de la iglesia y la sociedad

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Montevideo, Tierra Nueva, 1971

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Page 1: De la iglesia y la sociedad

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Carátula: Horacio Anón

Todos los derechos reservados.

© TIERRA NUEVA Constituyente 1460 Casilla Correo 20 Montevideo - Uruguay Queda hecho el depósito que marca la ley.

DE LA IGLESIA Y LA SOCIEDAD

RUBEM ALVES

RICHARD SHAULL

LEOPOLDO J. NIILUS

MAURICIO LÓPEZ

JULIO BARREIRO

PIERRE FURTER

JULIO DE SANTA ANA

GONZALO CASTILLO

WALDO LUIS VILLALPANDO

CHRISTIAN LALIVE

SERGIO ARCE MARTÍNEZ

HIBER CONTERIS

THEO TSCHUY

PROLOGO

EMILIO CASTRO

- ¿fe TIERRA NUEVA

BIBLIOTECA MAYOR

Page 3: De la iglesia y la sociedad

a LUIS E. ODELL

de los primeros en haber sospechado el uso de la je dentro de la lucha ideológica en el tercer mundo.

Page 4: De la iglesia y la sociedad

PROLOGO

EMILIO CASTRO

Cuando se escriba la historia de los esfuerzos tendientes a lograr la unidad de los cristianos en América Latina, el nombre de Luis E. Odell siempre podrá ser encontrado.

En nuestra época de estudiantes, habíamos visto a Odell en algunas Conferencias Anuales de la Iglesia Metodista en la Ar­gentina. Quizá alguna vez habíamos estrechado su mano. Le co­nocíamos como un hombre de físico alto, de gesto adusto, de rostro casi permanentemente serio. Para nosotrs era solamente un dirigente laico más, de nuestra Iglesia, al cual, desde lejos, en una primera visión juvenil, empezábamos a temer. Un buen día, allá por 1951, cuando iniciábamos nuestro pastorado en el In­terior de Uruguay, nos llegó una carta suya. La reviita juvenil "La Idea", —que marcó un jalón importantísimo en la vida del protestantismo del Rio de la Plata—, había publicado un artículo nuestro, en el cual intentábamos contestar las preguntas de un estudiante sobre el tema de la predestinación.

En aquélla carta, Odell nos decía entre otras cosas: "pude averiguar y confirmar que era usted él autor de ese artículo*. Y seguían palabras elogiosas sobre el mismo, de estímulo a las po­sibilidades del joven pastor para que se consagrase al estudio, la reflexión y la difusión del nuevo pensamiento teológico. Ya en aquella carta descubrimos características fundamentales de su persona, que luego habríamos de confirmar a lo largo de sus casi veinte años de amistad. No era casualidad que hubiera leído en "La Idea" nuestro artículo, sino que su pasión por la literatu­ra, su interés en la juventud y sus expresiones periodísticas de avanzada, estaban confirmadas por una militando, previa en la

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Argentina, en revistas y organizaciones protestantes juveniles y, posteriormente, en toda su actuación a lo largo de América La­tina, en los ambientes ecuménicos mundiales y, más localmente, en su trabajo silencioso pero siempre valioso, en el Uruguay.

También aquella primera carta de Luis E. Odell nos abrió los ojos al singular misterio epistolar que caracteriza la vida de este amigo y luchador. Me atrevería a llamarle a este particular aspecto de su vida, "la redención deljmsgmnio". Muy temprano por la mañana, —aún en el día de hoy—, su máquina de escribir empieza a "ecliar humo", señalando la producción de una serie impresionante de cartas, reflexiones, memorándums, proyectos, ar­tículos, que brotan de la amplitud de su preocupación por todo lo que acontece en cualquier rincón del mundo evangélico lati­noamericano, pero sobre todo, por su profunda pasión por las personas, los individuos. Son estudiantes que están lejos; los que han emigrado; los que se sienten solos; los </ue han terminado una etapa de su existencia y el mundo parece que los está olvi­dando. Son también los que se inician en alguna tarea; aún son aquellos que provocan su ira, su indignación, su desacuerdo. Pa­ra todos irá una carta portadora de su interés, de su pasión, de su compañerismo.

Luego de aquella experiencia epistolar pudimos conocerle más de cerca en nuestro carácter de Pastor de la Iglesia Meto­dista Central de Montevideo, de la cual Odell y su familia son fieles miembros. Su vinculación con la Iglesia Metodista se inicia en Rosario de Santa Fe, se prolonga en Dueños Aires y culmina con su radicación en Montevideo.

Pero no pretendemos hacer ni siquiera un esbozo de su bio­grafía, —lo cual sería totalmente contrario a su natural humil­dad—, sino que deseamos descubrir a la persona que conocimos, porque sólo así, —pensando en su calidad humaría—, los lectores podrán comprender porqué un núcleo de luchadores cristianos la­tinoamericanos se detienen, en medio de sus distintas y compro­metidas militancias. a dedicarle él homenaje del fruto de su labor intelectual.

Ese homenaje se explica fundamentalmente, por causa de la vocación ecuménica de Luis E. Odell, que se ha manifestado a lo largo de su vida, —todavía joven—, de esfuerzos que van desde su lucha para contribuir a la creación de la Confederación de Iglesias Evangélicas del Rio de la Plata, hasta los que se materia­lizan en Huampaní, en 1961, con la creación de la Junta Latinoa­mericana de Iglesia y Sociedad (ISAL), la cual ha ido creciendo en la extensión de su influencia, tanto en el campo del pensa­miento y de la crítica, como en el campo del compromiso mili-

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tante, en una sociedad de cambios tan vertiginosos como lo es la nuestra, en estos momentos. Los mejores esfuerzos de Luis E. Odell en este sentido se llevaron a cabo entre 1960 y 1967 y se puede afirmar, sin ningún titubeoque, de no haber sido por su constancia y consagración, la presencia de este Movimiento de cristianos en la actual sociedad latinoamericana, no hubiera sido posible.

ISAL, —y ello se debe a ese esfuerzo fundamental de Odell—, es una comunidad que ha trascendido los límites de las confesio­nes protestantes, para ser un polo donde confluyen católicos y evangélicos que, en tanto tales, están profundamente interesados en dar un testimonio responsable de su fe frente a los desafíos que le presenta la problemática sociedad latinoamericana.

Por eso mismo, creemos que es significativo el título de este volumen que presentamos al público. En cuestiones de la Iglesia y la Sociedad, se concentró la atención de Odell. En gran parte, las contribuciones que conforman esle volumen han sido moti­vadas e impulsadas por labores que junio a él, o siguiendo su senda, hemos llenado a cabo. Ellas resumen, estamos seguros, no sólo nuestro homenaje sino el de todos los que han formado y for­man IúSAL y las actuales corrientes ecuménicas latinoamericanas. Representa, también, un compromiso renovado por nuestra par­te para continuar bregando en favor de "un nuevo hombre y una

h-nueva sociedad".

III

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FUNCIÓN IDEOLÓGICA Y POSIBILIDADES UTÓPICAS DEL

PROTESTANTISMO LATINOAMERICANO (1)

RUBEM ALVES

La principal constatación de la sociología del cono­cimiento es que las ideas no poseen vida autónoma; sino que ellas son un componente de la estructura global de la vida humana. Pero esta estructura no es —como se pen­só por mucho tiempo— un dado "a priori y universal". Las estructuras son construidas por el hombre —a fin de resolver la cuestión de la supervivencia— como respuesta a sus necesidades vitales de vinculación con su mundo. De este modo, las ideas, e incluso la conciencia, surgen como producto de la interacción entre el hombre y su mundo y tienden a resolver los problemas creados per­manentemente por esta dialéctica, orientando la actividad humana. En otras palabras: la_^onciejjcia_y_las ideas nar c_gn de necesidades práctica^ y funcjonan para solncio-narlasJL

1. Esta es una versión revisada de un capítulo original­mente preparado para el libro "Reclamamos Nuestro Futuro" (We Claim Our Future), Jorge Lara-Braud, edit., publicado por Friendship Press, 1970.

2 . Acerca de los orígenes biológicos de las estructuras in­telectuales ver Jean Piaget, Biologie et Connaissance (Editions Gallimard, París, 1967) y John Dewey, Reconstruction in Phtto-sophy (The Beacon Press, Boston, 1962), especialmente el ca-

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Por otra parte, en el libro ya citado, Berger y Luck-mann nos señalan que una de las jaaradojas de la expe­riencia humana es que el hombre capaz de producir al mundo, pasa frecuentemente a experimentarlo como algo que posee una existencia en sí, autónoma, anterior a la actividad humana que la produjo. Posteriormente las ideas que aluden a este mundo pasan, paralelamente, a ser entendidas como eternas y poseedoras de existencia en sí mismas. Este es en realidad, uno de los hábitos de pensamiento más arraigados de nuestra tradición occi­dental. Hábito aún ligado a la tradición platónica y que postula bajo las formas más variadas, que las ideas no existen independientemente de la historia y que en con­secuencia el intelecto humano no crea sino que mera­mente descubre aquello que ya es verdad antes y fuera ele él. Creo que esta manera es una de las formas más insidiosas de aquel embrujo que el lenguaje ejerce so­bre el hombre y al que se refiere Wittgenstein.3 Y esto es así porque .(;] Jioinbie, al olvidar los orígerj£s_deJas ideas^jMerde la pos¡Í)iíidad~tle comprenderlas. La socio­logía del conocimiento nos indica por el contrano7~que_ Jas ideas deben ser aprehendidas a partir de sus orígenes; ajpartir de las necesidades vitales que indujeron al honi-,bie_a_firearlas como "herramientas" con las que explicar y dominar al jnundo para hacerlo así más dócil, Com­prender una idea es aprehender _el' su "para qué"; .signi­fica descifrarla^ como "herramienta".

No debemos olvidar, además, que todo este proceso

pítulo IV, "Changed Conceptions of Experienee and Renson". Acerca de las estructuras como construcciones o producios de la actividad humana, ver Peter Burger & Luckmann, The Social Construction of Reality (Anchor Books, Doubleday & Co., Car­den City, New York, 1967) y Jean Piaget, El Estructuralismo (Proteo, 1968).

3 . L. Wittgenstein, Philosophical Investigations (The Mac Millan Co., New York, 1968), pág. 45, n. 109: "La filosofía" es una batalla contra el embrujo de nuestra inteligencia a través del lenguaje".

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de creación de ideas o de "construcción social de la rea­lidad", ocurre bajo el imperio de los ingredientes emocio­nales y volitivos de la clase en cuestión. Dewey destaca que la dinámica de nuestras elaboraciones intelectuales no responden a la lógica o a la razón pura, sino sobretodo a nuestras emociones, temores y esperanzas.4 Siguiendo el mismo enfoque, Manheim observa que incluso la men­talidad de los grupos, su particular manera de estructu­rar el tiempo y la historia, se encuentra condicionada por sus determinantes emotivas y volitivas. A ello se debe su afirmación que "la estructura interna de la mentalidad de un grupo nunca puede ser comprendida mejor, que cuan­do procuramos comprender a la luz de sus esperanzas, aspiraciones y propósitos, cuáles son sus concepciones del tiempo".5 (subrayado mío. R. A.). En otras palabras, y retomando una afirmación que ya hiciéramos antes, el tiempo es construido, al igual que la conciencia, como respuesta a necesidades eminentemente prácticas y des­empeña asimismo funciones de índole práctica. Es la traducción, en términos abstractos y universales, de la experiencia práctica del grupo, constituyéndose por ello mismo en la lógica según la cual el grupo programa (en el sentido cibernético del término) sus relaciones con el mundo. En cierto modo es posterior a la acción porque nace de ésta, y por otro lado precede a la acción, orien­tándola.

Considero que las perspectivas que tenemos por de­lante nos abren un horizonte harto promisorio, y hasta ahora virtualmente inexplorado, para una comprehensión científica del fenómeno religioso, liberada de las distor­siones unilaterales que encontramos en la crítica marxis-ta y freudiana.0 Porque en efecto, las religiones son for-

4. Dewey, op. cit. Cap. I. 5. K. Manheim, Ideología e Utopía (Editora Globo, Río

de Janeiro, Porto Alegre, Sao Paulo, 1954), pág. 195. 6. A este respecto encuentro muy interesantes dos afirma­

ciones. La primera es de Norman O. Brown, en su libro Life

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mas generales de estructuración del tiempo y contienen una "programación" de acción en respuesta a las mismas.

Tengo la impresión de que aquí nos encontramos frente a algunas aproximaciones que nos pueden ayudar a comprender la profunda reorganización del fenómeno religioso cristiano en América Latina. Para clasificar di­cho fenómeno se usaba tradicionalmente una tipología importada, basada en los orígenes históricos de los diver­sos grupos. Los cristianos eran divididos así en dos gran­des clases: Católicos y Protestantes. A su vez, éstos últi­mos eran tipificados en dos categorías: la correspondien­te por un lado, a las denominaciones históricas, estructu­radas en los moldes de iglesia y, por el otro la de los gru­pos entusiásticos (en su mayoría pentescostales) estruc­turados como secta. Pero, así como para descubrir en lin­güística el significado de una palabra, debemos observar cuál es su uso en el lenguaje corriente, del mismo modo para entender en nuestro caso específico al Protestantis­mo, es necesario verificar la manera como éste se com­porta en el contexto global de la sociedad latinoamerica­na, y no a partir de sus orígenes históricos. La tipología histórica no sólo nada nos revela sobre este comportamien­to, sino que además —y eso quizás sea lo más grave— desfigura al Protestantismo y lo muestra diferente a có­mo es en la realidad. Por otra parte, las profundas frac­turas que dividen internamente y de arriba a abajo, tan-

Against Death (Vintage Books, Randorn House, New York, 1959), pág. 14: "El sicoanálisis está en posición de definir el error en la religión, sólo después de haber reconocido la verdad". Y la segunda, de Berger y Luckmaun cuando, a guisa de conclusión de su libro, declaran que "nuestra comprensión de la sociología del conocimiento nos lleva a la conclusión que las sociologías del lenguaje y de la religión no pueden ser consideradas como es­pecialidades periféricas de escaso interés para la teoría socio­lógica como tal, sino que tienen contribuciones esenciales que hacerle. . . Confiamos haber dejado bien claro que . . . es impo­sible una sociología del conocimiento sin una sociología de la religión (y viceversa). Op. cit., pág. 185.

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to a las denominaciones protestantes como a la iglesia católica, son una clara evidencia que la tipología tradi­cional esconde profundas contradicciones.

¿Por qué surgieron las fracturas? La respuesta pare­ce obvia. En primer lugar, vemos que ellas se produje­ron paralelamente a la toma de conciencia de la situa­ción de crisis que atraviesa Latinoamérica. Esta situación crítica obligó a los grupos cristianos a reinterpretar, de una u otra manera, su vinculación con nuestro mundo. Este es un proceso ineluctable toda vez que la "progra­mación" de las relaciones entre una comunidad y su mundo, sea problematizada por la aparición de una si­tuación imprevista. Las alternativas serían: o bien reafir­mar la antigua "programación" negando así la realidad de los nuevos problemas, o bien reformular la "progra­mación" a fin de crear mejores condiciones de vincula­ción con el mundo. La ruptura se manifestará inmedia­tamente en los grupos, apenas ellos elijan entre estas alternativas.

En el libro de Manheim ya citado, éste ofrece un argumento que me parece sumamente útil para compren­der este proceso de reorganización por el que pasan los grupos cristianos ante la crisis latinoamericana. Según este autor, la manera en que los grupos son llevados a entender su situación histórico-social, da origen a la for­mación de estados mentales utópicos e ideológicos. Man­heim define como estado mental utópico a aquel que, "siendo "incongruente" con el estado de realidad dentro del cual ocurre (topía)", al convertirse en acto tiende "a destruir parcial o completamente el orden de cosas exis­tentes en determinada época". Denomina entonces uto-jpjas, aquellas estructuras intelectuales que "trascienden J a realidad y, simultáneamente, rompen la trama del or­den existente".7

7 . Es necesario destacar que para Manheim, la formación de tales mentalidades no es de acuerdo a los moldes idealistas un proceso autónomo. Manheim observa que las utopías no son

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Las ideologías son, por otro lado, las estructuras in-telectuales^ que por mucho queJ^nísjíSñcJañTa "situación

"iiunca logran^ dFJücTóTfeaíízaT el contenido proyectado". "En consecuencia, las utopías y Tas ideologías se diferen­cian por la manera que "programan" la acción del grupo que las sustenta. En tanto que las utopías orientan ac­ciones de transformación, las ideologías las inhiben, pre­servando así las cosas tal como están.

La razón por la que sugerimos antes que la tipología tradicional basada en criterios históricos, se tornó obso­leta, es que actualmente las orientaciones utópicas e ideo­lógicas son las que para los grupos cristianos, constituyen los nuevos principios rectores de organización, de pen­samiento y de comunidad. De ahí la razón de la fractura. De ahí las tensiones, las luchas. Situación de polariza­ción y choque entre la mentalidad profética, orientada al futuro, y la mentalidad sacerdotal, comprometida con la preservación del presente; situación análoga a la del An­tiguo Testamento. Permítaseme hacer aquí algunos co­mentarios sobre el problema, particularmente en lo reté­jente al Protestantismo.

otra cosa que la condensación de "las tendencias no realizadas que representan las necesidades de cada época" y que, por con­siguientes, ellas sólo pueden ser comprehendidas por referencia "a la situación estructural de la capa social que las adopta en de­terminada época" (op. cit., pág. 185, 193). _La palabra utopía y su contenido, fueron muy desacreditados por la crítica marxista. Mas esta crítica no puede liberarse de su sesgo ideológico. J í u -

Jber nos ayuda a colocar la cuestión en su adecuada perspectíva: "La polémica de Marx y Engels hizo que el término "utópico" fuera usado, tanto dentro como fuera del marxismo, para un socialismo que apela a la razón, a la justicia, a la voluntad del hombre en remediar los desajustes de la sociedad, en vez de referirse a la adquisición por parte del hombre de una conciencia activa de lo que se está gestando "dialécticamente" en el seno del industrialismo. Todo socialismo voluntarista es considerado "utópico". M. Buber, Paihs in Utopía (Beacon Press, Boston, 1958, pág. 9 ) . (Hay versión española del Fondo de Cultura Económi­ca, México, bajo el título "Caminos de la Utopía") .

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Las posibilidades utópicas del Protestantismo.

Católicos y protestantes coincidían en poquísimas cosas, con anterioridad al Segundo Concilio Vaticano. Una de esas pocas coincidencias era su interpretación de la Reforma como un movimiento que contribuyó a desin­tegrar la síntesis medieval. Es lógico que sus valoraciones fuesen contradictorias. Mientras los protestantes elogia­ban el hecho, los católicos lo reprobaban. Si Hegel in­cluye a la Reforma, en su Filosofía, de la Historia,8 como un nuevo avance del espíritu ahora conciente de que "el hombre está destinado, por propia naturaleza a ser libre", en cambio Novalis la acusa de haber dividido al mundo y separado lo inseparable, de haber asesinado a la Cris­tiandad.9 Este conflicto nos permite observar que mien­tras el pensamiento católico se organizó en el afán de preservar la síntesis medieval, funcionando como ideolo­gía en relación a ésta, la Reforma contenía elementos indudablemente disfuncionales respecto de aquella, lo que confirió a su pensamiento la función utópica. Esta observación es de suma importancia porque el Catolicis­mo que fue implantado en América Latina se proponía restaurar aquí la síntesis que se quebrara en Europa. Se trató de un Catolicismo organizado conforme a los linea-mientos deJTrento, y por consiguiente, animado del es­píritu de la Contrarreforma. La sociedad latinoameri­cana por lo tanto se formó como resultado de la fusión del espíritu aristocrático, autoritario y elitista de la tra­dición ibérica y los ideales católicos. Es comprensible

8 . G. F . Hegel, The Phüosophy of History, (Dover, Publ. Inc., New York, 1956), pág. 416.

9 . Hans Rückert, "The Reformation Medieval or Modem?", en Rudolph Bultmann y otros, Translating Theology Into the Modern Age (Harper & Row, 1965).

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que en esta sociedad la espiritualidad católica no se cons­tituyera en una religión que se colocara en un mismo plano junto a muchas otras expresiones culturales posi­bles. Ella era el alma misma de Latinoamérica, con la cual formó una síntesis global que preservaba la unidad cultural de la Cristiandad, asesinada por la Reforma.

Mas, llevado por el movimiento misionero del siglo XIX, el Protestantismo trajo aquí consigo la amenaza de una nueva desintegración. No se trataba de un fenómeno religioso más. Debe acotarse que la iglesia católica jamás temió los nuevos fenómenos religiosos; por el contrario, siempre supo asimilarlos integrándolos a la espiritualidad católica. En cambio, el Protestantismo pareció caracteri­zarse por su oposición estructural al catolicismo. Resis­tente a la asimilación, permaneció como un cuerpo ex­traño, disfuncional y perturbador. Se presentaba como una posibilidad de subversión del orden dominante.

En los hechos, el Protestantismo llegó no tanto como una nueva religión, sino más como parte de la corriente de modernización que entonces invadía a América Latina. Traía consigo los ideales y valores de la sociedad bur­guesa que en Europa y los Estados Unidos había ases­tado —a través de la Revolución Francesa y la Revolu­ción Norteamericana— dos dolorosos golpes a la socie­dad aristocrática. El protestantismo ofrecía una versión religiosa de los ideales de libertad, igualdad y fraterni­dad de la Revolución Francesa y así como de las "verda­des por sí mismas evidentes" a las que se refería la De­claración de la Independencia de los EE.UU. de N. A.; es decir, "que todos los hombres fueron creados iguales, y dotados por su Creador de ciertos Derechos Inaliena­bles entre los cuales el Derecho a la Vida, a la Libertad, y a la Búsqueda de la Felicidad". De ahí que la iglesia católica juzgara necesario perseguir en América Latina a los protestantes, pues, a su entender, no se trataba de una religión más, sino de la negación y la amenaza de destrucción de la síntesis Iglesia-Civilización, última ex-

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presión de la Cristiandad aún existente. Al analizar los valores protestantes desde el punto de vista de su posible función respecto de la sociedad latinoamericana resulta obvio que los mismos constituyeran una amenaza de des­integración del orden dominante, o sea que el Protestan­tismo pudiera llegar a ser una utopía. Veamos algunos de estos valores.

Históricamente, el Protestantismo nació como afir­mación de que el hombre está destinado, por propia na­turaleza, a ser libre. En su tratado La Libertad del cris­tiano, Lutero afirmaba: "el cristiano es señor de todas las cosas y no se halla bajo el dominio de cosa alguna". Este énfasis en el hombre representaba algo de profundamen­te revolucionario, porque al contrario del pensamiento católico medieval que hacía del hombre un ser subordi­nado a la estructura jerárquica, la Reforma hacía subor­dinar las estructuras a lo personal; llegado el caso las estructuras deben ser destruidas para que el Hombre exprese su libertad. Esta es una substancia, la médula de la polémica gracia versus ley y que fuera verdaderamen­te, el núcleo del conflicto entre Protestantismo y Catoli­cismo. No se requiere excesiva imaginación para com­prender que el conflicto se asemeja al que hoy se mani­fiesta entre historia versus estructura. La Reforma ar­ticuló, así, un humanismo de libertad. Con gran perspi­cacia, K. Holl observó que el superhombre nietzchiano —el hombre que es libre para crear un nuevo mundo— no es más que una versión secularizada del hombre de Lutero liberado de la ley.10 De tal modo, desde sus orí­genes la mentalidad Protestante implicaba un rechazo radical del carácter acabado o sagrado de cualquier es­tructura. Paul Tillich llega incluso a ver en este elemen­to de crítica a todas las estructuras, lo que podría ser llamado como Principio Protestante.11

10. K. Holl, The Cultural Significance of the Refomation (The World Publishing Co., Cleveland, New York, 1962), pág. 137.

11. Paul Tillich, The Protestanl Era (The University of

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Es fácil ver a esta mentalidad colocándose del lado de las fuerzas que estaban contribuyendo a la destruc­ción de la síntesis medieval; síntesis que articulaba su humanismo en términos de integración del hombre a las estructuras eclesiásticas, políticas y sociales.

Como ya señalamos antes, la sociedad latinoameri­cana tenía una gran semejanza con la sociedad medieval. Es decir, una sociedad jerárquica, dividida entre élites dominantes cuya voluntad era la ley, cuyos intereses eran la única norma y donde las masas eran enteramente do­minadas. Sociedad que vivía en una situación de colonia­lismo interno y externo; dominada internacionalmente por los intereses de España y Portugal e internamente por los grupos que respondían a dichos intereses. A las masas le cabía un papel puramente pasivo, pues no tenían valor en sí. Su importancia estaba subordinada a la contribu­ción que pudiesen hacer al bienestar de las clases domi­nantes. Tampoco les era permitido proyectar su propio futuro, porque el único porvenir que les estaba reserva­do era aquel que les impusieran los dominadores.

Las estructuras.de dominación crearon pues a su vez, la mentalidad del hombre dominado: pasivo, incapaz de pensar su futuro, impotente para soñar su propia libe­ración. Se dio ese fenómeno que menciono en la intro­ducción: las estructuras creadas por los hombres, pasaron á ser consideradas como estructuras inmutables, estruc­turas que no podrían sufrir cambios; eternas.

Las estructuras del pensamiento católico, contribuían doblemente, en el contexto referido, a sacralizar el sta­tus quo. Primero, porque su visión jerárquica de la socie­dad admitía como normales y necesarias, las desigual-

Chicago Press, Chicago, 1962), pág. 163: "El Principio Protes­tante .. . contiene la protesta divina y humana contra cualquier reclamo absoluto de una realidad relativa, incluso si este recla­mo es hecho por una iglesia protestante. Es el juicio profético contra el orgullo religioso, la arrogancia eclesiástica, la autosu­ficiencia secular y sus consecuencias destructivas".

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dades económicas y la situación de las masas controladas por las élites. Y en segundo lugar, porque legitimaba las estructuras dominantes como acordes con la voluntad de Dios. La conciencia del hombre oprimido es de este mo­do impedida de protestar; pasa a expresarse en términos de fatalismo religioso, de resignación ante las condicio­nes de injusticia, todo acepta y todo corrobora al decla­rar: "Es la voluntad de Dios".

Como indicamos, el Protestantismo alteró el acento puesto en las estructuras desplazándolo hacia el indivi­duo. Esta preocupación por la persona era —en el caso del protestantismo latinoamericano— aún más fuerte pues provenía del^Pietismo, movimiento que naciera como pro­testa ante la esterilidad doctrinaria de la ortodoxia pro­testante. Su interés primordial radicaba en la experien­cia religiosa personal, en los contenidos subjetivos y exis-tenciales como: la angustia por los pecados cometidos, la certidumbre de salvación, la paz y la alegría. Al aban­donar las estructuras como punto de partida, el huma­nismo protestante creaba embrionariamente una forma de pensar que podía llegar eventualmente a quebrar la trama del orden existente. No hay estructuras sagradas; Dios no comulga con las estructuras, sino solamente con las personas. A ello se debe que los hombres sean sacer­dotes y libres. El sacerdocio universal suponía el fin de todo autoritarismo religioso o seglar, exigiendo paralela­mente una sociedad fraterna, de comunión, de participa­ción; una sociedad, en fin, de iguales derechos humanos. Si Dios se relaciona con todos los hombres de la misma manera, no cabe tolerar una sociedad donde algunos hombres dominan a otros hombres. Lo que se exige es una sociedad democrática.

Además, la conciencia del pecado, —tan típica de la mentalidad Protestante— contribuyó a acentuar la opo­sición entre lo personal y lo estructural. Si las estructu­ras de América Latina eran expresión del autoritarismo jerárquico del catolicismo de Trento, ellas serían consi-

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deradas en un todo, como expresión de pecado. La afir­mación bíblica de que "la amistad al mundo es enemis­tad a Dios" pasó a ser interpretada necesariamente como un enjuiciamiento a todas las estructuras dominantes. Cabía entonces la posibilidad que el Protestantismo lle­gara a engrosar las vanguardias políticas e intelectuales que en el siglo XIX bregaban para quebrar el status quo.

Por otra parte, el Protestantismo creó —en franca contradicción con las actitudes mentales que creara la "topía" latinoamericana—, un estilo de vida disciplinado. En su libro La Etica Protestante y el Espíritu del Capita­lismo, Max Weber señaló que el factor disciplina de trá­balo era un elemento fundamental de la espiritualidad calvinista, porque por medio de la misma el creyente ha­llaba la confirmación de que Dios lo había predestinado a "la Salvación. La disciplina además, exige una actitud mental de confianza en el poder humano para deter­minar al mundo. El hombre se disciplina en tanto esté convencido que mediante ella podrá alcanzar deter­minados objetivos y modificar las condiciones que domi­nan su presente. Cuando existe tal actitud mental, el hombre organiza su energía en función de un propósito. Pero, una de las características de la sociedad latinoame­ricana es que sus estructuras imposibilitaron tal actitud. El individualismo aristocrático de las élites ibéricas asu­mía la forma de una independencia de conquistador y explorador esencialmente anárquica que confiaba más en la suerte que en la disciplina (Comblin). No se plani­fica el futuro, se apuesta a él. Se trata de un fatalismo diferenciado del de las masas pues en este caso el futuro es encarado como una dádiva de los dioses. Igual actitud prevalecía entre las masas, pues dado que las élites no les permitían planear o ejecutar su futuro, éstas creyeron que el porvenir se subordinaba a un ciego fatalismo. Co­mo no podía ser de otro modo, las masas participaban en un juego en el que no tenían posibilidad alguna de ganar. Su enraizada convicción de que su trabajo no po-

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día crear ningún porvenir diferente, no era otra cosa que producto de una generalización de su experiencia histó­rica, conforme a la cual, el porvenir sería como Dios qui­siese. A esta razón se debe que nunca surgiera entre las masas latinoamericanas aquella actividad febril que ca­racterizó al pueblo norteamericano. Las estructuras de dominación no permitieron que el hombre considerase al trabajo como un instrumento con el cual crear un mundo de libertad. Por el contrario, siempre consideró al trabajo como una forma de opresión. De su impoten­cia ante el porvenir, nace su indisciplina, su proverbial indolencia. En el contexto del colonialismo, la disciplina no tiene realmente sentido, porque el dominador será siempre quien recogerá los frutos sembrados por el tra­bajo arduo. Por consiguiente, la falta de disciplina del pueblo latinoamericano no significa, como pretende Har-vey Cox, que los latinoamericanos se hayan convertido en especialistas en el arte del ocio. La ociosidad es, ante todo, manifestación de impotencia. En cambio el disci­plinado estilo de vida que traía consigo el Protestantis­mo, significaba la posibilidad de destrucción de las es­tructuras mentales tanto de los señores como de los do­minados; implícitamente, afirmaba la libertad y él poder del hombre para construir su propio mundo y dominar su propio tiempo.

El Protestantismo como ideología.

América Latina vive actualmente un momento único en su historia; Ello se debe a que, parálejarúenté: a 1

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perpetuación de la situación de opresión e injusticia en que se encuentran las amplias masas, se percibe una toma de conciencia generalizada sobre la necesidad de crear una sociedad nueva. La Segunda Conferencia Ge­neral del Episcopado Latinoamericano constató que vi­vimos una situación de excesivas desigualdades entre las clases sociales, situación en la que pocos tienen mucho mientras muchos nada tienen; una situación de frustra­ciones crecientes, de opresión ejercida por grupos o sec­tores dominantes, de poder ejercido injustamente. De empobrecimiento general del continente debido a las in­justas condiciones internacionales a que éste está some­tido. Una situación, en síntesis, de violencia institucio­nalizada. Entre tanto, la conciencia otrora oprimida, in­capaz; de planificar su porvenir ha despertado. Puede percibirse un ansia generalizada de estructuras más jus­tas. "Estamos en el umbral de una nueva época de nues­tra historia", prosiguen los obispos católicos. "Época plena de un deseo de emancipación total, de liberación de cual­quier servidumbre, de madurez personal e integración colectiva. Notamos aquí los preanuncios del parto dolo-

J2SQ de una nueva civilización"12. Eljdesafio que se le plantea hoy día a América Latina, es la exigencia d<L construir una sociedad ¿onde reine la fraternidad hu-_ mana. No serrata tan solo de resolver nuestras contra­dicciones económicas, si bien éstas son un elemento fjmdamental. Teóricamente es posible qus quienes do­minan, interna y externamente, ofrezcan a los dominados condiciones económicas razonables. Pero es necesario te­ner siempre presente que cuando los amos mejoran las condiciones de los esclavos, paralelamente mejoran las propias condiciones de explotación. Lo que aquellos no pueden hacer es liberar a éstos últimos.JLo quese pr^tert

^de en la actualidad .es, fundamentalmente, Ia_ creación de una sociedad de participación; es decir, que sea resu¿

12. SEDOC, vol. I, noviembre 1968, No 5.

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tado de la creatividad, de la vocación humana del pueblo latinoamericano. Los obispos concluyen con este anun­cio "del deseo de pasar del conjunto de las condiciones inhumanas para todos, a condiciones plenamente hu­manas e integrar toda la escala de valores temporales a la visión global de la fe cristiana; tomamos conciencia de la 'vocación original' de América Latina: vocación de unir en una síntesis nueva y genial lo antiguo y lo mo­derno, lo espiritual y lo temporal, lo que otros nos le­garon y nuestra propia originalidad"13. Estas afirmacio­nes hacen evidente que las esperanzas que hoy existen en América Latina consideran al destino y el futuro del individuo como algo inseparable del destino y porvenir del Continente, es decir, como un todo. Nuestra situa­ción es tan intensamente histórica, social, pública, que carece de sentido hablar del individuo como un ser ais­lado. Vivimos aquello que Paul Tillich denomina "la situación proletaria", o sea aquella en la que el destino del individuo sólo puede ser pensado desde el punto de vista de su solidaridad con las masas 14.

Es necesario que veamos con claridad la fertilidad de la situación. Las observaciones precedentes indican que estamos contemplando el nacimiento de un pensa­miento utópico, con todas sus promesas de transforma­ción. El Protestantismo podría actuar en esta situación como catalizador, si sus posibilidades utópicas encon­trasen una manera de insertarse en nuestro momento histórico. Mas, como bien señala Tillich, "la situación proletaria, en la medida que representa al destino de las masas, no puede ser penetrada por el Protestantis­mo cuyo mensaje apela a la personalidad individual exigiéndole una decisión de índole religiosa, abandonán­dolo después a sus propios medios en las esferas política

13. lbid., pág. 666. 14. Paul Tillich, The Protestant Era (The University of

Chicaggo Press, Chicago, 1962), pág. 161.

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v Minal.. ."^JLcúque-esiáocurriendo con el Protestan-Jisuio latinoamericano es una confirmación total de esta, comprobación. Sus-formas de pensamiento ian . sido do­minadas en tal grado por el individualismo, que el Pro­testantismo no_puede producir categorías para compren-3er los problemas de naturalgza estructural. A esto se debe que enfoque los problemas sociales como un mero agregado, como una simple suma de problemas indivi­duales. Desahija fórmala cjnüal_deju_étícopdal: "£Smz. viértase el individuo y la sociedad _&e.transformará",JEstp dignifica, .lógicamente, que el fenómeno iie_j^gcm)ieiito .de las iglesias, implica "al mismQjüernpo, Ja creación de .estructuras intelectuales^me hacen imposible la compren­sión del momento histórico que vivimos. ¿Será esta una forma "del embrujo del lenguaje" al que se refiere Witt-genstein?

Esto parece sumamente extraño. Y es así porque la ,* contradicción entre lo personal y lo estructural, tan ca­

racterística del Protestantismo, podría y debería haber creado una ética mediante la cual lo personal hubiera aceptado como vocación propia, la transformación de las •mismas estructuras a las que se opone, a fin de reconci­liarse con ellas. Mas esto no fue así y la razón es muy simple y de suma importancia para comprender la es­tructura y el funcionamiento global de la mentalidad protestante. MJ^-ExaJ^^ntisrnp, en vez de considerar la contradicción entre lo personal y lo estructural en térmi-ños^^écticos^~la~lr^rpretór gnjtérminos dualistas- J L ^ dialéctica significa que el sujeto que se opone al mundo entiende tal oposición como una exigencia para transfor­marlo. La conciencia niega a fin de poder afirmar. Su propósito es la reconciliación. Eljduallsmc^jignifica, por el contrario, que el sujeto que se opone al mundo, y con­sidera tal oposición como una exigencia de distancia-miento. Hay, pues, una doble negación. El dualismo no

15. ibid., pág. ' leí , . " .- . : ' . . . . •:..• .."!'.; _..'~:...:-

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pretende resolver la aposición, sino.perpetuarla, exacer-bándQla_aún más. El dualismo no ve nosibilidad d& re­conciliación entre lo personal y lo estructural. Según las palabras^ de ..Hoelcendijk, nos_ encontramos aquí con la persona que "desaprendió la esperanza". Lo que se per­sigue entonces, ya que el mundo está perdido, £S_sajyar^ el alma. La dialéclicajb&dágra dado., origen a una ética de_transformación, jnientras.que el dualismo no podía para el Protestantismo latinoamericano, lo personal no producir otra cosa geu£_una_ética de conservación. Así, transforma al mundo, lo rechaza. La libertad no lo fer :

tiHza. fluye de él. De ahí la típica formulación de la .sclpsinlngía-dominante: la-iglesia».como comunidad, no. participa en las transformaciones sociales. Su,_tarea_jes Qonyertir a los infieles y_ cobijar a los conversos. En con­secuencia, el Inundo en sí y específicamente el mundo latinoamericano con sus valores, estilo de vida y cultura pasó a ser considerado como malo. Incluso se verifica que esta negación del mundo latinoamericano (por su vincu­lación con el catolicismo) toma una dirección inversa en términos de identificación con los valores importados del mundo jmglosaján. El acto de conversión al Protestan­tismo, puede entonces implicar un desarraigo por el cual el hombre se ve forzado a negar la cultura que lo formó. Aparece entonces, una antropología en la que las rela­ciones de nuestro hombre con su mundo dejan de ser re­laciones esenciales de solidaridad, para pasar a ser rela­ciones accidentales de mero contacto. No hay esperanzas para el mundo. El Protestante está en el mundo pero no se solidariza con él. Sus ojos están puestos en su vida personal y en la promesa de la salvación individual.

Otro artificio del que hecha mano la mentalidad protestante para impedir la dialéctica entre lo personal y lo estructural es considerar al mundo como iin_terreno de pruebas. Su aspecto negativo, los dolores que pro­voca, son pruebas enviadas por Dios. Por medio de ellas el hombre es llevado a desprenderse del mundo y a es-

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perar solamente aquello que viene de lo alto. La doctrina de la providencia contribuyó mucho a tal actitud con sus tonos fatalistas .Así, Jo importante no _es qué sufren los hombres, p jea_ las_ condiciones objetivas y estructurales vividas jjorjos_. liombres, sino cómo sufren, es decir, las condiciones subjetivas con que enfrentan la_proyocación. Esta es una contradicción fundamental. Por un lado, la crítica a lo estructural como opuesto a lo personal; por el otro, la aceptación pasiva de lo estructural, como or­denado por Dios mismo. Contradicción, pues, que hace

(i imposible la dimensión de la protesta, explícita sin em­bargo en el propio nombre del Protestantismo. Lógica­mente, los impulsos transformadores de la acción son

/ sublimados en dirección de virtudes pasivas como la pa-¡ ciencia, el conformismo, el quietismo, la subordinación.

Esto significa que las tesis de Weber acerca del Cal­vinismo, y de Walzer acerca de los Puritanos, no encuen­tran paralelo en la situación latinoamericana. La espiri­tualidad protestante implicaba para ambos, una ética de carácter político que exigía la transformación del mun­do para mayor gloria de Dios. La concepción dualista del Protestantismo latinoamericano no permitió eme sur­giese una ética semejante. La ética es internalizada e individualizada. El creyente no emplea su disciplina pa­ra transformar al mundo, sino para reprimirse y domi­narse: no fuma, no bebe, no miente, es trabajador, aho­rra dinero. Tiene conciencia de "ser diferente" y de que el mundo sería mejor si todos fuesen como é l . . . Su es­tilo de vida, además de los elementos antes indicados, se caracteriza entonces desde el punto de vista ético, por otros dos elementos. En primer lugar, una tendencia de adaptación al mundo tal como es, puesto que sus leyes —jurídicas o funcionales— son manifestación de la volun­tad divina. No se trata ya de una simple tendencia indi­vidual, sino que es esencialmente eclesiástica. Un capí­tulo que la historia deberá investigar en el futuro, es la actitud que las iglesias Protestantes han tenido frente a

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las estructuras económicas y políticas dominantes. A esta actitud están ligadas las prácticas inquisitoriales que vol­vieron a manifestarse en varios círculos protestantes. En segundo lugar la ética legalista unida a la disciplina per­sonal hace de los protestantes excelentes "funcionarios". Incluso se creó una "ética de funcionario" que canaliza las energías humanas hacia el aumento de la eficiencia de las estructuras existentes más que a la creación de lo nuevo. Este es un buen empleado, un buen funcionario, un buen ciudadano; es aquel que obedece las reglas del juego tal como fueron impuestas.

Al explicar las estructuras como manifestación de la voluntad de Dios, el Protestantismo hizo que fuera im­posible comprenderlas desde el punto de vista de su gé­nesis histórica y de las relaciones y funciones que ellas perpetúan. El énfasis Protestante en la reconciliación es harto sugestiva, pues ella indica que los problemas hu­manos se sitúan a nivel de los malos entendidos y jamás en la esfera de las situaciones injustas. En consecuencia, se torna dificultoso comprender la pobreza de las masas como problema estructural. La tendencia del Protestan­tismo es más bien interpretarla como un problema de raíces puramente individuales. De ahí la honda convic­ción de que "la conversión individual conduce a la solu­ción de los problemas". Ideología análoga a aquella que en los Estados Unidos de Norteamérica, interpreta la si­tuación de los pobres como consecuencia de que ellos "do not try hard enough" (En inglés en el original: "no se esfuerzan lo suficiente". — N. del T.) La crítica de lo estructural es eliminada y remplazada por la crítica al individuo. Por consiguiente, las promesas utópicas del protestantismo se revelan en la actualidad como sola­mente ideológicas.

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¿Un nuevo Protestantismo?

Exisjej34mifihas_xle_jque la crisis latinoamericana está llevando a algunos ajcejriterpretar las^írnbojqs^eusu fé, pero en la dirección ^utópica o mesiánico-profética .deL Antiguo Testamento. Es bien cierto, que esto no se re­fiere tanto a las interpretaciones de los símbolos, tal co­mo son adoptados por las estructuras eclesiásticas. Pero podremos ver que este proceso ocurre sobretodo en cier­tos grupos marginados por las estructuras oficiales. Este conflicto entre tendencias ideológicas y utópicas explican las fracturas que actualmente dividen, no sólo a las de­nominaciones protestantes tradicionales, sino también a la propia Iglesia Católica. Se trata de tensiones entre orientaciones irreconciliables. Como ideología, el Pro­testantismo se proyecta al futuro y exige una ética de transformaciones sociales. Entre estas dos comunidades no puede existir ninguna unidad ecuménica. Esta es una de las razones por la que afirmamos al principio que los criterios denominacionales se volvieron obsoletos para la comprensión de la situación del Protestantismo en Amé­rica Latina. Pero la otra razón por la que los otros crite­rios tampoco pueden ser usados, es que así como las ten­dencias ideológicas y las tendencias utópicas dividen al Protestantismo, los grupos de orientación utópica dentro del mismo descubrirán una nueva unidad con grupos de idéntica orientación de la Iglesia Católica. Nace así una nueva realidad jelesial, ecuménica, absolutamente real aunque no posea el rótulo "oficial". Las nuevas tenden­cias mesiánico-proféticas de la Iglesia Católica no se li­mitan a los grupos marginados. Se expresan por el con­trario en las altas esferas jerárquicas, como lo testimo­nian los documentos de la Segunda Conferencia General del Episcopado Latinoamericano. Las discusiones sobre la Fé y el Orden asumen un carácter secundario y hasta

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accesorio frente al hecho de que católicos y protestan­tes están descubriéndose como un solo cuerpo en fun­ción de su esperanza en una América Latina nueva. Qui­zás porque la unidad sólo nace en la medida en que par­ticipamos de Cristo y nos constituyamos entonces en su cuerpo. Mas Cristo, como él mismo lo declara, se es­conde en quienes sufren (Mat. XXV) y Su Espíritu trans­forma los gemidos de aquellos en una sinfonía de espe­ranza (Rom. VIII. 22-23). Así; al volvernos hacia este hombre en el que Cristo anida, protestantes y católicos encuentran repentinamente aquella unidad hace tanto tiempo perdida.

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IGLESIA Y TEOLOGÍA EN LA VORÁGINE DE LA REVOLUCIÓN

RICHARD SHAULL

Esta tentativa procura bosquejar algunas de las ten­dencias presentes en el desarrollo de la teología en inter­acción con la revolución, y descansa en dos premisas. Primero: la agitación revolucionaria en la que nos halla­mos inmersos actualmente no es un fenómeno pasajero; se trata más bien de un hecho de tremenda trascenden­cia del que nos tendremos que ocupar en las próximas décadas. Y es indudable también que los Estados Unidos están destinados a estar en el propio centro de esa agita­ción revolucionaria.

Las revoluciones modernizadoras que originalmente irrumpieron en los siglos XVII y XVIII en Inglaterra y Francia respectivamente y que aún prosiguen en nuestra época bajo auspicios socialistas, no han terminado su re­corrido. El fracaso de nuestras actuales estructuras por satisfacer el incremento de las expectativas, así como el despertar de la conciencia de sí mismos tanto de los gru­pos minoritarios de Occidente como de los pueblos del mundo subdesarrollado, nos sugieren que aquellas revo­luciones modernizadoras estén tal vez alcanzando en el mom.,rito actual su fase más intensa y universal. Gracias al hombre de color descubrimos con sorpresa y desazón en los Estados Unidos, que las exigencias de dicha revo-

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Ilición se están manifestando en nuestra propia sociedad; comprobamos al mismo tiempo que somos la mayor po­tencia empeñada en detener con desesperación, su dise­minación por Asia, África y América Latina.

El éxito de la modernización trae aparejada —como si con ella no bastara—, la posibilidad de acceder a un nuevo estadio revolucionario tanto en las naciones des­arrolladas de Occidente, como en las naciones comunis­tas. La modernización fue lograda al precio de la repre­sión personal y la dominación social, sólidamente estruc­turadas ambas en nuestra actual sociedad burocrática-tecnológica. El proceso de secularización destruyó el po­derío de las viejas estructuras y dio lugar al mismo tiem­po, a una nueva forma de autoconciencia humana ansiosa de libertad. El éxito de la industrialización en erradicar la escasez, hace ahora innecesaria semejante represión adicional. La superación de esta impasse exigirá la cris­talización de formas organizativas cualitativamente nue­vas, cosa que parece incapaz de poder generar nuestra desarrollada sociedad tecnológica. También en este as­pecto, los EE. UU. estarán en la primera fila de la lucha revolucionaria.

Nuestra segunda premisa es que la lógica interna de la fé cristiana nos impulsa a comprometernos en la lucha por el cambio revolucionario. La historia bíblica se centra en la vida del hombre en el mundo; mundo creado que perdió su naturaleza divina. La existencia del hombre es histórica, y la historia, considerada como ámbito de la acción divina, progresa hacia el establecimiento del rei­nado mesiánico: un orden nuevo de realización indivi­dual y de justicia social. La vida humana no está orien­tada sólo al futuro, sino a la esperanza de un futuro nuevo y promisorio, pletórico de posibilidades inespera­das. Esta realidad nueva no proviene —de manera gra­dual y natural— de la anterior, sino que irrumpe en la realidad presente desde el futuro. A fin que se perfile el orden nuevo, a veces es necesario qué el antiguo sea des-

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truído. Israel accede a la Tierra Prometida por el Éxodo; Jesucristo a la Resurrección por la muerte. Nos atreve­ríamos a decir que toda persona que entienda su fé en estos términos y considere que su vocación lo impulsa a participar en la materialización de ese porvenir nuevo, se hallará avanzando hasta los propios límites del cambio social, lo que en nuestra época quizás signifique la re­volución misma.1

Puede que esta sea la lógica de la fé. Por de pronto, no es la lógica de una parte sustancial de nuestra teología ni de la iglesia establecida. Los escasos cristianos que fueron cautivados por esta visión se han sentido incómo­dos dentro de la iglesia; algunos, incluso, la abandonaron con desazón. Sin embargo, en la historia cristiana moder­na hubo unas pocas ocasiones en que esta dinámica re­volucionaria quebró todas las barreras. El ejemplo más significativo lo proporcionan los calvinistas ingleses y su participación en la Revolución de 1648. Según el estudio de Michael Walzer sobre este movimiento, se trata de la formación —en el marco de la teología de Calvino— de la primera ideología, organización y disciplina abocada a la revolución.2

No cabe duda que la teología de Calvino no creó revolucionarios dondequiera que fuera llevada; los gentil-hombres franceses hugonotes, por ejemplo, se contenta­ron con luchar por el gobierno constitucional mediante otros medios. Mas, el calvinismo tuvo una enorme atrac­ción entre los "disconformes" de Inglaterra, desarraigados y hondamente contrariados con la sociedad a que perte­necían; quienes lo adoptaron hallaron una promesa de vida y del mundo que encaminó sus esfuerzos. Su parti­cipación mancomunada los impulsó a la lucha revolucio-

1. Para un desarrollo más exhaustivo y profundo de esta tesis, yer mi artículo "¿Exige la Religión el Cambio Social?" (Does Religión Demand Social Change?), en Theology Today, abril 1969.

2. Michael Walzer, La Revolución de los Santos (The Re-volution of the Saints).

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naria y los alentó en ella. El calvinismo reafirmó —en una época de desorganización social y ansiedad personal-la soberanía de un Dios benevolente; y lo hizo de tal manera que ofreció una perspectiva nueva tanto respec­to del mundo y del orden social como de la existencia personal. Este Dios era percibido realizando grandes obras en el mundo; convocaba los hombres a participar en esta transformación del mundo y les exigía una obe­diencia y lealtad absolutas. En tanto que las viejas leal­tades perdían su dominio, la aceptación de un Dios se­mejante no solamente liberó al hombre de otras jurisdic­ciones y autoridades, sino que liberó, además, ingentes energías en dirección de una política revolucionaria. Po­drá verse con mayor claridad como se procesó este mo­vimiento a través de algunos aspectos particulares:

1. — Durante la Edad Media —y con posterioridad-la realidad era interpretada como una vasta Cadena del Ser (vast Chain of üeing). El cosmos era parte integran­te del Ser que iniciándose en Dios abarcaba hasta la más minúscula de las piedras. Esta concepción proporcionó durante siglos los basamentos del orden establecido por­que atribuía cierta inevitabilidad natural al estado de cosas y excluía la posibilidad de una reconstrucción pla­nificada del orden social.

El calvinismo tendía a destruir esta noción totalizan­te de la realidad cósmica y social. Para el calvinista, la realidad cardinal era la acción dinámica de un Dios que estaba rehaciendo el mundo a nuevo. Este Dios reinaba sobre un dominio exclusivo y unificado y los hombres de todas las posiciones sociales estaban llamados a ser sus instrumentos.

Como para El resultaba usual derrocar reinos y su­mir en precipitada declinación a las iglesias, la obedien­cia que le era debida quebró el viejo hechizo. Posibilitó que los hombres percibiesen el poder soberano presente tanto en quienes se rebelaban contra el orden establecido

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como en aquellos que lo defendían y abrió así el camino para eventuales acciones orientadas a derribar gobiernos injustos.

2. — En el mundo en que se desarrolló el calvinis­mo, la Cadena del Ser era complementada por una noción organicista de las instituciones. Siguiendo la analogía de la Iglesia como Cuerpo de Cristo, el orden político era el cuerpo político. Según Walzer, esto significaba que la sociedad era un orden armonioso en la que cada inte­grante tenía una función prescripta y estaba inhibido de llevar a cabo una actividad independiente.3 El Estado e incluso el mundo del trabajo y de la familia formaban parte de este organismo, para quien la innovación repre­sentaba el máximo peligro a su supervivencia.

En razón que desde la óptica calvinista, su principal cometido no constituía curar un cuerpo viejo sino cons­truir un nuevo edificio, las instituciones pasaron gradual­mente a ser consideradas como funcionales. Los predica­dores puritanos no hablaban del cuerpo político, sino de la nave del Estado, piloteada hacia metas concretas fija­das por Dios a través de la acción de ciudadanos respon­sables. El orden económico debía ser construido median­te el trabajo arduo y perseverante de hombres diestros y disciplinados. Incluso la familia se transformó. No era ya más la estructura patriarcal ampliada, ni una comuni­dad natural y sacramentada, sino una asociación volunta­ria, constituida por la libre elección de dos individuos. De esta manera, la relación conyugal se convirtió en pri­mordial y la responsabilidad de la pareja pasó a ser su aspecto dominante. Una semejante concepción funcional de las instituciones llevó —dada la pasión calvinista de rehacer la sociedad— a una devaluación radical de todas las instituciones mantenedoras del status quo y condujo a la transformación de la política en una disciplina orien­tada a un fin.

3. Michael Walzer, op. cit., pág. 174.

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3. — El calvinismo desarrolló un estilo de vida y una forma disciplinada de comunidad que atrajo a los hom­bres libres ("masterless men") de aquella época. Eliminó sus ansiedades, reforzó el radicalismo de los mismos y dio disciplina y dirección a sus políticas.

La comunidad religiosa no intentó domar a los hom­bres atrevidos y temerarios, sino que les dio disciplina y aliento para una persistente lucha radical tanto dentro de la iglesia como en la sociedad. Su exiliamiento políti­co se hizo aún más complicado a causa de sus lealtades religiosas. Crecía su desprecio por el orden establecido de Inglaterra debido a su experiencia acerca del orden nuevo implantado en Ginebra. Porque proporcionó —so­bre la base del compromiso ideológico— nuevas formas de asociación para quienes se habían marginado de las viejas estructuras, la primera comunidad cristiana pasó a ser un excitante experimento de política radical. Quienes integraron dichas agrupaciones aprendieron a evadir la disciplina (del Estado), a vivir fuera del sistema de beneficios, a sobrevivir y a mantenerse fuera de la juris­dicción de los obispos. De tal modo, la comunidad cris­tiana proporcionó una experiencia permanente para el desarrollo de políticas revolucionarias.

¿Qué importancia tiene hoy para nosotros, de tener­la, esta experiencia puritana? ¿Podrá proporcionarnos al­gún arquetipo para el desarrollo de una nueva teología de una iglesia nueva, capaz de cumplir en nuestra época la función que las primitivas comunidades calvinistas in­glesas cumplieran en la suya? ¿O está destinada a seguir siendo uno de esos ejemplos, interesantes pero aislados, de desarrollos marginales en la vida de la iglesia y que ahora sólo tendría valor histórico?

En las recientes décadas hubo una enorme renova­ción de esta temprana teología calvinista. Sin embargo, ello no condujo a la neo-ortodoxia a una posición de van­guardia en la presente lucha revolucionaria, ni tampoco proporcionó ningún recurso significativo para la compren-

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sión o la acción de quienes se hallan comprometidos en esa lucha. Poco debiera sorprendernos esto. Poco cabe esperar de una labor restaurativa de un sistema teológico elaborado acorde con la concepción del mundo corres­pondiente al siglo XVI y que resulte, a la luz de la expe­riencia humana contemporánea, operativo como fuerza creadora. El mismo marco conceptual que quebró el vie­jo orden y constituyó una fuerza transgresora del pen­samiento y sociedad instituidos de la época, sólo puede operar como fuerza conservadora cuando es reafirmado y reconstituido cuatrocientos años más tarde. El resulta­do final es casi inevitable particularmente, cuando el re­ferido desarrollo teológico ocurre dentro de una iglesia transculturada, actualmente convertida en uno de los principales sostenes de los mitos y estructuras del anti­guo orden. Pudiera ser que la iglesia actual esté tan trans­culturada y esclerosada que, —por grande que sea la con­frontación con las fuerzas transgresoras de su pasado—, no consiga nuevos desarrollos teológicos creativos ni alien­te a los hombres que confían en una resurrección de la iglesia a superar el caduco orden eclesial.

Nuestros esfuerzos en este terreno se deben, sin em­bargo, a que aventuramos posible un resultado diferente. Estamos convencidos que la lógica interna de la fé cris­tiana proporciona recursos para explosiones impronosti-cables e incontrolables —en lo teorético y en la praxis-capaces de estallar cuando menos se las espera. Debe re­conocerse que existe poca esperanza de que la iglesia ins­titucional estimulará o dará expresión a estos nuevos des­arrollos. Con todo, un creciente número de cristianos se ven impulsados, por convicción y circunstancias, a tomar posición y a formar comunidades similares a las de los puritanos ingleses de fines del siglo XVI y comienzos del XVII.

El que estas comunidades posean vitalidad y sub­sistan y se conviertan en un factor significativo en la lucha revolucionaria mayor, dependerá quizás de la ha-

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bilidad de una nueva generación de teólogos en encarar el desafío que se les presenta.

Debo admitir que no hay demasiados indicios, hasta el momento, de que esto esté sucediendo; porque para que esto sucediese, sería necesario algo semejante a una revolución en la vida y obra del propio teólogo. Quiero decir: la predisposición de hacer teología inmersos en la praxis revolucionaria, la experiencia, por parte del teó­logo, de un genuino éxodo y exilio respecto de la cultura prevaleciente y sistema social dominante; un profundo conocimiento de nuestra herencia teológica combinada a una aguda percepción de la bancarrota de sus términos y sistemas tradicionales, así como la necesidad de crear nuevos modelos. Lo más importante sea tal vez, el atre­verse a enterrar los sistemas teológicos perimidos, a pa­rarse ante el mundo con las manos vacías y confiar en una resurrección de la teología.

En círculos católicos y protestantes se ha debatido en los últimos años acerca de una "teología de la revolu­ción". Desgraciadamente, buena parte de este debate no ha sido resultado de una paralela revolucionarización de los teólogos. No es este el lugar adecuado para una dis­cusión crítica de los diversos intentos realizados hasta el presente, pero quisiéramos mencionar igualmente algunos factores que a nuestro entender obstaculizaron un pro­greso más significativo.

La extraordinaria obra realizada en EE.UU. por Reinhold Niebuhr, debiera haber sentado las bases para ello. Lo cierto es que no fue así debido en parte a que el propio pensamiento de Niebuhr se desenvolvió en un contexto marcado por el éxito en EE.UU., durante el pe­ríodo del New Deal roosveltiano, de un liberalismo revi-talizado por los horrores, en el mundo comunista, del período stalinista. El resultado fue una gradual transición a una posición más conservadora, pobremente preparada para las convulsiones revolucionarias de la década de los años sesenta. Pero, en el pensamiento de Niebuhr y de

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sus asociados, operaron asimismo ciertos factores nega­tivos.

1. — El brillante análisis de Niebuhr sobre la feno­menología de la revolución en "Hombre Moral y Socie­dad Inmoral" (Moral Man and Immoral Society) es una descripción del estado de la lucha por la justicia social en el proceso modernizador. Hemos accedido ahora a una nueva fase del proceso revolucionario en Occidente —bajo las condiciones impuestas por la sociedad tecnoló­gica avanzada— que demanda una reestructuración bá­sica de las relaciones humanas y la erradicación de la represión.

2. — Por su carácter de integrante de una iglesia que ofrecía una base para la comunidad cristiana y la acción social, y por el empleo de una tradición teológica aún intacta y vigorizada por la neo-ortodoxia, Niebuhr pudo abocarse al estudio de las crisis de la sociedad. Hoy día todo esto ha cambiado. El cristiano radical se en­cuentra totalmente implicado en una lucha revoluciona­ria secular, en la que se hace harto conciente de la crisis casi total que aqueja a la teología y a la vida de la igle­sia. Esto sólo puede acarrear importantes consecuencias respecto de la manera en que encarará su tarea y estruc­turará su pensamiento.

3. — Niebuhr descubrió la importancia política de ciertos elementos esenciales de la fé cristiana y que des­arrolló de modo vigoroso en su "Naturaleza y Destino del Hombre" (Nature and Destiny of Man). Pero esta pu­janza de Niebuhr resultó ser su debilidad, pues tendió a oscurecer algunas limitaciones de su sistema teológico. Su recuperación de la Trascendencia fue expresada bási­camente en términos kierkegardianos como lo Absoluto, lo Vertical que intersecta a cada instante lo horizontal. Pero esta construcción conceptual tiene escasa significa­ción en el estadio actual de secularización avanzada. Lo

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más grave quizás, es que no proporciona manera concre­ta de abordar el ininterrumpido proceso de redención que se da en la historia. A esto se agrega su falta de in­terés por las dimensiones escatológicas de la fé, deján­donos sin recursos para negar radicalmente el orden exis­tente o para aguardar con esperanza un futuro cualita­tivamente nuevo después del cambio.

Sorprendentemente, han sido los teólogos europeos, particularmente en Alemania, quienes han manifestado un interés mucho más vivo por la "teología de la revo­lución" que el evidenciado hasta ahora en los EE. UU. Es harto probable que los aportes más interesantes en este terreno correspondan en las próximas décadas, a una nueva generación de teólogos europeos. Sin embargo, me parece que dos graves obstáculos se yerguen por el mo­mento en el camino: el primero de éstos es la separación tradicional en el mundo académico de teoría y praxis, lo que resulta particularmente desastroso cuando se intenta abordar la cuestión de la revolución. Cualquier avance significativo exigiría a esta altura una ruptura fundamen­tal con la tradición académica y una nueva relación entre la universidad y el mundo, entre el estudioso y el acti­vista político. Debido a este aislamiento, quizás opere un segundo elemento: una gran parte del debate teoló­gico acerca de la revolución ocurre dentro de la estruc­tura proporcionada por los sistemas clásicos de la teolo­gía y la filosofía occidentales. No obstante, hoy día, una de las características más importantes del revolucionario occidental es su rechazo de las estructuras de pensamien­to y concepciones del mundo emanadas del decurso filo­sófico que se origina en Aristóteles y llega a Hegel, y su total desinterés por aquellas formulaciones teológicas que son producto de la interacción con ese mismo proceso. Esta crisis bien podría significar la liberación de la teo­logía para explorar nuevos rumbos, pero no existen to­davía demasiadas evidencias de que esto suceda.

¿Existe alguna salida a esta impasse? A este respec-

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to, nuestro debate teológico sobre la revolución —al in­tentar describir el rumbo que la teología podría seguir para abordar este problema— debe convertirse en algo semejante a un salto hacia el futuro. Creo que la clave para ello ha de hallarse en la original experiencia de la que es testimonio el Antiguo Testamento. Cuando ocu­rrió, esa experiencia representó una revolución en la con­ciencia religiosa y ha sido ignorada en la mayor parte de nuestra metodología teológica.4

En el antiguo mundo ontocrático y sagrado, con su noción estática de Dios, ocurrió algo que significó una ruptura fundamental con el pensamiento religioso entonces vigente. El pueblo de Israel se vio llamado a emprender un Éxodo como salida a una situación de opresión en Egipto. En un acto de rebeldía, se aden­traron en el desierto con la esperanza de llegar eventual-mente a aquella Tierra Prometida, "de la que mana le­che y miel". Hicieron esto en respuesta a un Dios que se había revelado a ellos como "Seré quien habré de ser"; es decir, un Dios que se daba a conocer a su pueblo en la senda de su futuro. Este Éxodo era considerado asi­mismo como algo trascendental para el mundo entero dado que su propósito era la redención de todas las na­ciones.

La reflexión teológica ocurre entonces en el camino, en medio de una lucha por liberarse de la servidumbre y aproximarse a la Tierra Prometida. En este contexto, la Palabra se hace acontecimiento, toma cuerpo y se hace historia. Mientras ocurre esto, la experiencia histórica del pueblo de Israel se colma de sucesos y anécdotas, de pa­labras y símbolos, los que en el marco de su experien­cia global son interpretados de manera específica. Es así que en medio de su lucha, descubren la posibilidad de

4. Estoy en deuda sobre este particular con el profesor Cornelus Miskotte, cuya profunda comprensión de la naturaleza del Antiguo Testamento se halla volcada en su libro "Cuando los Dioses Guardan Silencio" (When the Gods are Silent).

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meditar sobre lo que les acontece cotidianamente a la luz de lo que les ocurriera en el pasado. El Éxodo y los posteriores sucesos de su historia les proporcionaron un punto de referencia "para la interpretación de cada nue­va experiencia.

Quizá ello sugiera también para nosotros hoy día, un nuevo punto de partida, confrontados como estamos por el silencio de Dios y la crisis de todos nuestros con­ceptos teológicos. Ya no podemos confiar en avanzar en­cerrados en el aislamiento académico analizando viejos sistemas teológicos, desarrollándolos y tratando de tra­ducirlos a términos contemporáneos. Nuestro punto de partida debe situarse en la praxis, pero una praxis de na­turaleza muy especial: la que resulte de nuestra propia experiencia de Éxodo y exilio al desvincularnos del or­den de opresión social del que somos víctimas; avan­zando esperanzadamente hacia una nueva tierra de pro­misión, hacia la creación de un orden nuevo de exis­tencia social y personal.

Si la experiencia del Antiguo Testamento es reve­ladora, si es una revelación de la realidad última, cabe esperar ocurran nuevos acontecimientos que nos con­fronten con realidades inéditas, y nuevas e inesperadas posibilidades para nosotros en tanto individuos, como para nuestra sociedad. Sumidos en nuestra lucha descu­briremos que estos nuevos sucesos estarán iluminados por la pasada experiencia del pueblo de Dios: en el An­tiguo Testamento, en el Nuevo Testamento y en la his­toria cristiana. Por encima de nuestra bancarrota teo­lógica encontraremos nuevos recursos para la reflexión: recursos para una nueva y más honda comprensión de nosotros mismos; nuevas perspectivas para nuestra his­toria y futuro; nuevas maneras de tratar crítica y crea­tivamente los problemas que surgen en nuestra lucha re­volucionaria.

No será fácil, entretanto, resolver el abrumador pro­blema que tenemos por delante, debido a la distancia

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que separa a la concepción del mundo peculiar del epi­sodio bíblico y los viejos sistemas teológicos de la ex­periencia humana contemporánea. Pero reconoceremos seguramente los indicios de una resurrección teológica apenas aparezcan las palabras y símbolos nuevos que describan nuestra situación y ellos asuman gradualmen­te facultades formativas. Este milagro ocurrirá en la me­dida que la teología actual desempeñe un papel similar al jugado por la teología calvinista y las comunidades puritanas cuando estuvieron en el epicentro de la revo­lución.

Si se confía que la teología sea nuevamente opera­tiva en medio de la revolución, es evidente que reali­zará su cometido de manera diferente; el modelo ofre­cido por el Antiguo Testamento presagiaría que la nue­va teología no desarrollará una concepción o sistema aca­bado del mundo, sino que será fundamentalmente la descripción de una nueva realidad materializándose en comunidad — conforme esa comunidad se aboque a un diálogo permanente con la experiencia histórica de una comunidad de fe. Siendo la experiencia contemporánea a esta altura del proceso de secularización lo que es, esta teología no será principalmente una afirmación sis­temática de la soberanía de Dios, sino que será afir­mación de vida para el hombre. Una afirmación de las posibilidades que le están abiertas al hombre, indivi­dual y colectivamente, en su lucha por liberarse de las actuales formas de opresión.

Dicho de otro modo, esta teología representará con-ceptualmente la experiencia de una nueva política de transformación vivida por la comunidad; será recono­cer la libertad de crear un mañana nuevo mediante la transformación de las estructuras sociales. En una co­munidad donde la herencia cristiana sea operativa, la teología será una experiencia de libertad; alentará la po­sibilidad de vencer al viejo orden y, superando la crisis y el colapso de las viejas instituciones y estructuras, la

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aparición de otras cualitativamente nuevas. Significará la libertad de transgredir los límites impuestos por el pensamiento secular, permitiendo así negar los presu­puestos sobre los que descansa el viejo orden; significa­rá no sólo la posibilidad de cuestionar nuestras propias perspectivas, bregando así por la creación de nuevos mo­delos para una sociedad nueva, sino también la liber­tad para comprometernos en esta lucha sin caer ni el nihilismo ni en la absolutización de la ideología y estra­tegia revolucionarias.

Entretanto, la teología se abocará siempre en el mar­co, de esta lucha política, a describir una nueva reali­dad de existencia personal. Descubriremos que en la comunidad de fe seremos libres de impugnar y negar los valores de clase media que hemos dado por sentados, y de explorar las posibilidades de desarrollar un estilo de vida nuevo. Descubriremos con sorpresa que la co­munidad de fe no es un instrumento de represión, sino más bien un proceso mediante el cual se eliminará la represión y que nos permitirá participar plenamente en una experiencia nueva de liberación personal. Tan pron­to como el dolor y el sufrimiento se transfiguren y se afirme sobre la tierra la plenitud de la existencia bajo el imperio de la gracia, se abrirá nuevamente paso hasta nosotros aquella afirmación de vida peculiar del Anti­guo Testamento de vida inimaginablemente buena y gozosa.

Pero toda vez que se sugirió un enfoque semejante para el quehacer teológico, se expresó el temor que lle­varía inevitablemente a un nuevo humanismo. Si bien es cierto que ese riesgo existe, ello no significa que sea inevitable. Lo que por el contrario sí nos parece inevi­table, es el continuado aumento del ateísmo, provoca­do por la insistencia en preservar nuestras tradiciona­les estructuras teológicas. La esperanza (Wager) que hoy nos vemos obligados a expresar es que el cometido pri­vativo de la teo-logía es la descripción de las posibilida-

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des abiertas al hombre en el mundo. Al hacerlo, más que ignorar o rehusar enfrentar la cuestión de Dios, se­remos llevados a confrontarla de una manera nueva y tal vez insoslayable. La historia Judeo-Cristiana es la historia de la libertad del hombre —tanto en la esfera política como en la personal— ocurriendo en un con­texto dado. Libertad que es simultáneamente un logro del hombre y algo que le sucede al hombre. Una cre­ciente conciencia de sí que sin embargo no es atadura a uno mismo; es innecesario establecer la propia valía de uno pues partimos del supuesto que a pesar de nues­tras limitaciones, esa valía ya nos ha sido conferida. Una libertad para estar totalmente inmersos en el mundo, pero sin absolutizar ninguno de sus aspectos. Esta posibilidad aparentemente imposible le está abierta —en términos bíblicos— al hombre, pues es él quien en última instan­cia confronta y da respuesta a una realidad en el mun­do que no obstante se diferencia del mundo. De este modo, las palabras y los símbolos que proporcionan las bases de nuestro lenguaje acerca de Dios, se convier­ten en los medios con los que señalamos y tratamos de describir esa realidad.

Tal vez algunos ejemplos clarifiquen el significado que todo esto pueda tener para una reflexión teológica de la revolución. Hemos señalado ya algunos puntos es­pecíficos respecto de los cuales la teología de Calvino provocó un cambio fundamental de perspectiva e im­pulsó a los cristianos a la revolución, alentando su com­promiso en ella. Quisiéramos presentar ahora, algunas sugerencias sobre la manera en que el enfoque teológico esbozado arriba podría ser operativo para abordar pro­blemas análogos en el mundo contemporáneo.

1. — Debido a su concepción de la realidad en tér­minos de una Cadena del Ser, el mundo religioso del medioevo estaba inmovilizado y era incapaz de encarar nuevos acontecimientos. El Calvinismo pudo en cambio liberarse de esta atadura y desbrozar la vía al futuro

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debido a la centralidad que confirió a la soberanía de Dios. Nuestro mundo secular es víctima hoy día, de un mito convertido en un nuevo absoluto tan inmoviliza-dor como el anterior: el de una Cadena de Progresión. Una vez más, es la comunidad cristiana y la reflexión teológica que aquella es capaz de generar, quienes ofre­cen la posibilidad de destruir este mito y abrir la senda hacía un porvenir nuevo.

En un trabajo reciente, Charles West describe al postulado básico del liberalismo como "la creencia de que el progreso de la humanidad hacia un futuro de posibilidades indeterminadas es una tendencia inmanen­te de la historia y que se halla institucionalizada en nuestras estructuras políticas y económicas, en los recau­dos reservados a la libertad e iniciativa individual y en la capacidad de revitalización de los viejos poderes".s. Este postulado, unido al funcionamiento de la lógica interna de la tecnología y la burocracia, lleva a que de­mos por sentadas las estructuras de nuestro actual sis­tema y a obrar por el cambio —en el entendido que cualquier otra cosa llevaría a la anarquía y al caos— con­forme a las reglas que el propio sistema estableció para ello.

Este enfoque es tan predominante que algunos de los más destacados dirigentes políticos e intelectuales de nuestro país son incapaces de vislumbrar alguna otra alternativa. Coherentemente, no se cansan en afirmar la necesidad de nuevas soluciones para nuevos problemas para proceder seguidamente a estigmatizar a quienes tra­tan de llevar a cabo tales cambios, porque los mismos amenazan convulsionar el orden establecido. Son capa­ces de presentar brillantes análisis sobre las razones que animan a los desposeídos del Tercer Mundo y de nues­tros guetos a recurrir por desesperación a la violencia,

5. Charles West, Etica, Violencia y Revolución (Ethics, Violence and Revolution), trabajo inédito.

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pero condenar seguidamente sin discriminación ninguna toda violencia y conmoción, insistiendo que la ley y el orden deben ser preservados a cualquier precio. Como no comprenden las razones del repudio de la genera­ción más joven comprometida en la transformación so­cial, lanzan contra éstos acervas inventivas. Cuando fra­casan sus esfuerzos reformistas para resolver problemas domésticos o exteriores apremiantes, se convierten en nuestros Guardianes de Seguridad. Lo trágico es que al actuar así, son víctimas de un mito que ha sido mil ve­ces denunciado en nuestra historia Occidental. Estos in­dividuos no caen en la cuenta que los mismísimos idea­les que dicen apreciar más, aparecieron en Occidente como resultado de la destrucción violenta del orden es­tablecido precedente. Tal como Barrington Moore la de­mostró de manera irrefutable en su trabajo Los Orígenes Sociales de la Dictadura y la Democracia, los nuevos principios de organización social que posibilitaron nues­tro desarrollo económico y político, fueron producto de una serie de profundas revoluciones sociales.

Cuando se ignora este hecho, nos convertimos en víc­timas de un sistema crecientemente incapaz de resolver nuevos problemas y desafíos. Es por eso que, confrontados con las exigencias de creación de lo cualitativamente nuevo, seamos incapaces de desarrollar nuevos modelos o de apoyar estrategias políticas mediante las cuales lo nuevo podría hacerse realidad. Es así que lo mejor que podemos ofrecerle a una generación anhelante de un nuevo ordenamiento social, sea "más y más de lo mis­mo". Mientras continuemos siendo víctimas de esta ideo­logía liberal, más y más frustrados nos sentiremos por la crisis que nos envuelve y nuestro fracaso en crear un nue­vo orden llevará paralelamente a violencias y destruccio­nes aún mayores.

La experiencia básica de la fe es el descubrimiento de que el final del camino es en realidad de un nuevo comienzo, es por eso que la experiencia de la comuni-

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dad de fe puede romper en esta tierra yerma el poder de los viejos mitos y apuntar a nuevas dimensiones de existencia social y personal, excluidas por aquellos mi­tos. Somos libres de aceptar la muerte de aquello que somos y más apreciamos, porque del otro lado de esa destrucción el futuro ofrece una nueva oportunidad de vida. Podemos permitirnos la muerte de las instituciones y de las estructuras e incluso intervenir en su destruc­ción, porque al hacerlo estaremos abriendo paso a la creación de un orden nuevo. Un orden nuevo y no el caos tan temido por Peter Berger y que él asimila a "aquella situación política en la que se desintegra el gobierno ordenado y en las que formas hobbesianas de violencia bruta sustituyen aquello que comunmente lla­mamos civilización" 6.

No queremos decir con esto que el cristiano esté ob­sesionado por un afán destructor o se empeñe en el uso indiscriminado de la violencia, pero sí que su participa­ción en la sociedad se ve conformada por una experien­cia continua de vida que habitualmente quiebra todos los límites que fijamos. El cristianismo es impulsado por un anhelo de superar el presente y dar forma creativa a nuevas alternativas. Según Cornelus Miskotte, esta añe­ja experiencia del Antiguo Testamento es penetrada por "noticias de una salida, de un final, de una realización que está fuera del alcance de toda acción humana y que en el sentido literal de la palabra "rebasa" al hombre" 7.

Experimentada en comunidad, esta realidad es ilu­minada por una variedad de símbolos bíblicos. El Éxodo marca el comienzo de una nueva historia; a través de un acto de rebeldía se rompe con el orden establecido. La historia de Israel, que pasa de la servidumbre a la crea­ción de una nueva nación para ser nuevamente disper­sada y reconstituida, es vista como una descripción del

6. Ver su artículo "Between Tyraimy and Chaos" (En'.re la Tiranía y el Caos) en The Christian Century, octubre 30, 1968.

7. Cornelus Miskote, op cit-, pág. 66.

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rumbo seguido por las naciones en su paso por la histo­ria. Los símbolos de muerte y resurrección nos propor­cionan una clave sobre la naturaleza y proceso del des­empeño humano en la historia. A su vez la imaginería del Antiguo Testamento nos prepara para percibir el fu­turo cualitativamente humano que irrumpe incesante­mente en nuestro presente.

En la medida en que esta realidad sea vivida y com­prendida en una comunidad de fé, estaremos preparados para un ataque masivo contra los mitos liberales y tam­bién en condiciones de elaborar la formulación de un nuevo pensamiento social, y embarcarnos en políticas nuevas. De esta experienica puede surgir un estilo de vida nuevo, adecuado a la situación contemporánea; un estilo de existencia personal con el que seremos libres de aceptar la muerte de nuestro viejo ser y recomenzar a nuevo. De abandonar lo viejo y arriesgarnos a nuevas empresas en todos los ámbitos de la vida y del pensa­miento. Será en medio de la lucha social que descubri­remos que el orden deberá ser re-creado permanente­mente y que el nuevo orden se hará irreconciliable con las viejas maneras de vivir. No sólo la cuestión del nuevo orden será de nuestra incumbencia, sino que también lo serán la revolución, la ley y el derribamiento de la ley; y reconoceremos que en ciertos momentos y lugares será esencial introducir la incoherencia y la violencia. No ca­be duda que este es un asunto riesgoso, a realizarse con temor y estremecimiento. Pero, en oposición al fin de la historia que es a lo sumo, lo más que pueden ofrecernos los Guardianes de Seguridad, advertimos que las convul­siones cuyo mayor efecto puede ser la demolición de las sociedades en las que ocurren, son a menudo ocasión de un mayor avance de la civilización; y que en el pro­ceso de las mismas los valores y logros del pasado son preservados al ser sometidos a la crítica y a la transfor­mación.

2. — El Calvinismo primitivo destruyó la autoridad

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de las viejas estructuras basadas en la concepción orgáni­ca de la realidad, y abrió así el camino del cambio revo­lucionario. Hoy día, el hombre es nuevamente víctima de las instituciones debido a un nuevo tipo de autoridad secular: una autoridad impersonal, objetiva y racional. Es probable que las comunidades cristianas radicales estén llamadas a superar este estado de cosas y a abrir nueva­mente el camino del cambio.

La lógica de nuestras estructuras institucionales es pura y simplemente dada por sentada, ya sea en el ám­bito político, o económico, en el de las organizaciones sociales o de la burocracia. Carecemos de elementos para cuestionar el "proceso democrático", el capitalismo nor­teamericano o la familia burguesa. Y sin embargo, la ló­gica de estas instituciones es la que crea un estado de opresión social y de represión personal; la que crea un modo de vida en el que se espera que juguemos un pa­pel y nos conformemos a él, a pesar que niega nuestra individualidad; la que propicia un agudo estado de escle­rosis institucional que imposibilita hacer frente a los más urgentes requerimientos de cambio en lo concerniente a la naturaleza y funcionamiento de las instituciones mismas.

Nuestra esperanza descansa en el gradual desarrollo de pequeñas comunidades cristianas, en las que la gente se liberará de tales formas de dominación. Ellos serán capaces de des-santificar el orden secular, de examinar francamente a las instituciones que los rodean y ver con mayor cuidado lo que éstas les están haciendo. Es pro­bable que de todo esto surja una sana actitud de irres-petuosidad, cuando no de desprecio hacia esas institu­ciones y sus mitos. La participación en este proceso les permitirá comprobar que son libres de romper el status quo y de experimentar la creación de nuevos modelos de vida institucional. Es prematuro aún pronosticar cuáles serán estas nuevas formas, pero es indudable que desem­bocarán en la transformación del trabajo en juego crea-

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tivo, y alentarán el desarrollo de comunidades en las que las gentes podrán intervenir en la determinación y crea­ción de su propio porvenir. Esas nuevas formas propicia­rán también nuevos tipos de relaciones entre hombre y mujer y padres e hijos, superando el callejón sin salida de nuestra presente vida familiar.

Una teología de soberanía proporcionó hace algunos siglos los elementos para una libertad semejante. Esos recursos serán hallados en la actualidad mediante el uso e interpretación de los símbolos cristianos básicos en una experiencia nueva de libertad y reflexión. Nuestro len­guaje acerca de Dios será seriamente tomado en consi­deración en razón de los recursos que ofrece para una radical iconoclasia social y para dar nombres nuevos a realidades nuevas. Tendremos una comprensión renova­da de la revolución que Jesús provocó en las institucio­nes cuando las definió por su carácter funcional, liberán­donos así par juzgar a cada una de ellas de acuerdo a las contribuciones qu? hacen al bienestar del hombre. El centro del enfoque escatológico en el pensamiento cris­tiano no sólo nos permitirá ver a cada institución desde la perspectiva de lo que ella pueda ser en el futuro, sino que posibilitará que vivamos confiando en que esa futu-ridad venza el actual estado de cosas.

3. — Cuando le Calvinismo primitivo rompió el po­der dominante de las viejas estructuras y creó nuevas for­mas de disciplina y represión —indispensables entonces para proseguir el desarrollo económico y la industriali­zación— proporcionó a las revoluciones modernizadoras recursos inusuales. Hoy día vivimos una nueva fase revo­lucionaria, y la esencia de la misma es vencer la opresión y crear un orden nuevo de libertad en el que la energía síquica sea liberada para la reconstrucción social.

No le será fácil a la comunidad cristiana hacer eri esta situación contribuciones significativas. Como señala Miskotte, el Protestantismo ha sido identificado de tal modo con el viejo orden que el cristiano es visto como

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un moralista estrecho que sigue el recto y angosto sen­dero ordenado por un Dios-robot que vocifera mandatos.8

Sin embargo no debiera tomarnos por sorpresa si en los próximos años las comunidades cristianas radicales co­mienzan a experimentar la realidad de la fé como una liberación de la opresión y echan, con sorprendentes re­sultados, una mirada virgen a la herencia Judeo-Cristiana.

Quizás los radicales seglares hayan creído descubrir, tal como dice Marcusse, que la represión sólo puede ser vencida mediante la erotización de todos los aspectos de la vida.9 Pero esta no es una tarea sencilla ni llevará de manera inevitable a la creación de un nuevo orden so­cial. Como claramente lo entendiera Freud, la idea del individuo libre y autónomo es un mito. No sólo el hombre es víctima de las estructuras sociales opresivas, sino ade­más de la arcaica herencia de la historia como "congelada manifestación de la represión general de la humanidad". El hombre puede encontrarse impulsado por el deseo de retornar al Nirvana prenatal; y a", la experimentación del placer puede llegar a convertirse en un fin en sí mis­mo y llevar a rehuir al mundo produciendo un retrai­miento más que una actividad social dinámica.

Tendremos la sorpresa de descubrir en este contex­to ciertos elementos ocultos de nuestra tradición que se­rán relevantes. La doctrina cristiana del pecado propor­ciona un marco para nuevas exploraciones en la profun­didad de lo humano. Jesucristo, como Dios encarnado, ofrece una posibilidad para la liberación de la carne y la resurrección del cuerpo. En Jesucristo, el ágape supera a la ley. La original experiencia del Antiguo Testamento revela que ser humano significa poder ser conocido y amado y tener la capacidad de dar (comprensión, volun­tad, sentimiento, imaginación) cuando el corazón palpita. Hay aquí una afirmación de vida, de vida corporal y

8. Cornelus Miskote, op. cit., pág. 244. 9. Ver su Eros y Civilización.

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terrena, no en términos de placer centrado en uno mismo, sino como aspiración totalizadora de gozo y felicidad en el marco de las relaciones interpersonales y la lucha por la justicia. A través de esta experiencia Eros es orientado a la creación de un nuevo futuro donde el amor romperá las ligaduras de posesividad impuesta por nuestra cultu­ra occidental burguesa.

Marx trató de hacer operativo al amor a través de la revolución socialista en los estadios más tardíos de nuestra sociedad industrial. Tal vez no sea enteramente absurdo confiar en que las comunidades cristianas pue­dan contribuir en algo para que el amor sea operativo en este nuevo estadio de la revolución social, a medida que breguen por desarrollar nuevas estructuras en la que la represión sobrante sea superada abriendo así nuevas po­sibilidades de realización humana.

4. — Los Puritanos prestaron suma atención al des­arrollo de normas de vida congregacional, que además de atraer a los "hombres libres" de aquel tiempo, com­pletaron su alienación respecto del orden establecido, y les ofreció la posibilidad de un nuevo estilo de vida, alen­tándolos en su lucha revolucionaria dentro de la iglesia y la sociedad. Pocas cosas son necesitadas con tanta ur­gencia, especialmente por quienes hoy han roto con el viejo orden, como el equivalente contemporáneo de aque­lla experiencia; es decir, la necesidad de modelos de co­munidad radical con los que hombres y mujeres puedan experimentar una verdadera muerte y renacimiento res­pecto de la sociedad burguesa y su ethos, que les permi­tan elaborar y crear gradualmente nuevos estilos de vida y les permitan conocer una realidad de comunidad que sea a la vez liberadora y sustentadora.

Como esta ha sido una tarea a la que por mucho tiempo se abocó la iglesia —con éxitos y fracasos de di­verso grado— la misma posee un conjunto de experien­cias con las cuales responder a esta demanda. El proble­ma reside en que para que la iglesia pueda contribuir en

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este terreno, deberá negar la mayoría de sus presentes formas. Pero tampoco podrá hacer contribución alguna por el momento, en tanto la congregación local corriente —de los suburbios y de otras partes— sólo proporcione seguridad religiosa y proteja a la gente de los verdaderos conflictos de nuestro mundo, y a la vez ofrezca formas superficiales de asociación que sean negación de la co­munidad. Solamente quienes se atrevan a romper con esto, quienes se atrevan a comprometerse en la lucha para superar las presentes estructuras de dominación y al mismo tiempo elaborar por sí mismos las dimensiones de liberación personal, podrán dar forma de comunidad en las nuevas fronteras. Hoy día, comunidad significa compartir juntos un proceso, significa un tipo de relación personal en la que cada uno es estimulado a relacionarse más profundamente con su mundo y a desarrollar una conciencia crítica del mismo. Significa también permitir que el yo sea cuesitonado una y otra vez con la confianza de que lo nuevo emergerá de todo ello. Significa la liber­tad de transitar por este rumbo hacia nuevos descubri­mientos de sí mismo, de la riqueza de la vida y del sig­nificado de la responsabilidad en medio de la lucha so­cial. Y al ocurrir esto, tales grupos descubrirán que su identidad se define por contraposición al orden e iglesia establecidos.

La cuestión eclesiológica será extraída de los estéri­les carriles actualmente fijados por el Movimiento Ecu­ménico y volverá a ser nuevamente una cuestión vital para aquellos que se atreven a avanzar en esa dirección. Nos veremos forzados a descubrir lo que significa para la ekklesia ser comunidad de aquellos que se sienten 'lla­mados" (called out). Seremos impulsados otra vez a ver­nos a nosotros mismos como un pueblo que avanza de la tierra de servidumbre a la Tierra Prometida; como una comunidad que experimenta la realidad de la "nueva crea­ción" mientras avanza a la resurrección a través de la muerte. Por ello, la descripción de nuestra existencia co-

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munal en pero no del mundo, será en vez de una vacía retórica eclesiástica, la descripción de una realidad exis-tencial.

Quizás descubramos también una parte de nuestra historia que en los tiempos recientes hemos tenido la ten­dencia de ignorar: la herencia sectaria. Como señalara Troelsch en su estudio sobre el tema, el carácter radical del ideal cristiano empleó a la secta como medio para abrirse paso una y otra vez con extraordinario vigor. Este ha sido el medio con el que una iglesia "enormemente conservadora" y "parte integral del orden social existen­te, respondió a los nuevos desafíos. Más aún, la secta ex­presa el hecho de que no basta con que unas pocas voces proféticas se alcen dentro de la iglesia cuando la estruc­tura de la misma se vuelve rígida y pierde su habilidad de responder a las nuevas realidades. La tarea de reforma se hace tan enorme que requiere que a la iglesia se le opongan individuos y grupos con una nueva identidad, capaces ambos de confrontar las estructuras esclerosadas, de introducir incoherencia y conflicto y crear una nueva situación dinámica.

Aún en el marco de esta experiencia, la tarea de dar forma a la comunidad no es hoy nada fácil. Una nueva situación humana exige comunidades abiertas y no cerra­das, liberadoras y no represivas, y orientadas a la creación de un futuro nuevo. Por eso, incluso el modelo sectario debe ser radicalmente re-elaborado, si ha de sernos de alguna utilidad en el presente.

Hemos intentado destacar algunos lineamientos de los que confiamos surja una nueva teología enmarcada por la revolución. Apenas si hemos sido capaces de mos­trar ciertas áreas en las que creemos que es posible y debe hacerse una labor creadora. Sólo el futuro revelará si esta esperanza en la relevancia y vitalidad de la teo­logía está justificada. Pero hay algo más allá de toda duda; semejante progreso teológico enfocará las nuevas cuestiones de manera inédita y romperá así todos nues-

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tros viejos marcos de referencia. Exigirá una reelabora­ción de toda nuestra herencia teológica, el desarrollo de nuevos paradigmas y la exploración de aquellos elemen­tos de la tradición que han sido casi totalmente ignora­dos o forzados a una existencia subterránea. Si la teolo­gía es el logos de Dios, debería demostrar precisamente la libertad de lograr esto.

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EL ÉXODO COMO EL GÉNESIS DE LA REVOLUCIÓN

LEOPOLDO J. NI1LUS

Por tanto, dirás a los hijos de Israel: Yo soy Jehová; y yo os sacaré de debajo de las tareas pesadas de Egipto, y os redimiré con brazo extendido, y con juicios grandes; y os tomaré por mi pueblo y seré vuestro Dios; y vosotros sabréis que yo soy Jehová vuestro Dios, que os sacó de debajo de las tareas pesadas de Egipto.

Y os meteré en la tierra por la cual alcé mi mano jurando que la daría a Abraham, a Isaac y a Jacob; y yo os la daré por heredad.

Éxodo 6:5-8

Vivimos en una época que es quizás una de las más excitantes de la historia humana. Estamos conquistando más y más conocimientos tecnológicos. Muchos visiona­rios de la era cibernética dicen: "Díganme vuestros sue­ños y yo les enseñaré a transformarlos en realidad. Dí­ganme cuáles son los problemas del mundo, qué es lo que les hace sufrir, y yo les mostraré cómo conseguir la liberación". "¿Hay hambre en el mundo? Nosotros pode-mos hacer lo suficiente como para permitir a cada uno compartir los beneficios de la tierra".1

1. C. F. Harvey Cox, The Secular City (The MacMillan Co., Nueva York, 1965.

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Existe la amenaza (para quien no siempre haya sido alertado) de la explosión de la población. La tecnología está capacitada para crear pildoras maravillosas e inven­tos anticonceptivos.

¿Quizás el trabajo ha contribuido a oprimir y deshu­manizar al hombre? ¡Menudo problema! La tecnología sabe cómo liberar al hombre de esto también. Ligando el calculador a la máquina, y reduciendo el rol humano en la programación y mantenimiento de equipos, el hombre será emancipado del trabajo como carga.

Como señala Harvey Cox:

" . . .habrá pocos trabajos (y) los que queden demandarán niveles de sabiduría siempre en aumento: pero (como resultado) seremos capa­ces, por primera vez, de producir alimentos y oficios suficentes para que nadie necesite vivir con privación y en la pobreza".2

"Esto significaría que la gente que quiere traba­jar en tareas corrientes podrá hacerlo, y aque­llos cuyos intereses y talentos no son vendibles, como poetas y pintores, podrían vivir sin pros­tituir sus dotes. . , . La tradicional división en­tre trabajo y recreo y mano de obra y ociosidad, desaparecerán." 3

Pero no sólo habrá abundancia material. Un Hombre Nuevo sería dado a luz, libre de problemas acerca de ne­cesidades materiales y por lo tanto libre para una nueva dimensión espiritual. ERICH FROMM afirma eso:

"Una psicología de abundancia produce inicia­tiva, fe en la vida, solidaridad. . . . ingresos ga­rantizados . . . (motivaría) que los problemas espirituales y religiosos de la existencia humana se volvieran reales e imperativos. Hasta ahora el hombre ha estado ocupado con el trabajo (o

2 . Ibid, pág. 184. 3 . Ibid., pág. 187, 8.

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ha estado demasiado cansado después del tra­bajo) como para preocuparse seriamente por problemas tales como '¿Qué significado tiene la vida?'. '¿En qué creo?'. '¿Cuáles son mis valo­res?'. '¿Quién soy yo?', etc. . . . La abundancia económica, liberación del temor a la inanición, marcaría la transición de una sociedad pre-hu-mana a una verdaderamente humana".4

VAN LEEUWEN agrega en Christianity in World History una nota teológica de la esperanza que la tecno­logía puede hacer nacer. A través de su supuesto poder para romper sociedades cerradas, podría liberar a la his­toria de los ídolos que la llevan a una regresión. De ese modo lanzaría al hombre en nuevas dimensiones de liber­tad y experimentación. La tecnología sería, así, la mortal enemiga de la estabilidad y la madre de la revolución.3

Bien, aquí estamos, de acuerdo con muchas autori­dades, en el seno de la "revolución tecnológica". Ellos indican que nos está conduciendo a la Tierra Prometida, donde el hombre sería genuinamente liberado, donde un Hombre Nuevo sería concebido. Por cierto, todos los re­latos bíblicos nos enseñan la acción liberadora de Dios en la historia. ¿No tenemos, entonces, toda la razón del mundo en creer que aquí estamos experimentando un Éxodo resucitado, un nueva y potente obra de Dios en la Historia? M menos VAN LEEUWEN, HARVEY COX y muchos otros parecen decir eso.

Pero ahora se presentan algunas serias dificultades. ¿Cómo explicamos, desde este punto de vista, los violen­tos rechazos de la juventud y de los estudiantes, ambos en EE.UU. y Europa —que es el mundo de la tecnología—

4 . Erich Fromm, "The Psychological Aspects of the Guar-anteed Income", en Robert Theobald (ed.) Guaranteed lnconie-Next Step in Economic Revolution. Doubleday Co., Garden City, New York, 1966, pág. 176 y sigs.

5 . Citado por Rubem AI ves en:: Religión: Opio o Instru­mento de liberación?, Ed. Tierra Nueva, Montevideo, 1970.

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de toda la sociedad tecnológica? ¿Dónde colocamos a los hippies con sus demandas de "paren el mundo que me quiero bajar", su cultura-reacción, y su exilio voluntario? Por último, pero no menos, ¿dónde encajan los Negros, quienes crecientemente están rehusando ser "integrados"? Como dice JAMES BALDWIN en The Fire Next Time, ¿quién quiere entrar en una casa en llamas? ¿Dónde colo­camos gente como HERBERT MARCUSE, quien ve en nuestra sociedad tecnológica una sociedad sin futuro, de dónde no un hombre nuevo, sino un hombre falso está surgiendo; un hombre que aprende a encontrar la felici­dad en eso que le es dado por el sistema, cuya alma es creada a imagen de eso que él puede tener, no que puede transformar o crear; un "esclavo feliz"; un "hombre uni­dimensional" en una sociedad donde todo lo que cumple debe ser verdadero. Esta es una sociedad en la cual una falsa felicidad interior necesita defensa contra todo aque­llo que puede amenazar al sistema, donde para preservar el crecimiento cuantitativo todo lo cualitativamente nue­vo que surge debe ser destruido. Toda resistencia inter­na es vencida por la habilidad del sistema en cumplir en creciente gran escala, usando la "conquista científica de la naturaleza para la conquista científica del hombre". Y como el sistema debe también defenderse constante­mente de los cambios cualitativos del exterior, el "estado-próspero" y "estado-bélico" se vuelve uno, viviendo en una armoniosa simbiosis. Dice MARCUSE:

"Como el establecimiento productivo confía en los militares para su autopreservación y creci­miento, así los militares confían en las corpora­ciones no sólo para sus armas, sino también para conocer qué clase de armas necesitan".0

¿Tiempos excitantes? ¡Sin duda! ¿Revolución? No • del todo, para revolución tiene uno de sus componentes

6. Elaboraciones y citas de Hebert Marcuse de El Hombre Unidimensional, por Rubem Alves, op. cit. págs. 33 y siguientes.

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integrales, la liberación del hombre, para hacer/o el crea­dor de su historia, no sus "más importantes productos", como la propaganda del sistema nos querría hacer creer. Tampoco estoy convencido que un cambio revoluciona­rio verdadero es puramente un proceso "de vanguardia" o mecanicista. De hecho, creo que para entender qué es liberación real del hombre, qué significa revolución y una genuinamente abierta historia humana, debemos dar una nueva, sincera y penetrante mirada en el espíritu del Éxodo del Viejo Testamento. Suficientemente paradójico es el hecho de que algunos de los más profundos estu­dios del Éxodo son hechos, hoy en día,-no por teólogos cristianos, sino por no-cristianos o ateos sin reservas. Qui­zás, después de todo no existe semejante paradoja: los caminos de Dios son verdaderamente maravillosos, el Es­píritu flota por donde desea y no es ésta la primera vez en la historia bíblica que Dios llama a Su pueblo por intermedio de aquellos que son o creen ser meros espec­tadores.

Un todavía poco conocido y menos traducido ale­mán, filósofo marxista independiente, ERNST BLOCII, ha producido uno de los pensamientos más fecundos que conozco en comparación sobre el Éxodo. Uno de sus más brillantes estudiantes, PIERRE FURTER, ha elaborado en base a sus ideas lo siguiente.7

En primer lugar, la revelación de Dios depende de la realización del hombre. Cuanto más conoz­camos al hombre, más afirmaremos la existencia de Dios. Dios dijo a Moisés: "Di esto al pueblo de Israel, 'El Señor, el Dios de vuestros padres, el Dios de Abraham, el Dios de Israel y de Ja-

7 . Pierre Furter, A dialéctica da esperanga - Urna inter-pretacao do pensamento utópico de Erttst Bloch. Un manuscrito en portugués, ha de ser editado en su versión española por Tierra Nueva Montevideo. El tema es tratado especialmente en el ca­pítulo 4, "O ateísmo como radicalizacao de urna fe revolucio­naria".

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cob me ha enviado a vosotros': Este es mi nom­bre para siempre, y así seré recordado a través de todas las generaciones". (EX. 3:15).

Israel fue la primera nación en concebir claramente a Dios en y de la historia, fuera de ella El es indefinible. Por lo tanto, la respuesta del hombre debe ser histórica, concretamente humana. El Éxodo fue la rebelión del pueblo elegido, bajo la guía de Moisés, contra la escla­vitud de Egipto y, al mismo tiempo el "ejemplo" de las Buenas y Liberadoras Nuevas del Evangelio.

El Éxodo es un evento cuya historicidad es doble­mente subrayada: Por un lado era posible, porque un hombre, Moisés, obligó a su pueblo a tomar conciencia de su esclavitud y a rechazar esa condición. Es una ini­ciativa humana que empuja a la gente a arriesgarse en una aventura como es crear su propia historia.

Por otro lado, la historicidad del Éxodo radica en la negación por parte de Israel de uno de los más viejos y estables órdenes sociales del mundo: el estado teocrático de los Faraones. El Éxodo enfatiza la rebelión de Israel contra una historia que negaba la suya. Era posible vivir bajo la esclavitud egipcia (no olvidemos la vida regalada de los egipcios) pero eso significaba ceder el derecho a construir su propia historia. El Éxodo es, por lo tanto, doblemente histórico: es la nueva creación de una his­toria nacional y la negación de otra. El Pueblo de Israel, por interpretar su historia constantemente, sabía que su Dios actuaba sin tener en cuenta el tiempo cronológico, y que la "historia de la salvación" —en vez de desviacio­nes ocasionales hechas por el pueblo elegido— apuntaba hacia el progreso de la historia de la humanidad.

Hay un segundo aspecto fundamental en el Éxodo. Era una rebelión, pero, mucho más importante, constitu­yó el primer paso de una protesta cuya meta no era sola­mente el alcanzar la Tierra Prometida, sino encontrar una Tierra de Justicia. Es enormemente importante ver que el Éxodo no era un retorno a alguna primera "edad de

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oro" o paraíso perdido, sino un movimiento hacia el fu­turo. Esta orientación hacia el futuro es una continua­ción lógica del Génesis, una parte de la continua creación de y en la historia. Podemos ver claramente que el Éxodo no era simplemente una cuestión de conquista material de territorio. Expulsados de Canaan, el Éxodo material fue convertido en el Espíritu del Éxodo en marcha y vi­viente, algo que BLOCH llama "la primera manifestación del principio de la esperanza".

Pero el espíritu del Éxodo no fue conquistado de una vez para siempre. No era menudo trabajo para Israel mantener encendido ese espíritu. Con este propósito se necesitó una constante y permanente educación. La Bi­blia da testimonio que esta educación fue irónica y algu­nas veces feroz. No fue fácil, realmente, luchar contra el compromiso con los "dioses" de los diferentes ambientes socio-culturales por los cuales Israel atravesó; contra los intentos de sofocar las ansias de Israel por lo absoluto.

El Éxodo como rebelión unlversalizada, expresado eventualmente como mesianismo —judíos primero, cris­tianos después— es un infinito anhelo, penetrado por la esperanza de un Mesías quien transformaría radicalmen­te este mundo, erigiendo en él un paraíso. Esto no era solamente un sueño vano sobre un Paraíso etéreo. El Pueblo de Israel aguardo al Mesías, al Dios Encarnado.

Esto nos lleva a un tercer aspecto fundamental del Éxodo: ES UNA LIBERACIÓN COLECTIVA. El Éxo­do no es simplemente una rebelión individual o una se­rie de rebeliones pero está impregnado de la fantástica y audaz idea de la posible existencia de una colectividad, una comunidad, una potencialmente universal koinonia. A través de esta marcha, expandiendo comunidad, el Espí­ritu del Éxodo lleva consigo una tarea creadora y perpe­túa su existencia y vitalidad. Así, un Éxodo que comienza con una rebelión subversiva no concluye en un silencio místico, ni en un grito de desesperación. Da nacimiento a un nuevo futuro.

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Hay una característica final en el Éxodo: disconti­nuidad. Es un acontecimiento histórico, una rebelión ra­dicalizada, una demanda de autenticidad absoluta, un sal­to. Era el hombre responsable, Moisés, el fundador y la respuesta colectiva del Pueblo de Israel, quien junto efec­tuó el Éxodo. Ellos se lanzaron a un futuro desconocido, pero con una meta, la Tierra Prometida. Una vez más es esa esperanza que sostiene al Éxodo. Esta esperanza causa impaciencia, QUIERE LIBERTAD AHORA, ESE ES SU ELEMENTO MAS EXPLOSIVO.

Permítanme resumir rápidamente, entonces, cual creo que es el concepto bíblico central del Éxodo. Hemos vis­to que es, en primer lugar, absolutamente histórico, y eso significa terrenal. No es un cuento sobre una multitud es­piritual flotando místicamente sobre el Mar Rojo, sino sobre un grupo de esclavos exudados, muñecas sangran­tes de grillos recientemente removidos, y espaldas cica­trizadas de latigazos, quienes andan pesadamente a tra­vés del barro del Mar Rojo en su camino hacia la liber­tad. En segundo lugar, comienza en una rebelión política contra las condiciones inhumanas. Tercero, es un esfuer­zo colectivo común para mejorar la condición humana en este mundo, en esta vida. Cuarto, el Éxodo es disconti­nuidad, un rompimiento abrupto con el pasado opresor. Y finalmente, es conducido y dirigido por una profunda esperanza en Dios, hombre y futuro que se abre para su tarea cooperadora de continuar la Creación.

El Éxodo no es solamente un ÉXITO, sino también una ENTRADA, no es simplemente una PROTESTA, sino también una PROMESA.

En mi opinión, la llamada "revolución tecnológica" no conviene a los standards dictados para nosotros en la Biblia. En primer lugar, exige continuidad, no disconti-nuidad. Su plan es preformar la historia, obtener la his­toria pronta, y entonces instar a los hombres a ajustarse. KARL MARX vio este error un siglo atrás cuando dijo:

La doctrina materialista que los hombres son pro-

5 ti,

ducto de las circunstancias y educación, y, por esto, los nuevos hombres son producto de otras circunstancias y otra educación, olvida que es el hombre que cambia las circunstancias.. . 8

Israel no permitiría que su historia fuese así lleva­da, y se dio cuenta que solamente un rompimiento total podía lograr esto. Para efectuar este rompimiento, era ne­cesario saltar hacia lo desconocido, para asumir la tarea de crear su propia historia. "CHE" GUEVARA habla de esta clase de salto cuando describe la presente tarea en marcha en Cuba:

El encontrar la forma de perpetuar en nuestra vida diaria esta heroica actitud (de la Sierra Maestra), es una de nuestras tareas fundamen­tales desde el punto de vista ideológico. La nue­va sociedad en formación debe competir feroz­mente con el pasado, que se hace sentir. . . en la prolongada herencia de una educación sistemáti­camente orientada hacia el aislamiento del indi­viduo. Desde que nuestra meta es dar a luz al hombre nuevo, es muy importante seleccionar el instrumento apropiado con el cual movilizar las masas. Este instrumento debe ser fundamental­mente de un carácter moral, sin olvidar el uso adecuado del material-estímulo, especialmente aquellos de carácter social. Toda la sociedad debe convertirse en una gigantesca escuela. Es importante que cada hombre adquiera un cono­cimiento creciente de la necesidad de su incor­poración a la sociedad y de su importancia en el la . . .

Es esencial que participe conscientemente —in­dividual y colectivamente— en todos los meca­nismos de dirección y producción. La última y

8. Karl Marx, Tesis Sobre Feuerbach, varias ediciones.

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más importante ambición revolucionaria es ver al hombre liberado de su alienación. 9.

En segundo lugar, la tecnología sostiene sus espe­ranzas para el futuro en el hecho que el hombre se verá libre del trabajo, de ese modo podrá empezar a gozar de la vida humana. El espíritu del Éxodo protesta con­tra la división de la vida humana en compartimientos. Demanda que los hombres sean históricos, que entiendan sus vidas en una situación concreta en la cual se encuen­tren a si mismos y comiencen a humanizarse. Y exige que esta tarea humanizante y creadora sea hecha en comu­nidad.

Cito otra vez de GUEVARA:

Cuando los medios de producción pertenecen a la sociedad.. . , el hombre comienza a liberarse de la situación opresora por la cual ve al trabajo solamente como un medio de satisfacer sus necesidades animales. El empieza a recono­cerse a través de su trabajo y a comprender su magnitud humana a través del objeto creado, del trabajo realizado, el cual no es más una par­te de él mismo, poder humano que es vendido y que ya no le pertenece más. Ahora se vuelve una extensión de si mismo, un aporte a la vida de comunidad, la realización plena de su de~ber social. . . 9. No más tratará, como en el pasado, de liberar­se de la alienación a través del arte y la cultura. (En el pasado) él moría durante ocho o más horas, cada día para ser (durante su tiempo li­bre) resucitado a través de su creación espiri­tual. 9. En la nueva sociedad, la consciente participa-

9. Ernesto Guevara, El Socialismo y el Hombre en Cuba, publicado en "Ernesto 'Che' Guevara - Obras Completas", Vol. 2, Ediciones del Plata, Buenos Aires, Argentina, 1968.

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ción del Hombre "en todos los mecanismos de dirección y producción", se reflejará concreta­mente en su adueñarse de su propia naturaleza, a través del trabajo liberado y la expresión de su propia condición humana a través del arte y de la cultura. 9.

Comencé con la premisa que en nuestra tradición he­breo-cristiana, específicamente en la tradición del Éxo­do, cuyo espíritu se proyecta sobro ambos, Viejo y Nue­vo Testamento, encontramos una base para y son apre­miados a entrar en una acción política y revolucionaria. Hemos visto que los no-cristianos están tomando el es­tandarte del Éxodo y marchando con él hacia el futuro. Al mismo tiempo, estoy convencido que la Iglesia Cris­tiana ha abandonado esta bandera, lia rehusado a toihar una posición crítica contra su historia pasada y ha optado por la "vida regalada de Egipto", aceptando y promovien­do la vida del "esclavo feliz" y rehusando correr el ries­go de lanzarse hacia un futuro desconocido. Si de hecho confesamos nuestra fe en el Dios de los Padres de Is­rael, debemos también tener fe en el Dios-esperanza, del futuro. Es hora para nosotros de aunar fuerzas con aquellos, que, sin profesar la fe, están de hecho vivién­dola.

Por tanto, dirás a los hijos de Israel: Yo soy Je-hová;y yo os sacaré de debajo de las tareas pe­sadas de Egipto, y os libraré de su servidumbre, y os redimiré con brazo extendido y con juicios grandes; Y os tomaré por mi pueblo y seré vuestro Dios; y vosotros sabréis que yo soy Jehová vuestro Dios, que os sacó de debajo de las tareas pesa­das de Egipto. Y os meteré en la tierra por la cual alcé mi mano jurando que la daría a Abraham, a Isaac; y yo os la daré por heredad. Yo JEHOVA.

Cuando el Señor dijo estas palabras a Moisés, era

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un reto. Estas palabras no fueron desoídas en ese tiem­po. Ese llamado a una responsabilidad social, económica y política hace eco también a través del mundo de hoy, pero la inmensa mayoría de los cristianos no responden a él.

Las palabras de Juan el Bautista son, en consecuen­cia, igualmente pertinentes:

Haced, pues, frutos dignos de arrepentimiento. Y no penséis decir dentro de vosotros mismos: A Abraham tenemos por padre; porque yo os digo que Dios puede levantar hi­jos a Abraham aún de estas piedras. Y ya también el hacha está puesta a la raíz de los árboles; por tanto, todo árbol que no da buen fruto es cortado y echado en el fuego". (MATT. 3: 8-10)

AMEN

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4

LA LIBERACIÓN DE AMERICA LATINA Y EL CRISTIANISMO EVANGÉLICO

MAURICIO LÓPEZ

Desde hace algunos años, voces en el poder y en el llano nos advierten acerca del carácter revolucionario de la realidad latinoamericana. Un continente entero se sa­cude de su letargo colonial y sus hombres se dan a la tarea de signarlo todo con la impronta de un nuevo co­mienzo. Es algo así como el reencuentro de un destino que lo apura, sin arrastrarlo, a decir las opciones que más importan para su futuro.

Esta acuciante tarea ha sido calificada como una re­conquista, como una recuperación de su enajenado espa­cio geográfico y vital, como una liberación de ataduras internas y externas que han trabado su desarrollo, des­quiciado su vida y comprometido su porvenir. Lo que está en juego, no es sólo la recuperación de un bien que apenas han gustado minorías dirigentes y raleadas cla­ses medias, sino también un proyecto de ser y de existir que no le venga impuesto desde afuera y sea la obra de todo un pueblo que en raras ocasiones ha salido de una vida marginal. De allí, el repudio al modelo liberal que rigió la vida de nuestros países a partir de la Indepen­d a y que hoy sobrevive, aquí y allá, en medio de gene­ral descreimiento y el rechazo a las relaciones de depen­dencia imperialista impuestas por los Estados Unidos.

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El triple quehacer revolucionario de hoy.

Es evidente que este despertar de la América que es latina, se inscribe dentro de un contexto mundial que viene sufriendo cambios radicales tanto al nivel político e ideológico cuanto al nivel humano y cultural. Nada es­capa a esta turbulencia universal. Estamos en presencia de una serie de revoluciones que inciden de diversa ma­nera en el paisaje humano y social de nuestros días. La revolución tecnológica está mudando sensiblemente el contorno natural del hombre y le confiere poderes de los que ni siquiera sospechó. La técnica, se dice es universal, no tiene patria y abre virtualmente para todos las puertas del progreso y del bienestar material. En principio, esto es así; en la práctica, la técnica no es ni tan neutra ni tan universal. Sólo unos pocos países detentan el poder de es­timular la investigación científica y controlar sus aplica­ciones técnicas. Quienes se benefician realmente de la tec­nología apenas si corresponden a un tercio de la población mundial.

La revolución social es la movilización de los pue­blos de Asia, África y América Latina y abarca minorías importantes tales como la población negra de los Estados Unidos. Es la liberación del hombre "colonizado", de los "condenados de la tierra", cuyas vidas y culturas han sido mutiladas por gravosas presiones externas; es la libera­ción de las masas urbanas y campesinas de América La­tina, de sus indios tenaces y sufridos. Es la toma de con­ciencia de una opresión que ya no se soporta más y la decisión de salirle al paso a todas las fatalidades de la historia. Alguna vez dijo Nehru que lo nuevo en la India no era la miseria sino la conciencia que de ella había adquirido el pueblo y la voluntad de superarla.

La revolución cultural es la última en entrar en liza. Comienza en la China socialista con una sorprendente y masiva movilización juvenil y estudiantil que entiende

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dar un nuevo ímpetu a la sociedad china y aventar los signos de esclerosamiento que se observan en sus cua­dros políticos y militares. Como oródromos de revolución cultural fue saludado el mayo parisino de 1968, la primera gran sacudida de las sociedades industriales avanzadas que cuestiona la "visión del mundo, la concepción de la vida subyacente a lo económico, a lo político y al con­junto de las relaciones humana"1. Las revoluciones que han marcado radicalmente el destino de los pueblos han tenido hasta aquí un carácter más circunscripto y se han ido plasmando de una manera diríamos diacrónica. La revolución cultural es una realización en sincronía; se insinúa por doquier, no la limitan fronteras geográficas ni humanas ni presenta una homogénea constelación de valores. Son diversas tentativas, conatos revolucionarios, que aún no han logrado pleno derecho de ciudad, qué se podrían nivelar en el común deseo de ser, sentir, pensar y vivir mejor y más plenamente.

Su universal predicamento radica en el hecho de que quizás por primera vez en la historia, la humanidad está realizando la experiencia de una civilización planetaria y tiene una visión global de su destino. Antes, lo humano era reconocido en pocos hombres y culturas; hoy, al me­nos formalmente, la igualdad entre los hombres es un postulado irreversible. Grandes masas humanas reivindi­can una autonomía y una dignidad que por siglos, las relaciones de desigual poder entre los pueblos, le negaron con cruda obstinación. Por lo demás, la noción de hombre y de humanidad ha ensanchado y enriquecido su conte­nido. El blanco descubre entre azorado y perplejo la emi­nente dignidad de otras ethnías; la mujer comienza a juz­gar intolerable la injusta discriminación que la somete una civilización dominada por el varón; el estudiante levanta su protesta contra un saber que consagra el sistema im-

1. P. Ricoeur: "Reforme et révolution dans l'Université", en Esprit No 6-7, 1968, París, pág. 987.

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perante al tiempo que advierte las posibilidades de la Universidad como agente de cambios radicales; el obre­ro, el técnico, el profesional, que reclaman una partici­pación creadora en una empresa humana que la tecno­cracia puede tornar mecánica e insignificante. En todos estos casos y otros que se podrían citar —el anciano, el demente, etc.— uno tiene la impresión de que lo humano reacciona hoy contra todo intento de colonización y alie­nación. La revolución cultural constituye, en suma, el primer ataque frontal al tipo de sociedad industrial —tan­to en el mundo capitalista cuanto socialista— que quiere seducir a los hombres mediante el proyecto nada humano del bienestar cuantitativo. Toda una generación interroga el nihilismo de una sociedad dominante —en países ricos y pobres— que semejante a un tejido canceroso no tiene otro fin que abultar desmesuradamente su propio creci­miento.

Estas tres revoluciones se dan imbricadas. Nadie, a no ser en nombre de un arcaísmo obsoleto, puede negar la importancia de la técnica. Berque llega a afirmar, en se-guimento de Marx, que lo que define al mundo de hoy es la tecnología y que nada sería comprensible en la historia contemporánea sin ella 2. Lo grave es que en nombre del primado de la técnica, Occidente —y en esta categoría in­cluimos los Estados Unidos, la Unión Soviética y Europa occidental— convoque, a veces perentoriamente, a los pue­blos del mundo subdesarrollado a afiliarse a su raciona­lidad económica bajo pena de que quien no se someta a esa manera de "progresar" deje, finalmente, de ser.

La tecnología ha mejorado sensiblemente la condi­ción del hombre pero no le asegura automáticamente su liberación. Las sociedades industriales avanzadas bien pueden engendrar un tipo de hombre uniforme, ampu­tado de todo sentido crítico, anestesiado de su "concien-

2.J. Berque: "Vers Une humanité pleniéré", Esprit, N ' 4, 1969, pág. 652.

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cia desventurada", ese aguijón que lo impulsa a trascen­der su condición, esa "herida buena" que lo protege de la rutina y lo lleva a imaginar y construir lo posible que duerme en las anfractuosidades de lo real. El guevarismo en América Latina señala como objetivos de la revolu­ción social la superación del hambre, la explotación y la miseria, una participación más auténtica del pueblo en el poder político y el alumbramiento de un humanismo fundado en la justicia, el igualitarismo colectivo y la so­lidaridad en el bien común. s.

Un mundo instalado en una profunda desigualdad.

Desde el siglo XV la humanidad ha vivido bajo el signo de una tajante dicotomía estructural debido a un desigual desarrollo económico y social entre pueblos y continentes. El Pacto Colonial signado por las grandes po­tencias europeas a mediados del siglo XIX, consagraba esa división, decretando para unos el progreso y para otros el atraso y la dependencia. Recién a partir de la última guerra mundial comienza una verdadera toma de conciencia de la miseria en que viven las poblaciones de África, Asia y América Latina. Campañas promovidas por hombres de buena voluntad a las que se suman las aus­piciadas por distintas iglesias cristianas, alertan la opi­nión pública sobre el creciente abismo que separa a las naciones ricas de las naciones pobres. Los gobiernos se encargan de prevenir la conciencia del hombre occidental de los "peligros" que representa la pobreza rampante de masas prolíficas y agitadas. El concepto de "subdesarro-

3. Cf. R. Shaull, Containent and Change, Macmillan Co., 1967, pág. 180. Ernesto Guevara: "El socialismo y el hombre en Cuba", La Habana, 1965.

m

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lio" entra en rápida circulación cubriendo, en imprecisa semántica, el atraso económico y la injusticia social en que se debate dos tercios de una humanidad más de tres veces billonaria.

Esta denuncia venía de más lejos. El movimiento an­ticolonialista que nació al promediar la pasada centuria no tenía empacho en señalar que las causas del atraso de los pueblos eran el imperialismo, la opresión y el sa­queo colonial. Sin embargo, la ideología colonial fue lo suficientemente fuerte como para diluir la protesta y ba-nalizar la desgracia de los pobres. Aupado por enormes intereses económicos, sostenido por el ejército y la Uni­versidad, tolerado de manera cómplice por la Iglesia ofi­cial, el colonialismo discurrió sin trabas, casi, hasta su final liquidación —a lo menos en su forma clásica— lue­go de la segunda hecatombe mundial.

Desde entonces, la conciencia del hombre "occiden­tal y cristiano" es sistemáticamente bombardeada por una publicidad que pone al desnudo los abusos del colonia­lismo. A través de los medios masivos de comunicación, el traumatismo se gradúa con una sabia orquestación del escándalo. Publicidad sospechosa, por otra parte dado que provenía de sectores asociados con los intereses de la metrópolis. Se hace un inventario de abusos y desatinos de los países colonizadores. Pero este recuento se esfuma bajo una cascada de críticas a las estructuras tradicionales de las sociedades tercermundistas y de referencias que cul-pabilizan al clima tropical, invitación al desgano y la par­simonia y a la fecundidad irresponsable de los pobres que jaquea sin respiro la cartilla malthusiana. Como se ve, se echa un púdico manto sobre los mecanismos económicos sociales y políticos que los colonizadores habían montado en su exclusivo provecho. 4.

No se puede desconocer, empero, que se va operan-

4. Y. Lacoste, "L'aide. Idéologies et realités", Esprit. N? 7-8, París, 1970.

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do un cambio de mentalidad que favorece la idea y la práctica de una solidaridad mundial. Nace la idea de la cooperación. Los países ricos acuden en ayuda de los pobres, única manera que éstos podrán superar su atraso. Se generaliza la asistencia financiera, el asesoramiento técnico, el equipamiento del parque industrial y agríco­la. Las Naciones Unidas promulgan el período del 60 al 70 como la Década del Desarrollo y crean la Secretaría de Comercio y Desarrollo como un lugar de encuentro entre ricos y pobres con el fin de replantear sobre nuevas ba­ses las injustas relaciones económicas y comerciales in­ternacionales que rigen hasta ahora.

Los Estados Unidos, país de tradición anticolonialis­ta, asumen la iniciativa en la política de cooperación, que se revela, a la postre, como el relevo de las antiguas rela­ciones coloniales. En América Latina, esa política se lla­mó Alianza para el Progreso. Se trataba de una inicia­tiva de corte reformista con la cual se pretendía poner coto al virus castrista y al mismo tiempo apuntalar las estructuras tradicionales de poder —en algunos casos la oligarquía terrateniente, en otros, la burguesía industrial y comercial— incapaces de hacer frente, imaginativamen­te, a la creciente ola de descontento y frustración de las masas latinoamericanas. En la mente de los que la lanza­ron, la Alianza debía poner fin a la "dictadura de la mi­seria" en el continente mediante cambios sustanciales en las estructuras agrarias, económicas, sociales y educativas. El programa no logró jamás encender siquiera una chis­pa de esperanza en el pueblo. La ayuda financiera, ín­fima en relación con las promesas oficiales, favoreció mayormente a sectores económicos privados y no logró operar las mutaciones básicas que el plan preveía. Roída por una contradicción íntima —pretender hacer una re­volución con el concurso de fuerzas reaccionarias— que no quiso solventar, acaba de extinguirse sin confronta-mientos y sin pesares.

Esa política de cooperación se dobla en una ideología

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del desarrollo que tiende a imponer el modelo de socie­dad occidental. Las grandes potencias insisten en eva­luar el problema del Tercer Mundo —aceptemos provi­soriamente una categoría ambigua— según el paradigma de las sociedades industriales avanzadas. Cuando se ana­liza el subdesarrollo, hay una referencia, implícita o explí­cita, a un modelo abstracto forjado lejos de las fronteras del mundo subdesarrollado. De esta suerte, el análisis se limita a hacer un inventario de carencias. Esos países es­tán marcados como a fuego por el atraso porque no tie­nen capitales, porque su equipamiento es deficiente, por­que sus cuadros dirigentes no son competentes, porque el espíritu de empresa está ausente y a sus trabajadores no les gusta la faena fatigosa. Como se ve, una especie de negativo de las sociedades modernas. En consecuencia, si han de embarcarse en la nave del progreso los países pobres deben repetir las peripecias de los ricos; de lo contrario, están perdidos.

Dos pensadores, y de no menor cuantía, vienen en socorro de este sociocentrismo occidental: Augusto Coiri-te y Max Weber. Comte pretendía que sólo la civiliza­ción occidental estaba capacitada para el cambio y el adelanto; las otras, quedaban atrapadas por la repetición. Para Max Weber la racionalidad y la eficacia eran pri­mores europeos que bien dispensados podían levantar a las sociedades tradicionales de su postración. El privile­gio histórico de Occidente recibe, así, su espaldarazo teórico. En suma: el desarrollo consiste en la expansión universal de la manera noratlántica de vivir. La revolu­ción industrial sería un fenómeno que puede repetirse y tiene universal validez.

La ideología del desarrollo pasa por alto que la in­dustrialización ha tomado un sesgo propio de acuerdo con las modalidades y valores de la sociedad que la ha recibido .El primer movimento nace en Europa occiden­tal y se expande en algunas de sus dependencias impul­sada por el capitalismo y el neocapitalismo. El segundo

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movimiento surge con el advenimiento del socialismo y trata de superar al precedente. El tercero, cobra forma en diversos lugares del Tercer Mundo en sociedades y economías en curso de estructuración. Aquí se desconfía de toda lógica desarrollista venida desde afuera y que no coincida con las necesidades nativas. Toda enseñanza re­volucionaria gestada en el exterior es pasada bajo severa criba. Las sociedades del Tercer Mundo afirman su de­recho a su propio desarrollo lo que significa su derecho al cisma. Lo prueba la diversidad de los socialismos en trámite; las vías se multiplican: un socialismo a la cu­bana, un socialismo argelino, africano, a la chilena.. . Es decir, una voluntad de adaptación a las situaciones lo­cales, una mayor especificidad, una preocupación de no tirar por la borda, en bloque, los valores tradicionales sino renovarlos para que sirvan de estímulo a la praxis revolu­cionaria. Las nuevas sociedades ponen la mano, al timón del desarrollo y forjan también los medios teóricos e ideo­lógicos que le den sentido y orientación.

La nuestra es una situación paradójica. Por un lado, pueblos y culturas se sienten incorporados, a pesar de una gran diversidad, a una única experiencia humana. "Esta es la primera época histórica, dice Ricoeur, que tiene una visión global de su destino". Por el otro, según vimos, el mundo presenta gravísimas disparidades de ca­rácter económico y social; una desigualdad chocante en el reparto de la riqueza y el poder. Para que esa expe­riencia que hoy tenemos de pertenecer a una humanidad común sea algo más que un vago sentimiento y se estruc­ture en una verdadera sociedad planetaria, es preciso tra­bajar en el sentido de cambiar radicalmente el esquema actual de las relaciones internacionales. Sabemos hoy que los fines de las sociedades dominantes son el acre­centamiento del lucro o las ventajas que procura el poder. De esto se desprende que el logro de relaciones más jus­tas y verdaderas entre naciones pasa por la destrucción del universalismo occidental. Hoy sabemos, también, que

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el desarrollo de un pueblo es posible si ese desarrollo se centra en el pueblo mismo; si ese pueblo establece por sí mismo los objetivos políticos, culturales, técnicos y es­pirituales y si los medios que emplea movilizan sus fuer­zas vivas. Con el recado, es cierto, de evitar un naciona­lismo exasperado que lo enclaustre en un folklorismo irre­levante. Un desarrollo que quiera vivirse en total aisla­miento es hoy una condena a muerte. La tarea que aguar­da a pueblos y naciones será la búsqueda en común de modelos nuevos centrados no en la técnica sino en el hombre.

Lo que venimos diciendo ofrece el marco general dentro del cual quisiéramos situar las relaciones de tipo imperialista que los Estados Unidos establecieron con relación a América Latina que son una de las determi­nantes decisivas del subdesarrollo de esta última. El "Im­perio americano" es una empresa de dominación sin an­tecedentes en la historia del mundo. Los otros imperios que han existido podían ser circunscriptos en el espacio; el americano, carece de fronteras, es fluido y proteifor-rne, con un poder de producción y consumo fantásticos y una capacidad de destrucción sin paralelo. Su apetito consumidor es casi tanto como el del resto del mundo que es diecisiete veces más poblado; su arsenal ofensivo podría aniquilar varias veces la población actual del mundo. Se trata de un poder no siempre ostensible ni aparatoso que se difunde en forma flexible y diversifi­cada. Desecha los medios clásicos de expansión por con­quista y colonización y adopta vías múltiples para ejer­cer presión o para intervenir. El politólogo estadouniden­se Ronald Steel señala: "Nuestra ambición no es impe­rialista y sin embargo ella conduce a emplear los mismos métodos: establecimiento de guarniciones militares alre­dedor del mundo, subsidios a políticos y gobiernos, apli­cación de sanciones económicas y aún la fuerza militar contra Estados recalcitrantes y empleo de un verdadero ejército de administradores coloniales trabajando en or-

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ganizaciones tales como el Departamento de Estado, la Agencia Internacional para el Desarrollo, la Oficina de Información de los Estados Unidos, la CÍA, etc.".0

El Imperio actúa como un sistema global de fuerzas concertadas. En lo económico, la expansión del capital norteamericano se realiza bajo la forma de grandes con­glomerados —sociedades que controlan múltiples activi­dades productivas sin conexión aparente entre sí— que dirigen el proceso de desarrollo en América Latina. Los conglomerados tienen su centro hegemónico en el exte­rior y se comportan con una relativa autonomía frente a los sistemas económicos nacionales, cuando éstos existen realmente. Se han difundido a partir de la última guerra mundial y, de manera especial, en países que ya habían pasado por la primera fase del desarrollo industrial. Su acción interrumpe la formación de una clase de indus­triales autónomos que pasan a ser los managers de sus filiales hurtándolos así de la conducción de proyecto eco­nómico auténticamente nacional. El economista Celso Furtado, que ha hecho un estudio particularmente lucido de la acción de los oligopolios en América Latina, afir­ma que sólo con un Estado que refuerce su capacidad de decisión autónoma, el desarrollo será una opción al alcan­ce de una comunidad nacional; de lo contrario, será un proceso histórico ajeno a la misma. Y esto en el mejor de los casos.

El Imperio es, también, una fuerza militar que tiene al ejército como llave maestra. Esa fuerza aparece en in­tervenciones al modo clásico de cañoneras a la vista y desembarco de "marines", en la diseminación "around the world" de bases militares, en la lucha antiguerrillera que ha cobrado más de una pieza valiosa en nuestras tierras, en golpes de Estado que eliminan a un gobernan­te inamistoso y colocan una personalidad más obsecuente.

5. R. Steel, "Pax Americana", citado en Esprit N? 4, 1969, artículo de J. M. Domenech, L'empire américain.

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Donde el Imperio presenta su máxima originalidad es en la empresa cultural. Aquí el objetivo es doble: se­ducir la intelligentsia y conquistar las masas. La seduc­ción ha provocado una evasión de cerebros de real mag­nitud, ha doblegado —dólares a la vista— empresas cul­turales con subvenciones que la CÍA transmite a través de diversas fundaciones. La prensa escrita y radio-televi­sada es controlada —al menos en las noticias del exterior— por una red de agencias occidentales que en su mayoría provienen de los Estados Unidos. Este país produce una cultura de masas que se propala en las dos terceras par­tes del mundo a través del cine, la radio, la televisión y la prensa que condiciona las mentalidades mediante una ideología que parece moverse en el límpido cielo de la democracia, la libertad y el progreso.

No siempre, empero, ese sistema de fuerzas actúa monolíticamente. Es más, está sometido a una vigorosa e incesante crítica interna. El imperialismo no es una tara étnica; dentro del mismo Estados Unidos hay co­rrientes que contestan vigorosamente un sistema que pre­tende la gendarmería del "mundo libre" y trata de impo­ner el "American way of life" en todas partes. El impe­rialismo es criticado en su propio terreno. No hay que olvidar que la rebelión estudiantil que cuestionaba la pre­sencia militar yanqui en el sudeste de Asia se gestó en Berkeley al promediar la pasada década. La proteiforme revolución cultural —la rebelión juvenil, el movimiento ecológico, la reivindicación negra, el poder estudiantil, la Women's Lib— remueve los fundamentos morales de la nación y sacude los fundamentos tradicionales de la so­ciedad norteamericana. Está por verse si esos fermentos revolucionarios internos provocarán cambios sustanciales en el país más avanzado del mundo y si tendrán inciden­cia decisiva en la conducta internacional del mismo.

El esquema de penetración y dominación del capita­lismo norteamericano en América Latina, ha fortalecido las estructuras de poder más arcaicas y provocado un

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desarrollo económico desparejo. El gobierno de los Es­tados Unidos ha favorecido el mantenimiento de las cla­ses dirigentes —aristocracia terrateniente, neoburguesía industrial— cuyos intereses coincidían con los del capita­lismo internacional. Los capitales son invertidos como es natural en los dominios más rentables. Hay que hacer —ha sido la norma— que por cada dólar invertido la ga­nancia se triplique al cabo de dos años. En vano pregun­tar si todo esto favorecía un cambio global armónico del país invadido o si se compadecía con las demandas de una verdadera justicia social.

Los resultados están a la vista. En el plano estruc­tural, América Latina ha continuado siendo la proveedo­ra de materias primas y productos agrícolas cuyos precios escapan a su control y sufren deterioros constantes. En el plano geográfico, el desenvolvimiento se verifica en regiones próximas a las costas, con buenas comunicacio­nes y fácil expedición de los productos do base. Esas regiones próximas a las costas, con buenas comunicacio­nes y fácil expedición de los productos de base. Esas re­giones —el triángulo industrial Sao Paulo - Délo Horizon­te - Río por ejemplo— constituyen polos incontestables de desarrollo. Pero son perniciosos en la medida que im­piden un crecimiento global y armonioso y acentúan gra­vemente los desequilibrios internos. En el plano social, la expansión americana contribuye a la prosperidad de burquesías dependientes y compradoras, incapaces de constituirse en autores de la prosperidad del país como un todo. La clase obrera, lleva una existencia ambigua. Privilegiado con relación a los campesinos pobres o los habitantes de las villas miserias, el mundo obrero se gas­ta y desgasta en la consecución de salarios más dignos que lo rescate de una pauperización cada vez más agu­da. Esto explica por qué la reconquista de América La­tina se abre en doble frente: cambios fundamentales in­ternos que liberen la condición humana de sus aliena­ciones presentes y nuevas formas de relación con el Nor-

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te que signifiquen dejar atrás un trato arrogante y des­igual.

Las vías de la reconquista.

La década del 60 en América Latina —una pequeña alteración cronológica la hace retroceder a enero de 1959— apenas parece guardar relación con la anterior. Aunque la división de años en decenios tiene mucho de arbitraria, es un procedimiento cómodo para caracterizar ese lapso como un todo y a su vez asegurarle una cierta continuidad con el pasado. Pues bien, en América Latina la revolución cu­bana irrumpe en dramática ruptura con el pasado y anun­cia con su triunfo un nuevo comienzo radical. Pocos repa­ran hoy en tamaña osadía y en la magnitud de los desafíos que debía enfrentar. No ha sido la primera revolución en serio en nuestro continente; México (1910) y Bolivia (1952) la precedieron en esos trámites. Pero es la prime­

ra en convocar a nuevas auroras históricas a todos los pueblos de América Latina.

Esa gesta revolucionaria revela con acuidad a través del microcosmos insular cubano toda la problemática de un continente: su dicotomía estructural, sus desigualda­des rampantes, su sistema político corrompido, su colo­nialismo económico, sus masas analfabetas y miserables. Y al mismo tiempo enseña la praxis revolucionaria que ha­rá factible los cambios estructurales necesarios en la eco­nomía, la política, la cultura y sociedad y dará nacimien­to —es su declarada intención— a un nuevo hombre y un nuevo estilo de convivencia humana. El socialismo mar-xista había hecho pie en Amérca.

La audiencia y el entusiasmo que suscitara por do­quier mostró bien que la amenaza al orden establecido

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era real y había que conjurarla. Por de pronto, para evi­tar el contagio, Cuba fue radiada del sistema político continental y tenida en cuarentena mediante un severo bloqueo económico. Estados Unidos viene en apoyo de inoperantes democracias y se las arregla para poner en vereda a todo gobernante que transpire un poco de sen­sibilidad social en su gestión. Se establece un frente mili­tar cuyo empeño mayor será apagar todo foco guerrillero y se arma el frente ideológico que pondrá coto a la pe­netración comunista. La guerra fría que en la controver­sia Este-Oeste comienza a entibiarse, recobra aquí su gra­duación polar.

Claro que no todo iba a ser de ese enconado tenor. Al fin de cuentas los gravísimos problemas que la revolu­ción denuncia son bien reales y claman por solución. Amé­rica Latina necesita desarrollarse y satisfacer las exigen­cias de sus pueblos, numéricamente millonarios, que re­claman pan, trabajo, escuelas, salud, habitat decente. La argumentación no requiere una retórica especial: los fac­tores del retraso están a la vista, las reformas se agotan antes de lograr sus objetivos y el sistema no puede res­ponder creadora e imaginativamente al clamor de la avalancha humana. Hay que clavar hondo el bisturí y proceder a una cura revolucionaria. Así lo señalan voce­ros autorizados del Norte y del Sur. América Latina "es la zona más crítica del mundo" profetizaba John Kenne­dy hacia 1963. El presidente Eduardo Frei se hará eco de esa inquietud en la Conferencia de Jefes de Estado cele­brada en Punta del Este en abril de 1967. "Es un hecho que América Latina vive un proceso revolucionario. Se debe, entre otras causas, a que en numerosas regiones, una fuerte proporción del pueblo carece de cultura, de organización, de pan y de trabajo y, lo que es peor aún, de esperanza. Para él, la democracia no es sino una fic­ción o a lo más, una máquina electoral. El brutal creci­miento demográfico y la pesada carga de juventud crean presiones nuevas que confieren un carácter de extremada gravedad al problema".

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La Alianza para el Progreso pretendió ser una res­puesta continental a tales desafíos y una variante refor­mista a la radicalización del trámite cubano. Ya vimos que sus ambiciones eran más declamadas que reales y apenas se tradujeron en iniciativas sin mayor trascenden­cia. La Alianza nació maleada y poco rastro dejó, salvo una huera retórica oficial. La muy pasajera ilusión mar­chitada, el continente se recogió en la anomia de sus veinte repúblicas desconcertadas.

Sin embargo, la danza y contradanza revolucionaria va configurando poco a poco una situación inédita. En la población en general se inicia un verdadero proceso de concientización. Tras las cortinas de humo que las co­municaciones masivas levantan, la gente percibe que los sistemas políticos y económicos imperantes son incapaces de asegurar el bienestar y el progreso, que las condicio­nes de vida se deterioran visiblemente y confinan para muchos en la miseria y que las delirantes campañas con­tra el peligro comunista no son más que una distracción de la atención acerca de los problemas reales y un me­dio de preservar el "desorden establecido". Los movimien­tos populares estrechan filas y la acción sindical se cons­tituye en la oposición más punzante y encarnizada. Los estudiantes, cristianos y marxistas, salen del ghetto uni­versitario —escenario de tanta protesta de estéril vehe­mencia— y se acercan al pueblo en un compromiso insó­lito en las luchas por la liberación. La Iglesia se inclina, sensible, sobre las angustias del desarrollo, eleva su voz contra las condiciones infrahumanas de vida que el ca­pitalismo provoca y no desdeña la crítica a gobernantes que se dicen cristianos. La lucha guerrillera rural sufre reveses irreparables en tanto que la guerra revoluciona­ria se instala en el medio urbano y hostiga, sin dar cuar­tel, a los poderes establecidos.

En todo este proceso se observa un paulatino relevo en la conducción política y una preocupación por dar al desarrollo económico, social y cultural un derrotero que

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responda a las necesidades y peculiaridades propias de cada país. Los nuevos planes, programas y modelos des­tacan todos ellos casi sin excepción— el carácter "revo­lucionario" del nuevo quehacer aunque los hechos miti­guen luego la radicalidad del propósito. Las intemperan­cias, generalmente verbales, del extremismo izquierdista o las infaltables arremetidas de las derechas a ultranza suelen comprometer o frustrar las mejores intenciones innovadoras.

Tres experiencias aún no muy bien decantadas como para constituirse en modelos definitivos van jalonando ese proceso: la instalación democristiana en el poder en Chile y más tarde en Venezuela; la aparición de gobier­nos militares populistas en Perú y Bolivia y el fulgurante acceso socialista al poder, por la vía legal, en el mismo Chile. No son las únicas en curso.

La democracia cristiana introduce "una variante di­námica en el desgastado elenco de los partidos políticos tradicionales de clase media. En Chile una vez en el po­der, promete una "revolución en libertad". En realidad se trata de un modelo desarrollista de cambio, abierto a las masas con una declarada intención de acordar el ca­pital con el trabajo. Su pasaje en el gobierno se señala por una preocupación en insuflar contenido social al li­beralismo democrático, por dar un enfoque técnico a los problemas económicos y sociales, por una tibia recupera­ción de la riqueza nacional, por una mayor racionaliza­ción de la gestión administrativa y una cierta promoción de las masas rurales. Mantuvo una posición centrista su­mamente precaria eternamente amenazado por la dere­cha o tironeado por la izquierda. Una galopante infla­ción, el desempleo y el alza constante del costo de la vida, le enajenaron el apoyo popular y determinaron, finalmen­te, su derrota en las urnas. En suma: una libertad sin revolución. Es poco probable que la democracia cristiana se constituya en la gran formación política que levante empinadamente las banderas de la reconquista y libera-

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ción en América Latina. Cautivo de una ideología social cristiana preconciliar, tiene las manos demasiado atadas como para ser el agente eficaz de cambios radicales.

La revolución peruana (octubre de 1968) apunta, por boca de sus voceros más autorizados, a "crear una comunidad de hombres libres y dignos" trascendiendo los ya "muy transitados" expedientes del capitalismo y el co­munismo. Militares en el poder y en los puestos claves del gobierno, con el asesoramiento de intelectuales de orien­tación marxista, están promoviendo un programa de ac­ción con tintes nacionalistas y socializantes que comienzan a dar una fisonomía nueva a las estructuras agrarias, eco­nómicas y sociales del país. La Ley de Comunidad Indus­trial, por ejemplo, establece que las empresas cederán el 50 % de su capital social a obreros y empleados. Una re­forma agraria que ha merecido de la FAO el calificativo de "modelo radical, masivo, incruento y rápido", afecta ya a catorce de sus veintitrés departamentos. Las "cuarenta" familias tradicionales han dejado de mandar; hoy lo hacen los militares, profesores, profesionales, técnicos, burócratas de extracción media. Los gestores de la revolución son ardientes partidarios de la integración andina y declaran abiertamente su disconformidad por la exclusión de Cuba de la OEA. La reciente liberación de guerrilleros en pri­sión —objetivos semejantes, no coincidencia en los medios — bien puede dar a la revolución peruana, en una inespe­rada simbiosis, la dimensión popular que le está faltando. Tremendo desafío para un país herido por una división profunda: una minoría blanca o mestiza, urbana y una in­mensa mayoría de indios y campesinos.

La segunda revolución boliviana (1969) es conducida por militares profundamente marcados y sensibilizados por las condiciones deprimentes de vida del país. El nuevo planteo (octubre de 1970), es calificado como de "nacio­nalismo revolucionario" y "como una etapa que conduce al socialismo". Los militares cuentan con el apoyo obrero, estudiantil y de militantes de izquierda. Se trata de un

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apoyo crítico, vigilante, condicionado. La burguesía ha sido privada del control del proceso económico y el sec­tor privado desempeña un rol secundario en la política de desarrollo. El objetivo a largo plazo es lograr que la gran mayoría de los bolivianos, actualmente al margen de la sociedad, se integren realmente en la vida nacional.

El triunfo de la Unidad Popular bien puede repre­sentar una etapa decisiva en la vida del continente. Por primera vez una formación marxista accede al ejercicio del poder público a través de una consulta electoral lim­pia y libre de coacciones. Esto indica que el acceso al socialismo, con el consiguiente reemplazo del régimen capitalista, es posible por los votos y no sólo por el fusil. Por otra parte, hay que tomar en cuenta de que el chi­leno es uno de los pueblos políticamente más maduros de América Latina. Y además, las circunstancias nada despreciables de un ejército sin ambiciones de poder po­lítico y de una Iglesia con mentalidad amplia y aguda sensibilidad social. Gobernando con la adhesión decidida de los sectores populares, urbanos y campesinos, la Uni­dad Popular tiene las mejores chances de convertir en realidades sus más caras promesas: nacionalización de la gran industria del cobre, el acero y el carbón, de bancos y otros sectores de la economía; radicalización de la re­forma agraria, justicia socal y pleno empleo.

El examen de otras experiencias de desarrollo como asimismo el nuevo tipo de oposición —subversiva en el caso de las guerrillas urbanas; legal en las coincidencias políticas y sociales de los sectores obreros, estudiantiles, profesionales e intelectuales izquierdistas— nos llevaría más allá de los límites de este trabajo. Las que se han indicado revelan una significativa coincidencia de obje­tivos: recuperación del poder de decisión en la esfera económica; reforma agraria, nacionalización de las em­presas industriales mayores, restricción de la influencia del capital extranjero, mayor participación del pueblo en el poder político, asegurar un grado más amplio de jus-

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ticia social. La originalidad no está dada en estas metas sino más bien en los agentes políticos para lograrlas. La estructura de poder otrora acaparada por las oligarquías ha pasado a otras manos. El gobierno norteamericano no ha desplegado en estos casos la "arrogancia de su poder" y se conduce con desusada mesura, siquiera sea por que estas cosas suceden un poco más abajo de ese mar que "también Caribe llaman". No es mal síntoma, después de todo. Las demandas de la justicia social y la vocación a la libertad del pueblo latinoamericano permiten abrigar la esperanza de que las experiencias actuales —desde la cubana (asperezas limadas mediante) hasta la chilena— se han de traducir en la realización de un "socialismo de rostro humano", la faena política más apetecible que pro­ponen las futuras décadas.

Recado para una tarea inesquivable y perentoria.

Según lo que hemos venido diciendo, se trasluce que en el pueblo latinoamericano no se ha hecho conciencia la necesidad de salir de su papel marginal en la historia y asumir, desde sí mismo, las riendas de su destino. La compañía de los que no se resignan a las tutelas más antiguas o más recientes o a los fatalismos inescrutables de la vida, se agranda de más en más. América Latina quiere ser ella misma, darse sus propios modelos de exis­tencia, alzarse contra las mediaciones que han distorsio­nado su imagen, participar sin trabas ni consignas de afuera en la elaboración de un mundo más humano y más justo. Toda esta efervescencia social, cultural y espi-

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ritual que patentiza un sentimiento de insatisfacción por lo que se ha sido y un ánimo levantado por llegar a ser lo que se es, está afectando visceralmente la vida y la misión de la iglesia cristiana. Ella está implicada en la crisis que afecta a todo un continente.

Aquí el Cristianismo sentó sus reales desde la Con­quista y moldeó —en su versión católica— la espiritualidad de nuestros pueblos. Para el hombre blanco español el Catolicismo era su religión, su fe, su manera de ver al mundo y a su prójimo. En cambio, para el indígena y el negro, después, el cristianismo fue una religión im­puesta de manera compulsiva a la que daba una adhe­sión tibia y contaminada de sus propias creencias. Mu­cho de bueno hizo el Catolicismo para dar una base mo­ral y espiritual a la sociedad latinoamericana; su aporte cultural, educativo y asistencial son ciertamente signifi­cativos. El reproche principal que se lojwede hacer —in­temperancias doctrinarias y celo monopolista apartes-es haber ligado demasiado su suerte a los intereses de la oligarquía y mostrado un paternalismo irritante con rela­ción a las masas populares inculcándoles una fe hecha de resignación y pasividad.6

La Iglesia mayoritaria de América Latina comienza a dar muestras de renovación y deseos de levantar esas graves hipotecas del pasado. En la convocatoria conti­nental de Medellín (1968), hace una verdadera auto­crítica de su gestión histórica y decide- ponerse en favor de los pobres y oprimidos. Si la cautela o la prudencia excesivas suele poner sordina a las manifestaciones va­lientes de una entusiasta promoción de sacerdotes y lai­cos —a las que se suman las de algunos obispos de urti­cante presencia— decididos a unirse al pueblo sufriente y marginado, creemos que en el corazón mismo del Cato­licismo se va gestando una fuerza contestadora de conse­cuencias irreversibles.

6. Cf. Judio de Santa Ana, Cristianismo sin religión, Ed. Alfa, Montevideo, 1969.

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El Cristianismo evangélico —que identificamos con el Protestantismo para simplificar la exposición— se incor­porará mucho más tarde. Al contrario de otras ideologías, que encontraron refugio en nuestras playas por media­ción de elementos nacionales —hablamos del Iluminismo, el positivismo, el liberalismo, el marxismo— el protestan-tiso fue vehiculado por extranjeros provenientes de Eu­ropa o los Estados Unidos. Su forma de radicación se articula en una triple tipología básica: el protestantismo étnico de origen inmigratorio, las iglesias misioneras de tradición libre y el movimiento pentescostal.

El primero, se polariza en torno a comunidades étni­camente centradas —alemanes, ingleses, holandeses, es­candinavos, reformados latinos— que en su momento constituyeron verdaderos enclaves socio-culturales. No se identificaron con la sociedad nacional y trataron de man­tener, en estas "tierras de exilio", un contacto vivo con el país de origen, cuyos intereses económicos preservan y acrecientan. Cuidadosas de mantener la paz religiosa, se eximen de toda tarea misionera. Sin embargo, este esquema se va modificando en las últimas décadas con la progresiva nacionalización de las iglesias luteranas, anglicanas, reformadas y una mejor adaptación a la rea­lidad de cada país. Este tipo de protestantismo se inte­resa por las cuestiones ecuménicas y suele pronunciarse en favor de soluciones sociales y económicas de corte desarrollista.

Las iglesias misioneras, comienzan a llegar a fines de la pasada centuria y ellas sí abren una brecha profunda en la aparente homogeneidad católica del continente. Se trata de las comunidades metodistas, presbiterianas, bau­tistas, episcopales, Discípulos de Cristo, que reclutan sus miembros principalmente de entre las capas medias y en menor medida de los sectores populares. De todas ellas han surgido movimientos que, pretextando una mayor santidad de vida y un mayor celo evangelístico, se han ido estructurando de manera independiente. Si se quiere

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trazar un perfil general de las iglesias misioneras, el mis­mo puede incluir, con las diferencias del más y del me­nos, los siguientes caracteres: empuje evangelístico, es­píritu polémico hoy un tanto en mengua, vida comuni­taria que tiende a establecer estrechos lazos entre sus miembros reunidos en torno a la persona del Cristo sal­vador, santificación interior, promoción individual.

Las relaciones que estas iglesias han mantenido con la sociedad global han sido más amplias que las del pro­testantismo de inmigración, siquiera sea por su composi­ción étnica más nativa. Sin embargo, en la mayoría de ellas las vivencias religiosas y el comportamiento purita­no de sus miembros hace que se sitúen a contrapelo de la sociedad y en actitud meramente negativa ante la mo­ralidad en curso. De allí, la persistencia a vivir la vida cristiana en un clima de marginalidad y en una especie de repulsa a todo lo que tenga que ver con la vida po­lítica. Participan de las tendencias quedantistas o conser­vadoras de los sectores medios y recogen aún trasnocha­das consignas anticomunisías que renuevan el clima de los peores momentos de la guerra fría. Situación ambi­gua, de la inserción y el rechazo del medio, que suscita, por un lado, movimientos revivalistas que son como nos­talgias del ghetto y por el otro, la deserción de la juven­tud ávida de una fe dinámica y responsable ante un mun­do en radicales trámites de cambio. También puede de­cirse que es de esta iglesia misionera que surgen los más espléndidos grupos de renovación que están animados por la voluntad de dar una imagen más remozada y efi­caz —la eficacia de un amor difusivo— a la Iglesia evan­gélica.7

Una tercera expresión del cristianismo evangélico es el pentecostalismo, el ejemplar más latinoamericano de las denominaciones protestantes. Se trata de un fenómeno

7. P. G., Iglesia v Sociedad i<n América Latina (ISAL), UNELAM, CELADEC, MEC, MISUR, ULAJE.

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religioso de carácter masivo, particularmente notable en Chile, Brasil, México y Haití. El pentecostalismo ha si­do objeto de prolijos estudios especialmente en Chile donde ha mostrado una formidable capacidad de acultu-ración.8 El modelo de la congregación pentecostal se inspira directamente en formas de vida y elementos cul­turales chilenos —una estructura eclesial calcada sobre el modelo de la hacienda— a los que ha insuflado carac­terísticas inéditas. Por lo apuntado y por su innegable atracción sobre las masas, el pentecostalismo puede tor­narse en la forma de protestantismo más desafiante en la construcción de la sociedad chilena del futuro a poco que vaya descubriendo su extraordinario potencial polí­tico.

El cristianismo evangélico ha hecho espléndidos lo­gros. Es hoy una comunidad de más de diez millones de miembros que se extiende por todos los rincones de Amé­rica Latina. Nos trajo una dimensión más vital del Evan­gelio y nos predicó un Cristo que fue para muchos lo que realmente es, la opción radical de la vida. Pero erró al divorciar al creyente de su contorno humano y social. Por eso, no está preparado para enfrentar con decisión los desafíos que el pueblo latinoamericano le dirige en momentos que lucha por su liberación y por la recon­quista de su tierra enajenada. La Iglesia que nació de la Reforma debe seguir refonnándose aquí y ahora si quiere ser fiel a su Señor y si quiere ofrecerse auténtica­mente en servicio del hombre latinoamericano.

Ya se disciernen algunas pistas a través de las cuales el Espíritu de Dios está señalando a la Iglesia latinoame­ricana los imperativos de la renovación. En primer lugar, la necesidad de redescubrir la dimensión política de la fe. Tiempos hubo, en que la Iglesia evangélica creyó po-

8. Cf. Lalive d'Epinay, "El refugio de las masas", Ed. del Pacífico, Santiago de Chile, 1969; "Los protestantismos la­tinoamericanos". Un modelo tipológico, Fichas de Isal, Año III vol. 3, 1970..

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der testificar y servir, ejerciendo una caridad sin equí­vocos, desinteresada, políticamente neutra. En realidad, la creación de una escuela, la erección de un asilo, la instalación de un hospital, eran de por sí actos que ence­rraban una intención política. Estaban destinados a edu­car, albergar, curar, pero en el fondo se esperaba del be­neficiario el reconocimiento hacia Dios como una espe­cie de obligación moral. Eran actos, por lo demás, perfec­tamente plausibles especialmente cuando nuestros países no habían incorporado aún formas estatales de solidari­dad social. La caridad cristiana se infiltraba en esa tierra de nadie en donde sólo campeaba un destino sin conjura y mostraba que era posible enfrentar el fatalismo, en nombre de Cristo.

Esa zona no ha desaparecido y la iglesia puede siem­pre seguir sirviendo admirablemente a los hombres en lo que concierne a su vida privada. Pero si se limitase a eso, pasaría de largo de los lugares capitales en donde el hom­bre latinoamericano juega su destino o en donde se urde la sociedad del mañana. Reconocer, entonces, la dimen­sión de lo político es reconocer la trama compleja de las relaciones de interdependencia en que el hombre vive y que pueden ampliar o estrechar las posibilidades de su existencia.

La vida infrahumana del campesino del nordeste brasileño se debe en buena parte al hecho de que el Es­tado ha preferido una opción de tipo cuantitativo —tener más armas, por ejemplo— y no de tipo cualitativo toman­do en cuenta a los hombres. La existencia de ese campe­sino pesa menos fuerte que las consideraciones de tipo estratégico. En otros términos, la opción política ha de­cidido en favor del número y no de la persona.

Es precisamente en ese dominio de lo político —no hablamos de la política, que es harina de otro costal— en donde se deciden los marcos y estructuras económicos y sociales, en donde la Iglesia debe hacer oír su voz crí­tica y profética y en donde los cristianos han de compro-

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meterse. Pasó el tiempo del "salvataje" de almas sin co­mercio con su historia y con su medio; cuando se creía ser neutral, cuando en realidad se estaba consagrando el orden injusto existente; atrás va quedando la preten­sión de tener las manos limpias que viene a ser tanto co­mo no tenerlas. No es ya posible la ingenuidad de que ninguna ideología guiaba nuestra conducta. La ideología estaba allí, presente, hecha de pietismo conservador, de individualismo a ultranza. Tulio Vinay señala que "el mayor pecado de la Iglesia es su instinto de conserva­ción" cuando la fe en Cristo "no consiste en conservarse sino en darse".

Es evidente hoy la necesidad del cristianismo evan­gélico de tener una perspectiva propia del mundo latino­americano; la necesidad de impregnarse de una visión secular que sepa "apostar a posibles no revelados". Por lo demás, esto no ha de ser labor de élites sino que ha de surgir de un amplio y madurado consenso. Ideología y Fe son dos instancias que se invocan recíprocamente. La Fe cristiana se viste con el ropaje de una concepción secular para poder expresarse históricamente y alcanzar así a hombres concretos de carne y hueso que viven un determinado momento histórico. A su vez, la Fe señala las limitaciones de todo proyecto histórico y lo ayuda a mantenerse flexible, abierto, relativo. En este sentido, el diálogo con las ideologías seculares —en modo especial el marxismo— puede revelarse de una fecundidad insos­pechada.

Otra de las pistas que se exploran muestran la inade­cuación del esquema eclesial tradicional para enfrentar la presente situación de cambio. La estructura congrega-cional ha estado demasiado centrada en sí misma, cerra­da al medio, introvertida. Las tendencias más acusadas de hoy enfatizan que el núcleo de la comunidad cristia­na debe hacerse presente, en dispersión, en las distintas áreas de trabajo y ocio que tienen verdadera significa­ción existencial. Allí, en esa nueva diáspora ella ha de

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hacerse solidaria con el hombre en su lucha por hacer que la vida sea más humana. La humanización es el pro­pósito de la nueva diáspora.9

Por eso, la cuestión antropológica es hoy clave. ¿Qué es el hombre y en qué reside su auténtico modo de ser? Con Bonhoeffer se dirá que el hombre real es el que está enteramente volcado al servicio del otro; la exis­tencia humana es una copresencia al otro. Las cosas, in­dudablemente, se complican cuando hay que definir la naturaleza de este servicio. El movimiento isalino sub­raya que el mejor servicio que el hombre puede rendir a su prójimo es comprometerse en la lucha por la libera­ción de los oprimidos y explotados, sin negar por ello que la verdadera dimensión del hombre pueda revelarse también en pequeños actos que pueden ser promesas de nuevas relaciones humanas.

La tercera pista es la búsqueda de un pensamiento teológico vernacular, que puede alimentar una verdadera inserción responsable de la Iglesia en América Latina. El lenguaje teológico tradicional aparecía demasiado re­costado sobre los trasmundos de eternidad. En un len­guaje que retaceaba o negaba la relación con el mundo, la historia, la vida. De allí sus fórmulas excéntricas y su incapacidad para abordar los problemas reales de la exis­tencia. Ignora la preocupación por la tierra, por la justi­cia social, la liberación del hombre.

Esa teología vernácula que están haciendo católicos y protestantes trata de entroncar las mismas fuentes de la fe bíblica con las categorías sociales y políticas que juegan en el contexto latinoamericano (concientización, imperialismo, monopolios, clases sociales, desarrollismo). Esa teología "haciéndose" ve la Iglesia como la "memoria institucionalizada de la peligrosa libertad de Cristo", co­mo "fenómeno crítico de la sociedad". Ella se alimenta

9. Cf. R. Shaull, "La forma de la Iglesia, en la nueva diás­pora", en Cristianismo y. Sociedad" No 6, 1964.

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de la visión de un pueblo que, como el latinoamericano, necesita ser liberado.10

¿Será ésta la década de la liberación de América Latina? Las respuestas no son unívocas. El proceso ha comenzado; será "largo y difícil". "¿Para qué la Iglesia?" "Para la liberación del hombre latinoamericano, por amor a Cristo, por amor a todo aquel que sufre".11

10. Cf. R. Alves, "Apuntes para un programa de recons­trucción en teología, en Cristianismo y Sociedad", Año VII, No 21, 1969; J. Míguez Bonino (artículo aparecido en Marcha), El protestantismo en América Latina^ Hugo Assmann, "Teología Po­lítica", en Perspectivas de diálogo, Año V, diciembre 1970.

11. Julio Barreiro, Editorial Cristianismo y Sociedad, Año VIII, N"? 22, 1970.

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DOMINACIÓN. DEPENDENCIA Y "DESARROLLO SOLIDARIO"

JULIO BARREIRO

La preocupación por encontrar vías del desarrollo económico mundial, dentro de las cuales las naciones del Tercer Mundo ocupen un lugar adecuado a sus necesi­dades más urgentes, ha provocado nuevas formas de de­bate. La urgencia de los planteos que están haciendo las poblaciones de los países pobres — que tiene ya un de­cidido carácter revolucionario y viólenlo—, obliga a las naciones ricas a rever muchas de sus posiciones. Pero es­tas revisiones no van más allá de modificaciones hábiles y oportunistas del lenguaje empleado para tratar estas cuestiones espinosas. La situación de dominación y de dependencia, no se altera. Por el contrario, se profundiza.

Mientras tanto, ya sea en conferencias internaciona­les, en documentos, en declaraciones, en manifiestos, en encíclicas, usando todos los medios de comunicación de masas, que controlan los mismos centros de poder crea­dores de las viejas y de las nuevas formas de dependen­cia, se intenta hablarnos de las necesidades y ventajas de un desarrollo solidario. E incluso, llegan a plantearse "prioridades en las relaciones entre los continentes, en vistas a ese desarrollo solidario".

Un ejemplo bien elocuente de este tipo de nuevas preocupaciones, lo representa la Conferencia de Beirut

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(abril de 1968), donde el Consejo Mundial de Iglesias y la Comisión Pontificia Justicia y Paz, decidieron crear el Comité sobre la Sociedad, el Desarrollo y la Paz (SODE-PAX). La misma Conferencia emitió un Informe sobre "El desarrollo del Mundo", cuya lectura simple demues­tra bien a las claras el predominio del pensamiento occi­dental en esta materia, propio de países ya desarrollados y opulentos.1 Usa un lenguaje excesivamente técnico y abstracto que, en todo momento, elude tratar las situa­ciones concretas de los países subdesarrollados. Por el contrario, a través de fórmulas, algunas veces elípticas, otras directas, deja de ver que la pobreza de la mayoría de las naciones es consecuencia de un sistema en el que pocos aprovechan la situación explotando a muchos. En tal sentido, el manejo del lenguaje hecho en ese Docu­mento no llega siquiera al nivel más sincero y acaso más certero, pero no por ello menos elusivo de los verdaderos problemas, que encontramos en la "Populorum Pro-gressio".

No somos las naciones pobres las que hemos inven­tado la expresión desarrollo ni sus corolarios correspon­dientes. Cuando el gran tema de la dominación y de la dependencia es encarado a través de fórmulas de ese ti­po, quienes así lo proponen, nos cometen a un punto de partida en el cual quedamos prisioneros del ritual creado por un lenguaje de carácter autoritario, que es necesario desmistificar.

Cuando un europeo o un norteamericano hablan de desarrollo, nosotros hablamos de pobreza y de hambre; cuando hablan de tecnología, nosotros hablamos de pau­perización; cuando hablan de solidaridad, nosotros ha­blamos de dependencia. Y, por último, cuando hablan de relaciones entre los continentes en vistas a un desarrollo

1. "El Desarrollo del Mundo, Desafío a las Iglesias". In­forme Oficial. Publicado por la Comisión de Investigación sobre la Sociedad, el Desarrollo y la Paz, 150, route de Ferney, 1211, Ginebra 20, Suiza. Versión española. Madrid, 1968, 48 págs.

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solidario, nosotros hablamos simplemente, de un mundo pobre y de mundo rico. Y si nos llegan a obligar mucho, lo decimos de una vez por todas: nosotros hablamos de lucha de clases a niveles internacionales.

¿Por qué existe el lenguaje ritual autoritario?

¿Cómo se explica la existencia y el ámbito interna­cional que ha alcanzado ese lenguaje ritual autoritario?

Es un lenguaje autoritario en cuanto está creado e impuesto por los grandes centros de poder mundial y es ritual porque responde a las mistificaciones de la rea­lidad socio-económica hecha por esos mismos centros, como uno de los tantos resortes que les permite el con­tralor de todo el aparato productivo del mundo moderno. El lenguaje ritual autoritario es producto de otro tipo de autoritarismo: el que surge del dominio económico, tec­nológico y cultural que ejercen las naciones altamente industrializadas sobre las naciones periféricas, proveedo­ras de la materia prima y de la mano de obra.

Es cierto que hemos entrado en la cuarta fase de la revolución industrial, aquella en la cual la máquina no se mueve ya por el esfuerzo de los hombres o por la apli­cación de la energía hidráulica o de la eléctrica, sino que se está moviendo por la aplicación de la energía atómi­ca. Pero también es cierto que hemos entrado en la etapa de la historia humana — desplegada a nivel planetario—, en la cual la distinción entre pobreza y riqueza no puede ser atribuida a accidentes naturales, a características an­tropológicas o a puras casualidades. Una imagen gráfica puede ayudarnos a comprender cómo no es posible atri­buirle al azar histórico lo que es producto de la conquis­ta y de la dependencia de muchos por unos pocos. Basta

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con tomar un globo terráqueo y poner el índice sobre la Inglaterra en la cual nació la Revolución Industrial, y, luego, hacer girar el globo bajo nuestros ojos para que visualicemos en qué faja de la tierra, —la de mayores preferencias climáticas, pero también la de la natural expansión del Imperio Británico— están situados los paí­ses que hoy consideramos de economía central. Así, te­nemos al norte del planeta a los países altamente indus­trializados, y al sur, los países pobres. Reconocemos que este esquema puede parecer un poco simple, en el sen­tido de que hay naciones desarrolladas y que participan del proceso tecnológico industrial moderno, también al sur.

Imágenes de este tipo —que a veces tienen la efica­cia de suplir explicaciones abstractas—, nos permiten comprender que ha sido en ese mismo grupo de nacio­nes —las que a su vez controlan todo el aparato informa­tivo mundial—, que ha nacido el lenguaje ritual autori­tario como consecuencia de los esfuerzos que han hecho y hacen para mistificar la realidad a los efectos de no per­der el poder sino, en todo caso, de concentrarlo aún más.

Lo curioso es que el nacimiento de ese lenguaje, coincide con lo que podría ser la verdadera necesidad para las dos terceras partes de la humanidad, o sea, la de su desarrollo económico. Los economistas más objeti­vos ya han observado que el sistema de comercio mun­dial que rigió para la mayoría de los países de la tierra desde principios del Siglo XIX, no dio lugar a una preo­cupación verdadera por el desarrollo económico de los países periféricos. Los países de economía central, hasta comienzos de la guerra de 1914, estaban demasiado aten­tos a su crecimiento económico, como para atender las necesidades de los países productores de materias primas que se relacionaban con ellos. Hasta 1930, esos países usufructuaron cuánto les fue posible de esta ventajosa situación, lo que fue trayendo como consecuencia un em­pobrecimiento creciente de los países dependientes. El

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cambio que operó la gran crisis económica de 1932 pro­movió transformaciones que, en vez de beneficiar a los países subdesarrollados, provocó una mayor concentra­ción del poder económico en las grandes áreas industria­lizadas. Es el comienzo de la gran, expansión norteameri­cana. Pero a partir de esas fechas, se empezó a cobrar conciencia, para mal o para bien, de cuan entrelazados estaban los destinos económicos de los pueblos de econo­mía central con la de los pueblos de economía periférica. Lo que ocurría en los primeros golpeaba a los segundos; lo que ocurría en los segundos empezaba a preocupar y a conmover a los primeros. Así, por ejemplo, la explosión demográfica. O así, también, la ola de violencia que co­menzó a sacudir el mundo entero, pero fine venía provo­cada, en sus raíces, por las reacciones de todo tipo que empezaron a darse en las naciones sometidas. El proceso de descolonización no es ajeno a todo este planteo. Al clamor de los países que integraban la zona de la tierra que los economistas empezaron a llamar "Tercer Mundo", se respondió con planes que nunca se cumplieron, con proyectos, con declaraciones, con Conferencias, con ma­nifestaciones de todo tipo encaminadas a responder a lo que es un hecho que aún no ha tenido cabal respuesta: la descolonización del mundo no será realmente efectiva sin un crecimiento económico autónomo de esas zonas, que pueda contribuir a sustentarla, a darle independen­cia y soberanía.

La expresión "desarrollo solidario"

Sucesivos fracasos de aquellos planes, nuevos em­pujes en las demandas de los países dependientes, y una progresiva profundización de la visión dinámica de la sociedad, procedente de los grupos revolucionarios de

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los países del Tercer Mundo, fueron obligando a los paí­ses ricos a acentuar su defensa del "orden" al mismo tiem­po que a multiplicar sus recursos imaginativos para en­riquecer un lenguaje que se pusiera de acuerdo con la necesidad de defenderse frente al "movimiento" de las naciones pobres, al par que simulase delante de las mis­mas una asistencia económica y técnica que sólo llegaría si sirviese para perpetuar la dominación.

Así nació la expresión "desarrollo solidario", como si acaso un auténtico desarrollo de todas las naciones del planeta pudiera ser otra cosa que solidario.

En los ambientes ecuménicos, la expresión "desarro­llo solidario" fue acuñada en la Conferencia de Beirut, a la cual ya hicimos referencia.2 Hoy son muchos los cris­tianos que, tanto en los países ricos como en los países pobres, participan de la filosofía propiciada por esa ex­presión, sin advertir la fuerza que puede contener el len­guaje ritual autoritario para frenar los verdaderos proce­sos de cambio que todavía no han podido encontrar su cabal expresión lingüística, en tanto les falta expresarse en hechos económicos, culturales y políticos.

En el contexto de la Conferencia de Beirut —para volver al ejemplo que más nos preocupa, porque no so­lamente hace uso del lenguaje que estamos criticando, sino que, además, se presenta con un prestigio derivado de cierta pretendida objetividad de los medios cristianos de fuerte influencia internacional—, ¿qué significa hablar de "desarrollo solidario"?

Significa, por ejemplo, crecer "dentro de las estruc­turas que ya existen"; si es posible, crecer por los cami­nos "reformistas", modificando aquí y allá. Hacer que

2. Una réplica a dicho Informe, elaborada por pensado­res latinoamericanos, aparece en el número especial de "Cris­tianismo y Sociedad", (Año VII, No 21), que entre otros tra­bajos contiene "Problemas del Desarrollo Económico" y "Apun­tes para una Teología de la Liberación", Ed. ISAL, Montevi­deo ,1969.

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algo cambie para que todo quede como está. Crecer, so­bre todo, bajo la mirada protectora y de acuerdo con la "ayuda" que nos venga de los grandes centros industria­les y tecnológico-económicos. Crecer, de acuerdo a las pautas que ellos marquen y, por encima de todas las co­sas, porque de lo contrario sería un "escándalo", crecer sin violencia. Probablemente este último aspecto sea el tema central de las preocupaciones encerradas en el con­cepto de "desarrollo solidario".

¿Quién no regresa de cualquiera do los centros ur­banos de Brasil o quién no se entera do los avances que está logrando la "conquista de la Amazonia", sin tener la impresión de que allí hay crecimiento?. Pero también sabemos de otras cosas que hay en el Brasil de nuestros días. También sabemos lo que significa la represión en ese gran país: las torturas, la sevicia, la humillación en los grados más inconcebibles que se están dando actual­mente en América Latina, sólo comparables con los vi­vidos en la Alemania de Hitler.

La verdadera medida del desarrollo solidario.

¿Qué es, en realidad, lo que puede darnos la verda­dera medida del desarrollo solidario? ¿Son las pautas del crecimiento económico o es la humanización de la vida? ¿Es el tener o es el ser?

Una visión dinámica de las transformaciones nece­sarias para nuestras sociedades, nos permite comprender que las pautas del crecimiento económico deben estar trazadas por proyectos de un nuevo ser social. Porque nos importa mucho más el ser que el tener, amamos el movimiento mientras desconfiamos del orden que nos pro­pone la vieja sociedad que se expresa a través del len-

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guaje ritual autoritario. Pero las naciones centrales, pre­fieren el orden, garantía de lo que tienen, y desconfían del movimiento, que es propuesta de un nuevo ser, tanto social como individual. La misma dogmática cristiana que hemos ido acumulando en nuestro trasfondo cultural, a manera de una sedimentación que no es engendrada por nuestro verdadero organismo, sino que es producto de presencias ajenas a nuestro destino, en nuestra orga­nización • vital, contribuyen a darle preferencia al orden de cosas establecido, sin reparar que es un orden creado por los dominadores. Así como la creación, obra de la Palabra de Dios, es una "puesta en movimiento" de la historia humana —es un acontecimiento— así también los pueblos jóvenes dependientes y esclavizados, amamos to­do lo que se opone al "statu quo" porque ya hemos com­prendido que no nos promete sino otra cosa que nuevas formas de la dependencia y del sometimiento.

Nos consta que el habitante del mundo subdesarro-llado puede permitirse saltos cualitativos en su acontecer histórico. Ya lo está probando en muchas partes del Ter­cer Mundo. Puede y está trazando proyectos de nuevas sociedades, sujetos desde luego, a toda clase de peripe­cias, donde las pautas del crecimiento económico están propuestas en función de nuevas aspiraciones para el ser individual y social del hombre. Si queremos llegar a un verdadero desarrollo solidario de la humanidad, interve­nimos todos en el mismo, o no será posible realizarlo. Intervenir, significa participar, significa construir. Tam­bién significa dejar la puerta abierta al evento nuevo, aún a las opciones radicales. Difícilmente nuestras sociedades subdesarrolladas podrán pasar por las etapas del creci­miento económico concebidas por la tradicional mentali­dad liberal.

En muchas partes de nuestra América, el desarrollo económico auténtico y por lo tanto, solidario, vendrá marcado por rupturas sociales más que por conciliacio­nes falsas. Y ello se debe al hecho de que no puede haber

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ni habrá nunca solidaridad entre dominados y domina­dores. No hay solidaridad entre amos y esclavos.

Si en las circunstancias de la opresión usamos la palabra "solidaridad" o "desarrollo solidario" debemos reconocer que el uso de tal lenguaje a través de los grandes medios de comunicación de masas, obedecerá al proceso de internalización déla conciencia del opresor en la conciencia del oprimido.

Tenemos clara noción de cómo a la dominación co­mercial le siguió la dominación industrial y luego la fi­nanciera, apoyadas todas, en la dominación tecnológica. A su vez, este proceso de opresión se profundizó cuando empezaron a imponernos la dominación cultural, debido a la urgencia que ha sentido el opresor do obligarnos a pensar cómo él piensa, a riesgo de no poder soportar una toma de conciencia de la situación de dependencia, que impulsaría sin freno ninguno, los movimientos revo­lucionarios.

El lenguaje ritual autoritario obedece a las necesi­dades de una sociedad autoritaria; la sociedad represiva en la cual todos estamos viviendo y quo tan bien ha analizado Marcuse.

"¿Dónde hay actualmente, en la órbita de la civilización industrial avanzada, una sociedad que no esté bajo un régimen autoritario? Conforme la sustancia de los distintos regíme­nes deja de aparecer en formas de vida alterna­tiva, llega a descansar en las técnicas alternati­vas de manipulación y de control. El lenguaje no sólo refleja estos controles sino que llega a ser órdenes, sino información cuando no exige obediencia sino elección, cuando no pide sumi­sión sino libertad.""

Los ejemplos múltiples que tenemos en América

3. H. Marcuse, "El Hombre Unidimensional", Ed. Joaquín Mortiz, Méjico, 1968.

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Latina, de sociedades autoritarias, son la mejor demos­tración de lo que acabamos de leer. Su dependencia de los grandes centros del poder económico y político inter­nacionales, les marca el destino represivo. Entonces, ¿có­mo puede hablarse de "desarrollo solidario de los conti­nentes" en esas condiciones? La solidaridad que se pro­pone en este contexto, aparece como el mejor símbolo de la política de la dominación, proyectada desde el mundo de los negocios hasta el mundo de los deportes.

A la luz de esta premisa, la discusión del tema que nos preocupa, tiene que darse sobre bases que pue­dan proyectar alternativas capaces de.provocar no sólo la ruptura de las estructuras del lenguaje ritual autorita­rio, sino de los mismos fundamentos de ese autoritarismo.

América Latina: el régimen autoritario-corporativo.

Las últimas décadas del proceso socio-económico de América Latina nos han demostrado el fracaso del régi­men democrático-representativo (que de una u otra for­ma se esforzó por subsistir junto con el Estado desarro-Uista y con la política de masas característica del período inicial de la expansión industrial, como se vio en la Ar­gentina, bajo Perón, o en Brasil, bajo Vargas) para darle paso al régimen autoritario-corporativo que rige en casi todo el continente.

La década del 70 se inicia, en nuestros países, bajo este signo, porque es el que mejor responde a las nuevas formas d e la dependencia que se proponen los grandes centros monopolistas. El concepto de dependencia sigue siendo básico para caracterizar la estructura de estas nuevas "situaciones" de desarrollo que nos pretenden

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crear. A través de cualquiera de los modelos propuestos por el moderno capitalismo, las consecuencias serán las mismas: el refuerzo de los vínculos específicamente polí­ticos en las relaciones ejitre las naciones de economía central y las naciones periféricas.

No es éste el momento de entrar a analizar esos modelos y sus pretensiones, como así también las etapas históricas que le fueron propicias para sus planteos4. Como observación de carácter comprensivo diríamos que se trata de modelos que se mueven, oscilando ya desde el favoritismo prestado a los sectores de la burguesía latifundista y exportadora, al que se le pueda prestar a los sectores de la burguesía industrial. Sea uno u otro el momento de tales favoritismos, hay contradicciones inherentes a la misma estructura socio-económica latino­americana, que será imposible soslayar y que; se manifes­tarán de una manera u otra. "Estrueturalinente, —dice Fernando Henrique Cardoso,— la industrialización, — dentro del marco social y político característico de las sociedades latinoamericanas,— implica ingentes necesida­des de acumulación, pero a la vez produce como resul­tado una fuerte diferenciación social. Las presiones para lograr una participación de los distintos sectores, tanto de los incorporados como de los marginados, se mues­tran como contradictorias con las formas de inversión que supone el tipo de desarrollo que se postula".5

Esta ha sido la tónica de los últimos años, impul­sada especialmente por la Alianza para el Progreso, pero que no ha podido evitar la ineficacia en lo relativo a la incorporación de las masas en el proceso. Si en algún momento y en alguna experiencia latinoamericana se trató de atender la presión originada por una mayor in­corporación de las masas, —principalmente del sector

4. En este campo, véase oí excelente) ensayo de Fernando Henrique Cardoso y Enzo Falleto, "Dependencia y Desarrollo en América Latina", Ed. Siglo XXI, Méjico, 2" edición, 1970.

5. Henrique Cardoso, op. cit.

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campesino ó popular urbano,— tal objetivo disminuyó la capacidad de acumulación y produjo la ruptura de un eslabón importante de la alianza por la hegemonía política. "El sector agrario, especialmente el latifundista, se manifiesta contra el Estado populista o contra aque­llos sectores urbano-industriales que pudieran apoyar tales reivindicaciones masivas; cuando las presiones sa­lariales de los sectores populares urbanos sean muy fuer­tes, los grupos agrarios pueden encontrar aliados en fa­vor de su política de oposición en aquellos sectores in­dustriales o financieros que no pueden acceder a tales demandas. Si el Estado, o los sectores urbano-industria­les, tratan de forzar una política favorable a la transfe­rencia de rentas del sector agrario hacia el urbano, en condiciones desfavorables del mercado internacional^ se encontrarán también con la oposición de los sectores agrarios".6

Estas son las contradicciones que marcan nuestra situación, en medio de la cual todos los esfuerzos actua­les para ordenar el sistema político y social se dirigen hacia la más estrecha vinculación entre los sectores pro­ductivos, —con un estrecho margen de orientación hacia el mercado interno,— y las economías externas domi­nantes.

Es cierto que podrán encontrarse aquí y allá en América Latina, ciertas "islas de modernidad", ciertas regiones de un desarrollo relativo. Pero también es cierto que se insertan en un contexto cargado de contradiccio­nes y dónde estarán siempre presentes los sectores me­dios y el sector popular de la población, que buscarán las maneras de definir su solidaridad con el modelo propuesto de ordenación económico-social y de partici­par en sus eventuales beneficios. Por otro lado, las "islas de modernidad" nada aportan al verdadero y soberano desarrollo de América Latina, porque en última instan­cia, tanto el flujo de capitales como el control de las

6. H. Cardoso, ibid.

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decisiones económicas de esas zonas "pasan" por el exterior. Los beneficios logrados no se vierten en favor de nuestras economías, —que no existen como tales,— ni de nuestras poblaciones, sino que van a aumentar la masa de capital disponible por los grandes monopolios que pertenecen a las economías centrales.

No es difícil comprender que, en estas condiciones, aumente la inestabilidad política del continente, a me­dida que se consolida el poder de un Estado que no representa al pueblo ni mucho menos, a una democracia representativa.

El autoritarismo político campea en toda América, al son de un pretendido "desarrollo solidario". El régi­men autoritario-corporativo es, actualmente, la única al­ternativa probable de poder en la inmensa mayoría de nuestros países. El poder cambia a través de los "golpes" que aparentan ser revoluciones y que los dan, —por ahora,— las grandes organizaciones nacionales, como el ejército y la burocracia pública, las que incluso han ido desplazando de aquellas alternativas de poder, a la mis­ma burguesía. En la actualidad, es la hora de los Ejér­citos que, como corporaciones tecnoburocráticas repre­sentan al Estado, para servir a intereses que aparentan ser los de la nación. "Los sectores políticos tradicionales —expresión en el seno del Estado de la dominación de clase del período populista-desarrollista— son aniquilados y se busca transformar la influencia militar permanente como condición necesaria para el desarrollo y la segu­ridad nacional, gracias al ropaje de una especie de arbi­traje tecnoorático que se pretende asignar a las inter­venciones militares en la vida económica, política y so­cial. Así se logra la fusión parcial de las dos grandes organizaciones que alcanzan influencia política y con­trol efectivo permanente en el conjunto del país: las fuerzas armadas y el Estado".7

7. H. Cardoso, ibid.

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Pero mientras tanto, las contradicciones de la situa­ción demuestran que, con ello, no se cierra la pugna entre las clases y grupos, ni siquiera en el ámbito de las clases dominantes.

Ocurre que, tarde o temprano, la política sigue siendo el medio por el cual habrá de posibilitarse la determinación económica de nuestros países.

La ruptura del universo político.

El absurdo de la situación presente es que el auto­ritarismo económico, científico y tecnológico ejercido por las naciones de economía central, ha inventado un lenguaje político ("desarrollo/desarrollismo; "desarrollo solidario de los continentes") que tiende cada vez más a convertirse en el lenguaje de la publicidad internacio­nal. Es un lenguaje que, incluso, nos lo quieren "ven­der" como un sucedáneo del lenguaje político que nues­tros pueblos están creando, a medida que van enrique­ciendo la trama del movimiento de liberación que les es tan propio como su vida de necesidades y privaciones.

Hay una "venta del producto" (valga la expresión'), cuyo ejemplo mejor está dado por el uso de la palabra desarrollo, a través de los grandes medios de comunica­ción de masas, que también quieren imponer modelos de vida propios de la sociedad represiva y cuyos efectos más perniciosos, a causa del uso indiscriminado que de ella se hace, está representado por la clausura asfixiante del universo político. Poco a poco se pretenden cerrar los campos de lucha que estaban tan diferenciados en los comienzos de las grandes bregas proletarias, a fines del siglo pasado o comienzos del actual.

Y aquí otra vez le tenemos que dar la razón a Mar-cuse, cuando dice que "la dominación y la administra-

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ción han dejado de ser funciones separadas e indepen­dientes en la sociedad tecnológica".8

Cuando se asimilan dominación y administración, el lenguaje político se anula y con él, la conciencia polí­tica. Eso es lo que quiere hacer el mundo del capitalismo frente al mundo pobre. Hasta las agencias eclesiásticas internacionales pueden servir a esos fines.

Nuestros esfuerzos más conscientes, por lo tanto, tienen que estar dedicados a romper ese esquema, para que todavía el lenguaje político tenga entre nosotros un verdadero sentido, que se corresponda a su vez, con una verdadera conciencia política. Su premisa mayor es saber distinguir entre dominador y dominado y su conclusión, saber que no puede haber reconciliación ni solidaridad entre las partes, entre tanto no haya ruptura.

Las maneras más evidentes en que nuestro universo político actual tiende hacia esa clausura asfixiante, está representada por la capacidad que el sistema ha demos­trado poseer para absorber, en su mismo seno, las pro­testas y las rebeliones violentas de las nuevas generacio­nes. Pero nosotros sabemos que las contradicciones del mismo sistema le están marcando los límites, en el tiempo histórico, dentro de los cuales podrá permitirse esos lu­jos. La sociedad represiva que ha matado estudiantes y obreros en las calles latinoamericanas, también ha em­pezado a matarlas en las calles norteamericanas. Y esto tiene un enorme significado.

Las prioridades de un desarrollo solidario.

Frente a la noción de desarrollo que nos quieren imponer los grandes centros de dominación mundial, los

8. H. Marcuse, op. cit.

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pueblos pobres debemos levantar otra, que no puede estar basada sino en la primacía de las prioridades polí­ticas sobre las prioridades tecnológicas. En la medida en que haya una aceptación o un reconocimiento de esas prioridades, podremos hablar de un desarrollo solidario. Las prioridades políticas nos señalan que no se trata solamente de la ruptura de las estructuras de un len­guaje autoritario: se trata de la ruptura del propio sis­tema autoritario.

La solidaridad no es un a priori dictado por una de las partes interesadas en el problema. Para los pue­blos que vivimos en situación de dominados, la solidari­dad es:

1°) un frenar. 2*?) un liberar.

La solidaridad comienza en el momento en que, habiendo evitado el cierre del universo político, adqui­rimos la suficiente conciencia que nos permite la acción de frenar, en todos los campos, a los opresores.

Es con ese acto que afirmamos nuestras fuerzas, que empezamos a trabajar nosotros mismos, nuestra propia naturaleza y sus enormes recursos, a trazar planes de reestructuración, con las demás naciones, en un pie de soberanía y de igualdad. Es con ese acto que suena la hora de ponerle fin a las falsas solidaridades, sustitu­yendo los planes de desarrollo cuantitativo, propios de la mentalidad dominadora, por los planes de desarrollo cualitativo, como la única alternativa posible para los países pobres.

De esta manera, estaremos provocando un regreso de la crítica de la economía política (la economía polí­tica de las grandes naciones industrializadas) a la ver­dadera razón de ser de un propósito de auténtico desa­rrollo solidario: la crítica de toda la filosofía del sistema.

En la medida en que la razón tecnológica, en pleno siglo XX, se ha convertido en razón política del orden actual del planeta, en esa medida hay que reinvertir los

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íérminos y provocar el rechazo de la primera en favoi de la segunda, como punto de partida de un nuevo y verdadero desarrollo de la humanidad. En esa medida, también estaremos rechazando la sociedad totalitaria.

"Porque totalitaria no es sólo una coordinación política terrorista de la sociedad, sino también una coordinación técnico-económica no terro­rista que opera a través de la manipulación de las necesidades por intereses creados. Previene por lo tanto, el surgimiento de una oposición efectiva contra el todo. No sólo una forma espe­cífica de gobierno o gobierno de partido hace posible el totalitarismo, también un sistema específico de producción y distribución que puede muy bien ser compatible con un "plura­lismo" de partidos, periódicos, "poderes compen­satorios", etc.".0

Esta sociedad totalitaria, regresiva, nos sume en un todo que una forma de protesta, como la que han em­prendido nuestros pueblos, puede ser una especie de atisbo de razón en medio de la irracionalidad del sis­tema. En la medida en que se multipliquen las partes que protestan, porque toman conciencia de la raciona­lidad de lo que ahora se considera irracional (la nueva sociedad), en esa medida estaremos abriendo los cami­nos de la liberación. Pero es necesario que este proceso sea común a todo el mundo pobre, comprendiendo por tal no el que se encierra en espacios geográficos, sino económicos. Incluimos, así, los vastos sectores sociales de las naciones ricas que, desde adentro de las mismas, están sufriendo las mismas formas de opresión. Es un proceso, a la vez, que nos llevará a evitar la anulación del universo político, como podría ocurrir a través de la convergencia de los opuestos. A evitar, por ejemplo, esa convergencia cada vez mayor eme se está dando en

9. H. Marcuse, ibid.

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vastísimas zonas del Tercer Mundo, entre los intereses de los EE.UU. y los de la Unión Soviética.

Todo esto significa que el dinamismo propio de las sociedades oprimidas, tiene como única vía de expresión, los cambios revolucionarios. Pero, a la vez, debemos cuidarnos nosotros de no empezar a usar un lenguaje también ritual. El universo político de los hombres sub-desarrollados plantea riesgos muy semejantes a los que hemos analizado, en cuanto al uso del lenguaje. La palabra Revolución puede sustituir, las más de las veces, las actitudes y las conductas revolucionarias.

Sin embargo, vemos cada vez más difíciles las posi­bilidades de alcanzar los cambios cualitativos que supon­drán la apertura para un verdadero desarrollo solidario de la humanidad si no es a través de la lucha revolucio­naria.

Y la Revolución, como tal, pide una estrategia, en­contrará obstáculos y exigirá tácticas.

Estrategia, obstáculos y tácticas de la revolución.

Sería muy grande nuestra pretensión si quisiésemos cerrar este ensayo, desarrollando como se lo merece, un tema que está apasionando cada vez más a los mejores pensadores latinoamericanos. Sólo señalaremos algunas líneas de reflexión.

Cuando decimos que la Revolución pide una estra­tegia, es porque tenemos conciencia de que será impo­sible hablar en serio de la misma, a menos que hayamos comprendido lo que significa la sociedad represiva in­dustrial. El salto cualitativo que estamos llamados a dar, como pueblos pobres, nos exige planteos claros en torno

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a distintos modelos de sociedad socialista aptos para nuestra realidad latinoamericana.

La crisis política latinoamericana, demostrada por el hecho de que el sistema ha sido incapaz de imponer una política económica de inversiones públicas y priva­das, capaces de sostener un verdadero desarrollo autó­nomo, es total y no hace más que conducir a repetidas conmociones sociales sin salida, salvo que admitamos la hipótesis de un cambio político radical hacia el socia­lismo.

Probablemente, en el contexto latinoamericano nues­tro mayor riesgo y, a la vez, nuestra mejor oportunidad histórica, está representada por la necesidad que ten­dremos, en lo que resta de este siglo, de construir nues­tras propias experiencias socialistas. En nuestra estrate­gia revolucionaria tendremos que aceptar las posibilida­des más amplias para un pluralismo socialista en Amé­rica Latina.

Es de aquí que surgirán nuestros mayores obstáculos. El primero de ellos está representado por la urgen­

cia de encontrar los medios que nos permitan desenmas­carar, reconocer y luego denunciar ante la opinión pú­blica, nacional e internacional, la violencia del sistema que actualmente nos domina. Esa violencia, una vez puesta de relieve, justificará la contra-violencia, o sea, la lucha revolucionaria.10

Otro gran obstáculo está representado por la in­mensa tarea que significará romper con nuestro pasado de opresión y a la vez, rescatar lo que haya en él de propio y auténtico, como base de nuestras respectivas nacionalidades. Este mismo obstáculo nos propone, desde ya, toda la dificultad implícita en la tarca de proyectar nuestras propias sociedades. No habrá soluciones mono-

10. Este tema lo hemos desarrollado con mayor amplitud en nuestro libro "Violencia y Política en América Latina. Ver­sión francesa, Ed. Du Cerf, Paiis; versión española, Ed. Siglo XXI, Méjico.

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líticas para las distintas regiones y los distintos proble­mas que afrontan los pueblos latinoamericanos. Las for­mas del capitalismo a través de América Latina han sido muy dispares y variadas y han provocado también dis­tintas formas de un desarrollo impuesto, pero que será imposible de desconocer en los logros técnicos y produc­tivos que los mismos hayan alcanzado.

Y sin tener la pretensión de cerrar la lista de los obstáculos para la tarea revolucionaria que nos espera a fin de alcanzar ese desarrollo solidario, es necesario agregar a la misma la inevitable relación de fraternidad, de intercambio de experiencias y de organización de la lucha que tendrá que darse a niveles regionales y aún continentales, entre las distintas fuerzas de liberación que ya están actuando en nuestros países.

Un sistema que ha trabajado a nivel continental para ajustar y perfeccionar sus mecanismos de opresión, sola­mente puede encontrar una respuesta efectiva' de las fuerzas de liberación, en la medida en que éstas tam­bién actúen a través de relaciones y mecanismos conti­nentales.

El reconocimiento continuo de los obstáculos para la lucha revolucionaria estará obligándonos a la mayor flexibilidad en cuanto a las tácticas revolucionarias. No es posible intentar una enumeración de lo que ha de ser n -nducto de una continua praxis, que va desde la edu­cación de base, hasta la lucha armada, pasando por la movilización política de las masas.

Esta es una de las grandes incógnitas y de las gran­des posibilidades que se nos presentan en este proceso de cambios. Debemos partir del hecho objetivo de que uno de los polos de reacción a los mecanismos de domi­nación exterior, está representado en la oposición de la clase obrera, de los sectores asalariados y de las "capas marginales" de nuestros países, —que son numéricamente crecientes, gracias a la forma en que el desarrollo capi­talista asume en la periferia,— a todo el sistema de pro-

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ducción y de la distribución de la riqueza, del cual se sienten de más en más excluidos.

"El funcionamiento del sistema industrial-moderno, —dice Henrique Cardoso,— implica un aumento, por lo menos en términos absolutos, del proceso de marginali-zación —entendido éste en el sentido más alto. Por tal razón, la canalización de las presiones populares a tra­vés de las estructuras organizativas anteriormente exis­tentes (sindicatos, partidos, sectores del Estado, etc.) se torna más difícil. De ese modo se forma una masa dis­ponible cuyas nuevas formas de movilización y organi­zación siguen siendo una incógnita. Su existencia plan­tea una amplia gama de alternativas de acción política, desde la creación de "focos insurreccionales" hasta la reconstitución del "movimiento de masas"."

Una de las grandes tareas políticas para nuestros movimientos de liberación, será, sin duda, esa. Al inten­tarla, debemos reconocer el peso negativo representado por la poca estructuración de esas masas y por su bajo nivel de subsistencia y de aspiraciones. Pero como con­trapartida, tenemos dos factores que pesan a favor del proceso revolucionario: por un lado, la profundización de las contradicciones generales provocadas por el fun­cionamiento del sistema productivo actual, con base en ' " grandes unidades monopolistas extranjeras, unidas a las contradicciones específicas que derivan de las con­diciones de un desarrollo capitalista subsidiario, en la medida en que está dependiendo tanto de capitales co­mo de técnicas y formas de organización generadas por los grandes centros internacionales en pugna entre sí; y, por otro lado, el hecho de que la persistencia de los regímenes autoritarios-corporativos (militares v/o civi­les) no podrán evitar sus ciclos efímeros, pues dependen tanto de los éxitos económicos y del avance de la recons­trucción social que puedan lograr, como del tipo de lucha

11. Henrique Cardoso, op. cit.

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y del éxito en la misma, de los movimientos de libera­ción.

Un sólo punto para terminar: habrá que darle la razón otra vez a Marcuse cuando dice que el pensa­miento revolucionario tiene su mayor debilidad en "su incapacidad para demostrar las tendencias liberadoras dentro de la sociedad establecida"12. Toda Norteamérica es, en estos momentos, a pesar del tremendo poder de las estructuras del comercio mundial que aún puede controlar, un verdadero volcán. ¿Es posible dejar de tenerlo en cuenta, al trazar las tácticas de la Revolución, cuando las mismas fuerzas de liberación que se mueven en el seno del Imperio, están con los ojos puestos en los movimientos revolucionarios latinoamericanos?

Conclusión.

La mayor de las prioridades, entonces, consiste en la necesidad que tenemos de comprender, —y obrar en consecuencia,— que el desarrollo de la humanidad no es una mera cuestión tecnológica o económica, sino que es una cuestión de libertad creadora de los pueblos.

En las condiciones actuales en que el problema está planteado es muy difícil pensar que se pueda llegar a lograr esa libertad creadora, sino es a través de la lucha.

Lucha de los pueblos pobres contra los pueblos ricos a los efectos de romper todas las estructuras de domina­ción, única posibilidad de poder hablar, no ya de un "desarrollo solidario" sino de una humanidad liberada.

12. H. Marcuse, op cít.

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6 DE LA DOMINACIÓN

CULTURAL AL DESARROLLO CULTURAL

PIERRE FURTER

I. El subdesarrollo, Un signo de Esperanza.

El concepto de subdesarrollo pertenece aparente­mente al dominio de la evidencia. I'lsta es la impresión, al menos, que provocan su rápida difusión y six aplica­ción universal. Sin embargo, al hacer una reflexión crí­tica, aparece como singularmente ambiguo, complejo y de uso difícil, como lo demuestran las innumerables crí­ticas de las que ha sido objeto. (10)

El concepto de subdesarrollo surgió, primero, con la mirada despectiva y despreciativa de los demás, en particular de los colonos y de los administradores de la dependencia colonial. Significa entonces un juicio abso­luto de rechazo —particularmente sensible en la expre­sión: "país atrasado", por ejemplo. Debido a este origen, se transforma a menudo en un fenómeno que —según se cree— se podría encasillar una ve/ por todas, en una definición, gracias a una serie de criterios establecidos a priori. En esta perspectiva, el subdesarrollo es una condenación que no hace más que confirmar un pesimis­mo histórico. En realidad, el análisis crítico debería ayu­darnos a comprender que este uso conceptual es aún una forma de europeo-centrismo y de dominación interna-

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cional, cuya no-reciprocidad, entre otras consecuencias, niega hasta el interés de una reflexión sobre los proble­mas formativos. Como la historia colonial lo ha demos­trado hasta el cansancio, la posesión de los otros, su dominación y su opresión excluyen no sólo su educación escolar, sino que corrompen y destruyen las condiciones mismas de una actividad intelectual y cultural. En la depredación colonial, no existe formación para los hom­bres que no son reconocidos como tales.

Pero justamente el subdesarrollo no es un fenóme­no. Es un juicio. Primero se siente, luego se sabe que se es subdesarrollado. Nace bajo una doble mirada. La del otro, el que, por comparación (relativa), me desafía y me provoca —con el riesgo de que se endurezca en el rechazo que siente hacia el inferior, hacia el atraso y por último hacia la nulidad— y de mi mirada la que, por encima de la imperfección actual, apunta hacia una perfección posible. Cuando un individuo se reconoce como subdesarrollado, ya optó por el desarrollo. Cuando Ben Bella afirma que "nunca nos hubiéramos rebelado si no hubiéramos soñado", pone de relieve esa dimensión subversiva y de futuro de la toma de conciencia que supone el concepto de subdesarrollo. Expresa pues un iuicio sobre la condición humana e indica un cierto tipo de relaciones del hombre con la realidad tal como se impone a él en circunstancias históricas determinadas y a través de su praxis científica. Esta relación, en el caso particular y para una primera aproximación, puede ser caracterizada por la toma de conciencia de la completa dependencia de las iniciativas humanas y por la domina­ción de los determinismos exteriores que impiden un desarrollo humano. Tomar conciencia del subdesarrollo, es comprender —a fin de transformarlos— los lazos de dependencia entre las naciones y los individuos que constituyen la trama. No es sorprendente pues, que ese concepto se haya impuesto en un tiempo de descoloni­zación. Es decir en un momento histórico en el que tan-

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tos pueblos han redescubierto sus derechos a recuperar su libertad y su dignidad; han aprendido a reivindicar sus derechos por una justicia y una igualdad en la con­dición humana, y por la creación cultural; y se han com­prometido en una lucha, a veces atroz, para obtener­los realmente. Es por eso que sus problemas for­mativos no pueden ser disociados de ese contexto polí­tico global y son a menudo el motivo de ásperos con­flictos que nunca es posible evitar, aún y sobre todo cuando uno cree poder mantenerse en un terreno pura­mente técnico y aparentemente neutro.

La toma de conciencia del subdesarrollo, por el hecho de depender de una praxis de liberación y de un conocimiento crítico de sus condiciones, está íntimamente ligada a la formación humana. Debido a que esta toma de conciencia suscita en primer término un conjunto incoherente de sentimientos confusos, de aspiraciones contradictorias y de rechazos más o menos consecuentes con respecto a las insuficiencias que no se quiere ya aceptar, es necesario hacerla unitaria y coherente para aumentar su eficacia. Si el subdesarrollo comienza cuan­do uno se considera un problema, cuando uno se "pro-blematiza", es importante que el subdesarrollo se pre­sente como un problema a resolver (10, pág. 30). Dado que se trata de un rechazo de una realidad que hizo posible las secuelas del subdesarrollo, de una toma de conciencia de aquello con lo que ya no estoy de acuerdo, es necesario que se sepa con objetividad y exactitud cuales son sus verdaderas causas. También es necesario saber cuál es el motivo de nuestra opción y hacia qué se tiende en un esfuerzo por superar el statu quo. El subdesarrollo supone un pensamiento que libera —es de­cir que actúa por medio de una serie sistemática de rupturas que ponen en tela de juicio los lazos tradicio­nales de dependencia— y que al mismo tiempo obliga a la acción, a fin de que se pueda constituir un nuevo orden humano.

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En oposición a una curiosa actitud de pudor mun­dial que prefiere el término: "en vías de desarrollo" —co­mo si todos los problemas hubieran sido resueltos hace tiempo, y que bastaría un poco de paciencia y de buena voluntad para darse cuenta— es necesario por el contra­rio reivindicar el concepto de subdesarrollo que nos obliga a un doble esfuerzo de invención de nuevas es­tructuras y de ruptura con todas las que obstaculizan y bloquean el largo proceso de la humanidad en busca de su perfección. El concepto de subdesarrollo está pues cargado de una espera imperiosa de otra forma de or­ganización social, de otra condición humana que indica iustamente su carácter utópico, es decir que pertenece a un pensamiento que piensa la transformación del hom­bre y del mundo. Lo que a primera vista parecía un motivo de desesperación y de lamentación, se presenta como una razón de esperar, como un signo de la espe­ranza humana. A nivel de las naciones se encuentra lo verdadero del destino individual. A saber que la espe­ranza, elemento motor esencial de todo desarrollo hu­mano, nace de la toma de conciencia aguda de las ca­rencias, de la rareza y de la imperfección, conjugada a la voluntad de hacerles frente a fin de transformar la realidad para que el desarrollo de cada hombre sea po­sible de manera continua y permanente.

II. El subdesarrollo y el cuestionamiento del imperio.

El hecho de que el concepto de subdesarrollo sur­gió en un momento histórico dado y en un contexto mun­dial preciso —el de la posguerra mundial última— im­plica que no se puede atribuirle un carácter permanente. Tampoco es posible limitarlo a algunas naciones en las que se constituiría en un estado de hecho, extemporal,

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sellado por una especie de fatalidad histórica. En efecto, reducir el subdesarrollo a un testimonio, es justamente quitarle la carga subversiva que propone nuevas pers­pectivas a los que no creían tenerlas por que se los había persuadido de que eran incapaces de obtenerlas. Ade­más, nada sería más peligroso que transformar ese con­cepto operacional en una definición de un estado de cosas que moral, espiritual o ideológicamente uno haría todo lo posible luego por justificar o condenar. Esto es tan inoperante como inútil pues entonces esta manera de pensar no se considera comprometida en lo que pre­tende caracterizar. ¿Acaso una de las formas más elegan­tes de la dominación no es fingir irresponsabilidad e ig­norar sus responsabilidades?

Si concordamos con Freysinnet en que: "el problema del subdesarrollo nace de la no cubertura en algunos lugares de las necesidades humanas (1) en la mayor parte de la población y de la toma de con­ciencia de la diferencia creciente entre los niveles de vida y de desarrollo alcanzados por el pequeño grupo de países desarrollados. La amplitud y lo aparentemente irreversible de ese desnivel hacen del subdesarrollo un problema nuevo en la historia económica; tiene su ori­gen en la revolución industrial de los siglos XVIII y XIX y en la explosión demográfica reciente" (10, pág. 21).

El subdesarrollo no designa un mundo al margen del otro; residual y destinado a ser fatalmente absorvido —siempre que el tiempo lo permita—, sino uno de los "productos del desarrollo del capitalismo industrial.. . el que lo engendró por su éxito precisamente" (10, pág. 337). Se sitúa en un movimiento general de contactos intensos, de relaciones brutales entre las civilizaciones tanto a nivel supernacional como infranacional, es decir en un contexto mundial en el que la expansión de las sociedades industriales aumentó de manera vertiginosa

( J) en francés: "coúts de l'homme": estos humanos.

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las dimensiones universales de la dependencia. No se puede disociar pues la toma de conciencia del subdesa-rrollo del enfrentamiento, de la comparación, de la imi­tación y de la diferenciación de la comunicación social en todos los niveles. En el aislamiento geográfico, en la segregación social o cultural, no hay conciencia de sub-desarrollo posible, sino al contrario estancamiento, auto-perpetuación de un statu quo que nadie ha cuestionado. Lo que hace difícil la conciencia del subdesarrollo, es esa dimensión dialéctica que actúa en primer término con una toma de conciencia de una dependencia necesa­ria históricamente, a la que luego hay que superar, trans­formando su carácter actual de dominación en una nueva relación de reciprocidad. Por consiguiente la conciencia del subdesarrollo arrastra conflictos sucesivos, muchas veces dolorosos, pero indispensables si se quiere supe­rar el statu quo. Son estos conflictos los que permitirán, por medio de una acción informativa y formativa, de estimular y de orientar cambios indispensables para la institucionalización del desarrollo. Si toda comunicación social implica dependencia para poder realizarse plena­mente, para que cada uno de sus interlocutores pueda desarrollar todas sus posibilidades de desarrollo y des­cubrirse como agente responsable, es necesario que esta dependencia se vuelva interdependencia. En una estruc­tura de comunicación social completa, cada uno de los interlocutores podrá actuar realmente sobre el otro, siendo así cada uno a su manera y según sus posibilida­des, agente de la comunicación y en consecuencia agente del desarrollo. Contrariamente a esto, la conciencia del subdesarrollo aborta y se vuelve conciencia desdichada o inconciencia del oprimido siempre que se rompe la reciprocidad de la comunicación social en provecho de la dominación. La dominación puede ser definida pues como una relación de no-reciprocidad en la que un agen-te está en condiciones de influir, de controlar, de mani­pular, de explotar la conducta de otro agente sin que

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éste tenga ni los medios, ni la intención para poder ejer­cer una acción similar. La no-reciprocidad en la domi­nación niega el valor mismo de la formación humana puesto que ignora hasta el interés por un esfuerzo de transformación recíproca. Cuando mucho buscará, uni-lateralmente, condicionar a los demás para que respon­dan más fácilmente y de manera adecuada a la infor­mación que se les da con cuentagotas.

Esta no-reciprocidad se encuentra a veces entre los que se han comprometido en la asistencia técnica, en particular en el dominio de la educación (11, 14). Esto es debido a que como todos los educadores, éstos son insensibles a la dimensión histórica, y por lo tanto tem­poral y limitada, de sus métodos y de las instituciones que ellos conocen. Tienen tendencia a ignorar que el concepto de subdesarrollo implica una conciencia cada vez más aguda de las diferencias, de los límites y de los obstáculos, lo que hace prácticamente imposible el tras­lado de modelos prefabricados. Con buena fe y candor —que de hecho oculta un terror pánico a los conflictos culturales que podrían obligarlos a reconsiderar sus tra­diciones y sus experiencias, su fidelidad nacional o ideo­lógica —muchos expertos prefieren ignorar la disconti­nuidad que introduce la conciencia del subdesarrollo. En lugar de buscar una reciprocidad que puede obligar­los es verdad a cuestionar su propio saber y a reconocer su ignorancia, estos expertos suponen que siendo las si­tuaciones homogéneas, conviene buscar las semejanzas y las similitudes con el fin de aplicar esos modelos pre­fabricados. También tienen tendencia a elegir sus inter­locutores entre los que se les parecen, en particular cul-turalmente, transformándose así en los soportes activos del elitismo de los países receptores, a tal punto que se pudo comprobar que esta es una de las razones del dre­naje posterior de los especialistas de los países subdes-sarrollados hacia los países desarrollados. En cuanto al resto de la población, los que son diferentes, se tratará,

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para respetar ciertos principios morales, de compensar su miseria, con una asignación, cuidadosamente contro­lada, de los excedentes materiales e intelectuales. Este comportamiento, de hecho, niega a priori, la posibilidad de desarrollo para la mayor parte del mundo, la que podrá beneficiar cuando mucho, de los excedentes que la asistencia técnica. Convertida en una administración ra­cional de la caridad internacional, orientará el flujo a merced de los intereses de ios que están bien asegurados. Dado que no quieren hacer frente a las consecuencias de la reciprocidad, estos expertos pueden caer, a pesar de sus buenas intenciones, en lo que se ha podido llamar el neocolonialismo.

La dominación externa, de la que forma parte la asistencia técnica, es, desde hace tiempo conocida y de­nunciada. Junto con la conquista de la independencia política de numerosos países de África y de Asia, y gra­cias al establecimiento de mecanismos internacionales que restablecen a veces un cierto equilibrio mundial, la asistencia técnica se liberó poco a poco de los obstáculos de la dominación externa. No hay que descartar la posi­bilidad que al constituirse un estatuto definitivo de la función pública internacional, al reconocérselo a nivel de la carrera individual, al hacerse un esfuerzo sistemá­tico para la formación y la preparación adecuada de los expertos, la asistencia técnica —transformada en una cooperación técnica— desemboque finalmente en un am­plio movimiento de intercambios realmente multilatera­les y recíprocos.

Esto no quiere decir que la asistencia técnica será más eficaz, sobre todo frente a una forma mucho más grave quizás de dominación, la dominación interna en este caso.

1.18

III. La Dominación Interna y la Escuela.

Hasta hace pocos años, se pensaba generalmente, y sobre todo en los países que se inclinaban por una con­cepción capitalista del desarrollo, que sería suficiente profundizar la toma de conciencia de los "líderes" nacio­nales, acelerar la formación de clases medias "ilustradas", formar élites dinámicas y emprendedoras para que, como consecuencia casi automática, el conjunto de las pobla­ciones se incorpore también a ese dinamismo creciente. Era suponer una vez más, un margen de desarrollo ho­mogéneo a través del cual, los conocimientos y las inven­ciones se transformarían en innovaciones favorables al progreso que se extendería progresivamente, gracias a una comunicación social que actúa sobre todo a través . de la difusión y de los efectos de la demostración. Pero esos núcleos de modernización, en lugar de extenderse se han enquistado. No sólo han formado nuevas estruc­turas rígidas que bloquean las fases ulteriores del pro­ceso de desarrollo, sino que se han dejado atrapar con toda facilidad y se han vuelto: "simples refugios para una economía de dominación" (10, pág. 334). Es verdad que las élites aprovecharon las nuevas posibilidades que se les presentaron, pero se apropiaron de todos los bene­ficios monopolizándolos según sus intereses. Rompieron así, la frágil coexistencia que caracterizaba a la socie­dad tradicional, permitiendo la toma de conciencia del subdesarrollo, pero sólo supieron crear una situación nueva con una creciente heterogeneidad, en particular en el plano cultural y social (4, págs. 40 - 41).

El bloqueo del desarrollo que arrastra la desarticu­lación de las sociedades y su incapacidad para reaccio­nar globalmente ante las presiones externas y ante las demandas internas, es particularmente evidente en Amé­rica Latina. En efecto, aquí, más que en otros lugares quizás, la situación actual es el producto de una coloni-

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zación que había creado sociedades fragmentadas donde coexistían élites — tradicionalmente identificadas con la cultura de las metrópolis y concentradas en situaciones estratégicas— con poblaciones dispares y aisladas, que pa­recían tan lejanas y diferentes a las primeras como los pueblos extranjeros. Esos islotes de élites, en consonan­cia perfecta con el desarrollo de los países más avanza­dos y cuyo mimetismo ingenioso da la impresión de un desarrollo continuo, tienen como respuesta zonas cada vez más amplias, periféricas, en las que las poblaciones están cada vez menos en condiciones de vencer sus frus­traciones, porque ni siquiera disponen de los medios y de los instrumentos para romper el círculo vicioso de su condición. Por ejemplo, si se admite que el uso de un sistema como el de la educación depende en gran medida de la influencia que un grupo ejerza sobre "el conglome­rado de intenciones" que dirige la evolución de ese sis­tema, un estudio reciente muestra que los grupos rura­les no tienen otro poder que la capacidad tácita de reti­rar a sus niños de las escuelas, porque no los satisfacen. En este hecho encontramos el carácter fundamental de la dominación —la no-reciprocidad— que dimana de la imposibilidad de la mayor parte de esas poblaciones, y a pesar de las tentativas populistas, de ejercer una pre­sión efectiva sobre los sistemas de relaciones, controla­dos demasiado a menudo por una alianza de élites tra­dicionales y de nuevas élites y cada vez más bajo la "protección" de las fuerzas armadas. Lo que a veces se lia llamado, con evidente mala fe, "la marginalidad de las masas latino-americanas", es, de hecho, sólo la consecuen­cia de una situación de dominación, a veces de verda­dera opresión como lo ilustra muy bien la expansión de la escolaridad.

Puede parecer sumamente chocante el considerar a la escuela como un instrumento de dominación. La lu­cha contra la ignorancia y el oscurantismo, la institución de una instrucción pública y gratuita universal, la expan-

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sión de la escolaridad en todos los niveles, ¿no han sido acaso etapas significativas del progreso occidental? No hay duda que, bajo la presión demográfica y frente a las demandas cada vez más imperiosas de las poblaciones urbanas, los gobiernos latinoamericanos hicieron un es­fuerzo considerable para aumentar el ofrecimiento del sistema escolar. La inflación constante de los efectivos escolares que siguió a este esfuerzo, no sólo volvió inope­rantes las técnicas y los métodos de una escuela que ha­bía sido concebida para una clientela totalmente distin­ta, sino que permitió que se institucionalicen procedi­mientos que sólo satisfacen superficialmente las necesi­dades y las aspiraciones populares.

En este sentido es corriente repetir la misma clase dos y hasta cuatro veces durante el mismo día, con un maestro distinto cada vez. Esto permite multiplicar el número de alumnos, pero pagando el precio de una con­siderable reducción de la "ración de estudio" ofrecida cada vez. En lugar de una clase diaria de seis horas, se la limita a veces a dos horas y media! Esta "solución" es tanto más ficticia, cuanto que esos alumnos provienen sobre todo de familias que no tienen ni la posibilidad de ocuparse de ellos durante "su tiempo libre", ni de com­pensar el déficit cultural así provocado. Aunque el déficit escolar pueda ser colmado así en parte, se lo ha logrado a expensas de la escolaridad que se vuelve un simple rito que debe ser liquidado lo más rápido posible y cuyo único beneficiario real parece ser el cuerpo enseñante quien obtuvo de esta forma muchos más ofrecimientos de trabajo y . . . menos para hacer. Sin embargo, y por más superficial que sea, esta escolaridad es completa. Dis­ta mucho de serlo la otra "solución": las escuelas a clase única, "unitaria", o con un sólo maestro. Estas —que son la regla en los medios rurales, pero que ya invaden los "ranchos" de las grandes ciudades— no sólo reducen la "ración de estudio", sino que la truncan en sus últimos años. De este modo en Venezuela, que hizo un esfuerzo

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enorme por "democratizar" la enseñanza, aunque las po­sibilidades para entrar a la escuela primaria, son las mis­mas tanto en la ciudad como en el campo, cinco años más tarde, están en una relación de 8 a 1, teniendo sólo en cuenta por ahora, las oportunidades objetivas. A me­nos que el niíío deje el medio rural y venga a la ciudad, está condenado por el mismo sistema escolar a volverse en poco tiempo, un analfabeto, puesto que la escuela uni­taria ofrece sólo tres años de escolaridad, cuando que los expertos estiman que un mínimo de cuatro años es necesario para consolidar el aprendizaje de los rudimen­tos de la lectura y de la escritura.

Una vez adentro, la preocupación de los alumnos es sin duda de permanecer en la escuela. No es esto preci­samente lo que ocurre si se tiene en cuenta el inquietante porcentaje de abandonos escolares. En cuanto a progre­sar en una "carrera escolar", es decir a acumular poco a poco los beneficios de aprendizajes sucesivos, es aún más difícil, puesto que la mitad de los alumnos de enseñanza primaria en América Latina se quedan en primer año y lo repiten hasta finalizar su "carrera escolar". De hecho ese pretendido "sistema" es un conjunto complicado, rí­gido y rigurosamente estratificado, en el que las articu­laciones entre las diferentes partes, (preprimaria - pri­maria - primer ciclo secundario - segundo ciclo secunda­rio - superior) son nada más que ocasiones para elegir, dentro de la masa de los alumnos, aquellos que parecen identificarse más fácilmente con las reglas y los valores dominantes y . . . para soterrar al resto en el fracaso y las frustraciones. "Triunfan" sólo aquellos cuya familia posee los medios económicos para rodear los obstáculos utilizando parasistemas privados; o aquellos que saben utilizar los trucos del mismo sistema. Para estos es rela­tivamente más fácil trepar dentro del sistema escolar que en el empleo, por ejemplo. Pero lo harán asimilando una "cultura" esencialmente "escolar" —que tiene solamente valor dentro del cuerpo enseñante—, y que refleja en de-

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finitiva la "subcultura" de las clases medias, con todos los prejuicios y vulgaridades de los maestros. Esta acul-turación no se abre hacia una sociedad en plena trans­formación y en vías de modernización, sino hacia carreras burocráticas.

En este universo cerrado sobre sí mismo, ignorante del mundo contemporáneo y burocratizado hasta en la "cultura" que propone y de la que vive, reina el cuerpo enseñante. Si bien es cierto que está mal pago —lo cual es relativo si se tiene en cuenta su baja productividad y el tiempo afectivo que dedica a su actividad—, más cierto es aún, que está mal preparado. Dispone pues de pocos recursos profesionales para hacer frente al aflujo de alumnos. Incapaz de elaborar una educación popular de masas, se espanta ante la masificacíón del sistema. No pudiendo recurrir a la fuerza física —incompatible con su ideología profesional— se verá obligado, para impo­nerse y mantener un mínimo de orden a formas indirec­tas de dominación. Adoptará una actitud de respeto ante la autoridad establecida a fin de poder apoyar su auto­ridad sobre un universo jerarquizado. Pero al mismo tiempo se vuelve un dominador dominado por la ins­pección, la dirección, la administración ministerial. La imposición de programas sacrosantos, de reglas adminis­trativas minuciosas, de una jerarquía profesional basada esencialmente sobre la antigüedad, lo paralizan y redu­cen sus posibilidades de innovación. Por otra parte la formación pedagógica que ha recibido, compuesta de un conglomerado de teorías eclécticas y confusas y de un conjunto de recetas de las que aparentemente se desco­nocen los orígenes históricos y por consiguiente el está-tuto esencialmente provisorio y temporal, lo conducen fatalmente a una pedagogía de la redundancia. Nunca comprenderá que la pedagogía es nada más que el pro­ducto de una reflexión crítica sobre una praxis profesio­nal que se constituye a partir de experiencias recíprocas de-formación colectiva. Buscará por el contrario imponer

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y aplicar normas que han sido establecidas independien­temente del objeto considerado. Frente a alumnos, cuya experiencia cultural varía según los diversos orígenes so­ciales y que están sumamente influidos por un mundo en plena transformación, los educadores tratarán de im­poner una concepción absoluta de la cultura haciéndolos verdaderos "gendarmes del humanismo". En realidad ellos creen evitar de esta manera el enfrentamiento do­loroso a una institución que, por haber sido creada en otro contexto histórico, se ha vuelto inadecuada, con los nuevos imperativos de la información y de la formación humana que exige el desarrollo.

IV. De la sub-enseñanza al desarrollo cultural.

El ejemplo de América Latina nos da la señal de alerta sobre el aporte limitado de la "escuela" a los pro­blemas de la formación humana. El panorama es aún peor en realidad y bastante inquietante: la educación es­colar, tal como está actualmente organizada y concebida puede transformarse en un factor de no-comunicación llegando hasta a contribuir directamente en el bloqueo de los procesos de desarrollo.

Para superar esta "sub-enseñanza", (6) es indispen-" sable pensar en esos hechos con una perspectiva inter­disciplinaria. Es probable que se llegue entonces a las mismas conclusiones que C. A. Anderson, para quien:

"el rol de la escuela en la creación de individuos activos y emprendedores es por cierto esencial, pero modesta. Es por eso que no debemos pre-

• guntarnos cuál es la contribución de la educa­ción al desarrollo, sino de qué manera se inte­gra el proceso del desarrollo. La escuela puede

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tener una fuerte influencia si está sostenida por una acción global de desarrollo" (1, pág. 14 —el énfasis es nuestro).

La escuela es sólo un medio potencial pues de res­ponder a los problemas de la formación humana. Su con­tribución final y real dependerá de la capacidad que tie­ne lo que la rodea de "socializar la educación", (6) es decir ' la habilidad de las instituciones no-educativas para hacer uso de las capacidades que la escuela habrá implantado en sus alumnos (1, pág. 32). "Esto sólo es posible si existe una coincidencia o al menos, una con­vergencia entre la formación escolar y el proceso eco­lógico de difusión del progreso. Hemos sido lanzados pues, por encima de los límites del espacio escolar, a otro marco de referencia más amplio, en el que situa­remos la intervención específica y especializada de la escuela en el contexto mucho más vasto de la acción cultural y formativa de la sociedad entera. Ese marco es el desarrollo cultura nacional.

Tomar como marco de referencia al desarrollo cultu­ral, es situarse en un esfuerzo concertado, sistemático y planificado que apunta a modificar las relaciones de tipo simbólico entre los individuos y su mundo. (7) El desa­rrollo cultural es un conjunto de intervenciones cuturales, sucesivas y continuas que provocarán una modificación, considerada positiva y valorizada por los responsables de la vida nacional, del universo simbólico que comprende tanto los intereses y las representaciones, como los va­lores de las distintas poblaciones de la nación con el fin de transformar en valores los recursos mentales y físicos de los hombres disponibles. Será planificado en función de determinados criterios definidos según de acuerdo con los objetivos del desarrollo tal como son explicitados a nivel de lo económico y de lo social y teniendo en cuenta las necesidades experimentadas por los individuos y las necesidades del desarrollo de su personalidad.

Para poder medir todas las consecuencias, conviene

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volver rápidamente sobre nuestra afirmación anterior se­gún la cual el proceso de desarollo está íntimamente li­gado al desarrollo de la comunicación social, tanto a ni­vel de lo colectivo y nacional, como sobre el plano de la vida individual y personal. En primer término el carác­ter fundamentalmente "anticipador, progresivo, predica­tivo y normativo" (2, pág. 209) de la comunicación per­mite "prever el desarrollo de los acontecimientos a fin de evitarlos o de transformarlos" (2, pág. 25). En efecto, la comunicación está totalmente orientada hacia el futu­ro con sus posibilidades, por medio de la información que aporta, es decir por medio del contacto que permite con la novedad de los acontecimientos y por medio de la significación, es decir por el hecho de referirse a un proyecto. Además al permitir percibir e interpretar mejor la realidad, informarse y documentarse sobre el medio natural y humano, la comunicación es una condición esencial para la adaptación continua del hombre a los cambios provocados por el proceso de desarrollo. La ca­pacidad de las poblaciones para percibir los cambios, para tomar las decisiones que estos exigen, en síntesis para volverse agentes del desarrollo dependerá de la am­plitud, de la rapidez y de la maestría de su comunica­ción social. Es en efecto necesario:

"para el individuo que desea ponerse en rela­ción con las oportunidades del desarrollo, ser capaz de interpretar los acontecimientos loca­les situándolos en un contexto más amplio. Esto supone una información impresa, explicaciones y debates, tanto a nivel local como nacional. La predisposición que se espera de la escolarización surgirá solamente si se admite que los hombres actuarán allí donde viven, aunque reciban la información sobre todo de una prensa centra­lizada y en gran parte concebida en un cuadro nacional" (1, pág. 20).

Esto es tanto más cierto cuanto que hoy, con la mul-

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tiplicación y la rápida expansión de los medios colectivos (llamados de masa) de la comunicación social, ha sur­gido una nueva situación en la que por primera vez, la constitución de un gran público y por consecuencia la posibilidad de una movilización colectiva, se ha vuelto real para muchos países. Es teniendo en cuenta esta rea­lidad que nos desafía y que a veces nos desborda, que se imponen a nosotros algunos imperativos del desarrollo cultural.

En primer término, es una acción que debe dirigirse al conjunto de las poblaciones sin que ninguna de ellas goce a priori de ciertos privilegios. Corresponde pues a una democratización de la vida cultural. Lo que significa primeramente la intensificación de la difusión de los bie­nes culturales, tanto los regionales como los nacionales e internacionales por medio de una extensión cultural sis­tematizada. Esta acción que apunta a aumentar la au­diencia supone el establecimiento de una amplia red des­centralizada de instituciones culturales y la utilización a fondo de todos los medios modernos de multiplicación y de reproducción disponibles. Pero hay que tener cuidado de no limitar la democratización cultural a la difusión de una subcultura, lo que sería, una vez más, favorecer la dominación de una masa amorfa y pasiva por un grupo privilegiado. Lo que está en juego, es el establecimiento de un nuevo modo de comunicación entre la cultura más elaborada de la sociedad nacional e internacional y la cultura tal como es vivida por las diferentes poblacio­nes. (7) Esto será posible por medio de la participación real e institucionalizada de los públicos, gracias a un diá­logo entre estos y los organizadores del desarrollo cultu­ral. Se trata nada menos que de organizar la vida social de tal manera que cada situación concreta sea la ocasión de un aprendizaje cultural en el seno de una "sociedad de aprendizaje" ("learnig society"). Esto puede conducir a lo que C. Durant ha llamado una soclatrta. (8, pág. 118-119), es decir la dosificación de las situaciones en

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donde aparecen los mensajes, las imágenes, los símbolos que una sociedad exige para su dinamismo; dosis que será suficiente para llamar y retener la atención, pero ([lie no será excesiva, con el fin de evitar saturar o hartar al público.

En segundo término un apoyo total a una política cultural que promueva la creatividad nacional y tenga por objeto la intensificación de la productividad cultural y científica. En efecto para poder asegurar la originali­dad y la identidad nacionales que emergen de las tota­lidades culturales nuevas, es indispensable que se creen nuevos valores y que aparezcan nuevas ideas y símbolos que den un sentido y una significación al proceso del desarrollo y precisen su finalidad. Esto implica por en­cima de la ayuda material, el mantenimiento de un clima de libre expresión, la valorización de la experimentación, el respeto de la vanguardia, así como la animación de las expresiones populares de la cultura nacional.

Por último, el desarrollo cultural obliga a una revi­sión radical de las tareas específicas que el sistema de educación podrá dar en el seno de una acción cultural que desborda ampliamente el espacio escolar. (13) Esto tendrá como primera consecuencia, disminuir considera­blemente la importancia que los educadores atribuyen tradicionalmente a las formas escolares de la educación. No se tratará ya de querer a todo precio (¡y qué pre­cio!) prolongar la escolaridad; sino de presentar y de distribuir las tareas educativas a lo largo del ciclo de vida, luego de haber adquirido por cierto, el mínimo indispensable de instrucción fundamental que servirá de punto de partida a una educación permanente. Si bien el tiempo de formación aumentará sin cesar hasta identificarse a la vita total del individuo, el tiempo de estudios podrá ser reducido sensiblemente. Lo que no fue aprendido en este período, puede ser adquirido más tarde, puesto que el desarrollo cultural creará constantemente nuevas posibilidades de autoformación

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según las edades. En lugar de fijar un programa, de prever de manera minuciosa una sucesión ex tempore de aprendizaje y de definir una cultura que le es propia ("el programa escolar"), el educador deberá adoptar una actitud muchísimo más modesta. Su tarea consistirá en establecer las reglas, los objetivos y la se­cuencia de una acción continua a partir de situaciones que se presentarán de manera discontinua. El tendrá también que aprender a partir de situaciones pedagógicas inéditas, inesperadas: las que le ofrecerá la vida cotidia­na de la cultura vivida y sugerida por la política de des­arrollo cultural nacional. Lo que perderá en seguridad y suficiencia, lo ganará por una pedagogía anticipadora, una pedagogía abierta a la interpretación nunca acabada y siempre renovada por una realidad en constante deve­nir. En lugar de una pedagogía de la opresión, se orien­tará hacia una pedagogía de la expresión y de la imagi­nación, que hace surgir de la vida vivida, nuevas posibi­lidades y sabe trabajar y experimentar con esas posibili­dades. Esta pedagogía es liberadora al punto que tendrá como obietivo final la eliminación del educador en pro­vecho de la afirmación del educando, o más exactamente la constitución por el educando de mecanismos internos de una autodidáctica permanente, es decir una recrea­ción constante de sí para sí en la qne "el educando es su propio educador". Esta educación permanente es un aprendizaie continuo de un estilo de vida adecuado a una sociedad que quiere estar, ella también, en perma­nente transformación y en constante desarrollo.

V. El escándalo del desarrollo y la formación humana permanente.

Hoy día nos hemos vuelto particularmente sensibles al "escándalo del desarrollo", (3) en la medida en que la

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resistencia activa o pasiva, las protestas o la apatía de las poblaciones han obligado a reconocer los "costos hu­manos" que resultan de los cambios provocados por el desarrollo. En efecto el desarrollo sólo puede alcanzar sus últimas consecuencias y-volverse irreversible, si el crecimiento económico está ligado a una modernización de la sociedad y de los hombres. (9) Este proceso obliga a rupturas en las formas existentes de la organización so­cial que permitirán la transformación del horizonte de las necesidades, el aumento del nivel de las aspiraciones, implícitas en la toma de conciencia del subdesarrollo. Es­to suscitará a su vez nuevas demandas, provocará crisis cada vez más profundas y engendrará conflictos cuya solución positiva o negativa hará del desarrollo un pro­ceso continuo y permanente de progreso o, al contrario, un acontecimiento sin mañana. Cualquiera sea el destino final del proceso, el conjunto de esos cambios sociales plantearán toda una serie de problemas de identidad in­dividual, de grupo y nacional ("¿que soy yo en esta transformación global") (1) y de adaptación sicológica y sociológica a una realidad evanescente. Además de los sufrimientos que trae consigo todo cambio, sobre todo para los adultos que nunca fueron preparados para una vida cambiante, si queremos resolver esos problemas es necesario saber afrontar los riesgos y la ansiedad del fracaso, las frustraciones y los altibajos del entusiasmo eufórico, en resumen una vida vivida constantemente en tensión, lo que es muy difícilmente sostenible.

A este escándalo que llega a lo más profundo de las personalidades y cuya patología se conoce mal aún, se agrega un problema que concierne en particular a las formas jnodernas de la comunicación social. Ya hemos hecho notar que se trata de una comunicación comple­tamente colectiva; que se dirige más a un "público" que a grupos precisos; que supone una organización de su recepción lo que plantea problemas pedagógicos nuevos. Por otra parte, se caracteriza por la probabilidad que

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obliga a un esfuerzo renovado constantemente de tra­ducción, de interpretación y a veces hasta de creación de nuevas normas y criterios inéditos. Hemos visto que esta hermenéutica implica una pedagogía de la imagina­ción y de la innovación. Pero esto significa también un mayor riesgo de incomprensión, de errores, de divergen­cias en los puntos de vista, de rechazo del diálogo que provocan la heterogeneidad cultural. Es pues sumamente difícil crear las condiciones culturales para una concien­cia colectiva de las mutaciones de la civilización en curso lo que es, sin embargo indispensable si se quiere que ese desarrollo tenga un sentido.

La importancia creciente que se atribuye al "factor humano" en el análisis de las situaciones de desarrollo y el cuidado cada día mayor que se tiene en la elabora­ción y en la definición de la política de los "recursos hu­manos", indican una tendencia actual hacia una interpre­tación global del desarrollo que tiene cuenta tanto de la amplitud de los cambios requeridos, como de las múlti­ples potencialidades de las poblaciones involucradas, y como de la necesidad de construir instituciones capaces de responder a los problemas y a las demandas en per­petuo cambio" (9, pág. 43). Esto significa un enorme trabajo de animación que multiplicará las comunicacio­nes, que pondrá las actividades en relación unas con otras con el fin de disminuir la inercia de algunos grupos, y de tomar precauciones contra los comportamientos de defensa de otros. Estas nuevas tareas tienen como fina­lidad nada menos que "reeducar la sociedad", (6) es decir crear una cohesión nacional suficiente. Se tratará en este sentido de motivar a las poblaciones, creando místicas nuevas, agrupándolas alrededor de una misma ideología, o resucitando antiguas fes y creencias. También se bus­cará canalizar su participación activa hacia proyectos concretos de desarrollo movilizándolas por medio de pro­gramas voluntarios u obligatorios. Este llamado a la ini­ciativa popular, a la potencialidad de las masas huma-

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ñas es a menudo indispensable en los países en los que constituyen el único capital barato aún disponible (4, págs. 50-52).

Este esfuerzo da por sentado que los cuadros son no sólo capaces de anunciar una totalidad prometida y de asegurar un orden en la secuencia de las operaciones, sino que juegan un papel altamente educativo de media­dores. Ademas de su papel tradicional de "profetas" y de "gendarmes", deben llegar a ser "reveladores" por medio

de una pedagogía de masa. (3) Nos encontramos pues nuevamente en la etapa del desarrollo cultural en el que será necesario desplegar una intervención compleja que buscará "satisfacer por un lado la demanda de participa­ción en los símbolos sagrados de la sociedad y en su for­mación y por otro lado la necesidad de substituir los sím­bolos tradicionales por unos nuevos que pongan más en relieve las dimensiones de participación de la sociedad moderna" (9, pág. 15). Pero ¿hasta qué punto esta inte­gración será capaz de escapar a los peligros de la mani­pulación colectiva? ¿Hasta qué punto esta intervención cultural será compatible con la reivindicación de los de­rechos individuales de expresión personal, de descanso, de experimentación y de divergencia que son ellos tam­bién inherentes a la vida cultural? ¿Cómo podrá crearse el consenso indispensable para un proyecto nacional, al mismo tiempo que se permite una cultura popular, es de­cir posibilidades reales en todos los niveles de la pobla­ción de inventar, de innovar, y de expresarse? Si bien es cierto que es indispensable que exista un sistema de pensamiento común a una nación, (5) ¿cómo hacer para "hablar a todos los hombres, sin decirles nunca a todos

lo mismo"? (2, pág. 188). Estas son las temibles pregun­tas que nos plantea el desarrollo cultural cuando se va más allá de la simple escolarización y cuando lo más importante es la formación humana. Es en este sentido que la reflexión sobre el subdesarrollo es una manera de inventar una nueva sociedad.

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B I B L I O G R A F Í A

Estos apuntes resumen una experiencia de asistencia téc­nica en América Latina en el dominio de la planificación de la educación de adultos y de la organización de la educación per­manente. Es evidente que no implican la responsabilidad de nadie más que del autor, pero deben mucho a todos aquellas personas con las que tuve el honor y el placer de trabajar. Como estos apun'es serán desarrollados en una obra en preparación sobre TEORÍA Y PRACTICA DE LA EDUCACIÓN PERMA­NENTE, es a ella que remitimos al lec'.or por más argumentos. Sin embargo, nos parece útil indicar los textos siguientes que, de una u otra manera, nos han ayudado mucho a pensar nues­tra experiencia:

1 . Anderson C. A., The social context of educational planning, París, 1967.

2 . Aranguren J. L., Sociologie de l'information, París, 1967.

3 . Austruy, J., Le scandale du dévelopment, París, 1965 (con una preciosa e inmensa bibliografía crítica).

4 . Bettelheim C , Planificalion et croissance économique accélérée, París, 1964.

5 . Bourdieu, P., "Systéme d'enseignement et systéme de pensée", en la Recue Se. Sociales. París, 1967/3, pp. 367-388. . .

6 . Desroche H., "Sous-développement et sous-enseigne-ment", en los Archives de la sociologie de la coopíration. París, 1960/7, págs. 5-34.

7 . Dumazadier J., "Une sociologie prévisionelle et diffé-rentielle du loisir", en los Cahiers Internationaux de Sociologie, París, 1967/XLII, págs. 59-84. Cf. De la sociología de la co­municación colectiva a la sociología del desarrollo cultural, Quito, 1968.

8 . Durand C , L'imagination symbolique, París. 1964.

9 . Eisen'sadt, S. N., Modemisation:protest and change, Princeton, 1966.

10. Preyssinet J., Le concept de sous-développement, Pa­rís, 1966.

1 1 . Legendre, P., "Essai sur une sociologie de l'expert en éducation dans les situations postcoloniales: l'enseignement des autres", en Tiers-Monde, París, 1962/22, págs. 387-404.

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DE LA "MOVILIZACIÓN DE LOS RECURSOS HUMANOS" A LA CREACIÓN DE UNA

SOCIEDAD HUMANA

JULIO DE SANTA ANA

La tarea de formar una nueva sociedad ha sido prio­ritaria a través de la corta historia de los pueblos latino­americanos, pero pocas como ella han tenido como resul­tado la frustración. En efecto, las repúblicas latinoame­ricanas advinieron bajo el signo de la búsqueda de una nueva sociedad; sin embargo, a lo largo del tiempo la misma no ha sido plasmada aún. Perduran elementos y factores que mantienen la impronta de tiempos preté­ritos: el latifundio, los privilegios sociales para unos po­cos, la injusticia social difundida y deshumanizante, el problema indígena no resuelto, etc., son entre muchas, algunas de las marcas que indican cómo todavía no se satisfacieron las aspiraciones con que los pueblos latino-amercanos surgieron a la vida independiente. No obstan­te, más de un siglo y medio no ha pasado en vano. El desarrollo histórico de América Latina demuestra cómo cierta organización ha sido impuesta a sus pueblos. Así fue como desde mediados del siglo XIX estos países han sido insertados en el mercado internacional mundial: en éste vuelcan sus materias primas y también compran los productos manufacturados que necesitan. La organiza­ción mencionada ha sido fruto principalmente de las exigencias planteadas por la inserción en dicho mercado

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internacional mundial. La racionalización de la produc­ción y la organización del mercado de trabajo no han estado determinados por los propios intereses de los pue­blos latinoamericanos, sino por las exigencias de quienes controlan los resortes principales de la economía mun­dial. Por supuesto, importantes núcleos dirigentes latino­americanos han consentido gustosamente, prestando su interesada y entusiasta adhesión para la concreción de los ajustes requeridos por los centros de la economía mundial. De ahí que, entonces, no pueda extrañar el hecho de que no sólo la estructura económica fuera con­formada más allá de América Latina, sino que también las estructuras políticas e instituciones jurídicas de estos países fueran en más de un sentido proyecciones de las de las naciones occidentales más avanzadas. Esto no sig­nificó, empero, transformaciones radicales que abrieran la senda hacia la formación de una nueva sociedad, en la que encontraran satisfacción por igual el indio y el criollo, el comerciante de la ciudad y el productor rural, el antes privilegiado y quien hasta entonces había sido desplazado. Por el contrario, y reflejando las exigencias de quienes controlaban la economía mundial, la sociedad latinoamericana mantuvo sus características y estructu­ras fundamentales, aunque ahora acomodadas a los im­perativos del liberalismo decimonónico: "Es así como el grito de Independencia, como se ha dicho tantas veces, no implicó un apartamiento radical de la forma de vida señorial: era más que todo una operación de tipo formal con cambio en el personal de guardia. ( . . . ) . . . , sus miembros eran personeros de la alta sociedad y del clero que estaba a favor del relevo. Seguían interpretando la utopía liberal a su acomodo, decantándola aún más por la creación de instituciones que no afectaban la situación social y económica fundamentalmente".1

De todos modos, algunos cambios tuvieron lugar.

1. O. Fals Borda: La subversión en Colombia. El cambio social en la Historia, pág. 103. Ed. Dto. de Sociología de la Fa-

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Ellos, como se ha dicho, obedecieron primordialmente a las exigencias de ajuste de la vida de los pueblos lati­noamericanos a la situación del mercado internacional mundial impuesta desde los grandes centros que lo con­trolaban. Así es como cierta modernización tuvo lugar en América Latina, especialmente en el terreno ideo­lógico.

Dicha modernización, sobre todo en los países del li­toral atlántico, fue impulsada más aún por el impacto de la inmigración europea, la que se constituyó rápida­mente en un factor propicio al cambio social. Proveniente de países donde el mismo ya estaba en marcha, habien­do llegado en algunos casos a etapas bastante avanzadas, la inmigración fue portadora de nuevas costumbres y nuevas expectativas sociales que se proyectaron sobre la vida de los pueblos latinoamericanos. Una gran parte del aluvión inmigratorio quedó en las ciudades, contribu­yendo así a su expansión y a una primera aceleración del proceso de urbanización. Estos inmigrantes llegaron dis­puestos a labrarse un porvenir, y si fuera posible, un mundo mejor que el que acababan de abandonar. No obstante, las estructuras básicas de las naciones latinoa­mericanas permanecían casi intactas. Es cierto que se produjeron transformaciones infraestructurales, pero no se concretaron soluciones para los grandes problemas so­ciales. Cuando algunos grupos las ofrecían, o eran resis­tidos con enorme pasión y violencia, o eran absorbidos por el sistema y entonces domesticados. Ajuste y com­pulsión son dos mecanismos de primera importancia que explican por qué no tomaron cuerpo ni se concretaron los cambios sociales que algunos grupos de avanzada la­tinoamericanos llegaron a proponer en el correr del siglo pasado.

Pero ya en el actual, las cosas no fueron tan estables.

cuitad de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional de Colombia, y Edic. Tercer Mundo, 1 edic, Bogotá, 1967.

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El decurso de los tiempos, cual caudaloso río, amenaza a salirse de los cauces preestablecidos, a romper vallas y diques, a buscar nuevos espacios por los cuales expan­dirse. Es decir, que si en tiempos pasados pudo ser so-locado el ímpetu popular y domesticadas las aspiracio­nes de los insatisfechos y postergados, ello resulta cada vez más difícil, y a la larga será imposible. El crecimien­to demográfico de América Latina, la inadecuación de las estructuras de producción —especialmente las agra­rias— a las exigencias de la población y del crecimiento económico de esas naciones, el rechazo que dichas es­tructuras agrarias manifiestan hacia enormes núcleos de la población rural que se ven entonces obligados a emi­grar hacia zonas urbanas, el hacinamiento de estos con­tingentes en los tugurios y poblaciones emergentes de las ciudades, el insuficiente crecimiento industrial de es­tas últimas (factor determinante del desempleo de la ma­yoría de los migrantes internos, que van aumentando así en forma fabulosa el número de los que integran el "ejér­cito industrial de reserva" en América Latina), son fac­tores que están manifestando cuan tensa es la situación social de esos pueblos. Muchos ya lo han dicho, y cada vez son más quienes toman conciencia de ello, que éste ya no es tiempo de paliativos sino de cambios. Ahora bien, ¿de qué cambios se trata? ¿No será, una vez más, que los cambios en los que se está pensando son nece­sarios para la satisfacción de los intereses de quienes ma­nejan y controlan la economía mundial? Es decir: ¿se trata de cambios que responden a las exigencias de los pueblos latinoamericanos, o en cambio de los que son in­dicados como ineludibles para beneficio de las oligar­quías y sus aliados foráneos? Cuando son planteadas es­tas preguntas, inmediatamente salta a los ojos que difí­cilmente podrán ser encaradas las exigencias del cambio social sin que en el mismo participen activamente las masas latinoamericanas. Y, cuando se habla de partici­pación en este caso, se la entiende a todos los niveles:

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el de la acción tan bien como el de las decisiones, el de la táctica como el de la estrategia, el de la lucha con­creta por objetivos inmediatos como el de la planifica­ción a largo término. Aquí es, justamente, donde surgen las dificultades. En efecto, hasta ahora son excepcionales los casos en los que las masas en América Latina han lle­gado a tener un rol verdaderamente protagónico en la búsqueda de su propio destino. Más bien, lo que se ha advertido es que "Grupos políticos muy distintos, extre­ma derecha nacionalista, fascistas o nazis, comunistas sta-linistas, todas las variedades de trotskismo —así como los sectores sociales más variados— intelectuales, obreros mo­dernizados, profesionales y políticos de origen pequeño burgués, militares, sectores de la vieja "oligarquía" te­rrateniente en decadencia económica o política no menos que las más impensadas combinaciones entre todos ellos, han intentado (a veces con éxito) apoyarse en esta base humana, para iograr sus fines políticos. Como es obvio tales fines no siempre coinciden con las espiraciones de las capas movilizadas mismas; aunque a veces puede ha­ber identidad de aspiraciones y objetivos entre élites y masas" (2). Lo cierto es que, hasta ahora, los grupos di­rigentes generalmente han tratado ds poner límites y con­trolar la acción de las masas. Esto, a su vez, ha sido com­plementado por el hecho de que los contingentes popu­lares generalmente no han participado en la elaboración de los temas y del plan necesario para concretarlas, de los movimientos políticos cuya fuerza han compuesto. Esto implica una evidencia de la manipulación de los re­cursos populares. Es que, sin el apoyo de éstos, práctica­mente ya no puede ser concretado ningún cambio de im­portancia en la sociedad latinoamericana. "Puede ser un azar pero es muy significativo el que no solamente nin­gún régimen de origen militar logró alguna modificación

2. Gino Germani: Clases Populares y Democracia Repre­sentativa en América Latina, en Desarrollo Económico, pág. 38, Vol. 2, N<? 2. Julio-Setiembre 1902.

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sustancial de la concentración latifundista, sino que los únicos regímenes que lograron una reforma agraria no surgieron de revoluciones militares", decía Gino Germa-ni en 1962, siete años antes de que se pusiera en marcha la reforma agraria en Perú por orden del actual gobier­no militar de ese país. De todos modos, tanto para éste, como para cualquier otro gobierno latinoamericano, el interrogante se plantea: ¿Hasta qué punto es posible po­ner en marcha un proceso de cambios reales y profun­dos en estos países sin que los recursos humanos estén realmente dispuestos a favorecerlos? La gravedad del in­terrogante es reconocida por todos; los pueblos latinoa­mericanos están llegando a un nivel tal que difícilmente acepten ser manipulados. De ahí el respeto creciente, o la distancia grave, que tienen frente a ellos o toman por su parte, los grupos que aspiran al gobierno en las na­ciones latinoamericanas. Ha sido teniendo en cuenta es­te problema que, en las últimas dos décadas, se han pro­puesto una serie de medidas con miras a la movilización de dichos recursos humanos, para que a través de la mis­ma se pueda acceder a la creación de una sociedad hu­mana, cada vez más necesaria para la vida de las nacio­nes latinoamericanas. A su análisis vamos a dedicar las siguientes reflexiones.

I. Las clases medias: ¿agentes del cambio para una nueva sociedad?

El fin de la segunda guerra mundial permitió asis­tir a la emergencia de los países latinoamericanos como aquellos en los que se podía depositar una gran y firme confianza por las promesas de bienestar y desarrollo que se podía advertir en su futuro. Se tenía la impresión que

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el pasado, tradicionalmente y contradictorio, quedaba definitivamente atrás; el futuro se extendía frente a las posibilidades de estos países como si fuera el reino de las grandes oportunidades. Sólo que, debía superarse el pasado de una vez por todas; sobre los vestigios de la tradición debía erigirse una nueva América, moderna y pujante. Las clases dirigentes tradicionales se habían mos­trado incapaces para una tarea de esta envergadura; por lo tanto, para realizarla era necesario contar con otros re­cursos humanos, más cuantiosos y entusiastas. Fue así co­mo surgió poco a poco la tesis de que el nuevo destino de América Latina estaba en manos de las emergentes clases medias. En efecto, una mera observación del pa­norama social latinoamericano mostraba que la transición desde la sociedad tradicional a la sociedad moderna se hallaba más adelantada en aquellos países como Argen­tina, Uruguay, Chile, Costa Rica, en los que sus res­pectivas poblaciones estaban compuestas por grandes estratos medios. Por otra parte, países eme parecían es­tar impulsados por un fuerte ímpetu progresista como México y Brasil, tenían una población en la que estaban creciendo dichos sectores medios. Además, las fuerzas políticas que a fines de la década del 40 parecían ser las conductoras de los destinos latinoamericanos eran justamente las que nucleaban los grupos mayoritarios de las clases medias. El Partido de Acción Democráti­ca en Venezuela, el Partido de Liberación Nacional de Costa Rica, el APRA en Perú, los "Auténticos y Ortodoxos" en Cuba, el PRI en México, los radicales de Chile, el MNR de Bolivia, los "Colorados" en el Uru­guay, etc., son todos integrantes de las agrupaciones po­líticas de clase media. De ahí que se haya pensado en el rol conductor que éstas podrían desempeñar para la creación de una nueva sociedad en América Latina. La Unión Panamericana, publicó entonces, a través de su Depto. de Cultura, seis volúmenes mimeografiados bajo el título de Data for the Studtj of the Middle Class in

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Latin America. (3) A ellos, años más tarde se agregó el famosos estudio de John J. Johnson, que postulaba aún más claramente la tesis mencionada <4).

¿Qué tipo de nueva sociedad podrían llegar a forjar estos sectores medios emergentes? Para poder responder mejor a esta pregunta es necesario tener en cuenta algu­nas de las características básicas de los mismos. A partir de ellos es posible comprender cuáles pudieron ser algunas de sus aspiraciones y expectativas, las que fueron proyec­tadas como metas a ser alcanzadas en su búsqueda por plasmar una nueva sociedad. Se ha sostenido, y creemos que con justa razón que desde el punto de vista políti­co, "la clase media es democrática, liberal, con tenden­cias socialistas, siendo en gran parte católica, lo que no significa que es conservadora" (5), implicando esto que los mentados emergentes sectores medios de fines de la década del cuarenta eran concebidos como instrumentos aptos para la creación de una sociedad según las pautas del liberalismo democrático. En tal sentido debe com­prenderse el gran énfasis en la educación que se advir­tió por aquellos tiempos en América Latina: la escuela era vista como el gran remedio a todos los males de estos países. Era necesario erradicar la ignorancia para que, poco a poco, los pueblos de las naciones latinoamerica­nas fueran desenvolviendo sus capacidades y concretan­do sus posibilidades de mejor vida. Y, por supuesto, el tipo de educación postulada no hacía más que consoli­dar la ideología de estos sectores medios, la que por otra parte reflejaba los intereses que los grupos dominantes

3. Theo R. Crevena, Ed.: Data for the Study of the Míd­ale Class in Latin America (6 vols.). Pan American Union, Wash­ington, 1950-1951.

4. John J. Johnson: Political Change in Latin America: the Emergence of the Middle Sectors. Ed. Stanford University Press, Stanford, 1959.

5. Víctor E. Alba: "The Latin American Style and the New Social Forces, en Latin American Issues, pág. 51. Ed. Albert O. Hirschman. The Twentieth Century Fund, New York, 1961.

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en el occidente proyectaban hacia América Latina. Esta conjunción de elementos propios y ajenos en América Latina intentó plasmar a corto plazo una sociedad nueva, cuyas principales notas vamos a enumerar ahora.

En primer lugar, se trataba de una sociedad moder­na, tal como corresponde a los ideales de los sectores me­dios cuando éstos aún no han sido ganados por las ideo­logías conservadoras y reaccionarias. Esta sociedad mo­derna, según las aspiraciones de estos sectores, iba a ser forjada mediante el énfasis en dos procesos de gran im­portancia para la vida latinoamericana. Por un lado, una necesaria industrialización que permitiera por lo menos semimanufacturar las materias primas, abriendo así gran­des oportunidades a la población latinoamericana en el mercado de trabajo. Por otra parte, el proceso de urba­nización, puesto que el ámbito de la ciudad es el más propicio para la superación de los tradicionalismos que obstaculizan el advenimiento de una sociedad moderna. En ésta, a través de la urbanización y de la industriali­zación, la población latinoamericana adquiriría madurez y autonomía; abandonaría entonces su adhesión a per­sonalidades carismáticas y alcanzaría entonces un grado suficiente de independencia como para ir abriendo las sendas necesarias que le permitirían satisfacer sus nece­sidades e ir cumpliendo su destino propio. Como se ad­vierte, el proceso que se indica para ir accediendo a una nueva sociedad no hace más que seguir las trilladas sen­das que anteriormente habían transitado las sociedades occidentales, las que empero no las habían acercado a una sociedad con dimensiones humanas.

En segundo término, otra de las características de las clases medias de América Latina, es la de un desvaí­do nacionalismo, este, a veces ha tomado la forma de sentimientos antinorteamericanos; otras veces, en cambio, se ha traducido en un proteccionismo económico bastan­te vulnerable. Es aquí donde aparece la tendencia más valiosa de este impulso emergente de las clases medias;

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en efecto, para las mismas, el nacionalismo es la ideolo­gía distintiva del desarrollo que procuran, como bien lo ha expresado A. L. Machado Neto: "El Nacionalismo re­presenta la propia ideología del desarrollo, al ser una to­ma de conciencia nacional de los pueblos explotados por el colonialismo en decadencia". "El nacionalismo es una ideología que se sabe tal, que se asume como ideología". "Eso permite diagnosticar que la interpretación científi­ca que en el futuro se habrá de elaborar respecto a la fase histórica que atravesamos será mucho más semejan­te a la ideología del desarrollo propugnadora de nuestra industrialización, que a la ideología conservadora del mo-ralismo, que entonces revelará enteramente su contenido mítico de una representación no verificable de la reali­dad" (6). No obstante, es de señalar que este nacionalis­mo de las clases medias en América Latina siempre es­tuvo limitado por el modelo de desarrollo que perseguía; dado que el mismo no hace más que reflejar la indus­trialización, el estilo de vida y los valores del mundo oc­cidental ya desarrollado, es evidente que el nacionalismo de los sectores medios nunca llegó a ser un nacionalismo verdaderamente militante. Y es en esto mismo que ha con­sistido su debilidad. Basten los ejemplos del APRA pe­ruano, de los radicales argentinos y chilenos, y de los "colorados" uruguayos para probarlo.

En tercer lugar, otra de las notas distintivas de los sectores medios latinoamericanos a quienes nos estamos refiriendo —y posiblemente la más vanguardista es la que indica sus preferencias por la sociedad democrática co­mo la sociedad del futuro. En tal sentido, cuando las fuerzas políticas que los aglutinaron accedieron al poder, siempre se preocuparon por implementar cierta legisla­ción social en base a la convicción de que ella era nece­saria para el buen desarrollo de sus respectivos países.

6. Cit. por Híber Conteris en Hombre, Ideología y Revo­lución en América Latina, pág. 106. Ed. ISAL, Montevideo, 1965.

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Así fue como en varias naciones latinoamericanas a fi­nes de la década del cuarenta y a principios de la del cincuenta se aprobaron leyes importantes que denotaban la existencia de un cierto interés por la justicia social. En la misma línea hay que situar también los postulados en favor de reformas agrarias que estas clases medias sos­tuvieron en base a la creencia de que una mayor racio­nalización de la producción del campo abría nuevas po­sibilidades para la expansión de la industria nacional, además de promover el progreso necesario para estos pueblos. Todo ello, en general, ha significado que las clases medias en las que tanta esperanza se depositó pa­ra que favorecieran la creación de una sociedad más hu­mana en América Latina, han sostenido como una nece­sidad la intervención del Estado en casi todos los aspec­tos importantes de la vida nacional, promoviendo enton­ces un aumento del "dirigismo" estatal a través de la na­cionalización de la industria y de otros servicios.

Sin embargo, mientras se sostenían estas tesis, se de­jaba de ver que los cambios realmente importantes que por aquella época tenían verdaderamente lugar en los países latinoamericanos, no eran precisamente los impul­sados por los países donde partidos de clase media ha­bían accedido al poder. El caso del peronismo en Argen­tina, del varguismo en Brasil, de la revolución guatemal­teca, lo demuestran plenamente. En estos países, un pro­letariado emergente, atraído a los centros urbanos por una industrialización incipiente, postulaba una política nacionalista y de reformas sociales mucho más radical que la de los sectores medios. Y fue a medida de su im­pulso que se llevaron a cabo transformaciones significa­tivas, a las que muchas veces se opusieron los personeros políticos de los sectores medios. Es que difícilmente és­tos podían llegar a ser factores de cambios sustanciales en América Latina. Su colonización ideológica por el oc­cidente había minado el nacionalismo que sustentaban, constituyendo entonces la situación paradojal de que si

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bien mantenían posiciones ideológicas más o menos osa­das para el momento, en cambio su comportamiento dis­taba mucho de ese atrevimiento, inclinándose más bien del lado conservador. La distancia entre la ideología y la acción salta a la vista para cualquier observador de la escena latinoamericana, entre esos sectores medios emer­gentes. En última instancia, sus metas para la sociedad latinoamericana permanentemente fueron regateadas y minadas por el liberalismo básico que siempre las carac­terizó y que ha sido, fundamentalmente, el factor deter­minante para que se llegara a concretar la pérdida del impulso ascendente de estos sectores medios en la tercera y cuarta dédaoa de nuestro siglo en América Latina. "La desconcertante comprobación a que han llegado los so­ciólogos que estudian el proceso latinoamericano, es que algunos de los países que observan un índice más elevado de desarrollo socio-cultural padecen, desde hace algunos añ.os, un patente estancamiento económico. El enigma dio lugar a lo que Medina Echavarría recoge con el nom­bre de "hipótesis Hoselitz', según la cual el factor deci­sivo de crecimiento no es el tamaño relativo de la clase media, sino la naturaleza de su composición y el papel aue representa de modo efectivo. De ese modo, la pérdi­da de su función dinámica y el conformismo consiguiente que se advierte hoy en la clase media latinoamericana es resultado de la limitación de objetivos que determinó en ella la ideología liberal, y del hecho que su actitud política básica fuera formada y responda con total obse­cuencia hasta el día de hoy a los partidos políticos orí-~'v"idos baio el influjo del liberalismo (una clase media "domesticada", según la acida descripción de Nietzche)". (7) De todo esto resulta que el proyecto que basaba el desarrollo latinoamericano y la conformación de una so­ciedad más humana en estos países en base al contin­gente creciente de los sectores medios, no tuvo andamien-

7 . Ibid., pág. 100.

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to, ni lo puede tener por el momento. La situación actual, en el umbral de la década del setenta, no permite apre­ciar el crecimiento de dichos sectores sociales, sino más bien un proceso de pauperización y debilitamiento de los mismos. Es que el futuro de América Latina no puede ser promisor cuando se depende tanto, en lo ideológico, en l j cultural y en lo económico de quienes tradicionalmen-te han sido los dominadores de estos países.

II. La conducción necesaria, para el cambio social: ¿una nueva élite empresarial?

Desde muy temprana data la C.E.P.A.L. ha insisti­do en la necesidad de cambios estructurales profundos si se quiere una sociedad más justa y más humana en América Latina. Ateniéndose al terreno esconómico, uno de sus principales dirigentes a través de su trayectoria, ya puso de relieve en 1950 algunos de los puntos nece­sarios para que el desarrollo económico latinoamericano pudiera ser una realidad (8). Cuando los pueblos latinoa­mericanos pongan realmente, de manera decisiva, todos sus esfuerzos en favor del desarrollo, los trabajos cumpli­dos por CEP AL serán de enorme valor. La importancia de los mismos ha consistido en enfatizar que el creci­miento económico y el desarrollo social de América La­tina no podrán ser obtenidos sin un cambio estructural profundo en estos países. En tal sentido, la orientación de la CEPAL ha sido nítidamente diferente de la del Fondo Monetario Internacional; éste último ha preconi-

8 . C.E.P.A.L.: "El Desarrollo Económico de América La­tina y sus Problemas Principales. Ed. O.N.U., 1950. (Verdadero manifiesto de la CEPAL, fue escrito por quien más tarde sería Director de la Organización, el economista argentino Dr. Raúl Prebisch, en 1949).

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zado constantemente medidas de carácter "ortodoxo" en el terreno fiscal y monetario, además de un cambio de moneda adecuado, para llegar a sanear las débiles eco­nomías de los países latinoamericanos. En cambio la CEPAL ha indicado incansablemente que el fortaleci­miento o el debilitamiento de la economía en América Latina dependen fundamentalmente de factores estruc­turales tales como una reforma agraria racional, un pro­ceso de industrialización necesario, la urgencia de la pla­nificación para el desarrollo, la ampliación del mercado para la colocación de los productos latinoamericanos, una nueva manera de encarar las relaciones comerciales internacionales, etc. La política preconizada por el Fon­do Monetario Internacional ya se sabe a qué ha llevado: a un mayor endeudamiento de las economías latinoame­ricanas, a una contracción del mercado, y —sobre todo— a una mayor penuria para las clases menos privilegiadas, además de que el capital extranjero obtuviese en forma crecientes pingües ganancias de sus inversiones en Amé­rica Latina. Los preceptos de la CEPAL han sido ensa­yados tímidamente por algunos gobiernos, y no hay du­das de que son resistidos vigorosamente por los grandes centros del capital internacional.

Al pasar, hemos mencionado recién los puntos fun­damentales del programa de la CEPAL. Es necesario de­tenerse un poco más en ellos para comprender cómo se ha tratado de movilizar ciertos recursos humanos con mi­ras a implementarlos. En primer lugar, una de las metas de CEPAL para impulsar el desarrollo de América Lati­na ha sido la de concretar la industrialización de estos países como paso de primera necesidad. Raúl Prebisch, en el documento antes mencionado, señala con toda cla­ridad esta exigencia: "In Latin America, reality is under-mining the outdated schema of the international división of labor. ( . . . ) Under that schema, the specific task that fell to Latin America, as part of the periphery of the world economic system, was that the producing food and

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raw materials for the great industrial countries. There was no place within for the industrialization of the new countries. It is, nevertheless, beeing forced upon them by events. Two world wears in a single generation and a great economic crisis between them have shown the La­tin American countries their opportunities, clearly poin-ting the way to industrial activity". O sea, que el camino insoslayable para promover el desarrollo de América La­tina pasa por la industrialización de estos países, según el pensamiento de uno de los mentores más notorios de CEPAL. Demás está decir que a lo largo de toda la tra­yectoria de ésta, este principio nunca ha sido abandona­do. En países cuyas economías se basan primordial-mente en la explotación de una o dos materias primas, esta exigencia resulta fundamental para promover una transformación radical de los mismos, tanto en lo eco­nómico como en lo social.

¿Cómo llegar a esta industrialización, y consiguien­temente, a este cambio estructural? Aquí aparece, en se­gundo término, otra de las grandes exigencias que una y otra vez se repiten en los planteos de CEPAL. Es ne­cesario luchar incansablemente contra las fuerzas que debilitan las economías latinoamericanas; las mismas provienen de los mismos países latinoamericanos, como también del exterior. Para enfrentarlas con ciertas posi­bilidades de superarlas, es de suma necesidad que las economías latinoamericanas sean bien planeadas y pro­gramadas; porque para que se expandan racionalmen­te las fuerzas del desarrollo en América Latina, hay que comprender que tal expansión "no podrá ser el resultado del juego espontáneo de esas fuerzas, como ha sucedido en la evolución capitalista de los países avanzados". A lo que el autor de estas líneas, el mismo Raúl Prebisch, añade: "Ha sido muy perturbador el concepto de que pu­diera reproducirse en nuestros países esa evolución" (9>.

9. R. Prebisch: Hacia una Dinámica del Desarrollo Lati­noamericano, pág. 20. Ed Banda Oriental, Montevideo, 1967.

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En consecuencia, porqué ya no es posible repetir dicha experiencia histórica y se impone encontrar nuevos cami­nos, éstos deberán ser bien planeados y correctamente programados. Aquí aparece, implícitamente, planteada la gran responsabilidad de la dirigencia para conducir como corresponde estos cambios. La misma debe aceptar con madurez la necesidad de la planificación. "Planificar sig­nifica un método riguroso —aunque no rígido— para ata­car los problemas del desarrollo, una disciplina continua­da en la acción del estado. Es una serie de actos de pre­visión, de anticipación de las necesidades futuras, de vin­culación racional de la forma de satisfacerlas con los es­casos recursos disponibles" <10). Resulta importante te­ner en cuenta que han sido contadas las oportunidades en que las dirigencias latinoamericanas han sabido poner sus capacidades al servicio de esta exigencia de planifi­cación; se impone, por lo tanto, un cambio en la forma­ción de las mismas.

Este cambio, esta conversión si se quiere, es aún más necesaria si se tiene en cuenta que existen factores exte­riores a Latino América, de enorme gravitación para obs­taculizar el desarrollo de estos países, incluso para es­trangularlo, y entonces provocar el deterioro de las eco­nomías latinoamericanas. Para evitar estos males, además de la implementación de productos latinoamericanos ma-jtttífacturados o semimanufacturados, y de la defensa de la relación de precios del intercambio económico, se im­pone la exigencia de expandir el mercado latinoamerica­no. De ahí que la CEPAL incluya insistentemente entre sus demandas de planificación, la de tener en cuenta la creación y expansión del Mercado Común Latinoameri­cano. Esta meta implica, tanto como las anteriores, la existencia de un grupo maduro, preparado y capaz para impulsar estas transformaciones de enorme importancia. Si no existe este grupo, según el tenor de la CEPAL,

10. Ibid., pág. 26.

difícilmente podrá llegarse a consolidar, ni siquiera po­ner en marcha el proceso de desarrollo para los países de América Latina. Y, sin este cambio estructural, no habrán posibilidades para una nueva sociedad, más hu­mana que la actual.

Si bien el pensamiento de CEPAL aparenta ser más riguroso y certero que-el de quienes intentaban la pro­moción de una sociedad más desarrollada a través del impulso emergente de los sectores medios, hay dos cosas que llaman la atención en ese planteo. En primer térmi­no, la asepsia política con que ha sido formulado (a pe­sar de que la misma constituye un juicio político sobre los grupos tradicionales que no han Üegado a ver que el futuro de América Latina, para superar los grandes pro­blemas que traban la vida de estos pueblos, requiere los cambios estructurales indicados por CEPAL). El proble­ma, empero, radica en que no se advierte cómo pueden ser vencidos los vicios del liberalismo que impiden la adopción de la planificación y la realización de tales cambios de estructura. Extraña el hecho de que en los documentos de CEPAL y en los escritos de muchos de sus principales hombres exista un optimismo fácil que se expresa en la creencia de que el liberalismo puede per­mitir, con ciertos ajustes por supuesto, la concreción del plan, del esfuerzo planific'ador para desembocar enton­ces en la industrialización y en la integración latindarne-ricana. Hay en ello un evidente error de cálculo o de pjrspectiva. En segundo lugar, luego de haber planteado la salida de la integración, extraña que los técnicos de CEPAL no lleguen, a denunciar claramente el peligro im­plícito en la misma: que en vez de favorecer al desarro-lio latinoamericano, en el fondo sea un instrumento que permitirá la expansión del capital privado extranjero, factor determinante en primer grado ..¿del" subdesarrollo latinoamericano. Si no se prevé esta eventualidad por mo­tivos de asepsia política o ideológica, hay que señalar entonces que la misma llega a lindar con una inconve-

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niente inocencia. En efecto, por todos es conocido el rol negativo que ha desempeñado generalmente la iniciati­va privada sobre el desarrollo latinoamericano. Abrirle la puerta para que actúe con mayor libertad en el proceso de integración, significa que el posible desarrollo no se­rá "armónico", puesto que no redundará en beneficio de todos los latinoamericanos, sino del sector privado extran­jero (el más fuerte) y de pequeños núcleos nacionales que operan conjuntamente con dichos grupos de la ini­ciativa privada extranjera. Claro está, denunciar abier­tamente la acción de estos grupos, sería equivalente a abandonar la asepsia política en la que CEP AL preten­de mantenerse. Lo malo de esta postura consiste en que no advierte que la influencia extranjera —sumamente importante a través de toda la historia de Latino Amé­rica— es un factor estructural, inserto y actuante desde el seno mismo de la economía, la sociedad, la política y la cultura de estos países, constituyendo uno de los obstáculos más fuertes, sino el más importante, para que los pueblos latinoamericanos lleguen a plasmar verda­deramente sus destinos de acuerdo a sus propios desig­nios.

Ahora bien, como ya ha sido señalado repetida­mente, para que este proyecto se ponga en marcha es de vital interés que existan grupos convencidos, diná­micos y capaces de promover la industrialización, la in­tegración de mercados latinoamericanos, la moderniza­ción de la economía y de la sociedad, todo ello a través de lo que Prebisch ha llamado "una planificación rigu­rosa". Es en tal sentido que la CEP AL ha enfatizado la preparación de los cuadros dirigentes para el desarrollo económico latinoamericano. Merece recordarse a este efecto la obra que se está tratando de cumplir a través del Instituto Latinoamericano de Planificación Econó­mica y Social (ILPES) desde 1962". Mediante la pre-

1 1 . Las funciones principales del, ILPES son: 1) Am-

m

paración de este nuevo grupo de dirigentes para el des­arrollo, la CEPAL tiende a cumplir lo que sus mismos conductores estiman que es tarea primordial en benefi­cio del desarrollo latinoamericano. En efecto, ante la crisis de las estructuras tradicionales en América Latina, la lideranza que hasta el presente tuvo a su cargo la conducción del desarrollo latinoamericano resulta ser superada por la nueva situación. El hacendado, líder tradicional de la vida política y social latinoamericana ya no es quien puede dar impulso a los cambios que exige la situación actual, fundamentalmente porque la ha­cienda es, desde el punto de vista de las exigencias de la producción y el desarrollo, una estructura obsoleta. Por lo tanto, es imperativo urgente el surgimiento de una nueva clase dirigente; ante el vacuum político de­jado por los grupos dirigentes tradicionales —lo que ha desembocado en una carencia muy notoria de una es­tructura de poder que pueda dar respuesta a los urgen­tes problemas latinoamericanos— es de gran necesidad la formación de una nueva clase de conductores que esté a la altura de la respuesta que merecen los grandes problemas actuales de América Latina, y que —sobre todo— pueda .dar cauce a las energías de las nuevas clases emergentes que ya se lanzan a la satisfacción de sus aspiraciones.

Es fácil descubrir la fuente de donde proceden es­tas reflexiones que practican algunos de los hombres más

pliar los conocimientos técnicos de los funcionarios especialistas latinoamericanos, mediante los cursos de capacitación y adies­tramiento directo en el servicio; 2) Ayudar a los gobiernos a establecer las organizaciones institucionales técnicas requeridas para llevar a cabo más eficazmente la planificación del des­arrollo económico y social; 3) Asistir a los gobiernos, en un plano técnico, en la preparación de sus programas de desarrollo eco­nómico y social; 4) Llevar a cabo los estudios necesarios para el mejoramiento de las técnicas de planificación que se aplican en América Latina.

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notorios de CEPAL (12>. José Ortega y Gasset, el cono­cido pensador español, se ha referido a estos asuntos (claro que en un contexto más general), desde la se­gunda década del siglo hasta su muerte en 1955 (1?,). Entre los estudiosos de CEPAL los hay que son buenos discípulos de Ortega, encargándose de traducir sus ideas y proyectarlas sobre la situación latinoamericana actual. Como se sabe, Ortega siempre planteó la necesidad de una articulación del cuerpo social, la que habría de con­sistir en una vertebración entre las masas y las élites. Estas deben saber conducir a aquéllas; pero a su vez, las masas nada pueden hacer sin una élite que las diri­ja. Corresponde ahora preguntar si el pensamiento de Ortega, tan atractivo por muchas razones —aunque no precisamente por su aristocratismo—, es el que corres­ponde realmente a las exigencias actuales de los pueblos latinoamericanos. En un momento en el que la situación de los mismos revela la emergencia de los núcleos po­pulares (proletariado, ejército industrial de reserva, etc.) más que de las clases medias, resulta evidente que el desarrollo no exige solamente la presencia de conducto­res adecuados, sino el esfuerzo y la participación de las grandes mayorías.

Es aquí donde la obra de CEPAL —tan ponderable por otros aspectos— resulta francamente insuficiente, cuando no errada. En efecto, el acceso de las masas, del pueblo, a una sociedad de participación total no se lle­va a cabo únicamente mediante la preparación de los núcleos dirigentes.

Existe en esta tendencia un menosprecio implícito

12. En especial, cf. José Medina Echavarría: Considera­ciones Sociológicas Sobre el Desarrollo en América Latina. Ed. Banda Oriental, Montevideo, 1964.

13. Cf. especialmente, de José Ortega y Gasset: España Invertebrada; El Tema de Nuestro Tiempo; La Rebelión de las Masas; En Torno a Galileo; El Hombre y la Gente; etc.

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de lo popular que determina, desde ya, la invalidez del intento. Porque en América Latina la sociedad será más humana con la participación de las mayorías, o no será. El desarrollo latinoamericano, de concretarse, habrá de merecer el apoyo de los grandes sectores de la pobla­ción, o no será desarrollo. Por lo tanto, corresponde im­pulsar los métodos de comunicación a nivel popular para que los núcleos que hasta ahora han sido una y otra vez marginados de las decisiones tocantes al des­tino de los pueblos latinoamericanos, puedan tener voz y participación efectiva en el proceso de desenvolvi­miento. Esto, de llevarse a cabo, obligará a superar cier­tos esquemas que, pese a sus buenas intenciones, siguen manteniendo en situación de sumisión y dependencia a la conciencia popular, aunque procuren concretar una promoción de la misma. Su defecto consiste en hacerlo de manera paternalista. Por eso mismo, aunque parezca paradojal, no hay mucha diferencia entre un régimen de tecnócratas y otro de militares ilustrados; a su manera, ambos pretenden conducir al pueblo hacia una socie­dad más avanzada; a su manera, también, ambos están prescindiendo de la voz y la acción populares, sin las cuales no puede existir una sociedad humana, en la que todos participen.

III. La integración de los marginados, o una sociedad nueva que es igual a la de siempre.

Muchos han advertido que el potencial más impor­tante del que disponen actualmente los pueblos latino­americanos para llegar a forjar una sociedad más humana no se encuentra, precisamente, entre los reducidos nú­cleos que pueden constituir su dirigencia. Más bien, y

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advirtiendó en esto algunos datos de importancia que se desprenden de la observación del proceso social, en­tienden que dicho potencial se encuentra en los gran­des contingentes humanos que, abandonando las zonas rurales, han migrado hacia las urbanas. Buscando un mejor destino, han dejado el lugar natal, pasando a en­grosar el número de quienes viven en los tugurios y barrios de emergencia que pululan en las grandes ciu­dades de América Latina. Lamentablemente, entre esos millones, son muy pocos los que llegan a obtener un trabajo estable y digno que les permita un estilo de vida que puede ser considerado como aceptablemente humano. En efecto, el índice de crecimiento industrial de las ciudades ha marchado a un ritmo mucho más lento que el índice de crecimiento de su población. De ahí que muchos de esos contingentes humanos que mi-graron del agro a la urbe, apenas si pueden sobrevivir en un régimen de semiocupación, conchabándose inte­rinamente en empleos generalmente tan mal pagos como poco estables. Es este núcleo de personas que en los últimos dos decenios ha multiplicado por dos, y hasta por tres, las poblaciones de Lima, de Santiago, de Ca­racas, de Sao Paulo, etc. Para muchos observadores, la insatisfacción de sus expectativas, la frustración prolon­gada de sus esperanzas, constituyen motivos que no ha­cen más que alimentar un sordo resentimiento. El mismo es abonado también por la carencia de los medios de vida, por la miseria que condiciona sus existencias y, sobre todo, por el contraste de su pobreza con la faci­lidad de vida que otros —generalmente un núcleo me­nor de población— gozan.

Por lo tanto, si bien entienden como necesaria la formación de grupos que han de cumplir una función de liderazgo en el proceso de desarrollo y cambio hacia una nueva sociedad, al mismo tiempo indican el carác­ter prioritario que corresponde a la tarea de promover

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a estos grandes contingentes humanos (que algunos lla­man, imprecisamente, marginados) para que impulsen por su parte un proceso de cambios a través del que, por un lado se vean integrados a la sociedad que hasta ahora los ha "desplazado", en tanto que por otro les permitirá satisfacer sus necesidades más elementales. O sea, que además de un cambio de estructuras económi­cas se estima también necesario un proceso de desarrollo social. El modelo que éste persigno lia sido entendido hasta ahora según las pautas que se desprenden de la sociedad moderna, que algunos estudiosos estiman como la sociedad dinámica por excelencia (aquella en la que "se institucionaliza el cambio"), y cuyo estilo político es el que corresponde al liberalismo democrático tal co­mo se lo practica en los países de Occidente. Resumien­do: es imposible acceder a una sociedad democrática moderna sin la participación de los grandes contingentes populares. Estos deben ser movilizados en un doble sen­tido: por un lado debe impulsarse! su participación en el proceso social con miras a su integración plena en la sociedad. Y, por otra parte, debe procurarse su movili­zación en el complejo social tola!, con el propósito de que aceleren el proceso de desarrollo económico y social a través de la presión que emana de sus exigencias. El desarrollo social, en consecuencia, debe trascender a las meras élites, y debe alcanzar a lodo el pueblo, especial­mente a las capas menos privilegiadas de éste que, en la situación actual de América Lalinn, pueden ser enor­memente dinámicas, poseedoras do un gran potencial político para el cambio.

La meta propuesta es, pues, la modernización de la sociedad. ¿Cómo alcanzarla? Según so sabe, la socie­dad moderna es mucho más compleja que la tradicional. Si en ésta,prevalecían las relaciones primarias, en aqué­lla los resortes más importantes para el funcionamiento social lo constituyen las instituciones secundarias. A me-

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dida que éstas se reproducen y multiplican, crece la complejidad social, pero al mismo tiempo son mayores los contingentes humanos que se integran y participan más armoniosamente con el sistema social imperante. O sea, que el cambio social que se propugna es el que deja las cosas como están. Puede ser que un mayor grupo de personas integre estas asociaciones secundarias; in­cluso puede ser que a través de su integración en esos grupos tengan el sentimiento de que participan de una manera más o menos significativa en el proceso social. Sin embargo, en última instancia —y aunque haya pros­perado la situación personal de algunos— no han hecho más que consolidar el sistema imperante.

Es verdad que ha habido movilización de grandes masas humanas; pero al mismo tiempo hay que señalar que no es menos cierto que a través de esta movilización se ha procurado la integración de aquéllas a un sistema que no sufre grandes cambios por la acción de estos procesos. Como dice Gino Germani, la movilización "co­rresponde al proceso psicosociológico a través del cual grupos sumergidos en la 'pasividad' correspondiente al patrón normativo tradicional (predominio de la acción prescriptiva a través del cumplimiento de normas inter­nalizadas), adquieren cierta capacidad de comporta­miento deliberativo, alcanzan niveles de aspiración dis­tintos de los fijados por ese patrón preexistente, y con­siguientemente, en el campo político llegan a ejercer actividad" (14). Esta actividad, porque está integrada al sistema, pese a las apariencias, no significa para nada ningún desencadenamiento de un proceso de significa­tivos cambios sociales hacia una sociedad más humana. Sería diferente si, en vez de buscar la integración al sis­tema de estos recursos humanos movilizados, se procu­rara en cambio dinamizarlos con miras a la transforma-

14. G. Germani: Op. cit., pág. 29.

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ción radical de la sociedad. Si bien, tanto en uno u otro caso se trata de una manipulación política que en último grado implica un menosprecio del pueblo, esa manipu­lación es imputable de mayor condena cuando procura la integración de esos grupos en el sistema. Porque, como muy bien arvierte también Gino Germani, integra­ción puede ser definida como "una forma particular de intervención de los grupos movilizados: a) por un lado se lleva a cabo dentro de canales institucionalizados en virtud del régimen político imperante (y tal interven­ción posee por lo menos un cierto grado de efectividad, además de un reconocimiento formal); b) por el otro es percibida y experimentada como "legítima" por los grupos movilizados, debiéndose agregar que en ese sen­timiento de "legitimidad" está también englobado, de manera explícita o implícita, concicnte o inconciente, el cuadro institucional global, es decir, el régimen político por un lado, y, por lo menos, ciertos valores básicos que aseguran un mínimo de integración en la estructura so­cial." Y, agrega, poco más adelante: "Como es bien sa­bido estos mecanismos pueden acompañarse perfecta­mente con actitudes verbales extremas que impliquen un rechazo total del orden existente —siempre que im­plícitamente tal actitud de rechazo sea "suspendida" y postergada para un futuro no especificado" (1B). Tenien­do en cuenta estas definiciones de Germani se comprende fácilmente que la así llamada "democracia representati­va" en América Latina ha reposado justamente, en los últimos treinta años, en este mecanismo de movilización e integración. Para ello se ha operado fundamentalmente de dos maneras: por un lado, se crearon los canales ins­titucionales necesarios (las mentadas instituciones se­cundarias, generalmente) que permitieron la moviliza­ción popular: clubes políticos, centros divisionales, células partidarias, comisiones de fomento para barrios o zonas,

15. Ibid., pág. 30.

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clubes de madres, asociaciones de todo tipo en fin, que aglutinaban a manera de centros deliberantes sobre pro­blemas comunes a quienes hasta ahora no habían tradi-cionalmente participado en los asuntos de interés gene­ral. El resultado es fácilmente advertible: gracias a esta movilización, esas personas tenían la ilusión de partici­par realmente en la discusión y decisiones concernientes a su existencia social. Pero, no era más que una ilusión, porque por otra parte, en estas instituciones secundarias el estilo ha sido que en tales discusiones generalmente ha prevalecido un consenso propicio a la estabilidad del orden y del sistema imperantes. La movilización, en consecuencia, entendida de este modo, lleva a la inte­gración en el sistema.

Esto es, justamente, lo que está ocurriendo cuando se emprende la movilización de los "marginados" con miras a acelerar el proceso de modernización de la so­ciedad. Entre contingentes sociales de los que se sospe­cha un gran potencial político para el cambio, la puesta en marcha de este tipo de movilización no tiende a otra cosa sino a integrarlos en un sistema que hasta ahora no ha hecho más que explotarlos, postergando indefini­damente el cumplimiento de su propio destino. En efecto, para América Latina, y sobre todo para sus pue­blos, postular como meta de su desarrollo social la so­ciedad moderna según las pautas occidentales, implica mantenerla en la esfera de dependencia de ese mismo Occidente que hasta ahora no ha hecho más que explo­tarla, frustrarla y semiestrangularla. En vez de permitir que esos mismos grupos digan su palabra, proyecten sus propios ideales de una nueva sociedad, busquen los ca­minos necesarios para forjarla, las élites de inspiración occidental pretenden adelantarse a los acontecimientos y así promueven una gigantesca movilización de los mar­ginados. ¿Para qué? Para plasmar una réplica de las sociedades deshumanas que hasta ahora han envilecido

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a los pueblos latinoamericanos. Por muy modernas que sean, las naciones latinoamericanas rechazan ese modelo para una nueva sociedad.

Por eso mismo esos intentos deben ser denunciados claramente. Ya ni siquiera se puede hablar de "movili­zación", sino más bien de manipulación de recursos hu­manos. Esta red de instituciones secundarias en las que los manipulados tienen la ilusión de ejercitar hasta cierto grado su libertad, en última instancia cumplen el sinies­tro rol de frenar el dinamismo del pueblo. Esa fuerza que surge de su espontaneidad y que cual certera fle­cha va rectamente en procura de la concreción de sus intereses más genuinos. Para impedir que esto ocurra, los grupos dirigentes han restringido y restringen la mentada participación popular únicamente al marco de las instituciones secundarias que le han sido asignadas al pueblo. De esta manera, a pesar de la ilusión del cambio gracias a la movilización e integración de los marginados en el proceso social, lo que ocurre es el mantenimiento del statu quo ( , m .

Es lamentable que esta manipulación pueda ser confundida por algunos como una revolución. Si ésta es un cambio profundo y radical de las estructuras exis­tentes que desemboca en última instancia en la instau­ración de un nuevo orden, no se concibe cómo puede ser confundida con cambios que sólo tienden a favore-

16. Cf. Ibid., pág. 41: "La existencia de este sentimiento de participación no guarda necesariamente relación con la in­fluencia efectiva que las capas populares puedan ejercer sobre el gobierno". "Aunque, como ya se indicó, la manipulación tenga límites, se trata, sin embargo, de límites amplios. Tampoco hay una estrecha relación con las mejoras de orden económico que estos regímenes puedan efectivamenle proporcional. Contraria­mente a la opinión muy difundida de (me la adhesión de las capas populares se .logra a base de promesas demagógicas en el orden económico, la base real del apoyo es aquella "expe­riencia de participación" que hemos intentado describir."

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cer a los grupos dominantes, .y sobre todo a los poderes extranjeros imperialistas que han sometido a los pueblos latinoamericanos. Esta "revolución" que se intenta llevar a cabo por órdenes prepotentes y a través de mecanis­mos verticales no puede conducir de ninguna manera a la formación de una sociedad más humana. Más bien, su instauración sería el ápice de la deshumanización en América Latina, en virtud de la alienación que estarían sufriendo los pueblos que la hubieran adoptado. Y es que, en vez de ser revolución, en realidad se trata de la contrarrevolución. Entonces, una negra noche sería lo que estaría ocupando el tiempo de un nuevo mañana para los pueblos latinoamericanos.

Pero éstos están llegando a un momento en el que ya no dejan que otros hablen por ellos. Entienden que ha llegado el momento en el que deben comenzar a de­cir, sin balbuceos, sus propias palabras. Ya este proceso ha comenzado, y si bien será necesario muchas luchas y esfuerzos para hacerlo culminar, lo importante es que está en marcha (17).

ÍV. La palabra debe ser del pueblo, o la oportunidad para una sociedad humana.

Las tres concepciones del cambio social en América Latina, basándose en la movilización de ciertos recur­sos humanos, con miras a forjar una sociedad más hu-

17. Según el texto de la canción "Caminando" de Geraldo Vadré, prohibida en Brasil:

"Vem, vamos embora que esperar nao é saber quem sabe faz a hora nao espera acontecer."

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mana, no nos han satisfecho. La primera, porque los "sectores medios", ya han perdido el impulso de creci­miento y desarrollo que los caracterizara en las primeras décadas de este siglo. Más bien, en el correr de la dé­cada del sesenta, sus definiciones políticas han sido más bien conservadoras, opuestas al cambio, y en más de un sentido situadas en el umbral de lo reaccionario. Piénsese, sino, en la manera cómo dichos sectores alen­taron y participaron en la "Marcha por Dios, la Patria y la Familia" que prologó el golpe de estado en Brasil, hacia fines de marzo de 1964; de la misma manera que en octubre de 1968 condenaron a la movilización de los estudiantes mexicanos. Es que, en momentos críticos, los así llamados "sectores medios" asumen un comporta­miento conservador; la experiencia en tal sentido no es sólo latinoamericana, pues como se sabe, en las dos dé­cadas que siguieron a la primera guerra mundial en este siglo, tanto el fascismo en Italia, como el nazismo en Alemania, surgieron y se desarrollaron apoyándose en la pequeña burguesía. En consecuencia, como lo puntua­lizamos en el momento pertinente, no cabe esperar nin­gún cambio significativo hacia una sociedad más hu­mana en América Latina en base a la acción de estos sectores. Pero, de la misma manera, esos cambios no llegarán a plasmarse en forma aceptable a las necesida­des de todo el pueblo, si para ello sólo esperamos en lo que podrán hacer las nuevas élites. En efecto, para que el cambio sea efectivo, tiene que ser mucho más que un cambio de mentalidad en los dirigentes; por el contrario, debe ser un cambio en el que las mayorías tengan una influencia decisiva. De no ser así, por muy modernizadas que sean las élites, por muy predispues­tas que se encuentren en favor del cambio, al carecer de apoyo popular serán fácil presa de quienes deciden el destino de los pueblos de América con miras a usu­fructuar del mismo los mayores beneficios posibles. En

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realidad, las dirigencias para conducir a las multitudes populares no pueden ser impuestas a éstas; no aparecen como resultado de un proceso de preparación, selección y estudio. Surgen de las mismas filas populares; son per­cibidos por éstas a través de sus esfuerzos y sus luchas, depositando en esos líderes no sólo su confianza, sino también apoyándolos con todas sus fuerzas. Por eso, élites y grupos de poder, por muy ilustrados que pudie­ran ser, sin el pueblo no llegan a mucho. Si quieren hacer triunfar sus esfuerzos y concretar sus metas, en algún momento deben ponerse al servicio de los sectores populares. Mas deben hacerlo estando a las órdenes del pueblo, no intentando su manipulación. Es ésta la que vicia el tercer intento comentado hasta ahora: no se trata de reunir al pueblo, darle la ilusión de su partici­pación en el proceso de cambios, y al mismo tiempo integrarlo por esas vías a un sistema que una y otra vez lo aplasta y anonada. Cuando se habla de los margina­dos, y no se denuncia que son marginados porque hay quienes manejan un sistema de opresión que los explota, y al mismo tiempo se crean mecanismos que han de llevarlos a su integración en ese mismo sistema, enton­ces ya no hay posibilidades de una sociedad más hu­mana, sino que se asiste a la puesta en marcha de los mecanismos más sutiles y a la vez más alienantes en la lucha contra los intereses del pueblo.

Este, bien se sabe, se moviliza de alguna manera para expresar lo que le molesta. A pesar de las aliena­ciones que sufre, sale a protestar contra los gobiernos conservadores, se define contra los gorilas de turno; los estudiantes y los obreros son mártires ya casi cotidianos en las calles de las ciudades, así como los campesinos lo son en los campos. Hay un rumor sordo, que pronto se ha de transformar en clamor incontenible; es que la hora de las transformaciones reales tiene que llegar. Poco a poco el pueblo entiende que debe decir su pa-

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labra. Hasta ahora, ha repetido la de sus opresores; se ha sumado al coro que hacía eco a discursos que no entendía y que no le llegaban. Esas palabras no tenían que ver con el pueblo; se referían a planes y proyectos en los que él no había intervenido y por los cuales no sentía necesidad de luchar. Pero ahora las cosas comien­zan a cambiar.

Más y más se abre camino la convicción de que el destino de América Latina, si quiere llegar a plasmar realmente una sociedad más humana, no puede estar de­terminado por los grandes centros del poder mundial, ni por las minorías que hasta el presente se han turna­do en el gobierno de las repúblicas del sur del Río Grande. O sea, son los mismos pueblos latinoamerica­nos los que deben ir buscando su propio desarrollo, la estructuración social que más les convenga, de acuerdo a sus propios valores y su propia cultura. No se trata ahora de repetir esquemas, ni de proyectarse hacia mo­delos que han tenido mayor o menor éxito en otras partes del mundo. Más bien, el momento parece ser maduro para ir, a través de los esfuerzos y las luchas cotidianas, precisando poco a poco la nueva sociedad hacia la que han de tender los pueblos de América La­tina. Sólo así éstos serán dueños de sus propios destinos. De no ocurrir esto, la alienación secular que padecen ha de continuar. Se consolidará aún más su dependen­cia económica del exterior, y en razón proporcional a la misma serán dominados por los pueblos de los cua­les dependan; la dialéctica del amo y del esclavo ha pasado a ser la cifra de las relaciones internacionales que existen entre los centros de la economía mundial y los países periféricos. Mas, la misma también se pro­yecta a las relaciones culturales; en efecto, los países que dominan y controlan el mercado internacional mun­dial no se contentan con ello, sino que también procuran la colonización cultural de los países dependientes. Así

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es como a éstos se los induce a transitar por vías de cambio social que los conducen a mantenerse dentro de la esfera de influencia de aquéllos. En este grado, la alienación es gravísima: la dependencia económica y cultural constituyen obstáculos poderosos para la forma­ción de una sociedad humana, para la humanización de quienes viven en el mundo subdesarrollado. Es necesa­rio, entonces, romper el cerco de la alienación. En esto consiste fundamentalmente la tarea de la liberación na­cional <18). Esta supone, en consecuencia, un proceso de relaciones conflictivas y dialécticas (contradictorias) entre los oprimidos y los opresores. Este proceso, aun­que puede ser de duración bastante limitada, puede ser concebido para América Latina como largo y penoso. Ello se deduce de la consideración del tipo de aliena­ciones que sufre y de la gravedad de las mismas. El mismo, con toda seguridad tendrá que resolverse —por imposición de las actuales circunstancias— en forma vio­lenta. No obstante, hay que tomar en consideración otros elementos que son también imprescindibles en to­da tarea de liberación.

Entre esos elementos, si se pretende que el mismo pueblo vaya forjando sus destinos, es fundamental una nueva orientación en la educación. Esta, hasta ahora, tiende más bien a imponer los valores del opresor que a permitir una mayéutica del ser latinoamericano. Esto aún continúa oculto, no osando salir a luz. Soporta la carga del ser del opresor, la imposición de sus pautas de vida, etc. La educación que se practica en América Latina, pues, tiene consecuencias profundamente deshu­manizantes. Con ella no se llegará a una sociedad más humana; por el contrario es un obstáculo en el camino

18. Cf., en tal sentido, un clásico por excelencia, aunque casi contemporáneo nuestro. De Franz Fanón: Les Damnés de la Terre. Ed. Maspero, París, 1967.

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hacia la misma. Ahora bien, esta nueva orientación en la educación debe tender a que las voces hasta ahora acalladas puedan decir —de una buena vez su palabra—. Esas conciencias que estaban ocultadas por la concien­cia del opresor, dominadas por su apreciación de la rea­lidad, deben liberarse de este yugo y llegar a ser ellas mismas, libres y activas. En este sentido, esta educación

• renovadora que ya se está practicando en América La­tina (19) es algo más que un hecho cultural: supone una definición política. Su misma metodología, basada en el diálogo franco y en el intento de crear conciencias crí­ticas como primer paso en el ejercicio de la libertad, constituyen un elemento precioso en la construcción de una democracia verdaderamente popular. Por eso mis­mo anotaba Fanón: "Las masas deben poder reunirse, discutir, proponer, recibir instrucciones. Los ciudadanos deben tener la oportunidad de hablar, de expresarse, de inventar. La reunión de célula, la reunión del comité es un acto litúrgico. Es una ocasión privilegiada que es otorgada al hombre para escuchar y decir. En cada reu­nión el cerebro multiplica sus vías de asociación, el ojo descubre un panorama cada vez más humanizado" (20).

A partir del diálogo mutuo, crítico y reflexivo, se asiste a la toma de conciencia liberadora hacia la que tiende la nueva educación. Aquí los recursos humanos no son manipulados; se trata de que la persona llegue a ser dueña de sus posibilidades y esté dispuesta a plas­marlas. La educación así entendida no consiste única­mente en un acto intelectual; ella se cumple en la ac­ción, libre y transformadora. O sea, que esta educación consiste en llevar a la conciencia plena de una persona

19. Los lincamientos de esta nueva pedagogía han sido expuestos principalmente por Paulo Freiré. Cf. su obra La Edu­cación como Práctica de la Libertad, esp. págs. 104-105. Ed. Tie j

rra Nueva, Montevideo, 1969.

20 . F . Fanón, Ibid.

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lo que existe en forma potencial en eíía. Es esa con­ciencia potencial, a la que también podemos llamar vis­ceral, la que en última instancia provoca el comporta­miento del individuo. Así, en el hambriento, a pesar de que muchas veces quienes lo han sido toda la vida no tiene conciencia inmediata de su hambre, su conciencia busca la satisfacción de necesidades irresistibles. Por este camino, se orienta hacia la estabilidad de su organismo, procura salir de su precariedad de vida y llegar a exis­tir de manera más apropiada. Todo esto pone de mani­fiesto que la toma de conciencia que busca dinamizar la historia no es sólo intelectual, sino fundamentalmente acción. Es que una verdadera toma de conciencia dina-miza al ser total del hombre, su cuerpo y su espíritu, hacia una acción por la liberación que se ha de dar a través de un crecimiento humano integral, que por otra parte, para ser realmente liberador ha de llevarse a cabo en forma continua. JSn este sentido,_el proceso de con-rjpptiyflHón puprlpí ^er entendido como una educación^ permanente. Y tal, en efecto, es la experiencia de los pueblos que se lanzan decididamente hacia su libera­ción: crecen, se desarrollan, surgen y ponen de relieve sus propias características y valores. En resumen, vi­ven un verdadero proceso de humanización que desem­boca inexorablemente en la constitución de una sociedad más humana. Tal ha sido lo que ocurrió con los pueblos oprimidos que en el correr de los últimos cincuenta años han llegado a concretar su liberación.

Según lo que acabamos de ver, en la búsqueda de una sociedad más humana un nuevo concepto de la edu­cación, basado en el diálogo y culminando en la acción, es elemento imprescindible. Mas no basta. Para que el pueblo se dinamice en la búsqueda de un futuro nuevo, también es importante que poco a poco vaya vi­sualizando de manera más clara la nueva sociedad ha­cia la que se proyecta. La toma de conciencia no puede

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ser completa a menos que trascienda el momento actual y se oriente hacia el futuro, organizándolo y planeán­dolo, que es una manera de ir haciéndolo posible. A me­dida que se vaya aclarando tal visión de la nueva socie­dad, si ella responde a las necesidades y urgencias del pueblo, indudablemente irá atrayendo cada vez más al mismo. Aquí aparece, entonces, la importancia de la ideología como instrumento coadyuvante para la forma­ción de una sociedad más humana, cosa que conviene señalar cuando aún no se ha apagado el ruido de quie­nes cantaban un réquiem a las ideologías en nuestro tiempo. Como lo indica bien Luis A. Gómez de Souza: "Es importante, ver como, al pensar en un fundo_fntiirn no dejamosjieJLado la dimensión jdcológica.jLLjiQdemos evitar el—tomar posición. Y, ese acto Je" voluntad._gs4_ esencialmente, en estos casos un icio político. 4£&_en función de ese acto que se hacen Tos análisis políticos. ¿Qué utilidad tendría, y de manera muy especial en América Latina, el estudiar tendencias, sin trazar alter­nativas políticas hacia el futuro. Estas políticas alterna­tivas toman sentido dentro de un proyecto ideológico. Jean Lacroix distingue entre previsión y proyecto. Gas­tón Berger lo hace entre proyección y perspectiva. Al­guien dijo que lo importante 'no os adivinar el futuro probable, sino preparar el porvenir deseable e incluso quizás ir más lejos: buscar hacer probable el futuro deseable" (21).

¿Es posible, en el momento actual, ir avizorando ese futuro deseable? Creemos que sí. En_^uiuner térmi­no, para América Latina, el mismo supone la ruptura con el sistema social vigente. Este es alienante, deshu­manizante, y lleva consigo la impronta de la desgracia y el dolor para los pueblos latinoamericanos. En segun-

21 . Luis A. Gómez de Souza: Kl futuro de las Ideologías y las Ideologías del Futuro, en Víspera Nv 12, pág. 31. Monte­video, 1969.

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do término, y como corolario de lo anterior, la ruptura con el "desorden establecido" exige la superación de la dialéctica dominación —dependencia, que es la que ac­tualmente marca la vida de los países de Latino Améri­ca. Esto implica la creación de un nuevo estilo en las relaciones comerciales internacionales, y en las políticas también. Tercero, la nueva sociedad hacia la que tien­den los pueblos de América Latina ha de ser coñciente ae sus limitaciones y de sus capacidades. Ha de revisar en forma constante su estilo de vida, sus planes y pro­yectos. En tal sentido, será una sociedad abierta, enca­minada hacia su continua transformación. En cuarto lu-gaj, en ella el hombre ha de tender a ser dueño tanto de la naturaleza como de su propia historia. Esto impli­ca que el índice de aplicación tecnológica ha de crecer notoriamente en relación con la actualidad, pero que el mismo no será propiedad de unos pocos sino que perte­necerá a los recursos de la nación y será administrado por el pueblo. Ep quinto término, y en relación directa con lo anterior, en la nueva sociedad, para que sea más humana, de una vez por todas se eliminará el control que las minorías ejercen sobre las mayorías, así como cualquier forma de paternalismo de unos grupos socia­les sobre otros. En vez, las relaciones en la sociedad se­rán establecidas en términos de libertad y de justicia. La participación social, por ende, no habrá de ser ma­nipulada. En resumen, la meta que los pueblos latinoa­mericanos entrevén es la de una sociedad para una hu­manidad madura y libre (que no es lo mismo que la sociedad moderna).

Por supuesto, entre el momento de la toma de con­ciencia que se está produciendo en los pueblos latinoa mericanos actualmente, y el momento en que —de algu­na manera— esta nueva sociedad pueda llegar a ser plas­mada, media un lapso importante. En él, los esfuerzos populares deben organizarse con miras a hacer posible

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una acción coordinada y firme que permita acercarse a los objetivos que guían su acción. ¿Cuál es la forma más apropiada para tal organización? ¿Habrá que seguir algún modelo clásico, o más o menos heterodoxo en es-te nivel? Son preguntas que por ahora no pueden ser contestadas en forma definitiva. Cuando mucho, apenas si es posible dar —a manera de aproximación a esas res­puestas— algunas reflexiones que se deducen del con­tacto con el pueblo que va tomando conciencia de la ne­cesidad del cambio hacia una sociedad más humana. En primer lugar, que la organización de las fuerzas popula­res debe caracterizarse por un equilibrio dialéctico de disciplina y espritu comunitario. La disciplina, necesa­ria para la eficacia que requiere la acción política que procura los cambios; sin ella, la anarquía pasa a domi­nar y los esfuerzos se dispersan y anulan. El espíritu co­munitario es necesario para que la disciplina*"y la bus r

queda de efectividad no~"pervteiian el_nr()cesb deTru"^ ^manizacion;. Dureza y Ternura,-"si so" quiere, según las palabras del Che Guevara; ambas son necesarias. En se­gundo término, las organizaciones populares no pueden conducción de la lucha y para evitar infantilismos y ac­tos descontrolados. No obstante, un control efectivo de los núcleos de base debe ejercerse sobre los dirigentes de cualquier organización popular. Sólo así, a lo largo de la marcha hacia una sociedad nueva, podrá preser­varse la preocupación porque ésta sea realmente humana.

Alguien puede decir: este tipo de organización no existe entre los sectores populares de América Latina. Si nos atenemos a los hechos tal cual son, hay que darle razón. Más, si en cambio atendemos a la evolución po­lítica de esos sectores y a su creciente madurez, no hay prescindir de dirigencias; éstas son necesarias para la duda que un tipo de organización tal está en proceso. La solidaridad que manifiestan algunos movimientos po-

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pulares en América Latina, su preocupación por una es­tructura democrática para su organización, la generosi­dad de vida que hacen evidencia sus integrantes, son la mejor garantía de una sociedad más humana para el fu­turo. Por su ejemplo apelan a otros; por su dedicación a la causa popular hacen que el pueblo mismo diga su palabra y se proyecte hacia un nuevo mañana. El mis­mo se va forjando por estos grupos sin manipular a otros, sin paternalismos, sin menospreciar a nadie, sino con el estilo de un nuevo ser en proceso. Aquel que no sólo procura ser eficaz, sino que además procura ser hombre.

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LA LIBERACIÓN, EL NUEVO NOMBRE DE LA PAZ

GONZALO CASTILLO

Mis comentarios sobre el tema se basan en las con­diciones concretas que se viven hoy en la mayor parte de América Latina. Permítanme por tanto comenzar con algunas escenas gráficas y noticias frescas sobre lo que está ocurriendo allí.

1. El martes 24 de marzo de 1970, durante la Se­mana Santa, los periódicos colombianos informaron de un enfrentamiento entre los habitantes del barrio Pablo VI, en la ciudad de Medellín, y un pelotón de seis po­licías. Estos últimos habían ido a prestar protección a los funcionarios oficiales enviados a cortar los 'cables eléctricos de contrabando' que abundan en el barrio. En Colombia hay millones de gentes, emigradas del campo, que sobreviven en los tristemente célebres "cinturones de miseria", alrededor de las ciudades, sin trabajo ni oportunidades. No tienen para comer, muchos menos para pagar servicios públicos como agua y luz. Para

Este trabajo fue presentado por su autor, en sus puntos principales, a la Consulta, sobre Preocupación Cristiana por la Paz, organizada por SODEPAX, en Badén, Australia, Abril 3-9, de 1970.

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alumbrar sus casitas se ven obligados a usar "cables de contrabando" que los conectan clandestinamente a los cables distribuidores de energía para sectores adyacen­tes. Así obtienen luz sin pagar. Exasperados por la ne­cesidad, ya que el servicio del agua también había sido cortado la semana anterior, los habitantes del barrio Pa­blo VI se armaron con palos y piedras para defenderse de los empleados públicos que los amenazaban con de­jarlos en la oscuridad. El resultado fue una niña muerta, una señora gravemente herida, y decenas de heridos le­ves. Dos sacerdotes que se pusieron de parte de los ha­bitantes del barrio recibieron culatazos de la policía. '*> Enfrentamientos como éste tienen lugar a menudo en todas partes del país, por motivos parecidos.

2. Durante los meses de diciembre (1969) y ene­ro (1970) hubo huelga de trabajadores en una de las fábricas más grandes de Colombia, la Cervecería Bava-ria. En el conflicto el presidente del país se alió incon-dicionalmente con la «nesa, y amenazó a los trabaja­dores con represión violenta alegando tres razones: pri­mera, que en comparación con otros obreros los de Ba-varia eran realmente privilegiados; segundo, que un al­to porcentaje de los impuestos nacionales provienen del consumo de la cerveza, de manera que la paralización de esta industria perjudica directamente al Estado; y tercero, que el país estaba haciendo un gran esfuerzo de desarrollo que demandaba la austeridad de todos los colombianos. Los trabajadores en huelga contestaron pu­blicando los datos de la Asamblea de Accionistas de la Empresa en que se veía claramente que entre 1968 y 1969 veinte altos ejecutivos habían aumentado sus suel­dos algunos en un 100%, y otros hasta un 178%, mien­tras que los trabajadores rasos no habían recibido au-

I . El Tiempo, Bogotá, Marzo 25, 1970, p. 1.

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mentó desde 1962! La austeridad era sólo para los de abajo. <2)

3. El ocho de febrero pasado (1970) uno de los dos diarios más importantes del país informó algo muy grave. Investigadores del gobierno habían descubierto que los laboratorios extranjeros que fabrican y distribu­yen medicinas en el país, inflan los costos reales de los productos químicos importados de sus propias casas matrices, en algunos casos hasta en un 4.000% sobre el costo real; y que esta "sobrefacturación" les permite por un lado, remitir al exterior lucros en dólares bajo el pre­texto del pago de "costos" de importación, y por el otro, elevar el precio de venta de los productos. En Colom­bia, millones de gentes pobres tienen que dejar morir a sus hijos por el alto costo de las medicinas. Entre los laboratorios culpables están: Bristol, Roche, Bayer, Pfi­zer, Lilly, Wyeth, Squibb, Merck, Specia, Abbot, Cya-namid, Hóchst, Parke Da vis, Eaton y Warner-Lambert. (3> Hasta ahora no se ha informado de ningún castigo a este crimen, porque miembros de las clases dirigentes colombianas están comprometidos en él.

4. Durante los meses que precedieron a las elec­ciones presidenciales del 19 de abril, en Colombia, las clases dominantes de ese país realizaron el más grande esfuerzo para lograr que las gentes participaran en el debate electoral, votando. Para ello se recurrió a todas las presiones, legítimas e ilegítimas, incluyendo la coa­ción, el miedo, la amenaza de catástrofes indescripti­bles. Se usaron todos los medios modernos de comuni­cación, desde los grandes rotativos, todos en manos de

2. El Espectador, "Carta Abierta", Enero 4, 1970, p. 9a 3. Tomado de Apuntes Económicos, del Banco Panameri­

cano, Bogotá, N<? 179, febrero 28, 1970, p. 18 ss.

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millonarios, hasta las más refinadas técnicas publicita­rias.Se gastaron probablemente varios cientos de millo­nes de pesos. Representantes oficiales, semi oficiales y privados de los Estados Unidos también dieron su apor­te. (3n) Distinguidos miembros de familias ricas e influ­yentes fueron traídos del exterior, donde se encuentran prestando importantes servicios "al imperialismo interna­cional del dinero" (v.g., Alberto Lleras Camargo, desde la revista "Visión", y Virgilio Barco, desde el Banco Mun­dial, para inducir a las gentes a votar en las elecciones. La lucha era contra la abstención, porque se creía que si las gentes votaban, el candidato "oficial" ganaría. En el pasado la abstención electoral ha alcanzado hasta un 70 %. (3b) ¿Por qué? Por una razón muy sencilla: la expe-

3a Puesto que la campaña oficial que quiso fundamentar sobre los "aciertos" de la administración actual, las intervencio­nes eran tendientes a asegurar "la continuidad". El embajador de los EE.UU., Mr. Jack Vaugh, calificó públicamente al pre­sidente Lleras como "el más grande progresista de Latinoamé­rica", y pronosticó que veinte años más tarde los historiadores van a considerar lo que Lleras hizo como "un milagro". (El Es-tador, Feb. 28, 1970, primera pág . ) . El Comité Interamericano de la Alianza para el Progreso (CIAP) se unió a los elogios. (El Tiempo, Bogotá, marzo 26, 1970). La AID unió a sus palabras la acción concreta: anunció la "liberación" de 75 millones de pesos (generados por la venta de excedentes agrícolas) "para financiar programas sociales y de desarrollo agrícola" (El Tiempo, Bogotá, marzo 20, 1970). Este anuncio, hecho calculadamente en el último mes del debate electoral, fue bien usado por la campaña del gobierno. La empresa privada de EE.UU. también intervino. Mr. Eugene Northrop, vicepresidente ejecutivo del Ma­nufactures Hannover Trust, vino a Bogotá para inaugurar una sucursal y habló por radio en favor "del actual régimen político", y añadió: "Si Colombia logra mantener otro régimen presiden­cial como el actual, por otros cuatro años, el progreso de Co­lombia está asegurado". (Declaraciones Radiales, Bogotá, mar­zo 11, 1970).

3b En las elecciones del 19 de abril, 1970, la abstención fue sólo del 55 %, pero un 60 % de los que sí votaron, lo hicieron contra el gobierno.

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riencia ha demostrado hasta la saciedad de que no exis­ten mecanismos efectivos que garanticen a las mayorías oprimidas tomar el poder "por las vías legales". Entonces ¿para qué votar? Por la misma razón en el mes de febrero (1970) otro sacerdote católico anunció su incorporación a las guerrillas, y en el mes de marzo varios líderes es­tudiantiles hicieron lo mismo, después de que el ejérci­to tomó la Universidad Nacional.

5. Después de su pomposa aunque amarga visi­ta oficial a Latinoamérica Mr. Nelson Rockefeller ha recomendado a los E. U. una mayor ayuda militar para reprimir ' la subversión". Un párrafo de su informe ten­diente a convertir a la América Latina en un campo se­guro para la inversión Norteamericana, dice: "Los Es­tados Unidos deben revertir la tendencia declinante de sus ayudas para el entrenamiento de fuerzas de seguri­dad a los demás países del hemisferio.. . En vistas de la subversión creciente contra el gobierno del hemisfe­rio, del incremento del terrorismo y de la violencia con­tra los ciudadanos, y del rápido aumento de la pobla­ción, es esencial que los programas de entrenamiento mediante los cuales personal militar y policivo son traí­dos a los E. U. y a otros centros de entrenamiento co­mo Panamá, sean continuados y fortalecidos. La rama ejecutiva debe tratar de conseguir (del Congreso) per­miso para vender aviones, barcos, y otro equipo pesado militar, sin detrimento de otras formas de ayuda, a las naciones más desarrolladas del hemisferio..." (4) Esta recomendación ya se ha puesto en práctica.

Estas escenas y noticias nos dejan ver una realidad que a veces se oculta a los ojos del observador: que exis­te en América Latina un estado permanente de guerra,

4 . The Rockefeller Report, Thé N. Y. Times edition, pp . 63-65. (Mi propia traducción).

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desatada por las clases dominantes, usando todos los me­dios modernos (comerciales, financieros, electorales, ju­rídicos, militares y culturales) contra las mayorías so­ciales dominadas, las cuales sin embargo resisten en for­ma cada vez más organizada y militante. En esta gue­rra los centros mundiales de poder, principalmente los Estados Unidos intervienen directamente en favor de los grupos privilegiados con los cuales están asociados (dentro de una Alianza), y cuyo derrumbe los afectaría gravemente, principalmente en lo económico.

Esta afirmación será rechazada, por simplista, por los ideólogos del sistema imperante. Su carácter "sim­plista", sin embargo, no se debe a que carezca de ver­dad, sino a que es el resumen final de un proceso largo, complicado, y por lo mismo apto para ser mistificado por los grupos interesados.

Cómo se ha llegado a esta situación <.

A la raíz de nuestra existencia como países está un hecho histórico determinante: el hecho colonial. Un po­der europeo que se halla en el siglo XVI a la vanguardia de la expansión del capitalismo mercantilista occidental, invade nuestras tierras, domina por la fuerza o el enga­ño a sus habitantes, expropia y apropia sus medios de producción (la tierra), reduce sus habitantes a la con­dición de siervos, introduce la esclavitud, y establece una situación de jacto basada en relaciones de domina­ción, explotación y dependencia. Así, una condición de violencia fue institucionalizada, y convertida en un "or­den social" protegido por ley, v.g., las leyes dictadas por los invasores. La evolución histórica de esta situación no ha significado ningún cambio fundamental en los mo-

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délos de relaciones impuestas durante la conquista y la colonia. Por ejemplo, la mayor parte de los países Lati­noamericanos han pasado por diferentes etapas de desa­rrollo económico y social dentro del contexto de cam­bios más amplios ocurridos en la correlación de fuerzas entre diferentes centros de poder mundial. Pero estos cambios, siempre reflejos, no han modificado la condi­ción básica de violencia institucionalizada, infligida por privilegiados minoritarios sobre las mayorías del pueblo dominado.

Dentro de este proceso la constante histórica deter­minante ha sido la relación de dominación y dependen­cia con relación a los centros metropolitanos, detenta­dores del poder mundial, en lo económico, lo político, y lo militar. Primero España y Portugal, luego Inglate­rra y Francia, y en el presente siglo, particularmente después de la primera guerra mundial, los Estados Uni­dos de América, han ejercido una dominación real, de resultados saturantes en cuanto que ella ha afectado to­dos los aspectos y niveles de la vida "interna" de nues­tros países, produciendo el tipo específico de "subdesa-rrollo" Latinoamericano. En las dos últimas décadas los Estados Unidos, como gran vencedor de la segunda Guerra Mundial, ha hecho un esfuerzo serio y persisten-té de afirmar su dominación sobre todo el hemisferio, de acuerdo con las exigencias de su propio desarrollo, imponiendo para ello una manera específica de relacio­nes de tipo colonial moderno. Este intento cobró ím­petu principalmente después de la revolución cubana, y tomó forma institucional en la llamada Alianza para el Progreso.

Las premisas sobre las cuales descansa esta asocia­ción internacional de clases dominantes, son tres: 1) la necesidad absoluta de estabilidad política para dar tiempo a las clases asociadas de realizar un mínimo de reformas estratégicas capaces de impedir un cambio ra-

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dical en las relaciones de poder, cambio que pudiera producirse ante la insurgencia de las clases populares, sin el debido control "de arriba", y conduciendo "al caos". Esta es la premisa de la estabilidad política; 2) La necesidad de armonizar el "desarrollo" de los países Latinoamericanos con las necesidades de enriqueci­miento y expansión de los países dominantes, principal­mente de los Estados Unidos. Esta premisa supone que el desarrollo de los centros metropolitanos, y el de los países de la periferia, son complementarios, y no anta­gónicos. Esta es la premisa de la armonía de intereses; y 3) la necesidad de ubicar el "desarrollo" Latinoame­ricano dentro del contexto de la lucha mundial contra el comunismo y la "subversión". Los problemas de "se­guridad" asumen el primer renglón de prioridad. Esta es la premisa de la seguridad hemisférica. Sobre la base de estas tres premisas se venía configurando, a media­dos de la década del 60, ("la década del desarrollo"), lo que hemos llamado un sistema de relaciones de tipo colonial moderno; caracterizado por los siguientes fenó­menos: 1) la apropiación de los recursos internos por las grandes firmas extranjeras, mediante inversiones y remesas de capital; 2) la consecuente descapitalización nacional; 3) un control creciente de los centros internos de poder económico, por parte de los centros metropo­litanos; 4) una vigilancia estrecha tanto del proceso po­lítico como del económico, mediante múltiples formas de "asistencia técnica", programas de ayuda, la CÍA, etc., y 5) una vigilancia militar creciente de todo el pro­ceso social, principalmente con miras a evitar "la sub­versión", y teniendo al Pentágono como centro monitor para todo el hemisferio.

El resultado neto de esta "Alianza" ha sido la mili­tarización del continente Latinoamericano (que es a su vez el reflejo de la militarización de la metrópoli), y un permanente estado de guerra, en forma cada vez más

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abierta, de las ciases dirigentes contra las mayorías do­minadas en cada país. En la coyuntura actual, (al iniciar­se la década del 70') el conflicto toma características cada vez más destructivas e inflamatarias debido al es­tado de frustración que "la Alianza" ha producido en casi todos los grupos interesados en el desarrollo capi­talista de América Latina.

1. Hay frustración en Washington y en el Wall Street, como lo demuestra el informe Rockefeller, y la admisión pública del fracaso de la Alianza por el mis­mo presidente Nixon. El Senador Edward Kennedy pre­cisó que se trataba realmente de "un fracaso humano, de un fracaso social, y de un fracaso político". (5) La ra­zón de esta amarga frustración no debe buscarse tanto en la falta de crecimiento económico, ni en la militari­zación del continente —propiciada y apoyada por el Pentágono y Wall Street—. Ella se debe al incremento de la resistencia popular expresada en guerrillas urba­nas y rurales, en movimientos estudiantiles militantes, en organizaciones obreras independientes; se debe tam­bién al resurgimiento del nacionalismo en sectores de la burguesía, y finalmente a la reacción de amplios secto­res militares, también nacionalistas, a la intervención cada vez más directa por parte del Pentágono en las ac­tividades militares internas de cada país. Tal es el caso del Perú.

2. Hay frustración también en los sectores libe­rales más esclarecidos de nuestras clases dominantes, amantes del "progreso" dentro del marco capitalista, y enemigos tradicionales del autoritarismo, particularmen-

5. Conferencia "Cátedra Anual Mansfield", dictada en la Universidad de Montana, abril 17, 1970. Reproducida en el Ma-gázine Dominical de El Espectador, domingo 3, mayo de 1970, Bogotá, Colombia.

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te de su versión militar. Su desilusión, que venía en fran­co proceso de desarrollo desde los primeros días de la Alianza, se ha tornado en pánico en países como Brasil. Como aprendices de brujo, los sectores liberales han sido las primeras víctimas del monstruo que sus propias manos ayudaron a crear: la militarización del continente vía la Alianza para el Progreso!

3. En otros países la frustración se concentra en los grupos más conservadores, de tipo fascista. Su ideal de un gobierno fuerte, autorizado y paternalista, se ve frustrado porque los instrumentos tradicionales para lo­grarlo, el Cuartel y la Iglesia, no son ya sectores homo­géneos, sino que se hallan escindidos por discrepancias internas con respecto a puntos vitales del proceso de "desarrollo".

Incapaces de reconocer la causa verdadera y pro­funda de su frustración (más peligrosa cuanto más irra­cional) todos estos grupos prefieren denunciar pública­mente el chivo emisario de "la subversión comunista". En privado, sin embargo, representantes de esos grupos deben reconocer la causa verdadera básicamente están comprometidos en la tarea de mantener las estructuras internacionales de dominación y dependencia, las rela­ciones internas de dominación y explotación, y los sis­temas ideológicos que explican y justifican esas rela­ciones.

La liberación, el nuevo nombre de la paz.

Teniendo esta situación Latinoamericana como tras-fondo podemos ahora referirnos concretamente al tema aue nos ocupa: la preocupación cristiana por la paz y

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el problema de la guerra entre las naciones. Mi primera reacción es que estos temas, así planteados, pueden li­mitar indebidamente nuestro ángulo de visión, especial­mente por la tendencia a considerar la guerra sólo como el conflicto armado entre naciones o bloques de nacio­nes; y la paz como el cese del fuego. Cuando ésto ocurre quedan fuera de foco algunos aspectos fundamentales del problema de la paz mundial, y de la naturaleza del compromiso cristiano. Por ejemplo, mencionaré tres de estos aspectos:

a. El sistema de privilegio, amparado por la ley, y debidamente estructurado dentro de un sistema de relaciones de dominación y dependencia, equivale a una agresión social permanente por parte de los grupos po­derosos (en lo económico y en lo político), contra las clases mayoritarias dominadas (sin poder económico ni político). Esta agresión se lleva a cabo en nombre de la "preservación del orden", de "la libertad" y de la "paz". Semejante situación puede durar siglos sin llegar a con­vertirse en guerra abierta, como en la América Latina en donde la guerra se ha producido sólo en casos espo­rádicos, cuando se ha presentado una coyuntura política propicia, y en la mayoría de los casos sin una clara con­ciencia de la verdadera naturaleza del conflicto. Esta "coyuntura" se está dando hoy en amplias zonas de Gua­temala, Colombia, Brasil y Uruguay, así como en la Re­pública Dominicana y Bolivia. Pero hay que insistir en que esta exasperación de las relaciones sociales, que es la guerra abierta, no es en sí misma de naturaleza dis­tinta, ni más grave, ni atenta más contra la paz, que la situación rutinaria que la produjo.

b. En estas condiciones la paz no puede ser "la paz del status quo", i.e., la preservación del orden y la

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estabilidad. Bien entendida, la paz es la aspiración y el anhelo legítimo de los grupos sociales dominados, y al mismo tiempo el objetivo de sus luchas. Hay que aus­cultar esas aspiraciones y esos anhelos, hay que escu­char, aprender, investigar cuáles son esos objetivos, para conocer qué es lo que significa la paz en una situación social concreta. El contacto directo con los grupos opri­midos de nuestra sociedad nos revela que la paz está ligada a aquellas condiciones de vida en que el hombre no es explotado por el hombre, significado que se halla íntimamente ligado al concepto bíblico de paz. "El nuevo orden" anunciado en las promesas mesiánicas se funda­menta sobre nuevas relaciones de justicia y solidaridad: "y edificarán casas y morarán en ellas; plantarán viñas y comerán el fruto de ellas; no edificará y otro morará; no plantarán y otro comerá; no trabajarán en v a n o . . . " (Is. 65:21, 22*, 23*).

c. Estas reflexiones nos llevan a comprender que "la preocupación cristiana por la paz" tiene que tomar la forma de un compromiso con la liberación del hom­bre, en condiciones bien concretas. Esta tarea puede ser descrita en términos de "discernimiento moral, demiti-zación, y reconciliación", como lo ha hecho en su ponen­cia el Dr. P. MacDermott. ° Sin embargo, estos términos nos parecen inadecuados para expresar el papel libera­dor del cristiano en el día de hoy, debido precisamente a la distorción ideológica que cada uno de estos con­ceptos ha sufrido —a manos de los cristianos asociados en grupos sociales a través de la historia. Si es cierto que "el evangelio de la reconciliación ha sido ultrajado, traicionado, torcido, y abandonado por el Cristianismo histórico", como afirma Jürgen Moltmann en un artículo

6. P. P. McDermott, s. }.: "Christian Tradition and Peace-making Today", trabajo presentado a la Consulta de Badén.

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reciente,7 entonces el esfuerzo por "recoger dicho con­cepto de en medio de la mugre y tratar de santificarlo con un nuevo contenido y una nueva práctica", como propone el mismo teólogo, y como lo intenta en su mo­nografía el P. MacDermott, nos ayudará muy poco en la comunicación con las clases que han sido víctimas seculares de "la tradición Cristiana Occidental". Hoy, es preciso reconocerlo, los términos "reconciliación" y "dis­cernimiento moral", tienen el sabor y el olor de comida trasnochada y recalentada. Pero no es sólo cuestión de comunicación. Es también de contenido. Concebida la tarea cristiana en esos términos ambiguos la praxis cris­tiana resultante es también equívoca, convirtiendo al cristiano en el mejor de los casos en "un objetante" ("conscientious objector") sea total o selectivo, con res­pecto a la guerra, como si fueran esas "las dos únicas actitudes u orientaciones abiertas al cristiano",8 o lo que es peor conducen a una actitud declarativa y verbal. No se llega al compromiso directo. Por otra parte, la tarea de "reconciliación" que se le asigna a los cristianos no incorpora suficientemente la acción de los pobres, los explotados y los débiles, como agentes del cambio de relaciones humanas. A menudo es concebida más bien como la acción de los opresores, que deciden "quitar su bota de la nuca de los oprimidos", y de los ricos que deciden "poner fin a la explotación de los pobres", y de los poderosos que deciden, "promover la reconciliación eliminando las causas de la desigualdad y las barreras al progreso humano".9 La Biblia nos habla de algo bien distinto: los poderosos son derrocados de sus tronos, los

7. "God Reconciles and Makes Free", en el Bulletin, De­partment of Theology, World Alliance of Reformed Churches, Winter, 1970.

8. P. 13, de la monografía del P. McDermott. 9. Párrafos 3 y 4, monografía P. McDermott, p. 11.

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ricos son "enviados vacíos", y de los pobres es el reino de los cielos!

En cambio el concepto y la práctica de la libera­ción10 que ocupa el centro mismo del mensaje bíblico (aunque la tradición cristiana mayoritaria ha pretendido espiritualizarla, mistificarla y reprimirla) sí es un con­cepto lleno de contenido concreto, que habla a los hu­mildes de la tierra, y los convoca a un compromiso real con la causa de la paz. En la Biblia la liberación está íntimamente ligada a la "salvación", e incluye tres ele­mentos esenciales: uno socio-político, otro sicologico-personal, y otro estrictamente teológico, en que la libe­ración final y definitiva viene de Dios. En las condicio­nes históricas concretas que nos toca vivir a nosotros nuestra participación en la liberación es primeramente al nivel socio-político, que no está desligado sin em­bargo del nivel sicologico-personal. La acción liberadora del cristiano incluye por tanto,

a. Una acción concientizadora, por la cual un gru­po social se da cuenta, cada vez con mayor claridad, de las fuentes que generan la opresión, y es capaz de desenmascararlas.

b. El compromiso directo con la lucha de las cla­ses populares para eliminar el sistema de opresión im­perante, y

c. Una participación activa en la construcción de un orden social donde la paz sea posible.

En el caso específico de la América Latina se trata de construir una sociedad socialista, basada en la soli­daridad, y en la aceptación de responsabilidad cada uno por su prójimo. Pero tendrá que ser un socialismo crio­llo, afianzado en hondas raíces culturales y sociales, pro­pias de las comunidades americanas pre-colombianas, y

10. La monografía que estamos comentando menciona dos veces la palabra liberación, pero sin darle contenido concreto.

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que todavía persisten en la estructura popular; un socia­lismo enriquecido por las experiencias del socialismo mundial, por una parte, y por otra por los adelantos tecnológicos y científicos de toda la humanidad.

Creemos que la praxis de esta acción liberadora abre la posibilidad al hombre de liberarse a sí mismo y a la vez de su determinación histórica particular. La paz socio-política no está desligada de la paz sicologico-per­sonal. El cristiano sabe sin embargo, que la paz total y definitiva es la creación de Dios..

-IST

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LA UTOPIA DE LA OPINIÓN PUBLICA

WALDO LUIS VILLALPANDO

Es bien conocida la reputación que ha alcanzado este término dentro de la Ciencia Política. Prácticamente no hay tratado político que no incluya un capítulo re­ferido al tema. Siempre me ha llamado la atención que casi unánimemente los autores tienden a caer en una impotencia manifiesta para definirla o en una encubier­ta concepción jerárquica, privilegiada de la opinión pú­blica.

Georges Burdeau, Profesor de Ciencia Política de la Universidad de Dijon, y uno de los más destacados pen­sadores políticos neo-liberales, al tratar el tema1 busca diferenciar la "opinión pública" de la "voluntad popu­lar". Esta es individualista, contradictoria, voluble, algo irracional; aquélla supuestamente razonada, estable, pa­siva.

Carlos Cossio, considerado por muchos el mejor fi­lósofo argentino del Derecho, recurre a similar diferen­ciación2, confrontando a la "opinión pública" con la "opi­nión del público". Y ante la disyuntiva de la definición acepta esta tautología: "conciencia histórica que una co-

1. Burdeou Georges: "Método de la Ciencia Política'', Ec£ De Palma, págs. 391 y ss.

2. Cossio Carlos: "La Opinión Pública", págs. 12 y ss.

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lectividad tiene de sus propios problemas a partir de la comprensión con que los entienden las personas de com­prensión objetiva'.

El mismo tono jerarquizado le otorga Sánchez Ages­ta, teórico del falangismo3 que finalmente conviene en reconocer que la opinión debe ser un "juicio manifesta­do" y el público es "aquella porción, mayoría o minoría, del pueblo que presta su atención a los fenómenos polí­ticos y los enjuicia con una convicción activa".

Si he citado estas definiciones es para comprobar que entre los principales tratadistas políticos, el tema tiende a conformarse alrededor de términos secundarios que, o bien recogen definiciones obvias, o bien terminan por otorgarles un toque clasista, acabando en expresio­nes relativamente disfrazadas: ' la comprensión objeti­va", "los que prestan atención", "la razonabilidad", etc.

A modo de variable Heller4 cala más a fondo. No se conforma con las definiciones aportadas por los teóricos y en cambio denuncia la filiación demo-Iiberal5. Pero en tren de tratar de resumirla apunta a su carácter decisivo dentro de la sociedad política: "La enorme importancia de la opinión pública consiste en que, en virtud de su aprobación o desaprobación, asegura aquellas reglas.con­vencionales que son la base de la conexión social y de la unidad estatal" " . . .cumple ante todo una función de legitimación de la autoridad política y del orden por ella garantizado.. . " 6

Mediante esta afirmación Heller no vincula la "opi­nión pública" al campo olvidadizo y secundario de la confirmación de la actividad política sino que lo rela-

3. Sánchez Agesta: "Principios de la Teoría Política", Ed. Nacional, Madrid, págs. 210 y ss.

4. Heller: "Teoría del Estado", Fondo de Cultura Eco­nómica, págs. 190 y ss.

5 . Heller, Op. cit., pág. 198. ' 6. Heller, Op. cit., pág. 192.

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P.

ciona directamente con ' la base de la conexión social y de la unidad estatal", o sea, con la estructura de poder dominante en una sociedad política.

En este caso —y pienso que con acierto— la "opi­nión pública" pasa a formar parte del campo del con­sentimiento consciente del poder político. No será sufi­ciente que se refiera a una decisión aislada del Gobier­no, sino que implicará la aceptación o rechazo del sis­tema de poder en que se funda ese Gobierno. Hará a la cubertura ideológica del régimen político.

Nadie ignora que la opinión pública como término técnico nace junto con las ideas políticas del liberalismo. Tiende a atribuirse a Mercicr de la Riviére, francés y fisiócrata, el que por primera vez empleara el término para defender el absolutismo sosteniendo que el Rey no mandaba sino que lo hacía el pueblo en virtud de la "opinión pública".

Pero sin duda el fermento del término se lo encuen­tra en la literatura liberal, particularmente en Juan Ja-cobo Rousseau y John Locke.

Las concepciones liberales suponen la probabilidad de que el hombre aislado en el pleno ejercicio de sus derechos naturales acuñe como resultado de un maravi­lloso "pacto social" su propia sociedad y su gobierno en el que predomine la voluntad individual expresada cuantitativamente.

Se supone, en consecuencia, una especie de natural armonía entre el interés individual y el de la totalidad de los miembros de la sociedad que, como toque de ma­gia, generará una organización política en la que el Go­bierno asegura la totalidad de los derechos individuales sin modificar las esenciales libertades del hombre.

Quedaba sobreentendido en todo esto que la "opi­nión pública" respaldaría aí Gobierno porque básica­mente habría participado de su creación positiva. "Opi-

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nión pública" no era más que la aceptación psicológica de una preexistente realidad política.

Pienso que aquí se encuentra uno de los hechos que han transformado a la opinión pública en utopía. Su comprensión meramente sancionadora, la aceptación de lo ya hecho, la resignación a lo que las reglas inelucta­bles de la naturaleza han prefijado.

De esta manera el problema del contenido de la "opinión pública" se ha desplazado del hecho central emanador, a un mero argumento confirmador de lo pre­establecido.

Mucho me ha llamado la atención que cuando los liberales entraron de lleno al problema de la organiza­ción política, o sea, en términos hellerianos, a la estruc­tura del poder, han preferido abandonar los criterios prácticos más lógicos con su ideología, es decir, la cons­trucción por la totalidad del pueblo, una gran empresa común expresada masivamente.

Por el contrario, se ha recurrido a procedimientos anti-democráticos disfrazándolos con bellas palabras.

Así por ejemplo, Rousseau, luego de haber desarro­llado el tema de la voluntad general, haber descripto el pacto (Contrato Social, Libro I, cap. VI), definido a la "soberanía del pueblo" (Op. cit. Libro I, cap. VII), y mostrado sus atributos (Op. cit. Libro II, cap. I, II y III) ; luego de definir a la Ley como la expresión sobe­rana de la "voluntad general" (Op. cit. Libro II, cap. VI), recurre a la figura de un gran "Legislador" para crear concretamente la Ley (Op. cit. Libro II, cap. VII). Luego de haber llevado hasta sus más altas cumbres la voluntad del pueblo recuerda su anarquía, la ceguera de la multitud, la probable intervención de los intereses particulares, etc., etc. En otras palabras, exaltada hasta lo máximo la "voluntad del pueblo", la invalida como insuficiente para crear la Ley (o sea, la estructura de poder). La Constitución, para Rousseau, no es producto

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de la elaboración popular (como el pueblo) sino la obra de una sola y maravillosa (o utópica) persona con potencialidades carismáticas, un verdadero Moisés, un Pericles, un Teseo.

No hay duda que estamos en presencia de un nuevo fenómeno "ideológico" del liberalismo. La "mise en sce-ne" popular sirve de preámbulo para la organización au-tocrática.

O en términos de nuestro tema, la "opinión públi­ca" ha participado en el acto primero (la voluntad de constituir una sociedad) pero no en el postrero (que es el más importante), esto es, la estructura política que adoptará esa sociedad.

De esta manera el hecho creativo inicial de la "opi­nión" se ve escindido, rechazado, dejado de lado, por el hecho consumativo de la elección de una "forma de go­bierno", de la creación de la estructura de poder polí­tico.

Y el tema de la "opinión pública" vuelve a resurgir en una tercera instancia, como afirmante, o aceptante del hecho consumado.

De ahí que se tienda a comprender la "opinión pú­blica" como dentro de un "status quo" que nadie niega. De ahí también que la opinión pública en todas las de­finiciones enunciadas tiende a ser un mero apéndice de lo ya dado. Una circunstancia, menor si vamos al caso, dentro de una circunstancia mayor propuesta por la con­creta estructura política del poder.

De este modo, los teóricos modernos han confun-dido la opinión pública con un concreto sistema de go­bierno preexistente, "donde existe gobierno representa­tivo desempeña gran función la opinión pública".7

Un corolario psicológico subordinado al poder cons-

7. Hauriou Maurice: "Principios de Derecho Público y Constitucional", Madrid, pág. 239.

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tituído. Napoleón decía: "para ser justo no basta con hacer el bien; es necesario, además, que los gobernados estén convencidos de ello. La fuerza se funda en la opi­nión. ¿Qué es el gobierno? Cuando le falta la opinión, nada". O esta otra, más moderna pero no menos cínica: "El efecto masivo de una decisión similar adoptada por millares o millones de personas, todas actuando en for­ma privada puede ser enorme. Un desplazamiento en los gustos del público puede arruinar una industria y enri­quecer otra. Una enérgica reacción pública puede ini­ciar una guerra o producir una revolución. Todos los gobiernos deben estimular una opinión pública favora­ble o correr el riesgo de ser derribados".8

De esta manera la opinión pública se convierte en un mero instrumento de conveniencia política, en un artículo de segunda calidad imprescindible, algo mane­jable, dúctü, a las manos del gobernante de turno. Y arribamos así, a definiciones meramente descriptivas de la "opinión pública" que en buena medida responden a las influencias "sociologistas" que registra la teoría polí­tica.

Por ejemplo, V.O. Key9 luego de transitar en el campo espinoso de la formación de la opinión pública individual y masiva, vincularla con el poder constituido y el latente, concluye con una definión operativa, "es la significativa de aquellas opiniones sostenidas por perso­nas privadas, que los gobiernos estiman prudente escu­char".

Dicey, citado por Sprott10, arriesga que es "un cuerpo de creencias, convicciones, sentimientos, prinei-

8. Kingsley Davis: "La Sociedad Humana", Ed. EUDEBA, cap. XIII.

9. Key V. O.: "Opinión Pública y Democracia", Ed. Bi­bliografía Argentina.

10. Sprott: "Introducción a la Sociología". Fondo de Cul­tura Económica, pág. 155. -•• -

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píos consagrados o prejuicios firmemente arraigados". En estas definiciones la "opinión pública" es redu­

cida al simple campo mediatriz, sin valor propio, argu­mento al que se recurre pero en el que no se confía, efecto gobernado por una adecuada aplicación de las técnicas persuasivas masivas. Esto explica porqué la ma­yoría de los politólogos modernos estudien la opinión pública junto con la propaganda política y en general con los grandes medios de comunicación.

Hauriou11 dice: "En la organización contemporánea de la opinión pública, existe en realidad la acción de dos 'élites', la que crea y administra las empresas perio­dísticas que son instrumentos necesarios de publicidad y de propaganda de las opiniones y la que elabora las opiniones políticas. Las empresas de publicidad son co­nocidas, revistas, editoriales, etc.; las empresas de ela­boración de opiniones no son conocidas porque operan en las sombras. Consisten siempre en grupos, cenáculos, clubs de comité o sociedades secretas, y a todas se las puede designar con el nombre genérico de "sociedades de pensamiento".

En el mismo sentido Bryce12 refiriéndose a la pren­sa dice que "no es un órgano de opinión sino un factor para desarrollar más y dar forma al juicio del pueblo".

En resumidas cuentas, que la difusión se confunde con la propia opinión. Esta es creada "en las sombras" pero adquiere el carácter de "pública", de aceptada co­mo propia de la sociedad, mediante la difusión. De esta forma, el campo de la creación se escinde del de la difu­sión aún cuando se acepta que la opinión pública lo será en tanto y en cuanto sea aceptada por un número rela­tivamente grande de la sociedad. Volvemos a la esqui­zofrenia inicial, la "opinión pública" cumple un rol san-

11. Hauriou, Op. cit., pág. 245. 12. Bryce: "Opinión Pública", Cap. IV, pág. 39.

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cionador, supeditado a una adecuada digitación, pero básicamente posterior al establecimiento de la estructura de poder.

A mi modo de ver este es uno de los fenómenos es­pecíficos de estudio en América Latina. En nuestros paí­ses la socorrida "opinión publica" no es más que el re­curso proselitista, confirmatorio, sancionatorio del "sta­tus quo". Analizaremos algunas de sus características.

La primera de ellas es que es un producto urbano y costero. La "opinión pública" es creación de la élite intelectual y burguesa de las ciudades costeras. Va "de afuera hacia adentro". Es un efecto más de la tradicio­nal desconfianza que los militantes políticos —sea cual fuese su ideología— han tenido por el hombre de "aden­tro". Y esta desconfianza es mutua, el interior latinoame­ricano ve con recelo la vocinglería urbana, no le gusta, no entiende sus palabras, aún las doctrinas más socia­lizantes que tratan de crear "opinión", son un matiz di­fuso, ambiguo, a medida que se aleja de las ciudades. Así lo que nosotros llamamos "opinión pública" sirve para las grandes concentraciones urbanas, artículo mas-ticable para las ciudades siempre propensas a crear apa­ratos ideales que el interior no comparte.

En esa misma medida la "opinión pública" latino­americana se origina y está dirigida hacia los sectores más privilegiados de escás naciones. Y en ese aspecto creemos que debemos incluir, entre estos sectores al pro­letariado urbano, tal como Frantz Fanón lo hace en los países africanos. Los recursos políticos sanciónatenos a los que hemos denominado "opinión pública" tienen en vista a los grandes sectores urbanos a la postre los úni­cos privilegiados dentro del subdesarrollo latinoameri­cano. Sus modos de expresión generalizada (escrita o visual) corresponde a las técnicas de comprensión al alcance del hombre urbano que además posee una cul-

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tura y un acceso perceptivo que solo su situación de pri­vilegio explica.

En la actualidad tiene la particularidad de difundir consignas para-militares. Es bien conocida la tradición golpista y dictatorial que ha signado a la política latino­americana. En el curso del último decenio la ansiedad desarrollista que ha caracterizado a los gobiernos, ha generado la idea de que el cambio solo se operará me­diante una rígida organización semi-militar, fortificando de ese modo aquella tradición. De tal modo que la ex­presión de las ideas políticas, los planes de gobierno y su difusión, han ido adquiriendo un tono jerárquico pro­pio de la consigna militar. Creemos, y éste es un punto de vista personal, que no es el caso de explicar ahora, que toda la sociedad latinoamericana se encamina a un modo de vida bastante aproximado al militar. Por mu­chas razones los ejércitos latinoamericanos son los úni­cos que se identifican con este cambio y en la medida que han intervenido en el proceso político de América Latina han tendido a crear vías de comunicación y ex­presión propias del hombre de armas.

Además la opinión tiende cada vez más a transferir su centro de operación específicamente político a otros ámbitos habitualmente privados de expresión popular. Y señaló particularmente la ingerencia política cada vez más acentuada en los deportes y en especial el fútbol. En ocasión del match por las semifinales de la Copa del Mundo entre Argentina y Perú, el Presidente pe­ruano, Gral. Velazco Alvarado, se paseó previamente por el estadio de fútbol estimulando a la multitud y de hecho significando que la conquista de la clasificación era un evento político-deportivo. Casi todas las federaciones de fútbol mayores están conectadas con sus gobiernos di­rectamente de tal modo que un hecho de importancia ocurrido en el campo deportivo repercute de inmediato en una decisión política. Las últimas confrontaciones

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deportivas internacionales han dado material más que suficiente para avalar este hecho.

Asimismo la "opinión pública" adquiere en todos los niveles un tono de expresión carente de relación causal, con un carácter un tanto irracional. Apela habitualmente a los miembros antes que a la cabeza. Toma el aspecto de una orden de mando antes que de una toma de con­ciencia. Todos los medios de difusión procuran crear un ambiente de presión y no de convencimiento. Pretenden justificar las actitudes políticas y sus decisiones princi­pales al nivel del "estilo de vida" de "las necesidades impostergables", de "mantenimiento del orden", etc.

Es por ello que este tema de algún modo está vincu­lado a la violencia existente en América Latina. Ante una orden no cabe la crítica o el disentimiento, esto úl­timo será necesariamente interpretado como una desobe­diencia y una desobediencia a la orden significa ruptura, y la ruptura, violencia. Si la creación de la "opinión pú­blica" viene de arriba, formulada por una pequeña élite intelectual costera y burguesa, sea cual sea el valor que ella tenga, su mera existencia impondrá la reacción vio­lenta. Sencillamente porque es la única manera de di­sentir. Y este es un hecho, a mi juicio, imposible de elu­dir en la actual disyuntiva latinoamericana. No existe paz ni en los regímenes más obviamente populares. La violencia caracteriza el diálogo de opiniones. Desde ya que esta violencia está generada en hechos mucho más profundos y antiguos, que hacen a la estructura socio­económica de este Continente, pero ello no invalida la realidad de su existencia.

A nuestro juicio la caracterización de Heller que antes señaláramos, permite definir bastante claramente el campo de la "opinión pública". Esta se referirá a la concreta estructura de poder de una sociedad, es decir

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al sistema peculiar de dominación que se expresa en los múltiples fenómenos sociales.

Si bien la definición no es original por lo menos es útil, porque de esta manera podemos descartar con cierta tranquilidad de conciencia todas las veces que se invoca falsamente a la "opinión pública" para problemas me­nores que pueden llegar desde una defraudación comer­cial hasta un diferendo entre grandes empresas, desde un acto secundario de gobierno hasta un adocenado dis­curso político. En todos estos casos si bien se invoca a la "opinión pública", ésta en realidad cubre el papel de mero furgón de carga, de invitado de pacotilla que da lustre pero no fama.

Pero es también evidente que si aceptamos aquella definición de "opinión pública", esto es, como un juicio relativamente racional acerca del régimen de poder do­minante en una sociedad, debemos también concluir que la "opinión pública" no es meramente un acto de crea­ción individual sino social, entendiendo por ésto que el sujeto creador de la opinión es la sociedad toda, en sus "propias" circunstancias, sociales, económicas y cultura­les. Solo un determinado tipo de estructura social puede generar una "opinión" específica acerca de su régimen de poder.

Por supuesto que la opinión es elaborada por hom­bres de carne y hueso, pequeñas élites intelectuales que por decirlo de alguna manera construyen el "andamiaje ideológico" de una sociedad, pero aún en esta elabora­ción individual se halla involucrada la totalidad de la estructura social a la cual va dirigida. Nadie crea, salvo los utópicos, (y no siempre) ideas fuera de su mundo concreto. Las ideas, aún las más originales, están condi­cionadas por la estructura social de la cual surgen. En otras palabras, no es un hombre individual el que creará la "opinión pública" sino todo un sistema convalidador,

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fundante, determinante, más allá de los intereses par­ticulares.

Y en este caso entramos en un campo distinto de la "opinión pública". Si es verdad, como lo hemos preten­dido asegurar, que ella se genera con referencia al siste­ma, también es cierto que el elaborador de la opinión pública es en cierto modo inconsciente de la fuente de sus ideas. En este punto la "opinión pública" se con­funde con la ideología. En tal caso pasa a ser un mate­rial resultante y no causal. Efecto y no fuente. Dice En-gels:

"La ideología es un proceso que se opera por "el llamado "pensador" conscientemente, en "efecto, pero con una conciencia falsa. Las ver­daderas fuerzas propulsoras que lo mueven "permanecen ignoradas por él; de otro modo no "sería tal proceso ideológico. Se imagina, pues, "fuerzas propulsoras falsas o aparentes. Como "se trata de un proceso discursivo, deduce su "contenido y su forma de pensar puro, sea el "suyo propio o el de sus predecesores. Trabaja "exclusivamente con material discursivo, que "acepta sin mirarlo, como creación del pensa-"miento, sin someterlo a otro proceso de inves-"tigación, sin buscar otra fuente más indepen-"diente del pensamiento; para él, ésto es la evi­dencia misma, puesto que para él todos los ac-"tos, en cuanto a tales, sirven de mediador del "pensamiento, tienen en éste su fundamento "último".13

Creemos que en la confesión de este hecho reside el descubrimiento central del problema de la "opinión

13. Engels Federico: "Carta a Mehring, 14-7-1893". Co­rrespondencia Max-Engels, Obras Escogidas, Ed. Cartago, pág. 778.

200

pública", de esta manera evitamos caer en las entelequias que señaláramos al comenzar. Si ella no es meramente un acto humano individual sino que se encuentra condi­cionada por el sistema estructural imperante, debemos también aceptar que la "opinión" responderá al sistema y viceversa. En consecuencia, todo cambio substancial de la "opinión pública" será paralelamente operado en el campo del sistema o estructura social. Otro tipo de cambio es una ilusión. Consecuentemente no existe opi­nión propia y auténticamente libre a menos que se en­cuentre dentro de un sistema liberalizante. La opinión pública es pues una empresa, no un concepto.

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PENETRACIÓN IDEOLÓGICA Y PRENSA PROTESTANTE

El caso de "Primicia Evangélica"'.

CHRISTIAN LALIVE

Desde junio de 1968, Primicia Evangélica trata de imponerse en Argentina como la máxima expresión de la prensa protestante. Del tamaño de "Clarín" (algo más alta: 42 por 28 cm.), usando el negro más un color (ro­jo, verde o azul según los números), con una foto de gran tamaño en la carátula, Primicia (P.) anuncia de entrada un tiraje de 25.000 ejemplares de 16 páginas. En noviembre, el tiraje aumenta a 35.000 y un mes des­pués, el número de páginas pasa a ser 24. Desde enton­ces la distribución se realiza tanto a través de las igle­sias, como mediante la red de quioscos callejeros.

No es P. la única tentativa que encontramos por América Latina de reunir en su torno a todo el pueblo evangélico nacional, pero sin duda es la primera en pa­sar de la declaración de principios a su realización perse­verante y vigorosa. Durante más de un año envía un pa­quete mencsual a todas las congregaciones; logra entrar en la red secular de distribución callejera; alcanza una calidad tipográfica y de impresión que puede com-

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petir con las demás revistas del mercado argentino e in­terioriza perfectamente las técnicas publicitarias de tipo sensacionalista, propias de la prensa occidental.1

Medio de comunicación masivo y como tal, caso aparte en la prensa protestante latinoamericana, merece —en consecuencia— ser sometido a una lectura sistemá­tica.

En el cuadro de este ensayo, responderemos a la pregunta: ¿Cuál es el mensaje ideológico de P.? Dare­mos aquí al término ideología, la acepción limitada de sistema de repreentaciones acerca de la sociedad y del lugar del hombre en ella.2

Siendo P. una "publicación mensual de interés ge­neral y de orientación evangélica", podemos suponer que su mensaje explícito se puede reducir a alguna fórmula del tipo "Cristo mi Salvador y Señor!". Pero sobre esta afirmación, por el sólo hecho de tener que trasmitirla mediante el lenguaje (producto social por excelencia), se articula necesariamente una concepción del universo, de la sociedad, de la historia y del hombre, que se im­pone al lector como cristiana, es decir como el desarrollo consecuente de la primera y fundamental aseveración. Nuestro interés no es, en un último análisis, el de la intencionalidad de P. No nos importa saber si la Redac­ción tiene o no conciencia de comunicarnos una cosmo-

1. Todos estos elementos presuponen la existencia de un capital financiero abundante que permita sostener un presupuesto deficitario, por lo menos, durante el primer año. Según P., los recursos son "los avisadores" y el "sacrificio personal de algunos hermanos". Se subraya lo siguiente: "Y aquí una afirmación de­lante del Señor: PRIMICIA EVANGÉLICA no es financiada por ninguna denominación r>i movimiento en particular, ni argentino ni extranjero". (N1? 6, p. 3, "P. crece"). Estas afirmaciones no eliminan la posibilidad de que entre los generosos hermanos haya mecenas extranjeros.

2. Definición inspirada por L. Althusser: La Revolución Teórica en Marx, Siglo XXI, México 1967,p.l91.

9HJ.

visión definida. Lo decisivo es lo que objetivamente co­munica P. El creyente dirá: el carácter trascendente de la Palabra que tengo que comunicar, va a poner en cues­tión tiempo, espacio y posición de clase. Podemos admi­tir esta afirmación de fe y entonces nuestro objetivo se formularía así: detectar en la escritura de P. las modali­dades del ejercicio de dicho cuestionamiento radical, si lo hay.

Para encaminar nuestra labor nos inspiramos en la semántica estructural de A.J. Greimas. No es aquí el lugar donde exponer los principios de esta hermenéuti­ca1 y explicitar las razones que nos conducen a recha­zar el —hasta ahora dominante en sociología— dicho mé­todo de "análisis de contenido" y preferir el camino es-tructuralista.2 Sin embargo, señalaremos que hemos de quedarnos a mitad del camino propio al estructuralismo, por ser nuestro proyecto distinto. El estructuralismo se propone llegar a modelos específicos que son las estruc­turas elementales e irreductibles con su carácter de tota­lidad, sus leyes de transformaciones y su principio de auto-regulación.3 Nosotros apuntamos al modelo que or­dena la lectura de la realidad societal, hecha por P. y esto con el fin de determinar el lugar objetivo que ocupa esta revista en la lucha ideológica contemporánea. Este modelo, si bien tiene el carácter de sistema (por tener

1. A. J. Greimas: Sémantique Structurals, París, Larous-sa, 1966.

2. A grandes líneas, hacemos nuestra argumentación de A. Mattela.rt en Mattelart et alii: Los Medios de Comunicación de Masas, Stgo., Chile, marzo de 1970 (N<? 3, especial, de Cuadernos de la Realidad Nacional), capítulo 1.

3 . Cf. J. Piaget: Le Structuralisme, París, PUF, 1968, pp. 2-15. Ver también la obra de CI. Lévi-Strauss, en particular los capítulos I, II y XV de su Anthropologie Structurale, París, Plon, 1958. (Hay traducción castellana, como también del libro de Piaget).

205

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su rigor y lógica propios), no es todavía una estructura fundamental.

Elegimos como materia prima de nuestra indaga­ción los dos rubros de P. donde se agrupan mayormente los artículos que se dedican a temas relacionados con "Sociedad" (sin referencias religiosas) y "Religión y So­ciedad". Son las secciones P. de Fotos (las dos páginas del centro) y P. en la Actualidad (la contratapa). Por otra parte, nos limitamos al primer año de Primicia (once números; excluímos el duodécimo por ser un número especial dedicado a la obra evangélica). Es justamente al finalizar el primer año de vida de P. (mayo de 1969) cuando decidimos incluirla en nuestro campo de inves­tigación. El principio del "carácter cerrado del texto" (la clóture du texte) —es decir, la tendencia propia de cual­quier escritura a cerrarse bastante rápidamente sobre sí misma, introduciendo menos y menos información, mas y más redundancias— nos permite, en un primer momen­to, trabajar a partir de una muestra de cinco números seleccionados al azar. (Primicia N? 3, 4, 8, 10,11). Nues­tro texto (conjunto de mensajes que giran alrededor de una isotopía común) está compuesto, finalmente, por veinte artículos1 que designaremos por su número de código. 2

Dicho procedimiento de selección, además de fac­tores no lingüísticos evidente —como el hecho de que los autores constituyen un grupo de perodistas evangélicos unidos por ciertos principios—, aseguran la isotopía del texto que girará alrededor de la visión de la sociedad articulada según el eje: sociedad cristiana vs. sociedad no cristiana.

1. Se eliminaron tres artículos, dos dedicados a grupos hu­manos (un equipo de foot ball y un conjunto folklórico evangéli-

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I. El modelo antropológico

1) Criterios de elección de los héroes

¿Cuáles son los criterios que presiden la elección de un personaje y lo hacen digno de ser vedette de un ar­tículo?

a. ha fama

Con la excepción de cuatro artículos (1, 5, 14 y 18), todos los demás héroes han llegado a ser objeto de ño­

co) y otro a la traducción de la Biblia. Aquí están los veinte ar-túculos seleccionados:

Cód. Título 1 El Rey de los zapatos 2 Yo fui amigo del Che Guevara 3 Un maestro del "golpe" 4 Una renovada vigencia 5 El pastor de Billy Graham 6 El "Boom" o la juglaresa de Bs. As. 7 El hombre de Checoeslovaquia 8 El que roba la imagen 9 El muchacho de París

10 El señor Cohete 11 ¿Está Dios en los Cielos? 12 Hablemos de la Luna 13 La coronación de Don Pepe 14 El mundo de mañana 15 Bonete "es como aquel payaso. . ." 16 El "Beatle" evangélico 17 Beatriz Araújo 18 Dr. Honorato Reza 19 ¡Evangelio o Palos. . .! 20 El Mártir de Memphis

2 . Terminada es'a indagación, procedimos a efectuar una contraprueba sobre la base de dos números suplementarios (2 y 5) que comprobaron que ya se había cerrado el texto: el nuevo material era plenamente repetitivo.

No revista

3 3 3 3 4 4 4 4 4 8 8 8 8

10 10 10 10 11 11 11 .

Sección F F A A F F F A A F F F A F F F A F F F

207

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tícia en la prensa secular, sea en el marco de la actuali­dad internacional, sea en el de la actualidad deportiva o cultural del país. El aprecio por el éxito —entendido en términos competitivos como: superar a los demás—, y también el ver consagrado este éxito por la opinión pública, es una característica del acercamiento por Pri­micia a los problemas seculares y religosos. La revista se complace en la descripción superlativista de sus hé­roes, como lo muestran algunos ejemplos de ocurrencias

(1) El rey de los zapatos. Principal productor.. . en todo el mundo.

(3) Imagen vencedora.. . El mejor del mundo. (4) Constante primera línea. (5) Su iglesia es la más grande del mundo. (6) Estrella única. (8) Jerarquía. (9) /—sin reemplazante—/*

(10) Ganó a los rusos etc.

b. El dinero

Todos los héroes son personas de destacada posición económica. Sin embargo, en seis casos por lo menos, la revista explícita el argumento financiero para subrayar el éxito y la importancia del personaje.

(1) Sus fábricas... facturaron mil millones de dó­lares el último año.

(3) Le pagan en dólares. (5) /—El presupuesto de su iglesia—/ alcanza va­

rios millones de dólares. ".'•'(6) /—la artista está—/ haciéndose respetar (mon­

tañas de billetes).. .

* Palabras entre / / indican que el inventigador conden­só ocurrencias.

El dinero es aquí claro índice de prestigio, sobre todo cuando tiene el signo del dólar.

c. El sacrificio

Mientras que hasta aquí el éxito, con su corolario financiero, venía a ser no solamente un criterio de selec­ción, sino también —como se verá más adelante— un valor integrado del sistema axiológico de P. misma, res­tan tres artículos donde, en cada caso, el héroe —que ha sido vedette de primera plana de la prensa interna­cional— se caracteriza más por su fracaso, o mejor dicho por su autosacrificio en lealtad a su ideal (2, 20 y 7 en parte). Esta virtud está en contradicción aparente con las otras.

Aparece así algo que podríamos llamar un antivalor, contradictorio a primera vista con los anteriores. A esta altura de la exposición, nos faltan los elementos para indicar su significado y pedimos al lector unas páginas de paciencia. Sin embargo, podemos ya indicar que la selección hecha por P. se subordinó al veredicto de la prensa internacional.

d. Los títulos

Revista especializada ("evangélica"), P. conoce un último tipo de actualidad: ilustres dirigentes evangéli­cos que visitan el país. Como en estos casos los héroes no tuvieron el honor de la prensa laica, se multiplican las calificaciones: director, presidente, doctor, profesor, autor muy leído, periodista muy publicado (otra vez el argumento del reconocimiento por el público). Así se da categoría y autoridad a los predicamentos de estos dig­natarios evangélicos que entrevista la revista (1, 5, 14 18).

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Primicia, en su vedetismo, se somete al juicio de lo que se suele llamar la opinión pública y que en realidad es la de los grandes medios de comunicación. No es lo mismo, puesto que no es el famoso "hombre de la calle" el que controla y dirige los medios de comunicación de masas, sino grupos financieros que ocupan determinadas posiciones en la estructura de poder. Dichos medios de­terminan mucho más la opinión pública que se dejan acondicionar por "la voz del pueblo". '

Pero, más notable aún es que dicha sumisión de P. a los criterios de la prensa seglar, no es nada pasiva. P. misma explícita, con bastante redundancia, los ejes de esta selección, haciéndolos suyos: estos ejes son el lide-razgo reforzado por el dinero. En P., cuando se nos dice de alguien que es industrial, científico, pastor, artista, etc., no es para describirnos su oficio sino para subrayar que es un maestro en su oficio. Un jugador de golf es "el mejor del mundo", un eclesiástico pastorea la igle­sia "más grande del mundo", un industrial es el "princi­pal productor... en todo el mundo". La insistencia so­bre el aspecto económico —sobre todo cuando se alcanza esa moneda suprema: el dólar— opera la transustancia-ción mágica de la cantidad a la cualidad. (Cabe citar aquí el caso de esa artista que según P. sabe hacerse "respetar" porque exige "montañas de billetes").

El ser (más que los otros) y el haber (más que los demás) en su determinación recíproca son dos de los ejes estructurales de la cosmovisión más global propia a nuestra civilización occidental de consumo. Aparecen en filigrana detrás de toda publicidad comercial2 e impo-

1. La obra de Mattelart et alii (op. cit.) estableció esto de manera decisiva para Chile.

2. El objetivo de la publicidad es, en última instancia, no sólo aumentar la venta de una marca X de cigarrillos, sino aumen­tar la venta en general. Cumple con este propósito ametrallan^ donos miles de veces diarias con la imagen de un hombre que

210

nen una imagen monolítica, unidimensional del hombre y de su relación con sus semejantes.1

Primicia participa en la divulgación de esta antro­pología. Tal vez de manera inconsciente, pero lo hace tan plenamente que cuando elige personajes de su espe­cialidad (evangélicos), se siente obligada a fundamentar su selección según estos mismos criterios. En breve, P. asume, valida y divulga la axiología fundamental de la llamada civilización occidental.

2) El mensaje de los testigos ejemplares,

Reconocimiento y asunción de una axiología antro­pológica secular. Esto lleva a Primicia a comunicar a su público mensajes cuyo contenido corresponde detectar.

Distribuyamos a nuestros personajes según el eje de la fe evangélica. Por un lado tenemos diez evangéli­cos (1, 5, 10, 11, 12, 14, 16, 18, 19, 20) y por otro diez que no lo son. Consideraremos aquí exclusivamente a los componentes de la primera categoría. El estudio de la segunda categoría, hará aparecer la imagen de un hombre natural virtuoso. Por las limitaciones de espacio, no lo desarrollaremos aquí.

Al hacer referencia a la calidad de creyente, no se hace alusión a un rasgo cultural, sino a un principio de

—como Ud.— es un manager o un ejecutivo y, en consecuencia., viste, come, fuma, viaja y tiene las relaciones amorosas que co­rresponden a su rango. Crea así el mito recíproco de que al fumar y portarse como un ejecutivo, uno alcanza a serlo. De este modo, está difundiendo una concepción del hombre y de su relación (de posesión si es mujer, de dominación si es hombre, de reifica-ción en ambos casos) con los demás seres humanos.

1. De 435 fotos de individuos y grupos publicados en el primer año de la Revista, ¡aparecen sólo 3 de pequeños emplea­dos y 1 de obrero!

911

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acción. Todos (con una excepción1) son presentados como testigos ejemplares cuya imagen nos exhorta a la imitación. Tenemos aquí a:

— tres eclesiásticos destacados, doctores y presi­dentes

— un industrial capitalista, de total dedicación a la iglesia

— un ídolo de la juventud, que canta para Cristo — tres científicos y astronautas, que dan testimonio

de su fe — dos políticos, que a la vez son dirigentes eclesiás­

ticos y grandes oradores. En cada uno de estos artículos, se juntan dos imá­

genes. La primera de ellas, explicitada en el punto an­terior, se puede expresar por el concepto de superativi-dad (ser famoso, tener éxito, ser líder, tener fortuna). La segunda es la del testigo ejemplar.

La yuxtaposición de estas dos imágenes constituye un mensaje cuya fuerza reside en su repetición. Este mensaje se ubica más allá de la escritura misma, más alia del conjunto de mensajes que P. articula consciente­mente. Es un mensaje implícito cuya significación puede o no llegar a explicitarse en tal o cual artículo, pero que no necesita esta explicitación para comunicarse al pú­blico.

Esto es lo fundamental: aún cuando emisor y recep­tor no llegan a tomar consciencia del mensaje implícito, ste se comunica mediante la sencilla combinación de

a s imágenes y determina a los lectores con un poder mucho mayor que el de la significación primera de la escritura, justamente por escapar a la mediatización de a conciencia y de su capacidad crítica. El receptor

t i E I c a s o 19, que tiene todas las características del tes-

LW Peir° "T001110 se verá más adelante- infringe un tabú axio-iogico de Primicia.

S»ic>

queda indefenso al no tener la posibilidad de distanciarse frente al mensaje implícito.

¿Qué interpretación debemos dar a la combinatoria de inclusión de esos dos signos? Llama a dos lecturas distintas.

1. Lectura apologética: Como Ud. ve, lector, el acto de creer y de ser evangélico activo es no sólo posible, sino razonable: prueba de ésto son los príncipes de la industria, del espectáculo, de la política y de la inteli­gencia, todos testigos, que ya hemos presentado.

Esta lectura aparece también en el primer nivel de la escritura de P. Por ejemplo, el caso del sabio cerebro de la investigación espacial que argumenta sobre la in­mortalidad del alma (10).

2. Lectura integracionista: No hay incompatibilidad entre ser creyente y el éxito terrenal. El cristianismo no es una religión de vencidos.

Estas dos interpretaciones (que no son contradicto­rias, por lo tanto, no hay que elegir entre ambas: las dos se comunican a la vez) tienen en común la afirma­ción de la compatibilidad entre la fe evangélica, por un lado, y la participación plena en los valores y en la es­tructura social de una sociedad dada, por otro, sociedad que parece ser por excelencia Estados Unidos: de los diez testigos, todos son anglosajones, y ocho de ellos estadounidenses.

213

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II. El universo ideológico

Nuestro texto, como ya lo hemos visto, se subdivide en tres categorías de artículos:

— vedettes de la actualidad nacional, deportiva y cultu­ral. Todos son presentados de manera a-religiosa (3, 4, 6, 8, 9, 13, 15, 17).

— vedettes de la actualidad de Primicia: cuatro desta­cados dirigentes evangélicos de paso por Buenos Ai­res (1, 5, 14, 18).

— vedettes de la actualidad internacional, en su mayo­ría evangélicos (10, 11, 12, 16, 19, 20), pero con la

presencia de algunos irreligiosos (2, 7).

Estas dos últimas secciones nos proporcionan ma­terial que nos va a ayudar a profundizar el universo ideológico de la revista, y del cual algunos fragmentos fueron ya presentados bajo 1.2. Estas dos categorías de artículos se diferencian por su género literario. Los de la actualidad internacional se centran sobre un tema, y cuando ocurre que el periodista cita al héroe, estas pa­labras se integran directamente en el desarrollo del ar­gumento. En tanto, a las "vedettes de Primicia", el ar­tículo las presenta largamente y nos da algunos extrac­tos de una entrevista que indaga sobre la cosmovisión del entrevistado. ¿Cómo decidir aquí si los mensajes del entrevistado son asumidos o no por la Revista? La res­puesta es bastante sencilla: en la medida en que dicha revista deja circular el mensaje del entrevistado, sin explicitar ninguna reserva, podemos concluir que el pú­blico los recibirá como la palabra de Primicia.

A partir de los artículos sobre la actualidad inter­nacional, intentaremos reconstituir el modelo de la ideo­logía de P., cuya validez probaremos al confrontarlo con el material presente en los artículos de la otra categoría.

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1) Casos

"El hombre de Checoeslovaquia" (7)

Veintidós líneas en forma de versos libres (en ca­racteres de bastardilla) describen la doble transforma­ción del rol social de un político bajo la presión de "acontecimientos".

ler. rol dictador comunista del desventurado pueblo.. .

transición 1 acontecimientos lo erigieron

2Í> rol én líder .. . respaldado por el pueblo para ga­nar la libertad / hombre que la Providencia ha­bía puesto sobre el país para llevarlo a la aven­tura de la libertad / La prensa era libre .. . /

transición 2 tanques rusos aplastaron la incipiente democracia

3er. rol títere [o] mártir?

La historia hace que el personaje, de anli-héroe, pa­se a ser un héroe de P. Al final, su alternativa es decidir entre uno y otro. Si estudiamos la narración desde el en­foque del rol central, aparecen cinco actores: el líder, sujeto elegido por la Providencia (emisor) para conquis­tar la libertad y la democracia (objeto) para el pueblo (destinatario). Este mismo pueblo es el adyuvante del héroe en su hazaña a la que se oponen los tanques rusos (oponente).1

La ideología de P. se trasluce aquí a través del es­quema dualista de la oposición de dos universos irreduc­tibles.

1. Los conocedores de la obra de Greimas notarán que los actores del episodio integran plenamente el modelo actancial pre­sentado en las págs. 176-180 del op. cit.).

215

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b . "Yo fui amigo del Che Guevara" (2)

El argumento es enfatizar la dedicación total del hombre a su ideal. Opone dos tipos de vida: consagrada vs. inconsecuente, y afirma que los cristianos no tienen el monopolio de la dedicación a su causa, que "los hijos de las tinieblas son en muchas cosas un ejemplo para los hijos de la luz". Esta última ocurrencia nos indica que se mantiene el dualismo fundamental.

ideal verdadero (identificarse "con

el pueblo de Dios")

"hijos de la luz"

equivocado (Marxismo, "doctrina"

diabólica, anticristiana)

"hijos de tinieblas"

actores Moisés [muchos de nosotros]

"Che" [los que cuidan sus intereses y hablan de marxismo]

La categoría actancial "oponente" del artículo ante­rior reaparece aquí con el mismo actor (comunismo), pero se califica con más detalles, y explícitamente como anti cristiano.

CATEGORÍAS

Actor marxismo Calificaciones

OCURRENCIAS Artículo a. comunismo dictadura opresión

Punción violencia guerrillero

Artículo b. marxismo (2 veces) ideal equivocado (3 veces) doctrina diabólica anticristiana tinieblas tanques ruso»

Este artículo califica al oponente como ideal, mien­tras el anterior lo describía como realización histórica (régimen político).

c. "Evangelio o Palos" (19)

El personaje tiene a primera vista todos los atribu­tos para ser un héroe predilecto de Primicia.

Dirigente evangélico Fundador de la Iglesia Presbiteria­na Independiente . . . una organi­zación fundamentalista.

reconocido edita [dos periódicos, uno con una tirada de 50 mil ejemplares].

titulado Doctor [profesor]

exitoso el primer ministro . . . fue esta vez derrotado por la incansable activi­dad del pastor Paisley.

anticatólico marchas que ha dirigido en pro­testa contra las agresiones de los católicos.

y consecuente ha sufrido prisión.

arrestos y pena de

Sin embargo, esta vez P. siente la necesidad de ope­rar un distanciamiento entre su evaluación del personaje y la que hace un sector de la opinión pública:

Muchos ven [al héroe] como —el moderno G. Whitefield —el hombre elegido por Dios para esta hora.

¿Por qué esta distinción? Es que el sujeto contraviene un principio axiológico de la revista: la no violencia.

Violencia vs. no-violencia

correr las calles a palazo limpio

las bienaventuranzas / nuestro Señor Jesucristo ofreciendo la otra mejilla

De aquí que P. exprese, si no una condena, por lo menos una duda sobre este personaje.

217

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d. "El Mártir de Memphis" (20)

In Memoriam a M.L. King. Una vez más aparece el esquema de la lucha mítica entre el héroe del bien y el héroe del mal.

antihéroe aquellos intelectuales blancos y negros / poder negro. odios, intemperancias/ sembraron las raíces amargas del racismo.

héroe Calificación pastor bautista/

mártir negro Función no violencia/

integración racial

Consecuencia (EE.UU.) pare­cen haber com­prendido que el problema negro se resuelve con sin­ceridad y amor.

La ausencia o la fragilidad del análisis del contexto es marcada. Por ejemplo, sobre la causa del racismo: "aquellos asesinos intelectuales blancos y negros que con sus odios e intemperancias prepararon el terreno [al ase­sino de M. L. King] y sembraron las raíces amargas del racismo".

e. A propósito de la luna (10, 11, 12),

Mediante tres artículos en torno a la conquista de la luna, se afirma la compatibilidad entre fe y ciencia. El procedimiento, otra vez dualista, es sencillo: a los que dudan se opone la imagen del científico piadoso y exi­toso (siempre norteamericano).

(10) El cerebro de los vuelos espaciales norteame­ricanos argumenta sobre la inmortalidad del alma. A es-

218:

te sabio —que "ganó a los rusos"—, se oponen los "seu­docientíficos". Así se asocian naturalmente los términos de seudocientíficos, rusos e incrédulos.

(11) Al astronauta soviético que declaró no haber visto a Dios en el espacio, replica el astronauta norte­americano que testimonia de su fe. Aquí la asociación ruso ateo vs. norteamericano creyente, es explícita.

(12) Se nos describe a los tres miembros del equi­po que realiza la conquista de la luna, miembros de dis­tintas iglesias (pero todos miembros de iglesia!) que se unen en oración en la noche de Navidad.

Mediante sucesivas redundancias, el argumento se refuerza. Pero hay más. Aparece una serie de paradig­mas cuyos términos son permutables y que califican a los participantes de la carrera espacial:

fe vs. incredulidad científicos vs. seudocientíficos Norteamérica vs. Rusia paz vs. ? (no hay ocurrencia)

La paz, en efecto, aparece asociada al proyecto nor­teamericano en cada uno de los artículos:

(10) El sabio que antes servía a Hitler "trabaja aho­ra para la paz".

(11) El astronauta contesta al ruso incrédulo afir­mando que sólo los que conocen a Cristo pue­den estar "realmente en paz".

(12) Los astronautas oran para "el día venidero de la paz universal".1

1. La fotografía de la caráíula de este njmeio se dedica a otro astronauta norteamericano de una expedición anterior, y se cita su oración: "ayúdanos. . . para que podamos demostrar al mundo que la democracia puede competir". Fe y democracia, dos modalidades del mismo paradigma.

91Q

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2) Reducción: hacia un modelo ideológico.

El lector habrá percibido la coherencia simplista del universo ideológico de P., el cual se puede reducir y for­mular según el siguiente esquema:

Sociedad Sociedad cristiana vs. diabólica

rasgos estructurales fe evangélica vs. ateísmo "| del modelo ideal democracia vs. dictadura L eomu-

libertad vs. opresión \ nismo paz vs. odio J

agente histórico Estados Unidos vs. Rusia-medio de transformación No-violencia vs. Violencia

Cuando están presentes los cuatro rasgos estructu­rales de la sociedad diabólica, se habla del mundo comu­nista. La presencia de los mismos por separado indica episodios de la lucha radical entre los dos universos, la subversión del uno por el otro. La violencia es el medio por excelencia que se usa para hacer tambalear al agente histórico de la sociedad cristiana, retrasando la solución de sus contradicciones (es decir, segmentos suyos que no corresponden al ideal fijado), tales como por ejemplo el racismo. Para solucionarlas, opone el medio redentor de la no-violencia. El comunismo siempre se relaciona con violencia, pero ésta no es siempre obra de marxistas de­clarados.

Cuando estudiamos los criterios de selección de los personajes (1.1.), descubrimos un valor aparentemente disfuncional con relación a los demás: el sacrificio, atri­buto de tres figuras de la actualidad internacional, Che Guevara (2) , M.L. King (20) y en parte Dubcek (7). A esta altura de nuestro análisis podemos mostrar que la contradicción entre este valor y los otros no es sino apa­rente y que tanto ellos como lo que significan se encua­dra plenamente en el modelo que reconstituímos.

220

Primicia nos presenta al Che y a Dubcek como las puntas de lanza, la quinta columna, de un sistema en el terreno del otro. Dubcek quiso llevar a su pueblo a la "libertad", el Che es el apóstol consagrado de un ideal "anticristiano". En la lucha del bien con el mal, son ellos sus caballeros; uno es el caballero de la "Providencia", el otro, el héroe de la violencia. Dicho de paso, los dos fra­casan. Aquél tiene que elegir entre ser mártir o someter­se, éste encontró la muerte: el precario equilibrio del mundo se preserva.

M.L. King, a su vez, lucha para que el agente histó­rico del bien se acerque más a su modelo ideal, eliminan­do sus taras y haciendo surgir "sinceridad y amor". Se opera aquí 3a recuperación de M.L. King, es decir, un procedimiento por el cual el medio de comunicación eli­mina lo que el fenómeno social considerado tiene de explosivo para el sistema social, para usarlo después al servicio de ese orden.

A M.L. King no se lo presenta en lucha contra de­fectos estructurales del sistema estadounidense, sino con­tra sus escorias, sus elementos corruptos como "aquellos asesinos intelectuales" que terminaron armando él brazo del que lo mató. King, como fenómeno social en la inter­pretación dada por P., no cuestiona el sistema norteame­ricano; ésto ilustra su vecindad —en la revista— con Ni-xon, millonarios cristianos, etc.

Así ,1a virtud sacrificio aparece como el atributo de los hombres de la frontera. En la medida en que ie re­presenta al mundo a través de la lucha irreductible de dos sociedades, cada sistema debe tener sus soldados que se sacrifican, sea para tratar de hacer triunfar su ideal, sea para salvar su sociedad de la amenaza que implica la otra. El sacrificio de los caballeros de la sociedad cris­tiana es la condición que permite a los demás gozar cris­tianamente de las otras virtudes —fama, dinero, títulos— mientras los agentes del ideal diabólico perturban la

221

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quietud y la buena marcha del mundo cristiano. La com-plementariedad funcional de estas virtudes —dentro de una representación dualista del mundo— diluye la pri­mitiva contradicción.

Las entrevistas a los personajes de la actualidad de Primicia.

El material contenido en estos cuatro artículos (1 , 5, 14, 18) confirma el modelo ideológico que acabamos de extraer y permite vislumbrar el contenido de ciertos conceptos que surgieron. Nuestros cuatro destacados evangélicos exhortan a la evangelización pero, al mismo tiempo, contestan a una serie de preguntas sobre la ac­tualidad. Extraemos aquí los mensajes que hacen refe­rencia a EE.UU. y América Latina.

Tema Ocurrencia Nixon (5) Voy a votar por Nixon porque es un

piadoso creyente en Cristo. (18) por su origen cuáquero .. . creo que

va bien Republicanos y (5) Es el partido de los hombres de ne-América Latina gocios y ellos quieren invertir sus ca­

pitales en este hemisferio, por sus re­cursos ilimitados en materias primas vitales para los EE.UU. [por eso los republicanos aprovecha­rán a A. Latina]

EE.UU. y A. Latina (5) Si Latinoamérica se pierde, será la caí­da de EE. UU. Si la pequeña Cuba ha subvertido a todo el continente, qué desastre sería algún gran país americano en manos de los rojos.

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Estos mensajes son tan claros que basta con un co­mentario mínimo: la calidad de un presidente se debe a su fe; América Latina es la reserva de materias primas de EE.UU. y ésto para su mayor provecho.

Muy llamativo, es el lenguaje del "pastor Bílly Graham" (6) : las mismas palabras se pueden usar indis­tintamente a nivel de la religión y de la política; no sólo son las mismas palabras, sino que éstas sirven de signi­ficantes para un mismo significado: perderse se refiere aquí a un nivel político, pero es claro que pasar al comu­nismo es también perder el alma. Esto mismo es válido para subvertir y caída. Este encuentro y superposición de dos niveles de la realidad en el lenguaje, nos indica algo propio no sólo del personaje sino de la ideología de P. No encontramos, en nuestro texto, referencias al paraíso, al reino de los cielos, es decir a la concepción de un reino de Dios ubicado más allá de la tierra y de la muer­te. Sí encontramos la idea de una cristiandad que ya está realizada —aunque con cierta precariedad— y para la pro­tección y mejoramiento de la cual estamos llamados a obrar. Cuando no se confunden plenamente, como en el caso citado, lo religioso y lo político deben superpo­nerse en amplia medida.

Los mensajes citados dejan ver también cómo los ememas libertad ij democracia tienen una relación de inclusión recíproca con él gran business capitalista. Has­ta el momento, P. usaba los primeros como estereotipos sin calificarlos. ¿De qué libertad y democracia se trata? No se aclara y, justamente, el procedimiento de no cali­ficación permite tratar estos conceptos mágicamente y erigirlos en categorías absolutas: la Libertad, la Demo­cracia. Pero las asociaciones que surgen —como las que descubrimos anteriormente (avaluación de las normas axiológicas de la sociedad capitalista de consumo: com­petencia, fama, haber)— arrojan algunas sombras sobre estas mayúsculas, y los rasgos fundamentales de la so-

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ciedad ideal cristiana comienzan a recibir un contenido preciso.

La relación de inclusión entre fe - libertad - demo­cracia - capital, se evidencia al máximo en el artículo "El rey de los zapatos" (1). Héroe industrial bautista . . . principal productor

de zapatos en todo el mundo

industrial capitalista Sus fábricas . . . facturaron mil millones de dólares el último año.

cristiano activo bautista/ dedica su tiempo a la primera iglesia bautista de X / Vice presidente de la sociedad bíblica americana/.

ética profesional: los socios de este imperio son dos: Dios y héroe-gerente de Dios [el h é r o e ] /

Este último es el representante del prime­ro en sus empresas/ Y para conocer bien la voluntad de su socio principal, [el héroe] ha leído 50 veces la Biblia/ Los beneficios de sus empresas se traducen en millones de dólares que van a la obra evangélica/

opinión del héroe democracia . . . mejor forma de gobierno/ se impondrá en el mundo.

Aunque no aparezca aquí, ni en otro lugar de nues­tro texto, la ocurrencia capitalista (y sus derivados), se deja escapar "imperio" y la trama del artículo consagra un sistema económico determinado, en la medida en que se acompaña con el antiguo concepto capitalista de ge­rencia: el hombre hace multiplicar los bienes de Dios, bienes que sólo usufructúa y cuyos beneficios dedica a la causa divina. El conocimiento bíblico del héroe y su dedicación a la iglesia, no dejan lugar para pensar que él se pueda equivocar; de esta manera, el capitalismo viene a ser el contenido concreto de esta democracia que tanto elogia al héroe. Los conceptos de democracia y libertad —pese a la tentativa manifiesta de P.— pierden su carácter trascendente para aparecer como estereotipos mistificantes.

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Conclusión.

El panorama que resulta de esta indagación no pue­de ser más claro. Cualquiera sea el texto que se someta al análisis, los resultados o son complementarios o son redundantes.

Un modelo ideológico dualista, se presenta bajo la forma del antagonismo radical entre dos sociedades que corresponden a dos ideales calificados, uno, de cristiano y otro, de diabólico. La relación entre el modelo de la sociedad cristiana y su encarnación histórica, es acrítica: los defectos de Estados Unidos nos son presentados como marginales —producto de los elementos pervertidos del sistema— y no como estructurales, producto de las con­tradicciones propias del sistema.1 Esa —es decir, una so­ciedad donde libertad se connota por capitalismo y de­mocracia por imperialismo— es la sociedad que los cris­tianos están llamados a edificar, mejorar y extender a través del mundo. Y, a fin de tener más brazos para esta gigantesca obra de cristianización, está la evangelización.

Al modelo sociológico corresponde el modelo antro­pológico: la imagen del hombre. A la combinatoria fun­damental de la antropología de la sociedad de consumo

1. El material estudiado no permite saber con certeza cómo P. resuelve ciertas contradicciones. Por ejemplo, cómo interpreta la participación "violenta" de Estados Unidos en la guerra de Viet-Nam. A título de hipótesis podemos suponer que chocan aquí el concepto de cristiandad (sociedad occidental cristiana) y el principio axiológico de no violencia. La diacronía, con la irrup­ción de acontecimientos nuevos, tales como la extensión del con­flicto indochino, podría modificar el acriticismo de la revista y hacer intervenir el juicio condenatorio (cf. los mecanismos que llevan a P. a condenar al líder evangélico del Usier). Pero cree­mos que aún cuando intervenga la crítica, ésta pondrá en cues­tión la percepción de la misión de EE.UU. como agente histórico de la cristiandad ideal.

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masivo: liderazgo -f- dinero = éxito, se añade un térmi­no: fe evangélica. De la misma manera como se califica acríticamente a Estados Unidos de agente histórico de la sociedad cristiana, se valoriza al hombre de la sociedad de consumo como la imagen antropológica ideal de la sociedad cristiana.

Pensamos que la indagación no termina aquí, sino que debe aparecer también un tercer modelo, jerárquica­mente superior a los que hemos reconstituido, en el in­terior del cual éstos se articularían plenamente. Este mo­delo sería el de la cosmovisión de Primicia. No sólo su imagen del hombre y de la sociedad, sino también del universo humano y cósmico. Los editoriales podrían cons­tituir un texto adecuado para esta etapa de la indaga­ción, que presentaremos en otro lugar.

Primicia afirma su libertad organizacional y finan­ciera (cf. nota 1, p. 1). También, según la lista de su Comité de Redacción, todos sus miembros son naciona­les con una excepción, la del consejero teológico (norte­americano). El aparente nacionalismo evidencia, aún más, el carácter ejemplar de P. como caso de penetración ideológica. No solamente la escritura de P. es plenamen­te política, en el sentido de "una escritura axiológica don­de el trayecto que normalmente separa el hecho del valor se suprime en el espacio de la palabra, dada a la vez como descripción y como juicio",1 sino que se trata de una política perfectamente identificable que hasta ahora no ha ofrecido libertad, democracia y bienestar a Amé­rica Latina, sino opresión, dictadura y explotación.

Aquí está el contenido concreto de Primicia, revista "espiritual, . . . cristiana, . . . evangélica".

1. R. Barthes: Le degré zéro ele I'écriture Paris, Seuil, 1953, p. 35.

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¿ES POSIBLE UNA TEOLOGÍA

DE LA REVOLUCIÓN?

SERGIO ARCE MARTÍNEZ

Los cristianos hemos estado hablando mucho de Revolución; algunos desde hace muchos años, otros, des­de hace menos. . . Recuerdo que mi primer sermón pre­dicado allá por el año 1942, en Puerto Rico, recién es­trenado como seminarista, se titulaba "La Revolución Cristiana". Todavía lo conservo y tiene una palabra de respeto y reconocimiento a la Revolución Socialista So­viética. Pero el tiempo no importa, lo que importa es nuestro interés sincero y nuestra conciencia plena del tema con sus implicaciones prácticas. Ese interés, en la mayoría de los casos teorético, ha llevado a algunos a bautizar un quehacer teológico específico como "Teolo­gía de la Revolución". ¿Es posible tal cosa? Como posi­ble tal vez sea posible porque, al fin y al cabo, "todo es posible para Dios", hasta aquello de que "un rico entre en el Reino de los Cielos", pero dentro de nuestras posibilidades humanas es tan imposible lo uno como lo otro. ¡Vaya, que un camello no pasa por el ojo de una aguja, ni un rico entra en el Reino, ni se puede hacer una teología de la Revolución!

¿Qué significa esto? ¿Qué no podemos reflexionar dentro del quehacer teológico sobre la Revolución? ¿Que

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nada podemos decir los cristianos teológicamente hablan­do de la Revolución? No. Lo que queremos decir es que cuando hablamos propiamente, no podemos hablar de una "Teología de la Revolución". Es decir, que cuando reflexionamos teológicamente sobre la Revolución no lo hacemos para los Revolucionarios ni a beneficio de los Revolucionarios, o para rendir un servicio a la Revolu­ción. Lo hacemos para la Iglesia, a los cristianos y para rendir un servicio a ambos. No hablamos para el Revo­lucionario no cristiano, hablamos para el cristiano revo­lucionario; en el caso específico de Cuba para el cubano cristiano y, por ende, revolucionario que forma parte activamente, por un lado, de la Iglesia de Cristo en nuestra Patria Socialista, y por otro, de la Patria Socia­lista donde existe una Iglesia.

La Teología es un quehacer de la Iglesia, para la Iglesia y por la Iglesia. Se trata de una reflexión de la Iglesia. "Teologizar" es un verbo reflexivo. Cuando se hace teología es como cuando uno se mira a un espejo y ve su propio rostro, o cuando uno se inclina sobre el lavamanos y se lava su propia cara, o cuando se toma el peine y se alisa uno mismo sus propios cabellos.

Habrá algún trasnochado teólogo que píense, ¿¡quién sabe!?, que puede juzgar, lavar y peinar a la Revolución y que ésa sea parte de su vocación como teólogo. ¡Mal teólogo y peor teología! La Teología es la teología de la Iglesia y sólo indirectamente habla al revolucionario no cristiano, y eso sólo porque la Iglesia de hoy es una Iglesia que está en medio de un mundo en Revolución; y, ha de ser una Iglesia por la Revolución y para la Re­volución, es decir entendiéndose que el mundo de hoy es un mundo revolucionario. Sólo así, indirectamente y sin quererlo, se concibe que la teología le diga algo al Revolucionario no cristiano. En el caso cubano, la Iglesia en Cuba "se teologiza" en medio de una sociedad en plena Revolución. Pero cabría que fuese, y aún hay

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Iglesia que lo es, una Iglesia que viva en una sociedad esencialmente contra revolucionaria, aunque esa socie­dad esté en contradicción con el mundo esencialmente revolucionario de hoy. En ese caso la Teología, aunque sea teología de la Iglesia, será diferente. No es que el testimonio de la Iglesia sea esencialmente diferente en ambos casos, pero las demandas que el medio impone sobre la Iglesia como vías que ha de conformar ese tes­timonio son distintas en ambos casos. Luego, la reflexión teológica será distinta en cada caso. La clarificación de la acción cristiana en ambos casos será hecho en distinto sentido. Hablemos de un caso específico: Hay un error básico en los que pretenden reflexionar teológicamente en nuestra Iglesia sobre el "problema generacional" en relación con la sociedad cubana de hoy. Esa pretensión de trasladar tal problemática de las sociedades contra revolucionarias a nuestro medio es de un simplismo atroz a no ser que haya una intención aviesa en el extraño intento.

La Teología pues, repito, es un quehacer de la Igle­sia, por la Iglesia y para la Iglesia. La Iglesia en su to­talidad es la que está en el mundo; es una Iglesia por el mundo y para el mundo. Ese mundo es "su mundo", el mundo de la Iglesia. La Iglesia para serlo propiamente ha de estar inmersa en su mundo que será siempre es­pecífico y concreto, no abstracto ni generalizado; un mundo de un tiempo y lugar determinados. La Iglesia es "su Iglesia", la Iglesia de su mundo. Como el Señor de la Iglesia que se hizo Señor como hombre, en un nprnento y lugar específicos, es decir que fue judío, hijo de María, de la tribu de David, circuncidado al oc­tavo día, educado en la sinagoga, obrero de Nazareth; hombre de su época y de su tierra, miembro de un pue­blo, con un nombre humano y una filiación histórica; así la Iglesia es Iglesia en el momento y lugar específico en que le ha tocado vivir y será mejor Iglesia mientras

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más estrecha y limitadamente entienda esa especificidad. Este hecho determina la necesidad de una especificidad concreta de la tarea teológica.

De tratarse de una Iglesia en un medio "religioso, fascista, injusto, discriminatorio, arcaico, individualista, guerrerista, expansionista y divisionista", la Teología planteará problemas al testimonio de la fe, distintos a si se trata de una Iglesia en un medio "laico, democrático, justo, igualitario, moderno, pacífico, integrador, comuni­tario '. En un caso se trata de una sociedad contra revo­lucionaria. En el otro caso, de una sociedad revolucio­naría.

Cuando caracterizo así cada una de estas socieda­des de manera representativa, no significo que todos sus elementos componentes sean de uno u otro extremo, o sea, que no pugnen dentro de ellas como fuerzas anta­gónicas o contradictorias algunos elementos revolucio­narios y contra revolucionarios respectivamente, sino que las fuerzas que tienen la franca supremacía y determi­nan, por lo tanto, las estructuras de la sociedad o sus ensayos de estructuras son de uno y otro caracteres como los descritos arriba.

Los cubanos de hoy conocemos de cerca y por ex­periencia propia qué cosa es una Revolución, qué cosa es una sociedad revolucionaria. La Iglesia que está en Cuba conoce de esta verdad, aunque trate de descono­cerla. Aquí está precisamente centrada las posibilidades de la actividad teológica. No se trata de hacer una teo­logía de la Revolución. Propiamente hablando eso no es posible. Se trata más bien de analizar críticamente, lo más objetivamente posible, y dentro de los supuestos teológico-bíblico-cristianos, el testimonio de la Iglesia en medio de un proceso revolucionario, y, en nuestro caso, en medio de la primera sociedad revolucionaría-socia­lista en tierras americanas.

Se trata de clarificar cuál forma ha de tomar el tes­

timonio de la Iglesia para que responda genuinamente a su ser como Cuerpo de Cristo, a la luz de la Cabeza, según expresa Su Voluntad a través de las Escrituras, la experiencia de la Iglesia como comunidad y la expe­riencia en particular del creyente identificado con su medio revolucionario.

Hay una primera demanda que el medio revolucio­nario impone sobre "su Iglesia": Se trata de su propia razón de ser. La Teología tiene que clarificar para la Iglesia la cuestión del por qué la Revolución desde el punto de vista teológico. Es decir, ¿qué es dentro de la economía divina la Revolución? ¿Qué significa la Re­volución en la economía de Dios? A eso se circunscribe de manera general nuestra tarea en este caso.

La Revolución es un "momento" histórico que se caracteriza por una creciente, febril e incesante activi­dad donde inciden todas las potencias creativas de la Historia para el logro de cambios estructurales que ha­gan más justas y adecuadas las relaciones humanas de modo que fundamentalmente se propicie el mejor des­arrollo cabal e integral del hombre, de todos los hom­bres. Pero alguno se preguntará si acaso la Revolución no es también una fuerza destructora, y, en ocasiones, deshumanizante. Ciertamente que sí. Tiene que serlo y debe serlo porque en la medida en que la Revolución sea más creativa será más destructiva. En la medida en que sea más legítima destruirá más radicalmente todo aquello que se le enfrente como fuerza opuesta.

Mientras más revolucionaria sea una sociedad, me­nos transigirá con la contra revolución. La Revolución es "como crecida de muchas aguas, como el torrente de mu­chos ríos". Amos, el profeta de la justicia social, clamaba: "Corra la justicia como impetuoso arroyo". Se rompe lo viejo, el pasado queda atrás y de las entrañas de la noche amanece un nuevo día.

Pero he aquí que todo "momento" creativo, lo mis-

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mo en la Naturaleza que en la Historia, es "momento" de grande actividad divina. Es bueno advertir que el tér­mino: "momento" no lo estamos usando aquí en su acep­ción más generalizada de "instante", es decir con un sentido cuantitativo. Lo usamos en un sentido cualita­tivo y no cuantitativo.

Repetimos: todo momento histórico creativo es mo­mento de grande actividad divina. Luego, todo momen­to revolucionario es momento altamente divino de crea­tividad. Mientras más revolucionario más se manifiesta esa actividad divina. La misma fe cristiana es el momen­to revolucionario por excelencia. El perdón de los peca­dos y la resurrección de los muertos, como apuntaba Karl Barth, son los dos momentos revolucionarios de la fe cristiana que expresan el carácter trascendente de las revoluciones inmanentes que se han desarrollado a lo largo de la historia humana. Toda revolución verdadera traducirá en la práctica inmanente la verdad trascendente revolucionaria de la fe cristiana, es decir, el perdón de los pecados y la resurrección de los muertos. Dios más que Creador podemos caracterizarlo como Creatividad en sí. Crear es la actividad única de Dios, única en cuan­to a la unicidad de su "ser" y en cuanto a la especificidad de su "acción". Todo análisis de la economía divina, por lo pronto, ha de fundamentarse en el análisis de la acti­vidad creativa de Dios que constituye su propia esen-cialidad como Dios.

De no ser por esa actividad nada existiese ni habría. No habría n i . . . Dios; no existiese vida, ni mundo, ni historia, ni nada, porque Dios, con todo y ser el Dios-Creatividad, es el Dios de la criatura. ¿No es lo que trata de explicarnos el Cuarto Evangelio en su Prólogo? Tam­bién el Génesis nos presenta en su relato inicial que "El Espíritu de Dios se movía sobre la haz de las aguas", "cobijaba la haz de las aguas" de acuerdo a una versión. De este cobijar surgen la luz y los cielos, la tierra y toda

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la vida, en fin, y, de ella, finalmente el hombre. Pero hubo también caos y oscuridad, noche y muerte porque la creatividad divina incluye redención y santificación. Redención y santificación implican un NO, una negación, que es propio de toda creación. Así María cantaba: "Con su brazo hace prodigios, esparce a los soberbios... De­pone a los poderosos... y a los ricos los envía con las manos vacías". De esa manera, "todo valle es llenado y todo monte y collado abat ido. . . toda carne ve la libe­ración de Dios".

Juan "en el Espíritu" contempla la actividad divina en plenitud apocalíptica y se le aparecen terribles visio­nes de destrucción y muerte.

Ve cuatro jinetes y contempla la ira del Cordero, mi­ra a un abismo que se abre y una guerra en el cielo, y la bestia del mar y la bestia de la tierra, el Armagedón y la Desolación Babilónica, y, finalmente, el Guerrero fiel y verdadero que entra en "cielo nuevo y tierra nueva porque el primer cielo y la primera tierra ya no son", han sido destruidos.

Luego, vivir dentro de la vorágine revolucionaria con su aspecto constructivo tanto como destructivo es experimentar la actividad creadora de Dios en su mani­festación más evidente dentro de la historia humana.

La actividad creativa de Dios en la Naturaleza es siempre revolucionaria, puesto que implica redención y santificación. Bergson lo señaló claramente con su "élan vital". De la naturaleza tomó Jesús el ejemplo formidable de la levadura para ilustrar el Reino. También Jesús to­ma ejemplo de la propia Historia donde se plantea la lucha de los que pugnan por quedarse y de los que quie­ren entrar y, así nos habla que "no ha venido para traer paz sino espada".

De los primeros apóstoles se decía que "trastorna­ban al mundo" y El Apóstol de los Gentiles señalaba el hecho de que en la Historia, "Dios escoge lo insensato

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para confundir a los sabios y lo débil para avergonzar á lo fuerte y las cosas despreciadas y aún a las que no son para destruir a las que son". La misma concepción bí­blica de la Creación recoge este sentido.

El concepto bíblico de Creación es íenomenológi-camente hablando un campo abierto y actualizante de cosas nuevas. No se trata de un cosmos terminado sino de un taller experimental de cosas novedosas. No es algo hecho como cosa estática, sino que responde a esa diná­mica de creatividad divina. Cuando leemos las Escritu­ras en el capítulo primero del Génesis no se trata de la descripción de un hecho dado y ya completado sino de un intento de eventuación de todos los momentos de la realidad. El capítulo no es propiamente el capítulo ini­cial de la historia bíblica. Es más bien el resumen de toda la narrativa bíblica, a manera de índice de todo el libro donde se nos señala en forma suscinta y esquemá­tica todo lo que contiene desde su principio hasta el final la Historia.

La Palabra que crea es Palabra de Dios, Palabra Eterna que no ha dejado de resonar: "Sea la luz . . . haya expansión . . . júntense las aguas . . . produzca la tie­rra . . . haya lumbreras . . . produzcan las aguas . . . ha­gamos al hombre". La Palabra dicha no ha cesado. No ha terminado de decirse, está diciéndose, porque "sin Palabra ni una sola cosa de lo que ha sido hecho fue hecho. . . En ella está la vida y la vida es la luz de los hombres. . . ; la luz verdadera, que alumba a todo hom­bre . . . En el mundo está . . . " El Prólogo del Cuarto Evangelio testifica de un Dios viviente "en quien somos, nos movemos y tenemos nuestro ser", cuyo "ser que es su propia acción", es creatividad constante hacia el logro del propósito que se va a su vez haciéndose en la propia acción creadora.

El testimonio de la Iglesia tiene que ser concomi­tante con esa Revelación bíblica, de otra manera su

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propio ser como Iglesia desaparece. La Iglesia es Iglesia en tanto participa de esa Revelación. Esa Revelación es un evangelio, una buena noticia, acerca de Dios porque es una buena noticia, un evangelio acerca del hombre.

En ese capítulo 1? de Génesis, al cual ya nos hemos referido se nos dice: "Hagamos al hombre a nuestra ima­gen, conforme a nuestra semejanza y tengan ellos domi­nio . . . " . Más adelante, a manera de mandamiento, aña­de: "sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sojuzgadla y tened dominio".

Kierkegaard, interpretando esa idea, decía del hom­bre que es "un ser finito con posibilidades infinitas, un ser temporal con posibilidades eternas".

La revelación bíblica es eminentemente antropo-céntrica. Calvino la caracterizaba diciendo: "Conocer al hombre es conocer a Dios, y conocer a Dios es conocer al hombre". Para el Reformador de Ginebra, no se podrá determinar cuál de esos dos conocimientos precedía uno al otro o en qué se diferenciaban esencialmente. Esto ex­plica el énfasis de la Reforma en lo cristológico. La Cris-tología sería como el paso central de un reloj de arena en que se unen una y otra sección; en nuestro caso, Dios y el hombre se hacen una sola cosa en un punto con­creto, único, exacto, como el espacio por donde pasa un grano de arena. En Jesucristo pues podemos enten­der por qué ambos conocimientos, el de Dios y el del hombre, son uno sólo. Jesucristo es Dios para el hombre y para Dios, y es el hombre para Dios y para el hombre.

Esta centralidad cristocéntrica que refleja un inte­rés antropocéntrico es peculiar del Evangelio y se ma­nifiesta en toda la Escritura. En el tan mencionado Gé­nesis 1"? se sitúa al hombre en el Universo como propó­sito último de toda la actividad creativa de Dios. "Aho­ra no sabemos lo que hemos de ser", pero sabemos que hemos de ser hombres, hombres "a imagen divina", cosa que nos da la medida del carácter cristológico de ese

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antropocentrismo, es decir, que no hay un hombre aban­donado a sí mismo, ni un Dios ensimismado en sí mis­mo, lo que hay es una entente donde Dios es el Dios de la criatura y la criatura es la mediación de Dios para el resto de la naturaleza, y eso constituye al hombre "un ser de posibilidades infinitas". Por otro lado, no existe tal cosa como una cosmogonía propiamente bíblica, y mucho menos puede haber una "hipótesis cristiana" so­bre el origen del Universo, de la vida o de las especies. La narración del Génesis refleja naturalmente los con­ceptos de su tiempo que son usados a título de présta­mo de otros pueblos. Eran parte de las mitologías babi­lónicas. Y el esfuerzo bíblico es el de desmitologizarlos desacralizando la creación, porque el interés no era lo cosmogónico, ni tampoco lo puramente teológico —es de­cir, teología entendida como teoría de Dios—, sino que el interés era lo antropológico. Su origen como existen­cia histórica, su destino como vocación histórica, su ac­tividad como acción histórica. Si habla de su origen es en función de historicidad. Si habla de toda la Natura­leza es como el taller donde el hombre es colocado, como "teatro" de sus actividades, según Calvino. Si ha­bla de Dios lo hace en el contexto del Dios del Pacto con la criatura.

Marx decía: "Sólo el hombre ha logrado poner su sello sobre la Naturaleza, no sólo ha trasladado diferen­tes tipos de plantas y animales, sino que ha cambiado también el aspecto exterior y el clima de su lugar de residencia, ha cambiado hasta las mismas plantas y ani­males hasta el grado de que los resultados de su activi­dad pueden desaparecer sólo junto con la muerte ge­neral del globo terráqueo". Al expresarlo así, Marx tras­lada a un lenguaje moderno lo que el Génesis expresaba en su lenguaje mito-poético de hace unos 25 siglos: "Y dijo Dios: hagamos al hombre a nuestra imagen y se­mejanza y domine a los peces del mar, a las aves de los

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cielos, a las bestias, a toda la tierra y a todo animal que se arrastra sobre la tierra". O lo que el Salmista expresó cuando cantaba: "¿Qué es el hombre?, me d igo . . . Lo has hecho poco menor c-ue Tú y lo coronaste de gloria y de honra, lo hiciste dominar sobre todas las obras de tus manos, todo lo has puesto bajo su dominio y con­trol". Algunos siglos después el autor del libro de los Hebreos comentaba al respecto: "Ahora bien, al poner bajo el dominio del hombre todas las cosas, nada dejó que no estuviese bajo su dominio, aunque de hecho to­davía no vemos que tenga dominio sobre todas las co­sas". Pero aquí también suena la nota cristológica, y así, continúa escribiendo "en esperanza contra esperan­za": "Sin embargo, vemos a Jesús . . . "

Este dominio, este control del hombre, esta media­ción del poder divino en el hombre, quien va logrando imponer su sello sobre todo es, para la Revelación bí­blica, el aspecto fundamental del significado espiritual de su vida, el sentido final de su espiritualidad creada, el aspecto básico del "imago Dei". Esto lo comprendió uno de los genios creadores de la cultura contemporá­nea, Federico Hegel, que explicaba cómo decir que el hombre posee espíritu significa decir que se sobrepone a la Naturaleza biológica y a su ambiente natural. Na­turalmente que significa algo más, pero significa bási­camente esto.

Esto es lo que nos enseña la Revelación cristiana. Es interesante que la Revolución implica siempre, como lo ha expresado muy bien el revolucionario chileno Ro­berto Matta "una revelación eme pone en evidencia to­das las posibilidades humanas".

Esas posibilidades son las mejores posibilidades hu­manas para el revolucionario. El marxista húngaro Gyur-kó ha escrito: "Las Revoluciones son los catalizadores de la historia que elevan a la superficie todo lo que hay de bueno en los hombres". De acuerdo a la Revelación

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bíblica el hombre posee valores que lo califican cómo algo "muy bueno". Cuando aparece el hombre, salto cualitativo único en el proceso de la Naturaleza, mo­mento revolucionario supremo que no ha terminado aún, se dice que "Dios vio que era muy bueno". Esa bondad naturalmente no es dada inicialmente; es una bondad que va adquiriendo su superioridad en el mismo proceso que arranca de lo bueno relativo anterior y va hacién­dosela en su quehacer como hombre.

El hombre, sin embargo, estanca ese desarrollo de bondad; entonces lo deteriora y hasta la pierde. Tal cosa sucede cuando absolutiza las estructuras que crea, cuan­do sacraliza los medios estructurales a través de los cuales obra su humanidad, cuando cree conocer lo bueno absoluto y lo malo absoluto. Cuando cae en esta ilusión él mismo se anquilosa hasta llega a aniquilarse como hombre, es decir, se deshumaniza, se aliena dentro de las estructuras absolutizadas. Lo estático de lo estruc­turado, los convencionalismos que crea y los intereses que de ellos se derivan matan la dinámica de su huma­nidad. Eso era lo que expresaba el autor de Efesios cuando decía: "porque no tenemos nuestra lucha contra carne y sangre, sino contra los principados, contra las potestades, contra los gobernantes de las tinieblas de este mundo, contra las huestes espirituales de iniquidad en las regiones celestiales".

El hombre, pues, absolutiza un momento de su His­toria, la bondad de un instante y lugar determinados dentro de su largo e interminable devenir, lo sacraliza; y la bondad relativa, válida y reconocida dentro de su momento, de su "erónos" queda absolutalizada como "kairós".

El hombre, entonces, pretende juzgar como maldad o bondad absolutas lo que es sólo un mal o un bien relativos dentro de una circunstancialidad definida. Pre­tende, al decir del Génesis, "ser como dioses, conociendo

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el "tob" y el "ra". Ese es, de acuerdo a la Biblia, el ori­gen del pecado, la fuente de la alienación humana: el hombre absolutiza su obra y pretende paralizar la His­toria; cree que ha llegado al fin a ser hombre, hombre del todo, y trata de detenerse en el proceso. Al hacerlo así, pretende haber paralizado el desarrollo histórico, y, en ese instante, inicia entonces su propia deshumaniza­ción. Es, entonces, cuando a la mujer le duele parir y al hombre el trabajo se le vuelve maldición, y la Na­turaleza se le hace enemiga.

Por otro lado, el momento revolucionario es un mo­mento salvador liberador. Se rompen las estructuras es­clavizantes, y el hombre tiene que abandonar sus inte­reses creados, que van en contra de sus más genuinos intereses, teniendo que abaldonar las comodidades es­tructurales que no se acomodan a su devenir histórico.

El momento revolucionario produce hombres revo­lucionarios; pero también los produce contra revolucio­narios. Produce a un Moisés que "escogió más bien ser maltratado con el pueblo que llamarse hijo de la hija de Faraón", y un Faraón que prefirió ver morir a los primogénitos de Egipto antes que romper la estructura social existente. Como Moisés, todos los demás que han visto salir a flote lo que hay de bueno en ellos y en los otros que le han seguido, y, aún, en los que se le han resistido temporalmente.

Revolución significa siempre liberación, es decir, salvación. Así el que se olvida de sí y vive en solidari­dad con los que sufren bajo las injusticias, que vive y muere por amor a las víctimas de las estructuras anti­cuadas, es hombre liberado, salvado, a la vez que es li­bertador y salvador, ofreciendo su libertad a otros en holocausto de sí mismo, aunque sea un escándalo para los que dicen "amar y servir a Dios" y aunque llegue el caso en que se declare "ateo". No ha existido todavía uno a todo lo largo de la historia que históricamente

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considerado no lo haya sido. Todo salvador y redentor de pueblos tendrá que ser un escándalo para los "reli­giosos" de su época, un escarnio para los creyentes "co­munes" en Dios, porque el mayor puntul de la sacra-lización de la estructura lo será el absolutismo que nos presta la idea de Dios, sobre todo, la institucionalización de su pretendido servicio. Para llegar a su "ateísmo", el revolucionario necesita una gran dosis de fe, de espe­ranza y de amor. Luego, el hombre de genuina fe cris­tiana es también, en un sentido bien definido, un "ateo", y ha "puesto los ojos en el autor y consumador de la fe". Este tiene algo que aportar en el momento revolu­cionario aunque sólo sea una solidaridad militante con el revolucionario no creyente. El Evangelio le ha dicho cosas a tono con el momento revolucionario. Le ha habla­do sobre el valor supremo del hombre, pero, sobre todo, le ha dicho que "perder la vida es salvarla", que "dar es recibir", que "morir es vivir realmente". Cuando el Che escribe a Fidel, y creo que escogemos los dos ejem­plos más genuinos de revolucionarios del "momento" contemporáneo, y le dice: "En los nuevos campos de ba­talla llevaré la fe que me inculcaste", yo me pregunto: ¿qué testimonio de fe puede dar un cristiano ante esa fe?

No vamos a entrar a dilucidar un problema que sal­dría fuera del tema, en cuanto al alcance último de la fe de un revolucionario, pero, sea como sea que interpre­temos la frase del Che, sea cual fuese el valor que le de­mos a su fe, una Iglesia que se mueve dentro de un me­dio donde haya hombres capaces de tomar al pie de la letra lo de perder la vida por otros, lo de dar antes de recibir y lo de morir para vivir, nos obliga a tratar de depurar hasta la quinta-esencia el testimonio que hemos de dar de nuestra fe. Por eso resulta una vergüenza que el testimonio de nuestra fe nos lleve "a huir sin que nadie nos persiga", como decía Isaías el profeta; que el testi­monio de nuestra esperanza nos lleve a pensar más en

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llenar el estómago que en dar el corazón y que el testi­monio de nuestro amor nos impulse a abandonar a nues­tros hermanos. ¿Es el testimonio de un cristiano así, que nos hace pensar más en nosotros mismos que en otros, un testimonio genuino? Ante la multitud de problemas que aquejan al mundo de hoy, y ante las tareas que nos impone la hora revolucionaria del mundo entero, en un medio revolucionario como el nuestro que apela más a los recursos morales y espirituales del hombre que a los materiales hasta el punto de demandar el ofrecimiento del tiempo, de las energías y de la vida por otros con un desprendimiento que conmueve a amigos y hasta a ene­migos, es ridículo que el cristiano viva sólo pensando en la falta de comodidades, en la escasez de alimentos o en el descrédito de su fe, que él mismo ya ha desacreditado: ¿Qué clase de fe, de esperanza y de amor son ésos de los que damos testimonio de esa manera?

El testimonio cristiano ha de ser consecuente con la Revelación bíblica, que nos dice que "la vida es más que el alimento y el cuerpo que el vestido"; que nos plantea como cuestión tonta lo de "acongojarnos por lo que comeremos, o beberemos o con qué nos cubrire­mos"; que nos pide que "dejemos de preocuparnos por el mañana" y que pone sobre nosotros la demanda su­prema de "buscar primeramente el Reino de Dios y su justicia". Ante una fe que ofrece su testimonio en tér­minos de la creación de "riquezas materiales con la con­ciencia moral y no de la conciencia con las riquezas"; o, todavía con mayor precisión, que proclama a voz en cuello ante el mundo entero: "No nos hincaremos jamás ante el Dios Dinero". ¿Podemos contraponer algún me­jor testimonio, y, de hacerlo, cuál podría ser?: "¿El amor al dinero, la raíz de todos los males", o el verdaderamen­te cristiano de que "nadie puede servir a Dios y a las riquezas", el de "vende todo lo que tienes y dalo a los pobres"? Hace poco tiempo escuchamos dos testimonios.

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Uno era de un comunista: "He ocupado —me decía— un lugar de gran responsabilidad y lo he hecho a plenitud. Por ello tengo que tomar ahora algún descanso. No qui­siera pero es necesario. Me repondré y volveré de nuevo al trabajo, a servir con mi vida a mi pueblo". Se trataba de un hombre enfermo y enfermizo, uno de los máximos responsables de Educación en la Provincia de Matanzas cuyo sueldo que venía devengando como dirigente era el mismo que había recibido cuando era un simple maestro de Enseñanza Primaria. Ocupando como ocupaba una de las posiciones de mayor responsabilidad en la Provin­cia dentro del Ministerio de Educación nunca quiso ni siquiera insinuar que su sueldo debía equipararse a su cargo.

El segundo testimonio era de una cristiana, hija de Ministro. Me decía: "Sobre todo mi fe en Dios, sfl*bre todo Dios. Todos conocen que yo creo en Dios". La con­versación cayó sobre su trabajo. Trabaja dentro de una institución que realiza una labor social de primer orden, una labor de servicio a los niños más necesitados de ello. Sin embargo, lo único que le oí fueron quejas sobre su trabajo. Decía no querer seguir trabajando. Le pregunté por qué. "Si lo que gano —comentaba— no me sirve para nada. No tengo en qué gastarlo. En casa guardo los so­bres del sueldo de los últimos meses. No me sirve de nada ganarlo. Con lo que mi esposo gana, nos basta y sobra. No hay nada que comprar con el dinero, no vale la pena seguir trabajando. Se trabaja para nada".

Yo digo que el primer testimonio era más genuina-mente cristiano que el segundo en que se vislumbra un espíritu contrarrevolucionario. El cristiano no vive para sí, ni muere para sí; menos aún, trabaja para sí. Trabaja para los demás.

El Génesis nos presenta al hombre colocado en el mundo para trabajarlo y cuidarlo. El testimonio genuina-mente cristiano implica que el trabajo no es propiamen-

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te profesión sino vocación. El trabajo es una expresión básica de la espiritualidad humana, de la "imagen y se­mejanza divinas", en cuanto expresa, a la vez, cuando no es alienado, el dominio sobre la naturaleza y el carácter social del hombre.

El trabajo, a través del cual el hombre ejerce ese dominio y expresa su condición social, es genuina adora­ción y servicio aceptables a Dios. Todo trabajo es santo como expresión, por un lado, del control humano soore la naturaleza, y, por otro, de su "ser" social, como hom­bre. El testimonio concomitante con la Revelación bíbli­ca y la experiencia cristiana nos habla de trabajo cuyo móvil no es precisamente el dinero. Ese testimonio del cristiano se nos hace muy difícil darlo hoy, en esta época post-capitalista, porque no podemos descubrir su signi­ficado espiritual ya que se ha desvirtuado su naturaleza creativa, y como tal redentora y santificadora, con lo cual ha quedado desvirtuado el carácter mismo de la vida cristiana.

Como hemos dicho en otras ocasiones, el capitalis­mo ha dejado sus huellas indelebles en nuestro espíritu. El capitalismo con su concepción materialista del tra­bajo como mera mercancía es lo más anti-cristiano que pueda existir. La crítica profética de Carlos Marx al tra­bajo capitalista ha sido altamente apreciada por todos los teólogos serios contemporáneos, sin excepción alguna. La hora del juicio divino sobre la relación capitalista deshumanizante: "trabajo-mercancía-salario" ha llegado. Para el cristiano no hay "recompensa" posible al trabajo humano, mucho menos "salario" de acuerdo al concepto capitalista. "GCuánto pagará el hombre por su alma?" —preguntaba el Cristo en una de sus parábolas. El cris­tiano sabe que vive por gracia, que trabaja como un pri­vilegio. "No os llamaré siervos, sino amigos" —dice Je­sús—, El cristiano vive por fe, y, en esperanza trabaja como una expresión de su amor. Luego, la recompensa

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única del trabajo, del esfuerzo en la inventiva, en la téc­nica, tanto en el trabajo intelectual como en el trabajo manual aún en el más rudo o más menospreciado desde el punto de vista burgués será la satisfacción de saberse amigo, coadjutor, compañero o camarada de Aquel cuya esencia es creatividad. "Yo trabajo y Mi Padre trabaja" —dijo el Cristo—,

El trabajo es medio eficiente y logro legítimo del olvidarse de sí mismo para encontrarse más plenamente en los demás; de regalarse a otros para ganarse en la ver­dadera naturaleza solidaria o social humana; de morirse para resucitar a la vida verdadera que es eterna. Hay pues toda una concepción cristiana del trabajo que de­bemos investigar más profundamente en virtud de dar un testimonio adecuado en medio de una sociedad pro­letaria, "un mundo que se nos echa encima amasado por los trabajadores".

Cabría preguntar a esta altura ¿y qué del significado de la persona humana como tal, dentro de esa transfor­mación de las estructuras socio-político-económicas que la Revolución preconiza?

Dejemos que sea un marxista, el húngaro Gyurlcó, quien conteste, ya que la Revolución mundial de hoy es de un carácter francamente marxista. En el Congreso Cultural de La Habana declaró: "Muchas personas creen que el fin del socialismo es el establecimiento del domi­nio del proletariado, el crear una sociedad sin clases, el socializar los medios de producción, y el asegurar un perfecto bienestar. Estoy convencido de que los que es­tán pensando de esta manera confunden los medios y los fines. No hay cosa más importante en el mundo que el hombre mismo y el fin del socialismo no es otra cosa que la creación de un tipo- de hombre más libre, más completo y más feliz. El sistema filosófico de Marx es fundamentalmente antropocéntrico, es decir, humano, y la filosofía marxista es el examen de los medios que van

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creando la posibilidad de transformar el hombre actual en otro nuevo, más íntegro". Luego, la Revolución sig­nifica un cambio personal de integridad. Se trata de lo­grar un hombre nuevo. No hay duda que este interés marxista en la creación de un nombre nuevo ha de des­pertar el interés del cristiano. No vamos a entrar a analizar teológicamente al hombre nuevo, desde el pun­to de vista bíblico-cristiano. Eso ya lo hemos hecho en otra ocasión. Basta referirnos a lo que está implícito de­trás de cualquier conceptualización de hombre nuevo, y es que el hombre es un "ser-que-se-está-haciendo". El cristianismo presenta al hombre no como un ente hecho sino como un "ser-en-cambio", un "hombre-haciéndose-Hombre". La Palabra del Génesis: "Hagamos al hom­bre" es Palabra Eterna como Palabra de Dios. Ese "ser-hombre" que es "ser-en-tránsito", es decir, "de-lo-que-aún -no-es-a-lo-que-ha-de-llegar-a-ser", significa que es esen­cialmente un "ser" histórico, una posibilidad que está en vías de realización. De aquí que la vida genuinamente humana se nos presente como perenne "metancia", es decir, "arrepentimiento".

¿Caracteriza a la Revolución marxista el necesario arrepentimiento que la haga humanizadora? Una de las experiencias que cuentan los estudiantes del SET en su reciente incorporación por una semana al trabajo produc­tivo agrícola fue la de encontrarse con el caso concreto de un hombre que se ha venido transformando moral-mente en su quehacer revolucionario. Se está haciendo un hombre nuevo. Al encontrar un nuevo sentido espiri­tual su vida se salva como humano, se hace cada vez más hombre. No es ése el único caso. Es a lo que aspira todo revolucionario. Ese cambio ha tenido repercusio­nes en la sociedad. Por otro lado, la misma sociedad se ha transformado. Como pueblo "somos un pueblo distin­to sin dejar por eso de ser lo que hemos sido". No es ne­cesario ser demasiado sagaces para darnos cuenta que

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hay un saldo favorable en la moralidad y espiritualidad de nuestro pueblo en estos años de revolución.

Que no constituyamos el pueblo ideal, de acuerdo ¡Ojalá nunca nos creamos serlo!, porque entonces sería el principio de nuestro fin. ¿Dónde está la indolencia la vagancia, el conformismo moral, los vicios sociales, qne' corroían el espíritu de nuestro pueblo?

La iglesia ha vegetado en medio de este cambio porque no se ha podido beneficiar directamente con10

institución con él. ¿Significa entonces, que no daremos el testimonio adecuado ante la nueva sociedad? Sin em­bargo, el testimonio de hoy ha de ser distinto al pasado. No es lo mismo el testimonio en una sociedad inconscien­te de sus propios males, un pueblo ciego ante sus pro­pios vicios, que una nación en "arrepentimiento", en "cambio de dirección", que trata de "allanar los montes y rellenar los valles".

¿Cuántos cristianos que nos precedieron en la carre­ra anhelaron ver lo que nosotros vivimos? ¿O es que aprendimos a odiar los vicios que destruían nuestro pue­blo desde Fidel para acá? ¿Es que no odiábamos el juego antes del 59? ¿Es que no nos repugnaba la prostitución antes del triunfo de la Rebelión? ¿Es que combatimos la vagancia sólo desde hace 10 años? Por lo menos yo puedo dar el testimonio que aprendí a odiar tales cosas sentado en los bancos de la Iglesia Presbiteriana de Caibarién. Hubo quienes, cuando arribamos a estos cambios, tem­blaron de pavor. Pero, ¿dónde aprendimos a odiar la ex­plotación del hombre por el hombre? Por lo menos yo lo aprendí de los pastores de mi Iglesia. ¿Que no enten­díamos de manera clara y científica el significado de esa explotación? Cierto. ¿Dónde nos hicimos conscientes de la explotación extranjera de nuestras riquezas nacionales sino en las aulas de nuestros colegios presbiterianos? ¿Y de la degeneración creciente de nuestro pueblo por la presencia del extranjero? Por lo menos yo lo aprendí

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de boca de otro extranjero que vino en afán de salvarnos de toda degeneración. No fue en textos marxistas que aprendí que los terratenientes y latifundistas, la bota militar y la explotación del extranjero eran los males mayores de nuestro pueblo con su secuela de miseria física, moral y espiritual: de juego, prostitución, analfa­betismo, depauperación y venalidad administrativa. Es cierto que no teníamos el medio idóneo para destruir esos males. Ese instrumento nos lo ha dado la Revolución marxista-leninista.

La Iglesia tiene que aprender a no temer la respues­ta del Señor a sus oraciones. Por liberación oró el pueblo de Israel, liberación que anunciaron en paciencia y es­peranza los profetas del exilio, y la salvación les vino a través de un gentil, de quien, sin embargo, el Señor dio testimonio: "Mi siervo eres t ú . . . " .

De Egipto suplicaron ser liberados y fueron salvos por mano de uno, criado en la casa del explotador, casa­do con extranjera y con un asesinato en su expediente.

¿Y quién fue el Padre de la Fe que libera a todo hombre sino un hombre capaz de entregar su propia mujer al Poderoso para salvar su propio pellejo? Y el gran libertador del mundo, Jesucristo, ¿no era un galileo, sin padre reconocido, transgresor de la Ley de Dios, mal­decido de Dios, rechazado por Dios, que murió entre dos ladrones, juzgado de blasfemo digno de tal muerte? ¿Acaso no andaba con rameras y publícanos y adquirió tremenda fama de "comilón y bebedor de vino"?

El apóstol Pablo lo expresaba diciendo: "Tenemos el tesoro de la liberación en vasos de ba r ro . . . "

La Iglesia tiene que aprender a analizar objetiva­mente la fenomenología de la salvación, a la luz de la Revelación, de modo que pueda atemperar su testimonio a los tiempos concretos en que vive. No siempre hay que liberar a los mismos pueblos de los mismos males, ni en la misma proporción.

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No recuerdo bien qué fue lo que escribió Rafael Cepeda a principios de la Revolución que andaba más o menos en esta línea de pensamiento. La revolución no se había declarado aún marxista-leninista, y, con todo y eso, hubo muchos que no le echaron en una cisterna, como a un Jeremías, pero sí echaron sobre él pensamien­tos, deseos y frases que sólo deben echarse en las cister­nas. La cuestión era posiblemente más complicada de como él la vio en aquella ocasión, pero no deja de ser sintomático de cómo la Iglesia reaccionó frente a un in­tento de analizar el testimonio cristiano en medio de lo historia de nuestra Revolución, tratando de interpretar teológicamente el fenómeno revolucionario.

No quisiera extenderme en este aspecto más allá de la afirmación objetiva de que estamos en medio de una sociedad en "metanoia", que está tratando de provocar una "metanoia", un "arrepentimiento" tanto colectivo co­mo personal, dando por sentado que al fin y al cabo esa unidad persona-sociedad no puede quedar alterada.

Los individuos no se liberan cambiando tan sólo las estructuras socio-económicas, ni las estructuras se cam­bian cambiando tan sólo el individuo. Por otro lado, hay que advertir que el individualismo es tan antipersonal o más aún que el propio colectivismo aún el más radica­lizado. Huyendo al caer en extremos deshumanizantes, el hombre del Paraíso, del Edén, según el Génesis, es víctima de dos tiranos, la hipocresía, que se manifiesta en no andar desnudos, y el miedo, que se muestra en el esconderse de Dios. Se trata también del miedo que se avergüenza de ser lo que es y la hipocresía que no quie­re responsabilizarse de ser lo que ha llegado a ser. Si vamos a ver el análisis de un revolucionario en este sen­tido, nos encontramos al chileno Roberto Matta que nos habla de cómo verdaderamente "los individuos sólo pue­den liberarse mediante la lucha interna contra sus tira­nos . . . la hipocresía y el miedo . . . " Dentro de ese aná-

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lisis, la lucha del hombre por liberarse de todos sus alie-namientos o pecados se produce naturalmente y de mane­ra total. Se trata, pues, para unos y para otros, de libe­rarnos de la hipocresía y el miedo que son los enemigos que esclavizan al hombre y le impiden alcanzarse como hombre integral, hacerse un hombre nuevo. Esos dos enemigos son defendidos por "un ejército, a menudo mer­cenario, formado por prejuicios, intereses creados, la fal­sa crítica y las ideas convencionales y esquemáticas", según Matta.

Llama la atención lo acertado del análisis revolucio­nario, y la coincidencia con el criterio bíblico. ¿De dón­de saca Matta este análisis? Lo saca del análisis sicoló­gico de la vida humana en cuanto a la forma en que el hombre reacciona frente a los movimientos revolucio­narios.

¿De dónde surge como criterio cristiano? Del aná­lisis teológico del momento revolucionario, es decir, de las demandas que la Revolución pone sobre nosotros co­mo personas y de la reacción que produce en nosotros tratando de entenderla, tomando como referencia la Re­velación bíblica y la experiencia de todo cristiano den­tro del mundo.

¿Basta el cambio estructural para que ocurra el cam­bio individual? No. Ambas cosas van junws, sin posibi­lidad alguna de que puedan separarse ya que lo uno actúa sobre lo otro respectivamente. ¿ICs posible liberar­se de la hipocresía y el miedo sólo con la Revolución social? En la medida en que la sociedad sea más revolu­cionaria, más justa, más digna, ayudará a esa liberación que sólo ocurrirá en las entrañas del hombre revolucio­nario mientras más revolucionario sea, porque "la cues­tión no es estar con la Revolución sino ser revolucio­narios".

¿Dónde está el testimonio de la Iglesia en el logro de ese hombre libre? El cristiano es un hombre de fe.

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Sabe de la posibilidad de esa liberación y de la creación de ese hombre. Se trata de una promesa y él cree. El cristiano es un hombre de esperanza que se goza en el logro revolucionario. Yo me gozo cuando en mis rela­ciones me encuentro con un compañero revolucionario que se dice "ateo" y que es sincero y valiente ¡y cuánto sufrimiento cuando me encuentro ante uno que se llama creyente y resulta hipócrita y miedoso!

¿Quiere decir esto que no he encontrado quienes se llaman revolucionarios y son hipócritas y miedosos? No, pero en la medida que son hipócritas y miedosos se ale­jan de su ser como revolucionarios. ¿Quiere decir que no he encontrado cristianos sinceros y valientes? No, y en la medida que sean sinceros y valientes estarán dando me­jor testimonio de su fe.

Ante este fenómeno objetivo ¿qué me dice la re­flexión teológica a la luz de la Revelación bíblica y la experiencia cristiana? Me dice que Cristo realmente re­sucitó, que la resurrección no es un engaño ni una ilu­sión, es decir, que en verdad Cristo es el Señor de la Historia y de la Naturaleza, Señor de todos y por todos. Me dice que es cierto lo que la fe bíblica expone cuando afirma que "por El todas las cosas existen, y sin El nada de lo que es hecho ha sido hecho". Me dice que Cristo es el primogénito de la nueva humanidad y que El es así el Salvador del.Mundo, el Liberador del Hombre, de todos los hombres. Me dice que "no todo el que dice: "Señor, Señor", entrará en el Reino, sino el que haga la voluntad del Padre". Me dice que el Reino es algo dis­tinto a la Iglesia. Me dice que el Cristo encarnado, está en Su mundo. Me dice que "Son bienaventurados los que no 'ven' y 'creen' ". Me dice, en fin, que la Iglesia es Iglesia en su mundo y que se hunden juntos y se salvan juntos poique la Iglesia no es más que la sal y la luz de su mundo, la que ofrece a su mundo el testimonio de la salvación en Jesucristo.

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Pero, esa salvación ¿en qué consiste? La historia de la salvación siempre se concretiza en un momento deter­minado de acuerdo a la época y al lugar, y toma un nom­bré humano, de otra manera no tiene secuencia con la salvación bíblica que siempre se traduce al lenguaje hu­mano, encarnándose en algún fenómeno histórico deter­minado de liberación. Esa liberación conlleva una Re­volución.

Liberación significó para Noé, en su caso salvación de morir ahogado. Noé fue un revolucionario. El prime­ro en la historia bíblica. Salvó su mundo construyendo un barco en el interior del país. Salvó con él, al mundo que pudo convencer que renunciase al yugo de sus "pre­juicios, intereses creados, falsa autocrítica e ideas con­vencionales y esquemáticas" y entrasen a la locura del arca, la construcción de un nuevo mundo sobre las po­sibles ruinas del antiguo. Liberación significó para Lot, en su caso salvación de morir quemado. Lot salvó con él su mundo, el mundo que logró que renunciase a 'los prejuicios, los intereses creados, la falsa autocrítica y las ideas convencionales y esquemáticas" de las sociedades sodómicas y gomórricas de su tiempo ««saliesen a la locura del campo travieso para reconstruir una nueva sociedad sobre las cenizas de la antigua. Liberación sig­nificó para Moisés, en su caso salvación de la esclavitud egipcia. Moisés salvó con él al mundo que logró renun­ciase a "los prejuicios, los intereses creados, la falsa auto­crítica y las ideas convencionales y esquemáticas" de aquella situación en Egipto y saliesen a la aventura de un recomenzar en el desierto. "Y el tiempo me faltaría para contar" de cada una de esas liberaciones, que. son las aventuras revolucionarias, y, que a lo largo de la his­toria bíblica y a lo largo de la historia de los hombres, desde antes y desde después de Jesucristo, se han con-cretizado en salvación destruyendo estructuras y liberán­donos de "los prejuicios, los intereses creados, la falsa

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autocrítica y las ideas convencionales y esquemáticas" de alguna sociedad ya caduca. Dios no es un Dios de abs­tracciones, no es un Dios de salvación fuera de la His­toria sino que es Dios de la Historia, del Pacto con la criatura. Era lógico, que antes de Cristo, los creyentes no viesen claramente la cuestión; es decir que el pueblo de Dios "apedrease a los profetas y matasen al Hijo"; pero, después de Cristo no hay excusa ni pretexto. Difiero ca­balmente del autor de "Dios el Lunes". El "antes de Cris­to" no consiste en los meros logros morales humanos, es más bien el separar artificial y paganamente estos logros de los logros de Dios, como si los logros de Dios en Cris­to fuesen de un carácter extramundano, celestial o sobre­natural. Darle valor divino a esos logros humanos c<? creer en Dios, en el Dios bíblico, el Dios-hombre del evangelio, el Dios del Pacto; menospreciarlos es ser ver­daderamente ateos. Esos son los que realmente son ateos, los únicos ateos ante el Dios de la Historia.

Las Revoluciones en todos los tiempos constituyen pues la vía de concreción del Reino de Dios en un mo­mento determinado de la historia, y los revolucionarios no son otra cosa más que "siervos del Dios Altísimo".

Pero es bueno advertir que el revolucionario como tal no necesita de nuestra teología para serlo, ni siquiera para ser mejor revolucionario, a no ser que se trate de un revolucionario creyente. El cristiano sí la necesita para ser mejor cristiano dentro de la evolución y no en cuanto a su carácter de revolucionario sino a su seguridad como revolucionario. El revolucionario lo que necesita, sea creyente o no, es una teoría social que instrumente su lucha. En el caso del revolucionario de hoy, la teoría marxista-leninista es su arma, la primer teoría científica para entender la Revolución. Se entiende, por un lado, que las relaciones en la sociedad están en juego directo con el desarrollo de las fuerzas productivas. Es decir que ese instrumento marxista-leninista, un instrumento

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científico, propone una solución: La Revolución proleta­ria. Así se elimina la explotación del hombre por el hom­bre, la explotación, en este caso, capitalista, por ser ésta una relación arcaica en el contexto de las fuerzas produc­tivas actuales, y esto no sólo como problema aislado de cada sociedad nacionalmente considerada, sino como problema mundial, ya que el imperialismo característico de la presente etapa, es la última fase de la expansión del sistema capitalista en decadencia.

El Revolucionario cubano propone que para solu­cionar el problema se han de llevar a cabo una serie de guerras de liberación nacional como parte de la lucha de clases hasta el final establecimiento del socialismo, cosa que lleva como concomitante necesario la formación de un hombre nuevo, un hombre integral. El olvido de este último aspecto ha colocado en situación delicada a cier­tas sociedades socialistas europeas e indirectamente for­talece al Imperialismo. El olvido del primer aspecto, lo de la lucha armada, fortalece al Imperialismo directa­mente.

El creyente que vive hoy en medio de este mundo en Revolución tiene que actuar, que vivir su fe dentro de ese contexto secular. En la medida que logre dilucidar el carácter de su testimonio su compromiso con la Revo­lución se hará más genuino y más serio. Para ello necesita reflexionar teológicamente.

En un mundo en que el enfrentamiento de las fuer­zas revolucionarias y contra-revolucionarias se hace ca­da vez más radical la Iglesia como comunidad y el cris­tiano en particular no pueden ignorar lo que ha expresa­do la voz profética de un gran teólogo norteamericano, Paul Lehman: "La tarea del cristiano es estar compro­metido con la Revolución."

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PRESENCIA CRISTIANA EN LA SOCIEDAD SECULAR

HIBER CONTERIS

7. Los énfasis recientes de la teología.

1. A partir de la renovación teológica que significó el pensamiento de Karl Barth y con él el conjunto de teólogos generalmente asociados con el movimiento "neo-ortodoxo" o "teología dialéctica" (Brunner, Bultman; Reinhold Niebuhr en los Estados Unidos), y el aporte ulterior y postumo de Bonhoeffer, el pensamiento teoló­gico ha ido desplazando progresivamente su centro de gravedad: de una teología que situaba a la iglesia en el centro del acontecimiento histórico, es decir, la iglesia como el punto crítico del encuentro entre Dios y el mun­do, hemos pasado a una teología que ha dado acceso, poco a poco, a la corriente historicista que domina el pensamiento contemporáneo, y consecuente con esta ten­dencia intenta comprender la acción de Dios en la his­toria y en la sociedad en su conjunto en una perspectiva global o sí se quiere totalizadora; vale decir, una teología que tiene ahora su centro de gravedad y de reflexión en la sociedad como tal, y ha recibido, por lo tanto, aunque esto no constituye todavía un bautismo oficial, el nom­bre de teología de lo secular.

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2. Dos hechos, efectivamente, parecen actuar como polos de esta renovación teológica: en primer término, el concepto de sociedad secular como tal, que ocupa un lugar de primera importancia en el pensamiento de Bon-hoeffer y ha sido utilizado de manera exhaustiva en obras más recientes, como la de Denys Munby (The Idea of a Secular Society), y A. van Leeuwen (Christianity in World' History). Aunque el concepto se ha manejado de diversas maneras, la interpretación generalmente acep­tada es que la sociedad secular es resultado de un proce­so histórico que condujo a una progresiva desaparición de las categorías religiosas o míticas en las formas que asume la cultura y el pei^amiento contemporáneos. Por lo tanto, la sociedad secular, es decir, la sociedad pre­sente, habría abolido ciertos supuestos básicos que en otro tiempo poseían un contenido significativo y hacían posible la comunicación o el diálogo a partir de una con­cepción religiosa de la realidad (por ejemplo, el con­cepto "dios", o la idea de un "cielo" y un "infierno" aso­ciados a la dimensión espacial). Esta pérdida de signifi­cado de las nociones que la tradición consideró inheren­tes a una visión religiosa del mundo, habría traído como consecuencia una relativa "nivelación" y "homogeneiza-ción" de la sociedad al nivel de lo secular; de ahí la im-portanca que el hecho reviste para la teología, pues la posibilidad de que el contenido doctrinal del cristianis­mo tenga algún significado en la sociedad contemporá­nea, dependería de la traslación de los símbolos formu­lados en términos "míticos" o "religiosos" a un lenguaje secular. Desde este punto de vista, la corriente llamada de la "muerte de Dios" es una consecuencia directa del esfuerzo por formular una teología capaz de prescindir de las nociones consideradas tradicionales "religiosas", es decir una dirección específica de lo que en términos generales puede llamarse la teología de lo secular.

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3. El segundo hecho que ha incidido sobre el pen­samiento teológico es la revolución contemporánea en sus diversos niveles o manifestaciones. De acuerdo al tema central adoptado por la Conferencia Mundial de Iglesia y Sociedad del W.C.C. (1966) la revolución con­temporánea es a la vez un resultado del desarrollo téc­nico y científico (la revolución técnica) como de las ten­siones sociales originadas en el seno de los grandes siste­mas político-económicos de la sociedad contemporánea, y notoriamente en las relaciones conflictuales entre el núcleo de países desarrollados, industrializados, y las na­ciones periféricas o subdesarrolladas (América Latina, Asía, África). Este hecho se ha constituido en uno de los grandes temas de nuestro tiempo, y era inevitable que al nivel de la reflexión teológica diera lugar a lo que viene llamándose —sobre todo a partir de la circulación que tuvieron los volúmenes preparatorios de la citada Conferencia Mundial— una teología de la revolución. ¿En qué consiste, en realidad, esta teología de la revolución? Aunque es difícil dar una definición precisa, existen al­gunos elementos comunes en el pensamiento de teólogos como Paul Tillich, Paul Lehmann y Joseph Hromadka, y en expositores más recientes de esta misma teología como Richard Shaull y Heinz-Dietrich Wendland, que permiten intentar una síntesis: (a) En primer lugar, la teología de la revolución es una interpretación del pro­ceso histórico en su conjunto, vale decir, de la acción de Dios en la historia; la revolución no es un hecho fortuito dentro de este proceso, sino la forma en que Dios modi­fica, la historia de acuerdo a su plan de salvación; (b) esta interpretación de la historia se resuelve luego de una ética, porque el propósito de la acción de Dios sería rea­lizar la "verdadera humanidad del hombre" (concepto que manejan tanto Lehman como Hromadka y que no es ajeno a Bonhoeffer); de acuerdo con ese proceso de "humanización del hombre", el problema de la ética cris-

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tiana es enunciar los criterios que permitan una real par­ticipación del cristiano en la acción política y en la trans­formación de la sociedad que se opera a través de las revoluciones de nuestro tiempo; (c) en tercer lugar, una teología de la revolución implica necesariamente una eclesiología, puesto que el análisis del fenómeno social en su conjunto conduce simultáneamente a un examen de la vida y organización de la iglesia y su inserción o res­puesta a la sociedad en que actúa. Creo que estos tres elementos se encuentranjaresentes en mayor o menor pro­porción en todo in t en tó le interpretar teológicamente la revolución contemporánea.

II. La situación de la Iglesia en la. sociedad presente.

1. Si me he detenido en la exposición de estos dos hechos que parecen dominar el pensamiento teológico más reciente, es porque sólo dentro de este contexto teo­lógico podemos intentar comprender la función y situa­ción de la iglesia en la sociedad actual. A partir de esta apertura teológica hacia lo secular, hemos llegado a com­prender que nuestra manera tradicional de entender la acción de Dios en la historia y las relaciones recíprocas entre la Iglesia y la sociedad secular debe ser modificada. Tradicionalmente la iglesia fue interpretada como el cen­tro de la acción y al comienzo de esta exposición, como el punto crítico del encuentro entre Dios y él mundo. La idea de un "proceso de secularización" que parece determinar el curso de la historia nos ha obligado a am­pliar este punto de vista. Hablar de la acción de Dios en la historia significa referirse al proceso histórico como tal, a un tipo de transformación que afecta a la sociedad

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en su conjunto y que renueva y modifica a la Iglesia erl tanto ésta es parte de esa misma sociedad. Para expre­sarlo de manera más gráfica, los términos de la ecuación iglesia-mundo, de acuerdo a los énfasis de la teología presente, se han invertido. Esa ecuación ha recibido, a través de la historia del pensamiento cristiano tres solu­ciones básicas: (a) La sociedad pietista, en términos ge­nerales, concibió a la iglesia como un reducto amuralla­do dentro de la sociedad secular, algo así como un "arca de Noé" destinada a dar refugio a la comunidad elegida, el pueblo predestinado a sobrevivir después del gran diluvio o juicio universal; la iglesia resultaba, por lo tan­to, dentro de esta concepción, un micro-cosmos dotado de una vida autónoma y a veces enteramente independien­te del orden social circundante, y la dicotomía tradicional iglesia-mundo alcanzó en las soluciones pietistas su má­ximo de tensión; (b) la segunda solución corresponde a las corrientes liberales que tienen probablemente su me­jor representante en el movimiento conocido como Social Gospel. El liberalismo teológico, en general, buscó esta­blecer un puente o armonía entre las declaraciones fun­damentales de la fe cristiana y los descubrimientos de la ciencia, y, consecuente con esa actitud disminuir toda diferenciación de tipo cualitativo entre la iglesia y la sociedad. La imagen predominante en el liberalismo, en particular en el "Social Gospel" es la de la "civilización o sociedad cristiana". A través del cristianismo, de la iglesia, Dios había "cristianizado" al mundo; por lo tanto, la función de la iglesia consistía en proseguir esta tarea desde luego inconclusa, hasta el punto en que la sociedad en su conjunto reflejara el ideal de vida cristiano, un tipo de moral basada fundamentalmente en las declara­ciones de Mateo 5 en adelante, con lo cual el "reino de Dios" se realizaría progresivamente sobre la tierra. Como se ve, de acuerdo a esta caracterización sumaria, el "So­cial Gospel" y el liberalismo representaron una actitud

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optimista y hasta cierto punto ingenua respecto a las re­laciones entre iglesia y mundo, y la solución propuesta tendía a identificar los términos de la ecuación, sin reco­nocer una distinción cualitativa entre ambos; (c) la ter­cera solución viene de la corriente teológica que en ge­neral se designa bajo el nombre de neo-ortodoxia, aso­ciada principalmente al pensamiento de Karl Barth. Sin embargo, el propio usahidel término "neo-ortodoxia" in­dica la voluntad de recuperación de una línea de pensa­miento considerada "ortodoxa", y que puede reclamar antecedentes tan ilustres como San Agustín, Calvino y el propio Lutero. Lo esencial de las soluciones "ortodoxas", se me ocurre, es la visión crítica o dialéctica de la rela­ción iglesia-mundo, lo que significa un rechazo del opti­mismo ingenuo que caracteriza al pensamiento libeíal. Por lo tanto, iglesia y inundo han de constituir, de acuer­do a esta interpretación, dos realidades esencial o cuali­tativamente diferentes. La iglesia puede concebirse así como "el laboratorio en el que se experimenta una ética aplicable a la sociedad secular" (John Bennet, Christian Ethics and Social Policy), o má s precisamente como "la comunidad portadora de la Palabra" (Karl Barth, Com-munauté Chrétienne et Communauté Civile); en ambos casos, la representación gráfica de la relación iglesia-mundo se expresa mediante la imagen de dos círculos concéntricos; la iglesia es el círculo menos inscripto den­tro de una realidad más amplia y envolvente que es la comunidad civil, la sociedad; pero es en esta realidad central, en la iglesia, en la que Dios actúa y revela su voluntad para el mundo; se establece así entre iglesia y mundo, una relación de tipo analógico: lo que sucede en la iglesia, las relaciones entre Dios y la iglesia, constitu­yen el criterio o la norma a aplicar analógicamente a las relaciones entre la iglesia y el mundo; conviene aquí citar textualmente a Barth: "Puesto que la comunidad ci­vil constituye el círculo exterior donde se inscribe la co-

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munidad cristiana con el misterio de la fe que ella con­fiesa y proclama, puesto que ambas poseen así el mismo centro, resulta que la primera, diferente por el principio que la fundamenta y la tarea que le concierne, se encon­trará forzosamente en una relación de analogía con la verdad y la realidad de la segunda, analogía en el sen­tido de que la ciudad es capaz de reflejar indirectamente, como en un espejo, la verdad y la realidad del Reino de Dios que la iglesia anuncia". Esto significa, si yo no en­tiendo mal el pensamiento de Barth, que la transforma­ción de la sociedad se realiza como un "reflejo" de aque­llo que la iglesia anuncia, y por lo tanto constituiría algo así como el movimiento exterior o secundario de un mo­vimiento que tendría su centro en la iglesia, puesto que ésta es el círculo menor e interno de la imagen; de acuer­do con esto Barth añade: "Habiendo sido condenado a ser lo que es, y a actuar en los límites que le son propios, el Estado, reflejo de la verdad y de la realidad cristiana, no posee la justicia y, por lo tanto, tampoco existencia intrínseca y definitiva... Para preservar la comunidad civil de la decadencia y de la ruina, es necesario que le sean recordadas sin cesar, una y otra vez, las exigencias de esta justicia que ella debe representar".

2. Tal como yo la entiendo o la concibo, una teo­logía secularizada tiende a invertir los términos de la ecuación Iglesia-mundo e interpretar de manera precisa­mente opuesta la imagen de los círculos concéntricos em­pleada por Karl Barth. La acción de Dios, según esta interpretación, toma forma en la sociedad en su conjun­to, de afuera hacia adentro, del círculo mayor hacia el círculo menor, y por lo tanto la iglesia sólo aparece como el segmento particular de la sociedad secular —inserto y por lo tanto determinado y condicionado por ella— en el que el sentido de esa acción se hace explícito o se co­bra conciencia del mismo. Este enfoque conduce a aban-

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donar la idea de que la iglesia puede ser un "modelo", "laboratorio" o siquiera la comunidad portadora de cier­tas verdades esenciales en base a las que es posible con­cebir la transformación de la sociedad secular. Creo que hay dos hechos que merecen ser considerados con mayor detenimiento para comprender el sentido de esta crítica. El primero, es que la iglesia no constituye una comuni­dad homogénea y diferenciada del resto de la sociedad; su inserción en el medio social la ha expuesto a las mis­mas tensiones y conflictos que aparecen en la sociedad en su conjunto. Este hecho se advierte sobre todo en el sector ideológico; es evidente que la polémica ideológica se ha reproducido con las mismas características dentro de la iglesia, y que la diversidad de actitudes y respues­tas a que da lugar la revolución social contemporánea en todos sus niveles se proyecta de la misma manera en el seno de la iglesia. Los mejores ejemplos de esta afir­mación se encuentran en las situaciones en que los cam­bios o conflictos de naturaleza social se presentan de manera más aguda: caso de la lucha del negro en los Estados Unidos, o de la acción revolucionaria en la Amé­rica Latina; las actitudes "pro" y "contra", y las respues­tas "reaccionarias", "conservadoras" o "revolucionarias" se manifiestan dentro de la iglesia exactamente en los mis­mos términos que en la sociedad secular. Por lo tanto, difícilmente se puede concebir a la iglesia como un "mo­delo" o un "laboratorio" de lo que debe ser o hacer la sociedad como tal; difícilmente se puede pensar en una acción unificada de la iglesia, en algo así como una ima­gen unívoca y entera de lo que ha de ser la búsqueda de la justicia social; pensar así equivale a realizar un acto de abstracción que supone ignorar la tensión y el conflicto que se manifiestan en el seno de la comunidad cristiana, y que impiden la adopción de respuestas uni­formes y coherentes por parte de todos los cristianos.

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3. El segundo hecho que debe ser destacado es el siguiente: la iglesia o comunidad cristiana es parte indisoluble de la sociedad como un todo; la transforma­ción que se opera en la sociedad secular, el cambio his­tórico propiamente dicho, envuelve y determina la trans­formación de la iglesia. Esto conduce a abandonar la idea de que la comunidad cristiana mantiene intactos a tra­vés de la historia ciertos arquetipos o modelos ideales sobre la manera en que debe producirse el cambio social, y los objetivos últimos que deben determinar ese cam­bio. El caso de la justicia social ofrece un ejemplo con­creto de lo que quiero decir. La primera reacción es su­poner que la iglesia tiene en su poder el modelo de la verdadera justicia, y que esta verdad que posee por vía de la revelación le permite pronunciarse frente a los dis­tintos modelos de "justicia social" que se propone la co­munidad secular. La situación, en la perspectiva de una teología secularizada, me parece bastante diferente. El hecho es que la búsqueda de la justicia social es un mo­vimiento que afecta a la historia como un todo, una as­piración de la sociedad en su conjunto, y la iglesia alcan­za a discernir el contenido y significado de esa justicia por su participación y presencia en esa búsqueda. Vale decir, el descubrimiento de la aspiración bíblica de la justicia social se resuelve en la praxis, no "antes" sino "después"; no es un arquetipo rígido e invariable que la iglesia guarda como un tesoro, sino una motivación que debe encontrar su contenido concreto en el propio deve­nir de la historia, y que tampoco puede resolverse de una vez para siempre. Quiero decir: no existe una "justicia" abstracta y definitiva, sino respuestas más o menos jus­tas a los estímulos siempre variables que presenta la mu­tación histórica. Por eso podríamos decir que todos los grandes temas —como el de la justicia, el del amor— son en la Biblia motivaciones y no contenidos específicos. El contenido lo descubre la iglesia en cada situación histó-

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rica precisa, y como resultado de su participación y "compromiso" en la transformación de la sociedad en su conjunto.

III. La presencia de la comunidad cristiana en la. sociedad secular.

1. El problema que se plantea de manera inme­diata es: ¿cómo se lleva a cabo esta participación de la comunidad cristiana en la sociedad secular? Ya se han ensayado diversas respuestas a esta pregunta. Me parece obligado mencionar aquí un trabajo de Richard Shaull aparecido en inglés con el título "The Form of the Church in the Modern Diáspora". En breve, la tesis de Shaull es que la sociedad secular plantea a la iglesia la misma situación que enfrentó la comunidad judía intertestamen­taria e incluso la comunidad cristiana primitiva en el Im­perio Romano: es decir, la diáspora, la dispersión en medio de una sociedad extraña. La presencia en la diás­pora contemporánea significa, por lo tanto, la destruc­ción definitiva de la imagen de un "Corpus Christianum", de la "Cristiandad", desarrollada durante la Edad Me­dia. La primera consecuencia que este hecho acarrea para la iglesia en la necesidad de reconocerse como una minoría en una sociedad pluralista. A partir de este he­cho, existiendo como una minoría, la estrategia y todas las formas de vida de la iglesia deben ser modificadas. La presencia de la iglesia en la sociedad ya no se da al nivel institucional, es decir, al nivel de una comunidad que pretende ejercer una influencia decisiva sobre el conjunto de la sociedad, sino al nivel de la participación activa del cristiano individualmente o en núcleos redu­cidos en los círculos y medios de la sociedad secular en

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que se toman las decisiones capaces de afectar la estruc­tura social en su conjunto, y por lo tanto la condición del hombre en esas estructuras. Para expresarlo en tér­minos concretos, la participación de la comunidad cris­tiana en medio de la diáspora contemporánea, significa la presencia de los cristianos individual y colectivamente en las formas de acción política, discusión ideológica y organización técnica y económica que ofrece la sociedad contemporánea. Se trata, por lo tanto, de una acción "gal­vanizadora" (y vale la pena recordar que esta es la pro­piedad de excitar, por medio de corrientes eléctricas, los nervios y músculos de un animal), una forma de presen­cia diluida o dispersa en la superficie social. Mateo 5:13-16 ofrece una serie de imágenes sobre la condición y resultados de esta forma de presencia (sal de la tierra, luz del mundo).

2. Naturalmente, esta forma de participación de la comunidad cristiana en la diáspora contemporánea, en la sociedad secular, no puede realizarse sin que la iglesia modifique su estructura presente, vale decir, sus formas de vida y organización comunitaria, así como la com­prensión de su misión específica en esta nueva situación. Esta modificación presupone, por lo tanto, una doble tarea: una reflexión teológica constantemente referida a la situación presente, a las tendencias que asume el cam­bio histórico y la mutación social, y la forma en que se ve afectada la condición del hombre por las consecuen­cias de ese cambio; y paralelamente una transformación institucional que responda a esa reflexión y al mismo tiempo dé a la iglesia la flexibilidad necesaria para adap­tarse a las condiciones de la sociedad presente y permita de manera adecuada la participación del cristiano en esa misma sociedad.

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IV. Una triple renovación.

1. Es difícil ofrecer modelos concretos de lo que debe ser esta renovación teológica e institucional de la iglesia. Me limitaré aquí a ensayar una reflexión crítica sobre las tres tareas que tradicionalmente se han consi­derado inherentes a la misión de la iglesia en el mundo. En esta crítica y en las soluciones que sugiero, se resuel­ve, en definitiva, mi propia manera de concebir el rol dé­la iglesia en la sociedad presente, y la participación que los cristianos individualmente o en grupos funcionales (quizás estos "grupos funcionales" representan ahora la forma de "reunirse" del cristiano, es decir, de constituirse en "ecclesia") pueden tener en la construcción de la nueva sociedad.

La primera reflexión crítica se refiere a la junción evangelística de la iglesia. Tradicionalmente, evangelizar es "hacer prosélitos", convertir al cristianismo, de acuer­do al mandato de Jesús a sus discípulos expresado en Mateo 28:19. Esta tarea fue entendida casi sin excepción a través de la historia de la iglesia en términos cuantita­tivos; vale decir, significó la conversión individual (en algunos casos colectiva, durante la cristianización masiva de Occidente) del no creyente al mensaje de la Iglesia. En la perspectiva de una teología de lo secular, de una comprensión de la historia en que la totalidad del pro­ceso histórico es interpretado como la acción de Dios dando forma a la sociedad humana, la tarea evangelís­tica asume un carácter diferente. Evangelizar puede de­jar de ser la búsqueda de la conversión individual o co­lectiva en términos de "persona", y proponemos en cam­bio como la tarea de trasladar del nivel de lo inconciente a lo consciente, o si se quiere de lo implícito a lo explí­cito, las formas ocultas de la acción de Dios en las es­tructuras culturales y sociales de la historia. Es este un

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punto sumamente complejo donde resultaría necesario una reflexión más detenida y profunda de lo que yo puedo hacer aquí, y que de algún modo debe tomar en cuenta las investigaciones que se están haciendo en el campo de la antropología, la psicología y semiología mo­dernas, y en particular el significado de la noción de "estructura" tal como es utilizada por Levi-Strauss y otros investigadores en el campo de las ciencias sociales. Desde el punto de vista estrictamente teológico, sin embargo, puede decirse que así concebida, la finalidad de la tarea evangelística no sería ya la conversión —otra vez— cuan­titativa de la humanidad, aspiración insostenible en la sociedad moderna, sino la persistencia en la historia de un "remanente" cristiano, una comunidad en la que el hecho misterioso y continuo de la presencia de Dios para en la historia alcanza el nivel de lo consciente, donde el propósito de Dios para con la historia y con el hombre en particular, se hace explícito, se proclama, adquiere el carácter de "mensaje" o de "revelación".

2. La segunda crítica se refiere a la tarea profética de la iglesia. Por actividad profética de la iglesia se en­tendió tradicionalmente la vocación de la comunidad cristiana a denunciar la injusticia y luchar contra ella. Ya he señalado que esa forma de acción de la iglesia que presupone el consenso de todos los cristianos respec­to a los hechos políticos y sociales, y un comportamiento uniforme de acuerdo a ese consenso, es inimaginable. Cada vez que la iglesia cristiana —católica o protestante-asume su vocación profética en la sociedad contemporá­nea, lo único que puede exhibir es su debilidad; vale decir, todo pronunciamiento concreto sobre los hechos más significativos de nuestro tiempo que intente repre­sentar e involucrar a la totalidad de los cristianos, se re­suelve por el camino de la transacción. Se trata de un acuerdo al nivel del compromiso; una manera de soslayar

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el juicio concreto y por lo tanto la división o desacuerdo interno de la comunidad cristiana mundial. El ministerio profético de la iglesia en una sociedad secular, por lo tanto, parece posible y necesario luego de haber acepta­do este hecho, la realidad del quebrantamiento o diver­sidad "ideológica" de la iglesia. En esas circunstancias, la actividad profética del cristiano es una responsabilidad local, específica, referida concretamente a ciertas situa­ciones que exigen de él una actitud de crítica o de de­nuncia. Esa actividad puede llevarse a cabo en dos fron­teras: primero, en lo que puede llamarse la frontera in­terior, es decir, la tarea consistente en la renovación interna de la propia iglesia; la búsqueda de una transfor­mación incesante al influjo de una acción crítica que debe destruir de manera también ininterrumpida las formas de pensamiento y organización en que tiende a estancarse la vida de la comunidad cristiana. La segun­da es la frontera exterior, pero entiendo que esto implica la acción del cristiano en el medio secular, la iglesia en medio de la diáspora. No se trata, por lo tanto, de la iglesia en su carácter institucional, pronunciándose sen­tenciosamente y de acuerdo al supuesto consenso de to­dos los cristianos, sino de la acción que pequeños gru­pos de creyentes o éstos individualmente lleven a cabo para destruir los falsos ídolos que erige la sociedad se­cular. Esta forma de acción "iconoclasta", se manifiesta sobre todo en la participación del cristiano en la lucha política y en la revolución social, en el enfrentamiento y la denuncia de las falsas ideologías, en la resistencia a aceptar la demanda absoluta de toda ideología, aún aque­lla que ha elegido como instrumento para llevar a cabo su compromiso histórico y social, y mantener la libertad de actuar y elegir de acuerdo a su propia búsqueda de la justicia.

3. Finalmente, la tercera crítica, se refiere al con-

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cepto de servicio o diaconado de la iglesia. Esta crítica afecta sustancialmente a todo programa de asistencia o ayuda social que pretende mantener la iglesia al nivel institucional. Esta forma de concebir el ministerio del servicio resulta insostenible bajo la óptica de una teolo­gía de lo secular. En esta perspectiva, hay que admitir que la tarea del equilibrio o la justicia social en la so­ciedad contemporánea ha sido en parte resuelta en los países industrializados a través del "Welfare State", y busca resolverse en los países de América Latina y el res­to del mundo subdesarrollado, a través de formas de or­ganización política, económica y social que aseguren una distribución equitativa de la riqueza que provean idén­ticas oportunidades para todo el mundo, y que asuman las formas de protección y seguridad social que corres­ponde al Estado en la sociedad contemporánea. La tarea "Social" de la iglesia, el diaconado, se convierte, de esa manera, en una preocupación que debe resolverse al ni­vel político, al nivel de las decisiones que afectan la dis­tribución de la riqueza en el mundo y en cada país en particular, y que equilibran las posibilidades y recursos de los diversos sectores sociales a que ha dado lugar una distribución injusta de la riqueza y de los ingresos. Otra vez, nos hallamos aquí frente a la única opción que pa­rece ofrecérsele a la iglesia para cumplir con el ministe­rio del diaconado en la diáspora contemporánea: buscar la participación en los mecanismos de decisión política y transformación económica de la sociedad secular, me­diante una forma de presencia que supone de alguna ma­nera la disolución de su contorno, la pérdida de su fiso­nomía institucional, y que para emplear otra vez las dos metáforas de Mateo 5 signifacan su transformación en "sal de la tierra" y "luz del mundo".

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EL CONSEJO MUNDIAL DE IGLESIAS Y AMERICA LATINA

THEO TSCHUY

En la reunión del Comité Central del Consejo Mun­dial de Iglesias realizada en Canterbury (Inglaterra) en agosto de 1969, la Iglesia Pentecostal brasileña "Brasil para Cristo" fue aceptada en calidad de miembro. El in­greso de esta iglesia, que cuenta con más de un millón de feligreses, es sin duda alguna un signo de cambio; finaliza así una época en las relaciones del Consejo Mun­dial de Iglesias con América Latina y se inicia una nue­va. La incorporación de esta importante iglesia a la co­munidad ecuménica mundial significa, esencialmente, que se ha abierto de par en par la puerta del Consejo Mundial de Iglesias de y hacia América Latina. Las otras dos iglesias pentecostales chilenas —de mucho menor ta­maño— que ingresaron en 1961 al Consejo Mundial de Iglesias, reciben ahora un apoyo sustancial desde el Bra­sil y hay. ya indicios de que otras iglesias pentecostales latinoamericanas preparan su solicitud de admisión.

No menciono el caso de "Brasil para Cristo" porque me impresionen habitualmente el tamaño y la cantidad. A mi entender, la significación de esta nueva incorpora­ción al Consejo Mundial de Iglesias, reside en algo mu­cho más profundo. "Brasil para Cristo" y las iglesias pen-

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lecostales chilenas son —a diferencia de los restantes miembros latinoamericanos del Consejo Mundial de Igle­sias— totalmente nativas. No son producto ni de la inmi­gración ni de la labor misionera, si bien hubo ínterin -fluencias provenientes de las tradiciones de otras igle­sias. Se trata de las únicas iglesias —aparte quizás de una cierta forma de catolicismo popular— que atraen hacia sí al amplio proletariado rural y urbano. El Pentecosta-lismo latinoamericano tuvo éxito allí donde fracasaron otras iglesias. Son capaces de comunicar el Evangelio a los pobres. Los rostros que se ven en las iglesias pente-costales brasileñas manifiestan una fuerte influencia mu­lata; en Méjico y Chile sus feligresías se componen fun­damentalmente de mestizos e indígenas, el segmento pre­cisamente más desheredado de la población latinoameri­cana. Por consiguiente, el Pentecostalismo es entre el Río Grande y el Cabo de Hornos mucho mas Tercer Mun­do que las iglesias surgidas de la inmigración o las misiones. Estas últimas son por lo común de clase me­dia; sus feligreses participan, al menos en parte, de los beneficios que derivan de un sistema socio-económico explotador. Sociológicamente, el Pentecostalismo lati­noamericano arraiga en el sector de la población que pasa en este momento por un proceso sin precedentes de transformación mental, conditio une qua non de la revolución social. Se debe a este factor que el ingreso de las iglesias pentecostales latinoamericanas sea ecu­ménicamente tan significativo.

Esto no invalida las conclusiones enunciadas por el sociólogo suizo Christian Lalive D'Epinay en su bri­llante estudio del pentecostalismo chileno (*). Lalive demostró que los pentecostalistas chilenos estaban "en

" Este trabajo fue auspiciado por el Consejo Mundial de Iglesias y publicado en 1968 por la Editorial El Pacífico, Santiago, Chile, con el título "Refugio de las Masas". Una versión inglesa es preparada por SCM Press, de Londres.

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huelga permanente" contra la sociedad; una forma de escapismo sicológico ante la desolada realidad actual con la expectativa de un futuro paraíso en el mas allá. Los pentecostalistas chilenos, dice Lalive, son desleales a las aspiraciones y luchas de su clase social. Es posible que las conclusiones de Lalive sean asimismo aplioables a otros países latinoamericanos. Hay indicios, sin em­bargo, de que los pentecostalistas no pueden permane­cer totalmente inmunes a las tendencias de cambio. La segunda y tercera generación de pentecostalistas no pa­recen estar ya dispuestos, como lo estuvieran sus ante­pasados, a relegar la igualdad social a la vida en el más allá.

Esto nos lleva al hondo significado que tiene para el Consejo Mundial de Iglesias la incorporación a sus filas de las iglesias pentecostales latinoamericanas. No basta, sin duda, con que el Consejo Mundial de Iglesias se regocije porque finalmente los pentecostales "acce­dan" ("arrivíng") y puedan ser ubicados junto a los anglicanos, los luteranos, los metodistas, los ortodoxos, etc., como un grupo más que integra el actual mosaico confesional del Consejo Mundial de Iglesias. La incor­poración de las iglesias pentecostales latinoamericanas no puede ser encarada en términos de mera relación si­no como una tarea central. El desafio que enfrentan el Consejo Mundial de Iglesias y la comunidad ecuménica internacional es el cómo ayudar a estas iglesias a com­prometerse seriamente con el proceso revolucionario la­tinoamericano. Esto significa que debe persuadirse a los pentecostalistas a abandonar su permanente huelga social. Debe ayudárselos a descubrir las fuentes ocultas sobre las que reposan sus tradiciones y convicciones, a identificar la deprimente situación de su clase social y a movilizar todos sus recursos humanos y espirituales a fin de hacer realidad ahora la redención, sin que eso suponga negar las convicciones sobre la vida en el más

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allá. ¿Tendrá el Consejo Mundial de Iglesias una per­cepción suficientemente honda como para comprender el funcionamiento de la mentalidad pentecostal y esti­mar cuales son las contribuciones bíblicas, teológicas y humanas que puede hacer en el momento oportuno, sin caer en la "presión" ni en el desaprovechamiento de las oportunidades? El cómo responder al desafío presenta­do por el ingreso pentecostal latinoamericano, en la dé­cada de los setenta puede convertirse para el Consejo Mundial de Iglesias en una crucial cuestión ecuménica.

Sin embargo, aquello es solo una parte de la preo­cupación respecto del ingreso pentecostal latinoameri­cano al Consejo Mundial de Iglesias. Debatamos esta otra cuestión: ¿qué significado debería tener para el Consejo Mundial de Iglesias este nuevo tipo de incorpo­ración? Primero, creo que debería contribuir a que el C .M. I . sea un genuino consejo "mundial". Hasta ahora solo era formalmente un cuerpo mundial, en el que do­minaban las iglesias occidentales —entre las cuales es­pecialmente las anglosajonas— y se permitía participar a las iglesias de África, Asia y América Latina. Como la mayoría de las iglesias de estos tres continentes se eman­ciparon solo recientemente, al menos de jure, de las iglesias matrices occidentales, el molde en cierto mo­do neocolonialista y nunca abiertamente admitido del C .M. I . era aceptado sin demasiada oposición. Los pen-tecostalistas latinoamericanos (al igual que la iglesia Kimbanguista cuyo ingreso, significativamente, fuera aceptado en la reciente reunión de Canterbury) re­chazaron desde sus comienzos la dominación misio­nera; desarrollaron su propio estilo de culto y de vida eclesiástica y son financieramente auto-suficientes. Por lo tanto, ingresan al C. M. I. como miembros plenos en un mismo plano de igualdad con las iglesias occiden­tales. Siguen el patrón de auto-conciencia de las orgu-llosas nuevas naciones emergentes del Tercer Mundo.

2U

Segundo. ¿Será el C .M. I . capaz de emplear el ti­po de lenguaje susceptible de ser comprendido por es­tas iglesias? No me refiero aquí, a si el castellano o el portugués deberá convertirse en la cuarta lengua ecu­ménica oficial, sino a si el C .M. I . podrá comunicarse con una comunidad eclesiástica que no fue formada por misioneros y por consiguiente, no formada en base al pensamiento Occidental. ¿Podremos comunicarnos con iglesias que no funcionan en base a documentos escri­tos, cartas o libros, sino que comparten ideas verbal y emotivamente? ¿No podría el C .M. I . concebir un siste­ma de equipos internacionales, cuidadosamente forma­dos, para que visitasen a los pentecostalistas latinoame­ricanos a intervalos frecuentes? ¿No será el contacto hu­mano uno de los aportes que el movimiento pentecostal pueda hacer al C .M. I . ? ¿No es acaso este contacto ca­ra a cara, la vía principa] del Espíritu Santo? ¡Cuánto más se enriquecería el movimiento ecuménico si pu­diera aprenderse de los pentecostales tal comunicación humanizada!

Tercero. Debemos plantearnos en que medida la presencia de las Iglesias pentecostales latinoamericanas (junto a los Kimbanguistas africanos, repitámoslo) debe contribuir a des-occidentalizar los actuales conceptos ecuménicos sobre el desarrollo del Tercer Mundo. Aun cuando no hayan elaborado independientemente ideas claras sobre la cuestión, es improbable que estas igle­sias acepten con prontitud algunos de los Leitbilder tecnológicos comunes entre las iglesias occidentales. El primer indicio de un enfoque totalmente indepen­diente es que "Brasil para Cristo" solicitó la coope­ración del Consejo Mundial de Iglesias para la realiza­ción de un programa integrado de educación ecuméni­ca y acción social. No encontramos aquí la separación entre "lo secular" y "lo religioso", que la tradición cul-

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tura! helenística compele a los occidentales a seguir en toda oportunidad. Si el Pentecostalismo puede desarro­llar este enfoque unifícadamente, aportar al C. M. 1. una nueva y especial dimensión ecuménica.

I I

Sin embargo, las relaciones del Consejo Mundial de Iglesias no se limitan al Pentecostalismo. Como ya se ha señalado, la cuestión de la revolución social ejer­ce suma influencia sobre el pensamiento ecuménico. Nadie ha insistido tanto como Luis Odell —a quien es­tá dedicado este libro— en señalar este hecho. Entre sus numerosas realizaciones ecuménicas, logradas a lo lar­go de los años, la fundación en 1961 de Iglesias y So­ciedad en América Latina ( I . S. A. L . ) , creada en gran parte debido a su propia iniciativa es, sin duda, el ma­yor logro de su vida. Antes de 1961 el movimiento ecu­ménico significó poco para América Latina; el Conse­jo Mundial de Iglesias era totalmente desconocido, ex­cepto por los insidiosos ataques lanzados en su contra por elementos conservadores y misioneros fundamenta-listas. Todo lo referente a la Fe y el Orden, la iglesia y la sociedad, la unidad de la iglesia, la construcción na­cional, etc., parecía estar extrañamente divorciado de la realidad latinoamericana. Incluso la deformada infor­mación sobre el C M - I - no fue otra cosa que un bata­llar contra sombras. El objeto de los ataques no existía, en realidad, en la mente de los latinoamericanos.

Un curioso y similar vacio rodeó a muchos conse-

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jos eclesiásticos nacionales porque a menudo fueron und imitación de organizaciones creadas en otros continen­tes. En América Latina los consejos no eran lugares de encuentro y diálogo ecuménico. Generalmente reducían su tarea a tratar de crear cierto grado de confraterni­dad entre los dirigentes eclesiásticos, de hacer causa común frente a la todopoderosa Iglesia Católica Apos­tólica Romana, u obtener reconocimiento público para la reducida y dividida minoría protestante. Fastas limi­taciones de ninguna manera minimizan la sacrificada paciencia de muchos hombres, ministros de la iglesia, quienes, año tras año, lucharon por mantener la existen­cia de estos consejos a pesar de los numerosos obstácu­los y la indiferencia general. No obstante, toda vez que el C .M. I . intentó entablar durante aquellos años algo mas que un contacto superficial, y de compartir con los consejos eclesiásticos latinoamericanos el entusiasmo por los descubrimientos ecuménicos realizados en otros con­tinentes, rara vez tuvo éxito. Al Consejo Mundial de Iglesias nunca se le tuvo mucha confianza, y la mayor parte del tiempo simplemente no fue comprendido.

Esta situación cambió con la creación de I .S .A .L . en 1961. I .S .A .L . ganó terreno porque las condiciones subjetivas prevalecientes en América Latina también habían cambiado. El éxito de la revolución cubana promovió un agudo debate sobre las condiciones socia­les y, también por primera vez, la dominante influen­cia de los Estados Unidos fue desafiada. I.S.A.L. lle­vó este debate secular a las iglesias. A partir de ese momento nada habría ya de ser como antes. Hubo una polarización de la opinión sobre la cuestión de la jus­ticia social; los cristianos se convirtieron en "progresis­tas" o "conservadores" ya no con el sentido fundamen-talista introducido por algunos misioneros, aunque no carente de alguna relación con este. Debido a que I .S .A .L . mantenía una sólida vinculación con el C.

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M.I . , éste se vio repentinamente involucrado en esta controversia, aunque sin participar activa o directamen­te en ella. Sin considerar los otros tipos de vinculacio­nes que el C .M. I . comenzó a desarrollar con América Latina en la década del sesenta, su relación con I .S .A. L . era la única que la gente solía recordar, ya fueran dirigentes eclesiásticos, secretarios de consejos naciona­les o, mas recientemente, políticos. ¿Por qué? Porque al afirmar que el deber de los cristianos es apoyar la justicia social —que en América Latina no puede signi­ficar otra cosa que comprometerse en la revolución— I .S .A .L . puso al desnudo aquella cuestión ecuménica que es vital para América Latina. Esta cuestión hace a la existencia misma del continente; es, por ello, polé­mica. Cada dimensión ecuménica, ya sea la incorpora­ción de una iglesia al C. M. I . , la Fe y el Orden, el de­sarrollo socioeconómico, la creación y mantenimiento de consejos eclesiásticos nacionales o regionales, etc., no puede ser separado ya más de la cuestión básica que es la revolución social. Esta afirmación puede parecerle unidimensional y simplista a un europeo o estadouni­dense, pero las premisas de la existencia en América Latina son diferentes a las del Norte. Hasta las iglesias del hemisferio norte deben comprender que la revolu­ción latinoamericana como dimensión ecuménica tiene también para ellas profundas implicaciones estructura­les. Su propia credibilidad como iglesias depende en parte de su compromiso en ayudar a crear una socie­dad latinoamericana justa. Los latinoamericanos deben hacer la revolución por sí mismos, pero los cristianos oc­cidentales se hallan cerca de los centros de poder que actualmente controlan en sumo grado el destino de la economía latinoamericana. El C .M. I . debe, por con­siguiente, convertirse en una vía mucho más eficaz de lo que actualmente es para comunicar a los cristianos del hemisferio norte información sobre las genuinas

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preocupaciones latinoamericanas, a fin de impulsar a aquellos a realizar una acción profética.

Más aún, y aunque esto pueda parecer grotesco, el C . M . I . debe encontrar los canales y los medios para trasmitir la preocupación por la justicia social a sus propios miembros latinoamericanos. Más de un dirigen­te eclesiástico latinoamericano teme que al respaldar los esfuerzos por lograr el cambio social, el C .M. I . esté siguiendo un peligroso camino subversivo que tiene muy poco en común con el ecumenismo eclesiástico oficial. Indudablemente, no solo existe aquí un abismo de co­municación entre el C . M . I . y algunas de sus iglesias miembros, sino también una diferencia de opinión. Por consiguiente, el C . M . I . no puede evitar la necesidad de reinterpretar la realidad latinoamericana para algu­nas de sus iglesias miembros en ese continente y, toda vez que sea necesario, desafiar a esas iglesias a que como tarea ecuménica se comprometan a participar en el cambio social.

Pero, por otro lado, algunos de los latinoamerica­nos ecuménicos más progresistas y radicales a menudo pierden la paciencia con el C. M. I. por tomarse tan en serio a sus miembros oficiales latinoamericanos. Sin embargo, un compromiso del C. M. I. con la transfor­mación social que ignorase las estructuras conservado­ras de la iglesia sería menos que ecuménico. Por supues­to, debido a que la renovación y no las relaciones ecu­ménicas oficiales es la raison d'etre ecuménica, el C .M. I . no debe ser impedido por sus miembros menos que progresistas, de cumplir con su compromiso por una so­ciedad justa. Continuar siendo una federación de igle­sias en aras de la asociación amistosa sería el fin del C .M. I .

Aunque América Latina está menos afectada que otras regiones del mundo por el presente debate ecu­ménico racial, el éxito de la posición radical durante la

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reunión del Comité Central del C .M. I . en Canterbury ayudará ciertamente a fortalecer la posición de los ami­gos ecuménicos de América Latina. Al mismo tiempo, la polémica sobre la cuestión del desarrollo aún no ha concluido. Aun ejercen una gran influencia en círculos del C . M . I . quienes consideran el desarrollo en térmi­nos de transferencia de conocimientos técnicos de Occi­dente al Tercer Mundo, más que como una lucha revo­lucionaria por el logro de la igualdad a nivel mundial. La posición radical, sin embargo, gana terreno princi­palmente porque sus argumentos, aunque menos cómo­dos para Occidente, son más persuasivos. El papel que los latinoamericanos están jugando en este debate ecu­ménico mundial no puede ser sobreestimado. Plantean sus ideas con persistencia y vigor, y no deben desalen­tarse por el tiempo que requiera la plena aceptación de sus ideas en circuios del C . M . I . Es obvio que un cuer­po internacional, multiconfesional y multicultural re­quiera más tiempo para adoptar decisiones que un gru­po relativamente reducido y culturalniente homogéneo como los latinoamericanos progresistas. El milagro de que el C . M . I . adopte nuevas posiciones de manera drás­tica y repetida está, no obstante, ocurriendo. Los deba­tes del Comité Central en Canterbury son una confirma­ción de este hecho.

Los anteriores párrafos indican que las demandas ecuménicas de renovación radical crearon tensiones en las iglesias latinoamericanas. Estas tensiones han atra­vesado los muros de las iglesias y están introduciéndo­se en el terreno de la política secular. En una serie de naciones situadas entre el Rio Grande y el Cabo de Hornos ha surgido una aguda tensión entre los círculos ecuménicos latinoamericanos y las fuerzas neoconserva-doras y represivas. En algunos países, esta represión'. adquiere un terrorífico carácter fascistoide. Protestantes y católicos romanos de orientación ecuménica han sido

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encarcelados; incluso algunos deben estar temiendo por sus vidas. No .sabemos si esta tendencia será la norma en los próximos años. Tal vez este espíritu neoconser-vador sea un reflejo de la desesperación última de las fuerzas conservadoras que se sienten amenazadas por la revolución social. Lo que para los cristianos resulta particularmente amargo es que muchos dirigentes ecle­siásticos, —no solo fundamentalistas— favorezcan el es­tablecimiento de este tipo de regímenes dictatoriales. Hay evidencias de que en algunos casos colaboran con las autoridades en la persecución de sus hermanos cris­tianos, con quienes están políticamente en desacuerdo. ¿Cual debe ser la posición del C .M. I . en esta difícil coyuntura? Solo mencionaré una de varias alternativas. Debe ayudar a los cristianos ecuménicos latinoamerica­nos a hacer oir su voz, ya sea por medio de publicacio­nes, encuentros o simples contactos personales. El Con­sejo Mundial de Iglesias debe desaliar también a sus miembros a nivel mundial a respaldar por todos los medios posibles a sus colegas latinoamericanos en lucha.

I I I

Esta meditación sobre la relación entre él C .M. I . y América Latina sería incompleta si no se mencionara a la Iglesia Católica Romana. El eventual ingreso al C .M. I . de la iglesia Católica Romana es una cuestión que ha merecido cuidadosa consideración desde la vi­sita realizada por el Papa Pablo VI en junio de 1961 al Centro Ecuménico de Ginebra. Recién hemos comen­zado a comprender las implicaciones de esta nueva ten-

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dencia para una Latinoamérica predominantemente ca­tólica romana.

Esta cuestión es, sin lugar a dudas, algo sumamente delicado para América Latina. En el momento actual, podría complicar, más que facilitar las cosas al C .M. I . Basta recordar las tensas relaciones que hubo entre am­bas confesiones antes del Segundo Concilio Vaticano. Hasta ese momento, muchas jerarquías católicas roma­nas latinoamericanas consideraban al Protestantismo co­mo un intruso. Por su parte, nunca vacilaron los pro­testantes en señalar los numerosos defectos del Catoli­cismo Romano: los fundamentalistas y los liberales de viejo cuño continúan haciéndolo hoy día. La controver­sia religiosa entre ambos antagonistas se vio agravada por factores políticos y sociológicos: el Catolicismo Ro­mano estaba tradicionalmente ligado a las poderosas oli­garquías gobernantes latinoamericanas, mientras que el Protestantismo fue generalmente protegido por los par­tidos liberales de oposición (lo que explica, entre otras cosas, la gran influencia de la masonería en los círculos protestantes). Solo el Pentecostalismo logró superar el equilibrio (deablock) de fuerzas existente entre ambos al dedicarse a los desheredados y tomar sus distancias respecto de los conservadores y los liberales.

No obstante, cabe suponer —aunque será necesario realizar estudios para apoyar esta hipótesis— que la exis­tencia del Protestantismo en América Latina contribu­yó enormemente a la renovación ecuménica del Catoli­cismo Romano. Durante mucho tiempo ninguna otra fuerza criticó tan persistentemente el incuestionable y tradicional vínculo entre las oligarquías dominantes y la Iglesia Católica Romana. Ningún otro movimiento continuó señalando a la Biblia como la base real de la fé cristiana. Reconocemos que hubo graves imperfeccio­nes en la crítica Protestante. Muchos ministros protes­tantes jamás dudaron en aprovechar sus contactos polí-

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ticos y masónicos para ganar influencia. La Biblia fue empleada a menudo como una panacea mágica capaz de curar todos los males; y el subordinamiento político a las autoridades gubernamentales fue generalmente la regla y no la excepción. Sin embargo, la actual y dra­mática renovación interna del Catolicismo Romano la­tinoamericano está sin duda en deuda, al menos en par­te, con la presencia de la variedad protestante del cris­tianismo.

Después de haber cumplido una históricamente in­cuestionable labor ecuménica, el Protestantismo debe considerar seriamente ahora, si aún le queda una razón de ser. Comprendo que plantear tal cosa puede provo­car, además de controversias, toda suerte de malenten­didos. No obstante, debería ser tarea del C .M. I . el de­safiar al Protestantismo latinoamericano a que arribe a una comprensión eclesiológica del Catolicismo Romano y, en el proceso, de si mismo. Nadie en su sano juicio sugeriría que el Protestantismo abandone Latinoamérica para dar la razón al dictamen de los católicos romanos conservadores de que al final de cuentas, aquel era un intruso. El conjunto de circunstancias ha variado.

La verdadera cuestión ya no gira en torno a la relativa validez de los reclamos católicos romanos o pro­testantes, sino en torno del tipo de iglesia que América Latina necesita para el futuro. Por lo tanto, y como ya se dijo, esta es una cuestión estrictamente teológica y eclesiológica. Nadie puede pretender conocer de mane­ra definida cuales serán los moldes estructurales de esa iglesia, en razón de qué las tradiciones pasadas son de escaso uso práctico. Podernos desear mantener, a lo más, aquello que sea mejor de ambas tradiciones rechazando lo mediocre y lo malo. Por encima de esto, debemos insistir en que la futura iglesia sea capaz de funcionar de manera tal que contribuya activamente a la revolu­ción social y al establecimiento de una sociedad justa.

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Deberá ser una iglesia en la que todos los hombres pue­dan practicar el culto de manera relevante; una iglesia que sea servidora del hombre (y por lo tanto de Dios) y no gobernante (y por lo tanto, carcelera de Dios). En otras palabras, la iglesia del futuro debe ser un autén­tico instrumento de redención en manos de Dios.

¿Podrán ayudar los limitados recursos del Consejo Mundial de Iglesias a esta empresa gigantesca? ¿Serán sus contactos con Roma y la eventual incorporación del Catolicismo Romano al C .M. I . , una ayuda o urt obs­táculo para la formación de un nuevo tipo de cristianis­mo latinoamericano? En la actualidad, todas las opcio­nes están abiertas. La verdadera respuesta a esta cues­tión deberá ser suministrada probablemente por los pro­pios cristianos ecuménicos latinoamericanos en razón de que ya están comenzando a formar parte del Consejo Mundial de Iglesias y del movimiento ecuménico mun­dial.

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ÍNDICE

Emilio Castro. - PROLOGO I

1 Rubem Alves - FUNCIÓN IDEOLÓGICA Y PO­

SIBILIDADES UTÓPICAS DEL PROTES­TANTISMO LATINOAMERICANO 1

2 Richard Shaull - IGLESIA Y TEOLOGÍA EN LA

VORÁGINE DE LA REVOLUCIÓN 23

3 Leopoldo Niilus - EL ÉXODO COMO EL GÉ­

NESIS DE LA REVOLUCIÓN 49

4 Mauricio López '— LA LIBERACIÓN DE AME­

RICA L A T I N A Y EL CRISTIANISMO EVANGÉLICO 61

5 Julio Barreiro - DOMINACIÓN, DEPENDEN­

CIA Y "DESARROLLO SOLIDARIO" 89

6 Pierre Furter - DE LA DOMINACIÓN CULTU­

RAL AL DESARROLLO CULTURAL 111

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7 Julio de Santa Ana - DE LA MOVILIZACIÓN

DE LOS RECURSOS HUMANOS A LA CREACIÓN D E U N A SOCIEDAD HU­MANA 135

8 Gonzalo Castillo - LA LIBERACIÓN, EL NUE­

VO NOMBRE DE LA PAZ 173

9 Ñaldo Luis Villalpando - LA UTOPIA DE LA

OPINIÓN PUBLICA 189

10 Christian Lalive - PENETRACIÓN IDEOLÓGI­

CA Y PRENSA PROTESTANTE. EL CASO DE "PRIMICIA EVANGÉLICA" 203

11 Sergio Arce Martínez - ¿ES POSIBLE UNA

TEOLOGÍA DE LA REVOLUCIÓN? 227

12 Hiber Conteris - PRESENCIA CRISTIANA EN

LA SOCIEDAD SECULAR 255

13 Theo Tschuy - EL CONSEJO MUNDIAL DE

IGLESIAS Y AMERICA LATINA 271