huxley, aldous - mañana, mañana y mañana (en adonis y el alfabeto)

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ALDOUS HUXLEY

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Huxley, Aldous - Mañana, Mañana y Mañana (en Adonis y El Alfabeto)

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A L D O U S H U X L E Y

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MAÑANA, MAÑANA Y MAÑANAEntre 1800 y 1900 la doctrina de Pastel en el Cielo cedió

el sitio, en la mayor parte de mentes occidentales, a la doctrina de Pastel en la Tierra. El Futuro motivador y compensante vino a ser considerado, no como un estado de desencarnada felicidad, que yo y mis amigos habíamos de gozar después de la muerte, sino como una condición de bienestar terrenal para mis hijos o (si esto parecía dema­siado optimista) para mis nietos o quizá mis biznietos. Los creyentes en Pastel en el Cielo se consolaban de sus presen­tes miserias con el pensamiento de una beatitud póstuma y, siempre que se sentían inclinados a hacer que el prójimo fuese más desgraciado que ellos mismos (y esto ocurría la mayor parte del tiempo), justificaban sus cruzadas y per­secuciones proclamando, en la deliciosa frase de San Agus­tín, que estaban practicando una “benigna aspereza”, que les aseguraría el eterno bienestar del alma mediante la destrucción o tortura de meros cuerpos en las dimensiones inferiores de espacio y tiempo. En nuestros días, los revo­lucionarios creyentes en Pastel en la Tierra se consuelan de sus miserias pensando en lo bien que lo pasará la gente den­tro de cien años y luego proceden a justificar extensas li­quidaciones y esclavizamientos señalando hacia el mundo más noble, más humano que estas atrocidades harán surgir de algún modo a la existencia.

No todos los creyentes en Pastel en la Tierra son revo­lucionarios, del mismo modo que no todos los creyentes en Pastel en el Cielo eran perseguidores. Los que piensan principalmente en la vida futura de los demás tienden a

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convertirse en pescadores de prosélitos, cruzados y cazado­res de herejes. Los que piensan principalmente en su pro­pia vida futura se resignan. Las predicaciones de Wesley y sus seguidores tuvieron por efecto que las primeras generaciones de obreros industriales se conformasen con su intolerable suerte y ayudaran a preservar a Inglaterra de los horrores de una extremada Revolución política.

Actualmente el pensamiento de la felicidad de sus biz­nietos en el siglo xxi consuela a los desilusionados bene­ficiarios del progreso y los inmuniza contra la propaganda comunista. Los redactores de anuncios están haciendo para esta generación lo que los metodistas hicieron para las víctimas de la primera Revolución industrial.

La literatura del Porvenir y de su equivalente, lo Re­moto, es enorme. Actualmente la bibliografía sobre la Uto­pía debe contar ya millares de partidas. Moralistas y refor­madores políticos, satíricos y novelistas “científicos” . . . todos han hecho sus aportaciones a la provisión de mundos ima­ginarios. Menos pintorescos, pero más esclarecedores, que estos productos de la fantasía y el celo idealista son las predicciones hechas por hombres de ciencia serios y bien informados. Tres importantísimas obras proféticas de esta clase han aparecido durante los últimos dos o tres años: The Challenge of Man’s Future, de Harrison Brown; The Foreseeable Future, de Sir George Thomson, y The Next Million Years, de Sir Charles Darwin. Sir George y Sir Charles son físicos y Mr. Brown es un químico distinguido. Cosa más importante aún, cada uno de los tres es algo más y mejor que un especialista.

Empezamos con la mirada más larga hacia el futuro: The Next Million Years. Harto paradójicamente, es más fácil, en ciertos aspectos, conjeturar lo que ha de suceder en el curso de diez mil siglos que lo que ocurrirá en el de un siglo. ¿A qué se debe que ningún decidor de venturas sea millonario y que no quiebre ninguna compañía de seguros? Su tarea es

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la misma: predecir el futuro. Pero mientras los miembros de un grupo aciertan siempre, los del otro grupo, cuando aciertan, sólo lo hacen de vez en cuando. La razón es sen­cilla. Las compañías de seguros se apoyan en promedios estadísticos. Los decidores de venturas se ocupan de casos particulares. Se puede predecir con elevado grado de pre­cisión lo que ocurrirá con respecto a cantidades muy grandes de cosas o personas. Predecir lo que va a ocurrir a una cosa o persona determinada es, para la mayoría de nosotros, com­pletamente imposible y, para la minoría especialmente dota­da, sumamente difícil. La historia del próximo siglo com­prende números muy grandes; es posible, por lo tanto, hacer ciertas predicciones respecto al mismo con un grado de certidumbre harto elevado. Pero, aunque podamos decir con confianza que habrá en él Revoluciones, batallas, matanzas, huracanes, sequías, inundaciones, buenas y malas cosechas, no podemos determinar las fechas de estos acontecimientos, ni el lugar exacto en que ocurrirán, ni sus consecuencias inmediatas. Pero, cuando alargamos la vista y consideramos los números mucho mayores comprendidos en la historia de los próximos diez mil siglos, vemos que estos altibajos de acontecimientos humanos y naturales tienden a cancelarse, de modo que resulta posible marcar una curva que represen­te el promedio de la historia futura, el promedio entre épocas de creación y épocas de decadencia, entre circunstancias pro­picias e impropicias, entre los fluctuantes triunfos y desastres. Este es el enfoque actuarial de la profecía: bueno en grande y digno de confianza en promedio. Es la clase de enfoque que permite al profeta decir que habrá apuestos hombres morenos en las vidas de x por ciento de mujeres, pero no qué determinada mujer sucumbirá.

Un animal domesticado es el que tiene un dueño en posi­ción de enseñarle a hacer gracias y, cosa más importante, de esterilizarlo u obligarlo a engendrar a su gusto. Los seres humanos no tienen dueño. Aun en su estado más civilizado,

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el Hombre es una especie salvaje, que cría al azar y propaga siempre la especie hasta el límite de la provisión alimentaria disponible. La cantidad de alimentos disponibles puede au­mentarse abriendo tierras nuevas al cultivo, con la repentina desaparición, a causa de hambre, enfermedad o guerra, de una fracción considerable de la población, o mejorando la agricultura. En todo período dado de la historia existe un límite práctico para la provisión de alimentos ordinariamen­te disponible. Además, los procesos naturales y el tamaño del planeta marcan un límite absoluto que no podrá nunca superarse. Siendo una especie salvaje, el Hombre tenderá siempre a criar hasta los límites del momento. En consecuen­cia, muchos miembros de la especie han de vivir siempre al borde del hambre. Esto ha ocurrido en el pasado, está ocurriendo en nuestra época, en que unos mil seiscientos millones de hombres, mujeres y niños están más o menos seriamente subalimentados, y continuará ocurriendo durante el próximo millón de años. . . y podemos esperar para en­tonces que la especie Homo Sapiens se habrá convertido en alguna otra especie, impredeciblemente distinta de nosotros, pero también, por supuesto, sujeta a las leyes que gobiernan la vida de los animales salvajes.

Quizá no lo apreciemos, pero no por esto deja de ser un hecho: estamos viviendo en una Edad de Oro, la más áurea Edad de Oro de la historia humana, no sólo de la historia pasada, sino también de la futura. Porque, como Sir Charles y muchos otros antes que él han señalado, estamos viviendo como marineros ebrios, como los irresponsables herederos de un tío millonario. Con aceleración creciente estamos de­rrochando el capital de minerales metálicos y combustibles fósiles acumulados en la corteza de la tierra durante cente­nares de millones de años. ¿Hasta cuándo puede durar este alegre derroche? Los cálculos varían. Pero todos concuerdan en que, dentro de pocos siglos, o a lo más dentro de pocos milenios, el Hombre habrá agotado su capital y se verá

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obligado a vivir, durante los restantes nueve mil novecientos setenta u ochenta siglos de su existencia como Homo Sapiens, estrictamente de sus ingresos. Sir Charles opina que el Hom­bre hará con éxito la transición de minerales ricos a mine­rales pobres y aun agua de mar, de carbón, petróleo, uranio y torio a energía solar y alcohol extraído de las plantas. Tanta energía como la ahora disponible puede sacarse de las nuevas fuentes; pero con mucho mayor gasto de horas- hombre, una mucho mayor inversión de capital en maqui­naria. Y lo mismo puede decirse de las materias primas de que depende una civilización industrial. Trabajando mucho más de lo que trabajan ahora, los hombres conseguirán extraer las diluidas heces de la riqueza metálica del planeta o fabricarán substitutivos no metálicos de los elementos que agotaron. En tal caso, algunos seres humanos vivirán todavía bastante bien, pero no al modo a que nosotros, los derrocha­dores del capital planetario, estamos acostumbrados.

Harrison Brown tiene sus dudas acerca de la capacidad de la raza humana para hacer la transición a nuevas y menos concentradas fuentes de energía y materias primas. En su opinión, hay tres posibilidades. "La primera, y con mucho la más probable,, es el retorno a la existencia agraria”. Este retorno, según Mr. Brown, ocurrirá casi seguramente, de no ser que el hombre consiga, no sólo hacer la transición tecno­lógica a nuevas fuentes de energía y nuevas materias primas, sino también abolir la guerra y al mismo tiempo estabilizar la población. Digamos incidentalmente que Sir Charles está convencido de que el Hombre no conseguirá nunca estabili­zar su población. Quizá se practique aquí y allá, durante breves períodos, la regulación de nacimientos. Pero toda na­ción que limite su población será finalmente anegada por las que no hayan limitado la suya. Además, al reducir la competencia despiadada dentro de la sociedad que la prac­tica, la regulación de nacimientos restringe la acción de la selección natural. Pero, dondequiera que no se permite el

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libre juego de la selección natural, se declara rápidamente la degeneración biológica. Y luego existen dificultades prác­ticas, a corto plazo. Los gobernantes de los Estados sobera­nos no han podido nunca avenirse a seguir una política co­mún con respecto a la economía, desarme, libertades civiles. ¿Es probable, es ni tan sólo concebible que se avengan a seguir una política común con respecto a una materia mucho más delicada, como la regulación de nacimientos? Parece que la respuesta ha de ser negativa. Y si, por un milagro, se pusieran de acuerdo o llegase a formarse un gobierno mun­dial, ¿cómo podría imponerse tal política? Respuesta: sólo mediante métodos totalitarios y, aun así, de modo harto ineficaz.

Volvamos a Brown y al segundo de sus posibles futuros. “Hay la posibilidad —escribe— de que pueda conseguirse estabilizar la población, evitar la guerra y hacer con éxito la transición a nuevos recursos. En este caso, la humanidad se hallará frente al cuadro que surge del horizonte de los acontecimientos como la segunda posibilidad más probable: la sociedad industrial plenamente regulada y colectivizada. (Una sociedad de esta clase se Veía en mi novelesco ensayo

en utopismo, titulado Brave New World) .“La tercera posibilidad que enfrenta a la humanidad es

la de una sociedad industrial libre que abarque todo el globo, en la cual los seres humanos puedan vivir en razona­ble armonía con el medio circundante”. Es una perspectiva animadora; pero Brown enfría pronto nuestro optimismo añadiendo que “es improbable que tal sociedad pueda vivir por mucho tiempo. Será indudablemente difícil de lograr y evidentemente difícil de mantener una vez establecida”.

Es un alivio pasar de estas tétricas especulaciones sobre el futuro más remoto al examen profètico, debido a Sir George Thomson, de lo que queda de la presente Edad de Oro. En lo que se refiere a energía y materias primas fácilmente ase­quibles, el hombre occidental nunca lo pasó mejor que ahora

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ni, si no se decide en el intervalo a borrarse del mapa, que como lo continuará pasando en las tres, cinco o hasta quizá diez próximas generaciones. Entre la época presente y el año 2050, en que la población del planeta será de cinco mil mi­llones por lo menos y quizá llegará a ser de ocho mil millo­nes, se agregará la energía atómica a la que se obtiene del carbón, petróleo y saltos de agua, y el Hombre dispondrá de más esclavos mecánicos que nunca. Volará a tres veces la velocidad del sonido, viajará a setenta nudos en grandes submarinos, resolverá problemas hasta ahora insolubles por medio de máquinas de pensar electrónicas. Los minerales metálicos de gran pureza serán todavía abundantes, y las investigaciones físicas y químicas enseñarán el modo de em­plearlos más eficazmente y suministrarán al mismo tiempo gran cantidad de nuevas materias sintéticas. Entretanto los biólogos no estarán ociosos. Varias algas, bacterias y hongos serán domesticados, cultivados selectivamente y dedicados a producir diversas clases de alimentos y a realizar proezas de síntesis química que de otro modo serían prohibitivamente costosas. Más pintorescamente (pues Sir George es hombre de imaginación), se obtendrán nuevas razas de monos, capaces de ejecutar las clases más molestas de trabajo agrícola tales como la de recolectar fruta, algodón y café. Se dirigirán rayos electrónicos a áreas determinadas de cromosomas de plantas y animales, y de este modo puede llegar a ser posible la producción de mutaciones reguladas. En el campo de la medicina, quizá pueda finalmente evitarse el cáncer, y acaso la senilidad ("toda la cuestión de la vejez es extraña y poco comprendida”) pueda posponerse, quizá indefinida­mente. “El éxito, cuando venga —añade Sir George—, ven­drá de algunas direcciones completamente inesperadas; algún descubrimiento en fisiología alterará las ideas actuales sobre cómo y por qué las células crecen y se dividen en el cuerpo sano, y de conocimientos básicos correctos surgirá el esclare­cimiento. Sólo los problemas superficiales, más bien fáciles,

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pueden resolverse atacándolos! directamente; los otros depen­den de conocimientos fundamentales no descubiertos todavía y serán insolubles hasta que se hayan adquirido tales cono­cimientos”.

En conjunto, las perspectivas para la minoría industrializa­da de la humanidad son, a la corta, notablemente brillantes. Si nos abstenemos del suicidio de la guerra, podemos esperar tiempos muy buenos. No hay que decir que estaremos des­contentos de nuestros buenos tiempos. Toda ganancia obte­nida por individuos o sociedades se da casi inmediatamente por supuesta. El techo luminoso hacia el cual alcanzamos anhelantes ojos pasa a ser, cuando subimos al otro piso, una extensión de linóleo que hollamos con indiferencia. Pero el derecho a la desilusión es tan fundamental como cualquier otro del catálogo (en realidad, el derecho a la búsqueda de la felicidad no es otra cosa que el derecho a la desilusión con distintas frases).

Si de la minoría industrializada pasamos a examinar la vasta mayoría que habita en los países poco desarrollados, las perspectivas inmediatas son mucho menos tranquilizadoras. La población de estos países está creciendo en más de veinte millones por año y, en Asia por lo menos, según los mejores cálculos recientes, la producción de alimentos por cabeza es actualmente inferior en un diez por ciento a la de 1938. En la India, la dieta media proporciona unas dos mil calorías diarias, cifra muy inferior a la óptima. Si la producción alimentaria del país pudiese elevarse en un cuarenta por ciento (y los expertos creen que, con mucho esfuerzo y una gran inversión de capital, podría lograrse este aumento en quince o veinte años), los alimentos disponibles proporcio­narían a la población actual dos mil ochocientas calorías diarias, cifra todavía inferior al nivel óptimo. Pero de aquí a veinte años la población de la India habrá aumentado en un centenar de millones, y el alimento adicional, producido con tanto esfuerzo y tanto gasto, añadirá poco más de un

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centenar de calorías a la presente dieta, miserablemente inadecuada. Y entretanto no es nada probable que se logre realmente un aumento del cuarenta por ciento en la produc­ción alimentaria dentro de los próximos veinte años.

La tarea de industrializar los países poco desarrollados y lograr que sean capaces de producir alimentos bastantes para sus pueblos es sumamente difícil. La industrialización de Occidente fué posible por una serie de accidentes históricos. Los inventos de que partió la Revolución industrial se hi­cieron precisamente en el momento adecuado. Enormes ex­tensiones de tierra inocupada, en América y Australasia, eran preparadas para el cultivo por los colonos europeos y sus descendientes. Pudo disponerse de un gran sobrante de materias alimentarias, y con este gran sobrante los cam­pesinos y peones de granja que migraron a las ciudades para convertirse en obreros fabriles pudieron vivir y mul­tiplicar su especie. Actualmente no hay tierras desocupadas (por lo menos no las hay que se presten a un fácil cultivo), y el sobrante total de alimentos es pequeño con respecto a las poblaciones presentes. Si se saca del campo a un millón de campesinos asiáticos para que trabajen en las fábricas, ¿quién producirá los alimentos que suministraba su trabajo? La respuesta obvia es “máquinas”. Pero ¿cómo podrá un millón de nuevos obreros fabriles hacer las má­quinas necesarias si, entretanto, no se les alimenta? Hasta que hayan hecho las máquinas no se les podrá alimentar con el producto de los campos que antes cultivaban; y no existen sobrantes de alimentos baratos que puedan obte­nerse de otros países menos ocupados para sustentarlos en el intervalo.

Y luego hay la cuestión del capital. “La ciencia —se oye decir a menudo— resolverá todos nuestros problemas”. Qui­zá sí, quizá no. Pero, antes de que la ciencia pueda empezar a resolver cualquier problema práctico, debe aplicarse en forma de tecnología utilizable. Y la aplicación de la cien-

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cia en grande es sumamente costosa. Un país poco desarro­llado no puede ser industrializado ni dotado de una agri­cultura eficiente, salvo por medio de la inversión de una grandísima cantidad de capital. Pero ¿qué es el capital? Es lo que queda una vez satisfechas las principales necesidades de una sociedad. En la mayor parte del Asia, las primeras necesidades de la mayor parte de la población no son nunca satisfechas; en consecuencia, no queda casi nada. Los indios pueden ahorrar aproximadamente una centésima parte de sus ingresos por cabeza. Los norteamericanos pueden aho­rrar entre un décimo y un sexto de lo que ganan. Como los ingresos de los norteamericanos son mucho más elevados que los de los indios, la cantidad de capital disponible en los Estados Unidos es unas setenta veces la de capital dis­ponible en la India. Se dará a los que tienen y se quitará a los que no tienen hasta lo que tienen. Para industrializar a los países atrasados, aunque sólo sea parcialmente, y hacer que se basten a sí mismos en la cuestión alimentaria, será preciso establecer un vasto Plan Marshall internacional que suministre subsidios en grano, dinero, maquinaria y exper­tos. Pero todos los subsidios serán inútiles si se permite que la población de las varias regiones poco desarrolladas vaya aumentando en la proporción actual. De no ser que se estabilice la población del Asia, todo intento de industria­lización se verá condenado al fracaso y la condición final de todos los interesados será mucho peor que la primera. . . pues habrá muchos más seres destinados a ser víctimas del hambre y la peste, junto con mucho más descontento polí­tico, Revoluciones más sangrientas y más abominables ti­ranías.