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Querida Reina, Reina Querida

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Raúl Madrid Freire

Querida Reina,Reina Querida

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© 2008 Raúl Madrid Freire

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Querida Reina Sofía,

Mi nombre es Manuela y el motivo de esta carta es hablarle de mis hijos y de mí, aunque debo reconocer que mi primera intención fue reprenderle. Encararme con usted y exigirle explicaciones, pero soy realista, así que no lo haré. Aunque no crea, que ya me veía yo cruzando el cordón policial y plantándome ante usted en algún acto público, sin que ni los escoltas ni nadie pudieran detenerme, sin importarme los francotiradores apostados en las azoteas… Y al día siguiente los titulares ‘Madre Coraje abatida a tiros en la Recepción Real’. Ya ve usted que a mí a fantasía no hay quien me gane, estar tanto tiempo entre cuatro paredes es lo que tiene. Pero soy realista también, ya le digo. Ni yo tengo lugar para plantarme en Madrid a verla a usted, ni iba a servir de nada dejarme matar. Seguro que en la televisión me ponían con las imágenes exclusivas de la última novia del torero, en el tiempo que queda libre después de la Cham-pions y los coches, y la verdad, yo para eso no traspongo a Madrid y me dejo matar. Prefiero enviarle a usted la carta y si la lee bien, y si no pues nada, yo bastante tengo con lo que tengo. Al fin y al cabo la gente qué tiene que ver con lo que yo sienta. Bastante lástima me tienen ya sin yo pedirla, y sin merecerla, que se tienen que fijar en mí precisamente con la de miseria que hay en el mundo. Y es que en todos sitios cuecen habas, como se suele decir, y desgracias las hay hasta en las mejores familias, hasta en la suya digo yo que las habrá.

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Por eso he pensado que mejor le escribo y le hablo de mí y de mis hijos, y me sincero y le cuento lo mucho que me dolió lo que dijo usted el otro día, que yo no me lo podía creer, con lo discreta que siempre ha sido usted y ese saber estar de reina que tiene usted inna-to. Con lo que yo la he admirado siempre, y la he defendido cuando decían que lo suyo no tiene mérito ninguno. ¡A ver si aguantáis vo-sotras dos horas de desfile como ella aguanta! De pie y sin cambiar de postura. La que quiera que se ponga. Y que no es fácil ser reina, que la gente se cree que todo el monte es orégano, pero no es fácil. A mi vecina Margari se lo he dicho muchas veces, que ella cuando no quiere arreglarse se pone un chándal y cruza la calle para com-prar pan. Mi amiga Margari es capaz de eso, yo nunca lo he entendi-do, salir a la calle en chándal, o en bata. Será que soy modista y siempre me ha gustado ver a la gente bien vestida. Bueno, pues la reina no puede hacer eso, le digo yo a Margari. Ni salir en chándal ni comer pan, que una reina gorda no queda bien luego en el ¡Hola! Por eso más me duele, doña Sofía, de verdad que yo siempre la he querido a usted mucho como española, que aún la quiero, las cosas como son, y para mí es usted como de la familia. Que si fuera usted mi hermana o mi hija, me iba a usted directamente y le preguntaba, pero como no puedo, me tengo que poner a imaginar, y ya le he di-cho a usted que imaginación tengo un rato. A lo mejor todo tiene una explicación y se ha visto obligada a decir lo que ha dicho, que la Iglesia se ha portado muy bien con ustedes y a lo mejor algún mon-señor les ha pedido a ustedes que se pronuncien, y no ha tenido usted más remedio que ponerse de su parte, porque ustedes favores les deben, sin ir más lejos lo calladitos que han estado con que Leti-zia estuviera divorciada. Pero eso no hace que me duela menos, hay que ser valiente, doña Sofía, y estar con los que la necesitan a una, como siempre estuvo usted, llorando en los funerales, abrazando a las personas, hasta a los burros. Por eso más me duele, doña Sofía, que de pronto venga usted insultando a mis hijos. Porque no se en-gañe usted, doña Sofía, cuando usted habla en contra de los homo-sexuales, está usted hablando en contra de personas como mis hijos, mi Antoñito y mi Rubén, que a mí me quedan dos y los dos son homosexuales, y los dos son lo mejor que me ha pasado en la vida

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aunque a usted le parezca que debían ser de otra manera. Y sí, ho-mosexuales los dos, aunque el chico, mi Rubén, no pare de decir que no le gustan las etiquetas y que no sabe con quién se va a acostar mañana, yo que soy su madre lo sé, que es homosexual, como su hermano, que el primero a lo mejor te pilla más desprevenida, pero al segundo ya le tenía yo calado desde pequeño, y mira que le gusta-ban los deportes, y el kárate, y el grupo ese de música de las guitarras que ahora no me acuerdo el nombre, pero eso no tiene nada que ver, yo siempre lo tuve claro, para eso soy madre. Y tan contenta que estoy con ellos, que son lo mejor que me ha pasado en la vida. Y si usted piensa que ellos no tienen por qué estar orgullosos de ser gays, aquí está su madre para estar orgullosa de ellos, que los quiero con locura. A lo mejor es que le hablo de cosas que usted no entiende, yo sé que las reinas no deben querer con locura, que luego les pasa lo que a la Juana la Loca. Los reyes y las reinas es que han vivido siempre entre algodones y no saben sufrir, y si quieren con locura se vuelven locos. Pobrecita reina Juana, a ella lo que le pasó es que con el que la casaron era muy guapo y se enamoró, la tonta. Lo que esta-ba era enamorada hasta las trancas. Usted no sé yo si se casó enamo-rada, majestad, eso con las reinas no se sabe, pero imagino que está usted enamorada de sus hijos, y les quiere como cualquier madre y está orgullosa de ellos, por eso me duele tanto que haya hablado usted así de los míos. A lo mejor usted no tiene nada en contra de ellos, sino contra mí. A lo mejor usted piensa como más de una por aquí, que la culpa de que sean así es mía, pero yo los he criado como cualquier madre, como a mi me crió la mía, cubriéndolos de besos y matándome por ellos si hacía falta, así que sólo Dios sabe por qué son así, a mi la verdad es que tampoco me importa, yo con que me quieran y me respeten ya tengo bastante. Y quererme me quieren. El chico es más arisco, pero el mayor, mi Antoñito, ese si pudiera me tendría como una reina. Se me casó el año pasado, fíjese usted lo que cambian las cosas. Con su Esteban, un muchacho buenísimo que lo quiere a rabiar, así que yo, tan contenta. Y no iban en carroza, no fue una boda ostentosa ni nada, que es lo que parece preocupar-le a usted. Fue una boda de lo más sencilla, más de un hetero debe-ría aprender lo que es una boda cortita y sencilla. Cada uno leyó un

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poema. Mi niño escribió uno precioso, que hasta la jueza parecía que iba a salir llorando, y Esteban leyó otro también requetebonito y yo salí llorando entonces, a usted a lo mejor le parece una ordina-riez llorar en las bodas, y yo la verdad es que no suelo, pero ésta era la boda de mi hijo, y ya me había hecho a la idea de que no iba a casar a ningún hijo, porque mi Andrés, que era el de en medio, se me mató hace cinco años en un accidente de moto. A lo mejor a usted le parece que tener dos hijos homosexuales es mayor desgra-cia, pero puedo asegurarle que ellos son la única alegría que tengo en esta casa, que es como decir que son la única alegría que tengo en la vida, porque no salgo nunca. A los pocos días de lo de mi Andrés, a mi marido le dio un derrame cerebral, una cosa parecida a lo de su ex yerno de usted, y desde entonces está postrado en una cama y no sé si siente o si padece. Así que no salgo casi nunca, la última vez que salí fue para la boda de mi hijo. Y no me subí a una carroza, pero me hice un vestido que quitaba el hipo, y me fui a la peluquería y me quité las canas y me pusieron que parecía yo la Sofía Loren, porque estaba contenta y feliz. Reí, bebí y disfruté porque estaba llena de alegría y no para hacer ostentación ni para callar ninguna boca, que ni tengo tiempo ni necesidad. Casados están, la ley lo dice, así que si alguna boca quiere hablar, pues que hable. A mi la única boca que me podría haber aguado la fiesta era la de mi marido, y no pudo hablar el pobre. Yo era feliz también por él, porque le pasó lo que le pasó sólo unos días después de morir mi Andrés, porque se pasó casi todo el rato con tranquilizantes y a lo mejor no le dio tiempo a pensar cosas terribles, porque cuándo me preguntó entre lágrimas ‘¿por qué él?’, yo le callé la boca con un beso y no le dejé que siguiera pensando eso tan horrible que estaba pensando, y luego a los pocos días se quedó como un vegetal y ya no siente ni padece. Yo no sé si llegó a pensar aquello, si llegó a formarse aquella idea terrible en su cabeza, sólo sé que opinaba como usted, que mi Antonio era un degenerado y que debía avergonzarse de ser como es, y a mí me pa-rece que a lo mejor es por ideas y palabras desafortunadas como las suyas en ese libro espantoso que hay gente como mi marido que es capaz de pensar así de sus propios hijos. Gente como mi marido, buena gente, pero con ideas que les han metido en la cabeza. Prejui-

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cios ciegos de gente que no se para a sopesar el daño que pueden hacer con sus palabras. Gente como usted, doña Sofía. Sí, como usted. Que no conoce a mis hijos y se atreve a hablar de ellos.

Usted es reina y el servicio secreto supongo que le informa a usted de todo, pero ser modista tampoco es moco de pavo, doña Sofía. Si eres modista de barrio y tu hijo es homosexual tarde o tem-prano te enteras. Vaya que si te enteras. Les faltó tiempo para venir a contármelo. Por mi bien, claro, no para hacer daño. No para ver la cara que se me quedaba, ni porque les guste una novela más que a un tonto un lápiz, sino por mi bien. No porque sea nada malo, sino por el bien de una, para que una no esté engañada… Bien podrían haber dejado que me engañara un año o un par de años más. Más por mi Antonio que por mí. Por mi Antonio, sí, por mi Antonio, que no le dejaron tener su adolescencia, sus secretillos, su beso a escondidas en un portal, su corazón que se acelera cuando suena el teléfono… Que gracias a Dios no le han conseguido quitar todo lo que a algunos les habría gustado, pero su adolescencia sí que se la amargamos entre todos. Ya desde el colegio, con los curas y sus peroratas, y su infierno y su Apocalipsis. Y luego en casa, que vaya infierno que vivimos y vaya muro de silencio que levantamos entre todos, que parecía esto la casa de Bernarda Alba, que había más silencio que ahora, y eso que mi marido está hecho un vegetal y yo me paso el día leyendo, por cierto que me tengo que leer su libro para tener información de primera mano, a ver si al final usted no ha dicho lo que dicen que ha dicho. A mí en general me gustan mucho los libros de reinas porque traen cotilleos, pero son cotilleos que gustan, ¿verdad, Doña Sofía? Son cotilleos que no hacen daño, como ya llevan muchos años muertas, nadie se echa las manos a la cabeza por lo que pudieran hacer. De las de ahora no hay nada, se ve que son todas perfectas. Pero estábamos hablando de mi casa, y de lo que pasó cuando cayó la bomba. Pobrecito mi Antonio, qué mal debió sentirse, en el desayuno callar, y en la mesa callar, y por la noche en la sala callar, y callar y ver la tele, y cambiar de canal si salía algún chiste de mariquitas o los Martes y 13 haciendo de mariquitas

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o cualquier cosa que sonara mariquita. Estar su padre y yo hablando en la cocina, y callarnos al ver que él llegaba. Y mi Andrés sin saber nada, y preguntándose que era lo que le pasaba a su familia que an-daban por la casa como zombis de esos de las películas de muertos. Y yo en medio de todos, vaya papelón. Cómo me habría gustado que hubiera sido él quien lo dijera en casa, cuando él hubiera querido, pero no. Tuvieron que venir con el cuento cuando aún no era más que un niño, y no tenía a nadie con quien desahogarse, ni nadie en quien mirarse ni a quien pedir consejo. Y así más de un año, hasta que tuve que poner pies en pared y enfrentarme a su padre, que no quería mandarlo a estudiar fuera no se fuera a echar a perder con tanto vicio, y ahí fue donde yo salté como una leona y grité que yo no me había dejado los ojos haciéndole vestidos a las demás para que ahora mi hijo no pudiera estudiar lo que quisiera. Como que me fui a dormir al cuarto de la plancha hasta que me salí con la mía, bonita soy yo cuando me pongo, como usted, que no paró hasta que consiguió que su Felipe dejara a la noruega, o al menos eso dicen, que fue usted la que más se opuso a aquel casamiento, usted sabrá por qué, o a lo mejor no, a lo mejor no tenía motivos, igual que no los tiene para meterse con mis hijos, pero bueno, es lo que yo digo siempre, que cada uno sabe lo que hay en su casa y usted fue la que conoció a la muchacha al fin y al cabo, que yo sólo la conocía por foto, y había algo en ella que no terminaba de gustarme, fíjese usted lo que le digo, un rictus en la cara como de estar oliendo mierda, con perdón. A lo mejor era el saberse siempre en el punto de mira de los teleobjetivos, el saber que todo lo que hiciera iba a estar al día siguiente en boca de todo el mundo. Como le pasó a mi hijo, que no se le puso cara de estar oliendo a mierda porque es guapo y está guapo hasta comiéndose un limón, pero algo le tuvo que afectar estar todo el rato en el punto de mira, el hijo de Manuela la modista esto, Antoñito el de la modista lo otro, en fin, ¿qué le voy a contar a usted de chismorreos? De todas formas, todo cambió cuando se fue a estudiar fuera, parecía otro. Y en casa las cosas también mejora-ron. A Andrés le contamos lo de su hermano y se lo tomó bastante bien, hasta creo que empezaron a contarse más sus cosas. Algunos fi-nes de semana Andrés visitaba a Antonio en su piso de estudiantes,

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y entre que la casa se quedaba sola y que yo había vuelto a dormir con mi marido, se nos fue el santo al cielo y me quedé de mi Rubén. Menudo revuelo, con el arroz ya casi pasado. Ya teníamos otra vez contento al barrio.

No vea usted el genio que tiene mi Rubén, doña Sofía, cualquie-ra le tose. Es muy bueno, y muy cariñoso con todo el mundo, pero tiene un pronto que no vea usted cómo se revuelve. Éste para prín-cipe no habría servido, me parece a mí, seguro que estaba todo el día en la tele metiéndose con los periodistas, como el niño de la de Mónaco. El año pasado estaba yo en la cocina una noche bastante tarde, y le oí que llegaba. No quise hacer ruido porque se enfada si me pilla despierta, no le gusta pensar que estoy desvelada esperán-dole, y a mí no me gusta hacerles chantajitos como no sea para que coman, eso sí, siempre estoy detrás de ellos para que coman: ‘Cómete eso que te has dejado que si no me lo como yo y me pongo mala’, o cosas así, salidas de madre de toda la vida. ¿A usted los suyos le comen bien o son vegetarianos como usted? Yo en la comida sí me meto, pero en si salen o si entran no, yo con eso no les agobio, que disfruten, yo sé que ellos tienen cuidado en los sitios, y el chico está muy bien enseñado, como que mi Antonio está todo el día detrás de él. Total, que estaba mi Rubén cerrando la puerta y le sonó el móvil, y ¿a qué no sabe usted quién era? Qué va usted a saber, yo tampoco lo sabía porque al principio hablaba bajito, pero luego se fue calentando y resultó que era la novia de Rober, el hijo de mi vecina Margari. Yo la conversación entera no se la voy a contar a usted porque no vea usted el vocabulario, hay que ver la juventud de ahora qué boca tienen, pero bueno, es lo que ven y lo que oyen. La conversación entera no, pero con el final ya le vale a usted, cuando mi hijo le soltó a la niña que se metiera a su novio por ahí por donde usted sabe, que lo de Rober y él no había pasado de cuatro revolcones, que Rober no daba para más y que si ahora la había dejado que ella sabría por qué era, que de todas formas no se preocupara porque seguro que prontito volvía porque era un mierda y un acomplejado. Usted me perdona si entro en detalles así un poco subidos de tono,

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pero es que si quiero que conozca usted a mis hijos no tengo más remedio, porque ellos unos místicos no son, usted ya me entiende. A mí lo que me sorprende es que con este culebrón montado en el Instituto no haga llegado nada a mis oídos, con lo que le gusta a la gente el cotilleo. A lo mejor piensan que bastante tengo con lo que tengo y no se atreven a contármelo, o será que eso ya no es ningún escándalo a estas alturas, pero yo lo que sé es que de eso hace como un año y nadie me ha venido con el cuento. El niño cuando termi-nó de hablar entró en la cocina y me vio. Yo creo que no lo estaba mirando de ninguna manera, pero el muy sinvergüenza se me enca-ró. Que si estaba contenta, que ahora ya lo sabía, que le gustaban los hombres, que si algún problema. Ja, a mí con esas, no sé cómo no le arreé un bofetón, hay que ver los niños los disgustos que dan, yo que estaba ahí callada como una reina. Así que me levanté y lo agarré del brazo, porque ya se iba escaleras arriba para su cuarto y le dije que ya lo sabía, que lo tenía calado desde que era un crío. Hay que ver, los niños. ‘Mentira’, me dijo. Que él no tenía pluma –pluma es amaneramiento, majestad, como el de los modistos que le hacen a usted los vestidos-, que como iba yo a haber notado nada, que no me las diera de lista. ¿Pues no parece que le sentó mal que yo se lo hubiera notado? Yo creía que con Rubén iba a ser más fácil, como ya había pasado por eso antes con mi Antonio, pero qué va. Tonta de mí, pensar que todos los hijos son iguales, que estos dos hijos míos iban a ser iguales sólo por ser los dos homosexuales. ¿Y sabe lo que le digo? Que yo tan contenta. Sí, tan contenta, de que mi Rubén sí esté teniendo su adolescencia. A ver si se le pasa pronto.

Hoy venía usted en el periódico, majestad. Bueno, la verdad es que ya hace varios días que están todos los medios erre que erre con sus declaraciones, no se quejará usted del revuelo que ha levantado. Desde luego, si lo que quería es que se hablara de su libro, le ha sa-lido bien la jugada, a usted y al monseñor que le pidió el favor, que no vamos a echarle a usted toda la culpa. Hoy tocaba encuesta en un periódico local, que me lo he estado leyendo por encima antes de entrar a mi clase de pintura, y por si le sirve de algo le diré que había

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ganado usted. Según como se mire, porque no quisiera yo tener de mi parte a algunos de los que habían participado en la encuesta, no vea usted los comentarios que han dejado, todo menos equili-brados. Yo de cultura la justa, no puedo compararme con usted, pero por lo poco que sé de Historia, a mi me parece que se empieza fomentando el odio a los homosexuales y se termina mucho peor, que el odio es lo que tiene, que se alimenta a sí mismo y luego es muy difícil de parar. Hasta yo misma con lo tranquila que soy me he puesto de mala leche y no he sido capaz de pintar nada, no me sa-lían más que manchas. Quería responderles a todos y ponerles en su sitio. Sobre a todo a uno que me ha dado mucha grima, uno que iba de comprensivo pero es tan ignorante como todos los demás. Que si ‘matrimonio’ es la unión de un hombre y una mujer, que si lo dice el diccionario. Tonterías. Las palabras son palabras y no pueden cambiar, cambian las cosas. Un mechero se sigue llamando así, me-chero, aunque ya no tengan mecha hace años. Y las personas, igual. Las personas también cambian y no por eso se cambian de nombre. Yo no soy la misma que cuando nací, y me sigo llamando Manuela. Usted se sigue llamando Sofía, pero para mí ya no es la misma que hace unos días. Ni una reina de ahora es como las de antes, que por no tener hijos se las recluía en un convento o se las decapitaba, y na-die se extrañaba, pero eso ahora sería una aberración, ¿verdad, doña Sofía? Tan ofuscada me he puesto que me he salido de la clase antes de tiempo, y eso que para la espalda me viene muy bien estar de pie delante del caballete, con lo mal que estoy de las cervicales después de tanto tiempo cosiendo con la posturita, pero hoy no. Ya está una harta de escuchar tonterías. Menos mal que cuando he vuelto a casa me he desquitado, porque estaba allí mi Antonio con Esteban, que se habían quedado con mi marido para que yo pudiera ir al centro cívico a pintar. Yo les he dicho más de una vez que me da mucho apuro que tengan ellos que molestarse y trasponer hasta aquí para que yo me ponga a pintar monas, pero ellos vienen encantados. Como que me compré un caballete para pintar en casa y fueron y lo devolvieron. Luego me alegré, porque en la casa es un trasto un caballete, y luego que se te caiga la pintura al suelo recién encerado, quita, quita… Si tienen que trasponer, que traspongan, así los veo

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más, que anda que no disfruto yo viéndolos juntos a los dos, lleván-dose tan bien, que no van a ningún sitio el uno sin el otro. Luego ha aparecido el chico con un amigo, pero en vez de tirar corriendo para su cuarto como hace siempre se han quedado un rato con nosotros en la sala, y yo he aprovechado para sacar una fuente de gachas que no es por nada pero me han quedado riquísimas, con su miel y sus almendras y sus coscurritos de pan, que engordaban nada más mirarlas, aunque yo me las he arreglado para probar una cucharada nada más, a mí lo que me ha engordado es verlos a ellos comer. ¿Se puede estar orgullosa de cómo comen los hijos de una? Usted dirá que estoy loca, doña Sofía. Loca por mis hijos, que son lo único que tengo. Tan loca que no quiero que nadie me los toque, ni me los miente, y mucho menos una encuesta. Las encuestas son sobre cosas de las que se puede discutir. Mis hijos no se discuten. No se ponen en duda. Mis hijos son, doña Sofía. Son lo que son.

A lo mejor a usted le sorprende que yo hable de mis hijos, de lo que son, con tanta naturalidad, pero no crea que siempre ha sido así. Yo ahora hablo con mi Antonio de todo. Con mi Rubén también, pero menos, sólo hasta donde él quiere, como a los gatos cuando se les corta las uñas. Que se deja cortar dos, pues dos. Que se deja cortar una y después se quiere ir, bueno, pues una, ya te pillaré ma-ñana. Ahora bien, con mi Antonio, de todo hablamos, majestad. Yo nunca creí que podría hablar con un hijo tan abiertamente. Al prin-cipio me costaba más, que estas cosas requieren su entrenamiento, no se crea usted, pero ahora no sé qué haría sin esos ratitos a solas hablando con mi Antonio, y lo bien que nos entendemos. ¿Sabe lo que me ha dicho mi hijo alguna vez? Que parezco otro maricón, será sinvergüenza. A su madre. Pero lleva razón, yo he hecho todo lo posi-ble por entender a mis hijos, es lo que una madre debe hacer. Si me contaba algo que me escandalizaba, yo callada, yo asintiendo, que luego estaba la noche que es muy larga para intentar comprenderlo, y si ya se pasaba la noche y seguía sin comprenderlo entonces ya le preguntaba al día siguiente, o a los dos días, como quien no quiere la cosa, sin darle importancia. A lo mejor eso es lo que le ha pasado

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a usted, doña Sofía, que ha hablado sin pensar, que ha opinado de estas personas sin pararse a pensar que pudieran ser sus hijos o sus nietos. Yo es que no la entiendo a usted, doña Sofía, y menos siendo madre como es, usted me permite que se lo diga así tan frontalmen-te. Si yo sufro hasta con los hijos de las demás, si cuando veo una película de llorar me doy unos lotes de ídem que me quedo hasta temblona. Será que me pongo demasiado en el lugar de los otros, o será que me gusta tanto el cine que me creo que es de verdad. Anda que no he visto yo películas de temática gay con mi Antonio. Bueno, y de las otras también, pero las de mariquitas a mí me han ayudado mucho a comprender a mis niños. Todavía me acuerdo cuando mi hijo me llevó a ver ‘Beautiful thing’, que la estaban echando en un cine club del centro. No vea usted si había mariquitas allí, que yo le pregunté a mi niño, sorprendida, ‘Antonio, ¿pero todos estos…?’, y el se echó a reír. Bueno, pues no vea usted la película lo bonita, lo que yo pude llorar, lo que a mí me cambió la vida. Yo me puse de todos colores, majestad, de todos colores. Yo tenía una pena por dentro de ver a ese muchacho, uno de ellos, el moreno, con el panorama que tenía en su casa, una pena de no haber sido como esa madre, hay que ver qué madre, qué par de ovarios, cómo le planta cara al mundo. Y esas dos criaturitas al final, bailando abrazados, como en un cuento de hadas. Si no la ha visto usted, véala, doña Sofía, que ya verá como le gusta, que en el cine se aprende mucho, y en los libros. Yo sé que usted lee mucho, pero para mí que no le eligen bien los libros, si no, no me lo explico.

Me está diciendo mi Rubén que no me haga usted caso, que a él no le importa lo que usted diga, fíjese el niño cómo es de soberbio. Al hermano le da coraje que sea tan pasota. Le importa todo dos mierdas, con perdón. Todo menos su Instituto y sus estudios, las cosas como son, éste va a llegar lejos me parece a mí. Pero lo demás, dos mierdas. Anda que no tiene discusiones con su hermano por eso mismo. Como que en las últimas elecciones le tocó votar por primera vez y decía que no iba, y mi Antonio se puso hecho una fiera, y el otro, por oírlo a mi Antonio, más se emperraba en que

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no votaba, que todos los políticos son iguales. Y al final votó, yo lo sabía. Si en el fondo está loco con su hermano, ¿mi Rubén? ¿con su hermano? Loco. ¿No ve usted que ha sido como un padre para él? Como que es el único capaz de meterle por vereda. Así están, todo el día a la gresca. Como el día que salió del armario, ¿no le conté que se encaró conmigo y hasta se enfadó? Como decía mi padre: ‘Después que se pee, se enoja’. Bueno, pues al día siguiente le tocó al hermano. Exactamente igual que conmigo. Mi Antonio, quitándole importancia, le dijo que ya lo sabía, y va el otro y se pone gallito, que no le vacilara. ‘A ti es que te lo ha dicho mamá’, le dijo, lo primero. Yo siempre la mala. Y mi Antonio más se cabreaba. ‘Pero bueno ¿qué es lo que te molesta, niño? ¿Quién te está diciendo nada? Parece que quisieras que te lo pusiéramos difícil.’ Y el niño enrabietado, que él era un tío, que cómo se lo íbamos a haber notado. Y mi Antonio, que ya lo estaba viendo venir, ‘Y qué si se te nota, ¿de quién tienes miedo? ¿De tus amigos heteros?’ Ahí le dolió, no vea usted cuando le tocó a los amigos cómo se puso. A sus amigos ni se los menciones, que ellos sí que saben lo que le conviene, su madre y su hermano no, pero ellos sí. Hay que ver la vida lo diferente que ha sido para mis dos hijos. Mi Rubén, por lo visto, lo dijo en su pandilla cuando tenía dieciséis años, fíjese usted, doña Sofía. Y los amigos por lo visto, tan normal, como si les hubiera dicho que tenía una yogurtera en casa. Dieciséis años, o dieciocho que es lo que ahora tiene, y sin miedo al qué dirán. Pero digo yo que a ver si ha cambiado unos miedos por otros. Porque ese pánico que tiene a que se le note, y ese afán por ser el más fuerte, el que más deporte hace… No sé, parece que quiera callar no sé qué bocas. Sin necesidad. Lo que es no pararse a pensar, lo que es no escuchar. Si nunca lo han tenido tan bien los homosexuales para expresarse, para reivindicarse, si tú te puedes comer el mundo aunque te gusten los hombres, ¿de qué tienes miedo? Si tienes a tu madre y a tu hermano que te apoyan, que te quieren… Mi Antonio dice que antes, el que salía del armario estaba solo. Pobrecito mío, qué razón tiene. Más sólo que la una estaba, hasta que empezó a hacer amigos en el ambiente. Dice que antes había pocos lugares de ambiente, que había ciudades como aquí donde sólo había uno. Y todos coincidían allí, todos mezclados. Mi Antonio conoció a gente

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de todas clases, ricos, pobres, jóvenes, viejos, casados, catedráticos, traficantes… Dice que si yo hubiera visto con quiénes se juntaba me habría dado un walki-talki. Una taquicardia, doña Sofía. Es una broma entre mi hijo y yo. Pero él lo recuerda con cariño, dice que aquello le quitó de encima muchas tonterías, que aprendió muy rá-pido. Mi hijo, gracias a Dios, no vivió los tiempos de Franco, como usted, que sí llegó a conocerle, ¿verdad, majestad? Pero hubo gente que le contó historias terribles, hay que ver las cosas que les hacían a los mariquitas en los cuartelillos, si eso interesara, no voy a decir si eso se supiera, porque saberse se sabe, pero si interesara… Es la espi-na que me queda a mí con mi Rubén, que es mucho más libre, pero no sabe que lo es, ni lo que ha costado. Que será muy fuerte, y muy deportista, y mucho kárate, pero llega un niñato con novia, Rober, el de mi vecina, el mierda acomplejado según él, y le amarga la vida, que le he oído yo llorar por las noches, a mí no me engaña, que si Rober esto, que si Rober lo otro. Lo que diga Rober sí que importa, ahora lo que diga usted, que usted piense que debe encerrarse otra vez en el armario y no decirle al mundo lo que siente, eso a él no le importa dos mierdas.

Hoy ha venido mi Antonio a comer, y me he tenido que reír con él, y con su amigo Samuel, que tiene un arte, el puñetero. Me han puesto en el aparatito este nuevo, en el ‘aipod’, las fotos y los vídeos de su fiesta de Halloween, y no vea usted la envidia que me ha dado. Menos mal que luego vienen y me lo cuentan, que está una aquí más sola. Samuel se pasa a veces y me hace compaña, me cuenta sus penas, me cuenta sus novios, lo del internet, más entretenido que es, es como la tele, pero sin maldad… Ahora está como loco con la niña que va a tener, va a ser un padre estupendo, seguro, y la madre, su amiga de toda la vida, es muy buena chica también, cuando quiso quedarse lo tuvo claro, quién mejor que él. Como que es más buena gente este Samuel, yo siempre lo quise para yerno, y al final no pudo ser, pero mire usted por donde me va a hacer abuela, que yo no soy su madre, pero mi hijo y él son como hermanos. ‘Hermanas’, como ellos dicen. Además, ahora me alegro de que no acabaran juntos,

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porque anda que no es bueno mi Esteban, y lo quiere como la Me-lani al Antonio, una ‘jartá’. Mire, doña Sofía, esto en un principio era para desahogarme un poco, dos o tres folios nada más, pero yo cuando me pongo a hablar de mis hijos no paro, y usted dirá que Samuel no es hijo mío, pero es como de la familia, además que para que usted conozca bien a mis niños tendré que hablarle también de sus amigos, yo sé que esto ya se está empezando a alargar, pero tenga usted paciencia que es para bien. A mí también me cuesta escribir, que tengo la casa abandonadita y un cerro de plancha esperándome, pero es que me he propuesto convencerle a usted de lo equivocada que está. Se ha convertido usted en mi causa perdida, doña Sofía, que a lo mejor contándole las cosas con cariño se le quita a usted todo ese odio que lleva dentro, con lo malo que es el odio y lo que la reconcome a una. Yo por escribir no va a quedar, majestad, que escribir es como charlar y ya le estoy yo cogiendo gusto, así que le sigo contando lo de la fiesta de mi Antonio. Era la fiesta del moño bajo, no me diga usted que no tiene gracia. Mi Antonio iba de tenista, con su faldita de tablas y su polito blanco, y con una peluca horrorosa con un moño bajo muy fullero. Mamarrachoso total. Con esas piernas llenas de pelos. Y Samuel iba de cardenal, pero con moño bajo. ¿No le digo que tiene arte Samuel? Bueno, a lo mejor a usted no le hace gracia, pero usted se lo pierde. A mí cuando viene me alegra la tarde, que es un puro nervio, tan chico como es, que no vale dos gordas, y lo que se menea, que a nada que me descuido ya se pone a lavarme los platos si se me han quedado después de la siesta. Ahora viene menos, porque está a punto de ser papá y no quiere perderse nada del embarazo, pero aún así yo sé que siempre puedo contar con él, ya ve usted, doña Sofía, lo que no hace ninguna vecina por mí, lo han hecho los amigos de mi hijo, entérese usted de lo que le digo, que en cinco años que llevo con el panorama da tiempo para pedir muchos favores y que le echen a una muchas manos. Sólo Margari, Margari si que viene a verme. Y no sé qué es peor, porque a mí me da una cosa de saber lo que sé de su Rober y no decírselo. Pero yo no voy a ser quien se lo diga, que lo diga él cuando se decida, a lo mejor es una fase, solo. ¡Ay, las fases, doña Sofía! Si es que cuando una no quiere ver, se agarra a un clavo

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ardiendo, y se hace la ciega, y se pasa el día pelando patatas. Lo de pelar patatas es una broma por un documental que vimos mi hijo y yo en la tele. Era de un hombre casado que le gustaba vestirse de mujer, y salía a la calle travestido, y la mujer le compraba la ropa, las medias, los maquillajes… Hay que ver la vida como es, doña Sofía. Y a la pobre mujer, siempre que la entrevistaban estaba pelando patatas, dijo mi Antonio que era para no pensar. De ahí la broma. ¿Se figura usted que mi Fernando se despertara y fuera diferente? ¿Que le gustara vestirse de mujer? Hay que ver las cosas que se me ocurren, doña Sofía. Pues sabe que le digo, que yo daría lo que fuera porque se despertara, fuera como fuera, y poder hablar con él, que hay tantas cosas que no nos dijimos. Claro que tendría que decirle que el chico también ha salido como ha salido, y entonces no sé lo que le puede entrar por el cuerpo a lo mejor se duerme otra vez. ¡Ay, doña Sofía, qué difícil es la vida!

¿Ha visto usted, doña Sofía, en California, que han ganado los su-yos? Ya se han salido con la suya, y ya le han puesto a la Constitución un añadido, como si fuera un post-it, prohibiendo los matrimonios homosexuales, que digo yo que ya son ganas de marear a la Consti-tución, quitándole y poniéndole cosas según vaya la función, como si fuera una cupletista. No sé, pero yo cuando fuimos todos a votar la nuestra, la sensación que tenía era que una Constitución era una cosa muy pequeña pero muy grande a la vez, como una madre. A mi todo lo bueno me parece siempre una madre, hay que ver doña So-fía, usted dirá que soy muy simple. Pues yo digo que la Constitución de California estará harta de los políticos, todo el día debajo de sus faldas, como los niños: ‘A mamá vas’. Que aprendan a solucionar las cosas entre ellos, si se aprobó la ley, pues ya está, aprobada que-da, puñeta. El que no quiera usarla, que no la use. Pero ellos no, cada vez que algo no les gusta, otro añadido más, serán chapuceros. Eso es como si aquí le pusieran un anexo a la Constitución para prohibir, yo qué sé, que los enfermos de cáncer fumen marihuana para el dolor, o la investigación con células madre. Yo no sé qué tienen ustedes los de derechas contra las células madre, doña Sofía,

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si yo nada más que con el nombre ya me caen bien, una cosa que lleva en el nombre la palabra madre no puede ser mala, doña Sofía, hágame usted caso. Bueno, pues ya estarán contentos los republica-nos allí en California, ya tienen tranquilo al Dios ese hueleguiso y metomentodo en el que creen, que hasta para eso somos distintos. ¿Usted ha visto aquí en España a la Virgen del Rocío meterse en esas cosas? Tendría gracia. Hay que ver, doña Sofía, las cosas que me da por imaginar, se me va la pinza, como dice mi Rubén. Pero es que es-tas cosas si no se las toma una con humor, no hay como tomárselas, doña Sofía. Yo sólo de pensar que en un país tan poderoso como Estados Unidos haya tantísima gente que se cree lo de la Biblia a pies juntillas, lo del Génesis y todo eso, que Dios creó el mundo en seis días, y niegan la evolución, que es una cosa que ya está más que demostrada, si no, mire usted al Schwarzenegger la pinta que tiene de gorila. ¿A usted de verdad no le choca, con lo leída y estudiada que está, con la de museos que ha inaugurado usted, tener las mis-mas ideas que esa gente, meterse en el mismo saco? Porque a mí me da escalofríos que haya gente que pueda pensar así, y encima con la casa llena de escopetas. Yo si tuviera que vivir allí estaría más es-camada que un pavo en Nochebuena, con dos hijos homosexuales, figúrese usted. Iba yo a estar tan tranquila como estoy ahora, aquí escribiendo, haciendo tiempo hasta que venga mi Rubén, a ver si se le antoja algo de cena. Con lo desenvuelto que es, que no se tapa de nadie y muy bien que hace. Por cierto que son ya la una de la noche, ¿dónde andará? Mire, no me voy a preocupar, pero no le voy a negar que estos de California me han puesto a mí mal cuerpo, que cuando las barbas de tu vecino veas cortar… Que aquí hay muy pocos fachas, pero tienen a Rouco y a la Reina de su parte, y el 20-N está aquí a dos calles como quien dice.

No se va usted a creer lo que le tengo que contar, doña Sofía. A mi Rubén le gusta un chico nuevo. ¿Se acuerda usted anoche que yo lo estaba esperando para ponerle la cena? Bueno, pues nada más verle llegar, ya sabía yo que algo le pasaba. Algo bueno, por la carita de tonto que traía, y porque venía con la guardia muy baja, como

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que le pregunté si quería cenar y me dijo que sí, fíjese usted, que normalmente lo que hace es decirme que no lo agobie. Total que venía con hambre, yo le pregunté si se había fumado un porro, que me han dicho que dan hambre, y en seguida me arrepentí porque para una vez que está de buen humor, pero qué va, estaba contento. Así que le preparé un bocata. Le podía haber puesto uno de jamón, pero como veía yo que estaba por hablar me tomé mi tiempo, le descongelé una pechuga de pollo y se la pasé por la plancha, y se la metí en dos rebanadas de pan con una tortilla de dos huevos. Casi nada. Y yo preparándolo, con toda mi parsimonia, será que no soy yo capaz de hacer un bocata así en un cero coma, pero yo muy despacio todo, sin decir nada, hasta que empezó a largar, ya sabía yo que tenía la noche. Resulta que se conocieron en el chat y llevan ya hablándose como dos meses o así. Y a mi Rubén le gusta, pero claro, como está con el pavo que no se lo termina de quitar de encima. El niño por lo visto es de aquí, pero está estudiando en Madrid, y le ha dicho que por qué no se va allí con él un fin de semana. Y mi niño le ha dicho que no, pero yo sé que se lo está pensando. ‘¿Y por qué no le dices que sí, tonto perdío?’, le dije yo, pero dice el niño que no sabe, que una cosa es chatear y otra cosa es conocerse ya en persona, que ellos ya se han visto por la webcam y eso, pero que plantarse en Madrid no, que para una vez que va a Madrid no quiere estar con un tío, que un sábado está toda la peña de marcha y que mientras estuviera con él iba a estar pensando que están llenas las discotecas de tíos buenos, así con esas palabras, ya ve usted que no se corta, como para pasarse el fin de semana en plan romántico. Y yo que si no le gustaba lo suficiente, y él que sí, que le gusta mucho, y ahí es donde ya me descolocó, porque si le gusta, si le gusta tanto y yo sé que le gusta porque se lo noto en la cara, ¿cómo se le ocurre pensar en discotecas por muy llenas de tíos que estén? Estuve por enfadar-me, pero me contuve, y me lo tomé a risa. ¿Sabe usted lo que le dije? Que vaya a Madrid un lunes, que no hay nadie en las discotecas, y así está con él, o mejor un martes, que están abiertos los museos. Y me dijo que ya estaba él metido en un museo, que si iba del cuarto no iban a salir, que en la calle no hay más que lobas como la Jessica, que al final se ha quedado con el Rober, que si no tenía yo nada que

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decir, y yo, que ya tenía preparado el bocata, que había una coca-cola abierta en el frigorífico que no fuera a abrir otra. Que buenas noches, que si quería ir a Madrid ya hablaría yo con Antonio a ver si podía ir con él, que de ir solo ni hablar. Y él haciendo planes, que le había molado la idea de ir a verle entre semana, que así podía ir a la Fnac de allí que es la caña, por lo visto, y tiene no sé cuantas plantas. Ahora ya tengo tema otra vez para preocuparme, qué contenta estoy, doña Sofía.

Le voy a contar una cosa que me duele mucho recordar, doña Sofía. Hace dos años, ¿dos años hace ya, Manuela? Claro, si ya lle-van un año casados. Bueno, sí. Hace como dos años, mi Antonio se presentó en casa con una bolsa de ropa y me preguntó si se podía quedar unos días. Yo tragué saliva y no sé como me contuve las lágrimas. No le dije nada. Me senté con él en el sofá y se desahogó y me contó por encima. Esteban había tenido un desliz con un ami-go, un compañero de trabajo. Yo no sabía qué hacer, no quería ni preguntar, doña Sofía, usted me comprenderá que una madre hay cosas que no las quiere saber. Esteban se lo había confesado y quería arreglarse con mi Antonio, y mi Antonio no le dijo ni que sí ni que no, se fue para su cuarto y metió algo de ropa y su cepillo de dientes en una bolsa. Sólo le dijo que necesitaba tiempo. Un cese temporal, ¿sabe usted? Perdone usted, doña Sofía, que eso ha sido un golpe bajo, que no me ha gustado ni a mí, aquí no hay retranca que valga, no tiene gracia. En fin, que cuando llegó mi Rubén del colegio y nos vio a los dos en la sala llorando, se subía por las paredes. Quería ir a pedirle explicaciones a Esteban, dijo que iba a partirle la cara, el mequetrefe. Que todos los maricones eran unos promiscuos. Mi Antonio nunca le ha puesto la mano encima a su hermano, pero aquí yo sé que se contuvo. Yo no sabía dónde me iba a meter. Mi Antonio sacó fuerzas, no sé de donde. ‘No te preocupes, Rubén, que esto lo vamos a arreglar’, fue lo único que le dijo. Después cogió a su hermano y me dijo que se lo llevaba a dar una vuelta, que no los esperara levantada. Vaya noche pasé, doña Sofía, qué disgusto más grande. Yo quería llamar a Esteban, pero sabía que no debía meter-

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me. De todas formas las noches, como ya le he dicho, están para eso, para reflexionar e intentar comprender. Toda la noche estuve en vela, la noche entera, doña Sofía. Todas las campanadas del reloj las oí y las conté, todas las patadas a las latas, y las dos que siempre esperan el primer autobús en la parada de enfrente, que una de ellas es un poquito coja, con toda la conversación me quedé, que se con-taron de pé a pá la pelea que habían tenido dos en un concurso de la tele, y con ellas debió vencerme el sueño de puro aburrimiento, porque a mis niños no les oí llegar, fritita me quedé hasta después de las doce, que vino mi Antonio a despertarme. Me dijo que no me preocupara, que lo había solucionado al estilo de su padre. Sí, doña Sofía, es lo que usted se imagina, bueno no sé si se lo imagina usted, mi Antonio es que a veces hace cosas que la gente normal no las espera. Aquella noche se llevó a mi Rubén de ‘turné’ por todos los bares de alterne de la ciudad, para que se le abrieran los ojos un poquito. Es lo que hizo su padre con él, pero claro al padre no podía salirle bien. Dice mi Antonio que no hay nada para librarse de los prejuicios ‘heteros’ como conocer bien sus miserias, que está bien que el chico siga saliendo con su pandilla de siempre, pero que hay cosas que no está dispuesto a permitir, que el niño es libre de pensar lo que quiera, pero que si alguien tiene que meterle cosas en la cabeza sobre los homosexuales, desde luego no va a ser un grupo de imberbes que no han salido nunca del patio del colegio. ¿Ha visto usted lo bien que habla mi Antonio? Lo de Rubén parece que se solucionó ahí, ahora lo otro tardó un poco más. Usted no sabe lo defraudada que yo me quedé, doña Sofía, y el trabajo que a mi me costó no juzgar a Esteban por no guardarse la mismísima a buen recaudo, pero sabía que no debía hacerlo. Total, solo era cuestión de pasar unas pocas noches más en vela. Mi Antonio volvió a su casa con Esteban un par de meses después y desde entonces son felices. Todavía hoy me pregunto de vez en cuando si habrá vuelto a pasar o qué tipo de acuerdo tienen entre ellos, pero la única verdad es que yo los veo a gusto juntos y a una madre no se la engaña. Un truco que tengo es que cuando hablo con mi Antonio por teléfono le pido que me pase con Esteban, así a bocajarro, sin que se lo espere, y así me entero de si está al lado suyo o si está encerrado en otro cuarto.

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Mire usted si soy bruja, doña Sofía, pues no es nadie la Manuela para mirar por sus hijos. ¿Usted cree, doña Sofía, que esto que yo le he contado puede haberle afectado a mi Rubén? Porque siempre está diciendo que el amor no existe, que él no sirve para estar en pareja, que él no aguanta a ningún tío, que patatín, patatán… Yo sé que admira mucho a su hermano y sé que aquella historia le rompió muchos esquemas, y sé que es muy joven todavía, pero me da tanta pena oírle decir que él se va a morir solo… Como que ahora mismo subo a su habitación y me lo como a besos aunque no quiera.

La de cosas que tengo que contarle hoy, doña Sofía, qué día más largo, he hecho de todo. Después de comer, mi Rubén se ha subido a estudiar a su habitación y yo me he puesto a cosisquear antes de salir, porque Samuel se había empeñado en que me diera el aire. Ya sé que la aguja no debería ni cogerla, que me voy a quedar como una alcayata, pero me ha pedido el favor mi vecina Margari y no he sabi-do decirle que no, como tengo mala conciencia por eso que yo sé y que no le puedo contar. Yo lo hago con gusto, a mí es que me gusta coser, ojalá tuviera veinte años menos. A mí la edad no me pesa, pero no sabe usted lo que echo de menos el bullicio que había en esta casa, siempre llena de clientas, y las pruebas, yo callada, con los alfileres en la boca, y la clienta charlándome, y yo que sí a todo, yo muy discreta siempre, como usted hasta lo del libro, majestad. La de problemas que yo me he tragado de la gente, y nunca le he ido con el chisme a nadie, pregunte usted en el barrio, a ver qué le dicen. La Manuela, una tumba. Bueno, y no sólo en el barrio, que algunas para llegar aquí tenían que coger dos autobuses. Y del centro tam-bién he tenido clientas, y a todas las he sabido tratar, a todas siem-pre algo agradable que decir, y si se peleaban con el marido o con la cuñada, yo siempre quitándole importancia, nada de echar leña al fuego. Bueno, pues a lo que iba, que ha venido Margari a probarse el vestido para la boda de su sobrino y me ha contado que le ha faltado el canto de un duro para que su Rober la hiciera abuela. Yo me he quedado de piedra, menos mal que la chiquilla al final lo ha perdi-do, porque tan jovencilla… Y además, que ese muchacho,… Vamos,

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que no lo tiene claro todavía. Yo digo que menos mal. Al final con todo esto en la cabeza y cose que te cose se me ha ido el santo al cielo y me ha entrado un dolor de espalda que he estado a punto de no salir. Claro, hasta las seis y media por lo menos que ha podido venir mi Antonio a quedarse con su padre, no he podido salir yo para casa de Samuel, ya de noche. Yo le había dicho a mi Antonio que no ha-cía falta tanto trastorno, que se quedaba su hermano, pero qué va. Dice que mi Rubén lo que tiene es que estudiar, que la época de los mariquitas abnegados, toda la vida cuidando de unos y de otros para redimirse ya pasó hace años. Hay que ver la razón que tiene, todos conocemos a alguno de esos, ¿verdad, doña Sofía? En todos los pue-blos había siempre uno, el que vestía a la Virgen, el que adornaba el Santísimo, siempre metidos en la Iglesia, como pidiendo perdón… Bueno, pues Samuel me tenía preparada una sesión en el spa, y no vea usted lo bien que me ha sentado. Vaya masaje que nos han dado a los dos, con la música esa tan linda y el olorcito a chocolate, yo me habría quedado sopa si no es por la charla de Samuel, enseñándome la foto de la última ecografía de su niña y poniéndome al día de su última conquista, apuradísimo porque no sabe cómo se llama. Y yo como la que se escandalizaba, tirándole de la lengua, pero a la vez un poco cortada porque estaban delante los masajistas, pero eso a él le da igual. Me cuenta que el primer día no se dijeron el nombre, lo normal, y que luego se gustaron y se dieron los móviles, pero se llaman ‘niño’, ‘cari’, y cosas así de enamorados, así que no sabe cómo se llama. Total que uno de los masajistas salta y dice: ‘Haz lo que hice yo una vez. Queda con una amiga en tu casa y cuando llegue los dejas solos con una excusa y dejas que se presenten entre ellos. Luego sólo tienes que llamar a tu amiga y preguntarle cómo se llama tu novio’. Vaya carcajada hemos soltado los cuatro, que los que estaban esperando para el siguiente masaje habrán pensado la falta de seriedad del spa, que ni relajación ni nada. Luego hemos cenado en un restaurante japonés de lo más ‘fachon’, de esos que van pasando los platos por una cinta como la de los aeropuertos pero más chiquita, y tú coges lo que quie-res. Yo me he puesto tibia de sushi, mire que me gusta. Yo sé que eso no queda fino, coger tanto, doña Sofía, pero a saber cuándo salgo otra vez, que yo no quiero estar todos los días pidiendo favores. Mi

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marido es mío y me ha tocado a mí, ¿qué le vamos a hacer? ¿le voy a echar la carga a mis hijos? ¿A mi Rubén? Ni hablar, ese como dice su hermano, ese va a ser libre hasta para ser egoísta si le da la gana. Pero hay que ver lo bien que lo he pasado, y la falta que me hacía despejarme. No me había dado cuenta hasta que he llegado a casa y me he puesto a llorar como una tonta. Menos mal que no me he dejado convencer para ir a la sesión golfa, porque no habría dejado a nadie escuchar la película con los llantos, me parecía a Diane Kea-ton en esa que tiene con Jack Nicholson.

¡Ay, doña Sofía, no se puede usted imaginar lo que ha pasado! Mi marido ha hablado esta mañana. El niño ha venido corriendo a la cocina, que su padre había hablado, que había hablado su pa-dre, y yo que no, que cómo iba a ser eso, y él que sí. Dice que me ha llamado Manolita, fíjese, como me llamaba cuando estábamos de novios. Don Ricardo, el médico que lo lleva desde siempre, ha venido en cuanto ha podido, y me ha dicho que sí, que parece que está más consciente, pero que habrá que ver. Le parecerá a usted una tontería, pero ayer mismo parecía que yo me lo barruntaba. Mientras me dormía pensaba yo que como todo esto que yo le estoy escribiendo a usted se lo leo a él, me decía yo, mira Manuela que si ahora quisiera él añadir algo, si abriera la boca y dijera lo que piensa. ¿Usted se imagina, que mi Fernando haya estado entendiendo todo este tiempo, si todo lo que ha visto y oído le hubiera caído dentro y ahora es como si hubiera rebosado, como si no pudiera contenerse más? ¿Usted se imagina si al final todas las cosas que dijo usted de mis niños han tocado alguna fibra dentro de él? No quiero hacerme ilusiones, pero sería tan bonito, majestad, si pudiera yo mirarle a los ojos y decirle cuánto le hemos echado de menos sus hijos y yo. Me repito que soy tonta, que no debo hacerme ilusiones, pero llevan unos días pasándome cosas buenas y parece, no sé… A lo mejor es que me ha visto contenta y ha vuelto sólo un momento para darme un beso, como cuando éramos novios y yo era casi una niña y me llamaba Manolita. Hay que ver cómo soy, doña Sofía, la de letra pe-queña que tengo. Al ratito ha llegado mi Antonio, que se ha venido

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directamente del trabajo, y Margari con un par de vecinas más, y Samuel, que yo no sé cómo se ha enterado. En este barrio en cuanto pasa algo, todo el mundo se entera. Total que estábamos todos en la sala y adivine usted. Ha pasado algo que parecía una escena de pelí-cula, usted si algún día llega a leer esto, seguro que piensa que me lo he inventado. Ha aparecido Rober y se ha abrazado a mi hijo y le ha plantado un beso delante de todos. Parece que con lo del embarazo de su novia ha visto lo fácil que es destrozarse la vida y eso le ha dado fuerzas. No vea usted a las vecinas la cara que se les ha quedado. Y Margari, blanca de la impresión, hasta que ha reaccionado, menos mal, y ha dicho que si yo había podido con dos, ella podría con uno, y luego se ha ido para ellos y los ha abrazado, y después ellos se han ido de la mano, tan contentos, que sólo les ha faltado subirse a una carroza. No me diga usted que no parece un cuento de hadas, me he acordado de la película aquella de la que le hablé, ‘Beautiful thing’. Cosa de magia parece, majestad, pero de verdad que hoy era un día en el que todo podía pasar, un día de ensueño. Como que me da miedo que suenen las doce, doña Sofía, pero una cosa es cierta, que a mí este día no me lo quita nadie.

Son dos cosas, doña Sofía. Que mi Rubén lleva algún tiempo con más ganas de hablar que de costumbre, y que lo de el otro día en mi casa, como está pasando ahora, se lo tenía que contar. La actualidad manda, como dicen los locutores, pero no crea usted que me olvido de mi Antonio. Hoy toca hablar un poco de él, no sea que le coja pelusilla a su hermano cuando lea esto. Lo que pasa es que es difícil, no sabe una por dónde empezar, de tanto como sabe una. Porque éste ha vivido ya mucho, no es como mi Rubén, que apenas ha salido del cascarón. Vaya por Dios, ahora es Rubén el que se me enfada si lee esto. Mire usted, doña Sofía, yo voy a escribir lo que se me venga a la cabeza, sin pensar, como usted con el libro, aunque ya ve usted la que lió usted por no pararse a pensar. Yo tengo la suerte de que mi Antonio me lo ha contado siempre todo. A veces, cuando le he visto que soltaba un libro, he apagado la tele y me he puesto a leerlo, y después lo he comentado con él si no era

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demasiado complicado o demasiado verde, que algunos la verdad es que me daba no sé qué. Y con el cine igual, me lo he tragado todo, hasta las de Almodóvar, que hay algunas que una madre no las puede comprender. En fin, voy a empezar por lo primero que se me viene a la cabeza, su primer novio, o el primero del que yo me enteré. Novio por llamarle algo, porque estaba casado, así que ya se puede usted figurar. Casado y bien casado, todo un señor respetable con tres hijos monísimos, de una familia de esas de las de toda la vida, y un apellido de esos que quedan tan bien en las esquelas. Al principio mi Antonio no le tomó en serio, como estaba casado. Se aliviaban entre ellos y ya está, así de franca le voy a ser, o al menos eso creía mi hijo, porque cuando el otro se cansó de él, mi Antonio lo pasó fatal. A usted a lo mejor le parece una monstruosidad poner en peligro un matrimonio, pero aquel señor salía por las noches a buscar ya sabe usted qué, y si mi hijo no se lo daba, la noche es larga, usted ya me entiende: ‘Quien busca, halla’, dice el refrán. De todas formas no se preocupe usted, que no fue mi hijo el que terminó con aquel matrimonio, sino una cirrosis con más mala leche que el Papa este de ahora, que se llevó por delante a la mujer, pobrecilla. Tenía que haber salido a aliviarse ella también, pero supongo que o estaba demasiado enamorada o su tío paterno, que era algo muy gordo dentro de la Iglesia, a lo mejor no le aconsejó bien. Ya sabe usted que para los curas las palabras ‘resignación’ y ‘mujer’ son indisolubles, como el matrimonio… ¿Sabe usted qué le digo, doña Sofía? Que por mucho que esta historia me sirva para poner en evidencia más de cuatro cosas, no voy a seguir, ni siquiera le voy a contar a usted lo que fue de aquel señor, y ni siquiera le voy a desvelar su nombre, aunque lo mismo hasta se han conocido en alguna embajada, co-miendo bombones. En vez de recordar lo que pasó como algo vivo, más bien parece que repito la historia como algo que me aprendido de memoria, y seguro que mi hijo coincide conmigo en que ahora, con los años, este cuento suena a antiguo y repetido, como las leta-nías, suena a rancio. A mi Antonio el que de verdad le caló hondo fue Víctor, le voy a contar y ya me dirá usted, doña Sofía, si no es una pena.

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Antonio tenía veintinueve años cuando conoció a Víctor, y fue un flechazo. Víctor era un poco más joven, tenía veinticuatro o así, y lo tenía todo para volver loco de amor a cualquiera que se le pu-siera por delante. En palabras de Samuel, era guapo con balcones a la calle. La verdad es que el chico lo valía a pesar de que no se daba pisto ninguno, más bien al contrario. Era un muchacho bastante asalvajado en todo. Un día lo veías con barbita de cuatro días, y pen-sabas, ‘mira, se la ha dejado como Miguel Bosé’, pero al cabo de los días volvías a verle y le había seguido creciendo, y así seguía hasta que mi hijo, su madre o su jefe le convencían de que debía afeitarse. El pelo lo tenía igual que la barba, ensortijado y rebelde, pero nada que un peine y un buen chorreón de colonia de baño no pudieran arreglar. Mi hijo y Samuel le conocieron el mismo día, en el cumpleaños de una amiga, y tiene gracia Samuel cuando lo cuenta. ‘No veas tu hijo, la mosquita muerta, cómo se fue para él. Lo dejo un momento, lo justo de ir al baño y retocarme el corrector de ojeras, y ahí tienes a tu hijo, con toda esa poca vergüenza que tienen los suavones como él, tú me perdonas que yo sé que tú lo quieres como tu hijo que es, pero tu hijo siempre ha sido un suavón. Para uno que parece mismamente hetero, y se lo lleva él’. Y era cierto que lo parecía, doña Sofía. Así que, al menos para la mayoría del ‘mundo gay’ mi hijo había conseguido lo máximo, el paraíso. La verdad es que juntos eran una monería, parecía difícil entender por qué mi Antonio cortó con él. Y no crea usted que ya no estaba enamorado, porque yo sé que un retalito pequeño de su alma se quedó allí en aquel piso donde se fueron a vivir. Pobrecito Víctor, también fue difícil para él, daba mucha impotencia, una no sabía qué pensar, daba la impresión de que mi Antonio no quería ser feliz. En vista de que Antonio no decía nada y parecía como en estado de shock, le pregunté si había algo que yo no supiera. ‘¿Te ha hecho algo?’ le dije, yo poniéndome en lo peor, como cualquier madre. Sólo me dijo que estuviera tranquila, que no había habido nada raro, que necesitaba aclararse las ideas. A Samuel también le pregunté y no sabía nada, sólo me comentó que últimamente Antonio le había llamado más a menudo y cuando quedaban no parecía estar mal, al contrario, tenía ganas de reír y de hablar. ‘Bueno, pues ya nos contará’, le dije yo a Samuel. Y entonces un día estábamos cenando y empezó a hablar.

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Me preguntó por su padre, fíjese usted. Quería saber si teníamos co-sas en común, si hablábamos de algo que no fueran nuestros hijos. Yo le dije que sí, que al principio sí, que como todo el mundo. Me preguntó si alguna vez habíamos ido juntos al fútbol o él había ve-nido conmigo al mercadillo a buscar alguna ganga, si alguna vez yo me había puesto con él a cambiar las bujías o él se había fijado en lo tremenda que era aquella copla de Juana Reina. Me dijo que siem-pre había pensado que una pareja homosexual tenía más de que hablar, una cultura o subcultura gay, llámelo usted como quiera, pero ya sabe a lo que me refiero, los setenta, Dinastía, Fellini, Rafae-lla Carrá,… Todo aquello era desconocido para Víctor, que nunca había encajado bien en los sitios de ambiente. Creía, como muchos, que en esos sitios todos van a lo que van. Lo mismo que mi Rubén, nunca tuvo necesidad de dejar a sus amigos de la infancia. Mi hijo pensó al principio que era su forma de ser, pero poco a poco empezó a pesarle. Tampoco podía discutir con él sobre el tema, porque no se puede decir que no se esforzara, al contrario. Era una persona muy dócil, y casi nunca perdía la sonrisa. Si mi Antonio quería ir a la inauguración de tal sitio, allá que iban los dos, pero Víctor no en-cajaba, incluso aunque se lo pasara bien. Se lo voy a explicar, doña Sofía, porque a mi me costó trabajo cogerlo al principio. ¿Usted ha visto los cumpleaños de sus nietos? Están los niños, que son los que de verdad se lo están pasando bien, y están los padres, que en reali-dad se aburren, pero les gusta ver a sus hijos disfrutar. Así era Víctor cuando estaba con Antonio y sus amigos. Se lo pasaba bien, pero como si estuviera en una fiesta caribeña en un crucero. Aquello para él no era una forma de vida, algo que a mi hijo le tocaba bastante las narices, porque de hecho fueron esos amigos, con su especial forma de ser, los que no le dejaron hundirse cuando todo lo demás, inclu-yendo su familia, le falló. Cuando salían con los amigos de Víctor tampoco funcionaba. Víctor era el único gay de la pandilla y a sus amigos aquello les tenía entusiasmadísimos. Así que mi Antonio tenía que pasarse la noche esquivando las preguntas salidas de tono de los otros chicos. Por lo visto para Víctor era lo normal, eran cosas de tíos, algo a lo que ya se acostumbraría con el tiempo. Había algo de paternalista en su actitud, como si se diera por supuesto que era

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Antonio el que debía liberarse y salir del ‘gueto’ en el que había esta-do encerrado hasta entonces. Tal vez en ese momento habría estado bien discutir, pero Víctor era tan dócil que seguro que lo habría in-tentado arreglar todo invitando a mi hijo a una copa en el bar gay de su elección. Entonces mi hijo intentó aceptar que eran diferentes. ‘No somos una pareja tradicional –se dijo-. No tenemos por qué ir juntos a todas partes’. Así que empezaron a salir por separado algunas veces, pero no resultó. Poco a poco dejó de ser feliz, aguantó un tiempo y cuando no pudo soportarlo más, le dejó, pero aún le quería con toda su alma. Se querían mucho los dos, pero alguien, o algo, había levantado un muro entre ellos. Es escandaloso, doña Sofía, como la sociedad, la educación, o quien sea, ya le digo, puede convertir a dos personas en seres tan diferentes que no pueden estar juntos aunque se quieran. Un escándalo, doña Sofía, una pena muy grande. Ya se lo advertí que era triste esta historia.

Qué triste lo de ayer, Doña Sofía, con lo contenta que estoy yo hoy. Ya ha nacido la niña de Samuel, qué bonita es y qué ‘retotollúa’. Estaba el padre que se le caía la baba, y a Mireia, la madre, ya ni hablamos, qué cara de felicidad. Hay que ver cómo son las cosas, un homosexual y una lesbiana, una pera y una manzana, padres de una niña, ¿cómo lo llaman a eso ustedes? Familia no, qué barbaridad, mucha gente junta no forman una familia, eso más bien será un rebaño, o más bien una manada, que lo de rebaño suena un poco a pueblo de Dios, y estas cosas a Dios no le agradan en absoluto. No le voy a negar, doña Sofía, que me he puesto a pensar en las cosas que esta niña tendrá que oír sobre sus padres y me ha dado una lás-tima… Eso seguro que tampoco lo ha pensado usted, ¿verdad, doña Sofía? La de cosas que debería usted haber sopesado antes de darle carnaza a esa mártir de la humanidad y del rigor periodístico. ¿Qué cree que pensará esa niña de usted cuando sea mayorcita y lea lo que dice usted de sus padres en ese libro? Todo eso estaba yo pensando cuando me la pusieron en los brazos y a mí ya se me olvidó todo, yo ya no veía más que esa carita tan divina y ese cuerpecillo requete-precioso, y esas carnes que daban ganas de hacerle pedorretas. Anda

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que no va su abuela Manuela a mimarla y a hacerle vestiditos. Qué lástima que mis niños se lo hayan perdido. Resulta que mi Rubén estuvo chateando el otro día con su amigo de Madrid y le contó que está otra vez con Rober. El otro se lo tomó bien, vamos, pero que muy bien, como que le dijo que lo de visitarle seguía en pie, y que podían ir los dos, que tiene una habitación vacía en el piso, así que se ha tirado unos cuantos días detrás de su hermano como un perri-llo, y mi Antonio haciéndose de rogar, aunque también le apetecía dejarse caer por allí con Esteban. Lo que pasa es que no quería dejar-me sola, por si su padre volvía en sí, pero dice don Ricardo que eso no es tan fácil. Don Ricardo es que no quiere desanimarme, por eso no me lo dice claramente, aunque yo lo sé. Una cosa es que me lla-me, así como en un sueño, o que parezca que escucha, y otra cosa es que vuelva a ser el que era. Pero bueno, yo soy feliz así aferrándome a estas cosillas. Hoy por ejemplo le estaba leyendo un poema y me ha apretado la mano, no vea usted qué ilusión me ha hecho. Diez minutos antes y me habría dado tiempo a contárselo a mi Antonio, que me ha llamado desde Madrid. Al final no le he dicho, doña Sofía, que mi Antonio se ha dejado convencer, así que esta mañana se han montado los cuatro en el AVE y allí están, a lo mejor se los cruza usted por la calle sin saber que son ellos, aunque no creo que frecuente usted el barrio de Chueca, con tanta perversión. Espero que lo estén pasando bien, porque yo no voy a descansar hasta que los tenga aquí de vuelta. Ya sé que no les va a pasar nada, pero yo si no los tengo como las gallinas, debajo del ala, no estoy tranquila. Y ellos, de su madre, ni se acuerdan, como se lo están pasando bien. Mire usted mi Rubén, tantos besos, tantos besos, y todavía ni me ha llamado, y encima con el móvil descolgado. Dice su hermano que estaban visitando el Prado, por eso me ha saltado la voz esa pesada del contestador. Pero vamos, que son las diez y media de la noche casi. Ya estará el Prado más que cerrado, y ni una llamada perdida, ni un mensaje, hay que ver. Bueno, le voy a dejar, doña Sofía, que quiero ver si soy capaz de mandarles una foto de la niña con el mó-vil, a ver si así me llaman de una vez.

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La verdad es que cuando empecé esta carta tenía pocas esperan-zas de que la leyera usted, y aún así quise terminarla. Quería plas-mar todo mi sentir y mi experiencia como madre, con la esperanza de que algún día pudiera llegar a sus manos y hacerle cambiar de opinión. Es curioso, pero ahora que tengo la certeza de que su con-tenido llegará a sus oídos, no estoy segura de querer terminarla, y sólo la amargura me empuja a ponerme otra vez frente al papel. Ya no escribo para usted, doña Sofía, no merece la pena. De hecho hace unos días tuvimos la ocasión de conocernos y fui yo la que no quiso, como ya le habrán dicho sus asesores, y no sé si me siento orgullosa de ello. Tal vez debería haberla conocido en persona y haber dejado que nos visitara. A lo mejor le habría impresionado nuestra historia y habría rectificado sus palabras, esas palabras que tanto dicen de usted, doña Sofía, pero nunca lo sabremos, porque nadie pudo convencerme. Ni su jefe de prensa, ni la directora del hospital, ni el alcalde de Madrid. Nadie, doña Sofía. Esa foto no se la iba yo a poner en bandeja, y tengo muchas razones. Cada lla-mada angustiosa de mi Antonio, buscando a su hermano por los hospitales es una razón, una razón cada kilómetro hasta llegar a Madrid Margari y yo, sin saber si las esperanzas que nos daban eran ciertas o debíamos prepararnos para lo peor. Cada insulto, cada gol-pe, cada patada que aquellos canallas le dieron a Rober y a mi hijo le alejaba a usted de esa habitación donde se le iba la adolescencia a medida que la vida le volvía. Yo ya no sé qué pensar, doña Sofía, ya le digo que no estoy orgullosa de este rencor, pero supongo que a veces las personas como yo tenemos que olvidarnos de los nobles sentimientos para sobrevivir. Al final parece que podrá usted leer esta carta, o no, quién sabe. A lo mejor le aconsejan que no la lea. A lo mejor sus asesores le hacen un resumen, o peor, a lo mejor su amiga Pilar se la cuenta a su manera. Yo ya sé lo que dirán. Dirán que una mujer como yo no es capaz de escribirla, que alguien me dictó lo que tenía que decir. Indagarán en mi pasado, en mi familia, y a lo mejor, en su esquizofrenia, dirán que tenía un tío comunista, como si eso fuera una deshonra. A mi me da igual, es verdad que he

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renunciado a mi sueño. Mi sueño era sentarme con usted, de tú a tú, y que usted me contara lo que le habían parecido mis palabras, un poco duras tal vez, pero sinceras. Eso es lo que yo quería con esta carta, pero eso ya no es posible, porque esta carta se va a publicar, y ya no será lo mismo, parecerá una historia. Hablarán de ella los que no saben nada, porque será una historia más y ya no será nunca más mi historia, la que yo quería contarle a usted. Dirán que me he vendido, que estoy sacando provecho del dolor de mis hijos, y será verdad, pero ya le digo que la gente como yo hace a veces cosas innobles para salir adelante. El dinero no creo que dé para mucho, pero al menos mi Rubén, cuando se ponga bueno del todo, podrá estudiar lo que quiera, que ya está quejándose de que está perdiendo el curso. Y yo podré pagarle a alguien que le haga falta, para que se quede con mi marido de vez en cuando y poder salir a la calle a que me dé el aire, fíjese usted qué frivolidad, doña Sofía. No sé qué voy a hacer con tanto tiempo libre. A lo mejor monto una asociación, para hablarles a las madres de mis hijos, de lo que les pasó, de lo que les podía pasar a los suyos. O a lo mejor sigo dándole a la plu-ma, y escribo cuentos para Manuela, la hija de Samuel. ¿Se imagina usted que me los publicaran y acabara leyéndolos su nieta Leonor? Tendría gracia, viendo cómo hemos acabado. Me pregunto si tendrá gracia para usted, si su corazón privado de emoción y de cualquier humanidad será capaz de traducir los sentimientos vertidos en esta carta, y lo dudo. Así, sin más, un poco bruscamente y tal vez con cierta falta de protocolo, convencida de que no tenemos nada más que decirnos, me despido.

Sinceramente,Manuela.


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