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Lectores exigentes Mortimer Adler y Charles Van Doren 1

Las normas para conseguir dormirse leyendo son más fáciles de seguir que las normas para permanecer despierto mientras se lee. No hay más que adoptar una postura cómoda en la cama, poner una luz poco adecuada que produzca cierta fatiga ocular, elegir un libro terriblemente complicado o terriblemente aburrido —en definitiva, uno que realmente no nos interese— y nos quedaremos dormidos a los pocos minutos. Los expertos en relajarse con un libro no necesitan esperar la noche: les basta con una silla cómoda en la biblioteca a cualquier hora del día.

Por desgracia, las normas para mantenerse dormido no consisten en hacer exactamente lo contrario. Es posible mantenerse despierto leyendo un libro en un asiento cómodo o incluso en la cama, y hay muchas personas que fuerzan demasiado los ojos al leer hasta altas horas de la madrugada con una iluminación insuficiente. ¿Qué mantenía despiertos a quienes leían a la luz de una vela? Desde luego, les interesaba, y mucho, el libro que tenían en las manos.

Lograr mantenerse despierto depende en gran medida del objetivo que se pretenda alcanzar con la lectura. Si lo que se persigue es obtener provecho de ella —«crecer» mental o espiritualmente—, hay que mantenerse despierto, lo que equivale a leer lo más activamente posible y a realizar un esfuerzo, un esfuerzo por el que se espera una compensación.

Los buenos libros, tanto de narrativa como de ensayo, merecen una lectura de este tipo. Utilizar un libro como sedante es un auténtico desperdicio. Quedarse dormido o su equivalente, dejar vagar la imaginación, durante las horas que queríamos dedicar a leer para obtener cierto provecho, es decir, fundamentalmente para comprender, supone renunciar a los fines que se perseguían con la lectura.

Pero lo triste es que muchas personas capaces de distinguir entre provecho y placer —entre comprender por una parte y entretenerse o simplemente satisfacer la curiosidad por otra— no consiguen llevar sus planes de lectura hasta el final, incluso si saben qué libros ofrecen cada una de estas particularidades. La razón consiste en que no quieren aprender a ser lectores exigentes, a mantenerse concentrados en lo que hacen obligándose a realizar la tarea sin la cual no puede obtenerse ningún provecho.

1 Extractos de M. Adler y Ch. van Doren, Cómo leer un libro, Ed. Debate, Madrid 2001.

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La persona que asegura saber lo que piensa pero no puede expresarlo, normalmente no sabe lo que piensa

La esencia de la lectura activa: las cuatro preguntas básicas que plantea un lector

Ya hemos expuesto extensamente el tema de la lectura activa: hemos dicho que se trata de la mejor lectura posible y que la lectura de inspección siempre es activa y requiere esfuerzo, pero aún no hemos llegado al núcleo del asunto concretando la fórmula para la lectura activa. Consiste en lo siguiente: hay que plantear preguntas mientras se lee, preguntas que el propio lector debe intentar contestar en el transcurso de la lectura.

Pero ¿cualquier pregunta? No. El arte de leer en cualquier nivel superior al primario consiste en el hábito de plantear las preguntas adecuadas en el orden correcto. Existen cuatro preguntas fundamentales que hay que plantearse ante un libro.

1. ¿Sobre qué trata el libro en su conjunto? Hay que intentar descubrir el tema principal y cómo lo desarrolla el autor de forma ordenada, subdividiéndolo en sus temas esenciales subordinados.

2. ¿Qué dice en detalle y cómo lo dice? Hay que intentar descubrir las ideas, los argumentos y asertos principales que constituyen el mensaje concreto del autor.

3. ¿Es el libro verdad, total o parcialmente? No se puede responder a esta pregunta sin haber contestado a las dos anteriores. Hay que saber qué dice el libro para decidir si es verdad o no, pero cuando se entiende el texto en cuestión, existe la obligación, si se está realizando una lectura seria, de formarse una opinión propia. Conocer la del autor no es suficiente.

4. ¿Qué importancia tiene? Si hemos obtenido información del libro, hay que preguntar qué significa. ¿Por qué piensa el autor que es importante saber estas cosas? ¿Es importante saberlas para el lector? Y si el libro no sólo nos ha proporcionado información, sino que nos ha aportado conocimientos, hay que buscar más conocimientos preguntando qué viene a continuación, qué otras consecuencias o sugerencias tiene. (…)

Leer un libro a cualquier nivel superior al primario supone esencialmente un esfuerzo por plantearle preguntas (y contestarlas como mejor podamos). Es un punto que no debemos olvidar, y por ello existe una diferencia enorme entre el lector exigente y el no exigente. Este no plantea preguntas y no obtiene respuestas.

Las cuatro preguntas mencionadas resumen la obligación de todo lector y son aplicables a cualquier cosa digna de leerse: un libro, un artículo o incluso un anuncio. La lectura de inspección tiende a proporcionar respuestas más exactas a las dos primeras

preguntas que a las dos últimas, pero de todos modos también sirve de ayuda para éstas. No se lleva a cabo una lectura analítica satisfactoria hasta que el lector conoce las respuestas a dichas preguntas, aunque sólo sea según su propio esquema de las cosas. La última, es decir ¿qué importancia tiene?, quizá sea la más significativa en la lectura paralela. Naturalmente, hay que contestar a las tres primeras antes de intentar responder a la última.

Saber en qué consisten las cuatro preguntas no es suficiente; hay que recordar formularlas mientras se lee. La costumbre de hacerlo constituye el distintivo de un lector exigente. Además, hay que saber cómo contestar con precisión. La destreza en esta tarea es precisamente el arte de leer.

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No basta con plantear preguntas, sino que hay que intentar contestarlas

Hay personas que se duermen cuando tienen entre manos un buen libro no porque no deseen realizar un esfuerzo, sino porque no saben hacerlo. Los buenos libros nos superan; en otro caso, no serían buenos. Y este tipo de libros nos cansan a menos que seamos capaces de darles alcance y de ponernos a su mismo nivel. No es el esfuerzo lo que nos cansa, sino la frustración de no conseguir nada con ello porque carecemos de la habilidad para hacerlo adecuadamente. Para leer activamente, no sólo hay que tener la voluntad sino también la destreza, el arte que nos permite elevarnos con el dominio de lo que al principio nos parece inalcanzable.

Cómo hacer propio un libro

Si se ha adquirido el hábito de plantearle preguntas a un libro a medida que se va leyendo, eso significa que se es mejor lector que en el caso contrario, pero como ya hemos indicado, no basta con plantear preguntas, sino que hay que intentar contestarlas. Y aunque, en teoría, esto puede hacerse tan sólo mentalmente, resulta mucho más fácil realizarlo con un lápiz, porque este instrumento es el signo de que estamos alertas mientras leemos.

Como se suele decir, hay que saber «leer entre líneas» para obtener el máximo provecho de cualquier cosa, y las normas de lectura constituyen un modo formal de expresar lo anterior. Mas también quisiéramos convencer al lector de que «escriba entre líneas», pues a menos que lo haga, no realizará una lectura más provechosa.

Cuando compramos un libro establecemos una propiedad, como ocurre con la ropa o los muebles; pero el acto de comprar no representa sino el preludio de la posesión en el caso de un libro. Sólo se posee completamente un libro cuando pasa a formar parte de uno mismo, y la mejor forma de pasar a formar parte de él —lo que viene a ser lo mismo— es escribir en él.

¿Por qué es indispensable subrayar un libro para leerlo? En primer lugar, porque así nos mantenemos despiertos, totalmente despiertos y no sólo conscientes. En segundo lugar, leer, si lo hacemos activamente, equivale a pensar, y el pensamiento tiende a expresarse en palabras, escritas o habladas. La persona que asegura saber lo que piensa pero no puede expresarlo normalmente no sabe lo que piensa. En tercer lugar, anotar las propias reacciones ayuda a recordar las ideas del autor.

La lectura de un libro debería ser una conversación entre el lector y el escritor. Lo más probable es que éste sepa más sobre el tema que aquél; en otro caso, el lector no se molestaría en leer su obra, pero la comprensión supone una tarea doble: la persona que aprende tiene que plantearse preguntas y planteárselas al enseñante, e incluso tiene que estar dispuesta a discutir con éste una vez que ha entendido lo que dice. Literalmente, subrayar un libro equivale a la expresión de las diferencias o de la coincidencia del lector con el escritor, y supone el mayor honor que aquél le puede rendir a éste.

Existen diversas formas de anotar un libro de forma inteligente y fructífera. A continuación ofrecemos varios recursos:

1. Subrayado: de los puntos más importantes, de los argumentos de mayor fuerza.

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¿Qué mantenía despiertos a quienes leían a la luz de una vela?

2. Líneas verticales en el margen: para destacar un argumento concreto ya subrayado o un párrafo demasiado largo como para ser subrayado.

3. Asteriscos u otros signos en el margen: para destacar los argumentos o párrafos más importantes del libro. También se puede doblar la punta de la página o colocar una tira de papel entre las páginas. En cualquiera de estos casos, se podrá sacar el libro de la estantería y, al abrirlo por la página señalada, refrescar la memoria.

4. Números en el margen: para señalar una secuencia de puntos realizada por el escritor en el desarrollo de un argumento.

5. Numeración de otras páginas en el margen: para indicar dónde señala los mismos puntos el autor, u otros puntos referidos a los ya señalados o contrarios a éstos, con el fin de unir las ideas del libro que, aunque estén separadas por muchas páginas, pertenezcan al mismo grupo. Muchos lectores emplean las letras «cf», que significan «compárese» o «referido a», para indicar el número de las otras páginas.

6. Rodear con un círculo las palabras o frases clave: cumple prácticamente la misma función que el subrayado.

7. Escribir en el margen, o en la parte superior o inferior de la página: para señalar las preguntas (y también las respuestas) que pueda plantear un párrafo concreto, para reducir una exposición complicada a un enunciado sencillo, para dejar constancia de la secuencia de los puntos más importantes del libro. Se pueden utilizar las guardas del final para confeccionar un índice personal de dichos puntos por orden de aparición.

Para quienes tienen la costumbre de poner notas en los libros, las guardas del principio suelen ser las más importantes. Algunas personas las reservan para ex libris, pero esto sólo expresa la posesión económica del libro. Resulta más conveniente reservar las guardas del principio para dejar constancia de lo que piensa el lector. Después de terminar de leer el libro y de escribir el índice personal en las guardas del final, debemos volver al principio e intentar perfilar el libro, no página a página o punto por punto (ya lo hemos hecho en las guardas del final), sino como una estructura integrada, con un perfil básico y una ordenación de las diversas partes. Ese perfil representa la medida en que el lector ha comprendido la obra y, a diferencia de un ex libris, expresa la propiedad intelectual del libro.

Las tres formas de tomar notas

En los libros pueden tomarse tres clases distintas de notas, dependiendo del nivel de lectura qué tipo hemos de elegir.

Cuando se trata de lectura de inspección, quizá no dispongamos de mucho tiempo para ello: como ya hemos observado, en esta clase de lectura siempre hay limitación de tiempo. Sin embargo, al leer a este nivel siempre se plantean preguntas importantes acerca de un libro, y sería deseable, si no siempre posible, dejar constancia de las respuestas cuando aún están frescas en la memoria.

Las preguntas a las que se responde con la lectura de inspección son las siguientes: en primer lugar, ¿qué clase de libro es? En segundo lugar, ¿de qué trata en conjunto? Y en tercer y último lugar, ¿cuál es el orden estructural de la obra y que sigue el autor para desarrollar su concepción o comprensión del tema? El lector debería

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Existe una diferencia enorme entre el lector exigente y el no exigente. Este no plantea preguntas y no obtiene respuestas

tomar notas concernientes a sus respuestas a tales interrogantes, sobre todo si sabe que van a pasar días o incluso meses hasta que pueda volver a coger el libro en cuestión para realizar una lectura analítica. El mejor lugar para escribir tales notas es el índice de materias, o también la portadilla, que en otro caso quedan vacíos según el esquema que hemos trazado anteriormente.

Hemos de destacar que estas notas se refieren fundamentalmente a la estructura de libro, no a su esencia, o al menos no en detalle. Por consiguiente, podemos definir este tipo de notas como estructural.

En el transcurso de una lectura de inspección, especialmente de un libro largo y difícil, se puede acceder a las ideas del autor acerca del tema que trata; pero con suma frecuencia ocurre lo contrario, en cuyo caso hay que posponer el enjuiciamiento de la exactitud o la veracidad de la obra hasta el momento en que se lea el libro más detenidamente. Entonces, en el transcurso de la lectura analítica, el lector tendrá que dar respuesta a las preguntas planteadas acerca de la veracidad e importancia de la obra. Por consiguiente, las notas que se tomen a este nivel no tienen un carácter estructural, sino conceptual, puesto que tratan sobre los conceptos del autor y también del lector, al haberse expandido y profundizado con la lectura del libro.

Existe una diferencia evidente entre las notas de tipo estructural y conceptual. ¿Qué clase de notas se toman cuando se dedica a varios libros una lectura paralela? Estas notas tendrán carácter fundamentalmente conceptual, y las que se escriban en una página se referirán no sólo a otras páginas del mismo libro, sino también a las de otros.

Podemos dar un paso más en este sentido, y un lector realmente experimentado será capaz de darlo cuando realice una lectura paralela de varios libros, consistente en tomar notas sobre la forma de la exposición del tema, exposición en la que intervienen todos los autores, incluso sin saberlo. Por razones que aclararemos en el apartado cuarto, vamos a denominar dialécticas a tales notas. Como se refieren a varios libros, no sólo a uno, normalmente hay que tomarlas en una o varias hojas aparte, lo que lleva aparejadas una estructura de conceptos, una ordenación de enunciados y preguntas acerca de un solo tema. (…)

De las normas múltiples al hábito único

Leer es como esquiar. Cuando se hace bien, cuando lo hace un experto, ambas actividades resultan armoniosas, gráciles, pero cuando lo hace un principiante, resultan torpes, frustrantes y lentas.

Aprender a esquiar es una de las experiencias más humillantes por las que puede pasar un adulto (una de las razones por las que se debe empezar desde pequeño). Al fin y al cabo, una persona adulta lleva andando mucho tiempo y sabe cómo ha de poner un pie delante del otro para dirigirse a algún sitio. Pero en cuanto se coloca unos esquíes es como si tuviera que aprender a andar desde el principio: se escurre, se cae, se levanta con dificultad, se le cruzan los esquíes, vuelve a caerse y suele parecer —y sentirse— tonto.

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Leer es como esquiar. Cuando se hace bien, cuando lo hace un experto, ambas actividades resultan armoniosas

Al principio, ni siquiera el mejor monitor de esquí parece servir de mucha ayuda. La facilidad con la que él realiza una serie de actos que, según asegura, son muy sencillos pero que a ojos del no iniciado resultan prácticamente imposibles, es poco menos que insultante. ¿Cómo recordar todo lo que el monitor dice que hay que recordar? Doblar las rodillas; mirar de frente, cuesta abajo; mantener la espalda recta pero inclinarse hacia adelante. Las recomendaciones parecen infinitas: ¿cómo estar pendientes de ellas y además esquiar?

Naturalmente, el truco del esquí consiste en no pensar en los diferentes actos que, al unísono, constituyen un movimiento ligero y fácil o una serie de movimientos encadenados; lo que hay que hacer es fijar la mirada en la cuesta abajo, en previsión de obstáculos y de los demás esquiadores, disfrutar de la sensación del viento frío en la cara, sonreír con placer por los movimientos ágiles del cuerpo mientras se baja a toda velocidad montaña abajo. En otras palabras, hay que aprender a olvidarse de los actos como algo separado con el fin de realizar bien todos y cada uno de ellos, pero para olvidarlos como actos separados, distintos, primero hay que aprenderlos como tales. Sólo entonces podremos unirlos y ser buenos esquiadores.

Lo mismo ocurre con la lectura. Es probable que una persona lleve leyendo mucho tiempo, en cuyo caso empezar a aprender desde el principio puede resultar humillante, pero es tan aplicable a la lectura como al esquí el hecho de que no se puedan fusionar muchos actos distintos en una actuación compleja y armoniosa hasta ser experto en todos y cada uno de ellos. Cada acto requiere toda la atención de quien lo realiza mientras lo está realizando, y después de haber practicado cada una de las partes por separado, se podrán realizar no sólo con mayor facilidad y prestándole menos atención, sino que poco a poco se podrán unir para formar un todo.

Lo anterior es algo bien sabido por todo el mundo acerca del aprendizaje de una destreza complicada, y si insistimos en ello se debe simplemente a que deseamos que el lector comprenda que aprender a leer resulta al menos tan complejo como aprender a esquiar, a mecanografiar o a jugar al tenis. Si recuerda la paciencia de que tuvo que hacer acopio en cualquier otra experiencia de aprendizaje anterior, será más tolerante con los profesores que dentro de poco enumerarán una larga lista de normas para la lectura.

La persona que ha tenido la experiencia de adquirir una destreza compleja sabe que no ha de temer el despliegue de reglas que se presentan cuando se empieza a aprender algo nuevo. Sabe que no ha de preocuparse de cómo van a funcionar conjuntamente todos los actos que debe realizar con eficacia y por separado.

La multiplicidad de las normas indica la complejidad del hábito que se ha de formar, no una pluralidad de hábitos distintos. Las partes se fusionan a medida que cada una de ellas llega a la etapa de ejecución automática. Cuando puedan llevarse a cabo todos los actos subordinados de manera más o menos automática, se habrá conseguido el hábito de toda la actuación y entonces ya se podrá pensar en intentar un movimiento de esquí nuevo, o en leer un libro que antes se consideraba demasiado difícil. Al principio, el aprendiz presta atención a sí mismo y a su destreza en los distintos actos, y cuando éstos pierden su carácter aislado con el dominio de toda la actuación, al menos puede prestar atención al objetivo que la técnica que ha adquirido le permite conseguir.

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Esperamos haber alentado al lector con lo que hemos dicho hasta ahora. Resulta difícil aprender a leer bien. La lectura, sobre todo la analítica, no es sólo una actividad muy compleja, mucho más que esquiar; tiene mucho más de actividad mental. El esquiador principiante debe pensar en actos físicos que después puede olvidar y ejecutar casi automáticamente, y resulta relativamente sencillo pensar en este tipo de actos y ser consciente de ellos. Presenta muchas más dificultades pensar en actos mentales, como ha de hacer el lector principiante: en cierto sentido, piensa en sus propios pensamientos. La mayoría de las personas no está acostumbrada a hacer tal cosa, pero es posible hacerla, y quien lo consiga aprenderá a leer mucho mejor.