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IRENE PUJAZÓN ASTETE

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IRENE PUJAZÓN ASTETE

Lima, 12 de enero del 2009.Queridos amigos y amigas:A través de este medio, queremos agradecer su presencia, su compañía y sus abrazos durante los momentos más tristes de nuestra vida por la partida de Irene. Queremos darles las gracias a quienes estuvieron presentes físicamente, a quienes llamaron por teléfono y a quienes se comunicaron por escrito en todos los idiomas. Amigos de todas partes del Perú y del mundo han estado con nosotros recordando el valor de la amistad gratuita y de la fidelidad que nutre el corazón de las personas. Con estas líneas queremos, a la vez, recordar a Irene, cuyo fuerte y amoroso corazón, que empezó a latir el 11 de mayo de 1950 en Cuzco, finalmente se detuvo este 11 de enero. Hija única de una familia de emigrantes europeos, pasó parte de su infancia en una casa hacienda de su familia, en el seno de una educación clásica donde la literatura, el arte, la filosofía, la lingüística eran temas cotidianos. Irene pasó también mucho tiempo entre los campesinos, los trabajadores de la hacienda y las empleadas de la casa, con quienes vivía y de quienes aprendió a compartir la vida cotidiana de las personas sencillas, donde el quechua se enredaba entre el español, el italiano y el francés.

A los 16 años tuvo que mudarse a Lima acompañando a su madre, que por razones médicas debía vivir en la costa. Al terminar su secundaria comenzó a estudiar medicina y quería ser neurocirujana. Sin embargo, su camino vocacional la llevó por otras rutas; en ese entonces comenzó a dedicarse a la educación popular. . En su camino se encontró con la Juventud Obrera Cristiana –JOC- desde donde trabajó acompañando a las jóvenes trabajadoras del hogar, mujeres explotadas a las que quería ver libres de la violencia en el trabajo. Recorrió muchos barrios de Lima alfabetizando y evangelizando a los jóvenes migrantes en quienes vio a personas que no tenían dignidad por las condiciones a las que eran sometidas por sus empleadores Esta fue su tarea central durante décadas.

En el camino, y por destinos incomprensibles, comenzó el oficio de documentalista en lo que sería más tarde el Instituto Bartolomé de las Casas cuando sus locales aún estaban en el Rímac, barrio pobre y lejano del centro. Mientras se desempeñaba en este oficio compartía su tiempo realizando actividades con los más necesitados. Irene fue incansable, en aquellos tiempos las cosas tenían que hacerse para ayer y no había que rendirse nunca. Enseñó quechua a quienes se lo pedían y fue un lenguaje que la acompañó para el contacto con tantos jóvenes migrantes discriminados.

Más tarde, cuando tuvo que dejar el trabajo de documentalista que tanto le gustaba hacer, estudió gastronomía porque vio que por este medio podría seguir contribuyendo a que muchos jóvenes pobres pudieran encontrar un trabajo al que no podían acceder por falta de formación y capacitación.

Ciertamente que redescubrió una veta que no conocía en ella misma y comenzó a preparar platillos deliciosos que no habíamos probado en otras partes. Quiso formarse en lo esencial, no para enseñar en las altas escuelas de gastronomía, sino a jóvenes en situación de extrema pobreza, por ejemplo, en los programas de Pro-Joven a través de Servicios Educativos El Agustino – SEA. Irene no solo quería que los jóvenes aprendieran a cocinar, sino a ser personas con futuro propio y ciudadanos con derechos. Se animó a tomar cursos de administración no porque creyera en el mercado, sino porque creía que era necesario transmitir esos conocimientos a las mujeres de los comedores populares y las organizaciones populares, para que pudieran organizarse mejor y construir sus propios negocios para vivir con dignidad y libertad.

Irene vivió siempre su militancia, estaba convencida que “si saber no es un derecho, seguro será un izquierdo”; nunca dejó su compromiso, su opción por los más pobres, mantuvo su utopia hasta los últimos momentos de su vida y su fe en que un día el mundo sería más justo y humano. Lejos de ser un discurso, su deseo era una demanda de acción, una práctica que realizó siempre, todos los días de su vida. Incluso cuando su cuerpo se había debilitado no dejó de ir al El Agustino a acompañar a los jóvenes, a estar entre las mujeres y las personas que necesitaban de sus palabras y su sabiduría. Quiso hacer muchas cosas y de hecho lo hizo a través de una comunidad de jóvenes estudiantes universitarios comprometidos reunidos en Equipos Solidarios - Juan XXIII, para hacer posible que los jóvenes en las escuelas vespertinas encontraran un espacio para pensar y hacer su condición de personas humanas. Con el mismo entusiasmo contribuyó a la fundación de jóvenes profesionales en la salud para atender a los que no tenían acceso a ella. Luego, se atrevió a montar una pequeña experiencia para formar a jóvenes mediante el servicio de La Focarella; la experiencia se mantuvo hasta que los mismos jóvenes comenzaron a encontrar trabajo y a moverse solos. No se detuvo allí, más tarde con el mismo entusiasmo fundó la Asociación Nina Cusi para contribuir en la formación de mujeres y jóvenes pobres para la generación del empleo en Independencia, San Martin de Porras, Los Olivos, Comas y Carabayllo. La formación en gastronomía y la formación en la administración no fueron suficientes, eran solo herramientas para que las personas sean ciudadanas a carta cabal.

Irene hizo todo esto y muchas más cosas porque encontró que su vida tenía sentido y que su fe cristiana era posible reflexionarse en la perspectiva de la teología de la liberación y formaba parte de una comunidad de reflexión. Nunca abandonó el trabajo con las bases, con los jóvenes y las mujeres como con muchas otras personas. Tercamente convencida de que era posible la liberación de personas de carne y hueso, quiso vivir en carne propia la opción preferencial por los pobres, incluso hasta vender su piano que más quería. Sin abandonar su cultivo intelectual, los estantes y los libros, pudo estar con las personas en su propio idioma, en su lenguaje concreto y en sus necesidades reales. Creemos que esa era la verdadera militancia personal. Irene como compañera y madre acompañó también el proceso de su familia. Su cariño y su confianza fueron solo comparables a su entereza y su valentía. Ella apoyó ciegamente todas las decisiones de sus hijos, enseñó a buscar nuevos retos, a tener valor para pensar diferente. Acompañó a su esposo en sus nuevas travesías intelectuales con ternura y decisión. Irene nunca dejó de aprender y de enseñar, muestra de eso es su escritorio, lleno de papeles, libros, recortes de revistas y periódicos, esbozos de cursos para los jóvenes y las mujeres. Su computadora está llena de materiales que iba preparando para “cada caso”; cada persona y cada grupo era diferente; no había que repetir lo mismo, pues cada persona tiene un desarrollo diferenciado.

Irene era una mujer sencilla, dulce y tierna con las personas y acogía a todos por igual y siempre preguntaba si habían almorzado o comido o si querían un café o un té; era también firme con sus alumnos, enseñaba siempre que la racionalidad no debía absorber a los hombres, que las ideas no pueden existir sin corazón. Al contrario, pensaba que la imposición solo podría acarrear la destrucción de la persona. Enseñaba también que primero es el otro, el que necesita y que en su rostro enseña a los hombres a ser fieles con las ideas y la entrega a su compromiso. Los años convirtieron sus cabellos castaños en grises, sin embargo sus ojos color del caramelo y sus manos pequeñas y gráciles nunca perdieron su brillo y su energía. Irene amaba a su compañero con la pasión que le imprimió a la vida; quería, a sus hijos con todo el corazón, como nosotros la queremos a ella. Nos enseñó a caminar solos, a hablar, nos enseñó a escribir con el corazón, nos enseñó que el otro siempre es más importante y que la vida tiene que ser vivida con toda la pasión y entrega posibles. Incluso en los momentos más terribles de dolor ella se mantuvo de pie, terca a la vida, siempre pensando si el otro estaba bien.

El día de su partida nuestros corazones fueron devastados. Parte de ellos se fueron con ella. Se fue como vivió, en la sencillez y casi en el silencio, en la discreción y en el compromiso anónimo que la caracterizó siempre, pero esto no evitó que pronto muchas llamadas, visitas, mensajes, llegaran para hacernos saber su apoyo, su compañía y su fuerza para sostener a su familia. Aun si la batalla con la enfermedad más terrible y silenciosa no había resultado en un triunfo su partida convocó a los amigos para expresar que la vida había triunfado sobre la muerte. El velorio y la eucaristía en la que celebramos su vida nos permitió sentir la compañía de personas de todos los colores, de todas las sangres, de todas las condiciones económicas y sociales, mujeres trabajadoras del hogar, intelectuales, sacerdotes, militantes, dirigentes populares, mujeres de los comedores, miembros de la sociedad civil, políticos, funcionarios públicos, artistas, profesores universitarios, jóvenes estudiantes, miembros de las comunidades cristianas, obreros. Muchos no conocían a Irene pero sí a su familia. La vida tenía sentido: la sencillez de una mujer permitió que sus amigos acompañaran a su familia en sus momentos más tristes. La expresión de solidaridad era con quienes debían seguir luchando por seguir su camino.

Por la tarde Irene fue trasladada al crematorio de los Jardines de la Paz. Nuestra pequeña familia fue acompañada por un grupo de amigos que representaban a distintas etapas de su vida de compromiso. Las palabras de cariño fueron muchas e Irene fue despedida como una educadora popular, como una persona querida por las personas a quienes entregó parte de su vida y su compromiso. ¡Compañera Irene! Gritaron antes de que su cuerpo fuera ingresado al crematorio: ¡presente! Repitieron tres veces sus compañeros de camino, como tomando la lista en las reuniones, en las que seguirán viviendo sus ideas.

Hacia el atardecer sus cenizas nos fueron entregadas y las llevamos a casa, donde permanecerán un tiempo para despedirnos con calma, para que reconozca sus muebles de mármol blanco y ébano, sus espejos de pan de oro, su aríbalo inca, su biblioteca, sus cuadros de la escuela cuzqueña, sus papeles escritos y su cocina, para que se despida de su perro Brunello, que ahora está silencioso, y de su gata Seis, que busca su calor. También de sus platos de loza blanca, su computadora; para volver a ver las fotos de las vacaciones familiares y ver la cama en la que acompañó siempre a papá y donde hasta ahora buscábamos su abrazo.

En un año, sus restos serán llevados por nosotros al Cuzco; sus cenizas serán arrojadas al viento, para que nos la recuerde siempre que caminemos por el mundo con la brisa fresca, como sus manos, acariciándonos el rostro. Otra parte será arrojada al río Huatanay, para que sus aguas nos recuerden la fuerza indómita de sus ideas y su preocupación por los otros, y el resto en la casa hacienda donde ella creció, en el centro del valle más hermoso del mundo, donde las flores se confunden con las aves y los ríos, con las plantas del monte. Allí volverá a encontrarse con los campesinos, con los restos de la antigua casa, con el olor a fruta fresca y con la tierra que guiará nuestros pasos hasta el día en que tengamos que partir para hacerle compañía en su camino de estrellas.Nuestro duelo, queridos amigos, empieza hoy. Pero nuestro corazón sanará, recordando a esa mujer increíble, una mujer que cambió un poco el mundo y de la que nos hemos sentido siempre orgullosos. Gracias Irene por el cariño y por el amor que siempre nos diste, por la belleza de tus palabras cargadas de fe en la justicia, por habernos permitido aprender de ti la dignidad que nos hace personas libres.

Paloma, Jaris y Lucho Mujica.

La vida y testimonio de Irene estará siempre acompañándonos en nuestra vida. Para nosotros es una vida que nos inspira, y nos dá esperanza.

Cuando nos casamos decidimos que Irene sea nuestra madrina, fundamentalmente por su proyecto de vida y lo mucho que nos aportaba como persona, como madre y como mujer las contadas veces que nos hemos visto.

Casi al terminar su vida, sin saberlo nosotros, recibimos su llamada telefónica, siempre amable y cálida.

Recordamos la cantidad de veces que habíamos quedado en visitarnos , pero en medio no de reproches sino con mucha tolerancia mutua. Sabíamos de lo mucho que le costaba repartir su tiempo entre sus compromisos pastorales y laborales y su vida familiar.

La vida cristiana laical nos da ese tipo de estrecheces a la hora de disfrutar de las amistades. Son carencias que sólo son compensables con la satisfacción de hacer algo por los demás impulsados por el amor de Dios.

Irene logró no sólo manejar ese tipo de situaciones sino que además no abandonó la ternura y la preocupación por cada uno de los que le rodeaban. Damos gracias a Dios por haber visto su obra en ella.