lopez vazquez

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homenaje a lopez vazquez

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Podía haber sido el Actor Distante, o incluso el Actor Descontento. Porque se siente distante en su oficio y está descontento, aunque sea uno de los actores más frecuentes y celebrados del cine español. Pero es sobre todo El Inquieto. Así le llamaron cuando era niño, y así sigue siendo, y acaso por eso ha hecho 300 películas, ha intervenido en numerosas obras de teatro, y aún hoy, cuando está a punto (el 11 de marzo próximo) de cumplir los 83 años, protagoniza, con Manuel Aleixandre y Agustín González (fallecido unos días después de realizarse esta entrevista), Tres actores y un destino (una idea de Alan Cornejo y Luis Lorente, escrita por éste, Eduardo Galán y Carlos Asorey), una obra de teatro que representa a tres grandes de la escena en el ocaso de sus carreras.

Podía haber sido el Actor Distante, o incluso el Actor Descontento. Porque se siente distante en su oficio y está descontento, aunque

sea uno de los actores más frecuentes y celebrados del cine español.- Está descontento porque le agasajan, porque le mandan recados diciendo que es de los grandes de la historia del cine español y, sin embargo, no le escriben papeles para que siga en el cine. Cree que los españoles somos olvidadizos y arrinconamos personalidades que, en iguales circunstancias y en otros países, seguirían teniendo al cine rendido a sus pies.

Ahora le ofrecen papeles pequeños (acaba de hacer uno en Luna de Avellaneda), colaboraciones que no le meten de veras en las películas en las que participa, aunque las agradezca y las cumpla con el oficio que le ha convertido en un actor que ha hecho de su propia exigencia (y autocrítica) una manera de ser y de aparecer. Acaso por eso nunca está satisfecho, ni siquiera cuando lo está.

Cuando le tenemos delante, en persona, José Luis López Vázquez es ese hombre cansado que dice ser; pero en momentos determinados de la charla –

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a la que viene vestido con un chaleco claro, muy elegante, perfectamente afeitado– es también el hombre de las miradas furiosas o irónicas, desternillantes o incendiadas, angustiadas o burlonas de algunas de sus más importantes películas.

Ahora está preocupado por los efectos de la vejez, con ese fulgor de los ojos todavía alertas, y con la capacidad de cabreo, o de exaltación, aún en su sitio. Los que tengan memoria para el mejor cine que ha hecho verán en él, aunque sea involuntariamente, la ternura acosada de la mujer que interpreta en Mi querida señorita, de Jaime de Armiñán, acaso el papel más arriesgado de su vida, o la desesperación violenta del hombre al que Antonio Mercero convierte, en 1970, en el prisionero de La cabina, aquella memorable recreación de una pesadilla que López Vázquez convirtió en una interpretación insólita de la soledad del hombre en los desiertos urbanos. Pero hoy está aquí, liberado de aquellos papeles, siendo tan sólo José Luis López Vázquez, actor, madrileño, un hombre a punto de ser homenajeado por la profesión con el Goya especial a toda una vida dedicada al cine.

¿Cómo se siente usted?

Hombre, pues me siento mayor. Tengo así aspecto de diligente y activo, pero ya no tengo la energía que tenía, porque eso va terminando con el tiempo; a medida que pasa el tiempo vas perdiendo facultades.

¿Y eso en qué se nota?

En el ánimo, la energía; en que te levantas y te duelen las articulaciones, te cuesta trabajo recomponerte en el día; en que tienes que hacer ejercicio, y eso es una lata…

¿Y no hay nada positivo entre todas esas sensaciones de la edad?

Pues no sé. Positivo no creo que haya nada. La vida te va sorprendiendo y tú mismo vas experimentando. Y la experiencia no es una ventaja; yo creo que mejor que tener experiencia es estar limpio, tener siempre 30 años y tener esa inocencia…, que aunque te

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tomen el pelo no te importe, y que aunque hagas el canelo sigues adelante porque las cosas te importan menos. Una edad en la que tienes más paciencia… Ahora eres más escéptico, no crees demasiado en las cosas, y aunque sigas teniendo fe y creyendo en las cosas, ya no lo dices, lo conviertes en algo íntimo.

Parece que la juventud es ser impaciente. ¿Y dice usted que ahora siente impaciencia?

Hombre, yo he sido muy impaciente. Porque he sido muy inquieto. Tenía un amigo mayor que yo, del que guardo un gran recuerdo, que me tenía en su agenda no por mi nombre ni por mi apellido, sino como El Inquieto: E-l-I-n-q-u-i-e-t-o, eso ponía.

¿Y en qué manifestaba esa inquietud?

En que siempre estaba lleno de proyectos y de sueños. ¡Que se han cumplido, eh!

¿Cuáles eran?

Me acuerdo de cuando iba al cine, a los nueve o diez años; veía el cine, me gustaba mucho lo que veía, ¡y estaba seguro de que un día yo haría eso! Aunque aún no sabía cómo ni qué sería yo, pero allí iba a estar.

¿Como actor?

Como actor, como director…, cualquier cosa. Me gustaba más la dirección, porque no me encontraba con físico adecuado para actuar; era una persona insignificante, y lo sigo siendo. Una cosa es ser como yo era y otra ser un tipo atlético ya a los 20. El que tiene esa presencia, ya tiene bastante ganado, y yo era mínimo, insignificante.

¿Cómo luchó contra esa apariencia?

No luché, todo vino solo. Nunca pedí nada, a nadie fui diciéndole: oye, que me he enterado de que vas a hacer una película y quiero que cuentes conmigo. Yo he sido ayudante de dirección, he sido ambientador; he diseñado decorados, figurines; me gustaba la pintura; hacía ilustración, carteles… Estaba ahí, el cine me vino solo.

¿Cuáles son sus primeros recuerdos?

Yo era un chaval de clase muy humilde, que de pronto cogía un tranvía y me iba con mi pandilla por ahí. Vivía en la Puerta de Atocha, y mi espacio era el Museo del Prado, el Antropológico… En el Retiro aprendí a montar en bicicleta, iba a una biblioteca municipal en Delicias. No era buen estudiante en absoluto, así que, cuando llegó la guerra, yo estaba en tercero de Bachillerato, y mi madre me dijo: “Ahora te la tienes que arreglar por tu cuenta, yo no te puedo ayudar, y tampoco veo que tengas una gran inclinación científica ni nada”.

¿Cómo vivió el principio de la guerra?

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Yo estaba empleado en el ejército, en un establecimiento del Instituto Farmacéutico, y nos movilizaron a todos, pero yo estaba en las oficinas. Tenía que despachar los medicamentos para la Junta de Defensa de Madrid, la del general Miaja; nos venían a pedir cosas: especialidades, aspirinas, gasas, algodón…, lo que hacía falta.

¿Qué huella le dejó a usted ese momento?

Ninguna huella. Me acuerdo de que tenía un carnet de la Juventud Socialista Unificada, tenía mis amigos en la célula; pero un día tuvimos una discusión con uno que había allí, no me acuerdo de su nombre…

¿Con Santiago Carrillo?

¡Con Santiago Carrillo! Nos enfadamos y rompimos el carnet allí mismo.

¿Y ha tenido oportunidad de hablar con Carrillo de eso luego?

¡Ni se acordará! Éramos cuatro o cinco y tuvimos un problema, y ya está, rompimos el carnet…

Acaso tiene más memoria de la posguerra…

Sí, pero nebulosa. Entonces yo escribía en un periódico mural, dibujaba, ilustraba, hacía cosas. Pero aún en aquella farmacia tengo un recuerdo muy nítido: estábamos en el 95 de la calle de Embajadores, aún está allí el sitio, y nos cayeron bombas por un lado y el otro de la calle, pero ninguna en nuestro edificio. Yo veía las puertas

abombándose por el efecto de la explosión, pero no llegaron a romperse, y me salvé.

¿Y cómo era la vida cuando cesaban los bombardeos?

Era como cuando llueve. Cuando llueve hay que ponerse a resguardo. Y salíamos por ahí, yo iba a todos los sitios. Me acuerdo de que en verano nos íbamos a la piscina del Canal de Isabel II, que era territorio casi de guerra. La plaza de Bilbao estaba casi abatida, teníamos que ir por allí reptando; pero no dejábamos de ir a la piscina a bañarnos… Y nos íbamos a comprar libros a la calle de San Bernardo, las librerías que había allí antiguamente.

¿Qué libros leía?

Todos los de la Colección Labor, aún los tengo en casa; una colección pequeña, de tapas amarillas. Novelas clásicas y novelas de todo. Hombre, estaban todos los autores; Valle-Inclán, por ejemplo, que siempre me gustó mucho. Luego vino la Colección Austral…, también la hice. También hice la Historia de España, de Ramón Menéndez Pidal, pero nunca la terminaré de leer. Me encantaba pensar que algún día tendría tiempo para leer todo eso; tiempo, tranquilidad y sosiego. Pero nunca lo he tenido.

¿Cómo era usted de niño?

Muy independiente. Tenía muchos amigos, pero en realidad tenía uno solo.

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¿Quién era?

Pues era un muchacho que vivía un poco más abajo… Íbamos juntos a la biblioteca, y un día hicimos una broma. Escribimos en el carnet que teníamos que rellenar, donde debía estar la profesión: “Burrólogos”. Y al día siguiente, cuando fuimos, nos llevaron delante del director, que nos pegó una bronca muy solemne: aquello era una falta grave, y tal y cual. Era mi mejor amigo, era hijo de un tornero.

No tenía usted hermanos…

No, no tuve.

¿Y cómo vivió la separación de sus padres?

Asumiéndola. Se produjo muy pronto, fue casi inmediata. Sí tengo un ligero recuerdo de haberlos visto juntos, incluso tengo fotos en las que se ve a los dos. Yo lo asumí. Con mi madre me llevaba muy bien; también vivía con nosotros mi abuela, y con ésta estaba más tiempo. Mi madre era modista, siempre a sus cosas, trabajando. Mi abuela era una mujer muy inteligente, con una sensibilidad muy grande, que me transmitió. Con nosotros vivía también mi tío materno, también un hombre muy inteligente; trabajaba en Ferrocarriles, y estuvo con nosotros hasta que se casó.

¿Y con su padre tuvo alguna relación?

No, no hubo ningún contacto.

¿Eso lo echa de menos?

No, nunca lo eché de menos, y tampoco ha sido traumático. Yo veo las familias ahora, y veo que hay una vinculación más fuerte; pero aquello fue así, y hay que asumirlo.

Nada más terminar la guerra hizo teatro con Modesto Higueras.

Sí, buscaban gente joven para un gran festival que iban a montar en el estadio Metropolitano, donde jugaba el Atlético de Madrid, que aún era Atlético de Aviación. Se trataba de una gran demostración nacional en la que querían tener también un cuadro artístico. Para organizarlo llamaron a Modesto Higueras, que había sido

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discípulo de García Lorca en La Barraca. Yo por aquel entonces tenía 18 años, y alguien me recomendó que me presentara. Hacían unos entremeses de Cervantes y un auto sacramental, y lo hice. “Hablas muy bien”, me dijo Higueras, “tienes muy buena dicción”. Y así empecé…

Dicen que Higueras le amenazaba a usted diciéndole que había soñado con Federico…

Sí, que había soñado con Federico y que éste afirmaba que yo no recitaba bien los versos. Lo decía para tenernos en vilo.

¿De dónde le vino a usted la sensación de que iba a ser un actor?

De nada, me cayó del cielo; no tengo antecedentes, es algo muy extraño. De pronto yo estaba entre dos aguas: pintaba y me decían que no lo hacía mal, pero me costaba mucho trabajo; e interpretaba, y esto me fluía de una manera más normal y más espontánea. Como pintor era muy exigente, no me gustaba nada de lo que hacía, me torturaba, y lo fui dejando. Y ahora me sigue gustando la pintura, pero me falla la vista, no tengo paciencia.

Después de esas primeras experiencias de actor se produce un verdadero ‘boom López Vázquez’, no para usted de hacer cine.

Sí, vino como una avalancha. Yo iba mucho al café Gijón, y allí estaba todo el teatro y el cine de la época. Y la literatura. Paco Rabal, Fernán-Gómez, Fernando Rey… Teníamos una tertulia en la que también estaban García Nieto, Eusebio García Luengo, Enrique Azcoaga…, también estaba Cela. Le hice unas ilustraciones a Cela; a veces nos veíamos, y cuando se iba, yo le acompañaba hasta la calle de Alcalá. Entonces se daban esas cosas, “oye, te acompaño”, y te ibas dando un paseo. No había tanto que hacer. Era otra vida, otro mundo; ahora todos vamos deprisa, no atendemos mucho, nos hemos deshumanizado.

¿Y cómo se consolida usted como actor, después de Modesto Higueras?

Me empezaron a llamar…, los Ozores, Pedro Olea, Pedro Lazaga, Berlanga… Es que no he parado. Mariano Ozores me ofrecía papeles con Gracita Morales, esos que ya usted recuerda. Y fui desarrollando una vis cómica que es evidente que tengo, que la tenía entonces y que cultivé. Por eso me sorprendió que me empezaran a proponer papeles serios, para los que yo no sabía si tenía capacidad; me divertía más buscando la risa, la jocosidad de las cosas, la broma. Me quedé muy sorprendido. Un día vino Carlos Saura con Peppermint frappé, en 1967. No entendía nada aquel personaje, pero el equipo era maravilloso. Los primeros días eran de tanteo, a ver cómo iba a ser eso, y en una de éstas viene Saura con una idea: quiere hacer la película en inglés. ¿En inglés?

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Pues en inglés. Y empezamos a rodar. Yo estaba en la oficina que me correspondía por mi papel, entra Alfredo Mayo y me habla en inglés: “Good morning”, y aquello produjo un ataque de risa. Todos nos reíamos: se reía Alfredo, se reía Gerarda [Geraldine Chaplin], y nada, hubo que hacerlo en español.

Pero el reto más arriesgado de su vida fue interpretar ‘Mi querida señorita’…

Sí, fue un papel muy arriesgado. Se lo dije a ellos [Jaime de Armiñán, director; José Luis Borau, productor y actor en el filme]: “Queridos, esto es muy serio; tenemos que estar ojo avizor, no dejen que haga cualquier cosa”. Y pedí para mí la facultad de decir si valía o no lo que estaba haciendo.

Usted tuvo muchas dudas antes de asumir ese papel, en el que hacía de mujer.

Sí, porque era muy responsable. Peleé mucho con Borau, porque ellos querían hacer un rodaje usual, empezar a las ocho de la mañana y rodar aún a las ocho de la tarde, ¡y a mí me salía barba! Borau decía: “Pero si no se te nota”. ¡Pero me la notaba yo! Y eso no me dejaba actuar, no me dejaba meterme en el papel de la mujer; esa barba que aparecía, rebelde, al atardecer…

¿A qué le tenía usted miedo, en concreto, en esta película?

A nada, yo no le tenía miedo a nada. Sabía lo que quería hacer, no tenía ninguna duda. Era un equipo maravilloso; todos eran unos linces, primeros espadas. Estaban Luis Cuadrado, Teo Escamilla, el ayudante de dirección era José Luis Marcos… Yo les dije: “Ojo, no me consintáis nada”, y pedí una doble para hacer las escenas en las que yo salía de espaldas; caminando, por ejemplo. Para la última escena, en la que tenía que devolverle un anillo a Antonio Ferrandis, pedí expresamente que hubiera una doble, y me aseguraron que la había, incluso me enseñaron el traje, uno de lunares. Pues recuerda que en esa escena salgo corriendo por la playa América, en Vigo, después de romper con Ferrandis, que era el pretendiente en la ficción. Les había dicho que no rodaba si no había una doble, y después me enseñaron la escena, me dieron a elegir entre varias tomas, ¡y cuando elegí resultó que ésa era la mía! Y me dicen: “¿Ves como eres un testarudo, que no hacía falta doble alguna?”.

¿Cómo ve ahora el riesgo de haber hecho esa película?

Sé que es una preciosa historia de amor; por encima del sexo, por encima de todo, una bellísima historia de amor.

Al menos 300 veces ha sido usted otro… ¿Cómo se siente desdoblándose tanto?

Ése es mi oficio. Yo no digo: un momento, que voy a concentrarme. Yo lo hago y ya está. Uno se concentra cuando lee, cuando estudia. Cuando actúo lo hago simplemente; no me digo: y ahora voy a ser otro. A veces he sugerido cambios, y tampoco hay problema, se sugieren y ya está.

¿En qué papeles ha estado más cómodo?

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Pues, hombre, con los buenos papeles, con los que son humanos; aquellos que dibujan un tipo. Me sentí muy cómodo con las películas de Berlanga, que eran unos personajes disparatados. Me encantaba hacerlos. Él me preguntaba: “¿Qué te vas a poner para esta caracterización?”, y yo le decía: “¿Qué te parece un injerto de pelo?”.

“Ah, pues muy bien”… Nos estábamos divirtiendo constantemente.

¿Usted improvisaba?

No creo en la improvisación, improviso cuando está mandado. Me decía Mariano Ozores que nunca decía “¡corten!” cuando yo interpretaba porque siempre terminaba con algo que él no se esperaba y que luego era interesante para la película.

Lo que Berlanga llama “la revolera”, esa salida que usted tenía…

Tenía. Como cuando le dijo Federico a aquel homosexual: “Oye, Benito, me han dicho que eres maricón”, y Benito dice: “Pero, Federico de mi alma, ¡lo he sido!, pero ya no lo soy”. Tenía, tenía.

¿Le da nostalgia hablar del pasado?

No, no soy nostálgico.

¿Y cómo vive el presente?

Fastidiado.

Fastidiado porque no le dan papeles…

Bueno, es lógico. Vivimos en un país en que no se tiene nunca nada; somos así, olvidadizos. Cogemos una moda, una línea, y la seguimos hasta consumirla. Eso en Europa no es así…

En Italia, usted sería Alberto Sordi o Vittorio Gassman, y en América hubiera sido Jack Lemmon o Walter Matthau…

Oh, Walter Matthau. ¡Yo tendría todas sus películas, pero no tengo ni las mías! Bueno, por la estatura sería más Jack Lemmon. Sí, sí que me da rabia que España sea así, tan olvidadiza.

¿Y cómo vive que la profesión del cine le dé el Premio Goya?

Como un premio más.

Pero se lo da la profesión, y a toda una vida. Claro, usted también quiere papeles…

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Lo sé, soy consciente de lo que es el premio, y lo siento con orgullo; me molestaría que no me lo reconozcan, claro que sí. Acepto el silencio e incluso el olvido, pero que no me reconozcan el trabajo, no lo acepto. Yo sé lo que he hecho y sé cuál es mi currículo. Y sé también dónde están los gazapos, lo que he hecho que estaba bien y lo que estaba mal. Y he trabajado más esforzadamente con aquello que yo creía que estaba mal, he tocado muchas cosas. Con lo que está bien no hay que esforzarse, no hay que tocarlo; un guión de Rafael Azcona es perfecto, no lo tienes que tocar. Yo lo toco todo menos los guiones de Azcona…, no le voy a enmendar la plana. Hice muchas películas suyas. Hice, por ejemplo, El verdugo, con guión suyo, dirigida por Berlanga. Y yo iba a hacer de verdugo, pero el productor llegó a un acuerdo con Italia, y los italianos son como los franceses, que se lo cogen todo, de modo que me quitaron ese papel y se lo dieron a Nino Manfredi, que es un galán, que no tiene ningún aspecto de verdugo. Entonces a mí me propusieron que hiciera aquel sastre… ¡qué iba a hacer un sastre en esa película! Así que se me ocurrieron algunas cosas. Le dije a Berlanga: “¿Y si le mido la cabeza al niño?”, y de ahí viene la escena en la que yo miro a María Luisa Ponte y le pondero la cabeza del niño: “Este niño, eh…”. Para qué más, con esa mirada ya estaba.

¿Y en ‘El pisito’ qué inventó?

Todo. Era lo primero que hacía con Marco Ferreri, también con guión de Rafael Azcona. Todo era muy atrabiliario, ése sí que improvisaba. Pasaba un señor con un retrete al hombro y lo mandaba parar. “Oiga, tiene usted que salir en la película”. Y otra vez hicimos un entierro, y la gente se paraba creyendo que el entierro iba en serio. Cuando repetimos la escena estuvieron a punto de lincharnos.

Antes hablábamos de este país olvidadizo… ¿Y qué le pasa a este país?

¡Qué le pasa a este país, qué le pasa a Europa, al mundo! Cada uno va a lo suyo.

A lo mejor hay por ahí un gen egoísta.

Falta rigor y ética, no tienen vergüenza…

Siempre habrá sido un poco así…

Yo creo que no. Cuando yo me abría camino lo pasábamos muy bien, nos juntábamos los amigos y lo pasábamos divinamente. En navidades íbamos al Casino y nos hacíamos unas fiestas extraordinarias, y mordíamos a las señoras en la espalda.

Un poco golfo sí habrá sido…

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No. Me hacía gracia el comportamiento de mis amigos, que eran muchísimo más atrevidos que yo. Eso sí, pero golfo no era.

En muchas películas sí que hace ese papel…

Porque sé cómo se comporta el golfo. Porque he vivido en un barrio pobre, en un barrio donde robábamos patatas para asarlas en una fogata y comérnoslas. Y una sardina de esas que venían de Cuba en grandes latas, ¿recuerdas?

Usted decía que los políticos no tienen vergüenza. Pero en la época de Franco no había política…

Claro, no había política ninguna.

En 1982 usted esbozó alguna esperanza de cambio en este país.

Claro, estábamos abiertos a la esperanza, a la tolerancia, a que hubiera un consenso, y hasta ahí todo iba bien.

¿Cómo vivió la evolución?

Trabajando. No he tenido tiempo de nada, sólo de trabajar…, de acabar una película un sábado y empezar otra un lunes.

¿Cómo se lleva usted con la profesión?

Distante. No he sido nunca de hacer camarillas, ni he pedido nunca nada… Si pides, siempre abusan, y se sigue abusando. Y uno espera… Paco Rabal me decía que había esperado hasta seis meses por un papel…, ¡y era Paco

Rabal!

¿Cómo se vive eso?

Lo he llevado bien porque he calculado y he vivido sin lujos, desahogadamente. He tenido una villa en el Mediterráneo, para que mis hijas, que eran pequeñas, estuvieran en contacto con el agua; luego han crecido y vendí la villa, porque el dinero me hace falta a mí. Porque ahora soy una persona sin recursos…

¿Qué sensación se le queda a uno cuando no le llaman?

La sociedad evoluciona, se llevan otras cosas; se hacen series de televisión, para las que se exige mucho y salen mal… Yo no veo televisión, no la encuentro atractiva.

¿Algún actor nuevo le llama la atención?

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No, no tengo afinidad con los actores de ahora, no los frecuento. Estuve tres años haciendo una serie, Los ladrones van a la oficina, con Antonio Resines… Se fue de la serie porque le hacían emitir sonidos en vez de hablar, y se enfadó y se marchó.

O sea, que televisión sí ha hecho…

Sí, hombre, y sobre todo hice La cabina, en 1970, con Antonio Mercero… Era el mes de agosto, y había a veces que rodar dentro de aquella cabina hermética… Y es que el sitio era de verdad, el calor era de verdad, y la cabina estaba encerrada; a veces yo temía que el fondo de la cabina no fuera firme y yo saltara por los aires cuando me subían a la grúa hidráulica…

¿Era usted consciente de que esa película guardaba un símbolo dentro?

Sí, como lo he sido de la obra que ahora interpretamos Manuel Aleixandre, Agustín González y yo…

Usted ha vivido un tiempo de oro del cine español, en el que actores como usted o Fernán-Gómez levantaban películas con su sola presencia. ¿Cómo vio usted esa época?

Yo la veía bien. Había muchísima afición, una industria muy positiva; se ganaba dinero, había audiencia, y todavía colea…, ahí está Cine de barrio para corroborarlo. Algo pasaba. Hay un ánima española que alimenta la risa, la diversión, el entretenimiento, pero ahora no hay nada; en la televisión, por ejemplo, nada. Y de aquellos actores, creo que Fernán-Gómez es excepcional; un hombre culto, que se pudo cultivar. Yo no he tenido tiempo, no he podido hacer una carrera, sólo he tenido dos años y medio de Bachillerato; pero eso no condiciona nada, he leído lo que he podido. ¡Si ni siquiera he veraneado! Y tampoco he parado, nadie me dio 15 días de descanso. Y nunca me aburrí: miro, veo, observo; ese es mi trabajo además, observar. Ahora observo menos, porque veo menos y oigo menos; ya te van fallando facultades…

En la serie ‘Queridos cómicos’, que Diego Galán hizo para Televisión Española, usted dice que no tuvo una vida sentimental satisfactoria.

No la tuve. El destino tiene eso. Ha sido así.

¿Y amigos?

Pocos. Tuve un amigo en la niñez, duró hasta la adolescencia y luego se murió.

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¿Luego no ha tenido tiempo para amigos?

Sí, tengo algún amigo; pero tengo uno, uno. Los demás han ido muriéndose. Te van faltando y los echas de menos.

¿Lo que más le ha apasionado en la vida?

Desgraciadamente, trabajar. Porque no he hecho otra cosa. No he sacado ninguna ventaja: ni viajes, ni mujeres, ni comidas. Claro que he tenido algún viaje, alguna mujer. Uno es feliz

cuando está dando un paseo por la playa y ve una puesta de sol. Lo sientes, es bonito; ves un riachuelo, disfrutas de la paz. Pero eso no se tiene constantemente, como no se ama constantemente. Ahora, en este instante, soy feliz, estoy satisfecho; pero no presumo, no soy petulante. Estoy trabajando, y eso a los 83 años ya es algo.

¿Por qué se siente distante de su profesión?

No lo sé, es una condición. No es que sea huraño. No me gusta hablar por hablar. Recuerdo que Fernando Rey iba al café Gijón, estaba un momento y se iba enseguida a estudiar inglés. Por eso hizo tantas cosas, porque no hablaba por hablar.

Chaplin le preguntó a Geraldine quién era ese actor de ‘El jardín de las delicias’. ¿Usted le puede responder hoy?

Un ser humano con capacidad interpretativa correcta, meticulosa, perfeccionista y que procura hacerlo, con la mejor voluntad, lo mejor posible.

¿Y si usted tuviera que regalar una sola película suya?

Mi querida señorita. Era mi lucha con Borau: si hubieran invertido más dinero, ¡qué película hubiera sido…! Con los mismos personajes dentro, eh, porque ahí estaban espléndidos Julieta Serrano, Antonio Ferrandis… Si hubiéramos tenido otro orden de rodaje, con más tranquilidad, con más especialización, yo creo que hubiera resultado mejor. Pero ya se sabe que el arte hay que hacerlo deprisa y mal.

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