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LUCÍA GÁLVEZ Historias de amor de la historia argentina

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Page 1: Historia de Amor de La Historia Argentina

LUCÍA GÁLVEZ

Historias de amor de la historia argentina

Historias de amor final 2/26/07 3:26 PM Página 3

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Índice

Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11Un amor fundacional en el siglo XVI . . . . . . . . . . . . . . . 13Amor y represión. Un “Don Juan” en la Córdoba

del siglo XVII . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 27La decisión de casarse por amor. Mariquita Sánchez

y Martín Thompson . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 51Amor y revolución. Mariano Moreno y María

Guadalupe Cuenca . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 67El soltero más codiciado. Los amores de Manuel

Belgrano . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 85La más bonita de Salta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 109Elisa Brown, la niña que murió de amor . . . . . . . . . . . 133El amor en las guerras civiles . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 147Amor con Paz y sin paz . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 167Desde el amor hasta la muerte. La tragedia de

Camila y Vladislao . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 191El fiel amor de una “reina de corazones”. Manuelita

Rosas y Máximo Terrero . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 205Amor en las tolderías. De los Saá a los Rodríguez

Saá . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 225Amores de presidentes (1879-1930) . . . . . . . . . . . . . . . 247Conclusiones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 273Notas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 279

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A Bartolomé Tiscornia, mi marido

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Prólogo

Las historias de amor aquí presentadas son reales. Lasque están basadas en testimonios escritos (cartas, testamen-tos, documentos varios) han podido ser más desarrolladas.En otras, basadas sobre todo en tradiciones orales, ha sidonecesario utilizar lo que Collinwood llama “imaginación his-tórica” en las descripciones y diálogos para poderlas recrear.

Muchas de las historias de amor están centradas esen-cialmente en los hombres, no porque las mujeres no hayancumplido un papel importante en sus vidas, sino porqueellos han sido, hasta mediados del siglo XX, los protagonis-tas de la historia política. Hay muy pocos documentos quedestaquen la presencia femenina, porque para los estudiososdel siglo XIX la verdadera historia era la del Poder y desde-ñaban hablar de temas “menores”, como la mujer y el amor.

Desde Francia llegaría, después de la Primera Gue-rra, la revalorización de la historia social: lo cotidiano, loque sucedía en los hogares y lugares de diversión, no sóloen las batallas y en las cortes. De entonces data un expre-so interés por conocer rasgos de la afectividad y la sexuali-dad en distintas épocas.

En la elección de estas historias hemos tenido encuenta distintos ejes temáticos:

– El transcurso del tiempo con sus cambios de men-talidad en el período 1553-1930.

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– Los distintos espacios —regiones, virreinatos, pro-vincias, ciudades— con sus características sociales y eco-nómicas.

– El papel del amor en hombres públicos y algunasmujeres relevantes de la historia argentina.

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Un amor fundacionalen el siglo XVI

Podría afirmarse que la conquista del Nuevo Mundocomenzó con la conquista de sus mujeres. Ellas cimenta-ron las primeras alianzas, denunciaron las conspiraciones,indicaron por dónde y hacia dónde iban los caminos, cómoencontrar agua y alimentos. Facilitaron la vida de los con-quistadores además de darles los primeros hijos mestizosnacidos en la tierra.

Una vez entregadas a los invasores por sus padres o her-manos como regalos y prendas de paz, o habiéndolos acep-tado ellas mismas por propia elección, o incluso habiendosido tomadas como botín de guerra, las indígenas americanasse pasaban al bando de su hombre y padre de sus hijos. Enellas estaba más arraigado el concepto de familia que el depatria o etnia. Los primeros destinatarios de su fidelidad eransu marido y sus hijos; las relaciones personales estaban porencima de las comunitarias. Hay ejemplos de esta elecciónen distintos pueblos de América: Ananyasi, la amante de Bal-boa, que le habla del “Mar del Sur” (océano Pacífico) y lefacilita su descubrimiento; las araucanas que salvaron lasvidas de Alonso de Monroy y Pedro de Miranda; una delas amantes guaraníes de Juan de Salazar, que denuncia enAsunción la conspiración de los carios y muchas otras.

Una de las más conocidas es la mexicana doña Mari-na, la Malinche, no sólo traductora sino también intérpre-

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te del pensamiento de Hernán Cortés ante Moctezuma. Suintuición la llevaba a buscar los términos más diplomáticospara expresar ideas que podían chocar a sensibilidades tandiferentes. La mayoría de sus compatriotas aún hoy larepudian como traidora. Sin embargo ella fue coherente:amó y admiró al vencedor de un pueblo que la había entre-gado de niña a la esclavitud de los mayas y tuvo un hijo conél, realizando en sí misma la síntesis cultural del mestizaje.

Actitudes como éstas fueron muy comunes en las ciu-dades que se iban levantando durante los siglos XVI y XVII

en el Tucumán, Cuyo y Río de la Plata. Los primeros hoga-res que se formaron en ellas eran mestizos: padre españoly madre india, salvo rarísimas excepciones. También fuemuy excepcional que los españoles, sobre todo si eran deorigen hidalgo, desposaran a una indígena: preferían espe-rar a “pacificar la tierra” y progresar antes de llamar a susfamilias o casarse con alguna española o criolla de las queiban llegando en las expediciones y en los séquitos de losgobernadores.

Durante esa primera generación sólo se registrancasamientos de españoles con indígenas en tierras de Cuyoy en Asunción: el de Juan de Mallea con Teresa de Ascen-cio, en la fundación de San Juan, y el de Luis de Jufré conJuana Koslay en la de San Luis. Las dos eran hijas de caci-ques y aportaban una dote importante al contrato matri-monial. Los casamientos de cuatro hijas mestizas delgobernador Irala con cuatro hidalgos “vecinos”1 de Asun-ción se realizaron por presión de su poderoso padre.2

Lo común fueron los matrimonios de hecho, con unao varias indígenas, sobre todo en el Paraguay, llamado poreso “Paraíso de Mahoma”. Caso distinto fue el del Perú,donde preciadas princesas incas y “vírgenes del sol”, consi-deradas de la nobleza incaica, formaron matrimonio con

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hidalgos conquistadores. Uno de los primeros fue el delcapitán Francisco de Ampuero, lugarteniente de Pizarro yla princesa Inés Tupac Yupanqui, hermana de Atahualpa.3

En las primeras fundaciones del Tucumán, casi todoslos conquistadores formaron sus hogares con indígenashasta la llegada de las españolas. Si eran casados, hasta quesus familias se decidían a cruzar el océano y si eran solte-ros, hasta que encontraban una española o criolla de sumisma jerarquía. Los comienzos de formación social enesas míseras aldeas fueron casi obligatoriamente igualita-rios dada la precariedad en que se vivía. Se consideró legí-timos a los hijos mestizos y nadie discutió esto durante laprimera generación. Era necesario poblar estas tierras casidesiertas, y muchos pensarían como Francisco de Aguirre,fundador de Santiago del Estero, que “es mayor el servicioque se hace a Dios al tener un hijo, que el pecado que porello se comete”. Los curas que acompañaban las huesteshacían la vista gorda a los concubinatos con indias, algu-nos, por cierto, bastante estables.

Hernán Mexía Miraval, conquistador del Tucumán,había llegado a tierra de juríes en la expedición de Núñezdel Prado, después de errar entre diaguitas y calchaquíesdurante casi tres años fundando y desfundando la erráticaciudad del Barco, que en 1553 Aguirre trasladaría a la otrabanda del río rebautizándola Santiago del Estero.

No eran ellos los descubridores: casi diez años anteshabía pasado por allí la hueste de Diego de Rojas en sucamino hacia el Río de la Plata, volviendo con las manosvacías y la mitad de la gente pero con relatos de mundosdistintos: verdes bosques húmedos con árboles revestidosde musgo y enredaderas; indígenas laboriosos que culti-vaban maíz y recolectaban algarrobo; llanuras infinitasdonde podrían pastar miles de vacas, caballos y ovejas.

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Las descripciones despertaron la ambición y la curiosidaden esos hombres tan dados a la aventura, y después de lagran batalla de Xaxijaguana, el capitán Juan Núñez delPrado, se dispuso a conquistar y poblar esas tierras que seextendían más allá de la región conocida con el nombrede “Tucma”.

La hueste, precedida por el alférez real con el estan-darte donde flameaba el águila de dos caras, estaba com-puesta por unos cincuenta españoles a caballo o mula,entre ellos dos frailes dominicos, un gran grupo de indiosflecheros y gran cantidad de servidores: negros, negras eindias. Al final, un arreo de vacas, ovejas y chanchos ibamermando a medida que el viaje avanzaba: constituían lacomida principal a la que se agregaba el resto del “matalo-taje”:4 vino, bizcocho, miel, tocino, etcétera.

Venían desde Lima en un interminable viaje, pasandopor el Cuzco, Potosí, los pueblos de los charcas, un alti-plano que no se acababa nunca y más acá, después de subirmás de 4000 metros hasta el Abra del Acay, el pueblo dia-guita de Chicoana. Allí, al ver unas gallinas de su tierra, laanterior expedición de Diego de Rojas había decidido, enlugar de seguir para Chile, poner rumbo al este, cruzar lacordillera y descubrir el Tucumán, las tierras de diaguitasy tonocotés y los llanos de los juríes. Allí, en Salavina,había dejado sus huesos Diego de Rojas, después de serherido con una flecha con ponzoña. Esta vez traían el antí-doto o “contrayerba” y los calurosos escaupiles, chalecosacolchados que evitaban la penetración de las flechas.Muchos vestían armadura y encima de ella la ropilla acu-chillada de seda o terciopelo, muy poco apropiada para lascircunstancias, lo mismo que los puños de encaje o lossombreros con plumas, pero que revelaban la “categoría”de su poseedor. Es de imaginar su estado después de peno-

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sas marchas por punas desérticas, soles ardientes, heladas,lluvias y escaramuzas con algunas tribus hostiles.

Casi tres años después llegaban extenuados a tierra dejuríes, asombrándose de ver sus prolijos pueblos con cien-tos de ranchitos de adobe y paja rodeados de empalizadasy cruzados por calles. El río cercano proveía de pescado ala población, y en las tierras linderas crecía el maíz. Elalgarrobo era una especie de árbol sagrado por la cantidadde servicios que prestaba su madera, su sombra y sus vai-nas dulces y alargadas con las que las mujeres fabricaban laaloja5 y el patay.6

La experiencia con la anterior expedición había hechoconocer a los juríes el potencial de guerra de los españolesy de los indios flecheros que los acompañaban. Por lo tantoesta vez, en lugar de hacerles frente, los recibieron comoaliados para combatir a sus enemigos, los lules, indios nóma-des provenientes de las selvas chaqueñas, que todos los añoslos invadían para rapiñarles sus cosechas y sus mujeres. Lasjuríes eran, según escribía el cronista Díaz de Vivar en1558, “[...] mejores a todo lo que se ha descubierto en lasIndias [...] de muy buen parecer y de muy lindos ojos [...]vestidas sólo con unas pampanillas o con unas mantillas delana que les cubren de la cintura para abajo”. Agregaba queeran gente muy bien dispuesta, que recolectaban muchoalgarrobo y que aprovechaban las periódicas inundacionesdel río para sembrar su maíz. En sus llanuras abundabanlos ñandúes, llamados suris, pero el nombre de “juríes” novenía de ellos, como creían los españoles, sino de “hurin”,que en quechua significa “hombres del sur”. En realidad,los juríes eran tonocotés y sanavirones.7

Hernán Mexía Miraval, sevillano de nacimiento, erauno de los más jóvenes y activos de la expedición. Era, segu-

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ramente, morocho, alegre y apasionado. Podemos imagi-nar el encuentro con la que sería por más de diez años sucompañera y madre de sus hijos: vio a la indiecita de fac-ciones finas, piel canela y ojos negros con forma de almen-dra y le sonrió. Después de mirarlo fijamente un rato, ellale devolvió la sonrisa. Vestía una especie de falda corta delana burda y una manta adornada con chaquira de huese-citos de pájaro, anudada sobre un hombro. Sobre el otro,desnudo, caía con gracia el pelo negro trenzado. Era delpueblo de Mancho.

Como en cientos de casos anónimos, éste hubierasido el único dato de la jurí bautizada con el nombre deMaría, madre de los cuatro hijos mestizos de Mexía Mira-val, a quien los viejos genealogistas argentinos pretendíanelevar de categoría con el agregado de “princesa de Man-cho”. Probablemente fuera hija del cacique o curaca; loque importa no es eso sino el hecho de que haya dejado sutestamento, dictado el 23 de septiembre del año 1600, alescribano Juan Nieto que, por ser mestizo, podía entenderla lengua quechua hablada por María además de la propia.El quechua era la lingua franca del Tucumán así como elguaraní lo era del Río de la Plata y la Iglesia fomentó supropagación entre los indígenas para facilitar la catequesis.La hablaban los mestizos y la chapurreaban sus padresespañoles.

El testamento nos dice unas cuantas cosas sobre larelación que debió existir entre la indiecita y el andaluz.María lo recordaba como su “amo y señor” y mandabadecir diez misas en sufragio de su alma.

Los primeros años de convivencia en la aldea hispa-no-jurí que empezaba a nacer debieron ser difíciles perode intensas alegrías. Los comienzos tienen siempre algo desagrado y ellos debían intuir de alguna manera que, como

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los protagonistas bíblicos, eran una pareja fundacional. Desus cuerpos unidos por el amor iba a surgir una nueva razacon características muy definidas. También sus costum-bres, bailes, música, comidas, poesía, se iban a mestizar. Lareligión cristiana dulcificaría el mundo de la indiecita consu prédica de amor, su Niño Jesús,8 la imagen de la VirgenMaría, feliz en el pesebre y dolorosa en el calvario, a quienlos españoles honraban todos los sábados cantando en sualabanza las letanías.

Del mismo modo las cualidades de la raza americanainfluirían en el abierto espíritu del andaluz: serenidad,prudencia, amor a la naturaleza, intuición del ritmo de latierra...

Mexía Miraval no era un capitán como cualquierotro. A su valor incuestionable se sumaban otras cualida-des más difíciles de encontrar entre esos rudos y fanáticosconquistadores: era conciliador y ponía paz en las quere-llas internas que siempre abundaron entre los turbulentosespañoles. Así ocurrió cuando convenció a los rebeldescabildantes de Esteco para que aceptaran al Teniente deGobernador impuesto por la autoridad, o cuando tercióentre el orgullo de Abreu y el de Garay, evitando una deesas absurdas y sangrientas peleas entre compatriotas.Daba tanto valor al espíritu como para ir a buscar un sacer-dote hasta La Serena, en Chile, cruzando la “cordilleranevada”, como llamaban a los Andes, y tenía la sensatez deaprovechar ese viaje para traer desde allí al Tucumán lasprimeras semillas de trigo, de frutales de Castilla y dealgodón, que sería con el tiempo una de las riquezas de lazona y “moneda de la tierra”.9

Había participado en casi todas las fundaciones delTucumán. “Iba siempre en los delanteros como buen sol-dado procurando aventajarse entre los demás”, afirmaba

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un testigo de su Probanza de Méritos. Era uno de losprincipales representantes de esa nueva aristocracia ame-ricana en donde “valía más la sangre vertida que la here-dada”. Había formado parte también de excursiones“etnográficas” entre los comechingones y sanavirones deCórdoba, escribiendo una reseña de sus costumbres, ves-tidos y armas. Mientras tanto María cuidaría el fuego delhogar, alimentando y educando a su manera a los hijosque fueron llegando: Juan, Leonor, Ana y Juana Mexía.En las Probanzas de Méritos y Servicios los conquistado-res contaban al rey las penurias que sufrieron en la funda-ción de Santiago del Estero, cuando no tenían ningunacomunicación con Perú y mucho menos con España.Algunos tuvieron que vestir con pieles pues sus ropas sehabían convertido en andrajos y tuvieron que sacar hilode una especie de cardos con que podían fabricarse grose-ras túnicas “a manera de cilicio” hasta que llegó y crecióel algodón traído de Chile. Pero... ¿eran ellos quienes hila-ban, tejían y cosían? De ninguna manera: allí estaban lasindias solícitas como María haciendo todos esos trabajosmientras ellos recorrían la tierra y fundaban ciudades.Después de estos viajes y correrías volvería Hernán a suhogar santiagueño cansado y las más de las veces herido.Allí encontraría la olla humeante sobre el fuego de leña, loshijitos jugando en el patio de tierra y su mujer amaman-tando al menor. No eran pocas las tareas que debía reali-zar María en su sencilla casa de adobe: además de hilar y tejeren el rústico telar las ropas de todos, debía cuidar y regarel huerto donde crecían zapallos, papas y ajíes, juntar lasvainas de algarrobo, entretener a los niños y aprender elcatecismo con el padre Cedrón. A veces sus parientesindios la proveían de pescado o alguna pieza de caza paraenriquecer el menú.

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Durante las largas ausencias del padre, los mesticitosiban creciendo y se iba plasmando en sus rasgos la nuevaraza morena. Hernán encontraría en ellos rasgos de suspadres o abuelos mezclados a los de sus parientes juríes, yle sorprenderían algunas costumbres brotadas de distintavertiente cultural. Trataba de hablarles siempre en espa-ñol para que lo aprendieran bien y todos juntos asistían ala pequeña iglesia que se distinguía de los demás ranchi-tos por la espadaña donde colgaba la campana.

Con el tiempo la pequeña aldea fue creciendo y pro-gresando gracias a los tejidos de algodón y al comercio conel Alto Perú. Las caravanas de mulas partían llevando varasde telas rústicas y volvían cargadas con toda clase de “mer-caderías de Castilla” que para llegar allí habían tenido quenavegar por dos océanos, internarse en selvas y pantanos,cruzar punas, desiertos, montañas y valles.

Como sus compañeros, Hernán Mexía valorabainmensamente todo lo que le recordaba a su patria: imá-genes sagradas, guitarras y panderetas, telas suntuosas yencajes; vino y almendras, pasas y aceitunas, cuchillos tole-danos y tijeras, libros de caballería, papel y tinta, romancesy canciones... todo lo que representaba el bagaje culturalde España, primera potencia de su tiempo. María y losniños miraban fascinados los objetos que iban saliendo delas alforjas. Ellos traían el mensaje de un mundo remoto ymaravilloso al que, de alguna manera, pertenecían.

Así fueron transcurriendo esos años heroicos y funda-cionales del mestizaje inicial. Hubo varios momentos enque las rebeliones de juríes dieron mucho que hacer. Losaños 1562 y 1563 fueron tiempos de intensas guerras ygrandes necesidades. Una vez pasadas las penurias podríanlos jóvenes disfrutar de sus afectos y de la pródiga natura-leza que multiplicaba sus sementeras10 y sus rebaños de

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ovejas. En abril de 1565 Francisco de Aguirre, nombradonuevamente gobernador, encargó a Mexía Miraval y a suamigo Nicolás Carrizo, ambos capitanes, que “pacificaran”la región donde había sido fundada la primera ciudad delBarco y luego la de Cañete, para mandar luego a su sobri-no, Diego de Villarroel, a fundar la ciudad de San Miguelde Tucumán. Ese mismo año la vida de la familia Mexía ibaa sufrir un brusco cambio con la llegada a Santiago del capi-tán Gaspar de Medina trayendo unas nueve doncellas espa-ñolas y criollas, huérfanas de guerra,11 con la intención debuscarles marido.

Mientras veía crecer a sus hijos, aumentaba en MexíaMiraval la preocupación por su futuro. Sus hijas, especial-mente, necesitaban alguien que les transmitiera los moda-les propios de las jóvenes españolas, les enseñara a vestirlas complicadas ropas del siglo XVI, a hacer una reverenciay hablar con la gentileza que correspondía a las futurasesposas de los hidalgos españoles. Las lindas mestizas ado-lescentes deberían aprender cómo comportarse en socie-dad si querían casarse bien.

Entre las doncellas venidas de Chile hubo una quecaptó la atención del sevillano desde que la vio. Tendríaunos catorce años, pero aparentaba más. Se llamaba Isabelde Salazar. Era hija de españoles muertos en La Serena,pero había pasado su infancia entre los araucanos. Podríacomprender a las mestizas, casi de su misma edad, ademásde enseñarles lo que había aprendido en el próspero hogarchileno que, hasta entonces, la había cobijado.

Nada sabemos de las dudas, temores y remordimien-tos de Hernán Mexía ante la decisión que debía tomar. Laúnica fuente donde la voz de María se insinúa es su testa-mento y allí no parece haber guardado rencor a quienllama “su amo”, aunque debe haber sufrido su alejamien-

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to. Tampoco sabemos si habrá sido feliz en su posteriorcasamiento con el indio Andrés, de quien no tuvo hijos.

Como quien desea cortar un vínculo muy estrechoHernán Mexía, que hasta entonces nunca se había aleja-do del Tucumán, emprendería en 1566 un viaje a Char-cas en compañía de sus dos hijas mayores y de su esposacriolla, Isabel de Salazar. Tres años después, en la peque-ña ciudad de Loyola, en el norte de Perú (actual Ecua-dor) Leonor Mexía, de catorce años, se casaba con elcapitán Tristán de Tejeda, joven español de veintiséisaños, mezclado desde los catorce en los avatares de laconquista. Poco tiempo después lo haría Ana Mexía conPedro de Deheza y después de enviudar de éste, conAlonso de la Cámara, que venía acompañando a Jeróni-mo Luis de Cabrera, el fundador de Córdoba. La peque-ña Juana lo haría años más tarde, también con un hidal-go, como quería su padre. ¿Y María? Su testamento fuedictado en Córdoba, en casa de su yerno, Tristán deTejeda, donde se mostraba rodeada del respeto y cariñode sus descendientes.

“La imaginamos en la casa lindera a la catedral queaños después su nieto, Juan de Tejeda, convertirá en con-vento. Callada y discreta, meciendo a sus nietitos, reco-rriendo la huerta, dando una mano en la cocina o sim-plemente pensando, sentada a la usanza indígena, en loscambios que su vida había contemplado: la infancia en laaldea jurí, respetada como hija del cacique, temerosa delos feroces lules que se llevaban cautivas a las mujeres ya las niñas; la aparición de los españoles barbados sobreesos extraños animales; su primer encuentro con HernánMexía, tan distinto a los jóvenes de su tribu; sus extrañasropas, su espada y su arcabuz; el terror que le dio elestruendo de la pólvora, la risa de él [...] la vida en común,

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los hijos [...] la llegada de más hombres a caballo: unos arma-dos, otros que sacaban de sus alforjas maravillosos y extra-ños objetos traídos en recuas de mulas; las eternas discu-siones, maldiciones y peleas, para ella inexplicables, entredistintos bandos de esos hombres armados; los primerosreligiosos y sacerdotes: unos con ropas blancas y negras,otros de marrón, otros de negro [...] (pronto aprenderíatambién ella a diferenciarlos y a venerar a sus patrones:Santo Domingo, San Francisco, San Ignacio). Le atrajerondesde el primer momento las imágenes que ellos traían, losornamentos y banderas de colores, la música que tocabanen las procesiones y en las ceremonias litúrgicas, instru-mentos extraños, que producían sonidos nunca imagina-dos [...] Luego, la llegada de las primeras mujeres españo-las, sus fascinantes vestidos de telas suaves al tacto y debrillantes colores, sus joyas y peinados [...] la transforma-ción de la aldea en ciudad [...] la aparición de Isabel, sucasamiento con el indio Andrés [...] y ¿volver a la vida deantes? ¡Ya nunca sería posible! Había conocido demasiadascosas nuevas, extrañas, deslumbrantes […] ya nada podríaser igual.”12 Además, estaban sus hijos y nietos que perte-necían a ese mundo nuevo y ahora sus bisnietos, comoéste que ella mecía, canturreando en su lengua para hacer-lo dormir, la oración que los padres le habían enseñado:“Tatanockayshpa, anaj pachapi tianqui, santificaska sutiyquicachun. Nockaycuman reynoyqui amuchum. Munaskayqui, caypiashpapi ina ruacuchum”.13

¡Qué bien se había casado su nieta Leonor de Tejeda...!Su casa tenía un oratorio con imágenes y tallas doradas...era una de las damas más ricas de Córdoba. Ella simpati-zaba con su marido, el general Manuel de Fonseca Con-treras, por eso lo había nombrado testigo de su testamen-to, junto con sus yernos Tejeda y de la Cámara.

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No, no se quejaba de su destino. Hasta había podidovestirse como española, con un traje de raso azul con pasa-manos de seda y otro negro de algodón que guardaba enun arcón con llave. Tenía también treinta ovejas, tres bue-yes, una yegua y un potro que dejaba a su nieto Juan —hijode Juan Mexía, ya fallecido—, algunos pesos de plata ybastante ropa de algodón. Quería que todo eso se repar-tiera entre su familia y sus servidores indios. Pero a Leo-nor, la otra hija de Juan, su preferida, la encargada de cui-darla en sus últimos días, le dejaría una donación especial.

Podía morir en paz.Los suyos crecían y prosperaban. Los que habían

muerto, descansaban en la paz del Señor que ella habíaaprendido a conocer y amar.

Y así, esta india que apareció un día en la vida deHernán Mexía “vestida con unas pampanillas”, dejaba elmundo rodeada de sus seres queridos, lo más granado deCórdoba, vistiendo por su pedido “el hábito del señor SanFrancisco” luego de una vida que fue símbolo de amor yunión en los comienzos de una nueva raza y un NuevoMundo.

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