible nombre de Chang. Pero así como el señorChang era un señor, ella no toleraba ser nada que nofuera camarada; los «señora Chang» o «señoritaChang» eran inmediatamente corregidos como si detremendas faltas gramaticales se tratase. Un día, mimadre le preguntó: — Camarada Chang, ¿cómo sedirigían los chinos entre sí antes? ¿Existía unequivalente a señor o señora? —A los chinos se lesllama camaradas —respondió la intérprete, implacable.—Sí, por supuesto, ahora sí —insistió mi ingenuamadre—. Pero antes, ya sabe..., ¿antes? —Antes noexiste —cortó la camarada Chang, más perentoria quenunca. Habíamos entendido. China carecíasimplemente de pasado. Ya no se habló nunca más deagua muy fría. En las calles, los chinos se apartabanprontamente de nosotros, como si fuéramos losportadores de alguna enfermedad contagiosa. Encuanto a los miembros del servicio que las autoridadesasignaban a los extranjeros, mantenían con nosotrosrelaciones de una austeridad difícil de imaginar, lo quepor lo menos inducía a suponer que no eran espías.Nuestro cocinero, que llevaba el nada previsiblenombre de Chang, se mostró sorprendentementehumano con nosotros, sin duda porque tenía acceso almundo de los alimentos que la China hambrientahabía convertido en valor supremo. Chang estaba

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obsesionado con la idea de cebar a los tres niñosoccidentales que le habían sido confiados. Asistía atodas las comidas que teníamos sin nuestros padres,es decir a casi todas nuestras comidas, y nosobservaba comer con una expresión de extremagravedad dibujada sobre su

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viejo y austero rostro, como si las cuestiones másimportantes del universo se dilucidaran en nuestrosplatos. Nunca decía nada salvo las dos palabras«comer mucho», fórmula sagrada que utilizaba con larareza y la sobriedad de los hechizos esotéricos. Enfunción de cuál fuera nuestro apetito se podía leer ensu expresión la satisfacción del deber cumplido o, porel contrario, una dolorosa angustia. El cocinero Changnos quería. Y si nos obligaba a comer era porque lasautoridades no le permitían expresar su ternura deningún otro modo: la comida era el único lenguajepermitido entre extranjeros y chinos. Aparte, estabanlos mercados a los que, a caballo, yo acudía acomprar caramelos, peces rojos y bizcos, tinta china yotras maravillas, pero en los que la comunicación selimitaba a meros intercambios de dinero. Doy fe deque eso fue todo. En esas condiciones, sólo puedoconcluir lo siguiente: esta historia transcurrió en Chinahasta dónde le fue permitido, es decir, muy poco. Esuna historia de gueto. Es, pues, el relato de un dobleexilio: exilio respecto a nuestro país de origen (para míJapón, ya que estaba convencida de que erajaponesa), y exilio respecto a la China que nosrodeaba pero de la que nos manteníamos aislados, envirtud de nuestra condición de huéspedesprofundamente indeseables. Que nadie se lleve a

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engaño, a fin de cuentas: China tiene en estas páginasel mismo papel que la peste negra en El Decamerónde Boccaccio; si apenas se hace mención de ella esporque azota por doquier. Elena nunca me habíaresultado accesible. Y desde la

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llegada de Fabrice, me rehuía cada vez más. Ya nosabía qué inventar para llamar su atención. Estuvetentada de hablarle de los ventiladores pero intuí quereaccionaría igual que con el asunto del caballo: seencogería de hombros y me ignoraría. Bendecía aldestino, que había querido que Fabrice viviera en WaiJiao Ta Lu. Y bendecía a la madre de mi bienamada,que prohibía a sus hijos salir de San Li Tun. En efecto,trasladarse de un gueto al otro no planteaba ningúnproblema. En bicicleta, se tardaba un cuarto de hora. Yhacía a menudo de vehículo lanzadera, o porque enWai Jiao Ta Lu estaba un almacén de innoblescaramelos chinos, ciento por ciento bacterias, que meparecían las golosinas más celestiales del mundosublunar. Observé que en tres meses de cortejoFabrice nunca había visitado San Li Tun. Aquellaconstatación me inspiró una idea que esperabaresultase cruel. Al regresar de la escuela, y con untono despreocupado, le pregunté a la pequeña italiana:—¿Fabrice está enamorado de ti? — Sí —respondiócon indiferencia, como si resultase obvio. —¿Y tú leamas? —Soy su novia. —¡Su novia! Entonces debesde verle muy a menudo. —Todos los días, en laescuela. —Ah, no, todos los días, no. Ni el sábado niel domingo. Silencio distante. —Y por la nochetampoco lo ves. Sin embargo, es sobre todo por la

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noche cuando los enamorados deben verse. Para ir alcine. —En San Li Tun no hay cine. —Hay un cine en eledificio de la Alliance française, cerca de Wai Jiao TaLu. —Pero mi mamá no me deja salir de aquí. —¿Ypor qué Fabrice no viene a San Li Tun? Silencio. —Enbicicleta, sólo se tarda un

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cuarto de hora. Y voy todos los días. —Sus padres nole o dejan. —¿Y él obedece? Silencio. —Le pediré quevenga a verme mañana a San Li Tun. Verás como lohará. Hace todo lo que le pido. —¡Ah, no! Si te ama, lainiciativa tiene que salir de él. Si no, no tiene mérito. —Me ama. — Entonces, ¿por qué no viene? Silencio. —Quizás Fabrice tiene otra novia en Wai Jiao Ta Lu —lancé a título de hipótesis. Elena rió con desprecio. —Las otras chicas son mucho menos guapas que yo. —No lo sabes. No todas van a la Escuela Francesa. Lasinglesas, por ejemplo. — ¡Las inglesas! —rió lapequeña italiana, como si aquel simple enunciadoalejara cualquier sospecha. —¿Qué pasa con lasinglesas? Está Lady Godiva. Elena me miró conpuntos de interrogación en los ojos. Y le conté que lasinglesas tenían por costumbre pasearse desnudas, acaballo, ondeando su larga melena. —Pero no haycaballos en el gueto —dijo fríamente. —Si crees queeso detiene a las inglesas. Mi bienamada se marchócon paso rápido. Era la primera vez que la veía andardeprisa. Su rostro no había expresado ninguna herida,pero yo estaba convencida de haber alcanzadocuando menos su orgullo, ya que la existencia de sucorazón jamás me fue demostrada. Sentí un triunfoclamoroso. Nunca supe nada de la eventual bigamiade mi rival. Lo único que supe es que, a la mañana

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siguiente, Elena rompió su noviazgo. Lo hizo con unaindiferencia ejemplar. Me sentí muy orgullosa de suausencia de sentimiento. El prestigio del seductor depelo largo quedó bastante mal parado. Y no cabía enmí de gozo. Fue la segunda vez o

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que le di gracias al comunismo chino. Con la llegadadel invierno, la guerra se intensificó. En efecto, cuandolos hielos hubieran llegado al gueto, todos sabíamosque seríamos movilizados, volens nolens, para hacersaltar a golpes de pico los océanos de hielo queatascarían los coches. Así pues, era necesario escupirde antemano nuestra cuota de agresividad. Hacíamosde todo. Nos sentíamos especialmente orgullosos denuestro nuevo destacamento, al que llamábamos la«cohorte de los vomitadores». Habíamos descubiertoque algunos de los nuestros poseían una privilegiadahabilidad: las hadas que se habían inclinado sobre sucuna les habían otorgado el don de vomitar casi avoluntad. Bastaba que su estómago estuviera cargadopara que estuviera en condiciones de soltar lastre.Aquellas personas a la fuerza tenían que despertaradmiración. La mayoría recurría al método clásico deldedo hundido en el gaznate. Pero otros actuaban deun modo mucho más impresionante: lo hacían con elúnico poder de su voluntad. A través de unaextraordinaria penetración espiritual, tenían acceso alos centros eméticos del cerebro: se concentraban unpoco y asunto concluido. El mantenimiento de lacohorte de los vomitadores recordaba el de algunosaviones: era necesario poder repostar en pleno vuelo.Habíamos comprendido que vomitar de vacío no

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resultaba racional. Así pues, los más inútiles entrenosotros fueron encargados del carburante emético:debían robar a los cocineros chinos alimentos de fácilingestión. Los adultos tuvieron que constatarimportantes desapariciones de

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galletas, pasas, quesitos, leche condensada conazúcar, chocolate y, sobre todo, aceite de oliva y cafésoluble, ya que habíamos descubierto la piedrafilosofal del vómito: una mezcla de aceite de ensaladay de café soluble. Era lo que se expulsaba másrápidamente. (Detalle conmovedor: ninguno de losproductos expulsados estaban disponibles en Pekín.Cada tres meses, nuestros padres debían viajar aHong Kong para el abastecimiento. Aquellos viajeseran caros. Vomitábamos, pues, por mucho dinero.) Elcriterio era el peso: los productos tenían que serligeros de transportar, lo cual, de entrada, descartabatodos los alimentos envasados en frascos de cristal.Los que hacían circular tanto alimento erandenominados «depósitos». Un vomitador debía estarsiempre escoltado por un depósito. Hermosasamistades podían nacer de aquellas relacionescomplementarias. Para los alemanes, no existía torturamás terrible que aquélla. Las inmersiones en el armasecreta les hacían llorar a menudo, pero con dignidad.Los vómitos, en cambio, podían con su honor: gritabande horror en el mismo momento en que la sustanciaentraba en contacto con ellos, como si de ácidosulfúrico se tratase. Un día, uno de ellos se sintió tanasqueado con aquella aspersión que él mismo vomitó,con gran regocijo por nuestra parte. Es cierto, la salud

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de los vomitado res se trastornaba muy deprisa. Peroaquel sacerdocio merecía tantos elogios por nuestraparte que aceptaban el perjuicio físico con serenidad.Para mí, su prestigio no podía compararse con nada.Soñaba con formar parte de la cohorte. Por desgracia,no tenía ninguna disposición

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para ser alistada. Por más que me tragara la terriblepiedra filosofal, no conseguía el resultado deseado.Sin embargo, era absolutamente indispensableprotagonizar una proeza. Sin eso, Elena nunca mequerría. Me preparé en el más absoluto secreto.Mientras tanto, en la escuela, mi bienamada reanudósu soledad ambulatoria. Pero sabía que, en adelante,ya no era inaccesible. También es cierto que mepegué a ella en cada recreo, insconsciente de laestupidez de semejante método. Caminaba a su ladomientras le hablaba. Ella no parecía escucharmeapenas. Me daba igual: su extrema belleza meimpedía pensar. Porque Elena era realmente soberbia.Su gracia italiana, exquisita de civilización, deelegancia y de espíritu, se mezclaba con la sangreamerindia de su madre, con todo el lirismo salvaje delos sacrificios humanos y otras admirables barbariesque mi ingenuidad pintoresca todavía relaciona. Lamirada de aquella hermosura destilaba a la vez elcurare y a Rafael: para caerse redondo en el acto. Y laniña era perfectamente consciente de ello. Aquel día,en el patio de la escuela, no pude impedir pronunciarel gran clásico que, en mi boca, era un inédito de unasinceridad sin límites: — Eres tan hermosa que seríacapaz de hacer cualquier cosa por ti. —Eso ya me lohan dicho —comentó con indiferencia. —Pero en mi

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caso es verdad —encadené, consciente del in caudavenenum que se deducía de mi respuesta, habidacuenta el reciente asunto Fabrice. Me gané unamiradita socarrona que parecía decir: «¿Crees que mehieres?» Porque había que admitirlo: en la misma

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medida en la que Fabrice había sufrido con la ruptura,la italiana no había sentido nada, demostrando así quenunca había amado a su novio. —¿Así que haríascualquier cosa por mí? —retomó en tono divertido. —¡Sí! —dije, esperando que me ordenase lo peor. —Pues quiero que des veinte vueltas al patio corriendo,sin detenerte. A juzgar por el enunciado, la prueba mepareció ridicula. Salí disparada al instante. Corríacomo un bólido, loca de alegría. Mi entusiasmodecreció a partir de la décima vuelta. Disminuyótodavía más cuando comprobé que Elena ni siquierame miraba, con razón: un ridículo se había acercadopara hablarle. Cumplí, no obstante, con mi contrato,demasiado leal (demasiado estúpida) para hacertrampas, y me presenté ante la hermosa y el terceroen discordia. —Ya está —dije. —¿Qué? —se dignópreguntarme—. Ah. Se me había olvidado. Vuelve aempezar, no te he visto. Volví a empezar al momento.Vi que seguía sin mirarme. Pero nada habría podidodetenerme. Descubría que me sentía feliz corriendo:mi pasión encontraba en la velocidad de las zancadasuna manera noble de expresarse y, ya que no recogíalos frutos deseados, por lo menos experimentaba ungran impulso de fervor. —Aquí estoy otra vez. —Bien—dijo ella, sin dar la impresión de haberme visto—.Veinte vueltas más. Ni ella ni el ridículo parecían

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verme. Y corría. Me repetía, con o un principio deéxtasis, que corría por amor. Simultáneamente, sentíael asma apoderarse de mí. Peor: recordaba haberledicho a Elena que era asmática. Ella no sabía lo queera eso y se lo había explicado; por una vez,

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me había escuchado con interés. Así pues, me habíadado aquella orden con pleno conocimiento de causa.Al término de sesenta vueltas, me planté de nuevoante mi bienamada. —Vuelve a empezar. —¿Recuerdas lo que te conté? —pregunté tímidamente.—¿Qué? —El asma. — ¿Acaso crees que te pediríaque corrieras si no me acordara? —respondió conabsoluta indiferencia. Subyugada, me marché denuevo. Trance. Corría. Una voz monologaba dentro demi cabeza: «¿Quieres que cometa sabotaje conmigomisma? Es maravilloso. Es digno de ti y digno de mí.Verás hasta dónde vamos a llegar.» Sabotear era unverbo que me venía que ni pintado. No tenía ningunanoción de etimología pero «sabotear» me sonaba acasco de caballo4, y los cascos eran los pies de micaballo, eran, pues, mis auténticos pies. Elenadeseaba que me saboteara para ella: eso equivalía adesear que aplastara mi ser bajo aquel galope. Ycorría pensando que el suelo era mi cuerpo y que lopisoteaba para obedecer a la hermosa y que loapisonaría hasta su agonía. Sonreía ante aquellamagnífica perspectiva y aceleraba mi sabotajeaumentando la velocidad. Me sorprendía miresistencia. La bicicleta intensiva —la equitación— mehabía proporcionado un aliento considerable a pesardel asma. Lo cual no impedía que sintiera la

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inminencia de la crisis. El aire me faltaba cada vezmás, el dolor empezaba a resultar inhumano. Lapequeña italiana no le dedicaba ni una mirada a micarrera, pero nada, nada en este mundo habría podidodetenerme. Se le había ocurrido ordenarme

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aquella prueba porque sabía que era asmática;ignoraba hasta qué punto su elección resultabaacertada. ¿El asma? Minucia, simple defecto técnicode mi esqueleto. En realidad, lo importante era que mepidiera correr. Y la velocidad era la virtud que yohonraba, era el escudo de mi caballo, la velocidadpura, cuya finalidad no es ganar tiempo sino huir deltiempo y de todos los lastres que arrastra la duración,en el cenagal de los pensamientos sin ataduras, de loscuerpos tristes, de las vidas obesas y de las rumiasasmáticas. Tú, Elena, eras la hermosa, la lenta, quizásporque tú eras la única que podía permitírselo. Tú, quesiempre caminabas a cámara lenta, como para permitirque te admirásemos durante más tiempo, me habías,no hay duda de que sin tú saberlo, ordenado que fuerayo misma, es decir, no ser nada más que mi velocidad,alelada, ebrio bólido a la carrera. Durante laoctogésima octava vuelta, la luz empezó a declinar.Los rostros de los niños se oscurecieron. El últimoventilador gigante dejó de funcionar. Mis pulmonesexplotaron de sufrimiento. Síncope. Cuando recuperéel conocimiento, estaba en la cama, en casa. Mi madreme preguntaba qué me había ocurrido. — Los niñosdicen que no dejabas de correr. —Me estabaentrenando. —Júrame que no volverás a hacerlo. —No puedo. Por debilidad, acabé confesándolo todo.

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Quería que por lo menos una persona estuviera alcorriente de mi hazaña. Aceptaba morir de amor, peroera necesario que aquello se supiera. Entonces mimadre se enfrascó en una explicación de las leyes deluniverso. Dijo que, en este

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mundo, había personas muy malas y, en efecto, muyseductoras. Afirmaba que, si quería ser amada poralguna de ellas, sólo existía una solución: yo tambiéntenía que portarme como una malvada con ella. —Debes comportarte con ella igual que ella se comportacontigo. — Pero eso es imposible. Ella no me ama. —Si eres igual que ella, te amará. La sentencia erainapelable. Me parecía absurda: a mí me encantabaque Elena no tuviera modales. ¿Qué sentido podíatener un amor concebido como un espejo? Noobstante, resolví probar la técnica de mi madre,aunque sólo fuera a título experimental. Partía delprincipio según el cual una persona que me habíaenseñado a atarme los cordones de los zapatos nopodía decir cualquier cosa. Las circunstanciasfavorecieron aquella nueva política. En el transcursode una batalla, los aliados habían capturado al jefe delejército alemán, un tal Werner, al que hasta entoncesjamás habíamos conseguido detener y que, paranosotros, era la mismísima representación del Mal.Estábamos exultantes. Lo íbamos a poner bueno. Seiba a enterar de lo que valía un peine. Es decir, iba adisfrutar del catálogo entero. El general fue atadocomo un salchichón y amordazado con algodónmojado. (Empapado en arma secreta, se entiende.)Tras dos horas de amenazante y gratuita orgía

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intelectual, Werner fue primero transportado a la cimade la escalera de emergencia y suspendido en el vacíodurante un cuarto de hora, en el extremo de unacuerda no excesivamente sólida. Por la manera comose retorcía, parecía claro que sufría un terrible vértigo.Cuando lo

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subieron hasta la plataforma, estaba morado de pies acabeza. A continuación, fue bajado a tierra firme ytorturado de un modo más clásico. Lo sumergimos afondo en el arma secreta durante un minuto, despuésde lo cual lo entregamos al talento de cincovomitadores saciados a placer. Aquello estaba bien,pero nuestra agresividad se había quedado con lasganas. Ya no sabíamos qué más hacer. Entoncespensé que había llegado el momento. — Esperad —murmuré con una voz tan solemne que se impuso elsilencio. Los niños me miraron con ciertabenevolencia, porque era la más pequeña del ejército.Pero lo que hice me elevó a la categoría de monstruoguerrero. Me acerqué a la cabeza del general alemán.Anuncié, como un músico indicando un «allegro manon troppo» ante una partitura: —De pie, sin manos.Mi voz había sido tan sobria como la de Elena. Yprocedí como había prometido, justo entre los dos ojosde Werner, desorbitados de humillación. Un rumortransido recorrió la asamblea. Nunca se había vistonada igual. Me marché a paso lento. Mi rostro notraducía expresión alguna. Mi orgullo alcanzaba eldelirio. Me sentía fulminada por la gloria como otros loson por un relámpago. El más mínimo de mis gestosme parecía augusto. Tenía la sensación de estarviviendo una marcha triunfal. Miraba de arriba abajo el

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cielo de Pekín con soberbia. Mi caballo se sentiríaorgulloso de mí. Era de noche. El alemán fue dado pormuerto. Los aliados se habían olvidado de él a causade mi proeza. A la mañana siguiente, sus padresdieron con él. Su ropa y su pelo empapados de armasecreta estaban

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helados, así como los raudales de vómito. El niñocontrajo la bronquitis del siglo. Y aquello no fue nadacomparado con el daño moral que había padecido.Hubo incluso un elemento de su relato que hizo creera los suyos que había perdido la razón. En San Li Tun,la tensión Este-Oeste alcanzaba su punto culminante.Mi orgullo no tenía límites. En la Escuela Francesa, mifama se expandió como un reguero de pólvora. Ya,una semana antes, había sufrido un síncope. Y ahoradescubrían en mí monstruosos talentos. No habíaduda, no era una cualquiera. Mi bienamada se enteró.Siguiendo las instrucciones, fingí no darme cuenta desu existencia. Un día, en el patio, se acercó a mí,milagro sin precedentes. Con ambigua perplejidad, mepreguntó: —¿Es cierto lo que se dice? — ¿Qué sedice? —dije sin mirarla siquiera. —¿Que lo haces depie, sin manos, y que puedes apuntar? —Es cierto —respondí con desdén, como si se tratara de algo de lomás ordinario. Y seguí caminando a paso lento, sinañadir palabra. Fingir aquella indiferencia suponía unsuplicio para mí, pero el procedimiento resultaba taneficaz que tuve el coraje de continuar. Llegó la nieve.Era mi tercer invierno en el país de los Ventiladores.Como de costumbre, mi nariz se transformaba enDama de las Camelias, escupiendo sangre conhermosa prodigalidad. La nieve era lo único que podía

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esconder la fealdad de Pekín. Y lo conseguía durantesus diez primeras horas de vida. El cemento chino, elcemento más horroroso del mundo, desaparecía bajoaquella desconcertante palidez. Desconcertante en el

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doble sentido del término, ya que desconcertabatambién al cielo y la tierra: gracias al blanco perfecto,resultaba imposible imaginar que inmensas parcelasde nada hubieran invadido zonas de la ciudad, y enPekín la nada, lejos de ser un síntoma de decadencia,hacía el papel de redención. A causa de aquellaefímera yuxtaposición de vacío y plenitud, San Li Tunadquiría aspecto de estampa. Casi parecía queestuviéramos en China. Diez horas más tarde, lacontaminación se invertía. El cemento desteñía sobrela nieve, la fealdad desteñía la belleza. Y todo volvía asu orden anterior. Las nuevas nieves no cambiaban ennada la situación. Resulta impactante comprobar hastaqué punto la fealdad siempre es más fuerte: así pues,apenas los nuevos copos aterrizaban sobre suelopekinés, se volvían repelentes. No me gustan lasmetáforas. Así que no diré que la nieve urbana es unametáfora de la vida. No lo diré porque no hace falta:todo el mundo lo ha entendido. Un día, escribiré unlibro que se titulará Nieve de ciudad. Será el libro mástriste de la historia de los libros. Pero no, no loescribiré. ¿De qué sirve contar horrores que todo elmundo conoce? Así que mejor quitárselo de encima deuna vez por todas: que algo tan encantador, tanaterciopelado, tan suave, tan arremolinado, tan ligerocomo la nieve pueda transformarse tan deprisa en su

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opuesto —un fárrago gris, pegajoso, yerto, pesado,rugoso— es una cabronada de la que uno nunca serepone. En Pekín, odiaba el invierno. Hacer saltar agolpes de pico y de rasqueta la espesa capa de hieloque inmovilizaba el gueto me desencajaba

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profundamente. Y los otros niños movilizadosopinaban lo mismo que yo. La guerra quedabasuspendida hasta el deshielo, lo que podría parecerparadójico. Para resarcirnos de aquellos trabajos deexcavación, los adultos nos llevaban a patinar eldomingo al lago del Palacio de Veranbo: aquellasexpediciones me parecían demasiado hermosas paraser verdad. La inmensa agua helada que reflejaba laluz boreal y emitía ruidos terribles bajo los patines meprovocaba un éxtasis tan intenso que contraje doloresde cabeza. No tenía ninguna defensa inmunitariacontra la belleza. Los demás días, en cuantoregresábamos de la escuela, picos y palas. Todos losniños sufrían este castigo. A excepción de dos, y noprecisamente unos cualquiera: los muy preciadosClaudio y Elena. Su madre había decretado que susretoños eran demasiado frágiles para tan ruda tarea.En el caso de la hermosa, nadie se quejó. Pero laexención del hermano mayor acrecentó su ya de por síconsiderable impopularidad. Envuelta en un viejoabrigo y una chapka china de piel de cabra, meafanaba en hacer saltar el hielo. Como San Li Tun separecía a un centro penitenciario hasta el punto deconfundirse con él, tenía la impresión de ser uncondenado a trabajos forzados. Más tarde, cuandoganase el Premio Nobel de Medicina o fuera mártir,

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contaría que, como consecuencia de hechos dearmas, había purgado una condena en un penal dePekín. Sólo me faltaba la bola atada al pie. Aparición:una delicada criatura vestida con una capellina blancase plantó ante mí. Su largo y suelto pelo negroasomaba por un gorrito de

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terciopelo blanco. Era tan hermosa que creídesfallecer, lo cual hubiera sido una ventajosasolución. Pero la consigna no había cambiado. Fingíno haberla visto y di un fuerte golpe de pico en la nievehelada. —Me aburro. Ven a jugar conmigo. Teníarealmente una voz de armiño. —¿No ves que tengotrabajo? —respondí, de un modo tan desagradablecomo me fue posible. —Hay niños suficientes parahacerlo —dijo ella señalando la multitud de crios que,a mi alrededor, escardaban el hielo. —Y no o soy unaenchufada tiquismiquis. Me daría vergüenza no hacernada. Me daba vergüenza decir una cosa así, pero erala consigna. Silencio. Me reincorporé al duro trabajo.Elena me sorprendió entonces con un golpe de efecto.— Dame la piqueta —me dijo. Pasmada, la miré sindecir nada. Se adueñó de mi instrumento, lo levantó alprecio de un patético esfuerzo y lo caló sobre el suelo.Y a continuación hizo ademán de volver a empezar.Me parecía no haber visto nunca un sacrilegio taninsoportable. Le arranqué el instrumento de las manosy con una voz muy severa le ordené: —¡No! ¡Tú, no!—¿Por qué? —preguntó el armiño con una expresiónangelical. No contesté y seguí socavando, mirando alsuelo. Mi bienamada se marchó a paso lento, muyconsciente de haber ganado la partida. La escuelahacía que la guerra resultase todavía más catártica. La

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guerra servía para aniquilar al enemigo y, porconsiguiente, para no aniquilarse uno mismo. Laescuela servía para ajustar cuentas con los aliados.Asimismo, la guerra servía para saciar la agresividadsegregada por la

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vida. Y la escuela servía para depurar la agresividadsegregada por la guerra. Gracias a lo cual éramos muyfelices. Pero el asunto Werner provocó agitación entrelos adultos. Los padres de Alemania del Este hicieronsaber a los padres de los aliados que, esta vez, sushijos habían llegado demasiado lejos. Ya que nopodían exigir el castigo de los culpables, reclamabanun armisticio. De lo contrario, se tomarían «represaliasdiplomáticas». Nuestros padres les dieron la razóninmediatamente. Nos avergonzamos de ellos. Unadelegación adulta se presentó para amonestar anuestros generales. Alegó que la guerra fría no eracompatible con nuestro cruento conflicto. Eranecesario detener las hostilidades. No había vuelta dehoja. Los padres eran quienes poseían los alimentos,las camas y los coches. No había modo dedesobedecer. No obstante, nuestros generalestuvieron la valentía de alegar que necesitábamosenemigos. —¿Por qué? —¡Pues para la guerra! Nopodíamos creernos que alguien pudiera hacer unapregunta tan tautológica. —¿De verdad necesitáis unaguerra? —preguntaron los adultos con una expresiónagobiada. Comprendimos hasta qué punto erandegenerados y no respondimos. De todos modos,hasta que llegara el deshielo, las hostilidadesquedarían suspendidas. Los padres creyeron que

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habíamos firmado el armisticio. En realidad,esperábamos la debacle. El invierno constituyó todauna prueba. Prueba para los chinos, que se morían defrío, lo cual, dicho sea de paso, no preocupaba a losniños de San Li Tun. Prueba para los niños de San LiTun,

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condenados a escardar el hielo del gueto durante sutiempo libre. Prueba para nuestra agresividad,reprimida hasta la llegada de la primavera: la guerra senos antojaba como un grial. Pero la capa de nievehelada que había que despejar aumentaba cadanoche y parecía alejarnos del mes de marzo. Alguienpodría pensar que cavar saciaba nuestra sed deviolencia: al contrario. Era como intentar apagar unfuego con gasolina. Algunos bloques de hielo eran tanduros que, para darnos más fuerza todavía,imaginábamos que abatíamos los picos sobre carnealemana. Y, finalmente, prueba para mí en todos losfrentes de mi amor. Seguía la consigna al pie de laletra y me mostraba tan fría con Elena como lo eraaquel invierno pekinés. No obstante, cuanto más meceñía a la consigna, menos quitaba la pequeña italianasu tierna mirada de mí. Sí, tierna. Nunca habría podidoimaginar que pudiera tener aquella expresión algúndía. ¡Y dedicada a mí! No podía saber que ella y yopertenecíamos a dos especies diferentes. Elenapertenecía al grupo de los que aman más cuando lesmachacan en frío. Y era lo contrario: cuanto o más mesentía amada, más amaba. Es cierto que no habíaesperado a que la hermosa me mirase con ternurapara enamorarme de ella. Pero su recién estrenadadisposición respecto a mí multiplicaban mi pasión. Y

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llegué a delirar de amor. De noche, en mi cama, veíalos ojos dulces que me habían acariciado y alcanzabaun estado híbrido, medio terremoto medio soponcio.Me preguntaba a qué estaba esperando para ceder.Ya no dudaba de su amor. Sólo me quedabaresponder. No me atrevía. Sentía que mi pasión

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había alcanzado proporciones extraordinarias.Manifestarla me llevaría muy lejos: necesitaría algomás que lenguaje, necesitaría ese más allá ante elcual me sentía indefensa a base de no comprender, abase de entrever sin comprender. Y me limitaba a laconsigna, que resultaba cada vez más difícil de seguir,pero cuyo método de empleo no planteaba misterioalguno. Y las miradas de Elena eran cada vez másinsistentes, cada vez más desgarradoras, porquecuanto menos concebido está un rostro para ladulzura, más desconcertante resulta su dulzura, y ladulzura de sus ojos sagitarios y la dulzura de su bocade malvada me congestionaban. De repente,experimentaba la necesidad de blindarme mástodavía, y me volvía gélida y cortante como el granizo,y el rostro de la hermosa se aterciopelaba de amanteternura. Aquella situación resultaba insostenible. Paracolmo de crueldad, la nieve. La nieve, que por más feay gris que fuera, como la Ciudad de los Ventiladores,no dejaba por ello de ser nieve. La nieve, en la quemis titubeos analfabetos habían visto la imagen delamor por excelencia, lo cual me iba a costar muy caro.La nieve, en absoluto inocente bajo su apariencia decándida beatitud. La nieve, sobre la cual leíapreguntas que me producían mucho calor y, acontinuación, mucho frío. La nieve, sucia y dura, que

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acababa comiendo con la esperanza de encontrar, envano, una respuesta. La nieve, agua explosionada,arena de hielo, sal no ya de la tierra sino del cielo, salno salada, con gusto a sílex, con textura de gemamolida, perfume de frialdad, pigmento de blanco, único

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color que cae de las nubes. La nieve, que todo loamortigua —los ruidos, las caídas, el tiempo— parasubrayar mejor las cosas eternas e inmutables como lasangre, la luz, las ilusiones. La nieve, primer papel dela Historia, sobre el cual fueron escritas tantaspisadas, tantas despiadadas persecuciones, la nievefue, pues, el primer género literario, inmenso libro aflor de tierra que sólo trataba de huellas de caza o delitinerario de su enemigo, suerte de epopeya geográficaque le daba a la más mínima señal un valor deenigma: aquella huella, ¿era de su hermano o delasesino de su hermano? De aquel libro kilométrico einacabado, que podría titularse El Libro Más Grandedel Mundo, no se ha conservado ningún fragmento,ocurre lo contrario que con la biblioteca de Alejandría:todos los textos se han derretido. Pero ha tenido quequedarnos una lejana reminiscencia que resurge concada nevada, una especie de angustia de la página enblanco, que despierta un deseo terrible de recorrer losespacios todavía vírgenes, e instinto de exégeta desdeel momento en el que te cruzas con la huella de otro.En el fondo, fue la nieve la que inventó el misterio. Porel mero hecho de existir, ella fue la que inventó lapoesía, la lámina, el signo de interrogación, y ese granjuego de persecución que es el amor. La nieve, falsamortaja, inmenso y vacío ideograma en el que

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descifraba el infinito de sensaciones que deseabaofrecerle a mi bienamada. No me preocupaba saber simi deseo desconocido era puro o impuro. Sólo sentíaque aquella nieve hacía que Elena fuera todavía más

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irresistible, el misterio todavía más estremecedor y laconsigna todavía más insoportable. Nunca la llegadade la primavera fue tan deseada. Hay que desconfiarde las flores. Sobre todo en Pekín. Pero, para mí, elcomunismo era un asunto de ventiladores, y elepisodio de las Cien Flores me resultaba tandesconocido como Ho Chi Minh o Wittgenstein. Detodos modos, con las flores los avisos no sirven paranada: siempre acabas cayendo en la trampa. ¿Qué esuna flor? Un sexo gigante que se ha vestido de gala.Esta verdad es conocida desde hace tiempo; lo cualno impide que los grandes bobos que somoshablemos de la delicadeza de las flores con cursilería.Incluso llegamos a decir que los que suspiranbobaliconamente son flor azul5, lo cual resulta tanincongruente e inadecuado como llamarlos «sexoazul». En San Li Tun, había muy pocas flores y las quehabía eran feas. Pero eso no impedía que fueranflores. Las flores de invernadero son hermosas comomaniquíes, pero no huelen. Las flores de guetoparecían adefesios: algunas eran tan feas comocampesinas camino de la metrópoli, otras eran tanpoco elegantes como ciudadanas en el campo. Todasparecían estar fuera de lugar. Sin embargo, si unohundía la nariz en su corola, si uno cerraba los ojos yse tapaba los oídos, le entraban ganas de llorar: ¿qué

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habrá pues, en el fondo de las flores más ordinarias,de banal y agradable perfume, qué habrá de tandesgarrador, por qué esa nostalgia de recuerdos queno son los tuyos, de jardines en los que nunca has

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estado, de bellezas imperiales de las que nunca hasoído hablar? ¿Por qué razón la Revolución Cultural noprohibió a las flores oler a flor? A la sombra del guetoen flor, la guerra pudo por fin reanudarse. Fue ladebacle en todos los sentidos del término. En 1972,los adultos habían recuperado nuestra guerra. Lo cualnos produjo una profunda indiferencia. En la primaverade 1975, la habían saboteado. Lo cual nos repugnó.Apenas acababa de fundirse el hielo, apenas habíanfinalizado nuestros trabajos forzados, apenasacabábamos de reiniciar los combates, con éxtasis yfrenesí, cuando nuestros ofuscados padres tuvieronque intervenir interpretando su papel de aguafiestas:—¿Y el armisticio? —Nunca firmamos nada. —¿Acasoson necesarias firmas? Muy bien. Nos ocupamos deello. Fue una pesadilla de lo más grotesca. Los adultosmecanografiaron un tratado de paz ininteligible a lamedida de sus deseos. Convocaron a los generales delos bandos rivales a una «mesa de negociación»donde no hubo nada que negociar. Leer en voz alta eltexto francés y el texto alemán: no entendimosninguno de los dos. Sólo teníamos derecho a firmar.Gracias a aquella vulgar humillación, nunca habíamossentido una simpatía tan profunda hacia nuestrosenemigos. Y el sentimiento era recíproco a ojos vistas.Incluso Werner, que estaba en el origen de aquella

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parodia de armisticio, parecía asqueado. Al término deaquellas firmas de opereta, los adultos creyeron debuen tono hacer un brindis con limonada servida envasos altos. Parecían satisfechos y

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aliviados, sonreían. El secretario de la embajada deAlemania del Este, un ario afable y desastrado,interpretó una cancioncilla. Y así fue como, tras haberrecuperado nuestra guerra, los padres recuperaronnuestra paz. Nos avergonzamos por ellos. Elparadójico resultado de aquel tratado artificial fue unamutua admiración. Los antiguos combatientes seabrazaron los unos a los otros, llorando de cóleracontra sus mayores. Nunca un alemán oriental habíasido tan querido por nadie. Werner sollozaba. Leabrazábamos: había cometido un acto de traición perosin malas artes. Pleonasmo: en la guerra todo vale y,por tanto, las artes no son ni malas ni buenas. Lanostalgia ya empezaba a aparecer. En inglés,intercambiamos hermosos recuerdos de combates ytorturas. Parecía la escena de reconciliación de unapelícula americana. La primera, no, la única cosa quenecesitábamos era encontrar un nuevo enemigo. Notodo el que quiere puede ser enemigo: había unascondiciones que cumplir. La primera era geográfica:era necesario que la nación elegida residiera en San LiTun. La segunda condición era de carácter histórico:no había que luchar contra antiguos aliados. Es ciertoque uno siempre es traicionado por los suyos, es ciertoque no hay peor peligro que los amigos: pero uno nopuede atacar a su hermano, uno no puede ensañarse

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con aquel que, en el frente, ha vomitado a su lado, hahecho sus necesidades en la misma tina. Sería pecarcontra el espíritu. La tercera condición rozaba loirracional: era necesario que el enemigo tuviera alguna

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característica detestable. Y en este punto todos losregistros eran factibles. Algunos propusieron a losalbaneses o a los búlgaros, con la argumentación, algofútil, de que eran comunistas. La sugerencia norecogió ni un solo voto: los países del Este eran algomanido, y ya habíamos visto lo que nos habíancostado. —¿Y los peruanos? —dijo alguien. —¿Porqué odiar a un peruano? —preguntó uno de nosotros,pregunta de una hermosa y metafísica simplicidad. —Porque no hablan nuestro idioma —respondió unlejano súbdito de Babel. Evidentemente, era unabuena razón. Un pequeño seguidor de la teoría de losconjuntos señaló que, aplicando esa misma lógica,podíamos perfectamente declarar la guerra a las trescuartas partes del gueto, incluso a toda China. —Esuna buena razón, pues, pero no es suficiente.Continuamos con aquel minucioso examen denacionalidades hasta que una iluminación se produjoen mí: —Los nepalíes —exulté. — ¿Y qué razón haypara odiar a un nepalí? Para aquella pregunta dignade Montesquieu, hallé una respuesta deslumbrante: —Porque es el único país del mundo que no tiene unabandera rectangular. Un estruendoso silencio fulminóla asamblea. —¿Es cierto? —preguntó una voz yaronca. Me lancé a una descripción de la banderanepalí, suma de triángulos, diábolo partido en dos a lo

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largo. Los nepalíes fueron declarados enemigos alinstante. — ¡Menudos cabrones! —¡Se van a enterar,esos nepalíes, se van enterar que es eso de no teneruna bandera rectangular como todo el mundo! —¿Pero quiénes se han creído que son, esos nepalíes?El odio funcionaba. Los

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alemanes orientales estaban tan indignados comonosotros. Pidieron formar parte de los aliados paraaquella hermosa cruzada contra las banderas norectangulares. Nos sentimos más que satisfechos deincorporarlos a nuestras filas. Luchar junto a aquellosque nos habían vapuleado y a los que habíamostorturado, resultaría conmovedor. Los nepalíesresultaron ser unos singulares enemigos. Eraninfinitamente menos numerosos que los aliados. En unprimer momento, aquel detalle nos pareció simpático.Que pudiéramos sentir vergüenza por la desproporciónnunca nos pasó por la cabeza. Aquella superioridadnumérica más bien resultaba agradable. Su media deedad era superior a la nuestra. Algunos ya teníanquince años: el umbral de la senectud. Razón de máspara odiarlos. Les declaramos la guerra con unatransparencia nunca vista: los dos primeros nepalíesque pasaban por allí se vieron asaltados por unasesentena de niños. Cuando los soltamos, no eranmás que un montón de llagas y chichones. Aquellospobres y pequeños montañeses, recién descendidosde su Himalaya, no comprendieron nada de lasituación. Los niños de Katmandú, que debían de sercomo máximo siete, se reunieron para deliberar.Adoptaron la única política posible: la lucha, a la vistade nuestros métodos habían comprendido que las

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negociaciones diplomáticas no servirían para nada.Hay que admitir que el comportamiento de los crios deSan Li Tun era la negación absoluta de las leyeshereditarias. El oficio de nuestros padres consistía enreducir, en la medida de lo posible, las tensionesinternacionales. Y

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nosotros hacíamos justo lo contrario. Cría cuervos.Pero en ese ámbito éramos innovadores: una alianzatan potente, una guerra mundial de aquel calibre, todoeso contra un pobre país sin envergadura ideológica,carente de toda influencia, resultaba original. Además,sin nosotros saberlo, estábamos completando lapolítica china. Mientras los soldados maoístas invadíanel Tíbet, nosotros atacábamos la cadena montañosapor otro flanco. No hubo compasión para el Himalaya.Pero los nepalíes nos sorprendieron. Descubrimos queeran unos soldados terribles: su brutalidad superabatodo lo que habíamos conocido en tres años de guerracontra los alemanes orientales, que, no obstante,estaban lejos de ser unos enclenques. Los niños deKatmandú tenían un puñetazo y una patada de unavivacidad y de una precisión sin igual. Los siete juntosconstituían un enemigo temible. Ignorábamos lo que laHistoria ha demostrado en tantas ocasiones: ningúncontinente le llega a la suela del zapato a Asia en loque a violencia se refiere. Estábamos en la boca dellobo, pero no descontentos de estarlo. Elena semantenía por encima del bien y del mal. Más tarde, leíuna oscura historia que trataba sobre una guerra entreTroya y los griegos. Todo había empezado por culpade una soberbia criatura llamada Helena. Detalle que,como era de esperar, me hizo sonreír. Evidentemente,

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no podía aspirar al paralelismo. La guerra de San LiTun no había comenzado por culpa de Elena. Y estaúltima nunca quiso tener nada que ver con el conflicto.Curiosamente, la Ilíada me ha informado menos sobreSan Li Tun que San

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Li Tun sobre la Ilíada. En primer lugar, estoyconvencida de que, de no haber tomado parte en laguerra del gueto, nunca habría sido tan sensible a laIlíada. Para mí, el origen no fue el mito sino laexperiencia. Y me atrevo a creer que la experienciame ha iluminado algunos aspectos del mito. Enparticular sobre el personaje de Helena. ¿Existe unahistoria más halagadora para una mujer que la Ilíada?Dos civilizaciones se despellejan sin piedad y hasta lasúltimas consecuencias, el Olimpo interviene, lainteligencia militar conoce sus cartas de nobleza, unmundo desaparece, ¿y todo por culpa de quién? Deuna hermosa chica. Uno se imagina de buena gana ala coqueta presumiendo ante sus amigas: —¡Sí,queridas, un genocidio e intervenciones divinas sólopara mí! Y yo no hice nada. Qué queréis que haga,soy guapa, no puedo evitarlo. Las relecturas del mitohan reflejado aquella desmedida futililidad de Helena,que se convertía en la caricatura de la arrebatadoraegoísta, a la que le parecía normal e inclusoencantador que la gente se matara en su nombre. Enmi caso, cuando hacía la guerra, conocí a la bellaHelena, y me enamoré de ella, y por culpa de esotengo una visión distinta de la Ilíada. Porque vi cómoera la bella Helena, cómo reaccionaba. Y eso meinclina a pensar que su lejana y homónima antepasada

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era igual que ella. Así pues, creo que a la bella Helenale importaba un bledo la guerra de Troya hasta unextremo difícil de concebir. No creo que sevanagloriase de ello: eso habría supuesto hacerexcesivos honores a los ejércitos humanos. Creo queestaba infinitamente por debajo de aquella historia yque se miraba en los espejos.

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Creo que necesitaba ser mirada, y poco le importabaque fueran miradas de guerreros o miradas depacificadores: miradas, esperaba que le hablaran deella, y sólo de ella, no de aquellos que se lasdedicaban. Creo que necesitaba ser amada. Amada,no: no se le daba bien. A cada uno lo suyo. ¿Amar aParis? Me sorprendería. Pero amar que Paris la ame,eso sí, y no preocuparse por nada más de lo que Parispudiera hacer, también. ¿Al fin y al cabo qué es laguerra de Troya? Una barbarie monstruosa,sanguinaria, deshonrosa e injusta, cometida ennombre de una hermosa a la que le importaba unbledo. Y todas las guerras son la guerra de Troya, y atodas las causas nobles en nombre de las cuales selibran les importa un bledo. Porque la única sinceridadde la guerra es la que no se dice: si uno hace la guerraes porque la ama y porque es un excelentepasatiempo. Y uno siempre encontrará una noble yhermosa causa para hacerla. Así pues, la hermosaHelena hacía bien en no darse por aludida y enmirarse en los espejos. Y me gusta mucho, aquellaHelena, que amé, en 1974, en Pekín. Mucha gente secree ávida de guerra cuando en realidad sueñan conun duelo. Y a veces, la Ilíada crea la ilusión de , ser layuxtaposición de varias rivalidades electivas: cadahéroe encuentra en el bando rival su enemigo

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asignado, mítico, aquel que lo obsesionará hasta quehaya acabado con él, y a la inversa. Pero la guerra noes eso: eso es amor, con todo el orgullo y elindividualismo que eso supone. ¿Quién no ha soñadoalguna vez con una hermosa disputa contra unenemigo de siempre, un enemigo que

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sería suyo? ¿Y qué no estaríamos dispuestos a hacerpara tener enfrente a un adversario digno de unomismo? Así pues, de todos los combates en los queparticipé en San Li Tun, el que mejor me preparó paraleer la Ilíada fue mi amor por Elena. Porque, entretantos asaltos confusos y tumultos, fue mi únicocombate singular, fue la lid que respondió por fin a mismás altas aspiraciones. No fue el cuerpo a cuerpodeseado, pero fue, por decirlo de algún modo, unespíritu a espíritu, y de los buenos. Gracias a Elena,tuve mi duelo. Y no necesito precisar que el adversarioestaba a la altura. Y no era Paris. Pero ahora Elename miraba de tal modo o que acabé por no estar deltodo segura de mi identidad. Sabía que un día u otrome vendría abajo. El día llegó. Era en primavera,forzosamente, y por más feas que fueran las flores delgueto, no por ello dejaban de cumplir con su trabajo deflores, como honestas trabajadoras en una comunapopular. Había priapea en el aire. Los ventiladoresgigantes la propagaban por doquier. Incluso en laescuela. Era un viernes. Llevaba una semana sin pisarla clase a causa de una bronquitis que había esperadoprolongar un día más para hacer puente, en vano. Mehabía afanado en explicarle a mi madre que perderuna semana entera de enseñanza pekinesa norepresentaba un beneficio intelectual previsto y no

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obtenido, que me instruía cien veces más leyendo laprimera traducción de los cuentos de Las mil y unanoches en la cama y que me sentía todavía un pocodébil; ella no quería comprender nada y me teníareservado un argumento irritante: —Si el viernes

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todavía estás enferma, te quedarás en cama el sábadoy el domingo para tu convalecencia. Tuve, pues, queobedecer y regresar a la escuela aquel viernes delcual todavía ignoraba que se trataba del día atribuido aVenus por los unos, a la crucifixión por los otros y alfuego por unos terceros, algo que, analizado aposteriori, no me parece incoherente. De hecho, losviernes de mi vida han llevado el rigor etimológicohasta el extremo de conjugar estos tres significados ennumerosas ocasiones. Una larga ausencia siempretiene por efecto ennoblecer y excluir. El prestigio de laenfermedad me aislaba un poco y pude concentrarmemejor en la fabricación de los más sofisticadosmodelos de avioncitos de papel. Hora de recreo. Lapalabra no deja lugar a dudas: se trata de crearse denuevo. La experiencia me demostraría más bien locontrario: la mayoría de los recreos en los que toméparte degeneraron en un acto de demolición, y noforzosamente de demolición ajena. Pero, para mí, losrecreos eran sagrados, ya que me permitían ver aElena. Acababa de pasar siete días sin siquiera darmecuenta. Siete días es más tiempo del que se necesitapara crear el universo: es la eternidad. La eternidad sinmi bienamada había sido una dura prueba. Es ciertoque, desde la consigna, mis relaciones con ella selimitaban a miradas a hurtadillas, pero aquellas furtivas

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visiones constituían la parte esencial de mi existencia:ver el rostro de la persona que uno ama, sobre todocuando ese rostro es hermoso, basta para saciar uncorazón poco alimentado. El mío se moría de hambrehasta el punto de que, como los gatos

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demasiado hambrientos, no se atrevía a comer: nisiquiera me atrevía a buscar a Elena con la mirada.Caminaba por el patio mirando al suelo. A causa deldeshielo todavía reciente, el suelo era un barrizal.Pisaba con precaución los islotes menos empapados.Aquello me mantenía ocupada. Vi acercarse dos piesmenudos, delicadamente calzados, que caminaban apaso gracioso y ajenos a la presencia del barro. ¡Hayque ver cómo me miraba! Y estaba tan hermosa, conaquella belleza que me emborrachaba la cabeza conel estúpido leitmotiv anteriormente citado: «Hay quehacer algo.» Me preguntó: —¿Ya estás curada? Unángel que hubiera venido a visitar a su hermano alhospital no habría tenido una voz distinta. ¿Curada?Qué más hubiera querido. —Estoy bien. —Te heechado de menos. Quise visitarte pero tu madre medijo que estabas demasiado enferma. ¡Cría padres!Intenté por lo menos sacar provecho de aquellabochornosa noticia: —Sí —dije con una gravedaddesatada—. Casi me muero. —¿De verdad? —No esla primera vez — respondí, encogiéndome dehombros. Haberme codeado con la muerte en variasocasiones constituiría excelentes cartas de nobleza.Tenía mis influencias. —Entonces, ¿vas a poder volvera jugar conmigo? ¡Me estaba haciendo proposiciones!—Pero si yo nunca he jugado contigo. — ¿Y no te

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apetece? —Nunca me ha apetecido. Puso una voztriste: —No es cierto. Antes te apetecía. Ya no mequieres. Ahí tenía que marcharme enseguida o iba apronunciar las palabras irreparables. Di media vuelta ybusqué un sitio donde pisar. Estaba tan tensa que yano

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distinguía el suelo de los charcos. Intentaba pensarcuando Elena pronunció mi nombre. Era la primeravez. Sentí un extraordinario malestar. Ni siquiera sabíasi resultaba agradable o no. Mi cuerpo se paralizó depies a cabeza, estatua sobre un pedestal de barro. Lapequeña italiana dio una vuelta de ciento ochentagrados a mi alrededor, caminando a través de todo,indiferente al destino de sus refinados zapatos. Laimagen de sus pies en el barro me consternaba. Latenía delante. El acabóse: estaba llorando. —¿Por quéya no me quieres? Ignoro si poseía la facultad de llorarpor encargo. Sea como fuere, sus lágrimas resultabanmuy convincentes. Lloraba con un arte consumado:sólo un poco, de manera que no resultara antiestético,y con los ojos muy abiertos, para no ocultar sumagnífica mirada y mostrar la lenta génesis de cadalágrima. No se movía, deseaba que yo presenciaratodo el espectáculo. Su rostro era de una inmovilidadabsoluta: ni siquiera parpadeó, como si hubieradespejado la escena de todos sus decorados ydesnudado la acción de sus peripecias para destacartodavía más aquel prodigio. Elena llorando:contradicción en sus términos. Y yo no me movía másque ella, y mis ojos se sumergían en los suyos: eracomo si jugásemos a ver cuál de las dos parpadeabaprimero. Pero el auténtico pulso de aquella mirada

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tenía lugar en un nivel mucho más profundo. Y intuíaque se o trataba de un combate e ignoraba el envite, ysabía que ella lo conocía, que sabía adonde queríallegar y adonde quería llevarme y que sabía que yo loignoraba. Ella sabía pelear. Luchaba como si meconociera desde siempre,

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como si fuera capaz de detectar mis puntos débiles através de rayos X. Si no hubiera sido una guerrera tansutil, no me habría dirigido aquella mirada herida, quehabría hecho reír a un ser mentalmente sano pero quetorpedeaba mi pobre y grotesco corazón. Sólo habíaleído dos libros: la Biblia y los cuentos de Las mil y unanoches. Aquellas malas lecturas me habíancontaminado de un sentimentalismo mediooriental delcual ya me avergonzaba por aquel entonces. Esoslibros deberían estar censurados. Aquello eraprecisamente mi combate con el ángel, y tenía laimpresión de salir tan bien parado como Jacob. Noparpadeé y mi mirada no expresaba nada. No sé ynunca sabré si las lágrimas de Elena eran sinceras. Silo supiera, podría determinar ahora mismo si lo queocurrió a continuación fue un golpe maestro por suparte o un simple golpe de suerte. Quizás fuera ambascosas a la vez, es decir un riesgo. Bajó la mirada.Aquello suponía una derrota mucho más contundenteque parpadear. Bajó directamente la cabeza, comopara subrayar su derrota. Y en virtud de las leyes de la, gravedad universal, aquella inclinación del rostrofacilitó que vaciara sus depósitos lacrimales, y vi cómodos silenciosas cascadas acudían a chorro a susmejillas. Había ganado, pues. Pero debo creer queaquella victoria me resultó insoportable. Me puse a

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hablar; dije todo lo que no debía: —Elena, te hementido. Hace meses que te miento. Dos ojos selevantaron. Me sorprendió su ausencia de sorpresa:estaban solamente al acecho. Ya era demasiadotarde. —Te quiero. Nunca he dejado de

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quererte. No te miraba por culpa de la consigna. Perote miraba de todos modos, a escondidas, porque nopuedo dejar de mirarte, porque eres la más hermosa yporque te quiero. Una malvada menos cruel que ellahabría dicho algo como: «¡No digas nada más!» Elenano decía nada y me miraba con una curiosidadmédica. Me daba perfecta cuenta de ello. El error escomo el alcohol: uno enseguida se da cuenta de queha ido demasiado lejos, pero en lugar de tener lasensatez de detenerse para limitar las secuelas, unaespecie de rabia cuyo origen es ajeno a la ebriedad leobliga a continuar. Ese furor, por raro que puedaparecer, podría llamarse orgullo: orgullo de clamarque, pese a todo, hacíamos bien en beber y teníamosrazón al equivocarnos. Persistir en el error o en elalcohol adquiere entonces categoría de argumento, dedesafío a la lógica: si me obstino, significa que tengorazón, piensen lo que piensen los demás. Y meobstinaré hasta que los elementos me den la razón:me volveré alcoholico, tomaré partido a favor de mierror, esperando a desplomarme bajo la mesa o a quese burlen de mí, con la vaga y agresiva esperanza deconvertirme en el hazmerreír del mundo entero,convencido de que al cabo de diez años, de diezsiglos, el tiempo, la Historia o la Leyenda acabarándándome la razón, lo cual, por otra parte, ya no tendrá

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ningún sentido, ya que el tiempo lo relativiza todo, yaque cada error y cada vicio vivirá su edad de oro,porque equivocarse o no es siempre una cuestión deépoca. De hecho, las personas que se obstinan en susequivocaciones son místicos: porque saben

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perfectamente, en su fuero interno, que estáninvirtiendo a largo plazo, que estarán muertos muchoantes de la revisión de la Historia, pero se proyectanhacia el porvenir con mesiánica emoción, convencidosde que les recordarán, de que, en el siglo de oro de losalcohólicos, alguien dirá: «Fulano, asiduo de bar, fueun precursor», y que, en el apogeo de la Estupidez, lesrendirán culto. Así pues, en aquel mes de marzo de1975 supe inmediatamente que me estabaequivocando. Y como tenía bastante fe para ser unaauténtica imbécil, es decir para tener sentido delhonor, opté por venirme abajo: — Ahora ya no fingiré.O quizás vuelva a empezar, pero entonces sabrás queestoy fingiendo. Ahí estaba yendo demasiado lejos.Elena debió de pensar que, llegados a aquel nivel deexageración, la cosa ya no resultaba divertida. Conuna indiferencia aplastante, pronunció las palabrasque su mirada confirmaba: —Es todo lo que deseabasaber. Dio media vuelta y se marchó a pasos lentos,que apenas se hundían en el barro. Por más que fueraconsciente de mi error, no pude soportar susconsecuencias. Además, me parecía que mecastigaban demasiado pronto: ni siquiera había tenidotiempo de saborear mis equivocaciones. Saltaba conlos pies juntos en el barro para perseguir a la hermosa.—¿Y tú, Elena, me quieres? Me miró con expresión

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educada y ausente, lo cual constituía una respuestaelocuente, y siguió caminando. Me sentó como unabofetada. Mis mejillas ardían de cólera, dedesesperación y de humillación. A veces ocurre que elorgullo nos hace perder el sentido de

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la dignidad. Si a eso se le añade un amor loco yescarnecido, la debacle puede adquirir proporcionesterribles. De un salto en el barro, alcancé a mibienamada. —¡Ah, no! ¡Demasiado fácil! Si quiereshacerme sufrir, tendrás que verme sufrir. —¿Por qué?¿Acaso tiene algún interés? —dijo la voz de armiño. —Ése no es mi problema. Tú me has pedido que sufra,así que me verás sufrir. — ¿Yo te he pedido algo? —dijo, neutral como Suiza. —¡Esto es el colmo! —¿Porqué hablas tan alto? ¿Quieres que se entere todo elmundo? —¡Sí, eso es lo que quiero! — Bueno. —Sí,quiero que todo el mundo lo sepa. —¿Que todo elmundo sepa que sufres y que debo mirarte mientrassufres? —¡Eso es! —Ah. Su absoluta indiferencia erainversamente proporcional al creciente interés de losniños por nuestro escándalo. Un pequeño círculo seformaba a nuestro alrededor. —¡Deja de caminar!¡Mírame! Se detuvo y me miró, con expresiónpaciente, como quien mira a un pobre a punto demontar su numerito. —Quiero que lo sepas y quieroque lo sepan. Amo a Elena, así que hago lo que mepide hasta el final. Aunque no me interese. Cuandotuve el síncope, fue porque Elena me había pedidoque corriera sin parar. Y ella me lo pidió porque sabíaque tenía asma y porque sabía que la obedecería.Quería que cometiera sabotaje contra mí misma pero

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no sabía que llegaría tan lejos. Porque ahora, si oscuento todo esto, es también para obedecerla. Paracompletar del todo el sabotaje. Los niños máspequeños parecían no comprender, pero los demás sícomprendían. Los que me querían me miraban

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con aflicción. Elena miró su hermoso reloj. —El recreocasi ha terminado. Vuelvo a clase —dijo como unaniña perfecta. Los espectadores sonreían. Ponían carade que aquello les parecía cómico. Por suerte, sóloeran treinta o treinta y cinco, es decir, un tercio de losalumnos. Podría haber sido peor. Por lo menos habíaconseguido un pedazo de sabotaje. Mi delirio durótodavía más o menos una hora. Sentía un orgulloincomprensible. Luego, aquel orgullo declinó muydeprisa. A las cuatro, el recuerdo de la mañana ya sólome inspiraba consternación. Aquella misma noche,anuncié a mis padres que deseaba abandonar Chinalo antes posible. —Todos estamos igual —dijo mipadre. Estuve a punto de responder: «Sí, pero yotengo buenas razones para desearlo.» Tuve la felizintuición de silenciar aquella réplica. Mi hermano y mihermana no habían presenciado la escena. Noslimitamos a contarles que su hermanita había montadoun numerito, lo cual no les traumatizó. Pronto, mipadre recibió la comunicación de su nuevo destino aNueva Y ork. Le di gracias a Cristóbal Colón. Todavíateníamos que esperar hasta el verano. Viví aquellosmeses en el oprobio. Aquella vergüenza eraexagerada: los niños se habían olvidado rápidamentede mi escena. Pero Elena sí se acordaba. Cuando sumirada se cruzaba con la mía, leía en sus ojos una

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distancia socarrona que me producía el efecto de unsuplicio. Una semana antes de nuestra partida,tuvimos que detener la guerra contra los nepalíes.Aquella vez, los padres no tuvieron nada que ver. Enel transcurso de un combate, un

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nepalí sacó un puñal de su bolsillo. Hasta entonces,nos habíamos batido con nuestros cuerpos, tanto conel continente como con el contenido. Nunca habíamosutilizado armas. La aparición del filo provocó ennosotros un efecto comparable a las dos bombasatómicas sobre Japón. Nuestro general en jefe hizoalgo inimaginable: se paseó por todo el guetolevantando una bandera blanca. Nepal aceptaba lapaz. Abandonamos China justo a tiempo. Pasar sintransición de Pekín a Nueva Y ork tuvo consecuenciassobre mi equilibrio mental. Mis padres perdieron elsentido común. Mimaron a sus niños hasta ladesmesura. Me encantaba. Me convertí en un serodioso. En el Liceo Francés de Nueva Y ork, diezniñas se enamoraron locamente de mí. Las hice sufrirabominablemente. Fue maravilloso. Hace dos años, elazar de la diplomacia hizo coincidir a mi padre y alpadre de Elena en el transcurso de un encuentromundano tokiota. Efusiones, intercambio de recuerdosde los «viejos tiempos» en Pekín. Cortesías de rigor:—¿Y sus hijos, querido amigo? A raíz de una cartaque mi padre había dejado a la vista por distracción,me enteré de que Elena se había convertido en unabelleza fatal. Estudiaba en Roma, donde innumerablesdesgraciados hablaban de suicidarse por ella, si esque no lo habían hecho ya. Aquella noticia me puso de

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un humor excelente. Gracias a Elena, porque me loenseñó todo sobre el amor. Y gracias, gracias a Elena,porque se mantuvo fiel a su leyenda. notes

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Notas a pie de página

1. En francés, «explorador» se dice éclairleur,textualmente «iluminador». La autora hace variosjuegos de palabra relacionando la actividad deexplorar con la de iluminar. (N. del T.) 2. Véase notaanterior. (N. del T.) 3. En francés, autrefois, cuyapronunciación se aproxima a eau très froide, «aguamuy fría». (N. del T.) 4. Juego de palabras intraducible.En francés, sabot significa «casco» de caballo. Laautora juega con el parecido entre sabot y sabotaje.(N. del T.) 5. «Flor azul», expresión que en francés,«fleur bleue», se aplica a las personas sumamentecursis y amaneradas. (N. del T.)

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