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EL AMOR, LAS MUJERES Y LA MUERTE ARTURO SCHOPENHAUER

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E L A M O R , L A SM U J E R E S

Y L A M U E R T E

A R T U R OS C H O P E N H A U E R

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Traducción de A. López White

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EL AMOR

¡Oh, vosotros los sabios de alta y profun-da ciencia, que habéis meditado y sabéis dón-de, cuándo y cómo se une todo en laNaturaleza, el por qué de todos esos amores ybesos; vosotros, sabios sublimes, decídmelo!¡Poned en el potro vuestro sutil ingenio y de-cidme dónde, cuando y cómo me ocurrió amar,por qué me ocurrió amar!

Burger.

Se está generalmente habituado a ver a los poe-tas ocuparse en pintar el amor.

La pintura del amor es el principal asunto de to-das las obras dramáticas, trágicas o cómicas, román-ticas o clásicas, en las Indias lo mismo que en

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Europa. Es también el más fecundo de los asuntospara la poesía lírica, como para la poesía épica.

Esto sin hablar del incontable número de nove-las que desde hace siglos se producen cada año entodos los países civilizados de Europa con tanta re-gularidad como los frutos de las estaciones.

Todas esas obras no son en el fondo sino des-cripciones variadas y más o menos desarrolladas deesta pasión. Las pinturas más perfectas, Romeo y Ju-lieta, La Nueva Eloísa, Werther, han adquirido una glo-ria inmortal.

Es un gran error decir con La Rochefoucauldque sucede con el amor apasionado como con losespectros; que todo el mundo habla de él y nadie loha visto; o bien, negar con Lichtenberg, en su Ensayosobre el poder del amor, la realidad de esta pasión y elque esté conforme con la Naturaleza. Porque es im-posible concebir que siendo un sentimiento extrañoo contrario a la naturaleza humana o un puro capri-cho, no se cansen de pintarlo los poetas, ni la huma-nidad de acogerlo con una simpatía inquebrantable,puesto que sin verdad no hay arte cabal.

Rien n’est beau que le vrai; le vrai seult est aimable.

BOILEAU.

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Por otra parte, la experiencia general, aunque nose renueva todos los días, prueba que bajo el imperiode ciertas circunstancias, una inclinación viva y aungobernable puede crecer y superar por su violencia atodas las demás pasiones, echar a un lado todas lasconsideraciones, vencer todos los obstáculos conuna fuerza y una perseverancia increíbles, hasta elpunto de arriesgar sin vacilación la vida por satisfa-cer su deseo, y hasta perderla si ese deseo es sin es-peranza. No sólo en las novelas hay Werthers yJacobo Ortís; todos los años pudieran señalarse enEuropa lo menos media docena. Mueren desconoci-dos, y sus sufrimientos no tienen otro cronista queel empleado que registra las defunciones ni otrosanales que la sección de noticias de periódicos.

Las personas que leen los diarios franceses e in-gleses certificarán la exactitud de esto que afirmo.

Pero aun es más grande el número de los indivi-duos a quienes esta pasión conduce al manicomio.

Por último, se comprueban cada año diversoscasos de doble suicidio, cuando dos amantes deses-perados caen víctimas de las circunstancias exterio-res que los separan.

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En cuanto a mí, nunca he comprendido comodos seres que se aman y creen hallar en ese amor lafelicidad suprema, no prefieren romper violenta-mente con todas las convenciones sociales y sufrirtodo género de vergüenzas, antes que abandonar lavida, renunciando a una ventura más allá de la cualno imaginan que existan otras. En cuanto a los gra-dos inferiores, los ligeros ataques de esa pasión, todoel mundo los tiene a diario ante su vista, y a pocojoven que sea uno, la mayor parte del tiempo lostiene también en el corazón.

Por tanto, no es licito dudar de la realidad delamor ni de su importancia.

En vez de asombrarse de que un filósofo tratetambién de apoderarse de esta cuestión, tema eternopara todos los poetas, más bien debiera sorprenderque un asunto que representa en la vida humana unpapel tan importante haya sido hasta ahora abando-nado por los filósofos y se nos presente como mate-ria nueva.

De todos los filósofos es Platón quien se ocupómás del amor, sobre todo en el Banquete y en Fedro.Lo que dijo acerca de este asunto entra en el domi-nio de los mitos, fábulas y juegos de ingenio, y sobretodo concierne al amor griego. Lo poco que de él

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dice Rousseau en el Discurso sobre la desigualdad es fal-so e insuficiente. Kant, en la tercera parte del Tratadosobre el sentimiento de lo bello y de lo sublime, toca el amorde una manera harto superficial y a veces inexacta,como quien no es muy ducho en él. Platner; en suantropología, no res ofrece sino ideas medianas ycorrientes. La definición de Spinoza merece citarse acausa de su extremada sencillez: Amor est titillatio,concomitante idea causœ externœ (Eth. IV, prop. 44 ídem).

No tengo, pues, que servirme de mis predeceso-res ni refutarlos. No por los libros, sino por la ob-servación de la vida exterior, es como este asunto seha impuesto a mí y ha ocupado un puesto por símismo en el conjunto de mis consideraciones acercadel mundo.

No espero aprobación ni elogio por parte de losenamorados, que naturalmente propenden a expre-sar con las imágenes más sublimes y más etéreas laintensidad de sus sentimientos. A los tales mi puntode vista les parecerá demasiado físico, harto material,por metafísico y trascendente que sea en el fondo.

Antes de juzgarme, que se den cuenta de que elobjeto de su amor, o sea la mujer a la cual exaltanhoy en madrigales y sonetos, apenas hubiera obteni-

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do de ellos una mirada si hubiese nacido diez y ochoaños antes.

Toda inclinación tierna, por etérea que afecteser, sumerge todas sus raíces en el instinto natural delos sexos, y hasta no es otra cosa más que este ins-tinto especializado, determinado, individualizado porcompleto.

Sentado esto, si se observa el papel importanteque representa el amor en todos sus grados y en to-dos sus matices, no sólo en las comedias y novelas,sino también en el mundo real, donde, junto con elamor a la vida, es el más poderoso y el más activo detodos los resortes; si se piensa en que de continuoocupa las fuerzas de la parte más joven de la huma-nidad; que es el fin último de casi todo esfuerzohumano; que tiene una influencia perturbadora so-bre los más importantes negocios; que interrumpe atodas horas las ocupaciones más serias; que a veceshace cometer tonterías a los más grandes ingenios;que no tiene escrúpulos en lanzar sus frivolidades através de las negociaciones diplomáticas y de los tra-bajos de los sabios; que tiene maña para deslizar susdulces esquelas y sus mechoncitos de cabellos hastaen las carteras de los ministros y los manuscritos delos filósofos, lo cual no le impide ser a diario el

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promovedor de los asuntos más malos y embrolla-dos; que rompe las relaciones más preciosas, quiebralos vínculos más sólidos y elige por víctimas ya lavida o la salud, ya la riqueza, la alcurnia o la felicidad;que hace del hombre honrado un hombre sin honor,del fiel un traidor, y que parece ser así como un de-monio que se esfuerza en trastornarlo todo, en em-brollarlo todo, en destruirlo todo, entonces estamosprontos a exclamar: ¿Por qué tanto ruido? ¿Por quéesos esfuerzos, esos arrebatos, esas ansiedades y esamiseria?

Pues no se trata más que de una cosa muy senci-lla; sólo se trata, de que cada macho se ayunte con suhembra. ¿Por qué tal futileza ha de representar unpapel tan importante e introducir de continuo eltrastorno y el desarreglo en la bien ordenada vida delos hombres?

Pero ante el pensador serio, el espíritu de la ver-dad descorre poco a poco el velo de esta respuesta.No se trata de una fruslería; lejos de eso, la impor-tancia del negocio es igual a la formalidad y al ím-petu de la persecución. El fin definitivo de todaempresa amorosa, lo mismo si se inclina a lo trágicoque a lo cómico, es, en realidad, entre los diversosfines de la vida humana, el más grave e importante, y

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merece la profunda seriedad con que cada uno lopersigue.

En efecto, se trata nada menos que de la combina-ción de la generación próxima. Los actores que entraránen escena cuando salgamos nosotros, se encontraránasí determinados en su existencia y en su naturalezapor esta pasión tan frívola. Lo mismo que el ser, deesas personas futuras la naturaleza propia de su ca-rácter, su essentia, depende en absoluto de la elecciónindividual por el amor de los sexos, y se encuentraasí irrevocablemente fijada desde todos los puntosde vista. He aquí la clave del problema: la conoce-remos mejor cuando hayamos recorrido todos losgrados del amor, desde la inclinación más fugitivahasta la pasión más vehemente; entonces reconoce-remos que su diversidad nace del grado de la indivi-dualización en la elección.

Todas las pasiones amorosas de la generaciónpresente no son, pues, para la humanidad entera másque una meditatio compositionis generationis futurœ, e quaiterum pendent ennumerœ generationes. Ya no se trata, enefecto, como en las otras pasiones humanas, de unadesventaja o una ventaja individual, sino de la exis-tencia y especial constitución de la humanidad futu-ra. En ese caso alcanza su más alto poderío la

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voluntad individual, que se transforma en voluntadde la especie.

En este gran interés se fundan lo patético y losublime del amor, sus transportes, sus dolores infi-nitos, que desde millares de siglos no se cansan lospoetas de representar con ejemplos sin cuento. ¿Quéotro asunto pudiera aventajar en interés al que atañeal bien o al mal de la especie? Porque el individuo esa la especie lo que la superficie de los cuerpos a loscuerpos mismos. Esto es lo que hace que sea tandifícil dar interés a un drama sin mezclar en él unaintriga amorosa, y sin embargo, a pesar del uso dia-rio que del amor se hace, nunca se agota el asunto.

Cuando el instinto de los sexos se manifiesta enla conciencia individual de una manera vaga y gené-rica, sin determinación precisa, lo que aparece, fuerade todo fenómeno, es la voluntad absoluta, de vivir.Cuando se especializa en un individuo determinadoel instinto del amor, esto no es en el fondo más queuna misma voluntad que aspira a vivir en un sernuevo y distinto, exactamente determinado. Y eneste caso, el instinto del amor subjetivo ilusiona porcompleto a la conciencia y sabe muy bien ponerse elantifaz de una admiración objetiva. La Naturalezanecesita esa estratagema para lograr sus fines. Por

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desinteresada e ideal que pueda parecer la admira-ción por una persona amada, el objetivo final es, enrealidad, la creación de un ser nuevo, determinadoen su naturaleza; y lo que lo prueba así, es que elamor no se contenta con un sentimiento recíproco,sino que exige la posesión misma, lo esencial, es de-cir, el goce físico. La certidumbre de ser amado nopuede consolar de la privación de aquella a quien seama, y en semejante caso, más de un amante se hasaltado la tapa de los sesos. Por el contrario, sucedeque no pudiendo ser pagadas con la moneda delamor recíproco, gentes muy enamoradas se conten-tan con la posesión, es decir, con el goce físico. Eneste caso se hallan todos los matrimonios contraídospor fuerza, los amores venales o los obtenidos conviolencia. El que cierto hijo sea engendrado: ese es elfin único y verdadero de toda novela de amor, aun-que los enamorados no lo sospechen. La intriga queconduce al desenlace es cosa accesoria.

Las almas nobles, sentimentales, tiernamenteprendadas, protestarán aquí lo que quieran contra eláspero realismo de mi doctrina; sus protestas no tie-nen razón de ser. La constitución y el carácter preci-so y determinado de la generación futura, ¿no es unfin infinitamente más elevado, infinitamente más

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noble que sus sentimientos imposibles y sus quime-ras ideales? Y entre todos los fines que se propone lavida humana, ¿puede haber alguno más considera-ble? Sólo él explica los profundos ardores del amor,la gravedad del papel que representa, la importanciaque comunica a los más ligeros incidentes. No hayque perder de vista este fin real, si se quiere explicartantas maniobras, tantos rodeos y esfuerzos, y esostormentos infinitos para conseguir al ser amado,cuando al pronto parecen tan desproporcionados.Es que la generación venidera, con su determinaciónabsolutamente individual, empuja hacia la existenciaa través de esos trabajos y esfuerzos.

Es ella misma quien se agita, ya en la eleccióncircunspecta, determinada, pertinaz, que trata de sa-tisfacer ese instinto llamado amor; es la voluntad devivir del nuevo individuo que los amantes pueden ydesean engendrar. ¿Qué digo? En el entrecruza-miento de sus miradas preñadas de deseos, encién-dese ya una vida nueva, se anuncia un ser futuro;creación completa y armoniosa. Aspiran a una uniónverdadera, a la fusión en un solo ser. Este ser quevan a engendrar será como la prolongación de suexistencia y la plenitud de ella; en él continúan vi-viendo reunidas y fusionadas las cualidades heredita-

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rias de los padres. Por el contrario, una antipatía re-cíproca y tenaz entre un hombre y una mujer jovenes señal de que no podrán engendrar sino un ser malconstituido, sin armonía y desgraciado. Por eso Cal-derón, con profundo sentido, representa a la cruelSemíramis, a quien llama hija del aire, como fruto deuna violación, seguida del asesinato del esposo.

Esta soberana fuerza, que atrae exclusivamente,uno hacia otro, a dos individuos de sexo diferente,es la voluntad de vivir, manifiesta en toda la especie.Trata de realizarse según sus fines en el hijo que de-be nacer de ellos. Tendrá del padre la voluntad o elcarácter, de la madre la inteligencia, de ambos laconstitución física. Y sin embargo, las facciones re-producirán más bien las del padre, la estatura recor-dará más bien la de la madre... Si es difícil explicar elcarácter enteramente especial y exclusivamente indi-vidual de cada hombre, no es menos difícil com-prender el sentimiento asimismo particular yexclusivo que arrastra a dos personas una hacia otra.En el fondo esas dos cosas no son más que una sola.

La pasión es implícitamente lo que la individua-lidad es explícitamente.

El primer paso hacia la existencia, el verdaderopunctum saliens de la vida, es, en realidad, el instante

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en que nuestros padres comienzan a amarse, y comollevamos dicho, del encuentro y adhesión de sus ar-dientes miradas; nace el primer germen del nuevoser, germen frágil, pronto a desaparecer como todoslos gérmenes. Este nuevo individuo es, en ciertomodo, una idea platónica, y como todas las ideashacen un esfuerzo violento para conseguir manifes-tarse en el mundo de los fenómenos, ávidas de apo-derarse de la materia favorable que la ley decausalidad les entrega como patrimonio, así tambiénesta idea particular de una individualidad humanatiende con violencia y ardor extremados a realizarseen un fenómeno. Esta energía, este ímpetu es preci-samente la pasión que les futuros padres experi-mentan el uno por el otro. Tiene grados infinitos,cuyos dos extremos pudieran designarse con elnombre de amor vulgar y de amor divino, pero encuanto a la esencia del amor, es en todas partes ysiempre el mismo. En sus diversos grados, es tantomás poderoso cuanto más individualizado. En otrostérminos: es tanto más fuerte cuanto, por todas suscualidades y maneras de ser, la persona amada (conexclusión de cualquiera otra) sea más capaz de co-rresponder a la aspiración particular y a la determi-

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nada necesidad que ha hecho nacer en aquel que laama.

El amor, por su esencia y por primer impulso, semueve hacia la salud, la fuerza y la belleza; hacia lajuventud, que es la expresión de ellas, porque la vo-luntad desea ante todo crear seres capaces de vivircon el carácter integral de la especie humana. Elamor vulgar no va más lejos. Luego vienen otrasexigencias más especiales, que agrandan y fortalecenla pasión. No hay amor patente sino en la conformi-dad perfecta de dos seres... Y como no hay dos seressemejantes en absoluto, cada hombre debe buscaren cierta mujer las cualidades que mejor correspon-den a sus cualidades propias, siempre desde el puntode vista de los hijos por nacer. Cuanto más raro eseste hallazgo, más raro es también el amor verdade-ramente apasionado. Y precisamente porque cadauno de nosotros tiene en potencia ese gran amor,por eso comprendemos la pintura que de él nos haceel genio de los poetas.

Precisamente porque esta pasión del amor sepropone de un modo exclusivo al ser futuro y lascualidades que debe tener, puede ocurrir que entreun hombre y una mujer jóvenes, agradables y bienformados, una simpatía de carácter y de espíritu ha-

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ga nacer una amistad extraña al amor, y puede queen este último punto haya entre ellos cierta antipatía.La razón es que el hijo que naciese de ellos estaríafalto de armonía intelectual o física; en una palabra,que su existencia y su constitución no corresponde-rían a los planes que se propone la voluntad de vivir,en interés de la especie.

Puede ocurrir, por el contrario, que, a despechode la semejanza de sentimientos, de carácter y deespíritu, a despecho de la repugnancia y hasta de laaversión que resulten, nazca y subsista, sin embargo,el amor, porque ciegue acerca de esas incompatibili-dades. Si de eso resulta un enlace conyugal, el ma-trimonio será necesariamente muy desgraciado.Vamos ahora al fondo de las cosas.

El egoísmo tiene en cada hombre raíces tanhondas, que los motivos egoístas son los únicos conque puede contarse de seguro para excitar la activi-dad de un ser individual. Cierto es que la especietiene sobre el individuo un derecho anterior, másinmediato y más considerable que la individualidadefímera. Sin embargo, cuando es preciso que el indi-viduo obre y se sacrifique por el sostenimiento y eldesarrollo de la especie, le cuesta trabajo a su inteli-gencia, dirigida toda ella hacia las aspiraciones indi-

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viduales, comprender la necesidad de ese sacrificio ysometerse a él en seguida. Para alcanzar su fin espreciso, pues, que la Naturaleza embauque al indivi-duo con alguna añagaza, en virtud de la cual vea,como un iluso, su propia ventura en lo que en reali-dad sólo es el bien de la especie. El individuo se ha-ce así esclavo inconsciente de la Naturaleza en elmomento en que sólo cree obedecer a sus propiosdeseos. Una pura quimera, al punto desvanecida,flota ante sus ojos y le hace obrar. Esta ilusión no esmás que el instinto. En la mayoría de los casos re-presenta el sentido de la especie, los intereses de laespecie ante la voluntad. Pero como aquí la voluntadse ha hecho individual, debe ser engañada, de talsuerte, que perciba por el sentido del individuo lospropósitos que sobre ella tiene el sentido de la espe-cie. Así, cree trabajar en provecho del individuo, alpaso que, en realidad, sólo trabaja para la especie, ensu sentido más estricto. En el animal es donde elinstinto representa el mayor papel, y donde mejorpueden observarse sus manifestaciones exteriores.En cuanto a las vías secretas del instinto, como res-pecto a todo lo que es interior, sólo podemosaprender a conocerlas en nosotros mismos.

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Imaginase que el instinto tiene poco imperio so-bre el hombre, o por lo menos que no se manifiestanada más que en el recién nacido, que trata de cogerla teta de su madre. Pero en realidad, hay un instintomuy determinado, muy manifiesto, y sobre todomuy complejo, que nos guía en la elección tan fina,tan seria, tan particular, de la persona a quien seama, y la posesión de la cual se apetece.

Si el placer de los sentidos no ocultase más quela satisfacción de una necesidad imperiosa, sería in-diferente la hermosura o la fealdad del otro indivi-duo. La apasionada rebusca de la belleza, el precioque se le concede, la selección que en ello se pone,no conciernen, pues, al interés personal de quienelige, aun cuando así se lo figure él, sino evidente-mente al interés del ser futuro, en el que importamantener lo más posible íntegro y puro el tipo de laespecie.

Mil accidentes físicos y mil deformidades mora-les pueden producir una desviación de la figura hu-mana; sin embargo, el verdadero tipo humanorestablécese de nuevo en todas sus partes, gracias aeste sentido de la belleza que domina siempre y diri-ge el instinto de los sexos, sin lo cual el amor no se-ría más que una necesidad irritante.

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Así, pues, no hay hombre que en primer términono desee con ardor y no prefiera las más hermosascriaturas, porque realizan el tipo más puro de la es-pecie.

Después buscará sobre todo las cualidades quele faltan, o a veces las imperfecciones opuestas a lassuyas propias, y que le parecerán bellezas.

De ahí proviene, por ejemplo, el que las mujero-nas gusten a los hombrecillos y que los rubios amena las morenas, etc.

El entusiasmo vertiginoso que se apodera delhombre a la vista de una mujer cuya hermosura res-ponde a su ideal y hace lucir ante sus ojos el espe-jismo de la suprema felicidad si se une con ella, noes otra cosa sino el sentido de la especie que recono-ce su sello claro y brillante, y que apetecería perpe-tuarse por ella...

Estas consideraciones arrojan viva luz sobre lanaturaleza intima de todo instinto. Como se ve aquí,su papel consiste casi siempre en hacer que el indi-viduo se mueva por el bien de la especie. Porqueevidentemente, la solicitud de un insecto por hallarcierta flor, cierto fruto, un excremento o un trozo decarne, o bien, como el ichneumon, la larva de otro in-secto para depositar allí sus huevos y no en otra

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parte ninguna, y su indiferentismo por la dificultad opor el peligro cuando se trata de lograrlo, son muyanálogos a la preferencia exclusiva de un hombrepor cierta mujer, aquella mujer cuya naturaleza indi-vidual se corresponde con la suya. La busca con tanapasionado celo, que antes que no conseguir su ob-jeto, con menosprecio de toda razón, sacrifica a me-nudo la felicidad de su vida. No retrocede ante unmatrimonio insensato, ni ante relaciones ruinosas, niante el deshonor, ni ante actos criminales, adulterioo violación. Y eso únicamente por servir a los finesde la especie, bajo la soberana ley de la Naturaleza, aexpensas hasta del individuo. Por todas partes pare-ce dirigido el instinto por una intención individual,siendo así que es en un todo extraño a ella. La Natu-raleza hace surgir el instinto siempre que el indivi-duo, entregado a sí mismo, sería incapaz decomprender las miras de ella o estaría dispuesto aresistirlas. He aquí por qué ha sido dado el instinto aloa animales, y sobre todo a los animales inferioresmás desprovistos de inteligencia; pero el hombre nole está sometido sino en el caso especial que nosocupa. Y no es porque el hombre sea incapaz decomprender los fines de la Naturaleza, sino porquetal vez no los perseguiría con todo el celo necesario,

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aun a expensas de su dicha particular. Así, en esteinstinto como en todos los demás, la verdad se dis-fraza de ilusión para influir en la voluntad. Una ilu-sión de voluptuosidad es lo que hace refulgir a losojos del hombre la embaucadora imagen de una feli-cidad soberana en los brazos de la belleza, no igua-lada por ninguna otra humana criatura ante sus ojos;ilusión es también cuando se imagina que la pose-sión de un solo ser en el mundo le otorga de segurouna dicha sin medida y sin limites. Figúrase que sa-crifica afanes y esfuerzos en pro sólo de su propiogoce, mientras que en realidad no trabaja más quepor mantener el tipo integral de la especie, por crearcierto individuo enteramente determinado, que ne-cesita de esa unión para realizarse y llegar a la exis-tencia. De tal modo es así, que el carácter delinstinto es el de obrar en vista de una finalidad deque sin embargo no se tiene idea. Impelido el hom-bre por la ilusión que le posee, tiene a veces horroral objetivo adonde va guiado, que es la procreaciónde los seres, y hasta quisiera oponerse a él: este casoacontece en casi todos los amores ilícitos.

Una vez satisfecha su pasión, todo amante expe-rimenta un especial desengaño: se asombra de que elobjeto de tantos deseos apasionados no le propor-

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cione más que un placer efímero, seguido de un rá-pido desencanto. En efecto; ese deseo es a los otrosdeseos que agitan el corazón del hombre como laespecie es al individuo, como el infinito es a lo fini-to. Sólo la especie se aprovecha de la satisfacción deese deseo, pero el individuo no tiene conciencia deello. Todos los sacrificios que se ha impuesto, im-pulsado por el genio de la especie, han servido paraun fin que no es el suyo propio. Por eso todoamante, una vez realizada la grande obra de la Natu-raleza, se llama a engaño; porque la ilusión que lehacía víctima de la especie se ha desvanecido. Platóndice muy bien: Voluptas omnium maxime vaniloqua.

Estas consideraciones dan nueva luz acerca delos instintos y el sentido estético de los animales.También son esclavos ellos de esa especie de ilusiónque hace brillar ante sus ojos el engañoso espejismode su propio goce, mientras tan asiduamente y contan absoluto desinterés trabajan en pro de la especie.Así fabrica su nido el ave, y así busca el insecto elpropicio lugar donde poner sus huevos, o bien seentrega a la caza de una presa de que él mismo no hade gozar nunca, que sólo ha de servir de alimento alas futuras larvas, y la cual coloca junto a los huevos.Así la abeja, la avispa, la hormiga, trabajan en sus

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construcciones futuras y toman las más complicadasdisposiciones. Lo que dirige a todos estos bichos esevidentemente una ilusión que pone al servicio de laespecie el antifaz de un interés egoísta. Tal es la úni-ca explicación verosímil del fenómeno interno ysubjetivo que dirige las manifestaciones del instinto.Pero al ver las cosas desde fuera, advertimos en losanimales más esclavos del instinto -sobre todo en losinsectos- un predominio del sistema ganglionar, esdecir, del sistema nervioso subjetivo, sobre el siste-ma cerebral u objetivo, de donde es preciso inducirque los animales, no tanto son impelidos por unainteligencia objetiva y exacta, cuanto por representa-ciones subjetivas excitantes de deseos que nacen dela acción del sistema ganglionar sobre el cerebro.Esto prueba que también ellos están bajo el imperiode una especie de ilusión, y tal será siempre la mar-cha fisiológica de todo instinto.

Como aclaración, mencionaré también otroejemplo del instinto en el hombre -si bien es ciertoque menos característico- y es el apetito caprichosode las mujeres encinta. Parece nacer de que el creci-miento del embrión exige a veces una modificaciónparticular o determinada de la sangre que a él afluye.Entonces el alimento más favorable preséntase al

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punto al espíritu de la mujer en cinta como el objetode un vivo antojo. También hay en esto una ilusión.Parece, pues, que la mujer tiene un instinto más queel hombre; también está más desarrollado en ella elsistema ganglionar. El excesivo predominio del ce-rebro explica cómo tiene el hombre menos instintosque los brutos, y cómo sus instintos pueden extra-viarse algunas veces. Así, por ejemplo, el sentido dela belleza que dirige la selección al ir en busca delamor, se extravía cuando degenera en vicio contranatura. Asimismo cierta mosca (musca vomitoria), enlugar de poner sus huevos conforme a su instinto enuna carne en descomposición, los deposita en la flordel arun dracumulus, extraviada por el olor cadavéricode esta planta.

El amor tiene, pues, por fundamento un instintodirigido a la reproducción de la especie. Esta verdadnos parecerá clara hasta la evidencia si examinamosla cuestión en detalle, como vamos a hacerlo.

Ante todo, preciso es considerar que el hombrepropende por naturaleza a la inconstancia en elamor, y la mujer a la fidelidad. El amor del hombredisminuye de una manera perceptible a partir delinstante en que ha obtenido satisfacción. Parece que

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cualquiera otra mujer tiene más atractivo que la queposee; aspira al cambio.

Por el contrario, el amor de la mujer crece apartir de ese instante. Esto es una consecuencia delobjetivo de la Naturaleza, que se encamina al sostén,y por tanto al crecimiento más considerable posiblede la especie.

En efecto, el hombre con facilidad puede en-gendrar más de cien hijos en un año, si tiene otrastantas mujeres a su disposición; la mujer, por elcontrario, aunque tuviese otros tantos varones a sudisposición, no podría dar a luz más que un hijo alaño, salvo los gemelos. Por eso anda el hombresiempre en busca de otras mujeres, al paso que lamujer permanece fiel a un solo hombre, porque laNaturaleza la impele, por instinto y sin reflexión, aconservar junto a ella a quien debe alimentar y pro-teger a la futura familia menuda.

De aquí resulta que la fidelidad en el matrimonioes artificial para el hombre y natural en la mujer, ypor consiguiente (a causa de sus consecuencias y porser contrario a la Naturaleza), el adulterio de la mu-jer es mucho menos perdonable que el del hombre.

Quiero llegar al fondo de las cosas y acabar deconvenceros, probándoos que por objetivo que

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pueda parecer el gusto por las mujeres, no es, sinembargo, más que un instinto disfrazado, es decir, elsentido de la especie, que se esfuerza en mantener eltipo de ella. Debemos investigar más de cerca yexaminar más especialmente las consideraciones quenos dirigen a perseguir ese placer, aunque hagan ex-traña figura en una obra filosófica los detalles quevamos a indicar aquí. Estas consideraciones se divi-den como sigue: en primer término, las que concier-nen directamente al tipo de la especie, es decir, labelleza; las que atienden a las cualidades psíquicas, ypor último las consideraciones puramente relativas,la necesidad de corregir unas por otras las disposi-ciones particulares y anormales de los dos individuosprocreadores. Examinemos por separado cada unade esas divisiones.

La primera consideración que nos dirige al sim-patizar y elegir es la de la edad. En general, la mujerque elegimos se encuentra en los años comprendi-dos entre el final y el comienzo del flujo menstruo;por tanto, damos decisiva preferencia al período quemedia entre las edades de quince y veintiocho años.No nos atrae ninguna mujer fuera de las precedentescondiciones. Una mujer de edad, es decir, incapaz detener hijos, no nos inspira más que un sentimiento

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de aversión. La juventud sin belleza tiene siempreatractivo, pero ya no lo tiene tanto la hermosura sinjuventud.

Con toda evidencia, la inconsciente intenciónque nos guía no es otra sino la posibilidad general detener hijos. Por consiguiente, todo individuo pierdeen atractivo para el otro sexo según se encuentremás o menos alejado del período propio para la ge-neración o la concepción.

La segunda consideración es la salud: las enfer-medades agudas no turban nuestras inclinacionessino de un modo transitorio; por el contrario, lasenfermedades crónicas, las caquexias, asustan oapartan, porque se transmiten a los hijos.

La tercera consideración es el esqueleto, porquees el fundamento del tipo de la especie. Después dela edad y de la enfermedad, nada nos aleja tanto co-mo una conformación defectuosa: ni aun el rostromás hermoso podría indemnizarnos de una espaldaencorvada; por el contrario, siempre será preferidoun rostro feo sobre un torso recto. Un defecto delesqueleto es lo que siempre os choca más; por ejem-plo, un talle rechoncho y enano, piernas demasiadocortas o el andar cojeando, si no es como conse-cuencia de un accidente exterior. Por el contrario, un

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cuerpo notablemente hermoso compensa muchosdefectos y nos hechiza. La extremada importanciaque damos todos a los pies pequeños tiene tambiénrelación con estas consideraciones. En efecto, sonun carácter esencial de la especie, pues no hay ani-mal alguno que tenga tan pequeños como el hombreel tarso y el metatarso juntos, lo que depende de supaso en actitud vertical: es un plantígrado. Jesús Si-rach dice a este propósito: «Una mujer de buenasformas y bonitos pies, es como columnas de orosobre zócalos de plata.» No es menor la importanciade los dientes, porque sirven para la nutrición y sonespecialmente hereditarios.

La cuarta consideración es cierta plenitud decarnes, es decir, el predominio de la facultad vegeta-tiva, de la plasticidad, porque ésta promete al feto unalimento rico; por eso una mujer alta y flaca es re-pulsiva de un modo sorprendente. Los pechos bienredondos y de buena forma ejercen una notable fas-cinación sobre los hombres, porque hallándose enrelación directa con las funciones genésicas en lamujer, prometen rico alimento al recién nacido. Porel contrario, mujeres gordas con exceso excitan re-pugnancia en nosotros, porque ese estado morbosoes un signo de atrofia del útero, y por consiguiente

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una señal de esterilidad. No es la inteligencia quiensabe esto, es el instinto.

La belleza de la cara no se toma en considera-ción sino en el último lugar. También aquí lo queante todo choca más es la parte ósea: más que nadase busca una nariz bien hecha, al paso que una narizcorta, arremangada, lo desluce todo. Una ligera in-clinación de la nariz hacia arriba o hacia abajo hadecidido de la suerte de infinidad de mujeres jóve-nes, y con razón, porque se trata de mantener el tipode la especie. La pequeñez de la boca, formada porunos huesos maxilares pequeños, es esenciadísimacomo carácter específico del rostro humano, enoposición al hocico de los demás animales. La barbaescurrida, o más bien dicho, amputada, es particu-larmente repulsiva, porque un rasgo característico denuestra especie es la barbilla prominente, mentumprominentum. En último término, se consideran losojos y la frente hermosos, los cuales se relacionancon las cualidades psíquicas, sobre todo con las cua-lidades intelectuales, que forman parte de la heren-cia, por la madre.

Naturalmente, no podemos enumerar con tantaexactitud las consideraciones inconscientes a lascuales se adhiere la inclinación de la mujer.

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He aquí lo que, de una manera general, puedeafirmarse. Las mujeres prefieren en el hombre acualquiera otra edad la de treinta y treinta y cincoaños, aun por encima de los hombres jóvenes que,sin embargo representan la flor de la belleza mascu-lina. La causa de eso es que se guían, no por el gus-to, sino por el instinto, que reconoce en esos años elapogeo de la potencia genérica. En general, hacenmuy poco caso de la hermosura, sobre todo de la delrostro, cómo si ellas solas se encargasen de transmi-tirla al hijo. La fuerza y la valentía del hombre son,sobre todo, las que conquistan su corazón, porqueestas cualidades prometen una generación de ro-bustos hijos y parecen asegurarles para lo venideroun protector animoso. Todo defecto corporal delhombre, toda desviación del tipo, puede suprimirlosla mujer para el hijo en la generación si las partescorrespondientes en la constitución de ella a las de-fectuosas en el hombre son intachables o aun estánexageradas en sentido inverso. Sólo hay que excep-tuar las cualidades del hombre peculiares de su sexoy que, por consiguiente, la madre no puede dar alhijo: por ejemplo, la estructura masculina del esque-leto, de anchos hombros, caderas estrechas, piernasrectas, fuerza muscular, valentía, barbas, etc. De aquí

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procede que a menudo amen las mujeres a hombresfeísimos, pero nunca a hombres afeminados, porqueno pueden ellas neutralizar semejante defecto.

El segundo orden de consideraciones que im-portan en el amor concierne a las cualidades psíqui-cas. Encontraremos aquí que las cualidades delcorazón o del carácter en el hombre son las queatraen a la mujer, porque el hijo recibe estas cualida-des de su padre. Ante todo, sirven para ganar a lamujer una voluntad firme, la decisión y el arrojo yacaso la rectitud y la bondad de corazón. Por elcontrario, las cualidades intelectuales no ejercen so-bre ella ninguna acción directa e instintiva, precisa-mente porque el padre no las transmite a sus hijos.La necedad no perjudica para con las mujeres. Confrecuencia causa un efecto desfavorable por su des-proporción un talento superior o el genio mismo.Así se ve a menudo a un hombre feo, necio y grose-ro suplantar cerca de las mujeres a un hombre bienformado, ingenioso y amable. Hasta se ven matri-monios por amor entre seres lo más desemejantesposible desde el punto de vista del espíritu; porejemplo, el hombre brutal, robusto y romo de en-tendimiento: ella dulce, impresionable, aguda en el

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pensar, instruida, llena de buen gusto, etc.; o bien elhombre muy sabio, un genio, y ella una gansa.

La razón de esto es que las consideraciones pre-dominantes en el amor no tienen nada de intelectual,y se refieren al instinto.

Lo que se tiene en cuenta para el matrimonio noes una conversación llena de chispa, sino la procrea-ción de hijos: el matrimonio es un vínculo de loscorazones y de las cabezas. Cuando una mujer afir-ma que está prendada del talento de un hombre,esto no es más que una presunción vana y ridícula ola exaltación de un ser degenerado. Por el contrario,en el amor instintivo los hombres no se ven clasifi-cados por las cualidades de carácter de la mujer; poreso tantos Sócrates han encontrado sus Xántipas;por ejemplo, Shakespeare, Alberto Durero, Byron,etc. Las cualidades intelectuales tienen una gran in-fluencia tratándose de la mujer, porque se transmi-ten por la madre. Sin embargo, su influjo se vefácilmente sobrepujado por el de la belleza corpórea,que obra de un modo más directo sobre puntos másesenciales. Acontece, no obstante, que madres ins-truidas por propia experiencia de ese influjo inte-lectual hacen aprender a sus hijas las bellas artes, losidiomas, etc., para hacerlas atractivas a sus futuros

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maridos; tratan así de ayudar a la inteligencia pormedios artificiales, lo mismo que, si viene al caso,tratan de desarrollar las caderas y el pecho. Advirta-mos que sólo se trata aquí del atractivo por instintoe inmediato, único que da origen a la verdadera pa-sión del amor. Que una mujer inteligente e instruidaaprecie la inteligencia y el talento en un hombre, queun hombre razonable y reflexivo pruebe el carácterde su prometida y lo tenga en cuenta, eso nada hacepara el asunto de que aquí tratamos. Así procede larazón en el matrimonio cuando es ella quien elige,pero no el amor apasionado, único que nos ocupa.

Hasta el presente no he tenido en cuenta sinoconsideraciones absolutas, es decir, de un efecto ge-neral. Paso ahora a las consideraciones relativas, queson individuales, porque en este caso el fin es rectifi-car el tipo de la especie ya alterado, corregir los ex-travíos de tipo que la misma persona que elige tieneya, y volver así a una pura representación de aqueltipo. Cada cual ama precisamente lo que le falta. Laelección individual, que se funda en estas considera-ciones por completo relativas, es mucho más deter-minada, más resuelta y más exclusiva que la elecciónfundada sólo en condiciones absolutas. De estasconsideraciones relativas nace, por lo común, el

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amor apasionado, mientras que los amores comunesy pasajeros sólo se guían por consideraciones abso-lutas. No siempre es la hermosura perfecta y cabalquien inflama las grandes pasiones. Para una inclina-ción verdaderamente apasionada, se necesita unacondición que sólo podemos expresar por una metá-fora tomada de la química. Las dos personas debenneutralizarse una a otra, como un ácido y un álcaliforman una sal neutra. Toda constitución sexual esuna constitución incompleta: la imperfección varíasegún los individuos. En uno y otro sexo, cada serno es más que una parte incompleta e imperfecta deltodo. Pero esta parte puede ser más o menos consi-derable según las naturalezas. Por eso cada individuoencuentra su complemento natural en cierto indivi-duo del otro sexo, que representa la fracción indis-pensable para el tipo completo, que lo concluye yneutraliza sus defectos y produce un tipo cabal de lahumanidad en el nuevo individuo que debe nacer.Todo conspira sin cesar a la constitución de ese serfuturo. Los fisiólogos saben que la sexualidad en elhombre y en la mujer tiene innumerables grados. Lavirilidad puede descender hasta el horrible ginandro,hasta el hipospadias. Asimismo hay en las mujeresgraciosos andróginos. Los dos sexos pueden llegar al

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hermafroditismo completo, y estos individuos, queconstituyen el justo medio entre los dos sexos y noforman parte de ninguno, son incapaces de reprodu-cirse. Para la neutralización de dos individualidadesuna por otra, es preciso que el determinado grado desexualidad en cierto hombre corresponda exacta-mente al grado de sexualidad en cierta mujer, a finde que esas dos disposiciones parciales se compen-sen la una a la otra con exactitud.

Así es que el hombre más viril buscará a la mujermás femenina, y viceversa. Los amantes miden porinstinto esta parte proporcional necesaria a cada unode ellos, y ese cálculo inconsciente se encuentra conlas demás consideraciones en el fondo de toda granpasión. Por eso, cuando los enamorados hablan contono patético de la armonía de sus almas, casi siem-pre debe sobrentenderse la armonía de las cualidadesfísicas propias de cada sexo, y de tal naturaleza quepuedan engendrar un ser perfecto, armonía que im-porta mucho más que el concierto de sus almas, elcual, después de la ceremonia, suele convertirse enchillona discordancia. Únense a esto las considera-ciones relativas más lejanas, que se fundan en el he-cho de que cada cual se esfuerza por neutralizar, pormedio de la otra persona, sus debilidades, sus imper-

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fecciones y todos los extravíos del tipo normal, portemor a que se perpetúen en el hijo futuro, o de quese exageren y lleguen a ser deformidades.

Cuanto más débil es un hombre desde el puntode vista de la fuerza muscular, más buscará mujeresfuertes, y la mujer obrará lo mismo. Pero como esuna ley de la Naturaleza que la mujer tenga una fuer-za muscular menor, también está en la Naturaleza elque las mujeres prefieran a los hombres robustos. Laestatura es también una consideración importante.Los hombres bajitos tienen decidida inclinación a lasmujeres grandes, y recíprocamente... La aversión delas mujeres grandes por los hombres grandes está enel fondo de las miras de la Naturaleza, a fin de evitaruna raza gigantesca, cuando la fuerza transmitida porla madre sería demasiado débil para asegurar largaduración a esta raza excepcional.

Si una mocetona elige por marido a un mocetón,entre otros móviles por hacer mejor figura en socie-dad, sus descendientes expiarán esta locura... Hastaen las diversas partes del cuerpo busca cada cual uncorrectivo a sus defectos, a sus desviaciones, contanto mayor cuidado cuanto más importante sea laparte. Por ejemplo: las personas de nariz chata con-templan con inexplicable placer una nariz aguileña,

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un perfil de loro, y así por el estilo. Los hombres deformas escuálidas, de largo esqueleto, admiran a unapersonilla que cabe bajo una taza y corta con exceso.

Lo mismo sucede con el temperamento: cadacual prefiere el opuesto al suyo, y su preferencia esproporcional siempre a la energía de su propio tem-peramento. Y no es que una persona perfecta enalguna de sus partes ame las imperfecciones contra-rias, sino que las soporta con más facilidad que otraslas soportarían. Los hijos encuentran en esas cuali-dades una garantía contra una imperfección másgrande. Por ejemplo: una persona muy blanca nosentirá repugnancia por un tinte aceitunado; pero alos ojos de una persona de tez negruzca, un tinte deuna blancura deslumbradora le parece divinamentehermoso. Hay casos excepcionales en que un hom-bre puede prendarse de una mujer decididamentefea. Esto es conforme a nuestra ley de concordanciade los sexos, cuando el conjunto de los defectos eirregularidades físicas de la mujer son exactamente loopuesto, y por consiguiente, el correctivo de los delhombre. Entonces llega la pasión, por lo general, aun grado extraordinario...

Sin sospecharlo, el individuo obedece en todoesto a una orden superior, la de la especie. De aquí la

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importancia que otorga a ciertas cosas, las cualespudieran y debieran serle indiferentes como indivi-duo. Nada hay tan extraño como la seriedad pro-funda e inconsciente con que se observan, uno aotro, dos jóvenes de diferente sexo que se ven porvez primera, la mirada inquisidora y penetrante queuno a otro se dirigen, la minuciosa inspección quetodas las facciones y todas las partes de sus personasrespectivas tienen que afrontar. Este examen es lameditación del genio de la especie sobre el hijo quepodrían procrear y la combinación de sus elementosconstitutivos. El resultado de esta meditación de-terminará el grado de su inclinación mutua y de susrecíprocos deseos. Después de alcanzar cierto grado,ese primer impulso puede suspenderse de prontopor el descubrimiento de algún detalle inadvertidohasta entonces. Así medita el genio de la especie lageneración futura, y la gran labor de Cupido, queespecula, se ingenia y obra sin cesar, consiste enpreparar la constitución de aquella.

Poco importa la ventaja de los efímeros indivi-duos ante los grandes intereses de la especie entera,presente y futura: el dios esta siempre dispuesto asacrificar a los primeros sin compasión. El genio dela especie es relativamente a los individuos como un

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inmortal es a los mortales, y sus intereses son a losde los hombres como el infinito es a lo finito. Sa-biendo, pues, que administra bienes superiores aaquellos que sólo conciernen a un bien o un mal in-dividual, los gestiona con una impasibilidad supre-ma, en medio del tumulto de la guerra, en laagitación de los negocios, a través de los horrores deuna peste, y aun los persigue hasta en el retiro delclaustro.

Más atrás hemos visto que la intensidad delamor crece conforme se individualiza. Lo hemosprobado. La constitución física de dos individuospuede ser tal que, para mejorar el tipo de la especie ydevolverle toda su pureza, deba ser uno de esos in-dividuos el complemento del otro. Un deseo mutuoy exclusivo los atrae entonces, y sólo por el hecho defijarse en un objeto único y que representa al mismotiempo una misión especial de la especie, ese deseoadquiere al punto un carácter noble y elevado. Por larazón opuesta, el puro instinto sexual es un instintovulgar, porque no se dirige a un individuo único,sino a todos, y sólo trata de conservar la especie porel número nada más y sin preocuparse de la calidad.Cuando el amor aficiona a un ser único, logra en-tonces tal intensidad, tal grado de pasión, que si no

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puede ser satisfecho, pierden su valor todos los bie-nes del mundo y la misma vida. Es una pasión deuna violencia sin igual, que no retrocede ante ningúnsacrificio y puede conducir a la locura o al suicidio.Las causas inconscientes de una pasión tan excesivadeben diferir de las que hemos puesto en claro másarriba, y son menos aparentes. Preciso es que admi-tamos que aquí no se trata sólo de adaptación física,sino que, además, la voluntad del hombre y la inteli-gencia de la mujer tienen entre sí una concordanciaespecial, que hace que sólo ellos puedan engendrarcierto ser enteramente determinado; la existencia deese ser es lo que tiene aquí por punto de mira el ge-nio de la especie, por razones ocultas en la cosa ensí, y que no son accesibles para nosotros. En otrostérminos, la voluntad de vivir desea en este casoobjetivarse en un individuo exactamente predeter-minado, y que sólo puede engendrar ese padre unidoa esta madre. Ese deseo metafísico de la voluntad ensí no tiene, desde luego, otra esfera de acción en laserie de los seres más que los corazones de los futu-ros padres. Arrebatados por este impulso, se imagi-nan no desear sino para sí mismos lo que sólo tieneuna finalidad puramente metafísica, es decir, fueradel círculo de las cosas existentes en realidad. Así,

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pues, de la fuente original de todos los seres brotaesa aspiración de un ser futuro, que encuentra laocasión única para llegar a la vida, y esta aspiraciónse manifiesta en la realidad de las cosas por la pasiónelevada y exclusiva de los padres futuros uno porotro.

En el fondo no es más que una ilusión que im-pulsa a un enamorado a sacrificar todos los bienesde la tierra por unirse a esa mujer, y sin embargo,ella no puede darle ninguna cosa más que otra mu-jer. Tal es el único fin que se persigue, y prueba deello es que esta pasión se extingue con el goce, lomismo que las demás, con gran asombro de los inte-resados.

También se extingue cuando, hallándose estérilla mujer (lo que, según Hufeland, puede resultar dediez y nueve vicios de constitución accidentales), sedesvanece el fin metafísico; millones de gérmenesdesaparecen así cada día, en los cuales, no obstante,aspira también al ser el mismo principio metafísicode la vida. Para esto no hay consuelo alguno, a noser el de que la voluntad de vivir dispone del infinitoen el espacio, en el tiempo y en la materia, y que tie-ne abierta una ocasión inagotable de volver...

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El deseo amoroso, que los poetas de todos lostiempos se esfuerzan por expresar con mil formas,sin agotar nunca el asunto, ni siquiera igualarlo; esedeseo que une a la posesión de cierta mujer la ideade una felicidad infinita y un dolor inexpresable alpensamiento de no poder conseguirla; ese deseo yeste dolor amorosos no pueden tener por principiolas necesidades de un individuo efímero; ese deseoes el suspiro del genio de la especie, quien, para rea-lizar sus propósitos, ve una ocasión única que apro-vechar o perder, y exhala hondos gemidos. Sólo laespecie tiene una vida sin fin, ella sola es capaz desatisfacciones y de dolores infinitos. Pero encuén-transe estos, aprisionados dentro del mezquino pe-cho de un mortal. ¡Qué tiene de extraño, cuando esepecho parece estallar y no puede encontrar ningunaexpresión que pinte el presentimiento de voluptuo-sidad o de pena infinitas que le invade! Este es elasunto de toda poesía erótica de un género elevado,de esas metáforas trascendentes que se ciernen muypor encima de las cosas terrenas. Esto es lo que ins-piraba a Petrarca, lo que agitaba a los Saint-Grieux, alos Werther y a los Jacobo Ortís. Sin eso, serían in-comprensibles e inexplicables. Ese precio infinitoque los amantes se conceden uno a otro, no puede

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fundarse en raras cualidades intelectuales o en cuali-dades objetivas o reales, sencillamente porque losenamorados no se conocen uno a otro con bastanteexactitud: tal era el caso de Petrarca. El espíritu de laespecie es el único que de una sola mirada puede verque valor tienen los amantes para él y cómo le pue-den servir para sus fines. Por eso las grandes pasio-nes suelen nacer a la primera mirada.

Si la pérdida de la mujer amada, sea por obra deun rival o por la de la muerte, causa al amante apa-sionado un dolor que excede a todos los demás, esprecisamente porque este dolor es de una naturalezatrascendente, y no le hiere sólo como individuo, sinoen la vida de la especie, de la que estaba encargadode realizar la voluntad especial. De aquí provieneque los celos estén tan llenos de tormentos y seantan feroces, y que el más grande de todos los sacrifi-cios sea el de renunciar a la persona amada.

Un héroe se ruborizaría de exhalar quejas vulga-res, pero no quejas de amor, porque entonces no esél, es la especie quien se lamenta. En La gran Zenobia,de Calderón, hay en el segundo acto una escena en-tre Zenobia y Decio, donde dice éste:

¡Cielos! ¿luego tú me quieres?

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Perdiera cien mil victorias,volviérame... etc.

Aquí, pues, el honor, que hasta entonces supe-raba a cualquier otro interés, ha sido vencido ypuesto en fuga tan pronto como el amor, es decir, elinterés de la especie entra en escena y trata de con-seguir el triunfo decisivo... Sólo ante este interés ce-den el honor, el deber y la fidelidad, después dehaber resistido a todas las demás tentaciones, hasta alas amenazas de muerte.

Asimismo, no hay en la vida privada punto en elcual sea más rara la probidad escrupulosa. Las per-sonas más honestas en lo demás y más rectas laechan aquí a un lado y cometen el adulterio con me-nosprecio de todo, cuando se apodera de ellas elamor apasionado, es decir, el interés de la especie.Hasta parece que creen tener conciencia de un pri-vilegio superior, tal como los intereses individualesnunca podrían concederlo semejante, precisamenteporque obran en interés de la especie. Merece seña-larse, desde este punto de vista, el pensamiento deChamfort: «Cuando un hombre y una mujer tienenuno por otro una pasión violenta, siempre me pare-ce que sean cuales fueren los obstáculos que les se-

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paran, marido, padres, etcétera, los dos amantes sonuno de otro por mandato de la Naturaleza, que sepertenecen recíprocamente por derecho divino, apesar de las leyes y convenciones humanas.» Si sealzasen protestas contra esta teoría, bastaríanos re-cordar la asombrosa indulgencia con que en elEvangelio trata Jesús a la mujer adúltera, cuandopresume la misma falta en todos los presentes.

Desde este mismo punto de vista, la mayor partedel Decamerón parece ser una pura burla, un puro sar-casmo del genio de la especie contra los derechos ylos intereses de los individuos, que tira por los sue-los,

El genio de la especie separa y anonada sin es-fuerzo todas las diferencias de alcurnia, todos losobstáculos, todas las barreras sociales. Disipa, cualuna leve arista, todas las instituciones humanas, sincuidarse más que de las generaciones futuras. Bajo elimperio de un interés amoroso, desaparece todo pe-ligro y hasta el ser más pusilánime encuentra valor.

Y en la comedia y la novela, ¡con qué placer, conqué simpatía acompañamos a los jóvenes que de-fienden su amor, es decir, el interés de la especie, yque triunfan de la hostilidad de los padres, única-mente preocupados de los intereses individuales!

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Tanto como la especie sobrepuja al individuo, otrotanto supera la pasión en importancia, elevación yjusticia a todo lo que la contraría. Por eso el asuntofundamental de casi todas las comedias es la entradaen escena del genio de la especie con sus aspiracio-nes y sus proyectos, amenazando los intereses de losdemás personajes de la obra y tratando de sepultar lafelicidad de éstos.

Generalmente lo consigue, y el desenlace, con-forme con la justicia poética, satisface al espectador,porque este último comprende que los designios dela especie son muy superiores a los de los indivi-duos. Después del desenlace, sale de allí consoladodel todo, dejando victoriosos a los enamorados, aso-ciándose a la ilusión de que han puesto los cimientosde su propia ventura, cuando en realidad no han he-cho más que sacrificarla en aras del bien de la espe-cie, a pesar de las previsiones y la oposición de suspadres. En ciertas extrañas comedias se ha tratadode volver las cosas al revés y llevar a buen término lafelicidad de los individuos a expensas de los fines dela especie; pero en este caso, el espectador experi-menta el mismo dolor que el genio de la especie, yno podría consolarle la ventaja segura de los indivi-duos. Acuden a mi memoria como ejemplo algunas

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obras muy conocidas: La reina de diez y seis años, Elcasamiento razonable. En las tragedias donde se trata deamor, los amantes casi siempre sucumben, porqueno han podido hacer triunfar los fines de la especie,de los cuales eran sólo instrumento; así sucede enRomeo y Julieta, Tancredo, Don Carlos, Wallenstein, Ladesposada de Messina y tantas otras.

Un enamorado, lo mismo puede llegar a ser có-mico que trágico, porque en uno y otro caso está enmanos del genio de la especie, que le domina hastael punto de enajenarlo de sí mismo. Sus accionesson desproporcionadas con respecto a su carácter.De aquí proviene, en los grados superiores de la pa-sión, ese colorido tan poético y tan sublime que re-viste sus pensamientos, esa elevación trascendente ysobrenatural que parece hacerle perder de vista enabsoluto el objetivo enteramente físico de su amor.Es que entonces le animan el genio de la especie ysus intereses superiores. Ha recibido la misión defundar una serie indefinida de generaciones dotadasde cierta constitución y formadas por ciertos ele-mentos que no pueden hallarse más que en un solopadre y una sola madre. Esta unión, y sólo esta,puede dar existencia a la generación determinadaque la voluntad de vivir exige expresamente. El pre-

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sentimiento que tiene de obrar en circunstancias deuna importancia tan trascendente, eleva al amante atal altura sobre las cosas terrenas y hasta sobre símismo, y reviste sus deseos materiales con una apa-riencia tan inmaterial, que el amor es un episodiopoético hasta en la vida del hombre más prosaico, loque a veces le ridiculiza. Esta misión, que la volun-tad cuidadosa de los intereses de la especie imponeal amante, se presenta bajo el disfraz de una venturainfinita, que espera encontrar en la posesión de lamujer amada. En los grados supremos de la pasiónes tan brillante esta quimera que, si no puede conse-guirse, la misma vida pierde todos sus encantos yparece desde entonces tan exhausta de alegrías, tansosa y tan insípida, que el disgusto que por ella sesiente supera aún al espanto de la muerte, y el infelizabrevia a veces sus días voluntariamente. En estecaso, la voluntad del hombre ha entrado en el torbe-llino de la voluntad de la especie, o bien esta últimaarrolla de tal modo a la voluntad individual, que si elamante no puede obrar en representación de estavoluntad de la especie, renuncia a obrar en nombrede la suya propia.

El individuo es un vaso harto frágil para conte-ner la aspiración infinita de la voluntad de la especie,

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concentrada sobre un objeto determinado. Desdeentonces no tiene más salida que el suicidio, a vecesel doble suicidio de los dos amantes, a menos de quela Naturaleza, por salvar la existencia, no deje sobre-venir la locura que cubre con su velo la concienciade un estado desesperado, Todos los años vienen aconfirmar esta verdad varios casos análogos.

Pero no sólo es la pasión quien a veces tiene undesenlace trágico. El amor satisfecho conduce tam-bién más a menudo a la desdicha que a la felicidad.Porque las exigencias del amor, en conflicto con elbienestar personal del amante, son tan incompatiblescon las otras circunstancias de la vida y sus planesacerca de lo venidero, que minan todo el edificio desus proyectos, de sus esperanzas y de sus ensueños.

El amor, no sólo está en contradicción con lasrelaciones sociales, sino que a menudo también loestá con la Naturaleza íntima del individuo, cuandose fija en personas que, fuera de las relaciones se-xuales, serían odiadas por su amante, menosprecia-das y hasta aborrecidas. Pero la voluntad de laespecie tiene tanto poder sobre el individuo, que elamante impone silencio a sus repugnancias y cierralos ojos acerca de los defectos de aquella a quienama; pasa de ligero por todo, lo desconoce todo y se

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une para siempre al objeto de su pasión. ¡Tanto es loque le deslumbra esa ilusión, que se desvanece encuanto queda satisfecha la voluntad de la especie, yque deja tras de sí para toda la vida una compañera aquien se detesta!

Sólo así se explica que hombres razonables yhasta distinguidos se enlacen con harpías y se casencon perdidas y no comprendan cómo han podidohacer tal elección. He aquí por que los antiguos re-presentaban el Amor con una venda en los ojos.Hasta puede suceder que un enamorado reconozcacon claridad los vicios intolerables de temperamentoy de carácter en su prometida, que le presagian unavida tormentosa, y hasta puede ocurrir que sufra poreso amargamente, sin tener valor para renunciar aella.

Esto es porque en el fondo no persigue su pro-pio interés, aun cuando se lo imagine, sino el de untercer individuo que debe nacer de ese amor. Estedesinterés, que en todas partes es el sello de la gran-deza, da aquí al amor apasionado una apariencia su-blime y le hace digno objeto de la poesía. Porúltimo, acontece que el amor se concilia con el odiomás violento al ser amado, y por eso lo comparaPlatón al amor de los lobos a las ovejas. Preséntase

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este caso cuando un amante apasionado, a pesar detodos los esfuerzos y de todas las súplicas, no puedea ningún precio hacerse escuchar.

Enardécele entonces el odio contra la personaamada, llegando hasta el punto de matar a la quequiere y darse luego la muerte. Todos los años sepresentan ejemplos de esta clase y se encuentran enlos periódicos. ¡Cuánta verdad hay en estos versosde Goethe!

¡Por todo amor despreciado!¡Por las furias del infierno!¡Quisiera yo conoceralgo más atroz que aquesto!

Cuando un amante trata de crueldad la esquivezde su amada o el gusto de ella en hacerle sufrir, estono es verdaderamente una hipérbole. Hállase, enefecto, bajo la influencia de una inclinación que,análoga al instinto de los insectos, le obliga, a despe-cho de la razón, a perseguir en absoluto sus fines ydescuidar todo lo demás. Más de un Petrarca ha te-nido que arrastrar sin esperaza su amor a lo largo detoda su vida, como una cadena de hierro en los pies,y exhalar sus suspiros en la soledad de los bosques.

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Pero no ha habido más que un Petrarca dotado almismo tiempo del don de poesía. A él se aplican loshermosos versos de Goethe:

Y cuando el hombre en su dolor se calla,me ha dado un dios que exprese cuánto sufro.

El genio de la especie está siempre en guerra conlos genios protectores de los individuos. Es su per-seguidor y su enemigo, siempre dispuesto a destruirsin cuartel la felicidad personal para lograr sus fines.Se ha visto depender a veces de sus caprichos la sa-lud de naciones enteras. Shakespeare nos da unejemplo de ello en Enrique VI. En efecto, la especieen donde arraiga nuestro ser tiene sobre nosotros underecho anterior y más inmediato que el individuo:sus asuntos son antes que los nuestros. Así lo pre-sintieron los antiguos, cuando personificaron el ge-nio de la especie en Cupido, dios hostil, dios cruel, apesar de su aire de niño, dios justamente difamado,demonio caprichoso, despótico, y sin embargo, due-ño de los dioses y de los hombres.

Flechas mortíferas, venda y ala son sus atributos.Las alas indican la inconstancia, séquito habitual dela desilusión que acompaña al deseo satisfecho.

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En efecto, como la pasión se funda en una ilu-sión de felicidad personal, en provecho de la especie,una vez pagado a ésta el tributo, al decrecer, la ilu-sión tiene que disiparse. EL genio de la especie, quehabía tomado posesión del individuo, le abandonade nuevo a su libertad. Desamparado por él, cae enlos estrechos limites de su pobreza, y se asombra alver que después de tantos esfuerzos sublimes, heroi-cos e infinitos, no le queda más que una vulgar satis-facción de los sentidos. Contra lo que esperaba, nose encuentra más feliz que antes. Advierte que hasido victima de los engaños de la voluntad de la es-pecie. Por eso, regla general: cuando Teseo consiguea su Ariadna, la abandona luego. Si hubiese sido sa-tisfecha la pasión de Petrarca, hubiera cesado sucanto, como el del ave en cuanto están puestos loshuevos en el nido.

Notemos al paso que mi metafísica del amor de-sagradará de seguro a los enamorados que se handejado coger en el garlito. Si fueran accesibles a larazón, la verdad fundamental que he descubierto lesharía capaces más que ninguna otra de dominar suamor. Pero hay que atenerse a la sentencia del anti-guo poeta cómico: “Quœ res in se neque consilium, nequemodum habet ullum, eam consilio refiere non potest.”

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Los matrimonios por amor se conciertan en in-terés de la especie y no en provecho del individuo.Verdad es que los individuos se imaginan que traba-jan por su propia dicha; pero el verdadero fin les esextraño a ellos mismos, puesto que no es más sino laprocreación de un ser que sólo por ellos es posible.Obedeciendo uno y otro al mismo impulso, natu-ralmente deben tratar de estar en el mejor acuerdoque puedan. Pero muy a menudo, gracias a esa ilu-sión instintiva que es la esencia del amor, la parejaasí formada se encuentra en todo lo demás en el de-sacuerdo más ruidoso. Bien se ve esto en cuanto lailusión se ha desvanecido fatalmente: ocurre enton-ces que por lo regular son bastante desgraciados losmatrimonios por amor, porque aseguran la felicidadde la generación venidera a expensas de la genera-ción actual. «Quien se casa por amores, ha de vivircon dolores», dice el proverbio español. Lo contra-rio sucede en los matrimonios de conveniencia, con-certados la mayor parte de las veces según elecciónde los padres. Las consideraciones que determinanesta clase de enlaces, cualquiera que pueda ser lanaturaleza de ellos, a lo menos tienen alguna reali-dad, y no pueden desaparecer por sí mismas. Estasconsideraciones son capaces de asegurar la ventura

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de los esposos, pero a expensas de los hijos que de-ban nacer de ellos, y aun así es problemática esa feli-cidad.

El hombre que al casarse se preocupa más deldinero que de su inclinación, vive más para el indivi-duo que para la especie, lo cual es en absolutoopuesto a la verdad, a la Naturaleza, y merece ciertomenosprecio, Una joven soltera que, a pesar de losconsejos de sus padres, rehusa la mano de un hom-bre rico y joven aún y rechaza todas las considera-ciones de conveniencia para elegir según su gustoinstintivo, hace en aras de la especie el sacrificio desu felicidad individual. Pero precisamente a causa deeso, no puede negársele cierta aprobación, porqueha preferido lo que más importa, y obra según elsentir de la Naturaleza (o de la especie, hablandocon mayor exactitud), al paso que los padres la acon-sejaban en el sentir del egoísmo individual. Parece,pues, que al concertarse una boda es preciso sacrifi-car los intereses de la especie o los del individuo. Lamayoría de las veces así sucede: tan raro es ver lasconveniencias y la pasión ir juntas de la mano.

La miserable constitución física, moral o inte-lectual de la mayor parte de los hombres proviene,sin duda, en gran manera de que por lo general se

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conciertan los matrimonios, no por pura elección osimpatía, sino por toda clase de consideraciones ex-teriores y conforme a circunstancias accidentales.Cuando al mismo tiempo que las conveniencias serespeta hasta cierto punto la inclinación, resulta unaespecie de transacción con el genio de la especie.

Ya se sabe que son muy escasos los matrimoniosfelices, porque la esencia del matrimonio es tenercomo principal objetivo, no la generación actual,sino la generación futura. Sin embargo, para con-suelo de las naturalezas tiernas y amantes, añadamosque el amor apasionado se asocia a veces con unsentimiento del todo diferente; me refiero a la amis-tad que se funda en el acuerdo de los caracteres, pe-ro no se declara hasta que el amor se extingue con elgoce. El acorde de las cualidades complementarias,morales, intelectuales y físicas, necesario desde elpunto de vista de la generación futura para hacerque nazca el amor, puede también, por una especiede oposición concordante de temperamentos y ca-racteres, producir la amistad desde el punto de vistade los mismos individuos.

Toda esta metafísica del amor que acabo de de-sarrollar aquí, se enlaza íntimamente con mi metafí-

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sica en general, y he aquí como la ilumina con nuevaluz.

Se ha visto que en el amor de los sexos la selec-ción atenta, elevándose poco a poco hasta el amorapasionado, se funda en el alto y serio interés que elhombre se toma por la constitución especial y per-sonal de la raza venidera. Esta simpatía, en extremonotable, confirma precisamente dos verdades pre-sentadas en los anteriores capítulos: en primer tér-mino, la indestructibilidad del ser en sí que sobreviveal hombre en esas generaciones por venir. Esta sim-patía tan viva y tan activa, que nace, no de la refle-xión y de la intención, sino de las aspiraciones y delas tendencias más íntimas de nuestro ser, no podríaexistir de una manera tan indestructible y ejercer so-bre el hombre tan gran imperio, si el hombre fueseefímero en absoluto y si las generaciones se sucedie-ran real y absolutamente distintas unas de otras, sinmás lazo que la continuidad del tiempo. La segundaverdad es que el ser en sí reside en la especie másque en el individuo. Porque este interés por la cons-titución especial de la especie -que es el origen detodo comercio amoroso, desde el capricho más fu-gaz hasta la pasión más seria- es, en verdad, paracada uno el mayor negocio, es decir, aquel cuyo

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éxito bueno o malo le afecta de la manera más sen-sible, y de donde le viene, por excelencia, el nombrede negocio del corazón. Por eso, cuando este interésha hablado de una manera decisiva, se le subordina,y en caso preciso se le sacrifica cualquier otro interésque sólo concierna a la persona privada. Así pruebael hombre que la especie le importa más que el indi-viduo, y que vive más directamente en la especie queen el individuo.

¿Por qué, pues, queda suspenso el enamorado,con completo abandono, de los ojos de aquella aquien ha elegido? ¿Por qué está dispuesto a sacrifi-carlo todo por ella? Porque la parte inmortal de suser es lo que por ella suspira, al paso que cualquierotro de sus deseos sólo se refiere a su ser fugitivo ymortal. Esta aspiración viva, ferviente, dirigida acierta mujer, es, pues, un gaje de la indestructibilidadde la esencia de nuestro ser y de su continuidad en laespecie. Considerar esta continuidad como una cosainsuficiente e insignificante, es un error que nace deque por continuidad de vida de la especie no se en-tiende otra cosa más que la existencia futura de seressemejantes a nosotros, pero en ninguna maneraidénticos, y eso porque, partiendo de un conoci-miento dirigido hacia las cosas exteriores, no se con-

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sidera más que la figura exterior de la especie, talcomo la concebimos por intuición, y no en su esen-cia íntima. Esta esencia oculta es precisamente loque está en el fondo de nuestra conciencia y formasu punto céntrico, lo que es hasta más inmediatoque esta conciencia; y en tanto que es cosa en sí, li-bre del principium individuationis, esta esencia se en-cuentra absolutamente idéntica en todos losindividuos, lo mismo en los que existen entoncesque en los que les suceden.

Esto es lo que, en otros términos, llamo yo «lavoluntad de vivir», o sea aquella aspiración apre-miante a la vida y a la duración. Precisamente esa esla fuerza que la muerte conserva y deja intacta, fuer-za inmutable que no puede conducir a un estadomejor. Para todo ser vivo, el sufrimiento y la muerteson tan ciertos como la existencia. Puede, sin em-bargo, liberarse de los sufrimientos y de la muertepor la negación de la voluntad de vivir, que tiene porefecto desprender la voluntad del individuo de larama de la especie y suprimir la existencia en la es-pecie. No tenemos ninguna idea acerca de lo queentonces le sucede a esta voluntad, y nos faltan to-dos los datos sobre este punto. No podemos desig-nar tal estado sino como aquel que tiente la libertad

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de ser o de no ser voluntad de vivir. Este último ca-so es lo que el budhismo denomina Nirvana. Este esprecisamente el punto que por su misma naturalezaqueda siempre lejos del alcance de todo conoci-miento humano.

Si poniéndonos ahora en el punto de vista deestas últimas consideraciones, sumergimos nuestrasmiradas en el tumulto de la vida, vemos su miseria ysus tormentos ocupar a todos los hombres. Vemos alos hombres reunir todos sus esfuerzos para satisfa-cer necesidades sin término y preservarse de la mise-ria de mil aspectos, sin atreverse, no obstante, aesperar otra cosa que la conservación durante cortoperíodo de tiempo de esta misma existencia tanatormentada.

Y he aquí que, en plena confusión de la lucha,vemos dos amantes cuyas miradas se cruzan llenasde deseos. Pero ¿por qué tanto misterio, por quéesos pasos temerosos y disimulados? Porque esosamantes son unos traidores que trabajan en secretopara perpetuar toda la miseria y todos los tormentos,que sin ellos tendrían un fin próximo, fin que pre-tenden hacer vano, cual vano lo hicieron otros antesque ellos.

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Si el espíritu de la especie, que dirige a dosamantes sin que lo sepan, pudiese hablar por su bo-ca y expresar ideas claras en vez de manifestarse pormedio de sentimientos instintivos, la elevada poesíade tal diálogo amatorio, que en el actual lenguajesólo habla con imágenes novelescas y parábolasideales de aspiraciones infinitas, de presentimientosde una voluptuosidad sin límites, de felicidad inefa-ble, de fidelidad eterna, etc., se manifestaría en lasiguiente forma:

DAFNIS.-Quisiera regalar un individuo a la ge-neración futura, y creo que tú podrías darle lo que amí me falta.

CLOE.-Tengo la misma intención, y creo que túpodrías darle lo que yo no tengo. ¡Vamos a ver unmomento qué le damos!...

DAFNIS.-Yo le doy elevada estatura y fuerzamuscular: tú no tienes ni una ni otra.

CLOE.- Yo le doy bellas formas y menudospies: tú no tienes ni éstos ni aquellas.

DAFNIS.-Yo le doy fina piel blanca, que tú notienes.

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CLOE.-Yo le doy cabellos negros y ojos negros:tú eres rubio.

DAFNIS.-Yo le doy nariz aguileña.CLOE.-Yo le doy boca chiquita.DAFNIS.-Yo le doy valentía y bondad, que no

podrían venirle de ti.CLOE.-Yo le doy hermosa frente, ingenio e in-

teligencia, que no podrían venirle de ti.DAFNIS.-Talle derecho, bella dentadura, salud

sólida: he aquí lo que recibe de nosotros dos. Real-mente, los dos juntos podremos dotar de perfeccio-nes al futuro individuo; por eso te deseo más que aninguna otra mujer.

CLOE.-Y yo también te deseo.Si se tiene en cuenta la inmutabilidad absoluta

del carácter y de la inteligencia de cada hombre, pre-ciso es admitir que para ennoblecer a la especie hu-mana no es posible intentar nada exterior;obtendríase ese resultado, no por la educación y lainstrucción, sino por vía de la generación. Este es elparecer de Platón cuando, en el libro V de su Repú-blica, expone aquel asombroso plan del acrecimientoy ennoblecimiento de la casta de los guerreros. Si sepudiese hacer eunucos a todos los pillastres, encerraren conventos a todas las necias, proveer a las perso-

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nas de carácter de todo un harén y de hombres (ver-daderos hombres) a todas las jóvenes solteras inteli-gentes y graciosas, veríase bien pronto nacer unageneración que nos daría una edad superior aun alsiglo de Pericles.

Sin dejarnos llevar de planes quiméricos, hay pa-ra reflexionar que si después de la pena de muerte seestableciese la castración como la pena más grande,se libraría a la sociedad de generaciones enteras detunos, y esto con tanta mayor seguridad cuanto que,como se sabe, la mayoría de los crímenes se come-ten entre las edades de veinte y treinta años.

Creo, como Sterne, que la voluptuosidad es muyseria. Representaos la pareja más hermosa, la másencantadora: ¡cómo se atraen y repelen, se desean yse huyen con gracia, en un bello juego de amor! Lle-ga el instante de la voluptuosidad: todo jugueteo,toda alegría graciosa y dulce han desaparecido derepente. La pareja se ha puesto seria. ¿Por qué? Por-que la voluptuosidad es bestial, y la bestialidad no seríe. Las fuerzas de la Naturaleza obran seriamente entodas partes. La voluptuosidad de los sentidos es lo

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opuesto al entusiasmo que nos abre el mundo ideal.El entusiasmo y la voluptuosidad son graves y notraen consigo jugueteos.

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LAS MUJERES

Sólo el aspecto de la mujer revela que no estádestinada ni a los grandes trabajos de la inteligenciani a los grandes trabajos materiales. Paga su deuda ala vida, no con la acción, sino con el sufrimiento, losdolores del parto, los inquietos cuidados de la infan-cia; tiene que obedecer al hombre, ser una compañe-ra pacienzuda que le serene. No está hecha para losgrandes esfuerzos ni para las penas o los placeresexcesivos. Su vida puede transcurrir más silenciosa,más insignificante y más dulce que la del hombre,sin ser por naturaleza mejor ni peor que éste.

Lo que hace a las mujeres particularmente aptaspara cuidarnos y educarnos en la primera infancia, esque ellas mismas continúan siendo pueriles, fútiles ylimitadas de inteligencia. Permanecen toda su vidaniños grandes, una especie de intermedio entre el

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niño y el hombre. Si observamos a una mujer lo-quear todo el día con un niño, bailando y cantandocon él, imaginemos lo que con la mejor voluntad delmundo haría en su lugar un hombre.

En las jóvenes solteras, la Naturaleza parece ha-ber querido hacer lo que en estilo dramático se llamaun efecto teatral. Durante algunos años las engala-nan con una belleza, una gracia y una perfección ex-traordinarias, a expensas de todo el resto de su vida,a fin de que durante esos rápidos años de esplendorpuedan apoderarse fuertemente de la imaginación deun hombre y arrastrarle a cargar legalmente con ellasde cualquier modo. La pura reflexión y la razón nodaban suficiente garantía para triunfar en esta em-presa. Por eso le Naturaleza ha armado a la mujer,como a cualquiera otra criatura, con las armas y losinstrumentos necesarios para asegurar su existencia,y sólo durante el tiempo preciso, porque en esto laNaturaleza obra con su habitual economía. Así co-mo la hormiga hembra, después de unirse con elmacho, pierde las alas, que le serían inútiles y hastapeligrosas para el período de la incubación, así tam-bién la mayoría de las veces, después de dos o trespartos, la mujer pierde su belleza.

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De ahí proviene que las jóvenes casaderas mirengeneralmente las ocupaciones domésticas o los de-beres de su estado como cosas accesorias y purasbagatelas, al paso que reconocen su verdadera voca-ción por el amor, las conquistas y todo lo que conellas se relaciona, vestir, baile, etc.

Cuanto más noble y acabada es una cosa, máslento y tardo desarrollo tiene. La razón y la inteli-gencia del hombre no llegan a su auge hasta la edadde veintiocho años; por el contrario, en la mujer lamadurez de espíritu llega a la de diez y ocho.

Por eso tiene siempre un juicio de diez y ochoaños, medido muy estrictamente, y por eso las muje-res son toda su vida verdaderos niños.

No ven más que lo que tienen delante de losojos, se fijan sólo en lo presente, toman las aparien-cias por la realidad y prefieren las fruslerías a las co-sas más importantes. Lo que distingue al hombre delanimal es la razón. Confinado en el presente, sevuelve hacia el pasado y sueña con el porvenir; deaquí su prudencia, sus cuidados, sus frecuentesaprensiones.

La débil razón de la mujer no participa de esasventajas ni de esos inconvenientes. Padece miopíaintelectual que, por una especie de intuición, le per-

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mite ver de un modo penetrante las cosas próximas;pero su horizonte es muy pequeño y se le escapanlas cosas lejanas. De ahí viene el que todo cuanto noes inmediato, o sea lo pasado y lo venidero, obremás débilmente sobre la mujer que sobre nosotros.De ahí también esa frecuente inclinación a la prodi-galidad, que a veces confina con la demencia.

En el fondo de su corazón, las mujeres se imagi-nan que los hombres han venido al mundo para ga-nar dinero y las mujeres para gastarlo. Si se venimpedidas de hacerlo mientras vive su marido, sedesquitan después de muerto éste. Y lo que contri-buye a confirmarlas en esta convicción, es que elmarido les da el dinero y las encarga de los gastos dela casa.

Tantas partes defectuosas se compensan, sinembargo, con un mérito. La mujer, más absorta porel momento presente, goza más de él que nosotros.De ahí esa jovialidad que les es propia y las hace sercapaces de distraer y a veces consolar al hombreabrumado de preocupaciones y penas.

En las circunstancias difíciles no hay que desde-ñar la costumbre de recurrir, como en otros tiemposlos germanos, al consejo de las mujeres, porque tie-nen una manera de concebir las cosas enteramente

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diferente de la nuestra. Van derechas al fin por elcamino más corto, porque, en general, sus miradasse detienen en lo que está a su mano. Por el contra-rio, nuestra mirada pasa sin fijarse por encima de lascosas que se nos meten por los ojos, y buscan mu-cho más allá. Necesitamos que se nos traiga a unamanera de ver más sencilla y más rápida. Añádase aeso que las mujeres tienen positivamente un juiciomás aplomado, y no ven en las cosas nada más quelo que hay en ellas en realidad, al paso que nosotros,por influjo de nuestras pasiones excitadas, amplifi-camos los objetos y nos fingimos quimeras.

Las mismas actitudes nativas explican la conmi-seración, la humanidad, la simpatía que las mujeresmanifiestan por los desgraciados. Pero son inferioresa los hombres en todo lo que atañe a la equidad, a larectitud y a la probidad escrupulosa. A causa de lodébil de su razón, todo lo que es de presente, visiblee inmediato, ejerce en ellas un imperio contra el cualno pueden prevalecer las abstracciones, las máximasestablecidas, las resoluciones enérgicas ni ningunaconsideración de lo pasado a lo venidero, de lo leja-no a lo ausente. Tienen las primeras y principalescualidades de la virtud, pero les faltan las secundariasy accesorias... Por eso la injusticia es el defecto ca-

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pital de las naturalezas femeninas. Eso proviene desus escasos buen sentido y reflexión que hemos se-ñalado, y lo que agrava aun más este defecto es queal negarles fuerza la Naturaleza, les ha dado comopatrimonio la astucia para proteger su debilidad, y deahí su falacia habitual y su invencible tendencia alembuste. El león tiene dientes y garras, el elefante yel jabalí colmillos de defensa, cuernos el toro, la jibiatiene su tinta con que enturbiar el agua en torno su-yo; la Naturaleza no ha dado a la mujer más que eldisimulo para defenderse y protegerse. Esta facultadsuple a la fuerza que el hombre toma del vigor desus miembros y de su razón.

EL disimulo es innato en la mujer, lo mismo enla más aguda que en la más torpe. Es en ella tan na-tural su uso en todas ocasiones, como en un animalatacado el defenderse al punto con sus armas natu-rales. Obrando así, tiene hasta cierto punto concien-cia de sus derechos, lo cual hace que sea casiimposible encontrar una mujer absolutamente verí-dica y sincera.

Por eso precisamente es por lo que con tanta fa-cilidad comprende el disimulo ajeno, y por lo que,no es fácil usarlo con ella.

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De este defecto fundamental y de sus conse-cuencias nacen la falsía, la infidelidad, la traición, laingratitud, etc. Las mujeres perjuran ante los tribu-nales con mucha más frecuencia que los hombres, ysería cuestión de saber si debe admitírselas a prestarjuramento. Ocurre de vez en cuando que señoras aquienes nada les falta son sorprendidas en los alma-cenes en flagrante delito de robo.

Los hombres jóvenes, hermosos, robustos, estándestinados por la Naturaleza a propagar la especiehumana, a fin de que ésta no degenere. Tal es la fir-me voluntad que la Naturaleza expresa por medio delas pasiones de las mujeres. Con seguridad, ésta es lamás antigua y poderosa de todas las leyes. ¡Pobres,pues, de los intereses y derechos que se le ponganpor obstáculo! Cuando llegue el momento, suceda loque quiera, serán hollados sin misericordia.

La moral secreta, inconfesa y hasta inconsciente,pero innata, de las mujeres, consiste en esto: “Te-nemos fundado derecho a engañar a quienes se ima-ginan que, proveyendo económicamente a nuestrasubsistencia, pueden confiscar en provecho suyo losderechos de la especie. A nosotras es a quienes senos han confiado; en nosotras descansa la constitu-ción y la salud de la especie, la creación de la genera-

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ción futura; a nosotras nos incumbe trabajar paraello con toda conciencia.”

Pero las mujeres no se interesan de ningún mo-do in abstracto por ese principio superior; solamentelo comprenden in concreto, y cuando se presenta oca-sión no tienen más manera de expresarlo que sumanera de obrar. En este punto su conciencia lasdeja mucho más tranquilas de lo que se pudiera cre-er, porque en el fondo más obscuro de su corazónsienten vagamente que al hacer traición a sus debe-res para con el individuo, los llenan tanto mejor paracon la especie, que tiene derechos infinitamente su-periores.

Como las mujeres únicamente han sido creadaspara la propagación de la especie, y toda su vocaciónse concentra en ese punto, viven más para la especieque para los individuos, y toman más a pecho losintereses de la especie que los intereses de los indivi-duos. Esto es lo que da a todo su ser y a su conductacierta ligereza y miras opuestas a las del hombre. Tales el origen de esa desunión, tan frecuente en el ma-trimonio, que ha llegado a ser casi normal.

Los hombres son naturalmente indiferentes en-tre sí; las mujeres son enemigas por naturaleza. Estodebe depender de que el odium figulinum, la rivalidad,

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que está restringida entre los hombres a los de cadaoficio, abarca en las mujeres a toda la especie, por-que todas ellas no tienen más que un mismo oficio yun mismo negocio. Basta que se encuentren en lacalle para que crucen miradas de güelfos y gibelinos.

Salta a los ojos que en la primera entrevista dedos mujeres hay más contención, disimulo y reservaque en una primera entrevista entre hombres.

Adviértase además que, en general, el hombrehabla con algunas atenciones y cierta humanidad asus subordinados, hasta a los más ínfimos; pero esinsoportable ver con que altanería se dirige una mu-jer de sociedad a una mujer de clase inferior, cuandono está a su servicio. Quizá dependa esto de queentre mujeres son infinitamente más grandes las di-ferencias de alcurnia que entre los hombres, y esasdiferencias pueden con facilidad modificarse o su-primirse.

La posición social que ocupa un hombre depen-de de mil consideraciones; para las mujeres, una solacircunstancia decide su posición: el hombre a quienhan sabido agradar. Su única función las pone bajoun pie de igualdad mucho más marcado, y por esotratan de crear ellas entre sí diferencias de categorías.

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Preciso ha sido que el entendimiento del hom-bre se obscureciese por el amor para llamar bello aese sexo de corta estatura, estrechos hombros, an-chas caderas y piernas cortas. Toda su belleza resideen el instinto del amor que nos empuja a ellas. Envez de llamarle bello, hubiera sido más justo llamarleinestético.

Las mujeres no tienen el sentimiento ni la inteli-gencia de la música, así como tampoco de la poesía ylas artes plásticas. En ellas todo es pura imitación,puro pretexto, pura afectación explotada por su de-seo de agradar. Son incapaces de tomar parte condesinterés en nada, sea lo que fuere, y he aquí la ra-zón: el hombre se esfuerza en todo por dominar di-rectamente, ya por la inteligencia, ya por la fuerza; lamujer, por el contrario, siempre y en todas partes,está reducida a una dominación en absoluto indi-recta, es decir, no tiene poder sino por medio delhombre; sólo sobre él ejerce una influencia inme-diata. Por consiguiente, la Naturaleza lleva a las mu-jeres a buscar en todas las cosas un medio deconquistar al hombre, y el interés que parecen to-marse por las cosas exteriores siempre es un fingi-miento, un rodeo, es decir, pura coquetería y puramonada. Rousseau lo ha dicho: «Las mujeres, en ge-

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neral, no aman ningún arte, no son inteligentes enninguno, y no tienen ningún genio. Basta observar,por ejemplo, lo que ocupa y atrae su atención en unconcierto, en la ópera o en la comedia, advertir eldescaro con que continúan su cháchara en los luga-res más hermosos de las más grandes obras maes-tras. Si es cierto que los griegos no admitían a lasmujeres en los espectáculos, tuvieron mucha razón;a lo menos, en sus teatros se podría oír alguna cosa.»

En nuestro tiempo, al mulier taceat in ecclesia con-vendría añadir un taceat mulier in theatro, o bien susti-tuir un precepto por otro, y colgar éste, en grandescaracteres, sobre el telón del escenario.

Pero ¿qué puede esperarse de las mujeres, si sereflexiona que en el mundo entero no ha podidoproducir este sexo un solo genio verdaderamentegrande, ni una obra completa y original en las bellasartes, ni un solo trabajo de valor duradero, sea en loque fuere? Esto es muy notable en la pintura. Sontan aptas como nosotros para aprender la parte téc-nica, y cultivan con asiduidad este arte, sin podergloriarse de una sola obra maestra, precisamenteporque les falta aquella objetividad del espíritu quees necesaria sobre todo para la pintura. No puedensalir de sí mismas. Por eso las mujeres vulgares ni

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siquiera son capaces de sentir sus bellezas, porqueNatura non facit saltus. En su célebre obra Examen deingenios para las ciencias -que tiene más de trescientosaños de fecha-, rehusa Huarte a las mujeres toda ca-pacidad superior.

Excepciones aisladas y parciales no cambian lascosas en nada: tomadas en conjunto, las mujeres sony serán las nulidades más cabales e incurables.

Gracias a nuestra organización social, absurda enel mayor grado, que las hace participar del título y lasituación del hombre, por elevados que sean, excitancon encarnizamiento las menos nobles ambicionesde éste, y por una consecuencia natural de este ab-surdo, su dominio y el tono que imponen ellas co-rrompen la sociedad moderna.

Debiera tomarse como norma esta sentencia deNapoleón I: “Las mujeres no tienen categoría.”

Chamfort dice también con mucha exactitud:«Están hechas para comerciar con nuestras debilida-des y con nuestra locura, pero no con nuestra razón.Existen entre ellas y los hombres simpatías de epi-dermis y muy pocas simpatías de espíritu, de alma yde carácter.»

Las mujeres son el sexus sequior, el sexo segundodesde todos puntos de vista, hecho para estar a un

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lado y en segundo término. Cierto que se deben te-ner consideraciones a su debilidad; pero es ridículorendirles pleito homenaje, y eso mismo nos degradaa sus ojos. La Naturaleza, al separar la especie hu-mana en dos categorías, no ha hecho iguales laspartes...

Esto es lo que han pensado en todo tiempo losantiguos y los pueblos del Oriente, que se dabanmejor cuenta del papel que conviene a las mujeresque nosotros con nuestra galantería a la antigua mo-da francesa y nuestra estúpida veneración, que es eldespliegue más completo de la necedad germano-cristiana. Esto no ha servido más que para hacerlastan arrogantes y tan impertinentes. A veces me ha-cen pensar en los monos sagrados de Benarés, loscuales tienen tal conciencia de su dignidad sacro-santa y de su inviolabilidad, que todo se lo creenpermitido.

La mujer en Occidente, lo que se llama la seño-ra, se encuentra en una posición enteramente falsa.Porque la mujer, el sexus sequior de los antiguos, noestá en manera ninguna formada para inspirar vene-ración y recibir homenajes, ni para llevar la cabezamás alta que el hombre, ni para tener iguales dere-chos que éste.

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Las consecuencias de esta falsa posición son hartoevidentes. Sería de desear que en Europa se volviesea su puesto natural a ese número dos de la especiehumana y que se suprimiera la señora, objeto de mofapara el Asia entera, y de la cual también se hubieranburlado Roma y Grecia.

Desde el punto de vista político y social, esta re-forma sería un verdadero beneficio. El principio dela ley sálica es tan evidente, tan indiscutible que pa-rece inútil formularlo. Lo que se llama propiamentela dama europea es una especie de ser que no debie-ra existir. No debería haber en el mundo más quemujeres de interior, aplicadas a los quehaceres do-mésticos, y jóvenes solteras aspirantes a ser lo queaquellas, que se formasen, no en la arrogancia, sinoen el trabajo y en la sumisión.

Precisamente porque hay damas en Europa espor lo que las mujeres de la clase inferior, es decir, lagran mayoría, son infinitamente más dignas de lás-tima que en el Oriente.

Lord Byron dice: “He meditado en la situaciónde las mujeres bajo los antiguos griegos, y es bas-tante conveniente. El estado actual, resto de la bar-barie feudal de la Edad Madia, es artificial ycontrario a la Naturaleza. Las mujeres debieran ocu-

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parse en los quehaceres de su casa; se las deberíaalimentar y vestir bien, pero no mezclarlas en la so-ciedad. También deberían estar instruidas en la reli-gión, pero ignorar la poesía y la política; no leer másque libros de votos y de cocina. Música, dibujo, bai-le, y también un poco de jardineo y labores del cam-po de tiempo en tiempo. Las he visto en Epirotrabajar con fruto en el arreglo de los caminos. ¿Ypor qué no? ¿No barren las hojas secas y extiendenel heno para que se seque? ¿No son lecheras?

Las leyes que rigen al matrimonio de Europa su-ponen a la mujer igual al hombre, y así tienen unpunto de partida falso.

En nuestro hemisferio monógamo, casarse esperder la mitad de sus derechos y duplicar sus debe-res. En todo caso, puesto que las leyes han concedi-do a las mujeres los mismos derechos que a loshombres, hubieran debido también conferirles unarazón viril.

Cuantos más derechos y honores superiores a sumérito confieren las leyes a las mujeres, más restrin-gen el número de las que en realidad participan deesos favores, y quitan a las demás sus derechos natu-rales en la misma proporción que a unas cuantasprivilegiadas se los han dado excepcionales.

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La ventaja que la monogamia o las leyes resul-tantes de ella conceden a la mujer, proclamándolaigual al hombre, produce la consecuencia de que loshombres sensatos y prudentes vacilan a menudo endejarse arrastrar a un sacrificio tan grande, a unpacto tan desigual.

En los pueblos polígamos cada mujer encuentraalguien que cargue con ella; entre nosotros, por elcontrario, es muy restringido el número de las muje-res casadas, y hay infinito número de mujeres quepermanecen sin protección, solteronas que vegetantristemente en las clases altas de la sociedad, pobrescriaturas sometidas a rudos y penosos trabajos en lasfilas inferiores. O bien, se truecan en miserablesprostitutas, que arrastran una vida vergonzosa y seven conducidas por la fuerza de las circunstancias aformar una especie de clase pública y reconocida,cuyo fin especial es el de preservar de los riesgos deseducción a las felices mujeres que han pescado ma-rido o que pueden esperarlo. Sólo en la ciudad deLondres hay ochenta mil mujeres públicas, verdade-ras víctimas de la monogamia, cruelmente inmoladasen el altar del matrimonio. Todas esas infelices sonla compensación inevitable de la dama europea, consu arrogancia y sus pretensiones. Por eso la poliga-

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mia es un verdadero beneficio para las mujeres, con-sideradas en conjunto.

Además, desde el punto de vista racional, no seve por qué cuando una mujer sufre algún mal cróni-co, o no tiene hijos, o se ha hecho vieja, no había detomar su marido otra más. Lo que dio prestigio a losmormones fue precisamente la supresión de estamonstruosa monogamia.

Al conceder a la mujer derechos superiores a sunaturaleza, se le han impuesto deberes también porencima de su naturaleza. De ahí dimana para ella unafuente de desdichas. En efecto, esas exigencias declase y de fortuna son tan pesadas, que el hombreque se casa comete una imprudencia si no hace uncasamiento brillante. Si desea encontrar una mujerque le guste por completo, la buscará fuera del ma-trimonio y se limitará a asegurar la suerte de su que-rida y la de sus hijos.

Si a mujer cede sin exigir en rigor los derechosexagerados que sólo el matrimonio le concede, en-tonces pierde el honor, porque el matrimonio es labase de la sociedad civil, y se prepara una triste vida,porque está en la naturaleza de los hombres el preo-cuparse desmedidamente de la opinión de los de-más. Si, por el contrario, la mujer resiste, corre el

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riesgo de apencar con un marido que la desagrade oel de secarse en su sitio quedándose para vestir imá-genes.

Desde este punto de vista de la monogamia,conviene leer el profundo y sabio tratado de Tho-masius De Concubinatu. En él se ve que en todos lospueblos civilizados de todos los tiempos, hasta laReforma, el concubinato ha sido una instituciónadmitida, hasta cierto punto legalmente reconocida,y de ningún modo deshonrosa. La reforma luteranafue quien la hizo descender de su categoría, porqueencontró en ella una justificación para el matrimoniode los clérigos, y la Iglesia católica no pudo quedarseatrás en este punto.

Es inútil disputar acerca de la poligamia, puestoque de hecho existe en todas partes y sólo se trata deorganizarla.

¿Dónde se encuentran verdaderos monógamos?Todos, a lo menos durante algún tiempo, y la mayo-ría casi siempre, vivimos en la poligamia.

Si todo hombre tiene necesidad de varias muje-res, justo es que sea libre y hasta que se le obligue acargar con varias mujeres. Estas quedarán de esemodo reducidas a su verdadero papel, que es el deun ser subordinado, y se verá desaparecer de este

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mundo la dama, ese monstruo de la civilización eu-ropea y de la estolidez germano-cristiana, con susridículas pretensiones al respeto y al honor. ¡No másseñoras, pero también no más esas infelices mujeresque llenan al presente la Europa!...

Es evidente que por naturaleza la mujer estádestinada a obedecer, y prueba de ello que la queestá colocada en ese estado de independencia abso-luta, contrario a su naturaleza, se enreda en seguida,no importa con qué hombre, por quien se deja diri-gir y dominar, porque necesita un amo. Si es joven,toma un amante; si es vieja, un confesor.

El matrimonio es una celada que nos tiende laNaturaleza.

El honor de las mujeres, lo mismo que el honorde los hombres, es un «espíritu de cuerpo» bien en-tendido. En la vida de las mujeres las relaciones se-xuales son el gran negocio. El honor consiste parauna joven soltera en la confianza que inspire su ino-

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cencia, y para una mujer casada en la fidelidad quetenga a su marido.

Las mujeres esperan y exigen de los hombrestodo lo que ellas necesitan y apetecen. El hombre,en el fondo, no exige de la mujer más que una solacosa.

Así, pues, las mujeres tienen que amañárselas detal modo que los hombres no puedan obtener deellas esa cosa única sino a cambio de encargarse deellas y de los hijos futuros. De la maña que se dendepende la felicidad de todas las mujeres. Para obte-nerla, es preciso que se sostengan entre sí y denpruebas de espíritu de cuerpo.

Por eso marchan como una sola mujer, en apre-tadas filas, al encuentro del ejército de los hombres,quienes, gracias al predominio físico e intelectual,poseen todos los bienes terrenales. El hombre: heahí el enemigo común que se trata de vencer y con-quistar, a fin de llegar con esta victoria a poseer losbienes de la tierra.

La primera máxima del honor femenino ha sido,pues, que es preciso rehusar sin misericordia alhombre todo comercio ilegítimo, a fin de obligarle almatrimonio como una especie de capitulación, únicomedio de proveer a toda la gente femenina.

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Para conseguir ese resultado, debe respetarsecon todo rigor la precedente máxima. Todas lasmujeres, con verdadero espíritu corporativo, velanpor su ejecución.

Una joven soltera que ha caído, se ha hecho cul-pable de traición hacia todo su sexo, porque si eseacto se generalizase, quedaría comprometido el inte-rés común. La expulsan de la comunidad, se la cubrede vergüenza, y de ese modo se entera de que haperdido su honor. Toda mujer debe huir de ella co-mo de una apestada.

La misma suerte espera a la mujer adúltera, por-que ha faltado a una de las cláusulas de la capitula-ción consentida por el marido. Su ejemplo es de talnaturaleza, que retraerla a los hombres de firmarsemejante tratado, y de éste depende la salud de to-das las mujeres.

Aparte de este honor particular de su sexo, lamujer adúltera pierde también su honor civil, porquesu acto es un engaño, una grosera falta a la fe jurada.Puede decirse con alguna indulgencia «una jovensoltera seducida»; no se dice «una casada seducida».

El seductor puede devolver el honor a la prime-ra con el matrimonio; no puede devolvérselo a lasegunda, ni aun después del divorcio.

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Viendo con claridad las cosas, reconócese, pues,que el principio del honor de las mujeres es un espí-ritu de cuerpo útil, indispensable, pero bien calculado yfundado en el interés. No puede negarse su extre-mada importancia en el destino de la mujer; pero nopuede atribuírsele un valor absoluto más allá de lavida y de los fines de la vida, y que merezca que se lesacrifique en holocausto la vida misma...

Lo que prueba de una manera general que el ho-nor de las mujeres no tiene un origen verdadera-mente conforme con la Naturaleza, es el número desangrientas víctimas que se le ofrecen, infanticidios,suicidios de madres. Si una joven soltera que tomaun amante comete una verdadera traición hacia susexo, no olvidemos que el pacto femenino podráhaber sido aceptado tácitamente, pero sin compro-miso formal por parte de ella. Y como en la mayoríade los casos ella es la primera víctima, su locura es yinfinitamente más grande que su perversidad.

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LA MUERTE

La muerte es el genio inspirador, el musagetes dela filosofía... Sin ella difícilmente se hubiera filosofa-do.

Nacimiento y muerte pertenecen igualmente a lavida y se contrapesan. El uno es la condición de laotra. Forman los dos extremos, los dos polos de to-das las manifestaciones de la vida. Esto es lo que lamás sabia de las mitologías, la de la India, expresacon un símbolo dando como atributo a Schiwa, eldios de la destrucción, al mismo tiempo que su co-llar de cabezas de muerto, el Lingam, órgano y sím-bolo de la generación. El amor es la compensaciónde la muerte, su correlativo esencial; se neutralizan,

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se suprimen el uno al otro. Por eso, los griegos y losromanos adornaban esos preciosos sarcófagos queaun vemos hoy con bajorrelieves figurando fiestas,danzas, bodas, cazas, combates de animales, baca-nales, en una palabra, imágenes de la vida más ale-gre, más animada, más intensa, hasta gruposvoluptuosos, y hasta sátiros ayuntados con cabras.

Su objeto era evidentemente llamar la atención alespíritu de la manera más sensible, por el contrasteentre la muerte del hombre, quien se llora encerradoen la tumba, y la vida inmortal de la Naturaleza.

La muerte es el desate doloroso del nudo for-mado por la generación con voluptuosidad. Es ladestrucción violenta del error fundamental de nues-tro ser, el gran desengaño.

La individualidad de la mayoría de los hombreses tan miserable y tan insignificante, que nada pier-den con la muerte. Lo que en ellos puede aun teneralgún valor, es decir, los rasgos generales de huma-

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nidad, eso subsiste en los demás hombres. A la hu-manidad y no al individuo es a quien se le puedeasegurar la duración.

Si le concediesen al hombre una vida eterna, larigidez inmutable de su carácter y los estrechos lí-mites de su inteligencia le parecerían a la larga tanmonótonos y le inspirarían un disgusto tan grande,que para verse libre de ellos concluiría por preferir lanada.

Exigir la inmortalidad del individuo es quererperpetuar un error hasta el infinito. En el fondo,toda individualidad es un error especial, una equivo-cación, algo que no debiera existir, y el verdaderoobjetivo de la vida es librarnos de él.

Prueba de ello que la mayoría de los hombres,por no decir todos, están constituidos de tal suerte,que no podrían ser felices en ningún mundo dondesuelen verse colocados. Si ese mundo estuvieraexento de miseria y de pena, se verían presa del te-dio, y en la medida en que pudieran escapar de éste,volverían a caer en las miserias, los tormentos, lossufrimientos. Así, pues, para conducir al hombre aun estado mejor, no bastaría ponerle en un mundomejor, sino que sería preciso de toda necesidadtransformarle totalmente, hacer de modo que no sea

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lo que es y que llegara a ser lo que no es. Por tanto,necesariamente tiene que dejar de ser lo que es. Estacondición previa la realiza la muerte, y desde estepunto de vista concíbese su necesidad moral.

Ser colocado en otro mundo y cambiar total-mente su ser, son en el fondo una sola y misma cosa.

Una vez que la muerte ha puesto término a unaconciencia individual, ¿sería deseable que esta mismaconciencia se encendiese de nuevo para durar unaeternidad? ¿Qué contiene la mayor parte de las ve-ces? Nada más que un torrente de ideas pobres, es-trechas, terrenales, y cuidados sin cuento. Dejadla,pues, descansar en paz para siempre.

Parece que la conclusión de toda actividad vitales un maravilloso alivio para la fuerza que la mantie-ne. Esto explica tal vez la expresión de dulce sereni-dad difundida en el rostro de la mayoría de losmuertos.

¡Cuán larga es la noche del tiempo ilimitado si secompara con el breve ensueño de la vida!

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Cuando en otoño se observa el pequeño mundode los insectos y se ve que uno se prepara un lechopara dormir el pesado y largo sueño del invierno,que otro hace su capullo para pasar el invierno enestado de crisálida y renacer un día de primavera contoda su juventud y en toda su perfección, y en fin,que la mayoría de ellos, al tratar de tomar descansoen brazos de la muerte, se contentan con poner cui-dadosamente sus huevecillos en lugar favorable pararenacer un día rejuvenecidos en un nuevo ser, ¿quéotra cosa es esto sino la doctrina de la inmortalidadenseñada por la Naturaleza? Esto quiere darnos aentender que entre el sueño y la muerte no hay dife-rencias radicales, que ni el uno ni la otra ponen enpeligro la existencia. El cuidado con que el insectoprepara su celdilla, su agujero, su nido, así como elalimento para la larva que ha de nacer en la primave-ra próxima, y hecho esto, muere tranquilo, seméjaseen todo al cuidado con que un hombre coloca enorden por la noche sus vestidos y dispone su desa-yuno para la mañana siguiente, y luego se duerme enpaz.

Esto no podría suceder si el insecto que ha demorir en otoño, considerado en sí mismo y en su

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verdadera esencia, no fuese idéntico al que ha dedesarrollarse en primavera, lo mismo que el hombreque se acuesta es el que después se levanta.

Mirad vuestro perro: ¡qué tranquilo y contentoestá! Millares de perros han muerto antes de que ésteviniese a la vida. Pero la desaparición de todos aque-llos no ha tocado para nada la idea del perro. Estaidea no se ha obscurecido por su muerte. He aquípor qué vuestro perro está tan fresco, tan animadopor fuerzas juveniles, como si éste fuera su primerdía y no hubiese de tener término. A través de susojos brilla el principio indestructible que hay en él, elarchœus.

¿Qué es, pues, lo que la muerte ha destruido através de millares de años? No es el perro: ahí está,delante de vosotros, sin haber sufrido detrimentoalguno. Sólo su sombra, su figura, es lo que la debi-lidad de nuestro conocimiento no puede percibirsino en el tiempo.

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Por su persistencia absoluta, la materia nos ase-gura una indestructibilidad, en virtud de la cual quienfuere incapaz de concebir otra idea, podría consolar-se con la de cierta inmortalidad. “¡Qué! -se dirá-; lapersistencia de un puro polvo, de una materia bruta,¿puede ser la continuidad de nuestro ser?”

¿Pero conocéis ese polvo, sabéis lo que es y loque puede? Antes de menospreciarlo, aprended aconocerlo. Esta materia, que no es más que polvo yceniza, disuelta muy pronto en el agua, se va a con-vertir en un cristal, a brillar con el brillo de los me-tales, a producir chispas eléctricas, a manifestar supoder magnético... a modelarse en plantas y anima-les, y a desarrollar, en fin, en su seno misterioso, esavida cuya pérdida atormenta tanto a vuestro limitadoespíritu. ¿No es nada, pues, el perdurar bajo la formade esta materia?

No conocemos mayor juego de dados que eljuego del nacimiento y de la muerte. Preocupados,interesados, ansiosos hasta el extremo, asistimos acada partida, porque a nuestros ojos todo va puestoen ella. Por el contrario, la Naturaleza, que no

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miente nunca; la Naturaleza, siempre franca y abier-ta, se expresa acerca de este asunto de una maneramuy diferente. Dice que nada le importan la vida ola muerte al individuo, y esto lo expresa entregandola vida del animal y también la del hombre a meno-res azares, sin hacer ningún esfuerzo para salvarlos.Fijaos en el insecto que va por vuestro camino; elmenor extravío involuntario de vuestro pie decidede su vida o de su muerte. Ved el animal de los bos-ques, desprovisto de todo medio de huir, defender-se, engañar, ocultarse, presa expuesta al primero quellegue; ved el pez, cómo juega libre de inquietudesde la red aun abierta; la rana a quien su ley impidehuir y salvarse; el ave, que revolotea a la vista delhalcón, que se cierne sobre ella, a quien no ve; laoveja, espiada por el lobo en el bosque: todas esasvíctimas, débiles, imprudentes, vagan en medio deignorados riesgos que a cada instante las amenazan.La Naturaleza, al abandonar así sin resistir, sus orga-nismos, no sólo a la avidez del más fuerte, sino alazar más ciego, al humor del primer imbécil que pa-sa, a la perversidad de un niño, la Naturaleza expresaasí, con su silencio lacónico, de oráculo, que le esindiferente el anonadamiento de esos seres, que nopueden perjudicarla, que nada significa, y que en cir-

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cunstancias tales tan indiferente es la causa como elefecto.

Así, pues, cuando esta madre soberana y univer-sal expone a sus hijos sin escrúpulo a mil riesgosinminentes, sabe que el sucumbir es que caen otravez en su seno, donde los tiene ocultos. Su muerteno es más que un jugueteo. Lo mismo le sucede alhombre que a los animales. El oráculo de la Natura-leza se extiende a nosotros. Nuestra vida nuestramuerte no le conmueven y no debieran emocionar-nos, porque nosotros también formamos parte de laNaturaleza.

Estas consideraciones nos traen a nuestra pro-pia especie. Y si miramos adelante, hacia el porvenirmuy remoto, y tratamos de representarnos las gene-raciones futuras con sus miles de individuos huma-nos diferentes de nosotros en usanzas y costumbres,nos hacemos estas preguntas: “¿De dónde vendrántodos? ¿Dónde están ahora?”

Pero a estas preguntas hay que sonreírse y res-ponder: “No puede estar sino donde toda realidadha sido y será, en el presente y en lo que viene.”

Por consiguiente, en ti, preguntón insensato, quedesconoces tu propia esencia y te pareces a la hojaen el árbol cuando, marchitándose en otoño pen-

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sando en que se ha de caer, se lamenta de su calda, yno queriendo consolarse a la vista del fresco verdorcon que se engalana el árbol en la primavera, dicegimiendo: “No iré yo, serán otras hojas.”

¡Ah, hoja insensata! ¿Adónde quieres ir, pues, yde dónde podrían venir las otras hojas? ¿Dónde estáesa nada, cuyo abismo temes? Reconoce tu mismoser en esa fuerza intima, oculta, siempre activa, delárbol, que a través de todas sus generaciones de ho-jas no es atacada ni por el nacimiento ni por lamuerte. ¿No sucede con las generaciones humanascomo con las de las hojas?

FIN DE «EL AMOR, LAS MUJERES Y LAMUERTE»

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DOLORES DEL MUNDO

I

Si nuestra existencia no tiene por fin inmediatoel dolor, puede afirmarse que no tiene ninguna razónde ser en el mundo. Porque es absurdo admitir queel dolor sin término que nace de la miseria inherentea la vida y que llena el mundo, no sea más que unpuro accidente y no su misma finalidad. Cierto esque cada desdicha particular parece una excepción,pero la desdicha general es la regla.

****

Así como un arroyo corre sin remolino mientrasno encuentra obstáculos ningunos, de igual modo,en la naturaleza humana, como en la naturaleza ani-

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mal, la vida se desliza inconsciente y distraída cuan-do nada se opone a la voluntad. Si la atención estádespierta, es que se han puesto trabas a la voluntad yse ha producido algún choque. Todo lo que se alzafrente a nuestra voluntad, todo lo que atraviesa o sele resiste, es decir, todo lo que hay desagradable odoloroso, lo sentimos en seguida con suma claridad.

No advertimos la salud general de nuestro cuer-po, sino tan sólo el ligero sitio donde nos hace dañoel calzado; no apreciamos el conjunto próspero denuestros negocios, pues sólo nos preocupa algunainsignificante pequeñez que nos apesadumbra. Así,pues, el bienestar y la dicha son enteramente negati-vos; sólo el dolor es positivo.

No conozco nada más absurdo que la mayoríade los sistemas metafísicos que explican el mal comoalgo negativo. Por el contrario, sólo el mal es positi-vo, puesto que se hace sentir... Todo bien, toda feli-cidad, toda satisfacción son cosas negativas, porqueno hacen más que suprimir un deseo y terminar unapena.

Añádase a esto que, en general, encontramos lasalegrías muy por debajo de nuestra esperanza, al pa-so que los dolores la superan con mucho.

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Si queréis en un abrir y cerrar de ojos ilustrarosacerca de este asunto y saber si el placer puede másque la pena, o solamente si son iguales, comparad laimpresión del animal que devora a otro con la im-presión del que es devorado.

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El consuelo más eficaz en toda desgracia, en to-do sufrimiento, es volver los ojos hacia los que sonmás desventurados que nosotros. Este remedio estáal alcance de cada uno. Pero ¿qué resulta de ello parael conjunto?

Semejantes a los carneros que triscan en la pra-dera mientras el matarife hace su elección con la mi-rada en medio del rebaño, no sabemos en nuestrosdías felices que desastre nos prepara el destino preci-samente en aquella hora: la enfermedad, persecu-ción, ruina, mutilación, ceguera, locura, etc.

Todo lo que apetecemos coger se nos resiste;todo tiene una voluntad hostil, que es preciso ven-cer. En la vida de los pueblos no nos muestra lahistoria sino guerras y sediciones: los años de pazsólo parecen cortas pausas, entreactos que surgenuna vez por casualidad. Y asimismo, la vida del

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hombre es un perpetuo combate, no sólo contramales abstractos, la miseria o el hastío, sino contralos demás hombres. En todas partes se encuentra unadversario. La vida es una guerra sin tregua, y semuere con las armas en la mano.

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Al tormento de la existencia viene a agregarsetambién la rapidez del tiempo, que nos apremia, queno nos deja tomar aliento, y se mantiene en pie de-trás de cada uno de nosotros como un capataz de lachusma con el látigo. Sólo perdona a los que se hanentregado al tedio,

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No obstante, así como nuestro cuerpo estallaríasi se le sustrajese de la presión de la atmósfera, asítambién si se quitase en la vida el peso de la miseria,de la pena, de los reveses y de los vanos esfuerzos,sería tan desmedido en el hombre el exceso de suarrogancia que le destrozaría, o por lo menos le im-pelería a la insensatez más desordenada y hasta a lalocura furiosa.

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En todo tiempo necesita cada cual cierta canti-dad de cuidados, de dolores o de miseria, como ne-cesita lastre el buque para tenerse a plomo y navegarderecho.

Trabajo, tormento, pena y miseria; tal es durantela vida entera el lote de casi todos los hombres.

Pero si todos los deseos se viesen colmadosapenas se formulan, ¿con qué se llenaría la vida hu-mana? ¿en qué se emplearía el tiempo? Poned a lahumanidad en el país de Jauja, donde todo crecierapor sí mismo, donde volasen asadas las alondras alalcance de las bocas, donde cada uno encontrara almomento a su amada y la consiguiese sin dificultad,y entonces se vería a los hombres morir de aburri-miento o ahorcarse; a otros reñir, degollarse, asesi-narse y causarse mayores sufrimientos de los queahora les impone la Naturaleza. Así, no puede con-venir a los hombres ningún otro teatro, ninguna otraexistencia...

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En la primera juventud nos vemos colocadosante el destino que va a abrírsenos, como los niñosdelante del telón de un teatro, con la espera alegre e

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impaciente de las cosas que van a pasar en el escena-rio. Es una dicha que nada podamos saber de ante-mano. Para aquel que sabe lo que ha de pasar enrealidad, los niños son inocentes condenados, no amuerte, sino a la vida, y que, sin embargo, no cono-cen aún el contenido de su sentencia. Pero no poreso desea menos cada cual una edad avanzada parasí, es decir, un estado que pudiera expresarse de estemodo: «El día de hoy es malo, y cada día será másmalo, hasta que llegue el peor.»

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Cuando se representa uno (en cuanto es posiblehacerlo de una manera aproximada) la suma de mi-seria, de dolor y sufrimientos de todas clases quealumbra el sol en su carrera, se está conforme en quevaliera mucho más que este astro no tuviese otropoder sobre la tierra que el de hacer surgir el fenó-meno de vida que tiene en la luna. Sería preferibleque la superficie de la tierra, como la de la luna, seencontrase ya en el estado de cristal cuajado y frío.

Puede también considerarse nuestra vida comoun episodio que turba inútilmente la beatitud y elsosiego de la nada. Sea como fuere, todo hombre

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para quien apenas es soportable la existencia, a me-dida que avanza en edad, tiene una conciencia cadavez más clara de que la vida es en todas las cosas unagran mixtificación, por no decir engaño...

Cualquiera que ha sobrevivido a dos o tres gene-raciones se encuentra, en idéntica situación de ánimoque un espectador sentado dentro de una barraca detitiriteros en la feria, cuando ve las mismas farsasrepetidas dos o tres veces sin interrupción. Es quelas cosas no estaban calculadas más que para unarepresentación, y una vez desvanecidas la ilusión y lanovedad, ya no producen ningún efecto.

Hay para perderla cabeza observando la prodi-galidad de las disposiciones tomadas; esas estrellasfijas que brillan innumerables en el espacio infinito yno tienen otra cosa que hacer sino iluminar mundosque sólo producen hastío en los casos más felices, almenos a juzgar por este mundo que conocemos.

Nada hay verdaderamente digno de envidia, ¡ycuántos merecen lástima!

La vida es una tarea que hay que ir realizandocon trabajo, y en este sentido, la palabra defunctus esuna magnífica expresión.

Imaginad por un instante que el acto genésicono fuese una necesidad ni una voluptuosidad, sino

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un asunto de reflexión pura y de razón. ¿Podría sub-sistir aún la humanidad? ¿No hubiera tenido cadacual bastante lástima de la generación futura, paraahorrarle el peso de la existencia, o por lo menos nohubiera vacilado en imponérselo a sangre fría?

El mundo es el infierno, y los hombres se divi-den en almas atormentadas y diablos atormentado-res.

Me dirán una vez más que mi filosofía no tieneconsuelo, y eso sencillamente porque digo la verdad,mientras que las gentes prefieren oír decir: “Diosnuestro señor ha hecho bien todo lo que ha hecho.”Id a la iglesia, y dejad en paz a los filósofos. A lomenos, no exijáis que ajusten sus doctrinas a vuestrocatecismo. Eso lo hacen los tunantes, los filosofas-tros. A éstos podéis pedirles de encargo doctrinas avuestro antojo. Turbar el optimismo obligado de losprofesores de filosofía es tan fácil como agradable.

Brahma produce el mundo por una especie depecado o de extravío, y se queda él mismo en elmundo para expiar ese pecado hasta que esté redi-mido. ¡Muy bien! En el budismo, el mundo nace aconsecuencia de un trastorno inexplicable, produ-ciéndose después de un largo reposo en la claridaddel cielo, en la serena beatitud llamada Nirvana, que

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se reconquistará con la penitencia. Es como una es-pecie de fatalidad, que es preciso considerar en elfondo como en un sentido moral, aun cuando estaexplicación tiene una analogía y una imagen exacta-mente correspondiente en la Naturaleza por la for-mación inexplicable del mundo primitivo, vastanebulosa de donde saldrá un sol. Pero los mismoserrores morales hacen el mundo físico gradualmentemás malo, y cada vez peor, hasta que toma su tristeforma actual. ¡Perfectamente!

Para los griegos, el mundo y los dioses eran obrade una necesidad insondable.

Esta explicación es soportable en el sentido deque nos satisface provisionalmente.

Ormuzd vive en guerra con Ahrimán: tambiénesto puede admitirse.

Pero un dios como ese Jehová, que por su capri-cho y con ánimo alegre produce este mundo de mi-seria y de lamentaciones, y que aun se felicita yaplaude por ello, ¡esto es demasiado! Consideremos,pues, desde este punto de vista a la religión de losjudíos como la más inferior entre las doctrinas reli-giosas de los pueblos civilizados, lo cual concuerdaperfectamente con el hecho de que también es la

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única que, en absoluto, no tiene ninguna huella deinmortalidad.

Aun cuando la demostración de Léibnitz fueseverdadera, aun cuando se admitiese que entre losmundos posibles éste es siempre el mejor, aquellademostración no daría aún ninguna teodicea. Porqueel Creador no sólo ha creado el mundo, sino tam-bién la posibilidad misma; por consiguiente, hubieradebido hacer posible un mundo mejor.

La miseria que llena este mundo protesta a gritoscontra la hipótesis de una obra perfecta debida a unser infinitamente sabio, bueno y poderoso. Por otraparte, la imperfección evidente y hasta la caricaturaburlesca del más acabado de los fenómenos de lacreación, el hombre, es de una evidencia demasiadovisible. Hay en esto una antinomia que no se puederesolver. Por el contrario, dolores y miserias sonotras tantas pruebas en pro, cuando consideramos elmundo como obra de nuestra propia falta, y porconsiguiente, como una cosa que no podría ser me-jor. Al paso que en la primera hipótesis la miseria delmundo se trueca en una acusación amarga contra elCreador y da margen a sarcasmos, en el segundocaso aparece como una acusación contra nuestro sery nuestra voluntad misma, muy propia para humi-

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llarnos. Nos conduce al pensamiento profundo deque hemos venido al mundo viciados ya como hijosde padres gastados por el libertinaje, y que si nuestraexistencia es tan mísera y tiene la muerte por desen-lace, es porque continuamente tenemos que expiaresta falta.

De un modo general, nada hay más cierto: laabrumadora falta del mundo es lo que trae los gran-des e innumerables sufrimientos del mundo, y en-tendemos esta relación en el sentido metafísico, y noen el físico y empírico. Por eso la historia del pecadooriginal me reconcilia con el Antiguo Testamento; amis ojos es la única verdad metafísica de todo el li-bro, aun cuando se presenta allí bajo el velo de laalegoría. Porque nuestra existencia a nada se parecetanto como a la consecuencia de una falta y de undeseo culpable.

Si queréis tener siempre a mano una brújula se-gura a fin de orientaros en la vida y considerarla sincesar en su verdadero aspecto, habituaos a conside-rar este mundo como un lugar de penitencia, comouna colonia penitenciaria. Así lo habían llamado yalos más antiguos filósofos y ciertos Padres de la Igle-sia.

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La sabiduría de todos los tiempos, el brahma-nismo, el budismo, Empédocles y Pitágoras, confir-man esta manera de ver. Cicerón refiere que losantiguos sabios enseñaban en la iniciación en losmisterios: nos ob aliqua seelera suscepta in vita superiore,pœnarum luendarum causa natos esse. Vanini expresa estaidea del modo más enérgico (Vanini, a quien se en-contró más cómodo quemar que refutar) cuandodice: Tot, tantisque homo repletus miseriis, ut si christianœreligioni non repugnaret, dicere auderem: si dœmones dantur,ipsi, in hominum corpora transmigrantes, sceleris pœnasluunt. (De admirandis naturœ arcanis, diálogo L, pág.353.) Pero hasta en el puro cristianismo bien com-prendido se considera nuestra existencia comoefecto de una falta, de una caída.

Si nos familiarizamos con esta idea, no se espe-rará de la vida sino lo que puede dar, y lejos de con-siderar como algo inesperado y contrario a las reglassus contradicciones, sufrimientos, suplicios y mise-rias grandes y pequeñas, se hallarán muy en el orden,sabiendo, en efecto, que aquí abajo cada cual lleva lapena de su existencia y cada uno a su modo.

Entre los males de un establecimiento peniten-ciario, no es el menor la sociedad que en él se en-cuentra. Sin que necesite y o decirlo, saben lo que

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vale la sociedad de los hombres los que mereceríanotra mejor. Un alma grande, un genio, experimentaen el mundo los mismos sentimientos de un nobleprisionero por razones de Estado que se viera enpresidio con vulgares malhechores en torno suyo. Asemejanza de éste, hay que aislarse. Pero en general,esta idea acerca del mundo nos hace capaces de versin sorpresa, y con mayor motivo sin indignación, loque se llama imperfecciones, es decir, la míseraconstitución intelectual y moral de la mayor parte delos hombres, miseria que hasta su misma fisonomíanos revela...

El convencimiento de que el mundo, y por con-siguiente, el hombre, son tales que no debieran exis-tir, es de naturaleza a propósito para llenarnos deindulgencia unos para otros. ¿Qué puede esperarse,en efecto, de tal especie de seres? A veces parécemeque la manera conveniente de saludarse de hombre ahombre, en vez de decir señor, sir, etc., pudiera ser:“Compañero de sufrimientos o compañero de mise-rias.” Por extraño que parezca esto, la expresión esjusta y recuerda la necesidad de la tolerancia, de lapaciencia, de la indulgencia, del amor al prójimo, sinel cual ninguno podría pasar, y del que, por consi-guiente, cada uno es deudor de algo.

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II

Al paso que la primera mitad de la vida no esmás que una infatigable aspiración hacia la felicidad,la segunda mitad, por el contrario, está dominadapor un doloroso sentimiento de temor, porque en-tonces se acaba por darse cuenta más o menos clarade que toda felicidad no es más que una quimera, ysólo el sufrimiento es real. Por eso los espíritus sen-satos más que a los vivos goces aspiran a una ausen-cia de penas, a un estado invulnerable en ciertomodo. En los años de mi juventud, un campanillazoen mi puerta me llenaba de júbilo, porque pensaba:“¡Bueno! Va a suceder alguna cosa.” Más tarde, ma-duro por la vida, ese mismo ruido despertaba unsentimiento próximo al espanto, y decía para misadentros: “¡Ay! ¿Qué sucederá?”

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En la vejez extínguense las pasiones y los deseosunos tras otros. A medida que se nos hacen indife-rentes los objetos de esas pasiones, embótase la sen-sibilidad, la fuerza de la imaginación se forma cada

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vez más débil, palidecen las imágenes, las impresio-nes no se adhieren ya, pasan sin dejar huellas, losdías ruedan cada vez más rápidos, los aconteci-mientos pierden importancia y todo se decolora. Elhombre, abrumado de días, se pasea tambaleándoseo descansa en un rincón, no siendo ya más que unasombra, un fantasma de su ser pasado. Viene lamuerte: ¿qué le queda aún por destruir? Un día lasomnolencia se convierte en el último sueño.

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Todo hombre que se ha despertado de los pri-meros ensueños de la juventud, que tiene en cuentasu propia experiencia y la de los demás, que ha estu-diado la historia del pasado y la de su época, si esque indesarraigables preocupaciones no le trastornanla razón, concluirá por llegar a reconocer que estemundo de los hombres es el reino del azar y delerror, los cuales lo dominan y gobiernan a su antojosin piedad ninguna, ayudados por la locura y la mali-cia, que no cesan de blandir su látigo.

Por eso, lo mejor que hay entre los hombres nose abre paso sino a través de mil penalidades. Todaaspiración noble y cuerda difícilmente halla ocasión

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de manifestarse, de obrar, de dejarse oír, al paso quelo absurdo y lo falso en el dominio de las ideas, lachabacanería y la vulgaridad en las regiones del arte,la malicia y la astucia en la vida práctica, reinan sinmezcla y casi sin discontinuidad. No hay pensa-miento ni obra excelentes que no sean una excep-ción, un caso previsto, extraño, inaudito;enteramente aislado, como un aerolito producidopor otro orden de cosas del que nos rige. Por lo queatañe a cada uno en particular, la historia de una vidaes siempre la historia de un sufrimiento, porque todacarrera recorrida no es más que una serie no inte-rrumpida de reveses y desgracias, que cada cual seesfuerza en ocultar porque sabe que, lejos de inspirara los demás simpatía o lástima, les colma por esomismo de satisfacción. ¡Tanto les regocija represen-tarse el fastidio del prójimo, del cual están libres porel momento! Es raro que un hombre al final de suvida, si es a la vez sincero y reflexivo, desee volver acomenzar el camino y no prefiera infinitamente másla nada absoluta.

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Nada hay fijo en esta vida fugaz: ¡ni dolor infi-nito; ni alegría eterna; ni impresión permanente; nientusiasmo duradero; ni resolución elevada quepueda persistir la vida entera! Todo se disuelve en eltorrente de los años. Los minutos, los innumerablesátomos de pequeñas cosas, fragmentos de cada unade nuestras acciones, con los gusanos roedores quedevastan todo lo que hay grande y atrevido... Nadase toma en serio en la vida humana: el polvo no me-rece la pena.

Debemos considerar la vida cual un embustecontinuo, lo mismo en las cosas pequeñas como enlas grandes. ¿Ha prometido? No cumple nada, a me-nos que no sea para demostrar cuan poco apetecibleera lo apetecido: tan pronto es la esperanza quiennos engaña como la cosa esperada. ¿Nos ha dado?No era más que para recogérnoslo. La magia de lalontananza nos muestra paraísos, que desaparecencomo visiones en cuanto nos hemos dejado seducir.La felicidad está siempre en lo futuro o en lo pasado,y lo presente es cual una nubecilla obscura que elviento pasea sobre un llano alumbrado por el sol.Delante y detrás de ella todo es luminoso, sólo ellaproyecta siempre una sombra.

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El hombre no vive más que en el presente, quehuye sin remisión hacia el pasado y se abisma en lamuerte. Salvo las consecuencias que pueden refluiren lo presente, y que son obra de sus actos y de suvoluntad, su vida de ayer está por completo muerta,extinta. Por eso debiera ser indiferente para su razónque ese pasado estuviese hecho de goces o de penas.El presente se escapa de su abrazo y se transformasin cesar en pasado; el porvenir es por completo in-cierto y sin duración... Lo mismo que desde el puntode vista físico la marcha no es más que una caídasiempre impedida, así también la vida del cuerpo noes más que una muerte siempre suspensa, unamuerte aplazada, y la actividad de nuestro espíritusólo es un tedio siempre combatido... A la postre esmenester que triunfe la muerte, porque le pertene-cemos por el hecho mismo de nuestro nacimiento, yno hace sino jugar con su presa antes de devorarla.Así es como seguimos el curso de nuestra vida conextraordinario interés, con mil cuidados y precau-ciones mil, todo el mayor tiempo posible, como sesopla una pompa de jabón, empeñándose en inflarlalo más que se pueda y durante el más largo tiempo, a

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pesar de la certidumbre de que ha de concluir porestallar.

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La vida no se presenta en manera alguna comoun regalo que debemos disfrutar, sino como un de-ber, una tarea, que tenemos que cumplir a fuerza detrabajo. De aquí, en las grandes y en las pequeñascosas, una miseria general, una labor sin descanso,una competencia sin tregua, un combate sin térmi-no, una actividad impuesta con una extremada ten-sión de todas las fuerzas del cuerpo y del espíritu.

Millones de hombres reunidos en naciones con-curren al bien público, obrando cada individuo eninterés de su propio bien, pero millares de víctimassucumben en pro de la salud común. Unas veces laspreocupaciones insensatas, otras una política sutil,excitan a los pueblos a la guerra. Es preciso que elsudor y la sangre de la inmensa multitud corran enabundancia para llevar a feliz término los caprichosde algunos o expiar sus faltas. En tiempo de pazprosperan la industria y el comercio, las invencioneshacen maravillas, los buques surcan los mares, traencosas de todos loe rincones del mundo, y las olas se

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tragan millares de hombres. Todo está en movi-miento: unos meditan, otros obran; es indescriptibleel tumulto.

Pero ¿cuál es el fin último de tantos esfuerzos?Mantener durante un breve espacio de tiempo seresefímeros y atormentados; mantenerlos, en el casomás favorable, en una miseria resistible y en una re-lativa ausencia de dolor, que es acechada al mo-mento por el hastío. Después, la reproducción deesta raza y la continua renovación de su modo ha-bitual de vivir.

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Los esfuerzos sin tregua para desterrar el sufri-miento no dan más resultado que cambiar su figura.En su origen aparece bajo la forma del menester, dela necesidad, del cuidado por las cosas materiales dela vida. Si a fuerza de trabajo se logra expulsar eldolor bajo este aspecto, al punto se transforma yadquiere otras mil fisonomías, según las edades y lascircunstancias, que son el instinto sexual, el amorapasionado, los celos, la envidia, el odio, la ambi-ción, el miedo, la avaricia, la enfermedad, etcétera. Sino encuentra otro modo de entrar en nosotros, lo

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hace bajo el manto triste y gris del tedio y la sacie-dad, y entonces hay que forjar armas para comba-tirlo. Si se logra expulsarlo, no sin combate, vuelve asus antiguas metamorfosis, y vuelta el baile a conti-nuar...

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Lo que ocupa a todos los vivos y los tiene sinaliento, es la necesidad de asegurar la existencia. Unavez hecho esto, ya no se sabe que hacer.

Por eso, el segundo esfuerzo de los hombres esaligerar la carga de la vida, hacerla insensible, matar eltiempo; es decir, huir del hastío. Una vez libertados detoda miseria material y moral, una vez que han sol-tado de la espalda cualquiera otra carga, los vemosconvertirse ellos mismos en su propia carga y consi-derar como una ganancia toda hora que consiguenpasar, aun cuando en el fondo esa hora se reste deuna existencia que con tanto celo se esfuerzan enprolongar.

El hastío no es un mal despreciable; ¡qué deses-peración concluye por pintar en el rostro! Él esquien hace que los hombres, que se aman tan pocoentre sí, se busquen sin embargo unos a otros tan

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locamente: es la fuente del instinto social. El Estadolo considera como una calamidad pública, y porprudencia toma medidas para combatirlo.

Este azote, lo mismo que el hambre, que es suextremo opuesto, pueden impeler a los hombres atodos los desbordamientos; el pueblo necesita panemet circenses. El rudo sistema penitenciario de Filadelfia,fundado en la soledad y la inacción, hace del tedioun instrumento de suplicio tan terrible, que para li-brarse de él más de un condenado ha recurrido alsuicidio. Si la miseria es el aguijón perpetuo para elpueblo, el hastío lo es para las personas acomodadas.En la vida civil, el domingo representa el aburri-miento y los seis días de la semana la miseria.

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La vida del hombre oscila como un péndulo en-tre el dolor y el hastío. Tales son, en realidad, susdos últimos elementos. Los hombres han expresadoesto de una manera muy extraña. Después de haberhecho del infierno la morada de todos los tormentosy de todos los sufrimientos, ¿qué ha quedado para elcielo? El aburrimiento precisamente.

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El hombre es el más desnudo de todos los seres.No es nada más que voluntad, deseos encarnados,un compuesto de mil necesidades. Y he ahí que vivesobre la tierra, abandonado a sí mismo, inseguro detodo, excepto de su miseria y de la necesidad que leoprime. A través de las imperiosas exigencias reno-vadas a diario, los cuidados de la existencia llenan lavida humana. Al mismo tiempo le atormenta un se-gundo instinto, el de perpetuar su raza. Amenazadopor todas partes por los peligros más diversos, nobasta para librarse de ellos una prudencia siempredespierta. Con paso inquieto, echando en torno suyomiradas de angustia, sigue su camino, en lucha conel azar y con enemigos sin número. Así iba a travésde las soledades salvajes; así va ahora en plena vidacivilizada. No hay para él seguridad ninguna.

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La vida es un mar lleno de escollos y remolinos,que el hombre sólo evita a fuerza de prudencia y decuidados, por más que sabe que si consigue librarsede ellos con su habilidad y sus esfuerzos, a medida

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que avanza, no puede, sin embargo, retardar el gran-de, el total, el inevitable, el irremediable naufragio, lamuerte, que parece correr delante de él. Ese es el finsupremo de esta laboriosa navegación, peor para elhombre infinitamente que todos los escollos de quese ha librado.

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Sentimos el dolor, pero no la ausencia de dolor;sentimos el cuidado, pero no la falta de cuidados; eltemor, pero no la seguridad. Sentimos el deseo y elanhelo, como sentimos el hambre y la sed: peroapenas se ven colmados, todo se acabó, como unavez que se traga el bocado cesa de existir para nues-tra sensación. Todo el tiempo que poseemos estostres grandes bienes de la vida, que son salud, juven-tud y libertad, no tenemos conciencia de ellos. Nolos apreciamos sino después de haberlos perdido,porque también son bienes negativos. No nos per-catamos de los días felices de nuestra vida pasadahasta que los han sustituido días de dolor... A medi-da que crecen nuestros goces, nos hacemos más in-sensibles a ellos: el hábito ya no es placer. Por esomismo crece nuestra facultad de sufrir: todo hábito

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suprimido causa una sensación penosa. Las horastranscurren tanto más veloces cuanto más agrada-bles son; tanto más lentas cuanto más tristes, porqueno es el goce lo positivo, sino el dolor, y por eso sedeja sentir la presencia de éste.

El aburrimiento nos da la noción del tiempo yla distracción nos la quita. Esto prueba que nuestraexistencia es tanto más feliz cuanto menos lo senti-mos, de donde se deduce que mejor valdría verselibre de ella.

No podría imaginarse en absoluto un gran rego-cijo interno si no viniese tras una gran miseria, por-que nadie puede alcanzar un estado de júbilo serenoy duradero; a lo sumo se llega a distraerse, a satisfa-cer la vanidad propia. Por eso los poetas se ven obli-gados a colocar a sus héroes en situaciones llenas deansiedades y tormentos, a fin de poderles librar deellos de nuevo. Drama y poesía épica no nos mues-tran sino hombres que luchan, que sufren mil supli-cios, y cada novela nos da en espectáculo losespasmos y las convulsiones del corazón humano.Voltaire, el feliz Voltaire, a pesar de lo favorecidoque fue por la Naturaleza, piensa como yo cuandodice: “La felicidad no es más que un sueño; sólo eldolor es real.” Y añade: “Hace ochenta años que lo

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experimento. No sé hacer otra cosa más que resig-narme y decir en mi interior que las moscas han na-cido para ser devoradas por las arañas y los hombrespara ser devorados por los pesares.”

La vida de cada hombre, vista de lejos y desdearriba, en su conjunto y en sus rasgos más salientes,nos presenta siempre un espectáculo trágico; pero sise recorre en detalle, tiene el carácter de una come-dia. El modo de vivir, el tormento del día, el ince-sante arrumaco del momento, los deseos y lostemores de la semana, las desgracias de cada hora,bajo el azar que trata siempre de chasquearnos, sonotras tantas escenas de comedia. Pero los anhelossiempre burlados, los vanos esfuerzos, las esperan-zas que pisotea la suerte implacable, los funestoserrores de la vida entera, con los sufrimientos que seacumulan y la muerte en el último acto: he aquí laeterna tragedia. Parece que el destino ha queridoañadir la burla a la desesperación de nuestra existen-cia, cuando ha llenado nuestra vida con todos losinfortunios de la tragedia, sin que ni aun siquierapodamos sostener la dignidad de los personajes trá-gicos. Lejos de esto, en el amplio detalle de la vidarepresentamos inevitablemente el ruin papel de bu-fones.

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Es en verdad increíble cuan insignificante y des-provista de interés, viéndola desde afuera, y cuansorda y obscura, sentida en los adentros, transcurrela vida de la mayor parte de los hombres. No es másque un conjunto de tormentos, de aspiraciones im-potentes, la marcha vacilante de un hombre quesueña a través de las cuatro edades de la vida hasta lamuerte, con un cortejo de ideas triviales.

Los hombres se parecen a esos relojes a los cua-les se les ha dado cuerda y andan sin saber por qué.Cada vez que se engendra un hombre y se le hacevenir al mundo, se da cuerda de nuevo al reloj de lavida humana, para que repita una vez más su ranciosonsonete gastado de eterna caja de música, frasepor frase, tiempo por tiempo, con variaciones ape-nas perceptibles.

Cada individuo, cada faz humana, cada vida, noes sino un ensueño más, un efímero ensueño delespíritu infinito de la Naturaleza, de la voluntad devivir persistente y obstinada. No es sino una imagenfugitiva más, que dibuja al desgaire en su infinita pá-gina del espacio y del tiempo, que deja subsistir al-

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gunos instantes de una brevedad vertiginosa, y borraen seguida para dejar sitio a otras. Sin embargo (yesto es el aspecto de la vida que más da que pensar ymeditar), es preciso que la voluntad de vivir, violentae impetuosa, pague cada una de esas imágenes fuga-ces, cada uno de esos vanos caprichos, al precio deprofundos dolores sin cuento y de una amargamuerte, largo tiempo temida y que llega al fin. Heaquí por qué nos deja de pronto graves el aspecto deun cadáver.

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¿Dónde hubiera ido Dante a buscar el modelo yel asunto de su Infierno sino en nuestro mundo real?Por eso nos ha pintado un gran infierno de verdad.Por el contrario, cuando trató de describir el cielo ysus goces, tropezaba con una dificultad insuperable,precisamente porque nuestro mudo no ofrece nadaanálogo. En lugar de los goces del Paraíso, vióse re-ducido a notificarnos las instrucciones que allí le die-ron sus antepasados, su Beatriz y diversos santos.Por donde se ve con harta claridad que clase demundo es el nuestro.

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El infierno del mundo supera al Infierno delDante en que cada cual es diablo para su prójimo.Hay también un archidiablo, superior a todos losdemás, y es el conquistador que pone centenares demiles de hombres unos frente a otros, y les grita:«Sufrid: morir es vuestro destino; así, pues, ¡fusilaos,cañoneaos los unos a los otros!» Y lo hacen.

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Si se pusiesen delante de los ojos de cada hom-bre los dolores y los tormentos espantosos a loscuales está continuamente expuesta su vida, anteesta vista quedaría yerto de espanto. Y si se conduje-se al optimista más entusiasta a través de los hospi-tales, lazaretos, cámaras de tormento quirúrgico,prisiones y lugares de suplicio; de las ergástulas deesclavos, de los campos de batalla o de los tribunalesde justicia; si se le abriesen todas las obscuras guari-das donde se oculta la miseria huyendo de las mira-das de una curiosidad fría, y en fin, si se le dejasemirar dentro de la torre del hambriento Ugolino,entonces de seguro que acabaría por reconocer de

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que clase es este mundo al que llaman el mejor de losmundos posibles.

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Este mundo es campo de matanza donde seresansiosos y atormentados no pueden subsistir másque devorándose los unos a los otros. Donde todoanimal de rapiña es tumba viva de otros mil, y nosostiene su vida sino a expensas de una larga serie demartirios; donde la capacidad de sufrir crece en pro-porción de la inteligencia, y alcanza, por consi-guiente, en el hombre su grado más alto. Estemundo lo han querido ajustar los optimistas a susistema y demostrárnoslo a priori como el mejor delos mundos posibles. El absurdo es lastimoso.

Me dicen que abra los ojos y contemple las be-llezas del mundo que el sol alumbra; que admire susmontañas, sus valles, sus torrentes, sus plantas, susanimales, y no sé cuantas cosas más. Pero entonces,¿el mundo no es más que una linterna mágica?Ciertamente, el espectáculo es espléndido a la vista,pero en cuanto a representar allí algún papel, eso esotra cosa.

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Después del optimista viene el hombre de lascausas finales. Éste me pondera el sabio ordena-miento que prohíbe a los planetas chocar de frenteen su carrera; que impide a la tierra y al mar contun-dirse formando una inmensa papilla, los tiene clara-mente separados; que hace que todo no se cuaje enun hielo eterno o se consuma por el calor, el cual,gracias a la inclinación de la eclíptica, no permite quesea eterna la primavera, etc... Pero estas no son másque simples conditiones sine quibus non. Porque si existeun mundo, y han de durar sus planetas, aunque sólosea un tiempo igual al que el rayo luminoso de unaremota estrella fija emplea en llegar hasta ellos, y sino desaparecen como el hijo de Lessing inmediata-mente después de nacer, era preciso que las cosas noes tuviesen tan torpemente armadas que amenazasenperecer desde el primer momento.

Lleguemos ahora a los resultados de esta obratan ponderada y consideremos los actores que semueven en este escenario de tan sólida tramoya.Vemos aparecer el dolor al mismo tiempo que lasensibilidad, y crecer a medida que ésta se hace inte-ligente. Vemos el deseo y el sufrimiento andar almismo paso, desarrollarse sin límites, hasta que alcabo la vida humana no ofrece más que un argu-

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mento de tragedias o de comedias. Desde entonces,si se es sincero, se estará poco dispuesto a entonar elaleluya de los optimistas.

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Si un Dios ha hecho ese mundo, yo no quisieraser ese Dios. La miseria del mundo me desgarraría elcorazón.

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Si nos imaginamos la existencia de un demoniocreador, hay derecho a gritarle, enseñándole su crea-ción: “¿Cómo te has atrevido a interrumpir el sacroreposo de la nada, para hacer surgir tal masa de des-dichas y de angustias?”

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Si se considera la vida bajo el aspecto de su valorobjetivo, es dudoso que sea preferible a la nada.Hasta diré que si se pudieran dejar oír la experienciay la reflexión, alzarían su voz en favor de la nada. Sise golpease en las losas de los sepulcros para pre-

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guntar a los muertos si quieren resucitar, moverían lacabeza negativamente. Tal es también la opinión deSócrates en la apología de Platón. Y hasta el simpáti-co y alegre Voltaire no puede menos de decir:«Gusta la vida, pero la nada no deja de tener algobueno», y añade: «No sé qué es la vida eterna, peroesta vida es una broma pesada.»

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Querer es esencialmente sufrir, y como vivir esquerer, toda vida es por esencia dolor. Cuanto máselevado es el ser, más sufre... La vida del hombre noes más que una lucha por la existencia, con la certi-dumbre de resultar vencido... La vida es una caceríaincesante, donde los seres, unas veces cazadores yotras cazados, se disputan las piltrafas de una horri-ble presa. Es una historia natural del dolor, que seresume así: querer sin motivo, sufrir siempre, lucharde continuo y después morir... Y así sucesivamentepor los siglos de los siglos, hasta que nuestro planetase haga trizas.

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EL ARTE

Todo deseo nace de una necesidad, de una pri-vación, de un sufrimiento. Satisfaciéndolo se calma.Mas por cada deseo satisfecho, ¡cuántos sin satisfa-cer! Además, el deseo dura largo tiempo, las exigen-cias son infinitas, el goce es corto y mezquinamentetasado.

Y hasta ese placer que por fin se consigue no esmás que aparente, otro le sucede, y si el primero esuna ilusión desvanecida, el segundo es una ilusiónque aun dura. Nada en el mundo es capaz de aquie-tar la voluntad ni de fijarla de un modo duradero; lomás que del destino puede obtenerse, aseméjasesiempre a la limosna que se arroja a los pies delmendigo, y que si sostiene hoy su vida sólo es paraprolongar mañana su tormento. Así, en tanto queestamos bajo el dominio de los deseos y bajo el im-

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perio de la voluntad, en tanto que nos abandonamosa las esperanzas que nos apremian, a los temores quenos persiguen, no hay para nosotros descanso nidicha duraderos. En el fondo, lo mismo da que nosempeñemos en alguna persecución o que huyamosante alguna amenaza, que nos agiten la espera o eltemor: las cavilaciones que nos causan las exigenciasde la voluntad bajo todas sus formas, no cesan deturbar y atormentar nuestra existencia. Así el hom-bre, esclavo del querer, está continuamente amarra-do a la rueda de Ixión, vierte siempre en el tonel delas Danaides, es Tántalo devorado por la sed eterna.

Pero cuando una circunstancia externa a nuestraarmonía interior nos eleva por un momento por en-cima del torrente infinito del deseo, libertan a nues-tro espíritu de la opresión de la voluntad, apartannuestra atención de todo lo que la solicita y se nosaparecen las cosas desligadas de todos los prestigiosde la esperanza, de todo interés propio, como obje-tos de contemplación desinteresada y no de concu-piscencia. Entonces es cuando ese reposovanamente buscado por todos los caminos abiertosal deseo, pero que siempre ha huido de nosotros, sepresenta en cierto modo por sí mismo y nos da lasensación de la paz en toda su plenitud. Ese es el

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estado libre de dolores que celebraba Epicuro comoel mayor de los bienes todos, como la felicidad delos dioses; porque entonces nos vemos por un ins-tante manumitidos de la abrumadora opresión de lavoluntad, celebramos la fiesta después de los traba-jos forzados del querer, se detiene la rueda deIxión... ¿Qué importa entonces ver la puesta del soldesde el balcón de un palacio o a través de las rejasde una cárcel?

Acorde intimo y predominio del pensamientopuro sobre el querer: esto puede producirse en todoslos lugares. Testigos, esos admirables pintores ho-landeses, que han sabido ver de una manera tan ob-jetiva objetos tan mínimos, y que nos han legadouna prueba tan duradera de su desprendimiento y desu placidez de espíritu en las escenas de interior. Elespectador no puede contemplarlas sin conmoverse,sin representarse el estado de ánimo del artista, tran-quilo, apacible, lleno de serenidad, tal como necesi-taba ser para fijar su atención en objetosinsignificantes, indiferentes, y reproducirlos contanta solicitud. Y la impresión es tanto más fuerte,cuanto que, por un contraste con nosotros mismos,nos choca la oposición entre esas pinturas tan sose-

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gadas a nuestros sentimientos, siempre tétricos,siempre agitados por inquietudes y deseos.

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Basta echar desde fuera una mirada desinteresa-da a todo hombre, a toda escena de la vida, y repro-ducirlos con la pluma o el pincel, para que al puntoaparezcan llenos de interés y de encanto, y verdade-ramente dignos de envidia. Pero si nos encontramosluchando con esa situación o somos ese hombre,¡oh! entonces, como suele decirse, ni el demonio quelo aguante. Tal es el pensamiento de Goethe:

De todo lo que apena nuestra vida,nos gusta la pintura.

Cuando era yo joven, hubo un tiempo en que sincesar me esforzaba en representarme todos mis ac-tos como si se tratase de otro, probablemente paragozar más de ellos.

Las cosas no tienen atractivo sino en tanto queno nos atañen. La vida nunca es bella. Sólo son be-llos los cuadros de la vida cuando los alumbra y re-

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fleja el espejo de la poesía, sobre todo en la juven-tud, cuando no sabemos aún que es vivir.

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Coger al vuelo la inspiración y darle cuerpo enlos versos: tal es la obra de la poesía lírica.

Y sin embargo, el poeta lírico refleja a la huma-nidad entera en sus íntimas profundidades, y todoslos sentimientos que millones de generaciones pasa-das, presentes o futuras han experimentado y expe-rimentarán en las mismas circunstancias, que sereproducirán siempre, encuentran en la poesía suviva y fiel expresión.

El poeta es el hombre universal. Todo lo que haagitado el corazón de un hombre, todo lo que lanaturaleza humana ha podido experimentar y pro-ducir en todas circunstancias, todo lo que habita yfermenta en un ser mortal, ese es su dominio, que seextiende a toda la Naturaleza. Por eso el poeta lomismo puede cantar la voluptuosidad que el misti-cismo, ser Ángelus Silesius o Anacreonte, escribirtragedias o comedias, representar los sentimientosnobles o vulgares, según su humor y su vocación.Nadie puede mandar al poeta que sea noble, eleva-

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do, moral, piadoso y cristiano, que sea o deje de seresto o lo otro, porque es el espejo de la humanidad ypresenta a ésta la imagen clara y fiel de lo que siente.

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Es un hecho notabilísimo y muy digno de aten-ción que el objetivo de toda la alta poesía sea la re-presentación del lado horrible de la naturalezahumana, el dolor sin nombre, los tormentos de loshombres, el triunfo de la perversidad, la irónica do-minación del azar, la irremediable caída del justo ydel inocente. Esto es un signo notable de la consti-tución del mundo y de la existencia. ¿No vemos enla tragedia a los seres más nobles, después de largoscombates y sufrimientos, renunciar para siempre alos propósitos que perseguían hasta entonces contanta violencia, o apartarse de todos los goces de lavida voluntariamente y con júbilo? Así con el prínci-pe de Calderón; Gretchen en Fausto; Hamlet, aquien su querido Horacio seguiría con mucho gusto,pero que le promete quedarse y respirar aún algúntiempo en un mundo tan rudo y lleno de dolores,para narrar la suerte de Hamlet y purificar su memo-ria: lo mismo que la virgen de Orleans, que la despo-

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sada de Mesina: todos mueren purificados por lossufrimientos; es decir, después de que ha muerto enellos ya la voluntad de vivir...

El verdadero sentido de la tragedia es esta miraprofunda: que las faltas espiadas por el héroe no sonlas faltas de él, sino las faltas hereditarias; es decir, elcrimen mismo de existir,

Pues el delito mayordel hombre, es haber nacido.

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La tendencia y el fin último de la tragedia con-sisten en inclinarnos a la resignación, a la negaciónde la voluntad de vivir, mientras que, por el contra-rio, la comedia nos incita a vivir y nos anima. Ver-dad es que la comedia, como toda representación dela vida humana, nos pone inevitablemente ante lavista los sufrimientos y los aspectos repulsivos; perosólo nos los muestra como males transitorios queconcluyen por un desenlace feliz, como una mezclade triunfos, victorias y esperanzas que a la postre sellevan la palma. Además, hace resaltar lo que hayconstantemente alegre y siempre ridículo hasta en las

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mil y una contrariedades de la vida, a fin de mante-nernos de buen humor, sean las que fueren las cir-cunstancias. Como último resultado, afirma, pues,que la vida tomada en conjunto es muy buena, y so-bre todo, picaresca y muy regocijada.

Por supuesto, hay que dejar que caiga el telón enseguida del desenlace feliz, a fin de que no veamoslo que viene después; mientras que, en general, acabala tragedia de tal suerte que ya no puede ocurrir más,pues todos mueren.

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El poeta épico o dramático no debe ignorar queél es el destino y que ha de ser despiadado comoéste. Al mismo tiempo es el espejo de la humanidad,y debe presentar en escena caracteres malos y a ve-ces infames, locos, necios, cortos de espíritu; de vezen cuando un personaje razonable, o prudente, obueno, u honrado, y muy rara vez una naturalezagenerosa, como para demostrar que es la más singu-lar de las excepciones.

En todo Homero me parece que no hay un ca-rácter verdaderamente generoso, aunque hay mu-chos buenos y honrados. En todo Shakespeare se

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encuentran a lo sumo uno o dos, y aun en su noble-za no tienen nada de sobrehumanos: son Cordelia yCoriolano. Sería difícil contar más, mientras que losotros se cruzan allí como una muchedumbre... EnMinna de Barnheim, de Léssing, hay exceso de escrú-pulo y de noble generosidad por todas partes. Contodos los héroes de Goethe combinados y reunidos,difícilmente se formaría un carácter de una genero-sidad tan quimérica como el marqués de Posa en elDon Carlos de Schiller.

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No hay hombre ni acción que no tenga su im-portancia. En todos y a través de todo se desenvuel-ve más o menos la idea de la humanidad. No haycircunstancia en la vida humana que sea indigna dereproducirse por medio de la pintura. Por eso es unainjusticia para con los admirables pintores de la es-cuela holandesa limitarse a elogiar su habilidad téc-nica. En lo demás se les mira desde la altura, condesdén, porque casi siempre representan hechos dela vida común, y sólo se concede importancia a losasuntos históricos o religiosos. Ante todo conven-dría recordar que el interés de un acto no tiene nin-

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guna relación con su importancia externa, y que aveces hay gran diferencia entre las dos cosas.

La importancia exterior de un acto se mide porsus consecuencias para el mundo real y en el mundoreal. Su importancia interior está en el profundo ho-rizonte que nos abre acerca de la esencia misma dela humanidad, poniendo en plena luz ciertos aspec-tos de esta naturaleza inadvertidos a menudo, esco-giendo ciertas circunstancias favorables en que seexpresan y desarrollan sus particularidades. La im-portancia interna es la única que vale para el arte, yla importancia externa para la historia.

Una y otra son independientes en absoluto, y lomismo pueden hallarse juntas que separadas. Unacto capital en la historia, considerado en sí mismo,puede ser vulgarísimo, insignificante en grado sumo,y recíprocamente, una escena de la vida diaria, unaescena doméstica, puede tener un gran interés idealsi pone en plena y brillante luz seres humanos, actosy deseos humanos hasta en los más ocultos replie-gues.

Sean las que fueren la importancia del fin perse-guido y las consecuencias del acto, el rasgo de laNaturaleza puede permanecer siendo el mismo: así,por ejemplo, nada, importa que ministros inclinados

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encima de un mapa se disputen territorios y pueblos,o que labriegos riñan en una taberna por una partidade naipes o una suerte de dados, lo mismo que esindiferente jugar al ajedrez con peones de oro o conpiezas de madera.

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La música no expresa nunca el fenómeno, sinoúnicamente la esencia íntima, el en sí de todo fenó-meno; en una palabra, la voluntad misma. Por esono expresa tal alegría especial o definida, tales ocuales tristezas, tal dolor, tal espanto, tal arrebato, talplacer, tal sosiego de espíritu, sino la misma alegría,la tristeza, el dolor, el espanto, los arrebatos, el pla-cer, el sosiego del alma. No expresa más que la esen-cia abstracta y general, fuera de todo motivo y detoda circunstancia. Y sin embargo, sabemos com-prenderla perfectamente en esta quinta esencia abs-tracta.

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La invención de la melodía, el descubrimiento detodos los más hondos secretos de la voluntad y de la

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sensibilidad humana, esto es obra del genio. La ac-ción del genio es allí más visible que en cualquieraotra parte, más irreflexiva, más libre de intenciónconsciente: es una verdadera inspiración. La idea, esdecir, el conocimiento preconcebido de las cosasabstractas y positivas, es aquí absolutamente estéril,como en todas las artes. El compositor revela laesencia más íntima del mundo y expresa la sabiduríamás profunda en una lengua que su razón no com-prende, lo mismo que una sonámbula da luminosasrespuestas acerca de cosas de que no tiene conoci-miento ninguno cuando está despierta.

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Lo que hay de intimo e inexpresable en todamúsica, lo que nos da la visión rápida y pasajera deun paraíso a la vez familiar e inaccesible, que com-prendemos y no obstante no podríamos explicar, esque presta voz a las profundas y sordas agitacionesde nuestro ser, fuera de toda realidad, y por consi-guiente, sin sufrimiento.

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Así como hay en nosotros dos disposicionesesenciales del sentimiento, la alegría o a lo menos elcontentamiento, y la aflicción o por lo menos lamelancolía, así también la música tiene dos tonalida-des generales correspondientes, mayor y menor, elsostenido y el bemol, y casi siempre está en la una oen la otra. Pero, en verdad, ¿no es extraordinario quehaya un signo para expresar el dolor, sin ser doloro-so físicamente ni siquiera por convención, y sin em-bargo, tan expresivo que nadie puede equivocarse, elbemol? Por esto puede medirse hasta qué profundi-dad penetra la música en la Naturaleza íntima delhombre y de las cosas.

En los pueblos del Norte, cuya vida está sujeta aduras condiciones, sobre todo en los rusos, dominael bemol hasta en la música de iglesia.

El allegro en bemol es muy frecuente en la músicafrancesa y muy característico. Es como si alguien sepusiera a bailar con unos zapatos que le hacen daño.

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Las frases cortas y claras de la música de baile;de aires rápidos, sólo parecen hablar de una felicidadvulgar, fácil de conseguir. Por el contrario, el allegro

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maestoso, con sus grandes frases, sus anchas avenidas,sus largos rodeos, expresa un esfuerzo grande y no-ble hacia un fin lejano, que se concluye por alcanzar.El adagio nos habla de los sufrimientos de un gran-de y noble esfuerzo que menosprecia todo regocijomezquino. Pero lo más sorprendente es el efecto delbemol y del sostenido. ¿No es asombroso que elcambio de un semitono, la introducción de una ter-cera menor en lugar de una tercera mayor, dé en se-guida una sensación inevitable de pena y deinquietud, de la cual nos libra inmediatamente elsostenido? El adagio en bemol se eleva hasta la ex-presión del más profundo dolor, se convierte en unaqueja desgarradora. La música de baile en bemolexpresa el engaño de una dicha vulgar que hubieradebido desde liarse. Parece describirnos la persecu-ción de algún fin inferior, obtenido al cabo a travésde muchos esfuerzos y fastidios.

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Una sinfonía de Beethoven nos descubre un or-den maravilloso bajo un desorden aparente. Es co-mo un combate encarnizado, que un instantedespués se resuelve en un hermoso acorde. Es el

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rerum concordia discors una imagen fiel y cabal de laesencia de este mundo, que rueda a través del espa-cio sin premura y sin descanso, en un tumulto deformas sin número que se desvanecen sin cesar. Pe-ro al mismo tiempo, a través de la sinfonía, hablantodas las pasiones y todas las emociones humanas,alegría, tristeza, amor, odio, espanto, esperanza, conmatices infinitos, y sin embargo, enteramente abs-tractos, sin nada que los distinga unos de otros conclaridad. Es una forma sin materia, como un mundode espíritus aéreos.

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Después de haber meditado largo tiempo a acer-ca de la esencia de la música, os recomiendo el gocede este arte como el más exquisito de todos. No hayninguno que obre más directa y hondamente, por-que no hay ningún otro que revele más directa yhondamente la verdadera naturaleza del mundo. Es-cuchar grandes y hermosas armonías es como unbaño del alma: purifica de toda mancha, de todo lomalo y mezquino, eleva al hombre y le pone deacuerdo con los más nobles pensamientos de que es

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capaz, y entonces comprende con claridad todo loque vale, o más bien, todo lo que pudiera valer.

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Cuando oigo música, mi imaginación juega amenudo con la idea de que la vida de todos loshombres, y la mía propia, no son más que sueños deun espíritu eterno, buenos o malos sueños; de quecada muerte es un despertar.

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LA MORAL

La virtud no se enseña, como tampoco el genio.La idea que se tiene de la virtud es estéril, y no pue-de servir más que de instrumento, como las cosastécnicas en materia de arte. Esperar que nuestrossistemas de moral y nuestras éticas puedan formarpersonas virtuosas, nobles y santas, es tan insensatocomo imaginar que nuestros tratados de estéticapuedan producir poetas, escultores, pintores y músi-cos.

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No hay más que tres resortes fundamentales delas acciones humanas, y todos los motivos posiblessólo se relacionan con estos tres resortes. En primertérmino, el egoísmo, que quiere su propio bien y no

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tiene límites; después la perversidad, que quiere elmal ajeno y llega hasta la suma crueldad, y última-mente la conmiseración, que quiere el bien del pró-jimo y llega hasta la generosidad, la grandeza delalma. Toda acción humana debe referirse a uno deestos tres móviles, o aun a dos a la vez.

I

EL EGOÍSMO

Inspira tal horror el egoísmo, que hemos inven-tado la urbanidad para ocultarlo como una partevergonzosa. Pero sobresale a través de todos losvelos y se denuncia en todo encuentro, donde ins-tintivamente nos esforzamos por utilizar cada nuevoconocimiento para servirnos en uno de nuestros in-numerables proyectos.

Siempre es nuestra primera idea saber si talhombre puede sernos útil para alguna cosa. Si nonos puede servir, ya no tiene ningún valor... Y tantosospechamos ese mismo sentimiento en los demás,que si nos acontece pedir un consejo o un informe,perdemos toda la confianza en lo que se nos dice, a

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poco que supongamos que hay en ello algún interés.Al punto pensamos que nuestro consejero quierevalerse de nosotros como instrumento suyo, y atri-buimos su parecer, más que a la prudencia de su ra-zón, a sus intenciones secretas, por grande que sea laprimera, por débiles y lejanas que fuesen las segun-das.

****

Por naturaleza, el egoísmo carece de límites. Elhombre no tiene más que un deseo absoluto: con-servar su existencia, librarse de todo dolor y hasta detoda privación. Lo que quiere es la mayor suma po-sible de bienestar, la posesión de todos los goces quees capaz de imaginar, los cuales se ingenia por variary desarrollar incesantemente.

Todo obstáculo que se alza entre su egoísmo ysus concupiscencias excita su malhumor, su cólera,su odio; es un enemigo a quien hay que aplastar.Quisiera en lo posible gozar de todo, poseerlo todo,y cuando no, querría por lo menos dominarlo todo.«Todo para mí, nada para los demás» es su divisa.

El egoísmo es colosal, no cabe en el universo. Sise diese a elegir a cada uno entre el anonadamiento

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del universo y su propia perdición, no necesito decircual serla la respuesta.

Cada cual se hace el centro del mundo, lo refieretodo a sí. Hasta los más grandes trastornos de losimperios se consideran ante todo desde el punto devista del propio interés, por ínfimo y remoto quepueda ser. ¿Hay contraste más pasmoso? De unaparte ese interés superior y exclusivo que cada cualse toma por sí mismo, y de la otra esa mirada indife-rente que echa a todos. Hasta es una cosa cómicaese convencimiento de tantas personas que obrancomo si fuesen las únicas que tienen una existenciareal y como si sus semejantes sólo fueran vanassombras, puros fantasmas.

Para pintar la enormidad del egoísmo con unahipérbole llamativa, me he fijado en esta: “Muchasgentes serían capaces de matar a un hombre paracoger la grasa del muerto y untarse con ella las bo-tas.” Sólo me asalta un escrúpulo: ¿será esto una hi-pérbole?

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El Estado, esa obra maestra del egoísmo inteli-gente y razonado, ese total de todos los egoísmos

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individuales, ha depositado los derechos de cada unoen manos de un poder infinitamente superior al po-der del individuo y que le obliga a respetar los dere-chos de los demás. Así quedan en las tinieblas eldesmedido egoísmo de casi todos, la perversidad demuchos, la ferocidad de algunos. La fuerza los tieneencadenados, y de ello resulta una apariencia enga-ñosa. Pero que se encuentre, como algunas vecesocurre, eludido o paralizado el poder protector delEstado, y se verán estallar a la luz del día los apetitosinsaciables, la sórdida avaricia, la falsedad secreta, laperversidad, la perfidia de los hombres. Entoncesretrocedemos y damos grandes gritos, como si topá-ramos con un monstruo aun desconocido. Sin em-bargo, sin la presión de las leyes, sin la necesidad quese tiene de honor y consideración, todas esas pasio-nes triunfarían a diario. ¡Es preciso leer las causascélebres, la historia de los tiempos revueltos, parasaber lo que hay en el fondo del hombre, lo que valesu moralidad! Esos millares de seres que están anuestra vista, obligándose mutuamente a respetar lapaz, en el fondo son otros tantos tigres y lobos, aquienes sólo impide morder un fuerte bozal.

Imaginad suprimida la fuerza pública, o sea qui-tado el bozal. Retrocederíais con espanto ante el es-

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pectáculo que se ofrecería a vuestros ojos, espectá-culo que cada cual se figura fácilmente. ¿No bastaesto para confesar cuan poco arraigo tienen la reli-gión, la conciencia, la moral natural, cualquiera quesea su fundamento? Sin embargo, en presencia delos sentimientos egoístas antimorales, entregados a símismos, veríase entonces revelarse también en elhombre el verdadero instinto moral, desplegar supoderío y manifestar lo que puede hacer. Y se veríaque hay tanta variedad en los caracteres moralescomo variedades hay de inteligencia, y no es pocodecir.

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¿Tiene su origen la conciencia en la Naturaleza?Puede dudarse de ello. A lo menos, hay también unaconciencia bastarda, conscientia spuria, que a menudose confunde con la verdadera.

La angustia y el arrepentimiento causados pornuestros actos, no son a menudo más que el temor alas consecuencias. La violación de ciertas reglas exte-riores, arbitrarias y hasta ridículas, despierta escrú-pulos enteramente análogos a los remordimientos deconciencia. Así, ciertos judíos estarían abrumados

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ante la idea de haber fumado una pipa en su propiodomicilio en sábado contraviniendo al precepto deMoisés, que dice. «No encenderéis ningún fuego eldía del sábado en vuestras casas.»

Tal hidalgo u oficial no se consuela de haberfaltado en alguna ocasión a las reglas de ese códigode los locos que se llama código del honor, hasta elextremo de que más de uno, que no pudo cumplirsu palabra o satisfacer las exigencias de las leyes delhonor, se ha levantado la tapa de los sesos. Conozcoejemplos de ello. Y sin embargo, el mismo hombreviolará sin escrúpulo todos los días su palabra, contal que no hubiere añadido esas palabras fatídicas,ese juramento: por mi honor.

En general, toda inconsecuencia, toda imprevi-sión, todo acto contrario a nuestros proyectos, anuestros principios, a nuestros convencionalismosde cualquiera especie, y hasta toda indiscreción, todatorpeza, toda bobada, dejan tras de sí un gusano quenos roe en silencio, una espina clavada en el cora-zón.

Muchas gentes se asombrarían si viesen de queelementos se compone esta conciencia de la cual seforman una idea tan grandiosa. Un quinto de temora los hombres, un quinto de temores religiosos, un

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quinto de preocupaciones, un quinto de vanidad yun quinto de costumbre: eso es todo. Tanto valdríadecir como aquel inglés: “No soy bastante rico paracomprarme una conciencia.”

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Aun cuando los principios y la razón abstractano son en manera alguna la fuente primitiva o elprimer fundamento de la moralidad, sin embargo,son indispensables para la vida moral. Son como undepósito alimentado por la fuente de toda morali-dad, pero que no corre de continuo, sino que seconserva, y en el momento útil puede difundirse allídonde haga falta... Sin principios firmes, una vezpuestos en movimiento los instintos inmorales porlas impresiones externas, nos dominarían con impe-rio. Sostenerse firme en los principios, seguirlos adespecho de los opuestos motivos que nos solicitan,es lo que se llama poseerse a sí mismo.

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Los actos y la conducta de un individuo y de unpueblo pueden modificarse muchísimo por los

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dogmas, el ejemplo y el hábito. Pero los actos toma-dos en sí mismos no son más que vanas imágenes;sólo les da importancia moral la disposición de áni-mo que impele a ejecutar los actos. Esta puede serabsolutamente la misma, aun con manifestacionesexteriores en un todo diferentes, Con igual grado deperversidad, puede uno morir en el patíbulo y otroextinguirse lo más apaciblemente del mundo en me-dio de los suyos.

Se manifiesta el mismo grado de perversidad enun pueblo por actos groseros, homicidio, canibalis-mo, y en otro, por el contrario, suavemente y en mi-niatura, por intrigas de corte, opresiones y sutilesastucias de todas clases, pero el fondo de las cosas esel mismo siempre.

Pudiera imaginarse un Estado perfecto, o tal vezhasta un dogma que inspirase una fe absoluta enpremios y castigos después de la muerte, que consi-guiera impedir todo delito: políticamente, esto seríamucho, pero moralmente no se ganaría nada, puestoque sólo quedarían encadenados los actos y no lavoluntad. Podrían ser correctas las acciones: la vo-luntad continuaría siendo perversa.

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II

LA CONMISERACIÓN

La conmiseración es ese hecho asombroso y lle-no de misterios en virtud del cual vemos borrarse lalínea fronteriza que a los ojos de la razón separa to-talmente un ser de otro ser, y convertirse el “no yo”en cierto modo en el “yo”.

Sólo la conmiseración es el principio real de todajusticia libre y de toda caridad verdadera.

La conmiseración es un hecho innegable de laconciencia humana; es esencialmente propia de éstay no depende de nociones anteriores, de ideas a prio-ri, religiones, dogmas, mitos, educación y cultura. Esproducto espontáneo, inmediato, inalienable de laNaturaleza; resiste a todas las pruebas y se mani-fiesta de todos tiempos y países. En todas partes sela invoca con confianza, por la seguridad que se tie-ne de que existe en cada hombre, y nunca se cuentaentre el número de los «dioses extraños». El ser queno conoce la conmiseración está fuera de la huma-nidad, y esta misma palabra “humanidad” se toma amenudo como sinónimo de conmiseración.

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Puede objetarse a toda buena acción nacida úni-camente de convicciones religiosas que no es desin-teresada, que proviene de la idea de un premio o uncastigo esperado o temido; en fin, que no es pura-mente moral. Si se considera el móvil moral de lacompasión, ¿quién se atrevería a poner en duda niun solo instante que en todas las épocas, en todoslos pueblos, en todas las situaciones de la vida, enplena anarquía, en medio de los horrores de las re-voluciones y de las guerras, en las grandes como enlas pequeñas cosas, cada día, a cada hora, la compa-sión hace sentir sus efectos benéficos y verdadera-mente maravillosos, impide muchas injusticias,provoca de improviso más de una buena acción sinesperanza de recompensa, y que en todas partesdonde obra por sí sola reconocemos en ella, conmo-vidos, admirados, el valor moral, puro y sin mezcla?

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Envidia y lástima; cada cual lleva dentro de síesos dos sentimientos diametralmente opuestos. Lo

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que los hace nacer es la comparación involuntaria einevitable de nuestra propia situación con la de losdemás. Según reacciona esta comparación sobre ca-da carácter individual, uno u otro de esos senti-mientos llega a ser fundamental disposición y fuentede nuestros actos. La envidia no hace más que ele-var, engrosar y consolidar el muro que se alza entretú y yo. Por el contrario, la lástima lo hace delgado ytransparente, a veces lo destruye de arriba abajo, yentonces se disipan todas las diferencias entre yo ylos otros hombres.

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Cuando nos encontremos puestos en relacióncon un hombre, no nos paremos a pesar su inteli-gencia ni su valor moral, lo que nos conduciría a re-conocer la perversidad de sus intenciones, laestrechez de su razón, la falsedad de sus juicios, y nopodría despertar en nosotros más que desprecio yaversión. Consideremos más bien sus sufrimientos,sus miserias, sus angustias, sus dolores, y entoncessentiremos cuan de cerca nos toca; entonces se des-pertará nuestra simpatía, y en vez de odio y menos-precio experimentaremos por él esa conmiseración

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que es el único banquete a que nos convida el Evan-gelio.

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Si se ha considerado la perversidad humana y seestá pronto a indignarse ante ella, es preciso dirigiren seguida la mirada a la angustia de la existenciahumana. Y recíprocamente, si la miseria os espanta,volved los ojos a la perversidad. Entonces se veráque una y otra se equilibran y se reconocerá la justi-cia eterna. Se verá que el mismo mundo es el juiciodel mundo.

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Hasta la cólera más legítima se calma al puntoante la idea de que quien nos ha ofendido es un des-venturado. Lo que la lluvia es para el fuego, eso es lalástima para la ira. Cuando alguien trate de vengarcruelmente una injuria, lo aconsejo, si no quiere pre-pararse remordimientos, que se figure con vivoscolores cumplida ya su venganza, que se represente asu víctima presa de sufrimientos físicos y morales,en lucha con la miseria y la necesidad, y que diga

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para sí: «He ahí mi obra.» Si algo en el mundo puedeextinguir la cólera, es esta idea.

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La causa de que, en general, prefieran los padresa los hijos enfermizos, es el que siempre da compa-sión verlos.

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La lástima, principio de toda moralidad, tomatambién bajo su protección a los brutos, al paso queen los otros sistemas de moral europea se tiene paracon ellos tan poca responsabilidad y tan escasos mi-ramientos. La pretendida carencia de derechos de losanimales, el prejuicio de que no tiene importanciamoral nuestra conducta para con ellos, de que nohay, como suele decirse, deberes para con los irra-cionales, esto es precisamente una grosería que su-bleva, una barbarie del Occidente, que tiene suorigen en el judaísmo...

Es preciso recordarles a esos menospreciadoresde los brutos, a esos occidentales judaizantes, que lo

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mismo que ellos han sido amamantados por sus ma-dres, también el perro lo ha sido por la suya.

La conmiseración con los animales está íntima-mente unida a la bondad de carácter de tal suerte,que se puede afirmar de seguro que quien es cruelcon los animales no puede ser buena persona.

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Una compasión sin límites hacia todos los seresvivientes es la prenda más firme y segura de la con-ducta moral. Esto no exige ninguna casuística. Pue-de estarse seguro de que quien esté lleno de ella noofenderá a nadie, no usurpará los derechos de nadie,no hará daño a nadie; antes al contrario, será indul-gente con cada cual, perdonará a cada uno, socorreráa todos en la medida de sus fuerzas, y todas sus ac-ciones llevarán el sello de la justicia y del amor a loshombres. Inténtese decir una vez: «Este hombre esvirtuoso, pero no conoce la compasión», o bien: «Esun hombre injusto y malvado, pero es muy compa-sivo», y entonces saltará a la vista la contradicción.

No todo el mundo tiene los mismos gustos; pe-ro no conozco plegaria más hermosa que aquellacon que terminan todas las obras antiguas del teatro

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indio (como antaño terminaban las comedias ingle-sas con estas palabras: “Por el rey”). He aquí cual essu sentido: “Puedan permanecer libres de dolorestodos los seres vivientes.”

III

RESIGNACIÓN, RENUNCIAMIENTO,ASCETISMO Y LIBERACIÓN

Cuando la punta del velo de Maya (la ilusión dela vida individual) se ha levantado ante los ojos deun hombre, de tal suerte que ya no hace diferenciaegoísta entre su persona y los demás hombres, tomatanto interés por los sufrimientos extraños comopor los propios, llegando a ser caritativo hasta la ab-negación, pronto a sacrificarse por la salud de losdemás.

Ese hombre, que ha llegado hasta el punto dereconocerse a sí mismo en todos los seres, consideracomo suyos los infinitos sufrimientos de todo lo quevive, y debe apropiarse el dolor del mundo. Ningunaangustia le es extraña. Todos los tormentos que ve yraras veces puede dulcificar, todos los dolores que

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oye referir, hasta los mismos que él concibe, hierensu alma como si fuese él la propia víctima de ellos.

Insensible a las alternativas de bienes y de malesque se suceden en su destino, libre de todo egoísmo,descubre los velos de la ilusión individual. Todo loque vive, todo lo que sufre está igualmente cerca desu corazón. Concibe el conjunto de las cosas, suesencia, su eterno flujo, los vanos esfuerzos, las lu-chas interiores y los sufrimientos sin fin; por todaspartes adonde vuelva las miradas ve el hombre quesufre, el animal que sufre y un mundo que se desva-nece eternamente. Desde entonces únese a los dolo-res del mundo más estrechamente que el egoísta a supropia persona.

Con tal conocimiento del mundo, ¿cómo podríacon incesantes deseos afirmar su voluntad de vivir,adherirse más y más a la vida y abrazarla cada vezmás estrechamente? El hombre seducido por la ilu-sión de la vida individual, esclavo del egoísmo, no veen las cosas sino lo que atañe a su persona, y tomade ellas motivos siempre renovados para desear yquerer. Por el contrario, el que penetra la esencia delas cosas en sí, el que domina el conjunto, llega aldescanso de todo deseo. Desde entonces, la volun-tad se aparta de la vida, rechaza con espanto los go-

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ces que la perpetúan. El hombre llega entonces alestado del renunciamiento voluntario, de la resigna-ción, de la tranquilidad verdadera y de la ausenciaabsoluta de voluntad.

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Mientras que el perverso, entregado por la vio-lencia de su voluntad y de sus deseos a tormentosinternos continuos y devoradores, cuando el ma-nantial de todos los goces llega a secarse, se ve redu-cido a apagar la sed con el espectáculo de lasdesventuras ajenas; por el contrario, el hombre queestá penetrado de la idea de la dejación absoluta,cualquiera que fuere su desnudez, por privado queesté exteriormente de toda alegría y de todo bien,gusta, sin embargo, de pleno regocijo y goza de unsosiego verdaderamente celestial. ¡No más diligenciainquieta para él, no más júbilo bullicioso, ese júbiloal que tantas penas preceden y siguen, inevitablecondición de la existencia para el hombre que tienegustoso apego a la vida! Lo que siente es una pazinquebrantable, un sosiego profundo, una íntimaserenidad, un estado que no podemos imaginar sinaspirar a él con ardor, porque nos parece el único

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justo, infinitamente superior a cualquier otro; unestado al que nos convidan y llaman lo mejor quehay en nosotros y esa voz interior que nos grita: Sa-pere aude. Entonces comprendemos bien que tododeseo cumplido, toda dicha arrancada a la miseriadel mundo, son como la limosna que sostiene hoy almendigo para que mañana se muera de hambre, alpaso que la resignación es como una tierra recibidapor herencia, que pone para siempre al abrigo de loscuidados al feliz poseedor.

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Sabemos que los instantes en que la contempla-ción de las obras de arte nos hace libres de los ávi-dos deseos, cual si sobrenadásemos por encima de lapesada atmósfera de tierra, son al mismo tiempo losmás felices que conocemos.

Por esto podemos figurarnos qué felicidad hade experimentar el hombre, cuya voluntad se aquie-ta, no por algunos instantes, como en el goce desin-teresado de lo bello, sino para siempre, y hasta seextingue por completo de tal modo, que ya no quedasino la última chispa con destellos vacilantes quesostiene al cuerpo y se apagará con él. Cuando tras

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rudos combates contra su propia naturaleza ha con-cluido ese hombre por triunfar del todo, no existesino en estado de ser puramente intelectual, comoun espejo del mundo que nada enturbia. En adelan-te, nada podrá causarle angustia ni agitarle, porqueha roto los mil lazos del querer que nos tienen enca-denados al mundo y nos dan tirones en todos senti-dos, con dolores continuos en forma de deseo,temor, envidia, cólera. Dirige atrás una mirada tran-quila y risueña a las ilusorias imágenes de este mun-do que pudieron agitar y atormentar un día sucorazón. Ahora, está ante ellas tan indiferente comoante las piezas de ajedrez terminada la partida, o antelos disfraces de Carnaval que se han desnudado alamanecer, y cuyas figuras han podido atraernos oconmovernos en la noche del último día de Carnes-tolendas. Desde entonces la vida y sus formas flotanante sus ojos como una fugaz aparición, como unligero sueño de la madrugada para el hombre mediodespierto, un sueño que la verdad atraviesa ya consus rayos y que no puede engañarnos más. Y cual unensueño desvanécese también al fin la vida, sin tran-sición brusca.

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Si se considera cuan necesarios son para liber-tarnos la mayor parte de las veces la miseria y losinfortunios, se confesará que antes debiéramos en-vidiar la desventura ajena que su dicha. Por esa ra-zón, el estoicismo que reta al destino es para el almauna gruesa coraza contra los dolores de la vida yayuda a soportar mejor lo presente. Pero es opuestoa la verdadera salud, porque endurece el corazón. ¿Ycómo podría hacerse mejor el estoico por el sufri-miento, cuando bajo su corteza de piedra es insensi-ble a él? Hasta cierto límite, no es muy raro eseestoicismo. A menudo es pura afectación, un modode poner a mal tiempo buena cara, y cuando es real,la mayor parte de las veces proviene de pura insen-sibilidad, de falta, de energía, de vivacidad de senti-miento y de imaginación, necesarios para sentir ungran dolor.

Todo el que se mata quiere la vida; sólo se quejade las condiciones en que se le ofrece. No renuncia,pues, a la voluntad de vivir, sino únicamente a la vi-da, de la cual destruye en su persona uno de los fe-nómenos transitorios... Precisamente cesa de vivirporque no puede cesar de querer, y suprimiendo enél el fenómeno de la vida, es como afirma su deseo

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de vivir. Porque justamente el dolor al cual se sus-trae es lo que, como mortificación de la voluntad,hubiera podido conducirle a la dejación voluntaria ya quedar libre. Sucede con quien se mata como conun enfermo que prefiriese conservar su enfermedadpor no tener energía para dejar concluir una opera-ción dolorosa, pero saludable. El sufrimiento so-portado con valor le permitiría suprimir la voluntad;pero se exime del sufrimiento destruyendo en sucuerpo aquella manifestación de la voluntad, de talsuerte que ésta subsiste sin obstáculos.

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Sólo por el conocimiento reflexivo de las cosas,pocos hombres llegan a penetrarse de la ilusión delprincipium individuationis. Pocos hombres llenos deperfecta bondad de alma, de la universal caridad,llegan por fin a reconocer todos los dolores delmundo como suyos propios, para venir a la negaciónde la voluntad. En el que se acerca más a este gradosuperior, las comodidades personales, el halagüeñoencanto del momento, el atractivo de la esperanza,los deseos renacientes de continuo, son un eternoobstáculo al renunciamiento, un eterno cebo para la

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voluntad. De ahí procede el que se haya personifica-do en los demonios la multitud de seducciones quenos tientan y solicitan.

Por eso es preciso que un sufrimiento inmensodestroce nuestra voluntad antes que llegue al renun-ciamiento de sí misma. Cuando ha recorrido todoslos grados de la angustia creciente, cuando despuésde una suprema resistencia toca en el abismo de ladesesperación, el hombre se reconcentra súbita-mente dentro de sí mismo, se conoce, conoce almundo, transfórmase su alma, se eleva sobre símisma y sobre todo sufrimiento. Purificado enton-ces, santificado en cierto modo con un sosiego y unafelicidad inquebrantables, con una elevación inacce-sible renuncia a todos los objetos de sus deseos apa-sionados y recibe la muerte con alegría. De lapurificadora llama del dolor brota repentinamente,cual pálida luz, la negación de la voluntad de vivir, osea la libertad de este mundo.

Los mismos criminales pueden purificarse asípor un gran dolor; se vuelven enteramente otros.Sus pasados crímenes no les oprimen ya la concien-cia; sin embargo, están dispuestos a expiarlos por lamuerte, y ven gustosos extinguirse en ellos ese fe-nómeno transitorio de la voluntad, que desde enton-

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ces les es extraño y como un objeto de horror. En elconmovedor episodio de Gretchen, Goethe nos hadado una incomparable y brillante pintura de estanegación de la voluntad, causada por un gran infor-tunio y por la desesperación. Es un modelo cabal deesta segunda manera de llegar al renunciamiento, a lanegación de la voluntad, no por el puro conoci-miento de los dolores de todo un mundo, con loscuales se identifica voluntariamente, sino por undolor que aplasta y con el cual se ve uno mismoabrumado.

Un gran dolor, una gran desgracia pueden for-zarnos a conocer las contradicciones de la voluntadde vivir consigo mismo, y mostrarnos con claridad lanada de todo esfuerzo. Así se ha visto a menudocambiar súbitamente, resignarse, arrepentirse, hacer-se frailes o anacoretas, después de una vida agitadapor tumultuosas pasiones, a reyes, héroes y aventu-reros. Tal es el asunto de todas las historias auténti-cas de conversiones, por ejemplo, la de RaimundoLulio.

Un día, una hermosa a quien amaba desde mu-cho tiempo atrás le concede al fin en su casa unacita. Loco de alegría, entra en el dormitorio de ella;pero entreabriéndose la joven el cuerpo del vestido,

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le descubre un pecho corroído por horrible cáncer.A partir de ese instante, como si hubiera entrevistoel infierno, se convirtió, abandonó la corte del rey deMallorca, se retiró a un yermo y se hizo penitente.

La conversión de Rancé se asemeja mucho a lade Raimundo Lulio. Había consagrado su juventud atodos los placeres, y vivía en íntimos tratos con unaseñora de Monbazón. Una noche, a la hora de lacita, encuentra vacía la estancia, obscura, revuelta;tropieza con el pie en una cosa, la cabeza de su que-rida, que habían separado del tronco; había muertode repente, y no habían podido hacer entrar su ca-dáver en el féretro de plomo colocado junto a ella.Afligido por un dolor sin limites, Rancé se hizo en1663 reformador de la orden de Trapenses, entera-mente degenerada de su antigua disciplina. Bienpronto la condujo a esa grandeza de renunciamientoque aun vemos hoy, a esa negación de la voluntadmetódicamente conducida a través de las más durasprivaciones, a esa vida de una austeridad y un trabajoincreíbles, que llena de santo horror al extraño,cuando al penetrar en el convento le llama desdeluego la atención la humildad de esos verdaderosmonjes que, extenuados por ayunos, frías vigilias,preces y trabajos, se arrodillan ante él, hijo del mun-

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do y pecador, para pedirle su bendición. En el pue-blo más alegre, regocijado, sensual y ligero (¿hay ne-cesidad de decir Francia?) es donde esta orden, únicaentre todas, se ha mantenido intacta a través de to-das las revoluciones.

Preciso es atribuir su duración a la profunda se-riedad que no puede desconocerse en el espíritu quela anima, y que excluye toda consideración secunda-ria. La decadencia de la religión no la ha alcanzado,porque sus raíces penetran en las profundidades dela Naturaleza humana mucho más aún que en undogma positivo cualquiera.

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Apartemos la vista de nuestra propia insuficien-cia, de la estrechez de nuestros sentimientos y pre-juicios, para dirigirla hacia los que han vencido almundo, a aquellos en quienes habiendo llegado lavoluntad al pleno conocimiento de sí misma, se haretraído de todas las cosas y se ha negado libremen-te, y espera que se apaguen sus últimas chispas conel cuerpo que las anima. Entonces, en lugar de esaspasiones irresistibles, de esa actividad sin descanso;en lugar de ese incesante tránsito del deseo al miedo

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y de la alegría al dolor; en lugar de esa esperanza quenada satisface y nunca se sosiega ni se desvanece ycon que se forja el ensueño de la vida para el hom-bre subyugado por la voluntad, vemos esa paz supe-rior a toda razón, ese tranquilo mar del sentimiento,ese profundo reposo, esa seguridad inconmovible,esa serenidad, cuyo reflejo nada más en el rostro, talcomo lo han pintado Rafael y Correggio, es todo unEvangelio en que podemos fiarnos. No queda másque el conocimiento; la voluntad se ha desvanecido.

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El espíritu íntimo y el sentido de la verdadera ypura vida del claustro y del ascetismo en general, esque se siente uno digno y capaz de una existenciamejor que la nuestra, y se quiere fortificar y sostenereste convencimiento por el menosprecio de todoslos vanos goces de este mundo. Espérase con sosie-go y seguridad el fin de esta vida, privada de sus en-gañosos incentivos, para saludar un día la hora de lamuerte como la de la libertad.

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Quietismo, es decir, renunciamiento a todo de-seo; ascetismo, es decir, inmolación reflexiva de lavoluntad egoísta, y misticismo, es decir, concienciade la identidad de su ser con el conjunto de las cosasy el principio del universo; tres disposiciones del al-ma que se enlazan estrechamente. Cualquiera quehace profesión de una de ellas se ve atraído hacia lasotras, en cierto modo a pesar suyo. Nada hay tanportentoso como ver el acuerdo de todos los quenos han predicado esas doctrinas, a través de la ex-tremada variedad de tiempos, países y religiones.Nada tan curioso como la seguridad inconmoviblecomo la roca, la certidumbre interior con que nospresentan el resultado de su experiencia íntima.

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En verdad que no es el judaísmo, sino el brah-manismo y el budismo, quienes, por su espíritu ytendencia moral, se aproximan al cristianismo. Elespíritu y la tendencia moral son la esencia de unareligión, y no los mitos con que los envuelve.

El espíritu del Antiguo Testamento es verdade-ramente extraño al puro cristianismo, porque en to-do el Nuevo Testamento se trata del mundo como

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una cosa a la cual no se pertenece y no se ama, unacosa que está bajo el imperio del diablo. Esto se ha-lla conforme con el espíritu del ascetismo, de renun-ciamiento y de victoria sobre el mundo; espíritu que,junto con el amor al prójimo y el perdón de las inju-rias, señala el rasgo fundamental y la estrecha afini-dad que unen al cristianismo, al brahmanismo y albudismo. Sobre todo en el cristianismo, es necesarioir al fondo de las cosas y penetrar más allá de lacorteza.

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El protestantismo, al eliminar el ascetismo y elcelibato, que es su punto capital, ataca por eso mis-mo a la esencia del cristianismo, y desde este puntode vista puede considerársele como una apostasía.Bien se ha visto en nuestros días, cuando el protes-tantismo ha degenerado poco a poco en un raciona-lismo ramplón, especie de pelagianismo modernoque viene a resumirse en un buen padre que crea elmundo con el fin de divertirnos mucho en él, en locual le salió bonitamente el tiro por la culata. Esebuen padre, bajo ciertas condiciones, se compro-mete a proporcionar también más tarde a sus fieles

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servidores un mundo mucho más bello, cuyo únicoinconveniente es tener una entrada tan funesta.

Esto podrá ser de seguro una buena religión pa-ra pastores protestantes con todas las comodidadesmateriales, casados e ilustrados, pero eso no es cris-tianismo. El cristianismo es la doctrina que afirmaque el hombre es profundamente culpable sólo porel hecho de nacer, y al mismo tiempo enseña que elcorazón debe aspirar a desligarse del mundo, lo cualno se puede conseguir sino a costa de los más peno-sos sacrificios, por la dejación voluntaria, por elanonadamiento de sí mismo; es decir, por una totaltransformación de la naturaleza humana.

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El optimismo no es, en el fondo, más que unaforma de alabanzas que la voluntad de vivir (única yprimera causa del mundo) se otorga sin razón a símisma cuando se mira con complacencia en su pro-pia obra. No sólo es una doctrina falsa; es una doc-trina corruptora, porque nos presenta la vida comoun estado apetecible y da como objetivo de la vida lafelicidad del hombre. Desde ese momento, cada cualse imagina que tiene los más justificados derechos a

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la felicidad y al goce. Así, pues, si, como es hartofrecuente, no le tocan en suerte esos bienes, se creevíctima de una injusticia.

Es mucho más justo considerar el trabajo, lasprivaciones, la miseria y el sufrimiento coronado porla muerte como fines de nuestra vida (así lo hacen elbrahmanismo, el budismo y también el verdaderocristianismo), porque todos esos males conducen ala negación de la voluntad de vivir. En el NuevoTestamento se representa el mundo como un vallede lágrimas, la vida como un medio de purificar elalma, y un instrumento de martirio es el símbolo delcristianismo.

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En nuestros días, el cristianismo ha olvidado suverdadera significación para degenerar en un chaba-cano optimismo.

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La moral de los indostanes, tal como se expresadel modo más variado y enérgico en los Vedas y Pu-ranas de sus poetas, en los mitos y leyendas de sus

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santos, en sus sentencias y reglas de vida, prescribeexpresamente: el amor al prójimo, con absoluto de-sasimiento de sí mismo; el amor, no limitado sólo alos hombres, sino extendido a todos los seres vi-vientes; la caridad, llevada hasta el abandono del sa-lario cotidiano obtenido a fuerza de sudor y defatiga; una mansedumbre sin límites para con aquelque nos ofenda; el bien y el amor devueltos por elmal que se nos hiciere, por grande que éste sea; elperdón alegre y espontáneo de toda injuria; la absti-nencia de todo alimento animal; una castidad abso-luta y el renunciamiento a toda voluptuosidad paraquien aspire a la santidad verdadera; el menospreciode todas las riquezas, de toda mansión, de toda pro-piedad; una soledad profunda y absoluta, pasada enmuda contemplación; un arrepentimiento voluntarioy penitencias lentas y espontáneas para mortificarabsolutamente la voluntad, hasta morir de hambre,entregarse a los cocodrilos, precipitarse desde lo altode una roca del Himalaya santificada por esta cos-tumbre, enterrarse vivo, arrojarse bajo las ruedas delcarro gigantesco que pasea las imágenes de los dio-ses, en medio de los cánticos, de los gritos de júbiloy la danza de las bayaderas. Y estas prescripciones, elorigen de las cuales se remonta a más de cuatro mil

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años, viven aún hasta en su rigor más extremado enese pueblo, por degenerado que esté hoy.

Unas costumbres por tan largo tiempo sosteni-das entre tantos millones de hombres, unas prácticasque imponen tan abrumadores sacrificios, no pue-den ser arbitraria invención de algún cerebro aluci-nado; deben tener hondas raíces en la esencia mismade la humanidad.

Añadiré que no puede admirarse bastante laconcordancia, la perfecta unanimidad de sentimien-tos que se advierte, si se lee la vida de un santo o deun penitente cristiano y la del santo indostánico. Através de la variedad, de la oposición absoluta dedogmas, costumbres y medios, son idénticos el es-fuerzo, la vida interior de uno y otro.

Los místicos cristianos y los maestros de la filo-sofía vedanta están conformes también en conside-rar como superfluas las obras exteriores y losejercicios religiosos para aquel que concluye por al-canzar la perfección.

Tanta concordancia entre pueblos tan diferentesy en una época tan remota, es una prueba de hechode que no se trata aquí, como aventuran con com-placencia los ramplones optimistas, de una aberra-ción, de un extravío del espíritu y de los sentidos;

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antes al contrario, es un aspecto esencial de la natu-raleza humana, un admirable aspecto que rara vez semanifiesta y que se expresa en ese ascetismo.

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Así, considerando la vida de los santos, que sinduda rara vez nos es dado encontrar y conocer pornuestra propia experiencia, pero la historia de loscuales nos traza el arte con una verdad segura y pro-funda, nos es preciso disipar la tétrica impresión deesa nada que flota como último término detrás detoda virtud, de toda santidad, y que tememos comoel nulo teme las tinieblas, en vez de tratar de huir deellas como los indostanes por medio de mitos y pa-labras vacías de sentido, tales como la reabsorciónen Brahma, o el Nirvana de los budistas. Lo confe-samos: lo que queda después de la supresión total dela voluntad, no es absolutamente nada para todosaquellos que están ávidos aun de querer vivir: es laNada. Pero también para aquellos en quienes la vo-luntad ha llegado a apartarse de su objeto y negarse así misma, ¿qué es nuestro mundo, que nos parecetan real, con todos sus soles y sus vías lácteas? Nada.

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LA RELIGIÓN

No cabe duda; el conocimiento de la muerte, laconsideración del sufrimiento y de la miseria de lavida, son los que dan el impulso más fuerte al pen-samiento filosófico y a las interpretaciones metafísi-cas del mundo.

Si nuestra vida no tuviese límites ni dolores, talvez a ningún hombre se le hubiera ocurrido la ideade preguntarse por qué existe el mundo y se en-cuentra constituido precisamente de esta manera;todo se comprendería por sí mismo.

Así se explica también el interés que nos inspiranlos sistemas filosóficos y los religiosos. Este podero-so interés refiérese sobre todo al dogma de una du-ración cualquiera después de la muerte. Y si lasreligiones parecen preocuparle ante todas las cosasde la existencia de sus dioses y emplear todo su celo

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en defenderla, en el fondo es únicamente porquerelacionan con esa existencia el dogma de la inmor-talidad y lo consideran como inseparable de ella:sólo les llega al alma la inmortalidad. Si pudiese ase-gurarse de otro modo la vida eterna al hombre, alpunto se enfriaría en ardiente celo por sus dioses, yhasta cedería el sitio a una indiferencia casi absoluta,en cuanto se le demostrase de un modo evidente laimposibilidad de la vida futura... Por eso los sistemasmaterialistas o los sistemas escépticos del todo nun-ca ejercerán una influencia general o duradera.

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Templos e iglesias, pagodas y mezquitas, atesti-guan en todos tiempos, con su magnificencia y sugrandeza, la necesidad metafísica del hombre, que,fuerte e indestructible, sigue paso a peso a la necesi-dad física.

Verdad es que si estuviésemos de humor satíri-co, pudiera añadirse que esa necesidad es modesta,pues se contenta con poca cosa. Fábulas burdas,cuentos insulsos, y a menudo no hace falta nadamás. Grábense temprano en el espíritu del hombre,y esas fábulas y leyendas llegan a ser explicaciones

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suficientes de su existencia y puntales de su morali-dad. Pensad, por ejemplo, en el Corán. Ese librejoha bastado para fundar una religión, que difundidapor el mundo satisface la necesidad metafísica, demillones de hombres desde hace mil doscientosaños. Sirve de fundamento a su moral, les inspira ungran desprecio de la muerte y entusiasmo para gue-rras sangrientas y vastas conquistas. En ese libro en-contramos la más triste y miserable figura deldeísmo. Tal vez haya perdido mucho en las traduc-ciones, pero no he podido descubrir en él ni unasola idea de algún valor, lo cual prueba que la capa-cidad metafísica no va a la par de la necesidad meta-física.

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No contento con los cuidados, aflicciones y apu-ros que le impone el mundo real, el espíritu humanocrea para sí otro mundo imaginario bajo la forma demil supersticiones diversas. Estas le preocupan detodas maneras; les consagra lo mejor de su tiempo yde sus fuerzas, en cuanto el mundo real le permiteun sosiego que no es capaz de saborear. Puedecomprobarse este hecho, en su origen, en los pue-

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blos que, situados bajo un cielo suave y sobre unsuelo clemente, han tenido una existencia fácil, co-mo los indostanes; después los griegos y los roma-nos, más tarde los italianos, los españoles, etcétera.El hombre se forja a su imagen demonios, dioses ysantos, que exigen a cada momento sacrificios, re-zos, ornamentos, votos formados y cumplidos, pe-regrinaciones, prosternamientos, cuadros, adornos,etc. Ficción y realidad se mezclan en su servicio, y laficción obscurece a la realidad. Todo suceso de lavida se acepta como una manifestación de su poder.

Las conversaciones místicas con esas divinidadesocupan la mitad de los días y sostienen la esperanzasin cesar. El hechizo de la ilusión las hace a menudomás interesantes que el trato con seres reales. ¡Quéexpresión y qué síntoma de la ingénita miseria delhombre, de la urgente necesidad que tiene de auxilioy asistencia, de ocupación y pasatiempo! Aun cuan-do pierda fuerzas útiles e instantes preciosos en va-nas plegarias y en sacrificios vanos, en vez deayudarse a sí mismo, si surgen de pronto riesgos im-previstos, no cesa, sin embargo, de ocuparse y dis-traerse en esa conversación fantástica con un mundode espíritus soñados. Esta es la ventaja de las su-persticiones, ventaja que es preciso no desdeñar.

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Para domeñar las almas bárbaras y apartarlas dela injusticia y de la crueldad, no es útil la verdad,porque no pueden concebirla. Lo útil es el error, uncuento, una parábola. De ahí procede la necesidadde enseñar una fe positiva.

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Cuando se comparan las prácticas de los fielescon la excelente moral que predica la religión cristia-na, y más o menos toda religión, y nos imaginamosque valdría esta moral si el brazo secular no impidie-se los crímenes, y lo que tendríamos que temer sisólo por un día se suprimiesen todas las leyes, nopuede menos de confesarse que la acción de todaslas religiones sobre la moralidad es realmente muydébil. De seguro que la falta estriba en lo flojo de lafe. En teoría, y en tanto que se aferra a las medita-ciones piadosas, cada cual se cree firme en su fe. Pe-ro los hechos son la dura piedra de toque de todasnuestras convicciones. Cuando se llega a los hechosy hay que dar prueba de su fe con grande abnega-

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ción y duros sacrificios, entonces es cuando se veaparecer toda su debilidad. Cuando un hombre me-dita seriamente un delito, abre ya una brecha en lamoralidad pura. La primera consideración que luegole detiene es la de la justicia y la policía. Si pasa ade-lante, esperando sustraerse a ellas, el segundo obstá-culo que se presenta entonces es la cuestión dehonor. Si se franquea, puede apostarse casi sobreseguro que, después de haber triunfado de estas dospoderosas resistencias, un dogma religioso cualquie-ra no tendrá fuerza suficiente para impedirle obrar.Porque si un peligro próximo y seguro no espanta,¿cómo se dejaría refrenar por un riesgo remoto yque sólo se funda en la fe?

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Lo que había de moral en la religión de los grie-gos reducíase a bien poca cosa, limitándose pocomás o menos todo ello al respeto del juramento. Nohabía allí ni moral ni dogma oficiales. Sin embargo,no vemos que la generalidad de los griegos haya sidomoralmente inferior a los hombres de los sigloscristianos. La moral del cristianismo es infinitamentesuperior a la de todas las demás religiones que antes

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aparecieran en Europa. Pero ¿quién podría creer quela moralidad de los europeos haya mejorado en lamisma proporción, ni siquiera que sea actualmentesuperior a la de los otros países? Esto sería un granerror. Entre los mahometanos, los guebros, los in-dostánicos y los budistas se encuentran por lo me-nos tanta honradez, fidelidad, tolerancia, dulzura,beneficencia, generosidad y abnegación como entrelos pueblos cristianos. Además, sería larga la lista delas crueldades bárbaras que han acompañado al cris-tianismo. Cruzadas injustificables, exterminio degran parte de los primitivos habitantes de América ycolonización de esta parte del mundo con esclavosnegros, arrancados sin derecho ni sombra de dere-cho de su suelo natal, y condenados toda su vida aun trabajo de galeotes; persecución infatigable de losherejes; tribunales de Inquisición que claman ven-ganza al cielo; noche de San Bartolomé; ejecución dediez y ocho mil holandeses por el duque de Alba,etc., etc., hechos poco favorables, que dejan en laincertidumbre acerca de la superioridad del cristia-nismo.

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La religión católica es una instrucción para men-digar el cielo, que sería demasiado incómodo mere-cer. Los clérigos son los intermediarios de estamendicidad.

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La confesión fue una feliz idea; porque, en ver-dad, cada uno de nosotros es un juez moral perfectoy competente, que conoce con exactitud el bien y elreal. Esto es cierto de cada uno de nosotros, con talde que la información verse sobre las acciones ajenasy no sobre las propias, y con tal de que sólo se tratede aprobar y desaprobar, mientras que los otros seencargan de la ejecución. Por eso el primero quellega puede tomar en absoluto, como confesor, elpuesto de Dios.

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Las religiones son necesarias al pueblo, y hastaresultan para él un beneficio. Hasta cuando preten-den oponerse a los progresos humanos en el cono-cimiento de la verdad, hay que echarlas a un ladocon todos los miramientos posibles. Pero pedir que

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un gran ingenio, un Goethe, un Shakespeare, aceptepor convencimiento los dogmas de una religióncualquiera, es pedir que un gigante calce los zapatosde un enano.

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En realidad, toda religión positiva es la usurpa-dora del trono que pertenece a la filosofía. Por esolos filósofos siempre serán hostiles a la religión, auncuando debieran considerarla como un mal necesa-rio, unas muletas para la debilidad morbosa del espí-ritu de la mayor parte de los hombres.

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En la nueva filosofía, Dios representa el papelde los últimos reyes francos bajo los mayordomosde palacio. No es más que un nombre que se con-serva para mayor provecho y comodidad, a fin deintroducirse con más facilidad en el mundo.

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LA POLÍTICA

El Estado no es más que el bozal que tiene porobjeto volver inofensivo a ese animal carnicero, elhombre, y hacer de suerte que tenga el aspecto de unherbívoro.

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El hombre es en el fondo un animal salvaje, unafiera. No le conocemos sino domado, enjaulado enese estado que se llama civilización. Por eso retroce-demos con terror ante las explosiones accidentalesde su naturaleza. Que caigan, no importa cómo, loscerrojos y las cadenas del orden legal, que estalle laanarquía, y entonces se verá lo que es el hombre.

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La organización de la sociedad humana oscilacomo un péndulo entre dos extremos, dos polos,dos males opuestos: el despotismo y la anarquía.Cuanto más se aleja del uno, más se aproxima alotro. Entonces se os ocurre que el justo medio seríael punto conveniente. ¡Qué error! Estos dos malesno son igualmente malos y peligrosos. El primero esinfinitamente menos de temer. En primer término,los golpes del despotismo no existen sino en estadode posibilidad, y cuando se manifiestan con hechos,no alcanzan más que a un hombre entre millones dehombres. En cuanto a la anarquía, son inseparablesla posibilidad y la realidad: sus golpes alcanzan a ca-da ciudadano y todos los días.

La especie humana está para siempre, y por na-turaleza, condenada al sufrimiento y a la ruina. Auncuando con ayuda del Estado y de la historia se pu-diesen remediar la injusticia y la miseria, hasta elpunto de que la tierra se convirtiera en una especiede Jauja, los hombres llegarían a pelearse por abu-rrimiento, a precipitarse unos contra otros, o bien elexceso de población traería consigo el hambre, y éstalos destruiría.

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Es raro que un hombre reconozca, toda su es-pantosa malicia en el espejo de sus actos.

¿Pensáis de veras que Robespierre, o Bonaparte,o el emperador de Marruecos, o los asesinos quesuben al patíbulo, son los únicos malos entre todoslos hombres? ¿No veis que muchos harían otrotanto si pudiesen?

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Propiamente hablando, Bonaparte no es másmalvado que muchos, por no decir que la mayoríade los hombres. No tiene más que el egoísmo tancomún, que consiste en buscar su bien a expensas delos demás. Lo único que le distingue es una fuerzamás grande para satisfacer esa voluntad, una inteli-gencia mayor, una razón más grande, un valor másgrande. Además, el azar le daba un campo favorable.Gracias a todas esas condiciones reunidas, hizo enpro de su egoísmo lo que otros mil apetecerían, perono pueden hacer. Todo granuja que con su maliciase proporciona la más ínfima ventaja con detrimento

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de sus camaradas, por mínimo que sea el daño quecause, es tan malo como Bonaparte.

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Si gustáis de planes utópicos, os diré que la únicasolución del problema político y social sería el des-potismo de los sabios y de los justos, de una aristo-cracia pura y verdadera, obtenida mediante lageneración por la unión de los hombres de senti-mientos más generosos con las mujeres más inteli-gentes y agudas. Esta proposición es mi utopía y mirepública de Platón.

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EL HOMBRE Y LA SOCIEDAD

Las cosas pasan en el mundo como en las co-medias de Gozzi, donde las mismas personas apare-cen siempre con las mismas intenciones y la mismasuerte. Los motivos y los sucesos difieren, sin duda,en cada argumento, pero el espíritu de los sucesospermanece siendo el mismo.

Los personajes de una pieza tampoco saben na-da de lo que pasó en otra donde también eran acto-res. Así, después de toda la experiencia de lascomedias precedentes, Pantalone no se ha vueltomás diestro ni más generoso, ni Tartaglia más hon-rado, ni Brighella más valiente, ni Colombina másvirtuosa.

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Nuestro mundo civilizado no es más que unagran mascarada. Encuéntranse allí caballeros, frailes,soldados, doctores, abogados, sacerdotes, filósofos yno sé que más aún. Pero no son lo que representan;son simples máscaras, bajo cuyos disfraces se ocul-tan la mayoría de las veces buscadores de dinero.Éste se pone la careta de la justicia y del derecho,con ayuda de un abogado, para ofender mejor a susemejante; el otro, con el mismo fin, ha elegido elantifaz del bien público y del patriotismo; el de másallá, el de la religión, de la fe inmaculada. Para todaclase de fines secretos más de uno se ha ocultadobajo el disfraz de la filosofía, como también de lafilantropía, etc. Las mujeres tienen menos dondeescoger. La mayoría de las veces se ponen la caretade la virtud, del pudor, de la inocencia, de la modes-tia.

Hay también disfraces generales, como los do-minós en los bailes de máscaras. Estos disfraces nosrepresentan la honradez a carta cabal, la finura demodales, la simpatía sincera y la amistad aparatosa.La mayor parte del tiempo, como he dicho, no haymás que puros industriales, comerciantes, especula-dores, bajo todos esos antifaces.

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Desde este punto de vista, la única clase honradaes la de los comerciantes, únicos que se presentancomo son y andan a cara descubierta. Por eso loshan puesto en lo más bajo de la escala.

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El médico ve al hombre en toda su debilidad; eljurisconsulto, en toda su perversidad; el teólogo, entoda su necedad.

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Lo mismo que le basta una hoja a un botánicopara reconocer toda la planta, lo mismo que un solohueso bastaba a Cuvier para reconstruir todo el ani-mal, así una sola acción característica por parte deun hombre puede permitir llegar al conocimientoexacto de su carácter, y por consiguiente, reconsti-tuirlo en cierta medida, aun cuando se trata de unacosa insignificante. Cuanto más fútil sea la cosa,mejor, porque en los asuntos importantes los hom-bres están en guardia, mientras que, por el contrario,en las cosas pequeñas siguen su natural instinto, sinpensar mucho en ello.

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Si alguien, a propósito de una fruslería, mani-fiesta por su conducta absolutamente egoísta y des-considerada para con otro que el sentimiento de lajusticia es extraño a su corazón, guárdese de con-fiarle un céntimo sin tomar las precauciones sufi-cientes.

Según el mismo principio, hay que romper in-mediatamente con esas personas que se llaman bue-nos amigos, cuando hasta en las menores cosasrevelan un carácter malo, falso o vulgar, con el fin deprecaveros de ese modo de las malas partidas quepodrían jugaros en asuntos graves. Lo mismo digode los criados del servicio doméstico. Primero vivirsolo que en medio de traidores.

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Dejar aparecer la ira o el odio en las palabras oen el rostro es inútil, peligroso, imprudente, ridículo,ordinario. No se debe manifestar la cólera o el odiomás que por actos. Los animales de sangre fría sonlos únicos que tienen veneno.

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La urbanidad es prudencia, la descortesía es unaestupidez. Crearse enemigos tan inútilmente y contanta ligereza es un delirio, como prender fuego a supropia casa. La cortesía es, como las fichas de juego,una moneda notoriamente falsa. Ser económico deesta moneda, es carecer de talento; por el contrario,prodigarla es dar prueba de sentido común.

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Nuestra confianza con los hombree no tienemuchísimas veces más causas que la pereza, elegoísmo y la vanidad. La pereza, cuando el hastío dereflexionar, de vigilar, de obrar, nos induce a con-fiarnos a alguien. El egoísmo, cuando la necesidadde hablar de nuestros asuntos nos incita a hacer con-fidencias. La vanidad, cuando tenemos algo ventajo-so que decir referente a nosotros mismos. No poreso exigimos menos que se nos agradezca nuestraconfianza.

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Es prudente dejar sentir de vez en cuando a laspersonas, hombres y mujeres, que podemos pasar-

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nos muy bien sin ellas. Esto fortalecer la amistad, yhasta con la mayoría de las gentes no es malo desli-zar de tiempo en tiempo un tonillo desdeñoso res-pecto a ellas, y así hacen más caso de nuestraamistad. “Quien no estima, llega a ser estimado”,dice un proverbio italiano. Si alguien tiene muchovalor real a nuestros ojos, es preciso ocultárselo co-mo si fuera un crimen. Esto no es muy grato, peroes así. Apenas si los perros soportan la gran amistad:mucho menos aún los hombres.

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El perro, el único amigo del hombre, tiene unprivilegio sobre todos los demás animales, un rasgoque le caracteriza, y es ese movimiento de cola tanbenévolo, tan expresivo, tan profundamente honra-do. ¡Qué contraste en favor de esta manera de salu-dar que le ha dado la Naturaleza, si se compara conlas reverencias y horribles arrumacos que cambianlos hombres en señal de cortesía! Esta seguridad detierna amistad y devoción por arte del perro, es milveces más segura, a lo menos al presente.

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Lo que me hace tan grata la sociedad de mi pe-rro, es la transparencia de su ser. Mi perro es trans-parente como el cristal.

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Si no hubiera perros, no querría vivir.

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Nada revela mejor la ignorancia del mundo co-mo alegar cual prueba de los méritos y valía de unhombre que tiene muchos amigos. ¡Como si loshombres otorgasen su amistad con arreglo a la valíay al mérito! ¡Como si, por el contrario, no fueransemejantes a los perros, que aman a quien les acari-cia o solamente les echa huesos que roer, sin máshalago! Quien mejor sabe acariciar a los hombres(aun cuando sean asquerosas alimañas), ese tienemuchos amigos.

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“Ni amar ni odiar”, es la mitad de la prudenciahumana. “No decir nada ni creer nada”, es la otramitad. Pero ¡con qué placer se vuelve la espalda a unmundo que exige semejante cordura!

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Los amigos se dicen sinceros; ¡los enemigos sique lo son! Por eso debiera tomarse la crítica de és-tos como una medicina amarga, y aprender por ellosa conocerse uno mejor.

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Puede ocurrir que sintamos la muerte de nues-tros enemigos y adversarios -aun después de grannúmero de años-casi tantos como la de nuestrosamigos. Es cuando los echamos de menos para sertestigos de nuestros brillantes triunfos.

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La diferencia entre la vanidad y el orgullo está enque el orgullo es un convencimiento absoluto denuestra superioridad en todas las cosas. Por el con-

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trario, la vanidad es el deseo de despertar en los de-más esa persuasión, con una secreta esperanza dedejarse a la larga convencer a sí mismo. El orgullotiene, pues, origen en un convencimiento interior ydirecto que se tiene de su propia valía. Por el contra-rio, la vanidad busca apoyo en la opinión ajena parallegar a la propia estimación. La vanidad hace par-lanchín; el orgullo hace silencioso.

El hombre vano debiera saber que la elevadaopinión de los demás, objeto de sus esfuerzos, seobtiene mucho más fácilmente con un silencio con-tinuo que con la palabra, aun cuando se tuvieran lasmás bellas cosas que decir.

No es orgulloso quien quiera; a lo sumo puedesimularse el orgullo, pero como todo papel conven-cional, no podrá sostenerse hasta el fin. Sólo el con-vencimiento firme, profundo, inquebrantable, que setiene de poseer cualidades superiores y excepciona-les, es lo que hace realmente orgulloso. Podrá sererróneo este convencimiento, o no fundarse másque en ventajas exteriores y convencionales; esto noobsta nada para el orgullo, si es serio y sincero.

El orgullo tiene sus raíces en nuestra propiaconvicción y no depende de nuestro capricho, lomismo que cualquier otro conocimiento. Su peor

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enemigo, su más grande obstáculo, es la vanidad,que no solicita los aplausos ajenos más que paraformarse un elevado concepto de sí mismo, al pasoque el orgullo hace suponer que este sentimientoestá ya enteramente consolidado en nosotros.

Muchas gentes vituperan y critican el orgullo; sinduda no tienen en si nada que pueda enorgullecerles.

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La Naturaleza es lo más aristocrático del mundo.Todas las diferencias que establecen entre los hom-bres la alcurnia y la riqueza en Europa o las castas enla India, son una futesa en comparación de la distan-cia que la Naturaleza ha fijado irrevocablementedesde el punto de vista moral e intelectual.

En la aristocracia de la Naturaleza, como en lasotras aristocracias, hay diez mil plebeyos por un no-ble, y millones por un príncipe. La gran multitud esel montón, el populacho. Por eso, dicho sea de paso,los patricios y los nobles de la Naturaleza debieranmezclarse tan poco con el populacho como los delos Estados, y vivir tanto más separados e inaborda-bles cuanto más altos.

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La tolerancia que se advierte y elogia a menudoen los grandes hombres, no es siempre más que elresultado del más profundo desprecio por el resto delos humanos. Cuando un grande ingenio está ente-ramente penetrado de este menosprecio, cesa deconsiderar a los hombres como semejantes suyos yde exigirles lo que se exige de sus iguales. Es tan to-lerante entonces con ellos como con todos los de-más animales, a los que no tenemos por quéacusarles de su falta de razón y de su bestialidad.

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Todo el que no tenga alguna idea de la belleza fí-sica o intelectual, no experimenta el ciento por unode las veces otra impresión, al ver o conocer de nue-vo a ese ser que se llama hombre, que la de unejemplar enteramente nuevo, verdaderamente origi-nal y que jamás hubiera adivinado, de un ser com-puesto de fealdad, trivialidad, vulgaridad,perversidad, necedad, malignidad. Cuando me en-cuentro en medio de caras nuevas, me recuerda estola Tentación de San Antonio, de Teniers, y otros cua-

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dros análogos, donde a cada nueva deformidadmonstruosa que veo, admiro la novedad de las com-binaciones imaginadas por el pintor.

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La maldición del hombre de genio es que, en lamisma medida en que él parece grande y admirable alos demás, éstos le parecen a él a su vez pequeños ylastimosos. Durante toda su vida tiene que reprimiresta opinión, como ellos reprimen la suya. Sin em-bargo, está condenado a vivir en una isla desierta,donde no encuentra a nadie semejante a él, y que notiene más moradores que monos y loros. Y siemprees víctima de esta ilusión, que le hace tomar de lejosun mono por un hombre.

Debo confesarlo sinceramente. La vista de cual-quier animal me regocija al punto y me ensancha elcorazón, sobre todo la de los perros, y luego la detodos los animales en libertad, aves, insectos, etc.Por el contrario, la vista de los hombres excita casisiempre en mí una aversión muy señalada, porque,con cortas excepciones, me ofrecen el espectáculode las deformidades más horrorosas y variadas: feal-dad física, expresión moral de bajas pasiones y de

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ambición despreciable, síntomas de locura y perver-sidades de todas clases y tamaños; en fin, una co-rrupción sórdida, fruto y resultado de hábitosdegradantes. Por eso me aparto de ellos y huyo arefugiarme en la Naturaleza, feliz al encontrar allí losbrutos.

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CARÁCTER DE DIFERENTES PUEBLOS

El rasgo dominante en el carácter nacional de lositalianos es una desvergüenza absoluta, que procedede que no se consideran inferiores ni superiores anada. Es decir, que son alternativamente arrogantesy descarados, o viles y bajos. Por el contrario, cual-quiera que tiene pudor es para ciertas cosas dema-siado tímido y para otras demasiado altivo. Elitaliano no es ni lo uno ni lo otro, sino, según lascircunstancias, unas veces cobarde, otras insolente.

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El carácter propio del norteamericano es la vul-garidad bajo todas sus formas: moral, intelectual,estética y social. Y no sólo en la vida privada, sinotambién en la vida pública: haga lo que quiera, no

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deja de ser yanqui. Puede decir de esto lo que Cice-rón dice de la ciencia: Nobiscum peregrinatur, etc.

Esta vulgaridad es el extremo opuesto del inglés.Éste, por el contrario, se esfuerza siempre por sernoble en todas las cosas, y por eso le parecen tanridículos y antipáticos los yanquis. Son, propiamentehablando, los plebeyos del mundo entero. Eso pue-de en parte depender de la constitución republicanade su Estado, y en parte de que tienen su origen enuna colonia penitenciaria, o porque descienden deciertas gentes que tenían razones para huir de Euro-pa.

El clima puede influir también en algo.

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Los judíos son, según dicen ellos, el pueblo ele-gido de Dios.

Es muy posible, pero difieren los gustos, puesno son mi pueblo elegido.

Los judíos son el pueblo elegido de su Dios, y suDios es como pintiparado para tal pueblo.

Váyase lo uno por lo otro.

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Dios misericordioso, previendo en su omnis-ciencia que su pueblo elegido sería disperso por elmundo entero, dio a todos sus miembros un olorespecial que les permitiera reconocerse y encontrarseen todas partes; es el fœtus judaicus.

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Las otras partes del mundo tienen monos.Europa tiene franceses.Esto nos compensa.

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Se ha echado en cara a los alemanes que tanpronto imitan a los franceses como a los ingleses.Precisamente esto es lo más cuerdo a que podíanhacer, porque reducidos a sus propios recursos, notienen nada sensato que ofrecernos.

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Ninguna prosa se lee con tanta facilidad y tanagradablemente como la prosa francesa... EL escri-

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tor francés encadena sus pensamientos con el ordenmás lógico, y en general más natural, y los somete asísucesivamente a su lector, quien puede apreciarloscon comodidad y consagrar a cada uno su atenciónsin dividirla. El alemán, por el contrario, los entrela-za en un período embrollado y archiembrollado,porque quiere decir seis cosas a la vez, en lugar depresentar una después de otra.

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Los alemanes se distinguen de las demás nacio-nes por su negligencia en el estilo como en el vestir.El carácter nacional es responsable de este dobledesorden. Así como el abandono en el vestir mani-fiesta el poco aprecio en que se tiene a la sociedaddonde se acude, un mal estilo, abandonado, descui-dado, atestigua un desprecio ofensivo para el lector,que se venga con justo derecho no leyéndolos.

Lo más regocijado de todo es ver a los críticosjuzgar las obras de otro, con su estilo desaseado deescritores a jornal. Esto produce el efecto de un juezque se sentara en el tribunal con bata y chinelas.

El verdadero carácter nacional de los alemaneses la pesadez. Salta a la vista en su paso, en su modo

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de ser y obrar, en su lengua, relatos, discursos y es-critos, en su manera de comprender y de pensar,pero sobre todo en su estilo. Se conoce en el gustoque tienen de construir largos períodos, pesados,confusos. La memoria se ve obligada a trabajar sola,con paciencia, durante cinco minutos, para retenermaquinalmente las palabras como una lección que sele impone, hasta el momento en que al final del pe-ríodo se aclara el sentido, toma impulso el entendi-miento y se resuelve el enigma.

Sobresalen en este juego, y cuando pueden aña-dir preciosismo, énfasis y un aire grave, lleno deafectación, entonces nadan en la alegría; pero que elcielo dé paciencia al lector. Hacen especialísimo es-tudio para hallar siempre las expresiones más indeci-sas y más impropias, de suerte que todo aparececomo entre brumas. Su objetivo parece ser el decolocar en cada frase una puertecilla de escape, yluego darse aires de aparentar decir más de lo que enrealidad han pensado. En fin, son estúpidos y abu-rridos como gorros de dormir. Y precisamente estoes lo que hace odiosa la manera de escribir de losalemanes a todos los extranjeros, quienes no gustande andar a tientas en la obscuridad. Esto es, por locontrario, entre nosotros, un gusto nacional.

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Licbtenberg cuenta más de cien expresionesalemanas que sirven para indicar la embriaguez. Nohay que asombrarse: desde los tiempos más remo-tos, ¿no han sido famosos los alemanes por su bo-rrachera? Pero lo extraordinario es que en la lenguade esta nación alemana, renombrada en todos por suhonradez, se encuentran más expresiones que enningún otro idioma para indicar el engaño. Y la ma-yoría de ellas tienen un aire de triunfo, acaso porquese considera la cosa como muy difícil.

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En previsión de mi muerte, hago esta confesión.Desprecio a la nación alemana a causa de su necedadinfinita, y me avergüenzo de pertenecer a ella.

FIN