educando al prÍncipe

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Francisco Javier Guillamón Álvarez - Julio D. Muñoz Rodríguez: Educando al Príncipe. La formación de un Príncipe de la Ilustración. Correspondencia de Luis XIV a Felipe V durante la Guerra de Sucesión. Los primeros años del siglo XVIII fueron cruciales para la historia política europea en general y de la Monarquía española en particular. La ausencia de descendencia directa en la casa de Austria dio lugar a un prolongado conflicto sucesorio para cubrir el trono español. El Duque de Anjou se convirtió en el primer Borbón en ocuparlo, bajo el nombre de Felipe V. Su abuelo, Luis XIV, rey de Francia, aseguró esta herencia no solamente a partir del apoyo militar sino también trabajando sobre la formación del joven rey. En este libro, Guillamón Álvarez y Muñoz Rodríguez nos ofrecen la traducción y un excelente análisis de dos centenares de cartas enviadas por Luis XIV a Felipe V que constituyen un verdadero manual del arte de gobernar… El epistolario y su análisis muestran cómo fue formado un Príncipe en vísperas de la Ilustración.

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Francisco Javier Guillamón ÁlvarezJulio David Muñoz Rodríguez

prohistoriaediciones

Educando al PríncipeCorrespondencia privada de Luis XIV a Felipe V

durante la Guerra de Sucesión

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Rosario, 2008

Francisco Javier Guillamón ÁlvarezJulio David Muñoz Rodríguez

prohistoriaediciones

Educando al PríncipeCorrespondencia privada de Luis XIV a Felipe V

durante la Guerra de Sucesión

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Guillamón Álvarez, Francisco JavierEducando al príncipe: selección de la correspondencia privada de Luis XIV a Felipe V durante la

Guerra de Sucesión: 1703-1715 / Francisco Javier Guillamón Álvarez y Julio David Muñoz Rodríguez.-1a ed.- Rosario: Prohistoria Ediciones, 2008.

272 p.; 23x16 cm. (Historia moderna; 3 dirigida por Darío G. Barriera)

ISBN 978-987-1304-20-2

1. Correspondencia Epistolar. I. Muñoz Rodríguez, Julio David II. TítuloCDD E866

colección Historia Moderna – 3ISSN 1668-5377dirigida por Darío G. Barriera

Composición y diseño: Liliana AguilarEdición: Prohistoria EdicionesDiseño de Tapa: Promoción SuperadaIlustración de tapa: Composición a partir de los retratos de Rigaud incluidos en el libro. © Foto RMN, G.Blot.

TODOS LOS DERECHOS REGISTRADOSHECHO EL DEPÓSITO QUE MARCA LA LEY 11723

© Francisco Javier Guillamón Álvarez – Julio David Muñoz RodrÍguez –Tucumán 2253, (S2002JVA) – ROSARIO, Argentina

Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, incluido su diseño tipográfico y de portada, encualquier formato y por cualquier medio, mecánico o electrónico, sin expresa autorización del editor.

Este libro se terminó de imprimir en los talleres de Cromografica, Rosario, en el mes de julio de 2008. Setiraron 500 ejemplares.

Impreso en la Argentina

ISBN 978-987-1304-20-2

Fecha de catalogación: 05/06/2008

prohistoriaediciones

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Índice

Nota a la edición argentina ..................................................................................... 13Francisco Javier Guillamón Álvarez y Julio D. Muñoz Rodríguez

La guerra y el arte de gobernar en la Europa de la primera Ilustración.Presentación de la correspondencia de Luis XIV a Felipe V .................................. 15Francisco Javier Guillamón Álvarez y Julio D. Muñoz Rodríguez

La sucesión española y el ocaso de las monarquías universales europeas ............ 23Francisco Javier Guillamón Álvarez y Julio D. Muñoz Rodríguez

Notas sobre la traducción de la correspondencia de Luis XIV a Felipe V ............. 57ATALAIRE

Selección de la correspondencia privada de Luis XIV a Felipe V .......................... 65durante la Guerra de Sucesión

Reseñas biográficas de personajes citados en la correspondencia ...................... 229

Índice de Cartas ..................................................................................................... 247

Bibliografía ............................................................................................................ 259

Índice Onomástico ................................................................................................. 271

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La Familia de Felipe V en 1743,M. Van Loo,

Museo del Prado, Madrid(© Foto Museo del Prado)

Alrededor de los elementos alegóricos del poder monárquico, como son la corona y elcetro, aparecen de izquierda a derecha: la infanta María Ana Victoria, que sería reinade Portugal por su matrimonio con José de Braganza, príncipe del Brasil; Bárbara deBraganza, princesa de Portugal y esposa del príncipe de Asturias; el príncipe de Asturias,futuro Fernando VI; el rey Felipe V; el infante y cardenal de Toledo Luis; la reinaIsabel de Farnesio; el infante Felipe, duque de Parma, y su esposa, María Luisa deOrleáns; la infanta María Teresa, que se casó con Luis, Delfín de Francia; la infantaMaría Antonia Fernanda, que sería más tarde reina de Cerdeña por su matrimonio conVíctor Amadeo III, rey de Cerdeña y duque de Saboya; María Amalia de Sajonia,esposa del infante Carlos, reina de Nápoles y futura reina de España (1759); el infanteCarlos, rey de Nápoles y futuro Carlos III de España. Jugando en el suelo: MaríaLuisa, hija del duque de Parma y, con el tiempo, esposa de su primo Carlos, hijo de losreyes de Nápoles y cuarto monarca español de ese nombre; y María Isabel, hija del reyde Nápoles, que fallecería en 1749.

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Felipe V, rey de España, representado en 1700-1701 llevando traje español,H. Rigaud,

Palacio de Versalles(© Foto RMN, G. Blot)

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Luis XIV, rey de Francia,H. Rigaud,

Museo del Louvre, París(© Foto RMN, G. Blot)

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Nota a la edición argentina

H ace prácticamente dos años se publicaba La formación de un príncipe de laIlustración. Selección de la correspondencia privada de Luis XIV a FelipeV durante la Guerra de Sucesión [Murcia, Caja de Ahorros del Mediterrá-

neo, 2006, 361pp.]. En este libro pretendíamos aportar alguna luz a uno de los aspec-tos que sobre la Guerra de Sucesión española quedaban, todavía entonces, en ciertapenumbra. Las cartas que el rey Sol envió a su nieto Felipe V durante las dos primerasdécadas del siglo XVIII contienen un verdadero tratado acerca del arte de la políticaen los albores de la centuria ilustrada, y explican, sobre todo, la formación y las cir-cunstancias en las que se desenvolvió el primer monarca de la dinastía borbónica enEspaña.

A pesar de la abundante literatura que ya se disponía sobre el aprendizaje deloficio de gobernar –ahí están los numerosos espejos de príncipes que proporcionó latratadística barroca–, esta asidua correspondencia de Luis XIV permitía mostrar unasenseñanzas emanadas de la práctica cotidiana del poder. Quien se convertía en maes-tro y ejemplo del nuevo príncipe no era un versado erudito en la tradición político-teológica católica, sino el soberano más poderoso de Europa. Con él le unían al jovenFelipe no sólo vínculos familiares directos, sino también el objetivo compartido deglorificar a la casa de las Tres flores de lis en la geoestrategia europea. Con este finhabía invertido el dueño de Versalles cuantiosos recursos militares y diplomáticos, y ala altura de 1700 el anhelado éxito sobre los Habsburgo parecía finalmente alcanzado.De ahí que la carta que cada semana el bisoño rey Felipe tenía entre sus manos supo-nía una brújula con la que navegar por aquel tempestuoso océano en el que se convir-tió la Monarquía Hispánica tras el fallecimiento del infortunado Carlos II.

Aunque es cierto que en su momento el historiador francés Alfred Baudrillartmanejó estas cartas en su espléndida obra sobre las relaciones –tan desiguales comocomplejas– entre las cortes de Versalles y Madrid, hasta ahora no se contaba con unaversión española de una parte significativa de tan importante documentación. Esteobjetivo, convenientemente contextualizado y comentado, es lo que nos propusimoshace ya unos cuantos años, como una línea de trabajo complementaria a nuestro pro-yecto de análisis del conflicto sucesorio hispánico. La localización, trascripción, tra-ducción y anotación de cerca de 400 cartas requirió de un nutrido equipo de especia-listas –que más adelante señalaremos–, y su minuciosa elaboración se prolongó mástiempo del que en un primer momento se había sospechado. Así que no fue hasta elaño 2006 cuando, gracias a la colaboración de diversas entidades, vimos culminadonuestro empeño con la edición de un libro que, si bien contenía apenas la mitad de lascartas que habíamos trabajado, cumplía sobradamente con nuestro propósito original.La satisfacción que siempre conlleva una labor acabada, máxime cuando es una inves-tigación que se ha desarrollado durante varios años, tuvo su mejor corolario con la

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presentación que meses más tarde –enero de 2007– se hizo del libro a SS. MM. losReyes en el Palacio de la Zarzuela.

Con todo, la edición que finalmente se adoptó no hacía justicia al inmenso traba-jo que se había efectuado. Ni el aspecto formal –claramente aparatoso por la explica-ble suntuosidad del formato–, ni la tirada –necesariamente corta–, permitían una difu-sión adecuada de sus contenidos entre el mundo académico y científico. Pronto surgióel deber de lograr una publicación que, con menos pretensiones ornamentales y esté-ticas, facilitase la circulación y el acceso a todo el público interesado por el tema y elperiodo que comprendía nuestro estudio. Al fin y al cabo, el historiador, como cientí-fico social, está lógicamente obligado a contribuir con el progreso del conocimientomediante la comunicación de sus resultados y el posterior debate que estos puedangenerar en cualquier ámbito competente.

La oportunidad de ofrecer un libro más manejable provino de la otra orilla delAtlántico, precisamente aquella que los monarcas borbónicos se encargarían de reor-ganizar y reordenar con mayor o menor éxito funcional. Y, en concreto, de un territo-rio tan eminentemente dieciochista como fue el rioplatense, la principal frontera me-ridional del Nuevo Mundo. El profesor Darío Barriera y su encomiable iniciativaProhistoria asumieron la tarea de posibilitar esta difusión de una manera rápida, efec-tiva y, además, en un espacio de opinión más amplio del que hasta ese momento ha-bíamos pensado: Europa y América, las dos columnas que componían la Monarquíabihemisférica hispánica.

Todo este camino es el que ha recorrido la obra que el amable lector tiene ahoraen sus manos. No hay duda de que el tiempo permite ganar en perspectivas y adquirirmayor capacidad de autocrítica con el trabajo anteriormente realizado. Los responsa-bles de esta obra –estén seguros– que la han acometido, y las enseñanzas de este libro,como alguno de los consejos transmitidos por Luis XIV, estarán presentes en el traba-jo por venir. Pero, después de todo, lo que hace dos años se llevó a las prensas hoymantiene gran parte de su vigencia, ya que son limitadas las nuevas investigacionessobre esta primera etapa de gobierno de Felipe V y el protectorado que el rey Sol tratóde implantar en la Monarquía heredada –y ganada– por su nieto. Ampliarlo hubiesesido una opción razonable, mas hubiese supuesto desbaratar lo que entonces parecióarmoniosamente compuesto. Confiemos que éste sea un granito más en los numerososy necesarios estudios que habrán de surgir, aún desde premisas diferentes, sobre unosaños tan apasionantes como dramáticos.

Francisco Javier Guillamón ÁlvarezJulio David Muñoz Rodríguez

Universidad de MurciaSan Pedro del Pinatar (Murcia), 21 de marzo de 2008

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La guerra y el arte de gobernaren la Europa de la primera Ilustración

Presentación de la correspondenciade Luis XIV a Felipe V

FRANCISCO JAVIER GUILLAMÓN ÁLVAREZ

JULIO DAVID MUÑOZ RODRÍGUEZ

“Todos los respetos que se nos rinden,toda la abundancia y brillo que nos rodea,no siendo otra cosa que recompensas queel propio cielo nos concede en compensa-ción al cuidado que nos confía sobrepueblos y Estados. Este cuidado no seríasuficientemente grande si no fuera másallá de nosotros mismos, haciéndonoscomunicar todas nuestras experiencias aquien deba reinar después que nosotros”

Luis XIV a su hijo Luis,Delfín de Francia1

Los primeros años del siglo XVIII componen un periodo de especial trascenden-cia política, no sólo para España, sino para el conjunto de países europeos. Laausencia de descendencia directa en la rama española de la casa de Austria

supuso el inicio de un prolongado conflicto sucesorio en el que las estrategias diplo-máticas y los planteamientos abiertamente belicistas se alternarán a lo largo de lascasi cinco décadas que separan el fallecimiento de Felipe IV (1665) y los tratados deUtrecht (1713). Durante este tiempo, las relaciones internacionales estuvieron condi-cionadas por la incertidumbre que entrañaba el nombramiento del heredero de CarlosII, una elección que desbordaba las consecuencias estrictamente españolas debido ala todavía dilatada dimensión territorial de la Monarquía Hispánica. Por esta razón, laGuerra de Sucesión, además del evidente carácter civil que adquirió dentro de losreinos peninsulares, se convertiría, como explicamos en páginas posteriores, en unaviolenta disputa internacional para evitar los proyectos de afirmación universal queperseguían tanto Habsburgos como Borbones. Pero si la continuidad del modelo dehegemonía implantado casi dos siglos atrás por Carlos V fue la causa que condujo a

1 LUIS XIV (1947), p. 25.

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una de las guerras europeas más cruentas, también estaban presentes motivaciones ypropósitos sensiblemente distintos en cada uno de los contendientes.

En el caso de Luis XIV, su preponderancia continental desde la Paz de los Piri-neos (1659) se veía consolidada por el último testamento de Carlos II. La designaciónde su nieto, el duque de Anjou, como heredero de toda la Monarquía Hispánica, lepermitió establecer una “unión” entre ambas coronas que terminaría enfrentándose albloque aliado formado en La Haya (1701). Así pues, lo que debía haber sido para elsoberano francés su consagración en la dirección de los destinos europeos, una anti-gua pretensión dinástica que parecía haber logrado precisamente en el tramo final desu vida, derivó en una larga conflagración que debilitó profundamente las fuerzasinternas de la monarquía francesa. A la intervención en los frentes abiertos de Italia,Flandes y el Imperio, se añadió la necesidad de acudir en auxilio de su nieto en losmismos territorios peninsulares ante los insuficientes recursos defensivos con los quecontaba. El desembarco en Barcelona del Archiduque Carlos de Austria en 1705 y eldominio aliado posterior de gran parte de la Península, obligaría a Luis XIV a intensi-ficar su asistencia a Felipe V por medio del envío de tropas y generales veteranos conlos que reforzar el ejército borbónico en España. La presencia del ejército francés entodos los escenarios importantes de la guerra se tradujo en la imposición de una eleva-da presión fiscal durante décadas que precipitaría el colapso del país más poblado deEuropa.

No fue, sin embargo, la ayuda militar la única con la que Luis XIV trató deasegurar la corona heredada por su nieto. La correspondencia que ahora selecciona-mos pasó a ser un destacado canal de comunicación entre ambos soberanos, a travésdel cual el dueño de Versalles participó activamente en la dirección de la MonarquíaHispánica y, sobre todo, transmitió sus consejos de gobierno a un Felipe V de apenasdieciocho años. Más que las referencias que estas cartas puedan contener acerca de laevolución de la guerra o en relación a acontecimientos concretos de esta primera dé-cada del siglo XVIII, uno de los aspectos que más llaman la atención reside en sucarácter de instrumento para la formación política de Felipe V. En el Alcázar madrile-ño, rodeado de consejeros franceses y de aristócratas y cortesanos españoles, a menu-do con intereses contrapuestos, el joven rey dispuso en estas cartas de su abuelo de unverdadero manual sobre el arte de gobernar en la Europa de la primera Ilustración. Aél llegaban directamente desde Versalles, Marly o Fontainebleau, los tres lugares don-de solía alojarse el Rey cristianísimo, portando las órdenes, tácticas o recomendacio-nes de quien acumulaba una experiencia de cuarenta años de poder personal. Además,las difíciles circunstancias en las que Felipe V accedió a la corona española, inmedia-tas a un conflicto europeo, acrecentaron este componente instructivo que, de algunamanera, hacía recordar los fines didácticos que perseguían los espejos de príncipestan abundantes en la literatura barroca.

Es por este motivo que ya en el título del libro, Educando al Príncipe, hayamosdestacado este valor instructivo de la correspondencia de Luis XIV, junto a la nueva

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categoría político-cultural (la Ilustración) que los sucesivos monarcas españoles afian-zarían a lo largo de la centuria. Esto no ha de llevar a entender que en nuestra inten-ción esté identificar a Felipe V como un soberano filósofo al modo como Voltairedescribió a Federico de Prusia décadas más tarde,2 sino de asumir una serie de ele-mentos esenciales que diferenciarían al nuevo rey borbónico de sus antecesores de lacasa habsburguesa. Tanto la influencia de la religión, como la concepción del podermonárquico, tenían su origen en uno y otro caso en tradiciones culturales que implica-ban manifestaciones políticas y simbólicas sustancialmente distintas. Ni el catolicis-mo francés que había sacralizado la persona del rey como intercesor supremo entrelos fieles franceses y Dios, ni el proceso de afianzamiento de la autoridad real que sehabía desarrollado en la Francia del Rey Sol, disponían de similares correlatos en laEspaña de los Austrias. Los monarcas hispánicos, por ejemplo, nunca poseyeron lacapacidad taumatúrgica de sus vecinos franceses, lo que, además de servir para gene-rar una copiosa propaganda monárquica, les otorgaba una posición privilegiada den-tro de la iglesia galicana y ante el conjunto de sus súbditos.3 El germen del cambio, dela reforma, que la Ilustración conllevaría en la gestión del poder en la mayor parte delos países del siglo XVIII, en cierto modo venía ya implícito en la idea de príncipe queLuis XIV se proponía transmitir a su nieto a través de esta correspondencia. Una ideade príncipe que, en algunos de sus aspectos, bebía de la tradición hispánica y, enconcreto, de aquel rey burócrata que fue Felipe II, por cierto, bisabuelo de Luis XIV.Como soberano habituado a las costumbres de Versalles, a Felipe V concernía décidersoi-meme el gobierno de la Monarquía que heredaba, desligándose de todo el aparatosinodial hispánico que se había construido desde los Reyes Católicos.

La presente publicación dista de ser, por tanto, un hecho casual. Al innegableinterés intrínseco que poseen las cartas enviadas por Luis XIV a su nieto, como yaadvirtió sobradamente Alfred Baudrillart en la introducción de su Philippe V et laCour de France (1890), se añade que desde hace algunos años estamos embarcadosen un proyecto de análisis político del cambio sucesorio como periodo de transiciónentre dos mundos hasta ahora excesivamente contemplados desde perspectivas quetendían a la exclusión. Y, a pesar de las divergencias existentes en el plano confesionalentre ambas dinastías, las conexiones que se dieron en España entre la Monarquía delos Austrias y la Monarquía de los Borbones fueron mayores de lo que tradicional-mente se han venido admitiendo. En las modificaciones ensayadas a lo largo de lacenturia barroca pueden detectarse, de manera embrionaria, muchas de las transfor-maciones promovidas por las primeras reformas borbónicas en la administración, en

2 VOLTAIRE (1978).3 La construcción teórica de esta facultad de hacer prodigios ya fue expuesta en BLOCH (1988); su

evolución posterior hasta los tiempos de Luis XIV en DESCIMON y RUIZ IBÁÑEZ (2005), KLÉBERMONOD (2001) y BURKE (1995). Por su parte, para una idea del catolicismo hispánico, FERNÁNDEZALBALADEJO (1997 y 2001) e IÑURRITEGUI RODRÍGUEZ (1998).

La guerra y el arte de gobernar....

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el ejército o en la fiscalidad.4 Sería sobre esa base ensanchada por los últimosHabsburgos, en ocasiones mediante elementos que circulaban en los procesos de con-solidación monárquica puestos en marcha en diversos lugares de Europa, sobre la queactuaron los consejeros franceses llegados con Felipe V a partir de 1701; unos conse-jeros que serían asimismo responsables de introducir en España algunos de los meca-nismos experimentados en el modelo absolutista francés del último tercio del sigloXVII. Pero, si subrayamos este influjo francés del reformismo impulsado por la Coro-na, no ha de olvidarse que tanto en su construcción teórica, como en su adaptaciónpráctica, participaron ministros íntegramente formados en la administración españolacomo Macanaz, Patiño o Grimaldo. En este sentido, la correspondencia de Luis XIVcontribuye a comprender el contexto en el que se adoptaron esos cambios que tantoalteraron el modo de formalizar y concebir la Monarquía, así como las condicionescoyunturales que favorecían su asimilación.

Tampoco es ajena del todo la edición de este epistolario a una tradiciónhistoriográfica que, prácticamente abandonada en las últimas décadas, se propusodifundir las particulares percepciones de relevantes protagonistas de estos años. Du-rante gran parte del siglo XIX y las primeras décadas del siguiente, la pujante corrien-te positivista francesa reiteró su interés por una literatura autógrafa que aportaba dis-tintas dimensiones del poder de Luis XIV y la instauración dinástica patrocinada porél en España. De este modo, se vertieron en letras de molde, por ejemplo, la corres-pondencia del embajador francés en la corte madrileña del último Austria, el eficazduque de Harcourt;5 la mantenida por la princesa de los Ursinos, entre otros, con elRey cristianísimo, su esposa morganática Madame de Maintenon o el mariscal Vilerroi;6

la de los duques de Berwick y Marlborough entre 1708 y 1709, cuando la coronafrancesa trataba de negociar una paz cada día más perentoria dada la creciente crisisinterna;7 o la que el propio Luis XIV dirigiría a diversos agentes franceses, entre ellos,a su embajador en Madrid el marqués de Amelot en los años más difíciles de la guerrapeninsular (1705-1709).8 El mismo Baudrillart, cuyo célebre libro tanto debe a lascartas que ahora presentamos, también fue responsable de la publicación de las escri-tas por el duque de Borgoña, hijo mayor del Delfín de Francia, a su hermano Felipe Vy a la reina María Luisa Gabriela de Saboya; al igual que dio extensas noticias sobrelas intrigas del duque de Orleáns en España a partir de una variada correspondencia

4 Acerca de cada uno de estos aspectos ESCUDERO LÓPEZ (1969), ABBAD y OZANAM (1992), CAS-TRO (2004), GUILLAMÓN ÁLVAREZ (2000) y junto a MUÑOZ RODRÍGUEZ (2003), ANDÚJARCASTILLO (2004) y CONTRERAS GAY (2003).

5 HARCOURT (1875).6 COLLIN (1806), HIPPEAU (1862) y TREMOUILLE, Duque de (1902-1907). Posteriormente este mis-

mo tema sería retomado por CERMAKIAN (1969).7 LEGRELLE (1893).8 GROUVELLE (1806), y en concreto, GIRARDOT, Barón de (1864). Sobre la corte española aportó

muchas noticias el LOUVILLE, Marqués de (1818).

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de la época.9 Frente a este esfuerzo de divulgación llevado a cabo en tiempos yalejanos, más recientemente sólo nos consta que se haya editado poco más del epistolarioproducido por los embajadores ingleses en La Haya y en Utrecht durante las conver-saciones previas que desembocarían en el final negociado del largo conflicto suceso-rio.10 Lógicamente, desde la perspectiva que constituye el actual hacer historiográfico,esta edición de trabajos no ha de reducirse a un fin en sí mismo, sino en un medio quefavorezca una comprensión más global del conflicto sucesorio y del cambio dinásticohispánico.

El lector que se adentre en la correspondencia de Luis XIV que se incluye eneste libro no encontrará, sin embargo, todas las cartas enviadas a lo largo de los cator-ce años que separan la llegada de Felipe V (1701) y el fallecimiento del Reycristianísimo (1715). Debido a su número tan elevado, hemos pensado más conve-niente realizar una selección de este cartulario que sólo en el Archivo Histórico Na-cional de Madrid supera los cuatrocientos documentos. No se debe olvidar que prác-ticamente todas las semanas Felipe V recibía correo de su abuelo, y no fueron pocoslos momentos que, por circunstancias de la guerra –los años 1705 y 1707, sobre todo–o de las negociaciones establecidas con los aliados, la frecuencia y la cantidad de estacorrespondencia aumentó ostensiblemente. Aunque sabemos que hay restos de estarelación epistolar en los archivos franceses, sobre todo, en el Ministère des AffairesÉtrangères (París), en su apartado Correspondencia Política de España, en bastantesocasiones las allí conservadas son meras copias de las remitidas a Madrid o se limitana reiterar asuntos ya recogidos adecuadamente en esta serie que aquí se maneja. Eneste sentido, el número de cartas depositado en la sección de Estado del ArchivoHistórico Nacional, en concreto en su legajo 2460, ofrece un cuerpo documental sufi-cientemente amplio y sugerente para cumplir con el objetivo principal que nos marca-mos al inicio de este proyecto; que, lejos de pretender efectuar una edición completade esta correspondencia, consistía en facilitar el acceso al público de habla española auna documentación de trascendencia considerable.

Sobre ese cuerpo documental se ha elaborado una selección que abarca doscien-tas cartas de Luis XIV dirigidas a Felipe V entre 1703 y 1715. Esta recopilación hasido llevada a cabo procurando que los temas más relevantes que se manifiestan en elconjunto de la correspondencia estuviesen debidamente representados, en especiallos relativos al gobierno de la Monarquía, el desarrollo de la guerra y el procesonegociador de la paz. En estos tres ámbitos es donde se muestra de forma más patentelos consejos remitidos por el soberano francés a su nieto, al mismo tiempo que se

9 BAUDRILLART y LECESTRE (1912-1916) y BAUDRILLART (1890). La relación epistolar entre laduquesa de Borgoña y la reina, ambas hermanas, también fue publicada por la Condesa de la Roca(1865).

10 FREY (1979). Igualmente, muy recientemente el profesor DE BERNARDO ARES (2006) ha dirigidoun estudio sobre esta correspondencia, si bien bajo premisas metodológicas sensiblemente distintas a lasque inspiran este libro.

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aprecia los cambios que sufre la estrategia francesa en su adaptación a las diferentescoyunturas de la guerra. Con el fin de ofrecer la oportunidad de poder leer esta corres-pondencia tal como fue escrita hace tres siglos, el doctor Marco Penzi, de l´École desHautes Études en Sciences Sociales (EHESS) de París, ha realizado su transcripciónliteral, por cierto, introduciendo un espacio de separación para distinguir el texto com-prendido en cada una de las caras de la copia manuscrita, lo que se ha mantenido en latraducción. Junto a esta transcripción, se ha adjuntado la traducción española de lacorrespondencia cuyo esmero y precisión se debe a Mercedes Fernández Cuesta y aMario Grande (Atalaire), bajo la atenta supervisión científica de Julio D. MuñozRodríguez. Al grupo Atalaire también pertenece la autoría de las páginas dedicadas aexplicar el proceso que se ha seguido para traducir la documentación original, asícomo al análisis que se ha efectuado de sus distintos niveles lingüísticos. En todocaso, la presente selección supone el compendio más importante que hasta ahora se hapublicado de la correspondencia de Luis XIV a Felipe V, y la primera vez que seofrece la versión en español de una cantidad tan elevada de estas cartas.

Igualmente, creímos necesario añadir una mínima anotación a las cartas escogi-das para hacer más inteligible a un público no especializado determinados contextos ypersonajes. Estas notas a pie de página no sólo tratan de aclarar cuestiones que nor-malmente quedan implícitas en el relato escrito por el Rey cristianísimo, sino queademás aportan referencias a diversos textos generalmente admitidos como fuentesprimarias del periodo. De este modo, el lector más curioso podrá cotejar lo que indicael propio Luis XIV sobre hechos puntuales ocurridos a lo largo de estas dos primerasdécadas del siglo XVIII, con lo señalado por cronistas de la época como VicenteBacallar y Sanna, marqués de San Felipe, en sus Comentarios de la Guerra de España[Génova, 1725], seguramente una de las fuentes más fiables a pesar de su militanciafilipista; Francisco de Castellví, en sus Narraciones Históricas, obra que redactó esteaustracista en su exilio vienés hacia 1726; o, asimismo, el valenciano José ManuelMiñana, en su De bello rustico Valentino [La Haya, 1752]. Al mismo tiempo, con lainestimable colaboración de la historiadora Esperanza Abril Puerta, se ha confeccio-nado un apéndice de reseñas biográficas que contribuye a fijar en unas pocas líneaslos aspectos más relevantes de los numerosos personajes que son citados en las cartasseleccionadas, a fin de proporcionar un instrumento útil para la comprensión del con-tenido.

En un libro de estas características, basado en un tema concreto como es larelación epistolar de Luis XIV a Felipe V, pero de alcance mucho mayor por la tras-cendencia de los asuntos tratados, se hacía indispensable que la edición y traducciónde estas cartas dispusieran de un estudio introductorio que las insertase en las circuns-tancias políticas de las que son origen y resultado. No se pretendía cumplir únicamen-te con lo que puede parecer un apartado habitual, sino un modo de expresar la volun-tad que los autores teníamos desde el principio de dirigirnos a un público interesadopor el pasado histórico y no sólo especializado en este periodo concreto. Aunque es

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mucho lo que todavía queda por conocer de la relación establecida entre la corte deVersalles y el primer rey borbónico de la Monarquía española, pensamos que erapreciso abordar aquí al menos dos cuestiones fundamentales sin las que es difícilvalorar el trasfondo de esta correspondencia. En primer lugar, lo que la Guerra deSucesión representó en las relaciones internacionales de la Europa de la primera Ilus-tración; es decir, la sustitución del sistema de hegemonías inaugurado por el CésarCarlos por un nuevo equilibrio entre las potencias continentales cuando la centuriadel Barroco daba sus últimas bocanadas. Y, en segundo lugar, también era necesarioincluir un somero análisis de cómo se organizó el cambio dinástico en una corte ma-drileña dividida y mediatizada por los dos partidos dinásticos que se disputaban laherencia de Carlos II. Ambas vertientes del cambio dinástico han sido contempladas,en consecuencia, en el apartado que lleva por título La sucesión española y el ocasode las monarquías universales europeas.

No queremos dar por terminada esta presentación sin agradecer la colaboracióndel amplio equipo de colaboradores que ha contribuido a hacer realidad este viejoempeño que es la publicación de este libro. Ni las dificultades que presentaban lalectura de unos manuscritos en muchas ocasiones autógrafos del propio soberano fran-cés, ni la complejidad de elaborar una traducción que estuviese a la altura del epistolariooriginal, hubiesen sido superados de este modo sin la participación y buen hacer deMarco Penzi, Mercedes Fernández Cuesta y Mario Grande. Tampoco ha sido pequeñay despreciable la ayuda recibida de Esperanza Abril Puerta en los trabajos de prepara-ción y confección de los apéndices que redundarán en una mayor claridad a la hora dela lectura de la correspondencia; además de ser fruto de su sabiduría y buen hacerestán impregnados con la mejor argamasa que es la amistad. Por último, pero no me-nos importante, los consejos y comentarios sugeridos por el profesor José Javier RuizIbáñez han sido siempre especialmente bien acogidos, no sólo porque provienen deuno de los más expertos conocedores de la Francia de los siglos modernos, sino por-que nacen de la más profunda amistad. A todos ellos, como a los muchos amigos quehan estado interesados por el resultado final, damos las gracias una vez más.

Obviamente, sin las facilidades que algunas instituciones nos han ofrecido, laidea inicial no se hubiese podido concretar con los medios y resultados que son bienpatentes. A este respecto, hemos de subrayar la colaboración de la Caja de Ahorros delMediterráneo en la primera edición de este libro; así como al Ministerio de Educacióny Ciencia y a la Fundación Séneca-Agencia Regional de Ciencia y Tecnología de laRegión de Murcia, por haber contribuido mediante diversos proyectos de investiga-ción en los últimos años –códigos HUM2005-06310, 03057/PHCS/05, PB/17/FS/99y PB/34/FS/02, respectivamente– a resolver las necesidades económicas ocasionadasen la realización de esta obra que ahora vuelve a salir a la luz. Al Archivo HistóricoNacional de Madrid, depositario de la documentación original, se le solicitó permisopara su utilización, al igual que se procedió con Patrimonio Nacional, el Museo delPrado, la Réunion de Musées Nationaux de Francia, el Museo Municipal de la Villa

La guerra y el arte de gobernar....

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de Madrid, el Institut de Cultura de la Ciutat de Barcelona y el Palacio de Vianadependiente de la Obra Social de Caja Sur, para el caso de las imágenes que se puedenencontrar entre estas páginas; todas ellas relacionadas intencionadamente con retratosde miembros de la dinastía Borbón vinculados con los protagonistas de esta corres-pondencia, Luis XIV o Felipe V, así como a espacios plenamente identificados conella en Francia o en España.

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La sucesión española y el ocasode las monarquías universales europeas

FRANCISCO JAVIER GUILLAMÓN ÁLVAREZ

JULIO DAVID MUÑOZ RODRÍGUEZ

“Vuestros intereses y los míos para mí sonlos mismos”(Luis XIV a su nieto, Felipe V, en 1708)1

E uropa comenzaba el siglo XVIII en medio de una profunda crisis en la hegemo-nía continental. El modelo de una monarquía universal que había inauguradoel César Carlos en las primeras décadas del Quinientos para establecer la

unidad del mundo cristiano, se hallaba amenazado de continuidad en puertas de susegunda centuria de vigencia. La realidad geopolítica se había transformado a lo largode las últimas décadas del siglo anterior, y mayores cambios se auguraban con eltranscurrir de los primeros años de la nueva era. Viejos protagonistas de la escenaeuropea habían sido desplazados de su antaño incontestada supremacía continental,mientras que otros aprovechaban la ocasión para ocupar el espacio físico e imaginarioque se le había resistido durante largo tiempo. No faltaban tampoco aquellos quesurgían con ímpetu a la nueva distribución de fuerzas que se estaba configurando en elViejo Mundo, gracias a procesos internos de fortalecimiento económico y político, ya una no menos importante expansión militar y naval. La Europa Barroca dejaba trasde sí un confuso balance de poder, a lo que, también, contribuían los esfuerzos deunos estados europeos que, en algunos casos, trataban de simular lo que realmente yahabían dejado de ser; y, en otros, disimular lo que en verdad pretendían alcanzar.Todo ello cada vez más estrechamente vinculado a la creciente competencia por elcomercio, las ventajas mercantiles, así como a la conciencia que emergía, más racio-nal, con el nuevo orden de cosas.2

La superioridad continental de los Habsburgo había perdido gran parte de suefectividad entre las paces de Munster-Westfalia (1648) y los Pirineos (1659). Estosacuerdos representaron el declive definitivo de la rama española de la dinastía austría-ca en el dominio universal, agravado como consecuencia de la crisis política que con-

1 Carta LXXVIII de esta selección.2 Véase ELLIOTT (1983), KENNEDY (1989), BLACK (1990), BÉLY (1992 y 2003). El cambio de siglo

como crisis de la conciencia europea ya fue enunciado por HAZARD (1975).

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llevó la incierta sucesión de Felipe IV.3 De hecho, en 1668, tres años después de sufallecimiento, Francia y el Imperio pactaron un primer reparto del conglomeradoseñorial hispánico que no se llevaría a término por la sorprendente supervivencia delpríncipe heredero.4 La prolongada agonía de la Monarquía de Carlos II tenía su refle-jo en la débil resistencia que la Corona podía ofrecer por sí misma ante los ataquesdirigidos a sus posesiones flamencas, italianas o norteafricanas, además de la guerraeconómica que se desarrolló de forma latente en los mares que comunicaban lospuertos indianos con Sevilla.5 La multitud de frentes abiertos hacía más evidentes lospies de barro que sostenían el vasto mundo hispánico.

Aún así, a finales de esa traumática centuria, fue posible lograr una relativasubsistencia de la Monarquía gracias, sobre todo, a la decidida participación de laselites provinciales en la movilización de los propios recursos económicos y persona-les. En buena medida, la protección de las costas y fronteras peninsulares, de lasplazas norteafricanas o de los territorios americanos, recayó en una población milita-rizada que se destacó, junto a los escasos efectivos profesionales, prácticamente con-centrados en los frentes catalán y flamenco, en una empresa casi mística de conserva-ción colectiva de la Monarquía.6 Si bien es cierto que servir al monarca con dinero ysoldados suponía desarrollar los antiguos vínculos afectivos que unían a los súbditoscon su rey, esta cierta defensa de los territorios hispánicos se hizo más tolerablesocialmente porque generalizaba unas vías de relación con la Corona que facilitaríanla concreción de muchos proyectos de promoción personal. La costosa tarea queemprendieron vecinos de ambas orillas del Atlántico está en el trasfondo de brillantescarreras militares, administrativas o, cómo no, eclesiásticas.

Tampoco el Emperador, la otra rama en la que se había dividido la dinastía delos Habsburgo después de la retirada de Carlos V al monasterio de Yuste (1555), seencontraba en condiciones de reemplazar al Rey católico en la tutela de los destinoseuropeos. El tratado de Westfalia produjo a los Austrias de Viena importantes fisurasen su autoridad imperial, puesto que conllevaba el reconocimiento de una mayordescentralización de los estados que componían la Sacra Germania. A este factordistorsionador de origen interno pronto le seguiría el resurgir de la inestabilidad en

3 Sobre el sistema derivado en Westfalia, los trabajos recogidos en SCHEPPER, TÜMBEL y VET (2000);las consecuencias en la Monarquía Hispánica en ALCALÁ-ZAMORA (1977), KAMEN (1981),CONTRERAS (2003) y SALVADOR ESTEBAN (2001 y 2004).

4 BÉRENGUER (1976) y GÓMEZ-CENTURIÓN (2001).5 En general, STRADLING (1983) y más recientemente RUIZ IBÁÑEZ y VINCENT (2007).6 THOMPSON, I. A. A. (1998), STORRS (2003 y 2006), RIBOT (2004). La defensa de diversos territo-

rios de la Monarquía puede verse, a modo orientativo, en GIL PUJOL (2002), SANZ CAMAÑES (1998)y ESPINO LÓPEZ (1999), para el caso de la Corona de Aragón; los territorios castellanos en SAAVEDRAVÁZQUEZ (1997), RUIZ IBÁÑEZ (2003), CONTRERAS GAY (2003) y MUÑOZ RODRÍGUEZ (2003);los italianos en SIGNOROTTO (1996) y ÁLVAREZ-OSSORIO ALVARIÑO (2002); algunos casos ame-ricanos en WILLIAMS (1999) y ARMILLAS VICENTE (2005).

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los confines meridionales. El avance otomano por la Península balcánica supuso laconcentración de todas las fuerzas que disponía Leopoldo I en la contención de lasconquistas musulmanas que se estaban consumando a las puertas del mismo corazóndel Imperio.7 La defensa de Viena en 1683 congregó en la capital austríaca a soldadosde casi toda Europa en una operación militar que adquirió evidentes elementos sim-bólicos de nueva cruzada contra el Islam. Entre la procedencia tan diversa de losdefensores de Viena, destacaba la ausencia de soldados del Rey cristianísimo; la pasi-vidad francesa se debía, no tanto al enfrentamiento secular con los Habsburgo, comoa las conocidas pretensiones de Luis XIV de apoderarse de una dignidad imperial queconsolidaría su proyecto de nueva monarquía universal.8 En su propósito de debilitaral Emperador, ni las posibilidades reales de la Sublime Puerta de ampliar su área deinfluencia en Europa, ni las exhortaciones del Papa Inocencio XI, pudieron suavizarsu firme decisión de no colaborar en el socorro de Viena.

Aún así, el triunfo austríaco conseguido a través de la sujeción del ejército turcodel gran visir Kara Mustafá fue celebrado como una auténtica victoria de la Cristian-dad; de forma parecida a lo que sucedió tres años más tarde con la toma austríaca dela ciudad de Buda, en poder otomano desde 1526. En realidad, la batalla de Kahlenberg(12-IX-1683), que puso fin al cerco de Viena, se conmemoró en las iglesias, plazas ycalles de muchas ciudades europeas como si de un nuevo Lepanto se tratara. Festejosque no dejaban de resultar paradójicos en una Europa que todavía se desangraba entierras alemanas –protestantismo–, francesas –primero contra los hugonotes, despuésfrente al jansenismo– y angloirlandesas –catolicismo–, a causa del modo distinto deconcebir esa misma religión ahora exaltada. Sin embargo, la victoria cristiana en elsitio de Viena comportó consecuencias mayores en la política europea que el hecho,ya extraordinario de por sí, de contener las conquistas del ejército otomano. Ni la ideade hegemonía europea, ni el ideal cristiano de cruzada sobrevivieron a la victoria enViena: en primer lugar, la elevación de un Borbón al título imperial se volvió imprac-ticable ante tal afirmación de la casa habsburguesa; en segundo lugar, el equilibrio delas potencias continentales comenzó a desplazar los intentos por continuar un domi-nio global independientemente de quién lo ejerciese; y, por último, las tradicionalespretensiones cristianas y ecuménicas del Imperio quedaron suplantadas por la natura-leza fundamentalmente austríaca y escorada hacia el Este que adoptaría a partir deentonces. No en vano, hasta 1699 Leopoldo I no firmó la paz de Karlowitz con losturcos, lo que, en cierto modo, le mantendría desprevenido con respecto a los aconte-cimientos que pronto se producirían en la corte madrileña. Viena estaba iniciando, asu modo, la costosa deconstrucción de la vieja Europa hasta su completa reformulaciónen Utrecht treinta años después.

7 Su origen en la segunda mitad del siglo XVI en BRAUDEL (1993); PANZAC (1986), DUCHHARDT(1992), BÉRENGUER (1993 y 2004), INGRAO (1994), HOCHEDLINGER (2003) e IMBER (2004).

8 HARAN (2000); las aspiraciones universalistas del Emperador en FREY (1983).

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Entre la incapacidad de la Monarquía Hispánica para mantener el poder conti-nental, y el bloqueo en el que asimismo se hallaba el Emperador por su flanco meri-dional, toda Europa asistía a la creciente puissance de Francia. Si bien Carlos V habíalogrado hacer fracasar las aspiraciones francesas en el liderazgo europeo (Paz deCrépy, 1544), la ausencia de potentes competidores en el último tercio del siglo XVIIproporcionaba a Luis XIV la oportunidad de llevar a la práctica el grand dessein deglorificar la monarquía francesa que habían intentado todos sus predecesores. A lasdifíciles circunstancias por las que atravesaban sus tradicionales rivales Habsburgos,se añadía la superación de las divisiones internas –Guerras de Religión (1564-1598),conflicto de la Fronda (1648-1652)– y la implantación de un poder monárquico fuer-te; factores que, en diversos momentos anteriores, habían menoscabado la capacidadde que desde París se impusiera un orden internacional.9 El ascenso de Francia, enespecial tras la Paz de los Pirineos (1659), no introdujo ninguna modificación apre-ciable en el sistema continental implantado durante la primera mitad del siglo XVI,por cuanto básicamente se tradujo en una sustitución de la potencia que pretendíaejercer el imperio universal. Este relevo se verificó, incluso, en el ámbito de lo imagi-nario al reemplazar a la Monarquía Hispánica como principal objeto de recelo entreel resto de los países europeos. De este modo, la circulación de discursos que alimen-taban desde un siglo antes la leyenda negra española dio paso a una nueva teoríasobre la ambition y la perfidie de Luis XIV, desde entonces convertido en el nuevoNabuchodonosor o, como lo definiría el filósofo Leibniz, en el ávido MarsChristianissimus.10

El éxito de la Francia de Luis XIV, hijo y esposo de infantas españolas, ponía final combate secular que protagonizaban las dos principales dinastías europeas por elcontrol continental. Un enfrentamiento, sustentado en el mesianismo dinástico com-partido por Habsburgos y Borbones, del que la inestabilidad europea había supuestola consecuencia más evidente. Puede que las fuerzas de Leopoldo I y Carlos II parareconducir el ocaso de una época de hegemonía de la Casa de Austria distasen de serparecidas a las de su más egregio antepasado; pero, asimismo, la Francia que el Em-perador Carlos había contenido en los campos de Pavía (1525) en poco se parecía a lamáquina de guerra en que se había transformado ciento cincuenta años después.11 Lasreformas borbónicas habían robustecido y extendido los instrumentos coercitivos de-pendientes del soberano francés hasta percibirse como un modelo imitable de afirma-

9 Las consecuencias de ambos focos de inestabilidad interna en DESCIMON y RUIZ IBÁÑEZ (2005) yBENIGNO (2000). Un desarrollo de este ideal imperial de Francia en HARAN (2000); también HUGON(1999) y BÉLY (2003). El contexto general europeo en DUCHHARDT (1992) y KLÉBER MONOD(2001).

10 HARAN (2000). El contrapunto de esta imagen en BURKE (1995); mientras que sobre la leyendanegra, GARCÍA CÁRCEL (1998). Entre los escritos políticos de Leibniz también se encuentra unadefensa de los derechos Archiduque Carlos, recogida en SALAS (1984).

11 CORVISIER (1964), CORNETTE (1993), LYNN (1997) y ROWLANDS (2002).

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ción monárquica.12 El poder que alcanzó Luis XIV en nada se parecía al que habíanostentado sus predecesores, como tampoco se parecía sus posibilidades para reunirrecursos personales y financieros para la guerra. En el último tercio del siglo XVII, laconstrucción de un sofisticado aparato militar, diplomático y administrativo habíahecho de Francia el “gigante” del Grand Siècle.

Con todo, cuando el Seiscientos se preparaba a dar paso a la siguiente centuria,el dominio del espacio europeo comenzaba a dejar de ser una disputa restringida ados únicos contendientes. Tanto en el extremo occidental, como también en las máslejanas latitudes septentrionales y orientales, nuevos actores políticos aparecían so-bre una geografía europea que nunca antes había sido disputada desde tantos sitiosdistintos. Mientras que Borbones y Habsburgos continuaban luchando hasta el agota-miento en los campos de batalla en que se habían convertido las fronteras de la Mo-narquía Hispánica, en el litoral atlántico Inglaterra y la República holandesa surgíancomo nacientes potencias marítimas con renovada capacidad de intervención en laspugnas continentales.

La primera atravesaba una cierta estabilidad política después de que la GloriosaRevolución (1688) hubiese elevado al trono inglés a María Estuardo, hija deldefenestrado Jacobo II.13 Este mayor orden interno se tradujo en un acentuado interéspor impulsar una más activa política exterior. Su sucesora, la reina Ana, conseguiría,no sólo forzar la unificación de los territorios británicos (Act of Union, 1707), sinotambién consolidar la participación del nuevo reino en los asuntos internacionales.14

Aunque Inglaterra ya había participado en la Guerra de los Nueve Años (o de la Ligade Augsburgo, 1689-1697), al lado de España y Holanda, sería sobre todo con suactuación en la Guerra de Sucesión española cuando realmente acabaría por despojar-se de su tradicional aislamiento político dentro del contexto europeo. Si bien su alian-za con el Imperio y Holanda (Tratado de La Haya, 1701) no impediría la pretendidasucesión borbónica a la Monarquía española, Gran Bretaña sería el contendiente quemás fortalecido saldría de esta conflagración europea.15 No a expensas de unas ganan-cias territoriales cuantiosas, que en realidad se redujeron en Utrecht (1713) a las ce-siones españolas de Gibraltar y Menorca, y a las francesas de la isla de San Cristóbal,Terranova, bahía de Hudson y Acadia, sino por conseguir extraer los mayores réditos

12 Acerca del modelo del absolutismo francés existe una extensa cantidad de letra impresa como recogenDESCIMON y CONSANDEY (2002); para una visión general, también RICHET (1997); distintos as-pectos en GOUBERT (1966), MOUSNIER (1980), BEICK (1985), COLLINS (1988), RUSSELL MAJOR(1994), HURT (2002); sus conexiones con el modelo hispánico de reformas en SCHAUB (2003).

13 ISRAEL (1991), HARRIS (1993) o HOLMES (1996).14 KISHLANSKY (1996), COWARD (1997) y JAMES (1998).15 Para su participación en la Guerra de los Nueve Años, CHILDS (1991); su desarrollo posterior en

HATTENDORF (1987) y BREWER (1990).

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políticos y económicos a los doce años de guerra.16 El asiento de negros y, muysignificativamente, el navío de permiso en los puertos americanos con el derecho devender las mercancías libres de aranceles en las ferias de Veracruz y Portobello, leproporcionaría dos instrumentos de especial trascendencia con los que seguir expan-diendo sus prósperas redes comerciales. A partir de la Paz de Utrecht, el Reino Unidose convertiría en el verdadero árbitro europeo y, como tal, en el responsable de unanueva hegemonía que descansaría en la contraposición de poderes antagónicos.

Esta consolidación británica en el panorama continental también se dio, aunqueen menor medida, en el caso de las siete Provincias Unidas. Su hostilidad de antañoal monarca católico, del que había obtenido el reconocimiento de su independenciaen 1648 (Tratado de Munster-Westfalia), se tornó posteriormente en asidua colabora-ción ante el empuje de las armas francesas a través de los Países Bajos españoles.17

La estrategia de seguridad holandesa residía en buena parte en el mantenimiento deestos territorios a modo de barrera de protección, así como en el afianzamiento derelaciones con Inglaterra, con la que había mantenido hasta 1670 un largo conflictobélico por intereses comerciales (guerras angloholandesas) que conllevaría la renun-cia, por ejemplo, de Nueva Amsterdam, conocida posteriormente como Nueva York(1664). Fruto de este acercamiento fue, además, el matrimonio del estatúder holan-dés, Guillermo de Orange-Nassau, con la reina María Estuardo, padres a su vez de lareina Ana de Inglaterra. La mencionada política de alianzas, unida a la eficaz movili-zación de la población armada, lograron un relevante éxito defensivo entre las déca-das de 1670 (Paz de Nimega, 1678) y 1690 (Paz de Ryswick, 1697), periodo duranteel cual el potente ejército de Luis XIV resultó incapaz de imponer su superioridadmilitar a esta pequeña república de banqueros y mercaderes.18 El continuo estado deguerra que experimentó a lo largo de casi todo el siglo XVII –frente a los terciosespañoles, frente a los regimientos franceses– no fue óbice para que durante estacenturia las Provincias Unidas alcanzasen un pujante crecimiento económico quesirviese de base, al igual que en Gran Bretaña, del posterior desarrollo manufacture-ro. Esplendor financiero y comercial que iría también acompañado de un no menosextraordinario apogeo cultural con figuras tan relevantes como Rembrandt, Espinozao Leibniz.

Por su parte, la rivalidad existente entre los estados que compartían el espaciomás septentrional del Continente desencadenaría la segunda Guerra del Norte (1700-1721), prácticamente paralela a la conflagración sucesoria hispánica (1701-1713). El

16 Sobre el contenido del Tratado de Utrecht, JOVER ZAMORA (1999). Su consolidación posterior enBOWEN (1998).

17 Este prolongado enfrentamiento, por ejemplo, en PARKER (1976); la colaboración con la MonarquíaHispánica en ISRAEL (1997), HERRERO SÁNCHEZ (2000), CRESPO SOLANA (2005) y en variostrabajos contenidos en SANZ AYÁN (2004).

18 ROWEN (1988) e ISRAEL (1989 y 1995).

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Europa tras el Tratado de Utrecht

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Archiduque Carlos de Austria, pretendiente a la corona española,Palacio Real de Madrid

(© Foto Patrimonio Nacional)

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conflicto del Norte contribuiría al afianzamiento de dos nuevas potencias hasta en-tonces con un peso muy relativo: Rusia y Prusia. En el caso de la primera, dirigida porel nuevo zar Pedro I (1682),19 desde la década de 1690 llevó a cabo un proceso deexpansión hacia el oeste y el sur que le proporcionaría, junto a nuevas áreas con lasque ensanchar un ya amplio territorio en gran parte situado en el continente asiático,sendas salidas a los mares Báltico y Negro. No fue, sin embargo, esta prolongación dela influencia rusa hacia Occidente una ostentación de poder exenta de obstáculos: lastropas zaristas tuvieron antes que derrotar a Suecia, el gran poder del norte de Europadesde la Guerra de los Treinta Años (1618-1648). Aunque el monarca sueco CarlosXII consiguió detener en 1700 el avance ruso por medio de su trascendental victoriaen Narva, en la Livonia báltica, nueve años después, cuando encabezaba una ofensivacontra Moscú, fue vencido completamente en la ciudad de Poltawa ante un reforzadoejército de Pedro I.20 Poltawa significaba tanto uno de los últimos estertores del impe-rio sueco, como el primer estremecimiento de una nueva Rusia que pasaría a formarparte de las grandes potencias europeas de la centuria ilustrada. Su victoria frente alejército sueco le permitiría, además, conquistar un amplio acceso al mar Báltico endonde situar la nueva capital imperial de San Petersburgo (1712), la cual sería pro-yectada en un estilo europeizante que combinaba las grandes arterias de Versalles conlos canales fluviales de Amsterdam.

El expansionismo ruso coincidió con el fortalecimiento militar y territorial deotro de los países emergentes de la Europa del cambio de siglo: Brandeburgo, uno delos numerosos principados que integraban el antiguo Sacro Imperio Romano Germá-nico simbolizado, a inicios del siglo XVIII, por el Emperador Leopoldo.21 Si Bavierase alineó con el bando borbónico por su interés en los Países Bajos españoles, elprincipado renano regido por los Hohenzollern prestó su apoyo al bloque aliado du-rante la Guerra de Sucesión española, trasladando, de este modo, su antagonismoregional al conflicto sucesorio. En consecuencia, en Utrecht fue reconocido como elnuevo reino de Prusia, al igual que sucedería en el caso de los Saboya con la creacióndel estado de Cerdeña.22 Su transformación en reino le haría aparecer ante el resto depaíses europeos como un estado sólido y bien organizado, capaz de mantener un po-deroso ejército permanente, que alcanzaría sus más alta reputación con Federico II(1712-1786), elevado por voluntad de Voltaire a modelo de rey filósofo de la Ilustra-ción.23

Cuando la centuria del Barroco asistía a su ocaso, la distribución del poder enEuropa distaba de equipararse a los días en los que Carlos V se había apropiado de la

19 ANDERSON (1985), MASSIE (1987), DUCHHARDT (1992) y ANISIMOV (1993), HUGUES (2001).20 Sobre Carlos XII y el desarrollo de los resortes políticos de la monarquía sueca, UPTON (1998).21 El ascenso de Brandeburgo en DUCHHARDT (1992) y KLÉBER MONOD (2001).22 STORRS (2000).23 HUSCH (1985) y BLED (2004).

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hegemonía continental para su propia dinastía. Incluso, parecía quedar ya superado elascenso de Francia a potencia predominante en sustitución de un esclerotizado ejeMadrid-Viena compuesto por las dos ramas de los Habsburgos. El constante recurso ala guerra de desgaste de sus rivales también estaba erosionando las propias fuerzas dela monarquía de Luis XIV, a pesar de que su elevada población posibilitase seguirsosteniendo las necesidades que demandaba tan ambiciosa proyección exterior. Peroel cansancio acumulado, los esfuerzos invertidos en la Guerra de Sucesión española yla difícil coyuntura agrícola, especialmente grave entre los años 1709-1711, como sepuede apreciar en las cartas seleccionadas de este periodo, coincidieron en eclipsar laestrella del Rey Sol en sus últimos años de vida. Asimismo, la concentración de todaslas fuerzas que disponía el Emperador para contener la presión otomana y consolidarel poder austríaco en la Europa del Este desde la década de 1680 tampoco ofrecía lasmejores condiciones a Leopoldo I para acceder con suficientes garantías a la sucesiónhispánica. Si Francia había conseguido sustituir entre 1648-1659 a ese postrado ejeMadrid-Viena, dos décadas más tarde la población española había dejado de percibirlos resultados efectivos de la unión de ambas ramas dinásticas. La menor intensidaden las relaciones entre ambas cortes austríacas actuaría en contra de las pretensionessucesorias del Archiduque Carlos de Austria.

En vísperas del siglo XVIII, el tiempo de las monarquías universales estaba enpuertas de ser un recuerdo más en la memoria del Viejo Continente. La capacidad demovilizar recursos y soldados para la guerra aumentaba en los distintos países queaspiraban a un lugar privilegiado en el tablero europeo. Los nuevos intereses econó-micos y estratégicos hasta entonces relegados a posiciones más secundarias tampocofacilitaban el predominio global de un solo país sin medios adicionales. Únicamentela absorción de los territorios europeos y americanos que componían la MonarquíaCatólica podía volver a distanciar las fuerzas continentales e intentar recomponer lascircunstancias excepcionales que se habían experimentado en la centuria renacentista.

Tiempo de expectación en la Monarquía HispánicaLa sucesión de Carlos II constituyó, por consiguiente, un asunto de principal interésen las cancillerías europeas en tanto que afectaba a la distribución del poder en Euro-pa. El problema español pasó a ser un problema general que realmente se había acti-vado en el momento en que Felipe IV falleció en 1665 sin dejar un heredero incontes-table. Desde entonces, la resolución de la herencia hispánica permaneció aplazadahasta que las circunstancias impusieron una salida al estado de cierta provisionalidaden el que parecía encontrarse el gobierno de la Monarquía. Pero lo que se pensaba ibaa ser una breve interinidad hasta el desenlace definitivo que acabase con la frágilregencia de Mariana de Austria, fue derivando en un reinado de Carlos II increíble-mente duradero (1665-1700), si lo comparamos a los pronósticos que circulaban en

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sus inicios.24 Un intervalo en el que, sin embargo, no se consiguió evitar la espada deDamocles que pendía sobre la continuidad de la Monarquía desde la desaparición deFelipe IV. Lo cierto es que la imperiosa necesidad de un heredero persiguió al reycatólico hasta su último tránsito al Monasterio de El Escorial.

En 1697 la agonía de la Monarquía mostraba su nivel más dramático. En ese añolos ejércitos franceses exhibieron su más intenso poderío en las fronteras flamenca ycatalana, logrando ocupar el duque de Vendôme incluso la ciudad de Barcelona du-rante semanas.25 Aún así, cuando Luis XIV había conseguido cercar a la MonarquíaHispánica, la Paz de Ryswick daba por terminada la Guerra de los Nueve Años con elreconocimiento de los límites territoriales marcados dos décadas atrás en Nimega.26 Apesar de la sospechosa consideración con la que el monarca francés trató al cuerpoagónico de su antigua rival en las cláusulas de Ryswick, esta disminución de la pre-sión francesa no evitó que Carlos II planteara en ese momento, por primera vez, lacuestión sucesoria. Tras dos matrimonios sin descendencia con María Luisa de Orleánsy Mariana de Neoburgo, en 1697 dictaba su primer testamento en el que arbitraba unarreglo sucesorio que pretendía ser aceptable para el resto de potencias, ya que asegu-raba en lo fundamental el mantenimiento del esquema continental de fuerzas existen-te. Este arreglo pasaba por el nombramiento como heredero de todos sus territoriosdel príncipe José Fernando de Baviera, hijo del Elector de este principado alemán ynieto de la infanta Margarita, primera esposa del Emperador Leopoldo. Aunque escierto que mediaba una renuncia a los derechos a la corona española, realizada por lamadre del príncipe de la casa de Wittelsbach, aquella renuncia no había sido confir-mada ni por Carlos II ni por las Cortes de Castilla, por lo que no poseía un valorjurídico completo. Esta circunstancia legal no sucedía, por el contrario, con la efec-tuada por la infanta María Teresa, esposa de Luis XIV, a cuya firma estuvo condicio-nada la misma Paz de los Pirineos (1659). Sin embargo, tampoco esta renuncia setendría finalmente en cuenta, a pesar de la difusión que esta razón jurídica alcanzaríadentro de los medios más favorables a los Habsburgos, así como en el posterior dis-curso austracista.27

El empeoramiento en el estado de salud de Carlos II y, sobre todo, el falleci-miento del príncipe José Fernando en 1699 avivó el enfrentamiento entre Austrias yBorbones por la herencia hispánica. Ya un año antes ambas potencias habían acorda-do un segundo tratado de reparto –el primero se firmó en 1668– que garantizaba aLuis XIV algunas compensaciones territoriales de cumplirse el testamento en el quese daba prioridad al menos discutible de los tres candidatos que reunían mayores

24 Entre las últimas aportaciones de conjunto sobre este periodo destaca la ofrecida por STORRS (2006);asimismo, MAURA y GAMAZO (1954), KAMEN (1981), RIBOT (1985) y CONTRERAS (2003).

25 ESPINO LÓPEZ (1999) y TORRES I RIBÉ (1999).26 SERRANO DE HARO (1992).27 La publicística austracista fue tratada en el clásico trabajo de PÉREZ PICAZO (1966); asimismo, GARCÍA

CÁRCEL (2002) y GONZÁLEZ CRUZ (2002).

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derechos. Es decir, además del designado príncipe de Baviera, las opciones que repre-sentaban el Archiduque Carlos de Austria, hijo menor del Emperador Leopoldo, y elduque de Anjou, segundogénito del Delfín de Francia y nieto, por tanto, del soberanofrancés. El inesperado retorno a la situación inicial que desencadenaba la muerte delpríncipe José Fernando obligó a redefinir también este segundo pacto en 1700, mo-mento en el que la controversia dinástica quedó definitivamente reducida a la temidadisyuntiva austríaca o borbónica.28

Aunque el tercer acuerdo de repartición firmado sólo por Francia y las potenciasmarítimas otorgaba al Archiduque Carlos los derechos sobre gran parte de la Monar-quía Hispánica, salvo las posesiones de Italia, Navarra y Guipúzcoa que pasarían adominio francés, el enconado enfrentamiento entre ambos partidos no permitía augu-rar un respeto escrupuloso a lo allí estipulado. El continuado esfuerzo militar que LuisXIV había demandado a sus súbditos durante las últimas décadas, no iba a dejar de sercapitalizado en el instante en que empezaba a discutirse, precisamente, los términosconcretos de la sucesión. Las ganancias que el tercer acuerdo de repartición asegura-ba al dueño de Versalles habían de entenderse como el mínimo que esperaba obtenerde un proceso negociador que muy difícilmente abandonaría el principio de la divi-sión territorial de tan extensa Monarquía. Aplazar el compromiso final sólo podíabeneficiar a quien disponía de instrumentos de coacción lo suficientemente poderosospara mantener un nivel elevado de presión con el que intentar modificar el signo pre-maturo de la querella. Por esta razón, la lucha desencadenada por la herencia españolaproseguiría de forma soterrada durante este último año de 1700, mediante el uso decuantos medios diplomáticos fueron necesarios para lograr convencer, tanto unos comootros, al moribundo Carlos II.

Esos medios diplomáticos iban a encontrar en la agitada corte madrileña su cam-po principal de actuación, si bien respondían a unos impulsos que, en realidad, teníansus verdaderos epicentros en París y Viena. Luis XIV, a través de su embajador elmarqués de Harcourt, trató de ir aumentando el número de partidarios de su nieto conel ofrecimiento de generosas dádivas y honores, especialmente entre las personas másinfluyentes que rodeaban a Carlos II.29 Durante sus dos últimos años de existencia,Harcourt logró construir una nutrida red de apoyo al partido borbónico compuestamayoritariamente por aquéllos que creían en la incapacidad de la Casa de Austria paraasegurar la conservación de la Monarquía; para lo cual el embajador hubo de vencer,al mismo tiempo, parte de las resistencias que aun en Castilla se tenían a un príncipede origen francés. Esta política de atracción de voluntades se comprobó fructífera enel caso del cardenal Portocarrero, que adquiriría una enorme trascendencia en la deci-

28 Este último tratado de reparto es analizado en VICENT LÓPEZ (1996). Un contexto más amplio enGARCÍA CÁRCEL y ALABRÚS IGLESIAS (2001). La correspondencia entre Luis XIV y Guillermo IIIen torno a estos tratados de reparto fue publicada en REYNALD (1883).

29 Parte de su correspondencia de este periodo en HARCOURT (1875). También ÁLVAREZ LÓPEZ (2007).

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sión que finalmente tomaría el último de los Austrias hispánicos. Progresivamente,serían ganados para la causa angevina otros personajes relevantes de la corte comofueron los duques de Alba, Montalto, Osuna y Medina Sidonia, el marqués deVillafranca o el conde de Benavente; todos ellos terminarían asumiendo destacadoscargos diplomáticos, sinodiales o palaciegos en el nuevo régimen borbónico.30

La conducta que empleaba la reina Mariana de Neoburgo hasta con los servido-res más leales de la Corona también hizo crecer el número de partidarios del duque deAnjou. Tanto la reina como su camarera mayor, la condesa viuda de Berlips, y el restode su camarilla alemana, integrada por su secretario Wiser y su confesor Chiusa,31 seganaron la enemistad de una parte importante de los círculos más próximos a CarlosII, a la vez que se convertían en objetivo preferente de la creciente sátira política. Enel romance titulado Qué es de España, por ejemplo, se insistía en el poder desmesura-do alcanzado por la reina, junto a la influencia negativa que ejercía su camarera en elmismo gobierno de la Monarquía.32 Además, a lo largo de los últimos meses de vidade Carlos II, su segunda esposa pasó a ser el más activo agente de la causa austríaca,a la que le unía un estrecho vínculo familiar por ser tía carnal del Archiduque Carlos,ya que era hermana de Eleonora de Neoburgo, esposa de Leopoldo I. El Emperador,en correspondencia con su embajador en Madrid, el conde de Harrach, se sirvió reite-radamente de la reina Mariana para insistir, ante los oídos del monarca, en la comuni-dad dinástica a la que ambas ramas pertenecían con el fin de atraer la voluntad de unrey de salud tan precaria. Esta postura proaustríaca fue sostenida desde el principiopor significativos miembros de la aristocracia castellana, caso, en concreto, del Almi-rante de Castilla, que se vio desplazado del poder de la corte con el ascenso del carde-nal Portocarrero en los últimos meses de Carlos II; aunque en 1701 Felipe V le nom-braría su embajador en París, este reconocimiento no impidió su marcha a Lisboadesde donde lideró un austracismo castellano igualmente compartido por el marquésde Leganés o los condes de Aguilar y Frigiliana.33

Del mismo modo, la opción que personificaba el Archiduque había conseguidoatraer amplios sectores sociales y cortesanos en el proceso de reajuste de seguidoresque se dio a partir de 1699. Parte de los que anteriormente habían mostrado sus prefe-

30 La soterrada pugna entre ambos partidos desatada en la corte madrileña en BAUDRILLART (1890),MAURA y GAMAZO (1954), MAQUART (2001) y CONTRERAS (2003). Sobre este juego diplomá-tico se publicó abundante documentación LEGRELLE (1835-1842). La influencia de la aristocracia enla corte de Carlos II en CARRASCO MARTÍNEZ (1999).

31 El título de María Josefa Bohl von Gutenberg era en realidad condesa de Berlepsch, aunque se la cono-cía satíricamente por la Perdiz; sería expulsada al Palatinado meses después del motín de 1699; alrespecto, MAURA y GAMAZO (1954), RIBOT (1985), CONTRERAS (2003).

32 “Es tener reina avarienta / y sin ánimos un rey, / mil ladrones con cabezas / y leales dos o tres. / Esto es”,en EGIDO (1973), pp. 101-102.

33 FREY (1983). La formación de este partido austríaco en FERNÁNDEZ DURO (1902), GONZÁLEZMEZQUITA (2001) y LEÓN SANZ (2003).

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rencias por el fallecido príncipe bávaro, empezaron a inclinarse ahora por la soluciónde continuidad con la que se revestía el candidato Habsburgo. El conde de Oropesafue, quizás, el ejemplo más destacado de este sector cortesano que viraba, de nuevo,hacia las aguas más seguras que representaban la Casa de Austria. Poseedor de unadilatada carrera al servicio de Carlos II, Oropesa había actuado de hecho como unprimer ministro tras la caída del duque de Medinaceli (1685), destacándose por sulabor reformista en materia hacendística y administrativa.34 Su segunda etapa de go-bierno (1698-1699) fue abrúptamente interrumpida cuando la corte madrileña hervíaen los complots conspirativos entre los defensores de ambos partidos dinásticos; esefue el caso del llamado motín de los gatos, que tanto beneficiaría a los interesesproborbónicos con la pérdida del favor regio de Oropesa.35 No obstante, en su retirode Guadalajara, el antiguo ministro de Carlos II se plantearía acatar a Felipe V cuandoviajaba a Madrid desde Versalles (1701), pero el cardenal Portocarrero evitó en elúltimo momento una aproximación que podía debilitar su posición preeminente en lacorte. La enemistad con el cardenal truncó esta eventual predisposición del conde deOropesa hacia el partido filipista, lo que acabaría empujándole a la resistenciaaustracista junto a otros relevantes miembros de la aristocracia española.

Precisamente, el cardenal Portocarrero también había trabajado a favor de lacandidatura del príncipe José Fernando, aunque su evolución posterior recorrería de-rroteros muy diferentes a los del conde de Oropesa. A partir de 1699 el cardenal-arzobispo de Toledo, plenamente identificado con los deseos de Luis XIV, desplegótodas sus habilidades ante Carlos II para facilitar la elección del nieto del soberanofrancés. Si la reina Mariana acudía hasta los aposentos reales para abogar por losderechos del Archiduque, Portocarrero también se acercaba al lecho del rey enfermopara tratar de calmar la conciencia del último de los Austrias. Por consejo del carde-nal, en 1700 se solicitó consulta al papa Inocencio XII sobre la forma más convenien-te de resolver la sucesión hispánica; la respuesta inmediata, avalada por la opinión detres cardenales, lejos de sugerir propuestas novedosas que resolvieran un problema ensí mismo complejo, venía a ajustarse a la causa que tan diligentemente defendíaPortocarrero. Parecida conclusión manifestaría también el consejo de Estado, máxi-mo órgano del sistema sinodial que estructuraba la Monarquía Hispánica, por enton-ces claramente dominado por hechuras de quien lideraba el partido del duque de Anjouen la corte madrileña. El contenido de ambos dictámenes, reiteradamente expuestos almonarca en sus contados momentos de lucidez, se le presentaba como la única alter-nativa existente a la pactada desmembración de la Monarquía y a la inevitable guerracivil consiguiente.

Fuese por el temor a este final dramático que se le anunciaba para su patrimonioseñorial, fuese como consecuencia del plan ideado por Portocarrero para ganarse la

34 SANZ AYÁN (1996), BERNARDO ARES (2002) y GARCÍA DE CORTÁZAR (2006).35 Este motín ha sido analizado por EGIDO (1980).

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La adoración de la Sagrada Forma por Carlos II y su Corte,C. Coello, Real Monasterio de San Ildefonso de El Escorial, Madrid

(© Foto Patrimonio Nacional)

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voluntad del monarca, lo cierto es que el 3 de octubre Carlos II firmaba su últimotestamento en el que legaba toda la Monarquía Hispánica al duque de Anjou, con lacondición de que se mantuviese separada de la corona francesa.36 Igualmente, se con-venía que, en el caso de que éste muriese sin dejar sucesores, sus derechos pasarían asu hermano menor el duque de Berry; y sólo si no fructificaba la doble vía borbónica,la herencia sería otorgada al Archiduque Carlos de Austria, tras el cual, y únicamentecomo probabilidad bien remota, se contemplaba como sucesor al duque de Saboyapor ser descendiente de la infanta Catalina, hija de Felipe II. Asimismo, por un codicilofirmado en vísperas de su fallecimiento a instancias del poderoso Portocarrero, CarlosII dejaba instituida una junta de regencia formada por la Reina, el propio cardenal,don Manuel Arias y el duque de Montalto, estos dos últimos presidentes de los conse-jos de Castilla y Aragón, respectivamente; don Baltasar de Mendoza, inquisidor gene-ral; el conde de Frigiliana, que representaba al consejo de Estado; y, por último, alconde de Benavente como grande de España. Al sellar esta última disposición, señalael marqués de San Felipe que al hijo de Felipe IV se le colmaran los ojos de lágrimaspara terminar exclamando premonitoriamente “sólo Dios es quien da los reinos, por-que son suyos”.37 Efectivamente, a pesar de las instrucciones testamentarias, la heren-cia hispánica no sería resuelta sin mediar una guerra que dividiría a Europa y al con-junto de la sociedad española. En las primeras horas de la tarde del día de Todos losSantos de 1700 fallecía Carlos II entre unos cortesanos más llenos de inquietudes quede pesadumbres por una muerte con la que ya contaban.

Poco tiempo después de la muerte del último Austria se convocaba a cortesanosy embajadores para la apertura oficial del testamento en el Alcázar de Madrid. Aun-que no debía de ser un secreto el nombre de quien había resultado vencedor del largolitigio sucesorio, en el acto ocupaban un lugar privilegiado los delegados de París yViena, que ignoraban o parecían ignorar los términos principales de tan crucial docu-mento. En ese escenario, no exento de dramatismo y preocupación por el futuro de laMonarquía, sucedió el conocido episodio protagonizado por el duque de Abrantesque ilustra el anhelo de cambio que compartían importantes sectores sociales. El du-que salió a anunciar la lectura del testamento en los salones del Alcázar madrileño,saludando con mucha afectuosidad al embajador imperial, en esos momentos el hijodel conde de Harrach; y después de cruzarse muchas cortesías, le dijo: “Tengo elmayor placer, mi buen amigo, y la satisfacción más verdadera, en despedirme parasiempre de la ilustre Casa de Austria”.38 La elección de un homo novus que protagoni-zase una transformación de la situación política era esperada, como ha señalado R.

36 MAURA y GAMAZO (1954), CONTRERAS (2003). Una copia facsímil del impreso que circuló con eltestamento en GUILLAMÓN ÁLVAREZ, MUÑOZ RODRÍGUEZ, FLORES ARROYUELO yGONZÁLEZ CASTAÑO (2005).

37 BACALLAR y SANNA (1957), p. 15.38 TAXONERA (1944), p. 31; también BACALLAR y SANNA (1957), pp. 15 y 16.

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García Cárcel, cual un nuevo Godot becketiano; a él correspondería superar el estadode abatimiento moral que hacía décadas se había instalado en la sociedad española.39

A pesar de la distancia, Luis XIV estaba al corriente de los acontecimientos queocurrían en la corte sin rey de Madrid. No sólo por su embajador, Blécourt, que habíasustituido al marqués de Harcourt, y con el que, obviamente, mantenía una correspon-dencia asidua; sino también a través de los mismos agentes que la política de atrac-ción francesa había conseguido reclutar en la España de Carlos II. En primer lugar, elcardenal Portocarrero, a quien Felipe V debía, en una parte importante, su designa-ción como heredero de la Monarquía Hispánica. El propio Luis XIV, que conocíaminuciosamente la labor efectuada por el cardenal en la corte madrileña, no sólo leescribiría reconociéndole los servicios prestados y ofreciéndole su protección, sinoque, entre las recomendaciones que reiteraría a su nieto en su despedida de Sceaux enlos primeros días del año 1700, le insistiría en la confianza que había de dispensarle al“hombre que más ha hecho por que fuerais rey”.40 La opinión generalizada en la cortede Versalles a favor de Portocarrero quedó plasmada en el cuadro de H. de Favannes(1668-1752) que lleva por título España ofreciendo la Corona a Felipe de Francia,duque de Anjou. En él aparece el nieto de Luis XIV custodiado por una alegoría deFrancia en el instante en el que otra de España le hace entrega de su corona previaindicación del cardenal Potocarrero. En el gesto de éste puede percibirse toda unapedagogía de cómo se organizó el trasfondo político del cambio dinástico.

El entusiasmo que causó la noticia en el palacio de Versalles no fue, paradójica-mente, todo lo unánime que cabría imaginar. Antes de que Felipe V hiciese su estradaen Madrid, la aceptación de la última voluntad de Carlos II hubo de superar influyen-tes prevenciones en la corte francesa.41 Jean Baptiste Colbert, marqués de Torcy, fuequien más resistencia mostró ante una elección que contradecía las condiciones pacta-das en el tercer tratado de reparto (1700). El secretario de Estado de Luis XIV era delos que pensaban que de confirmarse la elección que indicaba el testamento, las posi-bilidades de que estallase una nueva guerra en Europa aumentaban cuando apenashabían transcurrido tres años desde la Paz de Ryswick que había concluido el largoenfrentamiento de la Liga de Augsburgo (1688-1697). Un nuevo conflicto europeo,máxime si se prolongaba como era de prever, trasladaría un elevado coste fiscal a unapoblación francesa que estaba dando claras señales de agotamiento, y no aseguraría lamejora de las concesiones territoriales que ya se habían acordado con el Imperio,Inglaterra y Holanda. Torcy, y los que pensaban como él, caso del cancillerPontchartrain, por ejemplo, creían que el estado de guerra casi continuo que se habíadesarrollado en las últimas décadas había debilitado la fortaleza francesa, hasta el

39 GARCÍA CÁRCEL (2002).40 TAXONERA (1944), p. 84.41 BAUDRILLART (1890).

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extremo que no podía predecirse la continuación de los éxitos militares del todavíapoderoso Mars Cristianissimus.

Frente a la prudencia mostrada por Torcy, otro sector de la corte francesa se alzóen la defensa de los derechos del duque de Anjou para hacerse con la ansiada herenciahispánica. Situar a un príncipe de la misma dinastía como señor absoluto de los domi-nios españoles, representaba la consolidación de la hegemonía francesa en Europa, yen una coyuntura, además, en la que el predominio continental de una sola potenciaestaba siendo tan disputado. Entre los que más defendieron la sucesión borbónicadestacó la actitud del Delfín de Francia, quien expondría en un consejo de Estadopresidido por su padre Luis XIV que “[...] la Monarquía de España era un bien de laReina, su madre, y por consiguiente suyo, y para la tranquilidad de Europa, de susegundo hijo, a quien se la cedía de todo corazón”.42 Ésta y otras razones parecidassurgían del deseo extendido de ensalzar la monarquía francesa mediante la instaura-ción de uno de los príncipes de sangre en el trono de su más antiguo rival. La necesi-dad de concretar el mesianismo dinástico arrastrado desde los intentos imposibles deFrancisco I, también terminaría venciendo las causas que motivaban la aparente vaci-lación de Luis XIV. El 16 de noviembre, quince días después del fallecimiento delúltimo Austria hispánico, el soberano francés presentaba en la corte de Versalles alnuevo monarca católico en una ceremonia a la que asistiría el embajador español, elmarqués de Castelldosrius. Como ilustraría más tarde el pintor F. de Gérard (1770-1837), antes de presentar a Felipe V al resto de cortesanos, el mismo Luis XIV sedirigió a Castelldosrius para exhortarle a que saludase a su rey.43 En ese instante, en laplenitud de su poder, su más codiciado deseo personal y dinástico parecía verse reali-zado.

Consejos de familia, consejos de gobiernoEl marqués de San Felipe destaca en su crónica de la llegada del nuevo monarca a lacorte “la aclamación y el aplauso” del público congregado en las calles madrileñas.Según él, “se les llenaba la vista y el corazón de un príncipe mozo, de agradableaspecto y robusto, acostumbrados a ver un rey siempre enfermo, macilento y melan-cólico”.44 Es verdad que la imagen de Felipe V se alejaba de la representada por suantecesor, especialmente en sus últimos años de vida; pero ese muchacho de apenasdieciocho años que hacía su entrada solemne en Madrid un 14 de abril de 1701, y quemenos de un mes más tarde juraría ante las cortes reunidas en la iglesia de San Jeróni-

42 Según el diario del marqués de Dangeau, recogido en TAXONERA (1944) p. 37. TambiénBAUDRILLART (1890).

43 KAMEN (2000), p. 16 y FREY (1983).44 BACALLAR y SANNA (1957), p. 20. Una descripción del viaje desde Versalles en UBILLA y MEDINA

(1704).

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Entrada solemne de Felipe V en Madrid el 14 de abril de 1701,Anónimo, Museo Municipal de Madrid

(© Museo Municipal de Madrid)

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(© Foto RMN – © Franck Raux)

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mo, también era un rey bisoño en el arte de gobernar. Su inexperiencia política volvíamás inestable el cambio dinástico por cuanto se producía en vísperas de un inmediatoconflicto europeo y civil que duraría cerca de doce años, y en el seno de una cortesobrada de intrigas palaciegas y diplomáticas. En principio, esta falta de experienciapolítica debía ser suplida por el núcleo de aristócratas y cortesanos españoles quehabían apoyado la candidatura borbónica, y que con la entrada del nuevo soberanoocuparon los principales cargos en el entorno real y en el gobierno de la Monarquía.Era el caso, por ejemplo, del conde de Benavente, caballerizo mayor; don ManuelArias, el duque de Montalto y el marqués de Mancera, presidentes de los consejos deCastilla, Aragón e Italia, respectivamente; o don Antonio de Ubilla, secretario delDespacho Universal. Sobre todos ellos, destacaría, sin embargo, la figura del cardenalPortocarrero, miembro de la junta de regencia dejada por el propio Carlos II, y reco-mendado por Luis XIV a su nieto en su despedida de Sceaux.

A pesar de todo, los españoles no iban a ser los únicos, ni los más importantes,consejeros que rodeasen a Felipe V en esa etapa, como ansiosamente esperaban losprincipales aristócratas que desde el primer momento apoyaron esta opción dinástica.Al igual que sucedió dos siglos antes con Carlos V, con el joven Borbón venían nue-vos hombres de confianza y nuevos proyectos que colisionarían con los intereses crea-dos en la corte de Madrid. Louville, Ayen, Valouse, más tarde Orry y la princesa de losUrsinos, así como quienes fueron ocupando los puestos de embajador de Francia –Harcourt, Marcin, los dos d´Estrées, Grammont, Amelot, Blécourt, Bonnac– y confe-sor real –jesuitas franceses, como Daubenton o Robinet–,45 pasarían a ostentar unaelevada influencia en las decisiones del nuevo monarca en detrimento de la aristocra-cia filoborbónica. La llegada de todos estos franceses no pasó desapercibida paraunos renovados círculos hispánicos de poder que se hallaban en pleno proceso deconsolidación. Para estos, las expectativas de continuar el estilo de gobierno que has-ta entonces había practicado la Corona se veían poco menos que truncadas ante laforma de entender la soberanía real que defendían los nuevos aliados franceses. Elacceso a la persona del joven rey que iban a tener estos súbditos de Luis XIV facilita-ba, además, la importante función que se les había confiado a su salida de Versalles: lade servir de canales de transmisión e información al propio monarca francés y, porderivación, a su secretario de Estado, el marqués de Torcy. Así pues, la presencia deesta pequeña corte extranjera en Madrid, así como las primeras reformas que se fue-ron introduciendo por mediación de algunos de estos consejeros franceses, no tarda-ron en generar una creciente conflictividad con los cortesanos españoles cuyos privi-legios adquiridos aparecían seriamente amenazados.

El consejo de mantener al cardenal Portocarrero no sería tampoco el único queel veterano monarca daría a su nieto en su última entrevista a las afueras de París. La

45 BAUDRILLART (1890), KAMEN (2000), MARTÍNEZ SHAW y ALFONSO MOLA (2001), DUBET(2006); una visión general en LÓPEZ CORDÓN, PÉREZ SAMPER y MARTÍNEZ DE SAS (2000).

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conocida frase “Ya no hay Pirineos” pronunciada por Luis XIV en ese preciso lugarsimbolizaba el inicio de una alianza hispanofrancesa que acababa con la antigua riva-lidad entre las dos monarquías más importantes del mundo católico; “dos naciones[continuaban las palabras de Luis XIV], que de tanto tiempo a esta parte han disputa-do la preferencia, no harán en adelante más de un solo Pueblo: la Paz perpetua quehabrá entre ellas, afianzará la tranquilidad de Europa”.46 Sin embargo, la unión dinás-tica no podía dejar de encubrir dos realidades que la convertían en un claro objeto dediscordia para el resto de potencias continentales. Por un lado, no se trataba de unaalianza entre iguales; la trayectoria ascendente de Francia en el último tercio del sigloXVII difería con el declive de una Monarquía Hispánica que desde mediados de esacenturia se hallaba inmersa en una crisis con orígenes diversos.47 A pesar de esta situa-ción, y gracias a un esfuerzo extremo de la sociedad hispánica, Carlos II había podidoconservar la mayor parte de su imperio europeo y americano. En segundo lugar, estaalianza era contraria a los intereses del resto de estados europeos porque suponía elfortalecimiento de la hegemonía francesa. Con la proclamación del duque de Anjouen España, Luis XIV podía ver cumplido el viejo sueño de una monarquía universalencabezada por su dinastía; todo el inmenso patrimonio señorial hispánico quedabasupeditado a las necesidades de Francia, al producirse de facto una subordinación deFelipe V a las directrices impartidas desde la corte de Versalles.

Una solución de este tipo al problema sucesorio español era, evidentemente,rechazada por el resto de potencias europeas. La reacción del Emperador se funda-mentaba en motivos que seguían una lógica de conservación de su posición continen-tal; a las razones dinásticas que avalaban los derechos de su segundo hijo para lograrla herencia austríaca, se añadía la defensa de su propio estatus frente a una consolida-ción francesa que lo hacía peligrar. Sus críticas a las circunstancias en las que seredactó el último testamento de Carlos II –en Viena se divulgó que el rey había sidoincluso “violentado”–,48 la retirada inmediata de sus embajadores de Madrid y París,y el envío de tropas a Italia, hacían presagiar un horizonte de guerra que tardaría enconcretarse el tiempo necesario para conseguir los apoyos suficientes del resto depaíses europeos. Por su parte, Inglaterra y Holanda, como potencias emergentes enuna Europa que parecía encaminarse a una nivelación de poderes, se oponían a cual-quier resultado que consolidase viejas hegemonías: ni aceptarían una unión entre Es-paña y Francia que originase un hegemónico eje borbónico, ni tampoco tolerarían laresurrección del Imperio de Carlos V. Este principio general era compatible con losbeneficios comerciales que, en el caso concreto de Inglaterra, aspiraba a mantener enlos puertos americanos. La conjunción de todos estos intereses, a menudo contrapues-tos, dio como resultado la constitución del bloque aliado acordado en La Haya (sep-

46 La veracidad de la famosa frase ha sido demostrada documentalmente por KAMEN (2000), esp. p. 17.47 Diversas perspectivas son recogidas en la obra colectiva que edita ARANDA PÉREZ (2004).48 BACALLAR y SANNA (1957), p. 16.

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tiembre de 1701) contra las armas borbónicas. Un bloque que para Inglaterra y Holan-da no tenía más objetivo que evitar tanto el fortalecimiento de franceses comoaustriacos, y lograr participar en los cuantiosos beneficios comerciales del imperioatlántico.

El estallido de la guerra tras la constitución del bloque de La Haya dio paso auna mayor intervención de Luis XIV en los asuntos de la Monarquía española. Unenfrentamiento de carácter europeo requería una unidad de acción entre las dos coro-nas borbónicas, lo que no parecía asegurarse con un Felipe V inexperto en el fragorpolítico y dominado por unas incipientes crisis anímicas que se acentuarían con losaños.49 Para el Rey cristianísimo, la guerra no significó únicamente volver a movilizarrecursos económicos y personales con los que hacer frente a una alianza encabezadapor el Emperador y a la que pronto se sumarían al eje aliado Portugal y Saboya; elinicio de las hostilidades obligó a Luis XIV, sobre todo, a intensificar la protecciónque ejercía sobre su nieto y los territorios que había heredado. La asistencia militarfrancesa a la defensa de la Monarquía fue más o menos asumible mientras la guerraestuvo limitada a Italia y las fronteras centroeuropeas más próximas a Francia; sinembargo, se amplió extraordinariamente cuando, a partir de 1705, tuvo que participarsimultáneamente con abundantes tropas y generales experimentados –Berwick, Besons,Noailles o Vêndome– en la resistencia de los reinos peninsulares a los ataques alia-dos.50 La tensión fiscal tan prolongada a la que fue sometida la población francesaterminaría por acelerar el colapso de su capacidad contributiva y, en definitiva, aprecipitar el fin de sus posibilidades en el predominio continental.

Al mismo tiempo, Luis XIV ejerció desde la distancia una permanente tutelasobre su nieto. Para ello, empleó cuantas personas le rodeaban en Madrid, bien fuesenlos consejeros españoles encabezados por el cardenal Portocarrero, bien ese conside-rable número de franceses que le habían acompañado desde París. El marqués deLouville y, un poco más tarde, la princesa de los Ursinos, que se apropiaría de unespacio político más amplio del que le correspondía por su título de camarera mayorde la reina, destacarían en esta tarea debido a su gran cercanía con el joven monarca.51

También María Luisa Gabriela de Saboya, primera esposa de Felipe V, como añosmás tarde sucedería con Isabel de Farnesio, formaría parte de ese núcleo de estrechoscolaboradores del rey. En el caso de María Luisa la relación directa con la corte deVersalles venía dada a través de su hermana la duquesa de Borgoña, así como a travésde la correspondencia que mantenía con el soberano francés, conocedor del ascen-diente que había logrado establecer sobre su nieto. No obstante, por encima de todosestos intermediarios, la autoridad de Luis XIV se dejó sentir principalmente a través

49 KAMEN (2000), MARTÍNEZ SHAW y ALFONSO MOLA (2001).50 GOUBERT (1966), KAMEN (1974), FRANCIS (1975).51 Sobre el primero se publicaron sus memorias de estos años, LOUVILLE, Marqués de (1818); a la prin-

cesa de los Ursinos le ha prestado especial atención últimamente PÉREZ SAMPER (2003).

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Vista exterior de la fachadaprincipal del Palacio de

Versalles(© Foto RMN)

Vista del Palacio Real dela Granja de San Ildefonso

desde los jardines(© Foto Patrimonio

Nacional)

Vista Palacio Real de Madrid desdelos jardines

(© Foto Patrimonio Nacional)

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de dos vías que siguieron aplicándose hasta prácticamente el fallecimiento del Reycristianísimo (1715): la que encarnaban sus propios embajadores y enviados extraor-dinarios y, singularmente, la que procedía directamente de Versalles en forma de unafrecuente correspondencia, cuya selección y traducción acompaña a estas páginas.

Los embajadores franceses constituyeron uno de los focos políticos más impor-tantes durante los primeros años del reinado de Felipe V. No sólo fueron los eslabonesque comunicaban ambas cortes unidas por razones dinásticas y políticas, sino quetambién desempeñaron un papel esencial en el gobierno interior de la Monarquía His-pánica. En la instrucción reservada al conde de Marcin, por ejemplo, se le indicabaque “el embajador de Francia ha de ser ministro de Su Majestad Católica, y es precisoque, sin tener el título, ejerza las funciones, ayudando al rey de España a conocer elestado de sus negocios y a gobernar por sí mismo”.52 Luis XIV recurría asiduamente asus representantes en Madrid para enviar órdenes a su nieto o a ministros españoles;del mismo modo que su participación en el consejo de Gabinete, el órgano asesor queFelipe V había creado a instancias de su abuelo, les otorgaba un poder inmenso en lacorte madrileña. Esta legitimidad de origen podía verse aumentada en los casos, comoocurrió significativamente con Amelot, en que los embajadores actuaban como agen-tes activos de las reformas borbónicas. Por esta razón, quienes se sentían desplazadosa causa del nuevo modelo político que progresivamente se iba configurando, centra-ron el objeto de sus iras en esta figura delegada de Luis XIV. Las intrigas y maniobrassoterradas para hacerlos caer menudearon a lo largo de la primera década del reinadode Felipe V, hasta el extremo de que sólo en los diez años que anteceden al nombra-miento del marqués de Bonnac (1711) se sucedieron en Madrid hasta ocho embajado-res franceses distintos.

La otra vía principal para hacer llegar la autoridad de Luis XIV fue la correspon-dencia dirigida a Felipe V. Aunque el envío de estas cartas se había iniciado con lapartida de éste de Versalles, al igual que ocurría con la mantenida con otros miembrosde la familia real –en especial con su padre, el Delfín; sus hermanos, los duques deBorgoña y Berry; o madame de Maintenon–,53 las urgencias de la guerra desde finalesde 1701 otorgarían mayor trascendencia a este canal de comunicación entre ambosmonarcas. A partir de esas fechas y hasta bien avanzada la Guerra de Sucesión, LuisXIV utilizó este recurso para tratar de gobernar la Monarquía española y orientar lasdecisiones políticas de su nieto. A veces el tono empleado es claramente conminato-rio, fundamentalmente cuando estaban en juego importantes intereses franceses o secensuraban posiciones de Felipe V y sus ministros no compartidas en Versalles. Peroen otras ocasiones el propósito que se desprende de sus cartas es el de ofrecer unsincero consejo sobre los asuntos más diversos del gobierno. Recomendaciones que,si bien podían considerarse revestidas de un modo coactivo, no estaban exentas de un

52 TAXONERA (1944), p. 107; también BAUDRILLART (1890) y KAMEN (2000).53 Una relación de estas otras correspondencias es tratada en la introducción de BAUDRILLART (1890).

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cierto “afecto” familiar cuyas expresiones se acrecientan conforme transcurren losaños y el soberano francés va quedándose sin descendientes que le sustituyan en supoder continental. En este sentido, la correspondencia de Luis XIV pretendió ser,sobre todo, un instrumento en la formación política del joven monarca, probablemen-te uno de los más importantes con los que contó Felipe V en la compleja tarea dedirigir la monarquía más extensa del mundo. Una especie de escuela del arte de gober-nar muy en relación con los espejos de príncipes –caso de las famosas Empresas deSaavedra Fajardo– que tanto entusiasmarían a los hombres de poder del siglo XVII.Si nos atenemos a las afirmaciones contenidas en algunas de sus últimas cartas (CARTA

CLVIII), este objetivo parece que el Rey cristianísimo creyó alcanzado.Esa intención formativa de la correspondencia guarda cierto paralelismo con las

Memorias que el propio Luis XIV dirigió a su hijo el Delfín, padre de Felipe V. Notanto en el fondo, ya que en las cartas se percibe a un monarca de mayor solidez yexperiencia en las resoluciones políticas, como, más bien, en la intención que en am-bos casos se perseguía: “instruir mediante el ejemplo y el consejo”.54 El tiempo trans-currido y la propia evolución personal entre una y otra concepción del arte de gober-nar explican en gran medida estas diferencias. Lo cierto es que las cuatro décadas queseparan unas de otras delimitan también el inicio y el ocaso de su apogeo continental.En 1661, cuando con cerca de veintitrés años comenzaba a redactar esas Memorias,moría el cardenal Mazarino, lo que le llevaría a asumir personalmente el gobierno desu reino; y, en ese mismo año, su esposa la infanta María Teresa de Austria daba a luza su primer hijo, el Delfín, quien debería haber sido su sucesor en la corona francesa.Por el contrario, en 1701, cuando se había iniciado una nueva guerra europea y LuisXIV superaba ya su sexta década de existencia, era su nieto el que se disponía aocupar y conservar un trono heredado, y a él dirigía una correspondencia que procu-raba ser una brújula en un mar de incertidumbres.

Noticias de las campañas militares; nombramientos de generales, embajadores oconfesores; sublevaciones de reinos e infidelidades de súbditos; concesiones de mer-cedes; felicitaciones y críticas por acontecimientos concretos o decisiones tomadas;propuestas de renuncia a la corona; acuerdos de paz, y un sinnúmero de consejos que,a veces, trataban de reanimar a un príncipe que, al menos en dos ocasiones –en 1706y en 1710– se encontró en puertas de la derrota. Efectivamente, son numerosas lascuestiones que surgen a lo largo de estos casi quince años de correspondencia de LuisXIV a Felipe V; en ella están contenidos no sólo muchos aspectos militares y políticosde la Guerra de Sucesión española, sino también el reflejo de unos estados de ánimoque, tanto en Versalles como en Madrid, cambiaban al ritmo de los resultados en loscampos de batalla. No faltan tampoco los momentos de reacción de Felipe V contra laomnisciencia de su abuelo en el manejo de su reino (CARTA XXXII), en el desplaza-miento al que, en ocasiones, le sometió en las negociaciones con las potencias aliadas

54 LUIS XIV (1947), p. 25.

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(CARTA XCV), o cuando se da cuenta de las intrigas de su tío, el duque de Orleáns,55

por medio de sus agentes en España, para conseguir ser reconocido como rey de partedel territorio peninsular (CARTA CIX). En casi todas estas ocasiones el enfrentamientonace más de la divergencia de percepciones entre ambos monarcas en momentos con-cretos, que en un deseo de Felipe V de concebir una política autónoma de la estrategiamarcada por Versalles. No obstante, tres grandes temas adquieren mayor relevanciaen las palabras que dirige Luis XIV a su nieto: las reformas en el gobierno de laMonarquía que hereda; la ayuda francesa en el sostenimiento de la guerra; y, a partirde 1710, las negociaciones diplomáticas que conducirán a los tratados de Utrecht(1713).

Las reformas políticas están presentes desde el mismo inicio de la correspon-dencia. La llegada de Felipe V supuso la creación del consejo de Gabinete en el que,además del embajador francés, participaban un pequeño número de consejeros espa-ñoles. El objetivo de esta reforma, al igual que había pasado en Francia con el Conseild´en Haut,56 era proporcionar al monarca de un equipo de cercanos colaboradores quele ayudasen en la gestión de la Monarquía, independientemente del sistema polisinodialque había sido practicado por los Habsburgos. Esta progresiva sustitución de la víasinodial por otra más ejecutiva se acentuó con el desarrollo de las secretarías de des-pacho, encargadas de formalizar las decisiones tomadas en cada materia por el propiorey.57 El propósito es señalado por Luis XIV en la correspondencia a su nieto (CARTA

I), y es fruto de su propia experiencia en el gobierno de Francia; si algún “error”reconocía en sus Memorias de la década de 1660 era, precisamente, “no haber tomadodesde un comienzo por mi mismo la dirección de mi Estado”.58 En consecuencia,desde el principio, Felipe V iría organizando con el respaldo de su abuelo una renova-da estructura política que pusiera a su disposición mayor capacidad de intervencióndirecta; este objetivo fue conseguido, en parte, a partir del consejo de Gabinete y lassecretarías de Despacho, a pesar de que estas reformas generaron fuertes resistenciasentre los aristócratas y cortesanos desplazados por estos nuevos mecanismos del po-der borbónico (CARTAS XVI o LV). Resistencias, por cierto, que se incrementaríancuando se plantease en 1701 el proyecto de equiparar los títulos de grandes de Españacon los pares franceses; el fin de ciertos privilegios adquiridos era, asimismo, el cre-púsculo del asentado poder de los grandes.

55 BAUDRILLART (1890).56 DUCHHARDT (1992) y RICHET (1997).57 Las reformas en el aparato central de la Monarquía cuentan con un número considerable de trabajos;

señalemos aquí a ESCUDERO LÓPEZ (1969 y 1979), DOMÍNGUEZ ORTIZ (1976), FERNÁNDEZALBALADEJO (1992) y CASTRO (2004), así como la síntesis de SAN MARTÍN PÉREZ (2001).

58 LUIS XIV (1947), p. 27.

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La guerra, como no podía ser de otro modo, condicionó todas las cartas de LuisXIV. Con el desembarco en Barcelona del Archiduque Carlos en 1705 se hizo patentelas escasas y poco efectivas unidades que componían el ejército heredado por FelipeV (CARTAS XLVI o LVI). Si bien se inició de forma inmediata un ambicioso proyectode reforma militar que, en buena parte, continuaba medidas ya empleadas en la centu-ria anterior y mantenía prácticas arraigadas en su funcionamiento ordinario, estos cam-bios se volvieron insuficientes para contener los avances peninsulares de las tropasaliadas.59 Por consiguiente, la militarización de la población española a partir de com-pañías de milicias que frecuentemente fueron integradas en cuerpos profesionales, asícomo la inevitable ayuda francesa, pasaron a ser los dos recursos principales que másposibilitaron la consolidación borbónica.60 El primero se debía a esa “fidelidad” a lacausa de Felipe V que, con especial intensidad en Castilla, es resaltada en tantas oca-siones por el propio soberano francés a lo largo de su correspondencia (CARTAS LIX,LXXI, LXXVIII, CXI o CXXXII). Una fidelidad que sería hábilmente administradapor las elites locales que, junto a la mayoría del clero secular, transformaron unaguerra de evidente carácter civil en la Península, en un conflicto de indudables conno-taciones religiosas. El empleo de discursos político-teológicos pretendía incorporar auna población todavía fuertemente imbuida del imaginario barroco; por lo que la or-todoxia católica que representaba la “unión de ambas coronas” frecuentemente seopuso a la imagen heteroxa de un partido austracista identificado en gran medida conla “herejía” de los efectivos que en buena parte la integraban, no sólo protestantes deorigen inglés y holandés sino también los exiliados hugonotes franceses.61

En cuanto a la contribución militar francesa, en muchas de estas cartas Felipe Vinsistirá en la solicitud de nuevos refuerzos a su abuelo para continuar la guerra. Ladependencia de la causa filipista con respecto a las tropas francesas será trascendentalen momentos claves como la batalla de Almansa (25-IV-1707), victoria conseguidapor el duque de Berwick, un jacobita al servicio de Luis XIV, sin la que es difícilcomprender la consolidación borbónica en España.62 Esta contribución permanente lahace notar frecuentemente el soberano francés, quien advertirá, por ejemplo, en laprimera carta que seleccionamos de que “yo agoto mi reino, toda Europa se alía con-tra mi para aplastaros y España, insensible a las desgracias que le amenazan, no con-tribuye en nada a su conservación” (CARTA I). Hasta 1709 el envío de soldados france-ses se produjo de modo regular en cada campaña, como se puede apreciar a lo largo de

59 ANDÚJAR CASTILLO (2004) y, específicamente para la cuestión del reclutamiento BORREGUEROBELTRÁN (1989).

60 Acerca de esta militarización, GUILLAMÓN ÁLVAREZ y MUÑOZ RODRÍGUEZ (2007).61 CONTRERAS GAY (1999 y 2003), GUILLAMÓN ÁLVAREZ (2000) y junto a MUÑOZ RODRÍGUEZ

(2003 y 2006). Las connotaciones religiosas de la guerra en AMALRIC (2001), GARCÍA CÁRCEL(2002) y GONZÁLEZ CRUZ (2002).

62 Un análisis de la batalla de Almansa ha sido ofrecido recientemente por SÁNCHEZ MARTÍN (1998-2002).

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la correspondencia; circunstancia que se alterará a partir de ese año cuando la difícilsituación interna de Francia provoque una progresiva disminución de la ayuda presta-da por Luis XIV a su nieto (CARTAS CX o CXXXIV).

El tercer asunto que queremos subrayar aquí acerca de los contenidos de estacorrespondencia es el relativo al proceso de negociaciones que conduce al fin de laGuerra de Sucesión. Aunque ya se habían dado algunos intentos de aproximación deFrancia con las potencias marítimas, no será hasta 1710 y 1711 cuando se produzcauna coyuntura trascendental en la evolución del conflicto bélico. Esto se debe a quedurante ese intervalo de tiempo los principales contendientes son objeto de fuertesvariaciones en las circunstancias que mantenían desde su inicio. Francia arrastrabadesde un par de años antes una crisis agrícola que mermó las condiciones de subsis-tencia de su población, lo que le llevará al límite de sus posibilidades de movilizaciónde recursos. La política británica empezó a replantearse su participación en la confla-gración europea cuando el partido conservador sustituyó en Westminster a unos whigsque secundaban la opción intervencionista defendida principalmente por el duque deMarlborough. Y, por último, en abril de 1711 sobrevienen dos fallecimientos quetrastocarán los planes sucesorios de Francia y el Imperio: la del Emperador José, hijomayor de Leopoldo I, fallecido cinco años antes, y hermano, por tanto, del preten-diente austríaco a la corona española; y la del Gran Delfín, padre de Felipe V, pocosmeses antes de que también muriese su heredero el duque de Borgoña (CARTAS CXLIIy CXLIII).

El inicio de los llamados Preliminares de Londres (8 de octubre de 1711) no esmás que la manifestación de un interés compartido en poner fin a la guerra (Conversa-ciones de Getrudemberg, 1710) y, al mismo tiempo, el desenlace que venía pactándoseentre Luis XIV y Guillermo III a través de negociaciones secretas cuyos resultadoseran comunicados sólo posteriormente al monarca español (CARTAS CXXVI, CXLV yCLXII). Precisamente, una de las propuestas que Inglaterra efectuará al soberano fran-cés a través de estos contactos consistiría en la cesión de la corona española al duquede Saboya a cambio de reconocer a su nieto como señor de los territorios saboyanos yregente de Francia tras su muerte; un ofrecimiento que será inmediatamente rechaza-do por Felipe V a pesar de los deseos del propio Luis XIV, quien le advertiría que “medebéis a mi los mismos sentimientos que le debéis a vuestra casa, a vuestra patria,antes que se los debáis a España” (CARTA CLVIII). La firma definitiva de los acuerdosde paz no se producirá hasta 1713, primero en la ciudad holandesa de Utrecht entreEspaña, Francia, Inglaterra y Holanda; y posteriormente en la alemana de Rastadt(1714) entre Francia y el Imperio (CARTAS CLXVII o CLXX). Por el contrario, el yaEmperador Carlos VI no reconocería a Felipe V como legítimo monarca hispánicohasta 1725, mediante el Tratado de Viena; acuerdo que concluiría, realmente, el ca-

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rácter civil de la contienda sucesoria con el reconocimiento de los derechos de losmiles de austracistas que todavía permanecían en los territorios imperiales.63

Los acuerdos de Utrecht-Rastadt no sólo terminaron una guerra que se habíaprolongado durante más de doce años y había afectado, con más o menos intensidad,a la mayor parte de la población europea. Esos tratados también modificaron la per-cepción del poder en Europa y la propia concepción de la Monarquía española. La pazconfirmó un nuevo sistema internacional alejado de las pretensiones globalizadorasde Habsburgos y Borbones: el equilibrio entre las potencias continentales inaugurabauna nueva etapa en la historia de las relaciones internacionales que, tampoco, estaríaexenta de relevantes enfrentamientos armados –guerras de sucesión polaca y austría-ca, guerra de los Siete Años– que afectaron, de nuevo, a la mayor parte de las poten-cias europeas. Por su parte, Felipe V sería ratificado como soberano católico debidomás al balance favorable de la guerra en España, claramente favorable a las armas de“ambas coronas”, que a la posición de fuerza con la que Luis XIV acudía a la mesaholandesa de negociaciones. En este sentido, Utrecht significó el más duro varapalo alhasta entonces Mars Cristianissimus, que fallecería dos años más tarde alejado de susdesignios universalistas y envuelto en una profunda crisis dinástica que alteraría demomento las relaciones entre ambas monarquías borbónicas. El ascenso del duque deOrleáns a la regencia de Francia no fue, sin duda, una noticia deseada en la cortemadrileña, como tampoco el posterior acercamiento a Inglaterra protagonizado porquien tanto anheló reinar en los territorios peninsulares; la alianza anglofrancesa (1716)haría fracasar la política revisionista de Utrecht emprendida por Felipe V con respec-to al espacio mediterráneo.

Sí es cierto que la ratificación de Felipe V en la corona española venía dada acambio de la concesión de importantes derechos comerciales, así como de los territo-rios italianos y flamencos integrados en la Monarquía Hispánica desde dos siglosantes. Mas la pérdida de parte de esta memoria borgoñona y aragonesa daría paso a unreforzamiento de su identidad bihemisférica.64 Los españoles del siglo XVIII, despro-vistos de Flandes, Milán o Nápoles, se encaramaron a la empresa atlántica como laúnica alternativa posible a sus antiguos sueños imperiales. De hecho, a lo largo de estacenturia se produciría el mayor esfuerzo colectivo por ocupar, organizar y explotar elinmenso espacio americano; una mayor visibilidad de la autoridad de la Corona queprovocaría con el tiempo serias resistencias entre las poderosas elites criollas. Pero nosería ésta la única consecuencia de la sucesión borbónica; la crisis política que laguerra generó en España impulsó, no sin costes traumáticos como fueron los Decretos

63 Para una síntesis del sistema de Utrecht remitimos a JOVER ZAMORA (1999) y FREY (1995); para suinclusión en una perspectiva longue durée, KENNEDY (1989), DUCHHARDT (1992), BÉLY (1992 y2003) y GUILLAMÓN ÁLVAREZ (2001). Sobre los austracistas exiliados, LEÓN SANZ (2003) yMUÑÓZ RODRÍGUEZ (2006).

64 GUILLAMÓN ÁLVAREZ (2006); la evolución del concepto de Monarquía en la España del Barroco hasido expuesto por THOMPSON (2005).

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de Nueva Planta, un nuevo ordenamiento interno basado en la generalización de unamisma ley para los súbditos peninsulares.65 La monarquía pactista que habían idoconstruyendo los Habsburgos daba paso a otra caracterizada por un fortalecido podersoberano que aspiraba a ocupar el centro del espacio político. De ahí que pueda con-siderarse que el proceso de españolización que experimenta la persona del duque deAnjou desde la llegada a sus nuevos reinos procedente de Versalles, fácilmente obser-vable por otro lado a lo largo de esta correspondencia, fue el preámbulo hispanizanteimpulsado en ambas orillas de la Monarquía en el siglo de la Ilustración.

65 BERNARDO ARES (2005); las consecuencias y los medios en los reinos de la Corona de Aragón enGIMÉNEZ LÓPEZ (1999), ALABRÚS i IGLÉSIES (2001) y ALBAREDA i SALVADÓ (2002).

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