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Rodrigo Castro Orellana La Poética del Educar: Hospitalidad y Ciudadanía Dentro del debate contemporáneo sobre los desafíos de la educación en la sociedad del conocimiento, en los últimos años ha adquirido especial relevancia la necesidad de avanzar en lo que se ha dado en llamar “formación ciudadana” o “educación para la democracia”. Prueba de ello es la consideración, por parte de la Unión Europea, de la educación para la ciudadanía democrática como un área prioritaria de desarrollo desde el año 1997; o la creación en Chile, por resolución del Ministerio de Educación, de una comisión para la formación ciudadana en el año 2004. De hecho, la mayoría de las últimas cumbres de Presidentes Latinoamericanos han puesto en el centro de la agenda política la relación entre calidad de la educación y calidad de la democracia. No obstante, resulta preciso diferenciar el desafío de una educación para la formación del ciudadano globalizado, inserto en las nuevas lógicas del mercado y la democracia liberal, de los dilemas que caracterizan la construcción de una ciudadanía crítica en el contexto de la pérdida de espacios comunitarios dentro de la sociedad contemporánea. En esta segunda perspectiva, es posible realizar un diagnóstico problematizador del estado de la ciudadanía en la modernidad tardía. Así puede inferirse, por ejemplo, del trabajo de autores como Habermas, Beck o Bauman quienes constatan las tensiones que enfrenta la democracia liberal para su legitimación en un orden cultural cada vez más privatizado, es decir, dentro de un sistema social donde los individuos se orientan cada vez más hacia el consumo, el ocio, el placer o el status privado. Este fenómeno daría cuenta no sólo de una legitimidad débil del modelo por su cuestionamiento permanente desde los intereses particulares, sino que además pone sobre el tapete una cierta descomposición del espacio público y una jibarización de la ciudadanía en beneficio de un individualismo radicalizado. Por otro lado, autores como Foucault o Bourdieu, y más recientemente Negri, Hardt y Agamben, ponen en evidencia los aspectos perversos que se hallarían asociados al desarrollo

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Rodrigo Castro Orellana La Poética del Educar: Hospitalidad y Ciudadanía

Dentro del debate contemporáneo sobre los desafíos de la educación en la sociedad del conocimiento, en los últimos años ha adquirido especial relevancia la necesidad de avanzar en lo que se ha dado en llamar “formación ciudadana” o “educación para la democracia”. Prueba de ello es la consideración, por parte de la Unión Europea, de la educación para la ciudadanía democrática como un área prioritaria de desarrollo desde el año 1997; o la creación en Chile, por resolución del Ministerio de Educación, de una comisión para la formación ciudadana en el año 2004. De hecho, la mayoría de las últimas cumbres de Presidentes Latinoamericanos han puesto en el centro de la agenda política la relación entre calidad de la educación y calidad de la democracia.No obstante, resulta preciso diferenciar el desafío de una educación para la formación del ciudadano globalizado, inserto en las nuevas lógicas del mercado y la democracia liberal, de los dilemas que caracterizan la construcción de una ciudadanía crítica en el contexto de la pérdida de espacios comunitarios dentro de la sociedad contemporánea. En esta segunda perspectiva, es posible realizar un diagnóstico problematizador del estado de la ciudadanía en la modernidad tardía. Así puede inferirse, por ejemplo, del trabajo de autores como Habermas, Beck o Bauman quienes constatan las tensiones que enfrenta la democracia liberal para su legitimación en un orden cultural cada vez más privatizado, es decir, dentro de un sistema social donde los individuos se orientan cada vez más hacia el consumo, el ocio, el placer o el status privado. Este fenómeno daría cuenta no sólo de una legitimidad débil del modelo por su cuestionamiento permanente desde los intereses particulares, sino que además pone sobre el tapete una cierta descomposición del espacio público y una jibarización de la ciudadanía en beneficio de un individualismo radicalizado.Por otro lado, autores como Foucault o Bourdieu, y más recientemente Negri, Hardt y Agamben, ponen en evidencia los aspectos perversos que se hallarían asociados al desarrollo de la sociedad capitalista. Éstos guardan relación con el despliegue de formas de dominación y producción de la subjetividad que recortan la heterogeneidad y el pluralismo del espacio social. No se trata aquí solamente del devenir institucional de la modernidad, sino también de la sospecha epistemológica que ha recaído sobre el proyecto ilustrado y su apuesta por un sujeto político autónomo y emancipado. En este último sentido, los pensadores frankfurtianos y otros como Arendt y Levinas, nos han hecho observar el contenido totalitario que parece anidar en la matriz filosófica de la modernidad y que evidencia un lazo subterráneo entre el humanismo racionalista y la espiral genocida del siglo XX.Ahora bien, la consecuencia de estos enfoques para una revisión de la idea de ciudadanía resulta evidente. ¿Cómo pensar la ciudadanía democrática cuando la ilusión del sujeto constituyente se ha borrado de un plumazo? ¿Es posible articular un concepto de ciudadanía en una época post-humanista y post-metafísica? Sin adelantar una respuesta a tales interrogantes, puede afirmarse que existe una urgencia por dotar de sentido al concepto de ciudadanía, a la luz de todo lo anterior y en atención a una realidad actual que testimonia una creciente exclusión social tanto a nivel planetario como local[2].La subordinación de la política a la economía ha venido aparejada de un distanciamiento de los sujetos respecto a los canales formales de participación que redunda en una comprensión instrumental o meramente técnica de la democracia. La última versión y la más bárbara de esta banalización de los valores de la sociedad democrática es la reciente doctrina de una democracia que pretende expandirse por el planeta a partir de

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intervenciones bélicas. En suma, el imaginario moderno de la democracia, y el ideal del ciudadano que ésta supone, se hallan severamente puestos en entredicho desde muy diversos ángulos. Nos corresponde, entonces, repensar la noción de ciudadanía y vislumbrar el impacto de todas estas consideraciones para el discurso educativo.

1. Educación y Ciudadanía

Teniendo presente las investigaciones realizadas por Magendzo (et. al.) en los últimos años, resulta posible distinguir la existencia de cuatro modos de abordar la formación ciudadana que se han articulado históricamente en las escuelas. En primer lugar, podría identificarse el modelo tradicional de formación para la ciudadanía política que apunta al desarrollo en los estudiantes de una capacidad de comprensión del sentido de las instituciones democráticas: entender qué son elecciones libres, o cual es la diferencia entre gobierno o Estado, etcétera. Se trata de la lógica característica de la asignatura de Educación Cívica donde el eje se encuentra en el conocimiento de los derechos ciudadanos y de la estructura de la organización política de la sociedad. Desde este modelo se defiende la neutralidad valórica de la escuela, empeñada exclusivamente en habilitar sujetos para su adaptación eficiente a las reglas del sistema político.Esta racionalidad técnica en la educación de los derechos civiles, resulta insuficiente según la perspectiva del segundo modelo: la formación para la ciudadanía social. En efecto, en este esquema formativo se incorporan al espectro educativo no sólo los derechos políticos, sino también los derechos económicos, sociales, culturales y medioambientales. Así pues, la escuela se enfrenta a la tarea de abordar nuevas temáticas como la discriminación, la diversidad cultural, la inclusión y la exclusión social, el desarrollo sustentable, etcétera. De esta forma, la formación para la ciudadanía social no va a negar en ningún caso la formación para la ciudadanía política; por el contrario, lo que hace es incorporarla a un proceso educativo más amplio e integral.Por otro lado, como un tercer modelo, se encontraría un tipo de formación que se rige por el criterio de la ciudadanía activa, es decir, que pone el énfasis en la participación de los ciudadanos como constructores de la sociedad. Desde este punto de vista, no bastaría con el conocimiento y la comprensión de los derechos políticos y sociales; sino que sería preciso incorporar, además, una vivencia concreta de tales derechos mediante la participación significativa y real de los ciudadanos. Esto supone que la ciudadanía es mucho más que una figura jurídica, puesto que implica una acción ética individual y colectiva de construcción de un proyecto social común. En consecuencia, el desafío que la idea de ciudadanía activa impone a la educación resulta muy significativo; ya no se trata de una cuestión meramente ligada a lo instruccional, sino de una reforma completa de la escuela que la convierta en un espacio comunitario.Finalmente, el cuarto modelo incorpora a esta dimensión socio-política y participativa, el tema de la distribución del poder y la problematización de las relaciones sociales. En este caso nos referimos a la idea de una formación para la ciudadanía desde una perspectiva crítica, cuyo principio elemental consiste en una lucha por transformar la pedagogía y el currículum. El conocimiento de los derechos políticos y sociales, así como su ejercicio en la participación comunitaria, resultan insuficientes si no somos capaces de sacar a la luz la arbitrariedad e injusticia de los condicionamientos sociales. La ciudadanía, por lo tanto, debe ser reflexiva y cuestionadora, desafiando la situación política existente. De esta forma, la escuela, se convierte en un vehículo del cambio social. Cabe señalar que este último

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modelo de formación representa precisamente aquello que queda excluido de los propósitos y objetivos de la mayoría de los discursos imperantes sobre educación para la ciudadanía, especialmente en el nivel de las políticas de Estado. En contraposición, lo que prima es una cierta racionalidad tecno-pedagógica que subsume la idea de ciudadanía al patrón adaptativo de la eficiencia, el rendimiento y la competitividad.No obstante, pese a las diferencias existentes entre los cuatro modelos de formación ciudadana, hay una matriz común entre ellos que guarda relación con sus fundamentos epistemológicos. El nexo que compartirían los modelos mencionados sería la afirmación más o menos velada de los valores del humanismo ilustrado. Dicha tradición que arranca con la filosofía kantiana y su apuesta por una fundamentación antropológica de la metafísica, encuentra en la obra de Adorno y Horckheimer su primera interpelación crítica de carácter radical. En efecto, los autores franckfurtianos identifican un proceso de bifurcación de la razón ilustrada, que explica las contradicciones internas del proyecto moderno, especialmente evidentes durante el siglo XX.Por una parte, estaría el concepto de razón trascendental supraindividual que contiene el ideal de una libre convivencia entre los hombres, garantizada por la existencia de un sujeto universal y constituyente. Dentro de estas categorías, se entiende al conocimiento como una forma de humanización que asegura el progreso civilizatorio y la conquista social del bien común entre los ciudadanos. Sin embargo, por otro lado, se hallaría el concepto de razón calculadora que supone la función técnica del conocimiento como herramienta de organización del mundo para los fines de la autoconservación. En esta segunda lógica, la razón operaría convirtiendo al objeto en material de dominio; hasta el punto de que el ser mismo va a ser contemplado bajo el aspecto de la elaboración y la administración[4].La ciencia ilustrada representa un ejemplo de la coexistencia de los dos proyectos de racionalidad. Esto se evidencia en el hecho de que la razón trascendental entiende a la ciencia como una instancia reflexiva y crítica cuya expansión es sinónimo de una moralización social, mientras que la razón instrumental delimita la ciencia como mera intervención técnica que no pondera sus propios fines. Semejante coexistencia, que para Kant era posible y deseable, ha fracasado a lo largo de la historia de la modernidad, mostrando un devenir de la razón ilustrada en el cual el proyecto racio-técnico adquiere cada vez mayor primacía.De hecho, Adorno y Horckheimer denuncian la penetración de la lógica administrativa, propia de la razón calculadora, en ámbitos que parecían prerrogativas de la razón trascendental, como son por ejemplo el espacio de la política o la educación. La razón tecno-científica ha terminado imperando en la génesis de la modernidad, cuestión que emerge con especial claridad en el desarrollo de la política como administración y gestión de la vida durante el último siglo. Ciertamente, la modernidad ha llegado a comprender incluso a la propia sociedad como un cuerpo sujeto al diseño artificial; donde la gestión institucional debe cumplir la función de control de los procesos relativos a la población, separando, clasificando y eliminando todo aquello que se considere inútil o nocivo. De este modo, los ritmos biológicos de las masas y las existencias concretas de los individuos, se han convertido en un problema técnico que demanda una ingeniería del cálculo y la estrategia.Desde este prisma, no debería sorprender la pulsión genocida que parece caracterizar a la modernidad. El holocausto, por ejemplo, no podría ser interpretado como consecuencia de un accidente del proyecto ilustrado, una suerte de suspensión involuntaria de sus valores más queridos, sino que sería el efecto natural de las posibilidades que pone en juego el

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impulso hacia un mundo absolutamente diseñado y controlado. En tal sentido, el campo de concentración constituiría una expresión radical de la dominación totalitaria de la razón instrumental en el ámbito de la vida humana.Ahora bien, subyace en todo esto un problema central: ¿la violencia respecto al otro constituye solamente una de las figuras posibles de la razón ilustrada (su perfil técnico) o se trata de un efecto insoslayable de la fe moderna en el sujeto fundamento como eje articulador de la cultura?En este contexto, la filósofa judía Hannah Arendt ha observado que el humanismo ilustrado ensalza el poder de la subjetividad como determinante de la realidad, valorando el espacio de la introspección; lo que corre paralelo a un proceso de expansión de las actividades económicas como objeto central de la actividad política en la modernidad. Esta apropiación de lo político por lo económico, según la autora, conduciría a una descomposición de la esfera pública[5]. Dicho de otro modo, la tradición del humanismo moderno está asociada a un debilitamiento de la capacidad de construcción intersubjetiva de la realidad y, por ende, a una merma de los vínculos de solidaridad y los lazos comunitarios. Debord se refería a este mismo proceso como la “supresión de la calle”, es decir, como la pérdida del espacio político sustantivo en donde el hombre vivencia su libertad como actor de un proyecto colectivo[6].Esta tradición humanista que descansa en el sueño del hombre en sí, ha sido precisamente la fuente inspiradora de las concepciones educativas más relevantes de la modernidad y de la idea misma de ciudadanía. Por tal razón, adquiere un enorme alcance la pregunta que se formula Steiner: ¿Por qué las tradiciones humanistas y sus modelos de conducta resultaron una barrera tan frágil contra la bestialidad política en el último siglo?[7]En este punto, defendemos la hipótesis de que dicha fragilidad se explica por la existencia de vasos comunicantes entre la cultura moderna y la barbarie genocida. Si eso es efectivamente así, correspondería salir del totalitarismo de la subjetividad para instalarse en otro modelo cultural y educativo, en este caso bajo la primacía de lo intersubjetivo. En palabras de Levinas, el pensamiento moderno ha sido una neutralización del otro, es decir, una violencia que reduce lo humano al movimiento de la conciencia sobre sí misma, cuando el otro constituye una trascendencia irreductible que evidencia el egoísmo estéril del ego sum. De ahí que sea preciso recuperar la centralidad de la relación con el otro y articular un nuevo modo de pensar la ciudadanía, en los márgenes de la ilustración.

2. Educación y Ética

En un texto cuyo título es Educar después de Auschwitz, Adorno sugiere que el siglo XX ha sido roto por el acontecimiento del campo de concentración, símbolo del mal radical. Después de este hecho, la pregunta clásica de la filosofía moderna: “¿Qué es el hombre?”, que pretende una fundamentación antropológica, pasa a ser reemplazada por el interrogante “¿Qué es el hombre una vez que Auschwitz ha tenido lugar?”, la cual busca socavar o desestabilizar cualquier esfuerzo de fundamentación. El imperativo de la razón, propio del humanismo de cuño cartesiano, debería ser depuesto a favor de un reconocimiento del sufrimiento histórico, aquello que Benjamin llamaba “la historia de las víctimas”.Este desplazamiento desde el poder de la razón a la autoridad del sufrimiento, ha sido objeto de especial reflexión por parte de la filosofía contemporánea. Sin embargo, las consecuencias epistemológicas de este giro no han sido suficientemente exploradas en el análisis sobre los sentidos de la educación. En tal contexto, resulta preciso comprender que

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la educación no es solamente el guardián fiel de los nobles valores de una civilización, sino que también debe responder a la interpelación que formula la historia de lo inhumano. Dicho acontecimiento descalificaría la falsa inocencia del recurso a un modelo racio-técnico en educación y exigiría el nacimiento de otro lenguaje, responsable del rostro del otro.Aquí se inscribe la propuesta de Bárcena y Mèlich de abordar la educación como acogimiento hospitalario, es decir, como una práctica en que la relación con el otro se entiende como la apertura de un espacio ético donde la dominación no es posible[8]. Esta educación como hospitalidad involucra una pedagogía de la exterioridad que responde a aquello que rebasa cualquier esfuerzo de totalización y que Levinas reconoce como la huella infinita del rostro[9]. Así se apuesta por pensar y crear un mundo no totalitario que deponga la centralidad del sujeto filosófico, a favor del llamado “impostergable del otro” que emerge en la experiencia moral.Por lo tanto, como puede observarse, la educación comprendida como acontecimiento ético ya no descansa en la herencia del humanismo de la subjetividad. Por el contrario, se fundamenta en una memoria herida, en otra herencia más oscura, que nos remite a la experiencia de lo inhumano y a la exigencia de un nuevo imperativo categórico: el nunca más. Se trata del humanismo del otro hombre, en el cual se establece que lo más propio de lo humano no es la afirmación de la autonomía del “yo soy”, sino el espacio relacional en que experimentamos la responsabilidad por el otro. En tal sentido, la heteronomía es el valor humano por excelencia y debe ser el eje vertebrador de un nuevo discurso educativo.En palabras de Hannah Arendt, la educación en tanto en cuanto espacio de aparición de lo humano es natalidad, porque hace posible un segundo nacimiento del hombre que acontece en el ámbito de una comunidad plural que se construye por medio de la palabra[10]. Así pues, tomar la palabra demanda la existencia previa de una condición de apertura que permita la irrupción de lo nuevo. La educación, entonces, constituye un delicado arte de la pronunciación del mundo, en donde el otro es convocado a construir un relato de sí mismo, a proseguir la herencia de la palabra y, al mismo tiempo, resulta acogido en lo inédito de su decir. Solamente de esta manera la educación se conecta con su esencia, que consiste en hacer lo posible para que no se siga repitiendo el mundo. Sin la posibilidad del nacimiento, la educación se reduce a instrucción; mera fabricación de los sujetos y apuesta por un mundo totalizado, sin imaginación ni utopía.Mientras la pedagogía tecnológica persigue fortalecer al sujeto, hacerlo más competente, la pedagogía de la natalidad genera las condiciones para asistir al encuentro con el otro, o lo que es lo mismo: intenta deponer al sujeto. De esta forma, el aprendizaje se convierte en una experiencia[11], en algo que nos ocurre y donde alcanzamos un punto que nos fuerza a negarnos en cuanto a lo que hemos sido para empezar a ser de otro modo. El aprendizaje significativo, entonces, consiste en esta transformación del individuo que emerge desde el espacio relacional. Como señala Foucault, crear un nuevo modo de ser supone el campo de relaciones que posibilita el encuentro con los demás. Cuidado de sí y cuidado del otro son parte del mismo movimiento existencial[12].Todo lo anterior involucra una modificación sustantiva del imaginario educativo. En efecto, sería preciso articular un discurso pedagógico no centrado en una relación de saber o conocimiento respecto al mundo, sino en una relación de responsabilidad que prioriza la demanda de responder y acoger al otro. De igual modo, el valor de la formación para la autonomía personal, el desarrollo de capacidades que implican la expansión del yo, se desplaza a un lugar secundario frente al valor de la heteronomía y la exigencia de visibilizar

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el dolor del otro. En un mundo cada vez más contingente y precario, la educación para el éxito individual que asegura el enfoque racio-técnico, se convierte en un arma de doble filo que empuja hacia la vaciedad y el sin sentido. Solamente una educación entendida como relación ética puede hacer del sufrimiento una experiencia humana de aprendizaje.En suma, la filosofía contemporánea de la intersubjetividad nos permite afirmar que la clave del aprendizaje se halla en el encuentro humano. Se aprende en la relación del cara a cara, es decir, en un espacio de emisión de signos donde el maestro está atento a los signos del aprendiz y éste, a su vez, resulta sensible a los signos del maestro[13]. De todos los signos que se cruzan en dicho contexto de hospitalidad, ninguno es más importante que el signo de la propia relación. Esto quiere decir que lo que el maestro enseña, en último término, es el dejar aprender. Dicho de otra forma, se enseña la relación ética de apertura que nos permite atender a aquello que da que pensar y que nos libera para ser ese otro que podemos ser. Un educador no es más que un constructor de espacios imaginarios, un artista que elabora con la palabra y la acción el clima que permite el nacimiento de nuevos mundos.A este espacio en que se da la libertad de aprender, lo podemos denominar hospitalidad[14]. Cuando se constituye como tal, tanto el maestro como el aprendiz arriesgan el yo y se permiten la modificación. Cualquier conocimiento relevante siempre tendrá tras de sí el telón de fondo de esta experiencia amorosa, que nos remite al momento originario del encuentro con el otro en el lenguaje. Solamente después adviene la violencia de las regulaciones administrativas y las técnicas institucionales invisibilizando este lazo elemental de la alteridad. Se concluye, entonces, que la educación es, de un extremo al otro, una relación ética y que sólo de dicho modo ella puede dibujar en nuestra memoria su huella.

3. Ética y Ciudadanía

La idea de la educación como acontecimiento ético nos permite establecer una nueva forma de abordar la formación ciudadana en las escuelas, alejada del recurso a la tradición humanista e ilustrada. Desde esta perspectiva, ser ciudadano significaría habitar la ciudad como una morada, en donde ésta se construye por medio de la palabra y a partir del imperativo de acogida del otro en su trascendencia y su diferencia. La formación para la ciudadanía desde un sentido ético incorporaría el valor de los derechos políticos y sociales en atención a la exigencia de “ser responsable del otro”. De manera similar, este modelo formativo involucraría la participación activa en la construcción del espacio intersubjetivo y la resistencia frente a los mecanismos sociales de marginación y exclusión del otro. Por tanto, la educación para la ciudadanía ética incorpora los cuatro modelos formativos anteriormente mencionados y los sitúa en una matriz más general cuyo eje reside en la otredad.Hablar de ciudadanía, entonces, no nos remite exclusivamente al problema del sujeto político y sus derechos, sino que nos instala en el ámbito de una comunidad posible y de una democracia social por venir. Desde este ángulo, las prácticas docentes y las interacciones en el espacio escolar, se convierten en la piedra de toque de la realización o no de una ética de la ciudadanía. Si la racionalidad subyacente en el aula no es la hospitalidad frente el otro y la democratización de la convivencia, no existe posibilidad alguna de avanzar en la dirección de una sociedad menos autoritaria, jerarquizada y discriminadora.

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Ahora bien, para convertir estas palabras en acción, se requiere de un giro epistemológico capaz de apropiarse del campo de la didáctica del aprendizaje, desplazando de dicho sitial el imperio del discurso tecno-pedagógico. Necesitamos re-fundar la didáctica en una nueva tradición post-humanista y crítica, desde una reflexión filosófica que nos permita describir el espacio intersubjetivo como contexto del dejar aprender. En tal sentido, podría hablarse de una didáctica para la ciudadanía, sustentada en el ethos de la hospitalidad. Para la construcción de tal discurso correspondería explorar críticamente las prácticas e interacciones escolares, con el propósito de comprender la problemática relacional que allí se desenvuelve y las racionalidades que ponen en juego los profesores reverberantes[15].Sin el ánimo de agotar esta cuestión y como un apunte inicial, podrían indicarse los siguientes aspectos que podrían dar forma a una didáctica de la ciudadanía:

1.- Pedagogía de lo significados: La interacción maestro-aprendiz se debería caracterizar por la circulación de la palabra. Esto supone convertir al diálogo en un aspecto nuclear de la praxis pedagógica, como un ámbito de construcción comunitaria de significados.

2.- Pedagogía del acontecimiento: La experiencia reflexiva, en este campo dialógico, no debe radicarse exclusivamente en lo teórico o lo abstracto. El aula tiene que ser atravesada por la vida y la sociedad concreta, única forma de que el sujeto se sienta partícipe de la ciudad y su acontecimiento.

3.- Pedagogía de la pregunta: Resulta preciso vivir la historicidad del conocimiento, es decir, la experiencia de que el saber está sometido a la creación y transformación por parte de una comunidad. La idea de que todos somos autores del conocimiento se concretiza en la interacción educativa mediante la primacía de la pregunta, la valoración de la duda, la crítica y el cuestionamiento. De este modo, no sólo se articula un aprendizaje significativo, sino que el sujeto se vivencia como protagonista y constructor de la historia.

4.- Pedagogía del error: El proceso de creación del conocimiento no es lineal ni homogéneo, sino que se halla determinado por desvíos y equívocos que testimonian conmociones o fracturas inevitables para el nacimiento del saber. En tal sentido, sería necesario dotar de significado al error como aspecto clave de la construcción científica y distinguirlo de la connotación peyorativa que lo asocia al fracaso, la sanción y el deshecho. Habría que recuperar un concepto didáctico del error.

5.- Pedagogía de lo incierto: Este anclaje educativo en la intersubjetividad implica entrar en relación con la dimensión abierta de lo humano. En efecto, el ser humano es una realidad variable y contingente, que difícilmente encaja en los criterios esquemáticos de un objeto sometido a fabricación. Por esa razón, la pedagogía técnica tendría que ser desplazada por una pedagogía de lo imprevisible. Esta última rompería con la tiranía de la planificación como valor en sí, para dar espacio en la experiencia de aprendizaje a la irrupción de lo inédito y lo incierto.

6.- Pedagogía del emocionar: La incorporación de la incertidumbre como valor pedagógico implica también reivindicar el papel de la imaginación, la creatividad y la emoción en el proceso de aprender. Lamentablemente, pese a la abundante literatura e investigación

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educativa que establece lo contrario, las prácticas docentes aún tienden a separar los dominios cognitivo y afectivo como espacios estanco.

7.- Pedagogía del cuerpo: De un modo similar, la praxis escolar tiende a la abstracción del pensamiento en directa relación con una desvalorización del cuerpo. En su propia disposición espacial, el aula de la escuela moderna evidencia la organización jerárquica de los cuerpos, que equivale a su reducción como mero soporte del aprendizaje. Se trataría, entonces, de asignarle un papel reflexivo al cuerpo mediante la reivindicación del gesto, el contacto y el movimiento.

8.- Pedagogía de la solidaridad: La experiencia de aprendizaje que se despliega con todos estos elementos, tensiona poderosamente la importancia de la competitividad en el espacio formativo. Una educación centrada en lo intersubjetivo no privilegia la acción individual, sino la dinámica comunitaria. Por ende, se estimula la cooperación y la solidaridad entre sujetos que comparten una misma experiencia. El criterio del “haz como yo” o del “hazlo por ti mismo” deja su lugar al principio del “hazlo conmigo” o del “hagámoslo juntos”[16].

9.- Pedagogía de la memoria: El aprendizaje solidario que articula una comunidad se convierte en la concreción material de un principio reflexivo fundamental: la recuperación de la memoria histórica y la tematización del nunca más.

10.- Pedagogía de la escucha: Finalmente, la formación para la ciudadanía ética exige un maestro especialista en el difícil arte de saber escuchar. De hecho, un educador vale mucho más por su capacidad de escucha que por la potencialidad de su decir. Este arte del escuchar se expresa en la facultad de crear espacios hospitalarios y acogedores que invitan al otro a emitir la palabra. Se trataría de un estado de apertura ante el otro del cual el maestro da testimonio cotidiano. En definitiva, saber escuchar representa un modo de vida.

[1] Ponencia presentada en el IX Congreso Internacional de Humanidades. Palabra y Cultura en América Latina: Herencias y Desafíos, organizado por la Facultad de Historia, Geografía y Letras de la Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación. Este texto corresponde parcialmente a un trabajo financiado por la Dirección de Investigación de la Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación (DIUMCE), cuyo título es: “El Espacio Ético: La Hospitalidad y el Aprendizaje de la Filosofía en nuestras Escuelas”. Publicado en: Revista Intramuros, Año 6-Nº 18, Diciembre 2006, pp. 22-28.[14] Así como existe un espacio de hospitalidad, también es preciso reconocer la proliferación en nuestras escuelas de espacios hostiles. La importancia de este “clima afectivo” del aprendizaje no solamente puede ser objeto de tematización por parte de la reflexión filosófica. De hecho, desde un ángulo muy diferente, Cassasus ha demostrado mediante una investigación empírica que el contexto afectivo de la educación es el aspecto decisivo para el logro de un aprendizaje de calidad. Cfr.: Juan Cassasus. La Escuela y la (Des) Igualdad. Santiago de Chile: LOM, 2003. De igual modo, desde el enfoque de la biología del conocer se puede arribar a una conclusión similar. Cfr.: Humberto Maturana. Amor y Juego. Fundamentos olvidados de lo humano. Santiago de Chile: Instituto de Terapia Cognitiva, 1994.