frankfurt, h. - las razones del amor

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En esta pequeña gran obra, uno de los principales filósofos morales contemporáneos nos enseña que lo que verda- deramente da sentido a nuestras vidas es el amor, y que, tanto o más que la razón, la amorosa preocupación y cuida- do que dedicamos a los seres y a las cosas que amamos es lo que configura los objetivos e intereses que nos sirven de guía para conducir nuestras vidas. En definitiva, nos explica que el amor es el sentimiento que nos permite ejer- cer nuestras mejores capacidades y demostrar nuestra valía como seres humanos. www.paidos.com ISBN 84-493-1631-6 9 788449 31631 1 52095 HARRY G. FRANI<FURT· LAS RAZONES DEL AMOR EL SENTIDO DE NUESTRAS VIDAS PAIDÓS CONTEXTOS

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Frankfurt, H. - Las Razones Del Amor

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Page 1: Frankfurt, H. - Las Razones Del Amor

En esta pequeña gran obra, uno de los principales filósofos morales contemporáneos nos enseña que lo que verda­deramente da sentido a nuestras vidas es el amor, y que, tanto o más que la razón, la amorosa preocupación y cuida­do que dedicamos a los seres y a las cosas que amamos es lo que configura los objetivos e intereses que nos sirven de guía para conducir nuestras vidas. En definitiva, nos explica que el amor es el sentimiento que nos permite ejer­cer nuestras mejores capacidades y demostrar nuestra valía como seres humanos.

www.paidos.com ISBN 84-493-1631-6

9 788449 31631

1 52095

HARRY G. FRANI<FURT·

LAS RAZONES DEL AMOR EL SENTIDO DE NUESTRAS VIDAS

PAIDÓS CONTEXTOS

Page 2: Frankfurt, H. - Las Razones Del Amor

LASRAZONESDELAMOR

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PAIDÓS CONTEXTOS

Últimos títulos publicados:

49. W. Ury, Alcanzar la paz 50. R. J. Sternberg, La experiencia del mnor 51. J. Kagan, Tres ideas seductoras 52. I. D. Yalom, Psicología y literatura 53. E. Roudinesco, ¿Por qué el pszcoanálisis? 54. R. S. Lazarus y B. N. Laza rus, Pasión y razón 55. J. Muñoz Redón, Tómatelo con filosofía 56. S. Serrano, Comprender la comunicación 57. L. Méro, Los azares de la razón 58. V. E. Frankl, En el principio era el sentzdo 59. R. Sheldrake, De perros que saben que sus amos están camino de casa 60. C. R. Rogers, El proceso de convertirse en persona 61. N. Klein, No logo 62. S. Blackburn - Pensar. Una incitación a la filosofía 63. M. David-Ménard - Todo el placer es mío 64. A. Comte-Sponville- La felicidad, desesperadamente 65. J. Muñoz Redón, El espíritu del éxtasis 66. U. Beck y E. Beck-Gernsheim, El normal caos del amor 67. M. F. l-Iirigoyen, El acoso moral en el trabajo 68. A. Comte-Sponvílle, El amor la .rol edad 69. E. Galende, Sexo y amor. Anhelos e incertidumbres de la intimidad actual 70. A. Piscitelli, Cibe;culturas 2.0. En la era de las máquinas inteligentes 71. A. Miller, La madurez de Eva 72. B. Bricout (comp.), La mirada de Orfeo 73. S. Blackburn, Sobre la bondad 74. A. Comte-Sponville, Invitación a la filosofía 75. D. T. Courtwright, Las drogas y La formación clt:l mundo moderno 76. J. Entwistle, El cue1po y la moda 77. E. Bach y P. Darder, Sedúcete para seducir 78. Ph. Foot, Bondad natural 79. N. Klein, Vallas y ventanas 80. C. Gilligan, El n�cimiento del placer 8l. E. F ro mm, LA atracción de la vtda 82. R. C. Solomon, Espiritualidad para escépticos 83. C. Lomas (comp.), ¿Todos los hombres son iguales? 84. E. Beck-Gernsheim, La reinvención de la familia 85. A. Comte-Sponville, Diccionario filOiófico 87. J. Goodall y M. Bekoff, Los diez mandamientos pm·a compartir el planeta

con los animales que amamos 88. J. Gray, Perros de paja 89. L. ferry, ¿Qué es una vida realizada? 90. E. Fromm, El arte de amar 91. A. Valtier, La soledad en pareja 92. R. Barthes, Rola1td Barthes por Roland Barthes 94. A. Comte-SponviUe, El capitalismo, ¿es moral? 95. H. G. Frankfurt, LAs razones del amor

HARRY G. FRANKFURT

LAS RAZONES

DEL AMOR

El sentido de nuestras vidas

Page 4: Frankfurt, H. - Las Razones Del Amor

Título original: The Reasons of Lave Publicado en inglés, en 2004, por Princeton University Press, Princeton, Nueva Jersey

Traducción de Carrne Castells

Cubierta de Mario Eskenazí

/ V 1 .t v. ¡

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.

© 2004 by Princeton University Press © 2004 de la traducción, Carme Castells © 2004 de todas las ediciones en castellano,

Ediciones Paidós Ibérica, S.A., Mariano Cubí, 92- 08021 Barcelona, http:l /www.paidos.com

ISBN: 84-493-1631-6 Depósito legal: B. 40.062/2004

Impreso en A & M Grafíc, S.L. 08130 Santa Perpetua de Mogoda (Barcelona)

Impreso en España - Printed in Spain

Sumario

Agradecimientos 9

Uno La pregunta: ¿Cómo deberíamos vivir? 11

Dos Del amor, y sus razones . 47

Tres El amado yo 89

,,

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Agradecimientos

El año 2000 pronuncie las Conferencias Romanell­Phi Beta Kappa de filosofía en la Universidad de Pr in­ceton, con el título general de «Some Thoughts about Norms, Love, and the Goals of Life». Dicté estos mis­mos textos en las Conferencias Shearman, en el Uníver­síty College de Londres, en 2001. Este libro es una ver­sión revisada de dichas conferencias.

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Uno

LA PREGUNTA: ¿CÓMO DEBERÍAMOS VIVIR?

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1

Gracias a la autoridad de Platón y Aristóteles sabemos que la filosofía comienza en la admiración. Las personas se admiraban ante diversos fenómenos naturales que les parecían sorprendentes. También les intrigaban los pro­blemas lógicos, lingüísticos y conceptuales que surgían inesperadamente en su pensamiento y que les resulta­ban curiosamente persistentes. Como ejemplo de lo que les causaba admiración, Sócrates menciona el hecho de que es posible que una persona llegue a ser menor que otra sin haber menguado de altura. Podemos preguntar­nos por qué a Sócrates le incomodaba una paradoja tan superficial como ésta. Evidentemente, el problema le in­trigaba no sólo porque le pareciera más interesante, sino también considerablemente más difícil e inquietante de lo que nos parece a nosotros. De hecho, aludiendo a este problema y otros similares, dice: «Algunas veces, al pen­sar en ello, llego a sentir vértigo».1

Aristóteles nos proporciona una lista de ejemplos bastante más convincentes del tipo de cosas que asom­braron a los primeros filósofos. Menciona los muñecos autómatas (¡aparentemente, los griegos disponían de

l. Teeteto, 155d.

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14 LAS RAZONES DEL AMOR

ellos!); comenta determinados fenómenos cosmológi­cos y astronómicos, y menciona el hecho de que el lado· de un cuadrado es inconmensurable con la diagonal. Estas cosas no merecen el calificativo de desconcertan­tes. Son asombrosas. Son maravillas. La respuesta que inspiraron debió haber sido más profunda e inquietan­te de lo que Aristóteles revela afirmando, simplemente, que «se admiraban de que las cosas sean así».2 Debió ser una admiración revestida de misterio, de asombro, de sobrecogimiento.

Aristóteles nos dice que las indagaciones de los anti­guos filósofos, tanto si intentaban desentrañar los secre­tos del universo como si sólo procuraban imaginarse cómo pensar con claridad acerca de algunos hechos bas­tante corrientes o definir con precisión algunas expresio­nes comunes, no tenían ninguna otra finalidad de carácter práctico. Ansiaban vencer su ignorancia, pero no porque creyeran necesitar la información. En realidad, su ambi­ción era exclusivamente especulativa o teorética. No pre­tendían más que desvanecer su sorpr�sa inicial porque las cosas fuesen como eran, desarrollando una comprensión racional de por qué sería antinatural--o incluso imposi­ble- que fuesen de otra manera. Cuando está claro que algo no es más que lo que cabe esperar de ello, toda la sor­presa que pueda haber generado inicialmente se desvane­ce. Como en las observaciones de Aristóteles sobre los triángulos equiláteros «nada sorprendería más a un geó­metra que la diagonal resultase ser conmensurable».3

2. En este capítulo, todas las citas a Aristóteles proceden de la Metafísica, 982-983.

3. Naturalmente, en este punto Aristóteles se refiere al teore­ma de Pitágoras, sobre el cual existe una curiosa historia. Cuando

LA PREGUNTA: ¿CÓM.O DEBERÍAMOS VIVIR? 15

En este texto me ocuparé, entre otras cosas, de cier­tas inquietudes y desasosiegos que aquejan a todo ser humano, y que son distintos de las inquietudes y des­asosiegos que pueden causar las dificultades lógicas como las que Sócrates menciona, y de las que acostum­bran a surgir como respuesta a las características del mundo, como las que Aristóteles enumera. Son más prácticas y, en tanto tienen mucho que ver con nuestro interés en gestionar nuestras vidas con sensatez, más ur­gentes. Lo que nos induce a profundizar en ellas no es una curiosidad, perplejidad, asombro o sobrecogimien­to desinteresados, sino una angustia psíquica de un tipo totalmente distinto, una especie de ansiedad y desaso­siego permanentes. A veces, las dificultades con las que nos encontramos al pensar en estas cosas pueden llegar a causarnos vértigo. Sin embargo, es más probable que nos hagan sentir preocupados, inquietos e insatisfechos con nosotros mismos.

Los temas que se tratarán en este libro tienen que ver con la vida cotidiana normal y corriente. Están rela-

Pitágoras realizó su extraordinario descubrimiento, quedó profun­damente impresionado por el hecho (prácticamente increíble e in­inteligible, aunque sin embargo rigurosamente demostrable) de que la raíz cuadrada de dos no es un número racional. Se quedó asombrado al constatar que existe algo que, en palabras de Aristó­teles, «no puede ser medido ni siquiera por la unidad más peque­ña». Entonces, Pitágoras, que además de matemático era el princi­pal inspirador de un culto religioso, quedó tan conmovido por su teorema -por su revelación del carácter misteriosamente irracio­nal de la realidad matemática- que ordenó a sus seguidores que sacrificasen cien bueyes. La historia es que, desde entonces, siem­pre que se produce un nuevo e importante descubrimiento, los bueyes tiemblan.

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16 LAS RAZONES DEL AMOR

cionados, de una manera u otra, con una pregunta que es última y preliminar a la vez: ¿cómo debemos vivir? Huelga decir que el interés de esta pregunta no es úni­camente teórico o abstracto. Nos concierne directa­mente, y de una manera muy personal. Nuestra res­puesta a ella se basa directa y exclusivamente en cómo vivimos o, cuando menos, en cómo nos proponemos vi­vir. Y, lo que quizá sea aún más importante, afecta a cómo experimentamos nuestras vidas.

Cuando intentamos comprender el mundo de la na­turaleza, lo hacemos,

" al menos en parte, con la esperan­

za de que ello nos permita vivir en él con mayor como­didad. Cuantas más cosas conocemos de nuestro entorno y nuestro ambiente, el mundo se convierte cada vez más en nuestro hogar. Por otra parte, cuando intentamos resolver cuestiones relativas a cómo vivir, lo que espe­ramos obtener es la íntima comodidad de sentirnos en casa con nosotros mismos.

2

Las cuestiones filosóficas relacionadas con el asun­to de cómo lina persona debe vivir pertenecen al ámbito de una teoría general del razonamiento práctico. La ex­presión «razonamiento práctico» alude a cualquiera de las diversas formas de deliberación con las que las per­sonas intentan decidir qué hacer o bien evaluar lo que ya se ha hecho. Entre ellas se encuentra una forma es­pecífica de deliberación que se centra especialmente en los problemas de la evaluación moral. Naturalmente, este tipo de razonamiento práctico es objeto de gran atención, y no sólo por parte de los filósofos.

LA PREGUNTA: ¿CÓMO DEBERÍAMOS VIVIR> 1 7

No cabe duda de que para nosotros es importante comprender qué es lo que los p rincipios morales exi­gen, qué es lo que aprueban y qué es lo que prohíben. De ello se sigue, implícitamente, que las consideracio ­nes de orden moral son algo que hay que tomar en se­rio. Sin embargo, en mi opinión, la importancia de la moralidad como guía de nuestras vidas tiende a exage­rarse. La moralidad tiene menos que ver con la confor­mación de nuestras preferencias y con la guía de nues­tra conducta (nos dice menos de lo que necesitamos saber acerca de qué es lo que hay que valorar y cómo debemos vivir) de lo que, por lo general, se suele supo­ner. También es menos fidedigna. Aun cuando tenga algo importante que decir, no tiene necesariamente l a última palabra. Con respecto a nuestro interés en la ges­tión razonable de aquellos aspectos de nuestras vidas que son importantes desde el punto de vista normativo, los preceptos morales tienen menos relación y son me­nos fundamentales de lo que a menudo se nos induce a creer.

Personas que poseen un escrupuloso sentido de lo moral pueden no obstante estar destinadas, por defi­ciencias constitutivas o de carácter, a llevar unos tipos de vida que ninguna persona r�zonable elegiría libre­mente. Pueden tener defectos e imperfecciones perso­nales que no tengan mucho que ver con la moralidad, pero que en cualquier caso no les permiten vivir bien. Por ejemplo, pueden ser emocionalmente analfabetas, o carecer de vitalidad, o padecer una indecisión cróni­ca. En la medida en que eligen y persiguen activamente determinados objetivos, pueden acabar dedicándose a unas ambiciones tan insulsas que s u experiencia es, por lo general, anodina e insípida . En consecuencia, sus vi-

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18 LAS RAZONES DEL AMOR

das pueden ser irremediablemente banales y vacías, y -tanto si lo reconocen como si no- pueden resultar terriblemente aburridas.

Hay quienes consideran que las personas carentes de moral no pueden ser felices. Quizás es cierto que ser moral es condición indispensable para llevar una vida plena. Sin embargo, no es l a única condición indispen­sable. Un juicio moral razonado no es siquiera la única condición indispensable para evaluar qué es lo que rige una conducta. A lo sumo, l a moral puede ofrecer, en el mejor de los casos, una respuesta seriamente limitada e insuficiente a la pregunta sobre cómo una persona de­bería vivir.

Suele darse por supuesto que las exigencias de la moral son intrínsecamente preventivas. En otras pala­bras, que siempre deben tener prioridad absoluta sobre todos los demás intereses y derechos, lo cual me parece muy poco plausible. Además, por lo que yo sé, no hay ninguna razón demasiado convincente para creer que lo sean. La moralidad tiene que ver, principalmente, con cómo nuestras actitudes y acciones deben .tener en cuenta las necesidades, deseos y derechos de los de­más.4 Si esto es así, ¿por qué tenemos que considerar que esto es, sin excepción, lo más fundamental de nues-

4. Nat uralmente, hay otras formas de construir el objeto de la

moralidad. Sin embargo, definirla como algo que tiene que ver con

nuestras relaciones con los demás, y no tanto al modo aristotélico,

como algo relacionado con la realización de nuestra naturaleza

esencial, tiene la ventaja de poner en primer plano lo que muchas

personas consideran el asunto más profundo y difícil con el que tie­

ne que enfrentar�e la teoría moral, y que es la aparentemente inelu­

dible posibilidad de conflicto entre las exigencias de la moralidad y

· las del propio interés.

LA PREGUNTA: ¿CÓMO DEBERÍAMOS VIVIR? 19

tras vidas? Naturalmente, nuestras relaciones con los demás son muy importantes para nosotros, de ahí el peso indudable de las normas morales que tales relacio­nes implican. Sin embargo, es difícil comprender por qué deberíamos dar por supuesto que en ningún caso, bajo ninguna circunstancia, nada puede ser más impor­tante para nosotros que esas relaciones, y que debemos aceptar que las consideraciones morales tienen más peso que las consideraciones de cualquier otro tipo.

Lo que induce a confusión en este asunto es el su­puesto según el cual la única alternativa a aceptar las exigencias de la moralidad consiste en que cada uno de nosotros se permita actuar c odiciosamente guiado por su propio interés. Quizás algunas personas consideran que cuando alguien se resiste a someter su conducta a las consideraciones morales, ello se debe a que la única Y poco elevada motivación gue le inspira no es otra que el avaro deseo de obtener algún beneficio para sí. Sin duda, esto hace que, aparentemente, aun cuando exis­tan circunstancias en las cuales una conducta moral­mente censurable puede ser comprensible, e incluso perdonable, este tipo de conducta nunca puede ser dig­no de admiración o de verdadero respeto.

Sin embargo, incluso personas bastante razonables Y respetables pueden considerar y defender que, algu­nas veces, hay otras cosas, además de la moral y de ellos mismos, que les importan más. Hay formas de normati­vidad que son bastante convincentes, pero que no se basan en consideraciones morales o egoístas. Una per­sona puede legítimamente consagrarse a ideales -esté­ticos, culturales o religiosos- cuya autoridad para ella es independiente de las premisas de las que caracterís­ticamente se ocupan los principios morales; y puede

, ..

,,.

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20 LAS RAZONES DEL AMOR

perseguir estos ideales no morales sin tener en cuenta

en absoluto sus intereses personales. Aunque por lo ge­

neral se da por supuesto que las exigencias morales son

necesariamente absolutas, no está claro que atribuir

una autoridad superior a algún modo de normatividad

no moral deba ser siempre -en cualquier circunstan­

cia y con independencia de la importancia del asunto-

un error.

3

Los razonamientos fundamentales sobre qué hacer Y

cómo comportarse no se limitan a la deliberación moral. Como ya he indicado, su ámbito se extiende a valora­ciones de diversas formas no morales de normatividad que también influyen en cómo conducimos nuestras vi­das. Por tanto, la teoría del razonamiento práctico nor­mativo es más global, en cuanto a los tipos de delibera­ción que contempla, que la filosofía moral.

También es más profunda. Y ello se debe a que com­prende aspectos de las normas valorativas que son más globales y primordiales que las normas morales. En rea­lidad, la moral no llega hasta el fondo de las cosas. Al fin y al cabo, no basta con que reconozcamos y com­prendamos las exigencias morales a las que, razonable­mente, debemos someternos. No basta con que fijemos los términos en los que basar nuestra conducta. Ade­más de ello necesitamos saber cuánta autoridad es ra­zonable otorgar a tales exigencias. Y aquí la moralidad misma no puede respondernos.

Hay algunos individuos para quienes su empeño en ser moralmente virtuosos es un ideal personal categóri-

LA PREGUNTA: ¿CÓMO DEBERÍAMOS VIVIR? 2 1

camente dominante. Para ellos ser moral es en cual-'

quier circunstancia, m ás importante que todo lo demás. Estas personas aceptarán de manera natural los requisi­tos de la moral como algo incondicionalmente absolu­to. Ésta no es , sin embargo, la única forma inteligible ni el único proyecto atrayente para una vida humana. Puede suceder que nos atraigan otros ideales y otras medidas de valor, y que para nosotros tengan entidad suficiente como para erigirse en candidatos razonables a los que otorgar nuestra lealtad. Por lo tanto, aun des­pués de haber identificado cuidadosamente los manda­mientos de la ley moral, la mayoría de nosotros nos se­guimos planteando la aún más fundamental cuestión práctica de hasta qué punto es importante obedecerlos.

4

Cuando filósofos , economistas u otros se disponen a analizar las diversas estructuras y estrategias del razo­namiento práctico, por lo general suelen basarse en u n repertorio conceptual más o menos estándar, si bien bastante limitado. Quizás el más elemental e indispen­sable de estos recursos limitados sea la noción de qué es lo que quieren las personas -o , lo que es lo mismo (al menos según cierta convención procrusteana que adop­taré aquí)-, qué es lo que desean. Esta idea resulta de­masiado omnipresente. Y excesivamente cargada, así como un poco débil. Las personas recurren a ella en una serie de roles distintos, para referirse a una dispar e inclasificable variedad de situaciones y sucesos psíqui­cos. Además, sus diversos significados raramente se dis­tinguen; ni se dedica mucho esfuerzo a aclarar de qué

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22 L A S RAZONES DEL AMOR

forma se relacionan entre sí. Por lo general, estas cues­

tiones quedan descuidadamente indefinida� en lo� con­

fusos usos del sentido común y dellengua¡e cornente.

A consecuencia de ello, nuestra comprensión de los

diversos aspectos que revisten gran importancia en nues­

tras vidas acostumbra a ser parcial y confusa. El reper­

torio estándar de conceptos nos resulta práctico, pero

no nos permite aclarar como es debido determinados

fenómenos muy importantes, que merecen una aten­

ción más profunda. Por tanto, la gama habitual de re­

cursos conceptuales debe enriquecerse mediante la ar­

ticulación de algunas nociones adicionales. A su vez,

estas nociones, como la idea de deseo, también son 1�­

gares comunes y, al propio tiempo, fundamentales. Sm

embargo, se ha prescindido de ellas hasta un extremo

lamentable.

5

A menudo, la identificación de los motivos que

guían nuestra conducta, o que configuran nuest�as act�­

tudes y nuestro pensamiento, es insuficiente s1 nos li­

mitamos a observar vagamente que queremos diversas

cosas. Este proceder deja de lado muchas cosas .. E�

muchos contextos, es más preciso y también exphcatl­

vo decir que hay algo que nos preocupa, o -con una

frase que emplearé (quizá con cierta reiteración) �omo

prácticamente equivalente a ésta- algo que conszde�a­

mos importante para nosotros. En ciertos casos, ademas,

lo que nos mueve es una variante especialment� rele­

vante de atención: concretamente, el amor. En el mten-

. to de ampliar el repertorio en el que se basa la teoría de

LA PREGUNTA: ¿C6MO DEBERÍAMOS VIVIR? 23

la razón práctica, los conceptos adicionales que barajo son: lo que nos preocupa, lo que es importante para no­sotros, y lo que amamos.

Por supuesto, las cosas que queremos y las que nos preocupan están íntimamente relacionadas. De hecho, esta noción de preocupación, entendida como cuida­do, atención, está construida en gran parte a partir de l a noción de deseo. A l fin y al cabo, preocuparse por algo puede no ser más que una determinada manera com­pleja de quererlo. Sin embargo, el mero hecho de a tri­buir deseo a una persona no implica en sí mismo que a esta persona le preocupe el objeto que desea. En reali­dad, en ningún caso implica que el objeto signifique de­masiado para ella. Como todos sabemos, muchos de nuestros deseos son completamente intrascendentes. En

realidad, nos resultan bastante indiferentes, y el satisfa­cerlos o no carece de importancia para nosotros.

Esto no se debe necesariamente a que sean deseos poco intensos. La intensidad de un deseo consiste en su capacidad para dejar a un lado otras inclinaciones e in­tereses. No obstante, la intensidad en sí misma no im­plica que aquello que deseamos nos preocupe. Las di­ferencias en las fuerzas de los deseos pueden deberse a toda una serie de cosas que son bastante independien­tes de nuestras actitudes valorativas. Pueden no guar­dar ninguna relación con la importancia relativa que tienen para nosotros los objetos de nuestros deseos.

Por supuesto, si queremos algo desesperadamente, es natural que intentemos evitar el desasosiego que su­friríamos si nuestro deseo se frustrase. Sin embargo, de nuestra preocupación por esto no se sigue que nos preo­cupe satisfacer el deseo. La razón de ello es que podría­mos evitar la frustración de otra manera, que no consis-

•1'

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24 LAS RAZONES DEL AMOR

te en obtener el objeto deseado, sino en abandonar el

deseo; y esta alternativa nos puede resultar más atracti­

va. A veces las personas, razonablemente, intentan ya

no satisfacer determinados deseos, sino desprenderse

totalmente de ellos cuando creen que no valdría la pena

o que sería perjudicial satisfacerlos.

No serviría de nada ampliar el concepto de lo que

las personas quieren clasificando sus deseos por orden

de preferencias, porque una persona que quiere más

una cosa que otra puede no considerar que la primera

sea más importante para ella que la última. Suponga­

mos que alguien que desea pasar un poco el rato se dis­

pone a hacerlo mirando la televisión, y que elige ver un

determinado programa porque prefiere éste a los de­

más que podría escoger. Razonablemente, no podría­

mos llegar a la conclusión de que ver este programa sea

algo que le preocupe. Al fin y al cabo, sólo lo mira para

matar el tiempo. El que lo prefiera a los demás no im­

plica que se preocupe más por ver este programa que

por ver otro, porgue ello no conlleva que verlos le preo­

cupe ni poco ni mucho.

Preocuparse por algo difiere no sólo de amarlo, y de

amarlo más que otras cosas. Difiere también de consi­

derarlo algo intrínsecamente valioso . . Incluso cuando

alguien cree que algo tiene un considerable valor in­

trínseco, puede considerar que este algo no es impor­

tante para él. Al atribuir un valor intrínseco a algo, qui­

zás ello implica que para nosotros tendría sentido que

alguien lo desease por sí mismo; es decir, como un fin,

más que como un medio para cualquier otra cosa. Sin

embargo, nuestra creencia en que tener un determina­

do deseo podría no ser irracional no implica que en rea-

. lidad nosotros deseemos tal cosa, ni tampoco implica

LA PREGUNTA: ¿CÓMO DEBERÍAMOS VIVIR? 25

que creamos que nosotros o cualquier otra persona tu­viera que desearlo.

Algo a lo que concedemos un valor intrínseco (una vida dedicada a la meditación profunda, quizás, 0 a las valerosas gestas de un caballero errante) puede, sin em­bargo, no resultamos atractivo para nosotros. Además, el que alguien esté interesado en fomentarlo o conse­guirlo puede resultamos totalmente indiferente. Fácil­mente podemos pensar en cosas valiosas o que vale la pena hacer por sí mismas, aunque nos parezca total­mente aceptable que nadie se dedique especialmente a ellas o que, de hecho, nadie intente.

En cualquier caso, aun cuando una persona intenta obtener o hacer algo por su valor intrínseco, de ello n o puede inferirse correctamente que sea algo que le preo­cupe. El hecho de que un determinado objeto posea un val

_or intrínseco tiene que ver con el tipo de valor que el

objeto posee; es decir, un valor que depende exclusiva­mente de las propiedades inherentes al objeto mismo más que de las relaciones del objeto con otras cosas·

. '

pero no tiene nada que ver con cuánto valor de este tipo posee el objeto. Lo que vale la pena tener o hacer sólo por sí mismo puede, sin embargo, valer muy poco. Por tanto, puede ser bastante razonable que una persona desee como fines últimos, exclusivamente en virtud de su valor intrínseco o no instrumental, muchas cosas que para ella carecen de importancia.

Por _ejemplo, existen muchos placeres triviales que

persegmmos exclusivamente por su valor intrínseco '

pero que en realidad no nos preocupan en absoluto. Cuando quiero un cucurucho de helado, lo quiero sim­plemente por el placer de comerlo. El placer no es un medio para nada más, es un fin que deseo sólo por sí

_. ;.',J . . ....,.. .- .. . ... - .. - :'

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26 LASRAZONES DELAMOR

mismo. Sin embargo, esto no implica en absoluto que me preocupe comer un helado. Por lo general, en estas ocasiones soy totalmente consciente de que mi deseo es irrelevante, y que el objeto del mismo carece de impor­tancia para mí. Así pues, no puede darse por supuesto que a alguien le preocupa algo, aun cuando quiera ese algo por sí mismo y considere el hecho de cumplir su deseo como uno de sus fines últimos.

A la hora de pensar cómo gestionan sus vidas, las personas deben enfrentarse necesariamente a diversas cuestiones. Tienen que reflexionar sobre lo que quie­ren, qué cosas quieren más que otras, qué es lo que con­sideran intrínsecamente valioso y por tanto digno de perseguir no sólo como un medio, sino como fin últi­mo, y qué es lo que en realidad perseguirán como fines últimos. Además, hay otra tarea específica a la que se deben enfrentar. Tienen que determinar qué es lo que les preocupa.

6

Así las cosas ¿qué significa preocuparse por algo? Será conveniente enfocar este problema de manera in­directa. Empecemos, pues, por considerar qué signifi­caría decir que en realidad no nos preocupa llevar a cabo un determinado plan que estamos intentando realizar.

Podríamos decirle algo parecido a un amigo que ne­cesita desesperadamente un favor, pero que parece du­dar en pedírnoslo precisamente porque es consciente de que hacerle ese favor nos exigiría abandonar ese plan. El amigo se siente violento, pues no quiere apro­.vecharse de nuestra buena disposición. Sin embargo,

LA PREGUNTA: ¿COMO DEBERÍAMOS VIVIR? 27

en realidad nos gustaría hacerle el favor, y queremos fa­cilitarle que nos lo pida. De manera que le decimos que hacer lo que habíamos planeado no es algo que real­mente nos preocupe.

Cuando abandonarnos la idea de llevar a cabo un plan determinado, podemos hacerlo con una de estas dos actitudes. Por una parte, podemos abandonar el plan sin abandonar totalmente el interés y el deseo que nos llevó a adoptarlo. Así, aun después de haber deci­dido hacer el favor a nuestro amigo, realizar nuestra primera intención puede ser algo que aún queramos ha­cer. Esto puede ser menos prioritario ahora que antes, pero el deseo de hacer lo que habíamos planeado per­manece. En consecuencia, la decisión de renunciar a él conlleva cierta decepción o algún grado de frustración. En otras palabras, nos impone un determinado coste.

Por otra parte, puede ser que al renunciar al plan abandonemos totalmente nuestro anterior interés en él y que perdamos todo deseo de llevarlo a cabo. Enton­ces, cumplir este deseo ya no ocupa ningún lugar en e l orden de nuestras prioridades, pues, sencillamente, ya no lo experimentamos. En este caso, hacer el favor no nos representa ninguna pérdida y, por tanto, ninguna frustración o decepción. No implica ningún coste de este tipo. Por lo tanto, no hay ninguna razón para que nuestro amigo se sienta incómodo a la hora de pedirnos el favor, haciéndonos abandonar nuestro plan original. Esto es lo que podemos intentar transmitirle al decirle que en realidad aquello que habíamos pensado hacer no nos preocupa en absoluto.

Aquí es necesaria una cierta precaución. N o pode­mos demostrar que una persona se preocupa por algo simplemente afirmando que su deseo por ello seguiría

Page 15: Frankfurt, H. - Las Razones Del Amor

28 LAS RAZONES DEL AMOR

existiendo aun cuando decidiese renunciar a satisfacer ese deseo o a posponerlo. Al fin y al cabo, el deseo po­dría mantenerse vivo por su propia intensidad, no por­que esta persona persistiera especialmente en él. De hecho, podría persistir pese a realizar esfuerzos cons­cientes por su parte para desvanecerlo, pues podría te­ner la desgracia de engancharse a un deseo que no quiere. En este caso, aunque sienta arder la llama del deseo en su interior, ello sucede contra su propia vo­luntad. En otras palabras, el deseo no persiste porque sea algo que le preocupe, sino sólo porque es más fuer-te que ella.

·

Por otra parte, cuando a alguien le preocupa algo es que está voluntariamente entregado a su deseo. Éste no existe en contra de su voluntad, o sin su consentimien­to. No es víctima de su deseo, ni siente una pasiva indi­ferencia ante él. Por el contrario, es el deseo el que le inspira. Por tanto, está dispuesto a intervenir, si fuera necesario, para asegurar su continuidad. Si el deseo tiende a desvanecerse o a tambalearse, está dispuesto a revitalizarlo y reafirmarlo sea cual fuere el grado de in­fluencia que éste pueda ejercer sobre sus actitudes y so­bre su conducta.

En estas circunstancias, además de querer satisfacer su deseo, la persona que se preocupa por lo que desea quiere también algo más: quiere alimentar ese deseo. Por otra parte, su deseo de mantenerlo no es una sim­ple inclinación efímera. No es fugaz ni fortuito. Es un deseo con el que la persona se identifica, y que acepta como algo que expresa lo que realmente quiere.

LA PREGUNTA: ¿CÓMO DEBERÍAMOS VIVIR? 29

7

Quizá lo explicado hasta aquí no abarca todo lo que significa preocuparse por las cosas. Ciertamente, es ver­dad que la preocupación admite diversas formas y ma­tices que este limitado análisis no explícita. Pero si esto es, hasta cierto punto, parte de una descripción correc­ta, el hecho de que en realidad nos preocupen diversas cosas adquiere una importancia fundamental para el carácter de la vida humana.

Supongamos que nada nos preocupa. En este caso, nada haríamos para mantener cierta unidad temática o coherencia en nuestros deseos o en las determinaciones de nuestra voluntad. No estaríamos dispuestos a man­tener activamente ningún tipo de intereses o de objeti­vos concretos. No obstante, ciertamente podría darse cierto grado de continuidad estable en nuestras vidas volitivas. Sin embargo, en tanto eso concierne a nues­tras propias intenciones y empeños, este grado de con­tinuidad podría ser casual o involuntario. La unidad y la coherencia no serían el resultado de ninguna iniciati­va o directriz conscientes por nuestra parte. Diversas tendencias y configuraciones de nuestra voluntad apa­recerían y desaparec�rían, y en ocasiones podrían durar algún tiempo. Sin embargo, nosotros no desempeñaría­mos ningún papel a la hora de decidir la sucesión y per­sistencia de las mismas.

Resulta obvio que aquello que nos preocupa espe­cialmente tiene un peso considerable en el carácter y la calidad de nuestras vidas, ya que el que nos importen determinadas cosas y no otras implica una gran dife­rencia. Pero el hecho mismo de que h.aya cosas que nos preocupen, de que nos preocupemos por algo, reviste

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30 LAS RAZONES DEL AMOR

una importancia aún mayor. La razón es que este hecho no se sustenta únicamente en la especificidad indivi­dual de la vida de una persona, sino sobre su estructu­ra básica. El preocuparse por algo es una actividad fun­dacional indispensable que nos conecta y nos vincula con nosotros mismos. Mediante esta preocupación nos dotamos de continuidad volitiva, y así ésta constituye y participa en nuestro propio devenir. Con independen­cia de lo apropiado o no de los diversos objetos de nuestra preocupación, el preocuparse por algo es esen­cial para nuestra identidad como criaturas del género humano.

La capacidad de preocuparse requiere un tipo de complejidad psíquica que puede ser exclusiva de los miembros de nuestra especie. Por su propia naturale­za, la preocupación pone de manifiesto y depende de nuestra peculiar capacidad de tener pensamientos, de­seos y actitudes acerca de nuestras propias actitudes, deseos y pensamientos. En otras palabras, depende del hecho de que la mente humana es reflexiva. Animales de especies distintas a la humana también pueden te­ner deseos y actitudes. Quizá, tal vez, algunos de ellos piensen. Pero los animales de estas especies no son -o, al menos, eso parece- autocríticas. Sus acciones están motivadas por impulsos o inclinaciones, tal como éstos aparecen, sin que medie ninguna consideración refle­xiva o crítica acerca de sus propios motivos. En tanto no poseen la capacidad de formar actitudes hacia sí mismos, no tienen ninguna posibilidad de aceptarse ni de movilizar ninguna resistencia interna hacia lo que son, como tampoco pueden identificarse con las fuer­zas que les motivan ni distanciarse de ellas. Son estruc­turalmente incapaces de realizar este tipo de interven-

LA PREGUNTA: ¿CÓMO DEBERÍAMOS VIVIR? 31

ciones en sus propias vidas. Para bien o para mal, no disponen de los mecanismos necesarios para tomarse en serio.

Por otra parte, la conciencia de uno mismo, que es característica de los seres humanos, propicia una divi­sión interna en la que nos separamos de nosotros mis­mos y nos objetivamos. Esto nos sitúa en la posición de evaluar las fuerzas motoras que nos impulsan, y deter­minar cuáles de ellas aceptar y cuáles resistir. Cuando las distintas fuerzas que habitan en nosotros entran en conflicto, por lo general no nos mostramos pasivos o neutrales respecto de la forma en que este conflicto debe resolverse. Nosotros nos tomamos en serio. A consecuencia de ello, solemos situarnos en uno u otro lado del conflicto, y procuramos intervenir activamente en el resultado del mismo. Por tanto, el resultado final de la lucha entre nuestros propios deseos puede supo­ner para nosotros una victoria o una derrota.

8

Las criaturas como nosotros no están limitadas a los deseos que les impulsan a actuar, sino que, además, poseen la capacidad reflexiva para configurar deseos con relación a sus propios deseos; es decir, con rela­ción a lo que quieren querer y a l o que quieren no que­rer. Estos deseos de primer orden pertenecen directa­mente no a las acciones, sino a los motivos. Por lo general, las personas reflexionan acerca de sus moti­vos, quieren que sus acciones tengan un tipo determi­nado de motivación y no otro. Si llegan a la conclusión de que algunas de sus propias tende�cias motivaciona-

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32 LAS RAZONES DEL AMOR

les son censurables, intentan debilitarlas o resistirse a ellas. Sólo aceptan y se identifican con algunos de los deseos y disposiciones que hallan en sí mismos . Quie­ren que sus acciones estén motivadas por ellos , y no quieren que aquellos que les parecen indeseables moti­ven sus acciOnes.

Algunas personas no logran evitar, pese a realizar extenuantes esfuerzos, verse impelidas a la acción por deseos que preferirían no tuvieran ninguna capacidad de motivación. Por ejemplo, alguien· puede actuar mo­vido por los celos, o por un deseo de venganza, aunque desapruebe estos motivos y prefiriera enormemente no verse guiado por ellos. Por desgracia, sucede que la fuerza de esos deseos es tan grande que ese alguien no puede resistirse a ella, y al final acaba por rendirse. Pese a su resistencia, el inoportuno deseo le induce a la ac­ción. Habida cuenta que esta persona se ha opuesto a él tanto como ha podido, razonablemente puede decirse que el deseo le ha �otivado -y que, a consecuencia de ello, ha actuado- en contra de su propia voluntad.

Algunas veces, naturalmente, los deseos que moti­van a una persona cuando actúa son deseos cuya moti­vación le resulta grata. Puede sentirse motivada por un deseo de ser generosa, por ejemplo, y este mo6vo pue­de parecerle bien; puede ser el mismo deseo por el cual desearía que se rigiera su conducta en determina­das circunstancias. En este caso, cuando actúa con ge­nerosidad, no sólo está haciendo exactamente lo que quería hacer, y en este sentido actuando libremente. También puede decirse de él que es verdad que desea libremente, en el sentido paralelo de que actuar como lo hace (es dedr, siendo generoso) es exactamente lo que quiere querer.

LA PREGUNTA: ¿CÓMO DEBERÍAMOS VIVIR?

Supongamos que alguien lleva a cabo una acción que quiere realizar, y supongamos también que el moti­vo que le impulsa a esa acción es un motivo por el cual quiere verdaderamente estar motivado. Esta persona no es en absoluto indiferente ni tiene poca disposición con respecto a lo que está haciendo o por el deseo que le impulsa a hacerlo. En otras palabras, ni la acción ni el deseo que le motivan le es impuesto contra su voluntad o sin su aceptación. Ni una ni otro la convierten sim­plemente en un agente pasivo ni en una víctima.

Creo que, en estas circunstancias, la persona disfru­ta de tanta libertad como nos resulta razonable desear. En realidad, creo que goza de toda la libertad que po­demos concebir. Esto está muy cerca del libre albedrío al que los seres finitos, que no se han creado a sí mis­mos, pueden comprensiblemente aspirar.5

Las personas quieren que algunos de sus deseos les motiven a actuar, y por lo general tienen otros deseos que preferirían permaneciesen motivacionalmente inac­tivos. También reflexionan sobre sus deseos de otras ma­neras. Así, quieren que algunos de sus deseos persistan, y son indiferentes, o se oponen activamente, a la persis-

5 . Dado que no nos creamos a nosotros mismos, tiene que ha­ber algo en nosotros de lo que no somos la causa. En mi opinión, el problema crucial con respecto a nuestro interés en la libertad no es si los acontecimientos en nuestra vida volitiva están determinados causalmente por condiciones externas a nosotros. Lo que realmen­te cuenta, en lo concerniente a la libertad, no es la independencia causal. Es la autonomía. L a autonomía es esencialmente una cues­tión de si somos activos y no pasivos en nuestros motivos y eleccio­nes; de si, con independencia del modo en que los adquirimos, son motivos y elecciones que realmente queremos y que, por tanto, no son ajenos a nosotros.

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34 LAS RAZONES DEL AMOR

tencia de otros. Estas posibilidades alternativas -el compromiso o falta de compromiso con los propios de­seos- definen la diferencia entre preocuparse o ser in­diferente. Si una persona se preocupa o no del objeto de su deseo depende de cuál de las alternativas prevalece.6

9

Hay muchas cosas que acaban siendo importantes para nosotros, o que llegan a serlo más de lo que lo hu­bieran sido de otro modo, simplemente porque nos pre­ocupamos por ellas. Si no nos preocupásemos por esas cosas, o serían mucho menos importantes o bien no ten­drían ninguna importancia para nosotros. Pensemos, por ejemplo, en nuestros amigos. Estas personas nos importarían mucho menos si no hubiéramos llegado a preocuparnos por ellas tanto como lo hacemos. El éxi­to de un equipo de baloncesto tiene cierta importancia para sus seguidores, para quienes el éxito no tendría ninguna importancia si no hubieran llegado a preocu­parse por él.

Huelga decir que muchas cosas son importantes para nosotros aunque no reconozcamos su importancia y por

6. Las vidas interiores de los seres humanos son obscuras, no

sólo para los demás sino también para ellos mismos. Las personas

son difíciles de aprehender. Tenemos bastante poca información

acerca de nuestras propias actitudes y deseos, y acerca de dónde re­

siden realmente nuestros compromisos. Por ello, hay que tener

presente que una persona puede preocuparse mucho por algo sin

darse cuenta de ello. T�mbién es posible que alguien no se preocu­

pe lo más mínimo por determinadas cosas, aun cuando crea since­

. ramente que esas cosas son sumamente importantes para él.

LA PREGUNTA: ¿CÓMO DEBERÍAMOS VIVIR? 3 5

tanto n o nos preocupemos l o más mínimo por ellas. Por ejemplo, hay multitud de personas que no tienen la me­nor idea de que están expuestas a la radiación de fondo, y que además ignoran que exista tal cosa. Naturalmente, a estas personas no les preocupa el nivel de radiación de fondo al que están expuestas. De ello no se sigue que el nivel de radiación al que están expuestas carezca de im­portancia para ellas. Es importante, tanto si saben algo de ella como si no.

Sin embargo, las cosas que son importantes para una persona aunque no se preocupe por ellas, o no tenga no­ticia de su existencia, pueden tener importancia para ella únicamente en virtud de tener una relación determinada con algo que le preocupa. Supongamos que existe al­guien a quien, sinceramente, no le preocupa lo más mí­nimo su salud, ni ninguno de los efectos que la radiación puede producir. Supongamos que, en realidad, le resulta completamente indiferente que d medio ambiente, las otras personas o él mismo puedan sufrir o no estos efec­tos. En este caso, el nivel de radiación de fondo no es im­portante para él. Verdaderamente no le importa, no tie­ne ninguna razón para preocuparse por ello. Para él, que el nivel de radiación sea alto o bajo resulta totalmente in­diferente. Esto sólo importa a las personas preocupadas por la magnitud de la radiación en sí misma 6 por las di­versas circunstancias con las que ésta guarde relación.

Si hubiera una persona a la que, literalmente, no le preocupase absolutamente nada, entonces nada sería importante para ella.7 Estaría desvinculada de su pro-

7. Esto deja abierta la cuestión, a la que responderé en su de­bido momento, de si pese a todo habría determinadas cosas que de­berían ser importantes para ella y por las que debería preocuparse .

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36 LAS RAZONES DEL AMOR

pía vida, sin preocuparse por la coherencia y continui­dad de sus deseos y se mostraría negligente respecto de su identidad volitiva y, en este sentido, indiferente ha­cia sí misma. Nada de lo que hiciera o sintiera, y nada que le sucediera tendría la menor importancia para ella. Podría creer que le preocupan determinadas cosas, y que estas cosas le importan. Sin embargo, hipotética­mente, estaría equivocado. Por supuesto, podría alber­gar varios deseos, y algunos de ellos podrían ser más in­tensos que otros; pero no manifestaría ningún interés por lo que serían sus preferencias de un momento a otro. Aun cuando tuviera sentido decir que esta perso­na tiene voluntad, sería muy difícil afirmar que esta vo­luntad es verdaderamente suya.

10

Nuestra forma de dotar de importancia a l mundo es preocupándonos por las cosas. De ello obtenemos am­biciones e inquietudes estables que, a su vez, configuran nuestros intereses y objetivos. De esta preocupación surge la importancia que le damos a las cosas y que defi­ne el abanico de pautas y objetivos en cuyos términos in­tentamos regir nuestras vidas. Una persona que se preo­cupa por algo está guiada, y sus actitudes y acciones están configuradas por su continuado interés en ello. Su grado de preocupación por ciertas cosas determina la importancia que les atribuye a la hora de pensar cómo desarrollar su vida. El conjunto de cosas que preocupan a una persona, más. la valoración de la importancia que tienen para ella, es lo que realmente le permite respon­der de manera razonada a la pregunta sobre cómo vivir.

LA PREGUNTA: ¿ C O M O DEBERÍAMOS VIVIR? 3 7

Supongamos ahora que esta persona se pregunta s i la respuesta que h a obtenido es correcta. Es decir, su­pongamos que de alguna manera se pregunta si real­mente debería preocuparse por las cosas que, de hecho, le preocupan. Ésta es una reflexión acerca de las razo­nes. Al plantear la cuestión de si debería regir su vida a partir de las cosas que verdaderamente le preocupan, está preguntándose si existen razones lo suficientemen ­te buenas que justifiquen que viva de esta manera, y s i no podría haber razones mejores que le instasen a vivir de otro modo.

Intentar resolver esta cuestión puede producirnos más quebraderos de cabeza de los que se le plantearon a Sócrates cuando se enfrentó al supuestamente paradóji­co hecho de que una persona puede ser menor que otra aunque su altura sea la misma. En realidad, cuando em­pezamos a preguntarnos cómo deberían vivir las perso­nas estamos irremediablemente abocados al mayor de los desconciertos. El problema no es que la cuestión sea demasiado difícil. Más bien lo desconcertante es plan­tear la cuestión, pues es indiscutiblemente autorreferen­cial y nos lleva a un punto muerto. Ningún intento de abordar el problema de qué es aquello por lo que hay buenas razones para preocuparse -abordarlo sistemá­ticamente desde el principio hasta el final- tiene la me­nor posibilidad de éxito. Los esfuerzos para realizar una indagación racional sobre la materia están inexorable­mente abocados al fracaso y a volver sobre sí mismos.

No es difícil ver por qué. Para evaluar racionalmen­te algún estilo de vida, una persona debe primero co­nocer los criterios evaluativos que debe emplear y saber cómo aplicarlos. Necesita saber qué consideraciones fa­vorecen la elección de un tipo de vida y no de otro, cuá-

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3 8 LAS RAZONES DEL AMOR

· les la desaconsejan, y el peso relativo de ambas. Por ejemplo, puede tener claro cómo evaluar el hecho de que una determinada forma de vivir le proporcione más -o menos- satisfacciones, placer, poder, gloria, crea­tividad, profundidad espiritual, relaciones armoniosas con los preceptos religiosos, conformidad con las nor­mas morales, etc., que otras.

Aquí el problema consiste en un tipo de circularidad bastante obvia. Para que una persona sea siquiera capaz de concebir e iniciar una indagación sobre cómo vivir, es preciso que previamente haya fijado los criterios que inspiran dicha indagación. Identificar la cuestión de cómo uno debería vivir -es decir, comprender en qué consiste la cuestión y empezar a responderla- requiere que se especifiquen los criterios a emplear para evaluar diversas formas de vida. En realidad, identificar la cues­tión equivale a especificar estos criterios: lo que se pre­gunta es, precisamente, qué forma de vida le resulta más satisfactoria. Pero identificar los criterios que se deben emplear para evaluar diversas formas de vida equivale también a responder a la cuestión de cómo vivir, pues la respuesta a esta cuestión consiste simplemente en que uno debería vivif de la manera que satisfaga mejor cual-

. quier criterio empleado para evaluar vidas. Aclarar qué cuestión explora la indagación consiste

en identificar los criterios a partir de los cuales ésta se llevará a cabo. Pero esto equivale a formular los juicios sobre qué es lo que hace que una vida sea preferible a otra, lo cual constituye el objetivo de la indagación. Así pues, podríamos decir que la pregunta queda sistemáti­camente inconclusa, ya que hasta que no conocemos la respuesta resulta imposible formular la cuestión con

. exactitud, o tan sólo ver cómo la podríamos plantear.

LA PREGUNTA: ¿CÓMO DEBERÍAMOS VIVIR? 39

Exploraremos aquí otra forma de abordar la difi­cultad. Algo es importante para una persona sólo en virtud de la diferencia que supone. Si todo fuese exac­tamente lo mismo con este algo que sin él, entonces no tendría sentido que nadie se preocupase por ello. En realidad, carecería de importancia. Naturalmente, no basta con que ese algo suponga alguna diferencia. Al fin y al cabo, todo supone alguna diferencia, pero no todo es importante. Es obvio que si algo es importante, la di­ferencia que supone no puede ser irrelevante. No pue­de ser algo trivial hasta el punto que fuera razonable ig­norarlo totalmente. En otras palabras, la diferencia debe ser notable. Para que una persona sepa determi­nar qué es importante para ella, previamente tiene que saber cómo identificar ciertas cosas que implican dife­rencias importantes para ella. Formular un criterio de importancia presupone la posesión del criterio mismo a formular. Así pues, la circularidad es inexorable y fatal.

1 1

No puede llevarse a cabo una indagación bien orde­nada sobre la razón que inspira nuestra forma de vivir, porque anteriormente es preciso identificar y evaluar las razones pertinentes a la hora de decidir cómo debería­mos vivir, y ello no es posible si previamente uno no se ha planteado cómo debería vivir. En otras palabras, la cues­tión de qué es aquello por lo que uno debería preocu­parse debe responderse, en otras palabras, antes de que la indagación racional cuyo objetivq es responder a dicha cuestión llegue siquiera a plantearse. Por supuesto, es verdad que cuando una persona ha identificado algunas

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40 LAS RAZONES DEL AMOR

de las cosas que son importantes para ella puede, a par­tir de ahí, identificar otras. Con toda probabilidad, el he­cho de que se preocupe por deterrrúnadas cosas le per­mitirá admitir que sería razonable preocuparse también por otras relacionadas con aquéllas. Lo que no es posible es que una persona que no se preocupe al menos por algo encuentre razones para tener algún motivo de preocupa­ción. Nadie puede salir adelante sin ayuda de nadie.

Eso significa que la cuestión más básica y esencial que una persona puede plantearse respecto de cómo conducir su vida no puede ser la cuestión normativa de cómo debería vivir. Esta cuestión sólo puede respon­derse con acierto si anteriormente se ha respondido a la cuestión fáctica de qué es lo que realmente a uno le preo­cupa. Si no le preocupa nada, ni siquiera puede empe­zar a indagar metódicamente cómo debería vivir, pues­to que su desentenderse de todo implica que no hay nada que cuente como una razón a favor de vivir de una manera y no de otra. Ciertamente, en este caso, el ser incapaz de determinar cómo debería vivir no puede causarle ninguna inquietud. Al fin y al cabo, si real­mente considera que no hay nada que le importe, tam­poco considerará que esto sea importante para ella.

Sin embargo, en realidad, casi todo el mundo se preocupa por algo. Casi todo el mundo se preocupa por seguir vivo, por ejemplo, y por evitar heridas y en­fermedades graves o padecer hambre, así como diver­sos modos de padecimientos y trastornos psíquicos; se preocupan por sus hijos, por sus vidas, y por cómo los demás piensan de ellos. Obviamente, por lo general se preocupan también por otras cosas. Casi todo el mun­do tiene en cuenta ciertas cosas que actúan como razo­nes para preferir una forma de vida más que otra.

LA PREGUNTA: ¿CÓMO DEBERÍAMOS VIVIR? 4 1

Además, bastantes de estas consideraciones que ac­túan como razones de las p referencias son las mismas para casi todo el mundo. Esto no es una coincidencia '

ni un artefacto o algún conj unto especial de condicio-nes históricas o culturales. Les personas se preocupan por muchas de las mismas cosas porque la naturaleza de los seres humanos, y las condiciones básicas de la vida humana, se basan en realidades biológicas, psico­lógicas y medioambientales que no están sometidas a grandes variaciones o cambios.8

Sin embargo, fácilmente puede dar la impresión de que una descripción empírica de lo que a las personas les preocupa y les parece importante -aun cuando esas cosas fuesen absolutamente i dénticas y tuvieran la mis­ma prioridad para cada uno- desplazaría el núcleo de nuestro interés inicial por el problema de qué tipo de vida uno debería vivir. ¿Cómo podría una descripción puramente fáctica como ésta disminuir, y mucho menos aplacar de una vez por todas, el desasosiego que nos causa la incertidumbre sobre cómo regir nuestras vidas? Aparentemente, el mero hecho de saber cómo son las cosas no contribuye a justificarlas. ¿Por qué el hecho de que las personas, por lo general, empleen determinados criterios a la hora de evaluar las alternativas, o que siem­pre hagan lo mismo, bastaría para establecer que lo más razonable es emplear dichos criterios? Que seamos cons­cientes del statu qua no parece ser, en sí misma, una bue­na razón para que lo aceptemos.

8. Naturalmente, lo que difiere bastante en el orden de priori­dades de cada persona. Aunque muchas cosas son importantes para casi todo el mundo, las preferencias y prioridades entre las co­sas por las que se preocupan no son en absoluto las mismas.

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42 LAS RAZONES DEL AMOR

Sin embargo, debemos comprender que. el anhelo de p roporcionar una justificación exhaustivamente ra­cional de la manera en que vamos a conducir nuestras vidas es descabellada. La fantasía hiperracionalista de demostrar que todas nuestras acciones se basan en pre­misas exclusivamente racionales es incoherente y debe­mos abandonarla. Lo que nos hace perder de vista nuestro objetivo no es la cuestión fáctica sobre la preo­cupación, sino la cuestión normativa. Si tenemos que resolver nuestras dificultades y dudas a la hora de fun­damentar una forma de vivir, lo que necesitamos de forma más perentoria no son razones o pruebas. Lo que necesitamos es claridad y seguridad. Afrontar nuestra atribulada y ansiosa incertidumbre sobre cómo vivir no nos exige descubrir qué forma de vida puede justificar­se con un argumento incontestable, sino más bien que comprendamos qué es aquello que realmente nos preo­cupa, y que estemos resuelta y firmemente convencidos de que nos cuidaremos de ello.9

12

La medida en que la seguridad en nuestras creen­cias, actitudes o formas de comportamiento están justi­ficadas depende a menudo, como fácilmente podemos

9. Ser una persona segura no debe confundirse con ser fanáti­co, o con ser una persona estrecha de miras. Incluso la persona más resuelta y firmemente segura puede llegar a admitir que nuevas evi­dencias o experiencias pueden hacerle cambiar sus actitudes o creencias. Su seguridad puede implicar que considera que tal cam­bio es improbable, pero no significa que esté decidido a evitarlo.

LA PREGUNTA: ¿CÓMO DEBERÍAMOS VIVIR? 4 3

comprender, de la fuerza de las razones en las que s e fundamenta tal seguridad. Sin embargo, en determina­das cuestiones, sería un craso error insistir en que la se­guridad sólo es procedente cuando se basa en razones sólidas. Por ejemplo, las personas normales, por lo ge­neral, no experimentan ninguna incertidumbre acerca de si deben procurar por su propia supervivencia o por el bienestar de sus hijos. Nos ocupamos de estas cosas sin inhibiciones ni reservas, y sin la más mínima ansie­dad por demostrar si resulta adecuado hacer tal cosa. 1 0

No suponemos, ni pensamos que fuera preciso supo­ner, que la férrea seguridad que suele caracterizar nues­tras actitudes respecto a estas cuestiones depende en realidad de que estemos convencidos de que esta segu­ridad puede justificarse mediante argumentos incontes ­tables desde el punto de vista racional.

Quizá tales argumentos existan, pero éste no es e l problema. El hecho de que por lo general las personas no cuestionen su compromiso con la prolongación de sus vidas, y con el bienestar de sus hijos, no se deriva de que hayamos examinado las razones que nos indu­cen a ello, ni depende de que supongamos que hay buenas razones para ello. Son unos compromisos inna­tos a nosotros que no se fundamentan en ninguna deli­beración. No responden a ningún dictado de la racio­nalidad.

10. Ciertamente, podemos no saber hasta qué punto preocu­parnos, o si debemos preocuparnos más por una cosa que por otra. No obstante, estamos bastante seguros de que nuestras vidas y las de nuestros hijos son importantes para nosotros, aun cuando po­demos no saber exactamente hasta qué punto queremos que sean importantes.

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44 LAS RAZONES DEL AMOR

Los dictados a los que responden en realidad se ba­san en una fuente que no está constituida por juicios y razones, sino por una forma peculiar de preocuparnos por las cosas. Son los dictados del amor. La base de nuestra seguridad al preocuparnos por nuestros hijos y nuestras vidas es que, en virtud de necesidades impreg­nadas biológicamente en nuestra naturaleza, queremos a nuestros hijos y queremos vivir. De hecho, seguimos queriéndolos aunque nos decepcionen o nos causen su­frimiento. Muchas veces los queremos aún después de convencernos de que este amor es poco razonable. 11

No todas las personas aman las mismas cosas. El que yo quiera a mi mujer y a mis hijos no significa que quiera a los suyos. Además, es probable que algunas personas quieran verdadera e incondicionalmente lo que a nosotros nos causa temor o desprecio, lo cual plantea un problema. Sin embargo, no hay que suponer que este problema nQ se puede abordar con sensatez y efectividad si no es reuniendo pruebas y argumentos. De hecho, en realidad no es necesario que decidamos quién tiene razón.

Nuestro problema es proteger a nuestros hijos y nues­tras vidas. Naturalmente, una forma de lograrlo consis­tiría en persuadir a nuestros adversarios de que actúan mal. Pero seguramente es poco probable que seamos ca-

1 1 . Naturalmente, es posible que nuestra disposición a acatar los dictados del amor esté debilitada por experiencias o pensa­mientos que, a nuestro entender, nos dan razones para preocupar­nos menos por nuestros hijos o nuestras vidas. Al fin y al cabo, al­gunas personas se vuelven contra sus hijos, y otras eligen poner fin a sus vidas. El hecho de pensar que tienen buenas razones para de­jar de amar la vida o de querer a sus hijos no significa que fuera la razón la que explicase o justificase su amor mientras duró.

LA PREGUNTA: ¿CÓMO DEBERÍAMOS VIVIR? 45

paces de argumentar, con métodos racionales neutrales y universalmente aceptados, que han cometido un error. Ello no implica que, teniendo esto en cuenta, no sea ra­zonable que defendamos a quello que amamos contra quienes lo amenazan, o que no esté justificado que pro­curemos por sus intereses pese a la resistencia o indife­rencia de quienes se sienten totalmente ajenos a ellos.

No nos parece que los padres actúen de manera poco razonable o injustificable si siguen queriendo y protegiendo a sus hijos con perseverancia y devoción in­quebrantables aun después de descubrir que otros mi­ran a su prole con desprecio y desagrado. Ni tampoco se condena a los padres por actuar de tal modo aunque sean totalmente incapaces de argumentar de manera plausible, y aún menos de demostrar, que la hostilidad hacia sus hijos está injustificada. No pensamos que una persona es irracionalmente obstinada, o que su conduc­ta es arbitraria y, por ello, censurable, si insiste en de­fender su vida aunque no pueda rebatir las acusaciones contra él de quienes desearían verle muerto.

¿Por qué debería incomodarnos la imposibilidad de poner en juego justificaciones rigurosamente demos­trativas de nuestros ideales morales, o de la suprema importancia que tienen para nosotros las otras cosas que amamos? ¿Por qué la falta de razones decisivas so­cavan nuestra confianza en la visión de la vida que se define por aquello que nos importa, o inhibe nuestra disposición a oponernos a aquellos cuya idea de lo que es importante amenaza la nuestra? ¿Por qué no debería­mos sentirnos felices de luchar por lo que amamos con todas nuestras fuerzas, aun cuando no tengamos bue­nos argumentos para demostrar que hacemos bien en amarlo en vez de amar otras cosas?

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46 LAS RAZONES DEL AMOR

13

Hasta aquí he caracterizado lo que designo corno «amor» sólo como una forma peculiar de preocupa­ción. En el capítulo siguiente, intentaré explicar lo que pienso con mayor detalle. Por supuesto, la categoría de amor es bastante difícil de esclarecerY No obstante, será relativamente fácil llevar a cabo esta tarea ya que no me propongo ofrecer una descripción analítica glo­bal del diverso y complejo abanico de características que normalmente solemos atribuir al término «amor». Mi propio uso del término coincide en parte con este abanico, pero no pretendo que sea totalmente idéntico a él. Por ello, sólo tengo que definir el conjunto más li­mitado de fenómenos que guarda especial relación con mi argumentación. Determinadas características que son relevantes en otras situaciones a las que solemos re­ferirnos corno «amor», y que incluso pueden definir es­tas situaciones, resultan irrelevantes para el conjunto de fenómenos que me interesa. Por tanto, no forman par­te de mi descripción.

12 . La perspectiva de intentar definirla con alguna precisión

me trae a la memoria un inquietante consejo que, según creo, dio

Niels Bohr. Al pareéer, dijo que uno nunca debería hablar con ma­

. yor claridad de la que es capaz de pensar.

Dos

DEL AMOR, Y SUS RAZONES

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1

Entre los filósofos se h a despertado recientemente b astante interés por las cuestiones relativas a si nuestra conducta debe guiarse exclusivamente por principios morales universales, que aplicamos con imparcialidad en todas las situaciones, o si, en algunas situaciones, puede ser razonable el favoritismo de uno u otro tipo. En realidad, no siempre consideramos que para noso­tros sea necesario o importante ser escrupulosamente ecuánimes. La situación nos afecta de manera distinta cuando nuestros hijos, nuestro pais o nuestros anhelos más preciados están en juego. Por lo general pensamos que es adecuado, y quizás incluso obligatorio, favorecer a determinadas personas más que a otras que pueden merecerlo por igual, pero con quienes nuestras relacio­nes son más distantes. De igual manera, a menudo nos creemos con derecho a preferir invertir nuestros recur­sos en proyectos a los cuales profesamos especial cari­ño, en vez de invertirlos en aquellos otros cuyo mérito intrínseco puede parecernos aún mayor. El problema que preocupa a los filósofos no es tanto determinar si las preferencias de este tipo pueden estar legitimadas, sino más bien explicar bajo qué condiciones y en qué forma pueden estar justificadas.

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50 LAS RAZONES DEL AMOR

Un ejemplo recurrente a este respecto es el de un hombre que ve que dos personas están a punto de aho­garse, aunque sólo puede salvar a una y, por tanto, debe decidir a cuál de las dos socorrer. Una de ellas es una persona desconocida. La otra es su esposa. Natural­mente, cuesta imaginar que el hombre deba tomar su decisión lanzando una moneda al aire. Nos sentimos fuertemente inclinados a creer que, en tal situación, para él sería bastante más adecuado dejar a un lado las consideraciones de imparcialidad y justicia. Segura­mente el hombre salvaría a su esposa. Pero ¿qué le jus­tifica para tratar a las dos personas en peligro de mane­ra tan desigual? ¿Qué principio aceptable que legitime su decisión de dejar que el desconocido se ahogue pue­de invocar este hombre?

Bernard Williams, uno de los filósofos más relevan­tes de la contemporaneidad, considera que este hombre comete ya un error al pensar que debe buscar un prin­cipio a partir del cual, en las circunstancias en las que se encuentra, es permisible salvar a su propia esposa. En vez de ello, Williams afirma que «podría . . . esperar[se] . . . que el pensamiento que le motiva, convenientemente explicado, fuese [simplemente] pensar que se trata de su mujer». Si además de ello piensa que en situaciones

de este tipo es líáto salvar a la propia esposa, Williams opina que el hombre «piensa demasiado». En otras pa­labras, algo no acaba de cuadrar cuando, al ver que su esposa se está ahogando, el hombre debe buscar alguna regla general a partir de la cual derivar alguna razón que justifique la decisión de salvarla. 1

l. Bernard Williams, «Persons, Carácter and Morality>>, en su

Moral Luck, Cambridge University Press, 1981, pág. 18.

DEL AMOR, Y SUS RAZONES 5 1

2

La línea argumentativa de Williams me parece bas­tante acertada.2 Sin embargo, a mi juicio, el ejemplo tal como lo presenta no está bien planteado si lo que el ejemplo estipula respecto de una de las personas que se ahoga es, simplemente, que es la esposa del hombre. Al fin y al cabo, p odemos suponer que el hombre tiene buenas razones para detestar y temer a su mujer. Su­pongamos que ella también lo detesta, y que en los últi­mos tiempos ha participado en diversos intentos cruel­mente intencionados para asesinarle. O supongamos que se trata de un matrimonio de interés, de convenien­cia, y que los esposos nunca han compartido la misma habitación excepto durante una ceremonia nupcial for­mal que duró dos minutos treinta años atrás. Desde lue­go, si no se especifica nada más que una mera relación legal entre el hombre y la mujer que está' ahogándose, estamos desenfocando la cuestión.

Así pues, dejemos a un lado la cuestión de su estado civil, y en lugar de ello estipulemos que el hombre del ejemplo ama a una de las dos personas que se están aho­gando, y no a la otra. En este caso, sería del todo inco-

2. Tengo problemas con un par de detalles. Por alguna razón,

no puedo evitar preguntarme por qué este hombre tendría siquiera

que pensar que era su mujer. ¿Se supone que hemos de imaginar

que a primera vista no la reconocería? ¿O tal vez que al principio

no recordaba que estaban casados, y que tenía que recordárselo?

Me parece que el número estrictamente correcto de pensamientos

para este hombre es cero. Sin duda, lo normal es que vea lo que está

sucediendo en el agua y que se lance a salvar a su mujer. Sin pen­

sárselo. En las circunstancias que el ejemplo describe, cualquier

cosa que se piense significa demasiado pensar.

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52 LAS RAZONES DEL AMOR

herente que este hombre buscase una razón para sal­varla. Si es verdad que la ama, ya tiene necesariamente esta razón. Se trata, ni más ni menos, de que ella está en peligro y necesita su ayuda. En sí mismo, el hecho de amarla implica que para él el peligro que ella corre sea una razón muy poderosa para correr en su ayuda y no en la de alguien que le es indiferente. La necesidad de ayuda de su amada le proporciona esta razón, sin nece­sidad de pensar ninguna otra consideración y sin que se interponga ninguna regla general.

Con todo, tener en cuenta todas estas cosas también implica pensar demasiado. Si para el hombre el peligro que corre la mujer que ama no es razón suficiente para salvarla a ella en vez de al desconocido, entonces es que no la quiere en absoluto. Querer a alguien o a algo sig­ni/z.ca o consiste esencialmente, entre otras cosas, en considerar sus intereses como razones para actuar al servicio de los mismos. En sí mismo el amor es, para el amante, una fuente de razones. El amor crea las razones que inspiran sus actos de amoroso cuidado y devoción.3

3

A menudo el amor se entiende, básicamente, como una respuesta al valor que se percibe en aquello que se ama. Según esta descripción, nos sentimos impelidos a amar alguna cosa porque apreciamos aquello que para nosotros es su excepcional valor intrínseco. El atractivo de este valor es lo que nos cautiva y nos convierte en

3 . Ésta es, precisamente, la manera en que el amor hace girar al mundo.

DEL AMOR, Y SUS RAZONES 53

amantes. Empezamos a amar las cosas que amamos por­que estamos prendados de su valor, y seguimos amán­dolas en virtud de este valor. Si lo que amamos no nos pareciese valioso, no lo amaríamos.

Esto se ajusta bastante a determinados casos que normalmente se identificarían como amor. Sin embar­go, el tipo de fenómeno en el que pienso cuando me re­fiero al amor es esencialmente distinto. Desde mi pun­to de vista, el amor no es necesariamente una respuesta basada en la conciencia del valor intrínseco de su obje­to. Algunas veces puede surgir de esta manera, pero no necesariamente debe ser así. El amor puede aparecer, de maneras que aún no se comprenden demasiado, por multitud de causas naturales. Es totalmente posible que una persona ame alguna cosa sin darse cuenta de su va­lor, o aun reconociendo que no hay nada especialmen­te valioso en ella. E incluso puede darse el caso de que una persona llegue a amar algo pese a reconocer que la naturaleza intrínseca del objeto de su amor es real y to­talmente mala. Este tipo de amor es sin duda una des­gracia. Sin embargo, tales cosas suceden.

Es cierto que el amado es in riablemente valioso para el amante. Sin embargo, Pf :ibir este valor no es en modo alguno una condició! ;onstitutiva o funda­mental del amor. No es precise ,ue el amante perciba el valor de lo que ama para arr lo. La relación verda­deramente esencial entre el am y el valor de lo amado va en dirección opuesta. No resultado de reconocer su val1 ve que amarnos las cosas. Le que lo que amamos necesari nosotros porque lo amamos. te el amante percibe al am�

necesariamente como y de que éste nos cauti­

,ue sucede es, más bien, tente adquiere valor para

1variable y necesariamen­) como algo valioso, pero

...

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54 LAS RAZONES DEL AMOR

el valor que le atribuye es un valor que se deriva y de­pende de su amor.

Consideremos el amor de los padres por sus hijos. Puedo afirmar sin temor a equivocarme que yo no quie­ro a mis hijos porque soy consciente de algún valor in­trínseco a ellos e independiente del amor que me inspi­ran. En realidad, ya los quería antes de que nacieran y de tener alguna información relevante acerca de sus carac­terísticas personales o sus méritos y virtudes particulares. Además, no creo que las cualidades valiosas que puedan llegar a poseer, estrictamente por su propio derecho, me proporcionen una base convincente para considerar que tienen más valor que muchos otros objetos posibles de amor a los que, en realidad, quiero bastante menos. Para mí está bastante claro que no los quiero más que a otros niños porque crea que ellos valgan más.

A veces, nos referimos a personas o a cosas que son «indignas» de nuestro amor. Quizás ello quiera de­cir que el coste de quererlas sería mayor que el benefi­cío que obtendríamos al h acerlo; o tal vez que amar estas cosas resultaría, de algún modo, degradante. En cualquier caso, si me pregunto por qué mis hijos mere­cen mi amor, mi inclinación me lleva sin duda a recha­zar la cuestión porque está mal planteada, y no porque ésta esté clara aún sin decir q�e mis hijos son dignos de mi amor. Se debe a que mi amor por ellos no es en nin­gún caso una respuesta a una valoración de alguno de ellos o de las consecuencias que para mí conlleva amar­los. Si sucediera que mis hijos se convierten en seres su­mamente perversos, o si pareciese que, de alguna ma­nera, amarles amenazaría mi esperanza de vivir una vida decente, quizá me vería obligado a reconocer que <:1 amor que siento hacia ellos es algo de lo que lamen-

DEL AMOR, Y SUS RAZONES 55

tarme. Pero creo que, aun habiendo llegado finalmente a esta conclusión, yo les seguiría amando.

Por tanto, el que quiera a mis hijos de la forma e n que lo hago no se debe a que reconozca su valor. Natu­ralmente, para mí son valiosos; en realidad, a mis ojos, su valor es infinito. Sin embargo, éste no es el funda­mento de mi amor, sino justamente lo contrario. El va­lor especial que atribuyo a mis hijos no es inherente a ellos, sino que depende de mi amor por ellos. La razón de que sean algo tan valioso para mí es, simplemente, que les quiero mucho. La e xplicación de por qué los se­res humanos tienden, por lo general, a querer a sus hi­jos reside, presumiblemente, en las p resiones evolutivas de la selección natural. En cualquier caso, está claro que se debe a mi amor por ellos el que a mis ojos hayan adquirido un valor que, ciertamente, de otra manera no poseerían.

Esta relación entre el amor y el valor de lo amado, es decir, que el amor no se basa necesariamente en el valor de lo amado pero que necesariamente hace que el amado sea valioso para el amante, no sólo se da en el amor paterno, sino bastante en general.4 Pensándolo

4. Hay determinados objetos de amor -determinados ideales,

por ejemplo- que en muchos casos parecen ser amados por su va­

lor. Sin embargo, no sucede necesariamente que ésta sea la manera

en la que se origina o fundamenta el amor a un ideal. Una persona

puede llegar a amar la justicia, la verdad o la rectitud moral casi a

ciegas, simplemente, al fin y al cabo como resultado de su crianza.

Además, por lo general no son las consideraciones de valor las que

explican que una persona se dedique desinteresadamente a un ide­al o valor y no a otro. Lo que lleva a las personas a preocuparse por

la verdad más que por la justicia, por la belleza más que por la mo­

ralidad, por una religión más que por otra, no suele ser una valora-

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56 LAS RAZONES DEL AMOR

bien, quizás es el amor el que explica el valor que tiene para nosotros la propia vida. Normalmente, nuestras vidas tienen para nosotros un valor que aceptamos como indiscutible. Además, el valor de vivir lo impreg­na todo, y condiciona radicalmente el valor que atribui­mos a muchas otras cosas. Es un poderoso -y com­prensiblemente fundamental- generador de valor. Hay innumerables cosas que nos preocupan mucho y que, por tanto, son muy importantes para nosotros, precisa­mente por las formas en que tienen que ver con nuestro interés por la supervivencia.

¿A qué se debe que con tanta naturalidad, y que sin sombra de duda, consideremos que nuestra propia conservación es una razón incomparablemente impe­riosa y legítima para seguir determinados cursos de ac­ción? Ciertamente no asignamos esta enorme impor­tancia a seguir vivos porque creamos que haya algún valor intrínseco en nuestras vidas, o en lo que hacemos con ellas; un valor independiente de nuestras propias actitudes o disposiciones. Aun cuando tengamos una aceptable opinión de nosotros mismos, y supongamos que nuestras vidas pueden ser realmente valiosas en este sentido, esto no es lo que normalmente explica nuestra determinación a aferrarnos a ella. Para noso­tros, el que algún curso de acción contribuya a nuestra supervivencia es razón suficiente para seguirlo sólo por­que (seguramente gracias, una vez más, a la selección natural) nuestro amor a la vida es innato.

ción previa de que lo que más quieren tiene un valor intrínseco ma­

Y?r que otras cosas que les preocupan menos.

DEL AMOR, Y SUS RAZONES 5 7

4

A continuación me propongo explicar lo que quie­ro decir cuando hablo de arnor.

A menudo el objeto de amor es un individuo con­creto: por ejemplo, una persona o un pais. También puede ser algo más abstracto, como una tradición o al­gún ideal moral o amoral. Por lo general habrá mayor carga y urgencia emocional cuando lo amado es una persona que cuando es algo como la justicia social, l a verdad científica o la forma e n que determinada familia o grupo cultural hace las cosas; pero esto no siempre sucede así. En cualquier caso, entre las características que definen el amor no se cuenta el que éste deba ser caliente y no frio.

Una característica peculiar del amor tiene que ver con el esta tus particular del valor que concede a sus ob­jetos. En la medida en que nos preocupamos por algo, consideramos que esto es importante para nosotros ; pero podemos considerar que tiene importancia sólo porque pensamos que es un medio para obtener otra cosa. Sin embargo, cuando amamos algo vamos más allá. Nos preocupamos por ello no simplemente como un medio, sino como un fin. En la naturaleza del amor está que consideremos sus objetos valiosos en sí mis­mos y por ello importantes p ara nosotros.

El amor es, fundamentalmente, una p reocupación desinteresada por la existencia de aquello que se ama, y por lo que es bueno para él. El amante desea que su amado esté bien y no sufra daño, y no lo desea sólo en virtud de perseguir algún otro objetivo. A alguien pue­de preocuparle la justicia social sólo· porque ésta redu­ce la probabilidad de que hayan disturbios, y a otro

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58 LAS RAZONES DEL AMOR

puede preocuparle la salud de una persona porque ésta no le sirve de nada si no goza de buena salud . Para el amante, la situación del amado es importante en sí mis­ma, al margen de c ualquier otra relación que ello pueda tener con otras cuestiones.

El amor p uede implicar intensos sentimientos de atracción, que el amante apoya y racionaliza con hala­gadoras descripciones del amado. Además, los amantes suelen gozar de la compañía de las personas que aman, valoran determinados tipos de conexión íntima con ellas, y anhelan ser c orrespondidos. Tales entusiasmos no son esenciales. Ni tampoco lo es que a una persona le guste lo que ama; incluso es posible que lo encuentre desagradable. Como en otros modos de preocupación, el núcleo de la cuestión no es afectivo ni cognitivo, sino volitivo. Amar algo tiene menos que ver con lo que una persona cree, o con cómo se siente, que con una confi­guración de la voluntad que consiste en una preocupa­ción práctica por lo que es bueno para el amado. Esta configuración volitiva c onforma las disposiciones y con­ducta del amante respecto de lo que ama, guiándole en la planificación y ordenación de sus objetivos y priori­dades relevantes.

Es importante no confundir el amor -tal como lo dibuja el concepto que estoy definiendo- con el enca­prichamiento, la lujuria, la obsesión, la posesividad y la dependencia en cualquiera de sus formas. En especial, las relaciones básicamente románticas o sexuales no p roporcionan paradigmas iluminadores o muy auténti­cos del amor tal como yo lo concibo. Las relaciones de este tipo suelen incluir diversos elementos de disper­sión que no pertenecen a la naturaleza esencial del amor como forma de preocupación desinteresada, pero

DEL AMOR, Y SUS RAZONES 5 9

que confunden tanto que hacen prácticamente imposi­ble que alguien tenga claro lo que está sucediendo. En las relaciones entre humanos, el amor de los padres por sus bebés e hijos pequeños es la especie de cariño más cercano a los ejemplos más puros de amor que pueden darse.

Existe una determinada forma de preocupación por los demás que también puede ser totalmente desintere ­sada, pero que difiere del amor porque es impersonal . Alguien que se dedica a ayudar a los enfermos o a los pobres a cambio de nada puede sentir bastante indife­rencia hacia las características personales de aquellos a quienes intenta ayudar. Lo que hace que las personas se beneficien de su caritativa preocupación no es el amor que esta persona pueda profesarles. Su generosidad no es una respuesta a sus identidades como individuos, ni se deriva de sus características personales, sino que es una generosidad inducida simplemente por el hecho de que para este individuo pertenecen a una clase impor­tante. Para alguien que está dispuesto a ayudar a los en­fermos o a los pobres, cualquier persona enferma o po­bre le basta.

Por otra parte, cuando se trata de alguien a quien

amamos, este tipo de indiferencia por la especificidad del objeto está fuera de lugar. La importancia para el amado de aquello que ama no es que su amado sea un .

ejemplo o un modelo. Su importancia para él no es ge­nérica, es indefectiblemente concreta. Para una perso­na que simplemente quiere ayudar a los enfermos o a los pobres, tendría todo el sentido del mundo elegir de manera aleatoria a sus beneficiarios entre las personas cuya enfermedad o pobreza j ustificarían su ayuda. La identidad de estas personas necesit�das carece de im-

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60 LAS RAZONES DEL AMOR

portancia. Puesto que ninguna de ellas le importa real­mente como tal, son absolutamente intercambiables. La situación de un amante es muy distinta. No puede exis­tir nadie equivalente que sustituya al ser amado. A quien actúa movido por la caridad le da exactamente lo mis­mo que la persona a quien ayuda sea una y no otra. En cambio, para el amante no es igual dedicarse desintere­sadamente a la persona amada que a cualquier otra, por mucho que se parezcan.

Por último, una de las características necesarias del amor es que no está sometido a nuestro control directo o voluntario. Lo que a una persona le preocupa, y has­ta qué punto, puede depender de ella en determinadas condiciones. A veces puede provocar el preocuparse o no por algo simplemente porque así lo ha decidido. En casos como éste, si las exigencias de proteger y ayudar a este algo le proporcionan razones aceptables para la ac­ción, y lo poderosas que sean estas razones, depende de lo que ella misma decida. Sin embargo, con relación a determinadas cosas, una persona puede descubrir que no puede dejar de preocuparse por algo y hasta qué punto sólo por su propia decisión, pues ello está fuera de su alcance.

Por ejemplo, en una situación normal las personas no pueden evitar preocuparse bastante por seguir con vida, por mantener su integridad física, por no sentirse radicalmente aisladas, por evitar la frustración crónica, etc. En realidad, no les queda otra opción. Proponer ra­zones, hacer juicios y tomar decisiones no representa ningún cambio. Aunque pensasen que sería bueno de­jar de preocuparse por si se relacionan o no con otros seres humanos, por realizar sus ambiciones, o por sus vidas y sus extremidades, no podrían dejar de hacerlo.

DEL AMOR, Y SUS RAZONES 6 1

S e darían cuenta de que, con independencia de lo que pensaran o decidieran, seguían dispuestos a protegerse de sufrir privaciones y daños físicos y psíquicos. En

cuestiones como ésta, estamos sometidos a una necesi­dad que forzosamente coarta la voluntad y que no po­dem�s eludir con la mera decisión de hacerlo.5

La necesidad mediante la cual una persona se ve li­mitada en casos como éste no es una necesidad cogniti­va, generada por las exigencias de la razón. La forma en que ésta hace que determinadas alternativas no puedan ser tenidas en cuenta no es limitando, del modo en que las necesidades lógicas hacen, las posibilidades de un pensamiento coherente. Cuando comprendemos que

5. Si a alguien en condiciones normales no le preocupa lo más minimo morir o perder algún miembro, o verse privado de todo contacto humano, no lo consideraríamos simplemente una persona atípica. Nos parecería que se ha trastornado. En sentido estricto, no hay ningún defecto lógico en estas actitudes; no obstante, las consideramos irracionales, como si transgredieran una de las ca­racterísticas que definen la humanidad. Hay un sentido de la racio­nalidad que tiene muy poco que ver con la coherencia o con otras consideraciones formales. Así, supongamos que una persona causa deliberadamente la muerte o un gran sufrimiento sin ninguna ra­zón, o (según el ejemplo de Hume) persigue la destrucción de una

multitud para evitar un daño menor a uno de sus dedos. Alguien a quien se le ocurriera hacer tales cosas sería tachado, y con razón -aunque no hubiera cometido ningún error lógico- de «loco». En otras palabras, pensaríamos que se trata de un ser privado de razón. Estamos acostumbrados a entender la racionalidad como

algo que impide la contradicción y la incoherencia, como si limita­se lo que nos es posible pensar. También hay un sentido de racio­nalidad en el que ésta limita lo que podemos plantearnos hacer o

no. En el primer sentido, la alternativa a la razón es aquello que nos parece inconcebible. En el otro, es lo que n�s parece impensable.

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62 LAS RAZONES DEL AMOR

una proposición es contradictoria, nos resulta imposi­ble creerla; de igual manera, no podemos evitar aceptar una proposición cuando comprendemos que negarnos a ello supondría aceptar una contradicción. Por otra parte, aquello por lo cual las personas no pueden evitar preocuparse no está determinado por la lógica. No es principalmente una limitación sobre la creencia. Es una necesidad volitiva, que consiste esencialmente en una li­mitación de la voluntad.

Hay determinadas cosas que las personas no pue­den hacer, aun poseyendo las destrezas y habilidades naturales propias del caso, porque no poseen la volun­tad suficiente para hacerlo. El amor está limitado por una necesidad de este tipo: lo que amamos y lo que de­jamos de amar no depende de nosotros. Pero la necesi­dad característica del amor no limita los movimientos de la voluntad con una oleada de pasión o de compul­sión que la derrota y la somete. Por el contrario, la limi­tación opera desde dentro de nuestra propia voluntad. Es nuestra voluntad, y no ninguna fuerza externa o aje­na, la que nos limita. Alguien constreñido por una ne­cesidad volitiva es incapaz de formar una intención de­cidida y efectiva (con independencia de los motivos y razones que pueda tener para hacerlo) para realizar una acción o abstenerse de ello. Si intenta llevarla a cabo, simplemente descubre que eso está fuera de su alcance.

El amor tiene medidas, no queremos todas las cosas por igual. Por tanto, la necesidad que el amor impone sobre la voluntad no suele ser absoluta. Podemos que­rer algo y sin embargo estar dispuestos a perjudicarlo para proteger alguna otra cosa que queremos aún más. En determinadas situaciones, a una persona puede pa­recerle posible realizar una acción que, en otras cir-

DEL AMOR, Y SUS RAZONES 63

cunstancias, sería incapaz de llevar a cabo. Por ejemplo, que alguien sacrifique su vida creyendo que al hacerlo salvará a su país de un daño catastrófico no revela que esta persona no ame la vida; n i su sacrificio demuestra que hubiera aceptado la muerte voluntariamente si cre­yera que habría menos que ganar. Incluso de las perso­nas que se suicidan porque están deprimidas puede de­cirse que aman la vida. Al fin y al cabo, lo que quieren en realidad no es tanto acabar con sus vidas, sino con su abatimiento.

5

Entre los filósofos existe la esperanza recurrente de que, en cierta manera, podría demostrarse que hay de­terminados fines cuya adopción incondicional es una exigencia de la razón. Pero esto es a will-o'-the-wúp.6 No hay ninguna necesidad lógica o racional que nos die-

6. Algunos filósofos creen que la justificación última de los prin­

cipios morales debe encontrarse en la razón. En su opinión, los pre­

ceptos morales son ineludiblemente fidedignos porque articulan

condiciones de la propia racionalidad. Esto no puede ser así. Es

muy poco probable que el tipo de oprobio inherente a las trans­

gresiones morales sea el tipo de oprobio derivado de las transgre­

siones de las exigencias de la razón. Nuestra respuesta a las perso­

nas que se comportan de manera inmoral no es la misma que la que

damos a las personas cuyo pensamiento es ilógico. Manifiestamen­te, existe algo distinto además de la importancia de ser racional que

apoya la obligación de ser moral. Para una discusión sobre este

punto, véase mi «Rationalism in Ethics», en M. Betzler y B. Guckes

(comps.) Autonomes Handeln: Beitrá'ge zur PhiLosophie von Harry

G. Frank/urt, Akademie Verlag, 2000.

• 1

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64 LAS RAZONES DEL AMOR

te lo que tenemos que amar. Lo que amamos está con­figurado por esas otras necesidades e intereses que de­rivan, concretamente, de las características del carácter y la experiencia individuales. Decididamente, el que algo se convierta en objeto de nuestro amor no puede evaluarse por un método a priori ni tampoco examinan­do sus propiedades intrínsecas. Sólo puede medirse frente a las exigencias que nos imponen las otras cosas que amamos. Al fin y al cabo, éstas nos vienen determi­nadas por la biología y otras condiciones naturales, res­pecto a las cuales no tenemos mucho que decir.7

Así pues, los orígenes de la moral no residen en las efímeras incitaciones de los sentimientos y deseos per­sonales, ni en el rígido anonimato de las exigencias de la razón eterna, sino en las necesidades contingentes del amor. Éstas nos mueven, como los sentimientos y los deseos, pero las motivaciones que el amor genera no son meramente adventicias o (por emplear el término kantiano) heterónomas. Más bien, al igual que las leyes universales de la razón pura, las necesidades contingen­tes del amor expresan algo que pertenece a nuestra na­turaleza más íntima y fundamental. Sin embargo, a di­ferencia de las necesidades de la razón, las del amor no son impersonales, sino que están constituidas por (e im-

7 . Puede ser perfectamente razonable insistir en que las perso­nas deberían preocuparse por determinadas cosas de las que, en realidad, no se preocupan, pero sólo si sabemos algo respecto de lo que en realidad les preocupa. Si, por ejemplo, podemos suponer que a las personas les preocupa llevar una vida segura y satisfacto­ria, estaremos justificados para considerar que les preocupan las cosas que nos parecen indispensables pa¡:a lograr la seguridad y la satisfacción. Así es como puede desarrollarse una base «racional» de la moralidad.

DEL AMOR, Y S U S RAZONES 65

pregnadas en) estructuras de la voluntad mediante las cuales se define especialmente la identidad específica del individuo.

Naturalmente, el amor acostumbra a ser inestable. Como cualquier estado natural, es vulnerable a las cir­cunstancias. Siempre pueden concebirse otras alterna­tivas, y algunas de ellas pueden resultar atractivas. Por lo general, podemos imaginarnos amando cosas distin­tas de las que amamos, y preguntarnos si en cierta ma­nera no serían preferibles. No obstante, la posibilidad de que existan alternativas superiores no implica que nuestra conducta sea irresponsablemente arbitraria cuando adoptamos y perseguimos de manera incondi­cional los fines que nuestro amor nos plantea en reali­dad. Estos fines no se fijan por impulsos superficiales, ni por condiciones gratuitas; ni están determinados por lo que simplemente en un momento u otro nos parece atractivo o decidirnos querer. La necesidad volitiva que nos limita en aquello que amamos puede ser tan riguro­samente pertinente a nuestra inclinación personal como las más austeras necesidades de la razón. Lo que amamos no depende de nosotros. No podemos evitar que, en realidad, la dirección de nuestro razonamiento práctico se rija por los fines específicos que nuestro amor ha definido para nosotros. En justicia, no se nos puede acusar de censurable arbitrariedad, ni de una vo­luntaria o negligente falta de objetividad, puesto que estas cosas no están sometidas en modo alguno a nues­tro control inmediato.

Ciertamente, a veces puede estar a nuestro alcance controlarlas de forma indirecta . En ocasiones podemos propiciar las condiciones que nos permitirían dejar de amar lo que amarnos, o amar otras cosas. Pero supon-

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66 LAS RAZONES DEL AMOR

gamos que nuestro amor es tan incondicional, y que es­tamos tan satisfechos de su influjo, que no podemos al­terarlo aun pudiendo tomar medidas para cambiarlo. En este caso, la alternativa no es una verdadera opción. Aunque para nosotros fuera mejor amar de otra mane­ra, es algo que no podemos plantearnos seriamente. A efectos prácticos, no hay forma de hacerlo.

6

Al fin y al cabo, nuestra disposición a sentirnos sa­tisfechos de amar lo que en realidad amarnos no reside en la fiabilidad de los argumentos o de las pruebas, sino en nuestra confianza en nosotros mismos. No se trata de congratularnos de la amplitud y fiabilidad de nues­tras facultades cognitivas, ni de creer que tenemos sufi­ciente información. Es una confianza de un tipo más fundamental y personal. Lo que asegura que aceptemos nuestro amor de manera inequívoca, y lo que, por tan­to, garantiza la estabilidad de nuestros fines últimos, es que confiamos en las tendencias y respuestas que con­trolan nuestro propio carácter volitivo.

Estas tendencias y respuestas involuntarias de nues­tra voluntad son las que constituyen el amor y las que hacen que éste nos motive. Además, estas mismas con­figuraciones de nuestra voluntad son las que hacen que nuestras identidades individuales alcancen su máxima expresión y definición. Las necesidades de la voluntad de una persona guían y limitan su forma de actuar. De­terminan lo que esta persona puede estar dispuesta a hacer, lo que no puede evitar hacer, y lo que le resulta imposible haceL Determinan también lo que puede es-

DEL AMOR, Y S � S RAZONES 67

tar dispuesta a aceptar como razón para la acción, lo que no puede evitar considerar una razón para actuar, y lo que le resulta imposible contar como una razón para actuar. Así, estas necesidades establecen los límites de su vida práctica, y de esta manera fijan su configuración como ser activo. Por ello, la ansiedad o el desasosiego que esta persona pueda sentir al reconocer lo que está limitada a amar tiene que ver, directamente, con su ac­titud hacia su propio carácter como persona. Este tipo de angustia es sintomática de su falta de confianza en lo que ella misma es.

La integridad psíquica en la que consiste la confían­za en uno mismo puede romperse por la presión de dis­crepancias y conflictos no resueltos entre las diversas cosas que amamos . Los trastornos de este tipo socavan la unidad de la voiuntad y nos enfrentan con nosotros mismos. La oposición dentro del conjunto de cosas que amamos significa que estamos sometidos a exigencias que son incondicionales e incompatibles a la vez, lo cual nos impide desarrollar una trayectoria volitiva es­table. Si nuestro amor hacia una cosa choca inevitable­mente con nuestro amor hacia otra, puede resultamos imposible aceptarnos tal como somos.

Sin embargo, a veces puede suceder que no exista ningún conflicto entre las motivaciones que nuestros diversos amores nos imponen y, por tanto, nada nos in­duce a oponernos a ellos. En este caso, no hay ningún motivo de incertidumbre o reticencia que nos impida aceptar las motivaciones que nuestr� amor genera. Nada que pueda causarnos tanta preocupación, o que tenga una importancia comparable para nosotros, pue­de ser motivo de vacilaciones o dudas. Por consiguien­te, sólo podríamos resistirnos deliberadamente a las exi-

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68 LAS RAZONES DEL AMOR

gencias del amor mediante alguna maniobra concebida ad hoc, que sería arbitraria. Por otra parte, puede no ser una arbitrariedad improcedente el que una persona acepte el impulso de un amor sobre el cual está bien in­formada, y que es coherente con las demás exigencias de su voluntad, puesto que no posee ninguna base per­tinente para negarse a aceptarlo.

7

Lo que amamos es necesariamente importante para nosotros precisamente porque lo amamos, y aquí las con­sideraciones que hay que hacer son muy distintas. Amar es importante para nosotros en sí mismo. Al margen de nuestros intereses concretos en las diversas cosas que amamos, tenemos un interés más genérico e incluso más fundamental en el hecho de amar como tal.

Un claro y conocido ejemplo de ello es el amor de los padres por sus hijos. Además del hecho de que mis hzjos son importantes para mí por sí mismos, se da la circunstancia adicional de que amar a mis hzjos es im­

portante para mí por sí mismo. Por muchos sacrificios y privaciones que a lo largo del tiempo haya supuesto para mí el hecho de amarles, mi vida se vio notable­mente alterada y enriquecida cuando empecé a amarles. Una de las cosas que impulsa a las personas a tener hi­jos es precisamente la expectativa de que eso dará ma­yor plenitud a sus vidas, y que tal cosa ocurrirá simple­mente porque tendrán más que amar.

¿Por qué amar es tan importante para nosotros? ¿Por qué una vida en la que una persona tiene algo o al­guien a quien querer, con independencia de lo que sea,

DEL AMOR, Y SUS RAZONES 69

es mejor para ella -suponiendo, naturalmente, que otras cosas sean más o menos igual- que una vida en la que no haya nada a lo que amar? En parte, la explica­ción tiene que ver con lo importante que es para noso­tros tener fines últimos. Necesitamos objetivos que con­sideremos que vale la pena lograr por sí mismos y no sólo en razón de otras cosas.

Al preocuparnos por algo hacemos que diversas co­sas sean importantes para nosotros; es decir, las cosas que nos preocupan, más todo aquello que pueda ser in­dispensable como medio para ellas. Ello nos proporcio­na objetivos y ambiciones, y de este modo nos permite trazar cursos de acción que no sean totalmente inútiles. En otras palabras, hace que concibamos actividades con sentido, entendiendo por ello que tengan algún ob­jetivo. Sin embargo, la actividad que sólo tiene sentido en esta acepción limitada del término no puede ser ple­namente satisfactoria, e incluso puede resultamos no del todo comprensible.

Aristóteles observa que el deseo es «vacío y vano» a menos que «exista algún fin de nuestros actos que que­ramos por él mismo».8 No nos basta simplemente con ver que para nosotros es importante conseguir un de­terminado fin porqu� éste facilitará que obtengamos un fin ulterior. No podemos dar sentido a lo. que hacemos si ninguno de nuestros objetivos no tiene más impor­tancia que la de permitirnos alcanzar otros objetivos .

8 . Ética a Nicómaco 1094a18-2 1 . Aparentemente, Aristóteles

creía que debía haber un solo fin último al que tendía todo lo que

hacemos. Creo compartir esta opinión sólo en el planteamiento

más modesto según el cual cada una de las cosas que hacemos debe

apuntar a algún fin último.

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Tiene que haber «algún fin de nuestros actos que que­ramos por él mismo». De otro modo, nuestra actividad, por mucha resolución que pongamos en ella, carecerá de verdadero sentido. En ningún momento podremos sentirnos verdaderamente satisfechos de ella, puesto que siempre estará inacabada, y dado que aquello a lo que aspira es siempre un preliminar o un preparativo, siempre nos dejará con la sensación de algo inconcluso. Las acciones que realizamos nos parecerán verdadera­mente vacías y vanas, y empezaremos a perder interés en lo que hacemos.

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Resulta interesante plantearse por qué una vida en la cual la actividad tiene sentido localmente pero que sin embargo, en lo fundamental, carece de objetivos, es decir, una vida que tiene un objetivo inmediato pero no un fin último, nos parecería algo poco deseable. ¿Qué es lo que necesariamente sería tan terrible de una vida carente de sentido? La respuesta es, en mi opinión, que en ausencia de fines últimos nada nos parecería lo sufi­cientemente importante como fin ni como medio. Que todo fuese importante para nosotros dependería de la importancia de algo distinto. En realidad, nada nos preo­cuparía de manera inequívoca e incondicional.

Si tuviéramos esto claro, comprenderíamos que nuestras tendencias y disposiciones volitivas son esen­cialmente poco concluyentes, y ello nos impediría ad­ministrar y comprometernos de manera consciente y responsable con el curso de nuestras intenciones y de­cisiones. No tendríamos un interés estable en planificar

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y mantener ninguna continuidad especial en las confi­guraciones de nuestra voluntad, privándonos de este modo de un aspecto fundamental de nuestra conexión reflexiva con nosotros mismos, en la que reside nues­tro carácter distintivo como seres humanos. Nuestras vidas serían pasivas y fragmentadas, lo cual significaría un grave perjuicio para ellas . Aun cuando pudiéramos seguir manteniendo algún vestigio de autoconciencia ac­tiva, nos sentiríamos tremendamente aburridos.

El aburrimiento es un asunto grave. No es una si­tuación que tratemos de evitar simplemente porque no nos parezca algo placentero. En realidad, huir del abu­rrimiento es una profunda e imperiosa necesidad hu­mana. Nuestra aversión a él tiene una importancia con­siderablemente mayor que el de un mero rechazo a experimentar un estado de conciencia más o menos desagradable. La aversión procede de nuestra sensibili­dad a una amenaza bastante más consistente.

La esencia del aburrimiento es que perdemos inte­rés en lo que sucede. Nada nos preocupa ni nos impor­ta. Una consecuencia natural de ello es que nuestra dis­posición a estar atentos se debilita y nuestra vitalidad psíquica se atenúa. En sus manifestaciones más habi­tuales y características, estar aburrido implica una re­ducción radical de la agudeza y constancia de la aten­ción. El nivel de nuestra energía y actividad disminuye, al igual que nuestra receptividad a los estímulos norma­les. Nuestra conciencia pierde la capacidad de percibir diferencias y distinciones, convirtiéndose en algo cada vez más homogéneo. A medida que se expande y se adueña de nosotros, el aburrimiento hace que nuestra conciencia experimente una disminución progresiva de su capacidad de percibir las diferencias importantes.

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En el límite, cuando el ámbito de nuestra concien­cia se ha convertido en algo totalmente indiferenciado, desaparece toda posibilidad de cambio o movimiento psíquico. La completa homogeneización de la concien­cia equivale por completo a la extinción de la experien­cia consciente. E� otras palabras, cuando estamos abu­rridos acabamos por dormirnos.

Todo aumento significativo de nuestro aburrimien­to amenaza la continuación misma de nuestra vida mental consciente. Por tanto, lo que nuestra preferen­cia por evitar el aburrimiento revela no es simplemente una resistencia casual a un desasosiego más o menos inocuo, sino que expresa un impulso bastante primiti­vo de supervivencia psíquica. Me parece adecuado ela­borar este impulso corno una variante del universal y elemental instinto de conservación. Sin embargo, úni­camente está relacionado con lo que por lo común pen­samos como «autoconservación» en un sentido literal y no muy corriente; es decir, no en el sentido de mante­ner la vida del organismo, sino la persistencia y vitali­dad del yo.

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El razonamiento práctico tiene que ver, al menos en parte, con la planificación de medios efectivos para lo­grar nuestros fines. El marco y fundamento adecuado de este razonamiento práctico debe basarse en los fines que significan algo más que medios para lograr otros fi­nes. Deben ser determinadas cosas que valoramos y per­seguimos por sí mismas. Así, resulta bastante fácil com­prender cómo algo llega a poseer un valor instrumental.

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Ello se debe simplemente a su eficacia causal para con­tribuir al cumplimiento de un determinado objeüvo. Pero ¿cómo es que las cosas pueden llegar a tener para nosotros un valor último, independiente -de su utilidad para lograr otros fines? ¿De qué forma aceptable puede satisfacerse nuestra necesidad de fines últimos?

En mi opinión, lo que satisface esta necesidad es el amor. Es cuando llegamos a amar determinadas cosas -con independencia de lo que cause este amor- que nos sentimos obligados por determinados fines últimos más que por un impulso adventicio o por una elección voluntaria deliberada.9 El amor es la fuente originaria del valor último. Si no amarnos nada, nada tendrá para nosotros un valor intrínseco y absoluto, ni nada nos obligará a aceptarlo como un fin último. Por su propia naturaleza, amar implica que los objetos de nuestro amor son valiosos por sí mismos, y que no tenemos más opción que adoptar estos objetos como nuestros fines últimos. El amor es la base última de la racionalidad práctica en la medida en que es lo que dota a las cosas de importancia y de valor intrínseco y absoluto.

Naturalmente, muchos filósofos afirman que, por el contrario, determinadas cosas poseen un valor intrínse-

9. Además de su implicación en la planificación de los medios, la razón práctica tiene que ver también con la determinación de nuestros fines últimos. Y contribuye a ello en la medida en que nos ayuda a identificar aquello que amamos, lo cual puede exigir una investigación y un análisis exhaustivos. Las personas no pueden descubrir de manera fidedigna lo que aman simplemente mediante la introspección; tampoco lo que aman se refleja de manera inequí­voca en su conducta. El amor es una configuración compleja de la

voluntad, y percibirla puede resultar difícil tanto para el propio

amante como para otras personas.

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co totalmente independiente de cualquiera de nuestros estados o condiciones subjetivas. Sostienen que este va­lor no depende en modo alguno de nuestros sentimien­tos o actitudes, ni tampoco de nuestras tendencias y disposiciones volitivas. Sin embargo, en realidad, la postura de estos filósofos no constituye una respuesta viable a las cuestiones relativas a los fundamentos de la razón práctica, pues la pertinencia de la misma se ve de­cisivamente cuestionada por su incapacidad de resol­ver, o siquiera de plantear, un problema fundamental.

Es de suponer que el hecho de que un objetivo ten­ga un valor intrínseco determinado implica que éste reú­ne las condiciones necesarias para, o es digno de, ser considerado un fin último. Sin embargo, de ello no se sigue en modo alguno que nadie tenga la obligación de perseguirlo como fin último; ni aun suponiendo que el objetivo en cuestión posea un valor intrínseco mayor que cualquier otro. Una cosa es que alguien afirme que un objeto particular o un estado de la cuestión tiene un valor intrínseco y que, por tanto, hay razones para ele­girlo. Y una cosa totalmente distinta es que ese alguien afirme que este objeto o estado de la cuestión es o de­bería ser importante para él, o que debería preocupar­se lo bastante por ello como para convertirlo en uno de sus objetivos. Hay muchos objetivos intrínsecamente valiosos hacia los que nadie está especialmente obliga­do a interesarse.

El afirmar que hay cosas que tienen valor intrínseco no contribuye mucho a plantear -y mucho menos a re­solver- la cuestión de cómo se establecen adecuada­mente los fines últimos de una persona. Aun en el caso de que la afirmación fuese correcta -es decir, aun si de.terminadas cosas poseen un valor no condicionado

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por consideraciones de carácter subjetivo- ésta no ser­viría en modo alguno para explicar cómo las personas eligen los fines que perseguirán. La cuestión no tiene que ver directamente con el valor intrínseco, sino con la importancia. En mi opinión, no es posible abordarla de manera satisfactoria si no es aludiendo a aquello que las personas no pueden evitar considerar importante para ellas, si lo hubiera. En otras palabras, las cuestiones más fundamentales de la razón práctica no pueden resolver­se sin explicar lo que las personas aman .10

1 0

Con respecto a una característica bastante curiosa, la relación entre la importancia de amar para el amante y la importancia que tienen para él los intereses de su amado es análoga a la relación entre los fines últimos y los medios con los cuales éstos pu�den alcanzarse. Por lo general se supone que el hecho de que algo sea un medio efectivo para algún fin último sólo implica que este algo posea cierto valor instrumental, y se supone que el valor de esta utilidad depende del valor del fin del cual es un medio. Del mismo modo, se supone tam­bién que el valor del fin último no.depende en modo al-

10. Se podría aducir que estamos moralmente obligados a preo­cuparnos por determinadas cosas, y que estas obligaciones no de­

penden de ninguna consideración subjetiva. Pero aun cuando fue­ra verdad que tenemos tales obligaciones, seguiría siendo necesario determinar hasta qué punto es importante para nosotros cumplir

con ellas. Tal como se sugiere en el capítulo anterior, para el razo­

namiento práctico es más fundamental la cuestión de la importan­cia que la de la moralidad.

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guno del valor de los medios que permiten conseguirlo. Así, la relación de derivación entre el valor de un medio y el valor de su fin último suele considerarse asimétrica, ya que el valor del medio dedva del valor del fin, pero no a la inversa.

Esta forma de elaborar la relación puede parecer to­talmente irrefutable, una cuestión de elemental sentido común. Sin embargo, se basa en un error, pues supone que el único valor que un fin último posee necesaria­mente para nosotros, simplemente por ser un fin últi­mo, debe ser idéntico al valor que tiene para nosotros la situación que alcanzamos una vez logrado. Sin embar­go, en realidad, ello no agota la importancia que tienen para nosotros nuestros fines últimos, pues son necesa­riamente valiosos en otro sentido.

Nuestros objetivos no son importantes para noso­tros únicamente porque valoremos la situación que re­presentan. Para nosotros no sólo es importante alcanzar nuestros fines últimos

·. También es importante tenerlos,

puesto que, sin ellos, no tenemos nada importante que hacer. Si no tenemos objetivos a los que alcanzar por sí mismos, las actividades que podamos emprender care­cerán de sentido. En otras palabras, tener fines últimos es valioso, en tanto condición indispensable para dedi­carnos a alguna actividad que realmente nos parece que vale la pena.

De igual manera, el valor que tiene para nosotros realizar una actividad útil nunca es meramente instru­mental. Y ello se debe a que para nosotros es intrínse­camente importante emprender alguna actividad di­rigida a alcanzar nuestros objetivos. Necesitamos el trabajo productivo por sí mismo, y también por los re­sultados que esperamos obtener. Además de la impar-

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rancia de los fines específicos que persigamos, para nosotros es importante tener algo que nos parezca im­portante hacer.

Por lo tanto, sucede que la actividad instrumental­mente valiosa, p recisamente debido a su utilidad, posee también necesariamente un valor intrínseco. Y, por l a misma razón, los fines últimos intrínsecamente valiosos son necesariamente valiosos instrumentalmente en tan­to son condiciones esenciales para lograr el objetivo in­trínsecamente valioso de tener algo que vale la pena ha­cer. Pese a la aparente paradoja, podemos decir sin temor a equivocarnos que los fines últimos son valiosos instrumentalmente porque son últimamente valiosos, y que los medios efectivos para la consecución de nues­tros fines últimos son intrínsecamente valiosos precisa­mente por su valor instrumental.

Existe una estructura similar en la relación recípro­ca entre lo importante que para nosotros es amar y la importancia de lo que amamos. Del mismo modo que un medio está subordinado a su fin, la actividad del amante está subordinada a los intereses de su amado. Además, a esta subordinación se debe, exclusivamente, que amar sea importante para nosotros por sí mismo. La importancia del amor se debe precisamente al hecho de que amar consiste esencialmente en dedicarse al bienes­tar de aquello que amamos. Para el amante, el valor de amar deriva de su dedicación a su amado. En cuanto a la importancia del amado, el amante se preocupa de lo que ama por sí mismo. Su bienestar es intrínsecamente im­portante para él. No obstante, además, lo que ama posee necesariamente un valor instrumental para él, puesto que ello es una condición necesaria para disfrutar de l a actividad intrínsecamente importante d e amarlo.

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Esto puede hacer que parezca difícil comprender cómo la actitud de un amante hacia su amado puede ser totalmente desinteresada. Al fin y al cabo, el amante proporciona al amante una condición esencial para lo­grar un fin -amar- que es intrínsecamente importan­te para él. Lo que ama le permite obtener lo gratifican­te del amor, y evitar la vacuidad de una vida en la que no tiene nada que amar. Así, parece que, inevitable­mente, el amante se aprovecha de -y, por tanto, utili­za a- su amado. ¿No está claro, pues, que el amor debe ser inevitablemente interesado? ¿Cómo es posible no llegar a la conclusión de que nunca puede ser al mis­mo tiempo generoso y desinteresado?

Ésta sería una conclusión demasiado precipitada. Examinemos el caso de un hombre que confiesa a una mujer que su amor por ella es lo que da sentido y valor a su vida. Amarla, le dice, es para él lo único que hace que su existencia sea digna de ser vivida. Es improbable que la mujer (suponiendo que le cree) piense que lo que el hombre le está diciendo implica que en realidad no la ama en absoluto, y que se preocupa por ella simple­mente porque ello le hace sentir bien. Porque él mani­fieste que su amor por ella satisface una profunda ne­cesidad de su vida, ella seguramente no llegará a la conclusión de que él la está utilizando. En realidad, de manera natural interpretará que le transmite precisa­mente lo contrario. Ella tendrá claro que sus palabras implican que la valora por sí misma, y no sólo como un medio para su propio provecho.

Naturalmente, .es posible que el hombre sea un far� sante. También es posible que, aunque él crea estar di-

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ciendo la verdad, en realidad no sepa de qué está ha­blando. Supongamos, con todo, que sus declaraciones de amor y de su importancia para él no sólo son since­ras sino también correctas. En este caso, sería retorcido inferir de ellas que está utilizando a la mujer como me­dio para satisfacer sus propios intereses. El que amarla sea tan importante para él es totalmente coherente con su inequívocamente incondicional y desinteresada de­voción por los intereses de su amada. Es altamente im­probable que la profunda importancia que amarla tiene para él implique la absurda consecuencia de que no la quiere en absoluto.

El conflicto aparente entre perseguir los propios in­tereses y dedicarse desinteresadamente a los intereses de otra persona se desvanece al darnos cuenta de que lo que sirve a los intereses del amante no es otra cosa que su desinterés. Huelga decir que sólo si su amor es ver­dadero puede tener para él la importancia que le atribu­ye. Por tanto, en la medida en que amar es importante para él, mantener las actitudes volitivas que constituyen el amor debe ser importante para él. Ahora estas actitu­des consisten esencialmente en procurar desinteresada­mente el bienestar del amado. Sin ello el amor no existe. Así, una persona puede acumular las satisfacciones del �mor sólo en la m edida en que se preocupa desinteresa­damente por aquello que ama, y no por ninguna otra sa­tisfacción que pueda derivarse del amado o de amarle. No podrá satisfacer su interés en amar a menos que prescinda de sus necesidades y ambiciones personales y se dedique a los intereses de otro.

Toda sospecha de que ello exija una elevadísirna y

poco veraz disposición al sacrificio puede disiparse reco­nociendo que, en la misma naturaleza del caso, está que

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el amante se identifique con aquello que ama. En virtud de esta identificación, proteger los intereses de su amado se cuenta necesariamente entre los intereses propios del amante. Los intereses de s u amado no son realmente dis­tintos de los suyos, sino que también son sus intereses. Lejos de sentir un frío distanciamiento por el destino de su amado, siente que éste le afecta personalmente. Preo­cuparse de su amado como lo hace significa que su vida va mejor cuando estos intereses prevalecen y que se sien­te perjudicado cuando no lo hacen. El amante invierte en su amado: se beneficia de sus éxitos, y sus fracasos le causan sufrimiento. En tanto se invierte a sí mismo en lo que ama, identificándose así con ello, los intereses del amado son idénticos a los suyos propios. Por ello no re­sulta sorprendente que, para el amante, actuar desintere­sadamente y por su propio interés sean la misma cosa.

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Naturalmente, es muy probable que la identifica­ción de un amante con alguna de las cosas que ama no sea exacta y del todo exhaustiva. Sus intereses y los de su amado nunca pueden ser exactamente los mismos; e incluso es improbable que lleguen a ser totalmente com­patibles. Por muy importante que sea su amado para él, es normal que no sea lo único que le importa. De he­cho, también es improbable que sea lo único que ama. Así, es muy posible que surja un conflicto perjudicial entre la devoción del amante por el bienestar de lo que ama y su preocupación por otros intereses.

Amar es arriesgado. Los amantes se caracterizan por su _vulnerabilidad a padecer una profunda angustia si se

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ven obligados a desatender las necesidades de un amor para atender las de otro, o si lo que aman no va bien. Por tanto, deben ser prudentes. Deben intentar evitar verse abocados a amar aquello que no desearían amar. Un ser infinito, cuya omnipotencia le confiere una se­guridad absoluta, puede p ermitirse amar de manera in­discriminada. Dios no necesita ser prudente. No corre ningún riesgo. Ninguna necesidad, hija de la prudencia o la ansiedad, le hace renunciar a las oportunidades de amar. Sin embargo, para quienes no poseemos estos dones, nuestra disposición al amor debe ser más caute­losa y limitada.

Según algunas descripciones, el motor de la activi­dad creadora de Dios es un amor totalmente inextin­guible y generoso. Este amor, que no conoce límites ni condiciones, induce a Dios a desear una existencia ple­na que incluya todo aquello que pueda ser concebido como objeto de amor. Dios quiere amar tanto como sea posible amar. Por naturaleza no teme amar de manera imprudente o demasiado bien. Por tanto, lo que Dios desea crear y amar es el Ser, de todas y cada una de las especies, y cuantas más mejor.

Decir que el amor divino es infinito e incondicional es decir que es totalmente indiscriminado. Dios lo ama todo, con independencia de su carácter o sus conse­cuencias. Eso equivale a decir que la actividad creado­ra en la que el amor de Dios al Ser se expresa y se rea­liza no tiene ningún otro motivo que un ilimitado y promiscuo impulso a amar sin límite ni medida. En la medida en que las personas piensan que la esencia de Dios es el amor, deben suponer que no existe ninguna providencia u objetivo divino que limite de ninguna manera la realización máxima de posibilidades. Si Dios

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es amor, el universo no tiene otro objetivo que el de li­mitarse a ser.

Naturalmente, las criaturas finitas como nosotros no podemos permitirnos ser tan inconscientes con nues­tro amor. Los agentes omnipotentes están libres de toda pasividad. Nada puede sucederles. Por tanto, no tienen nada que temer. Sin embargo, nosotros, cuando ama­mos, nos convertimos en seres muy vulnerables. Por tanto, tenemos que defendernos seleccionando y limi­tándonos. Es importante que seamos prudentes a la hora de decidir a quién y a qué damos nuestro amor.

Nuestra falta de control voluntario inmediato sobre nuestro amor es una fuente especial de peligro. El he­cho de que no podamos determinar directa y libremen­te lo que amamos y lo que no, simplemente eligiendo y tomando nuestras propias decisiones, significa que a menudo estamos expuestos a vernos más o menos im­pulsados sin remedio por las necesidades que conlleva el amor. Estas necesidades pueden llevarnos a ofrecer­nos imprudentemente. El amor puede implicarnos en compromisos volitivos a los que somos incapaces de re­nunciar y que pueden perjudicar gravemente nuestros intereses.

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Pese a los riesgos a los que el poder coercitivo del amor nos expone, esta misma coacción contribuye con­siderablemente al valor que amar tiene para nosotros. En cierta medida, que el amor someta nuestra voluntad es justamente lo que hace que lo valoremos tanto. Esto puede parecer poco verosímil, puesto que habitualmen-

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te nos imaginamos felizmente orgullosos por dedicarnos por encima de todo al valor de la libertad. ¿Cómo po­demos sostener, de forma convincente, que apreciamos la libertad y al propio tiempo alegrarnos de una situa­ción que conlleva sometimiento a la necesidad? Con todo, en este caso la apariencia de conflicto es engañosa. La clave para disipar esta apariencia reside en la super­ficialmente paradójica -si bien auténtica- circunstan­cia de que las necesidades con las que el amor somete a la voluntad son, en sí mismas, liberadoras.

En este aspecto, existe una sorprendente e instructi­va similitud entre amor y razón. La racionalidad y la ca­pacidad de amar son las características más poderosa­mente emblemáticas y altamente apreciadas de la naturaleza humana. La primera nos guía con autoridad en el uso de nuestras mentes, mientras que la última nos ofrece la motivación más imperiosa de nuestra conduc­ta personal y social. Ambas son fuente de lo más autén­ticamente humano y ennoblecedor que hay en nosotros, y dignifican nuestras vidas. Y es especialmente notable que mientras cada una nos impone una necesidad impe­riosa, ninguna de ellas conlleva para nosotros un senti­miento de impotencia o restricción. Por el contrario, amoas se caracterizan por proporcionarnos una expe­riencia de liberación y mejora. Cuando descubrirnos que no tenemos más opción que plegarnos a los irresis­tibles dictados de la lógica, o de someternos a las cauti­vadoras necesidades del amor, el sentimiento con el que lo hacemos no es en modo alguno un desalentador sen­timiento de pasividad o confinamiento. En ambos casos -tanto si atendemos a los dictados de la razón o a los del corazón- experimentamos conscientemente una estimulante sensación de liberación y plenitud. Pero,

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¿cómo puede ser que nos sintamos fortalecidos, y en cierta forma menos limitados o constreñidos, tras ha­bérsenos privado de la capacidad de elección?

La explicación es que el encontrarnos con la necesi­dad volitiva o racional elimina la incertidumbre, y de esta manera se relajan las inhibiciones e indecisiones que nos causan nuestras dudas. Cuando la razón de­muestra qué es lo que debe ser, ello pone fin a cualquier inquietud que podamos sentir sobre lo que tenemos que creer. Cuando explica la satisfacción que le pro­porcionó su temprano estudio de la geometría, Ber­trand Russell alude a «la tranquilidad de la exactitud matemática». 1 1 Como sucede con otras formas de certi­dumbre, la exactitud matemática se basa en verdades lógicas o conceptualmente necesarias, y resulta tranqui­lizadora porque nos libra de enfrentarnos con las dis­tintas tendencias que pueblan nuestro interior con res­pecto a qué creer. La cuestión está clara. Y a no nos tenemos que esforzar para aclararnos. Dudar nos limi­ta. Descubrir cómo deben ser necesariamente las cosas nos permite -de hecho, nos exige- abandonar la en­fermiza limitación que nos imponemos a nosotros mis­mos cuando no sabemos qué pensar. Nada impide que creamos algo sin reservas. Nada se interpone ante una convicción firme y pausada. Nos liberamos del bloqueo que produce la indecisión y ello nos permite aprobar­nos sin reservas.

De igual manera, la necesidad con la que el amor liga la voluntad acaba con la indecisión relativa a aque-

1 1 . «My Mental Development», en P. A. Schilpp (comp.), The

Philosophy o/ Bertrand Russell, The Library of Living Philoso­ph�rs, 1946, pág. 7.

DEL AMOR, Y SUS RAZONES 85

llo que nos preocupa. Al ser cautivados por nuestro amante, nos liberamos de los impedimentos para la elección y la acción consistentes en no tener fines últi­mos o en vernos irremisiblemente arrastrados en Lma u otra dirección. De este modo, superamos la indiferen­cia y la imprecisa ambivalencia que pueden afectar ra­dicalmente nuestra capacidad de elegir y de actuar. El hecho de que no podamos evitar amar, y que por tanto no podamos evitar ser guiados por los intereses de lo que amamos, nos ayuda a asegurar que no vagamos sin rumbo ni nos privamos de que nuestra vida adopte un curso práctico coherente. 12

Las exigencias de la lógica y las necesidades de un amado sustituyen otras preferencias contrarias a las que nos sentimos menos inclinados. Una vez que se han im­puesto los regímenes dictatoriales de estas necesidades, ya no está en nuestras manos decidir de qué preocupar­nos o qué pensar. No tenemos elección. La lógica y el amor nos impiden orientar nuestra actividad cognitiva y volitiva, y hacen que nos resulte imposible -en vir­tud de los otros objetivos que han captado nuestro in­terés- controlar la formación de nuestras creencias y nuestra voluntad.

Por tanto, parecería que la manera en que las nece­sidades de la razón y del amor nos liberan consiste en li­berarnos de nosotros mismos. Esto es, en cierto senti­do, lo que hacen; no se trata de una idea nueva. La posibilidad de que una persona pueda liberarse sorne-

1 2 . Esto no garantiza en sí mismo la firmeza, puesto que el he­cho de que amemos algo no determina cuánto lo amamos; es decir, si lo amamos más o menos que otras cosas cuyos intereses pueden competir por nuestra atención.

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tiéndase a constricciones que están más allá de su con­trol voluntario inmediato se cuenta entre los temas más antiguos de nuestras tradiciones morales y religiosas. «En Su voluntad -escribió Dante- reside nuestra paz.»13 Evidentemente, la tranquilidad que Russell afir­ma haber encontrado al descubrir lo que la razón exigía de él se corresponde, al menos hasta cierto punto, con el sentimiento de librarse del desasosiego interior que otros afirman haber descubierto tras aceptar como pro­pia la inexorable voluntad de Dios.

1 4

Hasta aquí he sostenido que el amor no necesita ba­sarse en ningún juicio o percepción relativa al valor de su objeto. Apreciar el valor de un objeto no es una con­dición esencial para amarlo. Naturalmente, es posible que juicios y percepciones de este tipo hagan surgir el amor. Sin embargo, éste puede surgir también de otras maneras.

Por otra parte, la sensibilidad hacia los riesgos y costes de amar suele inducir a las personas a intentar minimizar la probabilidad de amar cosas que no les pa­recen especialmente valiosas. Se sienten poco inclina­das a vincularse amorosamente a menos que crean que el hecho de amar les producirá un daño relativo, a ellos o a cualquier otra cosa que quieran. Además, de mane­ra natural preferirán no dedicar la atención y los desve­los que amar exige a menos que consideren que éstos son deseables para el bienestar del amado.

13 . Paraíso, 3 .85

DEL AMOR, Y SUS RAZONES 87

Por otra parte, lo que una persona ama revela algo importante sobre ella. Refleja su gusto y su carácter; o puede reflejarlo. A menudo las personas son juzgadas y valoradas por aquello que aman. Por tanto, el orgullo y la preocupación por su reputación les induce a pensar, en la medida de lo posible, que lo que aman es algo que ellos mismos y los demás consideran valioso.

Lo que una persona ama o deja de amar puede con­tar en su favor. O puede desacreditarle, por ser algo que pone en evidencia su mala naturaleza moral, o que es superficial, o que tiene mal juicio, o que de una ma­nera u otra revela sus carencias. Una forma de amor a la que todos tendemos, y que por lo general dice poco a favor del amante, es el amor hacia uno mismo. La pro­pensión hacia el amor a uno mismo puede no ser uni­versalmente condenada como algo inmoral. Sin embar­go, merece una consideración negativa y poco atractiva, indigna de ningún respeto especial. Las personas jui­ciosas dan por supuesto que hay mejores formas de uti­lizar el amor que dirigiéndolo hacia uno mismo.

Aunque no es así como parece que sean las cosas tras haberlas examinado a la luz de la definición gene­ral del amor que acabo de plantear. En el capítulo si­guiente desarrollaré una forma de comprender el amor hacia uno mismo que fundamenta una actitud hacia éste bastante distinta de la que acabo de esbozar. Y sos­tendré que, lejos de demostrar un defecto del carácter o de ser un signo de debilidad, llegar a amarse a uno mis­mo es el logro más profundo y esencial (y de ninguna manera el más fácil de conseguir) de una vida seria y plena.

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Tres

EL AMADO YO

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1

Hay algunas cosas acerca de las cuales prácticamen­te nadie puede evitar preocuparse, lo cual, en la mayoría de los casos, es para bien. Por lo general, con respecto a muchas de las cosas que son universalmente amadas , coincidiríamos en que es deseable que todo el mundo las ame. Nos resulta reconfortante pensar que casi todos nosotros amamos la vida, a nuestros hijos, mantener re­laciones gratificantes con otras personas, etc. La más o menos ilimitada incidencia de estas predilecciones es, a mi entender, una característica benéfica de la naturaleza humana, que asegura que prácticamente todo el mundo se siente profundamente comprometido con un conjun­to de lo que casi todos reconocemos como bienes indis­pensables y legítimos.

Sin embargo, existe una importante excepción a ello. Suele darse por supuesto que el que una persona se quie­ra a sí misma es algo tan natural que resulta más o menos inevitable; pero también se suele suponer que esto no es muy buena cosa. Muchas personas -sobre todo si ima­ginan que la propensión al amor hacia uno mismo es omnipresente y por ello difícil de erradicar- creen que esta precipitada tendencia a querernos a nosotros mis­mos que mostramos la mayoría de las personas es un de-

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fecto muy perjudicial de la naturaleza humana. En su opinión, este amor hacia nosotros mismos es en gran parte responsable de que no podamos dedicarnos lo su­ficiente y de la manera adecuada -es decir, desinteresa­damente- a otras cosas que amamos o que nos resulta­ría bueno amar. Creen que el amor hacia uno mismo es un grave y a menudo catastrófico impedimento para ocuparse como es debido no sólo de los requisitos de la moralidad, sino también de importantes bienes e ideales no morales. De hecho, la afirmación de que estamos de­masiado inmersos en el amor hacia nosotros mismos se emplea a menudo como si se tratase de un obstáculo prácticamente insalvable para vivir como deberíamos.

2

El filósofo Kant se encuentra entre quienes se mues­tran especialmente consternados y desalentados por la presunta omnipresencia e implacabilidad de las garras del amor hacia uno mismo. El que las personas se ama­sen a sí mismas le preocupaba porque esto le parecía una barrera infranqueable para el avance de la morali­�ad. En su opinión significa, casi inevitablemente que, con independencia de lo que las personas puedan ha­cer, los motivos que les inducen a actuar no son los que exige la moralidad.

Al principio del capítulo segundo de su Fundamen­tación de la metafísica de las costumbres, 1 Kant reflexio-

l. Todas las citas de Kant que aparecen en este texto proce­den de la edición y traducción de su obra realizada por Lewis Whitc Beck, Immanuel Kant, Critique o/ Practica! Reason and

EL AMADO YO 93

na sobre la circunstancia en la cual, a su parecer, es prácticamente imposible que sepamos con certeza que lo que una persona hace p osee un verdadero valor mo­ral. Manifiesta su asombro por la irremediable incerti­dumbre que siempre nos asalta a la hora de valorar si las acciones de las personas son virtuosas. La dificultad que le inquieta no surge tanto de las dudas como de nuestra capacidad de identificar qué acción prescribe la ley moral en determinadas circunstancias. Para Kant, esto es lo fácil. El verdadero problema para llegar a va­loraciones morales juiciosas sobre lo que las personas hacen reside, en su opinión, en la impenetrable oscuri­dad de la motivación humana.

Aun cuando quede claro, por lo que su conducta pone de manifiesto, que lo que una persona ha hecho se atiene totalmente a todas las exigencias morales per­tienentes, sin embargo puede no estar claro si dicha persona actuó virtuosamente. De hecho, aunque su conducta satisfaga plenamente los preceptos de la ley moral, ello puede no otorgarle ningún crédüo moral. El que haya realizado exactamente las acciones que exigía el deber no j ustifica en sí mismo el juicio según el cual actuar del modo en que lo hizo sea moralmente digno. Para llegar a un juicio de este tipo no es sufi­ciente simplemente con lo que una persona ha hecho, sino que es fundamental tomar en consideración qué

Other Writings in Moral Philosophy, University of Chicago Press, 1949.

Las citas en castellano de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres pertenecen a la edición de Luis Martínez de Velas­

co, publicada por Espasa, Madrid, 2001, decimoquinta edición.

(N. de la t.)

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es lo que verdaderamente motivó a esa persona a ac­tuar de la manera en que lo hizo.

Según Kant, una acción carece de valor moral si ésta simplemente está motivada por lo que uno mismo quiere hacer. Si los deseos que nos impulsan a la acción son deseos que nos motivan exclusivamente por nues­tras propias razones, no importa que el objetivo de és­tas apunte benévolamente al bienestar de otras perso­nas o, por el contrario, persigan avariciosamente algún vulgar beneficio personal. En ambos casos, el aspecto crítico es si hacemos lo que hacemos simplemente por­que nos sentimos inclinados a ello.

Ciertamente, las personas con tendencia a la gene­rosidad son preferibles a las personas egoístas. Por otra parte, no es menos cierto que resulta más agradable es­tar rodeado por animales dulces y poco exigentes por naturaleza que por animales esencialmente hostiles. Por ello, Kant insiste en que estas oposiciones en las tendencias naturales de las personas y los animales, no revisten mayor importancia moral en un caso que en el otro. En su opinión, los seres humanos que por natura­leza tienden a la generosidad no son moralmente más valiosos que aquéllas criaturas no humanas cuya natu­raleza les hace ser agradablemente dóciles y cariñosos. Kant parece tener razón en este punto. ¿Por qué a una persona debería concedérsele algún crédito moral por hacer algo que hace simplemente porque se siente incli­nado a ello por naturaleza o, dicho en otros términos, simplemente porque le gusta hacerlo? Ciertamente, per­seguir objetivos personales no es necesariamente malo. Con todo, el que una persona consiga guiar su conduc­ta de acuerdo con sus propios deseos no puede contar­se como un importante logro moral. Esto lleva a Kant a

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afirmar, de manera más o menos plausible, que no es razonable calificar de moralmente admirables a las per­sonas que se limitan a hacer lo que quieren.

Según este planteamiento, sólo hay una forma de lo­grar un verdadero crédito moral, que consiste en hacer lo correcto porque es lo correcto. Según Kant, ninguna acción es moralmente digna a menos que sea realizada con la deliberada intención de satisfacer las exigencias de la moral. Por tanto, para poder precisar con exacti­tud el valor moral de alguien a partir de sus acciones, debemos conocer los motivos que le impulsan a llevar­las a cabo.

Para Kant (y, por supuesto, no sólo para él) aquí re­side la dificultad de la cuestión. No es fácil saber con certeza qué es lo que realmente mueve a una persona, en determinada ocasión, a actuar corno lo hace. La psi­cología de los seres humanos es compleja y difícil de aprehender; las fuentes de sus acciones son oscuras. A menudo nos equivocamos, no sólo acerca de los moti­vos de los demás, sino también de los nuestros. Así, po­cas veces, si hay alguna, podernos estar legítimamente seguros de que en realidad una persona actúa por sen­tido del deber (o, dicho en otros términos, de que su ac­ción se guía por el respeto a la autoridad racional de un imperativo moral impersonal y no por ninguna inclina­ción o deseo privado).

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En realidad, Kant está convencido de que nunca podernos estar plenamente convencidos de ello. Para empezar, cree que, «en realidad, es absolutamente im-

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posible determinar por medio de la experiencia y con absoluta certeza un solo caso» en el que una persona actúe exclusivamente por sentido del deber. Las consi­deraciones morales nunca son las únicas que mueven a una persona; siempre hay otros incentivos e intencio­nes. Además, nunca podemos abandonar completa­mente la posibilidad de que sean estos otros factores, y no las exigencias del deber, los que motiven a la perso­na a actuar como lo hace.

A veces parece como si la moral fuese la que debe jugar el papel decisivo. En ocasiones, hay circunstan­cias en las que, aparentemente, no podemos descubrir nada que pudiera, de manera plausible, explicar por qué se realiza una acción, de no ser por la fuerza motriz de determinadas consideraciones morales. Sin embar­go, incluso en este caso es fácil malinterpretar lo que sucede en realidad. Como Kant nos advierte: «No po­demos concluir con seguridad que la verdadera causa determinante de la voluntad no haya sido en realidad algún impulso secreto del egoísmo oculto tras el simple espejismo de aquella idea [del deber]». Las personas no sólo son complicadas y obscuras. También son en­gañosas. No es infrecuente que malinterpretemos a los demás, ni tampoco estamos inmunizados ante la ilusión y el error respecto de nosotros mismos.

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Kant no es cínico, pero quiere ser realista. Según su mesurado juicio, «basta con observar el mundo con sangre fría [ . . . ] para dudar en ciertos momentos de si realmente se halla en el mundo una virtud verdadera». Con esta afirmación Kant no pretende mostrarse des­deñoso. Su actitud básica hacia el carácter humano no es ésta, ya que intenta comprender cómo son las per­sonas y está dispuesto a concederles el beneficio de la

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duda, pero sólo hasta cierto punto. <<Por amor a los hombres voy a admitir que la mayor parte de nuestras acciones son conformes al deber, pero si se miran de cer­ca los pensamientos y los esfuerzos, se tropieza uno por todas partes con el amado yo, que continuamente se destaca y sobre el que se fundamentan los propósitos, y no sobre el estrecho mandamiento del deber, que mu­chas veces exigiría la renuncia y el sacrificio.»

Está claro lo que Kant quiere decir. Duda de que al­guna vez podamos librarnos totalmente de la preocu­pación por nuestras inclinaciones personales, o que po­damos siquiera aislarnos totalmente del dominio que éstas ejercen en nuestras motivaciones. Él cree que no es nuestra devoción por la moralidad, sino nuestro in­terés en seguir nuestras propias inclinaciones, el que disfruta unívocamente de la mayor prioridad y la que ejerce la influencia más concluyente sobre nuestra con­ducta. Podemos decirnos --en un presunto ejercicio de sinceridad absoluta- que nuestras actitudes y acciones están, al menos a veces, conscientemente pensadas para atender dócilmente a las exigencias del deber. Sin em­bargo, Kant sospecha que, en realidad, siempre respon­den básicamente a las presiones del deseo, y que nues­tros deseos son lo que, en realidad, más nos preocupa. Estamos inextricablemente inmersos en ellos, que dic­tan nuestras acciones de manera inevitable y perento­ria. Cuando hacemos lo correcto, lo hacemos básica­mente para satisfacer nuestros propios impulsos y ambiciones, y no por respeto a la ley moral.

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Según Kant, el que las tentaciones del amor hacia uno mismo sean tan omnipresentes en nuestras vidas, y tan imperiosas, hace que no podamos someternos vir­tuosamente a la ley moral. No me propongo cuestionar la concepción kantiana de lo que exige ser moralmente digno; ni, para lo que aquí nos ocupa, discutir ningún otro elemento de su doctrina moral. Tampoco sosten­dré que su creencia en que existe una inextricable rela­ción adversa entre las exigencias de la moral y las del deseo personal es errónea. Sin embargo, debo recono­cer que sus afirmaciones sobre el yo y sobre nuestras ac­titudes hacia nosotros mismos me parecen notablemen­te mal planteadas.

Uno de los rasgos más reconocidos de Kant es el de su austeridad moral a ultranza. No obstante, cabe seña­lar que en los pasajes de su obra que he citado, no pare­ce ser totalmente indiferente a los sentimientos huma­nos corrientes ni poco comprensivo con los conocidos aspectos de la debilidad humana. En realidad, hay algo gratamente conmovedor y afectuoso en sus apenadas alusiones a las fragilidades del carácter humano y a las ansiosas maniobr.as de autoengaño con las que intenta­mos disimularlas.

Pero aunque sus lamentaciones por la ineludible tendencia de los seres humanos a quererse a sí mismos sean afectuosas y consideradas, ¿qué razón tenemos para suponer que esta actitud pesarosa es pertinente? Cuando todo está dicho y hecho, ¿qué es lo que hay de vergonzoso o lamentable en nuestra inclinación a amar­nos a nosotros mismos? ¿Por qué deberíamos contem­plarla con cierta pena o disgusto justificado, o suponer

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que, en cierta manera, es un tremendo obstáculo para el logro de nuestros objetivos más adecuados? ¿Po r · qué deberíamos pensar que e l amor hacia nosotros mis­mos es un impedimento para el tipo de vida al que ra­zonablemente deberíamos a spirar?

Al fin y al cabo, ¿no nos dijo un Autor cuya autori­dad moral se compara favorablemente con la de Kant que debíamos amar al prójimo como a nosotros mis­mos? Este mandamiento no parece una a dvertencia contra el amor a uno mismo . En realidad, de ninguna . manera indica que éste sea enemigo de la virtud, o que sea deshonroso amarse. Por el contrario, se puede con­siderar que el mandato divino de amar a los demás como a nosotros mismos d a una visión positiva del amar a uno mismo como paradigma especialmente útil, un modelo o ideal, que debería servirnos como guía para desarrollar nuestra vida práctica.

Sin duda, podría argumentarse no sin razón que el verdadero significado del p recepto divino difiere bas­tante del que hemos esbozado aquí. Quizá cuando l a Biblia nos exhorta a amar al prójimo como a nosotros mismos, simplemente intenta alentarnos a amar a los demás con la misma intensidad, o con la misma infati­gable dedicación que nosotros nos dispensamos. Según esta interpretación, se trata simplemente de que debe­ríamos otorgar a nuestro amor al prójimo la misma in­condicional y persistente d evoción que característica­mente desplegamos hacia el amado yo. En otras palabras, no es que el amor hacia uno mismo se ponga como mo­delo, sino sólo la desmesurada manera en que, por lo general, nos amamos a nosotros mismos.

Sea como fuere, querría detenerme una vez más en el amor que -según suponemos- las personas profe-

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san de manera natural por sí mismas, y sugerir un plan­teamiento alternativo de lo que Kant entiende como «el amado yo». Ello dará una visión bastante distinta de la importancia del amor hacia uno mismo y de su valor.

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En mi opinión, el amor hacia uno mismo es bastan­te distinto de la actitud que Kant contempla al lamen­tarse de nuestro excesivo amor por nosotros mismos. Cuando se refiere a las personas que se aman a sí mis­mas, Kant describe a unos individuos que se mueven, básicamente, por su interés en satisfacer sus propias in­clinaciones y deseos, y que en cualquier ocasión deter­minada tenderán de manera natural a actuar en función de la inclinación y el deseo que en aquel momento ex­perimenten con mayor intensidad. Estas personas no se guían por el amor hacia sí mismas tal como yo lo en­tiendo. Su apego al amado yo no es tanto amor hacia sí mismas como autocomplacencia, y ésta es una cosa to­talmente distinta.

Las actitudes del amor y de la complacencia no sólo son muy distintas sino que, a menudo, son opuestas. Los padres que aman a sus hijos se cuidan mucho, si son conscientes, de ser complacientes. Su amor no les incita a dar a sus hijos cualquier cosa que éstos quieran, sino que, más bien, manifiestan su amor preocupándo­se por lo que es verdaderamente importante para sus hijos; en otras palabras, ocupándose de proteger y fo­mentar sus verdaderos intereses. Tienen en cuenta lo que sus hijos quieren sólo en la medida en que hacerlo les ayuda a lograr

-este objetivo. Precisamente porque

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aman a sus hijos, se niegan a hacer muchas de las cosas que a ellos les encantaría que hicieran.

Una persona demuestra que se quiere a sí misma exactamente de la misma manera; esto es, protegiendo y fomentando lo que considera son sus propios y ver­daderos intereses, incluso cuando al hacerlo frustre de­seos que ejercen en él una gran motivación pero que amenazan con apartarle de su objetivo. Según Kant, lo que el amado yo anhela no es ser verdadera e inteligen­temente amado, sino, simplemente, que sus impulsos y

deseos sean satisfechos. En otras palabras, ansía que se le complazca. Sin embargo, no es mediante la autocom­placencia que una persona demuestra amarse a sí mis­ma. El verdadero amor hacia nosotros mismos, al igual que el verdadero amor hacia nuestros hijos, exige una atención consciente de un tipo distinto.

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Detengámonos ahora, pues, a considerar la natura­leza del amor hacía uno mismo. Como el amor de cual­quier otro tipo, el amor hacia una persona posee cuatro características principales conceptualmente necesarias . En primer lugar, consiste, b ásicamente, en una desinte­resada preocupación por el bienestar y la prosperidad de la persona amada. Su único fin es buscar el bien del amado como algo que se desea por sí mismo. En segun­do lugar, el amor, a diferencia de la caridad o de otras formas de preocupación desinteresada por los demás, es indefectiblemente personal. En consecuencia, el amante no puede considerar a ningún otro individuo como un sustituto adecuado de su amado, por mucho

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que este individuo se parezca a aquél. La persona ama­da es amada por él o ella misma como tal, no como un ejemplo de un tipo. En tercer lugar, el amante se iden­tifica con su amado y considera los intereses de éste como propios. Por consiguiente, se alegra o sufre en función de si estos intereses se ven adecuadamente sa­tisfechos o no. Por último, el amor implica limitaciones sobre la voluntad. Lo que amamos y lo que dejamos de amar no depende de nosotros. El amor no es una cues­tión de elección, sino que está determinado por condi­ciones ajenas a nuestro control voluntario inmediato .

Si aceptamos como dadas estas características que definen el amor, está claro que el amor hacia uno mis­mo -pese a su discutible reputación- es, en cierta manera, la más pura de todas las formas de amor. Qui­zá el lector suponga que no es esto lo que quiero decir, pues ¿cómo el afirmar que el amor hacia uno mismo es la forma más pura de amor podría ser, en verdad, otra cosa que una caprichosa e irresponsable manera de ju­gar con la paradoja? Sin embargo, en realidad, la ex­cepcional pureza del amor hacia uno mismo puede de­mostrarse con facilidad.

N aturalrnente, no pretendo sostener que amarse a uno mismo sea especialmente noble o que tenga unas repercusiones especialmente favorables en el carácter de una persona. Más bien deseo subrayar que el amor hacia uno mismo es más puro que otros tipos de amor porque es precisamente en estos casos que el amor re­sulta más inequívoco y pleno. En otras palabras, los ejemplos de amor hacia uno mismo se ajustan mejor que los de cualquier otro tipo de amor a los criterios que identifican en qué consiste esencialmente amar. El amor al yo nos puede desagradar como un tipo de amor

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degenerado, que quizá no es amor totalmente verda­dero. Sin embargo, en realidad, existe una estrecha co­rrespondencia entre el amor hacia uno mismo y las con­diciones conceptualmente indispensables que definen la naturaleza del amor.

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Para empezar, seguramente convendríamos, sin me­diar demasiada discusión, que cuando una persona se ama a sí misma, la identificación del amante con su amado es especialmente sólida e ilimitada. No hace nin­guna falta decir que, para quien se ama a sí mismo, sus propios intereses y los de su amado son idénticos. Ob­viamente, su identificación con los intereses de su ama­do no precisa luchar con las discrepancias, las incerti­dumbres o las dudas que inevitablemente aparecen en otros tipos de amor.

Es más obvio aún que alguien que se quiere a s í mismo s e dedica a s u amado como individuo concreto y no como ejemplo o modelo de algún tipo general. Por tanto, es impensable que el amor a sí misma de una per­sona pueda transferirse a un sustituto equivalente. Qui­zá podría tener sentido que un hombre que ama a de­terminada mujer se vea impelido a amar también a otra mujer cuyas características le parecen extraordinaria­mente similares. Pero supongamos que alguien cree que alguien se parece muchísimo a él. Difícilmente este parecido le llevará a amar a la otra persona corno se ama a sí mismo. Lo que nos lleva a amarnos es algo to­talmente diferente de que poseamos algunas caracterís­ticas que asimismo otros pueden poseer.

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En tercer lugar, el amor hacia uno mismo no está simplemente fuera de nuestro control voluntario inme­diato. Nuestra naturaleza nos lleva más a querernos a nosotros mismos, y de manera más irreflexiva, que a que­rer otras cosas. Además, nuestra inclinación al amor ha­cia nosotros mismos es menos susceptible que otras for­mas de amor a ser inhibida o bloqueada por cualquier influencia y directriz externa. Aunque la inclinación puede no ser totalmente irresistible, resulta extraordi­nariamente difícil de superar o eludir. A diferencia de nuestro amor por la mayoría de las cosas, el amor hacia nosotros mismos no es producido por -o en gran me­dida dependiente de- causas adventicias, que pueden inducirnos a ejercer determinadas influencias manipu­ladoras. Está profundamente arraigado en nuestra na­turaleza y prácticamente no depende de ninguna con­tingencia.

Por último, la pureza absoluta del amor hacia uno mismo casi nunca sufre la intrusión de un objetivo ex­trínseco u oculto. No es frecuente que procuremos por nuestro propio bienestar sólo porque esperarnos que éste nos proporcione algún otro bien. El amor que nos profesamos busca que el amado prospere -en mayor medida que en otros ti pos de amor- ya no como un fin en sí mismo, sino sólo porque es un fin. Quizá su­pondría flirtear demasiado con el absurdo sugerir que el amor hacia uno mismo puede no ser egoísta. Sin embar­go, es perfectamente oportuno calificarlo de desinteresa­do. En realidad, el amor hacia uno mismo es, casi siem­pre, desinteresado, en el sentido claro y literal de no estar motivado por otros intereses que los del amado.

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Para ilustrar el carácter del amor hacia uno mismo, podemos invocar, como modelo a seguir, el compara­ble (aunque no igualmente puro) amor, por lo general, que los padres profesan a sus hijos pequeños. Hay mu­chos aspectos relevantes en los que el amor de los pa­dres va en paralelo al amor de las personas hacia sí mis­mas. La estrecha semejanza entre ambos tipos de amor se debe, probablemente, a l a extraordinaria medida en la que el amante, en ambos casos, se identifica de ma­nera natural y más o menos irresistible con el amado.

En el amor hacia uno mismo puede no haber dis­crepancias entre los intereses del amante y los de la per­sona amada. La identificación característica de los pa­dres con los hijos es, por lo general, bastante más limitada y menos segura. Sin embargo, como regla, es algo muy personal, extendido e imperativo. Al fin y al cabo, los hijos se originan, literalmente, en los cuerpos de sus padres; y por regla general, aun transcurrido mu­cho tiempo después de su nacimiento, los padres si­guen experimentando la sensación de ser, de una ma­nera menos orgánica, parte de ellos. La intimidad e intensidad de esta conexión tiende a disminuir a medi­da que los hijos se separan de los padres y siguen su propio camino. Sin embargo, hasta entonces, y a menu­do también después, el alcance y la fuerza de la identi­ficación paterna son excepcionales.

El amor hacia uno mismo y la amorosa preocupa­ción de los padres por los intereses de sus hijos peque­ños son también similares e n que no sólo cada uno de ellos consiste en la dedicación al bien del amado, como sucede en el amor de cualquier tipo, sino que en ambos

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casos esta dedicación, por lo general, no está motivada por ninguna ambición o propósito externo. Normal­mente, los padres p rocuran por el bien de sus hijos pe­queños de una manera exclusivamente no instrumental. Valoran este bien sólo por sí mismo, lo cual es también característico de l a manera en la que las personas se de­dican a su propio bien. En ninguno de los dos casos es habitual que el amante prevea o se proponga que sus esfuerzos para proteger o potenciar los intereses de su amado sirvan también para proporcionarle otros bene­ficios.

Por otra parte, el amor que las personas profesan a otras cosas distintas de sus hijos o de ellas mismas no suele ser tan desinteresado. Casi siempre se ve mezclado con -si no verdaderamente basado en- la esperanza de ser amado recíprocamente o de adquirir otros bie­nes determinados que son distintos del bienestar del amado; por ejemplo, compañía, seguridad emocional y material, satisfacción sexual, prestigio, etcétera. Sólo cuando el amado es hijo del amante el amor puede es­tar tan exento de estas expectativas calculadas o implí­citas como es, casi invariablemente, el caso del amor de una persona hacia sí misma. Cierto es que, por lo gene­ral, los padres esperan que sus hijos pequeños les amen algún día; y a menudo esperan que a su debido tiempo sus hijos les proporcionen también otros bienes. Sin embargo, a menudo estas esperanzas no son muy rele­vantes; normalmente ni siquiera se ponen de manifies­to, o son irrelevantes, al menos mientras los hijos son muy jóvenes. Así, una de las características distintivas del generoso amor de los padres y del amor hacia uno mismo es, pues, que la desinteresada preocupación del amante por el bien de su amado no sólo tiende a ser

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pura, sino totalmente carente de otro interés en cual­quier otro bien.

Por último, el amor de los padres y el amor hacia uno mismo tienen en común el poder prácticamente ili­mitado con el que nos dominan. Cierto es que algi.Inos padres no se preocupan en absoluto por el bienestar d e sus desventuradas criaturas . También existen indivi­duos gratuitamente indiferentes, o gravemente depri­midos, o irreflexivamente autocomplacientes que no se preocupan por sí mismos. Sin embargo, los casos d e este tipo son raros. Además , chocan tanto con nuesti-as expectativas fundamentales sobre la naturaleza huma­na que, por lo general, los consideramos patológicos. Damos por supuesto que las personas normales n o pueden evitar sentirse profundamente motivadas a amar a sus hijos; como tampoco pueden evitar sentirse poderosamente inclinadas a amarse a sí mismos. Nues­tras disposiciones a ser padres amantes y a amarnos a nosotros mismos son innatas. Puede no ser verdad que las disposiciones de ambos tipos sean totalmente impo­sibles de erradicar. Sin embargo, esperamos de ella s que

. sean excepcionalmente estables. Cuando s e trata

de nuestros hijos o de nosotros mismos, no nos mostra­mos demasiado volubles.

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Así pues, ¿cuál es el carácter específico del amor a uno mismo? ¿De qué manera se manifiesta este tipo de amor, y qué significa? En la medida en que una perso­na se ama verdaderamente a sí misma, ¿qué significa el hecho de amar?

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Naturalmente, en su realidad central como forma de amor, el amor a uno mismo no es diferente del amor de cüalquier otro tipo. Como cualquier tipo de amor, su núcleo consiste en que el amante procura por el bien de su amado como fin en sí mismo. Se dedica desinte­resadamente a proteger y a perseguir los verdaderos in­tereses de la persona a la que ama. Puesto que en este caso la persona amada es ella misma, los intereses a los que se dedica a causa de su amor son los suyos propios.

Estos intereses, al igual que los de cualquier ser hu­mano, se rigen y se definen por aquello que se ama. Lo que una persona ama determina lo que es importante para él. Así, es axiomático que el amor a sí misma de una persona implica, fundamentalmente, una preocu­pación desinteresada por aquello que ama, sea esto lo que fuere. 2 La más clara definición de la naturaleza esencial del amor a uno mismo es simplemente que al­guien que se ama a sí mismo manifiesta y demuestra este amor limitándose a amar lo que ama.

Por'tanto, es difícil comprender los objetos del amor a uno mismo como sí fueran algo de un tipo único; es decir, unos objetos que pueden ser apropiadamente identificados o caracterizados como un «yo». Es preci­so que exista algo más que una persona ame -algo que, de manera razonable e inteligible, no puede iden­tificarse como su «yo»- para que haya algo a lo que realmente su amor hacia sí mismo pueda dirigirse. Lo que comúnmente suele entenderse como amor a uno mismo nunca es algo primario; no, por lo menos, si se interpreta de una manera simplista y literaL Este amor

2 . En realidad la situación no es tan simple, como se verá del apartado 12 en adelante.

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es necesariamente un derivado de, o algo elaborado a partir de, el amor que las personas tienen por cosas que no son idénticas a sí mismas. Así pues, quizá no sería demasiado correcto, al fin y al cabo, considerar el amor hacia uno mismo como una condición en la que el amante y el amado son estrictamente lo mismo. Una persona no puede amarse a sí misma si al propio tiem­po no ama otras cosas.

Esto puede hacer pensar que la noción misma de amor a uno mismo es tan estéril que apenas sirve para nada; que no es más que una mera redundancia, gene­rada a su vez por una reiteración carente de sentido . Dada que la dedicación a los intereses de aquello que s e ama constituye un elemento fundamentalmente necesa ­rio del amor, y dado también que los intereses de una persona están determinados por lo que ama, de ello s e sigue que el amor de una persona hacia s í misma sólo consiste, esencialmente, en la dedicación a un conjunto de objetos que comprenden todo aquello que ama. Sin embargo, si existe algo que una persona ama de verdad, entonces también, necesariamente, esta persona se de­dica por completo a ello. Afirmar que también se ama a sí misma, puesto que ello sólo significa que se dedica a las cosas que ama, no parece ser muy distinto de afir­mar que se dedica a las cosas que ama. Así, el amor a uno mismo parece reducirse simplemente al amor a las cosas que uno ama. Y parece también que, al amar al­guna cosa, las personas no pueden evitar amarse a sí mismas. Si alguien quiere algo, necesariamente se quie­re a sí mismo.

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Sin embargo, esto resuelve el expediente con dema­siada celeridad. Hay más cosas que decir, puesto que la situación es bastante menos sencilla de lo que la des­cripción que acabo de dar puede hacer pensar. Hay que tener en cuenta dos conjuntos de complejidades, cada uno de los cuales ejerce una considerable influencia so­bre la manera en que esta descripción debe ampliarse o revisarse y sobre cómo hay que entender, finalmente, en qué consiste el amor hacia uno mismo.

En primer lugar, algunas complejidades están rela­cionadas con la proposición según la cual el amor hacia uno mismo depende esencialmente del amor a otras co­sas a las que, con cierta verosimilitud, podemos definir como «el yo». Es verdad que el amor hacia uno mismo no se centra en un objeto de este tipo. Sin embargo, cabe la posibilidad de que, en realidad, una persona pueda amarse a sí misma aunque verdaderamente no ame nada más.

En segundo lugar, otras complejidades están rela­cionadas con la proposición según la cual una persona se dedica necesariamente a cualquier cosa que ame. Se­guramente, en cierto sentido, esta proposición no es más que una tautología. Sin embargo, a veces no resul­ta fácil establecer si una persona que ama un objeto de­terminado se dedica realmente a él. Estas dificultades se deben al hecho de que las personas pueden experi­mentar una escisión interior que impide afirmar de ma­nera inequívoca qué es lo que aman o no.

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Tanto si el amor a uno mismo implica que las per­sonas aman cosas que no son idénticas a sí mismas como si no, lo cierto es que ello no les exige reconocer que las aman Siempre es posible que una persona ame algo o a alguien sin darse cuenta de ello; y también lo es que una persona crea amar cosas a las que en realidad no ama en absoluto. Así pues, las personas pueden amarse a sí mismas aunque tengan dudas (o desconoz­can) qué es aquello que aman. El amor es una configu­ración de la voluntad, constituida por diversas disposi­ciones y limitaciones más o menos estables, y cuya efectividad no exige ni asegura que la persona de la que disponen y a la que limitan sea consciente de ellas. Pue­de ignorar totalmente, e incluso puede negar con gran seguridad, el importante papel que desempeñan a la hora de regir sus actitudes y su conducta.

La ignorancia y los errores de una persona respecto de aquello que ama no son un obstáculo para que se ame a sí misma. Consideremos la posibilidad de que unos padres no puedan comprender lo que es verdaderamen­te importante para sus hijos. De hecho, en realidad, los padres se equivocan muchas veces al respecto. Ello no implica que no quieran a sus hijos, y sólo podríamos acusarles de ello si creyéramos que no tienen ningún de­seo de saber cuáles son los intereses de sus hijos. Si los padres intentan conscientemente comprender lo que es importante para sus hijos, no hace falta nada más para demostrar su amor de manera fehaciente. Los padres aman a sus hijos si de verdad hacen un esfuerzo por comprender cuáles son los verdaderos intereses de sus hijos, por vano o inútil que este esfuerzo pueda resultar .

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Lo mismo puede decirse del amor hacia uno mismo. Una persona que ignora lo que ama, y que por tanto des­conoce cuáles son sus verdaderos intereses, puede no obstante demostrar que se ama a sí mismo efectuando un esfuerzo sincero para comprender qué es lo funda­mentalmente importante para él, para aclarar qué es lo que ama y qué es lo que le exige ese amor. Ello no im­plica que nos desviemos del principio según el cual el amor exige que el amante se preocupe por los verdade­ros intereses de lo que ama. Preocuparse por los intere­ses de su amado requiere, probablemente, que el aman­te esté dispuesto también a identificar correctamente dichos intereses. Para obedecer los dictados del amor, primero hay que conocer qué es lo que dicta el amor.

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Otra de las cuestiÓnes difíciles que plantean las com­plejidades del primer tipo tiene que ver con si realmen­te es imposible que una persona se ame a sí misma a menos que ame tan1bién (tanto si lo sabe como si no) algo más . A primera vista, parecería obvio que el amor a uno mismo podría descartarse si no se ama algo que no sea idéntico a uno mismo. Si el amor implica esen­cialmente la preocupación del amante por lo que ama, es difícil ver cómo una persona que no siente amor por nada podría ser amada por otra persona o por sí misma. Puesto que si una persona no siente amor por nada, no parece que haya ningún objeto susceptible de propor­cionar un núcleo de atención para alguien que le ama­se. Así las cosas, aparentemente no hay ninguna mane­ra de expresar el amor hacia ella puesto que, como ca-

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rece de intereses, nadie puede dedicarse con cariño a protegerlos o fomentarlos; no hay nada que un amante pueda hacer.

No obstante, si nos remitimos otra vez al modelo del amor paterno, vemos que este análisis resulta exce­sivamente simplista. Los padres no sólo manifiestan de manera fehaciente su amor por sus hijos intentando identificar y apoyar los verdaderos intereses de éstos. Pueden manifestarlo también haciendo todo lo posible para asegurar que sus hijos tengan tales intereses. Los amantes padres no desean que sus hijos estén condena­dos a llevar una vida carente de fines últimos ni que, de tenerlos, éstos sean tan mezquinos que una vida estruc­turada por ellos suponga, en suma, una vida caótica­mente fragmentada y prácticamente desprovista de sen­tido. Por tanto, su preocupación por el bienestar de sus hijos alcanza, de manera natural y en la medida en que sea necesaria, a ayudarles a que sean capaces de amar y a que encuentren cosas a las que amar. Ello indica que una persona que no ama nada puede, no obstante, de­mostrar que se ama a sí misma intentando superar las características personales que bloquean su capacidad de amar y esforzándose en encontrar cosas a las que lle­gar a amar.

Supongamos que alguien intenta sinceramente me­jorar su capacidad de amar y de ampliar el número de cosas que ama. Supongamos también que no puede evi­tar hacerlo, y que no tiene ningún otro fin oculto, que está motivado por tendencias e inclinaciones no some­tidas de manera inmediata a su voluntad, y que amar es importante para él como fin último. Tal vez este alguien admite no amar nada en particular, o que únicamente es capaz de amar su supervivencia y lo que ello conlle-

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va, pero que desea poder amar algo más. En cualquier caso, considerar su .interés en hacer lo que puede para encontrar amor como algo que expresa amor hacia sí mismo no es menos apropiado que considerar que los padres expresan el amor por sus hijos cuando hacen lo posible para ayudar a sus hijos a encontrar el amor.

Por tanto, la forma más rudimentaria de amor a uno mismo consiste, simplemente, en el deseo de una perso­na de amar. Es decir, en el deseo de esa persona de te­ner objetivos que considerar como propios y a los que poder dedicarse por sí mismos y no sólo por su valor instrumental. Cuando una persona desea amar, lo que desea es estar en situación de actuar con un objetivo cla­ro y preciso. Si carece de él, la acción no puede ser sa­tisfactoria, sino que -como decía Aristóteles- es «va­cía y vana». Proporcionándonos fines últimos, a los que valoramos por sí mismos y hacia los que nuestro com­promiso no es meramente voluntario, el amor nos libra de ser arbitrarios y de· desperdiciar nuestras vidas en ac­tividades vanas y básicamente carentes de sentido pues, al no tener un fin último, no contribuyen a nada que real­mente queramos. En otras palabras, el amor nos permi­te comprometernos de manera incondicional con activi­dades con sentido. Así, puesto que el amor a uno mismo equivale al deseo de amar, puede decirse que el amor· consiste, simplemente, en el deseo de ser capaces de contar con que nuestras vidas tengan sentido.3

3 . En la medida en que los seres humanos no pueden evitar

sentir este deseo, estamos constituidos para querer amar. En este

caso, amar es algo intrínsecamente importante para nosotros, y se

cuenta por naturaleza entre nuestros verdaderos intereses. Pero

quizá sería razonable mantener que amar es importante para no-

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El segundo conjunto d e complejidades a las que aludí anteriormente tienen que ver con la posibilidad de que, en ocasiones, las personas puedan experimen­tar una escisión .interna que les impide responder de manera categórica y unívoc a a las cuestiones relativas a qué es lo que aman y lo que no. Puede suceder que u�a persona ame algo sinceramente pero que, al prop10 tiempo, no quiera amarlo. Podríamos decir que una parte de ella lo ama y la otra no. Hay una parte de ella que se niega a amarlo, y que desearía no amarlo en ab­soluto. Es, en una palabra, una persona ambivalente.

Para resolver un conflicto de este tipo, de manera que esta persona se libre de su ambivalencia, no es ne­cesario que desaparezca alguno de sus impulsos anta­gónicos. Ni siquiera es necesario que alguno de ellos aumente o disminuya su fuerza. La solución sólo re­quiere que la persona aclare, de una vez por todas y de manera inequívoca, de que parte del conflicto está. Las fuerzas que la otra parte moviliza pueden persistir con la misma intensidad que antes; pero tan pronto esta persona decida definitivamente cuál es su postura, su voluntad ya no estará escindida y la ambivalencia desa­parecerá. Se ha situado .incondicionalmente a favor de uno de sus impulsos en conflicto, y no del otro.

Cuando esto sucede, la tendencia a la que la persona ha resuelto oponerse -tras haber tomado una decisión,

sotros, y se cuenta entre nuestros verdaderos i n te reses, tanto si lo amamos (o nos preocupamos por ello) como si no. Si éste fuera el

caso, debería reformular mis afirmaciones anteriores sobre las rela­ciones entre el hecho de amar, la importancia y los intereses.

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o de alguna otra manera- se proyecta hacia el exterior. Queda separada de su voluntad y se convierte en algo ajeno a ella. Una vez logrado esto, su conflicto interior ya no es un conflicto en el cual su ya externa tendencia sólo cuente con la oposición de una inclinación contra­ria, sino que cuenta con la oposición de la persona, que intenta -en su calidad de agente que ha logrado unifi­car su voluntad- resistir el asalto a la que la somete. Si, pese a todo, la tendencia alienada sigue ejerciendo de­masiado poder, entonces no sólo logra vencer a una in­clinación opuesta, sino que vence a la propia persona. Es ésta la que ha sido derrotada, y no simplemente una de las muchas tendencias que actúan en su interior.

No obstante, en muchos de estos casos la persona es incapaz de decidir de una vez por todas de qué par­te está. Le resulta imposible identificarse inequívoca­mente con ninguna de las dos tendencias opuestas de su voluntad. No puede decidir de manera concluyente si reafirmar su tendencia a amar o su deseo de socavar dicha tendencia y abstenerse de amar. Ignora cuál de estas tendencias preferirá que prevalezca al final, y des­conoce cuál de las inclinaciones opuestas que existen en su interior rechazará o asumirá.

En estos casos, la persona se encuentra volitivamen­te fragmentada. Su voluntad es inestable e incoherente, y le impulsa al mismo tiempo en direcciones contrarias o con una cadencia desordenada. Sufre una ambivalen­cia profundamente arraigada, en la que su voluntad se complace en la indefinición, careciendo así de autori­dad para guiar sus acciones. Y como es incapaz de re­solver el conflicto en el que está inmersa y, por tanto, de unificar su voluntad, la persona acaba enfrentándose cops1go rmsma.

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Supongamos, por ejemplo, que este individuo s e muestra ambivalente respecto de si ama a una determi­nada mujer. Parte de él la ama, pero su otra parte s e opone a ello, y no sabe cuál de las dos tendencias e n conflicto quiere que prevalezca.4 En esta circunstancia , para él amarse a sí mismo sería amar todo lo que ama. Pero como aún no ha acabado de decidir si dar rienda suelta a este amor o identificarse con -y movilizar­las energías que le impulsan a oponerse a este amor, l o cierto es que en realidad no sabe si verdaderamente ama a esa mujer. Por tanto, su voluntad se encuentra en una situación de indeterminación. No hay una ver­dad última e inequívoca, no hay una evidencia clara d e si en realidad l a ama o no. E n consecuencia, la cuestión de si se ama a sí rrúsmo o n o queda también por resol­ver. Y, como sucede con su amor por la mujer, su amor a sí mismo resulta inevitablemente equívoco. Es una persona radicalmente ambivalente, tanto en lo que con­cierne a sí mismo como en lo relativo a la mujer.5

4. Esta situación difiere de aquélla en la que la incertidumbre del individuo, que no sabe si ama a una mujer, es una cuestión de inseguridad respecto a cuáles son realmente sus disposiciones y ac­titudes hacia ella. El problema de identificar o caracterizar cuida­dosamente los elementos de la propia condición psíquica no es e l mismo que el de resolver un conflicto psíquico.

5 . Como los padres que manifiestan el amor a sus hijos ocu­pándose de enseñarles a amar, este hombre puede manifestar amor por sí mismo preocupándose por resolver su ambivalencia respec­to a la mujer. En este caso, tal vez podríamos decir que el amor a sí mismo consiste (en lo relativo a este aspecto de la vida) en un deseo de lograr amarse a sí mismo (o, suponiendo que existen ya algunas cosas que ama sin lugar a dudas, ampliando su amor a sí mismo).

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L a duda respecto al propio yo fue la fuerza motriz de la filosofía moderna, y ha seguido siendo la fuente de una considerable parte de su energía. Durante los úl­timos trescientos o cuatrocientos años, las dudas teó­ricas que los filósofos se plantearon sobre sí mismos (es decir, sobre sus capacidades cognitivas y morales) definieron y nutrieron sus ambiciones intelectuales más relevantes y sus más fecundas indagaciones. Apar­te de ello, las diversas dudas de carácter más íntimo que padecen crónicamente las personas en general han ejercido una gran influencia en la configuración del ca­rácter de nuestra cultura. La vitalidad y el sabor de la vida contemporánea se han visto notablemente perju­dicados y amargados por formas de ambivalencia radi­cal aún más penosas e imperativas que las inhibiciones escépticas que Descartes y sus sucesores se impusieron a sí m1smos.

Como es sabido, la de la ambivalencia es una histo­ria muy larga que no comienza en la era moderna. Du­rante mucho tiempo, los seres humanos han tenido que lidiar con voluntades divididas, y con la alineación de sí mismos. San Agustín, que luchó contra la ambivalencia en su propia vida, la entendió como una enfermedad, definiéndola de la siguiente manera:

Manda -digo- el alma para que ella misma quiera algo . . . , pero no lo quiere totalmente y, por tanto, tampo­co manda totalmente. Manda en cuanto lo quiere y no hace lo que manda en cuanto no lo quiere . . . No es, pues, un extraño fenómeno querer en parte y en parte no que­

rer. Es una enfermedad del alma . . . Por tanto, hay en no-

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sotros dos voluntades, ninguna de ellas es total, teniendo la una lo que le falta a la otra.6

San Agustín pensó que la ambivalencia, junto al desa­sosiego e insatisfacción con uno mismo que comporta, puede habernos sido infligida por Dios como castigo por el pecado original Puede ser, dice el autor, que su causa resida «en los castigos humanos y oscuras mise­rias que pesan sobre los hijos de Adán». En este con­texto, el de Hipona llegó a la conclusión de que los se­res humanos no podemos librarnos de la escisión anímica y alcanzar un estado de unidad volitiva sin la ayuda sobrenatural de Dios.

Si la ambivalencia es una enfermedad del alma su salud requiere una voluntad única. O, lo que es lo �is­mo, la mente goza de buena salud (al menos por lo que se refiere a su capacidad volitiva) en la medida en que no tiene reservas. Y no tener reservas implica tener una única voluntad. La persona segura de su voluntad tam­poco tiene dudas acerca de lo que quiere y de lo que merece su cuidado y atención. En cuanto a los conflic­tos de disposiciones o inclinaciones que puedan afligir su ánimo, no tiene ninguna duda ni reserva respecto a cuál es su postura, y se presta a sus cuidados y amores de manera inequívoca e incondicional. Así, su identifi­cación con las configuraciones volitivas que definen sus fines últimos no se ve inhibida ni limitada por nada.7

6. Esta cita y la siguiente pertenecen a las Confesiones, 8.9. 7. Tal vez conviene señalar que ser una persona sin fisuras no

implica estrechez de miras. Una persona de fuertes convicciones

no tiene por qué ser fanática. Alguien que sabe sin sombra de du­das cuál es su postura puede estar bien dispuesto a atender a raza-

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Esta identificación incondicional significa que su actitud hacia sí misma carece de ambivalencias. Ningu­na parte de ella (es decir, ninguna de las partes con las que se identifica) se resiste a amar lo que ama. En su devoción a su amado no hay ningún error, y puesto que se ocupa sin reservas de las cosas que le importan, de ella podemos decir, sin temor a equivocarnos, que tam­bién se ocupa de sí misma sin reservas. Su amor incon­dicional a sí misma consiste en -o está constituido exactamente por- la incondicionalidad de su voluntad unificada.

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Amarse a uno mismo es ser incondicional. Ambas cosas son la misma. Como título de uno de sus libros Kierkegaard empleó la enfática declaración: «La pure­za de corazón es que�er una sola cosa» que, tomada al pie de la letra, resulta imprecisa. Las personas que quie­ren una sola cosa no están siendo puras; sólo son deci­didas. El grado de pureza del corazón de una persona no está en función de cuántas cosas quiere sino, más bien, de cómo las quiere. Lo que cuenta es la calidad del querer; su integridad, no l a cantidad de sus objetos.

Las personas no alcanzan la pureza de corazón limi­tando sus intereses. Un corazón puro es el de alguien volitivamente unificado y que, por ello, permanece in­tacto. La pureza reside, como sin duda Kierkegaard se propuso transmitir, en la incondicionalidad. En la me-

nes que le hagan cambiar de opinión. No es lo mismo estar seguro

de algo que ser terco u obtuso.

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dida en que una persona e s incondicional, ninguna par­te de su voluntad es ajena o opuesta a ella. Ninguno de sus elementos la perturba o se le impone pasivamente. Su corazón es puro en el sentido que su voluntad es es­trictamente la suya.

Así pues, el amor a uno mismo consiste en la pure­za de una voluntad incondicional. Pero, entonces, ¿qué sucede? ¿Qué razón hay para que ansiemos o estemos especialmente interesados en la incondicionalidad? ¿Por qué motivo deberíamos m ostrar una preocupación es­pecial por la pureza? ¿Por qué deberíamos pensar que el amor a uno mismo es algo deseable e importante ? ¿Qué es lo que hay de maravilloso en l a integridad y l a unidad de la voluntad?

Una de las virtudes de la unidad de la voluntad es que las voluntades divididas son intrínsecamente con­traproducentes. La división de la voluntad es el equiva­lente, en la esfera de la conducta, a la contradicción en la esfera del pensamiento. Una creencia contradictoria nos exige aceptar y negar simultáneamente el mismo juicio, garantizando así el error cognitivo. De manera análoga, el conflicto de la voluntad impide que nuestra conducta sea eficiente, instándonos a actuar en senti­dos contrarios al mismo tiempo. Por tanto, la ausencia de incondicionalidad es un tipo de irracionalidad que contagia nuestras vidas prácticas haciéndolas incohe­rentes.

Por la misma razón, disfrutar de la armonía interna de una voluntad unificada equivale a poseer un tipo fundamental de libertad. En la medida en que una per­sona se ama a sí misma (o, dicho en otras palabras, en l a medida en que es volitivamente incondicional) no se opone a ningún movimiento de su propia voluntad. No

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entra en contradicción consigo misma, ni se opone o procura impedir la expresión, en el razonamiento prác­tico o en su conducta, de cualquier amor que su amor a sí misma implique. Es libre de amar lo que ama, al me­nos en el sentido de que ho interfiere ni pone obstácu­los a su amor.

Así pues, el amor a sí mismo ha realizado su papel constituyendo la estructura de la racionalidad volitiva y el modo de libertad que proporciona esta estructura de la voluntad. Querernos a nosotros mismos es deseable e importante porque, prácticamente, es lo mismo que es­tar satisfechos con nosotros mismos. La satisfacción a la que esto equivale no es una cuestión de petulante com­placencia, ni consiste en el sentimiento de haber logra­do algo valioso, o que hemos logrado cumplir nuestras ambiciones. Más bien se trata de una situación en la que voluntariamente aceptamos y refrendamos nuestra propia identidad volitiva. Nos contentamos con los ob­jetivos últimos y con la capacidad de amar que es la que mejor define nuestra voluntad.8

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Se podría aducir que si el amor a uno mismo como tal no posee ningún valor específico, tampoco puede poseer ningún valor fundamental e intrínseco. Al fin y al cabo, la incondicionalidad no es más que una carac­terística estructural, que tiene que ver con la unidad vo-

8. Según Spinoza, el amor a uno mismo, o el estar satisfechos con nosotros mismos, «es en verdad el bi�n mayor que podemos

esperar» (Ética, 4.52S). Ello no significa que el amor a uno mismo

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litiva o integridad. Atribuírsela a alguien no contribuye en nada a identificar las verdaderas tendencias y direc­trices de su voluntad ni los objetos concretos que ama. Además, el amor a uno mismo es neutral respecto de los valores morales y no morales, no posee ningún vec­tor valorativo esencial. Una persona se ama a sí misma en la medida en que ama cualquier otra cosa de manera incondicional. El valor de lo que ama nada tiene que ver con la incondicionalidad de su amor.

Esto abre la posibilidad de que alguien puede amar con incondicionalidad algo anodino, malo o perverso, lo cual ha inspirado intentos de mostrar la práctica im­posibilidad de amar este tipo de cosas de manera ine­quívoca. Muchos filósofos y pensadores religiosos pre­tendieron, e intentaron demostrar, que inexorablemente la voluntad entra en conflicto consigo misma cuando deja de seguir y atenerse a las exigencias de la moral. Si estuvieran en lo cierto, ello significaría que, en realidad, sólo la buena voluntad puede ser verdaderamente in­condicional.

Sin embargo, sus argumentos no son convincentes. De hecho, en mi opinión, el proyecto que defienden es

o la satisfacción basten para que las personas sean felices, o que sean suficientes para que una vida sea buena. Al fin y al cabo, estar satisfecho con uno mismo no es incompatible con sentirse desilu­sionado por cómo van las cosas, con reconocer que hemos fracasa­do en aquello que más hemos luchado por lograr, ni con la infelici­dad que estos infortunios provocan. Hay otras cosas buenas que también vale la pena esperar: por ejemplo, mayor poder, talento, mejor suerte. El que estemos satisfechos con nosotros mismos no

quiere decir que estemos satisfechos con nuestras vidas. No ob s­tante, quizá Spinoza tiene razón. Amarse a uno mismo bien puede

ser el bien «supremo» o el más importante de todos.

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poco prometedor. Ser incondicional es bastante com­p atible no sólo con algún tipo de imperfección moral, sino también tremenda e irremisiblemente perverso. Sea cual fuere el valor y la importancia del amor a uno mismo, l o cierto es que no puede garantizar ni una mí­nin1a rectitud. L a vida de una persona que se ama a sí misma es envidiable por su incondicionalidad, pero puede distar mucho de ser admirable. La función del amor no es hacer que la gente sea buena, sino simple­mente que sus vidas tengan sentido, ayudándoles así a enfocar sus vidas de la forma que les resulta más conve­niente.

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L a incondicionalidad es difícil de alcanzar; no es fá­cil que nos sintamos satisfechos con nosotros mismos. La incertidumbre y la ambivalencia respecto a las cosas que amamos nos afecta demasiado. Para san Agustín, . los obstáculos al amor a uno mismo no sólo eran inna­tos, sino que nos habían sido imbuidos por Dios y, por ello, estaba convencido de que haría falta un milagro para superarlos. A mi entender, es que determinadas personas tienden por naturaleza a la incondicionalidad, mientras que otras no; y creo que el que alguien pueda lograr un elevado grado de incondicionalidad en sus vi­das depende en gran medida de la genética y de otros ti­pos de suerte. Quizá ello no sea muy distinto de lo que san Agustín pensaba al suponer que es una cuestión de voluntad divina. En cualquier caso, es obvio que no po­demos obligarnos a querernos más a nosotros mismos que a amar a cualquier otra persona.

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¿Y si sucede que, cuando todo está dicho y hecho, no podemos amarnos a nosotros mismos? ¿Y si somos incapaces de superar las dudas y dificultades inherentes al sentimiento de incondicionalidad respecto a noso­tros mismos y nos vemos irremisiblemente privados de la capacidad de amarnos a nosotros mismos? Y a en el primer capítulo de este libro expuse que una de las diferencias esenciales entre los seres humanos y otros animales es que éstos no son reflexivos. No se pregun­tan qué están dispuestos a hacer, ni piensan en sí mis­mos; no se preocupan por qué o quién son. En otras pa­labras, no se tornan en serio. Sin embargo, nosotros podemos tomarnos en serio, y a menudo lo hacemos, lo cual, naturalmente, es lo que nos permite sentirnos in­satisfechos con nosotros mismos.

Quizá sea buena idea que no nos tomemos demasia­do en serio. En este sentido, y para concluir, menciona­ré una conversación que mantuve hace unos años con una mujer (secretaria, no filósofa profesional) que tra­bajaba en una oficina no muy alejada de la mía. No la conocía demasiado, sólo nos tratábamos ocasionalmen­te. Pero era atractiva y yo, en aquella época, no estaba casado, y un día empezamos a hablar de temas más per­sonales que de costumbre. En el transcurso de la con­versación ella dijo que, en su opinión, las dos únicas co­sas que realmente importaban en una relación íntima eran la sinceridad y el sentido del humor, lo cual, como primera aproximación al tema, me pareció algo previsi­ble, pero también muy juicioso. Antes de que pudiera responderle, expresó una segunda idea bastante menos común. «¿Sabes? -dijo- en realidad no estoy muy se­gura respecto a la cuestión de la sinceridad. Al fin y al cabo, aunque te digan la verdad, cambian de opinión

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con tanta rapidez que de todos modos nunca puedes confiar en ellos.»

Así pues, éste es mi consejo. Digamos que, sencilla­mente, somos incapaces, por mucho que hagamos y que nos esforcemos, de ser incondicionales. Digamos que nos resulta imposible superar nuestra incertidumbre y nues­tra ambivalencia, y que no podemos librarnos de vacilar en un sentido u otro. Si final y definitivamente está claro que siempre sufriremos inhibiciones y dudas respecto a nosotros mismos, y que nunca podremos estar plena­mente satisfechos con lo que somos (si, el amor hacia nosotros mismos está, realmente, fuera de nuestro alcan­ce), al menos asegurémonos de poder contar con el sen­tido del humor.