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O los hechos acaecidos en Morote por los cuales dos Caballeros de la Orden de Santiago fueron héroes, mártires y casi santos y dos campesinas fueron madre.

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Las HermanasO los hechos acaecidos en Morote por los cuales dos

Caballeros de la Orden de Santiago fueron héroes, mártires

y casi santos y dos campesinas fueron madre.

El único rastro que queda de esta historia son dos partidas de bautismo contiguas en la Iglesia de la Santísima Trinidad de la ciudad de Alcaraz y que dicen:

En la santa pila bautismal de la Iglesia de la Santísima Trinidad de la Muy Leal Ciudad de Alcaraz, siendo el 5 de mayo del año del Señor de 1265, fue bautizada con el nombre de Ana una niña nacida en el lugar de Morote de esta ciudad, hija de Marta del Provencio, viuda, y de padre desconocido, de lo cual, yo Ramiro González de Haro, cuajutor de esta parroquia, doy fe y dejo cons-tancia.

Apunte al margen: Por secreto de confesión, fue fruto de una re-lación forzada y su padre fue D. Rodrigo de Haro, Caballero de la Orden de Santiago.

En la santa pila bautismal de la Iglesia de la Santísima Trinidad de la Muy Leal Ciudad de Alcaraz, siendo el 5 de mayo del año del Señor de 1265, fue bautizada con el nombre de Isabel una niña nacida en el lugar de Morote de esta ciudad, hija de Sara Moya, soltera, y de padre desconocido, de lo cual, yo Ramiro González de Haro, cuajutor de esta parroquia, doy fe y dejo cons-tancia.

Apunte al margen: Por secreto de confesión, fue fruto de una re-lación forzada y su padre fue D. Sancho Ochagavía, Caballero de

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la Orden de Santiago

Hoy día ya no importa violar aquellos secretos de confesión, no creemos que nadie pueda verse identificado con los personajes participantes en el desarrollo de estos trágicos sucesos. Pero dejemos que sean ellos mismos los que nos cuenten la historia:

Don Rodrigo, ¿podría decirnos donde sucedieron los hechos?

Yo me llamo D. Rodrigo de Haro, aunque por mi apellido parezca que provengo de tierras regadas por el Ebro, no es así, yo nací hace cuarenta y ocho años en la ciudad de Zamora, junto al no menos famoso río Duero. Me van a permitir que les explique donde acaecieron los hechos.

En el año del señor de 1212, nuestro Rey Alfonso VIII de Castilla, unido por Bula de Cruzada, de su Santidad el Papa Inocencio III, al Rey Sancho VII de Navarra y al Rey Pedro II de Aragón, logra-ron vencer a las tropas almohades del Califa Muhammad An-Na-sir, en un lugar llamado Las Navas de Tolosa, gracias a la interce-sión del Señor Santiago disfrazado de pastor, tomando venganza por Alarcos.

Como consecuencia, Don Rodrigo Ximénez de Rada, “El Tole-dano”, el más aguerrido canciller de su Alfonso VIII, Arzobispo de Toledo, incansable batallador contra los infieles, general de las tropas cristianas, continuó la campaña y recuperó para la cristiandad muchas tierras, entre ellas la Ciudad de Alcaraz a Aben Hamet. Este caudillo almohade se hizo fuerte en estas sie-rras, hasta que, tras duros enfrentamientos, quedaron libres du-rante el reinado de Fernando III, pudiendo los colonos estable-cerse en el lugar de Morote, situado en la confluencia de dos arroyos y con abundancia de agua.

Y se preguntará qué hago yo aquí. Pues muy sencillo, en los es-fuerzos de Fernando III de liberar estas sierras de infieles, con-

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quistó Yeste en 1242 y se la encomendó a la Orden de Santiago, a la que me digno pertenecer, que me destinó a esta plaza.

Usted, Don Sancho, puede decirnos cuando sucedieron.

Yo me llamo Don Sancho de Ochagavía, soy Navarro, de la villa que da nombre a mi apellido, aunque mi familia proviene del Va-lle de Baztán, cuna de Hidalgos. Tengo veintisiete años, también pertenezco a la Orden de Santiago. Yo les pondré en anteceden-tes de las circunstancias que los rodearon.

Corría el año de 1264, Alfonso X reinaba en Castilla, los mudéja-res, apoyados por el Rey de Granada, han roto su promesa de vasallaje al rey cristiano y se han alzado en armas contra él. En el valle del Guadalquivir pronto se avinieron a razones, pero, en el Reino de Murcia, a las órdenes Al Watiq, se hicieron fuertes en las sierras, poniendo en apuros a nuestra Encomienda.

Marta, ¿cómo vino a vivir al lugar de Morote?

Me llamo Marta, nací en el lugar de Pinilla, de la ciudad de Alca-raz, mi padre trabajaba en las salinas. Vine a Morote al casarme, por tanto, le contaré la historia de mi marido.

Se llamaba Martín de Moya, nacido en El Provencio en 1218, cuarto hijo de un tejedor, en 1236 se trasladó a Alcaraz, donde trabajó en varios oficios, en 1940 se alistó como lanza de a pie en la milicia que dicha ciudad aportó al Rey Fernando III para la limpieza de la Sierra de almohades, participó en la conquista de Yeste y Taibilla. En 1943 le asignaron un haza en Morote, nos ca-samos y vinimos a cultivarla.

Cuéntanos algo de ti, Sara.

Ya saben, me llamo Sara, soy la más joven. Nací en 1244 en este lugar, como fruto del matrimonio de mis padres, que ya cono-cen. Aun guardo algún recuerdo borroso de mi padre, él murió

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en 1252, cuando yo tenía 8 años, en un ataque de los bandidos mozárabes. Mi vida ha pasado en estas tierras, lo más lejos que he ido es a Ayna, a la boda de un primo.

Don Rodrigo, ¿puede explicarnos el motivo de su visita a estas mujeres?

Aquella mañana, se nos encomendó a Don Sancho y a mí realizar una visita por diversos lugares de esta Sierra para hacer averi-guaciones. Pensamos que sería mejor comer antes de salir, pero la sobremesa se alargó más de la cuenta, nos encontramos a unos viejos amigos y nos entretuvimos contándonos los lances tenidos durante su ausencia... compréndalo.

Nada más pasar el estrecho que da acceso a las huertas de Mo-rote, vimos, un tanto extrañados, a dos mujeres que se afanaban en trabajar una huerta cercana. Comenté con Don Sancho esa circunstancia y no pudimos si no admirad la gran belleza de am-bas.

La luz del sol, que buscaba esconderse, las iluminaba con sus úl-timos rayos, vestían camisa y faldas en lugar de la acostumbrada túnica, no llevaban cofia, lucían sus sudorosos y fuertes brazos, se notaba que eran dos hembras bien formadas y acostumbra-das al trabajo duro.

Atraídos por tan gozoso espectáculo, pensamos pedirles asilo. Compréndanlo, es más prometedor gozar de su compañía que buscar alojamiento en algún molino de Morote. No olvidando los consejos del gran poeta Ovidio, en su “Arte de Amar”, pensé que la mejor forma era el halago, con la palabra, y la esplendi-dez, ofreciendo dos dineros en lugar de uno. Nos acercamos a ellas y les dije:

- Que gran don nos da Nuestro Señor, al mostrarnos, en este ocaso, a dos damas tan bellas adornando nuestro camino.

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Ellas, ante mis palabras, se rieron y preguntaron que era lo que buscábamos. En vista que mis agasajos les hacía más gracia que gozo, pensé que tendría más éxito mediante el oro, por ello les propuse:

- Deseamos que nos den hospedaje durante esta noche, por ello le ofrezco dos dineros y si lo acompaña de una buena cena, pro-meto duplicarles el sueldo.

Ante tan generosa oferta, ellas aceptaron, abandonaron sus ta-reas y nos acompañaron hasta su casa.

Marta, ¿cómo recuerda usted este encuentro?

Ya saben, la vida del que depende de la tierra, tiene muchos y muy duros trabajos. Aquel día, como en otras ocasiones, espera-mos a última hora para arreglar la pequeña huerta.

Casi se había ocultado el sol, cuando por el estrecho asomaron dos hombres a caballo, llevaban blancas vestiduras, con facilidad los identifiqué como Caballeros de la Orden de Santiago.

Vi que dejaban el camino y se venían hacía nosotras. El primero era un caballero con barba blanca, aparentaba tener una edad avanzada, el otro, era bastante más joven. Ambos se les veían fornidos, con buena planta, como suele ser habitual en los hom-bres dedicados a las armas.

Se acercaron y, muy amablemente, nos saludaron empleando un requiebro muy raro. No pudimos evitar la risa ante un piropo tan redicho. He de confesar que no me hizo mucho gozo, dos muje-res solas siempre temen estas circunstancias, por eso les pregun-té sobre sus intenciones.

El señor mayor, Don Rodrigo, me pidió que le diera hospitalidad y cena y me ofreció una importante suma. Inicialmente me incli-naba por rehusar, pero después pensé que solo había querido

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ser amable a su forma y no habría nada que temer de dos caba-lleros que habían hecho votos de servir a Nuestro Señor Jesucris-to, por lo que decidí darles alojamiento.

Don Rodrigo, ¿fueron bien atendidos por estas mujeres?

No tenemos motivo de queja. La casa era humilde, sin apenas mobiliario y solo con dos estancias, la sala y la alcoba. Nos cedie-ron las dos únicas camas existentes, las suyas. No eran muy gran-des y el colchón era de borra, pero los hombres de armas esta-mos acostumbrados a dormir en lechos muy diversos, cuando no en el mismo suelo. Con diligencia pusieron en la alcoba y traje-ron un cubo con agua, para que pudiéramos liberarnos del polvo del camino.

Sirvieron abundante cena, los alimentos eran sencillos, de su propia cosecha o de la matanza.

La velada fue amena, eran buenas habladoras, contamos nues-tras hazañas y ellas las de su marido, que también fue hombre de armas, aunque careciera de toda hidalguía.

Don Sancho, ¿qué puede contarnos de aquella noche?

Poco puedo añadir a lo de mi compañero, fuimos siempre bien tratados, con la natural zafiedad de los que no han tenido buena cuna, pero hay que reconocer que su espontaneidad y llaneza era mucho más agradable que la afectación de las damas. La risa era franca, movían sin reparo su busto, se apreciaba que estaba libre, sin vendajes que lo sujetaran, lo que me atraía y encendía mi corazón.

Con la esperanza que por voluntad, o a cambio de cierta canti-dad, yacieran con nosotros, procuramos seguir los consejos del poeta Ovidio, tan ducho en el arte de solicitar, no ahorramos en halagos, lisonjas y piropos, aunque su reacción fue más de hilari-dad que de dejar caer sus defensas. Se mostraron inflexibles a

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nuestros requerimientos y se retiraron al pajar, dejándonos con las ganas.

Marta, ¿puedes contarnos lo sucedido aquella noche?

Una vez en casa, les cedí nuestros lechos, para que se sintieran más cómodos, aunque los suponía acostumbrados a sedas. Su-puse, que habiendo mujeres, se sentirían intimidados a lavarse fuera, junto al pozo, por ello les puse el barreño y el agua en la alcoba.

Les di lo mejor que tenía, incluso les escalfé en la sopa los dos huevos que me habían puesto las gallinas. La velada fue amena, se interesaron por la historia de Martín y por nuestra vida. Ha-blaban un poco raro, cosas como “lucíais como una Venus en el crepúsculo, cuando Febo desaparece del cielo” y no podíamos evitar reírnos de sus ocurrencias.

No me gustó mucho el tono empleado y su mirada, se fijaban demasiado en nuestros cuerpos, me daba la impresión de que pretendían contacto carnal, por eso cogí a Sara, que parecía su-cumbir a los encantos de Don Sancho, y me la lleve a dormir al pajar. Por otra parte, me sentía halagada, siendo objeto de tan graciosos requiebros. El ser viuda y madre me obligan a ser pru-dente y contenida, aunque como mujer sienta el calor de mis en-trañas en la presencia de hombres.

Marta, ¿qué hicisteis antes de encontraros con los caballeros aquella mañana?

Como es costumbre en la gente del campo, las tareas se comien-zan al asomar el sol, aquella mañana, bajamos al caz a lavar la ropa. Como es muy incómodo andarse con ropajes mojados que pesan y entorpecen el movimiento, hicimos como siempre, pres-cindir de sayas y quedarnos con camisa y calzas.

Nos pusimos a lavar la ropa sin acordarnos de los caballeros hos-

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pedados, es una actividad con la que siempre disfrutamos, per-mite permanecer juntas, comentar cosas, reírnos, jugar...

Comentamos lo apuestos que eran los caballeros. A Sara le gustó la planta de Don Sancho y su gracioso acento. Don Rodrigo, a pe-sar de su edad, se conserva fuerte y su barba blanca le da un aire muy noble. Pero en ningún momento pensamos en ellos como posible compañero de cama.

Entre risas, le dije a mi hija, que no se entusiasmara, si no se lo diría a un pretendiente que tenía en Morote, y empecé a tirarle agua hasta que la dejé con la cabeza y la camisa chopadas, ella no fue menos y me devolvió la aguadilla. No molestaban para nada, el sol ya calentaba, el ejercicio de frotar la ropa da calor y era de agradecer un poco de agua.

Estábamos en esos menesteres, cuando escuchamos ruidos en la espesura, nos quedamos calladas, escuchando, pero no oímos nada más, pensé que se trataba de un marrano y nos tranquiliza-mos.

Sara, ¿tienes algo que añadir a lo que dice tu madre?

Poco. Es cierto que Don Sancho, joven y fuerte, con un torso for-nido, da ganas de abrazarlo, no puedo evitar ser una mujer jo-ven, la idea de que sean de otro las manos que recorran mi cuer-po me da escalofríos, pero eso no me impide ser tan ciega que no me permita ver la realidad, soy una sencilla campesina, no puedo jugarme el ponerme en boca de todos.

Me gustan las aguadillas con mi madre, me permite comportar-me como una niña, me siento libre.

Mi madre no es una mojigata, cuando tenemos ocasión, nos ba-ñamos en la poza del río y estamos un rato jugando, es algo que hemos hecho desde que me acuerdo, así aprendí a nadar, ella me comprende, sabe lo que siento. Al principio, hace años, era

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yo la que admiraba su cuerpo desnudo, lo deseaba para mí, aho-ra, lo veo en sus ojos, ella siente admiración por el mío y me agrada la sensación. Dice que todas las personas son así, que se atraen unas a otras, pero tienen miedo de reconocerlo.

Cuando estamos en la intimidad, intercambiamos con naturali-dad opiniones, ella es mi confidente y yo la suya. Me contó un día, que ella se había acostado con mi padre antes de casarse.

Don Sancho, ¿qué hicieron ustedes aquella mañana?

Cuando nos levantamos vimos que las mujeres nos habían deja-do un cubo de agua para que nos quitáramos las legañas, y un trozo de queso y una hogaza de pan para que comiéramos.

Don Rodrigo me dijo mientras desayunábamos:

- Es una pena que las mujeres no hayan consentido.

- Tiene mucha razón, Don Rodrigo, es inusitado, que dos simples campesinas, rechacen la ocasión de tener en la cama a dos caballeros. ¡Qué veinte años más bien aprovechados!, ¡qué busto!, con que gracia lo movía al reírse, ¡qué mirada!, tenía una gran frescura, diría que era golosa, que me miraba con deseo, pero su madre pronto la retiró.

- La madre es menos, se nota que está trabajada, conserva la dureza de los músculos y la firmeza de los senos, se ve con energía, por no hablar de su largo cuello, hubiera sido una bue-na hembra de compañía. Da la impresión de ser experta y fogo-sa, si no fuera por su hija, creo que hubiera cedido a los envites de un caballero, pocas ocasiones va a tener de gozar una compa-ñía como la mía.

- ¿Se las imagina desnudas a las dos?, Don Rodrigo.

- Pardiez, calle, uno no es de piedra.

Don Rodrigo, se quedó quieto, escuchó las risas de las mujeres y

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dijo:

- Don Sancho, ¿escucha al par de corzas como retozan?

- Cierto, Don Rodrigo, ¿qué tal si salimos de caza?

Don Sancho, ¿puede explicar eso de la caza?

Es una forma de decir “vamos a ver lo que podemos hacer”, si-guiendo la metáfora de las corzas. Sin terminar de vestirnos, de-jando cualquier cosa que pudiera hacer ruido, nos dirigimos, ha-cia las voces con gran sigilo y, cuando estábamos próximos, nos escondimos tras unas matas de retama.

Vi a las mujeres medio desnudas, tan solo con su ropa interior, escuché sus risas, lo desenvueltas que hablaban, los comentarios de nuestras cualidades, sin duda, como es natural, habían que-dado gratamente prendadas de nosotros. No se andaban con melindres, su lengua era llana, como corresponde a los villanos, sin amaneramientos, carente de vergüenza, en ocasiones mor-daz. No cabía duda que conocían el trato con los hombres, algo natural en la viuda, pero sorprendente en la doncella.

Lo que vi y oí terminó por levantar mi hombría, estaba ante dos hembras que prometían en el cuerpo a cuerpo. Ellas mismas se excitaban con sus palabras, gozaban de sus fantasías y las com-partían para darles mayor realismo.

De repente, entablaron una batalla de aguadillas, se echaron agua una a otra, al poco estaban mojadas, melenas y ropas cho-rreaban. Este inocente juego proporcionó un espectáculo mayor, sus ropas holgadas, se pegaban a sus cuerpos, dejaban ver sus senos, abundantes y firmes, destacando sus pezones, enhiestos por el agua, las calzas se pegaban a las caderas, mostrando sus redondas formas.

No estaban cohibidas, no sentían ningún reparo por su estado, al

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contrario, era algo espontáneo, intercambiaban piropos y lucían los encantos una a la otra. Como comprenderán, no hay hombre que se pueda resistir.

Don Rodrigo perdió el equilibrio, se cayó e hizo ruido, las muje-res silenciaron, se giraron y se quedaron escuchando unos ins-tantes. Pensé que nos habían descubierto, pero escuché a la ma-dre decir

- Habrá sido un marrano.

Don Rodrigo, ¿está de acuerdo con lo dicho por su compañero?

Lo que vi y escuche coincide con lo dicho por Don Sancho. Res-pecto a las sensaciones, eran parecidas, quizás, un poco más co-medidas, con la edad he perdido la fogosidad de la juventud. Siendo amplia mi experiencia, he de decir que el comportamien-to de las mujeres, era bastante más atrevido que el que puede verse entre meretrices en el prostíbulo, era claramente una pro-vocación.

Mi torpeza me hizo resbalar y caer, lo que causó un ruido bas-tante fuerte, pensé que nos habían descubierto, pero no fue así, nos confundieron con un marrano en la espesura.

Pensé para mis adentros: a la oportunidad la pintan calva, es una ocasión inigualable para solazarnos, las mujeres parecen haber-se excitado entre ellas, sus defensas están descuidadas y seguro que no despreciarán la oportunidad de la compañía de dos im-portantes y apuestos caballeros. Propuse a Don Diego que nos desprendiéramos del jubón y la saya y nos presentáramos ante ellas.

Don Sancho aceptó de buena gana, nos desprendimos de la ropa que sobraba, sigilosamente nos acercamos al caz, cogimos las ro-pas, las escondimos en un arbusto y nos plantarnos delante de ellas.

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- ¡Oh! ¡Bellas ninfas!, ¡regalo de los dioses!, ¡servidoras de Venus!, henos aquí, ansiosos caballeros, dispuestos a saciar vuestra fogosidad.

Reaccionaron con vergüenza y pudor, se taparon lo que se po-dían cubrir con manos y brazos e hicieron un amago de ir a recu-perar los desaparecidos vestidos. Al detectar su ausencia, la ma-yor me dijo:

- ¿Qué pretenden Vuesas Mercedes?, ¿tienen alguna queja por el asilo que les dimos?, ¿no están conformes con el servicio dado?

Visto que el tratar como damas a vulgares campesinas no causa-ba ningún efecto, decidí dirigirme a ellas como les correspondía por su baja estofa.

- Del albergue y la cena no tenemos queja, pero ahora re-querimos de otros servicios que por lo oído y visto no os faltarán habilidades.

La madre, ocultando detrás de ella a si hija, me contestó.

- Yo, en vos confié por estar entregado por votos a Nuestro Señor Jesucristo, no creía posible que con tanta facilidad violara su voluntad y requiriera a dos pobres mujeres de esta forma.

Me indigné por el desprecio que me hacían dos plebeyas, yo que les hacía el honor de poder recibir en su cuerpo a un Caballero de la Orden de Santiago.

- No se ande con semejantes remilgos, no eres tu la que puede hablar sobre la voluntad del Altísimo, para ello tiene teó-logos la Iglesia, piense solo en las cosas de la tierra y de la carne.

La madre viendo que iba en serio y no pensaba dejar pasar la ocasión, suplicó:

- Por favor, dejen que mi hija se vaya, ella es inocente y vir-

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gen, yo tengo fuerzas suficientes para los dos, yo me encargaré de saciaros.

En estas estábamos cuando Don Sancho, sin poderse contener, saltó al frente, y abalanzándose exclamó.

¡Zorras inmundas!...

Don Sancho, ¿qué ocurrió después, al abalanzarse sobre las mujeres?

No comprendía como Don Rodrigo era tan condescendiente, no sé daba cuenta de que eran más putas que las gallinas, su osadía llegaba al extremo de tomarnos ?????, se resistían por conseguir mejor paga, incluso nos afeaban el faltar a nuestros votos. Era palpable el intento de tentarnos con su escaso y mojado vestua-rio y con su desenfrenada lengua. Ya se sabe que dentro de la piel de la mujer habita el mismísimo Belcebú. Necesitaban un es-carmiento, a ver si la cruz de nuestra orden lograba expulsar al Demonio de sus entrañas. No soportaba la espera, decidí no di-latarlo y dirigiéndome a ellas dije:

¡Zorras inmundas!, ahora veréis lo que es bueno.

En ese momento, vista mi reacción, la madre grito:

¡Corre!, ¡corre Sara!

Mientras, la madre, con brazos abiertos, intento cerrar el camino por donde huía la hija. No podía consentir que una simple cam-pesina impidiera mi esparcimiento, con la mano izquierda le doy un revés, ella sale lanzada, medio aturdida, hasta caer en la poza.

Salgo en persecución de Sara. Es rápida, corre como una liebre, me hace sentir la pasión de la caza, me veo con mi arco montado tras una corza, no pienso rendirme, tengo que cobrar la pieza.

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Tropieza en una rama, le cojo del brazo, con gran agilidad da un salto, se escapa como una anguila, me quedo enganchado a su manga, ella tira con todas sus fuerzas, la tela de la camisa se ras-ga, una parte termina en mi mano.

Salto tras ella, muestra su torso medio desnudo, la persecución me excita, es una digna rival, logro acercarme, me lanzo, le trabo las piernas, cae, se golpea con una piedra, se queda medio in-consciente, le sujeto los tobillos, la giro, me siento sobre su vien-tre. En su frente se ha abierto una brecha, de ella mana sangre. La pieza está cazada, solo tengo que cobrarla.

Se agita con fuerza, grita como un cochino, temo que algún ve-cino la oiga, le arreo una serie de bofetones, le ordeno que se calle, se calla. Queda aturdida, no cesa en su intento de zafarse.

Noto su cálido cuerpo, se contornea bajo mi entrepierna, sube mi excitación, la erección incrementa la pasión, doy un tirón, arranco los restos de camisa, sus pechos lucen, mis manos los estrujan, lanza un quejido, lucha por librarse, los aprieto con más fuerza, grita de dolor, es una jodida, no se excitan los pezo-nes, siento rabia, le abofeteo, lanzo el puño a los pechos, insisto, cesan los gritos.

Aprovecho su aturdimiento, me levanto, arranco las calzas, la tengo dispuesta, bajo mis calzones, me echo encima, le sujeto los brazos, la inmovilizo, nota mi miembro, se mueve con fuerza, se resiste, la muy puta me evita, lucha, el fragor es un acicate, la batalla excita, hace grata la experiencia, lucha, es diferente, no es como con pelanduscas.

Doy un empujón, la penetro, era doncella, aquella puta, aquella campesina era doncella, eso da más mérito, más grande es la medalla, mas meritoria la pieza cazada.

Grita, se bate con gran valentía, no cesa en su esfuerzo, intenta

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zafarse, empujo, golpeo el rostro, se queda quieta, deja de opo-ner resistencia, me siento eufórico, he domado la yegua.

Termino triunfante, derramo mis dones en sus entrañas, ya sabe aquella moza lo que es un hombre, es una afortunada, ha sido dominada por un hidalgo, por un Caballero de la Orden de San-tiago.

Me levanté, vi su cuerpo desnudo, tirado como un guiñapo enci-ma de la hojarasca, me di cuenta que estaba inconsciente, mis golpes habían sido demasiado fuertes. Lo lamenté, no habría pa-sado si la muy zorra no hubiera estado moviéndose y gritando.

Me subí los calzones, me arreglé las calzas y desande el camino recorrido.

Sara, ¿cuál es vuestra versión de estos hechos?

Estábamos mi madre y yo lavando la ropa, jugando y charlando, como era habitual, de repente se presentaron los caballeros en ropas menores.

Don Rodrigo se presentó con lisonjas similares a las empleadas el día anterior, pero no nos fiamos de sus intenciones. Mi madre le recordó su condición de religioso, lo que le causó más irrita-ción. Ella quiso intervenir a mi favor ofreciéndose.

Súbitamente Don Sancho exclamó:

Zorras inmundas, ahora veréis lo que es bueno.

Yo me asusté mucho, pegué un pequeño chillido y oí que mi ma-dre me gritaba.

¡Corre!, ¡corre Sara!

Apenas puedo pensar, veo venir hacia nosotras a Don Sancho, salgo corriendo, creo que mi madre me seguirá, ella se queda in-tentando detenerlo. Él se ha fijado en mi, no está dispuesto a

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que huya, escucho como decía un fuerte - ¡Aparta! -, un golpe y un cuerpo caer sobre el agua.

Lo escucho muy cerca de mi, jadea ansioso, me duelen los pies, voy descalza, las piedras se clavan, si me detengo, aunque sea un instante, me alcanza, con su fuerza estaré perdida, mi única oportunidad es correr y esperar que se aburra.

Tropiezo, caigo, empiezo a levantarme, llega por detrás, me al-canza, sujeta mi brazo, doy un rápido giro, pego un tirón, me li-bro de su presa, sujeta la tela, cede ante mi fuerza, se rasga, queda libre.

Sigo corriendo, con la manga se ha ido parte del cuerpo de la ca-misa, llevo un pecho al aire, me persigue, profiere palabras ame-nazadoras, está fuera de si, parece una fiera rabiosa, no puedo más, mis fuerzas flaquean, me falta aire.

Se echa sobre mis piernas, me sujeta los tobillos, mi cuerpo cae, doy con la cabeza en el suelo, siento un fuerte dolor en la frente, me mareo, todo ocurre lentamente, corre la sangre por mi fren-te, me gira con fuerza, me deja boca arriba, se sienta sobre mi, no puedo moverme, tengo que hacerlo, lo araño, pido socorro, nadie me escucha, me golpea una, otra vez, me ordena callar, es-toy más aturdida, pierdo el sentido.

Noto un fuerte tirón, me despierto, los restos de mi camisa pa-san por delante, estoy aterrorizada, mis pechos están desnudos, la bestia los mira con ojos lascivos, me los estruja, grito deses-perada, intento librarme, no soporto la tortura, aprieta más, me golpea, pega con sus puños en mis pechos, el dolor es inaguan-table, no puedo más, cedo.

Medio inconsciente, con las fuerza agotadas, veo como se le-vantaba, tira con fuerzas de las calzas, las raja de arriba abajo, me siento desnuda ante él, no tengo fuerzas para continuar, no

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puedo huir, baja los calzones, se echa sobre mi, su peso no me deja respirar, saco fuerzas, me agito, busco zafarme, lloro, supli-co.

Cara desencajada, ojos saltones, boca abierta, mezcla de ira y lascivia, totalmente fuera de control, como una bestia desboca-da, no es humano, es el mismísimo demonio.

Noto un fuerte empujón, un agudo dolor en mis entrañas, me ha penetrado, me muevo, chillo, me golpea una y otra vez, no sé por donde no me duele, veo las cosas confusas, todo se vuelve oscuro, notó su cuerpo moviéndose encima del mío, su miembro quiere abrirme en canal, mi vida se va, ya no siento dolor, llamo a mi madre, me siento volar y después, nada.

Don Rodrigo, ¿qué hizo usted cuando su compañero salió en persecución de Sara?

Cuando veo que Don Sancho empuja a la madre y sale tras la hija, imagino sus intenciones, ha sido más rápido, ha elegido el bocado más tierno, más sustancioso, a mi me queda el premio de consolación, me tocaba bregar con la viuda, a pesar de los años promete un buen encuentro.

El empujón de Don Sancho manda a la madre a una poza, mien-tras reacciona e intenta salir, me desprendo de los escarpines y las calzas. Ella, recuperada, sale del agua, su ya escasa ropa, tan mojada, marca perfectamente sus curvas, me quedo maravilla-do, a su edad muestra un busto firme, un vientre plano. Esta vi-sión incentiva más mi apetito, no va a estar tan mal este ganado sobrero.

A mis espaldas, en la lejanía, se oye gritar a la moza, sin duda Don Sancho le ha dado caza, ante las peticiones de la hija, la ma-dre intenta salir en su ayuda, pero yo, con habilidad felina, me interpongo una y otra vez, le hago rabiar, me encanta la cara de

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fiera que pone, es una auténtica gata protegiendo a su cría.

Visto que no puede burlar mi vigilancia, se acerca a los árboles, recoge un largo leño, arremete contra mi como si fuera una lan-za, pero desconoce que enfrente tiene un maestro de la lucha, curtido en innumerables asaltos, nada más tengo que desviar con el brazo la rama y, haciendo un requiebro, dejo que con su impulso caiga de nuevo en el río. No puedo evitar reírme y decir con sorna:

Espere bella dama, que a mi me gusta el agua, no se mueva que ya voy.

Me libro de mi camisa, intenta salir del agua, salto sobre ella, la arrastro al fondo con mi peso, la abrazo fuertemente, se mueve violentamente, intenta zafarse, busca la superficie, la retengo, empieza a soltar el aire que lleva dentro, la suelto.

Como buen cazador, sé que el placer está tanto en el acoso, como en el cobro. Le permito salir, que se acerque a la orilla, para, de un tirón, retornarla al agua. Mientras juego aprovecho para arrancarle trozo a trozo sus calzas y su camisa.

Al verla nadar desnuda, me enciendo más, dejo a mi miembro en libertad. La persigo, la abrazó, la hundo, su cuerpo se sacude junto al mío, lucha por salir y respirar, la retengo hasta que abre la boca en busca de aire, la suelto, le dejo un instante, se recupe-ra y a comenzar de nuevo.

En una de estas ocasiones, la pillo bien contra el fondo, en una zona no muy profunda, con fuerza arremeto contra ella, mi miembro la penetra hasta el fondo, me siento poderoso, mien-tras la jodo, mantengo su cabeza bajo el agua, suelta el aire, se mueve desesperadamente, patea, quiere sacar la cabeza, sus ojos se salen, abre la boca y busca aire a bocanadas, como si de un pez se tratara, los labios se le ponen azules, le dan unos es-

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pasmos que me llevan a derramar mi esperma.

Mientras, ha regresado Don Sancho, que contempla como ter-mino con la furcia que ha osado rechazarme. Cuando me sacio, con su ayuda, sacamos el cuerpo, ya sin vida. Recogí mi ropa, es-currí con toda mi fuerza los calzones y me vestí de nuevo.

Marta, ¿cuál es tu versión de los hechos?

Como bien ha contado mi hija, estábamos contentas y disfrutan-do, de repente se presentaron los caballeros medio desnudos, a mi no me dio buena espina, intenté ir a buscar nuestra ropa, pero había desaparecido, puse a mi hija detrás de mí con la in-tención de ocultarla, de protegerla.

Don Rodrigo soltó una de sus peroratas, pero por su tono y su cara mostraba que sus intenciones y requerimientos estaban bastante alejados de la decencia. Le dije:

- ¿No están conformes con el servicio dado?

El me contestó:

- Del albergue y la cena no tenemos queja alguna, pero ahora requerimos de otros servicios que por lo oído y visto no os faltarán habilidades.

Había escuchado nuestra conversación, no medimos las pala-bras, nos creíamos solas, se había hecho una idea falsa de nues-tra honradez, pretendía que yaciéramos con ellos, como si fuéra-mos rameras. Intenté hacerle ver que lo que pretendía no cabía en la moral de una persona religiosa. Mostró que le había moles-tado que le recordara que estaba faltando a sus votos.

Vi la cosa perdida, no se iban a ir sin satisfacer su lascivia, tenía que librar a Sara, ella era demasiado joven para soportar aque-llo, a lo mejor, si me ofrecía a actuar de buenas, ellos se confor-marían. En estás estábamos cuando Don Sancho se nos echo en-

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cima diciendo:

¡Zorras inmundas!, ahora veréis lo que es bueno.

Lo vi claro, había dado comienzo la violación, solo pensé en li-brar a mi hija, le grité:

¡Corre!, ¡corre Sara!

Ella comenzó a correr, me lancé a los brazos de Don Sancho, te-nía la esperanza que mi cuerpo fuera suficiente, pero las ideas las tenía fijas, con su brazo me dio un empujón y me lanzó a la poza.

Cuando me recupero del manotazo y puedo salir del agua, D. Ro-drigo, dispuesto a unirse a la labor, se ha desprendido de los za-patos y las calzas. Me mira con unos ojos llenos de deseo, me doy cuenta que la ropa se me ha pegado y deja ver mis formas.

Escucho gritar en el bosque a Sara, me necesita. Intento salir co-rriendo en su ayuda, él es más ágil, a pesar de su edad, se le nota entrenado para la guerra, tengo que librarme de él como sea, cojo una larga rama terminada en punta, arremeto contra él como si fuera una lanza, cuando ya lo tengo casi ensartado, me desvía el palo con su brazo y, sin poder parar, voy de nuevo a la poza.

Se libra de su camisa, se lanza al agua, me abraza, me arrastra hasta el fondo, me falta aire, me debato con brazos y piernas, su abrazo es demasiado fuerte, no logro subir a la superficie, mis pulmones no pueden aguantar mas, me ahogo, él no me suelta, pienso que ha llegado mi hora, cuando ya no puedo más, el me suelta.

Empieza un cruel juego, parecido al que juego con Sara, pero mucho más violento, sin cariño, sin intimidad. Sus arremetidas están llenas de dureza, sus abrazos parecen de oso, disfruta me-

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tiéndome bajo el agua, apura mi resistencia.

Momento a momento crece la crueldad, parece disfrutar más por el daño que por mi cuerpo. En este aquelarre de violencia termina por desnudarme, se queda mirando fijamente, se des-prende de sus calzones, los lanza a la orilla. A partir de ese ins-tante no hay cuartel, me hunde, me abraza, se restriega contra mí, apura cada vez más mi capacidad de resistir.

Me toma contra el fondo, me sujeta bien, me acomete, clava su miembro hasta el fondo, yo ya solo quiero que se satisfaga, que termine, que acabe aquella tortura, él, entusiasmado, repite las embestidas, no me deja sacar la cabeza, se ha olvidado que ne-cesito respirar, me debato intentando salir, mis movimientos le excitan más, su locura se incrementa, no soporto más, pierdo todo el aire, mi boca se abre en una agónica búsqueda, solo en-cuentro agua, cada vez veo todo más borroso, todo se vuelve ne-gro, la vida se me va, intuyo que ha llegado la hora de mi muer-te. Mi último pensamiento es para mi hija, qué le habrá pasado, tengo la esperanza de que ella no este muerta, es tan joven, tie-ne tanta vida por delante, noto unos espasmos terribles, mi cuerpo se parte y... nada.

Don Sancho, ¿que hicieron después de la violación?

Como ya he contado, me reuní en el río con Don Rodrigo, esperé que terminara y nos dirigimos tranquilamente a la casa, él me contó su batalla acuática y como los movimientos desesperados de la mujer que se estaba ahogando le daban una gran satisfac-ción, yo le conté la caza ocurrida en el bosque. Disfrutamos de nuestra hazaña y ardíamos en deseos de retornar a Yeste para poder contarla en la taberna.

Al llegar a la casa, Don Rodrigo se encamino a la vivienda, se te-nía que cambiar, llevaba los calzones mojados. Quedamos que

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traería nuestros enseres y yo prepararía los caballos.

Comencé a ensillarlos, escuché un ruido y supuse que era mi compañero, por eso dije:

Don Rodrigo, ¿ya ha terminado?, que rápido que es.

Extrañado de que no conteste, decido salir a ver el origen del ruido, cuando me giro, veo la figura a contraluz de una mujer desnuda, con las piernas abiertas y con un hacha grande. Mi pri-mera impresión es que se trata de Sara, pero la he dejado muer-ta en el bosque y su madre yace junto al río.

Me entra un miedo terrible, por un instante siento vergüenza, será un castigo de Dios, se habrá reencarnado la doncella. No es posible, no puedo merecer eso, ella me ha tentado. Comprendo que no he verificado su muerte, la figura es la de Sara, ha recu-perado el conocimiento, es preciso defenderse.

Sin arma es difícil, corro en busca de la espada, todo sucede len-tamente, veo mi sombra, entra la suya por delante de la mía, se levanta la herramienta, baja sobre mí, me veo perdido, no llego, solo puedo amagar, grito con desesperación:

¡A mi!, ¡Don Rodrigo!

Siento como el filo alcanza mi hombro, un dolor intenso, se abre mi carne, quedo en el suelo, sangrando. Frente a mí, como si de una amazona se tratara, se encuentra Sara, con los ojos inyecta-dos de sangre, el odio, el deseo de venganza, se reflejan en sus ojos, alza el hacha sobre su cabeza, yo suplico a gritos:

Por favor, no me mates, perdóname, no sabía que eras virgen, ten compasión de mi, te prometo compensarte, si quie-res me casaré aunque seas una villana.

No responde a mi súplica, si no con más ira. Exclama:

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¡Cerdo!

Veo caer el hacha, intento ladear la cabeza, me alcanza en pleno cuello, salta un gran chorro de sangre, salpica su cuerpo, voy a morir, veo su rostro con una sonrisa de satisfacción, noto mi ca-beza estallar, pierdo la visión, la consciencia, luego nada.

Sara, ¿puedes contarnos tu versión de los hechos?

Como comenté, perdí el conocimiento. Al despertar estoy des-nuda, envuelta en barro y hojas, a mi alrededor se encuentran los restos de la batalla, mi ropa, totalmente destrozada.

Me acuerde de mi madre, corrí hasta el río, la vi tumbada, como un guiñapo, la sacudí, la volteé, la golpeé, pero nada no reaccio-naba, estaba muerta, la había matado Don Rodrigo, me prometí morir vengándome y me dirigí a la casa.

Al pasar por el leñero, veo el hacha, la he empleado muchas ve-ces, la cojo. Escuché la Voz de Don Sancho llamando a Don Ro-drigo, empezaré por él. Me dirijo con decisión a la puerta del co-rral, allí, frente a mí, se encuentra mi violador. Me paro un mo-mento en la puerta, el pone cara de terror, como si acabara de ver un fantasma, cuando comienzo a subir en hacha, el sale hu-yendo, yo corro tras el, le lanzo el hacha con toda mi fuerza, el la esquiva, le golpeo en el hombro, rompe el hueso, penetra en su carne, cae al suelo, me acerco a él.

Levanto de nuevo el hacha con la intención de acabar la faena, él me suplica, el muy cínico, hasta se ofrece en matrimonio, como si eso fuera un gran pago, le grito:

¡Cerdo!

Dejo caer el hacha sobre su cabeza, la aparta, le doy en el cuello, un chorro de sangre me baña.

No pude evitar sentirme satisfecha de verlo caer delante de mí,

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sentí que había hecho la justicia que no podía esperar por nin-gún lado, me quedé quieta, mirándolo, sin darme cuenta de lo que pasaba a mí alrededor.

Don Rodrigo, ¿qué hizo usted desde que dejó a Don Sancho?

Me dirigí a la vivienda, allí tenía unos calzones secos. Empecé re-cogiendo los bártulos, me cambié los calzones, me puse las cal-zas, al ir a ponerme la camisa escuché un grito de Don Sancho, llamaba con urgencia, me metí la camisa y la saya a toda veloci-dad, cogí la espada y salí corriendo hacia el corral.

Al entrar encontré el espectáculo, frente a mi, desnuda, cubierta de sangre y con un hacha, se encontraba la hija, resucitada de entre los muertos, a sus pies, yacía mi compañero en medio de un charco de sangre.

Comprendí lo sucedido, Don Sancho no la había golpeado con suficiente fuerza, ella había recurado la consciencia, se había he-cho con un hacha, había golpeado a mi compañero y lo había matado, cortándole el cuello, como a un cerdo.

Cogí mi espada y avancé hacia ella diciéndole...

- ¡Inmunda mujerzuela!, ¿qué habéis hecho?, habéis mata-do a un hidalgo, a un Caballero de la Orden de Santiago, habéis asesinado a un miembro de Santa Iglesia Católica, a vuestro cri-men de quitar la vida, hay que sumar el ofender al mismísimo Dios, habéis atentando contra uno de sus representantes en la tierra. Sois merecedora de arder en la hoguera, agradecerme que sea clemente y os mate con mi espada.

Terminada la proclama de la sentencia me dirijo con decisión en su búsqueda.

Apenas he avanzado un paso, cuando siento un golpe en mi es-palda, un agudo dolor en todo mi torso, lanzo un grito, miro ha-

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cia abajo, veo que dos estacas me salen del pecho, por los orifi -cios mana sangre como si de una fuente se tratara.

Entiendo mi situación, he sido empalado por la espalda, mis pul-mones han sido ensartados, me sé muerto, me giro para ver lo sucedido, ante mí la figura de la madre, también desnuda, sol-tando unas sonoras carcajadas.

Finalmente han vencido ellas, se han tomado su venganza, han vuelto del mundo de los muertos para arrastrarnos a nosotros también.

El dolor es insoportable, los pulmones han colapsado, no puedo respirar, siento un gran mareo, pierdo el equilibrio, caigo al sue-lo, algo remueve mis entrañas, produce un gran dolor, todo se hace obscuro y unos instantes después dejo de sentir y de pen-sar.

Marta, ¿podía aclararnos lo sucedido con Don Rodrigo?

Yo perdí el sentido al ser ahogada por Don Rodrigo, desde un sueño oí a mi hija, sentí que alguien me sacudía. Esa idea me dió fuerzas para luchar, tosí, vomité y, poco a poco, recuperé el re-suello.

Cuando logré centrarme y darme cuenta de lo sucedido, me acordé de Sara, me levanté, en el agua flotaban los trozos de ropa que Don Rodrigo me había arrancado en su orgía de violen-cia. Sin importarme nada, me dirigí a la parte del bosque donde la había escuchado gritar.

Al llegar vi los restos de la lucha, pero no estaba su cuerpo, tenía que haber sobrevivido. Supuse que se dirigía hacia el pueblo en busca de protección, yo, previamente, tenía una tarea que hacer. Bajé de nuevo al río en dirección a casa, escuché un grito de hombre y como mi hija gritaba: ¡Cerdo!

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Ella no se ha dirigido al pueblo, ha tenido la misma idea, está en peligro, echo a correr.

Al llegar veo a Don Rodrigo que se dirige, espada en mano, al co-rral, está claro cual es su intención.

Escucho las terribles amenazas que profiere de Don Rodrigo. No me lo pienso, tomo la horca apoyada junto a la puerta, la em-pleo como si de una adarga se tratara, me lanzo en busca de la espalda del caballero que acomete a Sara.

Dos de sus tres puntas se clavan, lanza un grito, se queda quieto, mira hacia abajo, se gira. Yo, segura de mi lanzazo, suelto el man-go y, sin poder contenerme, suelto una carcajada de satisfacción, hemos vencido.

Él me mira con rostro de desesperación, se tambalea, se cae de lado, el mango retuerce la horca, remueve las vísceras, suelta un terrible grito y cae en medio de horribles espasmos.

Me acerqué a Sara, le quité el hacha de la mano, la aparté a un lado, me eché en sus brazos y nos pusimos a llorar.

Marta, mejor que sigas tú, ¿qué hicisteis a continuación?

No sé cuando tiempo estaríamos llorando abrazadas, pero bas-tante. Cuando reaccionamos, pensé que había que hacer algo, fuimos a casa, nos lavamos, nos vestimos y nos sentamos un rato a decidir lo que hacíamos.

Finalmente, manchamos las sillas con su sangre, pusimos su al-barda sobre los caballos y los espantamos con la idea de que re-gresaran a su corral en Yeste. Los cuerpos y sus ropas las enterra-mos en el pie de un pino que hay en las proximidades de la era y convenimos en guardar para siempre silencio.

Los caballos regresaron a Yeste, las autoridades pensaron que algún bandido mozárabe los había matado, fueron declarados

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héroes y mártires de la Santa Cruzada y si no subieron a los al-tares es por carecer de allegados que los promovieran.

Nueve meses después, el mismo día, en aquella casa, nacieron dos niñas, una de la madre, otra de la hija, tía y sobrina vivie-ron siempre en aquel sitio, en la tierra de sus madres, jamás se enteraron como fueron concebidas, ni quienes fueron sus pa-dres, se casaron y tuvieron hijos. Una y otra se asemejaban tan-to que parecían mellizas, tal era su similitud que todo en el mundo las conocía como las hermanas. Sara, despreciada por sus vecinos, nunca se casó, vivió siempre con su madre.

Un momento, soy Don Sancho, en nuestro descargo, he de decir que lo nuestro no fue violación. Una violación es cuando se toma a mujeres recatadas y pías, que saben cubrir sus vergüen-zas y no ser una tentación del diablo. Pero, en casos como este, donde las mujeres consienten que se pueda ver sus cuerpos y que hablan con desenfado de sexo, son como las prostitutas, mujeres que tientan a los hombres con sus encantos y nosotros no podemos resistirnos. Esto no es una auténtica violación, la culpa la tienen ellas por tentar a dos honrados caballeros, eso lo demuestra el que quedaran embarazadas*.

¡Espere!, ¡espere!, soy Sara, quiero decirles una cosa: de esta historia han de aprender vuesas mercedes, que desde el princi-pio de los tiempos, el débil, el humilde, el pobre, la mujer... ha soportado la violencia, el desprecio, el abuso... del rico, del po-deroso, del hombre... y estos siempre han tenido razones para justificar su injusticia. Gracias, ya puedo descansar en paz.

* Por lo visto, ya en aquellos años, existían hombres como el Senador Todd Akin.

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