imaginar la nacion

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1 CUADERNOS 2. 2. Imaginar la Nación (1994) Coordinadores: François-Xavier Guerra y Mónica Quijada

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CUADERNOS Nº 2.

2. Imaginar la Nación(1994)

Coordinadores: François-Xavier Guerra y Mónica Quijada

2

INDICE

INTRODUCCION: EPIFANIAS DE LA NACION…………………… 3 – 8François-Xavier GUERRA

¿QUÉ NACION? DINAMICAS Y DICOTOMIAS DE LANACION EN EL IMAGINARIO HISPANOAMERICANO…………. 9 - 34DEL SIGLO XIXMónica QUIJADA

IMAGINANDO EL PASADO: EL MITO DE LAS

RUINAS DE PALENQUE. 1784 -1813 ……………………………….. 35 - 63Rosa CASANOVA

IDENTIDADES E INDEPENDENCIA: LA EXCEPCION……… 64 - 94

AMERICANA.

François-Xavier GUERRA

¿NACION MODERNA O REPUBLICA BARROCA?...................... 95 -126

MÉXICO 1823-1857.

Annick LEMPÉRIERE

LA NACION COMO SOCIABILIDAD. EL RIO DE……………… 127 -151

LA PLATA. 1820-1862.

Pilar GONZALEZ BERNALDO

OTRAS NACIONES: SINCRETISMO POLITICOEN EL MEXICO DECIMONONICO. ……………………………… 152-181Antonio ANNINO

NEGROS, INDIGENAS E IDENTIDAD NACIONAL

EN COLOMBIA. ……………………………………………………… 182 -202

Peter WADE

REFERENCIAS……………………………………………………….. 203 -206

3

INTRODUCCION: EPIFANIAS DE LA NACION

François-Xavier GUERRA*

Los estudios sobre la “nación” han empezado a multiplicarse entre especialistas

desde hace ya varios lustros, incluso antes de que el hundimiento del imperio soviético

hiciera resurgir de manera violenta en Europa, un problema de “nacionalidades” que

muchos habían creído definitivamente superado. La reaparición de esta temática se

explica por razones diversas y, en parte, contradictorias. Por un lado, el traumatismo

provocado en Europa por la exaltación “nacionalista” de la nación, tal como se

manifestó en las dos guerras mundiales, llevaba, más o menos explícitamente, a

relativizar su primacía y preparaba la superación del Estado-nación. Por otro, la

descolonización y los “movimientos de liberación nacional” del llamado Tercer Mundo

llevaban tanto a una valorización de la reivindicación “nacional”, como a analizar las

condiciones de emergencia y la naturaleza de este nuevo nacionalismo que,

frecuentemente, aparecía como anterior a la nación. De todos modos, por uno u otro

camino, y antes —repetimos— que la descomposición del bloque soviético y el

sangriento conflicto de la ex-Yugoslavia, plantee estos problemas con una urgencia e

intensidad nuevas, la reflexión sobre los orígenes y la definición de la “nación”, del

sentimiento nacional, del nacionalismo estaban ya convirtiéndose en un importante

tema de investigación1.

América latina no podía quedar al margen de esta reflexión y, efectivamente,

desde hace unos años han empezado, a multiplicarse con enfoques muy diversos los

estudios sobre este tema2. Unos han privilegiado la óptica política: la relación entre la

nación y el Estado, ya sea bajo su aspecto institucional, o bajo el de las prácticas

políticas. Otros han insistido más sobre los aspectos culturales: primero, sobre la

formación de la conciencia criolla o de las identidades particulares de tal o tal región en

la época colonial; luego, sobre los imaginarios, las memorias, los lenguajes de todo

tipo, por los que se construían y en los que se cristalizaban los proyectos nacionales de

los nuevos estados.

Sin pretender sintetizar aquí los resultados de esos estudios3, señalemos algunos

* Universidad de Paris I. 1 Una buena reflexión sobre esta historiografía — hasta el momento de su redacción — se encuentra en Eric HOBSBAWM, Nations and Nationalism since 1780. Programme, Myth, Reality, Cambridge University Press, 1990, 2 Cfr. para una extensa panorámica sobre el tema, el artículo de Mónica QUIJADA en este mismo número. 3 Una síntesis reciente de estos múltiples enfoques, es la obra colectiva, patrocinada por el Forum International des Sciences Humaines: A. ANNINO, L. CASTRO LEIVA y F.-X. GUERRA (ed.), De los Imperios a las Naciones. Iberoamérica, Zaragoza, Ibercaja (en prensa). .

4

puntos sobre los que existe un acuerdo relativo y también aquellos otros que siguen

estando aún controvertidos. Entre los primeros, sobresale esencialmente la afirmación

del carácter no “natural” sino “artificial” o “construido” de la nación y la necesidad, por

tanto, de estudiar los procesos —largos o menos largos— de esa construcción. Los

segundos son mucho más numerosos: ¿que relación existe entre el progreso de la la

modernidad y la aparición de la nación? ¿cómo surge la nación moderna tal como

empieza a imponerse a finales del siglo XVIII, con la independencia norteamericana

primero y sobre todo después con la revolución francesa? ¿cuáles son las causas —

políticas, culturales, económicas…— que provocan su emergencia? ¿qué designamos

con el término “nacionalismo”? ¿la victoria de la “nación” es definitiva? ¿existe una

alternativa al modelo del Estado-nación?

Es evidente que no pretendemos dar aquí una respuesta general a estas

cuestiones complejas. Nuestro intento es, a través de varios estudios sobre la

problemática de la nación en América latina, contribuir a una mejor comprensión de

problemas análogos en otros países. En el curso de estos estudios irá apareciendo la

constelación de conceptos e imágenes que giran en torno a la nación: reino, Estado,

república, patria, pueblo, pueblos… Una buena parte de los debates e interpretaciones

sobre la nación se verá así clarificada, al mostrar la polisemia considerable que, en el

tiempo y el espacio, dichos conceptos e imágenes poseen. El caso latino-americano nos

parece particularmente adecuado para este intento de clarificación. En efecto, por un

lado, la amplitud de esta área geográfica y la diversidad de sus “naciones” permiten

estudiar la pertinencia de los criterios utilizados para definirla. Por otro, la singularidad

de América latina es tal que permite distinguir bien en el fenómeno nacional lo esencial

de lo accidental.

Su singularidad, en efecto, es considerable, sobre todo en la América

hispánica. Primeramente no hay que olvidar que, como los Estados Unidos, los Estados

hispano-americanos son estados nuevos que se incorporan muy precozmente al

“concierto de la naciones”. También se cuentan entre los primeros que, para fundar su

independencia, apelan a la soberanía de la nación o de pueblos, sin que esta

reivindicación esté precedida por movimientos que podrían ser calificados de

nacionalistas.

En segundo lugar, en el campo de la causas que explican la aparición de

esta nuevas “naciones”, no son operativas muchas de las razones dadas para explicar el

nacimiento —más tardío— de los movimientos nacionales en Europa. No es operativo,

por ejemplo, ligarlas al triunfo de la economía moderna y a la aparición de nuevos

grupos sociales. Cierto es que el último tercio del siglo XVIII fue para muchas regiones

de la América hispánica, un tiempo de expansión económica, pero es difícil sostener

que ésta representara una solución de continuidad con las estructuras económicas o

5

sociales anteriores. Tampoco, es aquí satisfactoria una explicación basada en una

modernización cultural — alfabetización masiva, individualización, disolución de los

vínculos comunitarios tradicionales, etc. — que haga necesaria la construcción de una

nueva identidad, puesto que, aunque también hubo a finales del siglo XVIII un esfuerzo

notable de escolarización, la alfabetización en vísperas de la Independencia estaba lejos

de ser masiva y, sobre todo, los cuerpos, los vínculos y los valores de la sociedad

tradicional seguían siendo dominantes4.

La relación entre la afirmación de la nación y la modernidad política es

muy peculiar en nuestra área, y este es el tercer punto que queremos señalar. A

diferencia de muchos ejemplos europeos del XIX o de países extraeuropeos del XX en

los que la aparición de la reivindicación “nacional” aparece ligada a la existencia de un

régimen representativo que, al favorecer a una “nacionalidad” mayoritaria, provoca la

reivindicación de las minorías, los dos fenómenos se producen simultáneamente en

Hispanoamérica: la instauración de un régimen representativo moderno y la aspiración

a la soberanía nacional son inseparables. Y ambas, además, aparecen bruscamente sin

prácticamente ningún antecedente, al producirse la gran crisis de la Monarquía en 1808.

En fin, y ésta es, sin duda, la originalidad más fuerte de nuestra área, la

“nación” que justifica la independencia, no está basada en una “nacionalidad”,

entendida ésta como una comunidad dotada de un particularismo lingüístico y cultural,

religioso o “étnico”5. América latina es un verdadero mosaico de grupos de este tipo,

pero ninguna “nación” latino-americana corresponde, ni pretendió nunca corresponder,

a ninguno de esos grupos. Al contrario, los forjadores de los nuevos Estados,

esencialmente las élites criollas, comparten todo lo que en otros sitios constituye una

nacionalidad: el mismo origen europeo, la misma lengua, la misma religión, la misma

cultura, las mismas tradiciones políticas y administrativas. Más aún, desde este punto

de vista, su semejanza con los habitantes de los reinos españoles de la Corona de

Castilla es considerable. Así enfocado, el problema de América hispánica es cómo, a

partir de una misma “nacionalidad”, construir naciones diferentes6.

Diríase que sólo queda entonces como explicación posible del surgimiento

de las “naciones” hispanoamericanas, suponer la existencia de comunidades territoriales

dotadas de una fuerte identidad cultural —reinos o provincias—, que serían como

proto-naciones, o naciones de tipo antiguo, análogas a lo que eran en la Edad Media y

moderna algunos reinos europeos —Francia, Inglaterra, Castilla, Portugal o Cataluña

4 Cfr. para una síntesis clara de esas diferentes teorías (E. Gellner, A. Smith, B. Anderson, etc.) Chris SOUTHCOTT, Au-delà de la conception politique de la nation, Communications, Paris, Le seuil, n° 45, 1987, pp. 51 y ss. 5 Utilizamos aquí esta palabra tan a la moda y más ambigua aún que la nación, como designando un grupo humano que se define por un origen común —¿racial?— real o supuesto. 6 El caso de Brasil es diferente, pues en él, la independencia fue simplemente la ruptura con la metrópolis, sin la desintegración territorial de la América hispánica.

6

—. Pero, la relación entre identidad cultural y aspiración al ejercicio pleno de la

soberanía dista mucho de ser evidente. Las “naciones” hispanoamericanas que aparecen

con la Independencia, no corresponden, en la mayoría de los casos, a comunidades

humanas dotadas de una fuerte identidad cultural. Es verdad que algunas de ellas, como

México o Perú, habían avanzado ya bastante en esta vía a finales del siglo XVIII, pero

paradójicamente es en estas dos regiones en donde el lealismo hacia la Corona de

España fue más intenso, y la independencia más tardía. Por el contrario, las regiones

más precozmente independentistas —Venezuela, el Rio de la Plata o Nueva Granada—

poseían identidades culturales muy embrionarias.

¿Cómo abordar entonces el tema de la nación? Reflexionar sobre ella es

salir en busca de una figura a la vez omnipresente y proteiforme en la historia de los

dos últimos siglos. Con ella nos encontramos desde finales del siglo XVIII, presidiendo

al nacimiento de los Estados Unidos, triunfante y soberana en la Revolución francesa,

amenazando ya a lo que con ella llamaremos desde entonces el Antiguo Régimen…

Ella es quien justifica la constitución de los nuevos estados independientes en la

América hispánica en el primer tercio del XIX y la unificación italiana y alemana pocos

lustros después. A ella apelan los movimientos de las nacionalidades a finales del siglo

XIX y los estados que luchan en la primera guerra mundial. En ella se funda la

disolución de los imperios austro-húngaro y otomano y los movimientos de

descolonización después de la segunda guerra mundial. Por ella, en este fin de siglo, se

desagrega lo que fue la URSS, se combaten los pueblos de la ex-Yugoslavia y

reivindican y se afrontan las minorías “étnicas” en Africa y en América… Por todas

partes encontramos la nación, algunas veces como elemento unificador de Estados y

pueblos y, en la mayoría de los casos, como un poderoso agente de disolución de unos

y de discordia entre los otros.

Pero la nación no sólo está presente en el ámbito internacional, sino

también en la vida interna de los Estados: en lo político, inseparablemente unida a la

progresión de una modernidad que lleva tanto a regímenes representativos como a

otros, autoritarios o totalitarios; en la política con movimientos y partidos

—”nacionalistas”— que dicen actuar en su nombre o en su defensa; en lo cultural como

motor de empresas de elaboración y de difusión de identidades unas veces integradoras

y muchas otras disolventes para los Estados; en lo económico y en lo social, como

afirmación de los derechos de la colectividad contra intereses los particulares o

extranjeros…

La simple enumeración de su omnipresencia en momentos y campos tan

diferentes muestra bien cuan difícil es estudiarla como si se tratase de un ente con una

existencia propia e inmutable. Tanto el estudio semántico del término como el análisis

de casos particulares indica por el contrario que la “nación” remite a significaciones

7

muy diferentes según las épocas y los países. Para evitar, pues, anacronismos o

generalizaciones poco fundadas, es necesario adoptar una óptica que explique los

aspectos aparentemente contradictorios de la nación: la permanencia de la referencia a

ella y la variabilidad temporal de su contenido; su extensión cada vez más universal y el

particularismo de donde procede su fuerza movilizadora; la crítica de su carácter

“artificial” o “construido” y la imposibilidad de pensar la realidad fuera de ella…

La mejor manera, a nuestro parecer, de superar estas aparentes

contradicciones es considerar la nación como una nueva manera de concebir las

comunidades humanas, como una forma ideal e inédita de organización social, como un

nuevo modo de existir al cual pueden aspirar grupos humanos de naturaleza muy

diferente. La nación aparece así como un nuevo modelo de comunidad. Modelo en un

doble sentido: en primer lugar, como arquetipo, es decir algo que pertenece al orden de

lo ideal, que sirve de referencia a la imaginación, al pensamiento y a la acción en

intentos —siempre inacabados— de plasmarlo en la realidad. En segundo lugar y en

cuanto al contenido de ese arquetipo, modelo como formalización conceptual de un

conjunto complejo de elementos ligados entre sí; como una combinatoria inédita de

ideas, imaginarios, valores y, por ende, de comportamientos, que conciernen la

naturaleza de la sociedad, la manera de concebir una colectividad humana: su estructura

intima, el vínculo social, el fundamento de la obligatoriedad política, su relación con la

historia, sus derechos…

Considerada la nación bajo este prisma, se puede así explicar que sea un

fenómeno nuevo que irrumpe en la historia a partir del siglo XVIII. Que, como en

todos los modelos culturales, haya que estudiar no sólo en qué lugares y en qué medios

aparece esta nueva representación, sino también sus ritmos de difusión tanto en una

determinada sociedad, como en otras áreas geográficas. Que, como en todos ellos, su

implantación en sociedades muy diversas, produzca modalidades propias a cada país.

Que diversos sectores de la sociedad puedan tener distintas concepciones de la nación.

Que la invocación de la nación sea tanto más fuerte, cuanto más lejos se esté de su

realización. Que la nación sea, en fin, una mezcla de razón y de historia, de concepto y

de realidad, de universal y de particular, de antigüedad y de novedad.

Para aprehender la nación más vale no intentar determinar si tal o tal

comunidad humana cumple con los criterios que permiten considerarla como nación,

sino analizar si esas comunidades humanas adoptan o no el modelo nacional y,

correlativamente: ¿cuándo? ¿por qué? ¿bajo que forma?

Añadamos, para terminar, que como el modelo nacional es una

combinatoria muy compleja de elementos que pertenecen a campos muy diversos, no

todas sus potencialidades se revelan al mismo tiempo, sino que van apareciendo en

momentos diferentes. Por eso, estudiar la nación equivale en gran parte a examinar sus

8

diversas y sucesivas epifanías. Este es el propósito de este número.

Mónica Quijada examina así los diferentes contenidos que de la nación

desde el siglo XVIII, y las prioridades, que el modelo nacional predominante en cada

época, impuso a los forjadores de la nación moderna. El descubrimiento de las ruinas

de Palenque lleva a Rosa Casanova a estudiar la ambigua relación entre el lejano

pasado indígena y el patriotismo local de fines del período colonial. En mi articulo, se

examinan las múltiples identidades existentes en la América de la época de la

independencia y cuáles fueron las que sirvieron, o no, de base a la Independencia.

Annick Lempérière estudia, a través de las fiestas y ceremonias públicas de la ciudad de

México, la permanencia, durante la primera mitad del siglo XIX, de la antigua y

corporativa visión de la “nación” del antiguo régimen, y los esfuerzos de la élite liberal

para imponer una nueva concepción individualista de la nación. Pilar González

Bernaldo aborda la construcción de ésta ultima bajo la perspectiva de la sociabilidad, en

el doble sentido de un nuevo modelo de comunidad regida por un ideal de nuevas

relaciones sociales y de la aparición de prácticas asociativas inéditas. Antonio Annino

constata, en los pueblos mexicanos, la existencia de otras visiones de la nación, en las

que se hibridan los viejos valores de la Monarquía católica, con otros nuevos, surgidos

del constitucionalismo moderno. En fin, Peter Wade, al estudiar el lugar que se atribuye

en la Colombia contemporánea a las minorías negras e indias, plantea un problema,

insoluble aún en el mundo actual: ¿cómo hacer compatible la heterogeneidad, cada vez

más evidente, de los grupos humanos con la homogeneidad que sigue siendo el ideal de

la nación moderna?

9

¿QUÉ NACION? DINAMICAS Y DICOTOMIAS DE LA NACION EN EL

IMAGINARIO HISPANOAMERICANO DEL SIGLO XIX

Mónica QUIJADA*

Durante las primeras décadas del siglo XIX, los dominios españoles en América

se desmembraron y en el proceso de conformación de las nuevas unidades políticas

independientes actuaron dos claves fundacionales: por un lado, una voluntad de ruptura

(con el Antiguo Régimen, con la Corona de España); por otro, su inscripción consciente

en el paradigma ilustrado del Progreso. La combinación de ambas llevó a preferir un

modelo de organización sociopolítica coincidente con el que un segmento significativo

del pensamiento ilustrado y el ejemplo de las dos grandes revoluciones que precedieron

a la emancipación hispanoamericana, habían señalado como el más deseable y

apropiado para garantizar el cumplimiento de aquel paradigma: el estado-nación

fundado en la soberanía popular.

La acción emancipadora va asociada así a una nueva imagen de la sociedad

política. Imagen que tuvo como rasgos distintivos el sentimiento republicano y la

búsqueda de bases jurídicas que garantizaran la construcción de un estado

territorialmente unificado, idealmente moderno y orientado hacia el progreso, sobre

bases idealmente representativas, cuya fuente última de legitimación era la nación

soberana7. De tal manera, en la confluencia de aquellos tres conceptos -estado, nación y

soberanía-, los hispanoamericanos legitimaron sus guerras de independencia apelando

al derecho de restitución de la soberanía a la nación, y trasladando a esta última la

lealtad colectiva hasta entonces depositada en la autoridad dinástica.

Pero esta lealtad a la nación, fuente y elemento legitimador del poder del estado,

era un planteamiento teórico que de ninguna manera contribuía a dotar de contenidos

claros y precisos a una problemática fundamental en todo proceso de construcción

nacional: ¿qué nación? ¿quién constituye la nación? ¿cuándo hay nación? ¿desde

cuándo hay nación?

Dotar de contenidos a esas cuestiones fue un proceso complejo, variable y

polifacético8, porque en él interactuaba las potencialidades y los condicionamientos, los

* Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid7 J.L. ROMERO: "Prólogo" al Pensamiento Político de la Emancipación (1790-1825), Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1977, pp. IX-XLIII.8 A estas adjetivaciones debiéramos agregar la de "inacabado", en el sentido de la nación moderna como un proceso continuo y por tanto nunca terminado, según la tesis de E. O'GORMAN referida a México (La supervivencia política novohispana, México, 1967). Como ha señalado A. Annino, esta tesis de O'Gorman es análoga a la que años más tarde sostuvieron E. Gellner y E. Hobsbawm. A. ANNINO:"Nuevas perspectivas para una vieja pregunta", en El liberalismo en México, número monográfico de Cuadernos de Historia Latinoamericana, No. 1, 1993, pp.5-12; E. HOBSBAWM:

10

deseos y las circunstancias, los fundamentos y las fórmulas de la construcción nacional.

A ese proceso contribuyeron segmentos importantes de las élites hispanoamericanas,

tanto con la acción como con la pluma. Más aún, si en algún proceso de construcción

nacional hubo auténticos "nation-builders", individuales e individualizables, esos

fueron los hispanoamericanos. Ensayistas, historiadores y literatos compaginaron sus

horas de reflexión y producción escrita con las más altas responsabilidades políticas. En

esa doble capacidad, ellos "imaginaron" la nación que querían y a esa imaginación

aplicaron sus posibilidades de acción pública, que no eran escasas, desde la conducción

militar a carteras ministeriales y, en más de un caso, el propio sillón presidencial.

Hacer un seguimiento de algunas características de la "nación imaginada" en

Hispanoamérica a lo largo del siglo XIX es, precisamente, el propósito principal de este

trabajo; la segunda finalidad del mismo es ofrecer un panorama -en texto y en nota- de

algunos avances de la investigación sobre esa problemática. Pero antes de iniciar ese

análisis, creo imprescindible prologar el mismo con una delimitación del concepto

mismo de "nación", tan ambiguo y resbaladizo que, como ha dicho Walker Connor,

conceptualizar la nación es mucho más difícil que conceptualizar el estado, puesto que

la esencia de la primera es intangible, y de ahí la tendencia a identificar ambas

nociones9.

Anthony D. Smith ha señalado que en el mundo actual "we find two

overlapping concepts of the nation: civic or territorial, and ethnic or genealogical"10. La

concepción cívica trata a las naciones como unidades de población que habitan un

territorio demarcado, poseen una economía común con movilidad en un único territorio

que delimita un sistema único de ocupación y producción, leyes comunes con derechos

y deberes legales idénticos para toda la población, un sistema educacional público y

masivo, y una única ideología cívica. La concepción étnica o genealógica considera a

las naciones como poblaciones humanas que reclaman un ancestro común, una

solidaridad demótica, costumbres comunes y vernáculas y una memoria histórica

común. El primer concepto de nación suele identificarse con el sistema francés; el

segundo, con el alemán. Sin embargo, como el propio Smith ha señalado11, ambos

Nations and Nationalism since 1780, Cambridge U.P., Cambridge, 1990; E. GELLNER: Nations and Nationalism, Cornell U.P., Ithaca-New York, 1983.9 W. CONNOR: "A nation is a nation, is a state, is an ethnic group, is a...", Ethnic and Racial Studies, Vol.1, No.4, 1978, pp.377-397; cita en p.379. La referencia más pesimista que he encontrado en la literatura teórica sobre la nación es la de G. Delannoi, según el cual "se trata de un ente que es teórico y estético, orgánico y artificial, individual y colectivo, universal y particular, independiente y dependiente, ideológico y apolítico, trascendente y funcional, étnico y cívico, continuo y discontinuo"; Id.: "La Teoría de la nación y sus ambivalencias", en G. DELANNOI y P.-A. TAGUIEFF: Nacionalismo, Paidós, Barcelona, 1993, pp.9-17; citas en p.9.10 A.D. SMITH: "The myth of the 'Modern Nation' and the myths of nations", Ethnic and Racial Studies, Vol.11, No.1, 1988, pp.1-26; cita en p.8.11 A.D. SMITH: idem y The Ethnic Origins of Nations, Basil Blackwell, New York-Oxford, 1986.

11

conceptos están lejos de constituir departamentos estancos, puesto que uno y otro se

hallan presentes en los procesos de construcción nacional.

En efecto, la necesidad de crear un "nosotros" colectivo, inherente al concepto

"cívico" de la nación en tanto comunidad territorializada, y política, institucional, legal,

económica y educacionalmente unificada, dio génesis a la voluntad de "etnización" de

la polity12; voluntad reflejada en la instrumentalización y difusión de pautas culturales y

lingüísticas, mitos de origen y un conjunto de símbolos tendentes a la consolidación de

la identidad colectiva, y que aparece como programa explícito de los gobernantes en los

procesos de configuración de los estados nacionales en el siglo XIX y principios del

XX. A su vez, esos mitos, pautas y símbolos no fueron creaciones ex nihilo de los

estados o de las élites, sino que estaban enraizados en elementos preexistentes que

aquéllos buscaron redefinir, canalizar, generalizar y, sobre todo, "esencializar", tejiendo

con ellos las redes de la identificación colectiva en y con la "comunidad imaginada",

idealmente enraizada en un mismo origen y abocada a un mismo destino. En otras

palabras, si la nación fue el producto de una creación histórica moderna, lo que le dio

fuerza y continuidad fue la esfumación en el imaginario colectivo de su carácter de

"invención en el tiempo", y su sustitución por una imagen de la nación propia como

algo inmanente, además de singular y autoafirmativo, y en tanto tal receptáculo de

todas las lealtades.

Ahora bien, ese proceso de configuración y de "esencialización" de la nación se

desarrolló -y se desarrolla aún- al ritmo de dinámicas desiguales, puesto que la idea, o

más bien las ideas, sobre la nación no son unívocas e inmutables, sino sujetas a

variaciones a lo largo del tiempo y a lo ancho de la geografía. Una dificultad específica

se añade en el caso de las sociedades hispanoamericanas que, por un lado, se inscriben

en el mundo conceptual del pensamiento occidental -lo que las hace necesariamente

sensibles a los modelos por él generados-; y, por otro, se ajustan a pautas sociales y

sobre todo culturales configuradas al calor de sus propios procesos históricos, que

matizan de particular manera la recepción y traducción de aquellos modelos.

Por ello, el análisis antes propuesto se hará a partir de dos perspectivas

interrelacionadas: por un lado, la conceptualización variable de la nación en

Hispanoamérica a lo largo del tiempo; por otro, la interacción de esa evolución

conceptual con ciertas circunstancias específicas en cuyo marco hubieron de

desarrollarse los procesos de construcción nacional hispanoamericanos, y que exceden

con creces el llamado "problema" -tantas veces invocado por los análisis al uso- de las

dificultades de adecuación al imaginario político republicano, de unas estructuras

socioeconómicas de "antiguo régimen" y los intereses a ellas vinculados.

12 Según la frase feliz de J. ALVAREZ JUNCO: "Ciencias Sociales e Historia en los Estados Unidos: el nacionalismo como tema central", Ayer, No.14, 1994, pp.63-80; cita en p.68.

12

Finalmente, la necesidad de acotar un tema tan amplio ha aconsejado organizar

el análisis a partir de la abstracción de ciertas dinámicas o conceptos claves que

responden a otros tantos imperativos de la construcción nacional, y que están en la base

de la especificidad hispanoamericana. Esas dinámicas -que en ningún caso agotan la

problemática-son: la delimitación de la nación, el problema de la singularización y la

dialéctica inclusión/exclusión vinculada a la heterogeneidad13.

Los círculos concéntricos de la nación

En un trabajo pionero, Luis Monguió14 procuró adentrarse en el problema de las

identidades diferenciales americanas mediante el examen de los conceptos de "patria" y

"nación" en el virreinato del Perú. Seguía de esta manera el camino señalado siete años

antes por J. Godechot para el proceso francés15. Elegiremos esa senda señalada por

Monguió para comenzar nuestro análisis, porque en la utilización por los

independentistas de los términos mencionados asoman algunas de las claves que

permearían los procesos de construcción nacional hispanoamericanos durante el

siguiente centenio.

Es sabido que en el discurso de la Independencia, y en los sentimientos

colectivos que ella movilizó, el término clave no fue tanto el de nación como el de

patria. Dos pautas fundamentales subyacen a esta preferencia: una práctica común y

secular de identificación comunitaria, y una connotación político-ideológica de

acuñación moderna.

En el primer caso, es significativo que frente al concepto más ambiguo y

cambiante de "nación" -como veremos más adelante- el de patria tenga una connotación

precisa que se mantiene casi inmutable a lo largo de la edad moderna, y que es recogida

como tal por los distintos diccionarios de la lengua española: "La tierra donde uno ha

nacido" (Covarrubias, 1611); "El lugar, ciudad o Pais en que se ha nacido"

(Diccionario de Autoridades, 1726); "El país en que uno ha nacido" (Diccionario de

Terreros y Pando, 1787). Ya en 1490, el Universal Vocabulario en Latín y en Romance

de Alfonso de Palencia recogía esta acepción del término "patria", y le incorporaba

además una referencia al sentimiento de lealtad por ella suscitado: "Se llama ser comun

de todos los que en ella nasçen. Por ende deue se aun prefirir al propio padre. porque es

mas universal. Et mucho mas durable".

13 El presente análisis está hecho a partir de una abstracción de problemáticas y planteamientos que creo comunes al conjunto de Hispanoamérica, aunque no se me escapan las diferencias que separan a los distintos países. No obstante, creo imprescindible aclarar al lector que la base de mi investigación está constituida, sobre todo, por los casos de México, Perú, Argentina y en menor medida Chile.14 L. MONGUIO: "Palabras e ideas: «Patria» y «Nación» en el Virreinato del Perú", Revista Iberoamericana, Nos.104-105, 1978, pp.451-470.15 J. GODECHOT: "Nation, patrie, nationalisme et patriotisme en France au XVIIIe siècle", Annales historiques de la Révolution Française, vol.63, 1971, pp.481-501.

13

Patria aparece así, en la tradición hispánica, como una lealtad "filial", localizada

y territorializada, y por ello más fácilmente instrumentalizable en un momento de

ruptura de un orden secular, de lo que permite la polivalencia del concepto de nación.

La lealtad a la patria, a la tierra donde se ha nacido, no es discutible; por añadidura, a

diferencia de la "comunidad imaginada" de la que habla Anderson16, la patria es

inmediata y corporizable en el entorno de lo conocido.

Pero hay una segunda pauta que subyace a la utilización preferente del término:

la identificación creciente, desde finales del siglo XVII, del término patria con la idea

de libertad. "Il n'y a point de patrie dans le despotisme", afirmaba La Bruyère en

168817. Como ha señalado J. Godechot, las palabras patriota y patriotismo fueron

evocando cada vez más el amor a la libertad, y patria se aplicó a la tierra de hombres

libres y por tanto felices. Esa carga revolucionaria de la idea de patria como sinónimo

de libertad respecto de todo despotismo, consolidada por la revolución francesa, se

incorporó a la idea tradicional de patria como la tierra natal, y en ese doble sentido fue

instrumentalizada tanto por el discurso independentista hispanoamericano como por el

que acompañó la lucha de los españoles peninsulares contra el invasor francés. En el

nombre de esa patria que es sinónimo de libertad irían forjando los americanos la

ruptura del vínculo político con el gobierno central de la monarquía castellana, y se

plantearían asimismo las reivindicaciones que constituyen el fundamento de la nación

"cívica", según la tipología de Smith: leyes comunes e igualitarias, economía unificada,

educación común para formar ciudadanos libres e iguales18, y que ya aparecen en los

documentos de la emancipación19.

Frente a esta univocidad del concepto de patria, el término nación abarca por lo

menos tres acepciones de distinto orden: cultural, territorial, institucional. La primera

de ellas está ya recogida en el vocabulario de Palencia de 1490: "Se llama de nasçer: et

dizense naçiones llamadas de las gentes iuntas en propios parentescos et lenguas: como

naçion alemana: et italica: et francesa. Et segund afirma Sesto Pompeyo el linaie de

ombres que no vienen de otras partes: mas son ende nascidos se llama naçion".

Asociado a este sentido, el término nación se utilizaría a lo largo de la colonia para

designar individualmente a los distintos grupos étnicos que convivían bajo el gobierno

16 B. ANDERSON: Imagined Communities. Reflections on the origin and spread of Nationalism , Verso, London-New York, 1983.17 Citado en J. GODECHOT, op. cit., p.485.18 F.-X. GUERRA ha señalado la importancia de distinguir conceptualmente los dos sentidos del término "libertad" en la emancipación: la ruptura del vínculo político con la Corona española, y la adopción de las ideas, imaginarios, valores y prácticas de la modernidad. Id.: "La Independencia de México y las Revoluciones Hispánicas", en El liberalismo en México, op. cit., pp.35-48. Este artículo da algunas claves fundamentales para comprender los inicios de la construcción de la nación en Hispanoamérica y el tránsito de un imaginario tradicional a la modernidad. Véase también del mismo autor: Modernidad e Independencias. Ensayos sobre las Revoluciones Hispánicas, MAPFRE, Madrid, 1992.19 Véase la antología de textos recogida en Pensamiento Político de la Emancipación, op. cit.

14

común de la Corona de Castilla. Por inversión, nación tambien era el Otro, ya sea el

extranjero (Diccionario de Autoridades, Diccionario de Terreros y Pando), o los

gentiles o pueblos idólatras (Terreros y Pando), sentido este último en que el término

fue muy utilizado en América a lo largo del período colonial, para designar a las tribus

"salvajes" alejadas del control de la Corona y de la acción evangelizadora.

Además de esa connotación cultural -la más corriente durante la colonia- en la

tradición española el concepto de nación parece estar más vinculado que en la

francesa20 a la idea de territorio, o de población asociada a un territorio. En el

Vocabulario de Palencia, por ejemplo, se lee: "Et hay diferencia entre gente y naçion:

ca naçion requiere el suelo de la patria, et gente es ayuntamiento de muchos

desçendientes de una cabeça"; en tanto que el Diccionario de Autoridades la interpreta

como "La coleccion de habitadores en una Provincia, Pais o Reino", y el Covarrubias la

define en términos de "Reyno o Provincia extendida, como la nacion española".

Finalmente, en el Diccionario de Terreros y Pando aparece una tercera

dimensión: la institucional. La nación sería en esta obra un "nombre colectivo que

significa algun Pueblo grande, Reino, estado, etc. sujeto a un mismo Príncipe ó

Gobierno". Esta interpretación del término nación está menos enraizada que las otras

dos en la tradición española, lo que se refleja en el hecho de que sea recogida por

primera vez en el citado Diccionario publicado en 1787. De hecho, en el ámbito

americano las referencias a esta dimensión institucional de la nación no aparecen de

forma sistemática y regular hasta la invasión del territorio peninsular por Napoleón21, lo

que sugiere una asociación estrecha con la mutación del imaginario político que se

produjo en la primera década del siglo XIX, y que ha sido puesto de manifiesto por los

trabajos de François Xavier Guerra22.

Por ende, en ambos términos, patria y nación, se detectan dos contenidos,

ambos vigentes a comienzos del siglo XIX: uno tradicional y el otro moderno,

vinculado este último a las ideas ilustradas y a la experiencia revolucionaria francesa.

En el proceso de la emancipación, la dimensión institucional de la nación actuó

como un elemento organizador fundamental de la voluntad política, instrumentalizado

inicialmente no tanto por el afán independentista23, como por la aspiración a tomar

parte activa en los cambios que ha provocado la invasión napoleónica y el llamado a

integrar una Junta Central. La palabra nación aparece entonces con un sentido

institucional específico, a la vez que voluntarista y eventualmente modernizador: la

sujeción de la península y América a una misma fuente de poder, la monarquía

20 Cfr. J. GODECHOT, op. cit.21 Cfr. L. Monguió, op. cit., p.465.22 Ver nota 11 supra.23 De hecho, esa dimensión está ausente en los precursores de la emancipación, como Miranda y Vizcardo.

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española, convierte a los habitantes de ambos territorios ("cuáles" habitantes lo

examinaremos más tarde) en una nación, y sólo con la concurrencia de representantes

americanos a la Junta Central se legitimará ésta como un verdadero "cuerpo nacional"24.

Este concepto de integración en una nación única pone de manifiesto el sentido

profundo del rechazo a la condición de colonias expresado por los diputados

americanos en las Cortes de Cádiz, y por los integrantes de las diversas Juntas

constituidas en los territorios americanos. En efecto, la negación del status "colonial"

era fundamental para la autoidentificación de los americanos en el cuerpo de la nación:

"los vastos y preciosos dominios de América no son colonias o factorías, como las de

otras naciones, sino una parte esencial e integrante de la monarquía española"25; es

precisamente esa negación de la condición de "colonias" lo que fundamenta la

pertenencia a una nación única, cuyos dos pueblos integrantes, el español y el

americano, son y deben ser iguales en derechos, "con voz y voto en el Gobierno del

reino"26. A la inversa, "la perfecta igualdad entre las provincias europeas y americanas"

es lo que justifica la pertenencia de estas últimas a la "nación española"27. Y esa nación

única apoyada en ambas márgenes del Atlántico es "el fundamento y origen de la

sociedad", que ante la ausencia del monarca "recobra inmediatamente su potestad

legislativa como todos los demás privilegios y derechos de la Corona"28. De tal manera,

vinculados a ese concepto de nación única e igualitaria, aparecen los dos grandes temas

de la independencia: la representación y la soberanía.

En el contexto de esa dimensión institucional de la nación, el rechazo del

vínculo con la Corona de Castilla -que convertiría a ésta en un "gobierno intruso"29-

afecta de dos maneras distintas y paralelas en el tiempo a la definición de los límites de

la nación. En primer lugar, los españoles europeos quedarán marginados de la misma,

aunque en un proceso más lento que el de la propia voluntad de independencia:

inicialmente, el vínculo que igualaba a "españoles europeos y americanos" en una

misma nación contribuyó a legitimar la autonomía americana como la posibilidad de

"ofrecer una patria" a los "hermanos europeos" para huir del yugo francés. Más tarde, la

expresa voluntad independentista condicionó esa integración, pero partiendo de un

reconocimiento del derecho de pertenencia a la misma nación. De tal forma Simón

Bolívar, en su decreto de 1813 que llamaba a la "guerra a muerte" para defender la

revolución, afirmaría que los españoles que no fueran "contrarios" ni "indiferentes" a la

24 Camilo TORRES: Memorial de Agravios (1809). En Pensamiento Político de la Emancipación, op. cit., vol.I, pp.25-26.25 Idem, p.26.26 Mariano MORENO: Representación de los Hacendados (1809), Id., p.77.27 Ibid.28 Fray Melchor de TALAMANTES: Idea del Congreso Nacional de Nueva España (1808), Id., p.97.29 Simón BOLIVAR, La guerra a muerte (1813), Id., p.139.

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misma, serían considerados "americanos"30. Ya no se trataba, pues, de americanos y

europeos unidos e iguales en la "nación española", sino de la "nación americana" que

ofrecía a sus "hermanos españoles" formar parte de ella bajo determinadas condiciones:

se había producido una inversión significativa que el tiempo demostraría irreversible.

Ahora bien, esa inversión implicaba un desplazamiento de lealtades -de la

"nación española" a la "nación americana"- que al entrar en interacción dialéctica con el

concepto más restringido de "patria", afectaba no sólo a los españoles sino a los propios

americanos, en un proceso de redimensionamiento de la nación que se produjo con

distintos ritmos en los diversos ámbitos americanos.

El pensamiento precursor de la independencia, con anterioridad a la invasión

napoleónica, había hecho su llamamiento rupturista en nombre de la "patria americana".

De la misma manera, las guerras de la independencia tuvieron como fin explícito la

"libertad de América". Con ese mismo sentido globalizador, el periódico limeño El

Satelite Peruano afirmaría en 1812: "Todos cuanto habitamos el nuevo mundo somos

hermanos [y] dignos de componer una Nación". De tal manera América -referida a

menudo como "esta parte de la nación" en los documentos que aún no reflejan una

expresa voluntad independentista- se asume como "nación americana", que se identifica

a su vez con el concepto, anterior en el tiempo, de "patria americana".

Ahora bien, la idea de América como una unidad, como una sola patria, era una

construcción tardía que surgió al promediar el siglo XVIII, asociada a la introducción

de las ideas reformistas, tendentes a la racionalización y uniformización del sistema de

dominio imperial en América31. Mucho más arraigado que esa imagen global estaba el

concepto de patria que en los siglos XVI y XVII señalaba dos ámbitos más restringidos:

el pueblo o ciudad natal, y la provincia, país o reino en que se ha nacido 32. Estas dos

proyecciones del concepto de patria están presentes desde los inicios del movimiento

emancipador, e interactúan con la perspectiva más amplia de la "patria americana". Los

decretos de los insurgentes novohispanos, por ejemplo, invocan a los "americanos",

pero el contenido del texto revela un interlocutor más restringido, que no es otro que

los habitantes del reino de la Nueva España. Los documentos rioplatenses se dirigen a

"los americanos del sur", pero también a los habitantes de Buenos Aires. Inversamente,

la constitución de Apatzingan de 1814 se dicta en nombre del Supremo Gobierno

Mexicano, pero cuando define la ciudadanía no habla de mexicanos, sino de

americanos33.

30 Ibid.31 L. MONGUIO, op. cit., p.454.32 Idem, 452.33 Decreto Constitucional para la libertad de América dictado por el Congreso de Anáhuac en Apatzingán, 22 de octubre de 1814. Pensamiento Político..., op. cit., Vol.II, p.60.

17

Paralelamente a esa interacción entre "patria americana" y su sentido más

restringido de "patria local", aparece también la asimilación explícita de esta última

dimensión al concepto mismo de nación. Testimonio precoz de ello son los escritos del

patriota chileno Camilo Henríquez, editados en 1811 y 1812 en el periódico por él

dirigido y significativamente denominado La Aurora de Chile. En ellos afirmaba

Henríquez que la separación de las distintas provincias reunidas en el "vasto cuerpo" de

la monarquía hispana era una "verdad de la geografía" por designio de la propia

naturaleza que, lejos de obligarlas a permanecer unidas eternamente, las había formado

para vivir separadas; esta "verdad" era palpable en el propio caso de Chile, apartada de

los demás pueblos por "una cadena de montes altísimos", por el desierto y por el

océano34. Asoma aquí la dimensión territorial de la nación, estrechamente vinculada al

concepto tradicional de patria. A su vez, esa dimensión territorial se asocia a la

institucional: si el ejercicio de la soberanía ha recaído en el pueblo, es éste el que debe

asumir explícitamente el gobierno del que ya es "dueño" en los hechos, y proclamar "la

justa posesión de sus eternos derechos". Amparado en la confluencia de territorio y

gobierno, Henríquez define los límites de la nación, afirmando que el destino de Chile

y de "cada una de las provincias revolucionadas de América" era el de convertirse en

"potencias", asumiendo individualmente "la dignidad y majestad que corresponde a una

nación"35.

Esta identificación territorial e institucional de la nación36 fue indudablemente

favorecida por la propia dinámica política generada a partir de la invasión napoleónica.

Los primeros planes o propuestas de gobierno dictados por las diversas Juntas que se

establecieron en el territorio americano restringieron su jurisdicción al ámbito del

"reino", de la audiencia, de la provincia, dando paso a los primeros conflictos de

lealtades que conducirían a la delimitación de los fronteras territoriales e institucionales

de las patrias, al tiempo que estas últimas se irían asumiendo como naciones. Ese

proceso se consagra y consolida en las sucesivas Actas de Independencia, que

proclaman la decisión de los pueblos de los respectivos territorios de "erigirse en

nación"37. De tal manera, la lealtad a la nación se ha ido desplazando de la "nación

34 Camilo HENRIQUEZ: Proclama (1811). op. cit., vol.I, p.221.35 Camilo Torres: escrito aparecido en La Aurora, Santiago (1812). Id., p.234.36 Otro ejemplo temprano de este fenómeno aparece en un escrito de Mariano Moreno publicado en La Gaceta de Buenos Aires en 1810: "Pueden pues estas provincias obrar por sí solas su Constitución y arreglo; deben hacerlo, porque la naturaleza misma les ha prefijado esta conducta, en las producciones y límites de sus respectivos territorios; y todo empeño que les desvíe de este camino es un lazo con que se pretende paralizar el entusiasmo de los pueblos, hasta lograr ocasión de darle un nuevo señor". Significativamente, el temor a un nuevo despotismo no hace referencia a un invasor externo, sino a un supuesto peligro que podría provenir del propio ámbito americano: "Es una quimera pretender que todas las Américas españolas formen un solo Estado [...] ¿Cómo conciliaríamos nuestros intereses con los del reino de México? Con nada menos se contentaría éste, que con tener estas provincias en clase de colonias...". Mariano MORENO: Sobre las miras del Congreso para reunirse, op. cit., vol.I, p.283.37 Cfr. por ejemplo, Acta de Independencia de las Provincias Unidas en Sudamérica , 1816; Simón Bolívar: Discurso de Angostura (que crearía la República de Colombia), 1819; José de SAN MARTIN:

18

española" a la "americana" y de ésta a la "nación mexicana", "peruana" o "boliviana".

Ello no implica que esas "naciones" estuvieran ya configuradas en el imaginario

colectivo -proceso de largo plazo que no tomaría formas más o menos definitivas hasta

las últimas décadas del XIX-, pero pone de manifiesto la fuerza de una voluntad

consensuada que acabaría por imponer la singularización.

No se trata tampoco de un proceso lineal, sino de un fenómeno que se desarrolló

en una suerte de "círculos concéntricos" de lealtades. Durante la emancipación, el

concepto de "nación española" convivió en el tiempo con el de "nación americana" y

con el más restringido asociado a la patria. Con la consumación de la independencia,

desde la perspectiva del nuevo mundo desaparecería la "nación española", pero la

proyección americana y la proyección local de la nación (en su doble vertiente de reino

o provincia, y de ciudad natal) iban a interactuar durante largas décadas.

En esa interacción desempeñaría un papel significativo la dimensión cultural de

la nación que hemos visto reflejada en el Vocabulario de Palencia de 1490: "las gentes

iuntas en propios parentescos et lenguas". O, como dijera El Brocense siete décadas

más tarde, "la nación nos descubre la forma de ser peculiar o las costumbres propias de

cada pueblo"38. En efecto, por un lado, la invocación a la identidad de origen y

circunstancia, a "los vínculos de sangre, de lengua y de religión", alimentaría la

pervivencia de la proyección americana de la nación. Es significativo en este sentido

que uno de los argumentos contrarios a la formación de confederaciones se inspirase en

esa dimensión cultural globalizadora. Ejemplo de ello es la afirmación del patriota

sudamericano Bernardo de Monteagudo, de que en la aspiración federativa "se advierte

el anhelo en los pueblos por aumentar su vigor y unión. Pero cuando estaban ya unidos

por vínculos más estrechos que los que puede proporcionar la confederación misma

[...], adoptar una forma de administración que lejos de condensar esos mismos vínculos,

los relaja comparativamente, es buscar cabalmente el precipicio que se quiere evitar"39.

Por otro, dentro de la misma perspectiva cultural la visión "unificadora" podía

interactuar con el concepto de "carácter propio de cada pueblo". Un ejemplo temprano

de la coincidencia de ambas imágenes en un mismo discurso son las Instrucciones

dictadas en 1816 por el Director Supremo de las Provincias Unidas al general San

Martín para la reconquista de Chile. En ese documento, la aspiración a que "toda la

América unida en identidad de causas, intereses y objeto, constituya una sola nación",

se acompaña de un análisis comparativo sobre el carácter diferencial de argentinos y

Decreto de Asunción del Protectorado del Perú, 1821; Acta de la Independencia del Imperio Mexicano, 1821; Declaración de la Independencia de Bolivia, 1825.38 Francisco SANCHEZ DE BROZAS (El Brocense): "De Arte Dicendi" (1558), en Obras I. Escritos retóricos; introducción, traducción y notas por E. SANCHEZ SALOR y César CHAPARRO GOMEZ, Instituto Cultural El Brocense, Diputación Provincial, Cáceres, 1984, p.43.39 Bernardo de MONTEAGUDO: "Federación", escrito aparecido en El Independiente de Buenos Aires, marzo de 1815. Pensamiento político..., Vol.I, p.315.

19

chilenos; comparación que, por cierto, se hace en detrimento de los vecinos

trasandinos40.

La pervivencia de la proyección americana de la nación se refleja no sólo en las

aspiraciones unionistas de espíritus esclarecidos, sino en prácticas políticas y legales

prolongadas en el tiempo. En un trabajo pionero, José Carlos Chiaramonte ha

demostrado que en el territorio de las Provincias Unidas del Sur, hasta la sanción de la

Constitución de 1853 muchas provincias concedían el derecho a la ciudadanía (y

recordemos que desde la revolución francesa la "nación" la forman los "ciudadanos") a

todos los nacidos en los países americanos antiguamente unidos bajo la Corona de

Castilla41. Todavía en este siglo, se hicieron propuestas análogas en las cámaras de

representantes de algunos países hispanoamericanos42, y las pervivencias simbólicas de

aquél vínculo inicial han permeado programas de gobierno hasta fechas recientes43.

Asimismo, la pervivencia de esa proyección pone de manifiesto la envergadura

de los procesos por los que se buscaría convertir las aspiraciones voluntaristas de un

fragmento de la población, en naciones únicas en su singularidad y asumidas como tales

por el imaginario colectivo. A algunos aspectos de esa construcción nos referiremos en

el apartado siguiente.

La singularización de la nación

La celeridad con la que se consumó el proceso de diferenciación

hispanoamericana tras el colapso del imperio español en América ha llamado la

40 Juan Martín de PUEYRREDON: Instrucciones reservadas a San Martín para la Reconquista de Chile, 1816; Pensamiento político..., op. cit., pp.219-222. Los patriotas chilenos eran también muy conscientes de la existencia de caracteres diferenciales entre Chile y sus vecinos. En fecha tan temprana como 1813, afirmaba el patriota chileno Juan Egaña: "Rodeado de dos grandes pueblos, el uno vehemente en sus pasiones, por el clima, de una imaginación viva y de una fibra irritable y movible; el otro enérgico, activo, fogoso, amante de la superioridad y de la gloria, [...] necesita Chile: lo primero, un principio de patriotismo y firmeza, que sólo puede hallarse en la república para no ser insultado; segundo, un carácter de moderación y buena fe que siempre inspire confianza y evite recelos respecto de dos pueblos que en los siglos venideros no dejarán de mirarse como rivales..."; Notas ilustrativas de algunos artículos de la Constitución, Id., op. cit., vol.I, p.250.41 J.C. CHIARAMONTE: "Formas de identidad política en el Río de la Plata luego de 1810", Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. E. Ravignani, Tercera Serie, No.1, 1989, pp.71-92.42 Una de las polémicas del Congreso Constituyente de la Revolución Mexicana, en 1916-17, fue sobre el derecho de los ciudadanos de otros países hispanoamericanos ("individuos que están unidos a nosotros por vínculos de sangre y de raza") a ocupar bancas como diputados. Por las mismas fechas, la Cámara de Diputados de El Salvador discutió un proyecto de ley que porponía que todos los hispanoamericanos gozaran de los mismos derechos cívicos en cualquiera de los países de la región. Se aspiraba a que este proyecto, que debía ser presentado a los distintos estados latinoamericanos para su ratificación, produjese "la verdadera unificación latina". 50 Discursos Doctrinales en el Congreso Constituyente de la Revolución Mexicana, 1916-1917, Biblioteca del Instituto Nacional de Estudios Historicos de la Revolución Mexicana, México, 1967, pp.275-291.43 Sobre un programa concreto de gobierno orientado hacia la unificación y basado en ese concepto de nación histórica, véase M. QUIJADA: "Zollverein e integración sudamericana en la política exterior peronista, 1946-1955. Análisis de un caso de nacionalismo hispanoamericanista", Jahrbuch für Geschichte Lateinamerikas, Vol.30, 1993, pp.371-408. Sobre perspectivas aún más recientes, véase el conjunto de artículos aparecidos en Cahiers des Amériques Latines, Vol. 12, 1991, coordinados por J. REVEL-MOUROZ.

20

atención de muchos investigadores. La identificación de señas tempranas de identidad

local ya preocupó al filósofo español Ortega y Gasset44, y recientemente David Brading

ha hecho de ella el leit-motif de su obra más ambiciosa45. Los trabajos de este

investigador, así como los de Edmundo O'Gorman, Anthony Pagden, Jacques Lafaye o

Bernard Lavallé, entre otros46, han puesto de manifiesto la configuración de señas de

identidad local en las élites criollas de los virreinatos. Por otra parte, desde una

perspectiva distinta, un trabajo reciente de Solange Alberro ha señalado la importancia

de tomar en cuenta los procesos de aculturación de los españoles y la sociedad criolla a

las culturas nativas y a las circunstancias del entorno americano47. Con ello, Alberro ha

introducido una perspectiva muy prometedora, que no sólo rompe el monopolio sobre

el concepto de "aculturación" usualmente ejercido por los estudios centrados en las

sociedades indígenas, sino que proporciona una nueva dimensión para comprender los

procesos de "localización", y por ende de particularización, de las formas de identidad

que surgen después de la conquista48.

Esas formas de identidad temprana no implican, desde luego, que la nación

existiera en el imaginario colectivo con anterioridad a la independencia, o que fuera el

destino inevitable del proceso abierto por ésta. No obstante, ellas ejercieron un papel no

desdeñable como sustrato de identificación colectiva -aunque segmentaria- cuya mayor

o menor presencia entre las élites criollas determinó en parte la precocidad y la

enjundia de los procesos de configuración del imaginario nacional a partir de la

independencia. En el caso de la Nueva España, por ejemplo, es bien conocido el

surgimiento de una "identidad criolla", parcialmente edificada sobre la apropiación y

adaptación de símbolos de la identidad indígena por parte de la élite "española

44 J. ORTEGA Y GASSET: Obras completas, tomo VI, Madrid, 1964, p.243.45 D. BRADING: The First America. The Spanish Monarchy. Creole Patriots and the Liberal State, 1492-1867, Cambridge U.P., Cambridge, 1991. 46 E. O'GORMAN, op. cit.; J. LAFAYE: Quetzalcóatl et Guadalupe, la formation de la conscience nationale au Méxique, Paris, 1974; B. LAVALLE: "Exaltation de Lima et affirmation créole au XVII siècle", en Villes et nations dans l'Amérique Latine, CRNS, Paris, 1983;id.: Recherches sur la'apparition de la conscience créople dans le vice-royauté du Pérou , Lille, 1982; id.: "Hispanité ou Americanité? Les ambigüités de l'identité créole dans le Pérou colonial", en Identités nationales et identités culturelles dans le monde ibérique et ibéro-américain, Toulouse, 1983; A. PAGDEN: Spanish Imperialism and the Political Imagination, Yale U. P., New Haven and London, 1990. Véase también J. PEREZ et al., Esprit créole et conscience nationale, CNRS, París, 1980; C.R. ESPINOSA FERNANDEZ DE CORDOVA: "The fabrication of Andean Particularism", Bulletin de l'Institut Français d'Etudes Andines, Vol.18, No.2, 1989, pp.269-298.47 S. ALBERRO: Les Espagnols dans le Mexique colonial. Histoire d'une acculturation, Armand Colin, Paris, 1992.48 Los procesos de aculturación indígena han sido el objeto de numerosísimas investigaciones. Desde una perspectiva de la configuración del imaginario, es particularmente interesante la propuesta de C. CAILLAVET sobre lo que ella denomina "le rôle de la gestuelle coloniale", en "Rituel Espagnol, pratique indienne: l'occidentalisation du monde andin par le spectacle des institutions coloniales", Structures et cultures des sociétés ibéro-américains, CNRS, Bourdeaux, 1990, pp.25-42. Véase también en el mismo volumen S. GRUZINSKI: "«Guerre des images» et colonisation de l'imaginaire dans le Mexique colonial", pp.43-52; del mismo autor: La colonisation de l'imaginaire, Gallimard, París, 1988.

21

americana", auténticos "éxitos" desde la perspectiva identitaria que se proyectaron

sobre el proceso de construcción de la nación en el XIX y primera mitad del XX.

Además de esas formas de identidad grupal como sustrato de la singularización

-que por lo demás, sólo conocemos bien en el caso mexicano49-, las propias

connotaciones del concepto de patria a que nos hemos referido en el apartado anterior

pueden proveer nuevos elementos que nos permitan adentrarnos en el tema. En México

y en el Perú, por ejemplo, la identificación de "patria" con "reino" puede haber

impuesto una percepción colectiva de singularidad, reforzada en sus límites por la

asimilación de la primera al concepto territorial e institucional de la nación. En este

sentido no parece casual que fuera precisamente el Alto Perú, separado en 1776 del

gran virreinato sudamericano, el que planteara y obtuviera la segregación en los tramos

finales del proceso independentista.

Caso muy diferente es el del virreinato del Río de la Plata, de creación

demasiado reciente como para poder ser asociado en el imaginario colectivo a los

límites de la patria. En ese ámbito, la fuerza simbólica de este concepto se asimiló más

comúnmente a la ciudad natal y su hinterland. El trabajo antes mencionado de José

Carlos Chiaramonte, por ejemplo, ha puesto de manifiesto la atomización de las

lealtades en las Provincias Unidas del Sud, donde el surgimiento en el imaginario del

concepto de "nación argentina" no se produjo sino tardíamente, al promediar el siglo

XIX; en este caso fue la "identidad provincial" lo que interactuó con la proyección

americana. Otro elemento que contribuyó a consolidar la percepción de la singularidad

fue el aislamiento, como en el caso de Chile o el del Paraguay.

Pero la influencia de los factores mencionados hasta aquí (es decir, formas de

identidad previas y las distintas proyecciones de la idea de patria según los ámbitos), no

hubiera sido suficiente para la creación de un "imaginario nacional" sin el proceso de

invención de la nación, que se produjo con y a partir de la independencia. Proceso que

por un lado entrañó la configuración, en el imaginario de las propias élites, de una serie

de rasgos diferenciales que singularizaban a la propia patria más allá de los límites

definidos por el territorio y la proyección institucional; rasgos asumidos como únicos e

irrepetibles, que establecían una distinción no ya del tronco inicial español, sino de los

propios vecinos. Por otro, implicó el difícil intento de integrar en ese imaginario a unas

poblaciones caracterizadas por una heterogeneidad suma, que se medía en términos de

tanta evidencia como el color de la piel, y de tanta significación como la convivencia de

universos simbólicos disímiles, o la pervivencia de incomprensiones mutuas -antiguas y

renovadas- que creaban barreras difíciles de traspasar. Heterogeneidad que, por

49 El caso del Perú estudiado por D. BRADING (The first America..., op. cit.) parecería señalar que en ámbitos ajenos al mexicano la construcción de la identidad criolla fue más fragmentaria y desarticulada. No obstante, la ausencia de estudios puntuales para otras áreas aconseja no generalizar las conclusiones obtenidas a partir del caso de los dos grandes virreinatos.

22

añadidura, estaba cruzada por líneas de jerarquización social, enraizadas en prácticas

seculares de dominación de una etnia sobre las restantes.

El elemento más temprano de singularización al que recurrieron los

movimientos emancipadores se vinculó estrechamente al concepto de patria como

sinónimo de libertad. Siguiendo la tradición de los revolucionarios franceses, los

patriotas se abocaron a la fijación de símbolos y fiestas celebratorias cuyo significado y

proyecciones han sido analizados en trabajos como los de Hans-Joachim König y

Georges Lomné50. Como ha señalado este último, la imagen, el rito y la pedagogía

política concurrieron a configurar un sistema de símbolos que autorizaba el

reconocimiento colectivo. Símbolos en parte tomados de la acción revolucionaria

francesa -como el gorro frigio-, que reflejaban la voluntad libertadora51, pero que

aparecían vinculados a imágenes enraizadas en la propia tierra americana, tales como

cóndores, águilas, nopales, el sol que anunciaba la aurora de una nueva época asociado

al "Inti" incaico52 y, sobre todo, la figura del indio mítico y mitificado.

A su vez, las fiestas en honor de las victorias patriotas articulaban nuevas

formas de identificación colectiva, superpuestas a -y alimentándose de- memorias y

espacios tradicionales53. Su fijación en un "calendario cívico" promovía la regularidad

del rito celebratorio, asegurando en su repetición periódica la continuidad de aquella

inicial apropiación colectiva. De tal forma, esas imágenes y esos fastos se ofrecían

como un ámbito simbólico en el que las élites y el pueblo llano unificaban las lealtades,

aunándose en el culto común de la patria.

50 H.-J. KÖNIG: "Símbolos nacionales y retórica política en la Independencia: el caso de Nueva Granada", en I. BUISSON , G. KAHLE, H.-J. KÖNIGy H. PIETSCHMANN, eds.: Problemas de la formación del Estado y de la Nación en Hispanoamérica, Köln-Wien, 1984, pp.389-407; id.: "Metáforas y símbolos de legitimidad e identidad nacional en Nueva Granada (1810-1830)", en America Latina: dallo Stato Coloniale allo Stato Nazionale , a cura di A. ANNINO, M. CARMAGNANI, G. CHIARAMONTI, A. FILIPI, F. FIORANI, A. GALLO, e G. MARCHETTI, editorial Franco Angeli, Milán, 1987, vol.II, pp.773-788. G. LOMNÉ: "Révolution Française et rites bolivariens: examen d'une transposition de la symbolique républicaine", en Cahiers des Amériques Latines, vol.10, 1990, pp.159-176; del mismo autor véase también: "Les villes de Nouvelle Grenade:t héâtres et objets des jeux conflictuels de la mémoire politique (1810-1830)", Mémoires en devenir.

L’Amérique latine. XVIe-XXe siècles, Bordeaux, Maison des Pays Ibériques, 1994.51 G. LOMNÉ: "Révolution française et rites bolivariens..." op. cit. Véase también J.E. BURUCUA, A. JAUREGUI, L. MALOSETTI y M.L. MUNILLA: "Influencia de los tipos iconográficos de la Revolución Francesa en los países del Plata", Cahiers des Amériques Latines, vol. 10, pp.147-158.52 Como han afirmado BURUCUA, JAUREGUI, MALOSETTI y MUNILLA en "Influencia de los tipos iconográficos...", op. cit., "el resurgimiento vigoroso [en América del Sur] de la figura de Inti desde el comienzo del proceso emancipador precipitó, también en el ámbito de lo visual, la adopción de un lenguaje relacionado con el mito solar" (p.149).53 Sobre la interacción necesaria entre elementos antiguos y modernos en los rituales véase P. CONNERTON : How Societies remember, Cambridge U.P, Cambridge, 1989. ("A rite revoking an institution only makes sense by invertedly recalling the other rites that hitherto confirmed that institution", p.9). Un análisis interesante de las fiestas y celebraciones patrias entendidas como "escenificaciones urbanas" que articulaban elementos tradicionales y nuevos es el de G. LOMNÉ: "Les villes de Nouvelle Grenade: thêatres et objets...", op. cit.

23

A esas formas compartidas de identificación cívica, que iban creando las redes

de la "comunidad imaginada"54, se sumó a lo largo del siglo XIX la configuración de un

panteón de próceres; proceso particularmente significativo, ya que el culto a los

"muertos gloriosos" en quienes encarnar simbólicamene las glorias de la nación, es una

condición importante de la construcción del imaginario nacional55. De tal forma, en la

personalidad de bronce de los héroes hacedores de la nacionalidad, las élites

hispanoamericanas reflejaron virtudes éticas y cívicas y las brindaron al imaginario

colectivo como una suerte de espejo sobre el que forjar las "virtudes nacionales". Ese

proceso56 no estuvo libre de conflictos y muchas veces entrañó una auténtica "guerra de

próceres", ya fuera por la asociación de éstos, en vida, a posturas ideológicas o acciones

políticas definidas y contrapuestas (Hidalgo o Iturbide), por la selección de orígenes

diversos de la nacionalidad (Cuauhtémoc o Cortés), o bien porque un mismo héroe era

compartido por dos o más países, como es el caso del culto cuasi religioso a la figura de

Simón Bolívar57. Asimismo, este culto exacerbado a los héroes fue creando la

servidumbre de un destino prefijado que, como ha analizado Luis Castro Leiva para el

caso de Bolívar, en última instancia entrañaba "la negación de la nacionalidad del

futuro, del curso y sentido de la propia historia"58.

Ahora bien, los conflictos en torno a la fijación del "panteón nacional" se

relacionan con un tipo de construcciones que actúan como factor fundamental en los

procesos de singularización de las naciones: la definición de los mitos de origen y la

54 Otras vías de análisis muy prometedoras que ha abierto la labor investigadora en los últimos años son las referidas a la redefinición de los espacios urbanos vinculados a la identidad comunitaria, y al papel desempeñado por las distintas advocaciones del culto mariano. Sobre el primer caso véase M. BIRCKEL et al.: Villes et nations en Amérique Latine, CNRS, París, 1983; A. ANNINO : "Prestiche creole e liberalismo nell crisi dello spazio urbano coloniale", Quaderni Storici, vol.23, No.3, diciembre de 1988; P. GONZALEZ BERNALDO : "L'urbanisation de la mémoire. Politique urbaine de l'Etat de Buenos Aires pendant les dix années de sécession (1852-1862)", Mémoires en devenir., op. cit.. Sobre el segundo tema: D. BRADING: Los orígenes del nacionalismo mexicano, Sepsetenta, México, 1983, esp. cap.I; Id.: The first America..., op. cit.; E. FLORESCANO: Memoria Mexicana, Contrapuntos, México, 1987, esp. cap.V; G. LOMNÉ: "Les Villes de Nouvelle Grenade...", op. cit.55 "In the cult of these great men, is reflected the attachment to the nation. Through the great of the past, the past of the community lives most fully and vividly. In their genius, the community's genius is fulfilled. In their creativity lies the creative impulse of their people". A.D. SMITH: "History and Liberty", Ethnic and Racial Studies, Vol.9, No.1, 1986, pp.43-65 (cita en p.56).56 Sobre la fijación del panteón en Argentina y Venezuela desde una perspectiva comparativa, véase Hans Ph. VOGEL: "L’Argentine et le Venezuela : des pays prisonniers de leur passé?, in Mémoires en devenir… op. cit. . Sobre Bolívar véase G. CARRERA DAMAS: El culto a Bolívar, EBUCV, Caracas, 1969, y el anásis particularmente crítico y novedoso de L. CASTRO LEIVA: De la patria boba a la teología bolivariana, Monte Avila Editores, Caracas, 1987.57 La importancia de este culto a los próceres en la construcción del imaginario nacional puede medirse no sólo por su desarrollo, sino por el vacío creado en la ausencia de un modelo patriótico lo suficientemente "apropiable" y merecedor de ser situado en las cimas del panteón. Tal es el caso del Perú, como pone de manifiesto R. de ROUX LOPEZ: "Mémoire patriotique et modelation du futur citoyen. Venezuela, Colombia, Ecuador, Pérou, XIXe-XXe siècles", in Mémoires en devenir., op… cit.. Un conflicto singular en relación con la mitificación de personajes históricos es el que se produjo en la Argentina en torno a la figura de Rosas, considerado como prócer por unos, encarnación del "antiprócer" por otros; cfr. D. QUATTROCCHI-WOISSON: Un nationalisme de déracinés. L'Argentine, pays malade de sa mémoire, CNRS, Paris, 1992.58 L. CASTRO LEIVA, op. cit., p.126.

24

elaboración de la memoria histórica, puesto que no hay identidad sin memoria, ni

propósito colectivo sin mito59. En Hispanoamérica, la asociación de la "patria" a la

"nación" conllevó la selección, reelaboración y construcción de memorias históricas

que actuaran, a la vez, como elemento de legitimación de las nuevas unidades políticas,

como factor de reafirmación en el presente y augurio venturoso del común destino, y

como singularidad capaz de sobreimponerse a la "identidad americana". Sobre todo,

que pudieran penetrar con la fuerza del mito una memoria social característicamente

heterogénea y articulada en torno a la dialéctica dominador/dominado60.

En esta perspectiva se inscribe la reivindicación y apropiación simbólica, por el

discurso independentista, de la imagen idealizada de los pobladores autóctonos de cada

territorio, así como de sus antiguas culturas (si las tenían), o bien de sus valores (como

en el caso de los araucanos en Chile). Estas referencias asumieron características

distintas según el ámbito territorial del que partieran, pero en todos los casos debían

cumplir una función múltiple de reforzamiento de la identidad colectiva. En primer

lugar, la diversidad de la población nativa era un factor de singularización frente al

patrimonio común de la "patria americana", fundado este último en el origen hispánico

y los elementos culturales de ella derivados, principalmente la lengua y la religión.

Segundo, las líneas de continuidad establecidas entre la emancipación y la imagen de

antiguas naciones indígenas usurpadas por la conquista, contribuía a legitimar la

primera como un acto de justa rebelión; asimismo, el reconocimiento de esa

continuidad brindaba "espesor temporal" a las nuevas "naciones", retrotrayendo sus

orígenes a épocas inmemoriales; es decir, las dotaba de "atemporalidad"61. Tercero,

podían tender un puente simbólico entre el grupo criollo y la sociedad indígena, al

proponer un punto de encuentro basado en la reivindicación de un común origen.

Finalmente, en ciertos casos proporcionaban un espejo de virtudes en el que podían

mirarse las nuevas naciones62.

59 A.D. SMITH: "The myth of the «Modern Nation» and the myths of nations", op. cit. Según este autor, en la interacción del doble concepto de nación a que antes nos hemos referido (cívico y étnico), los elementos de mayor significación que confluyen en la construcción nacional son: de los componentes cívicos, la extensión de derechos y deberes a toda la población y la adquisición de un territorio, y de los componentes étnicos, la elaboración de la memoria histórica y los mitos de origen; id., p.10. 60 Sobre la diferencia entre "memoria social" y "reconstrucción histórica", véase P. CONNERTON, op. cit., pp.13 y ss.61 Esta utilización de los elementos prehispánicos no era nueva: su fuerza simbólica se había puesto ya de manifiesto con anterioridad a la emancipación. Ejemplos de ello son el mexicano Clavigero y el quiteño Juan de Velasco, quienes a mediados del siglo XVIII elaboraron historias de las antiguas culturas de sus respectivas "patrias", con una clara intencionalidad afirmativa de los valores de estas últimas. Esa misma fuerza simbólica fue reconocida y utilizada por el precursor de la independencia Francisco Miranda, quien al redactar su Bosquejo de Gobierno Provisorio de 1801 imaginó un poder ejecutivo integrado por dos miembros denominados "Incas" -"nombre venerable en el país", según Miranda- y una asamblea provincial, dos de cuyos integrantes -encargados de promulgar y hacer ejecutar las leyes durante la guerra- recibían el título de "Curacas".62 Aunque la investigación ha tendido a considerar que los intentos por revivir el simbolismo político del mundo indígena se confinaron a México y Perú (p.ej. A. PAGDEN, op. cit., p.138), lo cierto es que

25

Pero estas y otras definiciones no fueron nunca unívocas. Por el contrario, si

algo caracteriza el proceso de selección de la memoria histórica en Hispanoamérica63,

es el hecho de haberse desarrollado a partir de una dinámica oscilante que buscaba la

continuidad en la ruptura, incluyendo y excluyendo alternativamente segmentos del

pasado. Aunque con distintos ritmos y contenidos según los países, dos binomios

fundamentales articularon -y articulan aún- esa dialéctica segmentadora de la memoria

histórica: sustrato indígena/sustrato hispánico, y liberalismo/ antiliberalismo. El

primero de ellos es particularmente importante, porque afecta a la definición de los

mitos de origen, que a su vez simbolizan en el imaginario colectivo las potencialidades

y limitaciones del porvenir de la comunidad64; el segundo actúa como un espejo en el

que los desencuentros del pasado se proyectan sobre el presente, y visceversa. Por otra

parte, la alternancia periódica de los segmentos del pasado reivindicados/rechazados no

sólo reflejan, sino que suscitan disyunciones en el imaginario colectivo, obstaculizando

la cohesión de la "comunidad imaginada". La integración de esas dicotomías se

presenta así como un proceso inacabado y posiblemente inacabable, ya que su

planteamiento parece renovarse desde distintos ángulos en cada generación65.

hay trabajos recientes que señalan lo contrario. En el Río de la Plata, por ejemplo, el imperio incaico fue asumido como "mito fundacional" y espejo de virtudes cívicas tanto durante la independencia como muchas décadas más tarde. Para el primer caso, véase D. Rípodas Ardanaz: "Pasado incaico y pensamiento político rioplatense", Jahrbuch für Geschichte Lateinamerikas, vol.30 (1993), pp.227-258; para el segundo, M. QUIJADA: "Los «Incas arios»: Historia, lengua y raza en la Hispanoamérica decimonónica", México (en prensa). En cuanto a Chile, los valores guerreros de los araucanos y su apego a la libertad aparecen en los documentos de la Independencia como elementos en los que se reflejan las "virtudes patrias". Asimismo, es significativo que el manual de enseñanza de la historia para uso oficial presentado por el exiliado argentino Vicente Fidel López en 1845, fuera inicialmente rechazado por las autoridades chilenas porque reivindicaba los orígenes hispánicos, mientras que Chile se asumía como una "nación mestiza" integrada por la mezcla de la raza hispánica y los "heroicos araucanos", construcción mítica que formaba una parte vital de la retórica revolucionaria chilena (finalmente el manual fue aceptado con leves cambios, por no haber otro disponible). Véase Allan WOLL: A Functional Past. The uses of History in Nineteenth-Century Chile, Louisiana State U.P., Baton Rouge and London, 1982, pp.152-154. Todo parece indicar que es éste un fértil campo para futuras investigaciones.63 La relevancia de estas elaboraciones para los procesos de construcción nacional en Hispanoamérica está generando un número creciente trabajos de investigación, aunque es éste un campo en el que aún queda mucho por hacer y conocer. Véase entre otros D. BRADING: Los orígenes del nacionalismo mexicano, op. cit., E. FLORESCANO: Memoria Mexicana, op. cit.; D. QUATTROCCHI-WOISSON: Un nationalisme des déracinés..., op. cit.; A. WOLL, op. cit.; N. HARWICH VALLENILLA: "La génesis de un imaginario colectivo: la enseñanza de la historia de Venezuela en el siglo XIX", Structures et cultures des societés ibero-américaines, CNRS, París, 1990, pp. 203-241. Un conjunto importante de aportaciones son las ponencias presentadas al Colloque International de l'AFFSAL, Les Enjeux de la Mémoire, París, 1992, publicadas en Mémoires en devenir., op… cit., entre ellas, E. MUÑOZ: "La crítica al liberalismo político y la revisión del imaginario nacional en el centenario de la independencia de Chile"; M. QUIJADA: "Inclusión, exclusión y memoria histórica en el Perú decimonónico"; N. HARWICH VALLENILLA: "Construction d'une identité nationale: le discours historiographique du Venezuela au XIXème siècle".64 Sobre las implicaciones que entraña la definición de los mitos de origen, y su articulación en el marco global del desarrollo de las ideas en occidente, véase M. QUIJADA: "Los Incas Arios: Historia, lengua y raza en la Hispanoamérica del siglo XIX", México (en prensa).65 La pervivencia de la dialéctica inclusión/exclusión en las construcciones históricas de los países hispanoamericanos, ha vuelto a ponerse de manifiesto en las polémicas generadas en México por la presentación de nuevos textos oficiales de historia mexicana para los colegios, elaborados durante el actual período presidencial de Carlos Salinas de Gortari. Particularmente útil para comprender el

26

Ahora bien, estas y otras construcciones, tendentes a consolidar el

trasvasamiento del concepto de patria al de nación en tanto "comunidad imaginada" y

única en su singularidad, se fueron desarrollando al ritmo de imágenes diversas de la

nación. Sobre ello nos extenderemos en las páginas que siguen.

Nación cívica, nación civilizada, nación homogénea

Durante el levantamiento de Tupac Amaru, en los documentos producidos por

los rebeldes aparece frecuentemente citado el término "nación" asociado a la dimensión

que usualmente se le daba en la época colonial: la de "grupo étnico". Era, por ende, un

reconocimiento de heterogeneidad, en tanto que "patria" indicaba un elemento

referencial común al conjunto de los pobladores del virreinato. Pocas décadas más tarde

Perú proclamaba la independencia en nombre de la "nación peruana", englobando en

ella a los nacidos en el término de su territorio. En ese enunciado quedaban borradas las

diferencias de origen, y la proyección de la nación se equiparaba a la de la patria.

Lo que media entre uno y otro uso del término nación no es un cambio en la

percepción de la heterogeneidad, sino la irrupción de una concepción nueva: el

convencimiento por parte de los patriotas de la fuerza modificadora del liberalismo, que

había de subsumir las diferencias en la categoría única de "nación de ciudadanos"66.

Más aún, esa "nación de ciudadanos" era la puerta por la que se atisbaba un destino

alumbrado por el gran mito ilustrado del progreso.

El instrumento por el cual una yuxtaposición de elementos heterogéneas y

carentes de toda cohesión se transformaría en sociedades amalgamadas y

autorreconocidas como "peruanos", "chilenos" o "bolivianos", era el diseño y puesta en

vigor de un conjunto de instituciones y leyes avanzadas y orientadas al bien común. Si

el despotismo había generado siervos, la libertad generaría ciudadanos libres, iguales en

derechos, artífices del progreso de la comunidad. De ahí lo que Charles Hale ha

llamado "la fe en la magia de las constituciones", que preñó de optimismo los primeros

años de la independencia67 y que asoció la génesis del criterio moderno de nación en

Hispanoamérica a una imagen voluntarista de "inclusión". En el imaginario

sentido de ese debate reciente en perspectiva histórica, es la conocida obra de J. Zoraida VAZQUZ: Nacionalismo y Educación en México, El Colegio de México, México, 1975.66 Una de las visiones que se ha impuesto en los últimos años, es la que analiza las líneas de continuidad entre el Antiguo Régimen y los estados nacionales. Además de los trabajos de F.-X. Guerra antes citados, véase M.-D. DEMELAS y F.-X. GUERRA: "Un processus révolutionnaire méconnu: l'adoption des formes représentatives modernes en Espagne et en Amérique (1808-1810)", Caravelle, Vol.60, 1993, pp.5-58; M.-D. DEMELAS: L'invention politique. Bolivie, Equateur, Pérou au XIX siècle, ERC, París, 1992, esp. 1ère Partie. Otra perspectiva es la de la ruptura política con el mundo colonial como un proceso de larga duración, como la que aparece en el interesante artículo de B. R. HAMNET: "La formación del Estado Mexicano en la primera época liberal, 1812-1867", en A. ANNINO y R. BUVE (coords.): El liberalismo en México, op. cit., pp.103-120.67 Ch.A. HALE: El liberalismo mexicano en la época de Mora, 1821-1853, Siglo XXI, México, 1977, p.81.

27

independentista la patria era la libertad, y la libertad se proyectaba sobre todos, fueran

criollos, fueran indígenas, fueran esclavos.

Pero la voluntad de ruptura de las prácticas tradicionales de servidumbre68, y

una confianza ilimitada en el poder de la educación -no sólo para instruir, sino para

crear "espíritu público", modernizar las mentalidades y formar las costumbres-

hubieron de interactuar tanto con prácticas sociales fundadas en intereses inconciliables,

como con abismos culturales difícilmente superables a golpe de decretos. Esta

contradicción, que está en la base de la especificidad de la construcción nacional

hispanoamericana, plantea un interrogante aún no suficientemente atendido por la

investigación: ¿por qué eligieron los liberales independentistas un desiderátum de

inclusión, en lugar de un sistema basado en la aceptación ética y legal de la

segregación?

La respuesta no está sino parcialmente en la propia ideología liberal, puesto que

ésta ofrecía modelos de compatibilización de libertad y servidumbre. Ya Carlos María

de Bustamante -para quien la población mexicana era "heterogénea, compuesta de

muchas clases de gente que tiene mayor o menor civilización con absoluta posibilidad

de adquirirla69-afirmaba en 1817, haciendo referencia al liberalismo británico: "¡Qué

contradicción, predicar la libertad en el Támesis para sistematizar la esclavitud en el

Ganges"!70. Tampoco explican esa elección las condiciones socioeconómicas que, por

el contrario, en los años sucesivos impondrían trabas a la consolidación de aquella

voluntad inicial. Y se hace difícil pensar en un acto de hipocresía colectiva, tan usual en

ciertas perspectivas indigenistas poco matizadas. Más probable parece que una práctica

secular de relaciones interétnicas, jerárquicas pero relativamente flexibles, en las que

los cruces entre grupos eran una práctica cotidiana y la situación social definía a veces

la adscripción étnica, contribuyera a asociar el voluntarismo liberal a una percepción

incluyente de la nacionalidad71. En el caso de los indios, es conveniente recordar

68 Los propósitos de regeneración de los indígenas y liberación de los esclavos son recurrentes a lo largo de la independencia. Cfr. Pensamiento político de la independencia, op. cit., passim. Este tema ha atraído la atención de la investigación desde hace varias décadas. Cfr., entre otros, R. LEVENE: "Las Revoluciones indígenas y las versiones a idiomas de los naturales de proclamas, leyes y el Acta de la Independencia", Boletín de la Academia Nacional de la Historia (Buenos Aires), Vols.XX-XXIl, 1946-1947; id., "San Martín y la libertad de los aborígenes de América", Revista de Historia de América, Vol.XXXII, 1951.; J.V. LOMBARDI: The Decline and Abolition of Negro Slavery in Venezuela, 1820-1854, Greenwood Press, Westport, Conn., 1971; J. CHASSIN et M. DAUZIER: "L'image de l'indien dans l'ouvre de Bolivar", Cahiers des Amériques Latines, Vol.29-30, 1984, pp.61-74; O.D. LARA: "La place de Simon Bolivar dans le procès de destruction du système esclavagiste aux Caraïbes", Cahiers des Amériques Latines, Vol.29-30, 1984, pp. 213-240; A. YACOU, ed., Bolívar et les peuples de Nuestra América, Presses Universitaires de Bordeaux, París, 1990.69 Carlos María de BUSTAMANTE: El Indio Mexicano, o Avisos al Rey Fernando Septimo para la Pacificación de la América Septentrional, Instituto Mexicano del Seguro Social, México, 1981, pp.11-12.70 Id., p.61.71 Trabajos recientes demuestran que la convivencia interétnica en la Hispanoamérica colonial fue más fluida y compleja de lo suele pensarse. Véase en este sentido el magnífico trabajo de C. BERNAND y S. GRUZINSKI: Histoire du Nouveau Monde. Les métissages, Fayard, París, 1993. En una perspectiva

28

también que la legitimación de la independencia como un acto de repulsa ante un

gobierno tiránico, que perdía sus derechos al no estar orientado hacia "la felicidad de

sus súbditos", había llevado a los criollos a señalar una identidad entre su situación de

"víctimas de la tiranía" y la de los indígenas escarnecidos y esclavizados durante tres

siglos. De tal manera, la afirmación hecha por de Paw de que la abyección de los

indígenas se debía a su secular servidumbre, fue retomada por los independentistas para

aplicarla a su propio caso. Por inversión, parece coherente que la imagen de patria

como sinónimo de libertad se proyectara conjuntamente sobre criollos e indios.

En el imaginario de la emancipación, por ende, la nación aparecía como una

construcción incluyente, en la que la heterogeneidad y la ausencia de cohesión que a

ella se vinculaba, se irían esfumando paulatinamente por obra de unas benéficas

instituciones y una educación orientada a la formación de ciudadanos. En otras

palabras, la dimensión institucional de la nación se sobreimpondría a la cultural,

neutralizando la fuerza centrípeta de la diversidad mediante la cohesión fundada en la

identidad global de la "ciudadanía". Por otra parte, los cambios previstos no hacían

referencia a la percepción de la diferencia racial, ni tampoco a las costumbres

cotidianas, sino a aquellos elementos de sociabilidad tradicional que impidieran la

construcción de repúblicas de ciudadanos propietarios y felices, es decir, "el modelo

utilitarista del individuo industrioso e ilustrado que persigue sus propios intereses y

cuya máxima fidelidad, como ciudadano virtuoso, sería el Estado civil"72.

No se trata tampoco de que la percepción de la heterogeneidad se hubiese

disociado mágicamente de la jerarquización, sino que, por un lado, las desigualdades no

se atribuían a condiciones innatas irreversibles; por otro, se aspiraba a borrar la

jerarquización de base étnica, limitándola a la dimensión social. Ya no debía haber

indios, criollos, mulatos o mestizos, sino "pobres y ricos". Y ello afectaba no sólo a los

indios de las comunidades, vinculados durante tres siglos a la vida colonial, sino a los

considerados "bárbaros" o "salvajes", que habían de ser atraídos a la "vida social".

Con el correr de los años, esta imagen de la "nación cívica" iba a experimentar

una mutación importante. En 1845, a sólo dos décadas de la consumación de la

independencia, el argentino Domingo Faustino Sarmiento publicó un libro que había de

ejercer extraordinaria influencia en el ámbito hispanoamericano. En él -y a eso se debió

posiblemente el gran éxito de la propuesta- Sarmiento recogía en una metáfora

particularmente expresiva, una contradicción que ya estaba presente en el imaginario de

semejante, C.M. MACLACHLAN y J.E. RDORIGUEZ O.: The Forging of the Cosmic Race. A Reinterpretation of Colonial Mexico, University of California Press, Berkeley-Los Angeles-London, 1980; sigue manteniendo su interés el libro ya clásico de M. MÖRNER: Race Mixture in the History of Latin America, Little, Brown, 1967. Por añadidura, es pertinente recordar aquí que la palabra "casta", en la tradición española, tiene el sentido contrario que en la británica: no indica fronteras infranqueables sino "mezcla". La sociedad de castas hispanoamericana es, por ende, una sociedad fundada en la "mezcla étnica".72 Ch. Hale, op. cit., p.177.

29

las élites: civilización o barbarie. Civilización era lo urbano y lo europeo, ya fueran

personas, ideas o sistemas sociales. Barbarie era el resto. La nación, para ser tal, debía

borrar o destruir lo bárbaro que había en su seno. "De eso se trata: de ser o no

salvaje"73. Y para no ser salvaje, era necesario "civilizar".

Lo que subyace a esta enunciación, en principio, no es tanto la pérdida de la fe

en la fuerza modificadora de las instituciones y la educación, como en el automatismo y

celeridad de su influencia. La "nación de ciudadanos" se veía obstaculizada en sus

efectos por "la abyección de muchos siglos", así como por el carácter diferencial y el

apego a sus costumbres de los elementos que era necesario "ciudadanizar"74. A partir de

esta concepción -que refleja una disminución del optimismo independentista- la nación

cívica, que había sido imaginada como una construcción incluyente, da paso a la

"nación civilizada", cuya imagen se irá asociando paulatinamente a la exclusión

"necesaria" de los elementos que no se adapten a ella.

Los términos de la exclusión no fueron ni mucho menos uniformes. En primer

lugar, en el imaginario liberal se fue imponiendo, como instrumento fundamental para

la construcción de naciones orientadas al progreso, la conveniencia de atraer

contingentes de inmigración europea; ya fuera española, como quería el mexicano

Mora, o del norte de Europa, según el argentino Alberdi. Pero en todos los casos,

expresa o implícitamente, la atracción de inmigrantes respondía a un mismo objetivo: la

fusión de la población nativa con elementos capaces de aportar rasgos que el imaginario

liberal asociaba a la configuración de la nación civilizada75: "Crucemos con ella [la

inmigración de origen británico] nuestro pueblo oriental y poético de origen; y le

daremos la aptitud del progreso y de la libertad práctica"76, afirmaba Alberdi. Más aún,

consideraba éste que la inmigración era condición previa de la civilización: "Se hace

este argumento: Educando nuestras masas tendremos orden; teniendo orden, vendrá la

73 Domingo F. SARMIENTO: Facundo. Civilización y Barbarie (1845). Estamos utilizandola la edición de Hyspamérica, Buenos Aires, 1982, p.15.74 José María Luis MORA: "México y sus revoluciones" (1836), en Obras Completas, Sep, México, 1987, Vol.4, pp.61-63.75 Hasta fechas recientes, la inmigración europea a Hispanoamérica ha sido estudiada preferentemente a partir de enfoques demográficos, socioeconómicos o étnicos. No obstante, existe ya un creciente número de trabajos que abordan el tema desde la perspectiva del imaginario nacional. Cfr. entre ellos, T. HALPERIN DONGHI: "¿Para qué la inmigración? Ideología y política inmigratoria en la Argentina (1810-1914), en id., El Espejo de la Historia. Problemas argentinos y perspectivas latinoamericanas, Ed. Sudamericana, Buenos Aires, 1987, pp.189-238; J.-P. BLANCPAIN: "Intelligentsia Nationale e Immigration Européene au Chili de l'Indépendence à1914", Jahrbuch für Geschichte Lateinamerikas, Vol.18, 1981, pp.249-289; P. GARCIA JORDAN: "Progreso, inmigración y libertad de cultos en Perú a mediados del siglo XIX", Siglo XIX. Revista de Historia (Monterrey), No.3, 1987, pp.37-62; J. BOKSER-LIVERANT: "Identidad e integración nacional: México frente a la inmigración judía", Sixth Conference of the Latin American Jewish Association, Maryland, 1991; M. MARCONE: "El Perú y la inmigración europea en la segunda mitad del siglo XIX", Histórica, vol.XVI, No.1, 1992, pp.63-68; M. QUIJADA: "De Perón a Alberdi: selectividad étnica y construcción nacional en la política inmigratoria argentina", Revista de Indias, vol.LII, Nos.195-6, 1992, pp.867-888.76 Juan Bautista ALBERDI: Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina (1852), in Proyecto y Construcción de una Nación (Argentina 1846-1880), Bib. Ayacucho, Caracas, 1980, p.110.

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población de fuera. Os diré que invertís el verdadero método de progreso. No tendréis

orden, ni educación popular, sino por el influjo de masas introducidas con hábitos

arraigados de ese orden y buena educación"77. Pero la inmigración no entrañaba sólo

"civilizar las mentalidades": con un programa adecuado de colonización europea,

afirmaba Mora, México realizaría la fusión completa de los indios y la total extinción

de las castas: "Después de algunos años, no será posible señalar, ni aun por el color, que

está materialmente a la vista, el origen de las personas"78. Por ende, ya no se trataba

únicamente de naciones de ciudadanos, sino de ciudadanos "blanqueados" en el color, y

"europeizados" en la mentalidad y costumbres.

Este concepto de "exclusión por fusión", convivió con perspectivas más

drásticas. Hacia mediados de siglo, la paulatina proyección del poder central sobre las

áreas periféricas daría paso, por primera vez, a la vinculación del concepto de

"civilización" con el de "exterminio". Este último, surgido inicialmente en la década de

1840 como una alternativa extrema a la acción "civilizadora" -es decir, mencionado

como posibilidad pero rechazado como opción deseable79-, se iría imponiendo

paulatinamente en algunos sectores de las élites, como única solución a la pervivencia

de la "barbarie" en el territorio nacional. Por las mismas fechas, aparecen en los

periódicos hispanoamericanos opiniones favorables a la política indígena aplicada por

los Estados Unidos80.

Lo que subyacía a esta mutación era el convencimiento creciente de que lo

"bárbaro" no era "civilizable", porque las condiciones de la barbarie eran

biológicamente innatas. Como afirmara El Mercurio de Chile durante la campaña de

ocupación de la Araucanía, "El indio es enteramente incivilizable; todo lo ha gastado la

naturaleza en desarrollar su cuerpo, mientras que su inteligencia ha quedado a la par de

los animales de rapiña, cuyas cualidades posee en alto grado, no habiendo tenido jamás

una emoción moral". Por ello, agregaba en otro lugar, "No se trata sólo de la

adquisición de algún retazo insignificante de terreno, pues no le faltan terrenos a Chile;

no se trata de la soberanía nominal sobre una horda de bárbaros, pues esta siempre se ha

pretendido tener; se trata de formar de las dos partes separadas de nuestra República un

complejo ligado [...], en fin, se trata del triunfo de la civilización sobre la barbarie, de

la humanidad sobre la bestialidad"81. El indio heroico de la independencia, mito de la

77 Idem, p.93.78 J.M.L. Mora, op. cit., p.123.79 Sobre el surgimiento de este concepto en México ante el temor producido por los levantamientos de tribus fronterizas y la Guerra de Castas, véase Ch. HALE, op. cit., pp.244 y ss. 80 Un periódico de Veracruz, por ejemplo, "elogió la política india de los anglosajones porque por lo menos aseguraba la supervivencia de uno mismo, «que es la primera de las leyes», [y sostuvo] "que el conflicto entre las razas era inevitable y que las disposiciones humanitarias no harían sino aplazar el día en que se saldaran cuentas"; idem., pp.244-245.81 El Mercurio, Santiago, 24 de mayo y 5 de julio de 1859. Citado en J. PINTO RODRIGUEZ: "Crisis económica y expansión territorial: la ocupación de la Araucanía en la segunda mitad del siglo XIX", Estudios Sociales, No.72, trimestre 2, 1992, pp.85-126.

31

nacionalidad, se había convertido en una fiera carente de toda capacidad de

civilización.

Ahora bien, ese concepto biologicista que contradecía las creencias previas

sobre la potencial acción benéfica de las instituciones y la educación, no había surgido

de los intereses económicos y/o políticos de los nuevos Estados. Sus raíces se hallaban

en las corrientes del pensamiento europeo y norteamericano que desde principios de

siglo venían consolidando la noción de una escala jerárquica "biológica" de las razas;

convencimiento que tendió a desplazar del imaginario occidental la percepción ilustrada

de la diferencia como fruto de las influencias del clima, ambiente o educación82. Pero

estas concepciones, prestigiadas por su carácter de "pensamiento científico"83, al actuar

sobre el sustrato de antiguos prejuicios vinculados a formas tradicionales y jerárquicas

de relaciones interétnicas, fueron adaptadas e instrumentalizadas en aras de aquellos

intereses como factor múltiple de legitimación. De tal forma, la idea de una escala

biológicamente determinista de las razas humanas sirvió para justificar la pervivencia

de brutales prácticas de dominio, e incluso campañas genocidas, así como la relegación

de amplias capas de la población a la categoría, pretendidamente inamovible, de

"pueblo inconsciente", excluido de la identidad colectiva -y de los beneficios-de la

nación.

Ahora bien, el enorme prestigio y significación que se concedía en

Hispanoamérica a las corrientes intelectuales provenientes de Europa o del norte del

continente, da la medida de su capacidad de imponerse al imaginario de las élites. Por

ello, no es tanto su recepción y adopción por segmentos importantes de estas últimas lo

82 La recepción del pensamiento racial europeo en Hispanoamérica, fundamental para la comprensión de los procesos de construcción nacional, ha sido hasta el momento muy poco atendido por la historiografía. Algunas excepciones son M.-D. DEMELAS: "El sentido de la historia a contrapelo: el darwinismo de Gabriel René Moreno (1836-1908)", Historia Boliviana, vol.IV, No.1, 1984, pp.65-81; M. MONSERRAT: "La presencia evolucionista en el positivismo argentino", Quipu: Revista Latinoamericana de Historia de las Ciencias y la Tecnología, vol.3, 1986, pp.91-102; R. MORENO: "Mexico", en Th.F. Glick, ed.: The Comparative Reception of Darwinism, Chicago U.P., Chicago, pp.346-74; R. GRAHAM, ed., The Idea of Race in Latin America, 1870-1940, University of Texas Press, Austin, 1990; N.L. STEPAN: The Hour of Eugenics. Race, Gender and Nation in Latin America, Cornell U.P., Ithaca and London, 1991; E.A. ZIMMERMAN: "Racial Ideas and Social Reform: Argentina, 1890-1916", H.A.H.R., vol.72, No.1, pp.23-46; M. QUIJADA: "Los «Incas Arios»: Historia, lengua y raza...", op. cit. Para una reflexión general, ver id.: "En torno al pensamiento racial en Hispanoamérica: una reflexión bibliográfica", Estudios Interdisciplinarios de América Latina y el Caribe, vol.3, No.1, 1992, pp.110-129.83 Sobre la construcción de este paradigma por el pensamiento científico, y su consolidación en el imaginario occidental hacia mediados del siglo XIX, existe una extensa literatura. Véase entre otros, R. HORSEMAN: Race and Manifest Destiny. The Origins of American Racial Anglo-Saxonism, Harvard University Press, Cambridge, Massachussets, 1981; G.L. MOSSE: Toward the Final Solution. A History of European Racism, Howard Fertig, New York, 1978; W. STANTON: The Leopard's Spots. Scientific Attitudes Toward Race in America, 1815-1859, The University of Chicago Press, Chicago, 1969; G.M. FREDRICKSON: The Black Image in the White Mind. The Debate on Afro-American Character and Destiny, 1817-1914, Harper Torchbooks, New York, 1971; J.S. HALLER: Outcasts from Evolution. Scientific Attitudes of Racial Inferiority, 1859-1900, University of Illinois Press, Urbana, 1971; N. STEPAN: The idea of Race in Science: Great Britain, 1800-1960, The Macmillan Press Ltd., London, 1982; M. BANTON: Racial Theories, Cambridge University Press, London-New York, 1987.

32

que sorprende, sino el hecho de que esas ideas no consiguieran eliminar las

argumentaciones contrarias; argumentaciones que rechazaban el carácter innato de las

diferencias entre las razas, defendían la capacidad de la población "no blanca" para la

"civilización", y denunciaban las condiciones de vida como la causa última de las

diferencias entre los grupos humanos84.

En resumen, desde mediados del siglo XIX se impuso mayoritariamente la

imagen de una nación "civilizada", que mantenía la primacía de la dimensión

institucional y territorial, vinculada al concepto de una cohesión cultural fundada en la

exclusión de los elementos no asimilables y biológicamente "inferiores". Pero esta

imagen convivió con conceptualizaciones que rechazaban la posibilidad de esa

construcción excluyente, y que reclamaban la constitución de un tejido social unificado

sobre la base del derecho de toda la población a participar de los beneficios de la

nación.

Esta última imagen, tímida y minoritaria durante varias décadas, se haría más

insistente hacia finales de siglo y sobre todo al iniciarse el siguiente, cuando se

multiplicaron las alusiones públicas sobre los dudosos éxitos alcanzados en la

construcción de las respectivas naciones. Dos elementos fundamentales son señalables

en este proceso: por primera vez se estableció una diferencia entre la construcción del

Estado (que en ciertos países, como México y Argentina, era unívocamente considerada

como exitoso), y la de la nación, sobre cuya realización dudosa arreciaron las voces

críticas. Y, en estrecha vinculación a lo anterior, se fue afianzando en el imaginario de

las élites -o de un segmento creciente de las mismas- el retorno al ideal de una nación

incluyente.

Pero los fundamentos de la inclusión no eran ya los que poblaran el imaginario

liberal de las primeras décadas del siglo. No se trataba de una "nación de ciudadanos",

configurada naturalmente por influjo de la renovación institucional y una educación de

contenido cívico, sino de una comunidad amalgamada en la unidad de los ideales y por

la afirmación de una personalidad colectiva homogénea. Esa construcción volvía a

asociarse a la meta siempre ansiada del progreso, porque -se afirmaba ahora- la nación

con mayores probabilidades de engrandecimiento no era "la más rica", sino la que tenía

"un ideal colectivo más intenso"85. De tal manera, la imagen inicial de una nación

integrada por individuos industriosos, cohesionados en su lealtad al Estado civil, se

84 La convivencia e interacción de ambas concepciones ha sido puesta de manifiesto en numerosos trabajos de investigación. Véase por ejemplo, M. GONZALEZ NAVARRO: "Las ideas raciales de los Científicos, 1890-1910", Historia Mexicana, 4, 1988, pp.565-583; T.G. POWELL: "Mexican Intellectuals and the Indian Question, 1876-1911", Hispanic American Historical Review, 48, 1968, pp.19-36; M.S. STABB: "Indigenism and Racism in Mexican Thought, 1857-1911", Journal of Inter-American Studies, 1, 1959, pp.405-423; A. FLORES GALINDO: "República sin ciudadanos", en Buscando un Inca: identidad y utopía en los Andes, Lima, 1988, pp.257-286; J. TAMAYO: Historia del indigenismo cusqueño, Instituto Nacional de Cultura, Lima, 1980; L.E. TORD: El indio en los ensayistas peruanos 1848-1940, Editoriales Unidas, Lima, 1978; J. PINTO RODRIGUEZ , op. cit.; J.-P. BLANCPAIN, op. cit.; M. QUIJADA: "De Perón a Alberdi...", op. cit.

33

desplazaba a la de una comunidad en la que lo individual se subsumía en lo colectivo, y

la unificación de las lealtades se vinculaba a la homogenización de los universos

simbólicos.

Entre la "nación cívica" y la "nación homogénea" existían, por ende, diferencias

conceptuales y visiones distintas sobre los instrumentos idóneos para la realización de

la comunidad imaginada. Los procesos no eran automáticos y naturales, sino que

precisaban de la intervención consciente de las instituciones. No bastaba con la

integración política, ni siquiera con la social; era imprescindible alcanzar la integración

cultural plena. Además de la extensión efectiva de los derechos cívicos -aspiración

incumplida del imaginario independentista- la nación homogénea se fundaba en una

educación orientada a configurar una "cultura social" que borrara la heterogeneidad y

unificara los universos simbólicos; en la reivindicación de la tradición; en la

revalorización de lo propio frente a lo ajeno, y de lo específico frente a lo universal86.

En la imagen de la "nación homogénea" confluían así las tres dimensiones de la

nación -cultural, institucional, territorial- mediante la esfumación de la heterogeneidad

en un "yo" colectivo, en un mismo y único "espíritu nacional", en el que se integrara el

conjunto de la población sujeta a un mismo gobierno y habitando un mismo territorio.

Con ello, el proyecto de "etnización de la polity" alcanzaba su expresión más acabada.

Pero, como ocurriera a todo lo largo del siglo XIX, una cosa eran los

programas, y otra las realizaciones. La "nación homogénea" no logró borrar del

imaginario de las élites a la "nación civilizada", como ésta no lo hiciera tampoco con la

"nación cívica". La nación seguiría siendo un proyecto inacabado que, hasta el día de

hoy, se renueva en cada generación, reflejando las interacciones de viejas y nuevas

ideas, de aspiraciones no cumplidas y esperanzas inéditas, de prejuicios seculares y

ansias de transformación.

85 Víctor Andrés BELAUNDE: "Los factores psíquicos de la desviación de la conciencia nacional" (1917). En: Obras Completas. Meditaciones Peruanas (vol. II), Edición de la Comisión Nacional del Centenario, Lima, 1987, p.156.86 La imagen de "nación homogénea" comenzó a configurarse a finales del siglo XIX, pero su traducción en acciones prácticas de política y de gobierno no alcanzaría una dimensión significativa hasta las primeras décadas del XX. Para un análisis más detallado de este período, centrado en los casos comparados de México, Perú y Argentina, véase mi trabajo "La Reformulación de la Nación, 1900-1930", capítulo 2 de la parte II de la obra colectiva, A. ANNINO, L. CASTRO LEIVA y F.-X. GUERRA (ed.), De los Imperios a las Naciones. Ibéroamérica, Zaragoza, Ibercaja (en prensa). Desde distintas perspectivas han analizado algunos aspectos de este proceso, entre otros, M.-D. DEMELAS: op. cit. y Nationalisme sans nation? La Bolivie aux XIXe-XXe siècles, CNRS, 1980; J. DEUSTUA y J.L. RENIQUE: Intelectuales, indigenismo y descentralismo en el Perú, 1897-1931 , Centro de Estudios Rurales Andinos "Bartolomé de las Casas, Cusco, 1984; A. BASAVE BENITEZ: México mestizo. Anásis del nacionalismo mexicano en torno a la mestizofilia de Andrés Molina Enríquez , F.C.E., México, 1992; M.M. MARZAL: Historia de la antropología indigenista: México y Perú, Anthropos, Barcelona, 1993; A. LEMPERIERE: "D'une centenaire de l'Independence à l'autre (1910-1921): L'invention de la mémoire culturelle du Mexique contemporaine", in Mémoires en devenir., op… cit.; D. QUATTROCCHI-WOISSON, Un nationalisme de déracinés..., op. cit.; M. IRUROZQUI VICTORIANO: "¿Qué hacer con el indio? Un análisis de las obras de Franz Tamayo y Alcides Arguedas", Revista de Indias, Vol.LII, No.195-6, 1992, pp.559-588.

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IMAGINANDO EL PASADO: EL MITO DE LAS RUINAS DE PALENQUE.

1784 -1813

Rosa CASANOVA*

Describir el imaginario comporta siempre riesgos; nos movemos en el

campo de las incertidumbres, las vaguedades, las ambigüedades. Por otro lado, las

certezas son ya parte de nuestro bagaje historiográfico, un poco desgastado; y acercarse

al imaginario tiene la ventaja de recuperar esa gama de grises que constituyen las

tensiones internas del tema unificador de este libro: la nación.

Desde esta perspectiva, propongo al lector asomarse a unos sucesos

marginales de las postrimerías del imperio español, un teatro en el que los hechos, los

actores, los diálogos y los comentarios son emblemáticos de las maneras divergentes de

percibir las antigüedades americanas en el contexto de un pasado histórico constitutivo,

junto a tantos otros elementos, del sentimiento de pertenencia a una nación.

Todo gira alrededor de unas ruinas famosas hoy, meta de masivos viajes,

pero desconocidas en 1784. El sujeto: el inicio de la reconstrucción consciente del

pasado indígena de Chiapas a través de tres expediciones a las ruinas de Palenque,

organizadas desde la capital de la Capitanía general de Guatemala. El escenario podía

definirse en ese entonces como una región de frontera, poblada por algunos españoles,

pocos criollos, un mayor número de mestizos o ladinos e indígenas en una apabullante

proporción. Los actores principales, casi todos personajes oscuros, escenifican las

actitudes, posturas y acciones del historiar las antiguas culturas americanas. El alto

oficial español ilustrado con su contrapartida provincial, junto a otros servidores del

imperio, el arquitecto mayor y el militar español en servicio; el historiador oficial de

Indias y los intelectuales de provincia. Tenemos obviamente referencias a los

protagonistas de la historia y, sobre todo, el convidado de piedra, el indígena que,

jamás interrogado directamente, marca la acción. Nos ubicamos en el breve período

antes de la ruptura con la metrópoli, en que parecían reforzarse los lazos con ella

gracias al interés político y científico -síntomas de un declarado interés económico-

demostrado por el régimen borbónico. A la vez, no se puede olvidar que es también el

período de duras acusaciones de la Europa ilustrada contra la gestión española en

América y, más importante para nuestra narración, contra la misma capacidad de los

americanos.87

* Centro de Estudios de México en Italia. 87 Estos temas han sido ampliamente estudiados, recuerdo tan solo algunas de las obras más recientes, además de la pionera de Antonello GERBI, La disputa del Nuevo Mundo, México, Fondo de Cultura Económica, 1982 (2a ed. corregida y aumentada; ed. en italiano 1955); Michèle DUCHET, Antropología e historia en el siglo de las luces, México, Siglo XXI editores, 1975 (ed. en francés

35

Por supuesto, los eventos representados pueden ser leídos en diferentes

registros, del más simple que remonta al inicio de la arqueología maya -y más en

general, de la americana- a nuestro tema, la reconstrucción de la memoria histórica

criolla y del proceso cultural que la genera.88 Algo que, al fin y al cabo, parece inasible

pues toca la esfera de la sensibilidad y la tradición, a través de una compleja

imbricación de argumentos, indicios y documentos disímiles. Se trata pues de analizar

la ubicación cultural y no política de estos eventos y sabemos bien que la cultura, como

el pensamiento, no es lineal; en ella operan presupuestos e informaciones de orígenes

heterogéneos, frecuentemente contradictorios pues provienen de áreas de la actividad

humana y de períodos históricos diversos.89 La cuestión se vuelve aún más compleja

cuando, como en este caso, se alude a una región periférica del imperio español.

Para entrar de lleno en lo que presumiblemente el lector espera, aclaramos

que buena parte del discurso histórico que se genera alrededor de estos sucesos todavía

hace referencia al viejo concepto de nación, el de pertenencia común a la nación

española, determinada por la fidelidad al soberano y por la unidad de religión y

lengua.90 Concepto que en términos de intención debía también englobar al segmento

indio, pero que en la realidad lo relegaba a un estado de sumisión, aunque

tendencialmente hubiera podido incorporarlo a través de la evangelización y la

aculturación. Por otra parte, advertimos ya indicios de algunos de los elementos que

pocos años más tarde permitirán hablar de una nueva nación. Estos referentes,

seleccionados a la par de otras opciones culturales, generarán una invención histórica

que llamamos memoria la cual, a su vez, participará del proceso de gestación de la

nación independiente.91 ¿Memoria de qué y de quién y, sobre todo, para qué y para

quién? surgen como primeras preguntas. Ciertamente se trata de elementos de ésta que

1971); Anthony PAGDEN, La caduta dell'uomo naturale, Turín, G. Einaudi Editori, 1989 (ed. en inglés 1982); Antonio ANNINO, "I paradossi occulti del V Centenario. Note gerbiane per una Verfassung ispanoamericana" en Quaderni Storici, 81, a. XXVII, n. 3, dic. 1992; Ricardo GARCIA CARCEL, La leyenda negra. Historia y opinión, Madrid, Alianza Universidad, 1992.88 La historia de la arqueología se ha ocupado poco de los inicios de la americana, pero existen tres estudios específicos: Ignacio Bernal, Historia de la arqueología en México, México, Editorial Porrúa, 1979; y José ALCINA FRANCH, Manual de arqueología americana, Madrid, Aguilar, 1965 y El descubrimiento científico de América, Barcelona, Anthropos, 1988. Entre los trabajos que tocan el problema de la construcción hispanoamericana de una identidad y memoria: Serge GRUZINSKI, La colonisation de l'imaginaire, Paris, Gallimard, 1988; Nicholas CANNY y Anthony PAGDEN (eds), Colonial Identity in the Atlantic World, 1500-1800, Princeton, Princeton University Press, 1989; David A. BRADING, Orbe indiano, México, Fondo de Cultura Económica, 1991.89 Utilizo el término de cultura no como una categoría ontológica sino epistemológica, tal como se propone en la nueva crítica antropológica, especialmente Harold MAH, "Undoing Culture" en Theory, Method and Practice in Social and Cultural History, P. KARSTEN y J. MODELL (eds), Nueva York-Londres, New York University Press, 1992.90 Para una discusión sobre los diferentes, y variantes, conceptos de nación a fines del s. XVIII en el ámbito hispanoamericano, cfr. François-Xavier Guerra, Modernidad e independencias, Madrid, MAPFRE, 1992, caps. V y IX.91 Cfr. Ernst GELLNER, Nations and Nationlism, Oxford, Basil Blackwell, 1983, especialmente el cap. 4.

36

no repercuten directamente en el pensamiento político, mucho menos en la acción

política. Son fragmentos de una visión del mundo que para los españoles agrega una

pieza más al opulento mosaico de su imperio, mientras para los criollos enriquece sus

reinos.

Conocemos bien la pasión por historiar que impregna el siglo XVIII, casi

una moda, atractiva por su objeto de estudio, la historia civil y no el espacio religioso o

el de los actos nobles o heroicos, como lo había sido hasta entonces. Se privilegia ahora

el conocimiento de los pueblos, sus leyes, costumbres y economía. Así la historia

adquiere un valor normativo que parece configurar una ciencia de las naciones.

Seguramente el efecto de la historia natural es determinante: la ciencia que permite la

clasificación de todos los componentes de la naturaleza, incluído el hombre, estudiado

en su agrupamiento social, los pueblos. En la península esta pasión se vuelve casi

obsesiva, dando lugar a reflexiones sobre los orígenes en todas las ramas del saber.

Como señala Maravall, los forjadores de esta concepción de la historia eran

profesionistas, funcionarios civiles y militares, magistrados, educadores y religiosos, un

nuevo grupo ajeno al poder tradicional.92 Personajes interesados en llevar a cabo una

evaluación crítica de la cultura española que coadyuvara a la integración de la nación al

fomentar el sentimiento patriótico: una labor que presuponía el exhaustivo rescate de

fuentes y, a veces, su publicación; la revisión crítica de la historiografía; el trabajo de

campo, como lo llamaríamos hoy, a través de las expediciones y de los cuestionarios

enviados a todos los rincones del imperio. Detrás de todo ello, la ilusión que con el

nuevo conocimiento se podría reformar no sólo la historia, sino la sociedad, el

gobierno, el hombre mismo.

Pero esta reflexión adquiere matices angustiosos cuando se traslada a los

historiadores americanos -los que hoy identificamos como tales-, que ni siquiera se

encuentran aunados por el trabajo intelectual, a excepción quizá de los jesuitas

exiliados. Son la versión americana de ese grupo descrito por Maravall; personajes en

los bordes del poder, situación agravada por el hecho de ser criollos o, peor aún,

mestizos. Su tarea, por tanto, se tiene que enfrentar con su propia marginalidad, pero

sobre todo con un objeto de estudio substancialmente diferente: el nuevo mundo, sobre

el que hay que historiar y justificar todo. Y es exactamente ésta la operación que no

tienen que realizar los europeos. Pensemos -por mencionar un ejemplo relevante para

nuestra narración- que para las excavaciones de Pompeya y Herculano, realizadas a

partir de 1738, se creía saber todo de la cultura clásica e, inclusive, se tenía la

descripción de su desaparición; excavar significaba así recuperar material artístico que

profundizaría el conocimiento y, fundamentalmente, enriquecería las colecciones

92 Cfr. el ensayo de José Antonio MARAVALL, "Mentalidad burguesa e idea de la Historia en el siglo XVIII" en Estudios de la historia del pensamiento español (siglo XVIII), Madrid, Biblioteca Mondadori, 1991, pp. 113 - 138.

37

reales.

Los americanos necesariamente tuvieron que afrontar la historia antigua del

continente, lo cual significaba explicar la presencia indígena y su génesis,

reconciliándola con la concepción corriente entonces que sólo admitía un origen único

del hombre. De ahí podían proceder a integrar su pedazo de América -su patria- en el

conjunto de la nación española. El patriotismo criollo, privado aún de una perspectiva

independentista, debió incorporar el pasado indígena como un principio que daba lustre

a los reinos y provincias americanos y, de ahí, al imperio español.93 La manera de

incorporarlo dependerá del pasado indígena al que se hace referencia, uno glorioso

como el azteca o el inca que permiten aludir a una antigüedad clásica indiana, o uno del

cual ni siquiera se sabe el nombre, como es nuestro caso. La falta de documentos

fiables y reconocibles orillan al empleo de fuentes fragmentarias y de difícil

sometimiento a un análisis crítico como ya se exigía en Europa: ruinas, códices,

crónicas de los primeros europeos.94 Empresa que se vuelve más abigarrada cuando es

acometida por eruditos provinciales de escasa formación intelectual, como nuestros

actores. Ellos, cuando se limitaron a describir el sitio y relatar sus observaciones

directas, lograron mantener un digno nivel de coherencia; el problema surgía al tener

que ofrecer una explicación globalizadora -de cualquier manera imposible en la época

por la falta de un modelo-, donde el mayor o menor grado de invención dependerá de la

capacidad personal de cada uno.

Así gran parte de la historiografía criolla hasta mediados del siglo XIX

oscilará, como en este caso, precisamente entre la necesidad de conocimiento nuevo

avalado por un espíritu crítico y la necesidad de explicar y justificar la antigüedad

americana.

1. El primer reconocimiento

93 Me refiero al patriotismo criollo en un sentido blando, como un fenómeno que necesariamente tuvo que generarse al vivir los criollos una realidad diversa a la de España, fundamentalmente por la presencia indígena. Al respecto, y polarizando, encontramos una corriente que privilegia la existencia de un nacionalismo criollo activo desde el siglo XVI y otra que plantea la unidad hispánica. Cfr. dos ejemplos en la historiografía europea: F.X. Guerra, op. cit. y D. Brading, op. cit.94 Obviamente, resalta la obra de Francisco CLAVIJERO, Storia antica del Messico, Cesena, 1780-1781, 4v; traducida al español en 1826. Para mantenerme en el ámbito del estudio, cito solamente las obras, algunas manuscritas, que se refieren a la Capitanía de Guatemala y que circulaban a finales del siglo XVIII. Un primer lugar lo ocupan los escritos de Bartolomé de LAS CASAS, especialmente la Apologética historia..., conocida al menos en las referencias de otros autores como Jerónimo de MENDIETA y Juan de TORQUEMADA; Antonio de REMESAL, Historia general de las Indias occidentales..., Madrid, 1619; Bernal DIAZ DEL CASTILLO, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, Madrid, 1632; Francisco A. FUENTES Y GUZMAN, Recordación florida..., ms. de 1689 publicado en 1882; de autor anónimo -seguramente un fraile dominicano-, Isagoge histórico apologético..., ms. de inicios del siglo XVIII editado en 1892; Juan de VILLAGUTIERRE SOTO-MAYOR, Historia de la conquista de la provincia de el Itza... , Madrid, 1701; Francisco NUÑEZ DE LA VEGA Constituciones Diocesanas del Obispado de Chiapa, Roma, 1702; Francisco XIMENEZ, Historia de la Provincia de San Vicente de Chiapa y Guatemala, ms. de 1720 publicado en 1929-1931.

38

El 13 de diciembre de 1784 el Teniente de Alcalde mayor de Santo

Domingo del Palenque, José Antonio Calderón, cansado y mojado, observaba a los

indios y ladinos que, no muy lejos de donde se resguardaba, continuaban fatigosamente

a cortar la maleza que cubría los edificios. Se preguntaba qué encontrarían esta vez. De

cualquier manera estaba decido a no proseguir con el desmonte: hacía ya tres días que

estaba ahí, a merced de la lluvia y los mosquitos.95 Había decidido terminar los dibujos

de los relieves que le habían gustado y que, con gran dificultad y consciente de sus

deficiencias, había tratado de reproducir. Así podía partir la mañana siguiente con sus

trabajadores. Ya al abrigo de su casa, y después de una buena comida, comenzaría a

escribir su informe.

En puntual obediencia a la orden que le expidiera el 28 de noviembre el

Presidente y Capitán General de Guatemala José Estachería, Calderón se había

precipitado a aquel paraje, que en su pueblo llamaban Casas de Piedra. Eran tiempos de

anunciados cambios y hasta en Palenque había que hacer méritos en la revolucionada

administración real. De aquellas Casas se tenían noticias ciertas desde 1746, cuando el

licenciado Antonio de Solís había llegado como cura de Tumbalá, con visita en

Palenque. Los parientes que lo acompañaban se habían dedicado a cultivar nuevos

terrenos, topándose un día con las ruinas y difundiendo posteriormente la noticia.96. Por

su parte Calderón debió encontrarse en varias ocasiones con restos de antiguos edificios

en sus recorridos por la zona; nunca les había prestado atención. Después de todo, a un

funcionario español como él ¿de qué le servían un montón de piedras que nadie sabía

de dónde venían? Otras eran sus preocupaciones. Ocupaba su puesto desde 1750 y

durante esos 34 años había tomado parte en tres campañas, como Capitán de milicias,

"atajando, y apaciguando acontecimientos de sublevaciones" de los indios lacandones,

como él mismo decía.97

95 Las narraciones de las expediciones se basan en los expedientes que se conservan, junto con los dibujos que acompañaban los informes, en el Archivo General de Indias (AGI), Audiencia de Guatemala, exps. 256, 471 y 645; y Mapas y Planos Guatemala, 256 - 260. Una copia antigua se encuentra en el Archivo Histórico de la Biblioteca Nacional de Antropología e Historia de México (AHBNAH), Col. Antigua, Papeles varios, vol. 253. Fueron reproducidos por vez primera en el libro de Diego ANGULO IÑIGUEZ, Planos de monumentos arquitectónicos de América y Filipinas existentes en el Archivo de Indias, T. II: Estudio de los planos y de su documentación, Sevilla, Laboratorio de Arte, 1939. Pocos años después los retomó, junto con otros valiosos documentos Ricardo CASTAÑEDA PAGANINI, Las ruinas de Palenque. Su descubrimiento y primeras exploraciones en el siglo XVIII, Guatemala, Publicación del Ministerio de Educación Pública, 1946. A partir de entonces, han sido objeto de algunos estudios y reproducciones. La última edición completa del material es de Paz CABELLO CARRO, Política investigadora de la época de Carlos III en el área maya, Madrid, Ediciones de la Torre, 1992.96 Fue a través de un miembro de la familia Solís que se enteró Ramón Ordóñez y Aguiar, uno de nuestros personajes principales, según la versión que proporciona en "Fragmentos al Obispo de Chiapas hacia el año de 1790", manuscrito que copiara José Fernando RAMIREZ en "Apéndice Ixtlilxóchitl" conservado en AHBNAH, Col. Antigua, 226, pp. 124-154.97 Estos grupos se consideran los ancestros de los que hoy llamamos lacandones. Según Bricker, durante el período colonial Lacandón era un término geográfico y no cultural o lingüístico, que

39

En realidad, varios grupos indígenas se habían mantenido independientes,

escondidos y esparcidos por la selva, levantándose en armas periódicamente y

practicando algunos de sus antiguos ritos. A los ojos de los españoles y criollos, además

de representar una amenaza, constituían un mal ejemplo, un imán para los indios

cristianizados. Durante su visita a la diócesis en 1778, el obispo de Chiapas Francisco

Polanco redactó un informe al rey explicando la situación: debido al exceso de cargas

tributarias

“el juicio de los indios está turbado, o confundido... Por lo que toman el alivio de

su pasión, irse a vivir con los infieles lacandones ... y con otros han huido a

diversos montes en donde pasan su vida sin Dios, sin Rey, y sin ley”.98

Palenque precisamente se encontraba en el límite entre la zona tzeltal, chol

y el llamado despoblado, refugio de estos grupos. Este había sido el carácter del pueblo

desde su fundación llevada a cabo, alrededor de 1560, por un dominico, fray Pedro

Lorenzo, como misión para los indios de habla chol que había evangelizado. En los dos

primeros siglos de vida colonial, Palenque dependió de los pueblos más importantes a

su alrededor, Ocosingo, Tila y Tumbalá.99 Sólo el desarrollo de un tráfico, no sólo

ilícito, con los puertos de Campeche, Presidio del Carmen o Tabasco, en el último

tercio del siglo XVIII, lo había hecho un naciente nudo comercial.100

En aquellos años la convivencia entre los pocos españoles, algunos criollos

y un número mayor de ladinos, con la masa de población indígena resultaba pacífica,

pero el Teniente de alcalde sentía la necesidad de mantenerse alerta.101 No se había aún

connotaba a los diferentes grupos indígenas del noreste del actual estado de Chiapas con los cuales el gobierno español había establecido una paz precaria, después de años de intentos por someterlos. Cfr. Victoria Reifler BRICKER, The Indian Christ, the Indian King, Austin, University of Texas Press, 1981, pp. 43-52; así como el documentado libro de Jan de VOS, La paz de Dios y del Rey. La conquista de la Selva Lacandona (1525 - 1821), México, Fondo de Cultura Económica, 1988.98 Fue fundamental para la cultura chiapaneca la existencia de estos grupos que no habían sido cristianizados; será uno de los temas recurrentes en las crónicas, informes y documentos sobre la región. La cita está en Alma M. CARVALHO SOTO, "Teoría y práctica de la ilustración en Chiapas de las Reformas borbónicas a la Independencia", México, tesis de maestría UAM-Iztapalapa, 1988, pp. 123-132. He modernizado la ortografía de los escritos.99 A pesar de que en 1786 se introdujo el régimen de intendencias en Chiapas, estableciéndose en Ciudad Real, la forma de gobierno continuó siendo la tradicional; sólo en 1804 Palenque fue nombrada subdelegación. Cfr. CARVALHO, p. 136.100 Un informe del Intendente Agustín de las Cuentas y Sayas informaba que un vecino de Palenque en 1793 aconsejaba abrir un camino para fomentar ese comercio, "por la vía del pueblo de Palenque, que es el único arbitrio para que puedan resucitar estas dichas provincias, y con el tiempo ser las más floridas sí por la fertilidad de sus tierras, como de los frutos exquisitos que produce [los cuales] por falta de giro y comercio ni se extren, ni se cultivan..." Por otro lado, permitiría "recoger de los montes la gente que por varias causas se hallaban avecinados en ellos, careciendo de los auxilios espirituales de su religión y sin servir de utilidad alguna al demás vecindario de estas provincias..."; en CARVALHO, op. cit., pp. 154-155.101 Utilizo el término ladino, propio de Chiapas, para referirme a los mestizos. Un padrón tardío de 1814 da para el Partido de Zendales, al que pertenecía Palenque, un total de 639 españoles, 29, 895

40

borrado del todo la memoria de la sangrienta revuelta tzeltal de 1712 ni de los

periódicos motines que marcaron la vida chiapaneca, fruto de una mezcla explosiva: la

resistencia al pago de tributos y a los repartimientos, con el culto a santos y vírgenes

con una fuerte connotación mesiánica.102

En tal contexto era impensable que Calderón se interesara por dar a conocer

elementos que podían reforzar la cultura india ante los ojos de la minoría blanca y, así,

aumentar el miedo por las rebeliones. Año y medio después del reconocimiento de las

ruinas, en agosto de 1786, su hijo Manuel José Calderón, párroco de Palenque y

Tumbalá, pedía permiso para convertir un grupo de "caribes del monte", es decir,

lacandones de habla yucateca que mantenían "sobresaltados, desinquietos" a españoles

y ladinos.103 Para esa minoría blanca los indígenas eran holgazanes, mentirosos,

"idólatras", mano de obra cautiva en el mejor de los casos. Sabemos que Calderón -y

con él, su familia- hizo carrera, controlando parte de los oficios públicos y del comercio

ilícito de la zona. Para 1790, el Teniente era juez del partido de Palenque y

Subdelegado de la Intendencia y Administración de las Reales Rentas, además de cubrir

el puesto de capitán de milicias.104 Una buena carrera que aparentemente no le produjo

riquezas y que no le habría seguramente concedido la fama póstuma, si no hubiese

participado al descubrimiento de las ruinas, tarea que, con razón, no consideraba parte

de sus obligaciones.

El Capitán general de Guatemala le había pedido expresamente que reuniera

toda la información local, en particular las tradiciones que pudieran dar luz sobre la

antigüedad o la fundación del sitio. Calderón referirá que a pesar de las "...diligencias

muchas que he hecho, ya con el halago, ya con la amenaza, valiéndome de otros

ardides; no ha habido quien me dé razón de lo que esto fué, o quien haya sido el

indios y 489 ladinos. Reproducido en Antonio GARCIA DE LEON, Resistencia y utopía, México, Ediciones Era, 1985, p. 140. 102 Es ambiguo el papel que la población indígena de Palenque jugó en el levantamiento de 1712, en algunos estudios parece haber participado, junto a las otras dos poblaciones chol de la zona, Tila y Tumbalá; otros señalan que la población estuvo exenta del pago de tributos por algunos años, gracias a su no participación. Sobre este movimiento, uno de los más importantes en la historia de los reinos americanos, cfr. BRICKER, op. cit., pp. 55-69; Severo MARTINEZ PELAEZ, Motines de indios. La violencia colonial en Centroamérica y Chiapas, Puebla, UAP - Centro de Investigaciones Históricas y Sociales, Cuadernos de la Casa Presno, s.f., p. 238. 125-167; y Herbert S. KLEIN, "Rebeliones de las comunidades campesinas: la República Tzeltal de 1712" en Ensayos de antropología en la zona central de Chiapas, N. MCQUOWN y J. PITT-RIVERS (recop), México, Instituto Nacional Indigenista, 1970, pp. 149-170.103 AGI, Audiencia de Guatemala, leg. 645, abril 1790.104 No se entiende a qué subdelegación se refiere la carta del hijo pues, como ya dijimos, Palenque no es reconocida como tal hasta 1804. Por otro lado, sabemos que para 1808 es Subdelegado de Palenque José Antonio Calderón que, en caso de tratarse de nuestro Teniente, debía tener al menos unos 80 años. A pesar de los nombramientos, el hijo se lamenta de la pobreza de sus padres y hermanos. BRICKER, pp. 49 y 52; VOS, op. cit., pp. 224-227 y 443-444; PAILLES HERNANDEZ, M. C. y R. NIETO CALLEJA, "Primeras expediciones a las ruinas de Palenque", en Arqueología, Segunda época, no. 4, México, 1990, pp. 97-128; y v. II del Archivo de Documentos de Chiapas en la Biblioteca Orozco y Berra del INAH.

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fundador..."; será el único a interrogar indios y ladinos. Es interesante señalar esta

ausencia de leyendas sobre Palenque, una diferencia fundamental con las ruinas de

Yucatán, por ejemplo.105 En cambio Calderón repetirá lo que había oído decir: que la

ciudad fue realizada o por romanos, o por señores de España durante la ocupación mora

o por habitantes de Cartago. ¿Cuáles eran sus fuentes?, se trata de "hipótesis" que eran

de dominio común y además su hijo, como cura, pudo conocer algunas de las crónicas

sobre América, como la de Gregorio García o la de Torquemada.

La carta del Capitán general explícitamente asentaba que el examen de la

ciudad podía "...producir luces para la mayor ilustración de los fastos de la Historia

Antigua y moderna; y siendo semejantes inventos dignos de todo mi cuidado, por lo

que pueden conducir a los fines dichos, y honor de la Nación ...", la española

evidentemente. Así prevenido, Calderón encontró "ocho Casas, y inclusive un Palacio

que por su estructura y magnitud no pudo ser menos". Todo ello le obligó a reconocer

que "... la obra es suntuosísima aunque si tosca en su fábrica, y por lo tanto de gran

firmeza", la corte de un poderoso rey.

Nos adentramos aquí en uno de los mayores problemas que plantean los

informes: una admiración por las ruinas que parecería contrastar con la valoración del

indígena, especialmente en Chiapas. Sin embargo, para el Teniente no existía una

discrepancia con su opinión de los nativos; claramente se trataba de la obra de un

pueblo desconocido y civilizado, que no podía tener ninguna relación con los indios,

miserables e incivilizados como le aparecían.

El conocimiento del territorio y de su naturaleza permitieron a Calderón

dar, a pesar de su escasa instrucción, una versión realista del sitio en su corto informe,

fechado el 15 de diciembre. De esta manera cumplía abundantemente con las

expectativas de Estachería quien, consciente de los límites y virtudes de sus

funcionarios, tan solo pretendía una primera incursión que confirmase la existencia del

sitio, para así "formar idea del método, reglas, e instrucciones sobre que debo

providenciar una exacta revisión".

2. Los antecedentes

El Presbítero chiapaneco Ramón Ordóñez y Aguiar, actor omnipresente en

todo nuestro relato, reclamaba ser el difusor de la noticia sobre Palenque. Habría sido él

quien avisó al Capitán general Estachería, a través de su hermano José que se

105 Sin duda, fue resultado del total abandono del sitio al final del período clásico sin ser reutilizado, aparentemente, durante el postclásico. De otra parte el movimiento de población generado por la conquista ubicó en las cercanías de las ruinas grupos indígenas que no tenían ningún vínculo con ellas. Sólo el continuo trabajo arqueológico y antropológico en la zona desde fines del siglo, hará generar leyendas.

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encontraba en la ciudad de Guatemala.106 Dudoso, el Capitán general confirmó la

noticia con el Provincial de los dominicanos, fray Tomás Luis de Roca, quien sabía de

las ruinas. Contaba, en 1792, que era él quien había informado a Estachería pues su

deseo "siempre ha sido, el que una obra tan útil al Estado, no quedase sepultada en el

olvido...", confirmando así su fidelidad a la Corona.107 El dominico recordaba que el

primero en describirle la ciudad había sido Fernando Gómez de Andrade, Alcalde

Mayor de Ciudad Real, hijo de un alto funcionario de la Audiencia de Quito. Criollo

ilustrado con una curiosidad científica por las antigüedades se dirigió al sitio alrededor

de 1773, facilitado el viaje por las atribuciones de su cargo y posiblemente solicitando

ayuda a Calderón. En su opinión "esto del Palenque no es cosa de Indios, son Fábricas

de mucha solidez, de mucho arte...", de mayor antigüedad que los naturales de la zona.

Despertada su curiosidad, el Teniente general de la Alcaldía también realizó una visita.

Llegó a penetrar en un edificio, haciendo un hoyo en una bóveda, pero el sitio le inspiró

miedo, en parte por la abundancia de alimañas, y se retiró. Le parecía que la única

manera de tener noticias era "mandando el Soberano avocar porción de gente desde

últimos de Noviembre, hasta últimos de Marzo, a rozar todo el Monte, y después de

seco pegarle Fuego; ...o si no que los Pueblos Vecinos fueran todos a Milpear a

aquellos parajes y así se fuera descubriendo."

Resultan relevantes dos hechos entorno a estas testimonios: la convergente

curiosidad de tantos personajes de la vida pública guatemalteca y, específicamente

chiapaneca, por esa misteriosa ciudad, y el que no diera por resultado la promoción de

una expedición oficial en ese entonces. Como explicación del interés debemos recordar

el clima cultural del imperio hispanoamericano que, entre otros elementos que

reconocemos como ilustrados, era proclive a la historia antigua americana desde el

reinado de Felipe V y sobre todo en el de Carlos III. Referidos a hechos y eventos

únicamente hispanoamericanos, se pueden enumerar: la voluntad de reunir información

sobre la población y asentamientos americanos desde 1741; el inicio de las

expediciones científicas a América con aquella franco-hispana de Charles M. de la

Condamine, Jorge Juan y Antonio de Ulloa en 1735, que producirá resultados a partir

de 1746; la publicación de libros con temáticas americanas como el de Lorenzo

Boturini en el mismo año; la fundación de un Real Gabinete de Historia Natural en

106 El hermano de Ordóñez era vicario del curato de Chamula, cercano a Ciudad Real; por esa época se encontraba suspendido por un problema con el Capitán de Dragones provinciales, que se convirtió en un enfrentamiento de jurisdicciones entre el Justicia mayor de Chiapas y el Provisor capitular de Ciudad Real. En el pleito intervino Ramón Ordóñez como Promotor fiscal del Obispado de Chiapas. Documentos históricos de Chiapas, año IV, n. 6, en.-jun. 1956, pp. 75 - 99. La información sobre éste se encuentra en Ordóñez, "Fragmentos...", op. cit. y en E. C. BRASSEUR DE BOURBOURG, Lettres pour servir d'introduction à l'histoire primitive des nations civiliseés de l'Amérique Septentrionale , México, Imprenta de M. Murguía, 1851, pp. 4-14.107 Manuel BALLESTEROS GABROIS publicó tres cartas de Roca y San Juan sobre esta aventura, que aportan datos y redimensionan el papel jugado por Ordoñez; Nuevas noticias sobre Palenque en un manuscrito del siglo XVIII, México, UNAM-Cuadernos del Instituto de Historia, 1960.

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1752 y en 1771, que solicitaba material americano para sus colecciones; las

resoluciones del Consejo de Indias y de la Academia de la Historia para la elaboración

de una historia y geografía de América en 1762-1765. Por otro lado, hay que recordar

que 1773 es el año de los grandes terremotos que obligaron a transferir la capital de la

Audiencia.108

La capacidad demostrada por Estachería para organizar las expediciones

hacen pensar en una afición personal, aunque su carrera, principalmente militar, no da

señales de ello.109 Como alto funcionario del imperio, obligado a mantenerse al día,

debió leer las Noticias americanas, escritas por Antonio de Ulloa en 1772, considerada

como fuente fidedigna por todos los ilustrados, inclusive Prévost, Voltaire, Robertson,

Raynal. El subtítulo del libro es ya en sí un programa: Entretenimientos Phisico-

Históricos, sobre la América Meridional, y la Septentrional. Comparación General de

los Territorios, Climas y Producciones en las tres especies, Vegetales, Animales y

Minerales, Con Relación particular de las Petrificaciones de Cuerpos Marinos. De los

Indios naturales de aquellos países, sus costumbres y usos, De las antigüedades,

Discurso sobre la Lengua y sobre el modo con que pasaron los primeros Pobladores.110

Ulloa, con una larga experiencia en territorio americano, estaba convencido

de que después del descubrimiento de América no se había procedido con suficiente

ahínco a "conocer lo que encierra de raro, haciendo poco aprecio de esta parte, como

menos apetecible...". Por ello eran escasos los estudios relacionados

“a la física terrestre, a las antigüedades, a las costumbres y al carácter, al genio e

inclinaciones de aquellos habitantes en su estado natural, y en el que tienen

después de haber entrado bajo de otra dominación, ofreciendo cada uno de estos

asuntos no pocas particularidades en qué ocupar el juicio, que son otros tantos

documentos para el conocimiento del mundo y de las variedades que encierra”111.

108 El Capitán general tuvo que imponer, a despecho de una fracción de las élites locales, el traslado, que obviamente conllevaba un cambio en el equilibrio interno de la Capitanía. Cfr. Wilbur E. MENEARY, "The Kingdom of Guatemala during the Reign of Charles III, 1759 - 1788", tesis de doctorado, Univ. of North Carolina - Chapel Hill, 1975. 109 Escogido por Matías de Gálvez -prototipo del alto funcionario ilustrado, siendo hermano del famoso José- como su sucesor, Estachería había llegado con éste a la Capitanía en 1778 como Brigadier de Infantería, distinguiéndose en la campaña contra los ingleses. Como recompensa había sido nombrado gobernador y comandante general de la provincia de Nicaragua, puesto en que duró poco pues recibió el nuevo nombramiento en 1783. De regreso a España recibió el nombramiento de Mariscal de campo. MENEARY, op. cit., p. 24-26 y J. Antonio VILLACORTA C., Historia de la Capitanía General de Guatemala, Guatemala, Tipografía Nacional, 1942, p. 79.110 A los temas que nos interesan dedicaba seis capítulos. Cfr. Francisco de SOLANO en su "Estudio Preliminar" en Antonio de Ulloa y la Nueva España, México, UNAM-Instituto de Investigaciones Bibliográficas, 1987.111" Fragmento de la introducción, citado por SOLANO, ibid., p. LII. No hay que olvidar que en el siglo XVI las relaciones de la historia indígena se integran al resto de los datos requeridos por la Corona; reunidas como elementos de apoyo para la evangelización denotan, sin embargo, la curiosidad de los frailes evangelizadores por un pasado diverso. Esa curiosidad se concretaba en una descripción, a veces pormenorizada, de los restos materiales de esas culturas. A través de algunas de estas relaciones

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Un discurso que presuponía la experiencia de la historia natural a partir de

Linneo. En esta visión, el hombre también debía ser clasificado y, por lo tanto, descrito

con las mismas exigencias de las otras especies. Evidentemente, el hombre que era

objeto de estudio no era el civilizado, sino aquél ajeno a la sociedad europea, el

indígena americano, por ejemplo. Estos estudios presuponían un desarrollo histórico del

hombre, una serie de etapas sucesivas que portarían a la última, la civilización

occidental.112 La observación del indígena -que evidentemente no había alcanzado ese

grado de progreso- arrojaría luz sobre los estadios anteriores, sobre la evolución de la

organización política y económica que permitirían establecer leyes y, así, elaborar

teorías y proyectar reformas útiles a la sociedad civilizada.113 Los numerosos intentos

españoles por llevar a cabo este tipo de proyectos no fueron solamente una respuesta a

las críticas de los ilustrados, también fueron -quizá principalmente- la elaboración de

una propia ciencia que recorría caminos similares a los del resto de Europa. No llegaron

a cristalizar como proyecto dominante en América porque no tuvieron el tiempo de

sedimentarse en el imaginario de los habitantes. Por otra parte, convivían con

planteamientos que tenían sus raíces en el viejo orden, necesariamente transformados

en el tiempo, pero que eran igualmente válidos para los americanos.114

En este ámbito es oportuno recordar algunas de las visiones y actitudes que

sobre América y los americanos tuvieron los ilustrados europeos fuera de España. Si

bien todos reconocían la humanidad de los indígenas, el debate se centraba sobre el

estadio del desarrollo humano en que podían ser ubicados. Un pasado glorioso o, al

menos, más cercano al dominio de la naturaleza, era adjudicado a los incas y aztecas

por autores como Buffon y Voltaire. Pero en el desordenado enlistado de grupos

humanos, el indígena contemporáneo era infaliblemente percibido como ajeno a la

civilización; su rasgo primordial era la apatía o indolencia, una de las faltas más graves

tenemos hoy elementos para reconstruir la apariencia de sitios y objetos, de la misma manera que sirven como fuente para los estudios etnográficos.112 Existen varias versiones de las etapas del desarrollo humano, diferenciadas por la disciplina desde que se accede al problema; cito sólo a manera de ejemplo, los innumerables volúmenes de la Histoire naturelle, générale et particulière del conde Buffon, editados a partir de 1749 y el Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations de Adam Smith, 1776.113 En este sentido, para los ilustrados era importante apresurarse a recoger los vestigios de estos pueblos dado que en América estaban desapareciendo en su forma "salvaje", ante la evangelización y aculturación española que, por otro lado y a pesar de las críticas, se presentaba como la única vía factible de incorporarlos al mundo civilizado. Se plantea ya una doble postura ante el indígena que, con variantes ideológicas, se mantiene hasta nuestros días: una voluntad redentora que, a la vez, coexiste con el deseo de mantener, en la lejanía, un mundo salvaje. Cfr. DUCHET, op. cit., pp. 29-37.114 Cfr. el estudio clásico de Jean SARRAILH, La España ilustrada de la segunda mitad del siglo XVIII, México, Fondo de Cultura Económica, 1981, especialmente la parte II y III (1a ed. 1954); el coloquio franco-español La América española en la época de las Luces, Madrid, Cultura Hispánica, 1988; el vasto catálogo de la exposición Carlos III y la Ilustración, de M. Carmen IGLESIAS et al, España, Ministerio de Cultura, 1988, 2 v.; y Andrés GALERA GOMEZ, La ilustración española y el conocimiento del Nuevo Mundo, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1988.

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para la moral ilustrada.115 La culpa tenía una doble cara: la naturaleza y clima

americanos, y la conducta de los españoles. Sobre la naturaleza son famosas las tesis

del holandés De Pauw, quien llevando a sus extremos la teoría de Buffon, hacían

aparecer América como irremediablemente inferior. Siendo la naturaleza una constante,

contagiaba a todos los que viviesen en ese continente, especialmente a los criollos. Fue

sobre todo este punto el que desencadenó una polémica en el mundo hispanoamericano.

La Corona no podía admitir esta manera tajante de subestimar una parte importante de

su imperio, que acentuaba el descrédito de su gestión. Por otro lado, aparecía difusa

entre la oficialidad española operante en América una opinión despreciativa de los

criollos, censurando sus usos y costumbre, con frecuencia atribuídos a un factor

climático. Esta actitud era percibida por los mismos criollos quienes se encontraron con

razones de más para delimitar una identidad propia que, no perdiendo sus raíces en

aquella española a la cual de cualquier manera se sentían pertenecer, permitiese valorar

y justificar su diversidad. Comprensiblemente, uno de los elementos constitutivos fue

esa misma naturaleza que encerraba bellezas distintivas y únicas, proveyendo así un

primer sentido de pertenencia, delimitable geográficamente.116 Los vestigios de las

antiguas culturas podían ahora integrarse en esta concepción de la belleza natural como

una extravagancia local más.

3. Las instrucciones del Capitán general y el segundo informe.

Estachería organiza con destreza la exploración de Palenque que, está

convencido, le portará el reconocimiento de las autoridades reales. Enterado de "las

constantes fatigas con que la Nación Española, y sus sabias Academias insudan en

investigaciones de este orden", procede con confianza. Con las noticias positivas del

Teniente de Alcalde decide en enero de 1785, sin contar con la aprobación del

soberano, enviar a revisar las ruinas al Arquitecto de las Obras reales de la nueva

capital de Guatemala, Antonio Bernasconi. Lo escoge seguro de que su formación

profesional le permitirá realizar una evaluación técnica y ejecutar los dibujos necesarios

como "demostraciones verídicas", tal como se usaba entonces. Días más tarde le escribe

a José de Gálvez, Secretario del Despacho Universal de Indias, enviándole el reporte de

Calderón, por el cual

"...tratando el asunto con varias personas sensatas creí desde luego que el

examinar a fondo las reliquias de la citada Ciudad pudiera acaso suministrar ideas

115 Es interesante notar la similitud de adjetivos negativos que se emplearon en la descripción del indígena y de las clases populares, especialmente urbanas, en España. Cfr. SARRAILH, ibid., cap. IV.116 Cfr. John H. ELLIOTT, "I.Introduction" en Colonial Identity in the Atlantic World, 1500 - 1800, N. CANNY y A. PAGDEN (eds), op. cit., pp. 9-11 y Anthony PAGDEN, "Identity Formation in Spanish America" en ibid., p. 83-85.

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beneficiosas a la Historia, y alguna ilustración a los conocimientos de la

antigüedad en estas partes, máxime si su fundación resulta ser de Ultramarinos,

como quieren indicarlo algunas de las particularidades referidas en el informe del

Teniente del Palenque".

Finalmente, le escribe a Calderón, encomiándolo vivamente por su labor y

recomendándole que acompañe y ayude a Bernasconi. De paso le aclaraba que los

gastos que se ocasionaren los podía reponer, mientras tanto, "de los tributos u otro ramo

de Real Hacienda de que esté hecho cargo"; después remitiría la cuenta.

La hazaña de Estachería, de la cual estaba orgulloso, es la elaboración de

una instrucción con 17 "capítulos", probablemente basada en el cuestionario que

Antonio de Ulloa había elaborado en 1777. Se trata de una síntesis de los elementos que

en ese momento se consideraban necesarios para definir una gran ciudad, metonimia de

la sociedad civil.117

Ulloa había redactado, con el beneplácito del virrey novohispano Bucareli y

de José de Gálvez, un Cuestionario... con la finalidad tanto de obtener datos para una

nueva "relación" de la Nueva España, como materiales para el Gabinete de Historia

Natural.118 Para Ulloa era necesario especificar con precisión los vestigios, los únicos

"documentos formales" que a sus ojos probaban "lo que fueron las gentes en los

tiempos a que se refieren: por ellas viene a averiguarse lo que alcanzaron, el modo en

que se manejaron, su gobierno y economía." Solicitaba noticias de "ruinas de edificios

antiguos de la Gentilidad, de cualquier materia que sean", fuesen "adoratorios" o casas

y de vasijas, herramientas, armas, ídolos y adornos. Con esos datos se podía evaluar el

impacto de la conquista y de la gestión española sobre los pueblos indígenas, "lo que

han adelantado o perdido, lo numeroso de sus gentíos, la industria, el valor y las

máximas de manejarse." No dudaba del resultado: cualquier vestigio, por importante

que fuese, jamás demostraría que hubiesen estado culturalmente a la par de los

españoles. "Si los indios hubiesen sido igualmente instruidos que los españoles no

hubiesen sido sojuzgados con tanta facilidad".119

Las instrucciones del Capitán general son aún más detalladas; muestran su

atención al informe de Calderón y a las descripciones de fray Tomás de Roca y Ramón

Ordóñez. Además, sugieren una inventiva y una curiosidad personal que le habían

117 CABELLO menciona la atención hacia las antigüedades americanas demostrada por Ulloa, op. cit., pp. 16-18.118 El Cuestionario..., cuyo título completo era, de nuevo, un programa, salió de la imprenta en febrero 1777, distribuyéndose inmediatamente a los "presidentes de Guadalajara y Guatemala, a los obispos, a los provinciales de religiones", para que éstos a su vez lo distribuyeran a "alcaldes, curas, prelados de conventos y otras personas que se reconozcan con algunas luces". Desafortunadamente, la respuesta fue nula para Chiapas y Guatemala. Solana, op. cit., pp. LV-LVIII.119 En SOLANO, op. cit., p. LVII y CXLVIII.

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llevado a estudiar tanto los métodos de la investigación histórica como aquellos de los

anticuarios. Así el primer apartado establecía los cuatro puntos fundamentales sobre los

cuales se elaborarían los elementos a identificar: afirmar la existencia del sitio como

ciudad con una estructura económica, individuar el pueblo constructor, sus posibles

vínculos con otros pueblos y la causa de su desaparición. Estos testimonios escritos y

gráficos, no tenía dudas, se transformarían en verdaderos datos para la construcción de

una nueva historia del Reino de Guatemala y de todas las Indias. Con complacencia,

Estachería repasaba su obra y, ansiosamente, esperaba los resultados.120 El arquitecto

debía:

1) Estudiar en detalle las "estatuas", "lápidas inscripciones, Motes y escudos

para discernir si tienen caracteres, jeroglíficos, divisas, símbolos o cualquier cosa de las

muchas que pertenecen al blasón...", retratando el mayor número posible y llevándose

algunas de las piezas que parecieran "más demostrativas", teniendo cuidado en su

transporte.

2) Registrar todos los "oratorios, o Adoratorios, calabozos, baños,

Tesorerías, bóvedas de sepulcro u otras que indiquen poder, y magnificencia en sus

Dueños...". Si era necesario, debía realizar excavaciones reducidas para obtener

información sobre los cimientos que permitieran determinar "si los fundadores tuvieren

o no ignorancia de la Arquitectura civil y sus reglas... pues en el caso de que

unánimemente concordasen todas en unos regulares principios... habríamos de

persuadirnos a que su fundación se debe a gentes cultas y no bárbaras, y de ello fundar

juicios muy propios a la Ilustración de la Historia." Para ayudarse en el estudio, el

arquitecto debía llevar consigo "los Autores de Arquitectura que expliquen las reglas

que sucesivamente se han ido estableciendo... por las distintas naciones". Se trataba así

de volver conmensurable lo desconocido a través de la confrontación con lo ya

conocido; sólo de esta manera se tendrían claros los elementos de correspondencia o

diferenciación con otras culturas.

3) Determinar la existencia de un reino para lo que debía inspeccionar los

edificios que denotasen un uso diverso al habitacional, sobre todo aquellos que

pudieran indicar la existencia de "alguna manufactura, beneficios de metales, o

acuñación de moneda". Asimismo, debía: recoger todos los objetos de fierro, en caso de

que hubiesen; comprobar la existencia de caminos transitables, un río navegable y un

puerto que hubiesen permitido el comercio marítimo. Para Estachería era fundamental

determinar el medio de subsistencia de la población, evidentemente numerosa si se

trataba de un señorío. La existencia del comercio era determinante del estadio de

120 En su carta a Gálvez, Estachería se ofrece para ir personalmente a reconocer las ruinas, manifestando claramente su curiosidad. Es posible que la haya podido satisfacer durante su regreso a España a fines de 1789: el hijo de Calderón afirma que pasó por el pueblo de Palenque. Seguramente se hizo tiempo para visitar finalmente el objeto de tantas fatigas. Cfr. AGI, Audiencia Guatemala, Leg. 645, op. cit.

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civilización alcanzado.

4) Investigar si los habitantes eran "ultramarinos".

5) Indagar de qué material estaban compuestos los cerros circundantes,

obviamente pirámides, que Calderón afirmaba que eran muy escarpados. Resulta obvio

que Estachería nunca había observado una pirámide prehispánica. Igualmente, debía

examinar con cuidado la bóveda que cubría el río y en cuya proximidad parecía haber

dos piedras de molino.

6) Investigar sobre el problema del abandono de la ciudad, aún hoy motivo

de complicadas hipótesis. Para ello debía consignar cuántas y qué orientación tenían las

puertas y ventanas tapiadas ya que confirmarían, junto con el uso de objetos de fierro,

la necesidad de defensa, corroborando la hipótesis de una guerra como causa de la

destrucción de la ciudad. A este mismo fin, debía delimitar los confines del sitio,

consignando si existía algún sistema de defensa.

7) Medir los edificios mayores, tratando de calcular cuál habría sido su

altura y hacer un "plano detallado circunstanciado de la Ciudad", consignando plazas,

fuentes y calles. Por separado, pero señalados en el plano, "en perspectiva manifestará

algunos de los Palacios, y Casas más principales que se conserven hoy menos

arruinadas".121

El Arquitecto de las Obras reales de la Nueva de Guatemala, Antonio

Bernasconi arriba a las ruinas después de haber permanecido algunos días en el pueblo

de Palenque adonde había llegado el 25 de febrero de 1785. Ahora, exasperado, se

encuentra en medio de la selva, acompañado de un grupo de indígenas que, aunque le

entienden y se dirigen a él en español, hablan entre ellos una lengua desconocida que lo

atemoriza cuando recuerda las historias que ha oído sobre su intempestiva violencia. La

presencia del Teniente de alcalde Calderón no mitiga su inquietud; tiene la impresión

que éste observa con burla su inexperiencia. Ya al partir de Guatemala presentía que no

le iba a gustar el sitio, pero el Capitán Estachería se lo había ordenado, insistiendo

sobre su importancia, y él dependía del Capitán. Debía complacerlo, le había encargado

una obra que podía significar su consagración como arquitecto: la pila para la Plaza

Mayor que tendría una estatua ecuestre de Carlos III. Se recordaba el júbilo con que

había aceptado el nombramiento de delineante y sustituto del Arquitecto de las Obras

de la Nueva Guatemala de manos de su maestro, Arquitecto mayor de las Obras Reales

en la capital hispana. Era su única posibilidad de hacer carrera, asegurándose un sueldo

no despreciable para un joven como él.122 El viaje realizado al puerto de Omoa en uno

121 "Instrucción de los puntos, y particularidades á que ha de dirigir el Arquitecto de las Obras Reales de esta Capital Don Antonio Bernasconi, las observaciones, reconocimientos, exámenes, y medidas que por orden del día le prevengo pase a ejecutar...", firmada 29 de enero de 1785. He resumido y dado un orden diferente a los incisos.122 Bernasconi seguramente era, como su maestro, italiano. CABELLO sostiene que era hermano del arquitecto Luis Bernasconi que trabajaba en "obras de carácter neoclásico en la España dieciochesca";

49

de sus primeros años en América había sido duro, pero la tarea que le había sido

asignada, inspeccionar el camino y levantar los planos del fuerte y sus inmediaciones,

le era conocida. No se había sentido fuera de la civilización como le parecía estarlo

ahora entre las ruinas sombrías y húmedas. Debía admitir que la naturaleza de la zona

le apabullaba por su exuberancia. Pensaba apresurarse a tomar apuntes y medidas y

redactar su informe en Guatemala. Sabía que no podría responder a todas las demandas

del Capitán y eso aumentaba su ansiedad: tardó cuatro meses para decidirse a entregar

un trabajo que no le satisfacía.

Bernasconi realiza un corto relato que giraba alrededor del plano y los tres

dibujos anotados que acompañaban el informe, incluyendo escasos comentarios

personales. Una de sus dificultades mayores fue que "En su arquitectura no hay orden

alguno de los que yo conozco, ni antiguo ni moderno, y si sólo, que las bóvedas están

cerradas a lo gótico. Las paredes, tanto del palacio, como de las demás casas, son de

suma solidez...". La semejanza con el estilo gótico denotaba su disgusto: para los

ilustrados era sinónimo de desorden, rigidez, capricho, lo contrario del gusto neoclásico

en el que se había formado y que había venido a establecer en Guatemala. Igual

problema le presentaban los relieves, se perdía en los dibujos; no reconoce el contorno,

ni las vestimentas, ni las posturas de los personajes. A este propósito hay que recordar

que estaban cubiertos de maleza, líquenes y moho que seguramente hacían aún más

difícil descubrir su forma.

Por otra parte, el arquitecto confirmaba la existencia de algunos elementos

que serán de gran interés para los estudiosos, además de motivo de debate: camas de

piedra, ventanas y puertas tapiadas que, como daban al interior, no creía hubiesen

servido para la defensa del sitio; bóvedas subterráneas en el palacio que le parecía

"sirvieron de calabozos, por no tener luces..."; una "cantarilla de bóveda" sobre el río y

las piedras que "aunque pueden servir para molino, no me parece que sirvieran sino

para desagüe". Por otro lado, negaba la existencia de fábricas, oratorios, baños,

sepulcros, muralla, fosa o camino principal. No obstante, señalaba dos puentes, uno de

los cuales "ofrece la comunicación de nuestras poblaciones con aquél país abundante de

cacao, añil, zarzaparrilla, palo de tinte, vainilla y otros frutos de este clima", su única

demostración de entusiasmo.

Significativamente para nuestro tema, en la conclusión sugería,

acertadamente, que la destrucción de la ciudad "la produjo el abandono de sus

op. cit., p. 25. Antes de su nombramiento en Guatemala, nuestro arquitecto trabajaba como "sobrestante facultativo en las obras de El Pardo". El contrato estipulaba un sueldo de 1.000 pesos anuales mientras residiera en las Indias; terminadas las obras, que se calculaba en unos 12 años, podía regresar a España donde recibiría una gratificación o un sueldo vitalicio. Llegó a su destino en julio de 1777 junto a Marcos Ibañez, el Arquitecto mayor, quien en 1783 fue destinado a otra ciudad, quedándose Bernasconi al cargo de los trabajos. Cfr. Víctor Díaz, Las bellas artes en Guatemala, Guatemala, Tipografía Naiconal, 1934, pp. 122 y 176; Francisco X. Mencos, "Arquitectos de la época colonial e Guatemala" en Anuario de Estudios Americanos, T. III, Sevilla, 1946, pp. 883-893.

50

habitadores, los cuales es muy probable fuesen indios según la figura de las estatuas,

modo de fabricar en las eminencias y sin orden de calles y cuadras. Sin embargo de que

la construcción de los edificios no hace del todo incultos en el arte a los que la

fabricaron." Nos hace suponer que o había visto algún sitio prehispánico o conocía las

descripciones de los cronistas, aún si no se se sentía capacitado para proponer una

comparación.

Desilusionado por los resultados poco espectaculares de la expedición de

Bernasconi, el Capitán Estachería aplazó el envío del material a la corte. Finalmente, el

26 de agosto de 1785 le mandó todo a José de Gálvez, posiblemente sin que le hubiese

llegado todavía la aprobación real de sus pesquisas.123 Frente al tono entusiasta de sus

primeras cartas, destacaba aquel humilde de ahora, ante la duda de cómo serían

juzgadas sus iniciativas. No obstante, subrayaba la gran antigüedad de las ruinas y, ante

la afirmación de Bernasconi, moderaba su opinión que negaba la autoría a los

indígenas: "respecto a la incivilidad propia de los Indios antes de ser conquistados, a

cuya época es preciso atribuir aquella fundación, parece hay que adivinar en su

arquitectura por tosca que resulte ser, y de extrañarse la solidez y multitud de edificios

en una gente tan poco inclinada hoy a la habitación de duración y permanencia." Y

concluía informando que había tratado de obtener documentación histórica,

examinando "algún manuscrito de idioma indio", sin ningún resultado positivo.

4. El juicio de Muñoz y el informe de del Río

Habiendo recibido los materiales enviados por Estachería, José de Gálvez

recomienda a Carlos III aprobar de nuevo las iniciativas del Capitán general y consultar

al Cosmógrafo mayor e historiador de Indias, Juan Bautista Muñoz.124 Con la anuencia

del rey, Gálvez envía al historiador, el primero de marzo de 1786, toda la

documentación y dibujos para que "en su vista, informe lo que se le ofreciere y

pareciere".

Muñoz había tenido la oportunidad, y el interés, de consultar crónicas y

documentos que hablaban de las antigüedades americanas por lo que inmediatamente

individuó el contexto donde ubicar las noticias de Palenque. Responde seis días después

confirmando la importancia del sitio, dado que era desconocido hasta entonces y por la

dificultad de encontrar "hoy día" vestigios de ese tipo. Una manera de rebatir los

123 Estachería envía el informe junto con cuatro "Planos y Perspectivas" y, posiblemente, algunas piezas identificadas por CABELLO; op. cit., pp. 53-58 y lams. 9-11.124 Muñoz fue nombrado Cosmógrafo mayor de Indias en 1770 y en 1779 el Rey le dio el encargo de escribir la historia de América. Así tuvo acceso a todos los archivos reales y privados para reunir material para su historia.

51

detractores de la saga de la Conquista:

"...tenemos en estas ruinas una demostración ocular de la veracidad de nuestros

Conquistadores e Historiadores primitivos en orden a los edificios hallados en la

Nueva España y sus cercanías especialmente a la parte del mediodía. Entre ellos

se distinguían por grandeza y arte los de las provincias comprendidas en el

distrito de Goatemala y la de Yucatán. Chiapa está en el comedio de lo que

antiguamente fue mejor poblado y edificado; y no parece improbable que esta

ciudad destruída fuese la Capital de una gran potencia algunos siglos antes de la

Conquista".125

Opina que pudo ser dominada por "los antiguos Tultecas, u otros de no

inferior grandeza" -referencia casi obligada en el contexto mesoamericano- y, casi

como si intuyera el trabajo que pocos años después realizarán Ramón Ordóñez y Pablo

Cabrera, reitera su método de trabajo:

“Fácil cosa sería dar especiosas conjeturas fundadas en las tradiciones Mexicanas

acerca de los viajes y conquistas de sus Mayores: tradiciones llenas de fábulas

inverosímiles, pero que tienen su fondo de verdad; el cual procuro investigar con

los hechos y documentos, huyendo el general vicio de formar sistemas”.126

Estas aseveraciones, que podrían parecer un reconocimiento de la grandeza

del pasado indígena y, en esta manera, de los mismos indios, son matizadas a

continuación: aunque "imperfectas y groseras, y en nada comparables a las obras de

Europa prueban claramente que los pobladores antiguos de aquellos países eran

superiores en saber y cultura a los del tiempo de la conquista". En su texto, que debía

haber sido la historia de América, Muñoz afirma la antigüedad de la población

americana que, al igual que la europea, se remontaría a la época posterior al diluvio.

"Siguen hasta fines del siglo XV separados del resto de los hombres; y corriendo

varias fortunas... Los grados por que fueron pasando las fundaciones y

destrucciones sucesivas de imperios y repúblicas, las transmigraciones de

pueblos, y otros acontecimientos regulares en la sociedad, se han perdido en un

profundo olvido, o a lo menos se han confundido y desfigurado. Solamente han

125 Muñoz hace referencia a la existencia de restos en Mitla ("Mixtlan"), Copán (ruinas de Honduras), además de Yucatán.126 En la dedicatoria al Rey de su Historia del Nuevo Mundo -único tomo que llegara a publicar- Muñoz declara "Determiné hacer en mi historia lo que han practicado en distintas ciencias naturales los filósofos... Púseme en estado de una duda universal sobre cuanto se había publicado... con firme resolución de apurar la verdad de los hechos y sus circunstancias hasta donde fuese posible..."; México, M. AGUILAR editor, 1975, p. 52 (1a edición 1793).

52

prevalecido contra las injurias del tiempo algunos edificios de varia antigüedad,

algunas sombras débiles de ciertos sucesos distinguidos en tradiciones y fábulas

llenas de ambigüedad y confusión."

Aún los vestigios más cercanos a la Conquista, que mostraban el grado más

alto de cultura al que habían llegado, como los quipus o los códices mexicanos, para él

"manifiesta[n] el miserable progreso que ha hecho la razón de tan dilatada serie

de siglos en aquel hemisferio, privado de la luz inextinguible que con más o

menos esplendor jamás cesó de alumbrar en el opuesto".127

A pesar de que el informe de Bernasconi "desvaneció las magníficas

esperanzas que hizo concebir el entusiasmo de las primeras noticias", Muñoz juzga

conveniente hacer un nuevo reconocimiento para aclarar ciertos puntos, fuente de

discusión entre los expertos. Desea ver pedazos de material que confirmaran el uso de

la cal y del barro cocido, de lo cual no había certeza para América aunque ya había sido

mencionado en el texto de Sahagún, inédito en ese entonces; corroborar la existencia de

ciertos elementos arquitectónicos, como las ventanas o la escalera de caracol, descrita

por Calderón en la torre, pues no se había creído jamás que los "Arquitectos Indios"

fuesen capaces de tales construcciones. Igualmente duda del uso de arcos y bóvedas que

Bernasconi llamaba góticas, lo cual haría de estas ruinas, según el historiador, el sitio

más importante de México y Perú, al adjudicar al uso de la bóveda la connotación de

civilización. También se interesa por los bajorrelieves descritos por Calderón, con

forma de cruz, pues le recuerdan aquellos mencionados por el Oidor de la Audiencia de

Guatemala, Diego García de Palacio en un informe a Felipe II, fragmento que copia y

envía a Gálvez junto con su reporte, apuntando a una posible unidad cultural entre los

dos sitios.128

Con estas recomendaciones se imparte una Real orden a Estachería el 15

marzo para que continúe, con "los medios que regulare más adecuados", en la

investigación de Palenque. El Capitán general se siente halagado, sus superiores han

comprendido sus esfuerzos. Con nuevo brío, el 12 de agosto informa a José de Gálvez

sobre las medidas que ha tomado. Después "de haber discurrido con la mayor reflexión

sobre hallar sujeto idóneo", decide nombrar al Capitán de artillería Antonio del Río

pues Bernasconi había muerto -en octubre de 1785-, y los dos ingenieros de la

Capitanía, "cuya profesión es propio este asunto", estaban ocupados en obras de

127 Ibid., p. 80. Ya Buffon subrayaba que la memoria histórica indígena era reciente.128 Se trata de una descripción de Copán de 1576 que no había sido publicada. El Oidor consigna que le fue relatado que el sitio era obra de un gran señor de Yucatán, lo cual le parece posible pues los edificios se asemejan a los que se habían encontrado en Yucatán y Tabasco.

53

defensa, evidentemente más importantes. Del Río le parece adecuado pues,

reconociendo los límites de su formación, se declaraba dispuesto "a emplear todo su

cuidado... y aplicar sus luces a formar la descripción y demás correspondiente en el

término mejor que le sea posible". Ahora solo quedaba esperar a que terminara la época

de lluvias; después pasaron los meses y Estachería no se decidía a iniciar la expedición.

Finalmente el 20 de marzo de 1787 dio la orden.

El Capitán del Río llega al pueblo de Palenque el 3 de mayo, en su cabeza

bullen todas las recomendaciones, instrucciones y apuntes que le ha hecho Estachería.

Comprende que su reporte puede ser útil para desentrañar un misterio de la historia

antigua del reino de Guatemala y, por tanto, del imperio. Lo acompaña el dibujante

Ricardo Almendáriz quien espera lo ayude a trazar en manera comprensible el sitio.129

Se dirige a las ruinas y, abrumado, comprueba la absoluta necesidad de realizar un

vasto desmonte: "una espesura y obscuridad tan densa que a distancia de cinco pasos

nos impedía distinguirnos mutuamente; ocultándonos al mismo tiempo la Casa

principal". Regresa al pueblo para ponerse de acuerdo con Calderón sobre el

procedimiento a seguir para juntar "cuantos Indios y Ladinos se encontrasen", problema

al que harán referencia constante todos los futuros exploradores. Como no le bastan los

hombres que le puede proporcionar el Teniente de alcalde, se solicitan al pueblo de

Tumbalá 200 indios con hachas y machetes; el 17 mayo finalmente se presentaron 79,

con sólo 28 hachas a las que se lograron agregar otras 20. Calderón, muy ocupado

entonces en organizar el establecimiento del grupo de lacandones que había convencido

su hijo el cura, esperaba que este nuevo servicio al Capitán lo hiciera sentirse en la

obligación de dotar fondos para aquella reducción. Finalmente, del Río puede partir;

con sus hombres corta maleza a lo largo de 14 días, hasta que ordena una "quema

general que nos proporcionó un aire más puro y saludable" y, sin duda, una mayor

seguridad. Ya establecido, procede a realizar excavaciones, pues "para formar alguna

idea de los primeros pobladores y antigüedad de su establecimiento, sería

indispensable... por si se descubrían a beneficio de ellas adornos, medallas,

inscripciones u otros monumentos que ministrasen alguna luz". Con orgullo consigna

que no quedó sin abrir "ventana, ni Puerta tapiada, atajadizo y nicho con tabique, que

no se derribase, ni Cuarto, Sala, Corredor, Patio, Torre, Adoratorio y subterráneo".

Podemos imaginar la cantidad de material y, sobre todo, de información que se perdió

en el proceso y fue sólo el primero en realizarlo; después, al extenderse la fama del

129 Tenemos muy pocas noticias sobre este personaje que en los documentos no es mencionado por su nombre, sólo lo conocemos por una anotación de Ramón Ordóñez quien dice que le proporcionó información de regreso de Palenque; "Fragmentos ...", op. cit. Brasseur le llama Ignacio Almendáriz, agregando que Ordoñez lo nombró su albacea testamentario, por lo que algunos de sus documentos debían estar en ese entonces, 1851, en manos de los hijos del dibujante; op. cit., p. 6. Castañeda nos informa que se llama Ricardo Almendáriz. Curiosamente no he encontrado ninguna referencia a él en los escritos que hablan de las artes en Guatemala. Posiblemente era un artesano que vivió en Ciudad Real, ateniéndonos a la noticia del francés.

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sitio, vendrían más excavaciones, saqueos y robos.

Del Río, enérgico, trabaja incansablemente; en la noche repasa sus notas y

estudia. Almendáríz, agotado, sigue sus ordenes, toma apuntes y pasa en limpio los

dibujos. Así transcurren casi un mes, aliviados por la caza y la pesca que abunda en la

zona.

El pensamiento del militar es confuso en cuanto al origen de los indígenas y

prefiere asentar sus incapacidades: "Yo conozco que mis reflexiones, se apoyan

solamente en meras conjeturas, débil fundamento para sentar unas proposiciones que

exceden los límites de una probabilidad...". Al igual que Calderón, piensa que tuvieron

contacto con alguno de los pueblos del pasado clásico:

"si atendemos con debida reflexión, a todos los asuntos que nos representan sus

bajos relieves, es necesario publicar la ceguedad en que vivieron estos antiguos

Pobladores, que en sus fabulosas supersticiones parece vemos retratada la

idolatría de los Fenicios, Griegos, Romanos y otros; y por tanto es de recelar que

alguna de estas Naciones adelantaron sus conquistas hasta este País, en el cual se

conoce no permanecieron más tiempo que el que bastó a estas gentes Indias para

retratar sus ideas, y tomar un rudo y tosco estilo de las artes, que les querrían

enseñar."

Es interesante que del Río señala uno de los elementos que harán famosas

estas ruinas -y todas aquellas del período clásico maya-, su posible asimilación a

cánones estéticos occidentales y, por tanto, reconocibles y apreciables. Fue en parte ello

lo que permitió fantasear sobre el origen de los primeros pobladores.

Significativamente del Río no disocia totalmente el pasado indígena con los pueblos

indios. Dado que sólo propone la presencia temporal de una cultura "ultramarina" que

enseña a los americanos, deja abierta la posibilidad de una continuidad. Uno de los

motivos que lo lleva a esa conclusión es la similitud que encuentra con los edificios de

Yucatán, tal como se los describiera fray Tomás de Sosa, franciscano del convento de

Mérida, con quien se había cruzado en Palenque. Las narraciones del franciscano sobre

sitios como Uxmal y Maní, lo emocionan pues cree que consignándolas en su reporte,

aportará información novedosa que, además, concordaba con la opinión del Historiador

Muñoz.

Reconstruye lo que pudo ser la vía navegable para llegar a Yucatán,

esforzándose por probar "hasta la evidencia, la uniformidad de los antiguos habitadores

Yucatecos y Palencanos, por la analogía de sus costumbres, edificios, y conocimientos

de las Artes, cuyos restos se distinguen en los monumentos que perdonó el transcurso

55

de los siglos". Es el primero en plantear de manera tan enfática la unidad cultural

maya.130

Hechizado por la naturaleza, que antes lo había asustado, del Río recuerda

los calores y la aridez de su tierra ibérica y no puede evitar escribir: "A la belleza

natural de su agradable situación se añade la fertilidad del suelo bajo, de un clima

benigno que les ofrecería, sin duda, en abundancia, casi todos los artículos precisos

para satisfacer las necesidades de una vida cómoda y tranquila...", continuando con la

enumeración de frutos y animales. Una situación idílica que le hacía pensar que los

habitantes de esa ciudad "habían disfrutado de una vida quieta, una felicidad más

sólida, que la que nos presenta en el día, el lujo reconcentrado en las más cultas y

grandes poblaciones", a pesar de que, no conociendo "el hierro ni otros metales", la

construcción de los edificios debió de ser muy fatigosa. Se trata de un juicio totalmente

personal, difícil de conciliar con su condena de los habitantes de las ruinas por idólatras

y su apreciación del arte palencano como pálida sombra del arte de sus maestros,

inevitablemente occidentales. Calderón y Bernasconi habían mencionado la riqueza

natural de la región, pero no llegaron a ese extremo casi rousseauniano que

encontraremos en los exploradores de la primera mitad del siglo XIX.

Asimismo, alaba la calidad de "mezcla y ladrillos cosidos de que se valían

estas gentes"; le intrigan los remates de ciertos edificios, rasgo distintivo de la

arquitectura maya clásica y, adelantándose a los estudios contemporáneos a nosotros,

está convencido que los glifos que acompañan los relieves son escritos sobre los

personajes representados y sus hazañas. Finalmente termina su informe, firmándolo en

Palenque el 24 de junio de 1787. Podía ahora, junto con Almendáríz regresar a la

capital guatemalteca y esperar una nueva comisión.

Su mayor aportación a la posteridad fue el método que empleó, propio de

un oficial del ejército, que le lleva a anotar y documentar con detalle sus recorridos,

ubicándolos respecto a los puntos cardinales de manera que, como en cualquier

excavación actual, resulta relativamente fácil identificar los elementos descritos. En

realidad no fue esto el motivo de su fama, si no la fortuna que hizo que su escrito fuese

llevado fuera de Guatemala y divulgado en Inglaterra en 1822.

Leyendo el informe, Estachería se lamentaba que José de Gálvez hubiese

muerto: seguramente lo habría apreciado. Sin saber a quien dirigirse, espera hasta julio

del año siguiente para enviarlo junto con los materiales que del Río había recogido en

las ruinas y un arco con flechas de los "Indios Lacandones, todavía no reducidos", quizá

la primera vez que se tiene noticias del uso de estos objetos como recuerdo de un viaje

a Palenque. Mientras tanto, encarga al ingeniero José de Sierra -quien está haciendo

130 Del Río también cita, quizá por recomendación de Sosa, el manuscrito de fray Jacinto Garrido, quien pasó por la región alrededor de 1638, dando una versión ligeramente diversa de la que se reproduce en Isagoge..., op. cit.

56

méritos para obtener el nombramiento de Arquitecto de las obras de la ciudad- que pase

en limpio los dibujos. Así en marzo de 1789, llega toda la documentación a Madrid; se

le muestra al Rey quien decide pasarla al Real Gabinete de Historia Natural donde Juan

Bautista Muñoz podría revisarla. Sabemos que éste analiza tanto el informe como los

dibujos y espécimenes, pero no emite ningún juicio; todo quedará en el olvido español

por varios años, mientras en Chiapas se escriben dos ensayos sobre los orígenes

americanos a partir de estas ruinas.131

5. La historia criolla

Alrededor de 1792 el Presbítero Ramón Ordóñez y Aguiar formó en la

Nueva Guatemala, sin ningún apoyo oficial, una tertulia, como la llamaba, para debatir

sobre las ruinas palencanas y los orígenes de los americanos. Participaban otros dos

aficionados al tema, el Regidor del Ayuntamiento de la ciudad, José Miguel de San

Juan y Pablo Félix Cabrera.132 Ocasionalmente se les unía el provincial de los

dominicos, fray Tomás Luis de Roca. Haber escogido una forma de reunión

fundamental en la nueva sociabilidad ilustrada, reflejaba el interés de estos intelectuales

de provincia por construirse, a través de la investigación histórica, un prestigio social.

Operación no lograda del todo pues ninguno de ellos participará activamente en la

fundación, tres años después y con la aprobación real, de la Sociedad de Amigos del

País, punto de congregación de la élite intelectual guatemalteca. Por otra parte, el tema

de las antigüedades tampoco fue un motivo de reflexión en la Sociedad, principalmente

ocupada en promover el desarrollo económico de la Capitanía; si acaso se hizo una

presentación sobre los descubrimientos de Palenque en alguna sesión.133 De cualquier

manera, esta negligencia no era sintomática; se trataba de un momento importante para

el desarrollo de la historia antigua americana: José Antonio Alzate apenas había

publicado su descripción de Xochicalco; ese mismo 1792, Antonio de León y Gama

presentaba un opúsculo explicativo sobre las dos esculturas aztecas recién encontradas

en la Ciudad de México -la Coatlicue y el Calendario-; y un año después aparecía la

131 CABELLO relata el recorrido que siguen el informe y los materiales; op. cit., pp. 41-43, 46-50 y 56-58.132 San Juan llamaba a Ordóñez "mi Capellán". De Cabrera sólo tenemos la noticia proporcionada por Recinos de que era italiano, afirmación no fundada; él mismo se describe como pobre y ocupado en escribir obras "en servicio de Ambas Majestades". Las noticias sobre la tertulia y las historias están tomadas de: Ballesteros, op. cit.; Ordóñez, op. cit. e Historia de la creación del cielo y de la tierra, conforme al sistema de la gentilidad americana, AHBNAH, Col. Antigua, 231, ms. de 255 pp. (editado en 1907 por N. LEON); Pablo F. Cabrera, AGI, Audiencia de Guatemala, leg. 646, abril 1794 (solicitud para obtener el apoyo real) y Description of the Ruins of an Ancient City, Londres, G. Schulze, 1822 (edición en inglés del informe de del Río con el escrito de Cabrera); Adrián RECINOS, "Introducción" en Popol Vuh, México, Fondo de Cultura Económica, 1947, p. 45.133 Para un estudio del tema cfr. Elisa LUQUE ALCAIDE, La Sociedad Económica de Amigos del País de Guatemala, Sevilla, Escuela de Estudios Hispano-Americanos, 1962. Según García, se disertó en latín sobre los vestigios de las antiguas culturas americanas, entre ellas Palenque; op. cit., p. 130.

57

Historia... de Muñoz.

La ambiciosa finalidad de nuestra tertulia era reconstruir el pasado

americano a partir tanto de los hallazgos de Palenque -sobre los cuales Ordóñez sentía

derechos- como de un documento indígena, la llamada "Probanza de Votán", sobre el

cual basaron su versión de la antigüedad del sitio. Cabrera, por su parte, pensaba que la

narración de Votán podía haber sido tomada de los jeroglíficos de Palenque que tenían,

siguiendo a del Río, un carácter histórico. Este documento tzeltal, hoy perdido, había

sido mencionado por vez primera por Francisco Núñez de la Vega hacia finales del

siglo XVII. Considerándolo una prueba más de las prácticas idolátricas de los indígenas

de su diócesis, lo quemó públicamente junto a otros materiales. Más de un siglo

después de las hogueras ejemplares de fray Diego de Landa en Yucatán, habían ardido

de nuevo las llamas de la intolerancia.134

Ordóñez afirmaba poseer el "cuadernillo", regalo de los indígenas -y es

posible que haya conservado una copia- que para él tenía una valencia histórica y no

idolátrica. Poseía también copias de los "Mapas" de del Río y de su informe, "muchos

Anales de los Indios" y debió conocer el manuscrito de Francisco Ximénez de inicios

de siglo, que le será fundamental.135 Asimismo conservaba una medalla que probaba,

según él y Cabrera, la historia de Votán.136 Para sus compañeros, el Presbítero Ordóñez

era un erudito, "versado en la Sagrada Escritura, la Historia Natural, Eclesiástica y

profana", así como en los "Idiomas" de los indios y llevaba 30 años trabajando sobre el

tema. Todo ello le permitió establecer su autoridad sobre la tertulia.137

Las reuniones giraron en torno a la discusión de autores que podían aportar

elementos para desentrañar el relato de Votán y Palenque, labor que resultó posible con

el apoyo del regidor San Juan que les permitió obtener material; entre éste seguramente

las instrucciones de Estachería y la documentación que se produjo en torno al

descubrimiento. Tanto Ordóñez como Cabrera demostraron una cultura mediana,

134 Según VOS, el documento estaba redactado a manera de las "probanzas de méritos y servicios" de los conquistadores, para comprobar la legitimidad de algún linaje indígena que se remontaba a un héroe del postclásico, Votán, op. cit., pp. 34 -36. Cfr. también Edward CALNEK, "Highland Chiapas before the Conquest", tesis de doctorado, University of Chicago, 1962.135 Ximénez, experto en varias lenguas indígenas y, habiendo establecido una buena relación con la comunidad de Chichicastenango, obtuvo el manuscrito quiché que hoy conocemos como Popol Vuh, que reproducía y comentaba. Muchas de las tesis utilizadas por Ordóñez, encuentran su origen en este fraile.136 Ambos autores afirman tener la medalla, que enviarían al rey y de la cual no queda traza; existe un dibujo de ella reproducido a partir de la edición inglesa de 1822, seguramente retomada de un grabado que mandó a realizar San Juan.137 Desconocemos la fecha de nacimiento de Ordóñez, pero debía contar alrededor de 50 años ya que afirma tener 30 trabajando sobre Palenque; sabemos que muere a una edad avanzada en 1825. Presbítero formado en el Seminario conciliar y sin grandes recursos económicos, logró forjarse una carrera en el Obispado chiapaneco: fue cura parroquial, capellán del coro, provisor general, juez de testamentos, capellanías y obras pías, maestro en teología moral en el Seminario conciliar y arcediano. Representa la mente inquieta interesada en todos los temas que podían reconducirse al progreso de su región, un Alzate local. Cfr. CARVALHO, op. cit., pp. 195-196 y 247-248.

58

mencionando en sus obras los historiadores indispensables: Núñez de la Vega, Sigüenza

y Góngora, Clavijero de quien tomaron muchas de sus explicaciones del calendario

náhuatl, Herrera, Boturini, Solís; pero también citaban a Feijoo, de la Peyrere, Kircher,

que no habían leído directamente, y al francés Agustín de Calmet, cuya historia de la

Biblia les proporcionó la cronología y los datos para contextualizar los personajes del

"cuaderno".138 Ordóñez en su obra subrayaba las dificultades del estudio pues de "todos

los historiadores, tanto antiguos como modernos, que se ocuparon en averiguar el

origen, religión y costumbres de la Gentilidad... ninguno comprendió cuándo, cómo o

de dónde adquirieron los Americanos semejantes noticias; ni menos el modo con que

explicaban...". Cabrera, por su parte, censuraba duramente la destrucción tardía de

escritos indígenas por parte de los frailes dominicos, ante el temor que representasen un

incentivo a las "prácticas idolátricas".

Después de largos meses de trabajo cuya finalidad era la de escribir "una

Obrita no del todo despreciable, que pensamos dedicar al Rey Nuestro Señor...", según

cuenta San Juan en enero de 1793, el grupo se disolvió sin un texto común.139 Cabrera

terminó la introducción de su Teatro crítico americano o nueva tentativa para la

solución del gran problema histórico sobre la población de América y, sin avisar a

Ordóñez, ocupado en redactar su propio texto, solicitó permiso y ayuda para su

publicación, primero al Presidente de la Audiencia y luego al Ministro de Gracia y

Justicia en abril de 1794.140 Furioso, Ordóñez presentó una denuncia por plagio, a la

cual Cabrera respondió con otra por difamación, haciendo famosos en Guatemala los

autores tan sólo por este motivo, pues los libros no se llegaron a publicar entonces.141

Cotejando las obras de los dos autores, resulta clara su labor conjunta;

básicamente cambia el estilo, más dado a la fantasía y a la prolijidad en Ordóñez. 142

Ambos, en resumen, reconocían en Cham, uno de los hijos de Noé, el origen de la

población americana, creencia por cierto bastante difundida desde el siglo XVI.

138 Calmet fue un teólogo benedictino que gozó de gran popularidad en el mundo católico; su obra formaba parte del plan de estudios presentado para la Cátedra de Escritura sagrada de la Universidad de San Carlos de Guatemala. Carlos MELENDEZ CHAVERRI, La ilustración en el Reino de Guatemala, San José, Editorial Universitaria Centroamericana, 1970.139 La adjudicación de Palenque como ciudad-origen parece haber sido difusa por esa época en Chiapas. Tenemos una carta de julio 1787 del cura doctrinero de Yajalón, cercano a Tumbalá, interrogado por sus conocimientos de historia y por su pasión por las antigüedades que lo había llevado a explorar Toniná, en los alrededores de Ocosingo. Para él, los constructores de Palenque fueron indios gentiles, los más antiguos, que después serían fundadores de Tenochtitlán, mencionando también Gotan (sic). Cfr. Dolores AROMONI CALDERON quien reproduce la carta, "Los indios constructores de Palenque y Toniná en un documento del siglo XVIII" en Estudios de Cultura Maya, vol. XVIII, México, 1981, pp. 417-438.140 Cabrera presentó el manuscrito, de 88 páginas por ambos lados, acompañado de 7 dibujos del reporte de del Río.141 No se sabe cómo haya terminado el proceso; el fiscal había decidido en 1797 confrontar los dos textos cuando estuviesen terminados.142 Ordóñez planea dos libros según explica en la introducción de su Historia..., op. cit., p. 3. No sabemos si los manuscritos que se conservan los considerase la obra terminada.

59

Identificaban a Cham con Chan, que quería decir Culebra, y a éste como el antepasado

de Votán, fundador de Palenque. Votán había partido de Valum Chivim, "Trípoli de

Siria", pasando por Jerusalén, Roma y España había llegado a América donde fundó la

legendaria ciudad de los Culebra, cuna de toda la civilización que hoy conocemos como

Mesoamérica, regresando cuatro veces a su tierra de origen.143 Los Culebra habían

conservado su historia para la posteridad en "ingeniosos Jeroglíficos, Símbolos y

emblemas (que fue el arte de escribir que aprendieron de los Egipcios)... [y] cuidaron

de conservar sus Historias y tradiciones, copiándolas en papel europeo y letra

corriente...", y ocultándolas posteriormente a los españoles, según refiere Ordóñez.

Habrían sido ellos, los Culebra, los que difundieron el uso de los jeroglíficos entre los

chiapanecos, yucatecos y mexicanos.

Para el Presbítero una prueba más de la antigüedad de Palenque la

constituía su arquitectura:

"Sean quienes se quiera los inventores de las Artes, lo cierto es que ni el dibujo ni

la arquitectura tuvieron su perfección sino en la enseñanza del mismo Dios, en

aquel diseño en que describió a David su Santo Templo; yo me atrevería a

asegurar... que en aquel tiempo ya estaba habitada y frecuentada nuestra ciudad

Palencana; y siendo tan antiguos sus dibujos y arquitectura, creo que no haríamos

justicia a los artífices que la construyeron y adornaron, si con respecto a su

antigüedad no confesáramos que en aquella época no pudieran dar las artes más

de sí".

El uso público de esta abigarrada historia tenía una finalidad diversa en

cada uno de nuestros autores. Cabrera pretendía despertar el interés del rey para

salvaguardar los restos de la antigüedad guatemalteca, consciente tanto de los efectos

devastantes de la negligencia, como de la afición del soberano por reunir vestigios la

historia, no solo natural, de sus reinos. Para ello realizó un apéndice con una lista de

ejemplos de materiales recogidos en los alrededores de la capital por aficionados o,

simplemente, curiosos. Bien comprendía que debían pasar a España los objetos más

preciosos, pero lo que en realidad estaba proponiendo era formar una especie de museo

que permitiera desarrollar en Guatemala el estudio de la historia antigua.

"Pero todo esto necesita del Real Brazo de su Majestad, su Real Gabinete es

digno de unos [códices] en su original; y fuera, a mi corto entender, muy

oportuno que para la Libertad de esta Real Universidad [de Guatemala], se

destinasen las copias fieles y autentificadas en pública forma de aquéllos, como

143 Para una lectura de la Probanza desde la perspectiva de la historia indígena, cfr. CANEK y VOS, op. cit.

60

de los Jeroglíficos, caracteres y figuras que se hallasen, y las salas y corredores de

ella, [se usen] para conservar las Estatuas y Lápidas que se puedan transportar a

efecto de que los Estudiosos de la Antigüedad hallen material bueno y seguro

para discurrir...".144

Ordóñez por su parte, solamente insistía en "las utilidades que el

descubrimiento de la indicada ciudad ofrece a la Religión, a la Corona y a toda la

Monarquía".145; aún si afirmaba la importancia de Palenque en sí: "fue famosa en los

pasados siglos por su opulencia; lo es en la presente por su descubrimiento y lo será en

el futuro por siempre por las ricas producciones de su terreno...". Riqueza del suelo

chiapaneco del cual continuará a ocuparse, formando parte de la Sociedad Económica

de Chiapas fundada en 1819 en Ciudad Real y convirtiéndose en el experto en la

historia, la geografía y la economía de la provincia, especialmente a partir de los

eventos políticos que culminarán con la independencia de la región y su anexión a

México.

Lo más significativo para nuestro tema es que a través de estas

elucubraciones se lograban unificar las diversas culturas americanas; por medio de

complicadísimos recorridos se explicaba la historia indígena conocida y, obviamente, la

travesía de la civilización desde el Viejo Mundo. Y, sobre todo, se legitimaba Palenque

que, al ser cuna de la cultura de los aztecas, recibía por reflejo la gloria que siempre

había gozado aquel imperio. Chiapas, provincia integrante del reino de Guatemala,

adquiría así una legitimidad histórica propia, un pasado indígena glorioso -ni más ni

menos, el origen de toda civilización americana- con el cual no contaba antes. Esta

compleja operación, por otro lado, no representaba aún una ruptura: Guatemala por su

parte, encontraba su propio pasado en el imperio quiché que, aunque menos glorioso

que el azteca o el inca, seguía ofreciendo una suficiente dignidad histórica.

Un epílogo

Pasaron algunos años, había crecido el patriotismo criollo, con una mayor

carga de autonomismo, a la par que se había difundido el interés por la historia antigua

americana que comenzaba a adquirir una legitimidad científica en Europa con la

publicación del Atlas pittoresque... de Humboldt.146 Palenque fue de nuevo objeto de

una expedición -realizada por el Capitán de Dragones Guillermo Dupaix- esta vez

144 La salvaguardia de los materiales históricos locales es una preocupación compartida por los intelectuales americanos; León y Gama, por ejemplo, copió a sus expensas los documentos que se conservaban en la Secretaría del Virreinato novohispano, ante su inminente envío a España.145 La misma posición del Regidor San Juan quien está convencido "que su descubrimiento entero será de mucha gloria para S. M. por los raros e importantes monumentos de la más remota antigüedad que precisamente debe encerrar en sus Venerables reliquias y ruinas...".

61

como parte de un ambicioso proyecto real por reconocer, entre 1804 y 1813, todos los

vestigios de la antigüedad en territorio novohispano. Y es así, como parte no integrada

de Guatemala, que Chiapas es percibida en la Capitanía: en el monumento efímero que

se construyó en diciembre de 1808 en la capital guatemalteca para celebrar la

proclamación de Fernando VII, se recogían referencias a todas las historias, aún

inéditas, del reino sin que figurasen nuestros autores y, más significativo, se

representaban las épocas de la monarquía en Guatemala, siendo la base la "Guatemala

Quiché", sin hacer mención alguna de Palenque.147

Como contrapartida, en Chiapas las ruinas adquirían el carácter de una carta

de presentación: el Diputado a las Cortes de Cádiz por esta provincia, el Canónigo

Mariano Robles Domínguez, presentó un informe donde retomaba los vestigios de la

ciudad de Palenque como pretexto para reforzar la dignidad de la antigua civilización

indígena, de la cual hizo una larga defensa invocando a Las Casas, para de ahí

finalmente afrontar la condición presente de los indios. Casi seguramente aleccionado

por Ordóñez -quien también le debió proporcionar la copia del informe de del Río y los

dibujos- Robles ofrecía esas muestras a la biblioteca de las Cortes como "un

monumento de la antigüedad", una especie de álbum de familia que integraba a Chiapas

dentro del gran registro de la cultura occidental. No como justificación de las demandas

de autonomismo -una Diputación provincial y una universidad- a las cuales se llegaba

por vías estrictamente políticas, más sí como un elemento de la constitución histórica

de la provincia, al igual que sus instituciones, sus usos y costumbres.148 Finalmente,

después de un largo y fatigoso recorrido que llevará nuestra provincia ya independiente

a su confederación con México, las "Casas de piedra" de Palenque contribuirán a

conformar el pasado de la nueva nación.

146 Conocido también como Vues des cordillères et monuments des peuples indigènes de l'Amérique , publicado en fascículos entre 1810 y 1813 en París; incluye una referencia a nuestras ruinas, información seguramente proporcionada por el Capitán Dupaix.147 Cfr. la larga e interesante descripción en Ricardo TOLEDO PALOMO, Las artes y las ideas de arte durante la Independencia (1794 - 1821), Guatemala, Sociedad de Geografía e Historia de Guatemala, 1977, pp. 138 y 140-141.148 El informe fue elaborado en respuesta al cuestionario realizado por las Cortes en 1812, donde se requería una historia de la provincia representada que incluyera el "tiempo del gentilismo"; cfr. Francisco de SOLANO, Cuestionarios para la formación de las Relaciones Geográficas de Indias, siglos XVI/XIX, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1988, pp. 201-230. La memoria de Robles se encuentra reproducida en F. Antonio PANIAGUA, Documentos y datos para un diccionario etimológico, histórico y geográfico de Chiapas, 3 v., San Cristóbal las Casas, Tip. de M. Bermúdez, 1908-1911, T. I, pp. 137-149.

62

IDENTIDADES E INDEPENDENCIA: LA EXCEPCION AMERICANA

François-Xavier GUERRA*

Una buena parte de las interpretaciones clásicas de la Independencia de

Hispanoamérica están fundadas, como bien se sabe, sobre el presupuesto, implícito o

explícito, de la emancipación nacional. Bajo la claridad aparente de esta expresión se

esconden, sin embargo, bastantes ambigüedades que proceden del olvido de la

polisemia de la palabra nación en las diferentes épocas. Influenciados por la

problemática de las nacionalidades —tan en boga en la Europa del siglo XIX y, de

nuevo, en este final del siglo XX— tendemos a considerar implícitamente que todo

grupo humano que aspira a una existencia autónoma como Estado, es decir, al ejercicio

de una soberanía plena, posee una fuerte identidad cultural fundada en la lengua, en la

religión, en las costumbres, en una particularidad étnica —real o imaginada—, en una

historia específica, etc. La relación entre la identidad cultural y la aspiración al ejercicio

pleno de la soberanía aparece como una evidencia que no necesita justificación.

Se tiende así a olvidar que, esquemáticamente, la nación en el sentido

moderno oscila en el siglo XIX entre una concepción esencialmente política, venida de

la Revolución Francesa, y otra, cultural, que se afirma con el romanticismo. En la

primera, la nación aparece como una colectividad humana constituida por la libre

voluntad sus miembros y gobernada por leyes que ella misma se da. Teóricamente,

nada en esta concepción remite a una identidad cultural común y la “gran nación”

francesa de la época revolucionaria admite en su seno —e incluso en puestos políticos y

militares importantes149— a gentes venidas de muy diversos paises. En la segunda, la

nación aparece como una comunidad fundada en un mismo origen, con una historia

común y múltiples rasgos culturales compartidos por sus habitantes que la diferencian

de otras comunidades vecinas. Ciertamente, estos dos tipos se apoyan en concepciones

más antiguas. La primera, en la pertenencia a una comunidad política territorial, tal

como lo expresa en 1737 el Diccionario de autoridades: : “Nación. La colección de los

habitantes en alguna Provincia, País ó Reyno” 150. La segunda, en la pertenencia a un

grupo humano que se considera de la misma estirpe, descendiente de antepasados

comunes, tal como el mismo Diccionario lo sugiere al dar, curiosamente, como

* Universidad de Paris I. 149 Pensemos en dos ejemplos, significativos, el del norteamericano, Thomas Payne, diputado de la Convención y el del caraqueño Francisco Miranda, general de la misma. 150 Diccionario de la lengua castellana en que se explica el verdadero sentido de las voces, su naturaleza y calidad, con las phrases o modos de hablar, los proverbios o refranes, y otras cosas convenientes al uso de la lengua.… Madrid, 1737. Ed. facsímil, Diccionario de Autoridades, Madrid, Ed. Gredos, 1969, t. II, p.644.

63

equivalente de la acepción precedente, la palabra latina Gens.

La correlación entre aspiración a la soberanía política e identidad cultural

no es, pues, evidente. Esto explica que puedan existir comunidades humanas con una

identidad cultural muy marcada, como Galicia o Andalucía en España 151, sin que esto

las lleve a la búsqueda de la independencia. Inversamente, la soberanía puede ser

reivindicada por colectividades que, desde el punto de vista cultural, se distinguen muy

poco de sus vecinas, como se ve a menudo precisamente en la época de la

Independencia hispanoamericana, en Buenos Aires, Montevideo o Caracas… Aquí

coexisten fuertes aspiraciones a la soberanía con identidades culturales comunes; la

nación, en estos casos, no remite a lo cultural, sino a lo político: a una colectividad

humana autogobernada e independiente de las demás.

De la confusión entre los dos conceptos surgen bastantes errores de

perspectiva y callejones sin salida para la investigación. Entre ellos el considerar, sin

más, que el surgimiento de identidades regionales en América o la afirmación de una

conciencia criolla son las causas directas de la independencia. Afirmación cada vez más

discutible, pues todo estudio preciso de estos fenómenos culturales en la época colonial

lleva siempre a afirmar correlativamente que coexistían con un fuerte sentimiento de

pertenencia a ese conjunto político que era la Monarquía hispánica.

Examinemos, pues, en esta perspectiva, Hispanoamérica, para analizar qué

relación guarda su independencia con la existencia de una o de varias identidades

americanas; para identificar qué tipo de comunidades humanas se convirtieron en países

independientes; para entender mejor en qué términos se planteará en el siglo XIX la

construcción del Estado-nación.

Intentaremos hacerlo teniendo siempre presente que la cuestión de las

nacionalidades es, sobre todo, un problema de los siglos XIX y XX, consecuencia del

triunfo, después de la Revolución francesa, del modelo del Estado-nación. Se tiende a

considerar a este último como algo que va de soi, olvidando su radical novedad y la

existencia anterior de grandes conjuntos políticos multicomunitarios dotados de una

gran estabilidad, puesto que no sólo existieron durante siglos, sino que resistieron

incluso hasta bien entrado el siglo XX. Pensemos en los imperios autro-hungaro y

otomano, disueltos solamente después de la Primera Guerra mundial por la voluntad de

los vencedores, y en el ruso (luego soviético), cuya desintegración estamos ahora

presenciando…

Es más bien en este último registro, el de la desintegración de un imperio,

en nuestro caso la Monarquía hispánica, como hay que considerar las independencias

americanas. Plantearse el problema en estos términos supone interrogarse sobre cuáles

151 La existencia actual en ellas de algunos muy minoritarios grupos independentistas, no hace más que confirmar cómo se ha ido imponiendo en nuestra época la identificación entre identidad cultural y soberanía.

64

eran los diferentes tipos de identidades que existían en la América hispánica y cómo

evolucionaron en la época de la independencia. Si la identidad remite siempre a lo que

un grupo considera ser y a lo que lo hace al mismo tiempo diferente de otros, podemos

considerarla bajo dos enfoques diferentes: el político —la pertenencia a una

colectividad que posee un gobierno propio— y el cultural —la posesión de rasgos

culturales específicos—152.

Desde ambos puntos de vista pueden distinguirse en América española dos

pirámides paralelas de identidades superpuestas: una, política y otra, cultural.

Una pirámide de comunidades políticas

Las comunidades políticas de pertenencia no son primariamente las

divisiones administrativas en las que ejercen su autoridad los representantes del Estado

(virreinatos, gobernaciones, audiencias, corregimientos, etc.), sino aquellas que forman

la trama de la sociedad: cuerpos de todo tipo, con poderes diversos, particularmente el

de justicia, atributo esencial de todas las autoridades del Antiguo Régimen y, sobre

todo, dentro de ellos, las estructuras políticas territoriales. Esta distinción nos parece

esencial en la medida en que las circunscripciones administrativas del Estado —

fiscales, jurisdiccionales, militares, de gobierno político— no solamente no coinciden

entre sí, sino que son además variables en el tiempo. Esto explica, como lo veremos

después con más detalle, que cuando desaparezcan o sean rechazadas con la crisis de la

Monarquía las autoridades regias, surjan a plena luz las comunidades políticas en que

estaba organizada la sociedad. Nadie hablará o actúará entonces en nombre de la

circunscripción de una audiencia, de una intendencia o de un corregimiento, pero sí de

un reino, de los pueblos, de una ciudad…

Esto no quiere decir, evidentemente, que estas dos realidades —las

divisiones administrativas del Estado y la organización política de la sociedad— no

tengan nada que ver entre sí, puesto que la Corona estableció y adaptó, el medida de lo

posible, sus divisiones administrativas a la realidad social: a las antiguas unidades

políticas precolombinas y a las zonas concedidas a un grupo de conquistadores en la

época de la conquista; a la evolución del poblamiento, después. También es cierto,

como lo veremos en seguida, que la existencia de estas instituciones administrativas

contribuye no sólo a estructurar vastos espacios, sino también a la consolidación, por

parte de la sociedad, de su identidad política.

Para describir estas comunidades es necesario recordar la estructura de la

152 Esta misma distinción se encuentra formulada de manera un poco diferente por Mónica QUIJADA, “De la Colonie à la République: inclusion, exclusion et mémoire historique au Pérou”, in Mémoires en

devenir. Amérique latine XVIe-XXe siècles, Bordeaux, Maison des Pays Ibériques, 1994.

65

Monarquía hispánica en la época de los Austrias, ya que entonces se fijan los

principales rasgos de la América española. La Monarquía aparece como un conjunto

plural, muy diferente de una monarquía unitaria a la francesa o del modelo borbónico

del XVIII. Se trata de un conjunto político formado por la agregación progresiva de

reinos y provincias, tanto europeas como americanas, unidos en la persona de un

soberano común. Aunque existe un aparato administrativo central que asiste al rey en el

gobierno del conjunto de la Monarquía y de cada una de sus partes, este aparato central

es relativamente reducido. Cada uno de los reinos y provincias que lo componen son

gobernados por un representante del rey, de acuerdo con sus propias instituciones y, en

la mayoría de los casos, por naturales del país.

Aunque no han faltado nunca, y sobre todo a finales del XVI y principios

del XVII, defensores de la soberanía absoluta del rey, otros son los principios que rigen

la Monarquía, unos principios que pueden ser calificados como pactistas 153. En efecto,

las relaciones entre en el rey y sus estados y entre el monarca y sus súbditos 154 están

hechas de deberes y derechos recíprocos que obligan tanto al uno como a los otros,

hasta el punto que el desacato por parte del rey de los derechos de sus súbditos justifica

toda una serie de reacciones, que van desde múltiples representaciones de los cuerpos o

individuos agraviados, hasta la revuelta, pasando por toda clase de negociaciones y por

la suspensión de la decisión real (“se obedece, pero no se cumple”).

El rey es, por tanto, la cabeza de un conjunto de comunidades políticas, —

sus “pueblos” o sus reinos— que sólo puede llamarse España por simplificación. La

expresión “las Españas”, más utilizada, refleja mejor el carácter plural de esta

construcción que es, de hecho, una pirámide de comunidades políticas superpuestas, tal

como bien lo expresa la titulatura regia. En el nivel más alto está la Monarquía, el

conjunto; luego, eventualmente, las Coronas, formadas a su vez por varios reinos o

provincias (la de Aragón, con Cataluña, Aragón, Valencia; la de Castilla, con Galicia,

Asturias, la Castilla propiamente dicha, los antiguos reinos musulmanes del Sur, y, en

fin, los reinos de Indias). En la base de esta pirámide, en los reinos castellanos, que son

los que nos interesan ahora, se encuentran dos tipos esenciales de unidades políticas 155:

los señoríos —laicos o eclesiásticos— y los grandes municipios 156; y, más abajo aún,

dependientes de unos u otros, una multitud de villas y pueblos.

153 Se trata, pues, de principios contractuales, pero preferimos reservar esta última palabra para el contractualismo moderno. 154 La palabra es poco utilizada entonces e, incluso después de la victoria del absolutismo, la arcaica palabra vasallos sigue siendo la más utilizada por los actores sociales. 155 Dotados ambos de poderes jurisdiccionales, fiscales, militares, de gobierno político, etc. 156 Estos grandes municipios castellanos son verdaderos señoríos colectivos, dominados por el ayuntamiento de la ciudad capital. La palabra provincia, no designa en el siglo XVII otra cosa que las circunscripciones, sobre todo con contenido fiscal, de las ciudades con voto en Cortes. Cfr. Antonio DOMINGUEZ ORTIZ, Instituciones y sociedad en la España de los Austrias, Barcelona, Ariel, 1985, y Miguel ARTOLA, Antiguo Régimen y Revolución liberal, Madrid, 1979

66

La estructura política de América reproduce, con alguna modificación, la

estructura política castellana. Los conquistadores intentaron transponer en América los

modelos de organización social y política de la Castilla de principios del siglo XVI: es

decir, por una parte, la organización municipal y, por otra, los señoríos. La fundación

de ciudades y la atribución de indígenas en encomiendas fueron fenómenos inmediatos

y universales. Sobre todo el primero: al fundar ciudades en las que ejercían sus

derechos de “vecinos”, los nuevos pobladores de América reprodujeron inmediatamente

en América la estructura municipal castellana. La ciudad precede a todas las demás

unidades políticas. En cuanto a los señoríos, bien se sabe que la Corona consiguió, al

cabo de cierto tiempo, impedir su formación, especialmente mediante las Leyes Nuevas

de 1542 sobre las encomiendas 157. La organización municipal triunfó, por el contrario,

plenamente y América se cubrió de ciudades, villas y pueblos, tanto “españoles” como

“indios”, puesto que la Corona extendió a la “república de los indios” esta institución

castellana.

Por lo que se refiere a los reinos, su constitución fue un poco posterior y

data de la conquista de los grandes “imperios” indígenas. Estos fueron inmediatamente

considerados por los conquistadores como reinos incorporados por conquista a la

Corona de Castilla de manera análoga a los reinos musulmanes de la Península, el

último de los cuales, Granada, había sido ganado sólo unas décadas antes. El uso de la

palabra reino se impone entonces muy rápidamente, no sólo entre los españoles, sino

también entre los mestizos y los indios. La expresión “este reyno”, “estos reynos” es

omnipresente en la obra Guaman Poma de Ayala 158 y las mismas leyes la recogen sin

cesar, empezando por la Recopilación de Leyes de los Reynos de las Indias.

Cabe, sin embargo, preguntarse si los reinos americanos tienen la misma

consistencia que los reinos peninsulares. En la pirámide de comunidades humanas que

forman la sociedad de Antiguo Régimen el reino aparece como una comunidad

territorial de orden superior que engloba en su seno, con combinatorias específicas, a

las múltiples comunidades locales y a los diferentes cuerpos en los que está estructurada

la sociedad. El reino es una comunidad humana tendencialmente completa por su

territorio bien definido, por su gobierno propio y por el sentimiento que tienen sus

habitantes de una común pertenencia y también de una común diferencia con otras

comunidades análogas. En esta óptica es evidente que, aunque los elementos

institucionales sean importantes, más lo son la particular combinatoria de los grupos

157 Estas observaciones valen para las zonas centrales de las Indias. La excepciones más notables sólo se encuentran —salvo el señorío de Cortés y el más tardío ducado de Atlixco en Nueva España— en regiones periféricas. Allí subsistieron largo tiempo las encomiendas o se constituyeron, como en el norte de México en el XVIII grandes mayorazgos con privilegios jurisdiccionales. Es también en estas zonas donde se encuentran la mayor parte de las reducciones que pueden ser asimiladas a señoríos eclesiásticos. 158 Cfr. Marie-Claude CABOS, L’acculturation de Guaman Poma d’après la Nueva Coronica y Buen Gobierno, Tesis de 3er ciclo, Universidad de Paris I, 1982 , p. 116.

67

sociales en un espacio regido por las mismas autoridades, la existencia de un espacio

económico relativamente unificado y, más tarde, la construcción cultural de la

identidad que refuerza el sentimiento de pertenencia. El reino, como la nación

moderna159, es quizás ante todo una comunidad imaginada, cuya construcción exige,

por lo tanto, tiempo.

En este sentido, los reinos peninsulares, aunque no posean todos la gama

completa de organismos a través de los cuales el rey ejerce su autoridad, son realidades

indubitables, comunidades ciertas de pertenencia, consecuencia de una existencia

secular que los hacen de hecho indivisibles. En América la mayoría de los reinos son

entidades más inciertas y todavía fluctuantes, como lo muestran en el siglo XVIII las

numerosos cambios de las circunscripciones administrativas 160 y, sobre todo, la

creación de nuevos virreinatos, Nueva Granada en 1739 y Rio de la Plata en 1776, que

fragmentan el antiguo y único virreinato del Perú. La acción de la Corona está inspirada

ciertamente por la racionalización administrativa, pero estas modificaciones sólo son

posibles porque la unidad del virreinato del Perú es más administrativa que humana 161.

En su seno existían ya otras comunidades menores, bien claras en la conciencia de sus

habitantes, calificadas como reinos y provincias.

Como en la constitución de toda comunidad política del Antiguo Régimen,

la formación de los reinos americanos resulta de su historia, de una pluralidad de

factores, algunos de los cuales se remontan a la época de la Conquista y otros que le

son posteriores. Entre los primeros figuran la densidad y el nivel de las poblaciones

indígenas, la existencia de unidades políticas precolombinas, las áreas de acción de un

grupo de conquistadores, la intensidad del poblamiento español y la red de ciudades en

que éste se asienta. En función de estas realidades la Corona, y con ella la Iglesia,

organizan el territorio e instalan progresivamente sus representantes. De ahí que en una

primera época, que duró dos siglos, sólo existiesen dos virreinatos, Nueva España y

Perú, aunque dentro de ellos se consideren como existentes otros reinos -Guatemala,

Quito, Nueva Granada, Chile- herederos de las unidades políticas o étnicas

precolombinas y de las empresas autónomas de conquista.

A finales del siglo XVIII la consistencia de los reinos americanos era

todavía muy diversa. Sólo dos reinos americanos, Chile y Nueva España, podían

entonces equipararse, según todos estos criterios, a los reinos peninsulares. El primero,

por su aislamiento geográfico y la cohesión de una población reducida y homogénea. El

159 Según la expresión de Benedict ANDERSON, Imagined communities, Londres, 1983. Poco importa en este sentido que el reino lo sea desde el punto de vista institucional; lo que cuenta es que sus habitantes lo consideren como tal. 160 Citemos entre las mas importantes en este registro la que concierne Venezuela que es dotada en 1742 de un gobernador propio y en 1786 de su propia audiencia.161 Sin embargo, hay indicios que su larga existencia había creado un cierto grado de sentimiento de pertenencia. Miranda se define aún a finales de siglo, como «peruano». Y en el mismo registro, la herencia incaica será míticamente reivindicada por los revolucionarios de Caracas y de Buenos Aires.

68

segundo, principalmente por la existencia de un espacio político ya estructurado en

parte por el imperio mexica, por la precocidad de la conquista y de la organización

administrativa y eclesiástica, por la densidad de la población indígena, del poblamiento

español y del mestizaje, por la intensa evangelización y el culto común a la Virgen de

Guadalupe, por un espacio económico bastante unificado y por el grado de elaboración

de una identidad cultural propia llevado a cabo por sus élites, como veremos pronto.

Las demás regiones americanas, aunque posean algunos de los elementos

que caracterizan al reino, son, ante todo, circunscripciones administrativas del Estado 162 superpuestas a un conjunto de unidades sociales de un ámbito territorial menor y de

tipo diferente. Estas unidades sociales son las formadas por el territorio dominado por

una ciudad principal, capital o cabecera de toda una región, con sus villas y pueblos

«vasallos». Estamos aquí, como ya lo hemos indicado, ante la transposición americana

de uno de los aspectos más originales de la estructura política y territorial de Castilla: la

de los grandes municipios, verdaderos señoríos colectivos que dominan un conjunto

muy vasto de ciudades, villas y pueblos dependientes. Estas son las comunidades

políticas de base de toda la América española, incluso en las regiones en las que el

reino tiene ya su propia consistencia.

Comunidades humanas y unidades políticas indiscutibles y permanentes,

integradas en los casos ya citados en la unidad superior del reino, y en otros —la

mayoría— reagrupadas con más o menos fundamento por el Estado moderno en

circunscripciones administrativas muy variables. Variabilidad de las unidades políticas

superiores que se explica no sólo por la inmensidad del territorio y los progresos del

poblamiento, sino también por la homogeneidad de estas unidades de base y de sus

gobiernos municipales. Se trata, pues, de comunidades tendencialmente completas,

pequeñas “repúblicas”, potencialmente ciudades-Estados, si viniesen a faltar el rey y

sus representantes, vínculos de su integración en conjuntos políticos más vastos, como

pronto se verá en la época de la Independencia. Aquí se encuentran las raíces del mal

llamado localismo o regionalismo americano del siglo XIX 163.

Falta en América, en mayor grado aún que en la Península, una comunidad

intermedia entre las ciudades y el reino, la provincia. La palabra existe, pero designa

realidades muy diferentes unas de otras. En algunos casos se trata de circunscripciones

del Estado: al principio, generalmente, las gobernaciones y luego, las intendencias. Son

éstas últimas las que hubieran constituido un embrión de estructura provincial, pero en

América su existencia es tardía y no fueron, además, instaladas en todas las regiones

162 Cfr. por ejemplo, para la complejidad de jurisdicciones en América, Horst PIETSCHMANN, «Las Indias de Castilla», en Christian HERMANN (Coord.), Le premier âge de l’Etat en Espagne (1450-1700), Paris, Ed. du CNRS, 1989.163 En la medida que no se trata de particularismos surgidos dentro de una unidad superior preexistente, sino de las comunidades humanas que preceden la construcción de una unidad superior: reino primero, o nación moderna después.

69

(por ejemplo, en Nueva Granada) 164. Por eso en la mayoría de los otros casos la palabra

designa simplemente, como en la Castilla del siglo XVII, el espacio dependiente de las

ciudades principales; se trata, por consiguiente, de ciudades-provincias. Pero no

existen, como en las colonias británicas de América del Norte, provincias que sean una

circunscripción superior a la ciudad y dotadas de instituciones representativas supra-

municipales; su ausencia que se hará cruelmente sentir en la época de la Independencia.

Si nos colocamos en 1808, al principio de la gran crisis de la Monarquía, las

identidades políticas americanas aparecen escalonadas en varios niveles. En la base, la

pertenencia a pueblos, villas y ciudades jerarquizados en función de su rango alrededor

de la ciudad principal, la “patria” por excelencia. Luego, en ciertos casos, el reino: en

Nueva España, Guatemala, Chile, Perú propiamente dicho o Quito. Después, la Corona

de Castilla y, en última instancia, el conjunto de la Monarquía. Pluralidad, pues, de

identidades políticas que no son, como en la España peninsular, contradictorias, sino

complementarias. Se es, primero, de un pueblo, de una villa o de una ciudad; luego, de

una ciudad-provincia; después , de un reino y, al fin, “español”. La pertenencia a la

Monarquía, o cómo se dice frecuentemente en 1808, a la “nación española”, pasa por la

clara conciencia de la pertenencia a comunidades políticas de ámbito más restringido.

Contrariamente al imaginario unitario absolutista los habitantes de la Monarquía la ven

aún mayoritariamente como una realidad plural.

Las ceremonias de jura de Fernando VII en 1808 en América muestran cuán

enraizada está esta visión de la Monarquía. Cuando, por ejemplo, Fernando VII es

jurado en Guanajuato

«diciendo Castilla, Nueva España, Guanaxuato por el Sr. Don Fernando VII,

[…] tremolando el Real Pendón» 165.

la jerarquía de pertenencias está bien clara: la Corona —Castilla—, el reino —Nueva

España—, la ciudad —Guanaxuato—. Los mismo gritos se oyen en todas las ciudades

de la Península y de América e incluso en pueblos de indios, semejantes en esto a los

demás. Cuando en enero de 1809 las repúblicas de indios de la región se congregan en

la ciudad de Huexocingo (Nueva España) para la jura del rey, el muy arcaico

ceremonial se refiere al mismo imaginario:

«se dijo por los Reyes de Armas en altas voces las siguientes Palabras (silencio,

164 ?Bien es verdad que el territorio de las intendencia se calcó a menudo sobre el de los obispados (cfr. Horst PIETSCHMANN, “Los principios rectores de la organización estatal en las Indias”, cap. 3 de A. ANNINO, L. CASTRO LEIVA y F.-X. GUERRA (ed.), De los Imperios a las Naciones. Ibéroamérica, Zaragoza, Ibercaja (en prensa)) y, otras veces sobre el de algunas ciudades principales. 165 Relación de las demostraciones de lealtad y júbilo que dio la ciudad de Guanaxuato desde el 31 de julio […] hasta el día 18 de septiembre, en Suplemento a la Gazeta de México, 28.XII.1808, t. XV, n° 147, pp. 1019.

70

silencio, silencio, oygan, oygan, oygan, atiendan, atiendan, atiendan) […] y el

señor sub-delegado recibió el Pendón de manos del Alférez Real y poniéndose

con el las manos a la orilla del tablado dixo en voz alta: Por las Españas, por

México y por Huexocingo El Señor Don Fernando séptimo Nuestro Católico

Monarca -viva-viva-viva- y enseguida en señal de regocijo se levantaron muchas

voces de todo el concurso repitiendo lo mismo» 166

La Corona de Castilla ha sido aquí remplazada por «las Españas», pero el

significado es el mismo, la Monarquía como conjunto de reinos, y luego, su propio

reino y la ciudad.

Hay, sin embargo, en América, un nivel de identidad política

suplementario: el de los reinos de Indias considerados como un conjunto diferente de

los reinos peninsulares; o dicho de otra manera, una concepción de la Monarquía como

formada por dos pilares iguales: uno europeo y otro americano. Esta distinción viene de

muy antiguo, de la época inmediatamente posterior a la Conquista, cuando la Corona

interviene enérgicamente en América para imponer su autoridad. Los reinos de Indias,

como reinos que eran de Castilla, no gozaban entonces de una especificidad

institucional análoga, por ejemplo, a los reinos de la Corona de Aragón: ni instituciones

particulares, ni autogobierno, ni gobernantes originarios del país. Pero muy pronto sus

circunstancias particulares —alejamiento del centro de la Monarquía; especificidad,

evangelización y protección de las poblaciones autóctonas; necesidad de proteger las

relaciones comerciales con la Península, etc.— hicieron que, desde un punto de vista

político se fueran distinguiendo rápidamente de los otros reinos castellanos y

empezaran a ser gobernados, y a concebirse como si constituyeran una categoría

especial de reinos. ¿Quiere decir esto que se convirtieran entonces en colonias, en el

sentido moderno del término?

La respuesta no puede depender de nuestra concepción actual de lo que es

una colonia, sino de los conceptos y del imaginario de la época. La evolución que

experimentaron las Indias no fue tanto una evolución “colonial” como un proceso de

diferenciación en relación con los otros reinos de la Corona de Castilla que los acerca a

los reinos no castellanos de la Monarquía. A ello contribuyen fenómenos como la

existencia de virreyes, de un Consejo de Indias —análogo al Consejo de Aragón o de

Italia— y la progresiva constitución de un “corpus” legislativo propio, aunque

edificado sobre el zócalo común de la legislación castellana. De ahí la aparición en

América de reflejos y reivindicaciones semejantes a los de los reinos no castellanos,

pero que son hasta cierto punto paradójicos. Es el caso, por ejemplo, de la petición

166 Representación del ayuntamiento de Huexocingo con el relato de la jura del rey y después de la Junta Central, 4.V.1809, en AGN México, Historia, vol. 417, exp. I.

71

constante de los criollos de ocupar en prioridad —o exclusivamente— los cargos civiles

y eclesiásticos en América; exigencia enteramente comprensible, y, en general,

respetada en los estados no castellanos de la Monarquía en tiempos de los Austrias,

pero extravagante dentro de la Corona de Castilla.

En este sentido, las Indias, aun siendo legalmente castellanas, evolucionan

en la conciencia de sus habitantes hacia un estatuto cada vez más particular, que las

asimila, en lo que concierne a sus relaciones con el rey, a los antiguos reinos de la

Corona de Aragón; evolución que persiste aún después de que los Borbones hayan

suprimido las instituciones publicas de los reinos de la Corona de Aragón. En este

campo las Indias serán hasta el final como el último bastión de la antigua visión plural

de la Monarquía y de las antiguas concepciones pactistas, muy atacadas ya por el

absolutismo en la Península.

Este viejo problema de la identidad política de América se ve incluso

reforzado en el siglo XVIII por la manera nueva que tienen las élites peninsulares de

considerar a los reinos y provincias americanos como “colonias” 167, es decir, como

territorios que no existen más que para beneficio económico de su metrópoli e —

implícitamente— carentes de derechos políticos propios. Esta nueva visión implicaba

igualmente que América no dependía del rey, como los otros reinos, sino de una

metrópoli, la España peninsular… Que este vocabulario no fuera empleado en los

documentos oficiales, en los que seguían utilizándose las viejas apelaciones de reinos y

provincias, no era óbice para que el término «colonias» —u otros equivalentes, como

«establecimientos»— se utilizasen con frecuencia creciente, primero, en los

documentos internos de la alta administración de Madrid y en la correspondencia

privada de los funcionarios reales, y, en los últimos lustros del del siglo XVIII, en la

prensa y en los libros.

Todo ello provocó un descontento difuso en América por lo que conllevaba

de desigualdad política; descontento tanto mayor cuanto que el peso humano y

económico de ésta no hacía más que aumentar en el seno de la Monarquía. La vieja

identidad americana fundada en la reivindicación de la singularidad de los reinos

americanos —de sus “fueros y privilegios”— se expresa ahora en el rechazo de la

condición política subordinada, implícita en su designación como “colonias”, y en una

reivindicación de igualdad con los reinos peninsulares. Cambio importante, pues, pero

que no es de urgente actualidad hasta 1808, puesto que tanto la España peninsular como

la americana están sometidas a un común absolutismo.

167 Aunque la palabra colonia con su sentido moderno no aparece en español más que en la segunda mitad del XVIII, por influencia del vocabulario francés e inglés, la concepción que ella encierra aparece ya antes en los escritos de proyectistas como Ward y Campillo. Para esta cuestión, cfr. Philippe CASTEJON, Le statut de l’Amérique hispanique à la fin du dix-huitième siècle: Les Indes occidentales sont-elles des colonies?, Mémoire de Maîtrise de l’Université de Paris I, 1993, 135 p.

72

Una superposición de identidades culturales

Paralelamente a esta pirámide de identidades de contenido esencialmente

político existen también en América otras de contenido más propiamente cultural.

Como en toda sociedad, y en este caso en toda sociedad europea del Antiguo Régimen,

cada grupo humano, ya sea informal o institucionalizado, elabora siempre por medios

muy diversos una identidad cultural. En el caso de los grupos familiares, y, sobre todo,

de los grandes linajes, esta identidad se funda principalmente en la memoria. La

obsesión de las genealogías —recuento de los antepasados y de su alcurnia, real o

imaginaria— tan extendida entre los criollos, pero también entre la nobleza india, es

una manera de distinguirse de grupos sociales considerados como inferiores. Sin

embargo, esa elaboración de la identidad no se limita a estos grupos; cada cuerpo —

cofradías, gremios, corporaciones diversas— construye también la suya, en la que

desempeña a menudo un papel central la veneración de un santo patrón y las fiestas y

ceremonias que sirven a afirmar la cohesión del grupo.

Dentro de la multiplicidad de grupos que constituyen la sociedad del

Antiguo Régimen las identidades territoriales ocupan un lugar fundamental en la

medida en que tienden a englobar a las demás, aunque sigan existiendo otras, ligadas a

los estamentos —nobleza, clero, pertenencia a la república de los indios o de los

españoles—, que sobrepasan el ámbito territorial. Sin embargo, para el tema que nos

ocupa ahora son las identidades territoriales las que conviene examinar.

En el nivel más elemental de la sociedad se encuentran las identidades

locales de los pueblos, villas y ciudades —e incluso de los barrios que existen a veces

en ellos—. Identidades que se expresan esencialmente en las ceremonias públicas que

por motivos religiosos o profanos reúnen a los diferentes cuerpos y estamentos y

afirman la unidad de todos como partes de una misma comunidad. Aquí también, como

en el caso de las identidades corporativas, el culto del santo patrón y la protección que

éste otorga a sus fieles desempeñan un gran papel, sobre todo en los pueblos. En

localidades más importantes se añaden otras múltiples festividades. En estas fiestas, en

las que se mezclan íntimamente las manifestaciones religiosas y profanas, todas las

localidades y, sobre todo, las ciudades, veneran a su santo patrón, lloran al rey difunto y

juran al nuevo rey, celebran las bodas y cumpleaños de la familia real, reciben a un

virrey o un prelado, festejan la canonización de un nuevo santo... 168.

Pero también las pueblos, villas y ciudades fundan su identidad en una

168 Cfr., por ejemplo, Thomas CALVO, ‘Sólo México es corte’. La fête hispanique animée par le créolismes mexicain (1722-1740)”, in Mémoires en devenir. Amérique latine XVIe-XXe siècles, op. cit. y Carole LEAL CURIEL, El discurso de la fidelidad. construcción social del espacio como símbolo del poder regio (Venezuela, siglo XVIII), Caracas, Biblioteca de la Academia Nacional de la Historia, 1990, 319 p.

73

memoria colectiva. Los títulos y preeminencias de las ciudades remiten, como en el

caso de las familias e individuos, a los méritos y servicios pasados de estos actores

colectivos 169. La ciudad india de Tlaxcala, por ejemplo, recuerda aún en 1809,

«La Muy Noble, Insigne, y siempre Leal Ciudad de Tlaxcala […] dice: Que

entre las diversas gracias, honras y mercedes con que la Real Piedad de nuestros

Monarcas ha querido distinguirla en todo tiempo, se comprende la de haberla

declarado por primera y principal de esta América, según consta de una de las

Leyes del Reyno […] .

Tlaxcala desde el momento feliz de la gloriosa conquista de este basto

Imperio […] ha savido conservar su lealtad y obediencia […] que ha inclinado el

piadoso animo de nuestros soberanos, para enriquecerla de las exquisitas gracias y

privilegios que no goza otra Ciudad […].

Serán enhorabuena más ricas y opulentas, pero Tlaxcala, a pesar de su

miseria, a que le ha reducido la vicisitud de los tiempos, ella será siempre célebre

en los fastos de América: conservará el renombre de Auxiliar y protectora de la

conquista de estos Reynos […] » 170.

Por encima de estas identidades locales —campesinas o urbanas— se

encuentran las identidades culturales de los reinos que, como en la Europa medieval y

moderna, son el resultado de un largo y complejo proceso de elaboración de un

imaginario común, en el que juegan un papel clave las elites intelectuales 171.

Elaboración indispensable en todo lugar, y más aún en América, a causa de la gran

heterogeneidad de una población en la que conviven moradores de origen europeo —o

africano—, alejados de su tierra de origen, con los descendientes de la población

indígena y con los cada vez más numerosos mestizos.

Las élites intelectuales, criollas en su mayoría —pero también mestizas o

indias—, emplearon medios muy diversos para exaltar a su patria, pero, ante todo,

como en Europa, la elaboración de una historia, ya sea religiosa o profana. Una historia

religiosa en la que se exalta la especial providencia de Dios hacia cada comunidad,

manifestada, sobre todo, por una especial protección de la Virgen bajo sus diferentes

advocaciones regionales o locales, o de los santos. Una historia profana, también,

escrita o representada en fiestas y ceremonias, que poco a poco debía incluir a las

169 Un papel análogo juegan para los pueblos los títulos de propiedad, que para muchos de ellos, como la memoria de los orígenes. Cfr. sobre este tema, Serge GRUZINSKI, La colonisation de l’imaginaire, Paris, Gallimard, 1988, cap. III. 170Representación de la Ciudad de Tlaxcala, 30.V.1809, AGN, Historia, vol. 418, exp. XIII. 171 Cfr., por ejemplo, para Francia, Colette BEAUNE, Histoire de la Nation France, Paris, Gallimard, 1985.

74

civilizaciones precolombinas, tanto para dignificar al reino por la antigüedad de su

pasado como para integrar en la misma unidad a las dos «repúblicas», la de los

españoles y la de los indios. El pactismo suministraba aquí los instrumentos

conceptuales y simbólicos necesarios al hacer de la conquista una translatio imperii,

origen de un nuevo pacto fundador por el cual los reinos indígenas se incorporan, como

lo hicieron en su tiempo los reinos musulmanes, a la Corona de Castilla. En este

sentido, el rey de España es el descendiente del Inca 172.

Empresa ardua a pesar de todo, en la que se podía privilegiar la gloria de

los vencedores o la dignidad de los vencidos 173. De maneras diversas y complejas, y

aún en buena parte por estudiar, cada reino siguió su propia vía. Nueva España, sobre

todo, la religiosa, escogiendo como héroes más a los evangelizadores que a los

conquistadores y congregándose alrededor de la Virgen de Guadalupe 174. El virreinato

del Perú se inclinó simultáneamente por la continuidad con el imperio inca 175 y la

protección de Santa Rosa de Lima 176.

Más tardíamente, y como consecuencia del interés por la ciencia del XVIII,

se apela también a la naturaleza y a la geografía 177 y se elabora una geografía

“patriótica” que insiste sobre las riquezas y los dones con que la Naturaleza o la

Providencia han dotado a cada región.

En vísperas de la gran crisis de la Monarquía esta elaboración de la

identidad cultural no había progresado de la misma manera en todos los sitios: muy

avanzada en Nueva España y en el Perú propiamente dicho, o incluso en Chile, estaba

sólo en sus comienzos en Nueva Granada, en Venezuela o en el Rio de la Plata.

Queda, en fin, el grado superior de identidad: la pertenencia a la Monarquía

o, con los términos de 1808. a la nación española. Se trata de una identidad muy fuerte,

basada en una extraordinaria unidad de rasgos culturales : la lengua, el castellano —

para la población criolla y mestiza, para una buena parte de las “castas” y para un

número cada vez mayor de indígenas—, con una literatura y movimientos artísticos

compartidos… Unidad de religión, la católica, con una casi inexistencia de minorías

172 Por eso, en las fiestas del Perú colonial, el papel del Inca está jugado por las autoridades españolas. Carlos R. ESPINOSA FERNANDEZ DE CORDOBA, «La Mascarada del Inca: Una investigación sobre el Teatro Político de la Colonia», Miscelánea Histórica Ecuatoriana, Quito, n° 2, 1989.173 En Chile, la exaltación de los vencidos, con La Araucana de Alonso de Ercilla, proporcionaba así a los criollos un elemento esencial de su identidad. 174 Cfr. David BRADING, Los orígenes del nacionalismo mexicano, México, Ed. Era, 1988 . 175 De ahí la importancia de las genealogías y de las utopías hispano-incaicas. Cfr., sobre estos temas, DEMELAS, Marie Danielle, L’invention politique. Bolivie, Equateur, Pérou au XIXe siècle, Paris, ERC, 1992 y para la iconografía, Teresa GISBERT, Iconografía y mitos indígenas en el arte, La Paz, 1980. Para las tentativas mexicanas en este mismo registro, cfr. Anthony PAGDEN, El imperialismo español y la imaginación política, Madrid, 1991, cap. 4, I, II y III. 176 Cfr., por ejemplo, para su papel en Quito, Marie-Danielle DEMELAS et Yves SAINT-GEOURS, Jerusalén y Babilonia . Religión y política en el Ecuador. 1780-1880, Quito, 1988. 177 Como en la España peninsular, los periódicos y las diversas sociedades eruditas dedican un gran papel a esas descripciones geográficas regionales.

75

religiosas. Unidad fundada, también, para buena parte de los criollos, en la memoria de

su lugar de origen en la Península y en unos vínculos familiares con los peninsulares

que el flujo continuo de la inmigración refuerza.

Unidad política, basada en vínculos personales y colectivos con el rey,

ratificados por el juramento de fidelidad, que hacen de él el centro de unión de estados

y pueblos muy diversos. Unidad, en fin, político-religiosa, fundamentada en la adhesión

a los valores de una monarquía concebida como una “Monarquía católica”. Esta

concepción de la monarquía, que se remonta por lo menos al siglo XVI, está

impregnada de providencialismo. Dios la ha escogido para defender a la Cristiandad

contra sus enemigos exteriores —el islam— o interiores —los protestantes— y para la

expansión de la fe, elemento éste fundamental, puesto que es el que, en última

instancia, legitima el dominio español en América 178. La lealtad al rey es inseparable

de la adhesión a la religión.

La permanencia de este elemento constitutivo de la identidad hispánica fue

considerable en América, aún más que en la Península. La literatura patriótica de 1808

exprime sin cesar estos valores, que son además compartidos por la masa de la

población indígena. Así los expresan, por ejemplo, los naturales del pueblo de Santiago

del Rio (Nueva-España) :

El Comisario de Santiago del Rio con los demás naturales se presenta a VSS con

sus personas, bienes y vidas para que les manden en quanto sea servicio de

nuestros Catolicos Soberanos que supimos con dolor de nuestro corazón haverlos

engañado un traidor. Nunca el pueblo de Dios de Israel le pidio algo a su Divina

Mag. para mejor servirle que no mandase hasta a sus angeles para exterminar a

sus enemigos, y esto que no tenia una Nrã Sra de Guadalupe que vino cuando

nuestros soberanos nos trageron la Santa Fe Catolica, obligación que no

pagaremos ni con mil vidas. Esperamos y obedeceremos como fieles vasallos sus

mas obligados quantas ordenes se sirvan VSS imponernos y rogamos a nuestra

Madre y Sra de Guadalupe por nuestros soberanos que Dios nos gûe (guarde) 179.

De esta identificación del catolicismo con la lealtad monárquica resultará

poco después la dificultad de pensar la independencia: ¿cómo se puede ser, al mismo

tiempo, independiente, republicano y católico? De ahí, también, la importancia de los

preámbulos religiosos de las primeras constituciones hispánicas y la abundancia en los

dos bandos de los argumentos religiosos durante las guerras de independencia 180.

178 Cfr.. para estos temas, David A. BRADING, Orbe indiano. De la Monarquía católica a la república criolla, 1492-1867, trad. esp. México, FCE, 1991, 1a parte, y PAGDEN, op. cit., cap. 1 y 2.179 Archivo General de la Nación, (AGN), Historia, t. 46, f. 454. 180 Cfr., por ejemplo, Corinne LAUR, Analyse du caractère religieux des guerres d’indépendance en Amérique espagnole à travers les publications et les déclarations de l’époque, Mémoire de DEA,

76

Por último, existe también en América un nivel intermedio de identidad

cultural: el de la americanidad, paralelo en lo cultural a la visión política de los

derechos particulares de los reinos de Indias expuesta anteriormente. Esta identidad

global americana tiene un largo pasado, pues, bajo la forma de la singularidad criolla,

se afirma muy pronto en las generaciones que siguen inmediatamente a la Conquista.

Su fundamento se encuentra en el sentimiento vívido y vital del lugar del nacimiento,

de una “patria” singular. Era esta diferencia —y a veces la competencia— con los

peninsulares lo que definía lo criollo; es decir, algo que era como un informal estatuto

personal dentro de un conjunto de una extraordinaria homogeneidad humana y cultural.

Las manifestaciones de esta conciencia criolla son innumerables y han sido muchas

veces descritas 181. Pero, además, lo que durante buena parte de la época colonial tuvo

ante todo un contenido político para reivindicar los derechos de los americanos, se

carga en el siglo XVIII de un contenido cultural destinado a exaltar la excelencia de

América: de su naturaleza, de su pasado y de su futuro.

La afirmación de la americanidad aparece muy ligada al ataque en regla de

la ciencia europea de las Luces —Raynal, Buffon, De Pauw, entre otros— contra la

naturaleza americana: contra sus especies consideradas como inferiores o degeneradas e

incluso contra el hombre americano, ya sea indígena o criollo… La “disputa del Nuevo

Mundo” 182 que se produce entonces alrededor de estos temas moviliza a las élites

intelectuales americanas —a los jesuitas exiliados, a los miembros de sociedades

económicas y patrióticas, …— en una defensa apasionada del continente.

Esencialmente defensiva en su origen, la americanidad adquiere también pronto un

carácter utópico al hacer del Nuevo Mundo un mundo nuevo destinado a un futuro

singular.

Este imaginario de la singularidad americana, a la elaboración del cual

contribuyen también poderosamente los escritores de los nacientes Estados Unidos 183,

busca sus elementos constitutivos en múltiples campos. Exalta un mundo joven, con

una naturaleza virgen y no corrompida y lleno de riquezas naturales. Un mundo que la

Providencia ha separado por una enorme distancia del Viejo para protegerlo así de sus

vicios: ya sea de la impiedad en el registro religioso 184 o, más tarde, del despotismo en

Université de Paris I, 1992. 181 Cfr., por ejemplo, BRADING, Orbe indian, op. cit. y Bernard LAVALLE, Recherches sur l’apparition de la conscience créole dans la vice-royauté du Pérou: l’antagonisme hispano-crélo dans les ordres religieux (XVIe-XVIIe siècle) 2 vols Lille 1982 y Las promesas ambiguas. Ensayos sobre el criollismo colonial en los Andes, Lima 1993. 182 Según el título del libro clásico de Antonello GERBI, La disputa del Nuevo Mundo, México, FCE, 1960. 183 ? La influencia de Thomas Paine es cierta y fuerte. Cfr. para Estados Unidos, Elise MARIENSTRAS, Les mythes fondateurs de la nation américaine, Paris, 1976 et Nous le peuple. Les origines du nationalisme américain, Paris, 1988. 184 Para este tema que se manifestará, después de la Revolución francesa, en la oposición entre la piadosa América a la impiedad europea, cfr., por ejemplo, Marie-DEMELAS et SAINT-GEOURS, Jérusalem et Babylone, op. cit..

77

el político. La marcha misma de las civilización , que progresa, como el sol, del Este al

Oeste, destina a América un porvenir lleno de promesas.

En Hispanoamérica, a estos temas, compartidos muchos con las antiguas

colonias británicas de Norteamérica, se añade ahora, de manera mucho más fuerte que

anteriormente, una revisión del pasado precolombino, revalorizado para convertirlo en

una Antigüedad clásica, análoga a la greco-romana, con el fin de dar a los americanos

un pasado propio y glorioso y permitirles distinguirse, una vez más, de los europeos.

Esta revalorización es, sin embargo, una empresa difícil, puesto que es realizada por los

criollos, cuyo estatuto social superior en la sociedad procede de su condición de

“españoles”, descendientes de los conquistadores y pobladores de las Indias, en

contraposición con los pueblos conquistados. La unificación de ambos grupos es en

buena parte retórica, ya que se funda solamente en el nacimiento en el mismo suelo,

pero, a pesar de ello, tiene la ventaja de hacer posible un discurso unificador de todos

los habitantes de América por oposición a los peninsulares, discurso que será utilizado

con cierto éxito en las guerras de independencia.

Resumiendo lo dicho hasta ahora, se puede afirmar que, en vísperas de la

Independencia, existían en América multiples identidades superpuestas e imbricadas;

que estas identidades no sólo no eran incompatibles entre ellas, sino que habían

coexistido sin demasiados problemas durante vario siglos; que ninguna de ellas parecía

haber estar llegando a provocar la ruptura de la Monarquía; que, en fin, ninguna de

ellas podía proporcionar una base solida e inconstable a la formación de la “nación”

moderna.

Las mutaciones de la época revolucionaria

Sólo con la crisis de la Monarquía que comienza en 1808 se rompe este

sútil equilibrio. Es entonces cuando las coyunturas políticas de este periodo tan rico en

rupturas van provocar un juego complejo entre esas diferentes identidades, poniendo

unas u otras en primer plano y haciendo que algunas de elles se vuelvan incopatibles

entre si.

En la primera fase, marcada por la desaparición del rey y la resistencia al

usurpador aparecen en primer plano, en el plano político, las ciudades capitales y los

reinos y, en el cultural, el patriotismo “español” de todos los habitantes de la

Monarquía.

En efecto, ante la ausencia del rey y las vacilaciones, o incluso la

colaboración, de las autoridades regias185, los protagonistas de la resistencia son, ante

todo, en España, las ciudades principales. En éstas, en las capitales de los reinos y

185 La colaboración se refiere ante todo a la Península, y las vacilaciones sobre todo a América.

78

provincias, se producen, con una fuerte intervención del pueblo, los motines que llevan

a la formación de las juntas insurreccionales españolas y a partir de ellas se impulsa la

creación de otras juntas en las ciudades secundarias. Son éstas mismas las que durante

el verano de 1808 intentan, con la reunión de las antiguas Cortes de los diferentes

reinos, dar una legitimidad a sus poderes provisionales 186 y ellas, también, las que

mediante sus delegados forman en Aranjuez el 24 de septiembre de 1808 la Junta

Central Gobernativa del Reyno. El viejo imaginario pre-borbónico de la Monarquía

plural resurge con fuerza: sólo los antiguos reinos o sus equivalentes (más Madrid,

como capital) están representados por sus diputados en la Junta Central.

Lo mismo ocurre en América durante este primer período. Sólo actúan

entonces, como cabezas que son de sus reinos o provincias, las ciudades capitales. Ellas

son también las que, como en la Península, intentan, por sus cabildos, formar juntas o

convocar Cortes, como ocurre en la ciudad de México, en Montevideo, Caracas o

Buenos Aires.

Pero paralelamente a la manifestación de esta pluralidad de actores

políticos, la identidad que predomina de manera aplastante en los manifiestos y

proclamas de este período, tanto en España como en América, es la de la “nación

española”, entendida ésta como el conjunto de la Monarquía. El patriotismo hispánico

de esta primera época se expresa exaltando los valores que desde siglos aseguraban su

cohesión. La nación-patria es, este campo, manifestación de una identidad colectiva

contra un enemigo exterior, exaltación de las cualidades de un pueblo, de su historia y

de sus hazañas pasadas: de España y de lo español. Pero contra lo que podría pensarse,

en función de lo ocurrido más tarde, este patriotismo no remite fundamentalemente a

comunidades particulares de ámbito reducido sino, al contrario, al pueblo español

considerado como el conjunto de la Monarquía y a sus valores, a un patriotismo

imperial y popular en el que comulgan tanto la España peninsular como la América

hispánica, los diversos reinos y provincias que la forman, los grupos sociales y en

América, los diferentes grupos etnicos, incluidos los indios187.

Se trata de un patriotismo tipico de las grandes estados del Antiguo

Regimen europeo, compuestos muchas veces por pueblos diferentes188, centrado, en

nuestro caso, en la pertenencia a un conjunto político, la Monarquía católica, unido en

186 Cfr. para más detalle, nuestra obra Modernidad e Independencias. Ensayos sobre las Revoluciones hispánica , Madrid, Ed. MAPFRE, 1992, 406 p. 187 Para más amplios desarrollos de este tema, cfr. nuestra obra Modernidad e Independencias. Ensayos sobre las Revoluciones hispánica , Madrid, Ed. MAPFRE, 1992, cap. V. 188 Cfr., por ejemplo, para la “santa Rusia”, el canto épico de los cosácos del Don, cercados por los turcos en Azov en el sigloXVII: “ya no veremos más la santa Rusia. Moriremos, pecadores, en el desierto. Muramos por nuestros santos iconos milagrosos, por la fé cristiana, por el nombre del zar y por todo el Estado de Moscovia”, en Michael CHERNIAVSKY, Tsar and People. Studies in Russian Myths, 1961, citado por Eric HOBSBAWM, Nations and Nationalism since 1780. Programme, Myth, Reality, Cambridge University Press, 1990, trad. franc., Paris, 1992, p. 68

79

la fidelidad al mismo rey y en el sentimiento de ser objeto de una especial providencia

divina, para la salvaguarda, defensa y expansión de la fé católica 189. La patria o la

nación a la que se invoca es el conjunto de la Monarquía, con palabras de una señora

yucateca en 1809:

«Si, hijos míos, la patria, la amable patria, no es otra cosa que la dulce unión que

ata a un ciudadano con otro por los indisolubles vínculos de un mismo suelo, una

misma lengua, unas propias leyes, una religión inmaculada, un gobierno, un Rey,

un cuerpo, un espíritu, una fé, una esperanza, una caridad, un bautismo y un Dios,

padre universal de todos […]» 190.

Sin embargo, con el renacimiento de la representación provocado por el

vacío del poder real, todo empieza a cambiar rápidamente. La Real Orden del 26 de

enero de 1809, que declara la igualdad política entre los dos continentes y convoca a

los cabildos americanos para la elección de diputados de reinos y provincias de Indias

que los representen en la Junta Central, es un hito fundamental en la evolución de los

espíritus. Al pasar a un primer plano el debate sobre la igualdad política entre los dos

continentes 191 los criollos afirman con fuerza la igualdad de derechos entre los reinos

de Indias y los peninsulares, sin subordinación alguna de los primeros a los segundos,

puesto que su unión resulta sólo de su vínculo con el rey :

«¿Que imperio tiene la industriosa Cataluña, sobre la Galicia; ni cual pueden

ostentar ésta i otras populosas provincias sobre la Navarra? El centro mismo de la

Monarquía i residencia de sus primeras autoridades, ¿qué derecho tiene, por sola

esta razón, para dar leyes con exclusión a las demás?» 192

La vieja reivindicación criolla de los reinos de Indias como una categoría

especial de reinos dentro de una Monarquía plural se expresa ahora con gran fuerza. La

afirmación de su condición de españoles es, en este contexto, una afirmación de la

identidad criolla :

«Somos hijos, somos descendientes de los que han derramado su sangre por

189 Cfr. David BRADING, Orbe indiano. De la monarquía católica a la republica criolla, 1492-1867, México, FCE, 1991, IX et X. 190«Copia de una carta que la viuda del Sr. Coronel Don Ignacio Peón, Doña Maria Josefa Maldonado, escribió a sus hijos Don Alonso y Don Felipe, que sirven en el regimiento de Ultonia, desde la ciudad de Mérida, capital de Yucatán», en Diario de México, T. XI, n° 1450, 10.IX.1809, p. 298191 Cfr. supra, F.X. GUERRA, “La desintegración de la Monarquía hispánica : revolución e independencias”, cap 7, de De los Imperios a las Naciones., op. cit. 192 Camilo TORRES, Memorial de agravios. Representación del cabildo de Santa Fe a la Suprema Junta Central de España…, 1809, facsímil de la primera edición (1832), Bogotá, Librería Voluntad, 1960, p. 7.

80

adquirir estos nuevos dominios a la corona de España […] Tan españoles somos

como los descendientes de Don Pelayo i tan acreedores, por esta razón, a las

distinciones, privilegios i prerrogativas del resto de la nación[…] con esta

diferencia, si hai alguna, que nuestros padres, como se ha dicho, por medio de

indecibles trabajos i fatigas descubrieron, conquistaron i poblaron para España

este Nuevo Mundo» 193.

La reivindicación concierne ante todo a la identidad política de la Indias. La

Monarquía es vista cada vez más como formada por dos pilares, o incluso dos pueblos,

el peninsular y el americano, iguales en derechos. No obstante, a pesar de la

proclamación repetida de su condición de españoles americanos, esta visión dual es ya

como un germen de división futura, el principio de una ruptura moral inminente si los

europeos no reconocen esta igualdad. Cierto es que el tema de la igualdad entre las dos

partes de la Monarquía estaba ya implícito en múltiples tensiones anteriores, como en

las rivalidades entre criollos y peninsulares para el acceso a cargos administrativos o en

las quejas, frecuentes en la época de las reformas borbónicas, de falta de diálogo entre

el rey y el reino. Pero lo que hasta entonces eran tensiones diversas, sin unidad de

espacio y de tiempo, ya que resultaban esencialmente de decisiones particulares, se

transforma ahora en un tema único —el de los derechos de América— por la aparición

de una política fundada en la representación.

En 1810 los acontecimientos se precipitan a causa de la invasión de

Andalucía por las tropas francesas y por sus consecuencias: la huida de Sevilla a Cádiz

de la Junta Central, su desaparición a finales de enero y su reemplazamiento in extremis

por un Consejo de Regencia. Como bien se sabe, cuando estos acontecimientos se

conocieron en América —en la primavera-verano de 1810— se produce en muchos

lugares la formación de juntas que, como las de la Península en 1808, dicen reasumir la

soberanía y se declaran defensoras de los derechos de Fernando VII 194. Aquí también

las ciudades capitales son los actores principales de un proceso originado por el vacío

del poder producido por la desaparición de la Junta Central y por el derecho de los

“pueblos” a colmar este vacío. Por el momento, la nación española sigue siendo única,

pero cada «pueblo», cada ciudad principal, con su territorio y sus ciudades

dependientes, constituye una soberanía provisional en espera de la reconstitución de

una soberanía única e incontestable.

¿Puede considerarse que la formación de estas juntas sea ya, como lo

conmemorará después la mitología patria, el principio de la independencia y del

nacimiento de nuevas naciones? Todo depende del sentido que se dé a las palabras. Si

193Ibid. p. 9. 194 Cfr. F.-X. GUERRA, La desintegración, loc. cit.

81

por independencia se entiende «un gobierno supremo independiente de los demás», el

hecho es evidente, pero no suficiente, puesto que también las juntas españolas de 1808

habían constituido el mismo tipo de gobierno. Ciertamente, la unidad de gobierno de la

Monarquía se ha roto, pero todo depende de que se conciba esta ruptura como

provisional o definitiva, es decir, en último término, de la manera de entender el

conjunto de la Monarquía o de la nación. Aunque existan ya entonces entre los

principales actores americanos muchos partidarios de la ruptura definitiva, esta

aspiración permanece todavía en círculos privados, sin que pueda aún ser expuesta

públicamente. En efecto, el análisis de los documentos públicos muestra que durante

casi un año las juntas «independientes» no cesan de presentarse como «conservadoras

de los derechos de Fernando VII», visto como su legítimo soberano, y, también, que la

palabra nación sigue designando al conjunto de la Monarquía y no a los territorios que

ellas gobiernan195.

Ahora bien, a pesar de estas observaciones destinadas a evitar anacronismos

teleológicos, es obvio que la nueva situación originaba problemas de tan difícil

solución que puede considerársela como un jalón esencial en el proceso de redifinición

de las identidades americanas. Sin embargo el problema esencial era la guerra, en su

doble vertiente de guerra civil entre americanos y de guerra “exterior” con los

peninsulares.

La guerra civil entre americanos era la consecuencia inevitable de la

dispersión de la soberanía provocada por la desaparición de la Junta Central 196. Cada

reino, cada provincia, cada ciudad tuvo entonces que definir autónomamente su

posición ante el nuevo vacío del poder: asumir la soberanía u obedecer al Consejo de

Regencia. Curiosamente, las regiones que poseían las identidades culturales más

marcadas (México o Perú), los viejos reinos, fueron las que escogieron la lealtad al

gobierno peninsular, mientras que las regiones periféricas, con identidades culturales

mucho menos elaboradas (Buenos Aires o Venezuela), adoptaron las posición

autonomista. Nueva prueba de la no concordancia entre identidad cultural y búsqueda

de la soberanía.

La explicación de esta paradoja reside en la mucho mayor cohesión política

de los reinos, concretizada también en la existencia de estructuras administrativas bien

establecidas que les dan un carácter marcado de proto-Estados 197, mientras que en las

regiones nuevas la administración real, más reciente y débil, no hacía más que

195 La cronología de la desaparición de este sentido global de la nación es variable según las regiones y representa un hito fundamental en el proceso de ruptura196 Cfr. para este tema, Antonio ANNINO, “Soberanías en lucha”, cap. 8 de De los Imperios a las naciones, op. cit.197 Horst PIETSCHMANN ha puesto frecuentemente de relieve este aspecto poco estudiado de la formación del Estado en América, por ejemplo, Los principios rectores de la organización estatal en las Indias, cap. 2 de ibid.

82

sobreponerse a las fuertes estructuras políticas de las ciudades-provincias. La toma de

posición “lealista” de las autoridades regias tenía mucha más fuerza en los viejos reinos

que en las regiones nuevas, en las que la autonomía de las ciudades era mucho mayor.

Pero era precisamente esta mayor autonomía la que hacía que en ellas la posición

adoptada por las ciudades capitales fuese casi siempre discutida por otras ciudades

principales y ambas, poco después, por los pueblos dependientes de ellas.

A este conflicto por la supremacía en América se añade muy pronto la

guerra “exterior” que resulta, como hemos dicho, de la actitud intransigente adoptada

por el Consejo de Regencia hacia las juntas americanas 198. Las querellas internas

americanas adquieren así una dimensión suplementaria: la de una lucha, cada más

encarnizada, entre lealtades rivales. La oposición amigo-enemigo tiene su propia lógica

y va a provocar progresivamente una inversión en la identidad americana.

Hasta entonces, en efecto, como la querella esencial entre americanos y

europeos estaba centraba en la igualdad política entre los dos continentes, los

americanos reivindicaban, colectivamente, su estatuto de reinos y provincias e,

individualmente, su condición de españoles, iguales a los peninsulares. La guerra que

les declara el gobierno central va a cambiar profundamente las cosas y les obliga a

reformular el estatuto de América y su propia identidad.

Ante la desigualdad política patente con que se les trata van ahora a aceptar

progresivamente la apelación de colonias199, que habían rechazado hasta entonces con

indignación, para fundar en ella su derecho a la independencia200 :

«¡Carísimos hermanos! […] : vosotros habéis sido colonos y vuestras provincias

han sido colonias y factorías miserables, se ha dicho que no, pero esta infame

cualidad no se borra con bellas palabras[…]»201.

Pero el cambio de imaginario va más lejos y modifica la identidad misma

de los americanos. Como hemos dicho anteriormente, hasta 1810 las élites criollas, en

su combate por la igualdad política, se presentaban, ante todo, como españoles iguales

a los peninsulares, que gozaban, además, de los privilegios y fueros que les daba su

condición de descendientes de los conquistadores y pobladores de América. A partir de

198Cfr. F.-X. GUERRA, La desintegración, loc. cit., ibidem. 199 En el sentido de territorios dependientes de una metrópoli y carentes de derechos políticos o, por los menos, con derechos políticos inferiores. 200 La obra del Abbé DE PRADT, Les trois âges des colonies ou de leur état passé, présent et à venir, Paris, Giguet et Cie, 1808-1802, 285 y 536 p., empieza a ser entonces muy conocida en América y a ejercer una enorme influencia al anunciar que el destino de las colonias era el ser independientes de las metrópolis. La influencia de de Pradt alcanzará un punto álgido, con su nueva obra, publicada inmediatamente en español, De las colonias, y de la Revolución actual de la América, Burdeos, Juan Pinard, impresor, 1817. 201Catecismo político cristiano por Don José Amor de la Patria, (1810), Santiago de Chile, Ed. del Pacífico, Instituto de Estudios Políticos, 1975, p. 43

83

ahora, la necesidad de distinguirse de sus enemigos lleva a los insurgentes a poner en

primer plano esa identidad “americana” que se había consolidado a finales del siglo

XVIII.

A partir de 1810 los términos «españoles americanos» y «españoles

europeos», que indicaban una distinción dentro del conjunto de la Monarquía,van

siendo sustituídos por otros, más simples y conflictivos, «españoles» y «americanos»,

que remiten a una oposición cada vez más irreductible, hasta tal punto que los

independentistas se fundarán en ella al presentar su empresa como el enfrentamiento de

dos «naciones» diferentes y rivales : la española y la americana.

La razones de esta mutación son múltiples, pero la más importante es

ciertamente la necesidad de distinguirse del adversario en la guerra civil. Sometidos a

una misma represión, los diferentes «pueblos» americanos refuerzan cada uno sus

propios agravios con las injurias que los otros han sufrido. La prensa insurgente de las

diferentes regiones abunda en noticias de los excesos de la represión «lealista» en otros

lugares; se va así formando un «martirologio» americano en el que ocupan al principio

un lugar muy particular los «mártires de Quito» del 2 de agosto de 1810. Por ellos se

celebran ceremonias fúnebres en varias ciudades de Nueva Granada y a ellos se erige

en Caracas un monumento fúnebre con figuras alegóricas, una de cuales representa ya a

América llorando la desdicha de sus hijos202. A este martirologio, manifestación de un

destino y de una identidad compartidos, se incorporarán después México, Venezuela y

otras ciudades víctimas de la rigurosa represión «lealista». Poco a poco la palabra

español pasa a designar la tiranía, la crueldad, la irreligión incluso203…

A esta solidaridad, fundada en una lucha contra el mismo enemigo, viene a

añadirse una común reacción ante el lenguaje injurioso de sus adversarios. En la

«guerra verbal» que acompaña todo conflicto y todavía más a las guerras civiles —

puesto que el discurso legitima el propio combate y desacredita el de los adversarios—

los «lealistas» van a utilizar un lenguaje que no puede menos que ahondar la separación

entre las dos partes de la Monarquía. En efecto, las autoridades «lealistas» no se limitan

a presentar su acción como una lucha contra vasallos desleales, sino que a menudo la

asimilan a una nueva conquista de América por los españoles, lo que implícitamente

equivale a identificar a los criollos con los pueblos conquistados.

En un registro complementario, los tópicos de la Europa de las Luces sobre

la inferioridad del nuevo continente y de sus habitantes son empleados brutalmente, no

202 Cfr. para el detalle de esta evolución en Nueva Granada, Lydia ALVAREZ, Santafé de Bogotá , 1810-1811: les mutations de l’imaginaire politique vues à travers la presse, Mémoire de Maîtrise de l’Université de Paris I, 1992, p. 66 y ss. 203 Antoine VANNIERE, La Gazeta de Buenos-Ayres et l’imaginaire politique de l’independance argentine en 1810-1811, Mémoire de Maîtrise de l’Université de Paris I, 1987; el anexo I, cuantifica quienes son considerados como los enemigos de la revolución en Buenos Aires. Los españoles europeos sólo ocupan el primer plano a partir de abril de 1811.

84

sólo en la Península, sino incluso en América, por poderosas corporaciones dominadas

por peninsulares. El Consulado de México, en un informe a las Cortes del 27 de mayo

de 1811, los recoge y los extrema, acompañándolos de una crítica general llena de

desprecio sobre la incapacidad y los vicios de todos los habitantes de América: indios,

mestizos y castas, criollos. El informe fue leído en la Cortes, a pesar de la oposición de

los diputados americanos, durante el debate sobre la igualdad de representación204, y

provocó una herida profunda, no sólo en ellos, sino en todas las regiones de América,

insurgentes o «lealistas»205.

Para contrarrestar estos ataques los insurgentes llevan la polémica al mismo

terreno, pero con una valoración inversa. Ellos también van a asimilar la represión

«lealista» a la conquista, pero vista no como una hazaña gloriosa, sino como una

empresa injusta y sanguinaria. Poco a poco se van incorporando a su discurso los

visiones negativas de la conquista, ya procedan de la misma España, como la de Las

Casas, o del acerbo de la llamada «leyenda negra» europea. Corolario paradójico, pero

en el fondo lógico, es la reaparición del debate del siglo XVI sobre «los justos títulos»

de la Conquista de América, debate que recoge tanto antiguos argumentos de orden

teológico o canónico, como otros nuevos fundados en los derechos de los pueblos.

Una vez aceptada esta asimilación, el siguiente paso era reivindicar su

identificación con los vencidos, con los indios, antiguos poseedores del territorio, y

presentar la lucha por la independencia como una revancha de la conquista. En Chile,

por ejemplo, donde la identidad criolla estaba en gran parte fundada en su carácter de

frontera de guerra contra los indios hostiles, en 1812 se pasa progresivamente de un

elogio de las antiguas virtudes de los araucanos, a un llamamiento a la lucha común

contra la tiranía española y, al fin, a una identificación retórica con los araucanos206. En

México, el acta de independencia de 1821 apela a la nación para que recupere sus

derechos perdidos en la época de la conquista207.

Fenómenos análogos se dan en otras regiones, incluso en aquellas en las

que la población indígena había tenido mucha menos importancia. Aunque este tipo de

discurso tuviera mucho de retórico208, su significado era claro: la ruptura moral entre

204 Cfr, sobre este debate, Marie Laure RIEU-MILLAN, Los diputados americanos en las Cortes de Cádiz, Madrid, 1990, p. 101 y ss.205 Cfr. por ejemplo la reacción del José Barquijano y Carrillo, conde de Vistaflorida, criollo peruano lealista, en su dictamen al rey del 31.V.1814, en Ernesto DE LA TORRE VILLAR, La Constitución de Apatzingan y los creadores del Estado mexicano, México, UNAM, 1964, P. 178. 206 Para las etapas de esta evolución, cfr. Michèle DAUBARD, L’imaginaire politique de l’indépendance chilienne : une étude sur l’Aurora de Chile (1812-1813), Mémoire de Matrîse de l’Université de Paris I, 1988, pp. 63 y ss. 207 Esta versión rupturista que borra los tres siglos de la Colonia, muy presente en los escritos de Bustamante desde los años 1812-1813, compite con otra versión gradualista, inspirada de de Pradt, que presenta la independencia como la emancipación del hijo llegado a la mayoría de edad. 208 A pesar de este esfuerzo para dar a la americanidad una base, que podríamos llamar «indigenista», fundada en la fusión retórica de todos los habían nacido en el mismo suelo, era evidente que su principal fundamento no era étnico sino geográfico pues los criollos que la reivindicaban fundaban su

85

las dos partes de la Monarquía. Estaba abierta la vía para la proclamación de la

independencia, dado que, fueren cuales fueren los argumentos utilizados, al negar la

justicia de los títulos de conquista los americanos resolvían un difícil problema: no ya

el de la ruptura con el gobierno provisional de la Monarquía, sino también con el

mismo rey, al que poco antes habían prestado juramento209.

La difícil construcción de nuevas “naciones”

Ahora bien, si en tiempos de guerra la americanidad bastaba para

caracterizar la lucha como el enfrentamiento de dos naciones o dos pueblos, el

americano y el español, esta identidad resultaba a todas luces insuficiente para fundar la

existencia política de una «nación americana». En efecto, como ya lo hemos señalado,

esta identidad americana global no correspondía a ninguna identidad política concreta,

puesto que sólo remitía a la distinción entre reinos americanos y reinos europeos.

Políticamente no era más que una identidad negativa, operativa sólo en las rivalidades

con los peninsulares. Las únicas realidades políticas indiscutibles son los “pueblos”, en

su doble sentido del conjunto de las ciudades, villas y pueblos, y de los espacios

estructurados por las ciudades principales. Estas últimas son los actores reales de la

primera época de la independencia, las que reasumen la soberanía hasta constituirse de

hecho en verdaderas ciudades-Estado y publicar incluso sus propias constituciones: en

Nueva Granada, a partir de 1810-11, en el Rio de la Plata, un poco después.

La nación que intentan construir tiene entonces un contenido esencialmente

político: constituir un gobierno propio, independiente tanto del precario gobierno

central de la Monarquía como de las ciudades rivales. Bajo este punto de vista todas se

pretenden iguales y para construir lo que podríamos llamar un Estado supra-municipal

su único recurso son los “pactos y negociaciones” entre ciudades-Estados. De ahí que el

ideal de la unión de todos los pueblos de Hispanoamérica, y más aún el de una unión

continental como la que Bolívar intentará construir con el Congreso de Panamá, no sea

más que una utopía política basada en la muy tenue identidad americana.

Por todo ello en la América insurgente la definición de la nación planteaba

problemas muy difíciles de resolver, incluso basándose en la moderna soberanía

“nacional” —o “del pueblo”— a las que todos apelan. En América elaborar una

constitución no podía presentarse —como en la Constitución de Cádiz— como el

identidad precisamente sobre su diferencia con los indios y las castas. 209 Otra versión de la justificación de la ruptura, es de índole ideológica y pertenece al imaginario común de los liberales de ambos lados del Atlántico, en su lucha contra al absolutismo. La perdida de las libertades castellanas fijadas a la derrota de los Comuneros en Villalar, hacían del período que corría desde entonces, «tres siglos de opresión y de tiranía», lo que equivalía a la ruptura del pacto entre el rey el reino.

86

hecho de dar una forma nueva a una «nación» o un conjunto político preexistente,

puesto que hasta entonces los americanos se habían considerado como formando parte

de la nación española. La constitución equivalía, estricta y no sólo retóricamente, a

fundar una nueva nación a partir de los “pueblos” que habían asumido la soberanía;

sólo su acuerdo podía edificar «un solo cuerpo de nación». Mientras que en la

constitución de Cádiz, la “nación” succedía y recubría a un Reino210, concebido de

manera nueva y convertido en soberano211, en la América insurgente, la soberanía de

los pueblos no remitía aún a la soberanía nacional. A pesar de que de manera muy

moderna se hable del pueblo de tal o cual tal región, enseguida se explicita que los

sujetos que intervienen para formar este «cuerpo de nación» no son los individuos, sino

las provincias, estados o pueblos y no «el pueblo»; éste sólo aparece como el pueblo

urbano que ha manifestado su voluntad en la formación de las juntas, o, en un sentido

muy general, como el origen primero de la legitimidad de las autoridades de las

provincias. Así, la primera constitución venezolana de 1811 declara en su preámbulo :

«Constitución federal para los estados de Venezuela, hecha por los representantes

de Margarita, de Mérida, de Cumana, de Barinas, de Barcelona, de Trujillo y de

Caracas, reunidos en Congreso general. En nombre de Dios Todopoderoso, Nos,

el pueblo de los estados de Venezuela[…]212.

O en Nueva Granada, en 1811:

«Nos los representantes de las provincias de la Nueva Granada […] siguiendo el

espíritu, las instrucciones y la expresa y terminante voluntad de todas nuestras

dichas provincias, que[…] han proclamado sus deseos de unirse en una asociación

federativa[…]213.

La asociación entre las provincias es la de verdaderos estados soberanos, el

resultado de «pactos y negociaciones [entre] los Estados o cuerpos políticos»214. El

federalismo, que frecuentemente se atribuye a la moda, a la imitación de la constitución

norteamericana, no hace más que expresar con este lenguaje una necesidad ineluctable :

la reconstrucción del cuerpo político, puesto que se ha producido

210 Entendido eéste como el conjunto de la Monarquía. 211 El mismo fenómeno se había producido en Francia: la nación procede del reino, cfr. Pierre NORA, “Nation” en François FURET, Mona OZOUF, Dictionnaire critique de la Révolution française, Paris, Flammarion, 1988, p. 801. 212 En Luis MARIÑAS OTERO, Las constituciones de Venezuela, Madrid, 1965, p. 126. 213 Acta de Federación de la Provincias Unidas de la Nueva Granada, 27.XI.1811, en URIBE VARGAS, op. cit., p. 365. 214Ibidem, p. 366.

87

«la disolución y aniquilación de los pactos sociales con que la América del Sur se

hallaba ligada con aquella parte de la nación, ya por la cautividad del rey, ya por

los demás funestos acontecimientos en toda la península[…]215.

En todos estos documentos se percibe claramente hasta qué punto la

ausencia en América de instituciones representativas del reino o de la provincia —que

la Corona evitó desde el siglo XVI— hizo difícil y conflictiva la definición y la

constitución de estados independientes en la mayor parte de la América española, en

contraste con lo que sucedió en las trece colonias británicas. En estas la existencia

secular de instituciones y de prácticas representativas, tanto a nivel local como

provincial, hizo no sólo relativamente fácil la sustitución del soberano, sino también la

conclusión de un pacto entre ellas para fundar la nueva nación. Al contrario, en aquélla,

a pesar de la necesidad de la unión de las provincias, su realización fue no sólo difícil,

sino explosiva. La falta de precedentes representativos añadía a los problemas de la

ruptura con el gobierno central de la Monarquía los que resultaban de la definición de

los nuevos sujetos de la soberanía y de la necesidad de inventar sistemas para

representar no sólo a los pueblos, sino también a ese nuevo actor que la Modernidad en

progreso suponía en la base de la nueva legitimidad, el ciudadano.

Otra circunstancia agravaba todavía más en la América insurgente el

problema de la nación: el régimen republicano. Aunque su adopción fuese no sólo

explicable sino inevitable, la modernidad misma de este régimen era un factor

suplementario de fragilidad política por lo que implicaba de soberanía absoluta del

pueblo. No sólo el individuo-ciudadano moderno era una excepción en una sociedad

que seguía siendo masivamente aún una sociedad del Antiguo Régimen formada por

cuerpos de todo tipo, sino que el "pueblo" remitía en América primariamente no a los

ciudadanos, sino a los «pueblos». Aunque también la Constitución de Cádiz proclamara

la soberanía de la nación, esta legitimidad moderna coexistía de hecho con la

legitimidad histórica del rey, que seguía gozando de una extraordinaria fuerza216.

En este sentido en la América “lealista” la situación era un poco mejor que

en la América independentista, puesto que en ella la conservación del régimen

monárquico retrasó o limitó durante unos años la disolución territorial. Pero aquí

también el problema acabó por plantearse en la medida en las Cortes de Cádiz fueron

incapaces de dar una solución satisfactoria a los problemas que habían provocado,

precisamente, la insurgencia. En primer lugar, había que establecer una verdadera

igualdad política entre las dos partes de la Monarquía, sobre todo en el campo de la

representación, lo cual fue casi realizado por las Cortes, con excepción de la

215 Constitución de la república de Tunja, 9.XII, 1811, en Ibidem, p. 392. 216 La vuelta al trono de Fernando VII en 1814 y su muy fácil restauración del absolutismo muestra la gran fuerza de esta legitimidad real.

88

representación de las castas. Luego, en relación con un problema muy emparentado con

éste, hubiera sido preciso transformar el imaginario de las élites peninsulares poniendo

fin a la «tentación colonial» y al lenguaje de desprecio hacia los americanos, lo que

distó mucho de alcanzarse, como lo muestra la ya citada representación del Consulado

de México a las Cortes y el tono agresivamente antiamericano de muchos periódicos de

Cádiz. La solución al tercer problema, sin duda el más importante, hubiera sido dar una

expresión institucional a la estructura plural de la Monarquía, tal como la concebía el

imaginario americano y, por último, abrir también cauce a la aspiración a una amplia

representación de los «pueblos», irreversible ya en todo en el mundo hispánico.

En este último campo el fracaso fue total porque las Cortes fueron

incapaces de concebir una Nación española —la Monarquía— que no fuese un Estado

unitario. Esta incapacidad iba a cerrar definitivamente la posibilidad de mantener a los

Reinos de Indias en el seno de la Monarquía. En efecto, en el debate peninsular sobre la

representación, el tema de la representación de los reinos y provincias no ocupó un

lugar central, puesto que la mayoría de los diputados de todas las tendencias

compartían una concepción unitaria del Estado y de la Nación. Nadie defendió una

representación de los reinos y provincias; este problema no provocó grandes

divergencias entre los diputados, aunque bien podía haberlo hecho, si se tiene en cuenta

el gran arraigo de los reflejos comunitarios, tal como se había manifestado todavía en

1808 en la Península con la formación de las juntas insurreccionales y la estructura

misma de la Junta Central, formada por diputados de las juntas superiores que

correspondían, de hecho, a los antiguos reinos y provincias.

El postulado de la unicidad de la Nación ha triunfado ya radicalmente entre

les élites, no sólo por la practica absolutista, sino también por la adopción del

imaginario de la nación que se había impuesto con la Revolución francesa. La

Comisión de Constitución de las Cortes, a pesar de sus alabanzas a las instituciones de

los antiguos reinos, se lamentó poco después de no haber podido proceder a una

división totalmente nueva del territorio, que, evidentemente, como en la revolucionaria

división de Francia en departamentos, hubiese borrado totalmente los antiguos reinos y

provincias:

«Como otro de los fines de la Constitución es conservar la integridad del

territorio de España, se han especificado los reinos y provincias que componen su

imperio en ambos hemisferios, conservando por ahora [el subrayado es nuestro]

la misma nomenclatura y división que ha existido hasta aquí. La Comisión bien

hubiera deseado hacer más cómodo y proporcionado repartimiento de todo el

territorio español en ambos mundos […]» 217

217Discurso preliminar a la constitución de 1812, Cádiz, 24.XII.1811, ed. del Centro de Estudios constitucionales, Madrid, 1989, pp. 79-80.

89

La reducción absolutista de los diferentes reinos peninsulares a una única

unidad política homogénea, tal como se había plasmado en las Cortes del siglo XVIII,

había sido ya profundamente asimilada por todas las élites ilustradas de la Península.

Lo que era por entonces admisible en la Península lo era mucho menos en

América, en la cual la concepción plural de la Monarquía, considerada como un

conjunto de «pueblos»-comunidades, seguía estando muy viva218. Era esta la

concepción que había llevado a la constitución de las juntas autónomas americanas, y,

ante su rechazo por el Consejo de Regencia, a la guerra. Pero incluso los americanos

que obedecían al Consejo de Regencia no plantearon entonces de una manera tajante

este problema fundamental. Unos estaban físicamente lejos del debate y ocupados sobre

todo por la guerra contra los insurgentes. Otros, los que formaban parte de las Cortes,

se encontraban en una situación bastante particular que explica su compleja actitud.

La parte más activa de los diputados americanos, los suplentes elegidos en

Cádiz en septiembre de 1810, eran tan modernos y radicales como los revolucionarios

peninsulares. Como para éstos, los primeros objetivos por alcanzar eran la afirmación

contra el rey de la soberanía de la Nación, el establecimiento de la libertad de prensa, la

elaboración de una constitución nueva, la destrucción del Antiguo Régimen, etc. En

todos estos campos su alianza con los liberales peninsulares fue permanente y

fundamental para la victoria de éstos. Gracias a sus votos se adoptó la libertad de

prensa en octubre de 1810 y lo mismo ocurrió después con todos los textos en que se

plasmó la modernidad ideológica de las Cortes.

Quizás fue precisamente su modernidad ideológica, que les hacía también

considerar a la nación como compuesta por individuos, la que explica la actitud que

tomaron al discutir los problemas americanos. Su objetivo fundamental fue en este caso

el batallar por la igualdad de representación entre España y América. Era éste su

objetivo prioritario, lo que en parte explica que, a pesar de su concepción plural de la

Monarquía, aceptasen los planteamientos de los liberales peninsulares. La petición de

igualdad con la Península y la obtención del elevado número de diputados que esto

llevaba consigo les hacía aceptar entonces una concepción unitaria de la Monarquía que

cuadraba mal con su muy enraizada visión de ésta como un conjunto de comunidades

políticas diferentes.

Sin embargo, su conciencia de las particularidades americanas seguía

siendo muy fuerte; así se ve que los diputados elegidos en América actúan en la

práctica como los antiguos procuradores en Cortes defendiendo los cuadernos de

instrucciones recibidos de sus comitentes. Esta misma visión explica que la proposición

de constituir diputaciones provinciales procediese precisamente del mexicano Ramos

218 Cfr. sobre esta visión común a la mayoría de los diputados americanos en las Cortes, cfr. Joaquín VARELA SUANZES-CARPEGNA, La teoría del Estado en los orígenes del constitucionalismo hispánico. (Las Cortes de Cádiz), Madrid, 1983.

90

Arizpe, para quien éstas debían constituir un verdadero gobierno representativo

provincial. Su proposición fue adoptada, pero transformada, para hacer de ellas un

simple organismo consultivo destinado a asesorar al jefe político219. La nueva

constitución de la Monarquía era profundamente unitaria.

Habrá que esperar hasta la segunda revolución liberal española y los

progresos de los movimientos independentistas para que en 1821 los diputados

americanos en las Cortes de Madrid propongan el plan de una monarquía plural, con

tres reinos americanos dotados de instituciones representativas propias y un poder

ejecutivo que podía ser confiado a tres infantes: uno que comprendería México y

Guatemala, otro, Nueva Granada y Tierra Firme y el tercero, Perú, Buenos Aires y

Chile. Como lo explicaba uno de sus promotores, el mexicano Lucas Alamán, se

trataba de instaurar el viejo plan del conde de Aranda y de restaurar la antigua

estructura de la monarquía en América:

«este sistema tenía grande analogía con el que había regido en América antes de

la constitución, […] cada una de las grandes secciones de aquel continente venía

a ser como una monarquía separada, con todos los elementos necesarios para su

régimen interior, a semejanza de los establecidos en España para la monarquía

toda y ahora lo que se proponía era solo reducir estos elementos al orden

representativo […] » 220.

Lo que en 1810 ó 1811 hubiera podido dar un cauce a las aspiraciones

americanas de igualdad y de especificidad venía ya demasiado tarde y seguía chocando

con la concepción unitaria de los peninsulares. Las Cortes rechazaron incluso la lectura

de la propuesta, pero quizás las leyes y las prácticas electorales inducidas por la

instauración de las diputaciones provinciales evitaron en la América “lealista”

conflictos similares a los que conoció en este campo la América insurgente 221.

Añadamos que, como ya lo hemos expuesto en otro lugar, la América

lealista correspondía también, esencialmente, a aquellas regiones en las que el reino

tenía ya desde antes una consistencia cierta, lo que contribuyó a atenuar el proceso de

desagregación. Aquí la existencia de proto-naciones, o de naciones en el sentido

antiguo del término, hizo menos difícil la transición a un balbuciente Estado-nación,

sin que esto quiera decir que estos paises escaparan a los problemas del mal llamado

219 Cfr. sobre estas diputaciones, Nettie Lee BENSON, La diputación provincial y el federalismo mexicano, México, 1955 y HAMNET, op. cit., pp. 134-136.220 Lucas ALAMAN, Historia de México, (1849-52) 6a ed., México, Jus, 1972, t.V, pp. 127 ss. y p. 351. La proposición fue presentada a las Cortes, el 25.VI.1821; el texto de la proposición en Ibidem, , Apéndices, documento n° 19. 221 Lo importante aquí no son las funciones, esencialmente administrativas y no políticas, de las diputaciones provinciales, sino la existencia de circunscripciones, leyes y prácticas electorales establecidas.

91

federalismo. Problemas que no son otra cosa que la dificultad de expresar en un sistema

representativo moderno la vieja estructura política territorial centrada en las ciudades-

provincias y la de encontrar nuevos fundamentos a la unión entre los “pueblos” y a la

obligatoriedad política, aseguradas ambas hasta entonces por los vínculos verticales y

personales con el rey.

Por ello en ambas Américas, la insurgente y la “lealista”, más o menos

precozmente, la «nación» no remite a una entidad preexistente que ahora se

reconstruya, como en Cádiz, de una manera nueva, pues el antiguo pacto social

concernía a una única nación española a la que ahora se rehusa pertenecer. La nación

será el resultado inédito e incierto de la conclusión del pacto entre los pueblos.

Resultado incierto, en la medida en que no podía basarse en aquellos elementos

culturales que en Europa definirán después la «nacionalidad»: la lengua, la cultura, la

religión, un origen común —real o supuesto—. Todos estos elementos eran comunes a

las élites criollas, principales actores de la independencia. Más aún, los americanos

compartían todos estos elementos con los reinos peninsulares de la Corona de Castilla

hasta el punto de que la diferencia cultural que separaba los reinos castellanos de

Cataluña, Valencia o de las provincias vascas era incomparablemente mayor que su

diferencia con los reinos americanos.

La único que les pertenecía en propiedad era esa «americanidad» de la que

ya hemos hablado, pero ésta, aunque fuese un arma muy eficaz en la lucha contra los

peninsulares, tenía una consistencia demasiado tenue para fundar una única «nación»

americana222 capaz de vencer la inmensidad del espacio. La existencia, a menudo

multisecular, de espacios administrativos y económicos bien establecidos y de

identidades locales y regionales —algunas con considerable consistencia— eran

obstáculos prácticamente insuperables para esta construcción.

El fundamento de la nación no será, pues, cultural, sino esencialmente

político, es decir, se fundará, como en la Francia revolucionaria, en una unión de

voluntades223. Sin embargo, a diferencia de Francia, no se trata aquí de voluntades

individuales, sino de voluntades de los «pueblos» y, otra diferencia significativa,

mientras que en Francia lo político recubría de hecho una muy vieja nación en el

sentido cultural de la palabra, en América la identidad política era mucho más

restringida que la identidad cultural. El fundamento político era aquí frágil y aleatorio,

consecuencia, en una primera fase, de pactos entre los «pueblos», y en una segunda, de

la unidad impuesta a los «pueblos» por las armas de los libertadores 224. De todas

222 En México, en donde el empleo de la «nación americana», es frecuente, el contexto muestra de que se trata de hecho de otra manera de hablar de la Nueva España. 223 ?Ahí se encuentra una de las razones que facilitarán el hacer de las nuevas naciones las «hijas» de la Revolución francesa. 224 En el área gran-colombiana, y en los dos Perús, fueron los ejércitos de los libertadores los que impusieron provisionalmente la unidad, mientras que el Rio de la Plata, oscila durante varias décadas

92

maneras, era lógico que en ambos casos esta construcción se apoyase en los espacios

administrativos 225 o económicos existentes y, en otros lugares (como en México, Chile,

Quito y en parte en el Perú propiamente dicho), en las identidades culturales de los

reinos que se habían ido edificando durante la época colonial.

De todas maneras, quedará aún pendiente en todos los nuevos estados, la

construcción la nación moderna en su doble vertiente: la política, la asociación

voluntaria de los individuos-ciudadanos, y la cultural, conseguir que todos compartan

una historia y un imaginario comunes, aunque sean míticos. Ahí tenemos la eexcepción

americana. En la Europa del siglo XIX se trata de cómo construir el Estado-nación

moderno a partir de la nacionalidad; en Hispanoamérica, de cómo construir Estados-

naciones separados a partir de una “nacionalidad” en gran parte común a todos.

entre guerras en las que se afrontan las soberanías provinciales e intentos fallidos de unión entre los “pueblos”. Cfr. sobre estos temas, José Carlos CHIARAMONTE, Modificaciones del pacto imperial, cap. 4 de De los imperios a las naciones, op. cit. 225 Eso explica que los limites territoriales de futuros estados coincidan con diversas circunscripciones administrativas de la época colonial.

93

¿NACION MODERNA O REPUBLICA BARROCA? MÉXICO 1823-1857

Annick LEMPÉRIERE*

Desde el primer momento de su independencia México se consideró a sí mismo

como una nación. De la Nueva España la Independencia hizo una nación. Una nación

como Francia o Inglaterra, o sea, una entidad - un territorio y el conjunto de sus

habitantes - dotada de sus instituciones políticas específicas y, por ello, de su propia

identidad política: una entidad soberana. La "nación" mexicana era entonces moderna

en el sentido de que "el uso reciente [de la palabra nación] valoriza sobre todo los

conceptos de unidad política e independencia" 226. No hay duda de que la definición de

nación puede llegar a tener un sentido mucho más complejo, como lo demuestra una

abundante bibliografía reciente 227. Ya a finales del siglo XIX, en México al igual que

en Europa, esta palabra estaba cargada de una serie de significaciones estratificadas.

Sin embargo, a nuestro parecer, no sucede lo mismo en México a principios de su

independencia. En aquel entonces, a pesar de algunos intentos, que se manifestaban

aquí y allá, de dar a la nación un contenido que fuera también histórico y cultural 228, el

mayor problema no era tanto definir culturalmente a la entidad nacional mexicana,

como conferirle una forma política viable, aceptada, permanente 229. La locución

"constituir a la nación" se empleaba en múltiples ocasiones - por lo menos en cada

pronunciamiento -, con esto se afirmaba la voluntad de dar a la nación, de una vez por

todas, la constitución política que pudiera agrupar mejor al conjunto de individuos y

entidades que la conformaban 230.

* Universidad de Paris I.226 E. HOBSBAWM, Nations et nationalisme depuis 178O. Programme, mythe, réalité, Paris, Gallimard, 1992, p. 29.227 El libro de HOBSBAWM, ibid., proporciona un amplio panorama bibliográfico sobre el tema.228 Estamos pensando en especial en los concursos organizados por el Ateneo Mexicano, en los años 1840, en torno a figuras como Colón o Cortes, y sobre todo en las obras históricas de L. Alamán. En el campo liberal, tenemos también a Ignacio Cumplido y su revista Museo Mexicano. No hay que olvidar tampoco a los fundadores del "nacionalismo mexicano", estudiados por D. BRADING, Los orígenes del nacionalismo mexicano [1973], México, Era, 1991.229 J. M. L. MORA formula de manera lapidaria su poco interés por el "carácter de la nación", su identidad cultural o histórica: "En el estado actual de las cosas es todavía difícil formar una idea exacta del carácter mexicano que por estarse formando no es posible fijarlo: todavía es demasiado reciente la existencia de México como nación para que los rasgos que hayan de determinarlo adquieran la estabilidad necesaria, y puedan ser conocidos y marcados como tales: así pues nos limitaremos a dar una idea del estado político y Moral de la sociedad mexicana", México y sus revoluciones, tomo I, México, Porrúa, 1965, pp. 78-79.230 Cfr. A. ANNINO, "El pacto y la norma. Los orígenes de la legalidad oligárquica en México": "… durante todo el siglo pasado la cuestión institucional dominó la cultura y el pensar político de la clase dominante mexicana. Del padre Mier a Lucas Alamán, de Mora a Zavala, a Ocampo y a Rabasa (…), no se encuentra un intelectual prestigioso que no haya ubicado el problema del estado en el centro de

94

Esto nos induce a detenernos aquí en el estudio de la forma a través de la cual se

manifiesta la identidad política escogida por México al salir de la dominación española

y luego, del imperio de Iturbide, es decir, la forma republicana. No pretendemos

estudiar las instituciones republicanas en sí mismas y tampoco poner un enfoque

especial en los discursos de los actores políticos e intelectuales de las primeras décadas

de vida independiente, sino más bien interesarnos en algunas de las manifestaciones

visibles de la identidad republicana. Dejando de lado, por no considerarlo necesario

para nuestro propósito, los emblemas propiamente dichos - que son pocos 231 - y los

monumentos públicos - cuyos numerosos proyectos no llegan a llevarse a cabo durante

la república barroca - vamos a concentrarnos en el estudio de las ceremonias públicas y

sus actores durante el periodo que va de la caída del Emperador Iturbide a la

proclamación de la constitución del 5 de febrero de 1857. En efecto, durante estas

décadas asistimos a un desarrollo del ceremonial público que podemos calificar de

inflacionario, fenómeno que atestiguan tanto las fuentes oficiales como la prensa local o

nacional, las memorias políticas 232 y las obras de literatura.

No es necesario recordar aquí la función que cumplen las fiestas públicas en

evidenciar la naturaleza de los poderes públicos, de los regímenes políticos, de los

sistemas de creencias, etc…233. Las fiestas públicas de la primera mitad del siglo XIX,

como escenificación de la identidad política de México, nos permiten observar y

analizar la tensión permanente entre dos proyectos de república que se expresan bajo

las mismas instituciones republicanas. A partir de este análisis quisiéramos proponer

una nueva interpretación de las leyes de Reforma - sobre todo las que se refieren a la

desaparición de los bienes corporativos - y de lo que se presenta tradicionalmente como

el conflicto entre "liberales" y "conservadores". En tanto que la Reforma, a nuestro

parecer, significa el triunfo de una forma moderna de república, opuesta a una república

tradicional que llamamos, aquí, barroca, ¿ qué fue lo que se quiso conseguir con el

rompimiento del equilibrio logrado bajo las instituciones republicanas tal como se

sus reflexiones…"; además, la "distinción conceptual" entre "nación en estado natural" y "nación constituida" "vuelve a aparecer en todos los planes principales de la primera mitad del siglo XIX…", in Historias (México, INAH), n° 5, enero-marzo de 1984, pp. 3-31 (3-4 y 16).231 Los emblemas son pocos y además, son "nacionales" más que republicanos: el escudo (el águila mexicana y su nopal, que provienen del blasón colonial de la ciudad de México); los trofeos; la libertad y su gorro (están presentes desde 1821); los colores nacionales, presentes también en 1821 puesto que son los del Ejército Trigarante (rojo, blanco, verde). Los colores y el escudo conforman la bandera nacional.232 Cfr. por ejemplo Carlos Maria Bustamante, cuyos diarios y relatos históricos están recargados de descripciones de ceremonias.233 Cfr. C. GEERTZ, "Centres, rois, charismes: réflexions sur les symboliques du pouvoir", in Savoir local, savoir global. Les lieux du savoir, Paris, PUF, 1986, pp. 153-182; mencionamos a dos estudios más por su concordancia cronológica con la "república barroca", S. G. DAVIS, Parades and Power. Street Theatre in Nineteenth-Century Philadelphia, Philadelphia, Temple University Press, 1986; F. WAQUET, Les fêtes royales sous la Restauration ou l'ancien régime retrouvé , Paris, Arts et Métiers graphiques, 1981).

95

establecieron en 1823? ¿Cómo podemos definir en México la relación entre liberalismo

y republicanismo ?

Dos proyectos republicanos antagónicos

Damos al periodo considerado aquí el nombre de "República barroca". Con la

palabra "barroca" no queremos solamente calificar las formas híbridas que revistieron

las instituciones políticas y la actuación de los gobernantes para conciliar los requisitos

de la organización del Estado liberal con las resistencias de una sociedad todavía

tradicional, que se concebía bajo la forma de entidades autónomas dotadas de una

fuerte identidad propia. También queremos subrayar la permanencia y el vigor de toda

una herencia monárquica y católica en el México de las primeras décadas de vida

independiente: todo un conjunto de prácticas y valores políticos y culturales, asociados

a creencias y lealtades antiguas, que habían sido las de la Nueva España en la época

barroca y que no lograron neutralizar los afanes modernizadores de los reformistas

borbónicos. En cuanto a lo que nos interesa aquí, las formas ceremoniales que se

desarrollan en el espacio urbano, éstas no cambiaron mucho a finales del siglo XVIII, a

pesar de que la élite gobernativa quiso imponer las normas neoclásicas del "buen gusto"

y una mayor sobriedad, tanto en la arquitectura de los edificios públicos como en las

manifestaciones públicas del culto religioso o monárquico. Hasta las grandes

transformaciones del espacio urbano llevadas a cabo a partir de los años 1860 la capital

de la república conservó su aspecto de ciudad barroca y la sociedad urbana siguió

participando en toda una serie de instituciones corporativas a través de las cuales

desempeñaba numerosas actividades culturales y expandía en todo el espacio ciudadano

una profusión de fiestas y procesiones sobrecargadas de símbolos, alegorías, imágenes

de santos, etc… Este contexto cultural barroco es el marco dentro del cual se

desenvuelven las instituciones republicanas en la primera mitad del siglo.

Hay que recordar que el sistema republicano se impone en México, no sin

debate 234, después del fracaso de la monarquía constitucional de Iturbide. El texto

"fundador" de la República, el "Plan de la Constitución Política de la nación mexicana",

votado por el primer congreso constituyente el 16 de mayo de 1823, nos permite

entender cuán ambiguo era en sus principios el contenido de la idea republicana. El

Plan define la nación como "la sociedad de todas las provincias del Anahuac o Nueva

España, que forman un todo político". Luego indica cuáles son los derechos de los

ciudadanos: la libertad (de hablar, pensar, escribir, imprimir … ), la igualdad frente a la

ley, la propiedad, y, por fin, "el de no haber por ley sino aquella que fuese acordada por

234 Cf. M. P. COSTELOE, La primera república federal de México (1824-1835). Un estudio de los partidos políticos en el México independiente, FCE, 1975, pp. 18-33.

96

el congreso de sus representantes". Entre los deberes del ciudadano, el primero es

"profesar la religión católica, apostólica, romana como la única del Estado" (además de

"respetar las autoridades legítimamente establecidas", "no ofender a sus semejantes",

"cooperar al bien general de la nación"). En seguida el texto define la soberanía de la

nación como "única, inalienable, e imprescriptible", y añade que "puede ejercer sus

derechos de diverso modo, y de esta diversidad resultan las diferentes formas de

gobierno". En consecuencia, la forma de gobierno adoptada por la nación mexicana es

la de una "república representativa y federal" 235.

En consecuencia, en 1823 los diputados escogen la república como el régimen

político que consagra la libertad y la igualdad, así como el ejercicio de la soberanía

nacional bajo la forma representativa. Se trata de una opción política escogida, en

primer lugar, en contra del "despotismo" representado en el exterior por la Europa de la

Santa Alianza, y en el interior, por el partido borbonista presente en el congreso; en

segundo lugar, contra el Emperador Iturbide y su fracasado imperio, cuyos principios

políticos eran sin embargo, en teoría, los mismos que los afirmados por el Plan

(libertad, representación, régimen constitucional, etc.). El Plan era la consecuencia

lógica del decreto de 8 de abril, cuyo articulo 1° afirmaba:

"Jamás hubo derecho para sujetar a la Nación Mexicana a ninguna ley ni tratado,

sino por sí misma o por sus representantes nombrados, según el derecho público

de las naciones libres. En consecuencia, no subsisten el Plan de Iguala, los

Tratados de Córdoba, ni el Decreto de 24 de febrero de 1822, por lo respectivo a

la forma de gobierno que establecen, y llamamientos que hacen a la Corona;

quedando la Nación en absoluta libertad para continuar como le acomode" 236.

Se eligió el régimen republicano después de comprobar que ningún príncipe

Borbón aceptaría venir a México para coronarse, ya que España rechazaba los Tratados

de Córdoba, e Iturbide no respetaría los principios políticos liberales. La decisión de

adoptar la república fue, pues, relativa. No dio lugar a la definición de nuevos

principios políticos, tampoco al abandono de la identidad religiosa católica. Como lo

señalaba el segundo artículo del decreto de 8 de abril, "Quedan vigentes por la libre

voluntad de la Nación, las tres Garantías de Religión, Independencia, y Unión" 237. La

república no era más que la nueva identidad política de la nación independiente y la

forma republicana de gobierno, la encargada de garantizar el ejercicio de los derechos y

235 "Plan de la constitución política de la nación mexicana", in J. M. BOCANEGRA, Memorias para la historia de México independiente, 1822-1846, [1892], 2 vols, ed. facsímil, FCE, México, 1986, t. I, pp. 250-251.236 "Decreto del soberano Congreso constituyente mexicano", 8 de abril de 1823, AGN, GOB s/s, vol. 53, exp. 7.237 Ibid.

97

deberes reafirmados en el Plan. Se adoptaba la república, ante todo, por falta de un

monarca, lo que no quiere decir, como veremos, que no hubiera republicanos

convencidos.

Ya se sabe cuál fue la precocidad de las naciones de la antigua América

Española en adoptar el sistema republicano, dentro de un contexto internacional en el

cual las naciones europeas, empezando por Francia, consolidaban el sistema

monárquico bajo la forma de "constitucional" y "representativo", o sea, aplicándole los

principios de organización política del liberalismo. Ahora bien, la adopción

circunstancial del sistema republicano planteó al poco tiempo en México problemas

inesperados, al introducir nuevas cuestiones en el debate político. Lo que podía parecer

aceptable bajo una monarquía constitucional, es decir, la intolerancia religiosa

institucional (un rey, una religión), ya no lo era dentro de un sistema republicano que

debía encontrar en sí mismo, y sólo en sí mismo y en el respeto de sus principios, su

propia legitimidad.

Así, un autor como José María Luis Mora defiende a lo largo del primer tomo

de su historia de las revoluciones en México la idea de que una buena parte de la

herencia colonial -los fueros y el principio de la intolerancia religiosa- era en absoluto

incompatible con los principios de una república moderna o verdaderamente liberal

afirmados en la constitución del 4 de octubre de 1824. Desde la independencia hasta el

triunfo de la Reforma, o sea, de la república moderna, vemos coexistir y oponerse dos

proyectos de república a través de los cuales encontramos el principal motivo de la

lucha entre "liberales" y "conservadores". Por una parte se afirma el proyecto de una

república católica, tradicional, que conserva las estructuras sociales y culturales de la

monarquía católica española sin renegar la herencia de las luces igualmente católicas tal

como fueron fomentadas por Carlos III 238; por la otra, se perfila una nueva república,

apoyada exclusivamente en los principios de la política moderna, y que retoma también

la herencia, esta vez secularizada, de la ilustración española. Mora cree ver la república

moderna realizada en el federalismo:

"La adopción del sistema federativo ha sido el último, el más fuerte y poderoso

impulso que ha recibido la ilustración nacional: cada Estado tuvo que debatir

todos los puntos de administración que le tocaban, y cada uno de ellos hizo un

punto de honor el facilitar entre los habitantes que lo forman la propagación de

todo género de conocimientos. En todos ellos se han establecido imprentas,

periódicos, escuelas de primeras letras, bibliotecas, gabinetes de lectura, y en

muchos de ellos colegios para la enseñanza de las ciencias; sus diputados y

238 Desde antes de la instalación de la República, encontramos en un periódico como El Farol de Puebla (nov. de 1821-julio de 1822), el proyecto de un gobierno liberal, apoyado en la "economía política", pero cuya principal fuente de inspiración sean la religión y los principios del príncipe cristiano (Hemeroteca Nacional, México).

98

gobiernos respectivos se han visto en la necesidad de instruirse en todo lo

concerniente a los ramos confiados a su dirección, y como todos estos

funcionarios deben removerse periódicamente, los que vienen de nuevo se hallan

en la misma necesidad que produce a su vez los mismos efectos y el aumento

extensivo de la ilustración" 239.

Según Mora, el sistema federal favorecía la multiplicación de los focos de

modernidad política, es decir la extensión de un espacio público moderno a lo largo del

territorio. La República se dividía (sin dejar de ser "una e indivisible") en una multitud

de repúblicas más pequeñas - los Estados "libres y soberanos" de la Federación - en las

cuales se desarrollaban las luces de los mexicanos.

Tal optimismo debía verificarse sólo parcialmente en la realidad, lo que en el

fondo sabía muy bien el Dr. Mora cuando insistía tanto en señalar las herencias que no

eran compatibles con la forma republicana de gobierno. En la "república barroca" las

antiguas expresiones de la identidad monárquica y católica conservaban un vigor

insospechado que podía apoyarse en la constitución, puesto que ésta declaraba al

catolicismo religión única del Estado. En cierto sentido el régimen republicano era

víctima del fracaso de las reformas ilustradas, que habían intentado poner un dique al

proliferante dinamismo de las corporaciones religiosas, especialmente de las cofradías 240. Los esfuerzos de la monarquía, sostenida por la alta jerarquía eclesiástica, para

limitar el número y la riqueza de las instituciones corporativas se vieron interrumpidos

por la crisis del 1808, y podemos suponer - aunque se trate todavía de una hipótesis -

que los espacios culturales tradicionales que habían sido amenazados por las reformas

borbónicas se vieron, después de la independencia y a pesar del empobrecimiento

generado por las guerras, en la situación de recuperarse y defenderse mucho mejor de

lo que pudieran haber hecho en la monarquía católica 241.

Ahora podemos definir de manera más precisa lo que llamamos "república

barroca". Excluímos el calificativo de "católica", a pesar de ser el catolicismo la

religión exclusiva del Estado, para evitar una confusión con la "monarquía católica" tal

como la define David Brading 242. En efecto, la república mexicana nunca fue "católica"

en el sentido en que lo fue la monarquía española. En tiempos de la monarquía el papel

preeminente y exclusivo del catolicismo se apoyaba en un conjunto de creencias

239 MORA, op. cit., pp. 84-85.240 Acerca de las limitaciones impuestas a la religiosidad popular y sus instituciones, Cfr S. GRUZINSKI, La guerre des images, Paris, Fayard, 199O, pp. 313 ss.241 Más aun si pensamos en el número de sedes episcopales que se encontraron vacantes durante muchos años en México después de la independencia: faltó el control que ejercían de derecho los obispos sobre los fieles.242 D. BRADING, Orbe indiano. De la monarquía católica a la República criolla, 1492-1867, México, FCE, 1991.

99

universalmente compartidas y confería a la monarquía su carácter universalista.

También se pudo hablar de "luces católicas" a propósito de la Ilustración española e

hispano-americana porque, fuera de contadas excepciones, las élites ilustradas nunca

pregonaron el "desencantamiento del mundo", a pesar de su interés por la "economía

política" 243. Como vamos a ver en seguida, la república mexicana cumple con sus

principios religiosos al mantener en alto grado la sacralización de sus ritos políticos y

en este sentido es "católica". Pero, al mismo tiempo, la introducción de los principios

políticos modernos abroga la necesidad y legitimidad de la religión como lazo sagrado

entre los ciudadanos, puesto que ha desaparecido el centro unificador y soberano con la

persona del monarca, reemplazado por la "soberanía del pueblo" 244. Desde el principio

de la historia republicana existen grupos de políticos, intelectuales, publicistas, muchos

de ellos agrupados en las logias yorkinas 245, cuyo programa consiste precisamente en la

abolición de los aspectos "católicos" de la república: la religión de Estado se ha

transformado en un objeto de debate político, lo que nunca se hubiera podido imaginar

bajo la monarquía católica. La competencia abierta entre los dos proyectos republicanos

es lo que confiere a la república su carácter "barroco". Constatamos, por un lado, la

vitalidad de prácticas rituales y formas de sacralización heredadas del antiguo régimen,

apoyadas en instituciones corporativas que patrocinan por su cuenta y la del Estado

numerosos ritos; por el otro, los esfuerzos desplegados por autoridades y líderes

políticos para expresar una nueva identidad, simple y llanamente republicana, por

medio de manifestaciones culturales desacralizadas.

Pero esta competencia tiene aún otro aspecto. Si la religión católica fue la de

una monarquía universalista, también fue siempre, con la existencia de toda una red de

santuarios, innumerables santos patronos locales, etc., el motivo de expresiones

particularistas de identidad. Esta red de particularismos, apoyada en el conjunto de las

corporaciones, tanto religiosas como municipales, fue lo que quedó como "identidad"

después de la desaparición de la monarquía unificadora. Como vamos a ver, estas

múltiples identidades religiosas locales se oponían, por el simple hecho de seguir

existiendo, al concepto homogeneizante e igualitario de la república liberal. Así, la

lucha contra las corporaciones estaba enraizada en la voluntad de crear una "cosa

243 Cfr., por ejemplo, las luces en la presidencia de Quito en torno a Cruz y Espejo, en M.-D. DEMELAS, L'invention politique. Bolivie, Equateur, Pérou au XIXème siècle, "La séduction moderne", Paris, Editions Recherches sur les civilisations, 1992, o J. C. Chiaramonte, La ilustración en el Río de la Plata. Cultura eclesiástica y cultura laica durante el Virreynato, Buenos Aires, 1989.244 Lo que subraya F.-X. Guerra cuando escribe, hablando de la monarquía en 1808: "… la religión es una parte esencial de la identidad nacional, uno de los elementos que, con la fidelidad al rey, comparten todos los miembros de la Monarquía. Elemento muy tradicional en la definición de la personalidad de la Monarquía hispánica, que heredarán después los insurgentes americanos, pero con la gran dificultad de declararse al mismo tiempo católicos, independentistas y republicanos", Modernidad e independencias. Ensayos sobre las revoluciones hispánicas, Madrid, MAPFRE, 1992, p. 165.245 R. M. MARTINEZ DE CODES, "El impacto de la masonería en la legislación reformista de la primera generación de liberales en México", El liberalismo en México, Cuadernos de Historia Latinoamericana (AHILA), n° 1, 1993, pp. 79-101.

100

pública" que fuera verdaderamente moderna, que reuniera a un conjunto de individuos

ciudadanos iguales y provistos de la misma identidad. En este sentido, el problema de

la instauración de una república verdaderamente liberal se identificaba forzosamente

con el de crear una nación moderna.

La afirmación de la república católica en el ceremonial festivo público

La religión católica como única del Estado encabeza todas las constituciones

mexicanas, federalistas o centralistas, desde la de 1824 hasta la de 1847. Como se sabe,

en la constitución de 1857 se suprimió, después de debates acalorados en el congreso

constituyente 246, toda referencia a la religión, sin que se lograra, sin embargo, incluir el

artículo 15 del proyecto constitucional, que preveía la instauración de la libertad de

cultos. A pesar de ello, la constitución fue decretada "en el nombre de Dios y con la

autoridad del pueblo mexicano", y fue promulgada además un 5 de febrero, el día de

San Felipe de Jesús, uno de los santos patronos de la Ciudad de México. Hasta la

Reforma no se pudo pensar, constitucionalmente hablando, en una república neutral

desde el punto de vista religioso. El calendario oficial era congruente con los principios

constitucionales, ya que preveía fiestas nacionales de índole religiosa. El decreto del 4

de diciembre de 1824, por ejemplo, declaraba "fiestas religiosas nacionales" el Jueves y

Viernes santo, Corpus Christi, y el 12 de diciembre (fiesta de la Virgen de Guadalupe),

distinguiéndolas claramente de las "fiestas cívicas": 16 de septiembre (aniversario del

"grito de Dolores") y 4 de octubre (día de la constitución del 24) 247. La limitación del

número de fiestas religiosas nacionales puede parecer drástica en comparación con el

calendario religioso real. Que sea una herencia de las Luces (no favorecer la ociosidad

bajo el pretexto de la religión) no resta irrealidad al voluntarismo del decreto. A pesar

de no figurar en el calendario oficial, las demás grandes fiestas católicas siguieron

siendo celebradas, tanto por los fieles como por las autoridades, a lo largo del periodo.

Pero no existen solamente fiestas fijas decretadas en el calendario oficial. En sus

momentos más significativos, más fuertes, la práctica política busca una sacralización

religiosa: la promulgación de una nueva constitución, la llegada al poder de un nuevo

gobernante, el final de una guerra civil248, algún evento en las relaciones exteriores

(como, por ejemplo, el reconocimiento de la independencia por Inglaterra en 1824) dan

lugar a ceremonias públicas que culminan siempre con un Te Deum en la iglesia

246 Cfr. F. ZARCO, Crónica del Congreso extraordinario constituyente [1856-1857], México, el Colegio de México, 1957, pp. 319 ss. 247 Decreto del congreso n° 117, AGN, Gob. s/s, vol. 69, exp. 10. 248 Cfr, por ejemplo, "Dispone el Supremo Gobierno la [festividad] que debe verificarse en el Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe en el domingo 26 de enero en acción de gracias por el restablecimiento de la paz y el orden público conseguido por los esfuerzos nacionales el 6 de diciembre de 1844", AHACM, "Fiestas religiosas", vol. 1066, exp. 15.

101

principal o en la catedral y una misa de gracias. Este tipo de ceremonia da lugar a un

decreto publicado por bando y mandado a todos los lugares de la república. Así, las

iniciativas festivas de las autoridades federales o centrales no tienen efecto solamente

en la capital de la República, sino que dan lugar a ceremonias en todo el territorio,

hasta en los más remotos pueblos indígenas. Entre los eventos excepcionales que

merecen una ceremonia oficial, está, por ejemplo, la "exaltación al trono Pontificio y

coronación" de León XII en 1824:

"Deseando el Supremo Poder Ejecutivo en cumplimiento del art. 4° de la acta

constitutiva, manifestar el interés que toma en todos los sucesos importantes y

favorables a la religión y a la iglesia católica, apostólica, romana, cuya protección

es un deber nacional…",

el ministro Lucas Alamán manda

"se libren las órdenes correspondientes a los gobernadores de los estados para que

se publique por bando y haya iluminación y adorno general de calles por tres días,

celebrándose en el primero misa de gracias con asistencia de las autoridades; lo

que aviso a V.E. para su inteligencia y cumplimiento, en la de que con esta fecha

lo hago también a los prelados diocesanos para que se pongan de acuerdo con los

respectivos gobernadores, y obren por su parte lo que sea propio de su autoridad

eclesiástica" 249.

Por cierto, no faltaban razones políticas para celebrar aquel acontecimiento

lejano, puesto que se trataba en aquel momento de manifestar ante el Vaticano, que se

negaba a reconocer la independencia de México, el carácter altamente católico de la

nueva república. Pero vemos obrar también aquí, como en otras circunstancias

idénticas, el mecanismo de la religión de Estado, puesto que las autoridades civiles son

convocadas para asistir a ceremonias de carácter marcadamente religioso, cuya

organización recaía sobre las instituciones eclesiásticas.

Pero hay más que eso. La religión católica sigue cumpliendo el papel de lazo

político que tenía bajo los auspicios de la monarquía española. Cualquier suceso que

determine un cambio político de importancia (pronunciamiento, nuevos gobernantes,

nueva constitución…) da lugar a un juramento. Las formas en que debe prestarse el

juramento se señalan en un decreto promulgado por el supremo gobierno: convocación

de autoridades políticas, cuerpos judiciales y administrativos, órdenes y corporaciones

249 23 de junio de 1824, AGN, Gob. s/s, vol. 69, exp. 10.

102

religiosas, instituciones diversas; plazo dentro del cual debe tener lugar la ceremonia;

fórmula del juramento; objetos necesarios para su cumplimiento. La autoridad divina

preside el acta de juramento, pues los participantes se ubican frente a una imagen de

Cristo y delante de los Evangelios. La fórmula del juramento varia poco; así, en 1835

se decía, casi como en 1824,

"¿ Jurais ante Dios obedecer, observar y hacer observar las bases

constitucionales sancionadas por el actual Congreso General? Y habiendo

contestado unánimes Sí juro, les dije, si así lo hiciereis, Dios os premie, y

sino, os lo demande" 250.

Los juramentos se cumplían puntualmente en todos los lugares de la

república. Tal vez no tengamos una imagen más exacta y completa de la nación

mexicana en su conjunto que la que nos proporcionan los legajos conservados en el

archivo nacional en México, donde se encuentran las actas de las ceremonias de

juramento redactadas en cada pueblo, villa o ciudad por el escribano público, o bien por

el más importante o el más letrado de los mismos actores del juramento 251. Si muchas

veces el redactor del acta no hace más que repetir fríamente los requisitos expuestos en

el decreto para describir la ceremonia, en algunas ocasiones se toma el trabajo de dar

cuenta del "regocijo público", no siempre convencional o fingido al parecer. Así en

Villalta de San Ildefonso, cabecera del segundo distrito del departamento de Oaxaca, en

1843:

"Concluido este acto religioso, se anunció al público con un repique a vuelo,

solemnizándose por este vecindario con entusiasmo y demostraciones de júvilo

(sic), a continuación la comitiva se dirigió en unión del señor prefecto a la casa de

su habitación, en donde después de haberles felicitado su Señoría por los nuevos

compromisos contraídos con la Patria a virtud del juramento que acaban de

prestar se disolvió la reunión" 252.

En la misma fecha, el acta mandada por el pueblo de Metepec (departamento de

México) reproduce in extenso el largo discurso pronunciado después del juramento, en

250 "Actas de juramentos de las bases constitucionales, 1835-1836", Oaxaca, Oficinas de la Aduana, 14 de noviembre de 1835, AGN, Gob., legajo 154 (subrayado en el manuscrito).251 En las ciudades más importantes donde se concentraban varios niveles de autoridad y distintos cuerpos administrativos, donde había conventos y colegios, el juramento se hacía en cada una de las referidas instituciones, y cada una redactaba por su cuenta el acta de la ceremonia.252 "Juramentos de obediencia de los Estados", Villalta de San Ildefonso, Oax., 17 de enero de 1843, AGN, Gob., legajo 191-A, exp. 5.

103

el salón municipal, por el cura del lugar: llamamiento, entre cívico y religioso, a la

obediencia y lealtad hacia las nuevas autoridades y la constitución 253.

Incluso la Constitución de 1857, a pesar de no mencionar la religión católica,

dio lugar a un juramento que se cumplió con el mismo ceremonial de siempre,

incluidos los Evangelios. Como el juramento era todavía una cosa muy seria desde el

punto de vista religioso, hubo actitudes contrastadas, desde la negativa opuesta por una

parte del clero y los fieles a jurar la constitución, lo que fue uno de los principios de la

guerra religiosa de la Reforma, hasta la respuesta matizada de algunos, por ejemplo, el

regidor Mariano Rodríguez y sus colegas del ayuntamiento de Fresnillo (Zacatecas):

"Juro cumplir con la constitución en todo aquello que no se oponga al libre

ejercicio de la Religión Católica Apostólica Romana que profeso. Siguiendo el

orden de la antigüedad en los demás señores Munícipes fueron interrogados cada

uno por separado los Señores Regidores [tres nombres], los cuales contestaron

bajo los mismos conceptos del Sr. Rodríguez" 254.

Pero junto a ello encontramos también descripciones exaltadas del empeño

puesto en celebrar, al mismo tiempo que el juramento, el triunfo de los principios

liberales, como en el pueblo de Chacaltianguiz (Est. de Veracruz). Ahí, después del

juramento,

"se saludó la bandera nacional con arreglo a ordenanza, y se formó un paseo

cívico presidido por una banda de música militar hasta llegar a la casa del

entusiasta patriota D. Ignacio Aldeco en cuyo corredor se hallaba una suntuosa

tribuna para que el orador nombrado al efecto pronunciara como pronunció un

discurso análogo a la festividad. Concluida la oración patriótica el pueblo juró

guardar el Código fundamental de México, dirigiendo mil vivas al Congreso de la

Unión y poblando el aire de cohetes cuyas detonaciones unidas a los alegres

conciertos de la música, al repique de campanas y a la gritería de una numerosa

concurrencia, formaba un cuadro que no es muy fácil describir pero que sí

revelaba el gozo de un vecindario afecto al gobierno que felizmente rije nuestros

destinos …" En seguida las autoridades se reúnen otra vez para asistir a "un

solemne Te Deum y misa que en acción de gracias al Todo poderoso cantó el

patriota cuanto entusiasta sacerdote y digno cura de esta parroquia D. José

Epitasio Arrazola, el que salió a recibir a la municipalidad con suma pompa a la

253 "Juramentos de obediencia de los Estados", Metepec, Méx., 1° de enero de 1843, AGN, Gob., legajo 191, exp. 1.254 "Juramentos a la Constitución de 1857", Fresnillo, Zacatecas, AGN, Gob., Legajo 160-A, exp. 4.

104

puerta del Templo…". Se señala "la lujosa ceremonia religiosa" y la presencia del

cura en todos los momentos de la festividad cívica 255.

Al parecer, en el pueblo de Chacaltianguiz se logra una perfecta síntesis entre el

ritual cívico y la santificación religiosa. La escenificación de esta unanimidad, muy

ficticia por cierto si pensamos en la guerra próxima a estallar, recuerda la unanimidad

que se dio en los primeros meses de la revolución del 48 en Francia, cuando los curas

bendecían los árboles de la libertad. Según este testimonio, todavía en los primeros

meses del año 1857 podría pensarse en que la república barroca tenía aún un futuro.

Durante todo el periodo son los mismos gobernantes, sea cual fuere su

ubicación política o ideológica, quienes promueven esta mezcla constante entre el

campo político y el religioso. La crónica instabilidad política crea sin cesar nuevas

oportunidades de utilizar lo sagrado para santificar un poder siempre frágil y poco

seguro de su legitimidad. De ahí la inflación del ceremonial mencionada al principio.

Las autoridades políticas, que asistían por obligación constitucional a todas las

funciones religiosas importantes del calendario católico, buscaban la sacralización de

casi todas sus actividades políticas. El mismo presidente de la república tenía que

prestar en el congreso el juramento de respetar y hacer cumplir la constitución y las

leyes, y no faltaban publicistas que recordasen que el juramento era la expresión de un

pacto, delante de Dios y del pueblo, entre los gobernantes y gobernados 256.

Pero también, y no es nada extraño, la afirmación de la república católica formó

parte de los argumentos empleados en las luchas políticas del momento. No queremos

entrar aquí en el detalle de los episodios de la contienda política acerca de los bienes de

la Iglesia y su papel en la sociedad. Bastará un ejemplo para ilustrar esta afirmación.

Veamos como el Ayuntamiento de la Ciudad de México plantea su tarea de organizador

de la fiesta de San Felipe de Jesús, el 5 de febrero de 1827. En la tarjeta de invitación

impresa firmada por el Alcalde Presidente y el provincial de la comunidad de San

Francisco, el Ayuntamiento promete que

"ha dispuesto que la traslación de la santa imagen [ de la Catedral a San

Francisco] sea con la solemnidad, decencia y decoro que corresponde a un acto

religioso digno de unos republicanos católicos e ilustrados, que saben unir los

sublimes afectos de la religión, a los dulces sentimientos de la patria, cuando

tributan sus cultos a un santo mexicano…" 257.

255 "Juramentos a la Constitución de 1857", Chacaltianguiz, Ver., 27 de abril de 1857, AGN, Gob., Legajo 160-A, exp. 3.256 Felicitación de un ciudadano mexicano al Exmo Sr. General Benemérito de la Patria D. Antonio López de Santa Anna, por haber prestado el juramento de presidente de la república ante el Congreso general el día 4 de junio de 1844, México, Imprenta de J. M. Lara, 1844, pp. 3-7.

105

Para la procesión del Viernes santo del mismo año 1827 el Ayuntamiento busca

la cooperación activa de la Archicofradía de la Santa Veracruz para que la ceremonia

tenga lugar con "el decoro y devoción posible". La Archicofradía contesta

" … que se nos invita para un acto de edificación, en tiempo en que a merced de

nuestras instituciones felices prevalece la religión; pero que no faltan enemigos

que quieren deprimirla" 258.

En un contexto de auge de las logias yorkinas y de afirmación de un programa

"progresista" que militaba en favor de la abolición de los privilegios de la iglesia y la

libertad de opiniones 259, se puede captar la capacidad de reacción militante de las

estructuras políticas y culturales tradicionales a través de la escenificación de la

catolicidad en el espacio urbano. Además, estos datos señalan el papel que

desempeñaban los ayuntamientos y otras corporaciones, como conventos y cofradías,

en la economía festiva pública.

Identidades particularistas vs identidad republicana.

Nuestra reflexión se enfoca aquí en torno a un problema que vamos a analizar

bajo dos aspectos. El primero es el de los medios que proporcionan sus bienes raíces,

fincas urbanas y capitales a entidades tales como corporaciones eclesiásticas 260,

cofradías y ayuntamientos para sostener unos gastos ceremoniales que en esta época de

permanente escasez financiera el mismo Estado no puede siempre costear; el segundo,

el de la configuración del espacio urbano antiguo en relación con las actividades

festivas públicas. La cuestión se plantea en el conjunto de la República. Cada ciudad,

villa o pueblo conserva une identidad religiosa propia a través del culto a sus santos

patronos y demás devociones particulares llevadas a cabo por cofradías y conventos,

actividades que se sostienen con la posesión de bienes. Pero el problema adquiere un

peculiar relieve en la Ciudad de México, por ser ésta la capital de la república. En

cuanto tal, la ciudad de México debía ser un espacio políticamente neutral, sede de los

poderes supremos de la nación. Ahora bien, el espacio ciudadano de México es todo

257 Archivo Histórico del Ayuntamiento de la Ciudad de México (AHACM), "fiestas religiosas", vol. 1066, exp. 6, 4 de febrero de 1827.258 AHACM, "Procesiones", vol. 3712, exp. 38, 11 de abril de 1827.259 R. M. MARTINEZ DE CODES, op. cit.260 Cfr. M. P. COSTELOE, Church wealth in México [sobre el Juzgado de Capellanías] , Cambridge 1967, y J. Bazant, Los bienes de la Iglesia en México (1856-1875). Aspectos económicos y sociales de la Revolución liberal, México, Colegio de México, 1971.

106

salvo neutral durante la república barroca. Su lógica propia se opone en todo a la

identidad republicana moderna.

En 1824, cuando se abre en el congreso constituyente el debate sobre la elección

de una capital federal, el ayuntamiento de la ciudad de México trata de oponerse a que

sea elegida la misma ciudad 261. Lo que se juega aquí, en efecto, es el poder de la

entidad como corporación autónoma, como unidad política soberana completa con su

territorio, territorio que se presenta también como un espacio simbólico sacralizado,

con su catedral, sus templos y sus santos patronos. El prestigio y la autoridad de la

ciudad se sostienen con las rentas que le proporcionan los bienes que posee, una parte

de las cuales (una mínima parte, es cierto, en el conjunto de los gastos edilicios) tiene

un destino religioso y festivo. La identidad propia de la ciudad se afirma a través de una

serie de patronatos religiosos y también de compromisos contraídos "de tiempo

inmemorial" con conventos y cofradías 262. Si bien esta situación, repetimos, no es sólo

propia de la capital de la república, el problema se vuelve aquí más agudo porque el

ayuntamiento de la Ciudad de México y las distintas corporaciones que intervienen en

las festividades públicas se enfrentan directamente con las autoridades supremas de la

nación en el campo del ceremonial.

Observamos, en efecto, la existencia de una densa red horizontal de iniciativas

festivas, de las cuales el gobierno federal está en gran parte excluído. Esta red asocia al

clero (el de la catedral y los conventos), a las cofradías y al ayuntamiento. En

consecuencia, el Estado (o, en el caso de los estados o departamentos, las autoridades

locales), no tiene ningún monopolio de la actividad festiva. Como lo demuestra su

abundante archivo de "festividades", el ayuntamiento de México se encarga, con el

clero y las cofradías, de la organización material de las numerosísimas fiestas religiosas

que siguen celebrándose en la primera mitad del siglo. Habría que distinguir entre

fiestas de la liturgia católica, tales como Viernes santo o Corpus (decretadas fiestas

nacionales), fiestas de los santos patronos de la ciudad (San Felipe de Jesús, San

Hipólito) y fiestas de otros santos, como, por ejemplo, la de San Pedro y San Pablo.

Pero hace falta señalar que, en realidad, esta distinción no tiene mucha validez en

cuanto a la repartición de los gastos y ocupación del espacio ciudadano por las

festividades. En todos los casos, son las corporaciones tradicionales, municipales y

religiosas, las que ocupan el lugar más destacado en estas festividades.

El Ayuntamiento cumple, de hecho, el papel de patrono de celebraciones de

índole nacional, íntimamente confundidas en el conjunto de fiestas celebradas en y por

261 H. de GORTARI, La Ciudad de México y el Distrito Federal: una historia compartida, México, 1988.262 Estamos hablando de las ceremonias religiosas a las cuales asisten los miembros del Ayuntamiento "por convenio o concordia con algunas distinguidas corporaciones", cfr. "Ceremoniales. La Ciudad de Guatemala pide un testimonio autorizado del ceremonial que se usa en las asistencias de tabla general", AHACM, "Festividades diversas", vol. 1058, exp. 1, 1819.

107

la ciudad. Nombra cada año el orador eclesiástico que debe pronunciar el sermón en el

santuario de Guadalupe el 12 de diciembre. Invita formalmente, por medio de cartas, a

los miembros de las distintas comunidades y cofradías para que participen en las

procesiones. Proporciona cantidades de dinero más o menos importantes para la cera de

las iluminaciones, franquea la vela o "toldo" que protege la trayectoria de las

procesiones más majestuosas (como la de Corpus) y cubre los gastos para instalarla. A

pesar de sus constantes dificultades hacendísticas, gasta, en 1851, 11 650 pesos - suma

enorme en aquel entonces - en la compra de una vela nueva de 1 650 varas de largo

para reemplazar a la antigua, "completamente rota", que había sido adquirida en 1826 263. Hay que añadir que los conventos, cuando celebran la fiesta del santo cuya imagen

custodian, despliegan tesoros de suntuosidad de la cual dan testimonio con suma

complacencia las fuentes literarias y memorias de la época 264. Las fiestas de la ciudad,

ya sean "religiosas nacionales" o estrictamente religiosas, compiten no sin éxito, como

veremos más adelante, con las pocas fiestas cívicas celebradas en aquel entonces.

Así, la ciudad de México no desempeña el papel de una capital política

moderna, sino que sigue siendo una capital de antiguo régimen, "la primera ciudad del

reino". Su ayuntamiento no se limita todavía a existir como una simple entidad

administrativa (según su estatuto constitucional), sino que ejerce el poder de una

entidad soberana que se encarga de representar y asumir la identidad política y religiosa

de la sociedad urbana cuando obra como organizadora de ceremonias públicas. Este

papel se desempeña aún mejor en los numerosos momentos de crisis que afligen a la

ciudad durante las décadas de la república barroca. Entre guerras civiles, epidemias de

cólera, temblores y sequías, la ciudad sufre una serie de episodios traumáticos durante

los cuales el ayuntamiento, sostenido por el conjunto de las corporaciones religiosas,

moviliza recursos culturales tradicionales para aliviar las angustias de los habitantes de

la ciudad. El ayuntamiento se encarga, en tales casos, de pedir al clero de la catedral u

otra iglesia la organización de triduos y novenarios. Después del "terrible temblor" de 7

de abril de 1845,

"se dispuso traer de su santuario a la milagrosa imagen de Nuestra Señora de los

Remedios, y que se le haga un solemne novenario, así como a Nuestra Señora de

Guadalupe y a la de la Soledad, aunque en templo distinto del suyo, por ser este

uno de los que más han sufrido, y un septenario al Sr. San José" 265.

263 AHACM, "Fiestas religiosas", vol. 1066, exp. 44, 1851.264 Cfr., entre los testimonios extranjeros, Marquesa CALDERON DE LA BARCA, La vida en México [1839-1842] , 2 vols., México, Eds. hispano-mexicanas, 1945.265 "Temblores", La Voz del Pueblo, n° 23, 12 de abril de 1845, s. p.

108

Aunque se invoque frecuentemente a la Virgen de Guadalupe para festejar

sucesos de índole política nacional, el ayuntamiento recurre con más frecuencia a la

Virgen de los Remedios (la Virgen de los españoles en tiempos de la colonia), o más

bien a su imagen, para implorar por su mediación "la misericordia divina" en tiempos

de crisis. Ahora bien, la imagen de la Virgen no "pertenecía" a la Ciudad de México ni

a la catedral, a la cual había sido trasladada en 1810 266. A principios de 1845, todavía

no había sido devuelta a sus legítimos poseedores:

"A consecuencia de los muchos años que lleva la Santa Imagen de los Remedios

de permanecer en esta capital, los vecinos y cura del pueblo [de Naucalpan] han

solicitado repetidas veces del Ayuntamiento acuerde la traslación de la expresada

Santísima Imagen por las muchas limosnas que por estas causas se pierden en su

santuario" 267.

Parece que el temblor de abril devolvió muy rápidamente la imagen de la

Virgen a la ciudad, porque tenemos una carta dirigida al ayuntamiento en 1856 por el

pueblo de Naucalpan, en la cual éste se queja de verse privado "de la compañía de este

precioso simulacro" desde que se trasladó a la catedral de México después de un

temblor. De hecho el ayuntamiento, con la anuencia de todas las corporaciones

religiosas de la capital, confiscó en provecho suyo la imagen de la Virgen, al parecer en

virtud de su preeminencia como ciudad principal del Distrito Federal (o, según las

épocas, del departamento del centro), sede de la catedral. Sabemos por las numerosas

cartas dirigidas al ayuntamiento por las comunidades de la ciudad (sobre todo las de

religiosas), que la imagen se trasladaba sin cesar, "de visita", de un convento a otro. La

presencia de la imagen, como lo sabían muy bien los habitantes de Naucalpan, atraía a

fieles y limosnas y daba prestigio al lugar visitado. La "comisión de los Remedios",

nombrada en 1856 para deliberar sobre la oportunidad de devolver la imagen al pueblo

de Naucalpan, señala que

"cuando la guerra civil ha ensangrentado las calles de nuestras ciudades … tanto

V. S. I. como su venerable cabildo deseaban tener a María Santísima de los

Remedios para implorar su protección y pedirle que alejase de nosotros esta

calamidad. Pero ahora que ya parece que cesa este azote … no hay razón para

negar a los vecinos de su santuario la petición que hacen al Ayuntamiento" 268.

266 "Ya que la imagen de la Virgen de los Remedios se encontraba en el camino por donde avanzarían los rebeldes, el virrey ordenó que la mudaran de su santuario a la catedral", T. Anna, La caída del gobierno español en la Ciudad de México, México, FCE, 1981, p. 91.267 Carta del Gobernador del Departamento de México al Ministro de Gobernación, 21 de febrero de 1845, AGN, Gob. s/s, caja 301, exp. 1.

109

Dicho de otra manera, el ayuntamiento sostenía su prestigio y su autoridad de

corporación política por medio del control y de la "movilización" de las imágenes

religiosas; en el caso extremo de la Virgen de los Remedios, se opuso, en una lucha

muy desigual, a otra entidad, un pueblo cercano e indefenso, por lo que se ve

confirmada la idea de que, en el universo de las entidades corporativas, la identidad

católica tenía poco en común con la republicana 269.

En cuanto al espacio urbano dentro del cual se escenificaban las ceremonias

públicas, éste ofrecía un aspecto más congruente con los requisitos de la república

católica que con la liberal moderna. En su estudio de las fiestas revolucionarias en

Francia Mona Ozouf señala que los organizadores se esforzaban en encontrar en las

ciudades un espacio neutral, "sin cualidades", un espacio abstracto e uniforme que

pudiera servir de simple receptáculo para la puesta en escena de principios también

abstractos, como la Libertad o la Igualdad 270. El espacio todavía barroco de las

ciudades mexicanas de la primera mitad del siglo XIX y en especial el de la ciudad de

México, es, al contrario, un espacio orientado, sacralizado y jerarquizado 271. Orientado

en torno a la Plaza Mayor, sede de los máximos poderes políticos y religiosos, el

espacio ciudadano aparece jerarquizado según una escala de valores sagrados.

Pensamos, por ejemplo, en el triángulo formado por la Plaza Mayor, el convento de

Santo Domingo en el norte y el convento de San Francisco en el suroeste, este último,

enorme conjunto formado por los edificios conventuales, la iglesia y las cinco capillas

que dominan el acceso al centro de la ciudad. La traza geométrica de la ciudad,

heredada del siglo XVI, y la jerarquización de los lugares sagrados determinan tanto la

trayectoria de las procesiones religiosas como la de los paseos cívicos del 16 de

septiembre. La traslación de las imágenes de santos importantes, las procesiones de

268 AHACM, "Fiestas religiosas", vol. 1066, exp. 67, 1856. La comisión, presidida por Vicente Riva Palacio, rindió un dictamen favorable al pueblo, pero el ayuntamiento aprovechó la guerra de Tres Años, y luego el imperio, para conservar la imagen. Fue Maximiliano quien, al parecer, resolvió el problema obligando al ayuntamiento a cumplir con lo previsto.269 Para completar el cuadro ofrecido por las corporaciones en su relación con la identidad republicana, hay que añadir que, aparte de las expresiones estrictamente religiosas de su actuación, su existencia planteaba también el problema del orden jerárquico en las ceremonias. En eso se hacía sentir también la herencia de las prácticas de antiguo régimen. Los ayuntamientos participaban "en cuerpo" a las ceremonias, a las que se presentaban en uniforme y encabezados por sus "masas"; en la ciudad de México, la corporación municipal tenía siempre un lugar preeminente, incluso en el caso de festividades de índole nacional. Los lugares de cada entidad administrativa, corporación y comunidad estaban determinados de antemano, por "costumbre inmemorial" en las ceremonias ordinarias, o por decisión de las autoridades encargadas de la organización de una ceremonia extraordinaria. En la ultima dictadura de Santa Anna, vemos consolidarse, por órdenes del gobierno, el concepto de la sociedad corporativa y jerarquizada, como lo atestigua un documento mandado por el gobernador del departamento de Durango, en el cual éste da a conocer el "Reglamento formado para el orden de colocación de las autoridades y empleados en las asistencias publicas", 13 de noviembre de 1854, AGN, Gob., legajo 1039, exp. 4.270 M. OZOUF, La fête révolutionnaire, 1789-1799, Paris, Gallimard, 1976, col. Folio, pp. 207 ss.271 Esto no es propio de la ciudad de México, sino de todas las ciudades hispano-americanas, cfr. G. M. VIÑUALES et al., L'Amérique Latine inconnue, Paris, Ed. Fleurus-Tardy, 1993.

110

tiempos de Pascua o de Corpus, o bien el traslado de los restos de héroes (como sucede

con los de Iturbide en 1838), casi siempre salen de San Francisco o de Santo Domingo

(tal es el caso de la procesión de Viernes santo), para dirigirse hacia la Catedral.

¿ Será necesario precisar, para acabar con este punto, que las festividades

religiosas públicas fueron, durante toda la república barroca, muchísimo más

numerosas que las fiestas cívicas ? Sin embargo, desde los primeros tiempos de la

república las autoridades civiles hicieron esfuerzos, no siempre malogrados, para dar

vida a las fiestas cívicas que preveían los decretos o que se inventaban según las

urgencias políticas del momento, y fueron creando las bases de un espacio cívico

autónomo, más o menos libertado de la sujeción corporativa, en el cual se podía

escenificar una identidad republicana más conforme a los ideales de la política

moderna.

El espacio cívico y sus ambigüedades.

"El 16 de septiembre del año de 1840, a eso de las siete de la noche, las calles

de la Merced ostentaban mayor número de faroles en sus balcones y puertas, no

precisamente porque en aquel día se celebrase el trigésimo aniversario de nuestra

independencia, sino porque en ese mismo día comenzaba el novenario de nuestra

Señora de la Merced, y este acontecimiento solía entonces conmover más a los

fieles que todas las glorias de la patria" 272.

Esta cita sacada de una pequeña novela costumbrista de mediados del siglo XIX

ilustra, a nuestro parecer, las dificultades y ambigüedades del intento de crear un

espacio cívico y sugiere dos problemas. Primero, el de la recepción, por parte de la

sociedad urbana, de las políticas de orden simbólico llevadas a cabo por las autoridades.

No vamos a tratar aquí este punto, pero el problema es el siguiente: ¿ cuál es la

"visibilidad" de las ceremonias propiamente cívicas en un espacio saturado de

festividades sagradas? Segundo, el problema de las dificultades que encuentran las

autoridades para poner en escena fiestas cívicas, indispensables para crear y nutrir el

sentimiento colectivo de pertenencia a la nación republicana, fiestas que se distingan

claramente de las fiestas religiosas, en el marco de la república católica.

Las fuentes no literarias confirman la confusión mental que llevaba consigo la

escenificación de las festividades cívicas. Veamos, por ejemplo, cómo se celebraba en

272 José DE CUELLAR, Historia de Chucho el ninfo , México, Porrúa, 1975, p. 10.

111

la ciudad de Colima, en 1856, el día de la independencia, según el acta mandada al

ministro de Gobernación:

"Desde el día 14 [de septiembre] se publicó el programa de las festividades

públicas y a la madrugada del 16 hubo salva y un repique general. A las diez de la

mañana, el que suscribe, acompañado de los funcionarios y empleados públicos

que se hallan en esta capital, asistió a la misa y Te Deum que se cantaron en la

iglesia parroquial. Se siguió luego el paseo del pendón y después el discurso

pronunciado por el Secretario de este Gobierno en el portal de Guerrero. En la

tarde hubo un tiroteo efectuado por los Oficiales de la Guardia Nacional,

habiendo desempeñado con alguna destreza varias evoluciones. En la noche, las

músicas recorrieron las calles, situándose la de viento en el portal dicho en donde

estaba el retrato del héroe de Dolores, y se quemaron los fuegos que estaban

prevenidos al efecto. La concurrencia era numerosa. El adorno e iluminación de

la Ciudad fue casi general …" 273.

Fuera del discurso cívico pronunciado en un lugar, el "portal de Guerrero", del

cual no sabemos si era profano o si se trataba de los portales de algún convento, la

fiesta del 16 de septiembre en Colima no presenta ningún elemento específico: fuegos

artificiales, salvas y repiques eran los componentes obligatorios de cualquier festividad

desde los tiempos coloniales. Además, cuarenta y cinco años después de la

independencia la memoria de las fiestas monárquicas es todavía muy viva: se habla del

"paseo del pendón" (podemos suponer que se trata de la bandera nacional), y se coloca

un retrato del cura Hidalgo en lugar del retrato del rey. El componente religioso

aparece también como central en el desarrollo de la ceremonia. Así la fiesta de la

independencia en Colima, aunque puede ser calificada de cívica y nacional, tiene pocos

rasgos "republicanos". A pesar de estas limitaciones no faltaron las innovaciones y

tentativas para conferir a las fiestas cívicas alguna especificidad. Podemos pensar,

además, en el caso de Colima, que la evolución de las festividades cívicas en aquella

lejana provincia fue más lenta y vacilante que en ciudades de mayor categoría o más

próximas al centro de los poderes nacionales. Desde principios de la era republicana en

la ciudad de México las fiestas de la independencia revistieron características más

marcadamente cívicas y profanas, si bien el componente religioso no desapareció. Los

esfuerzos de los gobernantes, y también de los ciudadanos más involucrados en la vida

política o cívica se manifestaron de varias maneras.

273 "Festividades", AGN, Gob., legajo 1039, exp. 2, 19 de septiembre de 1856 (subrayamos).

112

Ya mencionamos la creación en el calendario oficial de fiestas cívicas

relacionadas con eventos nacionales: Si fueron pocas al principio (16 de septiembre y 4

de octubre), este calendario se fue enriqueciendo con el tiempo. A partir de por lo

menos 1837, bajo la administración del general Bustamante y al parecer por su

voluntad, se celebró el 27 de septiembre para conmemorar la entrada de Iturbide y el

Ejército Trigarante en la ciudad de México. Durante las administraciones de Santa

Anna se festejó también el 11 se septiembre, día de la victoria mexicana sobre fuerzas

españolas en Tampico en 1829 274. Fuera del calendario fijo, se crearon otras

oportunidades de celebraciones cívicas, como entradas militares y festejo del acceso al

poder del presidente de la república. Veremos más adelante cuál fue el papel de los

caudillos militares en este ramo. Señalemos por ahora la novedad introducida en el

campo cívico por el desarrollo de instituciones de educación secularizadas, como lo

fueron los institutos de ciencias y artes en Toluca, Oaxaca, Zacatecas, y demás capitales

de estados. A partir más o menos de los años 1840 se desarrolló la costumbre de

solemnizar las distribuciones anuales de premios, que se se convirtieron en los

acontecimientos más importantes de la vida de los colegios. Daban la oportunidad de

realizar reuniones cívicas y enteramente desacralizadas, a las cuales muchas veces

asistían las autoridades del Estado y las personas principales de la ciudad, y en las que

se valorizaban las virtudes del ciudadano ilustrado y republicano, buen cristiano, por

cierto, pero también preocupado por la "utilidad pública" y hombre ejemplar para el

resto de la sociedad por sus luces y su disciplina de trabajo.

Sin embargo, la novedad más destacada en el campo de las festividades cívicas

durante el periodo de la república barroca fue la creación de instituciones

independientes de las corporaciones tradicionales, es decir, las juntas patrióticas, que se

encargaban en todas las ciudades de la organización de las fiestas del 16 de septiembre.

A pesar de lo deficiente y disperso de la documentación acerca de estas juntas, por

haberse perdido, al parecer, sus propios archivos, tenemos una idea bastante clara de las

características de esta institución que, en la ciudad de México, aparece en las fuentes a

mediados de los años 182O 275.

La Junta Patriótica "del glorioso grito de Dolores" estaba formada, aunque no

siempre, como veremos, por un grupo de ciudadanos voluntarios que se encargaban de

preparar las fiestas del 15-16 de septiembre, así como la del 27 de septiembre en las

épocas en que tenía lugar. A finales de junio los ciudadanos que deseaban formar parte

de la junta debían registrarse en un cuaderno abierto al efecto en un lugar público (a

274 "Festividades diversas", AHACM, vol. 1058, exp. 6, 1842, y AGN, Gob., legajo 1039, exp. 4, 1854.275 El reglamento de 1849 indica que la junta "ecsiste con el permiso y bajo la protección del supremo gobierno de la república y de todas las autoridades locales desde recién conquistada la independencia", Reglamento de la Junta Patriótica de México, Imprenta de Luis González, 1849 (AGN, Gob., legajo 1039, exp. 4).

113

menudo en la Universidad). Los ciudadanos presentes en la primera reunión del mes de

julio elegían al presidente, vice-presidente, tesorero et dos secretarios, "diciendo en voz

baja al secretario de la comisión el individuo por quien sufragan", y nombraban al

orador que iba a pronunciar el discurso cívico del día 16. Según el reglamento de 1831,

el número de ciudadanos de la Junta no podía ser inferior a 200. La Junta se renovaba

anualmente y reunía al conjunto de sus miembros todos los martes desde principios del

mes de julio hasta finales de septiembre. Elegía cada año una comisión permanente de

nueve miembros que se encargaba de gestionar a lo largo del año los asuntos

pendientes, las cuentas y la correspondencia de la Junta 276.

Según esta primera aproximación la Junta Patriótica desempeñaba las mismas

funciones que las corporaciones religiosas tradicionales, es decir, la organización de la

fiesta principal del calendario cívico. Sus tareas, en efecto, tenían mucho en común con

las de estas corporaciones. De la misma manera que los frailes pedían limosnas en las

vísperas de la fiesta del santo al que rendían culto, una comisión especial se encargaba,

por ejemplo, de recoger suscripciones entre simples ciudadanos, empleados públicos,

diputados y senadores; los fondos estaban destinados a conferir el mayor lustre posible

a las ceremonias (iluminaciones y fuegos, templetes y músicas), y también a financiar

las "obras de beneficencia" de la Junta Patriótica en favor de las viudas y huérfanos de

los insurgentes. De la misma manera, las comisiones de la Junta tenían relaciones

estrechas con el ayuntamiento en las semanas que precedían el evento para arreglar

todos los detalles materiales de la festividad: lugares de encuentro de las comitivas,

trayectoria del paseo cívico, iluminaciones, puesta de la "vela", etc.

Pero hasta aquí las semejanzas. Conviene señalar, aunque parezca obvio, que la

Junta Patriótica no poseía ningún bien propio que le permitiera financiar por sí misma

las festividades. Había, además, otra diferencia con las corporaciones religiosas

tradicionales: se presentaba como una institución abierta que recurría a la publicidad

para reclutar a sus miembros; la comisión permanente tenía la obligación de

"ecsitar oportunamente por medio de rotulones y de los periódicos, a todos los

ciudadanos que quieran suscribirse para formar la junta del año siguiente, para

que lo participen a la misma comisión en todo el mes de junio" 277,

idea que nunca se les hubiera ocurrido a los rectores de una cofradía. En realidad y

sobre todo, la actuación de la Junta patriótica se oponía radicalmente a la economía

276 Proyecto de reglamento para gobierno de la Junta Patriótica del grito glorioso de Dolores presentado a la Junta del año de 1831 por la comisión permanente , México, Imprenta del Aguila, 1831 (B. N., México, caja fuerte, Col. Lafragua).277 Ibid. , p. 7.

114

festiva tradicional, en primer lugar, porque no participaba de esta red horizontal de

iniciativas que mencionamos más arriba. No solamente daba cuenta al gobierno de sus

actividades, sino que también recibía, en más de una ocasión, sugerencias u ordenes que

emanaban directamente del "supremo gobierno". Con la Junta Patriótica se había creado

una estructura vertical de iniciativas festivas en la que no tomaban parte las antiguas

corporaciones278. En 1837 la Junta Patriótica, en la cual se encontraban numerosos

oficiales del ejército, era presidida por el mismo Bustamante, presidente de la

república279. En 1844, después de haber sido disuelta autoritariamente la del año

anterior, la Junta se encontraba compuesta de sólo cuatro miembros, el prefecto del

Centro, dos regidores y el secretario del ayuntamiento, todos designados por el general

Santa Anna 280. Dicho de otra manera, con la Junta Patriótica el Estado tenía a su

disposición un instrumento para imponer su propia concepción de la festividad cívica,

aunque no en todas las épocas su intervención fuera tan autoritaria como en la de Santa

Anna. Superfluo es añadir que en estas condiciones la Junta Patriótica estaba expuesta a

toda clase de instabilidad en su funcionamiento y composición, además del hecho de ser

renovada anualmente. El gobierno no solamente indicaba cuales eran sus deseos, sino

que también contribuía a los gastos, con sumas respetables a veces. Una de las primeras

decisiones del gobierno del general Alvárez fue la de restablecer en sus funciones la

Junta que había sido abrogada por Santa Anna en 1853:

"Persuadido el E. S. Presidente del patriótico objeto con que durante muchos años

se han reunido los habitantes de esta capital para celebrar dignamente los

aniversarios de la Independencia de la República, atendiendo a las viudas y

huérfanos de los Mexicanos que sacrificaron sus vidas en las aras de la Patria y

atendiendo a que la Junta Cívica fue reconocida por la ley de 27 de abril de 1850

que le asigna la suma de cuatro mil pesos anuales, ha tenido a bien disponer S.E.

que quede restablecida esta Junta Popular …" 281.

Instrumento del Estado, la Junta Patriótica lo era también, forzosamente, de las

facciones y, a pesar de ser abierta, según su reglamento, a toda clase de ciudadanos,

reflejaba más bien el estado de la correlación de fuerzas políticas en cada momento.

Desde este punto de vista, el año 1849 proporciona una abundante e interesante

278 Las relaciones de la Junta Patriótica con el Ayuntamiento, según los archivos de éste último, solían ser un tanto difíciles. Al parecer, los regidores no siempre veían de buen ojo la competencia que se les hacía en la organización de la fiesta cívica. Año tras año, alegaban la falta de fondos para cooperar con mínimas cantidades al costo de la fiesta.279 AHACM, "Festividades 15 y 27 de sept.", vol. 1067, exp. 13, 26 de julio de 1837.280 Ibid., exp. 18, 3 de agosto de 1844.281 Oficio del Ministro de Gobernación, AGN, Gob., legajo 1039, exp. 4, 17 de agosto de 1855.

115

documentación que nos permite constatar hasta dónde estaba involucrada la Junta en la

contienda política e ideológica del momento. En aquel año de aguda crisis moral -

después de la derrota frente al ejército norteamericano y el Tratado de Guadalupe

Hidalgo - y de exasperación de la oposición entre conservadores y liberales 282, la Junta,

encabezada por Juan N. Almonte, Andrés Quintana Roo, Francisco Carbajal y

Francisco Moncada, se convirtió en uno de los órganos de estos últimos. Expidió este

mismo año un nuevo reglamento por medio del cual afirmaba resueltamente su carácter

democrático y su oposición rotunda a las reglas jerárquicas y autoritarias de las viejas

corporaciones:

"Esta junta es absolutamente popular, y por lo mismo pueden ser miembros de

ella todos los mexicanos por nacimiento o naturalización, sin escepción de clase,

edad, secso ni otra cualquiera diferencia; y cuantos encargos o comisiones se les

dieren, son voluntarios, y los admitirán o no, según les parezca, sin necesidad de

alegar escusas ni pretestos".

La elección del presidente debía hacerse en adelante "por escrutinio secreto,

mediante cédulas"; la contrapartida de estas disposiciones democráticas era que las

reuniones podían tener lugar con un mínimo de catorce miembros, lo que era poco,

pero tal vez muy lúcido en cuanto al celo real de los ciudadanos283. Sin embargo, la

Junta fue realmente una institución abierta y democrática durante este año de 1849.

Hizo conocer sus metas en la organización de las festividades del año con más empeño

de lo acostumbrado:

"Esperamos del patriotismo de nuestro conciudadanos, que contribuirán gustosos,

para que la función cívica que se dedica a nuestra desgraciada patria, sea tan

solemne como lo permitan las circunstancias. Estas no pueden ser más críticas, y

conviene por lo mismo reanimar el espíritu público, harto abatido por

consecuencia de nuestros pasados desaciertos y de nuestros reveses en la injusta

guerra que nos han hecho nuestros vecinos del Norte" 284.

La lista de los donativos recogidos por los miembros de la comisión de

recaudación publicada en El Siglo XIX nos permite ver que la actuación de la junta

282 Cfr Ch. HALE, El liberalismo en México en la época de MORA (1823-1852), México, Siglo XIX, 1972.283 Reglamento de la Junta Patriótica de México, Imprenta de Luis González, 1849 (AGN, Gob., legajo 1039, exp. 4). En la sesión del 11 de septiembre de 1849 estaban presentes 33 miembros de la junta, El Siglo XIX, n° 258, sábado 15 de septiembre de 1849, p. 305.284 "Junta Patriótica", El Siglo XIX, n° 193, jueves 12 de julio de 1849, p. 48.

116

llegaba hasta capas sociales bastante modestas de la ciudad; al mismo tiempo la lista era

el reflejo de la red de espacios y lugares de sociabilidad modernos, en los cuales la

facción liberal encontraba su base social más firme. Aparte de los diputados, senadores,

empleados públicos y militares, los mayores donadores se encuentran entre los

impresores (el célebre impresor liberal Ignacio Cumplido, recaudador de su gremio, da

cien pesos, aunque J. M. Lara, impresor conservador, no ofrece nada), los dueños de

cafés, librerías y empresas de litografía. Luego aparece en la lista toda la gama del

pequeño comercio, "estanquillos" (de los cuales los 90 donadores son únicamente

mujeres), "azucarerías y melerías", "celerías" y "zapaterías", "sederías y rebocerías", así

como vendedores de los mercados. En cada caso los recaudadores de la junta se

encuentran entre los miembros del gremio 285. Estos datos nos hacen pensar que hubo,

por lo menos en este año de 1849, cierta movilización popular en torno a los temas

patrióticos sugeridos por la junta liberal.

Las características de la fiesta del 16 de septiembre reflejan las paradojas

inherentes a la creación de un ritual cívico, en cuanto al problema de su

desacralización. Dentro de la república católica, era normal la celebración de una misa

y un Te Deum este mismo día. También lo era, en la lógica de la fiesta, la búsqueda de

signos distintivos. Si al principio la oración cívica tuvo lugar en la puerta principal del

Palacio Nacional, muy cerca de la catedral y de la diputación, pronto se ubicó en la

Alameda, un parque de paseo situado al oeste del "espacio sagrado" y creado por el

Virrey Branciforte en tiempos de la Ilustración. La Alameda ofrecía este "espacio

neutral", en el cual tenían lugar diversiones populares a lo largo del día 16, con música

militar, "globos aerostáticos", fuegos artificiales. El "paseo cívico", que reunía una

comitiva de autoridades civiles y empleados públicos, se dirigía de la Plaza Mayor a la

Alameda, adornada a menudo de templetes alegóricos, donde se escuchaban la oración

cívica y poesías e himnos patrióticos. Pero el paseo, que se llamaba más a menudo

"procesión", llevaba en si una ambigüedad, puesto que se producía bajo el toldo

utilizado para la fiesta de Corpus Cristi. Según los testimonios de la época, el paseo

presentaba un aspecto más bien triste y sin brillo, lo que quiere decir que no soportaba

la comparación con las espléndidas procesiones religiosas. Si bien el uso del toldo

mantenía la confusión con estas últimas, no bastaba para realzar su prestigio.

Habría que añadir a estas consideraciones la pobreza de los símbolos patrióticos

y republicanos usados en aquellas ceremonias. Sin embargo, hubo ocasiones y periodos

en los cuales se desplegaron esfuerzos para llenar este vacío. Aquí tocamos el último

punto de este trabajo, o sea, el papel cumplido por los caudillos en el desarrollo de

ceremonias cívicas más brillantes, más secularizadas y al final más republicanas. Santa

285 "Junta Patriótica de México. Sesión extraordinaria del día 27 de agosto de 1849", El Siglo XIX, Viernes 14 de septiembre de 1849, p. 302. La publicación de la lista de donativos en El Siglo XIX permitía, obviamente, controlar la honestidad de los recaudadores.

117

Anna, quien no perdía una ocasión de recordar que había sido el primero en proclamar

la república, en Veracruz en diciembre de 1822 286, fue en efecto uno de los gobernantes

que más hicieron por engrandecer el ceremonial republicano y profano. En la época ya

mencionada, en la que la Junta Patriótica fue compuesta por él mismo, se multiplicaron

las iniciativas para dar mayor lustre patriótico a la fiesta de la independencia. En 1844

se encargó al Ateneo Mexicano la organización de un concurso para recompensar a los

que hubiesen compuesto la mejor música y escrito la mejor letra de un himno nacional,

que todavía no existía. Se mandó también confeccionar un pabellón nacional para

ponerlo en el lugar de honor del paseo cívico 287. Si los eventos políticos del mes de

septiembre impidieron, en el último momento, la realización de estos intentos, no se

perdieron las ideas.

El mismo año, el general Santa Anna proclamaba en uno de sus numerosos

folletos de propaganda personal:

"La existencia de la República esta identificada con la mía, y nunca he podido

imaginar que desaparezca" 288.

Durante su última dictadura, en los años 1853-1855, nunca se abandonó la

expresión "República Mexicana" en los membretes de los oficios de gobierno ni en los

numerosos títulos del caudillo. La personalización del poder que llevaba consigo la

actuación de los caudillos militares permitió también, paradójicamente, el ensanche del

espacio ceremonial secularizado que no lograban conseguir por sí mismas las fiestas del

calendario oficial. Entradas y desfiles militares, tan criticados por su costo, cumplieron

a nuestro modo de ver una función de transición hacia la escenificación de los poderes

y la identidad republicana. A su vez estas manifestaciones ostentaban ambigüedades

que vamos a analizar en seguida.

Fértil en guerras civiles, la república barroca vio desarrollarse el ceremonial

militar con una amplitud desconocida en tiempos del México colonial. A partir de los

años 1840 se repitieron a menudo escenas semejantes a la que describe El Siglo XIX en

octubre de 1841, luego del triunfo de Santa Anna con las Bases de Tacubaya:

"Antes de ayer poco antes de las cuatro de la tarde entró a esta capital por las

calles de Santo Domingo, el Excelentísimo Señor general de división Don

Antonio López de Santa Anna. Venía en su coche, en el que le acompañaban

algunas personas de distinción, y detrás del carruaje se dejaba ver una lúcida

286 E. GONZALEZ PEDRERO, País de un solo hombre: el México de Santa Anna, vol. 1, México, FCE, 1993, pp. 221 ss.287 AHACM, "Festividades 15 y 27 de sept.", vol. 1067, exp. 18 (ag.-sept. de 1844).288 Manifiesto del Exmo. Señor Benemérito de la Patria y Presidente Constitucional de la República Don Antonio López de Santa Anna, México, Imprenta de Vicente G. Torres, 1844, p. 4.

118

escolta de caballería. Seguían luego otros coches, entre ellos el del Señor Vieyra,

que aun parece ser todavía el Gobernador de México, quien salió a cumplimentar

a Su Excelencia fuera de la Ciudad. Al dirigirse la comitiva a palacio, se adelantó

a recibirla el Excelentísimo ayuntamiento bajo sus mazas, y con él porción de

individuos, de las primeras clases de la sociedad, entre los que figuraban algunos

del alto clero, y varios prelados religiosos, quienes en seguida hicieron a Su

Excelencia las felicitaciones de estilo".

Además de la evidente polarización de la ceremonia entera hacia la persona de

Santa Anna (hubo "repique general a vuelo", después de "39 días de silencio", y una

multitud de personas contemplando el desfile desde balcones y azoteas - notemos la

jerarquización del protocolo, que somete al triunfador el Ayuntamiento y los

representantes de la Iglesia - y el brillo del desfile de una tropa de 10 000 hombres en

las calles:

"El espectáculo era brillante, y lo hacían todavía más magnífico, el aseo y

uniformidad de los soldados, el lustre de sus armas …" 289.

Desde entonces los caudillos militares compitieron siempre para conseguir el

mayor prestigio entre la sociedad urbana con el lujo de sus desfiles y entradas. Parece

ser que el ceremonial militar, a fuerza de gastos y "despilfarro", como se lo reprochaba

muy a menudo a la corporación militar, fue el único que pudo competir eficazmente

con el ceremonial religioso.

La paradoja y la ambigüedad residen en el hecho de que, en este campo, la

principal fuente de inspiración de los caudillos se encuentra en las ceremonias

desarrolladas en tiempos de Iturbide. Desde este punto de vista, la rehabilitación del

Libertador ocurrida en 1838 con la traslación de sus restos mortales a la ciudad de

México, marcó un viraje decisivo. Las exequias fúnebres que se celebraron en la

Ciudad de México durante el mes de Septiembre y culminaron el día 27 dieron lugar a

una movilización popular, de la cual damos sólo este testimonio:

"Aparecieron retratos y efigies suyas en el público, presentándose en todas partes

y de mil maneras: grabados, litografiados, pintados, en bustos, en miniatura, al

natural, de Coronel, de Primer Gefe, de Generalísimo, de Emperador:

representado en Iguala, en la entrada del Ejército, en el trono, en la catástrofe de

Padilla, de todas las maneras que se puede presentar una persona admirada y

querida. Los mercaderes para dar boga a sus fábricas y tiendas, las ponían el

289 El Siglo XIX, n° 2, Sáb. 9 de oct. de 1841, p. 4.

119

nombre de ITURBIDE, y este nombre se veía en los sombreros, en los pañuelos,

en los abanicos, en todos los objetos de uso" 290.

Una vez más podemos constatar que el éxito de las ceremonias dentro de la

sociedad dependía de su contenido concreto: la persona de Iturbide, como los santos de

las iglesias, daba lugar a la producción de objetos visibles y palpables, lo que no era

tanto el caso del "grito de Dolores". A partir de entonces, por una ironía de la historia,

Iturbide se volvió el "fantasma" de la memoria republicana. Las entradas militares más

triunfales en la capital siguieron el modelo y la misma trayectoria de la entrada de

Iturbide encabezando el Ejercito Trigarante, el 27 de septiembre de 1821.

Es interesante subrayar que, desde el punto de vista del ceremonial, no hubo

diferencia alguna entre la actuación de Santa Anna durante su última dictadura y la de

Comonfort, cuando éste se encargó de la presidencia de la república, como sustituto de

Alvárez, a partir de diciembre de 1855. La personalización del poder y la secularización

del ceremonial público en tiempos de Comonfort fueron similares a lo que eran en

tiempos de Santa Anna. Sin duda se buscaba una equiparación, en el espectáculo

público, entre los esplendores del dictador vencido y los de los triunfadores liberales.

Pero la vuelta triunfal de Comonfort a la capital en abril de 1856, después de su

campaña contra Puebla, sublevada por los conservadores, dio lugar a ceremonias

durante las cuales, obviamente, se quiso subrayar al mismo tiempo la dimensión cívica

y republicana de la actuación de Comonfort, y su inspiración en la gesta de Iturbide

como Libertador. En el proyecto de desfile (el cual siguió puntualmente la trayectoria

del Ejército Trigarante), se prevé una plataforma con

"una tienda de campaña adornada con trofeos de la agricultura, del comercio y de

la industria formados de objetos verdaderos (…) terminada por el pabellón

nacional (…) Sobre la tienda de campaña se pondrá este mote: Gloria y fama

imperecedera al pacificador. En los demás grupos de banderas se inscribirá: Al

valor- Al honor - A la paz - A la generosidad - A la república - A la unión - Al

Ejército - A la Guardia Nacional - A la Independencia - A la integridad de la

República - A la libertad - Al orden - y todos los demás motes que contribuyan a

honrar las virtudes y a extinguir la guerra civil"

En la misma tienda de campaña se rindió un homenaje al general llevado a cabo por

cadetes del Colegio Militar y niñas de las escuelas primarias de la ciudad, que leyeron

290 Descripción de la solemnidad fúnebre con que se honraron las cenizas del héroe de Iguala don Agustín de Iturbide en septiembre de 1838. La escribió por orden del Gobierno Don José Ramón Pacheco, y se publica por disposición del Exmo. Señor Presidente, General Don José Joaquín Herrera, México, Imprenta de Ignacio Cumplido, 1849, p. 24.

120

poesías y discursos exaltando las virtudes cívicas del héroe del día 291. De varios lugares

de la república llegaron cartas de "felicitaciones" por la feliz actuación de Comonfort

en su campaña que atestiguan el éxito de la propaganda liberal por medio de

ceremonias y lemas movilizadores. Así escribe el gobierno del estado de Durango

acerca de

"la plausible noticia de la capitulación de los sublevados que ocupaban a Puebla,

y de la prócsima entrada a esa ciudad … de las tropas del Supremo Gobierno.

Este fausto acontecimiento, debido a los nobles esfuerzos y distinguidas

operaciones del E. S. Presidente sustituto, al digno comportamiento de las fuerzas

que tubo a bien dirigir y mandar en persona, menospreciando los grandes peligros

a que las esponía, y la fuerza moral con que la Nación toda sostiene la

Administración en que ha vinculado su confianza para remediar los horrendos

males del régimen anterior, y conquistar un porvenir sólido de libertad, de orden

y de progreso, ha terminado esa campaña, en que no corría otra sangre que la

mejicana; debe restablecer y asegurar el reinado de la paz; facilitará la estabilidad

del gobierno, y permitirá el que se consolidasen y fructifiquen los principios,

reformas y mejoras proclamadas en el glorioso plan de Ayutla" 292.

Este documento y los demás de su especie, de corte marcadamente liberal,

muestran claramente que al caudillo militar ya no le hacía falta la sanción divina ni la

sacralización religiosa; conseguía su legitimidad y la confianza de la "nación" por sus

propias virtudes y la fuerza de sus armas, que garantizaban la vuelta del orden y la

instauración de la paz. Que este cambio en la identificación de las fuentes de

legitimación fuera un efecto de los medios de propaganda de las autoridades liberales lo

atestigua esta otra carta de felicitación:

"El día 3 del que cursa recibí un impreso de Veracruz en que se publicó la fausta

noticia del triunfo alcanzado por el E. Sr. Presidente sobre los facciosos reunidos

en Puebla, é inmediatamente lo hice reimprimir en esta Capital, para que cesase la

ansiedad en que se hallaban los habitantes con motivo de la espectación en que

los tenían los últimos sucesos que habían llegado a su conocimiento acerca de las

circunstancias en que se hallaban las tropas leales y las rebeldes.

El efecto que produjo dicha reimpresión fue el más satisfactorio para el Supremo

Gobierno y el más digno de un pueblo ilustrado y liberal, pues sin prevención

291 AHACM, "Festividades diversas", vol. 1058, exp. 9 (abril de 1856).292 "Felicitan por el feliz término de la campaña de Puebla los gobiernos …", AGN, Gob., legajo 1039, exp. 3, Victoria de Dur., 28 de marzo de 1856.

121

alguna todos los vecinos adornaron las fachadas de sus casas y correspondieron a

las señales de júbilo dadas por este gobierno, guardando siempre el orden y

moderación que distingue a los pueblos cultos" 293.

En este caso el impreso oficial sustituye exactamente a los triduos o novenarios

con los cuales se aliviaba la angustia de los vecinos, como lo vimos más arriba en la

ciudad de México en los difíciles años 1840.

Así, a finales de la república barroca, los militares tejían lazos estrechos con el

republicanismo, a pesar de la paradoja de la inspiración iturbidista en su actuación

ceremonial. Aunque la república hubiera sido escogida en contra del imperio de

Iturbide, éste se convirtió, en la memoria y la identidad republicanas, en el gran héroe

militar de la independencia. He aquí una de las debilidades de la república barroca: la

falta de un gran mito de los orígenes que le fuera propio. Desde este punto de vista, la

república se consolidó definitivamente en México cuando tuvo su propio "récit des

origines", o sea, la victoria de los republicanos sobre el Imperio de Maximiliano.

Mientras esto no se logra, las celebraciones militares consiguen superar el esplendor de

las fiestas religiosas. En cambio, con Juárez en la presidencia, Iturbide desapareció de

las referencias simbólicas, memoriales, de la república. Juárez, siempre vestido y

representado con el traje negro de burgués austero, fue como el emblema vivo de la

identidad republicana moderna. Desde la época de la Guerra de Tres Años se suprimió

también el tratamiento de "Excelencia" para el presidente de la República, así como las

demás distinciones en los títulos de las autoridades: de entonces en adelante, todos iban

a ser "ciudadanos".

Desamortización y conquista del espacio cívico.

Siempre se interpretaron las leyes de Reforma en México, en especial la del 26

de junio de 1856 (ley Lerdo) que disponía la venta de los bienes raíces de las

corporaciones municipales, de la Iglesia y de las cofradías, como una respuesta a la

necesidad de quitar trabas al desarrollo de la economía mexicana y de fomentar la

creación de una ciudadanía moderna. En la interpretación clásica, que fue la de los

mismos liberales, empezando por Mora, con la desamortización se trataba de permitir el

crecimiento económico mediante la puesta en circulación de multitud de bienes de

manos muertas, y también de crear ciudadanos autónomos y responsables, o sea,

propietarios privados. Dentro de esta perspectiva económica, siempre pareció natural la

asociación en la misma ley (la de Lerdo) de los bienes de la Iglesia con los de los

293 "Felicitan…", ibid., Mérida, Yuc., 8 de abril de 1856.

122

ayuntamientos y pueblos rurales. A esta interpretación económica se añade una más,

esta vez, política, que presenta la ley del 7 de julio de 1859 como una radicalización de

la ley Lerdo. Al final de la guerra de Tres Años, en efecto, los liberales promulgaron en

Veracruz la ley de nacionalización de todos los bienes del clero, que suprimía también

las órdenes religiosas, cofradías, archicofradías y demás asociaciones de la misma

naturaleza, a manera de represalias en contra de la militancia política de la Iglesia al

lado de los conservadores en la contienda civil. Con la confiscación de los bienes de la

Iglesia y de las corporaciones religiosas se conseguía acabar con una de las fuentes de

financiamiento de los conservadores.

A nuestro parecer, a pesar de la veracidad de estas interpretaciones desde el

punto de vista de la actuación "literal" de los liberales, hay otra razón, de naturaleza

simbólica y cultural, pero no menos importante, para explicar la pugnacidad de los

liberales en contra de los bienes corporativos. En la interpretación económica y política

se olvida que la posesión de estos bienes, según el punto de vista de sus mismos

propietarios, no tenía fines "temporales", sino que permitía cumplir con las

obligaciones y deberes religiosos de las corporaciones; estas obligaciones tendían a ser

"servicios públicos", dentro de los cuales el culto, las procesiones, las fiestas de los

santos, los novenarios etc…, tenían, por supuesto, el primer lugar. En cuanto a los

bienes de las corporaciones municipales, cumplían también funciones públicas y, por lo

menos en teoría, no enriquecían a nadie en particular. Pero de la posesión de estos

bienes y del cumplimiento de estas funciones públicas, como vimos en la tercera parte

de este trabajo, resultaba la posibilidad efectiva, por parte de las corporaciones, de

controlar y ocupar el espacio público concreto de las ciudades, villas, etc… Si los

bienes corporativos eran la fuente de algún poder, este poder, a fin de cuentas, era más

cultural y simbólico que puramente político o económico; sin embargo, permitía

"movilizar", según modalidades tradicionales, parte de la sociedad, y esta movilización

era al mismo tiempo un control y una ocupación del espacio cívico común. De este

modo, la desamortización de todos los bienes corporativos puso a disposición de las

autoridades representantes del Estado, supremo gobierno y gobiernos de los Estados, un

espacio republicano del cual tuvieran el uso exclusivo: un espacio neutral desde el

punto de vista religioso, libertado de la competencia con otras fuentes de legitimidad,

de sacralización y de identidad, disponible para la presencia exclusiva de los símbolos

de la identidad nacional y republicana. Siguiendo esta línea de interpretación, la

expropiación de los bienes corporativos fue, para la parte más tradicional de la

sociedad, una expropiación de su espacio cultural. Esta dimensión cultural podría

explicar por qué fue tan enconada la guerra de Tres Años, verdadera guerra civil-

religiosa, que vio oponerse a los progresos de una cultura cívica profana y secularizada,

de la existencia de la cual encontramos varios testimonios en las fuentes citadas, una

123

cultura tradicional, encarnada en las corporaciones, que tenía todavía muchísimo vigor

cinco décadas después de la independencia.

Sin esta dimensión de política cultural, no se comprende por qué se quisieron

suprimir los bienes de todas las corporaciones, religiosas y municipales. La ley que

abrogaba los recursos de que disponían estas entidades para ocupar el espacio público

ponía fin también a la existencia de aquella red horizontal de iniciativas festivas que

describimos, y hacía del Estado el único "maître de ceremonies" de la república. Con

razones sólo políticas y económicas, ¿por qué se habrían prohibido, por ejemplo, las

procesiones religiosas en las calles? Que los símbolos hayan tenido mucha importancia

en la actuación de los liberales lo demuestra otro decreto de 1859 en Veracruz, que, por

cierto, no era de lo más urgente desde el punto de vista político y militar, puesto que

fijaba el nuevo calendario oficial: se hablaba solamente de "días festivos", en la lista de

los cuales se confundían fiestas religiosas y fiestas cívicas. El artículo tercero derogaba

"todas las leyes … por las cuales había de concurrir en cuerpo oficial a las funciones

públicas de las iglesias" 294. Estas disposiciones ceremoniales iban a consagrar

visiblemente la separación entre la Iglesia y el Estado.

Con la legislación de Veracruz, la ley Lerdo y su contrapartida en los Estados se

consiguió crear en toda la República este espacio neutral, "sin cualidades", que era

necesario para desplegar, sin competencia, la identidad republicana. En todas partes se

expropiaron los conventos; muchos fueron destruídos o convertidos en edificios

públicos (bibliotecas públicas, colegios, etc…) o privados. Se liberaron así superficies

inmensas, pero, sobre todo, se logró la desacralización del espacio urbano. Así se

realizó también uno de los deseos más caros a los republicanos liberales: la

escenificación de la supremacía absoluta de los poderes del Estado sobre el poder

espiritual. Dejaremos la última palabra al Doctor Mora, quien justificaba de la siguiente

manera su deseo de ver disminuir las rentas de los obispos:

"Esta medida es enteramente conforme al buen servicio espiritual y al actual

orden de cosas establecido en la República Mexicana: por elevada que se suponga

la dignidad de un obispo, jamás podrá ni deberá igualar a la del Presidente de la

República, y a lo más y concediendo mucho, deberá considerarse del mismo

rango que la de los secretarios del despacho que sólo disfrutan seis mil pesos de

asignación con los cuales han podido hasta ahora sostener el primero y más

principal lugar entre todos los órdenes del Estado…" 295

294 Veracruz, 11 de octubre de 1859, AGN, Gob., legajo 1039, exp. 6, n° 16.295 José Maria Luis MORA, op. cit., p. 113.

124

LA NACION COMO SOCIABILIDAD. EL RIO DE LA PLATA. 1820-1862

Pilar GONZALEZ BERNALDO*

En los últimos años hemos visto surgir una abundante bibliografía sobre el

tema de la nación y el nacionalismo, en buena medida estimulada por los desajustes del

orden internacional que el fin de la guerra fría ha provocado296. Junto a una abundante

producción periodística y ensayística, hemos visto aparecer una serie de estudios que,

siguiendo a E. Renan, ponen el acento en el carácter histórico de la nación moderna297.

De la lectura de estos trabajos se puede extraer dos conclusiones antagónicas. Por un

lado, la de la historicidad del fenómeno, que exige al historiador establecer una

cronología precisa de un proceso que, grosso modo, se inicia en "la era de las

revoluciones"298. Por otro lado estos trabajos revelan la dificultad de definir la nación

histórica, o en todo caso, de establecer generalizaciones universalmente válidas. Ello

lleva a un eminente historiador como E. Hobsbawn, a concluir que la única forma

posible de enfocar el estudio de la nación es el de la historia de su concepto, "el

nacionalismo"299. Incluso aquellos que, como E. Gellner, consideran que un estudio de

las condiciones sociales de emergencia de la nación moderna es posible, deben

reconocer que, más allá de señalar ciertas tendencias comunes, las generalizaciones son

rara vez posibles300. Podemos aceptar ambas conclusiones, sin por ello dejar de

reconocer que la contradicción que las sustenta, es un inconveniente mayor, en buena

medida responsable del por momentos cacofónico debate sobre los orígenes de la

nación.

La historiografía latinoamericanista seguía hasta hace relativamente poco

tiempo la línea interpretativa trazada por la historiografía liberal, que señalaba como

causa de las revoluciones de Independencia la previa toma de conciencia "nacional".

Los orígenes históricos de estas naciones "liberadas del yugo hispánico" podían incluso

* Universidad de Paris VII-Jussieu. 296 Particularmente abundante entre los anglosajones, este debate se ha desplazado últimamente hacia el área cultural hispánica, que conoce hoy día un importante desarrollo de investigaciones sobre este tema. La elección de éste para el n° 2 de la revista de AHILA es una manifestación más del interés que ha suscitado el tema entre los latinoamericanistas.297En su famosa conferencia en la Sorbona, el 11 de marzo de 1882, E. Renan declara que "las naciones entendidas de esta manera son algo bastante nuevo en la historia". Cf. "Qu'est-ce qu'une nation?" en E. RENAN, Qu'est-ce qu'une nation ? et d'autres essais politiques, Paris, Presse-Pocket, 1992, pp.37-56. E. Hobsbawn, que retoma ampliamente la tesis de Renan, difiere de éste en cuanto a la cronología de la aparición de la nación moderna. Cfr. E. HOBSBAWM, Nations et nationalismes depuis 1780, Paris, Gallimard, 1990, 247 p.298En uno de sus primeros trabajos, E. HOBSBAWM ya señala este fenómeno. Cfr. "El nacionalismo" en Las revoluciones Burguesas, Barcelona, Guadarrama, 1982 (Londres, 1962), pp. 239-261.299Cfr. HOBSBAWM, Nations...cit, pp. 9-24.300Cfr. Ernest GELLNER, Naciones y nacionalismos, Madrid, Alianza Editorial, 1988 (Oxford, 1983), pp.176-178.

125

remontar hasta el Imperio Incaico o Azteca. En las últimas décadas asistimos a una

revisión del modelo interpretativo sobre el cual se construyeron los distintos

nacionalismos hispanoamericanos. El primer paso fue sugerir que fueron los nuevos

Estados independientes que construyeron las naciones. Se llegó así a la conclusión de

que las naciones modernas, como unidades políticas en función de fronteras culturales,

no existieron antes de la consolidación de los Estados, es decir, no antes de mediados

del siglo XIX301. El segundo paso fue de hacer extensiva estas conclusiones al dominio

de las identidades. Los trabajos de Chiaramonte iniciaron así una nueva fase en el

estudio de la nación, cuyo primer paso fue el de advertir sobre los anacronismos que se

cometen con este concepto302.

Esta revisión de los orígenes de la nacionalidad en Argentina ha abierto un

nuevo y fructífero campo de investigaciones. Sin embargo, en los términos en que ésta

se da, comporta un riesgo mayor, pues nos expone a caer en el defecto inverso de

aquellos que iban a buscar en la Revolución de Independencia el origen de las naciones

hispanoamericanas; lectura que cedió a la ilusión retrospectiva de los propios actores

que fueron los primeros en indicar el vínculo directo entre la preexistencia de una

nación y la Revolución de Independencia. Pero la nueva corriente historiográfica que

opera un giro coperniciano respecto a esta línea interpretativa, no abandona totalmente

la idea de una causalidad lineal que había llevado a sus antecesores a esa visión

teleológica de la construcción de la nación. ¿No estamos por momentos buscando los

antecedentes... de la inexistencia de la nación? Cierto, se trata de uno de los escollos

mayores del oficio, pero el riesgo es tanto más importante cuando se trata de una

cuestión que, como ya lo advertía E. Renan, se presta "a los más peligrosos

malentendidos" 303. Y el primero de ellos reside en la utilización misma del concepto de

nación. No me refiero aquí al problema de su definición, sino por el contrario, a la

301Para el caso argentino, ver el trabajo Oscar OSZLAK, La formación del Estado Argentino, Buenos Aires, Editorial de Belgrano, 1985, 264 p302Los trabajos de José Carlos Chiaramonte fueron pioneros en este campo. Su propia trayectoria intelectual testimonia de la progresión de la problemática sobre la nación en Hispanoamérica. Cfr. José Carlos CHIARAMONTE, "La cuestión regional en el proceso de gestación del estado nacional argentino. Algunos problemas de interpretación" en Marco PALACIOS (comp), La unidad nacional en América Latina. Del regionalismo a la nacionalidad, México, El Colegio de México, 1983, 51-85; Idem, "Formas de identidad en el Río de la Plata luego de 1810" en Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana "Dr. E. Ravignani" N°1, 3ra serie, 1er trimestre 1989, Buenos Aires, UBA. FFL, pp.71-92; Idem, "Ciudad, provincia, nación: las formas de identidad colectiva en el Río de la Plata colonial" en MASSIMO GANCI, ROSA SCAGLIONE GUCCIONE, (comp), Nuovo mondo e area mediterranea a confronto, Società siciliana per la storia patria, Palermo, Gennaio, 1993, pp. 415-441; Idem, El mito de los orígenes en la historiografía latinoamericana" en Cuadernos del Instituto Ravignani 2, Buenos Aires, Instituto de Historia Argentina y Americana "Dr. Emilio Ravignani" 1993.303 Riesgo bastante común, como lo demuestra la tendencia de la historiografía española contemporáneo a crear un pasado autonómico. Si en algunos casos la existencia de fuertes identidades localistas justifica esta corriente, en otros la voluntad de construir nacionalismos autonómicos lleva a revertir la lógica misma del análisis histórico. Ver por ejemplo J. P. FUSI, España-Autonomías, Madrid, Espasa-Calpe, 1989, 822 p.. BORJA DE RIQUER revierte de manera pertinente los términos del debate en "La faiblesse du processus de construction nationale en Espagne au XIXème siècle" en Revue d'Histoire Moderne et Contemporaine, N° 41-2, Paris, avril-juin, 1994, pp.353-366.

126

utilización de este concepto como si tradujese una realidad transhistórica y universal.

Para descifrar la cuestión de la existencia o inexistencia de una nación debemos

necesariamente remitirnos a un "modelo" a partir del cual resolverla. El problema es

que no existe un modelo universalmente válido, lo que explica que la dirección tomada

nos lleve hacia un callejón sin salida. Así por ejemplo, en el caso rioplatense, nos

encontramos discutiendo si la utilización del vocablo "Argentina" durante la primera

mitad del siglo XIX remite a una identidad regional o a una identidad nacional que

debería entonces abarcar el territorio de la actual República Argentina304. Pero.. ¿por

qué el sentimiento de nacionalidad debería suponer la existencia de una identidad

territorial única y común al conjunto de habitantes? ¿No estamos extrapolando un

modelo específico de nación que se dio en Europa hacia fines del siglo XIX?

Para adelantar en este escabroso terreno quizá sea conveniente comenzar

por modificar el cuestionario inicial. Pues para el problema que nos ocupa, poco

importa si los porteños cuando hablan de nación la fijan en un territorio que

corresponde geográficamente al de la "patria chica". Lo que en cambio me parece

importante, es saber qué tipo de modelo comunitario se esta manejando, cuáles son los

vínculos que definen la pertenencia a la comunidad y cómo se delimita, en el discurso y

en la práctica, la comunidad de pertenencia respecto a las múltiples pertenencias de los

individuos. Es a partir del tipo de respuesta que demos a estas preguntas que podremos

precisar que tipo de identidad colectiva existe detrás del vocablo "Argentina". Que ésta

sea una suerte de álter ego de la identidad porteña es un aspecto efectivamente

importante, pero no por eso ello su vocación nacional. Este trabajo propone un análisis

del conjunto de representaciones colectivas que surgen con la instauración de la esfera

pública moderna y que el movimiento asociativo vehicula, a través de la noción de

sociabilidad y civilización.

I-La generación de 1837 y el modelo cultural de la nación argentina

La "cuestión nacional" es uno de los problemas fundamentales de la época

revolucionaria, pero no en el sentido que evoca esta noción para nosotros, ni tampoco

en el sentido que le dieron los liberales en la segunda mitad del siglo XIX. Se trata,

como bien lo indica François-X. Guerra, de un problema fundamentalmente político305.

La evocación de la "nación americana" durante el movimiento de Independencia

implica no sólo la ruptura del vínculo colonial, sino también la transferencia de

304Cfr. CHIARAMONTE, "Formas de identidad ...cit; Idem, "Ciudad, provincia, nación...cit305Cfr. François-Xavier GUERRA, Modernidad e Independencias, Madrid, Mapfre, 1992, 406 p; particularmente el capítulo 9 "Mutaciones y victoria de la nación", pp.319-350.

127

legitimidad de la Monarquía a la República. Y ello remite a otro problema, también

señalado por este autor; el de la definición que iba a darse a esta nación: si plural o

unitaria, definición que remite a dos conceptos teóricamente antagónicos de nación306:

La concepción "tradicional", hereda de la representación plural de la monarquía

entendida como un conjunto de pueblos-ciudades y reinos, dando origen, como bien lo

muestra José Carlos Chiaramonte, a una concepción plural del Estado307. El concepto

unitario de nación es en cambio heredero, como lo indicara Tocqueville, del Estado

absolutista308. Pero en ambos casos esta primera nación evoca la organización política

de un territorio dado, cuyos límites no están aún claramente establecidos, y que en un

primer momento podían incluso abarcar al conjunto de las Indias Occidentales. Así, la

noción de Nación/Pueblo y de Estado, que la ciencia política contemporáneo distingue

tan claramente, son términos equivalente para los hombres de la época309. La idea de la

nación como unidad política en función de fronteras culturales no parece ser aún la

preocupación del momento. Ahora bien, ello que quiere decir que para estos hombres

las fronteras no existiesen, pero en buena medida éstas permanecen -salvo caso de

fuerza mayor como ocurrió con el Paraguay o con la Banda Oriental- ligadas a la

representación política de la nación que heredaba las fronteras coloniales.

La unidad de costumbres y creencias

Un primer punto de inflexión de esta primera definición política de nación

se vincula, en el Río de la Plata, con la llamada "generación de 1837" dónde se madura

la noción de "cultura nacional" como medio de confirma la independencia política310.

En los diferentes discursos y escritos políticos de los miembros de esta generación se

destaca efectivamente la voluntad de crear una "literatura argentina" que consolide la

independencia política de España. Como declara el librero Marco Sastre, el día de la

inauguración de su Salón Literario, delante de una audiencia que reúne a los más

activos exponentes de la joven intelectualidad porteña, el objetivo de esa asociación es

306Un desarrollo de los criterios que justifican esta distinción en GUERRA, op.cit.307Como para el caso de la nación, Chiaramonte muestra aquí los anacronismos que se comenten con la utilización del concepto de "federalismo". Este trabajo es fundamental para repensar la historia político-institucional de la primera mitad del siglo XIX. Cfr. "El federalismo argentino en la primera mitad del siglo XIX" en Marcello CARMAGNANI, (coord.) Federalismos latinoamericanos: México/Brasil/Argentina, México, Colegio de México, F.C.E, 1993, pp.81-132.308Ver para ello GUERRA, Modernidad e Independencias...cit 309Eric HOBSBAWM señala este aspecto como característico de la primera etapa del nacionalismo. Cfr. op. cit, cap. 1. 310Los estudiosos de la literatura han destacado los importantes de la generación romántica a la literatura argentina. Cfr. Ricardo ROJAS, Historia de la literatura Argentina, 3ra. parte "Los Proscriptos", t. I, Buenos Aires, 1948.

128

de operar "el divorcio con el sistema de educación pública trasplantado de la España, el

divorcio de la literatura española, y aún de todo modelo literario extraño"311. Se

disponen así a adoptar una "literatura propia y peculiar a su ser", tarea que ya había

comenzado Esteban Echeverría publicando cinco años antes "Elvira, o la novia del

Plata". Los jóvenes porteños van a apoyarse en esta primer manifestación del

romanticismo argentino para avalar su proyecto "filosófico y cultural de regeneración

nacional. El entusiasmo lleva incluso a Juan María Gutiérrez, considerado con todo

como uno de los más moderados del entorno de E. Echeverría, a proponer la

emancipación de la lengua nacional, con la creación de un nuevo idioma que integre

neologismos de origen extranjero312.

La tarea que se asignan estos jóvenes, que resumen en la idea de

organización de la nacionalidad argentina, deja suponer la existencia de un proyecto

nacional que explica, aunque más no sea, la existencia entre ellos de un conjunto de

representaciones comunes sobre la nacionalidad que se intenta construir. Sin entrar en

el estudio de estas representaciones podemos ya destacar que la nacionalidad no reside

en una comunidad histórica sino que es fruto de un proyecto cultural.

Pero aquí es necesario precisar la noción de "cultura" que están manejando

estos hombres, pues ésta, a pesar de la influencia que ejerce sobre ellos el

romanticismo, no esta fundada ni en características étnicas como las desarrolladas por

Fichte, ni en una comunidad histórica, como será el caso en España313. Incluso, y a

pesar de la polémica sobre la lengua, ella tampoco reside en un particularismo

lingüístico. Las producciones científicas, filosóficas y artísticas cumplen en cambio un

papel de primer orden en la construcción de la nacionalidad. Pero ellas dependen de

otros factores culturales a los que se les otorga una importancia capital. Echeverría lo

explicita en su replica a un polémico texto de Alcalá Galeano sobre la literatura

hispanoamericana. En éste Galeano atribuye el retraso de ésta a la inclinación de los

americanos "a renegar de sus antecedente y olvidar su nacionalidad de raza"314. La

311Cfr. Marcos SASTRE, "Ojeada filosófica sobre el estado presente y la suerte futura de la nación argentina", discurso pronunciado a la inauguración del Salón Literario. Reproducido por Felix WEINBERG, El Salón Literario de 1837, Buenos Aires, Hachette, 1977, pp.118-133312Cfr. Juan M. GUTIERREZ, "Fisonomía del saber español" discurso pronunciado a la inauguración del Salón Literario. Reproducido por WEINBERG, El Salón Literario de 1837...cit, pp. 147-157. El debate sobre la política de la lengua continuará luego en Chile, donde los exilados argentinos van a entablarlo nada menos que con Andrés Bello. Cfr. Domingo F SARMIENTO, Obras completas, T. IV, Ortografía; Instrucción Pública 1841-1854, Imprenta Gutemberg, Santiago de Chile, 1886.313Aquí reside la primera gran diferencia entre el modelo nacional español, definido como una comunidad histórica y los hispanoamericanos que introducen la noción de ruptura como origen de la nación; distinción que podría explicar las diferencias en los procesos de integración nacional del mundo hispánico y en el caso Español explicaría, como lo sugiere Borja de Riquer, del fracaso del proceso de españolización de la metrópoli. Cfr. BORJA DE RIQUER, "La faiblesse..." op.cit.314Cfr. ALCALA GALEANO, "Consideraciones sobre la situación y el porvenir de la literatura hispano-americana" publicado en El Comercio del Plata, N° 234, 235 y 236; citado por E. ECHEVERRIA en Ojeada Retrospectiva sobre el movimiento intelectual en el Plata desde el año 37 (Montevideo, 1846), Buenos Aires, Perrot, 1958

129

respuesta de Echeverría es sin equívoco respecto al fundamento de esa cultura nacional:

"No nos hallamos dispuestos a ir a buscar en España ni en nada español el principio

engendrador de nuestra literatura que la España no tiene ni puede darnos..." Pues este

principio "engendrador de literatura nacional" no proviene para ellos ni de la lengua, ni

de la religión. En lo que hace a este último aspecto estos hombres preconizan una

perfecta tolerancia religiosa que se acuerda bien con la doctrina del nuevo catolicismo

de Lamennais, pero que se acomoda igualmente bien a su proyecto de poblar la

Argentina con obreros ingleses de obediencia protestante315. Tampoco proviene este

principio de la cultura en el sentido de productos del conocimiento humano, sino de la

"fundación de creencias sobre el principio democrático de la revolución americana;

trabajo lento, difícil, necesario para que pueda constituirse cada una de las

nacionalidades americanas, trabajo preparatorio indispensable para que surja una

literatura nacional"316. Reafirma con ello la declaración de principios o "Dogma" que

diez años antes había redactado para la juventud argentina317.

El "Dogma o declaración de principios" de la joven generación resumen

"las creencias fraternizadoras" cuya propagación, según los miembros de la Asociación

Joven Argentina, debería "conciliar todas las opiniones, todos los intereses y abrazarlos

en su vasta y fraternal unidad"318. En ellas advertimos la influencia del pensamiento

liberal de Benjamín Constant, del nuevo catolicismo social de Lamennais y del

socialismo utópico de Saint-Simon y Leroux319. A pesar de este indiscutible

eclecticismo, la joven generación retoma el punto común a todas estas corrientes de

pensamiento: la idea que la cohesión social requiere de la existencia de creencias

comunes, y necesita de definir en doctrina el fundamento de la sociedad320. Diez años

después de la frustrada experiencia de la "Asociación Joven Argentina" Echeverría

recuerda el espíritu que animaba a esta asociación en estos términos:

"Creíamos indispensable, cuando llamábamos a todos los patriotas a alistarse bajo

315LAMENNAIS, Paroles d'un Croyant, Paris, 1834. Según Louis Miard en el Río de la Plata circuló sobre todo al traducción de Larra de 1836 editada en Madrid. Cfr. Louis MIARD, "Présence de Lamennais aux origines de la nation argentine (1830-1848)", Actes du Colloque Lamennais, 1982 en Cahiers Mennaisiens, n°16-17, 1983-1984, pp. 126-137. Sobre política de inmigración ver Tulio HALPERIN DONGHI, "¿Para qué la inmigración? Ideología, política inmigratoria y aceleración del proceso modernizador: el caso argentino (1810-1914)" en Jahrbuch fur Geschichte von Staat, Wirtschaft und Gesellschaft Lateinamerikas, vol.13, 1976. 316Cfr. E. ECHEVERRIA en Ojeada Retrospectiva...cit317"Código o declaración de los principios que constituyen la creencia social de la República Argentina" en El Iniciador, N° 4, 1/1/1839. Reproducción Facsimilar de la Academia Nacional de la Historia, Buenos Aires, G. Kraft, 1941. Texto reeditado durante su exilio en Montevideo en 1846, con el título "Dogma socialista de la Asociación de Mayo". 318Cfr. ECHEVERRIA, Ojeada retrospectiva...cit, p. 34319Lamennais había tenido una importante influencia. En 1839 Alberdi traduce Le Livre du Peuple y lo publica durante varios números en el Nacional de Montevideo. Cfr. MIARD, op.cit320Ver al respecto el importante trabajo de Paul BENICHOUD, Le temps des prophètes. Doctrines de l'âge romantique, Paris, Gallimard, 1977, 589 p.

130

una bandera de fraternidad, igualdad y libertad para formar un partido nacional,

hacerles entender que no se trata de personas sino de patria y regeneración .... por

medio de un dogma que conciliase todas las opiniones, todos los intereses y los

abrazase en su vasta y fraternal unidad"321.

Pero la idea de nación como "unidad de creencias" que éstos manejan

solicita de los individuos un sentimiento "racional" de nacionalidad que emerge de la

esfera pública. Así lo expresa claramente Echeverría cuando examina agriamente las

razones del fracaso del incomprendido proyecto de regeneración nacional:

"La patria para el correntino es Corrientes; para el tucumano Tucumán; para el

porteño, Buenos Aires; para el gaucho, el pago en que nació. La vida e intereses

comunes que envuelve el sentimiento racional de la patria es una abstracción

incomprensible para ellos y no pueden ver la unidad de la República simbolizada

en su nombres"322.

El fracaso reside entonces en la incapacidad del pueblo a superar la fase de

sus identidades localistas para imaginar un nuevo principio de unidad.

Y es en ese "sentimiento racional" que debe superar las identidades

localistas que la generación romántica inscribe el principio de unidad nacional, tanto

como doctrina política que como "civilización de costumbres"323. Ambos aspectos están

íntimamente ligados, pues estos autores destacan, siguiendo una línea tradicional del

pensamiento político que los lleva de Montesquieu a Tocqueville y Lerminier, la

importancia de las costumbres como base del orden institucional. Como lo declara

perentoriamente Alberdi

"Escribir una constitución es redactar por escrito lo que ya vive y está en juego en

la sociedad. La libertad inglesa existe en sus costumbres, la esclavitud española

existe en sus costumbres... Méjico adoptó la Constitución de Norte América y no

es libre, porque adoptó la constitución escrita, pero no la constitución viva, no sus

costumbres...324

Una de las tareas que se fija entonces la asociación Joven Argentina es la

reforma radical de las costumbres con el fin de constituir una "sociabilidad

americana"325.

321ECHEVERRIA, Ojeada retrospectiva...cit, pp.33-34.322ECHEVERRIA, Ojeada retrospectiva...cit, pp.73-74323Según la expresión de Norbert ELIAS, La civilisation des moeurs, Paris, Calmann-Lévy, 1973. 324J. B. ALBERDI, "Sociabilidad. Costumbres" en El Iniciador, N°12, Montevideo, 1/10/1838325Cfr. ECHEVERRIA, 11ava. palabra simbólica "Emancipación del espíritu americano" en Dogma...cit

131

La noción de "sociabilidad americana" ha retenido la atención sobre todo

por la utilización del vocablo "americano" que sugiere la persistencia de una

representación tradicional de la nacionalidad. Deberíamos sin embargo analizar más

detenidamente la noción de "sociabilidad", pues aunque no evoque tan claramente una

comunidad histórico-territorial, ella ocupa un lugar central en los escritos de estos

hombres, donde aparece vinculada a la idea de comunidad política.

La sociabilidad como cimiento de la nación

El concepto de "sociabilidad" es uno de los caballos de batalla de la

historiografía francesa de las dos últimas décadas, que hoy en día ha hecho fortuna en

la historiografía europea y americana326. Los diversos usos que de ella derivan y de los

cuales dan testimonio una importante y variada producción historiográfica hacen

referencia a la sociabilidad como rasgo de la vida colectiva, que vincula las nuevas

corrientes de la historia cultural y política con la historia de las mentalidades. Pero si

éste se ha convertido en una noción operativa para la historiografía contemporáneo, el

vocablo utilizado por la joven intelectualidad porteña no se refiere, como lo

entendemos hoy, a las formas de relaciones entre los hombres, entre las cuales debemos

integrar la brutalidad, sino a un tipo específico de relación vinculada a la virtud pública.

Para descifrar el sentido y la función que la juventud porteña otorga a este término, es

necesario en primera instancia estudiar las acepciones del mismo en la literatura del

siglo XIX.

La genealogía de este concepto nos remonta al siglo XVIII aunque, según lo

indica Maurice Agulhon, la utilización más antigua de esta noción se registra en un

texto florentino de fines del siglo XVII327. Pero es la filosofía de la ilustración que va a

asignar a este concepto las acepciones más corriente en el siglo XVIII, que lo vinculan

a la beneficencia y la filantropía, y que sirven para definir una virtud pública que

distingue al hombre "sociable" del hombre "amable": "el hombre sociable posee las

cualidades propias al bien de la sociedad, es decir la suavidad del carácter, la

humanidad", mientras que el hombre amable "es indiferente al bien público"328. La

326Un primer análisis crítico de "historiografía de la sociabilidad" en GREMELLI, G., y M. MALATESTA, Forme di sociabilità nella storiografia francese contemporanea, Milan, 1982. Una revisión más reciente de esta producción en la historiografía europea, en Jordi CANAL I MORELL, "El concepto de sociabilidad en la historiografía contemporánea (Francia, Italia y España)" en Siglo XIX, Segunda época, N° 13, enero-junio de 1993, pp.5-25. El número de esta revista mexicana destinado a "Sociabilidad y Cultura" ilustra la introducción de este concepto en la historiografía latinoamericanista. 327Cfr. Maurice AGULHON, "Conférences du College de France".. 26/1/1993 (apuntes personales)328Cfr. Enclyclopedie ou Dictionnaire raisonné..., Artículo "Sociabilité" de Jaucourt, 1765, tomo XV, pp.250-251. Catherine Duprat señala que en el siglo XVIII la noción de sociabilidad y la beneficencia

132

aparición y desarrollo de este concepto quizá no sea ajeno al surgimiento de la teoría

política moderna que afirma el estado presocial del hombre/individuo329. El gran

problema que se plantea desde entonces es el de cómo pensar el vínculo social que

permita mantener la cohesión de la sociedad330. La simultaneidad entre el surgimiento

de este nuevo concepto y la difusión del pensamiento político moderno bien podría no

ser fortuita. Habría que estudiar más detenidamente cuál es la función del concepto de

sociabilidad "como benevolencia hacia los otros hombres, como disposición a conciliar

nuestra felicidad con la de los otros" dentro de la ideología política moderna. Pues ella

podría constituir una respuesta a este problema capital, al indicar que el individuo

aunque presocial goza, por obra del creador, de un sentimiento de humanidad, que lo

predispone a amar a sus semejantes. Y ese espíritu de sociabilidad que lleva al

individuo presocial al estado de sociedad, podría servir a instaurar, a través de la

subordinación del interés particular al interés común, la sociedad política331.

Hacia fines del siglo XVIII su utilización en Francia remite a dos

acepciones que encontraremos luego en el Río de la Plata: la que hace referencia a la

sociabilidad como virtud privada que puede contener tanto una referencia cristiana de

benevolencia hacia nuestros semejantes, que, como veremos es el caso en el Río de la

Plata, una referencia mundana que la vincula con la idea de "civilidad"332. La otra

acepción más filosófica, que hace de la sociabilidad una virtud de moral política que

nos lleva a "subordinar nuestra ventaja particular a la ventaja común o general" la

vincula a la noción de asociación, como aprendizaje de la vida en sociedad, acepción

muy frecuente en el Río de la Plata333.

La primera utilización en el Río de la Plata de que tenemos conocimiento

data de 1817 y aparece justamente ligada a la asociación. Un artículo del diario El

se utilizaban prácticamente como sinónimas. Cfr. C. DUPRAT, Le temps des Philanthropes, Paris, Editions du Comité des Travaux historiques et scientifiques, 1993, 479 p.329Sobre la "ideología individualista" ver G. B. MACPHERSON, La théorie politique de l'individualisme possessif de Hobbes à Locke, Paris, Gallimard, 1971, 344p; P. MANENT, Naissance de la politique moderne, Machiavel, Hobbes, Rousseau, Paris, Payot, 1977; Louis DUMONT, Essais sur l'individualismo. Une perspective anthropologique sur l'idéologie moderne , Paris, Seuil-Esprit, 1983, 280p.330Las primeras respuestas a este problema vendrán, con Hobbes y Bossuet, de los teóricos del absolutismo. Cfr. Thomas HOBBES, Léviathan, Traité de la matière, de la forme et du pouvoir de la République ecclésiastique et civile (1651), Paris, Sirey, 1971.331Cfr. "Sociabilidad" en Encyclopedie...cit. El diccionario de Autoridades confirma la existencia de una de estas acepciones en España, pues define a la sociabilidad como "tratamiento y correspondencia de unas personas con otras". Cfr. Diccionario de la lengua castellana en que se explica el verdadero sentido de las voces, su naturaleza y calidad y las phrases o modos de hablar, los proverbios o refranes y otras cosas convenientes al uso de la lengua. Madrid, 1737, Edición Facsimil Diccionario de Autoridades, Madrid, Ed. Gredos, 1969, tomo III, p.133. A mi conocimiento este aspecto de la cuestión no ha sido aún tratado y por ello creo útil arriesgar esta hipótesis, pero con una prudencia extrema ya que una afirmación de este tipo requiere de un escrupuloso estudio del pensamiento político moderno. 332Ver particularmente ELIAS, La civilisation...cit; Roger CHARTIER, "Distinction et divulgation: la civilité et ses livres" en Lecture et lecteurs dans la France d'Ancien Régime, Paris, Seuil, 1987, 370p, pp. 45-86; Jacques REVEL, "Les usages de la civilité" en Histoire de la vie privée, vol III.333 Encyclopedie...cit

133

Censor, probablemente escrito por Fray Camilo Henríquez, pondera la utilidad de las

asociaciones que entonces se denominaban "sociedades particulares":

"Todos estos ejemplos muestran la necesidad que hay que las sociedades

particulares, y hacen palpable su utilidad: siendo cierto que aunque ellas no

tragesen otra ventaja que la de depurar las costumbres y aumentar la sociabilidad,

ésta sola era muy grande y atendible. Es en efecto de los debates de las

sociedades donde se adquiere la tolerancia, la moderación y dulzura en medio de

las contradicciones. El ignorante es obstinado, intolerante y defensor acérrimo de

su opinión. El hombre culto, el civil, el que se ha versado con personas instruidas

y respetables, sufre la contradicción, pesa las razones opuestas, expone las suyas

con blandura y paz, y accede al dictamen ageno quando lo halla más sólido y

mejor fundado"334

La sociabilidad aparece aquí como el fundamento de la vida en común que

la asociación desarrolla. Ello deja suponer, como bien lo muestra el texto, que esta vida

en común se define en el ámbito de la nueva esfera pública. Los primeros promotores

del movimiento asociativo también así lo destacan. En la introducción a las actas de la

Sociedad Literaria de Buenos Aires, creada con el objeto de "fomentar la ilustración

pública", su secretario, Ignacio Núñez, recalca la utilidad de la asociación que

"saca a los hombres del estado de aislamiento salvaje a que se han condenado los

unos a los otros... La amistad, la confianza, la benevolencia mutua, solo pueden

formarse entre los hombres en virtud de una comunicación frecuente..."

Y ello ya aparece ligado en 1822 a una nueva representación de la comunidad política:

"Ha habido quienes hayan pretendido que la afección singular de unos individuos

con otros que se nota en el Pueblo inglés, proviene de una necesidad política -es

decir, de la de conservarse en armonía para el mantenimiento de la autoridad

general, cuyo trastorno traería la ruina de toda la nación. Pero esta es una

confusión en los principios y en los resultados. Tal motivo sólo liga a los

individuos con el gobierno; más los individuos entre sí se aman y se respetan por

otros principios; y es preciso no trepidar en asentar que lo que ha contribuido

esencialmente a inspirar en el Pueblo inglés ese amor a si mismo, o de unos a los

otros,... ha sido el establecimiento de sociedades particulares cuyas fértiles

ramificaciones se extienden por toda la tierra del Albión..."335

334Cfr. "Sobre las sociedades particulares. Continuación", Diario El Censor, 9/10/1817, N° 108, pp.3-5, Reproducción facsímile en Senado de la Nación, Biblioteca de Mayo, t. VIII Periodismo, 1960, pp. 7199-7201.

134

Vemos aquí como se va introduciendo en el debate público la idea de una

nación fundada sobre vínculos contractuales entre los individuos y no vínculos de

sujeción política. Esta nueva representación contractualista de la sociedad está

vehiculada por la noción de "sociabilidad" como capacidad del hombre a superar su

interés individual en beneficio del interés general. Y la forma más acabada de esta

sociabilidad es la sociedad (asociación).

Si la idea de sociabilidad como fundamento de la sociedad contractual ya

esta presente en 1817, es la generación de 1837 que contribuye más ampliamente a su

socialización. La primera de las 15 palabras simbólicas que constituyen la creencia

social de la República Argentina es la "Asociación": “¿Cómo hacer predominar el

elemento sociable del corazón humano y salvar la patria y la civilización? El remedio

sólo existe en el espíritu de asociación”336. Así la tarea que se fija la nueva generación

es de "conciliar y poner en armonía el ciudadano y la patria, el individuo y la

asociación (sic: sociedad); y en preparar los elementos de la organización de la

nacionalidad argentina sobre el principio democrático"337. Pero para ello se debe

prealablemente operar la emancipación social que, como reza la onceava palabra

simbólica, constituirá la "sociabilidad americana". La tarea que toca a la joven

generación es de repudiar las costumbres retrógradas que dejó España, y constituir una

sociabilidad americana "compuesta de todos los elementos de la civilización":

democracia en lo político, tolerancia en lo religioso, bienestar y progreso en lo

económico"338.

La idea de "sociabilidad" como cimiento de la civilización, que en el Río de

la Plata se fundamenta a través de las lecturas que estos jóvenes hacen de Lerminier,

contiene, como se deduce del Dogma Socialista, todo un proyecto des modernización

de la sociedad339. Esto es aún más evidente en La “Sociabilidad Chilena” de Francisco

Bilbao, escrito que causo conmoción pública en la vecina república y provocó la

335"Introducción que precede las actas de la Sociedad Literaria de Buenos Aires" en Gregorio F. RODRIGUEZ (ed), Contribución histórica y documental, Buenos Aires, 1921-1924, 3 vol, I, pp. 284-288.336Cfr. ECHEVERRIA, Dogma...cit337Op.cit338Cfr. ECHEVERRIA, Dogma...cit339Cfr. LERMINIER, Introduction générale à l'étude du droit, Paris, 1820; Philosophie du droit, Paris, 1831, 2 vol.; De l'influence de la philosophie du XVIIIème siècle sur la legislation et la sociabilité du XIXème. Paris, Mme. Prévost-Crocius, Didier, 1833, 482 p. Si bien son Alberdi y Echeverría los que más deben al pensamiento de Lerminier, este autor es corrientemente citado en los escritos de los jóvenes porteños. Alberdi comienza su prefacio al Fragmento preliminar al estudio del derecho (1837) con esta frase: "Abrí a Lerminier y sus ardientes páginas hicieron en mis ideas el mismo cambio que en las suyas había operado el libro de Savigny. Dejé de concebir el derecho como una colección de leyes escritas. Encontré que era nada menos que la ley moral del desarrollo armónico de los seres sociales...". Cfr. op.cit. Según Vicente Fidel López, "Lerminier, P. Leroux y Sainte-Beuve eran los tres autores que más nos arrastraban". Cfr. Vicente Fidel LOPEZ, "Autobiografía" (1896) en Evocaciones Histórica, Buenos Aires, El Ateneo, 1929, p. 55. Incluso Sarmiento dice que él accedió a la lectura de Lerminier en la provincia de San Juan en 1838 gracias a su amigo Manuel Quiroga Rosas. Cfr. D. F. SARMIENTO, Recuerdos de Provincia (1850), Ed. Buenos Aires, Kapelusz, 1966, p.220.

135

acusación de su autor por "blasfemia, inmoralidad y sedición"340.

De lo que precede podemos concluir que la acepción que éstos dan al

concepto de sociabilidad no se refiere, como lo entendemos hoy, a formas de

relacionarse entre los hombres, sino al resultado de éstas, es decir a un principio de

cohesión social que sirve de fundamento a la nueva sociedad. De manera tal que no es

tanto el término nación, ni el adjetivo que intenta darle una definición geográfica

(ligada obviamente a una antigua jurisdicción) sino el de sociabilidad como fundamento

de la sociedad contractual, que esta vehiculando la nueva representación de la

comunidad política, ya no como resultante de un pacto de sujeción, sino como fruto de

esta "sociabilidad". Cierto es que ella no permite distinguir en América unas

nacionalidades de otras, ni fijar fronteras precisas del territorio de soberanía nacional.

Por el contrario, la "sociabilidad americana" como principio de nacionalidad se define a

través de un concepto aún más universal: el de civilización.

La civilización como expresión del sentimiento nacional

En todos los escritos de la Asociación de Mayo observamos la misma

identificación de la nación con la civilización. La viabilidad de la nación depende para

ellos de que ésta tome la senda de la civilización: "Un pueblo que se estaciona y no

progresa no tiene misión alguna, ni llegará jamás a constituir su nacionalidad". Así

advierte Alberdi en 1837

"existe un paralelismo fatal entre la libertad y la civilización, o mas bien, hay un

equilibrio indestructible entre todos los elementos de la civilización, y cuando no

marchan todos, no marcha ninguno. El pueblo que quiere ser libre, ha de ser

industrial, artista, filósofo, creyente, moral".341

Encontramos aquí la definición liberal de la nación como unidad de

desarrollo factible que se identifica con una etapa de la evolución y progreso de la

humanidad. Pero como bien lo indican estos jóvenes románticos, la ley universal del

progreso humano debe combinarse con las condiciones individuales del tiempo y el

espacio, con "nuestro modo de ser nacionales"342 que radica en nuestros hábitos y

340Cfr. Francisco BILBAO, "Sociabilidad Chilena" en diario El Crepúsculo, 20/6/1844. Sobre esta obra ver especialmente Ana María STUVEN VATTIER, "Sociabilidad Chilena de Francisco Bilbao: una revolución del saber y del poder" en Formas de Sociabilidad en Chile, Imp. Mario Góngora, Santiago, 1992, pp.345-368. 341Cfr. ALBERDI, Fragmento preliminar al estudio del derecho...cit, p.131342Cfr. J. B. ALBERDI, "Doble armonía entre el objeto de esta institución, con una exigencia de nuestro desarrollo social; y de esta exigencia con otra del espíritu humano. Discurso inaugural al Salón

136

costumbres. Se trata no sólo de identificar al Estado con el movimiento progresivo de la

humanidad, sino de crear la armonía, la uniformidad, la comunidad de costumbres, que

será arquetipo de la nacionalidad en la medida que se identifique con la progreso y la

civilización.

En este marco se inscribe su proyecto de civilizar las costumbres, para lo

cual, paradójicamente, la generación va a recuperar una tradición que se difunde

durante el Antiguo Régimen a través de la literatura de la civilidad.

Alberdi, en un artículo de 1838 señala los inconvenientes que supone la

difusión de los libros de educación social y urbanidad que vienen de Europa343. Hace

aquí explícita referencia a la publicación de las Cartas del conde de Chesterfield a su

hijo 344. Estas habían sido traducidas por Tomás de Iriarte y dedicadas por éste "a la

juventud argentina". Según los comentarios de Alberdi, Iriarte propone este libro como

"modelo de perfección absoluta y nacional", modelo que hay que rehusar pues "aceptar

los usos, las costumbres de la Inglaterra y la Francia, es exponerse a adoptar usos y

costumbres que insultan al principio democrático de nuestra sociedad"345. Alberdi hace

prueba aquí de una indudable lucidez pues las cartas de Chesterfield a su hijo son uno

de los más clásicos exponentes de educación aristocrática, según la cual las actitudes

exteriores deben prevalecer sobre la virtud de la instrucción.346 Así recomienda

Chersterfield a su hijo "el éxito depende mucho más de la manera que de la materia... la

manera, la gracia, el estilo, la elegancia y todos esos ornamentos deben ser actualmente

el único objeto de vuestro estudio"347. ¿Cómo no ver aquí una profunda contradicción

con el romanticismo de estos jóvenes que tanto valoran la sinceridad y profundidad de

los sentimientos, y que como intelectuales exaltan la virtud de la instrucción? ¿Cómo

conciliarlo con el combate que Alberdi y Sarmiento van a librar en 1837, uno en La

Moda, otro en El Zonda?348. Pero los porteños, o en todo caso aquellos que integran la

Literario de Marcos Sastre" en Felix WEINBERG, El Salón Literario de 1837, Buenos Aires, Hachette, 1977.343Cfr. ALBERDI, "Sociabilidad. Costumbres" en El Iniciador, N°12, Montevideo, 1/10/1839.344Cartas escritas por el muy honorable Felipe Dormer Stanhope, conde de Chesterfield, a su hijo . Traducción al castellano de Tomás DE IRIARTE, Buenos Aires, Imprenta de la Libertad, 1833, 2 tomos. La referencia de esta edición la tomamos de WEINBERG, op. cit, p. 21.345ALBERDI, op.cit. Según Felix Weinberg, que tuvo acceso a esta edición, Tomás de Iriarte introduce la obra en estos términos: "en mi ánimo pesa más el servicio que me he propuesto hacer a la nueva generación de mi país, que la mortificación que pueda causarme la severa censura a que doy lugar por mi incapacidad como traductor". Cfr. Ibidem346Es cierto que, como bien lo señala Marc Fumaroli, la publicación de unas cartas que contienen los secretos de la tradición oral propias a la educación aristocrática, es en sí un signo de "democratización". Pero toda la educación se funda en el arte de gustar y mostrarse amable, afectación que ya la Encyclopedia condenaba como signo de indiferencia al bien público. Cfr. Marc FUMAROLI, "L'homme au gant" Préface a Lord Chesterfield, Lettres à son fils, Paris, Rivages poche, 1993, pp.8-54347Carta CCXI, Londres, 11/2/1751, en CHERTERFIELD, Lettres à son fils, Paris, Rivages poche, 1993, pp.157-161348Cfr. La Moda semanal de música, de poesía, de literatura, de costumbres. Buenos Aires, 18/11/1837 au 21/4/1838. Facsimil de la Academia de la Historia avec introduction et notes de José ORIA, Buenos Aires, Kraft, 1938; El Zonda, San Juan,1839.

137

"sociedad decente", no parecen haber encontrado contradicción alguna entre su

voluntad de propagar costumbres que consoliden las instituciones democráticas y el

hecho de hacerlo a través de códigos y normas de conducta que provienen de

sociedades cuyos principios son incompatibles con éstas349. Incluso el esclarecido

Alberdi condena más el hecho de que no exista una uniformidad en las costumbres

adquiridas que hacen de la sociedad "una babilonia, un laberinto de que los usos de una

casa no son conocidos en otra... en dónde cada uno adopta lo que quiere...", que el

hecho de que estas provengan de una sociedad aristocrática. Entiende que hay en

Chesterfield "una parte nacional y de aplicación general, pero la otra no puede hacernos

sino hombres ridículos"350.

En realidad esta aparente contradicción está implícita en el concepto mismo

de civilización que éstos manejan, y cuyo modelo proviene de la sociedad francesa. La

originalidad de la contribución de Norbert Elias reside justamente en haber destacado

este aspecto de la formación del concepto de civilización en Francia351. Este autor

muestra magistralmente cómo, a partir de un proceso histórico singular, la burguesía

francesa se asimila a la nobleza cortesana, lo que explica que cuando la primera asuma

los destinos de la nación, muchos elementos provenientes de la sociedad cortesana

sobrevivan a la profunda mutación que de la Revolución y pasen a integrar el carácter

nacional352. Las formas cambian, como lo muestra Maurice Agulhon en su estudio

sobre los Salones y Círculos, pero la importancia que se atribuye a la conversación, a la

elocuencia, a la urbanidad, a la civilidad, son vestigios de la sociedad cortesana353. El

análisis de la elaboración semántica en torno al término "civilización" lo confirma. Si

con Mirabeau, como lo demuestra Elias, el término sirve para evocar la especificidad

del comportamiento de los cortesanos, con los fisiócratas éste comienza a designar el

progreso del conocimiento que las exigencias de la razón debe promover354.

Al retomar el concepto de civilización francés, los rioplatenses adoptan un

modelo de sociedad que les sirve para definir el principio de nacionalidad. La civilidad

cumplirá así una función doble: por un lado suplir el vacío que había dejado la

desaparición de la figura del Rey como elemento organizador de la sociedad, fijando

nuevos criterios de preeminencia social, y en este sentido ella servía de instrumento de

diferenciación social; por otro definir los criterios de pertenencia a la civilización

349Esta aparente contradicción parece haber perdurado hasta bien entrado el siglo XX. Según Samuel Amaral las cartas de Chersterfield a su hijo fue uno de los libros de cabecera de Juan Domingo Perón! (investigación en curso aún no publicada).350ALBERDI, "Sociabilidad. Costumbres" en El Iniciador, N°12, Montevideo, 1/10/1839.351Cfr. ELIAS, La civilisation des moeurs...cit352Al contestar la tesis clásica de una revolución que se origina en el conflicto entre la nobleza y la burguesía, Elias anticipa la historiografía revisionista de la Revolución Francesa. 353Cfr. Maurice AGULHON, Le cercle dans la France bourgeoise 1810-1848. Etude d'une mutation de sociabilité, Paris, Armand Colin, 1977. Esta impregnación de las normas civiles de la sociedad cortesana también la advierte REVEL en "Les usages de la civilité"...cit354Cfr. ELIAS, op.cit

138

occidental, y en este otro sentido ella funcionaba como expresión de la nueva

nacionalidad. Estos dos aspectos, en apariencia contradictorios, parecen haberse dado

conjuntamente aunque notamos un deslizamiento semántico que opera esta generación

entre la noción de civilidad como atributo de una clase a la de civilización como

principio de nacionalidad. Ello está ligado a los avatares políticos de esta generación

que los lleva hacia el camino del exilio. En efecto, si en el momento de creación del

salón literario de Marcos Sastre, estos hombres invocan al "Gran Rosas" como principal

defensor de la nacionalidad, "que la sola fuerza de su genio y de su alto grado de

indulgencia le pone en aptitud de rechazar toda reacción extraña y anárquica que intente

oponerse a la realización de las esperanzas de la nación"355, un año más tarde, en

nombre de la misma nación, van a prestar apoyo a los franceses en su bloqueo del

puerto de Buenos Aires. Y ese vuelco lo justifican invocando la idea de civilización

como expresión del sentimiento nacional. Así Sarmiento no vacila en vanagloriarse de

haberse echado en brazos de Francia y cometer el delito de leso americanismo, pues al

hacerlo "ellos estaban salvando la civilización europea, sus instituciones, hábitos e

ideas"; en otros términos estaban salvando el principio de nacionalidad"356. La ruptura

con Rosas va a operar ese deslizamiento semántico que define la nacionalidad como

expresión de la cultura occidental (civilización), y que ahora se opone al americanismo

como sinónimo de barbarie. Si ello ya está presente en los escritos de Echeverría y

Mármol, es Domingo Faustino Sarmiento que va a darle su forma más acabada con su

Facundo, Civilización y Barbarie 357.

Esta obra contiene uno de las más ricos interpretaciones sociológicas sobre

la relación entre formas de sociabilidad y códigos y valores que deben definir la

comunidad de pertenencia. Toda la obra, construida a partir de un razonamiento

dicotómico, está destinada a mostrar a través de la vida de Facundo Quiroga, cómo

afrontan en la República Argentina, dos tendencias antagónicas. Ello es expresado a

nivel semántico a través de un vocabulario bipolar, donde cada palabra encuentra su

contrario en el campo opuesto: la ciudad opuesta a la campaña, la razón opuesta a la

materia, la constitución a lo arbitrario, el frac al poncho, los tiempos modernos a los

tiempos arcaicos, el siglo XIX al medievo, la casa limpia al rancho mugriento, en

síntesis, la civilización europea a la barbarie americana358. Si hasta entonces en el

355Cfr. GUTIERREZ, Ojeada filosófica...cit, p. 121356D. F. SARMIENTO, Civilización i Barbarie. Vida de Juan Facundo Quiroga, I aspecto físico, costumbres, i abitos de la República Argentina..., Santiago, Imprenta del Progreso, 1845, 329 p., (ed. Galindo, Madrid, p. 336.).357Cfr. José MARMOL, Amalia (Montevideo, 1851), Madrid, Espasa-Calpe, Colección Austral, 1978, 529 p.; Esteban ECHEVERRIA, El Matadero (1871), Buenos Aires, Capítulo, 1979.358Cfr. nuestro trabajo Idéologie de la conquête du désert (1837-1879), Mémoire de Maitrise, Universidad de Paris I-Sorbona, 1984, 180 p. Una bibliografía sobre Sarmiento y el Facundo en Paul VEDOVOYE, Domingo Faustino Sarmiento éducateur et publiciste (entre 1839 et 1852) Paris, Travaux et mémoires de l'Institut des Hautes Etudes de l'Amérique Latine, N) XII, 1963, 651p.

139

discurso de estos hombres el "sentimiento racional de la patria" podía asociarse a las

identidades múltiples de los individuos, con Sarmiento se opera un viraje importante,

pues a través de la oposición de principios antagónicos se logra construir una imagen

unitaria de la nacionalidad argentina, que se compone de dos tendencias opuestas.

Civilización y barbarie es el punto de partida constitutivo de la nueva nacionalidad.

II. La sociabilidad como ámbito de difusión de un modelo nacional de pertenencia

comunitaria

De lo visto hasta ahora podemos concluir que entre la década del 30 y del

40 se define, entre la intelectualidad porteña, un nuevo modelo de nacionalidad que

elabora su propio discurso en torno a las nociones de sociabilidad y civilización, pero

como ellos mismos lo reconocen durante los años de juventud porteña y de madurez en

el exilio, éste incumbe a un número reducido de personas. ¿Cómo logra éste imponerse

como modelo de pertenencia colectiva que va a vehicular una nueva representación de

la nación como comunidad político-cultural se luego va a identificarse con la

construcción del Estado? La respuesta a esta pregunta debemos buscarla ya no en el

discurso de la sociabilidad sino en la práctica que subyace tras este discurso.

A. La asociación como aprendizaje del sentimiento racional de la nacionalidad

El discurso de la "sociabilidad" y de la "civilización" como nueva

representación de la comunidad política surge como lo hemos visto, en el seno de las

prácticas de sociabilidad asociativas. Las nuevas asociaciones culturales que se crean

con el objeto de intercambiar conocimientos y opiniones sobre asuntos "que son del

interés de todos" desarrollan un tipo de práctica cultural entorno a la utilización pública

de la razón individual359. El estudio del desarrollo del movimiento asociativo nos dará

un primer indicio de su función en la difusión de nuevas representaciones de la

comunidad.

La historia del movimiento asociativo moderno comienza en Buenos Aires

con el proyecto de creación de la "Sociedad Patriótico-Literaria y Económica" de 1801.

En su proyecto de creación publicado en el Telégrafo Mercantil, Cabello y Mesa relata

los orígenes de estas sociedades en Inglaterra y Francia, vinculándolas con el ejercicio

359Para el espacio público ver Jürgen HABERMAS, L'espace public. Archéologie de la publicité comme dimension constitutive de la société bourgeoise. Paris, ed. Payot, 1978.

140

público de la razón individual dentro de la esfera privada: "congregados algunos

eruditos en casas particulares, o privadas para formar, esforzar y disputar las razones

que favorecían su opinión, sobre distintos objetos, pasaron a establecerse en Academias

Públicas..."360. No sabemos si esta sociedad llego a constituirse pero el periódico

publica la lista de sus futuros socios entre los que figuran miembros de la alta

burocracia colonial361. Notemos que la nómina de suscriptores rebasa la del cenáculo

ilustrado, según se infiere de algunos artículos aparecidos en el Telégrafo Mercantil, y

de donde se desprende que estos "eruditos socios" comienzan a apartarse del modelo

del letrado colonial362. Ello en el marco de una asociación que pretende conciliar el

principio contractualista con la Ley de Gentes que rige la sociedad de Antiguo

Régimen363. Ahora bien, si la difusión de este nuevo tipo de formas de sociabilidad

asociativa no revela una voluntad revolucionaria por parte de sus miembros —la

presencia de miembros de la alta burocracia colonial junto con grandes comerciantes

locales también contradice esta interpretación— ella está indicando modificaciones

importantes en la estructura de sociabilidad. Ya que si bien el proyecto de constitución

de una Sociedad Patriótica no rompe con el principio de la sociedad estamental, sus

objetivos exceden a esta asociación favoreciendo la instauración de una esfera pública.

Entre este primer esbozo de asociación moderna y el desarrollo del

movimiento asociativo durante el gobierno liberal de Rivadavia (1821-1827) debemos

señalar dos etapas intermedias. La primera se sitúa entre 1806 y 1807 cuando las tropas

inglesas toman sucesivamente el puerto de Buenos Aires y de Montevideo y ocupan sus

ciudades durante casi un año. Encontramos entonces referencias a la implantación de

logias militares inglesas que funcionan en ambas ciudades y que sabemos tuvieron

contactos con la población local364. La segunda etapa va de la insurrección de la ciudad

360Cfr. Telégrafo Mercantil, Rural, Político, Económico e Historografo del Río de la Plata, N° 2, Sábado 4/4/1801. 361 Cfr. Lista de los señores suscriptores al Telégrafo Mercantil en Telégrafo Mercantil, Rural, Político-económico e Historiográfico del Río de la Plata, (1801-1802). Reimpresión facsímil dirigida por la Junta de Historia y Numismática Americana; 2 vol, Buenos Aires, 1914-1915; véase asimismo Susan SOCOLOW, The marchats of Buenos Aires 1778-1810, Family and Commerce, London, Cambridge University Press, 1978, 253p.; Idem, The bureaucrats of Buenos Aires, 1769-1810: Amor al Real Servicio, Durham, Duke University Press, 1987; Memorias y Autobiografías, Buenos Aires, Museo Histórico Nacional, 1910, 2 tomos. 362Cfr. "Señor editor del Telégrafo", en T.M, t.1, n° 5, 15 de abril 1801; "Señor editor del Telégrafo", en T.M,t.1, n° 12, 9 de abril de 1801; "El Editor", t.1, n° 25, 24 de junio de 1801; "Carta de Bertoldo Clak, sobre que explique el Editor como debe entenderse la exclusiva de los Extrangeros, y otros Individuos para miembros de la Sociedad-Argentina" y "Respuesta del Editor" en T.M, t.1, n° 26, 27 de junio 1801. Para la ilustración en el Río de la Plata véase el último aporte realizado por José Carlos CHIARAMONTE, La Ilustración en el Río de la Plata. Cultura Eclesiástica y cultura laica durante el Virreinato, Buenos Aires, Puntosur, 1989, 366 p.363Cfr. "Carta de Bertoldo Clak,... cit, en T.M, t.1, n° 26, 27 de junio 1801. Cfr. nuestro artículo "La Revolución Francesa y la emergencia de nuevas prácticas de la política: la irrupción de la sociabilidad política en El Río de la Plata revolucionario (1810-1815)" dans Ricardo KREBS, Cristián GAZMURI, La Revolución Francesa y Chile, Santiago, Ed. Universitaria, 1990, pp.111-135.364Cfr. Manuel BELGRANO,"Autobiografía" en Memorias y Autobiografías, Buenos. Aires, Museo Histórico Nacional, 1910, t II, pp.91-110; Tomás GUIDO, "Reseña histórica de los sucesos de Mayo"

141

de Buenos Aires hasta la declaración de la independencia en 1816. En estos años surgen

las primeras asociaciones políticas relacionadas con un discurso y una práctica de la

acción en la esfera pública que las vincula con la alternativa más claramente

revolucionaria de la insurrección. Si la filiación no deja lugar a dudas, las diferencias

con las sociedades ilustradas no son menos evidentes. Primero en cuanto a sus

objetivos, pues se trata ahora de reuniones y asociaciones que se constituyen con un fin

estrictamente político: el triunfo de la insurrección y la instauración de un nuevo orden

político-institucional. No sólo cambian los fundamentos ideológicos de estos nuevos

objetivos asociativos sino que a través de ellas obra una importante trasformación de la

esfera de lo político. Pues al introducir el debate político como fundamento de la

relación se opera en ellas la metamorfosis del interés particular o corporativo en Interés

General y de la simple opinión en Opinión General, instituyendo el espacio público

político a partir del cual se define el nuevo sujeto soberano. Debemos sin embargo

señalar lo limitado de la primera experiencia que concierne un reducido círculo de

miembros de las élites criollas. Hay que esperar a la instauración del nuevo orden

liberal durante el gobierno de Rivadavia para encontrar un desarrollo significativo del

movimiento asociativo moderno. Ello no impide que en la década del 10 se siga

difundiendo a través de la prensa un discurso sobre la asociación como metáfora de la

nueva sociedad contractual365.

Luego de estas primeras manifestaciones de sociabilidad política ligadas a

los movimientos insurreccionales advertimos a partir de la década del 20, en el caso de

Buenos Aires relacionado con la instauración del gobierno liberal de Rivadavia, un

desarrollo significativo de asociaciones culturales. Es entonces cuando vemos surgir,

junto a las Sociedades Patrióticas, nuevas asociaciones socio-culturales que conocerán

un desarrollo similar en otras ciudades americanas, como es el caso de las Sociedades

Literarias, las Sociedades Lancasterianas y las Sociedades Filarmónicas y las

Academias de Canto y Música366. La más destacada de entre éstas será la Sociedad

Literaria, cuyos miembros están vinculados con el gobierno de Rivadavia y que van a

reunirse con el objetivo "de fomentar la organización y organizar la opinión a través de

en Memorias...cit, t I; Manuel MORENO, Vida y memorias de Mariano Moreno, Buenos Aires, 1918; "Informe de los oidores" en "La revolución de Mayo juzgada por los oidores de la Real Audiencia de Buenos Aires (documento del archivo de Indias)" en Revista del derecho, historia y letras, Buenos Aires, t.XLIII, año XV, 1912, pp.325-347; Ignacio NUÑEZ, Noticias Históricas de la República Argentina, (Londres, 1825), Buenos Aires, La Cultura Argentina, 1952, tomo I, p.97365Cfr. Diario El Censor, 9/10/1817, N° 108, pp.3-5366La primera de estas sociedades lancasterianas fue creada en Buenos Aires el 5 de febrero de 1821 bajo la iniciativa de Diego Thompson. Ella obtiene la aprobación del gobierno y el apoyo activo de la "intelectualidad" rivadaviana agrupada en la Sociedad Literaria y la Sociedad Valaper. Estas se desarrollan simultáneamente en Chile y Colombia Cfr. Domingo AMUNATEGUI SOLAR, El sistema de Lancaster en Chile, Santiago de Chile, 1895. Para Colombia ver Fabio ZAMBRANO, "Las sociabilidades modernas en Nueva Granada 1820-1848" en Cahiers des Amériques Latines, N°10, Paris, 1990, pp.197-203.

142

la publicación de un periódico instructivo y noticioso..."367. La sociedad no goza de

larga vida pero marcará un hito en la vida cultural porteña, según lo testimonian fuentes

de época368.

Hacia los años 30 el movimiento asociativo —hasta entonces ligado a un

sector de la gente decente— se extiende al ámbito de la sociabilidad estudiante, de

donde surgirá la célebre generación de 1837. El fervor por la cuestión pública, que los

lleva incluso a ocupar un lugar significativo en el mundo de los hombres de prensa, se

explica por lo menos por dos razones. La primera nos la expone uno de los miembros

de esta generación, Vicente F. López, en sus memorias:

"Nadie hoy es capaz de hacerse una ida del sacudimiento moral que este suceso

(la revolución de 1830 en Francia) produjo en la juventud argentina que cursaba

las aulas universitarias. No sé cómo produjo una entrada torrencial de libros y

autores que no se habían oído mencionar hasta entonces... el movimiento libre de

ideas siendo como una resurrección de los principios de nuestra sociabilidad

cultural de la primera y segunda década de nuestra revolución..."369.

A este fervor especial que genera según López el conocimiento de las

revoluciones liberales en Europa (no olvidemos que hasta entonces América

dificilmente podía identificarse con una Europa en plena restauración monárquica) y a

la difusión de las principales nuevas corrientes del pensamiento francés, se suma una

segunda razón de orden sociológico: por su edad, el estudiantado es mas propenso a

multiplicar sus vínculos de sociabilidad. El Salón Literario nacerá así de la confluencia

de los vínculos de sociabilidad específicos a un grupo generacional y de un nivel de

cultura. Pero por sus objetivos e incluso por su clientela esta supera el ámbito de la

sociabilidad estudiante para ubicarse en el de esfera pública literaria primero, política

después. Como las otras sociedades culturales éstos jóvenes van a crear su órgano de

prensa, La Moda, destinado a formar la opinión pública. Estos propagarán incluso un

nuevo modelo de hombre de opinión370 para quien la experiencia política es

consecuencia de una práctica cultural en torno a las discusiones públicas.

367CFR. Sociedad Literaria de Buenos Aires, Actas en RODRIGUEZ (ed), Contribución histórica y documental...cit368Cfr. José Antonio WILDE, Buenos Aires desde setenta años atrás, Buenos Aires, Espasa Calpe, 1948. La sociedad va a tomar a cargo la publicación de dos periódicos: El Argos y La Abeja.369Vicente Fidel LOPEZ, Evocaciones Históricas, Buenos Aires, El Ateneo, 1929, p.39-40370Así lo sugiere el estudio de la carrera de los 50 hombres de pluma que participan a la redacción de los 127 gacetas que se publican en Buenos Aires entre 1829 y 1840. 17 de los 50 hombres de opinión son miembros del Salón Literario, y lo que es aún más interesante, casi la totalidad comienza su experiencia periodística luego de la experiencia asociativa, mientras que los otros 33, que no poseen éste tipo de experiencia, cesan sus actividades después de 1837 Cfr. Nuestro trabajo La création d'une nation. Histoire politique des nouvelles appartenances culturelles dans la ville de Buenos Aires entre 1829 et 1862, Thèse Nouveau Doctorat, Université de Paris I-Sorbonne, 1992, tomo 1, pp 255 y sig. (publicación prevista en Publications de la Sorbonne)

143

Las asociaciones que éstos promueven como medio de conciliar el

individuo con la sociedad definen y difunden los códigos de civilidad que ya eran

característicos de la gente decente pero que ahora se adaptan a nuevas funciones de este

grupo dentro del espacio público. Puesto que si estos van a los nuevos salones de

lectura para saciar una ancestral necesidad de sociabilidad, deben observar en ellos

nuevas reglas de civilidad: respetar los gustos literarios de los asistentes, guardar

silencio pero saber igualmente entablar una conversación respetando las reglas de

urbanidad. Que se trate de salones de lectura, salones literarios, sociedades de estudio,

asociaciones filarmónicas, estas formas valorizan las relaciones de civilidad/urbanidad

que se convierten en sinónimo de sociabilidad culta.

La ruptura de estos jóvenes con Rosas polariza el movimiento asociativo.

Por un lado las sociedades africanas que manifiestan su apoyo al gobierno conocen un

importante desarrollo hasta 1852, por otro las asociaciones culturales que pasan del

lado de la oposición a Rosas desaparecen del universo relacional porteño a partir de

1839. Vemos entonces como se opera entre ellos el viraje en la definición de la

comunidad de pertenencia; se pasa así del sentimiento racional -unidad de creencias-,

que no necesariamente se opone a las identidades "naturales" que implican la

particularidad (social, étnica, lugareña), a una identidad que implica la universalidad de

la razón y que se define por su pertenencia a la civilización. Ello se vincula con otro

aspecto del pensamiento político que no hemos abordado aquí, el de la "soberanía de la

razón del pueblo"371.

El papel particular que las élites liberales otorgan a la práctica asociativa lo

constatamos también en todo Hispanoamérica. En algunos casos la representación

"asociacionista" de la sociedad viene ligada a una voluntad de ampliación del campo

social de la esfera política, como parece ser el caso en Chile, en Colombia o en

Venezuela372. En otros, como en el Río de la Plata, la difusión del movimiento

asociativo responde más a la voluntad de asegurar una nueva cohesión del cuerpo social

que de fijar nuevos mecanismos de participación de la sociedad a la política. Pero ya se

trate de la Joven Argentina, de la Sociedad de Igualdad en Chile, de las Sociedades

Democráticas en Colombia o de las Sociedades Liberales en Venezuela, estos jóvenes

imbuidos del pensamiento del socialismo “utópico” francés, proponen la práctica

asociativa como forma de aprendizaje de la cosa pública y de formación del ciudadano.

Este viraje en la representación de la colectividad que se da en el seno del

371Cfr. ECHEVERRIA, Dogma...cit.372Para Chile ver además de GAZMURI, op.cit, Luis Alberto ROMERO, La Sociedad de Igualdad. Los Artesanos de Santiago de Chile y sus primeras experiencias políticas, Buenos Aires, Serie Historia, Instituto Torcuato Di Tella, 1978, 73 p.. Sobre las Sociedades Democráticas en Colombia ver ZAMABRANO, op.cit y David SOWL, "La teoría i la realidad: The Democratic Society of Artisans of Bogotá 1847-1854" en H.A.H.R, 67-4, Noviembre 1987, pp. 611-630; para Venezuela algunas referencias en las clásicas historias de los partidos políticos.

144

movimiento asociativo moderno se acompaña de una importante mutación en los

hábitos relacionales de la población porteña. Con la instauración del nuevo gobierno

liberal del flamante Estado de Buenos Aires asistimos a una verdadera "explosión

asociativa" que supone no sólo un mayor desarrollo de las modernas prácticas

asociativas entre la gente decente sino una ampliación del personal asociativo que

integra ahora a sectores de "decencia" más dudosa. Entonces las prácticas asociativas de

la gente decente, identificadas con la opinión liberal, se constituyen en modelo de la

nueva sociabilidad urbana. La difusión de nuevas normas en la organización de los

comportamientos relacionales de la sociedad no es obviamente lineal, ni supone la

existencia de actores conscientes de las contradicciones formales e ideológicas de sus

diferentes modos de relación373. Pues obviamente la introducción de nuevos

comportamientos relacionales, como la de todo objeto cultural, no hacen "tabula rasa"

de las prácticas anteriores. Ellos son reapropiados, modificando a su vez las prácticas

anteriores374. Así por ejemplo las "Naciones Africanas", asociaciones étnicas de carácter

lúdico que reúne los africanos de Buenos Aires van a evolucionar después de 1852

hacia formas de organización más claramente mutualistas sin perder por ello ciertos

rasgos tradicionales. El primer ejemplo lo encontramos en 1855 en una documentación

sobre la sociedad Abaya375. Se organiza ésta con los miembros de la antigua "nación

Abaya", y si, según su reglamento, la asistencia mutua pasa a constituir su objetivo

principal, no abandona, in embargo, la organización de danzas. En el pedido de

autorización que dirigen los miembros de la antigua nación Abaya a las autoridades,

indican que se organizan "con el fin de asistirnos y ayudarnos recíprocamente en caso

de enfermedad o de muerte de uno de los socios, y también para entretenernos los días

de fiesta...".376 Una segunda referencia de esta mutación concierne la "Sociedad

Protectora Brasilera", creada en Buenos Aires en 1856. En el artículo 1 de su

reglamento, donde se enuncia el objeto de la asociación, encontramos ya una

modificación significativa: "fomentar el espíritu de asociación y de ayuda mutua"377. Si

en ésta se conservan aún aspectos de las antiguas asociaciones étnicas, notamos nuevos

criterios de pertenencia que la lleva a modificar (quizá por iniciativa del gobierno) la

tradición de fijarse un nombre que evoque la pertenencia étnica, por otro que evoca una

tradición político-cultural.

Si las antiguas prácticas no desaparecen, las nuevas que se incorporan se

373Como bien lo muestra M. Agulhon en su estudio sobre los penitentes y masones. Cfr. Maurice AGULHON , Pénitents et francs-maçons de l'ancienne Provence, Paris, Fayard, 1984, 454p.374La necesaria distinción formal entre tipo de formas y vínculos hace aún más evidente el carácter híbrido de toda práctica social. Ello no impide que exista un modelo "puro" como componente ideal de las prácticas sociales. En el discurso de la época este modelo vehicula nuevas representaciones de la sociedad. 375Cfr. A.G.N, Sala X, Policía, legajo 31-11-5376Ibidem377Ibidem

145

identifican ya con un discurso de la esfera pública que refleja una representación

unitaria de la identidad colectiva, ligada a las nuevas prácticas culturales de la discusión

y las lecturas públicas. Así por ejemplo, el presidente de la sociedad de topógrafos,

extranjero, profesa el siguiente discurso el día de su inauguración: "bajo el cielo de

América y sobre el suelo de la República, hablando otra lengua y proveniendo de otras

costumbres, yo me siento hoy aquí como el hijo del siglo, igual a todos bajo las reglas

de la civilización moderna, ligado a los hombres que me rodean a través de vínculos de

fraternidad..."378. Pinto asocia América al cielo y la República a la tierra, evitando así

una identificación territorial de la identidad colectiva. Si bien es cierto que en este caso

su condición de extranjero lo porta a eludir toda representación de la comunidad que lo

excluya, no por ello debemos desatender el hecho que el discurso identitario, que

comenzó entre las élites intelectuales, ya se ha propagado al sector de los artesanos. La

difusión de estas prácticas asociativas entre los sectores populares pudo entonces haber

funcionado como un importante soporte de difusión de la nueva representación de la

comunidad de pertenencia vinculadas a la esfera pública como espacio de identidades

racionales (civilización). Y esto se hace aún más evidente si tenemos en cuenta que,

poco a poco, estas nuevas formas asociativas que instauran la espera pública moderna

van a organizar la vida comunitaria sobre la base del principio de relaciones

contractuales.

La asociación como forma de organización de la vida comunitaria

En 1854 la constitución del Estado de Buenos Aires reconoce por primera

vez el derecho de asociación que hasta entonces dependía de la buena voluntad de los

gobernantes. Se asiste entonces a un desarrollo considerable de asociaciones de todo

tipo379. Dejemos de lado, por el momento, el problema de la inserción de estas nuevas

prácticas en el universo relacional tradicional y detengámosnos en la función específica

que estas prácticas desempeñan en la organización de la vida comunitaria. Recordemos

que estas nuevas prácticas relacionales organizan a la población urbana a partir de

vínculos revocables sobre los cuales justamente se funda la definición de la nueva

nación como una "asociación de personas e intereses". Nación y asociación suponen la

idea de una sociedad contractual que se arraiga en el mismo imaginario social que

hemos venido analizando. Ello explica que las prácticas asociativas fueran propuestas

por los jóvenes miembros de la "Joven Argentina" como la vía privilegiada de

378Cfr. "Sociedad Topográfica" en diario La Tribuna, 1/06/1859, p.3, col 1-2. 379Un estudio de este desarrollo en mi trabajo La création d'une nation...cit, tomo II.

146

transformación de la sociedad tradicional en una sociedad fundada en el principio

contractual de la relación y de la autoridad380.

Pero si estas prácticas asociativas que, a pesar del entusiasmo de la joven

generación de la década del 40, siguen circunscritas a un limitado sector del medio

urbano decente, logran constituirse en el Río de la Plata en principal soporte de la

representación moderna de la colectividad nacional, es porque rompen con la estructura

comunitaria tradicional y con el imaginario social que les da sentido; ofrecen así una

red relacional alternativa construida a partir de nuevos vínculos y valores arraigados en

el nuevo imaginario social de la nación como conjunto de individuos libres e iguales,

unidos por una unánime voluntad de constituirse en sociedad. La función que el

discurso de la "sociabilidad" atribuye a la práctica asociativa se ve así potenciada por el

proceso histórico-social de transformación del universo relacional de la sociedad.

El estudio de la estructura de sociabilidad porteña permite poner de relieve

este fenómeno. La observación de la implantación de las asociaciones en el espacio

urbano pone de manifiesto, en primer lugar, la coexistencia durante la primera mitad

del siglo XIX de dos modelos de ocupación del espacio que responden a dos

representaciones de la comunidad381. Las asociaciones religiosas tradicionales como las

cofradías y terceras órdenes se encuentran distribuidas de manera homogénea en todo el

territorio urbano, mientras que las nuevas sociedades se localizan por zonas: las

asociaciones socio-culturales al sur de la ciudad, cerca de la Universidad, donde se

concentra el mayor número de librerías y casas de edición; las asociaciones socio-

económicas al norte, cerca del puerto y del barrio de los extranjeros ligados al medio de

los negocios; y las asociaciones mutualistas en el noreste de la ciudad, donde residen

buena parte de los artesanos de origen extranjero que son los que primero integran estas

asociaciones. Las formas tradicionales de sociabilidad que suponen vínculos primarios

de relación se ubican en el marco de la tradicional comunidad de culto y de lugar (la

parroquia) o de sangre (la familia), mientras que las formas asociativas tienden a una

especialización que rompe con la organización espacial de la ciudad colonial. Vemos

entonces cómo, sobre la estructura urbana organizada en comunidad de parroquia,

surgen nuevas redes de sociabilidad organizadas según la extracción social y el tipo de

prácticas culturales de sus miembros. Unas suponen vínculos primarios de comunidad

de lugar, las otras vínculos contractuales ligados a los intercambios y al consumo de

ciertas formas de cultura (prensa, debates públicos, espectáculos culturales o simples

actividades de recreo público).

La especificidad de la implantación de los diferentes tipos asociativos en el

380Recordemos que la primera palabra simbólica del Dogma es justamente "Asociación". Cfr. ECHEVERRIA, Dogma...cit381Para estas cuestiones ver nuestro estudio cartográfico en Création d'une nation...cit, documento n° 17 y 67.

147

espacio urbano provoca un desplazamiento de la población urbana para satisfacer sus

diferentes necesidades de sociabilidad. Esta tendencia a la segregación social del

espacio urbano esta denotando un desplazamiento del grupo de referencia, fenómeno

directamente ligado al nacimiento de una conciencia de clase. Pero la nueva

sociabilidad elabora también otro tipo de identidad colectiva, en apariencia

contradictoria con las que acabamos de mencionar. En efecto, una vez roto el marco

local de pertenencia, ¿cuál es el universo de referencia de estas relaciones? El que

suponen los nuevos vínculos de solidaridad y amistad, construidos a partir de vínculos

secundarios que ya no pueden inscribirse en el marco de la comunidad tradicional,

puesto que el modelo de implantación de estas asociaciones muestra que rompen con

esa estructura comunitaria tradicional. Los nuevos vínculos remiten ahora a una

comunidad de valores político-culturales, es decir a una representación nacional de la

colectividad que la generación de 1837 ya había definido a través de las nociones de

sociabilidad y civilización. Todo ello sugiere que el nuevo imaginario social de la

nación fue socialmente instituido a partir de la intensidad y la naturaleza de los

intercambios sociales que se producen, en buena medida, en el marco de los vínculos

sociabilidad asociativa. El fenómeno de segregación social del espacio urbano está pues

directamente ligado a la difusión de un referente nacional de la colectividad.

Podemos concluir de todo ello que la especificidad de las formas de

sociabilidad asociativas en el proceso de construcción de las nuevas naciones proviene

tanto del discurso de la nacionalidad que surge en el seno de la esfera pública como de

las transformaciones que estas operan en la estructura relacional de la población

porteña.

Conclusión

¿Existe una nación en el Río de la Plata en la primera mitad del siglo XIX?

Este artículo ha querido mostrar que, formulada así, la pregunta no tiene sentido, pues

supondría que contamos con un modelo tipo de nación al cual remitirnos. Existe en

cambio, evidentemente, un conjunto de representaciones colectivas que remiten a

diferentes modelos de comunidad política. Hemos analizado aquí un tipo de

representaciones colectivas que surgen con la instauración de la esfera pública moderna

y que el movimiento asociativo vehicula. Si las nuevas representaciones pueden

observarse desde un temprano siglo XIX, sólo a partir de la década del 30 se formula

un discurso de "la sociabilidad" que difunde una nueva representación contractual de la

comunidad política. La generación del 1837 va a distinguirse aquí por una particular

148

identificación con este discurso, haciendo de él un dogma o unidad de creencias: un

sentimiento racional de pertenencia comunitaria, destinado a dar una definición cultural

a la nueva nacionalidad. Pero si estos apóstoles del "nacionalismo" lograron imponer

ese conjunto de representaciones como modelo cultural hegemónico de la nacionalidad,

eso se debe al fervor de su combate en la esfera pública, a su acceso después de 1852 a

las más altas instancias del Estado, pero también al hecho que esas mismas prácticas

están provocando modificaciones importantes en la organización comunitaria. El

discurso de la sociabilidad, como proyecto de modernización de la sociedad, va parejo

con importantes modificaciones en el campo de las prácticas asociativas y de los

códigos y hábitos relacionales que estas nuevas formas de sociabilidad inducen.

Queda por saber cuándo y cómo éste logra convertirse en modelo cultural

hegemónico sobre el cual se consolidará el Estado, se definirán los valores nacionales,

se construirá la mítica historia nacional y se trazarán las primeras líneas de un proyecto

educativo nacionalizador382 ¿En 1837? ¿durante el exilio? ¿a su llegada al gobierno del

Estado de Buenos Aires? ¿después de Pavón? Para obtener una respuesta concluyente

habría que asociar estos resultados a otro tipo de investigación. Con todo, el estudio de

las prácticas y del discurso de la sociabilidad permite por lo menos destacar ciertas vías

de socialización de la idea de nación anteriores al Estado y de precisar las

representaciones que dan sentido durante la primera mitad del siglo XIX a este

concepto.

382Proceso analizado por OSZLAK, La formación del Estado Argentino...cit

149

OTRAS NACIONES: SINCRETISMO POLITICO EN EL MEXICO DECIMONONICO

Antonio ANNINO*

Introducción

En su forma más sencilla la obligación política moderna se define por dos

deberes: el de los gobernantes de cuidar el interés público, y el de los gobernados de

aceptar la autoridad de los gobernantes. Se presupone que las dos partes están

interesadas en respetar la obligación mutua porque comparten la misma idea acerca de

lo que es el “interés público”: algo que está por encima y garantiza de los intereses

particulares. La consolidación de este principio básico del estado liberal no fue nada

fácil en ningún país, y algunos autores hoy se atreven a afirmar que se trata de una

cuestión irresoluble en lo práctico y en lo teórico383. Sin embargo, el principio hizo

parte del ideario de todos los liberales decimonónicos, en América como en Europa, y

generó a veces sentimientos de frustración frente a las dificultades que los proyectos

nacionales encontraban en su camino. Estas crisis de confianza tuvieron relevantes

consecuencias sobre la historiografía del siglo veinte: por mucho tiempo el debate sobre

éxitos y fracasos de los liberalismos empleó los argumentos de las élites liberales del

siglo pasado.

El caso de México no es muy diferente de los demás. El problema de la

aceptación de los principios liberales por parte de una sociedad comunitaria,

pluriétnica, católica, pero de un catolicismo peculiar, fue percibido por los grupos

dirigentes como un desafío difícil y a veces dramático para el futuro del país. Por ser

bien conocida, no vale la pena recordar aquí la posición de un José María Luis Mora384.

Se podrían presentar muchas citas de otros liberales, y hasta valdría la pena de hacer un

estudio exhaustivo sobre como se vivió el problema de la obligación política moderna

entre los varios grupos que gobernaron el país. Valga para todos esta afirmación de

Juan Suárez y Navarro, sacada de su Historia (1850):

“La mayoría de los mexicanos ignoraba al hacerse la independencia y aún

muchos lo ignoran todavía que tienen deberes políticos y civiles, carecen del

* Universidad de Florencia.383 C. PATEMAN, The Problem of Political Obligation. A Critical Analysis of Liberal Theory , Berkley, 1985; J. SIMMONS, Moral Principles and Political Obligation, Princeton, 1979.384 Nos referimos a la clásica obra de C. HALE, El liberalismo mexicano en la época de Mora 1821-1853, México, 1967.

150

conocimiento fundamental de sus derechos, de sus leyes, y de todas esas teorías

que el siglo ha sancionado como dogmas políticos”385 .

Suárez y Navarro no era muy original. Hasta en Francia se decía la misma

cosa al hablar de los campesinos386. La diferencia es que en México se hablaba de

“mexicanos” y no de una parte de la sociedad. Autores como Guerra y Thomson ya

plantearon el problema: el México del siglo XIX siguió siendo una sociedad de antiguo

régimen, y si el liberalismo de Juárez logró un apoyo popular en su lucha contra los

conservadores, es porque el gobierno dejó a los pueblos una autonomía que limitó en

los hechos la soberanía estatal387. Porfirio Díaz continuó en esta política: la así dicha

“pax porfiriana” se fundó en un pacto, más o menos implícito, entre el Estado y los

pueblos. La Revolución mostró cuan fuerte era todavía la autonomía pueblerina a casi

un siglo de la Independencia, y a pesar de todas las leyes que se habían dado para

destructurar las comunidades.

Los límites que los pueblos pusieron al camino de la obligación política

moderna nos remite a un tema crucial, el de la secularización del poder y de sus

valores. Cuestión compleja en el caso de México: los mismos liberales se definieron

católicos y no aceptaron nunca en forma plena la libertad de conciencia. Sin embargo,

el idioma liberal no pudo que ser secular, por lo menos en lo que se refería a las

relaciones entre Estado y sociedad. Una sociedad también católica, pero, ya lo hemos

recordado, de un catolicismo bien distinto del de las élites, un catolicismo que no

aceptaba la autonomía de los valores, y que en muchos rasgos reproducía aquella

tradición de prácticas colectivas que, en la última época borbónica, los ilustrados

habían intentado reformar sin mucho éxito. Así que el primer dato del dilema mexicano

está en los dilemas del mismo catolicismo mexicano: la obligación política moderna

necesariamente tenía que salir de una reforma religiosa que nunca se dio. Por lo que se

sabe, los liberales mexicanos no se interesaron demasiado en este aspecto del problema.

Se podría opinar que las luchas civiles alrededor de la cuestión eclesiástica no dejaron

mucho tiempo para perfilar la tarea.

Sin embargo, hay un segundo dato, un otro dilema, esta vez del mismo

liberalismo mexicano: su difícil relación con lo que se llamó el pasado o la “herencia”

colonial. Todos los liberales proclamaron a lo largo del siglo que México había nacido

en 1810 con el grito de Dolores. La historia anterior sólo tenía sentido en la medida en

que prefiguraba el triunfo liberal. Por lo demás, “la colonia es siempre infeliz,

cualquiera que sea la época, cualquiera que sea la metrópoli”, como se afirmó en los

385 Cit. en G. JIMENEZ CODINACH, Introducción al Libro Uno de los Planes de la Nación Mexicana, México, 1987, p. 38.386 Véase E. WEBER,Peasant into Frenchmen, Stanford, 1976.387 F.X, GUERRA, Le Mexique. De l’Ancien Régime á la Révolution, Paris, 1985 y G. THOMSON, Somes aspects of popular liberalism in Mexico, en Journal of Latinan American Studies, 1991, n.3.

151

libros de la generación romántica como en los de la positivista.

Pensar en el pasado como una prefiguración de la Nación constituye un

trato común de muchos liberalismos decimonónicos, pero el radicalismo del mexicano,

su negativa de aceptar bajo cualquiera forma los tres siglos anteriores, cortó los

vínculos con aquel patriotismo criollo que había logrado construir una identidad

peculiar de las élites novohispanas en el marco del catolicismo. No sabemos todavía

como se consumó la crisis del patriotismo criollo tras la independencia de México, lo

cierto es, si pensamos en fray Servando, que esta tradición no era incompatible ni con

el liberalismo ni con el republicanismo.

Sin el respaldo de una tradición propia, la tarea de hacer e imaginar la

nueva Nación, con sus derechos y sus deberes, se quedó en una encrucijada de mitos e

idiomas políticos diferentes entre sí que, en cierto sentido, favorecieron la

fragmentación de las identidades colectivas heredadas del pasado. Las fiestas del

Centenario en 1910 mostraron un coherente imaginario oficial388, pero la Revolución

mostró cuan poderosas seguían siendo las “otras” memorias, las de los pueblos.

El aspecto más significativo de este gran problema fue quizás la capacidad

del imaginario pueblerino de incorporar parte de los valores liberales para defenderse

del Estado liberal. Así que, si lo miramos desde la perspectiva de los pueblos, el siglo

XIX se configura como una etapa más de sincretismos culturales, que se nos presenta

con una paradoja sólo aparente: las políticas de la memoria pueblerina fueron más

eficaces de las del Estado. Precisamente porque sus identidades se habían reproducido

redefiniendo y reinventando sus pasados, las comunidades no tuvieron muchas

dificultades para reubicarse en el nuevo marco constitucional y así dar una nueva

legitimación a sus intereses y a sus culturas. Por supuesto, el imaginario constitucional

de los pueblos siguió siendo bien diferente del de las élites, pero este dato nada quita al

hecho que en México tensiones, conflictos, y pactos, entre Estado y pueblos se dieron

siempre a partir de las interpretaciones que cada actor dio de las constituciones.

Los pueblos de 1877: imaginando otra Nación

El fundamento de la obligación política moderna en el mundo hispánico

fue una idea de Nación abstracta, de corte francés, ya perfilada en las Cortes de Cádiz,

que en buena parte fue una herencia de la ilustración borbónica. El mundo indígena fue

admitido desde 1812 en esta Nación monista y universal, que rechazaba, como anotó

Burke, las historias particulares preexistentes. La comunidades mexicanas aceptaron de

hacer parte de esta Nación, pero al reinterpretar las cartas constitucionales que

siguieron a la de Cádiz, acabaron imaginando otras Naciones mexicanas, cuya identidad

388 Crónica Oficial del Primer Centenario de la Independencia de México, bajo la dirección de Genaro GARCIA, México, 1911

152

procedía de versiones actualizadas del pasado. En términos generales, estas versiones

utilizaron un procedimiento de yuxtaposición de valores, que marcó otra diferencia con

el catolicismo de las élites. Más allá de los conflictos internos, los grupos sociales altos

fueron hijos del catolicismo erastiano o jansenista del siglo XVIII que, como es bien

sabido, despreció las formas “paganas” y “salvajes” de la religiosidad popular, formas

por cierto sincréticas, pero plasmadas por el mundo barroco389. El patriotismo criollo

tuvo su origen en la cultura barroca. Otro aspecto llamativo del imaginario pueblerino

del siglo XIX es la afinidad con algunos grandes mitos del criollismo del siglo XVII.

Lo que no es nada extraño si recordamos el papel cultural de la Iglesia en el mundo

colonial.

El sincretismo entre pueblos y liberalismo no está muy estudiado, así que

por el momento no tenemos una sólida cronología. Parece, sin embargo, que el

fenómeno se dio en forma cíclica, según los escenarios creados por las coyunturas

agrarias y políticas nacionales. Como dijo Justo Sierra, “Podía haberse cubierto el

territorio de la Nueva España con los expedientes de los litigios a que la distribución de

la tierra dio lugar (en la colonia)”. No pocos historiadores han subrayado que, por la

debilidad del nuevo Estado independiente, los poderes locales y regionales se

fortalecieron hasta convertirse en feudos que actuaban impunemente contra las

comunidades y los pueblos. Estos comenzaron a reaccionar con violencia ya desde los

primeros años de la independencia, pero ya no hay duda que el fenómeno se intensificó

a partir de la década de los cuarenta y llegó a su límite después de la guerra con los

Estados Unidos. Sin tomar aquí en consideración la guerra de castas yucateca, por ser

otra cosa, sobresale que las comunidades no se movían sólo y cuando se sentían

amenazadas. Sus acciones no fueron únicamente defensivas. Atacaban y ocupaban

tierras también cuando el enemigo por alguna razón era débil, como en el caso de la

guerra con Estados Unidos

Los estallidos de violencia son importantes, pero no tan relevantes como

para entender el sincretismo del que tratamos. Los pueblos utilizaron a menudo los

tradicionales pleitos y los derechos constitucionales, es decir que actuaron también

como comunidades de “ciudadanos”. En esta perspectiva el sincretismo se nos presenta

como un logrado intento, por parte de los pueblos, de articular sus libertades antiguas

con las nuevas. Insistiremos sobre este punto varias veces por la trascendencia que tiene

para nuestro tema. Por el momento cabe recordar dos datos: hasta las leyes de Reforma

los pueblos mantuvieron su personalidad jurídica, es decir podían apelar a los

tribunales. En segundo lugar, tras la Reforma, un pueblo siguió siendo una institución

389 Sobre los erastiano, jansenista etc.de la época borbónica véase D. BRADING, Orbe Indiano, México,1992, pp.530-552. Hale en la citada obra sobre Mora hace referencias a la filiación religiosa del ilustre liberal. Serge GRUZINSKI, en su La Guerre des images, Paris, 1990, ha tratado ampliamente el tema del barroco popular.

153

legal, aunque sin personalidad jurídica colectiva, lo cual representó un recurso

importante para las comunidades, al dejarles una primera identidad institucional frente

al Estado. No todas las comunidades fueron pueblos, pero no había comunidades que

no pertenecieran a un pueblo. Aunque no lo sepamos por vía documental, es muy

posible que la capacidad de una comunidad de actuar como institución tras la Reforma

dependió de sus relaciones con las demás componentes del pueblo al que pertenecía. La

cuestión es algo compleja, y se mezcla con un proceso repetidas veces subrayado por la

historiografía: el ascenso a nivel local de los mestizos.

Pero desconocemos todavía la importancia de este cambio y, más aún, si

tuvo consecuencias en las practicas culturales y en las políticas colectivas. Quizás no, si

consideramos que ciertas pautas de comportamiento pueblerino nunca —tampoco en la

colonia— dependieron de una supuesta “pureza” étnica.

Lo que sí vale la pena destacar es que la cronología de las protestas

violentas y la de las legales no parecen ser muy diferente. Evidentemente las

comunidades utilizaban las dos vías a la vez, o según las conveniencias escogían una de

ellas. Entre las vías legales, a más de los pleitos judiciales, hubo en la época

republicana un recurso constitucional, que por su naturaleza pertenecía a la memoria de

los pueblos: el derecho de petición. Perteneciente a las milenaria tradición de las

monarquías europeas, este derecho permaneció en el constitucionalismo moderno

depurado de cualquier elemento de privilegio exclusivo. Todas las constituciones

mexicanas lo contemplaron expresamente, y los pueblos siguieron utilizándolo como en

los tres siglos de la colonia para representarse frente al poder central. En los años

treinta y cuarenta una oleada de peticiones de pueblos en defensa de sus tierras inundó

tanto a los congresos estatales como al federal. Hecho significativo, el uso del derecho

de petición por parte de las comunidades no respetó las jerarquías institucionales de la

república. Si un congreso estatal rechazaba una petición, la misma era enviada al

congreso de la “Nación”, a pesar de que las leyes no admitían un procedimiento tan

arbitrario, que con toda evidencia atentaba a las celosas soberanías provinciales. Fue tal

la cantidad de peticiones en aquellos años, que los congresistas federales tuvieron que

discutir seriamente, aunque sin éxito, sobre cómo limitar el fenómeno sin atentar a los

derechos constitucionales. Sólo en la carta de 1857 se encontró una solución

formalmente coherente con la doctrina, al declararse la petición un derecho individual y

no colectivo. Entre tanto las comunidades habían perdido su personalidad jurídica:

hacer peticiones en cuanto “ciudadanos” quedó entre las pocas vías legales para apelar a

las autoridades políticas. Una nueva oleada se dio tras la guerra de Reforma y la caída

de Maximiliano.

Entre las tantas peticiones, una merece atención porque es una muestra

excelente de cómo se daba el sincretismo entre pueblos y liberalismo. Se trata de un

154

documento fechado en la capital en junio de 1877, y es muy posible que su redacción

estuviese a cargo de un abogado, o de un intelectual desconocido, relacionado con los

pueblos. El detalle es secundario: sabemos que también en la época colonial los

procuradores de los pueblos solían ser letrados, muchas veces nacidos en la ciudad.

Vale la pena subrayar de entrada un primer dato: precisamente la posibilidad de que el

autor no perteneciera a los pueblos y que fuera un letrado, nos indica el grado de

difusión que todavía en 1877 tenían los idiomas del catolicismo popular en la sociedad

mexicana.

El segundo dato que nos sirve de guía a la lectura es el propio título:

Defensa del derecho territorial patrio elevada por el pueblo mexicano al Congreso

General de la Nación, pidiendo la reconquista de la propiedad territorial para que

nuevamente sea distribuida entre todos los ciudadanos habitantes de la República por

medio de leyes agrarias y la organización general del trabajo, por la serie de leyes

protectoras con los fondos que se han de crear de un banco de Avíos.390

El documento está subscrito por los “ciudadanos” de 56 pueblos del estado

de Guanajuato, los nombres y apellidos de cada uno se encuentran al final de las 25

hojas de texto. Sin embargo, estos pueblos pretenden hablar en nombre del “pueblo

mexicano” para plantear la necesidad de que el Congreso apruebe una serie de medidas

para la “reconquista de la propiedad territorial”, porque, como afirma el incipit del

título, lo que se quiere defender es el “derecho territorial patrio”. Es evidente que en

este caso no se trata de una petición cualquiera de unos pueblos afectados por las leyes

de desamortización, o por el despojo que unas cuantas haciendas hicieron de las tierras

comunales. El asunto existe, y a el se hace referencia en el texto, pero no constituye el

tema central, que pretende ser de alcance “nacional”. ¿De qué derecho y de qué patria

hablan por tanto estos pueblos de Guanajuato? De un México indígena que no quiere

ser anti-blanco, pero que reivindica por medio de la constitución liberal la soberanía

sobre su territorio, no para gobernarlo sino para “organizar bien los intereses

reconquistados de la propiedad” tras la Independencia, intereses que los gobiernos

republicanos no han cuidado

“desviándose de aquella primera idea marcada por nuestros primeros libertadores

[...] para afianzar nuestra gloriosa emancipación, juntamente con los derechos y

bienes que de ella podía haber emanado, en que sin duda una de las principales

era la mejoría y civilización de todos los habitantes de esta nuestra hermosa

patria”.

Las medidas propuestas al Congreso Federal son:

1) una serie de leyes en defensa de los pueblos y en contra del despojo que

390 México, 1877, tipografía de José Reyes Velasco, Estampa de Balvanera núm. 1

155

las haciendas hacen de las tierras comunales.

2) “que en vista de las claras y menifiestas observaciones legales, que

prueban la indisputable propiedad que ha tenido el pueblo mexicano sobre su suelo,

considerados sus derechos antes de la conquista en tiempo de la dominación, y ya en la

época de la independencia [...] una serie de disposiciones agrarias que vengan de nuevo

a reorganizar la propiedad de la Nación, dotando competentemente á las Ciudades,

Villas, Municipalidades y demás pueblos, y a todos los individuos del pueblo

mexicano, haciendo la debidas divisiones [...] para que ningún mexicano viva

desposeido, ó sin porción legítima de su propio suelo, evitando en todo caso el abuso, la

mala fé, bajo que nuestros padres fueron víctimas, y nosotros sus descendientes hemos

venido envueltos con la misma desgracia”

3) “el establecimiento de un gran Banco Nacional de Avíos, con el fondo

que se sacará del remanente de la propiedad territorial del país, después de hecha la

distribución competente á todas las Ciudades, villas, pueblos y a cada uno de los

ciudadanos habitantes mexicanos, emitiendo una serie de bonos valorizados con el

legítimo precio de la propiedad territorial, para que con el producto se realice la

perfectibilidad mexicana [...] Todo fundado en las necesidades, reclamadas por el bien

común de la humanidad mexicana, y según las exigencias de los adelantos de la

civilización de la época”.

Se trata de medidas con toda evidencia poco susceptibles de generar un

desarrollo efectivo en 1877. Pero no es este el punto más importante, ni lo es el

evidente eco de los pasados proyectos conservadores, como la institución de un Banco

de Avíos, o el trasfondo fisiocrático que se percibe cuando el texto trata de la tierra

como bien económico. Lo relevante aquí es la relación entre la tierra como “territorio”,

la idea de “patria”, y la constitución. ¿Cómo justifican estos pueblos el concepto de

“una indisputable propiedad que ha tenido el pueblo mexicano sobre su suelo”?. Por lo

general, pueblos y comunidades indígenas defendieron sus tierras a lo largo de los

siglos, tanto en los pleitos judiciales como en las rebeliones, reivindicando los títulos

otorgados por la Corona. En la petición de 1877 este tipo de fuente jurídica no tiene

mucho relieve. La legitimidad que se presenta es de orden constitucional e histórico.

Los pueblos de Guanajuato reivindican el cumplimiento de los derechos individuales

sancionados por la carta de 1857 en cuanto a propiedad y seguridad. La palabra

“comunidad” no aparece nunca en el texto. Pero el referente de los derechos

constitucionales es otra Nación, no la de los liberales, sino la de los indígenas, y es una

Nación histórica, que por su naturaleza tiene precisamente un “derecho territorial”

previo a la constitución.

El esquema imaginario de esta nación indígena es bastante complejo,

porque intenta enlazar principios modernos con mitos e idiomas políticos antiguos. Es

156

en todo evidente que la palabra “Nación” está empleada en el sentido moderno, como

entidad monista, de manera que los indígenas aparecen sin distinción alguna de grupos,

o de idiomas, o de diferentes “usos y costumbres inmemoriales”, según la notoria

expresión colonial. La nación indígena se considera como una entre las demás naciones

de la época, y no quiere negar

“la valiosa ventaja que prescribe el procedimiento y modo legal, para hacer uso

de aquel derecho de que nos hallamos investidos, al par que los demás hombres

de otras naciones civilizadas, para que con la razón y el derecho mostremos a

quien corresponda nuestras penalidades y sufrimientos, oviando con esta conducta

de aquella odiosa calificación con que indebidamente siempre se ha querido

degradar nuestra raza, nivelando nuestros justos y sencillos actos al puro hecho de

inculto salvaje y del indomable bruto”.

El discurso sobre la paridad entre naciones lleva a compartir la imagen

totalmente negativa de la colonia, propia de los liberales, pero con un matiz

radicalmente distinto: la nulidad de los títulos de las haciendas en 1877 se origina

“por medio de la conquista en las Américas con notorio ultraje del derecho: antes

de esta época los habitantes de ellas habían estados revestidos con legítimos y

originarios títulos, por haber sido este suelo su señalada patria, y su pacífica y

larga posesión nadie con pruebas evidentes les podía haber puesto en duda”.

El primer elemento histórico que define la patria-nación indígena es por

tanto la legitimidad de los títulos de ocupación del suelo antes de la conquista española.

Como es bien sabido, fue esta una de las argumentaciones que Francisco de Vitoria

utilizó desde su cátedra de Salamanca para anular la legitimidad de la conquista

armada, y defender la de la evangelización, único título que justificaba la colonización

de América. Más radicales aún, y más conocidas entre los indios desde siempre, fueron

las ideas de Las Casas, que el texto reivindica, al recordar “la práctica detestable de las

encomiendas”, como un bienhechor de la humanidad por su lucha en defensa de “los

principios eternos del catolicismo”. A partir de Las Casas el texto hace un recorrido

sintético, pero muy preciso, de las principales medidas que afectaron la nación indígena

a lo largo de la Colonia, desde las composiciones de tierras, las reducciones, las leyes

sobre dotación de tierras etc, todo esto con referencias constantes a la documentación

probatoria del Archivo General de la Nación. El detalle nos sugiere que en 1877 los

pueblos y sus procuradores ya tenían un buen entendimiento del papel que el Archivo,

fundado por Alamán tres décadas antes, podía desempeñar en los pleitos sobre tierra.

Antes de seguir con el segundo elemento histórico que conforma la idea de

Nación indígena, vale la pena detenerse sobre la imagen que el texto ofrece del siglo

157

XIX, empezando por la independencia. Cabe destacar aquí tres puntos: la evaluación

positiva de los decretos de las Cortes de Cádiz en materia de repartimiento de tierras en

favor de “los hijos del país”, la referencia al decreto de Hidalgo de 5 diciembre de 1810

sobre las tierras indígenas y, por último, la interpretación de los hechos que en 1821

desembocaron en la Independencia:

“Los españoles más tarde lo comprendieron así; pues muchos de estos ricos

extranjeros aceptaron la independencia, para conservar en el mismo estado estos

intereses, pasándose al lado de los independientes, traicionando su patria. Tan que

fue así, que casi ellos mismos impulsaron á que se pusiera en frente de la

revolución el general español D. Agustín de Iturbide, con el fin que se respetase

la propiedad [...] Sencible es decirlo, pero es la verdad. Nuestras autoridades

olvidaron el derecho de post liminium con que recobró América, entre la que se

numera la Nación Mexicana, sus derechos con su independencia: en el hecho

mismo de respetar indebidamente una propiedad viciosa y llena de nulidad”.

A más de la visión de un Iturbide “español”, que consuma la independencia

para conservar los privilegios, una cuestión todavía debatida por los historiadores, es

central para nuestro tema la referencia al principio del post liminium, porque nos indica

que la idea de Nación indígena-mexicana tiene sus fundamentos doctrinarios, y de ahí

históricos, en el jus gentium de la tradición jusnaturalístico-católica, tal como se fue

adaptando a la Nueva España en los siglos XVI y XVII. Es bien sabido que el jus

gentium fue una estructura juridíco-conceptual que, desde la patrística hasta la

escolástica y la neoescolástica, sirvió para decidir si un territorio conquistado, al tener

antes de la conquista la naturaleza de un Reino, se quedaba dueño de sus derechos o no.

En este marco, el principio de Postliminia reconocía, al ser aplicado, el derecho de los

cautivos de guerra a recuperar su originario status jurídico una vez liberados. Estas

cuestiones fueron centrales en el famoso debate sobre la naturaleza del indio americano

tras la conquista. Valgan tres citas: cuando Las Casas disputó con Sepúlveda en

Valladolid en 1550-51, negó la teoría de la guerra justa afirmando que los indígenas

“tienen bastante policía para que por esta razón de barbaridad no se le pueda hacer

guerra”391. Vasco de Quiroga en el De debellandis indis de 1553 afirmó rotundamente:

“tampoco obsta lo que se argui en contrario de que, pues lo dichos príncipes de

Indias afirman haber obtenido por el Derecho de Gentes sus sedes y principados,

no deben ser molestados ni por el Papa ni por el Emperador, y menos por los

mencionados reyes de España”392.

391 Bartolomé de LAS CASAS, Tratados, México, 1974, p. 283. 392 VASCO DE QUIROGA De debellandis indis, México, 1988, p. 161.

158

Torquemada no por casualidad tituló su obra Monarquía Indiana:

“Siendo una de las condiciones de las Leies, vivir en Pueblos y Republicas

formadas, claro consta, que estas Naciones Indianas las tuvieron, como la demás

Gente del Mundo”393.

En el siglo XVI los teólogos apelaron al jus gentium para solucionar el gran

problema de los títulos legítimos de la conquista. En 1877 el autor, o los autores, de la

petición de los 54 pueblos indígenas de Guanajuato apelaron al jus gentium para dar un

otro sentido a la independencia de México, y así legitimar otra idea de Nación. En base

al principio de Postliminia, con la independencia la nación Mexicana salió de su

cautiverio y recobró su libertad, una libertad que tenía antes de la conquista:

“los habitantes de las mismas América, cuyas Naciones Occidentales

conquistadoras, apenas ejercieron su soberanía sobre ellos 300 años, al fin estas

proclamaron su independencia, reconquistaron su libertad, por que es país de

libres, con títulos justos y con el derecho de patria”.

Es, ni más ni menos, el esquema del patriotismo criollo colonial revertido,

transformado en patriotismo indígena, y ubicado en el marco de los nuevos derechos

constitucionales. Con una tajante diferencia: la Nación de los liberales nace en 1810, la

de los indígenas existía antes de la conquista. ¿Era acaso la de las civilizaciones

antiguas? Sí y no. Ya subrayamos que el concepto tiene una naturaleza moderna: una

colectividad más un territorio y unos lazos comunes. La Nación perfilada en el

documento tiene cara liberal y un cuerpo indígena mítico: el del catolicismo

evangelizador novohispano. Se afirma con palabras modernas:

”a nosotros pues nos toca el derecho de defender, y probar que el suelo de este

continente nos pertenece por el mismos derecho de propiedad y dominio que los

pueblos de las demás Naciones”

Pero, a las pocas líneas nos encontramos con que:

“Nos asiste la fé de creer aquel dato de la Biblia que refiere el Génesis cap.10

v.30, al numerar los nombres de los treces hijos de Jectan hermano de Faleg, de la

descendencia de Sem, de donde sin duda procedemos [...]. Así pues, a pocos

tiempos de la confusión de idiomas, multiplicada la numerosa descendencia de las

Indias Orientales, pasaron á poblar las Indias llamadas Occidentales [...] y

recordamos con noble orgullo los nombres de los sietes jefes que partieron desde

393 TORQUEMADA, Monarquía Indiana, México,1975,p.314

159

Sennaar [...] estos fueron los fundadores de las populosas Ciudades en el otro

continente: y sus inmediatos sucesores fueron los que les tocó en suerte de haber

fundado en el nuevo, las fundaciones primitivas de Axocho con los Xilancas [...]

en Xalisco con parte de los descendientes de los Totecas con sus gefes Ehecatl y

Cohuatl, tomando poseción rumbo a Ecatepetl los Olmecas con su Gefe

Apopocanub [...] hacia Oaxaca los Zapotecas...”

Es muy posible que estas referencias al antiguo principio de la origen

común del hombre, que los evangelizadores del siglo XVI manejaron a menudo, y que

entró en el imaginario del patriotismo criollo colonial, tengan una justificación lógica

en el texto: legitimar más el uso del jus gentium para reivindicar la existencia de un

Derecho Territorial Patrio previo a la constitución liberal. Una manera para crear lo que

técnicamente se diría una “fuente de derecho”, a partir de la cual reinterpretar la carta

fundamental mexicana, y llegar así a una definición de lo que es el “bien común”.

Precisamente sobre este punto se cierra la petición: “Justicia fundada en la verdad,

solicitamos, en favor del bien común de los que somos mexicanos”.

Este documento es sólo unos de los tantos que a lo largo del siglo XIX los

pueblos enviaron a los gobiernos republicanos. No corresponde a un modelo, pero sí a

unas prácticas del imaginario que, aunque daban productos diferentes, seguían el

mismo camino sincrético. No es difícil imaginar que un estudio exhaustivo de este tipo

de documentación podría dar cuenta de las diferentes ideas de Nación y de bien común

que circularon en el México de los pueblos, limitando el arraigo de la obligación

política liberal.

1812: el origen del sincretismo moderno

Hay que dar ahora un paso atrás, para intentar responder a una pregunta

inevitable, tras el análisis del texto de 1877: ¿como y cuando empezaron estos procesos

sincréticos en México? Notese que el texto de 1877 evalúa positivamente los decretos

de las Cortes de Cádiz sobre repartimiento de tierras a los indígenas, a pesar que otros

decretos habían suprimido las Repúblicas de indios. Esta última medida no parece tener

mucha importancia en 1877, más aún, por lo que hemos visto de la documentación

pueblerina, en ningún momento del siglo XIX las Repúblicas coloniales son

reivindicadas como una fuente del derecho indígena a las tierras. Las fuentes a las que

se apelan las comunidades son por lo general: los títulos concedidos por la corona, los

derechos de cada pueblo a tener su dotación según las leyes de Castilla y de Indias, que

siguieron vigentes en esta materia a lo largo de todo el siglo, y, por último, el

autonomismo municipal. El dato no escapó a la atención de los historiadores: todos los

160

pueblos, máxime los indígenas, fueron siempre duros defensores de la autonomía

municipal. Es muy posible que el documento de 1877 tenga a que ver con este punto,

porque el Plan de Tuxtepec que en 1876 abrió a Porfirio Díaz el camino al poder,

prometió defender las libertades de los municipios, lo cual desencadenó el año siguiente

un fuertísimo movimiento de pueblos en todo el país.

Para contestar a nuestra pregunta acerca de los orígenes de los sincretismos

“modernos”, para así decirlo, hay que explicar por qué una institución de puro corte

liberal, como el municipio electivo, tuvo tan éxito en una sociedad como la mexicana,

comunitaria y capaz de reinventar sus pasados para defender su presente. La

explicación clásica apunta al peso de la tradición ibérica, fuerte ya en la colonia y

después en la república. Y por cierto en el siglo XIX hubo una literatura al respeto, que

cobró mucha fuerza en los años del Porfiriato. Pero se trató de un fenómeno urbano, de

capas intelectuales que buscaron un modelo histórico de libertades para criticar con más

legitimidad el poder omnímodo de don Porfirio. No parece que estos grupos tuviesen

muchos nexos con los pueblos del país. Tampoco había compatibilidad cultural entre el

municipalismo pueblerino y el de los intelectuales, puesto que el primero no reivindicó

nunca una supuesta tradición ibérica. Hay por último un dato, que quizás sea el más

tajante: en la famosa Ley Lerdo de Tejada, que en 1856 dictó alguno de los grandes

principios de la Reforma liberal en materia de desamortización de los bienes

corporativos, se lee algo muy extraño. En el art.6 la ley enumera las corporaciones a

desamortizar: entre las “típicas” para cualquiera liberal, conventos, cofradías,

hermandades, hospitales etc, encontramos a los ayuntamientos constitucionales. ¿De

donde vino esta formal aberración jurídica, que igualó instituciones coloniales a una

republicana, liberal, y representativa? La cuestión parece aún más extraña al considerar

que Lerdo fue uno de los más cercanos colaboradores de Benito Juárez y unos de los

autores destacados, junto a Melchor Ocampo, de las leyes de Reforma, un hombre al

que se puede reprochar todo, pero no el equivocarse sobre aspectos doctrinales.

El art. 6 muestra por tanto que algo muy serio pasó entre el

constitucionalismo liberal y los pueblos mexicanos durante las primeras décadas del

siglo XIX. En 1857 había miles de ayuntamientos constitucionales, la gran mayoría

ubicados en las áreas indígenas del centro-sur del país, y máxime en el estado de

Oaxaca. Si hiciésemos una sumaria correlación entre habitantes y municipios en el

México de 1857 y lo comparásemos con la situación de un país europeo, quizás los

datos estarían en favor de México. Esta proliferación extraordinaria de municipios en el

México republicano no fue una herencia colonial, sino una consecuencia de la primera

experiencia liberal, la gaditana, entre 1812-14, y 1820-24394. En estos pocos años se

394 La referencia a 1824 toma en consideración el hecho que en el interludio iturbidista la carta gaditana siguió vigente en todo lo que no dependía de los Tratados de Córdoba y de la legislación del neo-imperio, que no modificó la materia de la que tratamos aquí.

161

dieron las condiciones que llevaron los liberales de la Reforma a atacar a los

ayuntamientos constitucionales. Este ataque intentó destructurar el resultado más

concreto del sincretismo cultural de los pueblos: el nuevo tipo de control sobre las

tierras a partir de los ayuntamientos electivos.

El enlace entre la nueva institución local y los antiguos derechos

mancomunales no estaba en absoluto previsto por ningún decreto, y menos aún por la

carta gaditana, pero se dio igualmente por la fuerza de circunstancias muy particulares,

como fueron las que condujeron al colapso del imperio español en América y en Nueva

España. Hay como una paradoja en este gran problema que obligó a los liberales de la

Reforma a promulgar una ley jurídicamente tan deforme como la de 1857: la

constitución de Cádiz fue hasta 1848 el modelo ideal de los liberales europeos que

luchaban contra la Restauración, desde los carbonaros piemonteses hasta los decabristas

rusos. Pero fue en la lejana América de los Virreyes y de los indígenas donde esta

constitución tuvo más arraigo y, a su manera, más éxito. No aseguró estabilidad a la

nueva república, pero sí proporcionó a los pueblos un papel protagónico como nunca lo

habían tenido antes.

Este resultado tan imprevisto dependió, como se ha dicho, de la coyuntura

de crisis, pero fue propiciado también por aquellas partes de la carta gaditana que

trataron de los ayuntamientos y de las elecciones. Es bien sabido que unas de las

hazañas más espectacular de la constituyente de Cádiz fue la de admitir a la ciudadanía

y al voto a los indios americanos, y de excluir a castas y negros. No se trató por tanto

de un derecho de voto universal, pero tampoco censitario. El sistema electoral de

segundo grado para las Cortes, y de primer grado para los ayuntamientos

constitucionales, tuvo como modelo el francés de 1791, pero adaptado a las sociedades

del imperio. Hubo así requisitos diferentes según los niveles: en las juntas parroquiales

votaban también los analfabetos porque el voto era público y en alta voz. En las juntas

de partido, aunque no se dijo, podían votar sólo los alfabetizados porque el voto era

secreto y se daba por escrito, igual que en las juntas de provincia para elegir a los

diputados a Cortes, pero con el cláusula de que “se requiere además tener una renta

anual proporcionada, proveniente de bienes propios” (art.92). Aunque no en forma

rígida, el sistema de voto gaditano respetó en principio las jerarquías sociales, pero

enlazándolas alrededor del nuevo modelo de representación política. Para nuestro tema

cabe destacar que la idea de ciudadanía y de sus derechos no fue en absoluto de corte

francés, abstracta y universal. No todos los nacidos en un territorio del imperio eran

ciudadanos: se necesitaba ser jefe de familia, mayor de 25 años, avecindado o residente

en un pueblo, y tener “modo honesto de vivir”. Es decir que los derechos políticos

activos se fundaron sobre tres principios clásicos de los mundos hispánicos: la

vecindad, la familia, la notoriedad del individuo frente a la comunidad de pertenencia.

162

¿Qué otra institución podía decidir si un modo de vivir era honesto? De ahí que el

fundamento de la representación liberal gaditana se ubicaba más en la comunidad local

organizada que en el individuo. No fue por casualidad que la circunscripción electoral

fue la parroquia, el pequeño universo de vecinos-feligreses que, a más de conocerse

entre sí por las practicas del culto y las demás formas de sociabilidad religiosa de los

pueblos, estaban inscritos en los registros parroquiales, única fuente legal para

identificar a los votantes.

Podemos detectar a este nivel de la constitución una asimetría que tiene

mucha relevancia para nuestro tema: la soberanía de la nueva Nación española en los

dos hemisferios se definió de manera abstracta, con una monoidentidad absoluta,

mientras que la naturaleza del territorio de esta Nación hispánica fue radicalmente

distinta. No fue concebida por los constituyentes como geométrica, y por tanto no fue

dividida desde el centro en distritos, para reducir los habitantes a meros números de

votantes. El territorio se quedó tal cual era antes de la constitución, es decir un conjunto

de territorios parroquiales que, cada uno por cuenta propia, definió ahora quién era

ciudadano y votante. Cabe destacar que las discusiones en Cádiz acerca de la soberanía

fueron muy animadas, y que los americanos se contaron entre los que más se opusieron

al concepto monista, mientras que no hubo contraste acerca del territorio. Los diputados

gaditanos se quedaron a pesar de todo en el marco del jusnaturalismo católico clásico,

según el cual la sociedad es un sujeto natural e ilimitado frente al Estado, sujeto

limitado y artificial.

La asimetría entre soberanía y territorio dejó un espacio constitucional para

que las sociedades locales entrasen con sus valores en los procesos de construcción de

la nueva representación electiva. En esta perspectiva, el art. 50 jugó un papel

estratégico porque otorgó a las juntas parroquiales el poder de decidir en forma

inapelable sobre los requisitos de los votantes395. Es decir que los mismos electores

decidían constitucionalmente sobre quien tenía derecho de votar: el Estado, con sus

funcionarios viejos y nuevos, se quedó afuera. El otro artículo clave fue el que

reconoció a todos los pueblos con un mínimo de 500 habitantes el derecho de instalar

su propio ayuntamiento electivo. También este artículo constitucionalizó algo que ya

existía: en primer lugar la naturaleza institucional de los pueblos, que se quedaron con

su personalidad jurídica, y, en segundo lugar, el principio clásico según el cual eran los

vecinos de un territorio quien decidían de formar un pueblo. Y es bien sabido que un

pueblo podía ser constituido por un conjunto de “lugares” diferentes, como rancherías,

caseríos, estancias, comunidades, etc., máxime en las áreas novohispanas.

En síntesis, el incipit de la constitución no era tan ficticio como a veces se

ha dicho: en muchos puntos la carta se asentó realmente en ”las antiguas leyes

395 “la misma junta decidirá en el acto lo que le parezca y lo que decidiera se ejecutará sin recurso alguno por esta vez y para este sólo efecto”.

163

fundamentales de la Monarquía”396, según un espíritu a la Montesquieu que no fue en

absoluto ajeno a los liberales españoles.

En Nueva España la Carta se aplicó en medio de una guerra civil, lo cual

condicionó en forma decisiva el encuentro entre las sociedades locales y el nuevo tipo

de representación. La crisis de legitimidad del gobierno español fue lucidamente

percibida por algunos de sus dirigentes, en particular por Felix María Calleja, quien ya

en 1811, al mando de las tropas que luchaban contra los insurgentes, describió en pocas

y secas líneas al Virrey Venegas la situación:

“Este reino pesa demasiado sobre una metrópoli que vacila. Sus naturales, y aun

los mismos europeos, están convencidos de las ventajas que les resultaría de un

gobierno independiente, y si la insurrección absurda de Hidalgo se hubiera

apoyado sobre esta base, me parece, según observo, que hubiera sufrido muy

poca oposición” 397.

Dos años más tarde Calleja substituyó a Venegas, y, si bien era un feroz

antiliberal, utilizó la carta gaditana para aislar políticamente a la insurgencia

promoviendo la instalación de los ayuntamientos constitucionales, en contra de la

opinión de la Audiencia de la Ciudad de México que envió un informe secreto a la

Regencia pidiendo la suspensión de la constitución en Nueva España398. Esta política

fue aun más fomentada en el bienio 1820-21, cuando se restauró la carta gaditana y la

situación novohispana estaba ya comprometida. Tres fueron las consecuencias : una

difusión extraordinaria de los nuevos ayuntamientos constitucionales, que llegaron a ser

casi un millar; una fuerte autonomía de los pueblos en cuanto a las practicas electorales;

una forma de autogobierno completo de los nuevos organismos sobre sus territorios, a

tal punto que los pueblos empezaron a definirse “soberanos”. Fue este el signo más

vistoso de los procesos de sincretismo moderno desencadenados por la crisis del

imperio. En el idioma de los pueblos ser “soberanos” significó tener autogobierno

completo en el campo de la fiscalidad y de la justicia local. No se trató de una

reivindicación sino de un hecho totalmente consumado: un decreto de las Cortes había

planeado en 1813 la reforma del aparato judicial, quitando a los intendentes y

subdelegados dos de las cuatro causas y pasándolas a un nuevo cuerpo de jueces que no

396 “Las Cortes generales y extraordinarias de la Nación española, bien convencidas, después del más detenido examen y madura deliberación, de que las antiguas leyes fundamentales de esta Monarquía, acompañadas de las oportunas providencias y precauciones, que aseguren de un modo estable y permanente su entero cumplimiento, podrán llenar debidamente el grande objeto de promover la gloria, la prosperidad y el bien de toda la Nación, decretan la siguiente Constitución política para el buen gobierno y recta administración del Estado”.397 Carta reservada del Brigadier General Félix María Calleja al virrey Francisco Xavier Venegas, Valladolid, 29 enero de 1811, Archivo General de la Nación de México (AGN), Historia, t. 326, exp. 4. 398 El texto completo del informe lo publicó J. DELGADO,La Audiencia de México ante la Rebelión de Hidalgo y el estado de Nueva España, Madrid, 1984.

164

se logró nunca instalar en Nueva España.

El vacío jurisdiccional fue así llenado por los ayuntamientos, lo cual

constituye quizás la ruptura más radical de la experiencia gaditana, si reflexionamos

acerca de lo que significaba para la mentalidad colectiva el ejercicio de la justicia local

en una sociedad pluriétnica y del antiguo régimen como era la Nueva España. La

Monarquía Católica conservó durante tres siglos la lealtad de las Indias gracias a una

practica negociada de la justicia. Se puede interpretar el dato como “impotencia” o

“corrupción”, pero es cierto que para indios y criollos la debilidad de la Corona en este

campo fue siempre percibida como un reconocimiento de la practica de la justicia según

los códigos locales399. El principio de la retroversión de la soberanía, invocado por los

cabildos provinciales americanos en 1808, consolidó aun más esta idea, puesto que

unos de los atributos de la soberanía era precisamente la justicia. Nada extraño por

tanto que los nuevos pueblos-ayuntamientos hicieran los mismo. El punto relevante es

que así los pueblos llevaron a su última consecuencia la fragmentación de la soberanía

empezada en 1808, generando lo que tras la independencia fue percibido por los nuevos

gobernantes como “anarquía”400. Este fenómeno se radicalizó en el interludio

iturbidista, siendo acompañado significativamente por la pérdida de la capacidad

recaudadora de los gobiernos. También en Nueva España hubo siempre una relación

estrecha entre justicia y fiscalidad. La difusión de los ayuntamientos la mantuvo y hasta

la institucionalizó, pero en contra del Estado: al tener la posibilidad y la necesidad de

cubrir sus gastos, los nuevos órganos electivos crearon un filtro fiscal entre gobierno

central y territorio, monopolizando las contribuciones. La ofensiva de los

ayuntamientos llegó al punto de exigir a los subdelegados los archivos de las cuatro

causas401. El hecho evidenció clamorosamente la revolución que se estaba consumando

a nivel local al aplicarse la constitución: una masiva transferencia de poderes del Estado

399 Quizás valdría la pena reflexionar acerca de los nexos entre la “debilidad” de la Corona y el principio de la limitación del poder del rey, que formaba parte de la tradición constitucional de la Edad Media europea y española. John Elliott opina que “the idea of consent survived in Spanish America, and was extended even to the república de indios, which was held to have subject itself voluntary to the Spanish crown”, ponencia presentada por el Autor en el Congreso “Le Nouveau Monde-Mondes Nouveaux. L'expérience américaine”, Paris, Ecole des Hautes Etudes en Sciences Sociales, junio 1992 (por aparecer).400 Un ejemplo de esta percepción es lo que escribía en 1825 con su lucidez habitual Lucas Alamán: “roto el freno y atropellada la obediencia a las autoridades superiores, no hay nada que ligue entre sí a las inferiores, ni menos que las haga aparecer respetables a los ojos de los ciudadanos, siguiéndose de aquí el desorden, la anarquía, y la guerra civil”, cit. en M. BELLINGERI, Conflictos y dispersión de poderes en Yucatán(1780-1831)”, A. ANNINO, R. BUVE, El liberalismo en México, Cuadernos de Historia Latinoamericana, n.1, 1993.401 “Como está ejerciendo el alcalde constitucional todas las funciones, y quedo yo como particular vecino, hablando debidamente protesto no ser responsable yo, ni mis fiadores del cobro”, así se quejaba el subdelegado del partido de Metepec en un carta al Intendente del México (junio 1820), AGN, Historia, vol.435, exp. 32. La concentración de poderes en los ayuntamientos tenía una base legal en el mismo decreto de 1813 sobre los tribunales. El art.7, cap.4 contempló la posibilidad de que:“mientras no se haga la distribución de los indicados jueces de partido se sigan las causas y pleitos civiles y criminales entre los Jueces de letras de real nombramiento, los Subdelegados, y los Alcaldes constitucionales de los pueblos”.

165

a los nuevos municipios electivos.

La de los pueblos-ayuntamientos fue una revolución silenciosa, que se

consumó por debajo de los grandes acontecimientos que marcaron la quiebra de la

Colonia, y sin embargo, si la miramos desde la perspectiva del siglo XIX, fue quizás la

más importante para entender los dilemas republicanos. En primer lugar porque la

primera experiencia liberal mexicana fue obra de la burocracia colonial y no de los

criollos. En segundo lugar porque la difusión masiva de los municipios gaditanos

provocó una dispersión de la soberanía tan radical que puso a los gobiernos

republicanos en una encrucijada de soberanías diferentes. Y por último, porque la

entrada de las comunidades en el marco constitucional dio origen al sincretismo

moderno: la política de la memoria pueblerina leyó el constitucionalismo liberal como

un idioma que permitía enlazar los derechos antiguos comunitarios a los nuevos. El

éxito más importante fue poner al amparo de los ayuntamientos electivos las tierras y

demás bienes de comunidad. No sabemos todavía los cambios que se produjeron en las

comunidades, pero la ley Lerdo nos dice que esta estrategia tuvo éxito.

El punto es relevante por muchas razones. Aquí cabe destacar que el

sincretismo moderno no secularizó las relaciones entre pueblos y tierra. Los conflictos

con las haciendas siguieron involucrando intereses materiales e inmateriales, poniendo

en juego las identidades comunitarias. El documento de 1877 expresó una idea moderna

de nación indígena, y sin embargo reiteró que:

“Nosotros comprendemos que sin arraigo no podemos formar pueblos, y nos

vemos en el caso de creer que tenemos perdido patria, si no se nos hace justicia y

concede el bien que solicitamos”

La etapa gaditana jugó una papel crucial también en este campo. Al fin y al

cabo, esta constitución no quiso proponer una visión secularizante de sí misma. Si nos

fijamos sobre la estrategia de las imágenes y de los rituales, que las Cortes planificaron

para la publicación del texto, es evidente que no se inventó ningún rito o representación

colectiva nuevos, como se hizo en Francia.

El único signo nuevo fue el nombre que pueblos y ciudades pusieron a sus

plazas principales: Plaza de la Constitución. En Nueva España la guerra civil hubiera

sin duda limitado cualquier intento de proponer un imaginario secularizante, más

porque los insurgentes eran aun más tradicionalistas de sus enemigos. No es que no

hubiera cambios: la difusión de folletos, catecismos y libros contra el “despotismo” y

en favor de la constitución fue notable402. Sin embargo el discurso escrito quedó ajeno

al discurso visual, así que el cambio no superó el ámbito urbano, y si es que llegó a los

pueblos fue incorporado en el imaginario local por la fuerza de éste, y por la

402 Véase a este propósito F.X. GUERRA,Modernidad e Independencias, Madrid, 1992, pp. 227-269.

166

legitimidad que le otorgaron los ritos de juramento y publicación de la Constitución.

Las dos actos fueron planeadas por las Cortes, y al igual que los artículos sobre las

elecciones, nos enseñan mucho sobre cómo los pueblos se vincularon con la primera

experiencia liberal. Cabe marcar otra vez lo relevante del substrato cultural de la carta.

Las Cortes destruyeron muchos privilegios, pero no atacaron la clásica idea hispánica

según la cual la sociedad estaba constituidas por cuerpos naturales. Quizás, para un

liberal francés de la época cuerpos y privilegios eran la misma cosa, pero para un

liberal español seguía vigente una fundamental distinción: los privilegios cabían en la

esfera política, los cuerpos no, formaban parte de la sociedad “natural” de la tradición

jusnaturalista católica.

Las ordenanzas de las Cortes no dejan lugar a dudas: la constitución tenía

que ser jurada por los cuerpos: abogados, oficiales, médicos, artesanos, universidades,

milicias, oficinas administrativas, la misma Audiencia y, por supuesto, lo pueblos.

Y así se hizo. El juramento fue un acto religioso, en nada diferente al

pasado: al centro del escenario el texto gaditano estaba expuesto en una mesa con al

lado del crucifijo, un evangelio, unas velas, y muchas veces la imagen del rey Fernando

VII. Ningún nuevo símbolo. La naturaleza tradicional del juramento plantea el

problema de que tipo de obligación política estuvo a la base de la constitución de

Cádiz: si el contractualismo hispánico clásico o el vínculo moderno fundado sobre la

voluntad. Un estudio reciente ha subrayado en forma convincente el nexo entre la

evolución del juramento en el constitucionalismo occidental y el itinerario hacia la

secularización de la obligación política403. No es por tanto atrevido tener dudas sobre el

caso gaditano, más si miramos al sentido de la palabra publicación. El termino no es

nada nuevo, pertenece al idioma de los antiguos regímenes, define el acto ritual por

medio del cual el rey hacía una pública representación de su dominio frente a sus

súbditos, algo bien diferente de lo que se considera la esfera pública moderna. No se

trata de discutir a secas sobre lo moderno o no de la constitución de Cádiz, sino de

ubicar críticamente este texto en su marco histórico: una etapa de cambios pero no de

rupturas a toda costa, de búsqueda de equilibrios difíciles entre lo viejo y lo nuevo, y

que constituye la cara especifica de las revoluciones hispánicas. Por otra parte, la

presencia de retratos del Rey en las ceremonias de juramento y de publicación nos

remiten a uno de los puntos cruciales de nuestro tema: la yuxtaposición de la tradicional

fidelidad al rey con la obligación política hacia la Constitución. ¿Hasta qué punto la

mentalidad pueblerina podía percibir la novedad de una monarquía constitucional, que

implicaba una nueva estructura de las lealtades?

El dilema es evidente. En sus cartas a los intendentes, los subdelegados

describieron detalladamente las ceremonias de juramento y de publicación en los

403 P. PRODI, Il sacramento del potere. Il giuramento politico nella storia costituzionale dell’Occidente, Bologna, 1992.

167

pueblos. Los ritos no fueron idénticos en todas partes, pero tuvieron mucho en común.

No hay duda que no modificaron el modelo de las fiestas comunitarias de los santos

patronos. Tres eran los días de festejos, con procesiones de santos, tianguis (los

mercados indígenas por medio de los cuales las comunidades intercambiaban sus

productos según precisos ejes territoriales), repique de campanas,cohetes, pelea de

gallos, y desfilé varios. En fin, encontramos en las cartas el universo de devociones y

de sociabilidad que los funcionarios borbónicos habían tachado de “paganismo” dos

décadas antes. La publicación de la carta gaditana representó sólo el evento sacro más

importante entre otros más. Un decreto de las Cortes había ordenado que en la misa o

en el Te Deum el cura párroco ilustrase a lo feligreses la “bondad” del “sabio texto”, y

así se hizo en todos los pueblos, pero con algo más: la procesión de la constitución.

Después de la misa el texto era físicamente traído en procesión sobre los hombros,

como una imagen sacra, y recorría los barrios, las demás iglesias, capillas y conventos.

Los vecinos lo seguían repartidos en cuerpos: los eclesiásticos, el subdelegado junto a

los jefes de milicias, los “vecinos respetables”, el “cuerpo principal de la república”, y

la vecindad organizada según las cofradías de pertenencia, cada una con el estandarte

de su santo patrono. Dos observaciones más: a pesar de la supresión de las repúblicas

de indios por parte de las Cortes, en Nueva España se sigue hablando de ellas en la

documentación oficial de las autoridades. En segundo lugar, las procesiones de la

constitución, al no ser diferentes de la tradición, legitimaron el orden social existente y

su imaginario.

Es muy posible por tanto que los pueblos, y máxime las comunidades

indígenas, percibiesen el texto sin su autonomía cultural: era algo nuevo, pero bien

insertado en los códigos de comunicación simbólica de la tradición local. En cierta

medida, precisamente la novedad del “sabio código” consolidaba la legitimidad de estas

culturas, permitiendo el desarrollo de un nuevo tipo de sincretismo. En este contexto el

principio de fidelidad monárquica pudo jugar un papel relevante :

“el gobernador hace presente a los republicanos de los Pueblos que comprende, a

los Alcaldes de voto y demás Indios vecinos y asociados del Sr. cura párroco […]

y conducimos el Retrato de nuestro Augusto y Católico Monarca a la parroquia..y

con el mismo retrato y la propia solemnidad pasamos al convento de las religiosas

de San Juan de la Penitencia en donde fue recibido y después cantó el Te Deum la

comunidad. De allí pasamos al colegio de San Ignacio de Loyola […] de modo

que llegamos a Tecpan a las dos de la tarde haviendo comenzado este acto a la

misa de la mañana. Por ultimo se colocó con la mayor decencia que pudimos el

referido retrato en vista del Pueblo”.404

404 Juramento de la parcialidad de San Juan de Tecpan, AGN, Historia,vol.403, f. 51.

168

Es difícil evaluar qué imagen dominaba en estos ritos, si la del Rey o la de

la Constitución, pero no hay duda que el imaginario que se utilizó en Nueva España

para “publicar” la constitución fue el de la fidelidad monárquica. Esta otra asimetría,

entre texto e imagen del texto, reprodujo muchas de las ambigüedades que desde

siempre acompañaron el itinerario de la fidelidad en América. La desigualdad entre los

vasallos, y el precario equilibrio entre la lealtad hacia el Rey y hacia la comunidad,

habían marcado muchos de los conflictos que se dieron en el último siglo antes de la

crisis final del imperio español.

Como en Europa, también en América las rebeliones, la de los comuneros

de Socorro como la de Tupac Amaru, para citar a las más famosas, habían siempre

separado la responsabilidad del Rey y la de sus funcionarios. Es que el principio de la

fidelidad tenía algo de absoluto y eterno, un deslinde no superable a pesar de los

conflictos: no sólo el Rey, sino Dios, el honor, y las identidades colectivas estaban

comprometidos. Cuando Morelos habló claramente de independencia, nunca empleó la

palabra “república” para definir la futura forma de gobierno. El punto se quedó

sencillamente sin resolver. Con Cádiz el dilema entre fidelidad y obligación originó dos

posturas muy diferentes: la de los grupos independentistas de las élites, que buscaron en

el Plan de Iguala un nuevo equilibrio entre los dos principios; y la de los pueblos que,

al amparo de la fidelidad, legitimaron una nueva forma de autogobierno local, leyendo

la Constitución como una nueva forma de pactismo entre el Rey y sus súbditos. Si la

miramos en esta perspectiva, la etapa gaditana se presenta como una redefinición de los

valores, de los problemas, y de las practicas históricas de la fidelidad novohispana.

Sin embargo, esta constitución no fue sólo una extraordinaria experiencia

en el imaginario de los pueblos. El sincretismo se dio también en las practicas, en

particular a lo largo de los procesos electorales para la instalación de los ayuntamientos.

En las elecciones encontramos el origen del problema que la ley Lerdo quiso resolver

en 1857. El caso más clamoroso se dio en la misma capital, en la Ciudad de México,

cuando en 1820 los gobernadores de la extinguidas parcialidades de San Juan

Tenochtitlán y de Santiago Tlatelolco pidieron al Virrey que los fondos de las cajas de

comunidad de las repúblicas no se tocasen hasta que las dos parcialidades no instalen

sus respectivos ayuntamientos.

Con esta motivación:

“porqué así lo exige el numero de almas que se comprenden en ellas y el diverso

que tiene a su cargo el actual Ayuntamiento, porqué no queremos correr la suerte

desgraciada anterior, cuando ahora estamos cubiertos y amparados por la

protección que nos despensa la Constitución Política de la Monarquía; y en tal

concepto, aspirando como sólo aspiramos a la conservación, aumento, seguridad,

y custodia de unos fondos que son de nuestros pueblos, destinados única y

169

solamente para los fines que aquel sabio código señala, parece conforme a el, que

no sólo se ha de contar con nuestra anuencia para su traslación, sino que antes que

esto se verifique se nos entreguen las cuentas, para que, haciendo los repasos y

adiciones a que nos conduzcan nuestros conocimientos, V. E., ó la Diputación

Provincial, con vista de todo, resuelvan lo que agradecen de justicia”405.

El intento no tuvo éxito por la oposición del Ayuntamiento de la capital,

instalado en 1812406, sin embargo queda el hecho con sus implicaciones: los indígenas

defendieron muy pronto la Constitución, y hasta pensaron fraccionar el espacio urbano

capitalino en tres ayuntamientos, uno de blancos y dos de indios, lo cual indica que el

sentido de pertenencia a la “ciudad” no existía entre los indígenas, un dato más para

reflexionar acerca de lo que fue lo “urbano” colonial en Nueva España.

En las áreas rurales la situación era más ventajosa para las comunidades

indígenas, y fue posible en muchísimos casos poner los bienes de comunidad al amparo

de los ayuntamientos. La masa de datos que hay en los archivos mexicanos, sea en el

nacional que en los locales, es realmente notable, y se necesitará mucho tiempo para

tener una visión cabal de todos los aspectos del fenómeno que nos interesa. Sin

embargo, es posible ya tener algunas ideas acerca de ciertos rasgos relacionados con

nuestro tema. Unos de los requisitos para el desarrollo del nuevo sincretismo era la

posibilidad para los indígenas de acceder a todos los cargos, no sólo a los de regidores,

sino también a los de Alcaldes, y así controlar el conjunto de los recursos materiales e

inmateriales. El problema es controvertido: Nancy Farriss en su clásico estudio sobre

Yucatán opina que los cargos de alcaldes de ayuntamientos cayeron en las manos de los

mestizos407.

En otras áreas, como en el valle de Toluca, cerca de la de México, la

situación fue distinta: en muchísimo casos los indígenas fueron elegidos alcaldes, y así

ocurrió en Oaxaca, que en 1821 estaba a la cabeza de las demás intendencias en cuanto

a numero de ayuntamientos (200). De manera que el acceso a los cargos altos tuvo que

depender de las situaciones locales. Lo que sí parece indudable es la adaptación de los

principios de la nueva representación a los valores políticos de las comunidades. El

subdelegado de Metepec, en el valle de Toluca, escribió escandalizado al Intendente

que en su partido “quieren esos pueblos igualarse a la ciudad de Toluca, comparan un

pueblo con las capitales”, señalando que el numero de regidores y alcaldes de los

ayuntamientos indígenas estaba muy por encima de la relación con el numero de

405 Archivo de la Diputación Provincial de Nueva España, vol.1,1820, exp. 2.406 Hemos analizado esta primera elección, y la participación de lo indígenas, en A. ANNINO,Pratiche creole e liberalimo nella crisi di uno spazio urbano coloniale.Il 29 novembre a Cittá del Messico, en A. ANNINO, R. ROMANELLI, Notabili, Elettori, Elezioni.Rappresentanza e controllo elettorale nell’800, “Quaderni Storici”, n.69, 1988.407 N. FARRISS, Maya Society Under Colonial Rule.The Collective Entreprise of Survival , Princeton, 1984.

170

habitantes. La explicación es que un ayuntamiento podía integrar a varios pueblos, y en

este caso los indígenas mantuvieron el antiguo principio de las repúblicas: un

representante para cada pueblo408. En otros casos, donde convivían en un mismo pueblo

blancos e indios, se siguió la regla de la cofradías mixtas, eligiendo un alcalde blanco y

uno indio. En San Miguel Almoloya del Rio (Intendencia de México) el subdelegado

señaló además un aspecto muy importante para nuestro tema:

“En la junta de vecinos en la que de común acuerdo de resolvió que se nombrasen

dos alcaldes, el uno español y el otro indio, distante el uno del otro y en sus

barrios de residencia; un regidor a cada uno de los barrios para que en lo

inmediato, y en el caso de prontitud, administren justicia en sus respectivos

pueblecitos, dando cuenta a los alcaldes con oportunidad”409.

Los regidores administraban justicia en los “pueblecitos” que formaban

parte del municipio. No estaba escrito en ningún decreto de las Cortes, pero el hecho se

dio. Es la muestra más evidente de la revolución local novohispana: con la difusión de

los ayuntamientos constitucionales en las áreas rurales hubo una masiva transferencia

de poderes del Estado a los pueblos. Aquí, en la justicia, podemos detectar el

fundamento concreto de la dispersión de la soberanía a lo largo de los territorios. Vale

repetir lo que hemos dicho unas paginas atrás: en 1808 el mismo fenómeno se dio en

América, pero reivindicado y circunscripto a las ciudades principales. La instalación de

los ayuntamientos electivos rompió las fronteras urbanas y, para así decirlo, “ruralizó”

el espacio político novohispano.

El sincretismo moderno nace por tanto de un gran cambio: las ciudades ya

no son en 1820 las fuentes principales del poder, no controlan el territorio como antes

de 1812. La nueva autonomía de los pueblos va a ser unos de los desafíos más difíciles

para los gobierno republicanos.

1832: levantando la Nación de los pueblos

El enlace entre los pueblos y el constitucionalismo moderno dio lugar a

nuevas practicas políticas en la república. Hasta la caída de Iturbide los pueblos con sus

ayuntamientos habían participado activamente en los acontecimientos, en segundo

408 En una petición a la Diputación Provincial para que se instale un ayuntamiento, el pueblo de Santiago Tlacotepec explicó que ”debe también tenerse presente que todos los habitantes de la cabecera como de la demás citadas hablan el idioma nazahual, por lo que es muy difícil que se vele en su prosperidad y comodidad,que es el objeto a que se dirige la instalación del ayuntamiento [...] todo se facilita con el ayuntamiento que se instale en Santiago, donde reunidos los demás pueblos puedan elegir de cada lugar respectivamente individuo que componga la corporación mencionada (subrayado nuestro), AGN, Operaciones de Guerra, vol.393, 1821, Gutiérrez del Maso, exp. 123.409 Ibidem, exp. 125.

171

plano, pero ya con un poder relevante. Es, por ejemplo, significativo que para obtener

la caída del gobierno de Ciudad de México el Ejercito Trigarante de Iturbide haya

adoptado una estrategia de acercamiento progresivo a la meta, empezando su camino

desde la periferia. En 1808 fue suficiente un golpe en la capital para acabar con el

intento autonomista del cabildo. En 1821 la correlación de fuerza entre Ciudad de

México y el resto del país había cambiado radicalmente: para conquistar el poder era

ahora necesario tener el apoyo de unas provincias. Durante la marcha de su ejercito,

Iturbide buscó constantemente el apoyo de los ayuntamientos, grandes y pequeños y así

la Independencia fue posible gracias a una alianza entre el ejercito y los ayuntamientos

constitucionales. Hecho aún más significativo, este modelo de lucha no cambió hasta la

Revolución Mexicana. La quiebra de los ejes territoriales consumada durante la crisis

del imperio nunca fue superada en el siglo XIX.

El mecanismo que obligó Iturbide a renunciar señaló un hecho nuevo: el

primer pronunciamiento de la historia moderna de México se dio en Soto de la Marina,

un desconocido ayuntamiento del norte, en octubre de 1822. El responsable fue, como

es notorio, el Brigadier Felipe de la Garza pero su “petición” (así la llamó) fue firmada

por los miembros del ayuntamiento, los electores e individuos de la diputación

provincial, el cura párroco, los oficiales de milicias, y “el vecindario de

consideración”410. La lista de los firmantes se dio según un jerarquía mixta, de cuerpos

y de grupos sociales, y su modelo es la junta de la antigua constitución hispánica, que

desde las Siete Partidas reconocía a cuerpos y notables el derecho de representar

virtualmente a todo el vecindario en caso de peligro para el “bien común”. La petición

de Soto de la Marina abrió la crisis del imperio, y el Plan de Veracruz la formalizó en

diciembre.

Los dos documentos constituyen el prototipo de una nueva práctica política,

los pronunciamientos, que tuvo una fuerte legitimidad durante todo el siglo, a pesar de

las amargas quejas de algunas personalidades destacadas. La historiografía ha apuntado

el papel de los caudillos y de los cuerpos militares en la mecánica que desembocaba en

los pronunciamientos, dibujando así un escenario dual: instituciones débiles por una

parte y, por otra, actores políticos fuertes, que actuaban por encima de las leyes o de las

constituciones. Poco atención se ha dado al papel de los pueblos y de los ayuntamientos

en los pronunciamientos. El problema es relevante en muchos aspectos porque tiene a

que ver con nuestro tema, el sincretismo moderno, y más en general con las complejas

relaciones que se instauraron entre constitución e imaginario colectivo una vez

desaparecida la forma monárquica de gobierno.

Una pregunta aparece clave: ¿cómo fue concebida la Nación republicana?

¿qué era esta nueva entidad para los actores colectivos, —grupos, pueblos y otras

410 Véase: Planes de la Nación Mexicana, libro 1, 1808-1830, México, 1987, p. 138.

172

corporaciones— que fueron involucrados en los conflictos a lo largo del siglo? Intentar

una respuesta implica enfrentarse otra vez con el problema de la obligación política y

de sus limites. Hay un dato por donde empezar: los levantamientos tuvieron siempre

una naturaleza muy institucional, es decir que para levantarse un caudillo tenía que

actuar según un código que le otorgaba legitimidad, y que era compartido por el

imaginario colectivo: publicar un plan, recibir actas formales de ayuntamientos,

pueblos, y otras corporaciones, para mostrar que la “nación” estaba a su lado. Pero,

¿por qué el caudillo no podía hablar en primera persona en nombre de la nación,

buscando después el apoyo de sus aliados sin el formalismo señalado? El idioma de los

levantamientos puede ayudarnos a contestar a la pregunta. En casi todos los planes,

empezando por el de Veracruz (diciembre 1822), encontramos expresiones como:

“La nación es libre, y, además, se halla presente en un estado natural [...] como

independiente y soberana y libre, tiene plena facultad para constituirse conforme

le parezca que más conviene a su felicidad, por medio del Soberano Congreso

Constituyente”411

La reiteración del concepto de “nación en estado natural” es constante en

los planes, y es a la base de los levantamientos, como lo es la idea de “nación

constituida”, o que se constituye por medio de un congreso. En los planes el concepto

de “nación en estado natural” significa que los gobiernos son ilegítimos, que existe una

vacatio, y que por tanto se necesita no un nuevo gobierno, sino un nuevo Congreso

Constituyente. Sólo así la Nación vuelve a “constituirse”. Este imaginario, según el cual

una nación no existe como sociedad política sin un gobierno legitimo tiene un

antecedente que nos remite a la crisis del imperio: el principio de “estado de necesidad

natural” fue reivindicado tras la abdicación de Fernando VII por las Juntas en España y

América, y por las Cortes de Cádiz. En México, tanto por Azcarate en 1808, cuando el

cabildo capitalino intentó formar junta, como por Morelos para justificar su rebelión.

La distinción entre lo “natural” y lo “constituido” subsistió en la república: después del

Plan de Veracruz está en el Plan de Perote de Santa Anna en 1828, en el Plan de

Conciliación de Nicolas Bravo contra el congreso liberal en 1833, en el Plan de

Cuernavaca de 1834, en el de San Luis Potosí en 1845, en el de la Ciudadela en 1846 y

en muchos otros. Se trata de planes conservadores y liberales, centralistas y federalistas,

lo que nos muestra como más allá de los conflictos y de las ideologías, siempre existió

un imaginario común, heredado de la crisis del imperio.

Se podría rastrear otra vez las raíces de este imaginario, y de sus idiomas,

en la tradición del jusnaturalismo católico. Sólo así podríamos entender cabalmente la

idea que una nación existe políticamente gracias a un acto que la “constituye”. Sin

411 Plan de Vera Cruz, en Planes de la Nación Mexicana, cit. p. 139.

173

embargo aquí interesa más destacar dos puntos: los planes de los levantamientos

preceden siempre un Congreso Constituyente y su constitución, y por tanto representan,

ni más ni menos, la fuente de derecho por excelencia de los gobiernos republicanos. En

segundo lugar, esta fuente de derecho la crean los cuerpos constituidos de la sociedad,

que son “naturales”, y entre los cuales los más importantes son precisamente los

ayuntamientos electivos con sus pueblos. ¿Es correcto hablar de “fuentes de derecho”?

Sí, porqué la soberanía siguió residiendo “originariamente” en la nación. En un otro

trabajo hemos enfatizado la absoluta relevancia de esta palabra para entender los

dilemas de la soberanía en los países iberoamericanos y en México412. Fue en Cádiz, al

discutirse el art.3 del proyecto de constitución. Se trataba de decidir donde residía la

soberanía. Por supuesto en la Nación, ¿pero como? “Esencialmente” para los liberales

españoles, “originariamente” para los diputados americanos. Es decir Sieyés por una

parte, y por la otra el jusnaturalismo del siglo XVII. No es por tanto una casualidad que

en las constituciones mexicanas de 1824 y de 1857 la soberanía resida “esencial y

originariamente” en la nación (en el pueblo en la carta de 1857). Fue un compromiso

entre dos concepciones radicalmente opuestas, que perpetuó dos ideas de nación: la una

que delega en forma irreversible el ejercicio de la soberanía a los poderes

constitucionales; la otra que se queda dueña de la soberanía, y la delega con ciertas

condiciones: las contenidas en los planes. En este sentido se trata de fuentes de derecho.

Se puede discutir hasta qué punto este dualismo es compatible con el

liberalismo, pero cierto es que sin este aspecto tan central en las practicas políticas del

siglo XIX no se podría entender el origen cultural de un documento como el de los 54

pueblos de Guanajuato en 1857. Es decir que, como en la Colonia, también en la

república los sincretismos remiten, por una parte, a identidades especificas, las de las

comunidades indígenas pero, por otra, remiten a una cultura común a todos los grupos

de la sociedad.

Los acontecimientos de 1832 son una muestra de este complejo proceso

político que movilizaba pueblos, imaginarios, y Nación. Como se sabe, la crisis estalló

tras el fusilamiento de Guerrero, ex lider insurgente que había pactado con Iturbide en

Plan de Iguala abriendo el camino hacia la independencia. La elección de Guerrero a la

presidencia de la República por parte del Congreso fue un acto indudablemente

anticonstitucional, pero la decisión de liquidar físicamente a Guerrero se debió a los

movimientos insurgentes de centenas de pueblos, sobe todo indígenas, que amenazaban

los equilibrios dentro de las élites dirigentes en pugna entre sí. El levantamiento de

Guerrero había planteado medidas en defensa de las tierras comunales, medidas a

primera vista agraristas. Sin embargo, al apelar a los pueblos, Guerrero hizo referencia

a los derechos comunales garantizados por la constitución, legitimando así la lectura

412 A. ANNINO, Pratiche creole e liberalismo...cit.

174

que los mismos pueblos ya había hecho de la carta fundamental. No cabe duda acerca

del idioma de Guerrero; manejando una ambivalencia nada nueva, el ex insurgente

apeló a la “soberanía de los pueblos”, y así articuló la tradición de una soberanía

“originaria” con el autogobierno de los pueblos, que se había formado como hemos vito

en la etapa gaditana, y que con la República estaba siempre amenazado por los

gobiernos. El asesinato de Guerrero fue también un intento por parte del grupo de

Alamán de quebrar la autonomía política de los pueblos. Este objetivo fue siempre

coherentemente perseguido por los conservadores mexicanos; cuando estuvieron en el

gobierno, en la fase llamada “centralista”, planearon la reducción drástica del número

de los ayuntamientos. Nunca lograron debilitar el movimiento de los pueblos-

ayuntamientos. No solo por su fuerza, sino sencillamente porqué sin el apoyo de los

ayuntamientos no se podía gobernar a México.

La crisis de 1832 fue la primera demostración clara de este vínculo salido

de la crisis de la Colonia. El gobierno y la oposición, encabezada por Santa Anna, se

esforzaron en ganar el mayor numero posible de ayuntamientos. El hecho significativo

es que no era suficiente ganarse el apoyo de los municipios de las grandes ciudades.

Los agentes de los dos bandos se lanzaron al campo, en búsqueda de los pueblos. El

gobierno envió agentes “comisionados para rectificar la opinión en favor del orden” en

una ruta neurálgica: los Estados de México, Jalisco, Oaxaca y Michoacán, cumulando

34 actas de adhesión de otros tantos ayuntamientos413. Por su parte, Santa Anna hizo lo

mismo, proclamándose en un bando “mediador de la voluntad general”, y al mismo

tiempo afirmando “dirigirme a asegurar el bien procumunal apoyando vuestras

peticiones”414. Quizás, nadie como Santa Anna supo manejar con tan habilidad los

idiomas de las élites y de los pueblos en aquellos años, apelando al mismo tiempo a la

“voluntad general” moderna y al “derecho mancomunal” tradicional de los pueblos. En

1832 se manifestó por primera vez una practica de los pueblos que en los años

siguientes se institucionalizó, debilitando los gobiernos de cada Estado de la

Federación.

El derecho de petición funcionó en 1832 de la siguiente manera: los

ayuntamientos de los pueblos las redactaban y las enviaban a las legislaturas. Si estas

las rechazaban, los pueblos enviaban el documento a grupos militares, respaldando así

los pronunciamientos que se daban a nivel provincial. Esta practica nos muestra que la

nueva representación política de corte liberal no era débil en sí frente a la “fuerza” de

los militares. Era débil a nivel de los Estados y de la Federación, pero era fuertísima a

nivel local, de los ayuntamientos. La razón es que la representación de los

ayuntamientos articulaba los poderes territoriales según patrones históricos. Véase por

413 Archivo Histórico de la Defensa Nacional, 783, pp. 157-162.414 Manifiesto del General Santa Anna, en Planes de la nación Mexicana, cit. p. 76.

175

ejemplo el acta de adhesión a Santa Anna del pueblo de Huetamo, una comunidad

indígena de habla matlatzinca del Estado de Michoacán:

“En el pueblo de Huetamo a los nueve días del mes de Septiembre de 1832:

reunido este Ayuntamiento en la casa del ciudadano Santa Cruz por no guardar la

comodidad necesaria el local de consistoriales y bajo la presidencia del ciudadano

Alcalde [...] por haber salvado su voto los ciudadanos regidores [...] y por

invitación los ciudadanos tenientes constitucionales de los pueblos que forman su

municipalidad: por Tirindaro [...] por Santiago [...] por San Geronimo [...] por

Puruchucho [...] en unión del vecindario convencido dicho Ayuntamiento de la

justicia y razón que han tenido los ciudadanos que se han declarado por el plan

del excelentísimo señor Don Antonio López de Santa Anna, como legitimo

salvador de las libertades patrias y único para rehacerse la nación de sus derechos

usurpados [... ] se resolvió adherirse a dicho plan y por vos común todos los

concurrentes”

Y entre las resoluciones, expuestas en unos artículos, se decidió:

“que se nombre una comisión de tres individuos de dentro o fuera del

Ayuntamiento, lo que pasaran el día de mañana con tanto de esta acta a las

municipalidades del partido e invitarles para que se pronuncien o no según les

parezca”415.

Documentos como este plantean, entre otros, el problema de si y cómo

cambió la estructura de los territorios pueblerinos al difundirse los ayuntamientos.

Pensamos en particular a las relaciones cabecera-sujetos que, como en el caso citado,

permitían a un municipio movilizar políticamente a un cierto numero de pueblos. El

concepto de “clientela” no es quizás el más apropiado para definir este tipo de lealtades.

Además de los nexos de parentesco que ligaban entre sí grupos familiares de pueblos

cercanos, existían los nexos entre las cofradías, que siguieron administrando parte de

los recursos comunitarios, y el municipio que administraba otros recursos de las

comunidades. La lealtad hacia las jerarquías municipales se fundaba no poca veces

sobre el hecho que los administradores de las cofradías eran elegidos como regidores y

alcaldes. A pesar de todos los cambios, es indudable que los pueblos-ayuntamientos

siguieron buscando el máximo de autonomía frente a las autoridades superiores,

negociando con estas los términos de las alianzas políticas. Los estudios de Thomson

muestran como precisamente sobre esta base los liberales lograron un apoyo popular

para ganar la guerra de Reforma.

En esta perspectiva, los acontecimientos de 1832 sintetizaron muy bien las

415 Planes de la Nación mexicana, cit.p. 153.

176

distintas caras del sincretismo moderno: el conflicto entre dos bandos de las élites puso

a la Nación en “estado natural”, por tanto la soberanía recaía en los pueblos y en los

ayuntamientos. Estos, apoyando uno y otro bando proporcionaban legitimidad

constitucional al conflicto, cuya solución dependía del pacto final entre los grupos de la

élites. A partir del pacto, cuyo contenido era anticipado en los documentos de los

levantamientos, se podía “constituir” otra vez la nación por medio de un Congreso

constituyente. El papel estratégico de los pueblos-ayuntamientos fue por ejemplo

evidente en 1841, cuando el general Mariano Paredes y Arrillaga se sublevó en

Guadalajara amparándose al plan de Tacubaya. Paredes intentó consolidar sus

posiciones creando nuevos ayuntamientos en la zona entre Guadalajara y Guanajuato,

para así llegar a ganar el apoyo de este último Estado416.

En el idioma político-constitucional mexicano del siglo XIX se nota el uso

sistemático de las palabras “pueblo” y “pueblos”. Este dualismo es el espejo más

evidente de los dilemas de la soberanía republicana, un dilema mucho más fuerte que el

otro, el de centralismo o federalismo. Las dos opciones estaban igualmente vinculadas a

la misma fuente de legitimidad. El problema fue siempre percibido claramente por las

élites. En la Lima de Vulcano, periódico liberal, un autor anónimo comentó así, el 18

diciembre de 1833, una proclama del general Nicolás Bravo, caudillo conservador

contrario al gobierno que había salido de un pacto, el así dicho Convenio de Zavaleta:

“¿La administración presente es obra de la constitución federal por el tiempo y

modo con que fue erigida; o sólo efecto anunciado en el convenio de Zavaleta?

¿Este convenio era conforme en un todo a la constitución o se infringía con él a

ésta?

¿La infracción, si la hubo, ¿fue total o parcial?

En el caso de infracción, es claro que había diferencia y entonces ¿a quien pues

debíamos respetar?

¿En donde estaba inhibida la voluntad nacional, en la ley o en el convenio?

¿Este obliga en todas sus partes a todos?

¿Las infracciones de la constitución justifican los levantamientos o

insurrecciones?”

Estos interrogantes no encontrarán una respuesta definitiva durante todo el

siglo, tampoco después de la Guerra de Reforma.

Es cierto que en los últimos años del porfiriato, obras como las de Emiliano

Rabasa, desarrollaron el dilema en forma mucho más clara desde un punto de vista

jurídico, pero la cuestión subsistió, y la Revolución volvió a plantearla en forma

416 Véase H. CROOK-CASTAN CLARK , Los movimientos monárquicos mexicanos, tesis doctoral del Colegio de México, julio 1975, p. 225.

177

dramática.

Conclusión

La dicotomía entre sociedad natural y sociedad política constituye el eje

conceptual de todos los jusnaturalismos occidentales. En el mundo hispánico este

dualismo se radicalizó al extremo por dos razones: porque la tradición neoescolástica,

en todas sus variantes, enfatizó la naturaleza totalmente positiva de la sociedad natural,

y porque fue la Iglesia y no el Estado quien hasta la quiebra del imperio predicó la

fidelidad al Monarca. Esta notable singularidad del mundo hispánico en el marco

occidental, y sobre todo en sus territorios americanos, hizo que tras la independencia las

repúblicas liberales tuviesen dos fuentes de legitimidad: los pueblos y los congresos

constituyentes, o sea los dos actores que encarnaban, uno, lo “natural”, y el otro, lo

“constituido”.

Hemos intentado mostrar cómo se dio este dualismo en México, cómo

originó procesos sincréticos de nuevo tipo, y cómo de ahí salieron diferentes ideas de

Nación. El documento de 1877 es un caso de los más interesantes pero no es el único,

aunque tenga con los demás un fundamental punto común: los pueblos y, sobre todo,

las comunidades indígenas, interpretaron las libertades del constitucionalismo moderno

como un reconocimiento de sus antiguas libertades, es decir de sus antiguos derechos

sobre el territorio. Sin embargo, en estas políticas del imaginario pueblerino no había

ninguna continuidad directa entre el pasado monárquico-colonial y el presente

republicano: las “tradiciones” invocadas tenían por supuesto algo del pasado, pero los

mecanismos no.

La difusión de la carta de Cádiz en medio de la crisis imperial definió un

contexto totalmente nuevo, y unos códigos de identificación colectiva que subsistieron

después de la independencia. El más importante fueron los procesos electorales para los

ayuntamientos de los pueblos. ¿En que sentido el voto de corte liberal se puede definir

como un “código de identificación colectiva”? El primer lugar, porque permitió a

muchísimas comunidades de administrar sus bienes por medio de los municipios, y

sabemos que estos bienes formaban parte de la identidad comunitaria. En segundo

lugar, porque dio a los pueblos un perfil institucional nuevo y quizás más fuerte que en

la Colonia. Muestra de ello es la Ley Lerdo con la definición de “soberanos” otorgada

por los pueblos a sus ayuntamientos. En tercer lugar porque, por lo menos hasta el

Porfiriato, los pueblos-municipios quedaron dueños de sus practicas de culto; las

jerarquías municipales podían así reproducir la autonomía religiosa de las comunidades.

En este marco, el sentido fuertemente positivo que el jusnaturalismo

católico reconocía a la sociedad “natural” tomó otro aspecto. A lo largo de la época

178

colonial este conjunto de valores fue difundido en la sociedad por medio de la

predicación constante de la Iglesia. En la época republicana lo difundieron

autonomamente todos los actores, desde las élites hasta los pueblos más alejados.

Evidentemente, esta visión de la sociedad tenía una fuerza que superaba cualquier tipo

de frontera ideológica, étnica o social. Es muy posible que sin este imaginario común,

el sincretismo de las comunidades no hubiera tenido el éxito que tuvo. Sin profundizar

esta cara del catolicismo mexicano no es posible entender, por lo tanto, las encrucijadas

de la Nación liberal mexicana.

179

NEGROS, INDIGENAS E IDENTIDAD NACIONAL EN COLOMBIA

Peter WADE*

Desde la nueva constitución de 1991, imaginar la nación colombiana se ha

convertido en un trabajo intelectual y político más arduo y complejo que antes. El

Estado colombiano ha asistido a la apertura del campo de la multiculturalidad, en el

cual juegan muchos intereses y perspectivas distintos. En este nuevo contexto, el

pasado sigue influyendo fuertemente en las posiciones relativas de las diferentes

categorías étnicas que ahora son los objetos de los artículos constitucionales. Estos

últimos se crearon a través de un proceso de reforma política en que distintas

imaginaciones, con distintas trayectorias históricas, negociaban y peleaban para definir

lo que significa ser indígena o negro en la nación colombiana.

Los derechos de los "pueblos indígenas" aparecen en varios de los artículos

de la nueva carta (aunque ésta a veces se refiere secamente a "grupos étnicos",

entendidos como grupos indígenas); los derechos de "las comunidades negras" se

mencionaron en un solo "artículo transitorio" de la constitución (que no les dotó con el

título de "grupo étnico"). En agosto de 1993, este último se convirtió en ley de la

nación cuya primer párrafo tilda de "grupo étnico" a las comunidades negras del país.

Parece que en el curso de dos años, la gente negra pasó de ser reconocida en términos

oficiales como una serie de comunidades, a ser reconocida como un grupo étnico. Pero

la transformación no es tan fácil: yo argumento que, para llegar a tal punto, la

representación pública de la identidad negra se ha estado acercando a la de la identidad

indígena. Sin embargo, siguen existiendo diferencias importantes entre estas

representaciones; además, este acercamiento no le conviene necesariamente a la gente

negra colombiana.

Comienzo con un análisis de las raíces a las que pueden remontarse las

diferencias entre gente indígena y gente negra que refleja la Constitución de 1991,

empezando por la época colonial, pasando por la nación republicana del siglo

diecinueve y terminando con las décadas recientes, en que aparecieron los inicios de lo

que hoy en día podemos llamar el movimiento social negro. Luego haré algunas

reflexiones sobre lo que implican el reconocimiento oficial de la multiculturalidad y la

movilización de la gente negra para reclamar sus derechos.

* Departamento de Geografía e Instituto de Estudios Latinoamericanos, Universidad de Liverpool.

180

La situación colonial

La población y el territorio del Nuevo Mundo tenían para los europeos un

valor muy distinto al del Africa y los africanos. Por ejemplo, la esclavitud tenía un

significado moral y jurídico muy diferente para las dos poblaciones. En la tradición

jurídica que reinaba en el siglo quince, la esclavitud se calificaba como contraria a la

"ley natural", tanto en el derecho romano como en el canónico (Davis 1970: 113). Sin

embargo, era permitida bajo ciertas condiciones, por ejemplo en el caso de cautivos

tomados en "guerra justa", o como castigo por un crimen. "Guerra justa" se traducía

básicamente por guerra contra los infieles.

Cuando los españoles encontraron a los nativos amerindios, éstos fueron

clasificados inicialmente como gente bárbara, es decir, gente no civilizada, sin

ciudades, sin organización política y sin uso de la razón. En el contexto cristiano, esto

estaba estrechamente ligado al ser pagano (Pagden 1982: 18-22). El paganismo y el

barbarismo eran pretextos de peso para justificar la esclavitud.

Ambas clasificaciones ocasionaron problemas. Los nativos eran paganos,

pero la autoridad del Papa sobre gente que nunca había oído la palabra de Dios dejaba

lugar a dudas. ¿Podría una guerra contra tal gente ser legítima? Y ya para los años 1520

y 1530, con la disponibilidad de más información acerca de la civilizaciones indígenas,

quedaba muy claro que los nativos eran humanos y podían razonar. De hecho, la

esclavitud indígena quedó abolida en 1542 en la América Hispana y desde 1570 en el

Brasil. En realidad, por supuesto, la esclavitud indígena persistía en áreas periféricas y

en muchas partes del Brasil, donde aún funcionaba en el siglo dieciocho, pero es

evidente el contraste con la esclavitud de la gente negra, que siguió siendo una

condición legal hasta el siglo diecinueve.

Hay varias razones que explican el que la esclavitud de los indígenas no

encajara bien en el sistema colonial. Primero, los ibéricos habían tomado posesión

política y administrativa de los territorios americanos, y sus habitantes eran vasallos de

la Corona. Era difícil justificar la "guerra justa" contra ellos. El acto de esclavizar a un

indígena debía ser cometido por los mismos colonos y, aunque ellos estaban dispuestos,

la legitimidad del acto ocasionaba preguntas serias. Segundo, con la presencia de los

ibéricos, y especialmente de los clérigos, en los territorios, el impacto terrible del

régimen colonial quedaba al descubierto. Es así que Fray Antonio de Montesinos

dirigió fulminantes arengas en 1511 contra los abusos practicados por los colonos en

Hispaniola. Se pensaba que la abolición de la esclavitud mejoraría la condición de los

indígenas. Tercero, como afirma Harris (1974), la Corona quería controlar el creciente

181

poder de los conquistadores, limitando sus derechos sobre la fuerza de trabajo nativa; y

la Iglesia, viendo disminuir el número de almas que podía reclamar, también se oponía

a la esclavitud.

Por todas estas razones, la índole del indígena como ser humano ocasionó

mucha reflexión teológica e intelectual, cuya conclusión era contraria a la esclavitud.

Pero allí donde hiciera falta mano de obra para los colonos, a menudo resultaba la

esclavización de los indígenas; y sobra decir que los abusos contra los nativos no

cesaron. Pero el mero hecho de discutir el asunto, y de promulgar leyes al respecto,

demuestra que los indígenas ya ocupaban un lugar especial en el régimen colonial.

Para los africanos y sus descendientes en el Nuevo Mundo, la esclavitud era

un estado legítimo que, con contadas excepciones, no se cuestionó seriamente hasta el

siglo dieciocho, cuando la institución en sí ya no se adecuaba a las ideas y las

estructuras económicas del mundo moderno. ¿Por qué se aceptó tan fácilmente la

esclavitud africana?

En primer lugar, Africa era ya conocida como una región no sólo de

bárbaros, sino sobre todo de infieles, en la que los habitantes supuestamente habían

rechazado la fe cristiana. Una sucesión de bulas había otorgado a los portugueses el

derecho de hacer "guerra justa" contra todos los africanos y de esclavizar a los cautivos.

La esclavitud de africanos a menudo se justificaba con el argumento de que era la

mejor manera de convertirlos al cristianismo (Saunders 1982: 36-38). Segundo, muchos

escritores, refiriéndose a la tradición bíblica de que los descendientes de Canaan fueron

condenados a la esclavitud perpetua por la maldición de Noé, identificaban a los

descendientes de Canaan con los negros417. Tercero, la esclavitud africana ya existía en

Europa y esclavos negros trabajaban, por ejemplo, en Lisboa (Saunders 1982). La

esclavitud africana en el Nuevo Mundo era una continuación fácil de las pautas ya

establecidas. Finalmente, los portugueses casi no colonizaron el Africa, y casi todo el

proceso de la esclavitud estaba en manos de los africanos mismos y de los afro-

portugueses que vivían en el Africa. La legitimidad de la esclavitud era un problema

que podía eludirse fácilmente, así como el impacto demográfico y social de la trata.

En suma, las razones por las cuales los negros fueron esclavizados y no los

indígenas, al menos en forma legal, están basadas en una combinación de factores

morales y políticos. Tanto el indígena como el africano eran considerados como

bárbaros y no civilizados; más aún, se creía muy difundida la práctica del canibalismo

entre los nativos americanos (Mason 1990). Pero el indígena no era musulmán, no

existía una larga tradición de esclavizarlo como cautivo de guerra justa, y era un vasallo

de la Corona. Por lo tanto, en las mentes de muchos eruditos europeos los africanos

eran muy distintos a los indígenas, y esta diferencia quedó plasmada en las leyes y, en

417 Esta identificación no tiene base en la Biblia como tal, sino en fuentes contemporáneas judías (JORDAN 1977: 18-19).

182

alguna medida, en la vida social del mundo iberoamericano. Mientras en muchos casos

las condiciones de vida de los indígenas eran quizás peores que las de los negros o aun

las de los esclavos, los indígenas ya eran objeto de la atención intelectual, jurídica y

administrativa española y portuguesa en una forma que no podía dejar de afectar su

trayectoria histórica418.

La diferencia entre el estatus de "indio" y el de "negro" se nota en diferentes

campos de la vida social colonial. Por ejemplo, aunque conceptos como "sangre" y

"parentesco" influían fuertemente en la clasificación cotidiana de una persona, en

muchos sentidos "indio" era una categoría burocrática, o más aun, fiscal. Es decir, para

las autoridades españolas un "indio" era típicamente el que pagaba tributo y que

formaba parte de la "república de indios", supuestamente separada de la "república de

españoles". En realidad, la categoría "indio" se hacía progresivamente más heterogénea

a medida que algunos caciques se enriquecían, hablaban y vestían como blancos; que

muchos "indios" iban a vivir a las ciudades, y que muchos mestizos empezaban a

invadir las tierras de los pueblos indios. Sin embargo, existía un vínculo fuerte entre la

identidad social de "indio" y una categoría administrativa que implicaba una serie de

obligaciones y derechos definidos. "Indio" era una identidad institucionalizada.

En cambio, mientras "esclavo" era una categoría administrativa que en

términos ideales para las autoridades hubiera sido equivalente a la categoría de "negro",

en realidad "negro" no era una identidad institucionalizada de la misma forma. Se

utilizaba como descripción en los registros parroquiales y en algunos censos. Pero

muchas veces se refería a categorías más amplias y ambiguas como "gente de color",

"gente libre de color", "pardos" o "mulatos", términos que incluían a todos los que no

eran esclavos, pero que tenían un grado indeterminado de supuesta ascendencia africana

(McCaa 1984, Alden 1987, Martínez-Alier 1974). Otras veces se refería a "las castas"

para denominar a todos los que no fueron clasificados como blancos, indios o esclavos.

Los censos de Nueva Granada de los últimas décadas del siglo dieciocho emplearon la

clasificación "libre" para referirse a esta amplia categoría (Pérez Ayala 1951).

Es así que la simple categoría de "negro" no tenía mucho respaldo

burocrático. Categorías administrativas como "gente libre de color" eran mucho más

heterogéneas y ambiguas que la categoría de "indio", la cual mantuvo una existencia

relativamente clara en términos administrativos durante toda la época colonial.

La diferencia entre "indio" y "negro" se registraba en otros aspectos de la

vida colonial. Por ejemplo, hacia finales de la época colonial, los intentos de la élite

418 Como dice Jaime Jaramillo Uribe, "Mientras en los tres siglos que duraron la conquista y la colonización se fue constituyendo una voluminosa y completa legislación protectora de indígenas, las leyes de Indias referentes al negro apenas si contienen una que otra norma humanitaria, y casi en su totalidad están compuestas de disposiciones penales, caracterizadas por su particular dureza" (JARAMILLO URIBE 1968: 31). Es preciso aclarar que estas disposiciones se referían al esclavo, no al negro en general.

183

blanca de mantener su posición social se reflejaron en los decretos de 1778 que

obligaron a la gente blanca menor de 25 años a pedir el permiso paterno para poder

casarse, con el fin de restringir matrimonios entre blancos y personas no blancas. Luego

el Consejo de Indias permitió el casamiento con indígenas, "pues su origen no es vil

como el de las otras castas". En el año de 1805, era necesario el permiso del Virrey (o

en Cuba el de las autoridades provinciales) para que un blanco, de cualquier edad que

fuese, se casara con una persona de origen negro o mulato (Mörner 1967: 37-39,

Martínez-Alier 1974). Obviamente la sangre indígena era preferida a la negra.

Si los negros y los indígenas ocupaban posiciones diferentes en la sociedad

colonial, lo mismo ocurría con su descendencia mezclada. La Audiencia de México, al

clarificar los decretos de 1778, comentó que los mestizos y los "castizos" (gente de

supuesta ascendencia blanca e indígena) "merecieron ser separados de las otras castas,

tal como ya se hacía en algunos casos, tanto ante la ley como en la estimación pública".

El Consejo de Indias aprobó el cambio en los reglamentos. La misma Audiencia

comentó también acerca del matrimonio entre indígenas y negros o mulatos,

recomendando que se les ordenase a los curas párrocos "prevenir al indio y a sus padres

contra el daño serio que causaría la unión a ellos mismos, a sus familias, y a sus

pueblos, además de imposibilitarlos para obtener puestos municipales de honor, en los

cuales sólo a los indios se les permite servir" (Mörner 1967: 39).

Resumiendo lo anterior, se puede entrever la pauta que está en la base tanto

de la época colonial como de la actual, aunque en formas diferentes. Mientras los

indígenas y los negros sufrían casi igualmente la discriminación y el desprecio en la

vida cotidiana -aunque, como hemos visto, en algunos aspectos la sangre negra se

consideraba peor que la indígena- a los negros se les negaba, en relación con los

indígenas, una posición institucional en las estructuras oficiales de la sociedad y en el

pensamiento intelectual de la época.

La República

En el clima filosófico del liberalismo que se difundía en América Latina, no

se podía aceptar la idea de la propiedad comunal o de un grupo étnico separado, con

derechos y fueros especiales. Muchos gobiernos tomaron medidas para destruir el

estatus especial que tenía la categoría "indio": el tributo quedó suprimido y se promulgó

la legislación que atacaba las bases jurídicas de la comunidad indígena, aunque en

realidad esto era poco efectivo a falta de fuerzas de integración territorial y económica,

o ante la resistencia enérgica de los indígenas (Halperín Donghi 1987). En Colombia, la

184

legislación de 1861 promovió la debilitación de los resguardos, proceso empezado por

el régimen borbónico durante la época colonial.

Sin embargo, la imagen del indígena como categoría específica conceptual

y legal no se desvaneció del todo. En cambio, en algunos paises los indígenas vinieron

a ser un símbolo de la identidad nacional, aunque en la vida cotidiana continuaron

siendo el blanco de la discriminación. Por el contrario, muy pocas corrientes

intelectuales o políticas emplearon la imagen de la gente negra para representar la

historia o la identidad nacional. Esta diferencia estaba enraizada en las distintas

posiciones detentadas por indígenas y negros en la época colonial, pero desarrollada ya

en el nuevo contexto del nacionalismo.

Entre 1850 y 1880, la mayoría de la naciones latinoamericanas empezaron a

resolver sus conflictos internos entre el federalismo y el centralismo, la infraestructura

tendió a mejorar y las burguesías nacionales se consolidaron. Uno de los problemas que

enfrentaban las élites nacionales era cómo definir su identidad nacional en el contexto

de la escena mundial ya dominada por Europa y los EEUU. Las naciones

latinoamericanas deseaban emular el progreso y la modernidad de los países europeos,

pero querían al mismo tiempo mantener una identidad particular. El pensamiento

liberal positivista europeo, que defendía valores como la libertad, el progreso, la ciencia

y la razón, tenía mucha influencia entre las élites intelectuales y políticas

latinoamericanas. Pero en los países en que se estaba logrando el progreso y la

modernidad tan anhelados, o no había poblaciones negras, indígenas y mestizas o, si las

había, como en los EEUU, estaban estrictamente segregadas. Además, la ciencia que se

desarrollaba en Europa y que parecía ser el guardián de la verdad y la fuente del

progreso, ahora promovía teorías sobre la herencia que sostenían la inferioridad

irredimible e innata de los negros, los indígenas y los mestizos. Ya que todas las

naciones latinoamericanas tenían poblaciones en su mayoría altamente mezcladas, estas

teorías biológicas y el vínculo aparente entre el progreso, la pureza racial y el ser

blanco parecían condenarlas al atraso perpetuo (Graham 1990, Horsman 1981,

Jaramillo Uribe 1989: 168-172, Skidmore 1974, Smedley 1993, Stepan 1991, Wright

1990, Zea 1963: 187-188).

Las élites latinoamericanas enfrentaron este dilema mediante una especie de

compromiso que consistía en adaptar las teorías científicas, evitando el determinismo

racial de las versiones europeas y afirmando la posibilidad de mejorar las cualidades de

la población a través de la educación y la higiene pública - aunque el énfasis en la

determinación biológica variaba según las teorías de distintos médicos y pensadores

(Stepan 1991). Al mismo tiempo, se cuestionaba la idea de que el mestizaje equivalía a

la degeneración racial. En cambio, el mestizo podía ser el símbolo de la identidad

latinoamericana, y a veces se asumían en forma positiva las raíces indígenas o aun

185

negras de la población.

De esta manera, se recalcaba la particularidad de las naciones

latinoamericanas que no eran tan sólo una débil imitación de las europeas o

norteamericanas. Por otro lado, la forma en que se hablaba del mestizaje lo

representaba como una forma de progreso en sí mismo: el blanqueamiento. A medida

que los negros y los indígenas se integraran a la mayoría mestiza de la población, ésta

se iría aproximando más y más al tipo racial del blanco por la potencia "racial" de este

último, que le daba un dominio natural sobre la sangre negra e indígena. Al mismo

tiempo, se recomendaba a menudo la inmigración blanca para ayudar al proceso del

blanqueamiento (Helg 1990, Skidmore 1974, Wade 1991, 1993, Wright 1990).

Este compromiso adquiría matices distintos en los diferentes países.

Argentina y Uruguay, que tenían pequeñas poblaciones de negros e indígenas y que

lograron atraer muchos inmigrantes europeos, solían hacer hincapié en su aproximación

a la imagen europea (Helg 1990, Stepan 1991). Países como México o el Perú, con

grandes poblaciones nativas, tendían más bien a glorificar su pasado indígena, aunque

por lo general la ideología indigenista exaltaba más al mestizo como destino final de la

población india, que al mismo indígena (Knight 1990, Brading 1988, Zea 1963,

Chevalier 1970).

Dentro de un mismo país también se encontraban variedades de opinión419 y

el caso de Colombia es ilustrativo al respecto (Wade 1993). Desde un principio, los

adalides de la nueva nación se preocuparon por las cualidades "raciales" de la

población. En 1824, el cónsul británico escribió en un informe dirigido a su gobierno

que "la preponderancia de la sangre africana a lo largo de esta extensa costa [atlántica],

en tiempos revueltos como son los actuales, no pueden si no provocar meditaciones

serias en este país. Los que están en el poder ... aprecian la gran importancia de invitar

a los europeos a establecerse en Colombia ... donde sus descendientes tienen que

mejorar las propiedades morales y físicas de los colombianos" (Humphreys 1940: 267).

Bushnell observa que las leyes sobre inmigración de 1823 estuvieron destinadas a

fomentar la incorporación de gente blanca, con el fin de superar el número de personas

de color y calmar la amenaza de una "guerra racial" (1954: 144).

El tema del progreso de la nación preocupaba a toda la clase política. En la

década de 1850 se formó la Comisión Corográfica para estudiar el potencial de la nueva

república, y se dio amplia difusión a sus resultados (Restrepo 1984). Agustín Codazzi,

geógrafo, comentó acerca de los negros de la provincia del Chocó, en el litoral del

Pacífico:

419 Véanse WRIGHT (1990) sobre Venezuela, SKIDMORE (1974) para el caso del Brasil. Véanse también STEPAN (1991) que tiene información sobre Argentina, el Brasil y México; y la colección coordinada por GRAHAM (1990) que tiene cápitulos por Skidmore sobre el Brasil, por Aline Helg sobre Argentina y Cuba, y por Alan Knight sobre México.

186

“Una raza que casi en su totalidad pasa sus días en una indolencia semejante, no

es la que está llamado a hacer progresar el país. La ignorancia por una parte, la

desidia por otra, un orgullo mal entendido porque hoy son libres, hacen que

siempre sean (lo que son en realidad) esclavos de sus pocas necesidades para vivir

como los indios que llamamos bárbaros” (Comisión Corográfica 1958: 324).

Sin embargo, Codazzi no se refiere a las características de la gente negra

como si fueran irredimibles e innatas: son más bien el resultado del medio ambiente y

la historia. El determinismo se hace evidente a lo largo de su descripción del Chocó,

pero es un determinismo geográfico más bien que biológico.

Otro miembro de la Comisión, Santiago Pérez, en informes periodísticos

sobre los viajes que realizó con aquélla, se mostraba más despreciativo hacia la gente

negra del Chocó, anotando "la salvaje estupidez de la raza negra, su insolencia bozal, su

espantosa desidia, su escandaloso cinismo" (citado en Restrepo 1984: 153). De nuevo,

la causa no era su carácter "racial", en el sentido que tenía esta palabra en el discurso

del determinismo biológico entonces de moda en Europa y los EEUU (Horsman 1981,

Smedley 1993): "¿qué sino ignorancia i estupidez pueden tener unos esclavos de ayer,

por cuyo mejoramiento físico o moral jamás hicieron nada sus dueños?" (Pérez, citado

en Restrepo 1984: 153).

Una ocasión común para meditar sobre las cualidades de la diferentes

"razas" de la nación era el viaje por el río Magdalena, en los champanes manejados por

los bogas negros de Mompós u otros pueblos de la región caribeña del país. José María

Samper, parlamentario y ensayista, describió en 1868 el contraste que él percibía al

observar en el puerto de Conejo los bogas con sus champanes al lado de un buque de

vapor:

“De un lado el lujo de la naturaleza, indomable y grandiosa, perfumada y llena de

misterio; del otro lado el lujo de la civilización, de la ciencia, y la ostentación de

la fuerza vencedora del hombre. Allá el hombre primitivo, tosco, brutal,

indolente, semi-salvaje y retostado por el sol tropical, es decir el boga

colombiano, con toda su insolencia, su fanatismo estúpido, su cobarde petulancia,

su indolencia increíble y su cinismo de lenguaje, hijos más bien de la ignorancia

que de la corrupción; a más acá el europeo activo, inteligente, blanco y elegante,

muchas veces rubio, con su mirada penetrante y poética, su lenguaje vibrante y

rápido, su elevación de espíritu, sus formas siempre distinguidas” (Samper 1980:

88).

Otra vez se nota la referencia al medio ambiente en vez de lo innato para

187

explicar las características del boga: "hijos más bien de la ignorancia que de la

corrupción". Sin embargo, en 1887 Samper aseveró que "el indio puro no es asimilable

por medio de la simple sociabilidad, de la religión, la legislación y la educación, sino

en grado insignificante"; se necesitaba la "absorción por medio del cruzamiento" con

una "raza superior" como la española (citado en Pineda Camacho 1984: 205). Aquí

Samper revela una clara tendencia hacia el determinismo biológico que ya tenía una

influencia preponderante en Europa y los EEUU.

Otros personajes de la misma época se distanciaban de esta tendencia.

Salvador Camacho Roldán, parlamentario, en un discurso leído en la Universidad

Nacional en 1882 comentó:

“En cuanto a la introducción numerosa de colonos africanos, reputada por los

escritores del antiguo mundo como una causa de degeneración moral e

intelectual, sólo podemos nosotros decir que sin ella hubiera sido imposible la

colonización de los valles ardientes de nuestros grandes ríos y de las costas

insalubres de nuestros mares” (1892: 221).

Camacho Roldán rechaza la tendencia a juzgar la realidad colombiana a

través de la ciencia europea (1892: 220), pero al mismo tiempo, reserva su aprobación

para el mestizo más que el negro: "La nueva raza mezclada ... al propio tiempo

inteligente y altiva, es una de las más bellas y robustas que han conocidos los ojos

humanos" (1892: 222).

Igual tendencia la hallamos en el trabajo de Francisco Vergara y Vergara,

autor de la famosa Nueva Geografía de Colombia. Anotando el escaso número de

españoles que llegó a los territorios que iban a ser Colombia, comenta:

“Grande es la raza que con número tan exiguo ocupó real y materialmente tan

vasto territorio, y de tal modo era vigorosa que sus mestizos, siglos después, no

presentan ni el más ligero signo de atavismo hacia la raza india, y en el país no se

habla sino la lengua castellana, y con bastante pureza. Los montañeses

colombianos son pura raza blanca, y qué raza. Formada en la lucha, con un suelo

que exige titanes para su dominación, a ninguna pide favor cuanto a resistencia

para el trabajo y a dosis de inteligencia ... es y será raza latina” (1974 [1901], I:

10-11).

Más adelante, al hablar de la "etnografía" del pueblo colombiano, Vergara y

Vergara reproduce la teoría del "tipo racial" (Banton 1987). Hay "grandes masas de la

especie humana" que tienen "individualidades permanentes" y que "no piensan ni

188

racionan del mismo modo": es decir, "cada raza tiene una disposición común que le da

su carácter nacional". Sin embargo, no acata la idea de que la mezcla trae degeneración.

Por el contrario, se pregunta: "¿Cuándo no sucederá que la mezcla de razas fuertes

produzca tipo poderoso por la inteligencia, las aptitudes, la belleza física?". Por el

momento, "la mezcla de razas no es perfecta" y no es de extrañar que "no exista aún

pueblo colombiano" sino una serie de naciones, cada una con "una dominante física y

una dominante moral", determinadas principalmente por los "tipos principales" y sus

cruzamientos que formaron la nación, aunque modificados por "el clima, el alimento y

ocupación común" (1974, III: 954-55). Al describir las características de cada "nación"

colombiana - como son los antioqueños, los caucanos, los pastusos, etc. - queda claro

que el mestizo es variado, pero que "el negro" en sí es "rencoroso, enemigo del blanco"

e inferior tanto al blanco como al mestizo (1974, III: 964), mientras que "el indio" es

"triste, resignado" y, aunque constante para el trabajo, "obtuso, terco, malicioso y

desconfiado" (1974, III: 966).

En el siglo veinte, el mismo debate proseguía. Laureano Gómez, que luego

fue presidente de la República, pronunció un discurso en 1928 sobre el tema de "El

progreso de la nación colombiana". Según él, el país tenía una herencia racial que daba

pocas esperanzas para el futuro:

“Nuestra raza proviene de la mezcla de españoles, de indios y de negros. Los dos

últimos caudales de herencia son estigmas de completa inferioridad. Es en lo que

hayamos podido heredar del espíritu español donde debemos buscar las líneas

directrices del carácter colombiano contemporáneo” (1970: 44).

El espíritu del negro, según él, era "rudimentario e informe", y permanecía

en "una perpetua infantilidad", envuelto en "la bruma de una eterna ilusión" y cuyo

"prodigioso don de mentir" era la manifestación de una "falsa imagen de las cosas". Los

indígenas, "la otra raza salvaje", eran el segundo de "los elementos bárbaros" de la

herencia colombiana: vivían en "el disimulo taciturno y la cazurrería insincera y

maliciosa", resignados a "la miseria y a la insignificancia". ¡Aun los españoles eran

extáticos, ignorantes y fanáticos! Y para acabar de ajustar la imagen global, el mestizaje

no traía ningún beneficio porque, según Gómez, "las aberraciones psíquicas de las razas

genitoras se agudizan en el mestizo" (1970: 44-47).

En esta visión se destaca el pesimismo sobre el proceso del mestizaje y la

tendencia a apoyarse únicamente en lo europeo. Como era de esperar, el discurso fue

objeto de fuertes críticas que deploraron el pesimismo, el determinismo y la

representación negativa de la herencia indígena y española - aunque no de la herencia

negra. En un segundo discurso, Gómez se defendió alabando algunos aspectos de la

189

herencia española, la Azteca y la Inca; al parecer, nadie le criticó por su visión negativa

de la gente negra, pues no hizo ningún comentario al respecto en su defensa.

Un ejemplo contemporáneo distinto, que no se aferra tanto al determinismo

biológico es el de Luis López de Mesa, filósofo y escritor que publicó en 1934 un

pequeño libro titulado De cómo se ha formado la nación colombiana. Identifica en los

negros y los mulatos rasgos de "fantasía, sensualidad y pereza" (1970: 97), pero critica

también a la élite de la ciudad de Popayán por su endogamia. La inmigración blanca

podría "enriquecer las cualidades de nuestra fusión racial", pero el énfasis está tanto en

el aporte social de habilidades y costumbres como en el "enriquecimiento de la buena

estirpe" de la nación (1970: 122-123). En esta visión, mientras los negros y los

indígenas no son ancestros ideales, tampoco son una fuente de contaminación: "La

pereza criolla está condicionada por elementos dominables cuales son la flaca salud y la

indisciplina" (1970: 20-21). Aquí se nota precisamente el programa de higiene social

que destace Stepan (1991) como característica de la variante latinoamericana de la

eugenesia. López valora el mestizaje, diciendo que "somos Africa, América, Asia y

Europa a la vez, sin grave turbación espiritual" (1970: 14). Es de notar que, aunque no

se castiga muy vigorosamente a la población indígena y negra, tampoco hay mucho

espacio en esta visión para su persistencia como poblaciones modernas. La afirmación

del mestizaje las deja marginadas.

Uno de los muy pocos que tenían una actitud positiva hacia la población

negra era Jorge Alvarez Lleras, ingeniero, quien después de haber viajado por el Chocó

investigando las posibilidades de la provincia para la industria minera - y donde supo

de la "hidalguía del boga que expuso su vida para salvar [la suya]" (1923: 126) -

argumentó largamente "contra la idea preconcebida respecto a las cualidades negativas

de la raza negra" y se opuso a la opinión de muchos que pensaban que los negros

chocoanos estaban "entregados a la pereza, abandonados a la suciedad y en incapacidad

absoluta de comprender las nociones de la vida civilizada" (1923: 125): es decir, se

oponía a la teoría de que una "raza" tiene un carácter permanente y, en el caso de "la

raza negra", inferior.

Sin embargo, otros estudiosos adoptaban actitudes más negativas que

recuerdan las ideas de la eugenesia europea. Miguel Antonio Arroyo, en un libro

editado en 1953 sobre la geografía de la región caucana, escribe que la gente negra de

la región "no ha podido emanciparse de la deficiencia moral de la imprevisión". Los

indígenas tienen "una índole retardía" y, por lo tanto, "es menester educar a las

conciencias a una mejor dirección de las mezclas, partiendo centralmente del blanco

hacia el cobrizo, y del blanco hacia el negro en sus tipos puros, para que las

descendencias quedan influídas con los caracteres dominantes de la estirpe europea"

(1953: 103-110). Gustavo González Ochoa, en la ocasión del cuarto centenario de la

190

fundación de Santa Fe de Antioquia, celebrada con 32 discursos pronunciados por

profesores de la Universidad de Antioquia y otros intelectuales, expuso sobre "la raza

antioqueña" y opinó que "en este moreno matiz predominante [del antioqueño], apenas

tiene, si acaso, participación del africano, pero nunca en el grado que algunos suponen";

y "el color amarillo, oriundo del país, no se encuentra ahora" (1942: 132). Esto le

conviene a la raza antioqueña, porque los africanos son "de una raza inferior" y su

importación como mano de obra fue un gran error, porque despojó al indígena "de su

faena para ponerla en la mano mercenaria [de los africanos]" (1942: 129).

Resumiendo: en estos comentarios sobre las razas y la identidad nacional o

regional, se nota la variedad de ideas que planteaban diferentes intelectuales

colombianos en cuanto a "las razas" y la nación. En general se rechazaba el biologismo

racial que reinaba en Europa y los EEUU en aquellos tiempos, aunque algunos, como

Laureano Gómez, tendían a aceptarlo. Al mismo tiempo, salvo muy contadas

excepciones, existía una preferencia por "la raza blanca" o por los mestizos que llevan

su estampa. A los indígenas se les dedicaban observaciones sobre, por ejemplo, su

"grado de desarrollo intelectual" que les enseñaba que era necesario "mezclarse con otra

raza más adelantada" (Camacho Roldán 1892: 221), o sobre su terquedad o la

imposibilidad de asimilarlos. Algunos ya reivindicaban de forma tentativa la imagen

del indígena, pues era uno de los caudales que influía en el mestizo latinoamericano

(Pineda Camacho 1984: 207-209) -González Ochoa, por ejemplo, obviamente

clasificaba a los indígenas como superiores a los africanos. Casi nadie se preocupaba

por la reivindicación de los negros: lo más positivo que se mencionaba era el hecho de

haber ayudado a la colonización de las regiones tropicales.

La época actual

En Colombia esta situación empezó a modificarse desde aproximadamente

los años 40. Los indígenas, que en la época colonial tenían una identidad

institucionalizada, y que desde la independencia habían sido considerados a veces como

seres inferiores y a veces como ancestros valiosos, empezaron a convertirse de nuevo

en un objeto de reflexión intelectual.

En otros países latinoamericanos ya existía la tendencia a hacer hincapié en

la imagen del indígena como símbolo de la nacionalidad o, por lo menos, de las raíces

de la misma. En el Perú, la comunidad indígena se reconoció como entidad jurídica en

la Constitución de 1920, bajo el mando de Augusto Leguía, cuyo gobierno impulsó

también la creación de un Departamento para Asuntos Indígenas y sancionó el Día del

191

Indio. En México se fundó un Departamento de Asuntos Indígenas en 1936, seguido

por el Instituto Indígena Interamericano en 1940 y el Instituto Indígena Nacional en

1948. En ambos países los nativos se convirtieron en un símbolo positivo en la

ideología del indigenismo, aunque esto muchas veces mezclaba representaciones

románticas de la cultura indígena con programas positivistas de educación y

asimilación (Brading 1988, Knight 1990).

Esto no es motivo de sorpresa en países con grandes poblaciones indígenas.

Pero en Colombia, donde los indios no superan el dos por ciento de la población, la

situación no es muy distinta. Ya en 1890, se promulgó una ley para frenar la disolución

del resguardo indígena que a la vez reconoció el cabildo indígena. Esto fue con la

intención explícita de "gobernar" y "civilizar" a los indios, vistos como una categoría

distinta. A pesar de muchos cambios al respecto en la legislación, los resguardos

seguían teniendo vigencia y hoy en día se están multiplicando (García 1978). Tanto el

mundo académico como el Estado han dirigido su atención mucho más hacia el

indígena que hacia el negro. En 1941 el Estado fundó el Instituto Etnológico Nacional

(desde 1961, Instituto Colombiano de Antropología) bajo la dirección de Paul Rivet. En

las décadas de 1920 y 1930, el pensamiento radical de José Mariátegui y Víctor Raúl

Haya de la Torre en el Perú, y los trabajos de Moisés Sáenz y Manuel Gamio en

México, influyeron sobre un círculo intelectual que en 1942 creó el Instituto Indígena

de Colombia como entidad no oficial. Esto definiría de allí en adelante el ámbito de la

antropología y la etnohistoria colombianas, ya que los mismos fundadores a menudo se

convirtieron en directores de los departamentos de antropología establecidos en las

décadas de los 60 y los 70 (Friedemann 1984, Pineda Camacho 1984). En 1960 se creó

la División de Asuntos Indígenas del Estado, que supervisaba todos las actividades de

desarrollo relacionadas con grupos indígenas. Claro está que tales iniciativas no

significaron que las condiciones sociales y materiales de las poblaciones indígenas

mejoraran. La política del Estado era básicamente integracionista y paternalista y,

según algunos, tan negligente que estaba al borde del etnocidio, al dejar que los colonos

explotaran libremente las tierras y la fuerza de trabajo de los indígenas (García 1978,

Friedemann 1978). Sin embargo, como categoría, los indígenas seguían ocupando un

lugar especial en la visión del Estado, del mundo intelectual y de la sociedad nacional.

Ahora bien, la suerte de la población negra ha sido muy diferente. En

términos sencillos, estas poblaciones han tenido un interés mucho menor para los

gobiernos, las élites intelectuales y las poblaciones mestizas de Latinoamérica. En el

Brasil, con una gran población negra y mulata y una cultura negra bien distinta, se ha

intentado hacer para la imagen del negro lo que en otros países se ha hecho para la

imagen del indio. Investigadores como Arthur Ramos, y sobre todo Gilberto Freyre y

Edison Carneiro, trataron de cambiar las evaluaciones negativas atribuidas a los negros

192

y la herencia africana, otorgándoles un papel fundamental en la definición de la

nacionalidad brasilera. Como en muchas versiones del indigenismo, la perspectiva era

básicamente integracionista (Skidmore 1974: 184-192). Recientemente, la imagen del

negro se ha vuelto un tema de debate político (Fontaine 1985), y a nivel nacional ya

existe una Asesoría para Asuntos Afro-Brasileros, integrada en el Ministerio de la

Cultura.

Distinto es el caso de los venezolanos quienes, desde la independencia hasta

mediados del siglo veinte, "no mostraban ningún deseo de idealizar la contribución

africana a su cultura" (Wright 1990: 113). Durante los años 40, algunos escritores

trataron el tema de la cultura negra desde un punto de vista positivo, pero eran una

pequeña minoría.

En Colombia, pocos entre las clases intelectuales han tenido interés en la

glorificación del aporte negro a la cultura nacional (con excepciones significativas:

véase Friedemann 1984). Contados académicos han estudiado las comunidades negras

del país; y no hay instituciones dedicadas a la investigación de la cultura negra que no

fueron fundadas por la misma gente negra. Friedemann ha calculado que "de 1936 hasta

1978 hubo 271 personas que se inscribieron profesionalmente en el ejercicio de la

[antropología]", de los cuales sólo cinco han enfocado temas de la cultura negra

(Friedemann 1984: 538).

En resumen, la imagen del negro y la del indígena se han articulado de muy

distinta forma en las representaciones de las identidades nacionales latinoamericanas.

Esto no se debe simplemente a la discriminación que sufren los negros, pues los

indígenas también la sufren, sino al hecho que desde el principio de la época colonial,

la identidad del indígena fue objeto de reflexión intelectual e institucionalización

burocrática, cosa que no sucedió de la misma manera con la identidad negra.

Los indígenas encajan en las estructuras de la alteridad de una forma

particular: pueden tomar el rol del Otro con facilidad. Aunque las organizaciones

indígenas reclaman sus derechos como ciudadanos, es mucho más probable que en

términos culturales se les mire como grupos fuera de la sociedad nacional. Una parte de

su identidad, que en alguna medida ha sido institucionalizada, consiste en tener culturas

y lenguajes diferentes y, de hecho, una parte de sus reclamaciones como ciudadanos es

el derecho a mantener estas diferencias dentro de la nación colombiana (derecho

concedido oficialmente en la nueva Constitución). Para la antropología, la gente

indígena puede constituir el Otro con mucho más facilidad que la gente negra, por lo

menos en Colombia si no tanto en Brasil. Esta condición es, por supuesto, una espada

de doble filo. Los indígenas pueden ser objeto de estudio y de medidas especiales; pero

también pueden ser objeto de un racismo especialmente violento y xenófobo, que logra

convertir estas medidas en pura retórica. Ambos filos de la espada han dado a los

193

indígenas una ubicación específica frente al Estado y a la sociedad nacional, a nivel

nacional e internacional, que ayuda a legitimar sus reclamos y a conseguir financiación

para sus organizaciones. La clara existencia de la categoría "indígena" y su condición

de Otro en la nación ha sido una base para la movilización política de los indígenas,

que se ha acelerado desde los años 60 (Findji 1992, Gros 1991).

La "invisibilidad" (Friedemann 1984) de la gente negra crea una situación

distinta, que se debe a la convergencia de dos factores. Por un lado, la identidad del

negro no ha recibido el mismo apoyo institucional por parte del gobierno, tanto colonial

como post-colonial, o de la élite intelectual. La gente negra ha sido considerada más

bien como parte de la creciente población mezclada en la cual se basa la idea de la

nacionalidad colombiana: al negro se le puede llamar ciudadano como a cualquier otro.

Pero por otro lado, la herencia negra ha sido percibida por las élites nacionales, y por

gran parte de las poblaciones no negras, como una marca de inferioridad aun más

estigmatizada en algunos aspectos que la herencia indígena. La visibilidad de la gente

negra se pierde entre ideologías de blanqueamiento que desprecian lo negro (y lo

indígena), y afirmaciones de la homogeneidad nacional mestiza que retóricamente

incluyen a la gente negra como ciudadanos, pero que del mismo modo les niegan un

estatus específico como objeto de la discriminación racial. Es la posibilidad de incluir y

al mismo tiempo excluir a la gente negra lo que define la peculiaridad de su posición

(Stutzman 1981, Wade 1991, 1993a, Whitten 1981). Y es esta condición también lo que

ha dificultado su movilización política.

Gente negra y gente indígena en la reforma constitucional de 1991

La situación descrita arriba ha sufrido cambios significativos durante el

último lustro. La gente negra y la negritud se han convertido en un tema de debate

público, las comunidades negras ya son un objeto de atención oficial e intelectual, y las

organizaciones negras han aumentado su voz y voto en la arena pública, reivindicando

el derecho a la autonomía cultural, tal como lo hacían los indígenas desde los años 60.

A la vez, en mi concepto, la identidad negra ha empezado a tomar la forma de la

identidad indígena, al menos con relación al Estado: dada la no institucionalización de

la identidad negra que data de la época colonial, no es de extrañar que esta

transformación esté sucediendo. En esta sección analizaré el desarrollo del movimiento

negro en Colombia, trazando los cambios producidos en la forma como se ha concebido

la identidad negra.

La organización negra en Colombia se remonta a los años 60 cuando, bajo

la inspiración del movimiento negro en los EEUU y el Caribe y la independencia de

194

varios países africanos, se creó en las ciudades un pequeño número de asociaciones, a

menudo pasajeras, bajo la dirección de estudiantes y personas educadas.

Con la imagen de la negritud que promovían, estos grupos miraban hacia

afuera, hacia los EEUU y Africa: individuos como Martin Luther King, Malcolm X,

Leopold Senghor eran, y siguen siendo, héroes. Estas imágenes eran poderosas pero, al

mismo tiempo, se referían a una historia y unas experiencias negras distintas a las

colombianas: la clasificación más clara de blancos y negros de los EEUU, la

segregación oficial, los linchamientos. La historia del mestizaje en Colombia había

creado un panorama nacional muy diferente, en el cual era difícil fomentar el

nacionalismo negro. Estos grupos permanecían pequeños, sin mucha financiación ni

influencia (Wade 1993b, 1994).

De esta pequeña cuna formativa, surgió una ideología de la identidad negra

que tenía matices más latinoamericanos, y que podemos denominar el cimarronismo.

Fue expuesto originalmente por la organización Cimarrón (fundado en 1982), pero,

como muchos de los que iban a participar en la reivindicación de la identidad negra se

formaban en los círculos de estudio de Cimarrón, la ideología llegó a tener una

influencia amplia. Cimarronismo se inspira en la imagen del cimarrón, o esclavo

fugitivo, y del palenque, o pueblo fortificado construido y defendido por los cimarrones

en la época colonial420. Estos eran más bien escasos en los EEUU, y podían simbolizar

la experiencia latinoamericana - o caribeña - con más facilidad. Además, los cimarrones

y los palenques evocaban imágenes de personas y comunidades negras, en vez de

naciones negras, al tiempo que conservaban la idea de la resistencia guerrera que era

atractiva en los movimientos norteamericanos. Y claro que la presencia en Colombia

del Palenque de San Basilio, un pueblo único, antiguo palenque cuyos habitantes

conservan la memoria de su pasado ilustre y hablan un idioma criollo particular, servía

de símbolo potente de esta representación de la identidad negra (Friedemann y Patiño

1983).

El cimarronismo se dirige a toda las personas negras que se identifican

como tales, así como a todos los que tienen ascendencia negra pero que no se asumen

como negros: los llama a que se reconozcan como negros, o a que simpaticen con el

movimiento. Se crea una representación de la historia en que todos los que tienen raíces

negras han heredado algo común: la esclavitud, la discriminación racial y la lucha

contra las mismas. La ideología los invita a seguir luchando tal como lo hicieron sus

ancestros. Claro que esta representación de la historia es parcial: sólo algunos esclavos

eran cimarrones y los palenques tenían relaciones con la sociedad colonial que no se

pueden caracterizar como de simple lucha continua (Wade 1993: 87). En esta ideología,

420 Véase MOSQUERA (1985) para una descripción de la ideología del cimarronismo. Para detalles sobre los cimarrones y palenques véanse, por ejemplo, PRICE (1979) y FRIDEMANN y PATIÑO ROSELLI (1983).

195

la historia funciona como bandera para movilizar a la gente. El problema era que pocos

se acogían a esta bandera.

Este paradigma de la identidad negra cambió con la reforma constitucional

de 1991 y las negociaciones y discusiones que la antecedieron. La reforma era el

resultado del "proceso de paz" iniciado varios años atrás a efectos de desmovilizar las

fuerzas guerrilleras del país, pero al mismo tiempo puso sobre la mesa la posibilidad de

plantear la etnicidad y la multiculturalidad. Las organizaciones indígenas ejercían la

mayor influencia en este campo, pero las comunidades negras también se hicieron

presentes.

El contexto para esta presencia negra eran los acontecimientos en la región

colombiana del Pacífico. Esta región, explotada por los españoles para la extracción

aurífera, está habitada en su gran mayoría por gente negra, descendientes de los

esclavos llevados para las minas. Muy pocos blancos se afincaron en la región, y la

población negra forma quizás el 90 por ciento del total, con un número apreciable de

indígenas. Es también una de las regiones más pobres del país, con mínima

infraestructura y altas tasas de mortalidad y analfabetismo (Wade 1993). En la

actualidad, el Estado ha vuelto los ojos hacia esta región con el propósito de abrirla y

tener mejor acceso a la cuenca del Pacífico, visto como el centro geopolítico mundial

del futuro. Entre otras cosas, se diseñan planes para la terminación de la carretera Pan-

Americana, la construcción de un nuevo puerto internacional, la apertura de un nuevo

canal inter-oceánico. Mientras tanto, se están construyendo carreteras de penetración en

la región y ha aumentado en forma notable la inmigración de colonos blancos y

mestizos del interior del país - quienes siempre han mantenido una pequeña presencia a

efectos de monopolizar el comercio. La extracción de recursos naturales, sobe todo la

madera y el oro, también se ha intensificado.

Un resultado de estos cambios ha sido un incremento de la tensión

interétnica entre las comunidades negras e indígenas de la región. Desde antes de la

emancipación de los esclavos en 1851, la gente negra ha ido colonizando las partes

bajas de los ríos, empujando a la gente indígena hacia las cabeceras. Las relaciones

entre los grupos no se caracterizan por hostilidad ni violencia, pero tampoco están

libres de tensión. Las barreras étnicas que separan a los indígenas de los negros tienen

cierta claridad, pero están mediadas por la trata, el compadrazgo, el intercambio de

servicios, y uno que otro matrimonio. Las comunidades negras están más ligadas a la

economía capitalista, a través de la minería y el corte de madera, y a la administración

regional: a menudo actúan para los indígenas como medio de acceso a estas esferas

(Whitten 1986).

A medida que se intensificaba la explotación de recursos naturales, personas

negras empezaban a invadir los territorios de las comunidades indígenas, en busca de la

196

madera o el oro, y surgían conflictos entre ambos grupos. Al mismo tiempo, las

organizaciones indígenas, que se venían movilizando desde los 60 y que tenían apoyo

internacional, habían estado solicitando la creación de más resguardos, algunos de los

cuales se encontraban en la región del Pacífico. Ya que la tenencia de la tierra por las

comunidades negras nunca se ha reconocido en términos legales, ni existían títulos para

la mayoría de sus tierras, algunos de los nuevos resguardos abarcaban tierras de

comunidades negras, aumentando así las posibilidades de conflicto interétnico.

Sin embargo, la Iglesia había estado apoyando la creación de

organizaciones campesinas tanto para las comunidades negras como para las indígenas

y, con el propósito de resolver estos conflictos antes de que estallaran, empezó a

intermediar. Se organizaron encuentros entre, por ejemplo, la Organización Regional de

Emberás y Waunamas del Chocó y la Asociación Campesina del río Atrato

(organización negra). Esto culminó en la formación de la Asociación Campesina del

San Juan, que representaba tanto a las comunidades negras como a las indígenas.

Esta alianza indígena-negra iba a ejercer influencia en la Asamblea

Constituyente. No se eligió ningún candidato negro como delegado a la Asamblea: los

candidatos o bien eran políticos tradicionales, o bien personas con poca experiencia

política y sin apoyo económico. En cambio las organizaciones indígenas, que contaban

con más apoyo nacional e internacional y con más experiencia, lograron elegir dos

delgados indígenas, uno de los cuales, Francisco Rojas Birry, representaba a esta

alianza interétnica y recibió los votos de muchas personas negras (Arocha 1992).

De hecho, durante los debates en la Asamblea sobre los derechos de los

grupos étnicos, la alianza resultó ser un poco frágil (Arocha 1992, Wade 1993b, 1994).

Comenta Arocha que la Asamblea fue "dominada por la visión asimétrica y excluyente

de la identidad histórico-cultural diferenciada como una condición tan sólo alcanzada

por los indios" (Arocha 1992: 45). Como tal, en la constitución ratificada el 5 de julio

de 1991 figuraban varios artículos que hacían referencia a los pueblos indígenas o a los

grupos étnicos - términos prácticamente equivalentes421 -pero sólo se obtuvo la

inserción del Artículo Transitorio 55 referente a las "comunidades negras". En este

artículo se requería que, previo estudio por parte de una comisión especial que el

Gobierno había de crear, se expidiera una ley que "les reconozca a las comunidades

negras que han venido ocupando tierras baldías en las zonas rurales ribereñas de los ríos

de la Cuenca del Pacífico, de acuerdo con sus prácticas tradicionales de producción, el

derecho a la propiedad colectiva sobre las áreas que habrá de demarcar la misma ley".

421 Los llamados "raizales" del archipiélago de San Andrés (unas islas ubicadas a 160 kilómetros al oeste de Nicaragua), grupos negros que hablan inglés y tienen una historia más cercana a la de las Antillas ingleses que a la de Colombia, eran otros que en algunos contextos se reconocieron como grupo étnico: por ejemplo en un documento, "De los pueblos indígenas y grupos étnicos", escrito por dos delegados a la Asamblea, Orlando Fals Borda y Lorenzo Muelas (quien era el segundo delegado indígena). Véase FALS BORDA y MUELAS (1992).

197

Esa misma ley debía establecer "mecanismos para la protección de la identidad cultural

y los derechos de estas comunidades, y para el fomento de su desarrollo económico y

social". Finalmente, se abrió la posibilidad de que el artículo pudiera aplicarse a otras

comunidades que "presenten similares condiciones".

No me detendré aquí en los detalles del largo proceso de negociación que

tuvo lugar dentro de la Comisión Especial creada por el gobierno e integrada por

representantes de las comunidades negras de la región del Pacífico, funcionarios del

gobierno y otros particulares (véase Wade 1993b). Por fin fue firmada por el Presidente

la Ley 70 del 27 de agosto de 1993, que reconoce a las comunidades negras como "un

grupo étnico" (aunque tan sólo en una frase que no se vuelve a repetir en todo el texto

de la ley) y aborda la definición de la tenencia de la tierra para comunidades negras

ubicadas sobre los ríos de la zona del Pacífico. La ley excluye el control comunitario

sobre los recursos naturales (excepto los bosques), los subsuelos, los parques

nacionales, las zonas de importancia militar y las áreas urbanas; prescribe que las

prácticas tradicionales de producción deben ejercerse de tal manera que se garantice la

persistencia de los recursos (aunque no menciona las prácticas de producción de otras

personas en la zona). La ley también contiene medidas para mejorar la educación (que

debe responder a las especificidades culturales de las comunidades negras), la

capacitación, el acceso al crédito y el bienestar de las comunidades negras; la

participación de las comunidades en estos campos se garantiza a través de

representantes de las mismas que participarán en diferentes consejos y corporaciones

encargados de la planificación del desarrollo; se creará también la dirección de asuntos

para comunidades negras en el Ministerio de Gobierno. Finalmente, la ley establece una

circunscripción especial para elegir dos miembros de las comunidades negras a la

Cámara de Representantes.

La ley 70 implica una imagen de la identidad negra que contrasta con la que

implica la ideología del cimarronismo y que es análoga a la imagen de la identidad

indígena. Según la ley, la cultura y sociedad negras tienen varios elementos que las

definen (Artículo 2): i) la comunidad negra, definida como "el conjunto de familias de

ascendencia afrocolombiana que poseen una cultura propia, comparten una historia y

tienen sus propias tradiciones y costumbres dentro de la relación campo-poblado, que

revelan y conservan una conciencia de identidad que las distingue de otros grupos

étnicos; ii) la ocupación colectiva de la tierra, definida como "el asentamiento histórico

y ancestral de comunidades negras en tierras para su uso colectivo"; iii) las prácticas

tradicionales de producción, que son las actividades económicas que "han utilizado

consuetudinariamente las comunidades negras"; iv) la misma región del Pacífico.

Además se les da a las comunidades negras de la región el estatus oficial de invasores

de tierras baldías, a pesar de la ocupación continua, en muchos casos durante más de un

198

siglo.

Esta representación implícita refleja en muchos sentidos la imagen de la

sociedad indígena en Colombia: la comunidad establecida y ancestral, la tierra

comunal, las prácticas de producción que se remontan a la antigüedad; el énfasis está en

el arraigo ancestral. Las comunidades negras están encargadas de la protección del

medio ambiente, tal como se percibe en el caso de los indígenas. Y lo mismo que

ocurre con la movilización indígena, el enfoque principal es la tierra o el territorio.

La diferencia contundente es la limitación del ámbito de la ley a la región

del Pacífico. Se supone que la ley se puede aplicar a comunidades negras en otras

partes del país que presenten iguales condiciones, pero es difícil imaginar cuáles

podrían llenar estos requisitos y queda claro que el objeto principal de la ley es el litoral

pacífico. Así quedan excluidas las demás comunidades negras del país y se socava por

completo la idea del grupo étnico como entidad nacional. Otra diferencia es la

definición de la gente negra de la región como invasores, mientras que los indígenas

siempre han tenido derechos originales a la tierra.

El hecho de que la representación oficial de la identidad negra haya tomado

esta forma no es de sorprender, si se considera el rol desempeñado por las

organizaciones indígenas, la Iglesia (cuya experiencia ha sido más que todo con las

comunidades indígenas) y el mismo Estado en la formulación del Artículo Transitorio y

la ley correspondiente - aunque es preciso recordar que las mismas organizaciones

negras jugaron un papel importante también. El Estado estaba dispuesto a hacer algunas

concesiones a las organizaciones negras, en una zona que es de gran interés para el

desarrollo económico masivo. Como tal, prefería utilizar un modelo de negociación con

minorías étnicas que ya existían y eran conocidas; la Iglesia y las organizaciones

indígenas ayudaron a mantener tal modelo y las organizaciones negras - o al menos las

que se involucraron en el proceso - estaban dispuestas a aprovechar las posibilidades

que se presentaran. Vale la pena anotar que algunas organizaciones e individuos negros

se distanciaron del proceso de la ley 70, al señalar sus debilidades (como son la falta de

un enfoque nacional, la falta de control comunitario sobre los recursos naturales, la

definición de la gente negra como invasores), pero eran una minoría y los demás

actores en el drama lograron imponerse en la definición de la imagen oficial de la

identidad negra.

Conclusión

A mi juicio, la ley representa un avance importante porque ha lanzado la

problemática de la negritud a la arena pública, ha reducido la "invisibilidad" de la gente

negra, ha puesto en tela de juicio el mito de la democracia racial que aún está vigente (y

199

que irónicamente se refuerza ahora con las concesiones que el Estado ha hecho para las

comunidades negras e indígenas) y abre el debate sobre la identidad nacional y la

multiculturalidad. Sin embargo, hay que recordar que la ley arrincona la identidad

negra a una sola región del país y la obliga a seguir un modelo indígena. Mientras que

el cimarronismo invita a la gente negra a hacer una elección positiva de la identidad, la

ley impone una definición que excluye gran parte de lo que es la identidad negra en el

país, por ejemplo los de la costa atlántica o del valle del Cauca, los que viven en las

ciudades del interior o en las urbes de la misma región Pacífica. Hay que reconocer que

ser negro no es sólo ser un agricultor rural que vive en los ríos de la región del Pacífico:

también es ser, por ejemplo, un pescador que vive en las playas de la costa atlántica, o

una trabajadora asalariada que vive en Medellín.

Otro aspecto más abstracto, pero que vale la pena agregar, es que, con su

énfasis sobre el arraigo histórico y ancestral, la ley - y aquí comparte una debilidad con

el cimarronismo que también se refiere a la historia para construir la imagen de lucha y

resistencia - ata la identidad negra al pasado y no al futuro. Como dice Stuart Hall: "¿Es

que se trata sólo de descubrir lo que la experiencia colonial enterró, sacando a la luz las

continuidades que ella suprimió? ¿O se trata de una práctica distinta - no el

descubrimiento de la identidad, sino la producción de la misma?" (1992: 24). Sigue el

mismo autor:

Las identidades culturales tienen un origen, tienen una historia. Pero, como

lo todo que tiene historia, ellas sufren transformaciones continuas. Lejos de estar

eternamente fijadas en un pasado esencializado, están sujetas al `juego' continuo de la

historia, la cultura y el poder. Lejos de estar basadas en la mera `recuperación' del

pasado, que está esperando que lo descubran y que, una vez descubierto, nos daría un

sentido eterno de seguridad en nosotros mismos, las identidades son los nombres que

damos a los diferentes modos en que estamos dispuestos por, y nos disponemos en, la

narrativa del pasado (1992: 31).

La ley 70, y en menor grado el cimarronismo, se basan en el

"descubrimiento" para construir la representación de la identidad negra. Pero se

necesita también crear nuevas formas de identidades nacionales - y transnacionales -

que se apoyen en el pasado pero que apunten hacia el futuro. La tendencia estatal al

afrontar la protesta minoritaria - cuando no la suprime - es de hacer algunas

concesiones, creando una burocracia para absorber las peticiones. El efecto es de

mantener el status quo, de moldear la protesta a las estructuras organizativas y

culturales existentes. Por lo tanto es importante no sólo cuestionar la exclusión de un

grupo de las estructuras existentes sino, a la vez, desafiar la propia constitución de esas

200

estructuras; no sólo pensar en incluir a la gente negra e indígena en la nación

colombiana, sino también reimaginar la misma nación.

201

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