en un mundo regido por la ley · huele a acero, carbón y forja. huele al enemigo. repliega su...

1377

Upload: others

Post on 16-Feb-2020

1 views

Category:

Documents


0 download

TRANSCRIPT

En un mundo regido por la leymarcial de la Roma Antigua, elprecio de la desobediencia es lamuerte. Laia y su familia sobrevivenen los callejones más pobres, sincuestionar el orden establecido.Han visto lo que les pasa a quienesse atreven a desafiarlo.Cuando encarcelen a su hermanopor traición, Laia se verá obligada aacudir a la resistencia. A cambio desu ayuda, deberá espiar para ellosen la Academia Militar. Allí conoceráa Elias, el soldado más prometedordel Imperio y también su mayor

opositor.Laia es esclava, Elias es soldado.Ninguno de los dos es libre. Solouniendo sus destinos podríancambiar el de todos.

Sabaa Tahir

Una llama entrecenizas

Una llama entre cenizas - 1

ePub r1.0Titivillus 29.09.15

Título original: An Ember in the AshesSabaa Tahir, 2015Traducción: Pilar Ramírez TelloDiseño de portada: Emily Osborne

Editor digital: TitivillusePub base r1.2

Para Kashi,que me enseñó que mi

espíritues más fuerte que mi miedo

PRIMERA PARTE

LA REDADA

I

Laia

Mi hermano mayor llega a casa en lasoscuras horas previas al alba, cuandohasta los fantasmas descansan. Huele aacero, carbón y forja. Huele al enemigo.

Repliega su cuerpo deespantapájaros para colarse por laventana y camina descalzo, en silencio,

sobre los juncos. Tras él entra un vientocaliente del desierto que agita laslánguidas cortinas. Se le cae el cuadernode bocetos al suelo y le da una rápidapatada con el pie, como si fuera unaserpiente, para meterlo debajo de sucatre.

«¿Dónde has estado, Darin?».Dentro de mi cabeza soy lo bastante

valiente para hacer la pregunta y Darinconfía lo suficiente en mí pararesponderla.

«¿Por qué desapareces así? ¿Porqué, si los abuelos te necesitan? ¿Si yote necesito?».

He querido preguntárselo todas lasnoches desde hace casi dos años, pero

todas las noches me ha faltado valor.Solo me queda un hermano. No quieroque me aparte de él, como ha apartado atodos los demás.

Pero esta noche es distinta. Sé lo quecontiene ese cuaderno. Sé lo quesignifica.

—No deberías estar despierta.El susurro de Darin me sobresalta y

me devuelve a la realidad. Tiene unsexto sentido para percibir las trampas,como los gatos; lo heredó de mi madre.Me incorporo en mi catre mientras élenciende la lámpara; no tiene sentidofingir que estoy dormida.

—Te has saltado el toque de queda yya han pasado tres patrullas. Estaba

preocupada.—Sé cómo esquivar a los soldados,

Laia, tengo mucha práctica.Apoya la barbilla en mi catre y

sonríe; es la sonrisa dulce y torcida denuestra madre. Una expresión familiar:la que utiliza cuando me despierto deuna pesadilla o nos quedamos sin grano;la que me asegura que todo va a salirbien.

Recoge el libro de mi cama y lee eltítulo:

—Congregación nocturna.Espeluznante. ¿De qué va?

—Acabo de empezarlo. Trata de ungenio… —Me detengo. Listo, muy listo:a él le gusta escuchar historias tanto

como a mí contarlas—. Olvida el libro,¿dónde estabas? Tata ha tenido docepacientes esta mañana.

«Y yo me he visto obligada asustituirte porque no podía encargarse élsolo. De modo que nana se ha quedadosola envasando las mermeladas para elmercader y no le ha dado tiempo aterminar. Así que ahora el mercader nonos pagará y nos moriremos de hambreeste invierno. Dime, ¿por qué no teimporta?».

Me guardo las palabras para mí.Darin ya ha perdido la sonrisa.

—No estoy hecho para sanar —responde—. Tata lo sabe.

Mi instinto me ordena que recule,

pero entonces pienso en los hombroshundidos de tata y en el cuaderno debocetos.

—Los abuelos dependen de ti. Porlo menos, habla con ellos. Llevas mesessin dirigirles la palabra.

Espero a que responda que yo no loentiendo, que lo deje en paz. Sinembargo, sacude la cabeza, se deja caeren su catre y cierra los ojos como si nisiquiera mereciera la pena responderme.

—He visto tus dibujos —digo degolpe, y Darin se levanta al instante, conel rostro pétreo—. No estaba espiando.Una de las hojas estaba suelta y la heencontrado cuando cambiaba los juncosesta mañana.

—¿Se lo has contado a los abuelos?¿Lo han visto?

—No, pero…—Escucha, Laia. —Por los diez

infiernos, no quiero escucharlo, noquiero conocer sus excusas—. Lo quehas visto es peligroso —añade—. No selo puedes contar a nadie. Nunca. Nosolo está en peligro mi vida, sino la demuchos más…

—¿Estás trabajando para el Imperio,Darin? ¿Estás trabajando para losmarciales?

Guarda silencio. Creo ver larespuesta en sus ojos y me pongo mala.¿Mi hermano traiciona a los suyos? ¿Mihermano se ha puesto de parte del

Imperio?Si se dedicara a almacenar grano, a

vender libros o a enseñar a los niños aleer, lo entendería. Estaría orgullosa deél por hacer las cosas que yo no tengo elvalor de hacer. El Imperio saquea,encierra y mata por tales «delitos», peroenseñar el abecedario a un niño de seisaños no es un acto malvado…, no parami gente, para los académicos.

Sin embargo, lo que ha hecho Darines asqueroso; es una traición.

—El Imperio mató a nuestros padres—susurro—. A nuestra hermana.

Quiero gritarle, pero las palabras seme quedan atascadas en la garganta. Losmarciales conquistaron las tierras

académicas hace quinientos años y,desde entonces, lo único que han hechoha sido oprimirnos y esclavizarnos.Antes, el Imperio Académico albergabalas mejores universidades y bibliotecasdel mundo. Ahora, la mayoría de losnuestros no son capaces de distinguiruna escuela de una armería.

—¿Cómo has podido ponerte dellado de los marciales? ¿Cómo, Darin?

—No es lo que piensas, Laia. Te loexplicaré todo, pero…

De repente, se calla, y levanta lamano para silenciarme cuando le pido laexplicación prometida. Gira la cabezahacia la ventana.

A través de las finas paredes, tata

ronca, nana se agita en sueños y unapaloma torcaz canturrea. Sonidosfamiliares. Sonidos del hogar.

Darin oye algo más. Se queda lívidoy leo el miedo en sus ojos.

—Laia —dice—. Redada.—Pero si trabajas para el Imperio…«¿Por qué nos asaltan los

soldados?».—No trabajo para ellos —contesta,

tranquilo, más tranquilo que yo—.Esconde el cuaderno. Eso es lo quequieren, por eso han venido.

Entonces sale por la puerta y medeja sola. Muevo las piernas desnudascomo si fueran de melaza fría y lasmanos como si se hubieran convertido

en bloques de madera.«¡Deprisa, Laia!».Lo más normal es que el Imperio

haga sus redadas al calor del día. Lossoldados quieren que las madres y losniños académicos lo vean todo, quierenque los padres y los hermanospresencien cómo esclavizan a la familiade otro hombre. Aunque esas redadasson horribles, las nocturnas son peores.Las nocturnas se llevan a cabo cuando elImperio no quiere testigos.

Me pregunto si esto es real o si esuna pesadilla.

«Es real, Laia, muévete».Tiro el cuaderno por la ventana para

que aterrice en un seto. Es un escondite

lamentable, pero no tengo tiempo demás. Nana entra cojeando en mi cuarto.Sus manos, tan firmes cuando remuevelas tinas de mermelada o me trenza elpelo, revolotean como pájarosfrenéticos, desesperadas por hacermesalir de allí lo más rápido posible.

Me empuja al pasillo. Darin está contata en la puerta de atrás. Mi abuelolleva el pelo, ya blanco, más alborotadoque un pajar y la ropa arrugada, aunqueno queda ni rastro de sueño en losprofundos surcos de su cara. Lemurmura algo a mi hermano antes deentregarle el cuchillo más grande de lacocina de la abuela. No sé por qué semolesta: el cuchillo se hará pedazos

contra el acero sérrico de las hojasmarciales.

—Darin y tú tenéis que salir por elpatio de atrás —me indica nana, que noaparta la vista de las ventanas—.Todavía no han rodeado la casa.

«No, no, no».—Nana —digo en un susurro.Tropiezo cuando ella me empuja

hacia el abuelo.—Escondeos en el extremo oriental

del barrio…La frase se le desvanece en los

labios al mirar por la ventana principal:a través de las cortinas vislumbro unrostro de plata líquida y se me forma unnudo en el estómago.

—Un máscara —dice la abuela—.Han traído a un máscara. Vete antes deque entre, Laia.

—¿Qué pasa contigo? ¿Y con tata?—Los entretendremos —responde el

abuelo, empujándome con cariño haciala puerta—. Guarda bien tus secretos,cariño. Haz caso a Darin, que él cuidaráde ti. Marchaos.

La esbelta sombra de Darin caesobre mí cuando me coge de la mano yla puerta se cierra detrás de nosotros. Seencorva para camuflarse en la cálidaoscuridad y se mueve en silencio sobrela arena suelta del patio de atrás con laconfianza que a mí me gustaría sentir.Aunque tengo diecisiete años y soy lo

bastante mayor para controlar el miedo,me aferro a su mano como si no existieranada más en este mundo.

«No trabajo para ellos», me hadicho. Entonces ¿para quién trabaja? Dealgún modo ha conseguido acercarse alas forjas de Serra lo suficiente paradibujar en detalle el proceso decreación del bien más preciado delImperio: las irrompibles cimitarras dehoja curva capaces de atravesar a treshombres a la vez.

Hace medio milenio, la invasiónmarcial aplastó a los académicos porquenuestras hojas se rompían ante su acero,de calidad superior. Desde entonces nohemos aprendido nada sobre el arte del

acero, porque los marciales protegen sussecretos como un avaro su oro. Siencuentran a alguien cerca de las forjasde la ciudad sin una buena razón paraello, ya sea académico o marcial,pueden acabar ejecutándolo.

Si Darin no está con el Imperio,¿cómo se ha acercado a las forjas deSerra? ¿Cómo han descubierto losmarciales la existencia de su cuaderno?

Al otro lado de la casa, un puñogolpea la puerta principal. Ruido debotas que se arrastran, de acero quetintinea. Miro a mi alrededor como loca,esperando ver las armaduras plateadas ylas capas azules de los legionarios delImperio, pero el patio de atrás está en

silencio. El fresco aire nocturno no evitaque me resbalen las gotas de sudor porel cuello. A lo lejos oigo los tamboresde Risco Negro, la escuela deentrenamiento de los máscaras. Elsonido agudiza mi miedo hastaconvertirlo en una daga punzante que meatraviesa el corazón: el Imperio noenvía a esos monstruos de rostro deplata a una redada cualquiera.

De nuevo, oigo los golpes en lapuerta.

—En nombre del Imperio —dice unavoz irascible—, abran la puerta ahoramismo.

Darin y yo nos quedamosparalizados a la vez.

—No suena a máscara —susurraDarin.

Los máscaras hablan en voz baja,con palabras que cortan comocimitarras. En lo que un legionario tardaen llamar y dar una orden, un máscara yahabría entrado en la casa y rebanado consus armas a cualquiera que se hubierainterpuesto en su camino.

Darin me mira a los ojos, y sé queambos estamos pensando lo mismo: si elmáscara no se encuentra con el resto delos soldados de la puerta principal,¿dónde está?

—No tengas miedo, Laia —metranquiliza Darin—, no permitiré que tepase nada.

Quiero creerlo, pero el miedo escomo una marea que me tira de lostobillos y me arrastra consigo. Pienso enla pareja que vivía al lado: detenidos enuna redada, encarcelados y vendidoscomo esclavos hace tres semanas.«Contrabandistas de libros», dijeron losmarciales. Cinco días despuésejecutaron en su casa a uno de lospacientes más viejos del abuelo, unhombre de noventa y tres años queapenas era capaz de caminar; le rajaronel cuello de oreja a oreja. Por colaborarcon la resistencia.

¿Qué les harán los soldados a losabuelos? ¿Encerrarlos? ¿Esclavizarlos?

¿Matarlos?

Llegamos a la cancela de atrás.Darin se pone de puntillas para abrir elpestillo, pero oímos un crujido en elcallejón y se para en seco. El suspiro deuna brisa ligera pasa junto a nosotros ylanza una nube de polvo al aire.

Darin me empuja para colocarmedetrás de él. Tiene los nudillos blancosde la fuerza con la que sujeta el cuchillocuando la puerta se abre con un chirrido.El terror me recorre la espalda como undedo helado. Me asomo por encima delhombro de mi hermano para examinar elcallejón.

No hay nada que ver, salvo elsilencioso movimiento de la arena.Nada, salvo la esporádica racha de

viento y las ventanas cerradas denuestros vecinos dormidos.

Suspiro de alivio y rodeo a Darin.Entonces es cuando el máscara surge

de la oscuridad y cruza la cancela.

II

Elias

El desertor morirá antes del alba.Su rastro zigzaguea por el polvo de

las catacumbas de Serra como si fuera elde un ciervo herido. Los túneles hanpodido con él. El aire caliente esdemasiado opresivo; el olor a muerte yputrefacción, demasiado intenso.

El rastro tiene más de una horacuando lo veo. Los guardias ya lo hanolfateado, pobre cabrón. Con suerte,morirá en la persecución. Si no…

«No pienses en eso. Esconde lamochila. Sal de aquí».

Los cráneos crujen bajo mis piesmientras meto una mochila llena decomida y agua en una de las criptas de lapared. Helene me mataría si viera cómoestoy tratando a los muertos. Por otrolado, si Helene descubriera lo que estoyhaciendo aquí, lo que menos leimportaría del asunto sería laprofanación.

«No lo descubrirá. No hasta que yasea demasiado tarde».

La culpa me desquicia, pero intentohacerla a un lado. Helene es la personamás fuerte que conozco. Estará bien sinmí.

Vuelvo la vista atrás por enésimavez. El túnel está en silencio. Eldesertor ha conducido a los soldados enla dirección opuesta, aunque laseguridad es una ilusión en la que sé queno debo confiar. Trabajo deprisa, apilode nuevo los huesos frente a la criptapara cubrir mi rastro mientras aguzo lossentidos, pendiente de cualquier detalleque se salga de lo normal.

Un día más. Un día más de paranoia,ocultación y mentiras. Un día para lagraduación. Y después seré libre.

Mientras recoloco las calaveras dela cripta, el aire caliente se mueve comoun oso que despierta de su hibernación.El olor a hierba y nieve atraviesa elaliento fétido del túnel. Solo dispongode dos segundos para apartarme de lacripta y arrodillarme como si examinarael suelo en busca de huellas. Después,ella aparece detrás de mí.

—¿Elias? ¿Qué haces aquí?—¿No lo has oído? Hay un desertor

suelto.Me concentro en el suelo

polvoriento. Bajo la máscara de plataque me cubre de la frente a lamandíbula, debería resultarle imposibledescifrar mi expresión. Sin embargo,

Helene Aquilla y yo hemos pasadojuntos casi todos los días de los catorceaños que llevamos entrenándonos en laAcademia Militar de Risco Negro;seguramente es capaz de oír lo quepienso.

Me rodea en silencio y la miro a losojos, que son tan azules y claros comolas cálidas aguas de las islas del sur. Yollevo la máscara sobre la cara, comoalgo independiente y ajeno a mí queoculta tanto mis rasgos como misemociones. Pero la máscara de Hel seaferra a ella como una segunda pielplateada, así que advierto el ligerofruncir del ceño cuando me mira.

«Relájate, Elias —me digo—. Solo

estás buscando a un desertor».—No ha huido por aquí —responde

Hel. Se pasa una mano por el pelo, quelleva trenzado, como siempre, formandouna prieta corona rubia plateada—. Dexse ha llevado a una compañía auxiliar ala atalaya del norte y se han adentradoen los túneles de la rama este. ¿Creesque lo atraparán?

Los soldados auxiliares, aunque notan bien entrenados como los legionariosy sin punto de comparación con losmáscaras, no dejan de ser cazadoresdespiadados.

—Claro que lo atraparán —respondo, sin conseguir ocultar laamargura del tono; Helene me mira con

reproche—. Miserable cobarde —añado—. De todos modos, ¿por qué estásdespierta? Esta mañana no te tocabaguardia.

«Me he asegurado».—Por los malditos tambores —

responde Helene, que examina el túnel—. Han despertado a todo el mundo.

Los tambores, claro. «Desertor —anunciaban en medio de la guardia denoche—. Todas las unidades en activo alos muros».

Helene habrá decidido unirse a lacacería. Dex, mi lugarteniente, le habrádicho por dónde me había marchado sindarle mayor importancia.

—Se me ha ocurrido que quizá el

desertor huyera por aquí —señalomientras le doy la espalda a mi mochilaescondida para mirar hacia otro túnel—.Supongo que me he equivocado. Deberíaalcanzar a Dex.

—Por mucho que odie reconocerlo,normalmente no te equivocas.

Helene ladea la cabeza y me sonríe.Vuelve a reconcomerme la culpa, queme forma un nudo en el estómago hastacomprimirme las tripas. Se enfurecerácuando sepa lo que he hecho. No me loperdonará nunca.

«Da igual, ya has tomado unadecisión. No puedes echarte atrás».

Una gota de sudor me resbala por elcuello. No le hago caso.

—Hace calor y apesta —digo—.Como todo aquí abajo.

«Venga, vámonos», quiero añadir,pero hacerlo sería como tatuarme en lafrente: «Estoy tramando algo». Me calloy me apoyo en la pared de la catacumba,con los brazos cruzados.

«El campo de batalla es mi templo»,recito mentalmente. Es el dicho que meenseñó mi abuelo el día que me conoció,cuando yo tenía seis años. Insistió enque aguzara la mente igual que unapiedra de afilar lo hace con una hoja.«La punta de la espada es mi sacerdote.El baile de la muerte es mi plegaria. Elgolpe de gracia es mi liberación».

Helene examina mis huellas,

borrosas, y las sigue hasta la cripta en laque he ocultado mi mochila, hasta lascalaveras que he apilado allí. Sospecha,y, de repente, la tensión se palpa en elaire.

«Maldita sea».Tengo que distraerla. Mientras ella

divide su atención entre la cripta y yo,me dedico a recorrerle el cuerpo con lamirada. Ella mide metro setenta y algo,unos quince centímetros menos que yo.Es la única chica que estudia en RiscoNegro; con el uniforme negro ceñido quellevamos todos los estudiantes, su figurafuerte y esbelta siempre despiertamiradas de admiración. No la mía.Somos amigos desde hace demasiado

tiempo.«Venga, fíjate. Fíjate en la forma en

que te miro y enfádate conmigo».Cuando nuestros ojos se encuentran,

los míos tan descarados como si fueranlos de un marinero recién arribado apuerto, abre la boca como si fuera ainsultarme, pero después se vuelve denuevo hacia la cripta.

Si ve la mochila y adivina lo quepretendo, estoy acabado. Puede que odiehacerlo, sin embargo, la ley imperial laobligaría a informar sobre mí, y Heleneno ha infringido la ley en toda su vida.

—Elias…Preparo mi mentira: «Solo quería

perderme un par de días, Hel.

Necesitaba tiempo para pensar. Noquería preocuparte».

Bum, bum, bum.Los tambores.Sin pensarlo, traduzco el mensaje

que pretende comunicar el disparredoble: «Desertor atrapado. Todos losalumnos deben presentarse de inmediatoen el patio central».

Se me cae el alma a los pies. Unaparte de mí, todavía ingenua, esperabaque el desertor al menos lograra salir dela ciudad.

—No ha durado mucho —comento—. Deberíamos ir.

Llego al túnel principal. Helene mesigue, como sabía que haría. Preferiría

apuñalarse un ojo antes que desobedeceruna orden directa; es una verdaderamarcial, más leal al Imperio que a supropia madre. Como cualquier buenmáscara en formación, sigue el lema deRisco Negro al pie de la letra: «Eldeber es lo primero, hasta la muerte».

Me pregunto qué diría si supiera loque estaba haciendo en los túneles, enrealidad.

Me pregunto qué pensaría del odioque siento por el Imperio.

Me pregunto qué haría sidescubriera que su mejor amigo planeadesertar.

III

Laia

El máscara entra a paso tranquilo, conlas enormes manos relajadas a amboslados del cuerpo. El extraño metal quele da nombre se pega a su piel desde lafrente hasta la mandíbula como si fuerapintura plateada, marcando todos y cadauno de sus rasgos: desde las finas cejas

hasta los ángulos cerrados de lospómulos. La armadura chapada en cobrele recorre el contorno de los músculos yenfatiza la fuerza de su cuerpo.

Una ráfaga de viento le levanta lacapa negra, y el máscara mira a sualrededor, al patio trasero, como siacabara de llegar a una fiesta al airelibre. Sus ojos claros me encuentran, merecorren por completo y se detienen enmi rostro con la fría mirada de un reptil.

—Vaya, qué cosa más bonita —dice.Me tiro hacia abajo del dobladillo

del camisón, desesperada; desearíallevar puesta la falda amorfa hasta lostobillos que visto durante el día. Elmáscara ni se inmuta. En su rostro nada

me ofrece una pista sobre lo que piensa,aunque me lo imagino.

Darin se coloca delante de mí y mirahacia la valla, como si calculara eltiempo que tardaríamos en alcanzarla.

—Estoy solo, chico —añade elmáscara, dirigiéndose a Darin con tantaemoción como un cadáver—. El resto delos hombres están dentro de tu casa.Puedes huir, si quieres —añade, altiempo que se aparta de la puerta—.Pero insisto en que dejes aquí a la chica.

Darin levanta el cuchillo.—Muy caballeroso —comenta el

máscara.Entonces, ataca: un relámpago de

cobre y plata que brota de un cielo

vacío. En lo que yo tardo en ahogar ungrito, el máscara ha empotrado el rostrode mi hermano en el suelo arenoso y leha sujetado el cuerpo con una rodilla. Elcuchillo de la abuela cae en la tierra.

Dejo escapar un grito solitario queflota en la calma noche de verano. Unossegundos después, noto el pinchazo de lapunta de una cimitarra en el cuello. Nisiquiera le he visto sacar el arma.

—Calla —me ordena—. Manosarriba. Entrad.

El máscara utiliza una mano paracoger a Darin por el cuello, y la otra,para empujarme con la cimitarra. Mihermano cojea, y tiene la caraensangrentada y expresión aturdida.

Cuando forcejea como un pez en elanzuelo, el máscara lo sujeta con másfuerza.

Entonces se abre la puerta de atrásde la casa y sale un legionario de capaazul.

—La casa está bajo control,comandante.

El máscara empuja a Darin hacia elsoldado.

—Átalo. Es fuerte.Después me agarra por el pelo y me

lo retuerce hasta que grito.—Hummm —dice, y se inclina para

acercárseme a la oreja mientras yo meencojo, con un nudo de terror en lagarganta—. Siempre me han gustado las

chicas de pelo oscuro.Me pregunto si tendrá una hermana,

una esposa, una mujer. Pero daría igualque la tuviera: para él, no soy familia denadie, sino un objeto que someter,utilizar y desechar. El máscara mearrastra por el pasillo hasta lahabitación principal como si fuera uncazador arrastrando a su presa muerta.«Lucha —me digo—. Lucha». Pero,como si percibiera mis lamentablesintentos por recuperar el valor, su manome aprieta y el dolor me atraviesa elcráneo. Me dejo caer y él siguearrastrándome.

Los legionarios están hombro conhombro en el cuarto, entre los muebles

volcados y los tarros de mermeladarotos. «Al final, el mercader no se va allevar nada». Tantos días perdidos sobrehervidores humeantes, con el pelo y lapiel oliendo a albaricoques y canela.Tantos tarros hervidos y secados,llenados y sellados. Para nada. Todopara nada.

Las lámparas están encendidas, y losabuelos, arrodillados en el centro de lahabitación, con las manos atadas a laespalda. El soldado que sujeta a Darinlo empuja al suelo, junto a ellos.

—¿Ato también a la chica, señor?Otro soldado toca la cuerda que

lleva en el cinturón, pero el máscara medeja entre dos legionarios corpulentos.

—No va a causar problemas —dice,fulminándome con la mirada—.¿Verdad?

Sacudo la cabeza y me encojo; meodio por ser tan cobarde. Busco con losdedos el brazalete deslustrado de mimadre, el que llevo en torno al bíceps, ytoco el familiar grabado para que me défuerzas. No las encuentro. Mi madrehabría luchado, habría muerto antes quesoportar esta humillación. Pero yo noconsigo moverme: el miedo me haatrapado como si no fuera más que unanimal medio tonto.

Un legionario entra en el cuarto;parece bastante nervioso.

—No está aquí, comandante.

El máscara mira a mi hermano.—¿Dónde está el cuaderno?Darin mantiene la mirada fija al

frente, en silencio. Su respiración estranquila y firme, y ya no pareceaturdido. De hecho, se le ve casi sereno.

El máscara hace un gesto, unmovimiento insignificante. Uno de loslegionarios coge a la abuela por elcuello y estrella su frágil cuerpo contrauna pared. Ella se muerde el labio y leveo chispas azules en los ojos. Darinintenta levantarse, pero otro soldado loobliga a quedarse en el suelo.

El máscara recoge un trozo de cristalde uno de los tarros rotos y saca lalengua como una serpiente para lamer la

mermelada.—Qué pena que se desperdicie —

comenta. Después acaricia la cara de laabuela con el borde del cristal—.Debías de ser muy guapa, con esosojos… —Se vuelve hacia Darin—.¿Quieres que se los arranque?

—Está al otro lado de la ventana deldormitorio pequeño. En el seto.

Lo digo en voz baja, es poco másque un susurro, pero los soldados looyen. El máscara asiente con la cabeza yuno de los legionarios desaparece por elpasillo. Darin no me mira, pero percibosu consternación.

«¿Por qué me has pedido que loescondiera? —quiero gritarle—. ¿Por

qué has traído a casa ese malditocuaderno?».

El legionario regresa con el libro.Durante unos segundos insufribles, elúnico ruido que se oye en la habitaciónes el susurro de las hojas mientras elmáscara ojea los bocetos. Si el resto delcuaderno se parece a la página que heencontrado yo, sé lo que verá: cuchillos,espadas y vainas marciales, forjas,fórmulas, instrucciones… Cosas queningún académico debería saber, ymucho menos recrear en papel.

—¿Cómo entraste en el barrio de lasArmas, chico? —pregunta el máscara allevantar la mirada del cuaderno—. ¿Hasobornado la resistencia a algún esclavo

plebeyo para que te colara dentro?Ahogo un sollozo. Parte de mí siente

alivio al constatar que Darin no es untraidor. La otra parte quiere gritarle porser tan tonto: colaborar con laresistencia académica se castiga con lamuerte.

—Entré yo solo —responde mihermano—. La resistencia no ha tenidonada que ver.

—Te vieron entrar en las catacumbasanoche, después del toque de queda —dice el máscara, que casi pareceaburrido—, en compañía de conocidosrebeldes académicos.

—Anoche llegó a casa mucho antesdel toque de queda —interviene el

abuelo.Me resulta extraño oír mentir a mi

abuelo, pero no sirve de nada: elmáscara solo tiene ojos para mihermano. El hombre ni parpadeamientras lee el rostro de Darin como yoleo un libro.

—A esos rebeldes los han detenidohoy —explica el máscara—. Uno deellos ha dado tu nombre antes de morir.¿Qué hacías con ellos?

—Me siguieron —respondió Darin,muy tranquilo. Como si ya lo hubierahecho antes. Como si no temiera nada—.No los conocía.

—Y, sin embargo, ellos sí conocíantu cuaderno. Me han hablado de él.

¿Cómo lo sabían? ¿Qué querían de ti?—No lo sé.El máscara aprieta el cristal contra

la suave piel de debajo del ojo de laabuela, y a ella se le abren mucho lasfosas nasales. Un reguero de sangre lerecorre una arruga del rostro.

Darin toma aire; es lo único quetraiciona la presión a la que estásometido.

—Querían que les diera mi cuaderno—dice—, pero no quise. Lo juro.

—¿Y su escondite?—No lo vi. Me vendaron los ojos.

Estábamos en las catacumbas.—¿En qué parte de las catacumbas?—No lo vi. Me vendaron los ojos.

El máscara observa a mi hermano unbuen rato. No sé cómo Darin puedepermanecer impasible frente a esamirada.

—Te has preparado para esto —comenta el máscara, cuya voz dejaentrever una ligera sorpresa—. Erguido,respiración profunda, las mismasrespuestas a diferentes preguntas.¿Quién te ha entrenado, chico?

Como Darin no contesta, el máscarase encoge de hombros.

—Unas cuantas semanas en prisiónte soltarán la lengua.

La abuela y yo nos miramos,asustadas: si Darin acaba en una cárcelmarcial, no volveremos a verlo. Se

pasarán semanas interrogándolo y,después, o lo venderán como esclavo olo matarán.

—No es más que un crío —reponeel abuelo despacio, como si tratara conun paciente enfadado—. Por favor…

Vemos un relámpago de acero y, actoseguido, el abuelo se desploma comouna piedra. El máscara se mueve tandeprisa que no entiendo lo que ha hecho,no hasta que mi nana corre hacia elabuelo. No hasta que deja escapar unchillido agudo, un rayo de dolor puroque me hace caer de rodillas.

«Tata. Por los cielos, tata, no. —Unadocena de promesas se me graban afuego en la cabeza—. No volveré a

desobedecer, no volveré a hacer nadamalo, no me quejaré del trabajo…, contal de que el abuelo viva».

Pero la abuela se tira del pelo ygrita, y si el abuelo estuviera vivo nopermitiría que siguiera haciéndolo. Nolo habría soportado. La calma de Darinse desmorona como cortada de cuajopor una guadaña y el rostro se ledesencaja de horror, el mismo que mecala hasta los huesos.

La abuela consigue ponerse en pie ydar un paso tambaleante hacia elmáscara. Él alarga un brazo, como sifuera a ponerle la mano en el hombro.Lo último que veo en los ojos de miabuela es terror. Después, el guantelete

del máscara se mueve una sola vez y ledibuja una delgada línea roja a lo largodel cuello, una línea que se hace másancha y más roja hasta que la abuelacae.

Su cuerpo golpea el suelo con unruido sordo, con los ojos todavíaabiertos y relucientes de lágrimas,mientras la sangre le brota del cuello yse derrama sobre la alfombra quetejimos juntas el invierno pasado.

—Señor —interviene uno de loslegionarios—, queda una hora para elalba.

—Sacad de aquí al chico —ordenael máscara, que no vuelve a mirar a laabuela—. Y quemad este sitio.

Entonces se vuelve hacia mí y deseopoder convertirme en una sombra de lapared que tengo detrás. Lo deseo másque nada en el mundo, aunque sé loestúpido que es. Los soldados que meflanquean se sonríen el uno al otromientras el máscara da un lento pasohacia mí. Me sostiene la mirada como sioliera el miedo, como una cobrahechizando a su presa.

«No, por favor, no. Desaparecer,quiero desaparecer».

El máscara parpadea, y una emociónextraña le asoma a los ojos: sorpresa oconmoción, no sé decirlo. Da igual,porque, en ese momento, Darin selevanta del suelo de un salto. Mientras

yo me encogía, él se soltaba lasataduras. Extiende las manos comogarras y se lanza a por el cuello delmáscara; la rabia le proporciona lafuerza de un león y, por un segundo, esidéntico a mi madre, con el radiantecabello color miel y la boca contraídaen un gruñido salvaje.

El máscara retrocede hasta pisar elcharco de sangre junto a la cabeza de laabuela, y Darin cae sobre él, lo derribay empieza a golpearlo una y otra vez.Los legionarios se quedan petrificados,sin poder creérselo, hasta que recobranel sentido y se lanzan a por él, entregritos y maldiciones. Darin saca unadaga del cinturón del máscara antes de

que los legionarios lo derriben.—¡Laia! —me grita mi hermano—.

¡Huye!«No huyas, Laia. Ayúdalo. Lucha».Pero pienso en la fría mirada del

máscara, en la violencia que prometensus ojos. «Siempre me han gustado laschicas de pelo oscuro». Me violará ydespués me matará.

Me estremezco y corro de vuelta alcallejón. Nadie me detiene. Nadie se dacuenta.

—¡Laia! —grita Darin con un tonoque nunca antes le había oído emplear.

Está frenético, atrapado. Me hapedido que huyera, pero si yo gritaraasí, él acudiría. No me abandonaría

jamás. Me detengo.«Ayúdalo, Laia —me ordena una voz

dentro de mi cabeza—. Muévete».Y otra voz, más insistente y fuerte:

«No puedes salvarlo. Haz lo que te pidey huye».

Con el rabillo del ojo veo llamas;huele a humo. Uno de los legionarios haempezado a quemar la casa y el fuego laconsumirá en cuestión de minutos.

—Esta vez átalo bien y llévalo a unacelda de interrogatorios —ordena elmáscara mientras se aparta de la pelea yse restriega la mandíbula.

Cuando me ve, curiosamente, sequeda quieto. Lo miro a los ojos de malagana y él ladea la cabeza.

—Huye, niñita —dice.Mi hermano sigue forcejeando y sus

gritos me atraviesan como un puñal.Entonces sé que los oiré una y otra vez,que su eco retumbará en todas las horasde todos mis días hasta que muera ohasta que lo arregle. Lo sé.

Y, aun así, huyo.

Las calles estrechas y los mercadospolvorientos del barrio Académicopasan junto a mí como un paisaje depesadilla desdibujado. A cada paso quedoy, una parte de mi cerebro me gritaque dé media vuelta, que regrese, queayude a Darin. A cada paso que doy, se

hace menos probable, hasta que deja deser una posibilidad, hasta que la únicapalabra que oigo es «huye».

Los soldados salen a por mí, pero hecrecido entre las achaparradas casas debarro cocido del barrio, así que lospierdo rápidamente.

Llega el alba y mi alocada huida seconvierte en un deambular tambaleantede callejón en callejón. ¿Adónde voy?¿Qué hago? Necesito un plan, pero no sépor dónde empezar. ¿Quién puedeofrecerme ayuda o consuelo? Misvecinos me rechazarán por temor aperder la vida. Mi familia está muerta oen prisión. Mi mejor amiga, Zara,desapareció en una redada hace un año y

mis otros amigos tienen sus propiosproblemas.

Estoy sola.Cuando sale el sol, me encuentro en

un edificio vacío en la zona más viejadel barrio. La estructura derruida seagazapa como un animal herido en unlaberinto de viviendas cochambrosas. Elhedor a basura impregna el aire.

Me acurruco en la esquina de unahabitación. Se me ha soltado la trenza yel pelo me cae hecho un verdadero lío.Las puntadas rojas que recorren eldobladillo del camisón estándesgarradas; el brillante hilo cuelgalacio. La abuela cosió esos dobladillospara mi decimoséptimo cumpleaños,

para iluminar una ropa que, sin ellos, esmuy gris. Era uno de los pocos regalosque podía permitirse.

Ahora ha muerto, como el abuelo.Como mis padres y mi hermana, hacetiempo.

Y Darin. Secuestrado. Arrastrado auna celda de interrogatorios en la quelos marciales le harán quién sabe qué.

La vida se compone de un millón demomentos que no significan nada, peroel momento en que Darin ha gritado minombre… Ese momento lo hasignificado todo. Ha sido una prueba devalor. Y no la superé.

«¡Laia! ¡Huye!».¿Por qué le he hecho caso? Debería

haberme quedado. Debería haber hechoalgo. Gimo y me sujeto la cabeza. Nodejo de oírlo. ¿Dónde estará ahora?¿Habrán comenzado ya elinterrogatorio? Se estará preguntandoqué me ha pasado. Se estará preguntandocómo su hermana ha sido capaz deabandonarlo.

Vislumbro un movimiento furtivocon el rabillo del ojo y se me eriza elvello de la nuca. ¿Una rata? ¿Un cuervo?Las sombras se mueven y, dentro deellas, brillan dos ojos malévolos. Otrospares de ojos se unen a los primeros,siniestros y entornados.

«Alucinaciones —oigo mentalmenteafirmar al abuelo, ofreciendo su

diagnóstico—. Síntoma de conmoción».Alucinaciones o no, las sombras

parecen reales. Sus ojos relucen con elfuego de soles en miniatura y me rodeancomo hienas, más audaces con cadavuelta que dan.

—Lo hemos visto —sisean—.Sabemos que eres débil. Morirá por tuculpa.

—No —susurro.Pero las sombras tienen razón. Me

he ido sin Darin, lo he abandonado. Queme haya empujado a marcharme noimporta. ¿Cómo he podido ser tancobarde?

Me aferro al brazalete de mi madre,pero tocarlo solo sirve para acabar

sintiéndome peor. Mi madre habría sidomucho más lista que el máscara. Habríaconseguido salvar a Darin y a losabuelos de algún modo.

Incluso la abuela era más valienteque yo. Mi nana, con su frágil cuerpo ysus ojos ardientes. Con su espalda deacero. Mi madre heredó el fuego de laabuela y, después de ella, lo heredóDarin.

Pero yo no.«Huye, niñita».Las sombras se acercan, centímetro

a centímetro, y cierro los ojos paraespantarlas con la esperanza de quedesaparezcan. Intento poner orden en lospensamientos que me rebotan por la

cabeza, reunirlos.Oigo gritos y botas a lo lejos: si los

soldados siguen buscándome, aquí noestoy a salvo.

Quizá debería permitir que meencontraran y me hicieran lo quequisieran. He abandonado a alguien demi propia sangre. Merezco un castigo.

Sin embargo, el mismo instinto queme ha urgido a huir del máscara haceque me ponga en pie. Me dirijo a lascalles y me pierdo entre los viandantesde la mañana, que empiezan a salir.Unos cuantos académicos me miran másde la cuenta, algunos con desconfianza,otros con compasión. Pero la mayoría nime ve. Hace que me pregunte cuántas

veces habré pasado junto a alguien quehuía, alguien a quien acababan dearrebatar todo lo que tenía en el mundo.

Me detengo a descansar en uncallejón que resbala por culpa de lasaguas residuales. Un denso humo negrosurge del otro extremo del barrio ypalidece al subir al cálido cielo. Es micasa, que arde. Las mermeladas de laabuela, las medicinas del abuelo, losdibujos de Darin, mis libros; todoperdido. Todo lo que soy. Perdido.

«No todo, Laia. No Darin».Justo en el centro del callejón hay

una rejilla, a pocos metros de mí. Comotodas las del barrio, conduce a lascatacumbas de Serra, hogar de

esqueletos, fantasmas, ratas, ladrones…y, seguramente, de la resistenciaacadémica.

¿Espiaba Darin para ellos? ¿Lometió la resistencia en el barrio de lasArmas? A pesar de lo que le ha contadomi hermano al máscara, es la únicarespuesta que tiene sentido. Se rumoreaque los combatientes de la resistencia sevuelven cada vez más osados y no soloreclutan a académicos, sino también amarinos, del país libre de Marinn, alnorte, y a tribales, cuyo territorio deldesierto es protectorado del Imperio.

Los abuelos nunca hablaban de laresistencia delante de mí, pero, a últimahora de la noche, los oía murmurar que

los rebeldes han liberado a prisionerosacadémicos en sus ataques a losmarciales. Que los combatientes hanasaltado las caravanas de la clasemercante marcial, los mercatores, y quehan asesinado a miembros de la clasealta, los perilustres. Solo los rebeldes seenfrentan a los marciales. Sonescurridizos, la única arma con la quecuentan los académicos. Si alguien escapaz de acercarse a las forjas, sonellos.

Me doy cuenta de que puede que laresistencia me ayude. Han asaltado mihogar, lo han quemado hasta loscimientos y han asesinado a mi familiaporque dos de los rebeldes dieron el

nombre de Darin al Imperio. Si logroencontrar a la resistencia y explicar losucedido, a lo mejor me ayudan a liberara Darin de la cárcel… No solo porqueme lo deban, sino porque viven según elIzzat, un código de honor tan antiguocomo los académicos. Los líderesrebeldes son los mejores académicos,los más valientes. Mis padres me loenseñaron antes de que el Imperio losmatara. Si pido ayuda, la resistencia nome la negará.

Doy un paso hacia la rejilla.Nunca he estado en las catacumbas

de Serra. Son cientos de miles detúneles y cuevas que serpentean bajo laciudad, algunos repletos de huesos

acumulados durante varios siglos. Nadieutiliza ya las criptas para los entierros, yni siquiera el Imperio ha logradocartografiar todas las catacumbas. Si elImperio, con todo su poder, no es capazde encontrar a los rebeldes, ¿cómo voy ahacerlo yo?

«No te detendrás hasta que lohagas».

Levanto la rejilla y me quedomirando el agujero negro que tapaba.Tengo que bajar ahí. Tengo queencontrar a la resistencia. Porque, si nolo hago, mi hermano no tiene ningunaposibilidad. Si no encuentro a losrebeldes y consigo que me ayuden, novolveré a ver a Darin.

IV

Elias

Cuando Helene y yo llegamos alcampanario de Risco Negro, ya están enformación casi todos los estudiantes dela escuela, mil en total. Falta una horapara el alba, pero no veo ni un ojoadormilado. Todo lo contrario: parecennerviosos y agitados. La última vez que

desertó alguien, el patio estaba cubiertode escarcha.

Todos saben lo que se avecina.Aprieto los puños una y otra vez. Noquiero verlo. Como todos los alumnosde Risco Negro, llegué a la escuela a losseis años, y en los catorce que hantranscurrido desde entonces he sidotestigo de miles de castigos. Mi propiaespalda es un mapa de la brutalidad dela escuela. Pero los desertores son losque se llevan la peor parte.

Tengo el cuerpo tenso como unresorte, pero procuro mantener unaexpresión neutra y fría. Los centuriones,los maestros de los alumnos de RiscoNegro, nos estarán observando.

Despertar su ira cuando me queda tanpoco para escapar sería una estupidezimperdonable.

Helene y yo pasamos junto a losalumnos más jóvenes, cuatro clases demáscaras novatos, que son los quetendrán una vista más clara de lacarnicería. Los más pequeños apenashan cumplido los siete años. Losmayores tienen casi once.

Los novatos bajan la vista cuandopasamos por su lado; somos de últimoaño, y tienen prohibido hasta dirigirse anosotros. Permanecen derechos comoatizadores, con las cimitarras inclinadasen un ángulo perfecto de cuarenta ycinco grados a sus espaldas, las botas

relucientes de saliva, los rostros con laexpresividad de una piedra. Incluso losmás jóvenes han aprendido las leccionesmás importantes que imparte RiscoNegro: obedecer, amoldarse y mantenerla boca cerrada.

Detrás de los novatos hay un espaciovacío en honor a la segunda tanda deestudiantes de la escuela, a los quellaman los cincos, porque son muchoslos que mueren en el quinto año. A losonce años, los centuriones nos echan deRisco Negro y nos dejan en las tierrassalvajes del Imperio sin ropa, comida niarmas para que sobrevivamos comopodamos durante cuatro años. Loscincos que sobreviven regresan a Risco

Negro, reciben sus máscaras y se pasanotros cuatro años como cadetes y,después, dos años más como calaveras.Helene y yo somos calaveras de últimoaño, a punto de terminar.

Los centuriones nos vigilan desdelos arcos que recorren el patio, con lasmanos en los látigos mientras esperan lallegada de la comandante de RiscoNegro. Permanecen inmóviles comoestatuas; hace ya tiempo que lasmáscaras se fundieron con sus rostros,así que cualquier indicio de emoción noes más que un recuerdo lejano.

Me llevo una mano a mi máscara yreprimo el deseo de arrancármela de lacara, aunque solo sea por un minuto.

Como el resto de mis compañeros,recibí la máscara el primer día comocadete, cuando tenía catorce años. Adiferencia de mis compañeros (y paramayor preocupación de Helene), lasuave plata líquida no se me ha disueltoen la piel, como se supone que debe.Seguramente porque me quito la malditacareta en cuanto me quedo a solas.

He odiado esta máscara desde el díaen que un augur (un hombre santo delImperio) me la entregó en una cajaforrada de terciopelo. Odio la forma enque se me pega como un parásito. Odiola forma en que me aprieta la cara, enque se amolda a mi piel.

Soy el único estudiante al que la

máscara todavía no se le ha fundido conla piel, algo que a mis enemigos lesencanta recalcar. Sin embargo,últimamente, la máscara ha empezado acontraatacar, a forzar el proceso deunión introduciéndome diminutosfilamentos en la nuca. Hace que se meponga la piel de gallina, que sienta quedejo de ser yo mismo. Que no volveré aser yo mismo.

—Veturius. —El lugarteniente delpelotón de Hel, Demetrius, un tipodesgarbado de pelo rubio arena, mellama cuando nos sentamos con losdemás calaveras de último año—.¿Quién es? ¿Quién es el desertor?

—No lo sé, lo han traído Dex y los

auxis.Miro alrededor en buscar de mi

lugarteniente, pero todavía no hallegado.

—He oído que es un novato.Demetrius se queda mirando el

bloque de madera que sobresale de losadoquines de color marrón sangre en labase del campanario: el poste de losazotes.

—Uno de los mayores, de cuarto año—añade.

Helene y yo nos miramos. Elhermano pequeño de Demetrius tambiénintentó desertar de Risco Negro cuandoestaba en cuarto y solo tenía diez años.Duró tres horas al otro lado de las

puertas antes de que los legionarios loatraparan y lo llevaran ante lacomandante… Más que muchos.

—Puede que sea un calavera —responde Helene mientras examina lasfilas de estudiantes mayores paraintentar averiguar si falta alguien.

—Puede que sea Marcus —comentaFaris sonriendo.

Faris es un miembro de mi pelotónde batalla que nos saca al menos unacabeza a todos y tiene un pelo rubio quesale disparado hacia el cielo en un tupéincontrolable.

—O Zak —añade.No hay suerte: Marcus, el de piel

oscura y ojos amarillos, está en primera

fila con su gemelo, Zak, que es más bajoy delgado, pero igual de cruel. LaSerpiente y el Sapo, los llama Hel.

A Zak todavía no se le ha fundido lamáscara del todo alrededor de los ojos,pero la de Marcus se le ha ceñido porcompleto, tanto que se le marcan conclaridad todos los rasgos, incluso lascejas, gruesas e inclinadas. Si Marcusintentara quitarse la máscara, se llevaríacon ella la mitad de la cara. Lo quesupondría una mejora.

Como si percibiera su mirada,Marcus se gira y lanza a Helene unamirada posesiva de depredador que meda ganas de estrangularlo.

«Nada que se salga de lo normal —

me recuerdo—. Nada que te hagadestacar».

Me obligo a apartar la vista. Atacara Marcus delante de toda la escuelaseguro que podría describirse como algoque se sale de lo normal.

Helene ve la mirada lasciva deMarcus y cierra los puños, pero, antesde que pueda darle una lección a laSerpiente, el sargento de armas entra enel patio.

—¡Atención!Tres mil cuerpos miran al frente, tres

mil pares de botas se juntan, tres milespaldas se enderezan como si tirara deellas la mano de un titiritero. En elsilencio posterior se podría oír la caída

de una lágrima.Pero no oímos acercarse a la

comandante de la Academia Militar deRisco Negro; percibimos su llegada,como cuando se avecina una tormenta.Se mueve sin hacer ruido, emerge de losarcos como un gato montés rubio quesurge de entre la maleza. Va vestida deriguroso negro, desde la ajustadachaqueta del uniforme a las botas conpunta de acero. Lleva el cabellorecogido, como siempre, en un prietomoño en la nuca.

Es la única mujer que lleva lamáscara… o lo será hasta que Helene segradúe mañana. Pero, a diferencia deHelene, la comandante transmite un frío

mortífero, como si sus ojos grises y susrasgos de cristal tallado se hubiesenesculpido a partir de la base de unglaciar.

—Traed al acusado —ordena.Un par de legionarios salen de

detrás del campanario arrastrando conellos un cuerpo pequeño e inmóvil.Demetrius, a mi lado, se pone tenso. Losrumores eran acertados: el desertor esun novato de cuarto, no tiene más dediez años. Le cae sangre por la cara,sangre que le mancha el cuello deluniforme negro. Cuando los soldados losueltan ante la comandante, no se mueve.

El rostro de plata de la comandanteno revela sus emociones cuando baja la

mirada para observar al novato, aunquese lleva la mano a la fusta con pinchosque le cuelga del cinturón, fabricada conmadera de árbol del hierro negra. No lasaca. Todavía no.

—Falconius Barrius, novato decuarto año.

La voz de la comandante es suave,casi amable, aunque retumba por todo elpatio.

—Has abandonado tu puesto enRisco Negro sin intención de regresar.Explícate.

—No hay explicación que valga,comandante, señor.

Falconius repite las palabras quetodos hemos dicho cien veces a la

comandante, las únicas palabras quepueden decirse en Risco Negro cuandohas metido la pata hasta el fondo.

Me cuesta la vida mantener laexpresión neutra, no demostrar emociónen la mirada. Están a punto de castigar aBarrius por el delito que yo cometeré enmenos de treinta y seis horas. Ese podríaser yo en dos días. Ensangrentado.Hundido.

—Vamos a preguntarles a tuscompañeros qué opinan al respecto.

La comandante nos mira, y es comosi sobre nosotros soplara un vientogélido de montaña.

—¿Es culpable de traición el novatoBarrius? —nos pregunta.

—¡Sí, señor!El grito, de rabiosa ferocidad, hace

temblar los adoquines.—Legionarios, llevadlo al poste —

ordena la comandante.El rugido que surge de los alumnos

saca a Barrius de su estupor y, mientraslos legionarios lo atan al poste de losazotes, se retuerce y corcovea.

Sus compañeros de cuarto, losmismos chicos con los que ha luchado,sudado y sufrido durante varios años,dan pisotones con las botas en losadoquines y alzan los puños al aire. Enla fila de calaveras de último curso quetengo delante, Marcus grita en señal deaprobación, con los ojos iluminados de

malsana alegría. Se queda mirando a lacomandante con la adoración reservadaa las deidades.

Noto que alguien me mira. A miizquierda, uno de los centuriones meobserva. «Nada que se salga de lonormal». Alzo el puño y vitoreo con elresto, odiándome por hacerlo.

La comandante saca la fusta y laacaricia como si fuera un amante.Después la descarga sobre la espalda deBarrius. El eco de su grito ahogadorecorre el patio, y todos los alumnosguardan silencio, unidos en un brevemomento de compasión. En Risco Negrohay tantas reglas que resulta imposibleno romperlas en unas cuantas ocasiones,

al menos. Todos hemos estado atados aese poste alguna vez. Todos hemossentido la dentellada de la fusta de lacomandante.

La tranquilidad no dura. Barriusgrita, y los alumnos aúllan en respuestay lo abuchean. El que más ruido hace esMarcus; se inclina hacia delante y estátan emocionado que casi se le cae lababa. Faris gruñe en señal deaprobación. Hasta Demetrius consiguegritar un par de veces, aunque sus ojosverdes están muertos y miran alhorizonte, como si estuviera en un lugarcompletamente distinto. A mi lado,Helene jalea a la comandante, pero sinalegría, con gesto severo y triste. Las

reglas de Risco Negro exigen queexprese su rabia ante la traición deldesertor, así que lo hace.

La comandante parece ajena alclamor, está concentrada en su tarea.Sube y baja el brazo con la elegancia deuna bailarina. Da vueltas alrededor deBarrius, cuyas flacas extremidadesempiezan a sufrir convulsiones, y sedetiene después de cada azote, sin dudapara meditar sobre cómo lograr que elsiguiente golpe duela más que elanterior.

Después de veinticinco azotes, loagarra por el fino cuello y le da lavuelta.

—Mira a los hombres a los que has

traicionado —dice.Los ojos de Barrius recorren el

patio, suplicantes, en busca de alguiendispuesto a ofrecerle algo de piedad.Iluso. La mirada se le desploma sobrelos adoquines.

Los vítores continúan y la fustadesciende de nuevo. Y de nuevo. Barriuscae sobre las piedras blancas, y elcharco de sangre que lo rodea crecerápidamente. Le tiemblan los párpados.Espero que haya perdido la consciencia.Espero que ya no sienta nada.

Me obligo a mirar. «Por eso te vas,Elias. Para no volver a formar parte deesto».

Un gemido borboteante surge de la

boca de Barrius. La comandante baja elbrazo y el patio guardia silencio. Veoque el desertor toma aire. Lo suelta. Yno vuelve a tomarlo. Nadie vitorea. Saleel sol, sus rayos recorren el cielo porencima del campanario de ébano deRisco Negro como dedosensangrentados que tiñen de un rojoespeluznante a todos los reunidos en elpatio.

La comandante limpia la fusta en eluniforme de Barrius antes de volver aguardársela en el cinturón.

—Llevadlo a las dunas —ordena alos legionarios—. Para los carroñeros.

Después nos examina a los demás.—El deber es lo primero, hasta la

muerte. Si traicionáis al Imperio, osatraparemos y pagaréis por ello.Romped filas.

Los alumnos lo hacen. Dex, que esquien ha atrapado al desertor, se alejasin hacer ruido, con el atractivo rostrooscuro algo desfigurado por las náuseas.Faris camina pesadamente detrás de él,sin duda para darle una palmada en laespalda y sugerirle que olviden susproblemas en un burdel. Demetrius semarcha solo, y sé que recuerda aqueldía, hace dos años, en que lo obligaron aver morir a su hermano pequeño, igualque ha muerto Barrius hoy. No serácapaz de hablar durante horas. Los otrosalumnos abandonan deprisa el patio sin

dejar de hablar sobre los azotes.—Solo treinta azotes, qué

enclenque…—¿Lo has oído ahogar un grito,

como una niña asustada?—Elias —dice en voz baja Helene

al tiempo que me toca con delicadeza elbrazo—, vamos, te va a ver lacomandante.

Tiene razón. Todos se alejan. Yotambién debería hacerlo.

No puedo.Nadie dirige la mirada a los restos

ensangrentados de Barrius. Es untraidor. Pero alguien debería quedarse.Alguien debería llorar por él, aunquesolo sea un momento.

—Elias —repite Helene con un tonomás apremiante—, muévete. Te va a ver.

—Necesito un minuto, ve tú primero—respondo.

Le gustaría discutir conmigo, pero supresencia llama la atención y yo nocedo. Sale del patio tras mirar atrás porúltima vez. Cuando se va, levanto lavista y me encuentro con los ojos de lacomandante.

Nuestras miradas se cruzan, cadauno en un extremo del largo patio, y porenésima vez me sorprende lo distintosque somos. Yo tengo el pelo negro; ella,rubio. Mi piel es de un luminoso morenodorado, mientras que la suya es blancacomo la cal. Sus labios siempre están

torcidos en un gesto de desaprobación,mientras que yo siempre parezco estarde broma, aun cuando no lo estoy. Yotengo los hombros anchos y mido más demetro ochenta, mientras que ella esincluso más baja que las mujeresacadémicas, con una figuraengañosamente esbelta.

Pero cualquiera que nos vea juntosse da cuenta de lo que somos. De mimadre heredé los pómulos altos y losojos de color gris claro. Heredé elinstinto despiadado y la velocidad queme han convertido en el mejor alumnoque ha pasado por Risco Negro en lasúltimas dos décadas.

«Madre». No es la palabra más

adecuada. «Madre» evoca calidez, amory dulzura. No abandono en el desiertotribal unas horas después de nacer. Noaños de silencio y odio implacable.

Ella me ha enseñado muchas cosas,esta mujer que me dio a luz. Una de ellases el control. Me trago la furia y el asco,me vacío de todo sentimiento. Ellafrunce el ceño, mueve ligeramente loslabios y se lleva una mano al cuello,donde sus dedos recorren las espiralesde un extraño tatuaje azul que le asomapor encima de la ropa.

Quedo a la espera de que se acerquepara exigir saber por qué sigo allí, porqué la desafío con la mirada. No lohace, sino que se queda mirándome otro

segundo antes de dar media vuelta ydesaparecer bajo los arcos.

Las campanas dan las seis y lostambores retumban: «Todos los alumnosal comedor». Al pie de la torre, loslegionarios recogen lo que queda deBarrius y se lo llevan.

El patio está en silencio, vacío salvopor mí, que no hago más que mirar elcharco de sangre donde antes había unniño; paralizado porque sé que, si notengo cuidado, acabaré igual que él.

V

Laia

El silencio de las catacumbas es tanvasto como una noche sin luna e igual deespeluznante. Lo que no significa que lostúneles estén vacíos: en cuanto me dejocaer por la rejilla, una rata me correteapor los pies descalzos y una arañatransparente del tamaño de un puño

desciende por un hilo a pocoscentímetros de mi cara. Me muerdo lamano para no gritar.

«Salva a Darin. Encuentra a laresistencia. Salva a Darin. Encuentra ala resistencia».

A veces susurro las palabras. Sobretodo, las repito mentalmente. Me sirvenpara seguir avanzando, un amuleto paraprotegerme del miedo que me espolea.

En realidad no estoy segura de loque busco. ¿Un campamento? ¿Unescondite? ¿Cualquier indicio de vida,me da igual, pero no roedora?

Como casi todas las guarnicionesdel Imperio están ubicadas al este delbarrio Académico, me dirijo al oeste.

Incluso en este lugar olvidado de lamano de los dioses, soy capaz de sabersin asomo de duda por dónde sale el soly por dónde se pone, dónde está lacapital del Imperio, al norte, Antium, ydónde está Navium, su principal puertodel sur. Es un don que poseo desde quetengo memoria. Cuando era pequeña ySerra debería haberme parecido enorme,nunca me perdía.

Me consuelo pensándolo: al menosno caminaré en círculos.

Al principio, el sol se cuela en lostúneles a través de las rejillas de lascatacumbas e ilumina débilmente elsuelo. Me abrazo a las paredesagujereadas por las criptas y me aguanto

el asco por el hedor de los huesospodridos. Una cripta es un buen lugarpara esconderse si una patrulla marcialse acerca demasiado. «Los huesos noson más que huesos —me digo—. Unapatrulla te mata».

A la luz del día es más fácil apartarlas dudas y convencerme de queencontraré a la resistencia. Pero vagodurante horas y, al final, la luz sedesvanece y cae la noche como unacortina sobre los ojos. Con ella, elmiedo me arrolla como un río que haroto su presa. Cada golpe es un soldadoauxiliar asesino; cada chirrido, unahorda de ratas. Las catacumbas me hantragado como una pitón a un ratoncito.

Me estremezco, porque sé que aquíabajo tengo las mismas posibilidades desupervivencia que un ratón.

«Salva a Darin. Encuentra a laresistencia».

El hambre me forma un nudo en elestómago y me arde la garganta a causade la sed. Vislumbro el parpadeo de unaantorcha a lo lejos y siento el impulsode acercarme, como una polilla. Pero laantorcha marca el territorio del Imperio,y los soldados auxiliares que seencargan del túnel seguramente seránplebeyos, lo más bajo de la clasemarcial. Si un grupo de plebes me atrapaaquí abajo, no quiero ni pensar en lo queme hará.

Me siento como un animalperseguido y achantado, que es justocomo me ve el Imperio, como ve a todoslos académicos. El emperador dice quesomos un pueblo libre que vive alamparo de su benevolencia, pero no esmás que un mal chiste. No nos permitentener propiedades ni asistir al colegio, yte esclavizan por la transgresión másinocente.

No tratan con tanta crueldad a nadiemás. Los tribales están protegidos porun tratado; durante la invasión,aceptaron el gobierno marcial a cambiode libertad de movimiento para lossuyos. A los marinos los protegen lageografía y la gran cantidad de especias,

carne y hierro con la que comercian.En el Imperio solo tratan como

basura a los académicos.«Pues desafía al Imperio, Laia —

oigo decir a Darin—. Sálvame.Encuentra a la resistencia».

La oscuridad me sigue los pasoshasta que acabo prácticamente a rastras.El túnel por el que voy se estrecha, lasparedes se me acercan. Me cae el sudorpor la espalda y me tiembla todo elcuerpo… Odio los espacios pequeños.Las paredes recogen el eco de mi alientoentrecortado. Más adelante, en algunaparte, el agua cae con un goteo solitario.¿Cuántos fantasmas habitan ese lugar?¿Cuántos espíritus vengativos vagan por

estos túneles?«Para, Laia. Los fantasmas no

existen».De niña, me pasaba horas

escuchando a los cuentacuentos tribaleshilvanar sus leyendas sobre los seresmíticos: el Portador de la Noche y suscompañeros genios, fantasmas, efrits,espectros y duendes.

A veces, los cuentos se colaban enmis pesadillas. Cuando lo hacían, eraDarin el que calmaba mis miedos. Adiferencia de los tribales, losacadémicos no son supersticiosos, yDarin siempre ha demostrado un sanoescepticismo académico. «Aquí no hayfantasmas, Laia». Oigo su voz dentro de

mi cabeza, así que cierro los ojos parafingir que está a mi lado; permito que sufirme presencia me reconforte.«Tampoco hay espectros. No existen».

Me llevo la mano al brazalete, comosiempre que necesito ser más fuerte.Está casi negro de suciedad, pero loprefiero así; llama menos la atención.Recorro con los dedos el dibujo de laplata, una serie de líneas conectadas queconozco tan bien que las veo hasta ensueños.

Mi madre me dio el brazalete laúltima vez que la vi, cuando yo teníacinco años. Es uno de los pocosrecuerdos claros que me quedan de ella:el perfume a canela de su cabello, la

chispa de luz en sus ojos del color delmar en medio de la tormenta.

«Cuídalo por mí, bichito. Solo unasemana. Hasta que vuelva».

¿Qué me diría ahora si supiera quehe cuidado del brazalete pero que heperdido a su único hijo? ¿Que hesalvado el cuello a costa de sacrificar elde mi hermano?

«Arréglalo. Salva a Darin.Encuentra a la resistencia».

Suelto el brazalete y sigo adelante,dando tumbos.

Poco después oigo los primerosruidos detrás de mí.

Un susurro. Una bota que raspa lapiedra. Si las criptas no se hallaran

sumidas en silencio, dudo que mehubiera dado cuenta, ya que apenasresultan audibles. Demasiado cautelosospara ser soldados auxiliares. Demasiadofurtivos para la resistencia. ¿Unmáscara?

Me da un vuelco el corazón y mevuelvo para escudriñar la oscuridadalquitranada. Los máscaras son capacesde merodear por la oscuridad de esemodo, como si fueran medio fantasmas.Espero, paralizada, pero las catacumbasvuelven a guardar silencio. No memuevo. No respiro. No oigo nada.

Una rata. Solo es una rata. «Puedeque una muy, muy grande…».

Cuando me atrevo a dar otro paso,

me llega un olorcillo a cuero y humo dehoguera: olores humanos. Me dejo caery palpo el suelo en busca de un arma —una roca, un palo, un hueso—, lo que seapara enfrentarme a la persona que meacecha. Entonces, la yesca choca con elpedernal, se oye un siseo y, un segundodespués, una antorcha se enciende conun silbido.

Me levanto y me protejo la cara conlas manos mientras la imagen de lallama me palpita detrás de los párpados.Cuando me obligo a abrir los ojos,distingo seis figuras encapuchadas encírculo, a mi alrededor, todas con arcoscargados y apuntándome al corazón.

—¿Quién eres? —pregunta una de

las figuras, que da un paso adelante.Aunque habla con la voz fría y

monótona de los legionarios, no es ni tanancho ni tan alto como un marcial. Llevalos brazos, musculosos, descubiertos, yse mueve con fluida elegancia. Elcuchillo que empuña es como unaextensión de su cuerpo, y en la otrasostiene la antorcha. Intento mirarlo alos ojos, pero están ocultos tras lacapucha.

—Habla —ordena.—Estoy… —Tras horas de silencio,

mi voz es casi un graznido—. Estoybuscando…

¿Por qué no lo habré pensando bienantes? No puedo decirles que busco a la

resistencia. Nadie con dos dedos defrente reconocería estar buscando a losrebeldes.

—Registradla —ordena el hombreal ver que no continúo.

Otra de las figuras, una más ligera yfemenina, se cuelga el arco a la espalda.La antorcha chisporrotea detrás de ella,proyectando profundas sombras en surostro. Es demasiado baja para sermarcial y la piel de sus manos no es tanoscura como la de los marinos. O esacadémica o es tribal. Quizá puedarazonar con ella.

—Por favor —le digo—, dejadme…—Calla —me espeta el hombre que

ha hablado antes—. Sana, ¿algo?

Sana, un nombre académico, corto ysencillo. Si fuera marcial se llamaríaAgrippina Cassius, Chrysilla Aroman oalgo igual de largo y pomposo.

Pero que sea académica no quieredecir que me encuentre a salvo. He oídorumores de ladrones académicos queacechan en las catacumbas, que salenpor las rejillas para robar, asaltar y,normalmente, matar a cualquiera queesté lo bastante cerca antes de volver aesconderse en su guarida.

Sana me recorre las piernas y losbrazos con las manos.

—Un brazalete —responde—.Puede que de plata, no sabría decirlo.

—¡No te lo vas a llevar! —exclamo,

zafándome de ella, y los arcos de losladrones, que habían bajado uncentímetro, vuelven a alzarse—. Porfavor, dejadme marchar. Soy académica.Soy una de vosotros.

—Termina de una vez —insiste elhombre.

Después hace una señal al resto desu banda y las figuras retroceden hacialos túneles.

—Lo siento mucho —dice Sana, ysuspira, pero ahora tiene una daga en lamano.

Retrocedo un paso.—No lo hagas, por favor. —

Entrelazo los dedos para que no metiemblen—. Era de mi madre. Es lo

único que me queda de mi familia.Sana baja el cuchillo, pero el líder

de los ladrones la llama y, al ver quevacila, camina hacia nosotras a grandeszancadas. Mientras se acerca, uno de sushombres lo llama y dice:

—Keenan, cuidado. Patrullaauxiliar.

—En parejas, dispersaos —indicaKeenan, bajando la voz—. Si os siguen,alejadlos de la base o responderéis porello. Sana, quítale la plata a la chica yvámonos.

—No podemos abandonarla —repone Sana—. La encontrarán. Sabesque lo harán.

—No es problema nuestro.

Sana no se mueve y Keenan lecoloca la antorcha en las manos. Cuandome coge del brazo, Sana se interponeentre nosotros.

—Necesitamos la plata, sí —dice—,pero no la de nuestra gente. Déjala.

Por el túnel nos llega la cadenciainconfundible y seca de las vocesmarciales. Todavía no han visto laantorcha, aunque lo harán en cuestión desegundos.

—Maldita sea, Sana —sueltaKeenan.

Intenta rodear a la mujer, pero ella leda un empujón con una fuerzasorprendente y se le cae la capucha.Cuando la antorcha le ilumina el rostro,

ahogo un grito, no porque sea mayor delo que suponía o por su ferozanimosidad, sino porque en el cuello leveo el tatuaje de un puño cerrado enalto, con una llama detrás. Debajo, lapalabra Izzat.

—Eres… Eres…No consigo pronunciar las palabras.

Keenan mira el tatuaje y suelta unapalabrota.

—Ahora sí que no queda másremedio —le dice a Sana—. Nopodemos dejarla aquí. Si cuenta que nosha visto, invadirán los túneles hasta quenos encuentren.

Apaga la antorcha con toscavelocidad, me agarra por el brazo y tira

de mí hacia sí. Cuando caigo contra sudura espalda, me vuelve la cabeza y, porun segundo, capto el brillo airado de susojos y me llega su aroma, acre yahumado.

—Lo sient…—Cállate y mira por donde pisas si

no quieres que te deje inconsciente de ungolpe y te abandone en una cripta. —Está más cerca de lo que creía, noto elcalor de su aliento en la oreja—.Muévete.

Me muerdo el labio y lo sigo,intentando no pensar en su amenaza yconcentrarme en el tatuaje de Sana.

Izzat. Es rai antiguo, el idioma quehablaban los académicos antes de que

nos invadieran los marciales y obligarana todos a utilizar el sérreo. Izzatsignifica muchas cosas: fuerza, honor,orgullo. Pero en el último siglo haacabado significando algo muyespecífico: libertad.

No se trata de una banda deladrones: es la resistencia.

VI

Elias

Los gritos de Barrius me abrasan elcerebro durante horas. Veo su cuerpocaer, oigo su último aliento ahogado,huelo la mancha de su sangre en losadoquines.

Las muertes de los alumnos nosuelen afectarme así. No deberían… La

Parca es una vieja amiga. En RiscoNegro ha caminado junto a todosnosotros en algún momento. Pero vermorir a Barrius ha sido distinto. Mepaso el resto del día irritable ydistraído.

Mi mal humor no pasadesapercibido. Mientras arrastro lospies camino del entrenamiento encombate con un grupo de calaveras deúltimo curso, me doy cuenta de queFaris acaba de hacerme la mismapregunta por tercera vez.

—Qué cara, ni que tu fulana favoritahubiera pillado la sífilis —sueltacuando mascullo una disculpa—. ¿Quénarices te pasa?

—Nada.Me doy cuenta, demasiado tarde, de

lo enfadado que sueno, de lo pocoapropiado que resulta para un calavera apunto de graduarse. Debería estaremocionado, muerto de ganas deconseguir la máscara.

Faris y Dex intercambian miradasescépticas, y yo reprimo una palabrota.

—¿Seguro? —pregunta Dex.Dex es de los que cumplen las

normas. Siempre lo ha sido. Cada vezque me mira sé que se pregunta por quétodavía no se ha fundido la máscara conmi piel. «Déjame en paz», es lo quequiero replicarle. Entonces recuerdo queno está fisgoneando, que es mi amigo y

está preocupado de verdad.—Esta mañana, en los azotes,

estabas… —empieza a decir.—Oye, deja en paz al pobre hombre.Helene se pone detrás de nosotros y

esboza una sonrisa dirigida a Dex yFaris mientras me echa un brazo sobrelos hombros, como si nada, al entrar enla armería. Señala con la cabeza unestante lleno de cimitarras.

—Venga, Elias, elige arma. Te retoal mejor de tres.

Se vuelve hacia los otros y murmuraalgo cuando me alejo. Cojo unacimitarra de entrenamiento, con la puntaroma, para comprobar su estabilidad. Unsegundo después noto la fresca

presencia de Helene a mi lado.—¿Qué les has contado? —le

pregunto.—Que tu abuelo ha estado

acosándote.Asiento: las mejores mentiras tienen

parte de verdad. Mi abuelo es unmáscara y, como a la mayoría de losmáscaras, solo está satisfecho con laperfección.

—Gracias, Hel.—De nada. Págamelo recobrando la

compostura. —Cruza los brazos al verque frunzo el ceño—. Dex es ellugarteniente de tu pelotón y ni siquieralo has felicitado por atrapar a undesertor. Se ha dado cuenta. Todo tu

pelotón se ha dado cuenta. Y, en losazotes, no estabas… con nosotros.

—Si estás diciendo que no estabaaullando de alegría al ver derramar lasangre de un niño de diez años, no teequivocas.

Se le endurece la mirada, lo bastantecomo para hacerme saber que, en parte,está de acuerdo conmigo, a pesar de quenunca lo reconocería.

—Marcus te ha visto quedarte atrásdespués de los azotes. Zak y él les estáncontando a todos que el castigo te haparecido demasiado duro.

Me encojo de hombros. Como si meimportara lo que digan de mí laSerpiente y el Sapo.

—No seas idiota. A Marcus leencantaría sabotear al heredero de lagens Veturia un día antes de lagraduación.

Se refiere a la casa de mi familia,una de las más antiguas y respetadas delImperio, por su título formal.

—Solo le ha faltado acusarte desedición.

—Me acusa de sedición semana sí,semana no.

—Pero esta vez has hecho algo paramerecértelo.

Me vuelvo rápidamente hacia ella y,por un tenso instante, me parece que losabe todo. Sin embargo, por suexpresión veo que ni me juzga ni está

enfadada. Solo preocupada.Se pone a contar mis pecados con

los dedos de las manos.—Eres el jefe de grupo del pelotón

de guardia, pero no entregas a Barriusen persona, sino que lo hace tulugarteniente por ti y, encima, no lofelicitas. Apenas eres capaz de reprimirtu desagrado cuando castigan aldesertor. Por no mencionar que falta undía para la graduación y tu máscaraacaba de empezar a fundirse con tu cara.

Espera una respuesta, pero, como nose la doy, suspira.

—A no ser que seas más estúpido delo que pareces, hasta tú te darás cuentade la impresión que das, Elias. Si

Marcus informa sobre ti a la GuardiaNegra, quizá tengan pruebas suficientespara hacerte una visita.

Se me eriza el vello de la nuca: laGuardia Negra es la encargada degarantizar la lealtad de los militares.Llevan el emblema de un pájaro, elverdugo; y su jefe, una vez elegido,renuncia a su nombre y es conocidocomo el verdugo de sangre. Es la manoderecha del emperador y el segundohombre más poderoso del Imperio. Elactual verdugo de sangre suele torturarprimero y preguntar después. Una visitanocturna de esos cabrones de armaduranegra me dejaría varias semanas en laenfermería. Arruinaría todo mi plan.

Intento no mirar a Helene. Debe deser agradable creer tan fervientemente loque el Imperio nos pone en bandeja.¿Por qué no puedo ser como ella, comotodos los demás? ¿Porque mi madre meabandonó? ¿Porque me pasé losprimeros seis años de mi vida con lostribales, que me enseñaron lo que eranla compasión y la piedad, en vez de labrutalidad y el odio? ¿Porque miscompañeros de juegos eran niñostribales, marinos y académicos en lugarde otros perilustres?

Hel me pasa una cimitarra.—Intenta encajar —me dice—. Por

favor, Elias, solo un día más. Despuésseremos libres.

Claro. Libres para presentarnos alservicio como criados hechos yderechos del Imperio, para despuésconducir a los hombres a su muerte enlas interminables guerras fronterizas conlos salvajes y los bárbaros. Los que noacabemos en la frontera recibiremoscargos en la ciudad, dondeperseguiremos a los combatientes de laresistencia o a los espías marinos.Seremos libres, claro. Libres paraviolar, asesinar y loar al emperador.

Qué curioso, a mí eso no me suena alibertad.

Guardo silencio, porque Helenetiene razón: estoy llamando demasiadola atención, y Risco Negro es el peor

lugar para eso. Aquí los alumnos soncomo tiburones hambrientos en lo querespecta a la sedición: atacan nada másolerla.

El resto del día me lo pasoesforzándome por actuar como unmáscara a punto de graduarse: arrogante,brutal, violento. Es como cubrirme deporquería.

Cuando regreso por la noche a mihabitación con aspecto de celda, conunos preciados minutos de tiempo libre,me arranco la máscara y la lanzo sobreel catre, dejando escapar un suspirocuando el metal líquido me suelta.

Hago una mueca al verme reflejadoen la superficie reluciente de la

máscara. A pesar de las gruesaspestañas negras de las que tanto seburlan Faris y Dex, tengo unos ojos tanparecidos a los de mi madre que odiocontemplarlos. No sé quién es mi padrey ya no me importa, pero, por enésimavez, desearía que al menos me hubieradado sus ojos.

Una vez que escape del Imperio,dará igual. La gente me verá los ojos ypensará «marcial» en vez de«comandante». Hay muchos marcialesvagando por el sur como mercaderes,mercenarios o artesanos. Seré uno entrecientos.

En el exterior, la campana de la torreda las ocho. Doce horas para la

graduación. Trece para que acabe laceremonia. Otra hora de felicitaciones.La gens Veturia es una casa distinguida,así que el abuelo querrá que estrechedocenas de manos. Pero, al final, meexcusaré y…

«Libertad, al fin».Ningún alumno ha desertado nunca

después de la graduación. ¿Para qué? Loque empuja a los chicos a huir es elinfierno de Risco Negro. Cuandosalimos, recibimos nuestros cargos,nuestras misiones. Nos ofrecen dinero,estatus y respeto. Hasta el plebeyo demás baja cuna puede casarse con alguiende buena familia si se convierte enmáscara. Nadie con dos dedos de frente

le daría la espalda a algo así, y menosdespués de década y media deentrenamiento.

Por eso mañana es el día perfectopara huir. Los dos días posteriores a lagraduación son una locura: fiestas,cenas, bailes, banquetes… Sidesaparezco, a nadie se le ocurrirábuscarme hasta, como mínimo, el díasiguiente. Supondrán que duermo laborrachera en casa de un amigo.

Con el rabillo del ojo, vislumbro elpasadizo que lleva desde debajo de michimenea hasta las catacumbas de Serra.Tardé tres meses en excavar el malditotúnel. Otros dos para fortificarlo yocultarlo de los ojos curiosos de las

patrullas auxiliares. Y dos más paratrazar un mapa con la ruta a través de lascatacumbas para salir de la ciudad.

Siete meses de noches sin dormir, demirar atrás continuamente e intentaractuar con normalidad. Si escapo, todohabrá merecido la pena.

Los tambores tocan para señalar elinicio del banquete de graduación. Unossegundos después, alguien llama a lapuerta y dejo escapar una palabrota: sesuponía que debía reunirme con Heleneen la entrada de los barracones y nisiquiera estoy vestido todavía.

Helene llama otra vez.—Elias, deja de rizarte las pestañas

y sal de ahí. Vamos a llegar tarde.

—Espera —contesto.Mientras me quito la ropa, la puerta

se abre y Helene entra sin titubear. Alverme sin vestir, el rubor le sube por elcuello y aparta la mirada. Arqueo unaceja, ya que Helene me ha visto desnudodocenas de veces: cuando he estadoherido, enfermo o sufriendo alguno delos crueles ejercicios de fortalecimientode la comandante. A estas alturas, vermedesnudo no debería suscitar en ella másque una mirada de exasperaciónmientras me lanza una camisa.

—Date prisa, ¿quieres? —mascullapara romper el silencio subsiguiente.

Descuelgo mi uniforme de gala de sugancho y me lo abotono rápidamente,

nervioso por su incomodidad.—Los chicos ya han salido. Me han

dicho que nos guardarían asientos —añade.

Helene se restriega el tatuaje deRisco Negro que lleva en la nuca: undiamante negro de cuatro caras conlaterales redondeados, el mismo quegraban a todos los alumnos al llegar a laescuela. Helene lo soportó mejor que lamayoría de nuestros compañeros,estoica y sin lágrimas mientras losdemás lloriqueábamos.

Los augures nunca nos han explicadopor qué solo eligen para Risco Negro auna chica por generación. Ni siquiera aHelene. Sea cual sea la razón, está claro

que no eligen al azar. Puede que Helenesea la única chica de aquí, pero no pornada es la tercera mejor de la clase. Poreso los matones aprendieron muydeprisa a dejarla en paz. Es lista, velozy despiadada.

Ahora, con su uniforme negro, con lareluciente trenza rodeándole la cabezacomo si fuera una corona, es más bellaque la primera nevada del invierno. Mequedo mirándole los largos dedos sobrela nuca, observando cómo se humedecelos labios. Me pregunto cómo seríabesar esa boca, empujarla contra laventana y apretar mi cuerpo contra elsuyo, quitarle las horquillas del pelo,sentir su tacto suave entre los dedos.

—Eeeh… ¿Elias?—Hummm…Me doy cuenta de que me he

quedado mirándola y paro. «Fantasearcon tu mejor amiga, Elias. Lamentable».

—Lo siento —respondo—. Es queestoy… cansado. Vámonos.

Hel me lanza una mirada extraña yseñala con la cabeza mi máscara, quesigue encima de la cama.

—A lo mejor necesitas eso.—Claro.Aparecer sin la máscara se pena con

azotes. No he visto a ningún calavera sinmáscara desde los catorce años. Apartede Hel, nadie más me ha visto la cara.

Me la pongo e intento no

estremecerme al percibir el ansia con laque se aferra a mí. «Solo queda un día».Después me la quitaré para siempre.

Los tambores de la puesta de solretumban cuando salimos de losbarracones. El azul del cielo adquiereun tono violeta más oscuro y elabrasador aire del desierto se refresca.Las sombras de la noche se mezclan conlas piedras oscuras de Risco Negro, demodo que los mazacotes de edificiosparecen de un tamaño sobrenatural. Dejovagar la mirada por las sombras enbusca de amenazas, un hábito de misaños como cinco. Por un segundo sientocomo si las sombras me devolvieran lamirada. Pero, después, la sensación

desaparece.—¿Crees que los augures asistirán a

la graduación? —pregunta Hel.«No —quiero decirle—, nuestros

hombres santos tienen mejores cosas quehacer, como encerrarse en cuevas y leerlas entrañas de las ovejas».

—Lo dudo —es lo que respondo.—Supongo que les resultará tedioso

después de quinientos años —diceHelene sin rastro de ironía.

Es una idea tan idiota que hago unamueca: ¿cómo puede alguien taninteligente como Helene creerse que losaugures son inmortales de verdad?

Pero no es la única. Los marcialescreen que los augures reciben su poder

al ser poseídos por los espíritus de losmuertos. Los máscaras, en concreto,veneran a los augures, ya que son elloslos que deciden qué niños marcialesasistirán a Risco Negro. Son los augureslos que nos entregan las máscaras. Y nosenseñan que fueron los augures los queedificaron Risco Negro en un solo día,hace cinco siglos.

Solo hay catorce de esos cabronesde ojos rojos, pero, en las escasasocasiones en las que hacen acto depresencia, todos los obedecen. Muchosde los líderes del Imperio (losgenerales, el verdugo de sangre, inclusoel emperador) hacen un peregrinajeanual a la guarida de los augures en las

montañas en busca de consejo en asuntosde estado. Y, aunque cualquiera con unápice de lógica sabe que son una pandade charlatanes, los idolatran en todo elImperio, no solo como seres inmortales,sino también como oráculos yadivinadores de pensamientos.

La mayoría de los alumnos de RiscoNegro tan solo ve a los augures dosveces en la vida: cuando los eligen parala escuela y cuando les entregan lasmáscaras. Pero Helene siempre se hasentido especialmente fascinada por loshombres santos… No me sorprende queespere verlos en la graduación.

Respeto a Helene, pero en esto noestamos de acuerdo. Los mitos

marciales son tan creíbles como lasfábulas tribales de los genios y elPortador de la Noche.

El abuelo es uno de los pocosmáscaras que no cree en la basura augur,y repito su mantra mentalmente: «Elcampo de batalla es mi templo. La puntade la espada es mi sacerdote. El bailede la muerte es mi plegaria. El golpe degracia es mi liberación».

Ese mantra es lo único que henecesitado en la vida.

Tengo que emplear toda mi fuerza devoluntad para morderme la lengua.Helene se da cuenta.

—Elias, estoy orgullosa de ti —dicecon un tono curiosamente formal—. Sé

lo que te ha costado. Tu madre… —Mira a su alrededor y baja la voz: lacomandante tiene espías por todas partes—. Tu madre ha sido más dura contigoque con los demás. Pero le hasdemostrado de qué pasta estás hecho.Has trabajado mucho. Lo has hecho todobien.

Habla con tal sinceridad que, por uninstante, vacilo. Dentro de dos días nopensará lo mismo. Dentro de dos días,me odiará.

«Recuerda a Barrius. Recuerda loque esperarán de ti después de lagraduación».

Le sacudo un hombro.—¿Te me vas a poner cursi y

femenina a estas alturas?—Olvídalo, cerdo —responde, y me

da un puñetazo en el brazo—. Solointentaba ser amable.

Dejo escapar una carcajada falsa.«Te enviarán a cazarme cuando huya. Ati y a los demás, a los hombres a los quellamo hermanos».

Llegamos al comedor y la cacofoníadel interior nos golpea como una ola…Risas, fanfarronadas y las ruidosasconversaciones de mil jóvenes a puntode obtener un permiso o de graduarse.Nunca hay tanto escándalo cuando lacomandante está presente, así que merelajo un poco, contento de evitarla.

Hel me empuja hacia una de la

docena de mesas, más o menos, de lasala, donde Faris entretiene al resto denuestros amigos con la historia de suúltima escapada a los burdeles de laorilla del río. Hasta Demetrius, siemprebajo la sombra de la muerte de suhermano, consigue sonreír.

Faris esboza una sonrisa lascivamientras nos mira con intención aHelene y a mí.

—Os habéis tomado vuestro tiempo.—Veturius se estaba poniendo guapo

para ti —responde Hel, empujando elcuerpo como de canto rodado de Farispara que nos sentemos—. He tenido quearrancarlo de delante del espejo.

El resto de la mesa se carcajea, y

Leander, uno de los soldados de Hel, lepide a Faris que termine la historia. Ami lado, Dex discute con el segundolugarteniente de Hel, Tristas. Es unchico serio de pelo oscuro con unosgrandes ojos azules de engañosainocencia y el nombre de su prometida,Aelia, tatuado en mayúsculas en elbíceps.

Tristas se inclina hacia delante.—El emperador está a punto de

cumplir los setenta años y no tieneherederos varones. Puede que este añosea el año. El año en que los augureselijan a un nuevo emperador. Una nuevadinastía. Estaba hablando de ello conAelia…

—Todos los años hay alguien quepiensa que este es el año —lointerrumpe Dex, poniendo los ojos enblanco—. Y no ocurre ningún año. Elias,díselo. Dile a Tristas que es idiota.

—Tristas, eres idiota.—Pero los augures dicen…Resoplo por lo bajo y Helene me

atraviesa con la mirada: «Guárdate tusdudas para ti, Elias». Me dedico a llenarde comida dos platos y empujo uno deellos hacia mi amiga.

—Toma —le digo—, come algo.—¿Y qué es, ya que estamos? —

pregunta Hel mientras pincha el amasijocon un tenedor y olisquea—, ¿estiércolde vaca?

—No os quejéis —dice Faris con laboca llena—. Compadeceos de loscincos, que tienen que volver a comeresto después de cuatro años felicesrobando granjas.

—Compadeceos de los novatos —contraataca Demetrius—. ¿Os imagináisotros doce años? ¿Trece?

Al otro lado del comedor, la mayorparte de los novatos sonríe y ríe, comotodos los demás. Pero algunos nosobservan como los zorros hambrientos aun león: deseando tener lo que tenemosnosotros.

Me imagino a la mitad de ellosmuertos, la mitad de las risassilenciadas, la mitad de los cuerpos

fríos. Porque eso es lo que sucederá enlos años de privaciones y torturas queles esperan. Y se enfrentarán a ellosviviendo o muriendo, cuestionándolo oaceptándolo. Los que lo cuestionansuelen ser los que mueren.

—No parece importarles demasiadolo de Barrius —digo antes de podercontenerme.

A mi lado, Helene se pone rígidacomo el agua cuando se convierte enhielo. Dex frunce el ceño en un gesto dedesaprobación mientras un comentariomuere en sus labios y la mesa guardasilencio.

—¿Por qué iba a importarles? —pregunta Marcus, que está sentado a una

mesa de distancia con Zak y un grupo deamigotes—. Esa basura ha recibido loque se merecía. Es una pena que hayacaído tan pronto y no haya sufrido más.

—Nadie ha pedido tu opinión,Serpiente —le espeta Helene—. Detodos modos, el crío está muerto.

—Por suerte para él —intervieneFaris, que levanta un poco de comidacon el tenedor y la deja caer de maneramuy poco apetitosa sobre el plato deacero—. Al menos él no tiene quevolver a comer esta bazofia.

Unas risas ahogadas recorren lamesa y la conversación vuelve a fluir.Pero Marcus ha olido sangre y sumaldad corrompe el aire. Zak mira a

Helene y masculla algo dirigido a suhermano. Marcus no le hace caso: susojos de hiena están clavados en mí.

—Esta mañana estabas hundido porla muerte de ese traidor, Veturius. ¿Eraamigo tuyo?

—Déjame en paz, Marcus.—Y has estado pasando mucho

tiempo en las catacumbas.—¿Qué se supone que quiere decir

eso? —interviene Helene, que se hallevado la mano al arma, pero Faris lesujeta el brazo.

Marcus no le hace caso.—¿Vas a huir, Veturius?Levanto la cabeza muy despacio.

«Es una suposición, nada más». No

puede saberlo de ninguna manera. Hetenido cuidado, y decir eso en RiscoNegro es decir «ser paranoico» encualquier otro sitio.

Nuestra mesa y la de Marcusguardan silencio. «Niégalo, Elias. Estánesperando».

—Esta mañana eras el jefe depelotón de guardia, ¿no? —siguediciendo Marcus—. Deberías haberestado encantado de ver caer a esetraidor. Deberías haberlo entregado túmismo. Di que se lo merecía, Veturius.Di que Barrius ha recibido lo que semerecía.

Debería resultar sencillo. No lo creoy eso es lo que importa; pero mis labios

no se mueven. No me salen las palabras.Barrius no se merecía morir en el poste.Era un niño, un crío tan asustado dequedarse en Risco Negro que lo arriesgótodo por escapar.

El silencio se contagia a las otrasmesas. Unos cuantos centurioneslevantan la mirada de la mesa principal.Marcus se pone de pie y, rápido comouna riada, el humor del comedor cambia,se vuelve curioso y expectante.

«Hijo de puta».—¿Por eso no se te ha unido la

máscara todavía? —pregunta Marcus—.¿Porque no eres uno de nosotros? Dilo,Veturius. Di que el traidor se merecía sudestino.

—Elias… —me susurra Helene conojos suplicantes.

«Intenta encajar. Solo un día más».—Se lo…«Dilo, Elias. No cambiarás nada por

hacerlo».—Se lo merecía.Miro con frialdad a Marcus y él

sonríe, como si supiera lo mucho que mecuestan pronunciar esas palabras.

—¿Tan difícil era, bastardo?Me alivia que me insulte, porque eso

me da la excusa que tanto quería. Meabalanzo sobre él con los puños pordelante.

Pero mis amigos se lo esperaban.Faris, Demetrius y Helene se ponen en

pie y me sujetan, convertidos en unirritante muro negro y rubio que meimpide borrarle la sonrisa de la cara agolpes.

—No, Elias —dice Helene—. Lacomandante te azotará por iniciar unapelea. Marcus no lo merece.

—Es un bastardo…—En realidad, el bastardo eres tú —

replica Marcus—. Al menos yo sé quiénes mi padre. No me crio una manada detribales chupacamellos.

—Basura plebeya…—Calaveras de último curso —

interviene el centurión de cimitarras,que se ha acercado hasta el pie de lamesa—, ¿hay algún problema?

—No, señor —responde Helene—.Vamos, Elias —murmura—, ve arespirar aire fresco. Yo me encargo deesto.

Con la sangre todavía hirviendo,abro las puertas del comedor de unempujón y me encuentro en el patio delcampanario antes de saber siquieraadónde voy.

¿Cómo es posible que Marcus hayaaveriguado que me voy al desierto?¿Cuánto sabe? No demasiado porque, sino, ya habría llamado al despacho de lacomandante. Maldito sea, con lo cercaque estoy. Muy cerca.

Doy vueltas por el patio paraintentar calmarme. El aire del desierto

ha refrescado, y la luna en cuartocreciente flota baja en el horizonte, finay roja como la sonrisa de un caníbal. Através de los arcos brillan las pálidasluces de Serra, diez mil lámparas deaceite empequeñecidas por la vastaoscuridad del desierto que las rodea. Alsur, una cortina de humo empaña elbrillo del río. Me sobreviene el olor aacero y forja, siempre presente en unaciudad únicamente conocida por sussoldados y su armamento.

Ojalá hubiera visto Serra antes detodo esto, cuando era la capital delImperio Académico. Con losacadémicos, los grandes edificios eranbibliotecas y universidades, en vez de

barracones y salas de entrenamiento. Lacalle de los Cuentacuentos estaba llenade escenarios y teatros, en vez de ser unmercado de armas donde las únicashistorias que se cuentan son de guerra ymuerte.

Es un deseo estúpido, como querervolar. A pesar de todo su conocimientosobre astronomía, arquitectura ymatemáticas, los académicos sederrumbaron ante la invasión delImperio. La belleza de Serradesapareció hace tiempo. Ahora es unaciudad marcial.

Allá en lo alto brillan los cielos,claros a la luz de estrellas. Una parte demí, enterrada hace tiempo, comprende

que esto es bello, pero soy incapaz demaravillarme ante la imagen como hacíacuando era niño. Entonces me subía alos espinosos árboles de yaca paraacercarme más a las estrellas, seguro deque unos cuantos metros de altura meayudarían a verlas mejor. Entonces mimundo eran la arena, el cielo y el amorde la tribu Saif, que me salvó de morir ala intemperie. Entonces todo eradistinto.

—Todo cambia, Elias Veturius. Yano eres un niño, sino un hombre, con lacarga de un hombre sobre los hombros yla elección de un hombre por delante.

Aunque no recuerdo haberlo sacado,tengo el cuchillo en la mano, contra el

cuello de un hombre encapuchado. Losaños de entrenamiento mantienen mibrazo firme como una roca, aunque mimente no para: ¿de dónde ha salido?Juraría por las vidas de todo mi pelotónque no estaba aquí hace un momento.

—¿Quién narices eres?Se baja la capucha y obtengo mi

respuesta.Augur.

VII

Laia

Corremos por las catacumbas, Keenandelante de mí y Sana pisándome lostalones. Cuando Keenan quedaconvencido de que hemos dejado atrás ala patrulla auxiliar, frena un poco yordena a Sana que me vende los ojos.

La dureza del tono me sobresalta.

¿En esto se ha convertido la resistencia?¿En esta banda de rufianes y ladrones?¿Cómo ha pasado? Hace solo doce años,los rebeldes estaban en la cima de supoder, aliados con las tribus y el rey deMarinn. Vivían según su código (Izzat),luchaban por la libertad, protegían a losinocentes, ponían la lealtad a los suyospor encima de todo lo demás.

¿Ha olvidado la resistencia esecódigo? Y, en el caso improbable de quelo recuerden, ¿me ayudarán? ¿Puedenayudarme?

«Los obligarás a hacerlo». Denuevo, la voz de Darin, confiada yfuerte, como cuando me enseñó a treparpor un árbol, como cuando me enseñó a

leer.—Aquí estamos —susurra Sana

después de lo que me parecen horas.Oigo que llaman a una puerta y que

la puerta se abre.Sana me guía delante, y me baña una

ráfaga de aire fresco; es como oler laprimavera después del hedor de lascatacumbas. La luz se filtra por losbordes de mi venda. El intenso olorverde a tabaco me sube por la nariz y mehace pensar en mi padre con una pipaentre los dientes mientras me dibujabaefrits y duendes. ¿Qué diría si me vieraahora, en un escondite de la resistencia?

Oigo voces que murmuran ymascullan. Unos dedos cálidos se me

enredan en el pelo y, segundos después,cae la venda. Tengo a Keenan justodetrás de mí.

—Sana —dice—, dale un poco dehoja de nim y sácala de aquí.

Se vuelve hacia otra guerrera, unachica solo un poco mayor que yo que seruboriza cuando le habla.

—¿Dónde está Mazen? ¿Haninformado ya Raj y Navid?

—¿Qué es la hoja de nim? —lepregunto a Sana cuando estoy segura deque Keenan no me oye.

No había oído hablar nunca de ella,y eso que conozco casi todas las hierbasgracias al trabajo con el abuelo.

—Es un opiáceo. Te hará olvidar las

últimas horas. —Como ve que abromucho los ojos, sacude la cabeza—. Note la voy a dar. Al menos, todavía no.Siéntate. Estás hecha una pena.

La cueva está tan oscura que cuestadistinguir su tamaño. Repartidos por lazona hay algunos faroles de fuego azul,de los que suelen encontrarse en losbarrios perilustres más elegantes, conantorchas de brea entre ellos. El airelimpio de la noche fluye a través de unaconstelación de agujeros en el techo deroca, y apenas logro vislumbrar lasestrellas. Debo de llevar en lascatacumbas prácticamente un día entero.

—Hay corriente —dice Sana,quitándose la capa, y su pelo, corto y

oscuro, sale disparado como el de unpájaro revuelto—, pero es nuestrohogar.

—Sana, ya has vuelto —la saluda unhombre bajo y fornido, de pelo castaño,que me observa con curiosidad.

—Tariq —responde Sana—. Noshemos encontrado con una patrulla. Yhemos recogido a alguien por el camino.¿Puedes buscarle algo de comer?

Tariq desaparece y Sana me hace ungesto para que me siente en un bancocercano sin hacer caso de las miradasque nos lanzan las decenas de personasque se mueven por la cueva.

Aquí hay el mismo número demujeres que de hombres, casi todos

vestidos con ropa oscura y ajustada, ycasi todos armados hasta los dientes concuchillos y cimitarras, como siesperasen una redada del Imperio encualquier momento. Algunos afilan susarmas, otros vigilan las hogueras dondese cocina. Unos cuantos hombresmayores fuman en pipa. Los catres estánjunto a las paredes de la cueva, todosllenos de cuerpos dormidos.

Mientras miro a mi alrededor, meaparto un mechón de pelo de la cara.Sana entorna los ojos al fijarse en misrasgos.

—Me resultas… familiar —comenta.

Dejo que vuelva a caerme el pelo

sobre la cara. Sana es lo bastante mayorcomo para haber pasado un tiempo en laresistencia. Lo bastante mayor comopara haber conocido a mis padres.

—Antes vendía las mermeladas demi abuela en el mercado.

—Claro —contesta, sin dejar demirarme—. ¿Vives en el barrio? ¿Porqué estabas…?

—¿Por qué sigue aquí? —preguntaKeenan, que había estado ocupado conun grupo de rebeldes en un rincón.

Keenan se acerca y se quita lacapucha. Es mucho más joven de lo queesperaba, más cercano a mi edad queSana, lo que explicaría por qué a ella lemolesta tanto cuando le habla así. El

cabello, rojo fuego, se le derrama por lafrente y se le mete en los ojos, tanoscuro en las raíces que es casi negro.No es más que unos cuantos centímetrosmás alto que yo, esbelto y fuerte, con losrasgos elegantes y regulares de losacadémicos. Una sombra de barbapelirroja le asoma en la mandíbula ytiene pecas en la nariz. Como los demásrebeldes, lleva casi tantas armas comoun máscara.

Me doy cuenta de que me hequedado mirándolo, así que aparto lavista mientras noto que el calor me subepor las mejillas. De repente encuentrosentido a las miradas que le dedican lasmujeres más jóvenes de la cueva.

—No puede quedarse —dice—.Sácala de aquí, Sana. Ya.

Entonces regresa Tariq y, al oír aKeenan, deja un plato de comida en lamesa, detrás de mí.

—No le digas lo que tiene o no tieneque hacer. Sana no es otra de tus reclutasenamoradas, sino la jefa de nuestrafacción, y tú no…

—Tariq. —Sana pone una mano enel brazo del hombre, pero la mirada quele lanza a Keenan podría romper piedras—. Le estaba dando algo de comer a lachica. Quería averiguar qué estabahaciendo en los túneles.

—Estaba buscándoos a vosotros —respondo—. A la resistencia. Necesito

vuestra ayuda. Ayer se llevaron a mihermano en una redada…

—No podemos ayudarte —contestaKeenan—. No damos abasto.

—Pero…—No. Podemos. Ayudarte —repite

despacio, como si hablara con una niña.A lo mejor antes de la redada la

frialdad de sus ojos me habríasilenciado, pero ya no. No cuando Darinme necesita.

—Tú no lideras la resistencia —ledigo.

—Soy el segundo al mando.Tiene un cargo más importante de lo

que suponía, pero no lo bastante. Sacudoel pelo para apartármelo de la cara y me

levanto.—Entonces no es decisión tuya que

me quede o no, sino de vuestro líder.Intento sonar valiente, aunque si

Keenan no lo acepta, no sé qué haré.Empezar a suplicar, supongo.

La sonrisa de Sana es afilada comoun cuchillo.

—La chica tiene razón.Keenan se me acerca tanto que me

pone incómoda. Huele a limón, a vientoy a algo ahumado, como cedro. Meestudia de los pies a la cabeza, y lamirada sería descarada de no ser porqueparece algo desconcertado, como sifuera algo que no comprendiera deltodo. Sus ojos son un secreto oscuro,

negros, marrones o azules…, no sabríadecirlo. Es como si pudieran ver através de mi alma, tan débil y cobarde.Me cruzo de brazos y aparto la mirada,avergonzada por mi camisón destrozado,la suciedad, los cortes, los daños.

—Es un brazalete muy pococorriente —dice, y alarga la mano paratocarlo.

La punta de su dedo me roza elbrazo, encendiendo una chispa que merecorre toda la piel. Lo aparto y él noreacciona.

—Está tan deslustrado que no mehabría dado cuenta de que es de plata.Pero lo es, ¿verdad?

—No lo he robado, ¿vale?

Me duele el cuerpo y me da vueltasla cabeza, pero cierro los puños,asustada y enfadada a la vez.

—Y, si lo quieres —añado—,tendrás que matarme para quitármelo.

Me mira a los ojos con frialdad yespero que no se dé cuenta de que es unfarol. Tanto él como yo sabemos que nole costaría demasiado matarme.

—Eso imaginaba —responde—.¿Cómo te llamas?

—Laia.No me pregunta por el apellido…

Los académicos casi nunca lo tienen.Sana nos mira a uno y a otro,

desconcertada.—Voy a por Maz…

—No —la interrumpe Keenan,alejándose—, yo lo busco.

Me vuelvo a sentar mientras Sana nodeja de examinarme la cara, intentandoaveriguar por qué le resulto tan familiar.Si hubiera visto a Darin lo habría sabidodesde el principio: él es la viva imagende nuestra madre… y nadie podríaolvidarla. Mi padre era distinto, siempredetrás, dibujando, planeando, pensando.De él heredé este rebelde pelo negrocomo la noche y los ojos dorados, lospómulos altos y los labios carnosos yserios.

En el barrio, nadie conocía a mispadres. Nadie se fijó nunca en Darin nien mí. Pero un campamento de la

resistencia es harina de otro costal.Debería haberlo sabido.

Me quedo mirando el tatuaje deSana, y se me forma un nudo en elestómago al ver el puño y la llama. Mimadre tenía uno idéntico, sobre elcorazón. Mi padre se pasó mesesperfeccionándolo antes de tatuárselo.

Sana se da cuenta de que lo miro.—Cuando me lo hice, la resistencia

era distinta —me explica sin que se lopregunte—. Éramos mejores, pero lascosas cambian. Nuestro líder, Mazen,nos dijo que debíamos ser más audaces,pasar al ataque. La mayoría de losjóvenes, a los que entrena Mazen, suelenestar de acuerdo con esa filosofía.

Está claro que a Sana no le agrada.Estoy esperando a que diga algo más,pero entonces se abre una puerta al otrolado de la cueva, y por ella entranKeenan y un hombre cojo de pelocanoso.

—Laia —dice Keenan—, este esMazen; es el…

—Líder de la resistencia.Conozco su nombre porque mis

padres lo pronunciaban a menudocuando era pequeña. Y conozco su caraporque está en los carteles de «Sebusca» que hay por toda Serra.

—Así que tú eres la huérfana deldía.

El hombre se detiene frente a mí y

me hace un gesto para que me sientecuando me levanto para saludarlo. Tieneuna pipa sujeta entre los dientes y elhumo le emborrona el desfiguradorostro. El tatuaje de la resistencia,desvaído, aunque visible todavía, lecrea una sombra verde azulada en la pielde debajo del cuello.

—¿Qué quieres? —me pregunta.—A mi hermano, Darin, se lo ha

llevado un máscara.Observo con atención la cara de

Mazen por si reconoce el nombre de mihermano, pero no percibo nada.

—Anoche, en una redada en nuestracasa —sigo—. Necesito vuestra ayudapara rescatarlo.

—No rescatamos a niños perdidos—responde Mazen, que a continuaciónse vuelve hacia Keenan—. No vuelvas ahacerme perder el tiempo.

Intento reprimir la desesperación.—Darin no es un niño perdido. No

se lo habrían llevado de no ser por tushombres.

Mazen se vuelve.—¿Mis hombres?—Los marciales interrogaron a dos

de tus rebeldes. Antes de que losmataran, confesaron el nombre de Darin.

Cuando Mazen busca laconfirmación, el joven duda.

—Raj y Navid —aclara tras unapausa—. Reclutas nuevos. Dijeron que

estaban trabajando en algo grande. Eranha encontrado sus cadáveres en elextremo occidental del barrioAcadémico esta mañana. Me he enteradohace unos minutos.

Mazen suelta una palabrota y sevuelve hacia mí.

—¿Por qué iban mis hombres a darel de tu hermano al Imperio? ¿De qué loconocían?

Si Mazen no sabe lo del cuaderno debocetos, no se lo voy a contar. Ni yomisma entiendo lo que significa.

—No lo sé —respondo—. Quizáquisieran que se uniera a vosotros.Quizá fueran amigos. Sea cual sea larazón, condujeron al Imperio hasta

nosotros. El máscara que los mató fue apor Darin anoche. Y… —Me falla lavoz, pero me aclaro la garganta y meobligo a seguir hablando—. Mató a misabuelos. Se llevó preso a Darin. Porculpa de tus hombres.

Mazen le da una larga calada a lapipa y me contempla antes de sacudir lacabeza.

—Lamento tu pérdida, de verdad,pero no podemos ayudarte.

—Me… me debes una deuda desangre. Tus hombres entregaron aDarin…

—Y lo pagaron con la vida. Nopuedes pedir más.

El poco interés que Mazen me estaba

prestando desaparece.—Si ayudáramos a todos los

académicos a los que se llevan losmarciales, no quedaría nada de laresistencia —añade—. Puede que sifuerais de los nuestros… —Se encogede hombros—. Pero no lo sois.

—¿Qué me dices de Izzat? —Loagarro por el brazo, pero él se zafa demí y me mira con rabia—. Estáisobligados por el código. Obligados aayudar a cualquiera que…

—El código se aplica a los nuestros.A los miembros de la resistencia. A susfamilias. A los que lo han dado todo pornuestra supervivencia. Keenan, dale lahoja.

Keenan me coge por un brazo y melo sujeta con fuerza, aunque intentosacudírmelo de encima.

—Espera —le pido—. No puedeshacerlo. —Otro rebelde se acerca parasujetarme—. No lo entiendes, si no losaco de la cárcel lo torturarán… Lovenderán o lo matarán. Él es lo únicoque me queda, ¡el único que queda!

Mazen sigue andando.

VIII

Elias

El blanco de los ojos del augur es rojodemonio, en intenso contraste con susiris azabache. Tiene la piel estiradasobre los huesos de la cara, como uncuerpo torturado en el potro. Aparte desus ojos, no tiene más color que lasarañas translúcidas que acechan en las

catacumbas de Serra.—¿Nervioso, Elias? —me pregunta

el augur mientras se aparta el cuchillodel cuello—. ¿Por qué? No debestemerme, no soy más que un charlatánque mora en las cuevas y lee lasentrañas de las ovejas, ¿no?

«Por la sangre de todos los cielosardientes». ¿Cómo sabe que he pensadoesas cosas? ¿Qué más sabe? ¿Por quéestá aquí?

—Era una broma —digo a toda prisa—. Una broma muy, muy estúpida…

—Planeas desertar. ¿Eso también esuna broma?

Se me forma un nudo en la garganta.Solo puedo pensar: «¿Cómo sabe…?

¿Quién se lo ha dicho? Los mataré…».—Los fantasmas de nuestras

fechorías claman venganza —añade elaugur—, pero el precio será alto.

—El precio…Tardo un segundo en comprenderlo:

va a hacerme pagar por lo que pretendíahacer. De repente, el aire nocturnoparece más frío, y recuerdo el estrépitoy el hedor de la Prisión de Kauf, dondeel Imperio envía a los desertores a sufrira manos de sus interrogadores másdespiadados. Recuerdo la fusta de lacomandante y la sangre de Barriusmanchando las piedras del patio. Notoque me sube la adrenalina, que mis añosde entrenamiento me empujan a atacar al

augur, a librarme de su amenaza. Pero elsentido común es más fuerte que elinstinto. Los augures son tan respetadosque matar a uno no es una opción. Sinembargo, puede que postrarme ante él nome venga mal.

—Lo entiendo —digo—. Aceptaréhumildemente cualquier castigo queconsideres…

—No he venido a castigarte. Encualquier caso, tu futuro es castigosuficiente. Dime, Elias, ¿por qué estásaquí? ¿Por qué estás en Risco Negro?

—Para cumplir la voluntad delemperador. —De tanto repetirlas,conozco estas palabras mejor que mipropio nombre—. Para repeler las

amenazas, tanto internas como externas.Para proteger al Imperio.

El augur se vuelve hacia elcampanario con motivos de diamantes.Las palabras grabadas en los ladrillosde la torre me resultan tan familiares queya ni me fijo en ellas.

«De entre la juventud curtida en labatalla surgirá el anunciado, el másgrande entre los emperadores, azote denuestros enemigos, comandante de lasmás devastadoras huestes. Y el Imperioserá uno».

—La profecía, Elias —señala elaugur—. El futuro revelado a losaugures en nuestras visiones. Por esarazón construimos esta escuela. Por esa

razón estás aquí. ¿Conoces la historia?La historia del origen de Risco

Negro fue lo primero que aprendí denovato: hace quinientos años, un brutoguerrero llamado Taius unió a losfracturados clanes marciales y barriótodo a su paso desde el norte,aplastando al Imperio Académico yapropiándose de casi todo el continente.Se autoproclamó emperador y estableciósu dinastía. Lo llamaban el Enmascaradopor la máscara sobrenatural de plata quellevaba para matar de miedo a susenemigos.

Sin embargo, los augures, queincluso entonces se considerabansagrados, predijeron que el linaje de

Taius fallaría algún día. Cuando ese díallegara, los augures elegirían a un nuevoemperador, que debería superar unaserie de obstáculos, tanto de carácterfísico como mental: las Pruebas. Porrazones obvias, Taius no agradeció lapredicción, pero los augures debieronde amenazar con estrangularlo con latripa de una oveja, porque no dijo ni píocuando erigieron Risco Negro yempezaron a entrenar allí a los alumnos.

Y aquí estamos todos, cinco siglosdespués, enmascarados como Taius I,esperando a que falle el linaje del viejodiablo para que uno de nosotros seconvierta en el flamante emperador.

No es que yo espere sentado.

Muchas generaciones de máscaras sehan entrenado, han servido y han muertosin una sola mención a las Pruebas.Puede que Risco Negro empezara comoun lugar para preparar al futuroemperador, pero ahora no es más que uncampo de entrenamiento para su bazamás mortífera.

—Conozco la historia —digo enrespuesta a la pregunta del augur.

«Pero no me creo ni una palabra, noes más que boñiga mítica de caballo».

—Ni mítica ni boñiga de caballo,me temo —dice el augur con sobriedad.

De repente, me cuesta más respirar.Llevo tanto tiempo sin sentir miedo quetardo un segundo en reconocerlo.

—Sí que podéis leer la mente.—Es una explicación simplista para

un proceso complejo. Pero sí, podemos.«Entonces, lo sabéis todo».Mi plan de huida, mis esperanzas,

mis odios. Todo. Nadie me ha delatado alos augures: me he delatado yo solo.

—Es un buen plan, Elias —confirmael augur—. Casi a prueba de fallos. Sideseas llevarlo a cabo, no te detendré.

«¡Es una trampa!», grita mi mente.Pero miro a los ojos del augur y no veoninguna mentira. ¿A qué juega? ¿Desdehace cuánto saben los augures quequiero desertar?

—Lo sabemos desde hace meses.Pero no hemos comprendido lo decidido

que estabas hasta que has ocultado lossuministros en el túnel esta mañana.Entonces hemos sabido que teníamosque hablar contigo. —El augur señalacon la cabeza el camino que conduce ala atalaya oriental—. Camina conmigo.

Estoy demasiado aturdido paranegarme. Si el augur no intenta evitarque deserte, ¿qué es lo que quiere? ¿Quéquería decir con que mi futuro es castigosuficiente? ¿Me está diciendo que mevan a atrapar?

Llegamos a la atalaya, y loscentinelas de guardia dan media vuelta yse alejan, como si siguieran una ordensilenciosa. El augur y yo nos quedamossolos contemplando las oscuras dunas

de arena, que llegan hasta la cordillerade Serra.

—Cuando escucho tus pensamientosrecuerdo a Taius I —dice el augur—.Como tú, llevaba el ejército en lasangre. Y, como tú, se resistía a sudestino. —El augur sonríe al ver mi carade incredulidad—. Oh, sí, conocí aTaius. Conocí a sus antepasados. Mishermanos y yo llevamos mil años en estemundo, Elias. Elegimos a Taius para quecreara el Imperio, igual que te elegimosa ti, quinientos años después, paraservirlo.

«Imposible», insiste mi mentelógica.

«Cierra el pico, mente lógica».

Si este hombre puede leer la mente,es lógico que la inmortalidad sea elpaso siguiente. ¿Quiere eso decir quetodas esas tonterías de que los espíritusde los muertos poseen a los augures sonciertas? Si Helene pudiera vermeahora… Cómo se regodearía…

Miro al augur con el rabillo del ojo.Mientras examino su perfil, de repenteme resulta curiosamente familiar.

—Me llamo Cain, Elias. Yo te trajea Risco Negro. Yo te escogí.

«Más bien me condenó».Intento no pensar en la oscura

mañana en que el Imperio me reclamó,pero todavía me persigue en sueños. Lossoldados rodeando la caravana saif y

sacándome a rastras de la cama. MamieRila, mi madre adoptiva, chillándoleshasta que sus hermanos la sujetaron. Mihermano adoptivo, Shan, restregándoseel sueño de los ojos, perplejo,preguntando cuándo volvería. Y estehombre, esta cosa, llevándome alcaballo que nos esperaba mientras medaba la explicación más básica posible:«Te hemos elegido. Vienes conmigo».

En la aterrada mente de un chiquillo,el augur parecía más grande yamenazador. Ahora me llega a la alturadel hombro y da la impresión de que lamenor ráfaga de viento podría llevárseloa la tumba.

—Imagino que habrás elegido a

miles de niños a lo largo de los años —digo, procurando mantener un tonorespetuoso—. Es tu trabajo, ¿no?

—Pero tú eres el que mejorrecuerdo. Porque los augures sueñan conel futuro: todas las consecuencias, todaslas posibilidades. Y el hilo de tuexistencia aparece tejido en todos lossueños. Un hilo de plata en un tapiz denoche.

—Y yo pensando que sacasteis minombre de un sombrero…

—Escúchame, Elias Veturius. —Elaugur no hace caso de mi pulla y, aunquesu voz no es más alta que un momentoantes, sus palabras están envueltas enhierro y cargadas de certeza—. La

profecía es cierta. Y pronto teenfrentarás a esa verdad. Quieres huir.Quieres abandonar tu deber. Pero nopuedes escapar a tu destino.

—¿Destino? —Me río, una risaamarga—. ¿Qué destino?

Aquí todo es sangre y violencia.Cuando me gradúe mañana, nadacambiará. Las misiones y la brutalidadrutinaria me desgastarán hasta que noquede nada del niño que los auguresrobaron hace catorce años. Puede queeso sea una especie de destino, pero noel que yo elegiría.

—Esta vida no es siempre comopensamos que será —dice Cain—. Eresuna llama entre cenizas, Elias Veturius.

Prenderás y arderás, arrasarás ydestruirás. No puedes cambiarlo. Nopuedes evitarlo.

—No quiero…—Lo que tú quieras no importa.

Mañana tendrás que hacer una elección.Entre desertar y cumplir con tu deber.Entre huir de tu destino y enfrentarte aél. Si desertas, los augures no te loimpedirán. Escaparás. Abandonarás elImperio. Vivirás. Pero hacerlo no tereportará consuelo. Tus enemigos teperseguirán. En tu corazón crecerán lassombras y te convertirás en todo lo queodias: en una persona malvada,despiadada y cruel. Te encadenarás a laoscuridad de tu interior igual que si

estuvieras encadenado a las paredes deuna celda.

Se acerca a mí y me contempla consus negros ojos sin fondo.

—Pero, si te quedas, si cumples contu deber, tienes la oportunidad deromper para siempre los vínculos que teunen al Imperio. Tienes la oportunidadde alcanzar una grandeza inconcebible.Tienes la oportunidad de ser libre deverdad, en cuerpo y alma.

—¿Qué quieres decir con quedarmey cumplir con mi deber? ¿Qué deber?

—Lo sabrás cuando llegue elmomento, Elias. Debes confiar en mí.

—¿Cómo voy a confiar en ti cuandono me explicas lo que quieres decir?

¿Qué deber? ¿Mi primera misión? ¿Misegunda? ¿A cuántos académicos deboatormentar? ¿Cuánto mal debo sembrarantes de ser libre?

Cain me mira fijamente a la caramientras da un paso para alejarse de mí,y después otro.

—¿Cuándo podré abandonar elImperio? ¿Dentro de un mes? ¿De unaño? ¡Cain!

Desaparece tan rápidamente comouna estrella al alba. Intento sujetarlo,obligarlo a que se quede pararesponderme, pero mi mano soloencuentra aire.

IX

Laia

Keenan me empuja hasta una de laspuertas de la cueva y yo me quedo sinfuerzas, sin aliento. Mueve los labios,pero no oigo lo que me está diciendo; loúnico que oigo son los gritos de Darinretumbándome en la cabeza.

No volveré a ver a mi hermano. Los

marciales lo venderán, si tiene suerte, ylo matarán, si no la tiene. En cualquiercaso, no puedo hacer nada al respecto.

«Díselo, Laia —me susurra Darin aloído—. Diles quién eres».

«Puede que me maten —respondo—.No sé si debo confiar en ellos».

«Si no se lo cuentas, moriré —insiste la voz de Darin—. No me dejesmorir, Laia».

—¡El tatuaje de tu cuello! —le gritoa la espalda de Mazen—. El puño y lallama. Mi padre te lo tatuó. Fuiste lasegunda persona a la que tatuó, despuésde mi madre.

Mazen se detiene.—Se llamaba Jahan. Tú lo llamabas

Lugarteniente. El nombre de mi hermanaera Lis. Tú la llamabas Pequeña Leona.Mi… —Por un segundo vacilo, y Mazense vuelve con un temblor en el músculode la mandíbula.

«Habla, Laia. Por fin te estáescuchando».

—Mi madre se llamaba Mirra, perotú… todos la llamabais Leona. Líder.Jefa de la resistencia.

Keenan me suelta de inmediato,como si mi piel se hubiera vuelto dehielo. El grito ahogado de Sana arrancaecos en el repentino silencio de lacueva. Ahora sabrá por qué le resultotan familiar.

Miro a mi alrededor, incómoda ante

tantos rostros pasmados. Alguien de laresistencia traicionó a mis padres. Losabuelos nunca supieron quién habíasido.

Mazen no dice nada.«Por favor, que él no fuera el

traidor. Que fuera uno de los buenos».Si mi nana me viera ahora, me

estrangularía. Llevo toda la vidaguardando el secreto de la identidad demis padres. Contarlo me hace sentirvacía por dentro. ¿Y qué pasa ahora?Todos estos rebeldes, muchos de loscuales lucharon junto a mis padres, derepente saben de quién soy hija. Querránque sea intrépida y carismática, como mimadre. Querrán que sea brillante y

serena, como mi padre.Pero no soy ninguna de esas cosas.—Tú serviste junto a mis padres

durante veinte años —le digo a Mazen—. En Marinn y aquí, en Serra. Te unistea la vez que mi madre. Llegaste a lo másalto con ella y con mi padre. Eras eltercero al mando.

Keenan me mira y mira a Mazen, sinmover nada más que los ojos. El trabajoen las cuevas se detiene y los rebeldesse susurran unos a otros mientras secongregan a nuestro alrededor.

—Mirra y Jahan solo tenían una hija—afirma Mazen, que se me acercacojeando. Su mirada pasa de mi pelo amis ojos y a mis labios mientras

recuerda y compara—. Murió cuandoellos.

—No.Lo he guardado en secreto tanto

tiempo que hablar de ello parece algomalo. Sin embargo, tengo que hacerlo,es lo único que puedo decir paracambiar las cosas.

—Mis padres abandonaron laresistencia cuando Lis tenía cuatro años—le explico—. Ella estaba embarazadade Darin. Querían una vida normal parasus hijos. Desaparecieron. Sin dejarrastro.

»Después nació Darin y, dos añosdespués, llegué yo. Pero el Imperioestaba atacando con fuerza a la

resistencia. Todo aquello por lo quehabían luchado mis padres se estabadesmoronando. No podían quedarse debrazos cruzados. Querían luchar. Lis eralo bastante mayor como para quedarsecon ellos, pero Darin y yo éramosdemasiado pequeños. Nos dejaron conlos padres de mi madre. Darin tenía seisaños. Yo tenía cuatro. Murieron un añodespués.

—Eres una buena cuentacuentos,chica —responde Mazen—, pero Mirrano tenía padres. Era huérfana, comoJahan.

—No estoy contando ningún cuento—insisto, bajando el tono de voz paraque no me tiemble—. Mi madre se fue

de casa con dieciséis años. Sus padresno querían que se fuera. Después deaquello, ella rompió todo contacto. Nisiquiera sabían que estaba viva hastaque llamó a su puerta y les pidió que nosacogieran.

—No te pareces en nada a ella.Es como si me diera una bofetada.

«Ya sé que no me parezco a ella —quiero decirle—. Lloré y me encogí demiedo en vez de mantenerme firme yluchar. Abandoné a Darin en vez demorir por él. Soy débil como ella nuncalo fue».

—Mazen —susurra Sana, como si yofuera a desaparecer si hablasedemasiado alto—, mírala. Tiene los ojos

de Jahan y su pelo. Por los diezinfiernos, si hasta tiene su cara.

—Juro que es cierto. Este brazalete—levanto la mano hasta que la luz de lacueva se refleja en él— era suyo. Me lodio una semana antes de que el Imperiola atrapara.

—Me preguntaba qué habría hechocon él. —El rostro de Mazen se relaja yla luz de un viejo recuerdo le iluminalos ojos—. Jahan se lo regaló cuando secasaron. Nunca la vi sin él. ¿Por qué nonos habías buscado antes? ¿Por qué nose pusieron tus abuelos en contacto connosotros? Te habríamos entrenado comohubiera querido Mirra.

La respuesta le asoma al rostro antes

de que yo la diga.—El traidor —concluye.—Mis abuelos no sabían en quién

confiar, así que decidieron no confiar ennadie.

—Y ahora están muertos, tu hermanoestá en la cárcel y tú quieres nuestraayuda.

Mazen vuelve a llevarse la pipa a laboca.

—Debemos ayudarla —dice Sana,que está a mi lado, mientras me apoyauna mano en el hombro—. Es nuestrodeber. Ella es, como has dicho, una denosotros.

Tariq se coloca a su lado y me doycuenta de que los rebeldes se han

dividido en dos grupos. Los querespaldan a Mazen rondan la edad deKeenan. Los rebeldes reunidos detrás deSana son mayores. «Es la jefa de nuestrafacción», ha dicho antes Tariq. Ahorame doy cuenta de a qué se refería: laresistencia está dividida. Sana dirige alos mayores. Y, como ha insinuado ellamisma antes, Mazen hace lo propio conlos más jóvenes… y lidera la resistenciaen general.

Muchos de los rebeldes de más edadse me quedan mirando, quizá buscandoen mi cara el rastro de mis padres. Nolos culpo. Mis padres fueron los líderesmás importantes de los quinientos añosde historia de la resistencia.

Después, uno de los suyos lostraicionó. Los atraparon. Los torturaron.Los ejecutaron junto con mi hermana,Lis. La resistencia se hundió y no serecuperó nunca.

—Si el hijo de la Leona está enpeligro, tenemos que ayudarlo, se lodebemos a ella —afirma Sana ante losreunidos detrás de ella—. ¿Cuántasveces te salvó la vida, Mazen? ¿Cuántasveces nos la salvó a todos?

De repente, todos se ponen a hablar.—Mirra y yo prendimos fuego a una

guarnición del Imperio…—Los ojos de la Leona se te

clavaban hasta el alma…—Una vez la vi enfrentarse ella sola

a doce auxis, sin una pizca de miedo enel cuerpo…

Yo tengo mis propias historias.«Quería abandonarnos. Queríaabandonar a sus hijos por la resistencia,pero mi padre no la dejaba. Cuandodiscutían, Lis nos llevaba a Darin y a míal bosque, y nos cantaba para que no losoyéramos. Es mi primer recuerdo: Liscantándome mientras la Leona bramabaa unos metros de distancia».

Después de que mis padres nosdejaran con los abuelos tardé variassemanas en relajarme, en acostumbrarmea vivir con dos personas que de verdadparecían quererse.

No digo nada de eso, sino que

entrelazo los dedos mientras losrebeldes se cuentan sus historias. Sé quequieren que sea valiente y encantadora,como mi madre.

Quieren que sepa escuchar, escucharde verdad, como mi padre. Si supieranlo que soy en realidad, me habríanechado de aquí sin contemplaciones: laresistencia no tolera a los débiles.

—Laia —se hace oír Mazen, y losdemás se callan—, no contamos con loshombres suficientes para asaltar unacárcel marcial. Arriesgaríamosdemasiado.

No tengo la oportunidad deprotestar, porque Sana lo hace por mí.

—La Leona lo habría hecho por ti

sin pensárselo dos veces.—Tenemos que derribar al Imperio

—interviene un hombre rubio detrás deMazen—, no perder el tiempo salvandoa un chico cualquiera.

—¡No abandonamos a los nuestros!—Somos nosotros los que tendremos

que luchar —dice otro de los hombresde Mazen desde el fondo del grupo degente—, mientras que vosotros, losveteranos, os quedáis aquí sentados y osatribuís todo el mérito.

Tariq empuja a Sana a un lado, conel rostro sombrío.

—Quieres decir mientras quenosotros lo planificamos y lopreparamos todo para asegurarnos de

que unos jóvenes idiotas no caigan enuna emboscada…

—Basta, ¡ya basta! —ordena Mazen,alzando las manos. Sana tira de Tariq ylos demás rebeldes guardan silencio—.Esto no lo solucionaremos gritándonoslos unos a los otros. Keenan, ve a porHaider y llévalo a mis aposentos. Sana,ve a por Eran y reúnete con nosotros. Lodecidiremos en privado.

Sana se aleja a toda prisa, peroKeenan no se mueve. Me ruborizo antesu mirada, sin saber qué decir. A latenue luz de la cueva, sus ojos son casinegros.

—Ahora lo veo —murmura, como sihablara solo—. No puedo creerme que

no me diera cuenta.No podía haber conocido a mis

padres, no parece mucho mayor que yo.Me pregunto cuánto tiempo llevará en laresistencia, pero, antes de poderplanteárselo, desaparece en los túneles yme deja mirándolo.

Unas horas más tarde, después deobligarme a comer algo y fingir dormirsobre un catre duro como una roca,cuando las estrellas ya se handesvanecido y el sol ha aparecido en elcielo, se abre una de las puertas de lacueva.

Por ella entra Mazen, seguido deKeenan, Sana y dos hombres másjóvenes. El líder de la resistencia cojea

hasta una mesa en la que está sentadoTariq y me hace un gesto. Intentodescifrar la expresión de Sana al unirmea ellos, pero es cuidadosamente neutra.Los demás rebeldes se acercan, taninteresados como yo por saber cuál serámi destino.

—Laia —dice Mazen—. Keenan,aquí presente, opina que deberíamosdejar que te quedes en el campamento. Asalvo.

Mazen pronuncia la palabra con tonode mofa. A mi lado, Tariq mira a Keenande reojo.

—Aquí causará menos problemas —explica el chico de pelo rojo; le brillanlos ojos—. Sacar a su hermano nos

costará hombres, buenos hombres…Se calla al percatarse de la mirada

de Mazen y cierra la boca de golpe. Y,aunque apenas conozco a Keenan, meduele la vehemencia con la que se oponea mí. ¿Qué le he hecho yo?

—Costará buenos hombres —diceMazen—. Por eso he decidido que, siLaia quiere nuestra ayuda, tiene queestar dispuesta a darnos algo a cambio.

Los rebeldes de ambas faccionesmiran a su líder con cautela. Mazen sevuelve hacia mí.

—Te ayudaremos si nos ayudas.—¿Y qué puedo hacer yo por la

resistencia?—Sabes cocinar, ¿verdad? —

pregunta Mazen—. ¿Y limpiar? ¿Peinar,planchar…?

—Hacer jabón, lavar los platos,regatear… Sí, acabas de describir acualquier mujer libre del barrioAcadémico.

—Y sabes leer —añade Mazen.Cuando empiezo a negar la acusación,sacude la cabeza—. Olvida las malditasleyes del Imperio: recuerda que conocí atus padres.

—¿Qué tiene eso que ver con ayudara la resistencia?

—Sacaremos a tu hermano de lacárcel si tú espías para nosotros.

Por un momento guardo silencio,aunque me pica la curiosidad. No me lo

esperaba en absoluto.—¿A quién quieres que espíe?—A la comandante de la Academia

Militar de Risco Negro.

X

Elias

La mañana después de la visita delaugur, entro dando tumbos en el comedorcomo un cadete con su primera resaca,maldiciendo el brillo excesivo del sol.Una pesadilla habitual me ha saboteadolas escasas horas de sueño, una en laque vago por un campo de batalla

apestoso, sembrado de cadáveres. En elsueño, los gritos desgarran el aire y, dealgún modo, sé que el dolor y elsufrimiento son culpa mía, que yo los hematado a todos.

No es la mejor forma de empezar eldía. Y menos el de graduación.

Me encuentro con Helene cuandoDex, Faris, Tristas y ella salen delcomedor. Me pone en la mano unsequete como una piedra, haciendo casoomiso de mis protestas, y me saca delcomedor.

—Llegamos tarde.Apenas la oigo por encima del

incesante redoble de los tambores queordenan a todos los graduados que

acudan a la armería para recoger eluniforme de ceremonia: la armadura deun máscara de verdad.

—Demetrius y Leander ya se hanido.

Helene charla de lo emocionante queserá vestirse con el uniforme deceremonia. Los escucho a todosvagamente, asintiendo en los momentosadecuados, exclamando cuando laocasión lo requiere. Mientras tanto, nodejo de pensar en lo que me dijo Cainanoche.

«Escaparás. Abandonarás elImperio. Vivirás. Pero hacerlo no tereportará consuelo».

¿Confío en el augur? Podría estar

intentando atraparme aquí, esperandoque siga siendo máscara el tiemponecesario para decidir que la vida de unsoldado es mejor que la vida de unexiliado. Me acuerdo de cómo brillanlos ojos de la comandante al azotar a unestudiante, de cómo alardea el abuelo desu número de víctimas. Son mi familia;su sangre es mi sangre. ¿Y si sus ansiasde guerra, gloria y poder son también lasmías y, simplemente, todavía no lo sé?¿Podría aprender a disfrutar de ser unmáscara? El augur me leyó la mente. ¿Vealgo malvado en mi interior, algo queestoy demasiado ciego para afrontar?

Sin embargo, Cain también parecíaconvencido de que mi destino no

cambiaría si huyera. «En tu corazóncrecerán las sombras y te convertirás entodo lo que odias».

Así que mis opciones son quedarmey ser malvado o huir y ser malvado.Maravilloso.

Cuando estamos a medio camino dela armería, Hel por fin advierte misilencio, la ropa arrugada y los ojosinyectados en sangre.

—¿Estás bien? —pregunta.—Sí.—Tienes una pinta horrible.—Mala noche.—¿Qué ha…?Faris, que va delante con Dex y

Tristas, se retrasa para alcanzarnos.

—Déjalo en paz, Aquilla. Estáagotado. Te escabulliste a los muellespara empezar pronto la celebración, ¿eh,Veturius? —Me da una palmada en elhombro con una de sus enormes manosmientras se ríe—. Podrías haberinvitado a tu buen amigo Faris.

—No seas asqueroso —dice Helene.—No seas mojigata —replica Faris.Entonces se inicia una discusión a

gran escala durante la cual Faris silenciaa gritos vehementes las pegas de Helenea la prostitución, mientras que Dexarguye que salir de la escuela paravisitar un burdel no está estrictamenteprohibido. Tristas señala el tatuaje delnombre de su prometida y se declara

neutral.Entre los insultos que vuelan por el

aire, la mirada de Helene repara en mírepetidas veces. Ella sabe que nofrecuento los muelles. Evito mirarla alos ojos. Quiere una explicación, pero¿por dónde empezar? «Verás, Hel, yoquería desertar hoy, pero apareció uncondenado augur y…».

Cuando llegamos a la armería, losalumnos salen por las puertasprincipales, y Faris y Dex se pierden enla melé. Nunca había visto a loscalaveras de último curso tan…contentos. A pocos minutos de laliberación, todos sonríen. Calaveras conlos que apenas he cruzado dos palabras

me felicitan, me dan palmadas en laespalda, bromean conmigo.

—Elias, Helene.Leander, con la nariz torcida desde

que Helene se la rompió, nos llama.Demetrius se encuentra a su lado, tanadusto como siempre. Me pregunto sihoy sentirá algo de felicidad. Puede que,simplemente, para él sea un alivioabandonar el lugar en el que vio morir asu hermano.

Cuando ve a Helene, Leander,tímido, se pasa la mano por los rizos delpelo, que salen disparados en todasdirecciones por muy cortos que los deje.Intento no sonreír: le gusta Helene desdehace siglos, aunque finge lo contrario.

—El armero ya os ha llamado —explica Leander, señalando con lacabeza las dos pilas de armaduras yarmas que tiene detrás—. Hemosrecogido vuestros uniformes.

Helene va a por el suyo como sifuera un ladrón de joyas frente a unosrubíes, sostiene los brazales a la luz yexclama que el símbolo del diamante deRisco Negro está grabado a martillo enel escudo, sin juntas. La ceñidaarmadura ha salido de la forja deTeluman, una de las más antiguas delImperio, y es lo bastante fuerte comopara repeler casi cualquier hoja. Elúltimo regalo de Risco Negro.

Una vez que me he puesto la

armadura, me cuelgo las armas:cimitarras y dagas de acero sérrico,afiladas como cuchillas y elegantes,sobre todo comparadas con las armasromas y funcionales que hemos usadohasta ahora. La última prenda es unacapa negra que se sujeta mediante unacadena. Cuando termino, levanto lacabeza y me encuentro a Helenemirándome.

—¿Qué? —pregunto.Su expresión es tan intensa que bajo

la vista, suponiendo que me he puesto elpeto al revés. Pero todo está donde debeestar. Cuando levanto la vista de nuevo,se encuentra delante de mí y me ajusta lacapa, rozándome el cuello con sus

largos dedos.—No estaba derecha. —Se pone el

casco—. ¿Cómo estoy?Si los augures hicieron mi armadura

para acentuar mi poderío físico, la deHel la idearon para resaltar su belleza.

—Estás…«Como una diosa guerrera. Como un

genio del aire que ha venido paraponernos a todos de rodillas».

Cielos, ¿qué me está pasando?—Como una máscara —concluyo.A ella se le escapa una risa femenina

y absurdamente seductora que llama laatención de los demás alumnos: Leander,que aparta la vista y se restriega la nariztorcida cuando lo pillo mirándola; Faris,

que sonríe y masculla algo a Dex, que laobserva embobado. Al otro lado de lasala, Zak también la mira con un rostromezcla de añoranza y asombro. Entoncesveo a Marcus al lado de Zak,observando cómo contempla su hermanoa Hel.

—Mirad, chicos —suelta Marcus—:una puta con armadura.

Tengo ya la cimitarra mediodesenvainada cuando Hel me pone unamano en el brazo y me lanza una miradade fuego: «Mi batalla, no la tuya».

—Vete al infierno, Marcus.Helene localiza su capa a unos

cuantos metros y se la pone. LaSerpiente se acerca sin prisa,

recorriéndole el cuerpo con la mirada,dejando muy claro en lo que estápensando.

—La armadura no te sienta bien,Aquilla —le dice—. Te preferiría conun vestido. O sin nada.

Le acerca una mano al pelo y seenrolla un mechón en el dedo antes detirar de él con fuerza para acercar elrostro de Helene al suyo.

Tardo un segundo en reconocer comomío el gruñido que rasga el aire. Estoy amedio metro de Marcus, deseandodescargar los puños sobre su cuerpo,cuando dos de sus lameculos, Thaddiusy Julius, me agarran los brazos pordetrás. Demetrius aparece a mi lado en

un segundo y estrella el codo contra lacara de Thaddius, pero Julius le da unapatada en la espalda y lo derriba.

Entonces, como un relámpagoplateado, Helene pega un cuchillo alcuello de Marcus y otro a su entrepierna.

—Suéltame el pelo, si no quieresque te arrebate tu hombría.

Marcus suelta el mechón rubioplatino y le susurra algo a Helene aloído. Y, sin más, la confianza de Helenedesaparece, el cuchillo que estaba en elcuello de Marcus vacila, y él le sujeta lacara entre las manos y la besa.

Me da tanto asco que, por unmomento, no puedo hacer más queasistir boquiabierto a la escena e

intentar no vomitar. Entonces, Helenedeja escapar un grito ahogado, y yo mezafo de Thaddius y Julius. En un segundolos he dejado atrás y he apartado aMarcus de Helene para desahogarme apuñetazos con él.

Entre golpe y golpe, Marcus se ríe yHelene se restriega la boca como unademente. Leander tira de mis hombros yexige con rabia su turno para machacar ala Serpiente.

Detrás de mí, Demetrius vuelve aestar en pie, intercambiando puñetazoscon Julius, que le puede y empuja supálida cabeza contra el suelo. Faris salecorriendo de entre la multitud, y sucuerpo gigantesco se estrella contra

Julius y lo derriba como un toro quearremetiera contra una valla. Vislumbroel tatuaje de Tristas y la piel oscura deDex, y se desata el infierno.

Entonces, alguien grita:«¡Comandante!». Faris y Julius se ponenen pie al instante, yo me aparto deMarcus y Helene deja de arañarse lacara. La Serpiente se levanta despacio, atrompicones, con dos grandes moratonesgemelos en los ojos.

Mi madre se abre paso entre loscalaveras, directa a por Helene y a pormí.

—Veturius. Aquilla —nos llama,escupiendo nuestros nombres como sifueran fruta podrida—, explicaos.

—No hay explicación, comandante,señor —respondemos Helene y yo a lavez.

Miro más allá de ella, a lo lejos,como me han enseñado a hacer, y su fríamirada me atraviesa con la delicadezade un cuchillo romo. Desde su posicióndetrás de la comandante, Marcus esbozauna sonrisa de suficiencia, y yo aprietola mandíbula. Si azotan a Helene porculpa de su depravación, me quedaréaquí con tal de matarlo.

—Faltan pocos minutos para que denlas ocho —dice la comandante mirandohacia el resto de la armería—. Osadecentaréis y os presentareis en elanfiteatro. Un incidente más de este tipo

y los involucrados serán enviados deinmediato a Kauf. ¿Entendido?

—Sí, señor.Los calaveras salen en fila. Como

cincos, todos hicimos seis meses deguardia en la prisión de Kauf, en ellejano norte. Ninguno de nosotros searriesgaría a acabar allí por unaestúpida pelea el día de la graduación.

—¿Estás bien? —le pregunto a Helcuando la comandante ya no puedeoírnos.

—Me gustaría arrancarme la cara ysustituirla por una que no haya tocadoese cerdo.

—Solo necesitas que te bese otrapersona —respondo antes de darme

cuenta de cómo suena—. No… no esque… me presente voluntario. Quierodecir…

—Sí, ya lo he entendido. —Helenepone cara de hartazgo y tensa lamandíbula, y yo desearía habermantenido la boca cerrada y no habermencionado lo del beso—. Gracias, porcierto —añade—. Por pegarle.

—Lo habría matado si no llega aaparecer la comandante.

Me mira con cariño, y estoy a puntode preguntarle qué le ha susurradoMarcus al oído, pero entonces pasa Zakjunto a nosotros. Se lleva una mano alcabello claro y frena, como si quisieradecir algo. Sin embargo, le fulmino con

la mirada y, al cabo de unos segundos,da media vuelta.

Unos minutos después, Helene y yonos unimos a los calaveras de últimocurso, que forman una fila en la entradaal anfiteatro, y la pelea queda olvidada.Entramos en el anfiteatro, donde nosrecibe el aplauso de familia, alumnos,funcionarios, los emisarios delemperador y una guardia de honor decasi doscientos legionarios.

Me encuentro con los ojos de Heleney veo mi propio asombro reflejado enellos: es surrealista que nosencontremos aquí, en la arena, en lugarde observándolo todo, muertos deenvidia, desde las gradas. El cielo arde

de luz por encima de nosotros, brillantey limpio, sin una sola nube de una puntaa la otra del horizonte. Las banderasengalanan las alturas del teatro, elbanderín rojo y dorado de la gens Taiaondea al viento junto al estandarte negroadornado con diamantes de RiscoNegro.

Mi abuelo, el general Quin Veturius,cabeza de la gens Veturia, está sentadoen un palco de sombra, en la primerafila. Aproximadamente cincuenta de susparientes más cercanos (hermanos,hermanas, sobrinos, sobrinas) se sientana su alrededor. No tengo que verle losojos para saber que está sopesándome,comprobando el ángulo de mi cimitarra,

examinando el ajuste de la armadura.Después de que me eligieran para

Risco Negro, mi abuelo me miró una veza los ojos y reconoció a su hija en ellos.Me llevó a su casa cuando mi madre senegó a dejarme entrar en la suya. Sinduda, mi supervivencia la enfurecía;creía que se había librado de mí parasiempre.

Me he pasado todos los permisosentrenando con el abuelo, soportandopalizas y disciplina, pero, a la vez,adquiriendo una clara ventaja sobre miscompañeros. Él sabía que la iba anecesitar. Pocos alumnos de RiscoNegro tienen un origen familiar inciertoy a ninguno lo habían criado las tribus.

Ambos hechos despertaban lacuriosidad de todos, al igual que atraíanlas burlas. Sin embargo, si alguien seatrevía a tratarme mal por mi pasado, elabuelo lo ponía en su sitio, normalmentecon la punta de la espada… y no tardóen enseñarme a hacer lo mismo. Puedeser tan despiadado como su hija, pero esel único pariente que me trata como sifuera de la familia.

Aunque no es lo reglamentario,levanto la mano para saludarlo cuandopaso junto a él y me alegro cuandoasiente con la cabeza en respuesta.

Tras una serie de simulacros deformación, los graduados marchan hastalos bancos de madera del centro de la

arena y desenvainan las cimitarras parasostenerlas en alto. Empieza a alzarse unmurmullo grave que cobra volumenhasta que suena como si se hubiesedesatado una tormenta en el anfiteatro:son los demás alumnos de Risco Negrogolpeando los asientos de piedra yrugiendo con una mezcla de orgullo y deenvidia. A mi lado, tanto a Helene comoa Leander se les escapa una sonrisa.

Pese a estar rodeado de ruido, en micabeza se hace el silencio. Es unsilencio extraño, infinitamente pequeño,infinitamente grande, y estoy encerradodentro, dando vueltas, repitiéndome lapregunta: «¿Huyo? ¿Deserto?». A lolejos, como una voz bajo el agua, la

comandante nos ordena bajar lascimitarras y sentarnos. Da un tensodiscurso desde un estrado y cuando llegael momento de hacer nuestrosjuramentos al Imperio, solo me doycuenta de que debo levantarme porquetodos los demás lo hacen.

«¿Me quedo o huyo? —me pregunto,desazonado—. ¿Me quedo o huyo?».

Creo que mis labios se mueven conlos de todos cuando prometen dedicartoda su vida y hasta la última gota desangre al Imperio. La comandante nosgradúa, y los vítores que surgen de losnuevos máscaras, crudos y aliviados, eslo que me saca de mis pensamientos.Faris se arranca las chapas de la escuela

y las lanza al cielo, seguido por el restode nosotros. Vuelan por el aire y reflejanla luz del sol como una bandada depájaros plateados.

Las familias repiten los nombres delos graduados. Los padres y lashermanas de Helene gritan: «¡Aquilla!».La familia de Faris grita: «¡Candelan!».Oigo: «¡Vissan!», «¡Tullius!»,«¡Galerius!». Y, entonces, una vozfamiliar se hace oír entre todas lasdemás: «¡Veturius, Veturius!». El abueloestá de pie en su palco, respaldado porel resto de la familia, recordándoles atodos los presentes que hoy se gradúa elhijo de una de las gens más poderosasdel Imperio.

Busco su mirada y, por una vez, noencuentro crítica en ella, solo un orgulloferoz. Me sonríe como un lobo, con losdientes blancos contra la plata de sumáscara, y me descubro devolviéndolela sonrisa hasta que el desconcierto mepuede y aparto la vista. No sonreirá sideserto.

—¡Elias! —exclama Helene conojos relucientes mientras me abraza—.¡Lo hemos conseguido! ¡Lo…!

Los dos vemos a la vez a losaugures, y ella deja caer los brazos.Nunca había visto a los catorce juntos yse me forma un nudo en el estómago.¿Por qué están aquí? Tienen lascapuchas retiradas, de modo que dejan

al descubierto esos rasgos tan serios einquietantes. Conducidos por Cain,recorren la hierba como fantasmas y secolocan en semicírculo alrededor delestrado de la comandante.

Los vítores del público sedesvanecen hasta convertirse en unmurmullo de perplejidad. Mi madre losobserva con la mano sobre laempuñadura de la cimitarra. CuandoCain sube al estrado, se hace a un lado,como si lo esperase.

Cain levanta la mano para pedirsilencio y, en cuestión de segundos, lamultitud obedece. Desde donde estoysentado, en el campo, parece un espectroestrambótico, tan frágil y ceniciento.

Pero, cuando habla, su voz resuena portodo el anfiteatro con una fuerza quehace que todos se enderecen en losasientos.

—«De entre la juventud curtida en labatalla surgirá el anunciado —dice—, elmás grande entre los emperadores, azotede nuestros enemigos, comandante de lasmás devastadoras huestes. Y el Imperioserá uno».

»Es lo que predijimos los augureshace quinientos años, cuandoarrancamos las piedras de esta escuelade la temblorosa tierra. Y así es: elanunciado ya está aquí. El linaje delemperador Taius XXI fallará.

Un murmullo casi amotinado recorre

la multitud. Si cualquier otra personahubiera cuestionado el linaje delemperador, ya lo habrían derribado. Loslegionarios de la guardia de honor seponen nerviosos y se llevan las manos alas armas, pero, con una sola mirada deCain, se aplacan como una jauría deperros acobardados.

—Taius no tendrá descendientevarón —continúa Cain—. A su muerte,el Imperio caerá, a no ser que se elija aun nuevo emperador guerrero.

—Taius I, padre de nuestro Imperioy páter de la gens Taia, fue el mejorguerrero de su época. Pasó por diversaspruebas y lo templamos como al hierroantes de juzgarlo adecuado para

gobernar. La gente del Imperio no esperamenos de su nuevo líder.

Por la sangre de todos los infiernosardientes… Detrás de mí, Tristas le daun codazo triunfal a Dex, que se haquedado con la boca abierta. Todossabemos lo que Cain dirá acontinuación, pero yo sigo sin creermelo que oigo.

—Por tanto, ha llegado el momentode las Pruebas.

El anfiteatro estalla. O, al menos,suena como si estallara, porque nuncahabía oído tanto escándalo. Tristas aúllaa Dex: «¡Te lo dije!». Y Dex pone carade haber recibido un martillazo en lacabeza. Leander grita: «¿Quién?

¿Quién?». Marcus se ríe, unascarcajadas engreídas que me hacendesear apuñalarlo. Helene se ha tapadola boca con una mano y tiene los ojos tanabiertos que resulta cómico; no le salenlas palabras.

La mano de Cain se alza de nuevo yuna segunda vez y la multitud guarda unsilencio sepulcral.

—Las Pruebas han llegado —anuncia—. Para asegurar el futuro delImperio, el nuevo emperador debe estaren la cúspide de su fortaleza, comoTaius cuando accedió al trono. Así quenos volvemos hacia nuestra juventudcurtida en la batalla, hacia nuestrosnuevos máscaras. Pero no todos podrán

competir por tal honor. Solo los mejoresde nuestros graduados serán dignos deél, los más fuertes. Solo cuatro. De estoscuatro aspirantes, uno será el anunciado.Uno le jurará fidelidad y será nombradoverdugo de sangre. Los demás seperderán como hojas llevadas por elviento. Es lo que nos cuentan lasvisiones.

Empiezo a notar el latido de lasangre en los oídos.

—Elias Veturius, Marcus Farrar,Helene Aquilla, Zacharias Farrar. —Recita nuestros nombres en el orden enque quedamos clasificados—. Levantaosy dad un paso adelante.

El anfiteatro guarda completo

silencio. Me levanto, medio aturdido,procurando no hacer caso de las miradasde mis compañeros, de la alegría en elrostro de Marcus, de la indecisión en elde Zak.

«El campo de batalla es mi templo.La punta de la espada es misacerdote…».

Helene vuelve a estar erguida comouna vara, pero me mira, mira a Cain ydespués a la comandante. Al principiocreo que está asustada. Después mepercato del brillo de sus ojos, de laligereza de sus pasos.

Cuando Hel y yo éramos cincos, nosatraparon en una incursión bárbara. A míme amarraron como a un cabrito en día

de feria, pero a Helene le ataron lasmanos delante con un cordel y lasubieron a lomos de un poni, ya quedaban por sentado que era inofensiva.Aquella noche utilizó el cordel paraagarrotar a tres de nuestros carceleros; alos otros tres les rompió el cuello conlas manos.

«Siempre me subestiman», comentódespués, perpleja. Tenía razón, porsupuesto. Incluso yo he cometido eseerror. Me doy cuenta de que Hel no estáasustada, sino eufórica. Es lo quequiere.

El paseo hasta el escenario se mehace demasiado corto. En pocossegundos estoy frente a Cain con los

demás.—Que te elijan aspirante a las

Pruebas es el mayor honor que elImperio puede ofrecer. —Cain nos mirauno a uno, pero me da la impresión deque su mirada se detiene un poco más enmí—. A cambio de este gran regalo, losaugures exigen un juramento: que, comoaspirantes, participaréis en las Pruebashasta que se nombre al emperador. Elcastigo por romper el juramento es lamuerte.

»No os comprometáis a la ligera —añade Cain—. Si lo deseáis, podéis darmedia vuelta y abandonar este podio.Seguiréis siendo máscaras, con todo elrespeto y el honor que se os debe como

tales. Se elegirá a otro en vuestro lugar.Al fin y al cabo, queda a vuestraelección.

«A vuestra elección». Las palabrasme sacuden hasta los cimientos.«Mañana tendrás que hacer unaelección. Entre desertar y cumplir con tudeber. Entre huir de tu destino yenfrentarte a él».

Cain no se refiere a mi deber comomáscara: quiere que elija entreparticipar en las Pruebas y desertar.

«Taimado diablo de ojos rojos».Quiero liberarme del Imperio, pero

¿cómo encontrar la libertad si participoen las Pruebas? Si me convierto enemperador, estaré atado al Imperio de

por vida. Y si juro lealtad, estaréencadenado al emperador como segundoal mando: el verdugo de sangre.

O seré una hoja llevada por elviento, que es una forma elegante quetienen los augures de decir que estarémuerto.

«Recházalo, Elias. Huye. Mañana aestas horas estarás a kilómetros dedistancia».

Cain observa a Marcus con lacabeza ladeada, como si escuchara algomás allá de nuestro entendimiento.

—Marcus Farrar. Estás preparado.No es una pregunta. Marcus se

arrodilla y desenvaina la espada paraofrecérsela al augur; en los ojos le brilla

un extraño fervor exultante, como si yalo hubiesen nombrado emperador.

—Repite después de mí —dice Cain—. Yo, Marcus Farrar, juro por misangre y por mis huesos, por mi honor yel honor de la gens Farrar, que mededicaré a las Pruebas, que participaréen ellas hasta que se nombre alemperador o mi cuerpo yazca sin vida.

Marcus repite el juramento y su vozretumba en el silencio emocionado delanfiteatro. Cain cierra las manos deMarcus sobre la hoja y aprieta hasta quele sangran las palmas. Un momentodespués, Helene se arrodilla, ofrece suespada, repite el juramento y su vozrecorre el campo con la claridad de una

campana al alba.El augur se vuelve hacia Zak, que

mira a su hermano un buen rato antes deasentir con la cabeza y hacer sujuramento. De repente, soy el único delos cuatro aspirantes que queda, y Cainse sitúa delante de mí, a la espera de loque yo decida.

Como Zak, vacilo. Recuerdo laspalabras de Cain: «Y el hilo de tuexistencia aparece tejido en todos lossueños. Un hilo de plata en un tapiz denoche». Entonces ¿mi destino es seremperador? ¿Cómo puede liberarme deese destino? No deseo gobernar… Lamera idea de hacerlo me repele.

Sin embargo, mi futuro como

desertor tampoco resulta más atractivo.«Te convertirás en todo lo que odias: enuna persona malvada, despiadada ycruel».

¿Confío en Cain cuando dice queencontraré la libertad si participo en lasPruebas? En Risco Negro aprendemos aclasificar a la gente: civil, combatiente,enemigo, aliado, informante, desertor.Según eso, decidimos nuestrossiguientes pasos. Pero no logrocomprender al augur. No conozco susmotivaciones ni sus deseos. Lo únicoque tengo es mi instinto, que me diceque, al menos en este asunto, Cain nomentía. Ya sea cierta o no su predicción,él confía en que lo es. Y como el instinto

me dice que confíe en él, aunque aregañadientes, solo hay una decisión consentido.

Sin apartar los ojos de Cain, mehinco de rodillas, desenvaino la espaday me paso la hoja por la palma de lamano. La sangre cae sobre el estradocon un rápido goteo.

—Yo, Elias Veturius, juro por misangre y por mis huesos…

XI

Laia

La comandante de la AcademiaMilitar de Risco Negro.

Empiezo a perder curiosidad por lamisión como espía. El Imperio entrena alos máscaras en Risco Negro, máscarascomo los que asesinaron a mi familia yme robaron a mi hermano. La escuela se

erige sobre los riscos del este de Serracomo un buitre colosal, un batiburrillode edificios austeros rodeados por unmuro de granito negro. Nadie sabe loque ocurre detrás de ese muro, ni cómoentrenan los máscaras, ni cuántos hay, nicómo los eligen. Cada año sale de RiscoNegro una nueva promoción demáscaras jóvenes, salvajes y mortíferos.Para un académico (y, sobre todo, parauna académica), Risco Negro es el lugarmás peligroso de la ciudad.

Mazen sigue hablando.—Ha perdido a su esclava

personal…—La chica se lanzó desde uno de los

riscos hace una semana —añade

Keenan, desafiando la mirada enfurecidade Mazen—. Es la tercera esclava quemuere este año al servicio de lacomandante.

—Calla —le ordena Mazen—. No tementiré, Laia: la mujer esdesagradable…

—Está loca —lo interrumpe Keenan—. La llaman la puta de Risco Negro.No sobrevivirás a la comandante. Lamisión fracasará.

Mazen descarga el puño sobre lamesa. Keenan ni pestañea.

—Si no puedes mantener la bocacerrada —gruñe el líder de laresistencia—, márchate.

Tariq mira boquiabierto a los dos

hombres. Sana, mientras tanto, observa aKeenan con expresión pensativa. Losdemás presentes en la cueva también sehan quedado mirando, y me da lasensación de que Keenan y Mazen nosuelen discrepar.

Keenan echa la silla atrás con unchirrido y abandona la mesa paradesaparecer entre la cuchicheantemultitud agolpada detrás de Mazen.

—Eres perfecta para este trabajo,Laia —dice Mazen—. Tienes lashabilidades que la comandante esperade una esclava doméstica. Supondrá queeres analfabeta. Y contamos con losmedios necesarios para meterte dentro.

—¿Qué pasa si me descubren?

—Estás muerta.Mazen me mira a los ojos y

agradezco amargamente su sinceridad.—Hasta el momento, han

descubierto y asesinado a todos losespías que hemos enviado a RiscoNegro. No es una misión parapusilánimes.

Casi me dan ganas de reír: no podríahaber elegido a peor candidata.

—No me lo estás vendiendodemasiado bien.

—No tengo que vendértelo —reponeMazen—. Podemos buscar a tu hermanoy sacarlo. Tú puedes ser nuestros ojos yoídos en Risco Negro. Un intercambiosencillo.

—¿Y confías en mí para esto? —lepregunto—. Apenas me conoces.

—Conocía a tus padres. Con eso mebasta.

—Mazen —interviene Tariq—, noes más que una niña. No necesitamos…

—Ha apelado al Izzat —replicaMazen—. Pero Izzat no es solo libertad.Significa algo más que honor. Significavalentía. Significa demostrar lo quevales.

—Tiene razón —contesto.Si la resistencia va a ayudarme, los

rebeldes no pueden pensar que soydébil. Un brillo rojo me llama laatención, y miro hacia el otro lado de lacueva, donde Keenan está apoyado en un

catre, observándome; a la luz de laantorcha, su pelo parece de fuego. Noquiere que acepte esta misión porque noquiere arriesgar a los hombresnecesarios para salvar a Darin. Mellevo una mano al brazalete. «Sévaliente, Laia».

Me vuelvo hacia Mazen.—Si hago esto, ¿buscarás a Darin?

¿Lo sacarás de la cárcel?—Te doy mi palabra. No nos costará

localizarlo. No es líder de laresistencia, así que no lo enviarán aKauf.

Mazen resopla, pero la sola menciónde la infame prisión del norte me haceestremecer. Los interrogadores de Kauf

tienen un único objetivo: hacer sufrirtodo lo posible a los presos antes de quemueran.

Mis padres murieron en Kauf. Mihermana, que solo tenía doce años,también murió allí.

—Cuando nos des tu primer informe,ya podré decirte dónde está Darin.Cuando concluyas tu misión, losacaremos.

—¿Y después?—Te quitamos las esposas de

esclava y te sacamos de la escuela.Podemos hacer que parezca un suicidiopara que así no te persigan. Puedesunirte a nosotros, si quieres. O podemosconseguir pasaje a Marinn para los dos.

«Marinn, las tierras libres».Qué no daría yo por escapar de allí

con mi hermano, por vivir en un lugarsin marciales, sin máscaras, sin Imperio.

Pero primero tengo que sobrevivir auna misión como espía. Tengo quesobrevivir a Risco Negro.

Al otro lado de la cueva, Keenansacude la cabeza. Pero los rebeldes queme rodean asienten. «Esto es Izzat»,parecen decir. Guardo silencio, como silo meditara, aunque mi decisión estabatomada desde el instante en que hesabido que ir a Risco Negro era el únicomodo de recuperar a Darin.

—Lo haré.—Bien.

Mazen no parece sorprendido, y mepregunto si sabría desde el principio queaccedería. Alza la voz para que se leoiga bien.

—Keenan será tu contacto.Al oírlo, el rostro del joven se

oscurece aun más, si cabe. Aprieta loslabios como intentando reprimir unarespuesta.

—Tiene las manos y los piesarañados —añade Mazen—. Cura susheridas, Keenan, y cuéntale lo quenecesita saber. Se va para Risco Negroesta noche.

Mazen se marcha, seguido por losmiembros de su facción, mientras Tariqme da una palmada en el hombro y me

desea buena suerte. Sus aliados meacribillan a consejos: «Nunca vayas enbusca de tu contacto», «No confíes ennadie». Solo desean ayudar, pero meabruman, y cuando Keenan se abre pasoentre ellos para recogerme, me sientocasi aliviada.

Casi. Keenan señala bruscamentecon la cabeza una mesa de la esquina dela cueva y se aleja sin esperarme.

El relámpago de luz cercano a lamesa resulta ser un pequeño manantial.Keenan llena dos tinas con agua y unospolvos que reconozco: raíz tostada. Dejauna tina en la mesa y otra en el suelo.

Me lavo bien las manos y los pies, yhago una mueca cuando la raíz tostada

penetra en los arañazos que me he hechoen las catacumbas. Keenan me observaen silencio. Bajo su escrutinio, meavergüenzo de lo deprisa que el agua sevuelve negra de porquería… y despuésme enfado por avergonzarme.

Cuando termino, Keenan se sienta ala mesa, frente a mí, y me coge lasmanos. Espero que sea brusco, pero susmanos son…, no amables, del todo, perotampoco insensibles. Mientras examinalos cortes, pienso en la infinidad depreguntas que podría hacerle, ninguna delas cuales le haría pensar que soy fuertey capaz en vez de infantil y mezquina.«¿Por qué parece que me odias? ¿Qué tehe hecho?».

—No deberías hacerlo —afirmamientras me extiende una pomadaanestésica en uno de los cortes másprofundos, concentrado en las heridas—. La misión.

«Eso ya lo has dejado claro,imbécil».

—No decepcionaré a Mazen. Harélo que tengo que hacer.

—Lo intentarás, estoy seguro. —Meescuece su franqueza, aunque a estasalturas ya debería haberme quedadoclaro que no tiene fe en mí—. Esa mujeres una salvaje. La última persona a laque enviamos…

—¿Crees que quiero espiarla? —leespeto. Él levanta la vista, sorprendido

—. No tengo elección. No si quierosalvar a la única familia que me queda.Así que… —«cierra el pico», es lo quequiero decirle— no me lo pongas másdifícil.

Capto algo de vergüenza en suexpresión, y empieza a mirarme con algomás de respeto.

—Lo… siento.Lo dice a regañadientes, pero una

disculpa a regañadientes es mejor quenada. Asiento con un brusco movimientode cabeza y me doy cuenta de que susojos no son ni azules ni verdes, sino deun intenso color castaño. «Estásfijándote en sus ojos, Laia. Lo quequiere decir que te has quedado

mirándolos. Lo que quiere decir quedebes dejar de hacerlo».

El olor del ungüento me provoca unintenso picor en la nariz, así que laarrugo.

—¿Estás usando cardo doble en lapomada? —le pregunto. Como se encogede hombros, le quito el bote y lo huelootra vez—. La próxima vez, prueba conzibuesa. Al menos no huele a estiércolde cabra.

Keenan arquea una de susencendidas cejas y me envuelve la manocon una gasa.

—Conoces los remedios. Unahabilidad útil. ¿Tus abuelos eransanadores?

—Mi abuelo —respondo. Me duelehablar de él, así que hago una largapausa antes de continuar—. Empezó aenseñarme formalmente hace año ymedio. Antes de eso, ya mezclaba susremedios.

—¿Te gusta? ¿Sanar?—Es un oficio.La mayoría de los académicos que

no son esclavos tienen trabajos de bajacategoría, como mozos de labranza,limpiadores o estibadores. Son trabajosagotadores por los que apenas cobrannada.

—Tengo suerte de tener un oficio —añado—. Aunque, cuando era pequeña,lo que quería ser era kehanni.

Los labios de Keenan esbozan unasonrisa apenas insinuada. No es mucho,pero le transforma la cara y me deshaceparte del nudo que me atenaza el pecho.

—¿Una cuentacuentos tribal? —pregunta—. No me digas que crees enlos mitos de genios, efrits y espectrosque secuestran de noche a los niños…

—No. —Pienso en la redada. En elmáscara. El nudo vuelve a cerrarse—.No necesito creer en lo sobrenatural, nocuando lo que anda suelto por las nocheses mucho peor.

Se queda inmóvil, una quietudrepentina que hace que levante la vista yme encuentre con sus ojos. Me falta elaliento cuando descubro lo que resulta

obvio en su expresión, una que conozcobien: la de alguien con un entendimientodesgarrador, una amarga comprensióndel dolor. Se trata de una persona que hacaminado por senderos tan oscuroscomo los míos. Puede que más.

Entonces, la frialdad vuelve anublarle el rostro y las manos se lemueven de nuevo.

—Claro —dice—. Escúchame conatención: hoy ha sido día de graduaciónen Risco Negro. Pero acabamos deenterarnos de que este año la ceremoniaha sido diferente. Especial.

Me habla de las Pruebas y de loscuatro aspirantes. Después, me informasobre la misión.

—Necesitamos tres datos: en quéconsiste cada prueba, dónde tiene lugary cuándo. Y necesitamos saberlo antesde que empiecen, no después.

Tengo docenas de preguntas, pero nolas hago porque sé que solo servirá paraque él me crea más idiota.

—¿Cuánto tiempo pasaré en laescuela?

Keenan se encoge de hombros ytermina de vendarme las manos.

—No sabemos casi nada de lasPruebas —contesta—, pero me imaginoque no durarán más de unas cuantassemanas. Un mes, como mucho.

—¿Crees… crees que Darinaguantará tanto?

Keenan no responde.

Unas horas después, a última hora de latarde, me encuentro en una casa delbarrio Extranjero con Keenan y Sana, depie frente a un anciano tribal. Va vestidocon las holgadas túnicas de su gente yparece más el amable tío de alguien queun agente de la resistencia.

Cuando Sana le explica lo quequiere de él, el hombre me echa unvistazo y cruza los brazos sobre elpecho.

—Rotundamente no —dice en unsérreo con fuerte acento extranjero—.La comandante se la comerá viva.

Keenan lanza una mirada mordaz aSana, como diciendo: «¿Y quéesperabas?».

—Con todo el respeto —empieza adecirle ella al tribal—, ¿podemos…?

Hace un gesto hacia un umbral conbiombo de celosía que da a otrahabitación. Desaparecen detrás delbiombo. Sana habla demasiado bajopara oírla, pero, sea lo que sea lo que leesté diciendo, no debe de funcionar,porque, incluso a través de la celosía,veo que el tribal niega con la cabeza.

—No lo hará —comento.A mi lado, Keenan se apoya en la

pared; no parece demasiadopreocupado.

—Sana puede convencerlo. Por algoes la líder de su facción.

—Ojalá yo pudiera hacer algo.—Intenta parecer un poco más

valiente.—¿Cómo? ¿Como tú?Cambio el gesto hasta quedar

completamente inexpresiva, me apoyocon desgana en la pared y me quedomirando a lo lejos. Keenan sonríedurante una fracción de segundo. Lasonrisa le quita varios años de encima.

Restriego las hipnóticas espirales dela gruesa alfombra tribal con uno de mispies descalzos. Sobre ella hay varioscojines con diminutos espejos bordados,y de los techos cuelgan lámparas de

cristal de colores que captan los últimosrayos de sol.

—Una vez, Darin y yo fuimos a unacasa como esta a vender las mermeladasde la nana. —Levanto una mano paratocar una de las lámparas—. Le preguntépor qué los tribales tienen espejos portodas partes y él respondió…

El recuerdo es nítido y claro, y eldolor por la pérdida de mi hermano y demis abuelos me late en el pecho contanta fuerza que me cierra la boca degolpe.

«Los tribales creen que los espejosrepelen el mal», me dijo Darin aqueldía. Sacó el cuaderno de bocetosmientras esperábamos al mercader tribal

y empezó a dibujar, a capturar conpequeños trazos de carboncillo lacomplejidad de los biombos de celosíay los faroles. «Los genios y losespectros no soportan su propia imagen,al parecer».

Después de aquello respondió a otradocena de preguntas mías con sutranquila confianza de siempre. En aquelmomento me pregunté cómo podía sabertantas cosas. Ahora empiezo aentenderlo: Darin siempre escuchabamás que hablaba, observaba, aprendía.En ese sentido, se parecía más alabuelo.

Cada vez me duele más el corazón y,de repente, noto que me arden los ojos.

—Mejorará —dice Keenan. Veo lasombra de la tristeza que planea por surostro, aunque la reemplaza casi deinmediato esa frialdad que ya empiezo aconocer tan bien—. No los olvidarásnunca, ni siquiera con el paso de losaños, pero un día estarás un minutoentero sin sentir el dolor. Después, unahora. Un día. En realidad no se puedepedir más —añade, y baja la voz—. Tecurarás. Lo prometo.

Aparta la mirada, de nuevo distante,pero se lo agradezco de todos modos,porque, por primera vez desde laredada, me siento menos sola. Unsegundo después, Sana y el tribal salende detrás del biombo.

—¿Estás segura de que es esto loque quieres? —me pregunta el tribal.

Asiento con la cabeza, ya que noconfío en mi voz.

Suspira.—De acuerdo —responde, y se

vuelve hacia Sana y Keenan—.Despedíos. Si me la llevo ahora, todavíapuedo llegar a la escuela para elanochecer.

—Te irá bien —me asegura Sana,que me abraza con fuerza, y me preguntosi intenta convencerme a mí oconvencerse a sí misma—. Eres la hijade la Leona. Y la Leona era unasuperviviente.

«Hasta que dejó de serlo».

Bajo la vista para que Sana noadvierta mis dudas. Se dirige a lapuerta, y entonces Keenan se me acerca.Cruzo los brazos para que no piense quetambién necesito un abrazo suyo.

Pero no me toca; se limita a ladearla cabeza y llevarse el puño al corazón:el saludo de la resistencia.

—Muerte antes que tiranía —dice.Y desaparece.

Media hora después, el crepúsculo caesobre la ciudad de Serra y yo sigorápidamente al tribal por el barrio deMercatores, hogar de los miembros másadinerados de la clase mercante marcial.

Nos detenemos ante la ornada puerta dehierro del hogar de un esclavista y eltribal comprueba mis grilletes; sustúnicas de color canela chasqueansuavemente cuando se mueve a mialrededor. Junto las manos vendadaspara que no me tiemblen, pero el tribalme aparta los dedos con delicadeza.

—Los esclavistas cazan las mentirascomo las arañas las moscas —dice—.Tu miedo es bueno, hace tu historia másreal. Recuerda: no hables.

Asiento con energía. Aunquequisiera decir algo, estoy demasiadoasustada. «El esclavista es el únicoproveedor de Risco Negro —me habíaexplicado Keenan mientras íbamos

camino de la casa del tribal—. Nuestroagente ha tardado meses en ganarse suconfianza. Si no te elige para lacomandante, tu misión habrá acabadoantes de empezar».

Nos escoltan por las puertas y, unosinstantes después, el esclavista merodea, sudando por el calor. Es tan altocomo el tribal, pero dos veces másancho, con una tripa que tensa losbotones de su camisa de brocadodorado.

—No está mal.El esclavista chasquea los dedos y

una esclava aparece de entre los huecosde su mansión con una bandeja conbebidas. El esclavista se traga una de

golpe sin molestarse en ofrecer otra altribal.

—Los burdeles pagarán bien porella.

—Como prostituta no valdrá másque unos cien marcos —dice el tribalcon su cadencia hipnótica—. Necesitodoscientos.

El esclavista resopla, lo que haceque me entren ganas de estrangularlo.Las calles en sombra de su barrio estánsalpicadas de fuentes chispeantes yesclavos académicos de espaldasencorvadas. La casa del hombre es unrevoltijo de arcos, columnas y patios.Doscientas monedas de plata no son másque una minucia para él. Seguramente ha

pagado más por los leones de yeso de laentrada.

—Esperaba venderla como esclavadoméstica —continúa explicando eltribal—. He oído que buscabas una.

—La busco —reconoce el esclavista—. La comandante lleva varios díasdetrás de mí. Esa bruja no deja de matara sus chicas. Tiene el genio de unavíbora.

El esclavista me mira como unganadero a una vaquilla y yo contengo elaliento. Entonces, sacude la cabeza.

—Es demasiado pequeña,demasiado joven y demasiado guapa. Nodurará ni una semana en Risco Negro, yno quiero tener que sustituirla tan

deprisa. Te daré cien por ella y se lavenderé a Madame Moh, junto a losmuelles.

Una perla de sudor se desliza por elrostro del tribal, sereno por lo demás.Mazen le ha ordenado hacer lo quetuviera que hacer para meterme en RiscoNegro, pero si de repente baja el precio,el esclavista sospechará. Si me vendecomo prostituta, la resistencia tendráque sacarme… Y nada me garantiza quelo hagan tan deprisa. Si no me vende, miintento de salvar a Darin fracasará.

«Haz algo, Laia. —De nuevo Darin,animándome a ser valiente—. Si no,estoy muerto».

—Sé planchar bien, amo.

Las palabras brotan antes depararme a pensarlas. El tribal se quedaboquiabierto y el esclavista me miracomo si fuera una rata que ha empezadoa hacer malabares.

—Y… sé cocinar. Y limpiar ypeinar. —Mi voz se pierde en un susurro—. Sería… sería una buena doncella.

El esclavista me mira fijamente y yodesearía haber cerrado la boca.Entonces me observa con astucia, casicomo si se divirtiera.

—¿Te da miedo el putañeo, chica?No veo por qué; es un negocio honrado.—Vuelve a caminar en círculos a mialrededor; después me levanta labarbilla hasta que me quedo mirando a

sus ojos verdes de reptil—. ¿Dices quesabes peinar y planchar? ¿Puedesregatear y manejarte en el mercado?

—Sí, señor.—Y no sabes leer, claro. ¿Sabes

contar?«Claro que sé. Y leer también, cerdo

de papada doble».—Sí, señor, sé contar.—Tendrá que aprender a mantener la

boca cerrada —añade el esclavista—. Yyo me tengo que hacer cargo del costede la limpieza. No puedo enviarla aRisco Negro con pinta dedeshollinadora. —Se queda pensando unmomento—. Me la quedo por cientocincuenta marcos de plata.

»Siempre puedo llevarla a una delas casas perilustres —sugiere—. Bajotoda esa porquería es una chica bastanteatractiva. Seguro que me pagan bien porella.

El esclavista entorna los ojos. Mepregunto si el hombre de Mazen haerrado al intentar subir el precio.«Vamos, idiota —pienso—. Suelta unascuantas monedas más».

Y entonces el hombre saca una bolsade monedas. Procuro reprimir mi alivio.

—Ciento ochenta marcos. Ni unamoneda de cobre más. Quítale lascadenas.

Menos de una hora después estoyencerrada en un carro fantasma, camino

de Risco Negro. En ambas muñecasllevo las anchas bandas de plata que meseñalan como esclava. Una cadena vadesde la argolla del cuello a unas guíasde acero del interior del carro. Todavíame pica la piel después del fregado alque me han sometido dos esclavas y meduele la cabeza por culpa del apretadomoño con el que me han recogido elpelo. El vestido, de seda negra con uncorpiño tan apretado como un corsé yuna falda con dibujo de diamantes, es lomás elegante que he llevado en mi vida.Lo odio al instante.

Los minutos se arrastran. El interiordel carro está tan oscuro que es comoquedarme ciega. El Imperio mete a los

niños académicos en estos carros,algunos de ellos con tan solo dos o tresaños; se los arrancan a sus padres de losbrazos, entre los gritos de los críos.Después de eso, quién sabe lo que lesocurre. Los carros fantasma reciben esenombre porque jamás vuelve a verse alos que entran en ellos.

«No pienses en esas cosas —mesusurra Darin—. Céntrate en la misión.En cómo salvarme».

Mientras repaso de nuevo lasinstrucciones de Keenan, el carroempieza a subir y a avanzar tan despacioque duele. Me abruma el calor y, cuandocreo estar a punto de desmayarme, se meocurre recordar algo que me distraiga:

el abuelo metiendo un dedo en un botede mermelada fresca hace unos días yriéndose, mientras la abuela le pegabacon una cuchara.

Su ausencia es una herida en elpecho. Echo de menos la risa del abueloy las historias de la abuela. Y a Darin,cómo echo de menos a mi hermano. Susbromas, sus dibujos y cómo parecíasaberlo todo. La vida sin él no es solovacía, sino aterradora. Ha sido mi guía,mi protector y mi mejor amigo tantosaños que no sé qué hacer sin él. La ideade que sufra me atormenta. ¿Estará ahoramismo en una celda? ¿Lo estarántorturando?

Algo parpadea en el rincón del carro

fantasma, algo oscuro que se arrastra.Deseo que sea un animal: un ratón o,

cielos, incluso una rata. Pero, derepente, la criatura clava en mí sus ojos,brillantes y voraces. Es una de esascosas, una de las sombras de la noche dela redada. «Me estoy volviendo loca,loca como una cabra».

Cierro los ojos y le ordeno a la cosaque desaparezca. Como no lo hace,intento golpearla con manostemblorosas.

—Laia…—Márchate, no eres real.La cosa se acerca.«No grites, Laia —me digo,

mordiéndome con fuerza el labio—. No

grites».—Tu hermano está sufriendo, Laia.Cada una de las palabras de la

criatura es intencionada, como siquisiera asegurarse de que no me pierdoni una.

—Los marciales le provocan dolorlentamente, lo disfrutan.

—No, estás en mi cabeza.La risa de la criatura es como cristal

rompiéndose.—Soy tan real como la muerte,

pequeña Laia. Real como los huesosrotos, las hermanas traicioneras y losodiosos máscaras.

—Eres una ilusión. Eres mi… miculpa.

Me aferro al brazalete de mi madre.La sombra esboza su cegadora

sonrisa de depredador; ya está a mediometro. Pero entonces el carro se detieney la criatura me dedica una últimamirada malévola antes de desaparecercon un silbido de frustración. Unossegundos después, la puerta del carro seabre y me encuentro frente a losimponentes muros de Risco Negro; suvolumen opresivo me hace olvidar laalucinación.

—Baja la vista —me ordena elesclavista al desencadenarme del carro,y me obligo a mirar al suelo adoquinado—. No hables a la comandante si ella note habla primero. No la mires a los ojos:

ha azotado a esclavos por mucho menos.Cuando te dé una tarea, llévala a caborápidamente y bien. Te desfigurará enlas primeras semanas, pero al final ledarás las gracias por ello: si lascicatrices son lo bastante feas, evitaránque los alumnos mayores te violendemasiado a menudo.

»La última esclava duró dossemanas —sigue diciendo, ajeno a micreciente terror—. La comandante semolestó mucho. Fue culpa mía, porsupuesto: debería haber advertido a lachica de lo que la esperaba. Al parecer,perdió la cabeza cuando la comandantela marcó. Se tiró de un risco. No hagaslo mismo. —Me echa una mirada seria,

como un padre que advierte a un hijoerrante que no se aleje—. Si no, lacomandante pensará que le suministromercancía de mala calidad.

El esclavista asiente para saludar alos guardias de las puertas y tira de micadena como si fuese un perro.«Violación, desfiguración, marcada alhierro… No puedo hacerlo, Darin. Nopuedo».

Se apodera de mí el impulsovisceral de huir, algo tan intenso quefreno, me detengo y me aparto delesclavista. Se me revuelve el estómagoy temo vomitar, pero el esclavista tiracon ganas de la cadena y avanzo atrompicones.

«No tengo adónde huir. —Me doycuenta después de pasar la verjalevadiza de pinchos de hierro que daacceso a Risco Negro y sus legendariosterrenos—. No tengo adónde ir. No hayotra forma de salvar a Darin».

Ya estoy dentro. Y no hay vueltaatrás.

XII

Elias

Horas después de mi nombramientocomo aspirante, estoy al lado delabuelo, obediente, saludando en sucavernoso vestíbulo a los invitados queacuden a mi fiesta de graduación.Aunque Quin Veturius tiene setenta ysiete años, las mujeres todavía se

sonrojan cuando las mira a los ojos y loshombres hacen una mueca cuando sedigna estrecharles la mano. La luz de laslámparas tiñe de dorado su densamelena blanca, y la forma en que seyergue sobre los demás, la forma en quesaluda con la cabeza a los que entran ensu casa, me recuerda a un halcón quevigila el mundo desde una corriente deaire ascendente.

Cuando dan las ocho, las mejoresfamilias perilustres abarrotan lamansión, junto con unos cuantos de losmercatores más adinerados. Los únicosplebeyos son los mozos de los establos.

Mi madre no estaba invitada.—Enhorabuena, aspirante Veturius

—me dice un hombre con bigote quepodría ser un primo mientras meestrecha la mano entre las suyas,utilizando el título que los augures mehan otorgado en la graduación—. ¿Odebería decir «Su Majestad Imperial»?

El hombre se atreve a enfrentarse ala mirada del abuelo con una sonrisaservil. El abuelo hace caso omiso.

Llevamos toda la noche así. Gentecuyo nombre desconozco me trata comosi fuera un hijo largo tiempo perdido, oun hermano o primo. Probablemente, lamitad de ellos son parientes míos, peronunca se habían molestado en reconocermi existencia.

Con los lameculos se entremezclan

algunos amigos (Faris, Dex, Tristas,Leander), pero la persona a la queespero con más impaciencia es Helene.Después de prestar juramento, lasfamilias de los graduados han bajado ala arena, y Helene ha desaparecido enuna marea de gens Aquilla antes de quepudiera hablar con ella.

¿Qué piensa de las Pruebas?¿Estamos compitiendo el uno contra elotro por el puesto de emperador? ¿Ovamos a trabajar juntos, como hacemosdesde que entramos en Risco Negro?Mis preguntas me conducen a máspreguntas, la más apremiante de ellas escómo voy a ser «libre de verdad, encuerpo y alma» si me convierto en el

líder del Imperio que odio.Una cosa está clara: por mucho que

desee escapar de Risco Negro, laescuela todavía no ha acabado conmigo.En vez de un permiso de un mes, solotenemos dos días. Después, los augureshan exigido a todos los alumnos (inclusoa los graduados) volver para ser testigosde las Pruebas.

Cuando Helene llega al fin a casadel abuelo, con sus padres y hermanasdetrás, se me olvida saludarla. Estoydemasiado ocupado mirándolaboquiabierto mientras ella saluda alabuelo. Esbelta y resplandeciente en suuniforme de gala, con la capa negraondeando suavemente a su paso. El

cabello, plateado a la luz de las velas,se le derrama por la espalda como sifuera un río.

—Cuidado, Aquilla —le digo—,casi pareces una chica.

—Y tú casi pareces un aspirante —responde, pero la sonrisa no le llega alos ojos, así que sé al instante que algova mal.

Su júbilo anterior se ha evaporado yestá nerviosa, como siempre que seenfrenta a una batalla que piensa que nova a ganar.

—¿Qué ocurre? —le pregunto.Ella intenta pasar de largo, pero le

cojo una mano y tiro de ella. Veo unatormenta en sus ojos, aunque se obliga a

sonreír y se desenreda amablemente demis dedos.

—Nada malo. ¿Dónde está lacomida? Me muero de hambre.

—Voy contigo…—Aspirante Veturius —brama mi

abuelo—, el gobernador Leif Tanaliusdesea hablar contigo.

—Será mejor que no hagas esperar aQuin —dice Helene—. Parece muydecidido.

Entonces se escabulle, y yo aprietolos dientes mientras el abuelo me obligaa participar en una conversación forzadacon el gobernador. Me paso una horarepitiendo la misma charla aburrida conuna docena de líderes perilustres, hasta

que, al fin, mi abuelo se aleja delinterminable goteo de invitados y melleva a un lado.

—Estás distraído y no te lo puedespermitir —me dice—. Esos hombrespodrían serte de gran ayuda.

—¿Pueden participar en las Pruebaspor mí?

—No seas idiota —me contesta,resoplando disgustado—. Un emperadorno es una isla. Hacen falta miles depersonas para dirigir el Imperio. Losgobernadores de la ciudad te informarána ti, pero intentarán confundirte ymanipularte siempre que puedan, así quenecesitarás una red de espías paramantenerlos a raya. La resistencia

académica, las incursiones en la fronteray las tribus más problemáticas, alenterarse del cambio de dinastía,aprovecharán la oportunidad parasembrar el caos. Vas a necesitar el plenoapoyo de los militares para acallarcualquier intento de rebelión. En pocaspalabras, necesitas a estos hombrescomo consejeros, ministros,diplomáticos, generales, jefes deespionaje…

Asiento, distraído. Hay una chicamercatora con un vestido tentadoramentediáfano que me mira desde la puerta queda al abarrotado jardín. Es guapa. Muyguapa. Le sonrío. Puede que después debuscar a Helene…

El abuelo me agarra por el hombro yme aleja del jardín al que me habíaestado acercando.

—Presta atención, chico. Estamañana, los tambores han comunicado lanoticia de las Pruebas al emperador.Mis espías me cuentan que ha salido dela capital en cuanto se ha enterado. Él ycasi toda su casa estarán aquí encuestión de semanas, y también elverdugo de sangre, si quiere conservarla cabeza. —Ante mi cara de asombro,el abuelo resopla—. ¿Creías que la gensTaia caería sin luchar?

—Pero el emperador prácticamenteadora a los augures. Los visita todos losaños.

—Ciertamente. Y ahora se hanvuelto contra él al amenazar con usurparsu dinastía. Luchará… Cuenta con ello.—El abuelo entorna los ojos—. Siquieres ganar esto, tienes que despertar.Ya he perdido demasiado tiempolimpiando tus desastres. Los hermanosFarrar le cuentan a todo el que deseaescuchar que ayer estuviste a punto dedejar escapar a un desertor, que el hechode que la máscara no se haya unido a turostro es señal de deslealtad. Tienessuerte de que el verdugo de sangre estéen el norte; si no, ahora mismo te tendríaen el cepo. Tal como están las cosas, laGuardia Negra decidió no investigarlocuando les recordé que los Farrar son

basura plebeya de baja cuna, mientrasque tú perteneces a la casa másimportante del Imperio. ¿Me estásescuchando?

—Claro que sí.Me hago el ofendido, pero no

convenzo al abuelo, que se da cuenta deque, en realidad, miro de reojo a lachica mercatora y, a la vez, al jardín, enbusca de Helene.

—Quería buscar a Hel…—Ni se te ocurra distraerte con

Aquilla —replica el abuelo—. Noentiendo ni cómo ha conseguido que lanombren aspirante. Las mujeres nodeberían estar en el ejército.

—Aquilla es una de las mejores

guerreras de la escuela.Al ver que la defiendo, el abuelo

deja caer la mano sobre una mesaantigua del recibidor, y lo hace con tantafuerza que un jarrón cae de la mesa y serompe. La mercatora chilla y se alejacorriendo. El abuelo ni parpadea.

—Basura —dice el abuelo—. Nome digas que sientes algo por esa zorra.

—Abuelo…—Ella pertenece al Imperio. Aunque

supongo que, si te nombraranemperador, podrías elegirla verdugo desangre y casarte con ella. Es unaperilustre de buena cepa, así que, almenos, tendrías un montón deherederos…

—Abuelo, para.Incómodo, soy consciente de que me

sube el calor por el cuello ante laperspectiva de engendrar herederos conHelene.

—No pienso en ella de ese modo —respondo—. Es… Es…

El abuelo arquea una de susplateadas cejas mientras tartamudeocomo un imbécil. Obviamente, mientomás que hablo. En Risco Negro no haymuchas mujeres a mano, salvo quevioles a una esclava o pagues a una puta,y nunca me ha interesado en absolutoninguna de las dos cosas. He tenido misentretenimientos durante los permisos…Pero los permisos son una vez al año.

Helene es una chica, una chica guapa, yme paso la mayor parte del día a sulado. Por supuesto que he pensado enella de ese modo. Pero no significanada.

—Es una compañera de armas,abuelo. ¿Podrías querer a un compañeroigual que a la abuela?

—Ninguno de mis compañeros erauna chica alta y rubia.

—¿He terminado ya aquí? Megustaría celebrar mi graduación.

—Una cosa más. —El abuelodesaparece y regresa al cabo de unossegundos con un gran paquete envueltoen seda negra—. Son para ti —me dice—. Pensaba regalártelo cuando te

convirtieras en páter de la gens Veturia,pero ahora te servirán mejor.

Cuando abro el paquete, estoy apunto de dejarlo caer.

—Por los diez infiernos ardientes.Me quedo mirando las cimitarras

que tengo en las manos: un conjunto ajuego con intrincados grabados negrosque, seguramente, no tienen parangón entodo el Imperio.

—Son cimitarras de Teluman —añado.

—Fabricadas por el abuelo delactual Teluman. Un buen hombre. Unbuen amigo.

La gens Teluman ha engendrado a losherreros con más talento del Imperio

desde hace siglos. El herrero Telumanactual se pasa meses todos los añosfabricando las armaduras de acerosérrico de los máscaras. Pero unacimitarra de Teluman, una verdaderacimitarra de Teluman, capaz deatravesar cinco cuerpos a la vez, seforja una vez cada pocos años, a losumo.

—No puedo aceptarlas.Intento devolvérselas, pero el abuelo

saca las mías de donde las llevocolgadas a la espalda y las sustituye porlas de Teluman.

—Son un regalo digno de unemperador —dice—. Asegúrate deganártelas. Siempre victorioso.

—Siempre victorioso.Repito el lema de la gens Veturia y

el abuelo se va a atender a sus invitados.Todavía afectado por el regalo, medirijo a la carpa de la comida con laesperanza de encontrar a Helene. Cadapocos pasos, la gente me detiene paracharlar conmigo. Alguien me pone unplato de kebabs especiados en la mano.Otra persona, una bebida. Un par demáscaras de más edad se lamentan deque las Pruebas no tuvieran lugar en suépoca, mientras que un grupo degenerales perilustres hablan sobre elemperador Taius en voz queda, como sisus espías pudieran estar observándolos.Nadie habla de los augures, salvo con la

mayor reverencia. Nadie se atrevería.Cuando por fin escapo de la

multitud, Helene no está a la vista,aunque localizo a sus hermanas, Hannahy Livia, que miran a un aburrido Faris.

—Veturius —me gruñe Faris, y mealivia que no me adule como los demás—, necesito que me presentes.

Mira con intención a un grupo dechicas perilustres cubiertas de joyas yvestidas de seda que acechan al bordede la carpa; algunas me miran con unaexpresión depredadora bastanteinquietante. Conozco bien a algunas deellas; demasiado bien, en realidad, paraque todos esos susurros acaben bien.

—Faris, eres un máscara, no

necesitas que te presenten. Ve a hablarcon ellas. Si estás tan nervioso, pídele aDex o a Demetrius que vaya contigo.¿Has visto a Helene?

No hace caso de mi pregunta.—Demetrius no ha venido.

Seguramente porque la diversión va encontra de su código moral. Y Dex estáborracho. Por una vez en su vida, se estárelajando, gracias a los cielos.

—¿Y Trist…?—Demasiado ocupado babeando

encima de su prometida —respondeFaris, señalando con la cabeza una delas mesas, en la que Tristas está sentadocon Aelia, una chica guapa de pelonegro. No lo había visto tan contento en

todo el año—. Y Leander le haconfesado su amor a Helene…

—¿Otra vez?—Otra vez. Ella le ha dicho que se

largara antes de que le rompiera la narizpor segunda vez, y él se ha ido a buscarconsuelo en el jardín de atrás, con unapelirroja. Eres mi última esperanza. —Faris mira con lascivia a las dosperilustres—. Si les recordamos que vasa ser emperador, seguro que nosquedamos dos cada uno.

—No es mala idea —respondo, y melo pienso en serio un momento antes derecordar a Helene—. Pero tengo queencontrar a Aquilla.

En ese momento, Helene entra en la

carpa y pasa junto al grupo de chicas,que la detienen para hablar con ella.Ella me mira antes de susurrar algo. Lachica abre la boca de par en par, yHelene se vuelve y sale de la carpa.

—Tengo que ir a por ella —le digo aFaris, que se ha fijado en Hannah yLivia, y les sonríe, seductor, mientras sealisa el tupé—. No te emborrachesdemasiado —le aconsejo—. Y, a no serque quieras despertarte sin tu hombría,aléjate de esas dos. Son las hermanaspequeñas de Hel.

Faris pierde la sonrisa y sale condecisión de la carpa. Corro detrás deHelene y vislumbro un reflejo de pelorubio por los vastos jardines del abuelo,

camino de un cobertizo desvencijado dela parte de atrás de la casa. La luz de lascarpas de la fiesta no es lo bastanteintensa para llegar tan lejos, así que solocuento con la de las estrellas paraguiarme. Me quedo el plato, tiro labebida y me subo a lo alto del cobertizocon una mano para trepar por el tejadoinclinado de la casa.

—Podrías haber elegido un lugar deencuentro con mejor acceso, Aquilla.

—Aquí se está tranquilo —dice enla oscuridad—. Además, se ve todohasta el río. ¿Me has traído algo?

—Que te den. Seguro que te hascomido dos platos mientras yoestrechaba las manos de todos esos

gordinflones.—Mi madre dice que estoy

demasiado delgada —responde mientraspincha un pastel de hojaldre con su daga—. De todos modos, ¿por qué hastardado tanto en venir? ¿Estabascortejando a tu manada de doncellas?

De repente recuerdo mi incómodaconversación con el abuelo y guardosilencio, los dos inquietos. Helene y yono hablamos sobre chicas. Ella se metecon Faris, Dex y los demás por susflirteos, pero no conmigo. Nuncaconmigo.

—Esto…—¿Te puedes creer que Lavinia

Tanalia ha tenido el valor de

preguntarme si me habías hablado deella alguna vez? Me ha faltadoatravesarle ese corpiño rebosante suyocon un pincho de kebab.

Sus palabras revisten una tensióncasi imperceptible, así que me aclaro lagarganta.

—¿Qué le has dicho?—Le he dicho que gritabas su

nombre cada vez que visitabas a laschicas de los muelles. Se ha callado degolpe.

Me echo a reír, porque ahoracomprendo la mirada de horror en elrostro de Lavinia. Helene sonríe, aunquetiene los ojos tristes. De pronto, parecesentirse sola. Cuando ladeo la cabeza

para capturar su mirada, ella la aparta.Sea lo que sea lo que no funciona, noestá preparada para contármelo.

—¿Qué harás si te conviertes enemperadora? —le pregunto—. ¿Quécambiarás?

—Vas a ganar tú, Elias. Y yo seré tuverdugo de sangre.

Habla con tanta convicción que, porun segundo, es como si hablara de unaverdad establecida, como si me dijeracuál es el color del cielo. Pero despuésse encoge de hombros y aparta la vista.

—Pero, si gano, lo cambiaría todo.Abriría el comercio hacia el sur,permitiría que las mujeres entraran en elejército, iniciaría contactos con los

marinos. Y… Y haría algo acerca de losacadémicos.

—¿Te refieres a la resistencia?—No. Con lo que sucede en su

barrio. Las redadas. Los asesinatos. Noestá…

Sé que quiere decir que no está bien,pero eso sería sedición.

—Las cosas podrían hacerse mejor—se corrige.

Al mirarme, su expresión esdesafiante, y yo arqueo las cejas. Helenenunca me había parecido unasimpatizante de los académicos. Ahorame gusta aún más.

—¿Y tú? —pregunta—. ¿Quéharías?

—Lo mismo que tú, supongo —respondo. No puedo decirle que notengo ningún interés en gobernar y quenunca lo tendré. No lo entendería—.Puede que dejara que tú lo organizarastodo mientras yo disfrutaba de mi harén.

—Hablo en serio.—Y yo, muy en serio —respondo,

sonriendo—. El emperador tiene unharén, ¿no? Porque es la única razón porla que me he prestado al juramento…

Ella me da un empujón, que casi metira del tejado, y suplico piedad.

—No tiene gracia —dice, y suenacomo un centurión; intento ponermeapropiadamente serio—. Nuestras vidasestán en juego —añade—. Prométeme

que lucharás por ganar. Prométeme quepondrás todo de tu parte en las Pruebas.—Me agarra por una correa de laarmadura—. ¡Prométemelo!

—De acuerdo, por toda la sangre delos cielos. Que era una broma. Claroque lucharé por ganar. No tengoplaneado morir, eso te lo aseguro. Pero¿y tú? ¿No quieres ser emperadora?

Ella sacude la cabeza convehemencia.

—Estoy más preparada para serverdugo de sangre. Y no quiero competircontra ti, Elias. Si trabajamos el unocontra el otro, dejaremos que ganenMarcus y Zak.

—Hel…

Se me pasa por la cabezapreguntarle de nuevo qué le pasa, con laesperanza de que esta charla sobrepermanecer unidos la impulse a confiaren mí. Pero no me da la oportunidad.

—¡Veturius! —exclama abriendomucho los ojos cuando ve las vainas ami espalda—. ¿Son eso hojas deTeluman?

Le enseño las cimitarras y ellaexpresa su envidia, como corresponde.Después guardamos silencio un rato, nosbasta con contemplar las estrellas delcielo, con encontrar música en lossonidos lejanos que nos llegan flotandodesde las forjas.

Me fijo en su cuerpo esbelto, en su

estilizado perfil. ¿Qué habría sidoHelene de no haberse convertido en unamáscara? Es imposible imaginarla comola típica chica perilustre, a la caza de unbuen partido, asistiendo a fiestas de galay dejándose seducir por pretendientes dealta cuna.

Supongo que da igual. Cualquiercosa que pudiéramos haber sido(sanadores o políticos, juristas oconstructores) nos la han arrebatado agolpe de entrenamiento, ha acabadoabsorbida y asimilada por el pozooscuro que es Risco Negro.

—¿Qué te pasa, Hel? —le pregunto—. No me insultes fingiendo que nosabes de qué te hablo.

—No es nada, es que estoy nerviosapor las Pruebas.

Ni se lo piensa ni tartamudea. Memira a los ojos con sus iris azules clarosy tranquilos, y la cabeza un pocoladeada. Cualquiera la creería sin dudar.Pero yo conozco a Helene y sé alinstante, lo percibo claramente, que memiente. Y en otro momento de plenaconsciencia nacido de esa intuiciónespecial que solo se hace presente en lomás profundo de la noche, cuando lamente abre puertas extrañas, me doycuenta de otra cosa: no se trata de unamentira tranquila, sino de una mentiraviolenta y devastadora.

Suspira al ver mi expresión.

—Déjalo estar, Elias.—Así que algo hay…—De acuerdo —me interrumpe—.

Te diré lo que me preocupa si tú mecuentas qué estuviste haciendo enrealidad ayer por la mañana en lostúneles.

El comentario me pilla tandesprevenido que tengo que apartar lamirada.

—Ya te lo dije, estaba…—Sí, me dijiste que estabas

buscando al desertor. Y yo te digo que amí no me pasa nada. Ahora ya estántodas las cartas sobre la mesa. —Hablacon un tono punzante al que no estoyacostumbrado—. Así que no hay nada

más que hablar.Me mira a los ojos y en ellos veo un

recelo muy poco habitual.«¿Qué escondes, Elias?», me

pregunta sin hablar.Hel es una maestra sonsacando

secretos. Su combinación de lealtad ypaciencia te impulsa, sin entender cómo,a confiar en ella. Sabe, por ejemplo, quepaso a escondidas sábanas a los novatospara que no los azoten por mojar lacama. Sabe que todos los meses escriboa Mamie Rila y a mi hermano adoptivo,Shan. Sabe que una vez vacié un cubolleno de estiércol de vaca en la cama deMarcus. Con eso se pasó unos cuantosdías riéndose entre dientes.

Pero ahora hay muchas cosas quedesconoce. Que odio al Imperio. Queestoy desesperado por liberarme de él.

Ya no somos niños que se ríen de lossecretos compartidos. No volveremos aserlo.

Al final, no respondo a su pregunta.Ella tampoco responde a la mía.Seguimos sentados, sin hablar, yobservamos la ciudad, el río y eldesierto que hay más allá, mientras lossecretos se interponen entre nosotros.

XIII

Laia

A pesar de la advertencia del esclavistade que mantenga la cabeza gacha, mequedo mirando la escuela con asombro yasco. La noche se mezcla con el gris dela piedra hasta que no logro distinguirdónde acaban las sombras y dóndeempiezan los edificios de Risco Negro.

Unas lámparas de fuego azul aportan unaluz espectral hasta los campos deentrenamiento, cubiertos de arena. A lolejos, la luz de la luna se refleja en lascolumnas y en los arcos de un anfiteatrotan alto que marea.

Los alumnos de Risco Negro estánde permiso, y el roce de mis sandaliasen el suelo es lo único que rompe elsiniestro silencio del lugar. Todos lossetos están cortados en ángulos rectos,como con un cepillo de ebanista, y todoslos caminos están pavimentados; no seve ni una grieta. No hay flores en lasenredaderas que trepan por los muros, nibancos en los que puedan relajarse losestudiantes.

—Cara al frente —me ordena elesclavista—. Ojos al suelo.

Nos dirigimos a la estructura que seagazapa como un sapo negro al bordedel risco meridional. Está construidacon el mismo granito espeluznante que elresto de la escuela. La casa de lacomandante. Un mar de dunas de arenase extiende al otro lado de los riscos,sin vida y sin piedad. Más allá de lasdunas, lejos, los dientes azules de lacordillera de Serra apuñalan elhorizonte.

Una esclava diminuta abre la puertaprincipal de la casa. En lo primero enque me fijo es en el parche en el ojo.«Te desfigurará en las primeras

semanas», me había dicho el esclavista.¿A mí también me sacará un ojo lacomandante?

«Da igual —me aseguro mientras metoco el brazalete—. Es por Darin.Cualquier cosa por Darin».

El interior de la casa es tan lúgubrecomo una mazmorra; las escasas velasofrecen poca iluminación frente a lososcuros muros de piedra. Miro a mialrededor y vislumbro los mueblessencillos, casi monacales, de uncomedor y un salón, antes de que elesclavista me agarre por un mechón depelo y tire con tanta fuerza que temo queme rompa el cuello. En su mano apareceun cuchillo cuya punta me acaricia las

pestañas. La esclava hace una mueca dedolor.

—Si vuelves a levantar la vista —dice el esclavista, echándome su alientoapestoso en la cara—, te saco los ojos.¿Lo has entendido?

Me lagrimean los ojos y, al ver queasiento rápidamente, me suelta.

—Deja de lloriquear —me ordenamientras me conduce a la planta dearriba—. La comandante preferiríaatravesarte con una cimitarra antes queaguantar tus lágrimas. Y no me hegastado ciento ochenta marcos paratener que echar tu cadáver a los buitres.

La esclava nos lleva hasta una puertaal final de un pasillo y se alisa el

vestido negro, a pesar de que ya estáperfectamente planchado, antes dellamar a la puerta. Una voz nos ordenaentrar.

Cuando el esclavista abre la puerta,vislumbro una ventana con gruesascortinas, un escritorio y una pared llenade rostros dibujados a mano. Entoncesrecuerdo el cuchillo del esclavista yclavo la mirada en el suelo.

—Has tardado —nos saluda una vozsuave.

—Perdonadme, comandante —responde el esclavista—. Miproveedor…

—Silencio.El esclavista traga saliva. Se frota

las manos, y ese ruido áspero es como elde una serpiente al enroscarse.Permanezco inmóvil. ¿Me está mirandola comandante? ¿Me examina? Intentoparecer hundida y obediente, como séque a los marciales les gusta ver a losacadémicos.

Un segundo después la tengo delantey me sobresalto, sorprendida de losilenciosamente que ha rodeado suescritorio. Es más menuda de lo queesperaba, más baja que yo y delgadacomo un junco. Casi delicada. Si nofuera por la máscara, podría haberlaconfundido con una niña. Su uniformeestá planchado a la perfección y llevalos pantalones metidos dentro de unas

botas negras relucientes como espejos.Todos los botones de su camisa deébano brillan como los ojos de unaserpiente.

—Mírame —dice.Me obligo a obedecer y me quedo

paralizada al instante cuando meenfrento a su mirada. Mirarla a la caraes como mirar la superficie lisa y muertade una lápida. En esos ojos grises nohay ni un ápice de humanidad, ni rastrode amabilidad en sus rasgosenmascarados. Una espiral de tinta azuldesvaída le sube por el lateral izquierdodel cuello: un tatuaje de algún tipo.

—¿Cómo te llamas, chica?—Laia.

Antes de ser siquiera consciente deque me pega, la cabeza se me va a unlado y siento fuego en la mejilla. Se mesaltan las lágrimas por la fuerza de labofetada, así que me clavo las uñas en elmuslo para no salir corriendo.

—Error —me informa lacomandante—: no tienes nombre niidentidad. Eres una esclava. Eso es loúnico que eres y serás.

Se vuelve hacia el esclavista parahablar sobre el pago. Todavía meescuece la cara cuando el hombre medesengancha la argolla del cuello. Antesde irse, se detiene un momento.

—¿Me permitís que os felicite,comandante?

—¿Por?—Por el nombramiento de los

aspirantes. Se habla de ello por toda laciudad. Vuestro hijo…

—Sal de aquí —lo interrumpe lacomandante.

Después le da la espalda alsorprendido esclavista, que se retirarápidamente, y me mira a mí. ¿Deverdad que esta criatura ha engendradovida? ¿Qué clase de demonio habráparido? Me estremezco: ojalá no loaverigüe nunca.

El silencio se alarga y yopermanezco inmóvil como un poste; meda miedo hasta pestañear. Dos minutoscon la comandante y ya me ha

intimidado.—Esclava —me dice—, mira detrás

de mí.Levanto la vista y por fin distingo la

peculiar colección de rostros que hevislumbrado al entrar. La pared dedetrás de la comandante está cubierta decarteles con marcos de madera en losque salen mujeres y hombres, jóvenes yviejos. Hay docenas, fila tras fila.

SE BUSCA: Espía rebelde… Ladronesacadémicos… Miembro de laresistencia…RECOMPENSA: 250 marcos… 1 000marcos.

—Son las caras de todos losmiembros de la resistencia a los que hecazado, de todos los académicos a losque he encarcelado y ejecutado, casitodos antes de que me nombrarancomandante.

Un cementerio de papel. La mujerestá mal de la cabeza. Aparto la mirada.

—Te diré lo que les digo a todos losesclavos que traen a Risco Negro: laresistencia ha intentado infiltrarse enesta escuela en innumerables ocasiones.Siempre lo he descubierto. Si trabajaspara ellos, si te pones en contacto conellos, si piensas en ponerte en contactocon ellos, lo sabré y te destruiré. Mira.

Hago lo que me pide e intento no

hacer caso de los rostros, procurar quelas imágenes y las palabras me resbalen.

Pero entonces veo dos carasinsoslayables. Dos caras a las que, apesar de la mala calidad de los retratos,no puedo dejar de hacer caso. Unescalofrío me recorre, despacio, comosi mi cuerpo luchara contra él. Como sino quisiera creer lo que veo.

MIRRA Y JAHAN DE SERRA

LÍDERES DE LA RESISTENCIA

MÁXIMA PRIORIDAD

VIVOS O MUERTOS

RECOMPENSA: 10 000 MARCOS.

Los abuelos nunca me contaron

quién había destruido a mi familia. Medijeron que había sido un máscara. Quedaba igual cuál de ellos. Y aquí está.Esta es la mujer que aplastó a mispadres bajo su bota de suela de acero, laque puso de rodillas a la resistencia almatar a los líderes más importantes quehabía tenido.

¿Cómo lo hizo? ¿Cómo, cuando mispadres eran tales maestros delencubrimiento que pocos conocían suaspecto, por no hablar de cómoencontrarlos?

El traidor. Alguien juró lealtad a lacomandante. Alguien en quien mispadres confiaban.

¿Sabía Mazen que me enviaba a la

guarida de la asesina de mis padres? Esun hombre rígido, pero no parece cruelaposta.

—Si me traicionas —sigue diciendola comandante mientras clava sus ojosen los míos, implacable—, tu rostro seunirá a los de la pared. ¿Lo hasentendido?

Aparto la mirada como puedo de mispadres y asiento, temblando por elesfuerzo que me supone impedir que micuerpo delate la conmoción que sufre.

—Lo he entendido —respondo en unsusurro ahogado.

—Bien.Se acerca a la puerta y tira de un

cordón. Unos segundos después aparece

la chica de un solo ojo paraacompañarme abajo. La comandantecierra la puerta, y yo noto que la rabiame recorre el cuerpo como unaenfermedad. Quiero dar media vuelta yatacar a esa mujer. Quiero gritarle.«Mataste a mi madre, que tenía uncorazón de leona, y a mi hermana, que sereía como si fuera lluvia, y a mi padre,que capturaba la verdad con un par demovimientos de lápiz. Me losarrebataste. Te los llevaste de estemundo».

Pero no me vuelvo. La voz de Darinregresa a mí.

«Sálvame, Laia. Recuerda por quéestás aquí. Para espiar».

Por los cielos, no me he fijado ennada del despacho de la comandante,salvo en su pared de la muerte. Lapróxima vez que entre tendré que prestarmás atención. No es consciente de quesé leer. Quizá averigüe algo con unsimple vistazo a los papeles de suescritorio.

Como estoy absorta en mispensamientos, apenas oigo el susurro dela chica, que pasa ligero como unapluma junto a mi oído.

—¿Estás bien?Aunque es solo unos centímetros

más baja que yo, por algún motivo meparece diminuta; su cuerpo, delgadocomo un palillo, nada dentro del

vestido; tiene el rostro enjuto y asustado,como el de un ratón famélico. Mi ladomás morboso desea preguntarle cómo haperdido el ojo.

—Estoy bien —le contesto—. Perocreo que no he empezado con buen pie.

—Con ella es imposible empezarcon buen pie.

Eso me ha quedado claro.—¿Cómo te llamas?—No… No tengo nombre —

responde la chica—. Ninguno denosotros lo tiene.

Se lleva la mano al parche del ojo y,de repente, siento náuseas. ¿Es eso loque le pasó a esta chica? ¿Le dijo sunombre a alguien y le sacaron un ojo por

ello?—Ten cuidado —añade en voz baja

—. La comandante ve muchas cosas.Sabe cosas que no debería saber. —Meadelanta a toda prisa, como si desearaescapar físicamente de las palabras queacaba de pronunciar—. Vamos, sesupone que debo llevarte con lacocinera.

Llegamos a la cocina y me sientomejor en cuanto entramos. El espacio esamplio, cálido y bien iluminado, con unachimenea gigantesca, un fogónachaparrado en la esquina y una mesa detrabajo de madera despatarrada en elcentro. Del techo cuelgan sartas depimientos rojos secos y cebollas

blancas. Una estantería cargada deespecias recorre una de las paredes, y elaroma a limón y cardamomo impregna elaire. Si no fuera por lo grande que es,me sentiría como en la cocina de laabuela.

Del fregadero surge una pila decazos sucios y hay un hervidor de aguaen el fuego. Alguien ha preparado unabandeja con galletas y mermelada. Unamujer baja de pelo canoso que lleva unvestido con dibujo de diamantesidéntico al mío está de pie frente a lamesa de trabajo, picando una cebolla, deespaldas a nosotras. Más allá hay unapuerta con mosquitera que da al exterior.

—Cocinera —dice la chica—, esta

es…—Pinche —se dirige la cocinera a

ella sin volverse. Su voz suena rara,ronca, como si estuviera enferma—, ¿note he pedido hace horas que fregarasesos cazos? —La pinche no tiene tiempode protestar—. Deja de perder el tiempoy ponte a ello —le suelta la mujer—. Sino, vas a dormir con el estómago vacío,y no me sentiré nada culpable por ello.

Cuando la chica coge su delantal, lacocinera da la espalda a su cebolla, y yoahogo un grito e intento no quedarmemirando la ruina de su rostro. Unascicatrices fibrosas, de un rojo intenso, lerecorren la frente y le bajan por lasmejillas, los labios y la barbilla hasta

llegar al cuello alto de su vestido negro.Es como si un animal salvaje la hubierahecho jirones y ella hubiera tenido ladesgracia de sobrevivir. Solo los ojos,de un azul ágata oscuro, permanecenintactos.

—¿Quién…? —empieza a preguntar.Me observa de pies a cabeza, tan

inmóvil que resulta antinatural. Entoncesse da media vuelta y sale cojeando porla puerta trasera.

Miro a la pinche en busca de ayuda.—No pretendía quedarme mirándola

—le digo.—¿Cocinera? —la llama la pinche,

acercándose tímidamente a la puertapara abrirla una rendija—. ¿Cocinera?

Como no responde, la pinche memira y mira la puerta. El hervidor emiteun silbido agudo desde el fuego.

—Son casi las nueve —dice,retorciéndose las manos—. Es la horade la infusión nocturna de lacomandante. Tienes que subírsela, perosi llegas tarde… la comandante… se…

—¿Se qué?—Se… se enfadará.En el rostro de la chica queda

patente el terror, un terror puro y animal.—Ya —respondo. El miedo de la

pinche es contagioso, así que viertorápidamente agua del hervidor en la tazade la bandeja—. ¿Cómo lo toma?¿Azúcar? ¿Crema de leche?

—Crema —responde la chica, quecorre a un armario y saca la cremaintentando mantener la calma—. Porfavor, date prisa. Ya casi son…

Empieza a sonar la campana.—Ve —dice la chica—. Sube antes

de que toque la última campanada.Las escaleras son empinadas y voy

demasiado deprisa, así que la bandejase inclina y apenas logro agarrar elazucarero al vuelo antes de que caiga lacucharilla. Suena la última campanada yse hace el silencio.

«Cálmate, Laia. Esto es ridículo».Seguro que la comandante ni se da

cuenta de que llego cinco segundostarde, pero sí se fijará en que la bandeja

está desordenada. La pongo enequilibrio sobre una mano y recojo lacuchara; después me tomo un momentopara recolocar la vajilla antes deacercarme a la puerta.

Se abre justo cuando levanto lamano para llamar. Me quita la bandejade las manos, la taza de infusión calientepasa volando junto a mi cabeza y seestrella contra la pared que tengo detrás.

Todavía estoy con la boca abiertacuando la comandante me mete en sudespacho.

—Vuélvete.Me tiembla todo el cuerpo cuando

me vuelvo hacia la puerta cerrada. Notermino de procesar el zumbido de la

madera al cortar el aire hasta que lafusta de la comandante me hiende laespalda. La conmoción me hinca derodillas. Cae tres veces más sobre míantes de que sienta sus manos en mipelo. Chillo cuando me levanta paraacercar mi rostro al suyo; la plata de sumáscara casi me roza las mejillas.Aprieto los dientes para soportar eldolor y me obligo a contener laslágrimas, ya que recuerdo las palabrasdel esclavista: «La comandantepreferiría atravesarte con una cimitarraantes que aguantar tus lágrimas».

—No tolero la impuntualidad —medice con unos ojos tan tranquilos queresultan espeluznantes—. No volverá a

suceder.—N-no, comandante.Mi susurro es parecido al de la

pinche de cocina. Me duele demasiadohablar más alto. La mujer me suelta.

—Limpia el desastre del pasillo.Preséntate aquí mañana por la mañana,cuando la campana dé las seis.

La comandante me rodea y, unossegundos después, la puerta de lahabitación se cierra de golpe.

La cubertería tintinea cuando recojola bandeja. Solo cuatro azotes y es comosi me hubieran desgarrado la piel paradespués empaparla en sal. La sangre mebaja por la espalda de la camisa.

Quiero ser lógica, práctica, como me

enseñó el abuelo para saber enfrentarmea las heridas. «Corta la camisa, mi niña.Limpia las heridas con hamamelis yéchales cúrcuma. Después, véndalas ycambia las vendas dos veces al día».

Pero ¿dónde voy a conseguir otracamisa? ¿Hamamelis? ¿Cómo voy avendarme las heridas sin la ayuda denadie?

«Por Darin. Por Darin. Por Darin».«Pero ¿y si está muerto? —me

susurra una voz en mi cabeza—. ¿Y si laresistencia no lo encuentra? ¿Y si estoya punto de pasar por un infierno sinmotivo alguno?».

No. Si me permito seguir por esecamino, no sobreviviré a la noche, y

mucho menos a las semanas que mequedan espiando a la comandante.

Mientras amontono los fragmentosde cerámica en la bandeja, oigo unsusurro en el rellano. Levanto la mirada,encogida, aterrada por la posibilidad deque la comandante haya regresado. Perono es más que la pinche. La chica searrodilla a mi lado y, en silencio, recogecon un paño la infusión derramada.

Cuando le doy las gracias, ellalevanta la cabeza como si fuera unciervo asustado. Termina de limpiar ysale corriendo escaleras abajo.

De vuelta en la cocina vacía, dejo labandeja en el fregadero y me derrumboen una silla a la mesa, dejando caer la

cabeza sobre las manos. Estoydemasiado entumecida para laslágrimas. Se me ocurre que es probableque la puerta del despacho de lacomandante esté abierta, los papelesdesparramados, visibles para cualquieraque se atreva a mirar.

«La comandante no está, Laia. Subey busca algo». Darin lo haría. Lo veríacomo la oportunidad perfecta parareunir información para la resistencia.

Pero yo no soy Darin. Y, en estemomento, no puedo pensar en la misiónni en el hecho de que soy una espía y nouna esclava. Solo puedo pensar en queme palpita la espalda y tengo la camisaempapada de sangre.

«No sobrevivirás a la comandante—me había advertido Keenan—. Lamisión fracasará».

Bajo la cabeza para apoyarla en lamesa y cierro los ojos en un intento demitigar el dolor. Tenía razón. Por loscielos, tenía razón.

SEGUNDA PARTE

LAS PRUEBAS

XIV

Elias

El resto del permiso se desvanece y, enun abrir y cerrar de ojos, el abueloempieza a acribillarme a consejosmientras nos dirigimos a Risco Negro ensu carruaje de ébano. Se ha pasado lamitad de mi permiso presentándome alos cabezas de las casas más poderosas

y la otra mitad despotricando porque nome dedicaba a consolidar todas lasalianzas posibles. Cuando le conté quequería ir a visitar a Helene, casi le da unataque.

«¡Esa chica te atonta los sentidos! —clamó—. ¿Es que no sabes distinguiruna sirena cuando la ves?».

Tengo que reprimir la risa alrecordarlo: me imagino la cara deHelene si supiera que la llamaban«sirena».

Parte de mí siente lástima por elabuelo. Es una leyenda, un general queha ganado tantas batallas que ya nadielleva la cuenta. Los hombres de suslegiones lo adoraban no solo por su

valor y su astucia, sino también por suasombrosa habilidad para eludir lamuerte incluso cuando las circunstanciashacían que pareciera imposible.

Pero, a los setenta y siete años, hacetiempo que dejó de conducir hombres alas guerras de la frontera. Y seguramentepor eso está obsesionado con lasPruebas.

Al margen de su razonamiento, elconsejo es muy cabal: tengo queprepararme para las Pruebas, y la mejorforma de hacerlo es obtener másinformación sobre ellas. Esperaba quelos augures, en algún momento, hubieranampliado la profecía original, queincluso hubieran descrito a qué íbamos a

enfrentarnos los aspirantes. Pero, apesar de haber peinado la ampliabiblioteca del abuelo, no he encontradonada.

—Maldita sea, escúchame —sequeja el abuelo mientras me da unapatada con su bota de punta de acero; metengo que agarrar al asiento del carruajepara soportar el dolor que me sube porla pierna—. ¿Has oído algo de lo queacabo de decirte?

—Que las Pruebas servirán paracomprobar mi temple. Que quizá no sepalo que me espera, pero que debo estarpreparado de todos modos. Tengo queconquistar mis puntos débiles yaprovechar los de mis competidores. Y,

sobre todo, tengo que recordar que unVeturius…

—Siempre se alza con la victoria —repetimos juntos, y el abuelo asientepara aprobarlo mientras yo me esfuerzopor disimular la impaciencia.

Más batallas. Más violencia. Loúnico que deseo es escapar del Imperio.Pero aquí estoy. «Libre de verdad, encuerpo y alma». Por eso lucho, merecuerdo. No por gobernar ni por elpoder: por la libertad.

—Me pregunto qué postura adoptarátu madre en este asunto —cavila elabuelo.

—No se pondrá de mi parte, eso telo aseguro.

—No, cierto —responde—, perosabe que eres el que tiene másposibilidades de ganar. Keris tienemucho que ganar si apoya al aspirantecorrecto. Y mucho que perder sirespalda al equivocado. —El abuelomira por la ventana del carruaje,taciturno—. He oído rumores muy rarossobre mi hija. Cosas de las que antes mehabría reído. Hará lo que sea para evitarque ganes. No esperes menos.

Cuando llegamos a Risco Negro,entre docenas de carruajes, el abuelo meaplasta la mano entre las suyas.

—No decepciones a la gens Veturia—me informa—. No me decepciones amí.

Hago una mueca de dolor y mepregunto si mi apretón de manos llegaráa ser tan intimidante algún día.

Helene me encuentra después de quemi abuelo se vaya.

—Como todos han vuelto parapresenciar las Pruebas, no habrá nuevacosecha de novatos hasta que acabe lacompetición —me informa. Saluda conla mano a Demetrius, que acaba de salirdel carruaje de su padre a pocos metrosde nosotros—. Seguimos en nuestrosantiguos barracones. Y tendremos elmismo horario de clases que antes,salvo que, en vez de retórica e historia,nos pondrán más horas de guardia en losmuros.

—¿Aunque ya seamos máscaras depleno derecho?

—Yo no pongo las reglas —responde Helene—. Vamos, llegamostarde a entrenamiento con cimitarra.

Nos abrimos paso entre la multitudde alumnos para llegar hasta la puertaprincipal de Risco Negro.

—¿Has averiguado algo sobre lasPruebas? —le pregunto a Hel.

Alguien me da un golpecito en elhombro, pero no hago caso. Seguramenteserá un cadete impaciente por llegar atiempo a clase.

—Nada —responde—. Y eso queme pasé toda la noche en la bibliotecade mi padre.

—Igual que yo.Maldita sea. Páter Aquillus es

jurista, así que su biblioteca está repletade todo tipo de cosas, desde libros dederecho desconocidos hasta antiguostomos académicos de matemáticas. Entreel abuelo y él, tenemos cubiertos loslibros más relevantes del Imperio. Nohay ningún sitio más en el que buscar.

—Deberíamos comprobar la… ¿Quénarices quieres?

Como los golpecitos se hacen másinsistentes, me vuelvo con la intenciónde regañar al cadete. Sin embargo, meencuentro de frente con una esclava queme mira desde el parasol de unaspestañas de longitud imposible. Un

temblor visceral, acalorado, se apoderade mí ante la claridad de sus ojos,dorado oscuro. Por un segundo, olvidomi nombre.

No la había visto nunca, porque, dehaberlo hecho, lo recordaría. A pesar delas pesadas argollas de las muñecas ydel moño, alto y de aspecto doloroso,que marcan a todas las esclavas deRisco Negro, no hay nada en ella querecuerde a una sierva. El vestido negrole sienta como un guante; más de unovuelve la cabeza para contemplar cómose desliza por todas sus curvas. Suslabios carnosos y su nariz, delicada yrecta, serían la envidia de la mayoría delas chicas, académicas o no. Me quedo

mirándola, me doy cuenta de que me hequedado mirándola, me ordeno dejar dehacerlo, pero sigo mirándola. Me faltael aliento y mi cuerpo, como el traidorque es, me empuja hacia ella hasta quesolo nos separan unos pocoscentímetros.

—As-aspirante Veturius.Es la forma en que pronuncia mi

nombre, como si fuera algo temible, loque me devuelve a la realidad.«Compórtate, Veturius».

Doy un paso atrás, horrorizado alver el miedo en sus ojos.

—¿Qué ocurre? —le pregunto concalma.

—La… la comandante exige la

presencia del aspirante Veturius y laaspirante Aquilla en su despacho… a lasseis.

—¿A las seis?Helene aparta a empujones a los

guardias de la puerta y se dirige a lacasa de la comandante; por el camino seencuentra con un grupo de novatos,derriba a dos y se disculpa.

—Llegamos tarde. ¿Por qué no noshas avisado antes?

La chica nos sigue a cierta distancia,demasiado asustada para acercarse más.

—Había tanta gente que no lograbaencontrar a nadie.

Helene rechaza la explicación de lachica con un gesto de la mano.

—Nos va a matar. Debe de ser algosobre las Pruebas, Elias. Puede que losaugures le hayan contado algo.

Helene va a toda prisa; está claroque todavía alberga la esperanza dellegar a tiempo al despacho de mimadre.

—¿Ya van a empezar las Pruebas?—pregunta la chica para, acto seguido,taparse la boca con una mano—. Losiento —susurra—, no…

—No pasa nada —respondo sinsonreír. Sonreír solo serviría paraasustarla. Para una esclava, la sonrisade un máscara no suele augurar nadabueno—. En realidad me estabapreguntando lo mismo. ¿Cómo te

llamas?—Es-esclava.Por supuesto: mi madre ya le habrá

borrado el nombre a azotes.—Claro. ¿Trabajas para la

comandante?Quiero que me responda que no,

quiero que me diga que mi madre laeligió por casualidad para el encargo.Quiero que me diga que está asignada ala cocina o a la enfermería, donde nohay esclavos con cicatrices niamputaciones.

Pero la chica asiente con la cabezaen respuesta a mi pregunta. «Nopermitas que mi madre te hunda»,pienso. La chica me mira a los ojos y, de

nuevo, me envuelve esa sensación sorda,ardiente y arrolladora. «No seas débil.Lucha. Escapa».

Una ráfaga de viento le suelta unmechón del moño y se lo cruza sobre lamejilla. Una breve mirada desafiantesostiene la mía y, por un segundo, veoreflejado en ella mi deseo de libertad,aunque intensificado. Es algo que nohabía detectado nunca en los ojos deningún estudiante, por no hablar de unesclavo académico. Por un extrañomomento, me siento menos solo.

Pero entonces baja la mirada y measombro de mi ingenuidad. No puedeluchar. No puede escapar. No de RiscoNegro. Sonrío sin alegría; al menos, en

eso la esclava y yo somos másparecidos de lo que se imagina.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —lepregunto.

—Empecé hace tres días, señor…,aspirante… Eh… —responde,retorciéndose las manos.

—Veturius está bien.Ella camina con cuidado, con

cautela… La comandante debe dehaberla azotado hace poco. Aun así, nise encorva ni arrastra los pies, como losdemás esclavos. La elegancia orgullosacon la que se mueve cuenta su historiamejor que las palabras. Antes de estoera una mujer libre, me apuesto lascimitarras. Y no tiene ni idea de lo

guapa que es… ni de la clase deproblemas que le causará su belleza enun lugar como Risco Negro. El vientovuelve a tirarle del pelo y me trae suaroma: a fruta y azúcar.

—¿Puedo darte un consejo?Ella levanta la cabeza como un

animal asustado. Al menos, esprecavida.

—Ahora mismo… —«llamas laatención de todos los hombres en unkilómetro a la redonda»— destacas —concluyo—. Aunque haga calor,deberías llevar una capucha o unacapa… Algo que te ayude a mezclartecon los demás.

Asiente, pero me mira con

suspicacia. Se abraza y se queda unpoco atrás. No vuelvo a dirigirle lapalabra.

Cuando llegamos al despacho de mimadre, Marcus y Zak ya están sentados,vestidos con armadura de combate.Guardan silencio al vernos entrar, asíque resulta obvio que estaban hablandode nosotros.

La comandante no nos hace caso ni aHelene ni a mí; le da la espalda a laventana por la que había estadocontemplando las dunas. Le hace ungesto a la esclava para que se acerque yle propina tal bofetada con el dorso dela mano que la sangre le sale volando dela boca.

—Te he dicho que a las seis.Me enfurezco y la comandante lo

nota.—¿Sí, Veturius?Frunce los labios y ladea la cabeza,

como si dijera: «¿Deseas interferir y quemi ira caiga sobre ti?».

Helene me da un codazo y, aunqueecho humo, guardo silencio.

—Sal de aquí —le ordena mi madrea la temblorosa chica—. Aquilla,Veturius, sentaos.

Marcus se queda mirando a laesclava mientras sale. La lujuria patenteen su rostro hace que me entren ganas deempujar a la chica para que se marchemás deprisa al tiempo que, con la otra

mano, le saco los ojos a la Serpiente.Zak, mientras tanto, hace caso omiso dela chica, pero lanza miradas furtivas aHelene. Su cara angular está pálida yunas sombras moradas le oscurecen losojos. Me pregunto cómo habrán pasadoMarcus y él sus permisos. ¿Ayudando asu padre plebeyo en la herrería?¿Visitando a la familia? ¿Tramandocomplots para asesinarnos a Helene y amí?

—Los augures están ocupados —dice la comandante; una sonrisa extraña,petulante, le asoma poco a poco a lacara—, así que me han pedido que osinforme en su nombre sobre los detallesde las Pruebas. Tomad.

Deja un pergamino en su escritorio ytodos nos inclinamos hacia delante paraleerlo:

Cuatro son y cuatro rasgos buscamos:valor para enfrentarse a sus peores

miedos,astucia para superar a sus enemigos,fuerza de brazos, mente y corazón,

y lealtad para quebrar el alma.

—Es una profecía. En los díasvenideros comprenderéis lo quesignifica.

La comandante vuelve el rostro otravez hacia la ventana y junta las manos ala espalda. Observo su reflejo,desconcertado por lo satisfecha que

parece.—Los augures planificarán y

juzgarán las Pruebas. Pero, como elobjetivo de la competición esdeshacerse de los débiles, he propuestoa nuestros hombres santos quepermanezcáis en Risco Negro durantelas Pruebas. Los augures han accedido.

Reprimo un bufido. Claro que hanaccedido: saben que este lugar es elinfierno y quieren que las Pruebas seanlo más difíciles posible.

—He ordenado a los centuriones queintensifiquen vuestro entrenamiento paraque refleje vuestro estatus de aspirantes.No podré controlar vuestra conductadurante la competición. Sin embargo,

cuando no estéis en las Pruebas,seguiréis sujetos a mis normas. A miscastigos.

Se pone a dar vueltas por eldespacho, con los ojos clavados en mí,advirtiéndome sobre azotes y cosaspeores.

—Si ganáis una prueba, recibiréis undetalle de los augures, una especie depremio. Si pasáis una prueba, pero noganáis, vuestra recompensa será seguircon vida. Si falláis, moriréis ejecutados.

Guarda silencio un momento antesde continuar para que asimilemos esedetalle tan desagradable.

—El aspirante que gane dos pruebasserá proclamado vencedor. El segundo,

con una victoria, será proclamadoverdugo de sangre. Los demás morirán.No habrá empates. Los augures mepidieron que enfatizara que, mientrastengan lugar las Pruebas, se aplicará ladeportividad aceptada: no se permitirántrampas, sabotajes ni argucias.

Miro a Marcus: decirle que no hagatrampas es como decirle que no respire.

—¿Y el emperador Taius? —pregunta Marcus—. ¿El verdugo desangre? ¿La Guardia Negra? La gensTaia no desaparecerá sin más.

—Taius se vengará. —Lacomandante se detiene detrás de mí, ynoto un cosquilleo muy desagradable enla nuca—. Ha partido de Antium con su

gens y se dirige al sur para interrumpirlas Pruebas. Pero los augures me hancontado otra profecía: «La enredaderapaciente rodea y estrangula al roble. Elcamino se despejará justo antes delfinal».

—¿Qué se supone que significa? —pregunta Marcus.

—Significa que las acciones delemperador no son asunto nuestro. Encuanto al verdugo de sangre y la GuardiaNegra, son leales al Imperio, no a Taius.Serán los primeros en prestar juramentoante la nueva dinastía.

—¿Cuándo empiezan las Pruebas?—pregunta Helene.

—Pueden comenzar en cualquier

momento. —Mi madre se sienta por fin yjunta las puntas de los dedos mientras sumirada se pierde a lo lejos—. Y puedenadoptar cualquier forma. Debéis estarpreparados en cuanto salgáis de estedespacho.

—Si pueden adoptar cualquier forma—interviene Zak por primera vez—,¿cómo se supone que vamos aprepararnos? ¿Cómo vamos a saber quehan empezado?

—Lo sabréis —responde lacomandante.

—Pero…—Lo sabréis —repite, mirando

directamente a Zak, que se calla—.¿Alguna otra pregunta? —La

comandante no espera la respuesta—.Marchaos.

Saludamos y salimos en fila. Comono quiero darles la espalda a laSerpiente y al Sapo, los dejo salirprimero, aunque me arrepientoenseguida. La esclava está de pie entrelas sombras, cerca de las escaleras, y,cuando Marcus pasa junto a ella, alargaun brazo y tira de la chica paraacercársela. Ella se retuerce e intentazafarse de la mano de hierro que lesujeta el cuello. Él se inclina hacia ellay murmura algo. Me dispongo a sacar lacimitarra, pero Helene me agarra elbrazo.

—La comandante —me advierte.

Detrás de nosotros, mi madre nosobserva desde la puerta de su estudio,con los brazos cruzados—. Es suesclava —susurra Helene—. Sería unaestupidez inmiscuirse.

—¿No vais a detenerlo? —pregunto,volviéndome hacia mi madre, sin alzarla voz.

—Es una esclava —responde ella,como si eso lo explicara todo—.Recibirá diez azotes por suincompetencia. Si tan dispuesto estás aayudarla, a lo mejor deseas recibir elcastigo por ella…

—Claro que no, comandante.Helene me clava las uñas en el brazo

y habla por mí, ya que sabe que estoy a

punto de ganarme una paliza. Me empujahacia el pasillo.

—Déjalo —me pide—. No merecela pena.

No hace falta que se explique: elImperio no se arriesga con la lealtad desus máscaras. La Guardia Negra mecaería encima si se enterasen de que herecibido azotes por proteger a unesclavo académico.

Marcus se ríe y suelta a la chica,para después seguir a Zak por lasescaleras. La chica intenta volver arespirar mientras empiezan a salirlemoratones en el cuello.

«Ayúdala, Elias».Pero no puedo. Hel tiene razón: el

peligro que supondría un castigo esdemasiado grande.

Helene baja por el pasillo dandograndes zancadas y lanzándome unamirada incisiva: «Muévete».

La chica aparta los pies cuandopasamos e intenta encogerse. Asqueadoconmigo mismo, no le dedico másatención de la que le dedicaría a unapila de basura. Me siento como undesalmado cuando la abandono amerced del castigo de mi madre. Mesiento como un máscara.

Por la noche sueño con viajes llenos desiseos y susurros. El viento me da

vueltas alrededor de la cabeza como unbuitre y me zafo de manos que arden conun calor sobrenatural. Intentodespertarme cuando la incomodidad seconvierte en pesadilla, pero soloconsigo hundirme más, hasta que, alfinal, lo único que queda es una luzasfixiante y ardiente.

Cuando abro los ojos, lo primero enlo que me fijo es en el suelo duro yarenoso que tengo debajo. Lo segundo,en que el suelo está caliente. Arde.

Me tiembla la mano cuando lalevanto para protegerme los ojos del soly examinar el paisaje yermo que merodea. Un único árbol de yaca retorcidosurge de la tierra agrietada a unos

cuantos metros de donde estoy. A varioskilómetros al oeste, una vasta masa deagua reluce como un espejismo. El airehiede a algo horrible, una combinaciónde carroña, huevos podridos y losalojamientos de los cadetes en plenoverano. La tierra es tan blanca y está tandesolada que es como estar en una lunalejana y muerta.

Me duelen los músculos como sillevara varias horas tumbado en lamisma postura. El dolor me dice que noes un sueño. Me pongo en pie,tambaleante, una silueta solitaria en unvasto vacío.

Al parecer, las Pruebas hancomenzado.

XV

Laia

El alba todavía no es más que un rumorazul en el horizonte cuando entrocojeando en los alojamientos de lacomandante. Está sentada frente altocador, contemplando su reflejo en elespejo. Su cama parece intacta, comotodas las mañanas. Me pregunto cuándo

duerme. Si es que duerme.Lleva puesta una bata negra suelta

que suaviza el desdén de su rostroenmascarado. Es la primera vez que laveo sin uniforme. La bata se le resbaladel hombro, y los inusuales remolinosde su tatuaje resultan ser parte de unaelaborada A mayúscula; la tinta oscuraresalta en la fría palidez de su piel.

Han pasado diez días desde queempezó mi misión y, aunque no heaveriguado nada que me ayude a salvara Darin, sí que he aprendido a plancharun uniforme de Risco Negro en cincominutos justos, a cargar con una bandejapesada escaleras arriba mientras unadocena de verdugones me torturan la

espalda y a guardar tanto silencio que seme acaba olvidando que existo.

Keenan me dio muy pocos detallessobre esta misión. Tengo que reunirinformación sobre las Pruebas ydespués, cuando salga de Risco Negro ahacer recados, la resistencia se pondráen contacto conmigo. «Puede quetardemos tres días —me dijo Keenan—.O diez. Debes estar preparada parainformar cada vez que vayas a la ciudad.Y no nos busques nunca».

En aquel momento reprimí elimpulso de hacerle mil preguntas. Porejemplo, cómo podía obtener lainformación que querían. O cómo evitarque me pillara la comandante.

Ahora lo estoy pagando. Ahora noquiero que la resistencia me encuentre.No quiero que sepan lo mala espía quesoy.

La voz de Darin pierde fuerza dentrode mi cabeza: «Encuentra algo, Laia.Algo que me salve. Date prisa».

«No —dice otra parte de mí, másfuerte—. Pasa desapercibida. No tearriesgues a espiar hasta que estéssegura de que no te van a descubrir».

¿A qué voz escuchar? ¿A la espía o ala esclava? ¿A la luchadora o a lacobarde? Creía que las respuestas aestas preguntas serían fáciles. Eso fueantes de averiguar lo que era elverdadero miedo.

Por el momento, rodeo a lacomandante en silencio, dejo la bandejadel desayuno en el mueble, recojo lainfusión de la noche anterior y saco suuniforme. «No me mires. No me mires».

Mis súplicas parecen funcionar: lacomandante se comporta como si yo noexistiera.

Cuando descorro las cortinas, losprimeros rayos de sol de la mañanailuminan la habitación. Me detengo acontemplar el vacío que se extiende másallá de la ventana de la comandante,miles de dunas susurrantes que seondulan como olas con el viento delalba. Por un segundo me pierdo en subelleza. Después, los tambores de Risco

Negro retumban para despertar a toda laescuela y parte de la ciudad.

—Esclava.La impaciencia de la comandante me

pone en movimiento antes de que digaotra palabra.

—Mi pelo —añade.Mientras saco un cepillo y

horquillas de uno de los cajones de unamesa, me veo de refilón en el espejo.Los moratones de mi encontronazo conel aspirante Marcus, hace una semana,están empezando a borrarse, y de losdiez azotes que recibí después ya me hasalido costra. Los han reemplazado otrasheridas. Tres azotes en las piernas poruna mancha de polvo en la falda. Cuatro

azotes en las muñecas por no terminarsus remiendos. Un ojo morado por culpade un calavera que estaba de mal humor.

La comandante abre una carta,sentada todavía a su tocador. Mantienela cabeza inmóvil mientras le peino elpelo hacia atrás. No me hace ningúncaso. Por un segundo me quedoparalizada, mirando el pergaminomientras lee. No se da cuenta. Porsupuesto que no se da cuenta. Losacadémicos no leen… o eso supone. Lecepillo el claro cabello a toda prisa.

«Míralo, Laia —me dice la voz deDarin—. Averigua lo que dice».

Me verá. Me castigará.«No sabe que eres capaz de leer.

Creerá que eres una académica idiotaque mira boquiabierta unos dibujitosmuy monos».

Trago saliva. Debería mirar. Pasardiez días en Risco Negro y no conseguirnada más que moratones y azotes es undesastre. Cuando la resistencia me exijaun informe, no tendré nada para ellos.¿Qué le pasará entonces a Darin?

Miro hacia el espejo una y otra vezpara asegurarme de que la comandanteestá absorta en su carta. Cuando estoyconvencida, me arriesgo a bajar la vista.

… demasiado peligroso en el sur, y lacomandante no es de fiar. Le aconsejoregresar a Antium. Si debe bajar al sur,

viaje con un pequeño contingente…

La comandante se mueve, así queaparto la vista temiendo haber sidodemasiado obvia. Pero sigue leyendo yme arriesgo a mirar de nuevo. Ya le hadado la vuelta al pergamino.

… los aliados están desertando de lagens Taia como ratas huyendo de unincendio. Me he enterado de que lacomandante está planeando…

Pero no descubro lo que planea,porque, en ese momento, levanto lavista. Y ella me está mirando en elespejo.

—Los… los símbolos son bonitos—le explico en un susurro ahogado.

Se me cae una de las horquillas. Meagacho para recogerla y aprovecho esospreciados segundos para ocultar mipánico. Me azotarán por leer algo que nisiquiera tiene sentido. ¿Por qué hepermitido que me vea? ¿Por qué no hetenido más cuidado?

—No estoy acostumbrada a vermuchas palabras —añado.

—No. —La mujer parpadea y, porun momento, creo que se burla de mí—.Vosotros no necesitáis saber leer. —Seexamina el pelo—. El lado derecho estádemasiado bajo. Arréglalo.

Aunque me entran ganas de llorar de

alivio, mantengo una expresióncuidadosamente neutra y deslizo otrahorquilla por su pelo de seda.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí,esclava?

—Diez días, señor.—¿Has hecho algún amigo?Viniendo de la comandante, es una

pregunta tan absurda que casi me río.¿Amigos? ¿En Risco Negro? La pinchees demasiado tímida para hablarconmigo y la cocinera solo habla paradarme órdenes. El resto de los esclavosde Risco Negro vive y trabaja en laszonas comunes. Son silenciosos ydistantes… Siempre solos, siemprecautelosos.

—Vas a estar aquí de por vida, chica—dice la comandante mientras seexamina el pelo, ya arreglado—. Puedeque te vaya bien conocer a tuscompañeros. Toma esto —añade,entregándome dos cartas selladas—.Lleva la del sello rojo a la oficina decorreos y la otra, la del sello negro, aSpiro Teluman. No te vayas de allí sinuna respuesta.

No me atrevo a preguntarle quién esSpiro Teluman ni cómo encontrarlo. Lacomandante castiga las preguntas condolor. Recojo las cartas y salgo de lahabitación caminando de espaldas paraevitar ataques por sorpresa. Dejoescapar una respiración profunda

cuando cierro la puerta. Gracias a loscielos, la mujer es demasiado arrogantepara sospechar que una esclavaacadémica sepa leer. Mientras recorroel pasillo le echo un vistazo a la primeracarta y estoy a punto de dejarla caer:está dirigida al emperador Taius.

¿De qué tendrá que hablar conTaius? ¿De las Pruebas? Recorro elborde del sello con un dedo, a modo deexperimento: todavía está blando, selevanta fácilmente.

Oigo un ruido detrás de mí, y se mecae la carta de las manos cuando mevuelvo. «¡Comandante!», grita micabeza. Pero el pasillo está vacío.Recojo la carta y me la meto en el

bolsillo. Parece tener vida propia, comosi fuera una serpiente o una araña queguardase como mascota. Toco de nuevoel sello antes de apartar de golpe lamano. «Demasiado peligroso».

Pero necesito darle algo a laresistencia. Cada vez que salgo de RiscoNegro para encargarme de los recadosde la comandante temo que Keenan meencuentre y me exija información. Cadavez que no lo hace es como un indulto.Al final me quedo sin tiempo.

Tengo que coger mi capa, así que medirijo a los alojamientos de los criados,que están en el pasillo al aire libre quehay justo al lado de la cocina. Mi cuarto,como el de la pinche y la cocinera, es un

agujero frío y húmedo con una entradabaja y una cortina harapienta que hacede puerta. Tiene el espacio justo para uncatre de cuerda y una caja que sirve demesita de noche.

Desde donde estoy, oigo laconversación por lo bajo entre lacocinera y la pinche. Al menos la pincheha sido más amistosa que la cocinera.Me ha ayudado con mis labores más deuna vez y, al final de mi primer día,cuando creía que me desmayaría deldolor por los azotes, la vi salir aescondidas de mi cuarto. Cuando entré,había una pomada curativa y una taza deinfusión para calmar el dolor.

Hasta ahí llega su amistad. Les he

hecho preguntas, tanto a ella como a lacocinera, les he hablado del tiempo, mehe quejado de la comandante… Sinrespuesta. Estoy bastante segura de que,de entrar en la cocina completamentedesnuda y graznando como un pato,seguiría sin sacarles palabra. No quieroacercarme a ellas de nuevo y volver aencontrarme con su muro de silencio,pero necesito que alguien me diga quiénes Spiro Teluman y cómo encontrarlo.

Entro en la cocina; las dos sudan porel calor del fogón encendido. La comidaya se está horneando. Se me hace laboca agua, añoro los guisos de laabuela. Nunca tuvimos gran cosa, perotodo lo que teníamos se hacía con amor,

y ahora sé que eso transforma unalimento cualquiera en un banquete.Aquí comemos los restos de la comidade la comandante y, por mucha hambreque tenga, me saben a serrín.

La pinche me mira a modo de saludoy la cocinera no me hace ni caso. Laanciana se ha encaramado a un taburetedesvencijado para alcanzar un ristra deajos. Parece a punto de caer, pero,cuando le ofrezco una mano para que seapoye, me lanza dagas con la mirada.

Dejo caer la mano y me quedo dondeestoy, incómoda, durante un segundo.

—¿Podéis…? ¿Podéis decirmedónde encontrar a Spiro Teluman?

Silencio.

—Mirad, sé que soy nueva, pero lacomandante me ha pedido que hicieraamigos. Creía…

Muy despacio, la cocinera se vuelvehacia mí. Tiene el rostro gris, como sifuera a vomitar.

—Amigos.Es la primera palabra que me dice

que no es una orden. La anciana sacudela cabeza y se lleva los ajos a laencimera. La rabia con la que los picaes inconfundible. No creo haber hechonada tan terrible, pero ya no me va aayudar, así que suspiro y salgo de lacocina. Tendré que preguntar a otro porSpiro Teluman.

—Es un herrero —oigo decir a una

voz suave.La pinche me ha seguido. Vuelve la

vista atrás, temiendo que la oiga lacocinera.

—Lo encontrarás junto al río, en elbarrio de las Armas.

Se vuelve rápidamente, dispuesta aalejarse, y eso, más que nada, es lo queme impulsa a hablar con ella. Llevomuchos días sin mantener unaconversación con una persona normal;apenas he pronunciado alguna frase queno sea «Sí, señor» o «No, señor».

—Me llamo Laia.La pinche se queda paralizada.—Laia —repite, dándole vueltas a

la palabra en su boca—. Yo soy… Soy

Izzi.Por primera vez desde la redada,

sonrío. Casi se me había olvidado elsonido de mi nombre. Izzi levanta lamirada hacia la habitación de lacomandante.

—La comandante quiere que hagasamigos para poder usarlos contra ti —susurra—. Por eso se ha enfadado tantola cocinera.

Sacudo la cabeza: no lo entiendo.—Así nos controla —me explica,

llevándose la mano al parche del ojo—.Por eso la cocinera hace todo lo que leordena. Por eso todos los esclavos deRisco Negro hacen lo que les ordena. Sihaces algo mal, no siempre te castiga a

ti: a veces castiga a la gente que teimporta. —Izzi habla tan bajo que tengoque inclinarme para oírla—. Si… Siquieres tener amigos, asegúrate de queno se entere. Asegúrate de guardarlo ensecreto.

Vuelve a meterse en la cocina,rápida como un gato por la noche. Mevoy a la oficina de correos, pero nopuedo dejar de pensar en lo que me hacontado. Si la comandante está tanenferma como para utilizar a los amigosde los esclavos como castigo, no es deextrañar que Izzi y la cocineramantengan las distancias. ¿Así perdióIzzi el ojo? ¿Así se ganó la cocinera suscicatrices?

La comandante no me ha infligidoningún castigo permanente… todavía.Pero es cuestión de tiempo. De repente,la carta del emperador que llevo en elbolsillo me pesa más; cierro una manoen torno a ella. ¿Me atrevo? Cuantoantes consiga la información, más rápidosalvará la resistencia a Darin y másdeprisa abandonaré Risco Negro.

Le doy vueltas al dilema hasta quellego a las puertas de la escuela. Cuandome acerco, los auxis de armadura decuero, a los que suele encantarlestorturar a los esclavos, apenas se fijanen mí. Están concentrados en doshombres que se acercan a la escuela acaballo. Aprovecho la distracción para

escabullirme en silencio.Aunque sigue siendo muy temprano,

el calor del desierto ya está aquí, asíque me arrebujo con el picor de lapesada capa que me he acostumbrado avestir. Cada vez que me la pongo piensoen el aspirante Veturius, en el descaradofuego que ardía en sus ojos cuando sevolvió hacia mí por primera vez, en suolor al acercarse, tan limpio y masculinoque me distraía. Recuerdo sus palabras,pronunciadas casi como si le importara:«¿Puedo darte un consejo?».

No sé qué me esperaba del hijo de lacomandante. ¿A alguien como MarcusFarrar, que me dejó un collar demoratones que me dolió durante días?

¿A alguien como Helene Aquilla, que mehabla como si yo no valiera nada?

Al menos creía que se parecería a sumadre: rubio, pálido y frío hasta lamédula. Pero su cabello es negro y tienela piel dorada; y, aunque sus ojos sondel mismo gris pálido que los de lacomandante, en ellos no hay ni rastro delpenetrante vacío que define a casi todoslos máscaras. Todo lo contrario: cuandonos miramos a los ojos durante unperturbador momento, vi los suyosrebosantes de vida, vida caótica yseductora bajo la sombra de la máscara.Vi fuego y deseo, y el corazón me latiómás deprisa.

Y su máscara. Es muy extraño que la

lleve apoyada en la cara como algoajeno a él. ¿Es un signo de debilidad?No puede serlo… No dejo de oír que esel mejor soldado de Risco Negro.

«Para ya, Laia. Deja de pensar enél». Si habla con consideración esporque esconde alguna maldad. Si hayfuego en sus ojos es por las ansias deviolencia. Es un máscara. Son todosiguales.

Bajo por el serpenteante camino quesale de Risco Negro, dejo atrás el barrioPerilustre y entro en la plaza de lasEjecuciones, que, además del mercadoal aire libre más grande de la ciudad,también alberga una de las dos oficinasde correos. El patíbulo que da nombre a

la plaza está vacío. Pero el día no hahecho más que empezar.

Darin dibujó una vez el patíbulo dela plaza de las Ejecuciones, incluidoslos cuerpos que colgaban de la horca. Laabuela vio la imagen y se estremeció.«Quémala», le pidió. Darin asintió,pero, más tarde, aquella misma noche, lopillé terminando el dibujo en nuestrocuarto.

«Es un recordatorio, Laia —me dijoa su tranquila manera—. No estaría biendestruirlo».

La multitud avanza perezosamentepor la plaza, con la languidez quesuscita el frío. Tengo que empujar ypegar codazos para abrirme paso,

arrancando gruñidos a los mercaderesirritados y ganándome el empujón de unesclavista con cara de sicario. Pasocorriendo por debajo de un palanquíncon el símbolo de una casa perilustre ylocalizo la oficina a unos diez metros dedistancia. Freno, y mis dedos vuelven ala carta del emperador. Una vez que laentregue, no hay vuelta atrás.

—¡Bolsos, monederos y morrales!¡Cosidos con seda!

Tengo que abrir la nota. Necesitoalgo para la resistencia. Pero ¿dóndehacerlo sin que nadie se dé cuenta?¿Detrás de los puestos? ¿En las sombrasentre dos tiendas?

—¡Utilizamos el mejor cuero, los

mejores materiales!El sello se despegará limpiamente,

aunque debo hacerlo con tranquilidad.Si la carta se rasga o el sello seemborrona, la comandante me cortará lamano, casi seguro. O la cabeza.

—¡Bolsos, monederos y morrales!¡Cosidos con seda!

Tengo al vendedor de bolsos justodetrás y estoy a punto de reprenderlo.Entonces me llega el olor a madera decedro y vuelvo la vista atrás: meencuentro con un académico sin camisa,un hombre de torso musculosobronceado y perlado de sudor. Su pelo,de un rojo llameante, brilla bajo unagorra negra. El corazón me da un vuelco

al reconocerlo: es Keenan.Sus ojos castaños encuentran los

míos y, sin dejar de anunciar sumercancía, ladea la cabeza un pocohacia un callejón que sale de la plaza.Me sudan las manos, inquieta, por laexpectación, mientras me dirijo allí.¿Qué le voy a decir? No tengo nada: nipistas ni información. Keenan dudaba demí desde el principio, y estoy a punto dedarle la razón.

Casas de ladrillo de cuatro plantas,cubiertas de polvo, se yerguen a cadalado del callejón, y los ruidos delmercado se desvanecen. No veo aKeenan por ninguna parte, pero unamujer envuelta en harapos se aparta de

una pared y se me acerca. La miro concautela hasta que levanta la cabeza. Através del sucio enredo de pelo,reconozco a Sana.

—Sígueme —me pide, moviendo loslabios sin emitir sonido alguno.

Quiero preguntarle por Darin, peroya ha empezado a alejarse a toda prisa.Me conduce por un callejón tras otro,sin detenerse hasta que estamos cerca dela calle de los Zapateros, a casikilómetro y medio de la plaza de lasEjecuciones. El aire está cargado de lacháchara de los zapateros, junto con losfuertes olores del cuero, el tanino y eltinte. Creo que vamos a enfilar la calle,pero Sana se cuela por un espacio

estrecho entre dos edificios. Baja porlas escaleras de un sótano, unasescaleras tan mugrientas que parecen elinterior de una chimenea.

Keenan abre la puerta de la base delas escaleras antes de que Sana llame.Ha cambiado los bolsos de cuero por lacamiseta negra y los cuchillos quellevaba cuando lo conocí. Un mechónrojo le cae sobre la cara; cuando memira, su vista se detiene en mismoratones.

—Temía que la estuvieran siguiendo—dice Sana mientras se quita la capa yla peluca—. Pero no.

—Mazen está esperando.Keenan me pone una mano en la

espalda para empujarme hacia elestrecho callejón. Hago una mueca dedolor y retrocedo… Todavía me duelenlas heridas de los azotes.

Me observa fijamente y creo que vaa decir algo, pero se limita a bajar lamano torpemente, frunce un poco el ceñoy nos conduce por un pasillo hasta unapuerta. Mazen está sentado a una mesaen la habitación del otro lado, con unaúnica vela iluminándole la cara, llena decicatrices.

—Bien, Laia, ¿qué tienes para mí?—me pregunta, arqueando las cejas, queson de color gris.

—Primero, ¿puedes contarme algode Darin? —contesto, por fin capaz de

hacer la pregunta con la que llevoobsesionándome una semana y media—.¿Está bien?

—Tu hermano está vivo, Laia.Dejo escapar un suspiro y siento que

puedo volver a respirar.—Pero no te puedo contar nada más

hasta que me cuentes lo que hasaveriguado. Hicimos un trato.

—Deja que se siente, por lo menos.Sana me acerca una silla y, casi

antes de que termine de sentarme, Mazense inclina sobre la mesa.

—Tenemos poco tiempo —dice—.Necesitamos lo que tengas, sea lo quesea.

—Las Pruebas empezaron hace…

como una semana.Me esfuerzo por recomponer los

pocos fragmentos de información que herecogido. No estoy preparada para darlela carta… todavía. Si rompe el sello olo rasga, estoy acabada.

—Fue entonces cuandodesaparecieron los aspirantes. Haycuatro. Se llaman…

—Todo eso ya lo sabemos. —Mazendescarta mis palabras con un gesto de lamano—. ¿Adónde los han llevado?¿Cuándo termina la prueba? ¿Cuál es lapróxima?

—Hemos oído que dos de losaspirantes han regresado hoy —añadeKeenan—. De hecho, no hace mucho,

puede que media hora.Pienso en los guardias que hablaban,

emocionados, en la puerta de RiscoNegro mientras dos jinetes se acercabanpor el camino. «Laia, eres idiota». Sihubiera prestado más atención a loscotilleos de los auxiliares, habría sabidoqué aspirantes han sobrevivido a laprimera prueba. Podría haber tenidoalgo útil que contarle a Mazen.

—No lo sé. Ha sido tan… tandifícil… —respondo. Mientras hablo,oigo lo patética que sueno y me odio porello—. La comandante mató a mispadres. Tiene una pared cubierta decarteles con los rostros de los rebeldesa los que ha capturado. Mis padres

estaban allí… Sus caras…Sana abre mucho los ojos, e incluso

Keenan parece algo asqueado y pierdesu actitud distante por un momento. Mepregunto por qué le estoy contando estoa Mazen. Quizá porque una parte de mísigue preguntándose si sabía que lacomandante había matado a mis padres;si lo sabía y me envió a Risco Negro detodos modos.

—No lo sabía —responde Mazen,como percibiendo mi pregunta implícita—. Pero es una razón más para que estamisión tenga éxito.

—Estoy más interesada que nadie entener éxito, pero no puedo entrar en sudespacho. Nunca recibe visitas, así que

no puedo escuchar a escondidas…Mazen levanta una mano para

detenerme.—¿Qué sabes, exactamente?Por un frenético instante contemplo

la posibilidad de mentir. He leídocientos de cuentos sobre héroes y lasvicisitudes a las que se enfrentan…¿Qué tendría de malo inventarme una yhacerla pasar por cierta? Pero no soycapaz. No puedo traicionar la confianzade la resistencia.

—Pues… nada.Me quedo mirando el suelo,

avergonzada por la cara de incredulidadde Mazen. Toco la carta, pero no lasaco. «Demasiado arriesgado. Puede

que te dé otra oportunidad, Laia. Quizápuedas intentarlo de nuevo».

—¿Y qué has estado haciendo todoeste tiempo?

—Sobrevivir, por lo que parece —responde Keenan por mí.

Sus ojos oscuros buscanrápidamente los míos, y no sé si medefiende o me insulta.

—Yo era leal a la Leona —diceMazen—. Pero no puedo perder eltiempo ayudando a alguien que no quiereayudarme.

—Mazen, por todos los cielos —exclama Sana, espantada—. Mira a lapobre chica…

—Sí —responde él mientras me

observa los moratones del cuello—.Mírala. Está hecha una pena. La misiónes demasiado difícil. He cometido unerror, Laia. Creía que serías capaz decorrer riegos, que eras más parecida a tumadre.

El insulto me tumba más deprisa queun golpe de la comandante. Tiene razón,por supuesto: no me parezco en nada ami madre. Para empezar, ella nunca sehabría visto en esta situación.

—Veremos cómo podemos sacarte—añade, encogiéndose de hombrosantes de levantarse—. Aquí ya hemosacabado.

—Espera…Mazen no puede abandonarme ahora.

Si lo hace, Darin está perdido. Aregañadientes, saco la carta de lacomandante.

—Tengo esto —le digo—. Es de lacomandante para el emperador. Penséque podrías echarle un vistazo.

—¿Por qué no has empezado porahí?

Me quita el sobre. Quiero pedirleque tenga cuidado, pero Sana se meadelanta y Mazen la mira con irritaciónantes de levantar con cuidado el sello.

Unos segundos más tarde se me caede nuevo el alma a los pies. Mazen lanzala carta sobre la mesa.

—Inútil —dice—. Mira.

Mira. Su Majestad Imperial:Me encargaré de los preparativos.Siempre a vuestro servicio,

COMANDANTE KERIS VETURIA

—No pierdas la fe en mí —digocuando Mazen, disgustado, niega con lacabeza—. Darin no tiene a nadie más.Tú eras amigo de mis padres, piensa enellos, por favor. No querrían que suúnico hijo varón muriera porque tenegaste a ayudar.

—Estoy intentando ayudar.Mazen es implacable, y algo en la

rigidez de sus hombros, en el hierro desus ojos, me recuerda a mi madre. Ahora

entiendo por qué es el líder de laresistencia.

—Pero tienes que ayudarme tú a mí—añade—. Esta misión de rescate noscostará algo más que vidas. Estaremosponiendo a la resistencia en peligro. Sicapturan a nuestros combatientes, nosarriesgamos a que les saqueninformación en los interrogatorios. Melo juego todo por ayudarte, Laia. —Cruza los brazos—. Haz que merezca lapena.

—Lo haré. Lo prometo. Una últimaoportunidad.

Se queda mirándome, impasible, unmomento antes de mirar a Sana, queasiente con la cabeza, y a Keenan, que

se encoge de hombros, lo que podríasignificar mil cosas distintas.

—Una oportunidad —dice Mazen—.Fállame de nuevo y hemos acabado.Keenan, acompáñala afuera.

XVI

Elias

Siete días antes

Los Grandes Páramos. Ahí es donde mehan dejado los augures, en esta llanurablanca como la sal que se extiende a lolargo de cientos de kilómetros, en la queno hay más que grietas de un negro

furioso y algún que otro retorcido árbolde yaca.

El pálido contorno de la luna porencima de mí parece algo olvidado. Estáentre el cuarto creciente y la luna llena,como ayer, lo que significa que losaugures, de algún modo, me hantrasladado a casi quinientos kilómetrosde Serra en una noche. A estas horas,ayer, estaba en el carruaje de mi padre,de camino a Risco Negro.

Alguien ha atravesado con mi dagaun trozo de pergamino para clavarlo enel suelo achicharrado, al lado del árbol.Me meto el arma en el bolsillo… Eneste lugar, supone la diferencia entre lavida y la muerte. No reconozco la

caligrafía del pergamino.

La prueba de valor.El campanario. A la puesta de soldel séptimo día.

Está bastante claro: si hoy cuentacomo el primer día, tengo seis díascompletos para llegar al campanario olos augures me matarán por fallar laprueba.

El aire es tan seco que respirarlohace que me ardan las fosas nasales. Mehumedezco los labios, ya sediento, y meagacho bajo la exigua sombra del árbolpara meditar sobre mi situación.

El aire apesta, lo que me indica que

el reluciente parche azul al oeste de miposición es el lago Vitan. Su hedorsulfuroso es legendario, y es la únicafuente de agua en este páramo. Tambiénes sal pura y, por tanto, no me sirve denada en absoluto. En cualquier caso, micamino se encuentra al este, a través dela cordillera de Serra.

Dos días para llegar a las montañas.Dos más para llegar al desfiladero delCaminante, el único paso. Un día paraatravesar el desfiladero y otro parabajar a Serra. Seis días enterosexactamente, si todo va según loprevisto.

Es demasiado fácil.Vuelvo a pensar en la profecía que

leí en el despacho de la comandante:«Valor para enfrentarse a sus peoresmiedos». Algunas personas temen eldesierto. No soy una de ellas.

Lo que significa que hay algo másahí fuera. Algo que todavía no se me harevelado.

Me arranco unas tiras de tela de lacamisa y me envuelvo los pies con ellas.Solo tengo lo que llevaba puesto cuandome dormí: el uniforme y la daga. Derepente, me siento agradecido por haberestado demasiado cansado por culpa delentrenamiento en combate paradesnudarme antes de irme a la cama.Viajar por los Grandes Páramosdesnudo: eso sí que habría sido un

infierno muy especial.El sol no tarda en esconderse en el

salvaje cielo del oeste, y el aire seenfría muy deprisa. Hora de correr.Empiezo con una carrera ligera,barriendo con la mirada lo que tengodelante. Al cabo de kilómetro y medio,sopla una brisa junto a mí y, por uninstante, me parece oler a humo y amuerte. Aunque el olor se desvanece, medeja inquieto.

¿Cuáles son mis miedos? Me devanolos sesos, pero no se me ocurre nada. Lamayoría de los alumnos de Risco Negrotemen algo, aunque nunca durantedemasiado tiempo. Cuando éramosnovatos, la comandante ordenó a Helene

bajar por los riscos haciendo rappel unay otra vez, hasta que lo único quedelataba su terror era la forma en queapretaba la mandíbula. Aquel mismoaño, la comandante obligó a Faris atener como mascota a una tarántula quecomía pájaros; le advirtió de que, si latarántula moría, él también lo haría.

Debe de haber algo que me démiedo. ¿Espacios cerrados? ¿Laoscuridad? Si no conozco mis miedos,no estaré preparado para ellos.

La medianoche viene y se va, y eldesierto que me rodea sigue vacío y ensilencio. He viajado unos treintakilómetros y tengo la garganta seca,como de cartón. Me lamo el sudor de los

brazos, ya que sé que necesitaré la salcasi tanto como el agua. La humedadayuda, pero solo un momento. Me obligoa concentrarme en el dolor de los pies ylas piernas. Puedo soportar el dolor. Sinembargo, la sed puede volver loco a unhombre.

Poco después subo una pendiente yvislumbro algo extraño más adelante:destellos de luz, como la luna que brillasobre un lago. Solo que aquí no haylagos. Con la daga en la mano, freno yme acerco caminando.

Entonces lo oigo: una voz.Empieza bastante bajo, un susurro

que podría confundirse con el viento, unarañazo que suena como el eco de mis

pisadas en las grietas del suelo. Pero lavoz se acerca, se vuelve más clara.

—Eliasss.—Eliasss.Ante mí aparece una colina baja y,

cuando llego a la cima, la brisa nocturnase eriza para traer consigo losinconfundibles olores de la guerra:sangre, excrementos y podredumbre.Tengo delante un campo de batalla… Dehecho, un campo de muerte, ya que allíno se desarrolla batalla alguna. Todosestán muertos. La luz de la luna serefleja en las armaduras de los caídos.Es lo que había visto antes, desde lapendiente.

Es un campo de batalla extraño; no

se parece a ninguno de los que heconocido. Nadie gime ni suplica ayuda.Bárbaros de las tierras fronterizas juntoa soldados marciales. Veo lo que pareceun comerciante tribal y, a su lado,cuerpos más pequeños, su familia. ¿Quées este lugar? ¿Por qué iba un tribal apelear contra marciales y bárbaros enmedio de ninguna parte?

—Elias.Casi me muero del susto al oír mi

nombre pronunciado en medio de estesilencio, así que, sin pensar, le pongo ladaga en el cuello a mi interlocutor. Es unchico bárbaro, no tiene más de treceaños. Lleva la cara pintada de añil y elcuerpo oscuro por los tatuajes

geométricos característicos de lossuyos. A pesar de la poca luz de luna, loreconozco. Lo habría reconocido encualquier parte.

Mi primera víctima.Mi mirada baja hasta la herida

abierta de su estómago, una herida quele hice hace nueve años. Una herida queno parece molestarle.

Dejo caer el brazo y retrocedo.«Imposible».

El chico está muerto. Lo quesignifica que todo esto —este campo debatalla, el olor, los páramos— debe deser una pesadilla. Me pellizco el brazopara despertarme. El chico ladea lacabeza. Me pellizco otra vez. Cojo la

daga y me corto la mano con ella. Lasangre gotea sobre el suelo.

El chico ni se inmuta. No puedodespertarme.

«Valor para enfrentarse a sus peoresmiedos».

—Mi madre gritó y se mesó loscabellos durante tres días después de mimuerte —dice mi primera víctima—. Sepasó cinco años sin hablar. —Me locuenta tranquilamente, con la voz apenasgrave de un adolescente—. Era su únicohijo —añade, como si eso lo explicara.

—Lo… Lo siento…El chico se encoge de hombros y se

aparta, haciéndome un gesto para que losiga al campo de batalla. No quiero ir,

pero me apoya una mano helada en elbrazo y tira de mí con una fuerzasorprendente. Mientras nos abrimospaso entre los primeros cadáveres, bajola mirada y me mareo.

Reconozco estos rostros: yo hematado a todas y cada una de estaspersonas.

Cuando paso junto a ellas, las vocesmurmuran secretos en mi cabeza…

«Mi mujer estaba embarazada…».«Estaba seguro de que te mataría yo

primero…».«Mi padre juró venganza, pero

murió antes de poder cobrársela…».Me tapo los oídos con las manos,

pero el chico me ve y, con sus dedos

fríos y húmedos, me las aparta de lacara; tiene una fuerza implacable.

—Vamos —me dice—. Hay más.Sacudo la cabeza: sé muy bien a

cuántas personas he matado, cuándo,cómo y dónde. En este campo de batallahay más de veintiún hombres. No puedohaberlos matado a todos.

Pero seguimos caminando y ahorahay rostros que no reconozco. Y es unaespecie de alivio, porque estos rostrosdeben de ser los pecados de otro, laoscuridad de otro.

—Tus víctimas —dice el chico,interrumpiendo mis pensamientos—.Son todas tuyas. El pasado. El futuro.Todos están aquí. Todos muertos a

manos de Elias Veturius.Me sudan las manos y me siento un

poco aturdido.—No… Yo no…En este campo de batalla hay

montones de personas. Más dequinientas, muchas más. ¿Cómo voy aser responsable de la muerte de tantos?Bajo la vista: a mi izquierda hay unmáscara desgarbado y rubio; el corazónme da un vuelco porque conozco a estemáscara: es Demetrius.

—No —digo, y me agacho parasacudirlo—. Demetrius, despierta,levanta.

—No puede oírte —repone miprimera víctima—. Está muerto.

Al lado de Demetrius está Leander;la sangre mancha su halo de pelo rizado,le cae por la nariz torcida y le baja porla barbilla. Más adelante vislumbro unamelena de pelo blanco, un cuerpo fuerte.¿El abuelo?

—No. No.No existe otra palabra para lo que

veo, porque algo tan terrible no deberíaexistir. Me agacho junto a otro cuerpo:la esclava de ojos dorados a la queacabo de conocer. Una línea roja abiertale recorre el cuello. Tiene el pelo hechoun desastre y los ojos abiertos: su ororeluciente se ha desteñido hastaconvertirse en el color de un sol muerto.Pienso en su aroma embriagador, a fruta,

azúcar y calor. Me vuelvo hacia miprimera víctima.

—Son mis amigos, mi familia. Gentea la que conozco. No les haría daño.

—Tus víctimas —insiste el chico, yhabla con tal certeza que soy presa delterror.

¿En eso me convertiré? ¿En unasesino múltiple?

«Despierta, Elias. Despierta».Pero no puedo, porque no estoy

dormido. Los augures, de algún modo,han conseguido que mi pesadilla cobrevida, la han desplegado ante mis ojos.

—¿Cómo lo impido? Tengo queimpedirlo.

—Ya está hecho —responde el chico

—. Es tu destino; está escrito.—No.Lo empujo a un lado. El campo de

batalla tiene que acabar en algúnmomento. Llegaré hasta el final, seguiréavanzando por el desierto y saldré deaquí.

Pero, cuando alcanzo el final de lamatanza, la tierra se mueve y el campode batalla vuelve a extenderse ante míen su totalidad. Más allá, el paisaje hacambiado… Todavía avanzo hacia eleste por el desierto.

—Puedes seguir caminando —mesusurra al oído la voz sin cuerpo de miprimera víctima, y me estremezco conviolencia—. Puede que incluso llegues a

las montañas. Pero, hasta que conquistestu miedo, los muertos permaneceráncontigo.

«Es una ilusión, Elias. Magia augur.Sigue caminando hasta que encuentres lasalida».

Me obligo a avanzar hacia la sombrade la cordillera de Serra, pero, cada vezque llego al final del campo de batalla,percibo el mismo movimiento y veo quelos cadáveres vuelven a encontrarse antemí. Cada vez que sucede me cuesta másno hacer caso de la carnicería que sedespliega a mis pies. Voy más despacioy camino a trompicones. Paso junto a lamisma gente una y otra vez, hasta quesus rostros se me graban en la memoria.

El cielo se ilumina y sale el sol.«Segundo día —pienso—. Dirígete aleste, Elias».

El campo de batalla se calienta yhiede. Descienden sobre él nubes demoscas y carroñeros. Grito y los atacocon mi daga, pero no puedo espantarlos.Quiero morir de sed o de hambre, peroen este lugar no siento ninguna de lasdos cosas. Cuento 539 cadáveres.

«No mataré a tantos —me digo—.No lo haré».

Una voz insidiosa se ríe entredientes en mi cabeza cuando intentoconvencerme de ello. «Eres un máscara—me dice la voz—. Claro que lo harás.A más. Matarás a más».

Intento escapar de esa idea, empeñotoda mi fuerza de voluntad en intentarliberarme de este campo de batalla.Pero no puedo.

El cielo se oscurece, sale la luna.No puedo irme. De día de nuevo. «Es eltercer día». La idea surge en mi cabeza,pero apenas sé lo que significa. Sesuponía que ya debía haber hecho algo.Que debía estar en alguna parte. Miro ami derecha, a las montañas. «Allí. Sesupone que tengo que ir allí». Me obligoa girarme.

A veces hablo con las personas a lasque he matado. Dentro de mi cabeza lesoigo responderme en susurros: no sonacusaciones, sino sus esperanzas, sus

deseos. Ojalá me maldijeran. Por algúnmotivo, es peor oír todo lo que habríasucedido si no los hubiera matado.

«Al este, Elias. Ve al este».Es el único pensamiento lógico que

me queda. Pero, a veces, perdido en elhorror de mi futuro, se me olvida ir aleste. En vez de eso, vago de cadáver encadáver, suplicando perdón a laspersonas a las que he asesinado.

Oscuridad. Luz. «El cuarto día». Y,poco después, el quinto. Pero ¿por quécuento los días? Los días no importan.Estoy en el infierno. Un infierno que mehe buscado yo mismo porque soymalvado. Tan malvado como mi madre.Tan malvado como cualquier máscara

que se pasa la vida deleitándose con lasangre y las lágrimas de sus víctimas.

«A las montañas, Elias —me susurrauna voz débil dentro de mi cabeza, elúltimo resto de cordura—. A lasmontañas».

Me sangran los pies y se me cuarteael rostro a causa del viento. El cielo estádebajo de mí. El suelo, arriba. Meinundan los viejos recuerdos: MamieRila enseñándome a escribir mi nombretribal; el dolor del azote que medesgarró la espalda por primera vez;estar sentado con Helene en las tierrassalvajes del norte, observando unasimposibles cintas de luz que searremolinaban en el cielo.

Tropiezo con un cadáver y caigo alsuelo. El golpe me despeja un poco lamente.

«Montañas. Este. Prueba. Esto esuna prueba».

Pensar esas palabras es comoempezar a salir de un estanque de arenasmovedizas. Esto es una prueba y debosobrevivir a ella. La mayoría de laspersonas de este campo de batallatodavía no están muertas; las he vistohace muy poco. Esto es una prueba demi temple, de mi fuerza, lo que significaque debo hacer algo concreto para salirde aquí.

«Hasta que conquistes tu miedo, losmuertos permanecerán contigo».

Oigo un ruido, el primero en días,me parece. Allí, reluciente como unespejismo al borde del campo debatalla, hay una figura. ¿De nuevo miprimera víctima? Avanzo dando tumboshacia ella, pero caigo de rodillas cuandoestoy a pocos metros. Porque no es miprimera víctima, sino Helene, y estácubierta de sangre y arañazos, con lamelena plateada enredada; me mira conojos vacíos.

—No —digo, ronco—. Helene, no.Helene, no. Helene, no.

Lo repito como un loco al que solole quedan dos palabras en la cabeza. Elfantasma de Helene se acerca más.

—Elias. —Cielos, su voz. Rota y

torturada. Tan real—. Elias, soy yo. SoyHelene.

¿Helene en el campo de batalla demis pesadillas? ¿Helene otra víctima?

No. No mataré a mi mejor amiga, lamás antigua. Es un hecho, no un deseo.No la mataré.

En ese momento me doy cuenta deque no puedo temer algo si no hayninguna posibilidad de que suceda. Eseconocimiento me libera, por fin, delmiedo que lleva días consumiéndome.

—No te mataré —le digo—. Lojuro. Por mi sangre y mis huesos, lojuro. Y tampoco mataré a ninguno de losdemás. Juro que no lo haré.

El campo de batalla desaparece, el

olor desaparece, los muertosdesaparecen como si nunca hubieransido reales; como si solo hubieranestado en mi mente. Más adelante, lobastante cerca como para tocarlas, estánlas montañas hacia las que llevo cincodías avanzando, dando tumbos; sussenderos rocosos serpentean y caen enpicado como caligrafía tribal.

—¿Elias?El fantasma de Helene sigue aquí.Por un momento, no lo entiendo.

Alarga una mano para tocarme la cara, yyo retrocedo, temiendo la fría caricia deun espíritu.

Pero su piel está caliente.—¿Helene?

Entonces me abraza, acuna micabeza, me susurra que sigo vivo, quesigue viva, que los dos estamos bien,que me ha encontrado. Le rodeo lacintura con los brazos y escondo elrostro en su vientre. Y, por primera vezen nueve años, me echo a llorar.

—Solo tenemos dos días pararegresar.

Son las primeras palabras que me hadirigido Hel desde que me ha sacadomedio a rastras de las faldas de lasmontañas y me ha metido en una cueva.

No respondo. Todavía no estoy listopara hablar. Hay un zorro asándose al

fuego y se me hace la boca agua con elolor. Ha caído la noche y, en el exteriorde la cueva, retumban los truenos. Delos Páramos salen nubes negras y loscielos se abren para dejar caer unacascada de lluvia a través de las grietasribeteadas de relámpagos.

—Te he visto cerca del mediodía —me explica mientras echa más ramas alfuego—. Pero he tardado un par dehoras en bajar desde la montaña a por ti.Al principio creí que eras un animal.Después, se ha reflejado el sol en tumáscara. —Se queda mirando la mantade lluvia—. Tenías mal aspecto.

—¿Cómo sabías que no era Marcus?—grazno. Tengo la garganta seca, así

que tomo otro trago de agua de lacantimplora roja que se ha hecho—. ¿OZak?

—Sé distinguirte de un par dereptiles. Además, a Marcus le da miedoel agua. Seguro que los augures no lodejarían en un desierto. Y Zak odia losespacios cerrados, así queprobablemente estará bajo tierra, enalguna parte. Toma, come.

Como despacio, sin dejar deobservar a Helene. Su pelo,normalmente lustroso, se veapelmazado, ha perdido el brilloplateado. Está cubierta de arañazos ysangre seca.

—¿Qué has visto, Elias? Ibas hacia

las montañas, pero no dejabas de caerte,de golpear el aire. Hablabas de… dematarme.

Sacudo la cabeza. Las Pruebas nohan terminado todavía y tengo queolvidarme de lo que he visto si quierosobrevivir a lo que queda.

—¿Dónde te dejaron a ti? —lepregunto.

Ella se abraza y se agacha, de modoque apenas le veo los ojos.

—Noroeste. En las montañas. En elnido de un buitre de capitel.

Bajo el trozo de zorro. Los buitresde capitel son unos pájaros enormes congarras de trece centímetros y unaenvergadura que alcanza medio metro.

Sus huevos son del tamaño de la cabezade un hombre y sus polluelos sontristemente conocidos por su sed desangre. Sin embargo, lo peor de todopara Helene es que los buitres hacen susnidos por encima de las nubes, en lo altode los picos más inexpugnables.

No tiene que explicarme por qué sele entrecorta la voz. Antes se pasabavarias horas temblando después de quela comandante la obligara a escalar losriscos. Los augures saben todo eso,claro. Se lo sacaron de la mente comoun ladrón saca una joya de una cajafuerte.

—¿Cómo has bajado?—Con suerte. La madre buitre no

estaba y los polluelos todavía no habíanterminado de salir del cascarón. Pero,aun así, eran bastante peligrosos.

Se levanta la camisa para dejar alaire la piel pálida y tensa del abdomen,marcada con un enredo de desgarros.

—Salté del borde del nido y aterricéen un saliente tres metros más abajo. Nome había… No me había dado cuenta delo alto que estaba. Pero eso no ha sidolo peor. No dejaba de ver…

Se detiene y me doy cuenta de quelos augures la deben haber obligado aenfrentarse a alguna alucinacióndesagradable, algo equivalente a micampo de batalla de pesadilla. ¿A quéoscuridad se ha enfrentado a miles de

metros de altitud, sin nada que laseparase de la muerte, salvo unoscuantos centímetros de roca?

—Los augures están enfermos —ledigo—. No puedo creerme que…

—Hacen lo que tienen que hacer,Elias. Nos obligan a enfrentarnos anuestros miedos. Necesitan encontrar alos más fuertes, ¿recuerdas? A los másvalientes. Debemos confiar en ellos.

Cierra los ojos, temblando. Meacerco a ella y le pongo las manos enlos brazos para calmarla. Cuando alzalas pestañas, me doy cuenta de quesiento el calor de su cuerpo, de quenuestros rostros quedan a pocoscentímetros. Distraído, me fijo en que

tiene unos labios preciosos, el de arribamás carnoso que el de abajo. La miro alos ojos durante un momento íntimo einfinito. Se inclina hacia mí y separa loslabios. Me recorre un violentoescalofrío de deseo, seguido de unafrenética señal de alarma: «Mala idea.Pésima idea. Es tu mejor amiga. Para».

Dejo caer los brazos y retrocedo atoda prisa intentando no fijarme en elrubor de su cuello. A Helene le brillanlos ojos, no sé si de rabia o devergüenza.

—En fin —dice—. Terminé de bajaranoche y se me ocurrió ir por el senderodel borde hacia el desfiladero delCaminante. Es el camino más rápido

para la vuelta. Al otro lado hay unpuesto de guardia. Podemos coger unabarca para cruzar el río y suministros…Al menos, ropa y botas —añade,señalándose el uniforme, desgarrado ymanchado de sangre—. Que conste queno me quejo.

Me dirige una mirada interrogante.—Te dejaron en los Páramos,

pero…«Pero no te da miedo el desierto.

Creciste allí».—No sirve de nada pensar en ello

—replica.Después guardamos silencio y,

cuando la hoguera se apaga, Helene medice que se va a dormir. Sin embargo,

por muchas vueltas que dé en su pila dehojas, sé que no logrará hacerlo.Todavía sigue colgada de la montaña,igual que yo sigo dando vueltas por micampo de batalla, perdido.

A la mañana siguiente, tanto Helenecomo yo estamos agotados y tenemos losojos vidriosos, pero salimos bastanteantes de que amanezca. Tenemos quellegar al desfiladero del Caminante hoysi queremos estar de regreso en RiscoNegro mañana cuando se ponga el sol.

No hablamos, no tenemos quehacerlo. Viajar con Helene es comoponerme mi camisa favorita. Pasamos

juntos toda nuestra época como cincos,así que nos dejamos llevar por losmismos patrones de aquellos días, yodelante y ella en la retaguardia.

La tormenta se desplaza hacia elnorte y deja al descubierto un cielo azul,y una tierra limpia y reluciente. Pero lafresca belleza esconde árboles caídos ysenderos difuminados; traicionerasladeras llenas de lodo y escombros. Latensión resulta palpable en el aire.Como antes, tengo la sensación de quenos espera algo, algo desconocido.

Helene y yo no nos detenemos adescansar. Lo observamos todo conatención por si aparecen osos, linces,depredadores solitarios… Cualquier

criatura que tenga su hogar en lasmontañas.

Por la tarde subimos a la cima queconduce al desfiladero, un río deveinticinco kilómetros de largo entre lascumbres salpicadas de azul de lacordillera de Serra. El desfiladeroparece casi amable, alfombrado deárboles, colinas ondulantes y elocasional estallido dorado de unapradera florida. Helene y yo nosmiramos. Los dos lo sentimos: sea loque sea lo que se avecina, ocurrirápronto.

A medida que nos adentramos en elbosque, la sensación de peligro aumentay capto un movimiento furtivo con el

rabillo del ojo. Helene me mira: ellatambién lo ha visto.

Variamos nuestra ruta con frecuenciay nos alejamos de los senderos, lo queralentiza nuestro avance, pero sirve paradificultar cualquier emboscada. Cuandose acerca el crepúsculo, todavía nohemos salido del desfiladero y nosvemos obligados a retroceder hasta elsendero para poder seguir nuestrocamino a la luz de la luna.

Justo cuando se pone el sol, elbosque guarda silencio. Le grito unaadvertencia a Helene y apenas tengotiempo de sacar el cuchillo antes de queuna figura oscura salga a toda velocidadde entre los árboles.

No sé qué espero, ¿un ejércitoformado por mis víctimas en busca devenganza? ¿Una criatura de pesadillaconjurada por los augures?

Algo que me hiele hasta la médula.Algo que ponga a prueba mi valor.

No me esperaba la máscara. No meesperaba encontrarme con la miradaasesina de los fríos ojos de Zak.

Detrás de mí oigo gritar a Helene yel ruido de dos cuerpos al caer al suelo.Me vuelvo y veo que Marcus la ataca.Ella se ha quedado paralizada de terrory no hace nada por defenderse mientrasél le sujeta los brazos y se ríe comocuando la besó.

—¡Helene!

Al oír mi grito, sale de su estupor ygolpea a Marcus para zafarse de él.

Entonces, Zak cae sobre mí y megolpea en la cabeza y en el cuello. Luchacon temeridad, casi como si estuvieraenajenado, así que esquivo su asaltofácilmente. Me sitúo detrás de él y trazoun arco con la daga en el aire. Él se girapara evitar el ataque y se abalanza sobremí enseñando los dientes, como unperro. Me agacho bajo su brazo y leclavo la daga en el costado. La sangrecaliente me baña la mano. Le arranco ladaga del cuerpo; Zak gruñe y retrocedetambaleándose. Con la mano en elcostado, se aleja dando tumbos endirección a los árboles mientras grita

llamando a su hermano.Marcus, como la serpiente que es,

sale disparado hacia el bosque detrás deZak. La sangre le brilla en el muslo, loque me produce una gran satisfacción.Hel lo ha marcado. Lo persigo, porqueel calor de la batalla se ha apoderado demí y me impide ver cualquier otra cosa.A lo lejos, Helene me llama. Delante demí, la sombra de la Serpiente se une a lade Zak y ambas huyen corriendo, ajenasa lo cerca que estoy.

—¡Por los diez infiernos ardientes,Zak! —exclama Marcus—. Lacomandante nos ordenó que acabásemoscon ellos antes de que salieran deldesfiladero, y vas tú y sales corriendo

hacia el bosque como una niñaasustada…

—Me ha apuñalado, ¿vale? —responde Zak, sin aliento—. Y ella nonos avisó de que nos enfrentaríamos alos dos a la vez, ¿a que no?

—¡Elias!Apenas me doy cuenta de que

Helene está gritando. La conversaciónentre Marcus y Zak me deja pasmado.No me extraña que mi madre se alíe conla Serpiente y el Sapo. Lo que noentiendo es cómo sabía que Hel y yoatravesaríamos el desfiladero.

—Tenemos que acabar con ellos —dice la sombra de Marcus, dándose lavuelta, y yo levanto la daga.

Pero Zak lo retiene.—Tenemos que salir de aquí —

replica—. O no regresaremos a tiempo.Déjalos en paz, venga.

Una parte de mí desea perseguirlospara arrancarles a golpes las respuestasa mis preguntas. Pero Helene grita denuevo con voz débil. Puede que estéherida.

Cuando vuelvo al claro, Hel estátirada en el suelo, con la cabeza de lado.Uno de sus brazos yace sin fuerzamientras se palpa el hombro con el otropara intentar restañar la herida de la quemana lentamente la sangre.

Llego a su lado en dos zancadas, mearranco lo que me queda de la camisa,

hago una bola con ella y la aprietocontra la herida. Ella sacude la cabeza,y la enredada melena rubia le azota laespalda cuando deja escapar un grito, unagudo gemido animal.

—No pasa nada, Hel —le digo.Me tiemblan las manos y una voz

dentro de mi cabeza me dice que sí quepasa, que mi mejor amiga va a morir. Nodejo de hablar.

—Te vas a poner bien. Voy a curarteahora mismo.

Cojo la cantimplora: necesitolimpiar la herida y vendarla.

—Habla conmigo. Cuéntame lo queha pasado.

—Me ha sorprendido. No podía

moverme. Lo… Lo vi en la montaña.Estaba… Él y yo…

Se estremece, y ahora lo entiendo:en el desierto, yo vi imágenes de guerray muerte; Helene vio a Marcus.

—Sus manos… Por todas partes.Cierra los ojos con fuerza y levanta

las piernas, como si deseara protegerse.«Lo mataré —pienso con calma,

tomando la decisión con la mismafacilidad con la que me pongo las botaspor la mañana—. Si Helene muere…, éltambién».

—No podemos permitir que ganen.Si ganan… —Las palabras se derramande sus labios—. Lucha, Elias. Tienesque luchar. Tienes que ganar.

Le corto la camisa con la daga y, porun momento, me impresiona ladelicadeza de su piel. Ha oscurecido yapenas veo la herida, pero sí noto lacalidez de la sangre al mojarme la mano.

Helene me agarra del brazo con lamano buena mientras yo le echo agua enla herida. La vendo usando lo que mequeda de la camisa y unas tiras quearranco a su uniforme. Al cabo de unossegundos, su mano se queda sin fuerzas:ha perdido la consciencia.

Me duele el cuerpo de tantocansancio, pero empiezo a cortarenredaderas de los árboles para fabricaruna especie de mochila. Hel no puedecaminar, así que tendré que cargar con

ella hasta Risco Negro. Mientrastrabajo, la cabeza me da vueltas. LosFarrar nos han tendido una emboscadasiguiendo órdenes de la comandante.Con razón era incapaz de reprimir susatisfacción antes de que comenzaran lasPruebas: estaba planeando este ataque.Pero ¿cómo ha averiguado dóndeestaríamos?

Supongo que no hace falta ser ungenio. Si sabía que los augures medejarían en los Grandes Páramos y aHelene, en el territorio de los buitres decapitel, también sabría que nuestroúnico camino de regreso a Serra era porel desfiladero. Pero, si se lo contó aMarcus y a Zak, eso quiere decir que

han hecho trampas y nos han saboteado,lo que los augures prohibieronexpresamente.

Los augures tienen que saber lo queha pasado, ¿por qué no han hecho nadaal respecto?

Cuando termino la mochila, cargo aHelene con mucho cuidado en ella.Tiene la piel blanca como la cal ytiembla de frío. Es muy ligera.Demasiado.

De nuevo, los augures se alimentande un miedo inesperado, uno quedesconocía tener: Helene se muere. Nosabía lo aterrador que me resultaríaporque nunca había estado tan cerca deser real.

Vuelven las dudas: no llegaré aRisco Negro antes de que se ponga elsol; el médico no logrará salvarla;morirá antes de llegar a la escuela.«Calla, Elias, y muévete».

Después de años sufriendo lascaminatas forzosas de la comandante porel desierto, cargar con Helene no mecuesta trabajo. Aunque es noche cerrada,me muevo deprisa. Todavía tengo quesalir a pie de las montañas, conseguiruna barca en la caseta del río y remarhasta Serra. Ya he perdido varias horasfabricando la mochila, y Marcus y Zakme llevarán bastante ventaja. Incluso sinparar desde aquí hasta Serra, me costarállegar al campanario antes de que se

ponga el sol.El cielo palidece y cubre de

sombras los escarpados picos de lasmontañas que me rodean. El día ya estábien entrado cuando salgo deldesfiladero. El río Rei se despliega antemí, lento y serpenteante como una pitónsaciada. Las barcas y barcazas salpicanel agua, y justo al otro lado de la orillaoriental se encuentra la ciudad de Serra;sus muros de color pardo impresionanincluso a varios kilómetros de distancia.

El humo corrompe el aire. Unacolumna negra se eleva por el cielo y,aunque no veo la caseta desde este puntodel sendero, sé con abrumadora certezaque los Farrar han llegado antes que yo.

Que la han quemado junto con elcobertizo para botes anexo.

Corro montaña abajo, pero cuandollego a la caseta no queda más que unbulto apestoso y ennegrecido. Elcobertizo de botes ya no es más que unapila de troncos que arden a fuego lento ylos legionarios que lo protegían se hanmarchado, seguramente siguiendoórdenes de los Farrar.

Me desato a Helene de la espalda.El agitado descenso montaña abajo le haabierto de nuevo la herida. Tengo laespalda empapada de su sangre.

—¿Helene?Me hinco de rodillas y le palpo la

cara con delicadeza.

—¡Helene!Ni siquiera parpadea. Se ha perdido

en su interior, y tiene la piel que lerodea la herida roja y febril: se le estáinfectando. Me quedo mirando fijamentela caseta de la guardia, intentando queaparezca una barca por mi pura fuerzade voluntad. Cualquier barca. Una balsa.Un bote. Un maldito tronco hueco, me daigual. Lo que sea. Pero, obviamente, nohay nada. Queda, como mucho, una horapara la puesta de sol. Si no consigocruzar el río, estamos muertos.

Es curioso que sea la voz de mimadre, fría y despiadada, la que oigo enmi cabeza: «No hay nada imposible». Esalgo que ha dicho cientos de veces a sus

alumnos, cuando estamos agotados deencadenar una batalla de entrenamientocon otra o llevamos varios días sindormir. Siempre exigía más. Más de loque nos creíamos capaces de dar. «Oencontráis la forma de terminar lastareas que os he encomendado o morísen el intento —nos decía—. La elecciónes vuestra».

El agotamiento es temporal. El dolores temporal. Pero si Helene muereporque no he sido capaz de volver atiempo…, eso es permanente.

Vislumbro una viga de maderahumeante medio sumergida en el agua.Servirá. Le doy patadas, la empujo yconsigo meter la puñetera madera en el

río, donde sube y baja en el agua,amenazante, hasta que por fin flota hastala superficie. Con cuidado, acuesto aHelene en la viga y la ato a ella.Después paso un brazo por encima de lamadera y nado en dirección al barcomás cercano como si me persiguierantodos los genios del aire y el mar.

A esta hora, las aguas del río fluyenlibres, apenas con algunas de lasbarcazas y canoas que las atestan por lamañana. Viro hacia un navío mercatorque flota en el centro del río con losremos en reposo. Los marineros no meven acercarme y, cuando estoy justo allado de la escalera de mano que lleva ala cubierta, corto la cuerda que sujeta a

Hel a la viga. Helene se hunde en elagua casi de inmediato. Agarro laresbaladiza cuerda con una mano y aHelene con la otra, y al final consigoecharme su cuerpo al hombro y treparpor la escalera hasta la cubierta delbarco.

Un marcial de pelo plateado yconstitución de soldado (supongo que elcapitán) supervisa a un grupo deesclavos plebeyos y académicos queamontonan cajas de cargamento.

—Soy el aspirante Elias Veturius, deRisco Negro —me presento, procurandoque mi voz se mantenga tan firme comola madera de la cubierta—, y requisoeste navío.

El hombre parpadea intentandoasimilar la imagen que se le presenta:dos máscaras, una tan empapada desangre que parece haber sido torturada,y otro prácticamente desnudo, con barbade una semana, el pelo alborotado ymirada de loco.

Sin embargo, el mercader debe dehaber servido en el ejército marcialporque, al cabo de un instante, asiente.

—Estoy a vuestra disposición, miseñor Veturius.

—Lleva este barco al muelle deSerra. Ahora.

El capitán grita órdenes a sushombres, con el látigo bien visible. Enmenos de un minuto, el barco resopla

camino de los muelles de Serra.Contemplo con expresión torva el solque se pone, como si así pudieraconseguir que, al menos, frenara unpoco. No me queda más de media hora ytodavía tengo que enfrentarme al tráficodel muelle y subir hasta Risco Negro.

Tengo poco margen. Muy poco.Helene gime; con mucha delicadeza,

la dejo sobre la cubierta. Está sudando apesar del fresco aire del río y tiene unapalidez cadavérica. Abre los ojos unmomento.

—¿Tan mal aspecto tengo? —mesusurra al verme la cara.

—La verdad es que es una mejora.Esa pinta de leñadora mugrienta te

favorece.Ella sonríe, una sonrisa dulce, poco

habitual; pero la pierde rápidamente.—Elias, no puedes dejarme morir.

Si muero, tú…—No hables, Hel. Descansa.—No puedo morir. El augur dijo…

Dijo que, si yo vivía, tú…—Chisss…Hel parpadea y cierra los ojos; yo,

impaciente, me vuelvo hacia los muellesde Serra, que todavía están a casi unkilómetro y abarrotados de marineros,soldados, caballos y carros. Quierometerle más prisa al capitán, pero losesclavos ya reman frenéticamente,sufriendo el látigo en la espalda.

Antes de que el barco amarre, elcapitán baja la plancha de desembarco,llama a un legionario que pasa por allí yle quita el caballo. Por una vezagradezco la severa disciplina marcial.

—Buena suerte, mi señor Veturius—me desea el capitán.

Se lo agradezco y cargo a Hel en elcaballo que nos espera. Ella se dejacaer hacia delante, pero no tengo tiempopara ajustar su postura. Salto sobre elanimal y lo espoleo sin dejar de mirar elsol, que flota suspendido justo porencima del horizonte.

La ciudad pasa a nuestro alrededorconvertida en un borrón de plebeyosboquiabiertos, auxiliares que mascullan

y un revuelo de puestos de mercantes.Los dejo atrás a toda velocidad,atravesando la calle principal de Serra yla multitud, que empieza a dispersarsecerca de la plaza de las Ejecuciones, ysubo por las calles adoquinadas delbarrio Perilustre. El caballo avanza casidesbocado, y estoy demasiadotrastornado para sentirme culpablecuando derribo a un vendedor ambulantey su carro. La cabeza de Helene semueve adelante y atrás como la de unamarioneta suelta.

—Aguanta, Helene —le susurro—.Ya casi estamos.

Entramos en un mercado perilustre;los esclavos se desperdigan a nuestro

paso antes de que doblemos una esquina.Risco Negro se yergue ante nosotros tande repente que es como si acabara debrotar de la tierra en todo su esplendor.Los rostros de los guardias de la puertase emborronan al pasar galopando juntoa ellos.

El sol baja más. «Todavía no —leordeno—. Todavía no».

—Vamos —apremio al caballo,clavándole aún más los talones—. ¡Másdeprisa!

Entonces cruzamos el campo deentrenamiento, subimos la colina yllegamos al patio central. El campanariose alza ante mí, a tan solo unospreciados metros de distancia. Tiro del

caballo para frenarlo y bajo de un salto.La comandante está al pie de la torre

con gesto rígido, no sé si de nervios ode rabia. A su lado, Cain espera conotros dos augures, los dos son mujeres.Me miran con mudo interés, como si lesdivirtiera tanto como una de lasactuaciones secundarias de un circo.

Un grito hiende el aire; el patio estárepleto de gente: estudiantes,centuriones y familias, incluida la deHelene. Su madre cae de rodillas,histérica al ver a su hija cubierta desangre. Las hermanas de Hel, Hannah yLivia, se desmoronan a su lado mientrasel páter Aquillus permanece con gestoinalterable.

Junto a ellos, el abuelo está vestidocon el uniforme completo de batalla.Parece un toro a punto de embestir, y susojos grises resplandecen de orgullo.

Cojo a Helene en brazos y caminocon ella hasta el campanario. Este pationunca me había parecido tan largo, nisiquiera después de darle cien vueltascorriendo en pleno verano.

Me pesa el cuerpo. Lo único quedeseo es derrumbarme en el suelo ypasarme una semana durmiendo. Perodoy esos últimos pasos, dejo a Heleneapoyada en la torre y levanto una manopara tocar la piedra. Un segundodespués de que mi piel entre en contactocon la roca, suenan los tambores que

anuncian la puesta de sol.La multitud se vuelve loca. No estoy

seguro de quién empieza con los vítores:¿Faris?, ¿Dex? Puede que incluso hayasido el abuelo. Toda la plaza retumbacon los ecos. Deben de oírse hasta en laciudad.

—¡Veturius! ¡Veturius! ¡Veturius!—¡Trae al médico! —le rujo a un

cadete cercano que vitorea con losdemás; las manos se le paralizan amedia palmada y se me queda mirando—. ¡Ahora! ¡Muévete!

»Helene —susurro—, aguanta.Está tan blanca como la pared. Le

pongo una mano en la fría mejilla y se lafroto en círculos con el pulgar. No se

mueve. No toma aire. Y cuando le apoyolos dedos en el cuello, donde deberíapercibir su pulso, no noto nada.

XVII

Laia

Sana y Mazen desaparecen por unasescaleras interiores mientras Keenan mesaca del sótano. Supongo que se largarálo más rápido posible. Sin embargo, mehace un gesto para que lo siga por uncallejón cercano que está repleto demalas hierbas. La calle se encuentra

vacía, salvo por una banda degranujillas agachados en torno a algúntesoro insignificante; se dispersan alvernos aparecer.

Miro de reojo al combatientepelirrojo y descubro que me observacon una intensidad que me despierta unhormigueo en el estómago.

—Te han hecho daño.—Estoy bien —respondo. No

permitiré que me considere débil. Yapiso terreno resbaladizo—. Darin es elúnico que importa. El resto no es másque…

Me encojo de hombros. Keenanladea la cabeza y me acaricia con elpulgar los moratones del cuello, ya

apenas visibles. Después me coge lamuñeca y me la gira para examinar losverdugones enrojecidos que me provocóla comandante. Sus manos se muevendespacio y con suavidad, como la llamade una vela, y el calor se me desplazapor el pecho y la clavícula hasta laspuntas de los dedos. Se me dispara elpulso y le aparto la mano, inquieta pormi propia reacción.

—¿Ha sido la comandante?—No es para tanto —respondo, más

bruscamente de lo que pretendía. Sumirada se vuelve fría ante la aspereza demi tono, así que lo controlo—. Puedohacerlo, ¿vale? Me estoy jugando lavida de Darin. Ojalá supiera, al

menos…«Si está cerca. Si está bien. Si

sufre».—Darin sigue en Serra. He oído al

espía que daba la información —mecuenta Keenan mientras me conduce porel callejón—. Pero no está… bien. Yahan empezado con él.

Es peor que un puñetazo en elestómago. No tengo que preguntar dequiénes habla porque ya lo sé:interrogadores, máscaras.

—Mira —dice Keenan—. No sabesnada sobre espías. Eso está claro. Aquítienes algunos datos básicos: cotilleacon los demás esclavos y te sorprenderálo que puedes averiguar. Mantén las

manos ocupadas: cose, friega, carga concosas. Cuanto más ocupada estés, menosprobable resultará que alguien cuestionetu presencia, estés donde estés. Si se tepresenta la oportunidad de hacerte coninformación de verdad, aprovéchala.Pero ten siempre un plan de huida. Lacapa que llevas está bien, te ayuda amezclarte con los demás. Pero caminas yactúas como una mujer libre. Si yo mehe dado cuenta, otros también lo harán.Arrastra los pies, camina encorvada.Actúa como si estuvieras hundida, rota.

—¿Por qué me ayudas? —lepregunto—. No querías arriesgar a tushombres para salvar a mi hermano.

De repente parece muy interesado en

los ladrillos desmoronados de unedificio cercano.

—Mis padres también están muertos—responde—. De hecho, toda mifamilia lo está. Ocurrió hace ya tiempo.

Me lanza una mirada rápida, casi deenfado, y, por un segundo, los veo en susojos, a esa familia perdida, fogonazosde cabellos rojos y pecas. ¿Teníahermanos? ¿Hermanas? ¿Era el mayor?¿El pequeño? Quiero preguntar, pero seha cerrado en banda, lo leo en su rostro.

—Todavía creo que esta misión esuna pésima idea —continúa—, pero esono significa que no entienda por qué loestás haciendo. Y no significa que quieraque fracases. —Se lleva el puño al

corazón y después extiende la manohacia mí—. Muerte antes que tiranía —murmura.

—Muerte antes que tiranía.Le cojo la mano, consciente de todos

y cada uno de los músculos de susdedos.

En los últimos días no me ha tocadonadie, salvo para hacerme daño. Cómoecho de menos que me toquen… Laabuela acariciándome el pelo, Darinechándome un pulso y fingiendo perder,el abuelo apretándome el hombro paradarme las buenas noches…

No quiero que Keenan me suelte.Como si lo comprendiera, se demora uninstante. Pero después da media vuelta y

se aleja, dejándome sola en una callevacía, sintiendo un cosquilleo en losdedos todavía.

Después de entregar la primera carta dela comandante en la oficina de correos,me dirijo a las calles repletas de humocercanas a los muelles del río. Losveranos sérreos siempre sonabrasadores, pero el calor del barrio delas Armas alcanza una voracidadanimal.

El barrio es un hervidero demovimiento y sonido, con más trajín enun día normal que la mayoría de losmercados en los días de feria. Martillos

del tamaño de mi cabeza lanzan chispas,los fuegos de las forjas despiden unresplandor de un rojo más intenso que lasangre y cada pocos pasos estallannubes algodonosas de vapor producidasal templar las espadas. Los herrerosgritan órdenes y los aprendices se abrenpaso a empujones para cumplirlas. Y,por encima de todo, la presión y elbombeo de cientos de fuelles que crujencomo una flota de barcos en unatormenta.

A los pocos segundos de entrar en elbarrio, me detiene un pelotón delegionarios que exige saber qué me traepor aquí. Les ofrezco la segunda cartade la comandante y me paso diez

minutos discutiendo con ellos sobre suautenticidad. Al final me dejan seguir micamino, aunque a regañadientes.

Eso hace que me pregunte otra vezcómo consiguió Darin entrar en el barriono una vez, sino un día tras otro.

«Ya han empezado con él», me hadicho Keenan. ¿Cuánta tortura es capazde aguantar Darin? Más que yo, sinduda. A los quince años, Darin se cayóde un árbol cuando intentaba dibujar aunos académicos que trabajaban en unhuerto marcial. Llegó a casa con unhueso asomándole de la muñeca, y yogrité y estuve a punto de desmayarmesolo de verlo. «No pasa nada —me dijo—. Tata lo arreglará. Ve a por él y

después acércate a recoger mi cuadernode bocetos. Lo he dejado caer y noquiero que me lo quite nadie».

Mi hermano tenía la voluntad dehierro de mi madre. Si hay alguien capazde sobrevivir a un interrogatoriomarcial, es él.

Mientras camino, noto que me tirande la falda, así que bajo la vistaesperando descubrir que alguien me laha pisado con la bota. Sin embargo,entreveo una sombra de ojos rasgadosque se escabulle rápidamente por losadoquines. Un cosquilleo me recorre laespalda al verla, y oigo unas carcajadasgraves y crueles. Se me pone la piel degallina: la risa va dirigida a mí; estoy

segura.Inquieta, acelero el paso y, por fin,

consigo convencer a un plebeyo ancianode que me indique cómo llegar a la forjade Teluman. La encuentro en unabocacalle de la calle principal, señaladatan solo con una recargada letra T dehierro grabada a martillo en la puerta.

A diferencia de las otras forjas, estapermanece en completo silencio. Llamo,pero nadie responde. Y ahora, ¿qué?¿Abro la puerta y me arriesgo aenfurecer al herrero o regreso a lacomandante sin una respuesta cuando meha exigido una expresamente?

No me cuesta decidirme.La puerta principal se abre a una

antecámara. Divide la habitación unmostrador cubierto de polvo detrás delcual hay docenas de vitrinas de cristal yotra puerta más estrecha. La forja en síse encuentra en una sala más grande, ami derecha, fría y vacía, con el fuelleparado. Veo un martillo sobre el yunque,pero las demás herramientas cuelgan deganchos en las paredes, ordenadas. Enesta habitación hay algo que me resultafamiliar. Me recuerda a otra que ya hevisto, pero no la ubico.

La luz entra débilmente a través deuna hilera de ventanas bajas e ilumina elpolvo que he levantado al entrar. Ellugar parece abandonado, y me sientocada vez más frustrada. ¿Cómo se

supone que voy a llevarle una respuestaa la comandante si el herrero no está?

La luz del sol se refleja en lasvitrinas de cristal, así que me fijo en lasarmas que contienen. Son de facturaelegante, todas con los mismos detallesintrincados, casi obsesivos, desde laempuñadura hasta el gavilán, pasandopor la hoja, grabada con minuciosidad.Intrigada por su belleza, me acerco más.Las hojas me recuerdan a algo, igual queel taller en su conjunto… A algoimportante, algo que debería recordar…

Entonces lo entiendo. La mano se mequeda entumecida, de repente, y sueltola carta de la comandante. Ahora lo sé:Darin dibujó estas armas. Dibujó esta

forja. Dibujó ese martillo y ese yunque.Me he pasado tanto tiempo intentandoaveriguar cómo salvar a mi hermano quecasi se me olvida que lo que lo metió enlíos fueron los dibujos. Y aquí está elorigen, ante mis ojos.

—¿Ocurre algo, chica?Un marcial sale por la estrecha

puerta de atrás y me mira más como unpirata de río que como un herrero. Llevala cabeza afeitada y tiene agujeros portodas partes: seis agujeros en cadaoreja, uno en la nariz, en las cejas, enlos labios. Tatuajes multicolores —deestrellas de ocho puntas, de enredaderasrepletas de hojas, de un martillo y unyunque, de un pájaro, de los ojos de una

mujer, de una balanza— le recorren losbrazos y se deslizan hasta el interior deljubón de cuero negro. Unos quince añosmayor que yo, como mucho. Como todoslos marciales, es grande y musculoso,aunque desgarbado, sin la fuerza quecabría esperar de un herrero.

¿Este es el hombre al que espiabaDarin?

—¿Quién sois? —pregunto.Estoy tan desconcertada que se me

olvida que es un marcial.El hombre arquea las cejas como si

dijera: «¿Yo? Por los diez infiernos, ¿yquién eres tú?».

—Este es mi taller —responde—.Soy Spiro Teluman.

«Claro que lo es, Laia, idiota».Me hurgo en el bolsillo para sacar la

nota de la comandante con la esperanzade que el herrero crea que lo hepreguntado porque soy una rataacadémica medio tonta. Lee la nota,pero no dice nada.

—La comandante… exige respuesta.Señor.

—No estoy interesado —responde,alzando el rostro—. Dile que no estoyinteresado.

Después regresa a la habitacióntrasera.

Me quedo mirándolo sin saber quéhacer exactamente. ¿Sabrá que mihermano está en prisión por espiarlo?

¿Habrá visto el herrero los dibujos deDarin? ¿Está siempre este taller tanabandonado? ¿Por eso se acercó tantoDarin? Sigo intentando unir todas laspiezas cuando me sube por el cuello unasensación muy desagradable, como elroce codicioso de los dedos de unfantasma.

—Laia.A la puerta se ha reunido un grupo

de sombras, negras como tintaderramada. Las sombras toman forma,les brillan los ojos; empiezo a sudar.«¿Por qué aquí? ¿Por qué ahora?».

¿Cómo es que soy incapaz decontrolar unas criaturas surgidas de mipropia mente? ¿Por qué no logro

espantarlas?—Laia.Las sombras se alzan, adquieren la

forma de un hombre. Le añadensustancia y color, y la voz me resultafamiliar y verdadera, como si tuviera ami hermano delante.

—¿Por qué me has abandonado,Laia?

—¿Darin?Se me olvida que es una alucinación,

que estoy en una forja marcial con unherrero de aspecto temible a pocosmetros.

El simulacro ladea la cabeza, comosolía hacer Darin.

—Me están haciendo daño, Laia.

No es Darin. Estoy perdiendo lacabeza. Es por la culpa, por el miedo.La voz cambia, se distorsiona y replicacomo si hubiera tres Darin, todoshablando a la vez. La luz de los ojos delfalso Darin desaparece tan deprisa comoel sol en una tormenta y sus iris seoscurecen hasta transformarse en pozosnegros, como si tuviera el cuerpo llenode sombras.

—No sobreviviré, Laia. Me duele.La mano del simulacro sale

disparada para agarrarme del brazo, yun escalofrío helado me atraviesa hastala médula. Grito antes de podercontenerme y, un segundo después, lacriatura deja caer la mano. Percibo una

presencia detrás de mí, me vuelvo y meencuentro con Spiro Teluman blandiendola cimitarra más bonita que he visto enmi vida. Me aparta con cuidado yamenaza al simulacro con el arma.

Como si él también pudiera ver a lascriaturas. Como si pudiera oírlas.

—Largo —le dice.El simulacro se infla, deja escapar

una risita nerviosa y cae, convirtiéndoseen un montón de sombras que meatraviesan los oídos con carcajadas quemás bien parecen esquirlas de hielo.

—Ahora tenemos al chico. Nuestroshermanos le roen el alma. No tardará envolverse loco. Entonces estará maduropara que nos demos un banquete con él.

Spiro descarga la cimitarra. Lassombras gritan y el sonido es como uñasrasgando madera. Se apretujan paracolarse por debajo de la puerta como ungrupo de ratas que escapa de unainundación. Desaparecen en cuestión desegundos.

—Puedes… Puedes verlas —le digo—. Creía que estaban en mi cabeza, queme volvía loca.

—Se llaman guls —respondeTeluman.

—Pero… —Diecisiete años depragmatismo académico protestan antela existencia de criaturas que se suponencarne de leyenda—. Pero los guls no sonreales.

—Son tan reales como tú o como yo.Abandonaron nuestro mundo durante untiempo, pero han regresado. No todoslos ven. Se alimentan de la tristeza, lapena y el hedor a sangre. —Mira a sualrededor—. Les gusta este lugar.

Sus ojos verde pálido se cruzan conlos míos con cuidado, cautelosos.

—He cambiado de idea. Dile a lacomandante que tendré en cuenta supetición. Dile que me envíe lasespecificaciones. Dile que quiero queme las traigas tú.

Mil y una preguntas me dan vueltas en lacabeza cuando salgo de la herrería. ¿Por

qué dibujó Darin el taller de Teluman?¿Cómo entró? ¿Por qué puede Telumanver a los guls? ¿Ha visto también alDarin de sombras? ¿Está Darinmuriéndose? Si los guls son reales, ¿losgenios también?

Cuando llego a Risco Negro meconcentro con decisión en mis tareas, meabstraigo abrillantando los suelos yfregando los baños para ver si logroescapar del ciclón de pensamientos queme arrasa la cabeza.

A última hora de la noche, lacomandante todavía no ha regresado. Medirijo a la cocina oliendo a abrillantadory con la cabeza como un bombo porculpa del indescifrable eco de los

tambores de Risco Negro, que llevansonando todo el día.

Izzi se arriesga a mirarme mientrasdobla una pila de toallas. Sonrío y acambio me ofrece un vacilantemovimiento de labios. La cocineralimpia las encimeras para mañana, sinhacerme caso, como siempre. Recuerdoel consejo de Keenan: que cotillee, queme mantenga ocupada. En silencio, cojouna cesta de ropa para arreglar y mesiento a la mesa de trabajo. Mientrasobservo a la cocinera y a Izzi, derepente me pregunto si serán familia.Inclinan la cabeza del mismo modo, lasdos son bajas y rubias. Y entre ellas serespira un compañerismo tranquilo que

me hace echar mucho de menos a miabuela.

Al final, la cocinera se va a la camay en la cocina reina el silencio. En algúnlugar de la ciudad, mi hermano sufre enuna prisión marcial. «Tienes queconseguir información, Laia. Tienes quedarle algo a la resistencia. Haz hablar aIzzi».

—Los legionarios estaban muyalborotados —comento sin levantar lavista de los remiendos.

Izzi responde con un ruiditoeducado.

—Y también los estudiantes. Mepregunto por qué…

Como no contesta, cambio de

postura y ella vuelve la cabeza paramirarme.

—Es por las Pruebas —responde altiempo que deja de doblar toallas—.Los hermanos Farrar han regresado estamañana. Aquilla y Veturius casi nollegan a tiempo. Los habrían ejecutadosi aparecen unos segundos después.

Nunca me había hablado tanto degolpe, así que tengo que contenermepara no quedarme mirándola.

—¿Cómo sabes todo eso? —lepregunto.

—Toda la escuela habla del tema —dice ella, bajando la voz, y yo meacerco más—. Incluso los esclavos.Aquí no hay mucho más de lo que

hablar, a no ser que quieras sentarte acomparar moratones.

Me río entre dientes y me resultaextraño, casi algo malo, como bromearen un funeral. Pero Izzi sonríe y ya nome siento tan mal. Los tambores suenande nuevo y, aunque Izzi no deja detrabajar, me doy cuenta de que prestaatención.

—Entiendes los tambores —aventuro.

—Sobre todo sirven para darórdenes: «Pelotón azul, preséntese alturno de guardia», «Todos los cadetes ala armería». Ese tipo de cosas. Ahoramismo ordenan un barrido de los túnelesorientales. —Baja la vista a la ordenada

pila de toallas. Un mechón de pelo rubiole cae sobre el rostro y hace que parezcaaún más joven—. Cuando lleves aquí untiempo, acabarás por entenderlos.

Mientras asimilo la inquietanteinformación, la puerta principal secierra de golpe. Tanto Izzi como yodamos un bote.

—Esclava —dice la comandante—,arriba.

Izzi y yo intercambiamos miradas, yme sorprende comprobar que el corazónme late a una velocidad incómoda. Elterror me va calando hasta los huesospoco a poco, con cada escalón que subo.No sé por qué. La comandante me llamatodas las noches para que me lleve su

ropa para lavar y le trence el pelo antesde acostarse. «Hoy es un día más, Laia».

Cuando entro en el cuarto, está depie delante de su tocador, pasando unadaga por la llama de una vela.

—¿Me has traído la respuesta delherrero?

Se la doy, y ella se vuelve paramirarme con frío interés. Ya es másemoción de la que le había visto desdeque la conozco.

—Spiro lleva años sin aceptarningún encargo. Debes de haberlegustado.

Lo dice de un modo que me pone lapiel de gallina. Prueba la punta delcuchillo en su índice y después se limpia

la gota de sangre que ha brotado.—¿Por qué la has abierto?—¿Señor?—La carta —responde—. La has

abierto. ¿Por qué?Se coloca frente a mí y, si correr

sirviera de algo, estaría saliendo por lapuerta en un segundo. Retuerzo la tela demi camisa. La comandante ladea lacabeza, a la espera de mi respuesta,como si su interés fuera genuino, comosi pudiera decirle algo que lasatisficiera.

—Ha sido un accidente. Se me haresbalado la mano y… he roto el sello.

—No sabes leer —me dice—. Asíque no entiendo por qué te molestarías

en abrirla. Aunque podrías ser una espíaque planea contar mis secretos a laresistencia.

Tuerce los labios en algo que podríaser una sonrisa de no estar tan falta dealegría.

—No soy… No…¿Cómo ha averiguado lo de la carta?

Recuerdo las pisadas que he oído en elpasillo después de salir de susaposentos esta mañana. ¿Me ha vistomanipularla? ¿Le habrá notificado laoficina de correos que había un defectoen el sello? Da igual. Pienso en laadvertencia de Izzi cuando llegué: «Lacomandante ve muchas cosas. Sabecosas que no debería saber».

Alguien llama a la puerta y, a laorden de la comandante, dos legionariosentran y saludan.

—Sujetadla —les pide.Los legionarios me agarran y, de

repente, entiendo con espantosa claridadla presencia del cuchillo.

—No… Por favor, no…—Silencio.Pronuncia la palabra en voz baja,

como si fuera el nombre de un amante.Los soldados me sujetan a la silla; susmanos son como grilletes en mis brazos,sus rodillas me sujetan los pies. Susrostros no muestran ninguna emoción.

—En circunstancias normales, tesacaría un ojo por tamaña insolencia —

reflexiona la comandante—. O tecortaría una mano. Pero no creo queSpiro Teluman siga tan interesado en tisi te desfiguro. Tienes suerte de quequiera una hoja de Teluman, chica.Tienes suerte de que Teluman quierameterte mano.

Su mirada se detiene en mi pecho, enla suave piel por encima del corazón.

—Por favor —repito—. Ha sido unerror.

Se acerca más, sus labios a pocoscentímetros de los míos, esos ojosmuertos encendidos, solo por unmomento, iluminados por una furiaaterradora.

—Chica estúpida —susurra—. ¿Es

que no has aprendido nada? Yo no tolerolos errores.

Me mete una mordaza en la boca, yel cuchillo quema, abrasa, me graba unsendero en la piel. Trabaja despacio,muy despacio. El olor a carnechamuscada me impregna las fosasnasales, y me oigo suplicar clemencia,sollozar y después gritar.

«Darin. Darin. Piensa en Darin».Pero no puedo pensar en mi

hermano. Sumida en el dolor, ni siquierarecuerdo su rostro.

XVIII

Elias

Helene no está muerta. No puedeestarlo. Ha sobrevivido a la iniciación,a las tierras salvajes, a las escaramuzasde la frontera, a los azotes… Que mueraahora, a manos de alguien tan vil comoMarcus, es impensable. La parte de míque sigue siendo un niño, la parte de mí

de cuya existencia no he sabido hastaahora, aúlla de rabia.

La muchedumbre del patio empujahacia delante. Los alumnos estiran elcuello para intentar ver mejor a Helene.El rostro cincelado en hielo de mi madredesaparece de la vista.

—¡Despierta, Helene! —le chillo,sin prestar atención a la multitud—.Venga.

«Se ha ido. Ha sido demasiado paraella».

Por un interminable segundo, lasostengo, entumecido ante la certeza.

«Está muerta».—Abrid paso, malditos.La voz de mi abuelo parece muy

lejana, pero lo tengo a mi lado unsegundo después. Me quedo mirándolo,abatido. Hace tan solo unos días lo vimuerto en el campo de batalla de mispesadillas. Pero aquí está, sano y salvo.Le pone una mano en el cuello a Helene.

—Sigue viva —dice—. Por poco.Despejad la zona. —Saca la cimitarra yla multitud retrocede—. ¡Id a por elmédico! ¡Buscad una camilla! ¡Moveos!

—Augur —consigo decir con vozahogada—. ¿Dónde está el augur?

Cain aparece como si mispensamientos lo conjurasen. Empujo aHelene contra mi abuelo y a punto estoyde estrangular al augur por lo que nos hahecho pasar.

—Tienes poder para curarla —lesuelto entre dientes—. Sálvala. Mientrassigue con vida.

—Entiendo tu rabia, Elias. Sientespena, dolor…

Sus palabras me llegan como sifueran el graznido incesante de uncuervo.

—Son tus reglas: nada de trampas—le digo.

«Calma, Elias, no pierdas losnervios. Ahora, no».

—Pero los Farrar las han hecho —prosigo—. Sabían que pasaríamos porel desfiladero. Nos han tendido unaemboscada.

—Las mentes de los augures están

unidas. Si uno de nosotros hubieraayudado a Marcus y a Zak, el resto losabría. Nadie conocía vuestro paradero.

—¿Ni siquiera mi madre?—Ni siquiera ella —responde Cain,

aunque hace una pausa muy reveladora.—¿Le has leído la mente? —le

pregunta mi abuelo, que está a mi lado—. ¿Estás absolutamente seguro de queno sabía dónde estaba Elias?

—Leer mentes no es como leerlibros, general. Requiere estudio…

—¿Puedes leérsela o no?—Keris Veturia camina por senderos

oscuros. La oscuridad la protege, laoculta a nuestra mirada.

—Entonces, la respuesta es no —

concluye mi abuelo con sequedad.—Si no puedes leerle la mente,

¿cómo sabes que no ayudó a Marcus y aZak a hacer trampas? ¿Se la has leído aellos?

—No sentimos la necesidad de…—Pues reconsideradlo —lo

interrumpo, airado—. Mi mejor amigase muere porque esos hijos de puta oshan tomado el pelo.

—Cyrena —le dice Cain a uno delos otros augures—, estabiliza a Aquillay aísla a los Farrar. Que nadie los vea.—Después, se vuelve hacia mí—. Si loque dices es cierto, el equilibrio estáalterado y debemos restaurarlo. Lacuraremos. Pero, si no podemos

demostrar que Marcus y Zacharias hanhecho trampa, debemos abandonar a laaspirante Aquilla a su destino.

Asiento bruscamente, aunque, dentrode mi cabeza, le grito: «¡Idiota!¡Demonio estúpido y repulsivo! Estáisdejando que ganen esos cretinos. Estáispermitiendo que queden impunes de unasesinato».

El abuelo, que guarda un silenciopoco habitual en él, me acompaña a laenfermería. Cuando llegamos a laspuertas, estas se abren y sale lacomandante.

—¿Advirtiendo a tus lacayos, Keris?—pregunta el abuelo, que se alza sobresu hija y tuerce los labios.

—No sé de qué me hablas.—Eres una traidora a tu gens, chica

—replica él, el único hombre delplaneta lo bastante valiente como parallamarla «chica»—. No creas que voy aolvidarlo.

—Tú elegiste a tu favorito, general—responde mi madre; me mira y, alhacerlo, vislumbro un relámpago de iradesquiciada—. Yo he elegido al mío.

Nos deja en la puerta de laenfermería. El abuelo la observamarcharse y yo desearía saber en quéestá pensando. ¿Qué ve cuando la mira?¿A la niña que era? ¿A la criaturadesalmada que es ahora? ¿Sabe por quése convirtió en lo que es? ¿Lo vio

ocurrir?—No la subestimes, Elias —dice—.

No está acostumbrada a perder.

XIX

Laia

Cuando abro los ojos, el techo bajo demi habitación se cierne sobre mí. Norecuerdo haber perdido la consciencia.Puede que hayan sido minutos, puedeque horas. A través de la cortina de miumbral entreveo un retazo de cielo queparece todavía indeciso entre la noche y

la mañana. Me apoyo sobre los codos yahogo un gemido: el dolor esabsorbente, tan persistente que es comosi siempre hubiera estado conmigo.

No miro la herida. No me hace falta.Vi cómo me la grababa la comandante:una letra K escrita con precisión merecorre desde la clavícula hasta elcorazón. Me ha marcado. Me hamarcado como un objeto de supropiedad. Es una cicatriz que mellevaré a la tumba.

«Límpiala. Véndala. Vuelve altrabajo. No le des una excusa paravolver a hacerte daño».

La cortina se mueve. Izzi entra consigilo y se sienta al final de mi camastro;

es tan bajita que no tiene que agacharsepara evitar golpearse la cabeza.

—Ya casi ha salido el sol —anuncia.

Se lleva la mano al parche del ojo,pero se detiene a tiempo y se coge lacamisa.

—Anoche te trajeron loslegionarios.

—Es horrible —digo, y me odio porhacerlo.

«Débil, Laia, eres débil». Mi madretenía una cicatriz de quince centímetrosen la cadera, por culpa de un legionarioque estuvo a punto de forzarla. Mi padretenía marcas en la espalda, aunque nuncanos contó cómo ocurrió. Los dos

exhibían sus cicatrices con orgullo, yaque eran prueba de su habilidad parasobrevivir. «Sé fuerte como ellos, Laia.Sé valiente».

Pero yo no soy fuerte. Soy débil yestoy cansada de fingir que no lo soy.

—Podría ser peor. —Izzi se llevauna mano al ojo perdido—. Este fue miprimer castigo.

—¿Cómo…? ¿Cuándo…?Por los cielos, no hay forma

delicada de preguntarlo. Guardosilencio.

—Un mes después de llegar aquí, lacocinera intentó envenenar a lacomandante —responde mientrasjuguetea con el parche—. Creo que yo

tenía cinco años. Ya hace más de diez.La comandante olió el veneno… Losmáscaras se entrenan para esas cosas.No le puso a la cocinera ni una manoencima; se limitó a acercarse a mí conun atizador al rojo y obligarla a verlotodo. Recuerdo que, justo antes, deseéque alguien estuviera allí. ¿Mi madre?¿Mi padre? Alguien que la detuviera.Alguien que me sacara de allí. Después,solo recuerdo querer morirme.

Cinco años. Por primera vez soyconsciente de que Izzi ha sido unaesclava casi toda su vida. Lo que yo hepasado en diez días ella lleva muchosaños sufriéndolo.

—La cocinera me mantuvo con vida.

Es buena con las curas. Anoche queríavendarte, pero… Bueno, no nos dejabasacercarnos a ninguna de las dos.

Entonces recuerdo que loslegionarios tiraron mi cuerpoentumecido a la cocina. Manos amables,voces suaves. Luché contra ellas con laspocas fuerzas que me quedaban,pensando que querían hacerme daño.

El eco de los tambores del albarompe nuestro silencio. Un momentodespués, la voz ronca de la cocineraretumba por el pasillo, preguntándole aIzzi si ya estoy en pie.

—La comandante quiere que lelleves arena de las dunas para un masaje—explica Izzi—. Después quiere que le

lleves un informe a Spiro Teluman. Perodeberías permitirle a la cocinera que tevea primero.

—No.Mi vehemencia es tal que Izzi se

levanta de un salto. Bajo la voz. Yotambién me volvería asustadiza despuésde tantos años al servicio de lacomandante.

—La comandante querrá la arenapara el baño de la mañana. No quieroque me castigue por llegar tarde.

Izzi asiente, me ofrece una cesta parala arena y sale corriendo. Cuando melevanto, se me nubla la vista. Me enrolloun pañuelo en el cuello para cubrir la Ky salgo de mi cuarto.

Cada paso es una puñalada de dolor,cada gramo de peso me tira de la herida,me marea y me provoca arcadas. Sinquerer, rememoro la concentraciónabsoluta que reflejaba el rostro de lacomandante mientras me cortaba. Es unaentendida en dolor, igual que otros sonentendidos en vinos. Se tomó su tiempoconmigo… y fue mucho peor.

Camino hacia la parte de atrás de lacasa a un ritmo terriblemente lento.Cuando llego al escarpado camino quebaja hasta las dunas, me tiembla todo elcuerpo. Me dejo llevar por ladesesperación: ¿cómo voy a ayudar aDarin si ni siquiera puedo andar?¿Cómo voy a espiar si a cada intento se

me castiga así?«No puedes salvarlo, porque no vas

a sobrevivir mucho más a lacomandante. —Mis dudas crecen,traicioneras, en el terreno abonado demi mente, como enredaderas que meahogan—. Será tu final y el de toda tufamilia. Barridos de la existencia comotantos otros».

El camino se retuerce y da vueltassobre sí mismo, engañoso como lascambiantes dunas. Un viento caliente mesopla en la cara y me arranca lágrimasde los ojos antes de que logrecontenerlas, hasta que apenas veo pordónde piso. Al pie de los riscos, caigoen la arena. Mis sollozos despiertan

ecos en este lugar vacío, pero no meimporta: no hay nadie para oírlos.

Mi vida en el barrio Académiconunca fue fácil; a veces era horrible,como cuando se llevaron a mi amigaZara o cuando Darin y yo noslevantábamos y acostábamos con eldolor del hambre en el estómago. Comotodos los académicos, aprendí a bajar lamirada ante los marciales, pero, almenos, no tenía que doblar la cerviz a supaso. Al menos, en mi vida no existíaeste tormento, siempre a la espera demás dolor. Tenía a los abuelos, que meprotegían mucho más de lo que pensaba.Tenía a Darin, que ocupaba un espaciotan grande en mi vida que lo creía tan

inmortal como las estrellas.Ahora no están. Ninguno. Lis, con

sus ojos risueños, tan frescos en mirecuerdo que me parece imposible quelleve doce años muerta. Mis padres, queestaban deseando liberar a losacadémicos, pero solo consiguieronacabar muertos. Se han ido, como todoslos demás. Me han dejado aquí, sola.

Unas sombras emergen de la arena yme rodean. Guls. «Se alimentan de latristeza, la pena y el hedor a sangre».

Uno de ellos grita y me sorprendetanto que suelto la cesta. Conozco elsonido y es espeluznante.

—¡Piedad! —Se burlan con susvoces agudas superpuestas—. ¡Por

favor, piedad!Me tapo los oídos al reconocer mi

voz en las suyas, mis súplicas a lacomandante. ¿Cómo lo han sabido?¿Cómo me han oído?

Las sombras dejan escapar risasnerviosas y dan vueltas a mi alrededor.Una, más valiente que las demás, me daun mordisco en la pierna, enseñando losdientes. Un escalofrío me recorre lapiel.

—¡Parad! —les grito.Los guls se carcajean e imitan mi

súplica:—¡Parad! ¡Parad!Si tuviera una cimitarra, un cuchillo,

cualquier cosa para ahuyentarlos como

hizo Spiro Teluman… Pero no tengonada, así que intento alejarme dandotumbos, aunque acabo golpeándomecontra una pared.

Al menos eso es lo que me parece.Tardo un momento en darme cuenta deque no es una pared, sino una persona.Una persona alta, de hombros anchos ymusculosa como un gato montés.

Me encojo de miedo, pierdo elequilibrio y dos manos grandes mesujetan. Alzo la vista y me quedoparalizada al encontrarme mirando aunos ojos gris pálido muy familiares.

XX

Elias

La mañana después de la prueba medespierto antes del alba, mareado por ladroga para dormir que, ahora me doycuenta, me han suministrado. Tengo elrostro afeitado, me han lavado y alguienme ha puesto un uniforme limpio.

—Elias.

Cain surge de entre las sombras demi cuarto. Tiene el rostro macilento,como si llevara toda la noche despierto.Levanta las manos para detener miprevisible lluvia de preguntas.

—La aspirante Aquilla está en lascapaces manos del médico de RiscoNegro —me dice—. Si debe vivir,vivirá. Los augures no interferirán, yaque no hemos descubierto nada queindique que los Farrar hicieran trampa.Hemos declarado a Marcus ganador dela primera prueba. Como premio harecibido una daga y…

—¿Qué?—Regresó el primero…—Porque hizo trampa…

Se abre la puerta y entra Zakcojeando. Me dispongo a coger laespada que el abuelo me dejó junto a lacama, pero, antes de que puedalanzársela al Sapo, Cain se interponeentre nosotros. Me levanto y meto lospies en las botas a toda prisa: no estarédescansando en la cama con esa basuraa tres metros de mí.

Cain junta los dedos exangües yexamina a Zak.

—Tienes algo que decir.—Deberíais curarla.Se le marcan las venas en el cuello y

sacude la cabeza como un perro mojadoque intenta deshacerse del agua.

—¡Para! —le grita al augur—. ¡Deja

de intentar meterte en mi cabeza!Vosotros curadla, ¿vale?

—¿Te sientes culpable, imbécil? —le espeto al tiempo que intento apartar aCain, pero el augur me bloquea con unavelocidad sorprendente.

—No digo que hayamos hechotrampa —responde él mirandorápidamente a Cain—. Digo quedeberíais curarla. Adelante.

Cain se pone rígido cuando seconcentra en Zak. El aire se agita y secondensa. El augur lo está leyendo, lonoto.

—Marcus y tú os encontrasteis —dice Cain frunciendo el ceño—. Algo…os condujo el uno al otro…, pero no uno

de los augures. No la comandante.El augur cierra los ojos como si

intentara escuchar con más atenciónantes de volver a abrirlos.

—¿Y bien? —pregunto—. ¿Qué hasvisto?

—Lo bastante para convencerme deque los augures deben curar a laaspirante Aquilla. Pero no lo bastantepara convencerme de que los Farrarsean culpables de sabotaje.

—¿Por qué no puedes limitarte aleerle la mente a Zak, como haces contodo el mundo, y…?

—Nuestro poder tiene sus límites.No podemos penetrar en las mentes delos que han aprendido a protegerse.

Me quedo mirando a Zak. Por losdiez infiernos, ¿cómo ha aprendido aevitar que los augures se le metan en lacabeza?

—Los dos tenéis una hora para salirde la escuela —nos dice Cain—.Informaré a la comandante de quequedáis relevados de vuestras tareas deldía. Id a dar un paseo, al mercado, a unburdel… Me da igual. No regreséis a laescuela hasta la noche y no regreséis ala enfermería. ¿Lo habéis entendido?

Zak frunce el ceño.—¿Por qué tenemos que irnos?—Porque tus pensamientos,

Zacharias, son un pozo de pura agonía.Y en los tuyos, Veturius, resuenan con

tanta fuerza tus ansias de venganza queno me dejan oír nada más. Ninguno delos dos me permitiría hacer lo que debohacer para curar a la aspirante Aquilla.Así que marchaos. Ya.

Cain se hace a un lado, y Zak y yosalimos por la puerta a regañadientes.Zak intenta apartarse de mí, pero tengopreguntas que necesitan respuesta y noestoy dispuesto a dejar que se escabulla.Lo alcanzo.

—¿Cómo averiguasteis dóndeestábamos? ¿Cómo lo sabía lacomandante?

—Tiene sus métodos.—¿Qué métodos? ¿Qué le has

enseñado a Cain? ¿Cómo has

conseguido que no se te meta en lacabeza? ¡Zak!

Le tiro del hombro para volverlohacia mí. Él me aparta la mano, pero nose aleja.

—Todas esas tonterías sobre genios,efrits, guls y espectros… No sontonterías, Veturius. No son mitos. Lasantiguas criaturas son reales. Vienen apor nosotros. Protégela. Es lo únicopara lo que sirves.

—¿Y a ti qué más te da ella? Tuhermano lleva años atormentándola ynunca has dicho ni una palabra paradetenerlo.

Zak se queda mirando los campos dearena donde entrenamos, vacíos a estas

horas tan tempranas.—¿Sabes lo peor de todo esto? —

pregunta en silencio—. Me faltaba muypoco para poder alejarme de él parasiempre. Muy poco para librarme de él.

No es lo que esperaba oír. Desdeque llegamos a Risco Negro, no hahabido Marcus sin Zak. El menor de losFarrar está más unido a su hermano quela sombra del propio Marcus.

—Si quieres librarte de él, ¿por quésatisfaces todos sus caprichos? ¿Por quéno le haces frente?

—Llevamos mucho tiempo juntos —responde sacudiendo la cabeza. Surostro resulta impenetrable donde lamáscara aún no se ha fundido—. No sé

quién soy sin él.Cuando se dirige a las puertas

principales, no lo sigo. Necesitoaclararme las ideas. Voy hacia la atalayaoriental, y allí me coloco un arnés y bajohaciendo rappel hasta las dunas.

La arena se arremolina a mialrededor. Estoy hecho un lío. Caminoarrastrando los pies por la falda de losriscos, observando como palidece elhorizonte a medida que el sol se alza. Selevanta más viento, cálido e insistente.Mientras camino, es como siaparecieran formas en la arena, figurasque dan vueltas y bailan, alimentándosede la ferocidad del viento. El airetransporta susurros y me parece oír el

penetrante staccato de una risademencial.

«Las antiguas criaturas son reales.Vienen a por nosotros».

¿Está Zak intentando avisarme sobrela siguiente prueba? ¿Me está diciendoque mi madre se ha confabulado conunos demonios? ¿Así fue como nossaboteó a Hel y a mí? Me digo que esasideas son ridículas, que una cosa escreer en el poder de los augures y otraen genios del fuego y de la venganza. Oen efrits vinculados a los elementos,como el viento, el mar o la arena. Puedeque el esfuerzo de la primera pruebahaya acabado con Zak.

Mamie Rila nos contaba historias

sobre los seres mágicos. Era la kehannide nuestra tribu, nuestra cuentacuentos, ycreaba mundos enteros con su voz, conel movimiento de una mano o unainclinación de cabeza. Algunas deaquellas leyendas se me quedarongrabadas muchos años: el Portador de laNoche y su odio hacia los académicos.La habilidad de los efrits para despertarla magia latente en los humanos. Losguls hambrientos de almas que sealimentan del dolor, como los buitres dela carroña.

Pero no eran más que cuentos.El viento me trae el evocador sonido

de unos sollozos. Al principio creo queme lo imagino y me reprendo por haber

permitido que las historias de seresmágicos de Zak me afecten. Pero elsonido se hace más fuerte. Delante demí, al pie del retorcido sendero quelleva a la casa de la comandante, hayuna pequeña figura sentada en el suelo.

Es la esclava de los ojos dorados, laque Marcus estuvo a punto de asfixiar, laque vi muerta en el campo de batalla demis pesadillas.

Se sostiene la cabeza con una manomientras golpea el aire con la otra ymasculla entre sollozos. Se tambalea,cae al suelo y se levanta con dificultad.Está claro que no se encuentra bien, quenecesita ayuda. Aminoro el ritmo y meplanteo dar media vuelta. Recuerdo el

campo de batalla y la aseveración de miprimera víctima: que todos los de aquelcampo de batalla morirían a manos deElias Veturius.

«Mantente alejado de ella, Elias —me urge una voz cautelosa—. No teinmiscuyas en nada que tenga que vercon ella».

Pero ¿por qué mantenerme alejado?El campo de batalla era la visión de losaugures sobre mi futuro. Puede que debademostrarles a esos cabrones que piensoluchar contra ese futuro. Que no loaceptaré sin más.

Una vez me comporté como unimbécil con esa chica. Me quedémirando sin hacer nada y Marcus la dejó

llena de moratones. Necesitaba ayuda yse la negué. No cometeré el mismo errorde nuevo. Sin más vacilación, me acercoa ella.

XXI

Laia

Es el hijo de la comandante:Veturius.

¿De dónde ha salido? Lo empujo confuerza y, de inmediato, me arrepiento.Un estudiante de Risco Negro normal medaría una paliza por tocarle sinpermiso… Y no se trata de un estudiante

normal, sino de un aspirante y delengendro de esa mujer. Tengo que salirde aquí. Tengo que regresar a la casa.Sin embargo, la debilidad que llevoarrastrando toda la mañana me puede ycaigo a la arena a pocos metros,sudorosa y con náuseas.

«Infección».Conozco los síntomas. Debería

haber dejado que la cocinera me curarala herida anoche.

—¿Con quién hablabas? —preguntaVeturius.

—C-con nadie, aspirante, señor.«No todos los ven», me dijo

Teluman de los guls. Está claro queVeturius no los ve.

—Tienes muy mal aspecto —medice—. Ven a la sombra.

—La arena. Tengo que subirla si noquiero que la comandante… que ella…

—Siéntate.No es una sugerencia. Recoge mi

cesta y me da la mano para conducirmea la sombra de los riscos y colocarmesobre un pequeño canto rodado.

Cuando me atrevo a mirarlo, élcontempla el horizonte, y la luz del albase refleja en su máscara como el sol enel agua. Incluso a pocos metros dedistancia, todo en él habla de violencia,desde el pelo corto y negro hasta lasgrandes manos, pasando por el hecho deque todos sus músculos están trabajados

hasta alcanzar una perfección mortífera.Las vendas de los antebrazos y losarañazos que le afean las manos y elrostro hacen que parezca aún más feroz.

Solo tiene un arma, una daga en elcinturón, pero es un máscara. Nonecesita armas porque él en sí mismo esun arma, sobre todo si se enfrenta a unaesclava que apenas le llega al hombro.Intento alejarme todo lo posible de él,pero me pesa demasiado el cuerpo.

—¿Cómo te llamas? No llegaste acontestarme.

Me llena el cubo de arena, sinmirarme.

Pienso en cuando la comandante mehizo la misma pregunta y en el golpe que

recibí por responder con sinceridad.—Es-esclava.Guarda silencio por un momento.—Dime tu nombre de verdad.Aunque lo pide con calma, las

palabras son una orden.—Laia.—Laia —repite—. ¿Qué te ha

hecho?Qué extraño que un máscara pueda

sonar tan amable, que su voz de barítonopueda ofrecer consuelo. Si cerrara losojos, ni siquiera sabría que estoyhablando con uno de ellos.

Pero no puedo confiar en su voz. Essu hijo. Si me demuestra preocupación,es por algún motivo… Y seguramente

por uno que no me conviene.Me quito el pañuelo muy despacio.

Cuando ve la K, se le endurece lamirada detrás de la máscara y, por unmomento, veo arder la tristeza y la furiaen ella. Me sorprende cuando habla denuevo.

—¿Me permites?Levanta una mano y apenas noto sus

dedos cuando me rozan la piel que rodeala herida.

—Tienes la piel caliente —me dicemientras levanta la cesta de arena—. Laherida es grave. Necesitas cuidados.

—Ya lo sé —respondo—. Lacomandante quería arena, y yo no teníatiempo para… para…

Veo el rostro de Veturius borroso unmomento y es como si yo no pesaranada. De repente lo noto cerca, lobastante cerca como para sentir el calorde su cuerpo. Me llega un olor a clavo ya lluvia. Cierro los ojos para que tododeje de dar vueltas, pero no ayuda. Merodea con sus brazos, unos brazosfuertes y amables a la vez, y me levanta.

—¡Soltadme!Logro reunir fuerzas y le empujo el

pecho. ¿Qué hace? ¿Adónde me lleva?—¿Cómo piensas volver a subir los

riscos, si no? —me pregunta. Susgrandes zancadas nos llevan fácilmentepor el sendero zigzagueante—. Apenaseres capaz de mantenerte en pie.

¿De verdad cree que soy lo bastanteestúpida como para aceptar su «ayuda»?Es una trampa que ha tramado con sumadre. Me espera algún otro castigo.Tengo que escapar.

Sin embargo, mientras camina, mevuelvo a marear y me agarro a su cuellohasta que se me pasa. Si me agarro conla fuerza suficiente, no podrá lanzarme alas dunas; no sin caer él también.

De repente me fijo en sus brazosvendados y recuerdo que ayer terminó laprimera prueba.

Veturius me sorprende mirándolos.—No son más que arañazos —me

asegura—. Los augures me dejaron enmedio de los Grandes Páramos para la

primera prueba. Al cabo de unos díassin agua empecé a caerme mucho.

—¿Os dejaron en los Páramos? —pregunto, estremecida. Todos han oídohablar de ese lugar. Hace que las tierrasde las tribus parezcan casi habitables—.¿Y habéis sobrevivido? ¿Os avisaron, almenos?

—Les gustan las sorpresas.A pesar de mi malestar, no se me

escapa la importancia de lo que acabade decirme. Si los aspirantes no sabenlo que sucederá en las Pruebas, ¿cómovoy a descubrirlo yo?

—¿La comandante no sabe contraqué os enfrentaréis?

¿Por qué le hago tantas preguntas?

No es apropiado. Debe de ser la herida,que me confunde. Pero si mi curiosidadmolesta a Veturius, no lo dice.

—Quizá. Da igual. Aunque losupiera, a mí jamás me lo contaría.

¿Su madre no quiere que gane? Unaparte de mí se pregunta por su extrañarelación, pero entonces me recuerdo queson marciales. Los marciales sondiferentes.

Veturius llega a la cima de los riscosy se agacha para pasar por debajo de laropa que aletea en el tendedero ydirigirse al pasillo de los esclavos.Cuando me lleva a la cocina y medeposita sobre un banco, al lado de lamesa de trabajo, Izzi, que está fregando

el suelo, suelta el cepillo y se quedamirando, boquiabierta. La mirada de lacocinera se detiene en mi herida ysacude la cabeza.

—Pinche —dice—, lleva la arenaarriba. Si la comandante pregunta por laesclava, dile que está enferma y que meencargo yo de ella para que puedavolver al trabajo.

Izzi recoge el cubo de arena sinemitir sonido alguno y desaparece. Medan náuseas y tengo que meter la cabezaentre las piernas unos segundos.

—La herida de Laia está infectada—dice Veturius cuando se va Izzi—.¿Tienes suero de sanguinaria?

Si la cocinera se sorprende al oír al

hijo de la comandante pronunciar minombre real, no lo parece.

—La sanguinaria es demasiadovaliosa para malgastarla con nosotros.Tengo raíz tostada e infusión de leñaflor.

Veturius frunce el ceño y le da a lacocinera las mismas instrucciones que lehabría dado el abuelo: infusión deleñaflor tres veces al día y nada devendas. Se vuelve hacia mí.

—Te buscaré un poco de sanguinariay te la traeré mañana, prometido. Tepondrás bien. La cocinera sabe deremedios.

Asiento con la cabeza sin saber sidebería darle las gracias, todavía a laespera de que revele su propósito oculto

al salvarme. Pero no dice nada más; alparecer ha quedado satisfecho con mirespuesta. Se mete las manos en losbolsillos y se encamina hacia la puertade atrás.

La cocinera se pone a trajinar en losarmarios y, unos minutos más tarde,tengo una taza de infusión humeante enlas manos. Después de bebérmela sesienta frente a mí, con sus cicatrices apocos centímetros de mi rostro. Mequedo mirándolas, pero ya no meparecen grotescas. ¿Es porque me heacostumbrado a verlas? ¿O porque ahoratengo mis propias deformidades?

—¿Quién es Darin? —me pregunta.Sus ojos de zafiro brillan y, por un

momento, me resultan curiosamentefamiliares—. Lo llamabas por la noche.

La infusión me alivia un poco elmareo, así que me siento.

—Es mi hermano.—Ya veo.La cocinera sumerge un cuadrado de

gasa en aceite de raíz tostada y me datoquecitos con él en la herida. Hago unamueca de dolor y me agarro al asiento.

—¿Y él también está en laresistencia?

—¿Cómo sabes…?«¿Cómo sabes eso?», es lo que he

estado a punto de decir, pero recupero elbuen juicio y aprieto los labios.

La cocinera se percata de mi desliz y

se abalanza sobre él.—No cuesta averiguarlo. He visto ir

y venir a cientos de esclavos. Losmiembros de la resistencia siempre sondistintos. No están hundidos. Al menos,cuando llegan. Tienen… esperanza.

Frunce los labios, como si hablarade una colonia de delincuentes enfermosen vez de referirse a su propia gente.

—No estoy con los rebeldes.Ojalá no hubiera dicho nada. Darin

dice que hablo con voz más agudacuando miento, y la cocinera parece serde las que se dan cuenta de esas cosas.Efectivamente, me mira con los ojosentornados.

—No soy imbécil, chica. ¿Sabes lo

que estás haciendo? La comandante tedescubrirá. Te torturará y te matará.Después castigará a cualquiera queconsidere amigo tuyo. Es decir, a Iz…, ala pinche.

—No hago nada mal…—Hace tiempo hubo una mujer que

se unió a la resistencia —empieza acontar, interrumpiéndome abruptamente—. Aprendió a mezclar polvos ypociones para que el aire mismo setransformara en fuego, y las piedras, enarena. Pero se le fue de las manos. Hizocosas para los rebeldes, cosas horriblesque jamás habría soñado hacer. Lacomandante la descubrió, como habíadescubierto a tantos otros. La trinchó a

conciencia y le destrozó la cara. Laobligó a tragar brasas y le estropeó lavoz. Después la convirtió en esclava desu casa, pero no sin antes asesinar atodas las personas a las que la mujerconocía. A todas las personas a las queamaba.

«Oh, no».Entiendo con espeluznante claridad

el origen de las cicatrices de lacocinera. Ella asiente para hacermesaber que el horror que empiezo a sentirva bien encaminado.

—Me quedé sin nada: familia,libertad… Todo por una causa perdidadesde el principio.

—Pero…

—Antes de que llegaras, laresistencia envió a un chico, Zain. Sesuponía que era jardinero. ¿Te hablaronde él?

Estoy a punto de negar con lacabeza, pero me contengo y cruzo losbrazos. No hace caso de mi silencio. Nohace suposiciones. Lo sabe.

—Fue hace dos años. La comandantelo atrapó. Se pasó varios díastorturándolo en el calabozo de laescuela. Algunas noches lo oíamos. Looíamos gritar. Cuando terminó con Zainreunió a todos los esclavos de RiscoNegro para averiguar quiénes eranamigos suyos. Quería enseñarnos unalección por no haber entregado a un

traidor. —La cocinera clava sus ojos enmí, implacable—. Para asegurarse detransmitir bien el mensaje, mató a tresesclavos. Por suerte, yo había avisado aIzzi para que no se acercara al chico.Por suerte, me escuchó.

La cocinera recoge sus suministros ylos mete de nuevo en un armario. Cogeun cuchillo de carnicero y empieza adarle hachazos a un trozo de carne quela espera en la mesa de trabajo.

—No sé por qué huiste de tu familiapara unirte a esos cabrones rebeldes. —Me lanza las palabras como si fueranpiedras—. Me da igual. Diles que lodejas. Pide otra misión en algún lugar enel que no hagas daño a nadie. Porque, si

no, morirás, y solo los cielos saben loque nos pasará a los demás. —Meapunta con el cuchillo, y yo me revuelvoen la silla, observándolo—. ¿Es eso loque quieres? —pregunta—. ¿La muerte?¿Que torturen a Izzi? —Se inclina haciadelante, escupiendo saliva. Tengo elcuchillo a pocos centímetros de la cara—. ¿Es eso?

—No hui —estallo. El cadáver delabuelo, los ojos vidriosos de la abuela,Darin intentando zafarse… Todo pasacomo un relámpago ante mis ojos—. Nisiquiera quería unirme a ellos. Misabuelos… Un máscara…

Me muerdo la lengua. «Cierra laboca, Laia». Miro con el ceño fruncido

a la anciana y no me sorprendecomprobar que me devuelve la mirada.

—Cuéntame por qué te uniste a losrebeldes. Dime la verdad y me guardarépara mí tu sucio secretito —dice—. Sino me haces caso, le cuento a esa brujade corazón helado quién eres.

Clava el cuchillo en la mesa y sedeja caer en el asiento que tengo al lado,a la espera.

Maldita sea. Si le cuento lo de laredada y lo que pasó después, es posibleque se chive de todos modos. Por otrolado, si no digo nada, no me cabe dudade que irá directa a la habitación de lacomandante. Está lo bastante loca comopara hacerlo.

No me queda elección.Mientras hablo de lo que sucedió

aquella noche, ella guarda silencio,impasible. Cuando termino, tengo losojos hinchados, pero el rostrodestrozado de la cocinera no desvelanada.

Me limpio la cara en la manga.—Darin está en la cárcel. Es

cuestión de tiempo que la tortura lo mateo que lo vendan como esclavo. Tengoque llegar hasta él antes de que esoocurra. Pero no puedo hacerlo sola. Losrebeldes me aseguraron que, si espiabapara ellos, me ayudarían. —Me levanto,temblorosa—. Si quieres, amenázamecon entregarle mi alma al Portador de la

Noche. No me importa. Darin es miúnica familia y tengo que salvarlo.

La cocinera no dice nada y, al cabode un minuto, deduzco que no quierehacerme ni caso. Pero cuando me dirijoa la puerta, habla.

—Tu madre, Mirra. —Al oír elnombre de mi madre, vuelvo la cabezade inmediato. La cocinera me observa—. No te pareces a ella.

Me sorprendo tanto que ni memolesto en negarlo. La cocinera debe detener unos setenta años. Rondaría lossesenta cuando mis padres lideraban laresistencia. ¿Cuál sería su verdaderonombre? ¿Y su papel allí?

—¿Conocías a mi madre?

—¿Que si la conocía? Sí, laconocía. Siempre me gustó m-m-más tupadre. —Se aclara la garganta y sacudela cabeza, irritada. Qué raro, nunca lahabía oído tartamudear—. Un hombreamable. Inte-inteligente. No… No comotu m-m-madre.

—Mi madre era la Leona…—Tu madre… no se merece ni que

mencione su nombre. —La voz de lacocinera se transforma en gruñido—.Nunca… Nunca hacía caso de nada másque de su propio egoísmo. La Leona. —Se le tuerce el gesto al repetir elsobrenombre—. Por ella… Por ellaestoy aquí. —Se le altera la respiración,como si tuviera una especie de ataque,

pero sigue adelante, decidida a sacarsedel pecho lo que desea decir—. LaLeona, la resistencia y sus grandiososplanes. Traidores. Mentirosos. I-idiotas.—Se levanta y va a por el cuchillo—.No confíes en ellos.

—No tengo elección —respondo—.Debo hacerlo.

—Te utilizarán. —Le tiemblan lasmanos y se agarra a la encimera. Lasúltimas palabras salen convertidas enjadeo—. Toman y toman y toman. Ydespués…, después te echan a los lobos.Te lo he advertido. Recuerda que te lohe advertido.

XXII

Elias

Justo a medianoche, regreso a RiscoNegro con la armadura de combate,armado hasta los dientes. Después de laprueba de valor, no estoy dispuesto aque vuelvan a pillarme con una dagacomo única defensa.

Aunque estoy desesperado por saber

si Hel se encuentra bien, resisto elimpulso de ir a la enfermería. Lasórdenes de Cain de mantenerme alejadono admitían réplica.

Al pasar por delante de la garita delos guardias, espero de corazón noencontrarme con mi madre. Creo quesaltaría al verla, sobre todo sabiendoque sus maquinaciones han estado apunto de matar a Helene. Y, sobre todo,después de ver lo que le ha hecho a laesclava esta mañana.

Cuando he visto la K grabada en lachica —en Laia—, he cerrado los puñosy, por un glorioso instante, he imaginadolo que sentiría al infligir ese dolor a lacomandante. «A ver si le gusta a esa

bruja». También me han entrado ganasde alejarme de Laia, avergonzado.Porque la mujer que le ha hechosemejante crueldad y yo tenemos lamisma sangre. Es una de mis dosmitades. Mi reacción, esas ansias deviolencia, es prueba de ello.

«No soy como ella».¿O sí? Recuerdo el campo de batalla

de mis pesadillas. Quinientos treinta ynueve cadáveres. Incluso a lacomandante le costaría quitar tantasvidas. Si los augures están en lo cierto,no soy como mi madre: soy peor.

«Te convertirás en todo lo queodias», me dijo Cain cuando pensabadesertar. Pero ¿cómo es posible que

dejar atrás mi máscara me convierta enalguien peor que la persona a la que vien ese campo de batalla?

Sumido en mis pensamientos, nonoto nada raro en los alojamientos delos calaveras cuando llego a mi cuarto.Pero, al cabo de un momento, caigo enla cuenta: Leander no ronca y Demetriusno masculla el nombre de su hermano; lapuerta de Faris no está abierta, comocasi siempre.

No hay nadie en los barracones.Saco la cimitarra. El único ruido es

el chasquido esporádico de las lámparasde aceite que parpadean contra elladrillo negro.

Entonces, las lámparas se apagan

una a una. El humo gris se filtra pordebajo de la puerta de uno de losextremos del pasillo y se extiende comoun turbio remolino de nubes de tormenta.Al instante me doy cuenta de lo quesucede.

La segunda prueba, la prueba deastucia, ha dado comienzo.

—¡Cuidado! —grita una voz detrásde mí.

Helene, viva, entra empujando laspuertas de mi espalda, vestida con suarmadura y sin un solo pelo fuera de susitio. Lo que quiero es derribarla de unabrazo, pero me limito a dejarme caer alsuelo y esquivo una lluvia de afiladasestrellas arrojadizas que surcan el

espacio en el que acaba de estar micuello.

Detrás de las estrellas aparecen tresatacantes que, de un salto, salen delhumo como serpientes enroscadas. Sonágiles y veloces, y llevan los rostrosenvueltos en fúnebres tiras de tela negra.Casi antes de que me levante, uno deellos me pone una cimitarra en el cuello.Me vuelvo hacia atrás e intentoderribarlo de una patada en los pies,pero solo encuentro aire.

Qué raro, estaba ahí hace unsegundo…

A mi lado, la cimitarra de Helenelanza destellos, rápida como elmercurio, cuando uno de los sicarios la

empuja hacia el humo.—¡Buenas noches, Elias! —me grita

por encima del clamor del entrechocarde espadas. Me mira a los ojos sinpoder reprimir la sonrisa—. ¿Me hasechado de menos?

No me queda aliento para responder.Los otros dos sicarios se acercandeprisa y, aunque lucho con ambascimitarras, no consigo sacarles ventaja.Por fin, la izquierda acierta en elobjetivo y se hunde en el pecho de miadversario. Se apodera de mí lasanguinaria felicidad del triunfo.

Entonces, el atacante parpadea ydesaparece.

Me quedo paralizado, dudando de lo

que he visto. El otro sicario aprovechami vacilación para empujarme de vueltaal humo.

Es como si me soltaran en la cuevamás oscura y negra del Imperio. Intentoavanzar palpando lo que tengo delante,pero me pesan las extremidades y, devez en cuando, resbalo y caigo al suelocomo un peso muerto. Una estrellaarrojadiza corta el aire y apenas me doycuenta de que me araña el brazo. Miscimitarras golpean la piedra del pasilloy Helene grita. Los sonidos estánamortiguados, como si los oyera a travésde agua.

«Veneno. —La palabra me saca demi estupor—. El humo es venenoso».

Con lo que me queda de consciencia,tanteo el suelo en busca de miscimitarras y salgo a rastras de laoscuridad. Unos cuantos tragos de airelimpio me ayudan a recobrar el sentido yme doy cuenta de que Helene hadesaparecido. Mientras busco un rastroen el humo, sale otro sicario.

Me agacho para esquivar sucimitarra con la intención de rodearle elpecho con los brazos y lanzarlo al suelo.Pero, cuando mi piel toca la suya, meatraviesan unas puñaladas de dolor,jadeo y me aparto. Es como hundir elbrazo en un cubo lleno de nieve. Elsicario parpadea y desaparece, paradespués aparecer unos cuantos metros

más allá.«No son humanos», me percato.La advertencia de Zak me retumba

en la cabeza: «Las antiguas criaturas sonreales. Vienen a por nosotros». Por losdiez infiernos ardientes, y yo que creíaque había perdido la cabeza. ¿Cómo esposible? ¿Cómo han podido losaugures…?

El sicario me rodea y yo me guardolas preguntas para después. Da igualcómo haya llegado esta cosa hasta aquí.La pregunta que merece la penaresponder es cómo matarla.

Con el rabillo de ojo veo unrelámpago plateado: el guantelete deHelene, que araña el suelo cuando

intenta salir del humo. La saco tirandode ella, pero tiene los ojos demasiadoempañados como para levantarse, asíque me la echo al hombro y huyo por elpasillo. Cuando estoy a cierta distancia,la suelto en el suelo y me vuelvo paraenfrentarme al enemigo.

Los tres caen sobre mí a la vez, semueven demasiado deprisa paracontraatacar. En medio minuto, tengocortes por toda la cara y un tajo en elbrazo izquierdo.

—¡Aquilla! —aúllo. Ella se pone enpie como puede—. Un poco de ayuda,¿no?

Helene saca la cimitarra y se lanzaal combate para obligar a dos de los

atacantes a enfrentarse a ella.—¡Son espectros, Elias! —me grita

—. Por todos los demonios, sonespectros.

«Por los diez infiernos». Losmáscaras entrenamos con cimitarras,varas y con las manos, a caballo o enbarco, con los ojos vendados,encadenados, sin dormir, sin comer.Pero nunca nos han entrenado paraluchar contra algo que se supone que noexiste.

¿Qué decía la maldita profecía?«Astucia para superar a sus enemigos».Hay una forma de matar a estascriaturas, deben de tener un punto débil.Solo debo averiguar cuál es.

«La ofensiva de Lemokles». Fue elabuelo el que la inventó. «Una serie deataques integrales que permitenidentificar las carencias de uncombatiente».

Ataco a la cabeza, después a laspiernas, los brazos y el torso. La dagaque lanzo al pecho del espectro loatraviesa y cae al suelo con estrépito.Pero él no intenta bloquearla, sino quelevanta la mano para protegerse elcuello.

Detrás de mí, Helene grita pidiendoayuda cuando los otros dos espectrosintensifican el ataque. Uno levanta unadaga por encima del cuello de Hel, pero,antes de que caiga la hoja, trazo un arco

con la cimitarra y le rebano la gargantaal espectro.

La cabeza de la criatura se desplomasobre el suelo, y hago una mueca cuandoun grito sobrenatural resuena por elpasillo. Unos segundos después, lacabeza —y el cuerpo que la acompaña— desaparece.

—¡Cuidado, a tu izquierda! —gritaHel.

Sin mirar, dibujo un arco en el airecon mi cimitarra. Una mano se cierra entorno a mi muñeca y un frío penetranteme entumece todo el brazo, hasta elhombro. Pero mi cimitarra acierta en suobjetivo, la mano desaparece y otrogrito fantasmal atraviesa el aire.

El ataque se ralentiza; el últimoespectro da lentas vueltas a nuestroalrededor.

—Deberías huir —le dice Helene ala criatura—. Vas a morir.

El espectro nos mira a los dos y sedecide por Helene. «Siempre mesubestiman». Al parecer, también losespectros. Hel se agacha bajo el brazode la criatura, ligera como una bailarina,y le corta la cabeza de un tajo limpio. Elespectro se desvanece, el humo sedisipa y los barracones guardansilencio, como si los últimos quinceminutos jamás hubieran ocurrido.

—Bueno, eso ha sido…Helene abre mucho los ojos, y yo me

tiro a un lado sin que me lo pida y mevuelvo justo a tiempo de ver un cuchillosurcando el aire. Erra, aunque por poco,y Helene pasa junto a mí convertida enuna mancha rubio y plata.

—Marcus —explica—. Yo lo sigo.—¡Espera, idiota! ¡Puede ser una

trampa!Pero la puerta acaba de cerrarse

detrás de ella y oigo el choque decimitarras, seguido del ruido del huesoal romperse.

Salgo corriendo de los barracones yveo a Helene avanzando hacia Marcus,que se tapa con una mano la nariz,ensangrentada. Los ojos de Helene sehan convertido en feroces rendijas y, por

primera vez, la veo como deben de verlalos demás: mortífera, despiadada. Unamáscara.

Aunque deseo ayudarla, me quedoatrás y examino la oscuridad que nosrodea. Si Marcus está aquí, Zak noandará lejos.

—¿Ya estás curada, Aquilla? —pregunta Marcus al tiempo que finta a laizquierda con la cimitarra; sonríecuando Helene contraataca—. Tú y yotenemos asuntos pendientes —aseguramientras recorre con la mirada cadacentímetro de su cuerpo—. ¿Sabes loque me he preguntado siempre? Siviolarte sería como luchar contra ti.Todos esos músculos, toda esa energía

contenida…Helene le propina un gancho que lo

tumba de espaldas y lo deja con la bocaensangrentada. Le pisa el brazo de laespada y le presiona el cuello con lacimitarra.

—Asqueroso hijo de puta —leescupe—. Que tuvieras un golpe desuerte en el bosque no significa que nopueda destriparte con los ojos cerrados.

Pero Marcus esboza una sonrisacruel, sin dejarse amedrentar por elacero que se le clava en la garganta.

—Eres mía, Aquilla. Me pertenecesy los dos lo sabemos. Me lo han contadolos augures. Ahórrate la molestia y únetea mí ahora.

Helene se queda pálida. En sus ojosse lee una rabia negra y desesperada, laclase de rabia que se siente cuandotienes las manos atadas y un cuchilloapuntándote a la yugular.

Solo que la que sostiene el cuchilloes ella. Por todos los cielos, ¿qué le estápasando?

—Nunca. —El tono de su voz noencaja con la fuerza de la cimitarra en supuño y, como si se diera cuenta, letiembla la mano—. Nunca, Marcus.

Un parpadeo entre las sombras demás allá de los barracones me llama laatención. Estoy a medio camino de élcuando veo el cabello claro de Zak y eldestello de una flecha que surca el aire.

—¡Al suelo, Hel!Ella se tira al suelo y la flecha le

pasa por encima del hombro sin causarledaño alguno. Al instante sé que elpeligro no era real, al menos no porparte de Zak. Ni un novato con un soloojo y el brazo tullido habría fallado untiro tan fácil.

Esa breve distracción es lo únicoque necesitaba Marcus. Aunqueesperaba que atacase a Helene, se limitaa rodar, y huye al amparo de la noche sindejar de sonreír, con Zak pisándole lostalones.

—¡¿Qué infiernos ha sido eso?! —legrito a Helene—. Podrías haberlorajado de arriba abajo, ¿y te quedas

paralizada? ¿Qué era toda esa basuraque estaba…?

—Ahora no es el momento —meinterrumpe ella con voz tensa—.Tenemos que salir a campo abierto. Losaugures intentan matarnos.

—Dime algo que no sepa…—No, me refiero a que esa es la

segunda prueba, Elias: van a intentarasesinarnos. Me lo contó Cain despuésde curarme. La prueba durará hasta elamanecer. Tenemos que ser lo bastantelistos como para evitar a nuestrosasesinos… Sean quienes sean, o lo quesean.

—Entonces necesitamos una base —respondo—. Aquí fuera cualquiera

puede derribarnos de un flechazo. En lascatacumbas no hay visibilidad y losbarracones son demasiado estrechos.

—Ahí. —Helene señala la atalayaoriental, que da a las dunas—. Loslegionarios que la controlan puedenponer a un guardia en la entrada y es unbuen sitio para luchar.

Nos dirigimos a la torre, pegados alas paredes y a las sombras. A estashoras no hay ni un solo alumno ocenturión en el exterior. El silencio seadueña de Risco Negro, así que mi vozme suena excesivamente alta. Susurro.

—Me alegro de que estés bien.—¿Estabas preocupado?—Claro que estaba preocupado.

Creía que estabas muerta. Si te hubierapasado algo…

Mejor no pensar en ello. Miro aHelene a la cara, pero ella solo seenfrenta a mis ojos durante un segundoantes de apartar los suyos.

—Sí, bueno, qué menos quepreocuparte. Me han dicho que mearrastraste hasta el campanario, bañadaen sangre.

—Exacto. No fue agradable. Paraempezar, apestabas.

—Te debo una, Veturius. —Se lesuaviza la expresión, y mi parte másdura, la entrenada en Risco Negro,sacude la cabeza: ahora no puedopermitirle que se me convierta en chica

—. Cain me contó todo lo que hicistepor mí, desde el segundo en que atacóMarcus. Y quiero que sepas…

—Tú habrías hecho lo mismo.La corto bruscamente, satisfecho al

comprobar que se pone tensa, que sumirada vuelve a ser de hielo. «Mejorhielo que calor. Mejor fuerza quedebilidad».

Entre Helene y yo han surgido cosasque han quedado sin pronunciar, cosasque tienen que ver con lo que siento alver su piel desnuda y con suincomodidad cuando le digo que mepreocupo por ella. Después de tantosaños de amistad sincera, no sé quésignifica todo esto. Lo que sí sé es que

no es momento para pensar en ello; no siqueremos sobrevivir a la segundaprueba.

Debe de haberlo entendido; me haceun gesto para que vaya delante ycaminamos hacia la torre en silencio.Cuando llegamos a la base, me permitorelajarme un segundo. La torre seencuentra al borde de los riscos, convistas a las dunas al este y a la escuelaal oeste. El muro de vigilancia de RiscoNegro se extiende hacia el norte y haciael sur. Una vez que lleguemos arribaveremos cualquier amenaza mucho antesde que nos alcance.

Pero, cuando estamos a mitad de lasescaleras interiores de la torre, Helene

frena detrás de mí.—Elias.Su tono de advertencia hace que

saque las dos cimitarras; y eso es lo queme salva. Bajo nosotros resuena ungrito, otro arriba y, de repente, los ecosde flechas rebotando y botas en el sueloresuenan en el hueco de las escaleras.Un pelotón de legionarios baja por ellay, por un segundo, me quedodesconcertado. Hasta que caen sobre mí.

—¡Legionarios! —grita Helene—.¡Atrás, bajad las…!

Quiero pedirle que no malgastesaliva, que no me cabe duda de que losaugures han ordenado a los legionariosque, por esta noche, nos traten como a

enemigos y nos maten en cuanto nosvean. Maldita sea. «Astucia parasuperar a sus enemigos». Deberíamoshabernos dado cuenta de quecualquiera…, de que todos pueden serenemigos.

—¡Espalda contra espalda, Hel!Su espalda se encuentra contra la

mía en un segundo. Yo cruzo micimitarra con la de los soldados quebajan de la torre mientras ella seenfrenta a los que suben desde la base.Mis ansias de sangre regresan, pero lasrefreno y lucho para herir, no para matar.Conozco a algunos de estos hombres; nopuedo asesinarlos sin más.

—¡Elias, maldita sea! —grita Hel.

Uno de los legionarios a los que herajado me aparta de un empujón y lahiere en el brazo de la espada.

—¡Lucha! ¡Son marciales, nochusma bárbara cobarde!

Helene se defiende de tres soldadosque están por debajo de ella y otros dospor encima, y no dejan de llegar más.Tengo que despejar las escaleras paraque podamos subir a lo alto de la torre.Es la única forma de evitar que nosensarten.

Me dejo llevar por las ansias desangre y subo en tromba por lasescaleras haciendo volar las cimitarras.Una se clava en las tripas de unlegionario, la otra rebana un cuello. El

hueco de las escaleras no es lo bastanteancho para dos cimitarras, así queenvaino una, saco mi daga y atraviesocon ella el riñón de un tercer soldado yel corazón de un cuarto. En cuestión desegundos, la vía queda libre, y Helene yyo corremos escaleras arriba. Llegamosa lo alto de la atalaya, dondeencontramos más soldados esperando.

«¿Vas a matarlos a todos, Elias?¿Cómo va el recuento? Ya llevascuatro… ¿Diez más? ¿Quince? Igual quetu madre. Veloz como ella. Despiadadocomo ella».

Me quedo paralizado cuando miestúpido corazón toma el control, lo queno me había ocurrido nunca en una

batalla. Helene grita, gira, mata ydefiende, mientras yo me quedo parado.Y, de repente, es demasiado tarde paraluchar porque me derriba un bruto demandíbula prominente y brazos comotroncos de árbol.

—¡Veturius! —grita Helene—.¡Llegan más soldados por el norte!

—Mmmpppfff.El enorme auxiliar me ha aplastado

la cara contra la pared de la torre; meaprieta el cráneo con tanta fuerza queestoy seguro de que pretendeaplastármelo. Utiliza la rodilla parasujetarme y no puedo moverme ni uncentímetro.

Por un momento, admiro su técnica.

Es consciente de que no es rival paramis habilidades, así que ha decididoemplear la sorpresa y su volumencolosal para vencerme.

Mi admiración se desvanece cuandoempiezo a ver estrellitas flotando antemis ojos. «¡Astucia! ¡Tienes que usar laastucia!». Pero es demasiado tarde paraeso. No debería haberme distraído.Debería haber atravesado el pecho delauxiliar con la cimitarra antes de quellegara a mí.

Helene sale corriendo, dejando atrása sus atacantes, para ayudarme; tira demi cinturón como si quisiera arrancarmedel soldado gigante, pero él la aparta deun empujón.

El legionario me arrastra contra lapared hasta un hueco de la almena, mesaca por él y me sujeta por el cuello,sosteniéndome por encima de las dunas,como si fuera un niño con una muñecade trapo. Casi doscientos metros de airehambriento intentan agarrarme los pies.Detrás del auxiliar, un mar delegionarios parece dispuesto a tirar aHelene de la torre, aunque ella se gira ybufa como un gato en una red, así queapenas logran contenerla.

«Siempre victorioso. —La voz demi abuelo me retumba en la cabeza—.Siempre victorioso».

Le clavo los dedos al bruto en lostendones de los brazos e intento

soltarme.—Aposté diez marcos por ti —dice

el auxiliar, que parece realmenteafligido—. Pero las órdenes sonórdenes.

Entonces abre la mano y me dejacaer.

La caída dura una eternidad y uninstante. El corazón se me sale por laboca, el estómago se me cae a los pies yentonces, con un tirón que hace que mevibre el cráneo, dejo de caer. Perotampoco estoy muerto. Mi cuerpo cuelgade una cuerda enganchada en micinturón.

Helene me ha tirado del cinturón, asíque debe de haber enganchado la

cuerda. Lo que significa que está en elotro extremo. Lo que significa que, si lossoldados la lanzan desde la torre y yosigo colgado como una araña comatosa,los dos caeremos de cabeza y sin frenosal más allá.

Me balanceo hacia la pared delrisco e intento encontrar un asidero. Lacuerda tiene nueve metros de largo y, tancerca de la base de la torre, los riscosno son demasiado escarpados. Unaplataforma de granito sobresale de unagrieta a pocos metros de distancia. Meagarro a ella con fuerza justo a tiempo.

Oigo un chillido por encima de mí,seguido de un enredo rubio y plata. Mepreparo, tenso las piernas y tiro de la

cuerda lo más deprisa que puedo,aunque, de todos modos, el peso deHelene casi me arranca de la plataformarocosa.

—¡Ya te tengo, Hel! —le grito,sabiendo que debe de estar aterrada,colgada a cientos de metros del suelo—.Aguanta.

Cuando la subo a la grieta, tiene losojos como platos y tiembla. Apenas haysitio para los dos en el saliente, así quese agarra a mis hombros para afianzarse.

—No pasa nada —le digo mientraspiso con la bota en el saliente—. ¿Ves?Roca sólida bajo nosotros.

Ella asiente con la cabeza en mihombro, aferrándose a mí de un modo

muy poco propio de ella.A pesar de las armaduras, siento sus

curvas y un extraño nudo en el estómago.Ella se agita, nerviosa, lo que no ayuda;al parecer, es tan consciente como yo dela proximidad de nuestros cuerpos. Latensión repentina me ruboriza.«Céntrate, Elias».

Me aparto de ella justo cuando unaflecha rebota en la roca, a nuestro lado:nos han encontrado.

—En esta plataforma somos blancofácil —digo—. Toma. —Desato lacuerda de mi cinturón y del suyo, y se lapongo en las manos—. Ata esto a unaflecha. Bien apretado.

Hace lo que le pido mientras yo saco

el arco que llevo a la espalda y examinolos riscos en busca de un arnés. Hay unocolgando a unos cinco metros dedistancia. Podría acertar con los ojoscerrados…, si no fuera porque loslegionarios están subiendo el arnés porla pared de roca para meterlo en latorre.

Helene me pasa la flecha y, antes deque nos caigan más misiles de arriba,levanto el arco, coloco la flecha ydisparo.

Y fallo.—¡Maldita sea!Los legionarios ya han puesto el

arnés fuera de mi alcance. Hacen lomismo con los demás arneses que

cuelgan de los riscos, se los colocan yempiezan a bajar haciendo rappel.

—Elias…Helene está a punto de caer por el

precipicio al esquivar una flecha, asíque se agarra a mi brazo.

—Tenemos que salir de aquí —añade.

—Eso ya lo había deducido yo solo,gracias —respondo y esquivo otraflecha por los pelos—. Si tienes algúnplan brillante, soy todo oídos.

Helene me quita el arco, apunta conla flecha encordada y, un segundodespués, uno de los legionarios quebajan haciendo rappel se queda inmóvil.Ella tira del cuerpo y lo desata del

arnés. Intento no hacer caso del ruidosordo del cadáver del soldado algolpear las dunas. Hel suelta la cuerdamientras yo cojo el arnés y me locoloco… Tendré que cargar con ella.

—Elias —me susurra cuando se dacuenta de lo que vamos a hacer—. Yo…no puedo…

—Sí que puedes. No te dejaré caer,te lo prometo.

Compruebo el anclaje del arnés conun buen tirón, esperando que aguante elpeso de dos máscaras con todos suspertrechos.

—Súbete a mi espalda —le pido;después le sostengo la barbilla y laobligo a mirarme a los ojos—. Átanos

como antes. Rodéame la cintura con laspiernas. No te sueltes hasta quetoquemos la arena.

Ella hace lo que le pido y oculta lacabeza en mi cuello cuando salto de laplataforma; tiene la respiración alterada.

—No te caigas, no te caigas —laoigo mascullar—. No te caigas, no…

Nos llueven flechas desde la torre ylos legionarios ya han bajado. Sacan lasarmas y se deslizan por la pared de losriscos. Estoy deseando sacar un arma,pero resisto la tentación… Debo sujetarbien las cuerdas para que no nosdesplomemos sobre el desierto.

—Quítamelos de encima, Hel.Ella me aprieta las caderas con las

piernas y oigo vibrar el arco mientraslanza una flecha tras otra a nuestrosperseguidores.

Plonc, plonc, plonc.A un aullido de agonía le siguen otro

y otro, y Helene continúa sacandoflechas y disparando, rápida como unrelámpago. Cuanto más bajamos, menosflechas caen desde la torre; además,rebotan en las armaduras sin hacernosnada. El esfuerzo de controlar la bajadahace que me duelan todos los músculosde los brazos. «Ya casi estamos…Casi…».

Entonces, un dolor desgarrador merecorre el muslo izquierdo. Pierdo elcontrol del descenso y caemos quince

metros. Helene se me agarra al cuello,echa la cabeza atrás y grita, un chillidofemenino que será mejor que no lemencione nunca jamás.

—¡Veturius, mierda!—Lo siento —consigo articular

cuando vuelvo a hacerme con lascuerdas—. Me han dado. ¿Siguenbajando?

—No —responde Helene, que estirael cuello hacia atrás y mira risco arriba—. Vuelven a subir.

Se me eriza el vello de la nuca: nohay razón para que los soldadosdetengan el ataque, a no ser que algotome el relevo. Escudriño las dunas,sesenta metros más abajo todavía. No

distingo si hay alguien.Del desierto se levanta una racha de

viento que nos golpea con fuerza contrala pared rocosa. Estoy a punto de volvera perder el control de las cuerdas.Helene aúlla y tensa el brazo con el queme rodea. Me arde la pierna de dolor,pero no le hago caso: no es más que unarañazo.

Por un segundo me parece oír unascarcajadas burlonas.

—Elias —me avisa Helene, mirandohacia el desierto, y sé lo que va a decirantes de que lo haga—, hay algo…

El viento le roba las palabras de laboca y barre las dunas con una furiasobrenatural. Suelto el descensor y

caemos. Pero no lo bastante rápido.Una ráfaga muy agresiva me arranca

la mano de las cuerdas y detiene nuestrodescenso. La arena de las dunas se alzaformando un embudo que nos rodea.Ante mis ojos incrédulos, las partículasse entretejen y adoptan la forma degrandes figuras masculinas con manoshambrientas y agujeros por ojos.

—¿Qué son? —pregunta Helenemientras rebana el aire inútilmente conla cimitarra, repartiendo mandoblescada vez más descontrolados.

«Ni humanos ni amistosos».Los augures ya nos habían atacado

con un terror sobrenatural. No esdemasiado suponer que nos lancen otro.

Voy a coger las cuerdas, que estánenredadas sin remisión. Entonces meestalla el dolor en el muslo, bajo la vistay veo que una mano arenosa estásacándome lentamente la flecha de lapierna. Vuelve a oírse la risa mientrasme apresuro a romper la punta; si mesacan la flecha con la punta incluida, medejarán tullido.

La arena me golpea la cara, memuerde la piel antes de solidificarsepara convertirse en otra criatura. Esta sealza por encima de nosotros como unamontaña en miniatura y, aunque susrasgos están mal definidos, reconozco susonrisa lobuna.

Reprimo mi incredulidad y recuerdo

las historias de Mamie Rila. Ya noshemos enfrentado a espectros, y este seres grande, no del tamaño de un duende oun gul. Se supone que los efrits sontímidos, pero los genios son malvados yastutos…

—¡Es un genio! —grito para oírmepor encima del ruido del viento.

La criatura de la arena se ríeencantada, como si me hubiera vistohacer malabares y muecas.

—Los genios están muertos,pequeño aspirante.

Sus gritos son como el vientosurgido del norte. Entonces se abalanzasobre mí y entorna los ojos. Sushermanos se alinean detrás de él entre

bailes y volteretas, con el entusiasmo deacróbatas en un desfile.

—Hace mucho tiempo que los tuyoslos destruyeron en una gran guerra. Yosoy Rowan Goldgale, rey de los efritsde la arena. Y voy a reclamar tu alma.

—¿Por qué se iba a molestar el reyde los efrits por unos simples humanos?—pregunta Helene intentando ganartiempo, mientras yo desenredo lascuerdas como loco y enderezo eldescensor.

—¡Simples humanos! —Los efritsque están detrás del rey se ríen acarcajadas—. Sois aspirantes. Vuestraspisadas retumban en la arena y en lasestrellas. Poseer almas como las

vuestras supone un gran honor. Meserviréis bien.

—¿De qué está hablando? —mepregunta Helene por lo bajo.

—Ni idea —respondo—. Distráelo.—¿Por qué esclavizarnos? —

pregunta Helene—. ¿Cuandopodríamos… esto… serviros porvoluntad propia?

—¡Niña estúpida! En esos sacos decarne, vuestras almas no sirven paranada. Debo despertarlas y domarlas.Solo así podréis servirme. Solo así…

Su voz se pierde en el silbido delviento mientras caemos. Los efritschillan y vuelan tras nosotros,rodeándonos y cegándonos,

arrancándome las manos de las cuerdasuna vez más.

—¡Cogedlos! —aúlla Rowan a suséquito.

Helene me suelta un poco cuando unefrit consigue colocarse entre los dos.Otro le quita la cimitarra de la mano y elarco de la espalda, chillando de júbilocuando las armas caen a las dunas.

Y otro efrit más se pone a cortarnosla cuerda con una roca afilada.Desenvaino la cimitarra y ensarto a lacriatura, retorciéndola, con la esperanzade que el acero la mate. El efrit aúlla…No sé si de dolor o de rabia. Intentocortarle la cabeza, pero se alejarevoloteando, entre desagradables

risotadas.«¡Piensa, Elias!».Los asesinos de las sombras tenían

un punto débil. Los efrits también debentenerlo. Mamie Rila nos contabahistorias sobre ellos, sé que lo hacía,pero, por más que me devano los sesos,no consigo recordar ninguna.

—¡Aaah!Los brazos de Helene se sueltan y se

queda agarrada a mí tan solo por laspiernas. Los efrits ululan y redoblanesfuerzos, intentando apartarla de mí.Rowan le pone una mano a cada ladodel rostro y presiona, imbuyéndola deuna luz dorada sobrenatural.

—¡Mía! —exclama el efrit—. Mía,

mía, mía.La cuerda se deshilacha. Me mana

sangre de la herida del rostro. Los efritsse llevan a Helene y, cuando lo hacen,veo una rendija que recorre el riscohasta bajar al desierto. El rostro deMamie Rila se me aparece en la cabeza,iluminado por la fogata del campamento,mientras entona:

Efrit, efrit del viento, mátalocon un alfiler de acero.

Efrit, efrit del mar, enciende unfuego para hacerlo volar.

Efrit, efrit de la arena, unacanción y acaban tusproblemas.

Lanzo la cimitarra al efrit que cortalas cuerdas y me balanceo hacia delantepara arrancar a Helene de las zarpas delos efrits y empujarla hacia la grietamientras procuro no hacer caso de suchillido de sorpresa, ni de las manosenfadadas que me arañan la espalda.

—¡Canta, Hel! ¡Canta!Abre la boca para gritar o para

cantar. No lo sé porque la cuerda por fincede y me desplomo. El rostro pálido deHelene se desvanece en la distancia. Elmundo guarda silencio, se vuelveblanco, y no soy consciente de nada más.

XXIII

Laia

Izzi me encuentra después de que salgade la cocina, todavía alterada por laadvertencia de la cocinera. La chica meentrega un fajo de papeles: lasespecificaciones de la comandante paraTeluman.

—Me he ofrecido a llevarlas yo,

pero… no le ha gustado la idea —meexplica.

Nadie me presta atención cuandoatravieso Serra camino de la forja deTeluman. Nadie ve la K en carne viva,ensangrentada, bajo la capa que visto.Mientras camino dando traspiés, mequeda claro que no soy la única esclavaherida. Algunos esclavos académicostienen moratones; otros, marcas delátigo; otros caminan como si tuvieranheridas internas, encorvados y cojeando.

Cuando todavía estoy en el barrioPerilustre, paso por delante de unenorme escaparate con sillas de montary bridas, y freno en seco, sobresaltadapor mi propio reflejo, por la criatura

asustada y ojerosa que me devuelve lamirada. Estoy empapada en sudor, enparte por la fiebre y en parte por elcalor incesante. El vestido se me pega alcuerpo, la falda se me arremolina yenreda en las piernas.

«Es por Darin. —Sigo caminando—.Sufras lo que sufras, él sufre más».

Cuando me acerco al barrio de lasArmas, aminoro el paso. Recuerdo loque me dijo la comandante anoche:«Tienes suerte de que quiera una hoja deTeluman, chica. Tienes suerte de queTeluman quiera meterte mano». Pasolargos minutos dando vueltas delante dela puerta antes de entrar. Seguro queTeluman no quiere ni acercárseme

cuando vea que tengo la piel del colorde la leche y que sudo a chorros.

El taller está tan silencioso como laprimera vez que lo visité, pero elherrero está aquí. Lo sé. Efectivamente,a los pocos segundos de abrir la puerta,oigo el susurro de pisadas y Telumansale de la habitación de atrás.

Me echa un vistazo y desaparece,para regresar unos segundos despuéscon un vaso goteante de agua fresca yuna silla. Me dejo caer en el asiento yme bebo el agua de golpe, sin pararme apensar si estará envenenada.

En la forja hace fresco, el agua estáaún más fresca, y dejo de temblar defiebre. Entonces, Spiro Teluman pasa

junto a mí y se dirige a la puerta de laforja.

La cierra con llave.Me levanto, despacio, sosteniendo el

vaso como una ofrenda, como unintercambio, como si, al devolvérselo,él fuera a abrir la puerta y dejarmemarchar sin hacerme daño. Me lo quitade la mano y, en ese momento, deseohabérmelo quedado, haberlo roto parausarlo como arma.

Mira en el interior del vaso.—¿A quién viste cuando llegaron los

guls?La pregunta me resulta tan

inesperada que me sorprendorespondiendo la verdad.

—Vi a mi hermano.El herrero me escudriña el rostro

con el ceño fruncido, como sireflexionara, como si estuviera tomandouna decisión.

—Entonces, tú eres su hermana —dice—. Laia. Darin hablaba de ti amenudo.

—Darin… Darin hablaba…¿Por qué iba Darin a hablar de mí

con este hombre? ¿Por qué iba a hablarcon este hombre, en general?

—Es muy curioso —dice Teluman,que apoya la espalda en el mostrador—.El Imperio se pasó muchos añosintentando obligarme a aceptaraprendices, pero hasta que descubrí a

Darin espiándome desde ahí arriba, noencontré a ninguno.

Las contraventanas del conjunto deventanas alineadas cerca del techo deltaller están abiertas y por ellas se ve elbalcón atestado de cajas del edificio deal lado.

—Lo bajé a rastras. Pensé enentregarlo a los auxiliares, peroentonces vi el cuaderno de bocetos.

Sacude la cabeza, como si no hicierafalta explicar más. Darin insuflaba tantavida en sus dibujos que parecía posiblesacarlos de la página con tan soloalargar una mano.

—No solo estaba dibujando elinterior de mi forja, también diseñaba

las armas en sí. Cosas que yo solo habíavisto en sueños. Le ofrecí el puesto deaprendiz en aquel mismo instante,pensando que huiría, que no volvería averlo.

—Pero no huyó —susurro. Nohuiría, no Darin.

—No. Entró en la forja, miró a sualrededor. Con precaución, sí, pero nocon miedo. Nunca vi a tu hermanoasustado. Sentía miedo, estoy seguro,pero nunca se concentraba en lo quepodía salir mal. Solo pensaba en cómohacer que saliera bien.

—El Imperio creía que formabaparte de la resistencia —le digo—. Y,todo este tiempo, ¿estaba trabajando

para los marciales? Si es cierto, ¿porqué está en la cárcel? ¿Por qué no lohabéis sacado?

—¿Crees que el Imperio permitiríaque un académico aprendiera sussecretos? No trabajaba para el Imperio,sino para mí. Y el Imperio y yo hacetiempo que rompimos nuestrasrelaciones. Hago lo justo paraquitármelos de encima. Armaduras,sobre todo. Cuando llegó Darin, llevabasiete años sin forjar una verdaderacimitarra Teluman.

—Pero… en su cuaderno teníadibujos de espadas…

—Ese maldito cuaderno —resoplaSpiro—. Le aconsejé que lo guardara

aquí, pero no me hizo caso. Ahora lotiene el Imperio y no hay forma derecuperarlo.

—Escribió fórmulas —le digo—.Instrucciones. Cosas… Cosas que nodebería haber sabido…

—Era mi aprendiz. Le enseñé afabricar armas. Buenas armas. ArmasTeluman. Pero no para el Imperio.

Trago saliva, nerviosa, cuandoasimilo las implicaciones de suspalabras. Por muy inteligentes que hayansido las revueltas académicas, al finaltodo se reduce a acero contra acero y, enesa batalla, los marciales siempreganan.

—¿Queríais que fabricara armas

para los académicos?«Eso sería traición».Cuando Spiro asiente, no me lo creo.

Es una trampa, como con Veturius estamañana. Es algo que ha planeadoTeluman con la comandante para poner aprueba mi lealtad.

—Si de verdad hubierais estadotrabajando con mi hermano, alguien lohabría visto. Aquí deben de trabajar máspersonas. Esclavos, ayudantes…

—Soy el herrero Teluman. Aparte denuestros aprendices, trabajamos solos.Por eso nunca nos descubrieron a tuhermano y a mí. Quiero ayudar a Darin,pero no puedo. El máscara que se lollevó reconoció mi trabajo en sus

bocetos. Ya me han interrogado dosveces al respecto. Si el Imperio seentera de que acepté a tu hermano comoaprendiz, lo matarán. Después mematarán a mí, y ahora mismo soy laúnica oportunidad que los académicostienen para liberarse de sus cadenas.

—¿Estabais trabajando con laresistencia?

—No. Darin no confiaba en ellos.Intentó mantenerse alejado de losrebeldes, pero utilizaba los túneles parallegar aquí, así que, hace unas semanas,dos rebeldes lo vieron salir del barriode las Armas. Lo tomaron por uncolaborador marcial. Tuvo queenseñarles el cuaderno de bocetos para

que no lo mataran. —Spiro hace unapausa—. Y entonces, claro, quisieronque se uniera a ellos. No lo dejaban enpaz. Por suerte, al final, porque esaconexión con la resistencia es la únicarazón por la que los dos seguimos vivos.Mientras el Imperio crea que ocultasecretos rebeldes, lo mantendrán en lacárcel.

—Pero les dijo que no pertenecía ala resistencia. En la redada del máscara.

—La respuesta estándar. El Imperioespera que los verdaderos rebeldesnieguen ser miembros de la resistenciadurante varios días, incluso semanas…,antes de rendirse. Nos preparamos paraeso. Le enseñé cómo sobrevivir a los

interrogatorios y a la cárcel. Mientras lodejen aquí, en Serra, fuera de Kauf,estará bien.

«¿Por cuánto tiempo?», me pregunto.Temo cortar a Teluman, pero más

temo no hacerlo. Si me dice la verdad,cuanto más escuche, más peligrocorreré.

—La comandante espera unarespuesta. Me enviará de nuevo a porella dentro de unos días. Aquí.

—Laia, espera…Sin embargo, le dejo los papeles en

las manos, salgo corriendo hacia lapuerta y abro el pestillo. Podríaperseguirme fácilmente, pero no lo hace.En vez de eso, se me queda mirando

mientras yo me apresuro callejón abajo.Cuando doblo la esquina, creo oírlomaldecir.

Por la noche doy vueltas sin parar en ladiminuta caja que es mi habitación, conla cuerda del catre clavándoseme en laespalda, y el techo y las paredes tancerca que no puedo respirar. Me arde laherida, y en mi mente resuenan laspalabras de Teluman.

El acero sérrico es la base de lafuerza del Imperio. Ningún marcialentregaría sus secretos a un académico.Sin embargo, las afirmaciones deTeluman parecen ciertas. Cuando habla

de Darin, lo describe perfectamente: susdibujos, su forma de pensar… Y Darin,como Spiro, me dijo que no estaba nicon los marciales ni con la resistencia.Todo encaja.

Salvo que al Darin al que yo conocíano le interesaba la rebelión.

¿O sí? Los recuerdos me lluevenencima: el silencio de Darin cuando elabuelo nos contaba que le habíarecolocado los huesos a un niño al quehabían apaleado los auxiliares. Darinpidiendo permiso para marcharse, conlos puños apretados, cuando los abuelosdiscutían sobre las últimas redadasmarciales. Darin sin hacernos caso pordibujar mujeres académicas que se

encogían de miedo cuando pasaban losmáscaras y niños que se peleaban poruna manzana podrida en lasalcantarillas.

Yo creía que el silencio de mihermano se debía a que se alejaba denosotros. Sin embargo, puede que fuerasu solaz. Puede que fuera la única formade enfrentarse a su furia ante lo que lesucedía a su gente.

Cuando por fin me quedo dormida,la advertencia de la cocinera sobre laresistencia se cuela en mis sueños. Veo ala comandante cortándome una y otravez. Cada vez que lo hace, su rostropasa de ser el de Mazen a ser el deKeenan, del de Teluman al de la

cocinera.Me despierto en plena oscuridad

asfixiante e intento recuperar el aliento,intento empujar las paredes de micuarto. Salgo como puedo de la cama,recorro el pasillo a cielo abierto y llegoal patio de atrás para engullir la frescabrisa nocturna.

Es más de medianoche y las nubes sedesplazan sobre una luna casi llena.Dentro de unos días llegará el Festivalde la Luna, cuando los académicoscelebran la luna más grande del año, enpleno verano. Se suponía que este año laabuela y yo íbamos a vender tartas ypastas. Se suponía que Darin iba abailar hasta que se le desencajaran las

articulaciones.A la luz de la luna, los imponentes

edificios de Risco Negro son casibonitos; el granito negro se suaviza hastaparecer azul. Como siempre, un silencioespeluznante reina en la escuela. Nuncahe temido la noche, ni siquiera de niña,pero la noche de Risco Negro esdistinta, con un silencio tan denso que teobliga a mirar atrás, un silencio queparece un ser vivo.

Levanto la vista hacia las estrellasque parecen flotar bajas en un cielo queme hace pensar que estoy viendo elinfinito. Pero, bajo su fría mirada, mesiento pequeña. Toda la belleza de lasestrellas no significa nada cuando la

vida en la tierra es tan fea.Antes no pensaba así. Darin y yo nos

pasamos incontables noches en el tejadode la casa de los abuelos, recorriendo elcamino del Gran Río, el Arquero, elEspadachín. Buscábamos estrellasfugaces, y el primero que veía una teníaque plantear un reto. Como la vista deDarin era aguda como la de un gato,siempre era yo la que acababa robandoalbaricoques a los vecinos o echandoagua fría por debajo de la camisa denana.

Ahora, Darin no puede ver lasestrellas. Está atrapado en un pabellón,perdido en el laberinto de las cárcelesde Serra. No volverá a ver las estrellas,

a no ser que yo consiga para laresistencia lo que quiere.

Se enciende una luz en el estudio dela comandante y me sobresalto,sorprendida de que siga despierta. Suscortinas se agitan y las voces bajanflotando a través de la ventana abierta.No está sola.

Recuerdo las palabras de Teluman:«Nunca vi a tu hermano asustado. Sentíamiedo, estoy seguro, pero nunca seconcentraba en lo que podía salir mal.Solo pensaba en cómo hacer que salierabien».

Una espaldera desgastada recorre lapared junto a la ventana de lacomandante, cubierta de las vides

muertas del verano. Sacudo laespaldera: está desvencijada, pero noparece imposible trepar por ella.

«Seguro que no está diciendo nadaútil. Probablemente esté hablando conun alumno».

Pero ¿por qué reunirse con unalumno a medianoche? ¿Por qué nodurante el día?

«Te va a azotar. —Es el miedo, queme suplica—. Te sacará un ojo. Tecortará una mano».

Pero ya me han azotado, golpeado yestrangulado, y he sobrevivido. Me hancortado con un cuchillo al rojo, y hesobrevivido.

Darin no permitía que lo dominara el

miedo. Si quiero salvarlo, tampocopuedo permitirlo yo.

Sabiendo que, cuanto más lo piense,más me arredraré, me agarro a laespaldera y empiezo a subir. De repente,recuerdo el consejo de Keenan: «Tensiempre un plan de huida».

Hago una mueca: demasiado tardepara eso.

Cada roce de las sandalias es comouna explosión. Se me para el corazón unsegundo al oír un fuerte crujido, pero, alcabo de un minuto de parálisis, me doycuenta de que no es más que laespaldera, que gruñe bajo mi peso.

Cuando llego arriba, todavía sigo sinpoder oír a la comandante. El alféizar

está a treinta centímetros a mi izquierda.Un metro por debajo del alféizar hay unaparte de la piedra que se ha derrumbadoy ha formado un pequeño saliente. Tomoaire, me agarro al alféizar y me balanceodesde la espaldera hasta la ventana.Araño con los pies la lisa pared duranteun aterrador instante hasta que doy conel saliente.

«No te desmorones —le suplico a lapiedra que tengo debajo—. No terompas».

Se me ha abierto de nuevo la heridadel pecho, e intento no hacer caso de lasangre que me cae por la parte dedelante de la ropa. Tengo la cabeza a laaltura de la ventana de la comandante. Si

se asoma, estoy muerta.«Olvídate de eso —me dice Darin

—. Escucha».Los tonos cortantes de la voz de la

comandante me llegan flotando a travésde la ventana, así que me inclino máshacia ella.

—… llegará con todo su séquito, miseñor Portador de la Noche. Todos: susconsejeros, el verdugo de sangre, laGuardia Negra… Además de casi todala gens Taia.

El tono sumiso de la comandante estoda una revelación.

—Asegúrate de ello, Keris. Taiusdebe llegar después de la terceraprueba. Si no, nuestros planes no

servirán para nada.Al oír la segunda voz, ahogo un grito

y estoy a punto de caerme. La voz esprofunda y suave, más una sensación queun sonido. Es una tormenta, el viento ylas hojas arremolinándose en la noche.Es las raíces que succionan lasprofundidades de la tierra, y lascriaturas pálidas y ciegas que viven bajoella. Pero hay algo que no encaja en esavoz, algo enfermo en su esencia.

Aunque no la había oído nunca, meecho a temblar, tentada por un segundode dejarme caer al suelo con tal dealejarme de ella.

«Laia —oigo a Darin—, sévaliente».

Me arriesgo a asomarme a través delas cortinas y vislumbro una figura depie en el rincón de la habitación,envuelta en oscuridad. No parece másque un hombre de tamaño medio con unacapa. Pero sé, lo siento en los huesos,que no se trata de un hombre normal. Lassombras se le pegan a los pies,retorciéndose, como si intentaran llamarsu atención. Guls. Cuando la criatura sevuelve hacia la comandante, me encojode miedo, ya que la oscuridad que anidabajo su capucha no tiene cabida en elmundo humano. Le brillan los ojos, queson soles rasgados llenos de una maldadantigua.

La figura se mueve y me aparto

rápidamente de la ventana.«¡El Portador de la Noche! —grita

una voz en mi cabeza—. Lo ha llamadoPortador de la Noche».

—Tenemos otro problema, mi señor—dice la comandante—. Los auguressospechan que intervine. Mis…instrumentos no son tan sutiles como yoesperaba.

—Que sospechen —responde lacriatura—. Mientras escudes tuspensamientos y sigamos enseñando a losFarrar a escudar los suyos, los auguresno sabrán nada. Aunque me pregunto sihas elegido a los aspirantes correctos,Keris. Acaba de fracasar su segundaemboscada, a pesar de que les expliqué

bien cómo acabar con Aquilla yVeturius.

—Son la única opción. Veturius esdemasiado terco y Aquilla le esdemasiado leal.

—Entonces debe ganar Marcus y yotengo que poder controlarlo —concluyeel hombre de sombras.

—Incluso suponiendo que sea uno delos otros… —dice la comandante,dejando atisbar una duda que nunca lahabría creído capaz de expresar—,Veturius, por ejemplo, mi señor podríamatarlo y adoptar su forma…

—Cambiar de forma no es sencillo.Y no soy un asesino a sueldo,comandante, no estoy aquí para librarme

de todo el que te estorbe.—Él no me…—Si quieres ver muerto a tu hijo,

hazlo tú misma. Pero no permitas queeso interfiera en la tarea que te heencomendado. Si no puedes llevarla acabo, nuestra cooperación ha llegado asu fin.

—Quedan dos pruebas, mi señorPortador de la Noche —contesta ella,bajando la voz para ocultar la rabia—.Como ambas tendrán lugar aquí, seguroque puedo…

—Tienes poco tiempo.—Trece días es tiempo de…—¿Y si tus intentos de sabotear la

prueba de fuerza fracasan? La cuarta

prueba es tan solo un día después.Dentro de dos semanas, Keris, tendrásun nuevo emperador. Asegúrate de quesea el correcto.

—No os fallaré, mi señor.—Claro que no, Keris. Nunca lo has

hecho. Como prueba de mi fe en ti, te hetraído otro regalo.

Un susurro, un desgarro y alguienque toma aire.

—Algo que añadir a ese tatuaje —dice el invitado de la comandante—.¿Puedo?

—No —replica ella, respirando—.No, este es mío.

—Como desees. Ven, acompáñame alas puertas.

Unos segundos después, la ventanase cierra con tanta fuerza que casi mederriba y se apagan las lámparas. Oigoun portazo lejano y todo queda ensilencio.

Me tiembla el cuerpo. Por fin, porfin tengo algo útil para la resistencia. Noes todo lo que quieren saber, pero quizábaste para satisfacer a Mazen, paraganar tiempo. Una parte de mí estáexultante, pero la otra todavía piensa enla criatura a la que la comandante hallamado Portador de la Noche. ¿Qué eraesa cosa?

Los académicos, en principio, nocreen en lo sobrenatural. Elescepticismo es de las pocas cosas que

conservamos de nuestro pasadointelectual, y la mayoría de nosotros seaferra a él tenazmente. Genios, efrits,guls, criaturas humanoides… Pertenecena los mitos y leyendas tribales. Lassombras que cobran vida son ilusionesópticas. Un hombre de sombras con unavoz surgida del infierno… Tambiéndebería haber una explicación para eso.

Salvo que no hay explicación. Esreal. Igual de real que los guls.

Del suelo del desierto se levanta unviento repentino que sacude la espalderay amenaza con arrancarme de miasidero. Decido que, sea lo que sea esacosa, cuanto menos sepa al respecto,mejor. Lo único que importa es que he

obtenido la información que necesitaba.Alargo un pie para apoyarlo en la

espaldera, pero lo retiro rápidamentecuando me zarandea otra ráfaga deviento. La espaldera cruje, se inclina y,ante mi mirada de horror, cae sobre losadoquines con un estrépitoensordecedor. «Por todos los infiernos».Hago una mueca y espero a que lacocinera o Izzi salgan y me descubran.

Unos segundos después oigo el rocede unas sandalias en las piedras delpatio. Izzi surge del pasillo de loscriados con los hombros bien envueltosen un chal. Mira al suelo, a la espaldera,y después arriba, a la ventana. Cuandome localiza, se queda boquiabierta, pero

se limita a levantar la espaldera ycontemplarme mientras bajo.

Cuando me vuelvo hacia ella,todavía estoy inventándome a toda prisauna tonelada de excusas, todas ellas sinsentido. Pero se me adelanta y hablaprimero.

—Quiero que sepas que creo que loque haces es valiente. Muy valiente. —Deja escapar un torrente de palabras,como si hubiera estado guardándoselashasta ahora—. Sé lo de la redada, lo detu familia y la resistencia. Te juro que note estaba espiando. Es que esta mañana,después de coger la arena, me he dadocuenta de que me había dejado laplancha en el horno para calentarla.

Cuando he vuelto a por ella, la cocineray tú estabais hablando, y no queríainterrumpiros. En fin, que estabapensando… que yo podría ayudarte. Sécosas, montones de cosas. Llevo toda lavida en Risco Negro.

Por un segundo, me quedo sin habla.¿Le suplico que no se lo cuente a nadie?¿Me enfado injustamente con ella porescuchar a escondidas? ¿Me quedomirándola porque me sorprende quellevara dentro tantas palabras? No tengoni idea, pero sí sé una cosa: no puedoaceptar su ayuda. Es demasiadoarriesgado.

Antes de que pueda decir nada, semete las manos dentro del chal y sacude

la cabeza.—Da igual. —Parece tan sola… Una

soledad de años, de una vida entera—.Ha sido una idea estúpida. Lo siento.

—No es estúpida —respondo—,sino peligrosa. No quiero que te hagandaño. Si la comandante se entera, nosmatará a las dos.

—Puede que sea mejor que lo quetenemos ahora. Al menos, moriréhabiendo hecho algo útil.

—No te lo puedo permitir, Izzi. —Mi rechazo le duele y me siento fatal porello, pero no estoy tan desesperadacomo para poner su vida en peligro—.Lo siento.

—Ya. —Vuelve a meterse en su

concha—. Da igual. Olvídalo…He tomado la decisión correcta, lo

sé. Sin embargo, mientras la veoalejarse, solitaria y miserable, odio quese sienta así por mi culpa.

A pesar de que ruego a la cocinera queme envíe a hacer recados para podersalir al mercado todos los días, no tengonoticias de la resistencia.

Hasta que, por fin, tres días despuésde espiar la conversación de lacomandante, me estoy abriendo paso aempujones entre la multitud de la oficinade correos cuando me posan una manoen la cintura. Mi reacción es instintiva:

le doy un codazo al imbécil que se creecon derecho a tales libertades. Otramano me agarra el brazo.

—Laia. —Una voz baja me murmurami nombre al oído: la voz de Keenan.

Su aroma familiar me pone la piel degallina. Me suelta el brazo, pero sumano me aprieta la cintura. Siento latentación de apartarlo y regañarlo portocarme, pero, a la vez, el contacto consu mano hace que un escalofrío merecorra la espalda.

—No te vuelvas —me pide—. Lacomandante ha enviado a alguien paraque te siga. Está intentando abrirse pasoentre la gente. No podemos arriesgarnosa reunirnos ahora. ¿Tienes algo para

nosotros?Levanto la carta de la comandante

para abanicarme, con la esperanza deque el movimiento oculte que estoyhablando.

—Sí.Casi vibro de lo emocionada que

estoy, pero en Keenan solo percibotensión. Cuando me vuelvo hacia él, meda un fuerte apretón a modo de aviso,pero no antes de que vea su expresiónlúgubre. Me desinflo: algo va mal.

—¿Darin está bien? —susurro—.¿Está…?

No consigo pronunciar las palabras.El miedo me silencia.

—Está aquí, en Serra, en una celda

para condenados a muerte, en la PrisiónCentral —dice Keenan en voz baja,como cuando el abuelo daba malasnoticias a sus pacientes—. Lo van aejecutar.

Me quedo sin aire en los pulmones.No oigo chillar a los funcionarios, nisiento las manos que me empujan, nihuelo el sudor de la muchedumbre.

«Ejecutado. Asesinado. Muerto.Darin va a morir».

—Todavía hay tiempo.Sorprendida, me doy cuenta de que

parece sincero. «Mis padres tambiénestán muertos —me dijo la última vezque lo vi—. De hecho, toda mi familialo está». Él entiende lo que significa

para mí la ejecución de Darin. Puedeque sea el único que lo entienda.

—La ejecución será después delnombramiento del nuevo emperador.Quizá tarde un poco.

«Te equivocas», pienso.«Dentro de dos semanas tendrás un

nuevo emperador», dijo el hombre desombras. Mi hermano no tiene tiempo:tiene dos semanas. Tengo que contárseloa Keenan, pero, cuando me vuelvo parahacerlo, veo a un legionario de pie en laentrada de la oficina de correos,observándome. El hombre de lacomandante.

—Mazen no estará en la ciudadmañana.

Keenan se agacha, como si se lehubiera caído algo al suelo. Muyconsciente de la presencia de misombra, sigo mirando al frente.

—Pero pasado mañana, si puedessalir y perder a tu sombra…

—No —mascullo, abanicándomeotra vez—. Esta noche. Saldré otra vezesta noche. Cuando esté durmiendo.Nunca sale de su cuarto antes del alba.Me escabulliré. Te buscaré.

—Por la noche hay demasiadaspatrullas. Es el Festival de la Luna…

—Las patrullas se concentrarán enlos grupos de juerguistas —respondo—.No se fijarán en una esclava. Por favor,Keenan, tengo que hablar con Mazen.

Tengo información. Si consigo dársela,podrá sacar a Darin antes de que loejecuten.

—De acuerdo —responde, mirandocomo si nada a mi perseguidor—. Llegahasta el festival y nos encontraremosallí.

Desaparece un instante después.Entrego mi carta en el mostrador decorreos y pago la tarifa. Al cabo de unossegundos estoy fuera, viendo a la gentecorrer de un lado a otro del mercado.¿Bastará con la información que poseopara salvar a mi hermano? ¿Bastará paraconvencer a Mazen de que saque a Darinahora en lugar de esperar?

Me digo que sí, que tiene que ser

suficiente. No he llegado tan lejos paraver morir a mi hermano. Esta nocheconvenceré a Mazen para que ayude aDarin a escapar. Prometeré seguirsiendo esclava hasta que obtenga toda lainformación que quiera. Me dedicaré ala resistencia en cuerpo y alma. Haré loque haga falta.

Pero lo primero es lo primero.¿Cómo voy a escabullirme de RiscoNegro?

XXIV

Elias

La canción es un río que serpentea entremis sueños de dolor, tranquilo y dulce,trayéndome recuerdos de una vida quecasi había olvidado, una vida anterior aRisco Negro. La caravana envuelta enseda que avanzaba arduamente a travésdel desierto tribal. Mis compañeros de

juegos, que corrían desbocados por eloasis riendo como campanillas. Caminara la sombra de las palmeras con MamieRila, cuya voz era tan inalterable comoel zumbido de la vida del desierto quenos rodeaba.

Pero cuando se detiene la canción,los sueños se desvanecen y desciendo alterreno de las pesadillas. Las pesadillasse transforman en un pozo negro dedolor y el dolor me acecha como ungemelo vengativo. Detrás de mí se abreuna puerta de angustiosa oscuridad, yuna mano me ase por la espalda e intentaarrastrarme al interior.

Entonces empieza de nuevo lacanción, un hilo de vida en el negro

infinito, e intento llegar hasta él yagarrarme con todas mis fuerzas.

Cuando recobro la consciencia estoymareado, como si acabara de regresar ami cuerpo después de años de ausencia.Aunque espero sentir dolor, muevo lasextremidades sin problemas y soy capazde sentarme.

En el exterior acaban de encenderlas lámparas nocturnas. Sé que estoy enla enfermería porque es el único lugaren todo Risco Negro con paredesblancas. En la habitación no hay nadamás que la cama en la que estoytumbado, una mesita y una sencilla silla

de madera en la que dormita Helene.Tiene un aspecto horrible, con la caracubierta de moratones y arañazos.

—¡Elias! —exclama abriendo losojos en cuanto me oye moverme—.Gracias a los cielos. Llevas dos díasinconsciente.

—Refréscame la memoria —graznocon la garganta seca y la cabezadolorida.

Pasó algo en los riscos, algoextraño…

Helene me sirve un vaso de agua deuna jarra que hay en la mesa.

—Nos atacaron unos efrits durantela segunda prueba, cuando bajábamospor los riscos.

—Uno de ellos cortó la cuerda —añado, recordando—. Pero entonces…

—Me lanzaste a un hueco de lapared de roca, pero no tuviste el sentidocomún necesario para agarrarte tútambién. —Helene me mira airada,aunque le tiemblan las manos al darmeel agua—. Caíste como un peso muerto.Te golpeaste la cabeza en la caída.Deberías haber muerto, pero la cuerdaque nos unía te frenó. Canté a todopulmón hasta que huyeron todos losefrits. Después te bajé a tierra firme y temetí en una pequeña cueva detrás deunos matojos. Un buen fuerte, la verdad.Fácil de defender.

—¿Tuviste que luchar? ¿Otra vez?

—Los augures intentaron matarnoscuatro veces más. Los escorpiones eranobvios, pero la víbora casi te pica.Después llegaron las criaturas… Unoscabroncetes malvados, todos ellos, notienen nada que ver con los de lashistorias. Matarlos fue un grano en elculo, también: hay que aplastarlos comosi fueran bichos. Pero lo peor fueron loslegionarios. —Helene palidece y pierdeel tono de humor negro—. No dejabande llegar. Acababa con un par de ellos ylos sustituían otros cuatro. Me habríansuperado de no ser por que la entrada ala cueva era demasiado estrecha.

—¿A cuántos has matado?—A demasiados. Pero eran ellos o

nosotros, así que cuesta sentirseculpable.

«Ellos o nosotros». Pienso en loscuatro soldados a los que maté en lasescaleras de la atalaya. Supongo quedebería dar gracias por no haberaumentado el número.

—Al amanecer apareció una augur—sigue contando Helene—. Ordenó alos legionarios que te llevaran a laenfermería. Dijo que Marcus y Zaktambién estaban heridos y que, como yoera la única ilesa, me declarabanganadora de la prueba. Después me dioesto.

Se retira el cuello de la túnica paradejar al descubierto una camiseta

ajustada y reluciente.—¿Por qué no me has dicho antes

que habías ganado tú? —pregunto,aliviado. Habría roto algo si Marcus oZak se hubieran hecho con la victoria—.¿Y te han dado… una camiseta?

—De metal vivo —responde Helene—. Forjada por los augures, como lasmáscaras. Repele todas las hojas, segúndijo la augur, incluso el acero sérrico. Ymenos mal, porque solo los cielos sabena qué nos enfrentaremos ahora.

Sacudo la cabeza: espectros, efrits yduendes. Cuentos tribales que cobranvida. Jamás lo habría creído posible.

—Los augures no se rinden, ¿no?—¿Qué te esperabas, Elias? —

pregunta ella en voz baja—. Estáneligiendo al próximo emperador. No esun asunto trivial. Tienes… Tenemos queconfiar en ellos. —Respira hondo yempieza a hablar atropelladamente—.Cuando te vi caer, creía que habíasmuerto. Y había tantas cosas quenecesitaba decirte…

Acerca una mano vacilante a mirostro; sus ojos hablan un idiomadesconocido.

«No tan desconocido, Elias. LaviniaTanalia te miró así. Y Ceres Coran.Justo antes de que las besaras».

Pero esto es distinto. Es Helene. «¿Yqué? Sabes que quieres ver cómo es, losabes». En cuanto lo pienso, me doy

asco: Helene no es un lío rápido o laindiscreción de una noche. Es mi mejoramiga. Se merece algo mejor.

—Elias…Su voz es lenta, como un brisa de

verano, y se muerde el labio. «No, no selo permitas».

Retiro la cara, y ella retira la manocomo si se hubiese quemado,ruborizada.

—Helene…—No te preocupes —me interrumpe

con falsa ligereza, encogiéndose dehombros—. Supongo que me alegro deverte, eso es todo. Bueno, todavía no mehas dicho cómo te encuentras.

La velocidad con la que se mueve

me sorprende, pero estoy tan aliviado deevitar una conversación incómoda queyo también finjo que no ha pasado nada.

—Me duele la cabeza. Estoy…mareado. He oído una… una canción.¿Sabes…?

—Sería un sueño.Helene aparta la vista, incómoda, y,

a pesar de estar medio ido, me doycuenta de que me oculta algo. Cuando seabre la puerta y entra el médico, ella selevanta de la silla de un salto, como siagradeciera la presencia de otra personaen el cuarto.

—Ah, Veturius —dice el médico—,por fin despierto.

Nunca me ha gustado: es un cerdo

esquelético y pomposo al que le encantahablar de sus métodos curativosmientras sus pacientes se retuercen dedolor. Se me acerca rápidamente y mequita la venda de la pierna.

Me quedo boquiabierto: esperabauna herida abierta, pero de la herida noqueda más que una cicatriz que parecetener varias semanas. Me cosquilleacuando la toca, pero, por lo demás, nome duele.

—Una cataplasma sureña defabricación propia —explica el médico—. Confieso que la he usado muchasveces, pero contigo he conseguido lafórmula perfecta.

El médico me quita la venda de la

cabeza: ni siquiera está manchada desangre. Noto un dolor sordo detrás de laoreja, así que me lo toco y encuentro unacostra. Si lo que ha dicho Helene escierto, esta herida tendría que habermedejado inconsciente varias semanas,pero se ha curado en cuestión de días.Milagroso. Me quedo mirando almédico. Demasiado milagroso para quelo haya conseguido este engreído sacode huesos.

Noto que Helene hace todo loposible por no mirarme.

—¿Me han visitado los augures? —le pregunto al médico.

—¿Augures? No, solo losaprendices y yo. Y Aquilla, por supuesto

—añade lanzándole una mirada deirritación—. Se ha quedado aquí sentadacantándote nanas siempre que ha podido.

El médico se saca una botella delbolsillo.

—Suero de sanguinaria, para eldolor.

«Suero de sanguinaria».Las palabras despiertan un recuerdo

que se me escapa.—Tu uniforme está en el armario —

me dice el médico—. Puedes irte,aunque te recomiendo que te lo tomescon calma. He informado a lacomandante de que no estarás en formapara entrenar o montar guardia hastamañana.

En cuanto se va el médico, mevuelvo hacia Helene.

—No hay cataplasma en el mundoque pueda curar heridas como estas. Sinembargo, no me ha visitado ningúnaugur. Solo tú.

—Las heridas no serían tan gravescomo creías.

—Helene, háblame de las canciones.Ella abre la boca, como si fuera a

hablar, pero sale disparada hacia lapuerta. Por desgracia para ella, me loveía venir.

Me lanza una mirada de rabiacuando le agarro la mano, y veo quesopesa sus opciones: «¿Lucho contra él?¿Merece la pena?». Espero a que se

decida, y ella cede, aparta sus dedos delos míos y vuelve a sentarse.

—Empezó en la cueva —dice—. Nodejabas de retorcerte como si sufrierasun ataque. Cuando canté para alejar alos efrits, te calmaste. Tenías mejorcolor, la herida de la cabeza dejó desangrarte. Así que… seguí cantando. Mecansaba hacerlo… Me sentía débil,como con fiebre. No sé lo que significa—añade, aterrada—. Nunca he intentadoconvocar a los espíritus de los muertos.No soy una bruja, Elias, lo juro…

—Ya lo sé, Hel.Por los cielos, ¿qué diría mi madre

de esto? ¿La Guardia Negra? Peor. Losmarciales creen que el poder

sobrenatural procede de los espíritus delos muertos y que estos espíritus soloposeen a los augures. Acusan de brujeríaa cualquier otra persona que tenga unapizca de ese poder; los condenan amuerte.

Las sombras de la noche bailansobre el rostro de Hel y me recuerdan suaspecto cuando Rowan Goldgale laagarró y la iluminó con aquel extrañoresplandor dorado.

—Mamie Rila nos contaba historias—digo con precaución, ya que no quieroasustarla—. Hablaba de humanos conhabilidades curiosas que despertaban alentrar en contacto con lo sobrenatural.Algunos ganaban fuerza, otros podían

alterar el tiempo. Había quieneslograban curar con la voz…

—No es posible. Solo los augurestienen verdadero poder…

—Helene, hace dos noches luchamoscontra espectros y efrits. ¿Quién sabe loque es posible y lo que no? Puede quecuando te tocara ese efrit despertaraalgo dentro de ti.

—Algo raro. —Helene me da miuniforme. Solo he conseguidoinquietarla más—. Algo inhumano.Algo…

—Algo que probablemente me salvóla vida.

Hel me sujeta por el hombro, meclava los esbeltos dedos en él.

—Prométeme que no se lo contarás anadie, Elias. Que todos piensen que elmédico obra milagros. Por favor.Primero tengo que… entenderlo. Si lacomandante se entera, se lo contará a laGuardia Negra y…

«Intentarán purgarte».—Será nuestro secreto —respondo.Ella parece levemente aliviada.Cuando salimos de la enfermería nos

reciben con vítores: Faris, Dex, Tristas,Demetrius y Leander. Aúllan y me danpalmadas en la espalda.

—Sabía que esos cabrones noacabarían contigo…

—Ya tenemos algo que celebrar,vamos a sisar un barril…

—Apartaos —les ordena Helene—.Dejadlo respirar.

La interrumpe el clamor de lostambores.

«Todos los recién graduados alcampo de entrenamiento inmediatamentepara práctica de combate».

El mensaje se repite, y todos gruñeny ponen los ojos en blanco.

—Haznos un favor, Elias —diceFaris—. Cuando ganes y te conviertas enel señor supremo, sácanos de aquí,¿vale?

—Eh —replica Helene—, ¿y yoqué? ¿Y si gano yo?

—Si ganas tú, cerrarás los muelles yno volveremos a divertirnos jamás —

responde Leander guiñándome un ojo.—Leander, no seas imbécil, no

cerraría los muelles —resopla ella—.Solo porque no me gusten losburdeles…

Leander retrocede protegiéndose lanariz con la mano.

—Perdonadnos, oh sagradaaspirante —entona Tristas, al que lebrillan los ojos—. No lo tumbes con tupoderío. No es más que un pobreservidor…

—Bah, que os zurzan a todos —responde Helene.

—¡A las diez y media, Elias! —megrita Leander mientras se aleja con losdemás—. En mi cuarto. Lo celebraremos

como debe ser. Aquilla, tú tambiénpuedes venir, pero solo si prometes novolver a romperme la nariz.

Le digo que no me lo perderé y, unavez que se han ido, Hel me entrega unfrasco.

—Casi se te olvida el suero desanguinaria.

—¡Laia! —exclamo al dar con loque no conseguía recordar antes.

Le prometí el suero a la esclavahace tres días. Estará sufriendo un dolorhorrible por culpa de la herida. ¿Lahabrán estado atendiendo? ¿Se la habrálimpiado la cocinera? ¿Se…?

—¿Quién es Laia? —preguntaHelene con una voz peligrosamente

serena interrumpiendo el hilo de mispensamientos.

—No es… nadie. —Helene noentendería mi promesa a una esclavaacadémica—. ¿Qué más ha pasadomientras estaba en la enfermería? ¿Algointeresante?

Helene me lanza una mirada que meadvierte de que no está dispuesta acambiar de tema.

—La resistencia ha emboscado a unmáscara, Daemon Cassius, en su casa.Al parecer ha sido bastantedesagradable. Su mujer lo ha encontradoesta mañana. Nadie oyó nada. Loscabrones se están envalentonando. Y…hay otra cosa. —Baja la voz—. Mi

padre ha oído el rumor de que ha muertoel verdugo de sangre.

—¿La resistencia? —le pregunto sinpoder creérmelo.

Helene niega con la cabeza.—Ya sabes que el emperador está a

pocas semanas de Serra… Y eso comomucho. Ha empezado a planear suataque a Risco Negro… A nosotros, losaspirantes.

El abuelo me lo advirtió. Aun así,cuesta escucharlo.

—Cuando el verdugo de sangre seenteró de los planes de ataque, intentórenunciar a su puesto, así que Taius lo haejecutado.

—No se puede renunciar a ese

puesto —le digo.Se es verdugo de sangre hasta la

muerte. Todos lo saben.—Lo cierto es que el verdugo de

sangre puede renunciar, pero solo si elemperador acepta liberarlo del servicio.No es un detalle muy conocido. Mipadre dice que es una laguna en la leydel Imperio. Taius no va a liberar a sumano derecha justo cuando intentanarrebatarle el poder a la gens Taia.

Levanta la mirada, esperando unarespuesta, pero me limito a mirarlaboquiabierto porque se me ha ocurridoalgo enorme, algo que no habíacomprendido hasta ahora.

«Si cumples con tu deber, tienes la

oportunidad de romper para siempre losvínculos que te unen al Imperio», medijo el augur.

Ya sé cómo hacerlo. Sé cómoencontrar la libertad.

Si gano las pruebas, me convertiréen emperador. La muerte es lo únicocapaz de liberar al emperador de sudeber para con el Imperio. Pero ese noes el caso del verdugo de sangre. «Elverdugo de sangre puede renunciar, perosolo si el emperador acepta liberarlodel servicio».

No soy yo el que se supone que debeganar las pruebas: es Helene. Porque, sigana y yo me convierto en verdugo desangre, ella tiene potestad para dejarme

marchar.La revelación es, a la vez, como

volar y como recibir un puñetazo en elestómago. Los augures dijeron que elque ganara dos pruebas se convertiría enemperador. Marcus y Helene estánempatados a una. Lo que significa quetengo que ganar la siguiente y Helenedebe ganar la cuarta. Y, en algúnmomento entre una y otra, Marcus y Zaktienen que morir.

—¿Elias?—Sí —respondo con un tono

demasiado alto—. Lo siento.Hel parece enfadada.—¿Estás pensando en esa tal Laia?La mención de la chica académica es

tan incompatible con lo que estoypensando que, por un segundo, me quedocomo un pasmarote y Helene se ponetensa.

—Bueno, pues no quiero molestartemás. Tampoco es que me haya pasadodos días junto a tu cama cantándote paradevolverte la vida.

Por un segundo no sé qué decir. Noconozco a esta Helene. Estácomportándose como una chica deverdad.

—No, Hel, no es eso. Es que estoycansado…

—Olvídalo. Tengo que hacerguardia.

—Aspirante Veturius.

Es un novato que corre hacia mí conuna nota en la mano. Me la da mientrasyo le pido a Helene que espere, peroella no me presta atención y, aunqueempiezo a darle explicaciones, semarcha.

XXV

Laia

Horas después de decirle a Keenan quesaldría de Risco Negro para reunirmecon él, me siento como la persona másidiota del mundo. Hace un buen rato quehan dado las diez. La comandante me hadejado marchar y se ha retirado a suhabitación hace una hora. No debería

salir de allí hasta el alba, sobre todoporque he aliñado su infusión con hojade kheb, que es una hierba sin sabor niolor que usaba el abuelo para ayudar alos pacientes a descansar. La cocinera eIzzi están dormidas en sus cuartos. Lacasa está más silenciosa que unmausoleo.

Y yo sigo sentada en mi cuarto,intentando urdir un plan para salir deeste sitio.

No puedo limitarme a pasar pordelante de los guardias a estas horas dela noche. A los criados lo bastanteestúpidos como para hacerlo no lesocurre nada bueno. Además, el riesgo deque la comandante se entere de mi salida

a medianoche es demasiado alto.Pero llego a la conclusión de que

puedo crear una distracción yescabullirme entre los guardias.Recuerdo las llamas que consumieronmi casa la noche de la redada. No haynada que distraiga mejor que el fuego.

Así que, armada con yesca, pedernaly un eslabón de acero, salgo de micuarto. Me oculto el rostro con unpañuelo negro, y el vestido, de cuelloalto y manga larga, esconde tanto misesposas de esclava como la marca de lacomandante, que todavía me duele ytiene costra.

El pasillo de los esclavos estávacío. Avanzo sin hacer ruido hasta la

puerta de madera que lleva al patio deRisco Negro y la abro.

Chilla más alto que un cerdodestripado.

Hago una mueca y regreso corriendoa mi cuarto, esperando que alguien salgaa ver a qué se debe el ruido. Como noaparece nadie, salgo a hurtadillas…

—¿Laia? ¿Adónde vas?Doy un bote, y dejo caer al suelo el

pedernal y el acero, consiguiendo aduras penas no tirar la yesca.

—¡Por todos los cielos, Izzi!—¡Lo siento!Recoge el pedernal y el eslabón de

acero, y abre mucho los ojos alpercatarse de lo que son.

—Estás intentando salir ahurtadillas.

—No —respondo, pero su expresiónme hace vacilar—. Vale, sí, pero…

—Yo… puedo ayudarte —mesusurra—. Conozco una salida de laescuela que ni siquiera los legionariospatrullan.

—Es demasiado peligroso, Izzi.—Claro, por supuesto. —Retrocede,

pero se detiene y empieza a retorcerselas manos—. Si… si pensabas prenderfuego y escabullirte por la puertaprincipal mientras los guardias estándistraídos, no funcionará. Loslegionarios enviarán a los auxis aencargarse del fuego. Nunca dejan la

puerta sin vigilancia. Nunca.En cuanto lo dice, sé que tiene razón.

Debería haberme dado cuenta yo solita.—¿Me cuentas qué salida es esa que

dices? —le pregunto.—Es un camino oculto. Un sendero

de roca, muy estrecho. Lo siento, perotendría que enseñártelo; lo que significaque tendría que ir contigo. No meimporta. Es lo que… haría una amiga.—Pronuncia la palabra «amiga» como sifuera un secreto que deseara conocer—.Que no digo que seamos amigas —seapresura a añadir—. Es decir… No losé. En realidad nunca he tenido…

«Una amiga», es lo que está a puntode decir, pero aparta la vista,

avergonzada.—Voy a reunirme con mi contacto,

Izzi. Si vienes y la comandante tedescubre…

—Me castigará. Puede que me mate.Lo sé. Pero puede que lo haga de todosmodos si se me olvida limpiar el polvode su cuarto o si la miro a los ojos.Vivir con la comandante es como vivircon la Parca. Y, de todos modos, ¿tequeda otro remedio? Es decir —añade,casi disculpándose—, ¿cómo vas a salirde aquí, si no?

«Buena observación».No quiero que le hagan daño. Perdí

a Zara por culpa de los marciales haceun año. No soporto la idea de que hagan

sufrir a otra amiga.Por otro lado, tampoco quiero que

muera Darin. Cada segundo que pierdoes un segundo que él se pudre en lacárcel. Y tampoco es que la estéobligando a hacerlo. Izzi quiere ayudar.Se me pasan por la cabeza un sinfín deescenarios posibles. Los acallo. PorDarin.

—De acuerdo —le digo a Izzi—.Este sendero oculto…, ¿adónde lleva?

—A los muelles. ¿Ahí vas?Niego con la cabeza.—Por aquí, Laia.«Por favor, que no le hagan daño».Se mete en su cuarto para coger una

capa, me toma de la mano y me lleva

hasta la parte de atrás de la casa.

XXVI

Elias

A pesar de que el médico me ha dadopermiso para no entrenarme ni hacerguardia, a mi madre parece que le daigual. Me envía una nota en la que meordena que me presente en el campo deentrenamiento para combate cuerpo acuerpo. Me meto el suero de sanguinaria

en el bolsillo —tendrá que esperar— yme paso las dos horas siguientesintentando evitar que el centurión decombate me haga papilla.

Para cuando me pongo un uniformelimpio y salgo del campo deentrenamiento, ya hace rato que hansonado las campanadas de las diez ytengo que ir a una fiesta. Los chicos —yHelene— me estarán esperando. Memeto las manos en los bolsillos mientrascamino. Espero que Hel se suelte unpoco; al menos, lo bastante para olvidarque se había enfadado tanto conmigo. Siquiero que me libere del Imperio,asegurarme de que no me odie parece unbuen primer paso.

Vuelvo a rozar con los dedos labotella de suero que llevo en el bolsillo.«Le dijiste a Laia que se lo llevarías,Elias —me regaña una voz—. Hacedías».

Pero también he dicho que me uniríaa Hel y a los chicos en los barracones.Helene ya está enfadada conmigo. Sidescubre que visito a esclavasacadémicas a altas horas de la noche, nole va a gustar.

Me paro a meditarlo. Si me doyprisa, Hel no se enterará de dónde heestado.

La casa de la comandante seencuentra a oscuras, pero, de todosmodos, me pego a las sombras. Aunque

puede que los esclavos estén en la cama,si mi madre está dormida, yo soy ungenio de los estanques. Merodeo cercade la entrada de los criados con laintención de dejar el aceite en la cocina.Entonces oigo las voces.

—Este sendero oculto…, ¿adóndelleva?

Reconozco el susurro de la personaque habla: Laia.

—A los muelles. —Esa es Izzi, laesclava de la cocina—. ¿Ahí vas?

Después de escucharlas un pocomás, me doy cuenta de que planean bajarpor el traicionero camino oculto quesale de la escuela en dirección a Serra.La única razón por la que el sendero no

está vigilado es que nadie es lo bastanteestúpido como para arriesgarse a huirpor ahí. Demetrius y yo lo intentamos sincuerdas en un reto de hace seis meses yestuvimos a punto de rompernos elcuello.

Las chicas lo pasarán muy mal pararecorrerlo, y será un milagro por partidadoble si consiguen regresar. Las sigocon la intención de avisarlas de que nomerece la pena, ni siquiera por ellegendario Festival de la Luna.

—Entonces, esa es Laia —diceHelene detrás de mí—: una esclava. —Sacude la cabeza—. Creía que erasmejor que los demás, Elias. No teimaginaba llevándote a una esclava a la

cama.—No es eso —respondo haciendo

una mueca al oír cómo ha sonado: comoel típico inepto que niega haberengañado a su mujer. Salvo que Heleneno es mi mujer—. Laia no es…

—¿Crees que soy estúpida? ¿O queestoy ciega? —Hay algo peligroso enlos ojos de Helene—. Vi cómo lamirabas. Aquel día que nos llevó a lacasa de la comandante antes de laprueba de valor: como si ella fuera aguay tú te murieras de sed. —Hel recuperala compostura—. Da igual. Voy ainformar sobre ella y su amiga a lacomandante ahora mismo.

—¿Por? —pregunto, atónito ante su

actitud, ante la profundidad de su rabia.—Por salir a hurtadillas de Risco

Negro. —Casi le rechinan los dientes—.Por desafiar a su señora, por intentarasistir a un festival ilegal…

—Son solo niñas, Hel.—Son esclavas, Elias. Su única

preocupación es satisfacer a su dueño y,en este caso, te aseguro que su dueña noestará contenta.

—Cálmate. —Miro a mi alrededor,temiendo que nos oigan—. Laia es unapersona, Helene. La hija o la hermana dealguien. Si tú y yo hubiéramos nacido deotros padres, puede que estuviéramos ensu lugar, en vez de en el nuestro.

—¿Qué me estás diciendo? ¿Que

debería sentir pena por los académicos?¿Que debería considerarlos mis iguales?Los hemos conquistado. Ahora losgobernamos. Así es el mundo.

—No todos los pueblosconquistados se convierten en esclavos.En el sur, la gente del lago conquistó alos fens y los aceptó en su rebaño…

—Pero ¿qué te pasa? —me preguntaHelene, mirándome como si me hubierasalido otra cabeza—. El Imperio seanexionó esta tierra de forma lícita.Luchamos por ella, morimos por ella yahora depende de nosotros conservarla.Si hacerlo significa manteneresclavizados a los académicos, que asísea. Ten cuidado, Elias. Si alguien te

oyera soltar esas tonterías, la GuardiaNegra te encerraría en Kauf sinpensárselo dos veces.

—¿Qué ha pasado con tus ideas paracambiar las cosas? —Su superioridadmoral empieza a irritarme; me heequivocado con ella—. Aquella noche,después de la graduación, me dijiste quemejorarías la situación de losacadémicos…

—¡Me refería a mejorar suscondiciones de vida! ¡No a liberarlos!Elias, mira lo que han estado haciendoesos cabrones: asaltar caravanas, matara perilustres inocentes en sus camas…

—¿No estarás diciendo en serio queDaemon Cassius es inocente? Es un

máscara…—La chica es una esclava —me

suelta ella—. Y la comandante merecesaber lo que hacen sus esclavos. Nocontárselo equivale a instigar y asistir alenemigo. Voy a entregarlas.

—No, no lo vas a hacer.Mi madre ya ha dejado su marca en

Laia. Ya le ha sacado un ojo a Izzi. Sé loque hará si se entera de que se hanescabullido. Cuando acabe con ellas, noquedará nada que echar a loscarroñeros.

Helene cruza los brazos sobre elpecho.

—¿Cómo piensas detenerme?—Ese poder curativo tuyo —

respondo odiándome por chantajearla,pero sabiendo que es mi única baza paradetenerla—. La comandante estaría muyinteresada en eso, ¿no crees?

Helene se queda paralizada. A la luzde la luna llena, la conmoción y el dolorque le leo en su rostro enmascarado megolpean como un puñetazo en el pecho.Retrocede, como si le preocupasecontagiarse de mi sedición. Como sifuera una plaga.

—Eres increíble —me dice—.Después… Después de todo.

Se le escapa la saliva de lo enfadadaque está, pero recupera la composturasacando a la máscara que lleva dentro.Su voz pierde entonación, su cara pierde

expresión.—No quiero tener nada que ver

contigo —me asegura—. Si deseas serun traidor, estás solo. Aléjate de mí. Enlos entrenamientos. En las guardias. Enlas pruebas. Aléjate de mí y punto.

«Maldita sea, Elias».Esta noche tenía que hacer las paces

con Helene, no provocarla más.—Hel, venga.Intento tocarle el brazo, pero ella no

me lo permite. Me aparta la mano y seinterna en la noche.

Me quedo mirándola, abatido. «Nolo dice en serio. Solo necesitacalmarse». Mañana recuperará elsentido común; yo le explicaré por qué

no quería entregar a las chicas. «Y medisculparé por chantajearla con desvelarel secreto que me había confiado». Hagouna mueca. Sí, esperaré a mañana, sinduda. Si me acerco a ella ahora,seguramente intentará castrarme.

Pero eso me sigue dejando con Laiae Izzi.

Espero un momento en la oscuridad,dándole vueltas. «Ocúpate de tusasuntos, Elias —me ordena una parte demí—. Abandona a las chicas a sudestino. Ve a la fiesta de Leander.Emborráchate».

«Idiota —me dice una segunda voz—. Sigue a las chicas y disuádelas deesta locura antes de que las atrapen y las

maten. Ve. Ya».Hago caso a la segunda voz. Las

sigo.

XXVII

Laia

Izzi y yo cruzamos el patio a hurtadillas,mirando de vez en cuando hacia lasventanas de los aposentos de lacomandante. Están a oscuras, lo queespero que signifique que, por una vez,está dormida.

—Dime una cosa —me susurra Izzi

—: ¿alguna vez has trepado a un árbol?—Claro que sí.—Entonces, esto es pan comido. En

realidad no hay demasiada diferencia.Diez minutos después estoy haciendo

equilibrios de puntillas sobre un salientede quince centímetros de ancho muchosmetros por encima de las dunas,fulminando a Izzi con la mirada. Ellacorretea por delante, saltando de roca enroca como un esbelto mono rubio.

—¡Esto no es pan comido! —le grito—. ¡No tiene nada que ver con treparárboles!

Izzi se arriesga a asomarse a lasdunas.

—No me había dado cuenta de lo

alto que está.Sobre nosotras, una densa luna

amarilla domina el cielo, cubierto deestrellas. Hace una preciosa noche deverano, cálida y sin una pizca de viento.Como la muerte acecha a un traspié dedistancia, no logro disfrutar de ella.Tomo aire y avanzo unos cuantoscentímetros por el sendero, rezando porque la piedra no se desmorone bajo mispies.

Izzi se vuelve para mirarme.—Ahí no. Ahí no, no…—¡Aaah!Se me resbala el pie, que aterriza en

roca sólida, unos cuantos centímetrosmás abajo de lo esperado.

—¡Calla! —me susurra Izzi,agitando una mano—. ¡Vas a despertar amedia escuela!

El risco está salpicado de nudos deroca y algunos se deterioran en cuantolos toco. Hay un sendero, pero es máspara ardillas que para humanos. Meresbalo en un trozo de piedraespecialmente quebradizo y me abrazo ala pared del risco hasta que se me pasael vértigo. Un minuto después meto eldedo sin querer en el hogar de unacriatura de pinzas afiladas que, molesta,se me sube a la mano y me corretea porel brazo. Me muerdo el labio parareprimir un grito y sacudo el brazo contanta energía que se me abren las costras

del pecho. El repentino dolor me hacesisear.

—Vamos, Laia —me llama Izzi, queva por delante—. Ya casi estamos.

Me obligo a avanzar sin hacer casodel abismo de aire hambriento que tengoa mi espalda. Cuando por fin llegamos aun sendero ancho de suelo sólido, sientoun agradecimiento tan inmenso que estoya punto de besar la tierra. El río lamelos muelles cercanos, y los mástiles dedecenas de barquitas suben y bajancomo un bosque de lanzas bailarinas.

—¿Ves? —dice Izzi—. No ha sidotan difícil.

—Todavía nos queda la vuelta.Izzi no responde, se limita a mirar

fijamente las sombras que tengo detrás.Me vuelvo para escudriñarlas ycomprobar si percibo cualquier cosaque se salga de lo normal. Solo oigo elruido del agua al golpear los cascos delas barcazas.

—Lo siento —se disculpa,sacudiendo la cabeza—. Creía… Daigual. Tú primero.

Los muelles están repletos deborrachos felices y marineros quehuelen a sudor y a sal. Las mujeres devida fácil llaman a todo el que pasa, conlos ojos como brasas que se consumen.

Izzi se detiene a mirarlas, pero tirode ella para que me siga. Nos pegamos alas sombras para intentar perdernos en

la oscuridad y no llamar la atención denadie.

No tardamos en dejar atrás losmuelles. Cuanto más nos adentramos enSerra, más familiares me resultan lascalles, hasta que pasamos por encima dela parte más baja de un muro de ladrillode barro cocido y entramos en el barrio.

«Mi hogar».Nunca había agradecido el olor del

barrio: arcilla, tierra y el calor de losanimales arracimados. Acaricio el airecon los dedos, me maravillo con lasespirales de polvo que bailan a la suaveluz de la luna. Oigo el tintineo de lasrisas, una puerta que se cierra, un niñoque grita y, por debajo de todo, el

murmullo continuo de lasconversaciones. Tan diferente delsilencio que pesa sobre Risco Negrocomo una mortaja.

«Mi hogar».Quiero que sea cierto, pero no es mi

hogar, ya no. Mi hogar me lo quitaron.Mi hogar acabó quemado hasta loscimientos.

Nos dirigimos a la plaza del centrodel barrio, donde el Festival de la Lunaestá en pleno apogeo. Me retiro un pocoel pañuelo y me deshago el moño parasoltarme el pelo, como todas las chicasde por aquí.

A mi lado, Izzi abre mucho los ojos,intentando asimilarlo todo.

—No había visto nunca nada igual—dice—. Es precioso. Es…

Le quito las horquillas del pelo. Ellase lleva las manos a la cabeza y seruboriza, pero se las aparto.

—Solo esta noche —la tranquilizo—. O no encajaremos. Vamos.

Nos reciben con sonrisas cuando nosabrimos paso entre la eufórica multitud.Nos ofrecen bebidas, nos saludan,murmuran cumplidos; a veces los gritan,lo que cohíbe a Izzi.

Es imposible que no piense enDarin, en lo mucho que le gustaba elfestival. Hace dos años se vistió con sumejor ropa y nos arrastró temprano a laplaza. Eso fue cuando la abuela y él

todavía se reían juntos, cuando losconsejos del abuelo eran ley, cuando nome ocultaba secretos. Me comprómontañas de pasteles de luna, redondosy amarillos como la luna llena. Admirólos farolillos voladores que iluminabanlas calles, colgados de tal modo queparecían flotar. Cuando los violinestrinaron y los tambores tronaron, tiró dela abuela y la paseó por las pistas debaile hasta que la dejó sin aliento de larisa.

El festival de este año está muyconcurrido, pero, al recordar a Darin,me siento desgarradoramente sola.Nunca había pensado en todos losespacios vacíos del Festival de la Luna,

en todos los lugares donde estarían losdesaparecidos, los muertos y losperdidos. ¿Qué le está pasando a mihermano en la cárcel mientras yo meencuentro entre esta alegre multitud?¿Cómo puedo sonreír o reír si sé queestá sufriendo?

Miro a Izzi, el asombro y la alegríaque se reflejan en su rostro, y suspiropara espantar esos oscurospensamientos; por ella. Aquí debe dehaber más gente que se siente tan solacomo yo. Sin embargo, nadie frunce elceño, nadie llora ni parece taciturno.Todos encuentran un motivo para sonreíry reír. Un motivo para albergaresperanza.

Localizo a una de las antiguaspacientes del abuelo y giro bruscamentepara evitarla mientras me vuelvo a taparla cara con el pañuelo. Esto está arebosar, así que no me costará escaparde los rostros familiares, pero mejor queno me reconozcan.

—Laia —me dice Izzi en voz bajarozándome apenas el brazo—, ¿quéhacemos ahora?

—Lo que queramos —respondo—.Se supone que tienen que venir abuscarme. Hasta que lo hagan,observamos, bailamos y comemos. Nosmezclamos.

Cerca de nosotras hay un carro delque se encarga una pareja que no para

de reír y que está rodeado de un mar demanos extendidas.

—Izzi, ¿alguna vez has probado elpastel de luna?

Me abro paso entre la gente y salgominutos después con dos pasteles deluna calientes y chorreantes de nata. Izzimuerde uno, despacio, cierra los ojos ysonríe. Paseamos hasta las pistas debaile, que están llenas de parejas:maridos y mujeres, padres e hijas,hermanos, amigos. Abandono el caminarde esclava que he adoptado últimamentey camino como antes, con la cabeza altay los hombros hacia atrás. Bajo elvestido noto el picor de la herida, perono le presto atención.

Izzi se termina su pastel de luna y sequeda mirando el mío con tal intensidadque se lo doy. Encontramos un banco ypasamos unos minutos contemplando alos que bailan, hasta que Izzi me da uncodazo.

—Tienes un admirador. —Se tragael último pedacito de pastel—. Junto alos músicos.

Miro hacia allí creyendo que seráKeenan, pero veo a un joven que parecealgo aturdido. Me recuerda a alguien,pero no lo reconozco.

—¿Lo conoces? —me pregunta Izzi.—No —respondo después de

meditarlo unos segundos—. Creo queno.

El joven es tan alto como un marcial,con los hombros anchos y los brazosdorados por el sol que relucen a la luzde los farolillos. El chaleco con capuchale marca las duras líneas del torso,incluso a esta distancia. Le cruza elpecho la correa negra de una bandolera.A pesar de que lleva la capucha puesta,de modo que gran parte de la cara lequeda en sombra, le veo unos pómulosprominentes, una nariz recta y unoslabios carnosos. Rasgos impresionantes,casi perilustres, aunque la ropa y elbrillo oscuro de sus ojos lo identifiquencomo tribal.

Izzi se queda mirando al chico, casicomo si lo estudiara.

—¿Seguro que no lo conoces?Porque está claro que él parececonocerte.

—No, no lo había visto nunca.El chico y yo nos miramos a los ojos

y, cuando sonríe, me ruborizo. Aparto lavista, pero la atracción de su mirada esdemasiado fuerte y, un instante después,vuelvo a observarlo. Sigue mirándome,con los brazos cruzados sobre el pecho.

Un segundo después noto una manoen el hombro, y olor a cedro y viento.

—Laia.Cuando me vuelvo hacia Keenan me

olvido del chico guapo de la pista. Mequedo clavada en los ojos oscuros y elpelo rojo de Keenan, sin darme cuenta

de que él también me observa fijamentehasta que transcurren unos segundos y seaclara la garganta.

Izzi se aleja unos cuantos metros ymira a Keenan con interés. Le hecontado que cuando apareciera laresistencia tendría que hacer como si nome conociera. Por algún motivo, creoque no les gustaría averiguar que otraesclava conoce mi misión.

—Vamos —dice Keenan, que dejaatrás la pista de los músicos y se meteentre dos tiendas.

Lo sigo, con Izzi detrás,discretamente, a cierta distancia.

—Has encontrado una salida —añade.

—Fue… bastante fácil.—Lo dudo, pero lo has conseguido.

Bien hecho. Estás…Me recorre el rostro con la mirada y

después sigue por mi cuerpo. Unamirada así de cualquier otro hombre semerecería una bofetada, pero, viniendode Keenan, es más un halago que uninsulto. Hay algo diferente en suexpresión, normalmente distante…¿Sorpresa? ¿Admiración? Cuandopruebo a sonreírle, sacude un poco lacabeza, como para despejarse.

—¿Está Sana contigo? —lepregunto.

—En la base. —Tiene los hombrostensos y noto que está preocupado—.

Quería verte en persona, pero Mazen noha permitido que viniera. Han tenidotodo un enfrentamiento al respecto. Lafacción de Sana ha estado presionando aMazen para que saque a Darin. PeroMazen… —Se aclara la garganta y,como si hubiera hablado demasiado,señala con un seco gesto de cabeza latienda que tenemos más adelante—.Vamos por detrás.

Delante de la tienda está sentada unamujer tribal de pelo blanco, que seasoma a una bola de cristal mientras doschicas académicas esperan a oír lo quetiene que contarles, aunque la observancon escepticismo. Al otro lado de lamujer, un hombre hace malabares con

antorchas, rodeado de gente, y, al otro,una kehanni tribal cuenta sus historias,alzando y bajando la voz como un pájaroen vuelo.

—Deprisa —me ordena Keenan, ysu repentina brusquedad me sorprende—. Nos está esperando.

Cuando entro en la tienda, Mazendeja de hablar con los dos hombres quelo flanquean. Los reconozco de la cueva:son sus otros lugartenientes, que rondanmás la edad de Keenan que la de Mazeny tienen su mismo aplomo taciturno. Meenderezo. No me van a intimidar.

—Sigues de una pieza —comentaMazen—. Impresionante. ¿Qué tienespara nosotros?

Le cuento todo lo que sé sobre lasPruebas y la llegada del emperador. Norevelo cómo he conseguido lainformación y Mazen no pregunta.Cuando termino, incluso Keenan pareceestupefacto.

—Los marciales nombrarán al nuevoemperador dentro de dos semanasescasas —concluyo—. Por eso le hedicho a Keenan que teníamos quereunirnos hoy. No ha sido fácil salir deRisco Negro, ¿sabes? Solo me hearriesgado porque sabía que tenía quedarte esta información. No es todo loque querías, pero seguro que basta paraconvencerte de que cumpliré la misión.Ya puedes sacar a Darin de la cárcel. —

Mazen frunce el ceño, así que meapresuro a seguir hablando—. Y yo mequedaré en Risco Negro todo el tiempoque necesites.

Uno de los lugartenientes de Mazen,un hombre bajo y fornido de pelo rubioque, según creo, se llama Eran, lesusurra algo al oído. Los ojos de Mazenreflejan una irritación pasajera.

—Las celdas de los condenados amuerte no son como el pabellónprincipal, chica. Son casi impenetrables.Esperaba contar con dos semanas parasacar a tu hermano, por eso aceptéhacerlo. Estas cosas llevan su tiempo.Hay que conseguir suministros yuniformes, hay que sobornar a

guardias… Menos de dos semanas… Noes nada.

—Se puede hacer —aseguraKeenan, que está detrás de mí—. Lo heestado hablando con Tariq…

—Cuando quiera saber tu opinión ola de Tariq, os la pediré —lo interrumpeMazen.

Keenan aprieta los labios y espero aque replique, pero se limita a asentir conla cabeza, y Mazen continúa hablando.

—No hay tiempo —dice, pensativo—. Tendríamos que tomar la cárcelentera, y eso no se hace, a no ser que…—Se acaricia la barbilla, sumido en suspensamientos, antes de asentir—. Tengouna nueva misión para ti: encuentra la

forma de entrar en Risco Negro, unaforma que nadie más conozca. Si loconsigues, podré sacar a tu hermano.

—¡Ya tengo una forma! —exclamo,aliviada—. Un sendero secreto… El quehe usado para salir.

—No —responde Mazen,desinflando mi euforia tan deprisa comohabía surgido—. Necesitamos algo…distinto.

—Más maniobrable —añade Eran—. Para un grupo grande de hombres.

—Las catacumbas pasan por debajode Risco Negro —le dice Keenan aMazen—. Algunos de esos túnelesdeben conducir a la escuela.

—Puede —responde él, aclarándose

la garganta—. Ya los hemos recorridoantes, sin encontrar nada útil. Pero tú,Laia, contarás con una ventaja, ya quebuscarás desde el interior de RiscoNegro. —Apoya los puños en la mesa yse inclina hacia mí—. Necesitamos algopronto. Una semana, como mucho.Enviaré a Keenan para que te dé unafecha concreta. No te saltes esa reunión.

—Os encontraré una entrada —leaseguro.

Izzi sabrá algo. Debe de haber algúntúnel bajo Risco Negro que no estéprotegido. Por fin una tarea que puedollevar a cabo.

—Pero ¿por qué necesitáis unaentrada a Risco Negro para sacar a

Darin de la celda de los condenados?—Una buena pregunta —comenta

Keenan en voz baja.Mira a Mazen a los ojos y me

sorprende la evidente hostilidad en elrostro del líder.

—Tengo un plan. Eso es lo únicoque debes saber.

Mazen le hace un gesto con lacabeza a Keenan, que me toca el brazo yse dirige a la puerta de la tienda,indicándome que lo siga.

Por primera vez desde la redada,estoy contenta, como si quizá pudieralograr lo que pretendo. Junto a la tienda,el tragafuegos está en pleno número ydescubro a Izzi entre la multitud,

aplaudiendo cuando la llama ilumina lanoche. Casi me desmayo de alivio hastaque veo a Keenan, que observa conexpresión ceñuda las vueltas de losbailarines.

—¿Qué ocurre?—¿Me harías…? Estooo… —Se

pasa una mano por el pelo, creo quenunca lo había visto tan nervioso—.¿Me harías el honor de bailar conmigo?

No sé qué esperaba que dijeraexactamente, pero eso no. Consigoasentir, y él me conduce a una de laspistas de baile. Al otro lado, el altochico tribal de antes está bailando conuna elegante tribal que tiene una sonrisareluciente como un relámpago.

Los violinistas empiezan con unamelodía rápida y tempestuosa, y Keenanme sujeta una cadera con una mano y losdedos con la otra. Mi piel revive bajosus manos, como si la calentara el sol.

Está un poco rígido, pero se conocelos pasos bastante bien.

—No se te da mal —le digo. Miabuela me enseñó todos los bailesantiguos. Me pregunto quién se losenseñaría a Keenan.

—¿Te sorprende?Me encojo de hombros.—No te creía de los que bailan.—No lo soy. Normalmente. —Su

oscura mirada me recorre como siintentara averiguar algo—. Estaba

convencido de que no durarías viva niuna semana, ¿sabes? Me hassorprendido. —Me mira a los ojos—.No estoy acostumbrado a que mesorprendan.

El calor de mi cuerpo me envuelvecomo un capullo. De repente, me quedosin aliento y es una sensación deliciosa.Pero entonces Keenan rompe el contactovisual y su delicado rostro se vuelvefrío. El desagradable cosquilleo delrechazo me recorre el cuerpo mientrasseguimos bailando.

«Es tu contacto, Laia. Nada más».—Si te sirve de consuelo, yo

también creía que no duraría ni unasemana.

Sonrío, y él me responde con unapequeña mueca. Me doy cuenta de quereprime la felicidad. No se fía de ella.

—¿Todavía crees que voy afracasar? —le pregunto.

—No debería haberlo dicho —responde, y baja la vista para mirarme,pero la aparta rápidamente—. Pero noquería arriesgar a mis hombres… ni a ti.

Las últimas palabras las masculla,así que arqueo las cejas, incrédula.

—¿A mí? —repito—. Amenazastecon meterme en una cripta cincosegundos después de conocerme.

A Keenan se le pone el cuello rojo ysigue negándose a mirarme.

—Siento lo que pasó. Fui un…

—¿Imbécil? —le sugieroamablemente.

Esta vez esboza una sonrisacompleta, deslumbrante y demasiadobreve. Cuando asiente, lo hace casi contimidez, pero, un momento después,vuelve a ponerse serio.

—Cuando te dije que fracasarías,intentaba asustarte. No quería quevolvieras a Risco Negro.

—¿Por qué?—Porque conocí a tu padre. No…,

eso no es del todo correcto. —Niegacon la cabeza—. Porque le debía muchoa tu padre.

Me detengo a medio baile y solo loreanudo cuando alguien nos empuja.

Keenan lo toma como pie paracontinuar.

—Me recogió de las calles cuandotenía seis años. Era invierno y yo estabapidiendo. Sin mucho éxito, a decirverdad. Seguramente me faltaban pocashoras para morir. Tu padre me llevó alcampamento, me vistió, me alimentó. Medio una cama, una familia. Nuncaolvidaré su cara ni cómo sonaba cuandome pidió que fuera con él, como si elfavor se lo hiciera yo, en vez de alrevés.

Sonrío: así era mi padre, sí.—La primera vez que te vi la cara a

la luz, me resultaste familiar. No tesituaba, pero… te conocía. Cuando nos

contaste… —Se encoge de hombros—.No suelo estar de acuerdo con los másantiguos, pero sí creo que está mal dejara tu hermano en la cárcel cuandopodemos ayudarlo, sobre todo teniendoen cuenta que está allí por culpa denuestros hombres y que tus padreshicieron más por la mayoría de nosotrosde lo que jamás podremos pagarles. Sinembargo, enviarte a Risco Negro… —frunce el ceño— fue hacerle un flacofavor a tu padre. Sé por qué lo hizoMazen: necesitaba contentar a ambasfacciones y darte una misión era lamejor forma. Pero sigue sin parecermebien.

Ahora soy yo la que se ruboriza,

porque nunca me había hablado tanto ylo hace con una vehemencia que meabruma un poco.

—Hago lo que puedo por sobrevivir—contesto, como si nada—. Para que note consuma la culpa.

—Sobrevivirás —asegura Keenan—. Todos los rebeldes han perdido aalguien, por eso luchan. Pero ¿tú y yo?Somos los que hemos perdido a todos.Todo. Nos parecemos, Laia. Así queconfía en mí cuando te digo que eresfuerte, te lo creas o no. Encontrarás esaentrada. Sé que lo harás.

Hacía mucho tiempo que no oía unaspalabras tan cálidas. Nos miramos denuevo a los ojos, pero, esta vez, Keenan

no aparta la vista. El resto del mundo sedesvanece mientras damos vueltas. Nodigo nada porque el silencio entrenosotros es dulce, grácil y por elección.Y aunque él tampoco habla, sus ojososcuros arden sin llama y me dicen algoque no comprendo del todo. El deseo,sordo y vertiginoso, me palpita en elvientre. Quiero guardar este momentoíntimo como si fuera un tesoro. Noquiero dejarlo marchar. Pero entoncescesa la música y Keenan me suelta.

—Que vaya todo bien en el caminode vuelta.

Pronuncia esas palabras a la ligera,como si hablara con uno de sus hombres.Me siento como si me hubieran dado una

ducha con agua de río.Sin pronunciar otra palabra,

desaparece entre la gente. Losviolinistas acometen una melodíadistinta, el baile se reanuda a mialrededor y, como una tonta, me quedomirando a la muchedumbre con laesperanza de que vuelva, aunque sé queno es posible.

XXVIII

Elias

Colarse en el Festival de la Luna esun juego de niños.

Me meto la máscara en el bolsillo—mi rostro es el mejor disfraz—, yrobo ropa de montar y una bandolera deuna caravana tribal. Después me meto enuna botica y siso baladona, un básico de

la medicina que, al transformarse enaceite, dilata lo bastante las pupilascomo para que un marcial se haga pasarpor académico o tribal durante una horao dos.

Fácil. Unos instantes después deponerme la baladona, me introduzco enel meollo del festival entre un grupo deacadémicos. Cuento doce salidas eidentifico veinte armas en potencia antesde darme cuenta de lo que estoyhaciendo y obligarme a relajarme.

Dejo atrás puestos de comida ypistas de baile, malabaristas ytragafuegos, acróbatas, kehannis,cantantes y jugadores. Los músicostocan laúdes y liras guiados por el

exultante ritmo de los tambores.Me alejo de la muchedumbre,

desorientado por un momento. Llevotanto tiempo sin oír tambores que tocanmúsica que, instintivamente, intentotraducir los golpes en órdenes y medesconcierta no poder hacerlo.

Cuando por fin logro relegar lostambores a un segundo plano, mesorprenden los colores, los olores, lapura alegría que me rodea. Nunca habíavisto nada igual, ni siquiera cuando eraun cinco. Ni en Marinn ni en losdesiertos tribales, ni siquiera más alládel Imperio, donde los bárbaroscubiertos de añil bailaban bajo la luz delas estrellas durante varios días, como si

estuvieran poseídos.Una calma muy agradable me invade

el cuerpo. Nadie me mira con odio omiedo. No tengo que vigilar misespaldas ni mantener una fachada degranito.

Me siento libre.Me paso unos minutos dando vueltas

entre la gente hasta que llego a las pistasde baile, donde están Izzi y Laia. Essorprendente lo que me ha costadoseguirlas. Mientras las rastreaba por losmuelles, he perdido de vista a Laia unascuantas veces. Sin embargo, una vez enel barrio, bajo la brillante luz de losfarolillos voladores, las encuentrofácilmente.

Al principio se me ocurreacercarme, decirles quién soy yllevarlas de vuelta a Risco Negro. Peroparecen sentirse como yo: libres,felices. No soy capaz de arruinarles lanoche, no cuando sus vidas suelen sertan deprimentes. Así que me limito aobservar.

Las dos visten sencillos vestidos deseda negra que, aunque resultenexcelentes para ocultar los grilletes deesclavas, no encajan demasiado con elplumaje arcoíris de la muchedumbre.

Izzi se ha dejado caer la melenarubia sobre la cara; es asombroso lobien que le tapa el parche. Procuraempequeñecer, no destacar, mientras se

asoma a la cortina de su pelo.Laia, por otro lado, es tan guapa que

destacaría en cualquier parte. El vestidode cuello alto que viste se le pega alcuerpo de un modo que me resultadolorosamente injusto. Bajo la luz de losfarolillos, la piel le resplandece con elcolor de la miel caliente. Mantiene lacabeza erguida, y la cascada de pelonegro resalta la elegancia de su cuello.

Quiero tocar ese pelo, olerlo,acariciarlo, enrollármelo en la muñecay… «Maldita sea, Veturius, contrólate.Deja de mirarla».

Después de apartar la vista de ella,me doy cuenta de que no soy el únicoque la observa boquiabierto. Muchos de

los jóvenes que me rodean la miran ahurtadillas. Ella parece no darse cuenta,lo que, por supuesto, la hace másfascinante aún, si cabe.

«Y ya estás, Elias, mirándola denuevo. Imbécil».

Esta vez alguien se percata de miatención.

Izzi me está mirando.Puede que la chica solo tenga un ojo,

pero estoy bastante seguro de que vemás que muchos. «Sal de aquí, Elias —me digo—. Antes de que se dé cuenta depor qué le resultas tan familiar».

Izzi se inclina y le susurra algo aLaia al oído. Estoy a punto de alejarmecuando Laia me mira.

Sus ojos son un oscuro sobresalto.Debería apartar la mirada. Deberíamarcharme. Si me observa lo suficienteaveriguará quién soy. Pero no consigomoverme. Por un momento tenso yacalorado, nos quedamos inmóviles,contentos con mirarnos. «Por los cielos,es preciosa». Le sonrío, y el rubor quele sube al rostro me despierta unaextraña sensación de triunfo.

Quiero pedirle que baile conmigo,quiero tocarle la piel, hablar con ella yfingir que soy un chico tribal normal yella una chica académica normal. «Quéidea más estúpida —me advierte mimente—. Te va a reconocer».

¿Y qué? ¿Qué haría en tal caso?

¿Delatarme? No le puede contar a lacomandante que me ha visto aquí sinincriminarse a sí misma.

Pero, mientras le doy vueltas a laidea, un pelirrojo musculoso aparecedetrás de ella. Le toca el hombromientras la contempla con una miradaposesiva que no me gusta. Laia, acambio, lo observa como si no existieranadie más en el mundo. Puede que loconociera de antes de convertirse enesclava. Puede que por eso haya salidoa escondidas. Frunzo el ceño y aparto lamirada. Supongo que no es feo, peroparece demasiado hosco para que sea untipo con el que divertirse.

Además, es más bajo que yo.

Bastante más. Como mínimo, quincecentímetros.

Laia se marcha con el pelirrojo. Izzise levanta al cabo de unos segundos ylos sigue.

—Parece que está pillada,muchacho.

Una chica tribal con un vestido de unverde intenso cubierto de diminutosespejos circulares se me acercacontoneándose; lleva el pelo recogidoen cientos de trenzas. Habla sadhese, elidioma tribal con el que crecí.

En contraste con su piel morena, susonrisa es un cegador relámpago de luzblanca, así que se la devuelvo sinpestañear.

—Supongo que te tendrás queconformar conmigo —me dice.

Sin esperar respuesta, tira de míhacia la pista de baile, algo realmenteaudaz para una chica tribal. La observocon atención y me doy cuenta de que noes una chica, sino una mujer adulta,puede que unos cuantos años mayor queyo. La miro con cautela: la mayoría delas mujeres tribales ya tienen hijos a losveintitantos.

—¿No tienes un marido que mearrancará la cabeza si me ve bailandocontigo? —le pregunto en sadhese.

—No. ¿Por qué? ¿Te interesa elpuesto?

Me pasa un cálido dedo por la piel

del pecho y el abdomen, despacio, hastallegar al cinturón. Por primera vez enmás o menos una década, me ruborizo.Me doy cuenta de que no lleva en lamuñeca el tatuaje de la trenza tribal queidentifica a las casadas.

—¿Cómo te llamas y cuál es tu tribu,muchacho? —me pregunta.

Es una buena bailarina; me doycuenta de que se alegra al comprobarque le puedo seguir los pasos.

—Ilyaas. —Hace años que nopronunciaba mi nombre tribal. El abuelolo marcializó a los cinco minutos deconocerme—. Ilyaas An-Saif.

En cuanto lo digo, me pregunto siserá un error. La historia del hijo

adoptivo de Mamie Rila que acabó enRisco Negro no es demasiadoconocida… El Imperio ordenó a la tribuSaif que guardara el secreto. Sinembargo, a los tribales les encantahablar.

Pero si la chica reconoce el nombre,no lo aparenta.

—Yo soy Afya Ara-Nur —responde.—«Sombras y luz» —digo,

traduciendo su nombre y su apellidotribales—. Una combinación fascinante.

—Casi todo sombras, si te soysincera. —Se inclina hacia mí y lasascuas de sus ojos castaños me aceleranun poco el corazón—. Pero que quedeentre nosotros.

Ladeo la cabeza para mirarla. Creoque nunca había conocido a una tribalcon una entereza tan sensual. Ni siquieraa una kehanni. Afya esboza una sonrisamisteriosa y me hace preguntas educadassobre la tribu Saif. ¿Cuántas bodashemos tenido en el último mes? ¿Ynacimientos? ¿Viajaremos a Nur para laReunión de Otoño? Aunque sonpreguntas adecuadas para una tribal, nome engaña, porque esas palabras tansimples no encajan con la agudainteligencia que reflejan sus ojos.¿Dónde está su familia? ¿Quién es, enrealidad?

Como si percibiera mis sospechas,Afya me habla de sus hermanos:

comerciantes de alfombras que viven enNur y que han venido para vender susproductos antes de que el mal tiempocierre los pasos de montaña. Mientrashabla, miro a mi alrededor con disimuloen busca de esos hermanos suyos… Esde todos conocido lo protectores queson los hombres tribales con sus mujeressolteras, y no busco pelea. Sin embargo,aunque hay tribales de sobra entre lagente, ninguno dedica una mirada aAfya.

Después de tres bailes, Afya mehace una reverencia y me ofrece unamoneda de madera con un sol en unacara y nubes en la otra.

—Un regalo —me dice—. Por

honrarme con unos bailes tanagradables, Ilyaas An-Saif.

—El honor es mío.Estoy sorprendido. Los símbolos

tribales son para indicar que se debe unfavor… No se ofrecen a la ligera y raravez los entrega una mujer.

Como si adivinara mispensamientos, Afya se pone de puntillas.Es tan diminuta que tengo que agacharmepara oírla.

—Si el heredero de la gens Veturianecesita alguna vez un favor, Ilyaas, seráun honor para la tribu Nur asistirle en loque requiera.

Me pongo tenso de inmediato, peroella se lleva dos dedos a los labios: el

más sagrado de los votos tribales.—Tu secreto está a salvo con Afya

Ara-Nur.Arqueo una ceja. No sé si será

porque ha reconocido el nombre deIlyaas o porque me ha visto por Serracon la máscara. Sea quien sea Afya Ara-Nur, no es una simple mujer tribal.Asiento con la cabeza, y ella sonríedejando al descubierto susdeslumbrantes dientes blancos.

—Ilyaas… —Baja los talones alsuelo y deja de susurrar—. Tu dama estálibre…, ¿ves? —Vuelvo la vista atrás:Laia ha regresado a la pista y observa alpelirrojo, que se aleja de ella—. Debespedirle un baile —añade Afya—. ¡Ve!

Me da un empujoncito y desaparece,haciendo tintinear las campanillas de sutobillo a su paso. Me quedo mirándolaun instante; después observo la moneda,pensativo, antes de metérmela en elbolsillo. Por último, voy a buscar aLaia.

XXIX

Laia

—¿Me permites?Todavía estoy pensando en Keenan,

así que me sobresalto cuando meencuentro al chico tribal a mi lado. Porun momento solo soy capaz de mirarlocomo una tonta.

—¿Te gustaría bailar? —me aclara

mientras me ofrece una mano.La capucha le ensombrece los ojos,

pero sonríe.—Estooo… Pues…Ahora que he pasado la información,

Izzi y yo deberíamos volver a RiscoNegro. Quedan unas horas para el alba,pero no debería arriesgarme a que meatrapen.

—Ah —responde el chico—. Elpelirrojo. ¿Es… tu marido?

—¿Qué? ¡No!—¿Prometido?—No. No es…—¿Amante? —pregunta el chico,

arqueando una ceja de manerainsinuante.

Me ruborizo.—Es un… un amigo.—Entonces ¿qué te preocupa?El chico esboza una sonrisa con un

toque malicioso, y yo no puedo evitarresponderle con otra. Vuelvo la vistaatrás, hacia Izzi, que habla con unacadémico muy serio. Se ríe de algo queél le dice, y sus manos, por una vez, nocorren a tocarse el parche del ojo.Cuando me sorprende observándola,mira al chico tribal, me mira y muevelas cejas arriba y abajo. Me vuelvo aruborizar. Un baile no me hará daño;podemos irnos después.

Los violinistas tocan una baladaalegre y, al ver que asiento con la

cabeza, el chico me coge de las manoscon absoluta confianza, como sifuésemos amigos desde hace años. Apesar de su altura y de lo ancho de sushombros, me conduce con una graciaespontánea y sensual, las dos cosas a lavez. Cuando alzo la vista, me loencuentro mirándome con una sonrisitaen los labios. El corazón se me para unsegundo y le doy vueltas a la cabeza enbusca de algo que decir.

—No suenas como un tribal —ledigo. Muy bien, bastante neutro—.Apenas tienes acento. —Aunque tienelos ojos oscuros como un académico, surostro es todo aristas y ángulos—. Nitienes aspecto de serlo.

—Puedo decirte algo en sadhese, siquieres. —Acerca los labios a mi oído,y su aliento especiado me provocaescalofríos—. Menaya es poolan diladekanala.

Suspiro. Con razón los tribales soncapaces de venderte cualquier cosa:tiene una voz cálida y profunda, comomiel de verano que gotea de la colmena.

—¿Qué…? —Me sale la voz ronca,así que me aclaro la garganta—. ¿Quéquiere decir?

Vuelve a esbozar la misma sonrisade antes.

—En realidad, tendría queenseñártelo.

Y de nuevo me ruborizo.

—Eres muy atrevido —le digoentornando los ojos—. ¿Te conozco dealgo? ¿Vives por aquí? Me resultasfamiliar.

—¿Y me llamas atrevido a mí?Aparto la mirada, consciente de

cómo debe de haber sonado micomentario. Se ríe entre dientes a micosta, una risa grave y sensual, y vuelvoa quedarme sin aliento. De repentesiento pena por las chicas de su tribu.

—No soy de Serra —responde—.Bueno, ¿quién es el pelirrojo?

—¿Quién es la morena? —lepregunto yo.

—Ah, me estabas espiando. Es muyhalagador.

—No estaba… Estaba… ¡Tútambién!

—No pasa nada —me dice, comopara tranquilizarme—. No me importaque me espíes. La morena es Afya, de latribu Nur. Una nueva amiga.

—¿Solo una amiga? Me ha parecidoalgo más que eso.

—Puede —contesta encogiéndose dehombros—. Pero no has respondido a mipregunta sobre el pelirrojo.

—El pelirrojo es un amigo —replico, imitando su tono reflexivo—.Un nuevo amigo.

El chico echa la cabeza atrás y seríe, una risa dulce y salvaje como lalluvia de verano.

—¿Vives en el barrio? —pregunta.Vacilo. No puedo decirle que soy

una esclava. Los esclavos no tienenpermiso para acudir al Festival de laLuna. Hasta un extranjero lo sabría.

—Sí —respondo—. Llevo muchosaños viviendo en el barrio con misabuelos. Y… y con mi hermano. Nuestracasa no está lejos de aquí.

No sé por qué lo digo. Puede quecrea que, al pronunciarlo en voz alta, sehaga realidad; que volveré la vista atrásy veré a Darin flirteando con las chicas,a la abuela vendiendo sus mermeladas yal abuelo tratando con mucho cariño asus preocupados pacientes.

El chico me da una vuelta y después

me devuelve al círculo de sus brazos,más cerca que antes. Su aroma,especiado, embriagador y curiosamentefamiliar, me hace querer acercarme mása él para olerlo. Las duras superficiesde sus músculos me presionan y, cuandosus caderas rozan las mías, estoy a puntode trastabillar.

—¿Y a qué dedicas tu tiempo?—El abuelo es sanador —respondo,

y me falla un poco la voz, pero, como nopuedo contarle la verdad, continúo—.Mi hermano es su aprendiz. La abuela yyo hacemos mermelada. Sobre todo paralas tribus.

—Hummm. Sí, te pega hacermermelada.

—¿Sí? ¿Por qué?Me sonríe, mirándome. De cerca,

sus ojos son casi negros, sobre todo porlas sombras que proyectan sus largaspestañas. Ahora mismo brillan de la risaapenas reprimida.

—Porque eres muy dulce —contestacon voz empalagosa.

Su mirada traviesa me hace olvidar,por un instante, que soy una esclava, quemi hermano está en la cárcel y que todosmis seres queridos han muerto. Me salela risa a borbotones, como una canción,y se me saltan las lágrimas. Se meescapa un ronquido, lo que hace que micompañero de baile se ría también, loque hace que yo me ría con más ganas.

Solo Darin era capaz de hacerme reírasí. Este alivio es desconocido yfamiliar, como cuando lloras, pero sin eldolor.

—¿Cómo te llamas? —le preguntomientras me seco la cara.

Pero, en vez de responder, se quedaquieto y ladea la cabeza, como siescuchara algo. Cuando hablo, me poneun dedo en los labios y, un instantedespués, se le endurece el gesto.

—Tenemos que irnos —dice.Si no pareciera tan serio, diría que

intenta convencerme para que me vayacon él a su campamento.

—Una redada… Una redadamarcial.

A nuestro alrededor, la gente siguebailando sin percatarse de nada. Nadieha oído al chico. Los tamboresretumban, los niños corretean y ríen.Todo parece ir bien.

Entonces lo grita lo bastante fuertecomo para que lo oigan todos.

—¡Redada! ¡Corred!Su voz profunda rebota por las

pistas de baile, tan imponente como lade un soldado. Los violinistas paran amedia nota, los tambores cesan.

—¡Redada marcial! ¡Salid de aquí!¡Ya!

Una explosión de luz desgarra elsilencio: ha estallado uno de losfarolillos voladores. Después otro. Y

otro. Las flechas surcan el aire; losmarciales están disparando a las lucescon la esperanza de sumir en laoscuridad a los asistentes para poderatraparnos más fácilmente.

—¡Laia! —Izzi aparece a mi lado,aterrada, con los ojos muy abiertos—.¿Qué está pasando?

—Algunos años, los marciales nospermiten celebrar el festival. Otros, no.Tenemos que salir de aquí.

Agarro a Izzi por la mano deseandono haberla traído, deseando haberpensado más en su seguridad.

—Seguidme.El chico no espera respuesta, se

limita a tirar de mí hacia una calle

cercana, una que no está abarrotada degente. Se pega a las paredes y yo lo sigobien agarrada a Izzi, con la esperanza deque no sea demasiado tarde paraescapar.

Cuando llegamos a la mitad de lacalle, el tribal nos mete en un callejónestrecho cubierto de basura. Los gritosdesgarran el aire y el acero ilumina lanoche. Segundos después, los asistentesal festival pasan corriendo junto anosotros; muchos se pierden de vista,derribados en plena carrera como tallosde maíz bajo una hoz.

—Tenemos que salir del barrio antesde que lo cierren —dice el tribal—. Atodo el que pillen por la calle lo meterán

en los carros fantasma. Vais a tener quemoveros deprisa, ¿podréis?

—No… No podemos ir contigo.Retiro mi mano de la del chico. Él

se dirigirá a su caravana, pero eso nosería seguro para Izzi y para mí. Encuanto su gente descubra que somosesclavas, nos entregarán a los marciales,que, a su vez, nos entregarán a lacomandante. Y entonces…

—No vivimos en el barrio; sientohaberte mentido.

Retrocedo tirando de Izzi, pues séque, cuanto antes nos separemos, mejorpara todos los implicados. El tribal seretira la capucha y deja al descubiertouna cabeza de pelo negro muy corto.

—Ya lo sé —dice.Y, aunque su voz es la misma,

descubro en él una sutil diferencia: unaamenaza, una fuerza que no estaba antesahí. Sin pensar, doy otro paso atrás.

—Tenéis que ir a Risco Negro —añade.

Por un momento no asimilo suspalabras. Cuando lo hago, se me doblanlas rodillas: es un espía. ¿Me ha vistolas muñecas? ¿Me ha oído hablar conMazen? ¿Nos entregará a Izzi y a mí?

Entonces Izzi ahoga un grito.—¿As-aspirante Veturius?Cuando Izzi pronuncia su nombre es

como si la luz de una lámpara iluminarauna cámara en penumbra. Sus rasgos, su

altura, su elegancia… Todo cobrasentido… y lo pierde, a la vez. ¿Quéestá haciendo un aspirante en un Festivalde la Luna? ¿Por qué intentaba hacersepasar por tribal? ¿Dónde está su malditamáscara?

—Tus ojos…«Eran oscuros —pienso, como si me

hubiera vuelto loca—. Estoy segura deque eran oscuros».

—Baladona —responde—. Dilatalas pupilas. Mira, deberíamos…

—¡Estabas espiándome por orden dela comandante! —estallo.

Es la única explicación. KerisVeturia ha ordenado a su hijo que mesiga para averiguar lo que sé. Pero, si es

el caso, seguramente me ha oído hablarcon Mazen y Keenan. Tiene informaciónmás que de sobra para entregarme portraición. ¿Por qué bailar conmigo? ¿Porqué reír y bromear conmigo? ¿Por quéavisar a los presentes de la redada?

—No espiaría para mi madre aunqueme fuera la vida en ello.

—Entonces ¿por qué estás aquí? Nose me ocurre ningún motivo…

—Lo hay, pero ahora no puedoexplicarlo. —Veturius vuelve a echar unvistazo a las calles y añade—: Podemosdiscutirlo si quieres… o podemos salirde aquí de una vez.

Es un máscara y debería dejar demirarlo a la cara. Debería mostrarle

sumisión. Pero no consigo apartar lavista. Su rostro es un puro sobresalto.Hace unos minutos creía que era guapo.Creía que sus palabras en sadhese eranhipnóticas. He bailado con un máscara.Un puñetero máscara del demonio.

Veturius se asoma al otro lado delcallejón y sacude la cabeza.

—Los legionarios habrán sellado elbarrio para cuando lleguemos a una delas puertas. Tendremos que ir por lostúneles y cruzar los dedos para que nolos hayan sellado también. —Se muevecon confianza hasta una rejilla delcallejón, como si conocieraperfectamente en qué punto del barrioestamos.

Como no lo sigo, deja escapar unbufido de irritación.

—Mira, no estoy confabulado conella —me asegura—. De hecho, sidescubre que he venido, seguramente meazotará. Despacio. Pero eso no es nadacomparado con lo que os hará a vosotrassi os atrapan en esta redada o si, cuandoamanezca, descubre que no estáis enRisco Negro. Si queréis vivir, tendréisque confiar en mí. Ahora, moveos.

Izzi obedece y yo lo sigo aregañadientes, aunque todo mi cuerpo serebela contra la idea de poner mi vidaen manos de un máscara.

En cuanto caemos al túnel, Veturiusse saca el uniforme y las botas de la

bandolera que lleva cruzada al pecho yempieza a quitarse la ropa tribal. Mearde la cara y me vuelvo, aunque noantes de fijarme en el escalofriante mapade cicatrices plateadas de su espalda.

Unos segundos después pasa pordelante de nosotras, de nuevoenmascarado, y nos hace un gesto paraque lo sigamos. Izzi y yo corremos paramantener el ritmo de sus grandeszancadas. Se mueve con sigilo, como ungato, en silencio, aunque nos dirige unapalabra de ánimo de vez en cuando.

Vamos hacia el norte y al este porlas catacumbas; solo nos detenemos paraevitar a las patrullas marciales. Veturiusnunca vacila. Cuando llegamos a una

pila de calaveras que bloquea elpasadizo en el que estamos, aparta unascuantas y nos ayuda a pasar por laabertura. Cuando el túnel se estrechahasta acabar en una rejilla cerrada, mesaca dos horquillas del pelo y abre elcandado en cuestión de segundos. Izzi yyo nos miramos: es tan competente queresulta inquietante.

No tengo ni idea del tiempo que hatranscurrido. Al menos, dos horas. Yacasi debe de ser de día. No vamos allegar a tiempo. La comandante nospillará. Por los cielos, no debería habertraído a Izzi. No debería haber puesto suvida en peligro.

El vestido me roza la herida hasta

que esta vuelve a sangrar. Tiene pocosdías y la infección no se ha ido del todo.El dolor, combinado con el miedo, memarea.

Veturius se detiene al verme elrostro.

—Ya casi estamos —me dice—.¿Necesitas que te lleve?

Sacudo la cabeza con vehemencia:no quiero volver a tenerlo cerca; noquiero respirar su olor ni sentir el calorde su piel.

Al final nos detenemos. Oímosvoces bajas al otro lado de la siguienteesquina, y una antorcha parpadeanteaporta profundidad a las sombras que laluz no alcanza.

—Todas las entradas subterráneas aRisco Negro están protegidas —susurraVeturius—. Esta tiene cuatro guardias.Si os ven, harán sonar la alarma y estostúneles se llenarán de soldados. —Nosmira a Izzi y a mí para asegurarse de quelo entendemos antes de seguir hablando—. Voy a distraerlos. Cuando diga«muelles», tendréis un minuto paradoblar la esquina, subir por la escaleray salir por la rejilla. Si digo «MadameMoh» es que os quedáis sin tiempo.Cerrad la rejilla al salir. Estaréis en elsótano principal de Risco Negro.Esperadme allí.

Veturius desaparece en la penumbrade un túnel que se encuentra justo detrás

de nosotros. Unos minutos despuésoímos lo que parece un borrachocantando. Me asomo a la esquina y veoque los guardias se dan codazos y sesonríen. Dos se alejan para investigar.Veturius resulta muy convincentearrastrando las sílabas, y se oye unestrépito seguido de una maldición yunas carcajadas. Unos de los soldadosque ha ido a investigar llama a los otrosdos. Desaparecen. Me inclino haciadelante, preparada para correr. «Vamos,vamos».

—Por fin, la voz de Veturius mellega por los túneles:

—… abajo, en losh muellesh…Izzi y yo salimos disparadas hacia la

escalera y, en cuestión de segundos,hemos llegado a la rejilla. Me estoyfelicitando por nuestra velocidad cuandoIzzi, encaramada en la escalera, pordelante de mí, deja escapar un gritoahogado.

—¡No puedo abrirla!Subo a su lado, agarro la rejilla y la

empujo: no cede.Los guardias se acercan. Oigo otro

estrépito y después distingo que Veturiusdice:

—Las mejores chicas son las deMadame Moh, esas sí que saben…

—¡Laia! —exclama Izzi, que miramuerta de miedo la antorcha que seacerca a toda prisa.

«Por los diez infiernos ardientes».Con un gruñido ahogado, empujo la

rejilla con todo mi cuerpo y hago unamueca cuando el dolor me atraviesa eltorso. La rejilla se abre a regañadientes,con un crujido, y prácticamente lanzo aIzzi por el agujero antes de saltar yotambién por él y cerrarla justo cuandolos soldados llegan al túnel de abajo.

Izzi se oculta detrás de un barril, yme uno a ella. Unos segundos después,Veturius sale por la rejilla entre risitasde borracho. Izzi y yo nos miramos y,aunque resulte absurdo, tengo quereprimir la risa.

—Graciash, chicosh —se despideVeturius de los guardias desde arriba.

Después cierra la rejilla, nos ve y selleva un dedo a los labios: los soldadostodavía pueden oírnos a través de loshuecos.

—Aspirante Veturius —susurra Izzi—, ¿qué os pasará si la comandantedescubre que nos habéis ayudado?

—No lo descubrirá —reponeVeturius—. A no ser que penséiscontárselo, cosa que no os recomiendo.Venga, os llevaré a vuestrosalojamientos.

Subimos a hurtadillas por lasescaleras del sótano y salimos al patiode Risco Negro, donde reina un silenciofúnebre. Me estremezco a pesar de queno hace frío. Sigue siendo de noche,

aunque el cielo del este palidece, asíque Veturius acelera el paso. Mientrascorremos por la hierba, tropiezo y me loencuentro a mi lado para sostenerme; sucalor se me mete en la piel.

—¿Estás bien? —me pregunta.Me duelen los pies, el corazón me

late con demasiada fuerza, la marca dela comandante arde como el fuego. Peromás intenso es el cosquilleo que merecorre el cuerpo al sentirlo cerca.«¡Peligro! —parece gritarme la piel—.¡Es peligroso!».

—Sí —contesto, apartándome de él—. Estoy bien.

Mientras caminamos, me arriesgo amirarlo con el rabillo del ojo. Con la

máscara puesta y las paredes de RiscoNegro irguiéndose a su alrededor,Veturius es un soldado marcial de pies acabeza. Sin embargo, no logro casar laimagen que tengo delante con la delguapo tribal con el que he bailado.Desde el primer momento ha sabidoquién era yo, que le mentía sobre mifamilia. Y, aunque es absurdo que meimporte lo que piensa un máscara, derepente me avergüenzan mis mentiras.

Llegamos al pasillo de los criados,donde Izzi se despide de nosotros.

—Gracias —le dice a Veturius.Me invade un sentimiento de culpa.

Después de todo lo que hemos pasado,Izzi no me lo va a perdonar nunca.

—Izzi —la detengo, tocándole elbrazo—, lo siento. Si llego a habersabido lo de la redada, no habría…

—¿Estás de guasa? —pregunta ella.Echa un vistazo a Veturius, que siguedetrás de mí, y esboza una deslumbrantesonrisa blanca tan bonita que mesorprende—. No cambiaría esta nochepor nada del mundo. Hasta mañana,Laia.

Me quedo mirándola, boquiabierta,mientras ella se pierde pasillo abajo yse mete en su cuarto. Veturius se aclarala garganta. Me observa con unaexpresión rayana en la disculpa.

—Bueno… En fin… Tengo una cosapara ti —dice, y se saca una botella del

bolsillo—. Siento no habértelo traídoantes, pero estaba… indispuesto.

Cojo la botella y, cuando nuestrosdedos se tocan, los retiro al instante. Esel suero de sanguinaria. Me sorprendeque lo haya recordado.

—Es que… —empieza a decir él.—Gracias —respondo yo a la vez.Ambos guardamos silencio. Veturius

se pasa una mano por el pelo, pero, uninstante después, se queda muy quieto,como un ciervo que ha oído al cazador.

—¿Qué…? —jadeo cuando merodea con sus brazos de repente, conviolencia.

Me empuja contra la pared, y elcalor que emana de sus manos me hace

cosquillas en la piel y me desboca elcorazón. Mi propia reacción, deconfusión mezclada con un deseovertiginoso, me deja sin palabras. «¿Quées lo que te pasa, Laia?».

Entonces, sus manos me presionan laespalda, como si me advirtiera de algo,y acerca la cabeza a mi oído para queoiga el susurro oculto en su aliento:

—Haz lo que te diga, cuando te lodiga. Si no quieres morir.

Lo sabía. ¿Cómo he podido confiaren él? Estúpida. Soy estúpida.

—Empújame, forcejea —me dice.Lo hago sin necesidad de que me

anime.—Aléjate de…

—No seas así —dice él en voz másalta, melosa y amenazadora, sin unapizca de decencia—. Antes no te haimportado…

—Déjala en paz, soldado —leordena una voz aburrida e invernal.

Se me hiela la sangre y me zafo deVeturius. Allí, separándose de la puertade la cocina como si fuera un espectro,está la comandante. ¿Cuánto tiempolleva observándonos? ¿Por quédemonios está despierta?

La comandante entra en el pasillo yme observa, impasible, sin hacer casode Veturius.

—Así que aquí estabas. —Lleva lapálida melena suelta sobre los hombros

y la bata bien cerrada—. Acabo debajar. He llamado cinco veces a lacampanilla para que me trajeras agua.

—Es… Es…—Supongo que era cuestión de

tiempo. Eres muy bonita.No se lleva la mano a la fusta ni

amenaza con matarme. Ni siquieraparece enfadada, sino irritada.

—Soldado, vuelve a los barracones.Ya la has tenido el tiempo suficiente.

—Comandante, señor.Veturius se aparta de mí fingiendo

reticencia. Intento escabullirme, perosigue rodeándome las caderas con unbrazo, como si fuera de su propiedad.

—La habíais enviado a sus

aposentos, así que supuse que esta nocheya no la necesitabais.

—¿Veturius?Entonces me doy cuenta de que no lo

había reconocido a oscuras. Ni siquierale importaba lo suficiente como parafijarse en él. Mira a su hijo con los ojosentornados, incrédula.

—¿Tú? —le pregunta—. ¿Y unaesclava?

—Estaba aburrido —responde,encogiéndose de hombros—. Llevovarios días encerrado en la enfermería.

Me arde el rostro. Ahora entiendopor qué me ha puesto las manos encima,por qué me ha pedido que forcejee: estáintentando protegerme de la comandante.

Debe de haber percibido su presencia.Ella no tiene forma de demostrar que nohe pasado las últimas horas conVeturius. Y como los estudiantes violana las esclavas continuamente, no noscastigará a ninguno de los dos.

Pero no deja de ser humillante.—¿Esperas que te crea? —le

pregunta la comandante, ladeando lacabeza. Intuye la mentira, la huele—. Túno has tocado a una esclava en toda tuvida.

—Con el debido respeto, señor, esoes porque lo primero que hacéis cuandoos traen a una esclava nueva es sacarleun ojo. —Veturius me mete los dedosentre el pelo y yo chillo—. O le rajáis la

cara. Pero esta… —Tira de mi cabezahacia sí y veo claramente la advertenciaen sus ojos cuando me mira—. Estasigue intacta. Casi intacta.

—Por favor —le suplico, bajando lavoz. Para que esto funcione, tengo queseguirle el juego, aunque sea asqueroso—. Decidle que me deje en paz.

—Vete, Veturius —le ordena lacomandante; le brillan los ojos—. Lapróxima vez, búscate a una esclava de lacocina para entretenerte. La chica esmía.

Veturius saluda brevemente a sumadre antes de soltarme y salir a pasotranquilo por la puerta sin una solamirada atrás.

La comandante me examina como sibuscara señales de lo que cree queacaba de pasar. Me levanta la barbilla.Me doy un pellizco tan fuerte en lapierna que casi sangro, y se me llenanlos ojos de lágrimas.

—¿Habría sido mejor si te hubieracortado la cara, como a la cocinera? —murmura—. La belleza es una maldicióncuando se vive entre hombres. A lomejor me habrías dado las gracias.

Me acaricia la mejilla con una uña, yme estremezco.

—Bueno.Me suelta y entra de nuevo en la

cocina, sonriendo, con una mueca sin unápice de alegría, todo rencor. Las

espirales de su extraño tatuaje reflejanla luz de la luna.

—Ya habrá tiempo para eso —concluye.

XXX

Elias

Helene procura evitarme los tres díassiguientes al Festival de la Luna. No meatiende cuando llamo a su puerta, saledel comedor cuando aparezco y seexcusa cuando me acerco a elladirectamente. Cuando nos emparejan enlos entrenamientos, me ataca como si yo

fuera Marcus. Cuando hablo con ella, sequeda sorda de repente.

Al principio lo dejo pasar, pero, altercer día, ya estoy harto. De camino alentrenamiento de combate, mientrastramo un plan para enfrentarme a ella —algo que tiene que ver con una silla, unacuerda y puede que una mordaza paraque no le quede más alternativa queescucharme—, Cain aparece a mi ladode repente, como un fantasma. Ya tengola cimitarra medio desenvainada cuandome doy cuenta de quién es.

—Por los cielos, Cain, no hagas eso.—Saludos, aspirante Veturius. Un

tiempo maravilloso.El augur levanta el rostro,

maravillado, hacia el ardiente cieloazul.

—Sí, si no estás entrenando con doscimitarras bajo el sol abrasador —mascullo.

Ni siquiera son las doce y estoy tancubierto de sudor que me he rendido yme he quitado la camisa. Si Helene mehablara, frunciría el ceño y me diría queva en contra de las normas. Tengodemasiado calor como para que meimporte.

—¿Te has curado ya de la segundaprueba? —me pregunta Cain.

—No gracias a ti.Las palabras brotan antes de que

pueda detenerlas, aunque lo cierto es

que no me arrepiento demasiado: queintenten asesinarte tantas veces acabapasándote factura.

—Las Pruebas no están pensadaspara resultar sencillas, Elias. Por eso sellaman así.

—No me había fijado —respondo,acelerando el paso, con la esperanza deque se vaya. No lo hace.

—Te traigo un mensaje —me dice—: la próxima prueba tendrá lugardentro de siete días.

Al menos esta vez hay previo aviso.—¿Qué va a ser? —pregunto—.

¿Flagelación pública? ¿Una nocheencerrado en un baúl con cien víboras?

—Combate contra un enemigo

formidable —responde Cain—. Nadaque no seas capaz de manejar.

—¿Qué enemigo? ¿Cuál es latrampa?

El augur no va a contarme contra quélucharé sin ocultarme algo esencial. Nosenfrentaremos a un mar de espectros. Oa genios. O a alguna otra criatura quehayan despertado de la oscuridad.

—No hemos despertado a ningunacriatura que no estuviera ya despierta —me asegura.

Me reprimo para no responder. Sivuelve a leerme la mente, juro que loatravesaré con mi hoja, augur o no.

—No serviría de nada, Elias. —Sonríe casi con tristeza; después señala

con la cabeza el campo en el que entrenaHel—. Te pido que entregues el mensajea la aspirante Aquilla.

—Como la aspirante Aquilla no mehabla, puede que sea complicado.

—Seguro que encuentras el modo.Se aleja y me deja de peor humor

que antes.Cuando Hel y yo discutimos solemos

arreglar las cosas en cuestión dehoras…, de un día, como mucho. Tresdías es un récord para nosotros. Peoraún, nunca la he visto perder los nervioscomo los perdió hace tres noches.Incluso en la batalla se muestra tranquilay controlada.

Sin embargo, las últimas semanas no

se ha comportado así. He sidoconsciente de ello, pero, como un idiota,he intentado no verlo. Ya no puedoseguir sin prestar atención a sucomportamiento. Tiene que ver con esachispa entre nosotros, con esa atracción.O la aplastamos o hacemos algo alrespecto. Y estoy pensando que, aunquelo segundo sea más placentero, nostraería complicaciones que ninguno delos dos necesita.

¿Cuándo ha cambiado Helene?Siempre ha controlado todos sus deseosy emociones. Nunca ha demostradointerés por ninguno de sus camaradas y,aparte de Leander, ninguno de nosotroses lo bastante imbécil como para

intentar nada con ella.Entonces ¿qué ha pasado entre

nosotros para que haya cambiado todo?Trato de recordar la primera vez queactuó de forma extraña: la mañana queme encontró en las catacumbas. Intentédistraerla con una mirada lasciva. Lohice sin pensar, con la esperanza deevitar que encontrara mi bolsa. Supuseque pensaría que no eran más que cosasde hombres.

¿Fue por eso? ¿Por esa mirada? ¿Haestado actuando de esa forma tan rarasolo porque piensa que la deseo, y poreso se cree en la obligación dedesearme?

Si es el caso, tengo que aclararlo

todo ahora mismo. Decirle que fue poraccidente, que no quería decir nada.

¿Aceptará mis disculpas? «Solo si tehumillas lo suficiente».

Vale. Merecerá la pena. Si quieroser libre, tengo que ganar la próximaprueba. En las dos primeras, Hel y yodependimos el uno del otro parasobrevivir. En la tercera seguramenteocurra lo mismo. La necesito a mi lado.

Me la encuentro en el campo decombate, entrenando con Tristasmientras un centurión los vigila. Loschicos y yo nos burlamos de Tristasporque siempre está soñando despiertocon su prometida, pero es uno de losmejores espadachines de Risco Negro,

listo y veloz como un gato. Espera a queHelene se equivoque, tomando nota dela violencia de sus mandobles. Pero ladefensa de Helene es tan impenetrablecomo los muros de Kauf. Unos minutosdespués de llegar al campo, harechazado el ataque de Tristas y le haacertado en el corazón.

—¡Saludos, oh, sagrado aspirante!—me grita Tristas cuando me ve.

Como Helene se pone rígida, Tristasnos mira a uno y al otro, y decidelargarse rápidamente. Junto con Faris yDex, ha intentado averiguar varias vecesqué pasó entre Helene y yo la noche dela fiesta, ya que ninguno de los dosapareció. Pero Hel ha estado tan callada

como yo, así que se han rendido y sededican a gruñirse entre ellos cuandonos damos palizas en el campo debatalla.

—Aquilla —la llamo mientras ellaenvaina las cimitarras—, tengo quehablar contigo.

Silencio.«De acuerdo».—Cain me ha pedido que te informe

de que la próxima prueba tendrá lugardentro de siete días.

Me dirijo a la armería y no mesorprende oír que me sigue.

—Vale, ¿qué es? —preguntaagarrándome el hombro para darme lavuelta—. ¿En qué consiste la prueba?

Se ha ruborizado, le brillan los ojos.«Por los cielos, qué guapa se pone

cuando se enfada».La idea me sorprende, sobre todo

porque va acompañada de una descargade feroz deseo. «Es Helene, Elias.Helene».

—Combate —respondo—. Nosenfrentaremos a un «enemigoformidable».

—Vale, bien —responde, aunque nose mueve, se limita a mirarme con rabia,sin ser consciente de que los mechonesque se le han escapado de la trenzarestan bastante poder de coerción a esamirada.

—Eh, escucha, sé que estás

enfadada, pero…—Calla y ve a ponerte una camisa.Se aleja mascullando entre dientes

sobre los imbéciles que hacen casoomiso de las normas. Reprimo unaréplica enfadada. Maldita sea, ¿por quées tan cabezota?

Al entrar en la armería me doy debruces contra Marcus, que me empujacontra el marco de la puerta. Por unavez, Zak no está con él.

—¿Tu puta no habla contigo? —mepregunta—. Tampoco quiere pasartiempo contigo, ¿eh? Te evita…, evita alos otros chicos…, está sola…

Se queda mirando la espalda deHelene con aire especulativo, y yo voy a

echar mano de la cimitarra, pero Marcusya me ha puesto su daga contra elvientre.

—Me pertenece, ¿sabes? Lo soñé.—Su tranquilidad me provoca másescalofríos que cualquier fanfarronada—. Uno de estos días la encontraré y túno estarás cerca —añade—. Y la harémía.

—Aléjate de ella. Si le pasa algo, teabriré en canal, desde el cuello hastaese lamentable…

—Contigo todo son amenazas —meinterrumpe Marcus—. Al final nuncahaces nada. Aunque tampoco sorprendeviniendo de un traidor que todavía llevala máscara suelta. —Se inclina hacia mí

—. La máscara sabe que eres débil,Elias. Sabe que este no es tu sitio. Poreso todavía no forma parte de ti. Por esodebería matarte.

Su daga me corta el vientre y deja unreguero de sangre. Un empujón, unmovimiento ascendente y podríadestriparme como a un pez. Tiemblo derabia. Estoy a su merced y lo odio porello.

—Pero los centuriones nos estánobservando. —La mirada de Marcus sedesvía a nuestra izquierda, donde elcenturión de combate se acerca a todaprisa—. Y preferiría matarte despacio.

Se aleja con paso perezoso y saludaal centurión de combate al llegar a su

altura.Furioso conmigo mismo, con

Helene, con Marcus, abro la puerta de laarmería de un empujón y voy directo alestante de las armas pesadas, donde medecido por una maza de tres cabezas.Golpeo el aire con ella y finjo que es lacabeza de Marcus.

Cuando regreso al campo, elcenturión de combate me empareja conHelene. La rabia me sale por los poros yecha a perder todos mis movimientos.Helene, por otro lado, canaliza su furiapara transformarla en una eficienciainflexible. Lanza mi maza por los airesy, pocos minutos después, me veoobligado a rendirme. Asqueada, se aleja

hecha una furia para enfrentarse alsiguiente adversario mientras yo todavíaintento ponerme de pie.

Desde la otra punta del campo, veo aMarcus observando… Noobservándome a mí, sino a ella; lebrillan los ojos y acaricia una daga.

Faris me tiende una mano paralevantarme, y yo llamo a Dex y a Tristasmientras hago muecas de dolor por losmoratones que me ha regalado Helene.

—¿Todavía te evita Aquilla?Dex asiente con la cabeza.—Como si tuviera la sífilis —

responde.—No le quites ojo, de todos modos

—le pido—. Aunque quiera que te

mantengas alejado. Marcus sabe que nosestá evitando. Es cuestión de tiempo quedecida atacar.

—Sabes que Hel nos matará si nossorprende haciendo de perrosguardianes —dice Faris.

—¿Qué prefieres —le pregunto—, auna Helene enfadada o a una Heleneviolada?

Faris palidece, pero Dex y él juranmantenerla vigilada, y lanzan una miradaasesina a Marcus antes de salir delcampo.

—Elias —me dice Tristas, que se haquedado atrás y parece peligrosamenteincómodo—, si quieres, podemos hablarsobre… Esto… —Se rasca el tatuaje—.

Bueno, es que he tenido algunosaltibajos con Aelia. Así que, conHelene, si quieres hablar del tema…

«Ah. Vale».—Helene y yo no somos… Solo

somos amigos.Tristas suspira.—Sabes que está enamorada de ti,

¿no?—Ella no… No…No consigo que me funcione la boca,

así que me limito a cerrarla y a mirarlocon una súplica muda. En cualquiermomento va a sonreír y a darme unapalmada en la espalda. Me dirá: «¡Erabroma! Ay, Veturius, qué cara haspuesto…».

En cualquier momento.—Confía en mí —me dice Tristas—.

Tengo cuatro hermanas mayores y soy elúnico de los chicos que ha tenido unarelación que haya durado más de un mes.Lo noto cada vez que te mira. Estáenamorada de ti. Desde hace bastantetiempo.

—Pero es Helene —repongo comoun idiota—. Quiero decir… Venga, quetodos hemos pensado en Helene. —Tristas asiente valientemente—. Peroella no piensa en nosotros. Nos ha vistoen nuestros peores momentos. —Recuerdo la prueba de valor, missollozos cuando me di cuenta de que ellaera real y no una alucinación—. ¿Por

qué iba a…?—Quién sabe, Elias —responde

Tristas—. Es capaz de matar a unhombre con un golpe de muñeca, es undemonio con la espada y puede ganarnosbebiendo a casi todos. Y por todo esopuede que hayamos olvidado que es unachica.

—Yo no he olvidado que Helene esuna chica.

—No me refiero a lo físico, sino asu cabeza. Las chicas piensan sobreestas cosas de una forma distinta anosotros. Está enamorada de ti. Y lo quesea que haya pasado entre vosotros espor eso. Te lo prometo.

«No es verdad —me dice mi cabeza

empeñada en negarlo—. No es más quedeseo. No amor».

«Cállate, cabeza», me espeta elcorazón. Sé tanto de Helene como de labatalla, como de matar. Conozco el olorde su miedo y la crudeza de la sangresobre su piel. Sé que se le abrenligeramente las aletas de la nariz cuandomiente y que se mete las manos entre lasrodillas cuando duerme. Conozco laspartes bonitas. Y las feas.

Su enfado conmigo procede de unlugar profundo. Un lugar oscuro. Unlugar que no reconoce tener. El día quela miré de aquel modo, sin pararme apensarlo, le hice pensar que quizá yotambién tuviera aquel lugar. Que quizá

no estuviera sola allí.—Es mi mejor amiga —le digo a

Tristas—. No puedo ir por ese caminocon ella.

—No puedes, no. —Tristas me miracon comprensión; sabe lo que Helenesignifica para mí—. Y ese es elproblema.

XXXI

Laia

Duermo poco y mal, angustiada por laamenaza de la comandante: «Ya habrátiempo para eso». Cuando me despierto,antes del amanecer, todavía llevoconmigo algunos retazos de pesadilla:mi rostro cortado y marcado; mihermano colgando de la horca, su pelo

rubio agitado por el viento.«Piensa en otra cosa».Cierro los ojos y veo a Keenan,

recuerdo el momento en que me sacó abailar, tan tímido y tan distinto alKeenan de siempre. El fuego en sus ojoscuando me hacía girar… Creí quesignificaba algo, pero se fue de repente.¿Estará bien? ¿Escaparía de la redada?¿Oiría el grito de advertencia deVeturius?

Veturius. Oigo su risa, huelo lasespecias de su piel y me obligo areprimir esas sensaciones y sustituirlaspor la verdad: es un máscara; es elenemigo.

¿Por qué me ayudó? Se arriesgó a

acabar en la cárcel… o algo peor, si losrumores sobre la Guardia Negra y suspurgas son ciertos. No puedo creermeque lo hiciera solo por mí. ¿Sería unaespecie de broma? ¿Un enfermizo juegomarcial que todavía no comprendo?

«No te quedes para averiguarlo,Laia —me susurra Darin al oído—. Salde aquí».

Oigo unos pies que se arrastran en lacocina: la cocinera preparando eldesayuno. Si la anciana está levantada,Izzi no andará lejos. Me visto a todaprisa con la esperanza de llegar hastaella antes de que la cocinera nos pongacon las tareas del día. Izzi conocerá unaentrada secreta a la escuela.

Pero resulta que Izzi se ha idotemprano para hacerle un recado a lacocinera.

—No regresará hasta el mediodía —me informa la cocinera—. Aunque nosea asunto tuyo. —La anciana señala uninfolio negro que hay encima de la mesa—. La comandante dice que tienes quellevar ese infolio a Spiro Teluman deinmediato, antes de atender al resto detus deberes.

Contengo un gruñido: tendré queesperar para hablar con Izzi.

Cuando llego al taller de Teluman,me sorprende ver la puerta abierta y elfuego de la forja encendido. Las gotasde sudor se deslizan por la cara del

herrero y caen hasta su deterioradojubón mientras martillea un trozo deacero encendido. A su lado hay unachica tribal vestida con túnicastransparentes de color rosa cubiertas dediminutos espejos redondos bordados.La chica murmura algo que no consigooír por encima del ruido del martillo.Teluman asiente para saludarme, perosigue conversando con la chica.

Mientras los observo hablar, me doycuenta de que ella es mayor de lo queme había parecido al principio, puedeque tenga veintitantos. Lleva el cabello,de un negro sedoso salpicado de un rojoferoz, peinado en cientos de diminutas eintrincadas trenzas, y su exquisito rostro

me resulta vagamente familiar. Entoncesla reconozco: es la mujer que bailó conVeturius en el Festival de la Luna.

Le da la mano a Teluman, le entregaun saco de monedas y se dirige a lapuerta de atrás de la forja trasanalizarme con la mirada. Sus ojos sedetienen un momento en mis grilletes deesclava, y yo aparto la vista.

—Se llama Afya Ara-Nur —meaclara Spiro Teluman cuando ella semarcha—. Es la única mujer que liderauna tribu. Una de las mujeres máspeligrosas a las que te puedes enfrentar.Y una de las más listas. Su tributransporta armas a la rama marina de laresistencia académica.

—¿Por qué me cuentas todo eso?¿Qué le pasa a este hombre? Podrían

matarme por saber algo así.Spiro se encoge de hombros.—Tu hermano fabricó casi todas las

armas que se va a llevar Afya. Creí quete gustaría saber adónde van.

—No, no quiero saberlo. —¿Por quéno lo entiende?—. No quiero tener nadaque ver con… lo que sea que estáshaciendo. Lo único que quiero es que lascosas vuelvan a ser como eran. Antes deque aceptaras a mi hermano comoaprendiz. Antes de que el Imperio se lollevara por eso.

—Eso es como desear quedesaparezca esa cicatriz —responde

Teluman, señalando con la cabeza elpunto en el que se me ha abierto latúnica para dejar al descubierto la K dela comandante.

Me vuelvo a cerrar la túnica a todaprisa.

—Las cosas nunca volverán a sercomo eran —añade mientras da la vueltacon unas pinzas al trozo de metal al queda forma, para después seguirgolpeándolo con el martillo—. Si elImperio liberase mañana a Darin, élvendría aquí y seguiría creando armas.Su destino es alzarse, ayudar a su gentea derrocar a sus opresores. Y el mío esayudarlo a hacerlo.

Estoy tan enfadada con las

conjeturas de Teluman que hablo sinpensar.

—Así que ahora eres el salvador delos académicos, después de pasarte añoscreando las armas que nos handestruido.

—Tengo que vivir con mis pecadosdía tras día —contesta mientras deja laspinzas y se vuelve hacia mí—. Vivo conla culpa. Pero hay dos clases de culpa,chica: la que te ahoga hasta dejarteinservible y la que te enciende el alma yte da un propósito. El día que forjé miúltima arma para el Imperio tracé unalínea en mi cabeza. No volvería afabricar un arma marcial. No volvería amancharme las manos de sangre

académica. No cruzaré esa línea.Moriría antes que cruzarla.

Se aferra al martillo como si fueraun arma; su rostro anguloso, iluminadopor una pasión cuidadosamentecontrolada. Así que por eso aceptóDarin ser su aprendiz: este hombre esferoz como mi madre y tiene algo de mipadre en su forma de comportarse. Supasión es verdadera y contagiosa.Cuando habla, quiero creer.

Abre la mano.—¿Tienes un mensaje?Le entrego el infolio.—Has dicho que morirías antes que

cruzar esa línea, pero estás fabricandoun arma para la comandante.

—No —replica Spiro mientrasexamina el infolio—: finjo fabricar unarma para ella para que siga enviándotecon los mensajes. Mientras crea que miinterés por ti le sirve para obtener unahoja de Teluman, no te causará ningúndaño irreparable. Puede que inclusologre convencerla para que te venda.Después romperé esas malditas cosasque llevas en las muñecas —añade,señalando con la cabeza mis grilletes—y te liberaré. —Ante mi sorpresa, Spiroaparta la vista, avergonzado—. Es lomenos que puedo hacer por tu hermano.

—Lo van a ejecutar —susurro—.Dentro de una semana.

—¿A ejecutar? —repite Spiro—. No

es posible. Si lo fueran a ejecutarseguiría en la Prisión Central, y ya lohan trasladado. No sé dónde está ahora—añade, entornando los ojos—. ¿Cómote has enterado de que iban a ejecutarlo?¿Con quién has estado hablando?

No respondo. Darin debía de confiaren el herrero, pero yo no consigohacerlo. Puede que Teluman sea deverdad un revolucionario. O puede quesea un espía muy convincente.

—Tengo que irme —le digo—. Lacocinera me estará esperando.

—Laia, espera…No oigo el resto, ya he salido por la

puerta.De camino a Risco Negro intento

quitarme sus palabras de la cabeza, perono puedo. ¿Que han trasladado a Darin?¿Cuándo? ¿Adónde? ¿Por qué no lomencionó Mazen?

¿Cómo está mi hermano? ¿Estásufriendo? ¿Y si los marciales le hanroto los huesos? Por los cielos, ¿y si lehan roto los dedos? ¿Y si…?

«Ya basta».Una vez, la abuela me dijo que

mientras hay vida, hay esperanza. SiDarin sigue vivo, no importa nada más.Si puedo sacarlo, el resto se arreglará.

El camino me lleva de vuelta por laplaza de las Ejecuciones, donde lashorcas están curiosamente vacías. Hacedías que no cuelgan a nadie. Keenan dijo

que los marciales están reservando lasejecuciones para el nuevo emperador.Marcus y su hermano disfrutarían delespectáculo. ¿Y si gana uno de losotros? ¿Sonreiría Aquilla mientrashombres y mujeres inocentes se sacudencolgados del extremo de una soga?¿Sonreiría Veturius?

La multitud se detiene delante de mícuando una caravana tribal de veintecarromatos cruza la plazatranquilamente. Me vuelvo pararodearla, pero todos tienen la mismaidea, lo que da como resultado un lío depalabrotas, empujones y cuerposenredados.

Entonces, entre el caos, alguien dice:

—Estás bien.Reconozco la voz al instante. Lleva

un chaleco tribal, pero, incluso con lacapucha puesta, el pelo se le derramacomo una lengua de fuego.

—Después de la redada tenía misdudas —dice Keenan—. Me he pasadotodo el día vigilando la plaza con laesperanza de que aparecieras.

—Tú también saliste.—Lo conseguimos todos justo a

tiempo. Los marciales se llevaron a másde cien académicos anoche. —Ladea lacabeza—. ¿Escapó tu acompañante?

—Mi… Ah…Si digo que Izzi está bien, estaría

reconociendo que me la llevé conmigo a

un encuentro con mi contacto. Keenanme mira sin parpadear: distinguiría unamentira a dos kilómetros de distancia.

—Sí, escapó —respondo.—Sabe que eres una espía.—Me ha ayudado. Sé que no debería

habérselo permitido, pero…—Pero pasó. La vida de tu hermano

corre peligro, Laia. Lo entiendo.Una figura surge detrás de nosotros,

y Keenan me apoya una mano en laespalda para volverme, colocándoseentre los posibles puñetazos y yo.

—Mazen ha organizado una reunióndentro de ocho días, por la mañana. Alas diez. Ven aquí, a la plaza. Sinecesitas que nos reunamos antes, ponte

un pañuelo gris sobre el pelo y espera alsur de la plaza. Habrá alguien vigilando.

—Keenan —le digo, pensando en loque me ha contado Teluman sobre Darin—, ¿seguro que mi hermano está en laPrisión Central? ¿Que lo van a ejecutar?He oído que lo han trasladado…

—Nuestros espías son de fiar —responde—. Si lo hubieran trasladado,Mazen lo sabría.

Se me eriza el vello de la nuca. Algova mal.

—¿Qué me estás ocultando?Keenan se restriega la barba

incipiente y yo me inquieto aún más.—No es nada que deba preocuparte,

Laia.

«Por los diez infiernos».Le vuelvo la cara hacia mí,

obligándolo a mirarme a los ojos.—Si afecta a Darin, necesito

preocuparme por ello. ¿Es Mazen? ¿Hacambiado de idea?

—No —contesta Keenan, aunque sutono no me tranquiliza—. Creo que no.Pero ha estado comportándose de unmodo… extraño. Guarda esta misión ensecreto. Oculta los informes de losespías.

Intento justificarlo. Puede que aMazen le preocupe poner la misión enpeligro. Cuando se lo digo a Keenan, élniega con la cabeza.

—No es solo eso —replica—. No

puedo confirmarlo, pero creo que planeaotra cosa. Algo gordo. Algo que no tieneque ver con Darin. Pero ¿cómo vamos asalvar a Darin y llevar a cabo otramisión a la vez? No tenemos suficienteshombres.

—Pregúntaselo. Eres su segundo almando. Confía en ti.

—Ah —dice con una mueca—. Nodel todo.

¿Ha caído en desgracia? No tengo laoportunidad de preguntárselo porque,delante de nosotros, la caravana seaparta del camino y la multitudcontenida sale disparada. En laaglomeración, se me suelta la capa yKeenan ve la cicatriz. Deprimida,

pienso en lo visible, roja y horrible quees. ¿Cómo no va a mirarla?

—Por los diez infiernos, ¿qué te hapasado?

—La comandante me castigó. Haceunos días.

—No lo sabía, Laia. —Su actituddistante se desvanece mientrascontempla la cicatriz—. ¿Por qué no melo contaste?

—¿Te habría importado? —pregunto, y él me mira a los ojos,sorprendido—. De todos modos, no esnada comparado con lo que podría habersido. A Izzi le sacó un ojo. Y deberíasver lo que le hizo a la cocinera. Toda lacara… —Me estremezco—. Sé que es

una cicatriz muy fea… Horrible…—No —repone, y pronuncia la

palabra como si fuera una orden—. Nopienses eso. Esa cicatriz significa quehas sobrevivido a esa mujer. Significaque eres valiente.

La multitud se mueve a mi alrededor,pasa junto a mí. La gente nos da codazosy masculla. Pero todo desapareceporque Keenan me ha cogido la mano yme mira a los ojos, a los labios y devuelta a los ojos, de un modo que norequiere traducción. Me fijo en que tieneuna peca perfecta y redonda en lacomisura de los labios. El calor se meextiende poco a poco por el cuerpocuando me empuja contra él.

Entonces, un marino vestido decuero se abre paso entre nosotros de unempujón y la boca de Keenan se tuerceen una breve sonrisa triste. Me aprieta lamano una vez.

—Nos vemos pronto.Se pierde entre la multitud y yo

corro de regreso a Risco Negro. Si Izziconoce una entrada, todavía tengotiempo para verla por mí misma yregresar aquí para informar. Laresistencia podrá sacar a Darin y yohabré acabado con todo esto. No máscicatrices ni azotes. No más terrores nimiedos. «Y puede que consiga pasaralgo más de unos segundos conKeenan», susurra una parte de mí.

Encuentro a Izzi en el patio de atrás,frotando sábanas junto a la bomba deagua.

—Solo conozco el sendero oculto,Laia —me responde—. Y ni siquiera esun secreto, solo tan peligroso que casinadie lo usa.

Me pongo a bombear agua,utilizando el chirrido del metal paraahogar nuestras voces. Izzi se equivoca.Tiene que equivocarse.

—¿Y los túneles? O… ¿crees quealguno de los otros esclavos sabrá algo?

—Ya viste lo que pasó anoche. Soloconseguimos llegar por los túnelesgracias a Veturius. En cuanto a losdemás esclavos, es arriesgado. Algunos

espían para la comandante.«No, no, no».Lo que hacía unos minutos parecía

un montón de tiempo (ocho días enteros)queda reducido a nada. Izzi me pasa unasábana recién lavada y yo la cuelgo enel tendedero con manos impacientes.

—Pues un mapa. En algún lugardebe de haber un mapa de este sitio.

Izzi se anima.—Puede —contesta—. En el

despacho de la comandante…—El único lugar en el que

encontrarás un mapa de Risco Negro esen la cabeza de la comandante —nosinterrumpe una voz ronca—. Y no creoque quieras husmear ahí dentro.

Me quedo mirando a la cocineracomo un pez fuera del agua; la mujercamina con tanto sigilo como su ama yse ha materializado detrás de la sábanaque acabo de colgar.

Izzi da un brinco ante la repentinaaparición, pero después me sorprendeponiéndose derecha y cruzando losbrazos.

—Debe de haber algo —le dice a laanciana—. ¿Cómo llegó ese mapa hastasu cabeza? Debe de tener un punto dereferencia.

—Cuando la nombraron comandante—replica la cocinera—, los augures leentregaron un mapa para que lomemorizara y lo quemara. Así se ha

hecho siempre en Risco Negro.Al advertir mi cara de sorpresa,

resopla y sigue hablando.—Cuando yo era más joven e

incluso más estúpida que tú, manteníalos ojos abiertos y los oídos atentos.Ahora tengo la cabeza llena deconocimientos inútiles que no hacenbien a nadie.

—Pero no es inútil —respondo—.Debes de conocer una entrada secreta ala escuela…

—No. —Las cicatrices de la cara dela cocinera destacan rojas sobre la piel—. Y, si lo supiera, no te lo diría.

—Mi hermano está en las celdas delos condenados a muerte de la Central.

Lo van a ejecutar dentro de unos días, ysi no encuentro una entrada a RiscoNegro…

—Deja que te pregunte una cosa,chica —me corta la cocinera—. Es laresistencia la que te ha dicho que tuhermano está en la cárcel, la que te hadicho que lo van a ejecutar, ¿verdad?Pero ¿cómo lo saben ellos? ¿Y cómosabes tú que te cuentan la verdad? Puedeque tu hermano esté muerto. Inclusosuponiendo que esté en las celdas paracondenados de la Central, la resistencianunca lo sacará de allí. Eso te lo diríahasta una piedra ciega y sorda.

—Si estuviera muerto, me lo habríandicho. —¿Por qué no se limita a

ayudarme?—. Confío en ellos, ¿vale?Tengo que confiar en ellos. Además,Mazen dice que tiene un plan…

—Bah —se burla la cocinera—. Lapróxima vez que veas a Mazen,pregúntale en qué sitio exacto de laCentral tienen a tu hermano. ¿En quécelda? Pregúntale cómo lo sabe yquiénes son sus espías. Pregúntale dequé le sirve conocer una entrada a RiscoNegro para ayudar a sacarlo de laprisión más fortificada del sur. Cuandote responda, veremos si siguesconfiando en ese cabrón.

—Cocinera… —interviene Izzi,pero la anciana se vuelve hacia ella.

—No empieces. No tienes ni idea de

en dónde te metes. La única razón por laque no la he delatado a la comandanteeres tú —asegura, a punto de escupirme—. Tal como están las cosas, no puedoconfiar en que esta esclava no confiesetu nombre a la comandante para que nole haga daño.

—Izzi… —Miro a mi amiga—.Haga lo que haga la comandante,nunca…

—¿Crees que esa cicatriz en elcorazón te convierte en una experta endolor? —me pregunta la cocinera—.¿Alguna vez te han torturado, chica? ¿Tehan atado a una mesa mientras te quemanla garganta con brasas ardientes?¿Alguna vez te han rajado la cara con un

cuchillo romo mientras un máscara teechaba sal en las heridas?

Me quedo mirándola, impasible; yaconoce la respuesta.

—No sabes si traicionarías a Izzi —sigue diciendo—, porque nunca hanpuesto a prueba tus límites. A lacomandante la entrenaron en Kauf. Si teinterrogara, traicionarías hasta a tumadre.

—Mi madre está muerta.—Y loados sean los cielos por ello.

Quién sabe qué daño habrían provocadoella y sus rebeldes si siguiera… sisiguiera con vida.

Miro a la cocinera de reojo.Tartamudea de nuevo. De nuevo cuando

habla de la resistencia.—Cocinera —exclama Izzi, que se

coloca frente a la anciana, a la mismaaltura, aunque, de algún modo, parecemás alta—, ayúdala, por favor. Nunca tehe pedido nada. Te lo pido ahora.

—¿Qué se te ha perdido a ti en esto?—pregunta la cocinera, que tuerce elgesto como si hubiera probado algoácido—. ¿Te ha prometido sacarte deaquí? ¿Salvarte? Estúpida, la resistencianunca salva a nadie si puede dejarloatrás.

—No me ha prometido nada —responde Izzi—. Quiero ayudarla porquees mi… mi amiga.

«Yo soy tu amiga», dicen los oscuros

ojos de la cocinera. Me pregunto porenésima vez quién es esta mujer y quédemonios le hizo la resistencia (y mimadre) para que los odie y desconfíetanto de ellos.

—Solo quiero salvar a Darin. Soloquiero salir de aquí.

—Todos quieren salir de aquí, chica.Yo quiero salir de aquí. Izzi quiere salirde aquí. Hasta los malditos estudiantesquieren salir de aquí. Si tantas ganastienes de salir de aquí, te sugiero quevayas a buscar a tu querida resistencia yles pidas otra misión. En algún lugardonde no consigas que te maten.

Se aleja con grandes zancadas; séque debería enfadarme, pero no hago

más que repetir mentalmente lo que hadicho: «Hasta los malditos estudiantesquieren salir de aquí». «Hasta losmalditos estudiantes quieren salir deaquí».

—Izzi —digo, volviéndome hacia miamiga—. Creo que sé cómo encontrar unmodo de salir de Risco Negro.

Unas horas después, agachada detrás deun seto junto a los barracones de RiscoNegro, me pregunto si habré cometidoun error. Los tambores del toque dequeda suenan y guardan silencio. Llevoaquí sentada una hora; se me hanclavado raíces y rocas en las rodillas.

Ni un solo estudiante ha salido de losbarracones.

Pero, en algún momento, uno lo hará.Como ha dicho la cocinera, hasta losestudiantes quieren salir de RiscoNegro. Deben de tener un modo deescabullirse. ¿Cómo si no iban aemborracharse e irse de prostitutas?Algunos sobornarán a los guardias delas puertas o a los de los túneles, peroseguro que hay otro modo de salir deaquí.

Me revuelvo, incómoda, cambiandouna rama espinosa por otra. No mequeda mucho tiempo para seguiracechando a la sombra de este setoachaparrado. Izzi me está cubriendo,

pero como la comandante me llame y noaparezca, me castigará. Peor aún: puedeque castigue a Izzi.

«¿Te ha prometido sacarte de aquí?¿Salvarte?».

No le he prometido nada semejante,pero debería. Ahora que la cocinera hasacado el tema, no puedo dejar depensar en ello. ¿Qué le pasará a Izzicuando yo me vaya? La resistencia medijo que harían pasar mi repentinadesaparición de Risco Negro porsuicidio, pero la comandante interrogaráa Izzi de todos modos. No es fácilengañar a esa mujer.

No puedo dejar a Izzi aquí para quese enfrente a un interrogatorio. Es la

primera amiga de verdad que tengodesde Zara. Pero ¿cómo conseguir quela proteja la resistencia? De no habersido por Sana, ni siquiera me habríanayudado a mí.

Debe de haber un modo. Podríallevarme a Izzi conmigo cuando melargue de este sitio. La resistencia nosería tan desalmada como para enviarlade vuelta… Al menos, no lo serían sisupieran lo que le ocurriría a la chica.Mientras lo pienso, vuelvo a echar unvistazo a los edificios que tengoenfrente, justo a tiempo de ver a dosfiguras que salen de los barracones delos calaveras. La luz se refleja en elpelo rubio de una y reconozco los

andares acechantes de la otra: Marcus yZak.

Los gemelos dan la espalda a laspuertas principales y pasan junto a larejilla de los túneles más cercana a losbarracones, en lugar de dirigirse a unode los edificios de entrenamiento.

Los sigo lo bastante cerca paraoírlos hablar, pero a una distanciasuficiente para que no me vean. ¿Quiénsabe lo que me harían si medescubrieran siguiéndolos?

—… no puedo soportarlo —mellega una voz—. Es como si mecontrolara el cerebro.

—Deja de comportarte como unanenaza —contesta Marcus—. Nos

enseña lo que necesitamos saber paraevitar que los augures nos sorban lamente. Deberías darle las gracias.

Me acerco un poco más, sin poderevitar sentir interés. ¿Podrían estarhablando de la criatura del estudio de lacomandante?

—Cada vez que lo miro a los ojos—dice Zak—, veo mi muerte.

—Al menos estarás preparado.—No —responde Zak en voz baja

—. Creo que no.Marcus gruñe, irritado.—Me gusta tan poco como a ti, pero

tenemos que ganar este torneo. Así quesé un hombre.

Entran en el edificio de

entrenamiento, y yo sujeto la pesadapuerta de roble antes de que se cierre ylos observo por la rendija. Unosfarolillos de fuego azul iluminantenuemente el salón, y sus pisadasproducen eco entre los pilares de amboslados. Justo antes de llegar a la curvadel edificio, desaparecen detrás de unade las columnas. Se oye un roce depiedra contra piedra y todo queda ensilencio.

Entro en el edificio y escucho. Unsilencio sepulcral reina en el vestíbulo,aunque eso no significa que loshermanos Farrar no estén. Me dirijo alpilar detrás del cual han desaparecido,esperando ver una puerta que dé a

alguna sala de entrenamiento.Pero no hay más que piedra.Paso a la siguiente habitación. Vacía.

La siguiente. Vacía. La luz de la luna queentra por las ventanas tiñe todas lassalas de un fantasmal color blancoazulado; están todas vacías. Los Farrarhan desaparecido. Pero ¿cómo?

Una entrada secreta, estoy segura.Me invade tal alivio que me mareo. Lohe encontrado, he encontrado lo quequería Mazen. «Todavía no, Laia».Todavía tengo que averiguar cómoentran y salen los gemelos.

La noche siguiente, a la misma hora,me sitúo en el interior del edificio deentrenamiento, al otro lado del pilar por

el que desaparecieron los máscaras.Pasan los minutos. Media hora. Unahora. No aparecen.

Al final me obligo a marcharme. Nopuedo arriesgarme a desatender unallamada de la comandante. Me siento tanfrustrada que quiero gritar. Es posibleque los Farrar hayan desaparecido porla entrada secreta antes de que yollegara al edificio. O puede que lleguencuando yo ya esté en la cama. Sea comosea, necesito más tiempo para vigilar.

—Yo iré mañana —se ofrece Izzi alreunirse conmigo en mi cuarto cuandosuenan los últimos repiques de las once—. Ha llamado la comandante pidiendoagua. Cuando se la he llevado, me ha

preguntado dónde estabas. Le he dichoque la cocinera te había enviado a unrecado de última hora, pero esa excusano servirá una segunda vez.

No quiero dejar que Izzi me ayude,pero sé que no tendré éxito con ella.Cada vez que se dirige al edificio deentrenamiento, mi decisión de sacarla deRisco Negro se hace más firme. No ladejaré aquí cuando me vaya. No puedo.

Nos turnamos por las noches, loarriesgamos todo con la esperanza devolver a ver a los Farrar. Pero nosdesesperamos al ver que noconseguimos nada.

—Si falla todo lo demás —dice Izzila noche antes de que me toque ir a

informar—, puedes pedirle a la cocineraque te enseñe a abrir un agujero en elmuro exterior. Antes fabricabaexplosivos para la resistencia.

—Quieren una entrada secreta —respondo, pero sonrío porque la idea deun gigantesco agujero humeante en elmuro de Risco Negro me hace feliz.

Izzi se marcha a vigilar a los Farrary yo espero a que me llame lacomandante. Como no lo hace, me quedoen mi catre mirando la piedraagujereada de mi techo, obligándome ano imaginarme a Darin sufriendo amanos de los marciales, intentandoaveriguar el modo de explicar mifracaso a Mazen.

Entonces, justo antes de la campananúmero once, Izzi entra en tromba en micuarto.

—¡Lo he encontrado, Laia! El túnelque han estado usando los Farrar, ¡lo heencontrado!

XXXII

Elias

Empiezo a perder batallas.Es por culpa de Tristas. Me ha

plantado en la cabeza la semilla de esaidea, que Helene está enamorada de mí,y ahora ha brotado como una malahierba del infierno.

En el entrenamiento con cimitarra,

Zak me ataca con su chapucería habitual,pero, en vez de barrerlo del mapa, dejoque me tire de culo porque hevislumbrado una cabeza rubia al otrolado del campo. ¿Qué significa el vuelcoque me da el corazón?

Cuando el centurión de combatecuerpo a cuerpo me grita por mi pésimatécnica, apenas lo oigo, porque estoypensando en lo que nos sucederá a Hel ya mí. ¿Está acabada nuestra amistad? Sino correspondo su amor, ¿me odiará?¿Cómo voy a conseguir que esté de milado en las Pruebas si no puedo darle loque desea? Tantas preguntas estúpidas…¿Así es como piensan las chicas todo eltiempo? Con razón no hay quien las

entienda.La tercera prueba, la de fuerza, es

dentro de dos días. Sé que tengo quecentrarme, prepararme en cuerpo ymente. Debo ganar.

Pero, aparte de Helene, hay alguienmás en mi cabeza: Laia.

Me paso varios días intentando nopensar en ella. Al final, dejo deresistirme. La vida ya es lo bastantedura sin tener que evitar compartimentosenteros de mi cabeza. Me imagino lacascada de su pelo y el brillo de su piel.Sonrío al recordar cómo se reíamientras bailábamos, con una libertadde espíritu de estimulantesposibilidades. Recuerdo cómo cerraba

los ojos cuando le hablé en sadhese.Sin embargo, por la noche, cuando

mis miedos salen reptando de losrincones oscuros de mi mente, pienso ensu terror al darse cuenta de quién era yo.Pienso en su asco cuanto intentéprotegerla de la comandante. Debe deodiarme por obligarla a hacer algo tandegradante, aunque era la única manerade mantenerla a salvo.

Durante la última semana he estado apunto de entrar en sus alojamientosmuchas veces para ver cómo está. Sinembargo, ser amable con una esclavasolo serviría para que la Guardia Negracayera sobre mí.

Laia y Helene: son tan distintas…

Me gusta que Laia diga cosas que no meespero, que hable casi con formalidad,como si contara una historia. Me gustaque desafiara a mi madre yendo alFestival de la Luna, mientras que Helenesiempre obedece a la comandante. Laiaes el baile salvaje alrededor de unafogata tribal, mientras que Helene es elfrío azul de la llama de un alquimista.

Pero ¿por qué las comparo?Conozco a Laia desde hace pocos días ya Helene la conozco de toda la vida.Helene no es una atracción pasajera,sino mi familia. Más que eso: formaparte de mí.

Sin embargo, no me habla, no memira. La tercera prueba es dentro de

unos días y lo único que he obtenido deella han sido miradas asesinas e insultosentre dientes.

Lo que me hace recordar otrapreocupación. Contaba con que Heleneganara las Pruebas y me nombraraverdugo de sangre para despuésliberarme de mis funciones. No lo harási me odia. Lo que significa que si yogano la siguiente prueba y ella gana laúltima, podría obligarme a ser verdugode sangre en contra de mi voluntad. Y, sieso ocurre, tendré que huir, y después elhonor la obligará a perseguirme ymatarme.

Por si fuera poco, he oído a losestudiantes susurrar que el emperador

está a pocos días de viaje de Serra yplanea vengarse de los aspirantes y detodos los que se asocien con ellos. Loscadetes y los calaveras fingen no hacercaso de los rumores, pero los novatos noestán tan acostumbrados a ocultar sumiedo. Lo lógico sería pensar que lacomandante está tomando precaucionespara proteger Risco Negro de un ataque,pero no parece inquieta. Seguramenteporque nos quiere muertos a todos. O, almenos, a mí.

«Estás jodido, Elias —me dice unavoz irónica—. Acéptalo. Deberías haberhuido cuando tuviste la oportunidad».

Mi espectacular racha de malasuerte no pasa desapercibida. Mis

amigos se preocupan por mí y Marcusaprovecha para retarme a luchar siempreque puede. El abuelo me envía una notade dos palabras escritas tan fuerte queha desgarrado el pergamino: «Siemprevictorioso».

Mientras tanto, Helene observa; ycada vez que me gana en combate o estestigo de cómo me gana otro, se enfadamás. Está deseando decirme algo, perosu tozudez se lo impide.

Hasta que descubre a Dex y a Tristassiguiéndola a los barracones dos nochesantes de la tercera prueba. Después deinterrogarlos, viene a buscarme.

—¿Qué narices te pasa, Veturius? —exclama al tiempo que me agarra por el

brazo a la entrada de los barracones delos calaveras, adonde me dirigía paradescansar antes del turno de noche en elmuro—. ¿Crees que no sé defendermesola? ¿Crees que necesitoguardaespaldas?

—No, es que…—Tú eres el que necesita

protección. Tú eres el que ha estadoperdiendo todos los combates. Por loscielos, hasta un perro muerto te ganaríaen una batalla. ¿Por qué no entregas elImperio a Marcus ahora mismo?

Un grupo de novatos nos observacon interés, aunque se escabullen cuandoHelene les gruñe.

—He estado distraído —respondo

—. Preocupado por ti.—No tienes que preocuparte por mí,

sé cuidarme sola. Y no necesito quetus… que tus secuaces me sigan.

—Son tus amigos, Helene. No van adejar de serlo solo porque estésenfadada conmigo.

—No los necesito. No os necesito aninguno.

—No quería que Marcus…—A la mierda Marcus. Podría

hacerlo papilla con los ojos cerrados. Ya ti también. Diles que me dejen en paz.

—No.Ella se me pega a la cara; irradia

ira.—Te reto. Combate uno contra uno,

tres enfrentamientos. Si ganas, me quedolos guardaespaldas. Si pierdes, me losquitas de encima.

—Vale —contesto, sabiendo quepuedo vencerla. Lo he hecho mil veces—. ¿Cuándo?

—Ahora. Quiero terminar con estode una vez.

Se dirige al edificio deentrenamiento más cercano, y yo metomo mi tiempo para seguirla, porqueme quedo contemplando cómo se mueve:enfadada, apoyando el peso en la piernaderecha porque debe de habersemagullado la izquierda en elentrenamiento, apretando el puñoderecho… seguramente porque quiere

pegarme con él.Todos sus movimientos están teñidos

de ira. Una ira que no tiene nada que vercon sus supuestos guardaespaldas y todoque ver conmigo, con ella y con laconfusión que ambos sentimos.

Esto va a ser interesante.Helene se dirige a la sala de

entrenamiento vacía de mayor tamaño yme ataca en cuanto paso por la puerta.Como esperaba, lo hace con un ganchode derecha y sisea entre dientes cuandolo esquivo. Es rápida y vengativa, y, porun momento, creo que seguiré con miracha de mala suerte. Pero entonces seme aparece una imagen de Marcussatisfecho, de Marcus emboscando a

Helene; me hierve la sangre y lanzo unaofensiva feroz.

Gano el primer combate, peroHelene se recupera en el segundo y estáa punto de cortarme la cabeza con lavelocidad de su ataque. Veinte minutosdespués, cuando me rindo, no se molestaen disfrutar de la victoria.

—Otra —dice—. Esta vez intentaestar presente.

Damos vueltas el uno en torno alotro como gatos recelosos hasta quevuelo hacia ella con la cimitarra en alto.Ella permanece impertérrita, y nuestrasarmas se cruzan con una lluvia dechispas.

Me dejo llevar por el ardor de la

batalla. En un combate como este sepercibe la perfección. Mi cimitarra esuna extensión de mi cuerpo, se muevetan deprisa que podría tener voluntadpropia. La batalla es una danza, una queconozco tan bien que apenas necesitopensar. Y aunque chorreo sudor y mearden los músculos, desesperados pordescansar, me siento vivo, obscenamentevivo.

Seguimos igualados golpe tras golpehasta que consigo darle en el brazoderecho. Intenta cambiar la espada a laotra mano, pero le golpeo la muñeca conla cimitarra antes de que puedabloquearme. Su cimitarra sale volando yyo me abalanzo sobre Helene. El

cabello rubio platino se le escapa delmoño.

—¡Ríndete! —le grito.La tengo sujeta por las muñecas,

pero ella se retuerce y consigue soltarseun brazo, con el que intenta llegar hastala daga que lleva a la cintura. El acerome pincha las costillas y, segundosdespués, estoy boca arriba con una hojaen el cuello.

—¡Ja! —exclama.Se inclina y su melena cae a nuestro

alrededor como una cortina de platareluciente. Tiene el pecho agitado, estácubierta de sudor, el dolor le oscurecela mirada… y sigue siendo tan bella quese me forma un nudo en la garganta y

solo deseo besarla.Debe de vérmelo en los ojos, porque

el dolor se transforma en confusiónmientras nos miramos. Entonces sé quetengo que elegir, que tomar una decisiónque quizá lo cambie todo.

«Bésala y será tuya. Se lo podrásexplicar todo y ella lo entenderá porquete ama. Ganará las Pruebas, tú serás suverdugo de sangre y, cuando le pidas lalibertad, te la dará».

Pero ¿lo hará? Si me enredo conella, ¿no empeoraré las cosas? ¿Quierobesarla porque la amo o porque necesitoalgo de ella? ¿O por las dos cosas?

Todo eso se me pasa por la cabezaen un segundo. «Hazlo —me grita el

instinto—. Bésala».Me envuelvo una mano con su pelo

de seda. Ella contiene el aliento y sefunde conmigo; su cuerpo es de repentede una docilidad embriagadora.

Entonces, justo cuando acerco surostro al mío, cuando cerramos los ojos,oímos un grito.

XXXIII

Laia

La escuela está prácticamente ensilencio cuando Izzi y yo salimos de losalojamientos de los esclavos. Los pocosestudiantes que quedan fuera se dirigen alos barracones en grupitos, con loshombros abatidos de cansancio.

—¿Has visto entrar a los Farrar? —

le pregunto a Izzi de camino al edificiode entrenamiento.

Ella niega con la cabeza.—Estaba sentada ahí, mirando los

pilares, más aburrida que una ostra,cuando me he dado cuenta de que uno delos ladrillos es distinto. Brilla, como silo hubieran tocado más que los demás. Yentonces… Venga, vamos, te loenseñaré.

Entramos en el edificio y nos saludael tintineo casi musical del entrechocarde cimitarras. La puerta de una de lassalas de entrenamiento está abierta y laluz dorada de una antorcha se derramapor el pasillo. Un par de máscarasluchan dentro, ambos con finas

cimitarras.—Es Veturius —dice Izzi—. Y

Aquilla. Llevan un siglo luchando.Mientras los observo combatir, me

doy cuenta de que contengo el aliento.Se mueven como bailarines, dandovueltas adelante y atrás por la sala,elegantes, líquidos, mortíferos. Y tanveloces como sombras sobre lasuperficie de un río. Si no los estuvieraviendo con mis propios ojos, no habríacreído que nadie pudiera moverse tandeprisa.

La cimitarra de Aquilla saledespedida, y él cae sobre ella. Suscuerpos se enredan mientras forcejeanen el suelo con una extraña violencia

íntima. Él es músculo y fuerza, aunque,por la forma en que lucha, noto que secontiene. Se está negando a emplearse afondo con ella. Aun así, en susmovimientos hay una libertad animal, uncaos controlado que hace que el aire quelo rodea suelte chispas. Es muy distintoa Keenan, con su solemnidad conteniday su frío interés.

«De todos modos, ¿por qué loscomparas?».

Doy la espalda a los aspirantes.—Venga, Izzi.El edificio parece vacío, salvo por

Veturius y Aquilla, pero Izzi y yoprocuramos pegarnos a las paredes porsi hay algún estudiante o algún centurión

al acecho. Doblamos la esquina yreconozco las puertas que emplearon losFarrar cuando los vi entrar aquí porprimera vez, hace ya casi una semana.

—Aquí, Laia.Izzi se mete por detrás de uno de los

pilares y levanta la mano para señalarun ladrillo que, a primera vista, es comotodos los demás. Le da un golpecito.Con un gruñido quedo, una sección depiedra se abre a la oscuridad. La luz delas lámparas ilumina una estrechaescalera descendente. Miro abajo,apenas capaz de creer lo que veo, ydespués le doy a Izzi un abrazo,agradecida.

—Izzi, ¡lo has conseguido!

No entiendo por qué no sonríe hastaque se le tensa la cara y me sujeta.

—Chisss —me pide—, escucha.Desde el túnel nos llega la voz

monótona de un máscara y el hueco delas escaleras se ilumina con la antorchaque se acerca.

—¡Ciérralo! —exclama Izzi—.¡Deprisa, antes de que lo vean!

Pongo la mano en el ladrillo y logolpeo como loca.

No pasa nada.—… finges que no lo ves, pero sí

que lo ves —dice una voz vagamentefamiliar desde el pie de las escalerasmientras le doy toquecitos al ladrillo—.Siempre has sabido lo que siento por

ella. ¿Por qué la torturas? ¿Por qué laodias tanto?

—Es una esnob perilustre. De todosmodos, nunca te querría.

—Puede que tuviera una oportunidadsi la dejaras en paz.

—Es el enemigo, Zak. Va a morir.Supéralo.

—Entonces ¿por qué le dijiste queestabais predestinados? ¿Por qué tengola sensación de que la quieres a ella deverdugo de sangre y no a mí?

—Juego con ella, idiota de mierda.Y, al parecer, funciona tan bien que teafecta hasta a ti.

Ahora reconozco las voces: Marcusy Zak. Izzi me aparta a un lado y empuja

el ladrillo. La entrada, tozuda, sigueabierta.

—¡Olvídalo! —me urge Izzi—.¡Vamos!

Me agarra, pero el rostro de Marcussurge al pie del hueco de las escaleras y,al verme, sale disparado y me alcanzaen dos pasos.

—¡Corre! —le grito a Izzi.Marcus intenta atraparla, pero la

empujo para apartarla y, en vez decogerla a ella, su brazo me rodea elcuello y me deja sin aire. Me tira de lacabeza hacia atrás y me quedo mirandosus pálidos ojos amarillos.

—¿Qué es esto? ¿Me espías, criada?¿Intentas encontrar un modo de salir a

hurtadillas de la escuela?Izzi se queda inmóvil en el pasillo,

con los ojos muy abiertos, aterrada. Nopuedo permitir que la atrapen, nodespués de lo que ha hecho por mí.

—¡Vete, Iz! —le grito—. ¡Corre!—¡Ven aquí, imbécil! —le ruge

Marcus a su hermano, que acaba de salirdel túnel.

Zak intenta atrapar a Izzi, aunque sinmucho empeño, así que ella se zafa ycorre por donde hemos venido.

—Marcus, venga. —Zak pareceagotado y lanza miradas anhelanteshacia la puerta de roble que conduce alexterior—. Déjala en paz. Tenemos quelevantarnos temprano.

—¿No la recuerdas, Zak? —pregunta Marcus. Forcejeo e intentodarle una patada en el punto blandoentre el pie y el tobillo, pero me derriba—. Es la chica de la comandante.

—Me está esperando —consigodecir, medio ahogada.

—No le importará que llegues tarde—responde Marcus, que esboza unasonrisa de chacal—. Aquel día te hiceuna promesa, al salir de su despacho, ¿teacuerdas? Te dije que una noche estaríassola en un pasillo oscuro y teencontraría. Siempre mantengo mispromesas.

—Marcus… —gruñe Zak.—Si quieres ser un eunuco,

hermanito… —dice Marcus—, lárgatede aquí y deja que me divierta.

Zak se queda mirando a su gemeloun momento. Después suspira y se aleja.

«¡No! ¡Vuelve!».—Estamos solos tú y yo, preciosa

—me susurra Marcus al oído.Le muerdo el brazo con rabia e

intento escabullirme, pero me giratirándome del cuello y me empuja contrael pilar.

—No deberías haberte resistido —dice—. Te habría tratado bien. Pero locierto es que me gustan las mujeres concarácter.

Su puño baja silbando, directo a micara. Un momento explosivo e infinito

después, se me estrella la cabeza contrala piedra que tengo detrás con un ruidoenfermizo y veo doble.

«Resístete, Laia. Por Darin. Por Izzi.Por todos los académicos de los que haabusado este animal. Lucha».

Dejo escapar un grito y araño elrostro de Marcus, pero me da unpuñetazo en el estómago que me deja lospulmones sin aire. Me doblo por lamitad, entre arcadas, y su rodilla megolpea la frente. El pasillo me davueltas, caigo de rodillas. Entonces looigo reír, una risita sádica que aviva miresistencia. Despacio, me abalanzosobre sus piernas. No permitiré que seacomo la última vez, como en la redada,

cuando el máscara me sacó a rastras demi propia casa como si no fuera más queun bicho muerto. Esta vez pelearé.Pelearé con uñas y dientes.

Marcus gruñe, sorprendido, y pierdepie, y yo me desenredo e intentolevantarme. Pero me agarra del brazo yme propina una bofetada con el dorso dela mano. Me doy de cabeza contra elsuelo y él me patea hasta hacermepedazos. Cuando dejo de resistirme, secoloca a horcajadas sobre mí y mesujeta los brazos.

Dejo escapar un último grito, aunquese transforma en gemido cuando mepone un dedo en la boca. Se me cierranlos ojos, están muy hinchados. No veo

nada. No puedo pensar. A lo lejos, lascampanas del reloj dan las doce.

XXXIV

Elias

Al oír ese grito, salgo rodando dedebajo de Helene y me pongo de pie,olvidado el beso. Ella se cae deespaldas.

Oigo el grito de nuevo y desenvainola cimitarra. Un segundo después, ellarecoge la suya y me sigue al pasillo.

Fuera, dan las once.Una esclava rubia corre hacia

nosotros: Izzi.—¡Ayuda! —grita—. Por favor…

Marcus está… Va a…Ya estoy corriendo por el pasillo a

oscuras, con Izzi y Helene detrás. Notenemos que avanzar demasiado. Aldoblar la esquina nos encontramos aMarcus encorvado sobre una figuratumbada, el rostro estirado en una muecalasciva y salvaje. No sé quién es lafigura, pero está claro lo que piensahacerle.

No espera compañía, por eso soycapaz de apartarlo de la esclava tandeprisa. Lo derribo y lo muelo a

puñetazos, gruñendo de satisfacción aloír que los huesos se rompen bajo mipuño, disfrutando de la sangre quesalpica la pared. Cuando echa la cabezaatrás, me levanto, saco la cimitarra yapoyo la punta en sus costillas, entre lasplacas de la armadura.

Marcus se pone de pie como puede,con los brazos en alto.

—¿Me vas a matar, Veturius? —pregunta, todavía sonriendo a pesar dela sangre que le cae por la cara—. ¿Conuna cimitarra de entrenamiento?

—Puede que tarde más —contesto,empujándola con más fuerza contra suscostillas—. Pero servirá.

—Esta noche tienes guardia,

Serpiente —interviene Helene—. ¿Quédemonios haces en un pasillo oscuro conuna esclava?

—Practicar para cuando estécontigo, Aquilla. —Marcus se lame unpoco de la sangre del labio antes devolverse hacia mí—. La esclava luchamejor que tú, cabrón…

—Cierra la boca, Marcus —leespeto—. Hel, comprueba cómo está lachica.

Helene se inclina para ver si laesclava respira… No sería la primeravez que Marcus ha matado a un esclavo.La oigo gruñir.

—Elias…—¿Qué?

Me enfado por segundos, casi deseoque Marcus intente algo. No me vendríamal una pelea a muerte a puñetazos,como en los viejos tiempos. Izzi nosobserva desde las sombras, demasiadoasustada para moverse.

—Deja que se vaya —dice Helene.Me quedo mirándola, asombrado, perono logro descifrar su expresión—. Vete—le ordena bruscamente a Marcusmientras baja mi espada—. Sal de aquí.

Marcus sonríe a Helene, son esachirriante sonrisa de suficiencia que meda ganas de matarlo a golpes.

—Tú y yo, Aquilla —dice con vozpausada mientras retrocede caminandode espaldas, con ojos ardientes—. Sabía

que al final lo entenderías.—¡Que te vayas, capullo! —exclama

Helene y le lanza un cuchillo que le pasaa escasos centímetros de la oreja—.¡Vete!

Cuando la Serpiente desaparece porla puerta, me vuelvo hacia ella.

—Dime que había una razón parahacer eso.

—Es la esclava de la comandante.Tu… amiga, Laia.

Entonces veo la nube de pelooscuro, la piel dorada antes oculta porel cuerpo de Marcus. Me siento morircuando me agacho a su lado y le doy lavuelta. Tiene la muñeca rota, el hueso lesobresale, atravesándole la piel. Los

moratones le oscurecen los brazos y elcuello. Gime e intenta moverse. Tiene elpelo enmarañado, y los ojos negros ycerrados por la hinchazón.

—Voy a matar a Marcus por esto —digo con voz tranquila y monótona, conuna calma que no siento—. Tenemos quellevarla a la enfermería.

—Los esclavos tienen prohibidorecibir tratamiento en la enfermería —susurra Izzi desde detrás de nosotros. Seme había olvidado que estaba ahí—. Lacomandante la castigaría. Y a vos. Y almédico.

—La llevaremos a la comandante —propone Helene—. La chica es de supropiedad, ella decidirá lo que quiere

hacer.—La cocinera puede ayudar —

añade Izzi.Las dos están en lo cierto, pero eso

no significa que me guste. Recojo concuidado a Laia, procurando nolastimarla más. No pesa nada; apoyo sucabeza en mi hombro.

—Te pondrás bien —le susurro—.¿Vale? Te vas a poner bien.

Salgo a toda prisa del pasillo sincomprobar si me siguen Helene e Izzi.¿Qué habría sucedido de no haberestado cerca Helene y yo? Marcushabría violado a Laia y la poca vida quele quedara dentro se habría derramadopor ese frío suelo de piedra. Saberlo

solo sirve para avivar la rabia que mearde dentro.

Laia mueve la cabeza y gime.—Maldito… sea…—Espero que arda en el pozo más

hondo del infierno —mascullo.Me pregunto si todavía tendrá la

sanguinaria que le di. «Esto esdemasiado para la sanguinaria, Elias».

—Túnel —dice ella—. Darin…Maz…

—Chisss, no hables ahora.—Aquí son todos malvados —

susurra—. Monstruos. Primeromonstruos pequeños, después monstruosgrandes.

Llegamos a la casa de la

comandante; Izzi mantiene abierta lacancela que da al pasillo de los criados.Al vernos a través de la puerta de lacocina, la cocinera deja caer la bolsa deespecias que tenía en la mano y se quedamirando a Laia, horrorizada.

—Ve a por la comandante —leordeno—. Dile que su esclava estáherida.

—Aquí dentro. —Izzi señala unapuerta baja tapada con una cortina.

Dejo a Laia sobre el catre con unalentitud dolorosa, miembro a miembro.Helene me pasa una manta andrajosa ytapo a la chica con ella sabiendo que esun gesto inútil: una manta no la va aayudar.

—¿Qué ha pasado? —pregunta lacomandante, que está detrás de mí.

Helene y yo salimos al pasillo de loscriados; entre Izzi, la cocinera, lacomandante y nosotros, está abarrotado.

—La ha atacado Marcus —respondo—. Casi la mata…

—No debería haber estado fuera aestas horas. Le he dado permiso parairse a la cama. Cualquier herida quetenga será consecuencia de su estupidez.Déjala ahí. Si no recuerdo mal, estanoche tienes guardia en el muro oriental.

—¿Haréis llamar al médico?¿Queréis que vaya a por él?

La comandante me mira como sihubiera perdido la cabeza.

—La cocinera se encargará de ella.Si vive, vive. Si muere… —Mi madrese encoge de hombros—. No es asuntotuyo, tampoco. Te acostaste con la chica,Veturius, pero eso no la convierte en tupropiedad. Ve a hacer tu guardia. —Selleva una mano a la fusta—. Tu pellejopagará por cada minuto que lleguestarde. O tal vez lo haga el pellejo de lachica —añade, ladeando la cabeza,pensativa—, lo que prefieras.

—Pero…Helene me agarra del brazo y tira de

mí por el pasillo.—¡Suéltame!—¿Es que no la has oído? —me

pregunta Helene mientras me aparta de

la casa de la comandante y me lleva através de la arena de los campos deentrenamiento—. Si llegas tarde a tuguardia, te azotará. Faltan dos días parala tercera prueba. ¿Cómo vas asobrevivir si ni siquiera puedes ponertela armadura?

—Creía que ya no te importaba loque me pasase —replico—. Creía quehabías acabado conmigo.

—¿Qué ha querido decir con eso deque te acostaste con la chica? —mepregunta en voz baja.

—No sabe de lo que habla —le digo—. No soy así, Helene, ya deberíassaberlo. Mira, tengo que encontrar algúnmodo de ayudar a Laia. Olvida por un

segundo el hecho de que me odias yquieres verme sufrir y morir. ¿Se teocurre alguien a quien pueda llevarla?Aunque sea de la ciudad…

—La comandante no lo permitiría.—No lo…—Sí lo sabrá. ¿Qué pasa contigo?

Ni siquiera es una marcial. Y tiene a unade las suyas para ayudarla. Esa cocineralleva años aquí y sabrá qué hacer.

Las palabras de Laia me retumban enla cabeza: «Aquí son todos malvados.Monstruos. Primero monstruospequeños, después monstruos grandes».Tiene razón. ¿Qué otra cosa es Marcussi no un monstruo de la peor clase? Hagolpeado a Laia con intención de

matarla y ni siquiera lo van a castigarpor ello. ¿Qué es Helene cuandodescarta tan fácilmente la idea de ayudara la chica? ¿Y qué soy yo? Laia va amorir en ese cuartito oscuro y yo noestoy haciendo nada para evitarlo.

«¿Qué puedes hacer? —me preguntauna vocecilla pragmática—. Si intentasayudar, solo conseguirás que lacomandante os castigue a los dos, y esomataría a Laia, seguro».

—Tú puedes curarla —me doycuenta de repente, pasmado por nohaberlo pensado antes—. Como mecuraste a mí.

—No —replica, alejándose de mí,tensa de los pies a la cabeza—. De

ningún modo.La persigo.—Puedes hacerlo —insisto—, solo

espera media hora. La comandante no seenterará nunca. Métete en el cuarto deLaia y…

—No lo haré.—Helene, por favor.—¿Qué más te da? —pregunta

Helene—. ¿Es que…? ¿Estáis losdos…?

—Olvídalo. Hazlo por mí. Noquiero que muera, ¿vale? Ayúdala. Séque puedes.

—No, no lo sabes. Ni yo lo sé. Loque pasó contigo después de la pruebade astucia fue… extraño, muy raro. No

lo había hecho nunca. Y me costó unaparte de mí misma. No es que me dejarasin fuerzas, exactamente, pero…Olvídalo, no voy a volver a intentarlo.Nunca.

—Morirá si no lo haces.—Es una esclava, Elias. Los

esclavos mueren constantemente.Doy unos pasos atrás. «Aquí son

todos malvados. Monstruos…».—Esto está mal, Helene.—Marcus ha matado antes…—No solo lo de la chica. Esto —

repito, mirando a mi alrededor—. Todoesto.

Los muros de Risco Negro seyerguen sobre nosotros como centinelas

impasibles. No hay más sonido que elrítmico tintineo de las armaduras de loslegionarios que patrullan las murallas.El silencio de este lugar, su tiraníaopresiva, me dan ganas de gritar.

—Esta escuela. Los alumnos quesalen de ella. Las cosas que hacemos.Todo está mal.

—Estás cansado, estás enfadado.Elias, necesitas descansar. LasPruebas…

Intenta ponerme una mano en elhombro, pero me la sacudo de encima;tocarla me da náuseas.

—Malditas sean las Pruebas —ledigo—. Maldito sea Risco Negro. Ymaldita seas tú.

Después le doy la espalda y medirijo a mi guardia.

XXXV

Laia

Me duele todo: la piel, los huesos, lasuñas e incluso las raíces del pelo. Micuerpo ya no parece mío. Quiero gritar.Lo único que consigo es gemir.

¿Dónde estoy? ¿Qué me ha pasado?Recuerdo algunos retazos: la entrada

secreta, los puños de Marcus, y después

gritos y brazos amables; un olor alimpio, como la lluvia en el desierto, yuna voz cariñosa. El aspirante Veturius,que me liberó de mi asesino para quepueda morir en el catre de una esclavaen vez de en un suelo de piedra.

A mi alrededor oigo voces quesuben y bajan: el murmullo ansioso deIzzi y la ronca voz de la cocinera. Meparece oír la carcajada de un gul.Desaparece cuando unas manos frescasconsiguen abrirme la boca paraderramarme un líquido dentro. El dolorremite durante unos minutos. Pero sigueestando cerca, un enemigo que davueltas, impaciente, a las puertas. Y, alfinal, las abre de par en par, por la

fuerza, ardiente.Me pasé muchos años viendo

trabajar al abuelo. Sé lo que significanlas heridas como estas. Estoy sangrandopor dentro. No hay sanador en el mundocapaz de salvarme, por hábil que sea.Voy a morir.

Saberlo es más doloroso que lasheridas, ya que, si yo muero, Darinmuere. Izzi se quedará en Risco Negropara siempre. Nada cambiará en elImperio; solo serán unos cuantosacadémicos menos.

La pizca de mente que todavía seaferra a la vida se enfada: «Necesitas untúnel para Mazen. Keenan estaráesperando tu información. Necesitas

algo que decirle».Mi hermano cuenta conmigo. Lo veo

en mi cabeza, acurrucado en una celda,con la cara demacrada y el cuerpotembloroso. «Vive, Laia —lo oigo—.Vive, por mí».

«No puedo, Darin».El dolor es un animal que ha tomado

el control. Un escalofrío se me mete enlos huesos y vuelvo a oír risas.

«Guls. Lucha contra ellos, Laia».Estoy agotada. Estoy demasiado

cansada para luchar. Y, al menos, así mifamilia estará unida. Cuando muera,Darin se unirá a mí tarde o temprano, yveremos a mamá, a papá, a Lis y a losabuelos. Puede que también esté Zara. Y,

después, Izzi.El dolor se desvanece cuando me

invade un enorme cansancio, uncansancio cálido. Es muy tentador, comosi hubiera estado trabajando al sol y, derepente, hubiera entrado en casa paratumbarme en una cama de plumas,sabiendo que nadie me va a molestar. Ledoy la bienvenida. Lo quiero.

—No voy a hacerle daño.El susurro es duro como el cristal y

penetra en mi sueño; me devuelve almundo, al dolor.

—Pero a vosotras sí que os harédaño si no os largáis.

Una voz familiar. ¿La comandante?No, más joven.

—Si alguna de las dos le cuenta estoa alguien, estáis muertas. Lo juro.

Un segundo después, el frío airenocturno entra en el cuarto, y abro losojos como puedo y me encuentro lasilueta de la aspirante Aquilla recortadacontra la puerta. Lleva el cabello rubioplatino recogido en un moñodesordenado y, en vez de armadura,viste un uniforme negro. Los moratonesle afean la pálida piel de los brazos.Entra en la habitación, agachada, y se lenotan los nervios en todo el cuerpo.

—Aspirante… Aquilla —digo convoz ahogada.

Ella me mira como si oliera ahuevos podridos. No le gusto, eso está

claro. ¿Por qué está aquí?—No hables. —Esperaba veneno,

pero le tiembla la voz. Se arrodilla juntoa mi catre—. Tú guarda silencio y… ydéjame pensar.

«¿En qué?».Lo único que se oye en el cuarto es

mi respiración entrecortada. Aquillaestá tan callada que parece habersequedado dormida sentada. Se mira laspalmas de las manos. Cada pocosminutos abre la boca, como para hablar.Después la cierra de golpe y se retuercelas manos.

Me recorre una oleada de dolor ytoso. El sabor salado de la sangre mellena la boca, así que la escupo al suelo;

me duele demasiado para preocuparmepor lo que piense Aquilla.

Ella me coge la muñeca; me sujeta lamano con dedos fríos, como cuando teencuentras junto al lecho de muerte deun familiar al que apenas conoces y queni siquiera te gusta.

Empieza a canturrear.Al principio no pasa nada. Avanza

por la melodía como un ciego por unahabitación desconocida. Su canción subey baja, estalla y explora. Entoncescambia algo y el tarareo se eleva hastaconvertirse en una canción que meenvuelve con la dulzura de los brazos deuna madre.

Cierro los ojos y me dejo llevar. Se

me aparece el rostro de mi madre,después el de mi padre. Pasean junto amí por el borde de un gran mar; yo mecolumpio de sus manos. Sobre nosotros,el cielo nocturno brilla como fabricadoen cristal pulido; todas las estrellas sereflejan en la superficie del mar, queestá extrañamente tranquilo. Se mehunden los dedos en la fina arena de laplaya, bajo los pies, y es como sivolara.

Ahora lo entiendo: Aquilla me estácantando para matarme. Es una máscara,al fin y al cabo. Y es una muerte dulce.De haber sabido que era tan bonito, nohabría tenido tanto miedo.

La canción cobra intensidad, a pesar

de que Aquilla mantiene la voz baja,como si no quisiera que la oyeran. Unrelámpago de fuego puro me recorre dela coronilla a los talones y me arrancade la paz de la orilla. Abro mucho losojos, con la boca abierta. «Aquí está lamuerte —pienso—. Es el dolor finalantes de que todo acabe».

Aquilla me acaricia el pelo, y elcalor le emana de los dedos y se memete en el cuerpo como si fuera sidraespeciada en una mañana fría. Me pesanlos párpados y cierro los ojos de nuevomientras el fuego remite.

Regreso a la playa y, esta vez, Liscorre por delante de mí; su cabello escomo un estandarte negro azulado que

resplandece en la noche. Me quedomirando sus extremidades, delgadascomo sauces, y sus ojos azul oscuro, ynunca había visto nada tan rebosante devida. «No sabes cuánto te he echado demenos, Lis». Ella se vuelve paramirarme y mueve los labios: una palabraque canta una y otra vez. No la distingo.

Poco a poco me doy cuenta de lo quepasa. Estoy viendo a Lis. Pero esAquilla la que canta. Aquilla es la queme lo ordena mediante una sola palabraque se repite en una melodía decomplejidad infinita: «Vive, vive, vive,vive, vive, vive, vive».

Mis padres se desvanecen… «¡No!¡Madre! ¡Padre! ¡Lis!».

Quiero volver con ellos, verlos,tocarlos. Quiero caminar por las orillasnocturnas, oír sus voces, maravillarmeante su proximidad. Intento tocarlos,pero se han ido, y ya solo quedamosAquilla y yo, y las agobiantes paredesde mi cuarto. Y entonces es cuandocomprendo que Aquilla no está cantandopara matarme dulcemente.

Está cantando para devolverme a lavida.

XXXVI

Elias

A la mañana siguiente, durante eldesayuno, me siento aparte de los demásy no hablo con nadie. Una niebla heladay oscura ha bajado de las dunas y se hadejado caer sobre la ciudad.

Encaja a la perfección con mi humor.Se me han olvidado la tercera

prueba, los augures y Helene. Solopienso en Laia. El recuerdo de su rostromagullado, de su cuerpo roto. Intentotrazar un plan para ayudarla. ¿Sobornaral médico? No, no tiene las agallasnecesarias para desafiar a lacomandante. ¿Colar a un sanador?¿Quién se arriesgaría a despertar la irade la comandante solo por salvar la vidade una esclava, por muy suculenta quefuera la recompensa?

¿Seguirá con vida? Puede que susheridas no fueran tan graves como metemía. Puede que la cocinera sea capazde curarla.

«Y puede que los cerdos vuelen,Elias».

Estoy haciendo papilla mi comidacuando Helene entra en el comedorabarrotado. Me sorprenden el pelodesaliñado y las sombras rosas bajo susojos. Me ve y se acerca. Yo me pongotenso y me meto una cucharada en laboca, negándome a mirarla.

—La esclava está mejor —dicebajando la voz para que no nos oigan losestudiantes que nos rodean—. Me… mehe pasado por allí. Ha sobrevivido a lanoche. He… Bueno… La he…

¿Se va a disculpar? ¿Después denegarse a ayudar a una chica inocenteque no ha hecho nada malo, salvo naceracadémica en vez de marcial?

—Está mejor, ¿eh? —le digo—.

Estarás encantada.Me levanto y me voy. Helene sigue

inmóvil como una estatua, tansorprendida como si la hubiesegolpeado, y yo siento una satisfacciónsalvaje. «Eso es, Aquilla, no soy comotú. No voy a olvidarla solo porque seauna esclava».

Doy las gracias en silencio a lacocinera. Si Laia ha sobrevivido, sinduda ha sido por los cuidados de lamujer. ¿Debería visitar a la chica? ¿Yqué le digo? ¿«Siento que Marcusestuviera a punto de violarte y matarte.Pero me han dicho que estás mejor»?

No puedo visitarla. De todos modos,no querrá verme. Soy un máscara. Si me

odia solo por eso, ya es razón más quesuficiente.

Aunque quizá pueda pasarme por lacasa. La cocinera me dirá cómo estáLaia. Puedo llevarle algo, algo pequeño.¿Flores? Miro a mi alrededor, al patiode la escuela. No hay flores en RiscoNegro. Puede que le regale una daga. Deesas sí que hay muchas, y saben loscielos que necesita una.

—¡Elias!Helene me ha seguido desde el

comedor, pero me escondo en unedificio de entrenamiento y observo poruna ventana hasta que se rinde y sigue sucamino. «A ver si a ella le gusta que lenieguen la palabra».

Unos minutos después me encuentrode camino a la casa de la comandante.«Solo una visita rápida. Solo para ver siestá bien».

—Si vuestra madre se entera deesto, os despelleja vivo —dice lacocinera desde la puerta de la cocinacuando me meto en el pasillo de loscriados—. Y también al resto denosotros, por permitiros entrar aquí.

—¿Está bien?—No está muerta. Marchaos,

aspirante. Largaos. No bromeo sobre lacomandante.

Si una esclava le hablara así aDemetrius o a Dex, la abofetearían. Perola cocinera solo hace lo que cree mejor

para Laia, así que la obedezco.El resto del día transcurre en una

bruma de combates perdidos,conversaciones secas y huidas por lospelos para evitar a Helene. La niebla sehace tan densa que apenas me veo lamano cuando me la pongo delante de lacara, lo que significa que elentrenamiento es más agotador de lohabitual. Cuando suenan los tamboresdel toque de queda, lo único que deseoes dormir. Me voy a los barracones,muerto en pie, cuando Hel me alcanza.

—¿Cómo ha ido el entrenamiento?—me pregunta al aparecer de entre laniebla como un espectro; no puedoevitar sobresaltarme.

—Fantástico —repongo con tonoamenazante.

Por supuesto, no ha sido fantástico yHelene lo sabe. Hace años que no luchotan mal. La poca concentración quehabía recuperado durante las batallas dela última noche con Hel hadesaparecido.

—Faris dice que esta mañana te hassaltado la práctica de cimitarra. Diceque te ha visto camino de la casa de lacomandante.

—Faris y tú cotilleáis comocolegiales.

—¿Has visto a la chica?—La cocinera no me ha dejado

entrar. Y la chica tiene nombre; se llama

Laia.—Elias… Lo vuestro no tiene futuro.Mi risa arranca de la niebla unos

ecos muy extraños.—¿Por qué clase de idiota me

tomas? Claro que no tiene futuro. Soloquería averiguar si estaba bien. ¿Quétiene de malo?

—¿Que qué tiene de malo? —pregunta Helene sujetándome del brazopara detenerme—. Eres un aspirante.Tienes una prueba mañana. Tu vida estáen peligro y te dedicas a soñar despiertocon una académica.

Se me eriza el vello de la nuca. Ellalo percibe y respira hondo.

—Lo único que digo es que hay

cosas más importantes en las que pensar—añade—. El emperador estará aquídentro de unos días y quiere vernos atodos muertos. La comandante no parecesaberlo… o no parece preocuparle. Ytengo un mal presentimiento sobre latercera prueba, Elias. Esperemos queeliminen a Marcus. No puede ganar,Elias. No puede. Si gana…

—Lo sé, Helene.«He puesto todas mis esperanzas en

estas malditas Pruebas».—Créeme, lo sé —repito.Por los diez infiernos, la prefería

cuando no me hablaba.—Si lo sabes, ¿por qué dejas que te

destrocen en los combates? ¿Cómo vas a

ganar la prueba si no tienes la confianzanecesaria para derrotar a alguien comoZak? ¿No entiendes lo que está enjuego?

—Claro que sí.—¡Pero no lo entiendes! ¡Mírate!

Estás demasiado atontado por esaesclava…

—No es ella la que me atonta,¿vale? Son un millón de cosas. Es…este lugar. Y lo que hacemos aquí. Erestú…

—¿Yo? —Me mira, desconcertada, yeso hace que me enfade todavía más—.¿Qué te he hecho yo…?

—¡Enamorarte de mí! —le grito,porque estoy muy cabreado con ella por

quererme, a pesar de que mi lado máslógico sabe que es una injusticia y unacrueldad—. Pero yo no estoy enamoradode ti y por eso me odias. Prefierespermitir que eso destruya nuestraamistad.

Ella se me queda mirando; la heridaevidente en su mirada está abierta ycrece. ¿Por qué ha tenido queenamorarse de mí? Si hubieracontrolado sus emociones, jamás noshabríamos peleado la noche del Festivalde la Luna. Habríamos pasado losúltimos diez días preparándonos para latercera prueba, en lugar de evitándonos.

—Estás enamorada de mí —repito—, pero yo no podría enamorarme de ti,

Helene. Nunca. Eres como cualquierotro máscara. Estabas dispuesta a dejarmorir a Laia solo porque es una esclava.

—No la dejé morir —responde ellaen voz baja—. Fui a verla anoche y lacuré. Por eso sigue viva. Le canté, lecanté hasta quedarme sin voz y sentirmecomo si me hubieran chupado la vida.Canté hasta que se recuperó.

—¿La curaste tú? Pero…—¿Qué? ¿No te crees que sea capaz

de hacer algo bueno por otro serhumano? No soy malvada, Elias, pormucho que digas.

—Yo no he dicho…—Sí que lo has hecho —insiste,

alzando la voz—. Acabas de decir que

soy como cualquier otro máscara.Acabas de decir que no podrías… quenunca te enamorarías…

Se gira para darme la espalda, pero,tras caminar unos pasos, regresa.Regueros de niebla flotan tras ella comosi llevara un vestido fantasmal.

—¿Crees que quiero sentir esto porti? Lo odio, Elias. Verte flirtear con laschicas perilustres, dormir con esclavasacadémicas y encontrarle el lado buenoa todo el mundo, a todo el mundo, salvoa mí. —Se le escapa un sollozo. Es laprimera vez que la oigo llorar. Se tragalas lágrimas—. Amarte es lo peor queme ha ocurrido, peor que los azotes dela comandante, peor que las Pruebas. Es

una tortura, Elias. —Se lleva una manotemblorosa al pelo—. No sabes cómoes. No tienes ni idea de a qué herenunciado por ti, del trato que hehecho…

—¿A qué te refieres? —pregunto—.¿Qué trato? ¿Con quién? ¿Para qué?

No me responde. Se aleja, corre,huye de mí.

—¡Helene!La persigo y mis dedos rozan la

humedad de su rostro durante un tentadorsegundo. Después, la bruma se la traga ydesaparece.

XXXVII

Laia

—Levántala, maldita sea.Las órdenes de la comandante se

abren paso a través de la niebla de micerebro y me despiertan con unsobresalto.

—No he pagado doscientos marcospara que se pase el día durmiendo.

Me parece tener brea por cabeza yun dolor sordo me recorre todo elcuerpo, aunque estoy lo bastanteconsciente como para saber que, si nome levanto de este catre, estaré muertade verdad. Mientras cojo una capa, Izziabre la cortina de mi cuarto.

—Estás despierta —dice con unalivio evidente—. La comandante estáen pie de guerra.

—¿Qué…? ¿Qué día es?Me estremezco, hace frío, mucho

más frío de lo normal para el verano. Derepente temo haber pasado semanasinconsciente, que ya hayan terminado laspruebas, que Darin esté muerto.

—Anoche te atacó Marcus —

responde Izzi—. La aspirante Aquilla…Abre mucho los ojos y sé que no he

soñado la presencia de la aspirante ni elhecho de que me curara. Magia. Sonríoal pensarlo. Darin se reiría, pero no hayotra explicación. Y, al fin y al cabo, silos guls y los genios caminan entrenosotros, ¿por qué no las fuerzas delbien? ¿Por qué una chica no va a podercurar con una canción?

—¿Te puedes levantar? —preguntaIzzi—. Son más de las doce. Me heencargado de tus tareas de la mañana yme encargaré de las demás, pero lacomandante insiste en que…

—¿Más de las doce? —Se me borrala sonrisa—. Por los cielos, Izzi, tenía

una reunión con la resistencia hace doshoras. Tengo que contarles lo del túnel.Puede que Keenan me siga esperando…

—Laia, la comandante ha sellado eltúnel.

No. Ese túnel es lo único que seinterpone entre Darin y la muerte.

—Interrogó a Marcus anoche,después de que te trajera Veturius —meinforma Izzi con tristeza—. Debió decontarle lo del túnel, porque, cuando heido esta mañana, los legionarios loestaban tapiando con ladrillos.

—¿Te ha interrogado a ti?Izzi asiente.—Y a la cocinera. Marcus le contó a

la comandante que tú y yo lo estábamos

espiando, pero, bueno… —Vacila yvuelve la vista atrás—. Mentí.

—¿Has mentido? ¿Por mí?Por los cielos, si la comandante se

entera, la matará.«No, Laia —me digo—. Izzi no

morirá porque vas a encontrar el modode sacarla de aquí antes de que ocurra».

—¿Qué le has contado? —lepregunto.

—Que la cocinera nos había enviadoa por hoja de cuervo a la enfermería yque Marcus nos había abordado en elcamino de vuelta.

—¿Y te ha creído? ¿Antes que a unmáscara?

Izzi se encoge de hombros.

—Nunca le había mentido —respondo—. Y la cocinera hacorroborado mi historia; le ha dicho quetenía un dolor de espalda horrible y quela hoja de cuervo era lo único que podíaayudarla. Marcus ha dicho que yo erauna mentirosa, pero la comandante hallamado a Zak, y él ha reconocido queera posible que hubiera dejado laentrada del túnel abierta y que nosotrassolo pasáramos por allí por casualidad.Después de eso, la comandante me hadejado marchar. —Izzi me mira,preocupada—. Laia, ¿qué le vas a decira Mazen?

Sacudo la cabeza: no tengo ni idea.

La cocinera me envía a la ciudad conuna pila de cartas para correos sinmencionar en ningún momento la palizaque me han dado.

—Date prisa —me dice la ancianacuando aparezco en la cocina parareanudar mis tareas—. Se acerca unatormenta gorda, y necesito que la pinchey tú protejáis las ventanas con tablasantes de que salgan volando.

Un extraño silencio reina en laciudad; las calles adoquinadas están másvacías de lo normal y los chapitelesestán envueltos en una niebla pocopropia de la estación. Los olores a pan yanimales, a humo y a acero, se han

atenuado, como si la bruma hubieraamortiguado su potencia.

Me dirijo primero a la oficina decorreos de la plaza de las Ejecuciones,con la esperanza de que la resistenciame siga esperando. Los rebeldes no medecepcionan: a los pocos segundos deentrar en la plaza, me llega el olor amadera de cedro. Unos segundosdespués, Keenan sale de entre la niebla.

—Por aquí.No comenta nada de mis heridas y a

mí me duele su falta de preocupación.Justo cuando intento obligarme a que nome importe, me toma de la mano como sifuera lo más natural del mundo y meconduce a la mugrienta habitación

trasera del taller abandonado de unzapatero.

Keenan enciende la lámpara quecuelga de la pared y, mientras la llamaprende, se vuelve y me mira a la cara.Pierde toda su indiferencia. Por unsegundo, su alma queda al descubierto ysé con certeza absoluta que, detrás deesa frialdad, siente algo por mí. Sus ojosson casi negros mientras absorbe cadamoratón.

—¿Quién te ha hecho esto? —pregunta.

—Ha sido un aspirante. Por eso mehe perdido la reunión. Lo siento.

—¿Por qué te disculpas? —pregunta, incrédulo—. Mírate, mira lo

que te han hecho. Por los cielos. Si tupadre viviera y supiera lo que hepermitido que pasara…

—Tú no has permitido que pasara.—Le pongo una mano en el brazo,sorprendida ante la tensión de su cuerpo,como si Keenan fuera un lobo a punto desaltar, ávido de sangre—. El únicoculpable es el máscara que lo hizo. Y yaestoy mejor.

—No tienes que ser valiente, Laia.Habla con una ferocidad serena y, de

repente, me entra la timidez. Levanta unamano y, con la punta del dedo, merecorre lentamente los ojos, los labios yla curva del cuello.

—Llevo muchos días pensando en ti.

—Me pone una de sus cálidas manos enla cara, y yo solo deseo apoyarme enella—. Esperaba verte en la plaza conun pañuelo gris, que todo esto acabarade una vez. Para que pudieras recuperara tu hermano. Y después, podríamos…Tú y yo podríamos…

Deja la frase en el aire. Se me agitala respiración, el aire entra y sale enráfagas cortas, y la piel me cosquilleade impaciencia. Se me acerca,alzándome la mirada, inmovilizándomecon los ojos. «Por los cielos, va abesarme…».

Entonces, de repente, se aparta demí. Vuelve a tener esa mirada reservada,el rostro vacío de expresión, con una

frialdad profesional. Su rechazo haceque me arda la piel de vergüenza. Unsegundo después, lo entiendo.

—Ahí está —dice una voz roncadesde la puerta, y Mazen entra en elcuarto.

Miro a Keenan, pero él parece casiaburrido, mientras que a mí meestremece que sus ojos puedan enfriarsetan deprisa, como cuando soplas unavela.

«Es un luchador —me regaña unavoz práctica—. Sabe lo que esimportante. Como deberías saberlo tú.Concéntrate en Darin».

—Esta mañana te hemos echado demenos, Laia. Ahora entiendo por qué —

añade, examinando mis heridas—.Bueno, chica, ¿tienes lo que quiero?¿Has encontrado la entrada?

—Tengo… algo.La mentira me pilla desprevenida,

igual que la facilidad con la que lacuento.

—Pero necesito más tiempo.Por un revelador momento, el rostro

de Mazen delata su sorpresa. ¿Es mimentira lo que lo ha cogido con laguardia baja? ¿Que le pida más tiempo?«No —responde mi instinto—. Es otracosa». Me esfuerzo por recordar lo queme dijo la cocinera hace días:«Pregúntale en qué sitio exacto de laCentral tienen a tu hermano. ¿En qué

celda?».Reúno todo mi valor.—Tengo… una pregunta para ti.

Sabes dónde está Darin, ¿verdad? ¿Enqué prisión? ¿En qué celda?

—Por supuesto que sé dónde está. Sino lo supiera, no invertiría todo mitiempo y energía en encontrar el modode sacarlo, ¿no?

—Pero… Bueno, la Central está muybien protegida. ¿Cómo vas a…?

—¿Tienes un modo de entrar enRisco Negro o no?

—¿Por qué necesitas uno? —lesuelto. No está respondiendo a mispreguntas, y mi lado más tozudo quierezarandearlo hasta sacárselas—. ¿En qué

te ayuda una entrada secreta a RiscoNegro para liberar a mi hermano de laprisión más fortificada del sur?

La mirada de Mazen se endurece ypasa de la cautela a algo rayano en laira.

—Darin no está en la Prisión Central—responde—. Antes del Festival de laLuna, los marciales lo trasladaron a lasceldas de los condenados a muerte de laPrisión de Bekkar. Bekkar ofreceguardias de apoyo a Risco Negro. Asíque, cuando ataquemos por sorpresaRisco Negro con la mitad de nuestrasfuerzas, enviarán guardias de Bekkar aRisco Negro, lo que dejará la cárcelabierta para que la tome el resto de

nuestras fuerzas.—Ah.Guardo silencio. Bekkar es una

cárcel pequeña del barrio Perilustre, nodemasiado lejos de Risco Negro, perono sé nada más sobre ella. Ahora el plande Mazen tiene sentido. Mucho sentido.Me siento como una idiota.

—No te conté nada ni a ti ni a nadie—añade Mazen, mirando de formaelocuente a Keenan— porque, cuantomás gente conozca el plan, másposibilidades hay de ponerlo en peligro.Así que, por última vez: ¿tienes algopara mí?

—Hay un túnel.«Gana tiempo, di cualquier cosa».

—Pero tengo que averiguar adóndeconduce.

—Con eso no basta —respondeMazen—. Si no tienes nada, esta misiónes un fracaso…

—Señor.La puerta se abre y entra Sana. Tiene

cara de llevar varios días sin dormir yno esboza la misma sonrisa desatisfacción de los dos hombres que vandetrás de ella. Cuando me ve, me mirados veces.

—Laia…, tu cara. —Después sepercata de la cicatriz—. ¿Qué hapasado…?

—Sana, informa —le ordena Mazen.Sana vuelve a prestar atención al

jefe de la resistencia.—Es la hora —le dice—. Si vamos

a hacerlo, tenemos que irnos ya.¿La hora de qué? Miro a Mazen,

pensando que les pedirá que esperen unmomento, que tiene que terminar dehablar conmigo, pero se va cojeandohacia la puerta, como si yo hubieradejado de existir.

Sana y Keenan intercambianmiradas, y Sana sacude la cabeza comopara advertirle de algo. Keenan no hacecaso.

—Mazen —dice—, ¿qué pasa conLaia?

Mazen se detiene para estudiarme,incapaz de disimular del todo su enojo.

—Necesitas más tiempo —reconoce—. Lo tienes. Tráeme algo tangible amedianoche, pasado mañana. Entoncessacaremos a tu hermano y acabaremoscon todo esto.

Sale y empieza a hablar en voz bajacon sus hombres, no sin antes ordenar aSana que lo siga. La mujer lanza unamirada indescifrable a Keenan antes desalir corriendo.

—No lo entiendo —le comento aKeenan—. Hace un minuto ha dicho queya habíamos acabado.

—Algo va mal —responde él con lavista fija en la puerta—. Y necesitoaveriguar qué es.

—¿Mantendrá su promesa, Keenan?

¿La de liberar a Darin?—La facción de Sana lo ha estado

presionando. Creen que ya deberíahaber sacado a Darin. No permitirán quese retracte, pero… —Sacude la cabeza—. Tengo que irme. Mantente a salvo,Laia.

En el exterior, la niebla es tan densaque tengo que poner las manos delantede mí para no chocarme contra nada. Espor la tarde, pero el cielo se oscurecepor segundos. Un grueso banco de nubesse mueve sobre Serra como si sepreparara para el asalto.

Mientras me dirijo a Risco Negro,intento encontrarle sentido a lo que hapasado. Quiero creer que puedo confiar

en Mazen, que cumplirá su parte deltrato. Sin embargo, algo va mal. Llevovarios días intentando sacarle mástiempo; es muy extraño que, de repente,me lo ceda tan fácilmente.

Y hay otra cosa que me ponenerviosa: lo rápido que se ha olvidadoMazen de mí cuando ha aparecido Sana.Y que, después de prometer salvar a mihermano, no me mirara directamente alos ojos.

XXXVIII

Elias

La mañana de la prueba de fuerza, medespierta un trueno que me reverbera enlos huesos; me quedo tumbado en micuarto un buen rato, escuchando elgolpeteo de la lluvia en el techo de losbarracones. Alguien mete por debajo dela puerta un pergamino con el sello de

diamante de los augures. Lo abro.

Solo uniforme. Se prohíbe laarmadura de combate. Quédate en tucuarto. Yo iré a por ti.

CAIN

Alguien araña la puerta con cautelamientras estrujo el pergamino y lotransformo en una bola. En la entradahay un esclavo aterrado que me ofreceuna bandeja con unas gachas grumosas ypan ácimo duro. Me obligo a tragarmehasta el último bocado. Aunque seaasqueroso, necesito todo el combustibleque pueda reunir para ganar el combate.

Me coloco las armas: las doscimitarras de Teluman a la espalda, unpar de dagas cruzadas en el pecho y uncuchillo en cada bota. Después, espero.

Las horas transcurren despacio, másque el turno de noche en las atalayas.Fuera, el viento sopla, y envía ramas yhojas dando tumbos por los aires. Mepregunto si Helene estará en su cuarto.¿Ha ido ya Cain a por ella?

Por fin, a última hora de la tarde,alguien llama a mi puerta. Estoy tannervioso que me entran ganas dearrancar las paredes a arañazos.

—Aspirante Veturius —me diceCain cuando le abro la puerta—, hallegado la hora.

Al salir, el frío me roba el aliento yme atraviesa la fina ropa como unacimitarra helada. Es como si fueradesnudo. En Serra nunca hace tanto fríoen verano, ni siquiera en invierno. Miroa Cain con el rabillo del ojo. El tiempodebe de ser cosa suya, suya y de lossuyos. La idea me pone de mal humor.¿Hay algo que no puedan hacer?

—Sí, Elias —responde Cain a mipregunta—. No podemos morir.

Las empuñaduras de las cimitarrasme golpean el cuello, frías como elhielo, y a pesar de lo resistente de lasbotas, se me quedan los piesentumecidos. Sigo a Cain de cerca,incapaz de situarme hasta que surgen

ante nosotros los altos muros arqueadosdel anfiteatro.

Entramos en la armería delanfiteatro, que está a rebosar dehombres vestidos con la armadura decuero rojo que utilizamos en losentrenamientos.

Me seco la lluvia de los ojos y melos quedo mirando, atónito.

—¿El Pelotón Rojo?Dex y Faris están allí, junto con los

otros veinticinco hombres de mipelotón: Cyril, un chico con forma debarril que odia recibir órdenes, aunqueacepta las mías sin rechistar; Darien,que tiene unos puños como martillos.Debería reconfortarme saber que estos

hombres me respaldarán en la prueba,pero me asusta. ¿Qué nos ha preparadoCain?

Cyril me ofrece mi armadura deentrenamiento.

—Todos presentes, comandante —dice Dex. Mira al frente, pero letraicionan los nervios y se le nota en lavoz.

Mientras me coloco la armadura, mefijo en el estado de ánimo del pelotón.Irradian tensión, aunque escomprensible: conocen los detalles delas dos primeras pruebas y deben deestar preguntándose qué horror habránconjurado los augures para ellos.

—Dentro de unos instantes saldréis

de esta armería y os encontraréis en laarena del anfiteatro. Allí entablaréis unabatalla a muerte. Se prohíbe la armadurade combate, por eso se os ha quitado.Vuestro objetivo es muy sencillo: debéismatar al mayor número de enemigosposible. La batalla terminará cuando tú,aspirante Veturius, derrotes al jefeenemigo o seas derrotado por él. Te loadvierto: si demuestras compasión, sivacilas al matar, habrá consecuencias.

Vale. Por ejemplo, que lo que nosespere ahí fuera nos desgarre lagarganta.

—¿Estás listo? —me pregunta Cain.Una batalla a muerte. Eso quiere

decir que quizá algunos de mis hombres,

de mis amigos, mueran hoy. Dex me mirabrevemente a los ojos: tiene laexpresión de un hombre atrapado, unhombre con un secreto que loreconcome. Lanza una mirada temerosaa Cain y clava los ojos en el suelo.

Entonces me doy cuenta de que aFaris le tiemblan las manos. A su lado,Cyril juguetea con una daga, nervioso, yrestriega el dedo contra el borde. Darienme observa de un modo raro. ¿Qué es loque percibo en sus ojos? ¿Tristeza?¿Miedo?

Mis hombres ocultan un secreto quelos atormenta, algo que no estándispuestos a contarme.

¿Acaso Cain les ha dado motivos

para dudar de la victoria? Lanzo unaojeada asesina al augur. La duda y elmiedo son emociones traicioneras antesde la batalla. Juntas, son capaces deinfiltrarse en las mentes de los hombresbuenos y decidir un combate antes deque empiece.

Observo la puerta que da a la arenadel anfiteatro. Sea lo que sea lo que nosespera fuera, debemos estar a la altura omorir.

—Estamos listos.La puerta se abre y, a la señal de

Cain, conduzco al pelotón al exterior. Lalluvia se mezcla con aguanieve, y lasmanos me cosquillean y se meentumecen. El bramido de los truenos y

el azote de la lluvia sobre el lodoahogan el ruido de nuestra salida. Elenemigo no nos oirá llegar, peronosotros a ellos tampoco.

—¡Dividíos! —le grito a Dex,sabiendo que apenas será capaz deoírme por encima del fragor de latormenta—. Tú te encargas del flancoizquierdo. Si encuentras al enemigo,vuelve para informarme. No te enfrentesa ellos.

Pero, por primera vez desde que seconvirtió en mi lugarteniente, Dex nohace caso de mi orden. No se mueve.Observa algo por encima de mi hombro,contempla la niebla que oscurece elcampo de batalla.

Sigo su mirada y capto unmovimiento.

Armadura de cuero. El reflejo deuna cimitarra.

¿Acaso uno de mis hombres se haadelantado para reconocer el terreno?No… Hago un recuento rápido y estántodos colocados detrás de mí, a laespera de órdenes.

Un relámpago sesga el cielo eilumina el campo de batalla por unsegundo atormentador.

Entonces desciende la niebla, densacomo una manta. Pero no antes de quevea contra quién luchamos. No antes deque la conmoción me transforme lasangre en hielo y el cuerpo en piedra.

Busco los ojos de Dex. La verdad serefleja en ellos, en su expresión pálida ysobrecogida. Y en la de Faris y la deCyril. En la de todos mis hombres: losaben.

En ese momento, una figura vestidade azul sale volando con familiarelegancia de entre la bruma, con latrenza plateada reluciente, descendiendosobre el Pelotón Rojo como una estrellafugaz.

Entonces me ve y vacila, con losojos muy abiertos.

—¿Elias?«Fuerza de brazos, mente y

corazón». ¿Para esto? ¿Para matar a mimejor amiga? ¿Para matar a su pelotón?

—Comandante —me dice Dex, queme agarra por el brazo—. ¿Órdenes?

Los hombres de Helene surgen deentre la niebla con las cimitarraspreparadas. «Demetrius, Leander,Tristas, Ennis». Conozco a estoshombres. He crecido con ellos, hesufrido con ellos, he sudado con ellos.No daré la orden de matarlos.

Dex me sacude.—Órdenes, Veturius. Necesitamos

órdenes.Órdenes, por supuesto. Soy el

comandante del Pelotón Rojo, yodecido.

«Si demuestras compasión, sivacilas al matar, habrá consecuencias».

—¡No quiero heridas mortales! —grito, me dan igual las consecuencias—.No matéis. Repito: no matéis.

Apenas tengo tiempo de dar la ordenantes de que el Pelotón Azul caiga sobrenosotros, tan despiadados como silucharan contra una tribu de invasoresde la frontera. Oigo a Helene gritar algo,aunque no distingo el qué entre lacacofonía de lluvia y espadas.Desaparece, perdida en el caos.

Me vuelvo para buscarla y localizoa Tristas abriéndose paso por la melé,directo a mí. Me lanza una daga deborde dentado al pecho; consigodesviarla con la cimitarra, pero por muypoco. Se lleva la mano a la espada y se

abalanza sobre mí. Me tiro al suelo, demodo que ruede sobre mí, antes degolpearle la parte de atrás de las piernascon la punta roma de mi hoja. Pierde piey se resbala en el lodo, cada vez másespeso, para aterrizar boca arriba, conel cuello descubierto.

Sería sencillo matarlo.Le doy la espalda, dispuesto a

desarmar a mi siguiente enemigo. Pero,al hacerlo, Faris, que va ganando en supelea contra otro de los hombres deHelene, empieza a temblar. Se le salenlos ojos de las órbitas, la lanza quesostiene se le cae de los dedos sinfuerzas y se le pone la cara azul. Suoponente, un chico tranquilo que se

llama Fortis, se limpia el aguanieve delos ojos y se queda mirándolo,boquiabierto, mientras Faris cae derodillas forcejeando contra un enemigoque nadie más ve.

¿Qué le está pasando? Corro haciaél; la voz de mi cabeza me grita quehaga algo. Sin embargo, en cuanto estoya medio metro de él, algo me arrojahacia atrás, como si me empujara unamano invisible. Se me nubla la vista unmomento, pero consigo ponerme de piede todas formas con la esperanza de queninguno de mis enemigos elija esteinstante para atacar.

«¿Qué es esto? ¿Qué le pasa aFaris?».

Tristas se levanta como puede delsuelo; cuando me localiza, se le iluminael rostro con una intensidad aterradora.Pretende acabar con mi vida.

Faris deja de boquear. Se muere.«Consecuencias. Habrá

consecuencias».El tiempo se para. Los segundos se

alargan, cada uno parece durar una hora,mientras contemplo el caos del campode batalla. El Pelotón Rojo sigue misórdenes de no matar… y lo estamospagando. Cyril ha caído. TambiénDarien. Cada vez que uno de mishombres se compadece del enemigo, unode sus camaradas cae muerto por labrujería de los augures.

«Consecuencias».Miro a Faris y después a Tristas.

Llegaron a Risco Negro al mismotiempo que Helene y yo. Tristas, castañoy de ojos grandes, cubierto de moratonespor la brutalidad de la iniciación. Faris,hambriento y enfermo, sin el humor ni lafuerza que iría ganando después. Heleney yo nos hicimos amigos suyos nuestraprimera semana, nos defendíamos losunos a los otros lo mejor que podíamoscontra nuestros compañeros másdepredadores.

Y, ahora, uno de los dos morirá.Haga lo que haga.

Tristas se abalanza sobre mí con lamáscara cubierta de lágrimas. Lleva el

pelo negro cubierto de lodo y, almirarnos a Faris y a mí, le arden losojos con el pánico de un animalacorralado.

—Lo siento, Elias.Da un paso hacia mí y, de repente, se

queda rígido. La cimitarra que tenía enla mano se inclina hacia el suelomientras él contempla la hoja que lebrota del pecho. Después, cae despaciosobre el lodo, con la vista fija en mí.

Dex está detrás de él; los ojos lerevientan de asco: acaba de matar a unode sus mejores amigos.

«No. Tristas no».Tristas, el que lleva prometido a su

novia de la infancia desde que tenía

diecisiete años, el que me ayudó aentender a Helene, el que tiene cuatrohermanas que lo adoran. Me quedomirando su cadáver, el tatuaje de subrazo, el que dice «Aelia».

Tristas está muerto. Muerto.Faris deja de ahogarse. Tose y se

pone de pie, tembloroso, para despuésmirar el cadáver de Tristas con horrorcreciente. Pero tiene tan poco tiempocomo yo para lamentar su muerte. Unode los hombres de Helene le lanza unamaza a la cabeza, y no tarda en verseenzarzado en otra pelea, golpeando yembistiendo como si no hubiera estadoal borde del abismo hace tan solo unminuto.

Dex se me pone delante, medio ido.—¡Tenemos que matarlos! ¡Da la

orden!Mi mente no piensa las palabras.

Mis labios no quieren pronunciarlas.Conozco a estos hombres. Y Helene…No puedo permitirles que maten aHelene. Recuerdo el campo de batallade mis pesadillas: Tristas, Demetrius,Leander y Ennis. «No, no, no».

Mis hombres caen como moscas,ahogándose cuando se niegan a matar asus amigos y cayendo bajo lasimplacables espadas del Pelotón Azul.

—¡Darien está muerto, Elias! —Dexvuelve a sacudirme—. Y Cyril. Aquillaya ha dado la orden. Tienes que darla tú

también o moriremos todos. Elias —insiste, obligándome a mirarlo a los ojos—. Por favor.

Incapaz de hablar, alzo las manos ydoy la señal, y la piel se me pone degallina cuando la señal pasa de soldadoen soldado por todo el campo de batalla.

«Las órdenes del comandante delPelotón Rojo: lucha a muerte. Sincuartel».

No hay maldiciones, ni gritos, ni faroles.Todos nosotros estamos atrapados en unbucle de violencia interminable. Lasespadas entrechocan, los amigos muereny el aguanieve nos acuchilla.

Yo he dado la orden, así que yocapitaneo la ofensiva. Sin flaquear,porque, si flaqueo, mis hombres vacilan.Y si vacilan, morimos todos.

Así que mato. La sangre lo manchatodo: mi armadura, mi piel, mi máscara,mi pelo. La empuñadura de la cimitarragotea sangre, me resbala por la mano.Soy la Muerte personificada y presidoesta matanza. Algunas de mis víctimasmueren con piadosa rapidez, se marchanantes de que sus cuerpos toquen el suelo.

Otras tardan más.Mi lado más despreciable quiere

hacerlo con sigilo, aparecer por detrás yatravesarlos con mi cimitarra para notener que mirarlos a los ojos. Pero la

batalla es más fea que eso, más dura,más cruel. Tengo que mirar a la cara alos hombres a los que mato y, aunque latormenta amortigua los gruñidos, todas ycada una de sus muertes se me graban enla memoria; todas se convierten en unaherida que nunca sanará.

La muerte lo suplanta todo: laamistad, el amor, la lealtad. Los buenosrecuerdos que tengo de estos hombres—recuerdos de risas descontroladas, deapuestas ganadas y bromas tramadas—me son arrebatados. Solo puedorecordar lo peor, los detalles másoscuros.

Ennis sollozando como un niño enbrazos de Helene cuando murió su

madre, hace seis meses. Rompo sucuello con las manos, como si fuera unaramita.

Leander y su amor, nuncacorrespondido, por Helene. Mi cimitarrale atraviesa el cuello como un pájaroatraviesa un cielo despejado.Fácilmente. Sin esfuerzo.

Demetrius, que gritó inútilmente derabia después de ver como lacomandante azotaba hasta la muerte a suhermano de diez años por intentardesertar. Sonríe cuando me ve venir;deja caer el arma y espera, como si lahoja de mi cimitarra fuese un regalo.¿Qué ve Demetrius cuando la luzabandona sus ojos? ¿A su hermano

pequeño esperándolo? ¿Una oscuridadinfinita?

Y así continúa la matanza; mientrastanto, el ultimátum de Cain está siemprepresente: «La batalla terminará cuandotú, aspirante Veturius, derrotes al jefeenemigo o seas derrotado por él».

He intentado buscar a Helene yterminar con esto rápidamente, pero esescurridiza. Cuando por fin meencuentra, es como si llevara díasluchando, aunque, en realidad, no hasido más de media hora.

—¡Elias!Grita mi nombre, aunque con voz

débil, reacia. La batalla frena hastadetenerse. Nuestros hombres dejan de

atacarse entre sí y la niebla se aclara lobastante como para que se vuelvan paraobservarnos a Helene y a mí. Poco apoco se reúnen a nuestro alrededor,forman un semicírculo salpicado deespacios vacíos, los espacios quedeberían ocupar los que hasta hace pocoestaban vivos.

Hel y yo nos enfrentamos; ojalácontara con el poder de los augures paraleerle la mente. Su cabello rubio es unenredo de sangre, lodo y hielo; la trenzaestá suelta y le cae, sin gracia, por laespalda. Tiene la respiración alterada.

Me pregunto a cuántos de mishombres habrá matado.

Aprieta el puño en torno a la

empuñadura de su cimitarra, unaadvertencia que sabe que no pasaré poralto.

Entonces, ataca. Aunque pivoto ylevanto el arma para bloquearla, se meparalizan las entrañas. Su vehemenciame hace trastabillar. Otra parte de mí loentiende: quiere que acabe esta locura.

Al principio intento evitarla, noquiero pasar a la ofensiva. Pero unadécada de instinto perfeccionado agolpes se rebela ante tanta pasividad.No tardo en luchar de verdad, con todoslos trucos que conozco para sobrevivir asu arremetida.

Por mi mente pasan las posturas deataque que me enseñó mi abuelo, las que

no conocen los centuriones de RiscoNegro; aquellas de las que Helene nosabrá defenderse.

«No puedes matar a Hel. Nopuedes».

Pero ¿tengo alternativa? Uno debematar al otro o la prueba no acabaránunca.

«Deja que Helene te mate. Deja quegane».

Como si percibiera mi debilidad,aprieta los dientes y me obliga aretroceder mientras sus ojos clarosdespiden un brillo glacial, desafiándomea retarla. «Deja que gane, déjala,déjala».

Su cimitarra me corta el cuello y

respondo con una embestida rápida justoantes de que me separe la cabeza delcuerpo.

La sed de batalla se apodera de mí,aparta todo pensamiento de mi cabeza.De repente, no es Helene, sino unenemigo que me quiere muerto; unenemigo al que debo sobrevivir.

Lanzo mi cimitarra al cielo yobservo con satisfacción de mercenariocomo Helene levanta los ojos paraseguir la trayectoria del arma. Entoncesataco, caigo sobre ella como unverdugo. Levanto la rodilla en direccióna su pecho y, a pesar de la tormenta,oigo que se rompe una costilla y elsorprendido siseo de su aliento al

abandonarla.Está debajo de mí, sus ojos de

océano aterrados mientras le sujeto elbrazo de la cimitarra. Nuestros cuerposestán enredados, entrelazados, pero, derepente, Helene me es ajena, taninescrutable como los cielos.

Tiro de una de las dagas que llevosobre el pecho, y la sangre me rugecuando toco la fría empuñadura con losdedos. Ella me da un rodillazo y coge sucimitarra, decidida a matarme antes deque yo la mate a ella. Soy demasiadorápido. Levanto bien la daga, al límitede mi ira; la sostengo como la nota másalta de una tormenta en la montaña.

Y la bajo.

XXXIX

Laia

En la oscuridad previa al alba, latormenta que se agita sobre Serra golpeacon la rabia de un ejército conquistador.En el pasillo de los criados, el aguaalcanza los quince centímetros de altura,y la cocinera y yo la sacamos conescobas de mimbre mientras Izzi apila

sacos de arena sin parar. La lluvia meazota el rostro como si fueran los dedoshelados de un fantasma.

—¡Qué día más desagradable parauna prueba! —me grita Izzi para hacerseoír por encima del chaparrón.

No sé en qué consistirá la terceraprueba, ni me importa, salvo porqueespero que sirva de distracción para elresto de la escuela mientras yo buscouna entrada secreta a Risco Negro.

Nadie parece compartir miindiferencia. En Serra, las apuestassobre quién ganará rayan en lo obsceno.Según me cuenta Izzi, los pronósticos seinclinan ahora más en favor de Marcusque de Veturius.

«Elias», susurro para mí. Pienso ensu cara sin la máscara, y en el timbregrave y excitante de su voz cuando mesusurró al oído en el Festival de la Luna.Pienso en cómo se movía cuandoluchaba contra Aquilla, en aquellabelleza sensual que me dejó sin aliento.Pienso en su ira implacable cuandoMarcus estuvo a punto de matarme.

«Para, Laia. Para».Es un máscara y yo soy una esclava,

y pensar en él de este modo está tan malque, por un segundo, me pregunto si lapaliza que me dio Marcus me harevuelto el cerebro.

—Adentro, esclava —me ordena lacocinera al tiempo que me quita la

escoba, su pelo convertido en un salvajehalo por culpa de la tormenta—. Tellama la comandante.

Corro escaleras arriba, empapada ytemblando, y me encuentro a lacomandante dando vueltas por su cuarto,presa de una violenta energía, con lamelena rubia suelta.

—Mi pelo —dice la mujer cuandoentro como una flecha en sus aposentos—. Deprisa, chica, si no quieres que tedespelleje.

En cuanto termino, recoge sus armasde la pared y sale del cuarto sinmolestarse en darme su habitual letaníade órdenes.

—Ha salido disparada como un lobo

a la caza —cuenta Izzi cuando entro enla cocina—. Ha ido directa al anfiteatro.Deben de estar celebrando la terceraprueba allí. Me pregunto…

—Tú y el resto de la escuela —lainterrumpe la cocinera—. Lo sabremospronto. Hoy estamos aquí encerradas. Lacomandante ha dicho que matarán acualquier esclavo al que vean en lospatios.

Izzi y yo nos miramos. Anoche, lacocinera nos mantuvo en pie con lospreparativos de la tormenta hasta pasadala medianoche, y hoy pensaba buscar laentrada secreta.

—No merece la pena, Laia —meadvierte Izzi cuando la cocinera se da

media vuelta—. Todavía te quedamañana. Que tu cerebro descanse un día,así la solución quizá se presente sola.

El retumbar de un rayo puntúa sucomentario. Suspiro y asiento con lacabeza. Espero que tenga razón.

—Poneos a trabajar, vosotras dos —ordena la cocinera, poniendo un trapo enla mano de Izzi—. Pinche, termina conla plata, abrillanta la barandilla, friegael…

Izzi pone los ojos en blanco y tira eltrapo al suelo.

—Desempolva los muebles, terminala colada, lo sé. Que espere, cocinera.La comandante va a estar fuera un díaentero. ¿Es que no podemos pararnos un

minuto a disfrutar de eso? —La cocineraaprieta los labios con desagrado, peroIzzi se pone aduladora—. Cuéntanos unahistoria. Una de miedo.

Se estremece de la emoción, y lacocinera deja escapar un ruido extrañoque podría ser una risa o un gruñido.

—¿Es que la vida no te da ya miedode sobra, chica?

Sin hacer ruido, me voy a la parte deatrás de la mesa de trabajo de la cocinapara planchar el montón de uniformes dela comandante, que parece interminable.Hace siglos que no escucho una buenahistoria y estoy deseando perderme enuna. Sin embargo, si la cocinera seentera, seguro que guarda silencio por

principios.La anciana parece no hacernos caso.

Sus manos, pequeñas y delicadas,revisan los tarros de especias parapreparar la comida.

—No te rendirás, ¿verdad? —Alprincipio creo que está hablando conIzzi, pero levanto la cabeza y me laencuentro mirándome—. Estás dispuestaa llegar hasta el final con esa misión desalvar a tu hermano, cueste lo quecueste.

—Tengo que hacerlo.Espero a que empiece a despotricar

contra la resistencia de nuevo, pero, envez de eso, asiente con la cabeza, comosi no la sorprendiera.

—Entonces, tengo una historia parati —dice—. No tiene ni héroes niheroínas, ni tampoco un final feliz. Peronecesitas escucharla.

Izzi arquea una ceja y recoge sutrapo de abrillantar en silencio. Lacocinera cierra un tarro de especias yabre otro. Después, empieza.

—Hace mucho tiempo, cuando loshumanos no conocían ni la codicia, ni lamalicia, ni tribus, ni clanes, los genioscaminaban por la faz de la Tierra.

La voz de la cocinera no es como lasvoces de las kehannis tribales: es seria,cuando las de las cuentacuentos sondulces; es todo aristas, cuando las de lascuentacuentos deberían ser suaves y

ondulantes. Pero, aun así, la cadencia dela anciana me recuerda a los tribales, yme dejo llevar por la historia.

—Inmortales eran los genios. —Losojos de la cocinera permaneceninmóviles, como si se hubiera perdidoen sus cavilaciones—. Creados de fuegoinmaculado y sin humo. Cabalgabansobre el viento y leían las estrellas, y subelleza era la belleza de las tierrassilvestres.

»Aunque los genios eran capaces demanipular las mentes de las criaturasinferiores, se trataba de sereshonorables que se entretenían criando asus jóvenes y protegiendo sus misterios.Algunos estaban fascinados con la

intemperada raza humana. Pero el jefede los genios, el Rey Sin Nombre, queera el mayor y más sabio de todos,aconsejó a los suyos que evitaran a loshumanos. Así que lo hicieron.

»Con el paso de los siglos, loshumanos ganaron fuerza. Entablaronamistad con la raza de los elementalessilvestres, los efrits. En su inocencia,los efrits enseñaron a los humanos elcamino a la grandeza al otorgarles lospoderes de la sanación y la lucha, de lavelocidad y la clarividencia. Las aldeasse transformaron en ciudades. Lasciudades, en reinos. Los reinos cayerony se fundieron en imperios.

»De este mundo en constante cambio

surgió el Imperio de los Académicos,los más fuertes entre los humanos,dedicados a su credo: “A latrascendencia, a través delconocimiento”. ¿Y quién tenía másconocimiento que los genios, lascriaturas más antiguas de la Tierra?

»En un intento por aprender lossecretos de los genios, los académicosenviaron delegaciones a negociar con elRey Sin Nombre. Los recibieron con unarespuesta amable, aunque firme.

»“Somos genios. Permanecemos almargen”.

»Pero los académicos no habíanlevantado un imperio rindiéndose ante laprimera negativa. Enviaron a astutos

mensajeros educados en el arte de laoratoria tanto como los máscaras en elarte de la guerra. Cuando fracasaron,enviaron a sabios y artistas, hechicerosy políticos, profesores y sanadores,realeza y plebe.

»La respuesta fue la misma: “Somosgenios. Permanecemos al margen”.

»El Imperio Académico no tardó enenfrentarse a tiempos difíciles. Elhambre y las plagas acabaron conciudades enteras. La ambición de losacadémicos se convirtió en amargura. Elemperador se enfadó, ya que creía que,si su gente hubiera contado con losconocimientos de los genios, habríanvuelto a alzarse. Reunió a las mejores

mentes académicas en un aquelarre y lesencomendó una única tarea: controlar alos genios.

»El aquelarre forjó oscuras alianzascon algunos seres mágicos: los efrits delas cavernas, los guls y los espectros.Gracias a estas retorcidas criaturas, losacadémicos aprendieron a atrapar a losgenios con sal, acero y cálida lluvia deverano recién caída de los cielos.Torturaron a las antiguas criaturas enbusca del origen de su poder. Pero losgenios guardaron sus secretos.

»Encolerizado por la resistencia delos genios, al aquelarre dejaron deimportarle los secretos de los seresmágicos. Ya solo deseaba destruir a los

genios. Los efrits, los guls y losespectros abandonaron a losacadémicos, ya que entendieron elverdadero alcance de la sed de poder delos humanos. Demasiado tarde. Losseres mágicos habían entregado susconocimientos sin pedir nada a cambio,con confianza, y el aquelarre habíaempleado esos conocimientos para crearun arma con la que conquistar parasiempre a los genios. La llamaron laEstrella.

»Los seres mágicos lo contemplaronhorrorizados, desesperados por detenerla destrucción que habían ayudado adesencadenar. Pero la Estrella otorgabaa los humanos un poder antinatural, así

que las criaturas menores huyeron ydesaparecieron en los rincones oscurospara esperar al fin de la guerra. Losgenios se mantuvieron firmes, pero eranpocos. El aquelarre los arrinconó yutilizó la Estrella para encerrarlos parasiempre en un bosquecillo, una prisiónviva y en crecimiento, el único lugar lobastante poderoso para contener a talescriaturas.

»El poder liberado por aquelencierro destruyó la Estrella… y alaquelarre. Pero los académicos seregocijaron, porque habían derrotado alos genios. A todos, salvo al más grande.

—El rey —interviene Izzi.—Sí, el Rey Sin Nombre se libró

del encierro. Sin embargo, no habíalogrado salvar a su gente, y ese fracasolo volvió loco. Llevaba la locuraconsigo como una nube de perdición. Adondequiera que iba, caía la oscuridad,una oscuridad más profunda que unocéano a medianoche. Al rey por fin sele puso nombre: el Portador de laNoche.

Levanto la cabeza de golpe.El Portador de la Noche.«Mi señor Portador de la Noche».—Durante cientos de años —dice la

cocinera—, el Portador de la Nocheacosó a la humanidad de todos losmodos que estuvieron a su alcance. Peronunca le bastaba. Como ratas, los

hombres huían a sus escondites cuandoél aparecía. Y, como ratas, volvían asalir en cuanto se iba. Así que empezó aidear un plan. Se alió con el enemigomás antiguo de los académicos, losmarciales, un pueblo cruel exiliado enlos límites septentrionales delcontinente. Les susurró los secretos delacero y el gobierno. Les enseñó aelevarse por encima de sus raícessalvajes. Después, esperó. En pocasgeneraciones, los marciales estabanlistos: iniciaron la invasión.

»El Imperio Académico cayórápidamente, y su gente acabóesclavizada y rota. Pero viva. Por tanto,la sed de venganza del Portador de la

Noche sigue sin saciarse. Ahora viveentre las sombras, donde seduce yesclaviza a sus hermanos más débiles,los guls, los espectros y los efrits de lascavernas, para castigarlos por sutraición de antaño. Observa y esperahasta que llegue el momento oportuno,hasta que pueda cobrarse la venganzadefinitiva.

Mientras se apagan las palabras dela cocinera, me doy cuenta de que estoysosteniendo la plancha en el aire. Izziestá boquiabierta, olvidado el trapo deabrillantar. Los relámpagos iluminan elcielo y una ráfaga de viento hacetemblar puertas y ventanas.

—¿Por qué necesito conocer esa

historia? —pregunto.—Dímelo tú, chica.Respiro hondo.—Porque es cierta, ¿no?La cocinera esboza su retorcida

sonrisa.—Entiendo que has visto al visitante

nocturno de la comandante.—¿Qué visitante? —pregunta Izzi,

mirándonos primero a la una y después ala otra.

—Se… se hacía llamar el Portadorde la Noche —digo—. Pero no puedeser…

—Es justo quien dice ser —meinterrumpe la cocinera—. Losacadémicos quieren cerrar los ojos a la

verdad. Los guls, los espectros, losduendes, los genios… No son más quehistorias. Mitos tribales. Cuentos decampamento. Qué arrogancia —se burla—. Qué orgullo. No cometas el mismoerror, chica. Abre los ojos o acabaráscomo tu madre. Tenía al Portador de laNoche delante y ni siquiera se diocuenta.

—¿Qué quieres decir? —lepregunto, bajando la plancha.

La cocinera habla en voz baja, comosi temiera sus propias palabras.

—Se infiltró en la resistencia —responde—. Tomó forma humana y sehi-hizo pasar por… por rebelde. —Aprieta la mandíbula y resopla antes de

seguir—. Se hizo íntimo de tu madre. Lamanipuló y la utilizó. T-Tu pa-padre seenteró. El P-Portador de la Noche…tuvo… ayuda. Un tr-traidor. F-fue máslisto que Jahan y… vendió a tus padres aKeris… Yo… no…

—¿Cocinera? —pregunta Izzicuando la anciana se sujeta la cabezacon una mano y retrocede de espaldashacia la pared, gimiendo—. ¡Cocinera!

—Aléjate… —La mujer empuja elpecho de Izzi y casi la tira al suelo—.¡Aléjate!

Izzi alza las manos y baja la voz,como si hablara con un animal asustado.

—Cocinera, no pasa nada…—¡Ponte a trabajar! —La cocinera

se levanta, y la calma pasajera de susojos ya es historia, ahora se ve en ellosalgo rayano en la locura—. ¡Déjame enpaz!

Izzi me saca a toda prisa de lacocina.

—A veces se pone así —dicecuando no nos oye nadie—. Cuandohabla del pasado.

—¿Cómo se llama, Izzi?—No me lo ha dicho nunca. Creo

que no quiere recordarlo. ¿Crees que escierto? ¿Lo que ha dicho del Portador dela Noche? ¿Y de tu madre?

—No lo sé. ¿Por qué iba a ir elPortador de la Noche a por mis padres?¿Qué le habían hecho?

Pero, mientras hago la pregunta, seme aparece la respuesta: si el Portadorde la Noche odia a los académicos tantocomo dice la cocinera, no es de extrañarque pretendiera destruir a la Leona y asu lugarteniente. Su movimiento era laúnica esperanza que habían tenido losacadémicos.

Izzi y yo volvemos al trabajo, lasdos en silencio, con la cabeza llena deguls, espectros y fuego sin humo. Nodejo de pensar en la cocinera. ¿Quiénes? ¿Hasta qué punto conocía a mispadres? ¿Cómo una mujer que fabricabaexplosivos para la resistencia haacabado como esclava? ¿Por qué nohacer volar a la comandante hasta el

décimo círculo del infierno?De repente se me ocurre algo, algo

que me hiela la sangre.¿Y si la cocinera es la traidora?Todos aquellos a los que capturaron

con mis padres están muertos… Todoslos que sabían algo sobre la traición. Sinembargo, la cocinera me ha contadocosas de aquella época que yo no habíaoído antes, nunca. ¿Cómo es posible quelas sepa, a no ser que estuviera allí?

Pero ¿por qué iba a ser esclava en lacasa de la comandante si hubieraentregado a Keris su mejor presa?

—Puede que alguien de laresistencia sepa quién es la cocinera —comento más tarde, mientras Izzi y yo

arrastramos los pies camino deldormitorio de la comandante con cubosy plumeros—. A lo mejor ellos larecuerdan.

—Deberías preguntárselo a tuguerrero de pelo rojo —dice Izzi—.Parece listo.

—¿A Keenan? Puede…—Lo sabía —se jacta Izzi—: te

gusta. Lo noto por cómo pronuncias sunombre. «Keenan». —Me sonríe, y elrubor me sube por el cuello—. Está debuen ver —comenta—. Aunque seguroque no te habías dado cuenta.

—No tengo tiempo para eso. Hayotras preocupaciones.

—Venga, déjalo. Eres humana, Laia.

Tienes permiso para que te guste unchico. Hasta los máscaras se enamoran.Hasta yo…

Las dos nos quedamos paralizadas aloír el movimiento de la puerta de abajo.Se abre el pestillo y las ráfagas deviento atraviesan la casa con un chillidoestremecedor.

—¡Esclava! —La voz de lacomandante retumba en el hueco de lasescaleras—. Ven aquí.

—Ve —me dice Izzi ayudándome alevantarme—. ¡Deprisa!

Plumero en mano, corro escalerasabajo, donde la comandante me esperaflanqueada por dos legionarios. En lugarde su asco habitual, su rostro de plata

parece casi meditabundo cuando memira, como si me hubiera transformado,de repente, en algo fascinante.

Entonces me fijo en una cuarta figuraque acecha en las sombras, detrás de loslegionarios, con la piel y el pelo tanpálidos como huesos blanqueados alsol: un augur.

—Bueno —dice la comandantemirando con cautela al augur—, ¿esesta?

El augur me observa con unos ojosnegros que nadan en un mar rojo sangre.Los rumores cuentan que los auguresleen mentes, y las cosas que tengo en lacabeza bastan para que me llevenderecha a la horca por traición. Me

obligo a pensar en los abuelos y enDarin. Una tristeza intensa, que meresulta muy familiar, me inunda lossentidos. «Pues léeme la mente —pienso, mirando al augur a los ojos—.Lee el dolor que vuestros máscaras mehan causado».

—Esta es —responde el augur sindejar de mirarme a los ojos; al parecer,hipnotizado por mi rabia—. Traedla.

—¿Adónde me lleváis? —preguntomientras los legionarios me atan lasmanos—. ¿Qué está pasando?

«Se han enterado de que soy unaespía. Debe de ser eso».

—Silencio.Uno de los soldados me amordaza y

me venda los ojos. El augur se sube lacapucha y lo seguimos a la tormenta.Esperaba que la comandante nosacompañara, pero se limita a cerrar lapuerta cuando salgo. Al menos no hancapturado a Izzi. Está a salvo. Pero ¿porcuánto tiempo?

En pocos segundos estoy empapadade forcejar con los legionarios, pero coneso solo consigo desgarrarme el vestidohasta que apenas es decente ya. ¿Adóndeme llevan? «A las mazmorras, Laia.¿Adónde si no?».

Oigo la voz de la cocineracontándome la historia del espía de laresistencia que estuvo aquí antes de quellegara yo: «La comandante lo atrapó.

Se pasó varios días torturándolo en elcalabozo de la escuela. Algunas nocheslo oíamos. Lo oíamos gritar».

¿Qué me van a hacer? ¿Se llevarántambién a Izzi? Las lágrimas me surcanlas mejillas. Se suponía que iba asalvarla. Se suponía que iba a sacarla deRisco Negro.

Tras unos minutos interminablescaminando con dificultad bajo latormenta, nos detenemos. Se abre unapuerta y, un momento después, salgovolando por los aires. Aterrizo en unhelado suelo de piedra.

Intento levantarme y gritar a travésde la mordaza, tirar de las ataduras delas muñecas. Intento quitarme la venda

de los ojos para, al menos, poder verdónde estoy.

No sirve de nada. La puerta se cierracon un clic, las pisadas se alejan y mequedo sola a esperar mi destino.

XL

Elias

Mi hoja corta la armadura de cuero deHelene y una parte de mí grita: «Elias,¿qué has hecho? ¿Qué has hecho?».

Entonces, la daga se hace añicos yme quedo mirándola, incrédulo, mientrasuna mano fuerte me agarra del hombro yme aparta de Helene.

—Aspirante Aquilla.La voz de Cain es fría cuando abre

la parte superior de la túnica de Helene.Debajo de ella brilla la camisa forjadapor los augures que Hel ganó en laprueba de astucia. Salvo que, como lamáscara, ahora forma parte de ella, seha fundido con su cuerpo como unasegunda piel a prueba de cimitarras.

—¿Acaso no recuerdas las reglas dela prueba? Está prohibida la armadurade batalla. Quedas descalificada.

La sed de sangre remite y me dejacomo si me hubieran sacado lasentrañas. Sé que esta imagen meperseguirá para siempre: el rostroparalizado de Helene bajo el mío, el

aguanieve a nuestro alrededor, los gritosdel viento, que no logran ahogar elsonido de la muerte.

«Casi la matas, Elias. Casi matas atu mejor amiga».

Helene no habla. Se me quedamirando y se lleva la mano al corazón,como si todavía sintiera la daga quedescendía hacia ella.

—No pensó en quitársela —dice unavoz detrás de mí.

Una sombra delgada surge de entrela niebla: una augur. Otras sombras lasiguen hasta formar un círculo alrededorde Hel y de mí.

—No pensó en ella, en general —dice la augur—. La lleva puesta desde el

día que se la dimos. Se ha unido a ella,como la máscara. Un error sin intención,Cain.

—Pero un error al fin y al cabo. Harenunciado a la victoria. Y aunque no lohubiera hecho…

Yo habría ganado de todos modos.Porque la habría matado.

El aguanieve se transforma enllovizna y la niebla del campo de batallase aclara para dejar al descubierto lamatanza. En el anfiteatro reina unsilencio extraño, y me doy cuenta de quelas gradas están ocupadas porestudiantes y centuriones, generales ypolíticos. Mi madre nos observa desdela primera fila, tan impenetrable como

siempre. El abuelo está unas filas pordetrás de ella, apretando la empuñadurade su cimitarra con la mano. Los rostrosde mi pelotón son un borrón confuso.¿Quién ha sobrevivido? ¿Quién hamuerto?

«Tristas, Demetrius, Leander:muertos. Cyril, Darien, Fortis: muertos».

Me dejo caer en el suelo, al lado deHelene. Pronuncio su nombre.

«Siento haber intentado matarte.Siento haber dado la orden de matar a tupelotón. Lo siento. Lo siento».

Las palabras no me salen. Solo sunombre, susurrado una y otra vez con laesperanza de que me oiga, de que mecomprenda. Ella mira más allá de mi

rostro, hacia el cielo encapotado, comosi yo no estuviera.

—Aspirante Veturius —dice Cain—,levántate.

«Monstruo, asesino, diablo. Criaturavil y oscura. Te odio. Te odio».

¿Estoy hablando con el augur?¿Conmigo? No lo sé. Pero sí sé que lalibertad no es digna de este sacrificio.Nada lo es.

Cain no hace comentario algunosobre el caos de mi mente. Quizá nologre oír mis atormentados pensamientosen un campo de batalla plagado de ellos.

—Aspirante Veturius —me dice—.Como Aquilla ha tenido que renunciar, ytú, de todos los aspirantes, eres el que

más hombres con vida conserva, losaugures te nombramos vencedor de laprueba de fuerza. Enhorabuena.

«Vencedor».La palabra se desploma sobre el

suelo como una cimitarra al caer de unamano muerta.

Han sobrevivido doce hombres de mipelotón. Los otros dieciocho yacen en lahabitación trasera de la enfermería, fríosbajo finas sábanas blancas. Al pelotónde Helene le ha ido peor: solo tiene diezsupervivientes. Antes, Marcus y Zakhabían luchado entre ellos, pero nadieparece saber demasiado sobre esa

batalla.Los hombres de los pelotones sabían

quién sería su enemigo. Todos sabían enqué consistiría esta prueba… Todossalvo los aspirantes. Me lo cuenta Faris.O puede que Dex.

No recuerdo cómo llego a laenfermería. Aquí reina el caos; elmédico jefe y sus aprendices estánabrumados intentando salvar a losheridos. No deberían molestarse. Lasheridas que hemos infligido eranmortales.

Los sanadores no tardan enpercatarse de la verdad. Cuando cae lanoche, la enfermería guarda silencio, tansolo ocupada por cadáveres y fantasmas.

La mayoría de los supervivientes sehan ido, convertidos también enfantasmas. A Helene se la llevan a unahabitación privada. Espero junto a supuerta mientras lanzo miradas oscuras alos aprendices que intentan que memarche. Tengo que hablar con ella.Tengo que saber que está bien.

—No la has matado.Marcus. No saco el arma al oír su

voz, aunque tengo una docena a mano. SiMarcus decide matarme en estemomento, no levantaré ni un dedo paraimpedirlo. Pero, por una vez, habla sinveneno. Su armadura está salpicada desangre y lodo, como la mía, pero élparece distinto. Empequeñecido, como

si le hubieran arrancado algo vital.—No —respondo—. No lo he

hecho.—Era tu enemiga en el campo de

batalla. No hay victoria hasta quederrotas al enemigo. Es lo que han dicholos augures. Es lo que me han dicho amí. Se suponía que tenías que matarla.

—Bueno, pues no lo he hecho.—Ha sido tan fácil matarlo…La desazón es evidente en los

amarillentos ojos de Marcus, con unafalta de malicia tan profunda que apenaslo reconozco. Me pregunto si enrealidad me ve o si solo ve un cuerpo, aalguien vivo, a alguien que le escucha.

—La cimitarra… lo ha atravesado

—continúa—. Quería detenerla. Lo heintentado, pero era demasiado rápida.¿Sabías que mi nombre fue la primerapalabra que pronunció? Y… la última.Justo antes del final, lo ha dicho.«Marcus», ha dicho.

Entonces lo comprendo todo. No hevisto a Zak entre los supervivientes. Nohe oído a nadie pronunciar su nombre.

—Lo has matado —digo en voz baja—. Has matado a tu hermano.

—Dijeron que tenía que derrotar alcomandante enemigo —respondeMarcus, desconcertado, mirándome alos ojos—. Todos estaban muriendo.Nuestros amigos. Me pidió que acabaracon ello. Que lo detuviera. Me lo

suplicó. Mi hermano. Mi hermanopequeño.

El asco asciende por mi gargantacomo si fuera bilis. Me he pasadomuchos años odiando a Marcus,pensando que no era más que unaserpiente. Ahora solo puedocompadecerlo, aunque ninguno de losdos merece compasión. Somos asesinosde los nuestros, de nuestra sangre. Nosoy mejor que él. He sido testigo de lamuerte de Tristas sin hacer nada paraevitarlo. He matado a Demetrius, aEnnis, a Leander y a muchos otros. SiHelene no hubiese roto las reglas de laprueba sin querer, también la habríamatado a ella.

Entonces se abre la puerta de lahabitación de Helene y me levanto. Elmédico sacude la cabeza.

—No, Veturius —dice, pálido yapagado, sin su fanfarronería habitual—.No está lista para visitas. Vete,muchacho. Ve a descansar.

Casi me río. Descansar…Cuando me vuelvo hacia Marcus, ya

no está. Debería ir en busca de mishombres para ver cómo se encuentran,pero no soy capaz de enfrentarme aellos. Y ellos, lo sé, no van a quererverme. Nunca nos perdonaremos por loque hemos hecho hoy.

—Vengo a ver al aspirante Veturius—dice una voz quejumbrosa desde el

pasillo que da a la enfermería—. Es minieto, y vaya que si me aseguraré de queestá… ¡Elias!

El abuelo aparta a un asustadoaprendiz de un empujón mientras yosalgo por la puerta de la enfermería, ytira de mí hacia sí con sus fuertesbrazos.

—Creía que estabas muerto, hijomío —me dice con la boca pegada a mipelo—. Aquilla tiene más espíritu de loque me imaginaba.

—Casi la mato. Y a los demás. Loshe matado. A muchos. No quería. No…

Voy a vomitar. Le doy la espalda ydevuelvo aquí mismo, en la puerta de laenfermería, sin parar hasta que no me

queda nada dentro.El abuelo manda que me traigan un

vaso de agua y espera pacientementehasta que me lo bebo, sin apartar lamano de mi hombro en ningún momento.

—Abuelo, ojalá…—Los muertos están muertos, hijo

mío, y los has matado tú. —No quieroescuchar estas palabras, pero lasnecesito, ya que son ciertas. Cualquierotra cosa sería un insulto a los caídos—.Por mucho que lo desees, eso nocambiará. Ahora te perseguirán susfantasmas. Como a todos nosotros.

Suspiro y me miro las manos. Nodejan de temblarme.

—Tengo que irme a mi cuarto. Tengo

que… limpiarme.—Puedo acompañarte…—No será necesario —interviene

Cain, que surge de entre las sombras, tandeseado como una plaga—. Vamos,aspirante, tengo que hablar contigo.

Sigo al augur con pasos pesados.¿Qué hago? ¿Qué le digo a una criatura ala que no le importa nada ni la fidelidadni la amistad ni la vida?

—Me cuesta creer que no supieraisque Helene llevaba su armadura aprueba de cimitarras —digo en voz baja.

—Claro que lo sabíamos. ¿Por quéte crees que se la dimos? Las pruebas nosiempre tienen que ver con acciones. Aveces se busca la intención. No debías

matar a la aspirante Aquilla. Soloqueríamos saber si eras capaz dehacerlo. —Me mira la mano;inconscientemente, la estaba acercandoa mi arma—. Te lo dije una vez,aspirante: no podemos morir. Además,¿no has tenido suficiente muerte porhoy?

—Zak. Y Marcus. —Apenas puedohablar—. Lo habéis obligado a matar asu propio hermano.

—Ah, Zacharias. —El rostro deCain refleja tristeza, lo que me enfureceaún más—. Zacharias era distinto, Elias.Zacharias tenía que morir.

—Podríais haber elegido acualquiera, cualquier cosa para que

luchara contra nosotros. —No lo miro,no quiero vomitar de nuevo—. Efrits oduendes. Bárbaros. Pero nos habéisobligado a luchar entre nosotros. ¿Porqué?

—No teníamos alternativa, aspiranteVeturius.

—No teníais alternativa. —Una iraterrible se apodera de mí, virulenta,como una enfermedad. Y, aunque tengarazón, aunque hoy haya habido muertemás que de sobra, en este momento solodeseo atravesar el negro corazón deCain con mi cimitarra—. Vosotroscreasteis estas pruebas. Claro queteníais alternativa.

A Cain le brillan los ojos.

—No hables de cosas que noentiendes, niño. Lo que hacemos, lohacemos por razones que están más alláde tu comprensión.

—Me habéis obligado a matar a misamigos. Casi mato a Helene. Y aMarcus… Él ha matado a su hermano, asu gemelo, por vosotros.

—Harás cosas mucho peores antesde que esto acabe.

—¿Peores? ¿Cómo van a ser peoresque esto? ¿Qué voy a tener que hacer enla cuarta prueba? ¿Asesinar niños?

—No estoy hablando de las Pruebas—repone Cain—. Estoy hablando de laguerra.

Dejo de caminar.

—¿Qué guerra?—La que atormenta nuestros sueños.

Las sombras se unen, Elias, es algo queno puede detenerse. La oscuridad creceen el corazón del Imperio y seguiráhaciéndolo hasta que cubra esta tierra.Se avecina la guerra. Y así debe ser.Porque hay que enmendar un gran mal,un mal que se hace mayor con cada vidaque se destruye. La guerra es el únicomodo. Y debes estar preparado.

Acertijos, con los augures todo sonacertijos.

—«Un mal» —repito entre dientes—. ¿Qué mal? ¿Cuándo? ¿Cómo va aarreglarlo una guerra?

—Un día, Elias Veturius, estos

misterios se aclararán. Pero no hoy.Frena al llegar a los barracones.

Todas las puertas están cerradas. Nooigo ni maldiciones, ni sollozos, nironquidos. Nada. ¿Dónde están mishombres?

—Duermen —responde Cain—. Poresta noche, no habrá sueños. Losmuertos no rondarán sus pesadillas. Unarecompensa por su valor.

Un gesto insignificante. Mañana porla noche se despertarán entre gritos. Ytodas las noches siguientes.

—No has preguntado por tu premio—dice Cain—. Por ganar la prueba.

—No quiero un premio, no por esto.—Aun así, lo tendrás —insiste al

llegar a mi habitación—. Tu puertaestará sellada hasta el alba. Nadie temolestará. Ni siquiera la comandante.

Sale flotando de los barracones y loobservo alejarse mientras me pregunto,inquieto, por nuestra conversación sobreguerra, sombras y oscuridad.

Estoy demasiado cansado para darlemás vueltas. Me duele todo el cuerpo.Solo quiero dormir y olvidarme de loque ha sucedido, aunque sea por unashoras. Aparto las preguntas a un lado yentro en mi habitación.

XLI

Laia

Cuando se abre la puerta de mi celda,me levanto de un salto, decidida aescapar al pasillo. Pero el frío heladode la habitación se me ha metido en loshuesos y las extremidades me pesandemasiado. Una mano me sujetafácilmente por la cintura.

—La puerta la ha sellado un augur—dice la mano al soltarme—. Te vas ahacer daño.

Alguien me quita la venda y veo a unmáscara ante mí. Lo reconozco alinstante: Veturius. Sus dedos me rozanlas muñecas y el cuello al soltarme lasmanos y quitarme la mordaza. Por unsegundo, no entiendo nada. Después desalvarme la vida tantas veces… ¿ahorava a interrogarme? Me doy cuenta deque una inocente parte de mí, una partediminuta, esperaba que Veturius fueradistinto. No necesariamente bueno, perotampoco malvado. «Ya lo sabías, Laia—me regaña una voz—. Sabías que noera más que un juego enfermizo».

Veturius se restriega el cuello,incómodo, y entonces me fijo en quetiene la armadura de cuero cubierta desangre y fango. También tiene moratonesy cortes por todas partes, y el uniformele cuelga hecho jirones. Me mira y, porun breve instante, una rabia ardiente lebrilla en los ojos, hasta que se enfría yse transforma en otra cosa…¿Conmoción? ¿Tristeza?

—No te voy a contar nada —le digocon voz débil y aguda, y aprieto losdientes. «Sé como tu madre. Nodemuestres miedo». Me sujeto elbrazalete con una mano—. No he hechonada malo. Así que puedes torturarmetodo lo que quieras, que no te servirá de

nada.Veturius se aclara la garganta.—No estás aquí por eso.Está clavado al suelo de piedra,

estudiándome como si yo fuera unrompecabezas.

Le devuelvo una mirada asesina.—¿Por qué me ha traído esa… esa

cosa de ojos rojos a esta celda, si no espara interrogarme?

—«Cosa de ojos rojos» —repite,asintiendo—. Buena descripción. —Echa una ojeada a su alrededor como siviera la cámara por primera vez—. Estono es una celda. Es mi cuarto.

Me fijo en el catre estrecho, en lasilla, en la chimenea fría, en la cómoda

de un negro ominoso, en los ganchos dela pared…, que había supuesto queutilizarían para torturarme. Es másgrande que mi cuarto, pero igual desobrio.

—¿Por qué estoy en tu cuarto?El máscara se acerca a la cómoda y

rebusca en ella. Me pongo tensa: ¿quéhay dentro?

—Eres un premio —responde—. Mipremio por ganar la tercera prueba.

—¿Un premio? ¿Por qué iba yo aser…?

Entonces lo entiendo de golpe ysacudo la cabeza, como si fuera a servirde algo. Soy muy consciente de lacantidad de piel que muestro a través de

los jirones de mi vestido, así que intentosujetar los restos de tela para ocultarla.Doy un paso atrás hasta dar con la fría yrugosa piedra de la pared. Es lo máslejos que puedo llegar, aunque nobastará. He visto luchar a Veturius. Esdemasiado rápido, demasiado grande,demasiado fuerte.

—No voy a hacerte daño. —Le da laespalda a la cómoda y me mira con unaextraña compasión en los ojos—. Nosoy así. —Me ofrece una capa negralimpia—. Toma esto, hace mucho frío.

Miro la capa. Estoy helada. Llevohelada desde que el augur me ha dejadoaquí, hace horas, pero no puedo aceptarlo que me ofrece Veturius. Debe de

haber un truco. Seguro. ¿Por qué mehabrían elegido como premio si no espara eso? Al cabo de un momento, dejala capa sobre el catre. Huelo la lluvia enél, aunque también algo más oscuro:muerte.

En silencio, enciende la chimenea.Le tiemblan las manos.

—Estás temblando —comento.—Tengo frío.La leña prende y él alimenta el fuego

con paciencia, absorto en la tarea. Llevados cimitarras colgadas a la espalda, apocos centímetros de mí. Puedo quitarleuna, si soy rápida.

«¡Hazlo! ¡Ahora, mientras estádistraído!».

Me inclino hacia delante, pero, justocuando estoy a punto de abalanzarmesobre ellas, se vuelve hacia mí. Mequedo paralizada, balanceándome comouna idiota.

—Mejor coge esto. —Veturius sesaca una daga de la bota y me la lanzaantes de volverse de nuevo hacia lasllamas—. Al menos, está limpia.

La cálida empuñadura de la daga mereconforta; compruebo el borde con elpulgar: está afilado. Vuelvo a pegarme ala pared mientras lo observo concautela.

El fuego se come el frío de lahabitación. Cuando arde con fuerza,Veturius se suelta las cimitarras y las

apoya en la pared, a mi alcance.—Estaré ahí dentro —me avisa,

señalando con la cabeza la puertacerrada de la esquina de la habitación,la puerta que yo había tomado por laentrada a una cámara de tortura—. Esacapa no te va a morder, ¿sabes? Vas aestar aquí encerrada hasta el amanecer.Será mejor que te pongas cómoda.

Abre la puerta y desaparece en elbaño de dentro. Un momento después,oigo agua cayendo dentro de una bañera.

La seda de mi vestido despide vaporal calor del fuego, así que, con un ojo enla puerta del baño, intento entrar encalor. Después pienso en la capa deVeturius. Llevo la falda desgarrada hasta

el muslo y una manga de la camisa mecuelga de unos cuantos hilos. Los lazosde mi corpiño están rotos y dejandemasiado al descubierto. Echo unvistazo hacia el baño, inquieta. Notardará en volver.

Al final recojo la capa y meenvuelvo en ella. Está hecha de una telagruesa y tupida, más suave al tacto de loque esperaba. Reconozco el olor, suolor, a especias y lluvia. Respiro hondoantes de apartar la nariz de inmediatocuando la puerta vibra y sale Veturiuscon la armadura ensangrentada y lasarmas.

Se ha limpiado el lodo de la piel yse ha puesto un uniforme limpio.

—Si te pasas de pie toda la noche, tevas a cansar —me dice—. Puedessentarte en la cama. O en la silla. —Como no me muevo, suspira—. Noconfías en mí… Lo entiendo. Pero, siquisiera hacerte daño, ya lo habríahecho. Siéntate, por favor.

—Me quedo el cuchillo.—También puedes coger una

cimitarra. Tengo una pila entera dearmas que no deseo volver a utilizar.Llévatelas todas.

Se deja caer en la silla y se pone alimpiar sus grebas. Me siento en lacama, muy tiesa, dispuesta a emplear ladaga si hace falta. Está tan cerca quepodría tocarlo.

Guarda silencio durante un buen ratomientras frota con movimientos lentos ycansados. Bajo la sombra de la máscara,sus labios carnosos parecen duros, y sumandíbula, firme. Pero recuerdo su caradel festival. Es una cara atractiva, y nisiquiera la máscara puede ocultarlo. Eltatuaje con forma de diamante de RiscoNegro es una sombra oscura en su nuca;algunas partes están teñidas de plata,allí donde el metal de la máscara se leclava en la piel.

Levanta la cabeza al percibir mimirada, pero aparta la vistarápidamente… No antes de que vea ladelatora rojez de sus ojos.

Relajo la mano con la que sujeto el

cuchillo; tenía los nudillos blancos.¿Qué puede perturbar a un máscara, a unaspirante, hasta el punto de hacerlollorar?

—Lo que me contaste sobre vivir enel barrio Académico con tus abuelos y tuhermano… —dice, rompiendo elsilencio—. Fue así, alguna vez.

—Hasta hace unas semanas. ElImperio hizo una redada. Un máscaramató a mis abuelos y se llevó a mihermano.

—¿Y tus padres?—Muertos. Hace ya tiempo. Mi

hermano es lo único que me queda. Peroestá en las celdas para condenados amuerte de la Prisión de Bekkar.

Veturius alza la vista.—Bekkar no tiene celdas para

condenados a muerte.Su comentario es tan casual e

inesperado que tardo un momento enasimilarlo. Él vuelve a concentrarse ensu tarea, sin ser consciente del impactode sus palabras.

—¿Quién te ha dicho que estaba enuna celda para condenados a muerte? ¿Yquién te ha dicho que estaba en Bekkar?

—He… oído un rumor.«Qué idiota, Laia. Te has metido tú

sola en esto».—De un amigo —añado.—Tu amigo se equivoca. O se

confunde. Las únicas celdas para

condenados de Serra están en la Central.Bekkar es mucho más pequeña y casisiempre está llena de mercatores que sededican al timo y de plebeyosborrachos. No es Kauf, eso seguro. Losé bien. He hecho guardia en ambas.

—Pero si, por ejemplo, atacaranRisco Negro… —mi mente va a todavelocidad mientras pienso en lo que dijoMazen—, ¿no os ofrece… protecciónBekkar?

Veturius se ríe sin llegar a sonreír.—¿Bekkar, proteger Risco Negro?

Que mi madre no te oiga decir eso.Risco Negro cuenta con mil estudiantescriados para la guerra, Laia. Algunosson jóvenes, pero, a no ser que estén

muy verdes, son peligrosos. La escuelano necesita apoyo externo, y menos deun grupo de auxis aburridos que sepasan el día aceptando sobornos ymontando carreras de cucarachas.

¿Entendería mal a Mazen? No, dijoque estaba en las celdas paracondenados a muerte de Bekkar y que laprisión proporcionaba guardias deapoyo a Risco Negro. Veturius acaba derefutarlo todo. ¿Estaba equivocada lainformación de Mazen o me mentía?Antes le habría dado el beneficio de laduda, pero las sospechas de lacocinera… Y de Keenan… Y mi propioagobio… ¿Por qué iba a mentirmeMazen? ¿Dónde está Darin, en realidad?

¿Sigue vivo, al menos?Está vivo. Debe estarlo. Si mi

hermano hubiese muerto, yo lo sabría, losentiría.

—Te he alterado —dice Veturius—.Lo siento. Pero si tu hermano está enBekkar, saldrá pronto. Todo el mundosale al cabo de unas semanas.

—Claro —respondo, y me aclaro lagarganta para intentar ocultar miconfusión. Los máscaras huelen lasmentiras y perciben el engaño. Tengoque actuar con toda la normalidadposible—. No era más que un rumor.

Me lanza una ojeada rápida ycontengo el aliento pensando que está apunto de seguir interrogándome. Sin

embargo, se limita a asentir y levantasus grebas de cuero, ya limpias, paraacercarlas a la chimenea antes decolgarlas de los ganchos empotrados enla pared.

Así que para eso son los ganchos…¿Es posible que Veturius no vaya a

hacerme daño? Me ha salvado de lamuerte muchas veces, ¿por qué iba ahacerlo si deseaba atacarme?

—¿Por qué me has ayudado? —lepregunto de sopetón—. Cuando estabaen las dunas, después de que me marcarala comandante, y en el Festival de laLuna, y cuando Marcus me atacó…Podrías haberme dado la espalda encualquiera de esas ocasiones. ¿Por qué

no lo hiciste?Levanta la mirada, pensativo.—La primera vez, porque me sentía

mal. Permití que Marcus te hiciera dañoel día que te conocí, junto al despachode la comandante. Queríacompensártelo.

Dejo escapar un ruidito de sorpresa:creía que ese día ni se había percatadode mi presencia.

—Y después… En el Festival de laLuna y con Marcus… —Se encoge dehombros—. Mi madre te habría matado.Y Marcus. No podía dejarte morir.

—Muchos máscaras han sidotestigos de la muerte de académicos y nohan hecho nada. Tú sí.

—No disfruto con el dolor de losdemás. Puede que por eso siempre hayaodiado Risco Negro. Iba a desertar,¿sabes? —Esboza una sonrisa cortantecomo una cimitarra e igual de lúgubre—. Lo tenía todo planeado. Excavé unaruta desde esa chimenea —añade,señalándola— hasta la entrada del túnelde la Rama Occidental. La única entradasecreta de todo Risco Negro. Despuéselaboré un mapa para salir de aquí. Iba autilizar los túneles que el Imperio creederrumbados o inundados. Robé comida,ropa y suministros. Gasté mi herenciapara comprar lo que necesitaba para elcamino. Pensaba escapar a través de lastierras tribales y subir a un barco en

dirección a Sadh. Iba a ser libre… Librede la comandante, de Risco Negro, delImperio. Qué estúpido. Como si alguienpudiera escapar alguna vez de este lugar.

Casi dejo de respirar cuandoentiendo bien sus palabras: «La únicaentrada secreta de todo Risco Negro».

Elias Veturius acaba de concedermela libertad de Darin.

Eso si Mazen no me mintió, claro.Ya no estoy tan segura. Quiero reírme,todo esto es tan absurdo… Veturius meentrega la llave para liberar a mihermano justo cuando me doy cuenta deque dicha información quizá no sirvapara nada.

Llevo demasiado tiempo callada.

«Di algo».—Creía que ser elegido para entrar

en Risco Negro se consideraba un honor.—No para mí. No elegí venir. Los

augures me trajeron cuando tenía seisaños. —Levanta la cimitarra y la limpia,despacio. Reconozco los intrincadosgrabados: es una hoja de Teluman—.Entonces vivía con las tribus. Noconocía a mi madre. No había oídonunca el nombre Veturius.

—Pero ¿cómo…?Veturius de niño. Nunca había

pensado en ello. Nunca me habíapreguntado si conocería a su padre, ni sila comandante lo había criado y amado.Nunca me lo había preguntado porque

para mí no era más que un máscara.—Soy un bastardo —explica

Veturius—. El único error que KerisVeturia ha cometido. Me dio a luz y meabandonó en el desierto tribal. Estabadestinada allí. Aquello habríasignificado mi fin de no ser por unapartida de exploración tribal que pasabapor allí. Los tribales creen que losbebés varones dan buena suerte, inclusolos abandonados. La tribu Saif meadoptó, me crio como a uno de lossuyos. Me enseñó su idioma y sushistorias, me vistió con su ropa. Inclusome dio mi nombre: Ilyaas. Mi abuelo melo cambió cuando llegué a Risco Negro.Lo convirtió en algo más apropiado para

un hijo de la gens Veturia.La tensión entre Veturius y su madre

me queda clara de repente. Aquellamujer nunca lo ha querido. Es tandespiadada que me deja atónita. Con miabuelo, he ayudado a dar a luz a docenasde recién nacidos. ¿Qué clase depersona es capaz de abandonar algo tanpequeño, tan preciado, para que muerade calor y hambre?

«La misma persona capaz degrabarle una K en la piel a una chica porabrir una carta. La misma persona capazde sacarle un ojo con un atizador a unaniña de cinco años».

—¿Qué recuerdas de esa época? —pregunto—. ¿De cuando eras niño? ¿De

antes de Risco Negro?Veturius frunce el ceño y se lleva

una mano a la sien. La máscara despideun brillo extraño al tocarla, como lasondas que se forman en un estanquecuando cae una gota de lluvia.

—Lo recuerdo todo. La caravana eracomo una pequeña ciudad… La tribuSaif está compuesta por una docena defamilias. A mí me adoptó la kehanni dela tribu, Mamie Rila.

Habla durante un buen rato, y suspalabras tejen una vida ante mis ojos, lavida de un niño curioso de ojos oscurosque se saltaba las lecciones para poderbuscar aventuras; que esperaba, ansioso,al borde del campamento a que los

hombres de la tribu regresaran de susincursiones de mercadeo. Un chico quese peleaba con su hermano adoptivopara, al momento siguiente, reírse conél. Un crío sin miedo, hasta que losaugures fueron a por él y lo sumergieronen un mundo regido por el miedo. Salvopor los augures, podría tratarse deDarin. Podría tratarse de mí.

Cuando guarda silencio, es como siuna cálida niebla dorada se alzara delcuarto. Tiene la habilidad de unakehanni para contar historias. Lo miro,sorprendida de no ver al niño, sino alhombre en que se ha convertido. Almáscara. Al aspirante. Al enemigo.

—Te he aburrido —dice.

—No, en absoluto. Tú… eras comoyo. Eras un niño, un niño normal. Y te loarrebataron.

—¿Eso te molesta?—Bueno, me pone bastante difícil

seguir odiándote.—Ver al enemigo como humano. La

pesadilla definitiva de un general.—Los augures te trajeron a Risco

Negro. ¿Cómo pasó?Esta vez hace una pausa más larga,

teñida de un recuerdo que preferiríaolvidar.

—Era otoño… Los augures siempreentregan una nueva cosecha de novatoscuando más soplan los vientos deldesierto. La noche que llegaron al

campamento Saif, la tribu estabacontenta. Nuestro jefe acababa deregresar de un intercambio comercialmuy fructífero, así que teníamos ropa yzapatos nuevos… Incluso libros. Loscocineros sacrificaron dos cabras y lasasaron al fuego. Sonaron los tambores,las chicas cantaron, y Mamie Rila sepasó horas y horas contando historias.

»La celebración continuó hastaentrada la noche, pero, al final, todos sedurmieron. Todos, menos yo. Llevabaunas cuantas horas con una sensaciónextraña; la sensación de que laoscuridad se acercaba. Vi sombras en elexterior del carromato, sombras querodeaban el campamento. Salí del

carromato y vi a un… a un hombre.Ropa negra, ojos rojos y piel incolora.Un augur. Dijo mi nombre. Recuerdohaber pensado que debía de tener unaparte de reptil, ya que la voz le salía enun siseo. Y eso fue todo. Meencadenaron al Imperio. Me eligieron.

—¿Tenías miedo?—Estaba aterrorizado. Sabía que

había ido a por mí, pero no sabíaadónde íbamos ni por qué. Me trajeron aRisco Negro. Me cortaron el pelo, mequitaron la ropa y me metieron en uncorral al aire libre, con los demás, parala selección. Los soldados nos tirabanpan mohoso y cecina una vez al día,pero, por aquel entonces, yo no era

demasiado grande, así que nuncaconseguía demasiado. A mitad del tercerdía, estaba seguro de que iba a morir.Así que salí a escondidas del corral yles robé comida a los guardias. Lacompartí con la niña que me hizo devigía. Bueno… —dice, meditabundo, alalzar la cabeza—. Digo que la compartí,aunque en realidad ella se la comió casitoda. De todos modos, al cabo de sietedías, los augures abrieron el corral y, alos que quedábamos vivos, nos dijeronque, si luchábamos con ganas, seríamoslos guardianes del Imperio y, si no,moriríamos.

Es como si lo viera. Los pequeñoscadáveres de los que quedan atrás. El

miedo en los ojos de los vivos. Veturiusde niño, asustado y muerto de hambre,decidido a no morir.

—Sobreviviste.—Ojalá no hubiera sobrevivido. Si

hubieras visto la tercera prueba… Sisupieras lo que he hecho…

Se pone a abrillantar el mismo puntode una de las cimitarras, una y otra vez.

—¿Qué ha pasado? —pregunto envoz baja.

Guarda silencio durante tanto tiempoque temo haberlo hecho enfadar, habercruzado una línea. Entonces me locuenta. Entre pausas frecuentes, su vozpasando de rota a monótona. No sueltala cimitarra en ningún momento, primero

sacándole brillo y después afilándolacon una piedra de amolar hasta quereluce.

Cuando termina, cuelga la cimitarra.La humedad que le surca el rostrorefleja la luz del fuego, y ahora entiendopor qué temblaba cuando ha entrado, porqué el tormento de sus ojos.

—Así que, ya ves, soy como elmáscara que mató a tus abuelos —dice—. Soy como Marcus. Peor, en realidad,porque esos hombres consideran que sudeber es matar. Yo sé que no es así; perolo he hecho de todos modos.

—Los augures no te han dejadoelección. No podías encontrar a Aquillapara acabar la prueba y, de no haber

luchado, habrías muerto.—Entonces, debería haber muerto.—La abuela siempre decía que,

mientras hay vida, hay esperanza. Si tehubieras negado a dar la orden, tushombres estarían muertos, ya fuera amanos de los augures o bajo las espadasdel pelotón de Aquilla. No lo olvides:ella ha elegido su vida y la de sushombres. De una forma u otra, te habríassentido culpable. De una forma u otra,las personas que te importan habríansufrido.

—No importa.—Pero sí que importa. Claro que

importa. Porque no eres malvado. —Descubrirlo es una revelación, una tan

impactante que estoy desesperada porconseguir que él también lo entienda—.No eres como los demás. Has matadopara salvar. Piensas en los demás antesque en ti. No…, no como yo.

No soy capaz de mirar a Veturius.—Cuando llegó el máscara, hui. —

Las palabras brotan de mí como un ríocontenido durante demasiado tiempo—.Mis abuelos estaban muertos. Elmáscara tenía a Darin, mi hermano.Darin me dijo que huyera, a pesar deque me necesitaba. Debería haberloayudado, pero no pude. No —mecorrijo, apretando los puños contra losmuslos—. No lo hice. Decidí noquedarme allí. Decidí huir, como una

cobarde. Todavía no lo entiendo.Debería haberme quedado, aunquehubiera significado la muerte.

Clavo los ojos en el suelo,avergonzada. Entonces, noto su mano enmi barbilla, alzándome el rostro. Meenvuelve su limpio aroma.

—Como dices, Laia, mientras hayvida, hay esperanza —afirma,obligándome a mirarlo a los ojos—. Sino hubieras huido, estarías muerta, yDarin también. —Me suelta y vuelve asentarse—. A los máscaras no les gustaque los desafíen. Te habría hecho pagarpor ello.

—No importa.Veturius sonríe, esa sonrisa afilada

como una navaja.—Míranos —dice—. Esclava

académica y máscara, los dos intentandoconvencer al otro de que no son malos.Los augures tienen sentido del humor,¿no?

Estoy apretando con fuerza el puñode la daga que me ha dado Veturius; unarabia ardiente surge dentro de mí: rabiacontra los augures, por permitirmepensar que iban a interrogarme. Contrala comandante, por abandonar a su hijo auna muerte agónica, y contra RiscoNegro, por entrenar a ese niño paraconvertirlo en asesino. Contra mispadres, por morir, y contra mi hermano,por convertirse en aprendiz de un

marcial. Contra Mazen, por susexigencias y sus secretos. Contra elImperio y su férreo control de todos losaspectos de nuestras vidas.

Quiero desafiarlos a todos… AlImperio, a la comandante, a laresistencia. Me pregunto de dónde saleesta rebeldía y, de repente, me arde elbrazalete. Quizá tenga más de mi madrede lo que creía.

—Puede que no tengamos que seresclava académica y máscara —digo,soltando la daga—. Por esta nochepodríamos ser tan solo Laia y Elias.

Envalentonada, le tiro del borde dela máscara, que nunca ha parecidoformar parte de él. Se resiste, pero

ahora quiero quitársela, quiero ver elrostro del chico del que llevamoshablando toda la noche, no del máscarapor el que siempre lo había tomado. Asíque tiro más fuerte y la máscara me caeen las manos dejando escapar un siseo.La parte de atrás está repleta de afiladospinchos manchados de sangre. El tatuajede su cuello brilla, marcado por unadocena de diminutas heridas.

—Lo siento —le digo—, no sabía…Me mira a los ojos y algo indefinido

arde en su mirada, una chispa deemoción que me prende un fuego distintoen la piel.

—Me alegro de que me la hayasquitado.

Debería apartar la vista. No puedo.Sus ojos no se parecen en nada a los desu madre. Los de ella son de un grisfrágil, como de cristales rotos, mientrasque los de Elias, con ese marco depestañas oscuras, son de un tono másintenso, como el corazón de una nube detormenta. Me atraen, me hipnotizan, seniegan a liberarme. Vacilante, acerco losdedos a su piel. La barba incipiente meroza la palma de la mano.

El rostro de Keenan aparecebrevemente en mi mente, pero sedesvanece a la misma velocidad. Estálejos, ausente, dedicado en cuerpo yalma a la resistencia. Elias está aquí,ante mí, cálido, bello y roto.

«Es un marcial. Un máscara».Pero aquí no. Esta noche no, no en

esta habitación. Aquí, ahora, no es másque Elias, y yo no soy más que Laia, ylos dos nos ahogamos.

—Laia…En su voz, en sus ojos, hay una

súplica. ¿Qué quiere decir? ¿Quiere queretroceda? ¿Quiere que me acerquemás?

Me pongo de puntillas y su rostro seinclina a la vez. Tiene los labios suaves,más suaves de lo que me imaginaba,pero detrás de ellos se esconde unaprofunda desesperación, una necesidad.El beso habla por sí solo. Suplica:«Permíteme olvidar, olvidar, olvidar».

Se me cae la capa y mi cuerpo seaprieta contra el suyo. Me empuja contrasu pecho; sus manos me recorren laespalda, me sujetan el muslo, meacercan a él, cada vez más. Me arqueocontra su cuerpo, disfrutando de sufuerza, de su fuego, mientras la químicaque surge entre ambos se retuerce, arde,se funde, se transforma en oro.

Entonces me suelta y extiende lasmanos ante él.

—Lo siento, lo siento. No pretendíaque pasara. Soy un máscara y tú eres unaesclava, y no debería haber…

—No pasa nada —respondo con loslabios ardiendo—. Soy yo la que ha…empezado.

Nos miramos, y él parece tanconfundido, tan enfadado consigomismo, que sonrío, traspasada detristeza, vergüenza y deseo. Él recoge lacapa del suelo y me la tiende, evitandomirarme a los ojos.

—¿Te sientas? —pregunto,vacilante, volviendo a cubrirme—.Mañana volveré a ser esclava, y tú,máscara, y podremos odiarnos como sesupone que debemos odiarnos. Pero porahora…

Se sienta a mi lado, manteniendo unadistancia prudencial. La químicareclama, atrae, arde. Pero ha apretado lamandíbula y tiene las manos juntas yapretadas, como si la una fuera la cuerda

salvavidas de la otra. Me aparto unoscuantos centímetros más, aregañadientes.

—Cuéntame más —le pido—.¿Cómo fue ser un cinco? ¿Te alegrastede salir de Risco Negro?

Se relaja un poco y yo le sonsaco losrecuerdos como solía hacer el abuelocon los pacientes asustados. La nochetranscurre llena de historias de RiscoNegro y las tribus, y de mis relatossobre los pacientes y el barrio. Novolvemos a hablar de la redada ni de lasPruebas. No hablamos del beso ni de laschispas que siguen danzando entrenosotros.

Antes de darme cuenta, el cielo

empieza a palidecer.—El alba —dice—. Ha llegado el

momento de volver a odiarnos.Se pone la máscara, y el rostro se le

tensa cuando el metal se le clava denuevo en la carne. Me ayuda alevantarme. Me quedo mirando nuestrasmanos, mis dedos delgados entrelazadoscon los suyos, más grandes; las venasmarcadas en los músculos de suantebrazo; los frágiles huesos de mimuñeca; el calor de nuestras pieles alunirse. Por algún motivo, mi mano,dentro de la suya, parece insignificante.Alzo la cara para mirarlo, sorprendidade lo cerca que lo siento, del fuego y dela vida de sus ojos, y el pulso se me

acelera. Pero me suelta la mano y da unpaso atrás.

Intento devolverle la capa, junto conla daga, pero niega con la cabeza.

—Quédatelas. Todavía tienes queatravesar la escuela para volver y… —Baja la vista hacia mi vestidodesgarrado, hacia mi piel desnuda, yvuelve a subirla rápidamente—.Quédate también el cuchillo. Una chicaacadémica siempre debe ir armada,digan lo que digan las normas. —Sacauna correa de cuero de su cómoda—.Una funda para llevar en el muslo. Asíla daga quedará protegida y oculta.

Vuelvo a mirarlo, viéndolo por fincomo es en realidad.

—Si pudieras ser quien eres aquí —digo colocándole una mano sobre elcorazón—, en lugar de como te hanhecho, serías un gran emperador. —Notoel latido de su pulso en mis dedos—.Pero no te lo permitirán, ¿verdad? No tepermitirán demostrar compasión, nibondad. No te permitirán conservar tualma.

—Ya no tengo alma —aseguraapartando la vista—. Ayer la maté enese campo de batalla.

Entonces pienso en Spiro Teluman,en lo que me dijo la última vez que lovi.

—Existen dos clases de culpa —leexplico en voz baja—: la que se

convierte en una carga y la que te da unpropósito. Deja que la culpa te impulse,que te recuerde quién quieres ser.Dibuja una línea mental y no vuelvas acruzarla. Tienes alma. Está herida, peroestá. No permitas que te la quiten, Elias.

Sus ojos se encuentran con los míoscuando pronuncio su nombre, y levantouna mano para tocarle la máscara. Essuave y cálida, como la roca pulida porel agua y calentada al sol.

Dejo caer el brazo. Entonces salgode su cuarto camino de las puertas delos barracones y del sol que nace.

XLII

Elias

Cuando la puerta de los barracones secierra detrás de Laia, todavía siento lacaricia, ligera como una pluma, de laspuntas de sus dedos en mi rostro. Veo laexpresión de sus ojos cuando se haacercado a mí: una mirada curiosa ycuidadosa que me ha dejado sin aliento.

Y ese beso. Por todos los cielosardientes, su tacto, cómo se ha arqueadocontra mí, su deseo… Unos preciadossegundos lejos de quien soy, de lo quesoy. Cierro los ojos para recordar, perootros recuerdos se abren paso.Recuerdos más oscuros. Ella ha logradomantenerlos a raya. Ha conseguidoahuyentarlos durante varias horas sinsaberlo siquiera. Pero ahora han vueltoy exigen atención.

Conduje a mis hombres a la matanza.Asesiné a mis amigos.Estuve a punto de asesinar a Helene.Helene. Tengo que ir con ella. Tengo

que arreglarlo todo. Llevamosdemasiado tiempo enfadados. Puede que

después de esta pesadilla que hemosprovocado encontremos una forma deseguir adelante juntos. Debe de estar tanhorrorizada como yo por lo sucedido.Tan asqueada como yo.

Descuelgo las cimitarras de lapared. La idea de lo que he hecho conellas me da ganas de lanzarlas a lasdunas, sean hojas de Teluman o no. Peroestoy demasiado acostumbrado a llevararmas a la espalda. Me siento desnudosin ellas.

El sol brilla cuando salgo de losbarracones, impasible en un cielo sinnubes. De algún modo, parece obsceno—el mundo limpio, el aire cálido—,teniendo en cuenta que decenas de

jóvenes yacen fríos en sus ataúdes, a laespera de regresar a la tierra.

Los tambores del alba retumban yempiezan a recitar los nombres de losmuertos. Cada uno me trae consigo unaimagen —una cara, una voz, una forma—, hasta que es como si los camaradascaídos se alzaran a mi alrededor, unafalange de fantasmas.

«Cyril Antonius, Silas Eburian,Tristas Equitius, Demetrius Galerius,Ennis Medalus, Darien Titius, LeanderVissan».

Los tambores prosiguen. Lasfamilias ya habrán recogido loscadáveres. Risco Negro no tienecementerio. Dentro de estos muros, lo

único que queda de los caídos es elvacío que dejan donde antes caminaron,el silencio que reina donde sonaron susvoces.

En el patio del campanario, loscadetes lanzan estocadas y se defiendencon varas mientras un centurión davueltas a su alrededor. Era de esperar.Debería haber sabido que la comandanteno suspendería las clases, ni siquierapara honrar las muertes de decenas dealumnos.

El centurión me saluda con la cabezaal pasar y me desconcierta que me miresin asco. ¿Acaso no sabe que soy unasesino? ¿Es que no estuvo presenteayer?

«¡¿Cómo puedes hacer como sinada?! —quiero gritarle—. ¡¿Cómopuedes fingir que no ha sucedido?!».

Me dirijo a los riscos. Helene estaráen las dunas, donde siempre hemosllorado a nuestros muertos. De caminoallí, veo a Faris y a Dex. Sin Tristas,Demetrius y Leander a su lado, resultanextraños, como un animal al que le faltanlas patas.

Supongo que pasarán de largo o queme atacarán por dar la orden que sellevó sus almas. Sin embargo, sedetienen frente a mí, callados, abatidos.Con los ojos tan rojos como yo.

Dex se restriega el cuello, mueve elpulgar en círculos interminables sobre el

tatuaje de Risco Negro.—No dejo de ver sus rostros —dice

—. De oírlos.Guardamos silencio, juntos, un buen

rato. Pero es muy egoísta por mi partecompartir tanta tristeza, que mereconforte saber que se odian tantocomo me odio yo. Su angustia es culpamía.

—Obedecíais órdenes —les digo.Al menos, ese peso me lo quedo yo—.Mis órdenes. Que sus muertes norecaigan sobre vuestras conciencias,sino sobre la mía.

Faris me mira a los ojos convertidoen un fantasma del chico alegre queantes era.

—Ahora son libres —dice—. Libresde los augures. De Risco Negro. Nocomo nosotros.

Cuando Dex y Faris se alejan; yobajo haciendo rappel hasta el desierto,donde Helene está sentada con laspiernas cruzadas a la sombra de losriscos, con los pies enterrados hasta lostobillos en arena caliente. El cabello leondea al viento, brilla con un resplandorblanco dorado, como la curva de unaduna iluminada por el sol. Me acerco aella como quien se acerca a un caballoencabritado.

—No tienes que ir con tanto sigilo—dice cuando estoy a pocos metros—.No voy armada.

Me siento a su lado.—¿Estás bien?—Estoy viva.—Lo siento, Helene. Sé que no

puedes perdonarme, pero…—Para. No teníamos elección, Elias.

De haber ido ganando yo, habría hecholo mismo contigo. Maté a Cyril. Maté aSilas y a Lyris. Casi mato a Dex, peroretrocedió y no logré encontrarlo.

Su rostro de plata está tan vacío deexpresión que podría ser de mármol.«¿Quién es esta persona?».

—Si nos hubiéramos negado aluchar —dice—, nuestros amigoshabrían muerto. ¿Qué íbamos a hacer?

—Yo maté a Demetrius. —La

examino en busca de alguna señal de ira.Demetrius y ella se unieron muchodespués de la muerte del hermano de él;ella era la única que sabía qué decirle—. Y… y a Leander.

—Hiciste lo que tenías que hacer.Igual que yo. Igual que Faris, Dex ytodos los que sobrevivieron.

—Sé que hicieron lo que tenían quehacer, pero lo hicieron siguiendo miorden. Y debería haber sido lo bastantefuerte como para no darla.

—Habrías muerto, Elias —replica;no me mira. Se está esforzando muchoen convencerse de que no ha pasadonada. De que lo que hicimos eranecesario—. Tus hombres habrían

muerto.—«La batalla terminará cuando

derrotes al jefe enemigo o seasderrotado por él». De haber estadodispuesto a morir el primero, Tristasseguiría con vida. Y Leander. YDemetrius. Todos ellos, Helene. Zak losabía… Suplicó a Marcus que lo matara.Yo debería haber hecho lo mismo. Tehabrían nombrado emperadora…

—O los augures habrían nombradoemperador a Marcus y yo sería su… suesclava…

—Nosotros ordenamos a nuestroshombres que mataran. —¿Por qué no loentiende? ¿Por qué no está dispuesta aaceptarlo?—. Nosotros dimos la orden.

La seguimos nosotros mismos. Esimperdonable.

—¿Qué creías que iba a pasar? —pregunta Helene, poniéndose de pie; yotambién lo hago—. ¿Creías que lasPruebas se harían más fáciles? ¿Nosabías que esto llegaría tarde otemprano? Nos han obligado a afrontarnuestros miedos más profundos. Nos hanabandonado a merced de criaturas queno deberían existir. Después, nos hanvuelto los unos contra los otros. «Fuerzade brazos, mente y corazón». ¿Te hasorprendido? Eres muy ingenuo,entonces. Eres idiota.

—Hel, no sabes lo que dices. Casi temato…

—¡Y gracias a los cielos! —Latengo enfrente, tan cerca que el vientome lanza a la cara algunos mechones desu larga melena—. Te defendiste.Después de perder tantos combates deentrenamiento, no estaba segura de quelo hicieras. Estaba tan asustada… Creíaque estarías muerto…

—Estás enferma… —le digo,retrocediendo para alejarme de ella—.¿No sientes ningún remordimiento?Hemos matado a nuestros amigos.

—Eran soldados —repone Helene—. Soldados del Imperio muertos encombate, muertos con honor. Les rendiréhomenaje, los lloraré, pero no mearrepentiré de lo que he hecho. Lo he

hecho por el Imperio. Por mi gente. —Da vueltas de un lado al otro—. ¿No loentiendes, Elias? Las Pruebas son másimportantes que tú y que yo. Másimportantes que nuestra culpa, quenuestra vergüenza. Somos la respuesta auna pregunta de quinientos años. Cuandofalle el linaje de Taius, ¿quién dirigirá elImperio? ¿Quién cabalgará al frente deun ejército de medio millón de hombres?

—¿Qué pasa con nuestros destinos?¿Con nuestras almas?

—Nos robaron el alma hace muchotiempo, Elias.

—No, Hel. —Las palabras de Laiame resuenan en los oídos, palabras quedeseo creer. Palabras en las que

necesito creer: «Tienes alma. Nopermitas que te la quiten»—. Teequivocas. No podré reparar nunca eldaño que hice ayer, pero, cuando lleguela cuarta prueba, no…

—No digas eso, Elias —meinterrumpe Helene, y se lleva los dedosa los labios, sustituyendo su rabia poralgo que parece desesperación—. Noprometas nada sin saber el coste.

—Ayer crucé una línea, Helene. Novolveré a hacerlo.

—No digas eso. —El pelo lerevolotea alrededor de la cabeza y tieneojos de loca—. ¿Cómo vas a convertirteen emperador si piensas así? ¿Cómo vasa ganar las Pruebas si…?

—No quiero ganar las Pruebas —respondo—. Nunca he querido ganarlas.Ni siquiera quería participar en ellas.Iba a desertar, Helene, justo después dela graduación, mientras todos locelebraban. Pensaba huir.

Ella niega con la cabeza y levantalas manos como si pretendieraprotegerse de mis palabras. Pero no medetengo, necesito que escuche esto.Necesita saber quién soy en realidad.

—No hui porque Cain me dijo quemi única esperanza de ser realmentelibre era participar en las Pruebas.Quiero que tú las ganes, Hel. Quiero serverdugo de sangre. Y quiero que meliberes.

—¿Que te libere? ¿Que te libere?¡Esto es la libertad, Elias! ¿Cuándo lovas a entender? Somos máscaras.Nuestro destino es el poder, la muerte yla violencia. Es lo que somos. Si no loaceptas, ¿cómo vas a ser libre?

«Delira». Intento asimilar esaterrible verdad cuando oigo pisadas quese acercan. Hel también las oye, y losdos nos volvemos y nos encontramos aCain caminando por una de las curvasde los riscos. Lo acompaña unescuadrón de ocho legionarios. Nocomenta nada sobre la discusión quemantenemos Helene y yo, aunque debede haber oído, como mínimo, una parte.

—Tenéis que venir con nosotros.

Los legionarios se separan; cuatrome sujetan a mí y cuatro sujetan aHelene.

—¿Qué está pasando? —preguntomientras intento quitármelos de encima,pero son grandes brutos, más grandesque yo, y no ceden—. ¿Qué ocurre?

—Lo que ocurre, aspirante Veturius,es la prueba de lealtad.

XLIII

Laia

Cuando entro en la cocina de lacomandante, Izzi corre a abrazarme. Leveo bolsas en los ojos y lleva la rubiamelena convertida en una maraña, comosi no hubiera dormido en toda la noche.

—¡Estás viva! ¡Estás… estás aquí!Creíamos…

—¿Te han hecho daño, chica?La cocinera aparece detrás de Izzi, y

me sorprende comprobar que ellatambién está desgreñada y tiene los ojosribeteados de rojo. Me recoge la capa y,cuando me ve el vestido, le pide a Izzique me traiga otro.

—¿Estás bien?—Estoy bien.¿Qué otra cosa puedo decir?

Todavía intento encontrarle sentido a loque acaba de suceder. Y, a la vez,recuerdo lo que me contó Elias sobre laPrisión de Bekkar, y algo me quedaclaro: tengo que salir de aquí y buscar ala resistencia. Tengo que averiguardónde está Darin y qué está pasando en

realidad.—¿Adónde te llevaron, Laia?Izzi ha vuelto con el vestido, así que

me cambio rápidamente y oculto la dagaen el muslo de la mejor forma quepuedo. Me resisto a contarles lo que hapasado, pero no mentiré, no cuando estáclaro que se han pasado toda la nochetemiendo por mi vida.

—Me entregaron a Veturius comopremio porque ganó la tercera prueba.—Ante sus miradas gemelas de horror,añado rápidamente—: Pero no me hahecho daño. No ha pasado nada.

—Ah, ¿no?La voz de la comandante me hiela la

sangre y, todas a la vez, Izzi, la cocinera

y yo, nos volvemos de golpe hacia lapuerta de la cocina.

—Dices que no ha pasado nada —añade, ladeando la cabeza—. Quéinteresante. Ven conmigo.

La sigo a su despacho. Noto los piestan pesados que parecen de plomo. Unavez dentro, mis ojos vuelan a la paredde rebeldes muertos. Es como estar enuna habitación llena de fantasmas.

La comandante cierra la puerta deldespacho y se pone a dar vueltas a mialrededor.

—Has pasado la noche con elaspirante Veturius —dice.

—Sí, señor.—¿Te ha violado?

Con qué facilidad hace una preguntatan abominable, como si me preguntarala edad o el nombre.

—No, señor.—¿Y eso por qué, cuando la otra

noche parecía tan interesado en ti? No tepodía quitar las manos de encima.

Me doy cuenta de que habla de lanoche del Festival de la Luna. Como sioliera mi miedo, da unos pasos hacia mí.

—No… No lo sé.—¿Es posible que le importes de

verdad? Sé que te ha ayudado… El díaque te trajo desde las dunas y hace unasnoches, con Marcus. —Da otro paso—.Pero la noche que os encontré a los dosen el pasillo de los criados… A esa

noche me refiero. ¿Qué hacíais juntos?¿Está aliado contigo? ¿Se ha vendido?

—No sé… No sé bien lo que…—¿Creías que podías engañarme?

¿Que no lo sabía?«Por los cielos, no puede ser».—Yo también tengo espías, esclava.

Entre los marinos y los tribales. —Se hacolocado a pocos centímetros dedistancia, y su sonrisa es como un finogarrote en torno a mi cuello—. Inclusoen la resistencia. Te sorprenderíaaveriguar dónde tengo ojos. Esas ratasacadémicas solo saben lo que quieroque sepan. ¿Qué tramaban la última vezque te reuniste con ellos? ¿Estabanplaneando algo importante? ¿Algo para

lo que necesitaban muchos hombres?Puede que te preguntes de qué se trata.Pues lo descubrirás muy pronto.

Me rodea el cuello con la manoantes de que piense siquiera enesquivarla. Intento darle una patada,pero ella aprieta aún más. Se le hinchanlos músculos del brazo, aunque sus ojossiguen tan muertos e inexpresivos comosiempre.

—¿Sabes lo que hago con losespías?

—Yo no… No… —No puedorespirar. No puedo pensar.

—Les enseño una lección, a ellos ya todos los que colaboren con ellos. Lapinche, por ejemplo. —«No, a Izzi no, a

Izzi no».Justo cuando empiezo a ver manchas

negras con el rabillo del ojo, llaman a lapuerta. Ella me suelta y me deja caer alsuelo, hecha un ovillo. Como si nada,como si no hubiera estado a punto deasesinar a una esclava, abre la puerta.

—Comandante —dice la augur queespera fuera, pequeña y etérea. Esperover legionarios detrás de ella, comoantes, pero está sola—. He venido a porla chica.

—No puedes llevártela —respondela comandante—. Es una delincuentey…

—He venido a por la chica. —Elrostro de la augur se endurece, y la

comandante y ella entablan un silenciosoy feroz duelo de miradas y voluntades—. Dámela y ven. Nos necesitan en elanfiteatro.

—Es una espía…—Y recibirá el castigo adecuado.La augur se vuelve hacia mí, y yo no

logro apartar la mirada. Por un instanteme veo en el estanque oscuro de susojos…, con el corazón parado, el rostrosin vida. Como si me hubiera metido laidea en la cabeza, me doy cuenta de quela augur me lleva con la Parca, que mimuerte está cerca… Más cerca quedurante la redada, más cerca que durantela paliza de Marcus.

—No me entreguéis a ella —me

descubro suplicando a la comandante—.Por favor, no…

La augur no me permite terminar.—No te enfrentes a los augures,

Keris Veturia, porque fracasarás. Puedesacompañarme de buen grado alanfiteatro o puedo obligarte. ¿Quéprefieres?

La comandante vacila y la augurespera como una roca en un río,paciente, inamovible. Al final, lacomandante asiente y sale por la puerta.Por segunda vez en un mismo día, meamordazan y me atan. Después, la augursigue a la comandante, conmigo arastras.

XLIV

Elias

—Iré sin causar problemas —lesdigo a los soldados que nos atan yvendan los ojos a Helene y a mí—, peroquitadme las manos de encima.

A modo de respuesta, uno de ellosme mete una mordaza en la boca y mearrebata las armas.

Los legionarios nos suben por losriscos y atraviesan la escuela connosotros. A mi alrededor oigo botas quepisan y se arrastran, centuriones quegritan órdenes, y distingo las palabras«anfiteatro» y «cuarta prueba». Se metensa el cuerpo entero. No quiero volveral lugar en el que maté a mis amigos. Noquiero volver a pisarlo en la vida.

Delante de mí, Cain no es más queun espacio de silencio. ¿Me lee la menteen estos momentos? ¿La de Helene? Daigual. Intento olvidarlo, pensar comopensaría sin él allí.

«Lealtad para romper el alma».Las palabras se asemejan demasiado

a lo que me dijo Laia: «Tienes alma. No

permitas que te la quiten». Intuyo quejusto eso pretenden hacer los augures.Así que trazo la línea de la que hablóLaia, un profundo surco en la tierra demi mente. «No la cruzaré. Cueste lo quecueste, no lo haré».

Siento a Helene a mi lado, perciboel miedo que irradia y que congela elaire a nuestro alrededor, poniéndome delos nervios.

—Elias.Los legionarios no la han

amordazado, probablemente porque hatenido el sentido común suficiente parano ser una bocazas.

—Escúchame —me dice—. Tepidan lo que te pidan los augures, debes

hacerlo, ¿me entiendes? El que gane estaprueba será el nuevo emperador… Losaugures avisaron de que no habríaempates. Sé fuerte, Elias. Si no ganasesto, todo estará perdido.

La urgencia que desprende su tonode voz me inquieta; sus palabras ocultanuna advertencia que va más allá de loobvio. Espero a que me cuente algo más,pero o la han amordazado o Cain la hasilenciado. Unos segundos después,cientos de voces reverberan a mialrededor y me llenan de la cabeza a lospies: hemos llegado al anfiteatro.

Los legionarios me hacen subir unosescalones antes de obligarme a ponermede rodillas. Helene se coloca a mi lado,

y nos quitan ataduras, vendas y mordaza.—Ya veo que te han amordazado,

bastardo. Qué pena que no fuerapermanente.

Marcus, arrodillado al otro lado deHelene, me lanza miradas asesinas querebosan odio. Está agazapado, como unaserpiente a punto de atacar. No llevamás armas que una daga en el cinturón.Toda la serenidad de la tercera pruebase ha transformado en un peligrosoveneno. Zak siempre había parecido elmás débil de los gemelos, pero al menosél intentaba contener a la Serpiente. Sinsu hermano de cabellos claros detrás,Marcus parece casi asilvestrado.

Sin prestarle atención, intento

prepararme para lo que se avecine. Loslegionarios nos han dejado en unestrado, detrás de Cain, que contemplafijamente la entrada del anfiteatro, comosi esperase algo. Hay una docena deaugures rodeando el estrado, sombrasandrajosas que oscurecen el estadio consu mera presencia. Las cuento otra vez:trece, Cain incluido. Lo que significaque falta uno.

El resto del anfiteatro está a rebosar.Localizo al gobernador, a los demásconsejeros de la ciudad. El abuelo estásentado unas cuantas filas detrás delpabellón de la comandante, con algunosde sus guardias personales, mirándome.

—La comandante llega tarde —

comenta Hel señalando con la cabeza elasiento vacío.

—Te equivocas, Aquilla —respondeMarcus, muy serio—. Llega justo atiempo.

Mientras habla, mi madre atraviesalas puertas del anfiteatro. Ladecimocuarta augur la sigue y, a pesarde su aparente fragilidad, arrastra trasde sí a una chica atada y amordazada.Veo una tupida melena de pelo negro quese suelta, y se me encoge el corazón: esLaia. ¿Qué está haciendo aquí? ¿Por quéestá atada?

La comandante toma asientomientras la augur deposita a Laia en elestrado, al lado de Cain. La esclava

intenta hablar a través de la mordaza,pero está demasiado apretada.

—Aspirantes.En cuanto habla Cain, el recinto

guarda silencio. Una bandada de avesmarinas da vueltas sobre nosotros, entrechillidos. Abajo, en la ciudad, unmercader vende sus artículos; loscompases cantarines de su voz lleganhasta aquí.

—La última prueba es la prueba dela lealtad. El Imperio ha decretado queesta esclava debe morir.

Cain hace un gesto hacia Laia, y elestómago me da un vuelco, como sihubiera saltado desde gran altura. «No,es inocente. No ha hecho nada malo».

Laia abre mucho los ojos. Intentaretroceder, de rodillas. La misma augurque la ha traído al estrado se arrodilladetrás de ella y la sostiene con unasmanos de hierro, como una carnicerasujetando a un cordero para elsacrificio.

—Cuando os lo ordene —siguediciendo Cain tranquilamente, como sino hablara de la muerte de una chica dediecisiete años—, los tres intentaréisejecutarla a la vez. El que primero loconsiga, será declarado vencedor de laprueba.

—Esto está mal, Cain —estallo—.El Imperio no tiene motivos paramatarla.

—Los motivos no importan. Solo lalealtad. Si incumples la orden, fallarásla prueba. Y el fracaso se paga con lamuerte.

Pienso en el campo de batalla de mispesadillas y la sangre se me vuelve deplomo. Leander, Demetrius, Ennis…Todos estaban en aquel campo. Yo loshabía matado a todos.

Laia también estaba allí, con elcuello cortado, los ojos nublados y elpelo convertido en una nube empapadaalrededor de la cabeza.

«Pero todavía no lo he hecho —pienso, desesperado—. No la hematado».

El augur nos mira a uno detrás del

otro antes de levantar una de lascimitarras que me han quitado loslegionarios y colocarla en el estrado, ala misma distancia de Marcus, deHelene y de mí.

—Adelante.Mi cuerpo sabe lo que hacer antes

que mi mente, así que corro a colocarmedelante de Laia. Si consigo interponermeentre ella y los demás, quizá tenga unaoportunidad.

Porque me da igual lo que viera enmi pesadilla del campo de batalla: no lamataré ni permitiré que nadie la mate.

Llego hasta ella antes que Marcus yHelene, y me pongo en cuclillas,esperando el ataque de uno de los dos o

de ambos. Pero, en vez de abalanzarsesobre Laia, Helene salta sobre Marcus yle pega un puñetazo en la sien. Marcuscae como una piedra; a la vista quedaque no esperaba el ataque. Ella lo sacadel estrado de un empujón y le da unapatada a la cimitarra para acercármela.

—¡Hazlo, Elias! —me grita—.¡Antes de que Marcus se recupere!

Entonces ve que estoy protegiendo ala chica, no matándola, y deja escaparun extraño sonido ahogado. La multitudguarda silencio, contiene el aliento.

—No lo hagas, Elias —me pide—.Ahora no. Ya casi lo hemos conseguido.Serás emperador. Como está escrito. Porfavor, Elias, piensa en lo que podrías

hacer por… por el Imperio…—Te dije que hay una línea que no

pienso cruzar.Soy presa de una extraña calma, de

una calma que no he sentido desde hacesemanas. Los ojos de Laia pasanrápidamente de Helene a mí.

—Esta es la línea. No voy a matarla.Helene recoge la cimitarra.—Entonces, hazte a un lado —dice

—. Lo haré yo. Lo haré deprisa.Avanza hacia ella despacio, sin

dejar de mirarme a la cara.—Elias, va a morir hagas lo que

hagas. El Imperio lo ha decretado. Si nolo haces tú y no lo hago yo, lo haráMarcus; se despertará tarde o temprano.

Podemos terminar con esto antes de quelo haga él. Si debe morir, que al menossalga algo bueno de ello. Seréemperadora. Tú serás el verdugo desangre.

Da otro paso adelante.—Sé que no quieres gobernar —

dice en voz baja—. Ni tampoco deseasdirigir la Guardia Negra. Antes no loentendía, pero… ahora sí. Así que, si mepermites encargarme de esto, te prometopor mi sangre y por mis huesos que, encuanto sea nombrada emperadora, teliberaré de tus votos al Imperio. Podrásir a donde desees. Hacer lo que desees.No estarás en deuda con nadie. Seráslibre.

He estado observando su cuerpo,esperando a que tensara los músculospara atacar, pero ahora la miro a losojos: «Serás libre». Lo único que hequerido ella me lo ofrece en bandeja deplata con una promesa que sé que noromperá jamás.

Por un breve instante, por un terribleinstante, me lo planteo. Lo deseo más delo que haya deseado nunca nada. Me veopartiendo del puerto de Navium endirección a los reinos del sur, dondenada ni nadie puede reclamar mi cuerponi mi alma.

Bueno, al menos, mi cuerpo. Porquesi permito que Helene mate a Laia, notendré alma.

—Si quieres matarla, tendrás quematarme a mí primero —es mi respuestaa Helene.

Una lágrima le cae por la cara y, porun segundo, me veo a través de sus ojos.Desea tanto que esto ocurra… Y no se loimpide ningún enemigo; se lo impido yo.

Lo somos todo el uno para el otro. Yla estoy traicionando. Otra vez.

Entonces oigo un golpe: elinconfundible sonido del acero alclavarse en la piel. Detrás de mí, Laiase inclina hacia delante tan de repenteque la augur cae con ella, con las manostodavía sosteniendo los brazos caídosde la chica. El pelo de Laia es unatormenta a su alrededor, aunque no le

veo la cara ni los ojos.—¡No! ¡Laia!Me agacho junto a ella, la sacudo,

intento darle la vuelta. Pero no consigoquitarle de encima a la maldita augur,porque la mujer está temblando deterror, con sus túnicas enredadas en lasfaldas de Laia. Laia guarda silencio; sucuerpo es como el de una muñeca detrapo.

Encuentro el puño de una daga queha caído sobre el estrado, veo el charcode sangre, cada vez más grande, que sederrama de ella. Nadie puede perdertanta sangre y vivir.

Marcus.Demasiado tarde ya, lo veo de pie

en la parte de atrás del estrado.Demasiado tarde, me doy cuenta de queHelene y yo deberíamos haberlo matado,que no deberíamos habernos arriesgadoa que se levantara.

El estallido de sonido que sigue a lamuerte de Laia me hace trastabillar.Miles de voces gritan a la vez. El abueloaúlla con más fuerza que un torodestripado.

Marcus salta al estrado y sé queviene a por mí. Quiero que lo haga.Quiero aplastarlo por lo que ha hecho,hasta que no le quede ni una gota devida.

Noto la mano de Cain en el brazo,sujetándome. Entonces se abren de golpe

las puertas del anfiteatro. Marcus gira lacabeza, de repente inmóvil por laconmoción de ver entrar al galope porlas puertas del estadio a un semental queecha espuma por la boca. El legionarioque lo monta se desliza por la silla hastacaer de pie al suelo, mientras el animalse encabrita a su lado.

—El emperador —dice—. ¡Elemperador ha muerto! ¡La gens Taia hacaído!

—¿Cuándo? —lo interrumpe lacomandante, sin un ápice de sorpresa—.¿Cómo?

—Un ataque de la resistencia, señor.Lo asesinaron de camino a Serra, a unsolo día de la ciudad. A él y a todos los

que iban con él. Incluso… incluso a losniños.

«La enredadera paciente rodea yestrangula al roble. El camino sedespejará justo antes del final». Esa fuela profecía de la que habló lacomandante en su despacho, hacesemanas. Ahora cobra sentido. Laenredadera es la resistencia. El roble, elemperador.

—Sois testigos, hombres y mujeresdel Imperio, estudiantes de Risco Negro,aspirantes. —Cain me suelta el brazo, ysu voz retumba y hace temblar loscimientos del anfiteatro, silenciando elpánico que se extiende—. De este mododan fruto las visiones de los augures. El

emperador está muerto y un nuevo poderdebe alzarse para evitar la destruccióndel Imperio. Aspirante Veturius, se te haofrecido la oportunidad de demostrar tulealtad, pero, en lugar de matar a lachica, la defendiste. En vez de seguir miorden, la has desafiado.

—¡Claro que la he desafiado! —Esto no puede estar pasando—. Estaprueba de lealtad era solo para mí. Soyel único al que le importaba Laia. Estaprueba era un mal chiste…

—Esta prueba nos ha dicho todo loque necesitábamos saber: no estáspreparado para ser emperador. Tedespojamos de nombre y rango. Morirásdecapitado al alba, ante el campanario

de Risco Negro. Los que fueran tuscompañeros serán testigos de tuvergüenza.

Dos augures me encadenan manos ymuñecas. No había visto antes lascadenas, ¿acaso las han hecho surgir dela nada? Estoy demasiado aturdido paraluchar. La augur que sujetaba a Laialevanta el cuerpo de la chica comopuede y baja del estrado dandobandazos.

—Aspirante Aquilla —dice Cain—,estabas dispuesta a derribar al enemigo,pero has vacilado al enfrentarte aVeturius, poniendo por delante susdeseos. Tal lealtad a un compañero esalgo admirable, pero no para un

emperador. De los tres aspirantes, soloFarrar ha intentado llevar a cabo miorden sin cuestionarla, con unainquebrantable lealtad al Imperio. Portanto, lo nombro vencedor de la cuartaprueba.

Helene está pálida como un huesoblanqueado; su mente, como la mía, esincapaz de asimilar la farsa que tienelugar ante nosotros.

—Aspirante Aquilla —Cain se sacade la túnica la cimitarra de Hel—,¿recuerdas tu juramento?

—Pero no puedes pretender…—Yo mantengo mis juramentos,

aspirante Aquilla. ¿Mantendrás tú lostuyos?

Ella contempla al augur como sifuera un amante traidor, aunque acepta lacimitarra cuando se la ofrece.

—Lo haré.—Pues arrodíllate y jura lealtad, ya

que nosotros, los augures, nombramosemperador a Marcus Antonius Farrar, elanunciado, comandante en jefe delejército marcial, emperador invicto,gobernante supremo del reino. Y a ti,aspirante Aquilla, te nombramos suverdugo de sangre, su segunda al mandoy la espada que ejecutará su voluntad.Serás leal hasta la muerte. Júralo.

—¡No! —rujo—. ¡Helene, no lohagas!

Ella se vuelve hacia mí y su mirada

es como un cuchillo que se me clava enlas entrañas. «Tú has elegido, Elias —dicen sus ojos pálidos—. La has elegidoa ella».

—Mañana —prosigue Cain—,después de la ejecución de Veturius,coronaremos al anunciado. —Mira a laSerpiente—. El Imperio es tuyo,Marcus.

Marcus vuelve la vista atrás con unasonrisa y me doy cuenta, impresionado,de que le he visto hacer eso mismocientos de veces: es la mirada quededica a su hermano cuando insulta a unenemigo, gana una batalla o deseaalardear de cualquier cosa. Pero se leborra la sonrisa porque Zak no está ahí.

Con el rostro inexpresivo, mira aHelene sin arrogancia ni júbilo. Suabsoluta falta de sentimientos me hielala sangre.

—Tu lealtad, Aquilla —dice sin más—. La estoy esperando.

—Cain —le digo—, no estápreparado. Sabes que no lo está. Estáloco. Destruirá el Imperio.

Nadie me oye, ni Cain, ni Helene. Nisiquiera Marcus.

Cuando Helene habla, lo hace comouna verdadera máscara: tranquila,serena, impasible.

—Juro lealtad a Marcus AntoniusFarrar —dice—, el emperadoranunciado, comandante en jefe del

ejército marcial, emperador invicto,gobernante supremo del reino. Seré suverdugo de sangre, su segunda al mando,la espada que ejecute su voluntad hastael día de mi muerte. Lo juro.

Entonces inclina la cabeza y ofrecesu espada a la Serpiente.

TERCERA PARTE

EN CUERPO YALMA

XLV

Laia

—Chica, si deseas vivir, deja quepiensen que estás muerta.

Por encima del repentino estrépitode la multitud, apenas oigo el susurrojadeado de la augur. Que una mujersagrada marcial quiera, por un motivodesconocido, ayudarme, me deja

perpleja, sin palabras. Cuando su pesome aplasta contra la tarima, se suelta ladaga que Marcus ha lanzado a sucostado. La sangre se filtra en laplataforma y me recorre un escalofrío,estremecida por el recuerdo de lamuerte de la abuela, que acabó en uncharco de sangre como este.

—No te muevas —dice la augur—.Pase lo que pase.

La obedezco, a pesar de que Eliasgrita mi nombre e intenta apartarla demí. El mensajero anuncia el asesinatodel emperador; Elias es sentenciado amuerte y encadenado. Mientras sucedetodo eso, permanezco inmóvil. Perocuando el augur llamado Cain anuncia la

coronación, ahogo un grito. Después dela coronación, ejecutarán a losprisioneros de las celdas de loscondenados a muerte, lo que significaque, a no ser que la resistencia lo saquede la cárcel, Darin morirá mañana.

¿O no? Mazen dice que Darin está enlas celdas de los condenados de Bekkar.Elias dice que Bekkar no tiene talesceldas.

Quiero gritar de frustración.Necesito claridad. El único que puedeofrecérmela es Mazen, y la única formade encontrarlo es saliendo de aquí. Perono puedo levantarme y salir corriendo,claro. Todos creen que estoy muerta. Y,aunque pudiera irme, Elias acaba de

sacrificarse por mí; no puedoabandonarlo.

Me quedo tumbada, sin saber quéhacer, hasta que la augur decide por mí.

—Si te mueves ahora, morirás —meadvierte, y se retira de mí.

Cuando todos los ojos estánconcentrados en el cuadro que sedesarrolla junto a nosotras, me levantaen brazos y camina tambaleándose haciala puerta del anfiteatro.

«Muerta. Muerta». Es casi como sioyera la voz de la mujer en mi cabeza.«Finge estar muerta».

Dejo caer las extremidades y lacabeza colgando. Mantengo los ojoscerrados, pero, cuando la augur

trastabilla y está a punto de caerse, seme abren sin pedir permiso. Nadie se dacuenta, sin embargo, por un breveinstante, mientras Aquilla jura lealtad,vislumbro el rostro de Elias. Y, aunquevi cómo se llevaban a mi hermano ymataban a mis abuelos, aunque hesufrido palizas y cicatrices, y hevisitado las orillas nocturnas del reinode la Muerte, sé que nunca he sentido laaflicción y la desesperanza que veo enlos ojos de Elias en este momento.

La augur se endereza. Dos de suscompañeros la rodean, como hermanosflanqueando a una hermana en medio deuna multitud hostil. Su sangre meempapa la ropa, se mezcla con la seda

negra. Ha perdido tanta que no entiendocómo reúne la energía necesaria paracaminar.

—Los augures no mueren —diceentre dientes—. Pero sí sangran.

Llegamos a las puertas del anfiteatroy, una vez que las atravesamos, la mujerme deja de pie en un nicho. Espero queme explique por qué ha decidido recibirla daga en mi lugar, pero se limita aalejarse cojeando, con sus hermanoscomo apoyo.

Miro atrás, a las puertas delanfiteatro en el que está Elias derodillas, encadenado. La cabeza me diceque no puedo hacer nada por él, que, siintento ayudarlo, moriré. Pero no

consigo alejarme.—No has sufrido ningún daño. —

Cain se ha escapado del anfiteatroabarrotado sin que la nerviosa multitudse dé cuenta—. Bien. Sígueme.

Capta la ojeada que le lanzo a Eliasy sacude la cabeza.

—Ahora mismo no puedes ayudarlo—añade Cain—. Ha sellado su destino.

—Así que se acabó para él, ¿no? —Me horroriza su insensibilidad—. Eliasse niega a matarme, ¿y muere por ello?¿Vas a castigarlo por demostrarcompasión?

—Las Pruebas tienen reglas —diceCain—. El aspirante Veturius las haincumplido.

—Vuestras reglas son retorcidas.Además, Elias no ha sido el único queno ha cumplido vuestras instrucciones.Se suponía que Marcus iba a matarme,pero no lo ha hecho. Aun así, lonombraréis emperador.

—Cree que te ha matado —mecorrige—. Y disfruta con ello. Eso es loimportante. Venga, debes salir de laescuela. Si la comandante descubre quehas sobrevivido, tu vida estará enpeligro.

Me digo que el augur tiene razón,que no puedo hacer nada por Elias. Peroestoy inquieta. He hecho esto antes.Abandoné a otra persona y he vividopara arrepentirme a cada segundo.

—Si no vienes conmigo, tu hermanomorirá. —El augur percibe mi conflictoe insiste—. ¿Es eso lo que quieres?

Se dirige a las puertas y, tras unosmomentos terribles de indecisión, le doyla espalda a Veturius y lo sigo. Eliastiene recursos… Quizá encuentre elmodo de evitar la muerte. «Pero yo no,Laia —oigo decir a Darin—. No, a noser que me ayudes».

Los legionarios que controlan laspuertas de Risco Negro no parecenvernos cuando salimos de la escuela, yme pregunto si Cain habrá usado algúntruco de magia augur. ¿Por qué meayuda? ¿Qué quiere a cambio?

Si puede leer mis sospechas, no lo

demuestra, se limita a conducirme a todaprisa por el barrio Perilustre, paradespués internarse en lo más profundode las sofocantes calles de Serra. Suruta es tan enrevesada que, por unmomento, es como si no tuviera undestino en mente. Nadie nos mira dosveces y nadie habla de la muerte delemperador ni de la coronación deMarcus. Las noticias todavía no hanllegado.

El silencio entre Cain y yo se estiray fuerza tanto que temo que caiga y sehaga añicos. ¿Cómo voy a librarme de élpara encontrar a la resistencia? Me quitola idea de la cabeza, por si el augur lacapta… Pero ya lo he pensado, así que

debe de ser demasiado tarde. Lo miro dereojo. ¿Está leyendo esto? ¿Oye todosmis pensamientos?

—En realidad, no leemos mentes —murmura Cain, y yo me abrazo y meaparto, aunque sé que eso no sirve paraproteger mejor lo que pienso—. Lospensamientos son complejos —meexplica—. Desorganizados. Están tanenredados como una jungla de vides,superpuestos como el sedimento de unbarranco. Tenemos que traducir ydescifrar.

Por los diez infiernos. ¿Qué sabe demí? ¿Todo? ¿Nada?

—¿Por dónde empezar, Laia? Sé queestás dedicada en cuerpo y alma a

encontrar a tu hermano y salvarlo. Séque tus padres eran los líderes máspoderosos que haya tenido laresistencia. Sé que estás enamorándotede un miembro de la resistencia llamadoKeenan, pero que no confías en que élsienta lo mismo por ti. Sé que eres unaespía de la resistencia.

—Pero si sabes que soy una espía…—Lo sé, pero no importa. —Una

tristeza de siglos le enturbia la mirada,como si recordara a alguien muerto hacetiempo—. Otros pensamientos describenmejor quién eres, lo que eres, en lo másprofundo de tu corazón. Por la noche, lasoledad te aplasta, como si el mismocielo se abalanzase sobre ti para

ahogarte en su frío abrazo…—Eso no es… Yo no…Pero Cain no me hace caso; sus ojos

rojos están desenfocados; su voz,rasgada, como si hablara de sus secretosmás íntimos, en lugar de los míos.

—Temes no llegar a tener nunca elvalor de tu madre. Temes que tucobardía signifique el final de tuhermano. Ansías entender por qué tuspadres eligieron a la resistencia antesque a sus propios hijos. Tu corazónquiere a Keenan, pero tu cuerpo seenciende cuando Elias Veturius estácerca. Estás…

—Para —le suplico. Es insoportableque alguien que no soy yo sepa tanto de

mí.—Estás llena, Laia. Llena de vida,

de oscuridad, de fuerza y de energía.Estás en nuestros sueños. Arderás, yaque eres una llama entre cenizas. Es tudestino. Ser espía de la resistencia… esla parte más insignificante de tu persona.No es nada.

Intento encontrar palabras, pero nodoy con ninguna. Está mal que sepa tantode mí y yo no sepa nada de él.

—No hay nada que merezca la penasaber de mí, Laia —dice el augur—.Soy un error, una equivocación. Soyfracaso y maldad, codicia y odio. Soyculpable. Lo somos todos nosotros, losaugures: culpables.

Al percibir mi confusión, suspira.Sus ojos negros buscan los míos, y sudescripción de sí mismo y sus hermanosdesaparece de mi mente como un sueñoal despertar.

—Ya hemos llegado —anuncia.Miro a mi alrededor, insegura.

Frente a mí se extiende una calletranquila con una fila de casas idénticasa ambos lados. ¿El barrio deMercatores? ¿O el de los Extranjeros?No sé decir. Las pocas personas que hayen las calles están demasiado lejos parareconocerlas.

—¿Qué… Qué hacemos aquí?—Si deseas salvar a tu hermano,

tienes que hablar con la resistencia —

responde—. Te he traído hasta ellos. —Señala la calle con la cabeza—.Séptima casa a la derecha. En el sótano.La puerta no está cerrada con llave.

—¿Por qué me ayudas? —lepregunto—. ¿Cuál es el truco…?

—No hay truco, Laia. No puedoresponder a tus preguntas, salvo paradecirte que, por ahora, nuestrosintereses confluyen. Te juro por misangre y por mis huesos que no teengaño. Ahora, date prisa. El tiempo noespera a nadie, y me temo que tienesmuy poco.

A pesar de la tranquilidad de suexpresión, la urgencia que deja traslucirsu voz resulta evidente y aviva mi

propia inquietud. Asiento con la cabezapara darle las gracias mientras pienso enlo extrañas que han sido las últimashoras, y me voy.

Tal como ha predicho el augur, la puertade atrás del sótano de la casa no estácerrada con llave. Doy dos pasosescaleras abajo antes de que la punta deuna cimitarra me pinche el cuello.

—¿Laia?La cimitarra cae y Keenan se acerca

a la luz. Tiene el pelo rojo de punta,formando ángulos extraños, y una vendamal colocada en el brazo, manchada desangre. Está tan pálido que las pecas le

resaltan más que nunca.—¿Cómo nos has encontrado? No

deberías estar aquí, no es seguro.Deprisa —añade volviendo la vistaatrás—. Antes de que Mazen te vea…¡Vete!

—He descubierto una entrada aRisco Negro. Tengo que contárselo. Yhay otra cosa… Un espía…

—No, Laia, no puedes…—¿Quién anda ahí, Keenan?Unas pisadas se nos acercan y,

segundos después, Mazen asoma lacabeza por el hueco de las escaleras.

—Ah, Laia. Nos has encontrado. —El hombre lanza una mirada acusadora aKeenan, como si fuera el culpable—.

Tráela.El tono de su voz me pone el vello

de la nuca de punta, así que meto lamano por la raja del bolsillo de la faldaen busca de la daga que me dio Elias.

—Laia, escúchame —me susurraKeenan mientras me urge a bajar lasescaleras—: diga lo que diga Mazen,yo…

—Vamos —lo corta el otro cuandollegamos al sótano—, que no tengo todoel día.

El sótano es pequeño, hay bastantescajas de mercancías amontonadas en unrincón y una mesa redonda en el centro.Dos hombres se sientan a la mesa; estánserios y tienen la mirada fría: Eran y

Haider.Me pregunto si uno de ellos será el

espía de la comandante.Mazen empuja una silla

desvencijada hacia mí de una patada, asíque la invitación a sentarme resultaobvia. Keenan está justo detrás de mí,cambiando el peso del cuerpo de un pieal otro, como un animal enjaulado.Procuro no mirarlo.

—Bueno, Laia —dice Mazenmientras tomo asiento—, ¿algunainformación para nosotros? Aparte deque el emperador está muerto.

—¿Cómo sabes…?—Porque lo he matado yo. Dime,

¿han nombrado ya al nuevo emperador?

—Sí. —«¿Mazen ha matado alemperador?». Quiero que me cuentemás, pero percibo su impaciencia—.Han nombrado a Marcus. La coronaciónserá mañana.

Mazen intercambia miradas con sushombres y se levanta.

—Eran, envía a los mensajeros.Haider, prepara a los hombres. Keenan,encárgate de la chica.

—¡Espera! —grito, levantándomecomo ellos—. Tengo más… Una entradaa Risco Negro. Por eso he venido, paraque podáis sacar a Darin. Y deberíassaber otra cosa…

Pretendo contarle lo del espía, perono me lo permite.

—No hay ninguna entrada secreta aRisco Negro, Laia. Y, aunque la hubiera,no sería tan estúpido como para atacaruna escuela de máscaras.

—Entonces ¿cómo…?—¿Cómo? —medita—. Buena

pregunta. ¿Cómo te libras de una chicaque entra sin avisar en tu escondite en elmomento menos oportuno afirmando serla hija perdida de la Leona? ¿Cómoapaciguas a una facción esencial de laresistencia cuando insisten,estúpidamente, en que la ayudes a salvara su hermano? ¿Cómo aparentasayudarla cuando, de hecho, no tienes niel tiempo ni los hombres necesariospara hacerlo?

Se me queda la boca seca.—Te diré cómo —prosigue Mazen

—. Le das a la chica una misión de laque no regresará. La envías a RiscoNegro, al hogar de la asesina de suspadres. Le encargas tareas imposibles,como espiar a la mujer más peligrosadel Imperio, como obtener informaciónsobre las Pruebas antes de queempiecen.

—Sabías… sabías que lacomandante había asesinado a…

—No es nada personal, chica. Sanaamenazó con sacar a su gente de laresistencia si no te ayudaba. Llevamucho tiempo buscando una excusa, asíque, cuando apareciste, la tuvo. Pero yo

la necesitaba, tanto a ella como a sushombres, más que nunca. Me he pasadomuchos años reconstruyendo lo que elImperio destrozó cuando mató a tumadre. No podía permitir que lofastidiaras todo.

»Esperaba que la comandante sedeshiciera de ti en cuestión de días,puede que incluso de horas. Perosobreviviste. Cuando me trajisteinformación, información real, en elFestival de la Luna, mis hombres meadvirtieron de que Sana y su facciónconsiderarían el trato satisfecho. Queexigirían liberar a tu hermano de laCentral. El único problema era queacababas de contarme justo lo único que

me impediría dedicar los hombresnecesarios a hacerlo.

Intento recordar.—La llegada del emperador a Serra

—le digo.—Cuando me lo contaste, supe que

necesitaríamos a todos los miembros dela resistencia para poder asesinarlo. Erauna causa mucho más digna que rescatara tu hermano, ¿no crees?

Entonces recuerdo lo que me hadicho la comandante: «Esas ratasacadémicas solo saben lo que quieroque sepan. ¿Qué tramaban la última vezque te reuniste con ellos? ¿Estabanplaneando algo importante?».

Entonces lo entiendo todo y es como

un puñetazo en el estómago. Laresistencia ni siquiera sospecha que hanseguido el juego a la comandante. KerisVeturius quería muerto al emperador. Laresistencia ha asesinado al emperador ya los miembros más importantes de sucasa, Marcus ha ocupado su lugar yahora no habrá guerra civil, no habrá unenfrentamiento entre la gens Taia yRisco Negro.

«¡Idiota! —quiero gritarle—. ¡Hascaído en su trampa!».

—Tenía que contentar a la facciónde Sana —sigue diciendo Mazen—. Ynecesitaba mantenerte lejos de ellos. Asíque te envié a Risco Negro con una tareaaún más imposible: encontrar una

entrada secreta a la fortificación marcialmejor protegida del Imperio, solosuperada por la Prisión de Kauf. Le dijea Sana que la huida de tu hermanodependía de ello… y que no podía darlemás detalles para no poner en peligro lafuga. Entonces les encargué a todos unamisión mucho más importante quecualquier cría y su hermano: unarevolución. —Se inclina hacia delante;le brillan los ojos de pasión—. Escuestión de tiempo que el mundo sepaque Taius ha muerto. Cuando lo haga:caos y agitación. Es lo que estábamosesperando. Ojalá tu madre estuvieraaquí para verlo.

—No hables de mi madre.

La furia hace que me olvide decontarle lo del espía. Se me olvidacontarle que la comandante conocerá sugran plan.

—Ella vivía según el Izzat. Y túestás vendiendo a sus hijos, cabrón.¿También la vendiste a ella?

Mazen rodea una mesa; le palpitauna vena en el cuello.

—Habría seguido a la Leona hasta elcorazón de un incendio —asegura—. Lahabría seguido hasta el infierno. Pero túno eres como tu madre, Laia, sino comotu padre. Y tu padre era débil. En cuantoal Izzat… Eres una niña, no tienes niidea de lo que significa.

Se me altera la respiración, tengo

que agarrarme con una mano temblorosaa la mesa para no caerme. Miro aKeenan, que se niega a devolverme lamirada. «Traidor». ¿Sabría desde elprincipio que Mazen no pretendíaayudarme? ¿Se ha limitado aobservarme y a reírse de esta niñitatonta y sus misiones imposibles?

La cocinera tenía razón desde elprincipio. No debería haber confiado enMazen. No debería haber confiado enninguno de ellos. Darin fue más listo.Quería cambiar las cosas, pero eraconsciente de que no podía ser con losrebeldes. Se había dado cuenta de queno eran merecedores de su confianza.

—Mi hermano —le digo a Mazen—.

No está en Bekkar, ¿no? ¿Sigue vivo?—A donde los marciales se han

llevado a tu hermano, nadie puedeseguirlo —responde, y suspira—.Ríndete, chica. No puedes salvarlo.

Las lágrimas amenazan conderramarse, pero las contengo.

—Tú dime dónde está —insisto,intentando hablar con un tono razonable—. ¿Está en la ciudad? ¿En la Central?Lo sabes. Dímelo.

—Keenan, deshazte de ella —leordena Mazen—. En otra parte —añade,como si se le ocurriera en el últimomomento—. En este barrio, loscadáveres llaman la atención.

Me siento como ha debido de

sentirse Elias hace un momento:traicionada, desconsolada. El miedo y elpánico amenazan con estrangularme; loscontengo y los hago a un lado.

Keenan intenta cogerme del brazo,pero lo esquivo y saco la daga de Elias.Los hombres de Mazen corren a por mí,pero estoy más cerca que ellos y ellosno son lo bastante rápidos. En uninstante tengo la hoja apoyada en elcuello del jefe de la resistencia.

—¡Retroceded! —ordena a losrebeldes.

Ellos bajan las armas aregañadientes. El pulso me late en losoídos y, ahora mismo, no siento miedo,solo rabia por todo lo que Mazen me ha

hecho pasar.—Dime dónde está mi hermano,

mentiroso hijo de puta. —Como Mazenno contesta, empujo un poco la daga, quetraza una fina línea de sangre—. Dímelosi no quieres que te corte el cuello ahoramismo.

—Te lo diré —contesta con vozronca—. Total, para lo que te va aservir… Está en Kauf, chica. Loenviaron allí el día después del Festivalde la Luna.

Kauf. Kauf. Kauf. Me obligo acreerlo, a aceptarlo. Kauf, dondetorturaron y ejecutaron a mis padres y ami hermana. Kauf, adonde solo envían alos peores delincuentes. A sufrir, a

pudrirse, a morir.«Se acabó», me doy cuenta. Nada de

lo que he sufrido, ni los azotes, ni lacicatriz, ni las palizas, ha servido paranada. La resistencia me matará. Darinmorirá en la cárcel. No puedo hacernada para cambiarlo.

Sigo con el cuchillo apretado contrael cuello de Mazen.

—Pagarás por esto —le digo—. Telo juro por los cielos, por las estrellas:lo pagarás.

—Lo dudo mucho, Laia.Mira un instante por encima de mi

hombro y me vuelvo, pero es demasiadotarde. Capto un relámpago de pelo rojoy ojos castaños antes de que el dolor me

estalle en la sien y me suma en laoscuridad.

Cuando recupero la consciencia, loprimero que siento es alivio alcomprobar que no estoy muerta.Después, una rabia pura y abrasadora alenfocar la vista y encontrarme con elrostro de Keenan. «¡Traidor!¡Embustero! ¡Mentiroso!».

—Gracias a los cielos —dice—.Creía que te había golpeado demasiadofuerte. No…, espera…

Estoy intentando coger mi daga. Concada segundo que pasa recupero más lalucidez y, por tanto, crece mi instinto

homicida.—No voy a hacerte daño, Laia. Por

favor, escúchame…La daga ha desaparecido; miro a mi

alrededor, desesperada. Va a matarmeahora. Estamos en una especie decobertizo grande; la luz del sol se filtrapor las grietas entre los tablones demadera retorcidos y hay una jungla deherramientas de jardinería apoyada enlas paredes.

Si escapo de él, puedo escondermeen la ciudad. La comandante cree queestoy muerta, así que, si consigoquitarme los grilletes de esclava, quizálogre salir de Serra. Pero ¿después qué?¿Regreso a Risco Negro a por Izzi para

evitar que la comandante la torture?¿Intento ayudar a Elias? ¿Intento llegarhasta Kauf y sacar a Darin? La cárcelestá a más de mil quinientos kilómetrosde distancia. No tengo ni idea de cómollegar. No cuento con habilidades parasobrevivir en un país repleto depatrullas marciales. Si, por algúnmilagro, consigo llegar, ¿cómo entro?¿Cómo salgo? Puede que Darin estémuerto para entonces. Puede que ya estémuerto.

«No está muerto. Si lo estuviera, losabría».

Todo esto se me pasa por la cabezaen un instante. Me pongo en pie de unsalto y me abalanzo sobre un rastrillo:

ahora mismo lo más importante es queme aleje de Keenan.

—Laia, no. —Me sujeta los brazos yme los pega a los costados—. No voy amatarte —me dice—. Lo juro.Escúchame.

Me quedo mirando sus ojos oscuros,odiándome por lo débil y estúpida queme siento.

—Lo sabías, Keenan. Sabías queMazen no pretendía ayudarme. Y medijiste que mi hermano estaba en lasceldas para condenados a muerte. Meutilizaste…

—No lo sabía…—Si no lo sabías, ¿por qué me has

dejado inconsciente en ese sótano? ¿Por

qué no has dicho nada cuando Mazen teha ordenado matarme?

—De no haberle seguido el juego, tehabría asesinado él mismo. —Lo que mehace escucharlo es la angustia quereflejan sus ojos. Por una vez, no ocultanada—. Mazen ha encerrado a todos losque se le han opuesto. Dice que losconfina por su propio bien. Sana estábajo vigilancia las veinticuatro horas.No podía permitir que hiciera lo mismoconmigo, no si quería ayudarte.

—¿Sabías que habían enviado aDarin a Kauf?

—Ninguno lo sabía. Mazen lo teníatodo bajo siete candados. No nospermitía oír los informes de sus espías

en la prisión. No nos daba detallessobre su plan para sacar a Darin. Meordenó que te contara que tu hermanoestaba en las celdas para condenados…Puede que con la esperanza deprovocarte para que te arriesgaras másde la cuenta y te mataran. —Keenan mesuelta—. Confiaba en él, Laia. Lleva unadécada dirigiendo la resistencia. Suvisión, su dedicación… son lo único quenos ha mantenido unidos.

—Solo porque sea un buen líder nosignifica que sea una buena persona. Temintió.

—Y soy idiota por no darme cuenta.Sana sospechaba que no nos contaba laverdad. Cuando se percató de que tú y

yo éramos… amigos, me habló de sussospechas. Yo estaba seguro de que seequivocaba, pero entonces, en esaúltima reunión, Mazen dijo que tuhermano estaba en Bekkar. Y no teníasentido, porque Bekkar es una prisiónminúscula. Si tu hermano estuviera allí,hace siglos que habríamos sobornado aalguien para sacarlo. No sé por qué lodijo. Puede que pensara que no me daríacuenta. Puede que sintiera pánico al verque no creerías en su palabra. —Keenanme limpia una lágrima de la cara—. Leconté a Sana lo que había dicho Mazende Bekkar, pero nos disponíamos aatacar al emperador aquella noche. Nose enfrentó a Mazen hasta después y me

obligó a quedarme al margen. Y menosmal. Ella creía que su facción laseguiría, pero la abandonaron cuandoMazen los convenció de que era unobstáculo para la revolución.

—La revolución no funcionará. Lacomandante sabía desde el principio quesoy una espía. Sabía que la resistenciaiba a atacar al emperador. Alguien lainforma desde la resistencia.

Keenan se queda pálido.—Sabía que el ataque al emperador

había resultado demasiado fácil. Intentédecírselo a Mazen, pero no lo aceptaba.Y, todo este tiempo, la comandantedeseaba que atacáramos. Quería quitarsea Taius de en medio.

—Estará lista para la revolución deMazen, Keenan. Aplastará a laresistencia.

Keenan rebusca en sus bolsillos.—Tengo que sacar a Sana. Tengo

que contarle lo del espía. Si ellaconsigue llegar hasta Tariq y los demáslíderes de su facción, quizá sea capaz dedetenerlos antes de que caigan en unatrampa. Pero primero… —Saca unpequeño paquete de papel y un cuadradode cuero, y me los entrega—. Ácido,para romper los grilletes.

Me explica cómo usarlo y me obligaa repetirle dos veces las instrucciones.

—No cometas errores con esto…Apenas hay lo suficiente. Cuesta mucho

encontrarlo. Procura pasardesapercibida esta noche. Mañana porla mañana, a las cuatro, ve a los muellesdel río. Busca una galera llamada GatoMalo. Diles que tienes un cargamento degemas para los joyeros de Silas. Noañadas tu nombre, ni el mío, nada. Teesconderán en la bodega. Irás río arribahasta Silas, es un viaje de unas tressemanas. Me reuniré contigo allí. Ydecidiremos qué hacer con lo de Darin.

—Morirá en Kauf, Keenan. Puedeque ni siquiera sobreviva al viaje deida.

—Sobrevivirá. Los marciales sabencómo mantener viva a la gente, si lesconviene. Y a Kauf llevan a los

prisioneros a sufrir, no a morir. Lamayoría resiste unos cuantos meses;algunos, años.

«Mientras hay vida, hay esperanza»,solía decir mi abuela. Mi esperanzarenace, es una vela en la oscuridad.Keenan me sacará de aquí. Me va asalvar de Risco Negro. Me va a ayudara salvar a Darin.

—Mi amiga Izzi. Ella me haayudado, pero la comandante sabe quehablamos. Tengo que salvarla. Me juréque lo haría.

—Lo siento, Laia. Puedo sacarte a ti,pero a nadie más.

—Gracias —susurro—. Por favor,considera tu deuda con mi padre

pagada…—¿Crees que lo hago por él? ¿Por

su recuerdo?Keenan se inclina sobre mí. Su

mirada es tan intensa que sus ojos sonprácticamente negros. Acerca tanto elrostro que noto su aliento contra lamejilla.

—Quizá empezara así —siguediciendo—, pero no. Ya no. Tú y yo,Laia, somos iguales. Por primera vezdesde que tengo uso de razón, no mesiento solo. Por ti. No puedo… Nopuedo dejar de pensar en ti. Heintentado no hacerlo. He intentadoapartarte…

La mano de Keenan me recorre muy

despacio los brazos hasta llegar a micara. Su otra mano sigue la curva de micadera. Me echa el pelo atrás en buscade mi rostro, como si se le hubieraperdido algo en él.

De repente, me empuja contra lapared, con una mano apoyada en la partebaja de mi espalda. Me besa… Es unbeso hambriento, de deseo inexorable.Un beso que lleva días encerrado,acosándome, impaciente, esperando suliberación.

Por un momento, me quedoparalizada mientras el rostro de Elias yla voz del augur me dan vueltas por lacabeza: «Tu corazón quiere a Keenan,pero tu cuerpo se enciende cuando Elias

Veturius está cerca». Alejo esaspalabras. «Quiero esto. Quiero aKeenan. Y él me quiere a mí». Intentodejarme llevar por las sensaciones quedespiertan su mano enredada en la mía,la seda de su cabello entre mis dedos…Pero no dejo de ver a Elias en mi cabezay, cuando Keenan se aparta, no logromirarlo a los ojos.

—Vas a necesitar esto —me dice,entregándome la daga de Elias—. Tebuscaré en Silas. Encontraré el modo dellegar hasta Darin. Me encargaré detodo, te lo prometo.

Me obligo a asentir con la cabezamientras me pregunto por qué meinquietan tanto sus palabras. Unos

segundos después sale por la puerta delcobertizo y yo me quedo mirando elpaquete de ácido que me ha dado.

Mi futuro, mi libertad, todo en unpaquetito que me liberará de misataduras.

¿Qué le ha costado a Keenan estesobre? ¿Y el pasaje en el barco? Y, unavez que Mazen se entere de que suanterior lugarteniente lo ha traicionado,¿qué le costará eso a Keenan?

Solo quiere ayudarme. Pero no meconsuelan sus palabras: «Te buscaré enSilas. Encontraré el modo de llegarhasta Darin. Me encargaré de todo, te loprometo».

Antes me habría parecido perfecto.

Habría querido a alguien que me dijeraqué hacer, que lo arreglara todo. Anteshabría querido que me salvaran.

Pero ¿qué he conseguido con eso?Traición. Fracaso. No basta con esperarque Keenan obtenga todas lasrespuestas, no cuando pienso en Izzi, queen estos momentos podría estarsufriendo a manos de la comandante porelegir la amistad antes que el instinto desupervivencia. No cuando pienso enElias, que entregó su vida por la mía.

De repente, el cobertizo me asfixia,hace calor y las paredes me oprimen, asíque camino hasta la puerta y salgo. Enmi cabeza empieza a formarse un plan,indefinido, disparatado y lo bastante

demencial como para que funcione.Recorro la ciudad, cruzo la plaza de lasEjecuciones, dejo atrás los muelles yentro en el barrio de las Armas. Endirección a las forjas.

Tengo que encontrar a SpiroTeluman.

XLVI

Elias

Pasan las horas. O puede que los días.No tengo forma de saberlo. Lascampanas de Risco Negro no atraviesanlos muros de la mazmorra. Ni siquieraoigo los tambores. Los muros de granitode mi celda sin ventanas tienen treintacentímetros de grosor; los barrotes de

hierro, cinco. No hay guardias, no hacenfalta.

Qué extraño haber sobrevivido a losGrandes Páramos, haber luchado contracriaturas sobrenaturales, haber caído tanbajo como para asesinar a mis amigos…Todo para morir ahora, encadenado,todavía con la máscara, sin nombre,tachado de traidor. Caído endesgracia… Un bastardo no deseado, unfracaso de nieto, un asesino. Nadie. Unhombre cuya vida no significa nada.

Qué estúpido por haber albergado laesperanza de que, a pesar de haber sidocriado para la violencia, sería capaz delibrarme de ella. Después de años deazotes, abusos y sangre, no sé cómo he

sido tan tonto. No debería haberescuchado a Cain. Debería haberdesertado de Risco Negro cuando tuvela oportunidad. Puede que ahoraestuviera perdido y fuera perseguido,pero al menos Laia estaría viva. Almenos Demetrius, Leander y Tristasestarían vivos.

Ya es demasiado tarde. Laia estámuerta. Marcus es emperador. Helene essu verdugo de sangre. Y pronto estarémuerto. «Perdido como una hoja llevadapor el viento».

Saberlo es como un demonio que nodeja de roerme la mente. ¿Cómo haocurrido esto? ¿Cómo puede Marcus, elloco y depravado Marcus, ser el

gobernante supremo de este Imperio?Veo a Cain proclamándolo emperador,veo a Helene arrodillada ante él,jurando honrarlo como su señor, y megolpeo la cabeza contra los barrotes enun vano intento por quitarme esasimágenes de la cabeza.

«Él tuvo éxito y tú fracasaste. Éldemostró ser fuerte, mientras que túdemostraste ser débil».

¿Debería haber matado a Laia? Dehaberlo hecho, ahora sería emperador.Al final ha muerto de todos modos. Doyvueltas por mi celda. Cinco pasos haciaun lado, seis hacia el otro. Ojalá nuncahubiera subido a Laia por los riscosdespués de que mi madre la marcara.

Ojalá no hubiera bailado nunca con ella,ni hablado con ella; ojalá ni la hubieravisto. Ojalá no hubiera permitido que miobsesionado cerebro masculino sedeleitara con todo lo que era Laia. Esofue lo que llamó la atención de losaugures, lo que hizo que la eligierancomo el premio de la tercera prueba y lavíctima de la cuarta. Si está muerta, esporque yo la señalé.

Así acaba lo de salvar mi alma.Me río, y la risa arranca ecos de la

mazmorra, como si fuera cristalhaciéndose añicos. ¿Qué creía quepasaría? Cain lo dejó bastante claro: elque matara a la chica, ganaría la prueba.Simplemente me negué a creer que el

gobierno del Imperio pudiera reducirsea algo tan brutal. «Eres muy ingenuo,Elias. Eres idiota». Recuerdo laspalabras que Helene me ha dicho haceunas horas.

«No podría estar más de acuerdocontigo, Hel».

Intento descansar, pero me sumo enel sueño del campo de muerte. Leander,Ennis, Demetrius, Laia… Cadáveres portodas partes, muerte por todas partes.Los ojos de mis víctimas están abiertosy me miran, y el sueño es tan real quehuelo la sangre. Durante un buen ratocreo estar muerto, creo estar en algunode los círculos del infierno.

Horas o minutos después, me

despierto de golpe. Sé de inmediato queno estoy solo.

—¿Pesadilla?Mi madre está al otro lado de los

barrotes de mi celda. Me preguntocuánto tiempo lleva observándome.

—Yo también las sufro —añade altiempo que se lleva la mano al tatuajedel cuello.

—Tu tatuaje.Llevo años queriendo preguntarle

por esas espirales azules y, como voy amorir de todos modos, supongo que notengo nada que perder.

—¿Qué es? —pregunto.No espero que responda, pero, para

mi sorpresa, se desabrocha la chaqueta

del uniforme y se levanta la camisa quelleva debajo para enseñarme un trozo depiel pálida. Las marcas que confundícon dibujos son, en realidad, letras quese enroscan por su torso como unaserpiente de belladona: SIEMPRE VICTO.

Arqueo una ceja; no esperaba queKeris Veturia llevara el lema de su casacon tanto orgullo, y menos teniendo encuenta su historia con el abuelo. Algunasde las letras son más nuevas que otras.La primera está desdibujada, como si sela hubiera hecho hace años. La T, porotro lado, parece tener pocos días.

—¿Te quedaste sin tinta? —lepregunto.

—Algo así.

No le pregunto nada más al respecto,ya me ha dicho todo lo que piensadecirme. Nos quedamos mirándonos, ensilencio. Me pregunto en qué pensará.Se supone que los máscaras son capacesde interpretar a la gente, decomprenderla mediante la observación.Con tan solo mirar con atención a undesconocido durante unos segundos, sési está nervioso, si tiene miedo o si essincero o no. Pero mi madre es unmisterio para mí; su rostro es tan remotoy está tan muerto como una estrella.

Las preguntas vuelven a surgir,preguntas que creía que ya no meimportaban. ¿Quién es mi padre? ¿Porqué me abandonaste y me diste por

muerto? ¿Por qué no me querías?Demasiado tarde ya para hacerlas.Demasiado tarde ya para que lasrespuestas signifiquen algo.

—En cuanto supe de tu existencia, teodié —me dice en voz baja.

Aunque no deseo hacerlo, levanto lavista. No sé nada sobre mi concepciónni sobre mi nacimiento. Mamie Rila solome contó que, si no me hubieranencontrado las tribus en el desierto,habría muerto. Mi madre se aferra a losbarrotes de mi celda. Sus manos sonmuy pequeñas.

—Intenté sacarte de mí —continúa—. Utilicé veneno de vida, maderanocturna y una docena de hierbas más.

Nada funcionó. Seguiste creciendo,minando mi salud. Me pasé variosmeses enferma, pero conseguí que micomandante me enviara en una misión ensolitario, a perseguir a rebeldes tribales.Así que nadie se enteró. Nadie sospechónada.

»Crecías cada vez más. Te hicistetan grande que no podía montar acaballo ni blandir una espada. No podíadormir. No podía hacer nada más queesperar a que nacieras para matarte yacabar con el problema.

Apoya la cabeza en los barrotes,aunque sus ojos no se apartan de losmíos.

—Encontré a una comadrona tribal.

Después de asistir a unas cuantasdocenas de partos con ella y aprender loque necesitaba, la envenené.

»Entonces, una mañana de invierno,empezaron los dolores. Todo estabapreparado. Una cueva. Una fogata. Aguacaliente, toallas y paños. No teníamiedo. Conocía bien el sufrimiento y lasangre. La soledad era una vieja amiga.La ira…, eso es lo que utilicé paraaguantar.

»Horas después, cuando saliste, noquería ni tocarte. —Suelta los barrotes yse pone a dar vueltas frente a mi celda—. Necesitaba ocuparme de mí,asegurarme de que no había infección nipeligro. No iba a permitir que el hijo me

matara después de que fracasara elpadre.

»Pero fui víctima de un momento dedebilidad, de alguna ancestralinclinación animal. Me puse a limpiartela cara y la boca. Vi que tenías los ojosabiertos. Y eran mis ojos.

»No lloraste. De haberlo hecho,habría resultado más fácil. Te habríaroto el cuello como si no fuera más queel cuello de un pollo o de un académico.Pero te envolví, te sostuve, te alimenté.Te coloqué en el hueco de mi brazo y teobservé dormir. Ya era noche profunda,esa hora de la noche en la que nadaparece real. La hora de la noche en laque todo parece un sueño.

»Un día después, al alba, cuando fuicapaz de caminar, me monté en elcaballo y te llevé al campamento tribalmás cercano. Los vigilé un buen ratohasta que vi a una mujer que me gustó.La observé coger niños como si fueransacos de grano, y llevaba un gran paloconsigo a todas partes. Y, aunque erajoven, no parecía tener hijos propios.

Mamie Rila.—Esperé a la noche y te abandoné

en su tienda, en su cama. Después mealejé a caballo. Pero, al cabo de unashoras, regresé. Tenía que encontrarte ymatarte. Nadie podía saber de tuexistencia. Eras un error, un símbolo demi fracaso.

»Cuando regresé, la caravana ya sehabía marchado. Peor aún, se habíadividido. Estaba débil y agotada, y notenía modo de rastrearte. Así que te dejéir. Ya había cometido un error, ¿por quéno otro más?

»Entonces, seis años después, losaugures te trajeron a Risco Negro. Mipadre me ordenó que regresara de lamisión en la que estaba. Ah, Elias…

Me sobresalto. Nunca habíapronunciado mi nombre.

—Deberías haber oído las cosas queme dijo: «Puta. Ramera. Golfa. ¿Quédirán nuestros enemigos? ¿Nuestrosaliados?». Al final, nadie dijo nada. Élse aseguró de ello.

»Cuando sobreviviste a tu primeraño en la escuela, cuando tu abuelo viosu fuerza en ti, ya no habló de otra cosa.Después de años de decepciones, elgran Quin Veturius tenía un heredero delque sentirse orgulloso. ¿Sabías, “hijo”,que yo fui la mejor alumna que estaescuela había tenido en una generación?¿La más rápida? ¿La más fuerte?Después de irme, capturé a más escoriade la resistencia que el resto de mi clasejunto. Incluso acabé con la Leona. Nadade eso bastó para mi padre. Hasta quenaciste tú. Y, después de eso, le importóaún menos. Cuando llegó el momento denombrar heredero, ni siquiera se le pasópor la cabeza elegirme a mí. Te nombró

a ti. A un bastardo. A un error.»Lo odié por ello. Y a ti, por

supuesto. Pero más que a vosotros dos,me odié a mí misma. Por ser tan débil.Por no matarte cuando tuve laoportunidad. Me juré no volver acometer un error similar.

Regresa a los barrotes y me clava lamirada.

—Sé lo que se te pasa por la cabeza—dice—. Remordimiento. Rabia. Lorevives en tu cabeza y te imaginasmatando a esa académica, igual que yome imaginaba matándote a ti. Elremordimiento te pesa como plomo en lasangre. ¡Ojalá lo hubiera hecho! ¡Ojaláhubiera tenido la fuerza necesaria! Un

error y pierdes la vida. ¿No es así? ¿Noes una tortura?

Siento una extraña mezcla de asco ycompasión por ella al darme cuenta deque es lo más cerca que estará nunca decrear un vínculo conmigo. Toma misilencio por aceptación. Por primera y,probablemente, última vez en mi vida,veo algo remotamente similar a latristeza en su mirada.

—Es una verdad dura, pero no hayvuelta atrás. Morirás mañana. Nada loevitará. Ni tú, ni yo, ni siquiera miindomable padre, aunque lo haintentado. Consuélate pensando que tumuerte traerá la paz a tu madre. Que lasensación de fracaso que lleva veinte

años persiguiéndome por findesaparecerá. Seré libre.

Por unos segundos soy incapaz dedecir nada. ¿Eso es todo? Voy a morir,¿y lo único que está dispuesta a decir eslo que yo ya sabía? ¿Que me odia? ¿Quesoy el mayor error de su vida?

No, eso no es cierto: me haconfesado que una vez fue humana. Quesintió compasión. Que no me abandonó ala intemperie, como me habían contado.Cuando me dejó con Mamie Rila,intentaba darme una vida.

Sin embargo, cuando ese brevemomento de compasión se desvaneció,cuando se arrepintió de su humanidad enfavor de sus deseos, se convirtió en lo

que es ahora: un ser sin sentimientos,insensible; un monstruo.

—Si me arrepiento de algo es de nohaber estado dispuesto a morir antes —respondo—. De no haber estadodispuesto a cortarme el cuello en latercera prueba, en lugar de matar a unoshombres a los que conocía desde hacíaaños. —Me levanto y me acerco a ella—. No me arrepiento de no habermatado a Laia. Nunca me arrepentiré deeso.

Pienso en lo que me dijo Cain lanoche que estuvimos juntos en laatalaya, contemplando las dunas:«Tienes la oportunidad de ser libre deverdad, en cuerpo y alma».

Y, de repente, no me siento niaturdido ni derrotado. De esto, de estoes de lo que hablaba Cain: de ser librepara enfrentarme a la muerte sabiendoque sucede por las razones correctas. Deser libre para conservar mi alma. De serlibre para salvaguardar una pequeñaparte de bondad negándome aconvertirme en mi madre, muriendo poralgo por lo que merece la pena morir.

—No sé qué te ocurrió —le digo—.No sé quién era mi padre ni por qué loodias tanto. Pero sé que mi muerte no teliberará ni te dará la paz. No eres tú laque me mata, sino que soy yo el queelige morir. Porque prefiero morir antesque convertirme en ti. Prefiero morir

antes que vivir sin compasión, sin honory sin alma.

Me agarro a los barrotes y la miro alos ojos. Por un segundo veo en ellosconfusión, una grieta brevísima en suarmadura. Después, su mirada se vuelvede acero. Da igual. En estos momentossolo siento lástima por ella.

—Mañana seré yo el que consiga lalibertad, no tú.

Suelto los barrotes y retrocedo haciael fondo de la celda. Después medeslizo hasta el suelo y cierro los ojos.No veo su rostro cuando se marcha. Nola oigo. No me importa.

«El golpe de gracia es miliberación».

La muerte viene a por mí. La muerteya casi ha llegado.

Estoy listo para ella.

XLVII

Laia

Me quedo en la puerta abierta, viendotrabajar a Teluman unos cuantos minutosantes de reunir el valor suficiente paraentrar en su taller. Está dándolemartillazos cuidadosos y controlados aun trozo de metal caliente, y sus brazosde vivos tatuajes sudan por el esfuerzo.

—Darin está en Kauf.Se detiene antes de dejar caer el

martillo. Curiosamente, la alarma queadvierto en su mirada me resultareconfortante. Al menos hay otrapersona en el mundo a la que lepreocupa tanto como a mí el destino demi hermano.

—Lo enviaron allí hace diez días —sigo diciendo—. Justo después delFestival de la Luna. —Levanto lasmuñecas, todavía con grilletes—. Tengoque ir a por él.

Contengo el aliento mientras él se lopiensa. Que Teluman me ayude es elprimer paso de un plan que depende casiexclusivamente de que otras personas

hagan lo que les pido.—Cierra con llave —me pide.Tarda casi tres horas en romper los

grilletes, y se pasa casi todo ese tiemposin decir nada, salvo para preguntarmede vez en cuando si necesito algo.Cuando me libero de los grilletes, meofrece una pomada para las rozaduras delas muñecas y después desaparece en lahabitación trasera. Un momento despuéssale con una cimitarra que tiene unadecoración exquisita, la misma hoja queblandió para ahuyentar a los guls el díaque lo conocí.

—Es la primera espada Teluman deverdad que hice con Darin —me explica—. Llévasela. Cuando lo liberes, le

dices que Spiro Teluman lo estaráesperando en las Tierras Libres. Dileque tenemos trabajo que hacer.

—Tengo miedo —susurro—. Temofracasar. Temo que mi hermano muera.

El miedo me atraviesa como unaflecha, como si, al hablar de él, lehubiera insuflado vida. Las sombras sereúnen y agrupan junto a la puerta: guls.

«Laia —dicen—. Laia».—El miedo solo es tu enemigo si se

lo permites.Teluman me entrega la espada de

Darin y señala con la cabeza a los guls.Me vuelvo y, mientras Teluman habla,avanzo hacia ellos.

—El exceso de miedo te paraliza —

dice. Los guls todavía no se arredran.Alzo la cimitarra—. La falta de miedo tevuelve arrogante.

Ataco al gul más cercano. Lacriatura sisea y se escabulle por debajode la puerta. Algunos de sus compañerosretroceden, pero otros se abalanzansobre mí. Me obligo a mantenermefirme, a enfrentarme a ellos con el filode la espada. Unos instantes después,los que han sido lo bastante valientescomo para quedarse acaban huyendoentre siseos iracundos. Me vuelvo haciaTeluman. Él me mira a los ojos.

—El miedo puede ser bueno, Laia.Puede mantenerte con vida. Pero nopermitas que te controle. No permitas

que siembre la duda en tu interior.Cuando el miedo tome el control,procura utilizar la única arma lobastante poderosa e indestructible comopara doblegarlo: tu espíritu. Tu corazón.

Cuando salgo de la herrería con lacimitarra de Darin oculta bajo la falda,el cielo ya ha oscurecido. Los pelotonesmarciales patrullan las calles pordoquier, pero los esquivo fácilmente conmi vestido negro; me fundo con la nochecual espectro.

Mientras camino, recuerdo cómointentó defenderme Darin del máscaradurante la redada, incluso cuando elhombre le dio la oportunidad de huir.Me imagino a Izzi, pequeña y asustada,

aunque decidida a ser mi amiga, a pesarde que sabía bien cuál sería el precio. Ypienso en Elias, que ya podría estar avarios kilómetros de Risco Negro, libre,como siempre había querido, de haberpermitido que Aquilla me matara.

Darin, Izzi y Elias me pusieron a mípor delante. Nadie les obligó a hacerlo.Lo hicieron porque sentían que era locorrecto. Porque, sepan o no lo que esIzzat, ese es el código por el que serigen. Porque son valientes.

«Ahora me toca a mí», dice una vozen mi cabeza. Ya no son las palabras deDarin, sino las mías. Esa voz siempre hasido la mía. «Ahora me toca a mí vivirsegún el código del Izzat». Mazen dijo

que yo no sabía lo que era eso. Sinembargo, lo entiendo mejor de lo que éllo entenderá nunca.

Cuando por fin termino de recorrerel traicionero camino oculto y llegohasta el patio de la comandante, laescuela está tranquila y en silencio. Laslámparas del estudio de la comandanteestán encendidas y oigo voces que salenpor la ventana abierta, demasiadolejanas para distinguirlas. Eso me vienebien: ni siquiera la comandante puedeestar en dos sitios a la vez.

Los alojamientos de los esclavosestán a oscuras, salvo por una luz. Oigosollozos ahogados. Gracias a los cielos:la comandante todavía no se la ha

llevado para interrogarla. Me asomo ala cortina de su cuarto. No está sola.

—Izzi. Cocinera.Están las dos sentadas en el catre, la

cocinera con un brazo rodeando a Izzi.Cuando hablo, levantan la cabeza degolpe y se les queda el rostro pálido,como a quien ve a un fantasma. Lacocinera tiene los ojos rojos, la caramojada y, al verme, deja escapar ungrito. Izzi se abalanza sobre mí y meabraza con tanta fuerza que temo que merompa una costilla.

—¿Por qué, chica? —pregunta lacocinera, que se limpia las lágrimas casicon enfado—. ¿Por qué regresas?Podrías haber huido. Todos te creen

muerta. Aquí no hay nada para ti.—Pero sí que lo hay.Les cuento a la cocinera y a Izzi lo

que ha sucedido desde esta mañana. Lescuento la verdad sobre Spiro Teluman yDarin, y sobre lo que los dos intentabanhacer. Les hablo de la traición deMazen. Y, después, les cuento mi plan.

Cuando termino, guardan silencio.Izzi juguetea con el parche del ojo. Unaparte de mí desea sujetarla por loshombros y suplicarle ayuda, pero nopuedo obligarla a hacerlo. Tiene que serdecisión suya. Decisión de la cocinera.

—No lo sé, Laia —dice Izzisacudiendo la cabeza—. Es peligroso…

—Lo sé. Os estoy pidiendo mucho.

Si la comandante nos sorprende…—A pesar de lo que creas, chica —

dice la cocinera—, la comandante no estodopoderosa. En primer lugar, te hasubestimado. No ha sabido interpretar aSpiro Teluman… Según ella, como es unhombre, solo es capaz de demostrar losapetitos más básicos de un hombre. Note ha relacionado con tus padres.Comete errores, como todos. La únicadiferencia estriba en que ella no cometedos veces el mismo error. No lo olvidesy quizá consigas ser más lista que ella.

La anciana se queda pensando unmomento.

—Puedo conseguir lo quenecesitamos en la armería de la escuela.

Está bien aprovisionada.Se levanta y, cuando Izzi y yo la

miramos, arquea las cejas.—Bueno, no os quedéis ahí sentadas

como nudos en un tronco. —Me da unapatada, y yo dejo escapar un chillido—.Moveos.

Unas horas después, me despierto y meencuentro con la mano de la cocinera enel hombro. Se agacha a mi lado; apenasse le ve el rostro en la penumbra previaal alba.

—Levanta, chica.Pienso en otro amanecer, en el

amanecer en que mataron a mis abuelos

y se llevaron a mi hermano. Aquel díacreí que se acababa mi mundo. En ciertomodo, así fue. Ahora ha llegado elmomento de rehacerlo, de rehacer mifinal. Me llevo la mano al brazalete:esta vez no vacilaré.

La cocinera se deja caer en el suelo,contra la entrada de mi cuarto, mientrasse restriega los ojos con la mano. Llevadespierta casi toda la noche, como yo.No quería dormirme en absoluto, pero alfinal ella ha insistido.

«Sin descanso, no hay cerebro —meha dicho cuando me ha obligado ameterme en el catre hace justo una hora—. Y vas a necesitar todo tu cerebro siquieres salir con vida de Serra».

Con manos temblorosas, me pongolas botas de combate y el uniforme queIzzi ha birlado de los armarios desuministros de la escuela. Me cuelgo lacimitarra de Darin del cinturón que meha conseguido la cocinera y me pongo lafalda encima. La daga de Elias sigue enla funda que llevo al muslo. El brazaletede mi madre queda escondido debajo deuna túnica suelta de manga larga.Primero pienso en ponerme un pañuelopara tapar la marca de la comandante,pero al final me arrepiento. Aunqueantes odiaba ver la cicatriz, ahora lacontemplo con una especie de orgullo.Como dijo Keenan, significa que hesobrevivido a ella.

Bajo la túnica, colgado en diagonalsobre el pecho, llevo un morral de suavecuero lleno de pan ácimo, frutos secos yfruta envuelta en papel encerado,además de una cantimplora con agua. Enotro paquete hay gasas, hierbas y aceitescurativos. Meto la capa de Elias encimade todo.

—¿Izzi? —le pregunto a la cocinera,que me observa en silencio desde lapuerta.

—En camino.—¿No vas a cambiar de idea?

¿Sigues sin querer venir?Su silencio es la respuesta. La miro

a los ojos, que son azules, distantes yfamiliares, todo a la vez. Tengo tantas

preguntas que hacerle… ¿Cómo sellama? ¿Qué le pasó con la resistenciaque fuera tan horrible que ni siquiera escapaz de hablar de ella sin tartamudear ysufrir convulsiones? ¿Por qué odia tantoa mi madre? ¿Quién es esta mujer queresulta aún más hermética que lacomandante? Si no se lo pregunto ahora,nunca conoceré las respuestas. Despuésde esto, dudo que vuelva a verla.

—Cocinera…—No.La palabra, aunque pronunciada en

voz baja, es como una puerta que se mecierra en las narices.

—¿Estás lista? —pregunta.Suenan las campanas. Dentro de dos

horas oiremos los tambores del alba.—Da igual que lo esté o no —

contesto—. Ha llegado la hora.

XLVIII

Elias

Cuando retumba la puerta de lamazmorra, se me pone la carne degallina y sé, antes de abrir los ojos,quién me escoltará hasta el patíbulo.

—Buenos días, Serpiente —losaludo.

—Levanta, bastardo —dice Marcus

—. Ya casi ha amanecido y tienes unacita.

Detrás de él marchan cuatromáscaras a los que no conozco y unpelotón de legionarios. Marcus me miracomo si yo fuera una cucaracha, pero,curiosamente, no me importa. Hedisfrutado de un sueño profundo, sinpesadillas, y me levanto lánguidamente,desperezándome, mientras miro a laSerpiente a los ojos.

—Encadenadlo —ordena Marcus.—¿El gran emperador no tiene cosas

más importantes que hacer que escoltara un simple criminal hasta el patíbulo?—pregunto. Los guardias me colocanuna argolla de hierro en el cuello y me

atan las piernas—. ¿No deberías estarpor ahí, asustando niños o matando a tufamilia?

A Marcus se le oscurece el rostro,pero no muerde el anzuelo.

—No me perdería esto por nada delmundo. —Le brillan los ojos—. Habríablandido el hacha yo mismo, pero lacomandante pensó que no era apropiado.Además, prefiero ver cómo lo hace miverdugo de sangre.

Tardo un momento en darme cuentade que pretende que me mate Helene.Me está observando, a la espera de miindignación, pero no obtiene nada. Laidea de que sea Helene la que me quitela vida me resulta extrañamente

reconfortante. Prefiero morir a manos deHelene que a manos de un verdugodesconocido. Ella lo hará con limpieza yrapidez.

—Sigues haciéndole caso a mi vieja,¿eh? —le suelto—. Supongo quesiempre serás su perrito faldero.

La ira le ilumina el rostro y sonrío.Así que ya han empezado los problemas.Excelente.

—La comandante es sabia —responde Marcus—. Sigo sus consejos ylos seguiré mientras me convenga. —Abandona la pose formal y se inclinahacia mí; exuda tal petulancia que temoahogarme en ella—. Me ayudó con lasPruebas desde el principio. Tu propia

madre me contó lo que se avecinaba, ylos augures ni se enteraron.

—Entonces, lo que me estáscontando es que hiciste trampa y, aunasí, ganaste por los pelos. —Aplaudodespacio, haciendo sonar las cadenas—.Buen trabajo.

Marcus me agarra por la argolla yme golpea la cabeza contra la pared.Gruño antes de poder contenerme; escomo si me hubieran atravesado elcráneo con un gran trozo de piedra. Lospuñetazos de los guardias me llueven enel estómago; caigo de rodillas. Perocuando retroceden, satisfechos porhaberme amedrentado, me abalanzosobre Marcus y le acierto en la cintura.

Todavía está escupiendo cuando le sacouna daga del cinturón y se la pego alcuello.

Cuatro cimitarras salen de susfundas, ocho arcos se preparan y todaslas armas me apuntan a mí.

—No voy a matarte —le digoapoyando la hoja en su cuello—. Soloquería que supieras que podría hacerlo.Ahora, llévame a mi ejecución,emperador.

Dejo caer el cuchillo. Si voy amorir, será porque me negué a asesinar auna chica, no porque le corté el cuello alemperador.

Marcus me aparta de un empujón yaprieta los dientes, rabioso.

—Levantadlo, idiotas —ruge a losguardias.

No puedo evitar reírme, y él sale demi celda echando humo. Los máscarasbajan las cimitarras y me ponen de pie.«Libre, Elias. Ya casi eres libre».

En el exterior, las piedras de RiscoNegro se suavizan con la luz del alba yel aire frío se calienta deprisa, lapromesa de un día abrasador. Un vientosalvaje sopla entre las dunas y seestrella contra el granito de la escuela.Puede que no eche de menos estos muroscuando esté muerto, pero sí el viento ylos aromas que transporta, aromas delugares lejanos en los que se puedeencontrar la libertad en la vida y no solo

en la muerte.Unos minutos más tarde, llegamos al

patio del campanario, donde han erigidouna plataforma para mi decapitación.

Los alumnos de Risco Negro sonmayoría en el patio, pero hay otrosrostros. Veo a Cain junto a lacomandante y el gobernador Tanalius.Detrás de ellos, los jefes de las casasperilustres de Serra están de pie,hombro con hombro con losmandamases militares de la ciudad. Elabuelo no está, y me pregunto si lacomandante ya habrá maniobrado en sucontra. Lo hará en algún momento. Se hapasado muchos años codiciando elcontrol de la gens Veturia.

Enderezo los hombros y mantengo lacabeza alta. Cuando caiga el hacha,moriré como a mi abuelo le habríagustado: con orgullo, como un Veturius.«Siempre victorioso».

Me fijo en el cadalso, donde meespera la muerte en forma de un hachaafilada en manos de mi mejor amiga.Ella está resplandeciente con suuniforme de ceremonia; parece más unaemperatriz que un verdugo de sangre.

Marcus da un paso adelante, y lamultitud retrocede mientras él ocupa sulugar junto a la comandante. Los cuatromáscaras marchan conmigo por lasescaleras del cadalso. Creo vislumbrarmovimiento bajo el patíbulo, pero, antes

de que pueda echar otro vistazo, llego alcadalso, al lado de Helene. Las pocaspersonas que estaban hablando guardansilencio cuando Hel se vuelve hacia lamultitud.

—Mírame a mí —le susurro, ya que,de repente, necesito verle los ojos.

Los augures la obligaron a jurarlealtad a Marcus. Lo entiendo. Esconsecuencia de mi fracaso. Pero ahora,mientras me prepara para la muerte, sumirada es fría, y sus manos, firmes. Niuna lágrima. ¿Acaso nunca nos reímosjuntos cuando éramos novatos? ¿Acasonunca peleamos juntos para salir de uncampamento bárbaro, ni nos dejamosllevar por las carcajadas histéricas

después de robar nuestra primera granja,ni cargamos el uno con el otro cuando ladebilidad nos impedía seguir solos?¿Acaso nunca nos quisimos?

Ella no me hace caso, y me obligo aapartar la vista y mirar a la multitud.Marcus está inclinado hacia elgobernador, escuchando lo que le estádiciendo. Es curioso no ver a Zak a suespalda. Me pregunto si el nuevoemperador echará de menos a sugemelo. Me pregunto si pensará que, porel poder, ha merecido la pena matar alúnico ser humano que lo comprendía.

Al otro lado del patio, Faris, másalto y ancho que nadie, me observa conlos ojos perplejos de un niño perdido.

Dex está a su lado, y me sorprende elreguero de humedad que le baja por lamandíbula, rígida.

Mientras tanto, mi madre parece másrelajada que nunca. ¿Y por qué no? Haganado.

A su lado, Cain me observa con lacapucha hacia atrás. «Perdidos comohojas llevadas por el viento», me dijohace pocas semanas. Y así estoy. No leperdonaré nunca por la tercera prueba,pero puedo darle las gracias porayudarme a entender lo que es laverdadera libertad. Él asiente con lacabeza después de leer mispensamientos por última vez.

Helene me quita la argolla metálica.

—Arrodíllate —me ordena.Mi mente vuelve a la plataforma y

obedezco su orden.—¿Así es como acaba, Helene?Me sorprende lo civilizado que

sueno, como si le preguntara por unlibro que ha leído pero yo todavía no heterminado.

Ella parpadea, así que sé que me haoído. No dice nada, se limita acomprobar las cadenas de mis piernas ybrazos, y a asentir en dirección a lacomandante. Mi madre lee los cargoscontra mí, a los cuales no prestodemasiada atención, y dicta el castigo,al que tampoco presto atención. Lamuerte es la muerte, ocurra como ocurra.

Helene da un paso adelante y levantael hacha. Será un golpe limpio, deizquierda a derecha. Aire. Cuello. Aire.Elias muerto.

Y entonces soy de verdad conscientede ello. Ya está. Se acabó. La tradiciónmarcial dice que el soldado que muerebien después baila entre las estrellas yse pasa la eternidad luchando contra susenemigos. ¿Es eso lo que me espera? ¿Ome sumiré en la oscuridad eterna,infinita, silenciosa?

La inquietud llega al fin, como si mehubiera estado esperando a la vuelta dela esquina durante todo este tiempo ysolo ahora hubiera tenido el valor deaparecer. ¿En qué fijo la mirada? ¿En la

gente? ¿En el cielo? Quiero consuelo. Séque no encontraré ninguno.

Miro de nuevo a Helene. ¿A quién sino? Está a medio metro de mí, con lasmanos sujetando el hacha sin demasiadafuerza.

«Mírame. No me obligues aenfrentarme a esto yo solo».

Como si hubiera oído mispensamientos, me mira a los ojos, y sufamiliar color azul claro me ofrecesolaz, incluso mientras levanta el hacha.Pienso en la primera vez que la miré alos ojos, cuando era un niño de seisaños helado y apaleado en el corral dela selección. «Te guardo las espaldas sitú me guardas las mías —me dijo con

toda la seriedad de un cadete—.Podemos sobrevivir si permanecemosunidos».

¿Recuerda aquel día? ¿Recuerdatodos los días posteriores?

Nunca lo sabré. Mientras me quedomirándola a los ojos, deja caer el hacha.Oigo el silbido al cortar el aire y sientola quemazón del acero al entrar encontacto con mi cuello.

XLIX

Laia

El patio del campanario se llenadespacio; los grupos de alumnos másjóvenes llegan primero, seguidos de loscadetes y, por último, de los calaveras.Forman en el centro del patio, justodelante del patíbulo, como predijo lacocinera. Unos cuantos novatos se

quedan mirando el cadalso con unafascinación temerosa. Sin embargo, lamayoría no lo hace. Mantienen la vistaclavada en el suelo o en los murosnegros que se alzan ante ellos.

Cuando entran en fila los jefesperilustres de la ciudad, me pregunto siasistirán los augures.

—Mejor para ti que no lo hagan —me dijo la cocinera cuando le trasladémi preocupación anoche en este mismopatio—. Si te oyen pensar lo que estáspensando, estás muerta.

Hacia el final de los tambores delalba, el patio está lleno. Hay legionariosapostados a lo largo de las paredes yunos cuantos arqueros patrullan los

tejados de Risco Negro, pero, aparte deeso, poca seguridad.

La comandante llega con Aquilladespués de todos los demás y se colocafrente a la multitud, al lado delgobernador, su rostro duro a la gris luzde la mañana. Ya no deberíasorprenderme su absoluta falta deemociones, pero no puedo evitarquedarme mirándola desde donde meencuentro, agachada bajo el cadalso.¿No le importa que sea su propio hijo elque va a morir hoy?

Aquilla, de pie en el escenario,parece tranquila, casi serena… Muyraro para una chica que va a cortar conun hacha la cabeza de su mejor amigo.

La observo a través de una rendija en lamadera, a sus pies. ¿Le habrá importadoVeturius alguna vez? ¿Alguna vez habrásido real para ella su amistad, esa quetanto aprecia él? ¿O lo ha traicionadoigual que Mazen me ha traicionado a mí?

Cesan los tambores del alba y lasbotas marchan en fila hacia el patio,acompañadas del tintineo de lascadenas. La multitud se abre cuandocuatro máscaras escoltan a Elias por elpatio. Marcus va delante, aunque sedesvía para colocarse al lado de lacomandante. Me clavo las uñas en lapalma de la mano al ver su cara desatisfacción. «Ya tendrás lo que temereces, cerdo».

A pesar de las esposas en manos ytobillos, Elias camina erguido y levantala cabeza con orgullo. No le veo la cara.¿Está asustado? ¿Enfadado? ¿Desearáhaberme matado? La verdad es que lodudo.

Los máscaras dejan a Elias en elcadalso y se colocan detrás de él. Losmiro, nerviosa, no esperaba que sequedaran tan cerca. Uno de ellos meresulta familiar.

Extrañamente familiar.Lo observo con más atención y el

estómago se me cae a los pies: es elmáscara que estuvo en mi casa, el que laquemó hasta los cimientos. El máscaraque mató a mis abuelos.

Sin darme cuenta, doy un paso haciaél y me llevo la mano a la cimitarra queescondo bajo la falda antes de recuperarla cordura y detenerme. «Darin. Izzi.Elias». Son más importantes que lavenganza.

Por enésima vez, bajo la vista hacialas velas que arden detrás de unapantalla, a mis pies. La cocinera me hadado cuatro, además de yesca ypedernal.

«La llama no puede apagarse —meha advertido—. Si se apaga, estarásperdida».

Mientras espero, me pregunto si Izzihabrá llegado al Gato Malo. ¿Habrárecordado lo que tenía que decir? ¿La

habrá aceptado a bordo la tripulaciónsin hacer preguntas? ¿Y qué dirá Keenancuando llegue a Silas y se dé cuenta deque he entregado a mi amiga el billete ala libertad?

Lo entenderá. Sé que lo hará. Si no,Izzi se lo explicará. Sonrío. Aunque elresto de mi plan fracase, no habrá sidoen vano. Al menos, he salvado a Izzi, hesalvado a mi amiga.

La comandante lee los cargos contraVeturius. Me agacho, con la manosuspendida sobre las velas. «Ha llegadoel momento».

«La sincronización debe ser perfecta—me dijo anoche la cocinera—. Cuandola comandante empiece a leer los

cargos, mira hacia la torre del reloj. Nole quites los ojos de encima. Pase lo quepase, tienes que esperar a la señal.Cuando las veas, muévete. Ni unsegundo antes. Ni un segundo después».

Cuando me dio la orden, me pareciófácil de seguir, pero ahora pasan lossegundos, la comandante no deja dehablar y yo me pongo nerviosa. Mequedo mirando la torre del reloj a travésde una fina rendija de la base delcadalso, intentando no parpadear. ¿Y siuno de los legionarios atrapa a lacocinera? ¿Y si ella no recuerda lafórmula? ¿Y si comete un error? ¿Y si locometo yo?

Entonces lo veo: un parpadeo de luz

que recorre la superficie del reloj másdeprisa que las alas de un colibrí. Cojouna vela y enciendo la mecha de la partede atrás del patíbulo.

Prende de inmediato y empieza aarder con más furia y ruido de lo queesperaba. Los máscaras lo verán, looirán.

Sin embargo, nadie se mueve, nadiemira. Y recuerdo otra cosa que me dijola cocinera: «No te olvides de ponerte acubierto. A no ser que quieras perder lacabeza». Corro hasta el otro extremo delcadalso, lo más lejos posible de lamecha, me agacho, y me tapo el cuello yla cabeza con brazos y manos, a laespera. Todo depende de esto. Si la

cocinera recuerda mal la fórmula, si noenciende sus mechas a tiempo, sidescubren la mía o la apagan, se acabótodo. No hay plan de emergencia.

Encima de mí, el cadalso cruje. Lamecha sisea al arder.

Y entonces…¡Bum!El cadalso estalla. Fragmentos de

madera y chatarra salen disparados porlos aires. Un estallido más fuerte, y otroy otro más. De repente, las nubes depolvo envuelven el patio en niebla. Seproducen explosiones en todas partes yen ninguna, retumban en el aire como unmillar de gritos y me dejan sorda por unmomento.

«Tienen que ser inofensivas —lerepetí veinte veces a la cocinera—. Sonpara distraer y desconcertar. Lo bastantefuertes para derribar a la gente, pero nopara matarla. No quiero que nadie muerapor mi culpa».

«Déjamelo a mí —respondió—. Noquiero asesinar a niños».

Me asomo al exterior, aunque cuestaver a través del polvo. Es como si losmuros del campanario hubieranestallado desde dentro, aunque lo ciertoes que el polvo procede más bien de losdoscientos sacos de arena que Izzi y yonos hemos pasado la noche llenando ytransportando al patio. La cocineraintrodujo una carga en cada uno y los

conectó entre sí. El resultado esespectacular.

Detrás de mí, ha desaparecido todala parte posterior del cadalso, losmáscaras que había al otro lado yaceninconscientes en el suelo, incluido elque asesinó a mi familia. Loslegionarios, presas del pánico, corren,gritan e intentan escapar. Los alumnossalen a toda prisa del patio; los mayoressacan medio a rastras a los novatos. A lolejos se oyen estallidos más fuertes. Elcomedor, unas cuantas aulas… Todoabandonado a estas horas y,seguramente, derrumbándose en estosprecisos instantes. Esbozo una sonrisade alegría: a la cocinera no se le ha

olvidado nada.Los tambores tocan a un ritmo

frenético y no necesito conocer suextraño idioma para saber que se tratade una alarma por intrusos. Risco Negroes puro caos, peor de lo que me podríahaber imaginado, más de lo que podríahaber esperado. Es perfecto.

No dudo. No vacilo. Soy la hija dela Leona y tengo la fuerza de la Leona.

—Voy a por ti, Darin —le digo alviento con la esperanza de quetransporte mi mensaje—. Sigue vivo.Voy a por ti y nada conseguirádetenerme.

Entonces salgo de mi escondite ysalto sobre el cadalso. Ha llegado el

momento de liberar a Elias Veturius.

L

Elias

¿Es esto lo que le pasa a todo el mundocuando muere? Estás vivo y, de repente,ya no lo estás, y entonces, ¡bum!, unaexplosión que desgarra el aire. Unaviolenta bienvenida al otro mundo, pero,al menos, hay una.

Oigo gritos. Abro los ojos y

descubro que, de hecho, no yazco en unbello plano del inframundo, sino queestoy tumbado boca arriba bajo elmismo cadalso en el que se suponía quedebía morir. El aire está cargado dehumo y polvo. Me toco el cuello, que meescuece muchísimo. Al mirarme lamano, la veo llena de sangre.«¿Significa eso que tendré la cabezacortada en la otra vida?», me preguntocomo un estúpido. Parece un pocoinjusto…

Un par de familiares ojos doradosaparecen sobre mi cara.

—¿Tú también estás aquí? —lepregunto—. Creía que los académicostenían un más allá diferente.

—No estás muerto. Al menos,todavía no. Ni yo tampoco. Te estoyliberando. Venga, incorpórate.

Mete los brazos por debajo de mí yme ayuda a levantarme. Estamos debajodel cadalso; debe de haberme arrastradohasta aquí. Toda la parte de atrás delpatíbulo ha desaparecido y, a través delpolvo, apenas distingo las formas caídasde los cuatro máscaras. Mientrasasimilo lo que veo, comprendo,despacio, que sigo vivo. Que ha habidouna explosión. Muchas explosiones. Elcaos se ha adueñado del patio.

—¿Ha atacado la resistencia?—He atacado yo —responde Laia

—. Una augur engañó a todos ayer para

que me creyeran muerta. Te lo explicarédespués. Lo importante es que te estoyliberando… a cambio de algo.

—¿A cambio de qué?Siento acero en la piel, así que bajo

la vista: Laia me ha puesto la daga quele regalé contra el cuello. Se saca doshorquillas del pelo y las deja donde nopuedo cogerlas.

—Estas horquillas son tuyas. Sabesabrir cerraduras. Utiliza la confusiónpara salir de aquí. Abandona RiscoNegro para siempre, como querías. Conuna condición.

—¿Que es…?—Que me saques de Risco Negro,

que me guíes hasta la Prisión de Kauf y

que me ayudes a sacar a mi hermano deallí.

«Eso son tres condiciones».—Creía que tu hermano estaba…—No lo está. Está en Kauf y tú eres

la única persona que conozco que haestado allí. Tienes las habilidadesnecesarias para ayudarme a sobreviviral viaje al norte. Ese túnel tuyo… Nadiesabe que existe. Podemos utilizarlo paraescapar.

«Por los diez infiernos ardientes».Claro que no me libera porque sí.

Teniendo en cuenta el tumulto que merodea, está claro que se ha tomadomuchas molestias para organizarlo.

—Decídete, Elias —me urge; las

nubes de polvo que nos ocultan de losdemás empiezan a disiparse—. Noqueda tiempo.

Tardo un momento. Me ofrece lalibertad sin darse cuenta de que, inclusoencadenado, incluso a las puertas de miejecución, mi alma ya es libre. Era librecuando rechacé la retorcida forma depensar de mi madre. Era libre cuandodecidí que merecía la pena morir por loque creo.

«Ser libre de verdad, en cuerpo yalma».

En la celda conseguí liberar mialma. Pero esto… esto liberará micuerpo. Esto es Cain cumpliendo supromesa.

—De acuerdo —respondo—, teayudaré. —No sé cómo, pero ahoramismo es un detalle sin importancia—.Dame las horquillas.

Voy a cogerlas, pero ella las retiene.—¡Júralo! —me pide.—Juro por mi sangre, por mis

huesos, por mi honor y por mi nombreque te ayudaré a escapar de RiscoNegro, que te ayudaré a llegar a Kauf yque te ayudaré a salvar a tu hermano.Horquillas. Ahora.

Unos segundos después estoy librede esposas. Después, de los grilletes delos tobillos. Detrás del cadalso, losmáscaras se agitan. Helene siguetumbada boca abajo, aunque masculla al

despertarse, estremecida.En el patio, mi madre se pone en pie,

y se asoma entre el polvo y el humo delescenario. Da igual que el mundo estallea su alrededor: su principalpreocupación es verme muerto. Notardará en enviar en mi busca a toda lapuñetera escuela.

—Vamos.Cojo a Laia de la mano y salgo de

debajo del cadalso.Ella se detiene y se queda mirando

la forma inmóvil de un máscara, uno delos que me ha acompañado al patio.Levanta la daga que le he dado; letiembla la mano.

—Mató a mis abuelos —me dice—.

Quemó mi casa.—Comprendo perfectamente tu

deseo de apuñalar al asesino de tufamilia —le aseguro mientras vuelvo lavista atrás, hacia mi madre—, pero,confía en mí, nada de lo que le hagasserá comparable al tormento que leespera cuando la comandante le pongalas manos encima. Estaba encargado demi custodia. Ha fracasado. Mi madreodia el fracaso.

Ella mira al máscara durante unsegundo más antes de asentirrápidamente. Cuando nos agachamospara pasar por los arcos de la base delcampanario, vuelvo la cabeza. Elcorazón se me cae a los pies: Helene me

está mirando. Nuestros ojos seencuentran por un segundo.

Después me giro y abro las puertasque dan al edificio de las aulas. Losestudiantes corren por los pasillos, peroson casi todos novatos y ninguno nosmira dos veces. La estructura cruje deuna forma inquietante.

—¿Qué narices le has hecho a estesitio?

—He colocado cargas en sacos dearena por todo el patio. Y… puede quehaya explosivos en otras zonas. Como elcomedor. Y el anfiteatro. Y la casa de lacomandante —dice, y añaderápidamente—: Todo estaba vacío. Noquería matar a nadie, tan solo

distraerlos. Además…, siento haberteamenazado con un cuchillo. —Pareceavergonzada—. Quería asegurarme deque accedieras.

—No lo sientas —contesto mientrasrecorro todo con la mirada en busca dela salida más cercana; pero todas estánrepletas de alumnos—. Antes de queacabe todo esto, tendrás que amenazarcon cuchillos a más de una persona.Aunque tienes que practicar la técnica:podría haberte desarmado…

—¿Elias?Es Dex. Faris está detrás de él,

boquiabierto, desconcertado deencontrarme vivo, sin cadenas y de pie,cogido de la mano de una chica

académica. Por un segundo pienso enluchar contra ellos, pero entonces Farissujeta a Dex y se sirve de su corpulenciapara darle media vuelta y empujarloentre la gente, lejos de mí. Vuelve lavista atrás una sola vez. Me pareceverlo sonreír.

Laia y yo salimos a toda prisa deledificio y bajamos prácticamentepatinando por una pendiente de hierba.Cuando me dirijo a las puertas deledificio de entrenamiento, ella meretiene.

—Otro camino —dice con larespiración agitada por la carrera—.Ese edificio…

Me agarra del brazo mientras el

suelo tiembla bajo nuestros pies. Eledificio se estremece y se derrumba. Lasllamas surgen de sus entrañas y envíancolumnas de humo negro al cielo.

—Espero que no hubiera nadiedentro —digo.

—Ni un alma —responde Laia, queme suelta el brazo—. Las puertasestaban atrancadas.

—¿Quién te ayuda? —le pregunto,porque no puede estar haciéndolo todosola. ¿Quizá el pelirrojo del Festival dela Luna? Tenía pinta de rebelde.

—¡Qué más da!Rodeamos corriendo el edificio de

entrenamiento y Laia empieza aquedarse atrás. La arrastro sin

contemplaciones, porque no podemosfrenar ahora. No me permito pensar enlo cerca que estoy de la libertad, en locerca que he estado de la muerte. Solopienso en el siguiente paso, en lasiguiente esquina, en el siguientemovimiento.

Los barracones de los calaverassurgen ante nosotros; nos metemosdentro. Miro atrás: ni rastro de Helene.

—Entra.Abro la puerta de mi cuarto y la

cierro con llave cuando estamos dentro.—Levanta la piedra del centro de la

chimenea —le indico a Laia—. Laentrada está debajo. Solo tengo querecoger un par de cosas.

No tengo tiempo para ponerme laarmadura completa, pero sí que mepongo el peto y los brazales. Despuéscojo una capa y me cuelgo unabandolera con cuchillos. Mis espadas deTeluman desaparecieron hace tiempo,abandonadas ayer en la plataforma delanfiteatro. Siento una punzada de pena.Seguro que la comandante ya las hareclamado.

Saco de mi cómoda el símbolo demadera que me dio Afya Ara-Nur.Indica que me debe un favor, y Laia y yovamos a necesitar todos los favores delos que podamos disponer en los díasvenideros. Mientras me lo guardo,llaman a la puerta.

—Elias —dice Helene en voz baja—, sé que estás ahí, ábreme. Estoy sola.

Me quedo mirando la puerta. Hajurado lealtad a Marcus. Ha estado apunto de cortarme la cabeza haceescasos minutos. Y, por lo deprisa quenos ha alcanzado, está claro que me haperseguido como un sabueso a un zorro.¿Por qué? ¿Por qué le importo tan poco,después de todo lo que hemos pasadojuntos?

Laia ha levantado la piedra. Me miraa mí y mira la puerta.

—No la abras —me pide al ver quevacilo—. No la has visto antes de laejecución, Elias. Estaba tranquila,como… como si quisiera hacerlo.

—Tengo que preguntarle por qué. —En cuanto pronuncio las palabras, sé quelo que suceda ahora significará para míla vida o la muerte—. Fue mi primeraamiga. Tengo que comprenderlo.

—Ábreme —repite Helene,llamando de nuevo a la puerta—. Ennombre del emperador…

—¿Del emperador? —pregunto,abriendo la puerta de golpe, daga enmano—. ¿Te refieres al violador yasesino barriobajero que lleva variassemanas intentando matarnos?

—A ese —responde ella.Se mete por debajo de mi brazo, con

sus cimitarras envainadas, y, para misorpresa, me entrega las espadas de

Teluman.—Suenas como tu abuelo, ¿sabes?

—me dice—. Incluso cuando lo sacabaa escondidas de la puñetera ciudad, nodejaba de hablar de que Marcus era unplebeyo.

¿Ha sacado al abuelo de la ciudad?—¿Dónde está ahora? ¿Cómo has

recuperado esto? —pregunto,sosteniendo las armas en alto.

—Alguien las dejó anoche en micuarto. Supongo que un augur. En cuantoa tu abuelo, está a salvo. En estosmomentos, seguramente estaráconvirtiendo en un infierno la vida dealgún pobre posadero. Quería encabezarun ataque a Risco Negro para liberarte,

pero lo convencí de que se mantuvieraal margen durante un tiempo. Es lobastante listo para controlar a la gensVeturia, incluso desde su escondite.Olvídate de él y escucha. Tengo queexplicarte…

En ese momento, Laia se aclara lagarganta y Helene desenvaina lacimitarra.

—Creía que estaba muerta.Laia sujeta su daga con fuerza.—Está vivita y coleando, gracias

por preocuparte —responde Laia—. Yha sido ella la que ha liberado a Elias.Que es más de lo que puede decirse deti. Elias, tenemos que irnos.

—Vamos a escapar —le digo a

Helene mientras le sostengo la mirada—. Juntos.

—Tenéis unos minutos —contestaella—. He enviado a los legionarios enla dirección contraria.

—Ven con nosotros —le pido—.Rompe tu juramento. Escaparemosjuntos de Marcus.

Laia deja escapar un gruñido deprotesta: eso no forma parte de su plan.Sigo hablando de todos modos.

—Podemos pensar juntos en unmodo de derrocarlo.

—Quiero hacerlo —dice Hel—, note imaginas hasta qué punto. Pero nopuedo. El problema no es el juramento aMarcus. Hice otro juramento, uno

distinto, uno que no puedo romper.—Hel…—Escúchame, justo después de la

graduación, Cain fue a verme. Measeguró que la muerte te acechaba,Elias, pero que yo podía evitarlo, quepodía asegurarme de que vivieras. Loúnico que debía hacer era jurar lealtad ala persona que ganara las Pruebas… yseguir siéndole leal costara lo quecostara. Eso significaba que, si ganabas,te juraría lealtad a ti, y si no…

—¿Y si hubieras ganado tú?—Él sabía que yo no ganaría. Me

dijo que no era mi destino. Y Zak nuncafue lo bastante fuerte para enfrentarse asu hermano. Siempre ha estado entre

Marcus y tú. —Se estremece—. Hesoñado con Marcus, Elias. Llevo meseshaciéndolo. Crees que simplemente loodio, pero… lo temo. Me da miedo loque me obligue a hacer, ahora que nopuedo negarme. Me da miedo lo quehaga con el Imperio, con losacadémicos, con las tribus.

»Por eso intenté que Elias te mataraen la prueba de lealtad —añade,mirando a Laia—. Por eso casi te matoyo misma. Eras una sola vida, frente a laoscuridad del reinado de Marcus.

De repente cobran sentido lasacciones de Helene durante las últimassemanas. Estaba desesperada por queganara yo porque sabía lo que sucedería

si no lo hacía. Marcus se alzaría ydescargaría su locura sobre el mundo, yella se convertiría en su esclava. Piensoen la prueba de valor. «No puedo morir—me dijo—. Tengo que vivir». Piensoen la noche antes de la prueba de fuerza.«No tienes ni idea de a qué herenunciado por ti, del trato que hehecho…».

—¿Por qué, Helene? ¿Por qué no melo contaste?

—¿Crees que los augures me lohabrían permitido? Además, te conozco,Elias. Aun sabiendo todo esto, no lahabrías matado.

—No deberías haber hecho esejuramento —susurro—. No merezco la

pena. Cain…—Cain ha cumplido. Me dijo que, si

juraba lealtad y no rompía mi promesa,tú vivirías. Marcus me ordenó quejurara lealtad, así que lo hice. Meordenó que blandiera un hacha paracortarte la cabeza, así que lo hice. Yaquí estás. Sigues vivo.

Me toco la herida del cuello… Unoscentímetros más y estaría muerto. Ellaconfió plenamente en los augures: lesconfió su vida y la mía. Pero así esHelene: su fe es inquebrantable. Sulealtad, su fuerza… «Siempre mesubestiman». Yo la he subestimado másque nadie.

Cain y los demás augures lo vieron

todo. Cuando Cain me contó que teníauna oportunidad para ser libre en cuerpoy alma, sabía que me obligaría a elegirentre conservar mi alma y perderla. Violo que haría, que Laia me liberaría, queescaparíamos. Y sabía que, al final,Helene juraría lealtad a Marcus. Lamagnitud de ese conocimiento me dejaatónito. Por primera vez vislumbro lacarga con la que viven los augures.

No hay tiempo para pensar en esoahora. Las puertas de los barracones seabren a golpes y alguien grita órdenes.Son los legionarios encargados deregistrar la escuela.

—Después de mi huida. Rompe tujuramento entonces —le pido.

—No, Elias. Cain ha mantenido supromesa y yo debo hacer lo mismo.

—Elias… —me advierte Laia envoz baja.

—Se te olvida algo.Helene levanta las manos y tira de

mi máscara. La máscara se aferra a mí,tenaz, como si supiera que, una vezquitada, no volverá a tener ningunaposibilidad conmigo. Hel la arranca,despacio, desgarrándome la piel delcuello al liberar el metal. La sangre meresbala por la espalda. Apenas la noto.

Oímos pisadas en el pasillo. Unamano cubierta de cota de malla golpeala puerta. Tengo tantas cosas que decirlea Hel…

—Vete —me pide, empujándomehacia Laia—. Te cubriré por última vez,pero después soy suya. Recuérdalo,Elias: después de esto, somos enemigos.

Marcus la enviará a por mí. Puedeque no de inmediato, puede que no hastaque ella le demuestre su lealtad, pero alfinal lo hará. Los dos lo sabemos.

Laia se agacha para meterse en eltúnel y yo la sigo. Cuando Helene va acolocar la piedra en su sitio, le sujeto elbrazo. Quiero darle las gracias,disculparme, suplicarle perdón. Quieroarrastrarla al túnel conmigo.

—Déjame marchar, Elias. —Metoca el rostro con sus suaves dedos, yesboza una sonrisa triste y dulce que es

solo para mí—. Déjame marchar.—No olvides esto, Helene. No nos

olvides. No te conviertas en él.Ella asiente una vez, y rezo para que

ese gesto sea una promesa. Despuéscoge la piedra y cierra la chimenea.

Laia, que va por delante, avanzadespacio con la mano extendida, atientas por la oscuridad. Unos segundosdespués cae de mi túnel a lascatacumbas y deja escapar un grito desorpresa.

Por ahora, Helene nos cubre, pero,cuando se restaure el orden en RiscoNegro, cerrarán los puertos de Serra, loslegionarios bloquearán las puertas de laciudad, y las calles y los túneles se

inundarán de soldados. Sonarán lostambores de aquí a Antium para alertar atodos los centinelas y guarniciones deque he escapado. Se ofreceránrecompensas; enviarán partidas debúsqueda; registrarán barcos, carretas ycaravanas. Conozco a Marcus y conozcoa mi madre: ninguno de los dos sedetendrá hasta conseguir mi cabeza.

—¿Elias? —pregunta Laia, no suenaasustada, solo cautelosa.

A pesar de que las catacumbas estánoscuras como una tumba, sé dónde nosencontramos: en una cámara mortuoriaque hace años que no se vigila. Delantede nosotros hay tres entradas, dosbloqueadas y una que solo lo parece.

—Estoy contigo, Laia —respondomientras extiendo una mano para tomarla suya.

Ella me la aprieta.Doy un paso con Laia pegada a mí.

Después, otro. Mi cabeza bulleplaneando los próximos movimientos:escapar de Serra, sobrevivir a la ruta alnorte, entrar en Kauf, salvar al hermanode Laia.

Entre un reto y otro, sucederánmuchas más cosas. Todo está en el aire.No sé si sobreviviremos a lascatacumbas, así que ya no hablemos delresto.

Sin embargo, da igual. Por ahora,con estos pasos basta. Estos primeros

pasos por la oscuridad. Hacia lodesconocido.

Hacia la libertad.

Agradecimientos

Mis más fervientes agradecimientos, enprimer lugar y siempre, a mis padres: ami madre, mi Estrella Polar, mi lugarseguro, por ser justo lo contrario de lacomandante; y a mi padre, que meenseñó el significado de la constancia yla fe, y que jamás ha dudado de mí.

Mi marido, Kashi, es mi mayordefensor y el hombre más valiente queconozco. Gracias por convencerme paraescalar esta montaña y por cargarconmigo cuando caía. A mis hijos, miinspiración: espero que, cuandocrezcáis, tengáis el valor de Elias, ladeterminación de Laia y la capacidad deHelene para amar.

Haroon, pionero y proveedor debuena música, gracias por guardarme lasespaldas como nadie y por recordarmelo que significa la familia. Amer, miGandalf personal y mi humano perfecto,gracias por mil cosas, pero, sobre todo,por enseñarme a creer en mí misma.

Mi más profundo reconocimiento a

Alexandra Machinist, agente ninja,destructora de dudas y sufridora de32 101 preguntas: me asombras. Graciaspor tu fe inquebrantable en este libro. ACathy Yardley, cuya orientación me hacambiado la vida. Me siento honrada detenerte como mentora y amiga. AStephanie Koven, mi incansablecampeona internacional. Gracias porayudar a compartir mi libro con elmundo; y a Kathleen Miller, cuyaamistad es un don preciado.

No me imagino una editorial mejorque Penguin. Mi agradecimiento a DonWeisberg, Ben Schrank, GillianLevinson (que me adora, incluso cuandole envío catorce correos electrónicos en

un día), Shanta Newlin, Erin Berger,Emily Romero, Felicia Frazier, EmilyOsborne, Casey McIntyre, JessicaShoffel, Lindsay Boggs, y la excepcionalgente de ventas, marketing y publicidadque ha luchado por este libro.

Por su incansable fe en mí, estoy endeuda con el resto de mi familia: mi tíoy mi tía Tahir, Heelah, Imaan y ArmaanSaleem, Tala Abbasi y Lilly, Zoey yBobby.

Gracias de corazón a Saul Jaeger,Stacey LaFreniere, Connor Nunley yJason Roldan por servir a su país y porenseñarme lo que significa tener alma deguerrero.

Por sus ánimos y por ser geniales, en

general, doy las gracias a: AndreaWalker, Sarah Balkin, Elizabeth Ward,Mark Johnson, Holly Goldberg Sloan,Tom Williams, Sally Wilcox, KathyWenner, Jeff Miller, Shannon Casey,Abigail Wen, Stacey Lee, Kelly LoyGilbert, Renee Ahdieh y la comunidadWriter Unboxed.

Mi más sincero agradecimiento aAngels and Airwaves por «TheAdventure», a Sea Wolf por «WickedBlood» y a M83 por «Outro». Sin estascanciones, este libro no existiría.

Por último (pero solo porque sé quea Él no le importa), doy las gracias alque siempre ha estado conmigo desde elprincipio. Busco tus sietes por todas

partes. Sin ti no soy nada.

SABAA TAHIR. Se crio en un pequeñomotel que su familia regentaba en elDesierto de Mojave de California. Pasósu infancia devorando novelas defantasía, saqueando la colección decómics de su hermano y rascandoacordes en su guitarra.

Dejó el desierto por la universidad a los17 años y se graduó en la Universidadde California unos años más tarde.Inmediatamente después pasó a formarparte del equipo de redacción delWashington Post, donde permaneciócinco años. Después de esta temporadacomo periodista, Tahir decidióabandonar el Post y dedicarse a laliteratura.

Tahir es conocida para el gran públicogracias a su trabajo dentro del campo dela narrativa para jóvenes adultos, siendoUna llama entre cenizas, la primeraparte de una trilogía de su obra másconocida a nivel internacional.

Actualmente vive con su familia en elÁrea de la Bahía de San Francisco.