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XLVIII PEÑA DEL LIBRO “TRENTI ROCAMORA” BUENOS AIRES - REUNIÓN NOVENTA - AGOSTO DE 2011 ANTONIO F. ARDISSONO LA IMAGINACIÓN Y EL SENTIDO DE LA FELICIDAD EN DON QUIJOTE. ACOTACIONES DE UN LECTOR DESOCUPADO

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XLVIII

PEÑA DEL LIBRO “TRENTI ROCAMORA”BUENOS AIRES - REUNIÓN NOVENTA - AGOSTO DE 2011

ANTONIO F. ARDISSONO

LA IMAGINACIÓN Y EL SENTIDO DE LA FELICIDAD

EN DON QUIJOTE.ACOTACIONES DE UN

LECTOR DESOCUPADO

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Serie “Folletos Literarios” dirigida por Stella Maris Fernández y María de los Ángeles MarechalE-mail: [email protected] Tel: 4431-3868 E-mail: [email protected] Tel: 4953-3615

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¿No basta toda la voluntad de un hombre para conquistar una partícula de dicha?

IBSEN, EN BRAND

El mundo no comprende que me vi obligado a hacer lo que hice, simplemente porque soy Juan Gabriel Borkman.

IBSEN, EN J. G. BORKMAN

El abate laico en cuya sindéresis abrieron, por igual, la complacencia pagana y la renunciación a la vida estrepitosa, con Nicias y con Pafnucio, respecti-vamente, escribió, en Tais, la incuestionable defi nición singularizada en el párrafo que sigue:

“No creas, querido Pafnucio –aduce el epicúreo Nicias– que te encuentro ridículo en extremo ni tam-poco absolutamente falto de razón. Si comparo mi vida con la tuya, no sé cuál es preferible. Ahora mis-mo tomaré el baño que Cróbila y Myrtala me tendrán preparado, me comeré el ala de un faisán y leeré por centésima vez una fábula de Apuleyo o algún tratado de Porfi rio. En cambio, tú volverás a tu celda y allí te

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arrodillarás como un camello dócil, rumiarás no sé qué fórmulas de encantamientos mucho tiempo ha re-petidas y manoseadas, y por la noche cenarás rábanos sin aceite. Pues bien, querido: verifi cando esos actos, desemejantes en apariencia, obedecemos ambos al mismo sentimiento, único móvil de todas las acciones humanas; buscamos cada uno una voluptuosidad y nos proponemos un fi n común: la felicidad, la imposible felicidad”.

Dijimos incuestionable defi nición, porque se tiene la evidencia de lo afi rmado por Anatole France a poco de discurrir sobre el objeto de la vida; pues, concretán-donos a nosotros, ¿para qué vinimos al mundo, como no sea para ser felices, para benefi ciar del capítulo que llenamos actualmente en la historia de nuestra infi nita divagación por el tiempo y para gozar, mañana, del capítulo que le siga?

Vivir en perpetua ventura es el propósito del hombre; tiene que serlo, porque ninguna otra fi nali-dad explicaría satisfactoriamente su presencia en la creación, ya que suponer al astro que habitamos un lugar de prueba –una transición vacía de signifi cado si se desconocen su prefacio y su epílogo– es inad-misible puerilidad. La actual etapa de la aventura a que se nos obliga, siendo eslabón de una cadena, debe tener un fi n propio, como el rosal, que está enlazado en su especia, cumple un ciclo, de por sí, al nacer, de-sarrollarse, fructifi car y extinguirse; como la rosa en

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el rosal, como en aquella el gineceo, como los óvulos en éste, como cada una de las células en cada uno de los óvulos…

Pero si la comunidad del propósito identifi ca a los hombres, los separa, en cambio, la multitud de proce-dimientos enderezados a conseguir la realización de aquél. Quizás algún remoto predecesor nuestro, blan-damente conmovido por la mansedumbre del perro que brincaba de alborozo a su proximidad y que con-tribuía a su defensa y le auxiliaba en sus incursiones, y enternecido por la dulzura de la planta que embellecía sus horas de reposo, tradujo subconscientemente en sencillez el espectáculo de la planta humilde y de la bestia dócil y se imaginó supeditado a la misteriosa infl uencia de un ser que le aventajaba en virtudes y cuyo enojo se rendiría a sus expresiones amicales. Y de aquí habría nacido una de las sendas orientadas a la consecución de la felicidad: el sometimiento religioso, origen del sometimiento familiar, del sometimiento a los amigos, a la patria, a la civilidad, etc., que compli-can nuestra vida.

Posteriormente el análisis opuso, a la doctrina anterior, una conjetura más evolucionada, según la cual no debe entorpecer el hombre su albedrío con escrúpulos, sino vivir en libertad el juego de sus inclinaciones. Y entonces apareció la teoría del libre arbitrio, que clasifi có en dos especies a los aspirantes a la felicidad: los que van a ella por el sacrifi cio y los

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que placiéndose la buscan. Y ambas orientaciones se conciliaron, por último, en la teoría que da, como fun-damento de la dicha, la subordinación deliberada.

Así diversifi cada la fi liación del misterioso ente que perseguimos, nosotros agravamos el problema, pues al tomar casillero introducimos en él, con nuestro matiz acerca de la concepción de la ventura, un núme-ro de subdivisiones igual al de individuos.

Y la felicidad, la imposible felicidad, continúa fugitiva.

* * *El comentario nos ha conducido a formular este

interrogante: ¿Nace bien dotado el hombre para conse-guir su dicha –y malogra sus elementos– o es la dicha una falsa intuición del hombre, una nueva argucia del instituto de conservación de la especie? Porque no cabe duda que la dicha es, actualmente, una intuición tan sólo, puesto que ignoramos su fi sonomía, que la conocemos en virtud de lo que no es. Mejor aun: el hombre, con respecto a la felicidad, está en la situa-ción de una mujer inquieta que dispone fl ores en un jarrón: las adereza de un modo y advierte, al terminar, que no la satisface el orden introducido. Si se la inte-rrogara por el fi n que persigue, no sabría responder; diría que lo ignora, pero que no es el alcanzado. Y continuaría modifi cando la disposición guiada por un esquivo propósito en su tarea. Y el hombre, como

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la mujer inquieta de nuestro símil, es una brújula de norte desconocido con respecto a su felicidad…

Mas he aquí que nos amenaza de trascendentalis-mo una cuestión ajena a nuestro ánimo y que excede, con mucho, el menguado límite de estas acotaciones, que no aspiran ni remotamente a la inmortalidad. Apercibidos a tiempo, dejamos en mantillas el riesgo-so problema y volvemos al asunto que nos solicita: de-mostrar que el hombre frustra uno de los instrumentos entregados a él por el Espíritu de la Especie, apra el logro de su ventura: la imaginación.

* * *En los ojos encendidos, en el sortilegio del color,

en la maravilla del perfume y en el encanto de la for-ma repica, diariamente, la naturaleza, incitándonos a benefi ciar de su múltiple tesoro a la tibia claridad de las expresiones enternecidas o en la sombra de la contemplación.

Este lugar común de fi losofías y literaturas, pliegue que afea de vejez el párrafo donde se halla, permanece todavía, sin embargo, en el limbo de la realidad. Y cuando el hombre da con un oasis en el desierto a que su malandanza le condujo, lo entenebre-ce aún con inútiles sospechas, con temores absurdos y con angustiadoras suspicacias en que le induce su imaginación, torpemente dirigida.

¿́ Quiere decir esto que la evolución, al poner dis-tancia entre la bestia y nosotros, ha ido en contra de

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nuestros intereses, ya que a la ventura de la bestia, por su nulidad imaginativa, sólo se opone el dolor físico?

Probemos a esclarecer en la interrogante plantea-da analizando, idealmente, el proceso de un arquetipo humano verosímil.

Nuestro ejemplar, en seguida de su nacimiento, no se distingue de la bestia apenas: vive supeditado al genio de la especie, que llora de hambre en él y que en él mama en vago, lejos aun su boca de la fuente maternal, cuya existencia desconoce.

Posteriormente se abren sus sentidos a la poleni-zación del universo. Así ha fecundado, su espíritu se inquieta a la sazón y en él germinan los atributos hu-manos –la imaginación con ellos– en forma original, de la que dependerá en gran parte su futuro.

Pero la imaginación, que irá espigando a medida que se nutra de imágenes, de sorpresas, coexiste, en el niño, con otra característica que, por el contrario, declinará con el tiempo: su animismo.

El niño, en efecto, es animista; y, por virtud de esta condición –menospreciada de educadores y pa-dres al presente– no va de la forma a la esencia, como ocurre con el adulto, sino de la esencia a la forma. Y así, si se le fi gura que un objeto cualquiera tiene, verbigracia, espíritu de caballo, el objeto de que se trate adquirirá a sus ojos, instantáneamente, totalidad de caballo; por eso tan a menudo se lo ve cabalgar

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una escoba y darle órdenes y conducirla como si de verdadera cabalgadura se tratase. Y se resiste, por eso, a contemplar estampas aterradoras. Para él, para su animismo, no hay imagen: hay un terrible ser animado que se dispone al acometimiento.

Con el fi n de dar idea de cuánto puede el animis-mo en una criatura de corta edad, vaya esta experien-cia que hice en un niño de tres años y que repetí luego, siempre con buen éxito, en infantes: si se toma un chi-cuelo de la edad indicada y se suscita en él hábilmente un espíritu cualquiera, agazapado con preferencia en un rincón penumbroso –un espíritu de ratón, por ejem-plo– no tardará el chiquillo en ver un ratón donde no existe y, solicitado por el operador, irá a la bestezuela, la cogerá y hará con ella todo cuanto se la ordene. De otra manera: jugará con la inexistencia de un juguete, por paradójica que resulte esta afi rmación.

* * *Mientras animismo e imaginación basten para

surtir de juguetes a la inquietud del niño, sólo es-torbará su dicha, de vez en vez, el dolor orgánico: seguirá en estado de bestia. Pero cuando se divorcien imaginación y animismo, la orientación que, al crecer, hayan seguido sus atributos humanos, le llevará a una de dos sendas: el sometimiento o la rebeldía, según que sobrepase, respectivamente, su emotividad a su raciocinio o viceversa.

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En los sujetos emotivos se da un fenómeno curio-so: cuando, en razón de la divergencia anotada, cobran su personalidad, este magnífi co regalo les entristece al parecer; se desazonan, se desconciertan, como si añoraran la sujeción en que han vivido y buscan su pristina esclavitud supeditándose a un Dios.

Los hombres en quienes el razonamiento priva, fl uyen, en cambio, de la ilusoria libertad alcanzada y gritan su rebeldía, su espejismo, que se apoya en un superfi cial y entusiasmado examen de su posición en el mundo.

No tardará en escocer, a unos y a otros, un princi-pio de enfado que, desasosegándoles, irá alejándolos incesantemente de su ventura. Aquél advertirá que su esperanza de recompensa póstuma no le inmuniza contra el deseo de alcanzar, en vida, satisfacciones y se percatará éste de que el juego de su libertad está entorpecido por el ejercicio que hacen sus semejantes de la suya propia.

Y principia entonces el drama disimulado: les enoja su impotencia y el triunfo ajeno –merecido o injusto– les enciende en rencor. La envidia impone su hegemonía aquí y les avasalla, volviéndoles infortu-nados, recelosos; ven hostilidad en todo cuanto les cir-cunda, seres y cosas, y agrisan su vivir comparándose con el más alto, como si no existiera el más humilde.

Pero si el hombre en realidad es un paradigma de su especie, en cualquiera de ambas circunstancias

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evolucionará con rumbo al sincretismo, que es, en este caso, la supeditación voluntaria, fuente de goces inefables.

Inquietado por su disgusto, en efecto, el individuo ejemplar observa, compara, rectifi ca sus observacio-nes y va, así, de traspié en traspié, acercándose a la verdad, aprendiendo a situarse en la creación, hasta que se le desemboza, de pronto, la Gran Armonía, cuyo vehículo revelador somos, como la pompa de luz es el vehículo revelador de la electricidad; y com-prende que, en el semejante que le injuria, no obra independientemente su determinación, sino un cúmulo de factores ajenos a él, que le fuerzan a injuriar.

El hombre se hizo Hombre en este punto, pues ha realizado su máximo descubrimiento al comprender que la indulgencia es El Camino.

Llegará, transitándolo, a su respeto, a su propia es-timación: a la suma felicidad posible en nuestra época, en que la vida es una incógnita insoluble, no porque lo sea en realidad, sino porque se extiende ante nosotros un largo trecho inexplorado todavía.

* * *El hombre terciario, para sobrevivir al acoso de

los elementos hostiles y de los seres enemigos –física-mente superiores a él, pero vulnerables en su chatura interior– hubo de utilizar, en benefi cio propio, la única fuerza que podía conducirle a la victoria: su pujanza

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espiritual. Y su imaginación entonces, afi lándose en el peligro, se aguzó con el discurrimiento de argucias salvadoras.

Juntamente con nuestra fantasía desarrollada he-redamos, en la actualidad, el sobresalto que la movió a expandirse. Y es ese sobresalto, convertido en sospe-cha, lo que reproduce la imaginación cuando enturbia nuestra dicha con la posibilidad de una asechanza.

Pueden atribular al vulgo, pues, tales sospechas, porque el ansia de explicación, característica genérica de la humanidad, al arraigar en la ignorancia fl orece en mitos, donde se atribuyen contornos extraordina-rios a fenómenos explicables. Pero como la evolución consiste en destruir o confi rmar imaginaciones sobre la base de evidencias y como la ignorancia no es otra cosa que la sabiduría en pañales, el individuo evolu-cionado perderá el miedo que a los ignorantes inspira la apuntada tendencia de la imaginación, como pierde el hombre el temor que el niño sentía por el “cuco”.

Y su imaginación comienza a servirle para em-bellecer la realidad y para disminuir sus infortunios: arte de cordura, ésta, en la que descuella el gran loco de la Mancha, hazmerreír de simples e inquietador de caviladores.

Porque si el vulgo, desencaminado por su sentido común –burlador artero que se goza en confundirnos al sugerir, contra la verdad y con refi nada pericia, que

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es “el sol quien gira en torno de la tierra”– si el vulgo puede mofarse de D. Quijote cuando éste, ensalzando a Maritornes, enfáticamente le declama el madrigal que comienza:

“Quisiera hallarme en términos, fermosa y alta se-ñora, de poder pagar tamaña merced como la que con la vista de vuestra gran fermosura me habedes fecho”, no acontecerá lo mismo con el avisado, a quien harto bien se le alcanza que si la realidad existe en la medi-da que la aprecia el hombre, la condición fundamental de su existir es nuestra potencia para concebirla. Y no se le oculta, por ende, que privilegio del reído caballe-ro es el fruir de una verdadera princesa, a la que sólo podrán gozar los simples en fregatriz.

Y así D. Quijote vuelve, ya barbado, a su animis-mo de infante, cerrando el ciclo de la evolución, que consiste en retornar a lo primitivo en compañía de la experiencia.

Y como buen símbolo del hombre experimentado que es, D. Quijote usa de su imaginación para atenuar reveses:

“Digo esto, porque no pienses que puesto que que-damos desta pendencia molidos, quedamos afrentados, porque las armas que aquellos hombres traían, con que nos machacaron, no eran otras que sus estacas, y ninguno dellos, a lo que se me acuerda, tenía estoque, espada ni puñal”.

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Y la usa también para abastecer de elementos sus ansias de episodios y para renovar su optimismo al primer asomo de aventura en cierne:

“En estos coloquios iban D. Quijote y su escudero, cuando vio don Quijote que por el camino que iban venía hacia ellos una grande y espesa polvareda, y en viéndola se volvió a Sancho y le dijo:

“Este el día, oh Sancho, en el cual se ha de ver el bien que me tiene guardado mi suerte: este es el día, digo, en que se ha de mostrar tanto como en otro al-guno el valor de mi brazo, y en el que tengo de hacer obras que queden escritas en el libro de la fama por todos los venideros siglos. ¿Ves aquella polvareda que allí se levanta, Sancho? Pues todo es cuajada de un copiosísimo ejército que de diversas e innumerables gentes por allí viene marchando”.

El Mundo, martes 14 de mayo de 1929, 3ª sección.* Archivo Fundación Leopoldo Marechal.

Antonio Felipe Ardissono (9.11.1897-3.11.57) Nació, vivió y falleció en la ciudad de Buenos Aires. Egresó de la Escuela Normal de Profesores Mariano Acosta. Toda su vida desarrolló actividades en la docencia, lle-gando a ser Inspector Nacional de Escuelas. Nos dejó múltiples artículos sobre educación, pedagogía y cuentos para niños, entre otros temas. Ademas fue redactor fundador del mítico diario “El Mundo” y,en sus últimos años, era secretario de redacción de dicho periódico.

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