felices y escolarizados

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Autor

Raimundo Cuesta Fernández es doctor con premio extraordinario en Historia por la Universidad de Salamanca. Ca-tedrático de educación secundaria. Fue director del Centro de Profesores de Sa-lamanca y es colaborador como profesor de didáctica y en programas de doctora-do del Departamento de Teoría e Histo-ria de la Educación. Premio nacional a la innovación educativa con el grupo Cro-nos. Pertenece al consejo de redacción de Con-Ciencia Social, órgano de expresión de Fedicaria. Sus más recientes publica-ciones exploran las relaciones entre his-toria y didáctica crítica.

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Raimundo Cuesta

Felices y escolarizados

crítica de la escuela en la era del capitalismo

octaedro

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colección educación, historia y crítica

Colección dirigida por Juan Mainer

Título: Felices y escolarizados. Crítica de la escuela en la era del capitalismo

Primera edición en papel: junio de 2005

Autor: Raimundo Cuesta Fernández

Primera edición: noviembre de 2009

© Raimundo Cuesta Fernández

© De esta edición:Ediciones OCTAEDRO, S.L.

Bailén, 5 - 08010 Barcelona - EspañaTel.: 93 246 40 02 - Fax: 93 231 18 68

[email protected]://www.octaedro.com

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción

prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-9921-037-7Depósito legal: B. 43.975-2009

DIGITALIZACIÓN: EDITORIAL OCTAEDRO

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índice

Presentación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9

Capítulo 1. La conquista de la felicidad: bosquejo histórico de la escolarización obligatoria . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .11

1.1. Taller de hombres y tabla de salvación: protohistoria de la escuela obligatoria de la modernidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .11

1.2. El gran artefacto educativo de comenius como proyecto de salvación y felicidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .29

1.3. Los proyectos de felicidad de la revolución francesa: el encierro como liberación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .36

1.4. Orígenes, formación y constitución de un sistema de educación obligatoria en españa: la larga marcha hacia la felicidad por la escolarización . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .46

1.5. La educación obligatoria bajo sospecha: el lento y difícil camino hacia la escolarización de masas y el sinuoso triunfo de la obligatoriedad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .57

1.6. El logro de escolarización obligatoria . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .70

Capítulo 2. Paradojas y sueños de la razón historiográfica . . . . . . . . . .792.1. La normalización historiográfica del pasado español

y la modernización como fin de la historia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .792.2. El paradigma economicista: bajo el signo del homo

oeconomicus y del mito de la continuidad histórica . . . . . . . . . . . . . . . .872.3. El paradigma ideal-progresista: la escuela y el estado

en pos de la felicidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .992.4. La historia crítica como otra mirada: más acá y más allá

de la historia cultural postmoderna . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 116

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Capítulo 3. Pensar históricamente la escuela. Modos de educación en la España contemporánea . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 123

3.1. Los modos de educación: periodizar y explicar la historia escolar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 123

3.2. Ensayo provisional de sucesión de los modos de educación en españa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 134

3.3. La constitución y asentamiento del modo de educación tradicional-elitista . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 143

3.4. La rápida transición hacia la educación de masas . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1623.5. Hacia una sociedad educadora: generalización,

paradojas y tendencias actuales del modo de educación tecnocrático de masas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 171

Capítulo 4. La forja del estado social y la constitución de la infancia feliz y obligatoria . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 187

4.1. El derecho a la felicidad: estado y profilaxis social . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1874.2. Auge y crisis del estado de bienestar en la era

del modo de educación tecnocrático de masas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1944.3 Genealogía del estado social en españa. el fracaso

y el éxito de un país normal . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .2094.4. De los talleres a las aulas: la constitución de la infancia

como sujeto y objeto escolar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2184.5 Felices e irresponsables: la larga pugna por sacar

a la infancia del derecho penal de los adultos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .230

Epílogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 247

Referencias bibliográficas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 255

Índice onomástico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 269

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presentación

Este libro nace del encuentro impremeditado de una pasión y una ambición. La pasión obedece al deseo irrefrenable de mirar la rea-lidad sin miedo a lo que nuestros ojos puedan descubrir, convir-tiendo el acto de conocer, como Nietzsche hiciera mediante la sos-pecha y la escucha, en una interrogación crítica e histórica sobre las verdades tenidas por buenas y eternas en el presente. La ambi-ción consiste en el propósito de traspasar los límites académicos y los imperativos de toda clase que constriñen la factura de las obras «de autor», tratando de ofrecer un texto que sirva, entre otros fines, para ir edificando el suelo común de ideas sobre el que levantar un proyecto intelectual colectivo (El Proyecto Nebraska dentro de Fe-dicaria) (Cuesta y otros, 2002). Esto último me impele, con gustosa obligación, a dedicar este libro a Juan Mainer, Julio Mateos, Javier Merchán y Marisa Vicente, colegas, amigos y miembros de la tripu-lación de una singladura común que nunca del todo verá tierra.

La obra se compone de cuatro capítulos y una breve recapitu-lación a modo de epílogo: 1) La conquista de la felicidad: bosquejo histórico-crítico de la escolarización obligatoria; 2) Paradojas y sue-ños de la razón historiográfica; 3) Pensar históricamente la escuela. Modos de educación en la España contemporánea; y 4) La forja del Estado social y la constitución de la infancia feliz y obligatoria. To-dos y cada uno de ellos poseen pleno significado en sí mismos y, por ello, pueden ser leídos autónoma y separadamente. De donde se infiere que el orden de presentación en el libro es uno de los posi-bles pero no el único. No obstante, la secuencia que se sugiere está lejos de ser caprichosa, pues la construcción del texto posee una ló-gica argumentativa que se hilvana en torno a un eje transversal y recurrente: la mirada crítica y genealógica de la escuela en la era

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del capitalismo, tomando como argumento central el proceso de escolarización universal y obligatoria y sus implicaciones de todo tipo. En cierto modo, se diría que el libro es un ensayo de ensayos entrelazados por ese común afán genealógico, que, si bien se mira, va más allá de la crítica de la escuela y se interna en el camino más amplio y tortuoso del cuestionamiento de las sociedades, de antes y de ahora, emanadas del capitalismo.

El compromiso con la crítica comporta una cierta confronta-ción con las ideas dominantes en las comunidades académicas rela-cionadas con la educación y su historia. Tengo la ventaja y la inde-pendencia de no ganar mi sustento a cuenta de ninguna de ellas y poseo la libertad del que nada necesita. Ello no obsta para que nadie confunda la crítica con falta de respeto por la obra de algunos auto-res de los que he aprendido mucho e incluso de algunos con los que me unen lazos de amistad. Lo cierto es que mi libro se sitúa en una región necesariamente molesta y a contrapelo, pues trata de impug-nar las verdades admitidas sobre el «progreso», la escolarización, el papel benefactor del Estado y otras muchas que constituyen lugares comunes de lo que viene en llamarse pensamiento progresista y yo denomino «liberalsocialismo». Más acá y más allá del mismo se si-túa este texto «intempestivo» que pretende cultivar esa pasión por el conocimiento a la que aludía en el comienzo de estas líneas.

Y mientras tanto…, dejemos que el texto hable, y que la dialéc-tica negativa nos arrastre por las paradójicas aguas de la crítica y las contradicciones de nuestra propia vida. Como ciudadano y profe-sor, me corresponde, y así lo pretendo con este libro y también con mi vida profesional, pensar alto y actuar bajo.

Salamanca, 1 de agosto de 2004Raimundo Cuesta

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capítulo 1

La conquista de la felicidad: bosquejo histórico de la escolarización obligatoria

1.1. taller de hombres y tabla de salvación: protohistoria de la escuela obligatoria

de la modernidad

La escuela, tal como la conocemos hoy, y la asistencia obligatoria a la misma, pertenecen al género de obviedades que no es preciso explicar a nadie: son porque están. En cambio, en 1530 sí era pre-ciso y oportuno que Martin Lutero, uno de los heraldos de la em-brionaria escuela capitalista, reiterara en su célebre Sermón sobre la necesidad de mantener a los niños en la escuela una justificación de la obligatoriedad escolar dentro de un programa más ambicioso y sistemático, compartido también por la Iglesia católica del Conci-lio de Trento, de conquista y salvación del alma infantil. Así decía el elocuente faro de la Reforma: «Si la sociedad puede obligar a los sujetos capaces de llevar la lanza y el arcabuz a escalar fortificacio-nes y hacer el servicio de la guerra, con mayor razón puede y debe obligar a los sujetos a enviar sus hijos a la escuela, ya que se trata de una guerra aún más terrible contra el satánico demonio».1

Pues bien, hoy el «servicio de guerra» tiende, en muchos paí-ses, a dejar de ser obligatorio y el «satánico demonio» difícilmente comparecería en el vocabulario, políticamente correcto, del discur-

1. Se trata de Eine Predigt, dass man Kinder zur Schulen halten solle, famoso texto de Lutero redactado para su amplia difusión entre las autoridades de las ciuda-des alemanas, algunas renuentes a sostener la escolarización universal por él propi-ciada. El fragmento que se cita procede de A. Querrien (1994, 14). La traducción del título que seguimos es la de J. Bowen (1986, 498), donde además puede comprenderse el contexto ideológico del sermón.

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so escolarizador de remozada faz tecnocrática. Las apelaciones al maligno ahora se han trocado en promesas de felicidad sin cuento para una sociedad que, habiendo descubierto, por fin, que la educa-ción es un tesoro, está dispuesta a conservarlo o a invertirlo a plazo fijo y con todas las garantías bancarias en las mil y una oportunida-des ofrecidas por la llamada sociedad del conocimiento.

De ahí que la bondad de la obligatoriedad escolar posea la fuerza invencible de los fenómenos sociales que se propagan hasta hacerse universales superando las circunstancias específicas en que nacie-ron. Representa ya una parte de ese «raro consenso transcultural» (Gimeno, 2000, 13) adherido a la educación de masas. En efecto, al finalizar el siglo pasado más del 80% de los sistemas educativos nacionales de todo el mundo habían adoptado algún tipo de normas o medidas regulando la asistencia obligatoria (Ramírez y Ventresca, 1992, 132). Incluso últimamente, en ocasiones, la obligatoriedad ni siquiera necesita materializarse en norma jurídica, por entender el legislador que tal exigencia se desprende como condición insepara-ble de la educación de masas. Es ya un sobrentendido, un sobren-tendido de alcance universal. Los esporádicos movimientos actua-les contra la escolarización obligatoria, como el home schooling en USA, no representan más que una tormenta en un vaso de agua, que no altera el océano de países, estados, organismos, opiniones públicas, sindicatos, partidos, iglesias, etc. defensores, a mayor glo-ria de Dios y los hombres (y mujeres), de la máxima extensión de la escuela obligatoria. El logro de este consenso transcultural ha su-cedido en un lapso de un par de siglos y ha estado dirigido bajo la batuta de los países capitalistas más adelantados, que, de esta suerte, convierten, en el globalizado mundo de nuestro tiempo, sus valores culturales sobre la escuela y la educación en los valores. De este modo, el hecho de escolarización conlleva un nuevo proceso masivo de aculturación bajo los imperativos del capitalismo tardío y el renovado Estado-nacional de la era de la globalización; fenóme-no que cobra una fuerza extraordinaria de aceleración después de la Segunda Guerra Mundial. Es precisamente en la segunda mitad del siglo xx cuando se impone, con ciertos desajustes nacionales, el modo de educación tecnocrático de masas en los países occidenta-les y cuando asistimos, bajo la paternal tutela y asesoramiento de los técnicos de la UNESCO, a la mimética erección de los sistemas nacionales de educación en los países del Tercer Mundo. A esca-la planetaria, la tasa media de escolarización primaria supera hoy el 90%, y desde 1950 ya había alcanzado el 100% en Europa Occi-

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dental (Ramírez y Ventresca, 1992, 130). Este gigantesco fenómeno de homogeneización cultural, educativa y curricular vino precedi-do, amparado y sancionado, en 1948, por la Declaración Universal de los Derechos humanos, que reconocía en su artículo 26 la edu-cación como un derecho inherente a la condición de ser humano: «Toda persona tiene derecho a la educación. La educación debe ser gratuita en lo concerniente a la instrucción elemental y fundamen-tal. La instrucción elemental será obligatoria…».

Pero la educación obligatoria, esta verdad que hoy parece axio-mática e indestructible, tiene, como toda verdad establecida, su his-toria. Una historia un tanto oscura y a veces como secreta, huidi-za y siempre confusa. Conocerla es una perentoria necesidad para quienes trabajamos en el campo de la educación, porque así podre-mos alcanzar a ver que «con la escolaridad obligatoria se instaura todo un ordenamiento específico de relaciones entre el Estado y la familia, entre el deseo de saber y la obligación de trabajar» (Que-rrien, 1994, 17), entre lo que llamaré las tres edades instituciona-les normalizadoras (la implicación recíproca entre las mayorías de edad penal y la laboral y la duración de la obligatoriedad escolar) constitutivas del nuevo orden social capitalista en el que se inscribe el individuo moderno. Realmente el estudio de la escolaridad obli-gatoria es una sinécdoque del sistema educativo y, por extensión, del sistema social, de modo que tengo por cierto que, de igual ma-nera que ocurre cuando se practica una biopsia, analizando la par-te alcanzamos a ver la totalidad del tejido social. Esa aproximación metafórica de la parte por el todo se acompaña de una actitud de sospecha y de una intensa voluntad de desnaturalizar la educación obligatoria explorando en su génesis histórica las claves, tan a me-nudo ignoradas u olvidadas, de para qué y cómo surge la escuela de la era del capitalismo. Esa escuela obligatoria en donde, hoy y ayer, una y otra vez, se niega el deseo y se afirma la exigencia de ser salva-dos, velis nolis, de las acechanzas que rodean la humana existencia.

Por lo tanto, me propongo la ardua tarea de desnaturalización y desvelamiento de los valores añadidos a la categoría educación obli-gatoria. Para ello resulta de mucha ayuda pensar históricamente la realidad conforme al método genealógico, que sirve para poner en entredicho el valor mismo de todos los valores.2 Entonces pudiera

2. Para las fuentes del método genealógico que recomiendo, véase F. Nietzs-che, «De la utilidad y los inconvenientes de los estudios históricos para la vida», en Consideraciones Intempestivas II, (1873-1875), Obras Completas, tomo II, Madrid, Aguilar Editor, pp. 69-154, 1932. Además de esta versión, esta obra ha sido reeditada

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ser que la verdad aceptada, la obligatoriedad escolar como bondad, quedara desnuda y se mostrara en toda su esplendorosa fealdad «como consecuencia, como síntoma, como máscara, como tartufe-ría, como enfermedad, como malentendido» (Nietzsche, 1984, 23). En efecto, entre máscaras y malentendidos anda el juego.

Y desenmarcarar equivale, como diría Bourdieu, a «deseterni-zar lo dado» (la escuela obligatoria de hoy), a remontarnos, más allá de la vacua erudición o el afán coleccionista, a los orígenes proto-históricos de lo que Comenius, uno de los máximos pedagogos y el más perspicaz proyectista de maquinarias escolares totales de la Edad Moderna, llamaba en su Didáctica magna, «taller de hom-bres» (Comenius, 1986, 82). Esto es, lugar de trabajo donde se pro-ducen criaturas humanas, o lo que es lo mismo donde los cuerpos se moldean y las subjetividades quedan impresas (la prensa del im-presor era una de las metáforas preferidas del propio Comenius) en el devenir del sujeto individual. Sujeto al que van dirigidas todas las atenciones, dado que, la última ratio de este nuevo mecanismo de la modernización es un plan sistemático, colectivo e individual de salvación de almas. Se ha dicho, con cierto punto de razón, que la escolarización pública de masas funciona como una continua-ción del programa de disciplinamiento y gobernación de la Reforma protestante (Popkewitz, 2003, 157). Pero ello sólo es parcialmente cierto. En verdad, desde que M. Weber, diera a la luz en 1904-1905 su libro La ética protestante y el espíritu del capitalismo ha habido una proclividad excesiva, creo yo, a vincular el racionalismo ascé-tico y la nueva moral reformada y, en general, la praxis pastoral y política, dentro de la que se ha de comprender su acción educadora, de las iglesias protestantes con el capitalismo. Pero ya en su libro La evolution pédagogique en France, E. Durkheim (1982) señalaba magistralmente el parecido entre las instituciones escolares de su

más recientemente en castellano (Madrid, Biblioteca Nueva, 1999), con traducción, introducción y notas a cargo de Germán Cano; y también véase la edición prepara-da por Dionisio Garzón (Madrid, Edaf, 2000). De este texto hice una interpretación bajo el título de «Usos y abusos de la educación histórica», Didáctica de las Ciencias Experimentales y Sociales, núm.º 14, pp. 23-31, 2000. Mi forma de pensar histórica-mente la realidad debe mucho también al célebre artículo: «Nietzsche, la genealogía, la historia», en M. Foucault, Microfísica del poder, Madrid, La Piqueta, Madrid, pp. 7-29, 1991. En España la colección Genealogía del poder de la editorial madrileña La Piqueta recoge un excelente listado de obras y títulos próximos al método genealógi-co. Sus directores Julia Varela y Fernando Álvarez-Uría han resumido sus reflexiones sobre este asunto en su Genealogía y sociología. Materiales para repensar la moder-nidad, Buenos Aires, Ediciones El Cielo por Asalto, 1997.

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tiempo con las propiciadas por los colegios de jesuitas, en donde se ha incubado el croquis cronoespacial y organizativo de la escuela capitalista. Espero que, como se verá más adelante, se entienda que de noche todos los gatos son negros, y por eso en la larga noche de la escuela capitalista es difícil distinguir, por ejemplo, a los educa-dores correligionarios de Ignacio de Loyola de los pastores calvi-nistas. Ambos pastorean rebaños de fieles a los que, con metódica sabiduría, inculcan en sus respectivos centros de enseñanza la san-ta virtud de la ciega obediencia al dogma religioso y a la autoridad constituida.

Los planos guía de la escuela de la modernidad se empiezan a levantar en el siglo xvi y se van completando en el transcurso del Antiguo Régimen, más expresivamente, en general, en el mundo protestante pero también en el católico. En ambos la escuela se ase-meja a una tabla de salvación obligatoria ofrecida por la Iglesia, con el beneplácito del Estado, al servicio de una infancia arrancada de la familia y de la vida social ordinaria, congregada y distribuida ahora en un nuevo artificio institucional, espacio físico y orden temporal que fabrica el ethos del individuo moderno. En la interrelación en-tre el poder pastoral de la Iglesia, el poder político del Estado-na-ción y las nuevas subjetividades que se inculcan desde la infancia, se encuentra la clave del desarrollo de la escuela de la modernidad. Un espacio nuevo, pues, donde concurren Estado, Iglesia e infancia-familia. A más infancia, más escolarización; la creación de la in-fancia, la nueva sensibilidad y atenciones familiares hacia la niñez, se acompañan de una familia progresivamente más nuclear y de la consiguiente desposesión de la facultad educativa de los padres que, en un proceso irrefrenable, van depositando y delegando sus anti-guas atribuciones primero en la Iglesia y después en el Estado. En este trayecto adquieren todo el sentido las primeras exhortaciones, normas y acciones punitivas a favor de la obligatoriedad escolar.

En efecto, el adoctrinamiento y la obligación de asistencia es-colar van de la mano en los primeros ordenamientos escolares que se conocen. En ellos vive, al mismo tiempo, la llama de una escuela común para todos, que llegue también a los pobres (o sea, la inmen-sa mayoría de la población). Conviene, no obstante, no incurrir en la tentación de pensar el Antiguo Régimen con las fómulas ya asen-tadas en nuestro mundo; entonces se estaba muy lejos, lejísimos, de una escuela universal, gratuita y obligatoria, categorías sistematiza-das por los proyectistas de la Revolución francesa y que sólo triunfan claramente en el siglo xix merced a la implantación de los sistemas

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educativos nacionales. Antes reinaba la diversidad, la heterogeneidad. Todavía en pleno siglo xviii la educación elemental de las clases po-pulares estaba a cargo de las parroquias de la Iglesia y de las escuelas de los municipios, pero también participaban los gremios, y en me-nor grado las iniciativas privadas y el Estado central. La supremacía eclesiástica y de las órdenes religiosas, y de otras iniciativas privadas, era muy manifiesta en lo que hoy concebimos como enseñanza se-cundaria. Por no hablar de la Universidad que seguía manteniendo, salvo excepciones, sus rasgos escolásticos de la Edad Media. En ver-dad, durante el Antiguo Régimen las estructuras educativas europeas ofrecían rasgos muy heterogéneos, débiles y no fácilmente sometibles a una clasificación comparativa. Allí reinaba todavía la diversidad y el desorden propio de una situación institucional en gestación.

Ahora bien, en ese mundo proteico, mudable y polimorfo se deja ver la común silueta de una ambición: la duradera voluntad religiosa y política de obligar a los súbditos a sufrir y aceptar los ritos de la naciente maquinaria escolar. Nadie, ni protestantes ni católicos, quiere perder la oportunidad de conquistar almas y ganar la dura batalla de la salvación. En ella el arma que más brilla con luz propia es el catecismo (el más afamado el de Lutero de 1529), compendio catequístico del dogma, símbolo de la colonización de los pobres (como lo fue también entre indios americanos), y fór-mula magistral de la enseñanza basada en la sumisión. Justamente las obligaciones, entre otras el examen de doctrina cristiana para acceder a los ritos de paso (comunión, confirmación y matrimonio) derivadas de su aprendizaje semanal en las parroquias se confun-den, en los siglos xvi y xvii, con las instituciones escolares de la primera modernidad. En ellas, a diferencia de lo que ocurre hoy, la impronta de la Iglesia es imborrable y ello se debe a que entonces era el único aparato capaz de cumplir la doble misión de legitimar el sistema de dominación imperante y asegurar la consiguiente do-mesticación de los súbditos. De ahí que, como viera M. Weber, el poder político busque y encuentre la alianza del «poder hierocrá-tico» (Weber, 1987, 906), dado que este último asegura de manera incomparable la dominación. La combinación del monopolio de la violencia física por el Estado y de la violencia psíquica por la Iglesia, hace que durante la Edad Moderna los papeles se repartan y la es-cuela, plataforma donde las haya de ejercicio del sometimiento por métodos psicológicos y simbólicos, sea territorio de evangelización y de preparación de los pobres para la adquisición, valga el térmi-no de A. Querrien, de la libido trabajante, de suma utilidad para el

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naciente capitalismo. La propia Iglesia, se diría, es como una me-moria fósil de lo que fue el sistema escolar en sus orígenes y de su tinte fuertemente religioso. Las huellas de esa larga presencia per-manecerán imborrables hasta hoy cuando en la mayoría de los paí-ses capitalistas la escuela, al fin liberada de la prometida salvación eclesiástica, caiga en manos de su nuevo señor el Estado, patrón y administrador, en las sociedades disciplinarias del capitalismo, de las renovadas fórmulas magistrales de violencia simbólica.

Esa tendencia, esa alianza estratégica de la Iglesia y del Esta-do, ha obrado como un agijón espoleando la voluntad de poder y saber que se esconden tras las todavía débiles hechuras del primer sistema escolar de la modernidad. No obstante, en la protohistoria de la escuela elemental, tal como sugiere A. Swaan (1992, 138-139), también hubo mucho de conflicto de intereses entre clases, elites e instituciones enraizadas a distintas escalas espaciales.

La obligatoriedad escolar, el trabajo asalariado y la prisión como sanción penal regularizada, son fenómenos consustanciales al desarrollo del capitalismo y el Estado-nación. La fase de acumu-lación primitiva, que C. Marx describe genialmente en El Capital, se corresponde con el nuevo saber-poder de las disciplinas y con las tecnologías y ciencias reguladoras de las poblaciones. La escuela, la fábrica y la cárcel constituyen las tres grandes instituciones donde se forja, populariza e interioriza la noción de un sujeto autoconscien-te, responsable de sus actos y, por tanto, potencialmente culpable y, como gustaba decir Lutero, semper peccator; esto es, un individuo educable, capaz de ser encauzado hacia la salvación. Porque, como es sabido, «no nacemos como sujetos, sino que somos convertidos en sujetos» (Berger y Berger, 2001, 21). Esa conversión es una difi-cultosa talla de uno mismo dando voz a un individuo interior: «Así, lector, yo mismo soy la materia de mi libro» (Montaigne, 1978, 15); también en los ejercicios espirituales de Ignacio de Loyola se deja oír esa voz interior de la conciencia. Incluso, mucho antes del siglo xvi, en la agustiniana invitación a encontrar la verdad dentro del sí mismo (in interiore homine habitat veritas) se condensaba esta nueva espiritualidad al servicio de una nueva individualidad. Ahora bien, esa subjetividad interior sólo se realiza íntegramente cuando pasa de las clases dirigentes al conjunto de la población. Y eso es sólo posible con la escolarización de masas, con el pleno desenvol-vimiento de las sociedades capitalistas y disciplinarias de la época contemporánea en el marco del Estado-nación. Aunque durante el Antiguo Régimen, en la fase de la acumulación primitiva de capital,

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antes de que el Estado se hiciera con las riendas de la educación y universalizara e impusiera a sus ciudadanos la obligatoriedad de ser educados, las iglesias prepararon el gran ensayo educativo de la mo-dernidad como un plan sistemático de evangelización y salvación.

La pastoral reformista de Lutero (1483-1546), atormentado monje agustino de subjetividad torrencial y de agitadísima vida es-piritual, representa un ejemplo temprano y muy expresivo del plan redentor atribuido a la educación popular obligatoria. Y ello en vir-tud de la acción concertada del trono y el altar. Ciertamente, toda comunidad de creyentes es por definición una suerte de unificada comunidad prepolítica que normalmente presta sus utilísimos ser-vicios de autoidentificación colectiva y simbólica a unos estados na-cionales, cuya naturaleza «nacional» era todavía más que dudosa en la Edad Moderna. Desde que en 1517 Lutero clavara sus famosas tesis en la puerta de la iglesia de Wittenberg, epicentro de la Refor-ma, hasta la Paz de Augsburgo en 1555, por la que se consagra la división religiosa de Europa, mucha, demasiada, sangre corrió en cruel sacrificio en honor del viejo y el nuevo dogma y para mayor gloria de los príncipes, del emperador y del Papa. Al final de tantos estragos, en 1555, vencieron las fuerzas del orden y consiguiente-mente se impuso a los súbditos la religión elegida por cada uno de sus gobernantes (cuius regio, eius religio).

Pero todavía en vida del legendario reformador, que sus par-tidarios llamaron «digno y muy glorioso Moisés de los alemanes» y que, sin embargo, Federico II de Sajonia, su protector y amigo, tachó de «pobre diablo» (Delumau, 1967, 201), hubo tiempo para dejar doctrina y hasta política educativa, especialmente en territo-rio sajón, que se convirtió en laboratorio de la nueva educación lu-terana. Ya en 1524 escribe su célebre Carta a los regidores de todas las ciudades alemanas para que se establezcan y mantengan escue-las cristianas. Sin duda éste es un precedente de la universalidad y obligatoriedad escolar («que en todas las ciudades, plazas y aldeas se creen escuelas para educar a toda la juventud de uno y otro sexo»), que va unido al anhelo de adoctrinar en los principios bíblicos, no directamente, como a veces se cree, sino a través de catecismos ad hoc (el propio Lutero fue autor del más famoso catecismo del mun-do protestante). Y es también un texto precursor del razonamiento que defiende la necesidad de que los padres dejen en manos de las autoridades civiles y eclesiásticas la educación de sus hijos: «aun cuando los padres fueran aptos y quisieran hacerlo ellos mismos carecen de tiempo y de oportunidad por causa de sus ocupaciones

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de la administración de su casa. De modo que la necesidad obliga a tener ayos comunitarios para los niños, a no ser que cada uno quie-ra tener el suyo propio. Pero esto sería demasiado oneroso para el hombre común y, por otra parte, más de un niño sería descuidado a causa de su pobreza» (Redondo –dir.–, 2001, 441-442).

En realidad la nueva Iglesia, como la antigua, sospecha de las capacidades e idoneidad de los padres para la educación de sus hi-jos, por más que la obligatoriedad de ésta no alcanzara más allá de la enseñanza de «letras, costumbres y religión», durante dos horas diarias. La justificación de esta nueva obligación escolar, como to-das las que hasta hoy han sido, estriba también en los beneficios po-líticos que ello pudiera ocasionar. Lutero se esfuerza en convencer a las autoridades de las ventajas de la instrucción y escolarización de las clases populares, haciéndoles ver el interés de crear sujetos respetuosos de la ley y obedientes al buen gobierno.

No debieron ser inmediatas las consecuencias de la carta y pa-rece como si las resistencias escolarizadoras de las burguesías ur-banas (por no hablar de las campesinas) no hubieran cedido, pues unos años después, como vimos al principio de este capítulo, Lutero tuvo que recordar otra vez la obligación y la importancia de la edu-cación popular. En el Sermón sobre la necesidad de mantener los niños en la escuela (1530) reincide en el argumento de negar que los padres tuvieran la propiedad de los hijos y en la exigencia de sometimiento al poder civil, advirtiendo a las burguesías urbanas de su tiempo algo que, desde entonces hasta ahora, es bien sabido: que «si dejaran de existir la predicación y la ley no duraría mucho el hombre de negocios» (Bowen, 1986, 500).

Todas estas exhortaciones a favor de la escolarización forzada de las clases populares tuvieron un desarrollo posterior irregular en el mundo protestante. Si bien es cierto que, al finalizar la Edad Mo-derna, los índices de alfabetización y escolarización alcanzan un re-lieve más acusado en los estados luteranos alemanes y escandinavos (sobre todo en Suecia) que en el resto. Se podría decir que en el pla-no de los discursos, e incluso de las disposiciones y ordenamientos jurídicos y religiosos, la obligatoriedad ocupa ya un lugar no desde-ñable, aunque no plenamente realizable, desde el impulso precur-sor del «Moisés alemán». El meditabundo y piadoso Calvino, que recomendó un suplicio menos terrible que la hoguera para Miguel Servet, obsequia en 1536 al pueblo de Ginebra con una educación gratuita y obligatoria, dentro de la especie de régimen teocrático del que se vio beneficiada durante mucho tiempo la industriosa ciudad

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del lago Leman. Desde luego, las escuelas de Sajonia fueron obliga-torias dentro de un sistema supramunicipal de carácter estatal y los exámenes parroquiales de doctrina cristiana eran ya frecuentes en el siglo xvii en el ámbito luterano y calvinista. Pero también en el mundo católico, aunque con menor intensidad y perseverancia, se abrió paso la educación de los pobres. El Parlamento de París, en 1560, exigía a los padres, bajo multa, enviar a sus hijos a la escue-la. El mismo Concilio de Trento (1545-1563) abordó «la educación cristiana de la juventud» estableciendo que en las iglesias pobres, de escaso número de habitantes, se tuviera al menos un maestro, elegi-do por el Obispo de acuerdo con el cabildo para enseñar gramática a clérigos y estudiantes pobres. Pero todavía resultan más pertinentes las disposiciones tomadas respecto a la catequesis infantil, insepa-rable y a veces indistinguible de la primera escuela de pobres: «los obispos cuidarán que se enseñe con esmero a los niños, por perso-nas a quienes pertenezca, en todas las parroquias, por lo menos los domingos y otros días festivos los rudimentos de la fe o catecismo y la obediencia que deben a Dios y a sus padres, y si fuera necesario obligarán aun con censura eclesiástica a enseñarles, sin que obsten privilegios ni costumbres» (Batllori, 1993, 55). Algo más tarde, en 1571, Pío V con la constitución Etsi minime animaba a los obispos a la formación de sociedades o cofradías dedicadas a la educación popular. Ahí está el origen de la Orden de las Escuelas Pías (1597), del español José de Calasanz, y de la Orden de los Hermanos de la Escuelas Cristianas (1686) del francés La Salle, ambas responsables del modelo católico de educación popular, de larga pervivencia y de importancia comparable sólo con el que los jesuitas establecen en la educación de elites con la Ratio studiorum (1599).

En España las escuelas pías, cuyo auge se sitúa en el siglo xviii, supusieron el modelo más importante de escolarización de pobres, auténtica horma de la futura escuela nacional. Pese a sus esfuerzos y los de otras variadas instituciones, el nivel de escolarización no era muy brillante. Se ha calculado que en la Europa de la segunda mitad del siglo xviii podría estar, según los países, entre el 50 y el 30% (Viñao, 1999, 76). Esas cifras hay que rebajarlas en España. En efecto, en 1797, en el Censo de Godoy, podemos apreciar que la tasa de escolarización media era del 23,3%, con un diferencial femenino de 26,1 puntos (10,3% niñas frente a 36,4% niños) (Vi-ñao, 1993, 781), lo que indica, en primer lugar, el nivel muy bajo de aplicación práctica de la obligatoriedad, haciendo ya cierto aquello de que «en nuestro país no ha habido escuela obligatoria, ha habido

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Iglesia obligatoria» (Lerena, 1983, 335), pero demostrando también que la universalidad y obligatoriedad escolar aparece en todos los países atravesada por un componente de género. Como norma, toda política educativa, y la obligatoriedad no es una excepción, miente sobre sus fines y esconde su lógica interna en un selvático camuflaje de contradicciones entre lo que se dice y lo que se hace.

Ahora bien, la especificidad protestante es más visible en lo que hoy llamaríamos educación primaria. En la secundaria la enseñan-za acorde con la pietas litterata (la piedad cultivada), una educación latina para las elites, se daba tanto en el Gymnasium del protestante J. Sturm en Estrasburgo como en los colegios regidos por la Ratio studiorum de los colegas de Ignacio de Loyola. Las diferencias (no en todos los casos) se marcan no tanto en la más enérgica y persis-tente demanda de obligatoriedad escolar para los pobres y en una pastoral que recurre más a los textos escritos, como en la alianza entre el poder civil y el poder religioso para encaminar mancomu-nadamente sus propósitos educativos. Volvamos a Lutero, de cuyas energías maníacodepresivas, paradigma de todas las espiritualida-des culposas, se beneficiaron la teología y las primeras escuelas pro-testantes. Con la ayuda de su amigo, el excelente humanista Me-lanchton, emprendió la ordenación del sistema educativo de Sajo-nia, que fue el modelo de otras reglamentaciones y que se redactó en 1528 con el nombre de Artículo de la Visita. Allí se establecía con rotundidad la responsabilidad de la autoridad civil de fundar y mantener escuelas dentro de un sistema con tres grados, el prime-ro de los cuales era obligatorio y correspondía a nuestra educación primaria (Bowen 1986, 496). Nunca estarían suficientemente agra-decidos a Lutero los príncipes de los estados alemanes por haber, motu proprio, sometido la Iglesia a la férula del Estado. No en vano «la pasiva sumisión a la autoridad» recomendada por el luteranis-mo fue acreditada en más de una ocasión, especialmente cuando se trató de someter a sangre y fuego los levantamientos populares de la época, porque, como es sabido, toda autoridad es legítima pues-to que no existe sino por la voluntad de Dios y los príncipes son sus lugartenientes: Principes mundi sunt dei, vulgus est Satan («los príncipes del mundo son dioses; el vulgo, Satán»).3 El esquema pro-puesto en Sajonia era muy sencillo: el príncipe, asesorado por un

3. Citado en L. Febvre, Lutero, México, FCE, p. 248, 1956. En esta ya antigua biografía, todavía llena de encanto, L. Febvre plasma breve pero genialmente (pp. 245 y ss.) el progresivo viraje de un Lutero impulsivo y creativo a otro obediente a la ley y la autoridad establecida.

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Consistorio (máximo órgano de la Iglesia), nombra a los sacerdotes, formados por el Estado y a su completo servicio, controla los bie-nes eclesiásticos y la enseñanza. La corporación docente la consti-tuyen clérigos al servicio del Estado. Esta proclividad estatista, que concede crecientes atribuciones al Estado-nación, rompiendo con las formas medievales supranacionales de autoridad del Papa o del emperador, concuerda bien con las nuevas y mayores obligaciones y funciones del Estado-nación dentro de un régimen de producción capitalista. Conforme se extiende la economía capitalista, que ca-balga sobre el mercado nacional, el Estado multiplica sus funciones de regulación de la sociedad civil, entre ellas el control y gestión de la educación del pueblo.

El modelo de poder político secular y autoritario con una iglesia a su servicio, como prolongación del mismo, se encarna más adelante, con algunas variantes, y con una extensión y fuerza incomparables, en el Estado prusiano. Fundado en 1701 como efecto colateral de la Guerra de Sucesión española (en contraprestación por el apoyo dado al candidato imperial, el archiduque Carlos de Austria, a la Corona de España), el joven Estado se convierte en el transcurso del siglo xviii en una potencia militar y escolar. Y ambas cosas, aunque parezca que nada tengan que ver entre sí, van unidas. Se inaugura de este modo la precoz vía prusiana hacia la escolarización de masas, senda en la que se cruzan en feliz encrucijada los caminos del Estado, de la Igle-sia y del Ejército. Y eso con anterioridad a que en Francia, en pleno paroxismo revolucionario, se levanten con ardor las banderas de la educación pública universal, gratuita y obligatoria. En efecto, entre el reinado de Federico Guillermo I (1713-1740), el rey sargento, y el de su hijo Federico II (1740-1786), que pasará a la posteridad como el Grande, se diseña el edificio básico de una nueva educación pública y se regula explícitamente la obligatoriedad universal. La brutalidad cuartelera y los malos modos de Federico Guillermo I, obsesionado por la expansión del Ejército y nada contento con las veleidades de su refinado hijo y taimado sucesor, no impidieron que en 1716-1717 se formulen normas de obligatoriedad que recuerdan las ya adop-tadas en el siglo anterior por ciudades como Weimar o Gotha o los países escandinavos. Pero va a ser durante el reinado de Federico II, monarca que dio hospedaje a Voltaire y que brilla con luz propia en el firmamento de los déspostas ilustrados de la Europa de entonces, capaz de compaginar en el territorio de su reino la Ilustración de un Kant, «el solitario de Königsberg», con los terratenientes (los Junkers) de la parte oriental del Estado, en donde la servidumbre de los cam-

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pesinos proseguía como si nada, cuando se lleve a efecto en 1763 el Reglamento General de las Escuelas. Con él se ampliaba la normativa sobre obligatoriedad escolar hasta entonces existente, extendiéndola a todos los niños comprendidos entre los de 5 a 13 años, que que-daban así emplazados, bajo pena de multa para los padres, a asistir diariamente a la escuela entre ocho y once de la mañana y entre una y cuatro de la tarde, excepto los domingos, bajo la atenta inspección de clero o de superintendentes ad hoc. Finalmente, en 1794 el Có-digo General Civil establece la función directiva del Estado dentro de la red de centros encargada de la enseñaza y define la educación pública como la subordinada a los fines del Estado (Luzuriaga, 1963, 157-159).

Ya puede suponerse que, dado el sistema económico y social imperante, pese al autoritarismo del Estado prusiano, estas disposi-ciones se acataban pero no se cumplían, cosa que ha ocurrido reite-radamente en muchos países, como en el caso de España donde esa disparidad entre la norma que obligaba y la asistencia real a la es-cuela será proverbial durante los siglos xix y xx. Pero aquí interesa destacar no las fisuras del poder regulador del Estado, que siempre existen, sino el hecho mismo de que el Estado prusiano, antes de la Revolución francesa, toma las riendas de la educación e inicia la gobernación de sus súbditos mediante dos obligaciones y cuidados: el servicio militar y el sistema educativo. Ya se podrá entender el alcance emancipador de una escuela obligatoria que tenía su otra cara en el militarismo y la expansión territorial.

En el servicio educativo contó además con una directa impli-cación del clero protestante, que ahora bajo el impulso renovador pietista (una forma de espiritualidad más atenta a la vida personal y social que al dogma), introduce, desde finales del siglo xvii, gran-des mejoras en el sistema de enseñanza. En esta tarea sobresale el pastor y docente August Francke, quien monta en la ciudad de Ha-lle un innovador sistema escolar, que se convertirá en la pauta de la nueva escuela popular obligatoria y del emergente sistema educa-tivo amparado por el Estado. Halle fue una especie de laboratorio donde se experimentó y engendró el sistema educativo prusiano del siglo xviii. Básicamente se trataba de dividir la educación en tres escalones. En el más bajo estarían las escuelas elementales (unas gratuitas para los pobres y otras de pago para el resto), en el inter-medio, las escuelas de gramática para los niños de las de pago y, ex-cepcionalmente, para pobres subvencionados (lo que en tiempos de la Revolución francesa se llamarán «alumnos de la patria» y hoy til-

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damos de becarios), y en paralelo, en centros separados, para niñas de pago; en la cúspide la universidad para los jóvenes de sexo mas-culino y, casi exclusivamente, de clase alta. Este sistema de tres gra-dos o niveles con una doble y creciente, según se pasa de un nivel a otro, segregación clasista y de género, con el aliviadero de permitir la ascensión muy restringida de los pobres con talento, es el patrón que ya se encuentra, como veremos, en Comenius, cuya influencia sobre Francke es indudable, y también el molde sobre el que se fun-da, sostiene y pervive la escuela capitalista.

Más tarde, bajo el influjo y dominio napoleónico de Europa, des-de 1810 la enseñanza se convirtió en Prusia en una actividad laica, de modo que los pastores protestantes fueron sustituidos progresiva-mente por las corporaciones profesionales de docentes, rompiéndose así la vieja asociación educadora del Estado y la Iglesia reformada. Las reformas de Wilhelm von Humboldt mantuvieron la obligatoriedad de la escuela popular (la Volksschule), que en su tiempo ya en sus pri-meros tres años alcanzaba al 90% de la población infantil, y terminó por crear un sistema educativo más clasista con una enseñanza se-cundaria de nueve años (el Gymnasium) que servía preferentemente para conducir a su alumnado a la Universidad, cúspide de todo el ar-tefacto. Este esquema de grados educativos y de segregación social y sexual se trasplantará a la nueva Alemania cuando se cree un Estado alemán unificado en 1871. Antes en 1868, en Prusia, se hizo una re-forma para extender la obligatoriedad de la Volksschule durante ocho cursos. Y mientras tanto, claro, el Estado prusiano, primero, y ale-mán, después, distaban mucho de ser una democracia. Mucho se ha perorado sobre la «excepción» prusiana, esa suerte de modernización conservadora avant la lettre, e incluso se ha llegado a aducir que «en Alemania la revolución educativa precedió a la revolución democrá-tica» (Müller, 1992, 41), lo que tiene sólo algo de cierto, porque tal opinión podría inducir alguna que otra confusión a los lectores que nos hayan seguido hasta aquí. En efecto, es perfectamente posible, como he tratado de demostrar, que haya educación obligatoria y ser-vicio militar forzado sin que al tiempo triunfe la democracia ni hayan siquiera resonado las sonoras notas de La Marsellesa. La precaria es-cuela popular y obligatoria de la primera fase de la acumulación de capital no encierra la promesa de la democracia. Encierra, digámoslo sin ninguna sutileza, la promesa del encierro disciplinante.

En verdad, la morfología de la protohistoria de la obligatorie-dad escolar ofrece una cara muy distinta de la que algunos a menudo imaginan. El pasado no es una incompleta promesa de un presente

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feliz. Buscar la semilla de la felicidad en los métodos pedagógicos de la primera escuela de la modernidad, en ese «taller de hombres» don-de se esculpe y talla a sangre y fuego en los individuos la negación del deseo, resulta cuanto menos paradójico. Porque la otra dimensión de la sistematización de la escuela popular del mundo moderno, me-diante la intervención del poder político y el religioso, fue el triunfo de métodos de enseñanza cada vez más eficaces para la atención dis-ciplinaria de cada vez más alumnos. Veamos algunos ejemplos.

En el ámbito católico los grandes generadores de métodos peda-gógicos fueron los jesuitas, los escolapios y los seguidores de La Salle. Los jesuitas con su Ratio atque institutio studiorum Societatis Iesu (1599) fraguaron un implacable «método» u «orden» (así puede tra-ducirse Ratio) de enseñanza elitista y humanística, impartida exclu-sivamente en latín, fundada en el trabajo permanente, la emulación, el silencio, la vigilancia y el examen. Su trascendencia será enorme. Sobre este método y las acomodaciones realizadas por los Hermanos de las Escuelas Cristianas de La Salle en Francia y las Escuelas Pías de José de Calasanz, se erigió el modelo del funcionamiento peda-gógico y organizativo de los sistemas nacionales de educación en el mundo católico. Los dos últimos se dirigieron preferentemente a la educación elemental de las clases populares, inventando el método simultáneo de enseñanza (un mismo libro, un mismo maestro, una misma lección, una misma corrección), que sustituye al individual, y que permite convertir el aula en una taller de producción de conduc-tas uniformes y en serie de acuerdo con una previa graduación de las edades y niveles de logro. A. Querrien ha estudiado cómo esta má-quina escolar contiene unos engranajes más eficaces para promover la libido trabajante exigida por el sistema de producción capitalista y cómo su rival pedagógico, el método mutuo, finalmente será de-rrotado, entre otras cosas, porque «el sentido del método mutuo es reducir en varios años la instrucción primaria, pero el objetivo prin-cipal de la educación primaria es precisamente el de tener encerra-dos a los niños de las clases populares hasta su entrada en el mundo del trabajo» (Querrien, 1994, 75).4 Este ideal de encierro en escuelas

4. El método mutuo o lancasteriano se basaba en el uso de alumnos-monitores que, coordinados por el profesor, eran capaces de enseñar rápidamente a otros alum-nos. Tuvo gran éxito en la instrucción militar y compitió durante una buena parte del siglo xix con el método simultáneo, ambos dirigidos a responder al desafío de una educación masiva. Para éstos y otros asuntos relacionados con los métodos de enseñanza en las escuelas puede verse el interesante y muy foucaultiano ensayo de I. Dussel y M. Caruso (1999).

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y fábricas, la escolarización obligatoria como anticalle, constituye, como detallaré más adelante en otro capítulo, la aspiración más pro-funda de toda la legislación educativa, penal y laboral de la época contemporánea.

En el caso de España, como se dijo, «la escuela de los Escola-pios, escuela del silencio, de la escritura, de los ejercicios escolares, en fin, de la disciplina, será el modelo a partir del cual emergerá la escuela pública nacional» (Varela, 1984, 181). Fundada por José de Calasanz en 1597, instalada en España en 1677, se va a dedicar por completo a la enseñanza. Su época de mayor esplendor se sitúa entre la segunda mitad del siglo xviii y la primera del xix. Con la expulsión de los jesuitas en 1767 aumenta aún más su potencial escolar. Los escolapios organizaron su enseñanza en dos niveles. Una educación elemental (a la que, a diferencia de los jesuitas, prestaron una gran importancia) en la que se impartían lectura, escritura, aritmética, catecismo, historia sagrada y gramática cas-tellana, es decir, lectura, escritura, cálculo y piedad religiosa, lo que equivale al molde de toda la educación primaria posterior. Y un nivel equivalente a la enseñanza media en la que se daban cla-ses de latín, retórica, poesía, geografía, cronología, historia anti-gua y española y urbanidad y política. Adelantemos la similitud con los currícula españoles del xix. Como ya se dijo, en cuanto a educación en general, los escolapios constituyen un puente entre la tradición jesuítica y el modelo liberal-estatal que se impone a mediados del xix.

La educación escolapia no es más que una readaptación de la tradición jesuítica en cuanto al orden de estudios y organización interna de la enseñanza. Se regían por la Ratio studiorum pro ex-tris, que incluida en las Constituciones de 1698, exponía un método de organización y de enseñanza basado en el ideal de uniformidad y eficacia: «manténgase en todas las escuelas la misma doctrina y el mismo modo de enseñarla […] en todas las clases aplíquese la misma disciplina, los mismos ejercicios y de la misma manera […] sean los aquí indicados los libros que, en todas partes, estudien los escolares procurándoselos el rector y para que tanto los niños como sus padres aprendan la virtud» (Faubell, 1987, 226).

Además, su vocación popular hizo que siempre prestaran más importancia a la lengua vulgar y a la dimensión pragmática del conocimiento y también una mayor dedicación a la doctrina religiosa y a las prácticas piadosas dentro de las mismas clases. Así que la enseñanza de los escolapios, dentro de un ideal de uni-

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formidad metodológica y de cristianización, representó, el mejor exponente de la escuela como espacio de socialización total (con vocación de escolarización masiva) anterior al Estado liberal. Una tecnología vigilante y represiva de sí mismo convierte al cuerpo en objeto y blanco del poder, como puede apreciarse en el siguiente fragmento del Método uniforme para las escuelas (1780), escrito por el padre Felipe Scío.

Para la cena, sobre lo dicho en la regla II, sólo se añade que debe ser lo más ligera y de viandas más digeribles que se pueda; pues lo contrario daña al cuerpo y al ingenio. Luego, después de cenar y lo antes que permita el gobierno y costumbres domésticas, besando la mano a sus padres y deseándoles las buenas noches, váyase a retirar. Y antes de acostarse, ármese con la señal de la cruz. Y, si puede ha-berla a mano, rocíese a sí mismo con agua bendita, según el espíritu de la Iglesia. Haga examen de conciencia y dé gracias. Acuéstese con mucha decencia y nunca esté en la cama sino de uno de los dos lados con las manos acomodadas sobre el pecho, sin dormir jamás con la cabeza y la respiración cubierta, que es muy dañoso, y, sobre todo, acuéstese siempre, como que puede morir aquella noche (Faubell, 1987, 282).

En fin, fíjese quien esto leyere en la morbosa obsesión contro-ladora, fiscalizadora de cuerpos y almas: cuerpos dóciles y almas sanas. Como diría Foucault, una nueva microfísica del poder y una nueva anatomía física del detalle se muestra con toda su fuerza en los métodos disciplinantes de un pedagogía que pretende regular la vida más allá de las aulas. Ahí reside el programa moralizador de los primeros y más entusiastas propagandistas españoles de la escuela para todos.

Una escuela que en España ni mucho menos todavía en 1797, con 23,3% de escolarizados, alcanzaba la universalidad y que ha-bía pasado por diversas oscilaciones y avatares a lo largo de la Edad Moderna, estando muy lejos de ser la escolarización un trayecto li-neal, ya que probablemente sufre un retroceso importante entre el primer tercio del siglo xvii y mediados del xviii, y se recupera en la segunda mitad del xviii. Se atribuye esto último a las iniciativas de los obispos ilustrados y a la diligencia de los Escolapios (Viñao, 1993, 780). Todavía, sin embargo, los poderes locales, máximos res-ponsables de las escuelas elementales tenían muchas dificultades para llevar adelante el programa escolarizador de la modernidad, por más que, como ocurría ya tempranamente en el siglo xvi, en

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el Ayuntamiento de Badajoz se comprendieran perfectamente las razones de tener «ocupados y detenidos» a sus beneficiarios.

Atento a que la gente común de esta ciudad, que es muy po-bre la más parte de ella y casi toda vive de su trabajo, por lo que no tienen sustancia y hacienda para traer en escuela de leer, escribir y contar, a sus hijos, y así andan ello vagabundos y distraídos, por lo cual, como a los principios no los habían enseñado ni doctrinado, se crían en la libertad […] hasta que han quince o dieciséis años. Resul-tan muy grandes inconvenientes en la República, y muchos de ellos son holgazanes y vagabundos y dan en otros vicios y escándalos de mucho perjuicio […] para cuyo remedio lo que parece que se debían dar órdenes como si hubiese maestros que los doctrinasen y ense-ñasen la doctrina cristiana y buenas costumbres, y leer, y escribir y contar, porque de este beneficio de estar allí ocupados y detenidos será ocasión de cesar los inconvenientes arriba dichos, y los dichos muchachos quedarán capaces para ir delante en todo género e vir-tud y buenas costumbres y habilidad, y estos maestros se paguen de los propios de esta ciudad […] atento al gran servicio que en esto ha Dios Nuestro señor, y al beneficio común de esta República (Laspa-las, 2001, 452).

Bien puede apreciarse que el redactor de este escrito alcanzaba a ver perfectamente dónde se situaba la necesidad de obligar a la educación en una ciudad donde la mayoría eran pobres por vivir de su trabajo y no del ajeno. En el Antiguo Régimen vivir del trabajo de las manos era signo inequívoco de pobreza como lo es hoy de in-ferioridad social. Entonces como ahora, la demanda de creación de un espacio escolar anterior a la vida laboral figura como un meca-nismo disciplinario y policial, como «detención» y ocupación, como encierro involuntario normalizador del orden social. El programa curricular (leer, escribir y contar) y doctrinal (buenas costumbres y religión) que se demanda de la escuela queda perfectamente es-bozado en el texto y prefigura el que se hará realidad en España el curso del siglo xix.

En toda Europa, durante la Edad Moderna, para colmar estas necesidades de producción de criaturas dóciles se pergeñaron in-genios y artificios de escolarización total, que alcanzarán su máxi-ma expresión en los proyectos educativos de la Revolución francesa. Ellos son el complemento y culminación de las experiencias educa-tivas y de los esfuerzos del Estado moderno y de las iglesias por lle-var a buen puerto la ingente tarea de salvación pastoral y de some-

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timiento político. Dentro de ellos el artificio universal ideado por Comenius en su Didactica magna merece algún comentario.

1.2. el gran artefacto educativo de comenius como proyecto de salvación y felicidad

Con demasiada frecuencia se asigna a los proyectistas educativos de la Revolución francesa (Talleyrand, Mirabeau, Condorcet, Le Peletier y otros) la autoría del primer dibujo predecesor de la ins-talación de los sistemas nacionales de educación que quedaron fi-jados en Europa y América durante el siglo xix y de los que somos herederos. Es más cierto, sin embargo, que la idea de construir un gran artefacto educativo para todos tuvo en la Didactica magna del checo Jan Amós Comenius (1592-1670) una precoz y clarivi-dente exposición. Como es sabido, en el curso de la Edad Moderna todavía pervivía la formación tradicional, heredera del medioevo, de corte estamental, que reservaba la educación escolar formal al clero, la doméstica o de preceptorado a la nobleza y príncipes, y, fuera de los gremios, la no educación al pueblo llano. Entonces el precario sistema de formación tenía una orientación, diríamos hoy, vocacionalista pues cada uno estudiaba (si algo estudiaba) para lo que, dentro de su condición, iba a ser el día de mañana. Todavía no se vislumbraba un espacio escolar autónomo y des-interesado, para todos, de almacenamiento y adoctrinamiento de toda la población, sin interés práctico para el futuro inmediato de cada cual. Pero ya desde el siglo xvi, por impulso de los vientos de la Reforma y la Contrarreforma, algunas ideas y experiencias, como las vistas en páginas anteriores, ponen en solfa y niegan el tosco método de reproducción social del ya viejo y periclitado sistema trifuncional de la sociedad estamental e introducen pau-latinamente el espacio-tiempo escuela separado de toda utilidad práctica inmediata.

La obra de Comenius, quizás el pedagogo más agudo y vigente del Antiguo Régimen, compone una sabia mezcla de religiosidad y ciencia, y se inscribe dentro del irrefrenable afán por compren-der a la divinidad y al mundo, emanación suya, como una gran maquinaria de funcionamiento armónico. De ahí que su Didacti-ca magna lleve el subtítulo de Artificio universal para enseñar a

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todos todas las cosas, o sea, como aclara él mismo, se trataría de un modo de erigir escuelas en cualquier lugar de acuerdo con un método de validez general.5 Un «artificio», como reconoce la Real Academia Española de la Lengua, es algo hecho con arte (arte fac-tus), un conjunto de indicaciones o preceptos para hacer algo bien. Repárese, no obstante, que este compuesto pronto deriva en «arti-ficial» y su significado se escora, dentro de un campo semántico de cierta ambigüedad, hacia lo que se contrapone a «natural» y, lle-vando las palabras hacia las cosas que designan (estamos hablan-do de la cosa «escuela»), pudiera ser que detrás del «artificio» se escondiera un artilugio, esto es, un ardid para conseguir un fin. Por lo tanto, me inclino a considerar la Didactica magna, al igual que todos los planes sistemáticos de escolarización pública universal dentro de la historia del capitalismo, como un artefacto (por lo que tiene de ingenio mecánico) que contiene una artimaña (un artificio para engañar).

En efecto, en la Didactica magna de Comenius, miembro prominente de la secta de los Hermanos Moravos, fiel y muy devoto creyente, se contiene un plan sistemático de enseñanza desde la cuna hasta los veinticuatro años. Es una especie de gran ingenio mecánico que se presenta como un todo orgánico, como una maquinaria de relojería a la que da cuerda el relojero univer-sal, y en la que los ciclos de seis años de los cuatro grados escola-res se presentan como una plasmación de los ciclos estacionales del año astronómico. Esa voluntad casi celestial y astronómica pretende dar carta de divina naturaleza a lo que es un puro artifi-cio humano, a lo que en realidad se configura como una máquina de domesticación, lo que él mismo denomina, en muy interesante definición de escuela, «taller de hombres» (y de mujeres, a las que no excluye).

Tomando como base la ya comentada tradición luterana de de-fender la obligación de una escuela elemental para todos lo niños y niñas, Comenius concibe la escolarización como un gran organis-

5. Este subtítulo seguido de un largo párrafo y un prólogo consta en la prime-ra edición española del texto realizada por Saturnino López Peces (Madrid, Editorial Reus, 1922) e incomprensiblemente desaparecido de la reedición, con Introducción a cargo de M. Fernández Enguita, publicada en editorial Akal en 1986. Por esta última edición hago todas las citas. La traducción al castellano se efectuó a partir de la ver-sión latina publicada en Amsterdam en 1657 que iba dentro de sus obras completas (Opera didactica omnia), pero su primera edición fue en checo en 1632 preparando él mismo, a finales de los años treinta, una versión manuscrita latina que se manejó en los círculos cultos de Europa. Véase J. Bowen (1985, 127).

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mo de salvación, a modo de gran cuerpo orgánico perfectamente sincronizado y dirigido al cumplimiento de su fin:

Llamo escuela, que perfectamente responde a su fin, a la que es un verdadero taller de hombres, es decir, aquella en la que se ba-ñan las inteligencias de los discípulos con los resplandores de la Sa-biduría para poder discurrir prontamente por todo lo manifiesto y oculto (como dice el libro de la Sabiduría, 7.17); en la que se dirijan las almas y sus afectos hacia la universal armonía de las virtudes y se saturen y embriaguen los corazones con los amores divinos de tal modo que todos los que hayan recibido la verdadera sabiduría en escuelas cristianas vivan sobre la tierra una vida celestial. En una palabra; escuelas en las que se enseñe todo a todos y totalmente (Co-menius 1986, 82).

Todo a todos y totalmente. Excelente eslogan todavía hoy para los defensores de una escuela pública basada en el más actual prin-cipio de comprehensividad o integración. Nunca se había pronun-ciado hasta entonces un alegato tan contundente acerca del acceso universal a las luces de la sabiduría. Ésa es, sin duda, la deuda más sólida del pedagogo checo con nuestra actualidad, sólida y duradera porque la promesa de proporcionar «sobre la tierra una vida celes-tial» mediante la sabiduría y la escuela es el motivo temático recu-rrente de la razón moderna, ya que si trasmutamos la vida celestial por la felicidad y la sabiduría divina por la Ilustración, nada impe-diría a un Condorcet, por ejemplo, disputar la paternidad de estas ideas al dirigente y fiel seguidor de un estricto credo cristiano de los Hermanos Moravos.

Ciertamente, el esquema de su proyecto no es completamente original. Se funda, como ya sabemos, en la necesidad de adoctrina-miento y recristianización del pueblo que brota del movimiento de las reformas religiosas del siglo xvi. Lo nuevo es su mayor sistema-tización y la extensión de la escolarización básica dentro de lo que llama schola vernacula publica (se supone que obligatoria, cosa que no aclara en parte alguna) hasta los doce años (considérese que esto fue escrito en el primer tercio del siglo xvii y en España hasta 1901 no se llegó a establecer como norma obligatoria hasta esa edad). El sistema se compone de cuatro niveles o grados de seis años cada uno que desenvuelven cíclicamente un saber universal con diversos grados de diferenciación y sus correspondientes métodos en cada uno de los escalones:

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El ingenio comeniano puede dibujarse como una pirámide de pirámides, algunas de cuyas variables recoge el cuadro. Como se aprecia, los cuatro niveles, en realidad, se pueden convertir en los tres escalones clásicos de los sistemas nacionales de educación puestos en funcionamiento en el siglo xix y hasta hoy vigentes. Si a su escuela común la llamamos educación primaria, si a la escuela latina la equiparamos a la educación secundaria y a la academia con los actuales estudios universitarios, sabiendo que hasta la se-cundaria la enseñanza es pública, común y (se sobrentiende) obliga-toria, nos llama la atención que un escrito elaborado en la primera mitad del siglo xvii haya tenido tanto poder de premonición.

La duración de este artefacto se debe a que, en realidad, en-tonces y ahora los escalones educativos se piensan, aunque no se diga, como un traje con el que vestir las divisiones sociales en clases y sexos. En verdad, como se ha repetido hasta la saciedad, estos mecanos piramidales, auténticas síntesis expresivas del ser funcional de la escuela, lo que pretenden es naturalizar las des-igualdades sociales en función de las edades y del «aprovecha-miento» intelectual de cada cual, de modo que su asombroso pa-recido estriba en que son una representación, en forma educativa, de la anatomía social clasista. Justamente la pirámide escolar es la morfología geométrica que mejor se adapta al cuerpo social del capitalismo. Siempre en la base la familia y en la cúspide la Uni-versidad y por medio las distintas barreras (unas más laxas y otras más estrechas) que encauzan la capacidad de ascensión de una a la otra.

cuadro 1.1El sistema escolar o artificio de Comenius

edad niveles y tipos de escuela escala espacial

Infancia 0-6 Escuela maternal (gremium maternum)

Hogar familiar

Puericia 6-12 Escuela común pública(schola vernacula publica)

Localidades

Adolescencia 12-18 Escuela latina (schola latina)

Ciudades

Juventud 18-24 Academia y viajes(Academia et peregrinationes)

Reino o provincia mayor

Fuente: Elaboración propia a partir de Didactica magna.

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Obsérvese que el parecido con nuestros sistemas actuales no está en el número de grados o niveles, que hoy se tienden a justi-ficar con las razones de la psicología evolutiva. Los niveles pueden variar dentro de una gama pero el fondo es el mismo. Por ejemplo, el famoso Informe sobre la organización general de la instrucción pública (1792) del marqués de Condorcet.6 Presentado en el curso de la Revolución francesa, señalaba cinco niveles o grados en vez de cuatro, pero en el fondo, siendo más restrictivo y selectivo el del revolucionario marqués que el del piadoso pastor checo (la escuela común de Comenius quedaba dividida por Condorcet en primaria de 6 a 10 y una prolongación de ésta hasta los 12), el meollo de la cuestión estribaba en despejar una incógnita muy sencilla: quién, cómo y por qué se llegaba a la schola latina de Comenius o a lo que Condorcet llamaba institutos. En una palabra, ya en el peda-gogo checo, como en el philosophe galo, se puede averiguar (nunca osaron decirlo con claridad) tras la faramalla de sus piramidales in-genios, la realidad del sistema educativo que se formará, imitando sus ideas, en el modo de educación tradicional elitista durante el

cuadro 1.2El sistema escolar del Rapport Condorcet

edad niveles o grados escala espacial0-6 No existe Hogar familiar

6-10 Enseñanza primaria Localidades

10-12 Escuelas secundarias (primaria superior)

Ciudades de más de 4000 hab.

12-16 Institutos (120) Departamentos

16-20 Liceos (9 ) París y otras 8 grandes universidades

Adultos sabios Sociedad Nacional de Ciencias y Artes

París

Fuente: Elaboración propia a partir del Rapport de 1792.

6. Informe sobre la organización general de la instrucción pública, presentado a la Asamblea Nacional en nombre de la Comisión de Instrucción Pública, el 20 y 21 de abril de 1792. En edición a cargo de O. Negrín: Informe y proyecto de decreto sobre la organización general de la instrucción pública, Madrid, Editorial Centro de Estu-dios Ramón Areces, 1990. A partir de este texto haremos todas las citas del Rapport o Informe Condorcet, que así llamaremos para simplificar.

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siglo xix y buena parte del xx: un sistema dual de escolarización, por más pisos que figuren en la fachada legal.

Cuando se gestan los sistemas nacionales de educación en el siglo xix en Europa y América se acaban incluyendo, más o me-nos explícitos, los principios de gratuidad y obligatoriedad. Ya Con-dorcet propuso la idea de gratuidad en todos los niveles y mantuvo un prudente silencio a propósito de la obligatoriedad, mientras que Comenius nunca habla directamente de ello, aunque su plan esco-lar implica un proyecto de salvación de todos los creyentes, lo que invita a pensar en su tácita obligatoriedad (la escuela se afianzará más tarde como empresa de salvación obligatoria) y en su irrenun-ciable gratuidad. No en vano en la Didactica magna exhorta a los magistrados a no reparar en gasto alguno y además hace concebir esperanzas a todos porque «tampoco los hijos de los ricos, los no-bles o los que dirigen el Gobierno son los únicos que han nacido para dichas dignidades» (Comenius, 1986, 285), e incluso no ejerce discriminación negativa para la mujer en las primeras fases del tra-yecto escolar. Bien visto, el artilugio de Comenius, atravesado por la inspiración divina, era, que vivan las paradojas, algo más progresis-ta que el invento de Condorcet y, como veremos, bastante más que el llamado Informe Quintana, de 1813, versión hispana del prece-dente francés.7 Nada tenía que ver con el estilo jurídico-político de éstos, nada con una abstracta y genérica apelación al derecho a la educación y sí mucho con el lenguaje espiritualista y redentorista de su credo religioso. No podía ser de otro modo pues cada cual es hijo de su tiempo.

Un tiempo duro, sin duda el que vivió el inquieto pedagogo checo. Comenius, siguiendo la tradición de los grandes humanis-tas del siglo anterior y como consecuencia también de haber su-frido la persecución católica en mitad de la devastadora Guerra de los Treinta Años (1618-1648), fue un intelectual trashumante, que practicó su oficio religioso y la docencia en varios países de Euro-pa hasta conseguir su más seguro y último refugio en la próspera y receptiva ciudad de Amsterdam. Con la ayuda de la imprenta, el intercambio epistolar y la docencia sus ideas tuvieron una difusión

7. Me refiero al Informe de la Junta creada por la Regencia para proponer los medios de proceder al arreglo de los diversos ramos de Instrucción Pública, que apa-rece editado, entre otras versiones, en Historia de la educación en España. Tomo I. Del Despotismo Ilustrado a las Cortes de Cádiz, Madrid, Ministerio de Educación, pp. 373-414, 1979. A partir de esta edición las citas se abreviarán con la referencia Informe Quintana y la página o páginas correspondientes.

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extraordinaria en los círculos más cultos de los seguidores de las re-ligiones reformadas. Los puritanos ingleses, contrarios a la rigidez y jerarquía de la Iglesia anglicana oficial, fueron de los más ávidos y atentos lectores de sus obras. El hecho es importante porque ello significó que las sugerencias del artilugio universal para enseñar a todos todas las cosas y otros pensamientos por el estilo estuvieron a punto de ser puestos en marcha en el marco de la Revolución ingle-sa de 1640. Esta revolución, que tan a menudo es ignorada o tratada como un complejo conflicto religioso sin significado sociopolítico alguno, enfrentó al Parlamento inglés con el monarca Carlos I en un conflicto de clases, territorios, concepciones religiosas e institu-ciones, que acabó con la ejecución del monarca en 1649, la abolición de la monarquía y la proclamación de una república dirigida por Oliver Cromwell, régimen que, tras su muerte en 1658, se desploma dando paso a una restauración monárquica.8

Una revolución contra el absolutismo real, contra la Iglesia oficial, hecha en nombre y con las palabras del Evangelio, porta-dora de una fuerte esperanza milenarista, no podía dejar de ser sensible a las ideas pedagógicas comenianas. Y así en 1641 el Par-lamento largo invitó a Comenius a visitar Inglaterra con la inten-ción de diseñar, con su ayuda, un sistema de educación estatal. Samuel Hartlib, utópico reformista, fue quien se encargó de tra-mitar la llegada de Comenius con quien se carteaba desde la déca-da anterior. Su breve estancia en las islas tuvo unos resultados poco brillantes, pese a que el título de la obra que escribió a tal propósito, El camino de la luz (Via lucis), pudiera inducir a enga-ño. El hecho es que los intentos de construir un nuevo modelo de educación, una especie de sistema nacional avant la lettre, con sus niveles y grados correspondientes, quedó en agua de borrajas a causa de la ampliación de los conflictos internos y como conse-cuencia de la llegada de Cromwell al poder, dentro de cuyo régi-men de dictadura militar los propósitos de reforma radical de la educación de los Hartlib, los Milton y otros insignes puritanos quedaron arrumbados. Fracasada esta oportunidad, durante mu-

8. La tradición historiográfica marxista, a la que seguimos en este punto, con-sidera que en 1640 se comienza una revolución burguesa temprana o precoz, cuyo significado esencial sería el mismo que el de la Revolución francesa, pero con otros componentes sociales ideológicos, siendo los factores religiosos la forma de expre-sión y el motor de la dinámica de los conflictos entre los diversos protagonistas (landlords, gentry, burguesía urbana, clases populares, rey, Parlamento, territorios de Escocia e Irlanda, etc.).

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cho tiempo, hasta finales del siglo xix, el sistema educativo britá-nico se fundó en iniciativas privadas y organizaciones filantrópi-cas, que sustentaron el sistema hasta que la expansión de la esco-larización y la obligatoriedad elevaron los costes hasta tal punto que empujaron ineluctablemente a la intervención del Estado.

Hasta aquí Comenius y lo poco que dio de sí la vía revolu-cionaria milenarista de las Islas Británicas en cuanto al avance de un sistema escolar universal tal como había sido concebido en Didactica magna. De modo que de lo dicho se desprende que la obligatoriedad escolar y, más aún, la lógica funcional de la escuela capitalista, dentro de un sistema educativo gobernado por el Esta-do, tuvo sus precedentes en las escuelas elementales protestantes y en las experiencias más o menos espontáneas de órdenes reli-giosas como los Escolapios y otras. Los precedentes más notables de lo que pudieran ser escuelas diferenciadas para las masas, muy lejos todavía del sistema reglado de obligatoriedad escolar del si-glo xix, en el siglo xviii pueden hallarse en los estados alemanes, en los Países Bajos, en algunos cantones suizos, en Escandinavia y en la zona del NE de las colonias británicas en América (Ramírez y Ventresca, 1992, 126). No obstante, como ya se dijo, el triunfo más aplastante de la nueva forma de escolarización se ensayó den-tro de una experiencia de revolución «desde arriba» en el caso de Prusia.

1.3. los proyectos de felicidad de la revolución francesa: el encierro como liberación

La vía prusiana, el cambio sin revolución dentro de un modelo au-toritario de poder político, se desenvolvió a través de todo el siglo xviii, dando lugar al sistema de educación estatal obligatoria más acabado, al menos legalmente hablando, antes de la Revolución francesa. En realidad, el siglo xviii, el siglo de la Ilustración, su-puso una fuerte expansión de la economía capitalista y un parale-lo proceso de secularización de las costumbres y un muy evidente refuerzo del Estado nacional. En esas coordenadas es entendible la serie de reformas del Despotismo Ilustrado, que afectaron a las principales potencias europeas. Y también en ese contexto se explican, en la segunda mitad de siglo, las expulsiones en cadena

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de los jesuitas, siervos de dos señores (el Rey y el Papa), lo que aceleró la exigencia de una progresiva intervención del Estado en la educación de los países católicos. El regalismo (el control y so-metimiento de las iglesias nacionales por el poder real) aparece así como una condición imprescindible para asentar una adminis-tración y una soberanía conforme a los dictados de la razón buro-crática moderna. Sin duda el caso paradigmático de todo ello es el de María Teresa de Austria (1740-1780), quien dio vida a una re-forma escolar muy completa estableciendo un sistema de escuelas elementales obligatorias y subvencionadas, las llamadas escuelas comunales y escuelas populares.9 Menos alcance tuvieron las re-formas educativas de los déspotas ilustrados en otros países como España, que siguió exhibiendo un sistema escolar variopinto, po-bre y poco sistematizado.

En fin, la obra educativa de la Revolución francesa no carece, pues, de precedentes muy notables. En la propia Francia la lucha de los ilustrados se manifiesta como un combate contra la presencia del clero en las instituciones educativas del Antiguo Régimen, es-pecialmente de los jesuitas que resulta el más infame de los mons-truos que deben ser aplastados por la luz de la razón. Así, La Cha-lotais y otros de sus contemporáneos se afanan por encontrar un sistema de instrucción alternativo al eclesiástico. Y por esa senda es como aquél llega a formular en su obra Essai d’éducation national (1763) la idea, no nueva, de que el Estado debería ser el patrón de una educación nacional. Este texto y las reflexiones de Rousseau en el Émile (1762), mismo año de la expulsión de los seguidores de Lo-yola, abren las puertas a una feraz ensayística educativa prerrevolu-cionaria. El tono a veces idealista, a veces pragmático de la misma choca con la excepción de Helvetius, quien en su De l’homme, de ses facultés intelectuelles et de son éducation (1773) tomando la tesis materialista de que la desigualdad de inteligencia de los humanos brota de diferencias ambientales, proponía que la tarea formativa del Estado consistiera precisamente en enderezar y nivelar, median-te la educación estatal, esas diferencias. En el crudo materialismo de Helvetius se percibe el hálito, muy progresista, de hacer de la maquinaria escolar un cirujano corrector de las desigualdades. Ése mensaje quedaría para la posteridad como programa ilusorio de una escuela redentora de las injusticias sociales.

9. La base doctrinal de la reforma emprendida, tras la expulsión de los jesuitas en 1773, fue la obra del abad Felbigen, Allgemeine Schulordnung (1774), y su espíritu prosiguió con José II.

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Pero sea en versión idealista, materialista o pragmatista, du-rante el siglo xviii se asiste a la consagración y secularización del discurso pedagógico de la modernidad dentro del más vasto progra-ma de desencantar el mundo mediante el uso de la razón, siguiendo el lema kantiano del sapere aude! (¡atrévete a saber!), quintaesencia de la emancipación humana gracias a la decisión y el valor de ser-virse por sí mismo del poder del conocimiento. Pero esa operación de desencantamiento, de desvelamiento de los discursos míticos acerca de la realidad, no rompe con los supuestos salvadores sobre los que se asentaron las primeras maquinarias escolares. Ahora la promesa religiosa Kant la reviste, en su escrito Sobre la educación, de promesa de felicidad y de idea de progreso.

Puede ocurrir que la educación se vea constantemente mejo-rada y que la sucesión de generaciones avance paso a paso hacia el perfeccionamiento de la humanidad, ya que en la educación está implicado el gran secreto de la perfección de la naturaleza humana. Sólo ahora se puede hacer algo en esta dirección, ya que por primera vez las personas han empezado a juzgar correctamente, y compren-der con claridad, lo que en realidad constituye una buena educación. Resulta delicioso darse cuenta de que, a través de la educación, la na-turaleza humana se verá constantemente mejorada y llevada a una condición digna de la naturaleza del hombre. Esto nos abre la pers-pectiva de una raza humana más feliz en el futuro (Bowen, 1985, 282-284).

Esa raza humana más feliz en el futuro, ¿dónde se hallaría? ¿Acaso en la Revolución francesa a la que Kant y otros inicialmen-te saludaron con entusiasmo?, o ¿quizás en el Estado prusiano que era tan del gusto de los que preferían la injusticia al desorden? Este dilema es el que, en parte, quedó planteado en el curso de los acontecimientos ocurridos en Francia entre 1789, año de co-mienzo de la revolución, y 1804, inicio del mandato imperial de Napoleón por la gracia de Dios y la voluntad de la nación. Ten-go por cierto que, una vez llegado a sus máximas posibilidades y extinguido el modelo religioso de reforma educativa a finales de la Edad Moderna, y tras el fracaso del ejemplo revolucionario inglés de 1640, sólo han competido entre sí propuestas estatales-nacionales, ya que el Estado, con el desarrollo del capitalismo, es la única instancia capaz de construir y financiar una enseñanza universal, gratuita y obligatoria. Y esos modelos se reducen a dos grandes tipos-ideales o polos de oposición: la vía prusiana desde

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arriba (vía autoritaria a través de la cual cuaja la enseñanza obli-gatoria ya en tiempos de Federico II) y la vía francesa desde abajo (vía revolucionaria que no se asienta del todo en Francia hasta los tiempos de la III República en el último tercio del siglo xix). Entre ambos polos discurre el irreversible, aunque desigual y variado, proceso contemporáneo de expropiación de las funciones educati-vas de la Iglesia por el Estado.

Ahora bien, por hipotéticos, efímeros e inaplicables que fue-ran la mayoría de los proyectos de reforma educativa presentados a debate parlamentario durante la Revolución francesa, no por eso carecen de importancia.10 Todo lo contrario. El interés de esta lite-ratura, que muy a menudo cobra la figura de informe-memoria-pro-yecto de ley, estriba tanto en su valor doctrinal, que crea el lenguaje y el arsenal de conceptos de todas las reformas educativas poste-riores, como en de la gran influencia que tuvieron en el diseño par-ticularizado de los sistemas educativos nacionales en el siglo xix, entre ellos el español. Se ha dicho que «los conceptos, hoy lugares comunes, de la educación como servicio público, universalización, obligatoriedad y gratuidad de la enseñanza, laicismo escolar, etc., ya fueron propugnados progresivamente durante las diferentes etapas revolucionarias».11 Ello tiene mucho de verdad siempre y cuando, evitando la narrativa legendaria de las actuales ideologías liberal-socialistas (que veremos en el siguiente capítulo), no olvidemos que las nociones educativas de la Revolución francesa no nacen ex nihilo y que previamente ya se había discurrido y experimentado

10. Destacamos las Cinco memorias sobre la Instrucción Pública de Condor-cet (febrero de 1791), el Informe de Mirabeau (1791) y el de Talleyrand (septiembre 1791), los informes de Condorcet y Barère a la Asamblea Legislativa (abril de 1792), la discusión del Informe de Condorcet en la Convención (diciembre de 1792), los proyectos de Lakanal (junio de 1793) y Le Peletier (julio de 1793); los proyectos de-fendidos por Romme, Lanthenas y Rabaut Saint Etienne, entre octubre y diciembre de 1793; y el último presentado a la Convención, el de Daunou (octubre de 1795). Se pueden consultar la mayoría de ellos en B. Baczo, Une éducation pour la démocra-tie. Textes et projets de l’époque revolutionaire, París, Editions Garnier, 1982. Véase también el análisis comparativo de los mismos en J. M. Madrid Izquierdo (1990, 151-172).

11. O. Negrín (1990, 13), en su «Introducción» al Informe Condorcet. Para un estudio más detallado de los proyectos revolucionarios, se recomiendan los libros de D. Julia, Les trois couleurs du tableau noir. La Révolution, París, Belin, 1981, y tam-bién se encontrará un amplio e interesante elenco de ideas sobre el tema en la com-pilación de artículos escrita con motivo del centenario de la revolución, coordinada por G. Ossenbach y M. Puelles (eds.), La revolución francesa y su influencia en la educación en España, Madrid, Universidad Nacional a Distancia/Universidad Com-plutense de Madrid, 1990.

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la idea de que la educación debería ser algo abierto a todos.12 Y no ignoremos tampoco que, bajo el brillo relumbrante de la retórica revolucionaria, en la escuela de ayer y de hoy siguen vigentes unas tecnologías de salvación del yo forjadas en la etapa protohistórica de la escolarización popular.

En el curso de la Revolución la educación alcanza, desde 1791, rango constitucional y se consagra una declaración explícita a favor de un sistema de enseñanza pública con un primer peldaño gra-tuito. Incluso la instrucción pública fue reconocida como uno de los derechos del hombre en el artículo 22 de la Declaración de 24 de junio de 1793: «la instrucción es una necesidad para todos. La sociedad debe favorecer con todo su poder los progresos de la razón pública y colocar la instrucción al alcance de todos los ciudadanos». Y si bien es cierto que de esas declaraciones no se extrae perentoria-mente la obligatoriedad escolar, también es verdad que los decretos aprobados entre el 30 de Vendimiario al 9 Brumario del año II (21-30 de octubre de 1793), en pleno clímax revolucionario del Terror y en mitad de una teatral campaña del nuevo culto a la diosa Razón, establecen y garantizan el acceso a la escuela, obligando a los mu-nicipios de más de 400 habitantes a establecer una escuela en su territorio, se fijan los sueldos de los maestros y se instituye el proce-dimiento de elección de los maestros por los padres (excluyendo de tal decisión a la nobleza, al clero y otros supuestos contrarrevolucio-narios). Poco duraría tan singular propuesta, ya que meses después, con el decreto Bouquier de diciembre de 1793, se mantenía obliga-toria la enseñanza primaria, pero se descentralizaban las funciones educativas en una pendiente hacia la desregulación que se hizo más clara en el decreto Lakanal de noviembre de 1794, y sobre todo, en plena pendiente de la contrarrevolución thermidoriana, con la Ley Daunou (auténtico adieu al Estado educador) de octubre de 1795, se regresaba a un sistema cada vez más libre (más mercantil), en el que progresivamente la educación se dejaba a iniciativas distintas a las del Estado, desapareciendo la gratuidad y la obligatoriedad al tiempo que se dejaba a las niñas en casa.13 Pobre y efímero bagaje, en fin, el aportado por la Revolución francesa a la teoría y práctica

12. Esa narrativa heroica y teleológica, que pretendo explicar más ampliamen-te en el segundo capítulo de este libro, es la que, entre otros, exhibe en sus investiga-ciones uno de los historiadores que, por otra parte, mejor ha trabajado estos temas. Me refiero a M. Puelles, (1990, 65-100; y 2002 a, 17-48).

13. Véase W. Frijhoff (1990, 43-63) y también el ya citado artículo de J. M. Ma-drid (1990, 165-166).

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de la obligatoriedad escolar. Muchos partidarios de la obligatorie-dad envidiarían, quizás, a la autoritaria Prusia de Federico II, que impuso sin ningún escrúpulo de conciencia, aunque con pocos me-dios para su ejercicio y control, la asistencia obligatoria. En el caso que nos ocupa el recelo teórico a la cuestión procedía de algunos li-berales, que no acaban de ver cómo cohonestar la asistencia forzosa con las libertades individuales. Este escrúpulo estaba muy presente en el Informe (1791) de Talleyrand, según el cual, «la nación ofrece el gran beneficio de la instrucción, pero no lo impone a nadie» (Ne-grín, 1990, 15), y tampoco estaba ausente del texto que gozaría el mayor favor de la posteridad: el Informe Condorcet.

Me detendré un momento en Jean Antoine Nicolas de Caritat, marqués de Condorcet (1743-1794), racionalista impenitente, mate-mático de saber enciclopédico y simpatizante de las ideas republi-canas moderadas (votó en contra de la ejecución del rey Luis XVI), fue además fervoroso creyente de la idea de progreso, activo diputa-do en la Legislativa y en la Convención, y finalmente víctima mortal del insaciable afán devorador de la propia revolución (estando preso y pendiente de proceso, muere probablemente por obra de sí mis-mo). El personaje y su obra (la más completa de la época) ejercieron una profunda huella en el pensamiento educativo del primer libera-lismo español. Su Informe y proyecto sobre la organización general de la instrucción pública (1792), al que ya aludí al compararlo con el artificio universal de Comenius, elaborado por él en el seno del Comité de Instrucción Pública de la Asamblea Legislativa, aunque no surtiera efecto práctico inmediato alguno, tuvo, junto a otros discursos, debates y ensayos de los tiempos de la Revolución france-sa, una amplia repercusión.14 La educación «pública» y «nacional» ya se había convertido en objeto de reclamación en los cuadernos de quejas prerrevolucionarios. Ahora fue el momento de definir qué se entendía por tal. Talleyrand, en su Informe sobre la instrucción pública (1791), descartaba, como vimos, la idea de obligatoriedad Tampoco con Condorcet llega a aceptarse la obligatoriedad, aun-que éste reconoce la gratuidad en los cuatro grados de su sistema

14. Informe Condorcet, reeditado en 1990, con introducción y notas de Olega-rio Negrín Fajardo. Las dos anteriores ediciones españolas estuvieron a cargo de dos insignes pedagogos, D. Barnés (1922) y A. Ballesteros (1932). Más recientemente ha sido publicada otra versión dentro de una compilación de otros de sus escritos sobre educación. Me refiero a Condorcet, Cinco memorias sobre instrucción pública y otros escritos, Presentación, bibliografía y cronología por Ch. Coutel y C. Kintzler, con un estudio previo de N. de Gabriel, «La revolución francesa, Condorcet y la educación española», Madrid, Morata, pp. 12-46, 2000.

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(véase cuadro 1.2. página 33), y, en realidad, es muy consciente de que el sistema universal que propone no es ni puede ser para to-das las clases: «Hemos pensado que en este plan de organización general nuestro primer cuidado debe ser el de hacer la educación, de un lado, tan igual y universal, y de otro, tan completa como lo permitan las circunstancias; que era preciso dar a todos igualmente la instrucción que es posible extender sobre todos, pero no rehusar a ninguna porción de los ciudadanos la instrucción más elevada que es imposible hacer compartir a la masa entera de los individuos» (Informe Condorcet, 43).

En efecto, ése «lo que permitan las circunstancias» es el quid de la cuestión, porque la idea de universalidad acompañada de la fijación de un sistema de cinco grados o niveles educativos coro-nados por una especie de suprainstitución de sabios, encubre una realidad muy sencilla: que las circunstancias mandan, de modo que la enseñanza primaria «que para los niños de las familias más po-bres transcurre entre la época en la que comienzan a ser capaces de aprender y aquélla en la que pueden ser empleados en un trabajo útil» (Negrín, 1990, 19), hay un hiato entre quienes son pobres (los que han de trabajar pronto y estudiar poco) y quienes no los son (los que pueden estudiar mucho y dilatar su tiempo de no traba-jo). En suma, se va dibujando la ya aludida pirámide escolar, cuya correspondencia social ya supo distinguir, sin tapujos, en 1836, el duque de Rivas al justificar el abandono del principio de la gratui-dad universal: «Esta obligación del gobierno es como una pirámide, que, empezando en una ancha base, formada por los menesterosos, disminuye a proporción que va aumentando su altura y creciendo la riqueza de los particulares».15

No obstante, en el frontispicio el artefacto escolar escalonado de Condorcet, escondiendo sus artimañas (sus artificios para engañar), latía, como siempre, el dorado de la prosperidad común y la conquis-ta de la felicidad. O sea, la salvación laica del género humano.

Dirigir la enseñanza de tal manera que la perfección de las ar-tes acreciente el goce de la generalidad de los ciudadanos y el bienes-tar de los que las cultivan; que un mayor número de hombres se ca-paciten para cumplir bien las funciones que la sociedad exige y que

15. El texto citado forma parte de la defensa que el duque de Rivas, como res-ponsable de la sección de instrucción, hizo del Plan General de Instrucción Pública, de 4 de agosto de 1836, cuyo contenido íntegro se recoge en A. Gil de Zárate (1855, I, 164 y ss).

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el progreso siempre creciente de las luces abra un manantial inex-tinguible de auxilio a nuestras necesidades, de remedios a nuestros males, de medios de felicidad individual y de prosperidad común (Informe Condorcet, 42).

Pero siendo así que el proyecto de Condorcet, independiente-mente del lenguaje políticamente más correcto y de una fe laica a toda prueba, no iba mucho más allá que el artificio de un Come-nius, vino la ocasión de que, una vez fuera rechazado por la Con-vención, se sometieran a consideración parlamentaria otros más avanzados. En todos ellos era común la preocupación de superar la mera instrucción, proporcionando a los ciudadanos una educación completa, es decir, una sistemática conducción mediante una total ocupación escolar del territorio con diversos tipos de escuelas. Pero nadie llegó tan lejos en este propósito como el Plan d’éducation na-tionale (1793), de Michel Le Peletier, presentado a la Convención siete meses después del fallido condorcetiano, en plena euforia ja-cobina cuando las aguas de la revolución iban llegando a la pleamar de su afán por crear un hombre (sólo a veces también en ello iba la mujer) y un mundo nuevos. En tal proyecto ya figuraba por primera vez recogida la obligatoriedad.

Louis-Michel Le Peletier, marqués de Saint-Fargeau (1760-1793), aunque tardó en unirse a la causa del Tercer Estado en los días precursores del estallido revolucionario, cuando lo hizo no qui-so dejar sombra de duda sobre sus iniciales vacilaciones y se puso irrestrictamente al servicio de la política jacobina, el ala republicana radical de la revolución. Por ello mismo fue asesinado en enero de 1793 dentro de una cadena de atentados del terror contrarrevolu-cionario encargados de vengar la condena a muerte de Luis XVI en las personas de los diputados que votaron su ejecución. Así, en un clima de exaltación y de glorificación de los mártires de la libertad, el día en que el mismo Marat fue víctima del cuchillo vindicativo de Charlotte Corday (luctuoso suceso que inmortalizó el celebérrimo lienzo de David), se presentó su plan ante la Convención. Tocó tan alto honor a Robespierre, el Incorruptible, símbolo máximo de la virtud cívica republicana y alentador del culto ciudadano al Ser Su-premo. Era posible y nada incoherente defender una nueva religión por decreto y sustituir el viejo orden disciplinario de las escuelas religiosas por la nueva máquina de producción de conciencias.

Pese a tan prometedor comienzo e ilustre apadrinamiento, el Plan de educación nacional, que constaba de un informe y un pro-

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yecto de decreto, después de un intenso debate, no será aprobado. Interesa, no obstante, porque, aceptando la organización de los ni-veles postprimarios de Condorcet, se desmarcaba muy notoriamen-te de la literatura reformista que le precedía en lo que se refiere al primer nivel de enseñanza.16

El plan ha pasado a la historia por ser el primer proyecto que establece la obligatoriedad de la enseñanza primaria (de seis a doce años para los chicos y de seis a once para las chicas), que finalmente los ya comentados decretos de la Convención de octubre-diciembre de 1793 recogerán en parte. También algunos de sus exégetas han puesto de relieve su contribución a la obra de llenar de contenido el ideal del derecho a la igualdad mediante la educación. En este terre-no, ciertamente, el marqués de Saint-Fargeau no se anduvo por las ramas. Ideó un auténtico sistema de formación de seres humanos. En este sentido, su contribución supuso la culminación, la forma más acabada de la ya vetusta concepción de Comenius de la escuela como «taller de hombres».

Su propuesta de crear établissements d’éducation nationale, repartidos estratégicamente por campos y ciudades, en donde se impartiera una enseñanza común a todos los niños y niñas «sin dis-tinción y sin excepción, a expensas de la República; y que todos bajo la santa ley de la igualdad, reciban la misma ropa, la misma alimen-tación, la misma instrucción, los mismos cuidados» (Gabriel, 1997, 246), representa una exaltación y consagración laicista del internado moderno. Porque internados eran esos establecimientos llamados «casas de la igualdad» donde, gratuita y obligatoriamente, se forjaba la moral cívica. Quedan pocas dudas de que si el proyectista francés hubiera tenido que dirimir el problema acerca de si la virtud puede ser enseñada, planteado magistralmente en el Protágoras de Platón, lo hubiera resuelto de manera rotundamente afirmativa. Sus «casas de la igualdad» quitaban de las manos de los padres la educación de los hijos (de manera mucho más radical de lo que ya sugiriera Lutero en su Sermón sobre la necesidad de mantener los niños en la escuela), lavaban en la uniformidad las desigualdades sociales, pro-movían, para su financiación estatal, un «impuesto de los niños» fiscalmente progresivo; acogían en su seno, al tiempo que prohibían fuera, formas de trabajo infantil; proporcionaban una formación

16. Seguiré de cerca la documentación manejada en dos trabajos muy útiles. Especialmente el de N. Gabriel (1997, 242-263) y el ya también citado artículo de J. M. Madrid (1990).

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común en lo físico y en lo moral siempre en la perspectiva de propi-ciar nuevas «costumbres nacionales» e inculcaban, como no podía ser menos, «el amor al hábito del trabajo». O sea, se trataba de una utopía educativa con ribetes de pesadilla, un auténtico sueño mons-truoso de la razón, en el que el régimen de internado se presenta como la metáfora de una sociedad perfecta a través de un sistema de clausura, que, como ya viera Foucault, es la forma más acabada, como derivación del modelo conventual, de la escuela. Más que eso. La suprema encarnación escolar de las «casas de la igualdad», au-ténticos baluartes inexpugnables de la República, instalados en los edificios del antiguo poder privilegiado estamental (castillos, con-ventos, etc.) representaban auténticas factorías humanas dedicadas a difundir la nueva religión laica basada en dos amores: la patria y el trabajo. Amores muy, pero que muy necesarios, para el definitivo triunfo del capitalismo.

Así pues, con este proyecto se culmina, con la promesa y la metáfora de un encierro, el recorrido histórico (desde las tronantes arengas de Lutero a los sueños laicos de este «mártir de la liber-tad») por las gloriosas sendas de la conquista de la felicidad obliga-toria, imaginadas como salvación de almas y como la fabricación de súbditos en las primeras fases del sistema escolar gestado en la modernidad. Más tarde, los rescoldos de la religión, la patria y el trabajo, avivados en esos espacios reservados que llamamos es-cuelas, se utilizarán, aquí y allá, para alumbrar los sistemas edu-cativos nacionales del siglo xix. La escuela ya entonces deja de ser una esperanza concebida por clérigos atormentados por la idea de pecado y por ideólogos henchidos de mística fe patriótica (defec-tos perfectamente intercambiables) y se convierte, cada vez más, en una sistemática empresa del Estado benefactor del ciudadano. No obstante, las huellas religiosas de su prehistoria se trasladan a la in-trahistoria profunda y a los métodos de las instituciones del nuevo sistema. Incluso en algunos casos, donde la construcción del Estado liberal fue renqueante, la Iglesia que, con la implantación del capi-talismo y la sociedad burguesa, había dejado de gestionar una parte de la vida social (beneficencia, educación, etc.), se resiste a entregar la nueva salvación laica de almas al Estado. En España ocurre algo de eso, aunque la Iglesia (la única, la que siempre tuvo la consideración de verdadera), no fue la fuerza que en exclusiva se opuso al nuevo proyecto de salvación y educación obligatoria, cuyos más fervien-tes defensores resultaron ser los liberalsocialistas, herederos del ya comentado espíritu del 93 francés. En cualquier caso, como quiero

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mostrar en el siguiente punto, la historia de la implantación de la escuela obligatoria distó mucho de ser una gesta triunfal que col-mara los deseos y esperanzas de felicidad tanto tiempo depositados en el artificio escolar.

1.4. orígenes, formación y constitución de un sistema de educación obligatoria en españa: la larga marcha hacia la felicidad por la

escolarización

La educación obligatoria en España alcanza hoy, desde que se apro-bó la Ley de Ordenación General del Sistema Obligatorio (LOGSE) en 1990, un periodo de diez cursos (de los seis a los dieciséis años) al término del cual se inicia la edad laboral de los sujetos, aplazán-dose la responsabilidad penal íntegra hasta alcanzar la mayoría de edad a los dieciocho, instante en el que también se accede a la plena ciudadanía. Armonizados el tiempo de educación obligatoria y el de acceso legal al trabajo, parecería que, por fin, se culminó felizmente la gran aventura de la escolarización obligatoria, tal como sugiere el desarrrollo constitucional que regula el derecho a la educación, texto jurídico de 1985, en donde mejor se puede apreciar la impreg-nación del discurso feliz heredado de la Ilustración: «La extensión de la educación básica hasta alcanzar a todos y cada uno de los ciu-dadanos, constituye, sin duda, un hito histórico en el progreso de las sociedades modernas. En efecto, el desarrollo de la educación, fundamento del progreso de la ciencia y de la técnica, es condición de bienestar social y prosperidad material, y soporte de las liberta-des individuales en las sociedades democráticas».17 Discurso opti-mista donde los haya, que casa mal con el torrente de problemas acuciantes de la educación española en los últimos años, durante los cuales la escolarización de masas del capitalismo tardío ha de-fraudado, porque no podía ser de otra manera, las promesas siem-pre incumplidas de la razón moderna. Ya Jovellanos, en 1809, veía la

17. Ley Orgánica 8/1985, de 3 de julio, reguladora del Derecho a la Educación (BOE de 4 de julio). El preámbulo de esta ley orgánica resulta muy sintomático por cuanto se esboza incluso una explicación histórica de la escolarización conforme a los dictados canónicos de la ideología liberal socialista, entonces imperante en el Mi-nisterio de Educación.

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instrucción nacional como «la primera y más abundante fuente de la pública felicidad» (Jovellanos, 1924, 369). Fuente de riqueza ma-terial y perpetuo manantial de felicidad, la escuela del capitalismo, sin embargo, es una verdad que tiene una historia muy polémica y poco lustrosa.

El proceso de escolarización, con la implantación de los siste-mas educativos nacionales, significa, en el plano político, como se dijo, un incremento de las funciones educadoras (conductoras) del Estado, y, en otras esferas, un refinamiento de los métodos de do-mesticación de conductas e inculcación de ethos de persona edu-cada y una racionalización burocrática de una nueva forma repro-ductora de la vida social a través de la sistematización educativa de las desigualdades sociales. Es así como la expulsión de la Iglesia del espacio educativo público se verifica al tiempo que se levanta una compleja maquinaria de sustitución donde la infancia queda, según su procedencia de clase, embutida en los distintos escalones y es-pacios del artefacto que modela la carrera escolar. Ahora bien, la estatalización de la educación, como las vías de destrucción del An-tiguo Régimen, no obedece a un único modelo.18

Por lo que hace a España, todo se remonta a las Cortes de Cádiz. Allí, congregados los representantes de la nación, con una guerra irresuelta por medio (la que luego se llamaría de la indepen-dencia, que se prolongó de 1808 a 1813), dio comienzo la compleja y delicada tarea de transformar lo que quedaba de la sociedad del Antiguo Régimen. Entonces da en forjarse un tipo de discurso polí-tico-educativo y a trenzarse unas tácitas alianzas (entre la vieja no-bleza, el clero y las nuevas clases burguesas), que van prefigurando

18. Modelos que pueden verse en M. Puelles Benítez (2002 a, 17-48). Su intere-sante artículo se ve afectado de esa dolencia progresista de la que hablo con más ex-tensión en le capítulo 2, porque «Hay, desde luego, infinidad de maneras de explicar esos evidentes nexos entre modernidad y escuela, en los que arraiga y se constituye la infancia, como creación moderna. Pero hay sobre todas una explicación comúnmente aceptada, funcional, positiva y no exenta de optimismo […] Hay también otra manera menos extendida, también mucho menos halagüeña, distinta y en parte complemen-taria de la anterior, que interpreta la invención de la escolaridad y su invención por el Estado como una vía próspera para la administración social de la libertad individual, o para lo que Nikolas Rose llama “gobierno del alma” del niño. Desde esta perspec-tiva (piénsese también en Thomas Popkewitz o en Ian Hunter), las supuestas virtudes liberadoras de la educación moderna tienen una cara oculta, en la que se dan cita estándares y distinciones que puede que emancipen, pero que también catalogan a los individuos siguiendo una minuciosa cartografía de medidas, normas e imágenes prevalentes» (M. A. Pereyra, J. C. González Faraco y J. M. Coronel (coords.), (2002, 10-11). Desde luego, el profesor M. Puelles se adscribe a la primera «manera».

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el semblante, ambiguo y bifronte, de la revolución burguesa españo-la. En medio de todo se estaba, nada más y nada menos, que inven-tando la nación política moderna, tal como acertó a decir Agustín Argüelles con su conocida alocución: «Españoles, ya tenéis patria» (Álvarez Junco, 2001, 134). En efecto, con ocasión de la presenta-ción del texto constitucional de 1812, el discurso a tal propósito re-sulta esclarecedor.

El Estado, no menos que de soldados que la defiendan, necesi-ta de ciudadanos que ilustren a la Nación; y promuevan su felicidad con todo género de luces y conocimientos. Así que, uno de los pri-meros cuidados que deben ocupar a los representantes de un pueblo grande y generoso es la educación pública. Esta ha de ser general y uniforme, ya que generales y uniformes son la religión y las leyes de la Monarquía española.

[…] Para que el carácter sea nacional, para que el espíritu pú-blico pueda dirigirse al grande objeto de formar verdaderos españo-les, hombres de bien y amantes de su patria, es preciso que no quede confiada la dirección de la enseñanza pública a manos mercenarias, a genios limitados, imbuidos de ideas falsas o principios equivocados, que tal vez establecerían una funesta lucha de opiniones y doctrinas. Las ciencias sagradas y morales continuarán enseñándose según los dogmas de nuestra santa religión y la disciplina de la Iglesia de Espa-ña; las políticas conforme a las leyes fundamentales de la Monarquía, sancionadas por la Constitución, y las exactas y naturales habrán de seguir el progreso de los conocimientos humanos, según el espíritu de la investigación que las dirige y las hace útiles en su aplicación a la felicidad de las sociedades. De esta sencilla indicación se deduce la necesidad de formar una inspección suprema de instrucción pública que con el nombre de Dirección General de Estudios, pueda promo-ver el cultivo de las ciencias, o por mejor decir, de los conocimientos históricos en toda su extensión. El impulso y la dirección han de salir de un centro común si es que han de lograrse los felices resultados que debe prometerse la Nación de la reunión de las personas virtuosas e ilustradas, ocupadas exclusivamente en promover bajo la protección del Gobierno el sublime objeto de la instrucción pública. El poderoso efecto que ésta ha de tener en la felicidad futura de la Nación, exige que las cortes aprueben y vigilen los planes y estatutos de enseñanza en general y todo lo que pertenezca a la erección y mejora de estable-cimientos científicos y artísticos (Ubierna, 1917, 98-99).

La formación de verdaderos españoles bajo la uniforme tutela y feliz gobernación del Estado es el designio principal de la nueva

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instrucción pública, dejando a la Iglesia un espacio limitado a lo dogmático (a los otros dogmas). Como componenda (que se rei-teraría tras las desamortizaciones en el Concordato de 1851) in-cluso la nueva traza constitucional de 1812 reconocía, a diferencia de lo ocurrido en Francia, que «la religión de la Nación españo-la es y será perpetuamente la católica, apostólica y romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas y prohíbe el ejercicio de cualquier otra» (art. 12). No obstante, este rotundo y audaz reconocimiento de la verdad dogmática, tan difícil de ser conciliada con los principios de una ilustración de ayer o de hoy, se hermanaba con la obligación de establecer escuelas de primeras letras en todos los pueblos (art. 366). En ellas el catecismo de la religión católica tenía, para el legislador, lugar preferente mientras que las enseñanzas cívicas adquirían un rango como de añadido: «… también una breve exposición de las obligaciones civiles» (art. 366). Las ambigüedades interpretativas de estos artículos que ob-viaban la aconfesionalidad del Estado acabarán siendo motivo de enconada polémica y recurrente litigio en el historia de la educa-ción española. Más tarde, con el Concordato de 1851, que cerró las heridas producidas por la desamortización de bienes eclesiásticos desde 1836, vino a materializarse el compromiso de esa extraña y duradera pareja formada por el liberalismo moderado y la Iglesia católica, que dejó abierta la permanente guerra de religión entre la Iglesia y el pensamiento liberal progresista y democrático.

Ahora bien, la Constitución gaditana al solicitar la existencia de una escuela en cada pueblo y un plan de general de enseñanza uniforme (art. 368) abrió, por vez primera, las puertas a una in-tervención sistemática del Estado en las labores de educación de los ciudadanos. Con ello se venía a cumplir la tendencia histórica intervencionista que introduce el liberalismo: la feliz gobernación mediante la feliz escolarización. Esta proclividad reguladora del Estado es tendencia que, más allá del principio de libertad de en-señanza y otras zarandajas por el estilo (valor de la libertad que ha sido sometido históricamente a los juegos estratégicos de los poderes seculares y eclesiásticos reinantes en cada época), ha sido una constante y creciente norma de la historia de la escuela en la era del capitalismo, y ha significado el progresivo abandono de la Iglesia de la función docente a favor del Estado. La permanen-te renuencia de la jerarquía eclesiástica a retirarse de tal función, implicó en un primer momento un conflicto de atribuciones con el Estado liberal. Ya en su tiempo Antonio Gil de Zárate, uno de

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los intelectuales y políticos más experimentados en temas educa-tivos del liberalismo durante las décadas centrales del siglo xix, alcanzó a percibir que el problema de la educación se reducía a un problema de poder.

Porque, digámoslo de una vez, la cuestión de enseñanza es cuestión de poder: el que enseña, domina; puesto que enseñar es formar hombres, y hombres amoldados a las miras del que los adoc-trina. Entregar la enseñanza al clero, es querer que se formen hom-bres para el clero y no para el Estado; es trastornar los fines de la sociedad humana; es trasladar el poder de donde debe estar a quien por su misma naturaleza tiene que ser ajeno a todo poder, a todo dominio; es, en suma, hacer soberano al que no debe serlo (Gil de Zárate, 1855, II, 117-118).

En efecto, la cosa era quién había de manejar los hilos de ese nuevo inmenso taller de hombres que se vislumbraba ya entonces. Estos afanes de implantar un Estado regulador en España resulta una consecuencia lógica de la Constitución de 1812. Idear un sis-tema educativo basado en los principios constitucionales que abar-cara todos los niveles de un plan de enseñanza unificado y nuevo, superador de la fragmentación y desorden propios del Antiguo Ré-gimen resultaba una tarea de capital interés para afianzar la revolu-ción burguesa. Las obras de Jovellanos, Memoria sobre la educación pública (1802), escrita en la reforzada reclusión del castillo de Bell-ver, y las Bases para un Plan General de Instrucción Pública (1809), elaborada a instancias de la Junta Central en pleno conflicto bélico, vinieron a poner el andamiaje argumentativo de una versión hispa-na razonable de los empeños educativos de la Ilustración: instruc-ción primaria universal, gratuidad, enseñanzas de saberes prácticos, etc. Allí, no obstante, en ninguna parte se habla de obligatoriedad, aunque sí de la necesidad de extender al máximo el nivel educativo de las primeras letras: finalidad terminal para unos y saber instru-mental para que otros sigan estudiando.

Aún más relevancia y trascendencia va a tener el Informe de la Junta creada por la Regencia para proponer los medios de proce-der al arreglo de los diversos ramos de Instrucción Pública (1813), que significa el primer desarrollo educativo del texto constitucio-nal y que se considera obra personal en su redacción de Manuel José Quintana (1772-1857), el Condorcet hispano. Prolífico rapso-da, ayo instructor de la reina niña y de su hermana en 1840, ho-

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menajeado en 1855 en el Senado por la propia reina Isabel II como poeta nacional, escritor de fama, senador y padre de la patria al final de su trayectoria, perseguido y encarcelado en las reacciones absolutistas del infausto Fernando VII, político de medio recorri-do y afrancesado de ideas (que no de fidelidades a su nación) es a quien cupo el privilegio con su informe de fundar el canon edu-cativo propuesto por los liberales españoles. En él enuncia, de ma-nera metódica, la ordenación de un modo de educación nacional, siguiendo muy de cerca las huellas del Informe de Condorcet.19 El Informe Quintana se convertirá en el molde político-educativo del liberalismo doceañista y posteriormente de las reformas que fi-nalmente implantaron el modo de educación tradicional-elitista en la España del siglo xix.

Siendo pues la instrucción pública el arte de poner a los hom-bres en todo su valor tanto para ellos como para sus semejantes. La Junta ha creído que en la organización del nuevo plan de enseñanza la instrucción debe ser tan igual y completa como las circunstancias lo permitan. Por consiguiente, es preciso dar a todos los ciudadanos aquellos conocimientos que se puedan extender a todos, y no negar a ninguno la adquisición de otros más altos, aunque no sea posible hacerlos todos tan universales. Aquéllos son útiles a cuantos los re-ciben, y por eso es necesario establecer y generalizar su enseñanza, y es conveniente establecer la de los segundos, porque son útiles tam-bién a los que no los reciben.

De nuevo, como en Condorcet, las dichosas circunstancias…Más tarde Marx tuvo que recordar en sus Tesis sobre Feuerbach que «son los hombres los que hacen que cambien las circunstancias y que el propio educador necesita ser educado». Las mismas que in-vitan a cada uno conformarse con la educación que merecen por su «circunstancia» social. ¡Y tanto que sí! El juego anda entre las utilidades y beneficios de la escuela en la era del capitalismo, y de ahí que en este primitivo y revelador texto la instrucción se dobla y

19. Sobre este particular, aunque hay cierta coincidencia en la mayoría de los historiadores de la educación, son posibles también los matices. Así, N. de Gabriel (2000) en su «Prólogo» a la edición española de Condorcet. Cinco memorias sobre la instrucción pública y otros escritos, alude a que las deudas textuales con el Informe de Talleyrand fueron incluso superiores a las contraídas con Condorcet (p. 39). También se significa, con mucha cordura, la huella de Jovellanos, padre de todos los engendros escolares dieciochescos. Pensemos, pues, en el Informe Quintana como río principal que no sería nada sin los caudalosos afluentes que lo alimentan.

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resume en dos sistemas claramente diferenciados: uno general para todos, esto es, lo que se menciona con el nombre de «las ocupacio-nes laboriosas de la sociedad» y otro restringido para unos pocos (no tan laboriosos, se supone). Este es el esquema dual y dicotómico largamente practicado después por el modo de educación tradicio-nal-elitista (el modelo de educación e inculcación vigente en Espa-ña desde el triunfo del liberalismo en los años treinta del siglo xix hasta los años sesenta del siglo xx). O sea, muchos (y muchas) con muy poca escuela y muy pocos con mucha, como bien declara sin ambages el Informe Quintana.

La Junta ha creído que en este primer grado de instrucción la enseñanza debe ceñirse a aquello que es imprescindible para con-seguir estos fines. Leer con sentido, escribir con claridad y buena ortografía, poseer y practicar las reglas elementales de la aritméti-ca, imbuir el espíritu en los dogmas de la religión y en las máximas primeras de la buena moral y la buena crianza, aprender, en fin, sus principales derechos y obligaciones como ciudadano, una y otra cosa por catecismos claros, breves y sencillos, en cuanto puede y debe enseñarse a un niño, sea que haya de pasar de la primera escuela a otras en que se den mayores conocimientos, sea, como a la mayor parte sucede, que de allí salga para el arado o para los talleres (Infor-me Quintana, 382).

En fin, con el Informe Quintana de 1813, el Dictamen y Proyec-to de Decreto para Arreglo general de la Enseñanza Pública, de 1814, y el posterior Reglamento general de Instrucción Pública, de 1821, queda constituido el primer corpus en que se estructura el artefacto o sistema nacional español de educación. Un sistema público, uni-forme, gratuito, segregado por sexos y casi inaccesible, después de la primera enseñanza, a la mujer (de la que se olvida Quintana).20 Regulado y ordenado por el Estado, escalonado en tres niveles de enseñanza (escuela primaria, institutos de segunda enseñanza y universidades), permitía la intervención de entidades privadas en la educación, dejando la puerta abierta a la doble red de centros. No

20. Una de las diferencias con Condorcet, casado con una de las mujeres más cultas y activas en los salones de la Francia prerrevolucionaria, y Quintana, desposa-do con María Antonia Florencia, una más que ponderadísima beldad madrileña ajena a sus preocupaciones, estribó en el acusado igualitarismo entre sexos promovido por el primero y la ignorancia del bello sexo por el segundo. Estas divergentes posiciones personales no obstan para que tanto en el sistema de escolarización francés como en el español la exclusión, la segregación o el tratamiento curricular diferencial hayan estado históricamente muy presentes.

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obstante, en este troquel jurídico político del liberalismo español se evitaba fijar edades y señalar con precisión la obligatoriedad de la enseñanza, más allá de un difuso, pero en realidad modesto, interés por una universalidad de los estudios.

Como es sabido, por el Tratado de Valençay de diciembre de 1813, Napoleón devolvía los derechos del trono español a Fernando VII. El regreso de éste, en 1814, inicia la restauración del absolutis-mo, dando al traste con el primer intento de revolución burguesa en España. Con la revolución de 1820, segundo conato de abolición del Antiguo Régimen, los textos gaditanos se reeditaron en 1821 bajo la forma de un efímero Reglamento General de Instrucción Pública. Vida más fugaz aún tuvo el Plan General de Instrucción Pública de 1836, siendo ministro el duque de Rivas y director General de Estu-dios el mismo Quintana, dos viejos doceañistas que templaron sus primerizos ímpetus modelando ahora el contenido político del libe-ralismo doctrinario, dentro del que se van a realizar las más impor-tantes reformas educativas del siglo xix. La rebaja del radicalismo se dejó ver sobre todo en la negación de la gratuidad («la enseñanza gratuita jamás ha producido los efectos que se esperaban de ella», diría el duque de Rivas en el texto citado más arriba) que queda res-tringida exclusivamente a los niños pobres de la primera enseñanza. Este tipo de gratuidad, que se reafirma en la Ley Moyano de 1857, se consolida en las políticas del liberalismo moderado, que iban a institucionalizar una enseñanza gratuita que se parecía más a una operación de beneficencia que a otras cosas. En efecto, los Ayunta-mientos habían de distinguir, a partir de los que estaban registrados como receptores de asistencia médica sin coste, entre niños pobres y niños pudientes, o también mediante el correspondiente informe del párroco y el alcalde de la localidad (Guereña, 1996, 372).

En cualquier caso, un hecho muy notable por lo que tiene de irreversible es el triunfo de la revolución liberal en los años treinta, paralelamente a la derrota del carlismo en los campos de batalla. En esos años de las regencias, durante la minoría de edad de Isabel II, al tiempo que se atan los compromisos lampedusianos entre la vieja nobleza y la nueva burguesía, con el reparto de los bienes eclesiásti-cos y la distribución del poder político entre las clases propietarias, se principia a levantar el primer edificio jurídico-educativo durade-ro. Así, en 1838 en la primera enseñanza se aprueba el Reglamento de las Escuelas Públicas de Instrucción Pública Elemental, que de-sarrollaba el Plan Someruelos (Plan Provisional de Instrucción Pri-maria de 21 de julio de 1838), que estará llamado a ocupar un lugar

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central en la evolución del modo de educación tradicional-elitista. A pesar de que en el proyecto de ley se incluía un artículo declaran-do expresamente la obligación de los padres de mandar a sus hijos a las escuelas, autorizando al gobierno para que empleara medios de coacción, esta idea no prosperó y fue, al decir de Gil de Zárate, uno de los empeoramientos más notables del Plan Someruelos (1855, II, 252). En el marco legislativo aprobado, la obligatoriedad escolar fi-gura como un deber jurídico-moral de padres y tutores. Y con la sincera ingenuidad que adorna el discurso legislativo de su tiem-po (tan apartado de las falacias del nuestro) se afirma en el prólogo del Reglamento que las escuelas elementales «se establecen para la masa general del pueblo» mientras que «las superiores no se esta-blecen para todos; se destinan a una clase determinada, aunque nu-merosa cual es la clase media; y los conocimientos que en ella se co-munican no son indispensables para las clases pobres» (Reglamento 1838, 3). Repare el lector o lectora que por aquel entonces no esta-ban tan precisas y claras las ideas sobre la psicología del desarro-llo como sobre las clases. Las diferencias entre escuela elemental y superior eran más de materias estudiadas y de potenciales usuarios sociales que de la edad de los asistentes a cada una de ellas. Así es como el legislador del mencionado reglamento se las veía y deseaba para acudir al sentido común y a la naturaleza a fin de poner límites a la admisión y asistencia porque «a los niños de tres a cuatro años, y los jóvenes de quince o veinte, ni en lo físico ni en lo moral cabe someterlos a una disciplina común o colectiva» (Reglamento 1838, 3), lo que dejaba un amplio margen de edades comprendido entre los cinco y los catorce años. Espacio de duda que ya en su tiempo hacía a Condorcet crear un nivel educativo postprimario y previo a los institutos (las escuelas secundarias) que venían a confundirse con estas escuelas superiores de 1838. Detrás de todo ello estaba la gran cuestión, ya vieja, de cómo hacer de un sistema teóricamente universal un sistema verdaderamente dual con escalonamientos pi-ramidales y segregación de clase y de género.

Tal amplitud nacía de una gran imprecisión sobre la infancia como espacio distintivo, de una ambigüedad hija del mismo pro-ceso de fabricación escolar de la infancia contemporánea. En efec-to, la «maquinaria escolar» que funda la pretensión de una escuela universal, obligatoria y nacional requiere, entre otras condiciones, de «la definición de un estatuto de la infancia» (Varela y Álvarez-Uría, 1991, 15). Para ello, además, era preciso determinar a qué efectos (penales, escolares, laborales) alguien era niño o niña, o lo

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que viene a ser lo mismo quiénes carecían de responsabilidad y por tanto eran susceptibles de ser infantilizados y salvados: expulsados del trabajo, declarados inocentes y finalmente escolarizados. Estas tres condiciones (improductivo, irresponsable y aprendiz) constitu-yen piezas claves en el proceso de infantilización-escolarización de una parte creciente de la población en la sociedades disciplinarias del primer capitalismo.

De ahí que, en estos primeros momentos, el estatuto de la ni-ñez fuera vago y muy fluido. Así, en el plano de lo penal, como se explica con más detalle en el capítulo 4, en lo códigos del siglo xix (1822, 1848, 1850 y 1870), siguiendo la estela ejemplar del código francés de 1810, se distinguían tres tramos de responsabilidad para la niñez delincuente: irresponsabilidad absoluta (hasta los siete o los nueve años), responsabilidad atenuada si se observa discernimiento (de los nueve a los quince) y responsabilidad atenuada (de quince a dieciocho). Esta inclusión, con particularidades, dentro del Código Penal se acompañaba de reclusión de los delincuentes menores en los mismos espacios que lo adultos.

El proceso de diferenciación de una penalidad propiamente infantil (en las penas y los espacios de cumplimiento) corre paralela a la dilatada operación, principiada según Ariès (1987) en el orto de la Edad Moderna, de separar a la infancia de las formas de sociali-zación adultas, creando ese espacio artificial que tiene en la escuela nacional su máximo exponente. La creciente autonomización esco-lar y penal del sujeto infantil se acompañará, más tardíamente, con la definitiva prohibición del trabajo de los menores, cuya primera plasmación jurídica en España se remonta a la Ley Benot de 1873.

No es de extrañar, pues, que el legislador de 1838 no tuviera demasiado segura la edad de sus hipotéticos clientes. Sí parece, en cambio, que estuviera convencido de la oportunidad de llevar «un registro diario de la asistencia de los discípulos» (Reglamento, 1838, art. 11) con el que dar cumplida información a sus superiores de la Comisión de Escuelas. En fin, existe ya en 1838 una cierta obligato-riedad con una más que imprecisa demarcación de edades. Ello no dejaba de ser una debilidad del nuevo Estado liberal, que se encon-traba en el momento fundacional y no era capaz de avanzar dema-siado en este punto.

La obligatoriedad escolar implicaba una mayor responsabilidad del Estado en su misión formativa de ciudadanos. De ahí que fuera tan defendida por los liberales moderados secularizantes del estilo de Gil de Zárate encargados de llevar a buen puerto las reformas del

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Estado burgués (y más tarde por los demócratas), como odiada por los portavoces de la misión educadora de la Iglesia que se referían a esa potestad del Estado (que ya defendiera Aristóteles como sustan-cia de la república) como «ama de cría intelectual» o «biberón de la enseñanza obligatoria» atentatoria contra el sagrado y superior derecho de los padres (Ubierna, 1917, 21-22). El propio Gil de Zára-te en 1855 envidiaba la situación de los países educativamente más avanzados que, en su opinión, cumplían con el ideal de obligatorie-dad escolar mientras que en España «no bastan las excitaciones del Gobierno, que es lo único que la ley actual permite entre nosotros» (Gil de Zárate, 1855, II, 53).

Por fin, la Ley Moyano, de 9 de septiembre de 1857 vendría, en buena parte, a integrar y refundir la legislación de 1836 y 1838 (y la del Plan Pidal de 1845) dentro de un marco escolar de edades más nítido y preciso, en el que por primera vez se hacía mención expresa a las edades de obligatoriedad y a las penas derivadas del incumpli-miento del precepto:

Art. 7º La primera enseñanza elemental es obligatoria para todos los españoles. Los padres y tutores o encargados enviarán a las escuelas públicas a sus hijos y pupilos desde la edad de seis años hasta la de nueve, a no ser que les proporcionen suficientemente esta clase de instrucción en sus casas o en establecimiento particular.

Art. 8º Los que no cumplieren con este deber habiendo escuela en el pueblo o a distancia tal que puedan los niños concurrir a ella cómodamente, serán amonestados y compelidos por la autoridad, y castigados, en su caso, de dos hasta 20 reales.

De seis a nueve años de edad, años obligatorios de escolariza-ción que acotan el terreno de la niñez popular, es decir, de aquellas «clases industriosas» que, al decir de Jovellanos, no deberían pasar por la tentación de salir de ellas mismas. Esa vieja idea del ilustre ilustrado (y de tantos ilustrados ilustres de nuestros días) se resu-me en el lema: a tal clase, tal escuela (y viceversa), que, en el fondo, constituye el mensaje oculto de todo el proceso de escolarización en la escuela capitalista. La edad sujeta a obligatoriedad no tiene nada que ver con una ciencia psicológica inexistente, sino más bien probablemente con la somera y sencilla estructura clasista entonces dominante y con un cierto saber vulgar que creía ver uso de razón (en la tradición cristiana) o un mínimo grado de discernimiento (en la tradición penal) en las criaturas, que en todo caso eran, a efec-

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tos de juicio, consideradas como las locas, inocentes o salvajes co-lonizables. Obsérvese, no obstante, que la determinación de edades obligatorias de 1857 (que dura hasta 1901) coincide parcialmente con las de los «absolutamente irresponsables» contempladas en los códigos penales decimonónicos. Y es precisamente esa barrera en torno a los nueve o diez años la que sirve también para actualizar el derecho laboral con las primeras prohibiciones de acceso al tra-bajo para los menores de esa edad (Ley de 13 de marzo de 1900). Ciertamente, éstas y otras taxonomías de edades (que los penalistas gustan remontar a las Partidas y Lerena a Berceo) suelen ignorar que «tener o no tener edad, o pertenecer a esta o la otra categoría de edad constituye un eufemismo que apela a la biología para tratar de ocultar el hecho de tener o no tener poder, pertenecer a ésta o a otra posición dentro de la estructura social» (Lerena, 1983, 93).

En suma, la Ley Moyano regulaba con precisión la educación obligatoria entre los seis y los nueve años, disposición legal que duró hasta 1901. Todavía sería más duradera su vida como marco jurídico, como ley general de instrucción pública, ya que hasta 1970 nadie la puso en duda, de suerte que la obra de Claudio Moyano sir-vió de cobijo a la larga existencia del modo de educación tradicio-nal-elitista en España. Por tal modo entendemos un sistema educa-tivo, imbricado dentro de un capitalismo tradicional volcado hacia el mercado interno, que exhibe una escolarización muy clasista y sexista, restringida más allá de la escuela primaria y rígidamente escindida entre una reducida minoría de las clases superiores que estudian el bachillerato y la universidad y una inmensa mayoría de la población trabajadora y de mujeres que apenas cursan, si los cursan, los pocos años de la educación obligatoria. La consagración legislativa y la posterior aplicación de las disposiciones acerca de la educación obligatoria no fue, sin embargo, una de las páginas más brillantes de la historia de España.