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EL QUIJOTE HOY EN LA CULTURA ESPAÑOLA

Por Manuel Vilas

1. UNA REFLEXIÓN SERIA

El Quijote y el canon

El Quijote de Cervantes supone, entre otras cosas, el ingreso de la literatura

española en el canon de la historiografía literaria universal. Esto le sucede a la

cultura española con un libro escrito a principios del siglo XVII y ya no vuelve a

ocurrir de una forma tan palmaria nunca más, con la excepción si acaso del auge

universal de la literatura latinoamericana contemporánea y, también en alguna

medida, con la fama, más que por la obra literaria, de la figura de Federico García

Lorca.

El Quijote de Cervantes significa para cualquier escritor español actual, además de

cuantas implicaciones de carácter estrictamente literario se quieran aducir, un

certificado de que se está escribiendo en una lengua de referencia inexcusable a la

hora de la elaboración del canon de la literatura universal. Esto no es una obviedad, y

no todas las literaturas europeas poseen este pedigrí. Por ejemplo, carecen de esta

marca las literaturas húngara, rumana, portuguesa, catalana, checa, gallega, vasca,

noruega, finlandesa, etc. Cuidado, no estoy hablando de calidades ni de hitos

literarios, estoy hablando de la recepción de las obras literarias.

Quizá deberíamos preguntarnos de qué hablamos cuando hablamos de literatura

universal. Hablamos, sin duda, de Francia, Inglaterra y Alemania. Hablamos de tres

lenguas históricas de cultura canónica: del francés, del inglés y del alemán. Y

hablamos también bastante de Italia, bastante de Rusia, y un poquito de España. El

caso de la literatura rusa es muy interesante, pero no es este el lugar para tratarlo. Es

posible que estos factores nacionales desaparezcan en el siglo XXII (no creo que

ENCUENTROS EN VERINES 2005

Casona de Verines. Pendueles (Asturias)

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vayan a desaparecer en el siglo XXI), pero siguen estando vigentes como formas

duras, si se me permite la expresión, de ordenación, clasificación y categorización de

las expresiones culturales históricas.

No creo, en absoluto, que sea casual que las obras trascendentales de la literatura

universal estén escritas en francés, en inglés o en alemán. Bien, pues el éxito que

celebramos en el Quijote de Cervantes es la constitución del español como lengua

con una obra literaria, al menos una, de referencia constante en todo tiempo. Si

celebramos el IV Centenario del Quijote con tantas ganas, y si nos reunimos hoy aquí

también, es porque con el Quijote de Cervantes ocurre eso: ocurre la validación

europea de una lengua y de una literatura.

Es curioso que un momento como el de Cervantes no vuelva a ocurrir, (si acaso

Lorca es la excepción, pero anecdótica en el fondo), nunca más en la literatura

española. ¿Por qué no vuelve a ocurrir?, es una buena pregunta. Quizá al hilo de esa

pregunta pudiéramos dibujar qué hay en el Quijote para que su éxito haya traspasado

las fronteras de la literatura española. Y también esta otra pregunta: ¿qué le falta a la

literatura española desde Cervantes para que no haya habido otro autor que de una

forma clara se haya incorporado al canon de la literatura universal? Es verdad que

hay dos escritores en lengua española, Pablo Neruda y Jorge Luis Borges, que sí

forman parte de ese decurso, pero ni Jorge Manrique, ni Quevedo, ni Larra, ni

Galdós, ni Clarín, ni Baroja, ni Machado, ni Unamuno, ni Valle-Inclán, etc, etc, han

conseguido traspasar las fronteras de lo que se conoce como literatura nacional. Si

repasamos la historiografía crítica del Quijote, el valor comúnmente más aceptado es

el de la modernidad. Eso me lleva a la siguiente consideración: ¿sólo una vez ha sido

moderna la literatura española? Todo hace pensar que así ha sido. Como la palabra

modernidad es extremadamente compleja, hago notar que entiendo por modernidad

algo tan simple como la capacidad de un escritor para renovar la literatura de su

tiempo y prefigurar el futuro o más bien instalarse en el futuro.

Por tanto, yo creo que la primera deuda grande que tiene cualquier escritor de

lengua castellana con Cervantes es esa: la obtención de un pasaporte lingüístico de

credibilidad estética supranacional y un pasaporte hacia la modernidad. Una

seguridad, pues, es lo primero que sigue dando Cervantes a cualquier escritor español

de hoy. Una seguridad o confianza en el idioma que luego se traslada a aspectos de

carácter técnico, estético, literario, interpretativo, etc. La fascinación literaria ante el

Quijote que pueda sentir cualquier escritor español actual se funda en que el Quijote

es una obra de valor estable en los mercados internacionales. Y esto es así en virtud

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de su modernidad. Esa palabra, modernidad, tantas veces invocada, (modernidad en

cuanto progreso de la literatura, porque la literatura progresa), la modernidad sigue

siendo, pues, el motor de la literatura, o en todo caso, el valor que precipita la

necesidad histórica y canónica de ciertas obras literarias. Sigo pensando que la

pregunta de si tan sólo una vez fue moderna la literatura española debería de estar

más de actualidad en los debates literarios, debería de estar más presente en la

literatura española actual.

Desde otro punto de vista, cabe señalar que la literatura como institución se resiste

considerablemente a su globalización. No me atrevería a decir si eso es bueno o es

malo, aunque personalmente creo que eso será bueno, si por globalización se

entiende la pérdida de sustancia nacional de las literaturas, es decir, que podamos

leer a los escritores sin que su origen lingüístico o nacional sea un factor

determinante. La pérdida de sustancia nacional de las literaturas puede ser un hecho

estético revolucionario, y es posible que eso se produzca en años venideros. Puede

convertirse en un ejercicio de libertad. La globalización de la literatura favorecerá a

las literaturas excéntricas, eso es seguro. Podremos leer a un escritor búlgaro sin

necesidad de buscar en él la esencia de Bulgaria, por ejemplo. Porque la esencia de

Bulgaria no puede importar demasiado si aún existe la esencia de Inglaterra, Francia

y Alemania.

Una visión personal: dos misterios

Desde un punto de vista estrictamente personal, a mí el Quijote me sigue fascinando

por dos razones fundamentales, de las cuales pueden brotar otras muchas. Pero

quiero ser breve. La primera razón es esta: creo que el Quijote es, en el fondo, un

libro de significaciones escurridizas. Después de lo que ha llovido sobre la obra de

Cervantes, seguimos estando ante un enigma. La modernidad de la literatura se

alimenta de enigmas. Sabemos mucho del Quijote, pero no sabemos con seguridad

qué quiso decirnos Cervantes con su novela. La segunda fascinación personal es de

carácter moral: el Quijote es un libro maravillosamente indulgente para con la vida.

Es un libro sin queja, un libro sin queja escrito por un hombre que sufrió y padeció

persecución e injusticia a lo largo de su vida. Esto también es un misterio muy

cervantino, un misterio de alquimia moral: cómo desde una vida castigada se puede

construir un libro absolutamente enamorado de la vida.

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2. UNA REFLEXIÓN INTEMPESTIVA Y POLÍTICAMENTE INCORRECTA: SANCHO PANZA Y ESPAÑA.

Nadie en su sano juicio estético y moral desearía ser Sancho Panza. Vladimir

Nabokov, en su libro sobre el Quijote, dice que Cervantes plantea al lector esa

disyuntiva: o ser Don Quijote, o ser Sancho Panza. La visión menos clásica de

Sancho la tuvo Franz Kafka, quien pensaba que Sancho inventó a Don Quijote para

salvarse de sus propios demonios. Kafka creyó que el verdadero protagonista del

libro era Sancho. Sancho, según Kafka, se salvó de enloquecer inventándose a Don

Quijote, a quien dio por destino el enfrentamiento con los demonios interiores, con lo

invisible, con la vida psíquica, con la desgracia de querer ser otro. Nabokov es

implacable analizando el Quijote, e implacable hablando de Sancho. Me encanta lo

que dice Nabokov sobre el Quijote porque tiene vigor y pasión. España entera alguna

vez ha sido Sancho Panza, el ignorante cauto, analfabeto, gordezuelo, acapullado,

pero toscamente leal. Sancho Panza son aquellos tipos de un metro sesenta que en los

años sesenta (valga aquí el sesenta como un símbolo sanchopanzista) veían a las

extranjeras, de un metro setenta y cinco, tomar el sol en las costas de España,

metidos sus culos en bragas de colores. Franco tenía algo de Sancho Panza, un

Sancho Panza cutre y violento. También Fernando VII tenía algo de Sancho Panza.

Unamuno quería ser Don Quijote, pero yo creo que acabó siendo Sancho Panza.

Cernuda fue Don Quijote y Dámaso Alonso Sancho Panza. Pío Baroja fue Sancho

Panza y Valle-Inclán Don Quijote. García Márquez, Cabrera Infante, también son

hijos de Sancho Panza, frente a lo que pudiera parecer. Goya es Don Quijote, El

Greco y Picasso también. Fidel Castro es el Sancho Panza que engaña a Don Quijote.

Lenin también es Sancho Panza. Neruda es un Sancho Panza cabreado. Baudelaire es

Don Quijote, y Dostoievski y Nietzsche también. Joyce y Eliot son puro Don

Quijote. Cristo es Don Quijote. Borges y Vallejo son Don Quijote. Y Buñuel, no sé,

tal vez Rocinante. Si Sancho Panza se hubiera apoltronado en el gobierno de la ínsula

a cambio de unos diez mil euros al mes, unos cuantos políticos españoles serían

Sancho Panza. La vida española acabó siendo Sancho Panza. La vida española nunca

ha acabado siendo Cervantes. Y el Instituto Cervantes, aunque quisiera ser Don

Quijote, también es Sancho Panza, porque la lengua española en el mundo sigue

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siendo Sancho Panza, pese a nuestras ilusiones de ultramar. Y los hispanos de Nueva

York, bueno, esos todos son Sancho Panza. España, en su historia, no acaba de ser

Don Quijote, pero en eso estamos, ese es el objetivo histórico de esta lengua, de esta

literatura y de esta historia nuestras.

Yo siempre he visto en Sancho Panza a todos los pueblerinos de España, desde el

siglo XVI hasta hoy mismo. Lo más odioso de Sancho era su gordura y que fuese

bajo de estatura. En eso Cervantes fue implacable: la fealdad alargada del Quijote

conjuntada con la fealdad abombada del gran cretino hablador, charlatán, siempre

dispuesto a soltar cientos de sus refranes insoportables que llegan a cansar hasta al

propio Don Quijote. Esos refranes mareantes que no esconden ninguna verdad, sino

el filo lacerante de la duda, de dudar de todo porque Sancho no entiende nada. El

ignorante duda. Todo es odioso en Sancho, hasta su sentido del humor. Y su rucio, su

rucio resulta imperdonable. Su asno y él son casi la misma cosa. Es asexuado, nadie

se lo imagina haciendo el amor con Teresa Panza. Cervantes urde a su costa la broma

terrible de hacerle gobernador de una ínsula quimérica, a cuyo gobierno renuncia.

Pero lo viste de gobernador, con gabán y montera de pelo de camello. Sancho come,

es lo único que hace y Don Quijote se lo recuerda con dolorida sorna como el mayor

logro existencial de los de su raza. Imagino que Cervantes quiso que Sancho tuviese

el ingrediente espiritual de la lealtad, que a mí me resulta cómica. Más bien yo diría

que la lealtad de Sancho a Don Quijote es casi un insulto. En el fondo, Cervantes era

sutilmente cruel.

Kafka escribió en un aforismo póstumo que “la desgracia de Don Quijote no es su

imaginación, sino Sancho Panza”. Claro que el mundo entero, en su versión

mesocrática, es Sancho Panza. Pero Sancho acaba engañando a su amo, cuando le

miente sobre el encantamiento de Dulcinea. Por fin, Sancho parece algo más que un

pobre idiota, es decir, parece un pobre idiota mentiroso. Y al fin Sancho es capaz de

mentir. Y a través de la mentira se convierte en un ser más hondo, más humano,

porque la mentira humaniza, o eso piensa el novelista que habita en Cervantes.

Hoy en día la relación laboral de Don Quijote y Sancho resultaría inexplicable y

atroz. ¿Hace Sancho penitencia acompañando a semejante loco? ¿Es masoquista, le

gusta que le peguen, que lo manteen, que le insulten, que le abofeteen, que se rían de

él? A Sancho no le importa que se rían de él, eso sí es revolucionario, es lo que más

me gusta de él: su divina indiferencia. Ambos, Don Quijote y Sancho, son los

receptores de la risa universal. Los dos grandes payasos de la tierra que no tienen

inconveniente en aceptarlo. Hay mucha crueldad en el Quijote, aunque contada como

quien cuenta un cuento de hadas, y eso la hace invisible, pero nadie querría ser

Sancho Panza ni nadie querría ser Don Quijote. Nadie quiere que se rían de uno.

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¿Cuál es la fama de Sancho? La más vulgar de la tierra. ¿Y la fama de su amo? La de

un pobre diablo que llama más a la caridad que a la censura. Pero Cervantes siempre

se apresuró a caracterizar a Don Quijote como un hombre bueno, aunque loco, y a

Sancho, como al santo ignorante, pues donde hay ignorancia no puede haber maldad.

Los dos héroes cervantinos viven en un limbo moral. Son irresponsablemente

buenos. Parecen ángeles.

Pero creo que los dos personajes se parecen más de lo que se dice: los dos son del

mismo pueblo, los dos carecen de futuro, los dos son dos perfectos inútiles, dos

ociosos, dos paseantes, los dos son una conversación interminable, extenuante, y los

dos son dos criaturas asexuadas. Son como dos niños; uno, largo y loco, y el otro,

gordo y cuerdo. Pero la locura de uno y la cordura del otro son los inventados lugares

desde los que, al fin, Cervantes pudo escribir lo que le vino en gana.

Lo que más adoro de la novela de Cervantes es que ninguno de sus dos

protagonistas trabaja. Su vida es el paseo y el arte. Puede que Sancho tampoco esté

cuerdo. ¿Qué cordura hay en seguir padeciendo a semejante amo? Puede, entonces,

que Sancho no quiera trabajar en el campo. Qué podía hacer un miserable campesino

en 1605 para divertirse un rato sino acomodarse en el servicio de un loco y reírse del

mundo y que el mundo también se riera de él. Sancho es un vago que no quiere

deslomarse en el campo y se va de aventurero, de vagabundeo, a no hacer nada, sino

tomar el aire, tomar el sol y disfrutar de los caminos. Entrar al servicio de Don

Quijote es como una jubilación, o una forma de vencer el aburrimiento de principios

del siglo XVII. Porque el aburrimiento es tan viejo como los átomos del mundo.

Sancho come y engorda, pero no fornica. Su felicidad es parcial. Su animalidad

también lo es. El celibato de los dos héroes cervantinos los convierte en medio

santos, arcangélicos vagabundos. Sancho se venga de Don Quijote obligándole a

permanecer cuatrocientos años juntos. Ni un solo juicio de Don Quijote vale la pena

si Sancho no lo comenta, lo vulgariza, lo descompone o lo cauteriza. Ninguno de los

dos le llega a las suelas de las sandalias a Hamlet, pero Hamlet, al lado de estos dos,

parece un payaso aún más grande que el propio Don Quijote y Sancho juntos. Sancho

llora la muerte de su amo, pero él se queda en este mundo.

Después de todo lo dicho, podemos entender mejor por qué Kafka dijo que el gran

enemigo de Don Quijote era Sancho Panza. Sancho Panza es como es el mundo. La

nada y la ignorancia metidas en un cuerpo pequeño y gordo, la pequeñez y la

gordura, sin las cuales la prestigiosa locura de Don Quijote no existiría. De estar vivo

hoy Cervantes, el premio Cervantes se lo darían sin duda a Sancho Panza.

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