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Annotation

Uno de los cortesanos la había retratadodespectivamente en cinco palabras: “Es todo ojosy cabello” y, ciertamente, la hija menor de TomásBolena carecía de los generosos encantos de lamayoría de las damas de la Corte. Su pelo y ojosnegros ya habían pasado de moda en la Corte.Pero la primera vez que el Rey se fijó en la jovende dieciséis años, decidió convertirla en suamante y comenzó el proceso de la seducciónreal, empezando por romper el romance de AnaBolena con Enrique Percy... Pero Ana no estabadispuesta a repetir la historia de su hermanamayor María o de la de cualquier criadaesperando ser poseída y descartada por el Rey.

En contra de su voluntad, de su propiosentido común, el Rey quedó cautivado por lajoven que iba a ser conocida como “laConcubina”.

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Norah Lofts

LA CONCUBINA DELREY

(The Concubine, 1963)

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Para Bárbara, que me animóconstantemente, y a quien este librodebe su existencia.

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Novela basada en la vida de Ana Bolena,segunda esposa de Enrique VIII, a quien elEmbajador español se referíafrecuentemente en sus despachos con elnombre de «la Concubina».

Con la excepción de los personajesrigurosamente históricos, los que figuran enla presente obra son puramente imaginariosy no guardan relación con ninguna personaexistente.

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I

«Habíase proyectado el casamiento de LordPercy con una de las hijas del Conde deShrewsbury, cosa que más tarde se convirtió enrealidad. Ana Bolena se sintió gravementeofendida con esto, llegando a afirmar que sialguna vez disfrutaba de poder para ello daría alCardenal un disgusto semejante al que ella habíasufrido.»

Cavendish. («Life of Cardinal Wolsey»).

Blicking Hall, Norfolk. Octubre de 1523

La servidora se arrodilló junto al hogar,afanándose unos momentos en la tarea deencender el fuego. Cada uno de sus movimientos,cada línea de su cuerpo, proclamaba que estabahaciendo una concesión, en virtud de especiales

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circunstancias. Quince años y otras tantaspromociones de criadas la separaban de tanhumilde trabajo. Ahora bien, la habitación, toda lacasa, con la única excepción de la cocina, senotaba tan fría y húmeda como una tumba.Reinaba allí una desorganización que sólo podíadarse, por ejemplo, en una mansión habitadaúnicamente por la servidumbre, suponiendo queésta hubiérase visto sorprendida con elinesperado regreso de los dueños. Así pues,Emma Arnett, una mujer práctica, estabaencendiendo el fuego.

En fin de cuentas se le había dicho quecuidara de su nueva ama, aquella pálida y delgadamuchacha, de ojos de dura expresión, a causa desu pesar, que en aquellos instantes, todavíaembutida en sus mojadas prendas, contemplabacómo caía la lluvia más allá de la casa. Desde susalida de Londres no había cesado de llover casiy por culpa del mal estado de las carreterashabían invertido dos días más de los precisospara realizar aquel viaje. A menos que la joven se

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viera pronto entre tibias ropas e instaladaconfortablemente, cogería un fuerte resfriado yjuzgando por su aspecto había que convenir enque no se hallaba en condiciones de sufrir la másligera indisposición.

—Hasta la leña está húmeda —dijo Emma—. O también puede ser que ya no tengohabilidad para hacer estas cosas.

Aquello equivalía a atraer su atención sobreun hecho concreto: ella, la servidora personal deLady Lucía, se encontraba de rodillas en el suelo,ennegreciéndose las manos, haciendo un trabajosucio, penoso, cuya ejecución correspondía a unacriada de ínfima categoría.

—No importa —replicó la joven con aire deaburrimiento, totalmente indiferente—. Siemprecabe el recurso de acostarse.

—No podemos hacer eso, señora. Aparte delos jergones de la servidumbre no hay en la casaun lecho en condiciones. Los colchonesdestinados a las habitaciones de Sir Tomás y lossuyos fueron vaciados para proceder a su

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limpieza. El señor se había quejado de que la lanadel suyo estaba apelmazada. Ese bribón que sellama a sí mismo mayordomo es tan idóneo paraocupar tal cargo como yo el de palafreneromayor.

Los cristales de las ventanas tintinearonbajo la furia del viento. La pequeña nube de humoque se había posado bajo la campana de lachimenea se extendió por la habitación.

—Un hermoso regreso al hogar —comentóEmma Arnett.

La joven, que había estado hasta aquelinstante con los brazos cruzados, se frotó ahoralas manos nerviosamente.

—No se trata de mi hogar. Esta es sólo unade las casas de mi padre. Hace muchos años quecarezco de aquél. Y en estos momentos todoparece darme a entender que no lo tendré nunca.

Emma volvió la cabeza, examinando a lajoven atentamente, con cierta aprensión. ¿Seríaahora cuando se produciría el inevitable estallido,aquello que había estado temiendo minuto tras

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minuto, desde el mismo instante de iniciar sutarea? Odiaba a las mujeres débiles, lloronas yuna de las cosas que más le cansaba era lacorrespondencia emocional que a menudo lasseñoras buscaban en sus servidoras directas.Aquéllas sabían sonreír y mantener las cabezaserguidas y ocultar hábilmente sus sufrimientos,tanto los espirituales como los corporales... sólohasta la puerta de la cámara. Una vez dentro deésta, nada más aflojarse el corsé y soltarse elpelo, sobrevenía el derrumbamientoespectacular. «A ti, Emma, sí puedo mostrartemis heridas; de ti sí que puedo esperar piedad».Lo malo era que ella no tenía nada que dar y unademanda semejante resultaba tan embarazosacomo la que formula el mendigo cuando no selleva encima ni un penique. La pobreza, ladesgracia y la explotación habíanla hecho dura,de la cabeza a los pies, y a ella le disgustabaactuar como una hipócrita, pese a que en muchasocasiones se veía obligada a recurrir a tal treta.

Si la muchacha tras aquellas palabras se

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echaba a llorar, Emma le daría unas palmaditas enla espalda y rebuscaría en su mente algunas frasesde consuelo. Ahora bien, esta actitud le serviríapara disimular sus verdaderos sentimientos haciala chica en cuya compañía había estado viviendo,hora tras hora, a lo largo de los seis díasanteriores. Aunque Emma era incapaz demostrarse compasiva, sí podía conmoverse antecualquier prueba de fortaleza, una de sus virtudesprecisamente. Y había que reconocer que hastaaquel momento la joven había demostrado unaentereza notable, sorprendente.

Indudablemente, ella había encajado un durogolpe, más duro todavía si se pensaba que aquélhabía llegado seguido de otrodesconcertantemente bueno, obra de la diosaFortuna.

Muy satisfecha al ver que el peligrosoinstante había pasado, Emma tornó a concentrarsu atención en el rebelde fuego, sin dejar derepasar mentalmente los detalles que conocíaacerca de Ana Bolena, su nueva señora.

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Procedía aquélla de Francia, donde habíaestado al servicio de la reina Claudia. Todoarrancaba del desacuerdo que se había producidoentre los reyes Enrique de Inglaterra y Franciscode Francia, desacuerdo que según todos losindicios terminaría sin duda en guerra. Pronto lehabía sido concedido a la joven un puesto entrelas damas de Catalina, la reina, salida bastantelógica, toda vez que su padre, Sir Tomás, era unode los correveidiles favoritos del rey, unaespecie de lacayo-caballero.

Dentro de su nuevo ambiente la joven sehabía hecho de notar aunque por razones un tantonegativas o erróneas. La reina Catalina —enaquellos momentos en los treinta años de edad,algo debilitada, su figura arruinada por efecto delos sucesivos embarazos, todos ellosdesgraciados—, había sido en otro tiempo unabella mujer y todavía gustaba de ver a sualrededor hermosas damas, por la misma razónque determinaba su inclinación por los buenosvestidos y las joyas valiosas.

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Ana Bolena no suscitaba comentarioselogiosos sobre su físico. Ni siquiera teníapecho, casi. Uno de los cortesanos habíalaretratado en cinco palabras: «Es todo ojos ycabello». Esto era cierto. Sus cabellos y sus ojosse salían de lo corriente pero eran negros y en laCorte, por entonces, las mujeres morenas habíanpasado de moda. Igual ocurría con todo lofrancés. Ana, que había vivido en Francia desdelos nueve años, hablaba con un marcado acentoextranjero su lengua. Esto, unido a sus abiertosmodales, a determinado desparpajo, consideradotípicamente francés, hizo pensar a numerosaspersonas que no debía ser inglesa del todo.Cualquier ligereza acababa observándose en laCorte... Catalina era después de todo española ylos modales y la etiqueta imperantes en Españaeran los más rígidos, los más severos del mundo.

Había otra cosa que influía en la estimaciónque los demás pudieran sentir por aquellasencilla y vivaz joven: su hermana mayor, MaríaBolena, había sido durante cierto tiempo la

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amante del rey. Para ser un rey, un hombrecasado con una mujer varios años mayor que él,Enrique había llevado una vida relativamentecasta, por lo cual sus deslices fueron observados,y recordados.

Ana, con sus dieciséis años de edad, caía enaquel mundo de la Corte sin disponer de muchasventajas. Convertida en la Cenicienta de lasdamas de honor de la Reina, todo hacía pensar enque el cuento iba a transformarse en realidad.Pues ocurría que la joven había atraído laatención de Enrique Percy, heredero del Condede Northumberland, un muchacho que por susangre y riqueza era un esposo muy indicado paracualquier dama cercana por su familia a laspersonas reales. Y cuando se pensaba en losparientes más próximos a la realeza cabíarecordar a Charles Brandon, Duque de Suffolk,de linaje muy inferior al de Percy, quien se habíacasado con la hermana del Rey y afrontó latormenta que se le vino encima aldesencadenarse la ira de aquél. Enrique Percy,

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efectivamente, podía haber elegido como esposaa cualquiera de las damas de la Corte. Pero enlugar de eso se propuso contraer matrimonio conAna Bolena.

Las habladurías llegaron a oídos de EmmaArnett, como siempre ocupada con elguardarropa, las joyas, el peinado de Lady LucíaBryant, una de las damas que tenía más contactocon la Reina. Aquel era un asunto de amor queserviría para unir a los advenedizos con lanobleza real que había sobrevivido a las Guerrasde las Rosas. El abuelo de Sir Tomás Bolenahabía sido comerciante, vendedor de sedas,talabartero, traficante en trigo... ¿Qué más? ¿Y seacordaba alguien de esto? Nombrado Lord Mayorde Londres, había ganado una cuantiosa fortuna.Pero Guillermo de Percy había hecho acto depresencia con Guillermo el Conquistador. Y eljoven homónimo de Enrique Percy, apodado «elCalavera», había estado en excelentes relacionescon Enrique V, el héroe de Agincourt, del quehabía sido un alegre compañero.

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La gente comenzó a decir que tenía quehaber algo más de lo que se veía a primera vistaen aquella muchacha delgada, cetrina, de oscurosojos. ¿De qué se trataba? Nadie acertaba aseñalarlo. Aquello constituía un misterio. Eraalgo así como los viejos y desacreditadoscuentos de los alquimistas que pretendíantransformar cualquier metal en oro. De lasencilla señorita Ana Bolena a LadyNorthumberland...

Y entonces, del centro de su enorme ycomplicada tela de araña, del complicadorevoltillo de las negociaciones abiertasentabladas con el Emperador, de lasnegociaciones secretas con los franceses, delfondo de sus edificios, de sus pleitos, de susmúltiples actividades de tipo eclesiástico, surgióel gran Cardenal, Tomás Wolsey, hijo de uncarnicero de Ipswich, entonces llamado, no deltodo en broma —las palabras burlonas encierrana veces indiscutibles verdades—, el Rey deEuropa. Enrique Percy quedó agregado a su casa.

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Y una noche aquél fue llamado para comparecerante Wolsey. Se le dijo con maneras cortesespero con entera claridad que debía renunciar a supropósito de contraer matrimonio con AnaBolena.

Wolsey era un hombre práctico y facilitóbuenas y sensatas razones en apoyo de su orden.Aquel matrimonio no era conveniente. Sir TomásBolena era un adulador, un lacayo. María Bolenaera una prostituta. Hija del primero, hermana deMaría, Ana no merecía la atención de Percy.

El Cardenal se encontraba en aquelmomento en la cumbre de su poder. Era amigo yconfidente no sólo del Rey de Inglaterra sino delEmperador del Sacro Imperio Romano, de SuMuy Cristiana Majestad Francisco I de Francia, yde hombres de menor cuantía, gobernantes,regentes, duques y margraves esparcidos por todala Cristiandad. Podía establecer o quebrantaralianzas; podía planear la guerra o la paz. El Reyde Francia y el Emperador eran dos niñossentados en los extremos de un columpio.

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Wolsey, con un solo movimiento de su mano, eracapaz de hacer oscilar aquél.

Nadie todavía, a no ser dentro del pervertidomercado de la diplomacia, donde la negativasignificaba simplemente afán de conocer unanueva oferta, había dicho jamás «no» a TomásWolsey. Pero aquella noche, el fornido, necio yapuesto joven, Enrique Percy, por cuyas venas,bajo las sedas y los terciopelos de sus ropas y desus años escasos, corría la sangre del «Calavera»,respondió a las palabras del Cardenal con un «no»rotundo que aquél identificó en seguida. EnriquePercy contestó que no estaba dispuesto aconsentir que nadie le señalara lo que tenía quehacer. Había elegido la mujer con quien deseabacasarse y no pensaba cambiar de opinión. SuEminencia podía decir lo que se le antojaraacerca de Sir Tomás, acerca de María. Él no iba acasarse con ninguna de estas dos personas.

En los círculos cortesanos se produjo ungran alboroto. Había muchos que hubieran dadocualquier cosa por ver al Cardenal derrotado,

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incluso en asunto de tan poca monta como aquél.Tratábase de los que se hallaban en dificultosaposición, caminando sobre un solo pie, pordecirlo así. Eran los que de veras se confesabanadversarios de «los nuevos hombres», los quehabrían presenciado con no poca alegría la caídade Tomás Bolena.

Pasando a engrosar un bando u otro,esperando el resultado de aquella historia, hubogente, ávida, curiosa, que no habiendo tenido paraAna hasta entonces más que una mirada de pasadase dedicó a estudiarla cuidadosamente y nodescubrió lo que Emma Arnett vio en seguida.Aquellos días críticos los vivió la muchachacomo si no supiera que se hallaba en juego sudestino. No se la veía molesta ni desafiante.Parecía totalmente sorda a las habladurías ycuando alguien había llegado a formularlepreguntas directas, cuando las buenas maneras nohabían sido capaces de dominar la curiosidad delinterpelante, Ana Bolena había sabido respondercon frases que eran magníficas piezas del arte de

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la evasión.La situación se prolongó sólo el tiempo que

necesitó el Conde de Northumberland paratrasladarse a toda prisa a Londres. El Cardenal nohabía sufrido jamás una derrota en un asunto detipo doméstico y no iba a ser Enrique Percy, pormuy duro luchador que se creyera, quien seasignara el honor de ser el primer contendientetriunfante. El Cardenal y el Conde se habíanencerrado juntos por espacio de una hora, al cabode la cual el Conde se fue en busca de su hijo,para decirle que parecía haber olvidado un hecho:desde hacía varios años se hallaba prometido auna de las hijas del Conde de Shrewsbury, por locual no era libre, no podía contraer matrimoniocon quien quisiera. El Cardenal envió un mensajea la Corte y antes de que el día hubiera terminadoEmma Arnett, hasta aquel instante una oyentemás de tantas y tantas habladurías, representabaun papel destacado en aquel asunto.

Había estado ayudando a su señora adesvestirse. La dama en cuestión, que había

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permanecido en silencio largo rato después dehaber entrado en la habitación en que seencontraban, y parecía un tanto ensimismada, dijopor fin:

—Emma: la señorita Ana Bolena abandonala Corte mañana para ir a reunirse con su padre.No dispone de ninguna servidora propia y laReina, que lamenta su ausencia, me ha sugeridoque te unieras a ella para acompañarla en su viajey permanecer a su lado todo el tiempo que seapreciso.

Dentro de Emma tornó a agitarse una vezmás el frío y perezoso resentimiento que podíapasar por un arranque de ira. Daba lo mismo queuna mujer trabajara o no, que se mantuvieseatenta a cuanto sucedía a su alrededor, quecopiara lo que considerara digno de ser copiado,que aprendiera, que consiguiese por un raro azarsalir de la cocina de una remota casa solariega deNorfolk para pasar a las habitaciones de unpalacio... Pese a todo seguía siendo un utensiliomás, algo que se podía prestar, igual que una

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prenda, que un vestido. Una cosa carente deimportancia. Al dejar a una amiga una capacualquier señora diría, por ejemplo: «Trátala concuidado». Estaba convencida de que al ser cedidaa la nueva ama no se habría pronunciado aquellafrase.

Emma preocupóse de no revelar suspensamientos, manteniéndose impasible. Teníadelante el espejo. En su voz nadie hubiera podidoadvertir la menor inflexión que denunciara sudescontento al preguntar:

—¿Quién ocupará mi puesto, señora?—Agnes Fieldman. Te echaré de menos,

Emma. Era imposible oponerse a los deseos deSu Gracia. Me hice cargo inmediatamente de lasituación planteada. Necesitaba una persona en laque se pudiera confiar por completo, una personaresponsable, cortés, me dijo. Aguardó a que yomisma formulara el ofrecimiento.

La verdad era que la Reina no había esperadoni un segundo. Lady Lucía se había apresurado aofrecerle su servidora con una rapidez nada

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halagadora para Emma. Tenía sus razones paraobrar así. En Emma se podía confiar, desdeluego, y era una persona seria y competente, perocontaba ya cuarenta años de edad y se hallabaacomodada a ciertos hábitos. Naturalmente, hacíasiempre lo que se le ordenaba, con toda exactitud—de otro modo se habría ganado más de unabofetada—, pero cualquier detalle nuevo,cualquier innovación sugerida por su ama tomabaderroteros erróneos en cuanto aquella servidoraintervenía.

Lady Lucía se sentiría a gusto atendida porAgnes. Ésta, a diferencia de su compañera, seadaptaba a todo. Otra cosa que disminuía lasperfecciones de Emma era su tendencia a acogercon un profundo silencio cuanto no merecía suaprobación. La desventaja de la señora en estoscasos era evidente... Las quejas, las protestas,podían ser formuladas y discutidas. No se podíareprender a una criada por no decir nada. Y habíainstantes en que los silencios de Emma eran máselocuentes y ofensivos que las palabras. Aquél

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era uno de éstos.—Te ofrecí a ti —explicó Lady Lucía casi

con displicencia—, por una razón sobre todo. Laseñorita Ana Bolena se dirige a Blicking enNorfolk. Pensé que te agradaría aprovechar laocasión para saludar a tus familiares y amigos.

Emma pensó que su señora intentabaconvertir aquella imposición en un favorparticular. Depositó el vestido de Lady Lucíasobre un diván, con delicadeza. Su fino oídopercibió cierta inflexión en las palabras de suseñora y entonces dijo lo que correspondía decira una buena servidora, lo que la dama esperabaoír:

—Habéis sido muy amable al pensar en eso,señora.

«¡Amable!», exclamó para sí. ¿Familiares yamigos? «Han transcurrido más de veinte añosdesde la última vez que estuve a Norfolk; hanpasado veinticuatro desde que la finca de mipadre fue transformada en campo de pastos. Elviejo, entonces, murió, con el estómago vacío y

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el corazón destrozado. Mi madre, preparaba unamantequilla que nadie había conseguido igualaren un radio de muchas millas a la redonda y tuvoque colocarse en la casa de un comerciante enlanas, muriendo al cabo de un año».

Suavemente, Emma empezó a aflojar elcorsé de su señora.

—Creo que he comenzado por el final,Emma —dijo Lady Lucía—. Debí haberteexplicado por qué la señorita Ana Bolena sedirige a Blicking.

Emma estaba perfectamente enterada deaquello. En los palacios las noticias vuelan.Ocurre en su interior lo que dentro de laspequeñas poblaciones. No obstante, Emmaescuchó con la máxima cortesía las palabras desu señora y se vio recompensada oyendo algonuevo...

—A todo el mundo le ha parecido extraña laintervención del Cardenal —manifestó LadyLucía—. En efecto, hasta estos días nadie sabíauna palabra acerca del compromiso del joven

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Percy con la chica de Lord Shrewsbury. Lológico hubiera sido que la primera queja hubiesepartido del padre y no de Su Eminencia. Elincidente hace pensar en un manejo de carácterpolítico. Viene a ser un golpe dirigido contra SirTomás Bolena, quien, al decir de muchos, da laimpresión de haber ido a parar muy lejos endeterminados aspectos. Esa pobre muchachasufrirá mucho y tú, Emma, tienes que desplegartoda tu paciencia con ella. Acuérdate de que entreunos y otros han destrozado sus esperanzas.

Emma se había hecho a la idea de tener queocuparse de una criatura llorosa, una histérica,quizás, que en aquellos instantes de crisis pondríade manifiesto su deficiente educación. Emmareconocía dos clases en ésta: la de las personassituadas en la más elevada esfera y la de lossuyos, los aldeanos. De las primeras constituíaun excelente ejemplo la misma Reina, que sin lamenor amargura, sin sentir ninguna piedad haciasu persona, renovaba sus esfuerzos por dar altrono de Inglaterra un heredero. Una niña viva, la

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Princesa María; un hijo que había fallecidodurante las fiestas organizadas para celebrar sunacimiento; partos de criaturas muertas,abortos... Y a todo esto ni un gemido jamás.Catalina era hija de Isabel de Castilla, la ReinaGuerrera, y luchaba contra su fatal destino con elmismo ardor que su madre desplegara alcombatir a los moros. Ese tipo de valor eraadmirable. De ese tipo era el que se daba entrelos endurecidos aldeanos, raza de la cualprocedía Emma. El valor de la paciencia, laresistencia ante el sufrimiento, aun en el caso deuna fundamental desesperanza. Entre aquellosdos extremos se encontraba la gente de caráctermedio, grandes en apariencia, que mostraban almundo un rostro animoso grupo amplísimo en elque figuraban aquellas damas de palacio, paraluego, en la soledad de sus habitaciones, llorarsobre los hombros de sus servidoras.

Emma había seguido haciéndose a la idea deuna mujer anegada en lágrimas ydesfallecimientos continuos a lo largo del

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camino de Londres a Blicking. En el transcursode la primera jornada pensó que la joven sehallaba aún desconcertada, por lo cual no se dabatodavía cuenta de lo que había perdido... Sí, pensósu acompañante. Debía estar como esoscombatientes que en el fragor de la batalla siguenluchando ardientemente pese a hallarse heridosde muerte. De momento no sienten nada.Hatfield, Stevenage, Baldock, Royston... Eltiempo malo, las posadas pobres, los dosservidores sombríos... Exning, Thetford,Aylsham... Más adelante la llegada a la casa, peorque si estuviera desierta, abandonada. Y aúnseguía sin derramar una lágrima. Ni siquieracuando comentara la falta de un hogar, cuandoaludiera a la posibilidad de que careciese siemprede él.

Tal conducta ponía de relieve la existenciade una cualidad muy familiar a Emma Arnett.Hablaba de un carácter entero, semejante al suyo.

La mujer se puso en pie.—Ese Rhys me miró antes descaradamente,

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comunicándome que no tenía ninguna llave de lapuerta del sótano. Le contesté que de ser esoverdad habría de recurrir al hacha para abriraquélla. Si no lo hace él lo haré yo.

Ana respondió:—Encontrará la llave, no te preocupes.—Voy a ver —repuso Emma.Echó un último vistazo al fuego. «¡Atrévete

a apagarte y ya verás!» La servidora abandonóinmediatamente la habitación. Las viejas y suciastablas del piso crujían bajo sus pies.

Cuando se hubo quedado sola Ana,inconscientemente, absorta en sus pensamientos,se llevó la yema del dedo pulgar a la boca,mordiendo con fiereza. Siete días ya, toda unasemana, y no había dispuesto de un momento parallorar. Lady Cuddington la había apartado de lasdemás, conduciéndola hasta el alféizar de laventana para comunicarle la noticia. No había porsus inmediaciones en aquellos instantes una soladama que no esperase una tormenta de lágrimas,

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un desmayo, un ataque. ¿Y qué significaba esto enrealidad? Tratábase de cosas menudas, demasiadoordinarias. Las mujeres lloraban a consecuenciade un fuerte dolor de muelas, se desmayaban alcortarse un dedo, sufrían un ataque al ver unratón... Lo que ella hubiera querido hacer, nadamás oír las amables y vacilantes frases de LadyCuddington, habría sido, simplemente, levantaruna mano y con este gesto destruir a todos,aniquilarlos, provocar el fuego que en otrotiempo destruyera Sodoma y Gomorra, viendodespués, tranquilamente, cómo ardían. Pero talcosa no se encontraba a su alcance y, por tanto,irritada por su propia impotencia, hizo lo únicoque podía hacer: mantener la cabeza bien erguida,convertir su rostro en una máscara imperturbable,esforzarse porque el tono de su voz no delataralos encontrados sentimientos que la embargaban.

—Si tengo que ponerme en camino mañanasolicitaré permiso para retirarme y preparar miscosas.

Dicho esto cruzó la habitación. Todas las

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miradas se habían detenido en ella. Ana seencaminó a otra ventana, junto a la cual se hallabaCatalina, en compañía de dos damas, bordandounos manteles para el altar de la capilla real.Haciendo una graciosa reverencia al estilofrancés pidió permiso para retirarse.

—Vuestra Majestad sabe sin duda la causa.La Reina respondió suavemente:—Sí, no te equivocas, Ana.A Catalina le hubiera agradado añadir: «Y

créeme que lo siento», pero no pronunció talespalabras. No era que no se atreviese. En lotocante a cualquier asunto de principios, a unacuestión en que se ventilaba la verdad o el error,el valor de la Reina podía calificarse deilimitado. Pero expresar abiertamente en aquelmomento su simpatía por Ana, a quien ellamiraba como a una estúpida joven mal guiada porun chico casi tan joven como ella y todavía másestúpido, hubiera implicado una desenfadadacrítica de la conducta del Cardenal, que a lomejor se interpretaba nada favorablemente para

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ella. Por todas partes tenía espías apostadosaquel hombre. Siempre existía el peligro de queLady Lucía Bryant, o la misma Lady Cuddington,fuera la persona de turno encargada de ir a él conese cuento, señalando que la Reina había puestoen tela de juicio la rectitud de su decisión conrespecto al asunto de Ana Bolena. Y por aquellosdías precisamente, en que el gran Cardenalparecía haber cambiado de bando, situándosecontra Francia y a favor del Emperador, sobrinode Catalina, ésta deseaba llevarse bien con él, deuna manera aparente por lo menos.

Por tales razones se dio por contentadiciendo:

—Te deseo que tengas un buen viaje, Ana.Y luego había hecho lo posible para asegurar

a la joven ciertas comodidades, preocupándoseporque a lo largo de aquel desplazamiento seviera atendida debidamente. La vida de una Reinase halla en gran parte informada porcompromisos de tal naturaleza.

Ana, consumida interiormente por la ira que

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sentía, por el dolor, sentimientos que queríaocultar a toda costa, se dirigió a la granhabitación que compartía con otras tres damas dela corte de honor. Hallábanse allí dos de ellas,acompañadas de sus servidoras. Estaban mediodesnudas, probándose los vestidos que habían delucir en el baile de disfraces que se celebraríados días más tarde. No. No era aquel el sitio másindicado para derramar unas lágrimas.

Todas creerían seguramente que estabadolida a consecuencia del supuesto fracaso desus ambiciones, por la pérdida del título, de lariqueza, de la posición que su matrimonio conaquel pretendiente le habrían procurado y queahora ya no serían nunca para ella. «Amor...» Eraesta una palabra muy usada en los poemas, en lascanciones, en las mascaradas. Ahora bien, dentrode la Corte no significaba nada. Allí no hubieraencontrado a nadie que la creyera de haber dicho:«Tengo el corazón destrozado. Le amo». Sinembargo, esto era cierto.

Enrique Percy, fornido, apuesto, un tanto

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estúpido, había entrado en su vida en el instanteen que ella se situaba entre la primera juventud ysu ser de mujer cabal, formada. Ana pensabahaberle dado todo el amor que había guardadohasta entonces dentro de sí, todo el amor quemuchas jóvenes criadas en el seno del hogarreparten sin pensarlo entre sus padres, sushermanos, sus primos, sus amigos.

El nombre de él, sus riquezas, su posiciónsocial, nada significaban para Ana. Lossentimientos de ésta hubieran sido los mismosde haber resultado ser el joven un mozo decuadras, un guardabosque o un labrador. Nadamás verle desde lejos, desde el extremo opuestode una atestada sala, en ocasiones, sentíaseconfusa, desmadejada, sin aliento. Una mirada deél, un contacto fortuito con sus manos, acelerabaespantosamente el ritmo de los latidos de sucorazón. Estaba enamorada de Enrique Percydesde antes de que él advirtiera su presencia.Pensaba, en su inexperiencia, que sería imposibleque algo viniese a incrementar su cariño. Pero

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cuando comenzó el joven a tener con ellacontinuas atenciones, separándola de sus amigasal elegirla como compañera en cualquier juego odanza, buscando una y otra vez excusas parahablar a solas, una sensación de gratitud yextrañeza embargó a Ana, una cosa nueva quetuvo que añadir a sus sentimientos amorosos,aparte de una especie de indefinible terror.Dentro de su mente, Enrique Percy tomó casi lasproporciones de un dios; con su elección la habíaelevado y honrado. Los celos de las otras damas,mostrados abiertamente o disimulados con frasesde felicitación, venían a ser algo así como elincienso...

Él tenía más años, sabía mucho más que Anaacerca de las cosas mundanas y era también mássensible a los apremiantes deseos físicos.Enrique la habría convertido de buena gana en suamante... Bueno, no era eso exactamente, ya quese había propuesto hacerla su esposa. Habíahabido noches, sin embargo, dentro de aquelverano del año 1523, en las que él hubiera

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deseado anticipar la ceremonia matrimonial. Doscosas impidieron esto. Una de ellas la sencilla yenojosa circunstancia de no disponer de unrefugio adecuado. Enrique estaba agregado a lacasa del Cardenal; ella a la de la Reina. Estoquería decir que ni uno ni otro poseían unahabitación cuya puerta pudiera ser cerrada conllave. Ni uno ni otro eran libres tampoco paradesaparecer cuando se les ocurriera durantecierto tiempo sin dar las oportunasexplicaciones. Pero tales inconvenientes habíansido superados frecuentemente en el pasado yseguirían siendo vencidos en el futuro, aunque detodos modos hubieran podido ser eliminados deno haber existido otros obstáculos: lossorprendentes remilgos de Ana... Nadie lohubiera dicho. ¡Veíasele tan alegre, tan frívola,tan «francesa», tan ansiosa de atraer y, una vezconseguido esto último, tan complaciente... hastacierto punto!

Enrique Percy, al igual que casi todos losingleses, albergaba algunas ideas preconcebidas

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acerca de los franceses y la lujuria del reyfrancés era ya un tópico. Eran muy escasas laspersonas dispuestas a creer que la Reina Claudiapodía calificarse de fanáticamente casta y quehabía impuesto a sus damas de honor unasnormas de conducta más propias de un conventoque de una corte. Cuatro años en un ambientesemejante, cuatro años en aquella época de lajuventud en que el carácter puede ser arcilla enmanos de los educadores, no pasan sin dejarhuella. También, por supuesto, cabía recordar elcaso de María. Esta no había sufrido. Cuando elRey se había cansado de ella, aquél habíaseapresurado a buscarle un esposo, beneficiando suconducta en general a la familia. Pero Ana sehallaba abocada a pensar en cualquier momentocrítico: «Por el hecho de que María haya sido unamujer fácil no hay que imaginarse que yo...»

Así pues, al serle asestado el golpe ella sedijo que era injusto ser castigada cuando se habíaconducido tan inocentemente. Y bajo esto sentíael dolor de verse privada de algo que quería

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entrañablemente. Ella había amado a aquel joven,reservando la práctica expresión de su amor, unacosa que guardaba para su noche de bodas. Nuncatendría lo que había ansiado más. Pero no leocurriría lo mismo, en cambio, a Lady MaríaTalbot. Tratábase de una comparación infantil,pero es que la niñez, en fin de cuentas, quedabatan sólo a unos pasos de ella. Era como si lehubiesen servido un pastel de cerezas. Ella habíaguardado éstas para lo último, mordisqueandosimplemente la dorada corteza de aquél.Finalmente, alguien habíale escamoteado eseexquisito bocado para regalárselo a otra persona.

Y ahora, ya nunca, nunca más... EnriquePercy y ella no llegarían jamás a verse tendidosen un lecho, desnudos, uno al lado del otro. Y eraesto y no las hectáreas de terreno que poseía sufamilia, la riqueza de ésta, el título de Condesa deNorthumberland, lo que de veras le habíaimportado en todo momento.

Ana oprimió sus brazos contra su cintura,doblándose a impulsos de aquel dolor que la

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atormentaba, tan real, tan punzante como si notuviera su origen en un pensamiento, sino en unacausa física. ¿Cuánto tiempo podía durar aquelferoz, aquel roedor vacío? ¿Hasta la muerte,quizás? «No tengo más que dieciséis años y sonmuchas las mujeres que llegan a la vejez».

Irguió el cuerpo al ver entrar en lahabitación a Emma Arnett. Ahora bien, su rostroofrecía una expresión tan particular que laservidora recordó diversos casos referentes apersonas que en determinadas circunstanciashabían fallecido, literalmente, de pie.«Supongamos que esta joven muere...», se dijopreocupada Emma. A lo largo de los seis díasanteriores la chica apenas había comido odormido. «Si sucediera tal cosa todo el mundome echaría a mí la culpa. Me reprocharíanhaberme empeñado en proseguir el viaje, enobstinarme en no querer ver su verdadero estado;me censurarían por no haberme detenido enHatfield con el propósito de solicitar losservicios de un médico. Sí. Yo cargaría con toda

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la culpa».—¿Os encontráis bien, señora? —inquirió,

dejando sobre una mesita la bandeja de que eraportadora. Veíase encima de ésta una deslustradapalmatoria de plata, una jarra y una gran taza.

—Pues sí, me siento bastante bien —replicó Ana.

—Acercaos al fuego. Ahora ya calienta unpoco. Dejad que os quite la capa. ¡Ya está! Elvino os reanimará. Ese Rhys encontró la llave delsótano nada más aludir a mi propósito de romperla puerta con un hacha. El vino se encuentra en supunto: suficientemente caliente para que osreconforte, pero no tanto que le haga perdersabor.

Emma vertió un poco en la taza, que entregóa Ana, quien la retuvo entre las palmas de susmanos.

—Están haciendo la cena —anunció laservidora—. Me temo que no valdrá mucho laque os ofrezcan.

Mientras hablaba, otra Emma Arnett que

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habitaba bajo la misma piel oponía reparos a suspalabras. La cena que ella juzgaba de escaso valoriba a estar integrada por un pato fresco, reciénllegado de la laguna en que se había criado, asado,al que seguirían unos huevos y una apetitosaasociación de flan y manzanas. ¿Una cena escasa?¡Cuántos millares de hombres y mujeres veríanen aquellas cosas reunidas un auténtico festín,propio de una comida de bodas o de un bautizo!¡Cuántos millares de personas habían a las que nose les presentara jamás la oportunidad de probartales manjares, que se alimentabanexclusivamente de pan y guisotes, que hacían dosextraordinarios al año, o tres, a base de carne decerdo y pescado seco! ¡Cuántos centenares ycentenares de mendigos recorrían los caminosdel país, sin llevarse nada a la boca por espaciode varios días, considerándose afortunados si seles deparaba la ocasión de rebuscar en los cubosde los cerdos, animados por la esperanza de darcon algo comestible! Jamás había habido másmendigos que entonces en Inglaterra. No se

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trataba de gente vaga. No. Nada de eso. Habíaentre ellos muchísimos hombres habituados altrabajo, gente decente, de conducta intachable,que se encontraba totalmente desamparadaporque las tierras que cultivaban, que sembraban,que regaran con sus sudores para recoger lassucesivas cosechas, habíanse convertido enterreno de pastos, sobre los cuales se criaban lasovejas. Sosteníase que un solo hombre podíaatender los rebaños que pastaban en unaextensión que adecuadamente explotada requeríala labor de veinte. Emma Arnett sabía muy bienqué les había sucedido a los otros diecinueve. Enconsecuencia, le pareció mal su propia actitud, alcensurar despectivamente la cena que se estabapreparando. No obstante, el sentido común ledecía que a la joven, recién salida de la Corte, encuyas mesas era cosa frecuente ver veinte ytreinta platos distintos, tenía que juzgarforzosamente aquella comida muy pobre.

—De todos modos no tengo apetito —manifestó Ana.

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—Pero... Tenéis que comer algo, señora,por poco que sea. —Emma se había puesto muyseria, pero sin adoptar las maneras adulatoriashabituales en las mujeres que ocupaban puestossemejantes al suyo—. Hasta ahora habéisrechazado cuanto os ha sido ofrecido... He dereconocer que con harta razón en ocasiones. Sinembargo, no podéis seguir así...

—Claro que no, porque podría morirme,¿verdad? ¡Sería una verdadera pena!

—Hay métodos más fáciles que ese —replicó Emma secamente—. Además, señora, vossois joven. Fue el vuestro un mal golpe,doloroso, naturalmente, pero el tiempo curará laherida. Siempre pasa esto. El día menos pensadovolveréis la cabeza para contemplar el pasado yos reiréis... En eso confío yo, al menos. Noobstante, para llegar a eso es preciso mantenersecon vida.

—Continuaré viviendo, no te preocupes. Laira, el rencor, me sostendrán. —Ana Bolenalevantó la taza, mirando ésta al trasluz—. El

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procedimiento empleado no ha podido ser mássucio e injusto —dijo hablando con más rapidez,algo agitada—. Pero, ¿es que hay alguien quepueda creer que nadie le haya hablado jamás aEnrique hasta hoy de su compromisomatrimonial? ¿No es lógico que al llegar aLondres le dijera su padre: «Toma nota de esto,Enrique: has sido retirado del mercado públicodel matrimonio. Tu futura esposa se llama MaríaTalbot»? Y de haber descuidado tan elementalprecaución, ¿no se le habían presentado a supadre innumerables ocasiones después deenmendarse? Mas, ¡no, no! Era forzoso queprimero, que antes de nada, se encerrase porespacio de una hora con aquella gran araña, roja ehinchada, el Cardenal, para salir a continuaciónde su despacho con aquel cuento a flor de labios.Y todo, ¿por qué? ¡Oh, Dios mío! No hago másque devanarme los sesos preguntándome eso:¿por qué? Aun en el caso de que a todos susmonopolios y deberes hubiese sido añadido el deconcertar los matrimonios en el seno de la

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Corte, ¿por qué, por qué había de inmiscuirse eneste asunto?

Lady Lucía, recordó Emma, se habíaformulado una pregunta similar. Probablemente,nadie conocía la razón de su actitud. Quizás no sesupiera nunca. Los métodos del Cardenal erandemasiado sutiles para llegar a ser comprendidospor los demás.

—Es muy astuto —dijo la servidora—. Sialguna vez cayera en desgracia sería capaz deganarse la vida yendo de feria en feria, mostrandoa la gente sus trucos. Bebed vuestro vino ahoraque está caliente, señora.

—Pon la jarra junto al fuego, Emma —repuso Ana—, y sírvete una taza. También tú hashecho un largo y pesado viaje.

A lo largo de su espectacular carrera —queya había iniciado, aunque Ana Bolena aún no losupiera—, la joven tendría terribles enemigos ypartidarios abnegados; se suscitarían discusionessobre su conducta y sus impulsos; supersonalidad sería traída y llevada, año tras año...

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Pero quienes se hubiesen hallado a su servicionunca le regatearían elogios, sólo tendrían paraella palabras amables. «Fue siempre una mujerconsiderada y justa». «Para mí fue un amaexcelente». «Era fácil de conmover».

La segunda taza... Emma recordó cuántasveces a lo largo de su propia vida había tenidofuerzas para seguir adelante merced al furiosoresentimiento que la poseía. Comprendía la ira deAna y simpatizaba con ella. Otro sentimientomenos violento no le hubiera acercado tanto a sujoven señora, seguramente.

Habiendo llenado su taza la elevó un poco ydirigiéndose a aquélla dijo con toda seriedad:

—Buena salud, señora, y mejor fortuna.—También yo te deseo salud y felicidad,

Emma —respondió Ana.Las dos mujeres oyeron los gemidos del

viento fuera de la casa y el rumor de la lluviaazotando las ventanas. Pero por entonces elfuego ya calentaba perfectamente; brillaban lasvelas con sus temblorosas llamas y la no muchos

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minutos antes imponente habitación resultabaahora cómoda, habiéndose convertido en unseguro y cálido refugio.

Habían prescindido de la comida en suesfuerzo por llegar a Blicking antes de la puestadel sol. En sus vacíos estómagos, aquel vinocalentado con especias, con clavo, canela yjengibre, y endulzado con miel, vino a ser unpotente brebaje. Bajo su influencia las dosmujeres optaron por guardar silencio unosinstantes. De pronto se le ocurrió algo a Ana.

—Estoy convencida de que el Cardenalsabía que mi padre se había ausentado de laCorte. Esa fue otra treta. Mi padre no me tienemucho cariño —no es hombre afectuosotampoco con nadie—, pero la ambición ledomina y mi salida de Londres de este modo lecaerá mal. De haberse encontrado allí le hubierabuscado para contárselo todo y entonces él sehabría ido al despacho del Rey... Éste sueleprestar oído a sus palabras... cuando el Cardenalno le está susurrando algo en el otro. Hubieran

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sido exigidas pruebas relativas al cacareadocompromiso matrimonial. Y el Cardenalnecesitaba ganar tiempo. Me enviaron aquíporque mi padre se encuentra en Hever. ¡Oh! Hesido una estúpida. No debí prestarme a esacombinación sin resistirme. Todo lo hice mal.Incluso la Reina... Si yo me hubiera detenido areflexionar, si yo hubiese conservado laserenidad... Yo no debí pedirle que me dierapermiso para retirarme. Hubiera debidoarrojarme a sus pies, solicitando que intervinieraen mi favor.

—¿Ante el Rey?—¿Ante qué otra persona podía ser?—No habría servido de nada —manifestó

Emma sin ambages—. La influencia de Su Graciaen el Rey constituye un recuerdo del pasado. Esematrimonio dura ya catorce años y Su Gracia noha acertado a dar a su real esposo lo que ésteansia: un robusto varón. En ese aspecto podéisestar tranquila... Nada de lo que pudierais haberdicho a la Reina hubiese servido para mejorar

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vuestro caso. Y haber estado suplicando sinfruto... Más tarde eso hubiera constituido paravos una penosa experiencia.

Ana miró a Emma y vio por fin, por vezprimera, a la mujer que alentaba dentro de aquellaexperimentada servidora.

—Sí. No te equivocas.Su mente se desvió hacia otras cosas.

Pensó: «Al menos no he hecho nada departicular, nada de lo cual pueda avergonzarme».No obstante, minutos antes había estadoarrepintiéndose de haber rechazado, en eltranscurso de gratas veladas, las repetidasdemandas de los apremiantes labios de Enrique ysus enfebrecidas manos. Habíase negadoasimismo a lo que reclamaban abiertamente susrecién despiertos sentidos. Ahora se alegraba dehaber adoptado aquella actitud. Ya era bastantehumillante haber sido expulsada de la Corte deaquella manera para encima verse abandonadadespués de... Sí. Eso habría sido también unrecuerdo muy doloroso.

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Apenas reparó en las restantes palabras deEmma. Ella había visto al Rey a menudo. Era unhombre corpulento, de buen ver, siempre, entodos sus aspectos, de tamaño superior alnormal. Tratábase del monarca más poderoso delmundo, del mejor caballero de todos los torneos,del más diestro tocador de laúd, del mejor —ocasi el mejor—, compositor de canciones... Nohabía ningún signo visible que delatara que laReina había perdido su influencia sobre él...Claro que, posiblemente, Emma podía opinar enlo tocante a ese asunto con más conocimiento decausa que ella. Ana había vivido demasiadoconcentrada en su experiencia amorosa parareparar en la vida de los demás.

«Catorce años de matrimonio», pensó. «Dehaber tolerado nuestro casamiento, ¿noshabríamos sentido Enrique y yo cansados el unodel otro al cabo de ese tiempo? Esto pareceimposible de imaginar, tan imposible como elproyecto de asociar el hielo y la nieve al día máscaluroso del estío. No. Nuestro matrimonio

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hubiera durado siempre por habernos llevado a élel amor y no otro impulso ni circunstancia. ElRey y la Reina se casaron en virtud de una razónde Estado. Era una cosa convenida, semejante a launión de Enrique con María Talbot.»

Y así pasaba Ana las horas, dando vueltas ymás vueltas a los pensamientos de siempre, queamenazaban conducirle a la locura. Era como sisu cerebro hubiese sido encerrado en unapequeña celda de pétreos muros, carente depuerta, falta de ventanas también, sin otra tareaque la de ir incansablemente de un lado para otro.

Levantó su taza y bebió, olvidándose por unavez de ocultar cuidadosamente cierto detalle...Cosa extraña porque su gesto en estos casos erasiempre espontáneo, por la fuerza del hábito. Y,súbitamente, se dio cuenta de que Emma estabamirando aquello. En lugar de escamotearlorápidamente, como hacía cuando lo exponía sinquerer, lo acercó a la luz: su bella manoizquierda, de alargados dedos, presentaba unaodiosa deformidad. De la punta del dedo

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meñique, a la altura de la uña, salía otro diminuto,el extremo de otro, mejor dicho...

—Pues sí, Emma —dijo Ana—. No estabasequivocada, ya lo has visto. Y ahora debespersignarte. Es lo que la gente hace siempre alver estas cosas. Las consideran marcas propiasde brujas.

—No soy supersticiosa —replicó Emma.No bien hubieron salido de su boca esas

palabras le habría gustado retirarlas. Tambiénhubiese preferido que sonasen menos bruscas,menos categóricas. Había cultivado Emma el artedel discurso, esforzándose siempre por decir lasmenos palabras posibles, las menos reveladoras,pero no estaba bien que en aquel momentohubiera abordado con tanta brevedad un tema tantrascendental. Claro que mientras la jovencharlaba no podía pensar y su deber eramantenerla así hasta el instante de la cena. A versi de este modo llegaba a comer algo.

—Siempre he pensado que de haber sidocapaces las brujas de hacer la mitad de los

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prodigios que se les han venido atribuyendohubieran empezado seguramente por mejorar deposición. Pero siempre se han presentado a losojos de la gente pobres, feas y viejas y cuandoalguien se ha revuelto contra ellas lasdesventuradas han acabado sufriendo un baño encualquier estanque o siendo apaleadas, tandesvalidas como una oveja.

—Hablas como si hubieras conocidomuchas, Emma.

—En todas las aldeas hay una, señora, y yotrabajé en las tareas campestres hasta los onceaños de edad. En el campo, en tanto no muereninguna vaca o se produce algún desgraciadoaccidente, la gente acepta todo eso como algonatural. Efectivamente, los niños de los aldeanosjuegan a las brujas igual que otros juegan a losmatrimonios.

—¿De veras? Yo también he vivido bastantetiempo en el campo. Aquí, principalmente,después de la muerte de mi madre. Pero yojugaba en muy raras ocasiones. Tenía una

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institutriz, una francesa, llamada Simonette.Además tenía con ella a sus lecciones, leccionesa todas horas. Era una mujer muy seria. Luego leagradecí cuanto hizo por mí. En Francia susenseñanzas me sirvieron de mucho. Cuando lasotras damas de honor fueron enviadas a sushogares a mí se me permitió quedarme en laCorte porque conociendo dos lenguas era útil.

«¿Para bien o para mal? De haber regresadoantes quizás no hubiese llegado a conocer aEnrique. O tal vez nuestra relación se hubierainiciado de una manera que pasara inadvertida alCardenal...» Todo su pasado, aun llegando a laépoca de sus lecciones con Simonette, setransformaba en un sendero que la conducíainevitablemente a la celda cuyos muros no podíaquebrantar, por el interior de la cual suspensamientos giraban y giraban. Ana llevó a cabootro esfuerzo.

—¿Jugaste alguna vez a ser una bruja,Emma?

—He de deciros que nunca dispuse yo

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tampoco de mucho tiempo para jugar. Mi padre,siendo yo niña, poseía una pequeña granja y mimadre andaba siempre ocupada. Necesitaba que laayudase. E incluso cuando tenía algún rato libre...—Emma se escuchaba a sí misma, un tantosorprendida por sus declaracionesconfidenciales. Siempre se había esforzado porreservarse aquellas cosas. No se sabía nuncaquién podía estar al acecho, en espera desorprender algo que sirviera más tarde para gastaruna broma, aunque ésta no tuviera ninguna gracia—. Jamás pude soportar las ranas ni los sapos.Así pues, yo misma me excluía de todo juegoinfantil. A todo lo que llegué fue a dar un nombresecreto a nuestro perro. Le llamaba por él cuandoestábamos a solas. Y yo he deseado a ciertaspersonas que la diosa fortuna derramase muchosbienes sobre ellas ayudándome con unas floresde cerezo y he grabado con una espina más de unnombre en hojas de laurel. Resultado: jamás vimejorar o empeorar a nadie por efecto de misintervenciones. El perro tampoco me hacía el

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menor caso y en cambio marchaba detrás de mipadre cuando éste le daba una voz y pese a que lecastigaba si no hacía lo que se le ordenaba.

Una y otra vez, por dentro de la reducidacelda de pétreos muros, aquel atormentadoraluvión de pensamientos... «De ser yo bruja,incluso jugando a serlo, descubriríainmediatamente qué es lo que yo deseo, de buenoy de malo. ¡Oh, Dios mío! ¡Si yo dispusiera depoder, aunque sólo fuese por espacio de cincominutos!»

«Ya ves, Ana», se dijo a sí misma, «ya vesque no existe escape posible. Tus pensamientosse fijan siempre, regresan al mismo punto. Lespasa lo que a la manecilla de la brújula delmarinero, que apunta siempre hacia el norte. Nisiquiera soy capaz de permanecer aquí sentada,hablando tranquilamente con mi servidora acercade sus juegos infantiles. Inevitablemente,relaciono en seguida éstos conmigo misma, conmi situación».

Ana llevó a cabo un nuevo intento...

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—Me decías antes, Emma, que te dedicabasa grabar nombres sobre hojas de laurel. ¿Cómo lohacías? ¿Sabías escribir ya de jovencita?

—Por entonces, no. Aprendí más tarde —enla basta faz de Emma apareció una sonrisa—. Poreso, quizás, nuestros sortilegios no producíanningún efecto. Simplemente, dábamos un nombrea la hoja y la apretábamos contra nuestra piel,hasta que estaba caliente, según decíamosnosotras. Hecho esto, las perforaciones tomabanun tono oscuro. A continuación la enterrábamos,pronunciando estas palabras: «Dentro de nuevedías os pasará lo mismo que a esta hoja, que ospudriréis». Luego pronunciábamos el nombre dela persona interesada. Recuerdo que en ciertaocasión aplicamos el hechizo a un hombre quecerró un atajo, por efecto de lo cual nos obligabaa dar un rodeo de un par de millas para ir a laiglesia.

—¿Qué le ocurrió a ese individuo?—Andando el tiempo fue armado caballero.

—Emma tornó a sonreír—. Y, ¿qué cabe esperar

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si eso no la cura a una de todas sussupersticiones? En este terreno os las tenéis quehaber siempre con criaturas, de un lado, o conviejas que viven su segunda infancia, de otro...

Pero la verdad era que la falta desupersticiones de que hacía gala Emma Arnett,igual que su tendencia hacia el silencio, susentido de la responsabilidad y sus mudos gestosde desaprobación —tantas veces observados porLady Lucía Bryant—, tenían su origen en detallesbien alejados de los juegos infantiles.

Emma se había colocado por primera vez enLondres en calidad de doncella, en casa de losHunne. Richard Hunne era un comerciantepróspero, quien por sus transacciones con losPaíses Bajos, donde sus ideas nuevas resultabancosa corriente, vino a ser lo que cien años anteshubiese sido llamado un lolardo. Era anticlerical.Leía el Antiguo Testamento. Considerábasele un«hombre nuevo», muy distinto de Tomás Bolenay Tomás Wolsey y otros centenares de hombres,nuevos en cuanto a su importancia atañía y en los

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restantes aspectos fuertemente conservadores.Entre otras ideas avanzadas Richard Hunne

sostenía que los miembros de una sociedadavanzada debían ser capaces de leer la Biblia yhabiendo hallado en aquélla doncella a una mujerde cierta inteligencia, animada por el deseo deaprender a leer y a escribir, habíase tomado lamolestia de enseñarla ambas cosas. Antes de queEmma hubiera avanzado mucho en sus estudios,la criatura cuyo nacimiento motivaba laincorporación de aquélla a la familia murió y araíz del funeral el padre decidió intentar lo que éldenominó una «prueba». El sacerdote queoficiara había reclamado la funda del féretro, unacosa que no valdría más de cuatro chelines yRichard Hunne, para quien el importe de dichaprenda significaba poco menos que nada, habíasenegado a dársela. Según él esto constituía unejemplo más de cómo los sacerdotes actuabanigual que unos explotadores. En este caso lafunda en cuestión carecía de importancia. Ahorabien, ¿qué hubiera pasado de tratarse de una

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familia humilde, cuando un niño muerto no podíacontar con más mortaja, en la mejor de lassituaciones, que la de la única sábana o capa de lacasa?

Habíase producido una gran confusión, unaserie inacabable de discusiones, parte de lascuales era capaz de comprender Emma, a la quepor otro lado escapaban determinados conceptos.El sacerdote había demandado al señor Hunne yéste proclamó que al proceder así aquél actuabarespaldado por un poder extranjero: el Paparomano. Había empezado a sonar el vocablopraemunire. Richard Hunne fue encarcelado y enla cárcel se le encontró un día colgado. Decíaseque se había suicidado porque temía comparecerante un tribunal acusado de hereje. Nadie creyótal cosa. Lo más siniestro del caso es que suguardián huyó nada más enterarse de que se iba arealizar una encuesta. Fue mucha gente la quecreyó —especialmente los miembros de lafamilia Hunne—, que Richard había sidoasesinado, teniéndolo por un mártir.

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Emma Arnett, preocupada con su progresivaascensión, había pasado al servicio de los Bryanty al cabo de un año conseguía hacer realidad sudeseo de llegar a ser la doncella personal de unagran señora. Pero nunca olvidó ya al señorHunne, ni sus enseñanzas, no solamente las queatañían a la lectura y la escritura, sino también lasque hablaban de su actitud frente a algunoshechos. Cuando decía: «No soy supersticiosa»,deseaba dar a entender mucho más de lo queparecía a primera vista, no sólo que podía mirarsin horrorizarse un pequeño dedo deforme, sinoque no creía que en Walsingham fuese posiblecontemplar la leche de la Virgen María, en estadolíquido después de más de mil quinientos años, nitampoco que en Canterbury los huesos de SantoTomás presentasen trozos de carne fresca,sangrante, adherida a aquéllos, ni que bastabaaproximarse a la tumba de San Edmundo, en St.Edmundbury, para, a cambio de un donativorazonable, ser curado cuando se había padecidoun fuerte dolor en las piernas o en la espalda...

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Richard Hunne había dicho que todo aquellono eran más que insensateces y ella, sin saberlo,había adoptado una actitud mental propicia a laconversión. Dentro de Inglaterra había millaresde personas semejantes a Emma, cabales, decarácter entero, gente práctica que presentía quealgo marchaba por mal camino, quienes, aunqueoscuramente, medían la distancia que separaba aJesús de Nazareth, que no poseyera nada, cuyaúnica montura fuera un humilde asno, y aquellosque se denominaban a sí mismos SUS herederosy servidores... Tomás Wolsey, por ejemplo,efectuaba sus desplazamientos en coches dignosde cualquier príncipe y aunque célibe,oficialmente, tenía un hijo y una hija. Además, asu mesa se sentaban cada día mil aduladoresharaganes...

Ana dijo:—Serán tonterías, pero la verdad es que,

siendo el número de personas sensatasescasísimo, todos me miran sorprendidos, ahurtadillas, cuando descubren mi dedo. Por tal

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motivo suelo usar vestidos de largas mangas,modalidad que, según he observado, hanempezado a copiar algunas damas.

No profundizaba ahora al hablar Ana. Lasúltimas palabras de Emma habían agitado algosuperficial en su mente. Criaturas por un lado,viejas mujeres por otro, juegos... «Pero,supongamos que una persona no comprendida enninguna de las dos categorías, alguien todavía enla flor de la vida, alguien impulsado por el odiomás avasallador, alguien que presentaba no sólouno, sino dos de los signos imaginados...» Lajoven tocó con los dedos de su mano derecha elpesado collar de oro que ocultaba el protuberantelunar que tenía en el cuello. «Suponiendo que...»

Desde luego, todo aquello no era más queuna sarta de tonterías y la idea de que ella pudieraperjudicar al Cardenal por un procedimiento uotro, valiéndose de medios naturales osobrenaturales, resultaba tan absurda como la depretender destruir su gran palacio de York Housevaliéndose de los elementos que utilizaba para

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hacer sus bordados. Sí, era absurdo, muy absurdo,pero esto no impedía que su mente se recrearacon tales pensamientos. Era como si un rayo deluz penetrara en la pétrea prisión donde aquéllosse alternaban, siempre los mismos, en sucesióninterminable, una luz siniestra concentrada en unahoja de laurel, sobre cuya verde y tersa superficieunas oscuras y diminutas perforaciones dibujabanel nombre de Tomás Wolsey.

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II

«Leyendo la Biblia el Rey supo de losseveros castigos infligidos por Dios a aquellosque se casaban con las viudas de sus hermanos yentonces comenzó a sentir ciertos escrúpulos deconciencia.»

Cartas y papeles del reinado de Enrique VIII

York Place, Westminster. Octubre de 1523

Las manos gordezuelas y bien cuidadas delCardenal acariciaron los papeles, ordenándolos,al tiempo que decía:

—Nos os preocupéis por esto, Majestad.Dejadlo. Yo me ocuparé de ello.

Eran estas las palabras que le habíanprocurado parte del gran aprecio en que el Rey letenía. En el transcurso de los últimos trece años

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habíalas repetido innumerables veces. Enriquesiempre había sentido una enorme aversión hacialos papeles y las cuestiones de tipoadministrativo, principalmente a causa de su faltade paciencia. Era tan capaz como su ministro.Aunque carecía de la sutileza de Wolsey podíaabarcar de un solo vistazo una situacióncomplicada. Hallaba tedioso el trabajo deexplicar ésta a personas más tardas encomprender y más aún el de persuadirlas. Wolseysentía una gran pasión por el detalle, poseíatalento para la explicación y unas dotes enormespara convencer.

Los dos se complementaban. El Rey decía:«Lo mejor sería que...», o bien, «Me gustaría...»,o «Debiéramos...», a lo cual el Cardenal,invariablemente, respondía: «No os preocupéispor esto, Majestad. Dejadlo. Yo me ocuparé deello». Por espacio de trece años la asociación deRey y ministro había sido tan íntima, tan naturalcomo la existente entre la mente de un hombre ysus manos. Y esta manera de trabajar presentaba

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otra ventaja aparte de la de dejar al Rey libre de larutinaria labor cotidiana, la misma queconvirtiera a su padre en una especie decovachuelista de redondeadas espaldas y fruncidoceño después de haber sido un caballero errante.No solamente le proporcionaba tiempo parapoder entregarse a la caza, a la danza, a componercanciones... Le facilitaba además, siempre, unasalida bastante airosa. Cuando, como de vez envez ocurría, aquel asunto que a Enrique le habíamerecido una u otra opinión marchabafrancamente mal, todas las culpas recaían sobreWolsey. Años atrás una fuerza expedicionariahabía sido derrotada. Sus componentes, luego, sehabían amotinado, regresando a las islas. Aquelfracaso había sido conocido con la denominaciónde la «guerra de Wolsey». No obstante, elCardenal había servido fielmente y con celo aEnrique Tudor y se había visto generosamenterecompensado.

«¿Qué le parecerá este asunto a Wolsey?»,se preguntaba a lo mejor el monarca. Pero luego,

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al oír las palabras de ritual en boca de aquél, seacomodaba en el sillón, más seguro de sí.

—Veamos ahora esta otra cuestión.El Cardenal ahogó un gemido. En otro

tiempo, como mucha gente podía atestiguar,ejercía tal control sobre su cuerpo, y su mente,que era capaz de permanecer sentado frente a unamesa por espacio de doce horas, trabajandoincesantemente, sin sentir la necesidad de aliviarsu vejiga. Pero todo aquello quedaba muy lejosya. Contaba cincuenta y un años de edad. Habíasesentido molesto los diez últimos minutos. Unrato más así y se encontraría en un grave aprieto.

Ante cualquier otra persona el Cardenalhubiera hallado una salida fácil, explicando lacausa de que sé retirara momentáneamente. ConEnrique no podía proceder así. Tenía muchasrazones para adoptar semejante actitud. Estabanmuy compenetrados, pero al fin y al cabo el Reyera su señor y ante el soberano no se debíamencionar una función de tipo físico. Y abrigabasiempre el temor —común, eso suponía, en todas

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las personas que desempeñaban un cargo—, derevelar una debilidad que podía ser consideradaseñal de envejecimiento. Buena cosa hubiera sidoque aquella tarde, al salir el Rey de York House,éste pensara: «Wolsey se ha hecho tan viejo queya le cuesta trabajo retener sus orines».

Igual de malo era que se fuese pensando queWolsey había demostrado demasiada prisa o queno había prestado la atención debida en algunosinstantes.

Púsose en pie.—Por si Vuestra Majestad quisiera

honrarme aceptando una copa os diré que hepodido procurarme un vino muy especial, unBorgoña que está en su momento mejor. Diinstrucciones para que lo guardaran aparte de losdemás y quisiera hablar con mi mayordomo, nosea que vayan a incurrir en algún error al coger elenvase.

Otro día cualquiera Enrique, quizás, habríaformulado una observación superficial acerca dela conveniencia de marcar las botellas con las

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oportunas etiquetas en lugar de confiar en el buentino del mayordomo o del despensero. Tal vezhubiera llegado a preguntarle, incluso, en el tonode su voz, que era como un toque de atención,con que acostumbraba a dirigirse a Wolsey, quiénera el que había tenido la ocurrencia de obsequiarcon un vino especial al servidor y no a su señor.Pero aquella tarde Enrique pensaba en cosas másgraves y se limitó a responder:

—Probaré vuestro vino con mucho gusto,Tomás.

Casi se alegró de estar unos segundos solo,a fin de poder desterrar con más eficacia de sumente los asuntos de Estado, de que habíanhablado hasta aquel instante, con el exclusivopropósito de recordar los sólidos argumentos,las elocuentes frases que había ido componiendoen el transcurso de muchas noches pasadas envela. De Wolsey, como tal Wolsey, estabaseguro... Tratábase, sencillamente, de Tomás,Milord de York, Canciller, Embajador,Consejero Privado, amigo fiel... Pero —y esto

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no debía ser pasado por alto—, Wolsey eratambién un Príncipe de la Iglesia, un delegado delPapa. En calidad de tal debía ser leal a otrascosas, a otras entidades, e, indudablemente, elasunto en que pensaba podía provocar unconflicto en ese sentido. Sin embargo, erapreciso abordar aquél.

Wolsey regresó a toda prisa a la habitación,seguido por un paje que vertió el vino en doscopas de oro, ricamente labradas y en las que seveían algunas piedras preciosas incrustadas. Elservidor se arrodilló para presentarlas,retirándose a continuación.

Enrique paladeó el dorado líquido.—Lo que me habíais anunciado, Tomás: un

vino perfecto. La próxima vez que vuestro amigose encuentre en vena de regalar alguno hacedlesaber que no le dispensaré mala acogida.

—Majestad: sólo esperaba oír vuestraspalabras de aprobación para enviároslo.

Como tantas otras de sus declaraciones,aquélla constituía una hábil mentira. Pero

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Wolsey era un hombre generoso, no sólo conquienes podían hacerle un favor... Le gustaba darpor dar y, naturalmente, cuando se trataba de suseñor aquella generosidad innata no reconocíalímites.

—Os lo acepto con las gracias másexpresivas —dijo Enrique—. Ahora bien, demomento dejad el vino en vuestros sótanos. Nocreo que tal traslado le hiciera mejorar decalidad. El vinillo en cuestión endulzará nuestracharla. Cuando hayamos terminado de discutir elasunto de que deseo hablaros es muy posible quehayamos dado buena cuenta del caldo que acabande servirnos.

No era Enrique hombre muy dado a andarsepor las ramas. Por regla general daba sus órdenesy formulaba sus deseos de un modo directo.Wolsey se dijo que la ocasión era propicia parahacer por su parte una pregunta —cosa deordinario no permitida—, sin correr el peligro deque no fuese tolerada. En consecuencia, inquirió:

—¿De qué asunto deseabais hablarme,

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Majestad?—Dejemos las formalidades a un lado,

Tomás. Esta es una conversación de hombre ahombre.

Y, no obstante, aún no le había dado aentender a qué quería referirse. Wolsey hizomentalmente unas cuantas suposiciones. «Debeser algo que sabe que no ha de agradarme. Lo másprobable es que quiera realizar otro intento másserio para conseguir que el bastardo, el hijo deBessie Blount, sea reconocido como presuntoheredero. Una cosa ésta imposible de lograr...Los ingleses jamás aceptarían a ese chico por reyy ello rompería el compromiso de matrimonioexistente entre la Princesa María y el Emperador.Éste pretende desposarse con la futura Reina deInglaterra, no con una muchacha despojada detodos sus bienes, incluso del trono, por unhermano de plebeya cuna».

Enrique hizo un esfuerzo. Deseaba serabsolutamente franco.

—Se trata de una cuestión de conciencia.

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Eran las suyas palabras que estabandestinadas a circular por todo el mundocivilizado, palabras peligrosas que podíanderribar incluso instituciones que hasta entonceshabían sido consideradas inasaltables y labrar laruina de muchos hombres, Wolsey entre ellos.Quizás fuera, incluso, el más afectado... Y, sinembargo, las oyó, por vez primera sin percibir lapunzada del presentimiento.

—¿Habláis de una cuestión de conciencia,Majestad? Entonces ese asunto no podrá ser mástrivial puesto que no hay un solo hombre en laCristiandad que tenga aquélla más limpia.

—Estáis en un error, Tomás. En efecto,hace tiempo que me domina una granpreocupación. —Enrique no apartaba los ojos delrostro de su ministro. —Hace catorce años quevivo en pecado con la esposa de mi hermano.

Por unos segundos Wolsey sólo sintió unprofundo asombro. Nada de lo que el Rey ocualquier otro hombre le hubiese dicho hubierapodido sorprenderle tanto como aquello. Wolsey

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se sorprendía en muy raras ocasiones. Conocíalas debilidades del ser humano a fondo. Él mismoera capaz de estar negociando un tratado derígidas cláusulas al tiempo que especulaba sobrela fecha aproximada y la forma en que aquél seríaquebrantado. Pero, con todo, tenía que reconocerque estaba sorprendido. Y luego, cuando supoderosa mente abarcó por entero la situación,cuando apreció todas las derivaciones que podíantener las palabras de Enrique, dentro de su ampliopecho, el corazón empezó a latir aceleradamente.Seguidamente dijo con vivacidad:

—¡Qué imaginación la vuestra, Majestad! ElPapa declaró el matrimonio de vuestro hermanonulo en su día. Aquél no fue consumado nunca.Vuestra unión con la Reina es tan legal a los ojosde Dios y de los hombres como si vuestrohermano no hubiese existido y vos os hubiéseiscasado con Su Gracia a su llegada de España.Podéis estar tranquilo en ese aspecto. Os ruegoque no os dejéis atormentar por esas reflexionesun momento más.

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—Yo me he dicho esas mismas cosas a lolargo de un sinnúmero de noches pasadas en vela.Se trata de algo que cualquier hombre, en micaso, ansiaría creer. Pero no lo consigo. Todaslas pruebas acumuladas señalan lo contrario.

—¿Pruebas? ¿Qué pruebas?—Mis hijos —replicó Enrique, entristecido

—. Todos se malogran o mueren antes de que susombligos se hayan cicatrizado.

—Nada de eso. La Princesa María...—He debido concretar. Pensaba en los

varones. Para un rey carecer de descendenciamasculina equivale a no tener ninguna, enabsoluto. Tomás: vos sabéis eso tan bien comoyo. Vos conocéis perfectamente la Historia devuestro país. Solamente en una ocasión ha subidoal trono una mujer: Matilda. ¿Con qué resultado?En esa ocasión se desencadenó la guerra civil;hubo hambre y miseria por todas partes; loshombres llegaron a decir que Dios y sus santosnos habían abandonado. ¿Es que vamos a desearque suceda eso de nuevo? ¿Podéis estar tranquilo

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ante la perspectiva de que yo no deje otroheredero que María?

—Desde el último aborto de Su Graciahemos examinado esa cuestión, no diré quetranquilamente pero sí con el propósito de darcon el remedio adecuado, conviniendo elmatrimonio de la Princesa María con elEmperador.

—He ahí algo que no me ha gustado jamás.Carlos abarca ya más territorios de los que puedecontrolar y al casarse con María sumará aaquéllos Inglaterra. Esta Inglaterra vuestra y mía,Tomás, será un elemento más, desprovisto deimportancia, en el seno del gran imperio deCarlos. Dentro de veinte años nuestra patria seráconocida por «las islas» o cualquier otradenominación tan ligera como esa. Y en sucalidad de última llegada a la asociación,Inglaterra se llevará siempre lo peor, lo que noquieran las demás potencias. Sucede, es cierto,que de momento el Emperador y yo nos hemosaliado para ir contra Francia pero sería una

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tontería creer que existe algún lazo afectivo entrelos españoles y nosotros. —Enrique suspiró—.¿Por qué hemos de ceder Inglaterra como partede la dote de una ramera? Eso es tan injustocomo si yo reclamara vuestra finca deTittenhanger, simplemente, porque uno devuestros sementales hubiese cubierto a una demis vacas.

—Esas cosas han venido haciéndose asídesde los primeros tiempos de la Historia,Majestad.

—Igual que tantas otras sumamentelamentables. No. No es eso lo que yo quiero paraInglaterra.

Enrique hablaba con sinceridad. Incluso ensus momentos de mayor despreocupación habíapermanecido atento a las responsabilidades quellevaba consigo el trono. Inglaterra y los ingleseseran cosa suya. Era la Cabeza del Estado y elPadre de su Pueblo. Pero también era un hombremortal y llegaría un día —un día que todavíaquedaba muy lejos y por tal motivo podía

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contemplarlo con serenidad—, en quedesaparecería de entre los vivos. ¿Qué ocurriríaluego?

Habíase planteado aquella cuestión conmucha frecuencia. Y a medida que pasaban losaños la estimaba más apremiante. Su matrimonioduraba ya catorce años. Con un poco de suerte,contando con las bendiciones que Dios dispensaa los hombres piadosos, temerosos de Él, hubieradebido ser en aquellos días padre de un varóncamino de convertirse en un joven fuerte, en unapuesto Príncipe de Gales aplicado a la tarea deaprender el manejo de las armas bajo la atentamirada de su regio progenitor, lo mismo que adesplegar la astucia necesaria para barajar a loshombres y el secreto de mantener incólume supopularidad sin sacrificar la voluntad propia.Bendecido por el cielo con un hijo así, cuando lellegara la hora de la muerte, el Rey habríafallecido tranquilo, sabedor de que Inglaterra sehallaba a salvo, en las fuertes manos de EnriqueIX. Pero aquella criatura no existía; el heredero

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de Inglaterra era una chiquilla, una niña grave,inteligente, adorable, muy satisfactoria como hijapero un verdadero desastre desde el punto devista dinástico.

—Todo lo que decís, Majestad, es cierto yme parece lamentable que hayan sucedidodeterminadas cosas. Ahora bien, yo no veo mássolución que la que ya fue adoptada.

—Yo he imaginado otra —repuso Enriquecon voz ronca.

Wolsey esperaba que a continuación el Reymencionara al pequeño Enrique Fitzroy y secruzó de brazos. Pero su señor continuóexpresándose en los siguientes términos:

—Tengo treinta y dos años, Tomás, y hedemostrado, fuera de este matrimonio maldito,incestuoso, que puedo tener un hijo. Y en talescondiciones mi deber es hacer lo posible paradárselo a Inglaterra. Estaréis de acuerdo conmigoen que la provisión de un sucesor ha de sermirada como una de las obligaciones de unmonarca, ¿no?

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Esta última era una de esas preguntaspeligrosas tanto si se responden afirmativamentecomo si se niegan.

—¿Qué os proponéis, Majestad? —inquirióWolsey cautelosamente.

—El Papa Julio anuló el matrimonio de mihermano con Catalina, permitiéndome que mecasara con ella. Los acontecimientos posterioreshan demostrado que tal boda fue un error. Quierosugeriros que le pidáis a Clemente que estudieeste asunto de nuevo, que haga cuanto esté en sumano para descubrir algún fallo en lasconclusiones de Julio y revoque la anulaciónmencionada. Con esto yo quedaría nuevamente enlibertad y podría casarme otra vez y probar...

Si se exceptuaba un repentino y leveemblanquecimiento de las ventanas de la nariz, enel rostro de Wolsey no se observó el menorsigno de alteración. Aquello era peor, muchopeor que toda sugerencia en pro de lalegitimación y reconocimiento del hijo bastardoporque, básicamente, Enrique sabía que tal cosa

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era impracticable. La nueva proposición erafactible. Traslucía una temible lógica. Ahorabien, ¡qué difícil, qué peligrosa resultaba! Y esto,a diferencia de lo que ocurría con la discusiónsobre la suerte de Enrique Fitzroy, no podía serllevado de una manera reservada, no podía quedarretenido entre las cuatro paredes de aquellahabitación.

El Cardenal se daba cuenta de que tenía quedecir algo y rápidamente. Enrique estudiaba sureacción con ansiedad y detrás de esta ansiedadhabía una serie de cálculos. Cuando lasdificultades y los peligros eran tantos no podíaresponder con unas frases que diesen lugar a queel Rey le contestara: «Habéis estado frente a mídesde el principio».

—El asunto parece bastante sencillo pero enrealidad... Yo no digo que sea imposible; pocasson las cosas que pueden juzgarse imposibles.No obstante, los obstáculos a vencer seríangrandes y ese proyecto podría originarderivaciones imprevisibles, por lo que el plan no

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ha de ser tomado a la ligera.—Yo no os he dicho que lo toméis así.

Tampoco hay que obrar con precipitación. Heconsiderado en mis meditaciones también lossentimientos que pueda suscitar en Catalina. Éstaha sido una esposa excelente para mí, Tomás, yyo le tengo afecto. No hay que perder de vistaque ella es una mujer de sangre real y se harácargo de la necesidad de dar un paso semejante.

—¿También Su Santidad? ¿Es Clemente elhombre adecuado para sentar un precedenterevocando una opinión dada por su predecesor?Teóricamente, el Papa es infalible en sus juicios.Si Clemente afirma que Julio se equivocó, ¿enqué posición quedará él? Y luego, suponiendoque fuese probado que cuando Julio emitió sudictamen había sido erróneamente informado enalgún aspecto, de modo que la sentencia eralegalmente no válida, ¿qué me decís delEmperador? La Reina es su tía. ¿Acogerá bienuna declaración por la que se afirmaría que haconcebido ocho veces fuera de matrimonio? ¿Y

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aún, si llegara a digerir eso, no le repugnaría laPrincesa María, al ver en ella una bastarda?

—Pasará por todo ello con tal de no perderInglaterra. ¿Y por qué ha de frenarnos eso,Tomás? Yo había llegado a aceptar la idea de quese hiciera con la corona inglesa comorecompensa por su matrimonio. En cuanto alPapa... Yo soy un hombre de iglesia pero puedodecir, seguramente sin ofender a nadie, que vos,los que desempeñáis altos puestos eclesiásticos,tenéis una habilidad singular para solucionar lassituaciones más delicadas... Todos soisescurridizos como las anguilas. Y, ¡por Dios,Tomás! El Papado me debe algo, creo yo. No enbalde fui uno de los que se levantaron contraLutero.

—Eso es verdad —Wolsey perdía terreno—. Hemos de pensar en todo momento en elpueblo inglés, en la gente vulgar, sencilla,corriente. En general a aquél le disgustan losextranjeros. Sin embargo, desde el principio, deuna manera que nadie se hubiera atrevido a

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predecir, la Princesa de Aragón se adentró en suscorazones y ella jamás ha hecho nada que tuvieracomo consecuencia la pérdida de su popularidad.Cada vez que se ha tendido en el lecho para dar aluz se han unido a sus rezos todas las mujeres deesta tierra sin excepción, quienes han sufrido conella y han compartido incluso su pesar. Afirmarahora públicamente que nunca fue vuestra esposalegítima será una cosa que traiga gravesconsecuencias en relación con vuestros súbditosfemeninos e influirá en la actitud de todosaquellos hombres que con sus matrimoniosconsiguieron menos de lo que esperaban encuestión de hijos, bienes o simples comodidades.Es preciso pensar en todo.

—Yo también gozo de alguna popularidad—manifestó Enrique, tocado en su vanidad—.Naturalmente, si se hace lo que he sugerido hayque prepararlo todo antes, presentándolo de unaforma aceptable. Todo hombre de concienciaaprobará mi actitud porque no hay ni uno tan sóloque no se interese por el problema de la

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sucesión.—Y los franceses, desde luego, celebrarán

ese estado de cosas, como celebran todo aquelloque puede abrir brecha entre nosotros y elEmperador.

Wolsey pronunció estas palabrassuavemente. Mentalmente se adelantaba a losacontecimientos. Los franceses harían cuantoestuviese en su mano para ofrecer a Enrique unaprincesa que ocupase el lugar de Catalina en ellecho del Rey.

—¿Habéis pensado ya en alguna princesadeterminada?

—¡No, por el amor de Dios! Vais demasiadode prisa, Tomás. Hay que tantear el terreno. Hepensado detenidamente en todo esto y me heconvencido de que no voy descaminado. Os hepedido vuestra opinión y vos habéis mencionadoel Papa, el Emperador y el pueblo inglés. ¿Quépiensa mi Lord Canciller?

Tratábase de uno de aquellos momentos,bastante frecuentes en la complicada existencia

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de Wolsey, en que la verdad y el sentido comúndictaban una respuesta y la conveniencia personalotra completamente opuesta. Hubiera queridodecir a su Rey: «No penséis en eso. Este asuntosólo puede granjearnos la animadversión de lasdemás potencias, provocando, quizás, disturbiosdentro del país». La propia conveniencia ledictaba una contestación grata a su regiointerlocutor. Había otra cuestión en la que influíael mismo afecto. Tal sentimiento era auténtico.Desde luego, para un hombre que se hallaba en laflor de la vida —un hombre de buena salud,fornido—, era duro verse atado a una mujer quetenía seis decisivos años más que él. La pruebaresultaba aún más ardua cuando se pensaba en queEnrique era un rey sin sucesor.

—Vuestra Majestad sabe que en este comoen todos vuestros asuntos mi deseo no es otroque el de serviros con la mayor eficacia posible.

—Esa —respondió Enrique—, es unarespuesta que no me dice nada, que carece porcompleto de significado. Vos lo sabéis

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perfectamente. Dejad las evasivas para otraspersonas. Corresponded con una contestaciónsincera a las palabras de un hombre sincero. ¿Quéopináis?

—Creo que... en efecto, todo esto serádifícil y requerirá tiempo, más del que vos podéisimaginar, tal vez. Pero... —tras la despejadafrente del Cardenal cabía va imaginarse sucerebro, que sus más virulentos enemigos habíancalificado de formidable, funcionando, igual queuna poderosa máquina cuyos engranajesempezaran a moverse perezosamente—. Todopodría ser más fácil, todo marchará más rápido sihubiese algún procedimiento para convencer n SuGracia para que colaborase con nosotros. Ella esuna mujer devota; es, además, una persona desangre real, capaz de comprender lo necesarioque es para este país un príncipe heredero. Simidiéramos convencerla de que su matrimoniono fue tal matrimonio, de que en virtud de undecreto de Su Santidad aquél es nulo, podíaretirarse de la escena, ingresando en un

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convengo. Ya no se proyectaría sombra alguna deculpabilidad sobre vos. Eso es lo que más mepreocupa: que no padezca vuestro buen nombre.Es preciso que vos y la Reina aparezcáis a losojos de todos igualados, como dos víctimas delerror del Papa.

—Lo que hemos sido, en realidad. Pero, enfin, tenéis razón, Tomás. Todo depende de laReina. —Imaginóse a sí mismo enfrentándosecon Catalina para explicarle aquel asunto yentonces Enrique se echó atrás—. Aún es pronto,sin embargo —se apresuró a añadir—. Yadispondremos de tiempo para decírselo a ellacuando conozcamos la decisión del Papa.

Wolsey asintió.—Sugiero un acercamiento preliminar por

una vía lo más secreta posible. Así, de fracasartodo no se dará lugar a habladurías ni asituaciones embarazosas.

—Los medios para alcanzar el fin propuestolos dejo a vuestra elección —respondió Enrique,simplemente—. Grave fue la equivocación en

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que incurrieron los príncipes de la Iglesia al noelegiros Papa. Yo confieso, por mi parte, que lesestoy agradecido.

El rostro de Wolsey permaneció impasible,si bien esta alusión de pasada al mayor de losdisgustos que había sufrido a lo largo de su vidano dejó de dolerle. Había estado a punto de serelegido en 1521, a la muerte de León X.Dieciocho meses más tarde, al fallecer AdrianoVI, realizaba un nuevo intento. Sus esperanzas,sus sueños, ahora arrinconados definitivamente,le habían permitido apreciar de una maneraanticipada lo que implicaba ser Papa y por talmotivo se hallaba en condiciones de pensar quede ocupar el puesto de Clemente hubiera sidonecesario algo superior a un cataclismo parainducirle a anular una decisión tomada por uno desus antecesores. Pero al mismo tiempo,pensando en sus frustradas ambiciones, recordóque el Emperador, Carlos V, habíale prometidousar de toda su influencia para que fuese elegido.¿Hasta qué punto había sido fiel a aquella

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promesa? Wolsey, siempre francófilo decorazón, acogería contento aquella anulación, deser conseguida, y también la boda que casiinevitablemente vendría detrás. Había unaprincesa llamada Renée...

—Majestad: podéis estar tranquilo.Consideraré este asunto con todo cuidado y harécuanto en mi mano esté para que os veáiscomplacido.

—Pues eso es todo por ahora —dijoEnrique, levantándose. El Rey echó un vistazo almontón de papeles que había sobre la mesa—.Por lo que aprecio reina el orden más completoaquí. Creo que ya que el tiempo se ha aclaradopasaré unos días cazando en He ver.

—Deseo muy sinceramente que VuestraMajestad se divierta —repuso Wolsey.

Unos minutos más tarde, cuando el Rey sehabía ya marchado y Wolsey regresara a sudespacho, entre otras cosas para entregar lospapeles a uno de sus secretarios, aquél se

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quedaba repentinamente quieto, con la miradaperdida en el vacío.

Hever. Esto le hizo pensar en Tomás Bolenay aquella muchacha de rasgados ojos que era suhija. El Rey había dicho: «Cortad tan prontopodáis toda relación entre el joven Percy y lachica de Tomás Bolena. Tengo otros planes paraella. Podríamos casarla con Piers Butler y asíquedaría zanjada la antigua disputa. Prefiero noaparecer en esta historia porque todavía no hetomado una decisión concreta acerca de lostítulos y no quiero despertar falsas esperanzas enninguno de los dos bandos.»

Wolsey había contestado a su señor:«Ciertamente que no es la mujer más indicadapara el heredero de los Northumberland». Oídolo cual, Enrique manifestó: «De acuerdo. Yapartadla de la Corte por algún tiempo. Enviadla ala casa de su padre.»

Como Sir Tomás se encontraba entonces enBlicking, la joven fue enviada allí. A aquellashoras se hallaría en Hever. Y Enrique dedicaría el

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tiempo que le dejase libre la caza a concertar sumatrimonio con Butler. Todo daba a entender queocupándose de esto mientras era el invitado deSir Tomás había decidido por último conceder aAna el título. Entonces, Tomás Bolena, ya unnoble, resultaría más insoportable que nunca.

Había habido una época —que no quedabatodavía muy lejana—, en que el Rey no habríadado un paso como aquel sin consultar antes consu Primer Ministro. Un año atrás, sí, sólo un añoatrás, le habría preguntado: «¿Cuál debe ser,Tomás: Butler o Bolena?». Wolsey, entonces,hubiera fingido que reflexionaba, con el ánimo deemitir un juicio imparcial, pero lo más seguroera que hubiese facilitado al Rey una razón depeso para eliminar a Bolena, una persona que ledisgustaba profundamente, en quien no confiaba,y Enrique habría seguido su consejo. Ahora, sinaludir para nada a aquello, se marchabatranquilamente a Hever, con el fútil pretexto dededicarse a la caza.

Suponía Wolsey que esto era inevitable.

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«¿Quién contendría al león si éste conociera sufuerza, quién podría gobernarle?». Hasta ciertopunto, Wolsey miraba a Enrique como a unaespecie de hijo suyo y había que reconocer queel más amado... ¿Y cuál es el hijo que no gusta decrecer, de hacerse hombre con ciertaindependencia, que halla en verdad subyugante?Lanzado en dirección a Hever, al galope, paraprometer a Tomás Bolena un título acerca decuya concesión no había consultado con Wolsey,sería sin duda un acto que proporcionaría aEnrique una agradable sensación deindependencia.

Pero también era una diminuta pajuela queindicaba en qué dirección soplaba el viento. Porun momento, Wolsey se sintió casi contento deque existiesen problemas mayores, no decarácter doméstico precisamente, que sólo élpodía resolver. Sí. Enrique haría indudablementea Tomás Bolena, un tipo adulador y ambicioso,Vizconde de Rochford, prescindiendo delconsejo de Wolsey. No obstante, el Rey

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necesitaría a su Primer Ministro, le necesitaríadurante mucho tiempo si lo dictaminado por unPapa había de ser derogado por otro...

Tomás Wolsey salió de su ensueño,poniéndose luego a dar instrucciones a susecretario. Cuando le hubo despedido tomóasiento para reflexionar sobre lo que ya habíabautizado mentalmente con el nombre de «Elasunto secreto del Rey».

Apoyó la barbilla en la mano, de manera quela piedra de su anillo de Cardenal se hundió en lacarne. De pronto, su mente, en lugar de actuarcomo de costumbre, lógica y sensatamente,pareció desviarse, permitiéndose evocar unabsurdo suceso que había ocurrido varios añosatrás, del cual no se había acordado hasta aquelinstante.

La escena se había desarrollado en elTribunal de Star Chamber. La causa había sidoun complicado caso legal referente a unapropiedad y una de las personas demandadas erauna mujer. El suyo había sido, como siempre

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hacía allí, un veredicto imparcial, en contra de ladesconocida. Ella se había puesto en pie de unsalto, empezando a dar gritos, acusándole, presade un ataque de agudo histerismo, de haberfaltado a una mujer, amenazándole con que algúndía, en el futuro, otra haría justicia. «Quedáismuy alto, Excelencia, pero una mujer hará quedescendáis de vuestro sitial». Él había ordenadoque fuera sacada de la sala, procediendocalmosamente a ocuparse del caso siguiente.¿Por qué pensar en aquello ahora?

El Cardenal conocía la respuesta a estapregunta. El nuevo y peligrosísimo negocio queel Rey había puesto en marcha depositándolo ensus manos estaba relacionado con una mujer, conla Reina Catalina. Si ella se obstinaba en nocolaborar...

Tonterías, se dijo. Tonterías supersticiosas.Pero el Cardenal suspiró, envidiando por unmomento a Enrique, quien podía desentendersede asuntos tan delicados como aquelmanifestando simplemente: «Los medios para

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conseguir eso los dejo a vuestra elección», para,a continuación, despreocupadamente,encaminarse a Hever, sin otro fin que el deentregarse a la práctica de su deporte favorito, lacaza.

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III

«Existen razones para creer que Ana sehallaba tiernamente compenetrada con sumadrastra y que era muy querida por ella.

Tras un breve período de tiempo, suficientepara dar lugar a que el disgusto de la jovenhubiese desaparecido, el Rey visitóinesperadamente el castillo de Hever».

Agnes Strickland. «Lives of the Queens ofEngland»

Hever, octubre de 1523

La segunda esposa de Sir Tomás Bolena erauna mujer gruesa y agradable, quien, de habersemovido dentro de su esfera social, habría sidouna señora competente como ama de casa, unpoco autoritaria, mostrándose entonces tan

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segura de sí misma como cualquier otra mujer debuen sentido y probadas virtudes. En su calidadde esposa de un gran hombre y gobernadora devarias grandes casas había momentos en que sesentía verdaderamente apurada.

No era que se creyese inferior a los que lerodeaban. Había nacido en el seno de una familiade agricultores y estaba orgullosa de ello peronotábase, frecuentemente, como desplazada. SirTomás se había enamorado de ella nada másverla, contrayendo matrimonio los dosposteriormente, durante una de las visitas deaquél a Blicking, adonde había ido tras habersufrido lo que él considerara un atropello en laCorte. Sir Tomás se consolaba representando elpapel de un señor campesino, ufanándose deconocer bien el sanado y de ser un entendido enasuntos de carácter agrícola. Había hablado deretirarse de la vida pública, quedándose a vivir enBlicking. Era esta una posesión que ella sabíallevar perfectamente. ¿Y qué era en fin decuentas Blicking sino una granja algo ampliada?

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No llevaban un mes casados todavía cuando unmensaje urgente requirió la presencia de SirTomás en Londres... Había que pensar en la casade la capital también, en los nuevos vestidos, enHever, en su esposo, diciendo, por ejemplo: «Sémuy bien, querida, que no hay nadie que sepacurar un jamón mejor que tú pero no puedoconsentir que te destroces las manos».

Y luego estaba aquel hecho inevitable: supapel de madrastra, un papel delicado, ingrato porsu propia naturaleza. De haber sido los hijos desu marido pequeños ella les habría atendido ycriado como si hubieran sido suyos... Ella yatenía muchos años para esperar descendencia.Ana, la más joven, con sus quince años, era damade honor en la Corte francesa. María y Jorge eranva adultos. La actitud de Tomás hacia ellos hacíaque Lady Bolena fuese constantementeconsciente de las distintas maneras deconducirse de la gente, de acuerdo con la clase aque pertenecía cada uno. Las familiasencopetadas entregaban sus hijos a las criadas y

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esto constituía un acto simbólico. Nada había enaquello de la cómoda y agradable vida hogareñaque ella conociera. Jorge y su padre se llevabanbastante bien. Eran dos hombres de mundo conintereses comunes. Sir Tomás, en cambio,parecía sentir bastante despego por María, lo cualera comprensible... Habíase colocado en unaposición sumamente embarazosa por dos veces,antes de convertirse en la amante del Rey, cosaque duró ñoco tiempo. Pero ahora se encontrabarespetablemente casada. Lady Bolena habíaintentado señalar que muchos de sus errores sehabían producido, sin duda, por no haber tenidocuando más los necesitaba los consejosmaternales. El comentario de Tomás había sido:«Sólo Dios sabe lo que hubiera hecho con ellos.Isabel era una sucia».

Era terrible oír a un hombre estas palabrasrefiriéndose a su esposa, que además estabamuerta. Aquí surgía de nuevo la eterna cantinela:la gente de rango veía las cosas de la vida dediferente manera Tomás era tan afectuoso que

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ella tenía cine pensar que si se expresaba enaquellos términos era porque su difunta mujer lehabía dado sobrados motivos...

Lady Bo... Jorge le había dado ese nombre.Ella se dio cuenta de que no era capaz de llamarla«madre», encontrando en cambio tambiéndemasiado serio «Lady Bolena». Ésta se sintiómuy complacida a la llegada de Ana a Hever,avergonzándose inmediatamente de su alegría alcomprobar que la joven había cogido un resfriadosuperior. Habían estado en Blicking y laacompañante de su hijastra, una mujer de severosrasgos faciales y pocas palabras, oriunda deNorfolk, le había hecho tan impresionantedescripción de los desperfectos que presentabala casa que Lady Bo se enfadó consigo mismapor no haber acompañado a su marido en laúltima visita de éste a la finca. Había planeadoestar allí sólo un día o dos, prefiriendo Sir Tomásque ella se fuese directamente de Londres aHever.

—No se hallaba en condiciones de

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emprender este viaje —declaró Emma—. Me dicuenta de ello en seguida. Pero es que en esacasa no había un lecho que estuviese encondiciones de ser utilizado. Las chimeneasescupían humo y mi señora tenía verdaderosdeseos de reunirse con su padre.

Ana —en realidad y pese a su estancia en elpaís vecino y a haber sido dama de honor de laReina una desvalida criatura, una niña—, habíasido acomodada en uno de los lechos de la casa,con unos cuantos ladrillos calientes envueltose© paños de franela. De vez en cuando lellevaban un vaso de leche caliente con licor yespecias —jengibre, canela y clavo—, quealternaban con emplastos de linaza aplicados alpecho y a la espalda. También solían servirletazas de miel con vinagre para aliviarle el ardorde la garganta y la ronquera. Lady Bo se habíasentido en su elemento natural y andaba muysatisfecha de un lado para otro, cosa que durótodo lo que su marido tardó en regresar deEdenbridge, para cenar.

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Al serle notificada la llegada de su hijainquirió sobresaltado:

—En el nombre de Dios, ¿por qué la hanhecho venir aquí?

—No puedo decírtelo, Tom. Hasta ahora leha sido imposible hablar y la mujer que laacompaña no nos explicará nada, aunque conozcalas causas. Sí manifestó que Ana ansiaba verte.Pero, bueno, no irás a entrar en su habitación,¿verdad? Los resfriados son tan contagiososcomo el sarampión y ya sabes lo que te ocurrió laúltima vez que te constipaste: estuviste sordo porespacio de quince días.

—Mira, querida: tengo que arriesgarme acoger ese resfriado si no deseo exponerme apasar una noche en claro. No hay ninguna jovenque abandone la Corte en octubre sin un motivoconcreto. Detrás de esto hay algo, algo que tengoque averiguar inmediatamente.

—Entonces te prepararé una «bolaaromática», que habrás de mantener delante de turostro todo el tiempo que estés en el dormitorio.

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Espérame aquí.Lady Bo subió corriendo la escalera

principal, levantando sus faldas, y asomándose ala habitación en que descansaba Ana le dijo aésta:

—Tómate la miel y el vinagre, niña. Tupadre quiere hablar contigo.

Después siguió corriendo hacia la parteposterior de la casa, penetrando en la cocina. Unavez aquí cogió una naranja fresca, en cuya cortezaincrustó unos clavos y a continuación, a manerade precaución extra, preparó un brebaje deespliego y romero. Al presentárselo a su esposole indicó:

—Pregúntale lo que quieras pero no tardesen salir del cuarto.

—¡Dios te bendiga! —exclamó Tom, queprofesaba verdaderamente un gran afecto a sumujer y aún se acordaba de sus atenciones laúltima vez que se había resfriado.

En aquella ocasión se había quedadocompletamente sordo. Esto le produjo una serie

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interminable de preocupaciones. Tom solíadecir: «El Rey no confiará jamás en un hombresordo: para estar a su servicio hay que tener unosoídos muy finos».

Permaneció en la habitación de su hijadurante quince minutos. Al salir de aquélla LadyBo estaba completamente segura de que a sumarido se le había contagiado el resfriado. Teníamal aspecto. Pero esto quedó explicado muypronto.

—Se han lanzado sobre mí de nuevo.¡Malditos sean! —exclamó Sir Tomás.

Ella sabía a quiénes aludía: a sus enemigos.Y el primero y más destacado de éstos era elCardenal. Lady Bo había juzgado esta actitud unatorpeza. Tomás Wolsey había parecido sersiempre un tipo medio representativo de losingleses, especialmente de los nacidos en laregión oriental del país, un triunfo para suspaisanos y una prueba viva de que no había nadieque pudiera compararse con ellos. Hijo de uncarnicero y ganadero de Ipswich, sin contar con

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más ayuda que su poderoso cerebro había logradoascender hasta la cumbre. Sólo los prejuicios delos extranjeros habían impedido que fueraelegido Papa. Lady Bo, como toda la gente de suclase —quitando unos cuantos herejes quecontaban bien poco—, habíase sentido hasta sumatrimonio muy orgullosa de Wolsey. Luego seenteró con pesar que era uno de «ellos», unmiembro del grupo que envidiaba los éxitos de suTom. Y era tanta la categoría de aquel adversarioque al formular su marido la imprecación no sele ocurrió más que preguntar, sencillamente:

—¡Oh, querido! ¿Qué te ha hecho ahora?—Ha roto... no, no: ha impedido el

compromiso de matrimonio de Ana con LordEnrique Percy, el heredero de losNorthumberland.

Esa era una cosa que Lady Bo comprendía:la costumbre de nombrar a los hombres por sustierras. En Norfolk cuando se decía «Diez Acres»se aludía a John Bowyer; cuando se mencionabala «Pond Farm» estaba hablándose de Will

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Riddle... Así pues, entendió en el acto laspalabras de Tom. Éste acababa de referirse alcondado de aquel nombre.

—Esa sí que habría sido una buena boda... sies que el chico le gustaba.

—Por lo que he podido deducir era de suagrado. Claro que eso es lo de menos. Lo que amí me preocupa es el por qué, por qué... LosPercy no se han dedicado jamás a intrigar. Noson cortesanos. Permanecen recluidos en sufortaleza de piedra, guardando la frontera,creyéndose pequeños reyes, al igual que Darcy yDacre. ¿Por que diablos había de preocuparlesque Enrique Percy escogiera por esposa a esta oaquella joven? No hay ni qué dudarlo: aquí haintervenido el Cardenal y el golpe ha sidodirigido contra mí. Sin embargo, no acierto acomprender por qué motivo.

Lady Bo se santiguó disimuladamente.Bastaba con aludir al diablo para provocar undesastre.

Sir Tomás explicó a su esposa los restantes

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detalles del asunto. Ella, en el tono másconsolador que pudo adoptar, comentó entonces:

—Tal vez sea verdad que el joven se hallasecomprometido ya con la señorita Talbot.

—Querida: no se trata sencillamente de laseñorita Talbot. Esta muchacha es la hija delConde de Shrewsbury y un compromiso dematrimonio entre dos miembros de unas familiasde tan gran renombre no podía pasar inadvertido.—Tom frunció el ceño, tirándose nerviosamentede la barba—. No. Este ataque va contra mí y...¡malditos sean! —perdona, querida—, yo nollego a comprender el alcance de su acción. Perono tardaré en averiguar qué hay detrás de todoello. Su Gracia debe encontrarse a estas horas enSt. Albans o sus inmediaciones. Iré a verle y meenteraré de todo, seguramente.

Lady Bo suspiró. Siempre se sentíapreocupada cuando Sir Tomás se aventuraba poraquel mundo poblado de enemigos suyos. Lesveía como unos lobos, acechándole, listos parasaltar. ¿Y si se hubiera contagiado en el

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dormitorio de Ana, para caer enfermoposteriormente, en un sitio donde nadie pudieraatenderle adecuadamente?

—¿Cuánto tiempo estarás ausente?—Eso depende —contestó Sir Tomás

vagamente. Después añadió, afectuoso—: Losmenos días posibles, puedes estar segura de eso.

Volvió antes de que hubiera pasado unasemana. Sólo con verle ella adivinó que en suúltima refriega con los lobos su marido habíallevado la mejor parte. Tom parecía muysatisfecho de sí mismo. Su mal humor se habíadisipado. Faltando a su costumbre, se prestó adiscutir el asunto con su mujer.

—Nunca te había hablado de esto... —empezó diciendo—. Mi madre era coheredera decierta propiedad y títulos, mi reclamación de loscuales fue obstaculizada por mi primo PiersButler. Su Gracia ha decidido que la mejormanera de terminar con esta vieja querella escasar a Ana con Piers, dejando la propiedad enmanos de los dos, confiriéndome los títulos —

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momentáneamente reservados—, a mí. Esa es larazón de que le pidiera al Cardenal que deshicierael otro compromiso. Tengo que decirte que, a mijuicio, ha sido una sabia decisión la suya. Anaobtendrá una compensación y tú, querida, serásCondesa.

Lady Bo era una de las pocas mujeres en elmundo propensas más bien a lamentar que acelebrar esto pero como buena esposa que eraintentó ocultar sus sentimientos, pretendiendocompartir la alegría de su marido.

—Yo estoy bien ya como estoy —comentó—. No llego a comprender, sin embargo, por quémotivo el Cardenal no justificó su conductadesde el primer momento, con lo cual te habríaahorrado muchas preocupaciones. Lo mismodigo de Ana... —Lady Bo recordó algunos de losacontecimientos de los últimos días—. Si élhubiera dicho que no hacía más que cumplirórdenes del Rey...

—¡Ah! En eso consiste la diplomacia. Minada amado primo se verá sorprendido. Si supiera

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lo que se propone el Rey se casaría con laprimera mujer que encontrase a mano. Él se haconsiderado siempre con derecho a la propiedady los títulos en litigio. Así pues, de todo esto niuna palabra a nadie, querida. Su Gracia hará saberoportunamente a Butler qué es lo que desea.Todo saldrá bien.

Lady Bo, de mentalidad muy simple, se dijoque aquello era un mal comienzo para unmatrimonio.

—No me gustan esos matrimoniosconcertados sin el conocimiento de losinteresados siquiera —manifestó—. Esas cosashan de dejarse al azar, al gusto de cada uno. Nadiedijo una palabra, ni levantó un dedo cuando lonuestro y no obstante...

—En nuestro caso todo nos ha salido a pedirde boca. Pero nosotros contábamos ya con unaexperiencia de muchos años... Bueno, al menosyo —añadió Tom galantemente—. Ahora dime,¿cómo se han desenvuelto las cosas por aquí?

—Ana está mejor. Pero durante dos días con

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sus noches me sentí muy preocupada. Surespiración era irregular frecuentemente y erapresa de ciertos delirios. Algunas de las frasesque pronunció llegaron a atemorizarme, Tom. Mequedé a dormir en su cuarto, deseando impedirque la servidumbre oyera aquéllas. Pienso contodo que Emma, la mujer que tu hija trajoconsigo, da la impresión de ser una personaformal. Pero, ¡cómo odia al Cardenal! ¡Y quéterribles insultos profirió! Fue horrible. Jamáshubiera pensado que una chica como ella, criadaen un ambiente tan distinguido, conociesesiquiera determinadas palabras.

—Pero tú las identificaste, ¿eh? —repusoSir Tomás, mortificador.

—Naturalmente. En las granjas... Quierodecir que yo no me eduqué como tu hija ni hepretendido nunca pasar por persona muy refinada.He oído muchas veces lo que hablaban loscarreteros, los labradores, los ganaderos...

—Exactamente igual que Ana ha oído lasconversaciones de los pajes, de los ujieres, de

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los mozos de cuadra.—Eso es distinto —Lady Bo se daba cuenta

de que no conseguiría convencer a su marido—.Hay algo más... Quería referirme al enorme perroque también trajo consigo Ana y que se encuentraal lado de su cama. Ahora le da otro nombre.

—¡Muy oportuno! Llevaba un nombrefrancés y en la actualidad no queremos nada enInglaterra que huela a tal.

—Es que su nuevo nombre es «Urian».—¿Y qué?—Eso equivale a «Satanás».—Entonces la elección me parece correcta.

Veo que has pasado unos días de prueba, querida.Vamos, siéntate un rato sobre mis rodillas. Hedejado una noticia para el final. Su Gracia piensavisitarnos. Se trata de una visita amistosa, en eltranscurso de la cual cazará un poco. Nada deformalidades, me dijo, nada de protocolo.

—¡Ay, Tom! —exclamó simplemente LadyBo.

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Seguía diciéndoselo mentalmente días mástarde, cuando la visita real tocaba casi a su fin.Bien estaba lo que Tom había dicho pero laverdad era que adondequiera que fuese el Reyalguna medida de carácter formal y protocolariotenía que adoptarse. Y luego había el hechoinnegable de aquella preocupación que secentraba en la manera de lograr que el monarcapasara las veladas distraído.

Había contado con Ana para eso. Incluso enel instante de tomar asiento en las rodillas de SirTomás, cuando éste acababa tan sólo desusurrarle la noticia de la regia visita, tuvo unaidea confortante. Bajo aquel mismo techo habíauna joven, la hija del dueño, experta en loshábitos cortesanos, con una reputación auténticapor sus conocimientos musicales. Ana sabríacuándo y ante quién era preciso inclinarse en unacortés reverencia; Ana sabría quién tendría quesentarse en determinado sitio de la mesa y porqué... Y, aparte de todo esto, procuraría al Reydiversión. Habiendo llegado allí directamente

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desde Greenwich, la chica conocería las últimascanciones y las personales preferencias de SuMajestad.

La verdad es que Ana no le había servido denada. «He terminado con todo eso», se limitó aresponder al ser solicitada. Escudándose en elresfriado, hasta se negó a comparecer ante elilustre huésped.

En la tarde del último día de la visita, LadyBo fue a su cuarto a impetrar una vez más suayuda.

—Tu padre no lo ha advertido... Bueno, yoes que creo que los hombres no se dan cuentajamás de nada. Yo, en cambio, sí me he fijado enque Su Majestad ha venido sintiéndose día trasdía más molesto, más inquieto. Parece hallarsedescontento, no sé por qué. Yo creo que es cosade la música que ha venido escuchando en estasveladas... Lady Forsyth me prestó uno de susmúsicos y yo contraté varios más. Yo estabaconvencida de que estos hombres tocaban muybien. Y ese joven que acompaña a Su Majestad a

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todas partes, el ayuda de cámara, según dicen,canta magníficamente. Norris es su nombre...Falta algo, sin embargo. Lo noto. Ana, por favor,baja esta noche. Llévate tu laúd y canta algunascanciones. ¿No sería ese un cumplidoverdaderamente delicado?

—No puedo cantar, Lady Bo. Ya lo estásviendo. ¿No oyes mi voz de grajo?

—Tienes un poco de ronquera, eso es todo.Si te soy sincera debo decirte, Ana, que asíaquélla me parece más agradable. No sé... La veomenos quebradiza, menos frágil. ¡Oh, Ana! ¡Quéfavor me harías! Me siento torpe, paralizada,delante del Rey. Si Su Majestad hubiera ido avernos a nuestra granja y hubiese sentido hambreyo habría preparado los platos más sabrosos.Pero aquí todo es diferente. Él tiene derecho aesperar que Lady Bolena, del Castillo de Hever,le atienda como es debido y yo estoy haciendoesto mismo, sí, pero a medias.

—Has hecho más de lo que podías. Eltalento musical, Lady Bo, no se adquiere. Se nace

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con él, igual que se nace con los ojos azules onegros. No es raro que no hayas sabidocomponer esa página del programa dediversiones de tu ilustre huésped.

—Y tú posees los ojos negros y el talentonecesario. Mira, Ana, si bajas esta noche y cantaspara él te daré lo que se te antoje de mi joyero. Omi capa de piel de marta...

—No tienes por qué intentar sobornarme.Haría eso a cambio de nada, para servirte, si mefuese posible. Pero, de veras, es que no estoy encondiciones de cantar. Además, la música de laúdes siempre un poco triste. Correría el peligro deinterrumpirme a mí misma, afectada por la propiamelodía, para echarme a llorar, quizás.

—Te sentirías mejor si lo hicieras. A vecespienso que Dios les dio las lágrimas a lasmujeres para que les sirviesen de consuelo,sabedor de las duras pruebas por que tienen quepasar en la vida. No me ha agradado abordar lacuestión hasta ahora, francamente, perocomprendo que lo tuyo ha sido una experiencia

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muy desagradable. Debes sobreponerte a ella, sinembargo. En ocasiones las cosas que nos parecenmás malas, luego... Siendo yo todavía muy jovenme enamoré. Él era marino y murió ahogado.Tras aquel viaje habíamos de casarnos. Pensé quejamás volvería a mirar a otro hombre y así fuedurante años y años, hasta que tu padre, un buendía, se detuvo en nuestra casa. Y somos felices,ya ves. —Su mente volvió a concentrarse denuevo en el momento presente, en los instantesque vivía—. Lo único que me da miedo es que undía tu padre advierta cuán profunda es miignorancia en algunos aspectos y piense quepodía haber escogido una mujer de más finasdotes y modales. He aquí la razón de que elasunto del pequeño concierto me desvele.

—Bajaré —respondió Ana impulsivamente—. Pero no me sentaré a la mesa para cenar. No.Ni siquiera entraré en el comedor. Permaneceréen la galería, fuera de la vista de todos. Harécuanto esté en mi mano para dejarte en buenlugar. Cantaré, si puedo.

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—¡Oh, Ana! ¡Dios te bendiga! Nunca podréagradecerte esto —exclamó Lady Bo,inclinándose para besar a su hijastra, quien ladejó desconcertada al ver que aquélla comenzabaa temblar y a reír y a llorar a un tiempo.

Lady Bo diagnosticó: ¡Histerismo! Enseguida pensó en un remedio que solía dejarperpleja a la gente. De haber sido la chica hijasuya habría empezado a abofetearla, pero... Lamadrastra, cuando golpea, se expone. Su acciónpuede ser mal interpretada. En consecuencia,optó por sacudir fuertemente a Ana, al tiempoque le decía:

—¡Basta, Ana! ¡Basta, querida!En aquella apurada situación Lady Bo

pareció olvidarse momentáneamente del sitio enque se encontraba, pues se puso a gritar, igual quesi hiciera frente a un caballo rebelón, intranquilo:

—¡Jo! ¡Jo!Con esto cesaron los sollozos de Ana. Solo

quedó la risa de su extraña reacción y pronto asus nerviosas carcajadas se unieron las de la

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madrastra.—Era justamente lo que necesitaba —

manifestó Ana, pasándose un pañolito por lasmejillas—. He sido una tonta, torturándome alforjar vanas esperanzas. Con la marcha de mipadre a Londres y la llegada del Rey aquí penséque todo se arreglaría al fin. Pero no creo queaquel se atreva a ir contra el Cardenal. Tambiénpuede haber ocurrido que mi padre, pese a suenfado, no se atreviese a mencionar el incidente.

—Estás en un error, Ana —Lady Bo seaprestó a salir en defensa de Tom y luego advirtióhorrorizada que estaba a punto de revelar algoque le había dicho confidencialmente—. Llevó acabo indagaciones y averiguó la autenticidad delcompromiso matrimonial de ese joven con laseñori..., con la otra dama, compromiso que nopuede ser quebrantado.

—No podré creerlo jamás. Pero, en fin,todo eso ha terminado ya. Pensemos en otrascosas. Mi voz suena muy ronca todavía. Serámejor que me haga pasar por un chico. Ya hice

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antes una cosa semejante, en un baile dedisfraces.

—Y cantarás algunas de las cancionescompuestas por Su Majestad.

—Eso lo decidiré más tarde.No. No haría eso. Estaban demasiado

asociadas con los felices días vividos enGreenwich. Lady Bo no poseía ideas muyoriginales con respecto a lo que debía ser uncumplido. Cualquier dama de la Corte hubierapensado como ella.

—¿Qué ropas masculinas consideras lasmás adecuadas para ti?

—Las que se encuentren más limpias. Daigual que me caigan bien o mal. Nadie ha deexaminarme de cerca.

La cena estaba llegando a su fin ya casi yLady Bo seguía diciéndose interiormente: «¡Ay,Señor! Esa muchacha se ha equivocado al elegirlas melodías». Sin embargo, Ana, en suescondite, había tocado maravillosamente varios

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instrumentos: el arpa, el laúd, el rabel... Yaquéllas habían sido alegres unas veces y otrastristes, tristes como el perfume de las primaveraso las violetas cuando eran cosechadas para finesprácticos, las primaveras para obtener vino, lasvioletas para ser utilizadas como azúcar. Alaspirar su olor se pensaba inevitablemente en laansiedad con que tales flores habían sidobuscadas por sí mismas, sin más derivaciones, enla infancia.

Hasta aquel momento Ana no habíapronunciado una sola palabra. Era comprensible.Nadie que estimase en algo su voz se hubierapuesto a cantar con aquel estrépito de fondoprocedente del lado opuesto de los biombos.

El Rey se mostraba todavía inquieto. Noparecía contento.

En realidad, para ser un hombre que obrababajo el impulso de un profundo disgusto Enriquese conducía bastante bien.

Había ido a toda prisa a Hever, presa de unaansiedad que hubiera resultado más natural en un

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muchacho, imaginándose que iba a pasar cuatrodías magníficos en compañía de la fascinantedama de honor que conociera durante el verano.Cuando saliera a cazar ella permanecería al ladode su Rey, admirando la agilidad de éste, la formaen que dominaba su gran caballo; al regreso, lachica admiraría sus trofeos. Durante las veladasla hija de Sir Tomás Bolena cantaría y tocaríapara él y él entonaría también alguna canción ensu honor... A una canción se le puede dar unaentonación expresiva. Más adelante, él lepropondría que bailasen...

Nada había salido tal como se imaginara.Nada más llegar le habían dicho que la joven sehallaba aquejada de un fuerte catarro,encontrándose confinada en su habitación. Bien.Él conocía un remedio definitivo para losresfriados, que además no podía ser utilizado porcualquiera. La chica tenía que tomar mucha frutafresca. Había sido enviado un correo aGreenwich para que regresara con naranjas ymelones, así como granadas, todo ello

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procedente de los invernaderos.Al día siguiente Ana tenía que sentirse

mejor.Pero no fue así. Y ahora la última velada en

Hever se hacía terriblemente larga y Enriquehabía de disimular su fastidio, por consideracióna Lady Bolena, quien tantos esfuerzos habíarealizado para que estuviese satisfecho, quien nodejaba de darse cuenta de que algo no marchabaallí como debiera haber marchado. De vez encuando Enrique observaría que le mirabapreocupada, consultando luego con los ojos a sumarido. El Rey tenía que reprimir la tentación delevantarse sin otro propósito que el de darle unaspalmaditas en el hombro, como si fuese unamontura de las que utilizaba, y decirle: «Calma,calma, señora». Ella había hecho cuanto se leocurriera para hacerle grata la estancia. No erasuya la culpa de que todo hubiese tomado otrosderroteros.

El Rey no estaba tan seguro de lossentimientos que albergaba Tom Bolena. Éste se

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había mostrado complaciente cuando lo deMaría. Le había proporcionado no pocasprebendas su conducta. Posiblemente pensabaque en Ana tenía una carta de más valor. Tambiénera posible que se hallase resentido por la cortaduración de su idilio con la mayor de sus hijas yel hecho de que la hubiese despedido sinobsequiarla con una recompensa que valiera lapena. Tom Bolena no sabía cómo se habíaconducido María al final. Había tenido quesoportar sus lágrimas —él, un hombre que odiabaa las mujeres muy dadas al llanto—, susinventivas, sus súplicas, su misma negativa aaceptar nada... Por razones que le erandesconocidas, Tom siempre había respaldado lasexcusas formuladas por su esposa al referirse aAna.

—Siento decirlo, Majestad, pero la chicaestá mala, muy mala...

La confusión del propio Enrique era grandecuando pensaba en la actitud que había adoptadoante aquel fuerte resfriado... suponiendo que

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existiera. Le desagradaba el espectáculo de laenfermedad, le producía verdadero horror.Encontraba repelente la visión de una mujervíctima de un molesto catarro. No toleraba sutos, no podía verla sonándose continuamente lanariz, secándose los ojos. Cualquier clase dedesorden físico en una mujer debía, por unasencilla ley de la Naturaleza, repeler al hombre.Se las compadecía, se hacía todo lo posible poraliviarlas en su pasajera dolencia para mantenerseluego a distancia. No obstante esto, de haber sidoadmitido en el dormitorio de Ana, Enriquepensaba que hubiera dejado todos sus escrúpulosen la puerta de la habitación. Le habría prestado,sí, sí, ¡su propio pañuelo!

La cena había terminado. Estaban siendoretirados ya los manteles. Habían sido recogidosya con algún estrépito los platos, las fuentes, losvasos... sobre el fondo de la nueva mantelería,blanquísima, almidonada, acababan de sercolocadas botellas conteniendo finos licores yestilizadas copas. Los servidores trajeron varias

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fuentes colmadas de frutas. En el comedor sehizo un repentino silencio.

Oyóse entonces una voz, la voz de un joven,quizás. En realidad era la de una chica norecobrada todavía de un fuerte resfriado. Enriqueno se irguió, mirando hacia la galería, de dondeprocedía aquélla. No pudo ver a nadie. Por esaparte reinaba la más completa oscuridad.

—Ahora, Majestad, señoras y caballeros, siasí lo deseáis, cantaré para vos.

Enrique dirigió una interrogante mirada aLady Bolena, quien le correspondió con una desus ansiosas sonrisas, posando los ojos a su vezen Tom. También a éste miró luego el Rey. SirTomás andaba ocupado, cascando una nuez.«¡Pobrecilla!», pensó. «Esto constituye unaprueba para ella». Le apenaba ver a su esposa tanpreocupada. Pero de haber intervenido diciendoque él se ocuparía de organizar la velada su mujerhabría creído que criticaba no muyfavorablemente sus esfuerzos y ni siquierabuscando la aprobación del Rey deseaba herir sus

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sentimientos. Por muy mala que fuera laactuación del joven de la galería la soportaríafingiéndose contento.

Ana comenzó con una alegre balada, familiara Lady Bo y a toda persona que hubiera vivido enel campo en la época de la recolección. Enefecto, a causa de su ritmo era muy popular entrelos segadores. Resultaba, al igual que todas lasbaladas, un tanto atrevida la canción. No podía serconsiderada la pieza más indicada para serentonada por una joven, pero este era un detallesin importancia aquella noche porque nadiesabría, ajeno a la casa, que cantaba Ana. El finperseguido era que el Rey se divirtiese. Alterminar la melodía Enrique gritó con voz quedenotaba su hábito de dar órdenes dentro deespaciosos lugares:

—¡Acércate, muchacho! Deseorecompensarte puesto que lo mereces.

«¡Ay, Ana!», pensó Lady Bo. «Ahora losabrán todo...» Tom se enteraría entonces de queentre las dos habían tramado aquello, sin contar

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con él. El Rey sabría que el resfriado de la chicahabía sido un simple pretexto. Los dos hombresdescubrirían que las descaradas e insinuantesfrases de la canción habían salido de la boca deuna criatura. «¡Ay, Ana querida!».

La voz de la galería respondió:—Os doy las gracias, Majestad, pero ya me

considero pagado con creces con vuestraatención.

Bueno, ¿y era natural una contestación asíen labios de un paje? La música comenzó denuevo y también el canto. Esta vez era unamelancólica canción.

Cuando estamos separados el mundo esgris,Contigo desaparece toda esperanza, gozoy consuelo,Cuando tú estás lejos de míLas plantas no florecen; los pájaros nocantan,Taita ese dulce verano que sólo tú puedes

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traer.Tú, ¡ay!, sólo tú puedes traer.Cuando estamos separados mi corazóncesa de latir.Y no tornará a despertar hasta tu regreso.Tú, ¡ay, ay!, no puedes aún venir.Algo más inmenso que el mar nos separa,peor que la muerte,Ahora estoy solo, amor, amor, mi amor,para siempre.Solo, solo, para siempre.

El laúd lanzó sus quejumbrosas yprogresivamente decrecientes notas, haciéndosede nuevo el silencio. Lady Bo no miró al Rey, nia su esposo. La aprobación de los dos hombres letenía ya sin cuidado. Bajó la cabeza pugnando pordisimular las lágrimas que afluían a sus ojos.Habían transcurrido más de veinte años desde eldía en que perdiera a su Johnny. Ahora amaba aTom... No obstante, la letra de aquella canción lehabía afectado por recordarle exactamente sus

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sentimientos al enterarse del fallecimiento de suprimer novio. Sola para siempre.

En el comedor hubo una perceptible pausa.Aquélla era una canción de amor y el auditorio sehallaba integrado en su mayor parte por personaspara quien el amor romántico significaba bienpoco o nada. Posiblemente, la persona dementalidad más genuinamente romántica de allífuera el Rey y pese a tal circunstancia, habíaseindignado cuando su hermana María contrajeramatrimonio —por amor—, con Charles Brandon,privando a Inglaterra de una útil pieza sobre eltablero del juego diplomático.

Pero para los ingleses las canciones deaquel tipo suponían una novedad. Conanterioridad sólo habían oído solemnes piezasmusicales de carácter religioso, alegres marchaspara ayudar a los soldados fatigados a mantenerel paso y baladas. Las canciones puramentesentimentales estaban haciendo sus primerosimpactos en la gente, la que, por falta deinmunidad, era particularmente vulnerable. Lady

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Bo distaba mucho de ser la única mujer de ojoshumedecidos. Mañana los hombres queparpadeaban y las mujeres que se tocabandisimulada y levemente los párpados seaprestarían sin vacilar, tal vez, a concertarmatrimonios ventajosos, si eso era factible, entreellos o entre sus hijos, sin reparar, sin quererpensar si el corazón de algún ser quedabadestrozado o no... Pero, de momento, se sentíanconmovidos y obsequiaban al cantante con elcumplido del silencio que precedíainmediatamente al entusiasta aplauso.

Enrique gritó en medio del alboroto:—Una bonita canción muy bien cantada. Sal,

muchacho. Déjate ver.Por toda contestación, Ana atacó los

primeros versos de una cancioneta muy utilizadapor los profesionales para finalizar su actuación:

Gentiles oyentes: a todos los que aquíreunidos estáis, buenas noches os deseo.Si todo lo que hemos hecho aquí fue de

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vuestro agrado es porque teníais derechoa ello.Majestad: os deseamos las máximasalegrías,Os deseamos cuanto para vos deseáis.¿Cómo podríamos expresar algo mejor?Señoras: confiamos en que vuestros bellosojos permanezcan eternamente brillantes.Y que nunca presencien una escena peorque la que acabáis de ver. Nobles ycaballeros: a nuestras buenas nochesañadimos un cordial saludo,Y hacemos votos porque os vayan bienhasta nuestro próximo encuentro.¿Habremos de recordaros que aunque nosproporciona un gran placerCantar para vos también nos agradacomer?Así pues, os rogamos que nos deis no unalimosna sino aquello de que nos creáismerecedores.Gentiles oyentes: os decimos adiós.

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Oyóse una nota final del laúd. Acontinuación percibieron el rumor de unos pasosy el de una puerta al cerrarse.

—Yo hubiera dicho que se trataba de vuestrahija, Tom, de no saber lo que sé —aventuró elRey.

Enrique esperó que Sir Tomás se echara areír, revelándole entonces la treta y felicitándolepor su perspicacia. Pero el rostro de suinterlocutor no reflejaba otra cosa que unaprofunda sorpresa.

—¿Mi hija? Vuestra Majestad no ignora quese halla en cama, con un fuerte resfriado, ronca amás no poder.

Enrique miró a Lady Bolena, quien se pusomuy encarnada y dijo con excesiva precipitación,con demasiada ansiedad:

—Era un paje, Majestad. Es muy joven yenormemente tímido. Me costó mucho trabajoconvencerle para que cantara. Y no accedió deningún modo a hacerlo directamente delante de

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nosotros.La firmeza con que pronunció las últimas

palabras no hizo más que resaltar el aturdimientocon que había dicho las otras.

Enrique vaciló un segundo. Él era el Rey.No tenía más que decir que deseaba echar unvistazo de cerca a aquel paje que cantaba tan bien.Eso les enseñaría a gastar trucos con él. La tretala juzgó graciosa, atribuyéndola a Ana. De esoestaba seguro. La joven era alegre, viva. Pormucho que ansiara verla no se decidiría aestropearle su pequeña mascarada.

En consecuencia, el Rey manifestó:—En una ocasión vi a vuestra hija en una

fiesta en la que cantó y tocó varios instrumentos.Fue en Greenwich. La voz de ese muchacho y sumanera de tocar el laúd me la recordó. Tal vezella le enseñara. Sea lo que sea, nuestro cantantese marchó sin cobrar tras tan agradable actuación.Dadle esto y las gracias de mi parte.

Con uno de aquellos gestos generosos,grandes, de que Enrique tanto gustaba, se sacó del

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meñique una sortija con un rubí. Era éste deltamaño de una uña del dedo pulgar y se hallabarodeado de diamantes. Lady Bo contempló laalhaja con bastante aprensión. Seguramente nohabría ni una sola mujer que después de verla nodesease poseerla. Ana se la pondría y entoncesTom descubriría que las dos se habían puesto deacuerdo a espaldas suyas.

—Es demasiado, Majestad. Ya procuraré yoque el joven sea recompensado... adecuadamente.

Sir Tomás contempló la sortija celoso eirritado. ¡Sorprendente! De un lado el Reyregalaba una joya que valía una fortuna a undesconocido plebeyo, en tanto que de otroregateaba a un fiel servidor el título que ansiabaposeer cuanto antes, el título a que tenía derecho.A lo largo de los días que durara la visita deEnrique había estado esperando hora tras horaque aquél se refiriera a la promesa que le hicieraen St. Albans.

Enrique dijo con excesiva untuosidad:—Lady Bolena: os ruego que entreguéis

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esta chuchería al cantante.La chica comprendería, pensó. Exactamente

igual que él había entendido lo que significabansus canciones. La atrevida balada le hizocomprender que Ana no era nada gazmoña. Lacanción de amor y la pasión con que habíacantado aquélla expresaba toda una idea: «¡Fijaoscómo soy capaz de amar!» La canción de losprofesionales que recitara al final había formadoparte de la broma y los sutiles cambios en laentonación habían sido dirigidos a él. «Lasmáximas alegrías», le había deseado ella. Ya lasexperimentaba, por el hecho de hallarseenamorado nuevamente. Estupendo, maravilloso.Ella recibiría la sortija y sabría que él habíacomprendido. Luego él regresaría y cuando lohiciese...

Comenzó inmediatamente a prepararse parala siguiente visita. Ante Lady Bo y su esposo sedeshizo en elogios, ensalzando su hospitalidad,agradeciendo sus atenciones calurosamente.Raras veces le habían tratado tan bien fuera de

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Palacio, manifestó. Y no era posible queexistiese en el mundo un sitio en el que el jamónfuera superior al que se servía en Hever.

Lady Bo dirigió una rápida mirada a sumarido. «Ya lo ves», quería decirle con aquélla.«Ese jamón lo curé yo, personalmente, antes deque empezaras a preocuparte acerca del estado demis manos». Había procedido de acuerdo con lasnormas que aprendiera en Norfolk. Olvidándosede otros manjares, complicados, de aspecto raro,hechos para que pareciesen lo que no eran, elRey se había fijado especialmente en su jamón.

Pero el anillo que tenía en la mano le pesabamucho... Antes de quedarse dormida tendría quesincerarse con Tom. Nada importaba la promesaque hiciera a Ana. Entre esposos no debe habersecretos. Ante la ley eran considerados aquéllosuna sola persona... Así tenía que ser.

Ya acostada, pues, se lo contó todo a Tom,respondiéndole éste:

—Tal vez hayáis procedido de la mejormanera posible. Ana no es bonita, pero posee un

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gran desparpajo, una enorme viveza, y no quieroque se repita la historia de María. Estoy cansadode que la gente vaya diciendo por ahí que yo mehe elevado en virtud de los gratuitos favores demi Rey y no por propios méritos, empinándomesobre el cuerpo de mi hija. No es verdad. Eso esinjusto. Años antes de que María llamase laatención de Su Majestad yo ya tenía suficienterango para ser escogido, entre otros caballeros,para sostener el palio en la ceremonia del bautizode la hija del Rey. Y a todo esto todavía estoyesperando que se me autorice para utilizar lostítulos a que tengo derecho. Y no quiero que misenemigos digan que conseguí eso mediante elsacrificio de una virgen.

—¡Qué cosas dices tú mismo, Tom! —exclamó Lady Bo, sumamente aliviada por elhecho de que su esposo hubiese encajado contanta naturalidad aquella confesión.

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IV

«Pero María era de las dos la más linda, lade facciones más delicadas, la más femenina.»

Agnes Strickland. «Lives of the Queens ofEngland.»

«...su amante desechada, María Bolena.»

Garrett Mattingley. «Catherine of Aragon.»

Blickling, 7 de enero de 1524

Con gran contento por parte de Lady Bo, lafamilia pasó las Navidades de aquel año enBlickling. Desde el momento en que Ana ledescribiera el estado de la casa, la hacendosamujer de Tom no había parado. Además, lesubyugaba la idea de pasar los días más

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significativos del año en plena campiña, dondelas voces, incluso las de la gente perteneciente ala burguesía, poseían un timbre hogareño,familiar.

Navidad sería allí lo que tenía que ser: unafiesta familiar por excelencia. Jorge seencontraba en Norfolk también. El Rey le habíaprometido la finca solariega de Grimston y élhabía sentido deseos de echarle un vistazo. Enaquellos ajetreados días comprendidos entre sullegada y la víspera de Navidad, fecha para la cualse esperaba a Jorge, Lady Bo había actuadoconforme a una información que Tom lefacilitara en un descuido, siendo presa de unarrebato de ira, preparando dos dormitorios, unopara su hijastro y otro para la esposa de éste. Nollevándose bien, habían dejado de compartir elmismo lecho. A Lady Bo le agradaba mucho sunuera, que siempre se esforzaba por mostrarsecortés con ella y era una persona más seria queJorge, quien resultaba frívolo y acostumbraba aburlarse de todo y de todos, hasta el punto de que

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en su presencia la esposa de Tom nunca se sentíaa gusto. Pero Ana se había alegradoenormemente ante la perspectiva de tener a suhermano en la casa y los días de Navidad fueronuna breve temporada sumamente grata.

Todos habían experimentado una tremendasorpresa, casi un sobresalto, cuando vieronaparecer en la casa a Jorge no en compañía de sumujer, sino de su hermana María. La llegada deésta no satisfacía a ninguno de los miembros dela familia.

Lady Bo experimentaba siempre una seriede contradictorias emociones a la vista de lajoven. Aquélla hallaba imposible no mostrarsesevera ante ella. Tampoco quería que por suactitud la consideraran gazmoña y descortés.Existían unos hechos innegables. María se habíalabrado una fama merecida de mujer fácil ya enFrancia. Después habíase convertido en la amantedel Rey. Pero estas eran cosas que pertenecían alpasado y ahora estaba respetablemente casada,siendo una dama elegante, cariñosa y sencilla. A

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veces Lady Bo se preguntaba si Tom no tendríarazón al juzgar a su hija una criatura falta dejuicio. Mirándola de cerca no se llegaba a creerque su perversa conducta hubiese sidopremeditada. Lady Bo había creído siempre quelas malas mujeres, las que habían sido queridasde algún hombre, vivían en todo momento dentrode su papel. Sus maneras, por fuerza, habían deser siempre descaradas, cínicas, atrevidas.

Sir Tomás no miraba con buenos ojos a suhija mayor por muchas razones. Cualquierhombre capaz y ambicioso se hubiera irritado alsaber que la gente atribuía sus éxitos en granparte a la «fragilidad» de su hija. Solía jurar yperjurar a menudo, sosteniendo que aquello noera verdad. Al mismo tiempo se sentía indignadoal pensar que María no había sacado el debidoprovecho de las enormes oportunidades que se leofrecieran. Durante cierto período de tiempo —no muy dilatado, pero sí suficiente—, habíagobernado el corazón del monarca, lo habíatenido en sus manos... ¿Y qué había obtenido en

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concreto? Nada. Ni una casa, ni un palmo deterreno, ni un penique. Tanta vergüenza, tantashabladurías y nada a cambio. Había amantes en laCorte, mujeres que habían sostenido relacionescon hombres de ínfima categoría, encomparación con Su Majestad, y vivían ahoratranquilas, poseedoras de hermosas fincas, deacciones de lanas y vinos, cuando no contabancon una pensión generosa. María, tras todo aquelescándalo, había conseguido un esposo, unsimple «señor Carey», que era uno de loscaballeros de la cámara real y no pasaría de sereso. La acomodaticia mente de Sir Tomás sóloreparaba en la pérdida de tiempo en que se habíatraducido al final aquella historia. De rubioscabellos y ojos azules, con una tez tersa, nocastigada como otras muchas en aquel tiempopor las viruelas, una enfermedad muy comúnentonces, en posesión de una figura fascinante,sugestiva, ¿qué era lo que María no hubierapodido alcanzar de habérselo propuesto? Lajoven no tenía nada en la cabeza. Este era su fallo

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principal y la causa de todos sus errores.Los sentimientos que Ana albergaba con

respecto a su hermana eran de naturaleza máscomplicada que los de Lady Bo y másvehementes que los de Sir Tomás. Tiempo atrás,muy atrás, había adorado a María, viendo en ella ala hermana mayor, a una mujer que le superaba enmundología, en elegancia, en belleza. En lamedida de lo posible, por aquellos días habíaquerido imitarla, lamentando no poseer su físico,ni su carácter, su plácido carácter. Y másadelante, justamente cuando acababa de alcanzarla vulnerable, fastidiosa, idealística e intoleranteedad de los trece años, habíase enterado de todala verdad en lo que a María afectaba. Y así supono solamente que su hermana había sido laamante del Rey, sino también que durante suestancia en la corte francesa habíase hecho deuna pésima reputación, resucitando aquel últimoescándalo diferentes escenas vividas por la jovenen el pasado. María, quien siempre le habíaparecido tan limpia, tan pura... María, una

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hermana, la única, a la que tanto quisiera...Durante el tiempo que pasara en Francia

María había sido víctima de la tacañería de supadre, no disponiendo nunca de dinero pararopas. En su época de prosperidad aquélla sehabía acordado de Ana, enviándole a Paríspaquetes de vestidos de riquísimas telas apenasusados, que olían de un modo delicioso porefecto de los saquitos con polvos de olor queMaría guardaba entre aquéllos, lo mismo si loscolgaba en sus guardarropas que si los colocabaen sus arcas.

La joven Ana a la vista de tales vestido, alaspirar su perfume, había estado más de una vez apunto de sentir náuseas. Unas cuantas horas detrabajo —ella manejaba perfectamente la aguja yotros utensilios femeninos semejantes—, y lasropas de María quedaban primorosamenteajustadas a su esbelto cuerpo. Aparte de que habíaprendas, como una gran capa, con su capucha,forrada de pieles, las medias, los guantes, que notenían por qué sufrir ninguna alteración... Luego

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todo cambió, olvidándose de las prendas de talprocedencia. Ni aun se molestó en redactar susbreves misivas de antes, dando las gracias, pese aque Ana era tan hábil con la pluma como con laaguja. Y cuando no mucho después habíancirculado noticias referentes al casamiento deMaría con William Carey, su hermana no setomó el trabajo de escribirles deseándoles todogénero de venturas. María, naturalmente,comprendió...

Vuelta a Londres, Ana, por entonces alservicio de Catalina, había temido siempreenfrentarse con su hermana. Jamás llegó asuceder esto. Para Ana, María vino a ser un ídolocaído tan sólo, una horrible advertencia, quehabía tenido en cuenta cada vez que EnriquePercy se mostraba excesivamente ardiente.Siempre aquel menudo y envenenadopensamiento: «Únicamente por el hecho de quemi hermana María...» Al mismo tiempo, suenamoramiento le proporcionó máscomprensión, un punto de vista inédito de aquel

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escabroso asunto, ablandando la fieraintransigencia de la doncella. Habiendo sufridoella misma el peligroso impulso de la tentación,Ana comenzó a decirse que María habíasucumbido fácilmente porque no había vivido elcaso de una hermana, una experiencia ajena ycercana aleccionante, un aviso. Pese a ello nodeseó ver a María de nuevo. Como personareverenciada ésta y como devota Ana las doshabían terminado y sustituir tal relación por otrade distinto tipo sería siempre triste.

Enfrentada con María ahora, teniendo porfondo el escenario de sus primeros años, lecostaba trabajo creer a Ana en todo lo sucedido.Exteriormente, su hermana apenas habíacambiado. Era todavía linda y parecía tan puracomo años atrás. Seguía poseyendo unas manerassuaves, delicadas. Hablaba con dulzura.Continuaba sin poseer una defensa eficaz que lepermitiera librarse de las indirectas que le dirigíaSir Tomás veinte veces al día.

Su padre expresó una gran sorpresa al verla

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llegar a la casa sin su esposo.—Con Jorge ya sé qué es lo que pasa: sus

ataduras de carácter doméstico le irritan. Pero tumatrimonio, querida, fue un matrimonio deamor... Bueno, eso al menos es lo que a mí medijeron.

Más adelante Tom hizo un comentario sobresus batas, bastante usadas. Ana había advertidotambién tal detalle.

—Es curioso observar con quéextraordinaria rapidez las mujeres casadas setornan negligentes.

Sir Tomás pronunció estas palabras sindirigirse a nadie en particular.

Padecía una verdadera obsesión con lostítulos. Había esperado, según dijo, que el Reyelevara el rango de William tras su casamiento. Ycitó innumerables nombres, correspondientes amujeres que siendo menos favorecidas por lamadre Naturaleza que María se habían casadobien, ascendiendo en la escala social oconquistando cuantiosas riquezas.

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María soportaba con paciencia todo esto,respondiendo cuando le era posible. En otrasocasiones guardaba silencio. Explicó que Jorgele había sugerido la idea de aquella visita porqueWilliam estaba de servicio, el cual se prolongaríahasta pasadas las Navidades. Admitió que tras suunión con aquél se había comprado pocas prendasde vestir.

—Eso no me quita el sueño. Yo sabía ya queWilliam no era rico.

En cuanto a la cuestión del ascenso de sumarido, simplemente, parecía sentir que no sehubiera producido.

El abierto antagonismo de Sir Tomás haciasu hija mayor produjo un efecto: acercó a las doshermanas. Las dos ansiaban apoyarsemutuamente, igual que hicieran durante lainfancia, después de la muerte de su madre.Jorge, forzado en dos ocasiones a salir endefensa de su hermana, hizo unasmanifestaciones que acabaron de envenenar lascosas. Una encomienda real, afirmó, no

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significaba tanto... Allí estaba Tomás Wyatt, suprimo, uno de los favoritos del Rey desde hacíatiempo, que no había dejado aún de ser un simple«señor Wyatt...» Allí estaba Enrique Norris,quien habiendo recibido la encomienda ansiada,continuaba siendo tratado por todos con lallaneza de siempre. Sir Tomás, aun hallándosedescontento con su propio título, hizo lo posiblepor revalorizarlo y no acogió con agradoprecisamente aquel menosprecio...

El segundo intento de Jorge para ayudar aMaría fue todavía más desgraciado. Aquél hirió asu padre en su punto más sensible al decir: «Enfin de cuentas, de no haber sido por ella nosotrosno estaríamos donde estamos...» Sir Tomásrechazó tal afirmación calurosamente,mencionando todos los favores que había hecho ala Corona, todas las misiones especiales quehabía desempeñado «mucho antes de que Maríasupiese sonarse la nariz». Le recordó a su hijoque él había sido uno de los caballeros quellevaran el palio cuando el bautizo de la hija del

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Rey y señaló que había de tener presente en todomomento con quién estaba hablando. Jorge secolocó en una apurada situación entonces,viéndose envuelto por contradictoriossentimientos. Quería a María y lamentabaaquellos desagradables incidentes. Deseaba serleal a ese afecto, pero tenía que considerartambién las conveniencias. El y su padre habíantrabajado asociados en distintas empresas. Eraposible que el día menos pensado se ocupasenjuntos de cualquier asunto personal del Rey.Había que evitar a toda costa una riña. Así pues,más adelante Sir Tomás encontró oportunidadessobradas para desahogar su mal humor con María,que ya no contaba con más defensora que Ana. Eltema de sus diatribas fue, una vez más, eldesgraciado matrimonio de su hija, que no lehabía proporcionado ventaja alguna, su precariasituación dentro de la sociedad, sus pococuidados vestidos. Ana se apresuró a objetar:

—Pero, padre, si ella amaba a William nopodía casarse con otro hombre. Y si tanto te

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preocupa su aspecto personal cómprale algúnvestido o bata nuevos. Yo, por mi parte, no tengoinconveniente en usar años y años lo que tengo,hasta que...

Un tanto regocijado, Sir Tomás se revolviópara atacar ahora a su otra hija.

—Es lo que harás en todo caso, jovencita.No hace mucho creí haberte situado. Hubieraspodido permanecer en la Corte, sin costarmenada. Pero eso no podía ser. Era demasiadafelicidad. Y tuviste que enredarte con un hombreque ya estaba comprometido con otra mujer. Porfavor, no entones cánticos en pro del amor. Notienes más que mirar a tu hermana para ver a quépuede conducirte eso. O examina tu propiocaso... Puedo decir que mis hijas me estánponiendo en buen lugar. Por un lado María, quese ha ganado una mala reputación, casándoseposteriormente con un individuo pobre. Y la otrame ha sido arrojada a los brazos, como unaovejita que se hubiese quebrado una pata.

Circunstancialmente, se desahogaba con

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Ana. Nada había visto de lo que el Rey leprometiera despreocupadamente en el mes deoctubre. El proyecto de matrimonio de la chicacon Piers Butler no había vuelto a sermencionado. Los títulos seguían siendodisputados por las dos partes. Cuando pensaba enlo contento que había regresado a Hever,recordando las regias promesas, sabiéndosepartícipe de una intriga contra Butler, se sentíaarrebatado por la ira.

María vaciló al oír a su padre aludir en unasola frase a su mala reputación y a la pobreza desu esposo. Pero Ana se mantuvo firme en suterreno, diciendo reflexiva:

—No comprendo por qué hablas así delamor. No puedo decirte nada sobre nuestramadre, pero me consta que tú amas a Lady Bo ysé que te casaste con ella porque la querías.

Ana acababa de tocar otro de los puntosvulnerables de Sir Tomás. Sensato, frío,calculador, salido de la clase media merced a suprimer matrimonio, ¿qué le había ocurrido a él en

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Norfolk, durante una tarde del verano anterior?Se trataba de un lapso, de algo que se contradecíaabiertamente con todas las normas que habíanregido siempre sus acciones. Y aquello le habíahecho feliz. Ni un solo momento llegó aarrepentirse del paso que diera. Ahora bien, eseepisodio de su vida nada tenía que ver con las idasy venidas de su hija mayor o con las estúpidasideas de la más joven, las cuales podían irrogarleun gran perjuicio en el futuro, en un instantecrucial.

Repuso furioso:—Procura no mezclar su nombre en este

asunto, te lo ruego. Es algo muy distinto. Cuandotengáis mi edad, cuando creáis que habéis sacadomucho de la nada, sin ayuda ni estímulo algunopor parte de los miembros de vuestra familia,quedaréis autorizadas para proceder igual. ¡Fuera,fuera! ¡Idos las dos de aquí!

Subiendo ya las escaleras, en el centro delas mismas, Ana dijo a su hermana:

—Ven a mi habitación. Encontraremos un

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buen fuego allí. Emma se habrá ocupado de eso.La invitación era una señal de aceptación

total. En el espacio de una hora habíasedesvanecido el sentimiento de repulsión queMaría le inspiraba a Ana. La conducta de SirTomás había resucitado antiguas lealtades. Perolos años de silencio, los obsequios noreconocidos, los buenos deseos callados, habíanlevantado una barrera entre esta nueva etapa desus relaciones y la intimidad de otro tiempo. Labarrera en cuestión se derrumbaba ahora.

Al sumergirse en la cálida atmósfera de lahabitación de Ana ésta dijo:

—Me duele que la emprenda contigo a cadapaso, de esa manera. ¿Por qué no le contestascomo es debido? Tú has dejado de depender deél.

—No lograría otra cosa que hacer mástirante la situación. —María tendió las manos, endirección al fuego—. Y tú no debes disgustartecon él por mi causa... Claro que me resultó muyagradable que salieras en mi defensa. No me

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figuré nunca que se mostrase así conmigo... tandespreciativo, tan sarcástico. —María sonriótristemente—. En realidad vine a esta casa con laintención de pedirle prestadas diez libras.

—¡Diez libras! ¡Eso es mucho dinero,María!

—Lo sé.—Nunca te las dará.—Lo sé también. Se las pedí a Jorge

primero, pero tú ya conoces a nuestro hermano.Aunque sabe guardar las formas su caso es másapurado que el mío. Me contestó que para poneren mis manos esa cantidad tenía que venderalguna cosa o pedir el dinero a otra persona. Tanatento como siempre, Jorge me dijo que si porfin se hacía con Grimston me daría lo quenecesitase inmediatamente... Pero por entoncesya no me harían falta esas libras. William losabría todo ya seguramente.

—Sabría, ¿qué?—Que he estado jugando a las cartas con un

dinero que me dio para otros fines. No tenía

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bastante, ¿sabes? William no es pobre, no es unmiserable, contrariamente a lo que nuestro padreafirmaba. —Sus bellos ojos se fijaron en Ana,quien se sintió desarmada al observar su sonrisa—. Es que soy una pésima administradora.Siempre me fallan los cálculos, aunque los hagados veces. Pero, de vez en cuando las cartas seme dan bien. En la presente ocasión yo esperabaque... Tuve, sin embargo, la desgracia de que lascosas no salieran tal como las había pensado.

María extendió las manos, con un gesto deresignación y Ana experimentó la impresión deque la gente con quien su hermana había estadojugando debía haberla engañado, si es que no lahabían forzado a practicar un juego con cuyasreglas no se hallaba del todo familiarizada. Elaspecto y los modales de María, todo lo relativoa su persona, se dijo Ana, perspicaz, provocaba enlos demás el deseo de protegerla o la intenciónde explotarla. Ana quería hacer lo primero,naturalmente. Entonces replicó:

—Yo dispongo de algo que no sé qué valor

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puede tener, pero que quizás te fuera útil. Mira,María, vienes muy a punto. A mí no me va a servirde nada.

—No puedo aceptar nada que venga de ti,querida. Ya oíste hace poco lo que dijo nuestropadre. Nada de años y más años sin vestidosnuevos...

Pero Ana se había vuelto ya para acercarse ala cajita forrada de cuero en que guardaba algunaspequeñas chucherías sin valor y ahora el anillodel Rey. Habiendo cogido éste, cerró la mano,alargando el menudo puño en dirección a suhermana.

María pensó: «Se trata de su anillo, sin duda,un insignificante trocito de plata y ámbar que novaldrá más de diez chelines». Unas lágrimasasomaron a sus ojos. Sin mirar lo que Ana teníaen la mano, María abrazó a su hermana, besándolatiernamente.

—Gracias, Ana querida, pero no estoydispuesta a privarte de...

—Aún no has visto lo que es —respondió

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aquélla sencillamente.María levantó su mano lentamente. Sí. Allí

estaba el anillo. El rubí era tan grande y rojocomo una frambuesa. Los diamantes reflejabantodos los colores del arco iris. Brillaba el oro,artísticamente labrado...

Ana no había apartado un instante la vista delrostro de María, esperando sorprender en éstauna expresión de asombro y alegría. Era lógico.¿Cómo podía haber imaginado su hermana que lapobre Ana poseyera una joya semejante? La fazde María se tornó muy pálida; sus facciones secontrajeron. Las pupilas de la joven se dilataron,ensombreciéndose hasta parecerse a las de Ana.Todo en ella denunciaba un desfallecimiento queparecía nacer de una íntima sensación de terror.

—¡María!—¿De dónde has sacado esto, Ana? —

inquirió aquélla levantando su mano.—Me lo gané. Honestamente, María.

Bueno, casi... Fue el resultado de una pequeñatreta. Fíjate.

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—¿Fue Enrique quien te dio esto?Por vez primera en su vida, María Bolena

cortaba secamente el hilo del discurso de otrapersona.

—No me lo dio a mí, sino a un pajedesconocido para él...

Ana se apresuró a referirle aquel episodio,preguntándose por qué María se habíasobresaltado tanto. No pensaría que... ¿O era quese sentía celosa?

Al terminar su relación, María objetó:—Pero él sabía quién era la persona que

cantaba. Tenía que saberlo. Enrique es generosocuando le place serlo y puede mostrarseimpulsivo, pero esto no se lo hubiera regaladonunca a un paje, por muy bien que hubiesecantado.

—Pues lo hizo, hermana. Pregúntale a LadyBo si no me crees. Ésta intentó sobornarme paraque cantara y ahora pienso que debí tomar lo queme ofreció. En este momento podría dártelo, enunión de esa sortija.

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María, a quien todo el mundo considerabauna necia, advirtió en estas palabras el timbreinconfundible de la inocencia. Había queprocurar que la misma se salvara.

—Naturalmente que te creo. ¿Ha vuelto él?—No.—Volverá. Sí. Cuando haga mejor tiempo y

las carreteras estén más transitables. Ana,¡escúchame! Cuando te hable, sé firme. Procurano tener nada que ver con él. Querida, olvídate detodo lo demás. Cree esto que voy a decirte: si yome encontrara en mi lecho de muerte y sóloposeyera aliento para pronunciar unas pocaspalabras esas serían las que te dijera. Procura notener nunca nada que ver con él. Yo entiendo unpoco de esto. Yo estoy en condiciones de poderhablarte así. Ese hombre es un peligro. Dentro deél hay algo... —María hizo una pausa, incapazmomentáneamente de expresar con exactitud suidea—, algo torcido. Dentro de él se puede hallaral muchacho simple, cordial, ansioso, egoísta, enla medida que todos los muchachos normales.

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Pero hay en su alma una faceta oscura, fea, deinspiración diabólica. Quiere ser amado, necesitarealmente ser amado, pero la persona quedeposita su cariño y sus afectos en él se expone averse despreciada al final. Es como... —Maríahizo otra pausa—. En los torneos se revela así.Siempre quiere ganar, pero si su adversario sedeja vencer le corresponde con el más devastadory terrible de los desprecios. Y si ese mismoadversario le opone una resistencia tenaz y lederrota ya no cesa de odiarle. Este es un temafamiliar para mí; lo conozco bien. Podríafacilitarte un centenar de ejemplos para ilustrarmis palabras. Lo malo es que soy muy torpe paradar ciertas explicaciones... Ocupémonos delCardenal —María se había concentrado tanabsolutamente en lo que decía que no se diocuenta de la rigidez repentina del cuerpo de Ana—. Enrique le quiere, le llama su «SinceroTomás», le dispensa toda clase de honores y obraasí impulsado por una razón solamente: sabe queWolsey, en el fondo de su corazón, estima más al

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Papa. Enrique negaría estas palabras e igual haríael Cardenal, pero ambos saben que encierran unjuicio exacto. Se produce entonces una especiede equilibrio. Las mujeres no pueden hacer eso.Es tan apuesto, tan encantador... Y luego... ¡Oh!Ya sé que nuestro padre piensa que me hecomportado como una estúpida al perder mi buennombre a cambio de nada. Pero es que alprincipio eso hubiera equivalido a vender lo quedeseaba dar de buen grado, espontáneamente, y alfinal... —María se estremeció—. Yo no podíapedir...

—Tú le has amado, María. Creo que aún leamas.

La tez de María volvió a tomar un poco decolor.

—No pienses que es por eso por lo que tehe hablado en los términos anteriores. Los dosterminamos hace tiempo y lo que él haga o dejede hacer ya no es cosa mía. Pero es que noquisiera ver a ninguna joven, y menos a ti, queridaAna... —María no acabó la frase y tras un

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silencio que duró unos segundos añadió, tajante—: Es un hombre cruel. No siempre, no amenudo, pero lo es. Te lo ruego, Ana: apártate desu camino. Si es que puedes... Naturalmente:nuestro padre supone un obstáculo. He ahí lainjusticia. Habla como si yo le hubiera labrado laruina. No obstante, tiempo atrás, se mostrabaencantado de que las cosas marcharan comomarchaban. Y si aquello volviera a repetirse...¡Oh, Ana! ¿No conoces a ningún chico quepudiera casarse contigo, rápidamente?

Ana había estado escuchando los consejosde su hermana, pero sin tomarlos muy en cuentapuesto que aquéllos se referían a una situaciónplanteada únicamente en la imaginación de María.Lo que más le había llamado la atención habíasido descubrir que ella amaba todavía al Rey. Y,sin embargo, había insistido, oponiéndose a losdeseos de su padre, en contraer matrimonio conWilliam Carey.

—Nadie se ha interesado por mí. Y sialguien lo hubiera hecho me habría sentido más

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molesta que complacida. Yo... También yo heestado enamorada.

Ana se puso un poco encarnada.—¿Enrique Percy?Ana asintió.—Sentí lo tuyo cuando me enteré —

manifestó María. Después prosiguió diciendo: —Ahora bien, no vas a pasarte la vida lamentándotepor ese motivo. Una se enamora o se enfría conidéntica facilidad.

—Tú admitiste, sin embargo, que siguesenamorada del Rey.

—Pero eso no me ha impedido casarme conWilliam e incluso querer a éste. Ni ser feliz.Existe una diferencia entre ambos casos. Yo hevivido con Enrique y éste no es como los demás.El tuyo fue un episodio romántico, cosa decriaturas.

—¿Igual que el que tú viviste en Francia,teniendo mis años?

—¡Oh, no! —exclamó María—. Cuando teenfadas te pareces a nuestro padre. No quería

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irritarte. Intentaba animarte. Esto —agrególevantando la mano en que tenía el anillo, cuyorubí brilló esplendorosamente—, esto nopresagia nada bueno. Lo sé perfectamente. Y túdebes casarte, querida, casarte con cualquiera,con una persona que sea cortés, decente, que seacapaz de mantenerte. En el mundo existen cosaspeores que la que supone usar la misma bata porespacio de tres años. Él te hará más daño que mehizo a mí, que ya es decir. Tú no eres tan...flexible. O tan experimentada. En efecto, yopreferiría verte recluida en un convento.

—¿A mí?—Entonces te encontrarías a salvo. Tú eres

inteligente. Pronto serías abadesa. Esosconventos son los únicos sitios en que lasmujeres representan algo. ¿No habías pensadonunca en ello? Yo sí, y a menudo. Todas lasrestantes personas del mundo son lo que nuestropadre o nuestros maridos. Estuve reflexionandosobre esto la otra noche... Todas las mujeres sehallaban acomodadas de acuerdo con el rango de

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sus esposos y el sitio que yo ocupaba revelabauna categoría inferior... Me dije que de habersido una monja, de regreso de Ramsey, para pasarlas Navidades con su familia, habría estado muycerca de la cabecera de la mesa, siendo tratadapor todos con el máximo respeto.

Ana olvidóse de que unos minutos antes suhermana había logrado irritarla. «Todo eso aún leimporta», pensó. «Renunció al respeto de losdemás hace tiempo y no hizo la gran boda quepodía haber tendido un velo sobre el pasado.Pretende hacerme ver que eso le tiene sincuidado pero no es así. Todo aquel que desee quemi hermana fuera una monja tiene que estarchiflado, realmente».

—Tal respeto tiene su precio. Me imaginoque a menos que se posea una gran vocación ellotiene que ser una cosa insoportable. Siempre lasmismas ropas, oyendo únicamente música sacra,llevando una existencia regida por múltiplestimbres; plegarias a medianoche, carencia de todaposesión. Hay que ser muy devota para aguantar

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una vida tan sosa.—No siempre se observan al pie de la letra

las reglas. Yo sé, al menos, de un convento enque sus ocupantes llevan una existencia muydivertida. Se afirma hasta que la abadesa tuvo doshijos.

—Un establecimiento así lo encuentro tandisgustante o más que los otros.

María replicó dulcemente:—Fue sólo una sugerencia. Mucho me temo

que él vuelva en la primavera, si tú te encuentraspor entonces en casa todavía. Te halagará. Sabráencantarte. Tú te quedarás fascinada. Y luego...Luego, todo habrá terminado, de repente. Lascosas que tú hacías, cuanto le decías, lo que él enotro tiempo no se cansaba de celebrar,empezarán a aburrirle. Más adelante, durantemuchos meses, siempre, quizás, verás la vidacomo... como la sala en que se ha celebrado unalegre banquete, cuando una la contempla en lamañana del día siguiente, y la ve fría, gris...

—¿Es eso lo que la vida te parece a ti ahora,

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María?—En ocasiones. Y me dolería mucho que te

sucediese lo mismo.—En ese aspecto no tienes por qué estar

preocupada. Ya me ha ocurrido una cosasemejante. Pero no quiero hablarte de eso. Creoque concedes una importancia exagerada a eseanillo. Canté bien y él se divirtió. Simplemente:me regaló lo primero que halló a mano. Despuésde todo dispone de otros muchos anillos. ¿Creesque podrás venderlo por diez libras?

—Me parece que ni siquiera podríaintentarlo —respondió María depositando lasortija sobre la mesa—. Fue suyo y yo sentiríacomo si...

Simultáneamente, casi, Ana pensó trescosas. Por la primera veía en María a unasentimental incurable; la segunda le decía queella hubiera abrigado las mismas ideas enfrentadacon algo que había pertenecido a Enrique Percy;en virtud de la tercera se sentía impulsada aentregar el anillo a Jorge, a fin de que éste lo

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vendiera y entregase el dinero a María... Jorge,evidentemente, podría cerrar un trato ventajoso.

—¿Te acordarás de todo lo que te he dicho?—inquirió María, formalmente.

—Sí, en el caso de que sea necesario —repuso Ana.

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V

«Al final él la conquistó mediante una ofertade matrimonio y al hablar de esto entregó a Anauna sortija que llevaba siempre en el dedomeñique».

Sir Thomas Wyatt

Hever, junio de 1524

A mediados del verano de 1524 Lady Bohabía dejado ya de sentirse intimidada por lapresencia del Rey en su casa. Tampoco lepreocupaba ya que aquél pensara que los Bolenaeran más o menos hospitalarios. Sus reflexioneseran de carácter más grave. En total, Enrique leshabía hecho cuatro visitas. Los intervalos loshabía aprovechado enviando cartas y valiosospresentes. Lady Bo no abrigaba la menor duda:

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todo aquello no tenía otro objeto que seducir aAna. Por su sólida y campesina moral, por su altoconcepto de la respetabilidad, de la dignidadpersonal, solamente el propósito ya la ofendía.Malo había sido lo de la hermana de Ana peroaquello había ocurrido tiempo atrás, cuando lafamilia había estado navegando sin que una manofirme, una mano femenina, manejara el timón dela amenazada nave de los Bolena. Si ahora, a lavista de ella, bajo su techo, se repetía el episodiosentiríase avergonzada el resto de su vida.

Hablando con Ana no conseguiría nada. Yalo había intentado. La muchacha le habíarespondido, sencillamente: «Yo nunca le pedíque viniera». Y esto era cierto. También eracierto que jamás —al menos en público—, habíahecho nada que pudiera interpretarse como unaprovocación. Solía adoptar unos modalesseveros, de gran estilo, que le hacían aparentarmás años de los que en realidad tenía. Siempreescuchaba al Rey con un gesto de grave atencióncuando se dirigía a ella abiertamente. Nunca

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probaba a quedar en la conversación a la altura desu regio interlocutor —cosa que Lady Bo sabíaque hubiera podido hacer de habérselo propuesto—, y siempre tenía que ser persuadida para queaccediese a tocar algún instrumento en honor alvisitante.

Pero Lady Bo experimentaba la molestasensación que se derivaba de creer que susmaneras recatadas, su seria actitud, venían a seruna especie de fachada. En la persona de Anahabía algo además de lo que los ojos descubrían.Y si cuando los dos estaban solos ella seconducía lo mismo que en público, ¿por qué, porqué, por qué se obstinaba él en ganar su aprecio?

Aquella noche, habiendo visto a la parejadesvanecerse entre los altos y oscuros setos quedividían el amplio jardín, Lady Bo se volvió haciasu esposo y en un tono de voz que no solíaemplear muy frecuentemente, agudo, chillón,inquirió:

—¿Y adónde vamos a ir a parar con todoesto, quieres decírmelo?

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—Querida: también a mí me gustaríasaberlo.

—Tienes que poner punto final a estahistoria. Tú eres su padre. Una vez dijiste que note gustaría que Ana siguiese el camino de suhermana. ¡Tienes que hacer algo!

—¿Y qué quieres que haga? ¿Deseas acasoque me plante ante mi Rey y que le diga: «Señor:no os recibimos con gusto en mi casa. Sospechoque abrigáis malas intenciones con respecto a mihija»? ¿Es que tienes ganas de verme recluido enla Torre de Londres, bajo el peso de cualquieracusación?

—Por supuesto que no. ¡Vaya una pregunta!Pero debe existir algún medio de aclarar estasituación. Ana debiera casarse.

—Me parece recordar que siempre hasmirado con prevención los matrimonios deconveniencia. ¿Es que a lo largo de estos últimosmeses has llegado a descubrir algún joven enactitud propicia? El proyecto de enlace conButler no ha vuelto a ser mencionado y no soy yo

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la persona más indicada para volver sobre eltema. De la cuestión de mis títulos no ha vuelto ahaber nada. A veces, cuando mi gota me mantienedesvelado en el lecho horas y horas me preguntosi no seré objeto de alguna mala jugarreta porparte del Rey. Quizás piense que yo debieraejercer cierta presión sobre la muchacha. Peroyo no voy a hacer nada en este sentido después delo mal que se portó con María. Además, yoestimo que el próximo movimiento debe ser elsuyo. También pongo en duda una cosa... En elcaso de que yo me decidiera a intervenir,¿lograría poner a Ana en guardia contra el Rey? Amí me parece que Su Majestad no se ha dadocuenta todavía de la clase de gato que tienecogido por el rabo.

—¿Y eso qué quiere decir? Tú sabesperfectamente, Tom, que no he logrado nuncacomprender esos dichos.

Sir Tomás miró a su alrededorcautelosamente.

—Quiero decir —y por nada del mundo me

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atrevería a explicar a otra persona que no fuesestú esto—, quiero decir que no me sorprenderíamucho que esa muchacha contuviese un día yotro al Rey, esperando el instante en que éstecayese de rodillas ante ella, ofreciéndole elanillo de desposada con una mano y con la otra laCorona de Inglaterra.

—¡Tom! —Por un momento, Lady Bo noacertó a pronunciar una palabra más. Laimpresionante sugerencia llegó casi a cortarle elaliento. Al reaccionar agregó: —Pero esto es unalocura... La Reina no sólo vive sino que disfrutade mejor salud nunca, según se dice, ahora que haterminado para siempre con sus partos yembarazos.

—Yo he oído otras versiones. Se habla deque sufre de hidropesía. En una mujer que apenasha cumplido los cuarenta años eso podría ser...

—¡Tom! Esas palabras encierran unaintención malsana. ¡Esperar que muera alguienpara beneficiarnos! ¡Ay, querido! No sé quépensar.

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Las dos cosas eran igual de censurables:dejarse seducir o perseguir un objetivo queúnicamente podía ser alcanzado sobre la base deun cadáver.

—Da igual que pensemos una cosa u otra.Da lo mismo que hagamos esto o aquello. Estoes algo que me ha enseñado una dura experiencia.De mis dos hijas Ana es la única hecha a imageny semejanza de su madre —Sir Tomásmencionaba raras veces a su primera mujer, de lacual en realidad no se acordaba—. No se parece aella en el físico. Eso es cosa de María... Jorgeheredó su habilidad. Ana, en cambio, posee su...su... —Pese a la facilidad con que se expresabasiempre no daba ahora con la palabra justa.Siempre le había sucedido lo mismo al tocaraquel tema. Era una cualidad que en una esposaresultaba exasperante en extremo pero que en unahija que se enfrentaba con un Rey que suspirabapor sus favores podía llegar a ser de incalculablevalor—. Todo o nada... Ese viene a ser su lema. Ysi luego todo queda en nada, las personas que

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piensan así se ríen.—Le he tomado cariño a Ana —manifestó

Lady Bo preocupada, pensando aún en las dosalternativas—. Al menos —agregó másconsolada—, yo no la veo ansiosa, absorbente...Los presentes que recibe no le hacen perder lacabeza. Se empeñó en regalarme el collar que leenvió, ese que lleva una gran B en un medallón. Bpor Bo, señaló riéndose.

Sir Tomás, habituado a ser enviado conmisiones diplomáticas en el transcurso de lascuales la simple inflexión de voz en uno quehablaba representaba un elocuente discurso parael que escuchaba, entornó los ojos. B significabaBo, mejor dicho, Bolena. Por consiguiente noera por Ana... Ahora bien, ¿era aquel rumoracerca de la hidropesía de la Reina algo real ouna habladuría más entre tantas como circulabansin ningún fundamento? ¿Estaba más enfermaCatalina de lo que la gente se figuraba? Enrique,naturalmente, tenía que saber esto con exactitud.¿Se encontraba grave y procuraban ocultarlo por

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razones políticas?—¡Cuánto daría por oír una de sus

conversaciones cuando se creyeran a solas! —exclamó Tom.

—Es imposible... Se sientan junto al relojde sol y el seto de tejo es tan elevado y frondosoque impide entender una palabra con claridad. Laúltima vez que estuvo aquí hice la prueba. —Depronto, Lady Bo se dio cuenta de lo que acababade confesar, exclamando—: ¡Oh, Tom! —Llevóse una mano a la boca y su rostro se cubrióde carmín. Ruborizada, las mejillas de la esposade Sir Tomás recordaban la piel de ciertasmanzanas. Él se echó a reír.

—Tendré que preguntar al Cardenal si tienealgún puesto vacante de espía, a fin de que loocupe la persona en quien estoy pensando ahora,quien por su aspecto no puede infundir sospechas—dijo el padre de Ana—. ¡Ven! ¡Siéntate en, misrodillas!

Atrapado entre los altos bordes del

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rectángulo que formaba el seto en el tramo finaldel paseo, el calor de aquel día se prolongaba unpoco más. El reloj de sol, envuelto en sombras,ya no señalaba el paso del tiempo pero ofrecía aquién quisiera verla la grave advertencia: «Vigilabien tus horas». Estas palabras disgustaban aEnrique cada vez que las leía. Dios sabíaperfectamente que él era consciente del paso delos días. Este mes se cumplía un año desde laprimera vez que la viera, una nueva faz entre lasdamas de Catalina. Una fugaz mirada. Delgada ymorena, en posesión de una gracia indescriptibleque tornaba la simple belleza física en una cosavulgar. Era como si, cazando el venado rojo en elbosque de Windsor, hubiera divisado a algunacriatura mítica como el unicornio.

Con la cabeza abatida, despreocupándose detodo lo demás, igual que si fuese otrocomponente más de una jauría, lanzada tras supresa, averiguó su nombre, se enteró de queestaba a punto de prometerse a Enrique Percy.Cortó el idilio; prometió a su padre que la casaría

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con Butler; aguardó a que el corazón de ladoncella sanase de aquella herida... Y luego habíacubierto todas las rutinarias etapas que conducíana convertir en realidad su propósito de seducirla:los cumplidos, los regalos, las miradasamorosas... A todo esto lo único que había oídode sus labios había sido un «no» firme,inequívoco, dulcemente pronunciado pero de unaforma que demostraba que la chica sentía lo quedecía.

En una ocasión, en la visita anterior, habíallegado a perder los estribos, manifestandobruscamente, con un rugido, que pasaría largotiempo antes de que volviera a recorrer el caminoque le había llevado hasta su casa. La joven lehabía replicado con un discreto, casiimperceptible encogimiento de hombros.Ninguna frase hubiera podido traducir máselocuentemente la indiferencia que la producíatal decisión. Él regresó con su disgusto aLondres, fomentándolo deliberadamente porespacio de uno o dos días. Luego se le había

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pasado y entonces empezó a preguntarse con quéderecho se había enojado. ¿Porque era casta?¿No era el recato una virtud en la mujer?Entonces tomó asiento frente a su mesa detrabajo, redactando una carta servil, saturada deamorosas frases, en la que le decía a Ana quesólo aspiraba a complacerla, asegurándola que élera su más fiel criado. Y había aprovechado laprimera oportunidad que se le presentara paravolver. Allí estaba de nuevo.

Enrique frunció el ceño al pasar frente alreloj de sol, encaminándose al banco de piedra.

—Nos sentaremos aquí —dijo, para añadirprecipitadamente—: Si vos no tenéisinconveniente.

Estaba aprendiendo muchas cosas. Una deellas era que no debía dar nada por hecho, nisiquiera ante la sencilla cuestión de elegir unsitio donde sentarse. Ana, no obstante, secundósu indicación, extendiendo sus amplias faldassobre el banco, de manera que para no sentarseencima de ellas veíase obligado a situarse a cierta

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distancia de la joven. Enrique habíase vistosiempre halagado, siendo tratado además con unrespeto exagerado por todo el mundo. Colocarsefrente a una persona bastante amedrentadoconstituía para él una experiencia inédita, no muyagradable pero sí impresionante.

Formuló unas cuantas observaciones sinimportancia y luego aludió una vez más a su grandeseo de que ella regresara a la Corte.

—Aún no he cambiado de opinión —dijoAna.

—¿Por qué? Nunca me dais una razón.—Vos la conocéis bien. Aquellos que no

son capaces de sostener una hogaza de panresultan muy estúpidos al apostarse junto a laboca del horno.

Enrique reflexionó, llegando a unaconclusión: aquello era lo más prometedor quehabía oído de ella. Tales palabras le daban aentender que la joven quería y no quería accedera sus sugerencias, considerando un factordecisivo la proximidad de los dos, que le infundía

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temor porque mermaba su capacidad de adoptaruna determinación libremente.

—No estamos nosotros en ese caso —respondió—. Si venís a Londres ordenaré que osreserven las habitaciones que preciséis. Podréestar a vuestro lado todas las noches.

—Mi padre no es demasiado generoso. Yodispondré de una pequeña dote pero parte de loque reservo a mi esposo es mi virginidad. Notengo la menor intención de convertirme envuestra amante.

—¡Entonces es que no me amáis!Ella hubiera querido contestar: «Nunca

pretendí daros a entender eso», pero optó porresponder:

—¿Cómo podéis saberlo? Jamás me habéisprobado.

Ya estaba... Ya había sucedido aquello denuevo. Como si otra mujer hubiera tomadoposesión de ella. Esa parecía ser la única posibleexplicación de la inconsistencia de sucomportamiento. Ana se pasaba una hora

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conduciéndose fría, prudentemente, y luego, enunos segundos, quedaba anulado todo aqueltrabajo mediante una observación de carácterfrívolo, débilmente matizado con algún detallepicaresco, al cual él se aferraba en el acto,respondiendo de una manera extravagante.

—Sea cual sea vuestra manera de pensar, yoos amo. Venid a Londres y dejadme darospruebas, todas las que queráis, de este amor. ¿Esel temor al escándalo lo que os detiene? Vossabéis perfectamente que puedo imponer mivoluntad y yo haré que todo el mundo sepa quedeseo que se os honre y respete.

—¿Y cuánto tiempo durará eso? Ningúnhombre se lanza jamás en persecución de laliebre que ha cazado.

—Os amaré siempre.—Eso es lo que creéis ahora. Los hombres

suelen cansarse de sus esposas. —En la voz deAna se notaba una inflexión irónica—. Pero unaesposa tiene siempre ciertos derechos. Unaamante, en cambio, puede ser repudiada,

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rechazada como si fuese un zapato viejo.—Ahora estáis pensando en María.—¿Y quién no pensaría en ella en una

situación como ésta?—Os lo juro... Se trata de dos casos

distintos, como distinta sois vos de ella. Maríafue... —Enrique estuvo a punto de decir: «elpasatiempo de un día», pero... Uno no sabía nuncaa qué atenerse. Las hermanas, muy a menudo,suelen quererse entrañablemente. Decidióenmendarse—. María era muy cariñosa y yollegué a tomarle afecto pero nunca estuveenamorado de ella como lo estoy de vos. Todoslos hombres de mis años han pasado porexperiencias semejantes. Se olvidan y en paz. Sinembargo, un amor como el que vos me habéisinspirado suele durar toda la vida. Para mí ya noexiste más mujer que vos; no puedo pensar enotra. Vivo en la actualidad como un monje. SiSolimán el Magnífico hiciese desfilar ante mítodas las mujeres de su harén, semidesnudas, noconseguiría hacerme sentir el menor deseo, en

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tanto que únicamente el sonido de vuestra voz enuna habitación cercana, el rumor de vuestrospasos en las escaleras, incluso un pensamiento...Creo que durante mis visitas a esta casa no habrélogrado nunca dormir una hora de un tirón. Laidea de teneros tan cerca de mí y al mismotiempo tan lejana me desvelaba. Una granansiedad me consumía...

También ella había pasado muchas nochesen vela. Sí. Imaginándose a Enrique Percy y aMaría Talbot, tendidos en el mismo lecho.

—El tiempo lo cura todo —repuso Ana conuna sonrisa de tristeza—. Creo que lo mejor seráque os mantengáis alejado de mí. Nada guardapara nosotros el porvenir. No puedo ser vuestraesposa porque sois casado. Y nunca seré vuestraamante.

Durante la última entrevista ella ya le habíadicho eso. Enrique se había puesto muy furioso.Ana había esperado que soltase su mano,levantándose de un salto para irse. La joven habíapensado en María.

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Pero Enrique había aprendido otra lección.Complaciente o no, tenía necesidad de ella. Aldecir Ana: «Nada guarda para nosotros elporvenir», él miró con los ojos de la imaginaciónhacia delante, contemplando la perspectiva de unlargo y oscuro túnel, una serie de años que habíade vivir sin ningún gozo, sin la más leveesperanza. Apretó la mano de la muchacha,hundiendo el pulgar en la palma de aquélla.

—Si yo fuese un hombre libre, un hombresoltero, y os pidiera que os casarais conmigo,¿cuál sería vuestra respuesta?

Algo nuevo en su voz, el sensualmovimiento de su pulgar, la pregunta en símisma, la cogió desprevenida. Le parecía estarsumergida en uno de sus peores sueños, aquel enque se veía tomando parte en una mascarada depronto, sin previa preparación, sin saber quédecir ni hacer, consciente, no obstante, de quecien ávidos pares de ojos la devoraban.

—Contestar eso vendrá a significar unainútil pérdida de tiempo —respondió Ana,

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esforzándose por conservar su naturalidad.—No importa. Bien sabe Dios que yo he

perdido mucho más con vos.Ella recurrió a la habitual treta de repetir la

pregunta para ganar unos minutos.—Me habéis pedido que os diga qué os

respondería si, de ser vos libre, quisieraiscasaros conmigo y hacerme reina, ¿no es eso?

Enrique replicó con rudeza:—Soy un hombre libre. Tengo aún que

probarlo y esto puede que me ocupe algúntiempo pero lo probaré. Escuchadme, corazón, yos diré algo que sólo sabe Wolsey. Yo no estoy,yo no he estado jamás legalmente casado. Nadiepuede casarse con la viuda de su hermano. Eso eslo que dice la ley de Dios y unas cuantas palabraspronunciadas por el Papa no han de alteraraquélla. Y no creáis que esto es algo que yo heinventado, a impulsos de ese amor que me habéisinspirado... si bien sería capaz de idear cosas másgrandes por tal causa. Se trata de un hecho y yoprobaré su verdad. Los hombres de leyes del

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propio Emperador, cuando se discutió la cuestióndel matrimonio de mi hija María, pusieron enduda la legitimidad de ésta, reputándola el frutode una unión incestuosa. Hubo otros hombres deleyes que afirmaron lo contrario y todo salióbien pero el episodio constituye una prueba enfavor de lo que he dicho. Julio, equivocadamente,emitió una dispensa. He pedido a Clemente quehaga público su error. En el momento en que sealibre de un modo efectivo me casaré con vos.

Ella se acordó de cierta escena vivida enGreenwich, junto a una ventana del palacio.Escuchaba a Lady Cuddington, que le hablaba convoz suave. Y mientras, Ana, deseabainteriormente poseer un poder tan grande que lepermitiese destruirlos a todos...

—¿Accedéis a esperar? —inquirió Enrique,aterrado porque veía que ella no se había alteradolo más mínimo.

—¿Cuánto tiempo durará eso?—Los engranajes romanos, aunque bien

aceitados, suelen moverse lentamente. Si no me

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equivoco, Julio tardó catorce meses en decidirque el matrimonio de Arturo con Catalina no eraválido. Si Wolsey se aplica con ardor a la tarea,Clemente hará lo que tenga que hacer en elespacio de un año. Yo sé que Wolsey pondrátodo su interés en el asunto. Siempre ha estadoen contra del Emperador y en favor de losfranceses. Está convencido de que una vez librecontraeré matrimonio con alguna princesa delpaís vecino. Grande será la impresión que sufracuando conozca la verdad pero entonces serátambién demasiado tarde para impedir mispropósitos.

La menuda mano que él estaba acariciandose tornó súbitamente fría, tanto que el escalofríoexperimentando por Ana en aquel instantepareció ascender por su brazo. Habían estadosentados allí demasiado tiempo, se dijo Enriquecon algún remordimiento. Él tenía calor; inclusosudaba ligeramente. Ella... ¡Era tan menuda, tandelicada! La mano que tenía entre las suyas eratan frágil como una flor.

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—Debiéramos entrar en la casa —propusoEnrique—. A menos que no queráis que meacerque más a vos para cederos parte de mi calor.

Ana hizo un movimiento denegatorio decabeza. En aquel momento no hubiera podidomantenerse en pie. «Necios juegos infantiles»,había dicho Emma. Pero ella misma habíaadvertido la posibilidad de causar un daño realpor el camino del odio virulento, habiendoperforado la hojita de laurel para enterrarla acontinuación. Y nada sencillo o directo se habíaproducido. Wolsey no se había caído de sucaballo, ni había sido presa de la enfermedad, nihabía sufrido ninguna de esas cosas quecomúnmente se atribuyen a la mala suerte... Lavenganza iba a ser más sutil, algo —Ana vacilóantes de forjar su pensamiento—, algo propioverdaderamente de Satanás. El gran Cardenal iba atrabajar para liberar a su señor, esperanzado en sucasamiento con la princesa francesa, con lo cualsoñara siempre. ¿Para qué? ¡Para descubrir quetodos sus esfuerzos habían sido aprovechados

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con el fin de convertir a Ana Bolena en la Reinade Inglaterra!

Por un momento entrevió aterrorizada lasoscuras corrientes que circulaban tras lasafanadas vidas de los hombres, los invisibleshilos que mueven a veces sus existencias.Hubiera llegado a persignarse de no haberlecogido Enrique la otra mano al tiempo que decía:

—No me habéis contestado todavía.Ella replicó cautelosamente:—Si eso pudiera ser arreglado abierta,

legalmente, desde luego, yo... Pero, ¿y la Reina?¿Qué va a ser de ella?

—Catalina es una mujer extremadamentepiadosa. No discutirá ni una sola palabra de loque el Papa decrete. Se verá a sí misma como unavíctima del error del Papa y mostrará el mismointerés que yo en enmendar aquél. Catalina y mihija María tendrán lo que necesiten después.Catalina no es mi esposa y yo os amo a vos. Aella la miraré como a una hermana.

Y eso, por lo que a él atañía, saldaba la

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cuestión. Él sentía lo mismo que si hubieraacabado de lograr una gran victoria y olvidándosedel vestido de Ana se acercó más a la joven,abrazándola y besándola, como había ansiadohacerlo desde hacía un año. Sus besos no erancomo los de Enrique Percy, más ardientes, perole recordaron por un momento a su joven amigo.Esto pareció contenerla. Después, bajo aquellahambrienta boca, bajo las ansiosas manos, ellaaprendió otra de las más pesarosas lecciones dela primera edad: que era posible responder a lanecesidad de otro ser independientemente de lapropia. Ana le besó y él se tornó más atrevido.

—Un año es demasiado tiempo —murmurócon los labios pegados a su garganta—.Podríamos ser felices, muy felices, ahora. Ana,Ana, permíteme que me reúna contigo estanoche, cariño.

La joven se irguió, apartándose de él. Seportaba lo mismo que cualquier campesino consu novia, con ocasión de hallarse los dostendidos en el pajar, pensó Ana. «Me casaré

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contigo después de la cosecha, Nan, Peg, Polly,pero déjame que me acueste contigo esta noche.»Así era como se seducía a las mujeres y luegovenían los bastardos. Y tal vez... Sí. Quizásaquella historia referente a Wolsey, a Catalina, alPapa, hubiera sido pura invención, una especie dered tendida para atraparla a ella.

—No —repuso—. Esta noche, no. Nininguna otra mientras no estemos casados. Soyuna de vuestras súbditas y me duele negaros algopero esto tiene que ser así.

Enrique estaba disgustado pero no mucho.Ana era única entre todas las mujeres... Por ellasería capaz de esperar un año. Todo cuanto en sucarácter merecía el calificativo de romántico,aquella faceta del mismo que gustaba de lascanciones, de los relatos, de los paisajes yhechos caballerescos, salió a la superficie.Cursaría su aprendizaje. Haría lo mismo queJacob con Raquel pero, ¡que Dios se apiadara deél!, no durante siete años. Aquello era un desafíoy él aceptaba el reto noblemente. Sería paciente,

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considerado, nada exigente...De momento, sin embargo, experimentaba

la necesidad de tener algún gesto, algo quesellara aquella significativa conversación. Loencontró. Inclinóse para besar a Ana,serenamente, levantándose a continuación.Cogiéndola de las manos la obligó a su vez a ellaa ponerse en pie.

—Sois una doncella —manifestó—, y yome considero un hombre soltero. Jurémonosfidelidad. Juro ante el Todopoderoso que tanpronto sea libre ante los ojos del mundo como losoy ante los míos os tomaré por esposa.

Esto, a continuación de su último desaire,hizo pensar a Ana que se excedía en su actitud dedesconfianza. Se preguntó por vez primera quéhabría sentido hacia Enrique de no haberconocido con anterioridad al joven Percy, de noser la hermana de María.

—Tienes que contestarme, Ana —insistióél, como si su declaración le autorizase a tratarlacon más familiaridad.

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—Te prometo que cuando seas libre mecasaré contigo —replicó la muchacha connaturalidad.

Enrique parecía más animado. Manifestó,apresuradamente:

—Ahora debemos intercambiar nuestrosanillos.

El Rey se quitó la sortija con la esmeraldaque ocupaba el lugar de la del rubí, en unmeñique, colocándosela a Ana en el tercer dedode la mano izquierda. Le venía tan grande quesólo doblando rápidamente aquél impidió que sele cayera.

—No habría sido un buen presagio si llega acaer al suelo.

—Me la pondré en el anular... Así, además,me ahorraré explicaciones.

—Ni siquiera había reparado en tal detalle—dijo Enrique—. Eso es lo que me pasafrecuentemente, Ana. Cuando estoy contigoexperimento la impresión de que nos hallamossolos en el mundo.

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Ana le creía. La miraba con avidez, labesaba con los ojos. La joven pensó en tantaspersonas como existirían sin duda en la tierra,que amaban a otras, no viéndose correspondidas.María amaba a Enrique y éste amaba a Ana. Anaamaba a Percy. En realidad, ¿existía alguna parejafeliz? «Enrique Percy y yo hubiéramos podidoserlo», se dijo enfurecida. En eso nosdiferenciábamos de los demás; por eso noquisieron dejarnos tranquilos.

—Tienes que darme tu anillo —dijoEnrique, apremiante.

Ana se quitó aquel tan sencillo —plata yámbar—, que ella misma se comprara en París,encaprichada de su color.

—Te doy muy poco a cambio —objetó.—De todas mis joyas esta es la más

preciosa para mí, la que más estimo de miCorona.

Enrique la besó, colocándosela en unmeñique. No pasó de la segunda articulación.

—Mañana ordenaré que la ensanchen

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convenientemente. Ya está. Ahora somosprometidos, Ana.

Él recordó que aquella vez había ido a Heverdecidido a convertirla en su amante. Pero eramejor seguir aquel camino. Ella era demasiadoextraña, demasiado maravillosa para eso. Ana erala reina de su corazón y como tal para ella nohabía más que un sitio adecuado.

—Mañana regresaré a Londres y haré queWolsey empiece a actuar. Enfocado con rigoreste asunto tiene que decidirse en un plazoinferior a un año.

Se equivocaba... Iba a prolongarse once más.

Harry Norris dormía siempre en la cámaradel Rey, excepto, naturalmente, cuando no estabade servicio, cosa muy rara. Aquella era unacostumbre que databa de los turbulentos días enque un rey no solía estar muy seguro en su propiolecho. Al final de cada jornada, Norris, con lamirada abstraída de un sacerdote que estuvieraoficiando, posada aquélla en algo muy distante,

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paseaba su espada por debajo de la cama, abríalos armarios o cómodas que hubiese en lahabitación y decía: «Todo está en orden,Majestad. Os deseo que paséis una buena noche».Seguidamente se tendía en su lecho, que sehallaba colocado entre la puerta del dormitorio yla cama del Rey.

Era un hombre versado en los asuntos delmundo y no había creído nunca que el monarcavisitase Hever por cuestiones de salud o paragozar del hermoso panorama de que se disfrutabaallí en compañía de Sir William y su esposa.Resultaba demasiado discreto para discutir talidea con nadie pero sí en cambio hacíapersonales especulaciones en torno al tiempoque Ana Bolena seguiría resistiendo. La última,pensaba, sería la visita crucial. El Rey y aquelladamita habían reñido la vez anterior y Enriquehabía montado en su caballo para irse presa deuna sorda irritación. Esta vez harían las paces y elasedio habría terminado. Pero el Rey mostrabauna sombría expresión en su rostro al acostarse

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la primera noche de su visita, lo mismo que a lallegada de la segunda. Harry comenzó apreguntarse: si el primer arrebato de laproyectada reconciliación no había llegado aconmoverla, ¿qué pasaría después?

Aquella noche, la tercera, el Rey parecíamuy animado. Mientras se desnudaba no dejó degastarle bromas, dándole palmadas en la espalda ytarareando algunas melodías. Norris extrajo deeste hecho una conclusión, quedándoseasombrado al comprobar que mientras eloptimismo de Enrique crecía el suyo disminuíaprogresivamente.

Era inevitable, por lo visto. Ya era bastanteextraño que la damita hubiese resistido tantotiempo. No gozaba de ninguna protección eficaz.Contaba con un padre que hubiera vendido supropia madre a los turcos con tal de ganar unasonrisa del Rey y una madrastra que no pesabaabsolutamente nada a la hora de las decisionesfamiliares...

Pero con todo, aquello era una lástima. Una

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lástima y una vergüenza.La gente que no hacía más que comentar

estas frecuentes visitas del monarca a Heversolía confesar también su desconcierto. ¿Qué eralo que el Rey había visto en Ana Bolena? Norrislo sabía... Aquellos ojos negros, grandes,fascinadores por la delicada inclinaciónapreciable en las comisuras exteriores de lospárpados; la línea impecable que dibujaba elóvalo del rostro, hasta la barbilla; la boca, quecambiaba de forma tan fácilmente; la cascada denegros cabellos, tan copiosa que el esbeltocuello parecía no poder sostenerla; la suave,aterciopelada voz; la gracia de todos susmovimientos...

No era una mujer linda, afirmaba la gente.Esto era cierto. Ana resultaba severamente bella.Pero es que aparte de esto contaba con algo más,algo que emanaba su persona, perceptible aún enel caso de que se le hubiera echado un saco porencima de la cabeza. Aquella mujer estaba hechapara ser amada, una cosa que no ocurriría ahora.

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El Rey disfrutaba con aquellas aventurillaspasajeras pero fundamentalmente, pensabaNorris, era a Catalina a quien quería. Cuando élparticipaba en los torneos lo hacía con el títulode «Sir Corazón Leal», justo y verdadero en granmanera. Pues considerando su aspecto personal,su posición y las infinitas oportunidades que sele ofrecían había sido singularmente fiel. Y estoestaba bien, por supuesto. Era admirable. Sinembargo, resultaba muy duro para las mujeresque de vez en cuando asediaba y conquistaba, paraabandonarlas despiadadamente después. MaríaBolena, la hermana de Ana, había estado a puntode caer enferma de puro pesar, según se decía, yeso que ella era una criatura de gran ligereza,fácil de gobernar, muy distinta de...

«¿Y tú qué sabes?», acabó preguntándoseNorris.

Aquello no era cosa suya, no le importaba.Se trataba de un asunto que sólo al Rey incumbía.Y a los reyes les pasaba lo que a la mayor partede los hombres... Sí. Pedían un imposible: que

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sus escarceos amorosos extraconyugalestuviesen un carácter reservado, secreto. Así eranmás sabrosos, más emocionantes. Norris no teníapor qué perder el tiempo compadeciendo a unamujer a la que envidiarían muchísimascompañeras de sexo. Lo que tenía que hacer erabuscar razones que justificaran en los momentosmás indicados su ausencia, a fin de que el Reyacudiera a las citas concertadas creyéndose noobservado por nadie.

Ejecutado el ritual de costumbre, carentecasi por completo de sentido, dijo:

—Todo se halla en orden, Majestad. Osdeseo que paséis una buena noche. Os ruego mepermitáis ausentarme unos minutos.

—¡Ah, ah! —exclamó Enrique—. Ya mepareció a mí que estabas muy pensativo. ¿Hashecho alguna promesa a alguien? De ser así, yapuedes echar a correr. No hay que desairar nuncaa una dama. Ahora bien, has escogido unmomento muy poco indicado. He pasado un parde noches muy malas, tengo sueño y quiero partir

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para Londres a primera hora de la mañana. Demanera que te lo advierto ahora: si cuandovuelvas armas ruido y me despiertas medisgustaré.

Un tanto desconcertado, Harry Norrisrespondió:

—En ese caso, Majestad, yo... Lo dejarétodo para mejor ocasión. Era sólo... una tentativade arreglo...

—Créeme, Harry. Ellas no te traerán nuncanada bueno. Métete en la cama. Y, por el amor deDios, no te quedes tendido boca arriba, porque enesa posición empiezas a roncar inevitablemente.Anoche tuve que levantarme para ponerte de ladoy en la oscuridad tropecé con un mueble,lastimándome un dedo. Si yo no hubiera sido enesos instantes lo que soy, un hombre paciente, tehabría propinado una bofetada. Esta noche si serepite el hecho lo haré. Hasta mañana.

Enrique hundió la cabeza en la almohada,acariciando con los dedos de la mano derecha elmeñique de la izquierda, en el que llevaba el

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modesto anillo de ámbar. Notaba en su mente lamisma sensación de limpieza, de comodidad, queconocía su cuerpo tras un buen baño y el cambiode ropa interior. Aquella noche había tomado unagran decisión, de todas las que la vida le habíaobligado a adoptar la más importante. Estabacontento. Su mente y su corazón se hallabansatisfechos de que Ana hubiese resistido cuantosintentos realizara con la intención de seducirla.Esto hubiera sido un mal arranque para la nuevavida que él planeaba. Le satisfacía que suconciencia le hubiese atormentado, que élhubiera hablado de aquel asunto con Wolseyantes de abrigar serias intenciones con respecto aAna. En el momento de su conversación conWolsey había estado pensando en su sucesión...Claro, allá, en lo más recóndito de su mente, sinrelación con aquello, había aparecido una figura—un hombre a solas consigo mismo no debe serhipócrita—, la de cierta dama de honor que habíaacaparado en seguida toda su atención. Ahoratodo se ensamblaba admirablemente. Zanjaría la

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cuestión de su maldito matrimonio y se casaríacon la mujer que amaba, quien le daría hijos.Dios le recompensaba por su fidelidad a laIglesia y al Papa. Había estado viviendo enpecado, hasta que Dios le llamara la atenciónsobre aquel hecho. Él no había desoído sullamada, ni mucho menos, y desde aquel instanteen adelante todo marcharía perfectamente y a sugusto. Enrique suspiró profundamente,quedándose dormido.

Harry Norris pensó: «Todo ha terminado.Ella se ha resistido y él encaja el golpe comoquien es. Lo joven se casará, probablemente, conalgún caballero de Kent, quién se consideraramuy afortunado con su elección y dedicará elresto de su vida a mimarla igual que si fuese unjoven naranjo. Y así tiene que ser esto... Creo queno volveremos más por Hever. Quizá sea eso lomejor que pueda pasar. No tiene nada departicular que yo mismo me enamorara de ella».

Ana sabía que a Emma no se le escapabanada. La presencia allí del anillo de la esmeralda

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se explicaba fácilmente: otro de los regalos delRey. Pero la ausencia de la otra sortija, la delámbar, podía suscitar alguna curiosidad.

Ana habló en estos términos:—Esta noche, hallándose en el jardín, el

Rey sufrió un calambre en una pierna. Me dijoque era muy propenso a estas cosas y yo lecontesté que para evitarlas y prevenirlas deberíallevar consigo un trozo de ámbar. Jamás habíaoído hablar de tal remedio. Sin embargo, este esviejo y su eficacia ha sido comprobada hasta lasaciedad. ¿Tú conocías esto, Emma?

—Conocía la virtud del jade, en ese aspecto,y la del heliotropo, este último mejor aún que elotro.

—Entonces he perdido tontamente mipequeña sortija, haciéndome, a cambio, de ésta,que es demasiado grande para mí.

Emma examinó la esmeralda con un gestode frialdad. Otra pieza de soborno y corrupción.«Es posible», pensó, «que él haya aceptado subaratija a cambio, pero, ¿quién puede dejarse

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engañar por eso?». Emma sabía qué era lo que seestaba tramando. Había observado lacomplacencia de Sir Tomás, la inutilidad do LadyBolena. Tratábase de una situación sencilla, decircunstancias muy corrientes... Es decir, lohubiera sido de no alterar las cosas la conductade Ana. Emma se imaginaba que resistía poralguna secreta razón sólo por ella conocida.Seguramente había formulado cualquiercondición que el Rey no se avenía a cumplir. Alfinal éste cedería, no tendría más remedio.Entonces, la señorita Ana Bolena haría lo mismoy en el mismo día en que eso sucediera EmmaArnett dejaría de estar a su servicio. No abrigabala menor intención de participar en las intrigasque todos tramarían después.

Había permanecido en Hever todo aqueltiempo porque así le había apetecido. Su tareapodía haberla considerado terminada en elmomento de entrar en la casa acompañando aAna. Había optado por quedarse para cuidarladurante los días que durara su fuerte resfriado.

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Ahora bien, en ciertos momentos la vida decampo había hecho resucitar dentro de elladeterminadas añoranzas sólo adormecidas hastaentonces. No en balde corría por sus venassangre campesina. Y Lady Lucía, cosa bastantesorprendente, no había mostrado ninguna prisa enlo tocante a su regreso. Insensiblemente, pues, laestancia se había ido prolongando, sin que estoquisiera decir que Emma se hubiese instalado allíde un modo fijo. Simplemente: la mujer se dijoprimero que se marcharía pasadas las Navidades,o el Día de Año Nuevo, decidiendo por fin que elCastillo de Hever era un lugar tan bueno comocualquier otro para pasar el invierno.

Más adelante, con ocasión de haberseacercado a Edenbridge. Emma visitó unestablecimiento de mercería. La esposa deldueño de la tienda, en el instante en que medíaunos metros de cinta, lo dejó todo de pronto,exclamando alarmada: «¡Oh, mi pastel dejengibre!», tras lo cual echó a correr en direccióna la parte del local en que se hallaban las

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habitaciones particulares del matrimonio. Alregresar se excusó y las dos mujeres iniciaronuna interminable conversación en torno al pastelcasero y sus diversas formas. Seguidamente,Emma fue invitada a pasar a un saloncito conobjeto de que probara el que confeccionara sunueva amiga, rociándolo posteriormente conunos vasitos de cerveza.

La gente que procede de la misma oparecida cuna posee métodos de comunicaciónque poco o nada tienen que ver con las palabras.A los diez minutos las dos mujeres seconsideraban algo así como una especie deamigas íntimas. En su tercer encuentrodescubrieron que tenían idénticas creencias.Emma se encontró con que había penetrado en unreducido círculo, dentro del cual el nombre de suviejo maestro, Richard Hunne, era recordado yreverenciado como el de un mártir; dentro delcual se pensaba mal del Papa, de los cardenales yde la mayor parte de los sacerdotes; dentro delcual era leída la Biblia en inglés, en la que todos

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veían el árbitro decisivo cuando se planteaba unproblema de fe o se hablaba de normas deconducta. En compañía de aquella gente Emma sesentía como en su casa. Desde los días aciagosen que su familia se dispersara jamás se habíasentido más feliz.

Dentro de Hever no se encontraba tan agusto, especialmente desde que el Rey se habíaconvertido en un visitante asiduo. Ella pensabacomo Norris: que el desenlace previsto erainevitable. Lamentaba que esto fuera así, no porel afecto que Ana pudiera inspirarle, sino por lacosa moral.

No obstante, tenía que confesar sudesconcierto. Aquella noche, por ejemplo,pensaba en la esmeralda, un regalo demasiadocostoso para que saliese a relucir por un motivoque pudiese conceptuarse bueno. Y además deéste había otros, que a Ana parecían tenerle sincuidado, los cuales solamente utilizaba cuandoesperaba la visita del donante. Y allí estaba lareceptora de aquellos espléndidos obsequios,

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disponiéndose a tenderse en su lecho virginal.—Guarda ese anillo —dijo Ana—. Es

excesivamente grande para mis dedos.Emma quiso llevar a cabo un sondeo.—El Rey, sin embargo, esperará que lo

uséis. Podría reducirse convenientemente...—No creo que Su Majestad nos haga

muchas visitas en el futuro. Los asuntos deEstado le van a ocupar la mayor parte de sutiempo.

Hablaba con indiferencia, como si serefiriera a la posibilidad de que el día siguientefuese bueno o malo. Ahora, todavía más perplejaque antes, Emma guardó la esmeralda,aplicándose a la tarea de cepillar los cabellos desu señora. Dada la posición que ocupaba podíaechar de vez en cuando una ojeada al espejo,contemplando brevemente la faz de aquélla.Experimentó la impresión de que sus ojosmiraban a lo lejos, cargados de tristeza, comosiempre, incluso cuando su dueña estaba alegre ysonreía. Entre los dedos de Emma caían en

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cascada los cabellos de Ana, cálidos, vivos, sobrela menuda cabeza, saturada de conocimientos, deideas, de sensaciones. ¿En qué estaría pensando?

Todo había empezado con la frase «Esexcesivamente grande para mis dedos». Laconversación sobre aquellos asuntos tan graves,la solicitud al Papa, el proyecto de suplantaciónde Catalina, incluso la incontenible pasión deEnrique, le había resultado enormemente pesada.Ana se dijo: «¡Oh! Antes hubiera preferido sercondesa al lado de Harry que reina junto aEnrique».

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VI

«El secuestro o la muerte del Papaperjudicaría no poco los asuntos del Rey».

Cartas y papeles del reinado de Enrique VIII.

Castillo de Sant’Angelo, Roma, mayo de1527

Al término de aquel caluroso día de mayo enel transcurso del cual el mundo parecía habersufrido una terrible conmoción, el Papa seencontraba tendido en un lecho, en una habitaciónde las más altas, desde la que se dominaba elTíber. Por las calles de Roma andaban las tropasdel Emperador alemán. Los soldados, borrachos,libres de todo control, saqueaban la ciudad conmás ensañamiento que los bárbaros de otrostiempos remotos.

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Clemente se hallaba a salvo. El Castillo deSant’Angelo, construido trece siglos antes por elEmperador Adriano, había demostrado ser conmucha anterioridad una fortaleza inexpugnable.Dentro de ella, además, había víveres y agua paraun año.

Dentro de su pétrea celda, Clemente nocorría ningún peligro, pues. Las otrashabitaciones albergaban a sus cardenales ycapellanes, sus secretarios y chambelanes. Laspuertas del castillo estaban custodiadas por lossuizos, los mercenarios más seguros y fieles delmundo. Pero a Clemente aquella situación nopodía producirle ningún contento. Lloraba,pensando en el infierno en que se habíanconvertido las calles, en su propia impotencia.Él, el Papa, el sucesor directo de San Pedro, aquien Cristo designara como el pastor, elguardián de su rebaño, se encontraba dentro deaquel castillo a salvo mientras los lobos hacíanestragos entre sus reses.

Habíase esfumado casi la estimación que

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por sí mismo sentía, nunca demasiadoconsistente. ¿Por qué había fracasado? Incluso enaquellos instantes de profundo desaliento podíaafirmar que había hecho cuanto estuviera en sumano por evitar la caída. Había reconocido queaquellos eran tiempos peligrosos y uno de susprimeros actos como Papa había sido laredacción de un llamamiento a todos los reyes ypríncipes de la Cristiandad, por el que les invitabaa vivir en paz, como hermanos. ¡Y qué inútil habíasido aquél! La codicia, los recelos, el odio, laambición y las estupideces de unos y otroshabían hecho imposible la paz ansiada. Unaextraña y terrible perversidad lo emponzoñabatodo.

¿Y qué era concretamente lo que podíahacer un hombre, por muy bien intencionado quefuese, para arreglar un mundo que era llamado elSacro Imperio Romano, el cual conteníaelementos tan discordantes como España, el másmedievalmente piadoso de todos los países, y losEstados germanos, por los cuales la herejía

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luterana se había extendido como la peste?Carlos V, cabeza de este heterogéneamente

crecido imperio, había dado carta blanca a sustropas en la región septentrional de Italia,impulsado por su rivalidad con Francisco deFrancia, que también codiciaba aquel territorio.Clemente le había escrito un día, en tono airadoprimero y suplicante después. Pero Carlos enúltimo término no había hecho nada. Luego,cuando Florencia, su lugar de nacimiento, habíasido amenazada, Clemente pensó que el buensentido y la única política aconsejable sugerían laconveniencia de aliarse por su parte con Franciae Inglaterra, en contra del Emperador.Recientemente, el Rey de Inglaterra se habíasentido irritado por la ruptura del compromiso deCarlos con la Princesa María contrayendo aquelmatrimonio con otra de sus primas, Isabel dePortugal, un acto de mercenario, ya que Isabelhabía aportado una dote de un millón de ducados.

Así se había llegado a la guerra, siendo losfranceses derrotados por las fuerzas del

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Emperador. ¿Y los ingleses? ¿Dónde paraban?Habían sido unos tibios desde el principio. YClemente sabía por qué.

Agitándose nerviosamente en su lecho, elPapa admitió que por lo que a Enrique deInglaterra se refería, él hubiera podido dirigir lascosas mejor. Enrique era un hombre de iglesia,completamente ortodoxo. En la época de León,cuando Lutero publicara sus escritos de protestay crítica, Enrique había dado a la luz pública a suvez un libro en el que refutaba sus argumentos.León le había recompensado entonces con eltítulo de Defensor de la Fe. Él, en el curso deaquella guerra que estaba terminando tandesastrosamente, hubiera podido ponerse a laaltura de dicho título de haberse mostradoClemente más servicial.

Habían transcurrido dos años desde aqueldía en que el Papa recibiera por primera vez lainformación en que se afirmaba que EnriqueTudor juzgaba su matrimonio incestuoso ysolicitaba que fuese anulado. Y esta petición no

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podía haber llegado más inoportunamente, puesClemente esperaba entonces todavía ponerse deacuerdo con Carlos, quien era el sobrino de lamujer que Enrique ansiaba alejar de su palacio.Habría sido una locura provocar a Carlosmientras intentaba negociar con él.

Existía otro aspecto de la cuestión, menosevidente pero extraordinariamente importante.Dada la rapidez con que se propagaba la herejíahubiera resultado un movimiento muyimprudente, fatal, el que implicaba admitir que elPana anterior se había equivocado al autorizar elmatrimonio de Enrique con Catalina. Tal cosahubiese llevado a los que a sí mismos sellamaban reformadores a proclamar a los cuatrovientos que las dispensas y anulaciones eran unaespecie de perdones a la venta, al alcance de todoel que pudiera pagarlos.

Había mandado sacar de los archivos losdocumentos más destacados estudiándoloscuidadosamente. Arturo, Príncipe de Gales, yCatalina de Aragón contaban en el momento de

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su matrimonio catorce y quince años de edad,respectivamente. Él estaba tuberculoso. Era tanfrágil que los firmantes de los informesaseguraban la imposibilidad de que aquelmatrimonio se hubiera consumado. Clemente nopodía reprochar a Tulio su decisión, a la vista deaquellas pruebas, de declarar a Catalina libre, paraque se casara con el hermano de Arturo. Él sedijo que habría procedido igual.

A las súplicas de Enrique había contestadocon manifestaciones ambiguas, nadacomprometedoras. Resultado: al entrar en guerracon el Emperador poca había sido la ayudalograda de los ingleses.

Esto le pesaba. Una nutrida tropa dearcabuceros ingleses hubiera podido dar otrogiro a la lucha. Sin embargo, continuabapreguntándose qué otra conducta podía haberseguido.

A continuación comenzó a pensar en elfuturo. En el transcurso de la larga historia de laIglesia habíase producido un incidente

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comparable a aquel, cuando, más de doscientosaños atrás, Bonifacio VIII riñera con el monarcafrancés, siendo hecho prisionero. Durante lossiguientes setenta años la corte papal habíaestado no en Roma sino en una polvorientapoblación francesa llamada Aviñón. Clementedudaba mucho de que en el caso de abandonar suseguro refugio y rendirse a Carlos éste lepermitiese acomodarse en cualquier ciudadespañola. Existía menos respeto por la Iglesia,menos caballerosidad, en aquellos días. Además,durante esos setenta años se habían producidotodo género de sucesos, llegando en ocasiones ahaber dos Papas. La repetición de un hechosemejante podría resultar fatal...

Clemente pensó que quizá se viese obligadoa permanecer en la fortaleza de Sant’Angelo todoun año. Contaba, pues, con doce meses parallevar a cabo negociaciones. Al término de estelapso de tiempo podían muy bien haberseproducido sustanciales cambios en la situacióngeneral. Pero, ¡qué año le tocaría vivir! Sería

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declarado el estado de sitio; los mensajes habríande entrar y salir del castillo con todo lujo deprecauciones; habría que ejercer una vigilanciasanitaria rigurosísima, para evitar la peste,enfermedad que de una manera inevitable casiaparecía en cuanto se congregaban demasiadoshombres durante semanas y semanas. Y a todoesto, más allá de los muros de la fortaleza, elmundo continuaría viviendo sin un Papa. ¡Quéalegría poseería a los herejes! «Un año sin Papa»,dirían. «¿Ha habido alguien que lo echara demenos?».

No. Esto no podía ser. Con la ayuda de Diosse las ingeniaría para aplacar a Enrique Tudor sinofender demasiado al Emperador.

Su pensamiento se detuvo en aquella piadosafrase, utilizada a menudo por los creyentes: «Conla ayuda de Dios». ¿Dónde había estado Diostodo aquel día? ¿Dónde se encontraba Él ahoramientras los soldados luteranos, borrachos,saqueaban la ciudad y el Vicario de Cristo teníaque esconderse en una fortaleza? Para

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enfrentarse con esos hechos con mente serena seprecisaba poseer la fe de un santo. E incluso lossantos habían vivido momentos en que fueranpresa de la incredulidad y de la desesperación.Uno tenía que pensar que cuanto pasa en la tierraes porque Dios lo permite, porque es su voluntad.Y sin embargo, ¿quién podía creer que todaaquella subversión de valores, todo aquelderramamiento de sangre, el triunfo del mal ensuma, había sido autorizado por el SupremoHacedor?

Tenía que rezar, él lo sabía... A lo largo delos últimos meses había rezado con el máximofervor, recitando unas veces las plegariasoficiales y también las otras, aquellas sencillas yhumildes apelaciones que brotaban del corazónespontáneamente. No obstante lo cual habíaseproducido aquella catástrofe...

Clemente se levantó, echóse encima unafina bata de seda y se postró en su prie-dieu.

Permaneció así largo rato, poniéndose enpie al fin. Sentíase desasosegado, molesto,

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todavía. Había comprendido que no le haríaningún bien acostarse nuevamente.

Tocó un timbre y ordenó que buscaran alCardenal Campeggio, uno de los hombres que lehabían acompañado en su huida a Sant’Angelo.Este hecho ya probaba la lealtad del Cardenal.Otros eclesiásticos de su mismo rango quesimpatizaban con el Emperador se habían creídoa salvo quedándose en la ciudad. Clementegustaba de Campeggio, un hombre de mentesingularmente equilibrada, tan capaz de callarcomo de hablar, de acuerdo con lo sugerido porlas circunstancias.

—Siempre que esté despierto —especificóClemente, considerado—. Deseo verle ahora...No quiero que se le moleste si se ha acostado ya.

Campeggio no se había acostado. Aquellanoche, dentro de Roma, los únicos seres quedormían eran los niños de pecho, a los que losbrazos de sus madres podían ofrecer un segurorefugio, seguro hasta cierto punto, y los soldadosinvasores que se habían interesado más por la

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bebida que por el botín o las mujeres, los cuales,a aquellas horas, yacían inconscientes en losportales o dentro de las casas de la ciudad.

Dentro de aquella habitación, tan seguracomo poco cómoda, los dos hombres se sentaronsobre duras banquetas, charlando. Hablaron enprimer lugar del desastre de aquel día, acerca delcual nada nuevo cabía decir, ocupándose luegodel futuro, tan dudoso, tan apto para servir debase a innumerables especulaciones. Habiéndosedado cuenta del estado de ánimo de Clemente,Campeggio pronunció unas frases que aspiraban aser de consuelo para su interlocutor, añadiendo acontinuación:

—Estoy absolutamente convencido, hastadonde puede estarlo uno de cualquier cosa, deque todo esto no es obra del Emperador. En estoveo la mano del Duque de Borbón y el Príncipede Orange, así como la chusma que se llama a símisma «los seguidores» pero que se niega averse controlada por ellos. Carlos es un fiel hijo

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de la Iglesia y cuando se entere de lo ocurrido enRoma hoy se quedará aterrado y con razón. —Campeggio hizo una pausa, agregando—: ElImperio es enormemente vario y vasto. Creo quesería un error ver en esos pocos Estadosgermanos disidentes la tónica imperante engeneral. Yo, a veces, dudo incluso de que esasgentes fuesen tiempo atrás convertidas. Fueronlas últimas en abandonar el paganismo y ahora,contagiadas por Lutero, han dado un giroredondo, volviendo a lo de antes. No obstante,como ya he dicho, esas multitudes no son elImperio.

—¿Creéis que debo apresurarme a firmar lapaz con el Emperador?

—Estimo que el bienestar del mundodepende de la unión del Papado y el Imperio. Setrata de dos aliados naturales. Los franceses sonfrívolos y no inspiran confianza; los inglesessólo tienen un interés en Europa, una meta: suutópico sueño de volver a conquistar Francia. Elhecho de que los turcos se encuentren en

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Hungría, estoy seguro de ello, les afecta menosque las alzas y bajas en los precios de la carne decordero.

Clemente recordó que en vida de suantecesor Campeggio había sido enviado aInglaterra, a fin de recabar la ayuda de Enriquepara organizar una cruzada contra los turcos. Lamisión había constituido un fracaso peroCampeggio logró hacerse agradable a SuSantidad, siendo nombrado Obispo de Inglaterra.

—He estado pensando en los ingleses —declaró Clemente—. Vos los conocéis. ¿Loscomprendéis también?

—No. No existe nadie que sea capaz deentenderlos. Ni siquiera ellos se comprenden a símismos. Nada se puede afirmar con seguridad deesa gente. No conozco otra más hipócrita. Y suRey es un ejemplar típico de la raza.

—Sí —convino Clemente—. No me hafacilitado la ayuda que me prometió.

—Estaba pensando más bien en susgimoteos con relación a determinados

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escrúpulos de conciencia. Duda de la legalidad desu matrimonio pero continúa haciendo vidaconyugal.

—Así tiene que ser —repuso Clemente,suave aunque firme—. Procedería mal dando delado a su esposa antes de que el matrimonio seadeclarado ilegal.

—Hasta mis oídos han llegado ciertosrumores de los que nadie ha querido daros cuentapor no molestaros, Santidad. Lo último que heoído decir es que el Rey no actúa a impulsos dedeterminados escrúpulos de conciencia, almenos de un modo exclusivo... Sucede una cosa:que le agrada otra dama, una de las doncellas dehonor de su esposa.

—¡Ah! —exclamó Clemente. No se podíaconfiar en el rumor popular pero tampoco eraposible desentenderse de él. En la historia másdescabellada había siempre una minúscula partede verdad—. Pero, bueno... En ese terreno losreyes se permiten muchas libertades. Lo habituales que ninguna de sus aventuras amorosas les

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induzca, por ejemplo, a anular un matrimonio queha durado años y años.

—Así le gustaría proceder a Enrique,indudablemente —repuso con sequedadCampeggio—. Pero la dama en cuestión cuentalo suyo en este caso. Y su intención concretaqueda realzada por el hecho de haber resistidotodos los intentos de seducción llevados a cabopor el Rey por espacio de tres años. Esto dicen almenos las habladurías que por ahí circulan.

—Hay que reconocer que los rumores deeste tipo no suelen tomar tal giro. ¿Sabéis cómose llama la dama?

—Se trata de Ana Bolena, hija de Sir Tomás,un advenedizo. La joven se halla bien relacionadapor lo que a la parentela materna se refiere. Hede decir que algo sé de los ingleses, Santidad. Siel Rey estuviese en condiciones de casarse conella, sin otra complicación, los súbditos de aquélla aceptarían. Las gentes de ese país tienen unconcepto tan elevado de sí mismas queconsideran a cualquier inglesa de origen

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semejante al de Ana Bolena con categoríaequiparable a la de una princesa extranjera.

Clemente estudiaba aquel asunto desde otropunto de vista distinto.

—Bolena. No tiene relación amistosa conWolsey.

—Wolsey —afirmó Campeggio—, carecede amigos. Cuenta, sencillamente, conservidores, aduladores y partidarios. Esto esaparte... Wolsey es un eclesiástico cabal. Seopone a todo cambio. Tomás Bolena, al igual quetodas las personas de su ralea, acogerá con gustocualquier alteración que le depare algúnbeneficio.

—¿Es luterano?—No-o-o-o. Esto no le parecería bien a su

Rey. Ese individuo es muy astuto. Comprende,como ha de comprenderlo cualquier hombresensato, que la consecuencia lógica de la herejíaes el desorden. Derribada la Iglesia, ¿cuántotiempo tardaría en caer el trono? Esto que ocurreahí fuera... —Hasta los oídos de los dos hombres

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llegó el ruido procedente del exterior, un pocoatenuado pero todavía perceptible,suficientemente perceptible para que pudierandistinguirse los gritos de las víctimas y losalaridos de los soldados bebidos, pregonando alos cuatro vientos, su victoria—, es la obra deLutero. Se empieza por mirar con desprecio alpárroco de barrio o del pueblo y se acabahaciendo caso omiso de las órdenes dictadas porlos jefes en el curso de la guerra. Enrique sabetodo eso. Dentro de Inglaterra no habrá luteranosmientras él se siente en el trono. Pero a falta deeste cambio pueden producirse otros muchos,que serían implantados en el caso de que unindividuo como Tomás Bolena disfrutara algúndía del poder que actualmente detenta Wolsey.

«Los ingleses... —Campeggio vaciló unmomento. Nada más lejos de su ánimo que elpropósito de deprimir más a Clemente. Por otrolado pensaba que media hora de charla amenizadacon unos minutos de discusión académicacontribuirían a que se olvidara momentáneamente

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de sus tristes reflexiones—. Los ingleses, en miopinión, no han quedado nunca, del todo,integrados en nuestra comunidad. Son cristianosy algunos de ellos son muy devotos pero anda poren medio de todo esto su sentimiento patriótico.Poseen esa antigua ley que se opone alacatamiento de órdenes emanadas de un poderexterior. No ha sido nunca anulada la misma y,por tanto, en el momento menos pensado podríaser aplicada para rechazar cualquier decretopapal. Ahí tenéis el caso de ese sastrelondinense, Richard Hunne, quien, si no hubieraperdido la cabeza, colgándose antes de serjuzgado, hubiera podido poner en un aprieto a supárroco, aferrándose a la vieja ley. ¿Recordáis elepisodio? Los ingleses se lamentan de tener queaportar dinero, su dinero, a nuestra obra...Millares de ellos visitan el sepulcro de SantoTomás Becket y la mitad de los niños del paísson bautizados con ese nombre. Ahora bien, si sediera la misma situación que en la época de esesanto y el Rey riñera con un Obispo, todos se

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pondrían al lado del monarca

[1]. Un pueblo muy curioso el inglés. No haymás que ver cómo celebra la Navidad paracomprobar hasta qué punto esto es verdad.

—¿Cómo la celebran, pues?—Con una misa en la iglesia y la vieja y

sagrada planta de los druidas, el muérdago, en losvestíbulos de las casas; con la exhibición deacebo y hiedra, plantas tiempo atrás dedicadas alos dioses de los bosques; con doce días detumultuosas diversiones, dentro de las cualesreina la mayor indisciplina, que en conjuntovienen a componer una espantosa orgía...

Todo aquello resultaba muy interesante perola mente del Papa se obstinaba en permaneceratenta a la situación que vivían.

—Cuando esa gente se entere de todo esto—dijo Clemente con un expresivo movimientode su mano derecha—, ¿cuál será su reacción?

—Muy complicada para el análisis, comopasa siempre con todas sus reacciones. Se dirán:

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«Menos mal que no estábamos allí», y también:«De haber estado nosotros allí las cosas hubierantomado un giro muy distinto», o: «Les está bienempleado, por haber reñido con el Emperador».No olvidéis, Santidad, que los Países Bajosforman parte del Imperio y es ahí donde losingleses venden su lana. Éstos odian a losfranceses y yo no abrigo la menor duda sobre losiguiente: la idea de luchar junto a aquéllos y noen contra de los mismos es lo que os haprocurado unos aliados tan débiles en esta guerra.

Debía haber dicho Campeggio: «nos haprocurado». El Cardenal advirtió este detalledespués de pronunciar aquella frase. Clemente,en cambio, parecía no haberse dado cuenta...

—Por lo visto no se me ofrece otra salidaque la de firmar la paz con el Emperador —manifestó Clemente—. España viene a ser elbaluarte de la fe y el corazón del Imperio. Y estotrae a colación de nuevo el problema de esematrimonio inglés, ahora más importante quenunca si lo que vos me habéis dicho es verdad.

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—Es una cuestión de tiempo —alegóCampeggio—. El Rey puede llegar a cansarse,viéndose rechazado una y otra vez; la dama puedeceder. Se afirma que la Reina padece hidropesía,aunque esto mismo ha sido negado en otrosmedios. Con un poco de tiempo por delante,pueden suceder muchas cosas. Enrique ha llegadoa esa edad en que los hombres cambianfácilmente de objetivo. Quizás le dé por otradama menos terca. Confiemos en que...

El Cardenal guardó silencio de pronto,interrumpido por una serie de chillidos máspenetrantes que los que habían oído hasta aquelinstante, los cuales dominaron por unos segundosel ruido general. Clemente se estremeció. Sucorazón tornaba a formularle reproches. ¡Quéestrepitoso fracaso el suyo! Las lágrimas seagolparon en sus ojos.

—Son mis ovejas —dijo—, y yo no puedohacer nada para protegerlas.

Campeggio, sin la menor brusquedad, comosi formulara una sencilla declaración, contestó:

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—Vuestra Santidad es su pastor espiritual.En el plano puramente físico las ovejas nodisponen más que de un medio para defenderse:tienen que aprender a luchar. Sea cual sea lasituación planteada siempre resultanenormemente superiores en número a los lobos.

Estos comentarios no proporcionaronningún consuelo a Clemente, quien, sin embargo,acertó a ver en Campeggio una capacidad deaislamiento, un despego, que él no poseía,realizando entonces otro intento para cortar suslágrimas.

—Aludisteis a lo que podía ocurrir al cabode un poco de tiempo...

—¡Ah, sí! Estaba pensando, puesto que losfranceses han quedado muy por debajo de lastropas del Emperador y los ingleses no nos hanhecho caso, que debemos cifrar todas nuestrasesperanzas en un arreglo con Carlos. No me esposible leer en el futuro pero me imagino queEnrique procederá igual. Ya se ocuparán sustraficantes en lanas de que sea así. Y mientras se

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forja esta paz entiendo que esos asuntos trivialestales como el de si Enrique está casado o no loestá...

Campeggio comprendió que estaba a puntode formular un consejo que nadie le había pedido,apresurándose a añadir entonces:

—Perdón, Santidad. No soy yo el másindicado para aconsejaros.

—Yo os autorizo a hacerlo, si es quepodéis.

—Ese asunto debería ser aplazado. No digotanto como archivarlo, olvidándonos de él, ya quetal decisión provocaría el enojo de Enrique.Simplemente: habría que aplazarlo todo eltiempo que fuese posible. Existen tretas paraconseguir esto, bien conocidas por todos loshombres de leyes.

—En el caso de que yo esté libre en elmomento oportuno y pueda usar de ellos —apuntó Clemente, volviendo a pensar en suinmediato futuro. A continuación aludió a algoque era lo que más le atormentaba—. Creo que

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me equivoqué al venir aquí. No debí dejarmepersuadir. Debí haber seguido donde estaba. Talfue mi intención. Al menos mi actitud habríavalido por toda una afirmación de fe y miautoridad no habría sufrido lo más mínimo.

—De no haber venido aquí a estas horasestaríais muerto. De esto estoy completamenteseguro.

—¿Creéis que se hubieran atrevido...?—Esos soldados están borrachos y tienen

ganas de pendencia. Volverían a crucificar aCristo si eso estuviese en su mano. VuestraSantidad debiera...

Campeggio se interrumpió. Ya estabaformulando otro consejo.

—Debiera, ¿qué? —inquirió Clemente convoz dulce.

—Debierais iros de aquí, Santidad. Tendríaisque poneros bajo la protección del Emperador.No sé si estaré en un error pero yo creo que lode hoy abrirá una brecha entre el Imperio real ylos principados germanos. El Emperador y el

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Imperio quedarán a vuestro lado. Después detodo Carlos no ha sido todavía coronado. ¿Quéotra persona podría ocupar vuestro lugar con esteúltimo fin?

Así pues, las horas de aquella espantosanoche siguieron pasando, en tanto que en una delas habitaciones superiores de la fortaleza losdos hombres hablaban, tocando una serieinterminable de temas.

Antes de que el año hubiera llegado a sutérmino, Clemente, siguiendo el consejo deCampeggio, huía a Orvieto, colándose entre lasfilas de sus enemigos disfrazado de trabajador,con su correspondiente saco al hombro. Llevaba,grabadas en su memoria, las imborrables escenasdel saqueo de Roma, las cuales fortalecían sudeterminación de no volver a enemistarse con elEmperador. Anexas a esos recuerdos o, mejordicho, pegadas a ellos, como podían estarlo unosgemelos a los ojos, se hallaban las otras cosasque el Cardenal le explicara: que Enrique era un

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hombre de Iglesia, incapaz de convertirse alluteranismo por el hecho de haberse ofendidopor una causa u otra; que no convenía a losintereses de la Iglesia que Ana Bolena llegase aser proclamada Reina de Inglaterra; que sólo senecesitaba tiempo y más tiempo para verlo todosolucionado...

Abrigaba también la convicción Clementede que Campeggio sabía prever losacontecimientos. Evidentemente, podía confiaren el Cardenal, quien se hallaba bien informado.Si en el curso de los años inmediatos, taninciertos, necesitaba alguna vez una persona paraque llevase a cabo una misión particularmentedelicada, la elección recaería en su improvisadoconsejero.

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VII

«... ella no mostró su desagrado a AnaBolena ni al Rey, ni tuvo arranques de mal genioque pusieran de relieve que les guardaba rencorsino que tomaba casi todas las cosas muyprudentemente y con gran paciencia».

Cavendish. «Life of Wolsey».

Greenwich, junio de 1527

Cuando entró Enrique, Catalina se puso enpie, saludándole con un gesto de grave respetoantes de revelar discretamente el infinito placerque su visita le causaba. Ni siquiera en susreflexiones, ni a solas, se atrevería ella amotejarle de olvidadizo. Y no obstante eraimposible desestimar un hecho cierto: susencuentros en privado iban espaciándose más y

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más.Catalina se decía que él andaba muy

ocupado, que los asuntos de Estado absorbíantodo su tiempo, cosa que ella, hija de Fernandode Aragón y de Isabel de Castilla, aprobaba sinregateos. Los reyes tenían que tomar su oficio enserio. Catalina se había dicho muy a menudo,atreviéndose incluso a insinuarlo con delicadeza,que Enrique cedía demasiadas cosas a Wolsey.Tal dependencia, hasta en su más inocenteaspecto, no estaba nada bien, ya que Wolseycontaba veinte años más que su Rey y tenía quemorir o caer en el abismo de una ancianidadinútil. Era mejor que Enrique fueraacostumbrándose a gobernar sin su ayuda.

Había llegado a creerse la explicación quese inventara para justificar el apartamiento deEnrique. Sin embargo, no era ninguna necia ysabía perfectamente que todos los hombres, porocupados que estén, encuentran siempre tiempopara departir con la mujer que acapara su interés.A Enrique ella ya no le inspiraba ninguno.

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Admitíalo, entristecida pero con resignación. Nopodía culparse a nadie por aquello. Era inevitable.El fenómeno arrancaba de las fechas de susrespectivos nacimientos.

Sólo seis años de diferencia... Nadaexagerada ciertamente ésta. Pero, ¡cómo pesaba!

Aquellos seis años habían abierto un abismoinsalvable entre una criatura de diez y una chicabien desarrollada, en edad de contraermatrimonio, con sus dieciséis... Habíanse vistopor vez primera cuando él le diera la mano dentrode la Catedral de San Pablo, para conducirla alpie del altar, donde la esperaba su hermanoArturo. Catalina había visto en él a un muchachoapuesto y luego abrigó la esperanza de que suprimogénito heredase la robusta naturaleza de sutío Enrique antes que la endeble del padre.

Tras esto, con los meses que fuerontranscurriendo, su separación había disminuido.Enrique se convirtió al correr del tiempo en unjoven de dieciocho años, desarrollado casi porcompleto, vivaz, habituado a respirar en un

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ambiente de gran respeto hacia su persona,especialmente desde que a causa de la muerte deArturo se había transformado en el heredero deltrono.

Entre un muchacho de dieciocho años y unajoven de veinticuatro —la cual desde la muertede su esposo, tras unos meses de «matrimonio»,había vivido como una monja—, no parecíaexistir abismo alguno. Se casaron: los doslloraron juntos al primer hijo, que nació muerto yse alegraron —¡oh, hasta qué punto!—, delnacimiento de otro vivo. Unificados en el gozocomo en la desgracia, habían organizado unaserie de festejos para celebrar el fausto suceso...Más adelante, uno al lado del otro siempre,compartiendo el mismo pesar, habían visto aaquel hijo amortajado antes de quedesaparecieran del palacio y las calles las señalesexteriores que evidenciaban un regocijo popular,más allá del ámbito familiar real.

Teniendo él veinticinco años y ella treinta yuno, habíanse vuelto a apoyar en la cuna de otro

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hijo vivo, una niña esta vez, una criatura menuda,cuya salud no era muy buena pero que aún vivía yque venía a ser una buena señal. Eran todavíajóvenes; podían abrigar todavía la esperanza detener un hijo, un hijo que viviera, como suhermana.

Demasiado pronto, quizás, se inició laseparación de Enrique y Catalina. Aquél seencontraba en la flor de la vida; ésta se disponía aentrar en la edad media. Los repetidos partoshabían estropeado su cuerpo; las sucesivasdesilusiones habían producido también su efecto.Continuaba sin llegar el hijo... Catalina habíarezado, había impetrado el favor de Dios, de laVirgen y de los santos con tal insistencia que aveces ella pensaba que debían estar cansados deoírla. Había visitado como peregrina algunosmonumentos sagrados y pagado para que fuesenrecitadas preces en su nombre. Había sidocaritativa y paciente, procurando en todomomento no dejarse llevar de la desesperaciónporque esto suponía incurrir en pecado... Y ahora,

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en aquella brillante mañana de junio del año1527, Enrique tenía treinta y seis años, siendo unhombre apuesto, bien formado, de endurecidosmúsculos, hallándose en la plenitud desde elpunto de vista sexual, en tanto que ella contaba yacuarenta y dos años y no podía esperar ningúnhijo... El abismo que les separaba no había sidonunca tan grande.

Bajo su decidido sometimiento a la voluntadde Dios alentaba una turbadora sensación defracaso. Había fracasado como esposa pues todoslos hombres, incluso un zafio campesino, unrústico patán cualquiera, sin otra posesión que sunombre, quizás, todo lo más, con un viejo burro yuna guadaña por todo capital, ansiaban tener unhijo... Igual, exactamente igual que el Rey deInglaterra. Había decepcionado a los ingleses.Aquel curioso, en tantos aspectos raro país,dentro del cual los extranjeros eran poco o nadaestimados, se había entregado a ella, esperandosus súbditos que les diese el heredero que todosansiaban. Sin embargo, la sensación de fracaso

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tenía sus paliativos. Cuanto había ocurridorespondía a la voluntad del Altísimo. Y despuésde todo allí estaba María. En fin de cuentas lamadre de Catalina había sido reina por derechopropio y pocos gobernantes del mundo habíanlasuperado en prudencia y sabiduría. ¿Por qué notenía que parecerse María a su abuela? Pese a sujuventud se adivinaban en la niña excelentescualidades: gravedad, inteligencia, integridad yvalor.

Catalina había pensado instantáneamente ensu hija nada más oír a Enrique decir:

—Debo hablaros de un asunto de sumaimportancia.

Enrique se expresaba en un tono natural,afectuoso, dirigiéndose a Catalina pero mirando asus damas, todas ellas alegres y esplendorosascomo flores con sus vestidos de verano. Catalina—tenía que hacerle justicia—, no era una mujerdesaliñada, como tantas personas de su sexonotablemente piadosas, ni acostumbraba arodearse de damas feas y viejas, de manera que

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por comparación con ellas pudiese resultargraciosa, elegante e incluso joven. Entre el corrode mujeres que se movían por las inmediacioneso hablaban había más de una que hubiera podidoatraerle poderosamente de no hallarseenamorado ya de otra.

Sí. Estaba verdaderamente enamorado yaquella media hora que se disponía a vivir, quesospechaba iba a ser la más penosa y difícilmedia hora de su existencia, tendría unaconsecuencia: la ruptura de la barrera interpuestaentre él y lo que su corazón ansiaba. Tratábase deuna de esas pruebas que justificaban el título decaballero. Y era ineludible. Tenía que darforzosamente aquel paso.

¡Santo Dios! ¡Lo que hubiera dado él porqueen lugar de tal empresa le hubiera sido ofrecidaotra más ardua si cabe pero realizable por símismo o en combate violento con un supuestoenemigo! Catalina sufriría con aquel encuentro ya Enrique le desagradaba profundamente tenerque ensañarse con una mujer.

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Le dijo que se sentara, tomando asiento él asu vez. A continuación se puso en pie paraasomarse a una de las ventanas de la habitación.«Un asunto de suma importancia», había dicho alllegar. Pero por espacio de varios minutos no seocupó más que de cosas triviales. Lomo Wolseyen otra ocasión, Catalina halló su conducta rara,no habitual en su esposo. Como Wolsey también,deseaba con verdadera ansia serle útil.

—Me parece estar adivinando lo quepensáis, mi señor —dijo Catalina—. Queréisreferiros, sin duda, al compromiso de nuestrahija con el Delfín de Francia. Os diré que hereflexionado bastante sobre ese asunto y creoque es lo mejor que se puede hacer.

«Esto le agradará», pensó ella.A todo esto, Catalina no hacía otra cosa que,

una vez más, enfrentarse animosa con una crueldesazón. María había estado destinada a ser laesposa de Carlos, Rey de España, Emperador delSacro Imperio Romano. Tal compromiso habíasatisfecho el arraigado sentimiento familiar de

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Catalina, con su promesa de unir a los dos paísesque ella amaba más, su España, en la que habíanacido, e Inglaterra, su país de adopción, que tancariñosamente la acogiera. Pero Carlos habíadecidido no esperar a María sino casarse con otrade sus primas, Isabel de Portugal. Y luego,Enrique y Wolsey, arrojando su peso sobre elextremo francés del columpio europeo, habíanpensado en que María contrajera matrimonio conel Delfín de Francia. Francia, la antigua enemigade Inglaterra y España.

Catalina había necesitado mucho tiempo yno pocos esfuerzos para acomodarse a aquellaidea pero al fin había conseguido su propósito yahora ofrecía su aceptación a Enrique como sifuese un ramillete de flores, esperando que suspalabras le complacieran.

Enrique respondió con cierta brusquedad:—No he venido aquí para hablar de María.

Vine para hablar de nosotros.—¿De nosotros?La expresión, un tanto triste, del rostro de

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Catalina se dulcificó. Quizás también él sehubiera dado cuenta de su creciente separación;quizás hubiera comprendido Enrique que apartede las relaciones físicas entre marido y mujerexistían otras de carácter menos material...Últimamente había estado rezando para que Diosiluminara su mente en tal sentido; posiblemente,una de sus plegarias, por lo menos, había sidoatendida.

—Sí —respondió a su pregunta,escuetamente, Enrique.

Y luego fue como si de pronto se hubieravisto ella plantada en una firme y soleada terraza,desde la cual se dominara la impecable superficiedel mar, estremeciéndose levemente, haciendorecordar con sus sucesivas coloraciones eljacinto, el zafiro, el jade... Casi instantáneamenteuna gigantesca ola gris habíase levantado paraabsorberla, lanzándola seguidamente contra unasafiladas rocas, recogiéndola a continuación,moribunda, no muerta, desmadejada, yendo aparar después a una desconocida y desolada

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playa.Nunca fue capaz de recordar Catalina,

posteriormente, las palabras que él pronunciara,ni siquiera el tiempo que estuviera hablando.Pero no se le escapó su significado. El y ella nohabían estado casados jamás; habían vivido enpecado, quebrantando la ley de Dios; ella no erasu esposa sino la esposa de Arturo y todosaquellos bebés preciosos que habían nacidomuertos o fallecieran a los pocos días de nacerconstituían la prueba irrefutable de que elTodopoderoso había maldecido su unión.

Cuando por fin logró hablar, Catalina oyó supropia voz como un débil quejido, como elúltimo grito de una persona que está a punto demorir estrangulada.

—Pero, Enrique... El Papa... concedió unadispensa especial. Él sabía... todo el mundo losabía... que el pobre Arturo y yo...

«Tengo que recobrarme y expresarme conentera firmeza. Esto es una insensatez. Deborefutar sus afirmaciones.»

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—Arturo y yo... —¡Ah! Esto era mejor;acababa de reconocer su voz—. Arturo y yo noscasamos. Tuvo lugar la ceremonia y durantevarias noches compartimos el mismo lecho. Peroél era un niño y además se encontraba enfermo.Yo estuve durmiendo con un chiquillo enfermo.Sabedor de esto, el Papa concedió la oportunaautorización para nuestro matrimonio.

—Estábamos engañados, Catalina. El Papano tenía ningún derecho a expedir esa dispensa.Esto es algo de lo cual me hallo completamenteconvencido, exactamente igual que muchoshombres instruidos a los que he consultado endemanda de consejo. El nuestro fue unmatrimonio extralegal y sus consecuencias locondenan.

—¿Estáis pensando acaso en nuestros hijos?Vos sabéis que en todas las familias sucedenpercances como los que nosotros hemos vivido:hay alumbramientos penosos, niños que nacenmuertos, criaturas que no sobreviven al parto...Tenemos a María. ¿No constituye ella una prueba

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viva de que nada de maligno ha encerrado nuncanuestro matrimonio? Se dice —yo lo sé—, queel hombre que se casa con la mujer de suhermano no tendrá nunca hijos. Vuestra situaciónno es esta. Y yo no fui jamás, jamás, jamás, laesposa de Arturo. Lo sabéis perfectamente.Sabéis que llegué a vuestros brazos tan virgencomo cuando nací.

Después de todos aquellos años, en elmomento en que forzaba la voz, tan prontoaccionaba las manos con espontaneidad, seadvertía su origen español. En otro tiempo,Enrique, al estudiar su acento y sus gestos, loshabía hallado fascinantes; ahora aquéllos ledisgustaban, como puede disgustar un manjarpreferido convertido en plato corriente yobligado. Y aquella alusión a la virginidad,procedente de una mujer que ya iba entrando enaños, cuyo cuerpo se ensanchabaprogresivamente, cuya sensibilidad se había idoapagando, considerábala extemporánea, fuera delugar. Su irritación le hizo enmudecer, de

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momento.—Vuestro padre y el mío —manifestó

Catalina—, dos de los más sabios príncipes de laCristiandad, estimaron la dispensa satisfactoria.

—No —contestó Enrique, sintiendo por vezprimera terreno firme bajo sus pies—. Mi padretuvo sus dudas y de ellas habló en su lecho demuerte.

Esto era cierto y Enrique se apoyó en aquelrecuerdo igual que un hombre que sintiéndosevacilar se aferrara a una sólida pared. Enrique VII,que durante años había hecho cuanto estuviera ensu mano para que la joven viuda continuaseviviendo en Inglaterra, que había llegado a pensarincluso en desposarla él mismo, porque por sucarácter avaricioso no soportaba siquiera la ideade dividir su dote, que había obtenido del Papa elpermiso para que Catalina se casara con susegundo hijo, había visto en la hora final de suvida el poro valor de las cosas materiales. Enaquellos momentos decisivos había pronunciadounas palabras confusas que Enrique prefiriera

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ignorar entonces.Enrique, el segundo hijo, más corpulento,

más fuerte, en todos los aspectos, salvo en el dela edad, superior a Arturo, había envidiadosiempre a su hermano. Codició desde unprincipio la herencia de aquél y más tarde laprincesa que le había tocado en suerte. Catalina,en su primera época, había sido el sueño de todoslos muchachos de la edad del futuro rey, por sufigura, por su lindo rostro, por su amenaconversación; sus graves modales españoles leprestaban el encanto de lo exótico y a pesar de suorigen tenía los ojos azules y los cabellos rubios;el inglés que hablaba, curiosamente acentuado,resultaba agradable al oído...

Él la había conducido al altar deseando entodo momento ocupar el puesto de Arturo. Ycuando ocho años más tarde, encontrándose juntoal lecho en que su padre agonizaba, ovó laadvertencia de éste, formulada en voz muy baja,pensó: «Se halla muy débil; no sabe lo que sedice. Pidió la dispensa y Julio se la concedió y

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yo me casaré con ella. ¿Por qué no?»Pero ahora le venía muy bien mencionar al

padre.—Él sabía que aquello estaba mal. Yo era

joven y terco y preferí ignorar su aviso. Ahorame doy cuenta de que tenía razón. Wolsey haabordado al Papa sin ningún resultado hasta elpresente por razones que conocemosperfectamente. Pero Wolsey y Warham hablarondel asunto, llegando a la conclusión de quenuestro matrimonio era materia que habría quesometer a un debate. En esto estamos...

Hasta aquel punto habían llegado las cosas yella sin saber una palabra.

Catalina recordó entonces determinadosepisodios vividos a lo largo de las semanasanteriores. Había veces en que, a lo mejor, seacercaba a un corro de damas que charlabancomo cotorras, las cuales se quedabansilenciosas de súbito, nada más verla. ¡Estabaninformadas de aquel asunto! Wolsey poseíamedios personales para llegar hasta el Papa; su

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discusión con el Arzobispo pudiera haber sidomantenida en secreto pero las cuestiones de tantatrascendencia como aquella burlaban todo génerode precauciones. Sus damas lo sabían todo; ellani una palabra. Una tremenda descortesía porparte de su esposo, una grave falta... que enseguida se apresuró a disculpar.

—Alguien os ha aconsejado mal, milord.Ni él ni ella lo comprendieron entonces

pero la verdad era que Catalina, en seis palabras,había expresado su opinión y no surgiría nadiecapaz de hacerla pensar de otra manera. Estabaconvencida de que Enrique, por sí solo, nohubiera podido llegar a albergar aquellas ideas nia actuar tan descortésmente. Habían sido dosesposos felices y él se había mostrado siempreconsiderado, atento. Desde luego, había obradocon cierta ligereza al llevar a la Corte al Duquede Richmond pero en fin de cuentas lo lógico enun hombre era que amase a su hijo, auntratándose de un bastardo. Que ella supiera lehabía sido infiel dos veces. Circulaban rumores

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referentes a una tercera ocasión que databa dehacía mucho tiempo pero Catalina había desoídoaquéllos. Un rey dispone siempre deoportunidades ilimitadas para tales cosas; estáexpuesto a múltiples tentaciones... Así pues, laconducta de Enrique constituía en realidad un«record» en cuanto a perfección. Y todo estohacía el golpe que le había asestado más cruel.Pensaba al mismo tiempo Catalina, sin embargo,que su esposo no era enteramente responsable dela situación planteada.

Sí. El responsable era Wolsey. Wolseyhabía aspirado de siempre a una sólida alianzacon Francia y aquel hombre era tremendamenteastuto. Se había aprovechado del gran deseo deEnrique: tener un descendiente varón. Hallábaseen aquellos momentos en Francia, especulandosobre el probable casamiento del Rey con algunaesplendorosa muchacha de brillantes ojos con uncuarto de siglo por delante de maternidad...

Pensó en el rápido ciclo vital, en lafugacidad de los años, con su inevitable secuela:

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doncella, madre y estéril... Las sucesivas etapaseran tan irremediables como la trayectoria solar.

De pronto comenzó a llorar, sorprendiendoa Enrique pues Catalina lloraba raras veces.Brotaban lentamente las lágrimas de sus ojos,deslizándose por las mejillas, igual que si lasangre de la Reina hubiera dado con una salida alexterior y la pérdida de la misma le restasefuerzas para subrayar su espontáneo gesto con ungemido o con unas frases de recriminación.

—No —le rogó él—. Por favor, no lloréis.Yo no he tenido en ningún instante la intenciónde haceros llorar.

Se portaba como un niño grande quetonteando hubiera causado a su madre, sin querer,un gran daño.

—Todo seguirá igual —dijo Enrique,queriendo tranquilizarla—. Ha pasado ya bastantetiempo desde... desde aquellos días en quevivíamos como marido y mujer. Esto significasolamente la separación de nuestras residencias,para guardar las formas. Podéis disponer de la

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casa que más os guste, de cualquiera de ellas, dela que prefiráis. Gozaréis de toda clase dehonores y consideraciones. Seríais la PrincesaViuda.

(«Sí, lo sé. Fui torpe y te herí... Pero nollores. Toma, muerde un poco de mi manzanapero, por favor, no llores.»)

Catalina se llevó angustiada las manos a laboca, oprimiendo sus labios con fuerza, deseandocortar el hilo de sus lágrimas, ansiando evitar eltemblor de aquéllos. Tenía muchas cosas pordecir. Había de decirlas con claridad, confirmeza, antes de que aquel terrible disparatecontinuase progresando.

—Soy vuestra esposa, Enrique. No existenada que pueda alterar este hecho. El Papa actualno anulará jamás una dispensa concedida muyjustamente por su predecesor. No hay ni quepensar en esto. Viva donde viva, ocupe laposición que ocupe dentro y fuera de la Corte,seguiré siendo vuestra esposa. Lo he sido porespacio de diecisiete años y lo seré hasta la

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muerte. —Catalina observó que la expresión devergüenza, apreciable hasta aquel momento en elrostro de Enrique, desaparecía para dejar paso aotra de enfado—. Si es que hay por en medio... sies que hay otra mujer... seré discreta. Me doycuenta de que ya tengo algunos años y carezco deatractivos. Si habéis hallado una mujer capaz dehaceros feliz me resignaré y rezaré por los dos.Ahora bien, no puedo tolerar que se enfoquenuestro matrimonio como si nunca hubieseexistido. Eso es imposible. Sería una perversidad.

—¿Es una perversidad querer enmendar ungrave error?

Catalina notó que el tono de su voz erainusitadamente bronco.

—Es una perversidad pretender que yo no hesido otra cosa que vuestra amante y que María esel fruto de una unión ilegal.

—¡Pretender, pretender! Cualquiera diríaque este es un juego que yo me he inventado paradistraerme. Habéis hablado de María... ¿No escierto que cuando se discutió el asunto de su

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compromiso con el Emperador, los abogadosespañoles pusieron sobre el tapete la cuestión desu legitimidad? Cuando el compromiso francésse habló de lo mismo... Esto no es nada que yome haya sacado de la cabeza. Es un hecho real,irrebatible. Si sólo anduviese por en medio miimaginación, ¿no me habría dicho Clemente yaque no existía el problema a que he aludido?¿Pero es que creéis que de no haber tantas dudassobre la validez del matrimonio Wolsey yWarham se habrían molestado en reunirse ensesión solemne? Se produjo un error tiempoatrás y hemos de pagar las consecuencias, quetambién alcanzarán a María. Con todo, ese errordebe ser enmendado. Vamos, Catalina. Aceptad lasituación, como yo he hecho... No se derivará deello tanto mal como os figuráis. Yo os quiero,tanto a vos como a María, como bien sabéis. Ellarecibirá el mismo trato de siempre y yo veré envos a mi... mi hermana favorita.

Catalina sabía que de ceder en aquelmomento conservaría su amistad para toda la

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vida. Algo podía salvarse del naufragio: su buenavoluntad. Si ella le facilitaba las cosas élprocuraría hacérselas agradables o soportables, almenos. Pero no era en su persona en quien habíade pensar Catalina en aquellos instantes...

Ella no había contado nunca para nada. Elenlace con el heredero del trono inglés habíasido proyectado pensando en favorecer a España.Después de la muerte de Arturo había pasado unlargo período de tiempo esperando la decisión aadoptar por su padre y el de Enrique, queestudiaban el problema que implicaba la elecciónde un nuevo esposo y la cesión de su dote. Porpura casualidad, su unión con Enrique le habíaproporcionado alguna felicidad. Al ser planeado,sin embargo, nadie se había preocupado depedirle su parecer. Por último, vivía aquelepisodio increíble. Su suerte no le interesaba anadie. María era la única persona que había quetener en cuenta.

—Durante todo el tiempo que viva meconsideraré vuestra esposa y seré la reina

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Catalina. Y María será lo que es: vuestra únicahija legítima. A espaldas mías, lo cual supone unagrave desatención, habéis recurrido al Papa, sinlograr nada positivo. Le pediré que considereatentamente mi caso. Escribiré al Emperadortambién. La dispensa original, concedida porJulio, se encuentra en Roma o en Madrid. Quesea sacada de los archivos y estudiadadebidamente, a ver si hay algún fallo quejustifique vuestros escrúpulos de conciencia trastantos años de convivencia. Sois mi esposo, mirey, mi señor. De acuerdo con las leyes divinasos debo obediencia y en cualquier otro asuntoque me planteéis seguiré vuestras instrucciones.Pero si me pedís que acepte algo que niegaautoridad al Pana y que desmiente la santidad delmatrimonio y la legitimidad de nuestra hijaentonces he de contestaros que os excedéis envuestras pretensiones.

Enrique, que conocía bien a su esposa, juzgóque desde aquel momento en adelantemalgastaría cuantas palabras pronunciase. Las

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lágrimas habían hinchado los ojos de Catalina.Con la mandíbula adelantada, reflejando unelocuente gesto de obstinación, parecía ahora un«bulldog».

—Ya veremos —contestó Enrique, dando lavuelta para encaminarse a la puerta de lahabitación, de la que salió pisando más fuerte quede costumbre.

Estaba entonces muy lejos de ser el tiranoen que se convertiría años después. Pero leagradaba imponer su voluntad y estaba habituadoa verse complacido. La actitud de Catalina enaquellos instantes era decisiva. El Papa eraprisionero del Emperador y habría sido un granavance para la causa de Enrique facilitar alsiguiente emisario una prueba, cualquiera, de queCatalina se mostraba conforme con la anulación.La fidelidad de ésta a la Iglesia y su piedad erande todos conocidas. De haber admitido que ellasentía los mismos escrúpulos de conciencia nose habrían suscitado más discusiones.

Ahora se haría interminable aquel caso...

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¡Qué bonita manera de agradecerle sus añosde devoción y la paciencia que había demostradoante tantos natalicios frustrados! Nunca le habíaformulado ningún reproche, nunca se permitieraEnrique exteriorizar su disgusto más rudamenteque ella.

Era la pérdida de tiempo lo que más lemolestaba. Sobre el resultado final no abrigaba lamenor duda. El Papa le necesitaba y en últimotérmino se avendría a sus deseos. Pero, claro,alegaría que el caso de Catalina tenía que serestudiado detenidamente. Pasaba otro verano yallí estaba él, un hombre fuerte, lleno de salud,ardiente, entre una esposa de la que se hallabacansado y una mujer joven a la que ansiabaposeer. Posiblemente, ningún hombre habíaexperimentado jamás un sentimiento tanimpetuoso como aquel que animaba susdecisiones. Ahora bien, se enfrentaba con dosmujeres igualmente tercas. Una se aferraba a unmatrimonio que, según él le había explicado ya,no tenía nada de legal; la otra exigía el mismo

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como precio de su entrega. Comprendía mejor aAna, naturalmente, por hallarse enamorado deella. Todas las mujeres se preocupaban de subuen nombre. El de Catalina no corría peligro.Todo el mundo la miraría como la desventuradavíctima de un error. Simplemente: se obstinabaen mostrarse orgullosa y nada servicial.

Pensó que lo primero que tenía que hacerera demostrar que sentía verdaderamente cuantohabía dicho. Y sabía de un medio muy agradablepara lograr su propósito.

Su faz se iluminó, sus movimientos setornaron más ágiles y sus pasos más rápidos.

A los diez minutos se hallaba montado en sucaballo, dirigiéndose a galope tendido a Hever.

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VIII

«Luego sucedieron otras cosas que setransformaron en materia de reflexión paratodos... Aquel secreto amor, largo tiempoescondido, que uniera al Rey con Ana Bolena,comenzó a trascender, llegando a los oídos desus súbditos.»

Cavendish. «Life of Cardinal Wolsey».

Hever, junio de 1527

Junio de nuevo. Cantaban los cuclillos enlos bosques de Kentish y florecían las rosas en eljardín de Hever. Había llegado otra vez el tiempode los enamorados y nada había cambiado, salvoque él se mostraba más impetuoso que nunca y seimpacientaba, consciente de que los mesespasaban...

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Había vuelto a formular su súplica. Le pedíaa Ana que regresara a la Corte.

—No me es posible venir a Hever cuando seme antoja, querida. Y los días en que no puedoverte los considero perdidos. Te necesito enLondres. ¿Por qué te niegas a salir de aquí?

—Accedí a tus deseos en mayo y tú mebuscaste tan abiertamente que de haber seguidoallí unos días más hubiéramos dado que decir a lagente e incluso provocado un escándalo.

—Se trataba de la fiesta del 1.º de mayo —respondió él humildemente—, y todo el mundoprocura divertirse ese día.

—Eso fue lo que nos salvó, quizás. Creo quela Reina no llegó a concebir sospechas. Pero sivuelvo, si se repite lo anterior... Mira, Enrique;no me agrada sorprender a la gente hablando demí, vigilándome, inventando cuentos; tampocome gusta andar escondiéndome de todos, pisandoterreno falso.

—Es que las cosas han cambiado, Ana. Fuienteramente franco con Catalina. Le dije que he

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dejado de ver en ella a mi esposa y...—¿Aludiste a mí?—No. No había llegado el momento

oportuno para eso. Ella estaba trastornada. Ella...ella... Bueno, eso me tiene sin cuidado. Soy unhombre libre e intento conducirme como tal.Wolsey está ahora en Francia y cuando regrese lediré con toda claridad que no pienso casarme conesa Renée que me ha buscado. Quiero verte a ti ami lado. No quiero andar con tapujos. Yo te heescogido a ti y tan pronto queden cubiertosciertos trámites legales nos casaremos. ¿Quétema de conversación pueden hallar en esto losque andan por los rincones de palaciomurmurando?

—Expresada la cuestión en tales términos,nada que decir tendrán, en efecto. Pero yoprefiero continuar aquí mientras se cubren esostrámites. Van a requerir mucho tiempo. El mespasado el Cardenal y el Arzobispo iban aocuparse de la cuestión de tu matrimonio paradeclarar éste nulo. Luego todo se quedó en nada.

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—Una racha de mala suerte —comentóEnrique con un dejo de impaciencia en la voz—.¿Quién hubiera podido prever que mientras losdos se reunían llegarían a nosotros noticiasanunciando que el Papa había caído prisionero?Él es quien ha de decir la última palabra. Asípues, Wolsey y Warham no pudieron hacer otracosa que proclamar abierto el debate sobre mimatrimonio. Es lo que dijeron los dos, en susector las máximas autoridades. Esto mejustifica. Las noticias procedentes de Romacausaron una impresión tremenda. Todo toma ungiro favorable, sin embargo, y puede ser inclusoque la cautividad del Papa redunde en beneficionuestro.

Ella dirigió a Enrique una miradainterrogante.

—En uno o dos aspectos... Un hombredesvalido —y Clemente en estos instantes lo esde veras—, busca siempre con ansiedad alposible aliado. Tan pronto como su lento cerebrose percate de la situación comprenderá que su

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única esperanza soy yo y Francisco de Francia.Ambos podemos acudir en su ayuda. También —yesto fue una inspirada idea de Wolsey—, cabe laposibilidad de argumentar sosteniendo que unPapa prisionero no puede realizar las funcionesinherentes a su alto cargo, radicando entonces suautoridad en los Delegados con que cuenta encada país. Este razonamiento apunta a Wolseydentro de Inglaterra y Wolsey será quien medevuelva de un modo efectivo la libertad.

Enrique subrayó estas palabras chasqueandoexpresivamente los dedos.

—¡Para que te cases con Renée de Francia,no conmigo!

—Acabas de dar en el quid de la cuestión,cariño —dijo Enrique devotamente—. Lo quecuenta aquí es lo que declaró. Admitió que mimatrimonio es un asunto discutible y que endeterminadas circunstancias puede asumirpoderes sólo reservados normalmente al Papa.No se puede ir atrás ya. No se puede volver haciamí, su Rey, para decirme: «Os dejo en libertad

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para que os caséis con la francesa y no con lamujer que amáis.» ¡Santo Dios! ¡Una cosa así lecostaría la cabeza!

La faz de Enrique enrojeció. Sus ojosparecieron agrandarse.

—Se trata tan sólo de una suposición.Wolsey desea complacerme. Esta ha sidosiempre su actitud. Yo le he encumbrado y él es,fundamentalmente, un hombre agradecido.Refunfuñará un poco... Siempre ha sentidograndes simpatías por Francia y como se vahaciendo viejo se aferra más que nunca a susviejas convicciones. Le gustaría que me casaracon una francesa, desde luego. Pero cuando sepaque es a ti a quien yo llevo en mi mente y en micorazón y que no estoy dispuesto a transigir,cederá. Wolsey es como... —Enrique rebuscó ensu mente, deseando hallar un símil adecuado y loencontró. Era el fruto de sus prolongadascorrerías por la campiña inglesa, en el transcursode las cuales se le presentaba más de una ocasiónde charlar con granjeros, pastores y herreros, así

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como molineros y labradores. Tales entrevistashabían fijado las fuertes raíces de su popularidadentre la gente corriente—, como esos viejoscaballos que en los últimos días de su vida sondestinados a mover las ruedas de los molinos. Alprincipio es preciso taparles los ojos, a fin deque no se sientan aturdidos, a fin de que no semareen. Luego se acostumbran a la tareacotidiana y entonces se les quita el trozo de pañoque les impedía ver. Tomás, con sus ojos tapados,ha empezado a recorrer el camino al final delcual hallaré mi libertad y creo que ha sonado yala hora de quitarle el trapo, la venda. Cuandovuelva de Francia quiero que te vea a mi lado ya,que sepa la verdad.

—Y por tal razón —dijo ella con un gestoligero, frívolo, que siempre sorprendía en supersona—, tú me necesitas en la Corte.

—¡Cómo te gusta meterte conmigo! Llegaráun día —la voz de Enrique se oscureció—, enque se invertirán los términos.

Estaba pensando en la forma en que

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sucedería aquello y se veía a sí mismo, junto aella, tendidos en un lecho, desnudos. ¡Oh! Él sevengaría —una dulce venganza la suya— demuchas cosas, de cuando ella había reído sinconfesar la causa, de sus burlonas palabras,semejantes a las que acababa de pronunciar, deotros detalles más sutiles, de miradas, de frasescon las cuales Ana había reforzado el lazo que lesunía. Llegaría un día en que su devoción, supaciencia, su inquebrantable fidelidad, su amor,serían espléndidamente recompensados.

Enrique respondió solemnemente:—No, no es por eso por lo que yo te

necesito en la Corte. Es una razón la que yo heexpresado, pero existe otra más, de superiorurgencia. Tienes que comprenderla porque, muyacertadamente, te preocupas de tu buen nombre.Yo también me preocupo del mío. Sé lo que dirála gente. Enrique de Inglaterra se ha cansado desu esposa, enamorándose de una cara bonita. Lagente simple suele impregnar de simpleza susideas, cortándoselas a su medida. Se reirán

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cuando sea mencionada mi conciencia. Raro seráel hombre que acierte a comprender la verdad, esdecir, que siento escrúpulos de conciencia y queestoy enamorado de ti y que una cosa no tienerelación con la otra. A mí me parece que no hahabido nunca un hombre que se haya encontradoen una situación semejante a la mía. Está miconciencia... Muchos me dirían que me refugiaseen la idea de que Julio sancionó favorablementemi matrimonio. Luego viene mi carencia de unheredero. Nada hay de notable en eso. Otrosmuchos hombres pasan por lo mismo y seconfían a la voluntad de Dios. Así llegamos a laverdad desnuda. Mi conciencia, la falta de unheredero... Todo esto pude haberlo soportado,quizás, de no haberte conocido a ti. Yo estoylisto para que la situación me proporcione unaventaja, pero es que yo no la creé, aunque todosme acusarán de lo contrario. Y en ocasiones,cuando pienso en la calumnia, en losargumentos... sí, seré sincero, cuando pienso enla aflicción de Catalina, veo que se cierne sobre

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mí un cielo encapotado. Y a todo esto yo meencuentro en Londres y tú aquí. No me es posiblevenir cada vez que me siento deprimido —elrostro de Enrique perdió parte de su saludablecolor; las pupilas de sus ojos se dilataron—.Entonces pienso en ti, cariño. En ocasiones meparece sentirme tan cerca de ti que soy capaz deaspirar el perfume de tus cabellos. Otras veces,en cambio, se me figura que estoy enamorado deuna mujer entrevista en un sueño o descubierta encualquier libro. Pronuncio tu nombre, Ana, AnaBolena, y es eso tan solo: un nombre. Soy comoun hombre que hubiera abandonado su segura ycálida casa durante la noche para seguir a unfuego fatuo que danzara dos pasos más adelantede él, guiándole por promontorios, playasarenosas y llanuras... —Enrique se interrumpió,examinando con atención redoblada la faz de Ana,para continuar diciendo, en otro tono de voz muydistinto—: ¡No me mires así! ¡En el nombre deDios! Yo no quiero tu compasión ni tu fríointerés. Te quiero a ti, cerca de mí, a mano, en

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Londres, de manera que cuando alguna pena seapodere de mí pueda verte y tocarte, pueda oír tusrisas. ¿Es eso mucho pedir? En el mejor de loscasos, el oficio de rey es uno de los mássolitarios.

El último sentimiento que hubiera esperadoAna que le inspirase Enrique era el de piedad. Lacompasión era para el pequeño, el débil, elcontrahecho, y no para el grande, el rico, elpoderoso. Ella comprendió ahora, súbitamente,que nunca, hasta aquel instante, le habíaconcedido mucha atención como persona. Habíavisto en él, sí, al Rey, a un hombre también, perono al simple ser humano, capaz de ser presa deltemor y de la soledad.

—Yo no soy ningún fuego fatuo, Enrique.Soy bastante real. Te di mi palabra de que cuandotodo este complicado problema quedase saldadoy yo pudiese instalarme decentemente enLondres me marcharía de aquí, muy contentaademás.

—Pero es que yo te quiero allí ahora. Te

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necesitaré cuando me enfrente con Wolsey. Alfinal, con él, conseguiré lo que me propongo.Exhibirá un millar de razones para demostrarmeque es una imprudencia atenerse solamente a losdictados del corazón. En cuanto a Catalina, terca,obstinada, firme como una roca... Nadie le harásaltar del sitio que ocupa en tanto el Papa nopronuncie su veredicto. Me enfrento con laspruebas peores, Ana. No te miento al asegurarque te necesito.

Ella oyó el aviso, tan claramente como sihubiera sido un toque de corneta. Uno deaquellos días, cuando se encontrase de malhumor, cuando Wolsey hablara y hablaraincansablemente y Catalina llorase, y ella mismano fuese más que una mujer extraída de un sueño,Enrique cedería. Iría corriendo en busca deCatalina y dejaría reposar la cabeza en su pechomaternal y confesaría lamentar de veras loocurrido, solicitando de su magnanimidad que leperdonase, con el ánimo de que todo siguiesecomo antes. Esto podía darse en un momento, en

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un día, en una hora. Enrique no había alegadoninguna razón para justificar su deseo de quefuera anulado su matrimonio, si se exceptuabansus íntimos escrúpulos de conciencia, y él podíadecir que Wolsey o Warham se las habíanarreglado para tranquilizar aquélla.

Con actitud pensativa, hizo girar la rosa quetenía entre sus dedos. Siempre llevaba consigouna flor o cualquier chuchería. Sus manos,eliminado el dedo meñique anormal, eran de unagran belleza. Largas, la piel de un tono cremoso,mostrándose siempre con lo que poseían de másatractivo, gracias a aquella inocente treta lamirada del interlocutor acababa posándose enellas. El dedo meñique defectuoso permanecíahábilmente oculto en tales instantes.

Aquella noche, no obstante, Ana movía larosa inconscientemente, sin un objetivoconcreto, dándose apenas cuenta de que estabaaspirando el perfume que exhalaba la flor merceda su movimiento. Pero con toda aquella ausenciae indecisión que la poseía, tal fragancia suscitó

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en su memoria un doloroso recuerdo. Habíantranscurrido cuatro años desde aquel día en queHarry Percy y ella se besaran en los jardines deGreenwich. La herida se había cicatrizado, perola cicatriz dolía a veces, según el tiempo, lomismo que ocurría con las de verdad, con las queseñalaban los cuerpos de los soldados. Y alpensar en Harry, Ana hubo de pensar también enWolsey, sí, aquel Wolsey, tan diabólicamentehábil a la hora de descubrir razones para justificarel que uno no siguiera los impulsos. Retirarseahora, considerar su buen nombre mejor que laconsecución de una ventaja posterior decisivaequivalía a conceder a Wolsey la victorianuevamente.

Ana se dijo: «Tengo veinte años. Soy joven,pero no mucho. Tal vez no se me vuelva apresentar otra oportunidad para casarme. Mipadre, muy tolerante en la actualidad porque veen mí el camino de su encumbramiento, puedeser que cambie de actitud si juzga que con miconducta estropeo su juego».

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Ana repasó mentalmente los codiciososojos que había tenido ocasión de contemplar a lolargo de los últimos días, las duras miradas quesorprendiera en ellos, los rápidos y expresivosparpadeos... Aún percibía el rumor de lasconversaciones desarrolladas en un continuosusurro. Todo esto resultaba horrible. «Hasta elmomento del matrimonio, por mucho que tardeéste en llegar, no habrá entre nosotros más que loque ha habido: unas cuantas caricias inocentes,nada peligrosas. Y si alguien afirma lo contrariosolicitaré dictamen oficial de un cuadro dematronas para rebatir la especie.» Esta idea eratan fantástica que Ana se echó a reír. Enrique, queaguardaba ansiosamente sus palabras, estudió,desconcertado, el rostro de la joven.

—Me río de ti —dijo Ana—. Tiene graciaque pidas algo que con tanta facilidad puedesordenar. No tienes más que mandarmepresentarme en Greenwich el día tal, a tal hora yyo iré allí, poniendo el máximo cuidado en serpuntual.

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A estas palabras respondió Enrique, muyformalmente, con una gravedad que podíacalificarse de ceremoniosa:

—Jamás me pasó por la cabeza la idea deordenarte algo. Debieras haberte dado cuenta deello ya. Tú eres la dama de mis pensamientos yyo no tengo que hacer otra cosa que servirte,confiando en que para corresponder a mi actitudme concedas algún pequeño favor. Te prometoque si accedes a venir a Londres no volveré apedirte nada más, no formularé ninguna nuevademanda, no te molestaré en absoluto. Todo loque necesito es tu presencia. Tendrás tusapartamentos privados, tu capellán, todo cuantonecesites. Serás la Reina, prácticamente. Ydentro de no mucho tiempo todo el mundo teacogerá como tal oficialmente.

—Iré a Londres —respondió Ana.Enrique comenzó a hablar atropelladamente.—Dios te bendiga, cariño, Dios te bendiga.

Tú me das fuerzas, Ana, me animas... Ahora mesiento capaz de enfrentarme con todos. No

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pienses nunca en que alguien pueda considerar tuposición poco sólida. Será firme y bien firme entodo momento. Serás mirada con el respeto quemerece mi prometida. Siempre estimé que teamaba todo lo que un hombre puede amar a unamujer —añadió Enrique con voz ronca—, peroahora, por tu amabilidad al acceder a mi ruego,creo que te amo mil veces más.

Él se inclinó, besándola apasionadamente,con un ardor que controlaba con gran dificultad.Ana correspondió a su beso fríamente, pero deuna manera que revelaba mil promesas, deinacabables caricias. «¡Oh, Dios mío!», pensóEnrique. «¿Cuánto tiempo más habremos deseguir así?»

A veces esto le preocupaba bastante. Él laamaba mucho, él la deseaba, cada nervio, cadafibra de su cuerpo clamaba por Ana, y sinembargo, su mente tenía que dominar su carne.Se había puesto a esperar y ya habían transcurridocuatro años. ¿Qué significaban cuatro años deforzada soltería para un hombre? Se imaginó a

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uno habituado a comer en cantidad, aficionado enextremo a la buena mesa, que fuese arrojado auna isla desierta o se viera atado a un banco degaleote. ¿Se esfumaría su apetito, acomodándosea las adversas circunstancias, impidiéndole mástarde comer cuando frente a él se montase unamesa con todos los manjares apetecibles? Estaidea le había sorprendido una o dos veces, alpensar en la conveniencia de tomar a otra mujerpara un momento, a un cuerpo femeninoanónimo, a modo de medicina. Pero él sabía queesto sería inútil. En el ancho mundo no existíamás mujer que aquélla, y aun cuando la mitad desu ser se apesadumbraba con sus obstinadasnegativas la otra mitad se alegraba. La castidadera una virtud y Ana era un compendio de todaslas virtudes.

Ella pensó: «Luego me adentraré en la casapara decirle a mi padre y a Lady Bo que memarcho a Londres. ¿Cómo reaccionarán?»

—Hay una cosa —dijo—, tan necia, taninsignificante que hasta me enoja tener que

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mencionarla, porque, criado en cuna real, tú nopuedes comprender la dureza de la luchaemprendida por la gente sencilla para destacar.Pero yo he vivido en la Corte antes... Te sentiríasdivertido si supieses con qué rigor se observanlas jerarquías. Por ejemplo: como hija de unsimple caballero, a mí no me estaba permitidoposeer un establo para mi caballo. Y esto resultamás desagradable si pienso en que mi padre haformulado una serie de reclamaciones parahacerse con títulos más elevados, los cuales lepertenecen, pero aún no le han sido reconocidos.

—La disputa de los Butler —comentóEnrique descendiendo de nuevo a la tierra—. Leharé Vizconde de Rochford inmediatamente yluego será Conde de Wiltshire. ¿Te satisfaceeso?

Ana se daba cuenta de que hasta cierto puntoella había cedido. Aquello era bien palpable. Másadelante, su primo Tomás Wyatt, le escribiría:«Muy salvaje resulto para verme dominadoaunque parezca manso». Y él la conocía

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perfectamente. Sintióse sacudida por un ramalazode indignación.

—¿Que si eso me satisface? ¿Que si eso mesatisface? Esa es la pregunta que podríasformular después de arrojar un hueso a uno de tusperros, un hueso que te hubiese pedido. Ahorabien, de aflojarle el collar, excesivamenteapretado, ¿hubieras utilizado las mismaspalabras?

—Tienes razón. Debí haber dicho: ¿se tehará todo menos penoso así?

—Tampoco es eso. Tenías que haber dichoque lamentabas no haberte dado cuenta hastaahora de que el collar molestaba.

Enrique no recordaba que nadie le hubierainsinuado que «tenía que haber dicho esto o lootro...» Su padre podía haberle sugerido algo enese tono, pero no había tenido necesidad de ello:siempre había sido un hijo obediente en extremo.Y a la edad de dieciocho años, siendo ya Rey deInglaterra, las sugerencias le habían sido servidasenvueltas en el ropaje de determinadas frases:

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«Si Vuestra Majestad lo consideraconveniente...», «Resultaría muy favorableque...», «Tal vez deba señalaros...»

—Tienes razón, cariño. Debiera habersituado a tu padre en una posición máspreeminente antes que sugerir tu regreso a laCorte. No había caído en ello.

Ana le obsequió con una sonrisa, haciendogirar la rosa entre sus dedos. Enrique pensó queuna de las primeras cosas que haría en cuanto ellase hubiese establecido en Londres sería ordenarque un pintor le hiciese un retrato. Éste habría dereflejarla tal como era en aquellos instantes. Lehubiera gustado hallar una pista que le permitieradescubrir cuál era el secreto de sudesconcertante encanto, que tan poco tenía quever con cualquier norma aceptada de belleza. Anatenía unas cejas altas y alargadas; sus ojos, muybellos, estaban bastante separados entre sí; elóvalo del rostro se cerraba en una diminutamandíbula, en una fina barbilla. La boca era demuy varia expresión. Había ocasiones en que el

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labio superior parecía lleno y fuertementecurvado, apenas capaz de cubrir los menudos einfantiles dientes; otras veces aquél se veía fino yestirado, hallándose dominado por el labioinferior, ligeramente saliente, invitando al beso.Sin embargo, todo esto no significaba mucho.Enrique, con sólo mirar a su alrededor, en laCorte, hubiera descubierto una docena demujeres más lindas. Había que hacer unaexcepción con sus ojos... Pero su encantopersonal era menos debido al color y al tamañode aquéllos que a un algo indefinible para lo cualno existía, seguramente, ningún nombre. Por laexpresión del rostro nadie podía guiarse ya que lamisma cambiaba constantemente. Había una cosapermanente, eso sí: una curiosa mirada, como siAna estuviese contemplando a todas horas unpanorama muy lejano. Se notaba esto cuando reía,cuando adoptaba un gesto reflexivo, cuando susojos relampagueaban a causa de la ira. Daba laimpresión, pensaba Enrique, con el poeta quehabía en él, de que la apartada visión sólo se

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ofrecía a Ana.—Mírame, cariño —le pidió.Ana volvió la cabeza, sonriendo. Y la sonrisa

estaba allí, tan real, tan visible como el collar conque se adornaba, convertida en parte de supersona.

—¿En qué piensas? —le preguntó quejoso—. No puedo adivinar jamás en qué piensas.

—Pensaba en el futuro. Supón que el Papano accede nunca a declararte un hombre libre.

—Tiene que hacerlo —repuso Enriquelevantando la voz—. Está sitiado. Ha recibido unabuena lección. Ahora me necesita. —Enriquefrunció el ceño sin apartar la vista de ella—. Sime obligan a ello haré actuar a Wolsey. Pero noes eso lo que quiero. Clemente es un hombredébil, vacilante, pusilánime. Ahora bien, estambién el Papa, la autoridad suprema en lotocante a las cosas espirituales y el matrimonio,por el hecho de ser un sacramento, es un asuntodel espíritu. Deseo su veredicto. Deseo que seaél quién haga saber al mundo que yo no fui nunca

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el esposo de Catalina. Nuestro matrimonio tieneque ser algo perfecto, cariño, tiene que ser capazde resistir cualquier ataque, tiene que ser legalmás allá de toda duda.

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IX

«La hostilidad hacia la Iglesia no asumió lasproporciones de una revuelta nacional. Sinembargo, era algo con lo que había que contar...»

Charles Ferguson. («Naked to mineEnemies»)

Edenbridge, junio de 1527

Tras una larga pausa, durante la cual el dueñode la mercería concentró su atenciónexclusivamente en aquel asunto, el hombre dijo:

—En mi opinión, señora Arnett, lo mejorque podéis hacer es mantener el contacto. Ella esjoven y con el tiempo será poderosa. La Causacontará con un buen aliado situado en un puntoclave.

—No habréis notificado aún vuestra

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decisión, ¿verdad? —inquirió la esposa delcamisero ansiosamente.

—No he hablado con nadie de esto —comentó Emma—. Hace tiempo que me dicuenta de qué clase de vientos soplan en esa casa,diciéndome que si ella abandona el hogar paternoy empieza a vivir con él yo me iré. A mí megustan las cosas decentes.

—Pero vos nos habéis contado que elladijo...

—Tengo eso presente. Y me atrevería aafirmar que habló con entera sinceridad. Pero,¿qué probabilidades se le ofrecen de podercontinuar resistiendo? Una vez esté allí lo demásresultará relativamente fácil para el Rey.

Emma Arnett examinó los rostros de susinterlocutores, sorprendiendo en ellos la clásicaexpresión que denota la inocencia. ¿Qué podíansaber ellos de las tretas de la Corte? Ella sí queestaba informada en cambio. Demasiado bieninformada y merced a una experiencia directa.Sabía perfectamente lo que significaba verse

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envuelta en un asunto ilícito. Había que decirmentiras, llevar secretos mensajes de un ladopara otro, asomar velas encendidas por lasventanas, a manera de señal... Sabía todo eso y lerepugnaba participar en ello. La respuesta delcamisero le había dejado perpleja. Habíasefigurado que le diría que como mujer decenteque era no podía en modo alguno prestar suapoyo a aquel censurable juego.

—¿Y qué puedo hacer yo entonces? —preguntó—. Quedándome, quiero decir. Lasdamas de alta posición suelen hacer poco caso desus servidoras.

—¡Ah! En eso estáis equivocada —apuntó elcomerciante—. En las Sagradas Escrituras semenciona más de un ejemplo referente a criadosque supieron llevar a sus amos por el buencamino. Una palabra aquí y otra allí y en todomomento el ejemplo. Vos podríais ser unhermoso ejemplo de cualquier credo, señoraArnett. Permitidme que me exprese así... Si vosfuerais turca y vivieseis, hablaseis y os

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comportaseis como ahora, dentro de una moraltan estricta, yo acabaría diciéndome que algobueno tenía que haber en el modo de enfocar lavida de las mujeres de vuestro país.

—Yo pienso lo mismo de vos —convino laesposa del camisero—. La primera vez queestuvisteis en nuestro establecimiento me dije:«He aquí una señora decente y razonable, comola que más pueda serlo».

Aquellos homenajes eran de agradecer... Elcomerciante, su esposa y los amigos de amboshabían comenzado a influir decisivamente en lavida de Emma Arnett.

Ésta respondió con naturalidad:—Yo fui educada así y tuve un excelente

maestro en este aspecto. Por eso me sientocohibida y no me agrada la idea de vermemezclada en un asunto... bueno, en un asunto untanto oscuro.

—No podéis decir eso todavía, señoraArnett. Es preciso que contempléis la cosa concierta perspectiva. En mi opinión, el Rey está tan

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unido a esa mujer que llamamos Reina, desde elpunto de vista legal, como puede estarlo a... mí,por ejemplo, o a vos. Está claramente escrito enla Biblia: un hombre no puede desposar a lamujer de su hermano. Y ella fue la esposa de suhermano, nadie puede negarlo. ¿Y quién lesconcedió el permiso necesario para contraermatrimonio? El Papa de Roma, un hombre quecarece de poderes para dar de lado la leyestablecida por Dios. Nosotros no creemos queaquél esté autorizado para alterar tales cosas,como tampoco creemos en ciertos perdones,reliquias e imágenes. En consecuencia,estimamos que el Rey no está casado. Lo mismopiensa él, conforme a lo que he podido oír delabios de mi hermano, en Milk Street. Ha pedido,según se dice, que le declaren libre oficialmentey, recordad mis palabras, si no acceden acomplacerle, antes o después se saldrá con lasuya. Y entonces lo más probable es que vuestradamita se convierta en la Reina.

Una sortija de ámbar y una esmeralda... Los

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dos anillos parecían encontrarse en aquellosinstantes ante los ojos de Emma. ¿Uncompromiso de esponsales? Por una vez lamentóque Ana no fuese charlatana, que no se sintieseinclinada a la confidencia, que no resultaseinfantilmente ingenua. ¿Qué le había dicho ellaacerca de los dos anillos? El ámbar era buenopara evitar los calambres; la esmeralda resultabaexcesivamente grande para sus dedos.

Y aquella gente —simple tenía que ser—,pensaba que ella, Emma Arnett, podía influir enuna joven mujer capaz de adoptar tanta reserva, deseguir una línea de conducta tan fría.

—Aún así no se me ocurre... ¿Qué podríahacer yo?

—Podríais intentar lo que os he sugerido —dijo el camisero severamente—. En fin decuentas es Dios quien guía nuestros pasos y a míme parece que fue Él quien os colocó en el sitioen que erais precisa, indispensable. Dejemossentado que lo que ha dicho mi hermano esverdad, es decir, que el Rey ha pedido que le

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dejen libre y que el Papa hace cuanto está en sumano para aplazar su decisión. ¿Es que no podéishacer un comentario, en ciertos momentos, queconduzca a hacer ver a vuestra señora lahostilidad de aquél? Para empezar no está nadamal esto, no. Y ahora supongamos que por unavez, aprovechando su curiosidad, consiguieseisque ella hojease la Biblia inglesa. El Rey sesentiría interesado cuando por cualquierconversación se enterase de que la dama encuestión leía por sí misma el libro de los libros.Esa es la tónica a seguir... No es mucho. Unconjunto de pequeñas cosas que componen luegoun total importante. Con franqueza, señoraArnett: me gustaría mucho estar en vuestra piel,hallar una oportunidad como la que os hadeparado la suerte. Algo decididamente valiosopuede salir del hecho de manteneros en contactoininterrumpido con ella. Vamos, aveniros a estasrazones.

El comerciante hablaba imprimiendo a suspalabras un tono fervoroso de confianza,

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expresándose con cierta facilidad.—Así pues, vos pensáis que debo ir a

Londres, ¿no?Él suspiró. Las mujeres... ¡Oh, qué estúpidas

llegaban a ser a veces! ¿Cuál era entonces elmotivo de aquella larga conversación?

—Estimo que tal es vuestro deber.Aunque Emma Arnett luchaba por lo

contrario, la verdad era que esta respuesta leproporcionó algún alivio. Al fin y al cabo tenía yademasiados años para ponerse a buscar un nuevoempleo en un mercado dentro del cual la ofertasuperaba a la demanda. Además, nada tan fácilcomo servir a la señorita Bolena. Aquel impulsohabía sido dictado por su inclinación hacia elorden y la moralidad. No le encantabaprecisamente la idea de estar al servicio de unamujer de vida dudosa, aunque se tratara de laamante de un rey.

—Ya que esa es vuestra opinión... Desdeluego, haré lo que pueda. Ahora bien, ella es unamujer bastante rara. Al menos no se parece a

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ninguna de las señoras a cuyo servicio he estadohasta hoy. Pese al tiempo que llevo en su casasólo he logrado averiguar una cosa: que odia alCardenal.

—Ahí tenéis un dato interesantísimo. ¿Quémejor punto de partida que éste? Ese hombre, alno haber conseguido ser elegido Papa en Romaaspira a convertirse en el Papa de Inglaterra.Habréis de trabajar sobre esta base, señoraArnett. Y puesto que a no mucho tardar tendréisque trasladaros a Londres, habré de deciros cómoos podéis poner en contacto con mi hermano. Osacogerá muy bien y por su mediación os haréisde una infinidad de amigos. Aquí la Causa no hahecho más que ponerse en marcha; dentro deLondres ya alcanza un auge inusitado. Nuestrocredo es compartido por más gente de la que vospodéis figuraros.

—Me gustará hacer nuevos amigos —repuso Emma—, ya que echaré de menos los queaquí dejo.

En el camino, ya de regreso a Hever, Emma

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Arnett pensó en los extraños giros que da la vida.Tras la dispersión de su familia ella se habíaencontrado terriblemente sola. Luego, por unbreve período de tiempo, en la casa de RichardHunne, habíase sentido como en la suya, llegandoa considerarse feliz. A esto había sucedido unanueva prueba, volviendo entonces a su soledad deantes. Su mente albergaba determinadas ideas...Parte de las mismas le habían sido inculcadas porsu maestro, otras eran el resultado de susobservaciones personales y buen sentido. Sinembargo, jamás, hasta el día en que entrara en latienda de aquel matrimonio, había logrado darcon gente que compartiera aquéllas. Más adelantehabía descubierto que en lugar de ser una entidadaislada formaba prácticamente parte de un grupo,pequeño todavía, sin nombre aún, pero de enormeempuje, que confiaba en la victoria definitivaporque las creencias de sus miembros nacíandirectamente de la Biblia, la Palabra de Dios.

Había ido a Edenbridge totalmenteconvencida de que se le sugeriría que dejase de

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estar al servicio de Ana. Incluso había deseadoque fuese así. Había ocurrido lo contrario, noobstante. Y el camisero, al indicarle que deberíahacer un comentario aquí y apuntar una palabraallí acababa de encomendarle una tarea de cuyamagnitud el hombre, en su campesina ignorancia,no tenía la más leve idea.

Con todo, volviendo a Hever, creía sentirsemás, mucho más feliz...

Sus severos y puritanos ojos, en lo tocante ala razón real, determinante de aquella sensaciónde felicidad, estaban como sellados.

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X

«... mi médico, aquel que me inspira másconfianza, se encuentra ausente hoy, cuando deveras podría rendirme un gran servicio. Por nopoder contar con él te envío al segundo de misdoctores, quien confío que hará que terestablezcas en seguida.»

Enrique VIII en una carta a Ana Bolena.

«The King’s Highway», junio de 1528

El Dr. Butts avanzaba a lomos de su monturanada de prisa pero a un paso constante, pensandoen el misterio que rodeaba todo lo concernientea la enfermedad del sudor y en la interpretaciónexacta del juramento de Hipócrates, así como enla evolución de los acontecimientos políticos enInglaterra y el apasionamiento de que hacía gala

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su señor. Las cuatro cosas, aunque parecían muydiferentes, eran en realidad sólo una.

La enfermedad del sudor era una forma defiebre a la que los ingleses denominaban el sudorde Picardía. Los franceses llamaban en cambio aaquélla el sudor inglés. En el país vecino eraendémica. Observábanse casos aquí y allí a lolargo de todo el año. Cuando se presentabadentro de la isla, incluso en las proximidades deCalais, adoptaba la forma de una virulentaepidemia. Diezmaba ciudades y aldeas, paralizabalos negocios y por fin se desvanecíacompletamente. Luego, en veinte años, a lomejor, no se presentaba un solo caso. Adiferencia de la mayor parte de las enfermedades,ésta escogía sus víctimas entre las personaspertenecientes a las clases más pudientes. Laarremetida inicial se producía de repente. Elindividuo atacado por el mal sufría un pequeñodolor de cabeza o de vientre, presentándosele unafiebre muy alta y el tremendo sudor quecaracterizaba a la enfermedad y le daba nombre.

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El paciente entraba en coma y por fin sobreveníala muerte. No era, como alguna gente malinformada aseguraba, una forma de peste, ya queno dejaba ningún signo exterior en el cuerpo. Nose le conocía ningún remedio y apenas existíanpaliativos.

El Rey vivía en un perpetuo temor pensandoen dicha enfermedad y esto al Dr. Butts no leproducía extrañeza alguna. Aquélla elegía,preferentemente, a las personas que vestían ycomían bien, que se alojaban en casasconfortables, gente de buena cuna en suma.Lógicamente, el Rey constituía un blanco muyinteresante para el virus, natural incluso. El Reyhuyó nada más enterarse de que el sudor se habíapresentado en Londres. Su conducta, a partir desu salida de Londres, había sido la de un hombreque intenta evitar un encuentro con un enemigoansioso de asestarle un golpe mortal con suespada.

Había estado yendo de finca en finca,llevando a cabo tales traslados de un modo

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repentino, sin previo aviso. En esto habíaprocedido con sabiduría pues en cada una de lascasas que sucesivamente iba abandonando alguienmoría al poco de irse el monarca. Sucedía esto ytodo hacía pensar en que el supuesto enemigo,furioso al descubrir la ausencia del perseguido,utilizaba la espada con el primero que veía... «Seme ha escapado el Rey. Así pues te mataré a ti,Carey, Poyntz, Compton...» Durante unosmomentos el Dr. Butts pensó entristecido en losmuertos.

Por lo que a su persona se refería noabrigaba ningún temor y esto al doctor no leparecía sorprendente ni se creía por tal razóndigno de alabanza. De joven había conocidomomentos de verdadero terror. Ahora bien, nohay ningún médico que pueda seguir adelante consu vocación si no es capaz de convencerse de quefrente a las enfermedades es inmune. Losmédicos morían también, desde luego, perosiempre siendo muy jóvenes o muy viejos.Cualquiera se asombraba al comprobar cuán

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pocos médicos comprendidos entre las edades deveinticinco y sesenta años morían, especialmentesi se tenía en cuenta las veces que corrían elriesgo de contraer enfermedades. San Lucas, susanto patrón, cuidaba de ellos y sus poderes eranilimitados prácticamente.

El Dr. Butts tocó su pequeño medallón deoro con la efigie del santo, susurrando unaplegaria de la cual se avergonzó no bien hubopronunciado unas palabras.

«Haced que muera antes de mi llegada».Y esto violaba el espíritu si no la letra de su

juramento hipocrático. El médico prometíasiempre hacer todo lo que pudiera por suspacientes. Y si la señorita Ana Bolena estaba vivaal arribar él a Greenwich haría cuanto fueseposible por salvarla. Procuraría que estuvieseconvenientemente abrigada para evitar el frío, alque a menudo seguía la fiebre; procuraría quebebiese discretamente para compensar la pérdidade líquido experimentada por el organismo aconsecuencia del sudor. Esto —ya lo sabía por

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experiencia—, era cuanto podía hacerse por ella.Los demás remedios, las hierbas, los productosminerales o animales, habían demostrado hasta lasaciedad ser inefectivos.

Las primeras noticias sobre la enfermedadde aquella dama habían sorprendido al Reyhallándose éste en Tittenhanger, una de las fincasdel Cardenal, donde el monarca se encontraba depaso. (El Cardenal, hombre fuerte, admirable, sehabía quedado en Londres, cuidando de losasuntos de Estado e ignorando o haciendo queignoraba la enfermedad. Muy posiblemente, elhecho de proceder de humilde cuna, le tornabaconfiado. Una enfermedad que seleccionaba a uninglés en Amsterdam, que era desconocida enIrlanda e interrumpía la serie de descalabros queocasionaba en la misma frontera escocesa, teníaque saber discernir hasta el punto de acertar adescubrir al hijo de un carnicero bajo las ropasde un Cardenal.) Enrique había mandado llamar alDr. Butts, ordenándole que se pusiera en caminopara Greenwich y recurriera a todos los remedios

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de la Ciencia para salvar la vida de Ana Bolena.Habiéndole visto muy desconcertado, el médicose aventuró a ofrecerle unas palabras a manera deconsejo, señalándole que las preocupaciones, lasalteraciones de tipo mental, por leves que fueran,podían ser una especie de puerta abierta por laque el enemigo se colara de rondón. «Sobre todo,Majestad, esforzaos por manteneros siempremuy animado. Procurad que vuestro cerebro estédespejado en todo momento».

Dios y Su Santísima Madre sabíanperfectamente que aquella mujer había hecho yabastante daño. Sólo faltaba va que le pusiese endisposición de ser una víctima más de la terribleenfermedad.

—Procuraré no perder la calma y confiaréen vos, amigo mío. Me tendréis al corriente detodo enviándome tres mensajes por día. Y osllevaréis esta carta, que he escrito a toda prisa.

El Dr. Butts había pensado entonces: «Siella muere, lo cual es posible, el Rey sufrirá unduro golpe. Ahora bien, la muerte calma o hace

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desaparecer todo dolor, como he tenido ocasiónde comprobar un millar de veces. Y, en cambio,¡cuánto ganaría Inglaterra con eso!».

El Dr. Butts, al igual que la mayor parte desus compatriotas, no estaba conforme con lascosas que habían ocurrido últimamente. Sentíadevoción por el Rey, como casi todo el mundo,como casi todas las personas que estaban encontacto con él; deseaba que fuese feliz; deseabaque tuviese un hijo que el día de mañanarecibiese el nombre de Enrique IX... Perodeploraba un hecho que apuntaba a hacer de labuena Reina Catalina poco más que una ramera,tras diecinueve años de intachable vida comoesposa del monarca, y de la Princesa María unabastarda. El Rey no hacía más que asegurar quesentía remordimientos. Quizás hubiera sido así.Hasta el año anterior, en que al final del veranoregresara a la Corte la señorita Ana, divulgándoseentonces la verdad.

Se aseguraba que el Cardenal, al conoceraquélla, se había hincado de rodillas,

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permaneciendo en esta situación dos horas,llorando, pidiendo al Rey que desechara su locaidea de casarse con Ana Bolena. Se comentabaque le había dicho al monarca: «Tomadla, siqueréis. Que sea vuestra, como lo fue suhermana, y Bessie Blount, pero, en el nombre deDios, no penséis ni por un momento en hacerlaReina».

El pueblo era de la misma opinión. «Noqueremos a Nan Bullen», «Nan Bullen no seránuestra Reina», se gritaba por las esquinas de lascalles y en las puertas de las tabernas cada vezque Ana Bolena se aventuraba a salir. A Catalina,en cambio, la gente la saludaba entusiasmada:«¡Deseamos larga vida a la Reina Catalina!»,«¡Dios salve a la Reina!». Aquélla salía de palacioahora con más frecuencia que antes.

Cualquier persona que no fuese el Rey,reflexionó el Dr. Butts, habría izado sus velas,dejándose llevar por el viento predominante. DeEnrique no cabía esperar tal cosa. Y, cosa rara,poco a poco, la marea subía. Aquí y allí un

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hombre diría: «Bueno, yo me casé con la golfaque elegí, sin contar para nada con el Papa. ¿Porqué no ha de hacer él lo mismo? Lo anterior fueuna cosa artificiosa, amañada». Incluso el Dr.Butts, un ortodoxo por entero, no podía dejar desentir cierta admiración por un hombre que novacilaba al enfrentarse con tantas opinionesadversas, con tantos argumentos en su contra,con tantos consejos bien intencionados, con unaespera tan prolongada.

La gente decía que Ana era ya la amante deEnrique pero el Dr. Butts, que sabía bastanteacerca de la naturaleza humana, no creía aquello.Era el deseo de poseer y no la posesiónconsumada lo que mantenía al Rey enmovimiento. A principios de aquel año habíaenviado a dos de sus obispos a Roma, para hablarde su caso con el Papa, quien al final se habíadecidido a ordenar al Cardenal Campeggio que setrasladara a Inglaterra, para juzgar con Wolsey siel matrimonio de Catalina y Enrique era válido ono.

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El Dr. Butts interrumpió el hilo de susreflexiones para compadecerse del Cardenal, dequien se decía que sufría terribles ataques degota, no solamente en los pies —lo cual eracorriente—, sino también en las manos. Su viajea través de Europa se desarrollaba a un ritmo muylento porque había días en que no era capazsiquiera de sujetar las riendas de su montura. ElDr. Butts confiaba en que se le presentase laoportunidad de echar un vistazo a aquellas manos.Quizás, aprovechando la estancia del Cardenal enInglaterra, pudiese ser convencido para quebebiese las aguas de Bath, Epsom o cualquierotro lugar situado muy al Norte, en Derbyshire.Conocíanse allí casos de individuos atacados porel mal que habían experimentado un gran alivio.

Pero... desde luego, sería mejor para todosaquellos a quienes afectaba el asunto amorosoque Ana Bolena muriera. Campeggio, daría lavuelta para volverse a Italia y sería evitado ungran escándalo. Si ella moría, Enrique searrojaría en los brazos de Catalina, llorando

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sobre su seno, y ella le confortaría. Todavía seconsideraba su esposa y le quería. Todo el mundoafirmaba que jamás se permitiría pronunciar unafrase de censura referente al Rey. Tampococonsentiría que las dijeran los demás. Limitábasea manifestar que Enrique había sido malaconsejado por sus ministros, particularmente elCardenal, y embrujado por Ana Bolena. (Esto,simplemente, era pura fantasía. El Dr. Butts,hombre religioso, no creía en brujerías y estabaconvencido de que la Reina, una mujer muypiadosa, miraba aquéllas también conescepticismo.) La Reina, bendita fuera,consolaría al Rey adoptando la actitud de unamadre, acogiendo a su hijo, apenado por lapérdida de su juguete favorito. La de Enrique,precisamente, había muerto cuando él contabadoce años de edad y el Dr. Butts era una de laspocas personas que habían comprendido que endeterminados aspectos Catalina había ocupado sulugar. Había habido un breve período de tiempoen que los seis años que los separaban no

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parecían contar para nada pero aquella cuestiónarrancaba de hacía muchos años, de antes decasarse los dos y era muy posible que...

El Dr. Butts vaciló en el umbral de aquellafantasía de largo alcance y luego continuópensando. Probablemente, Enrique había miradosiempre a Catalina como si fuese su madre ycuando hablaba de un matrimonio incestuoso, sibien él creía estar refiriéndose al hecho de habersido Catalina la esposa de su hermano Arturo,traducía en palabras una idea demasiado profundapara poder llegar a comprenderla él mismo.

«Bueno, si no refreno mis pensamientoséstos me llevarán excesivamente lejos», acabódiciéndose el médico de Enrique VIII.

Paseó la mirada por los campos que sedivisaban a uno y otro lado de la carretera. Elinvierno y la primavera habían sido dosestaciones muy húmedas. El verano, hasta aquelinstante, no había mejorado a aquéllas. El trigo sedesarrollaba mal y se había desencadenado unaepidemia de fiebre aftosa entre el ganado.

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(¿Existiría relación entre esta enfermedad de losanimales y la del sudor? Valía la pena, sin duda,realizar una investigación que aclarara aquello.)Una cosecha escasa, escasez de carne y la genteque no tarda en afirmar que la ira de Dios se hadesencadenado...

Siguiendo con las suposiciones... ¿Y siaquella paciente, hacia cuya casa se dirigíasobrevivía? Había personas que se recuperabandespués de verse atacadas por el mal. Entonceslos cardenales se reunirían para decidir que elRey y la Reina nunca habían sido marido y mujer,con lo cual Enrique quedaría libre, para casarsecon Ana Bolena. ¡Qué alboroto se armaría! ¿Y silos cardenales decidían lo contrario? ¿Seatrevería el Rey a hacer determinadas cosas, conlas que había amenazado a todos en momentos deira? ¿Separaría a Inglaterra del Papa y de losasuntos romanos? Esto significaba la entrada delLuteranismo en el país. Ello ya había sucedido enAlemania. ¿Podía también ocurrir allí? ¡Noquisiera Dios! La conducta de los alemanes, bajo

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los efectos del alcohol, entre las fuerzas delEmperador, en Italia, el pasado año, cuando elPapa cayera prisionero, ya era bastante para quecualquier cristiano se espantase ante la solamención del Luteranismo: algunos monjeshabíanse visto arrimados por la fuerza a un muropara convertirse en blancos de las flechas,cuchillos y cualquier otro estilo de proyectil quetuviese a mano la soldadesca; las casas de loscardenales habían sido despojadas de sus objetosmás valiosos, siendo destrozados sobre elterreno aquellos que por una razón u otra nopodían llevarse los saqueadores.

Tittenhanger estaba solamente a veintemillas de Londres y con la mente tan atareada,merced a aquellas reflexiones, al Dr. Butts elcamino le pareció corto. Pronto el aspecto de lacampiña comenzó a cambiar, trocándose en otramás poblada. El tráfico en la carretera seincrementó, si bien pese a esto era escaso,especialmente si se pensaba en la época del año.Nadie se echaba a la calle o viajaba sin una buena

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razón cuando se presentaba en el país laenfermedad del sudor. El médico comprendióque la etapa final de su viaje tendría porescenario las estrechas calles y atestadascasuchas y edificios de la zona sur del río.Puesto que había estado cabalgando bastanteshoras, habiendo desayunado parcamente, el Dr.Butts empezó a mirar hacia un lado y otro, enbusca de una hospedería decente donde poderbeber un vino rojo de Borgoña —al que tenía porun eficaz tónico—, y comer un poco de pan ytocino. Nada de carne de vaca ni de corderomientras las reses continuasen siendo víctimasde la fiebre aftosa. Eran muchos los granjerosque optaban por matar a los animales en laprimera fase de la enfermedad para vender lacarne.

Sin volver la cabeza, el Dr. Butts levantó unamano, una señal que su servidor, cabalgando arespetuosa distancia, detrás de él, portador de unacaja con medicamentos, que llevaba sujeta a lasilla de su montura, entendió en seguida,

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apresurándose a apretar el paso a fin de colocarsejunto a su amo.

—Nos detendremos en la primera posada debuen aspecto que encontremos, Jack —dijo aquél—. ¿No conoces ninguna por aquí que puedaconvenirnos?

—Sí, señor. La que lleva el nombre de «LasLlaves de San Pedro». Se encuentra a tresestadios de aquí, sir, y delante de la puertaprincipal de la misma hay un gran castaño.

—Adelántate, pues. Pide que me sirvan vinode Borgoña, pan y tocino. Pide también cervezapara ti y agua para los caballos. Así perderemosmenos tiempo.

Tal era su intención pero, inevitablemente,iba a ocurrir lo contrario. Tal vez había que ver enaquello la mano de Dios. Quizás estaba escritoque en una de las habitaciones del Palacio deGreenwich, la señorita Ana Bolena, ardiendo defiebre, se despojara de sus ropas y carente de losoportunos consejos reposara en el lecho variashoras desnuda, acabando por coger un fuerte

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resfriado o algo peor. Podía suceder asimismoque se hubiese puesto en manos de un médicoignorante, de aquellos que compartían laanticuada teoría de que una enfermedad podíacombatirse negándole lo que al parecer la nutría.De esta manera, Ana Bolena se vería privada delagua que precisaba e, irremediablemente,moriría.

En esto pensaba el Dr. Butts al llegar a laposada. Halló a su servidor bajo el castaño quehabía delante del edificio, en escandalosaconversación con una mujer que estaba asomadaa una de las ventanas de la planta superior. Lapuerta del establecimiento se encontraba cerraday en medio de ella se veían unas briznas de pajaformando una especie de ramillete. La orden,dentro de Londres y en un círculo de cuatromillas de radio, era esa... Había que marcar cadacasa que albergara un enfermo del terrible mal ysi alguien en estas condiciones se aventuraba asalir de su domicilio tenía que llevar consigo unbastón pintado de blanco, con objeto de que

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aquella gente con quien se encontrara en sucamino pudiese mantenerse a una distanciaprudente de él.

—En la posada hay un enfermo —manifestóJack, quien no sentía el menor temor. Habíaestado demasiadas veces en sitios mucho máspeligrosos con el doctor y su caja demedicamentos para no hallarse convencido deque compartía la inmunidad de su amo—. Le hedicho una y otra vez que a nosotros eso nos tienesin cuidado.

—Va contra la ley —contestó la mujer—.Existe una ley que es preciso respetar... Aquelloslugares frecuentados por el público han de sercerrados cuando en ellos se presenta un caso desudor. Esto es sabido por todo el mundo.

—¿Quién es el enfermo? —inquirió el Dr.Butts.

—Mi marido. Yo creo que se estámuriendo.

—Soy médico. No pasará nada si nos dejáisentrar.

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La mujer abrió la boca asombrada y se retiróde la ventana. A los pocos segundos los reciénllegados oyeron el ruido de las barras de la puertaal ser quitadas. La mujer, a la que habían vistofirme, segura, al hablarles de la ley, empezó amurmurar entonces palabras incoherentes, frasesque sólo entendían a medias. No cesaba de dargracias a Dios y de atraer bendiciones sobre elDr. Butts, declarando que su presencia en aquellacasa era un verdadero milagro.

—Yo no puedo hacer milagros —dijo el Dr.Butts, añadiendo, no sin cierta presuntuosidad—:Puedo aconsejar, eso sí. Os daré las mismasinstrucciones que dictaría a los servidores de SuMajestad de caer éste en el lecho enfermo, noquiera Dios. ¿Estáis sola?

—No, señor. Mi cuñada, la hermana de mimarido, se encuentra en la cocina y un hijo suyoestá en estos momentos en el patio.

—Decidle a esa mujer que prepare lo quevoy a indicaros.

El Dr. Butts empleó poco tiempo en esto y

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sugirió que el chico llevara un poco de agua a suscaballos. A continuación subió las escaleras,encontrándose en un dormitorio el cuadro quehabía esperado ver: el enfermo se hallaba tendidoen la cama, bañándose materialmente en supropio sudor, casi desnudo.

—Envolvedlo bien en la mejor manta de lanaque tengáis —ordenó.

—¿Estando tan acalorado? —preguntó lamujer en tono de protesta, atónita.

—Haced lo que os he dicho. Y dadle líquidoen abundancia: agua, leche, cerveza, lo que sea.

—Pero, señor... Todo eso lo perderádespués sudando. Esta es la enfermedad delsudor.

—¿Queréis aleccionarme acaso, señora? —preguntó el Dr. Butts fríamente. Luego, másamable, agregó—: Abrigadle bien. Dejadle quereemplace el líquido que pierde. Sólo así sesalvará. Existe tal posibilidad, al menos. Ahorabien, desobedeced mis instrucciones y ya veréislo que pasa. Entonces la cosa no tendrá ya

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remedio.El Dr. Butts bajó luego las escaleras y de

acuerdo con las normas personales asimiladas ensu juventud procuró olvidarse del enfermo,concentrando su atención en el vino, el pan y eltocino que le acababan de servir. Al final de susencilla comida recordó que era portador de unamisiva. En el pasado las cartas del Rey a su amadahabían dado lugar a todo género deespeculaciones. Había gente que aseguraba quepor espacio de un año y algo más, hasta elmomento de reaparecer en la Corte, el monarcale había escrito todos los días. Esto,evidentemente, era una exageración. Nadie habíavisto nunca ninguna de aquellas cartas, ni siquierael padre de la dama, Sir Tomás Bolena... perdón,el Conde de Wiltshire. Eso, al menos, indicabaque Ana era discreta y no gustaba de airear suscosas personales. Otros afirmaban que su reservaera debida a que las cartas en cuestión estabanredactadas en unos términos que contradecíansus manifestaciones y las del Rey. Los dos

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habían declarado muchas veces, más o menosencubiertamente, que no eran amantes en elsentido que todo el mundo daba en general alvocablo.

Mucho misterio en suma, muchashabladurías rodeaban a aquellos escritos. Y, atodo esto, allí estaba William Butts, pornaturaleza y por su profesión un indagador de laverdad, con una de dichas cartas en su poder.Habiendo sido redactada a toda prisa, ni sellollevaba. Sencillamente, el Rey se había limitado aplegarla y a doblar sus extremos.

Dio un rápido vistazo a su alrededor. Laesposa del hombre enfermo se hallaba en laplanta superior. Su cuñada había vuelto a lacocina. Jack se había llevado su pan y su trozo detocino, con la cerveza, al patio, y charlaba con elhijo de aquélla allí, mientras tomaba el sol.

Sin experimentar la menor sensación deculpabilidad pues la mente se deja absorberfácilmente por una emoción predominante, parano dar paso a otra, siendo la que dominaba en

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aquel momento su ser la curiosidad, el Dr. Buttsdesplegó la carta.

Varias frases sueltas danzaron ante él.«La más desagradable de las noticias que yo

pudiera recibir, esto es, aquella por la que meenteraba de la enfermedad de mi amada, a quienquiero más que a nada en el mundo, y cuya saluddeseo como podría desear la mía propia. ¡Concuánto placer padecería la mitad de lo que túsufres si eso tenía que curarte!» (La mitad... Eneste detalle se fijó mucho el Dr. Butts.Perfectamente.

Al menos había que reconocer que Enriqueera un hombre sincero.)

«... mi médico, aquel que me inspira másconfianza, se encuentra ausente... Por no podercontar con él te envío al segundo de misdoctores, quien confío...»

El Dr. Butts no siguió leyendo.Se pasaba la vida previniendo a la gente,

insistiendo en el peligro que representaba para lasalud un arrebato de ira, capaz de poner delante

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de los ojos de una persona una roja y cegadoranube, de acelerar los latidos del corazón, dealterar el cerebro, de conducir, perdido ya elcontrol de éste, a la muerte... El hombrerecordaba muy bien aquello pero esta vez nologró dominar la rabia que le poseía.

¿Él, su segundo médico? En el nombre deDios, ¿quién era entonces el primero? ¿Wotton?¿Cromer? Sí. Cromer, el escocés, aquelpresuntuoso zoquete. Y sólo porque había hechoparte de sus estudios en París. Esto suponía unadeslealtad. Todo el mundo sabía que losfranceses y los escoceses hacían causa comúncuando se trataba de atacar a los ingleses. Cadavez que Inglaterra entraba en guerra con Francialos escoceses cruzaban la frontera, saqueando eincendiándolo todo. No habían pasado más quedieciséis años desde la Batalla de Flodden Field.Estaba muy mal que un escocés...

No fue ningún consuelo para el Dr. Butts versu dinero rechazado por la dueña de la casa, nique ésta le dijera que siempre que pasara por

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«Las Llaves de San Pedro» le serviría lo mejorque tuviera en el establecimiento.

Presa de una gran indignación, el médicocontinuó su viaje a Greenwich, adonde llegóantes de que se le ocurriera pensar en el viejorefrán que asegura que «quien escucha lo que nodebe su mal oye». La gente que abría las cartasdirigidas a otras personas merecía sufrir aquellasdesagradables sorpresas. A lo largo de todo elcamino el trote de su montura parecía marcar unodioso ritmo: «el segundo de mis doctores, elsegundo de mis doctores, el segundo de misdoctores...»

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XI

«Era bello y vivaz el trazo de sus labios».

Sanders

Greenwich, junio de 1528

Su preocupación por buscar el equilibrioentre su integridad profesional y aquello queconvenía más a Inglaterra había sido vana. Laseñorita Ana Bolena había superado la crisis en elmomento de su llegada. Estaba viva y bien viva,era consciente de cuanto a su alrededor sucedía yhabía sido atendida debidamente. Se la encontrótapada con una manta cálida y ligera. En unamesita situada junto al lecho vio el Dr. Butts unagran jarra con agua y una copa de cristalveneciano. Una mujer de mediana edad, cuyosevero rostro y pocas palabras —de acuerdo con

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la experiencia del médico el tipo clásico de labuena enfermera—, estaba en la habitación, deservicio.

La dama del lecho le miró con naturalidad.Todavía era una enferma y el Dr. Butts le hablóen el tono de voz más acorde con lascircunstancias.

—Su Majestad, milady, me envió tan prontosupo de vuestra enfermedad.

Ana movió la cabeza levemente y lapequeñísima porción de almohada descubierta sereveló oscura y húmeda a causa del sudor.

—¡Emma!Aquella sola palabra tenía el tono de una

acusación.—Sí, sí. Fui yo. Era lógico que él lo supiera.

Ahora os estáis recuperando, gracias a Dios, peroimaginaos que... Todo andaba aquí de cualquiermanera y me vi obligada a tomar una decisión.

Ana dijo con un fino hilo de voz, separandolas palabras con profundas inspiraciones:

—Yo temía que estimase su deber venir,

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teniendo en cuenta que esta enfermedad leinspira verdadero horror.

—Su Majestad reconoce la importancia quetiene su persona para el país —dijo el Dr. Butts,casi como si la reprendiera. Inmediatamenterecordó que se estaba dirigiendo a una paciente ycambió de actitud—. Su Majestad se sentirá muysatisfecho cuando sepa que os estáis recuperandorápidamente.

Mucha gente, dentro de Inglaterra y en otroslugares, lo lamentarían, pensó el médico. Una vezmás reflexionó sobre el misterio que rodeaba aciertas cosas: había hombres fuertes,verdaderamente fornidos, que se derrumbaban enunas horas por efecto de la enfermedad. Encambio, aquella criatura, de aspecto débil,sobrevivía sin mucha dificultad. Naturalmente,resultaba un poco prematuro aún pensar así.Siempre existía la posibilidad de que el pecho...

—¿Os molestaría mucho que vuestraservidora os incorporase levemente? Nonecesitaré más que unos segundos.

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De modo que Emma la sostuvo mientras élaplicaba el oído al pecho y luego a la espalda,atento al casi imperceptible crujido, semejante aun trozo de papel que se arruga, el cual delataríala complicación más temible, aquella que amenudo mataba a personas que habían superadoel peligro inicial. Nada. No había el menorvestigio de lo que buscaba.

—Si pudierais sostenerla un momento,señor —dijo Emma—, le cambiaría la almohada.Ésta se encuentra empapada de sudor.

Por espacio de medio minuto, pues, el Dr.Butts sostuvo entre sus brazos el cuerpo quehabía causado tanto alboroto, dentro y fuera deInglaterra.

Él la había visto con bastante frecuencia,aunque nunca tan de cerca. Jamás, desde luego,sin sus complicados vestidos, recargados deadornos, sin sus joyas, sin la toca, quecompletaba el atuendo y realzaba la figura. El Dr.Butts se quedó desconcertado al comprobar lomenuda que era. Pensó en los devastadores

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efectos de la enfermedad juzgando por sushuesos, que le hicieron pensar en los de una gatao un ave. ¡Y qué cuello el suyo! Solamente en unaocasión había visto uno tan fino, perteneciente auna criatura de diez años que se moría aconsecuencia de una enfermedad pulmonar. ElDr. Butts, cuyos gustos personales en cuanto amujeres apuntaban hacia los cuerpos redondos,llenos, se preguntó nuevamente qué era lo que unhombretón como el Rey podía haber visto enaquella joven. Y si a lo que se inclinaba con todaaquella historia era a procurarse una futura madredifícilmente podía haber elegido otra menosprometedora.

Emma se deslizó a su lado con la nuevaalmohada y el doctor, agradecido casi, apartó susmanos de aquel cuerpo, situándose a los pies dela cama.

—Os recuperaréis con bastante rapidez,milady —dijo entonces—. Lo peor ha pasado. Osrecetaré unos cuantos medicamentos parafortaleceros. Habréis de procurar manteneros

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abrigada en todo momento, guardar una absolutaquietud y comer y beber prudentemente. Mequedaré aquí uno o dos días para comprobar sitodo marcha como es debido.

—¿Sabrá oportunamente Su Majestad queno hay motivo alguno para que esté preocupado?

—Le tendré al corriente de la marcha devuestra enfermedad. Me ordenó que le informaratres veces por día.

En aquel instante el Dr. Butts se acordó dela carta.

Sintió la tentación de no mencionarla, dehacer caso omiso de ella. «El segundo de misdoctores». Una cruel y nada merecidahumillación. ¿Qué necesidad había de que hubieraescrito tal cosa? ¿Por qué no decirsencillamente: «te envío a uno de mis médicos»,«te envío a mi médico», o «te envío al Dr.Butts»?

Terriblemente mortificado, sacó de uno desus bolsillos la misiva, diciendo brevemente:

—Su Majestad me encargó que os entregara

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esto.En seguida pensó: «William Butts: si no te

hubieras sentido curioso te habrías ahorrado estemal momento». Podía ocurrir algo peor aún. ¿Ysi ella le pedía que le leyera la carta? ¿En quétono de voz, con qué gesto aludiría a sí mismocomo el segundón de la clase médica de palacio?

El Dr. Butts colocó el escrito al alcance dela mano de Ana Bolena, con la intención dedirigirse a continuación hacia la puerta. Pero ladébil voz de la enferma le detuvo.

—Esperad un instante, por favor. Tal vezrequiera contestación esta carta y en ese casopodría ser remitida con vuestro mensaje. Emma,incorpórame de nuevo.

Él se volvió hacia la ventana, intentando fijarsu pensamiento en algunas cosas sensatas.Significaba bastante ser el segundo médico de ungran rey. Seguramente era mejor ser el segundomédico de Enrique VIII que el primero del Duquede Norfolk. Pero el Dr. Butts no logróconvencerse. La idea en cuestión había sido

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expresada varios siglos atrás, en Roma, poralguien cuyo nombre él había olvidado.Hallándose en una pequeña ciudad provincianaaquel personaje había manifestado que preferíafigurar allí como el primero a ser el segundo enRoma. Había hablado por todos los hombres detodos los tiempos, en cualquier parte.

Oyó el sonido característico de la hoja depapel al ser desdoblada. A sus oídos llegódespués la voz de Ana, diciendo: «Deja que metienda de nuevo, Emma». Ahora tenía quevolverse hacia ella. Sentíase rígido y notaba unasensación de picor en los ojos.

—Dr. Butts...Él giró decididamente la cabeza.—Gracias por haber esperado. Deseo que le

deis mi contestación al Rey. Decidle que meestoy recuperando rápidamente y que espero quesiga bien de salud. Decidle también que le estoymuy reconocida por haberme enviado su mejormédico en un momento como éste.

¡Su mejor médico! Pero la carta decía «el

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segundo de mis doctores»... Y ella no podíasaber, a menos que fuese bruja, cosa que la gentedel pueblo daba por descontado, que él habíaleído la carta, sintiéndose por aquel detalleterriblemente ofendido. Ella no podía saber...

El Dr. Butts miró fijamente a Ana Bolena,estudiando sus ojos por vez primera, unos ojosbellos, maravillosos, que le miraban con aparentecandor. Pero tras éste había un misteriosoabismo de reserva, de comprensión, y algo más,una mirada distante, como si estuvieracontemplando un panorama sólo por ellaentrevisto...

El Dr. Butts hizo un esfuerzo paradominarse y luego dijo con voz áspera:

—Es posible que el Rey haya incurrido enun error al redactar esa misiva o bien que nohayáis interpretado adecuadamente la misma,milady. El honor de ocupar el primer lugar enpalacio, dentro de nuestra actividad, correspondeal Dr. Cromer. Yo tengo la dicha de ser elsegundo médico de Su Majestad.

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Ana Bolena sonrió. El Dr. Butts advirtió quesu boca era muy bella.

—¿Y quién puede juzgar qué es lo másjusto? ¿Tiene que ver algo en estas cosas laantigüedad? No importa. Para mí vos sois elprimero y lo seréis siempre.

Su natural vanidad le hizo fijarseespecialmente en el vocablo «antigüedad». Estelo explicaba todo. Las otras palabras —«aquelque me inspira más confianza»—, no debíanhaber sido escritas nunca. Empeñóse enolvidarlas y lo consiguió, a no mucho tardar.Desde luego, todo, dentro y fuera de la Corte,tenía que ser gobernado por una especie deprotocolo, de un tipo u otro. ¡La antigüedad!Jamás había pensado en ella. Una rabia estúpidahabíale estado atormentando sin razón. ¡Y lehabía faltado muy poco para sufrir un ataque deapoplejía!

El Dr. Butts se olvidó de ver en ella la causade todo aquel torbellino de pensamientos ytambién de los deseos que había abrigado, a partir

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del momento de su salida de Tittenhanger, deencontrársela en un estado que no necesitase yalos auxilios de la Ciencia. Lo único querecordaba ya era que Ana Bolena, aquella mujerque yacía, exhausta, en el lecho, le habíafacilitado la palabra mágica, el vocablo que ledevolvía la serenidad. Cuando se aplicara a latarea de hacer las medicinas que poco a poco ledarían fuerzas haría lo posible por que éstasresultasen perfumadas y gustosas.

Dejó de preguntarse qué era lo que el Reyhabía visto en aquella mujer porque ahora mismoél lo estaba viendo. Mientras bajaba las escalerasintentó dar un nombre a lo que acababa dedescubrir. Fracasó rotundamente.

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XII

«Haré lo que pueda para convencer al Rey,si bien me figuro que todo será en vano».

Campeggio, en una carta a Salviata

«Es inútil que Campeggio piense enreconciliar a los cónyuges».

Wolsey, en una carta a Casale

Suffolk House. 22 de octubre de 1528

Enrique iba a cenar con Ana en la nueva casade ésta, muy hermosa ciertamente. El poseer unhogar le producía a ella un placer inmenso, nodisminuido precisamente por el hecho de haberpertenecido la edificación al Cardenal. De éstehabía partido el ofrecimiento, al decir de

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Enrique, y semejante actitud por parte de Wolseydenotaba que por fin reconocía la posición deAna, estimando prudente agasajarla.

La alegría de recibir a un invitado deexcepción en su propia casa era algo nuevo,aparte de que aquella noche iban a celebrar unhecho importante. El Cardenal Campeggio habíallegado a Inglaterra y ahora los trámites iniciadostanto tiempo atrás cobrarían un ritmo más rápido.Atormentado por su enfermedad, agotado aconsecuencia del penoso viaje, había tenido queacostarse inmediatamente pero aquel mismo díase entrevistaría por vez primera con el Rey, quienahora confiaba tanto en su triunfo que hablaba decontraer matrimonio en el plazo de un año.

Enrique entró en la casa... Estaba de malhumor, bien fácil era verlo. Ana ya había tenidoocasión de observarlo en el jardín de Hever,obrando aquél a impulsos de un profundodesaliento. Tal disposición de ánimo era mástemible en el Rey que sus ataques de iradeclarados, que al final, pese a la aparente

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violencia, solían quedar en nada.Ana se sintió aliviada al juzgar por la pasión

que había puesto en su beso y la fuerza con quehabíala abrazado que ella no era la causa de suenojo. Entonces se dedicó a hacer cuanto pudopara animarle, tarea en la que registró un éxitoregular, contrariamente a lo que sucedíasiempre...

—Algo te preocupa, Enrique —le dijo—.¿De qué se trata?

—¡Bah! No es nada. Una de mis habitualesjaquecas.

Pero ella bien sabía que esa no era laexplicación exacta de su actitud. Una verdadparcial, todo lo más. Enrique sufría fuertesdolores de cabeza de vez en cuando pero, deordinario, en tales casos, se transformaba en unniño, ansioso de afecto y consuelo, al queagradaba enormemente que le pasasen la manopor los cabellos, que le acercaran un frasco deperfume a la nariz o que le tendieran para ponerlesobre los ojos un paño húmedo.

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Hizo poco aprecio de la cena especial queAna había ordenado servir, cediendo tantas cosasde sus platos a «Urian» que por último el glotónperro se dio por satisfecho, buscando un rincóndonde enroscarse. El voluminoso vientre le latíaigual que si fuese una perra en trance deincrementar el número de los ejemplares de suespecie.

—¿Qué noticias hay? —inquirió ella depronto.

—No hay noticias. He sido víctima de unabroma acerca de la cual te informaré más tarde.

Ana dio por descontado que aquélla leacarrearía una tremenda amargura.

No se equivocaba.Hallábanse solos, frente a la chimenea, y

cuando ella estaba a punto de hablar ya, Enriquese le adelantó, diciendo:

—Esta tarde recibí en audiencia aCampeggio. ¿Sabes qué hizo tan pronto acabamoscon las cortesías de rigor? Pues, igual que siestuviera ofreciéndome el sol, la luna y las

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estrellas, procedió a declarar que Clemente seencontraba dispuesto a enmendar cualquieromisión que pudiese existir en la dispensa deJulio, de suerte que a mí me fuese posible volvera los brazos de Catalina sin volver a sentir jamásel menor remordimiento.

Y él había aceptado aquel ofrecimiento. Estaera la causa de su disgusto. Enrique temía darle lanoticia de que ya no le sería posible cumplir loprometido, dar validez oficial a su compromiso.A no mucho tardar sería dada de lado, pasaría porla misma experiencia de su hermana María.

—Después de tantos retrasos... —señalóEnrique con voz ronca—, cuando ya pensaba queClemente se colocaba a mi lado éste me envíauna prueba que revela cuál es su opinión sobre elasunto. Y el hombre que ha hecho tan largo viajecon el exclusivo propósito de actuar como juezimparcial delata su tendencia cierta nada másabrir la boca. Eso trae consigo la promesa de unjuicio en regla, ¿te das cuenta?

Así pues, habría nuevos conciliábulos... No.

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Enrique no había aceptado el ofrecimiento.—¿Qué le contestaste?La voz de Ana era ahora débil, apenas

audible.—Le contesté que hasta el último de los

sastres sabía que un traje confeccionado a basede chapucerías no podía mejorarse con otrachapucería más. Le indiqué que aguardaría elveredicto del tribunal.

El alivio que Ana experimentó le hizo decirvehementemente:

—Debieras haberle dicho que se volviesepor donde había venido, que regresase a Roma.Menudo juicio en regla va a ser ese, formandoparte del tribunal, como juez, uno de los hombresdel Papa, portador además de su último y singularofrecimiento. Lo mejor sería que no se celebrasenunca.

Enrique pareció experimentar un fuertesobresalto, llevándose entonces una mano a lacabeza.

—No es tan malo todo eso como te figuras

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—protestó—. Será un tribunal inglés el que seconstituya, integrado por clérigos ingleses. YWolsey tiene tanto poder como Campeggio.Quizá sea este un intento más de Clemente, eldefinitivo, para eludir la cuestión... Ahora podrádecir que él lo ha probado todo.

—¡Oh, no! —exclamó ella—. ¡De ningunamanera! Luego se sacará otra cosa de la manga, ydespués otra, y otra... Mientras yo sigo aquí yenvejezco, esperando.

Estas últimas palabras fueron pronunciadaspor Ana con apasionada intensidad. Había llegadoa ser para ella una preocupación tan agobiadora larelativa al paso del tiempo, de un tiempototalmente perdido, que sentía verdadero terrornada más avecinarse el salto a otro mes. Pensaba:«Ya se ha ido junio», o bien, «Ya tenemos aquíotro mes de noviembre». Y el Día de Año Nuevoera antes que nada una triste festividad: «¡Un añomás!».

Los dos últimos, exteriormente alegres ybrillantes, habían estado informados por un

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esfuerzo continuo. La meta hacia la cualcaminaban se alejaba cuando creían haberacortado la distancia. Siempre había que esperarun poco más. Esperanza, desilusión, esperanza,aplazamiento... Había sido un día memorableaquel en que el Papa decidiera enviar aCampeggio como delegado, para que juzgara elcaso dentro de Inglaterra. Luego, el italiano habíahecho un viaje que en determinados momentosles pareció que no había de terminar nunca, elmás lento de todos los que registraba la Historia.Y ahora, ¡esto!

Catalina continuaba en la Corte,mostrándose en todo instante orgullosa y terca.Obstinábase en seguir llamándose Reina y en sertratada como tal por cuantos la rodeaban, con laexcepción de Enrique.

Y había que contar con las multitudeslondinenses, atentas a cuanto sucedía en palacio,burlonas, descorteses.

Existía una clara división en la Corte. Habíadentro de ella dos bandos: el suyo y el de

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Catalina. Había que ser ciego para no ver que losmiembros del segundo eran más afectos a quienles guiaba, más firmemente leales a su persona.El bando de Catalina se enraizaba en la sólidaroca de la tradición, del cariño personal; el deAna sobre unas arenas movedizas al estarcompuesto de aquellos cortesanos que buscabanel favor del soberano y se adaptaban a lasconveniencias de tipo político.

¿Y qué decir de Enrique? Hasta cierto puntohabía intentado hacer honor a su promesa, noexigiendo nada. Día tras día, ella se habíaenfrentado con la casi imposible tarea de sersuficientemente atractiva, como para poderretenerle, sin excederse en tal aspecto para evitarque su pasión se desbordara. Esto requería unaconstante vigilancia de sí misma, un granautodominio, una tensión constante que nofavorecía precisamente. Preguntábase a menudosi los demás observaban el cambio que en ella seestaba produciendo con la claridad con que se lorevelaba su espejo.

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Enrique sorprendió en su voz una notainédita, una inflexión aguda que le desagradó.Esto le hizo decir, perversamente:

—¡Nada de eso! Esa ha sido la última tretade Clemente. Y no dio resultado. Ya no intentarállevar a la práctica ninguna más.

—Lo hará. Tiene que hacerlo. Elofrecimiento de Campeggio denuncia bien a lasclaras qué es lo que el Papa desea, lo que deseantodos: tu reconciliación con la Reina.

—No hay tal Reina. Catalina es la PrincesaViuda.

—¿Qué más da que le des un nombre u otro?Enfrentémonos con la verdad de una vez. A losojos del mundo el vuestro es un matrimonio legaly solamente el Papa puede anularlo. Éste no tienela menor intención de hacer tal cosa. No seatreve. El Emperador, de proceder él así, leencerraría o lo abandonaría a su suerte. Si túesperas a que sea el Papa quien te dé la libertad tepasarás la vida esperando.

—¿Qué otra cosa puedo hacer yo?

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—Ordena a Campeggio que regrese a Romacuanto antes. Este es un asunto que sólo a losingleses concierne y tú eres el Rey de Inglaterra.Los Obispos de nuestro país están deseandocomplacerte. Ellos te darían el veredicto que túdeseas. Si es que de verdad lo deseas. Porque aveces yo dudo...

—En el nombre de Dios, ¿qué pretendesdarme a entender con esas palabras?

—Tú aseguras que eres libre. Afirmastambién que la única persona que puedeproporcionarte la libertad es la que te la negarásiempre. Tienes que haberte dado cuenta ya deque no nos puedes tener a los dos: al Papa y a mí.Pero cada vez que se trata de decidir algo leeliges a él. —Hablar con tanta franqueza leproducía un gran alivio. No obstante, Ana sentíacomo si se estuviera intoxicando, como siaquellas frases fueran un vino que se le subieselentamente a la cabeza—. ¿Por qué no aceptar laúltima oferta del Papa, tan generosa? Catalina haestado esperando que sucediera esto. Vuelve a

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ella. Yo no pretendo retenerte por tus promesas.Todo lo que pido es que me dejen en paz,terminar para siempre con esta interminableespera, con tantas promesas que se han reveladotan consistentes como unas pompas de jabón.

Le ultrajaba como si él tuviese la culpa de loocurrido. Y Ana sabía que la cabeza le dolíaterriblemente. No se había mostrado afectuosacon él; no había intentado procurarle un poco dealivio. La veía como una mujer chillona, vulgar,en aquellos momentos.

Enrique se quedó paralizado, pronunciandoentonces las palabras que más daño podían hacera Ana, después de rebuscarlas cuidadosamente.

—A lo largo de todos los años que hemosvivido juntos Catalina no me habló ni una sola vezen esos términos.

Dicho esto, Enrique salió de la habitación.

Ana no llamó a sus damas sino que seencaminó a su dormitorio, dentro del cual sehallaba Emma Arnett, guardando en el armario

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alguna ropa blanca recién planchada, fresca, quecolocaba en los estantes junto con numerosossaquitos de perfume.

La joven hizo como si no la hubiera visto,dirigiéndose al lecho, en el que se tendió bocaabajo. Aferrada a la colcha con ambas manos, seesforzó por hundir más y más el rostro en laalmohada, intentando contener los gritos queestaba a punto de proferir.

Emma, que al entrar ella en el cuarto habíasorprendido la expresión de su faz, pensó, no sinironía, que había llegado el instante crítico porfin, aquel en que, cerrada la puerta deldormitorio, la dueña de éste iba a mostrarse talcomo era. Con una diferencia: esta dama nobuscaba un hombro amigo en el que apoyarsepara llorar.

En todo caso, Emma se sentía reforzadaahora. Ana no le inspiraba compasión y laspalabras de consuelo que podía pronunciarestarían dictadas más bien por la conveniencia,una conveniencia que no se relacionaba

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exclusivamente con su personal situación... No.Tras sus frases habría un objetivo premeditado.Había sido calurosamente acogida por el grupode reformistas que se reunían en la tienda deMilk Street. Los miembros del mismo le habíansuministrado suficiente munición verbal, a fin deque la gastara cuando se le presentara unaoportunidad favorable. Aquella podía ser laesperada ocasión. Claro, esto no se podía sabernunca a ciencia cierta...

Acercóse a la cama, inquiriendo:—¿Os duele algo, señora?—No, nada, Emma. Sencillamente: estoy

disgustada.Y eso fue todo. Allí había una cosa que los

consejeros de Emma no comprenderían jamás: laextraordinaria reserva de Ana Bolena.

—No te tomes tanto trabajo guardando esaropa en el armario —dijo Ana—. Mañanasaldremos de Londres.

—¿Por mucho tiempo, milady?Tal pregunta la estaba permitida.

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—¡Para siempre!Emma se quedó desolada. ¿Qué sería

entonces de la Causa? La Reina Catalina contabacon el apoyo del Papa. Por consiguiente, Ana, loquisiera o no, sería el centro del grupo antipapal.Los amigos de Emma y otros muchos que ella noconocía, diseminados por todo el país, acentenares, confiaban en que Ana continuaríadominando al Rey y que los acontecimientostomarían uno de los dos derroteros. O el Papaconcedía a Enrique la anulación apetecida, con locual se suscitarían conflictos dentro de la Iglesiao Enrique se cansaba de aguardar para actuar deacuerdo con las palabras que pronunciara en unmomento de ira: «Dentro de Inglaterra no haymás gobernante que yo». Los dos caminosabrirían la puerta a la Reforma. Y para que una delas dos cosas sucediera era esencial la presenciade Ana.

Emma no protestó. Tampoco formulóninguna pregunta. Se limitó a comentar,astutamente:

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—El Cardenal se sentirá muy complacido.Ana se incorporó, apoyándose en los codos.

En su blanco rostro los ojos parecían haberadquirido un tamaño desmesurado.

—¡Y eres tú quien dice eso!—¿No es cierto, milady?—¡Naturalmente que es cierto! El Cardenal

no será la única persona que se alegre. Puedocontar con los dedos de una mano aquellos quelamenten mi decisión.

—No. Ahí estáis equivocada, muyequivocada, milady. Perdonadme que me expreseen este tono. Vos tenéis amigos, a centenares. Setrata de rostros que no habéis visto,correspondientes a nombres que ignoráis. Haycentenares de personas que... —la prudencia leaconsejaba no ser demasiado explícita—, queodian al Cardenal. Si abandonáis Londres y él sequeda aquí, triunfante, habrá muchos corazonesdoloridos mañana.

—Que sus dueños se resignen. El mío sufreya. No abrigo el más leve deseo de complacer al

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Cardenal pero tampoco quiero continuarparticipando en esta farsa. Cuanto más seprolongue más desairado será mi papel alterminar. Se proponen mantenerle atado a laReina, ofreciéndole el señuelo de unasesperanzas sin fundamento. Así hasta que al Reyle dé lo mismo una cosa que otra. Éste no aciertaa verlo, o no quiere verlo, y esta noche, cuandome explayé diciéndole la verdad... —Incluso eneste momento, Ana vaciló un segundo. Bueno,¿qué más daba ya todo? Dio de lado su habitualreserva y contó a Emma lo ocurrido—. ¿Qué otracosa puedo hacer? Sencillamente: no tengo másremedio que retirarme, modesta y quiero creerque algo dignamente aún.

Una decisión errónea, se dijo Emma. Trasuna riña ordinaria puede que no resultara mala latáctica de la separación, siempre que ésta no seprolongara excesivamente. Pero en las palabrasdel Rey al partir había habido mucha amargura.Quizás encerraban también una amenaza. Si ladama se marchaba ahora, tal vez no conservara

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otro recuerdo de ella que su último arranque deira. Existía asimismo la posibilidad de que el Reyse decidiese a echar a andar por el camino másfácil, volviendo a los brazos de Catalina.

—¿Por qué no procuráis dormir un pocoahora, milady? —le preguntó Emma—. Escorriente que al despertar por la mañana, en elprincipio de un nuevo día, todo nos parezcadistinto.

—¿Dormir has dicho? ¡Si lo que yo creo esque no volveré a conciliar el sueño jamás!

Emma reflexionó unos instantes, para decira renglón seguido, tímidamente:

—Uno de mis amigos está relacionado conel dueño de una farmacia. El pasado verano,habiéndole contado yo que a causa de los doloresque sentía en uno de mis brazos me pasaba lasnoches en vela, me proporcionó un jarabe,jurando y perjurando que no estaba hecho de nadarepugnante. —La repulsión que Emma sentía porlos reptiles se extendía a los caracoles y a losgusanos, en ocasiones utilizados en la

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composición de determinados medicamentos—.Me explicó que aquél estaba hecho con lospétalos de las amapolas, unas amapolas que noson como las que crecen en nuestros campos,entre el trigo... Éstas proceden de un sitio muyremoto. El jarabe posee un agradable sabor yproduce sueño. Yo lo he probado. ¿Queréis queos administre una dosis?

—Sí, con tal de no pasarme la noche enclaro, pensando.

Emma fue a su cama, sacando de debajo deésta una caja de madera, una arquilla de cantosmetálicos, reforzada con unos flejes de hierro.Constituía aquélla una de sus más queridasposesiones. La primera vez que saliera de su casalo había hecho con todos sus objetos personalesmetidos en un cesto. Luego, durante años, habíaestado ahorrando para comprarse un utensiliocomo aquel, que se pudiera cerrar con llave. Laarquilla en cuestión tenía un carácter simbólico.Por su contenido y su inaccesibilidad, relativa, alos demás venía a representar el hogar. Cuando la

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cerraba, Emma pensaba en que estaba cerrando lapuerta de su casa.

Allí estaba el frasco de que había hablado.Al agitarlo se formaron en el líquido numerosasburbujas. Emma vertió cuidadosamente unapequeña cantidad en una copa, presentandodespués ésta a Ana.

—Seguro que con esto dormiréis bien,milady.

El líquido sabía a miel... y a algo bastanteamargo.

Ana devolvió la copa a su servidora,exclamando:

—¡Pobre Emma! Por si no pesaran yasuficientes obligaciones sobre ti has de sertambién mi confesor y mi médico.

Emma pensó, aunque sin la menor emoción,que era extraño topar con una señora que sepreocupaba de que fueran atendidas debidamentelas necesidades de su servidumbre.

—Acostaos ahora. Esto es rápido. Notaréislos efectos del brebaje inmediatamente.

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Emma comenzó a desnudar a su señoramientras ésta pronunciaba unas palabrasininteligibles. Las otras damas, una vez finalizadala cena, se habían retirado, para jugar a las cartaso tocar algún instrumento. Volverían corriendocuando estuviese hecho todo el trabajo,pretendiendo no haberse enterado de la partida deEnrique o haber estado esperando a que tocasenel timbre. Emma juzgaba a todas aquellas mujeresunas frívolas desocupadas. Esta era su opiniónsobre la generalidad. Pensaba aún peor de las querodeaban a Ana, debido a que éstas se dabancuenta de la inseguridad de su posición y ningunade ellas quería aparecer demasiado asociada a unapersona cuyo futuro era bastante incierto.

Cuando se había embutido ya en su bata yEmma le cepillaba el cabello, Ana empezó asentir los efectos del somnífero. Notó una granpaz interior. No era que se fuese a dormir yaexactamente. La poseía un gran alivio, unadespreocupación profunda que le hacía sentirsecasi feliz. Sabía que con sólo tenderse en el

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lecho se quedaría dormida. Aquella frasereferente a Catalina que oyera no hacía muchohabía perdido toda su virulencia... Debíanhabérsela dicho a otra persona, mucho, muchotiempo atrás.

Cuando desde el otro lado de la puerta llegóa sus oídos un rumor de pasos y vocesmasculinas Ana no experimentó ningunasorpresa, ni alarma, ni interés siquiera.

—Mira a ver quién es, Emma, y diles que semarchen.

Emma salió de prisa del cuarto y regresó enseguida.

—Milady: es el Rey, que viene acompañadode Sir Harry Norris. Su Majestad os trae unobsequio.

Emma Arnett, la reformadora, estabaencantada de que el Rey hubiera vuelto con unpresente, en son de paz. Emma Arnett, laservidora de Ana Bolena, se hallaba algo menoscomplacida. Su señora tenía ya dos perros:«Urian», que se iba haciendo viejo, y «Beau», un

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regalo del embajador francés, joven y tan pocogobernable como el anterior.

Ana intentó dar un sentido al inesperadoregreso de Enrique con aquel regalo. Buscaba lareconciliación. Sin embargo, adormecida comose hallaba, no podía pensar, ni tampoco leimportaba mucho todo aquello.

—Tengo sueño —dijo—. No puedo hablarsiquiera.

En Emma se impuso el rasgo de su carácterque la presentaba como una mujer dominante.

—No os costaría trabajo darle las gracias,seguramente —sugirió. Simultáneamente,comenzó a ayudar a Ana en la tarea de embutirseen su bata, extendiendo sus cabellos, una cascadade negra seda, por la espalda de su ama—. Dadlelas gracias, sencillamente. Os gustará lo que hatraído vuestro caballero.

Guió a Ana hasta la puerta, permaneciendoasomada a la misma hasta que comprobó quehabía empezado a bajar las escaleras sin novedad.

Enrique intentó ocultar que estaba

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intranquilo y que no se hallaba muy seguro de quele fuese dispensada una acogida cordialadoptando unas maneras aparentementedespreocupadas.

—Tenía que venir. No podía esperar.Enséñaselo, Norris, ¡enséñaselo!

Norris extendió sobre una mesa cercana elpequeño trozo de tejido de terciopelo que llevabaen las manos y entonces apareció en el centro deaquél un perrito increíblemente menudo que dabala impresión de estar hecho del mismo género.La configuración de su cabeza, era semejante a lade un gran sabueso; en sus ojos, de ámbar,resplandecía la más completa inocencia, sinembargo, su suave pelaje era excesivamente largopara su tamaño.

—Hace tiempo que lo tenía pedido y llegó ami poder no hace una hora todavía. Supe de estosperritos por el embajador español. Son valientescomo un león, pero por su volumen caben en elregazo de una dama. Viene de Alemania... Dentrode Inglaterra no hay más ejemplar que éste.

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Confío en que será de tu agrado.—¿Y cómo no iba a serlo? —Ana cogió el

chucho, apoyándoselo en el pecho. El animalitosacó su rosada lengua, lamiéndole cariñosamentela barbilla—. Me parece precioso.

—Está bien, Norris. Ya puedes marcharte —dijo Enrique a su acompañante.

Norris se despidió, apresurándose a salir dela habitación. Él figuraba entre las personas quesabían que entre el Rey y aquella dama no habíapasado nada de lo que la mayoría imaginaba.Mientras descendía por las escaleras pensó en suseñor, incrementándose la admiración que por élsentía. ¡Vestida con tan leves ropajes! ¡Con loscabellos sueltos sobre la espalda! Paradominarse, en tales circunstancias, el hombrehabía de tener una voluntad de hierro.

Ana y Enrique guardaron silencio unosmomentos al quedarse solos. Ella pensaba que novalía la pena esforzarse para decir cualquiernadería; él callaba porque sabía que tenía quedisculparse y esto era algo que siempre le había

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costado un gran trabajo hacer... Las frases ypalabras de excusa acudían con dificultad a suboca. Por fin, no obstante, se decidió:

—Siento lo sucedido, cariño. Quiero queme perdones por haber dicho lo que dije. Hepasado un día de prueba, me dolía la cabeza...Luego tú me sacaste de mis casillasmenospreciando mis promesas. Al regresar apalacio me entregaron este gracioso perrito. Lohabía pedido para darte una sorpresa. Sentídeseos de Morar. Tenía que ser para ti, para ti ynadie más. Por eso me apresuré a traértelo. Dique me perdonas.

—No tengo que perdonarte nada. Supongoque lo que dijiste era cierto.

Él la miró fijamente. Ni por un momentohabía pensado oír de sus labios aquella respuesta.Su manera de hablar, su aire, tan distante, tanremoto, le alarmó. Todo parecía indicarle que nolamentaba lo ocurrido porque nada le importabaya lo que podía haber entre los dos.

—Es algo imperdonable lo que dije, lo

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comprendo. No obstante, te ruego que lo olvides.Ana inclinó la cabeza sobre el perrito,

acariciándolo.—Hablaste de mis promesas —manifestó

Enrique, desconcertado—. Afirmaste que yohabía quebrantado las que formulé. Dime, Ana:¿cuál?

Ella debía haber dicho, podía haber dicho,que ninguna promesa, concretamente, había sidoquebrantada y que se había expresado en aquellostérminos en un momento de ira, de vacilación, deduda. Pero el líquido que Emma le había dadocirculaba ya por sus venas y el diminuto can yacíablanda, cálidamente contra su pecho. Ana nopensaba más que en una cosa: en dormir.

—¿Qué más da? —repuso.Otra vez experimentaba Enrique la

impresión de que había acabado con él. Aquélpensó que de haber sido su presente un collar deperlas en lugar de un perro, una cosa viva, Anahabría dejado caer su obsequio al suelo.

—¿Por qué esa indiferencia, Ana? —

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inquirió Enrique con violencia—. Tú y yoestamos comprometidos. Soy tu servidor. Dehaber faltado a una de mis promesas sería indignode ser considerado un caballero. Dime: ¿a quépromesa te has referido? A la de hacerte Reina,¿no? Cariño, ¿es que no lo he intentado? ¡En elnombre de Dios! ¿Es que crees que todos estosaplazamientos son de mi agrado? Dijiste que yome inclinaba por el Papa. Esto no es verdad. Mevalgo de él. Debo proceder así. El nuestro tieneque ser un matrimonio en regla.

El perrito comenzó a lamer su rostro denuevo y Ana le contempló con ojos afectuosos ysomnolientos.

«¡No me presta la menor atención!», pensóEnrique. «Se ha desentendido de mí. Ya no leinteresa nada de lo que digo».

—¡Mírame, Ana! ¡Escúchame! Voy ahacerte ahora una promesa que me propongomantener aun a trueque de perder mi corona si espreciso. Si Clemente no me deja en libertad meenfrentaré con él. Tú eres la mujer que amo y

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quiero que seas para mí, tanto si el Papa apruebaesto como si no. Bien, ¿qué tienes que decir aeso?

Ana le dirigió una apagada mirada,intentando dar con algunas palabras adecuadas almomento. El sueño la vencía... Hubiera debidomostrarse jubilosa ante una declaración tanfranca, satisfecha de que él hubiera tomado tan apecho la riña. Pero no acertaba a sentir nada,excepto una no muy apremiante obligación deresponder. Entonces optó por sonreír.

—¿Es que no me crees? —preguntó él—.Por el amor de Dios, Ana, no seas cruel, no mecastigues de este modo. Ya te dije que lamentabalo sucedido. Mis palabras fueron inspiradas porla ira. Ahora te estoy hablando con absolutasinceridad, formalmente, y todo lo que se teocurre es sonreír. Debo comunicarte que por tiestoy dispuesto incluso a romper con el Papa siél me obliga a dar tal paso.

Ana hizo un gran esfuerzo.—No creo que llegue eso a suceder nunca.

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Tú eres papista, decididamente. Si vamos al casoserías capaz hasta de odiarme...

—¿Odiarte yo a ti? ¿Cómo podría ser eso?Sería lo mismo que si me odiara a mí mismo.Mira, Ana... —Enrique le arrebató el diminutoperro, que profirió un leve chillido, dejándolo enel suelo—. Te amo, te amo...

Diciendo esto la tomó entre sus brazos,besando codiciosamente su rostro, su garganta,su pecho, con redoblada pasión, con unaviolencia a la que ella oponía una gran serenidad,manteniéndose en guardia. Aquella noche algodebilitaba su habitual vigilancia y por unosminutos Enrique creyó que estaba a punto derendirse.

Él vio en aquellos instantes la verdaderanaturaleza de sus amorosas protestas, el carácterauténtico de su interminable espera: un montónde hojarasca que ocultaba la clara realidad.Aquella era la mujer con quien ansiaba versesobre un lecho.

—No es esto lo que tú me prometiste —

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murmuró.—Pero, cariño, yo te quiero, tú también me

quieres...A ella lo único que le apetecía era dormir,

entregarse a la impresionante calma de la nada,cada vez más próxima. Hablar, pensar casi lecausaba dolor. Tenía que responder, sin embargo.

—Dejemos a un lado lo que yo quiero. Loque no quiero es un hijo fuera del matrimonio.Mi hijo tiene que sentarse en el trono deInglaterra.

Ella había esgrimido en el momento precisoel único argumento capaz de contenerlo.

De pronto Ana empezó a rechazarle,apoyando sus débiles manos en el pecho de él.

Más bien irritado, él pensó: «Desde luego,tiene razón». Un año más, unos meses tan sólo,quizás, y Ana sería su mujer. Tenía que continuaresperando. Enrique apartó los brazos de ella,besándola en la forma que Ana aprobaba,exclamando:

—¡No lo dudes un momento, querida!

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Enrique se inclinó para coger el perrito.—Déjale que se apoye sobre tu corazón, que

mantenga tu pecho cálido para mí. Pese a lo tardeque es iré a ver a Wolsey, a fin de decirle que nose fíe de ese maldito italiano. Buenas noches,pues, cariño. Procura dormir bien y soñarconmigo.

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XIII

«Al principio de este año, en un gran salónde Blackfriars, Londres, se celebró una solemnereunión presidida por los dos Delegados...»

Hall’s Chronicle

Blackfriars. 18 de junio-23 de julio de 1529

Todos se habían acomodado en los sitios deantemano señalados. Todo estaba listo ya.George Cavendish, caballero-ujier de Wolsey,miró de soslayo, sin volver la cabeza, pensandoque en aquel crítico instante en que iban ainiciarse las deliberaciones el gran salón deBlackfriars parecía el escenario de un teatro,preparado para la representación del día.Únicamente la música se echaba de menos allí.Pero... En algún punto escondido los músicos

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debían estar templando ya las cuerdas de susinstrumentos, que sonaban cada vez más fuertes,en un crescendo que acabaría en un silencioabsoluto, llegado el cual alguien pronunciaría laspalabras previamente aprendidas de memoria. Sinembargo, esto era pura fantasía. Allí no sepercibía otro rumor que el que produce ciertonúmero de personas que aguardan discretamente:el roce de un zapato en el piso, la breve yrápidamente apagada tos de uno de los presentes,el clásico frufrú de la seda...

Aquello no era una comedia. Aquellosignificaba la realidad, la culminación de cuantose había estado hablando años y años, el fin detodas las especulaciones, trámites, llamadas,esperas y desazones. La asamblea investigaría lasrazones en que el Rey fundamentaba sus dudassobre la legitimidad de su matrimonio conCatalina, habiendo de decidir si su casamientoera válido o no, esto es, si todo había de seguircomo hasta entonces o la unión había de sermirada como si no hubiese existido nunca. Allí

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ocupaba un puesto de honor Campeggio, llegadodesde la lejana Roma, tras accidentado viaje.Preparándose para el acontecimiento, Wolseyhabía pasado la noche anterior estudiando,rezando...

Cavendish amaba a su señor. En aquelmomento de ansiedad murmuró una breveplegaria que ofreció al Todopoderoso, a laSantísima Virgen, a Santo Tomás de Canterbury,que ese era también el nombre de Wolsey, almismo San Jorge, su santo patrón... Señor:Haced que las cosas se arreglen de tal modoque mi señor no sufra ningún daño. Se apresuróa enmendar esto último: ningún nuevo daño.Pues él, tan unido a Wolsey, sabía que habíasufrido no pocos ya, a consecuencia de loscuales aquél había pasado muchas noches en vela,perdiendo el apetito, viviendo en un desasosiegoconstante.

Nadie se daría cuenta de esto, pensóCavendish con orgullo. Aquella mañana Wolseytenía buen aspecto. Veíasele calmoso, digno,

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inquebrantable. Ganaba con la comparación si semiraba luego al otro cardenal. Campeggio teníasiete años más y en su rostro se advertían lashuellas del dolor y la enfermedad. Ni en la florde su vida había tenido la presencia de Wolsey.Cavendish, en fin de cuentas, él mismo unhombre de Suffolk, se sentía enormementecontento por el hecho —indiscutible—, de que elhijo de un carnicero de dicho condado pudiesebrillar más que ningún individuo, tanto por suaspecto como por su inteligencia y modales.Cavendish, al pensar en esto, no hacíaexcepciones. Ni siquiera la del Rey. Enrique eraapuesto... Pero también tenía muchos menosaños que Wolsey. Tenía capacidad... Gracias aWolsey, que le había instruido. Cavendish, enaquella importantísima, vital, mañana, estaba muynervioso y su desasosiego contrastabanotablemente con la calma de que hacía gala elPrimer Ministro. Una mujer parlanchina,reflexionó Cavendish, podía destrozar a unhombre, causarle más daño que ninguna otra cosa

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y por tal motivo toda población que se estimaraen algo contaba con su «silla de chapuzar» y labrida especial, dos artificios inventados paracastigar a las mujeres que no daban paz a lalengua.

Wolsey, en su sitio, distaba mucho desentirse tranquilo. Los irregulares latidos de sucorazón, que ya había observado casi seis añosatrás, constituían ahora un motivo de aflicciónpermanente. Lo que hacía con gusto era dargracias a Dios porque aquello no fuese tan visiblecomo el padecimiento de gota de Campeggio. Elsecreto en cuestión le pertenecía. Habíalo sabidoguardar bien. El mal estaba allí, sin embargo. Enocasiones le costaba tanto trabajo respirar quetenía que hacer inauditos esfuerzos para contenersus deseos de abrir la boca, imitando losmovimientos de un pez que hubiera saltado atierra. Y a veces el pecho parecía ir a estallarle yansiaba llevarse las manos a él, en un infantilintento para mantenerlo firme. Pensaba asimismoen la otra complicación, que había logrado

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dominar por el único procedimiento posible:bebiendo una cantidad muy escasa de líquido —elagua que cabía en una pequeña copa—,diariamente, durante todo el tiempo quepermaneciese reunido aquel tribunal. Y él mismohabía iniciado sus actuaciones el último día demayo... Una vez dictado el veredicto se beberíavarios litros de agua bien fresca, sacadadirectamente del pozo que tuviese más a mano.

En aquel momento de pausa él, igual queCavendish, miró de soslayo, sin volver la cabeza,para observar brevemente a Campeggio. Juzgaba aéste un ejemplar típico italiano, escurridizocomo una anguila. De maneras corteses, llanas,no daba a entender nada. En llegando a Londres,sin decirle nada a Wolsey, se había ido a ver alRey, irritando a éste al darle cuenta delofrecimiento del Papa en el sentido de salvarcualquier omisión que pudiera existir en ladispensa dada por Tulio. Enrique, muy enfadado,había mandado llamar a su Primer Ministro. «Noquiero más tretas como esta. Deseo

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sencillamente que me declaren libre y esto es loque habéis de conseguir vos cueste lo que cueste.Y si no, ¡ya encontraré alguien que lo haga! Elotro día oí hablar de un humilde clérigo deinteligencia nada corriente. Éste ha pensado enalgo que todavía no se le ha ocurrido a ningunode mis favorecidos consejeros. «Sondead en lasUniversidades europeas», dijo. «Preguntad a susmiembros qué opinan de este matrimonio». Sunombre: Cramer, Cranmer, Canner o algo por elestilo. Estoy seguro, ¡vive Dios!, de que esteindividuo ha dado con el quid de la cuestión».

Era desagradable enterarse de que unhombre desconocido había caído en la cuenta dealgo que no había pasado por su cabeza. Pero estono tenía, ni mucho menos, el carácter de unacatástrofe. La actitud de Catalina era lo que máspreocupaba a Wolsey.

Una de dos: o la Reina había sidoastutamente aconsejada o se hallaba inspirada porla quintaesencia del ingenio femenino. Habíasenegado resueltamente a abordar el problema

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desde el punto de vista legal y a admitir que susolución radicaba en la validez o invalidez de ladispensa otorgada por el Papa Julio. Apoyaba susrazonamientos en el hecho de que Arturo y ellano habían sido nunca marido y mujer, por nohaberse consumado el matrimonio. Estosignificaba que el tribunal se vería obligado aabandonar el terreno estrictamente legal paraaventurarse por el más inseguro y delicado de larelación personal íntima. Muy desagradable todoello. Y peligroso, en potencia. Pues si bien undocumento puede ser estudiado cláusula acláusula, discutiéndose ampliamente éstas,llegándose así a cualquier conclusión racional,nadie en este mundo puede decidir de manerainequívoca si un matrimonio se ha consumado ono, sobre todo tras un período de tiempo de casitreinta años.

Catalina era una preocupación para Wolsey.Éste se sentía también inquieto por otra razón.Sospechaba que Campeggio era portador desecretas órdenes del Papa. Quizá llevase consigo

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algún documento de extraordinario interés.Desde el momento de su llegada a Inglaterra,Campeggio había discutido el caso con Wolsey,denotando una gran franqueza aparente, concierto espíritu de colaboración, diciendo a cadapaso: «Hemos de procurar que...», «Tampocoestaría mal que nosotros...», «Nuestro argumentobásico ha de ser...»

Wolsey pensaba que Campeggio sereservaba siempre algo. Imaginábase que sabíamás o que tenía un plan que no quería que sedivulgase. No procedía, naturalmente, la preguntaa quemarropa, por poco diplomática e inútil.Aquélla provocaría siempre una mentira. Susprocedimientos habían pasado del mundopersonal, exterior, concebido en horas y horas demeditación, al de sus sueños y los ratos en quedescansaba de veras, siempre con frecuentesinterrupciones, se veía muy a menudo asaltadopor pesadillas, durante las cuales tenía sobradaocasión de contemplarse a sí mismo buscandoincansablemente algo precioso, indispensable,

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oculto en algún lugar inmundo que él se negaba aexplorar.

Los últimos meses le habían obligado ahacer unos esfuerzos suficientes para matar alhombre más resistente. Gracias a Dios, el finalestaba ya muy próximo.

Dentro del salón todo pareció cobrar vida.Primeramente hubo la solemne

presentación del Delegado de Su Santidad el PapaClemente VII. Luego, una voz anunció:

—Enrique, Rey de Inglaterra, entra en lasala.

El Rey, situado bajo el palio, replicó convoz firme y sonora:

—Yo soy, milords.Su aire inquieto tenía una causa, desde

luego, pero ésta era más bien su impaciencia quesu falta de confianza. Estaba convencido de quedefendía una cosa buena. Había conseguido verrealizado su deseo de que el caso fuera sometidoal juicio de un tribunal de su propio país,rechazando aquello que constituía, muy

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probablemente, el último y patético intento deClemente para evitar comprometerse. Ahora loque quería Enrique era que el asunto se liquidaseallí, sin más dilaciones, lo antes posible.

Nuevamente se oyó la voz de momentosantes, anunciando:

—Catalina, Reina de Inglaterra, entra en lasala.

«Esta es la última vez, o una de las últimasveces, que Catalina oye su nombre asociado a esetítulo», pensó Enrique. Los miembros de laAsamblea actuarían lentamente —a loseclesiásticos de alto rango les agradaba darsolemnidad a aquellos actos en que participabanalargándolo todo—, pero sólo faltaban unos díaspara que fuese reconocido oficialmente como unhombre libre y entonces cumpliría lo que le habíaprometido a Ana. La Reina Ana. Sonaba bien.Pensó en el trabajo que esperaba a los albañiles, alos tallistas, a las bordadoras. Entre todos ellosharían desaparecer la C de muchos sitios, en losque aparecía entrelazada con la E, quedando

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luego sustituida aquella inicial por la A.Catalina prefirió callar, recurriendo a una

treta típicamente femenina. Erguida, con unagrave expresión en el rostro, echó a andar haciael Rey. Había envejecido bastante últimamente.Ofrecía el aspecto de una mujer de cincuenta ytantos años de edad cuando en realidad nocontaba más que cuarenta y cuatro. Tenía loshombros caídos y su cuello parecía haberseacortado y todo esto contribuía no poco a darleel aire de una persona especialmente obstinada,terca. Pero también había una actitud de grandignidad en su figura. Su vestido era de estiloespañol, de un tono oscuro, riquísimo, realzadopor las muchas y bonísimas joyas de que eraportadora su dueña. Catalina demostraba una granconfianza en sí misma al moverse.

Al ver que se le acercaba, Enrique se asió alos brazos del sillón en que se encontrabasentado, mirando a derecha e izquierdaalternativamente, como si buscara un punto apropósito para emprender la huida. Si tal fue su

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intención luego debió pensárselo mejor porquecontinuó en su sitio, mirando a la recién llegadacon ojos fríos, crueles. Ella se arrodilló frente aEnrique, pronunciando un largo discurso queinspiraba compasión o irritaba, según lasinclinaciones del oyente. El grato y quebradoinglés que anteriormente había sido uno de susencantos había desaparecido casi por completo,quedando reducido a unas cuantas palabrasextrañamente acentuadas aquí y allí. Su voz eraprofunda, resultando a veces ronca, áspera.

Fiel a su plan, no mencionó para nada alPapa Julio, ni se refirió a la dispensa por ésteconcedida. Su tono era de súplica. Esforzándosepor revivir con sus palabras un sentimiento quehabía muerto mucho tiempo atrás.

—Apelo a vos, señor, en nombre del amorque ha habido entre nosotros. Por el amor deDios os pido también justicia. Quisiera asimismoque os compadecieseis de mí. Soy una pobremujer, una extranjera además, nacida fuera devuestros dominios. Carezco de personas adictas,

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de consejeros imparciales. Me acerco a vosporque dentro de este Reino sois la cabezavisible de la Justicia...

«Muy inoportuno», juzgó Wolsey,contemplando fríamente la escena. «Este sitiotampoco es el más indicado para dar un pasosemejante». Allí había un tribunal, encargado,como tal, de decidir. ¿Qué podía ganar Catalinaponiendo al Rey públicamente en aquellaembarazosa situación? Seguro que no había allídentro ningún hombre, ni siquiera Fisher, Obispode Rochester, decidido defensor de la Reina, queno compartiera en aquellos momentos eldesconcierto de Enrique.

Las palabras que después pronunció Catalinasólo sirvieron para poner las cosas aún másdifíciles.

—Durante veinte años o más he sido vuestrafiel esposa y os he dado varios hijos. Pero Diosha querido írselos llevando uno tras otro... No esmía la culpa de esto. Y cuando me tomasteis poresposa, pongo por testigo a Dios, yo era

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doncella, no habiendo tenido relación con ningúnhombre, por tanto.

Tal era la cuestión a discutir. Existíantestigos que luego jurarían lo contrario.

Catalina aludió al padre del Rey y al suyopropio.

—Fueron dos reyes sabios, que supieroncomportarse con arreglo a su alto rango —dijo.

Ellos, en unión de otros hombres de buenjuicio, habían estimado su matrimonio válido,completamente legal.

Catalina terminó declarando algo queequivalía a insultar al tribunal allí dentroconstituido al manifestar que éste no podía serimparcial puesto que se hallaba integrado porsúbditos de Enrique, «los cuales no se atreverán adisgustaros, a no seguir los dictados de vuestravoluntad». Rogó que, en consecuencia, aquélfuera disuelto y que le diesen tiempo paraconsultar a los amigos que en España tenía. «Y sino me concedéis tan natural favor seréiscomplacido inevitablemente en vuestros deseos y

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yo encomendaré a Dios mi causa».En el momento en que pronunciaba las

últimas palabras de su discurso se dio cuenta desu fracaso. Enrique había perdido por entonces susaludable color y en su rostro se observaba elcarmín del más absoluto embarazo, pero tambiénera dable ver en el mismo pequeños puntosblanquecinos, correspondientes a los músculosque se contraían al apretar él furiosamente losdientes. Sus ojos eran tan fríos y duros como losguijarros que quedan en la costa al retirarse lamarea. No. No restaba ya la menor esperanza.

Catalina se puso en pie, haciendo unaprofunda reverencia, tras lo cual dio mediavuelta, alejándose. No se encaminó a su sitio,sino hacia la puerta.

Enrique se agitó en su asiento, gritando:—¡Decidle que vuelva!La voz que había hablado al principio de la

sesión repitió la llamada. Griffiths, el caballero-ujier de Catalina, ofreció a ésta el brazo,diciéndole:

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—Señora: os llaman.En voz alta, tan alta que sus palabras se

oyeron en el rincón más alejado del recinto, laesposa de Enrique VIII respondió:

—Ya me he dado cuenta. Ahora bien, eltribunal aquí constituido no me merececonfianza. Así pues, vámonos.

«Prosigamos», se dijo Wolsey.Dentro de la sala todo el mundo se agitó un

poco en sus asientos.

A lo largo de las siguientes sesiones no sevivió ninguna escena dramática, del estilo deaquélla. Invirtióse la mayor parte del tiempo en laexposición de pruebas cuyo carácter demostrabaque Wolsey no se había equivocado al sospecharque tendrían que enfrentarse con alusionesrepugnantes por estar relacionadas con laintimidad ajena.

Catalina no volvió a presentarse ante eltribunal. Sin embargo, su figura dominaba a aquél.Era su actitud, en fin de cuentas, la que había

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modelado los procedimientos legales. Mujer, porlo que a su vida atañía, recatada hasta lagazmoñería, al rechazar el que fuese basado elcaso en la validez de la dispensa papal habíapreferido defenderse argumentando que había idovirgen al lecho de Enrique. De este modo habíahecho airear todas aquellas cosas que cualquiermujer corriente se habría esforzado por soslayar.El claro arroyo de la justicia se transformó enuna serie de cenagosos canales.

¿Qué había querido indicar Arturoexactamente en 1501, al decir: «Esta noche heestado en España»? ¿Cómo podía pasarse por altosu llamada, sin otro fin que el de pedir una copade vino, y su comentario posterior: «Elmatrimonio, amigos míos, es algo que da muchased»? ¿A qué edad era capaz de consumar sumatrimonio un muchacho? No faltaron testigosque adujeron que ellos no habían hecho un papeldesairado en la alcoba matrimonial contandosolamente quince años. ¿Y qué importaba que sepresentasen mujeres dispuestas a jurar que

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Catalina y Arturo no habían dormido juntos másque doce noches? Una muchacha virgen puedeser desflorada en una hora.

Para Wolsey todo aquello resultabasumamente desagradable. Desde el primermomento insistió en que el tribunal debía ceñirseen sus procedimientos estrictamente a la letra dela ley. Era preciso desechar, a su juicio, lashabladurías de las mujeres y los recuerdoslascivos de los hombres llamados a declarar.Pero, aunque disgustado, no había perdido lasesperanzas... Catalina había dicho una gran verdadal afirmar que aquel tribunal no se afanaría másque por una cosa: por complacer al Rey. Fisher,ciertamente, se inclinaría a favorecer a Catalina;Ridly obraría igual, en unión de otros un tantovacilantes todavía. La mayoría, sin embargo, sesentiría influida por el conocido deseo del Rey.Su decisión se vería apoyada por la laborpreparatoria de Wolsey, con su cuidadosoestudio para repudiar la absurda reclamación de

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Catalina.Pasaban los días, cada uno de ellos más

caluroso que el anterior. El aire se notaba comocorrompido, pese a la presencia dentro de la Salade ramilletes de flores, estratégicamentedistribuidos, renovadas de veinticuatro enveinticuatro horas, que evitaban que aquellaatmósfera se tornara irrespirable.

Campeggio, aunque no había dado a entendernada, debía haberse dado cuenta, al igual queWolsey, del giro que tomaban losacontecimientos. El 23 de julio, bruscamentereaccionó de acuerdo con las órdenes secretasque le habían sido dictadas, según pensabaWolsey. Éste llegó a imaginar las palabras conque Clemente habría acompañado susinstrucciones: «Si veis que los ingleses seinclinan a declarar el matrimonio válido, en regla,dejadles. Si siguen el camino opuesto sugeridque el caso sea sometido a Roma. Ello nospermitirá ganar tiempo».

En el momento preciso Campeggio se puso

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en pie para declarar que el caso se hallaba aúnmuy lejos de la meta a alcanzar: una decisióntajante sobre la materia tratada. Ahora bien, elprocedimiento ya no podía avanzar más dentro deInglaterra. El asunto de que se ocupaban era detrascendental importancia, hasta el punto de queen él se habían fijado los ojos del mundo. Nopodían obrar con precipitación. Lo pertinente eraque el caso se sometiese a la jurisdicción de lostribunales romanos.

La sorpresa general provocó unos segundosde absoluto silencio. Luego se oyó un fuerterumor de pisadas. Enrique, Rey de Inglaterra,había asistido a la última sesión de la Asambleapara oír el esperado veredicto. Acababa deabandonar precipitadamente la sala...

El hijo del carnicero de Ipswich, que a tantaaltura había llegado, merced a los dos zancos enque afirmaba sus pies, uno el favor del Rey, otroel poder de su Iglesia, se enfrentó en un segundo,sin previa preparación, con la más angustiosa, lamás desesperada decisión de toda su existencia.

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Su alterado corazón le traicionaba. Habíaempezado a galopar, a latir ruidosamente casi, asacudir su pecho, a ensordecerle... Su frente y sucuello se cubrieron de sudor. Las atónitas, lasirritadas faces que tenía cerca comenzaron adesdibujarse, al tiempo que danzaban a sualrededor, ante sus ojos, confusamente.

A pesar de aquel derrumbamiento físico sumente se mantenía firme, lo mismo que semantiene a veces la chimenea de una casa presade las llamas o en ruinas, cuando todo lo demásha caído. Wolsey era capaz todavía de pensar,fría, claramente. Sabía que se encontraba ante undilema.

Podía ponerse en pie y declararserenamente que aquel era un tribunal inglés,constituido para considerar un asunto que sólo aInglaterra afectaba. Él, como inglés, sugería quecontinuasen las deliberaciones. También podíapedir al Cardenal Campeggio que se retirase,seguir con la interrumpida sesión y recabar delos presentes un veredicto favorable al Rey, el

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cual no tardaría ni cinco minutos en serformulado.

Esto era lo que Enrique quería, lo queesperaba de él. Y siempre podría justificarse anteél mismo recordando que de haberse quedado elPapa prisionero en Sant’Angelo habría presididoaquel tribunal y aceptado su veredicto.

Ahora esto no podía ser.No. Ahora no.Él era un Príncipe de la Iglesia y la Cabeza

Visible de la Iglesia era el Papa, quien aún sehallaba en el ejercicio de sus funciones. Bien lodemostraba la presencia en aquel lugar deCampeggio. El Papa había dictado ciertasinstrucciones a éste, instrucciones que teníantambién validez para Wolsey. Y no podía hacermás que una cosa: obedecer. Pues él era un bueneclesiástico y en el curso de su larga carrera nohabía hecho nada tendente a minar la autoridad dela Iglesia, la Iglesia Católica, una, sagrada,indivisible. En su seno había de batallar, salvarposiciones, discutir u objetar... Sí. Siempre

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dentro de ella. No podía dar de lado ni ignoraruna orden procedente del sucesor de San Pedro,la suprema autoridad, el Papa.

Esto significaba, casi sin lugar a error, suruina personal. Pero es que de aquella cuestiónse derivaban cosas trascendentales...

Había pensado en todo esto con tantarapidez que a aquellos que aguardaban surespuesta les pareció que no había habido pausaentre la declaración de Campeggio y lassiguientes palabras de Wolsey:

—Entonces este tribunal aplaza su decisión.Dicho esto, su corazón empezó a latir a un

ritmo normal. Tornó a ver, a oír... La confusamasa de rostros fue perfilándose. Reconocía ya alos dueños de aquéllos. Ahora mismo seadelantaba uno de insolente expresión, irritado.Su propietario apoyó la mano en el filo de lamesa tras la cual se encontraban los cardenales.

Charles Brandon, Duque de Suffolk.Había marchado años atrás del país para

traer a Inglaterra a la hermana de Enrique, la

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joven Reina de Francia, viuda. Habiéndoseenamorado, se casaron, lo cual contrariómuchísimo a aquél. Pero al final el Rey habíacedido, oyendo los consejos de los miembros dela familia, aceptando y situando ventajosamente aSuffolk, quien ahora veía en aquel asunto unaoportunidad de corresponder a los favoresrecibidos, demostrando de paso su lealtad. Mas,como era un estúpido, un individuo sin juicio, nose le ocurrió en aquel momento de crisis otracosa que apoyarse en la mesa y proclamar agritos:

—¡Todo marcha mal en Inglaterra desde quetenemos cardenales entre nosotros!

Campeggio volvió ligeramente la cabezahacia Wolsey, como diciendo: «Yo he definidoya mi posición. Ahora ocupaos vos de esto».

Wolsey manifestó:—Milord, nosotros somos simples

delegados y esto no nos permite seguir adelantesin contar con la aprobación de nuestra superiorautoridad, el Papa.

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Campeggio, en su discurso, había hablado desu conciencia, de su alma, de su edad, de su mal.Wolsey, el hijo del carnicero, sentía despreciopor estos detalles, que entonces estimaba fuerade lugar.

Campeggio miró a Wolsey, con un gestograve de aprobación. En su entrevista final con elPapa le había preguntado a éste: «Y si yo me veoforzado a pronunciarme en este sentido, ¿cuálserá la actitud del Cardenal inglés?» Clemente lehabía respondido: «Correcta. Siente un granrespeto por el puesto que ocupo, el que sientesiempre quien ha aspirado a él». Campeggio sehabía dicho entonces que Clemente se excedía ensu optimismo. Pero no se había equivocado. Pesea sus titubeantes maneras, Clemente era astuto yCampeggio pensaba que era una verdadera lástimaque no hubiese tenido nunca ocasión de conocerpersonalmente a Enrique de Inglaterra. Aquellosojos fanáticos que revelaban la ausencia de todotemor, el fornido cuello, sus modales, en los quese mezclaban en curiosa mezcla, las notas

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familiares y severas... Ahora que el caso iba apasar a Roma los dos hombres, quizás, llegarían averse frente a frente y el Papa comprobaría quetras el petulante muchacho que pretendía salirse atoda costa con la suya, había un ser de cortezaberroqueña absolutamente decidido a transformaren realidad su propósito. Enfrentado con Enrique,Clemente renunciaría a la lucha. Sería todocuestión de esperar un poco más. Los tribunalesromanos iniciaban sus actividades de nuevo enoctubre.

Los dos cardenales se pusieron en pie,saludáronse con una reverencia, que repitierondirigiéndose a los restantes presentes y seretiraron entre frufrús de sedas.

Wolsey esperaba que alguien se le acercaraal llegar a la puerta para notificarle que el Reydeseaba que le esperara. Pero allí no había ningúnmensajero y entonces se marchó a York Place, suhermosa casa, conociendo por vez primera lasoledad de aquellos que se derrumban de pronto,procedentes de los más altos puestos.

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XIV

«La dama en cuestión lo puede todo aquí yla Reina no conocerá la paz hasta que su caso seajuzgado y decidido en Roma.»

El Embajador español a Carlos V

«Mark Smeaton sabe tocar variosinstrumentos musicales y es un individuo demodestísima cuna, ascendido por su destreza aservidor de las Cámaras.»

Del sumario por alta traición.

«Suffolk House». Julio de 1529

Sólo con ver el rostro de Enrique ellacomprendió que todo había terminado y que elveredicto no le era grato, de modo, pues, que

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cuando él se hubo serenado lo suficiente paraformular una declaración coherente sus palabrassupusieron un alivio. Al menos no se habíapronunciado la sentencia definitiva.

—La treta de ese condenado italiano meirritó sobremanera —confesó Enrique—, hasta elpunto de que salí inmediatamente de la sala.Luego reflexioné. Me dije: «Wolsey sabe qué eslo que yo deseo y ahora tiene en sus manos laoportunidad de complacerme». Esperé... Luegome enteré de que él se había mostrado deacuerdo con la idea de aplazar el caso. ¡Yavolvíamos otra vez al punto de partida! ¡Y pensarque yo he tratado a ese hombre mejor quealgunos tratan a sus propios hermanos! Harecibido de mí presentes, favores. Le hepreferido a otros, encumbrándolo. No ha habidoen Europa nunca un rey que consintiera que unode sus súbditos disfrutase del poder que éldetenta aquí. Pero ya verá, ya verá lo que leespera ese mequetrefe saltarín. Yo lo hice; yotambién puedo deshacerlo. No me es posible

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quitarle su obispado o su rango de cardenal, peroen todo lo demás puedo destrozarle. ¡Perrodesagradecido!

Enrique estuvo hablando en este tono variosminutos, repitiendo de vez en cuando los mismosconceptos.

Ella pensó en un irritado e impotente niñoque se aplicase a la tarea de enterrar una hoja delaurel.

—Ese hombre ha sido siempre mi enemigo—dijo.

—Se llamaba mi amigo. Y yo a él mi fielTomás. Pero el mismo Jesús lo indicó: esimposible servir a la vez a dos señores y Wolseyse inclina por el Papa. Ahora me doy cuenta decómo he sido engañado. Pero todo eso haterminado. El señor Cardenal que mira hacia doslados me la ha jugado. Le sustituiré con alguienque sea capaz de atraer a Clemente al orden. Yseguiré adelante con la sugerencia del doctorCrammer, referente al sondeo en lasuniversidades europeas, en demanda de

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opiniones. Aún no he disparado mi últimocartucho. No. Ni mucho menos.

—¿Permitirás que sea transferido el caso aRoma?

—¡Oh, ciertamente que sí! Nada más quepara demostrar que procedo seriamente. Esocarece de importancia. No hay nadie todavía quehaya tomado este asunto en serio. Creen que esuna loca fantasía mía y que si me hacen esperarmucho tiempo acabaré renunciando a ella. Eldocumento original que contiene esa malditadispensa se encuentra todavía en los archivos deRoma o Madrid. Sacaremos aquél de uno de esossitios y averiguaremos por qué razón no fueobtenido antes. Anímate, cariño. Les ganaremosla partida.

Entre amenazas y nuevos planes él habíaconseguido recobrarse de la contrariedad sufriday cuando en la habitación entraron dos pajes,portadores de otras tantas bandejas con cerezas yframbuesas bañadas en azúcar, todo lo cual Anahabía ordenado que fuera servido a su llegada,

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junto con una botella de vino del Rin, que aEnrique le encantaba, previamente refrescadomerced a una larga permanencia en el fondo delpozo, Enrique hizo al ligero refrigerio losdebidos honores. Hubo breves momentos en queél comprendió que Ana había permanecido ensilencio durante mucho tiempo y que entoncesera más apreciable que nunca aquella miradasorprendida en sus ojos tantas veces y que lehacía pensar en que estaba contemplando algomuy distante, muy lejano, invisible para losdemás, poco grato, por añadidura...

Después de limpiarse los labios, manchadosde azúcar, con el reverso de la mano, dijoEnrique:

—Estás abatida. Así me hallaba yo hasta quepuse mis pensamientos en orden. Wolsey me hatraicionado.

La furia que Ana sentía le impulsaba a gritar:«Y si permites que el caso sea trasladado aRoma, tú a tu vez me traicionarás a mí. La nochedel perrito me prometiste que si las cosas

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tomaban de nuevo un cariz desagradableromperías tus relaciones con el Papa».

Tenía el cerebro saturado de palabras nadagratas que pugnaban por salir de aquél. Hubierasido una táctica pésima dejarse llevar del primerimpulso. ¡Tenía que continuar esperando! Ycontaba veintidós años ya. La interminableespera, su constante autovigilancia, la temibleinseguridad de su posición, habíanle restadofrescura. En un hombre, desde luego, la cosa notenía tanta importancia pero la verdad era que elpaso de los años no mejoraba precisamente elaspecto de Enrique. Apartado de los placerescarnales habíase entregado a aquellos que seencontraban más a su alcance: comía y bebíademasiado. Cada vez estaba más grueso y pesado.Y había cumplido ya los treinta y ocho años.

En un repentino arranque de despecho pensóen Catalina, terca, insensible, arrogante. Catalinahabía fracasado como esposa al no dar a sumarido el heredero ansiado y ahora hacía loposible por evitar que alguien remediara la

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importante omisión. Catalina se habíacomportado como la guarnición de una ciudadsitiada: se negaba a discutir las condiciones deuna eventual rendición; estaba segura de que en elmomento justo sus aliados irían a socorrerla. Yhasta entonces la Reina no había sido objeto deespeciales presiones, quedando éstas limitadas aunos cuantos argumentos de los que ella nohiciera el menor caso.

Ana se había hecho una maestra en el arte desugerir veladamente ideas a Enrique. Así pues, enaquel instante, ocultando sus verdaderospensamientos, dijo en voz baja, casi susurrante:

—Sí, Wolsey te ha traicionado, es cierto.Pero no lo es menos que Catalina, en mi opinión,te ha hecho una buena jugarreta. Se ha apoyado enalgo imposible de probar o rechazar, en vez deaferrarse a la ley. Considerando todo lo ocurridocreo que has sido excepcionalmente magnánimocon ella.

—En ocasiones yo me sorprendo de mipropio comportamiento en este aspecto —

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respondió Enrique, sereno, halagado—. La verdades, cariño, que me cuesta mucho trabajomostrarme brusco con las mujeres. Además, sibien deploro su actitud, la comprendo. Porespacio de veinte años ha representado el papelde esposa y de Reina de Inglaterra. No le resultafácil ahora acomodarse al nuevo estado de cosas.

Podía parecer una tontería, pero,súbitamente, a Ana se le ocurrió pensar que él, enlo más profundo de su corazón, consideraba laconducta de Catalina como un cumplido. Era, porejemplo, como si ella, habiéndose cansado de losjuegos de «Urian» y de su crónica incontinencia,lo rechazase, enviándole a otro sitio, del cual elperro regresaba en seguida, para hundir la cabezaen su regazo, diciéndole, sin palabras: «¡Pero siyo te pertenezco a ti!» Enrique deseabasinceramente verse libre de Catalina, pero con laobstinación de ella su vanidad se sentía halagada.

—Hay gente —declaró Ana—, que vacilaantes de decidirse a cruzar un arroyo apoyándoseen las piedras sobresalientes del cauce. Eso

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cuando no se niega, tajantemente. Si aquellotiene que hacerse de todos modos a veces esconveniente dar un empujón al interesado paraeliminar sus dudas.

—¿Y qué clase de empujón podría darle yo aCatalina, cariño? Hemos discutido, le hesuplicado... Siempre sin conseguir nada.

—Podrías empezar separándola de laprincesa María. Las dos tienen la mismamentalidad y saben animarse mutuamente. Y siesto no diera resultado podrías... —Pero, ¿porqué tenía que sugerirle ella hasta el últimodetalle? —Tú sabes perfectamente cómodemostrar tu disgusto. Si la Reina se aviene a tusrazones, el Emperador no se creerá ya en laobligación de apoyarla y Clemente dejará detemer a este último.

—¿Por qué insistes en llamarle «la Reina»?Es un detalle en ti que ya he observado antes.

—Mucha gente le llama así todavía —repuso Ana, dulcemente—. Además, estaría malque yo fuese la primera persona que le niega el

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título.Enrique se echó a reír.—Tienes respuesta para todo. Y estás en lo

cierto por lo que a ella respecta. He sidoexcesivamente blando. Pero todo cambiará desdeahora, te lo prometo. Eliminado Wolsey,convencida Catalina —esto será logradomediante la separación de aquélla de María,durante un mes, y lo que me extraña es no haberpensado en ello antes—, aplicado Crammer a latarea fijada, no puede pasar mucho tiempo sinque...

Enrique la miró y el deseo, que habíaaprendido a dominar, cuando se trataba de suslabios o de sus manos, relampagueó en los ojosde aquél. Estaba tan ciegamente enamorado queno veía ninguna diferencia entre la mujer quetenía delante y la joven que atrajera su atenciónseis años atrás, la joven que juzgara demasiadoatractiva para que fuese para Percy. Para Enrique,Ana representaba algo no fácil de conseguir y porello ansiaba poseerla a toda costa. Ante esto,

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¿qué significaba la larga espera, su vida deforzada soltería, el escándalo e incluso la pérdidade su mejor amigo?

Como siempre, excepto en una ocasión,Enrique se marchó más animado, infinitamentemejor dispuesto que a su llegada...

Ana no tenía más apoyos que su orgullo y suambición, dos ingratos puntales en aquelloscríticos momentos, verdaderamente. Y ahora, asu disgusto y a la aterradora perspectiva de otradilatada espera había añadido un temor, tanmenudo como curioso. No era de caráctersupersticioso pero ofrecía tal tendencia. Habíamaldecido a Wolsey. Pues bien, ya estabaarruinado y nadie podía negar que ella había sidoel instrumento de que se había valido laProvidencia para llegar a ese resultado. Allíterminaba la historia. La vida era, quizás, comouna representación, en la cual unosdesempeñaban papeles importantes y otrossecundarios, carentes de trascendencia en sí

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mismos, sólo destacables según la medida en queafectaban a los principales actores. De estamanera llegaba a imaginarse, en resumen, laspalabras de los cronistas: «El Rey, enamoradode Ana Bolena, deseaba la anulación de sumatrimonio y habiendo fracasado el Cardenalal intentar alcanzar dicho objetivo perdió elfavor del monarca».

Este era un pensamiento insoportableporque la reducía a la nada. La idea negaba hastala existencia de la mujer que había sido joven,capaz de obtener la felicidad, aquella chica a laque el Cardenal había aplastado como se puedeaplastar un frágil utensilio de vidrio, haciéndoloañicos. Luego, las circunstancias habíanpermitido que los trozos fuesen ensambladosnuevamente, aunque sin adoptar igual forma,dando lugar a un conjunto vivo, sensible. Nopodía volver a su primera juventud, ni a su alegríade antes, ni pensar en la posibilidad de amar a unhombre como amara a Harry Percy. Lo único quehabía quedado era una criatura de ambiciones

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ilimitadas, una futura Reina de Inglaterra, lamadre del siguiente Rey. ¿No era ella acasoimportante? ¿No era la suya la historia central dela representación?

Sabía que si se quedaba sola, pensando entodo aquello, acabaría aturdiéndose, viéndolotodo confuso. Podía tumbarse en su lecho,oyendo las recomendaciones de Emma Arnett,quien, en secreto, la despreciaba. También lecabía el recurso de llamar a Mark Smeaton.

Smeaton era un muchacho del campo que sehabía incorporado a la servidumbre de su casapara realizar las tareas más humildes, revelándosemás adelante como un músico singularmentehábil. Aficionados a la música, diestrosejecutantes ellos mismos, ella y Enrique sehabían rodeado de buenos elementos. PeroSmeaton, salido de la cocina, era superior atodos. Era como si la alondra y el ruiseñor sehubiesen visto enfrentados con el tordo y elmirlo.

Muy a menudo, cuando tocaba para ella, Ana

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pensaba en la historia del rey Saúl y David elpastor, reseñada en aquel libro llamado AntiguoTestamento, el cual había sido traducidoúltimamente e introducido de contrabando enInglaterra, siguiendo al Nuevo. Emma Arnetthabía llevado un ejemplar a los apartamentosocupados por su ama, a la que dijo, con todanaturalidad:

—A mí me ha gustado mucho, milady, yquisiera que alguien con más instrucción que yome explicara por qué razón está prohibida sulectura.

A Ana le había parecido también sumamenteentretenido el libro en cuestión, juzgando, noobstante, algunas de las historias contenidas en elmismo, horribles. El rey Saúl, a quien ellarecordaba cada vez que oía tocar a Smeaton, habíasufrido mucho a consecuencia de hallarseposeído por un espíritu maligno. David, tocandoel arpa, había formulado conjuros religiososcontra aquél.

En aquellos instantes, atormentada por el

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que parecía poseerla también a ella, delirante aconsecuencia del resultado del juicio deBlackfriars y la perspectiva de un nuevoaplazamiento, decidió mandar llamar a Mark.

Era éste un joven torpe y tímido, con eláspero rostro del aldeano típico, muy poco dadoa hablar, destacando en su figura los pies y lasmanos, bastante grandes. A los que no le habíanvisto tocar les costaba trabajo creer que aquellasmanos fueran tan delicadas, tan ágiles, tanexpertas. En otros aspectos su bucólicaapariencia resultaba engañosa. Era un individuoexcitable, que reía o lloraba con extraordinariafacilidad, siendo muy sensible al dolor. Llorabacomo un niño, por ejemplo, cuando le dolían lasmuelas.

Las palabras que Ana le dirigió aquellamañana estaban dictadas por el deseo demostrarse amable y también porque su amanecesitaba afirmarse en sus ideas.

—Mark: me gustaría que tocases para mí.Antes de que empieces quiero que sepas que en

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el futuro serás mi músico personal. Los otrostrabajos que has venido haciendo aquí pasarán aotros. Prepárate para vestir un traje de terciopelonegro y ostentar la categoría de uno de loscaballeros de mi casa.

Aquello significaba para Smeaton verconvertida en realidad una de sus más caras yaparentemente irrealizables ambiciones. Sedescompuso. Echóse a llorar, prometiéndole aAna eterna lealtad, agradeciéndole infinitamentesu atención. Llegó a pronunciar las siguientespalabras: «Cuando seáis Reina...», una frase queninguna de las personas que conocían a fondo aAna se había atrevido a decir jamás. Añadió queno le importaría dar la vida por ella. Ana analizósu sincero gozo y su tremenda sorpresa,tolerando pacientemente el desbordadoentusiasmo de su servidor, aunque al final se lefiguró ya fastidioso.

—Espero que eso no se haga necesario,Mark —dijo fríamente—. Y ahora, por favor,comienza a tocar.

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Él la miró con aquella desconcertadaexpresión, como dolida, que a veces se ve en elperro cuando éste es apaleado y el animal norelaciona tal acción con la causa probable.

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XV

«Después el Rey cogió a milord por ambosbrazos, llevándole de la mano hasta una granventana, donde se puso a hablar con él.»

Cavendish. («Life of Cardinal Wolsey»)

Grafton, 14 de septiembre de 1529.

El doctor Butts había previsto exactamentela atmósfera predominante en Londres, noaventurando por ello ninguna suposición tocanteal padecimiento crónico del cardenal Campeggio.Algo había marchado mal durante la primeraentrevista celebrada entre el Rey y el italiano,quien luego había sido tratado con el respeto quemerecía su rango y la misión que le llevara allí,pero sin la menor señal de preferencia. Y así,cuando Wolsey y Campeggio avanzaban a lomo

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de sus monturas rumbo a Grafton, donde el Rey yla dama se encontraban, el segundo tenía lasmanos hinchadas a consecuencia del contactoprolongado de las riendas y los pies doloridospor la presión de los estribos.

Montar a caballo le producía un tormentoinsufrible. A causa de esto había probado a viajaren una litera, a la cual hubo de renunciar porqueentonces el dolor le afectaba a todo el cuerpo.No había más que un confortable medio detransporte para él: por vía marítima. Mientrasavanzaba decíase, sin rencor, que de haberpronunciado el veredicto que Enrique esperabaéste se habría compadecido de él, regresando aLondres a fin de que la despedida oficial hubiesetenido lugar en Greenwich o Westminster oWindsor, puntos todos ellos accesibles con laayuda de una embarcación. De una maneraencubierta, Campeggio estaba siendo castigado yél lo sabía y, consciente de haber cumplimentadolas órdenes que le habían sido dictadas,enfrentábase con la adversidad con fortaleza y

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resignación.Wolsey marchaba a su lado. Campeggio le

inspiraba cierta envidia por disponerse a regresarjunto a su señor, al que daría cuenta de losincidentes de su misión, perfectamente cumplida.El italiano sabía en aquellos momentos adóndeiba y qué clase de recepción le dispensarían...Wolsey lo ignoraba todo. Había sufrido mucho alo largo de los últimos setenta días, más de loque pudiera imaginar en un principio... No por loque ocurriera sino por todo lo contrario: por lafalta de acontecimientos.

Hora tras hora, desde el instante en queabandonara la sala de Blackfriars, Wolsey habíaesperado ser llamado a presencia del monarca,ser denunciado, reprendido y castigado. Pero unavez enfrentado con Enrique, más o menos tarde,habría hallado una oportunidad para justificarse,para explicar por qué en el instante decisivo sehabía colocado junto a Campeggio. Tenía susrazones para obrar así y las haría valer.

El Rey no le había dicho nada. Los mensajes

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de Wolsey, verbales y escritos, habían sidoignorados. Era como si para Enrique Wolseyhubiese dejado de existir aquel caluroso día dejulio...

Y no solamente para Enrique. Wolsey sehabía presentado una vez, en la formaacostumbrada, en su tribunal de «Star Chambers»,hallando la sala vacía, con la excepción de losfuncionarios y ujieres. Aquel espacio vacíopregonaba que los hombres ya no deseaban acudirallí en busca de justicia, requiriendo susservicios como árbitro. Sin embargo, él estabatodavía en activo y en su bolsa de terciopelo aúnse veía el Gran Sello de Inglaterra. Sus antiguosenemigos, los duques de Norfolk y Suffolk,habían intentado arrancárselo en una ocasión.Habían llegado a su casa de noche, cuando él seencontraba acostado ya, exigiéndole la entrega deaquél. Wolsey, como solía hacerse siempre entales situaciones, les exigió que le enseñaran laautorización directa del Rey, el único documentoque podía obligarle a ceder el Sello, quedando

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enormemente sorprendido —ya que aquello eralo que había estado esperando que sucediese díatras día—, al descubrir que sus visitantescarecían del papel aludido. Entonces habíalesrespondido que él había recibido el Sello de lasmismas manos del Rey y que sólo lo entregaría alque le llevase un escrito firmado por el monarca,en el que éste le indicara que procediese así.Wolsey habló con su calma proverbial, aquellacalma a menudo señalada por algunos comoinsolente. Los dos hombres, furiosos, se habíanmarchado para no volver. Y en aquella mañana deseptiembre, pese a que el Rey había ignorado suexistencia por espacio de setenta días, continuabasiendo el Canciller de Inglaterra y GuardasellosReal.

Ahora iba a ver al Rey. Su presencia enaquella comitiva era necesaria. Escoltaba a undignatario extranjero que se disponía adespedirse oficialmente del monarca.

Nada más pensar en su encuentro conEnrique volvió a sentir la molestia de otras veces.

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El ritmo de su respiración se aceleró; su corazónlatió más de prisa. Esto era algo que pocaspersonas de aquel cínico mundo creerían ocomprenderían pero en realidad se notaba unido aEnrique por algo más que por la ambición o lapolítica. Tenía veinte años más que él, le habíaadiestrado en los negocios del Estado,enorgulleciéndose de sus progresos; en ciertomodo abrigaba con respecto al Rey unsentimiento paternal, pero su relación presentabaun carácter infinitamente más complicado. No enbalde aquél era además de su Rey, su jefe, sumentor y amigo... Mentalmente igualados, losdos poseían el mismo estilo, gustando de laostentación, de los gestos generosos ygrandilocuentes, amando con intensidadsemejante a Inglaterra.

Sus actitudes ante esta última cuestión, ladel amor a su patria, admitió Wolsey, se hallabansutilmente diferenciadas. Lo que él hiciera enBlackfriars, superficialmente consideradoantipatriótico, supondría a la larga, cosa que no

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tardaría en verse, un bien para Inglaterra. Haberseguido adelante, terminando por desafiar alPapa, hubiera significado el divorcio de Enriquey Catalina, ciertamente, pero también laseparación de Inglaterra de la cristiandad, con locual el país se habría quedado al nivel de aquellosperversos y pequeños Estados germanos que sehabían inclinado por el luteranismo.

Además, pensó Wolsey, había salvado aEnrique, evitando un matrimonio que acabaría endesastre.

No le faltaba a Wolsey astucia para ver —esta observación databa de tiempo atrás—, que loúnico que diferenciaba a Ana Bolena —lady AnaRochford, como ahora la llamaban—, de las otrasmujeres era su extraordinaria habilidad para decir«no» y su constancia... ¿Y qué probaba eso?Sencillamente: que ella no abrigaba ningúnsentimiento por Enrique, que no le amaba, queera tan ambiciosa y egoísta como su padre y suhermano. Y como su tío, Norfolk, Wolsey se diocuenta de lo que le había sucedido a Enrique.

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Había aceptado el reto. La misma repulsa que unhombre corriente olvida con un encogimiento dehombros supone poco menos que un desafío alos ojos de un ser poderoso, acostumbrado averse obedecido por todos. Ana era tan fría comoun pez. Ninguna mujer de temperamento normal,cuya sangre no hubiera cesado un momento decircular por sus venas, habría podido resistir elasedio del Rey a lo largo de aquellos años.Diciendo que «no» una vez cualquiera hubieseconseguido un brazalete de diamantes u otrachuchería semejante. La astuta Ana Bolena habíapensado que pronunciando la misma palabra nouna sino muchas veces conseguiría la Corona.

Wolsey no echaba la culpa de todo esto aEnrique. Recordaba episodios de su juventud, elafán con que persiguiera a Joan Larke, sumatrimonio no canónico. Se trataba de algo quese adentraba en los hombres y les tornabairresponsables en parte. Había habido veces enque habiendo fijado Joan Larke fantásticascondiciones para admitirlo en su lecho, sentíase

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dispuesto a remover cielo y tierra, de sernecesario su cumplimiento. Wolsey recordaba ysus recuerdos le permitieron comprender.

Quizás fuera efecto del ejercicio al airelibre pero el caso es que aquel optimismoproverbial en Wolsey en otro tiempo —sin elcual la confianza en la propia persona esimposible—, comenzó a revivir. Wolsey pensóque de haberse propuesto Enrique castigarlepúblicamente no habría esperado setenta días. Lomás seguro era imaginar que se hubiese dejadollevar por el primer arrebato de ira. Incluso eraposible que su silencio se debiera a otra cosa.Enrique debía haber tenido algún que otrodisgusto con su dama, quien se habría dadocuenta ya de que el camino hasta la Corona no sehallaba tan despejado como ella se figurara talvez en un principio. El asunto no habíarepercutido estrepitosamente entre el público.Los aduladores y parásitos de siempre habíanseguido el ejemplo del Rey al apartarse deWolsey —esto era de esperar—, pero el hombre

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de la calle, el londinense medio, había aceptadola transferencia del caso a Roma sin protestas.Ese hombre medio no quería a Ana por Reina yella demostraría ser una estúpida si no lo habíaadvertido.

No. De estúpida no tenía nada. Wolseypodía garantizarlo. Era una mujer de muy buenjuicio, que él había reconocido, pese a haberseejercitado aquél a sus expensas. Wolsey no habíaolvidado su vuelta de Francia, en el verano de1527. Durante su ausencia ella había regresado ala Corte, quedando establecida en su anómalaposición: ni esposa ni amante. Y él, tras aquellamisión que le llevara a un país extranjero, habíaanunciado oficialmente al Rey su llegada,inquiriendo dónde le recibiría éste, a fin depresentarle el informe correspondiente a sugestión diplomática. La dama había replicado almensajero, antes de que Enrique pudiera hablar:«¿En qué otro lugar puede recibirle si no es allídonde está?» Y esa era, desde luego, lacontestación que procedía aunque no arropada

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con palabras diplomáticas.Todo el mundo había encontrado aquello

muy divertido...Wolsey continuó pensando en estas cosas

en tales términos un rato más y después miró desoslayo a Campeggio. No le gustaba aquelhombre y estimaba que su acción en Blackfriars,sí que apropiada, no había sido amistosa. Noobstante, sus relaciones, ya que no cordiales,eran corteses. Ahora podía arriesgarse un pocodialécticamente, de modo que acercando sucaballo algo más a la montura de Campeggio,dijo:

—Ya sabéis que ésta será la primera vez quecomparezco ante el Rey después de la disolucióndel tribunal encargado de juzgar su caso. Esposible que aquél se muestre muy frío conmigopor haberle contrariado. Tal situación resultaríamás fácil para mí, si yo conociera la respuesta adeterminada pregunta. Vos conocéis ésta o almenos eso supongo. ¿Se hallaría Su Santidad máspropicio a la concesión de la anulación pedida,

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una vez el caso en Roma, si Su Majestadproyectara unirse a otra dama que no fuese AnaBolena?

Campeggio reflexionó unos instantes antesde declarar:

—El caso será estudiado detalladamente.No puedo predecir el porvenir ni conozco lasintenciones de Su Santidad. Pero creo que noestará de más puntualizar que él tendrá en cuentaciertos fines, entre los cuales hay que incluir elde lograr que este país en el futuro siga formandoparte del mundo de la cristiandad.

La respuesta anterior le bastaba a Wolsey,muy habituado a aquellos círculos de la Corte enlos que nadie decía nunca tajantemente sí o no.Bajando la voz comentó:

—Ella no es, desgraciadamente, y alpronunciar esta palabra hablo desde el punto devista práctico de la cuestión, no el moral, no essu amante. En muchos aspectos su conductapuede ser objeto de numerosas críticas pero encuanto a su carácter no hay que decir nada.

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—De haber sido su amante dudo de que sehubiese planteado esta situación.

—No estoy de acuerdo con vos en estepunto. La frase «la conciencia del Rey» puedehaber sido tomada por algunos como una broma,pero yo os aseguro que antes de llegarse a esteestado de cosas aquél sintió ciertos escrúpulos.Y la legitimidad de la princesa María se puso yaen duda con mucha anterioridad a la llegada deAna Bolena aquí.

—No tan abiertamente como ahora, no conla insistencia actual. Esa duda existe, esinnegable. Y si no, ¿por qué estoy yo aquí? —Campeggio dejó un instante las riendas,flexionando sus doloridos dedos—. Lostribunales romanos hallarán la respuesta adecuadaal problema —añadió como si con estas palabrasquisiera terminar la conversación.

—Si el Rey os pregunta si vuestro veredictole será favorable a él o no, ¿qué le responderéis?

—Su Majestad no me hará jamás talpregunta —argumentó Campeggio—. He hecho

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lo que se me había encomendado y ahora hevenido a despedirme de él. No he oído a nadieafirmar que el Rey de Inglaterra es un hombreque no sabe de modales.

Sólo la gente de pocos principiosacostumbraba a formular preguntas molestas...

—Pretenderá sondearme a mí... si es quellegamos a cruzar la palabra.

—Pues entonces, si sois un hombrejuicioso, responderéis lo que yo: que carezco defacultades para adivinar el porvenir.

Evidentemente, Campeggio no tenía lamenor idea acerca de la trascendencia de lo quehabía hecho o de aquello que había obligado ahacer a Wolsey. ¡Una contestación como la queacababa de sugerirle, en unos tiempos como losque vivían, podía llevar a un hombre derecho a laTorre!

Poco después hubiera querido verse de unmodo efectivo en la Torre. En el arresto habíauna nota de dignidad, sobre todo cuando se

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producía con un pretexto caprichoso. En la Torre,por añadidura, podía hurtarse a sí mismo a lamirada de los demás. Sí. A Wolsey le hubieracostado menos trabajo cruzar la puerta de lostraidores que sufrir la humillación pública frentea la casa solariega de Grafton.

Como muchas construcciones de aquel tipo,Grafton había ido creciendo gradualmente. Conel paso del tiempo, a medida que las necesidadesde sus moradores lo exigían, éstos habían idoañadiendo habitaciones al cuerpo principal deledificio, cada una de las cuales contaba con suescalera propia. Un acceso y los apartamentoscorrespondientes habían sido preparados para quelos utilizase el cardenal Campeggio. Cuando lacomitiva de los cardenales se detuvo, varioshombres de la casa se adelantaron. Uno seencargó de coger de las riendas la montura delitaliano, otros de escoltarle hasta la puerta yvarios más se ocuparon de transportar el equipajey de mostrar a los servidores sus alojamientos.

Para Wolsey no hubo nada. Nadie se ocupó

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de él, nadie pensó en acomodarlo... Aquéldescubrió un brillo gozoso en los ojos que leobservaban atentamente, un aire de expectaciónen algunas figuras, ansiosos todos de ver quéhacía ahora.

Se esperaba también entre los que lecontemplaban que aquél se dejase llevar de suirritación o desconcierto. Sabía Wolsey que erasupuesta la existencia de matices quediferenciaban a los bien nacidos de la gente dehumilde extracción y que aquéllos se revelabanen momentos de crisis, con la conducta. Pero élhabía vivido bastante para darse cuenta tambiénde que, sometidos a idéntica presión, loshombres de alto linaje llegaban al igual que loshumildes a vacilar, a arrastrarse, a implorar. Elhijo del carnicero de Ipswich había decididodemostrar, en aquel momento de prueba, hastadónde llegaba aquella fortaleza de carácter quemantenía vivos a los desheredados de la fortuna.

Mantúvose inmóvil sobre su montura,satisfecho de que no se le hubiera ocurrido

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apearse, y al frente de aquellos que componían sucomitiva concentró su atención con naturalidaden los pormenores del recibimiento de queestaba siendo objeto Campeggio. La expresión desu rostro no revelaba nada. Daba la impresión deser una figura esculpida en la roca, vestida conlos ropajes de un cardenal. Había forjado ya unplan. Continuaría plantado allí todo el tiempo queresistiese su mula y conocida es la obstinadapaciencia de estos animales. Si la bestia caía alsuelo, extenuada, él caería también. Él no eraningún intruso en Grafton. Escoltar al cardenalhasta el punto en que había de celebrarse laceremonia de la despedida oficial era una cosaque formaba parte de sus obligaciones. Si queríanque apareciese allí como un huésped al que nadiehabía invitado él no tenía la culpa y tampoco estomerecía su interés.

No creía que hubiese sido obra del Reyaquello. Enrique estaba enojado, sí, pero eraincapaz de planear una venganza tan mezquina.Esto era asunto de la «dama», aquella especie de

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cuervo que se posaba en uno de los hombros delmonarca, sugiriéndole ideas que en nada lebeneficiaban. Ella se hallaba más irritada aún queel Rey, por lo sucedido en Blackfriars, y sudesquite había sido aquel: mantenerlo alejado deEnrique. Imaginábase que, rechazado, Wolseydaría media vuelta, ausentándose de Grafton.Nacida en Norfolk, pensó Wolseyperversamente, hubiera debido conocer mejor alos hombres de Suffolk. Era proverbial en losingleses del este la terca negativa a dejarsedesplazar así como así.

Su firmeza se vio recompensada. Despuésde diez minutos de angustiosa espera, un breveperíodo de tiempo que a él le pareció la mitad desu vida, salió de la casa sir Harry Norris, elamigo favorito del Rey, Gentilhombre de laEstola, que debía haber sido enviado por aquél.

—Milord: esta casa es muy pequeña —dijo—, y al cardenal Campeggio, un extranjero ennuestro país, le han sido ofrecidos los únicosaposentos disponibles. Si yo puedo remediar la

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omisión ofreciéndoos mi personal alojamientome sentiré muy honrado.

—Cansado y sucio como estoy, aconsecuencia del viaje, acepto muy reconocido,sir Harry, vuestro ofrecimiento. Ahora bien, noes mi deseo causaros muchas molestias. Me doypor satisfecho con utilizar vuestra cámara unosminutos. Cavendish, aquí presente, explorará losalrededores a ver si da con algún sitio en el quepoder pasar la noche.

De haber procedido la oferta de otrapersona Wolsey hubiera pensado en un arranquede compasión o en un gesto de despecho, puesrealzaba una falta, pero viniendo de Norris sólocabía suponer una cosa: que el Rey había dictadolas órdenes oportunas para remediar la anómalasituación tan pronto supo de ésta. De locontrario, Norris, íntimamente ligado almonarca, no se hubiera atrevido jamás a formularsu sugerencia.

Wolsey desmontó de muy buen talante.Renacía en él de nuevo la esperanza...

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Cuando Campeggio se unió a él va se habíalavado y cambiado de ropa. ¿Habíase dado cuentael italiano de la «especial» recepción dispensadaa Wolsey? Él no lo dio a entender.Espiritualmente era probable que el Cardenalestuviese ya muy lejos de Grafton, reintegrado ala corte papal de Orvieto, donde el problema delmatrimonio de Enrique y Catalina era uno másentre muchísimos. Como él mismo había dicho,estaba hecho ya lo que le había llevado allí.Wolsey, en cambio, se enfrentaba con otra etapa,la cual estaba a punto de empezar. Su corazóncomenzó a latir fuertemente de nuevo,aquietándose un poco para volver en seguida a suritmo anterior cuando sir Norris les anunció queel Rey estaba listo para recibir a los cardenales.

Lentamente, se dirigieron a un salón degrandes dimensiones algo transformado por laerección de un dosel y la colocación bajo elmismo de una silla de alto respaldo. Lahabitación se hallaba completamente llena, puesademás de los funcionarios, cortesanos y amigos

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que seguían al Rey en sus desplazamientos habíamuchos terratenientes de la localidad ymiembros de la alta burguesía, con los que elmonarca gustaba de mezclarse durante sus visitasa las zonas rurales. Disfrutaba lo suyoimpresionándoles. Eran estos hábitos los que lehabían granjeado la fama de hombre campechanoy accesible.

Al entrar en el salón Wolsey pensó queseguramente cuantos estaban allí dentro habíanseenterado de la humillación por él sufrida frente aledificio, a su llegada. En aquellos momentos,quizás, especularían sobre el probablerecibimiento que le dispensaría Enrique. Pasóunos instantes angustiosos al avanzar entre losgrupos, saludando a los que conocía,conduciéndose como si aquel terrible paréntesisde los setenta días no hubiera existido. Noobstante, al igual que en otras ocasiones difícilesde su vida, logró dominarse, manteniendo firmela voz y el gesto, correspondiendo a las miradashostiles o curiosas que descubría a su alrededor

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con otra impasible.Luego entró en el salón el Rey, que pasó a

ocupar su sitio bajo el dosel. EntoncesCampeggio y Wolsey dieron unos pasos endirección a él, arrodillándose.

Dentro de Wolsey toda confianza, todaesperanza, se desvaneció instantáneamente. Elofrecimiento de Norris perdió la significaciónque le había dado; los setenta días de silencio, lascartas no contestadas, los recados ignorados,cobraron singular importancia. Tal vez el Rey seproponía no hacerle el menor caso delante detoda aquella gente...

«Si procede así», pensó Wolsey, «creo queaquí mismo, de rodillas como estoy, me moriréde vergüenza.» Después se sintió afligido por eltemor opuesto: si Enrique le hablaba no acertaríaa pronunciar una sola palabra, indudablemente.

Enrique extendió la mano en dirección aCampeggio, quien estrechó la misma, inclinandorespetuosamente la cabeza, irguiéndose trashaberla soltado. En medio de un silencio

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impresionante, el Rey se volvió hacia Wolsey,haciendo el mismo ademán. Éste inclinó a su vezla cabeza y al levantarla posó su mirada en laamada faz... Los dos hombres revivieron lasexperiencias de veinte años pasados juntoscuando sus ojos se encontraron. En una fracciónde segundo evocaron una infinidad de cosas,trascendentales, como las relativas a la políticaexterior del país, menudas, que hablaban debromas y banquetes compartidos, siempremovidos por el ideal compartido de lograr lamayor prosperidad para Inglaterra... Eran unoslazos aquellos nada fáciles de romper.

Wolsey intentó mantenerse firme pero suspiernas temblaban, negándose a sostenerle.Enrique le sujetó por ambos brazos, ayudándole aponerse en pie, diciéndole afectuosamente:

—El viaje os ha dejado extenuado, Tomás.«¿Has oído? ¿Has oído, Tomás?», se

preguntó Wolsey. «Ya se han disipado todos tustemores... Escucha, escucha sus palabras.Escucha los latidos de tu propio corazón. ¡Y

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pensar que hace unos minutos creíste morirfrente a esta casa, a lomos de tu montura!»

—Majestad: ya me siento curado del peormal que podía sufrir: el no poderos ver.

—También yo os he echado de menos —repuso Enrique.

A continuación, pasando uno de sus brazospor encima de los hombros de Wolsey, se llevó aéste hacia uno de los ventanales más próximos aellos.

Campeggio, que presenciaba la escena, sedijo que ésta constituía un ejemplo más en apoyode su afirmación respecto a la dificultad depredecir las reacciones de los ingleses.Primeramente el Rey había guardado dos mesesde silencio, sólo porque Wolsey había hecho loúnico que podía hacer; después el pobre hombre,llegado a Grafton, no había dispuesto de unalojamiento propio donde lavarse y cambiarse deropa; finalmente, al enfrentarse con su señor,éste mostraba sus preferencias por él. Bueno.Mejor era que Wolsey se viese perdonado; era un

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fiel hijo de la Iglesia y acababa de demostrarlo.El Papa se alegraría mucho al conocer sucomportamiento.

Campeggio no se sintió intimidado porqueaquella recepción hubiese sido organizada a basedel ritual más estricto. Él no olvidaba queEnrique se había enojado con él ya en el curso desu primera entrevista, celebrada a raíz de sullegada a Inglaterra. En otras épocas ya remotaslos monarcas acostumbraban a cortarles la cabezaa los que eran portadores de malas noticias. Enun mundo más justo, pensó Campeggiomaliciosamente, él habría sido mejor tratado porel Rey pues en las tres entrevistas que celebraracon Catalina había hecho todo lo posible —aligual que Wolsey—, por convencer a aquélla paraque cediera. Había mencionado el caso de unareina francesa que se prestara a ingresar en unconvento con el fin de que su esposo pudiesevolver a contraer matrimonio. Este caso habíacausado tan poca impresión a la Reina como susargumentos. En la segunda visita, Catalina habíase

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confesado a él, declarando solemnemente queaunque había compartido su lecho con Arturodurante doce noches había ido virgen al deEnrique, por lo cual el que la dispensa estuviera ono en orden importaba bien poco. Ella era laesposa legal de Enrique. Indudablemente, setrataba de una mujer excelente, piadosa, peroexcesivamente terca. Y, por lo que habíaaveriguado, aquella Ana Bolena, a quien el Reyentregara su corazón, aunque pensaba de distintamanera en muchos aspectos, resultabaigualmente obstinada. Lo único que se podíahacer era compadecer a aquel hombre, situadoentre dos mujeres nada manejables ciertamente.

Allí, junto a la ventana, Enrique dijo:—Me llevé un disgusto tan grande que no

quise saber de nadie que tuviera relación con eseasunto. Había llegado a pensar que erais untraidor... Y en esta creencia me mantuve hastahace unos segundos. Comprendí que ningúnhombre, en esas condiciones, es capaz de mirar

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como lo habéis hecho vos a su víctima. Judas selimitó a besar a Jesús. ¡Dudo de que osaramirarle a los ojos!

—Yo podía haber decidido el caso a vuestrofavor, Majestad. Mediante el veredicto de untribunal inglés, del cual el Delegado del Papa sehabría retirado, habríais sido declarado soltero.Pero ante el mundo esa sentencia no habríatenido validez. Cualquier matrimonio posteriorhubiera valido el calificativo de bígamo,tachándose de bastardos a vuestrosdescendientes. Yo sabía que eso era lo últimoque vos podíais desear.

—Tenéis razón... en cierto modo —repusoEnrique, no muy conforme con losrazonamientos de Wolsey—. De haber queridoyo presentarme a los ojos del mundo comobígamo hace tiempo que hubiera seguido esecamino... Pero es algo que no puede ser puestoque nunca he estado casado legalmente.

—Ese es el punto sobre el cual hay queinsistir cerca de Clemente, con el fin de

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convencerle —Wolsey vaciló. ¿Era aquél elmomento más propicio para sugerirle al Rey queClemente se convencería más fácilmente siescogía como esposa a otra dama? Un hombreenamorado... Y setenta días, a lo largo de loscuales podían haber sucedido muchas cosas.Decidió aventurarse—. Campeggio —dijo— esmuy reservado. En el transcurso de nuestrasrelaciones una sola vez se manifestó explícitoconmigo con relación a las órdenes por élrecibidas del Papa. Pero viniendo ya para acá hizouna significativa observación en la que me fijéespecialmente con objeto de daros cuenta deella.

A Enrique le hubiera gustado oír lo queWolsey tenía que decirle pero aquél habíaprometido a Ana que comerían juntos después derecibir a los cardenales, de manera querespondió:

—Todo el mundo está hambriento aquí yvos, Tomás, estaréis más deseoso aún que losdemás de reponer vuestras fuerzas. Veo que ya

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están preparando las mesas. Después de comerhablaremos con detención de eso.

Enrique se alejó de Wolsey, satisfecho dehaber reanudado el diálogo con él. Habíasedejado cegar por la ira. Pero Wolsey, aunarriesgándose, corriendo el peligro de ofenderle,había mantenido su mirada fija en él. Wolseysabía que sobre todas las cosas necesitaba que elPapa emitiese un veredicto favorable a suspretensiones. Precisaba de éste porque era unbuen católico, porque quería que su situaciónfuese correcta a los ojos del mundo. De haberactuado Wolsey de otra manera su matrimoniocon Ana habría sido cuestión de días, pero encambio siempre se hubiera discutido lalegitimidad de su hijo, el futuro heredero deltrono. Sí. Era mejor seguir el otro camino.

Wolsey ocupó el lugar que le correspondíacomo Canciller, Guardasellos Real y Cardenal enla mesa sobre banquetas que fue instalada ensentido opuesto a las dos laterales, ocupadas porlas personas de menos rango. Y pudo hablar

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confidencialmente con el monarca, que tanafectuoso recibimiento le había dispensado. Susenemigos se sentían desconcertados;complacidos los pocos amigos con que allídentro contaba. George Cavendish, inclinándosesobre uno de sus hombros, le dijo que habíahallado un alojamiento confortable para él,adecuado a su categoría, en una casa llamadaEuston situada a tres millas de distancia deGrafton.

Por vez primera en muchos días Wolseycomió con apetito.

Después de la comida fue a losapartamentos de Enrique y tras unas palabraspreliminares declaró:

—Campeggio, señor, señaló muyclaramente que Clemente enfocaría el caso másfavorablemente para vos si decidieseis casaroscon otra dama que no fuese lady Ana.

El semblante de Enrique se alteróinmediatamente.

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—Eso supone la prueba más concluyenteacerca de la debilidad de las razones de estagente en cuanto al carácter legal de mimatrimonio con Catalina. Una de dos: o ladispensa concedida por Julio era válida, en cuyocaso yo soy un hombre casado, o no lo era, locual me hace un hombre libre. En ese terreno nosmovemos todos, Tomás, y las otras cosascarecen de importancia. Si soy libre lo mismopuedo casarme con una turca que con una etíope,con tal que consiga bautizarlas. ¿No es esocierto? ¿No es eso lo mandado?

—Sí. Lo malo es que se ha perdido muchotiempo con los detalles accesorios. Las trescuartas partes del empleado en Blackfriars fuemalgastado en discusiones sobre si la Reina fue avos virgen o no, cosa que a la ley no interesa.Clemente es el Papa. No puede anteponer a sudeber personales preferencias. Cuando el casollegue a Roma sus decisiones serán inspiradaspor la ley. Pero, naturalmente, poseesentimientos humanos, que pueden hacerle

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vacilar.—Eso no está nada bien. ¿Qué sabe

concretamente de Ana? Unas cuantas habladuríashábilmente seleccionadas, que le han sidocontadas por los amigos de Catalina. Basándoseen eso yo no me atrevería a juzgar un caballo, niun perro siquiera.

—Los caballos y los perros no tienen laimportancia de las reinas, Majestad. Creo saberqué es lo que Clemente teme.

—¿De ella?—De lo que ella representa. —La voz de

Wolsey se tornó ronca—, esto es, su padre, susamigos... Los «nuevos hombres», como se insisteen llamarlos. Vos, Majestad, sabéis eso tan biencomo yo. Clemente teme —y a mí me parece queno sin razón—, que aquellos que siguen nuevoscaminos en los asuntos mundanos tiendenincidentalmente a las nuevas ideas en lo que a lareligión se refiere.

—Clemente teme a su propia sombra. Yodetesto a Lutero y todas sus lucubraciones. Éstas

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jamás arraigarán aquí mientras yo sea Rey. ¡En elnombre de Dios! ¡Cuántas veces he lamentado noser más tolerante con esos supuestosreformistas! Siempre que he pensado en cómome ha tratado el Papa, quién debiera haberseconsiderado siempre mi amigo. Cuando aparecióLutero, esparciendo su veneno, yo fui uno de losprimeros en salir en defensa de la fe establecida.¿Qué conseguí con ello concretamente? León meconcedió un título vacío, sin significación alguna,y ahora su sucesor se niega a hacerme justicia.Todo se resuelve en indagaciones, delegaciones einsolentes insinuaciones o consejos y cuando nose les ocurre otra cosa atacan a la mujer que amo,que es tan buena católica como yo. Despuéstienen todavía la osadía de sugerirme que paralibrarme de Catalina habré de prometer que estoydispuesto a casarme con la persona que elloselijan.

Enrique había levantado la voz y tenía elrostro enrojecido. Sus ojos aparecían inyectadosen sangre. Wolsey sabía, no obstante, que este

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ataque no apuntaba hacia él y que si esperabaserenamente unos minutos la tormenta pasaría,sin más.

—Todo eso basta para hacer perder a unhombre su fe —prosiguió diciendo el Rey—. Enocasiones pienso que debiera cortar por lo sano ydar la espalda al Papa y a todo cuanto con él serelaciona. No sé qué es lo que me detiene.Bueno, sí lo sé. No quiero ponerme al lado deesos príncipes alemanes de menor cuantía,archiduques, electores, rapadores de cabezasmonjiles y derribadores de imágenes. Hantranscurrido casi mil años desde el día en queAgustín puso sus pies en Inglaterra e incorporóésta al mundo cristiano. ¿Debo dar un paso atrássimplemente porque Clemente es un hombredébil y asustadizo? No estoy de rodillas a todashoras, Tomás, pero yo creo. Creo que cuando eselevada la Hostia, Cristo está allí, con su carne.Sin embargo, me parece haber caído en unatrampa y la única salida que veo es aquella quepuede llevarme al campo de los que sostienen

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que en esos momentos el pan sigue siendo pan yel vino, vino. Mejor sería que le dijerais aCampeggio que pusiera a Clemente en guardia,que procure no llevarme muy lejos. Y al mismotiempo podría decirle que Ana no es ningunahereje. ¡En Inglaterra no hay herejes!

—Clemente se decidirá en vuestro favor alfinal. Tenemos que recordar, no obstante, que nopuede perder de vista la reacción del Emperador.Hay sólidas razones para mirar con buenos ojosel traslado del caso a Roma: el veredicto, así,será más satisfactorio para el Emperador. Yentretanto... Después de todo, Majestad, lostrabajos de los tribunales romanos comienzan elpróximo mes y han sido cubiertos todos lostrámites previos. Quizás esté resuelto este asuntopor Navidad. Si pudierais convencer a lady Anapara que fuese menos... menos prominente... Talvez no estuviera mal esparcir por el extranjero elrumor de una riña... Con ello no se haría ningúndaño y en cambio Clemente se sentiría menospreocupado.

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Enrique consideró la sugerencia de Wolseyunos segundos.

—Pensaré en ello —contestó—. En fin decuentas, Clemente no ha jugado limpio conmigo.Esto se lo tendría merecido. Sí. Lo pensaré.

—No estaría de más que Campeggioregresara llevando entre los recuerdos de suestancia aquí algún cuento engañoso —apuntóWolsey.

Bien sabía Dios que aborrecía aquelproceder, el cual estimaba mezquino, sórdido.Pero había vuelto al favor del Rey y tenía quehacer cuanto estuviera en su mano paracomplacerle.

—Mi buen amigo Tomás: mañanavolveremos a hablar de esto. Ahora tengo queirme. He de atender a mis huéspedes.

Separáronse con un cordial saludo. Mientrascubría las tres millas que le separaban de Euston,Wolsey se dijo que todo volvía a ser como antes.Aquello era lo que rezaba el proverbio: «La riñade dos fieles amigos es la renovación de su

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mutuo cariño».

Los caballeros rurales hallaron a su Reymenos expansivo que otras veces. Y es quemientras se movía entre ellos Enrique pensaba ensu próxima escena con Ana, cuando le indicaraque era preciso que por espacio de unos meseshabría de procurar pasar un poco más inadvertido,ser... menos prominente. También pensaba en lohorriblemente solo que se sentiría si el últimoplan era llevado a la práctica. Medio día dealejamiento de ella se le antojaba ya uninsoportable tormento.

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XVI

«Me enteré entonces de que Ana Bolena semostró muy ofendida con el Rey, hasta dondeella podía aventurarse, por la cordialidad con queaquél acogiera a milord.»

Cavendish. («Life of Cardinal Wolsey»).

Grafton, 14 de septiembre de 1529. Noche.

Enrique sabía que vierta gente vulgar,ignorante, tachaba a Ana Bolena de bruja, y él lehabía dicho en alguna ocasión, en tono de broma,que estaba de acuerdo con los que así pensabanpuesto que parecía haberle hechizado. Perocuando hubo cumplido con sus deberes deanfitrión y con el propósito de desearle quepasase una buena noche visitó sus aposentos,encontrándose con que en éstos todo andaba

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revuelto y que sus servidoras estaban embalandosus efectos personales, Enrique no pudo evitar unescalofrío. ¿Cómo podía haberse enterado de loque se hablara en un gabinete situado en el ladoopuesto de la gran casa, teniendo como tenía él laseguridad de no ser espiado por nadie?

Recuperóse rápidamente. Desde luego, Anano podía saber una palabra de aquello. Sin dudaera víctima de una confusión. Había tomado unafecha por otra, quizás... En lo tocante a estascosas las mujeres eran muy vagas, detalle porotra parte muy extraño habida cuenta del papelprimordial que en sus vidas jugaban las fechas.

En voz alta, en tono jovial también, dijo:—¡Eh, vosotras! Desembalad todo eso de

nuevo. Nos quedan cuatro días más de estancia enGrafton.

Ana no respondió nada. Hizo un ademán y alos pocos segundos se encontraban los dos solos,con las puertas de la habitación en que estabancerradas. Luego la joven se volvió, dirigiéndoleuna mirada tan fría que quemaba, como puede

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quemar el hierro en un día de frío intenso.—No voy a dejar pasar más días aquí, ni en

ninguna parte. Mañana regresaré a Hever.Esto era exactamente lo que, más adelante,

cuando él se hubiera decidido, pensabaproponerle. Pero aquello carecía de importanciaahora.

—No puedes hacer eso —señaló Enrique.—¿No? Bien, supongo que tienes razón.

Eres el Rey de Inglaterra y yo te deboobediencia. Permaneceré donde tú mandes. Creo,sin embargo, que habiendo decidido el regreso ami casa no he hecho más que anticiparme a tusórdenes.

Completamente desconcertado, élrespondió:

—Sabes perfectamente que yo no te he dadoórdenes nunca, que no pienso dártelas. ¿Cómosabes que...? Bueno, entonces, tienes que haberaveriguado que no quedó nada decidido. Melimité a responder que pensaría en ello. Y durantetodas las horas que he pensado ahí fuera,

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recordando viejos nombres y aprendiendo otrosnuevos, hablando de vacas y esposas, de caballosy niños, me he estado diciendo que no podríahacerlo... No podría estar separado de ti unasemana, menos aún varios meses. He aquí laverdad, cariño, que hagan lo que quieran, quehagan lo que se les antoje. Yo te necesito, aquí, ami lado, al alcance de mi mano, diariamente,siempre.

Él estaba hablando de algo acerca de lo cualAna no sabía nada. Tampoco sentía el menorinterés por enterarse...

—He oído de tus labios esas palabras antesy me he dejado llevar muchas veces por ellas.Ahora no será así ya. El Cardenal es un enemigomío declarado y tu secreto adversario. Se nos haenseñado que perdonemos a nuestros enemigos ygracias a Dios me siento inclinada a proceder deese modo con los que no me quieren bien. Peronadie nos ha dicho que es nuestra obligaciónperdonar también a los enemigos de las personasque amamos. ¡Yo no le perdono por lo que te

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hizo y tú no tienes ningún derecho a perdonarlepor lo que me hizo a mí! En julio le llamastetraidor. En septiembre le ayudas a ponerse en piey te pasas varias horas hablando con él enprivado. Sí. Me refiero al hombre que pudodeclararte libre y se negó a complacerte.

—¿Y por eso quieres dejarme?—Por eso me voy... Con tu permiso,

naturalmente.—Pero, ¡en el nombre de Dios!, ¿por qué?

¿Porque posé la mirada en un anciano, con diezaños más encima desde la última vez que le vi?¿Porque, vencido, demasiado débil para poderponerse en pie, le ayudé a erguirse? ¿Porque leeché el brazo por los hombros para apartarlemomentáneamente de los demás? ¿Porqueescuché cuanto me dijo, algo que a los dos nosinteresa sobremanera? Vamos, sé razonable,cariño. Él es una simple herramienta en nuestrasmanos. Le he usado antes y tornaré a usarlo, paraobtener alguna ventaja.

—Te decepcionó una vez y volverá a

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decepcionarte. Sigue valiéndote de él ycontinuarás atado a Catalina hasta que uno de losdos muráis. Tú mismo te has referido a él comoel «Cardenal que mira a ambos lados». Deja ensus manos el asunto del tribunal romano, como ledejaste el de Blackfriars, que él se encargará delresto. Wolsey me odia y está dispuesto a hacer loque sea con tal de impedir que yo sea reina. Y yome siento cansada ya, Enrique; cansada de no veren mi vida presente, ni seguridad, ni futuro. QueClemente, Wolsey, Campeggio y Fisher hagan loque quieran. Yo me retiro. Que se queden ellosvictoriosos sobre el campo.

Y él pensó: «Seis años, he esperado seisaños».

En tono casi lastimero dijo en voz alta:—¿Y qué puedo hacer yo?—Creo que debieras buscar a alguien que

esté dispuesta a ser tu concubina, pues eso es loúnico que toda esa gente está dispuesta apermitirte. También puede ocurrir que cuando yohaya desaparecido estén conformes con que te

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cases con alguien por ellos elegida.«Eso es lo que ha pasado», pensó Enrique.

«Clemente se lo dijo a Campeggio y Campeggioa Wolsey. Yo tenía que pedirle que dejara laCorte, con lo cual ella se irritaría y entonces lariña no sería una habladuría más sino algo real.Ese cerdo es muy astuto». Por primera vez en suvida, Enrique sintió asco por los hombres de laIglesia, él, que de no haber sido por la muerte deArturo habría figurado entre los eclesiásticos desu país.

—No sé qué es lo que desean, ni meimporta —dijo violento—. Sí sé, en cambio, quées lo que quiero. Te quiero a ti, solamente a ti.Con Wolsey he terminado... Tienes razón encuanto de él dijiste. He sido un estúpido, unsentimental, al dejarme conmover por su miradade perro azotado, al pensar en el pasado. Tengoque mirar hacia delante, hacia el futuro. Yaencontraré a alguien que se coloqueincondicionalmente a mi lado, que sepa gobernarmi caso en Roma y haga ver a Clemente que no

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puede estar jugando conmigo indefinidamente.Les voy a enseñar a esa gente de qué soy capaz.Ana, cariño... ¿Qué te ocurre? ¡Estás llorando!¿Por qué? Ven. Ven aquí.

Era cierto. Unas lágrimas habían asomado alos ojos de ella, unas lágrimas de alivio que sederramaban suavemente por sus mejillas.

Enrique la abrazó, besándola, en los ojos, enla boca, en aquel punto de la frente del cualarrancaban sus perfumados cabellos.

—Han intentado separarnos por todos losmedios —dijo Enrique—. Ahora lo veo con todaclaridad. Les resulta insoportable la idea de ver aun hombre feliz, como lo soy yo a tu lado. Y túno tienes que volver a hablar nunca, nunca más,de apartarte de mí. Se me desgarra el corazónnada más pensar en la posibilidad de quesucediera tal cosa. Tú me perteneces y yo tepertenezco a ti y nadie ni nada nos separarájamás.

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XVII

«La repentina partida del Rey por la mañanafue, especialmente, obra de Ana, quien leacompañó hasta cierta distancia, arreglándoselaspara que no regresara hasta que los cardenales sehubieran marchado, cosa que éstos hicierondespués de comer.»

Cavendish. («Life of Cardinal Wolsey»).

Grafton, 15 de septiembre de 1529.

A la mañana siguiente, cuando Wolsey, quehabía madrugado, llegaba a lomos de su monturafrente a Grafton, ansioso de continuar su charlacon el Rey y exponerle algunas sutilessugerencias, fruto de una noche sin sueño aunquefeliz, vio que en el lugar, lleno de caballos yperros, reinaba la mayor agitación. Andaban de un

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lado para otro cazadores y criados, estos últimoscargados con grandes cestos de provisiones. Elrey y lady Ana se iban de caza a Hartwell.

La actitud de Enrique fue amistosa pero,cosa extraña, su gesto era un tanto ausenteconsiderando la cordialidad con que le acogierael día anterior.

—He estado hablando con el cardenalCampeggio —le dijo el monarca—, y os aguardapara que le llevéis a Dover.

—Pero... Majestad... ¿No os acordáis?Habíamos de tratar aún de ciertas cosas. Alguienpodría escoltarle y yo os esperaría aquí hasta quevos lo estimaseis conveniente.

—Prefiero que seáis vos quien escolte alCardenal. Es lo más correcto, dado vuestrorango, milord. Os deseo un feliz viaje.

Habiendo dicho esto, Enrique, con unaagilidad sorprendente en un hombre de peso,montó en su caballo. La bulliciosa partida sepuso en marcha. Lady Ana llevaba un elegantevestido y su sombrero aparecía rematado por una

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airosa pluma. Montaba una hermosa bestia degrisáceo pelaje. Al pasar a la altura del Cardenal,que se había quedado de pie, junto a sucabalgadura, ricamente enjaezada, le miró... Nohabía malicia en la expresión de sus ojos sino,simplemente, la calmosa y elocuenteindiferencia del jugador que al final de una largapartida coloca sobre el tapete la carta decisiva.

Enrique, aquel estúpido enamorado, debíahaberle referido su plan para engañar a Clemente,que ella habría interpretado como un seriointento por su parte para apartarle del Rey. Sóloesto, pensó Wolsey, podía justificar aquellamirada.

En cuanto a él... Quieto, en el mismo sitio,con el sombrero todavía en la mano, Wolsey sedijo que continuaba mostrándose bastante amabletodavía. Evasivo, quizás por haber accedido debuenas a primeras a llevar a la práctica su plan,decidiendo después no enviar a lady Ana a sutemporal retiro. Sin duda, le disgustaba decírselo.Sí, evasivo. Y en sus palabras había sorprendido

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un acento un tanto duro, brusco. Por supuesto, elcuervo se había posado en su hombro, dictándolelas últimas instrucciones. No obstante, el Rey leshabía deseado un feliz viaje. Efectivamente, lasuya había sido una despedida apresurada, peroamistosa.

Mejor para Wolsey que pensara así...Porque ya nunca más volvería a ver a Enrique;nunca más le oiría hablar.

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XVIII

«El conde de Northumberland y MasterWalsh, acompañados de numerosos caballeros,así como de los servidores del primero, quehabían sido convocados en nombre del Rey (sinsaber para qué), penetraron en Cawood.»

Cavendish. («Life of Cardinal Wolsey»).

Cawood, noviembre de 1530.

Wolsey había terminado casi de comer. Nohabía sido aquélla como cualquiera de suscomidas en los días de gloria, de esplendorpersonal. La habitación no se encontraba llenacomo en tantas ocasiones de gentes que sellamaban amigas, de hombres que buscaban suprotección, de aduladores y parásitos. Todo habíacambiado ahora. Él también. Desde su caída,

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desde que Enrique, despiadadamente, ledesposeyera de sus cargos y propiedades, habíallevado una existencia propia más bien de unasceta. Comía y bebía parcamente, vestía unasropas interiores bastas, pasaba muchas horas derodillas y aplicaba toda su inteligencia y energíaal gobierno de su diócesis. A los pocos amigosque le quedaban, a sus servidores, les parecía queWolsey había empezado a avanzar por el caminode la santidad.

Cavendish, a cuyos afectuosos ojosescapaban muy pocas cosas, acertaba a ver unagran diferencia entre el Wolsey de los dos mesesanteriores a la visita a Grafton y el actual.Entonces había estado oscilando entre laesperanza y el temor, mostrándose casiconstantemente, pese a los esfuerzos que hacíapara ocultarlo, muy preocupado. Ahora que habíasucedido lo peor parecía estar resignado. Daba laimpresión, incluso, de ser feliz casi, igual quepodría serlo un marinero castigado por la vida ensu hostil y duro medio ambiente que al fin

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consigue llegar a un puerto modesto, sí, peroseguro, a salvo de nuevos contratiempos.

En Londres, Enrique andaba atareado,arreglando York House, que ahora era llamadaWhitehall, y río arriba estaba haciendo lo mismocon Hampton Court, un hermoso palacio queWolsey construyera aprovechando una viejacasona solariega. Sir Tomás Moore era Canciller,lo cual era señal de que soplaban vientos nuevosya que aquél no era eclesiástico ni noble, sino,simplemente, un honesto y prestigioso abogado.En Roma continuaban las discusiones sobre lavalidez de la dispensa, alargándoseinterminablemente.

Pero Wolsey parecía haberse desinteresadode todo aquello, concentrando su atenciónexclusivamente en los asuntos de la archidiócesisde York y otros semejantes, de cuya marcha eraresponsable a los ojos de Dios.

En otros tiempos un fuerte rumor de pasosen las escaleras que conducían al comedor habríasignificado que algún señor, en compañía de

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varios acompañantes, deseaba verle para saludarley presentarle sus respetos a la par que saborearsu hospitalidad. En aquel tranquilo refugio elruido tenía extrañas resonancias y no hablaba detales cosas. Wolsey, que acababa de terminar conun platito de pasas, ordenó a un criado:

—Mira a ver quién es.El hombre se asomó a la puerta, miró hacia

las escaleras y regresó en seguida.—Es el conde de Northumberland, milord.Wolsey se levantó, cruzando la habitación

con tanta rapidez que fue a encontrarse con elConde cuando éste abandonaba ya las escaleras.Le abrazó con sincero placer. El joven HarryPercy, quien tiempo atrás le fuera enviado paraque a su lado diese sus primeros pasos en laCorte, llegaba para presentar sus respetos alantiguo favorito del Rey, ahora caído endesgracia, igual que habían hecho otros fielesamigos.

—Hace muchos meses, quizás desde millegada a Yorkshire, que espero vuestra visita. Al

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menos, siempre he abrigado la confianza de verosaquí. Lo único que lamento es que no me hayáisavisado, pues así os habría preparado unrecibimiento digno de vos. Acabo de comer.Bueno, da igual. Entrad, acercaos al fuego. Osofreceremos lo que haya en casa.

Northumberland contestó secamente:—Hemos comido ya, milord.Se acercó a la chimenea y al colocarse junto

a los crepitantes leños, de sus ropas, casiinmediatamente, comenzó a desprenderse unanube de vapor.

Wolsey se volvió, saludando a losacompañantes del Conde, estrechándoles lasmanos, ejercitando su memoria, que eraformidable cuando se trataba de recordarnombres y rostros. Luego se acercó a suhuésped, estudiándole con una sensacióncreciente de inquietud. Harry Percy había sido unjoven apuesto, de alegre faz y saludablenaturaleza. Ahora estaba delgado y su tez ofrecíaun color cetrino. Desde las ventanillas de su nariz

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hasta las comisuras de los labios corrían unaspronunciadas arrugas, amén de otras queseñalaban sus hundidas mejillas.

—Espero que os encontréis bien —dijoWolsey, dudoso.

—Mi salud es excelente. ¿Y la vuestra,milord?

Percy había hablado sin mirar a suinterlocutor. Wolsey pensó: «Probablemente leentristece comprobar cuánto he cambiado enmuchos aspectos».

—Así así, por ahora. Estoy un pocoresfriado pero esto pasará pronto.

Northumberland no hizo ningún comentario.Los músculos de su rostro se contrajeron.

—Me alegro de ver que habéis retenidomuchos de los servidores de vuestro padre.

—Mi padre estaba bien servido. Por talrazón no encontré motivo alguno para introducirciertos cambios en nuestra casa.

La voz del Conde era fría y sin inflexiones.—Suele decirse que los amigos, el vino y

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los servidores mejoran de calidad con el tiempo.Me siento encantado por tener esta oportunidadde hablar con uno de aquellos que figuran entrelos más antiguos.

Mientras decía estas palabras, Wolsey dejócaer una de sus manos sobre el brazo máspróximo a él del Conde, quedándose quieto uninstante. Luego, Northumberland se movió,musitando que deseaba secar sus ropas por ellado opuesto, y al girar la mano de Wolsey quedóen el aire.

«¡Qué estúpido! ¿Es que está ciego esteviejo egoísta? ¿Será verdad que no se da cuenta?¿Es que ha perdido la memoria? ¿Es que ya no seacuerda de que hace solamente siete años metrató como a un colegial, denunciando mi amorpor Ana Bolena como una necedad juvenil,mandando llamar a mi padre, con el que planeómi casamiento con María Talbot, arruinando asími vida?» ¿Cómo podía suponer que ahora,convertido ya en un desgraciado, cuando todoslos hombres de buen sentido le daban de lado,

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Harry Percy iba a visitarle voluntariamente enCawood o a llevarle cualquier buena nueva?

Desde luego, lo más seguro era queestuviese enterado de todo. ¡Lo sabía, sí! Laamistosa acogida, la alusión a su antigua amistad,incluso el saludo y el apretón de manos a cadauno de los servidores, formaba parte de un planpensado instantáneamente, a la vista de losacontecimientos, una treta engañosa de aquellasque, en sus días de esplendor, dieran renombre alviejo Wolsey. Pensaba, tal vez, que desplegandounas maneras corteses, refiriéndose en tonosentimental al pasado, lograría conquistar a suvisitante, haciendo que éste se colocara a su lado.

Era un pensamiento fantástico pero noimposible... Él, Harry Percy, podía, de desearlo,iniciar una rebelión en Inglaterra. La región delnorte era dentro de ésta la más ortodoxa, la másopuesta a las nuevas ideas, a la temida ruptura conel Papa, al divorcio del rey de Catalina. Y los doshombres más poderosos del norte, Darcy yDacre, reyes menores casi dentro de sus

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territorios, se hallaban dispuestos a apoyarcualquier movimiento contra Enrique VIII.

El tic nervioso de la mejilla pareció acelerarsu ritmo a medida que el Conde avanzaba en suspensamientos. «Podría hacerlo si quisiera. Peroya todo me da igual. Algo desconocido, ladesgracia, quizás, me ha venido recomiendo hastadejarme hueco. Ni siquiera soy capaz de saborearla venganza. Me limitaré a cumplir con la misiónque me ha traído aquí».

De pie junto a la chimenea, en el centro deuna masa de vapor, apestando a lana y cuerohúmedos, escuchando a medias lo que Wolsey ledecía, formulando de vez en cuando una respuestaindiferente, el conde de Northumberland repasósu breve existencia rápidamente, quedándoseperplejo, como siempre que pensaba en elpasado.

Nada había de extraordinario en lo que lesucediera. Casi todos los hombres de cuna teníanque enfrentarse con la cuestión de su casamientoenfocado éste sobre la base del previo arreglo.

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Cuando aquéllos se enamoraban de otra nodestinada a ser su esposa procuraban olvidarla,conscientes de las realidades de la vida. Él habíatenido la desgracia —lo reconocía— deenamorarse de una mujer a la que no había podidoolvidar. Habíalo intentado y ponía a Dios portestigo de sus afirmaciones. No era su propósitovivir atormentado por la carencia de algo que nopodía ser para él. Él no era ningún romántico. Legustaban las cosas normales, fáciles yconfortables. Su propósito no había sido otro queel de formar una familia, como tantos hombres...Pero debía estar maldito. Ni una sola vez habíapodido acercarse a su esposa, o a cualquiera otrade las mujeres que conociera en los tres añossiguientes a su matrimonio, sin sentirseatormentado por el recuerdo de Ana: la promesade sus negros ojos, la sedosa y perfumada masade sus cabellos, la dulce presión de sus brazos...Él era el único hombre en el mundo quecomprendía completamente los sentimientos delRey. Ana pronunciaba su hechizo y una vez bajo

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su influencia no se tornaba a pensar en ningunaotra mujer. Uno se acordaba de ella siempre en elmomento crítico. Esto era lo que a él le habíaocurrido siempre. En ocasiones había sido tanincapaz como un eunuco; en otras había poseído asu esposa con una brusquedad salvaje ydesafiante. Al final ella le había abandonado,regresando a la casa de su padre. Entre los doshabían concebido un plan que seguramentesuperaba a todos los imaginables en el aspectoirónico. ¡María había intentado divorciarse de élpor estimarlo comprometido anteriormente a surelación con Ana Bolena!

Había creído enloquecer entonces. No esque le preocupara la suerte de su unión conMaría... Ahora bien, era habitual que los viejosintentasen ordenar las cosas valiéndose de tretasastutas, utilizando argucias engañosas. ¡Habíanleseparado de Ana sosteniendo que conanterioridad había contraído un compromiso conMaría! Después habían tenido el cinismo deinvertir los términos.

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Había más. Un peligro cierto. Puesprimeramente el Rey ya había demostrado cuáleseran sus intenciones con respecto a Ana. Y a él,conde de Northumberland, cualquier insistenciasobre sus pretensiones le habría llevado a laTorre, que era lo que, indudablemente, sudespechada esposa y su rencoroso suegroansiaban.

Wyatt había escrito:

Y grabado en letras de diamante,Bien claro está alrededor de su hermosocuello:Noli me tangere, pues del César soy.

Pese al tormento continuo que era suexistencia el Conde no abrigaba el menor deseode terminar sus días en la Torre. Enconsecuencia, había negado tajantemente elcompromiso y no existiendo pruebas acerca deéste había seguido unido a María Talbot. Pero enel terreno de la realidad ella no era su esposa y

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no tenían ningún hijo. Y nada de lo que él comíaañadía carne sobre sus huesos; nada de lo quebebía le animaba. Ahora sólo le importaba salvarsu dignidad, lo cual implicaba la obligación entodo momento de cumplir con su deber.

Allí, hablando afablemente, sonriéndolepaternalmente, estaba el forjador de su desgracia.Si siete años antes le hubiera dicho: «Anda,necio: cásate con la mujer que amas y llevaos mibendición», Harry Percy habría llegado a ser unhombre feliz, con todos los ideales alcanzados ysu primer hijo hubiera contado en aquellosmomentos ya seis años de edad.

El Conde se volvió, echando un vistazo a loshombres que le habían acompañado hastaCawood. Eran gente de confianza pero, claro,nunca se puede estar absolutamente seguro de laspersonas. Había algunos individuos entre ellosque serían espectadores pasivos de una cosa queno aprobaban enteramente mientras no surgieseuna protesta, mientras la víctima parecieseresignada. Una llamada a sus corazones, sin

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embargo, podía dar al traste con su aparentefirmeza. ¿Qué pasaría, por ejemplo, si cuando lasfrases vitales fuesen pronunciadas, el anciano sevolviese hacia sus servidores y solicitase suayuda valiéndose de dulces y elocuentes palabras,iniciando así el discurso de su defensa? ¿Cuántosde ellos vacilarían? Mejor sería que la escena sedesarrollase en privado.

Northumberland movióse un poco antes dedecir:

—Estoy mucho más mojado de lo que creí.Wolsey contestó tal como había esperado.—Entrad en mi habitación, milord. Tengo un

buen fuego allí y tal vez no cueste mucho trabajohallar una bata y un par de zapatillas.

Cavendish abrió la puerta de la cámarainterior, dispuesto a penetrar en ella para buscarlo que había dicho Wolsey, pero éste le contuvo.

—No os molestéis —dijo—. Miguardarropa es muy reducido en la actualidad.Quedaros junto a la puerta.

El nerviosismo del Conde, su aire ausente,

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no habían pasado inadvertidos a Wolsey. Éstesospechó que tenía algo importante quecomunicarle y necesitaba hallarse a solas con él.

El dormitorio de Wolsey estaba amuebladomuy modestamente. Parecía más bien lahabitación de un pobre clérigo y, desde luego, norecordaba en nada los suntuosos alojamientosque en otro tiempo, según recordaba HarryPercy, había ocupado aquél. Nada había de valor ala vista allí dentro; incluso la palmatoria era depeltre. En York House, Hampton Court, More yTittenhanger no había habido más quecandelabros de oro y plata con incrustaciones depiedras preciosas y enormes arañas venecianascolgando de los techos.

—Algo os preocupa —dijo Wolseyamablemente—. ¿Qué pasa? Podéis desahogaroscon toda libertad con este viejo amigo y soltarasí parte de vuestra pesada carga. Actualmente nogozo de ningún poder pero sé escuchar y tambiéndar un consejo a tiempo.

Wolsey, sonriente, se volvió para dirigirse

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al armario. Sabía que alguna gente habla con mássoltura cuando no se siente observada.

A despecho de todo, a pesar de que cuantohacía el Cardenal se le figuraba intencionado,Northumberland conoció un momento dedebilidad, de disgusto por la tarea que le habíasido encomendada, de repugnancia por laspalabras que había de pronunciar. Los músculosde su rostro se contrajeron tan violentamente queesto afectó a su boca, haciendo su voz insegura.Poniendo una mano sobre el brazo de Wolseydijo:

—Milord: os arresto por haber incurrido enel delito de alta traición.

Wolsey se quedó paralizado. Así pues, alfinal había ocurrido lo peor. Aquel golpe no eradel todo inesperado, pero... Lo había aguardadotan a menudo, viéndolo también tanfrecuentemente pospuesto, que por último suesperanza se había reforzado. Enrique le habíadesposeído de todo y había habido un instante, elaño anterior, en que ya se viera prácticamente

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camino de la Torre. No obstante, luego le habíanpermitido ir a Yorkshire y empezó a creer que entanto atendiera con el debido celo susobligaciones le dejarían acabar en paz sus días.Habíase equivocado. El Rey necesitaba unavíctima inocente por el último aplazamiento deque había sido objeto su caso en Roma,escogiéndole a él, que no tenía en absoluto culpade lo sucedido.

Al hablar su voz sonó tan firme comocuando presidía el tribunal de «Star Chamber». Élmismo se asombró de su calma. Ni siquiera notóel corazón alterado ahora que había llegado lopeor.

—¿Estáis debidamente autorizado para esto,milord?

—Se me ha dado la orden de que proceda asípor escrito.

—Permitidme que la lea.—No me es posible complaceros.—Entonces no podéis detenerme.Por toda respuesta el Conde se dirigió a la

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puerta, diciendo a Cavendish:—Llamad a Master Walsh.Éste entró en la habitación y antes de que el

Conde pudiera hablar Wolsey manifestó:—Señor: Milord, el conde de

Northumberland, pretende arrestarme pero nopuede, o no quiere, mostrarme el documento quele autoriza a proceder así. Como miembro delConsejo Privado de Su Majestad, ¿sabéis vosalgo sobre este asunto?

—Sí, milord. Os aseguro que poseemos esedocumento, pero no podemos mostrárosloporque contiene ciertas instrucciones secretas.

—Entonces seré arrestado por vos, no porel Conde. Un gran señor no puede detener a unpobre peón si no posee la correspondienteautorización; un miembro del Consejo Privadopuede detener sin ella al noble más poderoso.Estoy, por tanto, a vuestra disposición, poniendoa Dios por testigo de que jamás hice ni hablénada que pudiera estimarse como una traición ami Rey.

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Walsh miró al Conde, quien bajó casiimperceptiblemente la cabeza, en señal deasentimiento, volviéndose con unestremecimiento hacia el fuego.

—Mañana, entonces —dijo Walsh—, nospondremos en marcha para Pomfret, dejando alconde de Northumberland aquí para que se ocupede ver si todo queda en orden.

—Estaré preparado cuando me digáis —respondió Wolsey—. El Conde iba a quitarse sushumeantes ropas. Vos también, Master Walsh,debierais hacer lo mismo si no queréis tenermañana todo el cuerpo resentido. Cavendish osatenderá —Wolsey cruzó el cuarto, plantándoseante una puerta—. Esta es mi cámara privada. Notiene ninguna otra salida. Podéis permitirmeentrar en ella y permanecer dentro sin temor.Ahora quisiera estar a solas.

Al día siguiente, aunque había dejado dellover, el cielo continuaba encapotado y la luz dela mañana recordaba la de los últimos instantes

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de la tarde. Era domingo y oíanse sonar lascampanas a lo lejos, lúgubres, con un sonidoapagado. Wolsey, molesto físicamente, dolido yhumillado moralmente, se puso en marcha consus acompañantes, dirigiéndose a Pomfret. Pocodespués, Harry Percy, habiendo comprobado quetodos los fuegos de la casa habían sido apagados,tras cerrar las puertas de la mansión se alejó deallí en otra dirección.

Ana Bolena cabalgaba junto a los dos. Juntoa Harry Percy, joven y atractivo, fantasma delperdido amor, por falta del cual la vida se habíatornado tan áspera y desolada que incluso un actode venganza como aquél resultaba insípido. Juntoa Wolsey, cruel y maligno, quien en Graftonhabía perdido a su vez la única oportunidad que lequedaba de rehabilitarse ante Enrique,recuperando así su aprecio. En lugar deaprovechar aquélla había actuado y hablado de unamanera perjudicial para él.

La mula avanzaba hacia Pomfret y el castillode Pontefrac, un lugar que era como un mal

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presagio. Allí dentro habían perecido, encircunstancias misteriosas, muchos prisionerospolíticos y un rey, Ricardo II. Wolsey noesperaba morir en aquel sitio. Su viaje terminaríaen Londres, en la Torre, en el madero en que lasvíctimas colocaban la cabeza, bajo el hacha delverdugo. No podía saber entonces que aquelmalestar físico que no le dejaba, lejos de ser unapasajera indisposición, era el síntoma de unagrave enfermedad que había de acabar con él,misericordiosamente, unos días más tarde.

Mientras avanzaba por el camino seentretuvo en contemplar con los ojos de laimaginación el pasado, evocando sus humildesprincipios, desde los cuales alcanzara los másaltos puestos, llegando a hablar con los reyes ysus representantes igual que si fuesen susiguales. Enrique le había encumbrado; él tambiénhabíale derribado. La Biblia decía: «No pongas tuconfianza en los príncipes», un sabio consejo,pues había algunos, como Sansón, que apoyabansus cabezas en los regazos de ciertas mujeres,

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viéndose privados de su fuerza. Pensó,atinadamente: «Mejor hubiera procedidosirviendo a Dios, aunque hubiese puesto en milabor la mitad del celo que desplegué paracomplacer a Enrique. Él, a mi edad, no me habríaentregado atado de pies y manos a mis enemigos,el jefe de los cuales es y fue siempre lady Ana».

Harry Percy, avanzando a buen paso endirección al norte, sabía que nada habíacambiado. El Cardenal estaba condenado, pero talhecho no alteraba la situación. Nada podríahacerle revivir la magia de aquellas horas quepasara en un jardín saturado del perfume de lasrosas... Imaginábase tener delante —equivocadamente, pues la muerte andaba ocupadacon él también—, años y años, muchasprimaveras con árboles en flor, de ramas de unverde deslumbrante, con el espectáculopolicromo de los pétalos y la música de loscantos de los pájaros y el susurro de los arrullosde las palomas. Una palabra solamente: Ana, Ana,Ana...

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XIX

«... la más virtuosa de las mujeres que heconocido y de corazón más noble, perodemasiado apresurada al juzgar a las otraspersonas semejantes a ella y excesivamente lentaa la hora de causar un poco de mal que pudierahaber reportado mucho bien.»

El Embajador español.

Greenwich. 1531

La pluma de ave que tenía en la mano ibaperfilando una escritura demasiado gruesa. Conun gesto de impaciencia, Catalina la dejó a unlado, seleccionando otra nueva. Se preguntó:¿Cuántas llevaría empleadas ya escribiendomisivas que, pensando en el resultado que habíandado, mejor hubiera sido dejar sin cursar?

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El cambio de pluma había interrumpido elhilo de sus reflexiones y entonces Catalinavolvió a leer las últimas frases que había escrito:«Habréis de observar, Santidad, que la queja queformulo no va dirigida contra el Rey. Confíotanto en sus naturales virtudes, en su bondad, quesi yo pudiera tenerle a mi lado dos meses, comoen otro tiempo, estoy segura de que sola, sin otraayuda, lograría hacerle olvidar el pasado».

Esto, se dijo, era absolutamente cierto.Estaba convencida de que Enrique no habíaexperimentado ningún cambio fundamental.Simplemente: era víctima de una mujerambiciosa, carente de escrúpulos.

Bien... ¿Cómo continuar? Pasósedistraídamente el otro extremo de la pluma porlos apretados labios. Deseaba redactar un escritovehemente, apremiando al Papa para que tomaseuna decisión pronta, para que se pronunciase ensu favor. Aquel retraso era inexplicable. Habíantranscurrido dos años desde el día en queCampeggio opinara que el caso debía transferirse

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a Roma, sin que desde entonces se registrara elmenor progreso.

Ahora, por vez primera, Catalina se enfrentócon cierta pregunta: ¿Por qué temía Clementedeclararse abiertamente a su lado? No queríairritar a Enrique. Su enfado podía conducirle alluteranismo. Sí. Esa tenía que ser la razón de suactitud. No podía existir otra. Y la verdad era quecon sus aplazamientos el Papa lo único quelograba era incrementar el peligro. Wolsey habíamuerto. A Catalina no le había resultadosimpático nunca —detestaba su política a favorde los franceses y en contra del Imperio—, peroaquél había sido un hombre fiel a la Iglesia,completamente ortodoxo. Los hombres quehabían ocupado su puesto luego junto al Rey erandistintos. Tomás Cromwell, en otro tiempo elsecretario de Wolsey, era el nuevo favorito.Conocedor del mundo, podía considerársele muypeligroso. También había que pensar en elpequeño Cranmer, inofensivo, aparentemente, delque se hablaba como futuro Arzobispo de

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Canterbury. Los dos se hallaban dispuestos ahacer lo que Enrique les mandase sin formular elmenor reparo o pregunta. Si los aplazamientoscontinuaban, o si el veredicto disgustaba al Rey,Cromwell y Cranmer ayudarían a éste, lesecundarían cuando decidiese apartar a la Iglesiainglesa del Papa.

Era preciso poner en guardia a Su Santidad.Catalina mojó cuidadosamente la pluma en eltintero, vacilante. El Embajador español sabíatodas aquellas cosas y se hallaba encomunicación constante con Clemente y Carlos.Seguramente habría redactado el correspondienteinforme, poniéndoles al tanto de lo que dentro deInglaterra sucedía. Nada nuevo podía comunicarCatalina al Papa. Probablemente sabía, incluso,que en Navidad Ana había asumido una funciónpeculiar de la Reina, tocando los anillos de plataque al solo contacto de las manos de aquélla sesuponía que tenían la virtud de aliviar el dolor delcalambre nocturno.

Lo único que podía hacer era suplicar de

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nuevo, más humildemente, más formalmente...Griffiths abrió la puerta, diciendo, algo

nervioso:—Majestad: acaban de llegar unos enviados

del Rey. Han solicitado audiencia inmediata.—Es tarde —contestó Catalina—. Debe

tratarse de un asunto urgente. —Su corazón dioun salto. Noticias de Roma. Y no había más queun veredicto posible. El gran número dedesengaños sufridos le hizo ser cauta, sinembargo—. ¿Quiénes son?

—He reconocido a los duques de Norfolk ySuffolk, al Conde de Northumberland, al Condede Wiltshire...

—Decidles que pasen.Si el Conde de Wiltshire formaba parte del

grupo, las noticias que le traían no eran las queella hubiera deseado oír...

Catalina se colocó detrás de la mesa,mirando hacia la puerta de la habitación. Surostro había envejecido y desde el día de suaparición ante el tribunal de Blackfriars daba la

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impresión de haber engordado algo. Conservaba,no obstante, su aire digno y ni siquiera los dedosmanchados de tinta de la mano que fue alargandoa cada caballero, por turno, restaron majestad asu gesto. Además de las personas que Griffithshabía nombrado había otras de menosimportancia, como el Dr. Gardiner, el Dr.Sampson y el Obispo de Winchester. ¡Tenía quetratarse de un asunto trascendental! ¡María!

Catalina se dirigió al Duque de Norfolk,quien se había colocado ante sus acompañantes,lo cual, en cierto modo, le señalaba comoportavoz de aquéllos.

—Seguramente... queréis hablarme de mihija, la Princesa María...

Pese a su actitud decidida no fue capaz determinar la frase. María no había sido nunca unacriatura muy robusta y ahora, precisamente enuna edad crítica, cuando las chicas necesitan másde sus madres...

—Señora: vuestra hija, Lady María, disfrutade una salud excelente. Lo que hemos venido a

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exponeros no tiene relación alguna con ella.—Os doy las gracias por vuestras palabras.—Deseamos referirnos a la cuestión

matrimonial últimamente sometida a lostribunales romanos —dijo el de Norfolk.

«¡Santo Dios!», rogó Catalina. «¡Damefuerzas!». Pues hallándose el padre de aquellamujer entre los presentes lo único que podíandecirle era que su matrimonio había sido anulado,que tantas luchas y tantas vergüenzas comoviviera habían sido en vano.

—Su Santidad ha decidido que el caso seajuzgado en un tribunal neutral. Él sugiere, porconsiguiente, uno francés, en Cambrai. SuMajestad se muestra conforme con esto y loúnico que quiere es que aquél se congreguecuanto antes. Hemos venido a veros para solicitarde vos una promesa, la de que reconoceréis laautoridad del citado tribunal y os presentaréisante el mismo, personalmente o por delegaciónen otra persona.

Aquellas palabras martillearon tan brusca y

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repentinamente su cerebro que estuvo a punto dedecir en voz alta: «¡Ningún tribunal francés puedeser neutral tratándose de juzgarme a mí, unaespañola!». Pero eso venía a ser un simplecomentario, que rechazó en seguida.

—Milords: no espero ningún favor del Papa,que en verdad me ha ayudado muy poco,injuriándome mucho, en cambio. Ahora bien, fuea él a quien en primer lugar recurrió el Rey, miseñor, para que estudiara la cuestión de nuestromatrimonio. Por tal motivo no aceptaré másveredicto que el dictado por Su Santidad, vicariode Cristo en la tierra.

Catalina había estado escribiendo a la luz dedos velas pero luego habían sido introducidas enla estancia algunas más y la misma se hallabacompletamente iluminada. Temblaban laspequeñas llamas de los candelabros y con ellaslos rostros de los hombres. Pero los ojos deéstos la miraban fijamente, sin parpadear, yCatalina estudió sus miradas. Las había hostiles ytambién indiferentes; algunos la contemplaban

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con una clara expresión de respeto y otros, muypocos, con afecto. Era cierto aquello, pensó.Cuando una persona formula reclamaciones queno pueden ser tachadas de falsas y se aferratenazmente a unos derechos indiscutibles,cuando sabe conservar la calma y no dejarsellevar del mal genio o del desánimo, el hombrede buena voluntad acaba invariablemente porcolocarse a su lado.

Aquella comisión estaba integrada porhombres escogidos por Enrique, a los queCatalina había dado una respuesta nada favorablea sus pretensiones. Sin embargo, algo así como lamitad de ellos aprobaba su decisión.

La sangre de su madre, la Reina guerrera deCastilla, le había dictado aquella reacción.Catalina se dijo: «Yo podría iniciar en este paísuna rebelión contra él; el pueblo me quiere yaborrece a Ana Bolena. Si yo recurriera a lasarmas —no por mí, sino por María—, podríahacer saltar la dinastía Tudor, tan débilmenteenraizada...»

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Pero para hacer aquello hubiera tenido queodiar a Enrique. No. Era imposible. Tenía suimagen grabada en su corazón. Tratábase de aquelgallardo y fuerte muchacho que le había hechosalir de su anómala posición de viuda delPríncipe de Gales para convertirla en Reina deInglaterra, que la había amado, que habíabromeado con ella, que la había hecho reír... Losaños de vida en común habían pasado como unsoplo. No. Ella no podría jamás ir contra Enrique.Sí, en cambio, contra su determinación deanularla.

—¿Y es eso, señora, lo que deseáis quedigamos a Su Majestad?

—Esa es mi decisión.Tomás Bolena manifestó:—Colocáis al Rey en una posición muy

molesta, señora. Durante todo el desarrollo delpresente asunto él se ha acomodado siempre alos deseos del Papa. Éste propone ahora untribunal neutral, pero si ahora os negáis areconocer la autoridad de dicho organismo, ¿qué

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respuesta puede formular Su Majestad?Catalina le miró, pensando: «Tú eres su

padre. Una noche de tantas yaciste con tu esposay a los nueve meses nacía este monstruo de tuhija, para ser la ruina de todos. ¡Y ahora te atrevesa decirme que la posición de Enrique es muymolesta!».

—Yo he amado y amo a mi señor el Reytodo lo que una mujer puede amar a un hombre.Nunca, nunca habría aceptado ser su esposadesoyendo la voz de mi conciencia. Fui a élvirgen; soy su legítima esposa. Todas las pruebasque puedan aducirse en contra de esto se basan enfalsedades, en mentiras. Él apeló a Roma y yoquiero que el caso sea juzgado allí.

Sus visitantes se marcharon. Acababa delograr otro pequeño triunfo. En Cambrai, por elhecho de formar parte del tribunal algún cínicocardenal francés, no hubiera habido nunca juicio.Nada de neutralidad. Todo el mundo sabía que losfranceses odiaban a España y a todo lo español.

Sentóse frente a la mesa y apoyando la

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cabeza en las manos dio un suspiro que pareciómás bien un gemido. «¿Hasta cuándo, Señor,hasta cuándo?»

El caso continuaría en Roma y antes odespués, estudiada debidamente la dispensa deJulio, sería declarada esposa legal de Enrique. ¿Yqué conseguiría con eso ella? Si él no la odiabaya la odiaría a partir de ese momento. ¿Y a quémujer le agradaba permanecer atada hasta lamuerte a un esposo en cuyo corazón no hay másque odio?

«¡Oh, con qué placer hubiera aceptadoretirarme a un convento! Así habría podidodecirle: «Anda, disfruta de tu nuevo juguete, peroten un pensamiento amable para mí». Esto nopodía ser por dos cosas. «Tengo que pensar en mideber para con la Iglesia, a los ojos de la cualestamos legalmente casados, y en mi deber paracon María, nacida de nuestro matrimonio,heredera indiscutible del trono de Inglaterra».

Catalina se quedó con los ojos fijos en lacarta a Clemente, no terminada. Por vez primera

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desconfió de sus intenciones... Había sido élquien sugiriera la idea del tribunal de Cambrai. Éldebía saber lo que eso significaba. Desde luego,era un hombre débil, vacilante, nada adecuadopara... No, no. Estaba muy mal que pensara así.Este tipo de pensamientos conducía directamenteal luteranismo. Clemente era Papa por la voluntadde Dios, que todo lo sabía, que todo lo podía y sidaba muestras de debilidad y vacilaba a menudoera porque Dios sabía que en aquellos momentosel mundo necesitaba de un hombre como él. Unoque fuese capaz de doblarse pero no dequebrarse. Sí. Eso era. Un hombre más fuerte,más vivo de genio, hubiera cedido mucho tiempoatrás ante la determinación de que hacía galaEnrique. Clemente había sugerido Cambraiconfiado en que ella rechazaría la idea.

No se sentía ya con ánimos para acabar lacarta dirigida a él. Colocó a un lado el escrito.Catalina recordó el instante en que se habíasentido sobresaltada, pensando en que pudierahaberle sucedido algo desagradable a María.

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Debía escribirle, dirigirle una de aquellascariñosas y confortadoras misivas que eran suúnico lazo de unión desde que se separaran. LaReina tomó otra hoja de papel, introdujo la puntade la pluma en el tintero y empezó a escribir:«Hija mía...»

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XX

«El ritmo de su rendición resultómagistralmente sostenido. De haber esperadoAna algún tiempo más, tras la muerte de Warham,Enrique, cuyo apasionamiento por ella no excluíacierto resentimiento por la forma en que lotratara, pudiera haber tenido unos instantes delucidez para pensar que una vez logrado eldivorcio le sería fácil casarse con una mujer másdócil y respetable.»

Garrett Mattingley. («Life of Catherine ofAragon»)

Hampton Court, agosto de 1532

La avenida de los tilos, que iba de la casa alrío, era una de las cosas hechas por Wolsey queEnrique había permitido que permanecieran

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inalterables. Los tilos se veían tan ordenados ybien podados que las ramas de uno terminabandonde empezaban las del siguiente. Lassuperiores formaban una especie de techoimpermeable a los más violentos chubascos. Alos pies de los árboles se veían macizos dealhucemas, que en la mañana de agosto sehallaban cuajados de florecillas azules, buscadasávidamente por las abejas en medio de unperpetuo y amodorrador zumbido. Al final delpaseo, protegido por los tilos, en la proximidaddel río, había un banco, fresco durante los díascálidos y resguardado en aquéllos más bien fríos.

Enrique y Ana se encaminaban a aquélcuando él tuvo necesidad de volverse para recibira un mensajero.

«Un día», supuso Ana, «me comunicarán unanoticia que realmente me interese. Pero hoy aúnno habrá nada...» Había esperado tanto, habíasufrido tantas desilusiones que las palabrasmensaje, informe, nuevas importantes y otraspor el estilo carecían de significado para ella o,

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al menos, no lograban conmoverla. Aguardandoallí a que Enrique volviera se dijo que a eso sehabía limitado la mayor parte de su existencia: aesperar. No resultaría ningún despropósitomandar grabar en la lápida de su tumba la frase«Ella esperó». Esta frase lo diría todo...

No obstante, nada más ver a Enriquecomprendió que algún acontecimientotrascendental se había producido al fin. El rostrode aquél, serio hasta entonces, se había animado.Además, su paso era bastante rápido teniendo encuenta su corpulencia y el calor que hacía aquellamañana.

—Hay noticias, cariño —dijo Enrique—.Formula tres suposiciones.

—La Reina se ha avenido a tus razones.La faz de Enrique se ensombreció. Esto

sucedía siempre que Ana mencionaba a Catalina yespecialmente cuando hacía uso de su título.

—El Papa ha fijado un sitio y una fecha.Enrique la miró casi con ferocidad.Probablemente se trataba de un hecho

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minúsculo, de resonancia doméstica.—Una de las perras de tu jauría favorita ha

parido.—Tampoco es eso. Warham ha muerto.Ana no comprendía por qué razón tenía

Enrique que alegrarse o entristecerse ante ladesaparición de aquel hombre. El Arzobispo deCanterbury contaba más de ochenta años. Elproceso era lógico. En los últimos tiempos habíaperdido el favor de Enrique debido a su apego aciertas ideas anticuadas y a que no gustaba de lade romper con Roma, recomendando en todomomento paciencia.

Enrique se sentó, tomando entre las suyaslas manos de Ana.

—Me alegro de que haya muerto —dijo—.Esto me ha ahorrado una seria riña con unhombre ya de edad situado en un puestoimportante. Cranmer puede ocupar éste ahora ynuestro camino, por fin, quedará despejado deobstáculos.

Aquella mañana Ana encontró su optimismo

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irritante. A cada cambio de la escena en elContinente, con cada comisión enviada, siemprehabía dicho lo mismo. «Ya no tendremos queesperar mucho, cariño». «Ahora todo irá más deprisa».

—En Cranmer —dijo Enrique complacido—, tendré un Primado dispuesto a reconocermeCabeza de la Iglesia y a declarar que soy soltero,que lo he sido siempre.

—Sí, Cranmer es muy... flexible —confirmó ella.

Ana había hablado abstraída, sin mirarle a él.Lejos, en el recodo del río, junto a los campos enque los campesinos trabajaban en la recolecciónde la cosecha, la móvil lámina de las aguasbrillaba. En aquella deslumbrante claridad losrostros de los aldeanos se veían del color de latierra que pisaban. Ana era víctima de otro de susintermitentes ataques, aquellos derivadossiempre de una súbita sensación de inseguridad.

Había transcurrido mucho tiempo desde laprimera vez que oyera a Enrique asegurar que él

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era soltero. Aferrado a tal afirmación, habíaempezado a avanzar como un toro, con la cabezabaja, barriendo todos los obstáculos que hallabaen el camino. Cabía suponer que... Sí. Cabíasuponer que Cranmer, nombrado para su altocargo, dijese: «Sí, Majestad. Sois soltero;siempre lo habéis sido», y que entonces Enriquelevantara la cabeza, aunque sólo fuera por uninstante, para mirar a su alrededor. ¿Qué vería?Pues no vería ya a la chica de quien se habíaenamorado años atrás sino a una mujer delgada,un tanto transformada por el paso del tiempo, porlos meses y meses de espera, de constantesesfuerzos por controlarse, por la prolongadacastidad, una castidad que era difícil de observar,que resultaba fuera de lugar. Ana pensó en unperro atado a un árbol que tuviera muy próximo aél un hueso, al que no pudiera llegar por culpa dela cadena. El animal no pararía de agitarse, detirar de aquélla, figurándose que el hueso encuestión era la cosa más apetecible del mundo,por lo cual no se preocuparía en ningún momento

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por lo que podía haber más allá. Pero, ¿y si lacadena cualquier día acababa rompiéndose y elperro de repente se veía libre en un mundo llenode huesos mucho más suculentos que el que enun principio acaparara su atención?...

Ana repasó mentalmente la historia de sularga asociación y comprendió que a Enrique selo había dado todo, excepto el último favor. Ellase había mostrado alegre, bromista, ansiosa porcomplacerle; había sido seria también,pretendiendo dominar ciertos asuntos,especialmente tras la caída de Wolsey, cuyopuesto, en cierta medida, había esperado poderocupar. Habían pasado juntos mucho tiempo, deuna manera tan seguida que podía decirse que enlo único en que se diferenciaban de unmatrimonio era en que no compartían un lecho.Conocíanse los dos demasiado bien.

¿Y qué era lo que podía detenerle, tanpronto fuese libre, de elegir para esposa acualquier chica joven con cuyos modales yformas de pensar no se hallase tan familiarizado?

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Con cruel sinceridad, Ana admitió que sirompía con ella el pueblo inglés lo celebraría. Lagente de la calle, la gente humilde, no la habíaaceptado jamás, ni aprobado su relación con elRey. Cuando avanzaba por una calzada, cuandoviajaba por el río, se congregaban miles depersonas a su alrededor para verla... Ana sabía porqué. Todos sentían una gran curiosidad pordescubrir qué encanto especial poseía quejustificara la dedicación del Rey. Los hombresestudiaban su rostro y su figura; las mujeres, susropas. Pero siempre la miraban en silencio o bienrompían éste sólo para declarar que ellos noquerían a Nan Bullen por reina. Y desde queCatalina, prácticamente, había desaparecido deLondres, la antipatía popular se habíarecrudecido...

Sintióse por un momento insignificante,extraviada, abandonada de todos. Todo habíaconspirado contra ella. Contaba veintitrés años ysu nombre se hallaba irreparablementemanchado. Llamábanla ramera, concubina,

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amante... Si Enrique en aquellas circunstancias ladejaba le esperaba un porvenir muy sombrío.

Bien. Ella había utilizado todos sus recursospara conservar a Enrique a su lado. Todosexcepto uno. Ahora habría de recurrir a él.Resultaba irónico que un viejo que de habervivido habría acabado, probablemente, sus días enla Torre, le forzara, ya muerto, a dar un pasodecisivo, después de haber resistido el incansableasedio de Enrique.

—Estás muy callada —dijo aquél—. Este noes el día en que suele dolerte la cabeza todos losmeses, ¿verdad?

«Ya ves», pensó ella. «Incluso conoce laperiodicidad de tus trastornos».

—¡Oh, no! Estaba mirando a esas gentes quetrabajan allí. Agosto, no sé, encierra ciertatristeza. Supone otro giro del año.

—Me gusta el otoño —manifestó Enrique—. En esta época cazamos el ciervo... Meagradan sus mañanas y sus noches. Y el bullicioque señala nuestros desplazamientos de un sitio a

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otro.Los hombres no eran tan conscientes del

paso del tiempo como las mujeres. Aquéllosjamás pensaban: ¡Otro verano que se ha ido! Nitampoco se asomaban día tras día a sus espejos,estudiando el daño causado en sus rostros porcada año.

—¿Adónde piensas dirigirte estatemporada?

Enrique comenzó a explicarle sus planes yel por qué de los mismos, comunicándole a quiénesperaba ver... Ana, gracias a su verbosidad, podíapensar ahora.

Correría el mayor de los peligros. Enseguida. Si tenía suerte se quedaría embarazada...Enrique, ciertamente, no querría que elnacimiento de su hijo se produjera fuera delmatrimonio. Sí. Antes de que Cranmer dejase aEnrique en libertad ella debía intentar ofrecerlelo que más ansiaba en el mundo.

Pero el proceso que había de conducir a laalteración de sus relaciones debería ser

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provocado por él. Habría que empujarle... Anareflexionó unos segundos más, tras los cualesdijo:

—En vista de la muerte del Arzobispo,¿crees que sería considerada improcedente lareunión que yo había planeado para esta noche?

—Ignoraba que tuvieses algo en proyecto —replicó Enrique encantado, expectante.

—Deseaba darte una sorpresa.—Lo de Warham no importa. Se había

quedado un poco anticuado y de no haberfallecido...

Pero, ¿por qué hablar de aquellas cosasahora? La mañana era muy hermosa. Y la muertehabía salvado a Warham, como salvara antes aWolsey.

¡Santo Dios! ¿Por qué pensar, asimismo, enWolsey? No se había vuelto a acordar de él. Noera que sintiese remordimientos. El tratodispensado a Wolsey señalaba un cambio en suexistencia. Él tenía razón, siempre tenía razón,indiscutiblemente. Aquellos que se le oponían

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eran los equivocados: el Papa, el Emperador,Catalina, el Obispo Fisher, su hija María y...Moore. Aún no estaba seguro de Moore. Perotodos ellos, al colocarse frente a Enrique Tudor,incurrían en error y serían los únicos culpablesde lo que después sucediera.

—Dime algo acerca de tu recepción, cariño.—¡Oh! Se trata de un secreto todavía. Y

ahora tendré que irme, para hacer lospreparativos necesarios. He estado esperando, aver qué giro tomaba el día. Emma, mi servidorade confianza, afirma saber predecir el tiempo,dice que se desencadenará una tormenta. Noobstante, me inclino por que la reunión sea alaire libre. ¿Te parece acertada mi decisión?

—Yo soy, según creo, tan buenpronosticador del tiempo como pueda serlocualquier mujer habituada a pasarse la vidaencerrada entre cuatro paredes y te aseguro quetendremos una noche magnífica. Vamos, Ana,aplícate, pues, a la realización de tus planes. A míme aguarda algún quehacer. Me tendrás todo el

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día sobre ascuas, preguntándome qué clase desorpresa me habrás reservado.

«Puede ser que no logre sorprenderte lomás mínimo», pensó Ana.

Había que organizar algo que tuviera un finconcreto y sólo disponía para ello de unas horas.No servía cualquier cosa... Ana entró corriendoen la casa, mandando afuera varios pajes a todaprisa. Su hermano George, Norris, Weston,Brereton, Wyatt y Smeaton se presentaron a nomucho tardar en la estancia desde cuyosventanales se divisaba Knot Garden. Ana ordenó asus criados que les sirvieran vino, fuentes conciruelas y peras maduras, asado de carne frío ypastelillos de diversas clases.

Reunidos los seis hombres, cerradas ya laspuertas del salón, ella dijo:

—Sin duda conocéis la última noticia:Canterbury ha muerto.

—Todos tus enemigos van desapareciendoasí, mi querida hermana —manifestó George

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Bolena.—Era viejo —señaló Ana con aire tolerante.

No había sobreestimado a Warham, ni siquieracomo enemigo, y ahora se proponía valerse de sumuerte como una excusa—. Había perdido elfavor del Rey, además. No obstante, la menciónde la muerte no produce ninguna sensaciónagradable, precisamente, de manera que fingí anteel Rey que tenía organizada una reunión para estanoche. Esto pareció animarle bastante. Mipregunta es: ¿qué podríamos preparar paradistraerle teniendo en cuenta el tiempo de quedisponemos?

Ana se había sentado en el antepecho de unode los ventanales, extendiendo sobre el mismosus holgadas faldas. En su garganta, en loslóbulos de sus orejas, brillaban unos topacios.Presentaba un aspecto inmejorable,intencionadamente, y aquellos hombres seagruparon a su alrededor, deseosos de agradar, deformular útiles sugerencias... Había que excluirdel grupo a su hermano, quien se había apartado

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un poco y se mordía los nudillos de una manoadoptando un gesto pensativo. «Algo se avecina»,estaba pensando. «Y no tiene nada de particularque se trate de una grave jugarreta».

Sus relaciones tenían un extraño carácter.Durante su infancia, ya lejana, habían jugadojuntos, actuando él siempre, como chico que era,de jefe, de instigador. Más tarde se habíanseparado y al encontrarse de nuevo en la Corteinglesa lo habían hecho casi como dosdesconocidos. Pero se dieron cuenta de queexistía entre los dos cierta afinidad que lespermitía comprenderse mutuamente inclusovaliéndose de frases no completas o un levegesto o movimiento. Por ejemplo: enarcar unaceja o levantar un dedo. En cierta ocasión él lehabía dicho a Ana: «Si no supiera que es inciertojuraría que somos gemelos». Y otra vez la esposade George le había interrumpido agresivamentecuando contaba algo acerca de ella: «De no ser tuhermana sospecharía que te habías enamorado deAna. No haces más que referirte a ella a todas

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horas». Jane, al igual que tantas otras mujeres,sentíase celosa ante Ana y había dicho muchasveces que hubiera dado cualquier cosa pordescubrir qué era lo que el Rey había visto en supersona, enfadándose al oír la respuesta de rigoren estos casos: «Sólo un hombre podríacomprenderlo».

George manifestó:—Podríamos representar «The Man

Leader». En esta obra lo que cuenta son losgestos, no las palabras.

Tratábase de una comedia que constituía unacaricatura del mundo, dentro del cual los ososeran la raza de animales dominante de aquél.

—No me parece apropiada —opinó Ana.—Es alegre.—Bueno, ¿y quién es capaz de echarse

encima una piel de oso para caracterizarse? —inquirió Norris.

George vio que Ana le obsequiaba con unamirada de agradecimiento.

—En eso pensaba al afirmar que no parecía

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apropiada. Vamos, pensad, caballeros. Hemeaquí, rodeada de los hombres más juiciosos de lamás juiciosa Corte europea, dos poetas y unmúsico. Todo lo que pido es algo que sea fácil depreparar y adecuado a una cálida noche de verano.

—¿Para ser representado al aire libre, juntoal río? —quiso saber Weston.

Otra mirada de reconocimiento de Ana...A partir de este instante hubo bastantes

sugerencias pero ninguna de ellas agradó a laorganizadora de la reunión.

Finalmente, medió George con estaspalabras:

—Ana: esto de decir «no» se ha convertidoen un hábito en ti. —Todos se echaron a reír,excepto Smeaton que estimó la observación demal gusto—. Si sigues rechazando nuestras ideasno habrá representación al final. ¿Qué te parece...—George vio que su hermana escuchaba suspalabras con evidente interés—, «Leda y elCisne»?

Smeaton intervino rápidamente.

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—¡Oh, no! A milady le disgusta la obra y yauna vez se negó a que fuese representada. ¿No esverdad, señora? Esto ocurrió hace poco más deun año.

—Después de haber sudado George y yo lonuestro, ensayándola —dijo Tomás Wyatt—.¡Nos quedamos de piedra! En toda nuestra vida nohabíamos hecho una cosa mejor y voscalificasteis la obra de lasciva e inadecuada.George y yo no cesábamos de quejarnos... ¿Escierto eso o no, George?

George, a modo de asentimiento, produjo unsonido, sin apartar la mirada de Ana.

—¿Sería que...? Es posible que mi juicioresultara un poco precipitado. Esa obra fuepensada para su representación al aire libre yaprovechar la presencia del río... Sería mejor quecualquier otra apresuradamente ensayada...quizás.

—Aún recuerdo las conmovedoras palabrasde Leda —dijo Weston ansiosamente. Era ésteun joven muy bien parecido, delgado y frágil,

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aparentemente, pero de buena complexión, conunas pestañas que eran la envidia de todas lasmujeres. Habitualmente desempeñaba elprincipal papel femenino—. George es quientiene que decidir —añadió—. El equipo del cisnees casi tan caluroso como las pieles de oso.

—Sufriré sin proferir una queja si Leda eslo que tú quieres —declaró George.

—Es una pieza repugnante —opinó MarkSmeaton—. ¿A qué viene ese interés?

—Mark se ha vuelto... ¿cómo es ese nuevovocablo?... un puritano —dijo Wyatt con algúnrencor—. Tu reputación no sufrirá, querido. Todoel mundo sabrá que eres responsable solamentede la música.

Smeaton frunció el ceño. Desde elmomento en que había cobrado efectividad elnombramiento anunciado por Ana aquél vivía enun mundo fantástico. Mentalmente no aceptaba elhecho de que Ana perteneciera, en modo alguno,a Enrique. No era su amante —todas las personashonestas de la Corte admitían esto—, ni lo sería

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nunca. Tampoco podía convertirse en su esposa;las circunstancias no lo permitirían jamás. Lascosas seguirían indefinidamente como hastaaquel momento. Ana continuaría siendo unaespecie de diosa de la Pureza, a la que todos loshombres debían rendir culto, sin llegar nunca atocarla. Y su más devoto adorador era MarkSmeaton, aquel hombre de genio.

No estaba bien que ella, tan pura, alejadahasta entonces de las cosas carnales, presenciara—en compañía de Enrique y otros hombres—,una obra excitante. Estaba mal que Leda y elCisne vivieran ante ella su lujurioso episodio. Lomismo daba que se tratase de un mito, que fueseconsiderado clásico, que lo aceptaran aquellosmajaderos de cabellos rizados y perfumadasropas de la Corte. En el campo, donde él naciera,la gente designaba tales cosas con un nombre yéste no sonaba nada bien...

Smeaton se hubiera quedado muysorprendido de haber averiguado que la mente deGeorge Bolena andaba ocupada con

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consideraciones semejantes aunque en distintadirección. La primera vez que él y Wyattpropusieran la representación de Leda, muycomplacidos con la idea porque la obra eraespectacular y estaba llena de rasgos ingeniosos,Ana se había opuesto. Ahora pensaba locontrario. ¿Por qué? No había más que unarespuesta posible. Mientras que anteriormentehabía temido despertar la lujuria de Enrique ahoralo deseaba. Y sin embargo ningún cambio sehabía producido en la situación, al menos ningúncambio conocido. Pero Ana era una mujerinteligente. Hasta aquel día había sabido llevarperfectamente aquel asunto. Sus razones tendríacuando variaba de táctica. Tal vez fuese que lapasión de Enrique hubiera perdido violencia, cosaque, por otro lado, no era de extrañar. Pocoshombres habían sufrido como él una prueba másdura y prolongada al encajar desengaños conrespecto al trámite de su divorcio y enfrentarsecon la insalvable muralla de la cautela de Ana.

—¿Decidido, entonces? —preguntó George

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—. No habrá un solo hombre entre losespectadores que no envidie al Cisne...

Miró a su hermana a los ojos, descubriendoque no se había equivocado.

—Creo que no nos costará mucho trabajopreparar nuestra Leda. A la llegada de la noche ladominaremos perfectamente —declaró Wyatt—.Hay poco discurso en ella. Fue proyectada másbien para los ojos que para los oídos.

—¿Para los ojos? —murmuró Brereton—.Yo habría citado algo más bajo.

—Ssss...Mark había siseado apretando los dientes.—Guarda ese siseo para ti, Smeaton. Nadie

te ha dado vela en este entierro.Smeaton miró a todas partes, confuso e

iracundo. Así de despreciativos se mostrabanellos con él, como si no contara para nada, sóloporque procedía de una familia humilde. Y, noobstante, se atrevían a decir cosas que ningúnpatán hubiera osado mencionar ante la mujer queél respetaba. Hizo un esfuerzo por dominarse.

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—Lo malo de esa obra —dijo Ana—, es queno contiene ninguna canción digna de tal nombre.¿No me quejé ya en aquella ocasión de esto,Tomás? Está necesitada de un canto, un canto deadiós que entone uno de los seguidores humanos,la cual podría oírse cuando el Cisne se lleva aLeda. ¿Habrá tiempo para componer una? Yocreo que dándole a Mark la letra una hora antesde la cena él podría llenar ese vacío.

—Mi insignificante talento está siempre avuestro servicio, señora —dijo Wyatt.

También él estaba enamorado de Ana, a laque amaba de una manera realista, cínica, casi...Era capaz de escribir poemas por ella inspiradosy de pensar, mientras componía aquéllos, en queun amor sin esperanza era un tema excelente paraun poeta.

Ana había pedido una canción de adiós ydebía tenerla. Las palabras inmortales se estabanagrupando ya en su mente cuando él abandonó laestancia. Pero, habiéndose encontrado conGeorge en la galería de la casa, formuló unas

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quejas.—«Compón una nueva canción», me dice.

Como si esto fuese tan fácil como pelar unamanzana. Las cosas buenas no se le vienen a unoa la cabeza con tanta fluidez como se figura. —Dio unos pasos más antes de añadir—: No seequivoca, en cambio, al imaginarse que Smeatonpuede poner música a mis palabras en el espaciode una hora. Teniendo el texto cualquier músicoes capaz de salir airoso de un empeño como ese.No me agradan de poco tiempo a esta parte lasmaneras de Smeaton. Tiene la cabeza llena deabsurdas ideas.

—Ana lo está estropeando —convinoGeorge—. Ese tonto se ha enamorado de ella.

Agudo, nada amable aunque sí tolerante,habíase dado cuenta de cuál era el verdaderoestado de ánimo del músico. Luego pensó: «Si loque yo imagino que va a suceder sucede al fin esehombre sufrirá una tremenda impresión. Acabarádándose cuenta de que Ana es una mujer de carney hueso. Probablemente, se volverá loco».

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—¡Qué presunción por su parte! —exclamóWyatt—. Ha calificado a Leda de repugnante. Eldía menos pensado me obligará a darle un par debofetadas.

Los dos hombres continuaron andando. Alos cinco minutos de esta escena uno de losjóvenes que se hallaban al servicio de TomásCromwell, escondido en un sitio donde no podíaser descubierto, tenía anotadas todas las palabrasque se habían cruzado entre los reunidos. Lacaída de Wolsey había enseñado una provechosalección a Cromwell: a medida que uno se eleva varodeándose de enemigos. Era fundamentalconocer a éstos. Había reclutado a unos cuantosadictos, adiestrándoles para que desarrollasenuna labor de espionaje eficiente. Tratábase dejóvenes ambiciosos que jamás discutían lasórdenes que les daba. Estuviera donde estuvierala Corte siempre había apostados en sitiosestratégicos varios de ellos. No pasaban muchosminutos sin que Cromwell estuviese al corrientede los últimos acontecimientos.

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«Puede que lo que oigas te parezca unainsensatez. No pierdas nunca el tiempointentando comprender las palabras ajenas.Limítate a poner por escrito lo que has estadoescuchando, procurando que la transcripción sealo más fiel posible. Y te lo advertiré por una vez:el hombre que menciona su especial empleo ohace uso de lo que ha ido descubriendo lamentarásu indiscreción todo el tiempo que viva... que noserá mucho».

Estas frases concretaban las instruccionesque Cromwell solía dar a sus agentes.

Éstos le daban cuenta todas las noches desus averiguaciones y antes de acostarseCromwell estudiaba detenidamente aquéllas.Muchos de los informes resultaban ser tediosaslucubraciones sin significado, carentes deinterés. Era desconcertante comprobar qué clasede confesiones era capaz de hacer una persona alpie de cualquier escalera a otra que parecía serdigna de su confianza.

La conversación que había tenido lugar entre

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Wyatt y George Bolena quedaba clasificada entrelos escritos de aquella categoría. Fue desechada,por tanto. Sin embargo, por una razón u otra,varias palabras del diálogo —«Lord Rochforddijo que Smeaton era un pobre zoquete que sehallaba enamorado de Lady Ana»—, quedaronimpresas en la memoria de Cromwell. Díallegaría en que a éste le serían útiles aquellasfrases.

Quedó una noche perfecta, si bien, hacia eloeste, contra el escarlata y el oro de la puesta delsol, unas nubes de tono gris pizarra dibujaron enel firmamento una ciudad fabulosa, con sustorres y minaretes. Percibíase el gruñido deltrueno en la lejanía. La representación constituyóun notable éxito. Las ingeniosas incidencias de laobra causaron el efecto apetecido, siendo muyaplaudidos los actores, especialmente George, ensu mutis, que requería cierta habilidad pues debíallevarse a Leda, resistiéndose ésta a medias,todavía, y utilizar un pequeño bote de quilla plana

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que había sido fondeado junto a la orilla del río.De un solo impulso, apoyándose en la misma,tenía que conseguir que se deslizara sobre latersa superficie, dando la impresión de que eraél, el Cisne, que nadaba...

Para los que estaban en el secreto de larepresentación aquel era el momento máscrítico. Por la tarde había sido ensayada la escenados veces, sin éxito. En el primer intento Georgehabía procedido con cierta brusquedadinvoluntaria y la reducida embarcación habíaseinclinado alarmantemente de lado; durante elsegundo resultó que el impulso no fuesuficientemente fuerte. Las repeticiones restabanrealismo a la escena... Por la noche, pese a todo,la cosa salió bien. Bañado en la espectral luz dela puesta de sol, atenuada por la presencia de lasnubes, el dios de guardarropía se llevó a suhumana novia mientras Sir Harry Norris, el másdesolado de los amantes de Leda, entonaba, consu hermosa voz, la nueva canción de TomásWyatt.

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Las palabras se perdieron en el misterio dela noche. Wyatt las había escrito inspirándose enella, arrastrado por un amor sin esperanza, comobien sabía. Smeaton había puesto en la música sucorazón pero sin desesperanza, que él se negaba areconocer. Norris, como ocurría siempre que sehallaba en presencia de Ana, cantaba para ellasola.

La bochornosa atmósfera, la extraña luz queles envolvía, el tema de la representación, losdistintos pero arraigados sentimientos con quelos tres habían contribuido a la perfección de lanueva melodía, incluso el suave murmullo de laspalomas, arrullándose en las ramas de losárboles, todo ejercía un efecto afrodisíaco. Aquíy allí, entre las parejas espectadoras, la manobuscaba la mano, la mirada otra mirada gemela.Amor era lo único que había en las mentes y loscorazones de casi todos los presentes, amoresperanzado, pesaroso, confiado, engañoso...

«¡Esa canción fue escrita para mí!», pensóEnrique. «Los crueles errores, los gestos de

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desdén, la dolorosa paciencia, los continuosaplazamientos... ¡Cuántos he tenido quesoportar!» «Él constantemente te ha amado;jamás de ti se ha apartado». ¿No le señalaban a éldirectamente esas palabras? ¿No eran ciertasacaso?

Y ella, continuó pensando, había planeado larepresentación. Este era su sutil modo de decirleque sabía de su amor, que comprendía lo muchoque había sufrido por su causa. ¿No resultaba másdeliciosa y eficaz esta forma de comunicarle sucariño que la verborrea de Catalina: «Os amo, oshe amado siempre, os amaré siempre»? Ana sabíacomo nadie dar sabor a la vida.

En fin de cuentas, ¿qué había que esperar ya?Él estaba cansado de aguardar. En cuantoCranmer fuese Arzobispo el camino quedaríadespejado. Él había afirmado insistentemente queera un hombre libre. ¿No había probado el tiempoya la verdad de sus aseveraciones?

Tenía que pensar en Ana, desde luego. Y ensu promesa de no solicitar de ella favores

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imposibles. Pero aquella noche, incluso Ana...Volvió la cabeza y se encontró con su mirada. Ensu rostro sorprendió una expresión queinstantáneamente se borró, tornándose la desiempre. De nuevo su gesto era calmoso einescrutable.

—¿Te ha gustado la representación,Enrique?

En un ronco susurro él replicó:—Cariño: si accedieses a mi deseo yo

también te sacaría de este lugar para huir decuantos nos rodean.

—¿Por qué no?Esto respondió ella, en voz tan baja que

Enrique no estaba seguro de haberla oído bien.—No —se apresuró a añadir Ana en el

mismo tono de voz—. Todos se darían cuenta ydaríamos pie para nuevas habladurías. Debemosser discretos.

Así pues, ella había dicho: «¿Por qué no?».Al cabo de tanto tiempo, Ana se rendía. La sangrecomenzó a correr tumultuosamente por sus

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venas, como si hubiese estado contenida en algúnpunto de su cuerpo durante años para ser soltadade repente. Enrique se sintió asaltado de untemor. Temía sufrir un ataque o algo por el estiloque le inmovilizara. Pensó, risueño: «¡Quéterrible jugarreta, morirse ahora de gozo...!»

Se encontraba tendido en el lecho. Lahabitación se hallaba a oscuras. Jamás se habíasentido más confuso, más perplejo, másdeprimido. Acababa de vivir la gran experiencia,aquella que tan ansiosamente había deseado, quetan desesperadamente había buscado, que contantos trabajos había logrado. Bien, ¿y quéquedaba de todo ello? ¡Una mujer más en sulecho! Le parecía increíble. Tantas promesas,tantas sutiles sugerencias de peculiares einéditos gozos y luego todo quedaba en eso, enuna ilusión. Sí. Una ilusión de los sentidos. Entrelas sábanas, en la oscuridad, ella no sediferenciaba en nada de Catalina, de BessieBlount, de María Bolena.

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Pensó que todo debía andar mal. ¡Incluso susentido del olfato! Durante años y años, siempreque se había acercado a ella, había percibido elinconfundible aroma de sus cabellos, nadapenetrante, sino discreto, suave, como unafragancia natural. Pero en aquel instante, en queestaba más próximo a ella que había estadonunca, lo único que olía era su propio perfume,es decir, el del aceite con que se había untado loscabellos y la barba. Le había dicho a Norris, lapersona en quien tenía más confianza: «Esta esnuestra noche de novios; debo prepararmeadecuadamente». Luego se había lavado aconciencia, poniéndose sus mejores ropas, susjoyas más costosas.

Todo esto, sin embargo, eran trivialidades.Había pensamientos más crueles que aquellos.Por ejemplo: las burlas de la gente, las palabras«la conciencia del Rey» convertidas en unabroma; las lágrimas de Catalina; la última miradade Wolsey; la ruptura con el Papa... Y al final,¿qué? ¡Una mujer más en su lecho!

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No. No. Rechazó el pensamiento con elmismo vigor de que hacía gala en los cososcuando participaba en un torneo y paraba laembestida de un adversario. Aquello no podía sercierto. En tal caso eso significaba que se habíaequivocado y Enrique Tudor no se equivocabanunca.

Aquel paso terrible de la depresión que leoprimía el pecho pareció tornarse más leve.Enrique Tudor no se equivocaba nunca; él sabíaqué era lo que quería y cómo conseguirlo.Porque al final, pese a todo, siempre se salía conla suya. Y si parecía... No. Jamás lo admitiría. Sumente se aferró a una cosa, aquella a la cual podíaasirse.

Era virgen, sí. Su primera virgen. Másadelante todo sería mejor.

Aceptó esto a modo de explicación pero nopor ello recuperó la tranquilidad. Cuando pensabaen la siguiente vez, en otra posterior, ya no sentíauna emoción anticipada, la emoción que le habíasostenido a lo largo de todos aquellos años. La

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verdad era que aquella noche venía a ser unmomento culminante de su vida. Desde eseinstante, en lo sucesivo, ya no conocería otracosa que el progresivo declive.

No. No. No podía permitirse talespensamientos. Todo marcharía bien; tenía quemarchar bien. Todo saldría a la medida de susdeseos.

Luego se dijo que lo mejor sería que nopensara en nada. Él se había visto a sí mismo —millares de veces—, saciado, desbordante decontento, quedándose dormido con la cabezaapoyada en el pecho de ella. Sin embargo, ahorayacía allí, pensando, pensando...

En cuanto a ella... Nunca la habíacomprendido; el elemento misterioso había sidoparte de su encanto. Pero él había pensadosiempre que algún día llegaría el momento de larevelación. Bien. Ya había llegado. No le habíasido revelado misterio alguno. No había vividoninguna experiencia trascendental. Simplemente:se trataba de dos cuerpos que habían compartido

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un lecho. ¡Y para esto había provocado tantosconflictos!

La idea era intolerable, pensó. No. No debíaseguir tendido allí, despierto, dejando volarlibremente su imaginación. Se levantaría. Iría enbusca de Norris. Bebería en su compañía unacopa de vino, jugarían los dos una partida deajedrez, se distraería. Su prematura llegada a losapartamentos que ocupaba sería interpretadacomo una medida de discreción. Él habíaconfiado en Norris; Ana, en su servidora másallegada. La verdad, por muchas razones, habríade constituir un secreto por espacio de uno o dosmeses. Hasta que pudieran contraer matrimonio.

Y al sentirse asaltado por la idea de sucasamiento notó que ya no esperaba con laexpectación de otros días ese momento. ¿Sehacía viejo acaso? ¿Era que no veía ante él otracosa que la decrepitud y la muerte? ¡Oh!Tonterías... Él era un hombre lleno de salud, quesólo contaba cuarenta y un años, que estaba en laflor de la vida.

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La dejó suavemente, sin que ella lo notara.No era suya la culpa. Ana había sido dulce,cariñosa, perfecta... ¿No había sido eso lo quebuscara en la mujer que tenía que compartir sulecho? ¿Una más? Si volvía a pensar así la ira ledominaría; para desahogarse no tendría másremedio que empezar a dar gritos, a rompercuanto estuviera a su alcance. Nueve años, nueveaños de la mejor época de la vida del hombre ycuanto le rodeaba alterado, trastornado...

Al cabo de media hora pudo ofrecerse a símismo una idea más confortadora: algo que habíacomido durante la cena no le había sentado bien,provocando la aparición de aquellos momentosde mal humor. Por otro lado, algo le pasaba aNorris, de ordinario un compañero tan buenocomo agradable. Aquella noche parecíaentristecido, hablaba poco y cuando se sentaronante el tablero de ajedrez empezó a jugar de unamanera especial, mal intencionada.

—¿Comiste anoche caballa en adobo? —le

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preguntó de pronto Enrique, recostándose en susilla después de ver a Norris hacer uno de susmalignos y triunfales movimientos.

—Sí, Majestad. ¿Por qué me lo preguntáis?—Porque yo también hice lo mismo y eso

es siempre muy pesado para el estómago. Elplato es sabroso, desde luego, pero... ¿Has vistotú alguna vez una caballa fresca, recién cogida?

—No recuerdo.—La caballa no es como los otros peces. Su

piel es como la de las serpientes; no es plana,como tantos otros animales que en el mar viven yresulta un plato pesado. ¿No lo has notado?

—Es posible.«La envidia no me deja hablar», pensó

Norris. «Pero tengo que dar las gracias a Diospor haberle inspirado la idea de atribuir mi estadode ánimo a una pequeña indigestión o trastornoestomacal. Es mi Rey. No puedo juzgarle unlujurioso cerdo que habiendo logrado convertiren realidad la mayor ilusión de su vida posponeeste hecho al análisis de su digestión. Si empiezo

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a pensar de esta manera acabaré enloqueciendo,como mi abuela. ¿Cómo iba a imaginarme yoesto? Yo soy un hombre solemnementecomprometido. Se me ofrecía un porvenir, claro,despejado. Pero acabé enamorándome, comocualquiera de los que con ella tienen relación. Noobstante, ella le pertenece y esta noche tomóposesión de Ana y ahora, que Dios le perdone,viene aquí para hablarme de las caballas y decómo suele caerle este pescado... ¡Qué lástimaque no se le hinchara el vientre y reventase!».

Y luego Norris rememoró las incontablesveces en que Enrique se había mostrado amable,comprensivo, divertido, digno de admiración,respetuoso. Era una reacción típica en él aquellaque le llevaba a atribuir el aire torpe de su amigoa una indigestión cuando en verdad lo que lepasaba era que no había conseguido más queemborracharse a medias.

—Os toca mover, Majestad —dijo Norris,adoptando una actitud más normal.

—¿De veras? ¿De veras, Harry? Creo que

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esta noche pienso en todo menos en esto. ¡Yaestá! Contesta a eso, si puedes.

Ella continuaba donde él la dejara. Y cuandoestuviera tendida en su tumba no estaría más fría,ni se sentiría más sola. No se considerabadesilusionada ya que no había esperado vivirninguna emoción especial. Sabía, desde suforzada separación de Harry Percy, que en lotocante al aspecto amoroso de su existencia elencanto se había roto para siempre. Y no perdíade vista que aquella noche había vivido unaexperiencia familiar a muchas otras mujeres, yaque éstas en muy raros casos llegaban a casarsecon el hombre que amaban. Sin amor aquello erauna fría y solitaria asociación; la absolutaintimidad no hacía más que acentuar laseparación.

Experimentó el impulso de hundir la cabezaen la almohada y llorar. Pero esto era dejar pasoa un sentimiento de compasión hacia sí misma, locual en su caso venía a ser algo absurdo. Enefecto, siempre había procedido

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deliberadamente, abriendo bien los ojos. Todossus gestos, todas sus palabras, casi todas sussonrisas también, habían apuntado a un finpreviamente determinado. Tachábanla a menudode «calculadora y ambiciosa». Lo merecía. Ahorabien, era inevitable que en aquellos momentos seimaginara cuán diferente habría sido todo dehaber podido casarse con Harry Percy.

Pensar en esto suponía una lamentablepérdida de tiempo.

Tenía que pensar ahora en que el cicloprevisto había sido cubierto. Ahora sólo cabíaesperar el resultado, para alcanzar el cual tantohabía laborado y rezado. Si quedaba embarazadaEnrique aceleraría los trámites finalesconducentes a su divorcio, para hacerla enseguida reina.

Díjose una vez más: «Mi hijo será Rey deInglaterra».

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XXI

«...por consentimiento de la nobleza denuestro Reino, aquí presente, ennoblecemos anuestra prima Ana Rochford, creando para ella eltítulo de Marquesa de Pembroke. Asimismo,mediante la colocación de un manto sobre sushombros y una diadema de oro ceñida a su cabezala investimos realmente con tales atributos,nombre, título, etc., a ella y a sus herederosvarones».

Del preámbulo a la patente deennoblecimiento de Ana

Windsor, septiembre de 1532

Emma Arnett dijo con firmeza:—Milady tiene que tener unos momentos de

respiro ahora. Ya habrá tiempo para todo.

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Las damas dejaron de buena gana sus tareas.Ciertamente que habían de repasar sus«toilettes», aunque fuese de una manera fugaz.Tampoco les irían mal unos refrescos. Emma seaproximó a la prima de Ana, Lady María Howard,murmurando:

—Este es el peor día del mes para milady...Desde el regreso de Ana a la Corte, en el

verano de 1527, Emma había pasado verdaderosapuros para informar a quien se le pusiera pordelante, mediante declaración directa o indirecta,que Ana no estaba embarazada. Los enemigos,naturalmente, se esforzaban para poner encirculación malignos rumores. Habíase dicho yaque había dormido en el lecho del Rey dos veces.Tales historias no causaban el efecto perseguidoen aquellos sitios en que Ana era vista. Perohabía que pensar en el resto del mundo. Así pues,mensualmente Emma se ocupaba de que hubiesealguien que pudiera contar en cualquier reunión:«Su servidora más inmediata me dijo»...

Tan pronto como las dos mujeres se

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hallaron a solas, Emma sugirió:—Tendeos ahora en el lecho, señora. ¿Por

qué alterarse? ¿No es este acaso un gran día?Ana abrió la boca —habían sido sus dientes,

apretados, las nerviosas manos, la grisáceapalidez de su rostro, lo que pusiera en guardia aEmma—, contestando:

—No sé. Nadie puede saberlo. Eso es lopeor. Dudo de que el mismo Rey sepa qué es loque hace y el por qué. Todo ha ocurrido cuandome sujetaban las enaguas. Debiera estarvistiéndome para la ceremonia de nuestrocasamiento, no para esta, vacía, carente desentido. Estoy asustada, Emma. He perdido elvalor que tuve siempre. Creo que ahora, despuésde cuanto ha pasado, él intenta librarse de míconcediéndome un título y un millar de libras alaño.

Emma señaló con la cabeza hacia la puerta.—¿Es que queréis que sepan que tenéis

miedo?—¿Y qué más da si es verdad que estoy en

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lo cierto? Todos dirán que mi hermana Maríasalió mejor parada: ¡consiguió un esposo!

Ana ocultó el rostro entre sus manos por unmomento, sentándose. Estremecióse...

Emma la miró. No sentía ningunacompasión por ella pero sí, en cambio, unauténtico interés. La mujer contaba ahora —desde hacía tiempo—, con dos normas útiles parajuzgarlo todo: la innata, referente al sentido de ladecencia, y la que señalaba qué cosas eranconvenientes o no para la causa Protestante. Ennumerosas ocasiones las dos se superponían ycuando no sucedía esto ella se dejaba gobernarpor las opiniones de sus amigos de Milk Street.La admisión de Enrique en su lecho antes delmatrimonio había ofendido por igual a amboscódigos. Por supuesto, allí no había nada dedecencia. Tal vez hubiese sido inconveniente.Pero la batalla aún no estaba perdida y EmmaArnett no regatearía el menor esfuerzo para tratarde alcanzar la victoria.

—No puedo opinar en cuestiones de cierta

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importancia porque bien poco es lo que sé —aventuró—, pero a mí me parece que el procederde Su Majestad es muy lógico. Quiere llevaroscon él cuando visite al Rey de Francia yconsidera indispensable que poseáis vuestropropio rango.

—Ya sé, ya sé...Ana se puso en pie y cruzándose de brazos

empezó a pasear por la habitación. Se habíapuesto ya la larga bata interior de terciopelocolor carmesí, bordeada de armiño y cuandohacía un rápido giro aquélla se desenroscaba entorno a sus pies como la cola de un gato irritado.

—Eso es lo que dice —añadió Ana—. Peroél conoce su mundo suficientemente bien parasaber que esto de ahora no cambiará otras cosas.Veinte títulos y cincuenta mil libras anuales nopodrían alterar la situación en que me encuentro.Todos los afanes de esta jornada no harán másque asegurar mi prioridad frente a las amantes deotros hombres. Porque a esa reunión no acudiráninguna mujer respetable.

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Sus palabras, el tono de su voz, susmovimientos por la habitación hicieron pensar aEmma en la inminente explosión de un malhumor a duras penas contenido. Lady Ana eracapaz de avanzar paciente, dolorosamente, endirección a la meta prefijada pero también podíaen un momento dado experimentar el impulso dedestruir toda la labor realizada. De ahí a asegurarque no quería ninguna patente de nobleza, que nodeseaba ser la Marquesa de Pembroke, que lo quepretendía era que le dejasen regresar a su casa,que la molestaran lo menos posible, no había másque un paso. Tal era el temor de Emma enaquellos críticos instantes.

—Voy a administraros una pequeña dosis dela medicina que ya conocéis, milady —dijo—.Exactamente la que necesitáis para recuperar lacalma. El Rey os va a conceder algo muy grandehoy, os va a honrar, y vos debéis aparecer ante éltranquila y sonriente. Todo eso es efecto de laprolongada espera, señora —añadió paraconsolarla, mientras vertía en una pequeña copa

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el líquido que Ana bebería luego—. Ahora bien,no hay carreteras sin baches. Es preciso resistir.Bebeos esto. Y si no tenéis ganas de estaracostada os cepillaré los cabellos. Así ya noquedará nada por hacer cuando vuestras damasregresen.

—Eres muy amable, Emma —repuso Ana—.No sé qué sería de mí sin tu ayuda.

Esta observación no suscitó ningúnremordimiento en Emma Arnett. Esto era natural,en cierto modo. Pocas damas recibían de susdoncellas más atenciones, más cuidados. Y elmóvil de tal actitud valía la pena, opinión quecompartían todos los protestantes ingleses: habíaque procurar que Ana conservase el favor delRey, era preciso verla convertida en Reina, verlamadre de un niño. A toda costa, por tales fines,había que alejar a la Princesa María del trono. Suinclinación por el Papa era evidente. Enrique eratan papista como ella pero estaba descontento...Sus amenazas, sus arrebatos de furia, aquellainsistencia en llamarse a sí mismo Cabeza de la

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Iglesia, suponían una esperanza. Esta esperanza seesfumaría en el caso de subir María al trono. Siel Papa ordenaba que todas las mujeres teníanque afeitarse la cabeza aquélla sería la primera encomplacerle.

Esta idea se adentró mediante un procesológico en el cerebro de una mujer que tenía entresus manos la cabellera de su señora. Era éstalarga, negra, brillante y parecía estar dotada devida propia. Se curvaba bajo el cepillo;resplandecían los extremos de las hebras máscortas como perlas, ensortijándose en los dedosde Emma. Hermoso pelo el de Lady Ana.

—No podéis ceder ahora, milady —dijo laservidora—. Ocurre a menudo que las cosas noson tan malas como parecen. —En el espejo seencontraron las miradas de las dos mujeres, queintercambiaron también una sonrisa—. De esome di cuenta teniendo tan sólo siete años deedad. Mi madre me envió una vez a casa de unaanciana que nos había encargado que lelleváramos unos huevos y alguna mantequilla. Era

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una mujer acomodada y tenía mucho miedo a losladrones, por lo cual poseía tres grandes perros,que acostumbraba a dejar en libertad a la puestadel sol. Por el camino tropecé con unoschiquillos que iban buscando nidos de pájaros yme marché con ellos. Cuando volví a casa denuestra cliente había oscurecido y los canesandaban sueltos. Antes de que alargara una manopara posarla en la puerta del jardín advertí que alotro lado de la misma los animales saltabanenloquecidos, hechos unas fieras, como si fuesenlobos. Yo estaba espantada. Pero sabía que mimadre necesitaba los ocho peniques que valíanuestra mercancía y que corríamos el peligro deque la anciana no nos volviese a pedir nada, si nola atendíamos. Entonces cogí una rama y entré enel jardín como si estuviese dispuesta a golpear alos perros si me atacaban. Éstos parecieronadivinar mi pensamiento y se mantuvieron entodo momento apartados. Luego dijeron que mehabía mostrado muy animosa pero la verdad eraque me sentí en aquellos instantes más

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desesperada que valiente.Otra vez volvieron a encontrarse en el

espejo las miradas de Lady Ana y Emma Arnett.—La parábola es ejemplar —comentó la

primera—. Gracias por ella, Emma. Graciastambién por la medicina.

En la Cámara de Audiencias, Enrique,lujosamente ataviado, se hallaba sentado en sutrono. Dos duques, todos los miembros delConsejo Privado, tres embajadores, la mayorparte de los pares del Reino y muchos cortesanosse habían colocado a un lado y otro, formando ungran semicírculo. Sonaron las trompetas yentonces penetró en la suntuosa estancia unnoble que era portador de los pergaminos sobrelos cuales habían sido extendidas las patentes.Tras él llegó Lady María Howard con lossímbolos sartoriales: el rico manto y la diademade oro. El escenario estaba dispuesto para elacto.

Ana no era la única persona allí que

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desconfiaba respecto a los reales motivos quehabían impulsado a Enrique a concederle unhonor jamás otorgado con anterioridad a unamujer. Varios de los reunidos imaginaban que loque iban a presenciar marcaba el cenit en lacarrera de Ana Bolena. Si el Rey pretendíaconvertirla en Reina de Inglaterra, ¿por quémolestarse con aquella detención en la mitad delcamino que le separaba del trono? Había no pocodesconcierto entre los espectadores, ya que siaquel era un gesto de despedida suponía tambiénel reconocimiento público de que ella había sidosu amante. Y esto era precisamente lo queEnrique, Lady Ana y las personas más allegadas aellos habían negado siempre. Tan torpemovimiento no se explicaba en un hombre comoEnrique.

Había otros que, por el contrario, hacíansuyo el punto de vista opuesto, juzgando aquelascenso como indicio del inminente casamiento.Por tal procedimiento se evitaba que dijeran queel Rey había contraído matrimonio con una mujer

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vulgar, carente de distinciones, sacada delpueblo.

Algunos tomaban las palabras de Enrique alpie de la letra. Simplemente: éste deseaba honrara la mujer que amaba.

Ana caminaba entre la Condesa de Rutland yla de Sussex, a las que seguían varias damas. Supeor enemigo no hubiera podido negar queparecía tan noble como ellas. Su figura, incluso,tenía un porte majestuoso. Catalina, en suplenitud física e Isabel, la madre de Enrique, ensu mejor momento —recordadas por algunoscaballeros presentes—, no habían superado a Anacon su serena expresión, con su aire ausente.Daba la impresión de estar hecha de una sustanciamás preciosa que la carne humana. El afán desuperación de Ana combinado con la sabia dosisdel medicamento administrado por Emma habíanproducido el milagro.

Con toda oportunidad, mientras seaproximaba a Enrique, hizo tres reverencias y alllegar a su altura se arrodilló. Garter entregó la

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patente al monarca, quien la puso en manos de susecretario. Éste comenzó a leerla en el tono demedio canto normal en aquellas ocasiones. Alpronunciar la palabra «manto» hizo una pausa conobjeto de darle tiempo al Rey para que pudieratomar la prenda, que le fue entregada por LadyMaría Howard. Seguidamente la colocó sobre loshombros de Ana. La pausa se repitió al llegar a lapalabra «diadema», que Enrique colocó sobre losbrillantes y enjoyados cabellos de Ana. Luegorecitó las frases del ritual y solamente aquellosque tenían el oído muy fino y bastante vivezanotaron una significativa omisión. Le eraadjudicado el título de derecho, que podría pasara su hijo. Ordinariamente, en aquellas patentesfiguraban incluidos los vocablos «legalmenteengendrado». En este caso se prescindió de losdos. Quizás fuera esa una clara indicación de queel Rey había cambiado de idea en lo tocante alcasamiento con Ana. O quizás era que dudaba desu poder a la hora de dar carácter legal a tal unióny la calidad de legítimo al fruto de la misma.

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Los que habían estado en contacto con elRey en el curso de las anteriores semanas habíannotado un cambio en él. Siempre había sido algoligero de genio. Ahora bien, se le complacíafácilmente. En sus visitas a las casonascampesinas habíase mostrado en todo momentoextremadamente tolerante, soportando conpaciencia incomodidades y escaseces,consciente de cualquier esfuerzo que se hicierapara agradarle o entretenerle. Últimamente se lehabía visto más brusco. Se irritaba por nada y noresultaba fácil aplacarle. Habíase desvanecidoaquel aire infantil con que había hecho todas lascosas hasta entonces, por lo que tanto en sufísico como en su conducta daba la impresión dehaber envejecido. Y como si él se diera cuenta deesto, con perversa y casi salvaje complacencia seaplicaba al logro de empresas que no eran propiasni para hombres más jóvenes siquiera. A veces,por ejemplo, alteraba de repente sus planes,sabiendo que esto significaba veinte millas másde terreno a cubrir, después de toda una jornada

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agotadora cabalgando; en otras ocasionesordenaba partidas a horas innecesariamentetempranas u organizaba frugales comidas, tras lascuales vendrían cenas más bien propias delgigante Gargantúa... «No sé qué es lo que os pasa,muchachos. Frente a la mesa me llevo pordelante al más valiente de vosotros». Paraalgunos observadores tal conducta venía a ser elpreludio de su ruptura con Ana.

Sumida, pues, en una atmósfera decuriosidad y de cábalas, de esperanzada hostilidady frustrada confianza, Ana se puso en pie,convertida en la única presa de derecho dentro deInglaterra, para dar las gracias al Rey por el honorque le había concedido con las palabras decostumbre, retirándose a continuación.

Sir Tomás Wyatt recordó la viva faz de laprimita, con quien jugara en los jardines deBlickling y Hever, una chiquilla tan traviesa quese había llevado más de una reprensión por partede la severa institutriz francesa. Evocó también ala encantadora y animada muchacha que regresara

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de Francia para incorporarse al grupo de damasde Catalina, una joven que disponía de escasosmedios, que siempre se veía obligada a idear algooriginal para compensar la escasez de suguardarropa y cuyas ingeniosas innovaciones erantan del gusto de sus amigas que inmediatamenteéstas procedían a copiarlas.

Bien. Ya contaba con algo. Sin embargo, leentristecía ver a una persona tan viva como ella,salvaje casi, le entristecía verla comodomesticada, sujeta a un collar... Sí. Aunque éstese hallase recubierto de joyas. «¿Qué quieres?»,se preguntó luego Wyatt. «¿Preferirías verlacasada, madre de cuatro hijos, engordandoprogresivamente, cuidando con mirada serena ycomplacida de su hogar? Acuérdate, Wyatt, deque la primera juventud quedó ya atrás».Súbitamente se sintió asaltado por el deseo demorir joven. Los poetas no debían conocer lavejez...

Enrique estudió a la nueva marquesa en elmomento de retirarse, sintiéndose satisfecho.

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Estimaba haber procedido correctamente. Unosminutos más y aquel acto quedaría redondeadocuando le dijese el embajador francés con todaformalidad que deseaba que Ana fuese recibidaen su país con todos los honores. Pensócomplacido en los regalos que le había hechopara celebrar aquel acontecimiento: unasminiaturas exquisitas obra de Holbein, dotadosde marcos adornados con joyas, destinadas a serutilizadas como alfileres de pecho yprendederos, y un servicio completo de mesa enoro, plata y plata dorada. Esto último le habíacostado más de un millar de libras.

Habría negado enfadadamente —expresándose con sinceridad— que cuanto habíahecho por ella desde la bochornosa velada deHampton Court era, sencillamente, un intentoque efectuaba para levantar un muro entre élmismo y la verdad, demasiado insoportable paraatreverse a verla cara a cara. No sospechaba quese estaba comportando como un hombre que,víctima de grave enfermedad, se hubiese

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esforzado por conducirse como uno sano,ignorando todo síntoma, haciendo un secreto desu dolencia, esperando que así recuperaría lasalud.

En efecto, andaba tan afanado queriendoocultarse a sí mismo su desilusión que habíaacabado por olvidarse de esto. Y tan pronto comoella hubo salido de la cámara, distinguida con unhonor en el que no le había precedido ningunamujer, Enrique se preguntó: «¿Qué vendráluego?» Durante su formal conversación con elEmbajador francés, más tarde, se le ocurrió unabrillante idea.

Tal como Ana le había dicho a Emma, él eraun hombre experto en las lides mundanas. Sabíaque el Rey de Francia, infiel esposo, haría porque su mujer no estuviese presente durante laentrevista con la amante del monarca inglés. Asípues, se apresuró a prevenir el posible desairediciendo:

—No quiero que se encuentre presente laReina de Francia en el momento del encuentro.

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En las circunstancias actuales, antes preferiríaver al diablo disfrazado con las ropas de una damaespañola.

«Con las ropas de una dama española»...Esto le llevó a pensar en Catalina y en su deseode dar a Ana otra prueba de amor y respeto...

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XXII

«Ana fue apaciguada con el ofrecimiento delas joyas de Catalina».

Garrett Mattingley. («Life of Catherine ofAragon».)

The More, septiembre de 1532

Catalina estaba escribiendo en el momentode llegar Norris. Se pasaba la vida así... Aquellacarta era para el Emperador.

«Aunque sé que Vuestra Majestad está muyocupado con los asuntos de Turquía, sumamenteimportantes, no puedo dejar de importunaros,hablándoos de mí, pretexto de otra ofensaparecida contra Dios... Hay muchos indicios deperversidad aquí, sobre los cuales convienemeditar. Se imprimen a diario nuevos libros,

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saturados de mentiras, obscenidades y blasfemiascontra la Santa Fe. Lo que está en marcha en estepaís es tan repugnante, atenta hasta tal puntocontra Dios, toca tan de cerca el honor de miseñor, el Rey, que no puedo menos quedecíroslo».

El día anterior el Duque de Norfolk habíaido a verla para pedirle que le entregara todas lasjoyas que poseía como Reina de Inglaterra. SuMajestad, explicó el duque, quería que laMarquesa de Pembroke se hallaseadecuadamente equipada para su visita a Francia.

Catalina, por una vez, recurrió a la astuciaque caracterizara a su padre, Fernando de Aragón.

—Su Majestad me tiene prohibido que leenvíe nada.

—Se refirió a los regalos corrientes enNavidad y Año Nuevo, como sabéis muy bien,señora.

—Iría contra mi conciencia si colaborara enla tarea de realzar el aspecto de una persona quees el escándalo de la cristiandad.

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Norfolk pensó que le estaba irritando yasobremanera oír hablar a todas horas a todo elmundo de su conciencia. La suya propia ya sehallaba bastante desconcertada, bien lo sabíaDios. Él era un católico firme, convencido,ortodoxo. También era un servidor del Rey, cadadía le costaba más trabajo conciliar ambas cosas.Por otro lado él era el tío del «escándalo de lacristiandad».

—¿Os negáis a entregarme esas joyasentonces?

—En efecto, milord, me niego. Necesitoórdenes más concretas de Su Majestad.

El duque se había marchado sin formularmás objeciones. Pero ella sabía que Anarealizaría un nuevo intento. Esta vez le tocó elturno a Norris. Éste le había sido siempresimpático, especialmente por la devoción queprofesaba a Enrique. Además, no era ambicioso,ni egoísta, a diferencia de la mayoría de loscortesanos. Le saludó con agrado.

—Buenos días, Sir Harry. Creo adivinar qué

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es lo que os ha traído por aquí. Habéis venido apor las joyas de la Reina. ¿Traéis alguna orden?

—Me hacéis las cosas fáciles, señora. Os loagradezco.

—Las tenía preparadas —declaró Catalina—. Sabía que la orden no tardaría en llegar. Ayercreí más oportuno formular una protesta. Noquiero que se me acuse de haber entregadovoluntariamente las joyas de la Reina para elatavío de una concubina.

Norris experimentó un fuerte sobresaltointerior.

—Señora: si ella lo es, hay que achacarlo alas circunstancias.

—No debemos permitir nunca que sean lascircunstancias las que gobiernen nuestra vida —repuso Catalina con firmeza.

Reflexionó unos segundos, pensando en suencarnizada lucha contra las circunstanciasdesfavorables.

—¿Tenéis esa orden?Pese a hallarse preparada, el breve mensaje,

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redactado sin duda por uno de los escribientesdel Rey y firmado con las dos iniciales queempleaba habitualmente Enrique —«H R»

[2]—, inconfundibles, le dolió. Aquello noera efecto de su apasionamiento por laaventurera; era la consecuencia de la asociaciónde halagos, insistencias, peticiones. ¡Cuán segurade sí misma debía sentirse aquella mujer! ¡Y quédébil Enrique!

Catalina se volvió hacia la mesa, sobre lacual había una arquita de madera de sándalo,forrada de nácar, protegida por el centro conunos flejes metálicos y por las esquinas conguardacantos de plata. Supo resistir un impulso:el de levantar la tapa del cofrecillo para echar unúltimo vistazo a los objetos que había idoreuniendo allí, unas veces por su belleza —ellaamaba las cosas bellas— y otras por su historia.

Había en la arquita un collar de zafiros ydiamantes que, según se afirmaba, había sidoregalado a Ana de Bohemia por Ricardo II. Otro,

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de esmeraldas y diamantes, era el que Enrique Vhabía colgado del cuello de Catalina de Francia eldía en que bautizaron a su hijo. Había dado ungran valor a aquellas joyas por haber ido a parar amanos de mujeres muy amadas por sus esposos,situándolas en su estimación a la altura de losobsequios de Enrique. Arrastrada por el mismosentimiento, en sentido contrario, jamás habíausado los magníficos pendientes, brazaletes ymedallón de rubíes y esmeraldas, todo ellohaciendo juego, que según se afirmabanpertenecieran a la Reina Isabel, «La loba deFrancia», que fue para Eduardo II una esposafalsa, mala...

—Ahí tenéis el inventario y la llave. Esto —dijo Catalina tocando el collar de oro macizo quebrillaba espléndidamente sobre el hermoso tonocolor ciruela de su vestido—, es mío. Me loregaló mi madre. Creo que a Su Majestad no leimportará que me quede con él. También mequedo con el anillo de bodas —esto último lellevó a pensar en otra cosa—. Circula el rumor

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de que Su Majestad se propone montar unaceremonia de casamiento con esa dama cuandolleguen a Calais...

—No he oído decir nada acerca de eso,señora —contestó Norris. Pero éste añadió parasu capote: «En bien de ella espero que seacierto.»

—Pues sí, de eso habla la gente. Sir Harry:¿me haréis el favor de dar cuenta a Su Majestadde lo que voy a deciros? Indicándole que todocuanto hago es obra del amor que por él siento,del interés que me inspira la salvación de su almainmortal. Decidle que soy su esposa y queseguiré siéndolo siempre, a los ojos de Dios y detodos los hombres de buena voluntad, hasta queSu Santidad el Papa decrete lo contrario. Si antesde que llegue ese momento comparece ante elaltar de Dios para burlarse de un sacramento,tendrá que responder de su pecado el Día delJuicio. Por otra parte, ningún bien se derivará detal comedia, estoy convencida de ello —acontinuación, Catalina se sintió asaltada por otra

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idea—. Decidle también que como hombre ycomo Rey quizás tenga que responder del almade esa mujer, de poner en peligro de condenacióneterna la misma. Vos sabéis perfectamente queesto es cierto. Cada vez que accede a cualquierade sus pretensiones, como en este caso —dijo laReina señalando la arquita de las joyas—, nologra otra cosa que animarle más y más a pedir, aexigir, fijando así el precio del pecado.

—Señora: por lo que yo sé, Lady Ana no leha pedido nunca nada a Su Majestad, nada que nosea un honorable casamiento. Todas las mujeresse encuentran en posesión de ese derecho. Lagente miente cuando habla de ella. No habrá niuna persona, por ejemplo, que no afirme queLady Ana exigió del Rey la entrega de vuestrasjoyas —agregó Norris señalando la arquita—. Sinembargo, señora, esto no es cierto. No conozconinguna mujer que se interese menos por losadornos típicamente femeninos y otrastrivialidades. Se limita a aceptar los regalos conque el Rey desea obsequiarla. Os aseguro que

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antes moriría que atreverse a exigir nada.Catalina era totalmente incapaz de creer

aquello. En consecuencia, se aferró a la únicaexplicación que juzgaba evidente: Harry Norrishabía sido víctima también del hechizo de AnaBolena.

—Os compadezco, si es verdad que pensáisasí. Tomad lo que habéis venido a buscar e idos.

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XXIII

«Las diversiones favoritas de Ana Bolena yel Rey parecen ser las cartas y los dados. Laspérdidas de Enrique en los juegos de azar eranenormes. Ana, por lo visto, había sido siempreuna jugadora afortunada.»

Agnes Strickland. («Lives of the Queens ofEngland»).

Whitehall, enero de 1533

Enrique y Ana estaban jugando a las cartas,cosa que hacían ahora muy a menudo cuando sehallaban a solas, sin ningún otro entretenimientoa mano. Al concentrarse en el juego disimulabanun hecho cierto: poco era lo que tenían quedecirse. Enrique ya no se contentaba solamentecon su compañía. De todas las frases salidas de

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una garganta humana ninguna más verdadera quelas proferidas por María, al señalar: «Y luego...todo se derrumba de repente. Aquello que hacíaso decías, lo mismo que tanto le agradaba, pierdepara él su encanto, por completo».Indudablemente, a partir del mes de agosto élhabía dejado de acogerla con la complacencia deantes. Ana se había dejado llevar de los nervios aldescubrir el cambio y con ello no había logradootra cosa que acentuar su despego.

Le quedaba un consuelo: no había visto nadaen Enrique que le hiciera pensar en qué habíaperdido su estimación. Al contrario. Cosaextraña, el patrón de que se valía para mediraquélla era Chapuys, el embajador español. Éstefrecuentaba la Corte, era amigo de Catalina y, porconsiguiente, enemigo suyo. Había bautizado aAna con el apodo de «la Concubina» y aunque seveía obligado a tratarla con fingida cortesíasorprendíase siempre en sus ojos una expresióncierta de enemistad que se mezclaba con las dedesprecio y cautela. Sentía desprecio por ella

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como persona; mirábala con cautela por lo querepresentaba. Desde el mes de agosto habíalaestado observando con más atención. Se hallabamagníficamente informado. Si Enrique alguna vezhubiera dado a entender mediante una palabra, unamirada, un simple parpadeo, un leve movimientode los labios, que el dominio de Ana habíallegado a su término, Chapuys hubiese sido elprimero en saberlo y en demostrar que estabaenterado. Ana había estudiado su rostro para versi la mirada habitual de cautela y desprecio setransformaba en otra de desdén y triunfo. Y estecambio no se había producido nunca.

Era solamente cuando los dos seencontraban a solas, cuando las bromas que enotro tiempo encantaran a Enrique eran acogidaspor éste con frialdad, cuando su mirada vagabadistraída mientras ella le hablaba, cuando noreparaba en un nuevo vestido o en otro peinado,que Ana advertía lo que pasaba en su interior...Tal descubrimiento supuso para ella un golpe dedoble efecto: de un lado una sensación de

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fracaso, de habérselo jugado todo a una carta paraperder la partida; de otra parte, ese estado decosas originaba un sentimiento aún másdoloroso. Ella no había amado nunca a Enrique,por estar enamorada de Harry Percy. Pero elamor de Enrique había halagado su orgullo,habíala consolado, animado, facilitándole laoportunidad de vengarse de Wolsey, que habíaarruinado su vida. Había justificado tambiéncuanto hiciera. ¿Qué quedaba, suprimido todoesto?

Aquélla, hasta hacía una semana, había sidouna pregunta con una respuesta insoportable. Anaacabó siendo presa de la desesperación,desconfiando, mirando con recelo cualquierseñal aparentemente favorable. Inútilmente habíaintentado consolarse, atribuyendo sumomentáneo estado de ánimo a la ansiedad, altiempo, muy frío, a algo que había comido...

—Bien —dijo Enrique—. Aunque sólo seapor una vez, he ganado. Me debes dos chelines.

La afabilidad de algunos meses antes se

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había esfumado. Además, él ni siquiera la habíamirado. Sus ojos se hallaban fijos en las cartasque estaba barajando.

—Aún es temprano. Jugaremos otra partida.—Quisiera hablar contigo, Enrique.Éste levantó la vista.—Si lo que tienes que decirme afecta a

Cranmer no hay nada de qué hablar. He insistido,he rogado que acelerasen los trámites relativos asu reconocimiento en el cargo, pero en estocomo en todo lo demás Clemente está decidido ahacerme esperar. —Hablando con vehemencia,Enrique añadió—: Si me estuviese ahogando, sime fuera al fondo del mar para no volver más yClemente anduviese por las inmediaciones conuna larga cuerda en las manos solicitaría lareunión de sus más altos dignatarios a fin depedirles permiso para arrojarme aquélla.

Las últimas frases habían sido pronunciadascon un tono de reprensión familiar ya para Ana.Irritándola, Enrique solucionó el problema queella había estado considerando todo el día: ¿Qué

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palabras emplearía exactamente para darle lanoticia?

—Eso es una lástima porque debo decirteque estoy embarazada.

Cierto día, años atrás, ejercitándose con elduque de Suffolk, Enrique había recibido ungolpe que llegó a partirle el casco, dejándoleinconsciente. Desde entonces habíase quejado desufrir frecuentes dolores de cabeza, cuyaaparición señalaba un embotamiento especial.Esto fue lo que ahora sintió. Enrique tomóasiento, sin moverse ni pronunciar una palabradurante largo rato, tanto que Ana se preguntó sino habría incurrido en un error al comunicarletan pronto la noticia. Se figuró no haberlecausado ningún placer. Sólo, quizás, la turbaciónque en esos casos experimentan los hombresligados íntimamente a una mujer pero no casadoscon ella. Finalmente, el Rey, con voz ahogadapreguntó:

—¿Estás segura?—Hasta el punto en que una puede estar

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segura de estas cosas.Enrique se levantó para acercarse a ella y

abrazarla. Luego, inclinándose sobre su pecho, seechó a llorar.

Ana sintió hacia él una ternura que no habíaexperimentado nunca y acariciando sus rizados yrojizos cabellos pensó en su hijo, no como elansiado príncipe, no como la garantía de suseguridad sino como una criatura desvalida ysemejante a Enrique, con todas sus buenascualidades exclusivamente...

Unos segundos más de silencio y él lepreguntó:

—¿Cuándo, cariño?—En septiembre.—Pues entonces tenemos que casarnos en

seguida. Pasado mañana. El día de la festividad deSan Pablo. ¡Santo Dios! Si Clemente, al menos...¡Si pudiéramos hacerlo todo como debe serhecho! Tendrá que ser una cosa improvisada, perote procuraré una compensación, coronándote conuna solemnidad como no se ha visto jamás en

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Inglaterra. —Enrique oprimió a Ana entre susbrazos, besándola afectuosamente. —El primeracto de Cranmer, una vez instalado en su puesto,será declarar no válido mi matrimonio conCatalina. En el seno de un tribunal inglés. Con losPapas he terminado ya. Bien sabe Dios que yohice cuanto estuvo en mi mano para mantenermeen buenas relaciones con Clemente, para dar atodas las cosas un cauce legal. He sido paciente,humilde y sólo solicité que se me hicierajusticia. Y ahora, en el momento más grande demi vida, en lugar de anunciar a gritos la buenanueva tengo que... —Una oleada de ira le sofocó.Juntó las manos. —Este es el fin del Papa enInglaterra. Pero todo tendrá un carácter legal, notemas, cariño. La ceremonia será en privado yguardaremos el secreto el tiempoimprescindible. Media docena de personas,aquellas en quienes tenemos más confianza. Y tuspadres, si eso te agrada.

Así pues, ya se veía el final de la cuerda.«Pasado mañana». Ya no habría más dilaciones.

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Pronto se vería casada, a salvo, justificada. Ahorase atrevió a mirar atrás, enfrentándose con lashoras de terror que viviera a lo largo del otoño,un terror que nacía del hecho de haber jugado suúltima carta y no saber si tenía ganada o perdidala partida.

—¡No sé si llorar o reír!—Tienes que estar tranquila —alegó

Enrique, padre experimentado—. Nada deemociones, nada de ejercicios. Y una cosa voy adecirte: sea lo que sea lo que se te antoje, porfantástico que te parezca, lo mismo si deseasfresas en febrero que guisantes en abril, házmelosaber y lo tendrás, ¡aunque tenga que mandar abuscarlo al otro confín del mundo!

Su amor se había reavivado, igual que unramillete de rosas después de estar toda unanoche en agua. Ella no era ya la mujer quehabiéndole prometido tanto le habíadesilusionado amargamente, de un modomisterioso. Ella era el recipiente que contenía lapreciosa joya sin cuya posesión todas las

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restantes riquezas carecen de valor. Enseptiembre, Dios mediante, Ana quedaríajustificada a los ojos del mundo dando a luz unhijo: Enrique IX.

Súbitamente, en medio de la noche, Ana sedespertó. Había estado soñando. Pero norecordaba ya su sueño... Tratábase de una visiónatormentadora; eso era todo lo que sabía. Habíasevisto sola, atemorizada, dolorida, una sensaciónrara, pues de todas las noches de sus últimosaños aquélla era la única en que hubiera debidodormir absolutamente tranquila.

Abrió los ojos, pensativa. Recordó la alegríade Enrique. Fijó su atención en aquel «pasadomañana» señalado por él... «Mañana», en realidad,ya, pues hacía tiempo que dieran las doce de lanoche. Aquel «mañana» era el día de su boda.

Entonces se fijó en su mente,espontáneamente, procedente de Dios sabía quérecovecos de su cerebro, una idea atormentadora.¿Y por qué razón, si aquel casamiento legal podíatener lugar, si podía celebrarse al día siguiente,

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por qué razón había sido objeto de tantasdilaciones? La situación no había variado desdeel mes de agosto. ¿Era, quizás, que Enrique habíaestado aguardando deliberadamente, hasta ver siella era capaz de darle un hijo? Cualquiera quefuese la respuesta a esa pregunta una cosa eracierta: por aquel hijo Enrique se mostrabadispuesto a rebelarse contra la autoridad delPapa. El motivo de su decisión no era suconveniencia propia, ni el amor que le tenía sinoalgo que aún tenía que incorporarse a la vida, queaún carecía de nombre, que no verían hastaseptiembre. Por aquel hijo todavía por venirEnrique había dicho: «Este es el fin del Papa enInglaterra».

Ana pensó que esto debía alegrarla, pues elPapa no había sido precisamente un amigo paraella.

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XXIV

«La hora y el lugar en que se celebró laceremonia del casamiento de Ana Bolena conEnrique VIII constituye uno de los temashistóricos más discutidos.»

Agnes Strickland. («Lives of the Queens ofEngland»).

«La boda del Rey tuvo lugar, según seinforma, el día de la conversión de San Pablo ypor el hecho de haber regresado entonces deRoma el doctor Bonner hay quien sospecha queel Papa dio su tácito consentimiento, opinión queno comparto.»

El Embajador español en una carta a CarlosV.

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Whitehall. 25 de enero de 1533

Lady Bo, casi sin aliento, dijo:—Tom: ponme la mano en la cintura y

empújame un poco, por favor. ¡Qué escalerasmás empinadas! Y no quisiera llegar arribafatigada, exhausta.

Wolsey, al levantar la construcción que élbautizara con el nombre de York House,conocida después por el de Whitehall Palace,había procedido como siempre, apuntandoorgullosamente a las alturas. Por fuera lastorretas resultaban impresionantes; interiormentese hallaban repletas de habitaciones a las que sellegaba por escaleras pensadas más bien para lasjuveniles y ágiles piernas de escuderos y pajesque para damas de mediana edad, obligadas alevantarse de la cama a una hora intempestivapara echarse encima todas sus galas...

Tomás Bolena había intentado explicárselo alo largo de aquella noche. El Rey y Ana, le dijo,pensaban casarse en secreto a primera hora de la

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mañana.—¿Que piensan casarse? ¿Legalmente?—Pero, querida, ¿has oído hablar de alguien

que esté casado ilegalmente?—Sí, naturalmente que sí. El Rey se ha

encontrado en esas condiciones durante años.Tomás Bolena se echó a reír.—Una contestación oportuna pero nada

cierta. Su Majestad ha permanecido soltero todoese tiempo. Mañana se casará con Ana y éste serásu primer matrimonio legal.

—Entonces, ¿por qué hacer de él unsecreto? ¡Ah, ya sé! Ya conozco todo lo que haycon respecto al Papa, Tom. Me costó un poco detrabajo comprenderlo pero al fin lo he entendido.Ahora bien, si tan pronto como el Papa diga queel doctor Cranmer es arzobispo, aquél y el Reyhan de ir contra Su Santidad en la cuestión deldivorcio, ¿qué más da que el Papa acepte o no aCranmer como arzobispo?

—La tuya es una lógica puramente femeninay por tal razón a tu pregunta no hay manera de

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contestar en términos que sean comprensiblespara ti. Enfoca la cuestión así: supón que tú y yoreñimos y que para causarme un perjuicio a ti sete ocurre vender Hever. Esa venta sería ilegal.Pero imagínate que yo caigo enfermo y te otorgodeterminados poderes. Entonces ya puedes actuaren mi nombre y cuanto hagas, sea lo que sea,tendrá un carácter legal. Si Cranmer afirma que elRey es libre antes de ser confirmado en supuesto por el Papa, su declaración no tendrávalor. En cambio si procede así después suspalabras estarán revestidas de autoridad.

—Entonces, ¿por qué no esperan?—Me imagino que están cansados de

esperar. ¿No lo estarías tú en su lugar? Si deseasuna respuesta más concreta —añadió Tomás entono de broma—, te sugiero que mañana por lamañana le hagas esa pregunta al Rey.

—Sabes muy bien que no me atrevería. Noobstante, sigo pensando que todo esto es un lío.Y si han de dar de lado al Papa es lo mismo quetal cosa suceda al principio como al fin.

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—Eso que acabas de decir, querida, es unaherejía. Dentro de seis meses no lo será. El Reyse aferra al Papa como un hombre a su muelaenferma. Él dice: «Un poco de clavo me aliviaráel dolor», o, «Comeré con las muelas del otrolado»... Sin embargo, el final es indudable.Mañana por la mañana el Papa dejará de tenerautoridad dentro de Inglaterra.

La mente de lady Bo desechó su interésmomentáneo por aquellas cuestiones tantrascendentales.

—Mañana —manifestó—, Ana estarácasada. Y ahora puedo confesar que durantemucho tiempo me he sentido asaltada por gravesdudas y temores. Me figuro que lo más probablees que haya comprometido su buen nombre porun plato de lentejas.

—Te expresas en unos términos erróneos,querida. Es la primogenitura lo que se da acambio de tan poco apetitoso plato.

Ya habían llegado. Acababan de penetrar por

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una abertura lateral que debía haber sido utilizadamuy de tarde en tarde a juzgar por la manera dechirriar los goznes de la puerta. No les esperabaningún paje, ningún escudero. Sólo aquelagradable joven llamado Harry Norris, quien leshabía dicho cuáles eran las escaleras que teníanque usar. Éstas ascendían en espiral y en sumayor extensión contaban con una gruesa cuerda,a modo de barandilla, fijada al muro medianteunos anillos de latón. Lady Bo había conseguidonotables progresos aferrándose a ella. Pero en elúltimo tramo no había otra cosa que una paredfría, según pudo apreciar al tacto. Enfrentada conaquel problema, había solicitado la ayuda de suesposo.

Allá arriba se hallaba apostado otro de loscaballeros del Rey. Tomás le saludó. Heneage, lehabía llamado. Abrió una puerta y entraron en unasencilla habitación de enjalbegados muros, en elfondo de la cual había sido instalado un altar.Nada más había sido hecho para animar oembellecer el recinto y sólo las velas, con sus

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inquietas llamas, mitigaban la fría lobreguez delcuarto en aquel amanecer invernal.

Llegó el Rey, siendo asistido por Norris yHeneage. Vestía una pesada capa bordada en oro.Parecía estar nervioso. Lady Bo se sintióemocionada. Un rey tan poderoso como EnriqueVIII, y, sin embargo, ¡qué humano era! Fielsiempre a Ana disponíase a dar un paso que nosólo serviría para devolverle su buen nombre —tristemente perdido—, sino que la transformaríaen Reina de Inglaterra.

Luego entró Ana con una de sus damas, NanSavile, y su doncella, Emma. Ana ofrecía unaspecto magnífico, pese a la alarmante palidez desu rostro. Lady Bo intentó consolarse pensandoque eso era debido en parte al rojizo color de suvestido.

El último en penetrar en la estancia fue elsacerdote, que lo hizo por una puertecilla situadadetrás del altar. Lady Bo no le conocía. A la vistade él la buena mujer recordó la ceremonia de suboda, en la que el oficiante fuera un viejo amigo

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de la familia, parte de su vida ordinaria. Másadelante oiría no pocos comentarios acerca de laidentidad del sacerdote que bendijera aquellaunión. Algunos aseguraron que fue el doctorRowland Lee, uno de los capellanes del Rey;otros afirmaron que había sido un fraile agustinollamado George Browne. En todo caso debió serEnrique quien le escogiera para la ceremonia.Lady Bo, que estaba cada vez más convencida deque aquella era una boda extraña, advirtió que elsacerdote parecía no saber exactamente a quéhabía ido allí. Dio la impresión de pensar que lehabían llamado para decir una misa. Pero antes deque comenzara ésta el Rey susurró unas palabrasal oído de Norris, quien a su vez habló en voz bajadespués con el recién llegado. El hombreentonces se cruzó de brazos, mirando a Enriquecasi implorante al tiempo que en su rostro sedibujaba un gesto de desconcierto.

—El Papa —manifestó el Rey en voz alta—,ha declarado mi primer matrimonio no válido.Poseo un documento oficial en el que se declara

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eso, señor sacerdote. También tengo permisopara celebrar esta ceremonia. En consecuencia,si os place, proseguid con la misa nupcial.

Tras un segundo de vacilación, durante elcual reinó una rara tensión en el cuarto,provocando en lady Bo, a despecho del frío, uncopioso sudor que bañó su frente y su cuello, elsacerdote inclinó la cabeza. Luego éste se irguió,permaneciendo en actitud respetuosa frente alaltar, como si se estuviera invistiendo deautoridad. Inmediatamente empezó a pronunciarlas palabras que habían de unir a Enrique y a Anapara toda su vida.

Lady Bo se sintió presa de una profundamelancolía. Allí no había coro, ni sonar decampanas, ni invitados alegres, ni regalos. Ellapertenecía a una clase social dentro de la cual lospresentes constituían una nota importante. Yaunque Ana no tendría necesidad de poner unacasa y no precisaba de obsequios de carácterpráctico, como sábanas, mantas, vajillas,palmatorias, mantequeras y espumaderas, su

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madrastra deseaba darle algo y la noche anterior,rebuscando entre sus cosas, había encontrado uncollar de ónice y cristal que ella juzgaba muyhermoso. Tom le había dicho: «Dios te bendiga,querida, con todo lo simple que eres de corazóny de cabeza. ¿Para qué va a querer Ana talbaratija?» Cuando Ana acompañara al Rey en elviaje a Francia lucía tal cantidad y calidad depiedras preciosas que casi era imposible mirarlasin parpadear. Lady Bo no había respondido a laspalabras de su marido con la frase que le habíavenido en seguida a la mente —es decir, que noimportaba el valor del regalo, que lo que contabaera el ánimo con que se entregaba—, porquesabía que su Tom, excepto por lo que a ella serefería, carecía por completo de sentimientos.Le pasaba en este aspecto lo que a algunaspersonas en otros: había quien era insensible alos colores o a los acordes musicales, sin ser niciego ni sordo, respectivamente. No por eso ladyBo había desechado el collar. Lo llevaba en unode los bolsillos de su vestido y si se presentaba la

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ocasión lo deslizaría sin que nadie se diesecuenta en las manos de Ana.

La ceremonia llegó a su término. Derepente, todos parecieron animarse. Lahabitación se tornó más acogedora. Se esfumó laseriedad de Enrique, que empezó a mostrarsealegre. Ana, aunque seguía pálida, estaba radiante.Lady Bo se inclinó en una reverencia ante el Reyy habría hecho lo mismo al situarse frente a Anasi ésta no se hubiera apresurado a abrazarla,besándola.

—Te deseo que seas muy feliz, querida —dijo lady Bo, entregándole su regalo.

—¿Y a mí no me deseáis nada, lady? —inquirió Enrique.

—Desde luego, Majestad. Deseo para voslas mayores venturas.

Enrique le dio las gracias, añadiendo quejamás podría mirarla como suegra por serdemasiado joven y bonita. Dio una afectuosapalmada en la espalda a Tomás y entre broma ybroma abrazó a Ana, causando entre los presentes

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tal impresión de juventud, de muchacho que sesiente arrebatado de alegría en el transcurso de lajornada más alegre de su vida, que lady Bo sepuso a evocar las bodas campesinas que ella habíapresenciado, con todas sus derivaciones: elzapato viejo que representaba el pasado,abandonado, el arenque, símbolo de la fertilidad,las expresiones de buena voluntad, aunqueestuviesen formuladas con frases torpes, que enrealidad ocultaban una auténtica cordialidad. LadyBo hubiese llegado incluso a perder su timidez,atreviéndose a formular un tradicional deseo debodas de no haber dicho Enrique:

—Vámonos, cariño. Ya has estado de piebastante tiempo. Ahora hay que ocuparse de ti.

«¡Vaya!», exclamó para su capote lady Bo.«Eso es lo que hay, ¿eh?» Indudablemente a esoera debida la prisa, el no poder aguardar alarzobispo, la ceremonia formal, pública...

No obstante, Ana había sabidodesenvolverse bien y lo que acababa depresenciar, a juicio de lady Bo, era lo que más se

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parecía al final feliz. Había otra cosa también.Las criaturas concebidas fuera del matrimoniotienden a ser del sexo masculino. Era como siDios pensara que siendo niñas se agregaba unriesgo más innecesario al de la bastardía. Enconsecuencia, Ana había salido mejor parada delo que ella creía.

Bajando las escaleras con menos esfuerzoque antes pero con redoblado cuidado, lady Bopensó en una de las cosas que la gente del campo,harta de cerveza y de comida, solía decir a losnovios: «A lo vuestro, muchachos. Y acordaos deque Dios hizo a Adán antes que a Eva».

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XXV

«Ayer envió a los duques de Norfolk ySuffolk a la Reina para decirle que no seatormentara ni hiciese ningún intento para volvera verle, puesto que se encuentra casado y que enadelante se abstuviese de utilizar el título desoberana.

»Ella contestó que en tanto viviese seconsideraría Reina... De llegarle a faltar elsustento para ella y sus servidores, estabadispuesta a salir a la calle, a implorar la caridadpública. El Rey no es hombre de malossentimientos. Es Ana quien le ha hecho cambiar,obligándole a tomar decisiones malintencionadas.»

El Embajador español en sus cartas a CarlosV.

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Ampthill, abril de 1533

—... Y es deseo expreso de Su Majestad, ytambién una orden, que de aquí en adelante osabstengáis de usar el título de Reina, valiéndoosen cambio del de Princesa viuda de Gales.

Tal fue el final de un largo discurso que elduque de Norfolk con algún esfuerzo habíaconfiado a la memoria. Habiéndolo pronunciado,el caballero, aliviado, suspiró profundamente.

—El deseo del Rey ha sido y será siemprepara mí una orden —respondió Catalina.

Aquello suponía la capitulación. Norfolk ylos que le habían acompañado para apoyar sugestión se felicitaron a sí mismos por la facilidadcon que habían dado término satisfactorio a lamisma.

—Con sujeción —prosiguió diciendoCatalina—, a dos autoridades superiores.

Ahora mencionaría al Papa y al Emperador,pensaron ellos. Que lo hiciera así e incurriría enun delito de traición. Y si se podía probar esto,

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Chapuys, el inquieto Embajador, cesaría de lanzargemidos, aludiendo a una desvalida e inofensivamujer que estaba siendo objeto de una despiadadapersecución.

—¿A qué autoridades os referís, señora?—A Dios y a mi conciencia. Dios señala a

cada uno su papel en la vida, milords. Fue Élquien me asignó el de Reina de Inglaterra. Miconciencia me prohíbe hacer uso de otro títuloque no sea éste.

—Pero..., pensadlo bien, señora: no puedehaber más que una Reina de Inglaterra. SuMajestad sólo puede tener una esposa.

—En eso estamos de acuerdo, milord.—Su Majestad contrajo matrimonio con la

marquesa de Pembroke hace más de dos meses.La habitación se hallaba en sombras.

Catalina habíase puesto en pie al entrar en aquéllasus visitantes, irguiéndose en toda su altura,adoptando una actitud arrogante. Ahora hubieraquerido hallarse sentada. Sus piernas se negaban asostenerla. Podía caer al suelo, desmayarse. El

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orgullo la sostenía, sin embargo. Aquelloscaballeros no debían ver cuán profunda y fatal erasu herida.

—¿Que Su Majestad contrajo matrimonio?Supongo que esa ceremonia sería secreta y queintervendría en ella algún ignorante sacerdote. —Hablaba con un dejo de amargura. —Ninguno dejuicio, informado de lo que está sucediendo, sehubiera atrevido a bendecir tal unión.

—Puedo aseguraros, señora, que laceremonia se desarrolló conforme a las normaslegales, contando con sus testigoscorrespondientes. Yo no estuve presente, peroentre mis acompañantes hay algún caballero queasistió a aquélla.

Todos la miraban, sin que en el rostro deninguno apareciera una expresión especial. Rarasveces en la Historia se ha dado el caso de unsecreto tan bien guardado. A la boda habíanasistido los padres de la novia, tres nobles, unadoncella y varios miembros del Consejo Privadodel Rey. Solamente éstos sabían quiénes se

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hallaban allí, en aquella habitación fría, pocoacogedora, situada en una de las torretas deWhitehall. También la fecha exacta delacontecimiento, el lugar y el nombre delsacerdote oficiante formaban parte del secreto.

—Poco importa saber si este o aquelpresenció aquella comedia. Tiene que ser estoporque no hubo matrimonio. Su Majestad estácasado legalmente conmigo y mientras yo viva nopodrá casarse con nadie.

El duque de Norfolk sintió de nuevo aquelmalestar que la cuestión de la anulación delmatrimonio y las consecuencias de ella derivadasprovocarían en los pechos de los buenoscatólicos. Mientras reflexionaba unos segundos,el duque de Suffolk, con sus bruscos modales desiempre, dijo:

—Señora: os halláis en posesión de noticiasbastante atrasadas. La Asamblea de Canterburydecretó recientemente que el Papa Julio carecíade autoridad para permitir a Su Majestad contraermatrimonio con vos. Por tanto, la unión no era

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válida...—Estaba enterada de eso. Ahora bien, no

creo que la Asamblea de Canterbury poseaautoridad para sancionar tal asunto.

—Entonces, señora, ponéis en duda lavalidez de la ley inglesa. Pues fue el Parlamentoquien dijo que la Iglesia inglesa se basta a símisma para determinar todos los estatutos y quecomo Cabeza de aquélla el Rey es el juezinapelable en aquellas cosas referentes alespíritu.

Catalina hubiera querido contestar: «Esospoderes se los ha atribuido él mismo, por lo cualno significan nada. Yo podría darme el título deReina de Francia, mas esto no me convertiría ental». Pero aquel tiroteo de frases suponía unalamentable pérdida de tiempo. Una vez más,Catalina se aferró a la ley, tal como ella lacomprendía.

—Mi caso está siendo examinado todavíapor los tribunales romanos y no será estudiado enningún otro sitio.

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—Vuestro caso fue perdido hace años. Y esesencial que reconozcáis la verdad, señora, puesla reina Ana se encuentra ya embarazada.

De nuevo los rostros de aquellos hombresparecieron desdibujarse, desvaneciéndose en laoscuridad. Aquello venía a ser el fin de todas susesperanzas. ¡No! El fin de todas sus esperanzas sila criatura engendrada resultaba ser un niño. SiAna Bolena acertaba a dar a luz un varón, losingleses se sentirían tan contentos que inclusolos más conservadores se inclinarían a creer queel chico había nacido dentro del matrimonio.

Y entonces María no sería nada. Lo peor detodo era que María no dispondría jamás de unaoportunidad para reparar el daño que Enrique —bajo la maligna influencia de aquella mujer—,había hecho a la Santa Iglesia Católica enInglaterra.

Ni el más leve indicio de temor o de dudahabía en su rostro y en su voz al decir:

—Mientras el Papa no anule nuestromatrimonio la princesa María será la única hija

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legal de Su Majestad y por consiguiente laheredera del trono.

Era la reacción que esperaban observar enCatalina. Norfolk estaba preparado.

—En ese caso, señora, debo informaros,con pesar, de los planes que Su Majestad tienepor lo que a vos respecta. La generosa oferta queos hacía, a cambio de que cesarais en vuestrasreclamaciones, queda retirada. Lord Mountjoycesará de ser vuestro huésped para convertirse envuestro guardián. La asignación de gastos seráreducida en sus tres cuartas partes. No se ospermitirá la posesión de bienes y vuestraservidumbre quedará reducida al mínimo.

—Eso no constituye un problema para mí —respondió Catalina calmosamente. —Yo sólonecesito a mi capellán, mi médico y dosdoncellas. Éstos mencionarán mi legítimo títulode Reina cuando se dirijan o aludan a mí.Desearía que dierais traslado de estas palabras aSu Majestad, añadiendo que si esta casa y los queen ella vivimos somos una carga para él estoy

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dispuesta a salir de aquí con el fin de implorarpor el país la caridad pública.

Esto constituía una velada amenaza. Catalinahabía conservado el afecto de la gente sencilla,especialmente de las mujeres. Si todos loshombres que llevaban casados veinte años podíanencontrar fácilmente una excusa para dar riendasuelta a su fantasía, ¿qué esposa se sentiría asalvo de desagradables sorpresas en lo sucesivo?Catalina era un símbolo. Y el mundo estaba llenode entrometidas, de mujeres perversas, demujeres que atentaban contra la solidez delhogar, como Nan Bullen. Si alguna vez llegaba acircular el rumor de que el Rey regateaba aCatalina el dinero que ésta necesitaba para vivir,en tanto que hacía a Ana todo género deobsequios, dentro de Inglaterra se levantaría unclamor unánime de protesta.

—Eso no será necesario, señora —dijoNorfolk. —Su Majestad ha querido indicarsolamente que puesto que no sois Reina, en elcaso de que rechacéis el rango de Princesa Viuda

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de Gales y la asignación que acompaña al títulohabréis de contentaros con ser una dama más.

—Algo que no podré ser jamás en verdadmientras viva —repuso Catalina, con sencillez—.Si ello place a Dios, si Su Santidad tiene a bienretirarme el título de Reina tornaré a ser lo queera al nacer: Princesa de Aragón.

Estas palabras no tuvieron respuesta. Losduques y demás caballeros abandonaron laestancia.

Ahora ya podía sentarse, sin la preocupaciónde disimular el temblor que se había apoderadode sus miembros. Deseaba llorar. Pero esto no leharía ningún bien. Al contrario, embotaría más sucerebro, de forma que sus pensamientos sevolverían más confusos. Y ella necesitaba tenerla cabeza muy despejada, para reflexionar. Una delas declaraciones de Norfolk, aprendidas por éstede memoria antes de la visita, afectaba a María.Aquél le había dicho que María sería trasladada aLondres, con el fin de figurar entre las damas de

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honor de Ana, cosa que se iba a hacer por haberlodeseado el Rey así. De ser esto verdad, erapreciso que María siguiese sus indicaciones, yaque en una cuestión de tan poca monta aquélladebía a Enrique doble obediencia, como Rey ycomo padre. Pero por muchas humillaciones quesufriera, su hija tenía que mantenerse firme en lotocante a uno de sus derechos, el fundamental eindiscutible: ella era hija de Enrique, nacidadurante su matrimonio legal y por tanto laheredera del trono.

Había de escribir a María. Para animarla, nopara darle instrucciones. María era una roca.Pero contaba tan solo diecisiete años y estabamuy sola.

«Tan sola como yo», se dijo Catalina. ¡Conqué placer hubiera leído una carta que le diesefuerzas para proseguir su lucha! Nunca llegabaningún escrito de este tipo a sus manos.Clemente continuaba con sus indecisiones. Depronto hacía una pequeña promesa... Luego laretiraba. Formulaba amenazas contra Enrique y

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no emprendía la menor acción. Y el emperadorCarlos procedía de una manera semejante. Nadiehabía ido en su busca para ayudarle; nadie sehabía puesto incondicionalmente a sudisposición. ¡No! Este pensamiento no hacíajusticia a Fisher, el obispo de Rochester, quienno había demostrado nunca la menor vacilación,ni a Tomás Abell, quien primeramente habíadefendido su causa en Roma, publicandoposteriormente un libro en el que demostraba lavalidez de su matrimonio. Por tal razón habíasido detenido y encerrado en la Torre. Catalina,además, estaba segura de tener otros muchos yfieles amigos cuyos nombres ignoraba. Habíacontraído con ellos una deuda de gratitud. Teníaque continuar luchando.

Pensó en Enrique. ¡Qué disgustado sesentiría al conocer su respuesta! Imaginábase aAna aprovechándose de su ansia por tener un hijo,importunándole constantemente hasta el extremode llevarle a formular la amenaza de reducir suasignación, él, tan generoso habitualmente.

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Luego se le ocurrió otra idea que le heló elcorazón: ¡qué bien, qué bien para todos que ella—y María—, muriesen! Los que acusaban a Anade ser diestra en las artes de la brujeríaseñalábanla también como envenenadora. La cenadel obispo Fisher, en una ocasión, había sidoenvenenada. Varios de sus invitados habíanmuerto como consecuencia de aquel atentado yél mismo tuvo que guardar cama por espacio deun mes. Era preciso avisar a María; ponerla enguardia contra aquel nuevo peligro. Tenía queandar con cuidado. Ella misma no debíadescuidarse. Ana se sentiría desesperada ahora, aladvertir que su matrimonio nada tenía de válido,al saber que su hijo sería otro bastardo más.

Cuando Catalina se situaba frente a la mesaen que pasaba tantas horas, disponiéndose aescribir una carta más, una de las mujeres queestaban a su servicio penetró en la estancia,dirigiéndose a ella.

—Ya sabréis cuáles son las últimas noticias,supongo —dijo Catalina, adelantándose a la

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recién llegada, para evitar cualquier lamentaciónsobre la reducción de la servidumbre odisimuladas expresiones de compasión conmotivo del casamiento del Rey y el anuncio delembarazo de su nueva esposa—. Yo me ocuparéde todo cuando esté lista. Por lo que a mírespecta, hasta ahora no se ha producido ningúncambio.

—Estaba preguntándome, Majestad, si esoscaballeros os han dicho lo del obispo Fisher...Acabo de enterarme...

—¿Qué pasa con Fisher?—Dicen que ha sido arrestado y trasladado a

la Torre. Se asegura que allí morirá decapitado.Catalina pensó en aquella noble cabeza, en

su despejado cerebro, en su intrepidez, en sulengua de oro...

—Por el hecho de ser mi amigo —dijo convoz muy débil.

—Se ha dado otro motivo para justificar sudetención, Majestad. Parece ser que todo se debea unos comentarios que lord Rochford halló

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relacionados con algo que éste dijo o hizo enFrancia.

—¿Y desde cuándo criticar a George Bolenaes considerado un delito de traición? Esa razónes muy endeble. Ahora bien, si una acusación deese tipo puede llevar a un hombre como elobispo Fisher a la muerte entonces habrá quepensar que ya no impera ley alguna en Inglaterra.

Suffolk había dicho: «Así pues, señora,ponéis en duda la validez de nuestra ley, la leyinglesa.» ¡Vos, vos, una española!, había queridodarle a entender.

«Puede que la siguiente víctima sea yo»,pensó Catalina. «Si esa ley me declara no casadaes posible que no tarde mucho en subir alpatíbulo.»

Comenzó a redactar para María la cartaurgente, saturada de buenos consejos, quecualquier madre escribiría a su hija sabiendo queera su última comunicación.

No echaba la culpa de aquel estado de cosasa Enrique. La situación que vivía era obra de la

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perversa mujer que tenía al Rey de Inglaterradominado, sujeto a su voluntad, aquella cruel ydesaprensiva criatura a quien las multitudeslondinenses llamaban «Nan Bullen».

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XXVI

«Le molestó muchísimo no sólo queeliminaran las armas de la Reina de la lancha sinoque además mutilaran vergonzosamente lo que deellas quedó... No obstante, pese a su disgusto,Ana hizo uso de aquélla... Dios quiera que secontente con la referida lancha y las joyas y elesposo de la Reina.»

El Embajador español en una carta a CarlosV.

Londres, mayo de 1533

Emma Arnett pensaba a veces que si elpríncipe nacía sin ningún defecto de columnavertebral, con todos los miembros en sus sitiosrespectivos, despejado de mente y sin una solamancha en la piel, Inglaterra tendría que

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agradecérselo a ella. Muy a menudo, en medio deuna escena llena de fuertes emociones, o cuandose tendía, extenuada, en su lecho, decíase quenada, nada en el mundo, excepto sus creenciasantipapistas y su reconocimiento de la imperiosanecesidad de mantener a lady María alejada deltrono, le habría hecho durar mucho en aquelempleo. De vez en cuando recordaba,irónicamente divertida, que la primera cualidadque admirara en lady Ana Bolena había sido sufacultad de controlar sus nervios. Ahora habíadesaparecido tal autodominio y casi todos losdías incurría en algún exceso emocional,precisamente de la clase que procuran evitar lasmujeres cuando se encuentran en estado. Ningunade las damas más allegadas a ella, ni siquiera lasque le profesaban una auténtica estimación, y alas que lady Ana quería sinceramente, lograbanada práctico y beneficioso para su ama. Al finalla carga caía siempre sobre Emma.

Lady Ana tuvo un «mal momento», comodecía su doncella, cuando se enteró de que

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Catalina no se había inmutado al oír las últimasamenazas.

—¡Debe estar loca! ¿Qué puede esperar ya?Todo ha terminado para ella, pero se niega aadmitirlo. Siente un tremendo rencor contra mí,eso es. Y yo no le he hecho daño nunca. El Reyme dijo que era un hombre soltero antes, inclusode que le permitiera darme un beso. Eso esverdad, Emma. Poseo cartas que lo prueban. Élllegó a calificarme de fría, de descortés. Yo no lequité su esposo. ¡Esto es algo que nunca fue paraella! Sin embargo, continúa obstinada en suposición, echándolo todo a perder, llamándose así misma Reina y volviendo a la gente contra mí.

—Nadie está en contra de vos, Majestad, aexcepción de los papistas.

—Entonces éstos deben encontrarse entodas las calles. La miran a una descarada,sombríamente. Si siguen conduciéndose asítemiendo estoy que llegue el día de micoronación.

—Eso no importa. No importa nada. Sólo

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que vos tengáis un hijo con entera normalidad. Oshe dicho cien veces que esos disgustos ypreocupaciones os perjudican, a vos y al niño.Ahora poneos en pie y recuperad la calma.

—¿Cómo voy a recuperar la calma? ¿Sabesqué es lo último que se dice por ahí? Que yo pedíque la Prin..., que lady María se incorporase algrupo de mis damas de honor. ¿Qué te parece?¡Como si a mí pudiera gustarme tal idea! ¡Comosi yo tuviese interés en tener constantemente ami alrededor esa pálida faz, ese rostro ceñudo,recordándome a todas horas que...!

Ana comenzó a pasear por el cuarto, talcomo Emma Arnett la viera muchas veces, encada ocasión con mayor temor.

—Fue idea del Rey eso. Pensó que sólo conmencionar tal cosa Catalina experimentaría unafuerte impresión y que para evitar el que su hijase viera obligada a dar dicho paso accedería a loque se le había pedido. Y la verdad, la verdad quehay detrás de todo eso, Emma, es la siguiente: élno está tranquilo. Todo lo contrario... Los

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obispos de Canterbury, el Parlamento, el tribunalespecial de Dunstable pueden declarar que nuncaestuvo casado con Catalina, pero en tanto ellasiga donde está e insista en continuar llamándoseReina él no podrá estar tranquilo.

—Lo estará cuando nazca el niño... cosa queno sucederá si continuáis a vuestra vez dandopatadas en el suelo y gritando. Sentaos y ponedlos pies en alto.

El comportamiento de Ana preocupaba aEmma porque no tenía nada de natural. Llevabacinco meses de embarazo y normalmente a esaaltura las mujeres se tornan plácidas eimperturbables. Lo había comprobado eninnumerables ocasiones. Mujeres nerviosas,inquietas ante el porvenir —«Es que somos seisya y apenas podemos tirar. Y a todo esto el máspequeño casi no anda. Dentro de poco, ¿quiéndará de comer a las terneras? Y este añonecesitaba hacerme de una nueva pollada depatos, y...»—, pronto, muy pronto, se volvíanresignadas, diciendo que donde comían seis

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podían comer siete, que alguien se ocuparíaoportunamente de las terneras y que lo de lospatos podía esperar muy bien hasta el añosiguiente. Sí. Dios sabía lo que se hacía... Pero,desde luego, ella, concedió, estaba pensando enmujeres corrientes, afectadas por unacontecimiento ordinario en sus vidas. El caso deAna era distinto. Este hilo de razonamientos lepermitía a Emma hacerse con buenas dosis depaciencia.

Ésta fallaba en un punto. Emma, al igual queAna, sentía una gran ansiedad al pensar en el sexode la criatura que había de venir. Necesitaban unniño. Incluso aquellos acérrimos papistas quetodavía insistían en que solamente el Papa podíaconceder permiso a Enrique para dejar a un lado aCatalina y señalar a María como bastardavacilarían cuando llegase el momento de escogeral heredero del trono entre un niño y una niña. Noobstante, cuando Ana decía: «Tiene que ser unniño. Ella le dio una hija y yo debo quedar enmejor lugar», Emma replicaba juiciosamente que

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excitarse por este o cualquier motivo no era nadabueno. La Arnett recurría con frecuencia al saberpopular campesino.

—Es prematuro todavía hablar de esto, peroaprecio que vuestro vientre queda un poco alto,señal indudable, según se asegura en mi tierra, deque lo que nazca será un varón. Además, nohabéis sufrido muchos trastornos, ni siquiera enel transcurso del primer mes. Se afirma que lasniñas trastornan a las madres en los primerosmeses y los niños en los últimos períodos delembarazo. Ahora bien, si seguís mostrándoos tanexcitable al final no tendréis nada, como ya os hedicho en innumerables ocasiones.

—Nan Savile afirma que se puede averiguarel sexo de la criatura mediante una aguja y unhilo.

—Una aguja y un poco de hilo... —repitióEmma cautelosamente—. ¿Cómo es eso,Majestad?

—Se deduce de la forma de oscilar aquéllaal situarla sobre el vientre. Si describe una línea

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recta es un niño; si dibuja círculos en el aire serániña.

Emma, que aceptaba sin rechistar la formadel vientre y los trastornos prematuros o tardíoscomo una explicación natural a la hora deadivinar el sexo, veía en la creencia a que habíaaludido su ama una superstición. Pero seencontraba dispuesta a hacer cuanto estuviera ensu mano para tranquilizar a Ana.

Así pues, probaron. Y la aguja y el hiloconstituyó un procedimiento que, como ocurrefrecuentemente con los oráculos, dio unarespuesta ambigua. La leve plomada trazóprimero una línea recta bien clara. Luego vaciló,empezando a girar. Por último, controlada porEmma, movióse en la forma deseada.

—Tiene que ser un niño —dijo Ana,golpeando con sus menudos puños el lecho, en elque se había tendido para poder llevar a cabo elexperimento. —Tiene que ser un niño, un niño.Una niña lo echaría todo a perder.

—Y también un aborto —apuntó Emma.

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Ésta atribuía muchas rarezas registradas enel comportamiento de Ana por aquellos días a lainminente coronación. Enrique mantenía supalabra en cuanto a su propósito de hacer de laceremonia una de las más solemnes entre lascelebradas en el curso del tiempo dentro deInglaterra. Ana, charlando con él, se había sentidomás de una vez agradablemente sorprendida alsaber, por ejemplo, que una calle sería adornadacon colgaduras rojas y otra con suntuosos pañosbordados en oro... Lo mismo le sucedía cuandose hablaba de su suntuoso vestido, de lasatenciones que recibiría. Emma le animabatrayendo a colación siempre que podía estostemas, que resultaban lógicos y llenos depromesas. Demasiado a menudo, sin embargo,surgía el temor de Ana más sostenido. Siempre ledominaba aquella nerviosa aprensión: ¿cómo seconducirían las multitudes ciudadanas cuando lavieran?

—Su Majestad puede ordenar que llenen lascalles de colgaduras y hasta de público. Pero

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carece de poder para mandar a éste que muestresu alegría. ¿Y si paso a la Historia como la Reinaque desfiló ante sus súbditos, camino del lugar enque haya de celebrarse la ceremonia, en medio deun absoluto silencio? ¿Por qué ha de ser esto así?¿Qué les he hecho yo para que me odien?

—Os acogerán entusiásticamente cuando osvean —afirmó Emma—. A los que son un pocoduros de mollera les cuesta mucho trabajohabituarse a los cambios. Además, ¿qué es lo queha habido en ese sentido hasta ahora? Un poco debarullo, insignificante, por otro lado, que hanarmado unos cuantos tercos que insistían en quevos y el Rey no estabais casados. Ya veréis, yaveréis qué diferente será todo ahora.

Con todo, Emma Arnett se apresuró a poneral corriente a sus amigos de Milk Street acercade los temores de Ana. Aquéllos convinieron quesería necesario apostar entre la multitud, enpuntos estratégicos del recorrido, unos cuantosgrupos de partidarios, quienes, con susiniciativas, arrastrarían a los demás a mostrar

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cierto entusiasmo.Y más adelante, cuando los preparativos

empezaban a tomar forma, el Rey hizo algo queprovocó en Emma el deseo de abofetearle. ¡Quéestúpido, qué sentimental era aquél a su juicio!

Nada más regresar Ana del comedor, dondehabía estado cenando con Enrique, Emma se diocuenta de que se hallaba alterada. Llegó con loslabios apretados y los ojos muy dilatados ybrillantes.

Mientras se desvestía habló muy poco yfinalmente sus damas, desanimadas por sumutismo o los monosílabos con quecorrespondió a sus comentarios, acabaronguardando silencio. La ausencia deconversaciones y la forma en que Emma, atenta atodo, iba diciendo: «Yo haré eso» o «Confiadmea mí esa tarea, señora» acortó la reunión en másde quince minutos.

Ya a solas Ana dijo:—Cepíllame los cabellos, Emma. Estoy

demasiado nerviosa para poder dormir.

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—Ya lo he observado. Pero debierais hacerlo posible por evitarlo. Supongo que se trata decualquier nadería.

—Supones mal. Todo me sale al revés, todo.¡Ojalá no hubiera nacido!

Emma inició su trabajo. Si se mostrabapaciente acabaría por enterarse con todo detallede lo sucedido.

—¿Qué lancha crees tú que es la másindicada para mi desplazamiento por el río?

—La de la Reina, naturalmente...—Eso mismo pensé yo... No fui consultada,

pero de haberme dicho mi chambelán algo lehubiera encargado que procediera tal como hizo.Existe esa lancha y yo soy la Reina. Enconsecuencia, ese hombre mandó quitar lasarmas de Catalina, procediendo a pintar en sulugar las mías. ¿Había algo de malo en ello?

—¿Quién ha afirmado tal cosa?Emma pensó inmediatamente en lady

Rochford, de quien se sabía que odiaba a sucuñada, que apoyaba a Catalina y que poseía una

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lengua muy amarga y atrevida.—El Rey —contestó Ana.—Eso no puede ser verdad. El que haya

dicho eso, sea quien sea, intentaba sacaros devuestras casillas... Es preciso no hacerle el juegoa la gente. No hay que afectarse por unahabladuría más o menos.

—Lo dijo delante de mí. Me miró a los ojosy declaró que mi chambelán no tenía ningúnderecho a coger la lancha de Catalina habiendootras muchas disponibles.

Emma quedóse inmóvil unos segundos,respondiendo lentamente:

—Eso carece de sentido para mí. Sobretodo después de haberle quitado las joyas a laReina para dároslas a vos. A menos, quizás... —Emma estaba tan habituada a buscar frases deconsuelo o justificación que en seguida lepareció dar con la que precisamente contradecíasus manifestaciones iniciales. —A menos que labarca fuese propiedad de ella, traída de España,tal vez. En ese caso, sí, es lógico, él no ha

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querido que sea utilizada para vuestrosdesplazamientos.

—La lancha era de Catalina en el mismosentido que las joyas, el título, la Corona. El nopuede enfadarse conmigo por el hecho de teneresas cosas, ya que fue él quien me las dio. ¿Porqué ha de hacer una excepción con la primera?Mira, Emma, hace tiempo que lo sospechaba.Ahora ya no me cabe la menor duda: me odia, meodia.

—No digáis eso, Majestad. No debiera niescucharos... Lo que acabáis de decir es purafantasía, nacida de vuestro estado. Representaalgo así como la manía de pedir cosas que sólose dan en otras épocas del año. Yo no creo quehaya habido nunca una mujer más amada que vos.Después de todos los años de espera y de haberseproducido tantos cambios, para mejorar,reconozcámoslo, algunos de ellos contra élmismo, en vísperas de vuestra coronación, quetendrá lugar a finales de este mes, cuando yaesperáis a vuestro primer hijo, se os ocurre

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fijaros en una menudencia para afirmardespreocupadamente que el Rey os odia.

Emma había estado a punto de añadir: «Yocalificaría tal actitud de perversa», pero supocontenerse a tiempo, repitiendo que todo aquelloera pura fantasía.

—No —replicó Ana—. No soy yo personadada a imaginar cosas fantásticas. Él me amaba...Me deseaba, al menos. No fui fuerte, no tuvevalor y cedí demasiado pronto. Y desde entonceshe perdido su afecto.

—Se casó con vos —contestó Emmabruscamente—. ¡Os ha preparado la más solemnede las coronaciones!

—No pensaba en mí. Pensaba en la madredel hijo que ansia. E incluso teniendo a éstapresente le pareció mal que utilizara la lancha deCatalina.

—¡Porque nadie le pidió permiso! Cerca deél, como nosotras estamos, es fácil ver alhombre, con las mismas rarezas de todos ellos.Ahora bien, debemos reparar en que desde el día

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en que subió al trono ha hecho siempre cuanto sele ha antojado, si exceptuamos la cuestión deldivorcio, que al final, sin embargo, ha logradobarajar. Tiene que ser dominante, lo es pornaturaleza. De haber nacido herrero, por ejemplo,les habría indicado a sus clientes qué era lo queiba a hacerles en vez de aceptar sus encargos. Enlo de la lancha perdió los estribos porque nadiele pidió permiso. No debéis tomar eso tan apecho. ¿Habéis cenado?

—No. ¿Cómo iba a cenar? Sentí unas ganastremendas de tirar los platos contra el suelo, deponerme a gritar...

—Ese es un buen procedimiento para dar aluz un niño con la nariz chafada o una pierna máscorta que la otra. ¿Queréis hacerme el favor decomer algo ahora? Aunque no sea más que paratranquilizarme a mí.

Emma estaba enojada con Enrique por nohaberse molestado en disimular su irritación.Pero creía comprender el origen de ella. El Reyhabía ganado la partida al final y esto le llevaba a

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compadecerse de Catalina, sintiéndosedisgustado al enterarse de que sus armas habíansido borradas de la lancha. Tal actitud guardabarelación con su política religiosa. En la luchaentablada contra el Papa había vencido, pero talcircunstancia no le producía ninguna alegría, loque le conducía a mostrar cierto arrepentimiento,que se manifestaba en su empeño de conservar elritual religioso intacto, sin someterlo a ningunavariación. Los hombres eran siempre así...Ansiaban poseer una cosa y a continuación laopuesta. No obstante, era una falta imperdonablela suya al causarle tal disgusto a Ana, a aquellasalturas. Por un momento, Emma deseó verse a símisma en el domicilio de un modestocomerciante, donde gracias a los privilegios quele otorgaba un largo y fiel servicio a la Causa,habría tenido ocasión de explayarse diciendocuanto se le hubiera pasado por la cabeza conmotivo de aquel episodio.

Luego pensó en su ambición, aquel afán quele había llevado a cuidar de una muchacha víctima

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de una contrariedad amorosa, enviada desde laCorte a la casa de sus padres. Andando el tiempo,esto le había permitido convertirse en la personade influencia más directa sobre la Reina deInglaterra. Ciertamente que la mano de Dios sehabía movido de un modo misterioso. Esto sepodía apreciar no sobre la marcha sino cuando semiraba hacia atrás. Entonces sí que no cabíaposibilidad alguna de error. Dios la había situadode tal manera que con una sencilla dosis desomnífero, una palabra sensata, una fraseestimulante, estuviese en condiciones demantener a Ana dentro de la ruta que tenía queseguir. «Soy un humilde instrumento delTodopoderoso», pensó Emma con orgullo.

Observó atentamente cómo Ana colocabaante ella el blanco pan y la carne que iba aservirle de cena. La carne era muy roja. Sesuponía muy conveniente para la sangre, igual queel vino tinto. Luego Ana levantó la vista hasta suservidora y entornando los ojos dijo:

—Me imagino que debo estarte agradecida

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por los cuidados que me dispensas. Y lo estoy, enverdad. Pero tú te portas como el Rey. ¡Los dosme miráis como si fuese una yegua en celo! —Ana se quedó inmóvil unos segundos y por vezprimera exteriorizó los pensamientos que leatormentaban cuando se despertaba a altas horasde la noche. —Me pregunto a menudo cómo hellegado hasta aquí. Una cosa conduce a otra y éstaa la siguiente... Jamás di un paso sin tenerrazones sobradas para darlo. ¿Qué es lo que haido mal? Tú siempre posees una respuesta paratodo, Emma. Dime: ¿qué es lo que ha ido mal? Túte acordarás, porque entonces estabas conmigo...Yo me separé de Harry Percy con el corazóndestrozado y después vino el Rey, igual que unajauría tras su presa. Le mantuve a distancia. Estoera lógico, ¿no? Y cuando prometió hacermeReina, ¿me equivoqué al aceptar tan turbadoraperspectiva? ¿Hay en el mundo alguna mujer quehubiera procedido de otro modo? Y ahora...

—Ahora sois la Reina. El último día de estemes seréis coronada como tal. No habéis

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incurrido en ningún error, Majestad.Quizás hubiera que exceptuar la sucesión de

ciertos acontecimientos, el orden en que éstos sehabían producido. Habría resultado más atinado yseguro que las ceremonias de la boda y lacoronación hubiesen precedido al embarazo. Talera la base fundamental del conflicto. Pero estono podía enmendarse ya y existían otras personasque pasaban por fallos más graves.

—Si al menos tuviese un niño —dijo Anacolocando las palmas de sus manos sobre suvientre, que día tras día se notaba cada vez másdilatado—. Tiene que ser un niño, tiene que serun niño.

—Yo rezo a diario para que vuestro deseose vea cumplido.

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XXVII

«La amante del Rey ha dado a luz una hija,con gran pesar por parte de aquél y de la propiamadre. No son pocos los reproches que hantenido que aguantar todos los médicos,astrólogos y adivinadores y adivinadoras quehabían afirmado que Ana Bolena tendría unvarón.»

El Embajador español en una carta a CarlosV.

Greenwich. 7 de septiembre de 1533

Fue una niña...Ana no supo nunca de quién fue la voz que

llegó a sus oídos débilmente tras unos instantesde silencio:

—Vuestra Majestad ha dado a luz una

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hermosa niña.En seguida comprendió que sus esperanzas

habían resultado fallidas. Entonces ansió aislarsede todo, acogiendo con gratitud la oscuridad queparecía estar envolviéndole progresivamente.

Emma Arnett se dijo: «Esta ha sido lavoluntad de Dios». Luego tuvo que sufrir losefectos de la confusión mental de gente que setenía por sensata, enfrentada con un hecho queparecía no tener sentido, que no se podíajustificar. Dios, seguramente, se había dadocuenta de la situación de Inglaterra en aquellosmomentos. Él era omnipotente. Para Él noexistía nada imposible. Si quería, con la mismafacilidad que hacía una princesa moldeaba unpríncipe. Una niña en aquellas circunstanciassuponía un triunfo para los papistas, quienes, encuanto corriese la noticia, dirían que aquel era eljuicio de Dios en relación con el nuevocasamiento del Rey. Costaba trabajo aceptar elhecho pero no había más remedio que admitirlo.Tratábase de la misteriosa voluntad de Dios.

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En palacio no se hablaba de otra cosa: ¡unaniña! ¡Qué lástima! En las calles, al poco rato,ocurría lo mismo: ¡una princesa! «¡Pero si lo quenosotros queríamos era un príncipe!». Elnacimiento de la criatura que andando el tiemposería la reina más gloriosa de Inglaterra, de quienel Papa, que la odiaba, llegaría a afirmar: «Es unagran mujer y, de haber abrazado la religióncatólica, sin par», fue considerado un episodiolamentable por todo el mundo, con la naturalexcepción de los que apoyaban a Catalina yMaría. La mayoría de la gente corriente, católicade corazón todavía, había recuperado latranquilidad al observar la lentitud y lasuperficialidad de las reformas de Enrique. Laruptura con Roma no había traído otra cosa que lasupresión de algunas viejas y nada deseablescostumbres, como el pago de tributos y ladesignación de clérigos extranjeros para losobispados ingleses. La esencia del ritual y lasverdades de la fe continuaban intactas. Unpríncipe al que se hubiera mirado como

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continuador de la política de su padre habría sidobien acogido por todos o casi todos los súbditosingleses.

En consecuencia, la pequeña fue acogida porquienes habían de prodigarle los primeroscuidados con tristeza. Convenientemente lavada yenfajada pasó por fin a los brazos de su nodriza.Y la única persona que tuvo una palabra cariñosapara ella fue su padre, el que con más derechoque nadie pudo mostrarse disgustado. La primeravez que la vio estaba llorando. Tenía el menudorostro enrojecido y los ojos cerrados. Ladiminuta cabeza aparecía cubierta por unos raloscabellos rojizos. Enrique tocó éstos con lasyemas de los dedos, suavemente.

—Mi pelo —dijo—, y mi voz también.Realmente es mi hija y da la impresión de ser unacriatura fuerte. Pido a Dios que le envíe prontoun hermano tan robusto y enérgico como ella.

Desde luego, habíase disgustado peromenos de lo que esperara, menos de lo quecualquiera se hubiese atrevido a predecir.

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Enrique quería a sus hijas. Amaba en verdad aMaría y lamentaba que se hubiera puesto tandecididamente de parte de su madre.Naturalmente, por obra de las circunstancias nose encontraba en disposición de mimarla ofavorecerla, pero tampoco había pensado nuncaen perjudicarla. Amaba, asimismo, a su hijobastardo y hubiera hecho cualquier cosa por élpara compensar las desventajas derivadas de suanómala posición. Ahora querría a Isabel, laprimera criatura nacida en el seno de una familialegalmente constituida. Pensaba en su bautizopara dar una prueba fehaciente de la alta estimaen que la tenía. Los embajadores acreditados enel país podían escribir a sus gobiernoscomunicándoles el grave disgusto del Rey peroaquel que se atreviera en su presencia a formularun comentario que revelara cierta compasión, pormucho tacto que desplegara, se encontraría portoda respuesta con una severa mirada delmonarca y una respuesta despectiva. EnriqueTudor seguía su camino y nada había que decir de

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su matrimonio ni tampoco de su hija.Ana se recuperó lentamente. Enrique la

visitaba con frecuencia, llevándole presentes.Intentaba animarla. Aquellas visitas constituíanuna prueba para él porque Ana traslucíademasiado claramente su desilusión yresentimiento. Sin proponérselo, Enrique aludióa la resignación con que Catalina había aceptadoel nacimiento de una criatura muerta o fallecidapoco después de nacer. «Es la voluntad de Dios»,decía siempre. La resignación de Catalina lehabía molestado siempre. La falta de aquélla enAna le indignaba ahora. Se inclinó por atribuir talactitud a su poca salud.

—Cuando te sientas más fuerte verás lascosas de otra manera —decía él una y otra vez.

Enrique aportaba sus recetas para lograr unrápido restablecimiento: tenía que comer bien yevitar los disgustos. Emma le daba consejosparecidos. Había tenido un momento de duda, queacabó desechando y ya miraba hacia delante denuevo. La conducta de Enrique le había

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impresionado, mejorando en virtud de ella labuena opinión que del monarca tenía. Si él semostraba tan animoso, ¿por qué la Reina había deestar tan abatida? Quería ser sincera ya que nadieparecía estar dispuesto a hablarle con enteraclaridad.

—Majestad: esto no es el fin del mundo, nimucho menos. Tenéis motivos para estarorgullosa de la princesa, una auténtica promesapara el futuro. Si reaccionáis como es debido, sihacéis un esfuerzo, dentro de un par de semanasestaréis en pie y por este tiempo, Dios mediante,el año próximo seréis madre de un hermosopríncipe.

Pero con aquel episodio se cerraba elperíodo más feliz de la vida de Ana. Junio, julio yagosto habían sido tres meses maravillosos.

La coronación había sido, tal como Enriquele prometiera, verdaderamente memorable. Yhabía resultado carecer de todo fundamento altemor que abrigara Ana de una recepcióndesfavorable por parte de las multitudes

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londinenses. El pueblo, la gente corriente, amabala fiesta, el bullicio, la alegría y lo de menos erael motivo. Su viaje en la discutida lancha, caminode la Torre, lo mismo que su desplazamiento enlitera doce días más tarde, rumbo a la Catedral deSan Pablo y a Westminster Hall, habían sido unagrata experiencia. Los partidarios de Ana notuvieron necesidad de apostar agentes secretosen los puntos más estratégicos para arrastrar alpúblico a proferir gritos de entusiasmo.Reanimados por el vino, blanco y tinto, que fluíapor cada conducción y fuente, habíanla vitoreadohasta enronquecer, derramando sobre ella milbendiciones. Si hubo algunos instantes desilencio fue porque la gente se quedó pocomenos que sin aliento al verla con su espléndidovestido de tisú de plata, con sus maravillososcabellos flotando libremente, tan largos quehubiera podido sentarse sobre los mismos,hallándose apartados de su rostro por un anillo derubíes...

Los embajadores redactaron informes en

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los que se afirmaba que la coronación no habíasido nada lucida, expresándose en esos y otrostérminos semejantes porque sabían que en susrespectivos países tales noticias serían bienacogidas. Ana, protagonista del acontecimiento,pensaba de muy distinta manera, comprendiendoque por fin habíanla aceptado. Estaba casada,había sido coronada reina e iba a dar al puebloinglés lo que éste ansiaba. Su íntimo temor dehaber perdido el favor del Rey se desvaneció.Enrique, como todo el mundo, respetaba el éxitoy ella iba a ser una soberana auténticamentetriunfante.

Llegó la época del año que Emma habíaestado esperando: la de la gestación. Incluso eltiempo y la estación eran propicios. Pasabanlentamente los cálidos días inmediatos a lainevitable cosecha. La frenética ansiedad porconocer el sexo de la criatura cesó. Los médicoshabían dicho que nacería un niño y eso mismoaseguraron los adivinos consultados por Enrique.Surgió una mujer que habitaba en Welsh

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Marches, la cual se decía descendiente deMerlín, quien afirmaba ser capaz de predecir elsexo de una criatura todavía no llegada al mundosin más trabajo que el de examinar una de lasprendas usadas por la futura madre. Erademasiado vieja para emprender un viaje aLondres, por lo que la mujer propuso que larecogiesen o bien que le enviasen un mensajerode confianza con una de las enaguas propiedad deAna. El veredicto fue favorable. El mensajero encuestión estimó innecesario, nada aconsejable,informar que la vieja, casi ciega, había estadovacilando largo rato, tanteando la seda, moviendola cabeza, murmurando palabras incoherentes. Alfinal dijo:

—Estáis intentando engañarme, ¿eh? Mehabéis traído una prenda que ha sido usada pordos mujeres.

El enviado de Enrique se apresuró acontestarle que estaba equivocada en susuposición.

—Entonces, ¿por qué mi mano derecha dice

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niño y mi izquierda niña? Jamás me ha sucedidouna cosa semejante. Es raro, muy raro.

Evidentemente, había tomado su papel defarsanta en serio. Cogió la prenda con una mano yluego con la otra. Después se la arrolló al cuello.

—Un niño —dijo en ese momento pero concierta vacilación.

Daba muestras de hallarse desconcertada.Murmuró una y otra vez que se estaba haciendovieja, que perdía poco a poco su destreza. Nuncase había confundido en lo tocante a aquellascuestiones. Sin embargo..., sí, sería un niño.

Había habido pues todo género deseguridades y de buenos deseos. Ana pensó queera posible que Enrique se hubiese distanciado deella, según sospechara en el transcurso del otoño,pero ahora disimulaba tan bien su supuestafrialdad que ella se enfrentó contenta y confiadacon la prueba que le esperaba...

Y luego había llegado... Isabel.Más justificadamente que nunca, Ana pudo

pensar: «Nada me sale bien. Siempre tengo en la

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mano todas las posibilidades del éxito, peronunca una cosa real, sólida.» Y cuando escuchabaa Enrique o a Emma, con sus exhortaciones, consu insistencia de que tenía que animarse,recuperar su vivacidad, comer, tener confianza enel porvenir, mirar hacia el futuro, a ella no se leocurría más que pensar: «¡Aún he de continuaresperando!»

Al cuarto día de su forzado confinamientose ahorró el capítulo de las exhortaciones por servíctima de una complicación, la más terrible delas que se presentaban tras el parto, aquellaconocida por el irrazonable nombre de «pierna-blanca». La verdad era que las piernas no setornaban más blancas de lo que fueran antes peroen cambio se hinchaban e hinchaban. Y ademásdolían como si hubiesen sido puestas bajo lapiedra de un molino. No existía ningún remediopara aliviar aquel dolor. La madre había depermanecer tendida, esperando, esperando denuevo... Según como fuera esto, aquéllacontinuaba viviendo o se moría.

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Entre las damas de su corte de honor habíaalgunas que le profesaban afecto y otras que lamiraban con indiferencia. Aparte de la del bautizono hubo ninguna fiesta y más adelante, al avanzarla estación, no hubo otra cosa que hacer sinoreunirse en pequeños grupos e intercambiarhistorias, relatos de casos similares al de laReina, los cuales habían terminado feliz odesgraciadamente; o comentar el atrevimiento deCatalina, quien se había negado a prestar las ropastraídas desde España para la ceremonia delbautizo, utilizadas anteriormente por María.

Esto, según se afirmaba, había irritado alRey. Se habló también mucho de Isabel Barton, aquien algunos llamaban «La Monja Loca» y otros«La Santa Doncella de Kent», al igual que Juanade Arco una campesina y como ella dada a oírvoces angélicas. Las de Isabel abogabandenodadamente por Catalina, habiendo anunciadouna serie de desventuras para el país y la muertedel Rey si éste contraía matrimonio nuevamente.Cromwell había ordenado recientemente que

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fuese arrestada y examinada por el ArzobispoCranmer, no porque diera mucho crédito a susprofecías sino por averiguar quiénes eran los quelas creían a pies juntillas. Pero fuera cual fuera eltema de la conversación siempre se volvía al dela salud de la Reina. Moviéndose suavemente deun corro a otro había una joven dama quemientras escuchaba a las demás se preguntaba sirealmente habría algo malo en desear que laReina muriera. ¿No sería esto lo más maravillosoque pudiera o curtirle a ella?

Jane Seymour, por su redonda faz,impecable cutis y especial expresión, parecíamucho más joven de lo que en realidad era.Acababa de incorporarse a la Corte inglesa perohabía realizado un aprendizaje previo en Francia,desde donde había estudiado el mundo y susgentes con toda atención. Durante el veranoadvirtió que la mirada de Enrique se habíadetenido en ella apreciativamente. Es primera vezque se encontraron sus miradas se ruborizó.Cuando él hubo hallado una excusa para hablarle.

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Jane Seymour tornó a ruborizarse, limitando suscontestaciones a unos cuantos monosílabos: «Sí,Majestad» y «No, Majestad». Y su interéspersistía... En público, Enrique había adoptadocon respecto a ella una actitud paternal. Comocuando la viera en compañía de unas cuantasdamas que no cesaban de reír con motivo de unchiste que se acababa de contar entre ellas. ElRey se había detenido un momento, manifestandoque esperaba que el chascarrillo resultaseapropiado para ciertos jóvenes oídos.

—¿A quién os referís, Majestad? —inquirióuna de las componentes del grupo, más descaradaque las otras.

—A esta criatura —respondió Enriquetocando ligeramente la manga del vestido deJane.

Dada la edad real de ésta, tal contestacióndio a sus amigas pie para nuevas risas. LaSeymour había interpretado el episodio comouna señal.

Y a todo esto la Reina Ana había dado a luz

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una hija, encontrándose bastante delicada. Tal vezno se recuperara nunca y Enrique miraba ya a sualrededor. ¿Era un error acaso desear que lasoberana muriera?

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XXVIII

«Es tan escrupulosa, sin embargo, y respetatanto al Rey que se consideraría condenada sinremisión en el caso de tomar cualquier iniciativaque pudiera conducir a la guerra».

El Embajador español en una carta a CarlosV

Kimbolton, julio de 1534

—Me sentaré junto a la ventana un rato. Túvete a la cama María. Quédate con Dios.

—Vuestra Majestad sí que debieraacostarse. Habéis tenido un día muy atareado.

—Sí. Esta ha sido una jornada que noolvidaré fácilmente. Me sentaré junto a la ventanapara pensar unos minutos en los acontecimientosque he vivido hoy.

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Catalina hablaba en español con aquelladama, la predilecta entre las que formaban sucorte de honor. Las dos intercambiaron unasonrisa y una broma que siempre era la misma.María, al igual que su señora, vivía desde hacíatreinta y tres años en Inglaterra y había llegado adominar el idioma del país. Hallándose ambas enBuckden en el mes de marzo de aquel añollegaron unos delegados del Rey con la misión detomar juramento a todo el mundo por el cual sereconocía a Ana como Reina y a Isabel comoúnica princesa y legítima heredera del trono.Súbitamente, María olvidó su lengua de adopción.Agitaba una y otra vez las manos, sonriendo,moviendo la cabeza, diciendo palabras y máspalabras en español, hasta que los comisionadosdecidieron no ocuparse más de ella. Otras damashabían prestado juramento pero haciendo lareserva mental autorizada en esas circunstancias.Algunas se habían negado rotundamente a cubriraquella formalidad. Éstas fueron separadas deCatalina, que había adoptado idéntica actitud y

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estuvo a punto de salir de la casa con sus damas.Al final, ya concretamente como prisionera,había sido enviada a Kimbolton, una plaza muchomás fortificada que Buckden. La ventana junto ala cual se había sentado aquella noche de veranohallábase en un muro que mediría más de unmetro de espesor, asomándose a un amplio foso.

El paisaje que desde allí se divisaba habíaservido de escenario para una curiosarepresentación.

Sí. Como dijera María, la jornada había sidomuy atareada.

Catalina quiso recordarla hora a hora.La primera insinuación de que aquel día iba

a ser diferente de los anteriores, interminables,la tuvieron poco antes del mediodía, cuandoMaría encendía el fuego para hacer la comida.Catalina había temido siempre morir envenenada.Temor que se incrementó luego, cuandoClemente dio por fin el veredicto sobre su caso,favorable a ella. Había declarado que la dispensaexpedida para autorizar su matrimonio con

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Enrique no ofrecía reparos, siendo por tantoaquél válido. Tras esto ya no se contentó con elproceder que aconsejara a su hija María, esto es,cortar de donde otros habían cortado y beber loslíquidos previamente probados. Así pues, en supropia habitación, aquella servidora española quegozaba de toda su confianza preparaba susfrugales comidas.

El cuarto, en consecuencia, olía como lachoza de un aldeano. En aquellos momentospenetró en la habitación Sir Edmund Bedingfield,su nuevo carcelero, para notificarle que fuera seencontraba un mensajero del Rey.

Tratábase de un hombre muy joven einexperto, elegido, evidentemente, por ser capazde sacar el máximo rendimiento a sus monturas,cambiando a cada paso de caballo para cumplir suencargo con la mayor celeridad. Por tal motivose le veía fatigado y casi sin aliento.Atropelladamente, dijo a Catalina:

—Señora: el Embajador imperial se hapuesto en camino con objeto de veros. Su

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Majestad no le ha dado permiso para queefectuara esta visita. Habiéndose enterado deldesplazamiento de aquél me envió en su buscapara hacerle desistir de su propósito. Esa genteno me hizo el menor caso, prosiguiendo su viaje.He venido a deciros, señora, que si recibís alseñor Chapuys habréis desacatado las órdenesdadas por el Rey.

—Las cuales en todas aquellas cuestionesque no afectan a mi conciencia estoy dispuesta aobedecer —repuso Catalina.

Volviéndose a Bedingfield le pidió por favorque enviara un mensajero al encuentro del señorChapuys para decir a éste que le había sidoprohibido verle y que por tanto no perdiera eltiempo prosiguiendo su viaje.

La verdad era que ansiaba ver a Chapuys yhablar con él. El Embajador figuraba en el grupode sus amigos más fieles. Sin embargo, Catalinano perdía de vista la conveniencia de forjarcualquier pretexto para no entrar en relación conél. En los dos últimos meses —y más desde que

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Clemente señalara que ella era,indisputablemente, la Reina de Inglaterra—,Chapuys había redoblado sus esfuerzos con el finde levantar a algunos miembros de la antiguanobleza para defender su causa con las armas enla mano. Sus gestiones habían tenidoconsiderable éxito en el Norte y el Oeste,especialmente, donde las viejas ideas estabanmuy arraigadas, donde la amenaza de ladisolución de las comunidades religiosassembrara la alarma. Había que tener en cuentaque de aquellos lugares y clases salían la mayorparte de los abades y abadesas del país. Chapuyssostenía que el Emperador no podía dejar deacudir en ayuda de los sublevados, máximecuando lo que guiaba a éstos era elrestablecimiento de unos derechos indiscutibles:los de su tía y su prima, ahora perjudicadas. Todolo que se necesitaba era que Catalina se pusiese ala cabeza de los que la defendían, que dirigiese lainsurrección. Fue para apremiarla en tal sentidopor lo que Chapuys decidiera intentar aquella

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visita. Ella estaba segura de eso. Y por sudevoción por Enrique y su obstinada oposición aser la causa de un derramamiento de sangre, enfin de cuentas se sintió aliviada al tener unaexcusa para no enfrentarse con Chapuys ydiscutir con él.

Habíanle servido su sencilla comida pocodespués de que el puente levadizo fuera izado denuevo tras la marcha del veloz mensajero. Alcabo de una hora se produjo una conmoción en lazona más alejada del foso y Catalina, asomándosea la ventana, divisó un grupo de jinetes españoles,a juzgar por las ropas que vestían y los arneses desus monturas. No se encontraba entre ellos elEmbajador. Chapuys era un diplomáticodemasiado experto para correr el riesgo dedisgustar a Enrique desobedeciendo una ordendirecta pero continuó hasta Kimbolton, donderecibió el mensaje de Catalina. Aquí se detuvo.Se hallaba tan cerca de la meta prefijada quepensaba que se vería como una cosa natural quevarios de los miembros más jóvenes de la

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expedición se aproximaran impulsados por lacuriosidad al castillo en que Catalina había sidoencerrada. No se podía censurar a nadie por mirarni existía ninguna orden en tal sentido. Y si seasomaba a algún ventanal una servidora de las quehablaban español ningún daño causaría por elhecho de enviarle un mensaje de aliento.

Los jóvenes españoles no hicieron nada queBedingfield pudiera tomar a mal. En el sitio enque se encontraban llevaron a cabo unaexhibición de sus habilidades como jinetes,obligando a sus cabalgaduras a bailar y a saltar. Alcabo de unos minutos se vieron contempladospor las acompañantes de Catalina y suservidumbre, asomados a los ventanales ocolgados de los muros de la pequeña fortaleza. Acontinuación los caballeros se retiraron un pocoy ocupó su lugar un comediante, a cargo del cualquedó la misión de entretener a los espectadores.El desconocido recurrió a todos los trucosordinarios de la profesión. Entretanto, al amparode las risas generales y los aplausos, los jinetes

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pudieron hablar brevemente, en español, con loscriados de Catalina. El payaso ejecutó sushabilidades, caminar sobre sus manos hacia atráso dar seis saltos mortales seguidos, al bordemismo del foso, con evidente peligro de caer alagua, lo que provocó la admiración de todos losque le veían, que no cesaban de reír y de dargritos. Al final el comediante se zambulló en ellíquido elemento, con un efecto curioso puespareció haber perdido el sentido de laorientación y al emerger, en lugar de dirigirsehacia la orilla exterior empezó a nadar rumbo alcentro del foso, anunciando a grandes voces quese estaba ahogando, aunque todo el mundo pudover que se movía con tanta soltura dentro del aguacomo fuera.

—¡Desalojad el barco! —gritó en unmomento dado.

Entonces empezó a arrojar cosas en todasdirecciones: su capa, el bolsillo, el cinturón, loszapatos... Algunas fueron a parar a la orilla en quehabía estado ejecutando sus habilidades y otras

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cayeron en el lado opuesto. Los espectadoresesquivaban aquellos objetos empapados de aguacenagosa, que caían sobre ellos o se deslizabanmuy cerca. Todos armaban un gran alboroto, conla excepción de María, quien había acertado acaptar una expresiva mirada del comediante, quele dijo en una ocasión propicia, en español:«Tengo algo para vos». Una arquita cerrada fue loque recibió María. Ésta se apresuró a cogerla,escondiéndola inmediatamente. No obstante,permaneció en su sitio riendo y gritando comolos demás, así hasta que el payaso, nadando comouna marsopa, se escabulló camino de la orilla,adonde llegó felizmente.

El cofrecito hubo de ser roto para examinarsu contenido pues no llevaba atada a él ningunallave. En su interior había una misiva muysignificativa para Catalina. De haber sidointerceptada, el desconocido lector se habríaenterado de algo que ya era sabido: el Embajadorera un leal amigo de la Reina. En aquel escrito élla animaba. Dios era justo. Al final tendría que

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triunfar la justicia. Chapuys consideraba a losingleses arrogantes, jactanciosos. Últimamenteun caballero le había dicho que estaba encondiciones de poner en pie de guerra 8.000hombres. «Yo le respondí: “Es posible, milord,pero supongo que no habréis dicho eso con laintención de impresionarme, pues yo sirvo a unseñor cuyos recursos apenas se pueden fijar encifras”. Y no es este caballero el único serjactancioso con que he tropezado últimamente.Para mí la inglesa es una raza insoportable. Lagente de este país no tiene más que una virtud: lade ponerse siempre de parte del oprimido». Lacarta había sido redactada en estos términos.Había en ella muchas frases superfluas, de dossentidos, escritas con un fin cuidadosamentepremeditado. Catalina arrojó el papel al fuegoque María había encendido para preparar la cena.

Los intercambios verbales que habían tenidolugar durante la escena del foso versaron sobretemas más livianos, facilitando noticias que aCatalina interesaría conocer y acerca de las

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cuales no poseía información de primera mano.Habíase hablado de María... Ésta había sido

asignada a la casa de su hermanastra Isabel. Perosiempre que se le presentaba una oportunidadfavorable hacía valer sus derechos o aludía por lomenos a ellos. Habíase negado a prestarjuramento, manifestando que sin embargo estabadispuesta a llamar a Isabel «hermana» de lamisma manera que llamaba al Duque deRichmond «hermano».

También hubo noticias de «La concubina».Había dado una prueba categórica de susinclinaciones luteranas escribiendo una carta aCromwell, en la que le pedía que fuesebenevolente con un comerciante de Amberesacusado de introducir en el país con fines dedistribución ejemplares del Nuevo Testamentoescritos en inglés. Habíase insinuado en estesentido también con María. Ésta, desconfiada,había rechazado sus sugerencias. Cuando Anavisitaba a su pequeña, María, invariablemente, seretiraba a su habitación con objeto de no verse en

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ningún momento a solas con ella.Algunas de las damas de Ana, especialmente

Lady Rochford, habían dado en visitar a María ensu cuarto, con el exclusivo propósito de charlarcon ella. Cosa sorprendente: la «concubina» nohabía censurado jamás su proceder. No parecíaalbergar ningún resentimiento por tal causatampoco. Hasta el momento no se veían señalesanunciadoras de un nuevo embarazo y por laCorte se rumoreaba que la pasión de Su Majestaddeclinaba, aunque todavía tenía con Ana muchasatenciones.

En Cambridge un hombre había sidoarrestado por calificar de hereje al Rey. Elindividuo en cuestión se llamaba Kylbie. Éstehabía entrado en un establo, llevando el caballode su amo, cuando se puso a discutir con unmozo de cuadra, quien aseguró que el Rey habíadicho que no había ningún Papa sino un Obispode Roma.

Kylbie había replicado:—Eres un hereje y el Rey otro. Y toda esa

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historia no se hubiera dado de no haberse lanzadoSu Majestad tras Ana Bolena...

María, que era quien estaba poniendo alcorriente de todos esos rumores a Catalina,añadió:

—Y luego, Majestad, los dos hombresempezaron a apalearse mutuamente, siendodetenido Kylbie. Pero éste dijo la verdad. Laculpable de este estado de cosas es Ana. —Maríaextendió los brazos, abarcando con un expresivogesto la desolada habitación en que se hallaban, lahumilde cacerola sobre el humeante fuego, laaridez de la porción de campiña que se divisabadesde allí—. Pido frecuentemente a Dios que lamaldiga, que la lleve a la ruina, que enloquezca yque una terrible enfermedad devore su cuerpo.

—¡Oh, no! —le atajó Catalina—. No lamaldigas. Compadécela más bien. Su malaestrella no ha comenzado a mostrarse todavía.

Catalina hablaba con sinceridad. Ella sabíapor experiencia qué era lo que ocurría cuando lapasión de Enrique caminaba hacia su ocaso.

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Sí. Había vivido «aquello». Pero siempreafirmada en sus derechos, en su religión, en susamigos. ¿De qué apoyos dispondría Ana cuandollegase el terrible instante del abandono? Deninguno. Absolutamente ninguno.

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XXIX

«Considerad, señor Secretario, que él erajoven y que el amor destruye o desborda a larazón... Vi tanta sinceridad que le amé como él amí... Yo había comprobado que la gente meprestaba poca atención. Él, en cambio, vivíapendiente de mí, por lo cual no me fue posibleelegir mejor camino... Nos consideraríamosfelices si alguna vez lográramos recuperar elfavor del Rey y la Reina.»

María Bolena en una carta a Cromwell.

«La hermana de la concubina desapareció dela Corte hace tres meses. Fue necesario alejarlade aquí por haber observado una conductacensurable. Aparte de que ninguna buenaimpresión hubiera producido verla por lossalones de palacio embarazada.»

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El Embajador español en una carta alEmperador

Whitehall, 5 de diciembre de 1534

El mercero, con un ademán natural, saturadode despreocupación, extendió la pieza deterciopelo sobre la mesa, dejándola entrar encontacto con el suelo. El aprendiz se acercó a él,diligente, comenzando a alisar la tela y a plegarla.

—Esto, Majestad —dijo el comerciante,alcanzando otra pieza, tirando después de unextremo del género, con cuyo movimiento éstese desbordó encima de la mesa, en forma desuave, brillante y policroma cascada—, es unaverdadera novedad, recién llegada de Francia.Fijaos en el tejido... —La tela cambiaba de colorsegún la manera de exponerla a la luz. Las floresde lis del estampado pasaban del azul pálido alazul oscuro—. Es muy bello —comentó elmercero en un tono que denotaba una profunda

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satisfacción.—Sí, en efecto, es bonito —declaró Ana—,

pero no tengo costumbre de usar tonos azules.No consigo habituarme a ellos.

—¿Me juzgaríais impertinente si ospreguntara por qué? Convengo en que el azul nosienta bien a todo el mundo. Sin embargo, vos,Majestad, sois de las señoras a las que caeperfectamente cualquier tono.

—El azul, no —replicó Ana con firmezapero esbozando una sonrisa para que elhombrecillo no creyera que había sidoimprudente—. El tejido es muy bello yconstituye una auténtica novedad, como habéisdicho. La misma tela en dos tonos de amarillome serviría perfectamente para lo que yo laquiero.

—Estoy seguro de poderos complacer siese es el deseo de Vuestra Majestad —contestóel mercero.

Antes de dejar la pieza, no obstante, aquél laexaminó una vez más a la luz, haciendo un gesto

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expresivo, como si lamentara que se la hubiesenrechazado.

—Un momento —dijo Ana—. Me laquedaré. No es para mí sino para una persona a laque le agrada muchísimo ese tono.

Aquel sería su presente de Navidad paraMaría.

El esposo de María, William Carey, habíafallecido, víctima de la «enfermedad del sudor»,en una de las casas frecuentadas por el Rey yprecisamente poco después de haber salido éstede ella. Los tres años y medio que hacía de estohabían sido un período de prueba para María, quevivía una existencia sin objetivos, más biendesgraciada. Pasaba la mayor parte del tiempo endos o tres casas pertenecientes a parientes suyos,especialmente en la de una tía que habitaba enEdwarton, Suffolk. De vez en cuando Sir Tomásla mandaba llamar para que hiciera compañía aLady Bo. A las pocas semanas padre e hijaacababan riñendo. Aquél la reprochaba el nohaber aprovechado las oportunidades que se le

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habían ofrecido de prosperar, lamentándose deque constituyera una carga para él. Ella se habíanegado, con la terquedad propia de los débiles, air a la Corte en tanto Ana no estuviese casada.Más adelante empezó a aceptar invitaciones y aalargar sus estancias allí. Pero María habíacambiado. Su dulzura se había trocado enamargura y, cosa sorprendente, daba la impresiónde haber heredado de Sir Tomás su facilidad paramostrarse cáustico en las contiendas verbales.

Ana pensó que aquel regalo le agradaría.Además, la tela le sentaría bien. Lástima que susencantos, como ocurría a menudo con lasmujeres de su estilo, se estuviesen ajandoprematuramente.

Los vestidos tenían que estar listos paraNavidad, de modo que tan pronto el mercero sehubo marchado, Ana mandó llamar a María y lasdos se retiraron al dormitorio de aquélla,asistidas por Emma y dos costureras, una de lascuales estaba preparada con una cinta de medir.

María contempló sin entusiasmo la tela de

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seda azul.—Has sido muy amable al pensar en mí pero

no deseo hacerme ningún vestido de momento.—Se trata de mi regalo de Navidad, María.—No lo necesito. Una puede acostumbrarse

a todo y yo me he habituado ya a vestir ropascorrientes.

—Entonces, ¿por qué no variar? Vamos,María, no seas tonta. Quítate el vestido que van atomar tus medidas.

Ana se hallaba ya en enaguas, en manos de lamodista. Quien, por cierto, estaba pensando enaquellos instantes en el problema que acababa deplanteársele. ¿Debería decir la verdad? Esto es,¿estaba bien que informase a Su Majestad de quesus medidas resultaban superiores en una pulgadaa las que ella tomara la última vez? ¿Odemostraría con ello falta de tacto? Eran muchaslas damas que acogerían bien la observación.Pero cuando la dama era Reina de Inglaterra ymadre de una hija esa frase no parecía tan fácil depronunciar como se veía de buenas a primeras...

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Ana, estudiando a su hermana por encimadel hombro, ligeramente vuelta de espaldas comoestaba, notó que como respuesta a sus últimaspalabras María le dirigió una mirada que delatabasu irritación.

—Cuando yo podía ofrecerte regalos jamáste obligué a aceptarlos, ¿verdad?

Ana solía disculpar estas desagradablessalidas de su hermana diciéndose: «Está celosa.Es natural. ¿Quién no lo estaría en su lugar?Claro que si supiera qué poco vale la pena cuantotengo...»

Desde luego, nunca llegaría a formular talesconsideraciones delante de Emma y las doscostureras. Estas últimas, habitualmente, eranmuy parlanchinas. Veíanse obligadas a ocupar susmentes con alguna cosa cuando sus dedosandaban atareados. Ya se imaginaba hasta quépunto aquel breve diálogo sería ampliado y daríapie a divagaciones fantásticas más tarde, al serreferido. Dirían que habían reñido como sifuesen dos verduleras. Así pues, Ana

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correspondió a las palabras de María con unamirada severa, poniéndose a hablar gravementecon la mujer de la cinta de medir.

María le dijo con una sombría expresión enel rostro:

—Si eso era todo lo que de mí deseabas,solicito que me des permiso para retirarme.

—Ya lo tienes —repuso Ana.Seguidamente se volvió, mirándose en el

espejo que tenía sobre la mesa. En él vioreflejada la figura de su hermana, dirigiéndosehacia la puerta de la estancia. ¿Una irregularidaddel cristal? ¿Una jugarreta de su imaginación?¡Santo Dios! No, no podía ser. Precisamenteahora, cuando nada marchaba bien.

—Espera un momento, María. Quiero...quiero ponerte al corriente de otro asunto. —Dirigiéndose a las dos costureras, añadió—: Porhoy ya está bien. El vestido habrá de llevar lasmangas de costumbre, amplias, colgantes, y elescote será curvo y no cuadrado.

A continuación inventó un recado para

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Emma. A los cinco minutos se encontraba a solascon su hermana, frente a frente, como loestuviera en una ocasión, años atrás, en ciertodormitorio de Blickling.

—¡Tú estás embarazada, María!Ésta exhaló una queja, derrumbándose sobre

una banqueta, presionando nerviosamente surostro con los nudillos de ambas manos.

—Precisamente en unos instantes en que senos da todo mal —señaló Ana, furiosa—. Georgeportándose como un estúpido y un frívolo,viéndose censurado por todo el mundo; papáriñendo con Cromwell, y ahora tú... ¡Y esto es lopeor que ha podido ocurrir! Pero María, ¿cómohas podido...? Has atraído la desgracia sobrenosotros cuando más necesitamos afianzarnuestra posición. —Habiendo empezado a hablaren tales términos, pronto afloraron a los labiosde Ana los viejos rencores—. Toda la vida igual—se quejó con amargura—. Todos tus desatinoshan repercutido siempre en mí. En Francia nadiesabía hacer distinciones entre las dos. Cuantos

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me conocían pensaban que la hermana de unamujer ligera tenía que ser ligera también. Añotras año no he hecho más que esforzarme porsostener y demostrar lo contrario.

La María de unos segundos atrás sedesvaneció.

—Y lo has logrado, ¿verdad? De una maneramuy chocante ciertamente. Casada en abril, distea luz el 7 de septiembre. ¡Y aún te atreves acensurarme!

—Enrique y yo nos casamos antes, enprivado.

—Eso es lo que se nos dijo...—Tú podrás creerlo o no pero es verdad.

Por otro lado no es mi conducta la que estamosdiscutiendo sino la tuya. Y tú has sido de nuevo lacausante de una gran vergüenza. Ahora —agregóAna cruelmente—, las excusas de aquellaprimera ocasión no valen. Ya tienes edad parasaber a qué atenerte sobre ciertas cosas.

—Es que yo... —comenzó a decir María.Pero de pronto calló, mirando a su hermana con

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la boca abierta por un segundo. Hizo unaprofunda inspiración, manifestando, calmosa, conaire digno—: Algún día te arrepentirás de lo queacabas de decir. Sí. Algún día. Cuando lo sepastodo.

La más odiosa de las sospechas cruzó por lacabeza de Ana. A lo largo de las últimas semanashabía visto a Enrique como insatisfecho y susatenciones eran cada vez más espaciadas... Maríadebía amarle todavía. Nada exigente, dada sumentalidad y actitud, una relación de aquellanaturaleza resultaba para Enrique tan cómodacomo un lecho de plumas. Y esto explicaría elcambio de María, sus vivas respuestas, su aireconfiado, los ocasionales desplantes.

—¿Se trata de Enrique?La expresión de María se tornó temerosa de

nuevo.—No. ¡Oh, no, Ana! Te juro que no.—¿Quién ha sido entonces?—No puedo decírtelo.—Tienes que decírmelo. Sea quien sea

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habrá de casarse contigo. El Rey le obligará aproceder así.

—Ana: si tú pones esto en conocimiento delRey no volveré a dirigirte la palabra en el tiempoque me reste de vida. Por favor, olvídate de ello.Me iré. No me verás más...

—¡No seas estúpida! ¿Adónde podrías irte?Dentro de un par de semanas no podrás disimulartu estado.

María reconoció la verdad de lo que hablabaAna echándose a llorar. Al verla tan desvalida, tanconfusa y desorientada su hermana sintió unasorda irritación. Despertóse al mismo tiempo enAna un sentimiento de protección. Poniendo lasmanos sobre sus hombros comenzó azarandearla, como si desease obligarla a retornara la realidad.

—Ese hombre tiene que casarse contigo. Sipuede. ¿Puede verdaderamente? ¿Es casado,acaso?

María se ahogaba. No podía pronunciar unapalabra. Por fin, con un valor que sólo más tarde

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reconocería Ana, su hermana respondió:—Sí, es casado. Así pues, ya ves que ni tú ni

el Rey podréis hacer nada por mí.Ana sintió los recelos de momentos antes.—Tienes que decirme su nombre —dijo

aquélla oprimiendo aún con más fuerza loshombros de su hermana.

—No puedo. No quiero. ¿Con qué derechome pides tú eso? —María se desasió de lasmanos de Ana, sollozando. De sus labios salieronentonces unas cuantas frases entrecortadas—.Sólo porque... Reina de Inglaterra... por unmilagro... ese afán de curiosear en mis cosas...

Y así, llorando, abandonó la habitación.

Aquella noche, durante la cena, Ana advirtióalgo extraño en la conducta de Enrique. Le vioalborotado, bullicioso, sin resultar por estaactitud agradable. Estaba excitado pero no perdíadetalle de cuanto a su alrededor sucedía. Norrisla miraba igual que a lo largo de los últimos días,con expresión grave, casi lastimera, muy

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semejante a la que suele sorprenderse en losperros cuando éstos ven llorar a su amo. Estoincrementó el nerviosismo provocado en ella porla escena con María, hasta que finalmente Ana lepreguntó con sequedad:

—¿Qué os pasa, Sir Harry? ¿Me cae mal eltocado? Norris la miró como un can azotado poralgo que no había hecho, respondiendo:

—Todo lo contrario, Majestad. Ya quehabláis de ello os diré que tanto el tocado comoel vestido os sienta admirablemente.

Hacia el final de la cena entró en elcomedor el nuevo bufón de Enrique. Anadetestaba a este personaje. Era, casi, un enano, decabeza muy grande, achaparrado, feo. Pero en finde cuentas el hombre había nacido así y aunquesu aspecto le inspiraba una gran repugnancia noera el mismo el motivo fundamental de suaversión. Lo que le disgustaba era su aire furtivo,sus indirectas, que él atronaba con el manto desus gestos, semejantes a los de un idiota. Enriquele tenía mucho afecto, permitiéndole las mayores

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libertades. Ya en una ocasión, Ana habíaprotestado por sus bromas. «Son un ataque a tudignidad», habíale dicho a Enrique. Ésterespondióle: «Después de cenar, ante mi mesa,mi dignidad sabe cuidar de sí misma».

Aquella noche el bufón hizo sus trucos decostumbres y mostró las habilidades acrobáticasde siempre, intercalando entre ellas algunahistoria o comentario, divertidos o no, según quelas personas que le escuchaban supieran a quéaludía o lo desconocieran por completo. Hubo unmomento en que con el habla pausada, muy lenta,que a veces simulaba dijo:

—La vida es divertida, ¿eh? Divertida yjusta. ¡Oh, sí, tenéis que admitirlo! Por ejemplo:yo sé de un hombre que posee una hermosaperrera y en cambio no dispone de perro algunopara meter en ella. Y conozco otro que tiene unbonito perro pero no ha conseguido hacerse conninguna perrera.

Oyéronse algunas risas, poco espontáneas,unas risas con las que se quería decir: «¡Oh, sí!

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Ya comprendemos tu broma. Estamos alcorriente de lo que quieres insinuar». Ana sepreguntó qué había en aquello de divertido.¿Fallaba su sentido del humor o era aquellabroma demasiado sutil para que pudiese captarla?Enrique había señalado tal fenómeno ya en otraocasión anterior, ante una situación parecida.

Un compañero del bufón arrojó a éste tresaros de madera, formando con los mismos unaespecie de túnel que aquél atravesó, para terminarsu trabajo con un salto mortal y manifestar acontinuación:

—¡Me voy! La vida de la Corte resultademasiado agotadora para mí. Buscaré en elcampo un retiro. ¡Staffordshire!

El enano emprendió veloz huida. Corríacomo si alguien le persiguiese, asestándole golpetras golpe.

Otra serie de carcajadas que corearon unasrisitas ahogadas, procedentes de aquellaspersonas que, como Ana, no habían comprendidoel sentido de la broma. Estas últimas, por lo

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visto, no querían quedar en evidencia ante el Rey.Enrique reía con más ganas que nadie.

Ahora, volviéndose hacia Ana, aquél le dijo:—Acabo de recordar algo, querida. No tuve

tiempo de decírtelo antes. He ordenado a tuhermana y a su esposo que hicieran su equina je...

La faz de Enrique pareció desdibujarse anteella. Todo, todo dentro del comedor, las paredes,el fuego de la chimenea, los candelabros, loscortinajes, las ropas de alegres tonos de lospresentes, comenzaron a moverse, a girar a sualrededor. Ana extendió ambas manos con elgesto de una ciega y habiendo tropezado con elborde de la mesa se aferró a ésta.

La voz de Enrique parecía llegar a sus oídosdesde muy lejos.

—¡Qué estúpido! Ese hombre vino en mibusca hace seis meses, hablándome de su deseode contraer matrimonio... Pero, bueno,seguramente esta es una vieja historia para ti.

—No —repuso Ana, sintiéndose aliviada alnotar en su voz las inflexiones normales... Estaba

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sorprendida, interesada, pero había conseguidodominarse—. ¿Su esposo, has dicho? Nunca mehizo la menor sugerencia... ¿Quién es él?

—Sir William Stafford. ¿Es que no hasechado de menos hoy aquí dentro su rosada einocente faz?

Ana se había puesto en guardia creyendo aMaría autora de algún nuevo desaguisado. Sumisma conducta... Pero no existía ninguna razónpara pensar en la imposibilidad de su casamientocon William Stafford. En realidad era demasiadojoven para ella y no muy bien acomodado peropertenecía a una distinguida familia. ¿Quémisterio había allí? ¿Por qué les había obligadoEnrique a marcharse? Antes de que acertara apronunciar una palabra, su esposo continuóhablando. Algo había en su voz que denotaba unaprofunda satisfacción.

—Me pronuncié claramente en contra deese enlace. En efecto, lo prohibí. A pesar de locual Stafford se ha casado con ella. Al menos esoes lo que él me notificó esta tarde. ¡Y habrá que

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creer que es verdad! ¿Cuándo fue la última vezque la viste?

—A primera hora de la tarde. Pero...—Ssss... —dijo Enrique levantando una

mano—. Aquí tenemos al arpista que merecomendaron tan calurosamente.

El hombre —ya entrado en años, enposesión de una cabellera gris, igual que su barba,igual que su traje, de confección casera—, tocabacomo un consumado maestro pero ella fueincapaz de prestarle atención. Ahora comprendíapor qué María se había mostrado tan reservada.Mas, ¿por qué motivo había prohibido Enrique elenlace? Que Ana supiera nunca había sugeridoaquél su casamiento con otro caballero. Debíahaber comprendido a tiempo, como ella mismalo comprendiera, que una mujer como María, porsu carácter, por su manera de ser, sin una ataduraque la contuviese, representaba un motivo deescándalo en potencia.

Encontraba normal su irritación al descubrirque había sido desobedecido. Enrique se hubiera

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considerado menospreciado incluso en el casode haberse limitado a señalar el casamientocomo no procedente. Cada vez se hacía másintransigente, lo mismo por lo que atañía a lascosas pequeñas que a las grandes. No parecíadisgustado, sin embargo. Reía de buena gana y node aquella manera especial que Ana conocía tanbien y que exteriorizaba en situacionessemejantes.

Pronto dio con la explicación de su actitud...Por desagradable que fuese tenía que enfrentarsecon ella. Eso es lo que hizo Ana mientrassonaban las notas del arpa, en forma de musicalcascada. Enrique había hecho de María sucabeza de turco, su víctima inocente. Estojustificaba sus modales, su modo de conducirse.Y él se habría sentido más complacido aún dehaber hecho María algo más vergonzoso, algomás censurable que la acción de contraermatrimonio clandestinamente. Entonces, alpronunciar las palabras «tu hermana» habríapuesto más veneno en ellas.

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Ana le había dicho a Emma antes de sucoronación: «Él me odia». Había creído en suspropias palabras entonces pero ciertos actosocasionales de cortesía habían limado las aristasde tan cruel convicción. Enfrentada ahora conaquella prueba sintióse débil, descorazonada. LaBiblia de Emma decía: «Cada uno recoge lo quesiembra». ¿Qué era lo que ella había sembradopara que la cosecha encerrase tanta amargura?Había utilizado el amor de Enrique a modo deescalera, para trepar; habíalo utilizado tambiéncomo una medicina, para curar su herido orgullo,su propia estimación, dañada. Eso era todo. Ellano le había causado nunca ningún daño. Habíacaído en el lecho siguiendo unos derroterososcuros que nunca comprendería; había dado aluz una hija que no quería en lugar del hijoansiado. Y no había vuelto a concebir. A los ojosde un hombre como Enrique tales cosasconstituían otras tantas ofensas. Pero tenía quereconocer que no había incurrido en ellasdeliberadamente. Nada había en las mismas que

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justificara aquel tono de voz al decir: «Heordenado a tu hermana y a su esposo que hicieransu equipaje...»

Pero ella no debía buscar el desquite, niformular la respuesta que se le venía a los labios:que María no había hecho otra cosa que imitar laconducta de la hermana de él. No podíadisgustarse con su esposo. Porque ya no lequedaba otra esperanza que concebir un hijo. Amenos que lo consiguiera, todo lo pasado habríasido en vano y el futuro no le ofrecería nada.

El último sonido de las cuerdas, pulsadaspor aquellas manos admirables, flotó en el aire,desvaneciéndose. Ana se unió a los demás en elmomento de aplaudir. El músico saludó a suauditorio con una inclinación de cabeza, másgrave y majestuoso que un obispo, dirigiéndoseal Rey, pronunciando al mismo tiempo unaspalabras en un lenguaje extraño. Enrique,auténticamente emocionado, tanto por la músicacomo por aquel breve contacto con Gales —seportaba como un sentimental en todo lo

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concerniente a su linaje galés—, pronuncióvarias frases en el mismo idioma, las cuales paralos oídos ingleses sonaron como un insulto. Elmúsico sonrió, repitiendo la reverencia.

—Nos ha dado las gracias por nuestraatención —explicó Enrique, desbordante deorgullo y placer—, deseándonos una feliz velada.Yo le he respondido en unos términossemejantes.

—Me alegro de que hayas podido darle lasgracias por el concierto en su propia lengua. Hatocado maravillosamente. Hemos contraído unadeuda de gratitud contigo a nuestra vez por haberhecho venir a este artista a Londres.

Era Ana quien había hablado así y Enriqueaceptó el cumplido. Luego, al posar sus ojos enella su mirada se oscureció.

—Estábamos hablando de tu hermana —lerecordó—. ¿Dices que k viste esta tarde? ¿Lahiciste llorar, acaso? Ese estúpido joven laencontró sollozando en un rincón de palacio.Entonces la cogió de una mano y yendo en mi

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busca lo confesó todo. ¡Y esto sucedió mientrasme arreglaban la barba!

Ana se cogió las manos bajo la mesa,rogando mentalmente: «¡Santo Dios, damepaciencia!».

—Ese caballero no pudo escoger peormomento.

—Tampoco supo escoger a su esposa. Lelleva varios años. Y presenta otros reparos —confirmó Enrique.

Todo en ella, excepto su sentido común, serebelaba contra esto. Hubiera dado cualquiercosa, de no ser su esperanza de tener un hijo, porhaber podido ponerse en pie y gritar: «¿Y a quiénse debe la existencia de tales reparos? ¿Quiénabusó primeramente de ella para luego olvidarla?¿Es que en el mundo por cada mujer mala no hayotro hombre igualmente malo? ¿Soy yo mejorque ella? Mejor, no; menos afortunada. Cuando élla encontró llorando se atrevió a desafiarte a ti ya tu barbero. Si tú me vieras llorar te alegrarías,te alegrarías, te alegrarías...»

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Pero la verdad, la sinceridad, y tambiénMaría, tenían que ser sacrificadas en nombre dealgo que aún no tenía existencia, ni forma, ninombre.

Por lo cual, Ana, sonriendo amistosamente,dijo:

—Contrariaron tus deseos y los dos sufrenahora las consecuencias. Así que...

Extendió ambas manos, en un expresivogesto... «Sí. Puedo desentenderme de María. Seha casado. Se siente amada, sin duda. Cuando unhombre es capaz de hacer una confesión comoesa ante el Rey y su barbero es que merece elnombre de tal. María estará a salvo de todopeligro a su lado».

Enrique había esperado que le hiciera unaescena, algo que hubiera dado lugar a unintercambio de frases despectivas. Pero eracomo si hubiese estado tanteando, en plenacampiña, a un espantapájaros. Era fría, fría comoun pez. Tratábase de su hermana y ni siquierahabía formulado una protesta.

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¿Qué se podía esperar de una esposa comoaquella? Nada.

¡Lástima de años, pasados en balde! Y elfuturo no le ofrecía el menor aliciente.

A menos que...

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XXX

«Compasión me inspira al pensar en lasdesgracias que en breve se abatirán sobre ella».

Sir Tomás Moore, hablando de Ana Bolenaen 1535

Windsor, julio de 1535

El Duque de Norfolk no era hombre depercepción rápida y por eso necesitó unosminutos para comprender lo que el Rey le estabadiciendo. Entonces su primer pensamiento fueque sus palabras habían sido dictadas por el vinoingerido, idea justificada porque se estabahaciendo tarde y Enrique no se había acostadouna sola noche claro desde el día en que SirTomás Moore fuera ejecutado. Y después, comoel Rey continuara hablando, el Duque se

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preguntó: «¿Por qué me consulta?. Entregó enjuego su instinto de conservación, muy fuerte.¿Qué contestación podía dar? Él no podíaofender a su Rey pero tampoco le era posibleanimarle en lo referente al plan que le estabaexponiendo, el cual desaprobaba por completo.

Sintió los ojos de Enrique clavados en surostro, confiando en que éste no trasluciría susobresalto. Nerviosamente, se esforzó poresbozar un gesto de respetuosa atención.

Cuando el Rey hubo terminado de hablar, elDuque declaró:

—No hay una sola persona en el mundo quedesee con más ardor que yo veros feliz y padrede un príncipe, Majestad.

¡Pero no un príncipe cuya madre fuese JaneSeymour! Jane Seymour, otra mujer vulgar. Otramujer del estilo de Ana Bolena, miembro de unafamilia sorprendentemente ambiciosa. Unafamilia, además, todo lo luterana que podía ser enuna época en que la Iglesia inglesa se balanceabaprecariamente, intentando evitar el luteranismo al

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mismo tiempo que el papado.Enrique pareció sorprender su reserva,

señalando, más bien con torpeza:—Desde luego, no olvido que Ana es

sobrina vuestra.El Duque rechazó con un gesto de desagrado

estas palabras.—Eso no me preocupa. Si me enviaseis,

para cumplir cualquier misión, con Wiltshire y elpetimetre de su hijo aceptaría su compañíahaciendo de tripas corazón, como aquel queacepta un dolor de muelas... Ahora bien, losBolena no significan nada para mí.

—Sin embargo, tenéis algo que objetar.—No. No. A mi juicio... —El Duque hizo

crujir los nudillos de una mano uno tras otro—.Majestad: yo no soy ningún abogado. Soy unhombre corriente. Si supiera qué deciros nohallaría la forma adecuada para expresar mipensamiento. Cranmer es el hombre que vosnecesitáis. O Cromwell...

—Todo a su tiempo. Ahora estoy hablando

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con vos.—Entonces, Majestad... Hay un dicho

campesino que habla de la zorra que consiguióhuir con la gallina y fue capturada más tarde alvolver por el gallo. No quiero hacer la mismatreta dos veces. En estos últimos años ya hemosoído hablar bastante de consanguinidad. Estapalabra huele mal. Recurrir a ese viejo asunto deMaría Bolena como excusa para desembarazarsede Ana es como secarse la nariz con un traposucio. No digo que no lo hagáis. Digo,simplemente: hacedlo, si acaso, de otro modo.

Enrique estudió atentamente la carnosa fazde Norfolk, muy serio en aquellos momentos,con afecto. Norfolk había sido siempre unservidor leal y activo, si bien a lo largo de losúltimos meses habíase tornado más... Bien. Erauna de las pocas personas cuyos puntos de vistareligiosos coincidían exactamente con los suyos.Había demasiada gente que miraba hacia atrás,como los católicos, que lamentabansecretamente la ruptura con Roma, y también

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eran muy numerosos los que miraban haciadelante, los reformistas, ansiosos por que seprodujeran más cambios. Norfolk, al igual queEnrique, se las había arreglado para continuarsiendo católico sin ser papista. Norfolkcomprendía por qué, al final, Moore, a quienEnrique había querido de verdad, por ser elhombre más juicioso, el hombre más encantadordel mundo, había tenido que ser decapitado.Moore había insistido en que se siguiera viendoal Papa como Cabeza de la Iglesia y a Catalinacomo Reina de Inglaterra. Que un hombreordinario sostuviera tales opiniones constituía undelito de traición, más grave en el caso de aquel aquien el Rey llamara amigo e hiciera más tardeCanciller.

Por consiguiente, la opinión de Norfolkimportaba bastante ahora.

—Tal vez tengáis razón. Bueno, hay otrasalida. La del compromiso previo. Hace años Anaestuvo a punto de contraer matrimonio con elactual Conde de Northumberland...

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Su voz se desvaneció poco a poco al advertirlo que estaba diciendo, al comprender claramentesu significado. ¡Santo Dios! ¿Qué les pasaba a laspersonas para que llegaran a cambiar hasta esepunto? Recordó su repentino deseo, sudeterminación, su pensamiento: «¡Él no semerece una mujer como Ana!» Ahora, encambio...

—Esa liebre no correrá mucho —declaróNorfolk bruscamente—. María Talbot intentósacar eso a colación cuando se cansó deNorthumberland y regresó a la casa de suspadres. Me enteré de ello porque Shrewsbury meconsultó el caso. Northumberland manifestó quejamás estuvo prometido a mi sobrina ni a ningunaotra mujer.

—¡Ah! —exclamó Enrique. Éstepermaneció pensativo unos minutos, inquiriendoluego—: ¿Creéis que dirá lo mismo si llega asaber que es mi deseo que admita el referidocompromiso?

—Ya conocéis a los Percy. Y si aseguráis

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que de no acceder a complaceros le decapitaréislo más probable es que aquél se eche a reír. Vivetan amargado que subir al patíbulo le parecerá unfin piadoso. —Norfolk chasqueó sus nudillosnuevamente—. Debo advertiros también que lafórmula del «previo contrato» huele tan malcomo el vocablo «consanguinidad».

—Eso me deja donde estaba, ligado a unamujer a quien ya no amo.

—Eso no es tan poco corriente comocreéis. Yo aseguraría que de cada diez hombresnueve odian a sus mujeres... al cabo de un año dematrimonio. Pero usan de ellas. Las utilizan paralo que Dios las puso en la tierra.

Con una simplicidad casi conmovedoraEnrique contestó:

—Ya he probado.Con idéntica simplicidad, Norfolk repuso:—Probad de nuevo, señor. Os lo diré con

toda franqueza. Lo que este país necesita es unpríncipe y no otra interminable discusión acercadel tema matrimonial.

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—Así pues, me aconsejáis que no haga nadaque no sea cumplir con mi deber en el lecho,¿verdad? —inquirió Enrique, riendo.

—Durante cierto tiempo, sí. En cuanto a laseñorita Seymour... —Norfolk guardó silencio.Luego, pensando en que jamás se le depararía laoportunidad de hablar con entera franqueza,prosiguió diciendo—: Mi sobrina sentó unprecedente cruzándose de piernas hasta que vio laCorona en su regazo. Claro, con esto no quierodaros a entender que todas las jóvenes vayan aponer un precio tan elevado a sus favores...

Enrique obsequió a su amigo con una de susmás feroces miradas. Jane era la más dulce, lamás amable, la más inocente doncella del mundo,carente por completo de ambiciones. Era distintaen todo de Ana, que en todo también había dadola impresión siempre de retar o prometer algo,arrastrada por un constante afán de provocar. Eradistinta, asimismo, de Catalina, en posesión de unfuerte carácter, el cual, combinado con su mayoredad y su rango, había intimidado en toda ocasión

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ligeramente a Enrique. Jane era una niña, unagatita, un juguete. Enrique pensaba en ellaconmovido, sin darse cuenta de que en susreflexiones seguía la línea corriente en loshombres que se hallaban en el punto medio de lavida. Norfolk, decidió Enrique, no era sensible aciertas cosas ya. No obstante, siendo un hombrede gran juicio, su consejo, ya que no acertado,resultaba siempre sincero.

Norfolk aceptó la severa mirada del Reycomo el precio de su franqueza, en todomomento y en cualquier circunstancia un lujo enpresencia de aquél. En conjunto, se hallabasatisfecho de sí mismo. Al Rey le ocurría unacosa: no poseía toda la experiencia que hubierasido de desear en él en cuestión de mujeres. Erademasiado blando, demasiado sentimental. Paraprobarlo ahí estaba Catalina, que le había estadodesafiando durante años. Y su hija María era aúnpeor. «Dios mío», pensó Norfolk. «Si esa jovenfuese mi hija habría golpeado su cabeza contra laprimera pared a mano, hasta dejarle aquélla como

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una manzana asada».El silencio duró hasta que fue roto por

Enrique, hablando de otro asunto. Así fue comocalladamente, sin que nadie fijara una atenciónespecial en él, sin llamar la atención, se deslizó,pasó para siempre, uno de esos momentostrascendentales que luego acaban alterándolotodo.

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XXXI

«... La desvergonzada conducta de JaneSeymour, dejándose cortejar por Enrique VIII,fue el comienzo de las graves calamidades queafligieron a su señora, Ana Bolena. La Bibliaseñala como especialmente odiosa la acción deusurpar una criada el puesto de su ama».

Agnes Strickland («Lives of the Queens ofEngland»)

Greenwich. Julio de 1535

Ana estaba tendida en el lecho, con lasfaldas a un lado. Le habían quitado una media y elzapato correspondiente al pie que ahora EmmaArnett tanteaba cuidadosamente para descubrir elposible daño sufrido. Su prima, Lady Lee, seencontraba a la cabecera de la cama, con un

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frasco de sales en las manos. Otras damas seagitaban por las cercanías sugiriendo remedios,proponiendo una llamada urgente al Dr. Butts,indicando la conveniencia —esto con débilessonrisas, con intencionadas miradas—, de ir enbusca inmediatamente de Su Majestad.

El día era caluroso pero Ana temblaba y suligustre palidez tenía el matiz grisáceo que Emmatan bien conocía. Consecuencia del dolor... Untobillo torcido. Emma, confusa, había examinadodetenidamente el pie, sin sorprender la menorhinchazón. Y Ana no se había estremecido alnotar la fuerte presión de sus dedos en aquél.

—Margaret: tú quédate. Diles a las demásque se vayan.

Esto dijo Ana, quien, cuando se hubieronmarchado las damas movió el pie normalmente.

—Déjalo, Emma. No me torcí el tobillo.Tenía que pensar en algo rápidamente y eso fuelo primero que se me ocurrió.

—Nunca vi una serenidad, una presencia deánimo, mayor —comentó Margaret Lee mirando

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a su prima con admiración.Luego su expresión cambió. Ahora, al

recordar lo que había provocado aquel alarde depresencia de ánimo, Ana le inspiró lástima.

Ésta se incorporó apoyándose con los codosen la almohada.

—¿Quién más lo vio, Margaret?—Nadie. Estoy segura de ello. Has sido tan

inteligente, obraste con tal rapidez...Pero importaba poco, en realidad, que

aquello lo hubieran visto otras personas o no.Todo el mundo sabía que el Rey asediaba a JaneSeymour. Y ésta era tan indiscreta, tan estúpida otan incapaz a la hora de contenerle que la visiónde la joven en el momento de ser besada por elRey o de sentarse en las rodillas de éste no podíasorprender a nadie, excepción hecha de Ana.

Ana, hasta esta mañana, había vividoignorante de lo que acaecía, siendo el centro deuna conspiración del silencio derivada de variascausas. Unos obraban impulsados por la malicia,ya que hay gente que disfruta viendo como se

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burlan de una persona los demás; a otros lesguiaba el afecto, pensando éstos que callandopodían ahorrar a Ana el dolor de descubrir unafalta que quizás fuese momentánea, el desliz deun instante. Había quien, simplemente, temíairritar al Rey. Enrique habíase mostradodescuidado con algunas personas pero discretoante Ana.

Aquella mañana, sin embargo, se había vistodescubierto. Ana, acompañada de una docena depersonas, algunas de las cuales llevabaninstrumentos musicales, habíase encaminado a unsitio muy agradable, sombreado, rodeado devegetación, que contaba con varios bancos depiedra. Ana y Margaret, que avanzaban delante delgrupo, habían visto tras unos arbustos a Enriquesentado en uno de los bancos... con JaneSeymour encima de sus rodillas. Ana se detuvode pronto, dando un grito y cayendo de espaldas,de manera que entre los que marchaban detrásreinó una gran confusión durante unos segundos.Agarrándose al brazo de Margaret, Ana murmuró:

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«Me he torcido el tobillo». Mark Smeaton habíaconfiado su laúd a alguien y echando a correr seacercó a su señora, a la que cogió en brazos,acomodándola en el banco de piedra máspróximo, en el que ya no había nadie. Parecíacomo si hubiese sido tocado con la varita mágicade un prestidigitador...

Por un segundo pensó ella en las veces queHenry Percy había señalado aquel lugar comopunto de cita para los dos. De vez en cuandotambién se habían visto obligados a retirarse deallí a toda prisa. Luego Ana olvidó el pasado enatención al presente y al futuro. Alegrábase dehaber simulado aquel accidente. Este justificabasus temblores, sus incoherentes palabras, todoslos detalles reveladores, en fin, del sobresaltoque acababa de sufrir.

—Jane Rochford se hallaba inmediatamentedetrás de mí. Si realmente vio algo a estas horaslo sabrá medio Londres.

Margaret se preguntó, abatida: «¿No serámás lógico afirmar sencillamente que a estas

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horas medio Londres está ya al corriente delepisodio?».

Todos los amigos de Ana habían dicho:«Esto no es nada. Ha cumplido los cuarenta ycuatro años y a esta edad todos los hombressuelen enamorarse de la primera linda faz que seles pone delante. Ya se le pasará. ¿Por québuscarle a ella una nueva preocupación?».

Margaret se dijo: «¿Por qué he de ser yoquién la ponga al corriente de todo? ¿Cómoencajará el golpe? ¿Será presa de un violentoataque de ira? ¿Se echará a reír?». La jovenadvirtió con sorpresa que pese a gozar de laconfianza de Ana, pese a tenerle afecto, laconocía bien poco.

—¿Lo sabe todo el mundo, Margaret? —inquirió Ana—. ¿Fui yo en realidad la únicapersona sorprendida?

La mirada de Margaret se posó en Emma.—No te preocupes por Emma —manifestó

Ana—. Supongo que estará al corriente de todo.La faz de duros rasgos de Emma tomó un

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feo tono rojo ladrillo que al cabo de unosmomentos se tornó más intenso. Primeramentese ruborizó por haber experimentado unainexplicable sensación de culpabilidad y despuéspor el enfado que le había producido pasar por laanterior experiencia. Ella era quién con más celohabía procurado que la aventura del Rey fueseignorada por su señora, quién había rezado conmás fervor para que aquella fantasía sedesvaneciera en la mente del soberano, sin causarhuella alguna, sin producir ningún daño. No habíadudado un solo momento de que en cuanto Anase enterara se enojaría profundamente y la verdadera que ella no se encontraba en una posiciónidónea para poder dar rienda suelta a su malhumor y reñir con el Rey. Si tal acontecía,muchas eran las cosas que podían sucederinmediatamente.

A Emma le había faltado muy poco parareñir con el panadero y su grupo, quienes habíanencajado el nuevo rumor sin el menor desaliento,manifestando que Jane Seymour y sus familiares

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estaban de parte de los luteranos y que aquélla, sidecididamente optaba por favorecerlos, vendría aser otro firme puntal para la Causa.

—Todo lo que ella avance viene a ser lo quela Reina retroceda —había declarado Emma—.Además, dudo de que su ayuda sea tan eficazcomo se propugna. Esa mujer no tiene juicio.¡Hay que ser muy sutil para llegar a tener algunainfluencia!

Emma estaba al cabo de la calle.Verdaderamente, la Arnett había desplegadomucha sutileza y cuanto hiciera Ana en pro de lacausa protestante era consecuencia directa de sushábiles manipulaciones. Emma había sido quiénpersuadiera a Ana para que leyese el NuevoTestamento en inglés. Por tal motivo, cuandovarios comerciantes se colocaran en difícilposición por haber introducido en el país, desdeAmberes, ejemplares de aquel libro, viéndoseamenazados con la expulsión y la confiscación desus bienes, Ana había mediado, protegiéndolos.Ella misma había podido afirmar que pese a haber

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leído el Nuevo Testamento no se considerabahereje.

Emma había recordado a su círculo deamigos todo esto, refiriéndose igualmente a laintervención de Ana en favor de Hugh Latimer,hallándose éste en peligro de verse perseguidopor hereje. Y no se había limitado a salvarle sinoque además le había nombrado su capellán,concediéndole un obispado.

Por tales razones, Emma andaba empeñadaen que Ana siguiera siendo la persona de másinfluencia en la vida del Rey. Había rezado porque sucediera esto antes de que su señora seenterase de lo que a su alrededor veníaocurriendo. Pero, una vez más, sus oraciones nohabían tenido una respuesta directa. Ahora seacusaba de haber sido desleal al no hablar atiempo, enojándose también por sentirseculpable, ya que de haber dado cuenta de lo quesabía el peligro hubiera podido incrementarse.

Se hallaba, pues, justificada al responder:—Exactamente, no sé de qué me estáis

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hablando, Majestad.—Te hablo de Jane Seymour. Tú estás

enterada de todo. ¡Y tú también, Margaret! Bienpodíais haberme ahorrado la humillación que hesufrido esta mañana.

Los ojos de Margaret se llenaron delágrimas.

—Yo me he preguntado en algunasocasiones si... Pero, si no se trata de nada serio.¡Un capricho pasajero! Todas esperábamos queeso pasara antes de que tú te dieses cuenta.

Ana puso los pies en el suelo, introduciendoel que se hallaba descalzo en el zapato. Luego secruzó de brazos, empezando a ir de un lado a otrode la estancia. Emma le había visto hacer estomás de una vez.

—Desde luego, ni que decir tiene, ¡Catalinaestará al corriente de esto! Sus amigos habrán idoa decírselo en seguida.

Había pronunciado estas palabras con serenaamargura. Después, levantando la voz, agregó:

—Claro que no hay comparación posible

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entre los dos casos. Enrique es mi esposo ynunca lo fue de Catalina. Nosotros estábamosprometidos e intercambiamos nuestros anillosantes de venir yo a la Corte. Ni aún entonces yohice nada para avergonzarla ante la gente, pese aser mi enemiga.

—No existe semejanza alguna. Majestad —convino Emma—. Vos estabais destinada a serReina. Esto no es más que un retozo... SuMajestad tiene cuarenta y cuatro años y loshombres, cuando llegan a esa edad, suelen hacermuchas tonterías por culpa de una cara bonita.

—Esa mujer no es tan joven como se figura.Nos conocimos en Francia. Y yo no la juzgaríanecia. A mí me parece astuta más bien. Es igual.Tenga una edad u otra, posea este carácter oaquél, es posible que aspire a ocupar mi puesto.De ser así, ¡me gustaría saberlo!

—¡Oh, Ana! —exclamó Margaret Lee—. Nohables así... Esto es ridículo. ¿Cómo iba apoder...? Tú eres la Reina. Estás casada connuestro soberano, habiendo sido coronada en su

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día. Creo que estás tomando esto demasiado enserio.

—Conozco al Rey. Si se propone dejarme aun lado hallará un pretexto para salirse con lasuya —Ana describió en su incesante paseo ungiro muy rápido—. He fracasado. Pese a misruegos, pese a mis ardientes deseos, pese a misoraciones, he tenido una hija. He fracasado,como fracasó Catalina. Pero yo no me limitaré apasarme los meses diciendo que han de llamarmeReina. Si él cree que con Jane Seymour puedetener un hijo —y de esa unión hay que reconocerque nacería un espléndido príncipe—, ¡quepruebe! Hoy mismo se lo diré así.

Margaret Lee dijo, adoptando una graveexpresión:

—Ana, tú eres la Reina y yo no soy lapersona más indicada para aconsejar a unaReina... Ahora bien, tú al mismo tiempo que misoberana eres mi prima, una prima a la que quieromucho. A ella quiero decirle que tal actitudequivaldría a arrojar al Rey en los brazos de Jane.

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Tienes que conducirte como si no hubiesesucedido nada. Y mostrarte cariñosa con él. Esono es inconveniente para que te unas a nosotras ala hora de rezar por que tu esposo se cansepronto de esa mujer.

—Sí, y mientras los demás se dedicarán areírse, a compadecerse de mí. Mis enemigos, atodo esto, se regocijarán y Enrique pensará queyo estoy demasiado ciega o que soyexcesivamente necia para descubrir su juego.Supongo que esto es lo que debe haber estadopensando. ¡Qué desengaño se va a llevar!

El temblor de la sorpresa era ahora untemblor de furia. Hasta en la voz se le notaba...En su faz se había dibujado una expresión dedureza, de astucia concentrada. Sus grandes ojos,negros como el azabache, brillaban.

—Majestad: os voy a administrar unapequeña dosis de la medicina que vos sabéis.Habéis sufrido una fuerte impresión que haalterado vuestros nervios. No hagáis nada. No osprecipitéis. Ahora os estáis atormentando en

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vano.—Emma tiene razón —opinó Margaret—.

Tómate eso y descansa un poco, Ana. Yo mesentaré a tu lado y te abanicaré para que se tepase el acaloramiento. Cuando estés más serenaverás que el incidente no tiene la importancia quetú le das. Antes o después, en todos losmatrimonios se dan estos casos. —A Margaret ledolió la mirada con que Ana correspondió a susúltimas palabras, agregando, impulsivamente—:¡Maldita mujer! ¡De buena gana la mataría!

De repente, con gran asombro por parte deMargaret y Emma, Ana se echó a reír.

—¡Oh, no, querida! A ti no te pertenecearrogarte tal papel. ¡Soy yo quien debierahacerlo! ¿No se me supone una personasumamente experta en la cuestión de administrarvenenos? Sé tanto de estas cosas que Catalinaestuvo durante años impidiendo mi casamientocon el Rey y ahora su hija se niega areconocerme como Reina y me contestagroseramente cuando intento favorecerla y

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califica a mi hija de bastarda... He sabidoentendérmelas a las mil maravillas con ellas, porlo cual me encuentro perfectamente aleccionadapara enfrentarme con la señorita Seymour.

—Tomad, señora —dijo Emma, alargandouna copa a Ana.

Ana cogió aquélla, diciendo a su vez:—¡He aquí el único veneno que conozco!—¿Esto, Majestad? Se trata de un líquido

completamente inofensivo. ¿Cómo podría yoserviros...?

—Naturalmente que no, Emma. Fue unabroma, tan solo... Sí. Igual que mi reputacióncomo envenenadora.

¿Y qué decir de su reputación de bruja?Acababa de cruzar esta palabra por su mente...Entonces recordó la noche de Blickling, cuandosintió una interior oleada de poderío. Y evocóasimismo lo sucedido al día siguiente, cuandoanimada por un perverso deseo cogiera la hoja delaurel, enterrándola al tiempo que formulaba unmaleficio... Tonterías. Ciertamente que Wolsey

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había terminado mal. Pero también había vividosiete años después de que la hoja de laurel sepudriera. Demasiada lentitud. ¡Demasiadalentitud tratándose de Jane Seymour! Poco apoco y no sin sorpresa echó de menos el odioque debía haber informado sus reflexiones.Estaba enfadada con Jane, y aún más con Enrique,pero ya no era capaz de sentir el odioconcentrado que podía anular a su eventualvíctima. Aquél, como cualquier forma del amor,era cosa de la juventud, que desaparecía con elpaso de los años.

—Siéntate ahora —dijo Margaret—.Facilita la tarea de Emma, quien sólo quiere quevuelvas a la normalidad.

La herida era en realidad menos dolorosa. Yde una manera inconsciente, su mente escogíaentre los conceptos vertidos por Margaret yEmma aquellos que le proporcionaban másconsuelo: un apasionamiento temporal, uncapricho natural a los cuarenta y cuatro años, elcual no tardaría en pasar, etc.

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La tensión en que había vivido los últimosminutos desapareció y Ana acabó tendiéndose enel lecho. Margaret sacó un abanico. Sus pausadosmovimientos, la regular caricia del aire, el ligeroaleteo de sus varillas, ejercieron sobre ella unefecto casi hipnótico. Poco después decíaadormilada:

—Un hijo, eso es lo que él desea ahora. Noacierto a comprender por qué. Las mujeres nopueden tomar parte en los torneos, pero hay porahí una infinidad de caballeros cuyos servicioscabe requerir con ese fin. ¿Tiene algo de maloser mujer?

Margaret pensó: «Si no contesto ellaseguirá hablando, hasta quedarse dormida».

—Isabel podría llegar a ser Reina. La madrede Catalina lo fue, y de las buenas, según seafirma. Y en Norfolk todavía recuerdan a ciertasoberana... la última persona que todos sehubieran atrevido a destacar. Su nombre era Bo...—Su voz pareció esfumarse. Luego, con unesfuerzo, añadió: —Lady Bo, no. No he querido

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referirme a ella. Jamás se destacó en... contranada.

Moviendo todavía el abanico, porque lacesación del movimiento hubiera podido distraera Ana, Margaret Lee contempló el rostro de suprima, en el que las señales de la tensión y elesfuerzo desaparecían lentamente. Pensó la jovenque Ana, con sus últimas palabras, se habíacontestado a sí misma. Lady Bo no se destacaríaen nada o contra nada porque ella haría siemprecuanto su esposo le dijera. Y eso era por lo quelas mujeres no podían ser reinas por derechopropio. Para asegurar la sucesión la mujer debíacasarse. Naturalmente, luego, el marido ejercíasu influencia...

Ana tenía que tener un hijo. Este era elremedio, lo que solucionaría aquella situación.Debía descansar, recobrar sus fuerzas, procurarestar lo más bella posible, ser amable conEnrique. Por el hecho de haber sido sorprendido—pensó Margaret Lee, en la que se combinabauna dulce y fundamental inocencia con una

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mundana sabiduría—, aquél se mostraría másafectuoso que de costumbre.

«De una manera u otra, entre las tresconseguiremos eliminar a esa intrusa de JaneSeymour», se dijo Margaret.

Enrique había cenado con excelente apetito,rechazando la tentación de comer más de lacuenta. Ahora que estaba enamorado de nuevointentaba, sin mucho empeño, perder grasas,pensando en que éstas le aviejaban.Habitualmente encontraba sólidas excusas paracomer hoy en abundancia y muy poco al díasiguiente. La excusa de esta noche era susatisfacción por haber escapado a tiempo aquellamañana... A lo largo del día habíase dicho variasveces que Ana tenía que haberlo visto,forzosamente. Y aunque esto no le preocupabamucho y disponía de una respuesta a mano —nouna frase de excusa sino una sencilla respuesta—, se proponía decirle que debería aprender asoportar algo semejante a lo que Catalina había

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soportado por obra suya... Bueno, era preferibleque todo hubiese sucedido de aquel modo. A él ledisgustaban las escenas. Y por otro lado, laclandestinidad prestaba un gran encanto a sujuego. Sentía como si se hubiera quitado muchosaños de encima, como si hubiera vuelto a laprimera juventud. Grande había sido su contentoal comprobar que Ana se presentaba a la hora decenar espléndidamente ataviada, entre sedas yterciopelos, con una disposición de ánimo nosolamente amistosa sino también alegre. Bendijointeriormente aquella leve desigualdad delsendero por culpa de la cual se había torcido untobillo, si bien se interesó por el estado delmismo.

La música que oyó durante la cena y despuésde ésta también le agradó. Mark Smeaton eraciertamente un artista bien dotado. Losmuchachos que integraban el coro, seleccionadospor él, habían interpretado varias cancionesescritas por el propio Enrique, algunas de lascuales databan de su juventud, de cuando se

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hallaba enamorado de Catalina. Otras pertenecíanal período de sus románticas relaciones con Ana.Al oír unas y otras en aquellos momentos,cuando se habían desvanecido ya lossentimientos que las inspiraran, no sintió ningúnpesar. Era evidente la mutabilidad de todas lascosas humanas. Juzgó, mientras escuchaba lascanciones, que éstas eran excelentes. Pensó queera una lástima que le quedara tan poco tiempolibre que le fuese imposible entregarse con laintensidad apetecida a aquel agradableentretenimiento. Debería escribir una canción enhonor a Jane, algo extremadamente delicado, unacomposición en la que se mencionara laprimavera, porque a esta época del añocorrespondía la juventud y ella era joven... Habríade mencionar, quizás, los pétalos de ciertasflores rosadas y blancas, porque rosada y blancaera su tez. En fin, Enrique se hallaba enamoradode nuevo y sus amores de años atrás tenían lamisma importancia que en un jardín frente a lasnuevas floraciones poseen las rosas del año

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anterior.Le agradó la buena disposición de Ana, su

alegría. Porque luego habría de llevarla al lecho ypasar por los monótonos trabajos inherentes a laporfiada búsqueda de un heredero para Inglaterra.Tras su charla con Norfolk se había fijado a símismo un límite: los últimos meses de aquel añode 1535. El hombre sólo dispone de una vida. SiAna no estaba embarazada por Navidad élpensaría que Dios le hacía saber así que sucasamiento con ella había constituido también unerror...

Enrique pensó: ¡Qué maravilloso si Anaquedaba embarazada hacia finales de agosto! Eneste mes comenzaba una temporada especial, lade la «grasa», que derivaba su nombre de la quehabían almacenado en sus esbeltos cuerpos losvenados a cuya caza se consagraba Enriqueentonces, animales que habían pasado todo elverano alimentándose y retozando por los másdiversos parajes. La temporada en cuestiónduraba hasta octubre, mes en que el Rey iniciaba

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sus visitas a las zonas campesinas. Ana,embarazada, aceptaría sin el menor reparo supropuesta de que se quedase en Londres mientrasél corría de un lado para otro. Wolf Hall, enWiltshire, el hogar de los Seymour, podría seruna casa principio o fin de cualquier etapa.Encontraría a Jane allí... Enrique continuabasiendo adicto a aquella droga extraña que le habíapermitido vivir por espacio de varios años con lailusión de poseer a Ana. Privado de ella tres añosatrás sentíala ahora hormiguear de nuevo en susvenas.

Miró de reojo a Ana. No la encontraba bellaya. Esto, al igual que el cúmulo de gozos quehabía parecido prometerle, pertenecía al pasado.Todo había sido una ilusión, parte del hechizoque le llevara a dilapidar una larga serie de años.Pero en fin de cuentas estaba atractiva, era unamujer y él se sentía fuerte y capaz. Si Diosquería, pasados unos meses, hacerle el regalo deaquel hijo ansiado...

Por último se quedaron solos...

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Ella había escuchado los consejos deMargaret y Emma. Eran de distinto estilo, comocorrespondía a dos mujeres completamentediferentes también. Las últimas palabras de la fielservidora habían sido:

—Antes que nada, Majestad, necesitáis unhijo. Nadie hasta ahora ha descubierto otroprocedimiento para tenerlo.

—Si yo viera que Anthony mira a sualrededor, buscando rostros femeninos, yointentaría reconquistarle. Oscurecería mispárpados, enrojecería mis labios y...

Esto era lo que su prima le había dicho.—...para terminar pintada como una

prostituta despreciada por todo el mundo,Margaret. Esto no conduce a nada, querida.Cuando un hombre quiere a una mujer la quieredescalza y mal vestida. De una forma u otra siguesiendo bella a sus ojos. Cuando todo haterminado la cosa no tiene remedio. Haga lo quehaga, ante Enrique no tendré jamás el atractivo de

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Jane Seymour.Margaret respondió juiciosamente:—Él es inconstante. Todos los hombres lo

son y él más que ninguno. Es vanidoso, además.Siempre pensé que la razón de que jamás obligaraterminantemente a Catalina a renunciar a susdemandas —cosa que pudo hacer, sitiándolamaterialmente, condenándola a pasarnecesidades, de haberlo querido—, había quebuscarla en lo más profundo de su corazón.Ocultamente, en efecto, sentíase halagado al noacceder a separarse de él así como así.

—Algo hay de verdad en lo que dices —comentó Ana, instalándose ante el espejo de sutocador.

Comprendía Ana que aquellos consejos eranperfectos además de bien intencionados,hallándose basados en siglos y siglos deexperiencia femenina. Y allí estaba él... A la vistade Enrique, ante ella, corpulento, confiado,entregado a su papel de esposo, a punto dedisfrutar de sus derechos como tal, sintió correr

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algo por dentro del cuerpo, algo inesperado, noplaneado, un soplo de locura...

—No te acerques a mí —le dijo—. Yo noestoy a sueldo de nadie. Si te sientes excitadovete a buscar a esa perra que tenías sentadaencima de las piernas esta mañana y dale aInglaterra otro bastardo.

Más bien desalentado, respondió él:—Así pues, lo viste todo.—Lo vi. Y todo el mundo está enterado de

ello. Al parecer encuentras a las damas de honorirresistibles. ¿O se trata de otra llamada de tuconciencia? No tengo la menor intención desoportar cosas como la de esta mañana.¡Abandonaré la Corte! Yo no tengo la pacienciade Catalina. Yo no seguiré su ejemplo ni esperaréa que me ordenen que salga de aquí. No te serádifícil hallar una excusa para desembarazarte demí como te desembarazaste de Catalina, con elfin de casarte con esa damita de la cara de«pudding».

Nada hubiera podido acomodarle mejor que

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aquello. Pero el Duque de Norfolk había cerradoen silencio las dos puertas que ofrecían unaposibilidad de éxito al intentar la huida. Tampocoera prudente dejar salir de allí a Ana,malhumorada, irritada, dispuesta a manchar elnombre de Jane siempre que se le diera unaocasión para ello. Esto le haría aparecer a losojos de los demás como un hombre ligero,frívolo. Bien sabía Dios que nada tenía de esto...En efecto, ¿no estaba allí con la expresaintención de cumplir con su deber, de intentartener un hijo? Aparte de que la marcha de Ana lecolocaría en la misma posición en que habíavivido tan incómodamente durante años: entreuna esposa que nunca podría utilizar como tal yuna amante con la que le sería imposible casarse.La gente mal intencionada diría que de su vidahablaban bien elocuentemente aquellas esposasrepudiadas.

Serenamente, sin alterarse, Enriquecontestó:

—Estás haciendo un castillo de nada. Los

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hombres experimentamos impulsos acerca de loscuales las mujeres no sabéis absolutamente nada.Ella es como un gatito y así la he tratado yo. Noha pasado nada grave entre nosotros. Vamos aacostarnos, Ana.

—Si tú me sorprendieras abrazando a uno detus amigos, ¿seguirías diciendo que no se trata denada grave? ¿Te apetecería acostarte conmigovarias horas más tarde?

Súbitamente, él se sintió poseído por laemoción de otros tiempos. Ana volvía a decirleque «no»... Tornaba a notar dentro de él aquellaañeja comezón que creía desvanecidadefinitivamente.

—No discutamos —dijo—. Ella es un gatitoque yo me he limitado a acariciar. Pero tú eresmi esposa. Quiero llevarte a la cama, Ana, parataparte la boca a fuerza de besos.

Ana, tranquila, guardaba silencio. Le mirabade aquella forma que Enrique juzgara tanfascinante años atrás. Sus ojos parecíancontemplar algo invisible para los demás. Ana

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pensaba que a despecho de su mal humor, a pesarde conducirse de un modo absolutamentecontrario a todos los consejos recibidos, leestaba siendo ofrecida una nueva oportunidad.Con un hijo en sus brazos ella podría reírse deJane Seymour y hasta de cien mujeres de suestilo. Y, como Emma señalara sabiamente, hastaahora no se había descubierto otroprocedimiento...

Nunca supo exactamente en qué díaconcibiera a Isabel. Lo de esta noche seríadistinto. Daría a luz en abril. Por entoncesnacería el niño que Inglaterra había estadoesperando tanto tiempo. Pensaba en esto cuandoEnrique, todavía sin aliento, casi, dijo en unacceso de súbita buena voluntad:

—Para que veas lo que me interesa esachica: puedes enviarla a su casa cuando te plazca.

Tuvo que hacer un esfuerzo para volver lavista atrás, para pensar: «A mí también meenviaron a casa y él me siguió. No. Es mejor que

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esa mujer siga aquí, mejor que pueda verla yo atodas horas».

—No. Nada de eso —respondió Ana—.Porque es posible que llegue un momento en quenecesite de los servicios de todas mis damas.

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XXXII

«En el otoño de este año, 1535, la Reinavolvió a acariciar la esperanza de tener un hijo, unheredero del trono, noticia que fue acogida congran júbilo por parte del Rey.»

Agnes Strickland. («Lives of the Queens ofEngland»)

Greenwich. Septiembre de 1535

—No es un aborto —dijo Emma Arnett.—¡Dale otro nombre entonces!—Sencillamente: se os ha pasado por alto

un mes. En las mujeres es frecuente eso. Inclusoen aquéllas que no han tenido jamás contacto conun hombre.

Tornaba a sentir unos deseos enormes degritar, gritar... Consiguió dominarse volviéndose

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rápidamente hacia Emma.—Yo estaba segura de mí. Te digo que me

encontraba embarazada. Y este hijo debierahaberme nacido en abril. Un aborto ahora... Escomo una maldición: ¡niñas y abortos! ¡Con locontenta que yo estaba! Él se alegró muchísimocuando se lo dije. He sido una estúpida al hablartan pronto. Ya sé lo que dirá... ¡Otro matrimoniomaldito! El primero lo fue porque el Papa leautorizó para casarse con Catalina; el segundopor todo lo contrario, haberle prohibido que seuniera a mí. Sería cosa de reírse si no fuese todotan...

Una parte de su mente que no acertó acontrolar le señaló que aquello tenía mucho decómico. Y entonces Ana se sentó en el borde dellecho, comenzando a reírse a carcajadas, presa deun ataque de histerismo.

Emma, impulsada por una razón que nocomprendía del todo, dejó caer las palmas de susmanos sobre los hombros de su señora,diciéndole apremiante:

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—Basta. ¡Basta, Majestad! ¿Es que queréisque os oigan ahí afuera? ¿Queréis que vengacorriendo lady Rochford, a ver qué ocurre?

A Ana esto parecía tenerle sin cuidadoporque continuaba riendo estruendosamente.Emma la zarandeó con bastante brusquedad yluego fue corriendo una de sus manos, hastataparle la boca. Al mismo tiempo que procedíaasí dijo, dominando el murmullo de las ahoraahogadas risas de su ama:

—Lo siento, Majestad, pero me habéisforzado a proceder así. Escuchadme, os lo ruego,escuchadme. Que esto quede entre nosotras dos,por lo menos hasta que tengamos tiempo dehablar con detenimiento del asunto.

Ana tragó saliva, quedándose quieta. Emmaapartó la mano de su boca cautelosamente. Elataque de histerismo había pasado. Ana dijo,tranquilizada:

—¿Qué piensas hacer? ¿Volver a ponerlotodo en su sitio? ¿Me propones que silencie elhecho?

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—Esto podría salvar la situación. —Losojos de Emma Arnett eran tan fríos como losredondos guijarros que las olas del mar acaricianincesantemente en las playas. —Yo no estabanada dispuesta a reconocer que esto era unaborto, sabiendo que con sólo oír tal palabra ostrastornaríais. Pero supongamos que lo fuese...

—Ya te he dicho que estoy segura de que loes.

—Esto prueba una cosa, entonces...La atención de Emma pareció concentrarse

en otras cosas. Pensativa, aquélla dejó vagar sumirada por la lujosa estancia en que seencontraba.

—¿Qué es lo que prueba?Emma respondió, absurdamente, al parecer:—Hace mucho tiempo que salí del campo.

Pero aún recuerdo con qué frecuencia muy cercade la tierra descubrí sabias creencias. En unagranja, cuando se malogra una ternera, ¿a quiéncreéis que la gente culpa? Es posible que la faltasea de la vaca, pero también puede ocurrir que el

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culpable de todo sea el toro. Nadie podría haceruna afirmación rotunda en este aspecto. Hay quebuscar otras parejas. Finalmente, se logralocalizar al animal defectuoso, el cual va a pararal matadero, pasando de aquí a las carnicerías. —Emma Arnett calló un segundo para escrutaratentamente el rostro de Ana—. Yo estimo quelo sucedido demuestra que Su Majestad no reúnelas condiciones imputables a... digámoslo así, unbuen reproductor.

—El Rey es el padre del duque deRichmond.

—¿Sí? Bueno, eso es lo que afirmó sumadre. Quizás le hubiera costado trabajodemostrarlo.

—¡Emma!—Es una cuestión en la que vale la pena

pensar.Mientras hablaba, Emma experimentó una

curiosa sensación. Seguramente había venido almundo con el exclusivo fin de vivir aquelmomento. Estaba haciendo algo, iba a hacer algo,

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que ninguna otra persona en el mundo era capazde llevar a cabo.

Pensó en los temores que asaltabanfrecuentemente a los protestantes. Algo podíaocurrirle al Rey antes de que las reformas entrámite fuesen un hecho. Entonces todos lospapistas y aquellos que militaban en camponeutral apoyarían la causa de la Princesa María,con edad suficiente ya para hacerse cargo de laCorona. A la niña Isabel no se le ofrecía ningunaoportunidad de triunfo frente a su hermanastra.Un niño hubiera cambiado radicalmente lasituación. Desde el momento en que nacieranadie se atrevería a discutir sus derechos.

Emma había leído el Nuevo Testamento,pasando de éste al Antiguo, el cual estabasaturado de ejemplos que demostraban quecuando la intención era buena los actosimportaban poco. Allí estaba Jacob, quien pese ahaber engañado a su anciano padre, ciego, a suhermano y a su suegro, había sido un elegido,muy amado de Dios, y el fundador de todas las

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tribus de Israel. Había que tener en cuentatambién la actitud de Cristo respecto al adulterio.Siempre había sido muy benévolo con lasmujeres de vida libertina. El caso de laSamaritana lo pregonaba. Y en otra ocasión habíasalido en defensa de una que había estado a puntode morir lapidada...

No sin cierta desazón interior comprendióEmma Arnett —una mujer decente—, que si Ana,para dar a luz un príncipe que salvara al país decaer en manos de María, incurría en un delito deadulterio, ella se convertiría espontáneamente enuna cómplice, en instigadora también.

—Hay que pensarlo mucho antes de decirnada —declaró—. Esta nueva desanimaría avuestros amigos y constituiría un verdaderoregalo para vuestros adversarios. Y para SuMajestad supondría un gran disgusto.

Sus labios se movían lógicamente,moldeando aquellas sencillas observaciones,evidentes a primera vista. Pero los ojos de EmmaArnett se asomaban a los de su señora,

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efectuando, en sentido paralelo a la anterior, otracomunicación. «Las dos sabemos cómo podríaser arreglado eso...»

La habitación pareció ir perdiendogradualmente tamaño. Los muros de aquélla secerraban en torno a su secreto. El perfumado airedio la impresión de ir a vibrar con las palabrasque no debían ser pronunciadas, que no habíanecesidad de pronunciar.

Instintivamente, aquella cautela queresultaba innata en Ana, la puso en guardia.¡Aquello era demasiado íntimo, demasiadopersonal! No era que no confiase en Emma, quienle había sido fiel en todo momento, que siemprehabía sabido callar a tiempo... Esto se lo habíademostrado especialmente en el períodocomprendido entre el día que había cedido ante lapresión de Enrique y la fecha de su boda. Peroentonces el peor peligro había sido el escándalo,un escándalo en el que hubiera quedadocomplicado el propio Rey. Lo último eradistinto. Si decidía, a manera de último y

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desesperado recurso, seguir aquel peligrosocamino echaría a andar sola. Sin apartar los ojosde Emma, manifestó:

—Me has aconsejado muy sensatamente. Teestoy agradecida por ello. Y también pormostrarte tan oportuna, conteniéndome enciertos momentos en que una no sabe lo quehace. Vivo sumida en una perpetua ansiedad.Pienso demasiado en Catalina. Unos segundosmás de nerviosismo y hubiera empezado apregonar que había sufrido un aborto, por lasencilla razón de que es esto lo que más temo, loque a todas horas tengo en la cabeza. Bueno, yano estoy segura de que me haya pasado lo quedije antes. No sé por qué pero la verdad es que nome siento aligerada de mi preciada carga...

Emma Arnett miró con firmeza a su señora.Parapetada tras ella, la fiel servidora de Ana habíaemprendido la retirada. «¡Ah, vamos! Ya sé lo quehay. No confías en mí, ¿eh? Perfectamente.Adelante, pues. Hazlo a tu manera. Yo mequedaré a un lado, fingiendo ignorancia, como

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los demás, que nada saben de esto. Lo queimporta es el fin a alcanzar; los medios nocuentan».

Y, sin embargo, la falta de confianza de Anale había dolido más de lo que ella queríareconocer. Era una recompensa muy pobre la querecogía tras todos los esfuerzos realizados. Atodo esto, llegaba la misma, para mayor escarnio,en unos momentos críticos, cuando acababa desalvar una situación bastante grave.

Mirando hacia la puerta, Emma pensó: «Deno haber sido por mí la gente se habríaprecipitado aquí dentro nada más oír sus alocadasrisas. Sus damas le habrían preguntado entoncesqué le pasaba y ella les hubiera dicho lo que tantole convenía callar. Todo eso le he evitado, sinconseguir otra cosa que hacerme recordar elpuesto que ocupo a su lado.»

No obstante... Lo cierto era que habíalogrado evitar un indudable desastre, tornando eltriunfo posible. El resumen: había servido a laCausa. ¿Y no era esa la razón fundamental de su

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permanencia allí?

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XXXIII

«Yo no digo que sucediera así. Yosolamente afirmo que así pudo suceder.»

La autora.

Greenwich, septiembre-octubre de 1535

La linda dama de honor exclamó:—¡Otra vez enmascaradas! Y esta es la

tercera en poco tiempo. Lo comprenderíaperfectamente si Su Majestad la Reina tuviera lacara hinchada o se le hubieran puesto los ojossaltones, como suele ocurrirles a las mujeres quese encuentran en su estado a menudo. Pero, ¡siofrece el mismo aspecto de siempre! ¿Por quéentonces esa medida?

La de faz más corriente quería decir que losbailes en que tomaban parte personas

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enmascaradas, de un modo exclusivo, resultabaninmensamente divertidos. En el transcurso de losdos que se habían organizado en el espacio dediez días se había divertido más que en toda suvida. Oculta tras su antifaz habíase sentido igualque la mayor belleza de la Corte, pasándolo tanbien como ella. Sin embargo, al expresarse entales términos se habría rebajado ante las demás,por lo cual optó por unirse a aquel coro generalde lamentaciones.

—Esto da mucho trabajo —manifestóhipócritamente—. Claro, cualquier clase dedistracción es siempre bien acogida. Yo habíaoído hablar durante mucho tiempo delextraordinario ingenio que desplegaba la Reina ala hora de idear diversiones, pero hasta ahora lavida dentro de la Corte me había parecidoaburrida.

La linda damita pensó: «¡Pobrecilla! Debióantojársele así dentro y fuera de palacio,verdaderamente».

—¡Ah! —dijo—. Al estar la Reina

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embarazada la cosa cambia. Además, observad elcambio experimentado por el Rey. Se portacomo un juvenil amante y le envía un paje cadadía preguntando por su salud. ¿Y qué me decís detanta y tanta carne de venado? Pese a estar bienadobada me cansa. Indudablemente, esta nochenos servirán el mismo plato.

—Esta noche —declaró la otra dama—,usaré peluca.

«¡Qué sabia medida, qué sabia medida!»,pensó la guapa echando un vistazo fugaz a loscabellos de su compañera, desprovistos de brillo,verdaderos «pelos de rata»...

—¡Válgame Dios! ¿Y cómo has podidohacerte de una cosa así en tan poco tiempo?

—Me la han prestado. Procede de mi tíaTalbot. Se quedó calva hace años, cuando nació elmás joven de mis primos, y solía utilizar ungorro. Pero cuando mi tío murió y ella dispusode dinero se compró un par de pelucas, muybellas, de rizados cabellos color castaño. Cuandola Reina anunció que esta noche habríamos de

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taparnos también la cara y presentarnos comoquisiéramos ser le pedí permiso para ausentarmey fui en busca de mi tía, pidiéndole una de suspelucas.

—¿Cabellos castaños y rizados? Esaimitación va a suponer un cumplido para la Reina.Yo pensé también en proceder de una manerasemejante. Tal idea se me ocurrió a mí antes quea nadie. Eso creo... ¿No se trataba de presentarsetal como una quisiera ser? Tan pronto oí hablarde esto me imaginé que sería una fina atenciónmi propósito... Pero hubo seis damas más quecoincidieron conmigo, por lo cual desistí.

—¿Seis?—Que yo sepa. Porque lo más probable es

que lleguen a reunirse hasta veinte.La damita más corriente sintió que el

corazón le daba un salto en el pecho,anticipándose al gozo que le esperaba. Las queintentaran aquel cumplido con la Reina se veríanobligadas a usar tocados que ocultarían suscabellos, pues los de Ana Bolena eran únicos.

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Por consiguiente, a nadie pasaría inadvertida laespléndida peluca de tía Talbot.

Evocó con inmenso placer la últimamascarada, en la que todos los participanteshabíanse caracterizado con arreglo a los tiposcampesinos más comunes: lecheras, pastores,labradores, etc. Un buen mozo disfrazado de loúltimo se había dedicado exclusivamente a ella,llevándola por fin a un pequeño cuarto que olía acaballos y a arneses engrasados, donde la besaracon entusiasmo. Él había sugerido que sequitasen los antifaces. Ella respondió que laReina había prohibido tal cosa. En consecuencia,pudo escapar sin revelar su identidad, sin verseavergonzada. Esto era lo que hacía estos bailestan distintos de los otros, tan divertidos. En estosúltimos la costumbre era quitarse el antifaz todoel mundo al llegar la medianoche. Y allí sequedaba una, con los ojos enrojecidos, la chatanariz, los vulgares cabellos, sin la menorposibilidad de ilusionar a nadie. No era difícilentonces observar el despego de algunos varones.

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Una lástima. Naturalmente, nadie tenía la culpade ser poco agraciada o de serlo en demasía. Asílas fuerzas resultaban desiguales. Esta noche, encambio, siempre cabía la esperanza de quealguien se fijara en la enmascarada y anónima faz,en la hermosa peluca, alguien que pensara mástarde, al oírla hablar, que un rostro bonito no loera todo...

Evocó con cariño la figura de la Reina, quehabía hecho posible el milagro. Hasta llegó alamentar casi que su tía Talbot no se hubiesehecho de otra hermosa peluca de negroscabellos, identificándose con Su Majestad,respondiendo del modo más gentil a la orden deaparecer ante los ojos de los demás como unahubiera deseado ser.

Nadie echó de menos su colaboración eneste aspecto. No veinte sino cuarenta y tresdamas dispensaron a Ana aquel cumplido,mostrando una considerable ingenuidad en suintento: senos muy oprimidos, aplanados;estrechísimas cinturas; tacones increíblemente

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altos para ganar estatura; vestidos en los maticesque más favorecían a la Reina: amarillo, blanco,naranja, canela y negro. Algunas damas habíanllegado incluso a teñirse los cabellos. Otrashabíanse provisto de tocados a propósito paradisimular su verdadera tonalidad. A lo largo de lanoche los orfebres debían haber trabajado de lolindo para hacer apresuradas copias de las joyasfavoritas de la Reina.

Eran cuarenta y tres versiones de aquélla, demuy diversos méritos. Algunas se habíanadentrado en el espíritu de la broma e imitabansus modales, alegres, animados aunquereservados, fríos.

No resultaba fácil separar a unas de otras.Era imposible saber adónde fueron, qué hicieron,quiénes les habían acompañado.

Aquél era —con gran pesar por parte de ladamita poco agraciada— el último de los bailesde disfraces. La Reina no tornaría a danzar hastaque llegara el mes de abril y éste se hubiesemarchado.

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El Rey regresó de sus excursionescinegéticas más grueso, evidentemente. En todoslos lugares en que estuviera le había sidoofrecido lo mejor y hubiese equivalido a unagrave ofensa negarse a comer y a elogiar losmanjares servidos.

Se hallaba más sereno también. Esperabacontento, a ver qué le traería abril: Si Ana daba aluz un varón procedería igual que habíanprocedido todos los reyes desde los másremotos tiempos. Dispensaría todos los honoresa la madre de su heredero y lo pasaría lo mejorposible con su amante. Jane le aceptaría en talescondiciones cuando advirtiera que no existía otrasolución.

Pero si la criatura que naciera fuese otraniña, entonces pensaría que este último enlacehabía sido maldecido también por Dios. Sedesembarazaría por un procedimiento u otro deAna y se apresuraría a casarse con Jane.

Llegó el invierno a Inglaterra y todo rastrode vida pareció cobrar el lento e inevitable ritmo

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característico del proceso de la gestación.

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XXXIV

«Ella no vivirá ya mucho tiempo. Id a verlacuando gustéis.»

Enrique VIII al Embajador español.

Castillo de Kimbolton. Enero de 1536

Catalina agonizaba...Nadie sabía exactamente de qué se moría.

Había quien sostenía que de hidropesía. Sinembargo, pocos eran los síntomas que delatabanla presencia de tal enfermedad. Durante muchosaños había padecido de reumatismo, pero la genteafectada por tal dolencia suele vivir largos años.Ciertas personas daban crédito a un rumor por elcual se afirmaba que Kimbolton se encontrabasituado en el centro de una zona cuyos aires sóloeran soportables por los nativos. Los más

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compenetrados con Catalina, aquellos quegozaban de su entera confianza, declaraban que seiba del mundo porque tenía el corazóndestrozado, no por efecto de sus desgraciasparticulares, que había sabido soportar conentereza, sino por las terribles cosas que estabansucediendo dentro de Inglaterra comoconsecuencia de la ruptura de Enrique con Roma.

Sea cual fuese la causa, se moría... YCatalina se daba cuenta de ello. Cuando el día 2de enero, una jornada gris, de encapotados cielos,llegó al castillo Chapuys, siendo ésteinmediatamente admitido en el recinto, ellacomprendió que su muerte era esperada comoalgo próximo por Enrique, quien, de lo contrario,no habría permitido aquella visita al Embajadorespañol.

Desde el lecho extendió una mano endirección al diplomático y éste se arrodilló —cautelosamente, porque cuando cambiaba eltiempo arreciaban los dolores que sufría desdehacía años en las piernas—, besándola.

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—Habéis venido, por fin. Ahora podré moriren vuestros brazos y no como una bestia,abandonada a su suerte en cualquier campo.

Chapuys, como todos los hombresnormales, estimaba no adecuada la mención de lamuerte a la cabecera del lecho de un moribundo,por lo cual formuló una torpe evasiva en la que sehablaba de sus esperanzas de ver a la ReinaCatalina restablecida o en vías de recuperar susalud.

—No veréis eso, amigo mío. Siento, sinembargo, un gran alivio al poder veros. Mismujeres son leales y corteses, pero no puedenhacer nada y mi actual capellán es tímido,excesivamente dócil. Explicarles a ellos misúltimos deseos hubiera sido como confiárselosal viento. En cambio, vos...

—Haré cuanto en mi mano esté porcumplimentar los deseos que queráis confiarme.

Chapuys se dispuso a soportar con pacienciamientras estuviera allí sus molestias físicas,derivadas en buena parte del viaje. En efecto, sus

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ropas se veían húmedas y sucias de barro. Perotambién se sentía un tanto embarazado por otracuestión de distinto carácter. Sabía que Catalinano dejaría de mencionar cariñosamente alEmperador, en el que continuaba confiando.Precisamente, poco antes de abandonar Londresse había enterado de que Carlos, deseoso delograr la ayuda de Enrique para atacar al Rey delos franceses, había accedido a ignorar losderechos de Catalina y María. Dios se mostraríapiadoso con ella si moría antes de que pudieseenterarse de tal cosa.

—Vamos con los asuntos materialesprimero —dijo Catalina—. Carezco de bienes ytemo dejar algunas deudas. Mi asignación ha sidosiempre pequeña y los precios de los artículoshan subido mucho últimamente. Poseo un collarde oro que mi madre me regaló al disponerme azarpar de La Coruña. Me gustaría que fueseentregado a María. Dispongo también de mispieles. Son viejas, han sido usadas, pero comomientras viva la concubina no tendrá ocasión mi

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hija de hacerse de otras nuevas durante los díasfríos del invierno, le serán de gran utilidad. ¿Metraéis acaso noticias de María?

—Nada de particular. Vuestra hija estáhaciendo actualmente lo que vos le ordenasteis:obedecer al Rey en todo, excepto en aquellascuestiones que atañen a su conciencia. Laconcubina ha intentado una aproximación envarias ocasiones, pero la princesa la harechazado... Debéis estar orgullosa de vuestrahija, Majestad.

—Lo estoy, en efecto. Pero me inspira unagran compasión. Sus mejores años...

«Malgastados» era la palabra que Catalinaestuvo a punto de pronunciar. Incluso ahora quisoevitar aquel vocablo, cuando ya pensaba a vecesque toda su obstinación, su lucha por hacer valersus derechos, no habían servido de nada. Habíaempezado a decirse esto en los días en queEnrique ordenara la demolición de los edificiosocupados por las comunidades de religiosos,regalando o vendiendo a bajo precio sus vastas

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posesiones. Esto constituía una especie desoborno, para asegurar la continuidad de laseparación del Papa. Incluso si algo imprevistoocurría y María subía al trono a ésta le costaríamucho trabajo rescatar de manos de los actualesterratenientes los mal ganados terrenos.

No obstante, habiendo hecho cuanto pudierapara evitar aquel estado de cosas, no tenía másremedio que encomendar la solución de eseasunto a la voluntad divina.

—En cuanto a mí, os diré que desearía serenterrada en cualquier lugar que haya pertenecidoa la Orden de los Frailes Observantes, micomunidad predilecta.

Él se dispuso a explicarle que aquella Ordenhabía desaparecido por completo de Inglaterra.Los frailes en cuestión habían sido los primerosen salir del país. Pese a vivir en el centro de unsombrío pantano tenía que haberse enterado, porfuerza de que... Bien. A la hora de la muerte lamente tendía a contemplar pasajes pertenecientesal pasado. Chapuys replicó:

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—Tendré presente vuestro deseo, Majestad.—Me gustaría que se dijeran quinientas

misas por la salvación de mi alma.El diplomático asintió. También callaría

todo lo que sabía en este aspecto.—Eso es todo —Catalina guardó silencio

unos minutos, acumulando fuerzas. Luego, convoz más vigorosa, añadió—: Hay una cosa que mepreocupa. Vos habéis insistido siempre en quepasara a la acción. ¿Obré equivocadamente al nohacer caso de vuestras sugerencias?

Era una pregunta esta que sólo tenía unarespuesta posible. Pero era inútil, peor que eso,cruel, señalar al derrotado y al moribundo dóndehabían fallado.

—Vos, Majestad, habéis actuado siempre deacuerdo con vuestra conciencia. Así pues, ¿cómoibais a incurrir en error?

Catalina sonrió débilmente.—He ahí una contestación diplomática. Me

siento... no inquieta sino perpleja con respecto alas reacciones de mi conciencia. Vos, estoy

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segura, obedecíais a la vuestra cuando intentabaisreunir a mis partidarios para defender mi causa,cuando probasteis a persuadirme para que mepusiera al frente de la rebelión que habría llevadoa los hombres a las armas. ¿Quién de los dostenía razón? ¿Vos o yo?

—Sólo Dios podría juzgar esoacertadamente.

—Al final de todo —prosiguió diciendoCatalina—, descubro otra cosa que también mepreocupa. ¿Me equivoqué varios años atrás? Sicuando al principio el Rey puso en duda la validezde nuestro matrimonio yo me hubiera plegado asus exigencias, ingresando a continuación en unconvento —creo que fue el cardenal Campeggioquien sugirió tal solución—, Clemente habríadejado en libertad a Enrique... Es posible,¿verdad? Entonces Inglaterra habría seguidosiendo una parte de la auténtica Iglesia de Cristo.¿No os parece ese pensamiento sobrecogedor?Sin embargo, creo haber actuado en todo instantesegún la voluntad de Dios. Siempre me he

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mostrado segura de mí, convencida de que measistía la razón. Ahora ya no estoy segura de naday a veces me digo que yo llevé a Enrique alpecado en primer lugar, rechazando luego laoportunidad de salvarle al desoír vuestrosconsejos. Y pensar así, podéis creerme, es sentiranticipadamente los tormentos del Purgatorio.

Chapuys se sintió a su vez desconcertado. Élera un diplomático y no un teólogo. Su labia, suágil cerebro, tenían su campo de acción normaltratándose de cosas mundanas. No obstante,compadecido, probó fortuna.

—Tales pensamientos —dijo—, constituyenun paso hacia delante, un acercamiento a ladesesperación, un grave pecado. Habéis dichoque siempre creísteis actuar según la voluntad deDios... Vuestros últimos pensamientos deben serobra del diablo, quien habiendo fracasado con vosen otros aspectos, lleva a cabo esta prueba ahora.Y recordad también que cuando la fe se tornaconfiada deja de ser sincera...

Chapuys se aplicó a su tarea en aquel

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sentido con verdadero calor, sorprendiéndose así mismo. Habló del aparente triunfo del mal y dela herejía y del poder de Dios, quien en un solomomento era capaz de alterar radicalmente lasituación, invirtiéndola. Refiriéndose al interésdemostrado por Catalina en lo tocante a la vidaespiritual de Enrique, declaró el diplomático enúltimo término cada persona es la responsable dela salvación de su alma. Y después, pisando unterreno que le era más familiar, habló de María,exagerando un poco, cosa que tenía porcostumbre. De ningún modo había que perder laesperanza de que la joven ocupase algún día eltrono de Inglaterra, dijo. De sucederle algo aEnrique, María podría contar con el apoyo detodos sus compatriotas, excepción hecha de losluteranos convencidos, cuyo número no era muycrecido todavía. Por lo que al último embarazode la concubina se refería —al evocar lahabladuría los ojos del Embajador se animaron—, era preciso estudiar algo muy raro... Seesperaba que la criatura naciera en abril. Bien. En

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su tiempo él había visto a muchas mujeresencinta... Sin ir más lejos había tenido ocasión dever a Ana la semana anterior. Le costaba trabajocreer que estuviera en su sexto mes. Todo elmundo decía lo mismo. No se podía dar crédito auna murmuración, desde luego, pero ciertosrumores venían a dar a entender por donde ibanlas cosas... Afirmábase que Ana Bolena habíaquedado embarazada, sufriendo posteriormente,en otoño, un contratiempo, un aborto. Noatreviéndose a decírselo al Rey, comenzódespués a «rellenar» sus vestidos, con la idea dejustificar el nacimiento en abril de un varónconcebido de tapadillo...

Catalina sintió confusamente que era unerror querer derivar algún consuelo de una charlade aquel tipo. Finalmente manifestó:

—Me parece que voy a dormir un pocoahora. A lo largo de esta última semana hedescansado muy pocas horas y ello explica mimelancolía. Os ruego que me excuséis. Habéistraído alguna paz a mi alma.

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Chapuys, completamente extenuado,sintiendo dolores en todo su cuerpo, saliótambaleándose de la estancia.

Catalina se quedó dormida. Y mientrasdormía llegó una antigua amiga suya, la condesaviuda de Willoughby, quien, con el nombre deMaría de Salinas, había llegado a Inglaterra encompañía de Catalina. No traía consigo ningúnpermiso del Rey y al principio sir EdmundBedingfield no supo si dejarla pasar o rechazarla.Pero ella le dijo a gritos, en el perfecto inglésque había aprendido andando el tiempo, propio deuna dama bien nacida, que el tiempo imperante enel exterior la autorizaba a pedir su autorizaciónpara refugiarse allí. Puesto que al peligrosoembajador español se le había consentido lavisita no parecía existir razón para prohibírsela auna dama relativamente inofensiva. CuandoCatalina se despertó la visión de otra faz amiga asu lado pareció reanimarla notablemente.Sintióse con fuerzas para incorporarse en ellecho, con la espalda descansando sobre un

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montón de almohadas, para escribir la última desus innumerables cartas.

Estaba dirigida a Enrique y comenzaba así:«Mi muy amado señor, Rey y esposo»... Despuésseguían unas consideraciones en las que no seencontraba una sola palabra de reproche,invitándole a reflexionar sobre la gran empresade la salvación de su alma inmortal. «Por miparte, yo lo perdono todo»... Catalina sentía loque iba escribiendo. Juzgaba a Enrique unavíctima, como ella misma. Se había dejado guiardemasiado fácilmente; había estado malaconsejado; había caído en las redes de unaperversa mujer. «Encomiendo a tu cuidadonuestra hija María, rogándote que seas un buenpadre para ella». Catalina mencionó a las tresservidoras que le quedaban, pidiendo que lesfueran pagados sus honorarios y se las proveyesede una pequeña dote, terminando la misiva conestas palabras: «Por encima de toda otra cosaterrena te diré que mis ojos desearían ahoraasomarse a los tuyos».

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Catalina exhaló el último suspiro en brazosde lady Willoughby.

En Londres, al conocer la noticia de sufallecimiento, Enrique se alegró. La desapariciónde Catalina suponía el fin de una amenaza:alguien hubiera podido colocarse a su lado paradefender de una manera contundente susderechos; venía a ser el fin también, incluso a losojos de los católicos, de su anómala posición: eldel hombre con dos esposas. Y todo ello leproporcionaba una extraordinaria libertad deacción para el futuro...

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XXXV

«Se dijo que ella experimentó un fuertesobresalto... El Rey, tomando parte en un torneo,cayó de su caballo, sin sufrir ningún daño. Elsusto de la Reina fue tan grande que comenzó asentir los dolores precursores del parto antes deque se le hubiera cumplido el tiempo.»

Wriothesley.

«... el Rey le ha dicho a alguien en confianzaque había ido al matrimonio seducido por ciertasartes de brujería y que por tal motivo considerabano válido el casamiento. Añadió que esto quedabaprobado por el hecho de no concederles Diosdescendencia masculina y que se creía autorizadoa tomar otra esposa.»

El Embajador español en una carta a su Rey.

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Greenwich. 24-31 de enero de 1536

La lluvia había cesado y todas las cosas sehallaban bañadas en la peculiar luz de los díassoleados del invierno. El tiempo permitiría a lamayor parte de las damas la asistencia al lugar,convenientemente abrigadas, en que el Rey y susamigos practicaban diversas clases de ejercicios.Ana se había quedado en sus habitaciones,siempre pendiente de que en su embarazo se lesuponía más adelantada de lo que en realidadestaba. Margaret Lee le hacía compañía. Las dosandaban ocupadas con una labor de tapicería. Erauna labor la suya pesada y voluminosa y EmmaArnett insistió en ayudarlas, moviendo aquéllacuando era preciso.

Mientras trabajaba, Ana pensaba en elproblema que le obsesionaba día y noche desdeel otoño. Le había dicho a Enrique que su hijonacería en abril. A menos que se presentara unparto prematuro —¿cómo iba a prevenir eso?—,

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llegaría aquel mes y pasaría incluso sin novedad.¿Cuánto tiempo podía retrasarse la llegada de unhijo sin dar lugar a comentarios y preguntas?Habíaselas arreglado para que el Dr. Butts lehablase extensamente acerca de ese tema. Losprimeros hijos, habíale dicho aquél, tienden a sertardíos, retrasándose en un período de tiempoque iba de las dos a las tres semanas.Frecuentemente, el recién nacido pechaba conuna culpa de la que sólo era responsable lamadre. ¡Calculan siempre tan mal las mujeres! Elperíodo de gestación duraba, de acuerdo con suexperiencia, doscientos setenta días. Los hijosque venían después —el Dr. Butts sonrió alformular esta declaración—, eran habitualmentemás considerados que los primeros. No era raroque se anticipasen en tres semanas y esto era loque hacía tales partos más fáciles.

Margaret interrumpió sus reflexiones.—¿Has recibido va respuesta de María?—Sí. Y aquélla ha sido brusca y

despreciativa, como siempre.

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Había mostrado un particular interés enmejorar sus relaciones con la princesa. Éstahabía sido la persona que dijera —el informe, almenos, no fue rechazado posteriormente—, lafrase más vil en relación con Isabel: «¿Y separece a su padre, Mark Smeaton?». Si María eracapaz de decir eso de Isabel, hija evidentementede Enrique, ¿qué no diría de su hijo? Era precisodar con el medio de taparle la boca.

Ana, rechazada tan a menudo, no habíaintentado una aproximación directa. Habíaleenviado un mensaje por mediación de LadyShelton. En él le pedía a María que dejasecicatrizar la antigua herida, siempre dolorosa,manifestándole que aspiraba a ser una madre paraella. Le prometía llevarla a la Corte, considerarlacomo un miembro más de la real familia, gozarde aquellas preferencias a que por su nacimientotenía derecho... Si ella accedía no tendríainconveniente en que caminara a su lado durantelas ceremonias oficiales. Jamás una reina habíallegado a hacer un ofrecimiento parecido. Jamás

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una reina tampoco, se dijo Ana con cínicafranqueza, había tenido tantas razones paraproceder de aquella manera.

—Dijo que antes preferiría morir cien vecesque cambiar de opinión.

—Supongo que le habrás contestadoempleando sus mismos términos,aproximadamente —dijo Margaret.

Ésta era totalmente incapaz de responder entono airado a nadie y una de las cosas queadmiraba en su prima era su habilidad para eldiálogo, en el tono que fuera.

—Escribí a Lady Shelton —repuso Ana,fatigada—. Le rogué que le dijera a María que hadejado de interesarme todo lo que haga de aquíen adelante. Le había notificado que esperabatener un hijo y que intentaba fijar su posición,establecerla de acuerdo con su rango. Creo queesto es obrar con sensatez, ¿no? Si lo que tengoes, efectivamente, un niño, por mí Lady Maríapuede hacer lo que le plazca...

—Faltan menos de seis meses para eso —

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comentó Margaret, alegre.Ella, como tantas otras personas, esperaba

con ilusión el nacimiento de aquel hijo. Amaba aAna y deseaba verla feliz, disfrutando de laestimación y cariño de su esposo. El Rey sehabía portado con más discreción últimamentepero aún no daba señales de haberse cansado deJane Seymour. Aunque Ana hablaba en rarasocasiones de aquel asunto, Margaret sabía queandaba preocupada con ese motivo. No habíavuelto a ser la misma desde el día en quedescubriera a Jane sentada sobre las rodillas delRey y su actitud estaba más que justificada. Noobstante, un niño podía arreglar la situación.Podía ser que el gozo de ser padre de un príncipeobrase el milagro de apartar a Enrique deaquellos triviales placeres.

Margaret rezó mentalmente una plegariapara que Ana, llegada su hora, diese a luz con todafelicidad un varón... Luego, viendo que su primase había quedado quieta de pronto, con la miradaperdida en el vacío y un gesto de preocupación en

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el rostro, se apresuró a hacer algo por distraerlade sus pensamientos, fueran éstos de un estilo uotro.

—Me habías hablado de hilo azul, ¿no? ¿Odijiste púrpura? Del primero disponemos encantidad; del otro no nos queda casi. Si nosdecidimos por el último habremos de mandartraer más.

Antes de que Ana pudiera contestar sonó ungolpe en la puerta. Ésta se abrió y entró en laestancia atropelladamente el Duque de Norfolk.Llevaba su casco en la mano. Por lo demás ibavestido como los caballeros que tomaban parteaquel día en los ejercicios planeados por el Rey.Su basta y alargada faz presentaba un colorcetrino.

—El Rey... —dijo casi sin aliento—, se hacaído del caballo... ¡Quizás esté muerto a estahora!

Una fracción pequeñísima de segundonecesitó tan sólo ella para comprender cuál seríasu suerte sin la protección de Enrique. María

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subiría al trono. Ella sería arrancada de la Corte.María no permitiría nunca que le naciera aquelhijo. Ana vaciló en su banqueta y se hubiera caídoal suelo desvanecida de no haberla sostenido atiempo Margaret.

Emma soltó lo que tenía en las manos,echando a correr hacia las dos mujeres.

—Cogedla por los pies —ordenó laservidora a Margaret al tiempo que ella lasujetaba por la espalda—. Procuremos quedescanse bien estirada. ¡Abrid la puerta, estúpido!—le gritó al Duque—. ¡Payaso! En el caso de quehaya muerto mayor razón para que...

Nunca había rezado con tanta devoción.«¡Oh, Señor! ¡Que no sufra ningún daño el niño!¡Haced que llegue hasta su último mes! Diosamado y misericordioso: este es el príncipe queha de liberar a tu pueblo».

Ana fue colocada en su lecho. Una vez lehubieron aflojado las ropas la taparoncuidadosamente. Emma le puso una almohadabajo los pies. Margaret cogió el frasco de sales.

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La Arnett lo tomó de sus manos, dispuesta autilizarlo. Pero de pronto se contuvo.

—No estoy tan segura de que esto sea lomás conveniente... —dijo—. Si él ha muerto... Almenos la señora en estos momentos no sufre.¿Qué gritó ese necio? Salid, señora, averiguadqué hay de cierto en sus palabras. Tal veztengamos buenas noticias que darle cuandovuelva en sí.

Margaret se fue y Emma se arrodilló junto ala cama, poniendo las manos suavemente sobre elcuerpo de Ana, igual que si intentara protegerlocontra un supuesto ataque. «¡Señor, Señor!» Laplegaria desfilaba frase a frase por su mente,repetida, obsesionadamente. Aquel era el niñoque impediría la subida al trono de María, queharía imposible la vuelta a la unión con Roma...Tal criatura constituía verdaderamente una pruebade los secretos y misteriosos caminos que sigueDios para hacer que en la tierra se cumpla susanta voluntad.

Cuando se dirigía a la palestra, a menos de la

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mitad del camino que le separaba de ésta,Margaret se encontró con las damas, queregresaban formando un compacto grupo. El Reyno estaba muerto sino inconsciente y se habíaproducido una pequeña herida en una pierna. Losmédicos le estaban atendiendo ya.

En posesión de tan excelentes noticias,Emma se aplicó a su tarea. Hizo refrescar lassienes de su señora con agua fría y ella misma sepuso a frotarle las muñecas cuando no acercabael frasco de sales a su nariz. Ana, por fin, lanzóun gemido, moviéndose ligeramente. Entonces,Emma, sin más preámbulos, pronunció estalacónica frase:

—No ha muerto.Margaret estimó oportuno ampliar la

información:—Ha quedado un poco conmocionado y está

herido en una pierna. Se quedaron los doctorescon él.

—Debo ir a verle —contestó Ana.—¡Oh, no, Majestad! —indicó Emma con

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firmeza—. No podéis hacer tal cosa. Habéisexperimentado un sobresalto demasiado grande,desmayándoos después. Ahora tenéis quecontinuar acostada, descansando.

—¿Qué vais a hacer allí? —inquirió NanSavile, en apoyo de la Arnett—. Ya sabremos másdetalles de lo sucedido cuando él mismo venga averos. O quizás estéis tan bien dentro de una horaque os sea posible levantaros.

Ana, satisfecha, se dejó convencer. Sentíalas piernas como si no tuviera huesos en ellas. Yel vientre le pesaba mucho, mucho... Recordó lospesos que se solían colgar a los prisioneros amodo de castigo, para que se inclinaran a laobediencia:

—Pues entonces reposaré un poco, sí...aunque me encuentro bastante bien.

—No se lo agradezcamos a Su Gracia, elDuque de Norfolk —dijo Emma sombríamente—. Jamás sentí deseos de casarme con nadiepero ahora yo daría algo por ser la esposa de esehombre por espacio de media hora.

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A las dos horas se enteraban de que el Reyhabía recuperado el conocimiento. Le dolíamucho la cabeza. La herida de la pierna, sin serde cuidado, le daría trabajo. Emma,razonablemente segura ya de que lo que temieramás no había ocurrido, permitió a Ana que selevantara para embutirse en una holgada bata yencaminarse a los apartamentos del Rey. Enriqueno dio importancia a su dolor de cabeza pero encambio parecía preocupado con lo de la pierna.

—La herida está en el mismo sitio en quetuve una úlcera con la que pasé lo indecible hastaque Tomás Vicary me la curó. Voy a divertirmede veras si aquélla se reproduce.

Ana expresó su deseo de que sus temores nose confirmaran. Añadió que estaba muy contentade que la caída no hubiera acarreadoconsecuencias más graves. Miró a su esposo untanto intimidada porque al enterarse del percancesu primer pensamiento había sido para ellamisma. No fue pesar lo que sintió sino temor.

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Aquello constituía un ejemplo claro de cómodeterminadas circunstancias podían llegar acorromper a la gente.

—El Dr. Butts me ha hecho la primera cura—continuó diciendo Enrique, en tono de queja—. Ahora siento lo mismo que si me estuviesenarrancando a tirones la carne.

«Debiera compadecerle», pensó Ana. «Séhasta qué punto le afectan las molestias físicas».

Pero a manera de contrapeso cruzó por sucabeza otra idea. «Debiera a su vez pensar en mí,formularme una pregunta. Él tiene que saber quehe sufrido una fuerte impresión. No puede haberolvidado que estoy embarazada. Lo que nazca noes suyo. Pero eso, en fin de cuentas, es una cosaque ignora».

De nuevo se apoderó de ella la sensación dehaber dado un mal paso, de haberse desorientado,de haberlo barajado todo mal, de haber seguidoun camino erróneo, una sensación que seremontaba a la tormentosa noche de HamptonCourt. Esto le sucedía a menudo últimamente y a

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medida que pasaba el tiempo con mayorintensidad. Sus relaciones eran en conjunto unamonstruosa equivocación. ¿Y era la culpa de ellaacaso? Ella había hecho lo que cualquier otramujer colocada en su puesto. En aquel delicadojuego cada uno de sus movimientos había sidoimpuesto. Y la raíz del problema, la base de éste,había que buscarla en la incapacidad de él paracorresponder al cariño de los que le amaban,cosa sobre la cual María ya le hablara tiempoatrás. En la noche de Hampton Court, Enriquehabía pensado que ella le amaba, empezandoentonces a odiarla. Después Ana va no había sidomás que un animal indispensable para lareproducción. Sabiendo eso, no se había atrevidoen el otoño a darle la noticia de su aborto.Habíase visto forzada a buscar una salida paraaquella situación, hallándola por fin. A lo largode las anteriores semanas, siempre que se habíasentido asaltada por aquellos desagradablespensamientos procuraba pensar en el hijo quetenía que dar a luz. Pero esta noche no procedería

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así. Esta noche aquel hijo era como una carga deplomo, que tiraba hacia abajo, hasta tal punto quele dolía enormemente la espalda.

A Enrique le dolía tanto la cabeza que leparecía tener introducida ésta en un casco dehierro relleno de pinchos. En su pierna heridasentía una fuerte pulsación, un latido rítmico, unpéndulo doloroso. Ana había procedido concortesía al ir a verle pero, ¡oh, con qué ansiadeseaba que se fuera! Tenía tan mal aspecto quese apoderó de él una gran preocupación.¿Marchaba mal también aquel embarazo? Habíaseformulado una pregunta similar en el mes deoctubre, a su regreso, cuando se la encontraracon las mejillas hundidas, evidentementedesmejorada, contrariamente a como habíaesperado hallarla. Más tarde Ana se repuso perono del todo, no como antes del nacimiento deIsabel. Enrique concedió que él era el culpable deeso posiblemente. Ana estaba celosa. Sabía lo deTañe. Y en ese aspecto ella no era tan comedidacomo Catalina. Ésta había conocido la existencia

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de la chica de Stafford, de Bessie Blount, deMaría Bolena, pero habíase mostrado prudente...

No obstante, existía la creencia de que unacriatura realmente vigorosa sacaba su fuerzasiempre de la madre. Si esto era cierto supequeño resultaría excepcional. Animado por talpensamiento, Enrique inquirió un poco adestiempo:

—Y tú, ¿qué? ¿Te encuentras bien?Ella forzó la sonrisa.—Perfectamente. Espero que eso tuyo no

será nada. Te deseo que pases una buena noche.—Difícil lo veo —contestó Enrique,

volviendo a su egoísmo de siempre—, a menosque convenza al Dr. Butts y logre que me quiteeste condenado vendaje.

Ana se marchó. Avanzaba con lentitud,consciente de que su carga, desde el momento enque experimentara el sobresalto, había dejado deser como una parte de ella misma.

Seis días después, tras una larga agonía que

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rebasaba los dolores de un parto ordinario, Anaabortó. Esta vez se trataba de un niño...

Sobre aquel pequeño ser que podía haberdecidido la salvación de su país, Emma, que a lolargo de cuarenta años no había derramado unasola lágrima, estuvo a punto de llorar. Lo hubierahecho de haber tenido capacidad paraexperimentar una suave emoción.

Su fe, la nueva fe, fundada en la razón, librede supersticiones, disminuyó, perdió fuerza,vaciló... ¡No parecía sino que Dios les hubieraabandonado!

Enrique permanecía sentado, con la piernaherida descansando sobre una banqueta. Aquéllaestaba muy hinchada, tenía un feo color y le dolíamucho. En fin, esto era de esperar... Lo que másle preocupaba era que cada vez que le quitaban elvendaje la trivial herida, en lugar de secarselentamente y empezar a cerrarse, seguía húmeday daba la impresión de ensanchar sus bordes.¿Asistía acaso al despertar de la antigua úlcera?

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Que la criatura hubiese muerto no lesorprendió. Nada bueno podía esperarse de unalumbramiento tan prematuro. Al enterarse deque se trataba de un niño sintióse dominado poruna tremenda ira que ahogó todo otrosentimiento, por espacio de una hora. Luegoaquélla comenzó a desvanecerse, a retirarse igualque se retira la marea, lentamente, dejandodiseminadas por su memoria algunas cosasextrañas.

Abrigó primero la esperanza de que ellamuriera. Esto marcaría el fin de su segundomatrimonio, maldito, como el anterior. Despuésdecidió que de salvarse Ana haría lo posible pordesembarazarse de ella. A continuaciónconsideró los medios que se hallaban a sualcance para conseguir tal cosa. Más adelante, sedijo, para consolarse, que muy pronto todocambiaría, traduciéndose tal variación enindudables mejoras de carácter personal.

Deseaba apasionadamente la muerte de Ana.Sí. Esto sería lo más sencillo. Los funerales

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serían espléndidos, como correspondía a quienfuera Reina de Inglaterra. Después vendrían unassemanas —muy pocas—, de luto. Seguidamente,como el asunto de la sucesión era de primordialimportancia, contraería matrimonio con suquerida Jane. El más severo crítico de sus actos ypropósitos no podría oponer el menor reparo aaquéllos.

Sí. Que muriera... Falleciendo, Anaenmendaría el fraude de que le hiciera objeto.Nunca, nunca, mientras viviese, comprenderíacómo había podido pasar por todos aquellos añosde continua ansiedad, de angustiosa espera. ¿Paraqué le habían servido? Para nada. «Muere, muere,Ana. Con tu desaparición se esfumarán las falsaspromesas, los años pasados en balde, las cartascruzadas, el jardín de Hever, las lágrimas deCatalina, la última mirada de Wolsey. Muere,Ana. Enmienda así tantos errores...»

Ana no murió. Se aferró a la vida con tantaterquedad como Catalina se aferrara a su título deReina. En todo el vasto mundo por Dios creado

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no existía nada tan duro, tan resistente como unamujer.

Enrique hubiera podido alegar su estadofísico como una excusa para ahorrarse la visita.Pero algo misterioso le impulsó a ir a verla.Apoyándose en Norris y en un bastón se dirigiótrabajosamente al dormitorio de Ana. El rostrocetrino de ésta resaltaba sobre la blancaalmohada. Los cabellos de su esposa caíandesordenados sobre las sábanas, húmedos comola piel de una bestia ahogada. Enrique sólo sintióa su vista un ramalazo de disgusto, de odio, y susprimeras palabras fueron brutales.

—Así pues has hecho que perdiera a mihijo...

—Fue por el sobresalto que experimentécuando mi tío, el Duque de Norfolk, me dio lanoticia del accidente que sufriste. Me dijo quehabías muerto.

—Suponiendo que hubiera sido así, ¿nohabía entonces más razones para salvar a todacosta la vida del niño?

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—Tú sabes que de haberme sido posiblehabría evitado por todos los medios lo ocurrido.

—Bien. ¡Será el último hijo que tengas mío!Había ido allí a decirle esto. Quería hacerle

daño. Deseaba asustarla, verla llorar. Ella selimitó a mirarle y sin ningún movimientoperceptible de labios ni ojos acertó a dar a surostro una expresión burlona. Enrique dio mediavuelta de pronto, saliendo cojeando de laestancia.

En la antecámara de sus apartamentosencontró al Duque de Norfolk, a Cromwell y aSir Tomás Audley, su nuevo Canciller. Le estabanesperando. Les había convocado allí en lasprimeras horas del día. Les saludó con un gruñidoy prosiguió avanzando hacia el salón deaudiencias, donde se acomodó pesadamente en susillón. Permaneció con la pierna estirada hastaque Norris le hubo arreglado la banqueta en quehabía de descansar aquélla.

—Es mejor que os sentéis —dijo entonces—. He de haceros una comunicación de cierta

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importancia, caballeros.Desde el día de la caída del Rey el Duque de

Norfolk había vivido en un estado de continuaintranquilidad. Estaba seguro de que antes odespués sería señalado como el culpableindirecto del aborto. Todavía sonaban en susoídos las palabras de Emma. Esta mujer hablaríasi por casualidad nadie había relacionado suintervención con el hecho. El rumor seextendería progresivamente. Luego,irremediablemente, se enteraría el Rey yentonces...

Tal vez aquello sucediera ahora.Posiblemente, el Rey, en presencia de Sir TomásAudley y Cromwell, diría en el momento menospensado: «¡Vos matasteis a mi hijo!».

No acertaba a imaginar cuál sería su castigo.El Rey, loco, fuera de sí, era capaz de idear paraél terribles tormentos. A lo largo de los díasanteriores Norfolk había estado pensando en loque les ocurriera a varios monjes cartujos un añoatrás. Habíanse limitado a solicitar consejo de

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Cromwell con respecto a la actitud que deberíanadoptar sobre el Juramento de Fidelidad. Por esosolo, sin haber cometido ningún delito, aquelloshombres habían sido trasladados a Newgate,viéndose en seguida cargados de grilletes yabandonados en una habitación, sin agua nivíveres, hasta que murieron.

Norfolk llevaba en uno de sus bolsillos trespíldoras. Una sola de ellas bastaba para matar a unhombre. Había llegado a guardar cuatro. Perohacía irnos días habíase decidido a probar susefectos en un servidor que se quejabacontinuamente de dolores en las articulaciones.«Tómate esto», le dijo. «Es posible queencuentres algún alivio». El desventurado habíamuerto antes de que su amo tuviera tiempo decontar hasta doscientos veinte. Cuando el Rey leseñalara con el dedo, Norfolk se llevaría las trespastillas a la boca.

—Este último desastre —dijo Enrique—,me ha abierto los ojos. Dios maldijo esta últimaunión, considerándola semejante a la primera.

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Todos guardaron silencio, Audley yCromwell escucharon aquellas palabras con ungesto de sorpresa. El de Norfolk fue de alivio. Laira de Su Majestad se descargaría no sobre élsino sobre su sobrina.

Cromwell, el abogado, tentando el terrenoapuntó:

—Majestad: vuestro matrimonio con AnaBolena ha sido considerado legal...

—¡Por algunos!Sin querer, recordó a cuantos se habían

negado a reconocer su legalidad: Fisher, Moore,cuyas cabezas habían caído, y Catalina... Peroesta evocación, en lugar de aplacar su irritaciónla enconó más. Tratábase de unas víctimas, comoél en definitiva.

—El mejor juez de su matrimonio es elpropio esposo y yo sé cuanto hay que saber parapoder hablar. Fui seducido porque emplearonconmigo ciertas artes de brujería y esta uniónsólo me ha traído pesares, motivos de aflicción, amí y al país.

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Cromwell pensó: «La última vez fue suconciencia y Wolsey, mi maestro, cayó por habertropezado con ella. No puedo pasar por alto estassupersticiones tontas. Para decirlo con claridad:él desea casarse con Jane Seymour, lo cual meparece de perlas. Estamos emparentados y si yohago lo que puedo en su favor la familia en plenome lo agradecerá».

Audley se dijo a su vez: «Wolsey ocupabaun alto cargo y por oponerse a él perdió su favor.Moore sucedió a aquél y por no querercomplacerle murió decapitado. Los dos eranhombres brillantes, en tanto que yo no puedoalegar otra cualidad que un buen sentido común.Proponga lo que proponga me situaré a su lado».

Norfolk reflexionó: «He tenido suerte... ElRey ha echado la culpa a determinadascircunstancias y no a mí. Ahora bien, esto dehablar de brujerías... No, no me gusta esa salida.Se expone a quedar en ridículo».

Enrique contempló atentamente los rostrosde los tres hombres. Se parecían éstos mucho

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entre sí en aquellos instantes. Eran los quecorrespondían a unas personas bien alimentadas,habiendo sido modelados por el egoísmo, elcálculo y la astucia. En aquel momento seadvertía en las tres faces un gesto común deconsternación.

—Bien. Deseo conocer vuestra opinión,caballeros.

Nadie quería ser el primero en hablar. Nadiesabía tampoco qué sugerir exactamente.Solamente Norfolk, con su sencilla y eficazhabilidad para concentrar la atención en unaspecto del problema, se atrevió a criticar lapropuesta del Rey sin ofrecer otra alternativa.

—Os ruego, Majestad, que abandonéis laidea relativa a la brujería. Hoy ya nadie cree enbrujas y si nos ocupamos de ellas al tratar delproblema de vuestro matrimonio nosconvertiremos en un motivo de risa ante toda laCristiandad.

—No quiero volver a pasar por ciertassituaciones —alegó Enrique con amargura—.

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¿Por qué nadie cree en brujas hoy, si vivimosprecisamente en unos tiempos en que todo elmundo tiene escondida una Biblia en su casa? Enel Libro aquéllas son mencionadas... Bien clarolo reza el pasaje a que estoy aludiendo: «Nopermitirás que viva una bruja».

De manera que eso era lo que había...¡Quería su muerte!

Durante unos segundos nadie pronunció unasola palabra y los tres hombres no se atrevieron amirarse entre sí.

Por fin, Norfolk respondió:—Lo siento, Majestad, pero esa razón no

surtirá el efecto apetecido. El asunto quedaría asímal enfocado desde el principio. Os ruego queconsideréis mis palabras. Actualmente la genterechaza creencias aceptadas por todo el mundodesde hace muchos siglos. La sangre de NuestraSeñora, en Walsingham... En esto se ve unasuperstición hoy día. ¿Cómo vamos a pedir avuestros súbditos y a los que no lo son que creanque fuisteis seducido por un hechizo mágico

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utilizado por una bruja?Enrique obsequió a Norfolk con una fría

mirada.—Hablando con vos del mismo tema, no

hace mucho, os sugerí otras dos razones, quetambién rechazasteis. Empiezo a sospechar que apesar de vuestras reiteradas negativas tenéismucho interés en que vuestra sobrina continúedonde está.

—Pongo a Dios por testigo de que no es así,Majestad. Desembarazaos de ella pero hacedlorecurriendo a una razón que cualquier hombredotado de sentido común pueda aceptar. Y —añadió el Duque de Norfolk, recordando laconversación anterior con el Rey—, existe otracondición deseable en aquélla: que no dañevuestra reputación.

—Citad una —repuso el Rey en tono dedesafío. Su mirada se paseó por los tres rostrosque tenía delante—. Citad una —repitió.

Medió Cromwell.—Apelo a la indulgencia de Vuestra

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Majestad... Debo decir por lo que a mí respecta—no sé si a Sir Tomás Audley le pasará lomismo—, que no estoy del todo informado. ¿Oshabéis ocupado con anterioridad de este asuntocon el Duque de Norfolk?

—Yo no sé nada acerca de él —musitóAudley.

—Hablé de esto el verano pasado. Con vos—respondió Enrique, mirando a Norfolk—.Entonces os opusisteis a mis deseos, dándomeuna serie de consejos que seguí al pie de la letra.¿Con qué resultado? ¡Otro aborto! ¿Es esa unaprueba o no del desagrado con que Dios ha vistomi unión con Ana Bolena?

Enrique, profundamente deprimido, fijósucesivamente su mirada en los tres hombres,contemplando sus rostros con odio. Teníadelante a las personas que desempeñaban loscargos más elevados del país y ni un solodestello de comprensión brillaba en sus ojos.¿Qué era lo que ellos hubieran sentido en sulugar? Un rey sin heredero, con una esposa a la

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que aborrecía, una amante con la que ansiabacasarse... ¡Y una pierna herida!

Repentinamente, dijo:—Voy a retirarme ahora a fin de que el Dr.

Butts me atienda. Este vendaje me hace más dañoque la herida. Ya he dicho qué es lo que quiero.Quedaos sentados aquí, caballeros, y adoptad unadecisión. Cuando hayáis dado con algo quemilord el Duque de Norfolk crea que puedemerecer mi aprobación exponédmelo.

Cromwell, el abogado, tomó la palabra.—¿Podríais hablarnos, milord, de esa

conversación que sostuvisteis el verano pasadocon el Rey? ¿Cuáles fueron las propuestas que SuMajestad os hizo y vos rechazasteis?

Norfolk les contó con todo detalle laentrevista. Su sensación de culpabilidad respectoa la cuestión del aborto y las terminantes palabrasdel Rey, acusándole de querer que Ana continuarasiendo la soberana de Inglaterra, habían llegado aminar la gran confianza que siempre había tenido

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en sí mismo, por lo cual notó un infinito aliviocuando al final de su relato Cromwell dijo:

—En esa ocasión obrasteis con gran acierto.Lo mismo que cuando aludisteis a lo de lasbrujerías y a la necesidad de no emprender nadaque pudiera dañar la reputación del Rey. Vivimosen una época de grandes complicaciones. Seobserva alguna inquietud en el país. Unmovimiento en falso y...

Cromwell agitó expresivamente una mano.Audley, a su vez, manifestó:—La Reina, a diferencia de lo que ha

ocurrido con la Princesa viuda, no fue nuncapopular. Creo que si se facilita una razónapropiada la gente no lamentará su desaparición.Convengo con vos, milord de Norfolk, en quefundamentar aquélla en las artes de brujería esalgo ridículo. Me consta, además, que nadiequiere oír hablar de nuevo de compromisosprevios ni de consanguinidades. ¿Qué nos quedaentonces?

La respuesta pareció tomar una forma

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material ante ellos...¡El adulterio!Ninguno de los tres había hecho el menor

movimiento. Sin embargo, la distancia entre ellosparecía haber disminuido. Norfolk al hablar, lohizo casi en un susurro.

—En contra de una mujer hay siempre unaacusación posible y, muy frecuentemente,justificada.

—Es preciso complicar en el asunto a unhombre —manifestó Audley—. ¿A quién?

—He aquí lo más irónico del caso. Mihermana murió, de manera que solamente diréque fue notablemente frívola. Todos conocemosla historia de María. Ana ha sido calificada deenvenenadora pero aún tiene que surgir quien laacuse de casquivana.

—Eso no será un obstáculo insuperable —declaró Audley—. Se trata, sencillamente, deacusar a un hombre y de arrancarle unadeclaración. Es preferible una persona pocodestacada. Así el alboroto será menor.

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Allá, en lo más profundo de su memoria,Cromwell sintió como una leve llamada, un tenuetoque de atención. El recuerdo quería hacersepatente. Venía a ser como un perro que arañaseuna puerta, deseando entrar en una casa. Aquéltocaba y guardaba silencio unos momentos,alejábase, volvía... Como suele ocurrir a menudo,aquello cobraría cuerpo antes de que Cromwellconciliara el sueño, por la noche.

—Tal plan —insinuó Cromwell—, implicala necesidad de que el Rey desempeñe el pocoairoso papel de marido engañado. No sé si élaccederá a pasar por tal.

—Ha habido ratas que al verse cogidas enuna trampa han sacrificado una de sus patas parapoder escapar —argumentó Norfolk brutalmente—. ¿Qué otro camino queda que no lleve consigointerminables trámites y, lo que es peor, unapérdida de popularidad por parte de nuestro Rey?La muerte de la Princesa viuda ha agitado muchosrecuerdos; lo del aborto ha desatado muchaslenguas... ¡Y ahora esto! La próxima vez que se

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llame la atención de la gente sobre sus asuntosmatrimoniales es lo más prudente y aconsejableque él aparezca como la parte perjudicada,profundamente perjudicada y obligada aemprender una acción decisiva.

—Estoy de acuerdo con vos —dijo Audley.—Eso es indiscutible —apuntó Cromwell.Audley hacía esfuerzos también por

recordar algo, una pequeña habladuría, una deesas cosas que a lo mejor sólo adquierenimportancia cuando se evocan después. Por fin loconsiguió...

—¡Ya lo tengo! —exclamó.Los otros dos hombres lo miraron como si

estuviesen esperando de él la solución total alproblema que acababan de plantearse. A Audleylo que iba a decir se le antojaba tan insignificantey frágil que vacilaba ahora que había llegado elinstante de exponerlo. Había sido un informeverbal, muy poca cosa, realmente. Por otro lado,ellos estaban allí para hacer un caso de nada. Noobstante, Audley decidió de momento formular

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una pregunta y no una declaración.—¿Conocéis por casualidad el comentario

que, según se dice, hizo la Princesa María cuandofue informada acerca del nacimiento de laPrincesa Isabel?

Instantáneamente se le vino a la memoria aCromwell lo que hasta hacía un segundo habíaestado intentando recordar. Pero, de acuerdo consu habitual cautela, inquirió:

—Yo no. ¿Cuál fue?—Yo lo recuerdo perfectamente —declaró

Norfolk—. El comentario en cuestión fue este:«¿Y se parece a su padre, Mark Smeaton?»¿Estabais pensando en eso, Audley?

Smeaton. Cromwell podía ver este apellidoante él, precedido y seguido de unas cuantasfrases, destacándose por encima de lasmuchísimas que había leído aquel día. «LordRochford dijo que Smeaton era un pobre zoqueteque andaba enamorado de la Reina».

—¡Ah, sí! Ahora recuerdo yo eso también.Pero una habladuría que aflora a los labios de una

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persona en un momento de rencor, por ejemplo,no puede constituir una prueba.

Tampoco podía ser considerada como taluna conversación sorprendida por un espía.

—Ya tenemos algo para empezar —manifestó Audley—. Me parece que debemostener presente que en un período de tiempo másbien breve Su Majestad ha sufrido una gravecontrariedad con el último aborto, aparte de laherida en la pierna. Un daño de tipo moral y otrode carácter físico. Hace unos minutos nos dijoqué era lo que quería y nos encargó la búsquedade los medios indispensables para lograrconvertir en realidad sus propósitos. Entiendoque debiéramos demostrar de algún modo queestamos realizando esfuerzos con objeto decomplacerle.

Norfolk se apresuró a responder:—Estamos de acuerdo, Audley. No

obstante, debierais ver que no ganaremos nadayendo a él para decirle que lo mejor que se nosha ocurrido ha sido asignarle el papel de un c... Él

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es como yo, un hombre sincero, franco, incapazde hipocresías. Hemos de ganar un poco detiempo. Digamos que estamos sobre la pista dealgo interesante, algo gracias a lo cual recuperarásu libertad sin merma de su popularidad. Estoservirá para contenerlo. Llegará un día en que sedirija a nosotros para preguntarnos: «¿Qué haydel asunto de que os hablé, caballeros?».Entonces le contestaremos que quizá sea posibleprobar que la Reina ha cometido adulterio. Loque él responda entonces decidirá el rumbo quetomemos. —Norfolk añadió, cínicamente—:Puede ser que entretanto mi sobrina se hayarestablecido. Peinada después de otra manera,convenientemente vestida, no sería extraño querenovara el hechizo de que nos ha hablado el Reyen beneficio propio. No. No debemosprecipitarnos.

Una vez más estaban de acuerdo. Harían verque desplegaban alguna actividad, que estabandispuestos a hacer cuanto en su mano estuvierapara complacerle... Eso sí. Nada de prisas.

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Sin embargo, sin previa discusión, sin másvacilaciones, algo había quedado decidido enfirme: Mark Smeaton era el hombre quenecesitaban.

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XXXVI

«¡Ay! Mark...Hubo un tiempo en que desde tu modestia te

elevaste,Y hoy tus amigos lloran justamente tu caída.Una rama podrida del árbol tan alto al que te

encaramasteSe ha quebrado bajo tus pies, siendo tu

muerte.»

Sir Tomás Wyatt

Stepney. 1.º de mayo de 1536

Mark Smeaton, vestido con sus mejoresropas, llegó a la casa de Cromwell, en Stepney,exactamente al mediodía. Estaba invitado acomer con el Primer ministro del Rey, un honorque era dispensable a pocos hombres y que él

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consideraba una especie de tributo a su geniomusical.

La invitación le había encantado. Lo que nopodía imaginar era que Cromwell no habíacontado con ninguna otra persona en el mismoplan. Lo más seguro era que estuvieseproyectando alguna diversión para el verano ynecesitara de sus consejos en cuanto a la músicaque cabía programar. Pero —y esto constituía lomás agradable de su experiencia—, a cualquiermúsico de modesta cuna le habría sido ordenadoque se presentase en el despacho de aquelpersonaje a las nueve de la mañana,permitiéndosele todo lo más un leve refrigerioen la despensa de la casa a su salida del edificio.A Mark Smeaton se le había pedido que fuera allía comer. Esta era la primera prueba palpable dereconocimiento, de admiración, que llegaba hastaél desde el mundo exterior. Y se hallabafirmemente convencido de que no sería la última.

La Reina había sido quien apreciara antesque ninguna otra persona sus dotes de músico

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nada vulgar y él, por esta y otras razones, laamaba. Desde luego, no podía adorarla comosímbolo de la pureza. Su primer embarazo habíadestruido aquella jugarreta de su fantasía. Parasalvar su cariño, destruido aquel pilar, habíaseapresurado a levantar otro. Ana era una esposaresignada, no amante. Sus bruscos cambios dehumor, sus silencios y sus tristes miradas teníansu causa correspondiente en su infelicidad. Laverdad era que estaba enamorada de él, con locual no hacía más que corresponder al profundoamor que la profesaba. Pero esto era un secreto,jamás confesado, ni aun estando los dos a solas.En una ocasión, en una ocasión solamente, élhabía intentado hablarle de su cariño, viéndoserechazado. Smeaton había llorado ante el desairehasta que pensándolo bien llegó a convencerse deque ella estaba en lo cierto. La Reina era unamujer juiciosa. Conocía el valor del silencio y elsecreto a lo largo de un idilio que no debía pasarde ser cosa de la mente y del corazón.

Sintióse un hombre extraño viéndose

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avanzar por las calles. Durante muchos años habíalimitado toda manifestación vital a su música y asus sueños. Había perdido el contacto con larealidad. En la Corte todo el mundo se habíafamiliarizado con sus maneras y nadie seextrañaba al verle inmóvil de pronto, con lamirada perdida en el vacío. En caso de sernecesario le decían: «Despertad, Smeaton», obien, «¿Qué? ¿Pensando en una nueva melodía?».Sumergido en las ruidosas calles de la ciudad sesentía desorientado y torpe y en una ocasión unamujer que llevaba un cesto de pescado se detuvodesafiante frente a él, increpándole: «¿Es que nopuedes mirar por dónde vas?».

Al llegar a la gran casa encontró la misma,cosa rara, desierta. Había oído decir queCromwell, aleccionado por la caída de Wolsey,vivía con una relativa modestia. Sin embargo,todo el mundo tenía servidores y un hombre detanta importancia como aquél, en un hogar tangrande, disponía seguramente de muchos. Lasaltas puertas, como de costumbre, se hallaban

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abiertas. Más allá, en el vestíbulo, no vio a nadie.Una tentación para los ladrones, indudablemente.Cuando vacilaba, sin saber qué hacer, aparecióante él un hombre. No supo de dónde habíasalido. Un camarero, a juzgar por las negras ropasque vestía y la cadena de oro...

—¿Master Smeaton? —inquirió el servidor.Éste le condujo escaleras arriba, cruzando

en su compañía varias estancias muy bienamuebladas, todas ellas vacías. Despuésabandonaron aquella planta para penetrar en unpasillo, adentrándose finalmente en un cuarto dedimensiones reducidísimas, de desnudos muros,enlosado suelo y pocos muebles. Simplemente:una mesa y cinco o seis sillas. Aquélla seencontraba adosada a una pared. Contaba lahabitación con una ventana, tan alta, tan malsituada, con unos barrotes tan gruesos que enaquella hermosa mañana de mayo la estanciaparecía estar bañada por la luz del crepúsculo.Transcurrieron unos segundos antes de queSmeaton se diera cuenta de que Cromwell se

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hallaba allí.—Master Smeaton, milord —dijo el

camarero.A continuación el hombre abandonó el

cuarto, cerrando la puerta al salir.Cromwell dio un paso adelante. Ni sonrió ni

le ofreció la mano. Quedóse quieto,contemplando a su visitante con la másdesconcertante de las miradas, esa que sedesplaza de la cabeza a los pies y de éstos aaquélla, con la intención de calibrar la calidad delas prendas que viste la persona objeto de talobservación, conocer su estatura, juzgar suporte...

La mirada de Cromwell puso muy nervioso aSmeaton, especialmente al descubrir el músicoen aquélla un destello de compasión. «Debohaber incurrido en un error, seguramente. Quizásme haya confundido de día. Tal vez no sea esta lahora», pensó Mark. Con el tartamudeo peculiaren él cuando se ponía nervioso, inquirió:

—¿Estabais esperándome, milord?

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—¡Oh, sí! Desde luego, os estaba esperando—respondió Cromwell con voz ronca, que nohizo sino incrementar la inquietud de Mark.

Y después, súbitamente, se le ocurrió cuálera la causa de que la casa estuviese vacía y a quéera debida aquella extraña recepción. ¡Porsupuesto! Aquel era el 1.º de Mayo, fecha en quese solía dar permiso a todos los criados, quededicaban la jornada a confeccionar guirnaldas.Las hembras se lavaban los rostros con agua derocío. Había que asistir a las innumerables feriasque se celebraban ese día... Era posible que el 1.ºde Mayo a uno se le dispensase no ser puntual eincluso que se le obligase a cumplir sushabituales obligaciones con un discreto retrasoen virtud de lo anterior. Llegando antes de que lamesa estuviese puesta habíase revelado como unhombre carente por completo de mundología... Yeso justificaba la mirada de Cromwell. «¡Pobremuchacho!», habría pensado. «No conoce lasnormas que rigen las relaciones sociales».

—Es... espero no haber llegado dema...

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demasiado temprano.—¡Oh, no! Nada de eso. Nosotros estamos

preparados ya. Sentaos.Smeaton había sido invitado a comer y

como viera una silla junto a la mesa echó a andarhacia ella...

—¡No, no! ¡Ahí no! —gritó Cromwell—.¡Aquí!

Aquello era como uno de esos sueños enque las personas y las cosas andan totalmentedesplazadas. La silla que acababa de señalarle suanfitrión era la mejor del cuarto. Tratábase másbien de un sillón. Brazos y patas mostraban unadelicada labor de talla. Al acomodarse en élSmeaton ordenó cuidadosamente los faldones desu nueva levita. Cromwell ocupó otro asientoenfrente y entonces la puerta se abrió para queentrara en la habitación el camarero demomentos antes, que ahora apareció acompañadopor dos sujetos de mala catadura, que vestíanpantalones de cuero y justillos. No llevabanningún plato ni fuente en sus manos. El camarero

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depositó sobre la mesa un recado de escribircompleto, tomando asiento en otra silla que habíadelante de él.

Habló Cromwell:—Os invité a comer, Smeaton, y la

invitación no era en balde. En estos momentosestán confeccionando una buena comida que mástarde tendréis ocasión de saborearcumplidamente, cuando hayáis respondido avarias preguntas que deseo formularos. Esperoque seréis sincero y rápido. Este es un asuntomuy desagradable para mí y deseo salir de él tanpronto me sea posible.

Fue en este momento cuando Smeatonrecordó que Cromwell había estado gravementeenfermo. Había permanecido en cama porespacio de muchos días, sin ver a casi nadie,negándose durante cuatro a comer y a beber.Quizás su cerebro se hubiese visto afectado porla dolencia.

—Contestaré con mucho gusto, si puedo,naturalmente, a cuanto me preguntéis —dijo

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Smeaton.—Magnífico. Bien. Vuestro nombre es

Mark Smeaton. ¿Se os conoce, se os ha conocidopor algún otro?

Una pregunta molesta. No obstante, aunquede mala gana, Smeaton contestó con sinceridad:

—Hay unas cuantas personas que me llamanMarks

[3]. Se trata de gente burlona o envidiosa,quien pretende que soy judío. Mi nombreverdadero es el que vos conocéis.

—Y sois el músico de la Reina, ¿no?—En efecto. Pero eso ya lo sabíais, milord.A sus espaldas oyó el característico, el

inconfundible rasgueo de una pluma deslizándosesobre el papel. Al volver la cabeza vio al hombreque había tomado por un servidor de la casaescribiendo rápidamente, finalizar su anotación yquedarse con la pluma de ave en alto, dispuesto aproseguir su tarea...

—Como podéis ver esta conversación tiene

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más importancia de lo que puede parecer aprimera vista. Se está haciendo un extracto deella por escrito.

Smeaton se sentía cada vez más confuso.Estaba habituado a contemplar el mundo exterior—aquel que alentaba aparte de su música y de sussueños—, como algo extraño, ajeno a él, yfrecuentemente no acertaba a comprender laconducta de la mayor parte de los hombres.Ahora pensaba que él era la única persona cuerdaen una tierra llena de locos. Le habían pedido quefuera allí a comer; había esperado pasar todoaquel tiempo hablando de música...

—Hace un momento —dijo Cromwell—,mencionasteis la palabra «envidiosa»refiriéndoos a cierta clase de gente.Concretamente, ¿quién os envidia y por qué?

Siempre situado a alguna distancia, Smeatonhabía tenido ocasión de presenciar o sorprenderalgunas intrigas cortesanas. Había visto más deuna vez cómo se podía avanzar a codazos. Se leocurrió pensar que lo más probable era que

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Cromwell quisiera solicitar su consejo. Ahorabien, hombre cauteloso, deseaba asegurarseprimero de que él no andaba complicado en nada,cosa que podía en ese caso originar dificultadesposteriores. Parecía estar dando un gran rodeoantes de adentrarse específicamente en el tema.Además, Cromwell era abogado y estos hombresposeen siempre sus métodos personales.

—Tal vez haya exagerado al usar esevocablo, milord. La cuestión es que yo soy unmúsico profesional. En la Corte hay muchoscaballeros que se las dan de tales. Algunos deellos poseen excelentes condiciones pero nodejan de ser aficionados. Entre las dos categoríasexiste una diferencia evidente, que no todos estándispuestos a reconocer.

—Es natural. ¿Y quiénes son esoscaballeros?

Smeaton no vio ninguna razón para negarse adar sus nombres. Todo el mundo los conocía. Elmás torpe de los pajes hubiera podido contestar aaquella pregunta tras una estancia de seis meses

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en la Corte.—La mayoría pertenecen a la casa del Rey:

Sir Harry Norris, Sir Francis Weston, MasterWilliam Brereton... Quizás el más significado detodos sea el hermano de la Reina, LordRochford. También hay que pensar en Sir TomásWyatt. Pongo frecuentemente música a susversos y no es raro que se discuta acerca deaquello que puede estimarse la base de una buenacanción.

—Así pues, existe un poco de envidia. Hay,por otro lado, cierto espíritu de competencia,¿no?

—Sí. Pero esto no es perjudicial. Todo locontrario. Tiende a mejorar cuanto hacemos.

—Y el fin primordial es complacer a SuMajestad, ¿no es así?

—¡Desde luego!—¿Habría interpretado yo fielmente

vuestras palabras si dijera que de ellas deduzcoque con vos es con quien ella se siente máscomplacida?

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—Esto, milord, da lugar, muy a menudo, adisputas. Todos nos afanamos por agradarle. Yfrecuentemente, sí, lo mío le gusta más que lo delos otros. Lo cual no es de extrañar. Yo meencuentro en condiciones de dedicar todo mitiempo y atención a mi música, en tanto que esoscaballeros tienen otras obligaciones que atender.

—Y todos deseáis agradar a Su Majestadporque la amáis, ¿verdad?

—Así es.—¿Amáis vos a Su Majestad?—Con todo mi corazón. Seguro que no

tiene un servidor más devoto que yo...De repente se le ocurrió otra explicación

que justificaba plenamente aquel interrogatorio.Todo el mundo sabía que la Reina había perdidoel favor de su esposo momentáneamente a causadel aborto. Eran muchas las personascalculadoras que habían iniciado una separación oapartamiento de ella evidentes. Últimamentehabía recibido a pocos visitantes y escasosobsequios. ¿Es que Cromwell creía también que

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él, Mark Smeaton, iba a abandonar a Ana paralanzarse tras Jane Seymour, cuya estrellaascendía más y más a medida que pasaban lassemanas? ¡Pensar eso de él, que hubiera elegido asu idolatrada Reina de serle propuesto quedarseen la tierra con una sola persona!

—¿Duda alguien de mi lealtad? —inquirióabandonando su timidez—. Decidme quién meacusa, milord, y haré que se trague sus palabras,quienquiera que sea.

Cromwell advirtió por vez primera eltamaño de sus manos, manos que en otro tiempoguiaran un arado, manos de aldeano, queresaltaban ante el fondo de las ropas de seda.

—Quieto —dijo Cromwell en el mismotono que si se hubiese dirigido a una monturanerviosa—. Vuestra devoción a la Reina no hasido puesta en duda por nadie. ¿Qué sentimientosabriga ella hacia vos?

—Le gusta mi música. Por eso la Reina menombró su músico personal.

—¿Os ama?

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Esta breve pregunta fue formulada en untono tan natural que daba la impresión de carecerpor completo de importancia.

—Todo lo que una Reina puede amar a unsimple músico.

Cromwell se movió levemente en su silla.Durante unos segundos Smeaton creyó que sedisponía a levantarse, que aquel extrañointerrogatorio había terminado. Seguramente, lehabía situado ya en su sitio, en el que lecorrespondía. A continuación vendría la comiday, en fin, las cosas normales de la jornada.

Pero Cromwell continuó donde había estadohasta aquel momento.

—Hasta ahora no hay nada que objetar —comentó aquél.

En la mente de Smeaton, totalmentedesorientada cuando se enfrentaba con larealidad, surgió una nueva idea. Tenía laimpresión de que se habían limitado a efectuaruna escaramuza. ¿Qué sucedería ahora? Lahabitación pareció estrecharse, tornándose al

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mismo tiempo más oscura.—Decidme, Smeaton: ¿Hasta qué punto

puede amar una Reina a un músico?Esta pregunta afectaba a su vida privada.

Tenía que andar con cuidado.—Ella se muestra siempre cortés, amable.—¿Nada más que cortés?—No sé qué queréis dar a entender con eso,

milord.—Yo creo que sí lo sabéis. Siempre habéis

sido considerado un hombre razonablementeinteligente. He de advertiros que los hombresque se encuentran en este cuarto han sidoescogidos por su discreción. Podéis hablar portanto libremente, sin timidez. Os he preguntado:¿Nada más que cortés?

—Nada más.—Formularé la pregunta de otra manera:

¿Ha habido entre vos y la Reina alguna relaciónde tipo... censurable?

—¡No! ¡No cabe imaginar tal cosa! Quiénhaya sugerido eso tiene que ser por fuerza un

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enemigo... ¡mío o de ella! Un enemigo y ¡de quéclase! Temible, vil...

—Me doy cuenta de que hace ya algúntiempo que estáis en la Corte. Naturalmente,habéis asimilado ciertos procedimientos, ciertasactitudes lógicas en un caballero. Hay pocoshombres dignos de ser considerados como talesque se atrevan a traicionar a una dama. Osaconsejo que dejéis a un lado esos prejuicios,esos mitos. Comprendo también que la memorianos falla a veces. En consecuencia, al mirar atrásy recordar habréis de tener presente que diciendola verdad no os perjudicaréis. Os beneficiaréis,más bien. ¿Ha incurrido la Reina en delito deadulterio con vos, Smeaton?

—¡No! Lo juro por el cielo que esperoalcanzar después de esta vida. ¡No!

—Entonces ya veo que la memoria osempieza a fallar.

Al pronunciar estas palabras Cromwell hizoun gesto de asentimiento y los hombres de lospantalones de cuero dieron unos pasos adelante.

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Smeaton forcejeó para desasirse de ellos, con ladesesperada furia de un gato montes. Pero lalucha estaba planteada en unos términos muydesiguales y a los pocos segundos aquél quedabaamarrado a los brazos y las patas del sillón.Luego uno de aquellos individuos le pasó por lacabeza un aro de cuerda con muchos nudos, quequedó ajustado a su cuello mediante laintroducción entre la carne y el cáñamo de unagruesa varilla.

Ahora comprendió Smeaton el perversoplan. Bien. Se habían equivocado al escogerlo aél. Jamás mancharía su nombre, hiciesen lo quehiciesen. Antes prefería morir.

Sí. De haber sacado sus verdugos unaespada, amenazándole con atravesarle de parte aparte o haber enarbolado aquéllos un garrote conel propósito de machacarle la cabeza, se hubieradejado matar con gusto, insistiendo en sunegativa.

—Repetiré la pregunta: ¿Ha incurrido laReina en delito de adulterio con vos, Smeaton?

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—No.Otro gesto de asentimiento. La varilla se

movió. La presión de la cuerda aumentó. Losnudos de ésta se clavaron en la carne de Mark,quien sintió lo mismo que si le estuvieranpinchando en los ojos, en la nariz, en los oídos,en la nuca.

De nuevo la pregunta. Y otra vez idénticarespuesta.

—No.Cromwell bajó la cabeza. Otro giro de la

varilla. Mark sintió como se le desgarraba la pielbajo la presión de los nudos de la cuerda.Entonces la sangre comenzó a fluir, lenta,pegajosa.

Mark era un hombre fuerte. Pero jamáshabía sido capaz de soportar el dolor, ni el suyoni el de los demás. Y aquello era algo másterrible. Aquello venía a ser una especie deagonía.

—Reflexionad, Smeaton. Pensadlo bien —dijo Cromwell—. Al parecer sois un hombre

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terco. Debo advertiros una cosa: disponemos deotros medios para obligaros a hablar si esteprocedimiento falla. Vuestra resistencia noconduce a nada. Al final habrá una confesiónfirmada por vos. Si confesáis por las buenassaldréis beneficiado. ¿Me estáis oyendo?

—Os oigo.—Confesad entonces.—Entre la Reina y yo no ha sucedido nunca

nada.La presión de la cuerda aumentó todavía

más, tornándose insoportable. Mark Smeatonlanzó un grito. Y luego le pareció haber llegadohasta el punto máximo de su resistencia.Experimentó la sensación de estarsumergiéndose progresivamente en la oscuridad.Le seguía la voz de Cromwell que después setornaba un susurro, desvaneciéndose poco apoco. Iba a morir, por ella...

—No se os ofrece más salida que la de laconfesión, Smeaton. ¿Aflojará el tormentovuestra lengua? Os lo diré de nuevo: habrá una

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declaración firmada por vos. Tanto si moríscomo si no...

No. No podía salvarla. No resolvería nadasufriendo horas y horas todos los tormentosideados por la crueldad del hombre. Al finalhabría una declaración escrita, firmada con sunombre y apellido, falsificados.

Inquirió, sollozando:—¿Qué queréis que diga?—Quiero que digáis la verdad. ¿Estáis

dispuesto?—Diré lo que queráis.—Entonces no os halláis preparado todavía.La cuerda se estrechó aún más. Smeaton

apretó los párpados. Unas gruesas gotas de sudorse deslizaron por sus mejillas.

—Lo diré. Diré lo que sea.—Eso ya está mejor —respondió

Cromwell.Éste debió haber hecho una señal para que

fuera aflojado el anillo de cáñamo.—Podéis empezar.

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Una vez hubo comenzado lo halló todo muyfácil porque en realidad estaba hablando de sussueños auténticos, no forzados. Por espacio decuatro años había soñado con poseer a la Reina.Así pudo traer a colación una gran cantidad depormenores que corroboraban cuanto ibarefiriendo, detalles captados por su vivazimaginación. Ella tenía un lunar en el cuello,siempre oculto o disimulado por alguna joya; sussenos eran tan pequeños que cabían en la palmade la mano; en el momento del orgasmo...

En este tono continuó hablando Smeatonhasta que Cromwell, que había considerado aquelpaso la solución definitiva del problema, sintióun ligero estremecimiento. ¿Sería posible quedando palos de ciego hubiesen logrado descubriruna grave verdad, oculta cuidadosamente hastaaquellos instantes? Él no había esperado obtenerotra cosa que su afirmación, una confesiónconseguida mediante la tortura. «Sí. Me heacostado con ella».

La información era mucho más amplia que

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todo eso. Aquélla no parecía, en absoluto, laadmisión de su culpabilidad hecha aregañadientes sino el relato espontáneo, franco,directo, de amigo a amigo, nacido del deseo defanfarronear con motivo de una experienciaamorosa. Todo, todo estaba allí. Hasta aludió a laenvidia que siempre le habían inspirado Norris,Brereton y Weston, quienes, según afirmó,resultaron más favorecidos que él.

Lo dijo todo, todo cuanto había estadosoñando día tras día que se convertía en realidad.Smeaton había llegado a convencerse de suautenticidad. De otro modo, ¿cómo habría podidovivir, amándola como la amaba y viéndola adiario?

—¿Y es eso todo lo que podéis contarme?—¿Os... os parece poco, milord?—El papel, Edward.Cromwell paseó la mirada por el mismo a la

ligera. Aquel no era el primer interrogatorio quesu secretario particular tomaba por escrito. Élsabía exactamente qué era lo que tenía que

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omitir.—Firmad ahora aquí.Smeaton firmó. Cromwell contempló su

rúbrica con satisfacción. Si alguien llegaba apensar, como ocurría siempre, que paraconseguir aquélla había sido empleado comomedio de persuasión el tormento resultaría fácilnegarlo.

—Que se quede aquí de momento —ordenóCromwell a sus hombres—. Dadle lo que leapetezca comer o beber y limpiadle la sangre.Tan pronto como oscurezca le conduciréis a laTorre. Sir William Kingston ha sido advertido yade su llegada.

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XXXVII

«¡Oh, Norris, Norris, mis lágrimas empiezana correr,

Al pensar en lo que te ha conducido,A ti y a los tuyos a la ruina!Esto es lo que dentro de la Corte todos

lamentan.»

Sir Tomás Wyatt

Whitehall, 1.º de mayo de 1536

Enrique miró a Cromwell, diciendo:—¡Si al menos Norris no estuviera

complicado en ese asunto! Un hombre que hadormido en mi propia cámara, más cerca de míque un hijo. Me parte el corazón que él, en quienhe confiado siempre...

—La declaración de Smeaton, Majestad, fue

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tal como ha quedado reflejada en el papel.¿Y por qué, en el nombre de Dios, el Rey no

había de sufrir también? Smeaton había padecidolo indecible aquella misma mañana y aún letocaba pasar más. Otras personas correríanidéntica suerte. Y el propio Cromwell habíasufrido mentalmente a lo largo de los tresúltimos meses más que mucha gente en toda suvida.

Antes que nada hubo de emprender la tareade notificar al Rey que había sido ideado unmedio que le permitiría recuperar su libertad,rápida y totalmente, pues el adulterio cometidopor una reina era considerado delito de altatraición que se pagaba con la muerte. Enriquehabíale preguntado instantáneamente:

—¿He de clavar yo mismo los cuernos enmi propia frente?

Cromwell había señalado que sólo cabíaaquella solución o la derivada de empezar acubrir una serie inacabable de trámites con elpretexto de la consanguinidad, lo cual reavivaría

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el recuerdo del viejo escándalo con MaríaBolena. También había la posibilidad de aludircomo excusa a la fórmula del «previo contrato»,que haría evocar a todo el mundo lascircunstancias del caso contra Catalina. No.Enrique le dijo que a lo largo del último veranohabía desechado ambas ideas, tras su charla conel Duque de Norfolk. No quería saber nadaacerca del tema de la consanguinidad, ni deprevio contrato, ni del adulterio...

Cromwell, ambicioso, cínico y egoísta,podía, cuando era llevado demasiado lejos,revolverse como una rata acorralada. Fue lo quehizo entonces.

—Majestad: no me dejáis más opción que lade envenenarla o la de lanzarla escaleras abajo...

Enrique, muy serio, consideró susugerencia, manifestando luego, con pesar:

—Eso es difícil de llevar a cabo y se prestaa toda clase de comentarios. ¡Santo Dios! ¿Eseso todo lo que se os ocurre? Os digo que yo loque necesito es desembarazarme de ella por un

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procedimiento que no me haga perder el cariñode mi pueblo.

—Su adulterio, de poder probarlo nosotrosdebidamente, satisfacerá vuestro deseo en todoslos aspectos.

—Y dará lugar a muchas burlas por parte demis súbditos.

—No creáis... Un hombre corriente,engañado por su mujer, suele convertirse enobjeto de mofa porque se le toma por un tipoestúpido, ciego. Va a su casa a cenar todas lasnoches; comparte diariamente el lecho con suesposa. Y, sin embargo, no ve nada, no observaningún detalle especial. En resumen: es un asno.Pero los reyes son seres que han de atender amúltiples quehaceres, viéndose esforzados aapartar su mente y sus ojos de los asuntosdomésticos. Estoy convencido, Majestad, de quesi procedéis tal como os he sugerido no habrá unsolo hombre en todo el país que no simpaticecon vos, ni una sola mujer que no piense que laReina se ha aprovechado censurablemente de

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ciertas oportunidades.Los discursos de este estilo habían sido

muchos e interminables. Estaban perdiendo eltiempo y Enrique, precisamente por tal motivo,se sentía muy irritado. La herida de la piernaestaba cada vez peor y su estado de ánimo seguíala misma marcha. Había pedido lo imposible y,comprendiéndolo, habíase desahogado aplicandoa sus consejeros los más duros epítetos, cuandono les arrojaba un cojín, el bastón o la banquetade tres patas en que apoyaba la pierna. La salud deCromwell se quebrantó por efecto de aquelesfuerzo y tuvo que guardar cama.

Súbitamente, luego, Enrique había cambiadode opinión, manifestándose conforme con quecontinuara la acción emprendida contra Smeaton.Cromwell se mostró muy contento.

—Esta tarde cabalgué junto a Norris, cuandoveníamos de Greenwich —declaró Enrique convoz lastimera—. Le rogué, le supliqué queconfesara. Le habría perdonado de haberlo hecho.Conozco perfectamente las argucias de Ana. Y

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hay aquí motivo de sobra para condenarla sinmencionar el nombre de mi amigo. Hubieraispodido borrarlo del papel. Pero se mostró tanterco como una mula. Tenía el aire del hombreculpable. Esto me dio que pensar. Recordé quedesde hace mucho tiempo se halla prometido a laShelton. No ha dado un paso para acelerar suboda. ¡Ya sabemos por qué! —Los párpados deEnrique se estrecharon al fijar una dura mirada enel primer ministro—. Contestadme consinceridad. Vos estabais al corriente de todoesto. Sugeristeis la acusación por adulteriodebido a que sabíais que pisabais terreno firme.Si en tal caso os encontrabais vos lo mismo leshabrá sucedido a los otros. En el nombre deDios, ¿por qué no me informasteis a su debidotiempo?

Un nervioso temblor sacudió a Cromwell.Fue el suyo, no obstante, un sobresalto interior,no perceptible en su carne ni en su voz. Hicieralo que hiciera uno, pensó con amargura, todoresultaba expuesto. Abismos en los que ni

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siquiera se soñaba abríanse de pronto a los piesdel que hablaba o actuaba... Evocó por unmomento con envidia a su padre, herrero deprofesión. Cuando un caballo salía de su fraguabien calzado el propietario de la montura,satisfecho, abonaba el importe de su trabajo ytodo acababa allí. En el mundo en que habíaescogido vivir no existía ningún trabajocompleto...

—Debo aseguraros, Majestad, muyformalmente, que hasta esta mañana yo no supenada. Lo que Smeaton reveló en su confesión mesorprendió tanto como a vos. Nos fijamos en élconsiderándolo un hombre del que podríamosobtener algo. Viviendo cerca de la Reina,habiendo hecho dos o tres comentarios que eraposible incluso que no significaran nada... Luegole interrogamos y...

—¿Le torturasteis?—Majestad: el interrogatorio se llevó a

cabo en mi casa, donde no guardo instrumentosde tortura. En cuanto a la firma... Bien podéis ver

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que no hubiera podido ser estampada por unhombre que acabara de ser cruelmentemaltratado.

Casi a disgusto, Enrique respondió:—No. No es que me importe. ¡Debiera

hacerle pedazos! Sin embargo, Norris...—Naturalmente, grande fue mi pesar al

comprobar que andaban complicadas en el asuntovarias personas que gozaban de vuestraestimación. Pero creí que mi deber ineludible eradeciros esto: dejad que todo siga su curso. Lacosa marcha bien en determinados aspectos. Ellase presenta a los ojos del país como un monstruode iniquidad, hasta el punto de que ninguno de loshombres que había a su alrededor podíaconsiderarse a salvo. Desde nuestro punto devista todo ha funcionado bien.

—Sí, demasiado bien, quizás.Enrique escrutó atentamente el rostro de

Cromwell, sorprendiendo en aquél un gestotranquilo, candoroso. Luego, como si tratara dehallar algún fallo, Enrique releyó la confesión de

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Smeaton, descubriendo no lo que buscaba, sinouna verdad desagradable, odiosa. Aquelcondenado músico había disfrutado de ella comoél mismo tiempo atrás soñara, sin conseguirlonunca. Y los otros, indudablemente, habríantenido idéntica suerte.

—Envié a Norris a la Torre. ¿Dónde seencuentra este miserable?

—Camino de ella.—Bien. ¿Y qué ha sido de los otros?—Fueron arrestados o lo están siendo en

estos instantes.Y luego, en lo más profundo de aquel

voluminoso cuerpo, el del miembro ulcerado,dentro de la mente, sofocada, aislada de larealidad por una espesa capa de egoísmo,corrompida por el poder, se agitó, quizás porúltima vez el Enrique Tudor alegre, justo ycordial de otros tiempos.

—Nunca deseé una cosa como esta —dijo—. Me tiene sin cuidado que a ella le pase lo quesea, pues aunque Norfolk opine lo contrario, la

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verdad es que esa mujer me embrujó. Por culpade ella perdí los mejores años de mi vida. Ahorabien, me propongo perdonar al hombre cuandoéste nos haya servido. Me propongo perdonarle...

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XXXVIII

«Fui cruelmente tratada en Greenwich,hallándome ante el Consejo del Rey. Milord deNorfolk se limitó a decir: «Tut, tut, tut» tres ocuatro veces, moviendo la cabeza otras tantas. ElTesorero estaba en el Bosque de Windsor. Elinterventor fue un caballero. ¡Nunca se vio unareina tan duramente tratada como yo! MasterKingston: ¿Sabéis acaso por qué estoy yo aquí?»

Palabras de Ana a su llegada a la Torre.

La Torre. 2 de mayo de 1536

Cobró de nuevo sentido de la realidadsiguiendo un proceso que no se diferenciabamucho del despertar de un ligero y agitado sueño.Pero ella no había dormido. Lo sabía porque seencontraba de pie, con las manos nerviosamente

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cogidas. Podía pensar; era capaz de ver y oír; nosentía ningún dolor... Y sin embargo, algo raropasaba allí. Sí, había un boquete, un vacío...

Paseó la mirada detenidamente a sualrededor y entonces reconoció la habitación Setrataba de la misma que ocupara en la Torre pocoantes de su coronación. Pero ahora no se veíanallí flores. Por lo demás, nada había cambiado.Descubrió incluso su sillón, bajo un dosel. A estelado del vacío, la cámara de la Reina en la Torre.¿Y en el otro? Ana recordó perfectamente la vozde Norfolk, su tío, diciendo: «Hemos recibido laorden de proceder a tu arresto porque se te acusadel delito de traición. Vamos a trasladarte a laTorre».

En la comida... Sí, esto había ocurridodespués de aquélla, que nada había tenido deanimada. La tarde anterior el Rey se habíalevantado de pronto, marchándose sin pronunciaruna sola palabra, con una sombría expresión dedisgusto en el rostro, dejando a sus espaldas aunas cuantas personas inquietas. Ana había vivido

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en ton estado de constante temor desde enero ytodas sus damas parecían participar de aquelsentir. Estaba segura de que Enrique intentaríadesembarazarse de ella por un procedimiento uotro, y algo anormal llevábala a pensar que parasu esposo el momento de emprender tal acciónhabía llegado. Anormal era, en efecto, que el Reyse marchase antes de que finalizase un torneo.Estaba, pues, preparada. Enrique utilizaría unaexcusa. Ahora bien, en cuanto a acusarla detraición...

Al pronunciar Norfolk esta palabra ella sehabía echado a reír. Había sido la suya una risanerviosa, la que aflora a veces a los labios en losinstantes menos a propósito. Ana carecía defuerzas para dominar la suya. Sus damasparecieron asustarse e incluso su tío y loshombres que le acompañaban se retiraron unpoco. Luego Emma había acudido corriendo,armada con su remedio infalible, apresurándose aadministrar a su señora una fuerte dosis de aquél,al tiempo que le decía: «Debéis tranquilizaros,

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Majestad». Unos minutos después sus histéricasrisas habían cesado y Ana había contestado a sutío: «Si esto es deseo expreso del Rey, me tenéisa vuestra disposición». Tras esto ya no recordabanada, ni siquiera cómo había hecho el viaje.

Sí. Allí estaba... Y no en un calabozo, comocasi cabía esperar. Tampoco se hallaba sola. En elextremo opuesto de la habitación había dosmujeres. Ana parpadeó. La droga de Emma lehabía producido la modorra de siempre.Fijándose mucho en las dos figuras se esforzópor identificar aquéllas con las de Margaret yEmma. Pensaba que éstas podían haber insistidoen acompañarla, por su constante proximidad.Pero no lograba del todo su propósito...

—¿Quiénes sois? —acabó preguntando.Una de las mujeres respondió:—Sabes muy bien quién soy yo. ¿Qué treta

pretendes emplear ahora? Soy tu tía, IsabelBolena. Y debo añadir que cuando me casé con tutío y tomé su nombre poco podía imaginarme quellegaría un día en que me sentiría avergonzada de

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él.—Yo soy la señora Cosyns —explicó la

otra mujer.—¿De qué os avergonzáis?—De haber emparentado contigo, aunque

haya sido políticamente —repuso su tía con unamirada que subrayaba aquellas palabras—. Ya hasvisto de qué se te acusa.

—De traición, me han dicho. Pero esto noes cierto. ¿Cómo iba yo a incurrir en tal delito?

—No sé qué esperas ganar haciendo comosi no supieras de qué se trata. Las dos mujeresque llegaron aquí contigo dijeron que habías oídoclaramente los cargos formulados contra ti.

—¿Están dos de mis damas aquí? Megustaría que viniesen. Y que vos os fueseis.

—Tu gusto ha dejado de ser ley ya. Ahoraharás lo que te sea ordenado. Soy yo la encargadade atenderte, en compañía de la señora Cosyns.

—Puedo deciros —añadió la aludida—, queno es ese un trabajo que me entusiasmeprecisamente.

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—Recordaré muy bien vuestra actitud haciamí cuando esta farsa termine, señora Cosyns.

—¿Hablas de farsa? —saltó Isabel Bolena—. Tragedia, diría yo. Esto va a ser una tragedia,efectivamente, para los miembros decentes de lafamilia.

—Sabéis muy bien que yo no he cometidoningún delito de traición. Esto constituye unpretexto. Para el Rey yo ya no represento nada yquiere desembarazarse de mí. Yo estabaconforme con desaparecer. Se lo habría indicadoespontáneamente si me hubiese facilitado unaoportunidad. No era necesario inventar unaacusación.

—«No era necesario inventar unaacusación...» —repitió la tía de Ana—. ¿Cómopuedes permanecer tan tranquila ahí, diciendoesas cosas, cuando tú sabes...?

—Lo que yo sé es que jamás incurrí entraición alguna, que jamás llegué a pronunciarsiquiera una palabra que pudiera interpretarsecomo tal. Cuando me detuvieron sufrí un ataque y

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Emma me administró un calmante. Quizá seaverdad que estuve escuchando, aparentemente,los cargos formulados contra mí; es posible,incluso, que replicara o hiciese algúncomentario, pero no es menos cierto que no meacuerdo de nada. Os quedaría muy agradecida sime dijeseis qué es lo que se asegura que hehecho yo.

Ana se dirigió al sillón que había bajo eldosel, sentándose con las manos cogidas sobresu regazo.

—No pienso ensuciar mis labios relatandotan repugnantes cosas —contestó Lady Bolena.

—Yo os lo diré —manifestó la señoraCosyns.

Seguidamente, ésta se adelantó. No teníaningún motivo personal para odiar a Ana. Laseñora Cosyns era una mujer más y años atráshabría sido una criatura inocente. La vida,seguramente, por una u otra causa, habíalaendurecido, tornándola brusca, despreciativa,descortés. Con auténtica satisfacción declaró:

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—Estáis acusada de haber cometidoadulterio. Con cinco hombres, uno de ellosvuestro propio hermano.

—¡Oh, no! No es posible que haya nadiecapaz de tanta perversidad.

Quería dar a entender que ni aún Enrique,impulsado por su odio, podía haberse rebajadohasta el extremo de inventar una acusaciónsemejante.

—Vos habéis sido tan mala como paraincurrir en esa grave falta —repuso la señoraCosyns—. Mark Smeaton, vuestro favorito, hizouna confesión completa, gracias a la cual se haconocido la conducta de los demás.

—¿De los demás? —inquirió Ana con vozmuy débil.

—Sí: Sir Harry Norris, Sir Francis Weston,William Brereton y vuestro hermano.

—Todos lo habrán negado.—Naturalmente. Lo malo es que todo ha

quedado cuidadosamente anotado por escrito, taly como Smeaton lo señaló... firmando después su

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declaración.—Mark fue a casa de Cromwell ayer. Estaba

invitado a comer allí. No regresó. Carente deprotección fue torturado. Un hombre, en estascondiciones, dice siempre lo que quieren losdemás que diga.

La conversación había llegado a un puntoque determinó la intervención de Isabel Bolena.

—Según ha afirmado el Duque, ningúnhombre sometido a tortura es capaz de estamparuna firma como la de Smeaton, limpia, clara,trazada con buen pulso.

—Todo esto no traduce más que rencor —indicó Ana—. Fingía tenerme gran afecto... Yo leofendí en una ocasión. Esta es su venganza.

Ana vio con la brevedad de un relámpago laimagen de una muchacha gravemente enojada,planeando su venganza, dirigida contra un grancardenal. Podía compararse con la de aquelimpotente y resentido músico forjando un planpara quitarse la espina que su reina le habíaclavado en el corazón.

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Habíanse dado instrucciones a las dosmujeres para que estuvieran atentas a cuantodecía Ana, por si facilitaba alguna informaciónútil. Lady Bolena, por tal razón, formuló lasiguiente intencionada pregunta:

—Y, ¿quieres decirme por qué razón eseperrito faldero de Smeaton había de revolversepara morder a su dueña?

—Tenía celos. Está un poco loco también. Yya me imagino por qué causa citó a esoshombres. Ordinariamente, cuando llegaban a misaposentos, solían besarme la mano; en Navidad,el Día de Año Nuevo o el de mi cumpleaños, mefelicitaban dándome un beso en la mejilla. Mihermano, además, me abrazaba. Una noche...Mark tocó para mí. Lo hizo magistralmente, porlo que poniéndole la mano en un hombro le di lasgracias por su actuación. Él cogió aquélla, le diola vuelta y me besó en la palma de la mano.Retiré ésta inmediatamente. «No puedes hacereso, Mark», le dije. Él me respondió: «Aquellosque no son más que simples amigos vuestros

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pueden besaros. En cambio, a mí, que soy vuestroesclavo, no me está permitido». Entoncescomenzó a llorar. Lloraba con mucha facilidad...Le contesté: «Tú no eres mi esclavo, Mark, sinomi músico. Y no me es posible permitirte lasmismas libertades de que gozan unos caballerospertenecientes a la casa de Su Majestad». Estodebió sentarle mal. Me di cuenta en seguida ylamenté el incidente. Tenía muy presentesiempre que procedía de humilde cuna.

Ana recordó sus redoblados esfuerzos, eninnumerables ocasiones, por evitar a Smeatoncualquier humillación. Así se lo pagaba ahora. Siaquello era todo obra suya...

Se irguió.—Tengo que rechazar esa acusación. Pero,

¿cómo? Aunque pudiera abrirme en canal nopodría demostrar que estoy limpia de tal pecado.

Ana se llevó ambas manos al corpiño y porun momento las dos mujeres pensaron quedesgarrando sus ropas iba a exponer aquel cuerpoque había originado tantas complicaciones... y

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que daría lugar todavía a unas cuantas más. PeroAna bajó sus manos inmediatamente,comentando:

—George y los demás caballeros negaránesta absurda acusación.

Tenían que proceder así. Tanto por amor a lasinceridad como por egoísmo.

No existía en la tierra un hombre quepudiera afirmar, confiadamente, que había pecadocon la Reina. Ella había sido extraordinariamentemeticulosa a lo largo de aquellas semanas en queno buscara otra cosa que quedar embarazada denuevo. Ana había sido entre las enmascaradasdanzarinas una más. Primeramente había formadoparte de una pequeña multitud disfrazada contrajes de la época del Papa Julio; otra noche lossalones de palacio habían acogido a tres docenasde falsas lecheras; posteriormente había habidocuarenta y tres versiones de su misma persona...Ella apenas había hablado. En determinadascircunstancias, cuando esto resultara ineludiblehabía cambiado la voz, procurando evitar el

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acento francés. Todo lo más había dado laimpresión de ser una campesina, una muchachade Norfolk o Suffolk invitada por una vez a tomarparte en un baile de disfraces en la Corte, unajoven aturdida que deseaba disfrutar de aquellaocasión única y llegar hasta donde hubiera quellegar. Había tomado todas las medidasnecesarias para estar segura de que al díasiguiente no habría ningún hombre que pudiesemirarla pensando que...

—Mintiendo no se salvarán. Tampoco ossalvará a vos la mentira —dijo la señora Cosyns—. Mejor será que confeséis de plano vuestrafalta y os dispongáis a morir en estado de gracia.

—¿A morir?—A los traidores se les condena

habitualmente a la pena capital.Aquella mujer se pronunciaba contra Ana de

un modo implacable. Obraba con un fin fijado deantemano: una confesión total evitaría muchostrámites y dilaciones.

Ana rechazó esforzadamente aquel pánico

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que se iba apoderando de ella. Su pariente máspoderoso, su tío, el Duque de Norfolk, se habíapronunciado contra ella. Ahora bien, su padre,seguramente... Esto le llevó a pensar en Lady Bo.

—Mi pobre madre... —dijo—. ¡Se moriráde vergüenza!

—Tu madre murió hace veinticuatro años —contestó secamente Lady Bolena—. Si terefieres a esa palurda de Norfolk, a tu madrastra,te diré que tal clase de gente no suele morir depesar. La vergüenza la pasarán aquellas personasque son de tu misma sangre.

—No pocas de ellas tienen bastante sentidocomún —replicó Ana con un destello del espírituque la animara en otros tiempos—. La acusacióncarece de fundamento. Nadie que no estéenvenenado por el odio podrá dar crédito aaquélla.

Pero el Rey lo creería todo a pies juntillas.Ahora la odiaba tanto como la amara años atrás. Yél tenía poder de vida o muerte sobre sussúbditos.

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—Me preocupa la suerte de esos jóvenes ydesgraciados caballeros —dijo Ana.

—Es para preocuparse. Tus perversidadesles han conducido a la presente situación. Estáncondenados a morir por su estupidez.

Ana se derrumbó sobre su sillón y comenzóa pensar en la muerte. Ésta llegaba para todo elmundo. Con el primer aliento se empezaba amorir y cada uno acercaba progresivamente al serhumano a su final. Pero con objeto de poder vivirtodo el mundo procuraba desechar talesreflexiones, ya que de no ser así la vida sehubiera transformado en una angustiosa espera.Moría éste, moría aquél... Pero cada unoprocuraba no enfrentarse con la verdad. Incluso alllegar a la meta se sucedían los últimos ydesesperados remedios. Los últimos y roncosestertores no perseguían otra cosa que eludir loineludible, burlar a la muerte...

Enrique actuaría con rapidez. Ansiaba tenera Jane junto a él y deseaba que nadie discutiera lavalidez de su matrimonio.

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Pasados unos días, quizás, estaría muerta.Ana contempló sus manos, sintió los aceleradoslatidos de su corazón dentro del pecho e imaginóla quietud, el frío, la irrevocabilidad de la muerte.«Y tras la muerte, el juicio».

Permaneció sentada largo rato, repasando suvida, tal como quedaría expuesta ante Dios, talcomo ella tuviera ocasión de explicarla, quizás.Luego se sintió consolada. Dios lo sabía todo.Estaba al tanto de los diarios cambios personales,del egoísmo que impulsaba a muchas personas,de los muchos defectos de éstas, de los pecadosen que incurrían... También Él sabría que todohabría sido diferente, incluso ella misma, dehaber podido unirse libremente en matrimonio aHarry Percy.

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XXXIX

«Nosotros, el Abad y convento... por losmuchos beneficios que nos han sido conferidospor el excelente caballero Tomás Cromwell,Secretario Principal de nuestro señor, EnriqueVIII... damos y concedemos al referido Tomás...nuestra renta anual o anualidad de diez librasesterlinas... y nuestra casa de Harlowe y suspertenencias, en el Condado de Essex».

Extracto de una concesión que figura en la«Collectanea Buriensis Civitatis».

Westminster. 10 de mayo de 1536

Todo lo que podía hacerse para aclarar laatmósfera que allí se respiraba había sido hechoya. Las ventanas se hallaban abiertas de par enpar. En los últimos minutos alguien se había

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dedicado a quemar espliego. Pero el hedor eratodavía tan perceptible que Cromwell, que sentíaunas náuseas incontenibles, se detuvo en elumbral de la cámara, sacando un pañuelo, con elque se tapó la nariz. Después comprendió que talgesto podía molestar al Rey, de manera que optópor simular una serie de estornudos.

Desde el lecho en que Enrique se hallabaacostado, completamente vestido, aquél lepreguntó:

—¿Os habéis resfriado?—No, Majestad. No. Es la fiebre del heno.

Nada, en resumen. ¿Cómo os encontráis?—Mejor. Pero aún no estoy bien del todo.

Me han abierto la pierna e, indudablemente, alproceder así, me han salvado la vida. Nunca mesentí tan cerca de la muerte como esta mañana,Cromwell. Recordé aquel día en que me caí en lazanja de Hitchin y estuve a punto de ahogarme enel cieno.

Diez o doce días antes el Dr. Butts habíaconseguido cerrar la úlcera. Enrique, muy

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contento, se deshizo del vendaje, regalando a sumédico la escritura de una casa situada enEwhurst. Pero el veneno, al serle negada la salida,habíase extendido hacia dentro, lo cual,combinado con las preocupaciones y sudeterminación de reanudar su vida normal cuantoantes, mostrándose al pueblo como un hombreinocente y perjudicado, originó un serioconflicto. Enrique habíase despertado en lasprimeras horas de aquella madrugada trastornado,llamando a gritos a Norris. Su nuevoacompañante había ido en busca del Dr. Butts,quien se encontró con una fiebre muy alta,inspeccionando a continuación la pierna,horriblemente inflamada. Entonces envió a porun barbero-cirujano, quien llevó a cabo laincisión de rigor. Enrique experimentó un aliviocasi instantáneo. Por la noche se encontraba tanbien que, vendado de nuevo, intentó salir.Habiendo dejado esto para más tarde, demomento descansaba.

Tenía mala cara, con todo. Igual que

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Cromwell. Éste se veía empujado por aquello quemás desagradaba a los abogados: la prisa. Senecesitaba tiempo para reunir pruebas. Éstas,después, han de ser comprobadas, estudiadas,colocadas en debido orden. Y el Rey no queríadilaciones. No hacía el menor caso de lasprotestas. Todo aquello era sumamentedesagradable para él y deseaba liquidar el asuntocuanto antes. Así pues, a lo largo de los últimosdiez días Cromwell se había visto en la situaciónde una escrupulosa ama de casa que se vieraobligada a hacer sus compras cinco minutosantes de que todas las tiendas cerraran. En laspruebas que había recogido localizábanse ciertascontradicciones. Se ponía enfermo nada más quede pensar en ellas.

Junto al lecho del monarca, sintiéndose casitan enfermo como él, quejóse de su falta desalud, haciendo votos porque Enrique recuperarapronto la suya.

—¿Se os ha ocurrido pensar alguna vez,Cromwell, que yo puedo morirme? —inquirió el

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Rey.—Todos los hombres tenemos que

morirnos, Majestad. Sin embargo, no he pensadonunca en vuestro óbito puesto que es improbableque tenga la desgracia de sobreviviros. Yo cuentoseis años más que vos.

—Eso es lo normal, marchando las cosasbien. Pero es que mi estado ahora dista mucho deresultar satisfactorio. He reflexionado...Supongamos que yo muriera. Supongamos que yohubiese fallecido esta mañana. ¿Quién sería elheredero? ¡Isabel...! ¡La hija de esa bruja! ¿Meequivoco?

—Declarado vuestro primer matrimonionulo, siendo la Princesa María hija ilegítima, sededuce que...

—Eso no debe ser. Escuchadme ahora. Soymortal. En el momento en que este asunto quedeliquidado me casaré de nuevo. De haber muertoella de parto o por efecto de cualquier otra cosayo habría tenido la delicadeza de guardarle lutopor espacio de dos meses. Pero nadie puede

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esperar que sea respetado el recuerdo de unaadúltera. Me casaré en seguida. Ahora bien, unacriatura necesita nueve meses de tiempo paravenir al mundo. Si yo dejara como heredera aIsabel, es indudable que sabría rodearse deamigos suficientemente poderosos para hacervaler sus derechos. Esto no me convence.Necesito por tanto, señor Secretario, que seaborrado hasta el recuerdo de ese matrimonio, quequede todo como si nunca hubiese existido.

Cromwell sabía que cuando Enrique sedirigía a él llamándole «señor Secretario» nohabía escape posible.

—Pero, Majestad... ¿Con qué fundamento?Fue un enlace legal...

—¡Al diablo todo! Yo os diré con quéfundamento. Yo os daré a conocer los medios.Ella será juzgada y condenada. La condenarán amorir en la hoguera o decapitada, de acuerdo conmis deseos. Le daremos algún tiempo para quepiense lo que significa lo primero y luego leofreceremos la generosa alternativa: un piadoso

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golpe de hacha, asestado por un experto verdugotraído de Calais. Esto a cambio de su declaraciónde que no fue en ningún instante mi esposa.Podría alegar la fórmula del compromiso previoo cualquier otra excusa, la que se le antoje. Hayque disponerlo todo de manera que nuestromatrimonio sea registrado como no válido, a finde que el camino hasta el trono quede despejadopara mi próximo hijo, aun en el caso de quenaciera otra niña. ¿Me habéis entendido?

Cromwell reflexionó. Luego, juntando lasyemas de sus dedos, respondió:

—Esto, Majestad, trae a colación uninteresante punto. Si ella no fue nunca vuestraesposa no puede ser adúltera ni traidora. Seráculpable de fornicación, lo cual es una falta queno se paga precisamente con la muerte.

—¡Santo Dios y qué astuto sois, Cromwell!—no pudo menos que exclamar Enrique.

Y habiendo dicho esto sintió que unprofundo terror se apoderaba de él.Experimentaba la misma sensación que si se

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hubiese descubierto de pronto al borde de ungran precipicio. Él había sido siempre un hombrede gran viveza mental, de rápida percepción. Estahabía sido su única ventaja sobre Wolsey, mássutil. Había en los archivos oficiales centenaresde documentos por él firmados. Los vigorososcomentarios estampados por Enrique en aquellospapeles hablaban claramente de su facultad deadentrarse en el corazón de los más variosproblemas. Y esto nada más que a la primeramirada. Aquel detalle se le había escapado. Laspreocupaciones y la herida de la pierna iban a daral traste con su atormentado cerebro.

—Mis despreciables facultades han estadosiempre al servicio de Vuestra Majestad —dijoCromwell, halagado por el cumplido—. Y taldetalle, aunque interesante, carece deimportancia. Ella será juzgada como Reina,condenada como Reina... Luego, en una sesiónprivada, celebrada con la ayuda de diversasautoridades de confianza, la detenida admite laexistencia del «contrato previo». Puede ser que

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posteriormente uno o dos de esos abogados quetanto abundan en Londres se ocupen del punto enque antes nos hemos fijado —Cromwell acababade dejar en muy buen lugar al Rey, obrando congran tacto—. Pero es que aún queda la acusaciónde incesto en pie. He aquí algo que repugna atodo hombre normal. Va contra todo instintodecente. Los agitadores profesionales de laplebe, aunque se aferren al grito de «No hayReina, no puede haber adulterio», cosa que sehallan en condiciones de hacer, se lo pensaránmucho antes de colocarse al lado de un —Majestad: creo que no existe un nombreadecuado para tal individuo—, «colaborador» enuna relación incestuosa. Esto es —añadióCromwell en tono quejoso—, siempre quepodamos probar ese hecho. Los datos que hastala fecha he podido reunir no abonan semejanteafirmación.

—¿Habéis hablado con su esposa?—No, Majestad. Seguramente la esposa será

la última persona que...

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—¡Ah! —exclamó Enrique. Ahora éstesentía la sensación del jugador de tenis quehabiendo perdido una pelota —«No hay Reina, nopuede haber adulterio»—, tiene la ocasióndespués de colocar otra que hará perder un tantoal adversario—. Lady Rochford, si recuerdo bien,fue una de las personas que apoyaron con másentusiasmo la causa de la Princesa viuda, quien,cuando los emisarios franceses insistían en ver aLady María, anduvo por las calles entre grupos degente, gritando. Envié a muchos de esosindividuos a la Torre en su día. Naturalmente, nosiente el menor afecto por la hermana de sumarido. Puede que sea la última persona que sepaalgo de ese asunto, pero será la primera enponerse a graznar a poco que insistáis. Os diré loque tenéis que hacer con tal fin. Decidle que laTorre sigue en el mismo sitio y que dentro deledificio hay varios aposentos menosconfortables que aquel que ocupó en su últimavisita. Luego, sometedla a un breveinterrogatorio. Sus respuestas iluminarán, quizás,

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muchos puntos oscuros.—Cumplimentaré vuestra orden

inmediatamente, Majestad.Cromwell pudo haberse retirado entonces.

Ya tenía las debidas instrucciones. «Vete, vete ya,recadero. Apresúrate a hacer la voluntad de tuamo. Préstate a todo, burla a la ley, corta el pasoa todo hombre justo, a cualquier londinense quese alce para protestar, para señalar un desafuerocon el tono de voz familiar a los oídos ingleses».Sí. Cromwell ya estaba preparado, dispuesto ahacer todo aquello. Así complacía al Rey.

Pero de vez en cuando los recaderos tienentambién alguna iniciativa y no quierendesaprovechar la oportunidad de lucirse antequien les manda.

—La fecha del juicio se nos echa encima —manifestó Cromwell—, y quedan por reunir aúnalgunas pruebas. Lo más probable, Majestad, esque ande atareado hasta los últimos días del mes.De modo que... ¿Os sentís suficientemente bienpara considerar otro asunto?

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—Ya os dije que me encontraba mejor. ¿Dequé se trata?

—De la disolución de varias de las másextensas órdenes religiosas. Los informes queposeemos no favorecen mucho a éstas. Dejandootras consideraciones aparte, la Tesorería deVuestra Majestad acogería muy bien las rentascorrespondientes a esas liquidaciones.

El argumento se ajustaba tan exactamente ala necesidad como los nudos de la cuerda conque Smeaton había sido atormentado al cuello deéste.

Enrique no era partidario de la disolución delas órdenes religiosas. Esto sabía a Luteranismo.Sin embargo, dejarlas en el estado en que seencontraban varias de ellas era avivar el tipo deescándalo que incubaba la reforma religiosa. Y,como había señalado Cromwell, el dinero hacíafalta. Existían puntos —y no debía perderse estode vista—, en que la lealtad al Papa era todavía unhecho.

Hasta aquellos momentos sólo había

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ordenado la disolución de unas cuantas, las másreducidas o las de peor reputación. Se hallaba enrelaciones bastante cordiales con los religiosos ymonjas que se habían mostrado dispuestos areconocerle como Cabeza de la Iglesia. Habíalesconcedido generosas pensiones. Uno o dossacerdotes habían sido nombrados obispos.

—Aquí tengo una lista —dijo Cromwellmostrándole un papel que acababa de sacar de unbolsillo—. En mi opinión, la mayor parte de lasrentas declaradas podrían multiplicarse por dos opor tres.

Al alargar la lista al Rey éste hizo unexpresivo ademán, desechándola.

—Cinco o seis viejos o viejas temblorososque ocupan una casa próxima a derrumbarse yposeen un caballo rojo y cuatro ovejasdesnutridas. ¿Cómo voy yo a preocuparme poresas minucias? ¡Haced lo que os plazca conellos!

—Esa clase de pertenencias a las que aludí,Majestad, son cosa del pasado —señaló

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Cromwell—. Los edificios de estas comunidadesson grandes, lujosos...

—Os he dicho que podéis hacer lo que osplazca. ¿Os ha endurecido el oído esa fiebre delheno que padecéis?

Cromwell se guardó el papel.—Iré a ver a Lady Rochford inmediatamente

—anunció—. Os deseo un rápidorestablecimiento, Majestad.

Fuera ya de la estancia, Cromwell hizo unaprofunda inspiración. Quería limpiar suspulmones de aquel aire contaminado que habíaestado respirando junto a su Rey. De momentoborró de su mente toda idea relativa a la Reina yal inminente juicio. En la lista que llevaba en unode sus bolsillos figuraba el nombre de una ricaabadía, la de los benedictinos de Bury St.Edmund’s. El Abad Reeve, que regía aquélla,había ofrecido recientemente a Cromwell undonativo de diez libras al año y una hermosa casaen Harlow. Intentaba comprar la inmunidad paraél y los suyos.

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«Se me ha dicho que hiciera lo quequisiese», pensó Cromwell. «Aceptaré elsoborno y le daré al Abad Reeve un respiro, dos otres años, por ejemplo, por mostrarse tan amable.La noticia correrá y otros como él seguirán suejemplo. Bien sabe Dios que necesito obteneralgunas recompensas para consolarme de tantascosas sucias como me veo obligado a hacer.»

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XL

«El Conde de Northumberland, primeramante de Ana, fue designado miembro de lacomisión encargada de su juicio.»

Agnes Strickland. («Lives of the Queens ofEngland»)

«Surge otro curioso hecho relacionado conlas actividades de Cromwell... El día 13 de mayoenvió a Sir Reynold Carnaby a ver al Conde deNorthumberland, entonces residente enNewington Green. Era aquél amigo de HarryPercy. Habíale sido encargado que obtuviera delmismo una declaración en la que se especificarala existencia de su compromiso matrimonial conAna con anterioridad a las relaciones de ésta conel Rey.»

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Philip Sergeant. («Life of Anne Boleyn»)

Newington Green. 13 de mayo de 1536

Harry Percy, Conde de Northumberland,vivía uno de sus días aciagos. Eran éstosfrecuentes últimamente y en ocasiones sesucedían aquéllos sin interrupción, en número detres a cuatro. A lo largo de dichas jornadas eraincapaz de sentarse ante la mesa sin sentir unasangustiosas náuseas. El sordo dolor quenormalmente le poseía se tornaba tan agudo quesólo el orgullo le impedía desahogarseprofiriendo gritos.

Nadie sabía cuál era la causa real de susmolestias. Había sufrido mucho en manos dediversos médicos, llegando a consultar a algunascuranderas, especialmente en el norte, donde losdoctores escaseaban, bebiendo sus brebajes yuntándose el cuerpo con sus ungüentos. Nada lealiviaba y esto le hacía pensar, con ironía, que suenfermedad, cualquiera que fuese, carecía de

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importancia. Verdaderamente, ¿qué de particulartenía un simple dolor de vientre?

Este día, sin embargo, se estabaconduciendo como un hombre auténticamenteenfermo. El anterior había mandado llamar a sumédico. Habíase levantado al filo del mediodía yno se molestó en vestirse. Envuelto en una batatomó asiento en una silla situada junto a laventana, que quedaba a poca altura sobre el jardín,dentro del cual brillaban esplendorosamente,bajo la luz del sol, las flores. Había colocado suspies sobre una banqueta, echándose encima de lasrodillas una pequeña manta.

Proponíase reservar sus fuerzas. Tenía queestar bien al siguiente lunes.

El día anterior le habían informado en elsentido de que estaba escogido para integrar elgrupo de veintiséis pares del país que tenían queactuar en el juicio contra la Reina.

Contaba solamente treinta y tres años, perolas mujeres no significaban ya nada para él, unfenómeno que, de haberse examinado más a

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fondo, le habría llevado a la conclusión de queestaba más enfermo de lo que creía. No hubierapodido afirmarse con fundamento que seencontraba enamorado todavía de Ana. Era unadistancia ya muy grande la que separaba a la chicaque él tuviera ocasión de besar en el jardín deGreenwich, de la mujer que contrajeramatrimonio con Enrique Tudor. Pero la joventodavía alentaba en el fondo de su corazón. Alenterarse de que aquélla iba a ser juzgada, HarryPercy experimentó un fuerte sobresalto.Abrigaba el convencimiento de que la acusacióncarecía de base, de que era falsa. Teniendodieciséis años recordaba a Ana más bien comouna jovencita mojigata. Esto ocurría en una épocaen que no siendo así nada hubiera perdido,ganando en cambio mucho. Una muchacha detales condiciones no se torna repentinamente unafrívola a los veintinueve años, cuando ya ocupabauna posición destacada. Siendo casquivana pocopodía ganar. Por el contrario, iniciaba con ello uncamino que únicamente al desastre podía

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conducirla.Tan pronto recibiera el mensaje,

comprendido su significado, Harry Percycomenzó a sentirse enfermo. Había observado, alo largo de los últimos meses que su malestaraumentaba tras un arrebato de ira o cualquierexcitación. Habíase sentido verdaderamenteindispuesto al presentarse en casa de Wolseypara detener a éste. En aquella ocasión llegóincluso a vencer el dolor y las náuseas que sintió.

«Soy un hombre enfermo», pensó. «Nopodré asistir al juicio. En Inglaterra hay cincuentay tres pares. Que elijan a otro.»

En consecuencia, había llamado a sumédico, con el propósito después de ser atendidopor aquél de acostarse y escribir como pudierauna carta alegando que se hallaba indispuesto.

Durmió muy poco hasta el instante delamanecer. La ventana era entonces un pálidorecuadro en las sombras y los pájaros iniciabantímidamente sus cotidianos cánticos. Luego sequedó dormido y soñó que avanzaba a lomos de

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su montura favorita por un pasaje desértico de suNorthumberland nativo. Volaba sobre su preciosocaballo alazán... Súbitamente le envolvió unaespesa niebla. Se dijo: «Estoy a bastante distanciade casa, pero no importa. “Rufus” sabráorientarse.» Soltó las riendas y el animal, comosi quisiera corresponder a su gesto de confianza,avanzó con viveza en la oscuridad. Más adelante,«Rufus» se detuvo, tan bruscamente que él seinclinó sobre la cabeza de la noble bestia como sialguien le hubiese empujado. Pensó que setrataría de algún obstáculo que su montura habíaencontrado en el camino. Murmurando unaspalabras para tranquilizar a su cabalgadura, Harryse irguió, intentando ver más allá de él. Yentonces la vio... Era Ana. Una Ana exactamenteigual que la que conociera hacía años. Peroahora, sobre la negra cascada de sus cabezosbrillaba la diadema de rubíes con que se habíapresentado para la ceremonia de su coronación.Ella le miró, tendiéndole las manos, en actitudsuplicante. «Se ha perdido en la niebla», se dijo

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Harry Percy. «Ha sido una suerte que nosotrospasáramos por aquí». Seguidamente, el jovenextendió a su vez los brazos para cogerla, pero enese preciso instante se interpuso entre los dosuna espesa niebla que dibujaba en el aireinterminables círculos. «¡Ana! ¡Ana!», gritó él. Yen ese momento se despertó...

La luz del sol había tornado amarillo elrecuadro de la ventana y cantaban ya todos lospájaros del jardín.

Tendido en el lecho, continuó pensando.«Habrá allí veintiséis lords. Algunos de ellos sontenidos por hombres honestos. Son muchos losque temen al Rey, pero seguro que por la mentede éste no habrá cruzado la idea de ordenar lamuerte de casi la mitad de los pares deInglaterra».

«Ana no es culpable de ese delito que leimputan. Si en el sumario se hubiese citado a unsolo hombre yo habría podido pensar que sehabía enamorado otra vez. Ella no ha amadojamás a Enrique, de eso estoy convencido... Pero,

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sí, quizás, es posible que pusiera los ojos enalguien. Nada de cinco hombres, uno de ellos supropio hermano, otro su músico, en otro tiempoun simple labrador. Esto es ridículo. Yquienquiera que fuese el que concibiera talacusación demuestra con ella no saber nadaacerca de Ana, absolutamente nada».

«Ana fue siempre una mujer viva de ingenio.Las palabras que precisaba para explicarseacudían a sus labios fácilmente. Podría muy bienconfundir a los testigos —un grupo de personashostiles, sobornadas o asustadas—, que losacusadores lleven al juicio».

«Todos los que han de juzgarla son hombres.Sabrá cautivarlos, es lo más probable...»

Resumió sus reflexiones con estas palabras:«Debo ir. Para votar a su favor, para canalizarotras iniciativas semejantes».

Así pues, no tenía más remedio queencontrarse bien el lunes.

Obstinado en recuperar cuanto antes susfuerzas, atiborrado de leche de manteca, que él

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detestaba, pero que tomaba porque era la únicacosa que su estómago parecía tolerar, habíasesentado para permanecer todo el tiemporeclinado, como le había sugerido el doctor.Aspiraba ávidamente el fresco aire que entraba enla estancia por la ventana cuando entró SirReynold Carnaby.

Hacía tres meses que no le veía. El Condede Northumberland se enfureció al versesorprendido de aquella guisa.

—Una indisposición pasajera —explicó—.He abusado de mis fuerzas y ahora estoy pagandolas consecuencias. Menos mal que esto medepara el gran placer de verte. Siéntate. ¿Quéfeliz casualidad te ha traído por aquí?

—Una vieja prima mía, que disfruta de pocasalud, vive no muy lejos de estos parajes. De vezen cuando voy a verla para ayudarla a poner ordenen sus asuntos. Últimamente había reñido con elhombre de la casa que cuida de sus vacas.Habiendo dejado zanjado este problema penséque podía venir a verte y rogarte que me invitases

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a comer. A las mujeres, cuando llegan a una edadavanzada, les ocurre una de estas dos cosas: o seentregan a la comida o la desprecian. Mi prima,¡ay!, pertenece a este último grupo. Mi comidade hoy se compuso de arenques, una rebanada depan que tenía seguramente un mes y un vaso devino de fabricación casera que sabía a orines decaballo.

—¡Vaya con Reynold! De manera que no tecostó trabajo identificar ese sabor, ¿eh?

«Menos mal que aún es capaz de gastaralguna broma», pensó Carnaby. Habíaleimpresionado el aspecto que ofrecía su amigo.Tenía éste los ojos muy hundidos. La piel y lacarne modelaban tan justamente los huesos de sucráneo que éstos parecían ir a salir por undesgarrón de los blandos tejidos.

—Comerás —contestó el Conde, haciendosonar una campanilla—. Mi cocinero no para detrabajar aunque yo no coma. Comerás con unpoco de retraso, pero te servirán bien. La verdades que quisiera acompañarte, pero no me es

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posible. Quiero estar recuperado para mañana, demodo que el lunes pueda ocupar mi sitio...

—¡Ah! Figuras entre los elegidos, por loque veo.

Carnaby pensó en la pregunta que queríahacer a su amigo, la cual motivara su visita. («Vossois amigo del Conde», habíale dichoFitzwilliam, uno de los comisionados. «Es muyprobable que ante vos se exprese con másfranqueza que frente a cualquiera de los hombresque podríamos enviar allí a fin de sondearle».Carnaby, que no era ningún necio, formulóalgunas preguntas sin segunda intención,aparentemente; con objeto de descubrir qué habíasido lo que motivara la encuesta. Fitzwilliamsubrayó que las manifestaciones del Condepodían pesar en el sumario instruido a la Reina,añadiendo que él no tenía por qué preocuparse.Fuera cual fuera la contestación, la posición delConde no se vería afectada bajo ningún concepto.Simplemente: los comisionados deseaban saberqué había de verdad en el rumor. «Traed el tema a

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colación con la mayor naturalidad», habíaterminado diciendo Fitzwilliam.)

Carnaby esperó a que la mesa estuvieradispuesta. Cuando ya se disponía a dar buenacuenta de lo que los criados habían colocadodelante de él, dijo sin dar la menor importancia asus palabras:

—Supongo que sabrás que entre losrumores que este asunto ha suscitado hacirculado uno por el que se afirma que tú y laReina, tiempo atrás, estuvisteis prometidos. ¿Eseso verdad?

—No. Ese es un cuento que mi esposainventó cuando concibió el propósito dedivorciarse de mí. Ella y el condenado de supadre hicieron causa común y pretendierondesembarazarse de mí aludiendo a la fórmula del«contrato previo». Yo lo negué, claro está.

—¿Por qué? —La voz de Carnaby sólodenotaba interés amistoso—. Por ese caminohubieras recuperado la libertad.

—Es que no era verdad lo que afirmaba mi

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mujer. La Reina y yo no estuvimos prometidosnunca. ¿Y cómo iba a poder ser esto? Micasamiento con María fue concertado siendoambos dos criaturas. ¿Por qué había yo dementir? ¿Para que mi mujer se saliera con la suyafácilmente? ¿Lo hubieras hecho tú?

—En tu lugar, quizás. Me temo que habríaestimado que pagar una mentira como precio demi libertad no era mucho... Hubieras podidocasarte de nuevo.

—Por aquella época no quería ni oír lapalabra «matrimonio». Y, francamente,habiéndome ofrecido la oportunidad de elegirentre la verdad y la mentira opté por la primera.Esto es consecuencia de una manera de ser queme ha impedido triunfar en la Corte. No aspiro aque me sean rendidos honores por ello. Esta esuna flaqueza como tantas otras que tienen losseres humanos, algo personal, igual que la aficiónque uno pueda sentir por las ostras, por ejemplo.

Harry Percy miraba fijamente a Carnaby alpronunciar las anteriores palabras. Era su amigo

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hombre joven y ambicioso, impulsado por el afánde abrirse paso a toda costa. Posiblemente estabadecidido a decir las mentiras que fueran precisasdurante el proceso.

Las palabras del Conde convencieron alvisitante. Podía ir confiado en busca deFitzwilliam, para decirle que el rumor puesto encirculación acerca del de Northumberland y laReina carecía de fundamento. Pero ahora era suinterés personal el que se había reavivado.Habiéndose servido un trozo de carne adobada,después de rociarla convenientemente depimienta, inquirió:

—¿Llegaste a conocerla bien?—¿A la Reina? Trabé relación con ella hace

trece años. Había venido de Francia y seincorporó al grupo de damas de Catalina. Yopertenecía entonces a la casa del Cardenal. Todoeran idas y venidas... En fin, ya sabes lo que pasaen estos casos.

—¿Cómo era entonces?—¡Oh! No es fácil de explicar. Yo la veía

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juvenil, alegre... Su padre... Bueno, tú ya sabescomo es: avaricioso, áspero. No llegó acomprender jamás que una muchacha, dentro dela Corte, necesita renovar constantemente suvestuario. Para compensar estas faltas ideabadeterminadas cosas. Con un trozo de tela y unascintas era capaz de hacer maravillas. Pese a todono se la veía triste nunca. Al contrario, solía reírfrecuentemente, sobre todo cuando las demáscopiaban sus pequeñas obras modisteriles.

Harry Percy no había hablado jamás connadie de Ana en esos términos. Él mismo, sequedó sorprendido. Carnaby, atento, pensó: «Esposible que no estuvierais prometidos nunca,pero la verdad es que tú la amabas. Y nada más oírhablar de su proceso te sientes trastornado. ¡Quéhorrible tiene que ser verse, obligado a juzgar aalguien que tiene todo nuestro cariño!Especialmente, si se tiene en cuenta que no haymás que un veredicto posible...»

Carnaby obró con el máximo tacto. Cuandohubo terminado de comer le dio las gracias a su

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amigo por sus atenciones. Luego permaneciódiez minutos más allí, facilitando al Conde unrelato detallado de la disputa de su prima con elvaquero. Finalmente, se levantó para marcharse.A punto de despedirse dijo:

—En tu lugar yo buscaría un pretexto parano asistir al juicio. Ya está: Tu enfermedad. Un...ataque de bilis dura tres días y el lugar se hallaráabarrotado de gente. Hará mucho calor, desdeluego. Yo me encargo de justificar tu ausencia, siquieres. No pasará nada.

—Eres muy amable, Reynold, pero para ellunes espero encontrarme bien. Y hacer acto depresencia allí.

Solo de nuevo, volvió a acomodarse junto ala ventana, pensando, entre otras cosas, en elvalor. Hasta no hacía mucho para él éste habíasido algo muy sencillo. Había que exponer elcuerpo a los peligros. Uno asestaba golpes y otrolos recibía. Pero el valor normal ya no bastaba enaquel caso. Era preciso enfrentarse con ladesaprobación, la probable desgracia, la

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murmuración y la calumnia. Los caballeroscorrían sobre las arenas de los cosos durante lostorneos mostrando ufanos el guante o la florarrojados por su dama. Él se enfrentaba con uncombate de muy distinta naturaleza. El lunesprobaría ante la nobleza del Reino que creía en lainocencia de Ana. Al asegurar que haría acto depresencia en la sala de justicia no había hechomás que significarse como el digno heredero detoda una dilatadísima serie de combativos Percy,hombres todos ellos formidables dentro delmargen de su generación.

«Estaré allí, sí», se dijo.Mentalmente, ya se hallaba en disposición

de atacar.

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XLI

«Una de dos: o existían pruebas acerca delas acusaciones o no existían. En el primer caso,las informaciones reunidas habían de serdetalladas, prolijas incluso. De no haber ninguna,aquellos jueces, jurados y nobles, se convertiríanen los cómplices del Rey, para cometer unasesinato que quizá sea el más repugnante decuantos registra la Historia».

Froude. («Henry VIII»)

«No sorprendí en el sumario nada en contrade ella. Únicamente que todos estaban decididosa deshacerse de la acusada».

El Alcalde de Londres, quien presenció eljuicio.

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La Torre. 15 de mayo de 1536

En lo del calor Carnaby no se habíaequivocado. Cuando el Conde de Northumberlandllegaba a la entrada de la sala de La Torre quehabía sido habilitada como de justicia notó unacálida oleada en el rostro. Percibióperfectamente el olor de los apretados cuerpos,sintiendo unos deseos incontenibles de vomitar.Se le ocurrió preguntarse qué hubiera podidolanzar afuera su estómago. Efectivamente, habíapasado la jornada del sábado, completa, siningerir otra cosa que leche de manteca. En lamañana del domingo llevó a cabo un intento.Deseaba comer algo, pero entonces le cayó tanmal lo que le sirvieran que decidió pasar el restodel día a base de pequeños sorbos de vinomezclado con agua. La abstinencia parecía haberagudizado sus dolores y en aquellos momentosse sentía peor que nunca.

Estaba preocupado. Dentro de la sala en quese hallaban reunidos los lores habían tenido

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ocasión de estudiar el estado de ánimo de lospares del Reino, quienes, a fin de cuentas, veníana formar un jurado. Aquellos hombres, se dijoHarry Percy, hubieran debido hacer acto depresencia en el lugar libres por completo de todoprejuicio. No había uno solo, según pudoconstatar, que no pareciera convencido de laculpabilidad de Ana. Mejor dicho: no había ni unoque no diera la impresión de estar convencido dela necesidad de aquel juicio. Y de esto a declararsu culpabilidad había sólo un paso.

El Duque de Suffolk había dado la señal dealarma al declarar brutalmente: «El delito deadulterio constituye, simplemente, uno de loscapítulos del sumario. Ha habido también, segúnpodréis oír, una conspiración contra el Rey ypalabras suficientemente graves para poderacusar a esa mujer de traidora aun cuando hubiesellevado puesto un cinturón de castidad».

Northumberland había intentado permaneceren pie, ir de un grupo a otro, pero su extremadebilidad le había obligado a sentarse unos

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minutos después junto a una ventana y desde susitio le pareció observar que el Duque deSuffolk, así como el de Norfolk, habíanconcentrado su atención en aquellos caballerosque apenas intervenían en los asuntos públicos,en los que habitualmente no hacían vida de Corte,los cuales por estos y otros motivos quizás noestuvieran informados acerca de los deseos delRey.

Algunas de las insinuaciones del Duque deSuffolk eran bien significativas. ANorthumberland, por ejemplo, aquél le habíadicho:

—Me alegro de que os halléis un tantorecuperado y podáis asistir al juicio. Debéishaber hecho un esfuerzo muy grande con tal fin.Su Majestad estimará en lo que vale vuestrogesto. En estos momentos una prueba de lealtadrepresenta un gran consuelo para él. —Seguidamente, añadió—: Esto no durará mucho.Según mis informes, las pruebas reunidas por lacomisión son abrumadoras...

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Solamente un tonto de aldea podía haberdejado de comprender aquel mensaje. Sonaba tanclaro como el timbre del presidente del tribunal:«Si vos declaráis que la creéis inocente seréistenido también por traidor».

Y a los traidores se les reservaba una muertehorrenda. Tres días antes Norris, Weston,Brereton y Smeaton habían sido condenados a sercolgados, arrastrados y descuartizados. Smeatonhabía confesado ya. A los otros se les habíaofrecido el perdón si procedían como aquél. Susconfesiones, luego, hubieran podido utilizarsecontra Ana. Todos se habían negado. Unoshombres valientes. ¿Podría él quedar a su altura?

Estas torturantes reflexiones agudizaban sudolor físico. Se trataba de algo que le ocurría amenudo. Cuando se levantó para unirse a loscaballeros que formados en fila se disponían aocupar sus sitios apenas podía mantenerseerguido. Sentía como si alguien le estuviesecosiendo las costillas a los huesos de la caderautilizando una gran aguja enhebrada con hilo que

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se hubiese puesto previamente al rojo vivo. Sevio forzado a caminar encorvado, igual que unanciano. Dábase cuenta de que atraía las miradasde los demás, miradas de curiosidad y desimpatía, y luego el Conde de Oxford, quecaminaba a sus espaldas, murmuró: «Esto nodurará mucho». Había algo siniestro en aquellaopinión que todos compartían. Dábase a entenderasí que el veredicto era una conclusión prevista yque el acto venía a ser tan sólo un trámite.¿Cómo podían estar tan bien informados? ¿Esque no iba a salir nadie en defensa de la acusada?

El Rey, o sus consejeros, habían decididodar cierto carácter público a la vista admitiendo aalgunas personas de diversa condición. Venían aser las mismas que estuvieron en Blackfriars: elalcalde de Londres, representante de variascompañías y un grupo de ciudadanos corrientes,muchos de los cuales, tres años antes, habíanvisto a Ana encaminarse al lugar en que había deser coronada, radiante, en el apogeo de su

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triunfo.El Duque de Norfolk, designado presidente

de la Sala, se acomodó en su sillón, bajo undosel. Los demás caballeros se instalaron en sussitios respectivos, haciéndose entonces elsilencio en el recinto.

Harry Percy había intentado sorprender sullegada, juzgarla en el instante en que seenfrentara con sus jueces, deduciendo de suaspecto si era culpable o no... ¿Su aspecto? ¿Quépodía buscar en su rostro o en su figura queconstituyese un detalle suficientementerevelador?

De ser ella culpable de tan terribles cosascomo se le atribuían mostraríase, tal vez,altanera, imponiéndose a sus jueces. Perotambién había que pensar que la criatura másinocente de la tierra se hubiera sentidointimidada, presa del pánico, al verse acusada dehaber cometido aquellos horribles delitos. Contodo, Percy se obstinaba en pensar que, de unmodo u otro, sabría descubrir por sí solo la

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verdad. Una cuerda, largo tiempo sin tocar,vibraría y con su despertar él descubriría lo quemás le interesaba.

Pero en el momento exacto de su apariciónsintió unas fuertes náuseas. Todo vaciló ante él.«¡Voy a morir!», pensó. Esperó, exhausto,desmadejado, a que la nube en que parecíahallarse sumergido se aclarara. Cuando ocurrióesto la vio de pie en la tarima, delante de quieneshasta hacía poco habíanla atendido fielmente oacompañado en ocasiones señaladas. Ana seinclinó en una reverencia frente a Norfolk, querepitió mirando hacia el estrado ocupado por lospares y el adjudicado a los simples ciudadanos.Daba la impresión de estar enferma, agotada.Veíasela ojerosa, pálida. No obstante, mostrabauna gran calma. Repentinamente, Percy la viocomo había sido en su juventud. Tratábase enrealidad de otra persona. Northumberland posóluego la mirada en sus propias manos, clavadascomo garras en sus rodillas. También él era otrapersona. Y se dijo: «La vida promete mucho, da

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poco y nos trata con extrema dureza... ¿Valeaquélla la pena, realmente? Estoy dispuesto amorir».

Pero no como un traidor.Después comenzó la lectura del acta de

acusación. Flotaban en el silencio de la sala laspalabras de la misma, pronunciadas con vozdesapasionada, oficial. Todo resultaba horrible,como va se figurara de antemano. Tanto queninguno de los presentes pudo evitar un gesto derepulsa, de disgusto, un estremecimiento. Perocuando al fin de aquella lectura Ana levantó unamano para decir con voz firme: «Soy inocente»,tras haberse puesto en pie, el Conde deNorthumberland supo que el esperado momentode la revelación había llegado. Tal como habíapensado desde el principio de toda aquellahistoria, ella era inocente. Ninguna mujer, siendoculpable, por mucho dominio que tuviera de símisma, habría podido conservar su especialmirada, guiándose por la cual uno experimentabala sensación de que todos los cargos a que se

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había hecho referencia allí dentro afectaban aotra persona.

Costaba trabajo creer en la existencia de unser humano dentro de Inglaterra capaz deformular tales acusaciones...

Una mujer se levantó para declarar que laReina había observado una conducta censurableen compañía de Sir Harry Norris a lo largo de laprimera semana de octubre del año 1533,precisamente un mes después del nacimiento dela Princesa Isabel. ¿Cuántas personas de las quese hallaban reunidas en aquella sala podíanrecordar que después de dar a luz su hija la Reinase había visto afligida por unas complicacionesde sobreparto, entre ellas la bautizada con elcurioso nombre de «pierna blanca»? No era nadatan grave, tan fatal, como una fiebre en esosinstantes, pero significaba un poderoso obstáculoen el caso de pensar en cometer adulterio.

¿Habrían pensado los demás pares lo mismoque él? Disimuladamente, el Conde miró a sualrededor. Descubrió rostros que más bien

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parecían de enfermos; había faces que mostrabanuna expresión indudable de disgusto; otras, lasmás horribles, traducían una perversa excitaciónen sus dueños, derivada del relato de los mássalaces detalles. En ninguna parte encontró loque había estado buscando, la expresión atenta,ponderada, del que imparcialmente escuchaanimado por el propósito de emitir un veredictojusto.

Otra parlanchina mujer llevó a cabo unrelato incoherente, en el curso del cual salió arelucir Sin Francis Weston. La Reina habíaincitado a éste a que la violara —un vocablo que,evidentemente, alguien había puesto en sus labios—, el día de los Santos Inocentes de aquelmismo año de 1536. La Reina, por entonces, sehallaba embarazada del Príncipe, embarazo quehabía de terminar en aborto. ¿Existía algunamujer que en ese estado hubiese deseado, sehubiese atrevido a...? ¿Era posible que Weston,un hombre joven, apuesto, enamorado de suesposa, hubiera sido capaz de...?

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Y las pruebas relativas a George no eransolamente obscenas, sino ridículas también,siendo enfocadas sobre un detalle que resultabadel todo imposible que fuese conocido por unatercera persona, aun en el caso de que elincestuoso acto hubiera sido cometido ante unespectador atento.

Eran, en efecto, muchos los fallosobservados por Harry Percy...

Pero estas indudables falsedades, ¿quéconsuelo podían producirle? Simplemente:proclamaban las mismas claramente que el Rey ysus amigos estaban decididos a llevar a Ana alpatíbulo. Tan seguros se hallaban de conseguir unveredicto de culpabilidad que se permitían el lujode prescindir de la lógica, de la razón.

Y el tiempo pasaba... Pronto requerirían aAna para que hablase, para que se defendiese. Acontinuación, uno por uno, los pares emitirían suveredicto, comenzando por los de inferiorcategoría. Como mezclada con los diversos actosde la supuesta adúltera andaba la acusación de

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haber conspirado contra la vida del Rey, a cuyamuerte Ana se proponía unirse sucesivamente asus amantes, y de haber declarado que Enriqueera impotente, podía afirmarse sin temor aincurrir en error que lo que Suffolk dijera en laantecámara era totalmente cierto. Había sidoacusada de traición y quienquiera que saliese ensu defensa se arriesgaba a correr su mismasuerte. ¿Se atrevería él, que en otro tiempo laamara, que siempre había conservado de Ana ungrato recuerdo, añorándola muy a menudo, seatrevería a ponerse en pie para declararlainocente en su opinión?

Nada más asaltarle este pensamiento rompióen un sudor tan abundante que sus inmediatosvecinos, el Conde de Arundel, situado a suderecha, y el de Oxford, que quedaba a laizquierda, se apartaron cuanto pudieron de él,recordando la temida enfermedad que presentabaaquellos síntomas. Esta misma idea se le ocurrióal propio Harry Percy, quien se deseó verseñalado definitivamente por la mano del destino

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y morir rápidamente, allí, en su sitio, antes deque llegara el instante de la gran decisión. Peroaunque su corazón latía aceleradamente y losoídos le zumbaban y no veía más que una masaborrosa, aunque el empapado raso de su levitadejaba escapar un acre y fétido olor, pudopercibir parte del sencillo discurso por ellapronunciado cuando le tocó hablar.

Como ya esperaba él, Ana se expresó contoda corrección. Su voz era de un tono más bienbajo, pero las palabras sonaban muy claras. No sele había escapado ni uno solo de los fallos queHarry Percy observara en las pruebas. Tampocohabía dejado de calibrar ella —una pobre ydesvalida mujer al fin—, la enorme fuerza querepresentaban los hombres que tenía delante.

—Es posible, milords, que no se haya dadojamás el caso de una mujer acusada de tanhorribles delitos como los que se han señaladoaquí contra mí. No puedo decir que yo no tengadefectos, ni tampoco que no haya incurrido enciertos pecados... Soy un ser humano, al fin y al

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cabo. Pero he de declarar que soy inocente, queno he incurrido en los crímenes recogidos en elsumario de esta causa, poniendo alTodopoderoso por testigo de ello... El adulterioes, por su misma naturaleza, un delito difícil derefutar. El criminal solicita la presencia de untestigo que pueda declarar que él se hallaba enotro lugar en el instante de cometerse el crimen;el ladrón dice: «Que me registren, que registrenmi casa, a ver si sobre mí o en mi morada hallaalguien las mercancías robadas...» A mí no me esposible echar mano de tales recursos. Haré otracosa... Como Reina de Inglaterra que soy, sé cuáles la pena que aguarda a la esposa de un monarcaengañado. Para conducirme como han aseguradoque me he conducido algunas de las personas quehan prestado declaración aquí hoy hubiera tenidoque estar loca, una cosa que por todos habría sidoobservada con anterioridad, en cualquier otroaspecto... En uno de esos días destacados por missupuestos pecados yo me encontraba en el lecho,en un estado en que a un hombre sólo hubiera

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podido inspirar repugnancia, o lástima, de habersido aquél un caballero de gran corazón. En otrade esas fechas estaba embarazada. Las mujeres,en estas circunstancias, suelen ser cuidadosas yyo os aseguro que por esperar y desear con todami alma el nacimiento de un príncipe que habíade ser para vos fui la más preocupada de todas lasmadres. Para perjudicarme se ha aludido aquí auna frase pronunciada por Lady Wingfield. LadyWingfield, milords, hace ya bastantes años quemurió. Sus palabras fueron una habladuría más y,de acuerdo con las leyes inglesas, las habladuríasno pueden constituir una prueba formal.Menciono tales detalles porque vienen a serotros tantos ejemplos de los fallos existentes enlas pruebas aportadas. Los hombres razonables,cuando descubren defectos en un trozo de tela,desconfían del resto de la pieza, que entoncesestudian atentamente... No os pido piedad. Éstase reserva para los condenados. Justicia es lo queyo solicito, una prerrogativa de la que disfrutahasta el más humilde de los súbditos de Su

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Majestad.En una ocasión, durante su discurso, cuando

la visión se aclaró un poco, Northumberland sehabía sorprendido a sí mismo estudiando losrostros del público, de aquellos a los que se habíapermitido el acceso a la sala. Todos estaban ellado de ella. Sus faces denotaban lossentimientos que les embargaban. Les envidiópor un momento. Tratábase de unos sencillosciudadanos, capaces de formular sus personalesconclusiones, de ir a sus casas y pregonar entrelos familiares sus puntos de vista.

En los rostros de los pares se descubría lamirada dura y obstinada de las personas obligadasa escuchar unas palabras que podían minarcualquier decisión preconcebida. Sorprendió aquíy allí un gesto de desasosiego, un parpadeo, unmúsculo que se contrae... Era inútil. La negativase unía al fastidio. «No hay esperanza», se dijoPercy. «No. No la hay».

Los traidores morían entre atrocessufrimientos. Las sentencia* dictadas varios días

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antes contra Norris, Weston, Brereton y Smeatonhabían recordado a todos eso. A los traidores seles colgaba. Luego, medio asfixiados, eranbajados de la horca, todavía conscientes, para queel verdugo procediera a sacarles el corazón,siendo por fin descuartizados.

Los pares se estaban poniendo en pie. Percyprobó a imitarles. Imposible. Le asaltó unaabsurda idea: «Si no me levanto no podré votar».Pero Arundel le cogió por un brazo y Oxford lesujetó por el otro, incorporándolo entre los dos.Las puntadas mediante las cuales sus costillasiban quedando pegadas al hueso de la caderaparecían multiplicarse. Quedó colgando en elaire, en grotesca posición. Sin embargo, oíaperfectamente las voces... Le faltaba poco paradesmayarse.

—¿Lord John Mordaunt?—Culpable.—¿Lord Tomás Burgh?—Culpable.Y así sucesivamente Wentworth, Wyndsore,

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Sanders, Clynton...Pensó de nuevo en Norris, en Weston, en

Brereton, condenados a ser torturados antes demorir, a los que se había ofrecido la libertad siaccedían a confesar. «¡Dame fuerzas, Dios mío!»¡Dame valor!» Percy pensó desesperadamente enla serie interminable de hombres valientes que sehabían ido legando su apellido al correr deltiempo; pensó también en su sueño...

—¿Henry, Conde de Northumberland?Éste musitó:—No puedo, no puedo.Agitóse como un saco vacío entre los dos

pares de brazos que le sujetaban.—¿Qué habéis dicho? —inquirió la

inexorable voz.El Conde de Oxford le dio un tirón del

brazo.—¡Hablad, hombre! —exclamó apremiante.

Y como no hubiera respuesta, gritó él mismo—:Culpable.

A continuación contestó Arundel, y Exeter,

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y el Duque de Suffolk...Todo había terminado.Le condujeron a la antecámara, dejándolo

aquí, junto a uno de los ventanales.Así pues, se ahorró un mal momento, aquel

en que Ana fue declarada culpable por elpresidente del tribunal, siendo en consecuenciacondenada a la hoguera o a morir decapitada, deacuerdo con la voluntad del Rey.

Percy no la vio en el instante de serlearrebatada toda señal de realeza, ni oyó su últimodiscurso, al que pertenecen estas punzantesfrases:

—Me inclino a creer que poseéis motivosmás que suficientes para hacer lo que habéishecho. Deben existir otras razones, sin embargo,aparte de las que han sido esgrimidas aquí, puessoy inocente de los delitos que me atribuís.

Percy tuvo ocasión de enterarse, porque lospares andaban a su alrededor comentándolo, decuál había sido el comentario del alcalde deLondres, un hombre sencillo y valiente:

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—No sorprendí en el sumario nada encontra de ella. Únicamente que todos estabandecididos a deshacerse de la acusada.

Durante los treinta y tantos días que HarryPercy vivió tras el juicio aquél se vio perseguidopor tales palabras. De todos los hombresexistentes sobre la tierra él y sólo él debíahaberlas pronunciado.

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XLII

«Si los informes relativos a la Reina sonciertos la verdad es que atentan contra su honor yno contra el vuestro. Me siento desconcertado,pues jamás una mujer me inspiró tan buenaopinión como ella. Pienso que Vuestra Majestadno habría ido tan lejos de no ser la Reinaauténticamente culpable... La estimé no poco porel amor que siempre creí que tuvo a Dios.»

El arzobispo Cranmer en una carta a EnriqueVIII.

«El día 17 de mayo fue ordenada sucomparecencia, por la salvación de su alma, en elarzobispado, en Lambeth, a fin de contestardeterminadas preguntas relativas a la validez desu matrimonio con el Rey... Sus procuradores, ensu nombre, admitieron la existencia de un

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compromiso previo con Percy y todas lasobjeciones formuladas apremiantemente por elRey.»

Agnes Strickland. («Lives of the Queens ofEngland»).

Lambeth, 17 de mayo de 1536

Incluso aquella noche, bastante cálida, lapequeña cripta de la casa del arzobispo parecíahúmeda, fría. Cranmer, Audley, Suffolk y Oxfordse encontraban ya allí cuando Ana, acompañadapor Margaret Lee, Sir William, lady Kingston ytres guardianes, llegó.

Margaret había parado de llorar cuando ladyKingston anunciara que Ana iba a ser conducida aLambeth, a fin de entrevistarse con el arzobispo.

—¡Oh! —exclamó la joven—. Eso sólopuede significar algo bueno. ¿De qué se trata enrealidad, lady Kingston?

—Habremos de esperar para saberlo —

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contestó aquélla.Se expresaba siempre en tono sereno e

imparcial. Después del juicio, Ana empezó a vercada vez menos a su tía Isabel y a la odiosaseñora Cosyns. Día tras día aumentaba sucontacto con Margaret y lady Kingston,prefiriendo realmente la compañía de esta última.Margaret se hallaba tan profundamente afectadaque le costaba un gran trabajo contener laslágrimas.

—Creo que Cranmer va a pedirme algo: unaconfesión, seguramente —manifestó Ana.

—Pues... confiesa —repuso Margaret,ansiosamente—. Algo te ofrecerá a cambio. AGeorge y a... a los otros les ofrecieron el perdónsi confesaban. A ti habrán de darte otro tanto.

—Los cuatro hombres murieron estamañana, proclamando su inocencia hasta elúltimo instante. ¿Voy yo a afirmar ahora que eranculpables?

—Ya nada puede dañarles. Di algo, algo quete salve. Te lo ruego, Ana, te lo ruego...

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Ana, no muy serena para calmar a Margaret,miró a lady Kingston, quien se apresuró a decir:

—Lady Lee: debierais arreglaros ya, puestoque vais a acompañarnos. Sir William y elguardián estarán esperándonos.

Margaret abandonó inmediatamente laestancia. La tensión pareció disminuir bastantedentro de aquélla. La propia conducta de Anasolía ser imprevisible, pensó lady Kingston, peroal menos ella tenía ratos de aparente resignación.La pobre Margaret no podía aceptar lo inevitabley muchos de los arrebatos de Ana eran originadospor el comportamiento de su prima.

—No debiera haber aludido delante de ella ala probable exigencia de una confesión —dijoAna—. Debí suponer cómo lo tomaría. Y si esoes lo que el arzobispo desea, ¿qué puedo hacerpara complacerle? Soy inocente, lady Kingston.Todos los cargos que se han formulado contra míson falsos.

—Puede que se trate de algo distinto —manifestó lady Kingston, evitando el tema con su

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habitual destreza. Quedóse luego con la miradafija en Ana, maravillándose una vez más de suhabilidad para estar en todo momento no sóloaseada sino también elegante—. Tal como os veoestáis en condiciones de presentaros en cualquierparte.

Margaret regresó tras haberse remojado lahinchada faz con un poco de agua fresca,pasándose a continuación, a toda prisa, un cepillopor los cabellos.

—Estoy convencida de que esto nos traeráalgo bueno —declaró—. Siempre tuve laseguridad de que el Rey nunca...

—Creo que lo mejor es que salgamos ya deaquí —medió lady Kingston.

Ya estaban allí pues... Cranmer apareciófrotándose nerviosamente las manos, igual que sise las estuviera lavando. Habiéndolas saludadocon toda gravedad, manifestó:

—Tengo algo que decir a lady Pembrokeque únicamente a ella interesa. ¿Tendríais, portanto, la amabilidad de permitirnos que

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habláramos a solas? Si así lo deseáis, sirWilliam, podéis examinar esta habitación. Osaseguro que no tiene más que una salida.

Sir William inspeccionó por encima laestancia. No había sospechado en ningúnmomento que aquella excursión hubiese sidoplaneada con la idea de ayudar a la prisionera aescapar. Se imaginaba el fin de la entrevista. ACranmer debía haberle sido encomendada la tareade obtener de Ana Bolena una confesión en reglapues la verdad era que desde el día en que secelebrara el juicio nadie había vivido tranquilo. Elperverso populacho londinense, que la habíaaceptado tan a disgusto, cambió de opiniónradicalmente nada más ver a su Reina condenada,apoyando de un modo decidido su causa. Losabogados callejeros «amateurs» se habíanaferrado a tres puntos esenciales. Uno de ellos serefería a la prueba basada en las palabras de ladyWingfield, fallecida varios años atrás. «Eso nopuede constituir una prueba», argumentaban. «Enboca de una mujer muerta es posible poner todas

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las palabras que a uno se le antojen. Los rumoreso habladurías carecen de efecto legal». En elproceso se habían mencionado dos fechas, parafijar otros tantos actos censurables cometidospor Ana, que provocaron los comentarios másirónicos por parte de las mujeres de la capital,muy vivas de ingenio. «En el mes de octubre seencontraba en cama, aquejada del mal llamado de«pierna blanca»... Quienquiera que afirmase esodemuestra ignorar lo que es una complicaciónsemejante y hasta lo que significa la palabra“adulterio”.» También decían: «En enero de esteaño, cuando estaba embarazada de cinco meses...Contad esas cosas a una mujer que no se hayaencontrado jamás en estado. Lo último en queuna piensa en tales momentos...»

Y si las pruebas podían ser refutadas tanfácilmente en tres de sus partes, ¿qué era lo quese podía creer del resto?

Tales eran las conversaciones que se oíanpor las calles de Londres. Sir William, enteradode esto, adivinó sin dificultad qué era lo que a

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Cranmer se le había encargado que obtuviese porun medio u otro.

Cranmer dijo:—Por favor, milady, sentaros —esperó a

que Ana lo hubiera hecho para acomodarse a suvez en un sillón próximo a ella—. Quisiera quecomprendieseis que lo que yo soy a sugeriros seinspira en el formal deseo de ahorraros dolores.

El arzobispo había hablado con sinceridad. ACranmer lo aterraba la sola idea de ver a alguiencondenado a morir en la hoguera. Era lo mismoque la gente afirmara que los humos de éstainsensibilizaban al reo antes de que las llamastocaran su cuerpo. Tratábase de una cuestión desuerte. Aquello dependía del combustibleempleado, de la dirección en que soplaba elviento. Por muy grandes que fuesen los crímenescometidos, el castigo resultabadesproporcionado. Y todo lo concerniente aaquella mujer le afectaba. Le debía mucho. De nohaberse decidido el Rey a contraer matrimonio

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con Ana, ¿qué habría sido de Cranmer? Entreotras cosas, no hubiera llegado a ser nuncaarzobispo de Canterbury.

Ana miró fijamente a su interlocutor,pensando en aquellos instantes en Catalina. Ensus momentos de serenidad, de frialdad absoluta—como el que vivía ahora—, su pensamientovolaba a menudo hacia Catalina. Ésta había tenidoun capellán, Tomás Abel, quien murió en elpatíbulo, decapitado, por su lealtad hacia ella.Cranmer, que desempeñara cerca de Ana elmismo papel, habíase mostrado tan fiel al Reyque no había pronunciado ni una sola palabra deprotesta por la forma en que la trataran. Delantede ella estaba ahora, dispuesto a explicarle algunapequeña maquinación.

—He deseado —dijo Cranmer—, hedeseado de todo corazón que no hubiesesucedido nada... No creí nada de lo que se haestado contando por ahí. Al principio, al tenernoticias sobre este asunto escribí al Rey. Ledecía en mi carta: «Me siento profundamente

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desconcertado pues jamás mujer alguna mereciómejor opinión de mí». Yo escribí eso, milady.

—Pero, claro, después habéis cambiado deopinión.

Cranmer se frotó las manos nerviosamente.—Yo no soy abogado; no puedo juzgar, por

tanto. Fuisteis juzgada por vuestros pares, milady,y ellos os condenaron. —Repasó atentamente lafigura de Ana. Habían condenado, ¿qué,concretamente? Su carne, viva, fresca, suscabellos, sus ojos... «¡Oh, Señor! ¡Ayúdame aevitarle ese fin!», solicitó ansiosamente. Luego,levantando la voz, añadió—: Tenéis queescucharme. Tenéis que escucharme y ponerosde acuerdo conmigo. Su Majestad lo pide ysolamente él puede favoreceros.

—Si es una confesión lo que de mísolicitáis... lo siento pero no me es posiblecomplaceros. Jamás cometí adulterio conninguno de los hombres mencionados en lacausa. Cuando pienso en que he de morir en lahoguera... —Ana juntó las manos, oprimiéndose

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angustiosamente el pecho—. Intento noacordarme pero no puedo. Esa idea me persiguedía y noche. Dicen que el humo ahoga al reoantes de que... ¡Oh!...

Los hombros de Ana se estremecieronconvulsivamente.

Cranmer se inclinó hacia delante,cogiéndola por una de sus muñecas.

—No es una confesión lo que yo pido. ¡Oh,no! Se trata de algo más fácil que todo eso. ElRey os asegura que moriréis de una manerarápida, sin dolor, si estáis dispuesta a declararque jamás fuisteis su esposa legal. Un hábilverdugo, traído ex profeso de Calais...

Una situación verdaderamente de pesadilla.Ahí era nada: ofrecer a una mujer joven, llena desalud, una mujer que en otro tiempo fuera suamiga y protectora, una de aquellas dos muertes,la hoguera o la decapitación, ambas igualmentehorribles.

—Prefiero la espada o el hacha al fuego.Cualquier persona en mi situación pensaría lo

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mismo.—Cualquier persona pensaría lo mismo... —

repitió como si fuese la voz del eco Cranmer.Ahora se estremeció él, como si a una

distancia de veinte años hubiese sentido en sucarne las llamas que habrían de consumirla.

—Pero vos, anteriormente, estimasteisnuestro matrimonio válido. Su anulaciónsupondría que mi hija sería declarada bastarda.

—Mucho me temo que eso suceda convuestro consentimiento o sin él. La decisióntomada por Su Majestad en este aspecto tiene elcarácter de irrevocable.

Pese a su flexibilidad, Cranmer sintió depronto un gran desaliento al pensar en la clase dehombre a quien tenía que servir si no deseabaenfrentarse con su ruina.

—Daré mi conformidad entonces. ¿Sobrequé base?

—Sobre la del contrato previo.—En consecuencia, ¡no estuve nunca

casada!

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—Así es.Ana se puso en pie, comenzando a pasear

por la habitación.—Si no temiera al fuego de la hoguera

jamás accedería a eso. La «concubina»... Eso mellamó siempre el Embajador español. Laconcubina hizo esto y dijo lo otro. Siempre meirritó tal cosa pero entonces fui capaz hasta dereírme de ello pues sabía que el calificativo nome cuadraba. ¡Cuántos años de interminableespera! Esto constituye una verdadera burla... —Súbitamente, Ana se quedó quieta, asaltada poruna idea: por espacio de cinco meses habíamerecido el adjetivo, que luego iríaindisolublemente unido a su nombre. Y habíacometido adulterio, pero su pecado era tansecreto que solo Dios lo conocía. No obstante,sería recordada como adúltera también. Ana diomedia vuelta, enfrentándose con Cranmer. Sedice que Dios es un juez tan severo comomisericordioso, milord. ¡Ojalá que,efectivamente, su severidad pueda equipararse a

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su misericordia!—Su misericordia es infinita —apuntó

Cranmer.Era necesario que fuera así, siendo los

hombres tan grandes pecadores. Él mismo notenía la conciencia tranquila.

Ana reanudó sus paseos por la estancia.—¿Y cómo se llevará a cabo la anulación de

nuestro matrimonio?—Todo quedará reducido a una mera

formalidad. Varios de los caballeros que seencuentran aquí conmigo se constituirán enmiembros de un tribunal. El doctor Sampson seráel procurador del Rey. Los doctores Barbour yWotton lo serán de vos. Yo dirigiré la encuesta.Vos, a través de vuestros representantes,admitiréis el compromiso previo que invalida elenlace con el Rey.

—¿Con quién se supone que estaba yocomprometida?

—Con lord Harry Percy, en la actualidadconde de Northumberland.

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En este momento, ella se encontraba en elextremo opuesto de la estancia. Volvióse parafijar los ojos en Cranmer, apoyándose deespaldas en la pared.

—¡Oh, no!—Si preferís dar el nombre de otro

caballero...—Harry Percy puede servir para el caso —

respondió Ana.E, inmediatamente, empezó a reír. Sus

histéricas carcajadas parecían rebotar en losmuros, en el techo de la cripta, saltando de unsitio a otro, multiplicándose...

—Por favor, milady —rogó Cranmer—,esto no es cosa de... lady Pembroke, os ruego...Llamaré a las damas que os han acompañadohasta aquí.

Pero para llegar a la puerta tenía queapartarla a ella y Ana abatió una de sus manossobre Cranmer, reteniéndole por un brazo. Nopudo desasirse. Para ello hubiera tenido queiniciar un furioso forcejeo. Quedóse, pues,

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inmóvil, paralizado por las risas que sacudíanviolentamente el cuerpo de su visitante. Anacerró una mano, la que estaba libre, y su menudopuño bajó hasta su pecho.

—Esto pasará —dijo sofocadamente, entrenerviosas risas, igual que si aquello no hubieraguardado relación con ella. Eso fue lo queocurrió. Por fin agregó, casi sin aliento: —Nome creáis loca. Es una broma... Una broma queúnicamente Dios podía idear. Y las bromas hande reírse, incluso las más crueles.

Cranmer la miró asombrado, sincomprender.

—Todo comenzó con él —explicó Ana—.Estábamos enamorados y nos hubiéramos casado.Pero prefirieron separarnos. Hace trece añosnadie hubiera consentido que nosprometiéramos; ahora, para destruir mimatrimonio con el Rey, se asegura que noshallábamos prometidos. Siendo yo joven y capazde amar me lo arrebataron; ahora que me veo enesta triste situación me lo devuelven. ¿Se ha

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reído mucho también el Conde?Cranmer pensó que era más conveniente

silenciar el hecho de que Northumberland nohubiera sido consultado. ¿Y por qué decirle queen dos ocasiones anteriores había negado laexistencia del compromiso? Entonces, optó porreplicar:

—La prueba del compromiso fue facilitadapor George Cavendish, caballero-ujier delcardenal Wolsey en aquella época. Cavendishafirmó que Harry Percy le había dicho al cardenalque estaba tan unido a vos por su palabra que enconciencia no podría contraer matrimonio conotra mujer.

Ana replicó con un dejo de profundaamargura en sus palabras:

—Si le hubieran hecho caso al menosentonces, nada de todo esto habría sucedido.

De nuevo, la visitante había tocado la cuerdadel egoísmo en Cranmer, por cuyo cerebro, aloírla expresarse en aquellos términos, cruzó lainevitable reflexión: «Y yo no hubiera sido

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nombrado jamás arzobispo de Canterbury».—¿Admitís la existencia del previo

contrato?—Podría negarlo con todo fundamento.

Pero no quiero ir a parar a la hoguera. Pensabaahora mismo en Catalina, tercamente aferrada asus derechos. Pero ella no se vio nuncaamenazada con una muerte semejante. Milord deCanterbury: bajo el peso de tal amenaza no haypersona que no esté conforme con lo que sea. Loimportante es verse libre de aquélla.

—Entonces este asunto no necesitará yamucho tiempo para que quede zanjado —replicóCranmer.

Gracias a Dios, había terminado derepresentar su papel.

Fueron precisos quince minutos paraliquidar el matrimonio que para ser concertadorequiriera tantos años, una de cuyasconsecuencias fue la extensión de la Reforma aInglaterra y el nacimiento de Isabel.

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Whitehall, Greenwich, Richmond, HamptonCourt, Windsor.

17 de mayo de 1536

En todos los palacios las costurerastrabajaban hasta altas horas de la noche. Susenrojecidos ojos hallábanse fijos en lascolgaduras y cubiertas, en los respaldos de lossillones, en los cojines y manteles. Tenían lasespaldas condolidas y los dedos ardiendo. Allídonde veían una H entrelazada con la A entrabanen acción, sustituyendo esta última letra por la J.La mujer cuyo nombre comenzaba por A seencaminaba rápidamente hacia la muerte.Faltaban sólo dos días para que desapareciera delmundo de los vivos. La mujer cuyo nombrecomenzaba por J contraería matrimonio con elRey en la noche de la jornada de la desapariciónde aquélla o a lo largo de la siguiente. Todo teníaque estar en orden.

Había una mujer entre las que trabajaban queya contaba algunos años y se acordaba de cuando

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se aplicara con idénticas prisas a bordar la H y laC en todas partes. El nuevo Rey se mostrabaespléndido. Disponía de todo el dinero que supadre, más bien avaro, había ahorrado a lo largode su existencia. ¡Qué días aquellos! Se notabansaturados de esperanzas, de promesas...

Sí. Ella había bordado muchas veces la H yla C. Y luego, teniendo la vista buena todavía,gracias a Dios, había levantado los hilos demuchas C, bordando en su lugar la A. Y en susitio seguía aún, con la vista todavía en excelenteestado, gracias a Dios, quitando las A paraestampar en el mismo sitio las Jcorrespondientes.

Algunas de las mujeres que trabajaban a sulado no cesaban de hacer comentarios acerca delos aciertos y errores de los grandes. A ella estascuestiones le preocupaban poco o nada.Alegrábase de que el Rey cambiara tanfácilmente de opinión. Por su parte podíacambiar de ideas todos los años con respecto asus mujeres. Lo que a la vieja costurera le

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interesaba era que su vista continuase siendo tanbuena como hasta entonces. Todo podíaresumirse en unas palabras: trabajo para las quevivían de la aguja.

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XLIII

«... quienes a lo largo de mi vida osmostrasteis tan diligentes para servirme...Fuisteis fieles en los años en que me sonrió ladiosa Fortuna y ni siquiera en la hora de sufrirafrentosa muerte habéis querido dejarme...»

Ana Bolena a sus servidoras.

La Torre. 17 de mayo de 1536

El guardia que prestaba servicio en la puertamiró a Emma Arnett y pensó: «Está bebida. Estamujer me resulta repugnante».

El vestido de Emma había tenido buenaspecto en otro tiempo. Ahora la parte delanteradel mismo se hallaba cubierta de cieno. Una delas mangas aparecía casi arrancada. Debía habersufrido una caída en plena calle. Llevaba el

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sombrero ladeado y por uno de los extremos deaquél asomaban unos mechones de grisáceoscabellos. Tenía también el rostro lleno de barro ycubierto de rasguños. Todos sus gestosanunciaban la existencia de una mente alocada,impulsada asimismo por una reserva de alcoholrecientemente ingerido.

—Las órdenes son órdenes. Nadie puedeentrar ni salir —repitió el guardia de servicio.

—Pero, ¡si dispongo de un permiso del Rey!Fijaos. Leedlo. ¿O es que no sabéis leer?

El hombre no sabía leer, en efecto. Peroconocía una treta para cuando se encontraba entales situaciones. Tomando el papel de manos deEmma, lo levantó de manera que la humeante luzde la antorcha fija en el muro iluminó aquél. Unsencillo trozo de papel, sin encabezamiento nifecha. Unas líneas escritas con tinta, de trazosuniformes, sobre las cuales corrían a enormetamaño los gruesos trazos de las letras H R,hechos con... ¡Diablos! ¡Si daban la impresión dehaber sido estampadas con la punta de un palo a

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medio quemar!—Mira, vieja, si te dejo entrar la espalda me

escocerá mañana.—Te escocerá también si no me lo permites

—replicó Emma—. ¿Es que no puedes ver ahí lamano del Rey? De acuerdo... Ve en busca dealguien que sepa leer.

—Vuélvete a tu casa, mujer, a dormirla.Debieras estar avergonzada.

—Te pido por última vez que busques aalguien que tenga un poco más de sentido comúnque tú —insistió Emma con voz excitada,respirando dificultosamente—. Está bien. ¡Yo loharé!

La Arnett echó la cabeza hacia atrás y gritó.El sonido que produjo no fue tan penetrantecomo el que dejara oír a los numerosospresentes en las escalinatas de Westminster. Yera que entre unas cosas y otras estaba perdiendola voz... No obstante, el chillido surtió susefectos pues en nada de tiempo aproximáronsecorriendo a la puerta otros dos guardias y un

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joven oficial.—Señor, señor —dijo Emma, dirigiéndose a

este último—. Os ruego que miréis esto que hafirmado el Rey, aún no hace una hora.

—Atrás, atrás —respondió el oficial.Le habían avisado ya que era posible que se

produjera algún disturbio, incluso un intento derescate. Aquella vieja parecía inofensiva pero...El hombre miró a un lado y a otro. No se advertíanada alarmante.

—Dame el papel —ordenó.Una vez lo hubo acercado a la luz de la

antorcha leyó:—Su Majestad el Rey da permiso a Emma

Arnett para que entre en la Torre y permanezcacon su señora, Lady Pembroke, hasta que éstadeje de necesitar de sus servicios.

El texto citado estaba escrito con tinta.Luego venía lo de la firma. Las letras H R habíansido trazadas, al parecer, con un trozo de carbón.De no ser auténticas constituían en verdad unaimitación insuperable.

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—Vamos a ver, mujer —dijo el oficial—.¿Cómo conseguiste este papel?

—Escribí lo que habéis leído —respondióEmma—. Cogí luego un palo que había sidoquemado por una punta, a fin de que él pudierafirmar donde le hallase, y me dediqué a seguirsus pasos. Había ensayado otros medios perotodo el mundo se volvía contra mí. No fue fácilpoder acercarme al Rey. Esta noche lo conseguí.Los guardias me maltrataron pero pude lograrque me escuchara y autorizase el permiso. ¿Medejaréis entrar, señor?

—Esto podría ser una treta.—Desde luego que lo fue. ¿De qué otra

manera hubiera podido yo salirme con la mía?Todos saben perfectamente que si me hubierandejado hablar... Estuve detenida hasta laterminación del juicio. Libre ya, quise reunirmecon ella pero no me fue posible conseguir elpermiso necesario hasta esta noche. Aquí lotenéis y si no me creéis llevad a caboindagaciones. Él se encuentra en estos momentos

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en Westminster.El joven oficial miró de nuevo a derecha e

izquierda. Nada. Ni una señal que justificara susrecelos...

—Tendréis que esperar a que haga algunasaveriguaciones —dijo.

Emma entró en una pequeña habitación dedesnudas paredes y el oficial marchó en busca deSir William Kingston, quien, no queriendo por unlado ignorar una orden que parecía haber sidofirmada por el Rey, ni tampoco, por otro,molestar a éste, que en aquellos instantes estaríacenando, decidió enviar a uno de los guardias aWestminster, con el propósito de dar con alguienque hubiera visto a Emma Arnett cuando éstaentregara su papel al monarca.

Había más de doscientas personas enaquellas condiciones. Había estado lloviendo porla tarde pero por la noche, como hacía más biencalor, la gente se congregó en aquel lugar, cosaque venía haciendo con frecuencia últimamente,para admirar a su Rey.

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Éste cenaba todas las noches en aquel granedificio, con sus invitados. Se conducía como unhombre que tuviera la conciencia absolutamentetranquila y, desde luego, no denotaba sentir lamenor vergüenza. Había sido engañado cincoveces, por su propio cuñado, por el amigo quemás apreciaba, por un músico que procedía de laplebe y otros dos caballeros... A todo esto él semovía de un lado para otro como si no hubierapasado nada. ¡Qué hombre!

Un ciudadano como tantos, que desconfiabade su esposa, le contemplaría con asombro,pensando: «¡Qué bien lleva sus cuernos! Creoque yo estoy tomando las cosas muy a pecho».

Otro, cansado de su mujer, se diría: «Este síque es un tipo afortunado. Ha estrenado ya dosesposas y se está preparando para disfrutar de latercera».

Otro, feliz en su matrimonio, veíaseasaltado por tranquilizadores pensamientos. Erapobre y humilde pero afortunado. No se hubieradecidido a cambiar su Joan, Alice, Margery o

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Mary por ninguna otra mujer.

Algunos de aquellos ciudadanos recordabanhaber presenciado la escena, en efecto. Depronto, una mujer había dado un grito, intentandoacercarse a Su Majestad, arrojándose luego a suspies, siendo levantada del suelo con tantabrusquedad que le desgarraron una de las mangasde su vestido. Así logró salirse con la suya... ElRey había firmado el papel, murmurando unaspalabras relativas a la lealtad. Seguidamente, ladesconocida se había recogido las faldas,echando a correr como alma que se llevara eldiablo.

La manga fue un buen detalle para laidentificación. Otro hombre declaró quehallándose cerca del Rey pudo ver que éste habíafirmado con un trozo de palo quemado por unode sus extremos. Habiéndose manchado la manolanzó una exclamación, irritado, limpiándoseaquélla en su ropa.

El mensajero se apresuró a regresar a la

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Torre. A Emma se le permitió la entrada en ésta.Y la torre de fortaleza, la roca inconmovible

en las situaciones urgentes, la mujer insensibleque había sido Emma hasta entonces, se esfumópor fin. De rodillas ante Ana, besó sus manos unay otra vez, derramando abundantes lágrimas.Éstas llegaron a sus ojos con dificultad,acompañadas por angustiosos, por desgarradoressollozos.

Separada de Ana, Emma Arnett habíaentrevisto la verdad, una terrible verdad. Porespacio de trece años había servido a su señoracon esta o aquella excusa, siempre engañándose así misma, siempre diciéndose que Ana era unsimple instrumento que había de ser utilizado enapoyo de una causa común. Había estadopensando en la Biblia escrita en inglés, en laprotección de los comerciantes luteranos, enLatimer, en el príncipe que salvaría a Inglaterrade las garras de María. Y todo esto no era másque una serie de mentiras...

La verdad era que ella amaba a Ana Bolena,

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que siempre la había amado, que siempre laamaría. Y ahora era ya demasiado tarde. AnaBolena moriría dos días después.

El verdugo, a quien se había hecho venir concierta anticipación —tan seguro estaba Enriquede que Ana escogería la muerte más rápida—,dijo:

—Aunque se considera a Calais parte deInglaterra, la verdad es que pertenece a Francia yque nosotros hacemos las cosas de distintamanera allí.

El día antes de subir al patíbulo hallábaseAna atendida en la Torre por seis mujeres.Llevóse a Lady Kingston a su sala de audiencias yuna vez hubo cerrado la puerta de la estancia lahizo sentarse en el sillón que le correspondíacomo Reina... Seguidamente, ésta se hincó derodillas humildemente y... le encargó... que ellahiciese lo mismo cuando pudiera frente a LadyMaría y que de la misma manera le pidieseperdón en su nombre.

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La Torre, 18 de mayo de 1536

Margaret Lee, en un paréntesis de calmaentre dos de sus arrebatos de desesperación, quesiempre se resolvían en lágrimas, extendió anteAna las cosas que necesitaba para escribir eintentó persuadirle para que cogiese la pluma...

—Te ruego que le escribas una carta, Ana.Se la llevaré yo misma, dondequiera que seencuentre. Me pondré de rodillas para dársela.Tienes que hacerlo, Ana, tienes que hacerlo. Élno puede consentir que eso llegue a suceder. Yasabes cómo es; espera a que tú le digas algo. ¡Yqueda tan poco tiempo! Hazlo, Ana. Te ruego queescribas la carta que yo te pido.

—Ya escribí una vez. Y no me hizo ningúncaso.

—Querida Ana: eso ocurrió antes del juicio.Ya ha logrado lo que se propuso. No habéisestado casados nunca. Ahora puede casarse yacon Jane sin... sin...

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No le fue posible terminar la frase aMargaret.

Ésta comprendía la conducta de Enriquehasta cierto punto. El Rey, un hombre que ibaentrando en edad, se hallaba locamenteenamorado de una joven y deseando contraermatrimonio con ella, siendo una persona queacostumbraba a barrer cuanto se opusiera a sugusto, había tramado un perverso plan paradesembarazarse de Ana. Esperaba que Dios lecastigase por su acción. Pero ahora que era librede nuevo, ¿por qué tenía que morir Ana?

—Quiere que muera. Ninguna otra cosapodría satisfacerle más. Me odia.

—Esa no es una razón...—Lo es para él. Hace tiempo que me odia.

Creo que me odiaba ya cuando estaba convencidode amarme. Le hice esperar mucho. Ahora deseavengarse.

—Quizás se ablande si tú le escribes. Túsabes escribir muy bien, Ana. Debes ponerte encontacto con él y rogarle que se compadezca de

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ti.—No es capaz de eso... Ya lo ha

demostrado. No me dijo: «Si admites laexistencia del contrato previo vivirás». Lo quequiso decirme fue tan sólo: «Admite laexistencia del contrato previo y morirásrápidamente». Su decisión es irrevocable en loque atañe a mi desaparición. Además, ¿cómo seva a volver atrás cuando ya han sido ajusticiadoscinco hombres que se supone pecaron conmigo?Escribí defendiendo su causa. Le rogué que seapiadara de ellos. Ya sabemos cómo contestó ami súplica. Para mí pedí un juicio sin coacciones.¿Por qué iba a resignarme a que me juzgaran misenemigos? Sin embargo, eso fue lo que pasó. Elveredicto estaba acordado ya antes de que nadiepronunciara una sola palabra en la sala. Me hacubierto de ignominias y me matará pero noconseguirá humillarme.

El «depósito» de las lágrimas de Margaretse había vuelto a llenar y empezaba a desbordarsede nuevo.

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—Margaret, por favor... No me hagas estomás duro de lo que es. Ahora estoy resignada.Temo que llegue el momento de la muerte perosé que todo será cuestión de segundos. Piensa enesto: ¿qué interés podría encerrar para mí la vidadespués de lo que ha pasado?

Pensó en Catalina, viviendo sin esperanza enel centro del pantano de Huntingdonshiremientras que en Londres otra mujer llevaba sobresus sienes la corona y era llamada Reina. Aquellohabía sido malo pero en fin de cuentas Catalinapodía estar tranquila en ciertos aspectos: sunombre seguía limpio, sin mancha; no era laresponsable indirecta de la muerte de cincohombres jóvenes, apuestos, bien dotados...

—Yo los quería a todos, de diferentemanera —explicó Ana—. Sus rostros mepersiguen día y noche. Sus rostros y las cosas tanhorribles que hube de oír durante el juicio. Casime alegra morir después de esto.

—Lo mismo pienso yo —repuso Margaret,sollozando histéricamente—. Y Emma. ¿Cómo

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vamos a poder continuar viviendo?—Tenéis que intentar olvidar. Cuando os

acordéis de mí procurad que se trate de unrecuerdo grato. Y pensad que en los momentosmás terribles estuvisteis a mi lado y que vuestrapresencia supuso un gran consuelo para mí.

—Es un hombre malo. El hombre másperverso que ha existido desde Judas Iscariote.He pedido a Dios que le castigue. Le pedirétambién que Tañe no llegue a llevar en su senootra cosa que monstruos. Ojalá no se le curejamás a él la herida de la pierna. Señor: que se lehaga aquélla aún más grande, que empeore hastaque el olor que se desprenda de la llaga leproduzca náuseas. Ruego a Dios que no le dé unmomento feliz más en su vida.

—A veces me siento así yo también:desbordante de odio. Pero vivo igualmente otrosinstantes en que... —la mirada de Ana parecióperderse en la lejanía—, me pregunto... Casi veoque las cosas que hacemos, las que preferimoshacer y las que parecen sucedemos por

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casualidad, nos son adjudicadas de antemano. Mecuesta trabajo explicarlo. Siempre ocurre esoporque ni una misma siquiera llega a entenderlo...Fíjate en esto, Margaret: a mí ya me notificaronen una ocasión que yo moriría así.

—¿Un adivino? —inquirió Margaret en untono de voz que delataba su sorpresa.

—No. Lo vi en un libro. Un libro ilustrado.Esto ocurrió hace ya algún tiempo, antes deljuicio de Blackfriars. Entré una noche en mihabitación y descubrí el libro sobre una banqueta.Tres páginas... Allí estaba el Rey, la Reina y yo,sin cabeza.

—¡Qué horror!—No fue eso lo que yo pensé entonces.

Nan, sí. Me acompañaba ella en aquel momento yal enseñarle el grabado me dijo que de seraquello cierto hubiera renunciado al Rey aunqueéste lo fuera diez veces. Yo, en cambio, me echéa reír y le dije que lo del libro era una tontería yque él sería para mí aunque me costase perder lacabeza. Como verás, yo seguía sin vacilación

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alguna mi camino. Últimamente he estadoreflexionando. Si mi destino era morirdecapitada, el destino de Enrique era provocar lascircunstancias conducentes a este fin de mi vida.

Pero Margaret se resistía denodadamente aexculpar a Enrique.

—De tus palabras se deduce que no hay porqué culparle de nada. ¡Pues es culpable! ¡Lo es!Él arregló toda esta farsa para poder casarse conJane Seymour sin que la gente le acusara demudable. De quererlo, podría perdonarte ahoramismo. Creo que lo haría si le escribieses.Querida Ana: te ruego encarecidamente que leescribas unas letras.

—Si me perdonase se pasaría el resto de suexistencia temiendo que me saliesen algunosvaledores, gente que me considerara su esposalegal... Es lo mismo que ocurrió en el caso deCatalina. Jamás se arriesgará a colocarse en esaposición de nuevo. Hemos de enfrentarnos conlo irremediable, Margaret. Es necesario que yomuera.

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Margaret empezó a llorar otra vez.Oyéronse en alguna parte las campanadas de

un reloj. Había pasado otra de las pocas horas quele quedaban a Ana de vida. Pensó en su terribleangustia... Ahora bien, aquella espera, sinesperanza, encerrada con unas cuantas mujeresque no cesaban de llorar, no hallándose nuncasegura si podría contenerse ella misma antes deque llegara el espantoso final, era lo peor, siexceptuaba el instante del que no queríaacordarse, el instante en que se abatiría sobre sucuello el hacha del verdugo. Por muy diestro queéste fuese, por muy rápido que fuera el golpe,algún dolor sentiría... ¿Podría enfrentarse con talmomento sin acobardarse?

Abrióse la puerta de la habitación y Anaexperimentó un gran alivio al ver entrar a LadyKingston, cuyo turno había llegado. LadyKingston era una mujer agradable, cortés, amableincluso, que sabía colocarse en una posiciónneutral. No podía ver en ella a una amiga quesufría y lloraba; tampoco, un enemigo que se

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alegrase de su desventura. Hacía como siignorara la situación actual de Ana, a la que sedirigía con gran respeto, y sin tener queesforzarse mucho traía a colacióninvariablemente cualquier tema ajeno a las dos yde regular interés.

Era una mujer muy primorosa también yhablaba con frecuencia de bordados y asimismo,por ejemplo, de las dificultades con quetropezaba la esposa de Sir William para logrartener un jardín a su gusto o los remedios queconocían para quitar las pecas o reforzar las uñasmuy quebradizas. La hora que Lady Kingstonpasaba en la cámara de la Reina era comparable auna especie de visita, a un acto de cortesía. Unadama visitaba a la otra y ambas pasaban un buenrato con la amistosa charla. Lady Kingston,persona modesta, se mostraba contenta por loque consideraba un pequeño triunfo, pueshablando con las otras mujeres que atendían aAna habíase enterado de que ésta no solíamostrarse calmosa con ellas. Y en bastantes

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ocasiones Lady Kingston había sorprendidodentro de la habitación en que estaba ahorafuertes sollozos e histéricas risas. «Yo laentiendo mejor», pensó Lady Kingston, deseandoque su esposo advirtiera lo bien que le ayudaba ensu nada fácil oficio, siempre, desde luego, de unmodo silencioso.

Su esposo podía estimarla por debajo de susmerecimientos pero Ana se había dado cuenta deque aquella mujer valía: era como un trozo depaño bien tejido, nada ostentoso, pero firme, decalidad, el cual en cuanto tuviera forma duraríaindefinidamente. Y por este motivo habíaescogido a Lady Kingston como la depositaría dedos mensajes. Tanto Margaret como Nan sehubieran encargado con gusto de hacerlos llegara su destino pero sus emociones, su sentimiento,al impedirles dar el trasunto fiel de las frases desu señora, restaría fuerza a las palabras de Ana.Emma habría sido la mensajera ideal pero porpertenecer a una categoría social inferior nopodría llegar adónde había que llegar. Seguía a

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ésta en orden de méritos Lady Kingston. No teníamás remedio que recurrir a ella.

Margaret se fue sollozando. Ana, nada másse hubo cerrado la puerta, dijo:

—Por favor, Lady Kingston, sentaros aquí.Le estaba señalando el sillón situado bajo el

dosel.—¡Oh, no! —repuso Lady Kingston—.

Hallándoos vos delante no está bien que mesiente. Y mucho menos en vuestro sillón, elsillón de la Reina.

—Aquí no hay ninguna, de momento. Deseoque os sentéis ahí, Lady Kingston, y que meescuchéis. Hay algo que pesa sobre miconciencia y no podré descansar hasta que os lohaya confiado.

Lady Kingston atendió su indicación,mirando a Ana con algún recelo. No queríaponerse a escuchar una historia repugnante, delas que circulaban por todas partes aquellos días.Tras su aire imparcial se escondían determinadasdudas. Lady Kingston creía en el adagio que reza:

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«No hay humo sin fuego». Por supuesto, había ungran nubarrón de lo primero. Habiendo estudiadoa Ana a lo largo de su encarcelamiento, llegó a laconclusión de que era una mujer dispuesta a deciro hacer lo que se presentara. Pasaba de laslágrimas a la risa, de la locuacidad al silencio, deproferir interminables protestas a la resignaciónmás encomiable, sin razón ninguna. Tal vez, porel hecho de hallarse en la víspera de su muerte,hubiera decidido contarle toda su odiseapersonal, la que le había llevado hasta allí.

—Señora: no creo ser la persona másadecuada para lo que vos necesitáis. Sería mejorque hicierais venir a vuestro confesor.

—Vos, como mujer que sois, cumpliréismejor mi encargo.

Los temores de Lady Kingston seconfirmaban. Ahora vendría una conversación demujer a mujer. Tema: el amor ilícito. Al rostrode la buena dama asomó su profundo disgusto.

—Lo que quiero deciros se refiere a LadyMaría...

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—Bien, en ese caso...Lady Kingston se puso cómoda,

disponiéndose a escuchar lo que Ana quisiesecontarle.

—Desearía que fuerais a verla, tan pronto ossea posible, tras mi muerte, y le llevarais mimensaje. De poder ser, hubiera ido yo... Vos merepresentaréis ante ella. Ahora me pondré derodillas, como si me hubiese recibido —Anaacompañó con tal acción sus palabras—. ¿Loharéis vos así, en mi nombre?

—Si ese es vuestro deseo...Los modales de Lady Kingston se habían

tornado severos de nuevo. Había una notadramática en la actitud de Ana que le hacíasentirse molesta.

—Decidla que lamento de corazón habermeportado como me porté con ella y su madre. Yoestaba decidida a convertir en realidad mispropósitos y las consideré dos obstáculos. Sientolo ocurrido y pido a Lady María su perdón. ¿Lediréis eso?

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—Con mucho gusto seguiré vuestrasindicaciones.

Lady Kingston se sentía desconcertada.Jamás había oído a nadie referir un acto dedescortesía por parte de la Reina y dirigidocontra Catalina o su hija. A Lady Lee, en uno detantos momentos suyos de tristeza, quejándose,le había escuchado contar que Ana había llegado aofrecer a María su amistad, viéndose rechazada.Seguramente, cuanto sufrieran las dos mujeres,madre e hija, era consecuencia directa de lasacciones del Rey. Lady Kingston no habíaejercido jamás la más mínima influencia sobre laconducta de su esposo, en ninguna forma.Dudaba, pues, de que existiese un hombre quehiciera esto o aquello simplemente, porque suesposa se lo pidiera. Ana, probablemente, estabaexagerando. «¡Pobrecilla!», pensó. «Si eso es lomás grave que tiene sobre su conciencia...»

Y luego, repentinamente, se hizo la luz en sucerebro. Desde luego, Ana pensaba en su hija,quien, inevitablemente, quedaría dentro de la

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zona inmediata de la influencia de María. JaneSeymour no tendría tiempo para ocuparse de lasdos hijastras bastardas. María era la mayor ydespués de lo sucedido todo se presentaba mejorpara inducir a pensar a la gente que aquélla seharía cargo de Isabel. Aquel mensaje tenía un finconcreto: ablandar el corazón de María y ejercercierta influencia en su futura conducta. Anaobraba inteligentemente. La llamada tenía másprobabilidades de éxito que una simple apelaciónque evidenciara el oculto aunque no censurablemotivo. Lady Kingston recordó que siempre sehabía dicho que Ana era una mujer despierta, debuena cabeza... «¡Oh!», se dijo. «He aquí unaexpresión inoportuna. Ahora voy a ponerme apensar en su cabeza, ineludiblemente, y en lo quesucederá mañana».

Ana se puso en pie y en un tono diferentedijo:

—Tengo también un mensaje para el Rey.¿Querréis darle traslado del mismo?

—Pues... Yo creo que mi esposo, quizás...

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Él es quien manda en la Torre.—Por supuesto precisamente tendrá otras

muchas cosas en que ocuparse. Por favor, LadyKingston... No se trata de un mensaje muy largopero tiene que ser recordado con exactitud entodos sus términos.

—Conforme.Si aquél contenía la misma nota de

arrepentimiento que el dirigido a María, ella,como mensajera, no saldría mal parada. Despuésde haber pensado esto, Lady Kingston observóque la expresión del rostro de Ana habíacambiado. Un destello acababa de relampaguearen sus ojos al tiempo que apretara los labios. No.Sus palabras no iban a ser de contrición esta vez.

—Decidle —señaló Ana, hablandolentamente, pronunciando con toda claridad laspalabras—, que le doy las gracias por suconstante empeño en favorecerme. Él fue, enefecto, quien de mí, simple dama de honor deCatalina, hizo una marquesa y más tarde unaReina. Y ahora, no pudiendo otorgarme más

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honores, me concede la palma del martirio.

—Y luego —añadió Lady Kingston, queestaba poniendo a su esposo al corriente de losanteriores hechos, mientras cenaban—, comenzóa reír. Intenté calmarla pero no pude, por lo cualrequerí el auxilio de Margaret. Después memarché... No me gustan sus risas. En cualquierotro lugar que no fuese este no sonarían bien...

—Y aquí no constituyen nada habitual.—Ella no se parece a ninguna de las

personas que hasta la fecha he conocido. Cuandome pregunten cómo era Ana me pondrán con todaseguridad en un aprieto. ¿Qué respuesta podrédarles? Cambia a cada momento. Hablándome deLady María daba la impresión de ser una mujerdulce, que se sentía profundamenteapesadumbrada. Al hablar del Rey, en cambio,parecía una criatura perversa. Y luego, esascarcajadas...

Sir William dejó oír un leve gruñido. Lasmujeres eran todas así... ¿Sería posible que ella

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misma no se diera cuenta de que era tan mudablecomo un día del mes de agosto?

—A lo mejor la ves tan serena, pendiente deuna melodía, tocando el laúd, entonando viejas ynuevas canciones. Verdaderamente, no son estoslos momentos más indicados para tal género deesparcimientos. Claro, que bien puede ser que...¿Crees tú que ella abriga todavía algunaesperanza? ¿Es posible que espere el perdón enel último instante o que alguien se arriesgueintentando salvarla?

Sir William Kingston levantó la cabeza,contemplando a su esposa atentamente, con losojos entornados.

—¿Quién puso esa idea en tu necia cabeza?—¡Oh! Nadie —La mirada de su marido

dejó desolada a Lady Kingston—. Nadie.Simplemente, me ha llamado la atención suextraña conducta.

—¿Ha llegado a tus oídos algún rumor?—No, no. ¿Y cómo hubiera podido suceder

eso? No he hablado con nadie.

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—Habrás hablado con las mujeres que laatienden. ¿Notaste que estaban más animadas?¿Hablaban en voz baja entre ellas?

—¡Oh, no! Lady Lee, la pobre, lloraba comosiempre. ¿Por qué me haces esas preguntas? ¿Esque esperas que ocurra alguna cosa?

Sir William confiaba en ella bastante perono quería quebrantar un hábito que duraba todo loque su vida de casado. Así pues, optó por decirleque se ocupara de sus asuntos que él atenderíadebidamente a los propios de su cargo.Seguidamente continuó comiendo, a sabiendas deque cuanto iba ingiriendo le caería en elestómago al fin como un trozo de hierro al rojovivo, cosa que le pasaba siempre que se hallabapreocupado.

Había recibido las instrucciones definitivasde Cromwell. Por ellas se veía con toda claridadque aquél esperaba que surgiese algún conflicto.El patíbulo sería levantado dentro de los recintosde la Torre y no alcanzaría mucha altura. Así nose podría observar nada desde el exterior.

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Solamente se hallarían presentes en el momentode la ejecución varias personas cuidadosamenteescogidas. Como última medida de precauciónhabía sido cambiada la hora de aquélla. Anamoriría al mediodía y este detalle no podría serdivulgado.

El pueblo de Londres, que se había negado adescubrirse y a vitorear a Nan Bullen, no cesabaahora de hablar de la Reina Ana, de sus defectos yvirtudes, aludiendo a las grandes cantidades dedinero que había distribuido en forma delimosnas a lo largo de los últimos meses y alentusiasmo que demostrara siempre por que loshumildes bien dotados pudiesen disfrutar de lasmismas ventajas en cuanto a la educación que lospoderosos. Tornadiza como el viento, la opiniónpública había evolucionado, situándose junto aAna tan decididamente que era muy probable quela Torre fuese atacada y que se produjerandisturbios en las calles.

Era aquella una ocasión única, pensó SirWilliam. Había que dejar a un lado pros y

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contras... El caso era que iba a subir al patíbulouna mujer, una Reina, además. En los últimosdoscientos años, aproximadamente, dos reyes deInglaterra habían sido depuestos, muriendo alpoco tiempo: Eduardo II, en el Castillo deBerkeley, y Ricardo II, en Pontefract. Habíansido unas muertes muy misteriosas las suyas.Pero una cosa era que las multitudes londinensesse enterasen de un suceso de ese tipo ocurrido acierta distancia, irremediable ya, y otra pedirlasque se estuviesen quietas, dando su tácitoconsentimiento ante la ejecución de una personaque fuera coronada Reina.

—Grande será mi satisfacción cuando todoesto haya terminado —dijo Sir William congesto agrio.

—Son las diez —declaró Lady Kingston—.Dentro de unas horas todo habrá terminado.

Sir William no hizo más comentarios...Dentro de unas horas...Emma Arnett pensaba en aquellos que

mueren en sus camas. En los momentos más

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apurados el moribundo se veía atendido. Losfamiliares sabían que las horas estaban cantadas,que el fin era inevitable. Pero siempre cabía laposibilidad de hacer algo. Removíanse lasalmohadas, se ordenaban las ropas del lecho,remojábanse los resecos labios del enfermo, sepasaba un paño por las humedecidas cejas deéste... Tales quehaceres distraían a los que lecuidaban. Aquello que vivían allí era una cosacompletamente distinta. Uno permanecía sentadoa un metro escaso de una mujer joven, llena desalud y no acertaba a pensar más que varias horasdespués aquel ser viviente se habría convertidoen un cadáver espantosamente mutilado.

Más allá del cadáver no acertaba a ver nada.Ni la más mínima esperanza de resurrección, deinmortalidad... Su creencia en el Purgatorio sehabía desvanecido, con su fe en los sacerdotes yel Papa; el cielo y el infierno se habían esfumadode su mente, para no poder reclamarlos jamás, enla noche del aborto, momento en que perdiera suconfianza en Dios. Cuando su primer acto de

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rebelión contra el Todopoderoso perdieraviolencia, habíase esforzado con la resolución deque era capaz, por aceptar humildemente laverdad: que Dios sabía qué era lo mejor, que suscaminos, aunque misteriosos, eran los únicos quecabía seguir. No pudo conseguir nada. Aquellohubiera sido como intentar devolver la vida a unárbol derribado por un rayo. Noche tras noche,había permanecido despierta en su cama, con losojos abiertos, dando vueltas y más vueltas,volviendo siempre a las mismas conclusiones,todas ellas desesperantes. No lograba nadapositivo, como a nada positivo habría llegado unaserpiente empeñada en devorar su cola. Inclusosu deseo de creer se anuló a sí mismo pues erainevitable que antes o después pensara para sí:«Si creo es porque quiero creer, porque no puedosoportar la situación contraria». Una vezformulado tal pensamiento ya no habíaposibilidad de retroceder.

De manera que cuando pensaba en Anamuerta la veía así para siempre. Y bajo la capa de

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tristeza, de desdicha y horror, sorprendíase latemible desesperanza de una muerte nostálgicade aquellos días en que ella viera, más allá de latumba, la vida eterna, un mundo de belleza entoda su plenitud que rebasaba todo lo imaginable,poblado por ángeles y santos y todas lasdivinidades del Cielo gozando de la presencia deDios.

Después de su explosión emocional, Emmano había vuelto a llorar. El suyo era un pesar sinlágrimas.

Margaret, con breves paréntesis dedescanso, había estado llorando a todas horas.Hacía esfuerzos por contenerse. Se daba cuentade que Ana no ganaba nada observándola y que aella no le reportaba ningún consuelo. Pero nopodía evitarlo. Al sugerirle Ana la convenienciade distraerse cantando por espacio de una hora,Margaret había tragado saliva, preguntándole:«¡Oh, Ana! ¿Cómo puedes pensar en semejantecosa?», en el mismo tono que si hubiera sido ella

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la que al día siguiente por la mañana tenía quearrodillarse ante el tajo del verdugo.

—Mira, Margaret: me gustaría que miscanciones fuesen recordadas y ahora lo único quepuedo hacer es confiarlas a tu memoria. En elfuturo seré recordada yo misma como una de lasmujeres más perversas que han existido en elmundo. Enrique querrá justificarse y procuraráque mis supuestos pecados sean conocidos portodos. Mi hija no sabrá jamás la verdad y seavergonzará de mí. Me bautizarán con un apodo...demasiado fácil: la «Reina sin Cabeza». Ahorabien, si tú no olvidas mis canciones, Margaret, yse las enseñas a tus hijos y de éstos pasan a tusnietos llegará un tiempo en que se me recuerdepor ellas, esto es, cuando todo lo demás se hayadesvanecido en las mentes de los hombres.

—Intentaré complacerte —respondióMaría, quien había derramado unas lágrimas másal oír a su prima hablar de lo del apodo, alconsiderar qué poco tiempo podría disfrutar yade su compañía.

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Nadie había oído aún las canciones de Ana,que ella misma hubo de interpretar. Aquéllashabían sido escritas dentro de la Torre yresultaban impresionantes por su tristeza.

Deshonrado quedó mi nombre, ¡oh,dolor!,Por efecto de crueles envidias yfalsedades.Por eso ahora he de decir eternamente:¡Adiós, alegría! ¡Adiós, consuelo!

Y la siguiente:

¡Oh, muerte! Acúname hasta dormirme,Dame el más absoluto descanso,Saca mi alma inocenteDe mi inquieto seno.Que suene el lúgubre redoble,Anunciad así mi muerte,Pues tengo que morir,No se puede evitar,

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¡Y muero ya!

Ana se dijo: «Esta será la última vez quetoque un laúd, la última vez que cante». Pero elpensamiento anterior en ella no era tan terriblecomo hubiera resultado en Emma Arnett, ya quepodía añadir: «en esta tierra». A medida quepasaban las horas y el instante de la muerte seacercaba convencíase más y más de que Dios seapiadaría de su alma, de que la comprendería...Había sido una pecadora, sí, pero antes de morirhabría purgado sus faltas, con creces, quizás, locual en el otro mundo contaría como mérito.Habría músicos en el cielo y un día llegaría enque se uniría a ellos.

—Tomás era siempre quien componía lasmejores canciones —declaró—. Éste viene aquímuy a propósito...

Seguidamente, empezó a cantar:

Adiós, laúd mío, este es el últimoquehacer que emprendemos tú y yo,

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pues terminado está lo que comenzamos:ahora la canción ya fue entonada,descansa, laúd mío, ya he llegado al fin.

Por última vez en su vida también, Anacolocó junto a ella el instrumento que mitigaratantas horas de soledad...

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XLIV

«He visto ejecutar a muchos hombres ymujeres y éstos se han mostrado profundamenteafligidos pero a mi juicio esta dama sintió nopoco gozo y complacencia ante la muerte».

Sir William Kingston en una carta aCromwell

«Ninguna persona se mostró nunca tandispuesta como ella a morir».

El Embajador español en una carta a CarlosV.

La Torre, 19 de mayo de 1536

Sir William era un hombre enérgico encuanto a su trabajo se refería, hallándose

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dispuesto siempre a hacer frente a lasresponsabilidades inherentes a su cargo. Sinembargo, le preocupaba la entrevista que teníaque celebrar con Ana con el fin de comunicarleque su ejecución iba a sufrir un aplazamiento decuatro horas. Temía que ella viera en esa medidauna promesa de perdón o que al conocer lanoticia y la nueva prueba que se veía obligada asufrir estallase en lágrimas o en histéricascarcajadas.

Después de decirle lo que había sobre elparticular, en el estilo oficial, fríamente, seenfrentó con lo que él estimaba inevitable.

Algo que Sir William en otra ocasión habríajuzgado un destello de ironía iluminó fugazmentelos ojos de Ana.

—Toda mi vida ha sido una interminableespera. Incluso ahora me veo obligada a esperar,en el umbral mismo de la muerte. —Su rostro setornó de nuevo sombrío—. ¿No puede ser antesdel mediodía? Lo siento. Creí ayer que porentonces yo ya habría muerto y superado todo

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dolor.—No habrá dolor alguno porque el verdugo

contratado es un hombre muy diestro en suoficio —dijo Sir William para tranquilizarla—.La hoja de la espada está siempre muy afilada...

—Y mi cuello no es nada grueso —dijo Anallevándose las manos a la garganta, riendo.

Sir William se preguntó qué era lo que suesposa había visto de sorprendente en la risa deaquella mujer. Simplemente, como él señalara,no era habitual esa respuesta en talescircunstancias. El hombre pensó que entre lasnumerosas personas que había visto morir dentrode los muros de la Torre ninguna habíasemostrado tan alegre como Ana.

Sir William había encontrado a éstaacompañada por su capellán. En el momento de ira retirarse, cumplida su misión, ella le habíarogado que se detuviese.

—He confesado —le anunció—, y estoy apunto de comulgar por última vez. Es este quevivo un momento solemne, nada indicado para

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forjar mentiras. Deseo, Sir William, que tengáisla amabilidad de atestiguar que me declaroinocente de los crímenes de que he sido acusada.Jamás pequé con mi hermano, ni con Norris,Weston, Brereton ni Smeaton. He aquí la verdad,dicha ante Dios, frente al Cual compareceré enbreve. Confío en que divulgaréis mis palabras.

Poco antes había confesado la verdad a susacerdote, admitiendo los tres actos de adulterio,«no por impulso de la lujuria o cualquier otromóvil semejante sino con el afán de dar a SuMajestad un varón». Esta declaración descenderíacon su confesor a la tumba. En cambio confiabaen que fuesen sabidas las frases dichas a SirWilliam. Se trataba del último intento querealizaba para dejar en el honorable sitio que lescorrespondía a los cinco hombres ajusticiados,especialmente a su hermano George.

—Daré cuenta de lo que me habéis dicho,señora, como doy cuenta habitualmente de otrascosas —respondió Sir William.

Esto significaba que aquello figuraría en la

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próxima carta que escribiera a Cromwell. Ladeclaración no iría más lejos.

Hacía tiempo que Sir William se habíaprivado a sí mismo del lujo de hablar libremente—hasta sus ideas y sentimientos se hallabangobernados casi siempre por la conveniencia—,pero esta vez se dijo que le hubiera gustado queaquella última declaración de la mujer condenadaa muerte pudiese hacerse pública. Al menosserviría de consuelo a los parientes de loscaballeros desaparecidos, especialmente a laesposa y a la madre de Sir Francis Weston, tanconvencidas de la inocencia de éste que habíanofrecido la suma de 100.000 coronas, al Rey, acambio de su vida.

Lo más seguro era que Ana no repitieseaquellas palabras desde el patíbulo, continuópensando Sir William. Al proceder así ponía entela de juicio públicamente la oportunidad de lasentencia, exponiéndose a morir de una maneramás violenta y dolorosa. Los discursos que sepronunciaban en el patíbulo eran tan estilizados

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como las respuestas en las ceremoniasreligiosas. Había presenciado docenas deejecuciones. Muchos reos llegaban al mismo piedel patíbulo haciendo protestas de inocencia paraluego, a punto de morir ya, admitir que merecíanla muerte. Todo el mundo sabía que a menos queesta formalidad fuese observada podríaproducirse un lamentable incidente, unaplazamiento en el último minuto, y despuésvendría la ejecución, en forma más desagradableque la acordada.

Mentalmente, se encogió de hombros. Elmundo era así y nada podía hacerse porcambiarlo.

—Gracias, Sir William. Os agradezcotambién la cortesía con que me habéis tratadodesde que fui puesta bajo vuestra tutela.

—Me he limitado a cumplir con mi deber,señora.

Ana le tendió la mano. Al tomar ésta, SirWilliam sintió que dentro de él se desmoronabaaquella severidad, aquella dureza, que había

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modelado el cargo.—Procuraré... rápido... lo más fácil posible.

Dios sea con vos, Majestad, ahora... y siempre.Sir William sintió como si una mano de

hierro le hubiese atenazado la garganta. Suspalabras salían de ella atropelladamente o traspausas interminables.

Ana le miró sonriente. Y él, que fuera unhombre que se había preguntado siempre quédemonios podía haber visto el Rey en aquellamujer, vaciló un momento bajo el impacto de suinefable encanto personal. Dando media vuelta,salió corriendo de la habitación. Después, al otrolado de la puerta, se detuvo unos segundos,pensativo, parpadeando igual que si le acabase dedeslumbrar una fuerte luz. Cuando se huborecuperado echó a andar, pensando: «Jamásvolverá a sonreír a otro hombre».

Por fin aquellas cuatro horas de espera demás llegaban a su término. La mañana era cálida.Respirábase en la estancia en que se hallaba la

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Reina un aire sofocante. No obstante, las cuatropersonas que se encontraban en la habitación seestremecían a cada paso igual que si se viesenazotadas por el vendaval en un frío día deinvierno. Ana, realizando desesperados intentospara consolar a Margaret, Nan y Emma, les habíahablado de la certeza con que contemplaba laperspectiva de su reunión con ellas en el Paraíso.Su voz, sin embargo, temblaba al pronunciar lasúltimas palabras, al probar a describir loindescriptible... Veía el cielo semejante a losjardines de Greenwich en un día de verano sinnubes, sólo que más bello, estando poblado aquélpor numerosas melodías, de las cuales la músicaterrena no era más que un débil y falseado eco.

—Allí estarán también todos los seres quehemos amado. En mi opinión, hasta los perros.Pensad en esto siempre que os acordéis de mí:«Se fue apesadumbrada, dolida, pero confortadacon la idea de que algún día nos volveríamos a verjuntas».

Margaret y Nan lloraban. Emma permanecía

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seria, ofreciendo un rostro de impenetrableexpresión. Para ella el futuro no existía. Una horamás tarde, Ana Bolena, a la que había amado másque a cualquiera de los miembros de su familia oa su viejo maestro, Richard Hunne, moriría. Yella, desolada, comenzaría a sentirse a partir deese instante más y más vieja. El dolor en lasarticulaciones se tornaría insoportable. Asíavanzaría paso a paso por un camino que seestrechaba progresivamente, que veía cada vezmás oscuro y que terminaba en la tumba. Paraella no habría jardines celestes, ni música, nireunión con los seres amados. Pensó, irritada:«Se empieza por no creer en una gran cantidad desupersticiones y se acaba por no creer en nada.Esto viene a ser algo como caer por un pozo: nohay manera de detenerse y subir desde la mitaddel trayecto».

Sus grandes manos, estropeadas por eltrabajo, escondían, temblorosas, algo sobre suregazo. Estaba esperando a que fuesen las once ymedia. Esta era la hora indicada para efectuar su

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último servicio.Al mover los brazos descubrió un menudo

frasco entre sus dedos.—Sólo me atreví a traer esto. Majestad, que

por su tamaño pude esconder en mi corpiño —dijo Emma—. Temía que si me veían con unacosa así me la quitasen antes de que pudieraentregárosla. Será una dosis pequeña, suficiente,sin embargo, para calmaros y haceros olvidar demomento...

Emma calló. No quería aludir niindirectamente al instrumento del verdugo, a laespada, al cruel acero que había de segar su vida.

Ana la miró atentamente. Durante variossegundos no pudo articular una sola palabra.

—¡Emma! ¡Esto sí que es un milagro!Siempre temí que ahí fuera, cuando todo elmundo me observaba, en el último instante, yo nopudiera dominarme y me fallasen las fuerzas...

Una cosa era estar resignada a morir y otraenfrentarse con dignidad con el aparato querodeaba aquel acto.

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Confiaba en que la dosis que Emma le habíapreparado fuese tan grande como la que leadministrara el día de su arresto y que leprodujese idénticos efectos. Después del juicio,cuando le fue permitido pasear en compañía desus damas, preguntó a éstas qué opinaban sobresu conducta, manifestando las interrogadas quehasta el momento de penetrar en la Torre nadiehubiera sido capaz de superar sucomportamiento. A un grupo de espectadores leshabía dicho altaneramente: «No podréisimpedirme que muera como vuestra Reina quesoy». Pero Ana Bolena, el ser consciente, habíatenido que ver muy poco con todo aquello. Silograba arrodillarse ante el verdugo con idénticadisposición de ánimo... Entonces ya no cabríatemer sus gritos, su llanto o sus risas.

A raíz de su viaje a Francia había sido unacriatura vana, que buscaba ansiosamente laadmiración de los demás, comprendiendo que asícomo las jóvenes bien dotadas físicamente por lanaturaleza confían en sus encantos, para ella lo

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más conveniente era cultivar un estilo personal ydesplegar buen gusto en la elección de susvestidos. Así se había acostumbrado a obtener elmáximo partido de aquellas cosas, escasas, deque disponía. Para su última aparición en públicohabía elegido con todo detenimiento sus ropas yno abrigaba más deseo que el de que éstasmarcharan acordes con su serenidad, con su buenestado de ánimo. Aspiraba a salir del escenariode la vida mediante un digno e impresionantemutis, de suerte que la gente, al recordarla mástarde, cavilando sobre los horribles detalles desus supuestas faltas, pudiese decir: «Al menosmurió como una Reina», sembrando de paso laduda. En efecto, ¿podía ser compatible aquellocon la frialdad, el poco juicio y el indescriptiblecomportamiento de que se le había acusado?Ahora, gracias a Emma, era muy probable quepudiese convertir en realidad su última ambición.

Emma vertió en una copa con temblorosamano el líquido y Ana, con mano también pocofirme, se llevó aquélla a los labios. Tratábase de

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una dosis superior a las normales pero máspequeña que la que su servidora le administrara eldía del arresto. No obstante, la droga cumpliríasu misión...

Junto a la boca, el pequeño recipiente sequedó un momento inmóvil... Ana miró a susacompañantes. Margaret y Nan tenían los ojosenrojecidos, de tanto llorar. Emma era la vivaimagen de la desesperación.

—Compartiremos el contenido de esta copa—anunció la Reina—. Como si se tratara de la«copa de la amistad».

Ofrecióle aquélla a Margaret, tan aturdida,que hubiera llegado a beber aunque lo ofrecidohubiese sido un veneno. Tomó un sorbo antes deque Emma tuviese tiempo de decir:

—¡Lo traje para vos, señora!—Y yo he dicho que pensaba compartirlo.

¿Nan?—No podría tragar nada —manifestó Nan

Savile.—Lo traje para vos, señora —repitió Emma,

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tercamente. Dirigió una mirada de reproche aMargaret, añadiendo—: La dosis ya era bastantereducida.

—Pero es suficiente para evitar el quepueda convertirme en un espectáculo —respondió Ana, bebiéndose el líquido restante.

De nuevo, y más vividamente que nunca,comprendió que era inútil querer soslayar eldestino personal. Había hecho partícipe aMargaret de sus pensamientos sobre aquel tema.Incluso aquel calmante, una minucia, habíarepresentado un papel importante en suexistencia, a lo largo del camino que la habíaconducido allí. «Aquella noche de mi primerariña con Enrique, cuando yo planeaba regresar aHever, Emma me habló de su amigo elfarmacéutico, facilitándome por vez primera elcalmante, gracias al cual yo me encontrabaamodorrada cuando él volvió, en una disposiciónnada a propósito para discutir... De no haber sidopor ese líquido me habría hallado tan irritadacomo al marcharse. Seguro que entonces le

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hubiera dicho que los insultos no pueden serborrados a fuerza de obsequios».

Dudaba Ana de que el líquido que acababa deingerir fuese capaz hoy de proporcionarle laserenidad de que hiciera gala el día de su trasladodesde Greenwich a la Torre. Esperópacientemente a sentir sus efectos, esto es, laagradable calma interior de otras veces, suindiferencia ante las cosas externas, que tan bienconocía de anteriores ocasiones. Era la primeravez que le ocurría aquello pero la verdadresultaba difícil de ocultar: el remedio habíafallado. Habría conseguido lo mismo bebiendoun poco de agua...

«Debí suponérmelo», se dijo. «Imposiblesustraerme a nada... Voy al patíbulo sostenidaúnicamente por mi fe en Dios, el SupremoArtífice de este teatro de marionetas, quienespero que no sea muy severo con esta muñecaque a lo largo de los años ha venido respondiendoa cada tirón de los hilos que la gobernabanaunque yo creyese que obraba de acuerdo con mi

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voluntad».En varios lugares de las cercanías sonaron

las campanas de los relojes. Dentro de Inglaterra,en muchísimos jardines, las sombras de lasmanecillas de los relojes de sol tocaron elnúmero XII. Había llegado el mediodía del 19 demayo, un viernes del Año de Nuestro Señor de1536.

Había sido decidido que fueran admitidas,para presenciar la ejecución, treinta personas.Entre éstas, que serían cuidadosamenteescogidas, se hallaba el Alcalde de Londres. Asíse impediría que alguien formulase una acusaciónde clandestinidad. Se esperaba también que laproximidad de aquel hombre fuese útil en el casode que, como se esperaba, la mujer condenadaformulase una confesión desde el patíbulo.

En el instante de aparecer Ana, escoltadapor Sir William Kingston, Margaret, Nan Savile yEmma Arnett, todos los presentes se sintieronsobrecogidos, incluso sus enemigos más

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declarados. Pocas personas habían juzgado bellaa Ana Bolena... Sin embargo, aquel día su rostroresplandecía con una belleza que era casi irreal.Vestía bien, como siempre, pero nadie fijó suatención en su ropaje de negro damasco, endramático contraste con el enorme collar blancoque llevaba, en el sombrero de terciopelo negrobajo el cual asomaban sus brillantes cabellos,estrechamente recogidos hacia arriba. Laatención de todos los presentes se concentróexclusivamente en su faz, en sus grandes ojos,que se veían como iluminados por una luzinterior, en la cremosa tez, en la boca... Suatormentada expresión habíase desvanecido.

Avanzó con su gracioso paso de siemprehasta las escalerillas del patíbulo, comenzando asubirlas. Frente a ella quedaba el tajo, con la pajaesparcida a su alrededor. A la derecha estaba elverdugo, oculto tras su capucha de negro paño,sujetando entre sus manos, a su espalda, en unfútil y oficial gesto de consideración, la espada.

Ana se enfrentó con el pequeño grupo que la

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contemplaba, identificando algunos rostros. Allíestaba el Duque de Suffolk, el Duque deRichmond, bastardo de Enrique, Cromwell, cuyohijo primogénito se hallaba casado con unahermana de Jane Seymour y que ahora se elevaríahasta los puestos más distinguidos, ciertosembaladores, el Alcalde de Londres...

En fin de cuentas, la dosis de calmanteadministrada por Emma había surtido algúnefecto. Ya no temblaba y al hablar lo hizo en untono de voz claro y firme.

—He venido aquí para morir, de acuerdocon lo ordenado por la ley, pues según ésta fuijuzgada y condenada a la última pena. No diré,por consiguiente, nada contra ella ya que séperfectamente que lo que yo pueda alegar en midefensa no os interesa ni a mí me proporciona lamenor esperanza de continuar viviendo.

Aquellas palabras contenían la quintaesenciade algo que Enrique, si bien inconscientemente,había sorprendido en ella: su habilidad para hacerciertas cosas pedazos. Empleando términos

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corteses, casi amistosos, decía a su auditorio quepor el hecho de ser la ley lo que era ella se sentíadesvalida, creyéndolos a todos en la mismaposición. Ellos ocupaban altos cargos y poseíanimportantes títulos pero se veían obligados aseguir las indicaciones del Rey, si no queríanperecer. Hasta el menos perspicaz de lospresentes la comprendió. En Inglaterra ahora nohabía ya más ley que la voluntad de Enrique. Élhabía forjado —con su participación activa o suaceptación pasiva—, un infame cargo contra unamujer que había tenido su corazón en sus manos;habíase deshecho de una esposa a la que ya noquería. ¿No era cierto que le costaría menostrabajo aún desprenderse de un primer ministro,de un colaborador cualquiera no grato?

Su frase siguiente jugueteó con sus temorescomo los hábiles dedos de Ana juguetearan conlas cuerdas del laúd en otro tiempo. Cambiandola voz, en un tono que todos pudieron calificar desarcástico. aquélla dijo:

—Pido a Dios que proteja al Rey y le

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permita gobernaros durante mucho tiempo puesjamás existió un príncipe más flexible y de mejorcorazón.

La voz de Ana tornó a cambiar. El tono eraahora de aviso.

—Para mí fue siempre un señor bueno,cortés. —A continuación, su mirada se detuvo enel tajo, fijándose luego en el verdugo, al que dijo— : Poned atención. Esto es lo que un señorbueno y cortés puede traeros.

Ana hizo una pausa. Después pronuncióestas palabras:

—Así pues, me despido del mundo y devosotros, rogándoos de corazón que recéis pormí.

Habían convenido entre ellas que cuandodijese esta frase, la señal de que se hallabapreparada, Margaret habría de avanzar hasta Anapara quitarle el sombrero y el gran collar quellevaba, el cual podía suponer un obstáculo parala labor del verdugo. Pero Lady Lee,impresionada, aturdida, se había derrumbado,

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manteniéndose materialmente en los brazos deNan. Emma, tan pesarosa como aquélla, por obrade la costumbre sabía qué lugar le correspondíaocupar allí. Esperó a que Margaret se recobraraun segundo y a que hiciese lo que se le habíaencomendado. Luego se adelantó... Pero ya erademasiado tarde. Ana se había quitado elsombrero y el collar y Emma sólo pudo hacersecargo de ambas cosas.

Desprovista del sombrero y el collar, conlos cabellos muy recogidos, el cuello de Anaquedaba así expuesto... El verdugo ojeó el mismocon un gesto de satisfacción. Un limpio golpe deespada, pensó, y habría ganado las 23 libras, 6chelines y 8 peniques que valía su trabajo,estableciendo de paso la superioridad de losverdugos franceses sobre los de otras naciones.

Ana se volvió y abrazando a Margaret ledijo:

—Acuérdate de mis canciones.Luego oprimió el diminuto libro

encuadernado en oro y esmaltado en negro que

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llevaba en una mano. Contenía aquél variossalmos escritos sobre papel avitelado.Seguidamente, la Reina besó a Nan, diciéndole:

—No te inquietes. Recuerda el grabado:esto tenía que suceder.

Finalmente se dirigió a Emma:—Tú has sido mi mejor amiga. Reza por mí.Después se arrodilló ante el tajo, arreglando

sus ropas de manera que sus pies quedarancubiertos, murmurando:

—Señor: apiádate de mi alma.Nan hubiera debido avanzar en este

momento para cubrir sus ojos con un pañuelo.Pero ella, al igual que Margaret, parecía incapazde hacer el menor movimiento. Nuevamente,Emma aguardó un segundo. Luego, depositandoen las manos de Margaret el collar y elsombrero, cogió el pañuelo de que era portadoraNan, adelantándose para vendarle los ojos a Ana.

El verdugo avanzó sin hacer el menor ruido,levantando la espada al mismo tiempo. Alabatirse ésta, el pequeño cuello quedó segado

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como si hubiera sido el tallo de una flor.

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XLV

«Sí... No habrían pasado veinticuatro horasdesde el instante en que la espada del verdugo setiñó con la sangre de la víctima cuando JaneSeymour se convirtió en la novia de EnriqueVIII... Aún corría la sangre por las venas delcuerpo de la Reina, cuyo puesto había quedadovacante mediante una muerte violenta, cuandotodo el mundo andaba ocupado preparando lospasteles de boda, el banquete de esponsales y losvistosos trajes de ceremonia».

Agnes Strickland. («Lives of the Queens ofEngland»).

Richmond, 19 de mayo de 1536

El estampido del cañón hizo saber a Enriqueque al cabo de veintiséis años quedaba liberado

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de todos sus compromisos matrimoniales.Estaba vestido para montar a caballo. Le

aguardaba una cabalgadura escogida por surapidez y fortaleza, que había sido objeto deespeciales cuidados. Otras monturas acababan deser apostadas en sitios convenientes, a lo largodel camino que conducía a Wiltshire, a WolfHall, donde Jane le esperaba. Ya habían partidolas bestias de carga, que llevaban sus máshermosas ropas, así como regalos para la novia ysus familiares.

Toda la mañana se había sentido presa de unagran impaciencia y de cierto pesar porque lascircunstancias hubiesen hecho necesario uncambio en la hora de la ejecución —cuatro horasde luz del día desperdiciadas—, y cuando oyó eldisparo de cañón no llegó a notar más que unprofundo alivio. Ya estaba a salvo. Era un hombrelibre. Ya podía marcharse...

En el instante de acomodarse en la silla delcaballo se sintió seguro de que el último remedioensayado le iba curando poco a poco la herida de

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la pierna.Todo cuanto veía en torno a él era una

respuesta acorde con su excelente disposición deánimo. Brillaban esplendorosamente las verdeshojas de los árboles, ondeaban los apretadostrigales, vestíanse con blancos trajes de novia losespinos, aparecían saturados de ranúnculos yprimaveras los prados, había verdaderos mares deazules campanillas por todas partes... Volvía a serun hombre joven y a estar enamorado, como laprimera vez. Acercábase también el día de suboda. Creía en todo eso porque, entre otrascosas, él era un poeta y como tal era capaz deforjar su propio mundo.

En el aspecto amoroso su vida no habíamarchado bien. Aquellos dos casamientosmalditos... Uno había sido contrario a la ley deDios, el segundo se había concertado mediante elconcurso de las artes de brujería. Pero ahora eralibre y aquel auténtico amor le compensaría detantos sinsabores.

Avanzaba con toda rapidez, feliz, bajo el sol

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de mayo. Y ninguna preocupación turbaba susagradables pensamientos.

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XLVI

«Ante el tribunal encargado de juzgar a losque habían sido señalados como amantes de Ana,el padre de ésta declaró estar convencido de laculpabilidad de su hija».

«Encyclopaedia Britannica.»

Hever. 19 de mayo de 1536

—Y ahora recuerda esto bien —dijo TomásBolena, contemplando con disgusto el rostro desu esposa, desfigurado por el continuo llanto—.No quiero volver a oír pronunciar su nombre ni elde George bajo este techo. No. No quiero volvera oírlos procedentes de tus labios, dentro de losmuros de nuestra casa. Ya he escuchado losmismos demasiadas veces por ahí.

En la faz de Lady Bo se dibujó un gesto de

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obstinación. Entonces dijo las palabras que habíarepetido infinidad de veces en el transcurso delos últimos diecinueve días:

—Sencillamente, Tomás: no creo queninguna de esas acusaciones responda a la verdad.Mi incredulidad subsistiría incluso en el caso deque ella hubiera confesado... —Lady Bo semordió los labios, que comenzaban a temblar,para dominarse—. Sólo una persona queestuviese mal de la cabeza hubiera podido darlugar a esas cosas y la de Ana distaba mucho deestar trastornada.

—Es que para hacer lo que hizo no utilizó sucabeza precisamente —replicó con voz ronca sumarido.

Lady Bo correspondió a tales palabras conuna mirada de profundo desagrado.

Pese a sus desiguales temperamentos, LadyBo y Tomás habían sido hasta entonces una parejafeliz. La paz se había alterado diecinueve díasatrás, en que, coincidiendo con las últimasterribles noticias, ella había apremiado a su

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esposo para que pasara a la acción. En fin decuentas, George y Ana eran hijos suyos. No podíaconsentir que sucediera lo que iba a suceder sinque exteriorizara una enérgica protesta. Porprimera vez desde el día de su matrimonio habíancruzado algunas frases violentas.

—Mi padre, Dios lo tenga en su gloria, noera más que un simple campesino —había dichoella—. Pues bien, de haberme ocurrido a mí unacosa semejante no hubiera permanecido inactivoun solo día. Habría venido a Londres armado consu escopeta de caza, acompañado de los hombresque trabajaban en nuestra casa y de todosnuestros vecinos, armados a su vez con hoces yhorcas, ocasionando un alboroto que con todaseguridad hubiera impresionado al Rey.

—¿Y qué habrían logrado con ello?Probablemente ser colgados, arrastrados ydescuartizados.

Esta contestación había irritado a Lady Bo.Pero aún le quedaba a ésta por oír algo peor, querevelaba una faceta inhumana del carácter del

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hombre con quien se hallaba casada.—Tu padre, querida, se halla a salvo en su

tumba. A su costa, impunemente, puedes idear loque se te antoje. Pero yo estoy vivo. Dos de mishijos han sido acusados de traición y si yocometo alguna tontería me expongo a ir a pararadónde están ellos. ¡Ah! ¡A lo mejor es eso loque tú quieres!

Lady Bo estuvo reflexionando unos minutosa raíz de esta contestación. A continuaciónmanifestó:

—Bueno... Ni George ni Ana son hijosmíos, ni yo he tenido nada que ver nunca en susasuntos. Y a las madrastras todo el mundo nos hatenido siempre por personas bastante imparcialesen estas situaciones. Claro, no somos como lasmadres... Iré a ver al Rey para decirle que estoyconvencida de que se va a cometer un terribleerror.

El Conde de Wiltshire no se habríasorprendido más de haber oído rugir a un conejocomo un león.

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—Eso es algo que tú no harás. Te loprohíbo. —Aún no estaba realmente enojado conella. Su mujer era una criatura inocente, un serque no era de este mundo, una persona a quiensus ineludibles contactos con la alta sociedad nohabían enseñado nada—. Hemos de ser cautos —añadió—, si queremos salvar en este temporalnuestras vidas, nuestra libertad y hacienda.

Él había argumentado que nada podríahacerse hasta después del juicio. Por entonces sesabría la verdad de lo ocurrido. Tenían queconfiar en la rectitud de la justicia inglesa. Tanpronto terminó la vista de la causa manifestó queninguna protesta sería ya de utilidad. George yAna habían sido condenados por los pares delReino y discutir el veredicto o pedir el perdón delos acusados resultaría peligroso.

Lady Bo había llorado en vano, replicandoen ocasiones con dureza a sus palabras.

—¡Todo lo que a ti te importa son tusbienes!

Habíanse llevado siempre bien. Ahora Lady

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Bo ya no adoraba ciegamente a su marido y éstehabía abandonado su actitud indulgente en todo loque a ella atañía. Cuando Lady Bo se excitabademasiado levantaba la voz y se le notabaclaramente el acento de Norfolk con que siemprehabía hablado.

—Afirmar eso de George y Ana es cosa dechiflados. Sé perfectamente que a veces se dantales casos, pero es en sitios solitarios, dondelos hermanos permanecen aislados, sin ver anadie durante meses enteros. Estos dos, además,se encontraban casados. Y de tener que pasar unacosa así, ¿no hubiera sido más natural quesucediese en la vivienda que habitaban juntos,donde era fácil hurtarse a ciertas miradas? Hetenido muchas ocasiones de observarlos. Reían,bromeaban o se entretenían componiendocanciones. Bueno, ¿y dónde paraba el Rey cuandoocurría todo esto? ¡Es lo que me gustaría saber!En cuanto a Norris... He ahí otro disparate.Siempre acompañó al Rey cuando sus primerasvisitas. ¿Demostró alguna vez interés por ella?

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Esta es una historia urdida por los Seymour. Ypor el Rey. No se ha atrevido a deshacerse deAna por los medios ordinarios. «Otro divorcio»,hubiera comentado la gente. Por eso ha hechoesto, ¡Dios lo confunda!

El Conde no ponía en tela de juicio lacerteza de sus razonamientos. Pero... Él sabía elmundo en que se movía. Año tras año, desde lamuerte de Wolsey, el Rey había ido asumiendomás poderes, tornándose más tiránico. Aquel quese opusiera a sus deseos podía considerar susdías contados. Cualquier movimiento queapuntara a ayudar a Ana o a George hubiera sidotan inútil y peligroso como el de querer forzar suprisión con las manos limpias. Una situación detal tipo podía compararse a un huracán: nadiepodía hacerle frente. Todo lo que un hombreprudente podía hacer era agazaparse, dejar quesoplara sobre él y escapar así a aquel riesgomortal.

Aquel viernes por la mañana Lady Bo teníaun nuevo tema que tocar. ¿Qué pensaba su marido

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acerca de la conveniencia de enterrardecentemente a su hija? El Rey se había salidocon la suya ya y seguro, seguro que a un padreafligido —y si a él no le importaba: a unamadrastra desolada—, no le negaría el permisoindispensable para dar cristiana sepultura en unlugar adecuado al cadáver de la mujer que en otrotiempo amara, de la que fuera poco antes Reinade Inglaterra.

—A los condenados se les entierra dondeson ajusticiados. Eso es lo que manda la ley. ¿Yqué importancia tiene que la víctima descanseaquí o allá?

—Para mí tiene mucha. A George no lotraté mucho, pero a Ana sí. Y llegué a quererla.

Tomás volvió a decirle que no le consentíaque pronunciara su nombre dentro de aquellacasa.

Lady Bo estaba perdida en un mar deconfusiones. ¿Y cómo Enrique, que había amadotan locamente a Ana, podía haber llegado aodiarla tanto? Poco después una idea pasó por su

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cabeza, una idea que aclaró bastante suspensamientos. Los sentimientos que uno abrigacon respecto a las personas cambian. Los suyosen relación con Tomás no volverían a ser los deantes, tras aquella odisea. No obstante, aunque talmanera de pensar diera en ella paso al odio nohabría sido capaz de formular falsas acusacionescontra su esposo y mucho menos conducirle a lamuerte suponiendo que hubiese disfrutado de unpoder similar al del Rey. Pero éste...

—He de advertirte una cosa —dijo Lady Boa su marido, con aquel firme timbre de voz quecultivaba desde hacía unos quince días—. Novolveré a estar jamás bajo el mismo techo que elRey. Te lo prevengo. Si alguna vez él pusiera lospies en mi casa yo saldría de ésta.

Tomás Bolena replicó, con amargura:—En tu lugar eso no me preocuparía. No

creo que Su Majestad nos vuelva a honrar con susvisitas.

Staines. 19 de mayo de 1536

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María Stafford dijo una vez más:—Hiciera lo que hiciera él la llevó a eso.

Claro que ni por un momento he creído que todaslas acusaciones respondiesen a la verdad...

Sir William Stafford sintió aquelestremecimiento interior con queinvoluntariamente respondía a cualquier alusión,directa o indirecta, al pasado de María. Sabíacuanto tenía que saber, habiéndolo aceptado todo,íntegramente, y miraba a su mujer como a unainocente criatura, de la cual todos los hombresque la conocieran se habían aprovechado, con laexcepción de Carey. Él había aspirado a mimarla,a buscarle una compensación. Pero esto habíasucedido antes de ser divulgada la noticia de sucasamiento. Después deseó ardientemente queaquel pasado no hubiera existido, al menos quefuese olvidado por completo. Y cada vez queMaría culpaba a Enrique por lo de Ana quedaba demanifiesto que su mujer conocía demasiado bienal Rey, que había tenido con él una relación

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excesivamente íntima. Esto, a Sir William, leirritaba.

Le enojó también mucho que María sesintiese tan afectada por la triste suerte de suhermana.

—Ana fue dura contigo —señaló rencoroso—. Aquel día, ¿recuerdas?, te hizo llorar. Y jamásmovió un dedo con el fin de lograr que merehabilitasen.

—¿Qué podía hacer ella por ti?—Era la Reina. Con halagos hubiese podido

conseguir lo que se le antojase.—En aquellos momentos, no. Es lo que he

estado intentando explicarte. Antes... antes deobtener lo que quiere él le daría a cualquiera lasestrellas del cielo si fuese preciso.Inmediatamente después suele cambiar. Se lodije a Ana. La puse en guardia. Le indiqué quenada bueno podría derivarse de su unión con él.Le señalé que ella no era suficientementeplegable.

—Yo diría que las pruebas demostraron lo

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contrario.María estudió la respuesta de su marido,

sopesando su significado.—No. No era tan plegable que pasase por

alto las desatenciones, las descortesías. Ellacorrespondía siempre a la agresión. En la familiaAna fue siempre quien se enfrentó con papá endeterminados casos, incluso de niña.

—Entonces tú la crees culpable —manifestó Sir William.

No dijo esto por irritar a María, sino paradisponer de un pretexto que pudiese usar cuandovolviera a hallar a su esposa llorando.

—En la forma que ellos aseguran, no.También hay que excluir de toda culpa a George.La asquerosa historia que ha circulado acerca delos dos fue inventada por la mujer de aquél.Smeaton también es inocente. ¡Ana era unapersona de buen gusto! En cuanto a los otros... Sí,yo creo posible que intentara consolarse.También cabe la posibilidad de que, celosa porlas acciones de Enrique, quisiera vengarse o

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despertar su interés de nuevo. Puedo pensar enmuchas razones y sean unas u otros la causa de lasituación presente el culpable de todo es él.

—Pero ella sabía que emprendía un juegopeligrosísimo, sabía qué castigo le aguardaba deser descubierta. Continúo pensando en que podíahabernos ayudado más de lo que nos ayudó.

—Tal vez quisiera hacerlo y no se lopermitieron. Pudo ocurrirle lo que a mí lasemana pasada...

—La semana pasada quisiste hacer algopropio de una persona sin juicio. Quisisteconvertirte tú misma en espectáculo.

—Sigo opinando que debía haber probado.Durante el resto de mi vida me perseguirá elpesar de no haber podido decir adiós a mihermana.

María empezó a llorar de nuevo.—Consuélate pensando en que te impedí a

tiempo atraer la atención de los demás hacia ti.Acuérdate de que aún seguimos desterrados de laCorte. Para ti eso de ir en busca del Rey,

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llorando y mencionando su nombre, habría sidopeligroso. Para nuestras esperanzas tal pasohubiera resultado fatal.

—¿Esperanzas? ¿Esperanzas de qué?—De ser rehabilitados, estúpida niña. Aún

pienso que fue obra suya nuestro aislamiento. ElRey se casará con Jane Seymour y todo quedaráinvertido. Todo aquello que se hizo en la épocade tu hermana será deshecho. Gustará lo que aella le disgustaba; se desaprobará lo que Anaaprobó. Ya verás. Siempre me agradecerás quereprimiera tu necio impulso.

«Nada de eso», pensó María. «Lo lamentarémientras viva. Nos separamos disgustadas. Ellaestaba enojada porque iba perdiendo el favor delRey. Se avergonzó de mí... Luego me regalóaquella preciosa tela para que me hiciese unabata. Esto es lo que yo recordaré siempre,siempre».

—Hiciese lo que hiciese todo fue por culpade él. Lo sé muy bien porque le conozco. Nopuedo creer ni por un momento que Ana...

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William Stafford rogó mentalmente a Diosque le diese paciencia.

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XLVII

«Dios proporcionó para dar sepultura a sucadáver tierra sagrada, incluso en un lugarconsagrado a la inocencia».

Sir Tomás Wyatt.

La Torre. 19 de mayo de 1536

Emma Arnett pensó que en la másorganizada de las representaciones teatrales nose hubiera podido llevar a cabo un cambio deescena con la rapidez que ella acababa depresenciar allí. La mujer paseó lentamente unamirada a su alrededor. Un minuto antes el recintoestaba lleno de gente. La ley no había necesitadomás que ese tiempo para con el veloz ritual decostumbre ser cumplida. Luego todos se habíanmarchado, precipitadamente.

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Siempre había sabido Emma que el mundoen que vivía era cruel, que las personas que en suseno habitaban no tenían corazón. Sin embargo,nunca hubiera creído capaz a aquéllas de permitirque unas mujeres aturdidas por el pesar y las másviolentas emociones tuvieran que entendérselascon el mutilado cadáver de su señora.

¿Qué sucedía, se preguntó, cuando lapersona ejecutada carecía de amigos fieles?

Emma Arnett esperó unos instantes, para versi Lady Lee tomaba alguna decisión. Ella era, portodos conceptos, la más indicada para señalar loque tenían que hacer, por su nacimiento, por suparentesco de la Reina, por haber sido íntimaamiga de ésta. Pero Margaret, temblorosa,derramando abundantes lágrimas, habíaselimitado a apoyarse en Nan Savile, en idénticoestado de ánimo. Y a todo esto el implacable solde mayo iluminaba el descuartizado cuerpo deAna Bolena, la cercenada cabeza, la paja,salpicada de sangre...

—Tiene que haber por ahí algún féretro —

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dijo Emma.Y aguardó unos momentos más. No. No

había ningún féretro. Dentro de la Torre todo sehacía mediante órdenes y nadie había mandadoque llevaran allí un féretro. El Rey, que habíacubierto a su amada de joyas, de pieles, debrocados y terciopelos, que la había coronadocuando ocupara un lugar en su corazón,matándola al desterrarla de éste, no habíaprevisto lo necesario para que fuese enterradacomo un ser humano. Había allí una tumba, si eraque podía considerarse como tal, pensó Emma,una zanja de escasa profundidad abierta junto allugar en que George y los otros caballerosquedaran después de ser ajusticiados. También seencontraba en aquel sitio un hombre ya entradoen años, medio borracho, que se apoyaba en elmuro, esperando el momento de manejar su pala.

—Tiene que haber un féretro —repitióEmma.

Ésta se echó a correr en dirección al cuartode los guardianes, a los aposentos de Sir

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William. Hallábase éste en el comedor, donde,agradecido por una vez a las atenciones de suesposa, daba buena cuenta de un gran plato decarne rociado generosamente con tinto. El jefede la Torre contestó, sencillamente:

—Yo he cumplido las órdenes recibidas.Nadie me habló en ningún momento del féretro.Dile a esa mujer que se marche.

Emma pasó allí a toda prisa a la habitaciónque Ana ocupara, cogiendo del lecho una sábana yuna toalla húmeda del lavabo.

De vuelta al sitio en que dejara a Margaret ya Nan Savile, junto al patíbulo, dijo:

—No hay féretro alguno. Nadie ha dispuestonada sobre el enterramiento. Tendréis queayudarme. Yo no puedo hacerlo todo.

Estas últimas palabras salieron de sus labiosimpregnadas de amargura. Hubiera deseado locontrario. Pero disponían de escaso tiempo. Elviejo de la pala no cesaba de murmurar, aludiendoa su comida y a las dos tumbas que tenía que abrirpor la tarde. A menos que actuaran con rapidez,

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aquél cogería por los pies el cadáver,arrastrándolo hasta la sepultura provisional.Emma se figuró que habría hecho lo mismo conotros en innumerables ocasiones.

—Si fuerais capaz de reanimaros, LadyLee... Podríais lavar su rostro con esta toalla yenvolver la cabeza en la sábana. Mientras yobuscaría algo, algo...

Y finalmente lo encontró. Tratábase de unaarca, demasiado corta, ¡oh, buen Dios! «Y, ¿porqué, por qué, por qué he de acordarme de Él enestos momentos?». Sí, demasiado corta, buenDios, para quien tuviese... para quien hubiesefallecido de muerte natural. Suficientementelarga para lo que quedaba de aquel cuerpo quealbergara el alma de una mujer retadora, alegre,ansiosa, astuta, honesta, amable y cruel, de aqueldesconcertante ser humano, lleno decontradicciones, de la persona a quien EmmaArnett, por espacio de trece años, había queridotanto.

El viejo, un tanto inseguro sobre sus pies, se

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mostró servicial y les ayudó en la tarea detrasladar el improvisado féretro a la tumba.

—Debiéramos al menos rezar una plegaria—dijo Margaret.

—Que no sea muy larga, por favor, señoras—solicitó el viejo—. Tengo que comer todavía.Y aún he de cavar dos tumbas esta tarde.

Emma se arrodilló al mismo tiempo queMargaret y Nan, juntando sus manos. Pero norezaba. Estaba pensando: «Así no se entierra ni alos perros siquiera. Esto es peor aún... Cuandonuestro «Nip» murió mi padre le dio sepultura alpie de su árbol favorito en el huerto y hasta leechó encima un puñado de alhelíes».

Dejaron que el hombre de la pala atendiera asu trabajo, permaneciendo allí de pie unossegundos, sin saber, qué hacer.

—Debiéramos asearnos un poco —propusoEmma.

Volvieron al aposento de la Reina, donde lesaguardaba un nuevo dolor. Sus ropas,impregnadas todavía del olor de su cuerpo; la

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almohada del lecho, su cepillo, su peine, supañuelo...

—No estoy segura, pero... —dijo vacilanteMargaret, con una voz que no era la suya—. Creoque cuando alguien es... cuando alguien... —tapóse la boca con la mano—. Creo que en esoscasos todo lo que le pertenece es confiscado.

—Propiedades y títulos —manifestó NanSavile—, pero no cosas como esas... ¿Quiénpuede apetecer las modestas ropas que usó aquí?

Las dos mujeres comenzaron a llorar denuevo.

—Vamos —meditó Emma—. Habrá queempaquetar ciertos objetos. Lo que sucededespués de estos actos es algo que no nosinteresa.

Y cuando Margaret y Nan, llorosas,moviéndose con torpeza, lograron secundando aEmma borrar toda traza de ocupación de aquelcuarto por parte de Ana, la incansable servidoramanifestó:

—Están vuestros objetos personales

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también. Yo no traje nada. Os ayudaré.Fueron a la habitación que Margaret y Nan

habían compartido. Instintivamente, se agrupaban,procuraban mantenerse juntas. Eran tressolitarias mujeres frente al mundo. Nadie se lesacercaba... No parecía sino que el golpe dado consu acero por el verdugo había cortado su lazo deunión con el mundo.

Por fin llegó el momento en que pudieronconsiderar que todo estaba listo. Allí dentro noquedaba de ellas ni una sola horquilla. Ya nocabía hacer otra cosa que marcharse, dejarla allí,en la tumba de la casa de los traidores.

Margaret se sentó en el borde del lecho,inquiriendo:

—¿Qué le habrá ocurrido a su capellán?¿Dónde estará su tía, Lady Bolena? ¿No habéisllegado a pensar que ella...? Ya, ya sé que los quese encontraban ahí fuera —Margaret pensaba ensu esposo y en su hermano, cuya conducta queríaque fuese disculpada—, tenían que mantenerseaparte. Pero su capellán y su tía entraron aquí.

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¿Es que entre los dos no hubieran podido probara...? Era una mujer cristiana y un entierrocristiano por tal razón es lo que le correspondía.

—Así es, en efecto. Aún en el caso de que...Nosotras sabemos que no había verdad alguna enlas acusaciones, pero aunque no fuese así. Ellaconfesó y comulgó. Murió en gracia de Dios ypor tal motivo hubiera debido ser enterradadecentemente y no como un perro.

Emma comentó las palabras de Nan Savilediciendo:

—¡Oh! Yo he conocido un perro que fueenterrado con más ceremonia.

Pasó seguidamente a hablarles de «Nip».—Al pie de su árbol favorito... —murmuró

Margaret—. Norfolk fue el sitio que ella siempreprefirió.

—No hay ni que hablar de Blickling —dijoEmma rápidamente—. No fue feliz allí. Yo lo sépor cierto episodio de su vida.

Margaret y Nan la miraron con un gesto deinterrogación.

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—Hace ya mucho tiempo de eso... Era joveny las cosas le habían salido mal. Pero también eravaliente, exactamente igual que lo fue hoy. Nadiesabrá nunca con qué frecuencia la suerte le fueadversa, ni hasta qué punto llegaba su valor. Lamayor parte de la gente le ha tenido siempre poruna mujer afortunada. Pero yo estaba en elsecreto de todo...

—Yo estuve celosa de ella —explicóMargaret—. Mi hermano no sabía dónde ponerla.No acertaba a comprender por qué... Hasta queentramos en relación, hasta que la conocírealmente.

—¿Que la conociste? —inquirió Nan Savile—. ¿De veras? ¿Hubo algún momento en su vidafrente al cual tú te atreviste a predecir concerteza qué haría, cómo reaccionaría? A mí medesconcertó continuamente.

—Eso era parte de lo que en ella megustaba. Es posible que él no lo comprenda jamás—declaró Margaret apretando los labios—, perola echará de menos. ¡Hasta el fin de su vida! Y lo

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mismo nos pasará a nosotras.Nan y Margaret lloraban. Emma las miraba.

Las envidiaba. ¡Cuánto hubiera deseado derramarunas lágrimas!

Súbitamente, Margaret cesó de llorar,pasándose un pañuelo por los ojos.

—¡Salle! Eso está en Norfolk. Allí descansala familia de su padre, sus abuelos...

—Un sitio muy indicado —replicó Nan—.¿Podríamos conseguirlo? El viaje es largo...

—Necesitaríamos un vehículo —alegóEmma.

Ésta no añadió como hubiera hechocualquier mujer en su lugar: «Y un hombre queconduzca». Todavía se sentía capaz de llevar unasriendas.

—Nuestro equipo justifica el empleo de uncoche —declaró Margaret Lee—. Pero,¿podríamos llevarla hasta aquél? El viejo de lapala nos ayudó...

—Todo el mundo se desentendió denosotras y tuvimos que hacer algo que no era

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cometido nuestro —manifestó Emma—. Si yosupiera que eso habría de agradarle... —Pero ellaestaba muerta, muerta, muerta y nada tornaría agustarle o no, y sin embargo...— Yo sola, sinayuda de nadie, me atrevería a sacarla de esatumba.

—¡Oh, no! Nosotras te ayudaremos, Emma—respondió Nan—. Por otra parte... Tenemosque pensárnoslo. Hemos de hacerlo todo bien.Habrá de saberlo el sacerdote.

—No podemos decírselo —objetóMargaret—. Las personas que... las personas quemueren como ella ha muerto no pueden sertrasladadas sin permiso del Rey. No creo queéste nos lo diera. Por lo tanto, no hay mássolución que callar.

—Podríamos utilizar mi nombre. Salle...Ahí es donde yo nací —declaró Emma—. Huboen esa zona Arnetts siempre, desde los tiemposen que los hombres con cuernos efectuabanincursiones. De creer a mi abuelo, cualquierahubiera pensado que los Arnett los arrojaron de

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la región sin más armas que sus puños. Perofaltamos de allí desde hace más de cuarenta años.Nos echaron las ovejas... Así no quedará elmenor resquicio para la desconfianza. A uno denuestros Arnett se le antojó ser enterrado en ellugar de sus mayores, disponiendo de dinerosuficiente para el viaje. ¿No parece estorazonable? Ya sé que no es lo que ella hubieradeseado. Pero descansará en un sitio másadecuado, en una tumba para ella y como debeser.

Al mismo tiempo, Emma pensaba: ¿Por quépreocuparse más? Negado Dios, ¿qué diferenciaexistía entre una persona y un perro? ¿Por qué nocontentarse con aquella sepultura? Lo que éstacontenía, una vez fuera, se convertiría en unaofensa para los ojos y la nariz y en el puntocentral de atracción de las moscas.

Repentinamente entrevió algo nuevo que fuecomo un destello. Le parecía comprender que alo largo de toda su vida, como católica en sujuventud, como protestante en su madurez, como

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rebelde, siempre que se había desasido de Dioshabíase visto desorientada y confundida. Habíauna cosa detrás de aquello, el innominado y noidentificado origen de toda virtud. Habíapersonas que eran corteses y leales, perros queeran fieles, asnos que eran pacientes, flores queeran bellas... Todo efecto tenía una causa. Asípues, forzosamente tenía que haber en algunaparte una fuente de honestidad, de amabilidad, delealtad, de fe, de paciencia, de belleza... Y elfuturo que se extendía ante ella, estéril, cada vezmás angosto, no sería, eso creía Emma, así. Seríauna búsqueda continua de la verdad auténtica, deaquella oculta cosa que por un fugaz instante sele había revelado, desvaneciéndoseposteriormente. Pero volvería a hallarla...

—Si nosotras pudiéramos hacer eso yo mesentiría mucho más tranquila —dijo Nan Savile.

—Lo haremos —repuso Margaret confirmeza.

—Haré que venga aquí un vehículoalrededor de las ocho —anunció Emma—. Por

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entonces estará oscureciendo.Hablaban con decisión. Ya podían mirarse

entre sí con los ojos resecos... Por casualidadhabían dado con el más antiguo de los consuelos,aquel que compensa el más profundo de lospesares del ser humano: dar cristiana sepultura alos muertos amados.

notes

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Notas [1] Santo Tomás Becket, Arzobispo de

Canterbury, gran Canciller de Inglaterra, fueasesinado al pie del altar por negarse a aceptar lasConstituciones de Clarendon (1117-1164).

[2] Las dos iniciales, naturalmente,corresponden al nombre inglés: «Henry». (N. delT.)

[3] Es decir, «marcos», aludiendo a lamoneda de dicho nombre. (N. del T.)

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Table of ContentsNorah Lofts LA CONCUBINA DEL REY (The

Concubine, 1963)IIIIIIIVVVIVIIVIIIIXXXIXIIXIIIXIVXVXVIXVII

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XVIIIXIXXXXXIXXIIXXIIIXXIVXXVXXVIXXVIIXXVIIIXXIXXXXXXXIXXXIIXXXIIIXXXIVXXXVXXXVIXXXVIIXXXVIIIXXXIX

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